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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 20 de noviembre de 2009

LOS REMEDIOS DE LA ABUELA




LOS

REMEDIOS

DE LA

ABUELA




Jean Michel Pedrazzani



¨¨¨

PRIMERA EDICIÓN 1977
Prólogo

Antaño, el ferrocarril parecía a la mayoría de los mortales una aventura costosa y llena de peligros, siendo preferida la seguridad de un buen caballo enganchado al cabriolé familiar. Y, como sea que la sabiduría popular quería que un viajero sagaz cuidara de su propia montura, se economi­zaba el animal simplemente desplazándose poco.
Mi abuela nunca se quejó de ello. Los dos kilómetros que separaban su casa de la aldea bastaron siempre ampliamente para llenar sus sueños de evasión. Incluso a veces le ocurría que encontraba el trayecto demasiado largo, cuando, recorriendo el pedregoso camino con su cesta de provisiones al brazo, no tenía la fortuna de encontrarse con un vecino lo suficientemente atento como para reservarle un lugar en la parte de atrás de su carreta.
La buena mujer llegó a centenaria, lo que me valió la alegría de pasar junto a ella numerosas vacaciones y le permitió enseñarme un montón de cosas.
Naturalmente, jamás pude pedirle que me iniciara en las complejas leyes de la física, ni que me hiciera penetrar en los sutiles arcanos de la filosofía; pero en cambio resultó una maravillosa profesora del «saber vivir», en el sentido más literal del término. Y en el más noble también, ya que me enseñó una auténtica ética, muy distinta de este sucedáneo, esta «calidad de vida» de la que se habla hoy en día.
Ecologista antes de tiempo, esa vieja dama que jamás abandonó su aldea, excepto para asistir a la boda de un primo lejano, reglaba sin forzarse su existencia al ritmo de la naturaleza, levantándose con el sol y acostándose al mismo tiempo que sus gallinas. Supe después que un médico alemán, el doctor George-Alfred Tienes, había elevado esta forma de reposo cotidiano a la altura de una terapéutica, bautizándola con el nombre de «sueño natural». Lo cual, pese al éxito innegable, no dejó de provocar la ironía de sus colegas.
En cuanto a las enfermedades, puedo decir que mi abuela prácticamente las ignoró a todo lo largo de su existencia. Eso no quiere decir que fuera más robusta que cualquier otra mujer, sino que simplemente se negaba a «escucharse» o a conceder importancia a cualquier indispo­sición.
Sobre todo teniendo en cuenta que en aquella época era preciso que el caso fuera extremadamente grave para decidirse a consultar al médico. Lo cual por otro lado resultaba lógico, ya que los facultativos, que por aquel entonces conservaban aún un cierto buen sentido, no acudían más que muy raramente al arsenal quimioterápico, y se contentaban con recetar remedios naturales que pudiera administrarse uno mismo.
Y Dios sabe que mi abuela conocía un gran número de estos «remedios caseros», tan injustamente desacreditados hoy en día. Tenía recetas para todo. Para los dolores de barriga, las migrañas, las verrugas, las pupas e incluso las heridas graves. Gracias a su ciencia, las desolladuras de mis rodillas se curaban sin dolor; las indisposiciones pasajeras _consecuencia muy a menudo de una gula desenfrenada— se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos; incluso los resfriados desaparecían mediante sabrosas decocciones.
Su farmacia consistía en varios tarros de perfume sutil, y su Codex se hallaba resumido en un viejo cuaderno donde se hallaban, mezcladas, las recetas de cocina y las tisanas. ¿De dónde le venían sus conocimientos? Habría sido incapaz de responder a esta pregunta. Como máximo habría podido indicar que tal o cual preparación había sido puesta a punto por un lejano antepasado, y que los secretos le habían sido transmitidos por su propia madre. Las demás correspondían a lo que siempre se había practicado en la región y que ella había ido anotando de sus conversaciones con sus vecinos.
He recuperado este maravilloso cuaderno. Forma la base de este libro. Es pues a partir de esta documentación excepcional que he establecido mi plan y orientado mis investigaciones, con la preciosa colaboración del escritor
Francois Lancel.
J. M. P.

Comer para vivir

El pequeño restaurante, al borde de la carretera nacional, tiene un aspecto atractivo. La fachada está recorrida por la viña loca. Las contraventanas rojas y las ventanas blancas han sido repintadas recientemente. Un gran aparcamiento espera a los vehículos de estos eternos nómadas que son los camioneros. Todos se paran. Con plena confianza.
Sin embargo, estos forzudos hombres con camiseta color azul que se sientan tranquilamente ante su plato se sentirían enormemente sorprendidos si se les dijera que la cocina que están devorando con el apetito de todos aquellos que efectúan trabajos duros, es la peor enemiga de su salud. Aquí, se sienten como en su casa. Comen como en su casa y, por definición, esto quiere decir que comen algo bueno, sano.
Pero las papas fritas que cogen con los dedos de la gran bandeja han sido cocidas en un aceite recalentado veinte veces, y están tan mal escurridas que dejan sus labios untados. La ensalada que las acompaña, además de provenir de un hortelano que practica el cultivo intensivo, ha sido condimentada con un vinagre de alcohol coloreado; el huevo duro que han tomado en los entremeses (entradas) estaba adornado con una mayonesa de tubo tan apagada e insípida que ha sido necesario salarla de nuevo y espolvorearla abundantemente con pimienta para darle algo de sabor; el flan que se van a tomar dentro de un momento, como postre, ha sido hecho en una fábrica y se conserva tan sólo gracias a los aditivos químicos.
En cuanto al pan, que comen a enormes bocados, no vale mucho más que el resto. Es blanco, de acuerdo, pero esto no es una cualidad. Sobre todo teniendo en cuenta que se debe al ácido ascórbico y no ya a la levadura que realzaba el pan de antaño.
El vino con el que llenan sus vasos de pyrex no debe su grado alcohólico más que a sabias mezclas, cuando no a una alquimia más o menos prohibida que, añadido tras añadido, lo ha convertido en un líquido que no tiene más que un lejano parentesco con el producto de la vid.
Cuando se marchen, tras el tradicional café al ron, tendrán la impresión de haber comido bien, de haber recuperado fuerzas. En realidad, habrán sobrecargado inútilmente su organismo de aceites y de grasas que deberán eliminar; deteriorado un poco más el estado de sus mucosas gástricas, ya bastante corroídas por todos los productos de síntesis que entran hoy en la composición de los alimentos; comprometido sus reflejos tanto por la difícil digestión que se prepara, como por los pequeños excesos de alcohol que se han permitido.
Al final del camino, cuando llegue la edad del retiro, encontrarán aguardando el colesterol, la úlcera, las infiltra­ciones grasas del hígado. Como aguardarán también a los hombres de negocios que, entre comidas gastronómicas y cenas de negocio, ven su silueta redondearse y subir su tensión arterial. O al empleado de oficina con prisas que, al mediodía, no se concede más que un bocadillo en la barra del bar de la esquina para tener así tiempo de hacer sus cosas.
Lo más grave es que ni el dueño del restaurante ni el del bar son responsables de ello. La culpa incumbe a nuestra forma de vivir, a nuestras prisas, a la superpoblación del planeta que obliga a los cultivadores a utilizar todos los recursos de la química para aumentar artificialmente el rendimiento de su suelo, a los pesticidas, a los insecticidas, a los herbicidas, selectivos o no.
Se han efectuado análisis en focas del polo norte y en pingüinos de la Antártida. Han revelado la presencia, en cantidades relativamente importantes, de un producto inasimilable y tremendamente peligroso, el D.D.T., cuan­do estas regiones nunca han sido objeto de un tratamiento a base de este veneno.
Ésta constituye la prueba de que todo nuestro universo está contaminado, que el productor más íntegro, que busca honestamente hacer crecer sus verduras «biológicas», avanza inexorablemente hacia un fracaso. Naturalmente, siempre es preferible consumir alimentos en los cuales se ha evitado en el mayor grado posible los contactos con estas sustancias nocivas. Pero es preciso saber que ya es imposible no encontrar sus huellas, sean cuales sean las precauciones que hayan sido tomadas.
Más que nunca, «el hombre cava su tumba con sus dientes». Dientes por otro lado deteriorados, con sus en­cías debilitadas de tanto masticar pollos de carne blanda y bistecs (bifes) pasados por el reblandecedor.
La sabiduría, en esta situación, consistiría en intentar minimizar las posibles consecuencias de este estado de hecho. Pero podemos constatar que no se hace nada. Peor incluso, parece que todos nos las ingeniamos en agravar aún más sus efectos no tomando ninguna precaución de higiene alimentaria; tragando no importa qué, no importa dónde, no importa cómo, sin preocuparnos de las desastro­sas consecuencias que esto puede tener en nuestro organis­mo. Los desarreglos que resultan de ello se han vuelto tan comunes, tan corrientes, que se ha creado una nueva rama de la medicina. Recibe el nombre de dietética, y se propone simplemente volver a enseñarnos a comer, no solamente para ayudarnos a mantener «la línea», sino sobre todo para proporcionarnos los medios necesarios para luchar victoriosamente contra las úlceras, cánceres y otras enfermedades llamadas «de la civilización».
Numerosos investigadores, pues, se han abocado a examinar lo que consumimos. Han dosificado las vitaminas y las sales minerales, analizado los menores componentes y estudiado todas las reacciones químicas que pueden produ­cirse, tanto al nivel de la cocción como al de la digestión; a resultas de lo cual, han establecido tablas, verdaderos vademécum de la higiene alimentaria, donde se hallan relacionadas las calorías y las raciones alimenticias corres­pondientes en función de la altura, del peso y de la acti­vidad de los individuos. A partir de estos documentos, cada cual puede, en principio, determinar el régimen que mejor le conviene, el que le mantendrá en forma sin hacerle aumentar de peso. Se llegan a establecer así «menús die­téticos», cuya primera singularidad es parecerse sorprenden­temente a las comidas que confeccionaban nuestros abue­los: equilibradas, digestivas, y sin embargo muy nutritivas.
A condición naturalmente de no seguir los preceptos de algunos iluminados. Ya que la dietética, como cualquier otra empresa humana, puede ser a la vez la mejor y la peor de las cosas.
No nos dejemos deslumbrar por los pretendidos benefi­cios de la cura vegetariana integral. Evitemos caer en el error inverso que consiste en no practicar más que un régimen estrictamente cárnico. Tanto las verduras como la carne contienen elementos que son indispensables para nuestro equilibrio, ya se trate de vitaminas o de sales minerales, de lípidos o de prótidos.
Como siempre, la verdad se halla a medio camino entre dos tesis antagónicas. Una sucinta revisión de los diversos argumentos lo demuestra.
Así, los vegetarianos integrales reprochan en primer lugar que la carne es extraída de «cadáveres». A lo cual los partidarios del régimen cárnico responden que una verdura cortada también está muerta. Pero los primeros se apresu­ran a añadir que un consumo intensivo de bistecs (bifes) y costillas de cordero engendra una excitación peligrosa, que es seguida de un estado depresivo que no puede ser combati­do más que engullendo de nuevo un soberbio asado. Así, según ellos, el consumo de la carne arrastra al hombre a una espiral infernal que lo lleva a un punto de no retorno. Esto es un error, replican los defensores del régimen cárnico: la carne aporta al organismo una acidez necesaria que no se encuentra en absoluto en los productos del campo. Pasarse sin ella es pues romper un complejo equilibrio y poner en peligro todo el delicado mecanismo de la digestión.
¿Pero por qué matar para alimentarse, prosiguen los primeros, cuando algunos vegetales poseen cualidades nutritivas, calóricas en particular, netamente superiores a las de la carne? Las calorías no lo son todo, ponderan sus adversarios; las vitaminas también cuentan. Y no están en las verduras. La B 12, por ejemplo, sólo se encuentra en el hígado, los riñones y algunos despojos (achuras).
Cierto, admiten los consumidores de soja —que se las arreglan sin la B 12—; pero la carne, no dejando al organismo más que unos pocos residuos que eliminar, arrastra consigo una pereza intestinal altamente perjudi­cial. Menos perjudicial, en cualquier caso, que las hincha­zones de vientre provocadas por una acumulación de celulosa y por las fermentaciones que arrastra la alcalosis provocada por la falta de acidez, responden sus detrac­tores.
Tras lo cual, agotados todos los argumentos, cada cual se vuelve a su régimen, persuadido de tener razón pero sin haber conseguido convencer a nadie. Lo cual es perfecta­mente lógico en la medida en que, tanto por una parte como por la otra, se prescinde voluntariamente del hecho de que el hombre es omnívoro: dicho de otro modo, que come de todo y que necesita todo lo que come. Estudios llevados a cabo sobre su dentadura y sobre la organización de su sistema digestivo lo han probado ampliamente.
Ni enteramente vegetariano, ni exclusivamente cárnico, el régimen ideal debe ser equilibrado si se quiere que contribuya a mantener el cuerpo en buena salud. De todos modos, hay que observar que no es necesario consumir carne todos los días y en todas las comidas, como tenemos tendencia a hacer.
Nuestros antepasados —¡siempre ellos!—, cuyas condi­ciones de vida eran infinitamente más penosas que las nuestras, no la incluían en su menú más que dos o tres veces por semana, y más espaciadamente si remontamos el curso de la historia. ¿No fue necesario aguardar al «buen rey Enrique» para que el caldo de gallina se convirtiera en el plato dominical por excelencia? Esto quiere decir, y de forma muy evidente, que incluso para los campesinos era imposible sacrificar más a menudo a una de sus gallináceas, lo cual no impedía en absoluto a esos vegetarianos por obligación vivir hasta edades avanzadas y ser tan fuertes como los ricos y afortunados por cuyas mesas desfilaban piernas de ternera y de cordero, pollos y demás aves suntuosamente preparadas.
Se puede objetar por otra parte que las aves en cuestión, criadas naturalmente, no debían tener ningún punto en común con nuestros tristes pollos de hoy en día, repletos de hormonas y protegidos de las agresiones microbianas a golpes de antibióticos. Su valor nutritivo, evidentemente, se resiente de ello. Al igual que su sabor. Pero la reciente reglamentación que regula el empleo de hormonas, tanto para el pollo como para la ternera, debería bastar para proteger la salud del consumidor. En cuanto al empleo de los antibióticos, no tienen por qué hacer correr un peligro en particular, al menos si creemos al profesor Trémoliere.
En efecto, este eminente sabio había hecho notar que «las dosis empleadas para curar a un pollo enfermo son del orden de los 50 a 60 miligramos por sujeto en una intervención; las administradas al hombre para curar una infección microbiana son del orden de los 500 a 1.000 miligramos diarios...» Lo cual significa, si nos tomamos la molestia de hacer unos cuantos cálculos, que deberíamos consumir una tonelada de carne de pollo para asimilar la dosis reservada a un paciente en tratamiento. Y ello además a condición de que nos comiéramos esos pollos crudos, ya que, y esto es algo que se olvida demasiado a menudo, la cocción destruye los antibióticos.
Pese a todo, la cocción no puede eliminar todos los elementos nocivos que se hallan acumulados en la carne, principalmente aquellos que han sido ingeridos por el animal al mismo tiempo que su alimento. Esto es cierto para todos los insecticidas o herbicidas empleados en el campo a fin de proteger los cultivos y cuyos rastros quedan en los granos e incluso en el forraje que se utiliza para alimentar al ganado.
La carne, ya sea de pollo, de ternera, de buey o de no importa cuál otro animal, se halla pues «cargada» de materias peligrosas, como las focas y los pingüinos de los que hablábamos un poco más arriba y que habían sido contaminados por el D.D.T.
Hay ahí un peligro cierto, que sin embargo no conviene exagerar. Por supuesto, han sido detectados casos de intoxicaciones alimenticias graves, principalmente tras el consumo de pescados o mariscos cuya carne contenía cantidades elevadas de mercurio o de cobalto. Los metales pesados como éstos no pueden ser eliminados por un organismo vivo. Por el contrario, se van acumulando en los tejidos, donde permanecen, y cuando se consume un pescado o un molusco contaminado, lo que se ingiere es la suma total de las cantidades infinitesimales recogidas a lo largo de los días. Es esta suma global la que, naturalmente, es peligrosa para el hombre.
Este mecanismo acumulativo es hoy en día bien conocido y, como consecuencia de algunos dramas recien­tes —en particular en el Japón—, todos los países industrializados han dictado reglamentaciones, tanto en lo que se refiere a la localización de los lugares de pesca como al vertido en el mar de residuos industriales, para que tales accidentes, muy raros después de todo, no puedan en principio volver a producirse.
Más insidiosa en cambio es la contaminación microbia­na consecutiva a una mala conservación de los alimentos. El pescado, como se sabe, está particularmente expuesto a ella, pero la carne no está exenta. Así, es preferible desconfiar en principio de la carne picada y las hamburgue­sas, en las cuales los gérmenes han tenido tiempo de desarrollarse, así como los bistecs (bifes) pasados por el ablanda­dor. Este aparato, que desgarra las fibras para quitarles su dureza, introduce evidentemente a través de sus dientes gérmenes peligrosos hasta el corazón mismo de la carne. Si ésta no es consumida inmediatamente, estos microbios pueden desarrollarse y provocar un principio de putrefac­ción. En consecuencia es esencial exigir del carnicero que pique o ablande la carne ante los ojos de su cliente, en el mismo momento de la venta.
En cuanto al pescado, el problema es distinto y está en relación con los tiempos de almacenaje. En efecto, ya no estamos en una época en la cual «la marea» necesitaba varios días para alcanzar las grandes ciudades. Hoy en día, los camiones refrigerados hacen de noche el trayecto en­tre los lugares de pesca y los grandes centros urbanos. Se puede pues decir que todos los pescados presentados en los puestos de venta son en principio pescados frescos. Pero tan sólo en principio, ya que hay que tener en cuenta el volumen de las ventas, que no siempre permite al comerciante agotar inmediatamente su stock. Así, los pescados pueden efectuar durante varios días consecutivos el trayecto entre el expositor y la heladera, lo cual perjudica considerablemente su frescor. En estas condiciones, parece preferible orientarse hacia los pescados congelados directa­mente en los lugares de pesca. Éstos, al menos, presentan toda clase de garantías de salubridad.
La desconfianza que manifiestan aún demasiadas amas de casa hacia los alimentos congelados no tiene absoluta­mente ninguna razón de ser en lo que se refiere al pescado. Apenas un poco más caro que la carne, y tan rico como ella en proteínas, presenta la ventaja de contener menos lípidos y, en consecuencia, ser más digestivo, con la ventaja de que la congelación no le priva, evidentemente, de ninguna de sus cualidades.
La misma desconfianza conduce a mirar mal a las carnes en conserva, de las que se imagina han perdido todas sus propiedades esenciales. Nada es más falso, y la mayor parte de ellas presentan incluso garantías bacteriológicas superio­res a las que pueden hallarse en las vitrinas de las carnicerías.
Otra forma de conserva: la charcutería (fiambrería), cuya utilización «intensiva» debería en cambio estar prohibida. En primer lugar porque su contenido en colesterol es importante, pero sobre todo debido a su fabricación industrializada, que hace que se encuentren en ella una importante cantidad de conservantes y de colorantes químicos.
El mismo problema de frescor se plantea en lo que se refiere a huevos y derivados lácteos, todos los cuales son muy ricos en proteínas.
Ricas en proteínas son también las leguminosas, como las lentejas, al igual que los cereales. Hasta tal punto que habría que recomendar a los sedentarios que evitaran las primeras, dejándoselas a los deportistas y a los trabajado­res manuales que ejercen oficios duros. Los cereales, por su parte, raramente son consumidos en su estado natural, sino más bien bajo la forma de productos elaborados tales como las pastas alimenticias o el pan. Este pan que, durante siglos, fue considerado como el alimento por excelencia.
Con el aceite y el vino, encontramos el fundamento mismo de la civilización mediterránea. En Roma, la plebe se sublevó para que se le distribuyera pan y se organizaran juegos. Las mayores conquistas del Imperio fueron em­prendidas para abastecer de cereales la insaciable metrópo­li. Más tarde, en la Edad Media, una mala cosecha de trigo era anuncio seguro de hambre y de trastornos. La misma Revolución Francesa fue en parte provocada por el hecho de que en París faltaba el pan, y es célebre la famosa réplica de María Antonieta, ¡que para calmar a los insurrectos proponía una distribución de brioches (panes de Viena)!
En 1870, durante el sitio de París, mientras la población se veía reducida a comerse los caballos, cuando no las ratas, se fabricaba un pan en el cual se mezclaban elementos tan heteróclitos como la bala de avena, el aserrín e incluso, algunas veces, un poco de harina...
De esta mística del pan nos han quedado gran número de expresiones proverbiales del tipo «ganar el pan con el sudor de su frente», «ser bueno como el pan blanco», «quitarle a uno el pan de la boca», etc. Así como una obsesión que hace que las mujeres hermosas, preocupadas por su línea, huyan incluso del más pequeño trozo.
Pero, si bien ha adquirido blancura a lo largo de los siglos, el pan ha perdido al mismo tiempo la mayor parte de sus cualidades nutritivas. La barra «fantasía» que consumi­mos hoy en día apenas tiene nada en común con el pan que se fabricaba, no hace aún mucho tiempo, en los hornos campesinos. La industrialización de la panadería, por supuesto, ha permitido incrementar la producción, evitan­do así el racionamiento o el alza de los precios, pero no ha podido hacerlo más que en detrimento del propio pro­ducto.
Existen pues, notables diferencias entre el pan ligera­mente moreno de antaño, cuya dorada corteza estaba salpicada de manchas de salvado, y nuestras pálidas imitaciones de hoy en día. Al nivel del material básico en primer lugar, de la harina, por supuesto.
Actualmente, el trigo es molido en molinos que separan los distintos elementos constitutivos del grano. Así, el salvado y el germen son retirados, cuando en realidad constituyen los elementos vitales del trigo. Una harina muy blanca, una harina flor, como se la llama, ha sido cernida en un 75%, es decir que un 25% de sus elementos básicos han sido retirados, mientras que si el cernido no se hubiera efectuado más que a un 90% —es decir si se hubiese eliminado tan sólo un 10% de estos elementos— se habría conservado una parte del salvado y del germen.
Así pues, la harina blanca no encierra más que almidón, gluten y una pequeña proporción de sales minerales.
«Uno puede preguntarse —escribe Marcel Rouet (La Santé dans votre assiette)— por qué no se utiliza la harina completa a un 100 %. Esto proviene del gusto de los con­sumidores, que exigen un pan blanco, y de los inconve­nientes que presenta el pan completo que, demasiado cargado de celulosa, se vuelve impenetrable a los jugos gástricos, hace pesada la digestión, irrita el intestino y, según los últimos trabajos científicos, se opone parcialmen­te a la asimilación de las proteínas.»
Aceptemos pues el pan blanco, ya que es imposible hacer otra cosa. Pero lo que resulta lamentable es que, como para todos los productos industrializados o semi industrializados, sea necesario añadirle diversos productos químicos para que pueda fermentar y conservarse.
En el procedimiento tradicional, el germen de la levadura —que, como su nombre indica, contiene todos los principios nutritivos de la levadura, es decir, aumento de tamaño— tenía por finalidad desarrollar los fermentos que, destruyendo la glucosa, desprendían anhídrido carbónico. Con la cocción, estas pequeñas burbujas de gas se dilataban, dando así a la miga su aspecto aéreo, al mismo tiempo que hacían estallar los granos de almidón. Se obtenía así un alimento ligero y digestivo, al tiempo que muy nutritivo.
El pan de hoy en día, atiborrado de ácido ascórbico, que se seca apenas es cortado, pierde toda nobleza, de tal modo que parece normal que en los países industrializados —y por lo tanto ricos— se tenga tendencia a dejarlo de lado en provecho de alimentos más sabrosos.
Las pastas alimenticias, que continúan siendo uno de los constituyentes básicos de los menús italianos, tienen un valor nutritivo superior en aproximadamente un tercio al de este pan blanco desnaturalizado. Esto se refiere esencialmente a la calidad de las harinas que son empleadas para su fabricación, ya que, incluso cuando el envoltorio precisa que son «al huevo», estos últimos no entran más que en un muy pequeño porcentaje en su preparación.
Finalmente, las papas, estos preciosos tubérculos gracias a los cuales el mundo occidental ha podido escapar a las grandes hambrunas de los tiempos antiguos, contienen también una fuerte proporción de almidón, pero tienen la ventaja de ser relativamente ricas en vitamina C. Según el doctor Guierre, la papa contiene «quince veces más vitamina C en 100 gramos que la carne, la mitad de la de un zumo (jugo) de limón y tanta como la de un jugo de tomate». He aquí pues un producto precioso, aunque, para que conserve todas sus propiedades, debe ser cocido correctamente.
Sumergida en el aceite de freír o en el agua hirviendo, la papa pierde prácticamente todas sus vitaminas. La mejor manera —y también la más sabrosa, además de no estropearla— de prepararla es asarla sobre las cenizas o en el horno rodeándola con papel de aluminio. Si, de todos modos, uno no sabe pasarse sin las papas fritas, hay que cuidar bien de escurrirlas antes de servirlas, incluso si es necesario secar el excedente de aceite con un papel de seda y, siempre, utilizar un aceite puro que no se recaliente más de cinco veces.
La cocción, en efecto, debe venir en ayuda de la digestión y no contrariarla. Lo cual hace escribir a Marcel Rouet (op. cit.): «... Es perjudicial calentar a más de 90° los alimentos que contengan vitaminas y sales minerales, a fortiori las diastasas, que no resisten temperaturas inferio­res. Estos alimentos no se hallan tan sólo representados por las verduras y las frutas; los cereales, la carne, la leche, etc., poseen también preciosas sustancias cuya destrucción hay que evitar. Por supuesto, la cocción en las ollas a presión, que se produce a una velocidad récord, disloca los principios nutritivos, destruye irremediablemente las vita­minas; el ama de casa que las utiliza prepara para su familia y para sí misma, sin darse cuenta, el camino de la enfermedad consumiendo alimentos sin vida».
He aquí pues reglado el problema de las ollas-minuto que, para ser prácticos, no son más que una especie de hornos crematorios en cuyo seno perecen la mayor parte de los principios nutritivos de los alimentos.
Queda el hervido. Un cierto número de vitaminas son hidrosolubles, es decir que se disuelven en el agua. Este es el caso de la vitamina C, de las vitaminas B 1, B 2, B 3, B 4, B 5, B 6, B 9, B 12, H 1 e I. Conviene pues evitar meter en ella las papas, la col (repollo), el perejil, la soja, las acelgas, las berenjenas, los berros, el cardillo, la acedera, el apio, la lechuga y las lentejas, que las contienen.
De hecho, la mejor manera de cocer las verduras parece ser «estofadas», es decir en una olla cerrada, sobre un fuego muy suave. Así los alimentos no se oxidan al contacto con el aire; no teniendo ningún contacto con un agua hirviendo, no pierden sus jugos; puestos al fuego sin cuerpos grasos, no producen sustancias tóxicas; finalmente, siendo el calor siempre inferior a 90°, las preciosas vitaminas no resultan destruidas.
Para la carne, los dos mejores métodos de cocción son el asado y la parrilla. En efecto, las grasas animales cocidas son extremadamente indigestas y pueden incluso convertir­se en tóxicas. Varios médicos sostienen además que el abuso de las frituras confeccionadas con estas grasas, que irritan las vías digestivas, podrían ser el origen de algunos cánceres. La cocción al asador o sobre la parrilla, al permitir que las grasas se viertan de la manera más natural posible, evita pues este riesgo.
Y volvemos así a los buenos viejos métodos de nuestras abuelas, que dejaban cocer a fuego lento sus platos durante horas y más horas en un rincón de su cocina y empalaban sus piernas de cordero y sus pollos entre los morillos de sus chimeneas.
Lo que en cambio no conocían es una leguminosa milagro, nacida en Extremo Oriente, pero cuyo cultivo intensivo se efectúa hoy en día en los Estados Unidos: la soja.
Su introducción, bajo múltiples formas, en la alimenta­ción humana podría constituir una especie de revolución comparable a la que fue la vulgarización de la papa, y probablemente al precio de las mismas dificultades. Por supuesto, no veremos a los productores de soja hacer proteger sus campos por el ejército, como hizo Parmentier para picar la curiosidad de sus contemporáneos y hacerles comprender que el tubérculo que estaba creciendo allí era de lo más precioso. Pero se puede apostar a que, siendo como son nuestros hábitos alimentarios, costará hacerle admitir al consumidor que el «budín de soja», el «paté de soja» o las «conchas de soja» tienen el mismo valor nutritivo y, lo que es más, el mismo sabor que el cerdo, el conejo o el pescado.
Habrá que acudir a ella, sin embargo, debido a la multiplicación de los individuos a los que debe alimentar el planeta. Hoy en día, teniendo en cuenta el hecho de que el aporte proteico en la alimentación proviene casi exclusi­vamente de un origen animal, se ha calculado que el habitante de un país industrializado consume aproximada­mente 70 gramos diarios, mientras que el de un país llamado subdesarrollado tiene que contentarse con 7 gramos. Gracias a la soja, de un precio claramente mucho menos elevado que la carne, esta desproporción podrá ser absorbida, para el mayor bien de la humanidad.
De hecho, la soja no es la única leguminosa que contiene proteínas, pero sí es la que las contiene en una mayor proporción fácilmente utilizable por el organismo. Se calcula que su grano contiene por término medio un 18% de aceite y un 82% de proteínas y de ácidos aminados.
Debido a ello, se empezó a utilizar el orujo sobrante después de la producción de aceite de soja para la alimentación animal. Luego se ha pensado que este «intermediario» no era obligatorio, que de hecho era casi inútil, y que el hombre podía consumir directamente con mayor provecho las proteínas de la soja sin hacerlas digerir y transformar previamente por los animales.
Los chinos, que conocen esta planta desde hace casi cuatro mil años, habían pensado ya en ello mucho tiempo antes que nuestros químicos, puesto que desde tiempos inmemoriales saben fabricar una leche gracias a la cual reemplazan a la leche materna cuando esta falla, quesos y galletas de soja.
Tres grandes laboratorios se han dedicado a la transfor­mación de este verdadero concentrado de proteínas que constituye el orujo de la soja. General Milis en los Estados Unidos, Courtaulds en Gran Bretaña, y Rhóne-Poulenc en Francia, han puesto a punto dos procedimientos que permiten fabricar prácticamente no importa qué a partir de este orujo.
El primer método, el más extendido, permite obtener un «extrudado» que se presenta ya sea bajo la forma de una harina, ya sea bajo la de cubos esponjosos que se hinchan en el agua. Estos productos son entregados tal cual a la industria alimentaria, que los transforma a su gusto y los aromatiza. Se ha calculado que en los Estados Unidos los niños comen aproximadamente veinte mil toneladas de soja extrudada. En Francia, una reciente ley precisa que no se puede añadir más de un 30 % de soja extrudada a un producto y que, cuando se realiza esta aportación, el producto en cuestión debe llevar un nombre nuevo, distinto del que llevaba en su origen.
Más interesante es el segundo método, que permite obtener un «hilado» de soja. Se construyen así cubos que, mientras el extrudado conservaba algunos rastros de impurezas, contienen un 95% de proteínas puras. Estos cubos, perfectamente neutros al gusto, son luego sazona­dos y preparados de tal modo que constituyen un auténtico sucedáneo de producto animal, que posee su mismo sabor, su mismo color y su mismo valor nutritivo.
En una entrevista concedida al semanario Le Point, Bernard Favre, un técnico de Rhóne-Poulenc, explica cómo se produce esto: «En toda esta cadena de transforma­ción, no entra ningún producto de síntesis, ninguna de estas "químicas" corrientes en la charcutería (fiambrería) tradicional. Para colorear los cubos, se emplean productos naturales como la remolacha. Para darles aroma, se utilizan concentrados de i residuos consumibles de pescados o de carnes».
Y añade: «La soja ofrece muchas ventajas: se conserva, se congela, se cuece sin problemas, puesto que no contiene ningún producto extraño. Pero el hilado debe someterse a todos los ensayos, todas las experiencias. Lo que se halla en juego es otro tipo de alimentación calculado para todos los regímenes, mejor equilibrada en ácidos aminados, en materias grasas, en azúcares».
Henos aquí pues, gracias a la soja, en vísperas de una auténtica revolución alimentaria que debería permitir no tan sólo aportar una alimentación lo suficientemente rica a todos los habitantes del planeta, sino también condicionar ésta de tal modo que sea rigurosamente equilibrada para amoldarse lo más exactamente posible a nuestras necesida­des. Y todo esto sin que la gastronomía deba sufrir por ello, lo cual no es lo menos importante.
Mientras aguardamos, debemos de todos modos con­tentarnos con lo que poseemos y establecer nosotros mismos nuestro régimen, puesto que los sabios no lo condicionan aún en sus cubos de soja hilada. Puesto que, digámoslo inmediatamente, no existe ningún régimen-milagro, que pueda convenir a todo el mundo, sin discriminaciones de medio, de ocupación o de constitución. La forma de alimentarse es tanto función de los esfuerzos físicos que se deben soportar, como de la morfología y del país donde se vive, según sea más o menos cálido. Aquí también, el mejor medio de sentirse en forma, si no se tiene la paciencia de examinar minuciosamente las tablas dietéti­cas ni el valor de atenerse a sus prescripciones, es siempre apelar a la experiencia de los hombres del pasado.
Nuestros antepasados, como hemos dicho, se levanta­ban temprano; luego, tras una rápida colación destinada a llenar un poco el estómago durante la hora que ocupaban en dedicarse a los primeros trabajos de la granja, se sentaban a la mesa ante un sólido desayuno. En la actualidad tenemos una tendencia excesiva a no dar importancia a esta primera comida del día. La publicidad nos ha enseñado —¡y por una vez no se equivoca!— que el famoso «desfallecimiento de las once» es debido a la pobreza de nuestro desayuno.
Lo cierto es que una taza de té o de café es insuficiente por la mañana, y que es necesario darle a nuestro organismo un combustible suplementario para que pueda aguantar hasta la comida del mediodía. No hay pues que vacilar en acompañar nuestra bebida matinal con un panecillo de pan completo, untado con mantequilla o mermelada según los gustos, así como algunos frutos, frescos o secos. Si añadimos un vaso grande de jugo de frutas —de naranja o de pomelo—, podemos estar seguros de que nos hallamos preparados para afrontar la mañana sin problemas.
Llega la hora de la comida, y empiezan las disputas. En efecto, no todos los médicos dietéticos están de acuerdo sobre el lugar que debe ocupar la comida principal en el transcurso de la jornada. Para algunos, es conveniente tomarla al mediodía, con riesgo de tener pesadez de estómago después; para otros, es preferible hacerlo por la noche, incluso si esto puede perturbar ligeramente las primeras horas de sueño. Ahí también, la sabiduría no nos llega de los resultados de las investigaciones científicas, por extensas que sean, sino de la experiencia.
Para aquellos que nos han precedido, lo que nosotros llamamos almuerzo, y que ellos simplemente denominaban comida, era un ágape copioso a pesar de la colación ya tomada, sobre todo en período de esfuerzos intensos. Lo que no impedía de ningún modo que la cena fuera también relativamente considerable.
Ni demasiado al mediodía, pues, ni demasiado poco por la noche, parece ser la regla que hay que seguir para asegurarse la plena posesión de sus medios y un sueño apacible.
Una vez dicho esto, ¿cómo elaborar menús capaces de respetar este equilibrio? La presencia de carne, como hemos visto, no es indispensable en todas las comidas. Sin embargo, nuestros hábitos de habitantes de un país rico hacen que la consumamos al menos una vez por día. En estas condiciones, parece que el momento preferible de servirla es al mediodía, y con la mayor frecuencia posible en forma de parrilladas o de trozos asados. Lo cual permite además reservar para la noche platos más ligeros y más digestivos.
Si uno puede pasarse muy bien varios días sin carne, no ocurre lo mismo con las verduras crudas, que deben estar presentes en todas las comidas. Al respecto es conveniente tomar partido en una controversia que opone a los defensores de la ensalada al inicio de la comida, como se practica en algunas provincias francesas como el Delfinado, o al final, como lo exige la tradición de la región parisiense. Son los habitantes de la capital los que tienen razón. Hemos visto más arriba que la celulosa contenida en las verduras frescas era difícilmente digerible, y que constituía un lastre intestinal —indispensable, por supues­to—que atraviesa sin esfuerzo alguno las vías digestivas. Si comenzamos pues con algunas hojas verdes, que el estómago tendrá problemas en asimilar y evacuar, bloquea­mos la digestión del resto de la comida, que deberá esperar, antes de proseguir su camino, a que esta molesta ensalada haya despejado el camino. De hecho, todo ocurre como un domingo por la tarde en la autopista, donde algunos «tardones» provocan embotellamientos de varios kilómetros. Se concibe, en estas condiciones, que sea mucho mejor consumir la ensalada al final de la comi­da, a fin de que tenga tranquilamente tiempo de efec­tuar su trayecto, sin por ello bloquear el de los demás ali­mentos.
Este razonamiento es válido para todos los alimentos crudos que, siendo indispensables en razón de su contenido en vitaminas frescas, contienen igualmente una fuerte proporción de celulosa. Desgraciadamente, y siempre en relación con nuestros hábitos alimenticios, es muy difícil servir unos pepinos o unos rábanos al final de una comida, y entonces se hace necesario poner a la mala suerte... buen estómago.
No hay que olvidar tampoco que las plantas aromáticas son un precioso catalizador de la digestión, al mismo tiempo que favorecen el trabajo de algunas glándulas, principalmente aquellas que condicionan la actividad sexual.
Sin sobrecargar los platos de pimienta, tomillo, y otras hierbas, conviene no olvidarlas tampoco.
Una vez planteado todo esto, he aquí ahora, sin entrar en el detalle de las distintas preparaciones culinarias, algunos ejemplos de menús típicos que pueden valer para toda la familia.

DOMINGO
Comida
— Ensalada
— Pierna de cordero al spiedo (al ast)
— Judías verdes (CHAUCHAS) cocidas al vapor
— Fruta
Cena
— Medio pomelo
— Gratinada delfinesa de leche y huevos
— Queso
— Huevos con leche
LUNES
Comida
• Fiambres (servir muy de tarde en tarde)
• Bistec (bife) a la brasa con hierbas
• papas cocidas en las cenizas Ensalada
Cena
Potaje de verduras (sopa de verduras) Tortilla con tomate Queso Fruta

MARTES
Comida
—Paté
— Pollo asado
— Ensalada de berros
— Queso

Cena
— Sopa de cebolla
— Endivias estofadas
— Queso
— Fruta

MIÉRCOLES
Comida
— Entremeses (entradas) de pescados
(con aceite, en escabeche, ahumados)
— Salteado de ternera
— Jardinera de verduras
— Ensalada
— Queso
Cena
— Sopa de soja
— Huevos al plato (con o sin tocino)
— Ensalada
— Queso
JUEVES
Comida
— Ensalada mixta
— Rustido de cerdo (cerdo al horno)
— Judías blancas (POROTOS) estofadas
— Crema helada
Cena
— Huevos al plato
— Berenjenas salteadas
— Ensalada
— Queso

VIERNES
Comida
— Mariscos
— Filetes de pescado con acedera
— Ensalada
— Fruta
Cena
— Sopa de pescados, con pan frito al ajo y roya
— Tomates a la provenzal
— Queso
— Huevos a punto de nieve
SÁBADO
Comida
— Huevos duros con mayonesa
— Rosbif con papas fritas
— Ensalada
— Sorbete (helado de agua)
Cena
— Arroz a la española
— Ensalada
— Mousse de chocolate a la corteza de naranja
Estos menús, naturalmente, no tienen más que un valor indicativo. Corresponde a cada ama de casa el inspirarse, satisfaciendo el gusto particular de su «mesa» al tiempo que la sacia, para elaborar comidas que respeten un cierto equilibrio y, sobre todo, aporten cada día a cada organismo todos los elementos —sales minerales, lípidos, prótidos, vitaminas— que necesita.
Lo más importante es no servir comidas pantagruélicas, de las que se dejaría la mitad y cuyas excesivas grasas serán mal asimiladas. Lo esencial es proporcionarle al cuerpo los «carburantes» que necesita para que se desarrolle armoniosamente y permita al individuo hacer frente a todas sus tareas cotidianas.
«Hay que comer para vivir y no vivir para comer.» Quien escribió esto fue Moliere y, aunque en boca de Harpagón esta sentencia tomó una entonación cómica, de tal modo revelaba la sórdida avaricia del personaje, el precepto sigue siendo válido.
Los alimentos son indispensables para la vida. Consu­mámoslos razonablemente y viviremos bien, en todos los sentidos de la expresión.

