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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 29 de marzo de 2013

EL LADO OSCURO DE LA TIERRA - ALFRED BESTER





EL LADO OSCURO DE LA TIERRA
ALFRED BESTER

INDICE
EL TIEMPO ES EL TRAIDOR
LOS HOMBRES QUE ASESINARON A MAHOMA
FUERA DE ESTE MUNDO
EL HOMBRE PI
EL ORINAL FLORIDO.
¿QUIERE USTED ESPERAR?
SU VIDA YA NO ES COMO ANTES
A mi padre, que me compró el modelo de yate,
y a mi madre, que me llevó al estanque de barcos.


EL TIEMPO ES EL TRAIDOR
No se puede retroceder ni se puede parar. Los finales felices son siempre dulces y
amargos al mismo tiempo.
Había un hombre llamado John Strapp; era el hombre más valioso, más poderoso
y legendario de un mundo que comprendía setecientos planetas y casi dos
billones de individuos. Se le valoraba por una sola cualidad: era capaz de tomar
Decisiones. Adviértase la D mayúscula. Era uno de los pocos hombres que podían
tomar Decisiones Capitales en un mundo de increíble complejidad, y sus
Decisiones eran correctas en un ochenta y siete por ciento. Vendía sus Decisiones
a elevado precio.
Había también una industria llamada, digamos, Bruxton Biótica, con fábricas en
Deneb Alfa, Mizar III, Terra, y oficinas centrales en Alcor IV. Los ingresos brutos
de Bruxton eran de doscientos setenta millones de crs. El desarrollo de las
relaciones comerciales de Bruxton con consumidores y competidores exigía los
servicios especializados de doscientos economistas de empresa expertos cada
uno en una pequeña faceta del inmenso cuadro general. Nadie era lo bastante
grande como para coordinar todo el cuadro.
Bruxton podía necesitar una Decisión Capital sobre política. Un especialista en
investigación llamado E.T.A. Golan, de los laboratorios de Deneb, había
descubierto un nuevo catalizador de síntesis biótica. Era una hormona
embriológica que producía moléculas nucléicas tan plásticas como la arcilla. La
arcilla podía modelarse y desarrollarse en cualquier dirección. Problemas: ¿Debía
Bruxton abandonar los métodos de la vieja cultura y adaptarse a esta nueva
técnica? La decisión implicaba una amplia gama de factores interrelacionados:
costos, beneficios, tiempo, suministro, demanda, formación, patentes,
legislaciones, acciones judiciales, etc. Sólo había una respuesta. Preguntar a
Strapp.
Las negociaciones iniciales fueron breves. Strapp y Compañía contestó que la
factura de John Strapp era de cien mil crs, más un uno por ciento de las acciones
con derecho a voto de Bruxton Biótica. Lo toma o lo deja. Bruxton Biótica lo tomó
con placer.
La segunda etapa fue más complicada. John Strapp tenía muchísima demanda.
Tenía un programa de Decisiones con un ritmo de dos por semana hasta principio
de año. ¿Podía Bruxton esperar tanto? Bruxton no podía. Enviaron entonces a
Bruxton una lista de las visitas concertadas por John Strapp, y se le dijo que
acordase un cambio con cualquiera de los clientes como mejor pudiese. Bruxton
trató, pagó, sobornó, y consiguió su propósito. John Strapp debía presentarse en
la fábrica central de Alcor, el 29 de junio, lunes, exactamente al mediodía.
Entonces comenzó el misterio. A las nueve en punto de aquella mañana del lunes,
Aldous Fisher, el hosco mensajero de Strapp, apareció en las oficinas de Bruxton.
Tras una breve conferencia con el viejo Bruxton en persona, se radió por toda la
fábrica el siguiente mensaje: ¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN! ¡URGENTE! ¡URGENTE!
TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO KRUGER PRESÉNTESE EN LA
OFICINA CENTRAL. REPITO. TODO EL PERSONAL MASCULINO LLAMADO
KRUGER PRESÉNTESE EN LA OFICINA CENTRAL. ¡URGENTE! REPITO.
¡URGENTE!
Cuarenta y siete hombres llamados Kruger se presentaron en la oficina central y
fueron enviados a casa con órdenes estrictas de quedarse allí hasta nueva orden.
La policía de la fábrica organizó una rápida investigación y, acompañada del
irascible Fisher, comprobó los carnets de identidad de todos los empleados a los
que pudieron coger. Nadie llamado Kruger quedaba en la fábrica, pero era
imposible identificar a dos mil quinientos hombres en tres horas. Fisher ardía y
humeaba como ácido nítrico.
A las once y media, Bruxton Biótica estaba inquieta. ¿Por qué enviar a casa a
todos los Kruger? ¿Qué tenía que ver aquello con el legendario John Strapp?
¿Qué clase de hombre era Strapp? ¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo actuaba?
Ganaba diez millones de crs al año. Poseía el uno por ciento del mundo. Estaba
tan próximo a Dios en la mente del personal que la gente esperaba ángeles y
trompetas doradas y una criatura gigante y barbuda de infinita sabiduría y
compasión.
A las once cuarenta llegó la guardia personal de Strapp: un escuadrón de
seguridad de diez hombres, de paisano, que comprobaron puertas y vestíbulos
con helada eficiencia. Dieron órdenes. Había que quitar aquello. Había que cerrar
aquello otro. Había que hacer varias cosas. Se hicieron. Nadie discutía con John
Strapp. El escuadrón de seguridad tomó posiciones y esperó. Bruxton Biótica no
respiraba.
Llegó el mediodía y una mancha plateada apareció en el cielo. Se aproximó con
un gran silbido y aterrizó con tremenda velocidad y precisión ante la puerta
principal. Se abrió la puerta de la nave. Salieron dos individuos corpulentos con los
ojos alertas, recelosos. El jefe del escuadrón de seguridad hizo una señal. De la
nave salieron dos secretarias, pelo castaño una y la otra pelirroja. Elegantes,
bellas, eficaces. Tras ellas salió un delgado oficinista de unos cuarenta años, de
traje arrugado, con los bolsillos laterales llenos de papeles, gafas de concha y el
pelo revuelto. Tras él salió una majestuosa criatura, alta, mayestática, recién
afeitada pero de infinita sabiduría y compasión.
Los dos forzudos se situaron a los lados del hombre apuesto y le escoltaron
escaleras arriba y cruzaron con él la puerta principal. Bruxton Biótica suspiró feliz.
John Strapp no desilusionaba. Era realmente Dios y era un placer que poseyese el
uno por ciento de ti mismo. Los visitantes descendieron por el vestíbulo principal
hasta la oficina del viejo Bruxton y entraron. Bruxton les estaba esperando,
mayestáticamente situado tras su mesa. Se levantó casi de un salto y corrió hacia
adelante. Cogió la mano del hombre majestuoso con fervor y exclamó:
—Señor Strapp, en nombre de toda mi empresa, le doy la bienvenida.
El oficinista cerró la puerta y dijo:
—Strapp soy yo.—Hizo una seña a su empleado, que se sentó tranquilamente en
un rincón—. ¿Dónde tiene sus datos?
El viejo Bruxton indicó su mesa. Strapp se sentó ante ella, cogió las gruesas
carpetas y empezó a leer. Un hombre delgado. Un hombre acosado. Un hombre
de cuarenta y tantos años. Pelo negro y liso. Ojos azul porcelana. Una buena
boca. Buenos huesos bajo la piel. Una cualidad destacaba: la falta total de
conciencia de sí mismo. Pero cuando hablaba había un subtono histérico en la voz
que mostraba que había en su interior algo violento y salvaje.
Tras dos horas de implacable lectura y de comentarios en murmullos a sus
secretarias, que tomaban notas crípticas con símbolos especiales, Strapp dijo:
—Quiero ver la fábrica.
—¿Por qué?—preguntó Bruxton.
—Para sentirla —contestó Strapp—. En una Decisión siempre va implícita una
cuestión de matiz. Es el factor más importante.
Salieron de la oficina y se inició el desfile: el escuadrón de seguridad, los forzudos,
las secretarias, el oficinista, el acre Fisher y el majestuoso empleado. Lo
recorrieron todo. Lo vieron todo. El "oficinista" hizo la mayor parte del trabajo
práctico para "Strapp". Habló con obreros capataces, técnicos, y personal alto,
bajo y medio. Pidió nombres, cotilleó, se los presentó al gran hombre, hablaron de
sus familias, sus condiciones de trabajo, sus ambiciones. Exploró, olió y sintió.
Tras cuatro horas agotadoras volvieron a la oficina de Bruxton. El "oficinista" cerró
la puerta. El empleado se fue a su rincón.
—Bueno —dijo Bruxton—. ¿Sí o no?
—Espere, —dijo Strapp.
Repasó las notas de sus secretarias, las asimiló cerró los ojos y estuvo silencioso
y quieto en medio de la oficina como quien se esfuerza por oír un susurro distante.
—Sí—decidió, y pasó a ser más rico en un total de cien mil crs. y un uno por
ciento de las acciones con derecho a voto de Bruxton Biótica. En compensación,
Bruxton tenía una seguridad de un ochenta y siete por ciento de que la Decisión
era correcta. Strapp abrió de nuevo la puerta, se reorganizó el desfile y salió de la
fábrica. El personal aprovechó su última oportunidad para fotografiar y tocar al
gran hombre. El oficinista ayudaba en las relaciones públicas con voluntariosa
afabilidad. Preguntaba nombres, presentaba y amenizaba la charla. El rumor de
voces y risas se incrementó cuando llegaron a la nave. Entonces sucedió lo
increíble.
—¡Tú! —gritó súbitamente el oficinista, su voz horriblemente aguda—. ¡Tú, hijo de
puta! ¡Condenado y piojoso asesino! ¡Llevaba tiempo esperando esto! ¡Hace diez
años que lo espero!
Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y asestó un tiro en la frente a un
hombre.
El tiempo se detuvo. Los sesos y la sangre tardaron horas en salir por la nuca, y el
cuerpo en encogerse. Entonces el equipo de Strapp se puso en acción. Metieron
rápidamente al oficinista en la nave. Le siguieron las secretarias, luego el
empleado majestuoso. Los dos forzudos saltaron tras ellos y cerraron la puerta. La
nave despegó y desapareció con un silbido. Los diez hombres que iban de
paisano se dispersaron tranquilamente y desaparecieron. Sólo quedó Fisher, el
hombre contacto de Strapp, junto al cadáver, en el centro de una multitud
horrorizada.
—Compruebe su identificación—masculló Fisher.
Alguien sacó la cartera del muerto y la abrió.
—William F. Kruger, biomecánico.
—¡Condenado idiota! —dijo Fisher furioso—. Se lo advertimos. Se lo advertimos a
todos los Kruger. Muy bien. Llame a la policía.
Aquél era el sexto asesinato de John Strapp. Arreglarlo le costó exactamente
quinientos mil crs. Los otros cinco le habían costado lo mismo, y la mitad de la
cifra iba normalmente a manos de un hombre lo bastante desesperado para
sustituir al asesino y alegar locura temporal. La otra mitad, a los herederos del
difunto. Había seis sustitutos encerrados en diversas penitenciarías, cumpliendo
de veinte a cincuenta años. Sus familiares eran doscientos cincuenta mil crs. más
ricos.
En sus habitaciones del Alcor Splendide, el equipo de Strapp evacuaba consultas
sombrío.
—Seis en seis años—dijo con amargura Aldous Fisher—. No vamos a poder
mantenerlo en secreto mucho más. Tarde o temprano alguien se preguntará por
qué John Strapp contrata siempre oficinistas locos.
—Entonces le contratamos también a él —dijo la secretaria pelirroja—. Strapp
puede permitírselo.
—Puede permitirse un asesinato al mes —murmuró el empleado majestuoso.
—No.—Fisher negó con la cabeza vivamente—. Las cosas pueden arreglarse
hasta ciertos límites, pero no más allá. Uno llega al punto de saturación. Ahora
hemos llegado. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Pero qué demonios le pasa a Strapp?—preguntó uno de los forzudos.
—¿Quién sabe? —exclamó Fisher exasperado—. Tiene una fijación Kruger.
Conoce a un hombre llamado Kruger Cualquier hombre que se llame Kruger. Y se
pone a gritar, a maldecir. Y lo mata. No me preguntéis por qué. Es algo enterrado
que pertenece a su vida pasada.
—¿No le has preguntado a él?
—¿Cómo iba a hacerlo? Es como un ataque epiléptico. Ni siquiera él sabe qué
sucedió.
—Habría que llevarle a un psicoanalista—sugirió el forzudo.
—Eso es imposible.
—¿Por qué?
—Tú eres nuevo—dijo Fisher—. No comprendes.
—Hazme comprender.
—Te haré una analogía. Allá por mil novecientos la gente jugaba a la baraja con
cincuenta y dos cartas. Eran tiempos sencillos. Hoy todo es más complejo.
Jugamos con cinco mil doscientas cartas en la mesa. ¿Comprendes?
—Voy comprendiendo.
—Un cerebro puede controlar cincuenta y dos cartas. Puede tomar decisiones
sobre ese total. En mil novecientos lo tenían muy fácil. Pero no hay mente capaz
de hacer lo mismo con cinco mil doscientas cartas... salvo la de Strapp.
—Tenemos computadoras.
—Son perfectas cuando sólo se trata de cartas. Pero cuando hay que hacer
cálculos teniendo en cuenta también a los cinco mil doscientos jugadores que
manejan las cartas, lo que les gusta, lo que les disgusta, motivos, inclinaciones,
proyectos, tendencias, etc., lo que Strapp llama los matices, entonces Strapp es
capaz de hacer lo que no puede hacer una máquina. Él es único, y el psicoanálisis
podría destruir su capacidad.
—¿Por qué?
—Porque en Strapp se trata de un proceso inconsciente —explicó irritado Fisher—
. Él no sabe cómo lo hace. Si lo supiese acertaría en un cien por cien en vez de en
un ochenta y siete. Es un proceso inconsciente, y, por lo que sabemos, puede
relacionarse con la misma anormalidad que le empuja a matar a todos los Kruger.
Si le libramos de una cosa, podemos destruir la otra. No podemos correr ese
riesgo.
—¿Qué podemos hacer entonces?
—Proteger nuestra propiedad —respondió Fisher, mirando a su alrededor
sobriamente.— No olvidéis esto ni un instante. Hemos trabajado mucho en Strapp
para permitir que se destruya. ¡Hemos de proteger nuestra propiedad!
—Yo creo que lo que él necesita es amistad—dijo la secretaria de pelo castaño.
—¿Por qué?
—Podríamos descubrir lo que le molesta sin destruir nada. La gente habla con los
amigos. Strapp hablaría.
—Nosotros somos sus amigos.
—No, no lo somos. Somos sus socios.
—¿Ha hablado él contigo?
—No.
—¿Contigo?—preguntó Fisher a la pelirroja.
Esta negó con la cabeza.
—Está buscando algo que no encuentra nunca.
—¿El qué?
—Una mujer, creo. Un tipo especial de mujer.
—¿Una mujer llamada Kruger?
—No sé.
—Maldita sea, esto no tiene sentido. —Fisher lo pensó un momento—. Está bien.
Le contrataremos un amigo y aligeraremos el programa de trabajo para que el
amigo tenga oportunidad de hacer hablar a Strapp. De ahora en adelante
reduciremos el programa a una Decisión semanal.
—¡Dios mío! —exclamó la secretaria de pelo castaño—. Eso significa cinco
millones menos al año.
—Hay que hacerlo—dijo Fisher—. Se trata de aceptar esta reducción ahora o
perderlo todo más tarde. Somos lo bastante ricos para aguantarlo.
—¿Y cómo vas a resolver lo del amigo? —preguntó el empleado majestuoso.
—Ya dije que contrataría a uno. Contrataremos al mejor. Comunica con Terra a
través del TT. Diles que localicen a Frank Alceste y ponlo en comunicación
urgente conmigo.
—¡Frankie! —gritó la pelirroja—. ¡Me desmayo!
—¡Oh! ¡Frankie! —la de pelo castaño se abanicó.
—¿Te refieres a Frank Alceste el Fatal? ¿Al campeón de levantamiento de peso?
—preguntó sobrecogido el forzudo—. Le vi luchar con Lonzo Jordan. ¡Oh, Dios
mío!
—Ahora es actor —explicó el empleado majestuoso—. Trabajé con él una vez.
Canta. Y baila. Y...
—Y es doblemente fatal—interrumpió Fisher—. Le contrataremos. Firmaremos un
contrato. Él será amigo de Strapp. Tan pronto como Strapp le conozca, él...
—¿Conozca a quién?—Strapp apareció en el quicio de la puerta de su dormitorio,
bostezando, parpadeando ante la luz. Dormía siempre profundamente después de
sus ataques—. ¿A quién voy a conocer?
Miró a su alrededor, delgado, grácil, pero acosado e indudablemente poseído.
—Un hombre llamado Frank Alceste—dijo Fisher—. Nos ha pedido una
presentación y no podemos rechazarle por más tiempo.
—¿Frank Alceste?—murmuró Strapp—. Nunca oí hablar de él.
Strapp podía hacer Decisiones; Alceste amigos. Era un hombre vigoroso de treinta
y tantos años, pelo rubio pajizo, cara pecosa, nariz quebrada y ojos grises muy
hundidos. Tenía la voz firme y suave. Se movía con esa agilidad casi femenina de
los atletas. Te hechizaba sin que te dieses cuenta, y sin que pudieses evitarlo.
Hechizó a Strapp, pero Strapp también le hechizó a él. Se hicieron amigos.
—No, se trata realmente de amistad—dijo Alceste a Fisher al devolverle el cheque
que pretendía darle como pago—. Yo no necesito ese dinero, y el viejo Johnny me
necesita. Olvidemos que me contratasteis. Rompe el contrato. Intentaré ayudar a
Johnny por mi cuenta.
Alceste se volvió para salir de la suite del Rigel Splendide y pasó ante las
secretarias que le contemplaban con ojos muy abiertos.
—Si no estuviese tan ocupado, señoritas —murmuró—, cuánto me gustaría
perseguirlas un poco.
—Persígueme a mí, Frankie—dijo la de pelo castaño.
La pelirroja parecía inmovilizada.
Y mientras Strapp y Compañía zigzagueaba lentamente de ciudad en ciudad y de
planeta en planeta, con su nuevo plan de una Decisión por semana, Alceste y
Strapp se solazaban tranquilos mientras el empleado majestuoso concedía
entrevistas y posaba para los fotógrafos. Hubo interrupciones cuando Frankie tuvo
que volver a Terra para hacer una película, pero entre tanto jugaron al golf, al
tenis, apostaron a los caballos, a los galgos, y asistieron a veladas de lucha y de
boxeo y a competiciones deportivas. Visitaron los centros nocturnos y Alceste
volvió con un curioso informe.
—Bueno, no sé hasta qué punto habéis estado observando de cerca a Johnny—
dijo a Fisher—, pero has de saber que apenas si duerme de noche.
—¿Cómo dices? —exclamó Fisher sorprendido.
—El amigo Johnny, se larga todas las noches cuando os creéis que está dando
reposo a su mente.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su reputación—dijo Alceste con tristeza—. Le conocen en todas partes. En
todos los antros de aquí a Orión conocen al amigo Johnny. Y le conocen del peor
modo.
—¿Por su nombre?
—Por un mote. Le llaman Tierradevastada.
—¡Tierradevastada!
—Vaya, vaya. Señor Devastación. Arrasa a las mujeres como un fuego de la
pradera. ¿Sabías esto?
Fisher negó con un gesto.
—Debe pagarlo de su bolsillo personal—musitó Alceste y se fue.
Había algo aterrador en aquella relación de Strapp con las mujeres. Solía entrar
en un club con Alceste ocupar una mesa, sentarse y beber. Luego se levantaba y
examinaba fríamente el local, mesa por mesa, mujer por mujer. A veces algunos
hombres se enfurecían y pretendían pegarle. Strapp se libraba de ellos con
malevolencia y frialdad, de un modo que provocaba la admiración profesional de
Alceste. Frankie nunca peleaba personalmente. Ningún profesional toca nunca a
un aficionado. Pero procuraba hacer las paces, y si no lo lograba, acudía a los
puños como última solución.
Tras examinar a todas las mujeres, Strapp se sentaba y esperaba el espectáculo,
tranquilo, charlando y riendo. Cuando aparecían las chicas, se apoderaba de
nuevo de él aquel lúgubre arrebato y se ponía a examinar a la concurrencia
cuidadosa y desapasionadamente. Muy pocas veces localizaba a una chica que le
interesase; siempre el tipo idéntico: una chica de cola de caballo, ojos negrísimos
y piel clara y sedosa. Entonces empezaba el problema.
Si era una artista, Strapp acudía al camerino después del espectáculo. Si hacía
falta sobornaba, gritaba y peleaba para conseguir abrirse paso hasta ella. Allí, se
plantaba frente a la asombrada muchacha, la examinaba en silencio y luego le
pedía que hablase. Escuchaba su voz, luego se acercaba como un tigre y daba un
paso violento e inesperado. A veces había gritos, otra una defensa encarnizada, y
otras complacencia. Strapp quedaba enseguida satisfecho. Abandonaba a la chica
bruscamente, pagaba todos los daños y perjuicios como un caballero, y salía a
repetir la misma función en un club tras otro.
Si la muchacha era una simple cliente, Strapp se acercaba inmediatamente,
despachaba a su acompañante, o si esto era imposible seguía a la chica hasta
casa y repetía allí el ataque del camerino. De nuevo abandonaba a la chica,
pagaba como un caballero y proseguía con su obsesionante búsqueda.
—Estuve con él, pero me asustó—dijo Alceste a Fisher—. Nunca vi a un hombre
tan precipitado. Podría disponer de cualquier mujer agradable si fuese con un
poco más de calma. Pero no puede. Parece poseído.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es como si trabajase contrarreloj.
Después de que Strapp y Alceste se hiciesen íntimos, Strapp le permitió
acompañarle en una investigación, durante el día, que era aun más extraña. Como
Strapp y Compañía continuaba su gira por planetas e industrias, Strapp visitaba la
Oficina de Estadísticas Vitales de cada ciudad. Allí sobornaba al encargado jefe y
presentaba una tira de papel. El papel decía:
Altura 1,65
Peso 60
Pelo negro
Ojos negros
Busto 86
Cintura 66
Caderas 91
Talla 12
—Quiero los nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiún años
que se ajusten a esa descripción —decía Strapp—. Pagaré diez créditos por cada
nombre.
Veinticuatro horas después llegaba la lista, y Strapp se lanzaba a una búsqueda
obsesiva, examinando, hablando, escuchando, dando algunas veces el paso
aterrador, pagando siempre como un caballero. La procesión de chicas morenas
de ojos de tinta hacía tambalearse a Alceste.
—Está poseído por una idea fija—dijo Alceste a Fisher en el Splendide de
Cygnus—, y creo que sé de qué se trata. Está buscando una chica concreta
especial y ninguna se ajusta a las condiciones.
—¿Una chica llamada Kruger?
—No sé si el asunto Kruger tiene que ver con esto.
—¿Es difícil de complacer?
—Bueno, te diré. Algunas de esas chicas... yo las consideraría sensacionales.
Pero él no les presta la menor atención. Las mira y sigue. Otras... que son
prácticamente unos fetos, le emocionan y se convierte en el viejo señor
Devastación.
—Pero ¿Por qué?
—Creo que es una especie de prueba. Que pretende que las chicas reaccionen de
forma dura y natural. La pasión es fingida. Se trata de un truco fríamente utilizado
para poder comprobar cómo reaccionan las chicas.
—Pero ¿Qué es lo que anda buscando él?
—Aún no lo sé —contestó Alceste— pero lo descubriré. Tengo pensando un
pequeño truco. Esperaremos a que llegue una oportunidad, Johnny se lo merece.
Sucedió en el circo, cuando Strapp y Alceste fueron a ver a un par de gorilas
despedazarse dentro de una jaula de cristal. Fue un espectáculo sangriento, y
ambos amigos concluyeron que la lucha de gorilas no era más civilizada que la
lucha de gallos, y dejaron aquel lugar decepcionados. Fuera, en el vacío pasillo de
hormigón, esperaba un hombre tembloroso. Cuando Alceste le hizo una señal, se
acercó corriendo a ellos como un cazador de autógrafos.
—¡Frankie! —gritó el hombre tembloroso—. ¡Mi viejo amigo Frankie! ¿No te
acuerdas de mí?
Alceste le miró con detenimiento.
—Soy Blooper Davis. ¿No te acuerdas del viejo barrio? ¿No te acuerdas de
Blooper Davis?
—¡Blooper! —la cara de Alceste se iluminó—. Claro. Pero entonces eras Blooper
Davidoff.
—Claro.—El hombre tembloroso se echó a reír—. Y tú eras Frankie Kruger.
—¡Kruger!—gritó Strapp, con voz aguda y chillona.
—Así es—dijo Frankie—. Kruger. Me cambié el nombre cuando empecé mi
carrera de luchador.
Avanzó con paso vivo hacia el hombre tembloroso, que retrocedió apoyado en la
pared del pasillo y desapareció.
—¡Tú, hijo de puta!—gritó Strapp; se había puesto pálido y la cara le temblaba
amenazadoramente—. ¡Miserable asesino! Llevo mucho tiempo esperando esto.
Llevo diez años esperando.
Sacó un aplanado revólver de su bolsillo interior y disparó. Alceste se hizo a un
lado justo a tiempo y la bala repiqueteó por el pasillo con un silbido. Strapp disparó
de nuevo y la llama chamuscó la mejilla de Alceste, que cogió a Strapp por la
muñeca y lo paralizó inmediatamente. Le quitó el revólver. Strapp jadeaba de ira.
Arriba se oían los gritos de la multitud.
—Está bien, soy Kruger—masculló Alceste—. Me llamo Kruger, señor Strapp.
¿Cuál es el problema? ¿Qué le importa a usted eso?
—¡Hijo de puta! —gritó Strapp, debatiéndose como uno de los gorilas que habían
visto luchar—. ¡Asesino! ¡Te sacaré las tripas!
—¿Por qué a mí? ¿Por qué a Kruger?—utilizando todas sus fuerzas, Alceste
arrastró a Strapp a un rincón y le inmovilizó allí.—¿Qué tuve que ver contigo hace
diez años?
Oyó la historia en histéricos arrebatos antes de que Strapp se desmayara.
Después de dejar a Strapp en la cama, Alceste pasó al lujoso salón de la suite del
Espléndido de Indi y explicó el problema al equipo.
—El viejo Johnny estaba enamorado de una chica llamada Sima Morgan —
empezó—. Ella estaba enamorada de él. Una cosa muy romántica. Iban a
casarse. Y entonces un tipo llamado Kruger mató a Sima Morgan.
—¡Kruger! Así que ésa es la relación. ¿Cómo fue?
—Ese Kruger era un gandul borracho. Tenía problemas conduciendo. Le quitaron
el permiso, pero eso a un tipo como Kruger le daba igual. Sobornando, consiguió
un reactor Hot-rod sin permiso de conducir. Un día se llevó por delante una
escuela. Deshizo el techo y mató a treinta niños y a la profesora... esto fue en
Terra, en Berlín.
"Nunca cogieron a Kruger. Fue escapando de planeta en planeta y aún no le han
localizado. La familia le envía dinero. La policía no es capaz de dar con él. Strapp
le busca porque la profesora era su chica, Sima Morgan.
Hubo una pausa, y luego Fisher preguntó:
—¿Cuánto hace de eso?
—Por lo que supongo, diez años y ocho meses.
Fisher calculó minuciosamente.
—Y hace diez años y tres meses Strapp demostró por primera vez que era capaz
de tomar Decisiones. Decisiones Capitales. Hasta entonces era un don nadie.
Luego vino la tragedia, y con ella la histeria y la capacidad de tomar Decisiones.
Indudablemente una cosa produjo la otra.
—Puede que sí.
—Así que él mata a Kruger una y otra vez—dijo Fisher fríamente—. Corresponde.
Fijación de venganza. Pero, ¿Y lo de las chicas y lo del asunto señor
Devastación?
Alceste sonrió con tristeza.
—¿Has oído alguna vez decir "a una chica en un millón"?
—¿Y quién no?
—Si tu chica era una en un millón, eso significa que habrá nueve más como ella
en una ciudad de diez millones ¿verdad?
Todo el equipo de Strapp asintió expectante
—El viejo Johnny trabaja con esa base. Cree que puede encontrar un duplicado
de Sima Morgan
—¿Cómo?
—Se lo plantea aritméticamente. Piensa lo siguiente: hay una posibilidad en
sesenta y cuatro mil millones de que las huellas dactilares coincidan. Pero
actualmente hay 1,7 billones de personas. Eso significa que puede haber
veintiséis con las mismas huellas dactilares, e incluso más.
—No necesariamente.
—Por supuesto, no necesariamente, pero existe la posibilidad y eso es lo único
que necesita el viejo Johnny. Calcula que si hay veintiséis posibilidades de que las
huellas dactilares coincidan, hay una posibilidad también de que coincidan las
personas. Cree que puede encontrar el duplicado de Sima Morgan si persiste en
su búsqueda.
—¡Eso es inconcebible!
—No digo que no lo sea, pero es lo único que le mantiene en pie. Es una especie
de preservador vital basado en números. Mantiene su cabeza a flote... esa idea de
que tarde o temprano podrá volver donde la muerte le dejó hace 10 años.
—¡Ridículo!—exclamó Fisher.
—No para Johnny. Él sigue enamorado.
—Imposible.
—Quisiera que pudieses sentirlo como lo siento yo—contestó Alceste—. Busca sin
cesar. Una chica tras otra. Conserva las esperanzas. Habla. Da el paso. Si se trata
del duplicado de Sima, sabe que reaccionará exactamente como recuerda que
reaccionó Sima diez años atrás. "¿Eres tú, Sima?" Se pregunta a sí mismo. "No",
contesta, y continúa.
Es una lástima ver en qué situación se encuentra. Hemos de hacer algo.
—No—dijo Fisher.
—Tenemos que ayudarle a encontrar su duplicado. Tenemos que convencerle
para que crea que alguna chica es el duplicado. Tenemos que hacerle enamorarse
otra vez.
—No —repitió Fisher enfáticamente.
—¿Por qué no?
—Porque en cuanto Strapp encuentre a su chica, se curará. Dejará de ser el gran
John Strapp, el Decisor. Se convertirá en un don nadie... un hombre enamorado.
—¿Y a él qué le importa ser grande o no serlo? Él quiere ser feliz.
—Todos quieren ser felices —replicó Fisher—. Nadie lo es. Strapp no está peor
que los demás hombres, y además es mucho más rico. Nosotros mantenemos el
status quo.
—¿No querrás decir que tú eres mucho más rico?
Nosotros mantenemos el status quo —repitió Fisher; miró con frialdad a Alceste—.
Creo que lo mejor será que rescindamos el contrato. No necesitamos ya de tus
servicios.
—Señor, el contrato quedó rescindido cuando le devolví el cheque. Ahora habla
usted con el amigo de Johnny.
—Lo siento, señor Alceste, pero a partir de ahora el señor Strapp tendrá muy poco
tiempo para sus amigos. Cuando quede libre al año que viene se lo haremos
saber.
—No podéis secuestrarle. Veré a Johnny cuándo y dónde me plazca.
—¿Quiere usted tenerle por amigo?—dijo Fisher con una sonrisa desagradable—.
Entonces le verá cuándo y dónde quiera yo. O le ve en esas condiciones o Strapp
verá el contrato que firmamos. Aún lo tengo en los archivos, señor Alceste. No lo
rompí. Yo nunca rompo nada. ¿Cómo cree que Strapp va a confiar en su amistad
después de ver el contrato que firmó?
Alceste cerró los puños. Fisher se mantuvo firme. Por un instante se miraron con
odio, luego Frankie se apartó.
—Pobre Johnny—murmuró—. Es como un hombre atrapado por la solitaria. Le
diré adiós. Comunicadme cuándo puedo verlo.
Entró en el dormitorio, donde Strapp acababa de despertar de su ataque sin el
menor recuerdo, como siempre. Alceste se sentó en la cama.
—Hola, Johnny—dijo, sonriendo.
—Hola, Frankie—dijo Strapp, también sonriendo.
Se dieron un puñetazo en el hombro con solemnidad que es la única manera de
abrazarse y besarse entre los amigos.
—¿Qué pasó después de la lucha de los gorilas? —preguntó Strapp—. No
recuerdo.
—Amigo, estabas muy borracho. Nunca vi un tipo tan cargado. —Alceste volvió a
dar un suave puñetazo a Strapp—. Escucha, Johnny, tengo que volver a trabajar.
Tengo un contrato de tres películas al año y están que botan conmigo.
—Bueno, te tomaste un mes hace seis planetas —dijo Strapp, contrariado—. Creí
que habías terminado.
—Ni hablar. Tengo que irme hoy, Johnny. Volveremos a vernos muy pronto.
—Oye—dijo Strapp—. Manda al diablo las películas. Sé socio mío. Le diré a
Fisher que redacte un contrato. Esta es la primera vez que me río desde hace...
mucho tiempo.
—Puede que más tarde, Johnny. En este momento me obliga un contrato. Pronto
volveré. Adiós.
—Adiós—dijo Strapp con tristeza.
Fuera de la habitación, Fisher esperaba como un perro guardián. Alceste le miró
con disgusto.
—Una cosa que se aprende en la lucha—dijo lentamente—, es que nadie gana
hasta el último asalto. Tú has ganado éste, pero no es el último.
Antes de marchar, Alceste dijo, mitad para sí mismo, mitad en voz alta:
—Quiero que sea feliz. Quiero que todos los hombres sean felices. Y da la
sensación de que todos los hombres podrían ser felices sólo conque les
echásemos una mano.
Por eso Frankie Alceste no podía evitar hacer amigos.
El equipo de Strapp volvió a la misma vieja vigilancia celosa de los años de los
asesinatos, y elevó el número de Decisiones de Strapp a dos a la semana. Ahora
sabían por qué había que vigilar a Strapp. Sabían por qué había que proteger a
los Kruger. Pero ésta era la única diferencia. Su hombre estaba triste, histérico,
casi psicótico; daba igual. Era un precio justo a pagar por el uno por ciento del
mundo.
Pero Frankie Alceste persistía en su propósito y visitó los laboratorios de Bruxton
Biótica en Deneb. Allí consultó con un tal E.T.A. Golan, el genio en investigación
que había descubierto aquella nueva técnica para moldear vida que fue lo que
llevó a Strapp por primera vez a Bruxton, y que fue indirectamente responsable de
su amistad con Alceste. Ernesto Teodoro Amadeo Golan era bajo, gordo, asmático
y entusiasta.
—¡Claro!—exclamó, cuando el lego explicó todo su asunto al científico—. ¡Cómo
no! Una idea muy ingeniosa. No sé por qué no se me habría ocurrido. No presenta
apenas dificultades.—Meditó un instante—. Salvo el dinero—añadió.
—¿Podría, pues, duplicar a la chica que murió hace diez años?—preguntó
Alceste.
—Sin ninguna dificultad, salvo el dinero. —Dijo Golan enfáticamente.
—¿Parecería la misma? ¿Actuaría igual? ¿Sería la misma?
—En un noventa y cinco por ciento, más o menos un novecientos setenta y cinco
por mil.
—¿Y eso significaría mucha diferencia con respecto al cien por cien?
—¡Ah, no! Sólo individuos muy notables son capaces de captar más del ochenta
por ciento de las características totales de otra persona. No se ha oído de ningún
caso en que se supere el noventa por ciento.
—¿Y cómo podrían hacerlo?
—Bueno, empíricamente tenemos dos fuentes. Una, la estructura psicológica
completa del sujeto que se encuentra en los archivos principales de Centauro.
Ellos pueden enviarnos desde allí una copia si hacemos una solicitud y pagamos
cien créditos a través de los canales oficiales. Haré la solicitud.
—Y yo la pagaré. ¿Y la otra fuente?
—El proceso de embalsamamiento de la época moderna... Ella está enterrada,
¿No?
—Sí, lo está.
—Este sistema tiene una perfección de un noventa y ocho por ciento. Por medio
de los restos y de la estructura psicológica reconstruimos el cuerpo y la mente por
la ecuación Sigma igual a la raíz cuadrada de menos dos más... No hay más
problema que el dinero.
—Bueno, del dinero me encargo yo—dijo Frankie Alceste—. Encárguese usted del
resto.
Para ayudar a su amigo, Alceste pagó cien créditos y envió la solicitud a los
archivos centrales de Centauro pidiendo la estructura psicológica completa de
Sima Morgan, difunta. Cuando esto llegó, Alceste regresó a Terra y se dirigió a
una ciudad llamada Berlín, donde pagó a un individuo llamado Augenblick, para
que actuara como ladrón de cadáveres. Augenblick visitó el Staatsottesacker y
sacó el ataúd de porcelana de debajo de la lápida de mármol que decía SIMA
MORGAN. Contenía lo que parecía ser una chica de piel sedosa y negro pelo
sumida en un profundo sueño. Por vías dudosas, Alceste consiguió pasar el ataúd
de porcelana por cuatro barreras aduaneras hasta Deneb.
Un aspecto del viaje del que Alceste no había caído en la cuenta, pero que
desconcertó a varias organizaciones policiales, fue el de la serie de catástrofes
que le persiguieron sin alcanzarle nunca. Hubo una explosión de un reactor que
destruyó la nave y una hectárea de espaciopuerto media hora después de que se
bajaran los pasajeros y se efectuara la descarga. Hubo un verdadero holocausto
en un hotel diez minutos después de irse Alceste. Se produjo el terrible desastre
que acabó con el tren neumático para el que Alceste había cancelado su billete
inesperadamente. A pesar de todo, pudo entregar el ataúd al bioquímico Golan.
—¡Vaya! —dijo Ernesto Teodoro Amadeo—. Una hermosa criatura. Merece la
pena recrearla. Lo que falta ahora es muy sencillo, salvo el dinero.
Para salvar a su amigo, Alceste dispuso las cosas para que Golan pudiese
abandonar sus ocupaciones habituales, le compró un laboratorio y le financió una
serie de experimentos increíblemente caros. Para ayudar a su amigo Alceste
derrochó dinero y paciencia hasta que al fin, ocho meses después, salió de la
opaca cámara de maduración una criatura de pelo negro, ojos como el ébano y
sedosa piel, largas piernas y busto erguido. Respondía al nombre de Sima
Morgan.
—Oí caer el reactor sobre la escuela —dijo Sima, sin darse cuenta de que habían
transcurrido once años—. Luego oí un gran estruendo ¿Qué pasó?
Alceste estaba impresionado. Hasta aquel momento ella había sido un objetivo...
una meta... algo irreal, no vivo. Ahora era una mujer viva. Había un curioso
temblor en su voz, casi un susurro. Su cabeza tenia un aire encantador al moverse
mientras hablaba. Se levantó de la mesa; no era suave y grácil como Alceste
esperaba. Se movía con una torpeza infantil.
—Yo soy Frank Alceste —dijo él, tranquilamente; la cogió por los hombros—.
Quiero que me mires y te convenzas de que puedes confiar en mi.
Sus ojos se unieron en una firme mirada. Sima le examinó con gravedad. De
nuevo Alceste quedó impresionado y conmovido. Sus ojos empezaron a temblar y
soltó los hombros de la muchacha aterrado.
—Si—dijo Sima—. Puedo confiar en ti.
