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domingo, 1 de noviembre de 2009

INDICE DE LOS CUENTOS DE ZOTHIQUE

LOS CUENTOS DE ZOTHIQUE -- EL ABAD NEGRO DE PUTHUUM

EL ABAD NEGRO DE PUTHUUM

“Que la uva nos ceda su llama purpúrea,
y el rosado amor abandone su doncellez;
en tierras sin nombre, bajo lunas cubiertas,
hemos acabado con el Demonio y con todo su linaje”.

Canción de los arqueros del rey Hoaruph.


Zobal, el arquero, y Cushara, el lancero, habían derramado más de una libación a su amistad con los sanguíneos licores de Yoros y la sangre de los enemigos del reino. Unidos por aquella larga y vigorosa amistad, rota únicamente por peleas efímeras con relación a la división de un pellejo de vino o al reparto de alguna
mujer. habían servido durante una fatigosa década entre la soldadesca del rey Hoaraph. Les habían tocado en suerte salvajes batallas y sucesos extraños y azarosos. Ultimamente, la fama de su valor atrajo sobre ellos el honor de la atención de Hoaraph y habían sido escogidos para servir entre los lanceros que guardaban su palacio de Faraad. Algunas veces, los dos eran enviados juntos en misiones para las que era necesario poseer una valentía nada común y una lealtad sin mácula hacia el rey.

Ahora, en compañía del eunuco Simbam, principal proveedor del bien surtido harén de Hoaraph, Zobal y Cushara habían emprendido un tedioso viaje a través de la pista conocida en Izdrel, que hendía la parte occidental de Yoros con su cuña desolada de color amarillento. El rey les enviaba para que se enterasen si por casualidad había algo de verdad en ciertas historias de viajeros con relación a una joven doncella de belleza celestial que fue vista entre los pueblos de pastores al otro lado de Izdrel. Simbam llevaba en el cinto una bolsa de monedas de oro con la que, si la belleza de la muchacha fuese igual en alguna forma al renombre que tenía, estaba autorizado para negociar su compra. El rey había considerado que Zobal y Cushara formarían una escolta apropiada para cualquier
contingencia, porque Izdrel era una tierra notoriamente libre de bandoleros, o, indudablemente, de cualquier habitante humano. Sin embargo, se decía que duendes malignos, tan altos como gigantes y jorobados como los camellos, habían atacado a menudo a los que viajaban por Izdrel, y que bellas, pero malintencionadas lamias, los atraían a una horrible muerte. Simbam, temblando corpulentamente en su silla, cabalgaba no de muy buena gana, pero el arquero y el lancero, con un total escepticismo, dividieron sus groseros chistes entre el tímido eunuco y los
escurridizos demonios.

Sin otro infortunio que la rotura de un pellejo de vino debido a la fuerza de la nueva cosecha que contenía, llegaron a los verdes pastos al otro lado de aquel lúgubre desierto. Allí, en los bajos valles por los que discurrían los meandros del curso medio del río Vos, apacentaba dromedarios y otros ganados una tribu de pastores que cada dos años enviaba a Hoaraph el tributo de sus copiosos rebaños. Simbam y sus compañeros encontraron a la muchacha, que vivía con su abuela en un pueblo al lado del Vos, y hasta el eunuco reconoció que el viaje había valido la pena.

Cushara y Zobal, por su parte, fueron instantáneamente embrujados por los encantos de la muchacha, de nombre Rubalsa. Era esbelta y de regia estatura, de piel pálida como los pétalos de las mariposas blancas, y la ondulante negrura de su pesado cabello se poblaba de pardos reflejos cobrizos bajo el sol. Mientras Simbam regateaba a gritos con la arrugada abuela, los guerreros observaban a Rubalsa con prudente ardor y le dirigieron tales galanterías como estimaron discretas, sin que el eunuco les escuchara.

Por fin el pacto se formalizó y se pagó el precio, quedando la bolsa de Simbam completamente vacía. El eunuco estaba ansioso ahora por regresar a Faraad con el botín y parecía haber olvidado su miedo del hechizado desierto. Zobal y Cushara fueron arrancados de su sueño por el impaciente eunuco antes del amanecer y los tres partieron con Rubalsa, todavía soñolienta, antes de que el pueblo despertase a su alrededor.

El mediodía, con su sol de cobre candente en un cenit negro azulado, los encontró lejos entre las herrumbrosas arenas y los promontorios de dientes ferrosos de Izdrel. El camino que seguían era poco más que un sendero, porque, aunque Izdrel tenía sólo unas treinta millas de anchura en aquel punto, pocos viajeros se atrevían a cruzar aquellas leguas infestadas de demonios, y la mayoría preferían una carretera que daba una vuelta inmensa, utilizada por los pastores, que corría al sur de aquella siniestra desolación, siguiendo el Vos
casi hasta su desembocadura en el mar Indaskiano.

Cushara, espléndido en su armadura de bronce, conducía la comitiva sobre una gigantesca yegua policroma, con una montura de cuero sellada con cobre. Rubalsa, que llevaba el rojo vestido hilado en el hogar de las mujeres de los pastores, le seguía sobre un negro caballo castrado que Hoaraph había enviado para su uso. Detrás, y próximo, iba el vigilante eunuco, ataviado de cendales multicolores y montado pesadamente, rodeado de rellenas alforjas, sobre el asno gris de edad incierta que, debido a su temor a caballos y camellos, insistía siempre en montar. Llevaba en la mano la guía de otro asno que casi se arrastraba por los suelos debido a los pellejos de vino, vasijas de agua y otras provisiones. Zobal guardaba la retaguardia, con el arco preparado, esbelto y nervudo en su atuendo de fina malla, sobre un nervioso semental que se resistía incesantemente a las riendas. Llevaba a su espalda un carcaj lleno de dardos que el hechicero de la corte, Amdok, había preparado con singulares conjuros e inmersiones en desconocidos fluidos para su posible uso contra demonios. Zobal aceptó las flechas cortésmente, pero se había asegurado más tarde y por sí mismo de que sus barbillas de hierro no estuviesen en forma alguna utilizadas por el tratamiento de Amdok. Una lanza, hechizada de forma similar, había sido ofrecida por
Amdok a Cushara, que la rehusó rudamente diciendo que su propia arma, bien probada ya, era apropiada para los escupitajos de cualquier número de demonios.

A causa de Simbam y los dos asnos, el grupo no podía ir a mucha velocidad. Sin embargo, esperaban cruzar la parte más salvaje y desolada de Izdrel antes de la noche. Simbam, aunque continuaba ojeando miedosamente el melancólico desierto, estaba claramente más preocupado por su preciosa carga que con imaginarios demonios y lamias. Cushara y Zobal, ambos extasiados en amorosos ensueños que se centraban en la voluptuosa Rubalsa, dedicaban únicamente una despreocupada atención a sus alrededores.

La muchacha había cabalgado toda la mañana en grave silencio. Repentinamente gritó, con voz cuya dulzura la alarma volvía estridente. Los demás refrenaron sus monturas y Simbam balbució unas preguntas. Rubalsa contestó señalando hacia el horizonte meridional, donde, como sus compañeros vieron ahora, una extraña
oscuridad, negra como la tinta, había cubierto una gran porción del cielo y las colinas, ocultándolas por completo. Esta oscuridad, que no parecía debida ni a una nube ni a una tormenta de arena, se extendía a cada lado en forma de creciente y se acercaba rápidamente a los viajeros. En el curso de un minuto, o menos, había bloqueado el sendero por delante y por detrás, como una niebla negra, y los dos arcos de sombra, corriendo hacia el norte, se habían unido, dejando al grupo dentro de un círculo. La oscuridad se hizo entonces estacionaria, sus paredes, situándose a no más de cien pies por cada lado, enhiestas e impenetrables, rodeaban a los viajeros, dejando sobre ellos un espacio claro desde el que el sol continuaba brillando, remoto, pequeño y descolorido, como visto desde el fondo de un profundo pozo.

—¡Ay, ay, ay! —gimió Simbam, acurrucándose entre sus alforjas—. Bien sabía que alguna maldad nos atacaría.

En ese instante, los dos asnos comenzaron a rebuznar fuertemente, y los caballos, con relinchos y cabriolas frenéticas, temblaron bajo sus jinetes. Sólo a costa de muchos y crueles espolonazos pudo forzar Zobal a su semental hacia delante, al lado de la yegua de Cushara.

—Quizá sea sólo una niebla pestilente —dijo Cushara.

—Nunca he visto una niebla semejante—replicó Zobal dudosamente—. Y no hay vapores como éste en Izdrel. Creo que esto es como el humo de los siete infiernos del que hablan los hombres por debajo de Zothique.

—¿Seguimos hacia delante?—dijo Cushara—. Me gustaría saber si esta lanza penetra o no esa oscuridad.

Diciendo a Rubalsa algunas palabras de tranquilidad, los dos intentaron espolear sus monturas hacia la oscura muralla. Pero después de unos cuantos pasos nerviosos, la yegua y el caballo retrocedieron salvajemente, sudando y echando espuma, y no quisieron continuar avanzando. Cushara y Zobal desmontaron y siguieron su avance a pie.

No conociendo la fuente o naturaleza del fenómeno con el que tenían que lidiar, los dos se aproximaron cautelosamente. Zobal puso un dardo en la cuerda y Cushara sostuvo su enorme lanza de cabeza broncínea ante sí como cargando contra un enemigo en batalla. Ambos se sentían cada vez más confusos por la oscuridad, que no retrocedía ante ellos como lo haría la niebla, sino que mantuvo su opacidad cuando estuvieron muy próximos a ella.

Cushara estaba a punto de arrojar su arma contra la muralla. Entonces, sin el menor preludio, surgió en la oscuridad, aparentemente justo delante suyo, un horrible clamor multitudinario como de tambores, trompetas, címbalos, armaduras chasqueando, voces vibrantes y pies cubiertos de mallas, que iban de un lado a otro sobre el suelo pedregoso con un fuerte estrépito. Mientras Cushara y Zobal retrocedían asombrados, el clamor aumentó y se extendió hasta llenar con una babel de ruidos guerreros el círculo de misteriosa noche que aprisionaba a los viajeros.

—Verdaderamente, estamos completamente sitiados—gritó Cushara a su camarada, mientras volvían junto a sus caballos—. Se diría que algún rey del norte ha enviado sus mirmidones contra Yoros.

—Sí —dijo Zobal—. Pero es extraño que no los hayamos visto antes de que llegase la oscuridad. Y es seguro que ésta no se debe a algo natural.

Antes de que Cushara pudiese hacer alguna observación, los gritos y estruendos marciales cesaron abruptamente. Todos a su alrededor escucharon el rechinamiento de innumerables sistros, el silbido de incontables serpientes gigantescas, los broncos gritos de pájaros de mal agüero que se hubiesen reunido por millares. A aquellos sonidos, indescriptiblemente odiosos, añadieron ahora los caballos un continuo relinchar y los asnos sus rebuznos más frenéticos, sobre los que los gritos de Rubalsa y Simbam eran escasamente audibles.

Cushara y Zobal intentaron en vano apaciguar a sus monturas y consolar a la muchacha, que estaba loca de terror. Estaba claro que ningún ejército de hombres mortales les sitiaba, porque los ruidos cambiaban de minuto en minuto y ahora se oían unos gruñidos siniestros y el rugir de bestias, nacidas en el infierno, que
los ensordecían con su volumen.

Sin embargo, en la penumbra nada era visible y el oscuro círculo comenzó entonces a moverse con rapidez, sin ampliarse ni contraerse. Para mantener su posición en el centro, los guerreros y sus acompañantes se vieron obligados a abandonar el sendero y a huir hacia el norte entre las ásperas elevaciones y cañadas. A su alrededor continuaban los siniestros ruidos, conservando, al menos eso parecía, el mismo intervalo de distancia.

El sol, cayendo hacia el oeste, no brillaba ya sobre aquel pozo que se movía fantasmalmente, y una profunda penumbra rodeó a los viajeros. Zobal y Cushara cabalgaron al lado de Rubalsa lo más cerca posible que permitía lo áspero del terreno, forzando sus ojos constantemente en busca de alguna señal visible de las cohortes que parecían acompañarles. Los dos eran presa de las más oscuras aprensiones, porque estaba demasiado claro que unos poderes sobrenaturales les obligaban a internarse en el desconocido desierto.

La gruesa oscuridad parecía cerrarse momento a momento y detrás de la cortina se percibieron palpablemente unos movimientos y un bullicio como los producidos por formas monstruosas. Los caballos tropezaban con pedruscos y protuberancias de rocas minerales, y los asnos, pesadamente cargados, se veían obligados a avanzar a una velocidad desconocida para ellos, para mantener la distancia con el círculo que los amenazaba con su hórrido clamor. Rubalsa había dejado de gritar, como si estuviera exhausta, o se hubiese resignado al horror de su situación, y los agudos chillidos del eunuco habían bajado de tono, convirtiéndose en miedosos resoplidos y jadeos.

De cuando en cuando parecía como si unos ojos grandes y feroces brillasen en la oscuridad, bien flotando cerca de la tierra o moviéndose en solitario a gigantesca altura. Zobal comenzó a disparar sus flechas encantadas contra aquellas apariciones, y cada lanzamiento fue jaleado por un asombroso estruendo de risas y alaridos satánicos.

De esta forma continuaron adelante, perdiendo toda medida del tiempo y del sentido de orientación. Los animales estaban derrengados y con los cascos doloridos. Simbam estaba medio muerto de miedo y fatiga, Rubalsa se tambaleaba sobre su silla y los guerreros, aterrorizados y confusos ante aquella situación en la que sus armas parecían no tener valor, comenzaban a flaquear presos de un sombrío cansancio.

—Nunca volveré a dudar de la leyenda de Izdrel —dijo Cushara sombríamente.

—No creo que tengamos mucho tiempo ni para dudar ni para creer—replicó Zobal.

Para aumentar su desgracia, el terreno se hacía más áspero y pendiente y tuvieron que ascender por empinadas colinas y descender hacia lúgubres valles. Pronto llegaron a un espacio abierto, llano y pedregoso. Allí, y de repente, el pandemónium de ruidos siniestros retrocedió por todos lados, alejándose y desvaneciéndose hasta convertirse en unos débiles y fugaces susurros que murieron a gran distancia. Simultáneamente, la noche que les rodeaba se aclaró, unas cuantas estrellas brillaron en el cielo y las ásperas colinas del desierto se recortaron severamente sobre un resplandor bermellón. Los viajeros se detuvieron, mirándose interrogativamente unos a otros, en una penumbra que sólo era causada por la natural oscuridad de la noche.

—¿Qué nueva hechicería es ésta?—preguntó Cushara, atreviéndose apenas a creer que sus infernales seguidores se hubiesen desvanecido.

—No lo sé—dijo el arquero, que miraba fijamente la oscuridad—. Pero aquí, quizá, viene uno de los demonios.

Entonces vieron los demás que se les acercaba una figura encapuchada, llevando un farol encendido fabricado con algún tipo de cuerno translúcido. A cierta distancia, detrás de la figura, aparecieron repentinamente luces en una masa cuadrada oscura que ninguno del grupo había advertido hasta entonces. Esta masa era evidentemente un edificio grande, con muchas ventanas.

Al acercarse más, la figura se reveló, a la escasa y amarillenta luz de la linterna, como un hombre negro de talla y estatura inmensas, ataviado con una voluminosa túnica del color del azafrán semejante a la que usan ciertas órdenes monacales y el sombrero purpúreo de dos picos de un abad. Realmente, era una aparición extraña e inesperada, porque si había algún monasterio entre los áridos páramos de Izdrel, estaba oculto y desconocido para el mundo. Sin embargo, Zobal, buscando en su memoria, recordó una vaga tradición que había oído una vez IzdreI frente a un capítulo de monjes negros que floreciera en Yoros hacía muchos años. Los monjes se habían extinguido hacía largo tiempo y el mismo emplazamiento del monasterio se había olvidado. En la actualidad existían pocos negros en el reino, excepto los que servían como eunucos, guardando los serrallos de los nobles y de los mercaderes ricos.

Los animales comenzaron a desplegar una cierta inquietud ante la llegada del extranjero.

—¿Quién eres? —desafió Cushara con los dedos fuertemente prietos alrededor del mango de su arma

El negro sonrió desenfadadamente, mostrando grandes filas de dientes descoloridos cuyos incisivos eran como los de un perro salvaje. Sus enormes y untuosas quijadas formaron, a causa de la mueca, un número increíble de voluminosos pliegues, y sus ojos, profundamente oblicuos y muy próximos entre sí, parecían guiñarse perpetuamente en bolsas que temblaban como mermelada de ébano. Sus fosas nasales se ensanchaban prodigiosamente y se limpió los bulbosos labios color púrpura que babeaban y temblaban con una lengua gorda, roja y lasciva, antes de contestar la pregunta de Cushara.

—Yo soy Ujuk, abad del monasterio de Puthuum —dijo con voz gruesa, de un volumen tan extraordinario que casi parecía surgir de la tierra que pisaba—. Me parece que la noche os ha sorprendido lejos de la ruta de los viajeros. Os doy la bienvenida a nuestra hospitalidad.

