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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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domingo, 1 de noviembre de 2009

LOS CUENTOS DE ZOTHIQUE -- EL ULTIMO JEROGLÍFICO

EL ULTIMO JEROGLÍFICO
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Al final. el propio mundo será convertido en una cifra redonda.

Antigua profecía de Zothique.


Nushain, el astrólogo, había estudiado las circulares órbitas de la noche desde numerosas regiones muy separadas entre sí y había fijado, con toda la habilidad que era capaz de conseguir, los horóscopos de una miríada de hombres, mujeres y niños. Había ido de ciudad en ciudad y de reino en reino, viviendo por poco tiempo en todos los lugares, pues a menudo los magistrados locales le habían expulsado como si fuera un vulgar charlatán; o también porque, con el tiempo, sus consultantes habían descubierto el error de sus predicciones y se apartaron de él. A veces pasó hambre y anduvo andrajosamente vestido; en ningún sitio le rindieron demasiados honores. Los únicos compañeros de sus precarias fortunas eran un desgraciado perro mestizo, que de alguna forma se le había pegado en la ciudad de Zul-Bha-Sair, y un negro mudo y con un solo ojo a quien había comprado muy barato en Yoros. Había llamado al perro Ansarath por el nombre de la estrella canina, y al negro Mouzda, una palabra que quería decir oscuridad. Durante el curso de sus prolongados vagabundeos, el astrólogo llegó a Xylac y estableció su residencia en su capital, Ummaos, que había sido construida sobre las ruinas de una ciudad más antigua del mismo nombre, destruida hacía mucho tiempo por la ira de un hechicero. Aquí Nushain se alojó, junto con Sansarath y Mouzda, en el ático, medio ruinoso, de un edifico que se desmoronaba; desde el tejado acostumbraba observar las posiciones y movimientos de los cuerpos siderales en las noches que no oscurecían los gases de la ciudad. A intervalos, algún ama de casa prostituta, algún portero, chalán o pequeño mercader, subía las podridas escaleras hasta su aposento y le pagaba una pequeña suma por su natividad, que el astrólogo planeaba con inmenso cuidado con ayuda de sus destrozados libros de ciencia astrológica.

Cuando, como ocurría a menudo, se encontraba todavía perdido con respecto al significado de alguna conjunción u oposición celestial, después de consultar sus libros consultaba a Ansarath y deducía profundos augurios de los variables movimientos de la sarnosa cola del perro cuando éste intentaba librarse de las pulgas. Algunas de estas predicciones se cumplieron, con considerable beneficio para la fama de Nushain en Ummaos. La gente se acercaba a él con más frecuencia, oyendo que era un adivino de cierta categoría, y más aún debido a las liberales leyes de Xylac, que permitían todas las artes mágicas y secretas, estaba inmune a toda persecución.

Por primera vez, parecía como si los oscuros planetas de su destino estuviesen cediendo ante estrellas de buena suerte. Por esta fortuna y por las monedas que se acumulaban desde entonces en su bolsa, dio gracias a Vergama, que, a través de todo el continente de Zothique, era considerado el más poderoso y misterioso de los genios y que se creía gobernaba sobre los cielos, además de sobre la tierra.

En una noche de verano, cuando las estrellas estaban profusamente desparramadas como una ardiente arena sobre la bóveda de negro azulado, Nushain subió al tejado de su alojamiento. Como era su costumbre a menudo, se llevó con él al negro Mouzda, cuyo único ojo poseía una agudeza milagrosa y le había servido bien en muchas ocasiones para suplir la propia visión del astrólogo, algo corto de vista. Por medio de un sistema de señales y gestos muy bien codificado, el mudo era capaz de comunicar el resultado de sus observaciones a Nushain.

Aquella noche, la constelación del Gran Perro, que había presidido el nacimiento de Nushain, estaba ascendiendo por el este. Mirándola atentamente, los torpes ojos del astrólogo percibieron que había algo extraordinario en su configuración. No pudo determinar el carácter preciso del cambio, hasta que Mouzda, que mostraba una gran excitación, llamó su atención ante tres nuevas estrellas de segunda magnitud que habían aparecido muy cerca de los cuartos traseros del Perro. Esta asombrosa novedad, que Nushain sólo podía distinguir
como tres borrones rojizos, formaban un triángulo equilátero pequeño. Nushain y Mouzda estaban seguros de que aquello no había sido visible ninguna noche anterior.