—Diga lo que diga, debes confiar en mi. No importa lo que te diga que hagas, tú
confía en mi y hazlo.
—¿Por qué?
—Por la salvación de Johnny Strapp.
Ella le miró sobresaltada.
—Le ha pasado algo—dijo presurosa—. ¿Qué ha sido?
—A él no, Sima. A ti. Sé paciente, querida. Te lo explicaré. Tenia pensado
explicarlo ahora, pero no soy capaz. Será mejor... que espere hasta mañana.
La acostaron, y Alceste comenzó a debatirse en una terrible lucha consigo mismo.
Las noches de Deneb son suaves y negras como terciopelo, con un aroma
romántico dulce y tenue... o al menos así le parecía la noche a Frankie Alceste.
"No puedes enamorarte de ella", murmuró. "Es una locura".
Y más tarde, se dijo: "Viste a centenares de chicas como ella, cuando Johnny la
buscaba. ¿Por qué no te enamoraste de una de ellas?"
Y por último: "¿Qué vas a hacer?"
Hizo lo único que un hombre honrado puede hacer en una ocasión tal, e intentó
convertir su deseo en amistad. Acudió a la habitación de Sima a la mañana
siguiente, con unos pantalones viejos, sin afeitar y sin peinar. Se sentó a los pies
de su cama mientras ella comía la primera de las comidas cuidadosamente
prescritas por Golan, encendió un cigarrillo y le explicó el asunto. Cuando la vio
llorar, no la cogió entre sus brazos para consolarla, sino que le dio una palmada
en la espalda como a un hermano.
Encargó vestuario para ella. Se equivocó en las medidas y cuando ella salió con
aquella ropa, le pareció tan adorable que quiso besarla. En vez de hacerlo, le dio
un puñetacito en el hombro, muy suave y muy solemne, y la llevó a comprar otro
vestido. Cuando apareció ante él con ropa a medida, le pareció tan encantadora
que tuvo que darle otro puñetazo en el hombro. Luego fueron a comprar un pasaje
inmediato para Ross-Alfa III.
Alceste había pensado quedarse unos cuantos días para que la chica descansase,
pero por miedo a sí mismo había renunciado a hacerlo. Sólo así pudieron salvarse
ambos de la explosión que destruyó el domicilio privado y el laboratorio privado del
bioquímico Golan, y también al bioquímico. Alceste no llegó a enterarse de esto.
Estaba ya a bordo de la nave con Sima, luchando frenéticamente con sus
tentaciones.
Una de las cosas que todo el mundo sabe del viaje espacial, pero nunca
menciona, es su cualidad afrodisíaca. Como en los tiempos antiguos, cuando los
viajeros cruzaban océanos en barcos, los pasajeros se encuentran aislados en su
pequeño mundo durante una semana. Quedan aislados de la realidad. Invade la
nave una mágica sensación de libertad de toda atadura y de toda responsabilidad.
Todos echan una cana al aire. Hay miles de romances de reactor por semana...
relaciones fugaces y apasionadas que se disfrutan en completa seguridad y
concluyen el día del aterrizaje.
En esta atmósfera, Frankie Alceste mantenía un rígido control de sí mismo. Poco
le ayudaba el hecho de ser una celebridad con un tremendo magnetismo físico.
Mientras una docena de bellas mujeres se arrojaban a sus brazos, él perseveraba
en su papel de hermano mayor y palmeaba a Sima como un hermano, hasta que
ésta protestó.
—Sé que eres un magnifico amigo de Johnny y un buen amigo mío —dijo la última
noche—. Pero eres agotador, Frankie. Estoy llena de cardenales.
—Si, ya lo sé. Es una costumbre. Algunos, como Johnny, piensan con el cerebro.
Yo, creo que pienso con los puños.
Estaban de pie bajo la bóveda acristalada por la que se veían las estrellas, y les
bañaba la suave luz de Ross-Alfa que se aproximaba ya, y resulta difícil imaginar
algo más romántico que el terciopelo del espacio iluminado por el tono blanco
violeta de un sol distante. Sima ladeó la cabeza y le miró.
—Hablé con algunos de los pasajeros dijo—. Eres famoso, ¿verdad?
—Más bien conocido...
—Hay tanto que apreciar en ti. Ante todo, quiero pensar en ti.
—¿En mi?
—Ha sido una cosa tan súbita—dijo Sima, asintiendo—. Estaba desconcertada y
tan emocionada que no tuve tiempo siquiera de darte las gracias, Frankie. Te las
doy ahora. Estoy comprometida contigo para siempre.
Le echó los brazos al cuello y le besó. Alceste empezó a temblar.
"No", pensó. "No. Ella no sabe lo que hace. Está tan atolondrada y feliz con la idea
de ver otra vez a Johnny que no se da cuenta..."
Buscó tras de sí hasta que sintió la helada superficie del cristal; antes de
apartarse, apretó deliberadamente las palmas de sus manos contra la superficie, a
temperatura bajo cero. El dolor le hizo dar un salto. Sima le soltó sorprendida y
cuando él apartó sus manos, dejó atrás treinta centímetros cuadrados de piel y
sangre.
Por fin desembarcó en Ross-Alfa III con una chica en perfectas condiciones y dos
manos en condiciones pésimas y fue recibido por el agrio Aldous Fisher,
acompañado de un funcionario que pidió al señor Alceste que le acompañase a
una oficina para tener una importante conversación privada.
—Se ha puesto en nuestro conocimiento, gracias al señor Fisher—dijo el
funcionario—, que intenta usted introducir a una joven de status ilegal.
—¿Cómo puede saberlo el señor Fisher? —preguntó Alceste.
—¡Imbécil!—escupió Fisher—. ¿Crees que te dejaría hacerlo? Estuvieron
siguiéndote. Minuto a minuto.
—El señor Fisher nos informa—continuó el funcionario con rigidez—, que la mujer
que viene con usted viaja con nombre supuesto. Sus papeles son falsos.
—¿Cómo que son falsos?—dijo Alceste—. Ella es Sima Morgan. Sus documentos
dicen que ella es Sima Morgan.
—Sima Morgan murió hace once años—contestó Fisher—. La mujer que viene
contigo no puede ser Sima Morgan.
—Y a menos que se aclare su verdadera identidad—dijo el funcionario—, se le
prohibirá la entrada.
—Tendré aquí, dentro de una semana, los documentos que demuestran la muerte
de Sima Morgan —añadió Fisher triunfalmente.
Alceste miró a Fisher y movió la cabeza.
—Aunque no lo sepas, estás facilitándome las cosas—dijo—. Si hay algo que me
gustaría hacer es sacarla de aquí y no permitir a Johnny verla. Tengo tantas ganas
de guardármela para mí que...
Se contuvo y acarició las vendas de sus manos.
—Retira tu acusación, Fisher—añadió.
—No—replicó Fisher.
—No puedes mantenernos separados. Al menos de este modo. Suponte que la
detienen. ¿A quién te parece que citaría judicialmente para demostrar su
identidad? A John Strapp. ¿A quien llamaría yo primero para que viniese a verla?
A John Strapp. ¿Crees que podrías detenerme?
—Ese contrato—empezó Fisher—. Lo que haré...
—Al infierno con el contrato. Enséñaselo. Él quiere a su chica, no a mí. Retira tu
acusación, Fisher. Y abandona la lucha. Has perdido tu vale de comidas.
Fisher le lanzó una furiosa mirada, tragó saliva, y luego masculló:
—Retiro la acusación —luego, miró el césped con los ojos inyectados en sangre—
. Este no es aún el último asalto —dijo, y salió de la oficina.
Fisher estaba preparado. A una distancia de años luz podría encontrarse
demasiado tarde con demasiado poco. Allí, en Ross-Alfa III, estaba protegiendo su
propiedad. Disponía de todo el poder y del dinero de John Strapp. El flotador que
Frankie Alceste y Sima tomaron en el espaciopuerto estaba pilotado por un
ayudante de Fisher que abrió la puerta de la cabina y realizó bruscos virajes
intentando arrojar al aire a sus viajeros. Alceste rompió el cristal de separación y
rodeó con un musculoso brazo la garganta del conductor hasta que éste enderezó
el flotador y les llevó pacíficamente a tierra. Alceste advirtió complacido que Sima
no se había puesto más nerviosa de lo necesario.
En la carretera, les recogió uno de los centenares de coches que pasaban bajo el
flotador. Al primer disparo, Alceste metió a Sima en el quicio de una puerta, que
abrió a costa de una herida en el hombro, la cual vendó precipitadamente con
trozos de la enagua de Sima. Los ojos oscuros de ésta se abrían
desmesuradamente, pero no se quejaba. Alceste la felicitó con poderosas
palmadas y la subió a la terraza y descendió con ella por el edificio contiguo,
donde entró en un apartamento y telefoneó pidiendo una ambulancia.
Cuando llegó la ambulancia, Alceste y Sima bajaron a la calle, donde se
encontraron con policías uniformados que tenían órdenes oficiales de buscar a
una pareja que respondía a su descripción. "Buscados por robo de flotador con
asalto. Peligrosos, tiren a matar". Alceste se deshizo del policía y también del
conductor de la ambulancia y del enfermero. El y Sima partieron en la ambulancia,
Alceste conduciendo como un loco, Sima manejando la sirena como una
alucinada.
Abandonaron la ambulancia en el distrito comercial del centro de la ciudad,
entraron en unos grandes almacenes y salieron cuarenta minutos después,
convertidos en un criado de uniforme que empujaba a un anciano en una silla de
ruedas. Pese a los problemas planteados por el busto, Sima podía pasar por un
criado. Frankie estaba lo bastante débil por las diversas heridas para fingirse un
viejo.
Se inscribieron en el Espléndido de Ross, donde Alceste encerró a Sima en una
suite, hizo que le curaran el hombro y se compró un arma. Luego fue a ver a John
Strapp. Le encontró en la Oficina de Estadísticas Vitales, sobornando al
encargado general y presentándole una tira de papel que daba la misma
descripción de aquel amor perdido tanto tiempo atrás.
—Qué hay, Johnny—dijo Alceste.
—¡Qué hay, Frankie! —gritó Strapp muy contento.
Se dieron un afectuoso puñetazo mutuo. Con sonrisa feliz, Alceste vio a Strapp
explicar detalles al encargado general y ofrecerle más dinero a cambio de los
nombres y direcciones de todas las chicas de más de veintiuno que se ajustasen a
la descripción del papel. Cuando salían, Alceste dijo:
—Conocí a una chica que podría ajustarse a eso, Johnny.
Aquella mirada fría brilló en los ojos de Strapp.
—¿Sí? —dijo.
—Tiene un ligero ceceo.
Strapp miró con expresión extraña a Alceste.
—Y una forma divertida de ladear la cabeza cuando habla.
Strapp agarró el brazo de Alceste.
—El único problema es que resulta más infantil que la mayoría, más como un
camarada. ¿Sabes lo que quiero decir? Atrevida y valiente.
—Muéstramela, Frankie—dijo Strapp en voz baja.
Subieron a un flotador y descendieron en la terraza del Espléndido. El ascensor
les condujo hasta la planta veinte y se dirigieron a la suite 2~M. Alceste llamó a la
puerta con la clave acordada. Respondió una voz de mujer: "Adelante". Alceste
estrechó la mano de Strapp y dijo: "Enhorabuena, Johnny". Abrió la puerta y luego
descendió hasta el vestíbulo y se apoyó en la balaustrada. Sacó su revólver por si
aparecía Fisher con malas intenciones. Contemplando la resplandeciente ciudad,
pensó que todos los hombres podrían ser felices si todos echasen una mano. Pero
a veces esa mano resultaba cara.
John Strapp entró en la suite. Cerró la puerta, se volvió y examinó fría,
detenidamente, a aquella muchacha. Ella le miraba desconcertada. Strapp se
acercó más, caminó alrededor de ella, volvió otra vez a situarse frente a frente.
—Di algo —pidió él.
—Tú no eres John Strapp—balbució ella.
—Sí.
—¡No! —exclamó ella—. ¡No! Mi Johnny es joven. Mi Johnny es...
Strapp se aproximó como un tigre. Sus manos y sus labios la recorrieron
ferozmente mientras sus ojos observaban con frialdad. La chica gritaba y se
debatía, aterrada por aquellos ojos extraños, tan ajenos. Por aquellas manos
ásperas, tan ajenas, por los impulsos ajenos de la persona que en tiempos había
sido su Johnny Strapp, pero de la que la separaban ahora dolorosos años de
cambios.
—¡Tú eres otro! —gritó—. Tú no eres John Strapp. Tú eres otro hombre.
Y Strapp, no tanto once años más viejo como once años distinto al hombre cuyo
recuerdo estaban intentando ocupar, se preguntó a sí mismo: "¿Eres tú mi Sima?
¿Eres tú mi amor... mi amor perdido y muerto?" Y el cambio dentro de él contestó:
"No, ésta no es tu Sima. Esta no es tu amor. Sigue, Johnny. Sigue y busca. La
encontrarás algún día, a la chica que perdiste".
Pagó como un caballero y se fue.
Desde el balcón, Alceste le vio salir. Tan asombrado estaba que no pudo llamarle.
Volvió a la suite y encontró a Sima allí de pie, sobrecogida, contemplando un
montón de dinero que había sobre la mesa. Comprendió inmediatamente lo que
había sucedido. Sima, cuando vio a Alceste, empezó a llorar... No como una chica,
sino como un muchacho, con los puños cerrados y la cara apretada.
—Frankie —gimió—. ¡Dios mío, Frankie! —extendió los brazos hacia él con
desesperación. Estaba perdida en un mundo que la había adelantado.
Él dio un paso, pero luego vaciló. Hizo una última tentativa de borrar el amor que
sentía en su interior por aquella criatura buscando un medio de unirla a Strapp.
Luego perdió el control y la cogió en sus brazos.
"Ella no sabe lo que hace", pensó. "Está asustada y se ve perdida. No es mía. Aún
no. Quizás nunca".
Y luego: "Fisher ha ganado y yo he perdido".
Y por último: "Sólo recordamos el pasado; nunca lo conocemos cuando lo
encontramos. La mente retrocede, pero el tiempo sigue y los adioses deberían ser
para siempre".
FIN


LOS HOMBRES QUE ASESINARON A MAHOMA
Hubo un hombre que mutiló la Historia. Derribó imperios y borró dinastías. Por su
culpa, Monte Vernon dejaría de ser un monumento nacional, y Columbus, Ohio,
debería llamarse Cabot, Ohio. Por él, el nombre de Marie Curie debería
maldecirse en Francia, y nadie podría jurar por las barbas del Profeta. En realidad,
estas cosas no sucedieron, porqué él era un profesor loco; o, dicho de otro modo,
sólo consiguió que fuesen irreales para él mismo.
El paciente lector está sin duda suficientemente familiarizado con el sabio loco
convencional, bajito y de frente muy grande, que crea en su laboratorio monstruos
que invariablemente se vuelven contra él y amenazan a su encantadora hija. Este
relato no trata de ese falso tipo de hombre. Trata de Henry Hassel, un auténtico
sabio loco similar a hombres tan famosos, y mucho más conocidos, como Ludwig
Boltzmann (ver Ley de tos Gases Perfectos), Jacques Charles y André Marie
Ampere (1775-1836).
Todo el mundo debería saber que el amperio eléctrico recibió tal nombre en honor
a Ampere. Ludwig Boltzmann fue un distinguido físico austriaco, tan famoso por
su investigación sobre la radiación del cuerpo negro como sobre los gases
perfectos. Figura en el volumen tercero de la Enciclopedia Británica, BALT a
BRAT. Jacques Alexandre Cesar Charles fue el primer matemático que se
interesó en el vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Estos eran hombres reales.
Eran también sabios locos reales. Ampere por ejemplo, iba camino de una
importante reunión de científicos en París. En el taxi se le ocurrió una brillante
idea (de naturaleza eléctrica supongo), sacó un lápiz y anotó la ecuación en la
pared del coche. Más o menos, era: dH=ipdl/r2 en donde p es la distancia
perpendicular de P a la línea del elemento dl; o dH= i sen 0 dl/r2. Esto se conoce
como Ley de Laplace, aunque éste no estuviese en la reunión.
Lo cierto es que el taxi llegó a la Academia. Ampere se bajó, pagó al conductor y
entró rápidamente en el lugar de reunión a explicar a todos su idea. Entonces
cayó en la cuenta de que no había tomado nota de ella, recordó dónde la había
apuntado, y hubo de lanzarse por las calles de París a la caza de aquel taxi para
recobrar su ecuación perdida. A veces me imagino que debió ser así como Fermat
perdió su famoso "Último Teorema", aunque Fermat tampoco estaba en la
reunión, pues había muerto doscientos años atrás.
O pensemos en Boltzmann. Dando un curso avanzado sobre gases perfectos,
salpicaba sus lecciones con cálculos que elaboraba mentalmente y con gran
rapidez. Tenía gran facilidad para esto. Sus alumnos, incapaces de desentrañar
aquel galimatías de oído, no podían seguir sus lecciones, y pidieron a Boltzmann
que escribiera las ecuaciones en la pizarra.
Boltzmann se disculpó y prometió ayudarles más en el futuro. Al día siguiente
empezó así: "Caballeros, combinando la Ley de Boyle con la Ley de Charles,
llegamos a la ecuación pv = pOVO~ I + ~t). Por tanto, evidentemente, si tlSb = f
(x~ dx 0 (~l~ entonces pv = RT y vS f (x, y, z) dV = O. Es algo tan simple como
dos y dos son cuatro". Y entonces Boltzmann se acordó de su promesa. Se volvió
a la pizarra y tranquilamente escribió 2+2 =4, y luego continuó haciendo de
memoria sus complicados cálculos.
Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles
(llamaba a veces Ley de Gay-Lussac), al que Boltzmann mencionaba en sus
conferencias, tenía una pasión lunática por convertirse en paleógrafo famoso (es
decir, descubridor de manuscritos antiguos). Creo que el verse obligado a
compartir su gloria con Gay-Lussac debió impulsarle a esto.
Pagó a un eminente falsificador, llamado Vrain-Lucas, 200.000 francos por cartas
hológrafas supuestamente escritas por Julio César, Alejandro Magno y Poncio
Pilatos. Charles, hombre capaz de analizar cualquier gas, perfecto o no, creyó
realmente que aquellos documentos falsificados eran auténticos, pese a que el
miserable Vrain-Lucas los había escrito en francés moderno, en papel moderno,
Charles intentó incluso donarlos al Louvre.
Ahora bien, estos hombres no eran idiotas. Eran genios que pagaron un elevado
precio por su genio, pues el resto de su pensamiento estaba fuera de este mundo.
Un genio es un individuo que viaja hacia la verdad por una senda inesperada. Por
desgracia, en la vida diaria, las sendas inesperadas conducen al desastre. Esto
fue lo que le pasó a Henry Hassel, profesor de compulsión aplicada en la
Universidad Desconocida, en el año de 1890.
Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida, ni lo que se enseña allí.
Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos, y unos dos mil
estudiantes... que permanecen en el anonimato hasta que ganan el premio Nobel
o se convierten en el Primer Hombre de Marte. Se puede localizar fácilmente a un
graduado de la Universidad Desconocida preguntando a la gente dónde estudió.
Si contestan de forma evasiva, diciendo, por ejemplo: "Estado" o "una universidad
muy corriente de la que nunca habrá oído hablar", puede estar seguro de que
fueron a la Universidad Desconocida. Espero que pueda hablar algún día más
ampliamente de esa universidad, que es un centro de aprendizaje sólo en el
sentido pickwickiano.
Lo cierto es que Henry Hassel se dirigía a su casa desde su oficina del Centro
Psicótico a primera hora de la tarde, cruzando la arcada de Cultura Física. Es
falso que hiciese esto para atisbar a las alumnas que practicaban eurritmia
arcana; lo que sucedía era que a Hassel le gustaba admirar los trofeos expuestos
en la arcada, ganados por los grandes equipos de la universidad en campeonatos
en los que suele ganar la Universidad Desconocida, deportes como estrabismo,
oclusión y botulismo. (Hassel había sido durante tres años seguidos campeón
individual de frambesia.) Por fin llegó a su casa y entró alegremente para
descubrir a su mujer en brazos de un hombre.
Allí estaba una mujer encantadora de treinta y cinco años, el pelo de un rojo
suave y los ojos almendrados, abrazada por un individuo que tenía los bolsillos
llenos de panfletos aparatos microquímicos y un martillo de reflejos (un personaje
típico de la Universidad Desconocida, en realidad). Era un abrazo tan
concienzudo que ninguna de las partes advirtió que Henry Hassel les miraba
furioso desde el vestíbulo.
Recordemos ahora a Ampere, a Charles y Boltzmann. Hassel pesaba setenta y
seis kilos. Era musculoso y no tenía inhibiciones. Para él podría haber sido un
juego de niños destrozar a su esposa y a su amante, y alcanzar así simple y
directamente el objetivo que deseaba: poner fin a la vida de su mujer. Pero Henry
Hassel era un genio; y su mente no operaba de aquel modo.
Contuvo el aliento, se volvió y se metió en su laboratorio privado a toda velocidad.
Abrió un armario con la etiqueta DUODENO y sacó un revólver calibre 45. Abrió
otros armarios, con etiquetas más interesantes, y diversos aparatos. En
exactamente siete minutos y medio (tal era su urgencia), montó una máquina del
tiempo (tal era su genio).
El profesor Hassel montó, pues, la máquina del tiempo, se metió en ella, puso el
marcador en 1902, cogió el revólver y apretó un botón. La máquina hizo un ruido
parecido a una cañería defectuosa y Hassel desapareció. Reapareció en Filadelfia
el 3 de junio de 1902, yendo directamente a la calle Walnut número 1218, una
casa de ladrillos rojos con escaleras de mármol, y tocó el timbre. Abrió la puerta
un hombre que podría haber pasado por el tercer Hermano Smith, que miró a
Henry Hassel.
—¿El señor Jessup?—preguntó Hassel con voz aguada.
—¿Sí?
—¿Es usted el señor Jessup?
—Yo soy.
—¿Tiene usted un hijo llamado Edgar? ¿Edgar Allan Jessup... llamado así por su
lamentable admiración hacia Poe?
El tercer Hermano Smith estaba muy sorprendido.
—Que yo sepa no—dijo—. Aún estoy soltero.
—Pues lo tendrá —dijo Hassel colérico—. Yo tengo la desdicha de estar casado
con la hija de su hijo, Greta. Discúlpeme—. Alzó el revólver y mató al supuesto
abuelo de su esposa.
—Ahora ella habrá dejado de existir—murmuró Hassel soplando el humo del
cañón del revólver—. Seré soltero. Podré incluso casarme con otra... ¡Dios mío!
¿Con quién?
Hassel esperó impaciente a que el dispositivo automático de la máquina del
tiempo le devolviese a su laboratorio. Se lanzó hacia el salón. Allí estaba su
pelirroja esposa, aún en los brazos de un hombre.
Hassel quedó sobrecogido.
—Así que esas tenemos —gruñó—. Toda una tradición familiar de infidelidad.
Bueno, da lo mismo. Hay medios y modos.
Soltó una risa sorda, regresó a su laboratorio, y se trasladó al año 1901, donde
mató a Emma Hotchkiss, la supuesta abuela materna de su esposa. Luego
regresó a su casa y a su tiempo. Allí estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos
de otro hombre.
—Pero yo sé que aquella vieja zorra era su abuela—murmuró Hassel—. Y
además se parecían mucho. ¿Qué demonios pasa?
Hassel se sentía confuso y desilusionado, pero aún le quedaban recursos. Fue a
su estudio tuvo dificultades para coger el teléfono, pero finalmente logró marcar el
número del Laboratorio de Tratamientos Equivocados, Nocivos e Ilegales. Sus
dedos resbalaban al marcar los números.
—¿Sam?—dijo—. Aquí Henry.
—¿Quién?
—Henry.
—Hable más alto.
—¡Henry Hassel!
—Ah, buenas tardes, Henry.
—Háblame del tiempo.
—¿Tiempo? Mmmmm... —la computadora Simplex-Multiplex se aclaró la
garganta mientras esperaba a que se activasen los circuitos de datos—. "Ejem.
Tiempo. (1) Absoluto. (2) Relativo. (3) Recurrente. (1) Absoluto: Período
contingente, duración, diurnidad, perpetuidad...
—Perdona, Sam. Formulación errónea. Vuelve atrás. Quiero tiempo, referencia a
sucesión de, viajar en.
Sam accionó los engranajes y volvió de nuevo. Hassel escuchó con gran
atención. Asintió. Gruñó.
—Vaya, vaya. Está bien. Ya lo entiendo. Así que es un continuum. Actos
realizados en el pasado deben alterar el futuro. Entonces no hay duda de que
estoy en el camino adecuado. Pero el acto ha de ser significativo, claro. Efecto de
acción masiva. Los hechos triviales no pueden desviar las corrientes de
fenómenos existentes. Vaya, vaya. Pero, ¿Hasta qué punto puede considerarse
trivial a una abuela?
—¿Qué intentas hacer, Henry?
—Matar a mi esposa —contestó Hassel. Colgó. Volvió a su laboratorio. Pensó,
aún furioso.
"Tengo que hacer algo significativo, murmuró, "Borrar a Greta. Borrarlo todo. ¡Muy
bien, Dios mío! Se lo demostraré. Ya les enseñaré".
Hassel retrocedió hasta el año 1775, visitó una granja de Virginia y liquidó a un
joven coronel. El coronel se llamaba George Washington y Hassel se aseguró
plenamente de su muerte. Regresó a su propia época y a su propia casa. Allí
estaba su pelirroja esposa, aún en los brazos de otro.
—¡Maldita sea! —dijo Hassel. Estaba quedándose sin municiones. Abrió otra caja
de balas, retrocedió en el tiempo y liquidó a Cristóbal Colón, Napoleón, Mahoma y
media docena de celebridades más.
—¡Ahora tiene que resultar, Dios mío! —dijo.
Volvió a su propia época, y encontró a su esposa como antes.
Sus rodillas parecieron fundirse; sus pies hundirse en el suelo. Volvió a su
laboratorio caminando por arenas movedizas de pesadilla.
—¿Qué demonios puede considerarse significativo? —se preguntaba Hassel muy
atribulado—. ¿Qué es lo que hay que hacer para conseguir cambiar el futuro?
Dios mío, esta vez lo cambiaré realmente. Esta vez no fallará.
Viajó a París, a principios del siglo veinte, y visitó a Madame Curie, que trabajaba
en un taller de un ático, cerca de la Sorbona.
—Señora—dijo en un execrable francés—, soy para usted un extraño completo,
pero soy todo un científico. Sabiendo de sus experimentos con el radio... ¡Ah! aún
no ha empezado con el radio... no importa. He venido para enseñarla todo lo que
hay que saber sobre fisión nuclear.
Le enseñó. Tuvo la satisfacción de ver París cubierto por un hongo de humo antes
de que el dispositivo automático le devolviese a su casa.
—Eso enseñará a las mujeres a ser fieles —gruñó—. ¡Buf!
Esto ultimo brotó de sus labios cuando vio a su pelirroja esposa aún... en fin, no
hay ninguna necesidad de repetir lo obvio.
Hassel fue hacia su estudio muy confuso y se sentó a pensar. Mientras él piensa,
mejor será que les advierta que éste es un relato sobre el tiempo que no se ajusta
al modelo convencional. Si se imaginan por un instante que Henry va a descubrir
que el hombre que está abrazado a su esposa es él mismo, están en un error. La
víbora no es Henry Hassel, su hijo, un pariente, ni siquiera Ludwig Boltzmann
(1844-1906). Hassel no describe un círculo en el tiempo, terminando donde
comienza el relato (para satisfacción de nadie e irritación de todos) por la simple
razón de que el tiempo no es circular ni lineal, ni doble ni discoidal ni syzygono, ni
longinquituo ni pendiculado. Él tiempo es una cuestión privada, como descubrió
Hassel.
—Quizás me equivocase—murmuró Hassel—. Lo mejor será que compruebe.
Luchó con el teléfono, que parecía pesar cien toneladas y al fin consiguió
comunicar con la biblioteca
—¿Biblioteca? Aquí Henry.
—¿Quién?
—Henry Hassel.
—Más alto, por favor.
—¡HENRY HASSEL !
—Ah. Buenas tardes, Henry.
—¿Qué tenéis sobre George Washington?
Biblioteca tamborileó mientras sus instrumentos recorrían los catálogos.
—George Washington, primer presidente de los Estados Unidos. Nació en...
—¿Primer presidente? ¿No fue asesinado en 17757
—Por Dios, Henry. No digas tonterías. Todo el mundo sabe que George
Washington...
—¿No sabe nadie que fue asesinado?
—¿Por quién?
—Por mí.
—¿Cuándo?
—En 1775.
—¿Cómo pudiste hacer tú eso?
—Tengo un revólver.
—No, quiero decir cómo conseguiste hacerlo hace doscientos años.
—Tengo una máquina del tiempo.
—Bueno, pues aquí no dice nada—contestó Biblioteca—. En mis archivos todo
sigue igual. Te habrás equivocado.
—No me equivoqué, no. ¿Qué me dices de Cristóbal Colón? ¿No está reseñada
su muerte en 1489?
—Pero si descubrió el Nuevo Mundo en 1492.
—Ni hablar. Fue asesinado en 1489.
—¿Cómo?
—Con una bala del 45 en la cabeza.
—¿Tú otra vez, Henry?
—Pues aquí no dice nada —insistió Biblioteca—. Debes de ser muy mal tirador.
—No perderé la paciencia—dijo Hassel con voz temblorosa.
—¿Por qué no Henry?
—Porque ya la he perdido—gritó—. ¡Está bien! ¿Y qué hay de Marie Curie?
¿Descubrió o no la bomba nuclear que destruyó París a principios de siglo?
—Ella no la descubrió. Enrico Fermi...
—Fue ella.
—No lo fue.
—Yo le enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.
—Todo el mundo sabe que eres un maravilloso teórico, pero un pésimo profesor,
Henry. Tú...
—Vete al diablo, viejo idiota. Esto tiene que tener una explicación.
—¿Por qué?
—Lo olvidé. Se me había ocurrido algo, pero ya no importa. ¿Qué me sugerirías
tú?
—¿Tienes realmente una máquina del tiempo?
—Por supuesto que la tengo.
—Entonces vuelve y comprueba.
Hassel volvió al ano 1775, visitó Monte Vernon, e interrumpió la siembra de
primavera.
—Perdone, coronel—empezó.
El gran hombre le miró con curiosidad.
—Habla usted de una forma extraña, forastero—dijo—. ¿De dónde viene?
—Oh, de una universidad corriente de la que nunca habrá oído hablar.
—Tiene usted también un aspecto extraño. Nebuloso, diría yo.
—Dígame, coronel, ¿Qué sabe usted de Cristóbal Colón?
—No mucho—contestó el coronel Washington—. Murió hace doscientos o
trescientos años.
—¿Cuándo murió exactamente?
—Creo que en el siglo dieciséis, no sé exactamente el año.
—Nada de eso. Murió en 1489.
—Se equivoca usted, amigo. Descubrió América en 1492.
—América la descubrió Cabot. Sebastián Cabot.
—Nada de eso. Cabot llegó mucho después.
—¡Tengo una prueba infalible! —comenzó Hassel, pero dejó de hablar al ver
aproximarse a un hombre fornido y vigoroso de cara congestionada por la cólera.
Llevaba unos pantalones grises muy arrugados y una chaqueta a cuadros dos
tallas más pequeña que la suya. Llevaba también un revólver del 45. Henry
Hassel comprendió que estaba mirándose a sí mismo y no le gustó lo que veía.
—¡Dios mío! —murmuró—. Soy yo, cuando vine a matar a Washington aquella
primera vez. Si hubiese hecho este viaje una hora más tarde me habría
encontrado a Washington muerto. ¡Eh! —dijo—. Aún no. Espera un minuto. Tengo
que resolver una cosa antes.
Hassel no se prestó la menor atención a sí mismo, en realidad, no parecía tener
conciencia de sí mismo. Avanzó directamente hacia el coronel Washington y le
disparó un tiro en la cabeza. El coronel Washington se derrumbó, evidentemente
muerto. El primer asesino inspeccionó el cuerpo, y luego, ignorando la tentativa de
Hassel de detenerle y disputar con él, se volvió y se alejó, murmurando colérico
entre dientes.
—No me oyó—se decía Hassel—. Ni siquiera me percibió. Y, ¿Por qué no me
acuerdo de que intenté detenerme a mí mismo la primera vez que maté al
coronel? ¿Qué demonios pasa?
Considerablemente alterado, Henry Hassel visitó Chicago y se dirigió allí a los
patios de la Universidad, a principios de la década de 1940. Allí, entre una
resbaladiza mezcolanza de ladrillos de grafito y polvo de grafito, localizó a un
científico italiano llamado Fermi.
—Veo que está usted repitiendo el trabajo de Marie Curie, eh, dottore? —dijo
Hassel.
Fermi miró a su alrededor como si hubiese oído un rumor apagado.
—¿Repitiendo el trabajo de Marie Curie, dottore?—gritó Hassel.
Fermi le miró con extrañeza.
—¿De dónde es usted, amico?
—Estado.
—¿Departamento de Estado?
—Sólo Estado. Es cierto, verdad, dottore que Marie Curie descubrió la fisión
nuclear a principios de siglo, ¿verdad?
—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Fermi—. Nosotros somos los primeros, y aún no lo hemos
conseguido del todo. ¡Policía! ¡Policía! ¡Un espía!
—Esta vez no habrá ningún error —gruñó Hassel.
Sacó su 45 y lo descargó en el pecho del doctor Fermi, y esperó la detención e
inmolación en los archivos periodísticos. Ante su sorpresa, el doctor Fermi no se
derrumbó.
El doctor Fermi se limitó a palparse el pecho suavemente, y, a los hombres que
llegaron respondiendo a su llamada, les dijo:
—No es nada. Sentí en mi interior como una súbita quemadura, pero quizá sea
una neuralgia del nervio cardíaco, o quizás un gas.
Hassel estaba demasiado agitado para esperar el mecanismo automático de la
máquina del tiempo. Regresó inmediatamente a la Universidad Desconocida por
su cuenta. Esto debería haberle dado una clave, pero estaba demasiado
obsesionado para advertirlo. Fue por entonces cuando yo (1913-1975) le vi por
primera vez: una imagen confusa que avanzaba entre los coches aparcados,
atravesando puertas cerradas y paredes de ladrillo, con la cara iluminada por una
decisión lunática.
Penetró en la Biblioteca, dispuesto a una gran discusión, pero no logró que los
catálogos le oyesen o apreciasen su existencia. Pasó luego al Laboratorio de
Prácticas Equivocadas, Nocivas o Ilegales, donde Sam, la computadora Simplex-
Multiplex, tiene instalaciones sensibles hasta 10.700 angstroms. Sam no podía ver
a Henry, pero lograba oírlo a través de una especie de fenómeno de interferencia
de onda.
—Sam—dijo Hassel—, he hecho un descubrimiento increíble.
—Tú siempre estás descubriendo cosas, Henry—se quejó Sam—. Tu sección de
datos está llena. ¿Quieres que empiece otra cinta para ti?
—Necesito un consejo. ¿Quién es la máxima autoridad en Tiempo referencia
sucesión de, viajar en?
—Sería Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de Yale.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?
—No puedes, Henry. Ha muerto. Murió en 1975.
—¿Cuál es entonces la máxima autoridad actual en tiempo, viajar en?
—Wiley Murphy.
—¿Murphy? ¿De nuestro Departamento de Traumas? Está bien, ¿Dónde podré
localizarle ahora?
—Precisamente, Henry, fue a tu casa a preguntarte algo.
Hassel volvió a su casa a toda prisa buscó en su laboratorio y en su estudio sin
encontrar á nadie y al fin penetró en el salón, donde su pelirroja mujer aún seguía
en brazos de otro hombre. (Todo esto, quede bien entendido, se produjo en el
espacio de unos cuantos instantes después de la construcción de la máquina del
tiempo; tal es el carácter del tiempo y de los viajes en el tiempo.) Hassel
carraspeó una o dos veces y probó a dar una palmada a su mujer en el hombro.
Sus dedos penetraron en ella.
—Perdona, querida—dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy?
Entonces miró más de cerca y vio que el hombre que abrazaba a su esposa era el
propio Murphy
—¡Murphy! —exclamó Hassel—. Precisamente la persona a la que busco. He
tenido una experiencia extraordinaria.
Hassel se lanzó inmediatamente a una lúcida descripción de su extraordinaria
experiencia, que fue más o menos así.
—Murphy, u—v= (u I/2—v 1!~) (v~+ ux vv + vb ) pero cuando George Washington
F (x) y2 0 dx y Enrico Fermi F (ul/2) dxdt un medio de Marie Curie, y Cristóbal
Colón por la raíz cuadrada de menos uno...
Murphy ignoró a Hassel, lo mismo que la señora Hassel. Yo apunté las
ecuaciones de Hassel en el capot de un taxi que pasaba.
—Escúchame, Murphy —dijo Hassel—. Greta, querida, ¿Te importaría dejarnos
un momento? Yo... por amor de Dios, ¿Queréis dejar ya esta tontería? Se trata de
un asunto serio.
Hassel intentó separar a la pareja. No pudo cogerlos, lo mismo que no había
conseguido que le oyeran. Su cara enrojeció de nuevo y fue tal su cólera que
comenzó a pegar a la señora Hassel y a Murphy. Era como pegar a un gas
perfecto. Consideré que era preferible intervenir.
—¡Hassel!
—¿Quién es?
—Sal afuera un momento. Quiero hablar contigo.
Pasó a través de la pared.
—¿Dónde estás?
—Aquí.
—Tienes una forma muy nebulosa.
—También tú.
—¿Quién eres?
—Me llamo Lennox. Israel Lennox.
—¿Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale?
—El mismo.
—Pero tú falleciste en 1975.
—Yo desaparecí en 1975.
—¿Qué quieres decir?
—Inventé una máquina del tiempo.
—¡Dios mío! Yo también —dijo Hassel—. Esta tarde. La idea se me ocurrió de
repente, no sé por qué, y he tenido una experiencia de lo más extraordinaria.
Lennox, el tiempo no es un continuum.
—¿No?
—Es una serie de partículas separadas... como perlas en un collar.
—¿Sí?
—Cada perla es un "ahora". Cada "ahora" tiene su propio pasado y su propio
futuro. Pero ninguno de ellos se relaciona con los demás. ¿Comprendes? Si ~ = ~i
+ u, ji ++ 0 A ~
—Ahórrate las fórmulas matemáticas, Henry.
—Es una forma de transferencia cuántica de energía. El tiempo se emite en
corpúsculos independientes o quantas. Podemos visitar el quanta individual de
cada uno y hacer cambios dentro de él, pero ningún cambio de un corpúsculo
afecta a otro corpúsculo. ¿Correcto?
—No—dije con tristeza.
—¿Qué quieres decir con eso? —respondió él, gesticulando colérico a través de
una alumna que pasaba—. Si tienes en cuenta las ecuaciones trocoides y...
—No—repetí con firmeza—. ¿Quieres escucharme, Henry?
—Bueno, habla —dijo.
—¿Te has dado cuenta de que te has hecho casi insubstancial? Inmaterial,
espectral... ¿Te das cuenta que el espacio y el tiempo no te afectan ya?
—Sí.
—Henry, yo tuve la desdicha de construir una máquina del tiempo en 1975.