UNA FARMACIA EN LA COCINA
Acodado a la barandilla, el hombre contempla tristemente las pequeñas olas que chapotean al pie del estrave. De tanto en tanto, levanta los ojos hacia las velas que cuelgan fláccidas al extremo de sus vergas. Hace ya días y días que la nave se halla en plena calma chicha, prisionera de una mar de aceite. Y el hombre sueña en su país, que tal vez no vuelva a ver. En Amsterdam la hermosa, en La Haya la industriosa donde le aguardan su esposa y sus hijos. En esa Holanda donde el viento que viene del mar hace girar los molinos y ondular los campos de tulipanes.
Es mejor esto, de todos modos, que pensar en su estómago que le tortura, en el hambre que va corroyendo sus fuerzas, y sobre todo en el escorbuto que le acecha como a todos sus camaradas. Dos marinos han sido alcanzados ya, y uno no puede hacer más que compade­cerse por ellos, ya que todavía no existe ningún re­medio contra esta terrible enfermedad que ataca a los nave­gantes.
Dentro de poco, como la víspera, deberá contentarse con un trozo de galleta rancia, ya que el pañol está vacío y el capitán ha racionado los víveres.
Entonces el hombre se revuelve. Aprovechándose de que nadie lo mira, se desliza en la bodega con la esperanza de tener la suerte de capturar una rata. Sin hacer ruido, se desliza por entre los fardos de tubérculos que la nave trae del Nuevo Mundo para mayor alegría de los horticulto­res de la Frisia o del Brabante. Son la debilidad de los roedores. Lo sabe, y se pone al acecho. Y, mientras aguarda, una idea se abre camino en su mente. Puesto que a las ratas les gusta esta cosa extraña, que no se utiliza todavía más que para producir unas flores muy decorativas, esto quiere decir que es comestible. Así pues, ¿por qué no roer una para engañar un poco al hambre?
Entonces el hombre saca su gran cuchillo de marinero, revienta uno de los fardos, elige un tubérculo bien firme y corta con un gesto rápido la nacarada carne. Cuando va a llevarse a los labios el pedazo tiene un momento de duda. ¿Y si aquello va a envenenarle, puesto que todo el mundo sabe muy bien que la propia planta es venenosa? Pero se tranquiliza. Si esta raíz no fuera comestible, las mismas ratas estarían todas muertas.
Durante algunos minutos, mastica la jugosa carne, y finalmente se decide a engullirla. El primer trozo cuesta que pase, pero el resto desciende mejor. Cuando vuelve al puente, se ha comido una papa entera.
Durante la noche siguiente no puede dormir. Crispado en su coy, aguarda los primeros síntomas del envenena­miento. Cuando llega su turno de trabajo, todavía no se ha producido nada. Se tranquiliza. Durante los siguientes días, realiza frecuentes visitas a la bodega, en compañía de sus mejores amigos, a los cuales ha revelado su secreto. Cuando finalmente llega el viento, sólo los que han hecho como él se hallan en condiciones de maniobrar la nave. Todo el resto de la tripulación está abatida por el escorbuto.
Al capitán, que quiere saber lo ocurrido, le explican su latrocinio. Toma buena nota y, de regreso a su puerto de amarre, comunica el fruto de sus observaciones a las autoridades. Naturalmente, aún se ignora que es la vitamina C contenida en la Solanum tuberosum —más vulgarmente conocida como papa— lo que ha protegido a esos hombres, pero en esos tiempos se confía más en el valor de la experiencia, de modo que se aprovisiona ampliamente con este tubérculo a todas las tripulaciones que efectúan trayectos largos.
¿Aventura romántica, relato puramente imaginario? Evidentemente. La historia no ha retenido el nombre del primero que se dio cuenta de que la papa cruda era un potente antiescorbútico, ni las circunstancias de su descu­brimiento. Sin embargo, fue preciso que un día un hombre, un holandés, lo descubriera, dando así a su país el medio de asegurarse la supremacía marítima de los viajes largos. Como fue necesario también, casi un siglo más tarde, que un británico observara que la lima, una variedad de li­nón de las Indias, poseía efectos aún más radicales, al tiempo que se conservaba de una forma mucho más cómoda.
Este descubrimiento fue considerado incluso tan importante que fue clasificado inmediatamente como «secreto militar» por el Almirantazgo. Lo que le valió a la Navy destronar a la flota holandesa.
Los limones y las papas es algo que todas las amas de casa conservan hoy en día en su heladera o en su despensa. Como almacenan también un cierto número de verduras de as que tan sólo conocen sus cualidades alimenticias, sin sospechar en lo más mínimo que puedan poseer, además, virtudes curativas. Así es, sin embargo, y vamos a examinarlas metódicamente, por orden alfabético, antes de pasar a las propiedades de las plantas aromáticas, para terminar con las de las frutas.

VERDURAS

ACEDERA: Atención, esta verdura es peligrosa. En efecto, el ácido oxálico que contiene puede conducir, si se abu­sa de él, a la formación de cálculos de oxalato de calcio, o dicho de otro modo a la formación de arenilla. A evitar pues si uno padece de cólicos nefríticos e incluso de reuma­tismos.
Su consumo sin embargo, en infusión por ejemplo,
favorece la eliminación de residuos.
ALCAUCIL (ALCACHOFA): Este descendiente del cardo es reputado con toda justicia como un medio eficaz para combatir las enfermedades del hígado. Lo que se sabe menos es que era utilizada en el siglo XVII para «calentar y excitar a Venus y para engendrar el maslo», una vez cocida en vino.
Nuestros deplorables hábitos alimentarios hacen que hoy en día no se consuman más que las cabezuelas y el fondo, mientras que sus principios más activos se hallan en el leñoso tallo y en las hojas, que pueden ser utilizadas en decocción para combatir las insuficiencias hepáticas y renales, así como algunos reumatismos. Además, el agua de cocción de los alcauciles, aunque menos activa, constituye un excelente estimulante del hígado.
APIO: Su poderoso sabor no gusta a todos los paladares, y es una lástima, ya que, tomado como entrante, constituye un excelente aperitivo. Además, por sus cualidades diuréticas, puede constituir la base de un régimen adelgazante.
ARROZ: He aquí otro alimento completo cuyas propiedades bienhechoras para la sangre, propiedades que nuestros modernos especialistas en dietética acaban de descubrir de huevo, eran ya conocidas en el siglo XVIII. Actualmente, os médicos lo recomiendan en los casos de hipertensión y en algunas uremias, cuando la sangre se carga de nitrógeno y de urea.
Desde siempre, el arroz —o mejor, el agua de arroz— la sido considerado como uno de los remedios más eficaces contra la diarrea. Las personas de intestinos frágiles tienen mes la ventaja de prepararse, tres o cuatro veces por semana, un plato de arroz, ya sea para acompañar a una carne, ya sea azucarado en forma de postre.
Preparación del agua de arroz: hacer hervir durante aproximadamente una hora 30 gramos de arroz en un litro de agua. Colar a través de un paño. Consumir natural o azucarada.
BERENJENA: Su mayor mérito es, sin ninguna duda, reforzar el lastre intestinal y, por lo tanto, favorecer la eliminación natural de los residuos. Además, algunos autores le reconocen también propiedades estimulantes del hígado y del páncreas.
BERRO: Hipócrates veía en él uno de los mejores estimulantes y expectorantes; Dioscórides le prestaba virtudes afrodisíacas; Ambroise Paré lo recetaba para luchar contra a sarna de los niños; hoy en día, el profesor León Binet, tras experimentarlo con ratas, ve en él un medio de retrasar la aparición de algunos cánceres. Una vez más, pues, nos encontramos frente a lo que podríamos llamar una «verdu­ra todo uso». Con plenos méritos.
Contiene cantidades excepcionales de vitaminas A, B 1, B 2, C, E y PP, y es además más rica en hierro que las espinacas y posee más cantidad de caroteno. En estas condiciones, se comprende que sea preferible saborearlo crudo, en ensalada o como guarnición de carnes.
Añadamos a esto que su jugo, obtenido por presión, detiene la caída del cabello, y que se pretende incluso que, mezclado con miel, constituye una pomada insuperable
contra las pecas.
Tiene, sin embargo, un defecto. Creciendo como lo hace en un medio acuático, es muy sensible a todo tipo de contaminaciones y en particular a la duela, un temible parásito transmitido por los excrementos de los animales. Es pues —una vez no hace costumbre— mucho más prudente preferir el berro cultivado que el silvestre.
CALABAZA (ZAPALLO): Esta buena y gruesa dama, así como su primo el calabacín (zapallín), forma una plácida familia que destila calma. Nada mejor, pues, para asegurarse una buena noche, que degustar un plato de ellas para cenar, gratinadas por ejemplo. Sobre todo teniendo en cuenta que ambos tienen la reputación de atenuar sensiblemente los ardores amo­rosos.
Nos equivocaríamos, sin embargo, con respecto a la calabaza, fiándonos demasiado ciegamente de esta aparien­cia tranquila. También sabe mostrarse enérgica, sobre todo cuando se trata de expulsar a un huésped tan indeseable como la tenia. Pero se trata entonces de una pasta preparada a partir de sus semillas lo que conviene emplear, antes que tomar un purgante fuerte. En realidad, numero­sas especialidades farmacéuticas contra el parasitismo intestinal están preparadas a base de semillas de calabaza.
CARDILLO: El nombre francés de esta planta, pissenlit, dice mucho más que el español acerca de la principal de sus cualidades. Pero no es tan sólo un diurético potente: los científicos han observado que el extracto de cardillo dobla, cuadruplica incluso, el volumen de la bilis excretada en media hora.
Además, el cardillo atempera el exceso de colesterol. No hay pues ninguna razón para privarse de esta deliciosa ensalada, que puede acompañarse de huevos duros o de tocino, pero a condición de no contentarse tan sólo con la porción blanca de la planta, la que crece bajo el suelo. La mayor parte de los principios activos se hallan por el contrario en la hoja verde, un poco más dura quizás, un poco más amarga también, pero mucho más eficaz.
CEBOLLA: Posee sus adoradores que se reúnen en el mayor secreto en algún bosque de los alrededores de París, pero, y esto es mucho más serio, fue divinizada por los egipcios, que la hacían entrar en buen número de sus preparaciones medicinales. Ya que, como la col (repollo) o el berro, constituye ella sola una auténtica farmacia. Diurética, estimulante, anties­corbútica, afrodisíaca, tiene además la reputación de secundar poderosamente las curas de adelgazamiento al tiempo que favorece la longevidad.
La mejor manera de comerla es, naturalmente, cruda. Algunas personas no consiguen sin embargo soportar su poderoso aroma. Pueden sin embargo sacar provecho de todas sus cualidades regalándose con una sopa muy reconstituyente.
CEREALES: Naturalmente, es bastante raro que uno tenga en su cocina un saco de trigo o de avena. Sin embargo, quizá no resultara inútil proveerse de ellos, debido a los numerosos efectos bienhechores que puede esperarse de su utilización. A condición, por supuesto, de que las plantas hayan sido cultivadas en condiciones «biológicas», y que sus espigas no hayan sido manchadas por los insecticidas.
La avena, en primer lugar, cuya agua de maceración se revela como un poderoso diurético y depurativo.
El trigo a continuación, que, cuando está germinado, es un reconstituyente de primer orden, al mismo tiempo que estimula las funciones sexuales.
Triturados juntos en un molinillo, el trigo y la avena permiten además preparar un caldo insuperable contra la gastroenteritis de los niños de pecho y que ayuda poderosa­mente a los convalecientes a recuperar sus fuerzas.
COL (REPOLLO): El doctor Blanc la llamaba el «médico de los pobres», y es exacto que la col, tanto la normal como la lombarda, es una especie de panacea. Así, Alain Rollat escribe de ella que «fortifica, corta el camino a los microbios, elimina los gusanos intestinales, purifica el conjunto del organismo, regulariza el trabajo del estómago, del hígado, del intesti­no, equilibra el sistema nervioso, calma los dolores gástricos e intestinales, favorece la regeneración celular,
etc.».
Añadamos que es insuperable contra los dolores, los reumatismos y la artrosis, al mismo tiempo que da cuenta de las ronqueras más rebeldes.
¿Cómo aprovechar tales beneficios? Comiendo repollo, naturalmente, y a ser posible cruda. Cortada en laminillas finas, se adapta muy bien a las sazones tipo vinagreta.
Cocida, esta preciosa verdura conserva aún una gran parte de sus cualidades, y se puede recuperar una voz clara tomando algunas tazas grandes de su caldo. La «buena sopa de repollo» no es ninguna leyenda.
Si se trata de terminar con un reumatismo rebelde, se empleará una cataplasma de la cual Vincent d'Auffray da la receta en su libro titulado Guide pratique des plantes medicinales (Productions de París): «Retirar del repollo las grandes hojas exteriores, escaldarlas y aplanarlas con una botella o un rodillo de pastelero. Colocar varias hojas una sobre otra para formar una cataplasma, tras haberlas empapado de nuevo en agua muy caliente».
ESPÁRRAGO: Sus puntas son sabrosas, y su tallo leñoso constituye, en decocción, un excelente diurético. Es conveniente sin embargo utilizarlo con moderación, sobre todo quien esté sujeto a cistitis o prostatitis. La prepara­ción, en efecto, resulta muy irritante para el epitelio, y abusar de ella podría provocar un accidente.
ESPINACA: Debemos las espinacas a los árabes, pero fue Popeye el Marino, el pequeño personaje norteamericano de historietas, el que las hizo célebres. Imaginar que puedan proporcionar una fuerza hercúlea, sobre todo cuando son consumidas en lata, es pura fantasía. Lo que sí es exacto, en cambio, es que son ricas en hierro y en ácido fólico, lo cual hace de ellas un excelente reconstituyente.
GIRASOL: No se trata de una verdura propiamente dicha, sino de una flor que proporciona una semilla de la que se extrae un aceite ligero, particularmente recomendado para todos aquellos que sufren del colesterol o de arteriescle­rosis.
HINOJO: Egipcios, griegos y romanos lo incorporaban ya a sus preparaciones culinarias, tanto por el sabor que les proporciona como porque
Purga el estómago, aumenta la vista,
De la orina fácilmente provoca la salida.
Y del fondo de los intestinos hace salir los vientos,
como dirán más tarde los doctos médicos de la escuela de Salerno. Sus tallos a la brasa pueden servir para confeccio­nar sabrosos gratinados, aunque pueden también presen­tarse simplemente como guarnición para un pescado, como la famosa lubina al hinojo del Mediodía francés.
Sus semillas también son preciosas. Cocidas con leche, permiten confeccionar una tisana que resuelve todos los empachos gástricos o intestinales. En decocción, eliminan las migrañas.
JUDÍA (POROTO): Verdes (chauchas), las judías secundan la acción del hígado y del páncreas; secas, no sirven en principio más que para preparar excelentes fabadas. Sin embargo, en el campo, se cuidan mucho de tirar las vainas tras haberlas desgrana­do. Secas y hervidas en agua, permiten obtener una bebida muy diurética que soluciona todas las dolencias de los riñones.
LECHUGA: Levin Lemnius escribía de ella que «comerla mucho y a menudo apaga el ardor de la lujuria: aquellos que son propensos a la vida fuera del matrimonio y que quieren guardar su castidad deben usarla a fin de apagar el ardor del deseo carnal».
Eso, por supuesto, puede no convenir a todo el mundo.
Es bueno sin embargo saber también que esta ensalada ayuda a combatir el insomnio pero que, para este uso, es infinitamente mucho más eficaz en decocción.
MAÍZ (CHOCLO): Demasiado a menudo se tiene tendencia a creer que no sirve más que para la alimentación del ganado. En los Estados Unidos, por ejemplo, es considerado como un dulce, y se sirve acaramelado, o frito para acompañar las famosas barbacoas (parrillas). Sin embargo, no es el grano comestible del maíz lo que contiene los principios medicinales más eficaces, sino la barba que corona la espiga. Conviene pues conservarla cuando se tiene la oportunidad de conseguir espigas enteras.
Desecada, esta barba sirve para hacer una decocción que es capaz de multiplicar por cuatro el volumen de la orina excretada en veinticuatro horas.
NABO: Víctima de una mala reputación completamente injustificada, el nabo es un fortificante. En cuanto al jugo, que por su color constituye el origen de su descrédito se obtiene ya sea vaciando el tubérculo y echando en el hueco un poco de azúcar en polvo, ya sea aplastando el nabo crudo con azúcar. Este jugo, además de constituir un jarabe de delicado sabor, calma las irritacio­nes pulmonares y las toses rebeldes.
ORTIGA: Podría parecer paradójico incluir la ortiga entre las verduras. Nada más lógico sin embargo, ya que, si bien no se halla corrientemente a la venta en las verdulerías, las madres de familias campesinas la utilizan aún para preparar sabrosas sopas, que presentan al mismo tiempo la ventaja de ser diuréticas y de facilitar la digestión.
Además, no hay que temer el pincharse al cogerlas, teniendo en cuenta que su jugo es hemostático y vasocons­trictor.
Finalmente, si creemos a Petronio, las sacerdotisas del culto priápico flagelaban con ellas «por encima del ombli­go, en los ríñones y en las nalgas a los viejos, en los cuales esta parte del cuerpo es más fría que la nieve». Tratamiento utilizado también por otro lado por cierta dama citada por Marcel Rouet, que iba a «recoger ortigas a fin de ofrecérselas a su amante, el cual, provisto de guantes, la flagelaba con ellas...» Uno no sabe qué admirar más, si el valor de esta dama o la prudencia de su amigo, que to­maba toda clase de precauciones para no pincharse él las manos.
Sea como sea, el autor añade que este tratamiento es también muy eficaz contra la celulitis, lo que podría empujar a algunas damas melindrosas a verificar sus virtudes.
PAPA (PATATA): Muy a menudo asociada al puerro en los potajes (sopas), hemos visto que contenía una importante cantidad de vitamina C. Su fécula es además rica en potasio.
Cocidas en agua, las papas reemplazan con ventajas al pan en los regímenes adelgazantes. Es conveniente, sin embargo, no conservar más de veinticuatro horas las papas hervidas, ya que entonces resultan atacadas por un bacilo que es exactamente igual al que desencadena las putrefacciones animales.
PUERRO: Pierre Brasseur, tomando en ello ejemplo de Nerón, parece ser que realizaba con él curas regulares a fin de aclarar su voz. Pero lo cierto es que no es tan sólo éste el beneficio que debía obtener, ya que la sabiduría popular sostiene que «una cura de puerros vale lo que una cura en Vichy», debido a lo poderosas que son las cualidades diuréticas de esta verdura.
De hecho, sus propiedades se acercan sensiblemente a las de la cebolla. Como ésta, es una «planta para todo» que se puede consumir de muchas formas, con la diferencia de que tan sólo se come cocido, pero sin olvidar beber el caldo.
RÁBANO Y RÁBANO BLANCO: El primero puede ser considerado como una verdura usual, y el segundo como un condimento específico de las regiones del Este de Francia. Sus propiedades son sin embargo tan parecidas que es difícil estudiarlos separadamente.
Ambos, pues, son poderosos expectorantes y tónicos respiratorios. Así, Jean Palaiseul (Nos grand-méres sa-vaient, ediciones Robert Laffont) aconseja masticarlos varias veces al día para combatir la tos ferina. Pero añade que, comidos poco a poco por la mañana, algunos rábanos rosas alivian también a aquellos que se ven afectados de ictericia o urticaria.
REMOLACHA: Rica en azúcar, es particularmente recomen­dada para los adolescentes en pleno crecimiento y para los deportistas. En cambio, y precisamente debido a esta riqueza, es desaconsejada para los diabéticos.
SALSIFÍ: Potente diurético, el salsifí favorece la eliminación de los residuos y contribuye también a combatir algunos trastornos sanguíneos, así como los reumatismos y la gota.
SOJA: No nos extenderemos sobre las cualidades de esta planta milagrosa, de la que hemos hablado ya en el capítulo consagrado a la dietética. Recordemos simplemente que su riqueza en proteínas y en vitaminas hace de ella un alimento muy completo y muy energético, particularmente recomendado para los adolescentes, los deportistas, las mujeres encintas, así como a aquellos que efectúen trabajos pesados.
TOPINAMBUR: Trae muchos malos recuerdos a todos aque­llos que, en Francia, han conocido la Ocupación y las cartillas de racionamiento. Así, por una injusta inversión de las cosas, este tubérculo, emparentado con el boniato, ha ido siendo abandonado cada vez más. Sin embargo, su valor nutritivo es sensiblemente igual al de la papa y, como sea que favorece las secreciones lácteas, se muestra como un alimento precioso para las madres que dan el pecho a sus hijos.
ZANAHORIA: El profesor Binet ha escrito de ella que «da sangre al organismo», y recientemente se ha descubierto que participaba en el aumento de los glóbulos rojos, al tiempo que fortificaba el hígado. Pero la acción benéfica de la zanahoria no se limita —si puede decirse— a esto. El viejo proverbio que sostenía que proporcionaba «unos hermosos ojos y volvía rosados los muslos» es también perfectamente justificado. El caroteno, ha sido constatado científicamente, es en efecto precioso para la vista. Finalmente, las virtudes diuréticas de esta verdura, favore­ciendo la eliminación, contribuyen a aclarar la tez.

Entre todas las verduras que acabamos de ver, hay un cierto número que poseen cualidades muy parecidas. Lejos de nosotros el quejarnos por ello, al contrario, hay que considerar que se trata de un regalo de la naturaleza, que nos permite así, al tiempo que variamos nuestros menús, continuar de algún modo nuestro «tratamiento» para conseguir el resultado buscado.
Sobre todo teniendo en cuenta que los distintos condimentos y aromatizantes que se hallan a disposición de los cocineros, además de permitir dar a los platos sabores especiales, vienen a reforzar, a menudo de modo muy poderoso, la acción de las verduras.

CONDIMENTOS Y AROMATIZANTES

AJEDREA: Los alemanes la llaman Bohnenkraut, es decir la «hierba de las judías (porotos-chauchas)», lo cual dice mucho sobre sus cualidades digestivas. Pero los antiguos le atribuían otras virtudes muy distintas, y el hecho de que su nombre científico de Satureja halle su raíz en el latín satyrus indica bien cuáles eran.
Hoy, sin embargo, la mayor parte de los tratados de fitoterapia —excepto los de Maurice Mességué, el cual le da el sobrenombre de «hierba de la felicidad»— desprecian esta cualidad, esencial sin embargo a los ojos de algunos. Y es que la ajedrea, que estimula potentemente el estómago, apacigua los espasmos, regulariza las contracciones intesti­nales, al tiempo que impide las fermentaciones favorecien­do la evacuación de los gases, tiene un papel considerable en el buen desarrollo de la digestión.
El mejor modo de aprovechar sus efectos benéficos es consumirla cruda, acompañando a algunas ensaladas (ju­días blancas - POROTOS- a la vinagreta, espolvoreadas con ajedrea y perejil, acompañadas de algunas rodajas de cebolla, constituyen un auténtico regalo, digestivo y tonificante); o bebería en infusión para decuplicar sus efectos.

AJO: Se dice que lo primero que hizo el abuelo de Enrique IV tras el nacimiento del futuro rey de Francia, fue frotarle los labios con un diente de ajo antes de untárselos con algunas gotas de jurançon, un vino blanco de Béarn fuerte y oloroso. El viejo cumplía así con una muy vieja costumbre destinada a proteger al recién nacido contra los malos espíritus. Pero, al mismo tiempo, le hacía tomar su primer fortificante y su primer vermífugo. Ya que éstas son dos de las más importantes propiedades de esta liliácea, que posee también muchas otras.
Si hay que creer a Robert Landry, es a los chinos a quienes corresponde el mérito de su descubrimiento, puesto que el ajo sería originario de Djungaria, en el Asia Central. Sea como sea, su uso intensivo se ha extendido desde la más remota antigüedad por toda la cuenca mediterránea, que continúa, observémoslo de paso, consu­miéndolo abundantemente.
Los egipcios lo habían elevado al rango de una divinidad. Trenzaban con él collares, que suspendían inmediatamente al cuello de sus hijos para protegerlos de las lombrices intestinales. Se dice que Keops hizo distribuir abundantes raciones de él entre los esclavos que construían su pirámide, tanto para darles fuerzas como para proteger­los de las epidemias.
Más curiosa era su utilización, revelada por el papiro de Kahun, para comprobar si una mujer era definitivamente estéril o no. Tras haber pelado y limpiado cuidadosamente un diente de ajo de buen tamaño, el médico lo introducía antes de la hora de acostarse por la parte más íntima de la anatomía de su paciente. Le bastaba, a la mañana siguiente, verificar si los potentes efluvios del condimento habían aprovechado la noche para alcanzar la boca de la consultante. Si éste era el caso, podía esperar aún a ser madre; si no, debía renunciar para siempre a la descenden­cia, y corría así el riesgo de ser repudiada.
Pese a todas sus virtudes, el ajo tiene un defecto capital: impregna de tal modo las mucosas que es difícil, tras haberlo consumido, librarse de su olor. Los antiguos se las arreglaban bastante bien masticando una rama de perejil o comiéndose a mordiscos una manzana. Hoy en día, una pastilla de chicle permite obtener el mismo resultado.
Es este aroma poderoso lo que le valió, entre los griegos, el sobrenombre de «rosa hedionda», lo que no impidió en absoluto que los helenos, y en particular los atenienses, lo consumieran abundantemente, sobre todo en el transcurso de los Juegos Olímpicos, a fin de darse fuerza y valor, de doparse en cierto modo.
La misma actitud se halla entre los romanos, los cuales, además, mezclaban ajo picado en la comida de sus gallos de pelea a fin de aumentar su agresividad.
Más cerca de nosotros, Carlomagno, en sus capitulares, recomienda su cultivo. Los monjes se apresuraron a obedecer, y sus jardines estuvieron abundantemente pro­vistos de él durante toda la Edad Media, lo que redundaba en bien de su salud y de la de sus visitantes.
Sabiendo esto, y antes de ver los múltiples beneficios que pueden esperarse de él, veamos primero sus contrain­dicaciones. Hay que evitar en efecto tomarlo si uno está afectado por una enfermedad de la piel como el eccema, cuyas manifestaciones podría agravar. También hay que evitar dárselo a las mujeres que alimentan a sus hijos, ya que altera su leche, con lo que podrían provocar cólicos a los bebés lactantes.
Puestas aparte estas dos excepciones, el ajo conviene a todos y tiene efectos benéficos sobre casi todo. Estimula el corazón, hace bajar la tensión arterial y activa la circula­ción de la sangre, facilita la digestión, se opone a la proliferación de los microbios, hace caer la fiebre, ayuda a la eliminación de los parásitos y facilita incluso la expecto­ración, lo cual le vale el ser considerado como un antídoto del tabaco.
La mejor forma de consumirlo —la más sabrosa además—, es por supuesto incorporándolo, preferente­mente crudo, a las salsas. Se puede también espolvorear con él las carnes, las piernas de cordero o los rosbifs. Para incorporarlo a los platos cocidos a fuego lento, Robert Landry aconseja «echar en la sartén los dientes de ajo sin pelar, simplemente aplastados con un puñetazo sobre la mesa de la cocina».
Si se buscan unos efectos más rápidos y profundos, hay otras preparaciones más específicas que resultan más recomendables. He aquí algunas de ellas, preconizadas por Jean Palaiseul (op. cit.):
«Para hacer bajar la tensión: un diente aplastado y puesto en maceración por la noche en un vaso de agua, a beber por la mañana en ayunas».
«Para abortar un catarro nasal: respirar varias veces al día un diente de ajo aplastado o cortado a trozos...»
«Para facilitar la digestión, suprimir las fermentaciones y los gases intestinales: una infusión ligera (5 a 10 gramos por litro de agua), añadiendo un poco de melisa o de angélica, una taza después de cada comida.»
«Contra las lombrices intestinales y también la hidrope­sía: dos veces al día, una decocción de 25 gramos de ajo para un vaso de agua o de leche (dejar cocer a pequeños hervores durante 20 minutos.»
«Contra la tos ferina, la tos, el catarro bronquial y, en general, las afecciones pulmonares: echar 250 gramos de agua hirviendo sobre una cantidad variable de ajo picado (para los adultos, de 50 a 60 gramos; para los niños hasta un año, 15 gramos; hasta cinco años, 25 gramos; hasta doce años, 40 gramos). Dejar macerar durante doce horas; a tomar cada dos horas, con las dosis siguientes: una cucharada de café hasta cinco años, una cucharada de postre hasta doce años, una cucharada sopera más allá de
los doce años...»
Y finalmente, esta última receta, también de Jean Palaiseul: «Contra la extinción de la voz: comer un diente de ajo cuatro o cinco veces al día...»
ALBAHACA: Es el segundo componente de la sopa al pistou (Sopa típica provenzal, hecha a base de ajo y de tomates asados), pero su papel culinario no se queda ahí. Se puede utilizar igualmente para aromatizar los platos de ensalada. Además del delicado sabor que confiere a las distintas preparacio­nes, permite también digerirlas con toda quietud. Es quizá por esta razón que los hindúes, que habían divinizado esta planta, le consagraban ofrendas de arroz, el alimento por excelencia.
ALCARAVEA: Robert Landry escribe que un «cordon-bleu, incluso principiante, deberá saber distinguir siempre el comino de la alcaravea... El comino es un tono cálido de la cocinera... La alcaravea es más bien un medio tono culinario». De hecho, este estimulante de las funciones digestivas se encuentra principalmente en nuestras prepa­raciones europeas, tales como la choucroute o el Irish Stew, mientras que el primero interviene en platos mucho más exóticos tales como el curry, el couscous, etc.

ANÍS: Los granos de esta planta de la familia de las umbelíferas son utilizados sobre todo en forma de esencia para aromatizar los productos de pastelería. De todos modos, no puede olvidarse que jugaban un papel prepon­derante en la preparación del ajenjo, el terrible «verde» que tanto daño hizo a finales del siglo pasado, y por lo tanto no utilizarlo más que con precaución. Sin embargo, unas pocas gotas de esta esencia tomadas sobre un terrón de azúcar terminan rápidamente con las náuseas y los vértigos.
APIO SILVESTRE: Las amas de casa del Mediodía francés utilizan esta planta de la familia de las umbelíferas, prima del apio, para aromatizar su sopa al pistou. Las «comadres» italianas le dan el mismo uso en su minestrone. Obtienen, gracias a él, unos caldos altamente diuréticos y, al parecer, afrodisíacos. Pero esto permanece en el secreto de las propias familias, y es ahí donde hay que ir a buscar la clave de la fuerte natalidad que caracteriza a esa zona.
CANELA: Los chinos utilizaban ya la corteza del canelero de Ceilán dos mil setecientos años antes del nacimiento de Cristo, ya que se halla citada en el más antiguo tratado de botánica que existe en todo el mundo, la recopilación de Shen-nung. Lo que no precisa la obra es si era utilizada entonces debido a sus virtudes sudoríficas o antitúsicas. A menos que el refinamiento del Extremo Oriente la emplea­ra ante todo por sus virtudes afrodisíacas.
Sea como sea, todas estas propiedades hacen que, tomada con una bebida hirviendo (un caldo de carne o un vino muy caliente), la canela permita luchar contra todos los ataques del invierno.