—Por Vergama, que esto es algo extraño—juró el astrólogo, presa del asombro y de la confusión.

Comenzó a computar la problemática influencia de la novedad sobre la lectura de su futuro en los cielos y en seguida percibió que, de acuerdo con la ley de las emanaciones astrales, ejercían un efecto modificador sobre su propio destino, que había sido controlado largamente por el Perro.

Sin embargo, sin consultar sus tablas y libros no podía decidir la tendencia particular ni la importancia de esta influencia por venir, aunque se sentía seguro de que era momentánea, fuese para su desgracia o para su felicidad. Dejando que Mouzda vigilase los cielos en busca de otros prodigios, descendió rápidamente a su ático. Allí, después de consultar la opiniones de varios astrólogos antiguos sobre el poder ejercido por las novedades, comenzó a confeccionar de nuevo su propio horóscopo. Penosamente, y con mucha agitación, trabajó durante la noche y no terminó sus cálculos hasta que la aurora vino a mezclar su mortal palidez con la amarilla luz de las velas. Sólo parecía haber una interpretación posible de los alterados cielos. La aparición del triángulo de estrellas en conjunción con el Perro significaba claramente que Nushain iba a realizar muy pronto un viaje impremeditado que le obligaría a atravesar, por lo menos, tres de los elementos. Mouzda y Ansarath le acompañarían, y tres guías, apareciendo sucesivamente en los momentos adecuados, le conducirían hasta la meta destinada. Todo esto fue revelado por sus cálculos, pero nada más; en ninguna parte estaba predicho si el viaje sería afortunado o desastroso; nada indicaba su motivo, propósito o dirección.

El astrólogo se sintió muy preocupado por aquel singular y equívoco augurio. No le gustaba la perspectiva de un viaje inminente, porque no deseaba abandonar Ummaos, entre cuya crédula gente había comenzado a establecerse, no sin éxito. Además, en su interior se levantó una fuerte aprensión ante la naturaleza, extrañamente múltiple, del viaje y su secreto resultado. Todo esto, pensaba, sugería la obra de alguna providencia oculta y quizá siniestra; seguramente un viaje corriente no le conduciría por tres elementos ni requeriría un triple
guía.

Durante las noches que siguieron, él y Mouzda observaron cómo las nuevas estrellas se desplazaban hacia el oeste, por detrás del llameante Perro. Caviló interminablemente sobre sus mapas y volúmenes, esperando descubrir algún error en la lectura que había hecho. Pero al final siempre se veía obligado a la misma interpretación.

Según pasaba el tiempo, se sentía más y más preocupado por la idea de aquel poco apetecible y misterioso viaje que tenía que hacer. Continuaba prosperando en Ummaos y no parecía haber ninguna razón concebible para su partida. Era como alguien que esperase una llamada secreta y oscura, sin saber de dónde vendría ni a qué hora. Todos los días escudriñaba con temerosa ansiedad los rostros de sus visitantes, pensando que el primero de los tres guías predichos por las estrellas podría llegar sin previo aviso y sin ser reconocido entre ellos.

Mouzda y el perro Ansarath, con la intuición de las cosas mudas, eran sensibles a la extraña inquietud que sentía su amo. La compartían palpablemente, el negro mostrando su aprensión por medio de muecas salvajes y demoniacas y el perro acurrucándose bajo la mesa del astrólogo o paseando sin cesar de un lado a otro, con su cola casi sin pelos entre las patas. Esta conducta, a su vez, sirvió para confirmar la inquietud de Nushain, que la consideró de mal augurio.

Cierta noche, Nushain consultó por quincuagésima vez el horóscopo, que había dibujado con tintas de colores brillantes sobre una hoja de papiro. Se sintió muy asombrado cuando, sobre el margen izquierdo en blanco de la hoja, vio una curiosa figura que no era parte de sus propios garrapateos. La figura era un jeroglífico escrito en un castaño oscuro y bituminoso y parecía representar una momia cuyas vendas se encontraban sueltas alrededor de sus piernas y cuyos pies estaban colocados en la postura de un largo paso. Miraba hacia el cuadrante de la carta donde se encontraba el signo del Gran Perro, que, en Zothique, era una Casa del Zodiaco.