—Sí, la noche nos asaltó antes de tiempo —replicó secamente Cushara.

Ni a él ni a Zobal les gustó la mirada de lujuria de los parpadeantes y obscenos ojos del abad cuando miró a Rubalsa. Más aún, habían advertido ahora la excesiva y desagradable longitud de las negras uñas de sus gigantescas manos y sus desnudos pies, uñas que eran garras curvas de tres pulgadas tan agudas como las de algún animal o ave de presa.

Aparentemente, sin embargo, Rubalsa y Simbam no estaban tan mal impresionados, o no habían advertido estos detalles, porque ambos se dieron prisa a agradecer la oferta de hospitalidad del abad y a urgir su aceptación a los guerreros, visiblemente reluctantes. Zobal y Cushara cedieron ante esta presión, aunque ambos resolvieron en su fuero interno vigilar de cerca todas las acciones y movimientos del abad de Puthuum.

Ujuk, sosteniendo en alto la linterna de cuerno, condujo a los viajeros hacia aquel impresionante edificio cuyas luces habían visto a poca distancia. Una poderosa puerta de madera oscura se abrió silenciosamente a su llegada y penetraron en un espacioso patio pavimentado por piedras desgastadas y de aspecto grasiento, débilmente iluminado por antorchas colocadas en herrumbrosos soportes de hierro. Con asombrosa rapidez aparecieron varios monjes ante los viajeros, que, a la primera ojeada, habían pensado que el patio se encontraba desierto. Todos eran de una masa y estatura poco corrientes y sus rasgos poseían una extraordinaria semejanza con los de Ujuk, de quien, indudablemente, apenas podían ser distinguidos excepto por los capuchones amarillos que llevaban en lugar del gorro purpúreo de picos de abad. La similitud se extendía incluso a sus curvas y extraordinariamente largas uñas, semejantes a garras. Sus movimientos eran fantasmalmente furtivos y silenciosos. Sin hablar, se hicieron cargo de los asnos y de los caballos. Cushara y Zobal dejaron sus monturas al cuidado de aquellos dudosos palafreneros con una reluctancia que, aparentemente, no era compartida por Rubalsa ni por el eunuco.

Los monjes dieron a entender también su voluntad de despojar a Cushara de su pesada lanza y a Zobal de su arco de madera de hierro y su carcaj medio vacío, con flechas hechizadas. Pero los guerreros se negaron a esto, rehusando quedar desarmados.

Ujuk les condujo a una puerta interior que conducía al refectorio. Era una habitación grande y baja, iluminada por lámparas de bronce de antigua factura, semejantes a las que los vampiros podrían haber recobrado en alguna tumba hundida en el desierto. El abad, con gestos de ogro, suplicó a sus huéspedes que ocupasen sus asientos ante una larga y maciza mesa de ébano con sillas y bancos del mismo material.

Cuando se hubieron sentado, Ujuk se sentó a la cabecera de la mesa. Inmediatamente, llegaron cuatro monjes, llevando unos platos donde se apilaban las carnes humeando a especias y profundos frascos de barro llenos de un licor oscuro, color de ámbar. Y estos monjes, como los que se encontraban en el patio, eran groseros simulacros, negros como el ébano, de su abad, pareciéndose a él minuciosamente tanto en los rasgos como en el cuerpo. Zobal y Cushara se abstuvieron de probar el líquido que, por su olor, parecía ser una cerveza de un tipo excepcionalmente fuerte, porque sus dudas en relación a Ujuk y su monasterio se hacían más graves a cada momento. También, y a pesar de su hambre, se abstuvieron de la comida dispuesta ante ellos, que consistía principalmente en carnes asadas que ninguno pudo identificar. Sin embargo, Simbam y Rubalsa se dedicaron rápidamente a comer, pues su apetito estaba aguzado por el largo ayuno y las extrañas fatigas de aquel día.

Los guerreros observaron que delante de Ujuk no había sido colocada ni comida ni bebida y supusieron que ya había cenado. Ante su disgusto y rabia crecientes, se sentaba, obesamente repantingado, con los lujuriosos ojos sobre Rubalsa en una mirada fija rota únicamente por los parpadeos que acompañaban sus continuas muecas. Esta mirada comenzó pronto a avergonzar a la muchacha, y después a alarmarla y asustarla. Dejó de comer, y Simbam, que había estado profundamente preocupado con su cena entonces, se intranquilizó claramente cuando vio el decaer de su apetito. Por primera vez pareció darse cuenta de las poco monásticas ojeadas del abad, mostrando su desaprobación con varias muecas horribles. También observó oportunamente, con voz alta y aguda, que la muchacha estaba destinada al harén del rey Hoaraph. Pero lo único que hizo Ujuk ante esto fue reírse por lo bajo, como si Simbam hubiese dicho algún chiste exquisitamente divertido.

Zobal y Cushara tuvieron dificultades en reprimir su rabia y ambos ardían en deseos de probar sus armas contra el grueso bulto del abad. Sin embargo, pareció recoger las insinuaciones de Simbam, porque desvió su mirada de la muchacha. En su lugar comenzó a observar a los guerreros con una avidez curiosa y terrible, que hallaron poco menos insoportable que sus miradas a Rubalsa. El bien alimentado eunuco también tuvo su turno en la mirada de Ujuk, que parecía tener algo del hambre de una hiena recreándose ante una pieza en perspectiva.

Simbam, obviamente incómodo y algo asustado, intentó entonces mantener una conversación con el abad, proporcionando voluntariamente mucha información en cuanto a su persona, sus compañeros y las aventuras que les habían llevado a Puthuum. Ujuk pareció sorprenderse poco por esta información, y Zobal y Cushara, que no tomaron parte en la conversación, se sintieron más seguros que nunca de que no era un verdadero abad.

—¿Cuánto nos hemos alejado del camino de Faraad?—preguntó Simbam.

—No considero que os hayáis extraviado—rugió Ujuk con su subterránea voz—, porque vuestra llegada a Puthuum es muy oportuna. Aquí tenemos pocos invitados y no nos gusta separarnos de aquellos que hacen honor a nuestra hospitalidad.

—El rey Hoaraph estará impaciente porque regresemos con la muchacha --tembló Simbam—. Debemos partir mañana temprano.

—Mañana es otro asunto—dijo Ojuk, con tono medio untuoso, medio siniestro—. Quizá para entonces os hayáis olvidado de esta prisa deplorable.

Durante el resto de la comida se habló poco y, realmente, se bebió y comió poco, porque incluso Simbam parecía haber perdido el apetito, normalmente voraz. Ujuk, todavía sonriendo como si sólo él conociese algún divertido chiste, no se preocupó demasiado de instar a sus invitados a que comiesen.

Varios monjes iban y venían sin que nadie los llamara, quitando los platos cargados al retirarse. Zobal y Gushara percibieron una cosa extraña: ¡los monjes no proyectaban sombra alguna sobre el iluminado suelo junto a la de los platos que llevaban! De Ujuk, sin embargo, salía una sombra enorme y deformada que yacía como un íncubo al lado de su asiento.

—Creo que hemos llegado a un nido de demonios —susurró Zobal a Cushara—. Tú y yo hemos luchado contra muchos hombres, pero nunca con gente que no tuviesen sombras.

—Sí —musitó el lancero—. Pero este abad me gusta todavía menos que sus monjes, aunque sea él el único que posee sombra.

Ujuk se levantó entonces de su sitial, diciendo:

—Supongo que todos estaréis cansados y querréis dormir pronto.


Rubalsa y Simbam, que habían bebido cierta cantidad de la poderosa cerveza de Puthuum, asintieron soñolientamente. Zobal y Cushara, advirtiendo su prematura somnolencia, se alegraron de haber desdeñado el licor.

El abad condujo a sus huéspedes a lo largo de un pasillo, cuya penumbra estaba ligeramente aliviada por el llamear de las antorchas que se agitaban en una fuerte corriente de aire de procedencia indeterminada y producían una muchedumbre de sombras salvajes agitándose junto a los que pasaban. A ambos lados había celdas cuyas puertas sólo estaban cerradas por colgaduras de áspero tejido de cáñamo. Todos los monjes desaparecieron, las celdas parecían estar oscuras y un aire de desolación de siglos invadía el monasterio, junto con un olor de huesos mondos, como si éstos se amontonasen en alguna catacumba secreta.

En el centro del corredor, Ujuk se detuvo y apartó el tapiz de una puerta que no se diferenciaba en nada del resto. Dentro ardía una lámpara que pendía de una arcaica cadena de metal curiosamente engarzada y corroída. La habitación era desnuda y espaciosa, y un lecho de ébano con opulentas colgaduras a la moda antigua estaba dispuesto en la pared más alejada, bajo una ventana abierta. El abad indicó que esta cámara era para Rubalsa, y se ofreció a mostrar después a los hombres y al eunuco sus respectivos alojamientos.

Simbam pareció despertar de repente de su somnolencia y protestó ante la idea de ser separado de su carga de aquella manera. Como si Ujuk esperase esto y hubiese dado las órdenes apropiadas, apareció un monje llevando unas colchas que tendió sobre el suelo de losas, dentro de la habitación de Rubalsa. Simbam se tendió rápidamente sobre la improvisada cama y los guerreros se retiraron con Ujuk.

—Venid —dijo el abad, haciendo brillar en la penumbra sus dientes de lobo—. Dormiréis magníficamente en los lechos que os he preparado.

Pero Zobal y Cushara se habían colocado como guardianes a las puertas del aposento de Rubalsa. Dijeron secamente a Ujuk que ellos eran los responsables ante el rey Hoaraph de la seguridad de la muchacha y debían vigilarla a todas horas.

—Os deseo una agradable vigilia—dijo Ujuk, con una risotada como la risa de una hiena en alguna tumba subterránea.

Con su partida pareció que el negro sopor de una antigüedad muerta envolvía todo el edificio. Aparentemente, Rubalsa y Simbam dormían sin hacer un solo movimiento, porque no se oía ningún sonido detrás de la colgadura de cáñamo. Los guerreros hablaron sólo en susurros, por temor a despertar a la muchacha. Sus armas estaban dispuestas a ser utilizadas instantáneamente y vigilaban el sombrío salón con una celosa vigilancia, porque no confiaban en la quietud que les rodeaba, estando seguros de que una hueste de demonios se agazapaba en algún lugar, esperando el momento del asalto.

Sin embargo, no ocurrió nada que confirmase sus aprensiones. La corriente que alentaba furtivamente por el corredor parecía hablar únicamente de muerte de siglos y de una soledad cíclica. Ambos comenzaron a percibir sobre el suelo y las paredes señales de abandono que hasta entonces les habían pasado inadvertidas. Pensamientos imaginarios y fantásticos los asaltaban con insidiosa persuasión, parecía que el edificio era una ruina que había estado deshabitada durante mil años; que el negro abad Ujuk y sus monjes sin sombra eran simples imaginaciones, cosas que nunca existieron; que el móvil círculo de oscuridad, el pandemónium de voces que los habían empujado hacia Puthuum, no eran más que una pesadilla diurna cuyo recuerdo se esfumaba ahora a la manera de los sueños.

La sed y el hambre les atormentaban, porque no habían comido desde muy temprano, y durante el día sólo probaron unos pocos y apresurados tragos de vino o agua. Sin embargo, ambos comenzaron a sentir el asalto de un soñoliento abandono que, bajo las circunstancias, era altamente indeseable. Cabecearon, se amodorraron y despertaron varias veces al peligro. Pero como la voz de una sirena en los sueños inducidos por la droga, el silencio parecía decirles que todo peligro era algo desaparecido, una ilusión que pertenecía al pasado.

Pasaron varias horas y el salón se iluminó con la salida de una luna tardía que brillaba por una ventana en el extremo oriental. Zobal, menos soñoliento que Cushara, se despertó por completo debido a una conmoción repentina entre los animales que estaban debajo, en el patio. Como si algo hubiese aterrorizado a los caballos, se oyeron fuertes relinchos que subieron hasta alcanzar un tono frenético y los asnos comenzaron a rebuznar sordamente, hasta que Cushara también se despertó.

—Asegúrate de no quedarte dormido otra vez —advirtió Zobal al lancero—. Voy a salir para averiguar la causa de este tumulto.

—Es una buena idea—concedió Cushara—. Y de paso que vas echa un vistazo a nuestras provisiones. Y trae, cuando vuelvas, algunos albaricoques y tortas de sésamo y un pellejo de vino, rojo como los rubíes.

Zobal recorrió el corredor mientras el monasterio permanecía en silencio, excepto por el débil sonido producido por sus borceguíes de tirantes de piel. Al final del corredor había una puerta abierta y por ella pasó al patio. Tan pronto como salió, los animales dejaron de hacer ruido. Apenas se veía, porque todas las antorchas del patio, excepto una, habían sido apagadas o se habían consumido, y la baja y jibosa luna no había trepado todavía la muralla. Según las apariencias, todo se encontraba en orden: los dos asnos estaban tranquilos al lado de las montañas de provisiones y alforjas que habían llevado, los caballos parecían dormitar en grupo amigablemente. Zobal decidió que quizá hubiese habido alguna pelea pasajera entre su semental y la yegua de Cushara.

Siguió adelante para asegurarse de que no era otra la causa de esos problemas. Después volvió junto a los pellejos de vino, con la intención de refrescarse antes de unirse con Cushara con un suministro de bebida y comestibles. Apenas había barrido el polvo de Izdrel de su garganta con un largo trago, cuando oyó un etéreo y seco susurro, cuyo origen y distancia no pudo determinar en aquel momento. A veces parecía estar junto a su oído y después se alejaba, como si se hundiese en profundas cámaras subterráneas. Pero el sonido nunca cesaba por completo, aunque variase en su forma, y parecía formar palabras que el oyente casi comprendía; palabras que eran infundidas por la desesperada pena de un hombre muerto que había pecado hacía largo tiempo y se había arrepentido de sus pecados durante siglos negros y sepulcrales.

Mientras escuchaba la profunda angustia de aquel sonido, el pelo se erizó en el cuello del arquero y tuvo un miedo tal como no había tenido nunca en lo más grueso de las batallas. Y sin embargo, al mismo tiempo era consciente de sentir una piedad más poderosa que la que el dolor de sus camaradas moribundos había provocado nunca en su corazón. Parecía como si la voz le implorase misericordia y socorro, impulsándole con una extraña compulsión que no se atrevía a desobedecer. No podía comprender totalmente las cosas que el que susurraba le pedía que hiciera, pero de alguna forma tenía que apaciguar aquella desolada angustia.

El susurro continuaba subiendo y bajando de volumen y Zobal se olvidó de que había dejado a Cushara en una larga guardia acosado por peligros infernales; olvidó también que la misma voz podía ser un artificio del que se valiesen los demonios para atraerle lejos. Comenzó a registrar el patio con su agudo oído alerta en busca de la fuente del sonido, y tras vacilar, decidió que salía del suelo, en una esquina opuesta a la entrada. Allí, entre el empedrado en el ángulo de la muralla, encontró una enorme losa de sienita con una herrumbrosa anilla de metal en el centro. Su decisión se vio rápidamente confirmada, porque los susurros se hicieron más fuertes y articulados, y pensó que le decían:

"Levanta la losa".

El arquero tiró con ambas manos de la herrumbrosa anilla y, poniendo toda su fuerza en el empeño, consiguió echar hacia atrás la piedra, no sin esfuerzo tan grande que creyó que se le rompería la espina dorsal. Una oscura abertura fue descubierta y de ella emanaba un olor a carroña tan fuerte que Zobal apartó el rostro y estuvo a punto de vomitar. Pero el susurro vino de la oscuridad de allá abajo con una súplica lastimera y profunda, y le dijo:

"Desciende".

Zobal cogió de su soporte la única antorcha que todavía ardía en el patio. Gracias a sus lúgubres llamas vio una hilera de desgastados escalones que descendían a la maloliente penumbra del sepulcro y, resueltamente, bajó por ellos, encontrándose, cuando llegó al final, en una cámara excavada en la roca, con profundas repisas de piedra a cada lado. En ellas, que desaparecían en la oscuridad, se amontonaban los huesos humanos y los cadáveres momificados, y estaba claro que aquel lugar era la catacumba del monasterio.

El susurro había cesado y Zobal miró a su alrededor con un asombro no exento de terror.

"Estoy aquí",

continuó la seca y susurrante voz, que salía de entre los montones de restos mortales de la repisa a su lado. Sobresaltado y sintiendo cómo se le volvían a erizar los cabellos de la nuca, Zobal iluminó la baja repisa con la antorcha, mientras buscaba al que hablaba. En un nicho estrecho, entre montones de huesos desarticulados, divisó la macilenta cabeza, semejante a la de una momia, sobre la que se pudría algo que había sido en un tiempo la mitra de un abad. El cadáver era negro como el ébano y resultaba evidente que pertenecía a un negro enorme. Tenía un aspecto de vejez increíble, como si hubiese yacido allí durante siglos, pero era de allí de donde provenía el hedor de podredumbre fresca que había provocado las náuseas de Zobal al levantar la losa de sienita.