—Ya me lo dijiste. Ove. ; qué me dices /1PI vn1energía? Supongo que estoy
utilizando unos 7,3 kilowatios por...
—Déjate de kilowatios, Henry. En mi primer viaje al pasado, visité el Pleistoceno.
Tenía unas ganas tremendas de fotografiar al mastodonte, al perezoso gigante y
al dientes de sable. Cuando retrocedía para captar plenamente al mastodonte en
mi campo de visión a f/6,3 para 1/100 de segundo, o en la escala LVS...
—No importa la escala—dijo él.
—Pues bien, al retroceder, pisé y maté involuntariamente a un pequeño insecto
pleistocénico.
—¡Oh! —exclamó Hassel.
—El incidente me dejó aterrado. Creí que cuando volviese al mundo lo encontraría
completamente cambiado como consecuencia de aquella sola muerte. Imagínate
mi sorpresa cuando volví a mi mundo y me encontré con que nada había
cambiado.
—¡Ah! —dijo Hassel.
—Sentí curiosidad. Volví al pleistoceno y maté un mastodonte. Nada cambió en
1975. Volví al pleistoceno y me dediqué a liquidar animales... sin ninguna
consecuencia. Recorrí el tiempo, matando y destruyendo, para ver si conseguía
alterar el presente.
—Entonces hiciste lo mismo que yo—exclamó Hassel—. Es extraño que no nos
encontráramos.
—No lo es en absoluto.
—Yo maté a Colón.
—Yo a Marco Polo.
—Yo a Napoleón.
—Yo consideré más importante e Einstein.
—Mahoma no cambió mucho las cosas... yo esperaba más de él.
—Lo sé. También yo lo maté.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Hassel.
—Yo lo maté el 16 de septiembre del 599. Cronología antigua.
—¿Cómo? Yo maté a Mahoma el 5 de enero del 598.
—Te creo.
—¿Cómo pudiste matarle tú después de haberle matado yo?
—Los dos le matamos.
—Eso es imposible.
—Amigo mío—dije yo—el tiempo es totalmente subjetivo. Es una cuestión
privada... una experiencia personal. No hay algo a lo que podamos llamar tiempo
objetivo, lo mismo que no hay amor objetivo, o alma objetiva.
—¿Quieres decir que viajar en el tiempo es imposible? Pero nosotros lo hemos
hecho.
—Desde luego, y algunos más, estoy seguro. Pero viajamos en nuestro propio
pasado, y no en el de los demás. No hay ningún continuum universal, Henry. Sólo
hay millones de individuos, cada uno con su propio continuum; y un continuum no
puede afectar al otro. Somos como millones de espaguetis en la misma cazuela.
Ningún viajero del tiempo puede encontrarse jamás, ni en el pasado ni en el
futuro, con otro viajero. Cada uno viaja sólo por su propio espagueti.
—Pero ahora estamos juntos, nos hemos encontrado.
—Ya no somos viajeros del tiempo, Henry. Hemos pasado a ser la salsa de los
espaguetis.
—¿La salsa de los espaguetis?
—Sí. Tú y yo podemos visitar cualquier espagueti que queramos, porque nos
hemos destruido a nosotros mismos.
—No comprendo.
—Cuando un hombre cambia el pasado sólo afecta a su propio pasado y al de
nadie más. El pasado es como la memoria. Cuando borras el recuerdo de un
hombre, le borras, pero no borras a ningún otro. Tú y yo hemos borrado nuestro
pasado. Los mundos individuales de los demás continúan, pero nosotros hemos
dejado de existir.
—Hice una pausa significativa.
—¿Qué quieres decir con eso de que "hemos dejado de existir"?
—Con cada acto de destrucción nos disolvemos un poco. Ahora nos hemos
disuelto del todo. Hemos cometido cronicidio. Somos espectros. Espero que la
señora Hassel sea muy feliz con el señor Murphy... Ahora acerquémonos a la
Academia. Ampere está contando cosas muy interesantes sobre Ludwig
Boltzmann.
FIN


FUERA DE ESTE MUNDO
Cuento esto exactamente del modo que sucedió, porque yo comparto un vicio con
todos los hombres: aunque disfruto de un matrimonio feliz y sigo enamorado de mi
esposa, continúo enamorándome de mujeres con las que me cruzo. Me paro en
un semáforo rojo, miro a la chica del taxi de al lado, y me enamoro
desesperadamente de ella. Subo en un ascensor y quedo cautivado por una chica
que lleva un paquete en la mano. Cuando sale en el décimo piso, se lleva con ella
mi corazón. Recuerdo que en una ocasión me enamoré de una modelo en un
autobús. Llevaba una carta al correo e intenté leer el remite y aprenderlo de
memoria.
Las que se confunden por teléfono son siempre la tentación más fuerte. Suena el
teléfono, lo descuelgo, una chica dice:
—¿Puedo hablar con David, por favor?
No hay ningún David en nuestra casa y yo sé que es una voz extraña, pero
emocionante y tentadora. A los dos segundos he tejido la fantasía de citarme con
la extraña, tener una aventura con ella. Abandonar mi casa, huir a Capri y vivir en
glorioso pecado. Luego digo:
—¿A qué número llama, por favor?
Y luego, tras colgar, apenas si puedo mirar a mi mujer, de lo culpable que me
siento.
Así que cuando sonó aquella llamada en mi oficina, en Madison 509, caí en la
misma vieja trampa. Tanto mi secretaria como mi contable estaban fuera
comiendo, así que tomé la llamada directamente en mi mesa. Una voz
emocionante comenzó a hablar a cien por hora.
—¡Hola, Janet! Conseguí el trabajo, querida. Tienen una oficina encantadora justo
a la vuelta de la esquina del viejo edificio de Tiffany en la Quinta Avenida, y el
horario es de 9 a 4. Tengo una mesa y un despachito con una ventana, para mí
sola...
—Lo siento —dije, tras concluir mi fantasía—. ¿A qué número llama?
—¡Dios mío! Desde luego no pretendía hablar con usted.
—Me lo imagino.
—Siento muchísimo haberle molestado.
—No ha sido molestia. La felicito por el nuevo trabajo.
—Muchísimas gracias —contestó ella riendo.
Colgamos. Me pareció tan encantadora que decidí que esta vez sería Tahití en
vez de Capri. Entonces volvió sonar el teléfono. Era la misma voz.
—Janet, querida, soy Patsy. Me ha pasado una cosa terrible. Te llamé y marqué
mal el número y empezé a hablar y de pronto una voz de lo más sugestiva dijo...
—Gracias, Patsy, pero has vuelto a marcar mal el número.
—¡Oh, Dios mío! ¿De nuevo usted?
—Eso parece.
—¿No es ahí Prescott 9-3232?
—Ni mucho menos. Aquí es Plaza 9-5000.
—No entiendo cómo pude marcar eso. Debo de estar especialmente tonta hoy.
—Quizás sólo especialmente excitada.
—Perdóneme, por favor.
—No se preocupe —dije—. Creo que tiene usted también una voz muy sugestiva,
Patsy.
Colgamos y me fui a comer, reteniendo en la memoria Prescott 9-3232... Marcaría
y preguntaría por Janet y le diría... ¿Qué? No sabía. Sabía además que no iba a
hacerlo nunca; pero persistió aquel resplandor de ensueño que se prolongó hasta
que volví a la oficina para enfrentar los problemas de la tarde. Luego lo sacudí y
volví a la realidad.
Pero estaba engañándome, pues cuando volví a casa aquella noche, no le hablé
de ello a mi mujer. Trabajaba para mí antes de que nos casáramos y aún se toma
mucho interés por todo lo que pasa en mi oficina. Dedicamos más o menos una
agradable hora cada noche a discutir y analizar el día de trabajo. Lo hicimos
aquella noche, pero yo oculté la llamada de Patsy. Me sentía culpable.
Tan culpable que me fui a la oficina al día siguiente más temprano de lo normal,
intentando aplacar mi conciencia con trabajo extra. Aún no habían llegado las
chicas, así que la línea telefónica daba directamente a mi mesa. Hacia las ocho y
media sonó mi teléfono y lo descolgué.
—Plaza 9-5000—dije.
Al otro lado no se oía nada, lo cual me enfureció. Odio a esas telefonistas que te
llaman y luego te dejan colgado mientras atienden otras llamadas.
—¡Escuche, monstruo! —dije—. Espero que pueda oírme. Haga el favor de no
llamarme a menos que piense comunicarme inmediatamente con quien sea.
¿Quién se cree que soy? ¿Un lacayo? ¡Váyase al cuerno!
Cuando estaba a punto de colgar el teléfono, una voz
—Perdone.
—¿Qué? ¿Patsy? ¿Usted de nuevo?
—Sí—dijo ella.
Mi corazón dio un vuelco porque sabía... sabía que aquello no podía ser un
accidente. Ella había aprendido de memoria el número. Quería hablar conmigo
otra vez.
—Buenos días, Patsy—dije.
—Vaya, veo que tiene usted un carácter terrible.
—Siento haber sido tan áspero...
—No. Es culpa mía. No debía molestarle. Pero cuando llamo a Jan sigue saliendo
su número. Deben de estar cruzadas las líneas.
—Oh. Qué decepción. Pensaba que había llamado usted para oír mi sugestiva
voz.
Se echó a reír.
—No es tan sugestiva.
—Eso es porque antes fui grosero. Deseo compensarla. La convidaré a comer
hoy.
—No, gracias.
—¿Cuándo empieza con el nuevo trabajo?
—Esta mañana. Adiós.
—Mucha suerte, Patsy. Llame a Jan esta tarde y cuéntemelo todo.
Colgué y me pregunté si no habría ido a la oficina aquel día más temprano que de
costumbre con la esperanza de recibir aquella llamada, más que por deseo de
hacer trabajo extra. No podía acallar mi conciencia. Cuando uno se encuentra en
una posición insostenible, todo lo que hace resulta sospechoso e inútil. Estaba
irritado contra mí mismo e hice pasar a las chicas una mañana espantosa.
Cuando volví de comer, le pregunté a mi secretaria si había llamado alguien
estando yo fuera.
—Sólo el supervisor telefónico del distrito—dijo—. Tienen problemas con las
líneas.
Pensé: "Entonces esta mañana fue un accidente. Patsy no quería volver a hablar
conmigo".
A las cuatro en punto dejé irse a mis dos chicas en compensación por mi actitud
de la mañana... al menos eso fue lo que me dije. Anduve vagando por la oficina de
cuatro a cinco y media, esperando que llamase Patsy, construyendo fantasías
hasta que me avergoncé de mí mismo.
Tomé una copa de la última botella que quedaba de la fiesta de Navidad de la
oficina, cerré y me dispuse a irme a casa. Cuando pulsaba el botón del ascensor,
oí que sonaba el teléfono en la oficina. Volví como un rayo, abrí la puerta (aún
tenía la llave en la mano) y cogí el teléfono... sintiéndome un imbécil. Intenté
cubrirme con un chiste.
—Prescott 9-3232 —dije, casi jadeando.
—Perdone—dijo mi mujer—. Me he equivocado de número.
Tuve que dejarla colgar. No podía explicárselo. Esperé a que llamase de nuevo,
intentando determinar qué tipo de voz usaría para que ella supiese que era yo y no
pudiese al mismo tiempo relacionarme con la voz que acababa de oír. Utilicé la
técnica de mantener el teléfono a cierta distancia de la boca y di varias
instrucciones con voz áspera a la oficina vacía. Luego aproximé la boca y hablé.
—¿Sí?
—Vaya, que voz tan distinguida. Como la de un general.
—¿Patsy?—mi corazón dio un vuelco.
—Eso me temo.
—¿Me llama a mí o a Jan?
—A Janet, por supuesto. Estas líneas son una lata, ¿No cree? Lo hemos
comunicado a la compañía.
—Lo sé. ¿Cómo le ha ido hoy en su nuevo trabajo?
—Muy bien... supongo. Hay un jefe de oficina que ladra exactamente igual que
usted. Me asusta.
—Le daré un consejo, Patsy. No se asuste. Cuando un hombre grita así, suele ser
para cubrir su propia conciencia de culpa.
—No comprendo.
—Bueno... puede estar desempeñando un cargo que es demasiado grande para él
y él lo sabe. Así que intenta cubrirse haciéndose el duro.
—Oh, no creo que fuese eso.
—O quizás se siente atraído por usted y teme que eso pueda restarle eficacia en
el trabajo. Así que le da voces para no caer en la tentación de ser demasiado
atento.
—Tampoco podría ser eso.
—¿Por qué? ¿No es usted atractiva?
—No soy la persona adecuada para contestar a esa pregunta.
—Tiene usted una voz maravillosa.
—Gracias, señor.
—Patsy —dije—, yo puedo darle muchos consejos sabios y prudentes. No hay
duda de que Alexander Graham Bell ha querido juntarnos, ¿Quiénes somos
nosotros para oponernos al destino? Comamos juntos mañana.
—Oh, lo siento, no puedo...
—¿Va a comer mañana con Janet?
—Sí.
—Entonces, ¿Por qué no conmigo? Aquí me tiene, haciendo la mitad del trabajo
de Jan... atendiendo sus llamadas; y ¿qué saco de eso? Una queja del supervisor
de teléfonos. ¿Es esto justicia, Patsy? Podremos hacer la mitad de la comida
juntos. Luego puede envolver la otra mitad y llevársela a Jan
Se rió. Fue una risa deliciosa
—Eres un encanto. ¿Cómo te llamas?
—Howard.
—¿Howard qué?
—¿Patsy qué?
—Tú primero.
—No quiero correr riesgos. O te lo digo en la comida o le mantengo anónimo.
—Muy bien—dijo ella—. Mi hora es de una a dos. ¿Dónde nos encontramos?
—Plaza Rockefeller. La tercera bandera empezando por la izquierda.
—Qué bonito.
—Tercera bandera por la izquierda. ¿De acuerdo?
—Sí.
—¿A la una en punto mañana?
—A la una en punto—repitió Patsy.
—Me reconocerás por el hueso que llevo atravesado en la nariz. No tengo
apellido. Soy un aborigen.
Nos reímos y colgamos. Yo salí apresuradamente de la oficina para evitar la
llamada de mi mujer. No fui un hombre honesto en casa aquella noche, pero
estaba nervioso. Apenas si podía dormir. Al día siguiente, a la una en punto, yo
estaba esperando frente a la tercera bandera empezando por la izquierda en la
plaza Rockefeller, preparando frases ingeniosas y procurando mantenerme lo más
erguido posible. Sabía que Patsy probablemente me miraría un rato antes de
decidirse a acercarse a mí.
Me dediqué a observar a todas las chicas que pasaban intentando imaginar cuál
sería. En la plaza Rockefeller durante la hora de la comida, se ven centenares de
mujeres que pueden figurar entre las más encantadoras del mundo. Yo tenía
grandes esperanzas. Esperé y esperé pero ella no apareció. A la una y media
comprendí que no debía haber aprobado el examen. Me había mirado sin duda, y
había decidido olvidarse de todo. Nunca en mi vida me sentí tan furioso y tan
humillado.
Mi contable se despidió aquella tarde, y en lo profundo de mi corazón no podía
reprochárselo. Ninguna chica con dignidad podría haberme soportado. Tuve que
quedarme hasta tarde, y pedir a la agencia de colocaciones otra chica.
Poco antes de las seis sonó mi teléfono. Era Patsy.
—¿Me llamas a mí o a Jan?—pregunté furioso.
—Te llamo a ti—dijo ella, igual de furiosa.
—¿Plaza 9-5000?
—No. No existe tal número, y tú lo sabes. Eres un mentiroso. Llamé a Jan con la
esperanza de que las líneas siguiesen cruzadas y que salieses tú.
—¿Qué es eso de que no hay tal número?
—No entiendo que clase de sentido del humor te crees que tienes, Sr. Aborigen,
pero lo que sí sé es que me has jugado una mala pasada hoy... haciéndome
esperar una hora sin aparecer. Deberías de estar avergonzado.
—¿Que esperaste una hora? Eso es mentira. No apareciste por allí.
—Estuve allí y tú no te presentaste.
—Patsy, eso es imposible. Te esperé hasta la una y media ¿Cuándo llegaste allí?
—A la una en punto.
—Entonces ha sido un terrible error. ¿Estás segura de que me entendiste bien?
Tercera bandera por la izquierda...
—Sí. Tercera bandera por la izquierda.
—Debimos confundirnos de bandera. No sabes cuánto lo siento.
—No te creo.
—¿Qué puedo decir? Creí que tú me habías dado un plantón. Estaba tan furioso
esta mañana que mi contable se fue. ¿No serás contable, por casualidad?
—No. Y no estoy buscando trabajo.
—Patsy, comeremos mañana, y esta vez nos encontraremos donde no haya
posibilidad de error
—No sé si...
—Por favor. Y quiero aclarar ese asunto de que no hay Plaza 9-5000. Eso es
absurdo.
—No existe tal número
—Entonces, ¿Cuál es este que estoy utilizando? ¿Un teléfono de cuerda?
Se rió.
—¿Cuál es tu número, Patsy?
—Oh, no. Es como los apellidos. No te Io daré si no me das el tuyo.
—Pero tú conoces el mío.
—No, no lo conozco. Intenté llamarte esta tarde y la operadora me dijo que no
existía. Ella...
—Tiene que estar loca. Lo discutiremos mañana. ¿Otra vez a la una en punto?
—Pero no enfrente de una bandera
—Muy bien. ¿Le decías a Jan que trabajabas a la vuelta de la esquina del viejo
edificio de Tiffany?
—Así es.
—¿En la Quinta Avenida?
—Sí.
—Estaré en esa esquina a la una en punto
—Como no estés...
—Patsy...
—¿Sí, Howard?
—Tu voz es aún más maravillosa cuando estás enfadada
Al día siguiente llovió a cántaros. Yo fui a la esquina sureste de la Treinta y Siete y
la Quinta, donde está el viejo edificio de Tiffany, y esperé bajo la lluvia desde las
doce cincuenta a la una cuarenta. Patsy no apareció. Era increíble. Era increíble
que alguien fuese tan miserable como para gastar una broma como aquélla.
Recordé luego su encantadora voz y deseé que la lluvia le hubiese impedido salir
de casa aquel día. Esperé que hubiese llamado a la oficina para decírmelo
después de irme yo.
Volví en taxi a la oficina y pregunté si alguien me había llamado por teléfono.
Nadie. Tan disgustado y desilusionado estaba que me fui al bar del Hotel Madison
Avenue y tomé unas copas para quitarme el frío y la humedad. Allí me quedé,
bebiendo y soñando, y llamando de hora en hora a la oficina para mantenerme en
contacto. Pero de pronto no pude reprimirme y marqué Prescott 9-3232 para
hablar con Janet. Respondió una telefonista.
—¿Qué número ha marcado, por favor?
—Prescott 9-3232.
—Lo siento. Ese número no figura en la lista. ¿Quiere usted consultar de nuevo su
agenda, por favor?
Así que también aquello. Colgué, bebí unas copas más, vi que eran las cinco y
media y decidí ir a dar una última ojeada a la oficina y luego marcharme a casa.
Marqué el número de mi oficina. Hubo un clic y un rumor y luego Patsy contestó al
teléfono. Su voz era inconfundible.
—¡Patsy!
—¿Quién es?
—Howard. ¿Qué demonios haces en mi oficina?
—Estoy en mi casa. ¿Cómo diste con mi número?
—Yo no sé tú número. Llamaba a mi oficina y sales tú. Al parecer las líneas
cruzadas funcionan en ambos sentidos.
—No quiero hablar contigo.
—Deberías avergonzarte.
—¿Qué quieres decir?
—Escucha, Patsy, fue una faena darme un plantón como éste. Si querías vengarte
podrías haber...
—Yo no te di ningún plantón. Me lo diste tú a mí.
—Oh por amor de Dios, no empecemos otra vez. Si no te intereso, ten la honradez
de decirlo. Me he puesto perdido en aquella esquina esperándote. Aún estoy
empapado.
—¿Seguro? ¿Qué quieres decir?
—¡La lluvia!—grité—. ¿Qué otra cosa iba a querer decir?
—¿Qué lluvia? —preguntó Patsy sorprendida.
—No te burles. Lleva todo el día lloviendo. Aún gotea.
—Debes de estar loco dijo ella, con voz apagada—. Ha hecho sol todo el día.
—¿En la ciudad?
—Claro.
—¿Fuera de tu oficina?
—Desde luego.
—¿Sol todo el día en la esquina de la calle Treinta y Siete y la Quinta Avenida?
—¿Por qué calle Treinta y Siete y Quinta Avenida?
—Porque allí es donde está el viejo edificio Tiffany —dije, exasperado—. Tú estás
a la vuelta de la esquina de
—Estás asustándome—murmuró ella—. Creo... creo que es mejor que cuelgue
inmediatamente.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa ahora?
—El viejo edificio Tiffany está en calle Cincuenta y Siete y Quinta Avenida.
—¡No, tonta! Ese es el nuevo
—Ese es el viejo. Sabes muy bien que se cambiaron, en
—¿Que se cambiaron?
—Sí. No podían reconstruir por culpa de las radiaciones.
—¿Qué radiaciones? ¿Qué demonios...?
—Del cráter de la bomba.
Sentí un escalofrío, y no por la humedad y el frío.
—Patsy—dije lentamente—. Hablo en serio, querida. Creo que puede que se haya
cruzado algo más que una línea telefónica. ¿Cuál es tu clave telefónica? No
necesito que me digas el número. Dime sólo tu clave.
—América 5.
Miré la lista que tenía en la cabina ante mí: Academy 2, Adrondack 4, Algonquin 4,
ALgonquin 5, Atwater 9... America 5 no existía.
—¿Es aquí en Manhattan?
—Por supuesto, aquí en Manhattan. ¿Dónde si no?
—En el Bronx—contesté—. O en Brooklyn o en Queens.
—¿Cómo iba a vivir en campos de ocupación?
Se me cortó el aliento.
—Patsy, querida, ¿Cómo te apellidas? Creo que es mejor que seamos sinceros en
esto porque creo que estamos metidos en algo fantástico. Yo me llamo Howard
Carnp.
Ella guardó silencio.
—¿Cómo te apellidas, Patsy?
—Shimabara—dijo al fin.
—¿Eres japonesa?
—Sí. ¿Tú eres yanqui?
—Sí ¿Naciste aquí, Patsy?
—No. Vine en 1945... con la unidad de ocupación.
—Entiendo, nos rendimos la guerra... donde tu
dará arreglada. Y quedaremos separados para siempre.
Dile que cargue el importe a tu número Patsy.
—Lo siento, señor dijo la telefonista—. No podemos hacerlo. Puede usted colgar y
llamar otra vez.
—Patsy, sigue llamándome, ¿Lo harás? Llama a Janet. Volveré a mi oficina y
esperaré.
—Su tiempo ha terminado, señor.
—¿Cómo eres, Patsy? Dímelo. Deprisa, querida. Yo...
El teléfono quedó muerto, y mi moneda cayó en la caja de las monedas.
Volví a mi oficina y esperé hasta las ocho en punto.
No telefoneó, o no pudo telefonear. Mantuve durante una semana una línea
directa abierta con mi mesa y contesté personalmente todas las llamadas. Nunca
volví a oír su voz. En algún sitio, aquí o allí, habían reparado aquel cable cruzado.
Nunca olvidé a Patsy. Nunca se borró en mí el recuerdo de su voz encantadora.
No pude hablar a nadie de ella. Y no te lo diría a ti ahora si no hubiese perdido la
cabeza por una chica de maravillosas piernas que patina sobre el hielo dando
vueltas y vueltas mientras suena la música en la Plaza Rockefeller.
FIN


EL HOMBRE PI
¿Cómo decir? ¿Cómo escribir? Cuando a veces puedo ser fluido, delicado
incluso, y luego, recupero, pour mieux sauter, eso se apodera de mí. Empuja.
Fuerza. Presiona.
A veces
debo
retroceder
pero
no
para
saltar
no, ni siquiera para saltar mejor. No tengo control alguno sobre el yo, el lenguaje,
el amor, el destino. Debo compensar. Siempre.
Pero de todos modos lo intento.
Quae nocent docent. Sigue traducción: Lo que duele, enseña. Yo estoy herido y
he herido a muchos. ¿Qué hemos aprendido, sin embargo? Sin embargo. Me
despierto por la mañana del mayor dolor de todos preguntándome qué casa.
Riqueza, comprendes. ¡Maldita sea! Una casa en Londres, una villa en Roma, otra
casa en Nueva York, un rancho en California. Me despierto. Miro. ¡Ah! El aspecto
del lugar en que estoy es familiar. Así:
Dormitorio Dormitorio
Baño Cocina
Baño Terraza
¡Oh, oh! Estoy en mi casa de Nueva York, pero ese baño-baño espalda contra
espalda. Puf. Todo el ritmo desacompasado. Desequilibrio. El esquema resulta
doloroso. Telefoneo abajo, al portero. En ese momento pierdo mi inglés. (Hablo
todas las lenguas. Un goulash. Estoy obligado. ¿Por qué? ¡Ah!)
—Pronto. Eccomi, Signore Storm. No. Obligado a parlare italiano. Esperar.
Llamaré otra vez en cinque minuti.
Re infecta. Latín. Inconcluso el asunto me ducho, cuerpo dientes, pelo, me afeito
la cara, lo seco todo y pruebo otra vez. Voilá! El inglés, ella viene. Otra vez al
invento de A. G. Bell ("Señor Watson, venga aqui, le necesito".) Por teléfono hablo
con el portero. Buen tipo. Consigue liquidar un montón de trabajo en un dos por
tres.
—¿Sí? Aquí Abraham Storm otra vez. Sí. Exactamente. Señor Lundgren, sea mi
rabino personal y haga venir algunos obreros aquí esta mañana. Quiero esos dos
baños convertidos en uno. Sí. Dejaré cinco mil dólares encima de la nevera.
Gracias, Sr. Lundgren.
Quería vestir franela gris esta mañana, pero tuve que ponerme el traje de "piel de
tiburón". ¡Maldita sea ! El nacionalismo africano tiene extraños efectos
secundarios vuelvo al dormitorio trasero (ver diagrama) y abro la puerta, que fue
instalada por la Compañía Nacional de Seguridad, Inc. Entro.
Todo radia hermosamente. Recorriendo arriba y abajo el espectro
electromagnético. Desviación visual del ultraVioleta hacia el infrarrojo. Onda
ultracorta chillando. Radiación alfa, beta y gama copiosamente. Y los interruptores
inn tt errrr ump pppiendo al azar y cómodamente. Estoy en paz. ¡Dios mío!
¡Conocer incluso un momento de paz!
Tomo el metro hasta la oficina de Wall Street. Chofer demasiado peligroso; podría
ponerse amistoso. No me atrevo a tener amigos. Mucho mejor el metro matutino,
apreturas, masa empaquetada; ninguna norma que ajustar, no se exigen cambios
ni compensaciones. ¡Paz! Compro todos los periódicos de la mañana, por lo de
las pautas. Se leen demasiados Times, debo leer Tribune para compensar.
Demasiado News. Leo Mirror. Y así sucesivamente.
En el vagón del metro capto la mirada de un ojo; pequeño, oscuro, grisazulado,
propiedad de un hombre anónimo que transmite la convicción de que jamás le has
visto y jamás le verás de nuevo. Pero capto esa mirada y hace sonar un timbre al
fondo de mi mente. Él se da cuenta. Ve el brillo que aparece en mis ojos antes de
que yo pueda ocultarlo. Así que me siguen otra vez... ¿Pero quién? ¿USA?
¿USSR? ¿Matoids?
Salgo rápidamente del metro en City Hall y les doy una pista falsa hasta el
Woolworth Building, por si operan con dos espías. La teoría básica de cazadores
y cazados no es evitar que te localicen (es inevitable) sino dejar tantas pistas a
cubrir que se dispersen. Entonces se ven obligados a abandonarte. Tienen tantos
hombres para tantas operaciones. Es una cuestión de disminución de beneficios.
El tráfico en City Hall estaba desincronizado (como está siempre) y tuve que
caminar por el lado caliente de la calle para compensar. Tomé un ascensor hasta
la décima planta del edificio. Allí me cogió súbitamente algo de aaaIgun lug ar.
AaaIgo maaalo. Empecé a gritar, pero fue inútil. Un viejo empleado salió de la
oficina con abrigo de alpaca, portafolios, gafas de oro.
—Él no —discutí con el aire—. Es un buen hombre. Él no. Por favor.
Pero estoy obligado. Me aproximo. Dos golpes; cuello y estómago. Se derrumba,
retorciéndose. Le pateo las gafas. Le quito el reloj de bolsillo y lo destrozo. Rompo
las plumas. Rompo los papeles. Luego se me permite volver al ascensor y bajar
de nuevo. Eran las diez y media. Me retrasaba. Maldito inconveniente. Cogí un
taxi para Wall Street 99. Di diez dólares de propina al conductor. Metí mil en un
sobre (secretamente) y envié al conductor de nuevo al edificio para que localizase
al empleado y se los diese.
Trabajo rutinario de mañana en la oficina. Mercado en alza; tablero indicador
ético; un infierno para equilibrar y compensar, aunque yo conozca las pautas de
dinero. Voy atrasado en la suma de 109.872,43 dólares a las once y media; pero
con un paso de gigante las normas me colocan adelantado en 57.075,94 dólares
a las doce y media en punto, Tiempo de Ahorro luz del día, al que mi padre solía
llamar tiempo Woodrow Wilson.
57.075 es una buena pauta, pero esos 94 centavos. Puf. Parece toda la hoja de
balances desequilibrada, es espantoso. Por encima de todo simetría. Solo tengo
24 centavos en el bolsillo. Llamo a la secretaria, le pido prestados 70 centavos y
arrojo el total por la ventana. Me siento mejor mientras veo cómo cae a la calle,
pero entonces la sorprendo mirándome asombrada y encantada. Muy malo. Muy
peligroso.
Despido a la chica al instante.
—Pero, ¿Por qué, señor Storm? ¿Por qué? —pregunta, procurando no llorar.
Querida cosita. Cara pecosa y descocada, pero no tan descocada ahora.
—Porque está empezando a gustarme.
—¿Y qué hay de malo en eso?
—Cuando la contraté le advertí que no debía llegar a gustarme.
—Creí que bromeaba usted.
—Pues no. Ahora debe irse. Está despedida.
—Pero, ¿Por qué?
—Porque temo que podría empezar a gustarme.
—¿Se trata de un nuevo tipo de proposición?—preguntó ella.
—Por Dios.
—Bueno, no tiene por qué despedirme—dijo furiosa—.
—Bueno. Entonces puedo acostarme con usted.
Se puso roja y abrió a boca para insultarme, mientras sus ojos pestañeaban. Una
chica encantadora. No podía ponerla en peligro. Le puse el sombrero y el abrigo,
le di el sueldo de un año como indemnización, y la eché. Punkt. Apuntar en la
memoria: admitir sólo hombres, con preferencia casados, misántropos y asesinos.
Hombres que puedan odiarme.
Luego, a comer. A un restaurante lindamente equilibrado. Mesas fijadas al suelo.
Nadie moviéndolas. Todas las sillas ocupadas por clientes. Bonita estructura. No
tengo necesidad de compensar ni ajustar. Ordenado y lindamente estructurado
comedor para el yo:
Martini Martini
Martini
Croque Monsieur Roquefort
Ensalada
Café
Pero se consume tanto azúcar en el restaurante que tuve que tomar café sólo,
que no me gusta. Sin embargo, todavía una buena estructura. Equilibrada.
X~—X—41 = número primo.
Perdón, por favor. A veces controlo y veo qué compensaciones han de realizarse.
Otras veces se me impone desde sólo Dios sabe dónde o por qué. Entonces he
de hacer lo que estoy obligado a hacer, ciegamente, como hablar el galimatías
que hablo; a veces resultándome odioso, como lo del empleado del Edificio
Woolworth. Aún así, la ecuación se hunde cuando X = 40.
La tarde era tranquila. Por un instante pensé que podría verme obligado a salir
para Roma (Italia), pero algo ajustó las cosas sin necesidad de mí. La Sociedad
Protectora de Animales me cogió por matar a mi perro a golpes, pero yo había
aportado 10.000 dólares para su Refugio. Salí con un balanceo de cabeza. Pinté
bigotes en carteles, rescaté a un gatito que se ahogaba, salvé a una mujer de un
desaprensivo y fui a que me afeitaran la cabeza. Día normal para mí.
Al anochecer, al ballet para relajarme con todas las hermosas estructuras,
equilibradas, pacíficas, suaves. Luego respiré profundamente, aplaqué mi
repugnancia y me obligué a acudir a Le Bitnique, el centro de reunión beatnik.
Odio Le Bitnique, pero necesito una mujer y debo ir adonde odio. Aquella chica
pelirroja que despedí tan esbelta y llena de deliciosa malicia, y lanzándome
pícaras miradas. Así pues, Poisson d'avril, me dirigí hacia Le Bitnique.
Caos. Negrura. Sonidos y olores, una cacofonía. Una bombilla de 25 watios en el
techo. Un maldito pianista interpreta música progresiva. En la pared L muchachos
beatniks, con gorras, gafas negras y barbas públicas, jugando al ajedrez. En la
pared R está el bar y chicas beatniks con bolsas marrones de papel bajo el brazo
que contienen artículos de tocador. Se mueven y maniobran para buscar un
colchón para la noche.
¡Esas chicas beatniks! Todas delgadas... excitantes para mí esta noche porque
hay demasiados norteamericanos que sueñan con mujeres muy gruesas, y yo
debo compensar. (En Inglaterra me gustan las mujeres gruesas porque Inglaterra
le gustan las mujeres delgadas). Todas llevan pantalones ajustados, blusas
sueltas, pelo Brigitte Bardot, maquillaje italiano (ojos negros, labios blancos), y
cuando caminan lo hacen con ese ritmo que emocionó a aquel tipo llamado
Herrick hace tres siglos cuando escribió:
Luego, cuando levanto los ojos y veo
esa valiente vibración libre a ambos lados;
¡Oh, cómo me arrebata ese brillo!
Elijo una que brilla. Hablo. Ella insulta. Yo insulto también y pago unas copas. Ella
bebe e insulta. Yo espero que sea lesbiana e insulto. Ella refunfuña y odia, pero
inútilmente. No hay colchón para esta noche. La patética bolsa de papel marrón
bajo el brazo. Reprimo la simpatía y vuelve el odio. Ella no se baña. Sus
estructuras mentales están desequilibradas. Seguridad. Ningún daño puede
venirme de ella. La llevo a casa para seducir por desprecio mutuo. Y en el salón
(ver diagrama) se sienta esbelta y pecosa mi pequeña secretaria, recientemente
despedida, que ahora espera por mí.
Dirección: 49 bis Avenue Hoche. París, Beme, Francia.
Obligado a ir allí por lo que pasó en Singapur. Se hicieron necesarios ajustes y
compensaciones extremos. Casi, por un momento, pensé que tendría que atacar
al director de la Opera Cómica, pero el destino fue bondadoso y me permitió
cumplir sólo con una exhibición indecente bajo el Petite Carrousel. Y pude
encontrar una beca en la Sorbona antes de ser despachado.
De cualquier modo en mi casa de Nueva York ahora con un (1) baño, y el cambio,
1997 dólares, estaré tranquilo con los magníficos 1991 que quedaron. Ella estaba
allí sentada, estaba allí sentada, vistiendo un traje negro de cóctel con falda
estrecha, medias negras, zapatos y la bella y regular curva de las piernas, y el
pecho tan rosado como su rostro (quizás también su enagua.) Así, y, espesos
polvos; un inconveniente. Voy a la cocina y me froto encima de la nevera. ¡Uf! Tiré
6 dólares por la ventana y quizás siete.
La piel pecosa brillaba con un rosa tiznado de turbación. También rojo de peligro.
Su cara estaba muy tensa por lo atrevida que pensaba estar siendo.
Me gusta también así; pero no con demasiado ímpetu. Contacto al frenético
empolvado para que su piel parezca lechosa, la camisa con corcho quemado para
compensar.
—Mí amiga querría saber por qué tú invades mi apartamento inglés.
—Perdóneme, por favor, hasta que venga un mensajero Lundgren —balbució—.
Le dije que necesitaba usted unos importantes documentos de su oficina.
—Si, bitte. Meine pidgin haben sich.
—EntschUId lgehn Sie Deutsch? Geaendert, Sprac en.
—No.
—Danrl warte ich-
La beatnik se balanceaba cada lado. La alcancé frente a la puerta (ninguna
excusa). Volvió sobre sus talones y se alejó, su valiente vibración en la mano 101
dólares (estructura perfecta).
—¿Qué le pasó? —dije yo—¿Cómo se llama ?
—¡Dios mío! Mí nombre? ¿ He estado trabajando en su oficina tres meses y no lo
conoce realmente?
—No, y no quiero saberlo ahora.
—Soy Lizzie Chalnersimer
—Váyase, Lizzie
—Me llamaba usted siempre "Señorita". ¿Por qué se afeitó la cabeza?
—Así que....
—Es muy chic—dijo juiciosamente—, pero no sé. Me recuerda a un actor de cine
al que odio. ¿Qué quiere decir con eso de un problema en Viena?
—Nada que a usted le importe. ¿Qué hace usted? ¿Qué quiere de mí?
—A usted —dijo, enrojeciendo ferozmente.
—¡Quiere usted salir de aquí, por amor de Dios!
—¿Qué tiene ella que no tenga yo?—exigió Lizzie; luego su cara se
descompuso—. ¿No lo tengo así? Qué. Tiene. Ella. Que. Yo. No. Tenga. Sí.
—Me voy a Bennington. Están fuertes en agresión, pero flojos en gramática.
—¿Qué quiere decir con eso de que se va a Bennington?
—Bueno, es una universidad. Creí que todo el mundo lo sabía.
—Pero, ¿Qué es eso de que va?
—Estoy en mi primer año. Te expulsan a latigazos a no ser que adquieras
experiencia en tu campo.
—¿Cuál es su campo?
—Antes era economía. Ahora es usted. ¿Qué edad tiene?
—Ciento nueve mil ochocientos setenta y dos.
—¡Oh. vamos! ¿Cuarenta?
—Treinta.
—¡No! ¿De veras?—cabeceó satisfecha—. Eso si que hay diez años de diferencia
entre nosotros. Muchos.
—¿Está enamorada de mi, Lizzie? ¿Y he de ser yo?
—Sé que suena como una idea—bajó los ojos—. Supongo que las mujeres deben
estar continuamente echándose en sus brazos.
—No siempre.
—¿Qué es usted, blasé o algo así? Quiero decir que no soy apabullante, pero
tampoco soy lo que sep siYa.
—Es usted encantadora.
—Entonces, ¿Por qué me rechaza?
—Estoy intentando protegerla.
—Sé protegerme muy bien cuando llega el momento.
—Ahora es el momento, Lizzie.
—Lo menos que podía hacer es ofenderme como hizo a esa chica junto al
ascensor.
—¿Estaba espiando?
—Claro que espiaba. No esperaría usted que me quedase aquí sentada mano
sobre mano, ¿verdad? Tengo que vigilar a mi hombre, ya que lo he conseguido.
—¿Su hombre?
—Sucede—dijo ella en voz baja—. Nunca lo creía, pero sucede. Uno se enamora
y se desenamora, y siempre piensa que es de veras y para siempre. Y luego
conoces a otro y ya no es cuestión de amor. Sabes simplemente que él es tu
hombre, y estás ligada a él. Yo estoy ligada.