La sorpresa de Nushain se convirtió en una especie de temblor mientras estudiaba el jeroglífico. Sabía que el margen de la carta había estado completamente limpio la noche anterior, y durante el día no había salido en ningún momento del ático. Estaba seguro de que Mouzda nunca se hubiese atrevido a tocar la carta; además, el negro no era muy habilidoso escribiendo. Entre las diversas tintas empleadas por Nushain había una que recordaba el pardo castaño de la figura, que parecía sobresalir con un triste relieve sobre el blanco papiro.

Nushain sintió la alarma de alguien que se enfrenta a una aparición siniestra e inexplicable. Seguramente, ninguna mano humana había escrito la figura en forma de momia, como el signo de un extraño planeta exterior listo para invadir las casas de su horóscopo. Esto sugería un agente oculto, como en el advenimiento de las tres estrellas. Durante muchas horas buscó vanamente una solución al misterio, pero en todos sus libros no había nada que le iluminase, porque esto, parecía, era una cosa absolutamente sin precedentes en la astrología.

Durante el día siguiente estuvo ocupado de la mañana a la noche planeando aquellos destinos que los cielos ordenaban para varias personas de Ummaos. Después de completar los cálculos con su usual y meticuloso cuidado, desenrolló su propia carta una vez más, aunque con dedos temblorosos. Un terror que se aproximaba al pánico se adueñó de él cuando vio que el jeroglífico pardo ya no se hallaba en el margen, sino que estaba ahora colocado como una figura caminando en una de las Casas inferiores, donde continuaba de frente al Perro, como si avanzase hacia aquel signo ascendente.

Desde aquel momento, el astrólogo fue devorado por el espanto y la curiosidad que se adueñan de alguien que contempla un portento fatal pero inexcrutable. Nunca, durante las horas en las que cavilaba contemplándolo hubo ningún cambio en la figura intrusa; sin embargo, cada noche que cogió la carta vio que la momia había avanzado a una Casa superior, acercándose constantemente a la Casa del Perro...

Llegó un momento en el que la figura estuvo en el umbral del Perro. Portentosa, con misterio y amenaza que se extendían más allá de la adivinación del astrólogo, parecía esperar mientras la noche continuaba y era taladrada por los grisáceos hilos de la aurora. Después, fatigado por sus prolongados estudios y vigilias, Nushain se durmió en su silla. Durmió sin ser turbado por ningún sueño; Mouzda tuvo cuidado en no despertarle, y aquel día ningún visitante subió hasta el ático. Así se sucedieron la mañana, el mediodía y el atardecer, sin que fueran advertidos por Nushain.

De noche fue despertado por los altos y dolorosos aullidos de Ansarath, que parecían salir de la esquina más alejada de la habitación. Confusamente, y antes de abrir los ojos, advirtió un olor a especias amargas y a penetrante alcanfor. Después, aunque las vagas redes del sueño no habían sido barridas por completo de su vista, contempló, a la luz de las amarillentas velas que Mouzda había encendido, una forma alta, semejante a una momia, que esperaba en silencio a su lado. La cabeza, brazos y cuerpo de la forma se hallaban fuertemente rodeados por vendas del color del betún, pero los pliegues estaban sueltos de las caderas para abajo y la figura se erguía como un caminante, con un pie reseco y pardo delante de su pareja.

El terror creció en el corazón de Nushain y pensó que la forma envuelta en un sudario se parecía al extraño jeroglífico invasor que había pasado de Casa en Casa a través de la carta de su destino. Entonces, una voz surgió distintamente de los gruesos vendajes de la aparición, diciendo:

—Prepárate, oh Nushain, porque yo soy el primero de los guías de este viaje que te ha sido anunciado por las estrellas.

Ansarath, acurrucándose bajo el lecho del astrólogo, continuaba aullando su temor al visitante y Nushain vio que Mouzda había intentado ocultarse en compañía del perro.