CLAVO: En el lenguaje popular, el botón de la flor del clavero es apodado el «clavo del amor», lo que no deja ninguna duda acerca de la principal de sus virtudes. Sin olvidar, naturalmente, su delicado sabor, que se comunica
tanto a las salsas como a las carnes.
Asociado con la canela y la nuez moscada, en la preparación del vino caliente, el clavo permite obtener una bebida a la vez tónica y bienhechora.
ENEBRO: De él se extraen, o con él se aromatizan, algunos alcoholes, en particular en los países nórdicos. Gracias a lo cual a los bebedores de ginebra, de aquavit o de schiedam se les supone que ignoran la gota y los reumatismos. De todos modos, si se quieren evitar algunos otros pequeños fastidios, es preferible limitar la cura a las bayas que condimentan algunos platos como la choucroute, algunos fiambres y otras conservas. Se beneficiará uno también, sin peligro, de sus virtudes diuréticas y antisépticas.
ESTRAGÓN: El profesor Binet estimaba que él solo podía reemplazar a la vez la sal, la pimienta y el vinagre. Recomendaba a los enfermos del estómago o aquellos que debían seguir un régimen sin sal que lo utilizaran para sazonar sus platos y verduras crudas.
Esto no es todo. Esta planta, de origen mongol o tártaro, introducida en Europa por los moros cuando conquistaron España, encierra igualmente un aceite esen­cial, el estragol, cuya acción aperitiva es incontestable. No es pues por azar si, muy a menudo, sirve de acompaña­miento a los entremeses (entradas).
GENCIANA: Las decocciones extraídas de su imponente rizoma han hecho la fortuna de algunos fabricantes de aperitivos ya que, aumentando las secreciones de las glándulas salivales y gástricas, abren naturalmente el apetito. Como además se disipan los espasmos y tonifican los nervios, son un buen preámbulo para una comida.
GUINDILLA: Es en cierto modo un revulsivo interno que ayuda a luchar contra la somnolencia.
JENGIBRE: «El hombre sin jengibre pierde a la vez sus Tuerzas y su mujer», pretende un viejo proverbio chino que debe ser completamente cierto puesto que, pese al cambio de régimen —¡político!—, se continúa consumiendo en grandes cantidades en las orillas del Yang-tse-kiang. Y es que los hijos del Celeste Imperio conceden una muy gran importancia al ejercicio de su virilidad, el cual es poderosa­mente secundado por esta planta. Pero esto no es todo. Se sabe que China es un país inmenso donde las comunicacio­nes no son siempre tan rápidas como se querría, en particular para los productos alimenticios. El jengibre tiene la propiedad de neutralizar los nefastos efectos de una carne o de un pescado cuyo frescor deja que desear.
LAUREL: Las pitonisas del templo de Apolo, en Delfos, masticaban sus hojas frescas antes de pronunciar sus oráculos. Los romanos, por su parte, coronaban a sus ge­nerales vencedores con ellas, y el emperador Tiberio se ha­cía una toca para protegerse... del trueno. Algunos árabes del desierto las utilizan todavía para aromatizar su té, y nuestros actuales bachilleres se sorprenderían si se les dijera que el nombre de su diploma proviene del hecho de que, durante la Edad Media, se colocaba sobre la cabeza de los recién graduados una corona trenzada de laurel con sus bayas... bacca laurea.
Todas estas funciones prestigiosas no deben hacer olvidar sin embargo el sabroso aroma que confiere a las preparaciones culinarias, ni sus virtudes medicinales, que son numerosas.
En primer lugar, es precioso como ingrediente en preparaciones a veces muy pesadas, las cuales ayuda a digerir. Luego, en infusión, ayuda a terminar con las bronquitis crónicas. Finalmente, el aceite que se extrae de sus bayas constituye un bálsamo excelente contra los reumatismos.
MEJORANA: Esta flor toma su nombre de la desventura ocurrida a un príncipe de Chipre, gran experto en perfumes, que había conseguido elaborar uno tan suave que los dioses se sintieron celosos. Para castigar al imprudente que había tenido la audacia de realizar una obra tan perfecta como la de ellos, golpearon a Amarcus con una borrachera mortal en el mismo momento en que respiraba los efluvios de su creación. Atormentados por los remordimientos, hicieron luego que sobre su tumba crecie­ra esta planta de suave aroma.
Sea o no de origen divino, la mejorana posee muchos poderes, principalmente contra las afecciones nerviosas. Así, termina con los insomnios más rebeldes y con los dolores de estómago o las afecciones de hígado de origen
nervioso.
Tomada en infusión, permite igualmente calmar los tics, el asma, los catarros agudos o crónicos, las bronquitis o los accesos de tos.
MENTA: Si se cree en la mitología, la menta habría nacido de una cólera de Proserpina que, no apreciando en absoluto la relación que había unido al rey de los Infiernos, Plutón, su esposo, con la hermosa Minthes, transformó a ésta, método habitual en aquella época, en flor.
Lo que sí es cierto en cambio es que tanto los griegos como los hebreos extraían de ella un perfume tan embria­gador que incluso los escribas llegaban a olvidar los deberes de su cargo en su afán de procurárselo, cosa que desató las iras de Jesús.
Los romanos, por su parte, se contentaban con perfu­mar con él su vino; en cuanto a las matronas, confecciona­ban una especie de pasta —el chicle de la época—, que masticaban a fin de disimular el olor del vino que iban a beber a escondidas.
En la actualidad, se la utiliza aún en Oriente para aromatizar el té, y los más potentes emires no salen jamás sin llevarse un ramillete, que respiran tanto para luchar contra los olores nauseabundos como para mantener su ardor viril.
En cocina, se la puede añadir a distintas salsas, entre ellas la bearnesa. Consumida así, permite paliar las insuficiencias sexuales, la inapetencia, la fatiga intelectual, etc. Pero hay que hacer notar que su acción resulta decuplicada cuando es tomada en infusión.
Tampoco hay que echar de lado el alcohol de menta, del que algunas gotas tomadas sobre un terrón de azúcar permite sobreponerse a los desvanecimientos o las dificul­tades digestivas.
MOSTAZA: Parece que hace más de tres mil años que los chinos la conocen, pero en Francia se ha hecho famosa la que se prepara en la región de Dijon. Mezclada con vinagre y algunos otros aromatizantes, acompaña en todas las mesas del país a todo tipo de carnes y entra en la composición de un enorme número de salsas.
Este empleo resulta perfectamente justificado en la medida en que, preparada así, facilita la digestión y estimula el funcionamiento del páncreas, así como el de las glándulas suprarrenales. Sin embargo, hay que ir con cuidado de no abusar de ella, puesto que entonces «se sube a la nariz» y echa a perder el estómago.
De todos modos, es tan sólo un daño relativo si se utiliza una mostaza perfectamente natural. Las cosas empeoran cuando hay que enfrentarse con un producto de origen químico. En este caso los daños pueden ser considerables. Así, algunos países del Mercado Común, Alemania en particular, obtienen un gran negocio con estos sucedáneos que de mostaza no tienen más que el nombre. Hay que desconfiar de ellos.
Utilizada en sinapismo, la harina de mostaza es un remedio eficaz contra los enfriamientos y los dolores, pero a condición de añadirle tres veces su peso de harina de lino para evitar quemarse gravemente la piel.
NUEZ MOSCADA: La nuez moscada, que hemos visto ya asociada con el clavo y con la canela en la preparación del vino caliente, es un estimulante del estado general y de las funciones digestivas.
PAPRIKA: Se le llama también guindilla suave, y se le presta la facultad de devolver un poco de memoria a los amnésicos, al tiempo que ayuda poderosamente a aquellos que, por exceso de trabajo o de preocupaciones, llegan incluso a olvidar el nombre de sus interlocutores.
PEREJIL: Antes de brotar de la tierra, se dice, debe rendir siete veces visita al diablo, y no puede escapar a su influencia más que a condición de que quien lo haya plantado sea un hombre bueno y justo. Esto explica quizá las múltiples cualidades de esta planta de la familia de las umbelíferas que, en el transcurso de sus diferentes periplos subterráneos, tiene ampliamente ocasión de cargarse de sales minerales y vitaminas. Sea como sea, todo el mundo se pone de acuerdo en reconocer que, rico en hierro, en calcio, en diversos oligoelementos, así como en vitamina C, es, para utilizar las palabras de Lucie Randouin, «uno de los alimentos de seguridad más preciosos» que la naturale­za pone a nuestra disposición.
Pero en cambio es muy frágil y se oxida muy rápida­mente a la luz. Es por esto por lo que se aconseja consumirlo en la hora siguiente a la recolección, o conservarlo envuelto en papel de aluminio. Con lo cual se pueden aprovechar completamente sus propiedades diuré­ticas, tónicas y afrodisíacas.
PERIFOLLO: La cocción le hace perder todo su sabor; es por eso por lo que las amas de casa se cuidan bien de escal­darlo antes de aromatizar sus salsas con él. Sin embargo, es en infusión o en decocción donde se muestra más activo.
De treinta a cuarenta gramos de esta planta echados en un litro de agua hirviendo dan como resultado una tisana excelente contra los trastornos de la circulación, las afec­ciones hepáticas, la ictericia, el catarro crónico, las obs­trucciones linfáticas, los trastornos urinarios, las obstruc­ciones viscerales.
En cuanto a la decocción, permite preparar compresas que alivian las oftalmias y la inflamación de los párpados.
PIMIENTA: La mejor y la peor de todas las cosas, según el empleo que se haga de ella. Abusar de ella amenaza no sólo con desgastar las papilas gustativas, sino también provocar lesiones estomacales. Aunque es conveniente observar que las cocinas tropicales, que hacen un uso casi inmoderado de las especias, se corresponden perfectamen­te con los climas bajo las cuales son consumidas.
En nuestros países templados, no hay ninguna necesi­dad de intensificar las raciones de pimienta para empujar la digestión y luchar contra algunos parásitos. Sin embargo no hay que despreciar tampoco sus efectos afrodisíacos, aunque sin olvidar que el hábito es el peor de los antídotos.
ROMERO: Para los cristianos, el arbusto ofreció un poco de sombra a la Virgen María cuando huía de Egipto para evitar que su hijo sufriese la suerte reservada a todos los recién nacidos masculinos de Israel. Incluso ésta se tomó un poco de tiempo para lavar algo de ropa y colgó los pañales del niño Jesús a secar en sus ramas.
Los romanos, menos prosaicos, estimaban que la planta traía la felicidad a los vivos y permitía a los muertos gozar de una apacible estancia en el más allá.
Para nuestro siglo XX, las virtudes de esta planta son esencialmente culinarias. Y es cierto que unas ramitas de romero realzan agradablemente el aroma de cualquier salsa. En cambio, lo que menos se sabe es que esta labiácea ayuda poderosamente a la digestión, y que aromatizar con ella una carne pesada —un asado de cerdo, por ejemplo—, evita dificultades gástricas. Pero esta planta tiene también muchas otras cualidades que hacen de ella, al igual que el perejil o la cebolla, una especie de panacea.
Antirreumática y vigorizante, favorece tanto la elimina­ción de los gases intestinales como la de la orina. En las mujeres, ayuda a la regulación del ciclo menstrual. Paralelamente, empuja la sudación, combate la infección y, por el mismo motivo, ayuda a la cicatrización de las heridas. Algunas investigaciones han demostrado que modifica también el proceso de secreción de la bilis, aclarándola al tiempo que aumenta su volumen.
Hay que convenir que todas estas ventajas no son de despreciar. Sobre todo teniendo en cuenta que, para aprovecharse de ellas, ni siquiera es necesario dedicarse a realizar preparaciones especiales. Como hacían nuestros antepasados de la alta Edad Media, podemos degustar algunas hojas —las más tiernas— crudas, por la mañana en ayunas. Esto perfuma el aliento y, al parecer, aumenta la agudeza visual. Pero sobre todo uno puede contentarse con adornar con él los platos y las salsas, a menos que se prefiera preparar un vino (200 gramos de hojas frescas, 60 gramos de hojas secas, maceradas durante quince días en un litro de vino) diurético y fortalecedor, o un elixir de belleza procediendo del mismo modo pero con alcohol.
SALVIA: Puede parecer extraño situar la salvia en medio de los aromatizantes y los condimentos. Sin embargo, es uno de ellos, y excelente, aunque las cocineras lo ignoran la mayor parte de las veces debido a su difícil empleo.
En primer lugar, tomando una frase de Robert Landry, porque, «en esa gran ópera que es la cocina, la salvia representa una diva susceptible y caprichosa. Exige perma­necer sola, o casi, en escena...»
Luego, porque su grado de cocción tiene una extrema importancia. Sólo con rebasar el umbral, la salvia, en lugar de aromatizar delicadamente el plato, le confiere un excecrable sabor amargo. Esto no impide sin embargo que las amas de casa del Mediodía francés envuelvan con salvia sus asados de cerdo o de ternera para hacerlos más digeribles, ni a algunos grandes chefs incluirla en sus preparaciones. Estos últimos, sin embargo, no la mezclan a sus condimentos culinarios más que en el último minuto, evitándole «el contacto con un fuego demasiado intenso y un aceite hirviendo».
Además, la salvia presenta otra ventaja que no deja de hacer recordar las propiedades del jengibre. Combatiendo esta temible toxina que es la cadaverina, retrasa considera­blemente la putrefacción de las carnes y de los pescados, lo cual la convierte en algo precioso para quien no posee refrigerador.
No es sin embargo por esta razón por la que los romanos la habían bautizado la «hierba sagrada», sino porque la antigüedad le atribuía la facultad de facilitar la concepción. Del mismo modo que los druidas galos yendo a recoger el muérdago, los sacerdotes de la Roma antigua iban a recogerla vestidos de lino blanco, tras proceder a una ceremonia especial, y no la cortaban más que con instrumentos de los cuales estaba ausente todo rastro de hierro. No se sonrían. Recientes investigaciones han demostrado que las sales de hierro son incompatibles con la salvia, ¡cuyas cualidades desnaturalizan!
Volvamos a nuestros romanos. «Están persuadidos —escribe Jean Palaiseul (op. cit.)—, de que no solamente protege la vida, sino que también ayuda a darla; retiene lo que es concebido, dicen, por lo cual es aconsejada a las mujeres encintas y a aquellas que desean concebir. Éstas últimas deben permanecer cuatro días sin compartir el lecho conyugal, beber una buena ración de jugo de salvia, luego "habitar carnalmente con el hombre", e, infalible­mente, concebirán.»
En apoyo de esta receta, el autor cita el caso —sin duda legendario— de una ciudad de Egipto «donde las mujeres fueron obligadas "por aquellos que quedaron de una gran peste que sobrevino" a engullir la misma poción y, gra­cias a ello, dicha ciudad fue repoblada de niños».
Actualmente, se le reconocen a la salvia una serie de virtudes más prosaicas y menos espectaculares, como las de activar la circulación sanguínea y sostener el corazón, lo cual la hace muy indicada para las mujeres con problemas menstruales y que están atravesando el delicado período de la menopausia. Pero su acción más sorprendente es sin duda la inhibición de la transpiración, que se manifiesta aproximadamente a las dos horas de su absorción. Este efecto es de todos modos muy efímero, lo cual impide aconsejarla como antitranspirante o desodorante a las mujeres jóvenes. Explica sin embargo una prescripción que relata Jean Palaiseul (op. cit.): «Cuando un bebé, desahu­ciado por el médico, está perdido y nadie comprende la enfermedad que se lo está llevando, prepare una decocción de salvia y hágasela tomar a cucharaditas cada cinco minutos: se asistirá a la resurrección del niño». Precisemos inmediatamente que los médicos de los que se habla son los de la época de Moliere, que tendrían problemas en aplicar a los recién nacidos sus sanguijuelas y sus lavativas habituales. En algunos casos pues, la salvia, bloqueando la sudoración, conseguía hacer disminuir la fiebre —¿no se sumerge, aún hoy, a un bebé con fiebre en un baño frío para obtener una rápida mejoría de su estado?— y salvar así al pequeño paciente.
Queda por descubrir el mejor medio de obtener prove­cho de todas las virtudes de la salvia. Se puede por supuesto emplear en la preparación de platos, con todas las precauciones que hemos enumerado. Pero se puede también beber en infusión, ya que no hay que olvidar que esta planta lleva también el sobrenombre de «té de Provenza». Algunos incluso consideran el aroma del brebaje así obtenido mucho más fino que el del propio té, y estiman sus propiedades digestivas superiores a las del café. Además, los chinos, unos auténticos expertos, llegaron incluso a dar dos fardos de su mejor té a cambio de un solo saco de salvia.
Otra manera de utilizar la salvia es fumar sus hojas secas a modo de tabaco para aliviar las crisis de asma.
SERPOL: Si la salvia es el «té de Provenza», el serpol es el «té campesino», como el tomillo es el «antibiótico del pobre». De hecho, las propiedades de estas dos plantas aromáticas son sensiblemente parecidas.
TOMILLO: Nació, dice la leyenda, de las lágrimas derrama­bas por la hermosa Helena tras la conquista de Troya. Lo que sí es cierto es que crece naturalmente y de una forma abundante por todo el contorno de la cuenca mediterránea, y que es utilizado desde la más lejana antigüedad. Egipcios y etruscos lo utilizaban para preparar aceites con los que embalsamar a sus muertos. Griegos y romanos, además de aromatizar con él sus platos, inciensaban el altar de sus dioses con su humo purificador. Una vez más, los antiguos habían descubierto empíricamente propiedades que nues­tros sabios modernos no han encontrado más que después de innumerables análisis.
En efecto, ha quedado demostrado hoy en día que esta planta —y con ella el serpol— encierra un aceite esencial, el timol, del cual Vincent d'Auffray (op. cit.) dice que es «un antiséptico veinte veces más activo que el fenol, sin ninguno de sus inconvenientes». Además, hoy se ha demostrado que un bacilo no resiste más de treinta y cinco a cuarenta minutos la acción de la esencia de tomillo.
Naturalmente, no es la pequeña rama del bouquet garni (Ramillete de hierbas aromáticas utilizado en Francia como condimento y compuesto por perejil, tomillo y laurel) lo que remedia todas las afecciones sobre las que triunfa el tomillo. Sería ilusorio creerlo, pero también sería vano despreciar el hecho de que esta presencia ínfima, asociada a los otros componentes de este aromatizante, facilita la digestión de algunas salsas un poco pesadas.
Es en infusión —una o dos ramas por cada taza de agua hirviendo— donde el tomillo es más eficaz. Consumido de este modo, alivia, según Jean Palaiseul (op. cit.), «las digestiones penosas, las fermentaciones intestinales, los gases, las hinchazones de vientre, la falta de apetito, las debilidades cardíacas, la anemia, la fatiga física o intelec­tual, las angustias, la neurastenia, los accesos convulsivos de tos, las afecciones de los bronquios (asma, bronquitis), la gripe, los enfriamientos, los insomnios, los trastornos hepáticos o de la menstruación, y las infecciones de las vías urinarias».
Hundir una mano en un cesto de frutas es arriesgarse a desencadenar una grave polémica. Buen número de personas, en efecto, no pueden comer una manzana, un melocotón (durazno) o una pera sin haberlo previamente pelado. En cuanto a algunas otras, sostienen con tesón que las frutas crudas son perfectamente indigestas, y que no deben ser consumidas más que cocidas o en forma de compota.
«Uno se pregunta —escribíamos en una obra preceden­te—, por qué un problema tan sencillo levanta tales polémicas en las familias. Ya que es evidente que una fruta debe ser comida cruda si se quieren aprovechar todas las vitaminas que la atiborran y que, salvo casos excepcionales, no debe ser pelada por la misma razón. Hay, por supuesto, casos particulares. El de los bananas, las naranjas o... los cocos, pero dejando aparte todos los productos cuya corteza no es comestible, se puede encontrar un comple­mento apreciable en la piel de las manzanas, de las peras o de los melocotones. A condición naturalmente de haber tomado la precaución de limpiarlas o lavarlas bien, ya que es necesario, como con la uva, eliminar los productos químicos depositados durante las distintas fases de su cultivo.»
Por supuesto, una cierta conveniencia heredada del siglo XVIII quiere que la fruta sea pelada y, siempre, de una forma muy refinada que dista mucho de ser cómoda. Pero, aunque es conveniente respetar tales costumbres en el restaurante o «en sociedad», se pueden de todos modos consentir algunas libertades completamente compatibles con la simplicidad de una comida familiar.
Una vez reglado este «affaire Dreyfus del frutero», veamos ahora lo que podemos esperar de las distintas frutas que se nos ofrecen en todas las estaciones.
FRUTAS

AGUACATE (PALTA, AVOCADO): Contiene, él solo, casi tantas calorías como una comida dietética. Es pues un alimento particularmente nutritivo y energético, recomendable para los aquejados de exceso de trabajo o las personas debilitadas.
DAMASCO (ALBARICOQUE): Pocos autores lo citan, y sin embargo su carne amarilla y firme se revela como un excelente reconstituyen­te. Se puede pues recomendar a los niños en pleno crecimiento y a los convalecientes que tienen necesidad de remontar su salud.
ALMENDRA: Hay dos clases de almendras, las dulces y las amargas, pero ambas son comestibles. Las últimas, sin embargo, contienen un producto peligroso, el ácido cianhí­drico, que se halla concentrado a razón de aproximada­mente un miligramo por fruto. Esto es lo que permitió a Schauenberg y Paris afirmar que: «Si un niño que pesa­ra veinte kilos se comiera veinte de una vez, se envene­naría».
Pero estos dos sabios reconocen por otro lado que la misma cantidad absorbida a lo largo de veinticuatro horas no haría ningún daño al pequeño glotón.
La almendra dulce debe a su delicado aroma el ser utilizada en pastelería, así como también, y esto es menos trivial, en cosmetología. Los vegetarianos integrales, a quienes no les faltan recetas precisamente, la utilizan incluso para montar mayonesas sin huevo, utilizando así al máximo su principal cualidad, que es ser laxante.
ANGÉLICA: Es un dulce que ha conseguido su reputación en la región de Niort y, si la asimilamos a las frutas, es debido a que entra, con muchas otras frutas confitadas, en la preparación de numerosos pasteles. Como muchas otras plantas, la angélica tuvo su época gloriosa en el Renaci­miento, donde los médicos la apodaron la «raíz del Espíri­tu Santo». Paracelso sostiene incluso que gracias a ella se pudo detener la epidemia de peste que asoló Milán el año 1510.
No iremos tan lejos y nos contentaremos con reconocerle virtudes digestivas, ya sea bebida bajo forma de infu­sión o, mezclada con otras plantas, en un vaso de chartreuse.

. CEREZA: En una obra precedente (op. cit.), recordábamos el caso de aquel periodista «muy célebre en la inmediata postguerra, que fue apodado "rabo de cereza" por sus compañeros, que se burlaban así amistosamente de las infusiones que consumía muy regularmente, con la finali­dad de combatir los efectos de una gula a toda prueba». Y es que, en efecto, la tisana de rabos de cereza es un poderoso diurético que, ayudando a eliminar el agua de los tejidos, evita la celulitis y, arrojando los excesos de ácido úrico y de urea, preserva de la gota, enfermedad que ataca esencialmente a los buenos vividores.
Pero los pedúnculos del delicioso fruto importado de Asia Menor por el célebre gastrónomo romano Lúculo no son los únicos que poseen virtudes medicinales. Las pequeñas bolitas rojas que cuelgan de ellos, jugosas y deliciosamente aromáticas, activan igualmente las secrecio­nes renales. Son pues recomendables para los pletóricos, los gotosos y los reumáticos.
CIRUELA: Fresco o seco, el fruto del ciruelo es renombrado por sus virtudes laxantes, reconocidas incluso por Moliere, que hizo comer a su «Enfermo imaginario» algunas «ciruelas pequeñas para soltar el vientre».
Servida como guarnición con carnes un poco pesadas —asado de cerdo, pato, morcilla—, permite ofrecer platos que no amenazan con lastrar el estómago de los invitados.
Preparadas con vino, constituyen un postre refinado que halaga el gusto conservando el conjunto de las cualidades de la fruta.
FRAMBUESA: Como la fresa (frutilla), que sigue a continuación, no es en absoluto contraindicada para los diabéticos, a quienes aporta la levulosa y la vitamina C.
FRESA (FRUTILLA): Esta pequeña fruta roja, de apariencia tan frágil, es en realidad muy rica en hierro y en ácido salicílico, que tiene una acción bienhechora sobre el hígado, los ríñones y las articulaciones. Una cura de fresas (frutillas) con azúcar —realza­das con un jugo de naranja— es pues particularmente recomendada a los convalecientes y, sin azúcar, a los reumáticos y a los gotosos. Linneo, el célebre botánico, afirmaba además haberse librado definitivamente de una gota tenaz sin usar ningún otro medicamento que éste. En cuanto a Fontenelle, que, como todos saben, murió centenario, atribuía su longevidad a las fresas que consu­mía en grandes cantidades.
Hay que añadir que las pequeñas pepitas que adornan el fruto, no siendo digeribles, irritan en cierto modo el intestino, que intensifica sus contracciones a fin de expul­sarlas. Contribuyen así a regularizar las funciones de eliminación. Si se añade a esto sus propiedades diuréticas —reforzadas cuando se toma la precaución, tras haber comido los frutos, de prepararse una decocción con las hojas— se puede decir que la fresa es un verdadero bocado de salud.
GROSELLA NEGRA: Un autor del siglo XVIII escribía de ella que
es «un excelente elixir de vida, que mantiene la salud y que hace que las personas de edad parezcan más jóvenes de lo que son». Es cierto que en aquella época los viejos eran siempre saludables por la simple razón de que sólo los individuos más vigorosos triunfaban de una considerable mortalidad infantil, lo cual les daba todas las posibilidades de terminar sus vidas en una saludable edad avanzada. Una constatación que, de todos modos, no quita nada a las cualidades de la grosella negra, las cuales quedaron por otro lado palpablemente demostradas de una forma incues­tionable por el aspecto del canónigo Kir, el pintoresco diputado-alcalde de Dijon, que dejó su nombre al vino blanco cassis (El nombre francés de la grosella negra es precisamente cassis).
Iniciemos pues nuestro estudio de esta maravillosa planta por el principio, es decir por el fruto que todo el mundo conoce. Esta pequeña baya está provista abundan­temente de vitamina C y vitamina P. Consumida al natural, constituye pues un excelente reconstituyente. Macerada en un peso igual de aguardiente, permite también, tras añadirle azúcar, obtener un licor que se puede mezclar, como hacía nuestro canónigo, con el vino blanco para obtener una bebida muy diurética.
Las hojas, tomadas en infusión, proporcionan una tisana excelente contra los reumatismos y la retención de orina. En cambio, si se las deja macerar durante una quincena de días en un vino blanco semiseco, permiten obtener un «vino de cassis» eminentemente aperitivo y diurético.
HIGO: ¿Le debía Platón a esta fruta su excepcional seguridad de juicio? Es posible, puesto que él mismo apodó a los higos los «amigos del filósofo», atribuyéndoles la facultad de «reforzar la inteligencia». Un punto de vista que comparten por otro lado nuestros modernos médicos dietéticos que los recomiendan en caso de astenia nerviosa.
Sea como sea, algunos autores estiman que el primer vestido humano no fue la hoja de parra como se cree generalmente, sino la hoja de higuera, gracias a la cual Adán y Eva ocultaron su desnudez.
Frescos o secos, los higos se revelan en cualquier caso como un alimento muy rico (100 calorías por cada 100 gra­mos, en el primer caso; 250 calorías por cada 100 gramos, en el segundo), y facilitan la eliminación de los desechos, luchando contra el estreñimiento.
LIMÓN: La costumbre de decorar los platos de pescado con rodajas de limón, o echarle un chorro de limón a las ostras y a los mariscos, se remonta a una época en la que el frescor de los productos del mar no podía ser siempre garantizado. Su poder desinfectante —confirmado por análisis que han establecido que mataba irremediablemen­te, incluso en dosis mínimas, a los bacilos del cólera, de la difteria y de la fiebre tifoidea, y que en un cuarto de hora eliminaba de las ostras el 92% de todas sus bacterias— evitaba pues lamentables accidentes... y sigue evitándolos.
Hemos visto igualmente que sus propiedades antiescor­búticas, preservadas como un secreto militar por los ingleses, le valieron el reemplazar a la papa cruda en la alimentación de los marinos en viajes largos. Resulta sin embargo que los británicos, aunque hicieran alarde durante mucho tiempo de este descubrimiento, no hacían más que volver a utilizar la muy antigua receta de los cruzados que, partiendo a la reconquista de la Tierra Santa, chupaban rodajas de limón, tanto para apagar su sed como para conservar todos sus dientes.
Esta propiedad, sabemos, es debida a la fuerte concen­tración de vitamina C que lo caracteriza. Es esta misma concentración lo que hace de él un excelente preventivo contra la gripe. En la estación fría, dos vasos grandes de limón exprimido por día son mejores que todas las vacunas. Cuando no se ha tomado esta precaución y se experimen­tan los primeros síntomas del mal, una cura de jugo de limón acompañado de agua hirviendo y azúcar corta inmediatamente la evolución de la enfermedad.
En cuanto a los elegantes que desean recuperar su línea, pueden seguir una cura de limón de veinte días dividida en dos tiempos. Durante la primera mitad de la cura, aumentando cada día un fruto (primer día: un limón; segundo día: dos limones; tercer día: tres limones, etc.). Al llegar al décimo día, se aplica un método inverso y se disminuye un limón diario hasta el final de la cura.
MANZANA: Fue la causante, se dice, de la perdición de la humanidad, induciendo a la tentación a Adán y Eva. Es quizá para rehabilitarse que contiene tantos principios benéficos, hasta tal punto que los ingleses no vacilan en afirmar que una manzana al día permite prescindir del médico.
Sin ir tan lejos, anotemos que termina con las infeccio­nes intestinales, que alivia los reumatismos y la gota, combate el agotamiento físico e intelectual, la anemia y la desmineralización, el colesterol y el infarto.
El mejor medio de aprovechar al máximo sus virtudes consiste en consumirla cruda, por la mañana en ayunas, y con su piel, tras haberla limpiado cuidadosamente, y tomando la precaución de masticarla bien para evitar cualquier problema de digestión.
MELOCOTÓN (DURAZNO): El fruto en sí mismo, si es fino y delicado, no posee ninguna propiedad que no posea cualquier otra fruta fresca. Las flores del melocotonero, en cambio, permiten fabricar una tisana que calma a los niños coléricos, y un jarabe sedante.
MEMBRILLO: Su carne es excelente para combatir los vómitos y las diarreas, pero a condición de que el fruto haya sido recogido después de las primeras heladas, si no, existe el peligro de que se produzca el efecto inverso. En cuanto a sus pepitas, permiten preparar una emulsión que calma tanto las hemorroides como las grietas del seno y las afecciones de la boca.
MIRTILO: Según el doctor Debuigne, fue «Dioscórides quien lo prescribió por primera vez para combatir la disentería y apretar el vientre. Arnaldo de Vilanova, célebre médico de la Edad Media, le concede virtudes antihemorróideas y, por su parte, Artault de Vevey, en el siglo XIX aprovechaba las propiedades astringentes del mirtilo utilizándolo contra las estomatitis, las aftas, la estomatitis micósica de los niños».
En cocina, esta suculenta baya permite preparar tartas de una notable finura, que los canadienses se empecinan en bautizar, no se sabe exactamente por qué, «tarta de acianos».
MORA: Originariamente, la morera negra fue introducida en Francia por Olivier de Serres para servir de alimento al gusano de seda. Sin embargo, pronto se observó que su extracto fluido era excelente contra la diabetes.
En cambio, bien nuestros son los frutos de la zarza silvestre que crece a lo largo de nuestros caminos. Devorados allí mismo o, mejor, preparados en confitura, suavizan la garganta y las mucosas, aliviando las ronqueras de todo tipo.
Tanto las moras como los jarabes extraídos de ellas son excelentes contra la diarrea o, peor, la disentería.
NARANJA: He aquí la manzana de oro del jardín de las Hespérides, que el valeroso Hércules fue obligado a ir a buscar más allá de las columnas a las cuales dio su nombre.
Sin embargo, no todos los autores están de acuerdo en la interpretación que conviene dar a esta leyenda. Lo que sí es seguro es que el naranjo es originario de China y que, si hoy saboreamos sus frutos, es gracias a los cruzados, puesto que fueron ellos quienes lo introdujeron en la cuenca mediterránea, al mismo tiempo que el limón.
Sea como sea, su riqueza en vitaminas A y C 1 hacen de ella un excelente preventivo de la gripe, que refuerza al mismo tiempo las encías.
Además, todo es utilizable en el naranjo. Las hojas en primer lugar, que proporcionan una tisana excelente contra las palpitaciones y el insomnio. Las flores a continuación, doblemente preciosas, puesto que son el símbolo de la pureza y permiten fabricar, por destilación, una esencia que detiene las palpitaciones cardíacas y elimina los malestares de todo tipo. La corteza de las naranjas, finalmente, macerada en aguardiente diluido con vino, proporciona un aperitivo eficaz y sano.
NUEZ: «Una nuez, ¿qué hay en el interior de una nuez?», se preguntaba Charles Trenet hace algunos años. Para el fítoterapeuta, la respuesta es sencilla: hay elementos tónicos y reconstituyentes.
Pero, más que los frutos, son las hojas del nogal las que son utilizadas en la medicina por las plantas.
En decocción, combaten el estreñimiento y la infección, así como la inflamación de las mucosas, al mismo tiempo que hacen descender la concentración de azúcar en la sangre.
OLIVA: Los latinos le daban el nombre de olea, del que hemos extraído la palabra oleaginoso, que significa «capaz de dar aceite». Esto indica hasta qué punto es la oliva un fruto precioso. Su aceite, sabroso, es al mismo tiempo un medicamento maravilloso con tal de que sea «vir­gen», es decir, que haya sido obtenido por una primera presión en frío de los frutos y sea conservado sin aditivos químicos.
Una cucharada diaria de este aceite permite en efecto paliar las insuficiencias hepáticas, combatir el estreñimien­to, incluso retardar los efectos del alcohol cuando se prevé que habrá abundantes libaciones.
PIÑA (ANANÁ): Facilita también la digestión, y sus fibras leñosas pueden, llegado el caso, ayudar a la evacuación de un pequeño cuerpo extraño tragado accidentalmente. Es también diurética, y ayuda poderosamente al tratamiento de la arteriosclerosis, de la artritis y de la gota, a condición naturalmente de consumirla fresca, lo cual afortunadamen­te es hoy en día posible gracias a la rapidez de los transportes.
UVA: Blanca o negra, contiene un azúcar directamente asimilable por el organismo, lo cual la hace preciosa para los diabéticos, que pueden así comer una fruta que no presenta ningún peligro para ellos.
Se trate de aromatizantes, de frutas o de verduras, cada ama de casa posee pues en su cocina todos los ingredientes necesarios para curar, al tiempo que prepara deliciosos platos a aquellos que acudan a sentarse a su mesa. El resultado es tan sólo asunto de dosificación, de sensibi­lidad.
Alimentarse únicamente de pan o de papas, apartar sistemáticamente las carnes o los pescados del menú, hacerse el delicado ante alimentos de una simplicidad demasiado evidente, es privarse de muchas cosas y en primer lugar de una alimentación equilibrada, prueba esencial de una salud sin problemas, y además de un buen número de placeres gastronómicos, ya que los mejores platos no son siempre los más elaborados.
HERIDAS Y ERUPCIONES

Atareada alrededor de sus cazos y ollas o inclinada sobre el huerto en un rincón de su jardín, esta abuela cuyo recuerdo evocaba un poco más arriba tenía siempre una amplia sonrisa para recibirme al regreso de mis peligrosas expedi­ciones, y sabía calmar con una palabra tierna mis lágrimas de aventurero arañado por las zarzas o asaetado por los aguijones de las avispas.
Estas pequeñas heridas no me preocupaban, como tampoco me preocupaban las enfermedades benignas de las que son víctimas a menudo los niños. Nunca la vi molestar al «señor doctor» para acudir en mi ayuda. Poseía las recetas suficientes como para prescindir de él.
Vamos a mirar el «libro», decía ella, limpiándome los ojos con una esquina de su delantal. Y, tras hojear su precioso cuaderno, preparaba enseguida una decoc­ción o un emplasto, que me aliviaban casi instantánea­mente.
Aún es posible hacer como ella, y si las «recetas» que siguen no son las de mi abuela, podrían haberlo sido, tan sencillas y eficaces son.

AMPOLLAS: Son el resultado de las largas caminatas y el tributo que hay que pagar muy a menudo por unos zapatos
nuevos.
—Tomar algunas hojas hermosas de repollo, limpiarlas con agua fría y cocerlas en medio litro de leche. Dejar enfriar y aplicar la pasta así obtenida sobre la parte afectada. La ampolla debe reabsorberse sin que la epidermis caiga, dejando en vivo la dermis.
ANGINAS: Se curan esencialmente por medio de gargaris­mos, y hay que hacer notar que las preparaciones que indicamos son recomendables también en casos de pérdida de la voz.
—Exprimir un limón entero en un vaso de agua tibia, azucarar ligeramente y utilizar como gargarismo.
Jean Palaiseul (op. cit.) aconseja también aplicar sobre la garganta compresas de jugo de limón salado.
—Hacer hervir durante una decena de minutos tres o cuatro higos secos en medio litro de leche. Utilizar como gargarismo.
—Hacer hervir un buen pellizco de hojas de salvia secas en medio litro de agua. Filtrar y utilizar como gargarismo.
ÁNTRAX, FURÚNCULOS Y PANADIZOS: Estos grandes botones deben madurar a fin de que el absceso pueda vaciarse. Varias cataplasmas naturales pueden ayudar a ello.
—Tomar algunas hojas de repollo, lavarlas cuidadosamen­te; quitar la nervadura central, luego aplastarlas con el rodillo de pastelero de modo que puedan soltar su jugo. Hacer un emplaste, que se aplicará sobre el botón.
—Es Jean Palaiseul (op. cit.) quien da este medio de apresurar la maduración de estas grandes erupciones extremadamente dolorosas: «Hacer cocer bajo las cenizas, durante quince a veinte minutos, un blanco de puerro envuelto en papel mojado o en una hoja de repollo; aplastarlo con manteca de cerdo no salada y aplicarlo como cataplasma, que deberá renovarse varias veces al día».
ASMA: Esta afección de las vías respiratorias debe, eviden­temente, ser objeto de un tratamiento médico. Sin em­bargo, puede obtenerse una sensible mejoría fumando, como si fuera tabaco, hojas de salvia secas y ligeramente picadas.
CAÍDA DEL CABELLO: Es una de las preocupaciones principales de los hombres una vez pasada la treintena. Algunos se lo toman a risa... falsa la mayor parte de las veces; otros se arruinan comprando lociones de una eficacia que lo es todo menos efectiva. Las dos preparaciones que siguen tienen sobre todo la ventaja de ser perfectamente naturales, de poder ser confeccionadas en casa y, finalmente, de poseer una acción que, si bien no es espectacular, no deja de ser real a condición de que el tratamiento dure el tiempo suficiente.
—Aplastar la carne de algunas nueces hasta obtener una especie de pasta con la cual se untará el cuero cabelludo en el momento de acostarse, eliminándola por la mañana con un lavado del cabello. (Si se desea no man­char la almohada, o no molestar a la persona que duerme con uno, es preferible envolverse la cabeza tras la aplicación.)
—Hacer hervir un puñado de tomillo fresco en un litro de agua, filtrar, y utilizar como loción.

CALLOS: Son dolorosos y molestos. Todos aquellos que los sufren no piensan más que en una cosa: librarse de ellos. Desgraciadamente, no siempre les resulta fácil acudir al pedicuro. Sin embargo, no deben desesperarse por ello, ya que, una vez más, pueden hallar en la despensa algo con lo que aliviarse e incluso curarse.
—Cortar una rodaja de ajo lo suficientemente gruesa pero del tamaño del callo. Aplicarla por la noche y sujetarla con un pequeño vendaje. Quitarla en el momento de volver a colocarse los zapatos. La operación debe repetirse hasta la caída del callo.
—Hacer macerar durante veinticuatro horas varias hojas de puerro en vinagre de vino, y aplicarlas sobre el callo, que se extirpará luego muy delicadamente con un instrumento no cortante y cuidadosamente desinfectado.
COMEZÓN: No hay nada más crispante que estas irritaciones cutáneas que sobrevienen sin razón aparente y que impulsan irresistiblemente a rascarse, a veces hasta llegar a hacerse sangre. Pueden ser calmadas rápidamente median­te la aplicación de compresas embebidas en una decocción de achicoria silvestre (10 gramos aproximadamente por cada litro de agua).
CONTUSIONES: ¿Qué niño, incluso el más juicioso, no vuelve algún día a casa luciendo un hermoso chichón o una moradura de buen tamaño? El mejor medio de secar sus lágrimas sigue siendo el aliviarle rápidamente. He aquí dos recetas tan sencillas como eficaces.
—Triturar unas hojas de almendro frescas y hacer con ellas una cataplasma.
—Hacer un emplasto con hojas frescas de angélica.

DOLOR DE MUELAS: Una higiene precaria, una nutrición mal equilibrada, el resultado es que la gran mayoría de nuestros contemporáneos sufre de las muelas y, desgraciadamente. muy pocos de entre ellos se animan a acudir al dentista. Por supuesto, es un error, ya que un diente que duele es obligatoriamente un diente enfermo. Sea como sea, mien­tras se aguarda la intervención del especialista, algunos pequeños trucos pueden permitir calmar el dolor sin tener que acudir a ciertos analgésicos químicos potentes que, para conseguir el mismo resultado, atacan al sistema nervioso, lesionan las mucosas gástricas o perturban el ritmo cardíaco.
—Tomar sin tragarlo un sorbo de aguardiente fuerte —50° como mínimo— y bañar con él el diente enfermo. El efecto es rápido, pero muy limitado en el tiempo.
—Hacer hervir 5 ó 6 higos en medio litro de leche durante algunos minutos. Utilizar como baño bucal.
—Echar en medio litro de agua hirviendo un pellizco de hojas y de flores de morera secas. Utilizar como baño bucal para combatir la infección.
—Empapar un algodón con jugo de perejil y colocarlo en el oído correspondiente al lado donde se encuentra el diente que nos hace sufrir.
ESGUINCES: Este pequeño accidente, banal pero doloroso, no debe ser tomado nunca a la ligera, y conviene en cada ocasión hacerlo verificar por un médico, a fin de compro­bar que no haya una lesión más grave ocultándose bajo su aparente benignidad. Cuando se haya constatado que no existe ningún traumatismo profundo, las cataplasmas de perejil son tan eficaces como cualquier otro bálsamo, ungüento o pomada vendidos en farmacia.
—Hacer cocer un manojo de perejil en medio litro de vino. Dejar enfriar, luego componer una cataplasma con las hojas de la planta. Renovar tres a cuatro veces al día.
GRIPE: Lo esencial, desde las primeras manifestaciones del mal, es transpirar abundantemente a fin de eliminar las toxinas lo más rápidamente posible para expulsar la fiebre, que de hecho es una reacción de defensa del organismo. Es conveniente pues beber en abundancia preparaciones muy calientes, generalmente a base de limón, que es reconocido como un poderoso febrífugo.
—Durante el día, limón exprimido caliente muy azuca­rado, o ponches compuestos del siguiente modo: el jugo de un limón, una cucharada sopera de ron, agua hirviendo, azúcar o miel a voluntad.
—Por la noche, antes de meterse en la cama: un limón exprimido rebajado con una taza grande de café hirviendo muy azucarado.
HEMATOMAS: Algunas personas tienen la piel muy frágil, y el menor golpe las señala con una moradura no siempre de buen efecto. Otras no son sensibles más que a golpes más violentos, pero, en ambos casos, el dolor es comparable y el resultado estético igual de desastroso. Una divertida tradición pretende que un bistec (bife) de ternera aplicado inmediatamente sobre el «punto de impacto» calma el dolor e impide la formación de un hematoma. El remedio quizá sea eficaz, pero no deja de ser caro, por lo que nosotros preferimos dos cataplasmas preparadas a partir de una simple manzana.
—Rallar una manzana cruda con su piel; aplicar en el lugar del golpe, ya sea envolviéndola en una gasa ligera, ya sea directamente sobre la epidermis.
—Hacer cocer una manzana al horno, pelarla, y aplicar la pulpa sobre el punto del choque.
HEMORRAGIAS NASALES: Se desencadenan sin el menor aviso y sin que se sepa exactamente por qué, a menos por supuesto que sean consecuencia de un golpe, en cuyo caso es importante acudir a un médico para que verifique que no hay ningún hueso fracturado. Se pueden parar de una forma casi radical por varios procedimientos:
—Introducir en la fosa nasal correspondiente un peque­ño tampón de algodón embebido en jugo de limón;
—Proceder del mismo modo con jugo de ortiga;
—Aplastar algunas hojas de tomillo o de serpol secos y aspirarlas como si fueran rapé.
HERIDAS: No se trata de dar aquí los medios de cicatrizar las heridas importantes, que deben ser tratadas obligatoria­mente por un médico. Se trata de rozaduras o pequeños cortes, cuya curación puede apresurarse al tiempo que se impide la infección sin tener que verse obligado por ello a abusar de algunos desinfectantes.
—Lavar la herida con una decocción obtenida haciendo hervir 25 gramos de centaurea menor en un litro de agua.
—Aplicar una cataplasma de hojas de repollo preparada del mismo modo que para los ántrax. «Atención —escribe Alain Rollat (Cuide des médecines par alíeles, Calmann-Lévy, éditeur), recomendando este tratamiento—, la acción de las hojas de repollo sobre una herida abierta, rápida, se manifiesta al principio por una aparente agravación del mal; la herida "duele" más debido a que la cataplasma atrae más toxinas». Última precaución: cambiar la hoja de repollo desde el momento mismo en que empiece a ennegrecerse.
—Hacer hervir un puñado de consuelda mayor en un litro de agua. Filtrar y aplicar en compresa sobre la herida.
—Machacar algunas hojas frescas de zarza y frotar con ellas la rozadura para detener la hemorragia.
—Picar unas hojas grandes de salicaria fresca y hacer con ellas una cataplasma que facilitará la cicatrización.
—Hacer hervir una treintena de gramos de tomillo en un litro de agua. Aplicar en compresa sobre las heridas.
HERPES: Las preparaciones capaces de resolver esta desa­gradable afección son numerosas. Hemos tenido pues que efectuar una selección, y las que indicamos, si bien no son las más fáciles de realizar —los ingredientes necesarios obligan a visitar al herbolario—, sí se hallan entre las más eficaces.
—Aplicar una cataplasma de hojas frescas de bardana.
—Hacer hervir un puñado de hojas o de fragmentos de corteza de abedul en un litro de agua. Filtrar y aplicar en compresa.
—Hacer hervir una veintena de gramos de dulcamara en un litro de agua. Colar y utilizar como una loción.
—Hacer una decocción utilizando 100 gramos de plantaina para un litro de agua. Utilizar como una loción.
—Preparar una infusión utilizando en cantidad igual las flores y las hojas frescas de la salvia (50 gramos aproxima­damente por litro de agua). Utilizar ya sea en loción, ya sea en compresa.
—Echar en un litro de agua hirviendo 50 gramos de corteza de saúco. Aplicar como una loción o sobre compresas.
HÍGADO (CRISIS DE): La mayor parte de las veces son provocadas por excesos en la mesa o libaciones inconside­radas. De modo que no deben ser confundidas con la ictericia y otras formas de hepatitis, verdaderas enfermeda­des cuyo tratamiento es responsabilidad exclusiva del médico.
Siendo frecuentes estas indisposiciones, cada familia posee su o sus «recetas» para solucionarlas. No vamos pues a enumerarlas todas aquí. Nos limitaremos en consecuencia a algunas preparaciones sencillas cuyo efecto es innegable.
—Echar sobre un limón sin pelar, cortado a rodajas, un litro de agua hirviendo; dejar en infusión; azucarar si es posible con miel. Beber tibio.
Este tratamiento puede ser seguido durante varios días sin inconvenientes a condición de que se tome la precau­ción de preparar la infusión diariamente.
—Hacer una decocción con el tallo leñoso de un alcaucil y las primeras hojas que la protegen. Dejar enfriar y beber a razón de un buen litro diario.
—Hacer macerar durante unos quince días el tallo, las hojas y las raíces de un alcaucil en medio litro de aguardiente. Colar y conservar el líquido así obtenido en un lugar fresco al abrigo de la luz. A cada crisis, administrar a razón de seis a diez gotas, varias veces al día, en una taza de té o de infusión de menta.
—Hacer una infusión con un puñado de boldo (de venta en todas las herboristerías) en un litro de agua. Azucarar abundantemente la infusión con miel muy aromatizada o mezclarla con otras tisanas para combatir el amargor de la planta.
Algunas tisanas a base de boldo, ya listas para usar, han sido lanzadas al comercio con gran aparato publicitario. Podrían ser prácticas pero, desgraciadamente, su prepara­ción industrial, así como su envasado y almacenamiento, hacen perder sus principales cualidades a las plantas que las componen. De todos modos, es cierto que el consumo regular de tales infusiones no puede hacer ningún daño y es incluso preferible a la del café o del té. Sin embargo, no hay que esperar de ellas unos resultados espectaculares.
—Hacer una infusión con un pellizco de menta seca en una taza de agua hirviendo. Beber muy azucarada tras cada comida.
—La infusión de flores de «pie de gato» (de venta en herboristerías) descongestiona la glándula hepática y regu­lariza las secreciones biliares. Es pues recomendable, a razón de aproximadamente un litro diario, en los casos de crisis agudas.
—Hacer hervir 100 gramos de cardillo fresco, con las raíces, en un litro de agua, durante 5 minutos; dejar en infusión durante aproximadamente un cuarto de hora; colar, beber a razón de dos o tres tazas entre las comidas.
HIPO: No hay nada más desagradable que hipar sin poder detenerse. En la mayor parte de los casos, el vaso de agua bebido sin respirar o el taparse la nariz hasta casi la asfixia se muestran fastidiosamente inútiles. Se puede entonces comer una almendra, cuidando de masticarla muy prolon­gadamente.
INFLAMACIÓN DEL OÍDO: Ocurre a veces que nos duele el oído, sin que por ello se trate de una otitis o de una afección grave de este tipo. Se puede entonces calmar muy fácilmente el dolor aplastando algunas hojas frescas de albahaca para recoger el jugo e introducir éste en el oído enfermo.
Sin embargo, hay que evitar el no dar importancia a esta advertencia de la naturaleza y, una vez pasada la sensación de dolor, es conveniente verificar con un médico que no se trata del síntoma de una enfermedad más importante si no tan sólo de un simple accidente.