Mientras permanecía mirando aquello, a Zobal le pareció que el cadáver se agitaba ligeramente, como si intentase levantarse de la posición en que estaba, y vio un resplandor semejante al de unos globos oculares en las cuencas sumergidas en la sombra; los labios. que se curvaban dolorosamente, se retrajeron todavía más, y de entre los desnudos dientes salió aquel horroroso susurro que le había conducido hasta la catacumba.

—Escucha bien—dijo el susurro—; tengo muchas cosas que decirte y tú tienes mucho que hacer cuando yo termine. Yo soy Uldor, el abad de Puthuum. Hace más de mil años que llegué a Yoros con mis monjes procedente de Ilcar, el imperio negro del norte. El emperador de llcar nos había expulsado porque nuestro culto al celibato, nuestra adoración a la diosa virgen, Ojhal, le resultaban insufribles. Construimos nuestro monasterio aquí, en medio del desierto de Izdrel, y vivimos sin ser molestados. Al principio éramos muy numerosos, pero los años fueron pasando y, uno a uno, los hermanos fueron depositados en la catacumba que habíamos excavado para tener
un lugar donde reposar. Murieron y nadie los reemplazó. Al final solamente pude sobrevivir yo, porque gané la santidad que asegura días de longevidad y me había convertido también en un maestro en las artes de la hechicería. El tiempo era un demonio que yo mantenía a raya, como alguien que está en el centro de un círculo encantado. Mis fuerzas continuaban intactas, y sin daño, y viví en el monasterio como un ermitaño.

Al principio, la soledad no me resultó irritante, y me absorbí completamente en mis estudios de los arcanos de la naturaleza. Pero después de un cierto tiempo, pareció que mis estudios y otras cosas semejantes no me satisfacían ya. Me di cuenta de mi soledad y fui muy asediado por los demonios del desierto, que me habían molestado poco hasta entonces. Durante las terribles vigilias de la noche, súcubos bellos pero malvados, lamias con los redondos y suaves cuerpos de las mujeres, vinieron a tentarme. Resistí... Pero hubo un demonio hembra, más inteligente que las demás, que se deslizó en mi celda con el aspecto de una muchacha que yo había amado hacía mucho tiempo, antes de haber tomado los votos de Ojhal. Ante ella sucumbí, y de aquella nefanda unión nació el semihumano demonio Ujuk, que desde entonces se ha hecho llamar el Abad de Puthuum.

Después del pecado, deseé la muerte... Y este deseo cobró fuerza multiplicada cuando contemplé la descendencia de aquella falta. Pero había ofendido grandemente a Ojhal y se me condenó a un castigo aterrador. Viví... para ser perseguido y castigado diariamente por el monstruo, Ujuk, que creció rápidamente, según lo hacen los de su estirpe. Pero cuando Ujuk hubo alcanzado su tamaño actual, me sentí sobrecogido por una debilidad y decrepitud tales que esperé morir. En mi impotencia, apenas podía moverme, y Ujuk, aprovechándose de esta ventaja, me llevó en sus horribles brazos a la catacumba y me tendió entre los muertos. Desde entonces he permanecido aquí, muriendo y pudriéndome eternamente..., y eternamente vivo. Durante casi un milenio he sufrido sin dormir la horrible angustia del arrepentimiento que no produce la expiación. Por medio de los poderes videntes santos y mágicos que nunca me han abandonado, estuve condenado a ver las hazañas malvadas, las iniquidades de Ujuk, negras como el infierno. Disfrazado con el atuendo de un abad, dotado de extraños poderes infernales, junto con una especie de inmortalidad, ha gobernado Puthuum a través de los siglos. Sus encantamientos han conservado escondido el monasterio..., excepto de aquellos que desea atraer al alcance de su hambre de vampiro, y de sus deseos, semejantes a los de un íncubo. A los hombres los devora y a las mujeres las obliga a servir su lujuria... Y además estoy condenado a ver sus vicios, y el verlos es el más pesado de mis castigos.

El susurro se debilitó, y Zobal, que había escuchado con horrorizado asombro, como el que escucha las palabras de un hombre muerto, dudó durante un momento de que Uldor todavía viviese. Después la marchita voz continuó:

—¡Arquero, solicito una merced de ti, y a cambio te ofrezco algo que te ayudará contra Ujuk! En tu carcaj llevas flechas encantadas y la magia del que las encantó era buena. Esas flechas pueden acabar con los poderes infernales, por otra parte inmortales. Pueden acabar con Ujuk... y también con el mal que sobrevive en mí y me impide morir. Arquero, concédeme una flecha en el corazón, y si eso no es suficiente, una flecha en el ojo derecho y otra en el izquierdo. Y déjalas en su agujero, porque pienso que bien puedes desprenderte de ese número. Para Ujuk sólo necesitas una. En cuanto a los monjes que has visto, te diré un secreto. Parecen ser doce, pero...

Zobal apenas hubiese creído lo que ahora le contaba Uldor, si los sucesos de aquel día no le hubiesen dejado más allá de toda incredulidad. El abad continuó:

—Cuando esté completamente muerto, toma el talismán que pende de mi cuello. Es una piedra de toque que disolverá cualquier encantamiento que tenga una consistencia material, si se aplica contra éste con la mano.

Por primera vez, Zobal percibió el talismán, que era un óvalo plano de piedra gris que descansaba sobre el consumido pecho de Uldor pendiente de una cadena de plata negra.

—Apresúrate, oh arquero—imploró el susurro.

Zobal había colocado su antorcha en la pila de mondos huesos que había al lado de Uldor. Con un sentimiento mezcla de compulsión y reluctancia, sacó una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó sin temblar hacia el corazón de Uldor. El dardo fue directa y profundamente al blanco; Zobal esperó. Pero pronto, de los
hundidos labios del negro abad, salió un vago susurro:

—¡Otra flecha, arquero!

De nuevo el arco fue tensado y un dardo se clavó, certeramente, en la hueca órbita del ojo derecho de Uldor. Y otra vez, después de un intervalo, llegó una petición casi inaudible:

—Arquero, una flecha más.

El arco cantó una vez más en el silencio de la cámara, y en el ojo izquierdo de Uldor apareció una flecha que temblaba por la fuerza de su propulsión. Esta vez ningún susurro salió de los podridos labios; Zobal oyó un curioso crujido, y un suspiro como el de la arena cuando cae. El oscuro cuerpo se desmoronó rápidamente bajo su vista, el rostro y la cabeza se encogieron y las tres flechas se inclinaron a un lado, puesto que ahora no había nada excepto una pila de polvo y de huesos separados que las mantuviera en su lugar.

Dejando las flechas como Uldor le había pedido que hiciera, Zobal cogió el talismán gris, que estaba ahora enterrado entre aquellos restos caídos. Cuando lo encontró, lo colgó cuidadosamente de su cinturón, al lado de la larga y recta espada que siempre llevaba. Quizá, pensó, aquello serviría de algo antes de que terminase la noche.

Rápidamente se volvió y subió por las escaleras hasta encontrarse en el patio. Una luna desmochada y amarilla como el azafrán se asomaba por la muralla, y por esto supo que había estado mucho tiempo ausente de su guardia junto a Cushara. Sin embargo, todo parecía tranquilo: los soñolientos animales no se movían y el monasterio estaba oscuro y silencioso. Cogiendo un pellejo lleno de vino y una bolsa conteniendo las provisiones que Cushara le había pedido, Zobal se apresuró a volver al corredor.

Mientras entraba en el edificio, el alfombrado silencio se rompió en un aterrador escándalo. En medio del clamor distinguió los alaridos de Rubalsa, los chillidos de Simbam y los furiosos bramidos de Cushara, pero, por encima de todo aquello, ahogándolo, se elevaba sin cesar una risa obscena, como una corriente de oscuras aguas subterráneas, espesas y pestilentes, con las grasas de la podredumbre.

Zobal dejó caer el pellejo de vino y la bolsa de comestibles y echó a correr, preparando su arco mientras lo hacía. Los gritos de sus compañeros continuaban, pero ahora los oía más vagamente entre la maldita risa demoniaca, que creció hasta llenar todo el monasterio. Cuando llegó a la zona ante el aposento de Rubalsa, vio a
Cushara golpeando con el mango de su lanza una pared oscura donde ya no había ninguna entrada cubierta por una cortina de cáñamo. Detrás de la muralla, los chillidos de Simbam cesaron con un gorgoteante gemido, como el de un becerro sacrificado, pero los gritos de profundo terror de la muchacha se hicieron todavía más fuertes entre la tenebrosa risotada.

—Esta pared ha sido construida por los demonios —rugió el lancero, mientras golpeaba en vano los pulidos ladrillos—. Yo he vigilado lealmente, pero ellos la han construido a mis espaldas en un silencio igual al de la muerte. Y dentro de esa habitación está pasando algo todavía peor.

—Contén tu ira—dijo Zobal, mientras intentaba recobrar el mando sobre sus propias facultades, entre la locura que amenazaba con dominarle. En aquel momento se acordó del talismán gris ovalado de Uldor, que colgaba de su cinturón por la cadena de plata negra, y pensó que la pared cerrada era probablemente un encanto irreal contra el que podría utilizarse el talismán, como Uldor había dicho. Rápidamente, tomó la piedra entre sus dedos y la apoyó sobre la oscura superficie donde había estado la puerta. Cushara miraba con aire estupefacto, como pensando que el arquero se había vuelto loco. Pero mientras el sonido del talismán contra la pared todavía podía oírse, la pared pareció disolverse dejando únicamente un grosero tapiz que se cayó en pedazos, como si tampoco hubiese sido más que una ilusión mágica. Aquella extraña desintegración continuó extendiéndose; todo el tabique se deshizo dejando unos cuantos bloques erosionados, y la jibosa luna brilló sobre ellos mientras la abadía de Puthuum se desmoronaba silenciosamente convirtiéndose en una ruina llena de agujeros y sin tejado.

Todo esto había ocurrido en unos instantes, pero los guerreros no tuvieron tiempo para sentirse maravillados. A la lívida luz de la luna que los contemplaba desde arriba como el rostro de un cadáver comido por los gusanos, vieron una escena tan odiosa que les hizo olvidar todo lo demás. Ante ellos, sobre un suelo agrietado en cuyos intersticios crecían las hierbas del desierto, yacía muerto el eunuco Simbam. Su túnica estaba rota en pedazos y oscura sangre borboteaba de su desgarrada garganta. Hasta las bolsas de cuero que llevaba a la cintura estaban destrozadas, y monedas de oro, redomas medicinales y otros objetos estaban desparramados a su alrededor.

Detrás, junto a la pared exterior medio derrumbada, yacía Rubalsa entre un montón de trapos y maderos podridos que habían sido la cama de ébano con sus suntuosas colgaduras. Con las manos levantadas, estaba intentando apartar de sí la forma monstruosamente hinchada que pendía horizontalmente sobre ella, como si estuviese sostenida por los flotantes pliegues en forma de ala de su túnica color azafrán. Los guerreros reconocieron esta forma como la del abad Ujuk.

La sobrecogedora risa del demonio negro se detuvo y volvió hacia los intrusos un rostro distorsionado por la rabia y su diabólico deseo. Sus dientes chasquearon en forma audible, sus ojos brillaron en las bolsas como cuentas de algún metal al rojo vivo, mientras se retiraba de su posición sobre la muchacha y se erguía, monstruosamente erecto, ante ella, en medio de las ruinas del aposento.Antes de que Zobal pudiese colocar una de sus flechas en el arco, Cushara se le adelantó con la pica levantada. Pero antes de que el lancero cruzase el umbral, fue como si la siniestra e inflada forma de Ujuk se multiplicase en una docena de formas vestidas de amarillo que surgieron para hacer frente a la acometida de Cushara. Los monjes de Puthuum se habían reunido para ayudar a su abad, como llamados por algún infernal toque a rebato.

Zobal profirió un grito de aviso, pero las formas se lanzaron a una sobre Cushara, esquivando los golpes de su arma y atacando ferozmente las placas de su armadura con sus terroríficas garras de tres pulgadas de largo. El luchó valientemente, sólo para caer en poco tiempo y desaparecer de la vista como si hubiese sido derribado por una manada de hienas enfurecidas.

Recordando algo, muy difícil de creer, que le había dicho Uldor, Zobal no malgastó flechas con los monjes. Con el arco dispuesto, esperó a tener a tiro a Ujuk, por detrás de la ardiente cuadrilla que estaba malignamente enzarzada sobre el caído lancero. En un movimiento de retroceso del montón, apuntó rápidamente al enorme íncubo, que parecía estar completamente absorto en aquella lucha cruel, como dirigiéndola de alguna forma sin decir palabra ni hacer un gesto. Sin torcerse ni desviarse, la flecha dio en el blanco con un alegre zumbido, y la magia de Amdok, que la forjara, resultó buena, porque Ujuk se tambaleó y cayó, con sus horribles dedos intentando vanamente arrancarse el dardo, que se había clavado en su cuerpo casi hasta las barbillas de pluma de
águila.

Entonces ocurrió algo extraño, porque mientras el demonio caía y se agitaba en las convulsiones de la agonía, los doce monjes se apartaron de Cushara, retorciéndose convulsivamente en el suelo como si no fuesen más que meras sombras de la cosa que estaba muriendo. A Zobal le pareció que sus formas se volvían vagas y transparentes y vio detrás de ellas las grietas de las losas de piedra; sus movimientos se hicieron más débiles según lo hacían los de Ujuk, y cuando éste, por fin, yació inmóvil, las borrosas siluetas de las figuras se desvanecieron, como borradas de la tierra y del aire. Nada quedó, excepto el horrible bulto de aquel enemigo que había sido la descendencia del abad Uldor y la lamia. Y de instante en instante el bulto se hundía visiblemente bajo sus flotantes vestiduras; un olor a descomposición reciente se elevó de allí, como si toda la parte humana de aquella cosa infernal se estuviese pudriendo rápidamente.

Cushara consiguió ponerse en pie y miraba a su alrededor con aire de atontamiento. Su pesada armadura le había salvado de las garras de sus atacantes, pero la propia armadura estaba señalada desde las canilleras hasta el casco con innumerables arañazos.

—¿Dónde están los monjes?—inquirió—. Hace un instante se hallaban todos sobre mí como una manada de perros salvajes devorando un bisonte caído.

—Los monjes no eran más que emanaciones de Ujuk —dijo Zobal—. Eran simples fantasmas que lanzaba al exterior y retiraba a voluntad y no tenían existencia real separados de él. Con la muerte de Ujuk se han convertido en algo menos que sombras.

—Verdaderamente, estas cosas son prodigiosas —comentó el arquero.

Los guerreros volvieron entonces su atención a Rubalsa, que había conseguido sentarse entre los destrozados restos de su lecho. Los harapos de telas medio podridas, que sujetó contra sí con dedos rápidos por la vergüenza al acercarse ellos, sirvieron de bien poco para ocultar su marfileña y bien redondeada desnudez. Tenía un aire de terror y confusión mezclados, como un durmiente que acabara de despertar de una atroz pesadilla.

—¿Te ha hecho algún daño el demonio?—inquirió Zobal con ansiedad.

Se sintió consolado por su débil y asustada negativa. Bajando los ojos ante el tierno desorden de su juvenil belleza, sintió en su corazón un enamoramiento más profundo que nada que hubiese sentido anteriormente, una pasión en la que había un toque de ternura que nunca conociera en los ardientes y breves amoríos de sus azarosos días. Mirando de soslayo a Cushara, comprendió con desaliento que su camarada compartía esta emoción por completo. Los guerreros se retiraron entonces a una pequeña distancia y se volvieron decorosamente de espaldas mientras Rubalsa se vestía.

—Me parece—dijo Zobal en voz baja, de forma que la muchacha no pudiese oírle—que tú y yo esta noche nos hemos topado y hemos vencido unos peligros que no figuraban en nuestro contrato de servicio a Hoaraph. Y me parece que pensamos también lo mismo en lo que concierne a la muchacha y que la amamos demasiado tiernamente para entregarla a la quisquillosa lujuria de un rey saciado. Por tanto, no podemos volver a Faraad. Echaremos suertes por la muchacha, si está de acuerdo, y el que pierda será un verdadero camarada para el ganador hasta el momento en que hayamos salido de Izdrel y cruzado la frontera de algún país que no esté sometido a Hoaraph.

Cushara estuvo de acuerdo con esto. Cuando Rubalsa hubo terminado de vestirse, los dos comenzaron a buscar a su alrededor algunos objetos que pudiesen servirles en el sorteo propuesto. Cushara quería lanzar al aire una de las monedas de oro, con la imagen de Hoaraph, que había rodado fuera del desgarrado monedero de Simbam. Pero Zobal negó con la cabeza ante aquella sugerencia, habiendo divisado ciertos objetos que serían exquisitamente apropiados para lo que querían: las garras del demonio, cuyo cadáver se había reducido de tamaño y estaba horriblemente putrefacto, con toda la cabeza llena de odiosas arrugas y un verdadero empequeñecimiento de las extremidades. En este proceso, las garras de manos y pies se habían desprendido y estaban sueltas sobre el pavimento. Quitándose el casco, Zobal se inclinó y colocó en su interior las cinco garras de la mano derecha, de infernal aspecto, y de las cuales la más larga era la del dedo índice. Movió vigorosamente el casco, como el que sacude un cubilete de dado mientras las garras resonaban fuertemente. Después tendió el casco a Cushara, diciendo:

—El que saque la garra del dedo corazón será el que gane la muchacha.