Aunque un frío como el de una muerte inminente había caído sobre él, pues consideraba la aparición como la misma muerte, Nushain se levantó de su asiento con esa dignidad, propia de un astrólogo, que había mantenido durante todas las vicisitudes de su vida. Llamó a Mouzda y Ansarath de su escondite y los dos le obedecieron, aunque con muchos estremecimientos, ante la oscura y embozada momia. Con sus compañeros de fortuna detrás, Nushain se volvió hacia el visitante.

—Estoy listo—dijo, con voz cuyo temblor era casi imperceptible—. Pero me gustaría llevar algunas de mis pertenencias.

La momia sacudió su enfajada cabeza.

—Lo mejor será que no lleves contigo nada más que tu horóscopo, porque al final sólo esto quedará contigo.

Nushain se inclinó sobre la mesa donde había dejado su natividad. Antes de comenzar a enrollar el papiro abierto, advirtió que el jeroglífico de la momia se había desvanecido. Era como si el símbolo escrito después de trasladarla sobre su horóscopo se hubiese materializado en la figura que ahora le esperaba. Pero en el margen de la carta, en remota oposición al Perro, había un jeroglífico, azul como el mar, de una fantástica sirena con cola de carpa y cabeza mitad humana y mitad de mono, y detrás de la sirena estaba el negro jeroglífico de una pequeña barcaza.

El temor de Nushain cedió, por un instante, el paso a la maravilla. Pero enrolló el pergamino cuidadosamente y se puso en pie, sujetándolo con la mano derecha.

—Vamos—dijo el guía—; hay poco tiempo y tienes que atravesar los tres elementos para guardar la Casa de Vergama de toda intrusión fuera de tiempo.

Estas palabras confirmaron, en cierta forma, las suposiciones del astrólogo. Pero el misterio de su futuro destino no fue iluminado en modo alguno por el anuncio de que tenía que entrar, presumiblemente al final del viaje, en la oscura mansión de aquel ente llamado Vergama, a quien algunos consideraban el más secreto de todos los dioses y otros el más críptico de los demonios. En todas las tierras que formaban Zothique había rumores y leyendas en relación a Vergama; pero eran completamente distintas y contradictorias, excepto en su atribución común de poderes casi omnipotentes a la entidad. Nadie conocía la situación de su morada, pero se creía que
enormes multitudes habían entrado en ella en el transcurso de los siglos y milenios y que nadie regresó de allí.

Muchas veces Nushain había pronunciado el nombre de Vergama, jurando o protestando por él, en la manera en que acostumbran hacerlo los hombres con los nombres de sus ocultos señores. Pero ahora que había escuchado el nombre de los labios de su macabro visitante, se llenó con las más oscuras y terribles aprensiones. Intentó dominar estos sentimientos y resignarse a la manifiesta voluntad de las estrellas. Con Mouzda y Ansarath en sus talones, siguió a la enfajada momia, que no parecía demasiado incómoda a causa de las vendas que se
arrastraban en el suelo.

Con una apenada mirada hacia atrás a sus libros y papeles, salió de la habitación y descendió las escaleras. Una lúgubre luz parecía rodear las vestiduras de la momia, pero aparte de esto no había ninguna iluminación; Nushain pensó que la casa estaba extrañamente oscura y silenciosa, como si todos sus ocupantes estuvieran muertos o se hubieran marchado. No oyó ninguno de los sonidos de la noche de la ciudad, ni podía ver otra cosa que una espesa oscuridad detrás de las ventanas que deberían abrirse a una calle iluminada. También parecía que las escaleras hubiesen cambiado y se hubiesen alargado, no terminando ya en el patio del edificio, sino que se zambullían tortuosamente en una insospechada zona de cámaras sofocantes y corredores pestilentes, derruidos
y salitrosos.

El aire aquí estaba impregnado de muerte y el corazón de Nushain comenzó a desmayar. Por todas partes, en las criptas veladas por las sombras y en los profundos nichos, percibió la innumerable presencia de los muertos. Creyó oír el triste crujido de las vendas removidas, la respiración exhalada por cadáveres muertos hacía largo tiempo, un seco chasquido de dientes sin labios. Pero la oscuridad velaba su visión y no veía otra cosa que la luminosa forma de su guía, que seguía avanzando como si recorriese su tierra natal.