INSOMNIO: Como con las crisis de hígado, las preparaciones que permiten combatir el insomnio son impresionantes en número. Ello es debido a que la mayor parte de las plantas medicinales, así como un gran número de verduras, poseen virtudes calmantes. Cada cual es pues libre de preferir tal o cual receta de las que indicamos, o cualquier otra, en función de su gusto particular o de sus tradiciones familiares. Dicho esto, el mejor medio de enfrentarse a este temible enemigo de nuestro reposo es, en primer lugar, no alimentarlo, privándolo de algunos auxiliares tales como la mayor parte de los «excitantes».
Se evitará pues tomar café por la tarde, o té, o abusar de algunos alcoholes fuertes —en dosis masivas «atontan», pero un vasito de coñac nunca ha ayudado a nadie a encontrar el sueño— o atiborrarse con platos picantes. En cambio, hemos visto que una ensalada de lechuga ligera­mente sazonada con limón relajaba al tiempo que calmaba los ardores eróticos. Constituye pues un plato ideal para rematar una cena.
Quedan, por supuesto, los insomnios rebeldes, que es preferible tratar por medio de plantas más que con todos los calmantes, tranquilizantes y somníferos de los que tienen tendencia a abusar muchos de nuestros ciudadanos agobiados.
—Hacer una infusión, en las mismas proporciones que el té, con un pellizco de aspérula olorosa (en herboriste­rías) en una taza grande de agua hirviendo; azucarar, con miel si es posible, y beber al acostarse.
—Hacer hervir una lechuga a fuego suave en medio litro de agua durante una veintena de minutos. Tomar un gran bol de la decocción así obtenida en el momento de acostarse.
—Machacar una lechuga en un mortero para extraer su jugo; beberlo puro o mezclado con alguna otra tisana antes de meterse en la cama.
—Echar de 40 a 50 gramos de flores de mejorana secas en medio litro de agua hirviendo; dejar en infusión durante unos diez minutos. Beber una taza grande antes de irse a dormir.
—Hacer macerar una cincuentena de gramos de mejo­rana fresca en un litro de buen vino de Burdeos. Tras esperar unos quince días, filtrar el líquido. Beber un vaso de jerez antes de irse a la cama.
—Pulverizar unas flores de mejorana secas hasta obtener un polvo fino. Mezclar con miel o confitura. Tomar una cucharada sopera antes de acostarse.
—La pasionaria, según Leclerc, «presenta la gran ventaja de provocar un sueño parecido al normal y no arrastrar consigo ningún efecto de depresión nerviosa, ninguna obnubilación de los sentidos ni de la mente». Se utiliza en una decocción ligera obtenida haciendo calentar a fuego suave 50 gramos de hojas y de flores secas en medio litro de agua. Dejar hervir la preparación, luego aguardar unos diez minutos antes de bebería, preferentemente en el momento de acostarse.
—Un pellizco de flores de tila, frescas o secas, echado en una taza de agua hirviendo, relaja al tiempo que ayuda a encontrar el sueño.
—Hacer macerar 10 gramos aproximadamente de raíz de valeriana en una taza de agua fría durante medio día. Colar y beber, caliente o fría, una hora al menos antes de irse a la cama.
LUMBAGO: Lo dobla a uno en dos en el momento más inesperado, y hace sufrir horriblemente. He aquí dos remedios sencillos para terminar de una manera efectiva con él.
—Hacer hervir dos hojas de repollo, previamente lavadas, en leche, y dejar reducir hasta que la preparación tenga el aspecto de una compota. Utilizar la pasta así obtenida mientras aún quema y hacer una cataplasma, que se aplicará a los ríñones. Meterse en la cama y conservar el emplasto durante unas doce horas.
—Hacer cocer al horno un manojo de puerros enteros. Machacarlos y mezclarlos con manteca de cerdo. Aplicar en cataplasma durante medio día.
MAL ALIENTO: El mal aliento no sólo es molesto para aquellos que se nos acercan. Es también signo de un desarreglo más profundo que puede ser de origen gástrico, hepático o dental. No se puede pues, para hacerlo desaparecer, contentarse con masticar efluvios, sino que, por el contra­rio, hay que buscar y curar, una vez disimulado, el mal que lo provoca.
—Mal aliento provocado por algunos alimentos (ajo, cebolla, etc.): Maurice Mességué aconseja masticar una ramita de perejil o algunos granos de café. Estos dos remedios pueden ser también útiles cuando el olor desagra­dable es provocado por el mal funcionamiento de un órgano o una caries dental, pero su efecto es muy limitado en el tiempo.
MAREOS EN LOS VIAJES: ¿Quién no se ha visto afectado por este famoso mal de los transportes, que se manifiesta la mayor parte de las veces en coche, pero en algunas ocasiones también en avión? Para evitarlos, la cantante Mick Micheyí, que es también una notable magnetizadora, recomienda sujetarse en la piel del estómago, con ayuda de un trozo de tela adhesiva, un manojo pequeño de hojas de perejil.
MIGRAÑAS: Éste era el recurso de las hermosas marquesas, que lo utilizaban y abusaban de él para librarse de los cortejadores inoportunos. Actualmente ya no es una excusa, puesto que todo el mundo sabe que bastan algunos comprimidos para hacerlas desaparecer. Pero nuestro ritmo de vida hace que las migrañas sean cada vez más frecuentes, y en consecuencia se necesitan más y más pastillas para calmarlas. Lo cual nos conduce a envenenar­nos poco a poco, mientras que algunas sencillas tisanas serían muchas veces tanto o más eficaces.
—Preparar una infusión echando una cucharada de café de granos de anís en una taza de agua hirviendo. Embeber con ello dos compresas. Tenderse de espaldas y relajarse aplicándose las compresas sobre cada sien.
—Hacer una infusión, en una taza de agua hirviendo, con 5 gramos de hojas y flores de calaminta. Beber tras las comidas.
—Machacar algunas cerezas hermosas y bien maduras. Hacer con ellas un emplasto, que se aplicará sobre la frente, mientras se permanece tendido.
—Machacar una rodaja de limón bastante gruesa, y mezclarla con una taza de café. Beber el resultado.
—Preparar una compresa con el jugo de un limón ligeramente salado, y aplicarla sobre la frente.
—Cortar dos buenas rodajas de limón. Aplicarlas sobre las sienes y mantenerlas durante un cuarto de hora.
—Hacer una infusión con un litro de agua y 30 gramos de hojas o de flores de melisa. Beber fresca. Esta poción presenta además la ventaja de ayudar a las digestiones difíciles, que a veces pueden ser causa de migrañas.
—Hacer una infusión con 10 gramos de hojas de naranjo y flores de azahar en medio litro de agua. Beber caliente o fría.
—Tomar sobre un terrón de azúcar algunas gotas de agua de azahar.
—Cortar dos buenas rodajas de papa y aplicarlas sobre las sienes del mismo modo que las rodajas de limón.
—Hacer una infusión con un pellizco de romero en una taza de agua. Beber caliente o tibia.
—Hacer una infusión con 15 gramos de tomillo en un litro de agua. Beber aromatizándola con un alcohol ligero o, mejor, con algunas gotas de agua de azahar.
OBJETOS TRAGADOS: Es el terror de las madres cuyos niños se lo llevan todo a la boca. Por supuesto, si el objeto en cuestión es de un cierto tamaño, es preferible prevenir inmediatamente al médico, como también si es particular­mente cortante o acerado. Si no, no hay de qué alarmarse. Basta simplemente con proporcionarle al imprudente los medios de envolver el cuerpo extraño de modo que pueda atravesar todo el organismo sin crear ninguna lesión y ser evacuado por las vías naturales. Éstos pueden ser:
—tallos de espárragos, cuyas fibras leñosas se enrolla­rán alrededor del intruso;
—pequeños copos de algodón embebidos en aceite;
—hojas de puerro.
PICADURAS DE INSECTOS: ¿Qué niño —o qué adulto—, recorriendo el campo durante un fin de semana, no ha sido víctima de un pequeño animal volador o reptador que le ha dejado, a menudo durante varias horas, el recuerdo de un agudo dolor? Sin embargo, estas pequeñas picaduras no deberían estropear nunca un día de descanso, puesto que es muy fácil calmar rápidamente el dolor que provocan.
—Cortar un limón en dos y friccionar vigorosamente el enrojecimiento que señala el lugar de la picadura. La sensación de ardor desaparece instantáneamente.
—Friccionar, como para las quemaduras, la región dolorida con una mezcla de clara de huevo y aceite de oliva.
—Machacar algunas hojas de perejil y embadurnar con ellas la picadura. Se pueden emplear también hojas machacadas como cataplasma.
—Cortar una cabeza de puerro en dos y frotar con ella el lugar donde ha penetrado el aguijón.
—Echar sobre el lugar dolorido algunas gotas de jugo de ajedrea.
—Se da por descontado que todos estos pequeños trucos son válidos tan sólo en el caso en que el paciente ha sido víctima de una sola, o como máximo de unas pocas picaduras. No hay que olvidar que los insectos son portadores de veneno, y que éste, inyectado en fuertes dosis, puede ser peligroso. En caso de ataque por un enjambre, es absolutamente necesario acudir a un médico.
—Además, si se trata de picaduras de abeja, estos diferentes remedios no podrán aportar alivio más que a condición de que antes de aplicarlos se haya tomado la precaución de retirar el aguijón, si es que se ha quedado clavado en la capas superficiales de la piel.
PICOR EN LOS OJOS: Este picor puede ser debido al cansancio, al humo, incluso a la falta de humedad en el aire. Puede calmarse muy rápidamente gracias a una loción, obtenida a base de hacer una infusión de algunas hojas de aciano en medio vaso de agua; aplicar en compresas tibias.

QUEMADURAS: Son el tributo de todas las cocineras, y también de los jóvenes imprudentes. Afortunadamente, a excepción de la azucena, que no se encuentra más que en las floristerías, cerca de la cocina está todo lo necesario para calmar rápidamente el dolor.
—Hacer macerar unos pétalos de azucena en aceite de oliva o alcohol. Empapar un algodón con esta preparación y untar con ella la quemadura.
—Partir en dos una papa y aplicarla sobre la parte dolorida.
—Mezclar dos cucharadas de aceite de oliva con una clara de huevo y aplicar sobre la piel.
REUMATISMOS: Las crisis agudas deben, por supuesto, ser objeto de un tratamiento médico a menudo de larga duración. Pero los ataques más benignos pueden ser muy bien curados en casa, sin ayuda de nadie.
—Hacer una decocción de camomila. Empapar con ella unas compresas y aplicarlas tibias sobre la parte dolorida.
—Tomar las hojas grandes de una repollo. Quitar el nervio central, luego machacarlas ligeramente con ayuda de un rodillo de pastelero. Calentarlas sobre una fuente de calor —un radiador, por ejemplo—, y aplicarlas, en varias capas, sobre la articulación afectada. Mantener en su sitio mediante un vendaje.
—Picar cinco puñados grandes de salvia fresca. Mezclar la pasta obtenida con 500 gramos de mantequilla. Hacer hervir durante unos quince minutos a fuego suave. Colar. Dejar enfriar la preparación, que puede conservarse luego en un tarro de cerámica. Apenas aparezcan los primeros dolores, masajear la región afectada haciendo penetrar el ungüento.

SABAÑONES Y GRIETAS: Son provocados por el frío. La mayor parte de las veces son los labios los que resultan más afectados, en primer lugar porque su piel es muy frágil, en segundo porque están húmedos muy a menudo. Pero las grietas pueden atacar igualmente a los dedos de las manos y de los pies, los cuales duelen entonces terriblemente.
—Tomar arcilla seca y reducida a polvo. Mojarla con aceite de oliva hasta que recupere la consistencia de la pasta de modelar. Aplicar en cataplasma sobre las extremi­dades afectadas.
—Hacer hervir 20 gramos de brotes de álamo en 100 gramos de manteca de cerdo durante una media hora. Dejar enfriar. Aplicar la pomada así obtenida sobre las partes enfermas.
Este bálsamo, que es particularmente adecuado para los labios y las comisuras de la boca, puede también ser empleado como preventivo en lugar de otras preparaciones que se venden en farmacias. Su eficacia, además, es claramente superior a la del lápiz labial.
—Tomar un buen pellizco de flores de caléndula se­cas, echarlas en agua hirviendo y dejarlas allí durante un buen cuarto de hora. Filtrar y hacer un masaje con el líquido.
TOS (ACCESOS DE): Hay fumadores impenitentes que, mien­tras se ponen a toser encienden otro cigarrillo. El milagro reside en que generalmente, después de algunas chupadas, su tos cesa. Se trata sin duda de lo que se llama curar el mal por el mal, aunque tal ejemplo no sería recomendado por nadie. Es preferible recurrir a la receta, además deliciosa, que indica Jean Palaiseul en Nos grand-méres savaient (op. cit.): «Cortar en rodajas dos o tres manzanas grandes no peladas en un litro de agua fría; añadir algunos trozos de regaliz, y hacer hervir durante un cuarto de hora; filtrar, beber a discreción, sin azucarar».
VERRUGAS: ¡Cuántos tratamientos costosos y más o menos dolorosos, cuando no se trata de auténticas operaciones quirúrgicas, para librarse de estas pequeñas excrecencias carnosas indeseadas! ¿Pero por qué ir a buscar tan lejos lo que la naturaleza nos pone al alcance de la mano?
—La celidonia, por ejemplo, que crece al borde de los caminos y en las viejas paredes, y cuyo amarillento jugo que rezuma cuando se corta su tallo quema las verrugas en tan sólo unos días.
—Los guisantes (arvejas) también, cuyas vainas contienen en su interior un jugo que las ataca.
—Las papas, finalmente, que una vez ralladas y aplicadas en cataplasma dan el mismo resultado.
No hay ninguna erupción pequeña, ninguna heridita, que no pueda ser aliviada y curada utilizando simplemente los remedios que la naturaleza pone cotidianamente al alcance de la mano del ama de casa. Ya se trate de verduras, de aromatizantes, incluso de especias, todas estas plantas que hallamos cada día en nuestro plato nos ayudan a vivir mejor, evitándonos el tener que atiborrarnos de medica­mentos que, si bien tienen un efecto benéfico al primer momento, pueden ser peligrosos a largo plazo.
Éste es, por ejemplo, el caso de la aspirina. Ciertamen­te, todos los médicos están de acuerdo en reconocer que constituye un remedio precioso, sin duda uno de los mejores. Pero todos admiten también que, consumida a fuertes dosis, llega a provocar ulceraciones gástricas que pueden ser graves. No deja de ser tentador, cuando uno tiene dolor de cabeza o de muelas, cuando se siente venir la gripe, acudir al tubo de comprimidos. No se piensa en ese momento en las consecuencias ulteriores de este gesto repetido demasiado a menudo, ya que tan sólo se espera de él un resultado rápido y radical.
Es sin embargo casi tan sencillo curarse con una de las preparaciones a base de limón que hemos indicado, o con cualquier otro «remedio casero», aunque haya que esperar un poco más de tiempo los resultados y soportar el dolor unos pocos minutos más. Sin embargo, ¡qué garantías de futuro se hallan disimuladas bajo este pequeño calvario suplementario!

EL ETERNO FEMENINO

Incontestablemente, la señora de Brézé, condesa de Maulévrier, era sin la menor duda la mujer más hermosa de su tiempo. Pero, lo que es mejor, supo seguir siéndolo durante toda su vida, en una época en la cual, las mujeres aún más que los hombres, envejecían aprisa y mal. Puesto que aquella mujer cuyo recuerdo ha guardado la historia bajo el nombre de Diana de Poitiers no olvidaba ningún cuidado para conservar intacta esta belleza que la suerte le había prodigado desde su nacimiento ni para protegerla del deterioro de los años.
Sus recetas, desgraciadamente han permanecido secre­tas, y se sabe tan sólo que, como Cleopatra, tomaba baños de leche que conservaban su piel tersa y aterciopelada. Por lo demás, debemos contentarnos con conjeturas, puesto que sirvientes y doncellas no han desvelado nunca la misteriosa alquimia que permitía a su dueña parecer gozar de una eterna juventud.
Lo que sí es cierto, en cambio, es que todas sus lociones, todos sus bálsamos, todos sus ungüentos eran a base de plantas. Y de plantas muy comunes. Lo cual no le fue nada mal, puesto que, tras haber llamado la atención de Francisco I —al cual se resistió victoriosamente, pese a las calumnias de Víctor Hugo en El rey se divierte—, se convirtió en la amante de su hijo, el futuro Enrique II, en cuyo corazón reinó hasta su muerte.
El flechazo se produjo un hermoso día de 1536. El joven príncipe acababa de cumplir los diecisiete años. ¡Diana tenía veinte años más que él! Durante treinta años, iban a vivir un idilio fuera de lo común, en medio de torbellinos e intrigas, sin que su amor resultara jamás marcado ni por la edad, que terminó finalmente señalando a la hermosa duquesa, ni por las tortuosas intrigas de los grandes señores, que veían con mal ojo el que aquella «vieja dama» condicionara la política de su país.
Cuando ella murió, a los sesenta y siete años, se hallaba aún en plena florescencia de su belleza.
Se trata por supuesto de un caso excepcional, y muy pocas mujeres, incluso en nuestros días, podrían vanaglo­riarse de una tal longevidad de su seducción, ni siquiera tras haber utilizado todos los recursos y todos los artificios de la cirugía o de la cosmetología moderna. De todos modos, no hay que preocuparse; si una mujer de hoy en día no puede ofrecerse un «peeling», un «lifting» o un remodelaje del seno por medio del poliestireno, no tiene tampoco por qué desesperarse. Sin llegar a ser una Diana de Poitiers, cualquier mujer puede descubrir en su cocina, a fin de cuentas su reino particular, todos los ingredientes necesarios para realizar eficaces mascarillas de belleza o para confeccionarse pequeños remedios que terminarán con sus pequeños males.

ACNÉ: Esta enfermedad de la juventud hace muy desgracia­das a las mujercitas que se ven afectadas por ella. He aquí, para consolarlas, un tratamiento que, al menos, tiene el mérito de no limpiar mucho sus bolsillos al tiempo que hace desaparecer sus estigmas.
En primer lugar, no utilizar cualquier tipo de jabón para lavarse. Se elegirá preferentemente uno azufrado, y no se vacilará en frotar vigorosamente.
En segundo lugar, vigilar el régimen alimenticio, aprovechando al máximo las propiedades diuréticas de algunas verduras de las que ya hemos hablado.
Finalmente, en cada comida, es conveniente masticar un nabo crudo. Es excelente, sobre todo si se toma la precaución, cada día, de aplicar sobre las espinillas del acné un tomate fresco cortado en dos.
Se pueden aplicar también sobre el rostro cataplasmas de harina de maíz.
ACNÉ ROSÁCEO: Es provocado por una inflamación de las glándulas cutáneas del rostro. Su aparición se produce por otro lado de una forma muy insidiosa, puesto que empieza con pequeños puntos rojos prácticamente invisibles que se transforman poco a poco en pústulas, las cuales se extienden, ganan terreno y, finalmente, se reúnen para formar una red inextricable de manchas rojas.
De acuerdo, el acné rosáceo es una enfermedad que afecta esencialmente a los alcohólicos. Pero las mujeres más sobrias pueden también ser sus víctimas, principalmen­te cuando superan la difícil etapa de la menopausia. Es conveniente pues, desde la aparición de los primeros enrojecimientos, reaccionar sin tardanza.
La decocción de hojas de lechuga, aplicada por la mañana y por la noche, es un excelente remedio, que presenta además la ventaja de atenuar las quemaduras de las insolaciones. Pero, si se puede preparar una decocción con las semillas de lechuga y no solamente con sus hojas, se obtendrá un agua aún más eficaz.
ARRUGAS: El limón, como sabemos, posee un efecto astringente sobre la piel. Es pues muy útil para combatir las arrugas si se aplica en rodajas sobre las partes amenazadas, a menos que se utilice su jugo en compresa, alrededor de los ojos en particular, para evitar los desagradables picores.
Una decocción de flores de romero (hacer hervir 50 gramos de estas flores en medio litro de agua o de vino blanco; dejar en infusión un cuarto de hora, luego filtrar) tiene las mismas propiedades, sin presentar los mismos inconvenientes.
CABELLOS: La calvicie es una afección típicamente masculi­na. Sin embargo, ocurre que algunas mujeres pierden sus cabellos, y es comprensible que esto las desconsuele. En la mayor parte de los casos, es simplemente porque no saben cuidarlos; ya sea que utilizan champús que no les convie­nen, ya sea que abusan de las «permanentes» o de los rizos, que hacen que los cabellos se vuelvan frágiles y quebra­dizos.
Para aquellas que pierden sus cabellos —o que quieren evitar que su marido se vuelva completamente calvo...—, he aquí una receta muy antigua y que al parecer es excelente.
Picar en un mortero un buen manojo de berros para exprimir su jugo. Colar y diluir el líquido obtenido con alcohol de 90 °. Aromatizar con una esencia de flores. Realizar, por la mañana y por la noche, fricciones con ayuda de esta loción.
En el siglo XVI, se obtenía el mismo resultado aplicando sobre el cráneo cataplasmas de nueces trituradas. No iremos tan lejos como eso, pero no por ello debemos olvidar el nogal, cuyas hojas permiten obtener una decocción que da a los cabellos un hermoso reflejo cobrizo.
Para reforzar los cabellos y devolverles su flexibilidad, se puede también untarlos, antes de lavarlos, con una loción compuesta por aceite de oliva, jugo de limón y algunas gotas de alcohol... coñac, armagnac o ron. Los cabellos secos ganarán con ello en volumen y flexibilidad; en cuanto a los otros, obtendrán un nuevo vigor.
Siempre para luchar contra la calvicie, pero también para dar un nuevo brillo a los cabellos, las decocciones de romero o las fricciones con la famosa «agua de la reina de Hungría» son muy recomendadas por los fitoterapeutas.
El tomillo, finalmente, que en decocción tiene sensible­mente las mismas propiedades, presenta además la ventaja de hacer brillar los cabellos y facilitar su desenredado.
CANSANCIO: Es el peor enemigo de la belleza, todas las mujeres lo saben bien. El mejor remedio para apartar sus estigmas es, evidentemente descansar. Desgraciadamente, raras son las mujeres que pueden decidir tomarse unas vacaciones en el momento en que lo desean, es decir cuando más necesidad tienen de ellas.
Para apartar el cansancio, es conveniente pues adaptar los tiempos de descanso de que se dispone, de modo que una pueda sacar el máximo provecho de ellos. Sabemos ya que el mejor sueño, el más profundo, el más reparador, es aquel que se toma antes de la medianoche. Aunque no sea siempre muy fácil, las mujeres de tez pálida conseguirán una buena ventaja acostándose lo más pronto posible, y levantándose temprano.
No hay que olvidar también que el cansancio se ve agravado por el desequilibrio en el régimen alimenticio. Se evitará pues abusar del alcohol, del tabaco, así como de algunas especias que, fomentando un cierto nerviosismo, perjudican la calidad del reposo.
Finalmente, se intentará equilibrar los menús de la semana, aprovechando al máximo las propiedades energé­ticas de los distintos alimentos que hemos enumerado ya. Se podrá también secundar útilmente esta acción de los alimentos con algunas preparaciones como éstas:
— Exprimir una naranja y un limón; mezclar los jugos; azucarar con miel; beber por la mañana en ayunas.
— Extraer el jugo de 500 gramos de espinacas y 500 gramos de berros; conservar el líquido obtenido en el refrigerador; beber un vaso de licor del mismo por la mañana, antes del desayuno.
CASPA: Da miedo a los hombres, y enriquece a los peluqueros, que recomiendan siempre tratamientos com­plicados, caros y la mayor parte de las veces completamen­te ineficaces. Una receta muy sencilla y perfectamente económica consiste en preparar, tras cada lavado del cabello, una loción con el jugo de un limón, que se completará con un enérgico masaje del cuero cabelludo a fin de desprender de él todas las pieles muertas.
CICATRICES: Un grano rascado, un corte pequeño, un ara­ñazo, dejan durante algunos días unas huellas de un co­lor rosado más o menos oscuro y nunca muy agradables. Podrán ser atenuadas si se les dan aplicaciones diarias con una decocción obtenida a base de hacer hervir una mezcla a partes iguales de salvia, de geranio y de lavanda.

COSMÉTICOS: En la actualidad las mujeres ya no preparan por sí mismas sus cosméticos. La cosmetología moderna ha hecho progresos considerables, y todos los maquillajes que se encuentran hoy en día en las perfumerías se hallan acondicionados de tal modo que cualquiera puede encon­trar el que mejor convenga a la textura de su piel.
Para las jovencitas que desean jugar a maquillarse y no se atreven a hurgar en el armario de mamá, he aquí una receta que les permitirá colorear sus mejillas como los mayores: cortar en dos una remolacha cocida: frotar y dejar secar: reanudar la operación tras haber cortado una rodaja de la remolacha en el lugar donde se ha partido si el color rosa obtenido no es lo suficientemente vivo.
CULEBRILLA: Como el acné, la culebrilla es a menudo una enfermedad de juventud, pero esto no significa en absoluto que los adultos no puedan verse afectados. Generalmente, su aparición es provocada por un régimen alimenticio desequilibrado, demasiado rico en alcohol, en platos «pasados», como la caza, y en especias. Para combatirla, es pues necesario volver en primer lugar a una alimentación más sana. Paralelamente, se procederá a aplicaciones de compresas empapadas en una infusión de tomillo o, simplemente, a fricciones con rodajas de pepinos frescos.
DIENTES: Una sonrisa deslumbrante es una de las primeras armas de la seducción. Desgraciadamente, nuestros dien­tes son frágiles. Se cubren de sarro, se vuelven amarillen­tos y, bajo los efectos del tabaco, a veces se rayan.
Para que sigan siendo blancos, se puede naturalmente acudir con regularidad al dentista, para que proceda a una limpieza. Es además una excelente precaución, ya que el especialista aprovechará la ocasión para verificar que no exista alguna pequeña caries en formación. Sin embargo, no se debe abusar de estas limpiezas, que terminan por desgastar el esmalte. Entre dos visitas al dentista, se puede conservar toda la blancura de los dientes cepillándolos una vez por semana con bicarbonato sódico, o, mejor, frotán­dolos con un cuarto de limón. Este segundo método, además de eliminar el sarro y las manchas amarillas que deslustran el esmalte, desinfecta y refuerza las encías.
EDAD: Diana de Poitiers no fue la única en combatir victoriosamente el desgaste de los años. Tuvo una antece­sora en la persona de la reina de Hungría que, gracias a un elixir cuya receta le fue comunicada por un ángel, volvió a encontrar pasados los setenta años el vigor y el resplandor de su juventud, se libró de sus reumatismos y estuvo a punto de conquistar finalmente un nuevo esposo.
He aquí la receta de esta agua, tal como la relaciona Jean Palaiseul (op. cit.), que la ha copiado a su vez de una obra extremadamente antigua e inencontrable.
«Yo, Doña Isabela, reina de Hungría, de setenta y dos años de edad, inválida de los miembros y gotosa, he utilizado durante todo un año la presente receta, la cual me fue entregada por un eremita al que jamás había visto, y al que no he vuelto a ver después, y que hizo tanto efecto sobre mí, que, al mismo tiempo curé y recuperé de mis fuerzas, y parecí de nuevo hermosa a todo el mundo, y el rey de Polonia quiso casarse conmigo; lo cual rechacé por amor a Nuestro Señor Jesucristo, creyendo que esta receta me había sido dada por un ángel: Tomad de espíritu de vino destilado cuatro veces (alcohol rectificado) 30 onzas (aproximadamente 950 gramos), de flores de romero, 20 onzas (aproximadamente 600 gramos); colocadlo todo en una jarra bien tapada por espacio de cincuenta horas, luego destiladlo en un alambique al baño maría. Tomad una vez por semana, por la mañana, una dracma (aproximadamen­te 5 gramos) con algún otro licor o bebida, o bien con carne, y lavaos con ella todas las mañanas, y frotad el mal de los miembros inválidos».
El resultado, aunque «histórico», puede no ser tan espectacular.
Es dudoso por otro lado que la actual «agua de la reina de Hungría», tal como la fabrica un perfumista inglés (Crabtree and Evelyn, 38, Saville Row, London Wl), sea elaborada según esta receta. El propio fabricante acon­seja además limitar al uso externo la utilización de su pro­ducto.
Alberto Magno, el célebre alquimista del siglo XIII da otra versión:
«Metéis en un alambique una libra y media de flores de romero bien frescas, media libra de flores de poleo, media libra de flores de mejorana, media libra de flores de lavanda, y sobre todo esto tres buenas pintas de aguardien­te. Una vez bien tapado el alambique para impedir la evaporación, lo colocáis durante veinticuatro horas en digestión en estiércol de caballo muy caliente. Luego lo destiláis al baño maría.
El uso de esta agua es tomar de una a dos veces a la semana, por la mañana en ayunas, la cantidad aproximada de una dracma de ella, con algún otro licor o bebida, y lavarse el rostro y todos los miembros allá donde se sienta algún dolor y debilidad.
Este remedio renueva las fuerzas, aclara el espíritu, disipa las fuliginosidades, conforta la vista y la conserva hasta la vejez decrépita (sic.), haciendo parecer joven a la persona que lo usa. Es admirable para el estómago y el pecho, frotándola sobre ellos.
Este remedio no quiere ser calentado, ya se sirva de él para pociones o para fricciones.
Esta receta es la auténtica que fue entregada a Isabel, reina de Hungría.»
ESPINILLAS: Estos parientes cercanos del acné pueden bastar para estropear una velada o el efecto de una cuidada toilette. Desgraciadamente casi no hay medios que permi­tan hacerlas desaparecer rápidamente. Lo más cómodo sigue siendo pues, disimularlas bajo el artificio de un maquillaje.
Pero las espinillas no son tan sólo irritantes desde el punto de vista estético. En muchos casos son también dolorosas, producen ardores o picazón. Puede solucionarse fácilmente esta pequeña molestia mojándolas con una compresa empapada en jugo de limón o en agua avina­grada.
HERPES: Demasiado a menudo se cree que no se trata más que de una «enfermedad psicosomática», que desaparece cuando los problemas psicológicos que han provocado su aparición hayan desaparecido a su vez. Es un error. En realidad, el herpes es debido a un virus que hay que destruir, y sólo el médico está capacitado para prescribir los medicamentos necesarios.
Sabido esto, el virus del herpes pasa por períodos de actividad y de somnolencia, reapareciendo ante un estado de debilitamiento físico o de trastornos psíquicos. La mayor parte de las veces, este despertar es anunciado por un enrojecimiento, por una picazón y por un prurito generalizados. Las lesiones del herpes se producen siempre en los mismos lugares —en las mucosas y en el rostro—, de modo que estos signos anticipadores no pueden pasar inadvertidos, y puede detenerse la evolución de la enferme­dad desinfectando con alcohol yodado las regiones amena­zadas.
LABIOS: Hemos encontrado varias recetas para suavizar los labios agrietados, pero tanto en belleza como en medicina es preferible prevenir que curar. Para impedir pues que la piel de los labios se cuartee por la acción del frío, hay que evitar en primer lugar humedecerlos o mordisquearlos cuando nos hallamos en el exterior. Quienes no emplean lápiz de labios pueden protegerlos con barras protectoras preparadas que se venden en las farmacias y que pueden ser incoloras o ligeramente teñidas. Pero hay que saber también que una simple fricción con un algodón embebido en aceite de oliva posee exactamente el mismo efecto.
LÍNEA: Mantener la línea o recuperarla es la constante preocupación de gran número de mujeres. Para conseguir­lo, es muy difícil evitar el régimen alimenticio, incluso aunque esto plantee a veces problemas a los glotones. Hemos visto, al estudiar las diversas verduras, que un cierto número de ellas permiten preparar comidas energéti­cas sin sobrecargar el organismo en grasas superfluas. Sabemos igualmente que la sal, fijando el agua en los tejidos, se muestra nefasta para el contorno del talle. Para evitar engordar, pues, es necesario limitar su empleo, así como el de alimentos preparados como el pan, por ejemplo, que puede ser reemplazado con ventaja por una papa hervida. Para disimular la ausencia de sal, se pueden utilizar verduras y condimentos de aroma suficientemente poderoso, como el apio o el perejil. Un buen número de verduras son también muy diuréticas. Facilitando la elimi­nación del agua y de los residuos, ayudan a adelgazar, al tiempo que purifican la tez. La mayor parte de las frutas —la pina fresca o en conserva y en particular las cerezas frescas— tienen las mismas propiedades.
Este régimen sin dolor podrá ser completado cada día con un vaso pequeño de vino de cebollas preparado del siguiente modo:
—Picar muy finas cuatro o cinco cebollas grandes; ponerlas a macerar en un litro de vino blanco —preferente­mente tipo Aisacia—, en el cual se habrán disuelto 100 gramos de miel; aguardar dos días agitando frecuentemen­te la mezcla; filtrar y conservar al fresco en una botella bien tapada.
MANCHAS ROJAS: No hay que confundirlas con el acné rosáceo, puesto que se eliminan mucho más fácilmente. Una mascarilla de hielo picado, contrayendo los vasos sanguíneos, ayuda a hacerlas desaparecer. Rodajas finas de pepino, aplicadas directamente sobre la piel, tienen el mismo efecto.
MANOS: Cuando se trabaja, cuando se cocina, se lavan los platos, la ropa, es difícil conservar unas manos hermosas. Se pueden por supuesto «limitar los daños» no empleando más que detergentes reputados por su «suavidad». Algunas casas han centrado por otro lado toda su publicidad en el hecho de que sus productos eran tan suaves para las manos como para la ropa o los platos.
No hay que dejarse engañar por estos argumentos aparentes. Un detergente es un detergente y, para terminar con la suciedad, debe llevar un cierto número de elementos que atacan la piel al mismo tiempo que la mugre.
Siendo el mal inevitable, cada ama. de casa debe mentalizarse de que posee en su cocina —y por lo tanto al alcance de la mano— el antídoto a todos los detergentes que atacan sus manos.
El limón en primer lugar, gracias al cual se puede preparar una loción que conservará toda su suavidad pese a los trabajos más duros. Mezclar a cantidades iguales el jugo de limón, la glicerina y el agua de rosas. Masajearse abundantemente las manos cada noche para hacerla penetrar en la piel.
El aceite de oliva, a continuación, con el cual se pueden bañar las manos cada quince días aproximadamente. A notar que el efecto de este baño será aún más eficaz si se ha tomado la precaución de entibiar antes el aceite.
MAQUILLAJE Y DESMAQUILLAJE: Los cosméticos, bases de color y otros productos de belleza fatigan la piel. En consecuen­cia es necesario quitarlos muy cuidadosamente por la noche antes de acostarse e hidratar la piel antes de cubrirla con los distintos productos de belleza. Evidentemente, se pueden encontrar en todas las perfumerías productos específicos para cada una de estas operaciones pero, como nada reemplazará nunca una preparación enteramente natural, he aquí una receta de una leche muy fácil de realizar y que puede servir tanto como desmaquilladora que como base de maquillaje.
—Pelar un pepino grande muy maduro y vaciarlo, pero conservando las pepitas. Aplastar la pulpa mezclándola con media botella de agua, algunas gotas de agua de rosas o de azahar, un buen vaso de alcohol de 90° y dos cla­ras de huevo batidas. Echar la preparación sobre las pe­pitas del pepino y dejar reposar durante todo un día. Fil­trar con una tela muy fina y conservar en un tarro bien tapado.

OJERAS: No siempre son el indicio de una velada demasiado agitada, sino que pueden ser provocadas también por un estado intenso de fatiga general. En este caso, por supuesto, sería vano esperar que una simple noche de sueño devolviera al rostro su frescor y su resplandor. Por el contrario, se debe atacar el mal en profundidad, «restable­cerse» gracias a menús equilibrados y descanso. Mientras se aguardan los resultados de este tratamiento a largo plazo, las mujeres preocupadas por su belleza pueden atenuar estos feos síntomas aplicándoles compresas de té muy fuerte.
Madame du Barry, la favorita de Luis XV, utilizaba otro remedio. Tras haber cocido algunas manzanas —con agua o al horno—, aplastaba su pulpa hasta obtener una cataplasma que aplicaba bajo sus párpados. Así conservó durante mucho tiempo los ojos más hermosos de la corte, evitando que las agitadas noches que le imponía su real amante marcasen su encantador rostro.
PÁRPADOS: Acabamos de ver cómo hacer desaparecer las ojeras. He aquí ahora algunos métodos para conseguir deshinchar los párpados cansados.
—Hacer una infusión con algunas ramas de romero en agua de rosas. Filtrar y aplicar como loción.
—Diluir el jugo de un limón en un poco de agua tibia. Aplicar en loción.
—Aplicar durante aproximadamente un cuarto de hora una compresa de tomillo tibia.
—Lavar cuidadosamente los párpados con una infusión de camomila.
PECAS: Desesperaban a Poil de Carotte, pero hicieron la fortuna de Marlene Jobert, hasta tal punto que las mujeres que no tienen se las dibujan hoy en día con un lápiz de maquillaje. Pero, para que den este aire juvenil y travieso que tan bien va a la actriz, es necesario que limiten su terreno al contorno de los ojos y a las aletas de la nariz. En cualquier otro lado, son consideradas como muy molestas.
Para eliminarlas nada mejor que las lociones de jugo de limón; o bien lociones a base de decocción de cardillo o de perejil.
PIEL: Tradicionalmente, se distinguen dos tipos de pieles que, naturalmente, reclaman cuidados distintos.
PIELES GRASAS: Los poros se hallan dilatados, y en general son propicias a la aparición de puntos negros. Se puede cerrar la textura de una piel grasa aplicándole compresas de té muy fuerte. En cuanto a los excesos de secreciones, que hacen que las mejillas, la nariz y los pómulos aparezcan relucientes, pueden absorberse, como una mancha de grasa sobre un tejido, con un papel de seda.
PIELES SECAS: Tienen también sus inconvenientes, sobre todo el principal de arrugarse mucho más aprisa que las otras. La leche de almendras dulces les devuelve su flexibilidad y evita que se formen arrugas, a condición de que se tome la precaución de no agravar su desecamiento friccionándolas con colonias demasiado alcoholizadas.
Numerosas hortalizas permiten preparar leches y lociones que sirven para todo tipo de pieles, incluso aquellas que no tienen problemas, pero que de todos modos hay que cuidar si se quiere evitar que se deterioren.
La leche de almendras es particularmente recomenda­da, como hemos visto, para el tratamiento de las pieles secas. Se prepara machacando medio kilo de almendras dulces, luego mezclando el aceite así obtenido con medio litro de leche. Esta preparación se conserva muy bien en un frasco cerrado, sin ninguna otra precaución.
El jugo de alcaucil, obtenido machacando las cabe­zuelas de esta gran planta, es recomendable para las pieles grasas, cuyas secreciones regulariza.
La pulpa de aguacate (PALTA), muy rica en aceite, puede en cambio ser aplicada con mucho éxito como mascarilla sobre las pieles secas, a las cuales devuelve su flexibilidad.
Lo mismo cabe decir de la carne del plátano, que se utiliza en los mismos casos y de una forma idéntica.
La infusión de lavanda permite limpiar a fondo los poros dilatados de las pieles grasas y eliminar, al mismo tiempo que el polvo que se acumula en ellos, los excesos de secreciones cutáneas.
Con el aceite de oliva se puede confeccionar el mejor y el más natural de los bronceadores. Basta para ello con mezclar unos 250 gramos de aceite con el jugo de un limón y unas pocas gotas de tintura de yodo. Unciones regula­res de esta preparación, antes de cada exposición al sol, evitarán en primer lugar las quemaduras, y ayudarán luego a la piel a tomar este color dorado tan apreciado por todas aquellas mujeres que van de vacaciones a las playas.
Los masajes con coral de erizo de mar dan resultados sorprendentes. Cargado de yodo y de principios minerales, esta «golosina» apreciada por todos los amantes de los mariscos restablece el pH de la piel y facilita la renovación de las células. Gracias a la acción de este bálsamo viviente. puede verse cómo las arrugas se atenúan y el grano de la epidermis se ablanda.
Mezclando la pulpa de algunas ciruelas machacadas con una cucharada de almendras dulces, se obtiene una mascarilla de belleza que conviene perfectamente a las pieles grasas.
Una decocción de hojas de laurel es una excelente loción que suaviza las pieles secas.
La pulpa del membrillo se utiliza como mascarilla para revitalizar las pieles grasas.
El limón, el indispensable limón, está destinado eviden­temente a las pieles grasas. Aplicado en compresa, su acción astringente cierra los poros dilatados. Mezclado con claras de huevo batidas a punto de nieve, permite componer una mascarilla que posee el mismo efecto.
Para todas las pieles, una mascarilla a base de pulpa de uva, blanca o negra, eso no importa, será un tonificante excelente.
El tomate, finalmente, cuyo jugo, tan rico en vitami­na C, constituye un excelente alimento para las células de la epidermis. A fin de aprovecharlo completamente, basta con cortar en dos un fruto muy maduro y muy rojo y friccionarse enérgicamente con él.
PUNTOS NEGROS: Sabemos que encuentran asilo la mayor parte de las veces en las pieles grasas. Contrariamente a lo que imaginan algunas jóvenes que utilizan sus uñas como pinzas quirúrgicas, por no decir como instrumentos de tortura, es muy peligroso extirpar los comedones —éste es su nombre científico— de este modo. El resultado puede ser una infección, que no arreglará nada puesto que simplemente amenaza con reemplazar un feo punto negro con una cicatriz que no será menos fea.
La primera precaución que hay que tomar es pues, cuando se tiene una piel grasa, tratarla del modo que acabamos de indicar. Si, pese a las mascarillas y las lociones, aparecen puntos negros, no se extirparán más que mediante una pinza especial —de venta en todas las farmacias— y tras haber tratado el rostro con una loción hecha a base de una infusión de tomillo o de té muy caliente.
REGLAS: Numerosas mujeres sufren un verdadero martirio una vez al mes, y se quejan de hinchazones de vientre que afean su silueta. Tisanas de salvia o de romero, regularizan­do la función menstrual, harán desaparecer al mismo tiempo los dolores y las hinchazones.
SENOS: Un seno, incluso joven, necesita ser tonificado. La creciente moda actual entre las mujeres de prescindir del sujetador, hay que decirlo, ha tenido efectos desastrosos. Arrastrados por el peso de la glándula mamaria, los músculos tienen tendencia a aflojarse y el seno cae. Esto no significa de ningún modo que haya que encorsetarlo de una manera excesivamente apretada, ya que entonces los mismos músculos, no teniendo ya ningún trabajo que efectuar, tenderían a atrofiarse, y el resultado sería estrictamente el mismo.
Para afirmar un seno, pues, que empieza a presentar un ligero aflojamiento, se puede recurrir a una forma de ducha escocesa muy localizada, cuya acción se reforzará mediante compresas de jugo de limón.