Cushara introdujo la mano y la retiró rápidamente, sosteniendo en alto el pesado pulgar, que era el más corto de todos. Zobal sacó la uña del dedo anular, y Cushara, en su segundo intento, la del meñique. Después, y con profundo desencanto del lancero Zobal sacó el codiciado índice. Rubalsa, que había estado mirando este original procedimiento con abierta curiosidad, preguntó a los guerreros:

—¿Qué estáis haciendo?

Zobal comenzó a explicárselo, pero antes de que hubiera terminado, la muchacha gritó indignada:

—Ninguno de vosotros ha consultado mis preferencias en este asunto.

Después, y haciendo un precioso mohín, se alejó del desconcertado arquero y lanzó !os brazos alrededor del cuello de Cushara.



LOS CUENTOS DE ZOTHIQUE -- EL AMO DE LOS CANGREJOS

EL AMO DE LOS CANGREJOS
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Recuerdo que gruñí un poco cuando Mior Lumivix me despertó. La tarde anterior había sido tediosa, con la desagradable vigilia habitual, durante la cual había cabeceado más de una vez. Desde la caída del sol hasta que Escorpio se hubo fijado, lo que en esta estación ocurría bastante después de la medianoche, mi obligación había consistido en cuidar la gradual condensación de un cocimiento de escarabajos, muy apreciada por Mior Lumivix para componer sus pociones amorosas, que gozaban de gran fama. Muchas veces me había avisado de que este licor no debía espesarse ni demasiado despacio ni demasiado deprisa, manteniendo en el hornillo un fuego igual, y me había maldecido más de una vez por estropearla. Por tanto, no cedí a mi somnolencia hasta que la cocción estuvo a salvo, escurrida y pasada tres veces por el tamiz de piel de tiburón agujereada.

Taciturno en grado sumo, el Maestro se había retirado temprano a su cámara. Sabía que algo le preocupaba, pero estaba muy cansado para hacer demasiadas conjeturas y no me atreví a preguntarle. Parecía que no había hecho más que dormir durante el período de unas cuantas pulsaciones..., y aquí estaba el Maestro, lanzándome al rostro el amarillento ojo de su fanal y arrastrándome lejos del catre. Supe que no iba a dormir más aquella noche, porque el Maestro llevaba puesto su puntiagudo gorro y su túnica estaba ceñida estrechamente a la cintura; la antigua arthame pendía del cinturón enfundada en su vaina chagrén, ennegrecida por el tiempo y las manos de muchos magos.

—¡Aborto engendrado por un gandul! —gritó—. ¡Cachorro de una cerda que ha comido mandrágora! ¿Dormirás hasta el día final? Tenemos que darnos prisa; me he enterado que Sarcand se ha procurado el mapa de Omvor y ha salido solo hacia los muelles. Sin duda piensa embarcarse en busca del tesoro del templo. Debemos seguirle rápidamente, porque ya hemos perdido mucho tiempo.

Me levanté sin demorarme más y me vestí rápidamente, conociendo bien la urgencia del asunto. Sarcand, que había llegado no hacía mucho tiempo a la ciudad de Mirouane, ya se había convertido en el más formidable de los competidores de mi amo. Se decía que había nacido en Naat, en medio del sombrío océano occidental, habiendo sido engendrado por un hechicero de aquella isla en una mujer del pueblo de caníbales negros que habitaban las montañas centrales. Combinaba la salvaje naturaleza de su madre con la oscura ciencia mágica de su padre, y además había adquirido gran cantidad de conocimientos y dudosa reputación durante sus viajes por los reinos orientales antes de establecerse en Mirouane.

El fabuloso mapa de Omvor, que databa de eras remotas, era algo que muchas generaciones de hechiceros habían soñado con encontrar. Omvor, un antiguo pirata todavía famoso, había realizado con éxito un acto de impío atrevimiento. Navegando de noche por un estuario fuertemente guardado, con su pequeña tripulación disfrazada de sacerdotes en unas barcazas robadas pertenecientes al templo, había saqueado el santuario de la diosa Luna, en Faraad, y se había llevado a muchas de sus vírgenes, junto con piedras preciosas, oro, vasos sagrados, talismanes, filacterias y libros de una horrible magia antigua. Estos libros constituían la peor pérdida de todo, puesto que ni siquiera los sacerdotes se habían atrevido a copiarlos. Eran únicos e irremplazables y contenían la sabiduría de los eones enterrados.

La hazaña de Omvor había dado lugar a muchas leyendas. El, su tripulación y las vírgenes secuestradas, en dos pequeños bergantines, se habían desvanecido para siempre en los mares occidentales. Se creía que habían sido arrastrados por el río Negro, esa terrible corriente oceánica que lleva con irresistible fuerza al fin del mundo, detrás de Naat. Pero antes de ese viaje final, Omvor descargó de sus naves el tesoro robado y había hecho un mapa donde estaba indicada la localización de su escondite. Le dio el mapa a un viejo camarada que se había vuelto demasiado viejo para viajar.

Nadie pudo encontrar nunca el tesoro. Pero se decía que el mapa todavía existía después de los siglos, oculto en algún lugar no menos seguro que el botín del templo de la diosa Luna. Ultimamente se rumoreaba que algún marinero, heredándolo de su padre, había llevado el mapa a Mirouane. Mior Lumivix, por medio de agentes tanto humanos como sobrenaturales, había intentado en vano descubrir al marinero, sabiendo que Sarcand y los otros magos de la ciudad le estaban buscando también. Todo esto era conocido por mí, y el Maestro me contó más, mientras, siguiendo sus órdenes, yo recogía apresuradamente las provisiones que necesitaríamos para un viaje de varios días.

—He vigilado a Sarcand como un águila blanca su nido —dijo—. Mis servidores me dijeron que había averiguado quién era el poseedor del mapa y que alquiló a un ladrón para que se lo robara, pero poco más pudieron decirme. Hasta los ojos de mi gato-demonio, mirando por sus ventanas, fueron engañados por la oscuridad, como tinta de calamar, con la que sus poderes le rodean cuando él quiere. Esta noche he hecho una cosa peligrosa, puesto que no había otra forma. Bebiendo el jugo del dedaim púrpura, que induce un trance profundo, proyecté mi ka en su cámara guardada por los elementos. Estos advirtieron mi presencia, se reunieron a mi alrededor en formas de fuego y sombra y me amenazaron de manera que no se puede explicar. Se opusieron a mí, me expulsaron de allí..., pero yo había visto bastante.

El Maestro se detuvo, pidiéndome que me ciñera una espada mágica consagrada, similar a la suya pero menos antigua, que nunca me había permitido llevar anteriormente. Para entonces, yo había reunido la provisión requerida de comida y bebida, poniéndola en una resistente red que podía llevar con facilidad sobre las espaldas. La red se empleaba fundamentalmente para capturar ciertos reptiles marinos, de los que Mior Lumivix extraía un veneno poseedor de virtudes únicas.

El Maestro no reanudó su relato hasta que no hubimos cerrado todas las puertas y nos habíamos lanzado a las oscuras calles que serpenteaban hacia el mar.

—En el momento de mi entrada, un hombre abandonaba la cámara de Sarcand. Le vi brevemente, antes de que el tapiz negro se separase y se cerrase, pero lo reconoceré. Era joven y regordete, con anchos pómulos bajo la gordura, ojos oblicuos en un rostro femenino y la tostada piel amarillenta de un hombre de las islas del sur. Llevaba los cortos calzones y botas por encima del tobillo que usan los marineros; por lo demás iba desnudo. Sarcand estaba sentado dándome a medias la espalda, sujetando una hoja de papiro desenrollada, tan amarillenta como el rostro del marinero, a la luz de esa siniestra lámpara de cuatro brazos que alimenta con aceite de cobras. La lámpara brillaba como el ojo de un vampiro. Pero yo miré por encima de su hombro... durante el tiempo suficiente... antes de que sus demonios consiguiesen echarme de la habitación. El papiro era, indudablemente, el mapa de Omvor. Estaba rígido por la antiguedad y manchado de sangre y agua del mar. Pero su título, propósito y explicaciones eran todavía legibles, aunque grabadas con una escritura arcaica que pocos pueden leer en nuestros días. Mostraba la costa occidental del continente Zothique y los mares detrás. Una isla que yacía al oeste de Mirouane estaba indicada como el lugar del enterramiento del tesoro. En el mapa se le denominaba la isla de los Cangrejos, pero está claro que no es otra que la que ahora es llamada Iribos, que aunque pocas veces es visitada, se encuentra sólo a la distancia de dos días de viaje. En un centenar de leguas no hay otra isla, ni al norte ni al sur. si exceptuamos unas cuantas rocas desoladas y atolones desiertos.

Urgiéndome para que me apresurara más, Mior Lumivix continuó:

—Me desperté demasiado tarde del sueño producido por el dedaim. Un adepto menos versado nunca hubiese despertado. Mis sirvientes me avisaron de que Sarcand había abandonado la casa hacía una hora. Iba preparado para un viaje y se dirigía hacia el puerto. Pero le venceremos. Creo que irá a Iribos sin compañía, deseoso de ocultar el tesoro por completo. Indudablemente es fuerte y terrible. pero sus demonios pertenecen a una especie que no puede cruzar el agua, estando completamente ligados a la tierra. Los ha dejado detrás con la mitad de su magia. No temas el resultado de este viaje.

Los muelles estaban tranquilos y casi desiertos, excepto unos cuantos marineros dormidos que habían sucumbido al rancio vino y aguardiente de las tabernas. Bajo la luna menguante, que se cunaba y afilaba en una fina cimitarra, desamarramos el bote y nos alejamos, manejando el Maestro el timón, mientras yo me inclinaba sobre los remos de pala ancha. De esta forma pasamos por el enmarañado laberinto de naves de lejanos países, de jabeques y galeras, de barcazas de río, lanchones y faluchos que se apiñaban en aquel puerto inmemorial. El perezoso aire, que apenas agitaba nuestra alta vela latina, estaba cargado de aromas marinos, con el olor de los botes de pesca cargados y las especias de los mercantes exóticos. Nadie nos saludó; sólo oíamos la llamada de los vigilantes sobre las sombrías cubiertas, anunciando las horas en lenguas extrañas.

Nuestro bote, aunque pequeño y abierto, estaba construido sólidamente de maderas orientales. Con una aguda proa y una profunda quilla, dotado de altos antepechos, había demostrado ser marinero incluso en tempestades que no eran de esperar en aquella estación.

Al salir del puerto, un viento refrescó a nuestra espalda soplando sobre Mirouane, desde campos, huertos y reinos desiertos. Arreció, hasta que la vela se hinchó como el ala de un dragón. Los surcos de espuma se curvaban altos a los lados de nuestra aguda proa, mientras seguíamos a Capricornio hacia el oeste. A lo lejos, sobre las aguas delante nuestro, algo parecía moverse en la vaga claridad lunar, danzando y agitándose como un fantasma. Quizá fuese el bote de Sarcand... o de algún otro. Sin duda el Maestro también lo vio, pero únicamente dijo:

—Ahora puedes dormir.

Así yo, Manthar, el aprendiz, me preparé a dormir, mientras Mior Lumivix atendía el timón, y los estrellados cuernos y cascos de la Cabra se hundían en el mar.Cuando desperté, el sol brillaba alto sobre la popa. El viento continuaba soplando, fuerte y favorable, empujándonos hacia el oeste con una velocidad que no disminuía. Habíamos perdido de vista la línea de la costa de Zothique. En el cielo no se veía una nube, ni en el mar una vela, y se extendía ante nosotros como un vasto pergamino de azul oscuro, adornado únicamente por las crestas de espuma que se formaban y desaparecían para reaparecer en otro lugar.

El día pasó, extendiéndose más allá del horizonte que continuaba vacío, y la noche cayó sobre nosotros como la vela color púrpura de algún dios que nos ocultase el cielo, sembrado con los signos y los planetas. La noche también pasó y llegó una segunda aurora.

Durante todo este tiempo, el Maestro había dirigido el bote sin dormir, con ojos que escudriñaban implacablemente el oeste como los de un halcón marinero; yo estaba muy maravillado ante esta resistencia. Ahora durmió un rato, sentado muy erguido al timón. Pero sus ojos continuaban vigilando por debajo de sus párpados y su mano todavía mantenía derecha la barra sin aflojarse.

Después de unas cuantas horas, el Maestro abrió los ojos, pero apenas se movió de la postura que había mantenido durante todo el tiempo. Había hablado poco durante nuestro viaje. Yo no le pregunté, sabiendo que, a su debido tiempo, me diría lo que fuese necesario. Pero estaba lleno de curiosidad y no sin miedo y dudas en lo referente a Sarcand, cuyas rumoreadas hechicerías podían aterrorizar no sólo a un simple aprendiz. No podía adivinar ninguno de los pensamientos del Maestro, excepto que se referían a asuntos oscuros y secretos.

Habiendo dormido por tercera vez desde nuestro embarque, me despertó la voz del Maestro. En la penumbra de la tercera aurora, una isla se elevaba ante nosotros, cerrando el mar durante varias leguas al norte y al sur, y amenazadora con desgarrados y salientes acantilados. Tenía una forma vagamente parecida a la de un monstruo que mirase al norte. Su cabeza era un promontorio de altas cimas que sumergía en el océano un gran pico parecido al de un buitre.

—Esto es Iribos—me dijo el Maestro—. El mar a su alrededor es fuerte, con extrañas corrientes y peligrosas mareas. En este lado no hay ningún lugar donde podamos desembarcar y no debemos acercarnos demasiado. Tenemos que rodear la punta norte. Entre los acantilados occidentales hay una pequeña cala, a la que únicamente se entra por una caverna abierta al mar. Allí está el tesoro.

Nos dirigimos hacia el norte, lentamente y con dificultad a causa del viento contrario, a una distancia de tres o cuatro tiros de arco de la isla. Se necesitó de todos nuestros conocimientos de navegación para avanzar, porque el viento arreciaba salvajemente, como si estuviera formado por el aliento de un demonio. Sobre su ulular oíamos el clamor del oleaje sobre aquellas rocas monstruosas que se elevaban desnudas y tétricas de la espuma.

—La isla está deshabitada—dijo Mior Lumivix—. Los marineros la evitan y también las aves marinas. Los hombres dicen que los dioses del mar lanzaron hace tiempo una maldición sobre ella, prohibiéndola para todos excepto para las criaturas de las profundidades submarinas. Sus calas y cavernas son frecuentadas por los cangrejos y los pulpos... y quizá por cosas más extrañas.

Navegábamos en un tedioso curso serpenteante, empujados hacia atrás algunas veces y otras arrastrados peligrosamente cerca de la costa por los cambiantes remolinos que se nos cruzaban como demonios. El sol trepaba por el oriente, brillando con fuerza sobre la desolación de acantilados y escarpaduras que era Iribos. Virábamos y virábamos y me pareció sentir el principio de una extraña intranquilidad en el Maestro. Pero si esto era así, no daba ninguna muestra.

Cuando, al fin, rodeamos el largo pico del promontorio septentrional, era casi mediodía. Allí, cuando viramos al sur, el viento se convirtió en una extrañísima calma y el mar se calmó milagrosamente como si un brujo hubiese echado aceite sobre él. Nuestra vela colgaba, lacia e inútil, sobre aguas como espejos en las que parecía que la imagen del bote y nuestra, reflejadas, podrían flotar por siempre entre el constante reflejo de la isla en forma de monstruo. Comenzamos a manejar los remos, pero incluso así el bote se arrastraba con una singular
lentitud. Miré fijamente la isla mientras la bordeábamos, observando varias ensenadas, donde, por todas las apariencias, una nave podría haber desembarcado fácilmente.

—Hay mucho peligro por aquí—dijo Mior Lumivix, sin explicar esta afirmación.

Al continuar, los acantilados volvieron a ser una muralla, rota únicamente por arrecifes y grietas. En algunos lugares estaban coronados por una vegetación escasa y de un color fúnebre que apenas servía para suavizar su formidable aspecto. En alto sobre las hendidas rocas, donde parecía que ninguna corriente o tempestad naturales pudiera haberlos lanzado, observé los esparcidos maderos y mástiles de antiguas naves.

—Rememos más cerca —apremió el Maestro—. Nos estamos acercando a la cueva que conduce a la ensenada escondida.

Al virar hacia tierra entre la cristalina calma, hubo un repentino hervor y agitación a nuestro alrededor, como si algún monstruo se hubiese levantado debajo nuestro. El bote salió disparado a gran velocidad hacia los acantilados, el mar a nuestro alrededor espumaba y formaba una corriente como si algún kraken nos estuviese arrastrando a su cavernosa guarida. Arrastrados como una hoja en una catarata, nos opusimos en vano con nuestros remos a la ineluctable corriente.

Viéndose más altos por momentos, los acantilados parecieron esconder el cielo sobre nosotros, inexpugnables, sin salientes ni lugares donde apoyar el pie. Entonces, en la enhiesta muralla, apareció el ancho y bajo arco de la boca de una cueva que no habíamos distinguido hasta aquel momento, y hacia allí era arrastrado el bote con una rapidez terrorífica.