Alzó los ojos y me miró... ojos violeta, llenos de juventud y decisión y ternura, y sin
embargo más viejos que veinte años... mucho más viejos. Me di cuenta de lo solo
que estaba, no atreviéndome nunca a amar, obligado siempre a vivir con los que
odiaba. Podía caer en aquellos ojos violeta para siempre.
—Voy a impresionarla—dije. Miré el reloj. La una y media. Una hora tranquila.
Dios quiera que el idioma norteamericano permanezca conmigo un buen rato. Me
quité la chaqueta y la camisa y le enseñé mi espalda, llena de cicatrices. Lizzie
lanzó un gemido.
—Me las hice yo mismo—dije—. Porque me permití sentir simpatía por un hombre
y hacerme amigo suyo. Este fue el precio que pagué, y tuve suerte. Ahora espere
aquí.
Entré en el dormitorio principal donde la vergüenza de mi corazón estaba
embalsamada en un plateado ataúd oculto en el cajón de la derecha de mi
escritorio. Lo llevé al salón. Lizzie me miraba con ojos muy abiertos.
—Hace cinco años, una chica se enamoró de mí —expliqué—. Una chica como
usted. Me sentía muy solo entonces, como siempre. En vez de protegerla de mí
mismo, perdí el control. Ahora quiero que vea el precio que ésta pagó. Me
despreciará usted por esto, pero debo enseñárselo...
Un resplandor hirió mis ojos. Luces de un edificio del fondo de la calle. Me lancé a
la ventana y observé. Las luces procedían de un edificio situado tres más abajo
del mío; se apagaron, cinco segundos de eclipse, luego volvieron. Sucedió en el
edificio situado a dos del mío, y luego en el contiguo. La chica se acercó a mi lado
y me cogió del brazo. Temblaba un poco.
—¿De qué se trata?—preguntó—. ¿Cuál es el problema?
—Espere—dije.
Las luces de mi apartamento se apagaron durante cinco segundos y luego
volvieron a encenderse.
—Ellos me han localizado—expliqué.
—¿Ellos? ¿Localizado?
—Han detectado mis radiaciones con el BD.
—¿Qué es un B.D.?
—Buscador de Dirección. Luego cortan la corriente en los edificios de la vecindad
durante cinco segundos (edificio por edificio) hasta que cesa la emisión. Entonces
saben que estoy en esta casa, aunque no saben en qué apartamento.—Me puse
la camisa y la chaqueta—. Buenas noches, Lizzie. Desearía poder besarla.
Me echó los brazos al cuello y me dio un sonoro beso, todo calor, todo terciopelo,
todo entrega. Intenté apartarla.
—Es usted un espía—dijo—. Iré a la silla eléctrica con usted.
—Me gustaría mucho ser un espía—dije—. Adiós, mi queridísimo amor.
Recuérdeme.
Soyez ferme. Un gran error dejar aquello deslizarse. Pasó, creo, porque mi
norteamericano también se deslizó. De pronto mi conversación volvió a
convertirse en un galimatías. Mientras comía, el diablillo se quitó sus zapatitos de
ópera y se subió la falda de cocktail hasta los muslos para poder correr. Corre a
mi lado y baja conmigo la escalerilla de incendios hasta el garaje del sótano. La
golpeo para que se detenga, la insulto. Ella me golpea también y lanza insultos
aún peores, sin dejar de reír y de chillar. La amo por esto. ¡Maldición! Está
condenada.
Entramos en el coche, Aston Martin, pero con el volante a la izquierda, y nos
lanzamos a toda velocidad hacia el oeste en la Calle 53, al este en la 54 y al norte
en la Primera Avenida. Busco el puente de la calle 59 para abandonar la isla de
Manhattan. Tengo un avión de mi propiedad en Babylon, Long Island, siempre
dispuesto para este tipo de tropiezos.
—J' y suis, j' y este no es mi lema—dije a Elizabeth Chalmers, cuyo francés es tan
inseguro como su gramática... una halagüeña debilidad—. Una vez me atraparon
en Londres en Correos. Yo recibía correspondencia en el Apartado General. Me
enviaron una carta en blanco en un sobre rojo, y así me siguieron hasta 139
Piccadilly, London W I. Teléfono Mayfair 7211. Rojo de peligro. ¿Tiene usted roja
toda la piel?
—¡No está roja!—dijo ella indignada.
—Quiero decir rosada.
—Sólo donde salen pecas—dijo ella—. ¿Qué significa toda esta fuga? ¿Por qué
habla de ese modo tan extraño y actúa de forma tan rara? ¿Está seguro de que
no es un espía?
—Sólo convencido.
—¿Es usted un ser de otro mundo que vino en un Objeto Volador No Identificado?
—¿La asustaría mucho eso?
—Sí, si significase que no podíamos amarnos.
—¿Y qué pensaría si nos propusiésemos conquistar la Tierra?
—A mí sólo me interesa conquistarle a usted.
—No soy ni he sido nunca un ser de otro mundo de los que vienen en Objetos
Voladores no Identificados.
—¿Qué es usted entonces?
—Un compensador.
—¿Qué es eso?
—¿Conoce usted el diccionario de los señores Funk Waganlle? Editado por Frank
H. Vizetelly. Cito: "Aquél o aquello que compensa, como un instrumento para
neutralizar la influencia de la atracción local sobre la aguja de una brújula o un
aparato automático para igualar la presión del gas en la..." ¡Maldita sea!
Frank H. Vizetelly no utiliza esa mala palabra. Soy yo mismo porque la ruta me
sitúa ahora frente al puente de la Calle 59. Debería haberlo supuesto. Tendría que
haber percibido estructuras, pero estaba demasiado distraído con la encantadora
muchacha. Probablemente estén bloqueados todos los puentes y túneles que
salen de esta isla de 24 dólares. Podría cruzar el puente, pero podría herir a mi
angelical Elizabeth Chalmers, lo que me convertiría una brute figure y me
produciría además una tristeza insuperable. Así que paré el coche. Rendición.
—Kamerad—dije, y pregunté—: ¿Quiénes son? ¿Ku Klux Klan?
Un hombre de expresión dura dijo que no.
—¿Defensores de la Supremacía Blanca en el Mundo?
De nuevo no. Me sentí mejor. Resultaba siempre desagradable ser capturado por
tipos lunáticos que buscaban figurones.
—¿URSS?
Me miró fijamente, luego dijo:
—Agente especial Krimms del FBI —y me mostró la placa. Le abracé con gratitud.
FBI es salvación. Él retrocedió, preguntándose si yo no estaría loco. No me
preocupaba.
Besé a Elizabeth Chalmers y ella abrió su boca bajo la mano para murmurar:
—No admitas nada; niégalo todo. Te conseguiré un abogado.
Luces brillantes en la oficina de Plaza Foley. Las sillas están colocadas
exactamente así; las cortinas dispuestas exactamente así. He pasado por esto ya
tantas veces. El individuo anónimo de ojos negros de la mañana en el metro me
interroga. Se llama S.I. Dolan. Intercambiamos una mirada. La suya dice, me
engañaste esta mañana. La mía dice, eso hice. Nos respetamos; luego empieza
el interrogatorio.
—¿Se llama usted Abraham Storm?
—El sobrenombre es "Base".
—¿Nacido el 25 de diciembre?
—Sí, un niño navideño
—¿1929?
—Fui un niño de la Depresión.
—Parece usted muy bromista.
—Humor de horca, S. I. Dolan. Desesperación. Sé que nunca me harán confesar
nada, y estoy desesperado.
—Muy trágico. Quiero ser convicto... pero no puedo conseguirlo.
—¿Nacido en San Francisco?
—Sí.
—Colegio Grand. Dos años en Berkeley. Cuatro años en la marina. Terminó en
Berkeley. Doctorado en estadística.
—Sí. Muchacho cien por cien norteamericano.
—¿Ocupación actual, financiero?
—¿Oficinas en Nueva York, Roma, París y Londres?
—¿Propiedades conocidas, por cuentas bancarias, acciones y bonos, tres
millones de dólares?
—¡No, no, no! —yo estaba angustiado— Tres millones trescientos treinta y tres
mil trescientos treinta y tres dólares y treinta y tres centavos.
—Tres millones de dólares —insistió Dolan—. En números redondos
—No hay números redondos; sólo hay estructuras.
—Storm, ¿Qué demonios pretende?
—Hágame confesar—supliqué—. Quiero ir a la silla eléctrica y librarme de todo
esto.
—¿Pero de qué me habla?
—Pregunte y le explicaré.
—¿Qué está usted emitiendo desde su apartamento?
—¿Qué apartamento? Emito desde todos ellos.
—En Nueva York. No somos capaces de descifrar el código.
—No hay ningún código; todo es puro azar.
—¿Puro qué?
—Pura paz, Dolan.
—¡Paz!
—He pasado por esto ya tantas veces. En Ginebra, Berlín Londres, Río... ¿Me
permite que se lo explique a mi modo? Y, por amor de Dios, deténgame si puede
supliqué.
Tomé aliento. Resultaba siempre tan difícil. Tiene uno que hacerlo con metáforas.
Pero eran las tres y mi norteamericano duraría un rato.
—¿Le gusta bailar?
—¿Pero qué demonios...?
—Tenga paciencia. Estoy explicándoselo. ¿Le gusta bailar?
—¿Cuál es el placer de la danza? Es el que un hombre y una mujer establezcan
juntos un ritmo, una estructura una pauta. Balanceándose, adelantándose,
siguiendo, dirigiendo, cooperando. ¿No?
—¿Y qué?
—Y los desfiles. ¿Le gustan los desfiles? Masas de hombres y mujeres
cooperando para establecer estructuras pautas. ¿Por qué es la guerra época de
alegría para un país aunque nadie lo admita? Porque hay todo un pueblo
cooperando, equilibrando y sacrificando para hacer una gran estructura. ¿No?
—Ahora espere un momento, Storm...
—Escúcheme Dolan. Yo soy sensible a las estructuras... más que al baile o a los
desfiles o a la guerra; muchísimo más. Más que a la norma 2/4 de día y noche, o
a la 4/8 de las estaciones... más, mucho más. Soy sensible a la normas de todo el
espectro del universo: vista y sonido, rayos gamma, agrupaciones de pueblos,
actos de hostilidad y de benigna caridad, crueldades y bondades, música de las
esferas... y me veo obligado a compensar. Siempre.
—¿Compensar?
—Sí. Si un niño cae y se hace daño, la madre le besa. ¿No es así? Pues es
compensación. Restaura un equilibrio. Un hombre pega a un caballo, tú le pegas
a él, ¿verdad? De nuevo el equilibrio. Si un mendigo te produce demasiada
simpatía, deseas arrearle una patada. ¿No es así? Más compensación. El marido
que es infiel a su mujer es más amable de lo normal con ella. Todas las mujeres
conocen esta regla, y la temen. ¿Qué es la deportividad sino una norma
compensadora que elimina el embarazo de ganar o perder? ¿No se buscan
mutuamente asesino y victima para cumplir sus pautas?
"Multiplique eso hasta el infinito y me tendrá a mí. Yo tengo que besar y que dar
patadas. Me veo obligado a hacerlo. Empujado. No sé cómo llamar a esta
compulsión mía. Suelen llamar Psi a la percepción extrasensorial. ¿Cómo llamaría
usted a la percepción extranormativa? ¿Pi?
—¿Pi? ¿Qué quiere decir eso ?
—La dieciseisava letra del alfabeto griego. Designa la relación entre la
circunferencia de un circulo y su diámetro. 3,14159... Ia serie continúa
interminablemente. Es trascendental y nunca puede resolverse con una expresión
finita; y para mí es una tortura... como pi en imprenta, que significa tipo confuso y
trastocado, sin orden ni concierto.
—¿Pero de qué demonios habla usted?
—Hablo de pautas, de normas; del orden del universo. Yo me veo obligado a
mantenerlo y restaurarlo. A veces me veo obligado a hacer cosas maravillosas y
caritativas actos de generosidad; otras veces me veo obligado a hacer locuras, a
hablar lenguajes extraños, a ir a sitios extraños, realizar actos abominables,
porque equilibrios que no puedo percibir exigen ajuste.
—¿Qué actos abominables?
—Puede usted investigar y yo puedo confesar, pero dará lo mismo. Las normas
no me permitirán declararme convicto. No me dejarán terminar. La gente se niega
a testificar. Los hechos no significarán pruebas. Lo hecho dejará de estarlo. Lo
malo se convertirá en bueno.
—Storm, creo que está usted loco.
—Quizás, pero tampoco podrá usted meterme en un manicomio. Se ha intentado
antes. Incluso yo mismo lo intenté. Sin resultado.
—¿Y qué me dice de esas emisiones?
—Estamos inundados de emisiones de ondas, de quantas y partículas, y yo soy
sensible también a ellas- pero están demasiado entremezcladas para ajustarse a
pautas. Hay que neutralizarlas. Así que emito una antinorma para eliminarlas y
conseguir un poco de paz.
—¿Pretende usted decirme que es un superhombre?
—No. Ni mucho menos. Sólo soy el hombre al que encontró Simón el Simple.
—No se burle.
—No me burlo. ¿No recuerda el cuento?
Dolan frunció el ceño. Por fin dijo:
—Mi nombre completo es Simon Ignacio Dolan.
—Lo siento. No lo sabía. No quería hacer ninguna alusión personal.
Me miro furioso y luego dejó mi dossier sobre la mesa. Lanzó un suspiro y se dejó
caer en una silla. Esto alteró la norma y tuve que moverme. Me miró de reojo.
—Hombre Pi —expliqué.
—Muy bien —dijo él—. No podemos retenerle.
—Todos lo intentan —dije— pero nunca pueden.
—¿Quiénes lo intentan?
—Los gobiernos, creyendo que soy un espía; la policía, que quiere enterarse de
por qué me relaciono con tanta gente de forma tan extraña; políticos en el exilio
con la esperanza de que yo les financie una contrarrevolución; fanáticos que
sueñan que soy su rico mesías; sectas religiosas, lunáticos solitarios... todos me
persiguen, esperando poder utilizarme. Ninguno puede. Yo formo parte de algo
mucho mayor. Pienso que quizás todos formemos parte de algo mucho mayor,
aunque yo sea el primero en tener conciencia de ello.
—Confidencialmente, ¿Qué me dice de esos actos abominables?
Tomé aliento.
—Ese es el motivo de que no pueda tener amigos. Ni una chica. A veces se
ponen tan mal las cosas en un sitio que tengo que hacer terribles sacrificios para
restaurar la norma. He de destruir algo que amo. Yo... tenía un perro al que quería
mucho. No me gusta pensar en él... Tuve en tiempos una chica. Me amaba. Y
yo... Había un chico en la marina conmigo. Él... No quiero hablar de eso.
—¿Asustado, de pronto?
—No, ni mucho menos; ¡estoy maldito! Porque algunas de las normas a las que
debo ajustarme son ritmos exteriores al mundo... algo distinto a lo que pueda
sentirse en la Tierra. 29/51... 108/303. tiempos así. ¿Qué es lo que mira? ¿No
cree usted que pueda ser aterrador? Reproduzca un tiempo 7/5 para mí.
—No sé música.
—Eso no tiene nada que ver con la música. Intente cinco con una mano y siete
con la otra, haciendo que ambas mantengan una pauta regular. Entonces
comprenderá la complejidad y el terror de esas extrañas normas que vienen a mí.
De pronto la cara de Dolan se iluminó.
—¿Se refiere usted a algo parecido al instinto doméstico?
—¿Instinto doméstico?
—Las normas que ayudan a aves y animales a encontrar su hogar desde
cualquier sitio. Nadie sabe cómo.
—Eso mismo; sólo que mayor.
—Usted debía estar en un laboratorio, Storm. ¿Y de dónde viene todo esto?
—No sé. Es un universo desconocido, demasiado grande para abarcarlo; pero
tengo que ajustarme a los tiempos de sus ritmos y compensarlos... con mis
acciones, reacciones, emociones, sentidos, mientras esas presiones gigantes
adelante
me empujan
y me hacen
me empujan
y me hacen
retroceder
y me llevan
dentro
y atrás y fuera
—Ahora el otro brazo —dijo Elizabeth con firmeza—.
Estoy en mi cama, yo. Pensando de nuevo. La mitad (1/2) en el pijama; la otra
mitad (1/2) cogida por la chica pecosa. Me alzo. Ella empuja. El pijama puesto
ahora y me toca a mi ruborizarme. Allá en San Francisco me educaron muy
recatadamente.
—M maniadme hum —dije—. Traducción: "¡Oh la Joya en el loto!" Aludiendo a tí.
¿Qué pasó?
—Te desmayaste—dijo ella—. El señor Dolan tuvo que dejarte marchar. El señor
Lundgren me ayudó a subirte al apartamento. ¿Cuánto he de darle?
—Cinque lire. No. ¿Parla italiano, gentile signorina?
—¿Otra vez de tus pautas?
—Ja. —Asentí y esperé. Tras unos saltos en Grecia y Portugal, el inglés
norteamericano volvió por fin a mí— ¿Por que no te largas de aquí cuando aún
estás a tiempo?
—Aún estoy ligada a ti—dijo ella—. Métete en la cama...
—No.
—Sí. Puedes casarte conmigo después.
—¿Dónde está la caja de plata?
—En el fondo del incinerador.
—¿Sabes lo que había en ella?
—Sé lo que había en ella.
—¿Y aún sigues aquí?
—Fue monstruoso lo que hiciste. ¡Monstruoso!
68
Su pícaro rostro estaba cubierto de maquillaje. Había estado llorando.
—¿Dónde está ahora ella?—añadió.
—No lo sé. Las comprobaciones llevan a un número de cuenta en Suiza. No
quiero saber. ¿Cuánto puede soportar el corazón?
—Creo que voy a descubrirlo—dijo ella.
Apagó las luces. En la oscuridad se oyó el rumor de la ropa. Nunca hasta
entonces había oído yo la música de una persona a la que amo desvistiéndose
para mí... para mi. Hice una última tentativa de salvar a mi amada.
—Te amo—dije—y tú sabes lo que eso significa. Cuando las normas exigen un
sacrificio, debo ser más cruel incluso contigo, más monstruoso...
—No —dijo ella—. Nunca estuviste enamorado antes. El amor también crea
normas.
Me besó. Sus labios ardían, pero su piel estaba helada. Tenía miedo, pero su
corazón latía fuerte y apasionado.
—Nada puede dañarnos ya. Créeme.
—Yo ya no sé qué creer. Formamos parte de un universo cuya grandeza es
superior a todo conocimiento. ¿Y si resulta ser demasiado gigantesco para el
amor?
—Está bien—dijo ella tranquilamente—. Si el amor es una cosa pequeña y tiene
que acabar, que acabe. Que acaben todas las cosas pequeñas como el amor, el
honor, la misericordia y la risa... si hay algo mayor más allá.
—Pero, ¿Qué puede ser mayor que eso? ¿Qué puede haber más allá?
—Si somos demasiado pequeños para sobrevivir, ¿Cómo vamos a poder saberlo?
Se deslizó muy cerca de mí y los extremos de su cuerpo eran como escarcha. Y
así, juntos, pecho con pecho, caldeándonos con nuestro amor, criaturas
asustadas en un mundo portentoso más allá del conocimiento... Aterrador y sin
embargo espeeeraaadooo.
FIN


EL ORINAL FLORIDO
—Concluiremos este primer semestre de Antigüedades —dijo el profesor Paul
Muni— con una reconstrucción de la jornada habitual de un habitante de los
Estados Unidos de América (nombre que se daba hace quinientos años al Gran
Los Angeles) a mediados del siglo veinte.
»Nos referiremos a él como Jukes, uno de los nombres más ilustres de la época,
inmortalizado en la epopeya de las luchas entre Kallikak y Jukes. Se acepta hoy
generalmente que las misteriosas letras JU, halladas en los listines de Hollywood
Este, o en la ciudad de Nueva York como se decía entonces (por ejemplo, JU 6-
0600 o JU 2-1914), indican de algún modo una relación genealógica con la
poderosa dinastía Jukes.
»Estamos en el año de 1950. El señor Jukes, un típico "solitario" (es decir,
"soltero"), vive en un pequeño rancho a las afueras de Nueva York. Se levanta al
amanecer, se pone sus botas con espuelas, sus vaqueros, su camisa de cuero, un
chaleco gris de franela y un lazo negro. Se arma con un revólver y sale al Bar-B-Q
a prepararse un desayuno de Plancton con curry o algas elaboradas. Puede
sorprender a delincuentes juveniles o pieles rojas en su rancho, linchando una
víctima o robándole automóviles, de los que tiene un rebaño de unos ciento
cincuenta.
»A estos delincuentes los dispersa tras singular combate a puñetazos. Como
todos los norteamericanos del siglo veinte, Jukes es un individuo de fuerza
extraordinaria, capaz de aguantar y asestar golpes terribles. Pocas veces utiliza su
revólver para estos fines; reserva normalmente su uso para los ritos ceremoniales.
»El señor Jukes acude a su trabajo en la ciudad de Nueva York montado en un
coche deportivo (una especie de automóvil abierto), o en un tranvía eléctrico. Lee
su periódico matinal, en el que aparecerán noticias como: "El descubrimiento del
Polo Norte», » El hundimiento del Titanic", "Una cápsula espacial dirigida por el
hombre logra orbitar Marte" o "La extraña muerte del presidente Harding".
»Jukes trabaja en una agencia de publicidad situada en la Avenida Madison (hoy
Bulevar Crepúsculo Este), que, en aquella época, era un fangoso y áspero
camino, cruzado por diligencias, en el que se alineaban garitos llenos de
camorristas, cadáveres y bellas artistas de variedades de someros vestidos. Jukes
se dedica a la orientación del gusto, la mejora de la cultura, la elección de los
funcionarios públicos y la selección de héroes nacionales.
»Su oficina, situada en la planta vigésima de un gigantesco rascacielos, está
decorada al estilo característico de mediados del siglo veinte. Tiene un muro de
fuelle, un sillón gravedad nula, o caída libre, y una escupidera de latón. Está
iluminado con bombillas Maser. Grandes ventiladores colgados del techo la
refrescan en verano, y una estufa Franklin de rayos infrarrojos la calienta en
invierno.
»Las paredes están decoradas con extrañas pinturas ejecutadas por artistas tan
famosos como Miguel Angel, Renoir y Domingo. En la mesa hay un magnetofón,
que él usa para dictar. Sus palabras las escribe luego una secretaria utilizando
una pluma y papel carbón. (Se ha demostrado de modo irrefutable que la máquina
mecanográfica no se creó hasta el apogeo de la Era de la Computadora, a finales
del siglo veinte.)
»El trabajo del señor Jukes consiste en crear las consignas espirituales que
animan a la mitad consumidora de la nación. Algunas de estas consignas han
llegado hasta nosotros de modo más o menos fragmentaria, y aquellos de ustedes
que hayan seguido el curso del profesor Rex Harrison, lingüistica 916, ya saben de
las extraordinarias dificultades que se plantean en su interpretación: "Bueno hasta
la última gota" (¿Debemos leer "Dios" donde dice "bueno"?); "¿Lo hace o no lo
hace?" (¿El qué?); y '"Soñé que iba al circo con mi sostén Maidenform"
(incomprensible).
»A mediodía, el señor Jukes toma una segunda comida, normalmente en forma
comuntaria con otros miles de individuos en un estadio gigantesco. Regresa a su
oficina y reanuda el trabajo, pero, como han de tener en cuenta que las
condiciones no eran ideales para la concentración, se veía obligado a trabajar
hasta cuatro y seis horas al día. En aquellos tristes tiempos había una repetición
constante de asaltos a mano armada, robos, guerras de bandas y otras
brutalidades. El aire estaba lleno de los cuerpos de los agentes de bolsa
desesperados que se tiraban por las ventanas de sus oficinas.
»En consecuencia, es muy natural que el señor Jukes busque paz espiritual al
final del día. Y la encuentra en un ritual llamado "fiesta de cocktail". El y otros
creyentes más se encierran en una pequeña habitación, rezando en voz alta, y
llenando el aire con residuos sagrados de marihuana y mescalina. Los creyentes
suelen llevar atuendos denominados "trajes de cocktail", conocidos también como
"negro básicon".
»Después, el señor Jukes puede tomar su última comida del día en un club
nocturno, un centro de diversión subterráneo donde se ofrecen diversos
espectáculos. Va acompañado a menudo por su "cuenta de gastos", frase difícil de
interpretar. El doctor David Niven afirma que esto puede relacionarse con »una
mujer de vida fácil», pero el profesor Nelson Eddy afirma que esto no hace más
que aumentar las dificultades, pues nadie sabe hoy lo que era una "mujer de vida
fácil".
»Por último, el señor Jukes regresa a su rancho en una especie de coche de vapor
en el que juega juegos de azar con los jugadores profesionales que infectan todos
los sistemas de transportes de la época. Ya en su casa, hace una hoguera al aire
libre, calcula los gastos del día con su ábaco, toca música triste con su guitarra,
hace el amor con una de las miles de extrañas mujeres que tienen la costumbre
de irrumpir a horas extrañas ante las hogueras, se enrolla en una manta y se echa
a dormir.
»Tal era la barbarie de aquella época tan histérica que pocos hombres vivían más
de los cien años. Y sin embargo los románticos de ahora añoran aquella era
monstruosa de agitación y terror. La América del siglo veinte está de moda. En
fecha muy reciente, un solo ejemplar de Life, una especie de catálogo postal, fue
vendido en subasta por el famoso coleccionista Clifton Webb por 150.000 dólares.
He de decir, de pasada, que en el análisis que hago de esta pieza en el Phit Trans
actual planteo dudas sobre su autenticidad. Ciertos anacronismos del texto indican
una posible falsificación.
»Y ahora unas últimas palabras sobre vuestros exámenes. Se ha hablado mucho
de parcialidad por parte de la computadora. Se ha sugerido que cuando este
departamento recibió la Multi-III de Bioquímica, se pasaron por alto varios
circuitos, dejándose en situación operativo, con lo que se inclinó a la computadora
en favor del enfoque matemático. Esto es un completo absurdo. Nuestro psiquiatra
de computadoras asegura que la Multi-III ha recibido un curso completo de
readoctrinación y un lavado de cerebro minucioso. Detalladas comprobaciones
han mostrado que todos los errores se debieron a torpeza y descuido de los
estudiantes.
»Les pido que se atengan a los procedimientos normales de esterilización antes
de realizar su examen. Comprueben sus gorras, batas, máscaras y guantes
quirúrgicos y procuren que estén perfectamente ajustados. Asegúrense también
de que los instrumentos estén esterilizados. Recuerden que una mota de
contaminación en su tarjeta de respuesta puede invalidar su examen. La Multi-III
no es una máquina, es un cerebro, y exige el mismo cuidado y consideración que
dispensan a sus propios cuerpos. Gracias, buena suerte, y espero verles de nuevo
el próximo semestre.
Al salir del aula, el profesor Muni fue abordado en el atestado pasillo por su
secretaria, Ann Sothern. Vestía ella un bikini de punto, llevaba una bandeja con
bebidas en una mano y en la otra un bañador del profesor. Muni hizo un gesto
agradecido, tomó un trago rápido y frunció el ceño al oír el número de comedia
musical tradicional con el que los estudiantes pasaban de clase a clase. Comenzó
a estructurar sus notas mientras salían apresuradamente del edificio.
—No hay tiempo para darse un chapuzón, señorita Sothern—dijo—. Tengo que
acudir a ver un descubrimiento revolucionario esta tarde en el Edificio de Artes
Médicas.
—Eso no figura en su programa, doctor Muni.
—Lo sé. Lo sé. Pero Raymond Massey está enfermo, y tengo que hacerlo por él.
Ray dice que me sustituirá la próxima vez que tenga que aconsejar a un joven
genio que abandone la poesía.
Salieron del Edificio de Sociología, pasaron ante la piscina en forma de lágrima,
ante la biblioteca que tenía forma de libro, ante la Clínica cardiaca que tenía forma
de corazón, y llegaron al Edificio Facultad que tenía forma de facultad. Estaba en
un bosquecillo de palmas reales a través del cual serpeaba una pista de golf
diminuta, cuyos acondicionadores de aire emitían un rumor silbante. Dentro del
Edificio Facultad, altavoces ocultos radiaban el último éxito-ruido.
—¿Qué es... "Niágara" de Caruso?—preguntó con aire ausente el profesor Muni.
—No, es "Johnstown Flood", de la Callas—contestó la señorita Sothren, abriendo
la puerta de la oficina de Muni—. Qué extraño. Juraría que dejé las luces
encendidas.
Intentó localizar el interruptor.
—Alto—murmuró el profesor Muni—. Aquí hay algo más de lo que parece,
señorita Sothern.
—¿Qué quiere decir...?
—¿Quién suele planear un encuentro por sorpresa en una habitación a oscuras?
—¿Los... Ios Malos?
—Exactamente.
—Tiene razón—dijo una voz nasal—, mi querido profesor pero le aseguro que se
trata sólo de una cuestión privada de negocios.
—Doctor Muni —murmuró la señorita Sothern—. Hay alguien en su oficina.
—Vamos, entre, profesor—dijo la voz nasal—. Es decir si me permite usted que le
invite a entrar en su propia oficina. No intente encender las luces, señorita
Sothern. Han sido... preparadas.
—¿Qué significa esta intrusión? —preguntó el profesor Muni.
—Entre. Vamos, entre. Boris, lleva al profesor hasta una silla. El individuo que le
coge de un brazo, profesor Muni, es mi implacable guardaespaldas, Boris Karloff.
Yo soy Peter Lorre.
—Exijo una explicación —gritó Muni—. ¿Por qué ha invadido mi oficina? ¿Por qué
han estropeado las luces? ¿Qué derecho tienen a. . . ?
—Las luces están apagadas porque es mejor que la gente no vea a Boris. Es un
hombre muy útil, pero no una delicia estética, todo ha de decirse. Y el motivo de
que haya invadido su oficina se le hará saber después de que haya contestado a
una o dos preguntas.
—No haré nada de eso. Señorita Sothern, busque al decano.
—Usted se quedará donde está, señorita Sothern.
—Haga lo que se le dice, señorita Sothern. No permitiré esto. . .
—Boris, enciende algo.
Algo se encendió. La señorita Sothern lanzó un grito. El profesor Muni quedó
sobrecogido.
—Ya está bien, Boris, apaga. Ahora, mi querido profesor, vayamos al asunto. En
primer lugar, permítame que le informe de que si contesta honradamente a mis
preguntas no se arrepentirá de ello. ¿Sería tan amable de extender la mano?—el
profesor Muni extendió la mano; alguien posó en ella un fajo de billetes—. Son
10.000 dólares; por la consulta. ¿Quiere usted contarlos? ¿Quiere que Boris
encienda algo?
—Le creo —murmuró Muni.
—Muy bien. Profesor Muni, ¿Dónde y durante cuánto tiempo estudió usted historia
norteamericana?
—Es una pregunta extraña, señor Lorre.
—Se le ha pagado para que conteste, profesor Muni.
—Está bien. Bueno... estudié en el Instituto Hollywood, Instituto Harvard, Instituto
Yale y en la Universidad del Pacífico.
—Qué es "Universidad"?
—El nombre antiguo de Instituto. En el Pacífico son tradicionalistas... Obstinados
reaccionarios.
—Y, ¿Durante cuánto tiempo estudió?
—Unos veinte años.
—¿Cuánto tiempo lleva enseñando aquí en el Instituto Columbia?
—Quince años.
—Eso significa treinta y cinco años de experiencia. ¿Diría usted que posee un
amplio conocimiento de los méritos y capacidad de los diversos historiadores
actuales?
—Entonces, ¿Quién es, en su opinión, la autoridad máxima en la historia
Norteamérica del siglo veinte?
—Bueno. Es una pregunta interesante. Harrison, por supuesto, es el que más
sabe de publicidad, titulares de periódicos y pies de fotos. Taylor de ciencia
doméstica, me refiero a la doctora Elizabeth Taylor. Gable probablemente sea el
mejor en transportes. Clark está en el Instituto Cambrige ahora, pero...
—Perdóneme, porfesor Muni. Planteé mal la pregunta. Debería haber preguntado:
¿Quién es la máxima autoridad en objetos históricos del siglo veinte?
Antigiiedades, cuadros, muebles, objetos curiosos, piezas artísticas, etcétera.
—¡Ah! En cuanto a eso no hay duda, señor Lorre. Soy yo.
—Muy bien. Excelente. Ahora escúcheme bien, profesor Muni. Un pequeño grupo
de hombres poderosos me ha encargado que contrate sus servicios profesionales.
Se le pagarán a usted 10.000 dólares por adelantado. Usted dará su palabra de
mantener la transacción en secreto. Y quedará entendido que si su misión fracasa,
no haremos nada por ayudarle.
—Eso es mucho dinero —dijo lentamente el profesor Muni—. ¿Cómo puedo estar
seguro de que esta oferta viene de los Buenos?
—Tiene mi palabra de que es en defensa de la libertad y la justicia del hombre de
la calle, de los desheredados y del sistema de vida del Gran Los Angeles. Por
supuesto puede usted rechazar esta peligrosa misión, y no se le tendrá en cuenta,
pero piense que es el único hombre de todo el Gran Los Angeles que puede
realizarla.
—Bueno —dijo el profesor Muni—, dado que no tengo nada mejor que hacer hoy,
salvo estudiar una cura de cáncer, aceptaré.
—Sabía que podríamos contar con usted. Es usted de esa clase de hombres que
hacen grande a Los Angeles. Boris, canta el himno nacional.
—Gracias, pero sus elogios son inmerecidos. No hago más que lo que haría
cualquier ciudadano leal, honrado y patriota del Gran Los Angeles.
—Muy bien, pues. Le recogeré a media noche. Llevará usted traje de tweed,
sombrero de fieltro muy bajo y zapatos gruesos. Llevará usted treinta metros de
soga de escalador, prismáticos y un revólver de fisión de cañón corto. Su número
de identificación será el 369.
—Aquí—dijo Peter Lorre—369. 369, tengo el placer de presentarle a X, Y, y Z.
—Buenas noches, profesor Muni—dijo el caballero de aspecto italiano—. Yo soy
Vittorio de Sica. Esta es la señorita Garbo. Este Edward Everett Horton. Gracias,
Peter. Váyase ya.
El señor Lorre salió. Muni miró a su alrededor. Se hallaba en un suntuoso
apartamento todo decorado de blanco. Incluso el fuego que ardía en la estufa, por
algún milagro de la química, se componía únicamente de llamas de un blando
lechoso. El señor Horton paseaba nervioso ante el fuego. La señorita Garbo
estaba lánguidamente tendida sobre una piel de oso polar, con una boquilla de
marfil en la mano.
—Permítame que coja yo esa soga, profesor—dijo De Sica—. Supongo que trae
usted también la pistola de cañón corto y los prismáticos habituales. También me
los llevaré. Usted póngase cómodo. Perdone que estemos vestidos de etiqueta,
nuestras identidades encubiertas, compréndalo. Nosotros controlamos el infierno
del fuego. Actualmente estamos...
—¡No! —gritó alarmado el señor Horton.
—A menos que tengamos fe plena en el profesor Muni y seamos completamente
sinceros, no iremos a ningún sitio, mi querido Horton. ¿No estás de acuerdo,
Greta?
La señorita Greta asintió.
—En realidad—continuó De Sica—, somos un pequeño grupo de poderosos
comerciantes en arte.
—En... entonces. . entonces—balbució Muni—son ustedes los famosos De Sica,
Garbo y Horton...
—Esos somos.
—Pe... pero... pero todo el mundo dice que ustedes no existen. Todo el mundo
cree que la organización conocida como el Pequeño Grupo de Poderosos
Comerciantes en Arte es en realidad propiedad de "Los Treinta y Nueve Pasos",
con el control oculto de Cosa Vostra. Es decir que...
—Sí, sí—interrumpió De Sica—. Eso es lo que nosotros queremos hacer creer; de
ahí nuestra identidad oculta como trío siniestro que controla este sindicato de
juego. Pero somos nosotros tres quienes controlamos el arte en el mundo, y por
eso está usted aquí.
—No comprendo.
—Enséñale la lista—dijo la señorita Garbo.
De Sica sacó una hoja de papel y se la entregó a Muni.
—Tenga la bondad de leer esta lista de artículos, profesor. Estúdiela
detenidamente. Depende casi todo de las conclusiones que usted extraiga.
Horno parrilla automático.
Plancha de vapor.
Batidora eléctrica velocidad 12.
Cafetera automática de seis tazas.
Sartén de aluminio eléctrica.
Horno de gas con cuatro quemadores y tapadera.
Nevera de once pies cúbicos más congelador de 170 bras.
Aspiradora eléctrica, tipo lata, con tope de vinilo.
Máquina de coser con bobinas y agujas
Candelabro rueda de carro, de pino y arce.
Lámpara de techo de cristal opalino.
Lámpara de cristal claveteado estilo provincial.
Lámpara de bronce abatible con pantalla de cristal.
Despertador con timbre doble.
Cubertería de cincuenta piezas para ocho.
Cubertería de dieciséis piezas para cuatro, modelo Du
Alfombra de nailon, 9X12, beige espiga.
Alfombra colonial, oval, 9x12, verde helecho.
Felpudo de cáñamo "Bienvenido", 18X30.
Sofá cama y sillón, verde salvia.
Almohadón redondo de goma-espuma.
Silla abatible de espuma con mecanismo de tres posturas.
Mesa plegable, ocho plazas.
Cuatro sillones con soporte.
Armario de roble colonial de soltero, tres cajones.
Armario doble de roble colonial, seis cajones.
Cama con dosel estilo provincial francés, cincuenta y cuatro pulgadas de anchura.
Después de estudiar la lista durante diez minutos el profesor Muni dejó el papel y
lanzó un profundo suspiro —parece el tesoro enterrado más fabuloso de la
historia.
—Oh, profesor, no está enterrado. Muni se incorporó.
—¿Quiére decir que realmente existen esos objeto?
—Desde luego que sí. Ya hablaremos más de eso. Primero, dígame, ¿Tiene usted
una idea clara de este conjunto de objetos?
—¿Los ha retenido con los ojos de su mente?
—Sí, los he retenido.
—Entonces podrá usted contestar a esta pregunta: ¿Corresponden todos estos
tesoros a un tipo, un estilo, un
—No hablas claramente, Vittorio—masculló la señorita Garbo.
—Lo que queremos saber —intervino Edward Everett Horton—es si un hombre
podría...
—Por favor, mi querido Horton. Cada pregunta a su tiempo. Profesor, quizás haya
sido oscuro. Lo que quiero decirle es esto: ¿Representan estos tesoros el gusto de
un hombre? Es decir, ¿Podría el hombre que, digamos, colecciona la batidora
eléctrica, ser el mismo del felpudo de cáñamo "Bienvenido"?
—Si podía permitirse ambos—gorjeó Muni.
—Supondremos, en principio, que él puede permitirse todos los artículos de esta
lista.
—Ni siquiera un gobierno nacional podría permitírselo a todos—contestó Muni—.
Sin embargo, déjeme pensar...
Se echó hacia atrás en su asiento y clavó los ojos en el techo, apenas consciente
de que el Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte le observaba con
gran interés. Tras mucha concentración, Muni abrió los ojos y miró su alrededor.
—Bien, díganos—pidió Horton con ansiedad.
—He estado visualizando esos tesoros en una habitación—dijo Muni—. Se
compaginan admirablemente. En realidad, compondrían una de las habitaciones
más bellas impresionantes del mundo. Si uno entrase en una habitación así,
querría saber inmediatamente quién era el genio que la había decorado.