TRANSPIRACIÓN: Es tan desagradable para una misma como para los demás. Desgraciadamente, es muy difícil detenerla en los días de mucho calor. Las farmacias están hoy en día repletas de antitranspirantes y antiperspirantes, pero uno no puede hacer más que desconfiar de estos productos que bloquean una secreción natural cuyo papel depurador es extremadamente importante.
Para transpirar menos, no hay pues más que una solución, y es beber menos, incluso aunque esto parezca difícil en verano. Una fricción de agua con adición de jugo de limón, cierra los poros, limita igualmente el exceso de sudor al mismo tiempo que da a la piel un perfume acidulado que disimula el de la transpiración.
UÑAS: Al igual que la piel de las manos, las uñas sufren con los pesados trabajos del ama de casa. Se mellan, se rompen, se abren, y pueden incluso volverse tan frágiles que es imposible mantenerlas largas.
Cuando se llega a este estadio, sin duda es a causa de una carencia alimentaria que las priva de los elementos necesarios para su crecimiento. Conviene pues, antes que nada, revisar el régimen. Tras lo cual se puede buscar fortificarlas con los mismos productos que hemos encontra­do un poco antes para el cuidado de las manos.
—Meter durante una decena de minutos aproximada­mente, mañana y noche, el extremo de los dedos en un jugo de limón.
—Meter las uñas cada noche en un bol pequeño de aceite de oliva tibio para evitar que se abran.
La acetona pura, utilizada como disolvente para quitar el esmalte, seca las uñas y las vuelve quebradizas. Para paliar este inconveniente, se puede mezclar con un volumen igual de aceite de oliva y la mitad de este volumen de éter. Se obtiene entonces un disolvente graso particular­mente eficaz y que presenta la ventaja de secarse muy rápidamente.
Así, gracias a unas recetas sencillas —todas las que hemos indicado no son tan complicadas de preparar como la famosa agua de la reina de Hungría—, y con productos que pueden encontrarse normalmente en la cocina, cada mujer puede realizar por sí misma verdaderas mascarillas de belleza. Así que no es necesario gastar fortunas en los institutos de belleza para seguir siendo hermosa. Diana de Poitiers, cuyo recuerdo evocamos al principio de este capítulo, tal vez recorrería hoy en día los institutos de belleza y las clínicas especializadas en cirugía estética. Sin embargo, no es muy seguro que lo hiciera, puesto que esta dama, que sabía «guardar siempre razón», incluso en política, lo cual no es decir poco, probablemente no confiara más que en estos pequeños trucos, estas recetas que acabamos de dar y que sin duda eran las suyas propias.
COCINA PARA UNA PAREJA FELIZ

Las parejas felices, como los pueblos pacíficos, jamás deberían tener historia. Este no es sin embargo el caso, ya que la búsqueda de la felicidad es menos fácil de lo que parece, y los hogares más unidos atraviesan todos períodos agitados, por no decir dramáticos. Así ocurrió con aquel notario, cuya historia cuenta Paúl Vincent en L'Amour et les guérisseurs (La Pensée moderne), que fue a consultar a León Vallat, un magnetizador, a fin de que éste le ayudara a recuperar su potencia viril.
Casado desde hacía veinticinco años, padre de tres hijos, el notario constataba amargamente que ya le era imposible proporcionar a su esposa esas pruebas de amor que otros se obstinan en llamar el «deber conyugal». Pero el hombre era fiel, y ni por un momento pasó por su mente que una pequeña mancha en el contrato matrimonial pudiera tal vez volver a poner las cosas en su sitio.
«Sigo queriendo a mi mujer, le confió al curandero, pero ya no la deseo y, como no deseo engañarla, me he vuelto impotente. Tenemos tres hijos, añadió, el último de los cuales tiene once años. Los dos primeros fueron deseados. El tercero fue, si puede decirse, "combinado". Tener niños es un pretexto para espaciar el deber conyugal. Llega quizá un momento en que uno le hace hijos a su esposa con tal de deshacerse de ella. Pero tan sólo tengo cuarenta y tres años; creo ser aún sólido, tener el cuerpo joven, y sin embargo hace más de tres años que decepciono a Simone.»
«El caso de este enfermo —explica León Vallat—, es psíquico. Desgraciadamente, no es único. Tras un cuarto de siglo —o menos— de existencia conyugal, más de la mitad de los hombres ya no sienten nada hacia sus esposas y, en consecuencia, se vuelven incapaces de realizar lo que es peor que una carga: un acto extraño a ellos mismos. Les queda entonces el recurso de la infidelidad —si se consigue— o de la resignación —si les contenta—...»
De hecho, éste es el gran miedo de las parejas, el que vuelve a los hombres adúlteros y hace desgraciadas a las mujeres, que hace, como escribe Paúl Vincent, «que dos esposos que se adoraban se conviertan poco a poco en hermano y hermana y ya no se amen más».
Para vencer este desencanto, romper este hábito que arruina los años de felicidad, hombres y mujeres han dispuesto, desde los tiempos más lejanos, de la ayuda de los brujos. En las misteriosas cabañas, los iniciados preparaban bajo encargo filtros y pociones que por aquel entonces se juzgaban infalibles. He aquí unas cuantas recetas extraídas de Alberto Magno.
«No le basta —escribe el filósofo—, al hombre el hacerse amar pasajeramente y por una vez tan sólo por la mujer; es preciso que esto continúe y que el amor sea indisoluble. Y, para ello, debe conocer algunos secretos para que la mujer no cambie ni disminuya su amor.
»Para ello tomaréis la médula que hallaréis en el pie izquierdo de un lobo, haréis con ella una especie de pomada, y la haréis oler de tanto en tanto a la mujer, que os amará cada vez más».
Y añade: «Como sea que podría suceder que la mujer se cansara del hombre que no sea robusto en la acción de Venus, este tal hombre debe cuidarse no sólo con buenos alimentos, sino también utilizando algunos secretos que los antiguos y modernos buscadores de maravillas de la naturaleza han experimentado.
»Es preciso, dicen éstos, componer un bálsamo con la ceniza del estelión, aceite de hipérico y de algalia, y untarse con él el dedo gordo del pie izquierdo y los riñones, una hora antes de entrar al combate, con lo que saldréis de él con honor y satisfacción».
Todavía otra «receta», para «protegerse de los cuer­nos»: «Tomad la punta del miembro genital de un lobo, el pelo de sus ojos y el que se halla en su garganta en forma de barba, reducidlo todo a polvo por calcinación y hacédselo tragar a vuestra mujer sin que ella lo sepa, y estaréis seguros de su fidelidad. La médula de la espina dorsal del lobo posee el mismo efecto».
Hoy en día, y nadie se lamenta de ello, los brujos casi han cerrado sus tiendas. ¡Además, cada vez se hace más difícil encontrar en libertad un lobo del que poder extraer todos los ingredientes necesarios para tales preparaciones! Pero no por ello ha disminuido la laxitud conyugal o la infidelidad, y frecuentemente se descubren anuncios publi­citarios alabando las virtudes de tal o cual producto, generalmente exótico, gracias al cual los maridos estarán protegidos contra los desfallecimientos y sus esposas, satisfechas de este modo, protegidas de la tentación.
Sin embargo, no es necesario en absoluto ir tan lejos para buscar los medios de la felicidad amorosa. Nuestros huertos están repletos de verduras tan afrodisíacas como el ginseng o el cuerno de rinoceronte molido; los especieros están repletos de condimentos que tienen el mismo efecto y, a fin de cuentas, un plato preparado con ternura tendrá siempre más éxito con el hombre al que se ama que no importa cuál píldora.
Así pues, para evitar que la vida de la pareja se sumerja en la monotonía, que sufra la esclerosis del tristemente famoso «metro-trabajo-cama», en medio del cual no debe olvidarse el intercalar la televisión, basta con un pequeño esfuerzo. Un mantel blanco, dos velas, una botella de champán, hacen de la más sencilla cena una auténtica fiesta, aunque no sea Navidad, aunque nada lo justifique. Mejor aún si nada lo justifica, excepto el simple placer de hacer feliz al otro. La sorpresa será aún mejor y los resultados más concluyentes, sobre todo si la esposa, como cocinera astuta, ha tomado cuidado en mezclar a sus preparaciones culinarias algunas de estas verduras o aromatizantes de los que hemos hablado antes indicando que aportaban un precioso estímulo al deseo amoroso.
«Se puede intentar—escribe Marcel Rouet (op. cit.)—, operar una especie de segregación entre las plantas con propiedades estimulantes y aquellas que poseen una acción directamente afrodisíaca, considerando que las primeras refuerzan los efectos de las segundas. Las primeras son demasiado numerosas para poder enunciarlas todas, pero citemos la albahaca, el laurel, el perejil, el tomillo, el ro­mero, la salvia, de las que algunos principios, según el doctor Jean Valnet, tendrían un poder dinamizante sobre las corticosuprarrenales. Las segundas, de efectos más específicos, son entre otras: el ajo, el apio, la cebolleta, el cilantro, el jengibre, la menta, la ajedrea...»
Todos estos alimentos deliciosamente perfumados tie­nen por segunda ventaja mantener el entendimiento conyugal. Pero atención: no hay que estropear su efecto benéfico regando demasiado copiosamente estas cenas suaves, brindando demasiado por la felicidad reencontra­da. Tomado en pequeñas cantidades, el alcohol es también un estimulante de primer orden, pero más allá de una cierta dosis, trae consigo resultados estrictamente inversos. Los buenos bebedores son raras veces unos grandes amantes, demasiado ocupados, cuando finalmente se acuestan, en digerir sus excesos. Dos copas de champán, unos vasos de vino o un pequeño cóctel hacen brillar los ojos, enrojecer las mejillas, y traen consigo una cierta euforia. Pasado este límite, aparece el abatimiento, la triste fatiga, por no decir el disgusto. Como en las inundaciones, hay un umbral, un punto de alerta que debe evitarse franquear si se quieren evitar las decepciones.
De todos modos, desgraciadamente, no todas las cenas pueden ser cenas de fiesta. Ya que además habría que temer, si éste fuera el caso, que estas cenas terminaran por tener consecuencias opuestas a las buscadas.
Hemos visto, en el primer capítulo de esta obra, que una alimentación equilibrada era el testimonio de una vida sana y feliz. Pero hemos visto también que el volumen de la ración alimenticia, así como su composición, debían variar en función de la edad o de la actividad del comensal. De hecho, el régimen debe evolucionar a medida que pasan los años, de modo que siempre tenga en cuenta la ineluctable reducción de las actividades metabólicas. ¡Lo cual no facilita la tarea de un ama de casa que encuentra regularmente alrededor de su mesa a un marido y unos niños, a los que se añaden a veces un abuelo o una abuela!
La solución, por supuesto, es componer menús equilibrados como los que citábamos en el primer capítulo, y permitir que cada uno los complete en función de su organismo.
Los niños, sobre todo, tienen necesidad de estos complementos. El período del crecimiento es un momento crucial en el cual la menor carencia alimentaria puede tener consecuencias catastróficas y engendrar enfermedades, incluso deformaciones, irreversibles. Es pues indispensable secundar la comida familiar con un desayuno copioso, rico en productos lácteos y en jugos de frutas, así como una merienda sustanciosa, que satisfaga tanto la gula como el apetito.
Muchos adolescentes, en cambio, se niegan a tomar esta merienda, cuando en realidad la necesitan más que nunca. De hecho se trata de una reacción normal que se­ñala su voluntad de emancipación, su deseo de mostrar que han salido de la infancia, de la cual es símbolo esa merienda. Por ello, más que forzarles a tomar esta merienda de media tarde que no les gusta, es preferible tomar en cuenta sus aspiraciones proponiéndoles, al final de la comida principal, los elementos nutritivos que les son necesarios.
«Los glúcidos deben dominar ampliamente la ración calórica en el período de la pubertad, que se entiende de los doce a los catorce años para los niños, y de los diez a los doce años para las niñas, así como durante todo el crecimiento», precisa Marcel Rouet (op. cit.).
«La asociación de frutos secos y oleaginosas: ciruelas, ciruelas pasas, damasco, uvas, nueces, avellanas, almen­dras, olivas, puede constituir por su riqueza en azúcares, lípidos, proteínas y vitaminas un completo fortificante que reemplace con ventaja al pastelito de mantequilla del glotón...»
He aquí pues los alimentos que, presentados bajo la forma de golosinas, pueden constituir excelentes postres que aporten a los organismos jóvenes todos los elementos necesarios para un desarrollo armonioso.
No volveremos a insistir en la alimentación de los adultos, cuyos principios de base hemos dado ya en nuestro primer capítulo. Baste con recordar que debe ser armonio­samente equilibrada, ni exclusivamente vegetariana ni exclusivamente carnívora, y que su volumen está condicio­nado por la actividad física y el gasto energético más o menos importante que traiga consigo.
«Parece que la frugalidad es una condición primordial de la longevidad humana —escribe Marcel Rouet (op. cit.)—; no se ven centenarios gordos».
Esto es totalmente exacto, pero la naturaleza es lo suficientemente sabia como para hacer que las personas de edad limiten inconscientemente, y sin que ello les propor­cione una sensación de privación, el volumen de sus comidas. Su apetito se hace menos vivo. Las necesidades energéticas de su organismo se ven limitadas por la falta de actividad, y debido a ello los alimentos demasiado ricos ya no les tientan, y acuden así a un régimen reducido que les conviene perfectamente.
Por supuesto, algunas contingencias económicas pue­den agravar esta tendencia natural y, entonces, las conse­cuencias de la malnutrición se vuelven graves. Es también Marcel Rouet quien anota que «la supresión de la carne le quitaría al viejo este estímulo necesario a su apetito, que a menudo se vuelve perezoso. La carne, por su aroma, su sabor y las preparaciones que permite, influye por acción refleja en las mucosas del estómago y favorece la secre­ción de los jugos digestivos. Convirtiéndose cada vez más en un gourmet, el anciano llegará muy pronto a buscar la calidad de los alimentos en detrimento de la cantidad».
He aquí una sabia recomendación que permite a todas las madres de familia cuidar sin remordimientos y sin temores acerca de su salud a los abuelos que viven bajo su mismo techo.
Pero la cocina de la felicidad no es tan sólo una cuestión de abundancia, es también toda una atmósfera. Como decíamos más arriba, una cena sencilla a la luz de unas velas, una vez acostados los niños, puede hacer olvidar buen número de malentendidos conyugales. Y lo que es cierto para estas cenas excepcionales lo es también para todas las demás comidas que se toman dos veces al día. El nerviosismo, los reproches, los enfurruñamientos, perjudi­can tanto la digestión como la armonía familiar. Y un hombre —¡o una mujer!— que digiere mal se vuelve fácilmente irascible. Hay que tomarse pues su tiempo para comer, al igual que el ama de casa se ha tomado su tiempo para preparar la comida. Además, sería ofenderla no saborear sus platos y empujarla a la vía de la facilidad que consiste, en lugar de cocinar, en echar el contenido de una lata de conservas en una cacerola con un poco de mantequilla derritiéndose al fondo.
De hecho, ya no le concedemos la importancia que se merecen a las comidas, o por el contrario les concedemos demasiada.
Demasiada importancia a estas comidas de negocios, pretextos para desbordamientos casi bulímicos que no justifican en absoluto las pretensiones gastronómicas de los chefs, que parecen ignorar que esta gastronomía a la que dicen servir es un arte lleno de finura y de comedimiento.
Demasiada poca a las comidas familiares y, en particu­lar, a la tradicional comida del domingo, que reunía antiguamente a toda la familia en torno a la misma mesa.
Hoy, nos preocupamos de terminar rápidamente con esta formalidad para no perdernos la película de televisión o los resultados de los partidos de fútbol. Y es una lástima.
El hombre tiene la ventaja sobre el animal de haber sabido transformar la necesidad de alimentarse en un placer. Actualmente está perdiendo esta supremacía en provecho de unas diversiones que no compensan, ni de lejos, con respecto a lo que uno se priva voluntariamente.
La cocina de la felicidad, la que condiciona la armonía de las parejas, no es tan sólo aquella que contiene los alimentos que enumerábamos más arriba. Es también aquella que restablece las posibilidades de comunicación entre personas que las han perdido por culpa de su forma de vida. Saborear un plato es darle las gracias a aquella que se ha tomado su tiempo en prepararlo; felicitarla por él es decirle que se ha comprendido que además de los ingredientes palpables, las verduras, las carnes, las espe­cias, se ha sabido encontrar allí la ternura, la voluntad de dar placer, el deseo de complacerle que se hallan subya­centes.
Comer, comer bien, es un placer sensual. Muy a menudo es el preludio de otras «satisfacciones», y los grandes seductores no ignoran la ayuda preciosa que aporta una buena comida, en un marco agradable, a su empresa. La gastronomía es casi inseparable de los primeros encuentros, de los balbuceos amorosos. ¿Por qué, en estas condiciones, es inevitable que la mayor parte de los hombres —y también de las mujeres— imaginen que se vuelve superflua una vez consumado el matrimonio? Como durante el noviazgo, constituye al contrario un factor de entendimiento, un elemento de aproximación, en una palabra una de las condiciones de la felicidad.
SE LAS LLAMA MEDICINALES

Se llamaba Francois Domenach y, a principios del siglo XX, enseñaba los rudimentos de la gramática y del cálculo a los niños de Arles-du-Tech, en los Pirineos Orientales. Como todo maestro de aquella época, François Domenach era un hombre curioso hacia las cosas de la naturaleza. Sus ratos de ocio, sus vacaciones, los pasaba recorriendo el campo, recogiendo hierbas, observando los animales y los insectos, completando cada día sus conocimientos a través de las lecciones de las cosas permanentes.
Sus alumnos, por supuesto, eran los primeros en beneficiarse de todas estas observaciones, aunque no tomaran gran placer en ellas y pocos obtuvieran un auténtico provecho. Pero el azar quiso también que François Domenach cayera enfermo. Fue algo que comen­zó con una serie de dolores insidiosos en los ríñones y luego, muy aprisa, el pobre maestro empezó a sufrir un auténtico martirio. Cuando experimentó enormes dificulta­des en orinar, supo que tenía cálculos renales.
En aquella época no se conocía más que las curas en balnearios o la operación para acabar con una tal enferme­dad. Ninguna de estas soluciones convenía a nuestro hombre. La primera debido a que era demasiado cara y la segunda simplemente porque atentaba a su integridad física. Ante la carencia de la medicina oficial, François Domenach resolvió pues acudir en busca de ayuda a sus buenas viejas amigas las plantas, que conocía tan bien desde hacía tanto tiempo. Tras algunas investigaciones, descubrió que se consideraba a la albura del tilo como un excelente diurético, y pensó que bajo la corteza de este árbol quizá se ocultara el remedio a sus sufrimientos.
Se llama albura a la madera tierna y blanquecina que se halla entre la corteza y el corazón de un árbol, formando cada año un nuevo círculo en torno a este corazón.
Tras varios años de investigaciones, durante los cuales experimentó sobre sí mismo las diferentes pociones que iba preparando, François Domenach consiguió finalmente determinar sobre qué árboles convenía retirar la preciosa materia, en qué momento preciso del año había que hacerlo, cómo debía conservarla y la mejor forma de prepararla.
Para resumir en algunas pocas palabras sus trabajos, podemos precisar que la mejor albura de tilo se recoge en el Rosellón, en árboles que crecen entre los 900 y los 1000 metros de altura, cuando se produce la subida de la savia. Las placas de albura deben ser secadas inmediatamente al aire libre antes de ser cortadas en bastoncitos finos, que pueden ser entonces distribuidos a los herbolarios.
Habiendo pues descubierto empíricamente este méto­do, y tras curar totalmente, nuestro maestro siguió experimentando sobre sus amigos, sus conocidos e in­cluso los padres de sus alumnos. Cada vez los resulta­dos se mostraron concluyentes, y pudo conseguir que una mayoría de enfermos pudiera aprovecharse de su descubri­miento. En 1916, pues, tras varios meses de trabajos, hacía llegar a la Academia de Ciencias de París una memoria donde resumía sus observaciones y sus experiencias, proponiendo poner gratuitamente su descubrimiento a disposición de los médicos.
No se le respondió nunca. Muchos años más tarde, cuando sus herederos, como era su derecho, quisieron reclamar el documento, se les negó incluso su devolución, bajo los pretextos más falaces.
Pero, ante el silencio de las autoridades médicas François Domenach había tomado sus precauciones, y explicado en detalle a su hermano todo lo que sabía sobre la albura del tilo del Rosellón. Este hermano transmitió a su vez estas informaciones al nieto del maestro, y gracias a esta tradición familiar este último, Paúl Domenach, pue­de hoy en día seguir recolectando estas laminillas de ma­dera para alivio de las personas que sufren cálculos de la vejiga.
Las desventuras de François Domenach frente a los detentadores de la ciencia oficial no son, desgraciadamen­te, la excepción. En las altas esferas de la medicina, se olvida fácilmente que el arte de curar comenzó con el conocimiento de las plantas, y que un producto químico, si bien puede parecer más eficaz a corto plazo, no reemplaza­rá jamás a una cura a base de ingredientes naturales, los cuales no arrastran consigo efectos secundarios.
Ya que nadie puede negar que la medicina nació el día en el que uno de nuestros lejanos antepasados, habiendo descubierto por casualidad que una planta aliviaba tal o cual mal, empezó a consumirla regularmente y a aconsejar­la a aquellos que sufrían de la misma enfermedad que él.
Hoy en día, se estima que el uso organizado de las hierbas con fines terapéuticos se remonta a los prehomínidos, pitecantropos, sinantropos o africantropos. Estos seres, a medio camino aún entre el hombre y el animal, eran esencialmente cazadores y recolectores. No cultiva­ban, pero en cambio sabían discernir perfectamente en la naturaleza cuáles eran las plantas comestibles y cuáles no lo eran. Guiados por el mismo instinto que empuja hoy en día a nuestros perros y gatos a purgarse con algunas hierbas en particular, extraían de la naturaleza los vegetales que mejor les convenían. Poco a poco, aprendieron a discernir aquellos que no podían ser utilizados más que con fines alimenticios y aquellos que contenían virtudes medicinales. Pero lo más notable fue sin duda que comprendieron —¿tras cuántas infructuosas experiencias?—- que si bien podían cultivar los primeros para aumentar el rendimiento y suprimir los azares de la recolección, los segundos perdían casi todo su poder desde el instante mismo en que eran exilados de su habitat natural.
Es sin duda debido a esto que los primeros médicos, es decir los primeros hombres que poseyeron un conocimien­to profundo de las plantas y de sus propiedades, fueron los brujos. En el secreto de las iniciaciones se transmitían no solamente las fórmulas mágicas de encantamiento, sino también los «mapas» de los lugares de recolección, así como el calendario de las mismas.
Haciendo que el medicamento sea independiente de estas contingencias geográficas y estacionales, la ciencia ha hecho ciertamente mucho en pro del bienestar del.... médico, que ya no tiene que preocuparse por las fechas
—salvo, por supuesto, para comprobar que el producto no está caducado— ni por los lugares de fabricación. Pero, dicho esto, ¿qué son pues nuestros modernos terapeutas sino «iniciados» que han recopilado, en el transcurso de largos años de estudios, el fruto del saber de sus predece­sores?
Sea como sea, es evidente que hoy en día, en algunas regiones de África o de las Antillas, brujos y «encantado­res» siguen ejerciendo su oficio y, como herederos de esta ciencia milenaria, obtienen sin Codex ni quimioterapia complicada notables resultados. Esto es tan cierto que, desde hace algunos años, varios grandes laboratorios americanos y alemanes han enviado junto a ellos equipos de especialistas que se esfuerzan, a duras penas, en penetrar sus secretos.
¿Qué ocurrirá con sus observaciones? ¿Servirán simple­mente para poner a punto sus equivalentes químicos o, por el contrario, representarán el golpe de timón hacia un verdadero regreso a las medicinas naturales? Nadie puede decirlo, y lo único que se puede hacer es desear que la segunda hipótesis sea la buena.
Pero volvamos a nuestros prehomínidos que, de caza­dores y nómadas, se han convertido en sedentarios y agricultores. Con su organización en comunidad aparecen los primeros medios de una tradición escrita: signos cabalísticos destinados tanto a apaciguar los espíritus como a transmitir a las futuras generaciones el fruto del saber. Y, muy lógicamente, tras las prescripciones culturales son las indicaciones médicas de las plantas lo que se graba o pinta sobre la piedra, la madera o lo que hace las veces de papel. Tanto en China como a orillas del Mediterráneo, hacen su aparición los primeros tratados de medicina. Es por ejemplo el famoso papiro de Ebers, redactado bajo la XVIII dinastía faraónica, unos quince siglos antes del nacimiento de Cristo.
Durante milenios, el arte médico permaneció profunda­mente ligado a la religión. Así, entre los antiguos griegos, se consideraba a Chiron el centauro, hijo de Cronos, dios del Tiempo, y de una ninfa, «el primer herbolario y boticario famoso por sus conocimientos de las plantas medicinales». La cita es de Plinio el Viejo.
El mérito de haber codificado estos descubrimientos dispersos y haber transformado unos conocimientos empí­ricos en una verdadera ciencia corresponde a Hipócrates y a Galeno, su sucesor.
El primero, que siempre ha sido considerado, y sigue siéndolo, como el «padre de la medicina» —¿acaso los fu­turos doctores no pronuncian su juramento antes de po­der ejercer?—, vivió en Grecia, en el siglo IV antes de Jesucristo. La leyenda, siempre ella, afirma que era hijo de Esculapio, dios de los médicos, y de una mortal. De origen divino o no, dejó tras él una obra importante, entre la que hay que destacar en primer lugar el Corpus hippocratus, donde se hallan reunidas una cantidad enorme de observaciones sobre el tratamiento de las enfermedades por los vegetales, así como sobre la alimentación de los convalecientes.
Galeno, por su parte, vivió seis siglos más tarde —es decir, en el siglo II de nuestra era— en Roma, aunque también era de origen griego. No siempre estuvo de acuerdo con el gran maestro cuyos trabajos emprendió la tarea de completar, y sus desacuerdos crearon incluso una expresión proverbial que sirve para señalar las incertidumbres de la medicina: «¡Hipócrates dice sí y Galeno dice no!»
Una constante se mantiene sin embargo en las concep­ciones de los dos hombres: el papel irreemplazable de las plantas en el tratamiento de las enfermedades. Esto es tan cierto que se siguen llamando «preparaciones galénicas» a los medicamentos compuestos a base de plantas medicina­les, por oposición a los remedios químicos, que la Edad Media bautizó como «espagíricos» o «herméticos», debido a su origen misterioso y a su preparación alquímica.
Las compilaciones de estos dos hombres iban a ser, durante siglos, la base de todos los tratamientos médicos, y se puede decir incluso que constituyen el origen de la farmacia. Iban a beneficiarse sin embargo (gracias a la conquista romana, lo cual prueba que a veces algunos males son buenos) de la inestimable aportación que representaban los conocimientos de los druidas galos, considerados también como maestros en el arte de utilizar las plantas.
En efecto, contrariamente a una leyenda difundida demasiado a menudo, nuestros lejanos antepasados celtas eran excelentes médicos que habían sabido constituir una farmacopea muy completa y que practicaban incluso algunas operaciones tan complicadas como la trepanación y el injerto. Una planta, en particular, ocupaba un lugar preeminente en su arsenal terapéutico. Era el muérdago, la baya sagrada que aún hoy en día entra en buen número de preparaciones estrictamente farmacéuticas.
Estos hombres, que el invasor romano se apresuró a presentar como unos salvajes impenetrables a toda cultura, conocían también perfectamente las propiedades de las fuentes termales, y las utilizaban en abundancia. De hecho, fueron los legionarios venidos del otro lado de los Alpes los que se iniciaron e, imitándoles, aprendieron a su vez a beneficiarse de las cualidades de las aguas minera­lizadas.
Luego, Europa va a sumergirse en lo que mucha gente se empecina en llamar «la noche de la Edad Media», olvidando las catedrales y la organización político-administrativa que, en buena ley, puede ser considerada como una de las más perfectas... y en consecuencia de las más complicadas.
La expansión de la fitofarmacia es entonces considerable. Los chinos y los egipcios nos enseñan las propiedades del opio, de la granada, del ruibarbo.
Los griegos y los romanos han definido la utilización de las semillas del ricino, del eléboro, de la raíz de tapsia, de la belladona y de la misteriosa mandrágora. Los galos han aportado el conocimiento del muérdago, de la verbena, que era para ellos la «hierba maravillosa», así como la salvia, que era en su lengua la «hierba sagrada». A ellos les corresponde también el mérito de haber reconoci­do las posibilidades de la centaura menor, del corazoncillo y del beleño.
Esta ciencia es conservada por los clérigos, así como por los alquimistas, lo cual no resulta siempre incompatible; como lo prueba el ejemplo más célebre de todos ellos, cuya reputación sigue aún manchada por un relente de azufre. Alberto Magno, puesto que de él se trata, nació en 1193 en Lauingen, a orillas del Danubio. Su padre era un alto funcionario de la Corte Imperial. Ordenado sacerdote, se consagra tanto al estudio y a la filosofía como a su sacerdocio. Es él, por ejemplo, quien forma a santo Tomás de Aquino, filósofo y prelado cuya piedad no puede ser negada.
Pero Alberto encuentra también tiempo para escribir, pese a los numerosos desplazamientos que se ve obligado a efectuar para escapar a las cábalas desencadenadas por aquellos que le reprochan algunas amistades con el «Maligno». Evidentemente, las dos recopilaciones que han llegado hasta nosotros —El Gran y el Pequeño Alberto— evidencian un cierto entusiasmo hacia los procedimientos «herméticos» y, ¿por qué no decirlo? por la brujería. Pero el segundo libro en particular demuestra un perfecto conocimiento de las plantas. Para convencerse de ello basta con leer por ejemplo las primeras líneas del capítulo consagrado al heliotropo:
«Los caldeos la denominaban hierba ireos, los griegos mutichiol y los latinos heliotropium. Esta interpretación proviene de helios, que significa «sol», y de tropos, que quiere decir «cambio», porque esta hierba se gira hacia el sol...»
O esta receta de «bolus purgante», que sigue siendo completamente actual: «Tomad casia nueva, regaliz selecto medianamente picado, y cuatro granos de canela, y haced un bolus con azúcar. Lo administraréis por la mañana, tres horas antes de comer...»
Un poco más tarde, en Salerno, cerca de Nápoles, una escuela de médicos —que publica en versos sus observacio­nes— seguirá estudiando y poniendo a punto remedios a base de plantas. Muy pronto fue imitada por la escuela de Montpellier, uno de cuyos más célebres alumnos fue François Rabelais, que, antes de escribir las aventuras de Gargantúa y Pantagruel, sostuvo ante esta asamblea una tesis doctoral que tenía por tema las plantas medicinales.
Luego vino inmediatamente Pedro Aureliano Teofrastro Bombastus von Hohenheim, más conocido con el nombre de Paracelso, que iba a revolucionar la medicina con su teoría de los «idénticos».
El hombre nació en 1493, en Einsiedein, en el cantón de Schwyz, en Suiza, naturalmente. Muy impresionado por el ocultismo, pensaba que el equilibrio físico está condicio­nado por una fuerza «magnal», en resonancia con todas las fuerzas magnales de la creación. Es ésta una de las ideas-fuerza del ocultismo, según la cual todas las cosas, vivas o inertes, emiten radiaciones, que se encuentran entre sí en un plano «astral» y se influencian mutuamente para bien o para mal.
Paracelso no vaciló en extraer de ello la conclusión de que formas semejantes debían, según toda probabilidad, emitir radiaciones comparables y capaces pues de reforzar­se en razón de su complementariedad. De ahí su famosa teoría de los idénticos, fundada sobre el principio de que toda planta parecida a un órgano era adecuada para tratar las enfermedades de este órgano.
Para él, pues, la nuez, imagen de la caja craneana que alberga el cerebro, era excelente contra los dolores de cabeza, neuralgias y migrañas; la judía (poroto-chaucha) indispensable para curar las afecciones de los riñones; ¡el cólquico soberbio contra los callos de los pies!
Algunos fitoterapeutas, y no de los menos importantes —Maurice Mességué forma parte de ellos— siguen conce­diendo todavía un cierto crédito a esta teoría. Sin embargo, lo hacen de una forma más mesurada que su creador, y si bien la admiten en algunos casos particulares, no la convierten en un dogma intransgredible.
Deslizándonos así a lo largo de los siglos, llegamos ahora a lo que se ha convenido en denominar la época moderna; dicho de otro modo aquella que, dejando a un lado las enseñanzas del pasado, no cree más que en un progreso mal comprendido, lo cual muy a menudo no es más que una abdicación de la razón frente a las fórmulas de los químicos. Desde principios del siglo XX, la fitoterapia perdió su supremacía en beneficio de su rival, la quimiote­rapia. Por mucho que, en 1882, se instaló en el número 4 de la avenida del Observatorio, en París, un museo medicinal que reagrupaba unas 22.000 muestras de plantas, el reinado de los remedios naturales había pasado.
En un primer tiempo, sin embargo, se contentó con extraer el principio activo mayor de cada planta y concentrarlo. Una hierba, en efecto, encierra entre treinta y ciento cincuenta componentes, de los cuales cada uno posee una acción y una potencia específicas. Por diferentes procedimientos, se obtenían así medicamentos, todavía naturales, pero claramente más potentes que las prepara­ciones clásicas.
El método presentaba sin embargo inconvenientes, el primero de los cuales, y no el menor, era la necesidad, para la destilación de algunos gramos de esencia, de un volumen enorme de plantas. Además, el medicamento así obtenido presentaba la desventaja, en relación con las decocciones antiguas, de no ofrecer al paciente más que el beneficio de una sola virtud de la planta de la que había sido extraído, ya que todas las demás habían sido eliminadas en el transcurso de la fase de concentración.
En estas condiciones, era evidentemente mucho más rentable ir en busca de productos de síntesis de naturaleza exclusivamente química... lo cual no tardaron en hacer todos los grandes laboratorios. Lo único en lo que aún no se había pensado era en que estas preparaciones antinatu­rales podían desencadenar en el organismo series de fenómenos de rechazo, incluso envenenamientos. De hecho, los accidentes fueron numerosos y, sin extendernos en el caso de la talidomida o del talco Morhange, se puede observar que buen número de enfermos, curados por la química de una afección benigna, han debido ser tratados inmediatamente después por afecciones llamadas «secun­darias», pero sin embargo graves, ¡provocadas por los medicamentos que les habían curado!
En 1930, pues, se puede considerar que todo estaba consumado, y que la quimioterapia había suplantado definitivamente a la fitoterapia. Pero el golpe de gracia contra esta última iba a ser dado el 11 de setiembre de 1941, cuando el gobierno de Vichy promulgó en Francia una ley suprimiendo el diploma de herbolario y estipulando que esta especialidad paramédica desapareciera al mismo tiempo que el último titular del último diploma expedido antes de esta fecha. Así, estos especialistas a los cuales miles de pacientes debían el haber recuperado su salud no eran mejor tratados que... ¡los cosecheros destiladores!
Los pocos herbolarios que subsisten hoy en día son aquellos que han pasado su examen antes de esta fecha fatídica, es decir hace más de treinta y cinco años. Son, si puede decirse, los últimos representantes de una «especie en vías de extinción».
Otros hombres, sin embargo, han tomado el relevo. Desafiando al Consejo de la orden de médicos, y los procesos que éste no deja de intentar contra ellos, fitoterapeutas no diplomados tales como Maurice Mességué o Henri Errera siguen curando por medio de plantas. Algunos de ellos incluso comercializan sus cosechas. Y no son los médicos quienes se quejan de ello.
Una nueva corriente, una especie de regreso a la naturaleza, está efectivamente apareciendo entre los médi­cos jóvenes que, de modo perfectamente legal, prescriben cada vez más a menudo remedios a base de plantas. Ya que, desde el instante mismo en que un estudiante ha sostenido con éxito su tesis y pronunciado el juramento de Hipócrates, adquiere el derecho de elegir la terapéutica que mejor convenga al paciente que está tratando. Puede así ordenar un medicamento o, por el contrario, prescribir una «preparación magistral», es decir un remedio que, en lugar de existir ya listo en una farmacia, será confeccionado sobre pedido; ya sea siguiendo las indicaciones del Codex, ya sea según una fórmula indicada por el propio médico.
Es en este momento que los conocimientos del herbola­rio revisten una importancia capital. No se prepara una poción a base de plantas del mismo modo que se condiciona un medicamento químico. Ninguno de los métodos industriales empleados en los grandes laboratorios podría dar un resultado satisfactorio. Hay que trabajar paso a paso y muy minuciosamente. Uno de los pocos herbolarios hoy aún en ejercicio explica el porqué:
«Imaginemos, dice, que se quiere realizar una mezcla de 3 kilos de confeti de diferentes colores, y se meten desordenadamente un kilo de papelillos amarillos, un kilo de papelillos azules y un kilo de papelillos rojos. Tras haber agitado el conjunto tanto tiempo como se crea necesario, se divide el total en montones de 30 gramos. ¿Creen que será posible encontrar en estas porciones tantos confeti rojos como azules y amarillos? Seguramente no, a menos que nos encontremos con una casualidad extraordinaria».
Así, en fitoterapia, la cuestión de las dosificaciones es esencial. Cada planta, como hemos dicho, tiene una propiedad dominante muy particular, y es la combinación de estas propiedades dominantes lo que da a una mezcla de plantas la eficacia buscada.
A esto hay que añadir el que la mayor parte de las plantas censadas como benéficas a dosis normales pueden tener efectos desagradables, incluso volverse peligrosas, cuando se abusa de ellas. Así, la «gentil» camomila, si bien facilita la digestión cuando es bebida moderadamente, se convierte en un potente vomitivo cuando es tomada con exceso.
Las plantas, como muchas cosas, pueden ser las mejores amigas del hombre o sus peores enemigas. Es por eso por lo que es conveniente, cuando uno se mete a herborizar, tomar algunas precauciones. La poca cantidad de tiendas especializadas existentes empuja en efecto a buen número de personas a recolectar y a conservar por sí mismas las flores y las hierbas necesarias para la confección de estas tisanas cuyo secreto conocían nuestras abuelas y de las que todos hemos guardado la nostalgia. Pero esta recolección no debe ser efectuada no importa cuándo ni importa de qué modo.
En primer lugar, hay que recordar siempre que la contaminación es un verdadero azote cuya insidiosa acción hace perder a las «simples» una gran parte de sus benéficas propiedades. Es pues necesario, para que la recolección sea buena, tanto en cantidad como en calidad, apartarse de los senderos batidos, huir de las zonas de cultivos intensivos donde la tierra, regada con insecticidas y alimentada con abonos químicos, ya no puede producir más que frutos semienvenenados. Es lejos de las carreteras y de los vapores de gasolina donde se encuentran las mejores plantas, aquellas que han guardado intactos todos sus jugos.
A veces hay que andar largo tiempo antes de conseguir llegar a estos lugares privilegiados, pero ¿quién se lamenta de ello? Al encanto de la recolección se une entonces el placer del paseo y los beneficiosos efectos de una generosa oxigenación, lo cual es el mejor modo de comenzar una cura natural.
Los hombres civilizados que somos no deberíamos jamás desprendernos de una cierta humildad frente a esta naturaleza. Hemos perdido el instinto que guiaba a nuestros lejanos antepasados y que les permitía discernir, entre dos plantas, la comestible de la venenosa. En los campos, la mortal cicuta se codea con el perejil silvestre, y se necesita un ojo ejercitado para diferenciarlas. Para toda expedición, pues, es prudente proveerse de un catálogo botánico en el que se hallen descritas todas las plantas y cuyos grabados las muestren tal como son. Poco a poco, a medida que se vaya adquiriendo la experiencia, se hará más raro el tener que recurrir a este vademécum, pero sería estúpido creer que uno puede ser capaz, desde las primeras tentativas, de distinguir el gordolobo o la bistorta en medio de todas las demás hierbas de un prado.
Además, como toda «expedición», una campaña de recolección de medicinales se prepara con anticipación. Se puede ciertamente partir a la aventura y recoger lo que se presente, al azar del paseo, pero éste no es el mejor método. Cada planta, en efecto, sufre variaciones estacio­nales, y sus propiedades se resienten de ello. Todas no deben ser pues recolectadas al mismo momento si se quieren aprovechar al máximo sus posibilidades curativas. En su obra Guide pratique des plantes medicinales, Vincent d'Auffray traza un cuadro de las distintas épocas en las cuales conviene recolectar las medicinales más corrientes. He aquí lo que preconiza:
En primavera:
En planta entera, la fícaria; las raíces de gariofílea, de bistorta, de levístico; flores de berenjena, de retama, de prímula, de endrino, de tusilago, de violeta; brotes de álamo.
En verano:
En plantas enteras, la endrina, el hinojo, el galega, el marrubio; en plantas florecidas, la anémona pulsatila, la malva, el muguete, el pensa­miento silvestre, la pimpinela, la pulmonaria, la santolina, la hierba cana, la verónica de los Alpes; las hojas de fresno, de granza, de zarza, de ajedrea, de tomillo, de tusilago; en hojas y en tallos, el ajenjo, el apio silvestre, el acónito, la balsamina, la bardana, la belladona, la gariofilea, la borraja, la consuelda, el berro, la cinoglosa, el malvavisco, el hisopo, la hiedra terrestre, la melisa, el meninanto, la parietaria, la vincapervinca, el cardillo; las flores de árnica, de borracha, de celidonia, de madreselva, de ortiga muerta, de pie de gato, de reina de los prados, de salvia, de escabiosa, de saúco y de tilo.