—¡Es la entrada!—gritó el Maestro—. Pero algún mago la ha inundado.

Retiramos nuestros inútiles remos y nos acurrucamos bajo los bancos al acercarnos a la hendidura; parecía que lo bajo del arco no permitiría el paso de mástil, que se rompió instantáneamente como una caña cuando, sin detenernos, fuimos lanzados en una ciega y torrencial oscuridad.

Medio atontado y luchando para librarme de la vela y el mástil caídos, percibí la frialdad del agua cayendo sobre mí y supe que el bote se llenaba de agua y se hundía. Un momento más y el agua me entró por los oídos, los ojos y la nariz, pero mientras me hundía y me ahogaba percibía todavía un movimiento hacia delante. Después advertí vagamente unos brazos que me rodeaban en la asfixiante oscuridad, y de golpe salí, tosiendo y jadeando, a la luz del sol. Cuando hube librado mis pulmones del salitre y regalado mis sentidos más completamente, vi que Mior Lumivix y yo flotábamos en una pequeña cala, en forma de media luna, y rodeada por acantilados y pináculos de roca de color sombrío. Cerca, en una pared cortada a pico, estaba la boca interior de la caverna por la que nos había llevado la misteriosa corriente, unas ligeras arrugas se extendían a su alrededor y se deshacían sobre el agua que estaba en calma y verde como un mosaico de jade. En el lado opuesto del puerto, justo enfrente, se veía la larga curva de una plataforma arenosa bordeada de rocas y maderos. Un bote parecido al nuestro, con un mástil desarbolado y una vela enrollada del color de la sangre fresca, estaba varado sobre la playa. Cerca y sobre un banco arenoso sobresalía del agua el roto mástil de otro bote, cuya hundida silueta distinguimos confusamente. Dos objetos que tomamos por figuras humanas yacían mitad dentro y mitad fuera del agua, un poco más lejos en la orilla. A aquella distancia difícilmente podíamos ver si eran hombres vivos o cadáveres. Sus contornos estaban medio escondidos, por lo que parecía ser una curiosa especie de tejido amarillo pardo, que se extendía también sobre las rocas y parecía moverse y cambiar y agitarse incesantemente .

—Aquí hay algún misterio—dijo Mior Lumivix en voz baja—. Debemos proceder con cuidado y circunspección .

Nadamos hasta la costa en el extremo más próximo de la playa, donde se estrechaba como la punta de un creciente lunar y se unía a la muralla. Sacando su arthame de la vaina, el Maestro la secó con el borde de su túnica, diciéndome a mí que hiciese lo mismo con mi propia arma para que el salitre no la atacara. Después, escondiendo las armas mágicas bajo nuestras vestiduras, seguimos la playa hacia el bote varado y las dos figuras tumbadas.

—Este es sin duda el sitio señalado en el mapa de Zothique, Omvor—observó el Maestro—. El bote con la vela color de sangre pertenece a Sarcand. Sin duda ha encontrado la caverna que está oculta en algún lugar entre las rocas. Pero ¿quiénes son estos otros? No creo que hayan venido con Sarcand.

Cuando nos acercamos a las figuras, la apariencia de un paño pardo amarillento que les había cubierto se reveló en su verdadera naturaleza. Se trataba de un gran número de cangrejos que trepaban sobre sus cuerpos medio sumergidos e iban y volvían a un montón de rocas inmensas. Nos acercamos y nos detuvimos cerca de los cuerpos, de los cuales los cangrejos desgarraban velozmente trozos de carne ensangrentada. Uno de los cuerpos yacía sobre el rostro, el otro miraba al sol con rasgos medio comidos. Su piel, o lo que quedaba de ella, era de un amarillo oscuro. Ambos vestían calzones cortos púrpura y botas de marinero y no llevaban encima ninguna otra cosa.

—¿Qué cosa infernal es ésta?—preguntó el Maestro—. Estos hombres acaban de morir... y ya se los comen los cangrejos. Estas criaturas siempre esperan a que la descomposición los ablande. Y mira..., ni siquiera devoran los trozos que han cogido, sino que los llevan a otro lugar.

Esto era ciertamente verdad, porque ahora veía que una constante procesión de cangrejos se alejaba de los cuerpos, llevando cada uno un trozo de carne y desapareciendo detrás de las rocas, mientras otra procesión venía, o quizá volvía, con las pinzas vacías .

—Creo—dijo Mior Lumivix—que el hombre con el rostro vuelto hacia arriba es el marinero que vi saliendo de la habitación de Sarcand, el ladrón que robó el mapa a su dueño para Sarcand.

Presa del horror y del asco, yo había cogido un fragmento de roca y lo iba a lanzar para aplastar a alguno de los cangrejos con su odiosa carga al alejarse de los cadáveres.

—No—me detuvo el Maestro—, sigámosles.

Rodeando el gran montón de rocas, vimos que la procesión entraba y salía de la boca de una caverna que hasta entonces había permanecido oculta a la vista. Con las manos alrededor de las empuñaduras de nuestras arthames nos dirigimos con cautela y prudentemente hacia la caverna y nos detuvimos a una corta distancia de la entrada. Sin embargo, desde aquí nada era visible en su interior, excepto las hileras de cangrejos arrastrándose.

—¡Entrad! —gritó una voz sonora que parecía prolongar y repetir la palabra en ecos que se alejaban lentamente, como la voz de un vampiro resonando en alguna profunda cámara sepulcral. La voz era la del hechicero Sarcand. El Maestro me miró, con volúmenes de aviso en sus ojos entornados, y entramos en la caverna.

El lugar tenía una alta cúpula y una extensión indeterminada. La luz provenía de una gran hendidura en la bóveda, a través de la cual, en aquella hora, los rayos directos del sol se filtraban cayendo con un resplandor dorado sobre el fondo de la caverna y tiñendo de luz los grandes colmillos de las estalactitas y estalagmitas en la oscuridad. A un lado había un estanque de agua, alimentado por un fino hilillo que provenía de una fuente que venía de algún lugar en la oscuridad.

Sarcand reposaba, medio sentado, medio tumbado con la espalda contra un cofre abierto de bronce oscurecido por el tiempo y el resplandor de la hendidura luminosa caía de lleno sobre él. Su gigantesco cuerpo, negro como el ébano, de músculos poderosos, aunque inclinado a la corpulencia, estaba desnudo, excepto por un collar de rubíes del tamaño del huevo de un chorlito cada uno, que pendía de su garganta. Su sarong carmesí, curiosamente desgarrado, dejaba al descubierto sus piernas que yacían extendidas entre el polvo de la caverna. La pierna derecha estaba claramente rota en algún punto por debajo de la rodilla, porque estaba toscamente vendada con trozos de madera y bandas arrancadas del sarong. El manto de Sarcand, de seda color lázuli, estaba extendido a su lado. Se hallaba repleto de gemas y amuletos grabados, monedas de oro y vasos sagrados incrustados con joyas, que brillaban y relucían entre libros de pergamino y papiro. Un libro, con cubiertas de metal negro, estaba abierto, como si lo hubiesen usado recientemente, mostrando ilustraciones dibujadas con brillantes tintas antiguas. Al lado del libro, al alcance de los dedos de Sarcand, había un montón de pingajos crudos y ensangrentados. Por el manto, sobre las monedas, pergaminos y joyas, trepaban la hilera de cangrejos, que venía cada uno con su trozo que añadía en el montón para volver después y reunirse con la hilera de los que se iban.

Me sentí inclinado a creer las historias referentes a los progenitores de Sarcand. Indudablemente, parecía que se parecía por completo a su madre, porque su cabello y sus rasgos, así como su piel, eran los de los caníbales negros de Naat, tal como yo los había visto dibujados en los relatos de viajeros. Nos afrontaba inexcrutablemente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Advertí una gran esmeralda que brillaba oscuramente sobre el dedo índice de su mano derecha.

—Sabía que me seguirías —dijo—, de la misma forma que sabía que el ladrón y su amigo también lo harían. Todos vosotros habéis pensado en matarme y robar el tesoro. Es cierto que he sufrido una herida: un fragmento de roca se desprendió y cayó del techo de la caverna, rompiéndome la pierna cuando me incliné a inspeccionar los tesoros del cofre abierto. Debo permanecer aquí hasta que el hueso haya curado. Mientras tanto, estoy bien armado..., y bien servido y guardado.

—Vinimos a coger el tesoro—replicó Mior Lumivix—. Había pensado matarte, pero sólo en un combate leal, de hombre a hombre y de mago a mago, sin nadie más que el neófito Manthar y las rocas de Iribos como testigos.

—Ya, y tu neófito también va armado con una arthame. Sin embargo, no importa. Me comeré tu hígado, Mior Lumivix, y me haré más fuerte con el poder y la magia que había en ti.

Aparentemente el Maestro no prestó atención a esto.

—¿Qué locura has conjurado ahora? —preguntó rápidamente, señalando los cangrejos que continuaban depositando sus trozos de carne sobre el repugnante montón.

Sarcand levantó la mano en cuyo dedo índice relucía la inmensa esmeralda, engarzada, según vimos en aquel momento, en un anillo que estaba forjado en la forma de los tentáculos de un kraken rodeando la gema de forma de globo.

—Entre el tesoro encontré este anillo—se enorgulleció—. Estaba guardado en un cilindro de un metal desconocido, junto con un pergamino que me informó de los usos del anillo y de su poderosa magia. Es el anillo-señal de Basatan, el dios del mar. El que mire durante largo tiempo con fijeza a la esmeralda puede contemplar escenas y sucesos distantes a voluntad. El que lleva el anillo puede ejercer control sobre los vientos y las corrientes del mar y sobre las criaturas del mar, describiendo en el aire ciertas señales con su dedo.

Mientras Sarcand hablaba, daba la impresión de que la verde piedra se abrillantaba, se oscurecía y se hacía más profunda de una forma extraña, como si fuese una ventana diminuta que contuviese todos los misterios marinos y toda la inmensidad que yace detrás. Extasiado y en trance, olvidé las circunstancias de nuestra situación, porque la joya bloqueó mi vista ocultando los negros dedos de Sarcand con un remolino como de mareas y de agallas y tentáculos sombríos allá abajo en la reluciente verdosidad.

—Cuidado, Manthar—me murmuró el Maestro en el oído—. Nos enfrentamos a una magia terrible y debemos conservar el mando sobre todas nuestras facultades. Aparta los ojos de la esmeralda.

Obedecí el susurro que había oído confusamente. La visión se agitó, desvaneciéndose rápidamente, y la forma y los rasgos de Sarcand fueron visibles otra vez. Sus labios se curvaban en una amplia y sardónica mueca, enseñando sus fuertes dientes blancos, que eran puntiagudos como los de un tiburón. Dejó caer la gigantesca mano que portaba la señal de Basatan y la metió en el cofre a sus espaldas, sacándola llena de gemas de muchos colores, perlas, ópalos, zafiros, diamantes, heliotropos tornasolados. La dejó caer en sus dedos formando un río
relampagueante y reanudó su perorata:

—Llegué a Iribos muchas horas antes que vosotros. Yo sabía que sólo podía entrarse sin riesgos en la caverna con la marea baja y el mástil tumbado. Quizá hayáis ya deducido todo lo que os podría decir. En cualquier caso, el conocimiento de ello morirá con vosotros muy pronto. Después de aprender los usos del anillo, pude contemplar los mares alrededor de Iribos en la joya. Aquí tumbado, con mi pierna rota, vi la llegada del ladrón y
su amigo. Llamé a la corriente marina que hizo que su bote fuese arrastrado a la inundada caverna, hundiéndose rápidamente. Hubiesen podido nadar hasta la playa, pero, bajos mis órdenes, los cangrejos de la ensenada los arrastraron al fondo y los ahogaron, dejando que la marea llevase después sus cuerpos a la playa... ¡Ese maldito ladrón! Le había pagado bien el mapa robado, que era demasiado ignorante para leer, sospechando solamente que se refería a una cueva del tesoro... Más tarde os atrapé a vosotros en la misma forma, después de retrasaros por un rato con vientos contrarios y una calma adversa. Sin embargo, os he reservado otro destino en lugar de ahogaros.

La voz del hechicero se hundió entre profundos ecos, dejando un silencio fraguado con un suspense insufrible. Me parecía estar en el vértice de unos torbellinos desconocidos, en un lugar de horrible oscuridad, iluminado únicamente por los ojos de Sarcand y el talismán de la joya del anillo. El encanto que había caído sobre mí fue roto por los poderosos e irónicos tonos del Maestro.

—Sarcand, hay otra brujería que no has mencionado.

La risa de Sarcand fue como el sonido de una ola al romper .

—Yo sigo la costumbre del pueblo de mi madre y los cangrejos me sirven con lo que pido, llamados y obligados por el anillo del dios del mar.

Diciendo esto, levantó la mano y describió un signo peculiar con el dedo índice, sobre el que el anillo brillaba como un planeta en órbita. Por un momento, la doble columna de cangrejos suspendió su movimiento. Después, moviéndose como por un solo impulso, comenzaron a arrastrarse hacia nosotros, mientras otros aparecían por la boca de la cueva y de sus recodos internos, aumentando su número rápidamente. Se lanzaron sobre nosotros a una velocidad increíble, asaltando nuestros tobillos y canillas con sus pinzas, tan agudas como
cuchillos, como si estuviesen animados por demonios. Me incliné, golpeándoles con mi arthame, pero los pocos que aplasté de esta forma fueron reemplazados por decenas, mientras otros, alcanzando el borde de mi manto, comenzaron a trepar por detrás y a abrumarme con su peso. Ante este asedio, perdí pie sobre el resbaladizo suelo y caí de espaldas entre la bulliciosa multitud.

Allí tumbado, mientras los cangrejos se lanzaban sobre mí como una ola crujiente, vi al Maestro desgarrar su pesado manto y tirarlo a un lado. Después, mientras el ejército convocado por el hechizo le asediaba, trepando unos sobre las espaldas de los otros y cubriendo sus rodillas y muslos, lanzó su arthame con un extraño movimiento circular contra el brazo, que Sarcand tenía en alto. La hoja voló directamente, dando vueltas como un disco de luz, y la mano del hechicero negro fue limpiamente cortada por la muñeca y el anillo relampagueó sobre su dedo índice como una estrella al caer al suelo.

La sangre saltó de la muñeca sin mano como de una fuente, mientras Sarcand, lleno de estupor y sentado, mantenía por un breve instante el gesto de su conjuro. Después el brazo cayó a un lado y la sangre corrió sobre el manto, extendiéndose velozmente sobre las piedras preciosas, las monedas y los libros, manchando el montón de trozos de carne depositados por los cangrejos. Como si el movimiento del brazo hubiese sido otra señal, los cangrejos se apartaron de mí y del Maestro y se lanzaron como una marea larga e innumerable contra Sarcand. Cubrieron sus piernas, treparon por su enorme torso, se peleaban por un lugar sobre sus hombros. El los apartaba con la otra mano, rugiendo terribles maldiciones e imprecaciones que rodaban por la caverna en infinitos ecos. Pero los cangrejos le asaltaban como si estuviesen empujados por un frenesí demoniaco y la sangre salía más y más copiosamente de las pequeñas heridas que habían hecho, coloreando sus pinzas y marcando sus caparazones con crecientes riachuelos carmesí.

Pareció que pasaron largas horas mientras el Maestro y yo permanecimos mirando. Al fin, la cosa yacente que había sido Sarcand cesó de moverse y agitarse bajo el sudario viviente que lo había engullido. Unicamente la pierna vendada y la mano cortada con el anillo de Basaran permaneció intocado por los horribles y ocupados cangrejos.

—¡Vaya! —exclamó el Maestro—. Cuando vino aquí dejó sus demonios detrás, pero encontró otros... Ya es hora de que salgamos a dar un paseo por el sol. Manthar, mi buen y bobalicón aprendiz, me gustaría que hicieses un fuego de leña en la playa. No seas tacaño al recoger el combustible, para hacer un lecho de brasas profundo, caliente y tan rojo como el corazón del infierno donde asarnos una docena de cangrejos. Pero ten cuidado en escoger los que hayan venido recientemente del mar.

LOS CUENTOS DE ZOTHIQUE -- EL DIOS DE LOS MUERTOS

EL DIOS DE LOS MUERTOS


—Mordiggian es el dios de Zul-BhaSair—dijo el posadero con suntuosa solemnidad—. El ha sido el dios desde tiempos perdidos en sombras más profundas que los subterráneos de su negro templo para la memoria del hombre. No hay otro dios en Zul-BhaSair. Y todos los que mueren dentro de las murallas de la ciudad son consagrados a Mordiggian. Hasta los reyes y los magnates, cuando mueren, son dejados en manos de sus embozados sacerdotes. Esta es la ley y la costumbre. Dentro de un rato los sacerdotes vendrán a recoger a tu prometida.

—Pero Elaith no está muerta—protestó por tercera o cuarta vez el joven Phariom, con penosa desesperación—. Su enfermedad es tal que asume la inerte semejanza de la muerte. Dos veces antes de ahora ha yacido insensible, con sus mejillas pálidas y una inmovilidad en su propia sangre que apenas podía distinguirse de
la tumba, y dos veces se ha despertado después de un intervalo de varios días.