A Nushain le pareció atravesar infinitas catacumbas donde se alojaba la mortalidad y corrupción de todos los siglos. A sus espaldas oía los resoplidos de Mouzda y, a ratos, los bajos y aterrorizados aullidos de Ansarath; así supo que la pareja le era fiel. Pero se sentía preso del horror que le rodeaba, sentía el frío de una mortal humedad y se apartaba, con toda la repulsión de la carne viviente, de la cosa vendada que seguía y de aquellas otras cosas que se amontonaban a su alrededor en la oscuridad sin fondo.

Pensando en darse ánimos por el sonido de su propia voz, comenzó a interrogar a su guía, aunque la lengua se le quedaba pegada a la boca, como paralizada.

—¿Es realmente Vergama y ningún otro quien me ha llamado y me ordena hacer este viaje? ¿Para qué me ha llamado? ¿En qué país habita?

—Tu destino es el que te ha llamado—dijo la momia—. Te enterarás del propósito al final, en el momento escogido, y no antes. En cuanto a tu tercera pregunta, no serías más sabio si yo nombrase la región en que la casa de Vergama se oculta del asalto de los mortales, porque ese país no está señalado en ningún mapa terrestre, ni en el mapa de los estrellados cielos.

A Nushain estas respuestas le parecieron equívocas e inquietantes y se sintió poseído por temerosas premoniciones mientras descendía todavía más entre el osario subterráneo. Indudablemente, pensó, negro debe ser el propósito de un viaje cuya primera etapa me ha conducido tan lejos entre el imperio de la muerte y la corrupción y, seguramente, el ser que le había llamado y le había enviado como su primer guía a una seca y recomida momia vestida con los atavíos de la tumba debía ser poco fiable.

Entonces, mientras cavilaba sobre estas cosas casi hasta el frenesí, las excavadas paredes de la catacumba fueron silueteadas por una débil luz; entró tras la momia en una cámara donde altas velas de alquitrán negro colocadas en soportes de plata enmohecida ardían alrededor de un inmenso y solitario sarcófago. Cuando Nushain estuvo más cerca no pudo ver ni signos, ni esculturas, ni jeroglíficos grabados sobre la tapa y los costados del sarcófago, pero por sus proporciones le parecía que dentro debía yacer un gigante.

Sin detenerse, la momia pasó a otra cámara. Pero Nushain, viendo que estaba completamente a oscuras, retrocedió con una repugnancia que no pudo vencer, y aunque las estrellas hubiesen decretado su viaje, le pareció que la resistencia humana no podía llegar más lejos. Empujado por un impulso repentino, agarró una de las pesadas velas de una yarda de largo que ardían tranquilamente alrededor del sarcófago y, sujetándola con la mano izquierda, con su horóscopo todavía firmemente agarrado en la derecha, huyó junto a Mouzda y Ansarath por el camino por donde había venido, esperando deshacer sus pasos por las penumbrosas cavernas y volver a Ummaos a la luz de la vela.

No oyó ningún sonido que indicara que la momia le persiguiera. Pero mientras huía, la vela, que llameaba alocadamente, le reveló los horrores que la oscuridad había escondido hasta entonces de sus ojos. Vio los huesos de hombres apilados en repugnante confusión con los de los monstruos caídos y sarcófagos medio abiertos por los que asomaban las extremidades medio podridas de seres innombrables; extremidades que no eran ni cabezas, ni manos, ni pies. Y pronto las catacumbas se dividieron y volvieron a escindirse ante él, de forma que tuvo que escoger su camino al azar, sin saber si le conduciría otra vez a Ummaos o a las desconocidas profundidades.