—¿Entonces...?
—Sí. Yo diría que corresponde al gusto de un hombre.
—¡Ajá! Entonces nuestra sospecha era fundada, Greta. Estamos tratando con un
tiburón solitario.
—No, no, no. Es imposible.—Horton arrojó al fuego el vaso, y luego se encogió de
hombros ante el estruendo— No puede ser un tiburón solitario. Tienen que ser
muchos hombres, de todo tipo, que operan independientemente. Os aseguro...
—Mi querido Horton, sírvete otro trago y cálmate. No haces más que confundir al
buen doctor. Profesor Muni le dije que los artículos de esta lista existían. Así es.
Pero no le dije que no sabemos dónde están actualmente. No lo sabemos por una
buena razón: todos han sido robados.
—¡No! No puedo creerlo.
—Pues sí, y por lo menos una docena de antigüedades más, que no nos
molestamos en incluir porque son de mucho menos valor.
—No debían de pertenecer a una sola colección... yo habría tenido noticia de su
existencia.
—No. Una colección como ésa nunca existió y nunca existirá.
—No lo permitiríamos —dijo la señorita Garbo.
—¿Cómo los robaron entonces? ¿Dónde?
—Independientemente —exclamó Horton, agitando su vaso. Por docenas de
ladrones distintos. No puede ser obra de un solo hombre.
—Según el profesor corresponden al gusto de un hombre.
—Es imposible. ¿Cuarenta audaces robos en quince meses? No puedo creerlo.
—Los objetos de esa lista—continuó De Sica dirigiéndose a Muni—los robaron en
un período de quince meses a coleccionistas, museos, comerciantes e
importadores todo en el área Hollywood Este. Si, como dice usted, los objetos
representan el gusto de un hombre...
—Así es.
—Entonces no hay duda de que tenemos en nuestras manos una rara avis, un
delincuente muy listo que es además especialista en arte, o, lo que sería aún más
peligroso, un especialista que se ha hecho delincuente.
—¿Pero por qué particularizar?—preguntó Muni—. ¿Por qué ha de ser un
especialista? Cualquier comerciante normal en arte podría decirle a un ladrón el
valor de las obras de arte antiguas. La información se podría obtener incluso en
una biblioteca.
—Digo un especialista—contestó De Sica—porque ninguno de los objetos robados
ha vuelto a verse. Ninguno se ha ofrecido a la venta en las cuatro órbitas del
mundo, a pesar de que cualquiera de ellos valdría el rescate de un rey. Por tanto,
estamos frente a un hombre que roba para aumentar su colección.
—Basta, Vittorio—dijo la señorita Garbo—. Hazle la siguiente pregunta.
—Profesor, supongamos ahora que estamos tratando con un hombre de gusto. Ya
ha visto la lista de lo que ha robado hasta ahora. Le pregunto, como historiador:
¿Puede usted sugerirnos algún objeto que evidentemente se integre en su
colección? Si pudiésemos llamar su atención con un nuevo objeto, algo que fuese
bien en esa hipotética habitación que usted visualizó. .. dígame, qué objeto podría
ser? ¿Qué podría tentar al coleccionista que hay en el delincuente al delincuente
que hay en el coleccionista ? añadió Muni.
De nuevo clavó los ojos en el techo mientras los otros le observaban con
ansiedad. Al final murmuró:
—Sí... sí... eso es. Eso mismo. Sería el punto focal de toda la colección.
—¿El qué?—gritó Horton—. ¿De qué habla?
—El orinal florido —respondió solemnemente Muni.
Tan perplejo parecían los tres comerciantes que Muni se vio obligado a ampliar:
—Es una jardinera azul de porcelana de función incierta, decorada con una banda
de margaritas en blanco y oro. Un intérprete francés lo descubrió en Nigeria hace
un siglo. Lo llevó a Grecia, donde lo ofreció a la venta, pero fue asesinado y el
cuenco desapareció. Apareció luego en poder de una prostituta del Uzbek que
viajaba con pasaporte de Formosa y que se lo dio a un charlatán en Civitavechia a
cambio de un supuesto afrodisíaco.
El charlatán contrató a un suizo, un desertor de la guardia vaticana, para que le
sirviese de guardaespaldas hasta Quebec, donde esperaba vender el cuenco a un
magnate de uranio canadiense, pero desapareció en el viaje. Diez años después
un acróbata francés con pasaporte coreano y acento suizo vendió el cuenco en
París. Lo compró el noveno duque de Startford por un millón de francos oro, está
desde entonces en poder de la familia Olivier.
—¿Y esto —preguntó ansioso De Sica— podría ser el punto focal de toda la
colección de nuestro amigo?
—Sin duda alguna. Pongo en juego mi reputación.
—¡Magnífico! Entonces nuestro plan es de lo más simple. Debemos anunciar una
supuesta venta del orinal florido a un importante coleccionista de Hollywood Este.
Quizás señor Clifton Webb sea la persona más adecuada. Debemos dar
abundante publicidad al envío de este raro tesoro al señor Webb. Y luego tender
una trampa al ladrón en casa del señor Webb y... ¡Creo que vamos a atraparlo!
—¿Querrán cooperar el duque y el señor Webb?—preguntó Muni.
—Cooperarán. No tienen más remedio.
—¿No tienen más remedio? ¿Por qué?
—Porque les hemos vendido tesoros artísticos a ambos, profesor Muni.
—No comprendo.
—Mi buen doctor, hoy las ventas se hacen enteramente en una base residual. Del
cinco al cincuenta por ciento de la propiedad, el control y el valor de reventa de
todas las obras de arte lo retenemos nosotros. Nosotros tenemos derechos
residuales sobre todos esos objetos robados también, por eso debemos
recuperarlos. ¿Comprende ahora?
—Sí, comprendo, y veo que me he equivocado.
—Así es. ¿Le ha pagado ya Peter?
—¿Le ha prometido usted guardar secreto?
—Di mi palabra.
—Grazie. Entonces, habrá de disculparnos, tenemos mucho trabajo.
Mientras De Sica entregaba a Muni la soga, los prismáticos y la pistola de cañón
corto, la señorita Garbo se acercó a él.
—No—dijo.
De Sica le lanzó una mirada inquisitiva
—¿Hay algo más, cara mía ?
—Tú y Horton id a hacer vuestro trabajo fuera de aquí —masculló—. Peter quizás
le haya pagado, pero yo no. Queremos estar solos.—Le hizo una seña al profesor
Muni indicando la piel de oso.
En la elegante biblioteca de la mansión de Clifton Webb en el Camino de Skouras,
el inspector detective Edward G. Robinson presentó a sus hombres al Pequeño
Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte. Su equipo se alineaba ante las
estanterías exquisitamente simuladas, con sus uniformes de criados, domésticos
—Sargento Eddie Brophy, criado—dijo el inspector Robinson—. Sargento Eddie
Albert, segundo criado. Sargento Ed Begley, cocinero. Sargento Eddie Mayhoff
ayudante de cocina. Detectives Edgar Kennedy, chófer y Edna May Oliver, criada.
El inspector Robinson llevaba un uniforme de mayor.
—Ahora, damas y caballeros, la trampa está tendida y el subcomisario Eddie
Fisher, el mejor especialista, al cargo de todo.
—Le felicitamos —dijo De Sica.
—Como todos ustedes saben muy bien —continuó Robinson—, todo el mundo
cree que el señor Clifton Webb ha comprado el orinal al duque de Startford por
dos millones de dólares. Se sabe perfectamente que se envió en secreto a
Hollywood Este escoltado por una guardia armada y que en este mismo instante el
tesoro artístico se encuentra en una caja de caudales oculta en la biblioteca del
señor Webb.
El inspector señaló una pared en la que la combinación de la caja estaba
hábilmente enmascarada en el ombligo de un desnudo de Amadeo Modigliani
(2381-2431), e iluminada por un punto de luz oculto.
—¿Dónde está ahora el señor Webb?—preguntó la señorita Garbo.
—Después de cedernos su gran mansión, a petición nuestra—contestó
Robinson— ha emprendido un crucero de placer por el Caribe con su familia y su
servidumbre. Como saben muy bien éste es un secreto muy bien guardado.
—Y el orinal —preguntó nervioso Horton—. ¿Dónde está?
—En esa caja de caudales señor.
—Quiere usted decir... ¿Quiere usted decir que realmente lo trajo hasta aquí?
¿Está ahí? ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué? ¿Por qué?
—Teníamos que transportar el tesoro artístico, señor Horton. ¿Cómo podíamos
hacer si no que se filtrase el secreto estrechamente guardado a la Associated
Press, a Televisión Unida, a la Reuters y al Sindicato de Satélites, permitiéndoles
sacar fotografías?
—Pe... ro... pero, pueden robarlo realmente... ¡Oh, Dios mío! es horrible.
—Damas y caballeros—dijo Robinson—. Mis ayudante y yo, los mejores policías
de Hollywood Este, y el señor comisario Edmund Kean, estaremos aquí,
teóricamente cumpliendo las tareas propias del servicio doméstico, en realidad
vigilando sin cesar; y no se preocupen. Nadie cogerá el orinal florido, y cogeremos
al Chico de las Antigüedades.
—¿A quién? —preguntó De Sica.
—Ese delincuente coleccionista, señor. Así es como llamamos en el Escuadrón
Bunco. Y ahora, si ustedes fuesen tan amables de salir al amparo de la oscuridad,
utilizando una puerta poco conocida del patio posterior, mis colaboradores y yo
podremos empezar nuestro trabajo, simulando realizar las tareas domésticas.
Tenemos un soplo según el cual nuestro hombre actuará... esta noche.
El Pequeño Grupo de Poderosos Comerciantes en Arte se alejó al amparo de la
oscuridad; el escuadrón Bunco comenzó las tareas domésticas de la noche para
convencer a todo posible observador suspicaz que la vida transcurría
normalmente en la mansión Webb. Había que ver al inspector Robinson,
paseando ante los ventanales del salón con una bandeja de plata en la que estaba
pegado un vaso de vino, con el interior ingeniosamente pintado de rojo para
simular clarete.
Los sargentos Brophy y Albert, criados, se abrían alternativamente la puerta de la
calle con gran ceremonia cuando acudían por turnos a echar las cartas al correo.
El detective Kennedy pintaba el garaje. La detective Edna May Oliver colgaba las
ropas de cama de las ventanas superiores para airearlas. Y a intervalos
frecuentes, el sargento Begley (cocinero) perseguía al sargento Mayhoff (ayudante
de cocina) por toda la casa con un cuchillo de cortar carne.
A las 23 horas, el inspector Robinson posó su bandeja y bostezó prodigiosamente.
Sus hombres entendieron la señal, y toda la casa se llenó de bostezos. En el
salón, el inspector Robinson se desvistió, se puso un pijama y un gorro de dormir,
encendió una vela y apagó las luces. En la biblioteca sólo quedaba el punto de luz
que enfocaba el marcador de la caja de caudales. Luego el inspector subió al piso
de arriba. En el resto de la casa, sus ayudantes se pusieron también los pijamas y
luego se unieron a él. La mansión Webb quedó oscura y silenciosa.
Pasó una hora; un reloj dio las veinticuatro. Sonó por el Camino de Skouras un
ruido sordo.
—La verja principal—murmuró Ed.
—Alguien entra —dijo Ed.
—Es nuestro hombre—anadió Ed.
—Hablen más bajo.
—Está bien, jefe.
Se oyó un rumor de pisadas sobre grava
—Viene por la senda central—murmuró Ed.
—Es un tipo listo—dijo Ed.
El rumor de la grava se convirtió en un ruido suave.
—Está cruzando el seto de flores—dijo De Sica.
Se oyó un golpe sordo, y una maldición.
—Ha metido el pie en un tiesto—dijo Ed.
Se oyó una serie de ruidos sordos a intervalos irregulares.
—No puede sacarlo—dijo Ed.
Se oyó un crac y un repiqueteo.
—Ahora lo ha conseguido—dijo Ed.
—Oh, que hábil es—dijo Ed.
Se oyeron unos golpecitos exploratorios en el cristal.
—Es en la ventana de la biblioteca—dijo Ed.
—¿La dejaste abierta?
—Creí que lo haría Ed, jefe.
—¿Lo hiciste, Ed?
—No, jefe. Creí que tenía que hacerlo Ed.
—No podrá entrar. Ed, mira a ver si puedes abrirla sin que te vea...
Ruido de cristales rotos.
—Da lo mismo, ya ha abierto. Un profesional es un profesional.
Chirrió la ventana; hubo roces y gruñidos mientras el intruso saltaba por ella.
Cuando por fin asentó los pies en la biblioteca, su silueta frente al rayo de luz que
señalaba hacia la caja era simiesca. Miró a su alrededor inseguro un rato, y al fin
empezó a buscar desordenadamente por armarios y cajones.
—Nunca la encontrará—murmuró Ed—. Dije que debíamos poner una señal
debajo del marcador, jefe, y tenía razón.
—No, confía en un profesional. ¿ves? ¿Qué te decía yo? Ya la ha localizado.
¿Todo preparado ya?
—¿No quiere esperar a que la abra, jefe?
—¿Por qué?
—Para cogerle con las manos en la masa.
—Por amor de Dios, esa caja está hecha a prueba de ladrones. Vamos ya.
¿Preparados? ¡Adelante!
La biblioteca se llenó de luz. El ladrón se apartó de la caja oculta consternado, y
se vio rodeado de siete hoscos detectives, que le apuntaban a la cabeza con las
armas. El hecho de que estuviesen en pijama no les hacía parecer menos
decididos. Los detectives, por su parte, vieron a un ladrón ancho de hombros, con
cuello de toro y grandes quijadas. El hecho de que aún no se hubiese sacudido los
restos del tiesto, y llevase una violeta de Parma (Viola Pallida Plena) en el zapato
derecho, no le hacía parecer peligroso.
—Y ahora, amigo, por favor—dijo el inspector Robinson con la exagerada cortesía
que hacía que sus admiradores le llamasen el Beau Brummel del Escuadrón
Bunco.
Se llevaron al malhechor a la comisaría en triunfo.
Cinco minutos después de que los detectives saliesen con su prisionero un
caballero vestido de etiqueta se plantó ante la puerta principal de la mansión
Webb. Llamó al timbre. Del interior salía la música del principio del Bolero de
Ravel interpretado por una orquesta completa a ritmo de vals. Mientras el
caballero parecía esperar tranquilamente, su mano derecha se deslizó por el forro
de su capa y rápidamente probó una serie de llaves en la cerradura. Luego volvió
a llamar el timbre. Hacia la mitad del bolero, encontró una llave que servía.
Giró la llave, empujó la puerta unos centímetros con el pie, y habló suavemente,
como si hubiese dentro un criado invisible
—Buenas noches. Creo que llego un poco tarde. ¿Están todos dormidos, o aún
me esperan? Oh, muy bien. Gracias.
El caballero entró en la casa, cerró la puerta tras de si suavemente, miró a su
alrededor en el oscuro y vacío vestíbulo, y rió entre dientes.
—Como quitarle un caramelo a un niño —murmuró—. Debería avergonzarme.
Localizó la biblioteca, entró y encendió todas las luces. Se quitó la capa, prendió
un cigarrillo, advirtió el bar y se sirvió un trago de una de las botellas más
atractivas. Probó y escupió.
—¡Ah! un nuevo horror, y creí que los conocía todos. ¿Qué demonios es?—metió
la lengua en el vaso—. Whisky, sí; pero whisky con qué...—probó de nuevo—.
Dios mío, es zumo de coliflor.
Miró a su alrededor, descubrió la caja, se acercó a ella y la inspeccionó.
—¡Santo cielo!—exclamó—.Toda una clave con tres números... Veintisiete
combinaciones posibles. Absolutamente a prueba de robos. Realmente estoy
impresionado.
Se acercó al marcador, alzó la vista, se encontró con la difusa mirada del desnudo
y sonrió disculpándose.
—Le ruego que me perdone—dijo, y empezó a marcar la combinación: 1-1-1, 1-1-
2, 1-1-3, 1-2-1, 1-2-2, 1-2-3, y así sucesivamente, tanteando cada vez la palanca
de la caja, disfrazada hábilmente como dedo índice del desnudo. Al llegar al 3-2-1,
la palanca descendió con un breve clic. La puerta de la caja se abrió, destripando,
como si dijésemos, el hermoso vientre del desnudo. El ladrón metió la mano y
sacó el orinal florido. Lo contempló durante un minuto.
—Notable, ¿verdad?—dijo una voz grave.
El ladrón alzó la vista rápidamente. En la puerta de la biblioteca había una chica
que le miraba despreocupadamente. Era alta y delgada, con el pelo castaño y los
ojos de un azul oscuro muy intenso. Llevaba una túnica blanca casi transparente,
y su piel clara brillaba bajo las luces.
—Buenas noches, señorita Webb... ¿O señora?
—Señorita. —Hizo un gesto con el tercer dedo de su mano izquierda.
—Creo que no la oí entrar.
—Ni yo a usted. —Entró en la biblioteca—. Le parece notable, ¿No es así? Quiero
decir, espero que no le desilusione.
—No, no me desilusiona, es único.
—¿Quién cree usted que lo diseñó?
—Nunca lo sabremos.
—¿Cree usted que no haría muchos? ¿Qué por eso es tan raro?
—Sería inútil especular, señorita Webb. Sería como preguntarse cuántos colores
utilizó un pintor en un cuadro o cuantas notas utilizó un compositor en una ópera.
Ella se acercó hasta un canapé.
—¿Un cigarrillo, por favor? ¿Por casualidad está mostrándose condescendiente?
—En absoluto. ¿Fuego?
—Gracias.
—Cuando contemplamos la belleza debemos ver sólo la Ding en sich, la cosa en
sí. Sin duda sabe usted de qué se trata, señorita Webb.
—Sospecho que es usted un poco engreído.
—¿Yo? ¿Engreído? En modo alguno. Cuando la contemplo, también veo sólo la
belleza en sí. Y aunque es usted una obra de arte, no es, en absoluto, una pieza
de museo.
—Así que es usted también especialista en halagos.
—Usted podría convertir en especialista a cualquier hombre, señorita Webb.
—Y ahora que ha abierto usted la caja de caudales de mi padre, ¿Qué va a
hacer?
—Me propongo pasar varias horas admirando esta obra de arte.
—Considérese en su casa.
—No tenía ninguna intención de molestar. Me lo llevaré conmigo.
—Así que va usted a robarlo.
—Le ruego que me perdone.
—Hace usted una cosa muy cruel, sabe.
—Estoy avergonzado de mí mismo.
—¿Sabe usted lo que ese cuenco significa para mi padre?
—Desde luego. Una inversión de dos millones de dólares.
—¿Cree usted que él comercia en belleza como los agentes de bolsa con
acciones?
—Por supuesto. Todos los coleccionistas ricos lo hacen. Compran para vender
con beneficio.
—Mi padre no es rico.
—Oh, vamos, señorita Webb. ¿Y los dos millones de dólares?
—Pidió prestado el dinero.
—Tonterías.
—Es cierto.—Hablaba con gran pasión, y sus ojos azul oscuro se achicaron—. El
no tiene dinero, de veras. Sólo tiene crédito, debía usted saber cómo manejan
esto los financieros de Hollywood. Pidió prestado el dinero y ese cuenco es la
garantía.—Se levantó del sofá—. Si lo roban será un desastre para él... y para mí.
—Señorita Webb, yo...
—Se lo ruego, no se lo lleve. ¿Cómo puedo convencerle?
—Por favor, no se acerque más.
—Oh, no llevo armas.
—Está usted provista de armas mortíferas que está utilizando implacablemente.
—Si ama usted esta obra de arte sólo por su belleza, ¿Por qué no la comparte con
nosotros? ¿O pertenece usted a esa misma clase de hombres a los que odia, los
que necesitan poseer?
—Estoy recibiendo lo peor de esto.
—¿Por qué no puede dejarlo aquí? Si usted lo deja ahora, habrá ganado un poder
perpetuo sobre él. Tendrá libertad para ir y venir a su antojo. Se habrá ganado la
estimación de nuestra familia... de mi padre, mía, de todos nosotros...
—iAy! ¡Dios mío! Me ha convencido. Muy bien, quédese su maldito... —se
interrumpió.
—¿Qué pasa?
Miraba fijamente el brazo izquierdo de ella.
—¿Qué es eso que tiene en el brazo?—preguntó lentamente.
—Nada.
—¿Qué es?—insistió él.
—Una cicatriz. Me caí cuando era niña y...
—Eso no es una cicatriz. Eso es la señal de una vacuna.
Ella no contestó.
—Es la señal de una vacuna—repitió él sobrecogido. Hace cuatrocientos años que
no se vacuna... al menos así.
—¿Cómo lo sabe?—dijo ella mirándole fijamente.
En respuesta, él se subió la manga izquierda y mostró su cicatriz de la vacuna.
—¿También usted?—exclamó ella asombrada.
Él asintió.
—Entonces ambos venimos. .
—¿De entonces? Sí.
Se miraron desconcertados. Empezaron a reír con incrédulo gozo. Se abrazaron y
se dieron palmadas en la espalda, como turistas del mismo pueblo que se
encuentran inesperadamente en la cúspide de la Torre Eiffel. Por último se
separaron.
—Es la coincidencia más fantástica de la historia—dijo—¿verdad que sí? —dijo
ella moviendo la cabeza con asombro—. Aún no puedo creérmelo del todo.
¿Cuándo naciste?
—En mil novecientos cincuenta. ¿Y tú?
—Eso no se pregunta a una dama.
—¡Vamos, vamos !
—En mil novecientos cincuenta y cuatro.
—¿Cincuenta y cuatro? —él rió entre dientes—. Entonces tienes quinientos diez
años.
—¿Ves? Nunca se debe confiar en un hombre.
—Así que no eres hija de los Webb. ¿Cómo te llamas?
—Dugan. Violet Dugan.
—Es un nombre muy bonito y muy sencillo.
—¿Cómo te llamas tú?
—Sam Bauer.
—Es aun más sencillo y más bonito. ¡Vaya, vaya!
—Esa mano, Violet.
—Encantada de conocerte, Sam.
—Es un placer.
—Lo mismo digo, de veras.
—Yo trabajaba en las computadoras en el Proyecto Denver en mil novecientos
setenta y cinco—. Dijo Bauer tomando un sorbo de su ginebra con jengibre, la
combinación menos espantosa del bar de Webb.
—¿Ese fue el que estalló en el setenta y cinco?—exclamó Violet.
—No lo sé. Compraron una de las nuevas IBM 1709, e IBM me envió como
ingeniero de instalación para enseñar el funcionamiento de la máquina al personal
del ejército. Recuerdo que la noche de la explosión... por lo menos yo creo que fue
una explosión. Lo único que sé es que yo estaba enseñándoles a programar
nuevos algoritmos para la computadora cuando...
—¿Cuándo qué?
—Alguien apagó las luces. Cuando desperté, estaba en un hospital de Filadelfia
(Santa Mónica Este, le llaman) y me enteré de que había sido lanzado a cinco
siglos más tarde en el futuro. Me habían recogido desnudo, medio muerto y sin
documentación.
—¿Les explicaste quién eras realmente?
—No. ¿Quién iba a creerme? Así que me curaron, me dieron de alta y anduve
vagando por ahí hasta que encontré un trabajo.
—¿Cómo ingeniero de computadoras?
—Oh, no; no por lo que pagan. Calculo probabilidades para uno de los mayores
tenedores de apuestas del Este. ¿Y tú?
—Prácticamente la misma historia. Yo estaba en Cabo Kennedy haciendo
ilustraciones para una revista sobre el primer cohete que iba a Marte. Soy artista
de profesión...
—¿A Marte? Eso estaba programado para el setenta y seis, ¿verdad? No me
digas que fallaron.
—Debieron de fallar, pero no he podido encontrar gran cosa en los libros de
historia.
—Son muy vagos respecto a nuestra época. Creo que la guerra debió arrasarlo
casi todo.
—De cualquier forma, lo cierto es que yo estaba en el centro de control haciendo
bocetos y coloreando durante la cuenta atrás, cuando... bueno, tal como tú dijiste,
alguien apagó las luces.
—¡Dios mío! El primer despegue atómico, y fallaron.
—Desperté en un hospital de Boston Burbank Norte ahora, exactamente igual que
tú. Después salí de allí, y conseguí un trabajo.
—¿Cómo artista?
—Algo así. Soy falsificadora de antigüedades. Trabajo para uno de los traficantes
en arte más importantes del país.
—Así que aquí estamos, Violet.
—Aquí estamos, sí. ¿Qué crees que pasó, Sam?
—No tengo ni idea, pero no me sorprende. Cuando se juega con la energía
atómica a una escala tan gigantesca, puede suceder cualquier cosa. ¿Crees que
hay más como nosotros?
—¿Más lanzados hacia el futuro?
—Sí, eso.
—No podría asegurarlo. Tú eres el primero que encuentro.
—Si supiese que había más, los buscaría. Dios mío, Violet, tengo tanta nostalgia
del siglo veinte.
—También yo.
—Es tan grotesco todo esto; es como una película mala —dijo Bauer—. Un tópico
de Hollywood. Todo es igual, los nombres, las casas, la forma de hablar. Cómo se
comportan. Todo parece sacado del peor mundo del cine.
—Así es. ¿No lo sabías?
—¿Saber? ¿Saber qué? Cuéntame.
—Yo lo leí en sus libros de historia. Al parecer, después de aquella guerra casi
todo quedó barrido. Cuando empezaron a construir una nueva civilización, no
tenían más punto de referencia que los restos de Hollywood. Quedó relativamente
marginado de la guerra.
—¿Por qué?
—Supongo que nadie pensó que valiese la pena bombardearlo.
—¿Quiénes eran las dos partes, nosotros y Rusia ?
—No sé. Sus libros de historia sólo les llaman los Buenos y los Malos.
—Típico. Dios mío, Violet, son como niños idiotas. No, son como extras de una
mala película. Y lo que me mata es que son felices. Están viviendo esta especie
de vida sintética de espectáculo Cecil B. De Mille, y los muy estúpidos están
encantados. ¿viste el funeral del presidente Spencer Tracy? Llevaban el ataúd en
una esfinge de tamaño natural.
—Eso no es nada. ¿viste la boda de la princesa Joan ?
—¿Fontaine?
—Crawford. Se casó anestesiada.
—Bromeas.
—De verás que no. Ella y su marido fueron unidos en santo matrimonio por un
cirujano plástico.
Bauer se estremeció.
—Vaya, vaya. ¿Has estado en un partido de fútbol?
—No juegan al fútbol; sólo se dan dos horas de descanso.
—Como los desfiles de bandas; no hay músicos, sólo majorettes con bastones.
—Lo tienen todo aireacondicionado, incluso al aire libre.
—Con altavoces que transmiten música en cada árbol.
—Piscinas en cada esquina.
—Luces Kleig en cada tejado.
—Comisarios para restaurantes.
—Máquinas automáticas que venden autógrafos.
—Y diagnósticos médicos. Les llaman Medic-Matones.
—Grabados de piernas femeninas en las aceras.
—Y aquí estamos, atrapados en el infierno —gruñó Bauer—. Por cierto, eso me
recuerda... ¿No crees que deberíamos salir de esta casa? ¿Dónde está la familia
Webb?
—En un crucero. Tardarán días en volver. ¿Dónde están los policías?
—Me libré de ellos con un sustituto. Tardarán horas en volver. ¿Otra copa?
—Está bien. Gracias.—Violet miró a Bauer con curiosidad—. ¿Robas por eso,
Sam, porque odias este mundo? ¿Es venganza?
—No, nada de eso. Es porque tengo nostalgia... prueba esto, creo que es ron y
ruibarbo... he conseguido una casa en Long Island (Catalina Este, debería decir) e
intento convertirla en un hogar del siglo veinte. Naturalmente tengo que robar las
cosas. Paso los fines de semana allí, y es una bendición, Violet, es mi único
escape.
—Comprendo.
—Lo cual me recuerda de nuevo una cosa. ¿Qué demonios haces tú aquí,
disfrazada de la hija de Webb?
—También yo buscaba el orinal florido.
—¿Venías a robarlo?
—Claro. Me sorprendió mucho descubrir que alguien se me había adelantado.
—Y con ese cuento de pobre niñita rica... estabas intentando birlármelo...
—Así es. De hecho, lo hice.
—Lo hiciste realmente. ¿Por qué?
—No por la misma razón que tú. Yo quiero emprender negocios por mi cuenta.
—¿Cómo falsificadora de antigüedades?
—Y traficante también. Estoy reuniendo existencias, pero no he tenido tanto éxito
como tú.
—¿Entonces fuiste tú quien robó el espejo Vanidad de tres cuerpos con marco de
oro simulado?
—Sí.
—¿Y aquella lámpara de lectura de bronce, para la cama, con extensión
graduable?
—Fui yo también.
—Que lástima; yo realmente quería eso. ¿Y qué me dices de la chaise longue con
adornos de borlas tapizada de estambre?
—Yo también —dijo ella—. Casi me rompí la espalda para llevármela.
—¿No puedes conseguir ayuda?
—¿Cómo confiar en nadie? ¿No trabajas tú solo?
—Sí—dijo Bauer pensativo—. Hasta ahora, sí; pero no veo ninguna razón para
seguir haciéndolo. Violet, hemos estado trabajando uno contra otro sin saberlo.
Ahora que nos hemos encontrado, ¿Por qué no establecemos un acuerdo?
—¿Qué acuerdo?
—Trabajaremos juntos, amueblaremos mi casa juntos y la convertiremos en un
maravilloso santuario. Y al mismo tiempo tú puedes aumentar tus reservas de
antigüedades. Quiero decir, si deseas vender la silla, no me opondré. Siempre
podremos coger otra.
—¿Quieres decir compartir tu casa juntos?
—Claro.
—¿No podríamos establecer turnos?
—¿Cómo turnos?
—Algo así como fines de semana alternados...
—¿Por qué?
—Tú sabes por qué.
—No lo sé. Dímelo.
—Oh, vamos...
—No, dime por qué.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido? —ella se ruborizó—. Sabes perfectamente
bien por qué. ¿Crees que soy el tipo de chica que pasa fines de semana con
hombres?
Bauer se sintió desconcertado.
—Pero yo no pensaba en ninguna proposición de esa clase, te lo aseguro. La
casa tiene dos dormitorios. Estarás perfectamente segura. Lo primero que
haremos será robar una cerradura Yale para tu puerta.
—De eso ni hablar—dijo ella—. Conozco a los hombres.
—Te doy mi palabra, será una relación puramente amistosa. Se observará el
mayor decoro.
—Conozco a los hombres—repitió ella con firmeza.
—¿No estás siendo un poco irrealista?—preguntó él—. Aquí estamos los dos,
refugiados en esta pesadilla hollywoodiana; deberíamos estar ayudándonos y
consolándonos mutuamente; y tú permites que un estúpido problema moral nos
separe.
—¿Eres capaz de mirarme a los ojos y decirme que tarde o temprano esa ayuda y
ese consuelo no acabarán en la cama?—contestó ella—. ¿Eres capaz?
—No, no lo soy—contestó él honestamente—. Eso sería negar el hecho de que
eres una chica condenadamente atractiva. Pero yo...
—Entonces eso queda fuera de cuestión, a menos que quieras legalizarlo; y no
estoy prometiendo que acepte.
—No—dijo Bauer con viveza—. Ahí yo trazo una línea, Violet. Habría que hacerlo
a la manera que se hace aquí. Siempre que una pareja quiere mantener una
relación de una noche van al Bodamatón, entran en un cuarto y quedan
conectados. A la mañana siguiente van al Renomatón y allí les desconectan, y su
conciencia queda limpia. ¡Eso es hipocresía! Cuando pienso en las chicas que me
han hecho pasar por esa humillación: Jane Russell, Jane Powell, Jayne Mansfield,
Jane Withers, Jane Fonda, Jane Talzan... ¡Ay Dios mío!
—¡Oh! ¡Tú! —Violet Dugan se puso en pie de un salto llena de furia—. Así que,
después de tanta charla sobre lo espantoso que es esto, también tú has ido a
Hollywood.
—Es imposible discutir con una mujer—dijo Bauer exasperado—. Yo sólo dije que
no quería hacerlo tal como lo hacen aquí, y ella me acusa de aceptar Hollywood.
¡Lógica femenina!
—No intentes imponerme tu supremacía masculina—chilló ella—. Cuando te
escucho, me parece volver a los viejos tiempos, y eso me pone enferma.
—Violet... Violet... no nos peleemos. Debemos mantenernos unidos. Mira, lo
arreglaremos a tu modo. Qué demonios, es sólo un cuarto. Pero pondremos esa
cerradura en tu puerta de todos modos. ¿De acuerdo?
—¡Oh! ¡Vaya! ¡Sólo un cuarto! Eres repugnante.—Cogió el orinal florido y le dio la
vuelta.
—Sólo un minuto—dijo Bauer—. ¿Adónde crees que vamos?
—Yo voy a casa.
—Entonces, ¿No formamos equipo?
—No. Por mí puedes ir a consolarte con esas tramposas, llamadas Jane. Buenas
noches.
—Tu no te vas Violet.
—Claro que me voy, señor Bauer.
—No con el orinal. Es mío.
—Lo robé yo.
—Y yo te lo quité a ti.
—Déjalo, Violet.
—Tú me lo diste. ¿Recuerdas?
—Te lo repito, déjalo.
—No lo dejaré. ¡No te acerques a mí!
—Ya conoces a los hombres. ¿Recuerdas? Pero no lo sabes todo sobre ellos.
Ahora deja ese orinal como una buena chica, o sabrás algo más sobre la
supremacía masculina. Te lo advierto, Violet... muy bien, querida, así.
La pálida aurora brillaba en la oficina del inspector Edward G. Robinson, lanzando
rayos azules a través del denso humo de los cigarrillos. La Brigada Bunco formaba
un círculo amenazador alrededor de la figura simiesca derrumbada en una silla. El
Inspector Robinson hablaba pesadamente.
—Está bien. Oigamos de nuevo su historia.
El hombre de la silla se estremeció e intentó alzar la cabeza.
—Me llamo William Bendix—murmuró—. Tengo cuarenta años. Soy escaladorcolocador
de la empresa Groucho, Chico, Harpo y Marx, ingenieros civiles, 122 03
Goldwin Terrace.
—¿Qué es un escalador-colocador?
—Un escalador colocador es un especialista que, por ejemplo, si la empresa
construye un edificio en forma de zapato, para una zapatería, es el que ata los
cordones arriba; pone las pajas encima de un puesto de helados. También. ..
—¿Cuál fue su último trabajo?
—El Instituto de la Memoria del Bulevar Louis B. Mayer 30449.
—¿Y qué hizo usted?
—Puse las venas en el cerebro.
—¿Tiene usted antecedentes policiales?
—No, señor.
—¿Qué estaba haciendo usted en la elegante residencia de Clifton Webb sobre la
media noche pasada?
—Como dije, estaba tomando un vaso de vodka y espinacas en un bar, la taberna
moderna, donde yo puse la espuma de la cerveza arriba cuando lo construimos, y
apareció ese tipo, se acercó a mí y empezó a hablarme. Me habló de ese tesoro
artístico que acababa de importar un tipo muy rico. Me explicó que también él era
coleccionista, pero que no podía permitirse comprar ese tesoro, y el coleccionista
rico estaba tan celoso de él que ni siquiera le dejaría verlo. Me dijo que me daría
cien dólares sólo por poder echarle una ojeada.
—Quiere usted decir robarlo...
—No, señor, nada de eso. Él dijo que si yo podía sacarlo a la ventana para poder
verlo, me pagaría cien dólares.
—¿Y cuánto le pagaría si se lo entregaba?
—No, señor, sólo mirarlo. Luego yo debía ponerlo otra vez donde estaba, y ése
era el trato.
—Describa a ese hombre.
—Tenía unos treinta años. Bien vestido. Hablaba un poco raro, como un
extranjero, y no hacía más que reírse, como si tuviese un chiste que quisiese
contar. Era de estatura media, quizás algo más. Los ojos oscuros. Y el pelo
también oscuro y ondulado; quedaría muy bien en el tejado de una barbería.
Hubo un repiqueteo urgente en la puerta de la oficina. Entró el detective Edna May
Oliver, con aire alterado.
—¿Qué pasa?—preguntó el inspector Robinson.
—Su historia parece cierta, jefe —informó el detective Oliver—. Fue visto en ese
bar anoche... La Vieja Taberna.
—No, no, no. Es la Taberna Moderna.
—Es igual, jefe. La renovaron para hacer otra gran inauguración esta noche.
—¿Quién colocó la botella en el tejado?—quiso saber Bendix. Nadie le hizo caso.
—Al parecer le vieron hablando con el hombre misterioso que describe—continuó
el detective Oliver—. Salieron juntos.
—Era nuestro hombre.
—Sí, jefe.
—¿Podría identificarle alguien?
—No, jefe.
—¡Maldita sea!—el inspector Robinson aporreó la mesa exasperado—. Tengo la
impresión de que nos ha engañado.
—¿Cómo, jefe?
—¿Es que no comprendes, Ed? Al parecer se dio cuenta de que estábamos
preparándole una trampa.
—No entiendo, jefe.
—¡Piensa, Ed, piensa! Quizás fuese él el informador que nos dio el soplo de que
nuestro hombre actuaría esta noche.
—¿Quiere decir que se denunció a sí mismo?
—Exactamente.
—Pero, ¿Por qué, jefe?
—Para engañarnos y hacernos detener a otro. Te aseguro que es diabólico.
—Pero, ¿Y qué adelanta con eso, Jefe? Usted ya se ha dado cuenta del engaño.
—Tienes razón, Ed. El plan de nuestro hombre debe de ir más allá que todo eso.
Pero, ¿Cómo? ¿Cómo?
El inspector Robinson se levantó y empezó a pasear, intentando determinar con
su poderosa mente las tortuosas maquinaciones del astuto ladrón.
—¿Y qué me pasará a mí?—preguntó Bendix.
—Usted puede irse—dijo Robinson—. Amigo mío no es usted más que un peón en
un juego mucho más importante.
—No, lo que yo quiero saber es si puedo cerrar el trato, con ese hombre.
Probablemente esté aún esperando fuera de la casa.
—¿Cómo ha dicho? ¿Esperando?—exclamó Robinson—. ¿Quiere decir que él
estaba allí cuando le detuvimos a usted?
—Debía de estar, claro.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!—gritó Robinson—. Ahora lo veo todo claro.
—¿El qué, jefe?
—¿No te das cuenta, Ed? El estaba viéndonos cuando nos llevamos a este idiota.
Luego, en cuanto desaparecimos, él entró en la casa.
—¿Quiere decir que...?
—Probablemente esté ahora mismo allí, intentando abrir esa caja.
—¡Dios mío!
—Ed, avisa a la Brigada Volante y a la Brigada Antisubversiva.
—Muy bien, Jefe.
—Ed, quiero que se bloqueen todas las carreteras y caminos que van a dar a la
casa.
—Está bien, jefe.
—Ed, tú y Ed venid conmigo.
—¿Adónde vamos, jefe?
—A la mansión Webb.
—No puede hacer eso, jefe. Es una locura.
—Debo hacerlo. Esta ciudad no es lo bastante grande para nosotros dos. Esta vez
será él... o yo.