El posadero, con aire de apreciativa incredulidad, observó a la muchacha que yacía blanca e inmóvil, como un lirio segado, sobre el lecho de la cámara abuhardillada pobremente amueblada.

—En tal caso no debieras haberla traído a Zul-BhaSair —advirtió en tono de búho irónico—. El médico la ha dado por muerta y su muerte ha sido notificada a los sacerdotes. Debe ir al templo de Mordiggian.

—Pero somos extranjeros, huéspedes por una noche. Venimos del país de Xylac, allá al norte, y esta mañana debiéramos haber seguido por Tasuun hacia Pharaad, la capital de Yoros, que se encuentra cerca del mar meridional. Ciertamente, tu dios no tiene ningún derecho sobre Elaith, aunque estuviese verdaderamente
muerta.

—Todo aquel que muere en Zul-Bha-Sair es propiedad de Mordiggian—insistió el tabernero sentenciosamente—. Los forasteros no están exentos. El oscuro buche de su templo está eternamente abierto y ningún hombre, mujer ni niño, a través de los años, se ha evadido de su espera. Toda carne mortal debe convertirse, a su debido tiempo, en alimento del dios.

Phariom se estremeció ante la untuosa y portentosa declaración.

—He oído cosas vagas sobre Mordiggian, una leyenda relatada por los viajeros en Xylac —admitió—. Pero había olvidado el nombre de su ciudad, y Elaith y yo entramos ignorantemente en Zul-Bha-Sair... Incluso si la hubiera conocido habría dudado de esta terrible costumbre que me cuentas... ¿Qué clase de deidad es ésta que imita a las hienas y a los buitres? Ciertamente, eso no es un dios, sino un vampiro.

—Ten cuidado no caigas en una blasfemia —advirtió el posadero—. Mordiggian es viejo y omnipotente como la misma muerte. Fue adorado en antiguos continentes, antes de que Zothique surgiera del mar. Por él nos salvamos de la corrupción y del gusano. De la misma forma que los pueblos de todos países entregan sus muertos a la llama que todo lo consume, nosotros, los de Zul-Bha-Sair, entregamos los nuestros al dios. Su santuario es terrible, un lugar de terror y sombras oscuras donde el sol no penetra, allí los sacerdotes llevan a los muertos y los depositan sobre una vasta mesa de piedra para que esperen su salida de la cámara interior donde habita. Ningún hombre vivo, aparte de los sacerdotes, lo ha visto alguna vez, y los rostros de los sacerdotes se ocultan bajo máscaras de plata; hasta sus manos están cubiertas, para que los hombres no puedan ver a aquellos que han visto a Mordiggian.

—Pero hay un rey en Zul-Bha-Sair, ¿no es cierto? Apelaré ante él contra esta odiosa y horrible injusticia. Ciertamente me escuchará.

—Phenquor es el rey, pero no podría ayudarte aunque lo desease. Tu apelación no será ni tan siquiera escuchada. Mordiggian está por encima de todos los reyes y su ley es sagrada. ¡Calla... ! Ya llegan los sacerdotes.

Phariom, con el corazón enfermo por el terror y la crueldad del destino que amenazaba a su joven esposa en esta desconocida ciudad de pesadilla, oyó un siniestro y constante crujir de las escaleras que conducían a la buhardilla de la posada. El sonido se acercaba con una rapidez sobrehumana y cuatro extrañas figuras entraron en la habitación, pesadamente vestidas de un fúnebre color púrpura y llevando enormes máscaras de plata esculpidas a semejanza de cráneos. Era imposible adivinar su apariencia real, porque, como había insinuado el tabernero, incluso sus manos estaban ocultas por una especie de mitones y las túnicas purpúreas descendían formando sueltos pliegues que se arrastraban por debajo como las vendas de una momia desenroscándose. Había horror en ellos, del que las macabras máscaras sólo era una parte poco importante; un horror que residía principalmente en sus innaturales actitudes agazapadas; en la agilidad bestial con que se movían, sin ser molestados por sus farragosas vestiduras.

Entre ellos portaban un curioso ataúd, hecho de cintas de cuero entrelazadas con huesos monstruosos que servían de armazón y sujeción. La piel estaba grasienta y ennegrecida, como por largos años de uso mortuorio. Sin dirigir la palabra ni a Phariom ni al posadero, y sin ningún tipo de espera o formalidad, avanzaron hacia el lecho donde yacía Elaith.

Indiferente a su más que formidable aspecto y totalmente fuera de sí de pena e ira, Phariom sacó de su cinto un pequeño cuchillo, la única arma que poseía. Sin hacer caso del amenazador grito del tabernero, se lanzó salvajemente contra las embozadas figuras. Era rápido y musculoso, y además estaba vestido con un atuendo ligero y ceñido al cuerpo, lo que aparentemente le daría cierta ventaja.

Los sacerdotes estaban de espaldas, pero como si hubiesen adivinado todas sus acciones, dos de ellos se volvieron con la rapidez del tigre, dejando caer los mangos de hueso que llevaban. Uno hizo caer el cuchillo de la mano de Phariom con un movimiento que el ojo apenas podía seguir en su serpenteante descenso. Después los dos le atacaron, haciéndole retroceder con terroríficos golpes de sus brazos escondidos bajo los mantos y acosándole por la habitación hacia una esquina vacía. Atontado por la caída, yació sin sentido durante unos minutos.

Recobrándose confusamente, contempló con ojos borrosos la masa del pesado tabernero inclinándose sobre él como una luna del color del sebo. El pensamiento de Elaith, más agudo que el golpe de una daga, le devolvió a una agonizante conciencia. Escudriñó temerosamente la penumbrosa habitación y vio que los enfajados sacerdotes habían desaparecido y que la cama estaba vacía. Oyó el rotundo y sepulcral graznido del posadero:

—Los sacerdotes de Mordiggian son misericordiosos, disculpan el frenesí y la pena de los recientemente afligidos por una pérdida. Has tenido suerte de que sean compasivos y considerados con las debilidades de los mortales.

Phariom se puso en pie de un salto, como si su amoratado y dolorido cuerpo hubiese sido alcanzado por un fuego repentino. Deteniéndose únicamente para recoger su cuchillo, que continuaba en medio de la habitación, se encaminó hacia la puerta. Le detuvo la mano del posadero, agarrándole, grasienta, por el hombro.

—Ten cuidado, no sea que sobrepases los límites de la bondad de Mordiggian. No es bueno seguir a sus sacerdotes..., y es peor penetrar en la mortal y sagrada penumbra de su templo.

Phariom apenas oía el consejo. Se liberó apresuradamente de los odiosos dedos y se volvió para marcharse, pero la mano le sujetó de nuevo:

—Por lo menos, págame el dinero que me debes por la comida y el alojamiento antes de partir—pidió el posadero—. También está el asunto del salario del médico, que yo puedo arreglar por ti si me confías la suma adecuada. Paga ahora..., porque no es seguro que regreses.

Phariom sacó la bolsa que contenía toda su riqueza en el mundo y llenó la palma que se engarfiaba avariciosamente ante él con monedas que no se detuvo a contar. Sin una palabra de despedida ni una mirada hacia atrás, descendió por las desgastadas y mohosas escaleras de aquella hostelería comida por los gusanos, como si le persiguiese un íncubo, y salió a las penumbrosas y serpenteantes calles de Zul-BhaSair.

Quizá la ciudad se diferenciaba poco de las demás, excepto en que era más vieja y más oscura, pero para Phariom, en el extremo de la angustia, el camino que seguía era como un conjunto de corredores subterráneos que sólo conducían a un profundo y monstruoso osario. El sol había salido por encima de las apiñadas casas, pero a él le parecía que no había más luz que un resplandor perdido y engañoso, tal como el que desciende a las profundidades mortuorias. La gente seguramente era muy parecida a la de otros lugares, pero él los veía bajo un aspecto maléfico, como si fuesen vampiros y demonios que fuesen de un lado a otro con las actividades fantasmales de una necrópolis.

En medio de su pena, recordó amargamente la tarde anterior, cuando al atardecer había entrado en Zul-Bha-Sair con Elaith, la muchacha montando el único dromedario que había sobrevivido su paso por el desierto septentrional y él caminando a su lado, cansado pero contento. La ciudad les había parecido una bella y desconocida metrópoli de ensueño, con el púrpura rosado del ocaso sobre sus murallas y cúpulas y los dorados ojos de las ventanas iluminadas; habían planeado descansar allí durante un día o dos, antes de reanudar el largo y arduo viaje a Pharaad, en Yoros.

Este viaje fue emprendido únicamente por razones de necesidad. Phariom, un joven pobre de sangre noble, había sido exiliado a causa de las creencias políticas y religiosas de su familia, que no estaban de acuerdo con las del emperador reinante, Caleppos. Acompañado por su recién tomada esposa, Phariom salió en dirección a Yoros, donde algunas ramas amigas de la casa a la que pertenecía ya se habían establecido y le darían una acogida fraternal.

Viajaron con una gran caravana de mercaderes, dirigiéndose directamente al sur de Tasuun. Detrás de las fronteras de Xylac, entre las rojas arenas del desierto Celotio, la caravana había sido atacada por bandidos que mataron a muchos de sus componentes y dispersaron a los demás. Phariom y su esposa, escapando con sus dromedarios, se habían encontrado perdidos y solos en el desierto y, sin volver a encontrar el camino de Tasuun, tomaron por error otra ruta que conducía a Zul-Bha-Sair, una metrópoli rodeada de murallas en el extremo sudoriental del desierto, que no había estado incluida en su itinerario.

Al entrar en Zul-BhaSair, la pareja se había detenido por razones de economía en una taberna del barrio más humilde. Allí, durante la noche, a Elaith le sobrevino el tercer ataque de la enfermedad cataléptica a la que era propensa. Los primeros ataques, que habían ocurrido antes de su matrimonio con Phariom, fueron reconocidos en su verdadera naturaleza por los médicos de Xylac y aliviados por un hábil tratamiento. Se esperaba que la enfermedad no volvería. Sin duda, este tercer ataque había sido provocado por las fatigas y penalidades del viaje. Phariom estaba seguro de que Elaith se recobraría, pero un doctor de Zul-Bha-Sair, llamado urgentemente por el posadero, insistió en que estaba realmente muerta, y en obediencia a la extraña ley de la ciudad, había informado sin tardanza de su muerte a los sacerdotes de Mordiggian. Las frenéticas protestas del esposo fueron por completo ignoradas.

Aparentemente había una diabólica fatalidad en toda la secuencia de circunstancias por la cual Elaith, todavía viva pero con el aspecto exterior de muerte que le daba su enfermedad, había caído en las garras de los devotos del dios de los muertos. Phariom ponderó esta fatalidad casi hasta la locura, mientras caminaba con una prisa furiosa y sin sentido a lo largo de las calles eternamente tortuosas y abarrotadas.

A la escalofriante información recibida del tabernero fue añadiendo las leyendas, tardíamente recordadas, que había oído en Xylac. Ciertamente, mala y dudosa era la reputación de Zul-Bha-Sair; le maravilló haberle olvidado y se maldijo a sí mismo con negras maldiciones por su temporal, pero fatal, olvido. Mejor habría sido que él y Elaith hubiesen perecido en el desierto, antes que traspasar las amplias puertas que siempre permanecían abiertas, esperando a su presa, como era la costumbre en Zul-BhaSair.

La ciudad era un importante centro comercial, donde viajeros de otras tierras llegaban, pero no se atrevían a quedarse a causa del repulsivo culto de Mordiggian, el invisible devorador de los muertos que se creía compartía sus provisiones con los enmascarados sacerdotes. Se decía que los cadáveres yacían durante días en el oscuro templo, sin ser devorados hasta que la corrupción hubiese comenzado. Y la gente hablaba de cosas peores que la necrofagia. Rituales blasfemos solemnemente representados en las cámaras infestadas de vampiros y cosas inombrables que hacían con los muertos antes de que Mordiggian los reclamase para sí. En todos los países alejados, el destino de aquellos que morían en Zul-Bha-Sair era una palabra horrorosa y una maldición. Pero para la gente de la ciudad, educada en la fe de aquel dios vampírico, era simplemente la forma usual y esperada de deshacerse de los muertos. Tumbas, cuevas, catacumbas, piras funerarias y otras cosas por el estilo se hacían innecesarias con una deidad tan utilitaria.

Phariom se sintió sorprendido al ver a los habitantes de la ciudad ocupados con las cotidianas tareas de la vida. Pasaban mozos de cuerda con balas de mercancía sobre los hombros. Los mercaderes se agitaban en sus puestos como todos los mercaderes. Compradores y vendedores regateaban a gritos en los mercados públicos. Las mujeres reían y charlaban a la puerta de las casas. Unicamente podía distinguir a los hombres de Zul-Bha-Sair de los que eran, como él, extranjeros por sus voluminosas túnicas rojas, negras y violetas, y por sus extraños y groseros acentos. La lobreguez de la pesadilla comenzó a desaparecer de sus sensaciones y, gradualmente, el espectáculo de humanidad cotidiana a su alrededor sirvió para calmar un poco su salvaje dolor y su desesperación.

Nada podía disipar el horror de su pérdida y el abominable destino que amenazaba a Elaith. Pero ahora, con una fría lógica nacida de la cruel exigencia, comenzó a considerar el, en apariencia, imposible problema de rescatarla del templo del dios-vampiro.

Compuso un poco su expresión y refrenó su paso febril hasta convertirlo en ocioso vagabundeo, de forma que nadie pudiera adivinar las preocupaciones que le devoraban. Fingiendo estar interesado en las mercancías de un vendedor de adornos masculinos, inició una conversación el comerciante relativa a Zul-BhaSair y sus costumbres, haciendo el tipo de preguntas que serían lógicas en un viajero de tierras lejanas. El tratante era charlatán y Phariom pronto se enteró de la situación del templo de Mordiggian, que se alzaba en el centro de la ciudad. También se enteró de que el templo estaba abierto a todas horas y que la gente era libre de entrar y salir en su recinto. Sin embargo, no había más rituales de adoración que ciertas ceremonias privadas que eran celebradas por los sacerdotes. Pocos se atrevían a entrar en el templo, debido a una superstición de que cualquier persona viva que hollase su penumbra volvería pronto como alimento para el dios.

Mordiggian, aparentemente, era una deidad benigna a los ojos de los habitantes de Zul-BhaSair. Resultaba bastante curioso que no se le atribuyese ningún atributo personal determinado. Era, por así decirlo, una fuerza impersonal parecida a los elementos...; una energía que consumía y purificaba, como el fuego. Sus acólitos eran igualmente misteriosos, vivían en el templo y sólo emergían de él para ejecutar sus deberes fúnebres. Nadie conocía en qué forma eran reclutados, pero muchos creían que había tanto hombres como mujeres, renovando así su número de generación en generación, sin ningún contacto con el exterior. Otros creían que no eran seres humanos en absoluto, sino una especie de entidades terrestres subterráneas que vivían eternamente, y que, como el propio dios, se alimentaban de los cadáveres. En los últimos años, y a partir de esta creencia, había surgido una herejía de poca importancia, pues algunos sostenían que Mordiggian era una mera invención hierática y que los sacerdotes eran los únicos que se comían a los muertos. El comerciante, al mencionar esta herejía, se apresuró a condenarla con piadosa reprobación.

Phariom charló un rato sobre otros temas y después continuó su progreso por la ciudad, dirigiéndose tan directamente hacia el templo como se lo permitían las oblicuas callejuelas. No había formado un plan conscientemente, pero deseaba reconocer las proximidades. El único detalle esperanzador de todo cuanto le había dicho el tratante era que el santuario se encontraba abierto y resultaba accesible a todos los que se atrevían a entrar. Sin embargo, lo extraordinario de visitantes llamaría la atención sobre Phariom, y éste deseaba, sobre todo, no llamar la atención. Por otra parte, cualquier intento de retirar un cuerpo del templo era aparentemente algo nunca oído..., algo demasiado audaz hasta para los sueños de Zul-Bha-Sair. Debido a la misma temeridad de su designio, quizá evitase sospechas y consiguiese rescatar a Elaith.

Las calles que recorría comenzaron a inclinarse y estrecharse, eran más oscuras y tortuosas que las que atravesara antes. Durante un rato pensó que se había equivocado de camino, e iba a pedir a los transeúntes que le indicasen la dirección cuando cuatro sacerdotes de Mordiggian, llevando uno de aquellos curiosos ataúdes de hueso y cuero que parecían literas, salieron justo delante de él por una antigua calleja.

El ataúd estaba ocupado por el cuerpo de una muchacha; durante un momento de agitación y temblor convulsivo que le dejó temblando, Phariom pensó que la muchacha era Elaith. Al volver a mirar comprendió su error. La túnica de la muchacha, aunque sencilla, estaba hecha con algún extraño tejido exótico. Sus facciones, aunque tan pálida como las de Elaith, estaban coronadas por rizos como pétalos de pesadas amapolas negras. Su belleza, caliente y voluptuosa incluso en la muerte, se diferenciaba de la rubia pureza de Elaith como las azucenas tropicales se diferencian de los narcisos.