Pronto llegó ante el gigantesco cráneo de una increíble criatura, que reposaba sobre el suelo con órbitas que miraban hacia arriba; detrás del cráneo se hallaba el apilado esqueleto del monstruo, bloqueando completamente el paso. Sus costillas estaban semiincrustadas en las estrechas paredes, como si se hubiese arrastrado hasta allí y hubiese muerto en la oscuridad, incapaz de retirarse o de seguir adelante. Arañas blancas, con cabezas de demonio y del tamaño de un mono, habían hilado sus redes en los profundos arcos formados por los huesos, saliendo en número interminable cuando Nushain se acercó; el esqueleto pareció moverse y temblar cuando bulleron sobre él en forma aborrecible, saltando al suelo ante el astrólogo. Detrás surgieron otras en ejército incontable, apiñándose y cubriendo cada partícula ósea. Nushain huyó junto a sus compañeros, y retrocediendo hasta la bifurcación de las cavernas, siguió el otro corredor.

Aquí no le persiguieron las arañas-demonio. Pero al apresurarse, por temor a que ellos o la momia le alcanzasen, se vio pronto detenido por el borde de una gran fosa que cruzaba la catacumba de pared a pared, demasiado ancha para que un hombre pudiera saltarla. Ansarath, al olfatear ciertos olores que salían del foso, retrocedió aullando enloquecidamente, y Nushain, sosteniendo la antorcha encendida sobre él, distinguió allá abajo el brillo de unas arrugas que se extendían circularmente sobre un líquido negro y untuoso y dos puntos de un rojo sanguíneo que parecían nadar con un movimiento fluctuante en el centro.

Después oyó un silbido como el de alguna caldera, calentada por fuegos mágicos, y le pareció que la negrura hervía y se elevaba, subiendo rápida y siniestramente para rebasar el borde de la fosa; los puntos rojos, al acercarse a él, eran como ojos luminosos que mirasen malignamente...

Por tanto, Nushain retrocedió apresuradamente; volviendo sobre sus pasos, encontró a la momia esperándole en la conjunción de las catacumbas.

—Da la impresión, oh Nushain, de que has dudado de tu propio horóscopo—dijo su guía irónicamente—. Sin embargo, en ocasiones hasta un mal astrólogo puede leer bien los cielos. Obedece, pues, a las estrellas que decretaron tu viaje.

En adelante, Nushain siguió a la momia sin resistencia. Volviendo a la cámara en que se encontraba el inmenso sarcófago, fue apremiado por su guía para que colosase otra vez en su lugar la negra vela que había robado. Sin más luz que la fosforescencia de las vendas de la momia, holló la pestilente oscuridad de aquellos osarios, todavía más profundos que los anteriores, que yacían detrás. Por fin, a través de cavernas en las que una débil claridad se mezclaba con las sombras, salió al exterior, bajo unos cielos cubiertos y en la costa de un mar salvaje que estaba envuelto en niebla, nubes y espuma.

—Aquí terminan mis dominios y tengo que dejarte para que esperes al segundo guía.

En pie, con el punzante olor a sal marina en su olfato, con cabello y vestidura alborotados por el temporal, Nushain oyó un tintineo metálico y vio que una puerta de herrumbroso bronce se había cerrado en la entrada de la caverna. La playa estaba cerrada por acantilados imposibles de escalar, que corrían hasta las olas por ambos lados. Así que el astrólogo esperó por fuerza; pronto pudo contemplar cómo emergía entre el encrespado oleaje la sirena azul, cuya cabeza era mitad humana, mitad de mono; detrás de ella venía una pequeña barca negra que no llevaba a nadie visible, ni al timón ni a los remos. Ante esto, Nushain recordó el jeroglífico de la criatura marina y el bote que había aparecido en el margen de su natividad. Desenrollando el papiro vio, maravillado, que ambas figuras habían desaparecido, y no dudó de que hubiesen pasado, como el jeroglífico de la momia, por todas las Casas zodiacales, hasta llegar a la Casa que presidía su destino, y, quizá, desde allí hubiesen aparecido como seres materiales. Pero sobre el rollo se veía ahora el ardiente jeroglífico de una salamandra del color del fuego, colocada enfrente del Gran Perro.

La sirena le llamó con gestos estrámboticos, haciendo profundas muecas y mostrando las sierras blancas de sus dientes, semejantes a los del tiburón. Nushain se adelantó y entró en la barca, obedeciendo las señales que le hizo la criatura marina; Mouzda y Ansarath, fieles a su amo, le acompañaron. Después, la sirena se alejó nadando entre el hiniente oleaje, y la barca, como si fuese impulsada por algún encantamiento, la siguió; navegando suavemente contra el viento y las olas, se adentró en línea recta en aquel penumbroso e innombrable
océano.