La noticia ocupó la primera plana de los periódicos: cómo la Brigada Bunco había
descubierto el diabólico plan del famoso ladrón de antigüedades y llegado a la
fabulosa mansión Webb sólo momentos después de salir éste de allí con el orinal
florido; cómo había encontrado a su inconsciente víctima, la bella Audrey Hepburn,
fiel ayudante de la misteriosa dama del juego Greta "Ojos de Serpiente" Garbo;
cómo Audrey, sospechando intuitivamente que algo fallaba, había decidido
investigar por su cuenta; cómo el astuto ladrón había practicado un siniestro juego
de ratón y gato con ella hasta que tuvo la oportunidad de derribarla con un golpe
brutal.
Entrevistada por los sindicatos de noticias, la señorita Herburrn dijo:
—Fue sólo intuición femenina. Sospeché que algo iba mal y decidí investigar por
mi cuenta. El astuto ladrón practicó un siniestro juego del ratón y el gato conmigo
hasta que tuvo la oportunidad de derribarme con un golpe brutal.
Recibió diecisiete proposiciones de matrimonio por Bodamatón, tres ofertas de
pruebas cinematográficas, veinticinco dólares del Fondo de la Comunidad de
Hollywood Este, el premio Darryl F. Zanuck de interés humano y una riña de su
jefe.
—Deberías haber dicho que te habían violado, Audrey —dijo la señorita Garbo—.
Eso habría mejorado la historia.
—Lo siento, señorita Garbo. Procuraré acordarme la próxima vez. Me hizo una
proposición indecente.
Sucedía esto en el estudio secreto de la señorita Garbo, donde Violet Dugan
(Audrey Hepburn) se dedicaba afanosamente a falsificar un calendario del Corn
Exchange Bank del año 1943, mientras los miembros del Pequeño Grupo de
Poderosos Comerciantes en Arte conferenciaban.
—Cara mía—preguntó De Sica a Violet—. ¿Puedes darnos una descripción más
completa del ladrón?
—Ya he dicho todo lo que puedo recordar, señor De Sica. El único detalle que
parece ayudar es el hecho de que calcula probabilidades para uno de los
tenedores de apuestas más importante del Este.
—¡Bah! Hay centenares de esa especie. Eso no ayuda nada. ¿No dijo algo
relacionado con su nombre?
—No, señor; al menos, no del nombre que usa ahora.
—¿El nombre que usa ahora? ¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno... quiero decir... el nombre que utiliza cuando no es el Chico de las
Antigüedades.
—Comprendo. ¿Y su casa?
—Habló de un sitio en Catalina Este.
—Hay doscientos kilómetros de casas en Catalina Este —dijo Horton irritado.
—¿Y qué quiere que haga yo, señor Horton?
—Audrey—ordenó la señorita Garbo—, deja ese calendario y mírame.
—Sí, señorita Garbo.
—Tú te has enamorado de ese hombre. Para ti es una imagen romántica, y no
quieres entregarlo a la justicia. ¿No es así?
—No, señorita Garbo—contestó Violet con vehemencia—. Si hay algo en el
mundo que deseo es que le detengan.—Se acarició la mandíbula—. ¿Enamorada
de él? ¡Le odio!
—Bueno—dijo De Sica con un suspiro—. Esto es un desastre. Sencillamente,
estamos obligados a pagar dos millones de dólares si no se recupera el original.
—En mi opinión —intervino Horton— la policía jamás lo encontrará. ¡Son unos
idiotas! Casi tanto como nosotros por habernos metido en esto.
—Entonces es un caso para un agente privado. Con nuestras conexiones con el
hampa, no deberíamos tener ningún problema para contratar al hombre adecuado.
¿Alguna sugerencia?
—Nero Wolfe—dijo la señorita Garbo.
—Excelente, Cara mía. Un caballero de cultura y erudición.
—Mike Hammer—propuso Horton.
—Se anota la candidatura. ¿Qué os parece Perry Mason?
—Ese tipo es demasiado honesto—contestó Horton.
—Pues queda tachado. ¿Más sugerencias?
—La señorita North—dijo Violet.
—¿Quién, querida? Oh, sí, Pamela North, la dama detective. No... No, creo que
no. No es un caso para una mujer.
—¿Por qué, señor de Sica?
—Porque hay perspectivas de violencia que parecen poco adecuadas para el sexo
débil, mi querida Audrey.
—No estoy de acuerdo—dijo Violet—. Las mujeres son muy capaces de cuidarse
de sí mismas.
—Ella tiene razón—gruñó la señorita Garbo.
—No lo creo, Greta; y su experiencia de anoche lo prueba.
—Él me derribó con un golpe brutal cuando yo no miraba—protestó Violet.
—Quizás. ¿Queréis que votemos? Yo voto por Nero Wolfe.
—¿Por qué no por Mike Hammer?—preguntó Horton—. Consigue resultados sin
preocuparse cómo.
—Pero esa falta de tacto puede significar que recobremos el original en piezas.
—¡Dios mío! No se me ocurrió pensar eso. Está bien, votaré por Wolfe.
—Yo por la señorita North—dijo la señorita Garbo.
—Pierdes, cara mía. Y queda elegido Wolfe. Bene. Creo que es mejor que
vayamos a visitarle sin Greta, Horton. Resulta notablemente antipático a las
mujeres. Señoras, arrivederchi.
Después de salir dos de los tres poderosos comerciantes en arte, Violet miró
enfurecida a la señorita Garbo.
—¡Machistas!—gruñó—. ¿Por qué tenemos que soportarlos?
—¿Y qué podemos hacer, Audrey?
—Señorita Garbo, quiero permiso para localizar a ese hombre yo sola.
—¿Hablas en serio?
—Desde luego.
—Pero, ¿Qué puedes hacer tú?
—Tiene que haber una mujer en su vida en alguna parte.
—Naturalmente.
—herchez la femme.
—¡Una idea muy inteligente!
—Él mencionó unos cuantos nombres probables, así que la encontraré, y le
encontraré a él, ¿Puedo tomarme un permiso, señorita Garbo?
—Está bien, Audrey. Hazlo. Tráemelo vivo.
La vieja dama que llevaba sombrero galés, delantal blanco, gafas hexagonales y
una masa de labor de punto con agujas, tropezó en la reproducción de las
Escaleras Españolas que llevaban a la Residencia del Rey. La Residencia del Rey
tenía la forma de una corona imperial, con una reproducción de quince metros del
diamante Esperanza relumbrando en la cúspide.
—¡Maldita sea! —murmuró Violet Dugan—. No debería haber sido tan auténtica
con los zapatos. Son infernales.
Entró en la Residencia y subió hasta la décima planta, donde tocó una campanilla
en una puerta flanqueada por un león y un unicornio que rugieron y relincharon
respectivamente. La puerta se hizo nebulosa y luego se aclaró, mostrando a una
Alicia en el País de las Maravillas de grandes ojos inocentes.
—¿Lou?—dijo con ansiedad. Y luego su cara se desvaneció.
—Buenos días, señorita Powell—dijo Violet, sus ojos mirando por encima de la
dama y examinando el apartamento.—Represento al Servicio de Maledicencia,
Ine. ¿Le interesan a usted las murmuraciones? ¿Se está perdiendo los escándalos
más sabrosos? Nuestro equipo de cotillas expertos garantiza la última noticia a los
cinco minutos de producirse; noticias difamatorias, noticias humillantes, noticias
calumniosas, ofensivas, denigrantes...
—Flam —dijo la señorita Powell. La puerta se volvió opaca.
La marquesa de Pompadur, con una falda de brocado y un corpiño de encaje, su
peluca empolvada elevándose por lo menos medio metro, entró en el enrejado
pórtico de Descanso de los Pájaros, una casa privada en forma de jaula de pájaro.
Una cacofonía de cantos de pájaros descendía de su dorada cúpula. Madame
Pompadur sopló en el silbato de reclamo de pájaros que había en la puerta, que
tenía forma de reloj de cuco. La puertecilla que había sobre la esfera del reloj se
abrió y salió de allí una cámara de televisión con un alegre "¡Cu-cú!" que la
inspeccionó.
Violet hizo una profunda reverencia.
—¿Puedo ver a la señora de la casa, por favor?
Se abrió la puerta. Apareció Peter Pan que vestía transparencias verde Lincoln
que revelaban su sexo femenino.
—Buenas tardes, señorita Withers. Avon la visita. Ignatz Avon, el mejor sastre,
que diseña pelucas, transformaciones, tupés, moños, para representaciones,
diversión, moda y...
—Fauf—dijo la señorita Withers. Hubo un portazo. La marquesa se desvaneció.
El artista de la Rivera Izquierda con boina y blusón de terciopelo llevaba su paleta
y su caballete hasta la planta quince de La Pirámide. Justo bajo el ápice había seis
columnas egipcias frente a una inmensa puerta de basalto. Cuando el pintor arrojó
una limosna en el plato de un mendigo de piedra, la puerta giró sobre unos
pivotes, mostrando una tumba sombría en la que había una mujer tipo Cleopatra
vestida como una diosa serpiente cretense, con serpientes a juego.
—Buenos días, señorita Rusell. Tiffany tiene el placer de ofrecerle una nueva
colección de joyería orgánica, las gemas dérmicas de Tiffany. Tatuadas en alto
relieve, incorporan una fuente de radiación gamma, que se garantiza inofensiva
por treinta días, con diamantes resplandecientes de la mejor agua.
—¡Cholck! —dijo la señorita Rusell. La puerta giró de nuevo sobre sus pivotes
cerrándose, al compás de los últimos acordes de Aida, suavemente entonados por
un coro de armónicas.
La maestra, vistiendo un tailteur de encaje, el pelo tenso y apretado en un moño,
los ojos ampliados por los gruesos cristales de las gafas, cruzaba con sus libros
de texto el puente levadizo de la Casa Solariega. Un almenado ascensor la llevó
hasta la doceava planta, donde se vio obligada a saltar por encima de un pequeño
foso antes de llegar al llamador de la puerta, que tenía forma de puño. La puerta
se movió hacia arriba, como un rastrillo en miniatura, y apareció Goldilocks.
—¿Louis?—rió ella. Luego su cara se desvaneció.
—Buenas noches, señorita Mansfield. Read-Eze ofrece un nuevo y espectacular
servicio personalizado. ¿Por qué someterse a la monotonía de los lectores
mecánicos cuando Read-Eze dispone de especialistas con voces adecuadas,
capaces de matizar cada palabra individual, que pueden leerles en persona
tebeos, revistas cinematográficas y sentimentales a cinco dólares la hora?
Novelas de misterio, del oeste, y ecos de sociedad a...
El rastrillo descendió de nuevo.
—Primero Lou, luego Louis—murmuró Violet—. Me pregunto si...
La pequeña pagoda estaba emplazada en una reproducción exacta del paisaje de
una lámina Willow Pattern, incluyendo las imágenes de tres culíes en el puente. La
estrella de cine, con gafas de sol oscuras y una blusa blanca estirada sobre su
poitrine de ciento diez centímetros, palmeó sus cabezas al pasar.
—Cuidado, muñeca—dijo el último.
—¡Oh, perdóneme! Creí que eran estatuas.
—A cincuenta centavos la hora lo somos, pero sólo a efectos visuales.
Mamade Butterfly llegó a la arcada de la pagoda, riendo entre dientes e
inclinándose como una geisha, pero extrañamente adornada con un parche negro
en el ojo izquierdo.
—Buenos días, señorita Fonda. El Límite del Cielo está realizando una oferta
introductoria de un concepto revolucionario en la regeneración del pecho. Una
aplicación de Pecho-G, nuestro polvoantigravedad del color de la piel, bajo el
busto hace milagros. Viene en tres tonos: rubio, tiziano y castaño; y tres alturas:
uva, melón persa y...
—Yo no necesito ningún globo de ascensión—dijo secamente la señorita Fonda—.
Fauf.
—Siento haberla molestado —Violet vaciló—. Perdóneme, señorita Fonda, pero
¿No desentona este parche en el ojo con el personaje?
—No es ningún adorno, querida; eso es sal. Ese Jourdan es un cabrón.
—Jourdan—dijo Violet para sí, volviendo sobre sus pasos a través del puente—.
Louis Jourdan. ¿Podría ser?
El hombre rana de goma negra, con todo el equipo de pesca submarina
incluyendo máscara, tanque de oxígeno y arpón, cruzó el sendero selvático hasta
la Colina de las Fresas, asustando a los chimpancés. A lo lejos trompeteó un
elefante. El hombre rana tocó un gong de bronce que colgaba de un cocotero, y le
respondieron tambores africanos. Apareció un watusi de más de dos metros de
altura y condujo al visitante a la parte trasera de la casa, donde una mujer tipo
Pocahontas agitaba sus piernas en una imitación del río Congo a pequeña escala.
—¿Es Louis Bwana? —preguntó. Luego su cara se desvaneció.
—Buenas tardes, señorita Tarzán —dijo Violet—. Apchuck, con una experiencia
de cincuenta años, garantiza el placer de nadar en agua esterilizada, sea en una
piscina olímpica o simplemente en una vieja y anticuada. Con su sistema
patentado de bomba de mercurio limpieza al vacío, Ap-Chuck elimina barro, arena,
cieno, borrachos, heces, desperdicios...
El gong de bronce resonó, y de nuevo contestaron los tambores.
—¡Oh! Ahora debe de ser Louis—gritó la señorita Tarzán—. Sabía que iba a
cumplir su promesa.
La señorita Tarzán se acercó corriendo a la parte delantera de la casa. La señorita
Dugan se colocó la máscara sobre la cara y se sumergió en el Congo. Al otro lado
salió a la superficie tras una fronda de bambú, junto a un cocodrilo de aire muy
real. Golpeó su cabeza una vez para asegurarse de que estaba disecado. Luego
se volvió a tiempo justo de ver a Sam Bauer entrar en el jardín-selva, del brazo de
Jane Tarzán.
Oculta en la cabina en forma de teléfono del otro lado de la calle, frente a la Colina
de las Fresas, Violet Dugan y la señorita Garbo discutían acaloradamente.
—Fue un error llamar a la policía, Audrey.
—No, señorita Garbo.
—El inspector Robinson lleva ya diez minutos en esa casa. Fallará otra vez.
—Con eso cuento, señorita Garbo.
—Entonces yo tenía razón. Tu no quieres que ese... ese Louis Jourdan sea
capturado.
—Sí quiero, señorita. ¡Claro que quiero! ¡Si me dejara!
—Te encandiló con su propuesta indecente.
—Escuche, por favor, señorita Garbo. Lo importante no es capturarle sino recobrar
los objetos robados. ¿No es cierto?
—¡Excusas! ¡Excusas!
—Si le detienen ahora, nunca nos dirá dónde está el orinal.
—¿Sí?
—Por eso tenemos que obligarle a que nos indique dónde esta.
—¿Pero cómo?
—Yo he cogido una hoja de su libro. ¿Recuerda cómo engañó a aquel individuo
para despistar a la policía?
—Aquel idiota de Bendix.
—Bueno, pues ahora nosotros utilizamos igual al inspector Robinson. ¡Oh, mire!
Algo pasa.
En la Colina de las Fresas se había organizado un auténtico pandemonio. Los
chimpancés chillaban y saltaban de rama en rama. Apareció el watusi, corriendo a
toda prisa perseguido por el inspector Robinson. El elefante empezó a trompetear.
Un gigantesco cocodrilo se arrastraba veloz entre la hierba. Jane Tarzán apareció,
corriendo a toda prisa, perseguida por el inspector Robinson. Sonaban los
tambores africanos.
—Yo habría jurado que ese cocodrilo estaba disecado —murmuró Violet.
—¿Qué dices, Audrey?
—Ese cocodrilo... ¡Sí, tenía razón! Perdóneme, señorita Garbo. Tengo que irme.
El cocodrilo se había alzado sobre sus patas traseras y descendía ahora por el
prado de la Colina de las Fresas. Violet salió de la cabina telefónica y empezó a
seguirle sin prisa. El espectáculo de un cocodrilo andando sobre las patas traseras
seguido, a discreta distancia, por un hombre rana no producía ningún interés
particular a los transeúntes de Hollywood Este. El cocodrilo miró hacia atrás por
encima del hombro una o dos veces y al final advirtió la presencia del hombre
rana. Aceleró el paso. El hombre rana lo aceleró también. Empezó a correr. El
hombre rana corrió, fue quedando atrás, abrió su tanque de oxígeno y empezó a
reducir distancia. El cocodrilo dio un salto y se agarró a un tranvía atestado de
gente que le condujo hacia el Este. El hombre rana gritó a un rickshaw que
pasaba:
—¡Siga a ese cocodrilo!—gritó en el auricular del robot.
En el zoo, el cocodrilo abandonó el tranvía y se perdió entre la multitud. El hombre
rana abandonó el rickshaw y le siguió frenéticamente a través de la Casa Berlín, la
Casa Moscú y la Casa Londres. En la Casa Roma, donde los curiosos arrojaban
pizzas a los ejemplares que había tras la reja, Violet vio a uno de los romanos que
estaba tendido, desnudo e inconsciente en una pequeña jaula de un rincón. A su
lado había una piel de cocodrilo vacía. Violet miró a su alrededor y vio a Bauer que
se deslizaba vestido con un traje de rayas y sombrero borsalino.
Corrió tras él. Bauer echó a un muchacho de un pony eléctrico de carrusel, saltó a
su grupa y empezó a galopar hacia el Oeste. Violet saltó a la espalda de un lama
que pasaba.
—Siga a ese carrusel—gritó. El lama empezó a correr.
—Ch-iao csi-fu nan tso mei mi chou—se quejaba—. Pero ése ha sido siempre mi
problema.
En la Estación Hudson, Bauer abandonó el pony, fue encorchado en una botella y
lanzado al río. Violet saltó al asiento de timonel de un bote de siete remos.
—Siga a esa botella—gritó.
En la orilla de Jersey (Nueva Este), Violet persiguió a Bauer por el Freeway y
luego por Dodge em kar, hasta Old Newark, donde Bauer saltó a un trampolín y
fue catapultado hasta el cilindro delantero del monorraíl Block Island & Nantucket.
Violet esperó astutamente a que el monorraíl abandonase la estación, y entonces
se subió al cilindro trasero.
Dentro, a punta de arpón, detuvo a una madame adolescente y la obligó a
intercambiar la ropa con ella. Vestida con zapatillas de ópera, medias negras,
falda a cuadros, blusa de seda y rulos, arrojó a la chillona madame del monorraíl
en la estación de la calle Vine Este y comenzó a observar más abiertamente lo
que sucedía en el cilindro delantero. Bauer se apeó subrepticiamente en Montauk,
el punto situado más al este de Catalina Este.
Esperó de nuevo a que el monorraíl comenzase a abandonar la estación para
seguirle. En el andén inferior. Bauer se deslizó en el Cañón de trasbordo y fue
lanzado al espacio. Violet corrió al mismo cañón, dejó cuidadosamente los
indicadores de coordinación, tal como Bauer los había colocado, y fue lanzada
menos de treinta segundos después de Bauer, y fue a caer en la red de aterrizaje
justo cuando él subía por la escalerilla de cuerda.
—¡Tú!—exclamó él.
—Yo.
—¿Eras tú la que llevaba un traje de hombre rana?
—Creí que te había despistado en Newark.
—No, no lo conseguiste —dijo ella agriamente—. He conseguido alcanzarte,
amigo.
Entonces ella vio la casa.
Tenía la misma forma que la casa que solían dibujar los niños en el siglo veinte:
dos plantas; tejado picudo, cubierto con papel impermeabilizante; sucias tejas
marrones, la mitad de ellas desprendidas; ventanas simples con cuatro paños de
cristal en cada marco, chimenea de ladrillos rodeada de hiedra; porche delantero
medio hundido a la derecha los restos carcomidos de un garaje para dos coches;
una mata de desvaído zumaque a la izquierda. A la luz del crepúsculo parecía una
casa encantada
—Oh, Sam —balbuceó ella—. ¡Es maravillosa !
—Es una casa—dijo él con sencillez. ¿Cómo es por dentro?
—Ven y lo verás.
Dentro, era una casa encargada por correo sin adulterar, llena de artículos baratos
de segunda mano.
—Es magnífica—dijo Violet; recorrió con amoroso detenimiento el aspirador, tipo
lata, con tope de vinilo.
—Es tan... tan agradable—añadió—. No me había sentido tan feliz en años.
—¡Espera, espera! —dijo Bauer, reventando de orgullo. Se arrodilló ante la
chimenea y encendió un fuego de troncos de abedul. Las llamas crepitaron en
amarillo y naranja.
—Mira—añadió—. Auténtica madera y auténticas llamas. Y conozco un museo
donde tienen un par de morillos a juego.
—¡No! ¿De veras?
Él asintió.
—En el Peabodi, en Yale High.
Violet tomó una decisión.
—Sam, yo te ayudaré.
Él la miró fijamente.
—Te ayudaré a robarlos—dijo—. Yo... te ayudaré a robar todo lo que quieras.
—¿Hablas en serio, Violet?
—Fui una idiota. Nunca entendí... Yo... Tenías razón. Nunca debería haber
permitido que una cosa tan estúpida se interpusiera entre nosotros.
—¿No estás diciendo eso para engañarme, Violet?
—No, Sam. De veras.
—¿O porque te gusta mi casa?
—Claro que me gusta, pero ése no es el único motivo.
—¿Entonces somos socios?
—Sí.
—Esa mano.
Pero en vez de darle la mano ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.
Minutos después, en la silla plegable de espuma con mecanismo de tres
posiciones, ella murmuraba en el oído de él:
—Somos nosotros contra todos, Sam.
—Déjales que vigilen, es todo lo que tengo que decir.
—Y "todos" incluye a esas mujeres llamadas Jane.
—Violet, te juro que nunca tuve nada serio con ellas. Si pudieses verlas
—Las he visto.
—¿De verás? ¿Dónde? ¿Cómo?
—Ya te lo contaré otro día.
—Pero...
—Oh, cállate...
Mucho más tarde él dijo:
—Si no colocamos un cierre en esa puerta del dormitorio, tendremos problemas.
—Al diablo con el cierre—dijo Violet.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN—clamó una voz.
Sam y Violet se levantaron de la silla, asombrados. Una luz blanquiazul penetraba
por las ventanas de la casa. Llegó el excitado clamor de una muchedumbre
preparada para el linchamiento, el galopante crescendo de la Obertura de
Guillermo Tell y efectos sonoros del Derby de Kentucky, una locomotora,
destructores en estaciones de combate y ruidos de cataratas.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN —bramó de nuevo la voz.
Corrieron a una ventana y miraron. La casa estaba rodeada de cegadoras luces
Kleig. Confusamente pudieron ver una horda de Jacqueries con una guillotina,
televisión y cámaras de noticias, una orquesta de noventa instrumentos, una
batería de mesa sonora manejada por técnicos con auriculares, un director con
pantalones de montar que llevaba un megáfono, él inspector Robinson con un
micrófono y un círculo de sillas de cubierta en las que se sentaban una docena de
hombres y mujeres con atuendos teatrales.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. HABLA EL INSPECTOR EDWARD G.
ROBINSON. ESTA RODEADO. NOSOTROS... ¿QUÉ? AH, TIEMPO PARA UN
ANUNCIO... MUY BIEN. ADELANTE.
Bauer miró furioso a Violet.
—Así que era una trampa.
—No, Sam, te lo juro.
—Entonces, ¿Qué están haciendo esos aquí?
—No lo sé.
—Tú los trajiste.
—iNo, Sam, no! Yo... quizás no fuese tan lista como creí que era. Quizás me
siguieron cuando yo te seguía a ti; pero te juro que no los vi.
—Mientes.
—No, Sam—empezó a llorar.
—Tú me vendiste.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. ATENCIÓN LOUIS JOURDAN. DEBE PONER
EN LIBERTAD A AUDREY HEPBURN.
—¿Quién?—Bauer estaba confuso.
—Soy yo—murmuró Violet—. Es el nombre que adopté, lo mismo que tú. Audrey
Hepburn y Violet Dugan son la misma persona. Creen que tú me has raptado; pero
yo no te vendí, Sam. No soy una traidora.
—¿Estás de mi parte?
—Lo estoy.
—ATENCIÓN, LOUIS JOURDAN. SABEMOS QUIÉN ERES. SAL CON LAS
MANOS EN ALTO. DEJA LIBRE A AUDREY HEPBURN Y SAL CON LAS MANOS
EN ALTO.
Bauer abrió bruscamente la ventana.
—Ven a cogerme, policía—gritó.
—ESPERA A QUE TERMINE EL PERÍODO DE ANUNCIOS, AMIGO.
Hubo una pausa de diez minutos para identificación de la red. Luego se oyó una
descarga. Minúsculas nubes en forma de hongo se alzaron donde cayeron los
proyectiles de fisión. Violet lanzó un chillido. Bauer cerró de golpe la ventana.
—Utilizan las municiones con mucho cuidado—dijo—. Tienen miedo a estropear
los objetos que hay aquí. Quizás tengamos una posibilidad, Violet.
—¡No! por favor, querido, no intentes luchar con ellos.
—No puedo. No tengo nada para luchar.
Los disparos llegaban ahora de modo continuo. Cayó un cuadro de la pared.
—Sam escúchame —suplicó ella—. Entrégate. Sé que por robo te condenarán a
noventa días, pero estaré esperándote cuando salgas.
Una ventana se estremeció.
—¿Me esperarás, Violet?
—Te lo juro.
Comenzó a arder una cortina.
—¡Pero noventa días! ¡Tres meses completos!
—Empezaremos una nueva vida juntos.
Fuera, el inspector Robinson lanzó un súbito gruñido y se llevó la mano al hombro.
—Esta bien—dijo Bauer—me entregaré. Pero mírales, convirtiendo todo esto en
una película... "Los Intocables" y "Los Escandalosos Años Veinte". No les dejaré
que recuperen nada de lo que conseguí. Espera un minuto...
—¿Qué vas a hacer?
Fuera, la Brigada Bunco comenzó a toser, como por efecto de gases
lacrimógenos.
—Volarlo todo—dijo Bauer.
—¿Volarlo todo? ¿Cómo?
—Tengo un poco de dinamita que cogí en Groucho, Chico, Harpo y Marx cuando
andaba tras su colección de picos. No conseguí ningún pico, pero conseguí esto.
—Mostró una pequeña vara roja con un marcador arriba. A un lado estaba escrito:
TNT.
Fuera, Ed (Begley) se llevó la mano al corazón, sonrió con bravura y se derrumbó.
—No sé cuanto tiempo nos darán —dijo Bauer—. Así que cuando yo empiece,
corre a toda prisa. ¿De acuerdo?
—Sí—dijo ella, temblando.
Accionó el marcador, que inició un tic-tac amenazador, y arrojó el TNT sobre el
sofá-cama verde salvia.
—¡Corre!
Salieron corriendo por la puerta principal bajo la cegadora luz con las manos en
alto.
El TNT era tolueno termonuclear.
—Doctor Culpepper —dijo el señor Pepys—, éste es el señor Chistopher Wren.
Este es el señor Robert Hooke.
Por favor, siéntese, caballero. Le hemos pedido que acuda a la Sociedad Real y
nos dé asesoramiento como el más destacado físicoastrologo de Londres. Sin
embargo, hemos de pedirle que guarde secreto sobre todo esto.
El doctor Culpepper asintió muy serio y miró a hurtadillas el misterioso cesto que
había sobre la mesa frente a los tres caballeros. Estaba cubierto con un fieltro
verde.
—Imprimís—dijo el señor Hooke—, los artículos que le mostraremos fueron
enviados a la Sociedad Real desde Oxford, donde fueron requeridos a varios
artífices, los diseños fueron suministrados por el comprador. Obtuvimos estos
ejemplares de los citados artesanos por robo. Secundo la fabricación de los
objetos fue encargada en secreto por ciertas personas que han alcanzado gran
poder y riqueza en las facultades universitarias a través de conjuros, predicciones,
augurios, y premoniciones. ¿Señor Wren?
El señor Wren alzó delicadamente el paño de fieltro como si temiese una
infección. Desplegados en el cesto había: una pila de servilletas de papel, doce
astillas de madera, sus puntas curiosamente empapadas en azufre, un par de
gafas de montura de concha con lentes de un color oscuro y humoso, un extraño
alfiler, doblado sobre sí mismo de modo que la punta encajaba en un cierre; y dos
grandes telas blandas de franela, una bordada con EL y otra con ELLA.
—Doctor Culpepper —preguntó con tono sepulcral el señor Pepys—¿Son éstos
los amuletos de brujería?
FIN


¿QUIERE USTED ESPERAR?
Los hay que siguen escribiendo esos relatos anticuados sobre Tratos con el
Demonio. Ya saben, azufre, conjuros y pentagramas; engaños, burlas y ensueños.
No saben lo que dicen. El demonismo del siglo veinte es liso y aerodinámico como
los ascensores automáticos, la televisión, las máquinas tragaperras y el resto de
los aparatos y servicios modernos que te dejan desvalido y furioso.
Hace un año me echaron por tercera vez en diez meses de mi trabajo. Tuve que
enfrentar el hecho de que era un fracasado. Estaba además sin un céntimo. Decidí
vender mi alma al Diablo; el único problema era encontrarlo. Acudí a la sala
principal de referencia de la biblioteca y leí todo lo que había sobre demonología.
Como dije, pura palabrería. De cualquier modo, si hubiese podido permitirme
disponer de los costosos ingredientes que, según decían, podían servir para
conjurar al Diablo, no habría tenido en realidad necesidad alguna de tratar con él.
No veía salida alguna, así que hice lo más natural: me dirigí al Servicio de
Celebridades. Un delicado joven contestó a mi llamada.
—¿Puede decirme usted dónde está el Diablo?—pregunté.
—¿Es usted suscriptor del Servicio de Celebridades?
—No.
—Entonces no puedo proporcionarle ninguna información.
—Puedo pagar una pequeña cuota por una sola información.
—¿Quiere usted un servicio limitado?
—Sí.
—¿Quién es la celebridad, por favor?
—El Demonio.
—¿Quién?
—El Demonio... Satanás, Lucifer, Belcebú... el Demonio.
—Un momento, por favor—al cabo de cinco minutos estaba de vuelta, muy
enojado—. Lo siento mucho. El Demonio ya no es una celebridad.
Colgó. Hice lo más razonable, mirar en la guía telefónica. En la misma página
decorada con anuncios del Restaurante Sardi encontré Satán, Shaitan, Carnage &
Bael,477 Madison Avenue, Judson 3-1900. Llamé. Una clara voz femenina
contestó.
—SSC & B. Buenos días.
—¿Puedo hablar con el señor Satán, por favor?
—La línea está ocupada. ¿Quiere usted esperar?
Esperé y perdí mi moneda. Discutí con la telefonista y perdí otra moneda, pero
obtuve la promesa de un reintegro en sellos de correos. Llamé de nuevo a Satán,
Shaitan, Carnage & Bael.
—SSC & B. Buenos días.
—¿Puedo hablar con el señor Satán? Le suplico que no me deje colgado del
teléfono. Estoy llamando desde una...
Hubo una conexión y sonó un timbre. Esperé. Mi aparato emitió un clic de aviso. Al
fin se despejó la línea.
—Oficina de la señorita Hogan.
—¿Puedo hablar con el señor Satán?
—¿Quién llama?
—El no me conoce. Es una cuestión personal.
—Lo siento. El señor Satán ya no está en nuestra organización.
—¿Puede decirme usted dónde puedo encontrarlo? Hubo una apagada discusión
y luego la señorita Hogan dijo:
—El señor Satán está ahora con Belcebu, Belial, Demonio & Orgía.
Los localicé en la guía telefónica. 383 Madison Ayenue, Murray Hill 2-1900.
Marqué. Sonó el teléfono una vez y alguien descolgó. Una voz metálica habló en
un sonsonete:
—El número que ha marcado ha sido suprimido. Tenga la bondad de consultar su
guía para dar con el número correspondiente. Este es un mensaje grabado.
Consulté mi guía. Decía Murray Hill 2-1900. Marqué de nuevo y recibí la misma
respuesta grabada.
Al final comuniqué con una telefonista a la que convencí para que me diese el
número de Belcebú, Belial, Diablo & Orgía. Llamé. Una alegre voz femenina
contestó.
—BBDO. Buenos días.
—¿Puedo hablar con el señor Satán, por favor?
—¿Quién?
—El señor Satán.
—Lo siento. No hay nadie de ese nombre en nuestra organización.
—Entonces póngame con Belcebú o con el Diablo.
—Un momento, por favor.
Esperé. Cada medio minuto ella me decía: "Aún continúo llamando al Diablo..." y
luego cortaba antes de que yo pudiese contestar. Al fin se oyó una alegre y juvenil
voz femenina.
—Oficina del señor Diablo.
—¿Puedo hablar con él?
—¿Quién llama?
Di mi nombre.
—Está hablando por otra línea. ¿Quiere usted esperar?
Esperé. Me había provisto de una buena reserva de monedas. A los veinte
minutos, la alegre y juvenil voz femenina habló de nuevo:
—Acaba de acudir a una reunión de emergencia. ¿Puede llamarle él a usted?
—No. Ya llamaré yo.
Nueve días después le localicé por fin.
—Sí, dígame, ¿En qué puedo servirle?
Tomé aliento.
—Quiero venderle mi alma.
—¿Tiene usted algo sobre el papel?
—¿Qué quiere decir con algo sobre el papel?
—La Propiedad, hijo mío. No esperará usted que BBDO vaya a comprar a ciegas.
Tráiganos su Presentación. Mi secretaria concertará una cita.
Preparé una Presentación de mi alma. Luego llamé a su secretaria.
—Lo siento, está en la Costa. Vuelva a llamar dentro de dos semanas.
Cinco semanas después me concedió una cita. Acudí y me senté en la sala de
recepción de BBDO durante dos horas, con mi Presentación sobre las rodillas. Por
último me pasaron a una oficina decorada con hierros de marcar reses tejanos de
resplandeciente neón. El Demonio estaba sentado en su sillón. Era un hombre alto
con voz teatral de ejecutivo de ventas; de esos que hablan alto en los ascensores.
Me dio un Sincero apretón de manos e inmediatamente se puso a leer mi
Presentación.
—No está mal—dijo—. No está nada mal. Creo que podremos llegar a un acuerdo.
Bueno, ¿Qué es lo que usted quiere? ¿Lo normal?
—Dinero, éxito, felicidad.
Asintió.
—Lo normal. Sepa que en esta firma no engañamos a nadie. Es una empresa
respetable. Garantizamos dinero éxito y felicidad.
—¿Por cuánto tiempo?
—Por todo el período normal de vida del individuo. Aquí no se hacen trampas, hijo
mío. Hacemos nuestros cálculos según las estadísticas oficiales. Y, de pasada, yo
diría que a usted le quedan todavía de cuarenta a cuarenta y cinco años.
Podemos incluir eso en el contrato más tarde.
—¿Y no hay ninguna trampa?
Hizo un gesto de impaciencia.
—Lo que usted piensa es todo cuestión de malas relaciones públicas. Se lo
aseguro, no hay ningún truco.
—¿Garantizado?
—No sólo garantizamos el servicio; insistimos en proporcionarlo. BBDO no quiere
que vaya nadie al Comité de Prácticas Mercantiles Justas. Tendrá que visitarnos
para el servicio por lo menos dos veces al año, si no quedará rescindido el
contrato.
—¿Qué clase de servicios?
Él se encogió de hombros.
—De cualquier clase. Limpiar sus zapatos; vaciar ceniceros; llevarle chicas. Eso
puede concretarse más tarde. Sólo insistimos en que nos utilice por lo menos dos
veces al año. Nosotros nos comprometemos a proporcionarle un quid por su quo.
Quid pro quo. ¿De acuerdo?
—¿Y sin trucos?
—Sin trucos. Haré que nuestro departamento legal redacte el contrato. ¿Quién es
su representante?
—¿Quiere decir un agente? No he buscado ninguno.
Pareció sorprenderse.
—¿No ha buscado agente? Hijo mío, vive usted peligrosamente. En realidad,
podríamos despellejarle. Consígase un agente y dígale que me llame.
—Sí, señor. ¿Puedo... podría hacer una pregunta?
—Desde luego. Estoy a su disposición.
—¿Qué me sucederá... cuando el contrato termine?
—¿Quiere saberlo realmente?
—Sí.
—No se lo aconsejo.
—Quiero saberlo.
Me lo mostró. Era como una odiosa sesión con un psicoanalista a perpetuidad...
una autoacusación eterna y torturante. Era el infierno. Me quedé estremecido.
—Yo habría preferido que enemigos inhumanos me torturaran —dije.
Se echó a reír.
—Su inhumanidad no podría compararse con la inhumanidad del hombre para
consigo mismo. Bien... ¿Cambió de opinión, o cierra el trato?
—Cierro el trato.
Nos dimos la mano y me acompañó hasta la puerta.
—No lo olvide—me advirtió—. Protéjase. Consígase un agente. El mejor.
Firmé con Sibila & Esfinge. Esto fue el tres de marzo. Llamé a S & S el quince de
marzo. La señorita Esfinge dijo:
—Oh, sí, ha habido un cambio. La señorita Sibila estaba negociando en nombre
de usted con BBDO, pero tuvo que coger el avión para Sheol. Me he hecho cargo
yo de todo.
Llamé a primeros de abril.
—Oh sí—dijo la señorita Sibila—ha habido una ligera demora. La señora Esfinge
tuvo que irse a Salem. Hay una quema de brujas. Volverá la semana próxima.
Llamé el quince de abril. La alegre voz de la joven secretaria de la señorita Sibila
me dijo que había ciertas dilaciones en la transcripción de los contratos. Al parecer
BBDO andaba reorganizando su departamento legal. El día uno de mayo Sibila &
Esfinge me dijo que habían llegado los contratos y que su departamento legal
estaba estudiándolos.
En junio tuve que aceptar un trabajo servil para mantener juntos alma y cuerpo.
Trabajé en el departamento de grabación de una cadena de radio. Por lo menos
una vez a la semana llegaba un guión sobre un contrato con el Diablo firmado,
sellado y aceptado. Yo solía reírme de ellos. Pero al cabo de cuatro meses de
negociación yo aún seguía igual.
Vi una vez al Demonio bajando por Park Avenue. Iba corriendo hacia el Congreso,
muy ocupado en tratar cordial y animosamente al electorado. Saludó a todos los
policías y porteros por el nombre. Cuando hablé con él se asustó un poco,
pensando que yo era un comunista o algo peor. No me recordaba en absoluto.
En julio, todas las negociaciones se paralizaron; todos se habían ido de
vacaciones. En agosto todos estaban en ultramar en un Festival de Misa Negra.
En septiembre Sibila & Esfinge me llamaron a su oficina para firmar el contrato.
Tenía treinta y siete páginas y estaba lleno de correcciones y añadidos. Había
media docena de adiciones al margen de cada página.
—¡Si usted supiese el trabajo que ha llevado este contrato! —me dijo Sibila &
Esfinge con satisfacción.
—Muy largo, ¿verdad?
—Son los contratos cortos los que causan más problemas. Ponga las iniciales en
las adiciones que hay al margen y firme en la última página. Hágalo en las seis
copias, por favor.
Puse las iniciales y firmé. Cuando acabé, no percibí ninguna diferencia. Yo
esperaba empezar a recibir dinero, éxito y felicidad.
—¿Está cerrado el trato ya? —pregunté.
—No, hasta que no lo firme él.
—No puedo aguantar ya más.
—Se lo enviaremos por un mensajero.
Esperé una semana y luego llamé.