En otoño:
En plantas enteras la pequeña menor, la famuaria, la hierba de San Roberto, la lechuga nociva, la saponaria; en flores, el gordolobo, la buglosa, la lavanda, la matricaria, el hipérico, el orégano; las hojas de albahaca, de gordolobo, de digital, de hierba mora, de nogal, de romero, de tanaceto; los frutos de majuelo, de escaramu­jo, de agracejo, de enebro, de mirtilo, de aladier­na, de saúco; las semillas de cólquico.
En invierno:
Raíces, rizomas (se trata del tallo subterráneo de la planta que envía raíces hacia la tierra y tallos hacia el exterior) o bulbos de acónito, de énula campana, de bardana, de consuelda, de fresera, de retama, de genciana, de malvavisco, de brusco, de cardillo, de reonía, de rábano blanco, de sapo­naria, de sello de Salomón, de valeriana; ho­jas de muérdago; cortezas de abedul, de arra­clán, de roble, de fresno, de torvisco, de sauce, de saúco; brotes de pino silvestre.

He aquí lo suficiente como para conseguir una amplia cosecha, pero conviene saber también cómo recolectar y, sobre todo, saber conservar estas plantas, lo cual es menos sencillo de lo que parece.
En primer lugar, hay que elegir su día y su hora. Flores, tallos y hojas se recogen desde el momento en que el rocío que se ha depositado por la mañana, y se ha evaporado bajo los efectos del sol. Las raíces y los rizomas se recolectan al caer la noche. Además, se debe evitar absolutamente partir de recolección en día de lluvia. Las razones son muy sencillas. En primer lugar, porque la lluvia diluye en cierto modo la fuerza de las hierbas, a continuación porque las humedece y hace así su secado y su conservación mucho más delicados.
Partir temprano, un día de buen tiempo, y regresar tarde, son los dos primeros principios del herbolario. Tomarse su tiempo es el tercero. En efecto, no sirve de nada apresurarse y recoger indiscriminadamente. Por el contrario, hay que elegir las plantas más verdes, las más vivaces, no tomar más que las flores que acaban de abrirse y que los insectos aún no han tenido tiempo de deteriorar, y manipular todo ello, ya que es muy frágil, con mucha delicadeza. Meterlas todas en una bolsa para poder llevarlas más cómodamente es casi condenarlas al marchi­tamiento y al moho. Se deben por el contrario formar manojos, que se colocarán, al regreso al coche, en el asiento de atrás o en el suelo del portamaletas. Pero, sobre todo, hay que cuidarse de actuar vandálicamente, de recoger por recoger, sin medida y mucho más allá de las propias necesidades, por el simple placer. Algunas plantas, como algunos animales, se hallan en vías de extinción, y no se debe olvidar que cada tallo cortado no vuelve a reproducir­se. Siempre con la misma preocupación de salvaguardar el futuro, se debe evitar el arrancar la planta cuando la raíz no es de ninguna utilidad en las preparaciones que se efectuarán a continuación. Éste sigue siendo el mejor método de asegurarse la recolección del año siguiente.
Una vez terminada la recogida, viene la delicada operación del secado. De él dependerá en efecto la buena conservación y, por consiguiente, la eficacia de las medici­nales recogidas.
Este secado puede ser perfectamente natural y progresi­vo, o aprovechar la ayuda de radiadores o de toda otra fuente de calor. Debe además ser efectuado a la sombra, en un local aireado sin rastros de humedad, a una temperatura más o menos constante de 15°.
Las flores deben ser suspendidas en guirnaldas y las hojas en racimos. Las demás plantas deben ser dispuestas sobre cañizos en capas lo suficientemente delgadas como para evitar que la humedad que desprendan ocasione su putrefacción.
Las raíces, más robustas, pueden ser colocadas a secar al sol.
Una vez terminado el secado, las plantas deberán ser almacenadas al abrigo de la luz, en un lugar seco. Los mejores recipientes siguen siendo aún los buenos viejos tarros de loza, que presentan además la ventaja de ser muy decorativos. Desgraciadamente, cada vez son más raros y, por ello, más caros. Se pueden encontrar sin embargo en el comercio tarros opacos que, aunque sean menos bonitos, sirven también perfectamente para este cometido.
Los bocales de cristal pueden ser también utilizados, a condición de mantenerlos encerrados en un armario, de modo que las plantas que contienen permanezcan en la sombra. En cuanto a los botes de hojalata, no son más que algo para salir del paso, y no pueden ser recomendados.
Todas estas operaciones pueden parecer muy complica­das. No lo son en absoluto. Con un poco de costumbre, se llega muy rápidamente a reconocer las buenas plantas de las malas, a distinguir las mejores y a saber exactamente por qué lugar conviene cortar su tallo. Para aquellos que viven en el campo y que disponen de suficiente lugar en su casa, el secado tampoco presenta ningún problema. Sólo los habitantes de las ciudades, que aprovechan su fin de semana para ir a efectuar una recolección de plantas de salud, pueden experimentar algunas dificultades. Pero los modernos apartamentos tienen casi todos un lugar previsto para tender la ropa, cuya abertura se puede cubrir con tela de saco por ejemplo, obteniendo así un secadero de plantas perfecto.
Así, eliminados todos los obstáculos, cada cual puede constituir este herbario que nuestras abuelas utilizaban tan a menudo para mantener en buena salud a todos los habitantes de la casa.

INFUSIONES Y TISANAS

Estas plantas, recolectadas en el frescor matutino, secadas con mil precauciones o, más simplemente, compradas en el herbolario, se hallan ahora en sus frascos, listas para ser utilizadas en confeccionar bienhechores remedios. En verdad, no es necesario ser un gran fítoterapeuta para curar, con su ayuda, los pequeños males de todos los días. Servirse bien de las simples es, ante todo, una cosa muy «simple». Basta, para obtener buenos resultados, con respetar escrupulosamente las dosificaciones y conocer perfectamente los diferentes modos de preparación en los cuales pueden entrar, y de los cuales enumeramos a continuación los principales.
ACEITES: Pueden servir tanto para confeccionar deliciosas ensaladas como para masajes, fricciones, y a veces incluso es recomendable beberlos a cucharaditas. Generalmente, un aceite de plantas se prepara con el aceite de oliva virgen obtenido por primera presión en frío, pero la naturaleza del oleaginoso empleado puede variar en función de las afecciones que debe tratar.
Para preparar este aceite, conviene emplear el mismo volumen de hierbas, raíces o cortezas que de líquido. Se deja macerar todo aproximadamente un mes, luego se decanta, es decir se hace verter con precaución el líquido, evitando que arrastre consigo las impurezas que se han depositado al fondo del recipiente.
Esta preparación se conserva muy bien a condición de ser almacenada al abrigo de la luz en una habitación que no esté ni sobrecalentada ni demasiado fría.
AGUARDIENTE DE PLANTAS: Contrariamente a los servidos en los cafés y otros establecimientos de bebidas, este aguar­diente no posee más que efectos benéficos para el cuerpo. A condición, naturalmente, de no abusar de él, ya que como todas las preparaciones alcoholizadas puede embo­rrachar y tener consecuencias desastrosas para el hígado.
Este aguardiente, pues, se prepara haciendo hervir en aproximadamente un litro de agua 250 gramos de plantas frescas. Tras haber dejado que el líquido se reduzca a la ¿mitad y esperado a que se enfríe, se completa lo que se ha ¡evaporado con medio litro de alcohol de 90° y se deja macerar algunos días. Luego se pasa la mezcla a través de una tela que se apretará fuertemente a fin de que todo el jugo contenido en las plantas sea recuperado. Como para la alcoholatura, se deja reposar y se filtra de nuevo, tantas veces como sea necesario para que el líquido sea perfectamente claro y no contenga ya ningún fragmento de planta en suspensión.
Luego se toma este delicioso alcohol como un aguardiente normal, un Chartreuse o un Bénédictine, que de hecho llegan incluso a confundirse con nuestra preparación.

ALCOHOLATURA: Es un medicamento que se toma a razón de unas pocas gotas mezcladas con un vaso de agua azucarada, preferentemente con miel. Se prepara vertiendo sobre las plantas reducidas a fragmentos menudos un peso equiva­lente de alcohol de 90°, que normalmente se llama alcohol puro. Se conserva el conjunto al abrigo de la luz, en una botella bien tapada, aproximadamente una quincena de días, removiendo diariamente.
Una vez transcurrido este plazo, se filtra la preparación a través de un paño, presionando bien el «mosto» para exprimir la totalidad del jugo. Después se deja reposar el líquido, de forma que se decante. Se deposita entonces una especie de sedimento y basta con volver a pasarla una se­gunda vez —utilizando un filtro de papel de los que se usa para el café— para obtener la alcoholatura.
Esta preparación puede conservarse mucho tiempo, a condición de que el recipiente que la contiene sea colocado al abrigo de la luz y lo suficientemente lejos de las fuentes de calor.
BAÑO DE HIERBAS: Tónico, relajante, delicadamente perfu­mado, el baño de hierbas une a los beneficios de la cura el placer de la relajación. Se puede preparar de diferentes maneras, ya sea echando en la bañera extractos, esencias o decocciones de plantas, ya sea componiendo una mezcla en un saquito de gasa que se sumerge en el agua, del mismo modo en que se infusiona el té en una taza.
CALDO: Algunas buenas cocineras van a creer que las injuriamos explicándoles cómo preparar un caldo, tanta es su costumbre de hacer cocer así sus verduras. De hecho, para que un caldo merezca verdaderamente este nombre, es obligatorio que las plantas hayan sido echadas en agua fría y que ésta haya sido colocada inmediatamente al fuego. Cuando llega al punto de ebullición, conviene dejarla hervir unos dos a tres minutos, si se trata de un caldo de flores o de hojas, o un poco más si son las raíces o las cortezas las que forman la base de la preparación.
CATAPLASMA: A menudo se la confunde con el sinapismo, cuando este último no es más que una cataplasma revulsiva compuesta esencialmente por harina de mostaza. Una vez precisado esto, la cataplasma en general se compone de una harina —de lino, de salvado o de plantas trituradas— diluida en agua fría hasta la obtención de una pasta, luego encerrada en una muselina. La preparación debe ser entonces ligeramente calentada antes de aplicarla sobre la piel. Una cucharadita de café de vinagre de sidra añadido a la pasta refuerza considerablemente la acción de todas las cataplasmas.
COMPRESA: Aquí también tenemos una palabra cuyo sentido cree conocer todo el mundo. Sin embargo es bueno precisar que una compresa debe ser siempre aplicada tibia, y que debe ser cambiada apenas se ha enfriado.
DECOCCIÓN: Es, con la infusión, una de las formas más corrientes de confeccionar las tisanas. Para prepararla, se echa la cantidad requerida de la mezcla en agua fría, que se lleva en seguida progresivamente a la ebullición. Se de­ja luego hervir muy suavemente durante una decena de minutos, hasta que aproximadamente una quinta parte del líquido se haya evaporado. Esta duración puede ser aumentada para las plantas duras o leñosas, las raíces y las cortezas. Es igualmente posible preparar la suficiente cantidad de decocción como para poder utilizarla varios días seguidos, ya que no plantea ningún problema de conservación.
EMPLASTO: Entre los niños es casi una injuria, y uno se pregunta el porqué. De hecho, este sinónimo de cata­plasma designa más especialmente las aplicaciones hechas sin la ayuda de una tela para envolver los ingredientes, tal como se hace por ejemplo con las aplicaciones de hojas de repollo.
ESENCIAS: Estos concentrados aromáticos, llamados tam­bién «aceites esenciales», son obtenidos por destilación al vapor, incisión, etc., todos ellos procedimientos que no resulta demasiado cómodo realizar uno mismo en casa. Es por eso por lo que creemos que es preferible dejar a los especialistas el cuidado de realizarlos y comprar estas esencias ya preparadas en las tiendas especializadas. De todos modos hay que tener cuidado y comprobar que se trata realmente de esencias naturales y no de productos de síntesis realizados químicamente.
EXTRACTO: Como la esencia, es un concentrado, pero que es obtenido haciendo evaporar una solución acuosa.
El extracto fluido se obtiene añadiéndole al extracto propiamente dicho una cierta cantidad de agua o de alcohol, luego haciendo evaporar nuevamente el líquido hasta que la mezcla tenga el mismo peso que las plantas que fueron incorporadas a ella al principio.
El extracto blando, en cambio, se obtiene deteniendo la ebullición en el momento en que la preparación consigue una consistencia comparable a la de la confitura.
El extracto total, finalmente, es el obtenido utilizando no tan sólo las hojas o las flores, sino también la planta entera. Como las esencias, creemos que es preferible obtener estas preparaciones en las tiendas especializadas, verificando bien de todos modos que no contengan ningún aditivo químico.
GARGARISMOS: Consisten en bañar la garganta con ayuda de infusiones, maceraciones o decocciones, pero lo suficiente­mente diluidas como para que no ataquen las frágiles mucosas del fondo de la boca.
HIDROLATO: Se obtiene destilando las plantas en un alambi­que. Teniendo en cuenta el hecho de que es bastante raro que uno posea en su casa dicho aparato, creemos que, como las esencias, es preferible adquirir los hidrolatos en las tiendas especializadas, tomando siempre las mismas precauciones.
INFUSIONES: Son verdaderas tisanas, y se puede decir que en fítoterapia son las preparaciones más corrientes. Sólo que la palabra tisana choca un poco; quizá porque recuerda demasiado a medicamento, por lo que se prefiere hablar de una infusión de menta o de verbena. A menos que se diga simplemente un té o un café, los cuales, a decir verdad, no son otra cosa que tisanas de uso corriente, por no decir viciado.
Una verdadera infusión no se prepara simplemente echando en una taza un pellizco de hierbas y vertiendo encima agua a punto de hervor —nunca hirviendo—. Hay que cubrir además la taza y aguardar una buena decena de minutos a que las plantas que se han colocado en ella hayan entregado al agua todos sus jugos.
Se puede, por supuesto, preparar una ración familiar de infusión utilizando una tetera, pero si uno se siente individualista basta con procurarse tazas especiales para infusiones, provistas de tapadera, que pueden hallarse en el comercio.
INHALACIONES: La palabra expresa lo suficientemente claro lo que quiere decir. Pueden tomarse con ayuda de un aparato especial, que forma como una especie de embudo por encima del recipiente que contiene el agua hirviendo, en la cual las plantas desprenden sus vapores. Este conducto lleva directamente a la nariz las emanaciones de la preparación.
Cuando no se posee este dispositivo, puede contentarse con inclinar la cabeza por encima de una cacerola que contiene la preparación hirviendo, aislándose del exterior gracias a una toalla colocada sobre la cabeza y que cuelgue a ambos lados de la cara.
Las inhalaciones secas, por su parte, se obtienen haciendo quemar sobre las brasas de una chimenea o de una parrilla plantas aromáticas, cuyos efluvios se respiran así por toda la habitación.
Añadamos para terminar que el hecho de fumar algunas plantas, sobre todo para combatir el asma, puede ser considerado como inhalaciones.
INTRACTO: Se prepara de una forma comparable a la que hemos indicado ya para el extracto. La diferencia esencial entre los dos productos reside en la forma en que han sido conservadas las plantas utilizadas. Una vez más, estimamos que, antes que lanzarse a complicadas operaciones, es mucho más razonable procurarse este producto en un especialista.

JARABES: Básicamente, este nombre designa una solución de azúcar —o mejor de miel— en agua destilada. Se le añaden luego maceraciones de plantas, a fin de proporcionarle sus propiedades específicas.
LAVATIVAS: Es con mucho la forma más desagradable de hacer una cura, pero hay ocasiones en las que uno debe doblegarse. No nos extenderemos en la forma de tomarlas ni en el aparato utilizado para ello. Precisaremos sim­plemente que las lavativas son generalmente a base de infusiones o de decocciones y que, según los casos, de­ben ser administradas calientes (aproximadamente 35°) o frías.
LINIMENTO: Todos los deportistas conocen bien este aceite de masaje que les permite calentar sus músculos antes de la competición o calmar los dolores provocados por un esguince o una elongación. El linimento se prepara como el aguardiente de plantas, con la única diferencia de que, puesto que no está destinado a ser bebido, no tiene ninguna utilidad el proporcionarle un buen sabor.
LOCIONES: No son ni más ni menos que decocciones enfriadas y coladas para eliminar los fragmentos de plantas que han servido para realizarlas. Las lociones son utilizadas para masajear el cuero cabelludo, el rostro o el cuerpo, como productos de belleza principalmente.
MACERACIONES: Como indica su nombre, implican una larga permanencia de las plantas en el líquido que será luego utilizado. De hecho, éstas pueden ser puestas a macerar entre un día y varios meses, según el tipo de preparación. Generalmente, esta maceración se hace en un jarro de vidrio, al abrigo de la luz, en un armario o alacena donde la temperatura, ni demasiado elevada ni demasiado baja, permanezca constante.
POLVOS: Todas las hierbas, una vez secas, pueden ser reducidas a polvo y ser utilizadas como condimento, tales como la pimienta, el curry o la paprika.
TINTURA ALCOHÓLICA: Es obtenida dejando macerar las plantas durante al menos tres semanas en aproximadamen­te cinco veces su peso de alcohol de 90°.
UNGÜENTOS: Son parecidos al linimento, aunque se presen­tan casi siempre en forma sólida. Se obtienen mezclando las esencias o las decocciones de plantas a mantequilla o a manteca no saladas.
VINOS DE PLANTAS: Pueden ser blancos o tintos, según se les exija tener virtudes diuréticas o astringentes, y es posible atenuar su grado alcohólico rebajándolos con agua en el momento en que son mezclados a las plantas que deben macerar.
Pese al delicioso aroma que les proporcionan las hierbas, siempre es preferible utilizar un buen vino —pero no forzosamente un «gran» vino— para hacer esta prepara­ción. Si se trata de vino blanco, se preferirá un tipo alsacia, cuyas propiedades diuréticas no hace falta demostrar. En cambio, si se utiliza un tinto, la elección deberá decantarse hacia un tipo burdeos, más tónico y más reconstituyente que el tipo borgoña.
Última recomendación a propósito de los vinos de plantas: al igual que con los aguardientes de plantas, es importante no dejarse llevar por el placer del paladar y consumir más de lo conveniente, ya que entonces se corre el riesgo de convertirse en alcohólico creyendo estarse curando.
JUGO DE HIERBAS: Son en todo punto comparables a los jugos de frutas frescas, tanto a causa de sus propiedades como a causa de su forma de prepararlos. Tradicionalmen­te, se obtenían machacando las plantas en un mortero antes de prensarlas en una tela para exprimir sus jugos. Hoy en día, los pequeños robots de cocina son de una gran ayuda, sobre todo teniendo en cuenta que, siendo la operación lo suficientemente rápida, las plantas trituradas, al no perma­necer más que un tiempo muy breve en contacto con el metal, no pierden ninguna de sus cualidades esenciales.
Ahora que dominamos mejor todos estos términos técni­cos, es tiempo de pasar a los trabajos prácticos propiamen­te dichos, confeccionando algunas de estas aguas, estas tisanas o estas tinturas que siempre es bueno tener en la farmacia familiar. Empezaremos pues con las aguas, puesto que son las primeras dentro del orden alfabético:
AGUA DE BROCHIERI: Los hombres que todavía utilizan navaja para afeitarse, con la cual les ocurre a veces que pueden llegar a cortarse, apreciarán enormemente este hemostático indoloro y con un delicado aroma a pino.
Hacer macerar durante tres o cuatro días un volumen de virutas de madera de pino en dos volúmenes de agua, agitando de tanto en tanto. Dejar decantar y filtrar.
AGUA DE MELISA: Era un poco el remedio milagroso de nuestras abuelas, que lo utilizaban tanto contra los vómitos como contra los espasmos cardíacos, cuando no era para desinfectar una herida. Su eficacia es tan reconocida que aún hoy en día, en la época de los antibióticos y de las píldoras, se la encuentra ya preparada en las farmacias. Uno puede utilizar esta cómoda solución, pero por supuesto es mucho más preferible prepararse uno mismo este alcoholato, que de hecho no pide más que un poco de cuidado para resultar completamente logrado.
Reducir a trozos pequeños 100 gramos de flores de melisa, 50 gramos de cortezas de limón frescas, 80 gramos de canela, 80 gramos de clavo, 80 gramos de nuez moscada, 50 gramos de cilantro y 50 gramos de raíz de angélica. Dejar macerar el conjunto durante una semana en 5 litros de alcohol de 90°. Filtrar y conservar en un lugar fresco.
El agua de melisa se consume mezclada con agua azucarada —siempre con miel, a ser posible—, o puede ser empleada para apresurar la cicatrización de las heridas.
AGUA DE MENFIS: He aquí otro after-shave que presenta sobre el citado anteriormente la ventaja de ser no sólo hemostático, es decir detener las pequeñas hemorragias sanguíneas, sino de ser también antiséptico, es decir, desinfectar. Es cierto que su preparación es un poco más complicada, pero los resultados compensan.
Hacer una infusión, en dos litros de agua como mínimo, de 50 gramos de hojas de nogal, 50 gramos de agrimonia, la misma cantidad de centaurea, de eupatorio, de hojas de zarza, de corazoncillo, de menta, de albahaca, de romero, de tomillo, de salvia y de calamento. Añadir 10 gramos de pétalos de rosa, de caléndula y de árnica. Incluir también en la preparación 100 gramos de corteza de roble, lo mismo de corteza de granada y el mismo peso de brotes de álamo. Terminar esta mezcla de plantas incorporando 50 gramos
de raíces de genciana. Filtrar y conservar en una botella bien tapada.
AGUA DE ZARCILLOS: Recomendada para los enjuagues bucales, se prepara haciendo macerar, en 700 gramos de alcohol de 90°, 120 gramos de hojas frescas trituradas de codearía, 120 gramos de hojas frescas trituradas de berros, 30 gramos de canela, 10 gramos de clavos triturados, 30 gramos de cortezas de limón picadas, y 15 gramos de pétalos de rosa. Tras una semana, filtrar el líquido para eliminar los residuos de las plantas.
AGUA VULNERARIA ROJA: Debe su color —y por lo tanto su nombre— a las flores de corazoncillo que entran en su composición, bastante complicada a fin de cuentas aunque las dosificaciones sean las mismas para todas las plantas que entran en ella. Cicatriza las heridas.
Hacer macerar 30 gramos de cada una de las siguientes plantas en un litro de alcohol de 90°: flores de lavanda y de corazoncillo, hojas de albahaca, de calamento, de hisopo, de mejorana, de melisa, de menta picante, de orégano, de romero, de ajedrea, de salvia, de tomillo, de serpol, de ajenjo, de tanaceto, de angélica, de ruda y de hinojo. Filtrarlo todo al cabo de una semana.
Es evidente que siendo la composición de este remedio bastante compleja, es interesante prepararlo en gran cantidad; sobre todo teniendo en cuenta que se conserva perfectamente bien. Es suficiente entonces, para hallar las proporciones exactas, multiplicar el peso de las plantas por la misma cifra que los litros de alcohol utilizados (para 2 litros, multiplicar por dos, 3 litros por tres, etc.).

BÁLSAMO DEL SAMARITANO: El Buen Samaritano, nos dice el Evangelio, compartió su manto con un pobre. Sin duda no se trata de la misma persona que dio su nombre a esta preparación; más bien el autor fue un hombre de guerra, puesto que su principal propiedad es ayudar a la cicatriza­ción de las heridas.
Mezclar en una botella el mismo volumen de aceite y de vino. Mezclar el conjunto hasta obtener una precipitación homogénea. Aplicar inmediatamente sobre la herida, que quedará desinfectada y protegida.
BÁLSAMO OPODELDOCH: Como el Bálsamo Tranquille, que sigue a continuación, es utilizado para calmar los dolores reumáticos, y también para reducir los esguinces. He aquí la receta, tal como se la encuentra en Les Bienfaits des plantes (Dargaud editor):
«Disolver al baño maría 300 gramos de jabón rallado en dos litros y medio de alcohol de 90°, añadiéndole 240 gramos de alcanfor, así como 60 gramos de esencia de romero, 20 gramos de esencia de tomillo y 100 gramos de amoníaco. Mezclar bien el líquido, luego filtrar en ca­liente y echar inmediatamente en un recipiente de cue­llo ancho para ser conservado. Se solidifica parcialmen­te. Aplicarlo en fricciones sobre los reumatismos, esguin­ces, etc.»
BÁLSAMO TRANQUILLE: Excelente contra los reumatismos, debe su nombre al buen abate que lo puso a punto.
En un litro de aceite de oliva, cocer suavemente algunas hojas frescas de belladona, de beleño, de hierba de mora, de tabaco, de dormidera y de estamonio. Al cabo de aproximadamente una hora, se constata que el aceite ha tomado una hermosa tonalidad verde, y ya es tiempo de detener la cocción. Se filtra entonces el líquido obtenido y se almacena, tras haberle añadido algunas gotas de esencia de ajenjo, de hisopo, de mejorana, de menta, de ruda, de salvia y de tomillo.
ELIXIR DE GARUS: Precioso para la digestión, se obtiene haciendo macerar durante dos a tres días 5 gramos de áloe, 5 gramos de clavo, 5 gramos de azafrán, 5 gramos de mirra, 10 gramos de nuez moscada y 50 gramos de canela en 5 litros de alcohol de 90° a los cuales se habrá incorporado 200 gramos de agua de azahar. Tras filtrarlo, se añade al líquido obtenido una vaina de vainilla para darle mejor sabor, y 500 gramos de jarabe de culantrillo para suavi­zarlo.
JARABE DE ARTEMISA: Todas las mujeres que tienen re­glas difíciles deberían tenerlo en su botiquín. En efecto, este jarabe regulariza la función menstrual, al mismo tiempo que atenúa los dolores y devuelve el vigor a aque­llas que se sienten agotadas por estas indisposiciones perió­dicas.
Echar en un kilo de miel, al que se habrán mezclado 2,5 kilos de azúcar, unos 200 gramos de flores de artemisa, la misma cantidad de menta poleo, de nepetacataria; añadir 100 gramos de mejorana, de matricaria, de albahaca y de ruda; añadir también 20 gramos de raíces de énula campana, de hinojo, de anís y de canela. Hacerlo calentar todo hasta obtener un líquido ligeramente espeso. Filtrar y conservar al abrigo de la luz.
Una cucharada sopera de esta preparación por la mañana y otra por la noche ayudan a atravesar este período difícil para muchas mujeres.

JARABE DE RUIBARBO: Ha ayudado a generaciones de niños a no tener problemas intestinales, y podrá continuar aún durante mucho tiempo cumpliendo con este papel.
Hacer una infusión, en un litro de agua, con 200 gramos de ruibarbo y 20 gramos de canela. Filtrar y añadir 1,5 ki­los de azúcar.
Recuperar el ruibarbo y la canela y añadirles 20 gramos de raíces y 300 gramos de hojas de achicoria, 100 gramos de fumaria, 100 gramos de hojas de escolopendra y 50 gramos de bayas de alquequenje. Echarlo todo en 5 litros de agua hirviendo. Dejar macerar durante medio día, pasar, y añadir 2 kilos de azúcar al líquido. Mezclar los dos jarabes y filtrar de nuevo.
Una cucharada sopera de este jarabe tomada por la noche tendrá unos efectos incontestables a la mañana siguiente.
JARABE DEPURATIVO: Se trata, de hecho, de un jugo de hierbas obtenido machacando, en cantidades iguales, hojas frescas de achicoria, de fumaria, de berro y de le­chuga.
Para mejorar su sabor y para que la preparación merezca verdaderamente su nombre de jarabe, se le puede añadir tanta miel como se desee.
POCIÓN DE TODD: Los aficionados a las bebidas exóticas podrían pensar que se trata de un ponche. De hecho, es un precioso estimulante para combatir las depresiones conse­cutivas a los estados gripales.
Echar 30 gramos de jarabe de azúcar en aproximada­mente 50 gramos de ron. Aromatizar con 5 gramos de tintura de canela y diluir ampliamente con agua.

POLVO IMPERIAL DE LÉMERY: Se halla perfectamente en su lugar en todas las preparaciones que recomendábamos en el capítulo dedicado a la cocina de la felicidad, en la medida en que ayuda a la digestión al tiempo que despierta los ardores amorosos. Para fabricarlo, la cocinera picará 40 gramos de canela, 30 gramos de jengibre, la misma cantidad de clavo, 10 gramos de nuez moscada y, si puede obtenerlo, 70 gramos de almizcle. Tras lo cual le bastará echar una pulgarada pequeña sobre el bistec (bife) del hombre de su vida para que éste recuerde de pronto que siempre la ha encontrado muy deseable.
POLVO PARA FAVORECER LA EXPULSIÓN DE LOS GASES INTESTINALES:
Espolvoreado a pequeñas dosis sobre las carnes, a las cuales proporciona un muy buen sabor, este polvo puede evitar tanto las hinchazones como los dolores de vientre. Se obtiene machacando 50 gramos de granos de anís, la misma cantidad de cilantro y de hinojo, 10 gramos de canela, la misma cantidad de cortezas de limón secas y de cortezas de naranja, 50 gramos de clavo y la misma cantidad de ruibarbo.
TÉ DE SAINT-GERMAIN: ¿Tenía el conde de Saint-Germain la edad que pretendía? Algunos lo siguen creyendo, pero es dudoso que una longevidad tan excepcional como la suya pudiera ser debida a la tisana que aún lleva su nombre y que era apodada igualmente «polvo de larga vida».
Hacer macerar durante algunos días 10 gramos de hojas de sena en alcohol de 90°. Luego hacer evaporar este alcohol y recoger el polvo obtenido. Reducir igualmente a polvo 5 gramos de flores de saúco secas, la misma cantidad de granos de anís, así como de hinojo. Componer con ello una infusión y preparar como un auténtico té.

TINTURA DE ÁRNICA: Diluida en un vaso de agua, estimula poderosamente la vesícula biliar, y facilita así la digestión y la asimilación de los alimentos.
Hacer macerar durante un mes un puñado de flores de árnica, canela, y granos de anís, en alcohol de 90°. Pa­sar y conservar al abrigo de la luz en una botella bien ta­pada.
TISANA REAL: Si, como se dice, los reyes hicieron Francia, también consiguieron la reputación de hacer buenas comidas, lo cual no dejó de ocasionarles algunos empa­chos. Hasta tal punto que un herbolario, cuyo nombre se ha perdido desgraciadamente, compuso para ayudarles una tisana que, aún hoy en día, es llamada real.
Hacer macerar durante veinticuatro horas 20 gramos de sena, 20 gramos de hojas de perejil y 20 gramos de sulfato sódico en un litro de agua. Añadir a la preparación 5 gramos de cilantro y 5 gramos de granos de anís, así como
un limón cortado a rodajas. Filtrar y beber antes de acostarse.
VINAGRE DE LOS CUATRO LADRONES: Eran, dice la leyenda, cuatro hombres sin escrúpulos que aprovecharon una epidemia de peste para entrar a saco en Toulouse y robar sin ninguna vergüenza las casas de los desgraciados enfermos. Lo más sorprendente es que nunca resultaron contamina­dos, y que luego pudieron gozar apaciblemente del pro­ducto de sus rapiñas.
La historia podría resultar inmoral hasta el final si nuestros cuatro ladrones, para evitar la horca, no hubieran dado a conocer el secreto que les había preservado, para mayor provecho de la doliente humanidad. Simplemente embadurnaban sus cuerpos, antes de cada expedición, con una preparación cuya receta es la siguiente:
Hacer macerar en 4 litros de vino blanco, durante una semana, 50 gramos de flores de ajenjo mayor, 50 gramos de ajenjo póntico, 50 gramos de romero, 50 gramos de lavanda, 50 gramos de salvia, 50 gramos de ruda, 10 gramos de canela, la misma cantidad de clavo, así como de rizo­ma de ácoro, de nuez moscada y de ajo. Pasar luego todo ello y añadirle al líquido así obtenido medio litro de vina­gre de alcohol en el cual se habrán disuelto 20 gramos de alcanfor.
De acuerdo, las epidemias de peste son cada vez más raras. El vinagre de los cuatro ladrones, excelente desinfec­tante, mantiene sin embargo toda su utilidad, ya que ayuda también a eliminar las contusiones. Añadamos a ello que su poderoso olor lo hace a menudo preferible a las clásicas sales para reanimar a una persona desvanecida.
Vinagre de los cuatro ladrones, tisana real, té de Saint-Germain, bálsamo del Samaritano, he aquí nombres poéticos para preparaciones muy eficaces. Nombres ade­más mucho más atractivos que los horribles neologismos con que son etiquetadas nuestras modernas especialidades farmacéuticas.
Los médicos de Molière consideraban una cuestión de honor el utilizar un latín de cocina —¡en su caso la expresión adquiría todo su sentido!— que les servía tanto para impresionar a sus pacientes como para disimular su ignorancia. Sus sucesores, si bien son sin la menor duda más competentes, no por ello emplean menos un lenguaje tan incomprensible como el suyo para el profano, como si fuera absolutamente necesario que el arte médico se disimule tras una pantalla de fórmulas abstrusas para ser operacional.
¡Qué encanto podrían tener en cambio sus recetas si prescribieran algunas de las preparaciones que acabamos de estudiar!