Silencioso y manteniendo una distancia prudente, Phariom siguió a las tétricas figuras cubiertas con su preciosa carga. Vio que la gente abría paso al ataúd con aterrorizada e incuestionable presteza y las altas voces de los mercachifles y chalanes se acallaban cuando pasaban los sacerdotes. Oyendo al pasar una conversación entre dos de los ciudadanos, se enteró de que la muchacha muerta era Arctela, hija de Quaos, un noble y alto magistrado de Zul-Bha-Sair. Había muerto muy rápida y misteriosamente por alguna causa desconocida para el médico, que no había afectado ni estropeado su belleza en lo más mínimo. Algunos sostenían que un veneno indetectable y no una enfermedad fue la causa de su muerte, mientras que otros la daban por víctima de alguna maléfica hechicería.

Los sacerdotes continuaban su camino y Phariom les siguió lo mejor que pudo sin perderles de vista por el ciego laberinto de calles. La pendiente se hizo más pronunciada, sin permitir una perspectiva clara de los niveles bajos, y las casas parecían apiñarse más, como si se resguardasen de un precipicio. Finalmente, el joven emergió tras sus macabros guías en una especie de agujero circular en el centro de la ciudad, donde el templo de Mordiggian sobresalía solo y separado sobre un pavimento de triste ónice y entre funerarios cedros cuyo verdor estaba ennegrecido como por las eternas sombras de los cadáveres legados por las edades muertas.

El edificio estaba construido en una piedra extraña, del tono púrpura negruzco de la podredumbre carnal, una piedra que rehuía el ardiente brillo del mediodía y la prodigalidad de la aurora o la gloria del ocaso. Era bajo y no tenía ventanas, en la forma de un mausoleo monstruoso. Sus puertas bostezaban sepulcralmente en la penumbra de los cedros.

Phariom observó a los sacerdotes cuando éstos se desvanecieron por las puertas, cargados con la muchacha Arctela como fantasmas llevando una carga fantasmal. La amplia zona pavimentada entre las casas que reculaban y el templo estaba vacía en aquel momento, pero no se atrevió a cruzarla en el resplandor de la traicionera luz del día. Bordeando la zona, vio que había varias entradas más al gran santuario, todas abiertas y sin guardias. No se apreciaba ninguna señal de actividad en los alrededores, pero se estremeció ante la idea de lo que se ocultaba en el interior de aquellas murallas, de la misma forma que el festín de los gusanos es ocultado por la tumba de mármol.

Como los vómitos de un cadáver, las abominaciones de lo que había oído surgieron ante él a la luz del sol y de nuevo estuvo al borde de la locura sabiendo que Elaith tenía que yacer entre los muertos, en el templo, con la pestilente sombra de cosas semejantes sobre ella, y que él, consumido por un frenesí inagotable, tenía que esperar el manto favorable de la oscuridad antes de poder ejecutar su nebuloso y dudoso plan de rescate. Mientras tanto, ella podría despertarse y morir ante el horror mortal de lo que la rodeaba..., o podría pasar algo todavía peor, si las historias que se susurraban eran ciertas...

Abnon-Tha, hechicero y nigromante, se felicitaba a sí mismo por el trato que había hecho con los sacerdotes de Mordiggian. Le parecía, y quizá con justicia, que nadie menos inteligente que él podría haber concebido y ejecutado los diversos procedimientos que habían hecho este trato posible, por el que Arctela, hija del orgulloso Quaos, se convertiría en su indudable esclava. Ningún otro amante, se dijo a sí mismo, podría haber sido lo bastante resuelto como para obtener a la mujer deseada de esta forma. Arctela, prometida a Alos, un joven noble de la ciudad, estaba aparentemente más allá de las aspiraciones de un hechicero. Sin embargo, Abnón-Tha no era un mago vulgar, sino un adepto grandemente versado en los más terribles y profundos secretos de las negras artes. Conocía los conjuros que matan a distancia con más rapidez y seguridad que el cuchillo o el veneno, y conocía también los conjuros más poderosos por los que los muertos pueden ser reanimados, incluso después de
siglos de podredumbre. Había asesinado a Arctela de forma que nadie podría detectar, con una invocación extraña y sutil que no había dejado marca, y su cuerpo se encontraba ahora entre los muertos, en el templo de Mordiggian.

Esta noche, con el permiso tácito de los sacerdotes, la volvería de nuevo a la vida. Abnón-Tha no había nacido en Zul-Bha-Sair, sino que vino muchos años antes de la infame y semimítica isla de Sotar, que se encontraba en algún punto al este del gigantesco continente de Zothique. Como un astuto y joven buitre, se estableció a la propia sombra del santuario de los muertos y había prosperado mucho, tomando alumnos y asistentes. Sus tratos con los sacerdotes eran largos y extensos y el trato que acababa de hacer estaba lejos de ser el primero de su clase. Le habían permitido el uso temporal de los cuerpos reclamados por Mordiggian, estipulando únicamente que aquellos cuerpos no serían sacados del templo durante el curso de ninguno de sus experimentos en nigromancia. Puesto que el privilegio era ligeramente irregular desde su punto de vista, había hallado necesario sobornarlos, no con oro, sin embargo, sino con la promesa de un generoso suministro de algo más siniestro y corruptible que el oro. El pacto había sido bastante satisfactorio para todos los implicados: desde la llegada del hechicero, los cadáveres entraban en el templo en más abundancia de lo normal, al dios no le habían faltado provisiones, y a Abnón-Tha nunca le faltaron sujetos sobre los que emplear sus siniestros conjuros.

En general, Abnón-Tha no estaba descontento de sí mismo. Reflexionó además que, aparte de su maestría en la magia y su ingenuidad llena de artificios, estaba a punto de manifestar un coraje inigualado. Había planeado un robo que equivaldría a un horrible sacrilegio; sacar el cuerpo reanimado de Arctela del templo. Robos semejantes—de cadáveres animados o inanimados— y el castigo que merecían era únicamente un asunto de leyenda, porque en los últimos siglos no había ocurrido ninguno. Según la creencia general, el destino de aquellos que lo habían intentado y habían fallado era tres veces terrible. El nigromante no era ciego a los riesgos de su empresa, ni, por otra parte, se sentía disuadido o intimidado por ellos.

Sus dos ayudantes, Narghai y Vemba-Tsith, advertidos de su intención, habían realizado, con todo el secreto debido, los preparativos para la fuga de Zul-Bha-Sair. Seguramente, la fuerte pasión que el mago había concebido por Arctela no era el único motivo para abandonar la ciudad. Estaba deseoso del cambio, porque se había cansado un poco de las extrañas leyes que, en realidad, servían para restringir sus prácticas nigrománticas, aunque en otro sentido las facilitasen. Planeaba viajar hacia el sur y establecerse en una de las ciudades de Tasuun, un imperio famoso por el número y antigüedad de sus momias.

El momento del ocaso se acercaba. Cinco dromedarios, entrenados para correr, esperaban en el patio interno de la casa de Abnón-Tha, una mansión alta y desmoronada que parecía inclinarse hacia delante sobre la abierta zona circular que pertenecía al templo. Uno de los dromedarios llevaría un fardo conteniendo los libros más valiosos, manuscritos y otros utensilios mágicos del hechicero. Sus compañeros llevarían a Abnon-Tha, los dos ayudantes... y a Arctela.

Narghai y Vemba-Tsith se presentaron ante su amo para decirle que todo estaba dispuesto. Ambos eran mucho más jóvenes que Abnón-Tha, pero, como él, eran extranjeros en Zul-Bha-Sair. Pertenecían alatezado pueblo de Naat, una isla cuya mala fama casi igualaba a la de Sotar, poblada por gente de ojos estrechos.

—Está bien—dijo el nigromante, mientras permanecían con los ojos bajos ante él, después de anunciar esto—. Sólo tenemos que esperar la hora favorable. A medio camino entre el ocaso y la salida de la luna, cuando los sacerdotes estén cenando en la sala interior, entraremos en el templo y haremos lo que haya que hacer para la resurrección de Arctela. Ellos comerán bien esta noche, porque sé que muchos de los muertos están maduros sobre la gran mesa del santuario superior, y quizá Mordiggian también coma. Nadie vendrá a vigilar lo que hagamos.

—Pero amo —dijo Narghai, estremeciéndose un poco por debajo de su túnica, de rojo nacarado—, después de todo, ¿es sabio hacer una cosa así? ¿Debes arrancar la muchacha del templo? Antes de esto, siempre te has contentado con el breve préstamo permitido por los sacerdotes y les ha devuelto los muertos en el estado requerido de inanimación. En verdad, ¿es bueno violar la ley del dios? Se dice que la ira de Mordiggian, aunque pocas veces provocada, es más terrible que la ira de todas las demás deidades. Por esta razón, nadie ha intentado engañarle durante los últimos años, ni ha osado retirar ningún cadáver de su santuario. Se dice que, hace mucho tiempo, un alto personaje de la ciudad se llevó de allí el cuerpo de una mujer a la que había amado y huyó con él al desierto, pero los sacerdotes le persiguieron, corriendo a más velocidad que los chacales...; el destino que le correspondió es algo sobre lo que aún las leyendas susurran débilmente.

—Yo no temo ni a Mordiggian ni a sus criaturas —dijo Abnón-Tha con una solemne vanagloria en su voz—. Mis dromedarios pueden correr más que los sacerdotes..., incluso concediendo que los sacerdotes no sean hombres, sino vampiros, como dicen algunos. Y no hay muchas probabilidades de que nos sigan; después de su festín de hoy, dormirán como buitres ahítos. La mañana nos encontrará lejos en el camino de Tasuun, antes de que despierten.

—El amo tiene razón —interpoló Vemba-Tsith—. No tenemos nada que temer.

—Pero se dice que Mordiggian no duerme —insistió Narghai—, y que lo vigila todo eternamente desde la negra cámara bajo el templo.

—Eso he oído—dijo Abnón-Tha, con aire seco y suficiente—. Pero considero que tales creencias son simples supersticiones. En la verdadera naturaleza de las entidades que se alimentan de cadáveres, no hay nada que las confirme. Hasta ahora yo nunca he visto a Mordiggian, ni dormido ni despierto, pero por todas las probabilidades, se trata simplemente de un vampiro vulgar. Conozco esos demonios y sus costumbres. Sólo difieren de las hienas por su forma monstruosa, su tamaño y su inmortalidad.

—Aun así, considero que engañar a Mordiggian no es cosa buena —musitó Narghai por lo bajo.

Las palabras fueron captadas por el fino oído de Abnón-Tha .

—No, no se trata de un engaño. He servido bien a Mordiggian y sus sacerdotes y he aprovisionado generosamente su negra mesa. Además, en cierto modo guardaré lo pactado en lo que se refiere a Arctela: enviaré un nuevo cadáver a cambio de mi privilegio nigromántico. Mañana, el joven Alos, el prometido de Arctela, ocupará su lugar entre los muertos. Ahora marchaos y dejadme, porque debo pensar un conjuro interior que pudra el corazón de Alos, como un gusano que se despierte en el corazón de un fruto.

A Phariom, enfebrecido y desesperado, le parecía que aquel día sin nubes transcurría con la lentitud de un río atestado de cadáveres. Incapaz de calmar su agitación, deambuló sin rumbo por los concurridos bazares hasta que las torres occidentales se oscurecieron sobre un cielo azafranado, y el atardecer surgió como un mar gris y encrespado sobre las casas. Después volvió a la posada donde Elaith había sido atacada por la enfermedad y reclamó el dromedario que había dejado en el establo. Cabalgando a través de penumbrosas callejuelas, iluminadas únicamente por el débil resplandor de lámparas o velas que venían de las ventanas medio cerradas, encontró, una vez más, el camino hacia el centro de la ciudad.

La penumbra se había espesado hasta convertirse en oscuridad cuando llegó al área despejada que rodeaba el templo de Mordiggian. Las ventanas de las mansiones que daban a la zona estaban cerradas y sin luz, como si fuesen ojos muertos, y el mismo santuario, una colosal masa de negrura, estaba tan oscuro como cualquier mausoleo bajo las apiñadas estrellas. No parecía que nadie se moviese en el exterior, y aunque la quietud era favorable a sus proyectos, Phariom tembló con un estremecimiento de mortal amenaza y desolación. Los cascos de su camello sonaban sobre el pavimento con un sonido inquietante y sobrenatural y pensó que los oídos de los ocultos vampiros, escuchando alertas detrás del silencio, tendrían que oírlos.

Sin embargo, en aquella oscuridad sepulcral no había atisbos de vida. Alcanzando el asilo de uno de los espesos grupos de viejos cedros, desmontó y ató el dromedario a una rama que crecía baja. Escondiéndose entre los árboles, como una sombra entre sombras, se aproximó al templo con infinita cautela y lo rodeó lentamente, viendo que sus cuatro partes, que correspondían a los cuatro cuadrantes de la Tierra, estaban todas igualmente abiertas, oscuras y desiertas. Volviendo por fin a la puerta oriental, donde había dejado su camello, se envalentonó para entrar en los negros y amenazadores portales.

Al cruzar el umbral se vio inmediatamente envuelto por una oscuridad muerta y pegajosa, aromatizada por un vago hedor de podredumbre y el olor a carne y huesos quemados. Advirtió que se encontraba en un pasillo gigantesco, y palpando el camino hacia delante por la pared de la derecha, pronto llegó a un repentino recodo y vio un resplandor azulado mucho más adelante, como si fuese algún salón central donde terminaba el corredor. Contra el resplandor se silueteaban unas columnas impresionantes, y al acercarse más vio cruzar a varias figuras oscuras y embozadas, que presentaban el perfil de unos cráneos enormes. Dos de ellos compartían la carga de un cuerpo humano que llevaban en sus brazos. A Phariom, que se había detenido en el sombrío salón, le pareció que el vago olor de putrescencia que flotaba en el aire se hacía más fuerte durante unos cuantos minutos después de que las figuras desaparecieron.

Ninguna otra figura les seguía y el santuario recuperó su tranquilidad de mausoleo. Pero el joven esperó durante varios minutos, dudoso y temblando, antes de atreverse a seguir adelante. Una opresión de misterio sepulcral espesaba el aire y le ahogaba como los terribles efluvios de las catacumbas. Sus oídos se volvieron intolerablemente agudos y oyó un confuso zumbido, un sonido de voces profundas y viscosas indistinguiblemente mezcladas que parecían salir de la cripta bajo el templo.

Escurriéndose al fin hasta el extremo del salón, escudriñó lo que obviamente era el santuario mayor: una sala baja y con muchos pilares, cuya amplitud era revelada a medias por los fuegos azulados que brillaban y parpadeaban en numerosos vasos en forma de urnas sostenidos en solitario sobre esbeltas estelas.

Phariom vaciló ante aquel lúgubre umbral porque los olores mezclados de la carne quemada y podrida eran más pesados en el aire, como si estuviera más cerca de sus fuentes, y el espeso zumbido parecía ascender de una oscura escalera en el suelo, al lado de la pared izquierda. Pero la habitación, según todas las apariencias, estaba desprovista de vida y no se movía nada, excepto las ondulantes luces y sombras. En el centro percibió la silueta de una amplia mesa, esculpida en la misma piedra negra que el edificio. Sobre la mesa, medio iluminadas por la luz de las urnas o escudadas en la sombra de las pesadas columnas, yacían lado a lado unas cuantas personas, y Phariom supo que había encontrado el altar negro de Mordiggian donde estaban dispuestos los cadáveres reclamados por el dios.

En su pecho, un salvaje y asfixiante temor luchaba con la esperanza más fuerte. Se acercó a la mesa temblando y le invadió una frialdad pegajosa, producida por la presencia de los muertos. La mesa tenía casi treinta pies de largo y se alzaba a la altura de la cintura, sostenida por una docena de sólidas patas. Comenzando por el extremo más cercano, recorrió la fila de cadáveres, escudriñando temerosamente los rostros vueltos hacia arriba. Estaban representados ambos sexos y muchas edades y rangos diferentes. Nobles y ricos mercaderes se apiñaban junto a los mendigos de sucios harapos. Algunos estaban recién muertos y otros, parecía, llevaban días allí, comenzando a mostrar señales de descomposición. En la ordenada fila se veían muchos huecos, lo que sugería que algunos cadáveres habían sido retirados de allí. Phariom continuó en la débil luz, buscando los amados rasgos de Elaith. Al fin, cuando se acercaba al extremo más lejano y había comenzado a temer que ella no estuviera entre
ellos, la encontró.

Yacía como antes sobre la fría piedra, con la palidez y tranquilidad de su extraña enfermedad. Un gran alivio invadió el corazón de Phariom, porque se sintió seguro de que ella no estaba muerta y de que en ningún momento había despertado a los horrores del templo. Si pudiese llevarla lejos de los odiosos alrededores de Zul-BhaSair sin que nadie le detuviera se recobraría de esa enfermedad tan parecida a la muerte.

Despreocupadamente, advirtió que otra mujer yacía al lado de Elaith y la reconoció como la hermosa Arctela, a cuyos portadores había seguido casi hasta la entrada del templo. No le dirigió una segunda mirada, sino que se inclinó para elevar a Elaith en sus brazos.