—Se olvidó usted de escribir las iniciales en una de las adiciones —me dijeron.
Fui a la oficina y puse mis iniciales. Tras otra semana llamé.
—Él se olvidó de poner las iniciales en una de las adiciones—me dijeron esta vez.
El uno de octubre recibí un paquete por entrega especial. Recibí también una
carta certificada. El paquete contenía el contrato firmado y sellado entre el Diablo y
yo. Al fin podía ser rico, tener éxito, ser feliz. La carta certificada era de BBDO y
me informaba de que en vista de que yo no había cumplido la cláusula 27-A del
contrato, lo consideraban rescindido y yo debía someterme al pago según su
conveniencia. Acudí rápidamente a Sibila & Esfinge.
—¿Cuál es la cláusula 27-A?—me preguntaron.
La buscamos. Era la cláusula que me obligaba a utilizar los servicios del Demonio
por lo menos una vez cada seis meses.
—¿Qué fecha tiene el contrato?—preguntó Sibila & Esfinge.
Lo miramos. El contrato tenía fecha de primero de marzo, el día de mi primera
entrevista con el Diablo en su oficina.
—Marzo, abril, mayo...—contó con los dedos la señorita Sibila—. Es cierto. Han
pasado siete meses. ¿Está usted seguro de que no pidió ningún servicio?
—¿Cómo iba a hacerlo? No tenía el contrato.
—Intentaremos resolverlo —dijo agriamente la señora Esfinge.
Llamó a BBDO y tuvo una acalorada discusión con el Demonio y su departamento
legal. Luego colgó.
—Él dice que cerraron el trato el primero de marzo—informó—. Estaba dispuesto
a seguir adelante de buena fe con su parte del compromiso.
—¿Y cómo podía saberlo yo? No tenía el contrato.
—¿No pidió usted nada?
—No. Yo estaba esperando el contrato.
Sibila & Esfinge llamó a su departamento legal y planteó la cuestión.
—Tendrá usted que someterse a un arbitraje —dijo el departamento legal, y
explicó que los agentes tenían prohibido actuar como procuradores de sus
clientes.
Acudí a la firma legal Brujo, Hechicero, Vudú Zahorí & Hechicera (99 Wall Street,
Exchange 3-1900) pára que me representase ante el Comité de Arbitraje (479
Madison Avenue, Lexington 5-1900). Pidieron un anticipo de doscientos dólares
más el veinte por ciento de los beneficios del contrato. Yo había conseguido
ahorrar treinta y cuatro dólares durante los cuatro meses que llevaba trabajando
en el departamento de grabación. Pasaron por alto el anticipo e iniciaron los
preliminares del arbitraje.
El quince de noviembre en la cadena de radio me rebajaron de categoría
enviándome a la sala de correspondencia, y yo pensé seriamente en el suicidio.
Sólo me detuvo el hecho de que mi alma se hallase pendiente del arbitraje.
El caso se vio el doce de diciembre. Fue juzgado por tres árbitros imparciales que
estuvieron todo el día analizando la cuestión. Me dijeron que se me comunicaría
por correo el fallo. Esperé una semana y llamé a Brujo, Hechicero, Vudú, Zahorí &
Hechicera.
—Es que están en vacaciones de Navidad—me dijeron.
Llamé el dos de enero.
—Uno de ellos está fuera de la ciudad.
Llamé el diez de enero.
—Ha vuelto ya, pero los otros dos están fuera de la ciudad.
—¿Cuándo sabré el fallo?
—Quizás tarde meses.
—¿Cree usted que tengo posibilidades de ganar?
—Bueno, nosotros no hemos perdido nunca un arbitraje.
—Eso es animador.
—Pero siempre puede ser la primera vez.
Esto parecía menos animador. Cogí miedo y pensé que sería mejor cubrirme. Hice
lo que me pareció más razonable: recorrí la guía telefónica hasta dar con Serafín,
Querubín & Ángel, 666 Quinta Avenida, Templeton 4-1900. Llamé. Una alegre voz
juvenil femenina contestó.
—Serafín, Querubín & Ángel. Buenos días.
—¿Puedo hablar con el Ángel, por favor?
—Está hablando por otra línea. ¿Quiere usted esperar?
Aún sigo esperando.
FIN


SU VIDA YA NO ES COMO ANTES
La chica que conducía el jeep era muy guapa y muy nórdica. Llevaba el pelo rubio
recogido hacia atrás en una cola de caballo, pero lo tenía tan largo que parecía
más bien la cola de una yegua. Llevaba sandalias, unos vaqueros gastados, y
nada más. Estaba bellamente bronceada. Cuando hizo girar el jeep saliéndose de
la Quinta Avenida y enfiló entre saltos las escaleras de la biblioteca, sus senos
danzaban encantadoramente.
Aparcó frente a la entrada de la biblioteca, salió del coche, y estaba a punto de
entrar cuando algo del otro lado de la calle atrajo su atención. Miró, vaciló, se miró
luego los pantalones e hizo una mueca. Se quitó los pantalones y se los tiró a las
palomas que perpetuamente pían y se arrullan en las escaleras de la biblioteca.
Mientras éstas levantaron el vuelo asustadas, la chica bajó corriendo hasta la
Quinta Avenida, cruzó y se detuvo ante el escaparate de una tienda. En él había
un vestido de lana color ciruela. Tenía la cintura alta, falda muy larga, y no
demasiados agujeros de polillas. El precio era setenta y nueve dólares y noventa
centavos.
La chica vagó entre los viejos coches que estaban aparcados en la avenida hasta
que dio con un guardabarros suelto. Rompió con él la puerta de cristal de la
tienda, entró, esquivando cuidadosamente los fragmentos de cristal y buscó entre
las polvorientas perchas.
Era una chica alta y no le resultaba fácil encontrar prendas de su talla. Por fin
abandonó el traje de lana color ciruela y se quedó con un tartán oscuro, talla doce,
de ciento veinte dólares, rebajado a noventa y nueve noventa. Localizó un talón de
facturas y un lápiz, sopló el polvo y cuidadosamente escribió 99,90 dólares. Linda
Nielsen.
Regresó a la biblioteca y cruzó la puerta principal, que había tardado una semana
en abrir con una maza. Cortó a través del gran vestíbulo, sucio de los excrementos
de las palomas que entraban allí libremente desde hacia cinco años. Mientras
corría se cubría la cabeza con los brazos para protegerse el pelo de las cagaditas.
Subió las escaleras- en el tercer piso entró en la Sala de Imprenta. Como siempre
firmó en el registro: Fecha -20 de junio de 1981. Nombré -Linda Nielsen. Dirección
Central Park Estanque de Modelos de Barcos. Negocio o Empresa Ultimo Hombre
Sobre la Tierra.
Había tenido una larga discusión consigo misma sobre Negocio o Empresa la
primera vez que entró en la biblioteca. Desde un punto de vista estricto, ella era la
última mujer sobre la tierra, pero había pensado que si escribía eso parecería
chauvinismo; y "Ultima Persona Sobre la Tierra" parecía estúpido, algo así como
llamar pócima a una bebida.
Sacó carpetas de las estanterías y comenzó a ojearlas. Sabía exactamente lo que
quería; algo cálido con tonos azules que se ajustase a un marco de 20X30 para su
dormitorio. En una colección de Hiroshige, de incalculable valor, encontró un
grabado con un hermoso paisaje. Rellenó una ficha la colocó cuidadosamente
sobre la mesa del bibliotecario y se fue con el grabado.
Abajo, se detuvo en la sala principal de comunicación, se acercó a las estanterías
posteriores y eligió dos gramáticas italianas y un diccionario italiano. Luego volvió
al salón principal, salió hacia su jeep, y colocó los libros y el grabado en el asiento
delantero junto a su acompañante, una maravillosa muñeca de porcelana de
Dresde. Cogió una lista que decía:
Grabado Japonés
Italiano
Marco de 20X30
Sopa de Langosta
Limpiavajillas
Detergente
Limpiamuebles
Estropajo
Tachó los dos primeros artículos, colocó de nuevo la lista en la guantera, entró en
el vehículo y bajó a saltos las escaleras de la biblioteca. Subió por la Quinta
Avenida, esquivando los montones de escombros. Cuando pasaba ante las ruinas
de la Catedral de San Patricio, en la calle Cincuenta apareció un hombre que
pareció surgir de la nada.
Salió de entre los escombros y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, comenzó a
cruzar la avenida frente a ella. Ella lanzó un grito, tocó la bocina, que no sonó, y
frenó tan precipitadamente que el jeep derrapó y fue a dar contra los restos de un
autobús número 3. El hombre lanzó un grito, dio un salto de tres metros y luego se
quedó paralizado, mirándola.
—No sabe usted circular por la calle—gritó ella—. ¿Por qué no mira por dónde va?
¿Se cree usted que está solo en la ciudad?
El la miraba sin poder articular palabra. Era un hombre alto, de pelo tupido y
rizado, barba pelirroja y piel curtida. Vestía ropa del ejército, pesadas botas de
esquiador y llevaba una mochila y una manta a la espalda. Llevaba también un
viejo fusil y los bolsillos llenos de cosas. Parecía un explorador.
—Dios mío—murmuró al fin con voz áspera—. Alguien al fin. Lo sabía. Siempre
supe que encontraría a alguien. —Luego advirtió su hermoso y largo pelo, y bajó
los ojos—. Pero una mujer—murmuró—. Esta condenada mala suerte mía...
—¿Qué eres tú, una especie de loco?—gritó ella—. ¿No sabes nada mejor que
cruzar con el semáforo en rojo?
Él miró a su alrededor desconcertado.
—¿Qué semáforo?
—Bueno, está bien, no hay semáforos, pero podías mirar por dónde vas...
—Lo siento, señora. A decir verdad, no esperaba que hubiese tráfico.
—Pues es puro sentido común—gruñó ella, apartando el jeep del autobús.
—Hey, señora, espere un momento.
—¿Sí?
—Escuche, ¿Sabe usted algo de televisión? De electrónica, como dicen...
—¿Está intentado burlarse?
—No, hablo en serio. De veras.
Ella soltó un bufido e intentó continuar Quinta Avenida arriba, pero él no se
apartaba para dejarla paso.
—Por favor, señora —insistió—. Tengo buenas razones para preguntarlo. ¿Sabe
algo o no?
—No.
—¡Maldita sea! Señora, perdóneme, no pretendo ofenderla, pero dígame, ¿Ha
encontrado a alguien más en esta ciudad?
—No hay nadie más que yo. Yo soy el último hombre sobre la Tierra.
—Qué curioso. Yo siempre pensé que lo era yo.
—Muy bien, pues soy la última mujer sobre la Tierra.
Él movió la cabeza, negando.
—Tiene que haber más gente; tiene que haberla. Es lógico. Al sur, quizás. Yo
vengo de New Haven, y supuse que si me dirigía hacia donde el clima era más
cálido, encontraría tipos a los que podría preguntarles algo.
—¿Preguntar qué?
—Bueno, una mujer no lo entendería. Y no es que pretenda ofender.
—Bueno, si quiere usted seguir hacia el sur va en dirección contraria.
—Esto es el sur, ¿No?—preguntó, señalando Quinta Avenida abajo.
—Sí, pero acabará en un callejón sin salida. Manhattan es una isla. Lo que tiene
que hacer es ir hacia arriba y cruzar por el puente George Washington a Jersey.
—¿Hacia arriba? ¿Qué camino es ése?
—Tiene que ir por la Quinta Avenida arriba hasta Cathedral Parkwell, luego tiene
que seguir hasta el West Side y luego por River Side arriba. No tiene pérdida.
Él la miró desesperado.
—¿Es usted forastero en la ciudad?
Él asintió. -
—Bueno, está bien—dijo ella—. Suba. Le llevaré.
Trasladó los libros y la muñeca de porcelana al asiento trasero y él se sentó a su
lado. Mientras arrancaba, ella miró sus gastadas botas de esquiador.
—Ha caminado mucho, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por qué no conduce? Puede encontrar fácilmente un coche que funcione, y
hay aceite y gasolina en abundancia.
—Yo no sé conducir—dijo él con tristeza—. Es la historia de mi vida.
Lanzó un suspiro, y esto hizo que la mochila chocase aparatosamente contra el
hombro de ella. Ella le examinó con el rabillo del ojo. Tenía un vigoroso pecho, un
torso largo y sólido y piernas fuertes. Tenía las manos grandes y fuertes, y en el
cuello se abultaban los músculos. Quedó un momento pensativa y luego hizo un
gesto de asentimiento y paró el jeep.
—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿Se ha estropeado?
—¿Cómo te llamas?
—Mayo. Jim Mayo.
—Yo soy Linda Nielsen.
—Ya. Encantado de conocerla. ¿Qué le ha pasado al coche?
—Jim, quiero hacerte una proposición.
—¿Cómo? —la miró dubitativamente—. Escucharé con mucho gusto, señora...
quiero decir, Linda. Pero he de decirte que tengo que hacer una cosa que me
mantendrá ocupado durante mucho tiem... —su voz se perdió al huir de la intensa
mirada ella.
—Jim, si tú haces algo por mí, yo haré algo por ti.
—¿Cómo qué, por ejemplo?
—Bueno, yo me siento terriblemente sola, por las noches. Durante el día no es tan
terrible (siempre hay montones de tareas que te mantienen ocupada), pero de
noche es sencillamente horrible.
—Ya lo sé —murmuró él.
—Tengo que hacer algo para resolverlo.
—Pero, ¿Qué puedo hacer yo?—preguntó él, nervioso.
—¿Por qué no te quedas un tiempo en Nueva York? Si lo haces, te enseñaré a
conducir y te buscaré un coche para que no tengas que seguir hacia el sur
caminando.
—Vaya, es una buena idea. ¿Resulta difícil aprender a conducir?
—Podría enseñarte en un par de días.
—Yo no aprendo las cosas tan deprisa.
—Está bien, un par de semanas, pero piensa en el tiempo que ahorrarás a la
larga.
—Sí—dijo—, parece una gran idea.—Luego apartó otra vez la mirada—. Pero,
¿Qué he de hacer yo por ti?
La emoción iluminó la cara de ella.
—Jim, quiero que me ayudes a trasladar un piano.
—¿Un piano? ¿Qué piano?
—Un piano de madera de rosal de Steinway, de la calle Cincuenta y Siete. Me
muero de ganas de tenerlo en casa. El salón está pidiéndolo a gritos.
—Oh, ¿Quieres decir que estás amueblando?
—Sí pero además es que quiero tocar después de la cena. Uno no puede estar
oyendo discos siempre. Lo tengo todo planeado, tengo libros que enseñan a tocar,
libros que explican cómo hay que afinar un piano... He podido preverlo todo, pero
no puedo trasladar el piano.
—Sí, pero... hay apartamentos en esta ciudad con piano —objetó él—. Debe de
haber centenares, como mínimo. Entra en razón. ¿Por qué no vives en uno de
ellos?
—¡Jamás! Me gusta mi casa. Me he pasado cinco años decorándola, y es
maravillosa. Además está el problema del agua.
Él asintió.
—El agua es siempre una pesadilla. ¿Cómo te las arreglas?
—Vivo en la casa de Central Park donde guardaban los modelos de yates. Queda
frente al estanque de los modelos de yates. Un sitio encantador, y lo tengo muy
arreglado. Podríamos llevar allí el piano entre los dos, Jim. No sería difícil.
—Bueno, no sé, Lena.
—Linda.
—Perdóname. Linda. Yo...
—Pareces bastante fuerte. ¿Qué era lo que hacías antes?
—Era luchador profesional.
—¡Vaya! Sabía que eras fuerte.
—Bueno, pero ya no soy luchador. Entré a trabajar de camarero y luego me
introduje en el negocio de los restaurantes. Abrí uno en New Haven. Se llamaba
"The Body Slam", quizás hayas oído hablar de él.
—No, lo siento.
—Era muy famoso entre la gente del deporte. ¿Qué hacías tú antes?
—Era investigadora de BBDO.
—¿Qué es eso?
—Una agencia de publicidad —explicó ella con impaciencia—. Ya hablaremos de
eso más tarde, si te quedas. Yo te enseñaré a conducir, y trasladaremos el piano y
hay unas cuantos cosas más que yo... pero pueden esperar. Después podrás
seguir hacia el sur.
—Bueno, Linda, no sé...
Ella cogió las manos de Mayo.
—Vamos, Jim, sé un deportista. Puedes quedarte conmigo. Soy una cocinera
magnífica, y tengo una encantadora habitación para huéspedes...
—¿Para qué? Quiero decir, si pensabas que eras el último hombre sobre la
tierra...
—Esa es una pregunta estúpida. Una casa como es debido tiene que tener una
habitación de huéspedes. Te encantará mi casa, ya lo verás. He convertido los
prados en granja y huerto, y se puede nadar en el estanque, y te conseguiremos
un Jaguar nuevo... sé donde hay uno maravilloso.
—Creo que preferiría un Cadillac.
—Puedes elegir a tu gusto. Así que, ¿Qué me dices, Jim? ¿Cerramos el trato?
—De acuerdo, Linda—murmuró él a regañadientes—. Lo cerramos.
Era realmente una casa encantadora, con su tejado de pagoda de un color entre
cobre gastado y verde grisáceo, paredes de piedra, y grandes ventanas. A la
suave luz del sol de junio el estanque oval que había ante ella tenía un brillo
azulado, y en él graznaban y chapoteaban afanosamente los patos. En las suaves
laderas cubiertas de hierba que formaban un cuenco alrededor del estanque había
bancales cultivados. La casa se orientaba al oeste, y tras ella se extendía Central
Park como una gran finca sin cultivar.
Mayo contempló el estanque pensativo.
—Debería tener barcas.
—La casa estaba llena de ellas cuando me trasladé aquí —dijo Linda.
—Yo siempre quise tener un modelo de barco cuando era niño. Una vez, incluso...
—Mayo se interrumpió.
Un ruido penetrante llegó hasta ellos procedente de un lugar indeterminado; era
una serie irregular de pesados golpes que sonaban como piedras bajo el agua. Se
detuvo tan bruscamente como había comenzado.
—¿Qué fue eso?—preguntó Mayo.
—No estoy segura—contestó Linda encogiéndose de hombros—. Creo que es la
ciudad derrumbándose. De vez en cuando se ven caer los edificios. Uno se
acostumbra.—Recuperó su entusiasmo—. Ahora vamos dentro. Quiero enseñarte
una cosa.
Linda explotaba de orgullo mientras prodigaba detalles de decoración al
desconcertado Mayo, impresionado por el salón victoriano, el dormitorio Imperio y
la cocina estilo rústico con un hornillo de keroseno en perfecto estado. La
habitación de huéspedes colonial, con cama endoselada, gruesa alfombra y
lámparas Tole, le irritó.
—Es demasiado femenina, ¿No crees?
—Naturalmente. Soy una chica.
—Sí. Claro. Quiero decir... —Mayo miraba a su alrededor dubitativamente—.
Bueno, un hombre está acostumbrado a cosas menos delicadas. No te enfades.
—No me enfado. Esa cama es bastante fuerte. Pero no lo olvides, Jim, no pongas
los pies en el cobertor, retíralo de noche. Si tienes los zapatos sucios, quítatelos
antes de entrar. Cogí esa alfombra del museo y no quiero que se estropee.
¿Tienes muda?
—Sólo lo que llevo puesto.
—Tendremos que elegir prendas nuevas mañana. Lo que llevas está tan astroso
que no merece la pena lavarlo.
—Oye—dijo él desesperadamente—, creo que va a ser mejor que acampe en el
parque.
—¿Por qué?
—Bueno, estoy más acostumbrado al aire libre que a las casas. Pero no te
preocupes por eso, Linda. Estaré cerca por si me necesitas.
—¿Por qué habría de necesitarte?
—No tienes más que dar una voz.
—Tonterías—dijo Linda con firmeza—. Eres mi huésped y te quedarás aquí. Ahora
lávate un poco; voy a hacer la cena. ¡Oh, maldita sea! Me olvidé de coger la sopa
de langosta.
Linda obsequió a Mayo con una magnífica cena de artículos enlatados, servida en
una excelente vajilla de porcelana Cornisetti y cubiertos de plata daneses. Era una
típica comida de chica, y Mayo seguía teniendo hambre al terminar, pero era
demasiado educado para decirlo. Estaba, además, demasiado exhausto para
inventar una excusa y salir a buscar algo más sustancioso. Se tumbó en la cama,
acordándose de quitarse los zapatos, pero olvidándose del cobertor.
A la mañana siguiente, le despertó un sonoro graznido y un repiqueteo de alas.
Bajó de la cama y se acercó al ventanal justo a tiempo para ver a los patos
desalojados del estanque por lo que parecía un globo rojo. Cuando se sacudió las
brumas del sueño vio que era un gorro de baño. Se acercó al estanque,
estirándose y bostezando. Linda gritó alegremente y nadó hacia él. Salió del
estanque y el gorro de baño era todo lo que llevaba. Mayo retrocedió, apartándose
del chapoteo y las salpicaduras.
—Buenos días—dijo Linda—.¿Has dormido bien?
—Buenos días—dijo Mayo—. No sé. La cama me produjo agujetas en la espalda.
El agua debe de estar muy fría. Tienes carne de gallina.
—Qué va, está estupenda.—Se quitó el gorro y desplegó su pelo—. ¿Dónde está
esa toalla? Ah, aquí está. Vamos, al agua Jim. Después te sentirás muy bien.
—No me gusta cuando está fría.
—No seas miedica.
Un estruendo atronador estremeció la tranquila mañana. Mayo alzó la vista hacia
el cielo despejado con asombro.
—¿Qué demonios fue eso?—exclamó.
—Mira —dijo Linda.
—Parecía un avión supersónico.
—¡Allí! —gritó ella, señalando hacia el oeste—. ¿ves?
Uno de los rascacielos del West Side se desmoronaba majestuosamente,
desplegando una lluvia de ladrillos y cascotes. Momentos después oyeron el
estruendo del derrumbe.
— iQué espectáculo! —murmuró Mayo sobrecogido.
—Decadencia y caída de la ciudad imperial. Uno acaba acostumbrándose. Ahora
date un chapuzón, Jim. Te traeré una toalla.
Linda entró corriendo en la casa. El se quitó los pantalones y los calcetines, pero
seguía aún al borde del estaque, metiendo tímidamente un pie en el agua, cuando
ella volvió con una inmensa toalla de baño.
—Está terriblemente fría, Linda —gimió.
—¿No te dabas duchas frías cuando eras luchador?
—Qué va, nunca. Siempre me duchaba con agua muy caliente.
—Jim, si te quedas ahí, nunca te bañarás. Estás empezando a temblar. ¿Es un
tatuaje eso que tienes en la cintura?
—¿Qué? Oh, sí. Es una pitón, en cinco colores. Da toda la vuelta, ¿ves?—se giró
orgulloso—. Me lo hice cuando estuve con el ejército en Saigón en el sesenta y
cuatro. Es una pitón tipo oriental. Elegante, ¿Eh?
—¿No te dolió?
—La verdad es que no. Los hay que dicen que el tatuaje es una especie de tortura
china. Pero es puro cuento. Más que nada es como un picor, como cosquillas.
—¿Fuiste soldado en el sesenta y cuatro?
—Sí, lo fui.
—¿Cuántos años tenías?
—Veinte.
—¿Entonces tienes treinta y siete ahora?
—Treinta y seis; voy a cumplir treinta y siete.
—Entonces has encanecido prematuramente.
—Supongo que sí.
Linda le contempló pensativa.
—Te advierto que si te das un chapuzón es mejor que no te mojes la cabeza.
Linda volvió corriendo a la casa. Mayo, avergonzado de sus vacilaciones, se tiró
de pie al estanque. Allí se quedó de pie, con el agua hasta el pecho, salpicándose
la cara y los hombros, hasta que regresó Linda. Traía un taburete unas tijeras y un
peine.
—¿Verdad que está estupenda? —preguntó.
Linda se echó a reír.
—Bueno, sal. Voy a cortarte un poco el pelo.
Mayo salió del estanque. Se secó y se sentó obediente en el taburete.
—La barba también —insistió Linda—. Quiero ver qué aspecto tienes en realidad.
Le cortó la barba lo suficiente para que pudiera afeitársela inspeccionó, y asintió
con satisfacción.
—Muy guapo.
—Oh, vamos —dijo Mayo, ruborizándose.
—En la cocina hay un cubo con agua caliente. Ve y aféitate. No te molestes en
vestirte. Después del desayuno buscaremos ropa nueva, y luego... el Piano.
—No podría andar por la calle desnudo—dijo él, asombrado.
—No seas tonto. ¿Quién va a verte? Date prisa.
Bajaron hasta Abercrombie & Fitch entre Madison y la Calle Cuarenta y Cinco,
Mayo recatadamente envuelto en su toalla. Linda le explicó que llevaba años
siendo cliente y le enseñó el montón de facturas que había acumulado. Mayo las
examinó con curiosidad mientras ella le tomaba medidas y le elegía ropa. Cuando
ella regresó cargada de prendas, él estaba casi indignado.
—Jim he encontrado unos mocasines de alce magníficos, y un traje safari, y
calcetines de lana, y camisas marineras, y...
—Oye—la interrumpió él—, ¿Sabes cuánto sube tu cuenta? Casi mil cuatrocientos
dólares.
—¿De veras? Ponte primero los pantalones. No hace falta plancharlos y se secan
enseguida.
—Pero tú estás loca, Linda. ¿Para qué demonios querías todas estas cosas que
compraste?
—¿Te van bien los calcetines? ¿Qué cosas? Lo necesitaba todo.
—¿Sí? ¿Necesitabas, por ejemplo...? —repasó las facturas—. ¿Necesitabas, por
ejemplo, estas gafas submarinas con lentes de plástico, de nueve noventa y
cinco? ¿Para qué?
—Para poder limpiar el fondo de la piscina.
—¿Y qué me dices de esta cubertería de acero inoxidable para cuatro, de treinta y
nueve cincuenta?
—Cuando tengo pereza y no me apetece calentar agua, puedo lavar los cubiertos
de acero inoxidable en agua fría. —Se quedó contemplándole admirado—. Oh,
Jim, mírate en un espejo. Tienes un aire de verdadero galán romántico, como ese
cazador de caza mayor del relato de Hemingway.
Él volvió la cabeza, sin hacerle caso.
—No sé cómo vas a salir de ésta. Tienes que vigilar tus gastos, Linda. ¿No crees
que es mejor que nos olvidemos de ese piano?
—Ni hablar—dijo ella, con firmeza—. No me importa lo que cueste. Un piano es
una inversión para toda la vida, y merece la pena.
Linda estaba muy nerviosa y excitada mientras iban calle arriba hacia la sala de
espectáculos Steinway. Tras una larga tarde de esfuerzos musculares con la
ayuda de cuerdas y grúas, consiguieron llevar el piano hasta el salón de la casa
de Linda. Mayo hizo una comprobación final para asegurarse de que estaba
firmemente asentado, y luego se derrumbó exhausto.
—¡Ay, Dios mío!—masculló—. Habría sido más fácil seguir caminando hacia el
sur.
—¡Jim! —Linda corrió hacia él y le dio un fervoroso abrazo—. Jim, eres un ángel.
¿Te encuentras bien?
—Estoy perfectamente—gruñó él—. Déjame, Linda. No puedo respirar.
—No sé cómo darte las gracias. Llevo siglos soñando con esto. No sé como voy a
pagarte. Pídeme lo que quieras.
—Bueno—dijo él—, me cortaste el pelo...
—Hablo en serio.
—¿No vas a enseñarme a conducir?
—Desde luego. Lo más deprisa posible. Es lo menos que puedo hacer—Linda
retrocedió hasta un sillón y se sentó los ojos fijos en el piano.
—No armes tanto escándalo por nada—dijo él, levantándose.
Se sentó ante el teclado, lanzó una sonrisa tímida por encima del hombro a Linda,
y luego comenzó a teclear EZ Mnuet en G.
Linda se incorporó asombrada.
—¡Sabes tocar! —murmuró.
—Sí. De muchacho tocaba el piano.
—¿Sabes leer música?
—Sí, lo hacía.
—¿Podrías enseñarme?
—Supongo que sí; es bastante difícil. Mira, ésta es otra pieza que tuve que
aprender.
Comenzó a mutilar El Murmullo de la Primavera. Con el piano desafinado y sus
errores, sonaba con un tono espectral.
—Maravilloso —balbució Linda—. ¡Maravilloso!
Tenía los ojos clavados en su espalda y había en su rostro una expresión firme y
decidida. Se levantó, se acercó lentamente a él, y apoyó las manos en sus
hombros.
Él alzó los ojos hacia ella.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Nada —contestó ella—. Tú toca el piano. Yo prepararé la cena.
Pero tan preocupada se mostró durante el resto de la velada, que Mayo se puso
nervioso. Se fue a la cama muy temprano.
Hasta las tres del día siguiente, no dieron con un coche que funcionase, y no fue
un Cadillac sino un Chevrolet... no descapotable, porque a Mayo no le gustaba la
idea de conducir a la intemperie en un descapotable. Salieron con él del garaje de
la Décima Avenida y regresaron al East Side, donde Linda se sentía más a gusto.
Confesó que las fronteras de su mundo iban de la Quinta Avenida a la Tercera y
de la calle Cuarenta y Dos a la Ochenta y Seis. Fuera de estos límites, se sentía
incómoda.
Cedió el volante a Mayo y le dejó bajar y subir por la Quinta y Madison,
practicando arrancadas y paradas. El coche se le caló varias veces, chocó con
montones de escombros, dio marcha atrás contra un escaparate que,
afortunadamente, no tenía cristales.
Temblaba de nerviosismo.
—Es difícil de veras—se quejó.
—Sólo es cuestión de práctica —dijo ella, tranquilizándole—. No te preocupes. Te
prometo que acabarás siendo un especialista aunque tardemos un mes.
—¡Un mes!
—Dijiste que eras lento para aprender, ¿No? No me eches la culpa a mí. Para
aquí un momento.
Él detuvo el Chevrolet. Linda salió.
—Espérame.
—¿Qué pasa?
—Una sorpresa.
Linda entró corriendo en una tienda y salió al cabo de media hora con un vestido
negro y fino, collar de perlas y zapatos de tacón alto. Llevaba el pelo recogido en
una especie de corona. Mayo la contempló asombrado cuando entraba en el
coche.
—¿Pero qué es esto?—preguntó.
—Parte de la sorpresa. Gira hacia el este en la calle Cincuenta y Dos.
Él puso en marcha laboriosamente el coche y se dirigió hacia el este.
—¿Por qué te has puesto de noche?
—Es un traje de cocktail.
—¿Para qué?
—Es la ropa adecuada para el lugar al que vamos. ¡Cuidado, Jim! —Linda desvió
el volante esquivando un montón de escombros—. Voy a llevarte a un restaurante
famoso.
—¿A comer?
—No, tonto, a tomar una copa. Eres mi huésped y tengo que distraerte. Es ahí a la
izquierda. Mira a ver si hay sitio para aparcar.
El aparcó abominablemente. Cuando salían del coche, se detuvo y empezó a
olisquear con curiosidad.
—¿Hueles eso?—preguntó.
—¿El qué?—dijo ella.
—Esa especie de olor dulce.
—Es mi perfume.
—No, es algo que está en el aire, algo dulzón... Conozco ese olor, pero no
recuerdo exactamente qué es.
—No te preocupes. Entremos. —Le condujo al interior del restaurante—. Deberías
llevar corbata —murmuró—, pero podremos arreglarnos también así.
A Mayo no le impresionó gran cosa la decoración del restaurante, pero le
fascinaron los retratos de celebridades que había colgados en el bar. Pasó varios
minutos absorto quemándose los dedos con cerillas, mientras contemplaba a Mel
Allen, Red Barber, Casey Stenger, Frank Gifford y Rocky Marciano. Cuando por fin
volvió Linda de la cocina con una vela encendida, se volvió hacia ella
entusiasmado.
—¿Viste alguna vez aquí a alguno de estos ídolos de la televisión?
—Supongo que sí. ¿Qué te parece si tomamos una copa?
—Claro, cómo no. Pero quiero hablar más sobre estos actores de televisión.
La siguió hasta uno de los taburetes de la barra, sopló el polvo y la ayudó a
sentarse con la mayor cortesía. Luego saltó al otro lado de la barra, sacó su
pañuelo y limpió con él el mostrador con destreza profesional.
—Esta es mi especialidad—dijo con una mueca burlona. Asumió inmediatamente
la actitud impersonalmente amistosa de los camareros—. Buenas noches, señora.
Hermosa noche. ¿Qué desea?
—¡Ay, Dios mío, vaya día que he tenido hoy en el trabajo! Un martini seco con
hielo. Que sea doble, por favor.
—Desde luego, señora. ¿Limón o aceituna?
—Cebolla.
—Gibson doble seco con hielo. Muy bien.—Mayo buscó tras la barra y sacó al fin
whisky, ginebra, y varias botellas de soda sólo parcialmente evaporada por el
cierre sellado.—Lo siento, pero creo que se han acabado los martinis, señora,
¿Qué prefiere en su lugar?
—Oh, eso me gusta. Whisky, por favor.
—Esta soda no tendrá gas —advirtió—, y no hay hielo.
—No importa.
Él enjuagó un vaso con soda y sirvió whisky en él.
—Gracias. Tome uno a mi cargo, camarero. ¿Cómo se llama ?
—Me llaman Jim, señora. No, gracias. Nunca bebo cuando trabajo.
—Entonces, deje su trabajo y pase aquí conmigo.
—Nunca bebo fuera de mi trabajo, señora.
—Puedes llamarme Linda.
—Gracias, señorita Linda.
—¿Hablas en serio cuando dices que nunca bebes, Jim?
—Bueno, Felices Días.
—Y Largas Noches.
—Eso me gusta, también. ¿Es tuyo?
—Bueno, no sé. Simple rutina de camarero. Especialmente con los hombres. No
se ofenda.
—No me ofendo.
—¡Abejas! —exclamó Mayo.
Linda le miró desconcertada.
—¿Cómo abejas?
—Ese olor. Así es como huele en las colmenas.
—¡Oh! Yo no sé cómo huele en las colmenas—dijo ella con indiferencia—.
Sírveme otro, por favor.
—Ahora mismo. Pero, dime a esas celebridades de la televisión, ¿Las viste
realmente aquí, en persona?
—Claro. Felices Días, Jim.
—Debían venir aquí los sábados, ¿No?
—¿Por qué los sábados? —preguntó Linda.
—Día libre.
—Ah.
—¿A qué actores de la televisión viste?
—Todos los que puedas nombrar, los he visto yo—lanzó una carcajada—. Me
recuerdas al chico de la puerta de al lado. Siempre tenia que decirle las
celebridades a las que había visto. Un día le conté que había visto aquí a Jean
Arthur y me dijo: "¿Con su caballo?"
Mayo no entendió el chiste, pero se sintió herido, sin embargo. En el momento en
que Linda iba a aplacar su irritación, el bar empezó a temblar suavemente, y se
inició al mismo tiempo un estruendo subterráneo. Venía de muy lejos, parecía
aproximarse lentamente y luego se desvaneció. Cesó el temblor también. Mayo
miró fijamente a Linda.
—¡Dios mío! ¿Crees que se va a derrumbar este edificio?
—No—dijo ella negando con un gesto—. Cuando se derrumban, lo hacen siempre
con un bum. ¿Sabes a que se parecía ese sonido? Al del metro en la Avenida
Lexington.
—¿El metro?
—Sí, el metro. El tren local.
—Qué disparate. ¿Cómo iba a estar funcionando el metro?
—Yo no dije que fuese. Dije que parecía. Deme otro, por favor.
—Necesitamos más soda. —Mayo exploró y reapareció con botellas y una gran
lista de precios; estaba pálido—. Es mejor que te lo tomes con calma, Linda—
dijo—. ¿Sabes cuánto cobran por una copa? Un dólar setenta y cinco. Mira.
—Al diablo el dinero. Vivamos un poco. Póngamelo doble, camarero. ¿Sabes lo
que te digo, Jim? Si te quedases en la ciudad, podría enseñarte donde vivían
todos tus héroes. Gracias. Felices Días. Podría enseñarte todas sus grabaciones y
sus películas. ¿Qué te parece? Ídolos como... como Red... ¿Qué más?
—Barber.
—Red Barber, y Rocky Gifford, y Rock Casey y Rocky Ardilla Voladora.
—Estás burlándote de mí—dijo Mayo, ofendido de nuevo.
—¿Yo? ¿Burlándome?—dijo Linda con dignidad—. ¿Por qué iba yo a hacer una
cosa así? Sólo intentaba ser agradable. Sólo pretendía que lo pasases bien un
rato. Mi madre me decía: "Linda no olvides nunca esto con un hombre; ponte lo
que él quiera y di lo que le guste", eso me decía. ¿Te gusta este vestido?—
preguntó.
—Me gusta, sí; me gusta mucho.
—¿Sabes cuanto pagué por él? Noventa y nueve cincuenta.
—¿Qué? ¿Cien dólares por una cosa como ésa? Por ese trapillo negro...
—No es ningún trapillo negro. Es un traje de cocktail negro básico. Y pagué veinte
dólares por las perlas. De imitación —explicó—. Y sesenta por los zapatos. Y
cuarenta por el perfume. Doscientos veinte dólares por complacerte. ¿Te sientes
complacido?
—Claro.
—¿Quieres olerme?
—Ya lo hice.
—Camarero, póngame otro.
—Lo siento pero no puedo servirle más, señora.
—¿Por qué no?
—Ya ha bebido bastante.
—Aún no he bebido bastante—replicó Linda indignada—. ¡Qué modales son
ésos!—Cogió la botella de whisky—. Vamos, tomemos unos tragos y hablemos de
los ídolos de la televisión. Felices Días. Podría llevarte a ese sitio y enseñarte las
grabaciones y las películas. ¿Qué te parece?
—Ya me los has preguntado.
—No me contestaste. Podría enseñarte también películas de cine. ¿Te gusta el
cine? Yo lo odio, no puedo soportarlo. El cine me salvó la vida cuando la gran
explosión.
—¿Cómo fue eso?
—Es un secreto, ¿Sabes? Que quede entre tú y yo. Si otra agencia se
enterase...—Linda miró a su alrededor y luego bajó la voz—. Mi agencia localizó
aquel gran depósito de películas mudas. Películas perdidas, sabes. Nadie sabía
que estaban allí. Podían ser una serie magnífica para la televisión. Así que me
enviaron a aquella mina abandonada, a Jersey, para hacer un inventario.
—¿En una mina?
—Eso es. Felices Días.
—¿Por qué estaban en una mina?
—Eran películas viejas. Son inflamables, y además se podían pudrir. Había que
almacenarlas como el vino. Por eso. Así que me llevé a dos de mis ayudantes
para pasar un fin de semana allá abajo, comprobando.
—¿Estuvisteis en la mina un fin de semana entero?
—Sí. Tres ehieas. De viernes a lunes. Ese era el plan. Pensamos que resultaría
divertido. Felices Días. Así que... ¿Dónde estaba? Ah, sí, pues cogimos luces,
mantas, toda una excursión... Y nos pusimos a trabajar. Recuerdo exactamente el
momento de la explosión. Estábamos en el tercer rollo de una película de la UFA,
Gekronter Blumenorden en der Pegnitz. Teníamos el rollo uno, el dos, el cuatro, el
cinco y el seis. Nos faltaba el tres. ¡Bang! Felices Días.