A CADA MAL SU REMEDIO

El divino Aquiles iba a morir. Tendido bajo su tienda, se masajeaba sin descanso el talón donde se había clavado la flecha disparada por París, o más bien por el propio Apolo, el cual, para abatir al héroe, había tomado la apariencia del troyano.
Pues no era fácil alcanzar al guerrero griego. A su nacimiento, Tetis, su madre, lo había sumergido en el Estix, el río de los Infiernos, a fin de que ninguna herida pudiera serle nunca infligida. Pero, como había sido necesario que lo sostuviera, lo había sujetado por ese famoso talón, el cual, no habiendo gozado de la protección de las aguas malditas, era su único lugar vulnerable.
Era allí donde había disparado el dios del Sol, a fin de vengar a Héctor, cuyo cuerpo, sujeto detrás del carro de su vencedor, había sido arrastrado por tres veces alrededor de las murallas de la orgullosa Ilion. Ahora era el turno del griego sufrir, mientras aguardaba a que el veneno en que había sido untado el dardo que lo había golpeado hiciera finalmente su efecto.
Fue entonces cuando el herido recordó una planta maravillosa cuyas virtudes le había enseñado su maestro, el centauro Chiron. Envió a un esclavo, que hizo una gran recolección. A su regreso, ordenó la confección de emplastos, que aplicó sobre la herida. Muy pronto la hemorragia cesó, y los dolores desaparecieron.
Desgraciadamente, la aquilea —puesto que desde entonces esa hierba aromática lleva el nombre del valeroso soldado— no podía servir de antídoto al veneno que ya se había extendido por todo el cuerpo del moribundo, y Aquiles fue a reunirse con los dioses. Lo cual prueba que, si bien se pueden pedir muchas cosas a la fítoterapia, no se le puede pedir lo imposible; es decir que, puesto que cada planta tiene virtudes muy particulares, no se puede pedir de ellas que constituyan un remedio universal.
Así, tras haber analizado las propiedades de las di­ferentes verduras, vamos a estudiar del mismo modo las de las plantas medicinales propiamente dichas, tanto de todas aquellas que puede recolectar uno mismo como de aquellas otras que únicamente pueden encontrarse en una herboris­tería.
ABEDUL: La Edad Media lo había apodado el «árbol de la sabiduría», ya que eran sus flexibles ramas lo que utilizaban los maestros para corregir a sus alumnos (tanto como sus deberes).
Pero las cualidades del abedul no se limitan ahí, sino que en la primavera proporciona una savia diurética y excelente contra las enfermedades de la piel.
Las hojas, una vez secas, permiten preparar líquidos que tienen sensiblemente las mismas propiedades.
Así, en decocción, proporcionan baños excelentes contra las enfermedades de la piel. En infusión (de 30 a 50 gramos por litro de agua), combaten los cólicos nefríticos, la gota, los reumatismos y la hidropesía.
La corteza, finalmente, permite preparar un vino febrífugo. Para obtenerlo, basta con dejar macerar de 50 a 60 gramos de esta corteza en un litro de vino durante ocho días, filtrarlo, y aromatizarlo al gusto.
ACEBO: Este arbusto siempre verde es un excelente febrífugo y, en las regiones pantanosas, se inmuniza contra las fiebres intermitentes con el siguiente vino:
Hacer macerar 50 gramos de hojas de acebo frescas machacadas en medio litro de aguardiente; añadirle un litro de vino blanco seco, dejar macerar de nuevo durante veinticuatro horas; filtrar.
ÁCORO: Fueron los tártaros quienes, en el siglo XIII hicie­ron descubrir a la Europa oriental las propiedades de esta caña. Quizá fue él quien les ayudaba a lanzar su potente grito de guerra, tan terrible para sus enemigos, ya que su principal virtud es la de aclarar la voz.
Se le encuentra en las zonas pantanosas, como todas las cañas, pero es su raíz la que hay que recolectar para confeccionar con ella las decocciones utilizadas en garga­rismos.
ACHICORIA SILVESTRE: No seguiremos a los «creativos» de las grandes agencias publicitarias cuando afirman que la raíz de la achicoria torrefactada reemplaza ventajosamente al café, además de eliminar sus propiedades perjudiciales. De hecho no consigue más que desnaturalizar su sabor sin aportar nada nuevo a la salud, si no es hacer amarillear la tez hasta tal punto que aquellos que abusan de ella llegan a dar la impresión de sufrir de ictericia.
Las hojas, en cambio, tienen notables virtudes tonifi­cantes, depurativas y diuréticas. Su amargor, lejos de ser desagradable, realza por el contrario las ensaladas un poco sosas como la lechuga, y un buen medio de hacer una cura es mezclarlas con las comidas.
AGRACEJO: Este arbusto proporciona unas bayas comestibles gracias a las cuales puede componerse una decocción, un jarabe, una jalea, una confitura y un vino. Todas estas preparaciones permiten hacer bajar la fiebre y terminar con algunas afecciones pulmonares. Las personas que sufren trastornos de la circulación sanguínea, así como aquellas cuyo hígado y vesícula biliar se hallan obstruidas, pueden también conseguir un alivio seguro con esta cura.
El vino de agracejo se prepara poniendo a macerar durante varios días de 50 a 60 gramos de bayas trituradas en un litro de vino. Tras haberlo filtrado, se aromatiza según el gusto y se toma un vaso antes de cada comida.
La corteza de las raíces permite realizar una decocción (una cucharada sopera por cada taza de agua) sin duda más eficaz que el vino cuya composición acabamos de indicar.
AGRIMONIA: Ya mencionada en el famoso papiro de Eberg, «publicado» en Egipto veintiséis siglos antes de Jesucristo, fue considerada por todos los autores clásicos, de Galeno a
Matthiole, pasando por Dioscórides, como una especie de panacea.
En todo caso es indudable que se revela excelente contra todas las afecciones de la boca y de la garganta, y que sus propiedades diuréticas la convierten en un remedio apreciado contra los cólicos nefríticos y los trastornos del riñón.
Muy corriente en el sur de Europa, yergue sus tallos rojizos y velludos a lo largo de las laderas y en los bosques. Sus flores amarillas con cinco pétalos se presentan dispues­tas en espiga en lo alto de ese tallo.
Es utilizada en gargarismos haciendo hervir aproxima­damente 50 gramos de la planta entera en un litro de agua, o en infusión (de 15 a 20 gramos por litro de agua).
AJENJO: En la Biblia, simboliza las pruebas de la vida, tan grande es su amargor. Esto no impidió a nuestro siglo XIX extraer de él una bebida, aperitiva, evidentemente, pero que causaba tales estragos —y no solamente entre los poetas— que en 1915 tuvo que ser promulgada una ley prohibiendo su fabricación.
Crece al borde de los caminos y en el monte bajo, seco y guijarroso. Sus hojas son de un color gris blanquecino, recubiertas de un vello sedoso. Las flores amarillas, pequeñas y globulosas, se reúnen en racimos.
Galeno la tenía ya por un tónico poderoso. Los médicos de la escuela de Salerno la recomendaban contra el mareo, añadiendo que tenía el poder de alejar a las serpientes —lo cual es posible— y también el de atenuar los efectos del veneno, lo cual es menos cierto ya que no precisaban qué tipo de veneno. Aún hoy en día se le atribuyen propiedades antifebriles, aperitivas —esto lo sabemos—, digestivas, hepáticas, vermífugas y emenagogas, es decir que facilitan las reglas.
Puede prepararse de varias maneras, en infusión (5 gramos por litro de agua), en cerveza y finalmente en vino. Preferimos este último método que, además de disimular el amargor de la planta, es tan conveniente para curar el hígado como para expulsar las lombrices intestinales o ayudar a las mujeres a tener fácilmente sus reglas.
En un litro de vino blanco, hacer macerar durante una semana 120 gramos de flores secas de ajenjo, 30 gramos de rosas de Provins secas y 5 gramos de canela. Filtrar a través de un paño apretando bien para exprimir todos los jugos y aromatizar con 400 gramos de miel.
Tomar un vaso de licor antes de las comidas.
ALQUEQUENJE: Sus frutos en forma de farolillo veneciano le han valido numerosos sobrenombres y también el ser considerada por los sostenedores de la teoría de los idénticos como uno de los mejores remedios contra las afecciones de la vejiga. Es perfectamente exacto que se trata de un potente diurético capaz de aliviar la gota, los dolores articulares, los reumatismos, y ayudar a evacuar los cálculos del riñón o de la vejiga.
Se prepara en decocción (tomar veinte bayas frescas o cincuenta bayas secas y echarlas en un litro de agua. Dejar hervir a fuego suave durante veinte minutos. Esta ración es conveniente para un tratamiento de veinticuatro horas).
ALQUIMILLA: Se dice que debe su nombre a los alquimistas, que acudían con gran secreto a recoger el rocío que cubría sus hojas. Pero la Antigüedad le atribuía otras virtudes, entre las cuales la más preciosa era restituir su virginidad a las jóvenes imprudentes que se habían dejado galantear con demasiado entusiasmo antes de su matrimonio. Es cierto que su fuerte contenido en tanino hace de ella un astringente de primer orden... Sea como sea, si se sigue utilizando aún en ginecología no es precisamente con esta finalidad.
La alquimilla crece en los prados húmedos y los bosques. Se reconoce por sus hojas en dientes de sierra y por sus flores verdosas.
Una decocción realizada con 100 gramos de planta entera en un litro de agua permite realizar inyecciones ginecológicas desinfectantes.
En infusión (20 gramos de planta seca por litro de agua), se revela tónica, depurativa y febrífuga, al mismo tiempo que calma las inflamaciones del estómago y del intestino.
AMAPOLA: Pertenece a la familia de la adormidera y no hay que sorprenderse si su principal cualidad es la de calmar, principalmente las toses rebeldes.
Son los pétalos de la amapola los que se utilizan para preparar tisanas sedantes que son perfectamente adecuadas para los niños. Su recolección es delicada y, si se quiere evitar que se ennegrezcan, es preferible ponerlos a secar cerca de una fuente de calor tras haberlos extendido sobre un papel de seda.
AQUILEA: No volveremos al alivio que aportó a Aquiles, excepto para precisar que esta leyenda es invalidada por otros relatos mitológicos según los cuales el héroe griego la habría utilizado no para curarse, sino para curar las heridas de sus compañeros.
Sea como sea, la aquilea, a la que se llama también milenrama, hierba de los carpinteros o hierba de los soldados, crece un poco por todas partes en Francia, en los prados y en los bosques. Se reconoce por su gran número de hojas, así como por sus pequeñas flores blancas agrupadas en racimos al extremo del tallo.
Además de su acción hemostática, es considerada como un remedio específico contra los trastornos de la circula­ción sanguínea y de las mucosas.
Para detener una hemorragia benigna y activar la cicatrización, basta con aplicar sobre la herida un emplasto de hojas trituradas. Compresas embebidas en infusión (20 gramos de aquilea para medio litro de agua) alivian igualmente los dolores producidos por las hemorroides.
ÁRNICA: He aquí una planta que no hay que recomendar a las mujeres encintas, si es que desean conservar su hijo. Ya que, contrariamente a la artemisa, la árnica, que tomada en dosis excesivas provoca náuseas, convulsiones e incluso formas atenuadas de parálisis, es un auténtico abortivo. De todos modos, su tintura, diluida en al menos tres veces su volumen de agua, alivia las contusiones y evita la formación de hematomas.
ARO: Esta maravillosa flor puede ser utilizada para pre­parar emplastos excelentes contra los abscesos y los fo­rúnculos.
Hacer cocer al horno un peso igual de hojas de aro y de acedera envolviéndolas en hojas de repollo. Machacarlo todo e incorporar el polvo así obtenido a un bloque de manteca de cerdo para obtener una pasta maleable. Aplicar por la mañana y por la noche.
ARTEMISA: Fue Artemisa la cazadora, diosa de la Luna para los griegos y también protectora de las mujeres, quien le dio su nombre. El hecho es que, como su primo el ajenjo, ayuda a regularizar las funciones femeninas. Se sostenía incluso, en la Edad Media, que tomada a fuertes dosis podía tener efectos abortivos. Es cierto que también se le atribuía la facultad de traer la fortuna, de alejar el rayo y de proteger a los viajeros.
Se la encuentra en los barrancos, en las laderas y en el borde de los riachuelos, donde levanta su alto tallo (más de un metro de alto) de flores muy recortadas.
Las mujeres que tienen algunos pequeños problemas menstruales notarán alivio realizando una vez al mes, en el momento difícil, una cura de su infusión (30 gramos de flores secas para un litro de agua).
ARRACLÁN: Es la corteza de este arbusto lo que se utiliza, pero únicamente después de haber sido secada, ya que, fresca, se muestra como un potente vomitivo. Desde hace varios años, en cambio, es utilizada como purgante en decocción ligera (aproximadamente 100 gramos del pro­ducto para un litro de agua, que se llevará a ebullición durante una decena de minutos para dejar reposar lue­go durante varias horas a fin de que los principios activos de la planta se disuelvan bien).
ASPÉRULA OLOROSA: ¡Curiosa florecilla, que debe su nombre a un perfume que no desprende más que después de estar muerta y seca! Crece y florece en primavera en el inte­rior de los bosques húmedos, donde forma, según pala­bras de un botánico un poco poeta, «vías lácteas en mi­niatura».
Muy buscada antiguamente en Alsacia y en Alemania, donde era utilizada para fabricar el Maitrank, o «vino de mayo», hoy en día no es utilizada más que en infusión como diurético y en decocción para combatir las enfermedades de la mujer.
Para obtener este famoso vino de mayo, hacer macerar durante una semana un buen puñado de aspérulas frescas en un litro de vino ligero, luego filtrar. Esta bebida perfumada es particularmente refrescante, siendo además muy tónica.
Para una infusión, echar algunas briznas de la planta entera fresca, en el momento en que apenas acaba de florecer, en una taza de agua. No dejar infusionar más de cinco minutos.
En decocción, utilizar 50 gramos de planta seca por un litro de agua. Administrar en inyecciones vaginales para combatir la metritis.
AZUCENA: Todos los heráldicos están de acuerdo en que no es la azucena la que, estilizada, se halla representada en los escudos de armas de la familia de Francia, sino el lirio amarillo. Esta usurpación de nombre fue hecha en favor de una contracción que, de «flor de Louis» —fue el rey Luis VII el Joven quien introdujo la planta en su blasón— dio «flor de lis».
El verdadero lirio blanco o azucena no pierde nada con esta precisión histórica, ya que sus propiedades medicina­les, en uso externo principalmente, han sido siempre reconocidas.
Para curar los abscesos y los furúnculos, hacer cocer al horno o bajo las cenizas un bulbo previamente envuelto en papel mojado, luego en una hoja de papel de aluminio. Machacar e introducir en una tela fina para confeccionar así una cataplasma. Se puede también cocer el bulbo en leche.
Los emplastos de pétalos de azucena macerados en aguardiente aceleran la cicatrización de las pequeñas heridas.
BARDANA: Hace la delicia de los niños, que se bombardean con sus frutos, los cuales se enganchan tanto en sus ropas como en sus cabellos. Pero es también un remedio muy apreciado desde que el rey Enrique III se vio libre, gracias a ella, de una sífilis que le corroía. Buen número de autores han puesto en duda esta curación, estimando que las virtudes antibióticas de la planta, por reales que sean, no eran lo suficientemente potentes como para conseguir tal resultado. Parece sin embargo que se hallan en un error, ya que Jean Palaiseul (op. cit.) indica que el doctor Cazin consiguió, únicamente con la ayuda de una cura de bardana, resolver un caso de sífilis terciaria.
De todos modos, si uno se ve afectado por esta temible enfermedad, es con mucho preferible acudir al médico antes que al herbolario.
En cambio, los emplastos de raíz fresca reducida a pulpa curan muy rápidamente los furúnculos. En decoc­ción, hace desaparecer las enfermedades de la piel; en alcoholatura, calma rápidamente las crisis de gota.
BOJ: En las regiones donde no crece el olivo, son las ramas de este arbusto las que son utilizadas el día de Ramos, y se descubren frecuentemente entre las familias creyentes hojas de boj bendito colgadas a la cabecera de la cama. Como planta medicinal, es utilizada principalmente en decocción (de 20 a 30 gramos de hojas frescas o secas para un litro de agua) a fin de reemplazar la quinina para hacer bajar los accesos de fiebre, palúdica o no.
BOLDO: He aquí una planta que nadie podrá descubrir en las praderas de nuestra vieja Europa, ya que crece exclusiva­mente en Chile, en la zona central del país. Pero todos los buenos herbolarios están abundantemente provistos de él, con gran fortuna de aquellos que sufren del hígado.
En infusión (algunas hojas en medio litro de agua), combate las insuficiencias hepáticas, al tiempo que el aparato genitourinario se beneficia de su poder antiséptico. A notar que el boldo, siendo relativamente amargo, conviene mezclarlo con otras plantas para obtener una infusión que sea bebible, o al menos endulzarla abundante­mente con una miel muy aromatizada.
BORRAJA: Fueron los cruzados quienes introdujeron su uso en Occidente y, además, su nombre original árabe significa «padre del sudor». Durante siglos ha sido utilizada como planta medicinal y también como verdura, y su sabor recuerda, al parecer, el del pepino.
En infusión (una cucharadita de café de flores secas por taza), combate las inflamaciones de las vías respiratorias, así como las nefritis.
BREZO: Proporciona la madera con la que se fabrican las pipas, y sus flores secas, tomadas en infusión (de 30 a 40 gramos para un litro de agua) son un poderoso diurético al mismo tiempo que un excelente desinfectante de las vías urinarias, a utilizar para eliminar las secuelas de algunas enfermedades venéreas tales como la blenorragia.
CALÉNDULA: Esta planta, llamada también maravilla, «que mantiene sus flores hasta bien entrado el invierno», como escribía Olivier de Serres, es adecuada tanto para el tratamiento interno como para la aplicación externa.
En infusión (de 30 a 40 gramos de flores por un litro de agua), cura las obstrucciones del hígado, las ictericias y los trastornos de la menstruación.
Machacadas, sus flores frescas constituyen una excelen­te cataplasma contra los sabañones o para ayudar a las pequeñas heridas a cicatrizar.
CAMOMILA: Esta florecilla blanca o amarilla, según tenga derecho al calificativo de romana o de alemana, es una verdadera panacea. Se puede, en efecto, contar con ella para aliviar los retortijones de estómago, facilitar las digestiones penosas, atenuar los espasmos gástricos, devol­ver el apetito, recuperar las fuerzas en caso de fatiga general, facilitar la aparición y el desarrollo de las reglas, calmar las neuralgias y los accesos de fiebre periódicos. Cura también las ulceraciones de la piel, los panadizos, las cortaduras y las aftas. Reabsorbe finalmente los esguinces, las torceduras, y combate la inflamación de los párpados.
El mejor medio de aprovechar todas estas virtudes sigue siendo aún tomarla en infusión a razón de diez flores secas aproximadamente por cada taza de agua.
El aceite de camomila, utilizado en masajes en caso de contusión, se obtiene haciendo macerar en caliente, al baño maría, 100 gramos aproximadamente de flores en medio litro de aceite de oliva. Pasar al cabo de dos horas.
La decocción, finalmente, que se aplica en compresa sobre los párpados irritados, se prepara con 20 a 30 gramos de flores secas para un litro de agua.
CASTAÑO DE INDIAS: Fue un médico, el doctor Bachelier, quien lo aclimató en Francia, a principios del siglo XVII. El intracto que se obtiene de sus frutos entra en la composi­ción de más de cincuenta especialidades farmacéuticas, todas ellas destinadas al sistema circulatorio. Su corteza, tónica, amarga y astringente, posee, en un grado menor, las mismas propiedades que su fruto, del que es convenien­te sin embargo desconfiar, ya que se revela tóxico al morderlo.
Para reforzar la resistencia de los vasos sanguíneos y aliviar las hemorroides, tomar una decocción compuesta con 10 gramos de castañas trituradas y 30 gramos de corteza para un litro de agua.

CAPUCHINA: Cuando los conquistadores la trajeron de los confínes de la cordillera de los Andes, se le dio el nombre de berro de Indias, tanto para recordar su origen exótico como para indicar que era un alimento apreciado en ensalada. Más tarde se observó que era un maravilloso antibiótico natural, presentando sobre sus competidores químicos la ventaja de no destruir la flora intes­tinal. En infusión (doce flores frescas para un cuarto de litro de agua), cura rápidamente las gripes y los enfriamientos.
CARRASPIQUE: Su fruto triangular y, sobre todo, muy aplastado, evocaba a nuestros antepasados las bolsas que los campesinos llevaban a la cintura y que, desgraciada­mente para ellos, raramente estaban repletas. Pero este signo externo de pobreza no debe hacer dudar de las propiedades de esta pequeña crucífera, muy abundante en las paredes viejas y las ruinas.
La primera, la más notable, es sin duda ser uno de los hemostáticos naturales más potentes que se puedan encon­trar. Su acción sobre la fibrina de la sangre, que favorece la coagulación, la hace pues recomendable como cura regular para los hemofílicos, al igual que en tratamientos puntuales para detener las hemorragias anormales, tales como las hemorragias nasales o las hemorroides.
El mejor modo de consumirla sigue siendo aún hacer macerar un centenar de gramos de plantas frescas cortadas a trozos pequeños en un litro de vino tinto durante ocho días, luego pasarlo y beber a razón de una cucharada sopera cada hora.
CELIDONIA: Es preferible desconfiar de esta planta, cuyo jugo puede matar a un perro de buen tamaño. De modo que tan sólo la señalamos por su savia amarillenta que rezuma al romper el tallo y que corroe las verrugas.
CENTAUREA (MENOR): Quirón el centauro, herido por Hera­cles, la utilizó para cicatrizar sus heridas, lo cual le valió durante siglos la reputación de ser una hierba mágica. Hoy en día se tienen más en cuenta sus propiedades antifebriles y tónicas.
La infusión se prepara con 30 gramos de plantas enteras para un litro de agua.
CENTINODIA: No todos los autores están de acuerdo sobre la forma de utilizar esta planta trepadora. Algunos de ellos no consideran más que su rizoma, otros sus tallos, sus hojas y sus flores. Sin tomar partido en la disputa, anotemos simplemente que, sea cual sea la solución elegida, las indicaciones son siempre las mismas, es decir, la diarrea, las leucorreas, los esputos de sangre y las hematurias.
Para combatirlos, los sostenedores de la utilización de la raíz preconizan la maceración del rizoma. Los de la planta prefieren una decocción obtenida con 30 gramos de tallos frescos o 50 gramos de tallos secos para medio litro de agua.
COLA DE CABALLO: Es un verdadero almacén de sílice, puesto que sus cenizas lo contienen hasta en un 80% y, examinan­do sus hojas con una lupa, pueden apreciarse pequeños fragmentos brillantes. Es pues un notable remineralizador, superior incluso al calcio.
Para combatir el raquitismo o ayudar a la resoldadura de una fractura, beber, entre las comidas, una decocción de 100 gramos de colas de caballo que hayan hervido durante una media hora en un litro de agua.
Contra las incontinencias urinarias y las hematurias (orina sanguinolenta), tomar una decocción más concentra­da (150 gramos de colas de caballo para un litro de agua).
CONSUELDA (MAYOR): La historia ocurre en la Edad Media. Una sirvienta, un poco voluble, acababa finalmente de encontrar marido, y deseaba que él no se enterara de sus aventuras pasadas. Decidió pues, para recuperar una vir­ginidad perdida hacía ya mucho tiempo, bañarse en una preparación a base de consuelda. Permaneció un cierto tiempo en el baño, luego se fue a hacer los preparativos de su boda, olvidando vaciar la tina.
Su dueña, viendo aquella agua tibia, se sintió tentada a su vez por las alegrías del baño y se metió en ella. Se dice que su marido, cuando se reunió con ella por la noche en la cama, creyó verdaderamente en un milagro al constatar que la madre de sus hijos se había vuelto de pronto «doncella»...
Ciertamente, el propio nombre de consuelda deja entender bien que se trata de una planta capaz de «soldar», pero de ahí a creer que pueda poseer tales efectos hay un gran paso, que no pensamos franquear.
Lo que sí es cierto, en cambio, es que su raíz, seca y diluida en agua, permite preparar compresas que activan la cicatrización de quemaduras y pequeñas heridas. Igual­mente, las maceraciones de esta raíz (150 gramos para un litro de agua dejados en maceración al menos durante tres horas), tomadas a razón de tres o cuatro tazas al día, favorecen la regeneración de las mucosas gástricas atacadas por las úlceras.
CORAZONCILLO: Su perfume de incienso le había valido, en la Edad Media, el sobrenombre de «arrojadiablos», pero su verdadero combate es contra la infección más que contra los malos espíritus. El doctor Leclerc anota en efecto que «la esencia y la resina que albergan los remates floridos de la planta son un antiséptico muy útil en el tratamiento de las heridas, de las úlceras y de las quemaduras». Y el autor da la composición del aceite que es conveniente utilizar en estos distintos casos: «Hacer macerar durante tres días 500 gramos de remates floridos recién cogidos y cortados en una mezcla de 1.000 gramos de aceite de oliva y de 500 gramos de vino blanco; hacer hervir inmediatamen­te al baño maría hasta consumir el vino. Si no pueden disponer de plantas frescas, añade, hagan macerar más tiempo —de 6 a 8 días— 200 gramos de plantas secas y remuevan la mezcla dos veces al día. Filtren luego e introduzcan en varios frascos este aceite, que tomará aún más rápidamente una hermosa tonalidad rojiza si entretan­to lo han expuesto al sol».
DULCAMARA: En el campo, los niños mastican su tallo que, amargo al principio, se vuelve dulce como el regaliz. Es una imprudencia, ya que esta planta contiene alcaloides que pueden ser tóxicos. Nos limitaremos pues a recomendarla en aplicaciones externas para aliviar las hemorroides que no sangren.
Preparar una decocción utilizando 50 gramos de tallos secos para un litro de agua. Aplicar en compresa.
EGLANTINA: Esta hermosa flor silvestre del escaramujo, llamada también gavanza, recibe el sobrenombre de «rosa perruna» debido a que, en la Antigüedad, se creía que podía curar a las personas mordidas por un perro rabioso. Produce un fruto de nombre bárbaro: el cinorrodón. Está compuesto por una cápsula roja que contiene como un plumón —utilizado como picapica por los niños— que rodea el auténtico fruto o aquenio.
Según Jean Palaiseul (op. cit.), este plumón «es un vermífugo ideal contra los ascárides lombricoides, parásitos que viven en el intestino delgado del hombre y del cerdo: administrado en ayunas en dosis de 15 centigramos, envuelto en miel, actúa inmediata y mecánicamente sobre las lombrices, a las que mata sin provocar la menor irritación de la mucosa intestinal y sin ningún peligro para el sujeto».
Más agradable es la confitura realizada con la envoltura carnosa que rodea este plumón, y que se revela como un excelente reconstituyente. Recientes análisis han demos­trado en efecto que 100 gramos de esta envoltura contienen tanta vitamina C como un kilo de limones.
Fabrice Bardeau, en La Pharmacie du Bon Dieu, da la receta de esta confitura, que ha descubierto en una obra del siglo XVIII
«Tomar los frutos bien maduros y cuidadosamente desprovistos de su plumón y corazón interno. Se cortan en trozos pequeños, luego se rocían con un poco de vino tinto. Se cubre el recipiente y se deja macerar durante veinticua­tro horas en un lugar fresco. Después se tritura todo en un mortero para obtener la pulpa, que se pasa por el tamiz a fin de eliminar la corteza.
»Para 500 gramos de esta pulpa, convendrá prever 750 gramos de azúcar ,que se hará cocer sólo hasta formar un jarabe. Se diluye luego en él la pulpa, dejando cocer unos breves instantes. Se dejará enfriar un poco antes de meter en tarros».

ERYSIMUM: Es la providencia de los cantantes, de los actores, de los abogados y, en general, de todos aquellos que necesitan tener una voz clara. Para aliviar las cuerdas vocales, pues, o hacer desaparecer una ronquera, tomar de 4 a 5 tazas diarias de una tisana compuesta del siguiente modo: echar en un litro de agua tibia una cincuentena de gramos de hojas secas; dejar macerar toda una noche, filtrar, y beber tibia azucarando con miel.
ESPINO BLANCO: El «hermoso espino blanco» tan caro al poeta, tiene una larga carrera tras de sí. ¿No se dice acaso que la zarza ardiente junto a la cual Moisés se entrevistó por primera vez con su dios era un espino blanco, y que la corona de espinas de Cristo estaba hecha con sus ramas?
Tanto en Grecia como en Roma, el arbusto era considerado como un amuleto. Los caballeros de la Edad Media veían en él un testimonio de esperanza y, antes de tomar la ruta de las cruzadas, todos ellos ofrecían una rama a la dama de sus pensamientos a fin de que ella recordara siempre a aquel que estaba guerreando lejos.
Todo esto, por supuesto, no es más que anécdota y superstición. Lo que sí es cierto, en cambio, es que los sabios norteamericanos acaban de descubrir que esta planta normaliza la tensión y combate la arritmia cardíaca, así como la taquicardia. Hubieran podido ahorrarse largas investigaciones, ¡puesto que ya Dioscórides decía lo mismo hace varios siglos, aunque formulándolo de otro modo!
De hecho, todo es bueno en el espino blanco: las flores, por supuesto, los frutos, las hojas, e incluso la corteza de las ramillas.
Contra las variaciones de la tensión y los trastornos cardíacos, se preferirá la infusión de flores (una cucharadita de café por cada taza de agua hirviendo).
Para hacer bajar la fiebre, se recurrirá a una decocción preparada con la corteza de las ramillas.
Finalmente, para parar una diarrea, algunas tazas de infusión de frutos secos serán excelentes.
EUCALIPTO: Importado de Australia, merece doblemente su sobrenombre de árbol de la fiebre puesto que, siendo muy ávido de agua, contribuye a desecar las regiones en las cuales es plantado, evitando así la proliferación de los mosquitos responsables de la transmisión de algunas enfermedades febriles, y además se revela en algunos casos como un febrífugo más potente que la quinina.
Alivia también los catarros nasales, las bronquitis, las afecciones gripales, y destruye además las bacterias. Fumado como cigarrillo, calma las crisis de asma.
La decocción de eucalipto se prepara haciendo hervir una veintena de gramos de hojas de este árbol durante un minuto en un litro de agua, luego dejándolas durante un buen cuarto de hora.
FRESNO: Este gran árbol era considerado antiguamente como el enemigo jurado de las serpientes, las cuales, fuera cual fuese la hora del día, huían de su sombra. Más serias son sus cualidades diuréticas, de las que cualquiera puede aprovecharse plenamente gracias a una deliciosa bebida, que no deja de recordar a la sidra espumosa, y que se fabrica aún en algunas zonas rurales.
Para obtener 5 litros de este brebaje, se necesitan 5 gramos de hojas de fresno secas, 5 gramos de achicoria silvestre, 6 gramos de levadura de cerveza, 3 gramos de ácido tártrico (de venta en todas las farmacias) y 250 gramos de azúcar cristalizado.
Echar las hojas de fresno en un litro y medio de agua hirviendo y dejar en infusión durante tres horas. Disolver también el azúcar en un litro y medio de agua, pero fría. Echar otro litro y medio de agua hirviendo sobre la achicoria y disolver el ácido tártrico en el medio litro de agua restante.
Echar a continuación en un barrilito primero el jarabe de azúcar, luego la infusión de fresno pasada por el tamiz, el agua de achicoria, también pasada, la solución del ácido tártrico, y finalmente la levadura de cerveza disuelta en un vaso de agua tibia. Durante once días, se deja fermentar la mezcla, tomando buen cuidado de retirar la espuma que aparecerá por el canillero del barrilito, completando el volumen con un poco de agua fresca cada vez que se proceda a esta operación. Pasado este lapso se mete el líquido en botellas que se cierran muy herméticamente, almacenándolas de pie en una bodega que sea fresca. Quince días más tarde, la bebida de fresno está lista para ser consumida.
FUMARIA: El origen de su nombre es discutido, pero importa poco el que sea debido al hecho de que los antiguos imaginaban que esta planta nacía de los humos de la tierra o de que su jugo hacía brotar lágrimas de los ojos como el humo. Lo que sí cuenta son sus propiedades, que le permiten curar la hepatitis al tiempo que estimulan el apetito y ayudan a enriquecer la composición de la sangre. Es conveniente sin embargo prestar mucha atención a su utilización ya que, si la cura de fumaria dura más de una decena de días, sus consecuencias se invierten, y se convierte en calmante e hipnótica.
La decocción se prepara echando 50 gramos de plantas frescas —o el doble de plantas secas— en un litro de vino o de agua. En este último caso, la tisana debe ser consumida en las veinticuatro horas siguientes, mientras que, en el primero, un vaso de vino antes de cada comida es suficiente para que el remedio produzca todos sus efectos.
GARIOFILEA: Los soldados del ejército del Rin, que debían conquistar Europa al mando de Napoleón Bonaparte, le deben mucho. En el año IV de la República, en efecto, la quinina era rara, y los remedios para hacer bajar la fiebre eran por aquel entonces prácticamente todos a base de esta planta. Fue entonces cuando un médico, recordando sin duda las tisanas de su pueblo natal, tuvo la idea de utilizar la raíz de esta pequeña rosácea. Los resultados fueron excelentes, y sus colegas le imitaron muy pronto, en beneficio de gran número de soldados.
Además de sus propiedades febrífugas, la gariofílea es también un potente andidiarreico si es tomada en infusión, y su decocción se revela excelente para el lavado de las úlceras varicosas.
GERANIO: No nos equivoquemos, no se trata en absoluto de las hermosas flores que decoran tantos balcones, tanto en la ciudad como en el campo. Esas geraniáceas son de hecho pelargonios, parientes próximos del geranio Robertianum que nos interesa aquí, pero que no tienen ninguna propiedad terapéutica.
Este geranio, llamado también hierba de San Roberto, crece en estado silvestre, en los viejos muros y en los setos. Sus flores machacadas desprenden un perfume que recuer­da en cierto modo el nauseabundo olor que desprenden los chivos a su alrededor. Pero, pese a este fétido pelente, un emplasto de hojas reducidas a pasta basta para detener las hemorragias pequeñas. Igualmente, las cataplasmas de hojas frescas —esta vez no machacadas— ayudan a eliminar la obstrucción de los senos en las madres que dan el pecho a sus hijos.
En decocción (50 gramos de planta entera seca para un litro de agua), el geranio Robertianum combate eficazmen­te las úlceras gástricas, las hemorragias internas, la gastroenteritis y la diabetes.
GORDOLOBO: Conocido desde Hipócrates, el gordolobo es una planta de flores amarillas cuyas hojas están cubiertas por un ligero vello blanquecino, que aún hoy es utilizada para calmar el catarro bronquial, contra el cual sus propiedades ligeramente narcóticas hacen maravillas.
En Irlanda se sostiene que, hervido con leche, es capaz de curar la tuberculosis. La misma preparación sirve además para hacer cataplasmas que activan la maduración de abscesos y de furúnculos. Resulta por otra parte aconsejable no contentarse con aplicar las hojas sobre el absceso, sino beber también la leche en la cual se han cocido, cuya acción depurativa ayudará a la eliminación de las toxinas y, por ello, acelerará el proceso de curación.
GRAMA: Diurética, sedante y antiséptica a la vez, esta «mala» hierba es de hecho una de las mejores amigas del hombre, que la ha utilizado durante mucho tiempo para combatir las consecuencias de algunos encuentros amoro­sos que por aquel entonces se llamaban púdicamente «la patada de Venus». Hoy en día se recurre a los antibióticos para cumplir este papel, que por otro lado realizan muy bien. La grama ya no es pues utilizada más que como un diurético desinfectante.
La decocción de grama, debido al vigor de su raíz y al amargor que desprende, se prepara en dos tiempos. En primer lugar, se remojan los rizomas durante algunas
horas, luego, una vez ablandados, se sacan del agua para aplastarlos ligeramente. Esta primera agua de remojo, muy amarga, es desechada, y se vuelven a sumergir las raíces en un litro y medio de agua, que se lleva a ebullición durante una veintena de minutos. Ya no queda más que dejar reposar la decocción y pasarla antes de bebería tibia. Es sin embargo aconsejable aromatizarla, con miel por ejemplo, para atenuar el amargor que persiste pese a estas precau­ciones.
HELECHO MACHO: Luis XVI pagó 1.800 francos a doña Nouffer, una curandera suiza, por la receta siguiente, que es excelente para expulsar la solitaria: «Tomar 12 gramos de polvo de raíz de helecho macho y disolverlos en 190 gramos de agua de tila. Hacer beber la preparación al paciente, el cual, la víspera, no habrá comido más que una sopa de pan. Administrarle dos horas más tarde un purgante».
Tras haber hecho verificar por varios médicos la eficacia del remedio, el rey encargó a su ministro Turgot hacerlo divulgar por entre el pueblo. Fue una sabia decisión, puesto que aún hoy en día se utiliza el extracto de helecho macho, pero asociado con el éter en vez de con la tila, para expulsar a los huéspedes indeseados.
HELENIO: Esta planta, según la leyenda, nació de las lágrimas derramadas por la hermosa Helena cuando fue raptada por Paris. Hipócrates, Dioscórides y Galeno, más médicos que poetas, la estimaban principalmente por su bienhechora acción sobre el útero, las vías urinarias y el aparato respiratorio. Hoy en día se sigue utilizando por las mismas razones.
Es la raíz de esta gran flor amarilla la que se utiliza, una vez secada y triturada, y de 20 a 30 gramos de esta preparación en un litro de agua permiten preparar una infusión capaz de calmar las toses y las bronquitis más rebeldes.
El vino de helenio, por su parte, estimula la acción del hígado y de los riñones. Se prepara haciendo macerar, durante ocho días, aproximadamente, 80 gramos de raíces trituradas en un litro de buen vino tinto.
En cuanto a la decocción (10 gramos en 100 gramos de agua), alivia las pequeñas enfermedades estrictamente femeninas.
HIEDRA: El profesor Binet estima que posee «sobre el organismo humano un temible poder de destrucción de los glóbulos rojos». En estas condiciones, es, pues, preferible reservarla a un uso externo, aunque se puede servir de ella para hacer tisanas purgantes muy enérgicas.
En cambio, sus hojas, que presentan la inestimable ventaja de permanecer verdes todo el año, una vez trituradas, constituyen excelentes emplastos para fundir la celulitis y calmar los dolores reumáticos.
Jean Palaiseul (op. cit.) las recomienda igualmente para hacer desaparecer los callos.
«Tras un baño caliente prolongado, escribe, aplicar una hoja previamente remojada durante dos o tres horas en jugo de limón o macerada de uno a dos días en vinagre;
recubrir con un vendaje, esto cada día, hasta que el callo esté listo para desprenderse en un baño caliente.»
HIEDRA TERRESTRE: Llamada comúnmente así debido a sus largos tallos rampantes, no tiene sin embargo ningún punto en común con la precedente, excepto una vaga semejanza. Excelente remedio contra las afecciones pulmonares, durante mucho tiempo ha sido el medicamento específico de la tisis. Se la sigue empleando para calmar los catarros bronquíticos y las toses «abundantes», tanto en infusión (5 gramos aproximadamente para una taza de agua) como en jarabe.
Para obtener este último, picar en un mortero diez buenos puñados de plantas frescas, rociándolas con la infusión precedente. Dejar luego macerar durante media jornada en un recipiente cubierto. Pasar por una tela fina apretando muy fuerte para exprimir todos los jugos, luego hacer hervir el líquido así obtenido. Añadir el azúcar y hacer cocer hasta obtener la consistencia deseada. Conser­var en una botella bien tapada.
HIERBA CANA: Esta planta es un notable regulador de la circulación sanguínea, y es completamente adecuada para las mujeres que sufren ausencia de menstruaciones o reglas dolorosas. Tres o cuatro tazas diarias de una cocción realizada con 50 gramos de plantas frescas o secas por litro de agua pueden poner fin a todos estos males. Conviene sin embargo no abusar de ella, ya que la hierba cana contiene un alcaloide, la senecionina, que puede ser peligroso.
Aplicada en cataplasma tras haber sido cocida, alivia las hemorragias, así como la obstrucción mamaria de las madres lactantes.
HISOPO: Tal como lo indica San Juan en su Evangelio, fue al extremo de una rama de hisopo que el soldado tendió a Jesucristo la esponja empapada en vinagre. Hoy en día, esta planta, tomada en infusión, es utilizada como expecto­rante para liberar los bronquios. El doctor H. Leclerc precisa sin embargo «que hay que administrarla con una cierta prudencia, sobre todo a los sujetos cuyo sistema nervioso es particularmente impresionable».
LAVANDA: Siempre ha sido utilizada como antiséptico. Los cazadores mediterráneos machacaban sus hojas para dar unos toques a sus perros mordidos por una serpiente; los soldados romanos utilizaban su aceite para desinfectar sus heridas; las matronas frotaban con ella la cabeza de sus hijos para despiojarlos.
«Una vez más, escribe Jean Palaiseul (op. cit.}, los análisis modernos han mostrado que el empirismo había visto certeramente que el aceite esencial extraído de la lavanda es un poderoso antiséptico (en dosis ínfimas —de 0,5 a 0,2%— mata al bacilo de la difteria, al de la tifoidea, al bacilo de Koch, así como al estreptococo y al neumoco­co), al mismo tiempo que un notable neutralizador del veneno...»
Para eliminar la migraña, ayudar a las digestiones difíciles, curar la gripe, el asma o la bronquitis, tomar tres o cuatro tazas diarias de una infusión obtenida con aproxima­damente 5 gramos de flores secas para una taza de agua.
Para las contusiones, los esguinces, las úlceras, algunas dermatosis y las grietas, aplicar la maceración siguiente:
Hacer macerar durante quince días 100 gramos de flores secas en medio litro de alcohol de 30°, removiendo bastante a menudo. Al cabo de este tiempo, filtrar a una botella bien tapada.
LINO: Los hombres del neolítico lo utilizaban ya para tejer sus telas. Los pintores, por su parte, apreciaban su aceite, que daba a sus telas un agradable brillo.
Es su semilla lo que interesa a los fitoterapeutas, que la recomiendan, en maceración (de 15 a 20 gramos en un litro de agua fría), contra todas las afecciones de las vías digestivas y urinarias e incluso contra la blenorragia. Pero son las cataplasmas realizadas a partir de la harina que se extrae de ella las que son más conocidas. Por otro lado, lo mejor es que uno mismo machaque las semillas para obtener esta harina, y no hacerlo más que a medida de las necesidades. Mal conservada, fermenta y produce ácido cianhídrico, que provoca erupciones cutáneas.
Las cataplasmas, que deben ser aplicadas relativamente calientes, pero no quemando, son indicadas para curar las bronquitis y los dolores musculares.
LÚPULO: Antiguamente a la cerveza no se le incorporaba lúpulo. Pero las cosas han ido cambiando, y hoy en día esta bebida refrescante se ha convertido en un brebaje saluda­ble, diurético, depurativo, y capaz de calmar los ardores amorosos excesivos. A condición, por supuesto, de no abusar de ella...
El lúpulo puede ser preparado en infusión (20 gramos de planta seca por un litro de agua) para devolver el apetito a aquellos que lo han perdido, hacer bajar la fiebre y calmar el nerviosismo. En dosis más fuerte, ayuda igual­mente a encontrar el sueño. A notar por otra parte que en algunos países nórdicos se tapan las orejas con conos de lúpulo y que, dicen, ésta es la mejor forma de asegurarse una noche tranquila.
MALVA (MAYOR Y MENOR): Las hojas de esta planta bisanua recuerdan las de la hiedra, pero, así como la malva mayor puede alcanzar hasta 50 centímetros de altura, la menor no crece más que tendida sobre el suelo.
En infusión (15 gramos de flores secas por litro de agua) cura las bronquitis y calma las inflamaciones de las vías urinarias. En decocción (30 gramos de hojas secas por litro de agua), proporciona un gargarismo excelente contra la amigdalitis y una loción que hace desaparecer las pequeñas irritaciones de la piel.
MALVAVISCO: Muy curiosamente, no entra en absoluto en el famoso pastel de miel que hace las delicias de los niños al mismo tiempo que calma su tos. En cambio, era muy utilizada en la Edad Media por aquellos que debían sufrir el «juicio de Dios» y que, antes de prestarse a la prueba del fuego, se embadurnaban las manos con un ungüento a base de ella a fin de no mostrar inmediatamente más que quemaduras ligeras, insuficientes para establecer su culpa­bilidad.
Afortunadamente, ya no nos hallamos en esas circuns­tancias, y si hoy en día aún se utiliza es para suavizar males más corrientes.
Contra los abscesos, furúnculos, irritaciones de la piel y de las mucosas, utilizar una maceración obtenida echando en agua caliente la raíz triturada.
Algunas flores en infusión en esta maceración permiten obtener un calmante pectoral muy eficaz que permite también curar, en gargarismos o en baños bucales, los males de la garganta y las aftas.
MANDRÁGORA: Es la raíz de los alquimistas, la que crecía al pie de las horcas, engendrada por el semen de los ajusticiados. Los brujos acudían a recolectarla en las noches sin luna, escoltados por un perro negro, para intentar inmediatamente insuflarle la vida y hacer de ella un homúnculo capaz de realizar todos sus deseos.
En realidad, y puesto que hay que separar la realidad de la imaginación, la mandragora, si bien existe realmente, no crece en nuestras latitudes. Necesita un clima más cálido. Lo que sí es cierto, en cambio, es que su voluminosa raíz adopta vagamente la forma de un ser humano, y se comprende a raíz de ello todas las malinterpretaciones que su apariencia ha podido inspirar.
Desde el punto de vista estrictamente médico, apenas posee ninguna cualidad, excepto una acción vagamente narcótica y analgésica.
MARRUBIO BLANCO: Esta planta, que sirve tanto para los bronquíticos como para los asmáticos, a los enfermos afectados por debilidad cardíaca que a los que son víctimas de un acceso de paludismo, a las mujeres que sufren reglas dolorosas que a los hepáticos, se halla en abundancia al borde de los caminos, en los pedregales y en los terrenos baldíos. Se puede preparar de diversas formas sin jamás quitarle ninguna de sus propiedades, por lo que la elección no es de hecho más que una cuestión de gusto.
Jarabe: 3 gramos de extracto de marrubio para 200 gramos de azúcar.
Vino: hacer macerar durante una semana 50 gramos de plantas secas en un litro de vino blanco o tinto. Azucarar ligeramente.
Infusión: 30 gramos de plantas enteras secas para un litro de agua.
MELILOTO: Su nombre proviene del griego meli, que significa miel. Ello es debido al aprecio que tienen las abejas hacia sus flores blancas o de color amarillo vivo, que caen en racimos a lo largo de su alto tallo.
Su infusión (50 gramos de flores secas para un litro de agua) calma la excitación nerviosa y ayuda a encontrar el sueño, al mismo tiempo que activa el trabajo de los riñones y desinfecta las vías urinarias.