En aquel momento oyó un murmullo de voces bajas en la dirección de la puerta por la que había entrado al santuario. Pensando que quizá alguno de los sacerdotes habría vuelto, se puso a gatas rápidamente y reptó bajo la enorme mesa que resultaba ser el único escondite accesible. Retirándose a las sombras, fuera del resplandor de las majestuosas urnas, esperó y miró entre las patas de la mesa, tan gruesas como los pilares.

La voces se hicieron más altas y vio las curiosas sandalias y las cortas túnicas de tres personas que se acercaron a la mesa de los muertos y se detuvieron en el mismo lugar donde él había estado unos cuantos minutos antes. No podía adivinar quiénes serían, pero sus vestiduras de rojo claro y oscuro no eran los atavíos de los sacerdotes de Mordiggian. No estaba seguro si le habían visto o no, y acurrucándose en el espejo bajo la mesa sacó su daga de la vaina.

Entonces pudo distinguir tres voces, una solemne y untuosamente imperativa, otra algo gutural y gruñona, y la tercera estridente y nasal. El acento era extranjero, distinto del de la gente de Zul-Bha-Sair, y las palabras a menudo extrañas para Phariom. Además, parte de la conversación le era inaudible.

—...Aquí... en el extremo —decía la voz solemne—. Rápido...; no tenemos tiempo que perder.

—Sí, amo—oyó la voz gruñona—. Pero ¿quién es esa otra...? Ciertamente es muy hermosa.

Se desarrolló lo que parecía una discusión, en tonos discretamente bajos. Aparentemente, el poseedor de la voz gutural quería algo a lo que los otros dos se oponían. El escucha sólo podía distinguir una palabra o dos de vez en cuando, pero se enteró de que el nombre de la primera persona era Bemba-Tsith y que el otro, que hablaba con una estridencia nasal, era Narghai. Al final se hicieron claramente audibles por encima de los otros los graves acentos del hombre al que llamaban únicamente amo.

—No lo apruebo de buena gana... Retrasará nuestra partida... y las dos tendrán que montar en el mismo dromedario. Pero cógela, Vemba-Tsith, si puedes pronunciar tú solo los conjuros necesarios. Yo no tengo tiempo para una doble invocación... Será una buena prueba de tu eficiencia.

Un murmullo de gracias o reconocimientos salió de Vemba-Tsith. Después la voz del amo:

—Ahora callaos y daos prisa.

A Phariom, que se preguntaba vagamente inquieto la importancia de este coloquio, le pareció que dos de los tres hombres se acercaban más a la mesa, como si se inclinasen hacia los muertos. Oyó un crujido de tela sobre la piedra, y un instantes después vio que los tres se marchaban entre las columnas y las estelas, en una dirección opuesta a aquella por la que habían entrado en el santuario. Dos de ellos llevaban unos bultos que brillaban pálida e indistintamente en las sombras.

Un negro horror atenazó el corazón de Phariom, porque adivinó con toda claridad la naturaleza de aquellos bultos... y la posible identidad de uno de ellos. Rápidamente, salió trepando de su escondite y vio que Elaith había desaparecido de la mesa negra, junto con la muchacha Arctela. Vio que las sombrías figuras se desvanecían en la penumbra que envolvía la pared occidental de la cámara. No podía saber si los raptores eran vampiros, o algo peor, pero los siguió rápidamente, olvidado de toda precaución en su preocupación por Elaith.

Alcanzando la pared, encontró la boca de un corredor y se zambulló en su interior sin dudarlo. Delante, en algún punto, vio el vago resplandor de una luz. Después oyó un siniestro rechinar metálico y el resplandor se estrechó hasta quedar reducido a una ranura luminosa, como si la puerta de la cámara de donde provenía hubiese sido cerrada.

Siguiendo la pared a ciegas, llegó a aquella ranura de luz escarlata. Una puerta de bronce cubierta de manchas oscuras había sido dejada entornada y Phariom contempló un escenario extraño y nefando, iluminado por las llamas sangrientas que cambiaban constantemente de altura y nacían de unas altas urnas sostenidas
por pedestales oscuros.

La habitación estaba llena de una lujuria sensual que armonizaba extrañamente con la oscura y fúnebre piedra de aquel templo de muerte. Había lechos y alfombras de materiales soberbios: bermellones, dorados, azules plateados y ricos incensarios de metales desconocidos en las esquinas. En un lado, una mesa baja estaba cubierta de curiosas botellas y extraños utensilios, tales como los que son utilizados en medicina o magia.

Sobre uno de los lechos yacía Elaith, y cerca, en otro, había sido depositado el cuerpo de la muchacha Arctela. Los raptores, cuyos rostros contempló Phariom en aquel momento por primera vez, estaban muy ocupados con extraños preparativos que le dejaron sumamente perplejo. Su impulso de invadir la habitación fue reprimido por una especie de maravilla que le mantuvo extasiado e inmóvil.

Uno de los tres, un hombre alto y de edad madura a quien identificó como el amo, había reunido varios extraños recipientes, incluyendo un pequeño brasero y un incensario, y disponiéndolos en el suelo ante Arctela. El segundo, un hombre más joven, de ojos lujuriosos, había dispuesto unos instrumentos similares delante de Elaith. El tercero, que era también joven y de aspecto siniestro, sólo los contemplaba con aire inquieto y aprensivo. Phariom adivinó que los hombres eran hechiceros cuando, con una destreza nacida de la larga práctica, encendieron los incensarios y los braseros y comenzaron simultáneamente a entonar unas palabras rítmicamente medidas en un extraño lenguaje, acompañadas por la aspersión, a intervalos regulares, de unos aceites negros que caían sobre las brasas de los traseros con un gran silbido elevando enormes nubes de un humo perlado. Oscuros hilos gaseosos serpenteaban de los incensarios, entrelazándose como venas a través de las vagas y malformadas figuras, semejantes a gigantes fantasmales, formadas por los humos más ligeros. El hedor de los bálsamos, intolerablemente punzante, llenó la cámara, asaltando y perturbando los sentidos de Phariom hasta que la escena tembló ante sus ojos y adquirió una amplitud imaginaria, una distorsión producida por los narcóticos.

Las voces de los nigromantes subían y bajaban como si estuviesen recitando algún salmo sacrílego. Imperiosos y exigentes, parecían implorar la consumación de una blasfemia prohibida. Como fantasmas en procesión, retorciéndose y arremolinándose con una vida maligna, los vapores se elevaron sobre los lechos donde yacían la muchacha muerta y la que mostraba la apariencia exterior de la muerte.

Entonces, mientras los vapores, bullendo siniestramente, se apartaban. Phariom vio que la pálida figura de Elaith se había agitado como un durmiente que despertase, que había abierto los ojos y estaba elevando una débil mano del suntuoso lecho. El nigromante más joven dejó de cantar interrumpiendo abruptamente una cadencia, pero los solemnes tonos del otro continuaron y un hechizo en las piernas y sentidos de Phariom le impidieron moverse.

Lentamente, los gases se adelgazaron como en una desbandada de fantasmas. El que lo estaba viendo todo, vio que la muchacha muerta, Arctela, se ponía en pie como una sonámbula. El cántico de Abnón-Tha, de pie ante ella, llegó sonoramente a su final. En el tremendo silencio que siguió, Phariom oyó un débil grito de Elaith y después la jubilosa y profunda voz de Vemba-Tsith, que se inclinaba sobre ella.

—¡Observa, Abnón-Tha! ¡Mis conjuros son más veloces que los tuyos, porque la que yo he elegido se despierta antes que Arctela!

Phariom salió de su parálisis, como si hubiese desaparecido un fatal encantamiento. Empujó la poderosa puerta de oscurecido bronce, que rechinó sobre sus goznes con sonidos de protesta. Con la daga en la mano, se precipitó en la habitación.

Elaith, con los ojos dilatados por una penosa confusión, se volvió hacia él e hizo un inútil esfuerzo por levantarse del lecho. Arctela, muda y sumisa ante Abnón-Tha, parecía no advertir nada, excepto la voluntad del mago. Era una bella autómata sin alma. Los hechiceros se volvieron cuando Phariom entró y saltaron con una agilidad instántanea a su encuentro, desenvainando las cortas espadas, cruelmente curvadas, que todos ellos llevaban. Narghai arrancó la daga de los dedos de Phariom con un rápido golpe, que desgajó la fina hoja de la empuñadura, y Vemba-Tsith, con el arma preparada para descargarla, hubiese matado prontamente al joven si Abnón-Tha no hubiese intervenido ordenándole detenerse.

—Quiero saber el significado de esta intrusión —dijo el mago—. En verdad eres atrevido al entrar en el templo de Mordiggian.

—He venido a buscar a esa muchacha que yace ahí—declaró Phariom—. Ella es Elaith, mi esposa, que fue reclamada injustamente por el dios. Pero dime, ¿por qué la has traído a esta habitación desde la mesa de Mordiggian, y qué tipo de hombres sois vosotros que resucitáis a los muertos, como habéis resucitado a esta otra mujer?

—Yo soy Abnón-Tha, el nigromante, y estos otros son mis discípulos, Narghai y Vemba-Tsith. Dale las gracias a Vemba-Tsith, que realmente ha hecho regresar a tu esposa de las moradas de la muerte con una habilidad que sobrepasa a la de su maestro. ¡Se despertó antes de que la invocación hubiese terminado!

Phariom contempló a Abnón-Tha con implacable sospecha.

—Elaith no estaba muerta, sino únicamente en trance—advirtió—. No es la magia de tu seguidor lo que la ha despertado. Y, la verdad, el que Elaith esté viva o muerta no es asunto que concierna a nadie excepto a mí mismo. Permítenos partir, porque deseo marcharme con ella de Zul-Bha-Sair, donde sólo estamos de paso.

Al decir esto volvió la espalda a los nigromantes y se inclinó sobre Elaith, que le contemplaba con ojos borrosos, pero que musitó su nombre débilmente mientras él la oprimía en sus brazos.

—Bueno, esto es una coincidencia asombrosa—dijo Abnón-Tha, zalameramente—. Mis seguidores y yo también planeamos abandonar Zul-Bha-Sair y partimos esta misma noche. Quizá nos honraréis con vuestra compañía.

—Te lo agradezco —dijo Phariom rudamente—. Pero nuestros caminos quizá no vayan juntos. Elaith y yo queríamos ir hacia Tasuun.

—Por el negro altar de Mordiggian que esto es otra coincidencia aún más extraña, ya que Tasuun también es nuestro destino. Nos llevamos con nosotros a la muchacha resucitada, Arctela, a la que he considerado como demasiado bella para el dios de los muertos y sus vampiros.

Phariom adivinó la oscura maldad que se escondía detrás de las untuosas y burlonas frases del nigromante. Además, vio el signo furtivo y siniestro que Abnón-Tha había hecho a sus seguidores. Sabía bien que no le permitirían salir del templo con vida, porque los estrechos ojos de Narghai y Vemba-Tsith, que le observaban de cerca, resplandecían con el rojo deseo de matar.

—Vamos—ordenó Abnón-Tha imperioso—. Ya es hora de partir.

Se volvió hacia la inmóvil figura de Arctela y pronunció una palabra desconocida. Con ojos vacíos y pasos noctámbulos, ella le siguió pegada a sus talones mientras él se dirigía hacia la puerta abierta. Phariom había ayudado a Elaith a ponerse en pie y le susurraba palabras de confianza en un esfuerzo para dulcificar el creciente horror y la confusa alarma que veía en sus ojos. Podía caminar, aunque lenta y en forma insegura. Vemba-Tsith y Narghai retrocedieron haciendo señas de que ella y Phariom les precedieran, pero Phariom, percibiendo su intento de matarle tan pronto como les diese la espalda, obedeció involuntariamente y miró desesperado a su alrededor en busca de algo que pudiese utilizar como arma.

Uno de los braseros de metal, lleno de brasas humeantes, estaba a sus pies. Se inclinó rápidamente, lo cogió en la mano y se volvió hacia los nigromantes. Tal y como había sospechado, Vemba-Tsith se acercaba sigilosamente con la espada levantada, ya a punto de golpearle. Phariom arrojó de lleno el brasero y su reluciente contenido a la cara del hechicero y Vemba-Tsith cayó con un grito terrible y ahogado. Narghai, gruñendo ferozmente, saltó atacando al indefenso joven. Su cimitarra resplandeció siniestramente a la lívida luz de las urnas,
mientras la echaba hacia atrás para descargar el golpe. Pero el arma no cayó, y Phariom, fortaleciéndose contra la muerte que le amenazaba, se dio cuenta de que Narghai miraba a sus espaldas, como si estuviera petrificado por la visión del espectro de alguna Gorgona.

Como impulsado por una voluntad que no era suya, el joven se volvió y vio la cosa que había detenido el golpe de Narghai. Arctela y Abnón-Tha, detenidos ante la puerta abierta, se silueteaban contra una sombra colosal que no provenía de nada de la habitación. Aquello llenaba la puerta de lado a lado sobresaliendo por encima del dintel... Después, rápidamente, se convirtió en algo más que una sombra: era una masa de oscuridad negra y opaca que, de alguna forma, cegaba los ojos con un extraño arrobamiento. Parecía absorber la llama de las rojas urnas y llenar la cámara con un escalofrío de muerte y de vacío. Su forma era la de una columna moldeada por los gusanos, enorme como un dragón, con las anillas más lejanas continuando por la penumbra del corredor, pero cambiaba de momento en momento, agitándose y prolongándose como si estuviera vivo con las energías vertiginosas de los oscuros eones. Por un breve momento adquirió la apariencia de algún gigante demoniaco, de cabeza sin ojos y cuerpo sin extremidades, y después, saltando y esparciéndose como el humeante fuego, se deslizó dentro de la cámara.

Abanón-Tha retrocedió ante él musitando frenéticamente maldiciones y exorcismos, pero Arctela, pálida, ligera e inmóvil, quedó de lleno en su paso y la cosa la rodeó, envolviéndola en una hambrienta llamarada hasta que quedó completamente oculta a la vista.

Phariom, soportando a Elaith, que se inclinaba débilmente sobre su hombro como si estuviera a punto de desmayarse, no tenía fuerzas para moverse. Se olvidó del asesino Narghai y le pareció que él y Elaith eran débiles sombras en presencia de la muerte y la descomposición encarnadas. Vio cómo la negrura crecía y engrosaba, como una hoguera a la que se echa un leño, al cerrarse sobre Arctela, y la vio resplandecer con remansados tonos de un amarillo lúgubre, como el espectro de un sol melancólico. Durante un instante oyó un suave murmullo como de llamas. Después, rápida y terriblemente, la cosa salió de la habitación. Arctela se había ido, disolviéndose como un fantasma en el aire. Llevada por una repentina ráfaga de calor y frío extrañamente mezclados, llegó un olor acre como el que saldría de una consumida pira funeraria.

—¡Mordiggian!—gritó Narghai presa de un terror histérico—. ¡Era el dios Mordiggian! ¡Se ha llevado a Arctela!

Su grito, aparentemente, fue contestado por una veintena de ecos sardónicos, inhumanos como el aullido de las hienas, y sin embargo articulados, que repitieron el nombre de Mordiggian. Una horda de criaturas procedentes del oscuro salón, y que sólo por sus ropajes violetas Phariom pudo identificar como los sacerdotes del dios-vampiro, se desparramó por la habitación. Se habían quitado las máscaras de forma de cráneos, revelando cabezas y rostro que eran mitad antropomorfos mitad caninos y totalmente diabólicos. Además se habían quitado los guantes sin dedos... Por lo menos había una docena. Sus garras curvadas resplandecieron a la sangrienta luz como ganchos de algún metal oscuro; sus dientes afilados, más largos que los clavos de los sepulcros, sobresalían de labios que gruñían. Rodearon a Abnón-Tha y a Narghai como un círculo de chacales, haciéndoles retroceder hacia la esquina más lejana. Varios más, que entraron retrasados, cayeron con ferocidad bestial sobre Vemba-Tsith, que había comenzado a revivir y gemía y se retorcía en el suelo entre las desparramadas
brasas del brasero.

Parecían ignorar a Phariom y Elaith, que como presos de un funesto trance lo contemplaban todo. Pero el último en entrar, antes de reunirse con los asaltantes de Vemba-Tsith, se volvió hacia la joven pareja y se dirigió a ellos con voz ronca y profunda, como un ladrido resonando desde la tumba.

—Idos, ya que Mordiggian es un dios justo que reclama únicamente a los muertos y no se ocupa de los vivos. Y nosotros, los sacerdotes de Mordiggian, tratamos a nuestro estilo con los que violan su ley retirando a los muertos del templo.

Phariom, con Elaith todavía apoyándose en su hombro, salió del oscuro salón, escuchando un terrible clamor en el que los alaridos humanos se mezclaban con los gruñidos de chacales y la risa de las hienas. El clamor cesó cuando entraron en la azulada luz del santuario y pasaron al corredor exterior, y el silencio que inundó el santuario de Mordiggian a sus espaldas era tan profundo como el silencio de los muertos sobre la negra mesa del altar.

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