—Dios mío. ¿Y qué pasó entonces?
—Mis chicas se asustaron mucho. No pude mantenerlas allí. No volví a verlas.
Pero yo sabía lo que había ocurrido. Lo sabía. Prolongué aquella excursión
indefinidamente. Me quedé sin comida, pero no salí. Por fin, tuve que hacerlo, y
¿Para qué? ¿Por quién? —comenzó a gemir—. Nadie. No quedaba nadie. Nada—
cogió una mano de Mayo—. ¿Por qué no te quedas?
—¿Quedarme? ¿Dónde?
—Aquí.
—Si no me voy.
—Quiero decir por una temporada. ¿Por qué no te quedas? ¿No te gusta mi casa?
Y tenemos todo Nueva York como fuente de suministros. Y podemos plantar flores
y verdura. Y criar vacas y gallinas. Ir a pescar. Conducir coches. Ir a museos.
Galerías de arte. Espectáculos...
—Te las arreglas perfectamente. No me necesitas
—Sí te necesito. Te necesito.
—¿Para qué?
—Para que me des lecciones de piano.
Hubo una larga pausa.
—Estás borracha—dijo por fin él.
—"No herida caballero sino muerta".
Linda apoyó la cabeza en la barra, le miró quejumbrosa y luego erró los ojos.
Mayo se dio cuenta enseguida de que se había desvanecido. Hizo un gesto de
contrariedad, luego salió de detrás de la barra. Comprobó la cuenta y dejó quince
dólares debajo de la botella de whisky.
La zarandeó. Ella se derrumbó en sus brazos. Se le deshizo el moño. Mayo apagó
la vela, cogió a Linda, la llevó al coche. Luego, con angustiosa concentración,
condujo en la oscuridad hasta el estanque. Tardó cuarenta minutos.
Metió a Linda en su dormitorio y la sentó en la cama, que decoraban muñecas
artísticamente distribuidas. Ella se dio la vuelta inmediatamente y se acurrucó con
una muñeca en brazos, acunándola. Mayo encendió una lámpara e intentó colocar
a Linda estirada. Ella se encogió de nuevo, riendo entre dientes.
—Linda, tienes que quitarte el vestido.
—Mmmrnmm.
—No puedes dormir así, con él. Cuesta cien dólares.
—Noventa y nueve cincuenta.
—Vamos, querida.
—Mmmmmm.
Él hizo un gesto exasperado; luego la desvistió, cuidadosamente, colgó el vestido
de cocktail negro básico y colocó los zapatos de sesenta dólares en un rincón. No
pudo quitarle el collar de perlas (de imitación), así que la tumbó en la cama con él.
Allí quedó tendida sobre las sábanas azul pálido, desnuda salvo el collar, como
una odalisca nórdica.
—¿Retiraste mis muñecas?—murmuró.
—No. Están a tu lado.
—Muy bien. Nunca duermo sin ellas—extendió una mano y las acarició
amorosamente—. Felices Días. Largas Noches.
—¡Mujeres! —masculló Mayo. Apagó la lámpara y salió, dando un portazo.
A la mañana siguiente, volvió a despertar a Mayo la algarabía de los patos
desalojados. El globo rojo surcaba la superficie del estanque, brillando bajo la
pálida claridad de junio. Mayo hubiera deseado que fuese un modelo de barco en
vez de aquella chica que se emborrachaba en los bares. Salió y se tiró al agua lo
más lejos posible de Linda. Estaba remojándose el pecho cuando algo atrapó su
tobillo y le derribó. Se levantó con un grito, y vio ante sí la cara resplandeciente de
Linda saliendo del agua.
—Buenos días —dijo ella riendo.
—Qué divertido —masculló él.
—Pareces de mal humor esta mañana.
Él lanzó un gruñido.
—Y no te lo reprocho. Hice algo horrible anoche. No te di de cenar. Quiero
disculparme.
—No pensaba en la cena dijo él, con áspera dignidad.
—¿No? ¿Por qué estás enfadado entonces?
—No puedo soportar que las mujeres se emborrachen.
—¿Quién se emborrachó?
—Tú.
—No me emborraché—replicó ella indignada.
—¿No? ¿Y a quién tuve que desvestir y meter en la cama como a un niño?
—¿Quién estaba demasiado torpe para quitarme el collar de perlas? —replicó
ella—. Se rompió, y dormí toda la noche encima de ellas. Estoy llena de
cardenales. Mira. Aquí y aquí y...
—Linda—interrumpió él con dureza—, soy sólo un muchacho sencillo de New
Haven. No estoy acostumbrado a niñas mimadas que se dedican a gastar dinero
sin medida y a engalanarse y a emborracharse en las fiestas de sociedad.
—¿Y por qué te quedas aquí si no te gusta mi compañía?
—Me voy—dijo él.
Salió y empezó a secarse.
—Salgo hacia el sur esta mañana mismo.
—Que te diviertas caminando.
—Me voy sobre ruedas.
—¿Cómo? ¿En un patinete?
—En el Chevrolet.
—Jim, ¿No hablarás en serio?—salió del estanque, parecía alarmada—. Aún no
sabes conducir.
—¿No? ¿Quién te trajo entonces a casa anoche borracha?
—Te meterás en un lío.
—Sabré resolverlo. Además, no puedo quedarme aquí eternamente. Tú eres una
chica de sociedad. Lo único que te gusta es divertirte. Yo tengo proyectos serios.
Tengo que ir al sur y encontrar gente que entienda de televisión.
—Jim, me has interpretado mal. Yo no soy nada de eso. Fíjate por ejemplo, cómo
he arreglado mi casa. ¿Crees que podría haberlo hecho si anduviese siempre de
fiesta en fiesta?
—Has hecho un buen trabajo, es verdad—admitió él.
—Por favor, no te vayas hoy. Aún no estás preparado.
—Ya, tú lo único que quieres es tenerme aquí para que te enseñe música.
—¿Quién ha dicho eso?
—Tú. Anoche.
Linda frunció el ceño, se quitó el gorro, cogió la toalla y empezó a secarse.
—Jim—dijo al fin—, seré honrada contigo. Si, quiero que te quedes un tiempo. No
voy a negarlo. Pero no me gustaría que te quedases aquí para siempre. Después
de todo, ¿Qué tenemos tú y yo en común?
—Tú eres una chica de ciudad, una niña de sociedad —masculló él.
—No, no, nada de eso. Lo que pasa es que tú eres un hombre y yo una mujer, y
no tenemos nada que ofrecernos. Somos distintos. Tenemos gustos e intereses
distintos. ¿De acuerdo?
—Completamente.
—Pero tú aún no estás preparado para irte. Te diré lo que vamos a hacer:
dedicaremos toda la mañana a practicar con el coche, y luego nos divertiremos un
poco. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Ir de compras? ¿Comprar más ropa? ¿Visitar el
Museo Moderno? ¿Ir de merienda al campo?
A Mayo se le iluminó la cara.
—Oye, ¿Sabes una cosa? Nunca en mi vida fui de merienda al campo. Estuve una
vez de camarero en una romería, pero no es lo mismo, no es como cuando eres
niño.
Ella pareció encantada.
—Entonces haremos una verdadera excursión, ya verás.
Ella llevó sus muñecas. Las llevó en brazos mientras Mayo arrastraba la cesta de
la comida hasta el monumento de Alicia en el País de las Maravillas. La estatua
asombró a Mayo, que jamás había oído hablar de Lewis Carroll.
Mientras Linda sentaba a sus muñecas y desempaquetaba la merienda, contó a
Mayo un resumen de la historia y le explicó cómo las estatuas de bronces de
Alicia, el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo habían sido pulidas y desgastadas
por el roce de los miles de niños que se habían dedicado a jugar a ser el Rey de la
Montaña.
—Qué curioso —dijo él—, nunca había oído esa historia.
—No parece que hayas tenido una gran niñez, Jim.
—¿Por qué dices eso? —se detuvo, ladeó la cabeza y escuchó atentamente.
—¿Qué pasa?—preguntó Linda.
—¿Oíste ese cuclillo?
—No.
—Escucha. Hace un ruido extraño. Como acero.
—Sí. Como... como espadas en un duelo.
—Bromeas.
—No. De veras.
—Pero los pájaros cantan. No hacen ruido.
—No siempre. Los cuclillos imitan muchos ruidos. También los estorninos. Y los
loros. ¿Por qué imitará una lucha de espadas? ¿Dónde oiría eso?
—Eres un auténtico muchacho campesino, ¿verdad Jim? Abejas, cuclillos,
estorninos y todo eso...
—Supongo que sí. Te quería preguntar por qué decías eso, lo de que yo no había
tenido niñez.
—Bueno, por eso de no saber nada de Alicia, y no haber ido nunca de excursión, y
desear siempre un modelo de yate—Linda abrió una botella oscura—. ¿Quieres
un poco de vino?
—Ten cuidado—advirtió él.
—Basta ya, Jim. No soy una borracha.
—¿Te emborrachaste o no anoche?
—Está bien —capituló ella—, sí. Pero sólo porque era la primera vez que bebía en
años.
A él le complació aquella rendición.
—Claro. Claro. Es lógico.
—¿Bueno, bebes conmigo o no?
—Qué demonios, ¿Por qué no? —sonrió—. Vivamos un poco. Al fin y al cabo esto
es una fiesta campestre. Y estos platos me gustan también. ¿Dé donde son?
—Abercrombie & Fitch—dijo Linda imperturbable—. Servicio para cuatro de acero
inoxidable. Treinta y ..cincuenta. ¡Salud!
Mayo rompió a reír.
—Metí la pata armando todo aquel barullo... A tu salud.
—A la tuya.
Bebieron y continuaron comiendo en cálido silencio, sonriéndose amistosamente.
Linda se quitó su camisa de seda de Madrás para broncearse con el cálido sol de
la tarde, y Mayo la colgó cortésmente de una rama.
—¿Por qué no tuviste niñez, Jim?—preguntó de pronto Linda.
—Bueno, no sé. —Se quedó pensando—. Supongo que porque murió mi madre
siendo yo pequeño. Y por más cosas, también. Tuve que trabajar mucho.
—¿Por qué?
—Mi padre era maestro. Ya sabes lo que ganan.
—Oh, por eso te irritan tanto los sabihondos.
—¿A mí?
—Sí, a ti. No te enfades.
—Puede—concedió él—. Seguro que fue una desilusión para mi padre, yo hecho
un as del fútbol en el instituto y él queriendo que fuese un Einstein.
—¿Era divertido el fútbol?
—No era un juego. El fútbol es un negocio. Oye, ¿Te acuerdas cómo hacíamos
para escoger equipos cuando éramos niños? Ibeti, bibeti, cibeti, zab.
—Nosotros decíamos inie, minie, mainei, mo.
—¿Te acuerdas de: abril loco, vete a la escuela, dite al maestro que eres un loco?
—Me gusta el café, me gusta el té, me gustan los chicos y a los chicos yo.
—Apuesto a que sí—dijo Mayo solemnemente.
—Qué va. ¿Yo?
—¿Por qué no?
—Siempre fui demasiado grande.
Él la miró asombrado.
—Qué vas a ser grande. Eres del tamaño justo. Perfecta. Y muy bien hecha. Me
fijé cuando trajimos el piano. Tienes buenos músculos, para ser una chica. Y sobre
todo en las piernas, que es donde cuenta.
—Vamos, cállate, Jim —dijo ella, ruborizándose.
—No. De verdad.
—¿Más vino?
—Gracias. Toma tú también.
—Bueno.
Un crack atronador rasgó el cielo; siguió un estruendo de albañilería
derrumbándose.
—Ahí va otro rascacielos—dijo Linda—. ¿De qué hablábamos?
—De deportes —dijo inmediatamente Mayo—. Perdona que hable con la boca
llena.
—Ah, sí. Jim, ¿Cantabais Tira el pañuelo en New Haven?
—Linda cantó: "Tris tras, tras tris, un cesto amarillo y gris. Mandé una carta a mi
amor, y en el camino se perdió..."
—Oye—dijo él, muy impresionado—. Cantas muy bien.
—¡Oh, vamos!
—De veras. Tienes una voz magnífica. No discutas conmigo. Estate quieta un
minuto. Tengo que calcular una cosa. —Estuvo pensando un rato detenidamente.
Acabó su vino y aceptó otro vaso con aire ausente; por último tomó una decisión—
. Tienes que aprender música.
—Ya sabes que me muero de ganas, Jim.
—Así que me voy a quedar un tiempo para enseñarte; lo que sé. ¡Pero, cuidado!
¡Que quede bien entendido!—añadió apresuradamente, cortando la emoción de
ella—. No voy a quedarme en tu casa. Quiero una vivienda propia.
—Por supuesto, Jim. Lo que tú digas.
—Y no por eso voy a dejar de seguir hacia el sur.
—Yo te enseñaré a conducir. Cumpliré mi promesa.
—Y nada de trampas, Linda.
—Por supuesto que no. ¿Qué clase de trampas?
—Ya sabes. Que en el último minuto no me digas que quieres trasladar, por
ejemplo, una cama Luis XV.
—¡Luis XV! —exclamó Linda boquiabierta—. ¿Dónde aprendiste eso?
—Desde luego no en el ejército.
Se rieron, chocaron los vasos y terminaron el vino. De pronto, Mayo se levantó,
tiró a Linda del pelo y corrió hasta el monumento del País de las Maravillas. En un
instante, se colocó sobre la cabeza de Alicia.
—Soy el Rey de la Montaña—gritó, mirando a su alrededor con gesto
majestuoso—. Soy el Rey de la...
Se interrumpió de pronto y miró hacia abajo, hacia detrás de la estatua.
—¿Qué pasa, Jim?
Sin decir palabra. Mayo bajó y se acercó a un montón de escombros medio oculto
entre los matorrales. Se arrodilló y empezó a removerlos con manos cuidadosas.
Linda corrió a su lado.
—¿Pero qué pasa, Jim?
—Esto eran modelos de barcos—murmuró.
—Sí, lo eran. Dios mío, ¿Era sólo eso? Creí que te habías puesto malo o algo así.
—¿Cómo llegaron aquí?
—Yo los tiré...
—¿Tú?
—Sí. Te lo dije. Tuve que vaciar la casa cuando me trasladé. Eso hace siglos.
—¿Tú hiciste eso?
—Sí. Yo...
—Eres una criminal —gruñó él— se incorporó y la miró colérico—. Una asesina,
como todas las mujeres; sin alma ni corazón. A quién se le ocurre hacer una cosa
así.
Se volvió y se fue hacia el estanque. Linda le siguió, totalmente desconcertada.
—Jim, no entiendo, ¿Qué locura es ésta?
—Debería avergonzarte.
—Pero tenía que tener sitio en casa. ¿Cómo iba a vivir con un montón de modelos
de barcos?
—Olvídate de todo lo que dije. Voy a hacer el equipaje ahora mismo y sigo hacia
el sur. No me quedaría contigo aunque fueses la última persona que hubiese
sobre la Tierra.
Linda recuperó el control y adelantó rápidamente a Mayo. Cuando éste entró en la
casa, ella estaba ante la puerta de la habitación de huéspedes. Tenía en la mano
una pesada llave de hierro.
—La encontré—dijo Linda—. Tu puerta está cerrada.
—Dame esa llave, Linda.
—No.
Avanzó hacia ella, pero ella le miraba desafiante sin retroceder.
—Adelante—dijo, con aire de desafío—. Pégame.
Él se detuvo.
—No puedo pegar a nadie que no sea de mi tamaño.
Continuaron uno frente a otro, en completa inmovilidad.
—No lo necesito—murmuró por fin Mayo—. Puedo conseguir un nuevo equipo en
otro sitio.
—Oh, vamos, adelante, haz tu maleta—contestó Linda. Le tiró la llave y le dejó
paso libre. Entonces Mayo descubrió que no había cerradura en la puerta del
dormitorio. Abrió la puerta, miró dentro, cerró y observó a Linda. Ella se mantenía
seria pero con gran esfuerzo. El rió entre dientes. Luego ambos rompieron a reír a
carcajadas.
—Vaya—dijo Mayo—, menudo farol. No me gustaría nada jugar al póker contigo.
—También tú eres un buen farolero, Jim. Tenía mucho miedo a que me pegaras.
—Debes saber que no soy capaz de hacer daño a nadie.
—Pues creo que yo sí. Ahora siéntate y analicemos esto razonablemente.
—Oh, olvídalo, Linda. Perdí la cabeza con lo de los barcos y...
—No me refiero a los barcos, me refiero a lo de ir hacia el sur. Cada vez que te
enfadas empiezas a hablar de irte al sur. ¿Por qué?
—Ya te lo dije. Para encontrar gente que entienda de televisión.
—¿Por qué?
—No lo entenderías.
—Puedo intentarlo. ¿Por qué no me explicas qué es lo que buscas...
concretamente? A lo mejor puedo ayudarte.
—Tú no puedes hacer nada por mí. Eres una chica.
—También servimos para algunas cosas. Al menos podemos escuchar. Puedes
confiar en mí, Jim. Cuéntamelo, ¿No somos amigos?
Bueno, cuando la explosión (dijo Mayo), yo estaba allá en los Barkshires con Gil
Watkins. Gil era mi amigo, un tipo estupendo y muy listo. Era algo así como
ingeniero jefe de la emisora de televisión de New Haven. Y tenía un millón de
aficiones. Una de ellas era la espe... espel... no me acuerdo. Algo que significa
explorar cuevas.
Así que estábamos en aquella cueva de los Berkshires, pasando el fin de semana
dentro, explorando, para hacer un mapa y localizar el sitio donde nacía el río
subterráneo. Llevábamos comida y toda clase de material, y sacos de dormir. La
brújula que teníamos se descontroló durante veinte minutos. Y eso debería
habernos dado una pista de lo que pasaba, pero Gil se puso a hablar de minerales
magnéticos y cosas por el estilo. Pero claro, cuando salimos el domingo por la
noche, lo que vimos nos asustó de veras. Gil se dio cuenta inmediatamente de lo
que pasaba. "Dios mío, Jim" dijo, "lo hicieron, tal como todos temíamos. Se han
ido todos al infierno con las radiaciones y los gases, y lo mejor es que volvamos a
esa maldita cueva hasta que esto se despeje".
Así que volvimos a la cueva y racionamos la comida y nos quedamos allí todo el
tiempo que pudimos. Por fin, salimos y volvimos a New Haven. Estaba muerto
como todo lo demás. Gil montó un receptor de radio e intentó captar algún
mensaje. Nada. Luego cogimos una buena provisión de latas y fuimos a hacer un
recorrido; Bridgeport, Waterbury, Hartford, Sprinfield, Providence, New London...
dimos una gran vuelta. Nadie. Nada. Así que volvimos a New Haven y nos
acomodamos allí. Una vida muy agradable.
Durante el día, recogíamos provisiones y arreglábamos la casa, por la noche,
después de cenar, Gil se iba a la televisión y hacia las siete empezaba el
programa. Utilizaba los generadores de emergencia. Yo me iba al bar, lo abría
barría y limpiaba un poco y luego encendía el televisor. Gil me adaptó un
generador para que funcionase.
Era muy divertido ver los programas que emitía Gil. Empezaba con las noticias y el
tiempo. Se equivocaba siempre con el tiempo. No tenía más que unos cuantos
calendarios agrícolas y una especie de barómetro antiguo que se parecía a ese
reloj que tienes tú en la pared. No creo que funcionase nada bien, o puede que a
Gil no le enseñasen lo del tiempo en la universidad. Luego emitía el programa de
noche.
Yo tenía siempre mi revólver en el bar por los atracos. Cuando veía algo que me
fastidiaba, sacaba el revólver y me cargaba el televisor. Luego lo tiraba allí mismo
en la acera, a la puerta del bar, y ponía otro. Tenía centenares de aparatos de
reserva. Dedicaba dos días a la semana a recoger aparatos.
A media noche, Gil dejaba de emitir, yo cerraba el restaurante y nos
encontrábamos en casa a tomar café Gil me preguntaba cuántos aparatos habia
roto y cuando se lo decía se echaba a reír. Me decía que yo era la encuesta de
televisión más exacta que se había inventado. Luego le preguntaba qué programa
haría a la semana siguiente y discutía con él sobre... bueno... sobre las películas o
los partidos de fútbol que la emisora tenia programados. A mi no me gustaban
gran cosa las películas del Oeste, ni los debates públicos sobre temas elevados.
Pero la suerte se volvió en mi contra, siempre me pasa igual. Al cabo de un par de
años, me encontré con que sólo me quedaba un televisor, y entonces empezó el
problema. Aquella noche Gil pasó una de esas series de anuncios publicitarios en
los que una sabihonda salva un matrimonio con el jabón de lavar adecuado.
Naturalmente, cogí el revólver y sólo en el último instante recordé que no debía
disparar. Luego emitió una película espantosa sobre un compositor
incomprendido, y me pasó lo mismo. Cuando nos encontramos después en casa,
yo estaba desquiciado.
"¿Qué pasa?", me preguntó Gil.
Se lo dije.
"Yo creí que te gustarían los programas", dijo.
"Sólo cuando puedo liarme a tiros con ellos."
"Pobre infeliz", dijo riéndose. "Ahora eres un espectador encadenado."
"Gil, dada la situación en que me encuentro, ¿No podrías cambiar los programas?"
"Sé razonable, Jim. La emisora tiene que tener programas variados. Operamos en
la misma base que las cafeterías: algo para todos. Si no te gusta un programa,
¿Por qué no cambias de canal?"
"No digas tonterías. Sabes muy bien que en New Haven sólo tenemos un canal."
"Entonces apaga el aparato."
"No puedo apagar el aparato del bar, es parte del servicio. Perdería toda mi
clientela. Gil, por qué tienes que pasar películas tan espantosas, como ese
musical de guerra de noche en el que aparecen cantando y bailando y besándose
encima de los tanques? Por amor de Dios."
"A las mujeres les encantan las películas de uniformes."
"Y esos anuncios publicitarios; mujeres en faja, hadas fumando cigarrillos y..."
"Bueno", dijo Gil, "escribe una carta a la emisora."
Así lo hice, y al cabo de una semana llegó la respuesta. Decía así:
Querido señor Mayo:
Nos complace saber que es usted espectador habitual de nuestra emisora, y le
agradecemos su interés por nuestra programación. Esperamos que continúe
disfrutando de nuestras emisiones.
Sinceramente suyo,
Gitbert 0. Watkins, director.
Adjuntamos un par de entradas para un espectáculo de cara al público.
Le enseñé la carta a Gil y se encogió de hombros.
"Ya ves con lo que te enfrentas, Jim", dijo, "no les importan nada tus gustos. Lo
único que quieren saber es si ves los programas o no."
Te aseguro que el par de meses siguientes fueron para mí un infierno. No podía
apagar el aparato, y no podía ver el programa sin lanzarme a coger el revólver una
docena de veces por noche. Necesité toda mi fuerza de voluntad para no apretar
el gatillo. Tan nervioso y excitado llegué a estar que me di cuenta de que tenía que
hacer algo para no volverme loco. Así que una noche llevé el revólver a casa y
maté a Gil.
Al día siguiente me sentía mucho mejor, y cuando bajé al bar a las siete en punto
para limpiar, fui silbando alegremente. Barrí el restaurante, limpié el bar, y luego
encendí el televisor para oír las noticias v el parte meteorológico. No te lo creerás,
pero el aparato estaba averiado. No salía ni una imagen, ni un sonido. Mi último
aparato estropeado. Y por eso tuve que salir hacia el sur (explicó Mayo)... Para
localizar un reparador de televisores.
Hubo una larga pausa cuando Mayo concluyó su relato.
Linda le observó atentamente, intentando ocultar el brillo de sus ojos. Al fin le
preguntó con fingida indiferencia.
—¿Y dónde consiguió el barómetro?
—¿Quién? ¿Qué?
—Tu amigo Gil. Su barómetro antiguo. ¿Dónde lo consiguió?
—Bueno, no sé. Las antigüedades era otra de sus aficiones.
—¿Y se parecía a este reloj?
—Era igual.
—¿Era francés?
—No sé.
—¿De bronce?
—Creo que sí. Como tu reloj. ¿Es de bronce tu reloj?
—¿En forma de sol?
—No, como el tuyo.
—El mío tiene forma de sol. ¿Del mismo tamaño?
—Exactamente.
—¿Dónde estaba?
—¿No te lo dije? En nuestra casa.
—¿Y dónde está la casa?
—En la calle Grant.
—¿Qué número?
—Trescientos quince. Oye, ¿Por qué me preguntas todo?
—Por nada, Jim. Pura curiosidad. No te enfades. Creo que será mejor que
recojamos las cosas de la excursión.
—¿No te importa que dé un paseo solo?
Ella le miró de reojo.
—¿No intentarás irte solo en un coche? Los mecánicos de automóvil escasean
aún más que los reparadores de televisión.
Él sonrió y desapareció; pero después de la cena, reveló el auténtico motivo de su
desaparición sacando una hoja pautada de música, la colocó sobre el piano y
condujo a Linda hasta el taburete de éste. Linda se sintió emocionada y
conmovida.
—¡Jim, eres un ángel! ¿Dónde lo encontraste?
—En una casa de apartamentos que hay al otro lado de la calle, en la cuarta
planta, al fondo. El apartamento de un tal Horowitz. Hay un montón de discos
también. Te aseguro que fue todo un número buscar allí en la oscuridad, sólo con
cerillas. Sabes una cosa curiosa: toda la parte superior de la casa está llena de
pasta.
—¿Pasta?
—Sí. Una especie de gelatina blanca, sólo que dura. Como hormigón claro.
Bueno, mira, ¿ves esta nota? Es do. Corresponde a esta tecla blanca de aquí. Es
mejor que nos sentemos juntos. Ven...
La lección se prolongó durante dos horas de penosa concentración, y los dejó tan
exhaustos que se fueron a sus habitaciones al final, con sólo un buenas noches
protocolario.
—Jim—dijo Linda.
—¿Sí?—dijo él con un bostezo.
—¿Quieres llevarte una de mis muñecas a tu cama?
—No, gracias, Linda, a los chicos no nos interesan las muñecas.
—Ya me lo imagino. Bueno. Mañana te daré algo que realmente interesa a los
chicos.
A la mañana siguiente despertó a Mayo una llamada en la puerta. Se incorporó en
la cama y abrió trabajosamente los ojos.
—¿Sí? ¿Quién es?—preguntó.
—Soy yo, Linda. ¿Puedo entrar?
Él miró a su alrededor precipitadamente. La habitación estaba ordenada. La
alfombra limpia. El valioso cobertor de algodón cuidadosamente plegado encima
del armario.
—Sí, entra.
Linda entró. Vestía un traje de lino a rayas. Se sentó al borde de la cama y dio a
Mayo una palmada amistosa.
—Buenos días—dijo—. Escucha, tengo que salir por unas horas yo sola. He de
hacer unas cosas. Te he dejado el desayuno en la mesa, pero volveré a tiempo
para la comida, ¿De acuerdo?
—¡Cómo no!
—¿No te sentirás solo?
—¿Adónde vas?
—Ya te lo diré cuando vuelva.
Se levantó y le dio otra palmada en la cabeza.
—Se buen chico y no hagas nada malo. Ah, otra cosa. No entres en mi dormitorio.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Bueno, tú no entres.
Y después de decir esto, sonrió y se fue.
Momentos después, Mayo oyó el jeep arrancar y alejarse Se levantó
inmediatamente, entró en el dormitorio de Linda y miró a su alrededor. La
habitación estaba limpia y ordenada como siempre. La cama estaba hecha y las
muñecas amorosamente colocadas sobre el cobertor. Entonces lo vio.
—Oh—exclamó.
Era un modelo de clipper. Todo estaba intacto salvo el casco, algo despintado, y
las velas rotas. Estaba ante el armario de Linda, al lado del cesto de costura.
Linda había cortado ya una nueva serie de velas blancas de lino. Mayo se arrodilló
ante el modelo y lo acarició tiernamente
—Lo pintaré de negro con una línea dorada todo alrededor —murmuró—. Y le
llamaré el Linda N.
Tan conmovido estaba que apenas desayunó. Se bañó, se vistió, cogió su revólver
y un puñado de balas y fue a dar una vuelta por el parque. Hizo un círculo en
dirección al sur, pasó junto los campos de juego, el carrusel en ruinas y la
desmoronada pista de patinaje sobre hielo, y por fin abandonó el parque y enfiló
Séptima Avenida abajo.
En la Calle Cincuenta giró hacia el este y estuvo un rato intentando descifrar los
destrozados carteles que anunciaban la última actuación en el Radio City Music
Hall. Luego giró de nuevo hacia el sur. Un súbito estruendo de acero le hizo
detenerse. Era como el chocar de gigantescas hojas de espadas en un titánico
duelo. Una pequeña manada de asustados caballos irrumpió por un lado de la
calle. Los animales estaban aterrados por el ruido. Sus cascos sin herraduras
producían un rumor apagado en el pavimento. El estruendo de acero se detuvo.
—De ahí lo sacó el cuclillo—murmuró Mayo—. ¿Pero qué demonios será eso?
Se encaminó hacia el este para investigar, pero se olvidó de aquel misterio cuando
vio los diamantes. Las piedras blanquiazules le dejaron pasmado. La puerta de la
joyería estaba abierta y Mayo entró. Cuando salió llevaba un collar de perlas
auténticas que le había costado tanto como un año de alquiler de su bar.
Su paseo le llevó hasta Madison Avenue, donde se encontró frente a
Abercrombrie & Fitch. Entró a explorar y dio al fin con la sección de armas. Allí
perdió la noción de tiempo, y cuando volvió en sí, caminaba Quinta Avenida arriba
hacia el estanque. Llevaba en brazos, como si fuese un niño, un rifle automático
italiano Cosmi, al lado del corazón, y una factura que decía: Rifle Cosmi,
setecientos cincuenta dólares; seis cajas de municiones, dieciocho dólares, James
Mayo.
Pasaba de las tres cuando volvió a casa. Entró intentando serenarse y parecer
tranquilo, y con la esperanza de que el rifle que llevaba pasase inadvertido. Linda
estaba sentada en el taburete del piano, dándole la espalda.
—Hola—dijo Mayo nervioso—. Perdona que me haya retrasado. Es que... Te
compré un regalo. Son auténticas.
Sacó las perlas del bolsillo y se las entregó. Entonces vio que ella estaba llorando.
—¿Pero qué te pasa?
Ella no contestó.
—¿No te asustarías pensando que me había ido? Bueno, todas mis cosas están
aquí. Y el coche también. Sólo tenías que mirar—. Ella se volvió.
—¡Te odio! —gritó.
Él dejó caer las perlas y retrocedió, sorprendido por aquella furia.
—¿Pero qué pasa?
—¡Eres un mentiroso, un farsante!
—¿Quién, yo?
—Fui hasta New Haven esta mañana—su voz temblaba de furia—. No hay ni una
sola casa en pie en la calle Grant. Todo está barrido. Ni emisora de televisión, ha
desaparecido el edificio.
—No.
—Sí.
—Y fui a tu restaurante. No hay montones de aparatos de televisión en la calle, a
la entrada. Sólo hay un aparato, en el bar Todo oxidado. El resto del restaurante
parece una pocilga Estuviste viviendo allí todo este tiempo. Solo. Solo había una
cama al fondo. ¡Todo es mentira! ¡Sólo mentiras!
—¿Por qué iba a mentirte en una cosa así?
—Tú nunca mataste a Gil Watkins.
—Claro que sí. Estoy seguro.
—Y no tienes ningún aparato de televisión que reparar.
—Sí que lo tengo.
—Y aunque te lo reparasen, no hay ninguna emisora con la que conectar.
—No digas tonterías —dijo él enfurecido—. ¿Por qué iba a matar yo a Gil si no
hubiese ninguna emisión?
—Si está muerto como dices, ¿Cómo iba a poder emitir?
—¿Ves? Y acabas de decirme que yo no lo maté.
—¡Oh, tú estás loco! ¡Estás chiflado!—dijo ella, sollozando—. Me hablaste de ese
barómetro porque estabas mirando mi reloj. Y yo me creí tus absurdas mentiras. Y
estaba emocionada con ese barómetro que haría juego con mi reloj. Llevaba años
buscándolo.—Corrió hasta la pared y martilleó con el puño junto al reloj—. Su sitio
es exactamente éste. Aquí. Pero tú me engañaste, chiflado. Nunca hubo tal
barómetro.
—Si hay algún lunático aquí eres tú—gritó él—. Estás tan loca por decorar esta
casa que eso es para ti lo único real.
Ella cruzó corriendo la habitación, sacó su viejo revólver y le apuntó con él.
—Sal de aquí ahora mismo. En este mismo instante. Si no te largas te mato. No
quiero verte más—. El revólver se disparó de pronto, haciéndola retroceder, y la
bala fue a dar sobre la cabeza de Mayo, en la estantería del rincón. Hubo un
estruendo de porcelana rota. Linda palideció.
—¡Jim! Dios mío. ¿Estás bien? Yo no quería... se me escapó. ..
Él avanzó hacia ella, demasiado furioso para hablar. Luego, cuando ya alzaba la
mano para aplastarla, llegó un sonido lejano: BLAM-BLAM-BLAM.
Mayo quedó paralizado.
—¿Oíste eso?—murmuró.
Linda asintió.
—Eso no fue ningún accidente. Fue una señal.
Mayo cogió su rifle, corrió fuera y disparó al aire. Hubo una pausa. Luego volvieron
a oírse las explosiones lejanas en un trío uniforme, BLAM-BLAM-BLAM. Era un
extraño ruido absorbente, como si se tratase de implosiones más que de
explosiones. Al fondo del parque se elevó en el cielo una bandada de pájaros
asustados.
—Hay alguien—exclamó Mayo—. Dios mío, te dije que encontraría a alguien.
Vamos.
Corrieron hacia el norte. Mayo hurgando en sus bolsillos para buscar más balas
con las que cargar de nuevo el rifle y hacer otra señal.
—Tengo que agradecerte ese disparo que hiciste contra mí, Linda.
—Yo no disparé contra ti—protestó ella—. Fue un accidente.
—El accidente más afortunado del mundo. Podrían haber pasado de largo sin
saber que estábamos aquí. Pero, ¿Qué clase de armas utilizarán? Nunca en mi
vida oí disparos como ésos, y he oído muchos. Espera un minuto.
En la placita que quedaba antes del monumento del País de las Maravillas, Mayo
se detuvo y alzó el rifle para disparar. Luego lo bajó lentamente. Lanzó un
profundo suspiro.
—Da la vuelta —dijo con voz áspera—. Volvemos a casa.—La hizo volverse hacia
el sur.
Ella le miró asombrada. En un instante, había pasado de ser un suave osito de
felpa a convertirse en una pantera.
—Jim, ¿Qué pasa?
—Estoy asustado —murmuró él—. Muy asustado. Y no quiero que lo estés tú
también—sonó de nuevo la triple salva—. No prestes atención—ordenó—.
Volvemos a casa. ¡Vamos!
Ella se negó a moverse.
—Pero, ¿Por qué? ¿Por qué?
—No tenemos nada en común con ellos. Puedes creerme.
—¿Cómo lo sabes? Explícate.
—¡Demonios! No te convencerás hasta que lo veas, ¿verdad? Muy bien. ¿Quieres
conocer la explicación del olor a abejas y de los edificios cayendo y de todo lo
demás?
Hizo volverse a Linda cogiéndola del cuello, y dirigiendo su mirada hacia el
monumento del País de las Maravillas.
—Adelante—dijo—. Mira.
Un consumado artesano había quitado las cabezas de Alicia, el Sombrero Loco y
la Liebre de Marzo sustituyéndolas por grandes cabezas de mantis, con aceradas
mandíbulas antenas y ojos facetados. Eran de un acero pulido y brillaban con
indescriptible ferocidad. Linda lanzó un gemido y se desplomó en los brazos de
Mayo. La triple señal resonó una vez más.
Mayo cogió a Linda, se la echó al hombro y corrió hacia el estanque. Ella recobró
la conciencia un instante y empezó a gemir.
—Cállate—gruñó él—. No se adelanta nada llorando.
Junto a la casa la depositó de nuevo en el suelo. Linda temblaba y se estremecía,
pero procuraba controlarse.
—¿Había contras en las ventanas cuando te trasladaste aquí? ¿Dónde están?
—Guardadas—hablaba trabajosamente—. Detrás del enrejado.
—Yo las traeré. Llena cubos con agua y almacénalos en la cocina.
—¿Habrá un asedio?
—Ya hablaremos luego. Deprisa.
Linda llenó cubos y luego ayudó a Mayo a colocar la última de las contras.
—Está bien, vamos dentro—ordenó él.
Entraron en la casa; cerraron y trancaron la puerta. Lánguidos rayos del último sol
de la tarde se filtraban entre las rendijas de las contras. Mayo comenzó a
desempaquetar las balas del rifle Cosmi.
—¿Tienes algún tipo de arma?
—Un revólver del veintidós por algún sitio.
—¿Municiones?
—Creo que sí.
—Búscalo todo.
—¿Habrá un asedio?—repitió ella.
—No lo sé. No sé quiénes son, ni lo que son, ni de dónde vienen. Lo único que sé
es que tenemos que prepararnos para lo peor.
Volvieron a sonar las mismas explosiones lejanas. Mayo escuchaba atentamente.
Linda veía ahora en la penumbra con más claridad. Tenía la cara afilada. El pecho
cubierto de sudor. Exhalaba el aroma dulzón de los leones enjaulados. Linda sintió
un incontenible deseo de acariciarle. Mayo cargó el rifle, lo colocó junto al revólver
y empezó a recorrer ventana tras ventana atisbando atento entre las contras,
esperando con inmensa paciencia.
—¿Darán con nosotros?—preguntó Linda.
—Quizás.
—¿Crees que serán amigos?
—Puede.
—Aquellas cabezas eran horribles.
—Sí.
—Jim, tengo miedo. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
—No te lo reprocho.
—¿Cuánto tardaremos en saber?
—Una hora, si son amigos, dos o tres si no lo son.
—¿Por... por qué tanto?
—Si buscan pelea, serán más cautos.
—Jim, ¿Qué piensas realmente?
—¿Sobre qué?
—Sobre nuestras posibilidades.
—¿Quieres saberlo de veras?
—Por favor.
—Estamos muertos.
Ella empezó a llorar. Él la zarandeó furioso.
—No sigas. Ten preparado el revólver.
Ella cruzó el salón, vio las perlas que Mayo había dejado caer y las recogió.
Estaba tan desconcertada que se puso el collar automáticamente. Luego entró en
su dormitorio a oscuras y sacó el modelo de yate de Mayo. Localizó el revólver en
una sombrerera en el armario, cogió también una cajita con balas.
Comprendió que su vestido no era apropiado para la ocasión. Sacó del armario un
jersey de cuello vuelto, pantalones de montar y botas. Luego se desnudó para
cambiarse. Cuando levantaba los brazos para soltarse el collar, entró Mayo, se
dirigió a la ventana que daba al sur y atisbó. Cuando se volvió la vio.
Se quedó inmóvil. Ella no pudo moverse. Con los ojos cerrados comenzó a
temblar, intentando taparse con los brazos. Él avanzó hacia ella, tropezó con el
modelo de yate, lo apartó de una patada. Al instante siguiente, había tomado
posesión de su cuerpo y las perlas saltaron también. Mientras se arrojaba con él a
la cama, rasgándole ferozmente la camisa, sus muñecas cayeron también en
confuso montón, con el yate, las perlas y el resto del mundo.
FIN

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