MELISA: Si el nombre de la planta anterior tenía una raíz griega que significaba miel, ésta ha tomado el suyo del griego melissa, que se traduce por «abeja». Ambas se hallan pues muy próximas.
De hecho, la melisa es famosa sobre todo por el agua que lleva su nombre, y cuya composición hemos dado más arriba. Pero se puede fabricar también un vino de melisa haciendo hervir durante un cuarto de hora 200 gramos de hojas en un litro de vino blanco suave. Tomado a pequeñas dosis, atenúa los vértigos y los espasmos cardíacos.
MUÉRDAGO: Contrariamente a la leyenda, el muérdago no crece en los robles, a los que haría reventar, sino sobre los manzanos y los álamos. Desde la más remota Antigüedad, esta planta ha sido considerada como una panacea. Lo cual no es sorprendente, puesto que muy recientes investigacio­nes han demostrado que constituye un excelente remedio contra la hipertensión y la arteriesclerosis. Un sabio suizo, Rudolf Steiner, ha puesto incluso a punto una terapéutica contra el cáncer en la que el muérdago es un elemento esencial.
Para obtener el mayor provecho de todas sus propieda­des, hacer macerar 50 gramos de hojas de muérdago finamente cortadas en un litro de vino blanco seco. Filtrar y beber antes de cada comida.
OLMO: Se emplea la segunda corteza de las ramas jóvenes para confeccionar una decocción (100 gramos de corteza seca por un litro de agua) que, aplicada en compresa sobre las herpes y las placas de eccema, las hace desaparecer.
PARIETARIA: Se parece a la ortiga, crece como ella en las viejas paredes, pero no pica. Su infusión (30 gramos de planta fresca para un litro de agua) favorece la diuresis y permite pues curar la litiasis al tiempo que calma los cólicos nefríticos que la acompañan.
PASIONARIA: Es originaria de las regiones cálidas de Améri­ca y, si se la denomina así, es debido a que su flor se parece —simbólicamente, se entiende— a todos los instrumentos de la Pasión de Cristo. Con un poco de imaginación, en efecto, puede verse en su corola la corona de espinas, los clavos en su triple pistilo, el martillo en sus estambres, las lanzas romanas en sus puntiagudas hojas y, finalmente, el látigo en los pequeños zarcillos que surgen de su tallo.
Sus propiedades son esencialmente calmantes, y las personas ansiosas, nerviosas o simplemente afectadas por el insomnio hallarán alivio bebiendo, antes de acostarse, una taza grande de agua en la cual se habrá hecho infusionar durante un cuarto de hora 5 gramos de hojas secas.
PIE DE GATO: Crece en los pastos alpinos y florece en mayo. Una infusión de sus flores secas (una pulgarada para una taza de agua) descongestiona la vesícula biliar.
PINO SILVESTRE: Es bien sabido lo conveniente que es el aire de las pinedas y de los abetales para los asmáticos, que encuentran allí la alegría de respirar libremente. Las preparaciones a base de pino son pues particularmente recomendadas a todos aquellos que sufren de los bronquios o de los pulmones.
Contra la gripe o la bronquitis, se utilizará una infusión de brotes (50 gramos aproximadamente para un litro de agua), cuya acción será reforzada por inhalaciones de la siguiente mezcla: 1 gramo de esencia de lavanda, 2 gramos de esencia de pino, 2 gramos de esencia de tomillo. 4 gramos de esencia de eucalipto, todo ello diluido en 150 gramos de alcohol de 90°.
Se puede también confeccionar un jarabe que tendrá el mérito de suavizar la garganta al tiempo que calma la tos: hacer macerar durante media hora 50 gramos de brotes de pino en el mismo peso de alcohol de 60°; echar esta preparación en un litro de agua hirviendo; dejar macerar de nuevo durante seis horas; filtrar y añadir un peso equivalente de azúcar en polvo. Colocarlo todo a reducir al baño maría hasta obtener la consistencia deseada.
Para el baño, preparar una decocción haciendo hervir en 15 litros de agua y durante dos horas, 2 kilos de agujas, de pinas y de ramitas de pino trituradas. Añadir esta decocción al agua del baño, cuyos vapores liberarán las vías respiratorias, mientras que los principios activos calmarán los dolores reumáticos y curarán las enfermedades de la piel.
PLANTAINA: Alimenta a los pájaros y cura al hombre de más de veinte enfermedades, si hay que creer a Plinio. Sin ir tan lejos, se puede retener el que sus hojas frescas machacadas ayudan a las heridas pequeñas a cicatrizar muy rápida­mente.
Una infusión concentrada de sus hojas (100 gramos de hojas frescas o secas para un litro de agua durante un cuarto de hora) detiene las diarreas. Aplicada en compre­sas, esta infusión calma igualmente la inflamación de los párpados.
POTENTILLAS: Son tres hermanas, primas de la fresera. La primera, bautizada anserina, es trepadora. La segunda, quinquefolio, igualmente trepadora, posee como su nombre indica cinco hojas. En cuanto a la tercera, tormentilla, levanta diríamos que penosamente sus 40 centímetros de altura en medio de los prados. Pero todas proporcionan un rizoma que se recolecta al final del verano y que sirve para fabricar una decocción (30 gramos de raíces trituradas en un litro de agua) excelente contra la diarrea.
PRIMAVERA: Es la mensajera de la primavera, el cuclillo de color amarillo dorado que anuncia el regreso de los buenos días. Santa Hildegarda la juzgaba capaz de curar las parálisis benignas. Parece que fue demasiado optimista. Es exacto en cambio que esta planta posee virtudes antiespasmódicas, diuréticas, laxantes y, sobre todo, expectorantes.
Para facilitar la eliminación de la orina, tomar una infusión de 20 gramos de flores para un litro de agua.
La decocción de raíces secas y trituradas (15 gramos para un litro de agua) ayuda, por su parte, a despejar las vías respiratorias.
PULMONARIA: Este calificativo le viene del aspecto de sus hojas, ovaladas y ligeramente puntiagudas, llenas de agu­jeros, como un pulmón enfermo. Los sostenedores de la teoría de los idénticos llegaron pues a la conclusión de que estaba destinada a tratar la tuberculosis y las afecciones similares. No se equivocaron mucho, puesto que ha quedado evidenciado que hace maravillas contra los abscesos del pulmón cuando se la toma en infusión (50 gramos de hojas frescas para un litro de agua) a razón de varias tazas al día.
QUINQUINA: Originaria de América latina, esta planta, que no ha podido ser aclimatada a Europa, proporciona la preciosa quinina. Pero su corteza permite también preparar un delicioso vino aperitivo y reconstituyente aconsejable para las personas que sufren de falta de apetito, así como de astenia intelectual o física.
Hacer macerar 15 gramos de corteza a trozos en 80 gramos de aguardiente durante treinta y seis horas. Añadir un litro de vino de oporto o del rosellón y dejar macerar de nuevo durante una quincena de días. Filtrar y beber un vaso de licor antes de cada comida.
REGALIZ: Los escitas, estos temibles caballeros de las estepas que aterrorizaron a las poblaciones establecidas a las orillas del Mediterráneo, le debían, pretende la leyenda, el poder permanecer días enteros en sus sillas de montar sin beber ni comer. Sin duda es más exacto pensar que la utilizaban para purificar su aliento, emponzoñado por la carne cruda, «ahumada» entre su silla y el lomo del caballo, de la que se alimentaban en el transcurso de sus
incursiones.
Sea como sea, esta raíz, que hace las delicias de los niños y que aromatiza agradablemente otras preparaciones fítoterapéuticas muy amargas, posee un efecto saludable sobre los bronquios. Para aprovecharla plenamente, pulve­rizar 300 gramos de raíz seca y hacer macerar en un litro de agua; filtrar y añadir 300 gramos de azúcar, removiendo.
REINA DE LOS PRADOS: Si alguien les dice que esta gran flor que, desde lo alto de su metro y medio de altura, domina la pradera, contiene salicilato de metilo, esto les podrá parecer que carece de importancia. Si les añade que la oxidación del aldehido salicílico —presente en esta flor— da el ácido salicílico, no habrán adelantado mucho. Y si les precisa además que partiendo de este ácido el médico estrasburgués Charles-Frédéric Gerhardt descubrió, en 1853, el ácido acetilsalicílico, estarán ustedes en su derecho de pensar que, esta vez, estamos exagerando. Sin embargo, este ácido acetílsalicílico es algo que utilizan ustedes a menudo —y a veces incluso abusan de él— bajo el nombre de... ¡aspirina!
A partir de ahí, las indicaciones medicinales de la reina de los prados se hacen evidentes. Con el ligero «detalle» de que, contrariamente a la aspirina, las preparaciones hechas a base de ella no atacan las mucosas gástricas.
Contra la gripe, pues, contra los estados febriles, contra algunas neuralgias, una infusión de sus flores (un pellizco por taza) será siempre bienvenida. Sobre todo teniendo en cuenta que esta planta es también diurética, lo cual la hace preciosa en todas las afecciones del riñón o de la vejiga, en cuyo provecho puede realizar su doble acción.
Para terminar con las retenciones de agua, la celulitis, los reumatismos, la uremia y la arteriosclerosis, Vincent d'Auffray (op. cit.) recomienda además el siguiente jarabe:
«Hacer hervir dos litros de agua. Tras enfriarlos a aproximadamente 90°, echar encima 250 gramos de rema­tes floridos y dejar en contacto durante doce horas en un recipiente tapado; pasar exprimiendo, y hacer disolver en la alcoholatura el doble de su peso en azúcar. Este jarabe debe ser tomado a razón de 100 a 200 gramos diarios».
RETAMA: Si es usted mordido por una víbora —o por una cobra, aunque esto es mucho menos frecuente en nuestras latitudes—, y ha sido atacado por la serpiente en las proximidades de una mata de retama, está usted salvado. «Basta» entonces con hacer una incisión en la mordedura de modo que brote la sangre, y luego aplicar sobre la herida un emplasto de tallos machacados del arbusto, para que el efecto del veneno quede neutralizado. Claro que siempre es más prudente acudir a continuación a consultar al médico para hacerse administrar una buena dosis de suero...
Esta curiosa propiedad de una planta que pasaba por maldita fue descubierta por los campesinos, que habían constatado que sus ovejas eran mucho menos sensibles al veneno de los reptiles cuando habían ramoneado retama. Recientes investigaciones, que pusieron en evidencia la presencia de esparteína en esta planta, vinieron a confirmar esta observación completamente empírica.
Pero la retama no es tan sólo un antiveneno. Es también tónica para el corazón, y poderosamente diurética. Así, gracias a ella, la muy célebre Madame Fouquet consiguió, en el siglo XVII, curar al mariscal de Saxe, rompecorazones de moda y accesoriamente vencedor en Fontenoy, de una hidropesía tan rebelde que ningún remedio de la época había conseguido terminar con ella. La receta que esta conocida curandera nos ha legado es la siguiente:
«Tomad un haz de retama verde y hacedla arder en un lugar limpio donde no haya más que las propias cenizas de la retama; tomad estas cenizas y tamizadlas, metedlas en un paño, liadlo bien y remojadlo por espacio de veinticuatro horas en dos pintas —aproximadamente dos litros— de buen vino blanco. Dádselo a beber al enfermo tan pronto como lo pueda tomar; hacedle meter en su cama y cubridlo bien para hacerle sudar; no lo habrá bebido tres veces que ya estará curado».
Hoy en día, Jean Palaiseul, que estima las dosis un poco fuertes, recomienda hacer una infusión en frío de 60 gramos de cenizas de retama durante cuarenta y ocho horas en un litro de vino blanco y administrar tan sólo de 60 a 90 gramos por día antes de las comidas.
Las flores de la retama pueden servir también para preparar una tisana excelente contra la celulitis, la reten­ción de agua, las nefritis, la artritis y los reumatismos crónicos. Sin embargo hay que tomar la precaución, para que sean eficaces, de recolectarlas antes de que se hayan abierto completamente. La infusión se hace a razón de 25 gramos de flores secas por cada litro de agua.
ROBLE: Los druidas le deben su nombre, que es un derivado de la palabra celta deru, los romanos trenzaban con él coronas para honrar a los generales vencedores, y San Luis se instala a su sombra para impartir justicia. En medicina, es su corteza la que se utiliza, debido a su fuerte contenido en tanino que lo convierte en un notable astringente.
ROMAZA: Se trata de un fortificante. Su raíz tiene la propiedad de asimilar el hierro del suelo, fijarlo y transformarlo en hierro orgánico. Resulta pues muy utilizada, sobre todo para la preparación de un vino tónico y reconstituyente cuya receta es la siguiente:
Tomar 200 gramos de raíces secas trituradas, un poco de regaliz y de enebro, y hacerlo macerar todo en 2 litros de vino tinto azucarado. Hacer hervir al cabo de veinticuatro horas hasta la reducción de un tercio aproximadamente. Filtrar, luego conservar en un frasco bien tapado.
RUDA: Las hermosas romanas la utilizaban —no siempre con éxito— como abortivo. Luego se ha confirmado que esta hierba produce una congestión sanguínea y una estimulación de las fibras musculares del útero que pueden, a veces, provocar la expulsión del feto. Es pues desacon­sejable para las mujeres encintas. Una vez indicada esta precaución esencial, hagamos notar que en infusión da excelentes resultados en los casos de amenorrea, es decir cuando las reglas son raras o inexistentes, lo cual, naturalmente, puede darle a una mujer la impresión de que está esperando un niño.
RUIBARBO: Todo el mundo conoce las deliciosas compotas que se hacen con sus venillas, puesto que las hojas en sí son tóxicas. Se cita menos a menudo, en cambio, el vino de ruibarbo, del que Jean Palaiseul (op. cit.) da la receta:
«Hacer macerar durante cuarenta y ocho horas en un litro de buen vino tinto o blanco, de 60 a 80 gramos de raíz de ruibarbo triturada, de 10 a 15 gramos de raíz de genciana, de 8 a 10 gramos de raíz de angélica; pasar exprimiendo a través de un paño».
Tomada a pequeñas dosis, esta bebida es tónica. Se vuelve purgante cuando se aumenta la cantidad, y no conviene hacerlo más que con prudencia, si se desean evitar algunos desarreglos.
SALICARIA: Son los sauces, a cuya sombra medra, quienes le han dado su nombre. Astringente y hemostática, sirve, en decocción, (50 gramos de plantas secas para un litro de agua), para tratar las inflamaciones de la mucosa gastroin­testinal y las diarreas.
SAPONARIA: Esta «hierba jabón» lo limpia todo, desde la ropa hasta el organismo. Los médicos árabes la recomenda­ban contra la lepra. Hoy en día se han encontrado otros remedios mejores, lo cual es de agradecer. Queda el hecho de que sus hojas, y más aún sus raíces, poseen propiedades depurativas y diuréticas innegables, que hacen de ella un remedio contra los reumatismos y las enfermedades de la piel tales como el acné. Se prepara en infusión utilizando 25 gramos de hojas o de raíces secas para un litro de agua.
SAÚCO: He aquí otro arbusto del que todas sus partes, las hojas, las flores, los frutos e incluso la corteza, pueden ser utilizados.
Los frutos, en primer lugar, cuyas propiedades laxantes son conocidas desde la edad de las cavernas. Las hojas a continuación, diuréticas y depurativas, que permiten fabri­car un «té» caro al abate Kneipp. «Tomad de seis a ocho hojas de saúco, escribía el siglo pasado, cortadlas a trozos pequeños, como se hace con el tabaco, y hacedlas hervir durante aproximadamente diez minutos. Todas las maña­nas, una hora antes de vuestro desayuno, tomaréis una taza de este té durante toda la duración de vuestra cura primaveral. Este simple té depurativo limpia la máquina del cuerpo humano de una forma excelente...»
Las flores, después, que una vez secas proporcionan en infusión un remedio contra la gripe y las fiebres infantiles.
La corteza, finalmente, de la que se extrae una decocción excelente en caso de hidropesía.
TANACETO: De la misma familia que el ajenjo, es utilizado principalmente como vermífugo. Beber por las mañanas en ayunas una infusión de flores (5 gramos aproximadamente para una taza de agua), o administrar en lavativa (30 gramos de flores en infusión en un litro de agua hirviendo salada).
TILO: Conocemos ya las propiedades de la albura del tilo, pero sus flores poseen cualidades que tampoco son de despreciar. Frescas o secas, permiten preparar infusiones calmantes particularmente recomendadas en casos de insomnios, de dolores de cabeza, de palpitaciones y de angustias.
TUSÍLAGO: Es una planta extraña, cuyas flores se abren antes de que hayan aparecido las hojas, lo que no impide de ningún modo el que se puedan utilizar indiferentemente las unas y las otras, puesto que sus propiedades son idénticas.
En infusión (de 30 a 40 gramos para un litro de agua), curan las bronquitis crónicas, los resfriados y la sinusitis. En decocción (las proporciones son idénticas), proporcio­nan un gargarismo desinfectante, notable contra las an­ginas.
VALERIANA: Es un poderoso calmante que es adecuado tanto en los casos de histeria, de epilepsia, de depresión nerviosa, de convulsiones, como para curar las migrañas y
los calambres.
De hecho, es el rizoma lo que se utiliza, ya sea para preparar infusiones (100 gramos para un litro de agua), ya sea para confeccionar decocciones que se añaden al agua del baño.
VERBENA: Era la hierba mágica por excelencia, utilizada por los druidas para perfumar el agua con la cual lavaban sus altares. Hoy en día, se consume en infusión, y se revela particularmente benéfica para las mujeres encintas, a las que tonifica el útero, y para las madres lactantes, a las que aumenta las secreciones lácteas.
Contra los lumbagos y las ciáticas, permite realizar cataplasmas que calman muy rápidamente el dolor.
VIOLETA: A los habitantes de la ciudad les cuesta imaginar que esta hermosa florecilla, delicadamente perfumada, sea la base de unas tisanas expectorantes particularmente eficaces. 5 ó 6 gramos de violetas secas en un litro de agua hacen más para curar los resfriados y las bronquitis que muchos otros remedios complicados.
VULNERARIA: Una planta vulneraria, en el lenguaje de los fitoterapeutas, es una planta que ayuda a la cicatrización de las heridas, y ésta hace honor a su nombre. Pero permite también preparar un vino recomendado para las mujeres que tienen problemas menstruales.
Hacer macerar 50 gramos de flores secas en un litro de vino blanco seco. Filtrar y conservar en una botella bien tapada. Tomar un vaso de vino antes de cada comida.
ZARZAPARRILLA: Los «Pitufos», estos encantadores personajillos de historieta, la encuentran deliciosa. De hecho, durante mucho tiempo se ha creído que esta planta, originaria de México y pariente próxima de la enredadera picante de Europa, curaba las enfermedades venéreas y, en particular, la blenorragia y la sífilis. Eso no es en absoluto cierto, pero sus cualidades, al mismo tiempo diuréticas y desinfectantes, hacen de ella un excelente auxiliar de los tratamientos químicos de estas enfermedades.

Y SIEMPRE LA BELLEZA

—Dime, primo, si te lo pidiera con insistencia, ¿harías el amor con la persona que hay aquí? —preguntó Erzsebeth, con un estallido de risa.
—¡Por supuesto que no! —respondió el agraciado caballero—. Ni que me fuera en ello la cabeza. Es demasiado fea y vieja.
Respuesta que no podía ser más funesta, ya que la vieja mujer la oyó. Irguiendo penosamente su arqueada espalda, miró fijamente a Erzsebeth Bathory a los ojos y le lanzó:
—No te burles, condesa, porque un día tú también serás como yo, y entonces notarás mucho más que yo la ausencia de los hombres.
La joven, sin embargo, estaba todavía en lo más esplendoroso de su belleza. Descendiente de una de las más antiguas familias de Hungría, emparentada con los Habsburgo de Austria, se había casado hacía algunos años con Ferenc Nadasky, cinco años mayor que ella y, además, inmensamente rico. Tras los primeros días, ella había empezado a engañarle, principalmente con Ladislas Bende, que cabalgaba cerca de ella. Todo aquello debería haberla tranquilizado. Sin embargo, la aterró. Regresó con las bridas sueltas a su castillo de Csejthe, una impresionan­te y siniestra fortaleza erigida sobre un espolón rocoso de los Cárpatos. Con un gesto, rechazó a su atractivo amante y corrió a refugiarse en una habitación extraña, cubierta de espejos, que había hecho instalar hacía unos meses. Allí, completamente desnuda, espió durante varias horas las acechanzas de la edad sobre su magnífico cuerpo.
La hermosa condesa tenía pánico a envejecer. Desde hacía ya mucho tiempo utilizaba todos los elixires y todas las pomadas que le preparaban con gran secreto médicos y alquimistas. Desde hacía tiempo, tenía el convencimien­to de que la sangre fresca de alguna joven virgen sería sin duda mucho más eficaz. La réplica de la vieja mujer la hizo penetrar en la locura. Ayudada por Dorko, un enano monstruoso, y de Jo liona, su nodriza, hizo, en una decena de años, matar en las más horribles condiciones a más de novecientas jóvenes.
Para recoger su sangre, inventó los más abominables instrumentos de tortura, entre los cuales, una jaula erizada de púas. Encerraba allí a sus víctimas, completamente desnudas, y luego hacía izar la jaula hasta el techo. Tras lo cual Jo liona y Dorko, armados con un largo atizador calentado al rojo, obligaban a las desgraciadas a debatirse para que se hirieran con los hierros. Muy pronto, era una auténtica ducha de sangre lo que caía sobre su dueña.
El segundo invento de la condesa maldita era una especie de autómata que tenía la apariencia de una mujer joven. Nada faltaba en él, ni los cabellos ni los ojos de porcelana. Pero esta virgen de hierro estaba hueca y, cuando se encerraba en ella a una mujer, largos puñales entraban en movimiento, lacerando su carne hasta que la sangre empezaba a fluir y, siguiendo un canal practicado en el suelo, iba a llenar la bañera donde aguardaba Erzsebeth.
Y esto duró diez años, hasta la llegada al castillo de liona Harczy, una joven cantante vienesa de dieciséis años. Erzsebeth la había invitado a Csejthe a fin de que pudiera reposar su voz en el aire puro de las montañas. La noche de su llegada, tras haberle cosido los labios para impedirle gritar, trababa conocimiento con la virgen de hierro. A la mañana siguiente, su anfitriona anunciaba que había muerto súbitamente durante la noche, y ordenaba que se celebraran unos magníficos funerales.
La desaparición de una joven de la buena sociedad pasó menos desapercibida que la de las pequeñas campesinas. El pastor Ponikenus, que al principio se había negado a celebrar el servicio fúnebre, para terminar luego accedien­do a condición de que se desarrollara de la manera más sencilla, no dejaba de pensar que, el día de su llega­da, la cantante no parecía en absoluto enferma. Expu­so sus temores a György Thurzo, gran paladín de la alta
Hungría.
Este último tenía ya sus dudas. Decidió intervenir y ordenó la entrada de la policía en el castillo. El 2 de enero de 1611, descubría en él los instrumentos de tortura puestos a punto por Erzsebeth. Inmediatamente, ordenó el arresto de Dorko y de Jo liona, así como de una decena de otros servidores, que no tardaron en confesar las horribles cosas de las que habían sido cómplices. Fueron condenados a muerte y, el mismo día de su ejecución, los albañiles emparedaron todas las salidas de Csejthe, donde permane­cía encerrada la condesa. Iba a sobrevivir todavía tres años, pese a la soledad, pese a la falta de alimentos. ¿De qué modo consiguió resistir? Nadie lo sabe.
Lo que Erzsebeth Bathory había pedido a la sangre humana hubiera hecho mucho mejor buscándolo en la de las plantas, en su savia, en sus jugos, que contienen todos los principios vitales capaces de preservar la belleza y de impedir, en la medida de lo posible, por supuesto, que la piel envejezca. Éste es principalmente el caso de todas las aguas de Smith, de Colonia o de miel.
AGUA DE BOTOT: Esta agua dentífrica se obtiene haciendo macerar en alcohol de 60° caliente algunos gramos de canela, de clavo y granos de anís. Aromatizar tras el filtrado con algunas gotas de esencia de menta.
AGUA DE COLONIA: Es sin duda la más célebre de las aguas de belleza. Se fabrica mezclando 10 gramos de esen­cia de bergamota con 10 gramos de esencia de limón, 10 gramos de esencia de sidra, 5 gramos de esencia de romero, 5 gramos de esencia de azahar, 5 gramos de esencia de lavanda, 2,5 gramos de canela y 1 litro de al­cohol de 90°. Añadir al conjunto 150 gramos de agua de melisa y 100 gramos de alcohólate de romero. Dejar macerar una semana y filtrar.
AGUA DE MIEL: Esta agua muy suave —como la miel— es particularmente conveniente para limpiar las pieles sensi­bles y los párpados.
Hacer una primera mezcla de agua de rosas y agua de azahar. Añadir en seguida a este líquido miel (muy poca), algunos clavos, cilantro, cortezas de limón ralladas, nuez moscada en polvo y una vaina de vainilla. Las proporciones en las cuales conviene mezclar estos distintos ingredientes son variables y dependen del gusto de cada uno. Dejar macerar una semana y filtrar.

AGUA DE RAMILLETE: Esta agua de belleza delicadamente perfumada limpia la piel en profundidad, pero exige una preparación minuciosa, debido a lo complejo de los
ingredientes que la componen.
Mezclar 65 gramos de agua de miel {ver más arriba), 30 gramos de alcoholato de clavo, 125 gramos de agua sin par {ver más abajo), 35 gramos de alcoholato de jazmín, 30 gramos de alcoholato de lirio y veinte gotas de esencia de azahar.
AGUA SIN PAR: También limpia la piel en profundidad, desinfectándola al mismo tiempo.
Puede ser fabricada fácilmente en casa mezclando 5 gramos de esencia de limón, 4 gramos de esencia de cidra, 4 gramos de esencia de bergamota y 100 gramos de alcoholato de romero en un litro de alcohol de 90°.
AGUA DE SMITH: También desinfectante, al mismo tiempo que agradablemente perfumada, se obtiene mezclando, en un litro de alcohol de 90°, 60 gramos de esencia de lavanda, 30 gramos de tintura de ámbar y 500 gramos de agua de
Colonia.
Y, puesto que estamos con las aguas, he aquí una, la más natural que se pueda encontrar tras la de los manantiales. Es, simplemente, la savia de abedul.
«En todo el norte de Europa, escribía el doctor Percy, cirujano de los ejércitos de Napoleón, comenzando en nuestros departamentos del Rin y hasta los confines de Rusia, el agua de abedul es la esperanza, la felicidad y la panacea de los habitantes, ricos y pobres, grandes y pequeños, señores y siervos. Las enfermedades de la piel, las espinillas, los herpes, el acné rosáceo, etc., raramente le resisten...»
Esta agua se recolecciona en la primavera, antes de que las primeras hojas hayan tenido tiempo de agotar la savia que sube. De acuerdo, no resulta muy fácil, sobre todo hoy en día, conseguirla, pero se puede reemplazar por una decocción de hojas de abedul secas (50 gramos para un litro de agua) que tiene, sensiblemente, las mismas propie­dades.
Más «fuerte» es esta preparación, excelente para limitar la transpiración de los pies y, en todo caso, para eliminar su olor: hacer macerar 500 gramos de cola de caballo en medio litro de alcohol de 60° durante quince días, removiendo el frasco de tanto en tanto, luego filtrar.
Tras la piel, los cabellos. He aquí algunas recetas de champús y lociones capilares que podrán realizar muy económicamente en su casa y de las que pueden estar seguros de que son enteramente naturales.
CHAMPÚS:

—Anticaspa: Hacer macerar un buen pellizco de saponaria en medio litro de infusión de capuchinas.
—Cabellos secos: Echar algunas gotas de aceite de oliva sobre una yema de huevo y remover como para hacer una mayonesa, incorporando al mismo tiempo el contenido de un vaso de licor de ron.
—Cabellos grasos: Echar un buen pellizco de saponaria en medio litro de decocción de hojas de repollo.
—Cabellos normales: Preparar medio litro de infusión de camomila y añadirle una pulgarada de saponaria. Esta preparación es conveniente para los cabellos rubios. Para los cabellos castaños o negros, reemplazar la infusión de camomila por una decocción de hojas de nogal.
LOCIONES:

—Contra la caída del cabello: Tomar 100 gramos de hojas, de flores y de semillas frescas de capuchina, 100 gramos de hojas de ortiga igualmente frescas, 100 gramos de hojas de boj también frescas. Picar todas estas plantas y hacerlas macerar en 500 gramos de alcohol de 90° durante una quincena de días. Filtrar y perfumar con una esencia a elegir.
—También contra la caída del cabello: Mezclar 25 gramos de alcohol de lavanda, 25 gramos de éter, y un vaso de agua destilada.
—Contra la caspa: Frotar el cuero cabelludo con el interior de una corteza de limón a fin de arrancar las pieles
muertas.
—Contra la seborrea: Hacer hervir juntos en medio litro de agua una lechuga y un puñado de perejil. Filtrar y utilizar tibio.
El baño ahora, que es también un precioso auxiliar de la belleza... y no es Diana de Poitiers quien hubiera dicho lo contrario, ella que, a semejanza de Cleopatra, se bañaba en leche de burra. Hoy en día, por supuesto, resulta muy difícil hacer como ella, a menos que se sea millonario. ¿Quiere esto decir que los baños de leche son prohibitivos para las mujeres? Por supuesto que no, puesto que existe... la leche en polvo, que no es más cara que cualquier otra sal o aceite de baño vendidos habitualmente en los comercios.
Para todos los demás baños, se tomará en primer lugar la precaución de preparar una decocción muy concentrada de la planta —o plantas— elegida, que se echará en la bañera al mismo tiempo que un puñadito de saponaria.
Estas pocas recetas de belleza, estos trucos, son tan viejos como la femineidad. Desde el día en que Eva, arrancando una hoja —¿de parra?— para ocultar su desnudez, se dio cuenta de que la naturaleza podía proporcionarle todas las armas de la seducción, las mujeres no han dejado de aprovecharse de esta enorme despensa, cada una a su manera y en función de las necesidades de su piel.
Las plantas no han cambiado, son las mujeres quienes ya no confían en ellas. Sin embargo, cocinan con ellas, beben tisanas de ellas, aunque la simple idea de confiar su belleza a estas hierbas que tan a menudo consumen les hace estremecerse. Es como para dudar de la lógica femenina...

PEQUEÑO LÉXICO BOTÁNICO

BAYA: Pequeño fruto carnoso con pepitas que es, en realidad, la semilla de la planta.
BROTE: Llamado también yema, aparece en primavera, principalmente sobre los árboles y los arbustos, y puede estar recubierto de escamas o guarnecido por una pelusilla. En el interior de su caparazón se hallan los embriones de las hojas y, algunas veces, de los tallos.
BULBO: Se le llama más comúnmente la «cebolla» y, de hecho, la propia cebolla es un bulbo. No hay que confundirlo con el rizoma ni con las raíces que brotan del bulbo para hundirse en la tierra.
CABEZUELA: El Larousse en dos volúmenes la define como un «tipo de inflorescencia de varias flores sin pedúnculo e insertadas las unas al lado de las otras sobre el receptáculo».
CORTEZA: Es la piel, la envoltura de los árboles y de algunos
frutos.
FOLÍCULO: Fruto seco en forma de saquito que se abre en su madurez por una hendidura única que pasa exactamente entre las dos hileras de semillas que contiene.
PÉTALOS: Laminillas blancas o coloreadas que forman la corola de las flores.
REMATE: Parte de una planta, que comprende lo alto del tallo y la flor.
RIZOMA: Es un tallo subterráneo de donde parten las raíces que se hunden en el suelo y el tallo que asciende hacia la luz.
SEMILLA: Es ella la que asegura la reproducción de la especie. Es pues, la parte activa del fruto —granos,
pepitas o núcleo—, mientras que la pulpa no es más que la parte inerte, destinada ya sea a proteger, ya sea a alimentar la semilla.
TALLO: Corresponde al tronco de los árboles. Tubérculo: No hay que confundirlo ni con el bulbo ni con el rizoma. El tubérculo no desprende raíces, sino que se forma sobre las raíces o las partes aéreas de la planta. De hecho, contiene las reservas nutritivas de esta planta. Umbela: «Tipo de inflorescencia», para tomar las palabras del Larousse, en la cual los pedúnculos de cada flor se hallan insertados en un mismo punto. Vaina: Fruto seco como el folículo, pero que se abre por dos hendiduras opuestas.
LÉXICO FITOTERAPÉUTICO


La acción de las plantas se define por palabras muy particulares. He aquí, comunicadas por Henri Errera, los principales términos de este lenguaje técnico.

ABORTIVO: Que amenaza con provocar el aborto.
AFRODISÍACO: Que favorece la actividad sexual.
AMARGAS: Dícese de las plantas como la achicoria o la genciana, cuya principal característica es el amargor.
ANAFRODISÍACO: Que atenúa el deseo carnal.
ANALÉPTICO: Que posee propiedades fortificantes, que estimula y da nuevas fuerzas.
ANALGÉSICO: Que atenúa el dolor.
ANTÁLGICO: Sinónimo de analgésico.
ANTIASTÉNICO: Que combate la astenia, que estimula las fuerzas en caso de deficiencia nerviosa o psíquica.
ANTIBIÓTICO: Sustancia, producida por un ser vivo, que combate la infección.
ANTIDIARREICO: Que elimina la diarrea.
ANTÍDOTO: Que combate los efectos del veneno.
ANTIESCORBÚTICO: (Es decir la vitamina C). Que impide o cura el escorbuto.
ANTIESPASMÓDICO: Que calma los espasmos y calambres.
ANTILECHOSO: Que detiene la subida de la leche.
ANTIPIRÉTICO: Que elimina la fiebre.
ANTIPÚTRIDO: Que detiene la putrefacción.
ANTISÉPTICO: Que destruye los microbios o impide que se desarrollen.
ANTITÉRMICO: Que baja la temperatura.
ANTITÚSICO: Que calma la tos.
APERITIVO: Que abre el apetito.
AROMÁTICO: Que desprende un perfume agradable gracias al cual se puede enmascarar el gusto amargo de algunas preparaciones.
ASTRINGENTE: Que contrae y afirma los tejidos, ayuda a las heridas a cerrarse y detiene las hemorragias sanguíneas.
BACTERICIDA: Que mata las bacterias.
BACTERIOSTÁTICO: Que detiene la multiplicación de las bacte­rias.
BALSÁMICO: Que desprende un olor a resina y calma la tos o despeja las vías respiratorias.
BÉQUICO: Que calma la tos, pero no huele obligatoriamente tan bien como el precedente.
CARDIOTÓNICO: Que tonifica el corazón.
CARMINATIVO: Que reabsorbe o facilita las fermentaciones intestinales.
CÁUSTICO: Que tiene poder corrosivo y quema la piel.
COLAGOGO: Que aumenta las secreciones biliares.
COLERÉTICO: Sinónimo del precedente.
CORDIAL: Que fortifica o que estimula.
CUTÁNEO: Que tiene una acción sobre la piel.
DEPURATIVO: Que purifica la sangre.



DETERSIVO: Que limpia la epidermis o las heridas.
DIAFORÉTICO: Que hace transpirar abundantemente.
DIGESTIVO: Que facilita la digestión.
DIURÉTICO: Que estimula la diuresis, es decir la producción de orina por los riñones.
DRÁSTICO: Que purga enérgicamente.
EDULCORANTE: Que endulza un producto demasiado alcoho­lizado o amargo.
EMENAGOGO: Que provoca y regulariza el volumen de las menstruaciones.
EMÉTICO: Que hace vomitar.
EMOLIENTE: Que disminuye las inflamaciones locales.
ESTIMULANTE: Que provoca una excitación general.
ESTOMACAL: Que estimula el estómago y facilita la digestión.
ESTORNUTATORIO: Que hace estornudar.
ESTUPEFACIENTE: Que adormece los centros nerviosos y provoca una sensación de euforia que crea hábito.
ESTROGÉNICO: Que estimula la función ovárica.
EUPÉPTICO: Sinónimo de digestivo.
EXCITANTE: Que tiene un efecto estimulador sobre las glándulas y el sistema nervioso.
EXPECTORANTE: Que ayuda a evacuar las mucosidades de los bronquios o de los pulmones, es decir a expectorar.
FEBRÍFUGO: Que hace bajar la fiebre.
GALACTÓGENO: Que favorece e incrementa las secreciones lácteas.
HEMOLÍTICO: Que destruye los glóbulos rojos.
HEMOSTÁTICO: Que detiene las hemorragias sanguíneas.
HEPÁTICO: Que cura el hígado.
HIPERTENSOR: Que aumenta la tensión arterial.
HIPNÓTICO: Que favorece o produce el sueño.
HIPOGLICÉMICO: Que hace bajar el índice de azúcar en la sangre.
HIPOTENSOR: Que disminuye la tensión arterial.
LAXANTE: Que activa la evacuación intestinal.
LENITIVO: Que ablanda.
MUCÍLAGO: Sustancia viscosa de origen vegetal que dismi­nuye las irritaciones de los tejidos.
NARCÓTICO: Que provoca el sueño.
NECROSANTE: Que provoca una necrosis, es decir la muerte de los tejidos.
NEFRÍTICO: Relativo a los riñones.
PECTORAL: Que actúa sobre la función respiratoria.
PERISTÁLTICO: Que favorece las contracciones del intestino.
PURGANTE: Que libera el intestino.
REFRESCANTE: Que posee efectos laxantes y depurativos.
RESOLUTIVO: Que disipa las inflamaciones y hace desapare­cer las obstrucciones.
REVULSIVO: Que provoca una congestión local para curar otra.
RUBEFACIENTE: Que hace enrojecer la piel y activa la circulación en los pequeños vasos sanguíneos.
SEDATIVO: Que calma.
SINÉRGICO: Que asocia la acción de dos o más plantas.
SOPORÍFICO: Que hacer dormir.
SUDORÍFICO: Que hace transpirar.
TENÍFUGO: Que expulsa la tenia.
TÓNICO: Que hace desaparecer la fatiga y reconstituye las fuerzas.
TÓPICO: Que atrae la sangre a flor de piel.
VASOCONSTRICTOR: Que constriñe los vasos sanguíneos.
VASODILATADOR: Que dilata los vasos sanguíneos.
VENENOSO: Que contiene veneno.
VERMÍFUGO: Que expulsa las lombrices.
VESICANTE: Que provoca hinchazones en la piel.
VULNERARIO: Que favorece la cicatrización de las heridas.

TABLA DE EQUIVALENCIAS

Algunos de los productos indicados en el presente texto tienen diversa denominación en varios países de habla hispana. Para los lectores de dichos países, damos a continuación las equivalencias, así como las de algunas expresiones.
Aguacate: palta, avocado
Albaricoque: damasco, chabacano
Alcachofa: alcaucil
Al ast: al spiedo
Aliñar: condimentar, aderezar
Barbacoa: parrilla
Bistec: bife
Brioche: pan de Viena
Calabaza: zapallo
Calabacín: zapallito, zapallito italiano
Charcutería: fiambrería
Col: repollo, berza
Despojos: achuras, chunchules
Embutidos: fiambres
Entremeses: entradas
Fresa: frutilla
Guisantes: arvejas, chicharros
Judías blancas: porotos, frijoles
Judías verdes: chauchas, ejotes, bajocas, porotos verdes,
vainas
Mahonesa: mayonesa
Maíz: choclo, abatí
Melocotón: durazno
Nabo: cayocho
Nevera: heladera, refrigerador
Patata: papa
Plátano: banana
Piña: ananá
Potaje: sopa de verdura
Rustido de cerdo: cerdo al horno
Sorbete: helado de agua
Tomate: jitomate
Zumo: jugo


Este es el cuaderno secreto de la abuela del autor, donde la buena mujer consignaba las recetas largamente experimentadas que le habían sido legadas por la tradición y que eran elaboradas con autenticidad.
La abuela conocía un gran número de remedios naturales y caseros que precisamente constituyen la base de este libro. Tenía recetas para todo: dolores de barriga, migrañas, verrugas, heridas, indisposiciones, resfriados, que con sus recetas y tisanas se desvanecían en un abrir y cerrar de ojos.
¿Desdeñar los remedios caseros? Gracias a este cuaderno y a otras investigaciones, todo el tesoro y las virtudes de las plantas, de las verduras, de las frutas, de las pociones ya no tienen secretos para Jean Michel Pedrazzani ni, leyendo este libro, para ninguno de nosotros.

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