Medio oculta por los remolinos de niebla y espuma, la sirena nadó continuamente ante la barca. Durante aquel viaje, el tiempo y el espacio dejaron de tener significado, y como si hubiese abandonado la existencia mortal, Nushain no experimentó ni sed ni hambre. Pero parecía que su alma derivaba por mares de extrañas dudas y horribles alienaciones y temía el neblinoso caos que le rodeaba todavía más de lo que había temido las nocturnas catacumbas. A menudo intentó interrogar a la criatura marina con respecto a su destino, pero no recibió respuesta. El viento, que soplaba desde costas invisibles, y la corriente, que les llevaba a desconocidas latitudes, estaban por igual llenas de susurros de espanto y horror.

Nushain ponderó los misterios de su viaje casi hasta la locura y le asaltó la idea de que, después de atravesar la región de la muerte, estaba atravesando ahora el limbo gris de las cosas no creadas, y al pensar en esto sintió miedo de adivinar la tercera etapa de su viaje, no atreviéndose a reflexionar sobre la naturaleza de su destino.

Pronto, repentinamente, las nieblas se levantaron y una catarata de rayos dorados se desprendió del sol, que estaba alto en el cielo. Muy próxima, a sotavento de la barca, se veía una alta isla con verdes árboles, cúpulas ligeras en forma de concha y jardines en flor resaltando en el resplandor del mediodía. Allí, con un soñoliento murmullo, las olas se rompían tranquilas sobre una costa baja y cubierta de hierba que no había conocido la ira del temporal y viñas cargadas de fruto y hermosas flores pendían sobre el agua. Parecía como si de aquella isla emanase un hechizo de olvido y somnolencia y que cualquiera que llegase hasta ella viviría de allí en adelante inviolable para siempre en sueños brillantes como el sol. Nushain fue presa de un anhelo de aquel refugio verde y
frondoso y no deseó viajar más por la terrible nada del océano encadenado por la niebla. Y, entre su deseo y su terror, se olvidó por completo de los términos de aquel destino que las estrellas habían ordenado para él.

La barcaza ni se detuvo ni se desvió, pero costeó la isla acercándose más; Nushain vio que el agua era limpia y poco profunda, de manera que un hombre alto podría caminar hasta la playa con facilidad. Se lanzó al mar, sosteniendo su horóscopo en alto, y comenzó a caminar hacia la isla; Mouzda y Ansarath le siguieron nadando codo a codo.

Aunque algo incómodo a causa de su largas ropas mojadas, el astrólogo pensó que alcanzaría aquella atractiva costa, y no hubo, por parte de la sirena, ningún intento de impedírselo. El agua le alcanzaba a medio camino entre la cintura y los sobacos, después lamió su cintura y luego descendió hasta los pliegues de la rodilla, y los viñedos de la isla y sus flores pendieron fragantemente sobre él.

Entonces, cuando estaba apenas a un paso de aquella playa encantadora, oyó un fuerte silbido y vio que las viñas, las ramas y las flores, las mismas hierbas, estaban entrelazadas y cubiertas por un millón de serpientes, que se agitaban incansablemente de un lado a otro con odiosos movimientos. El silbido partía de todas partes de aquella majestuosa isla, y las serpientes, con formas asquerosamente moteadas, se enroscaban, reptaban y se arrastraban por todas partes; ni una yarda de superficie estaba libre de su desfile o libre para el
paso humano.

Volviéndose hacia el mar, lleno de repulsión, Nushain vio que la barca y la sirena esperaban allí cerca. Desesperado, volvió a entrar en la barca con sus compañeros y el bote reanudó su rumbo, conducido por medios mágicos. Y ahora, por primera vez, la sirena habló, diciendo por encima de su hombro con voz dura y medio articulada, y no sin ironía:

—Da la impresión, oh Nushain, de que te falta fe en tus propias predicciones. Sin embargo, hasta el más pobre de los astrólogos puede a veces fijar correctamente un horóscopo. Cesa entonces de rebelarte contra lo que las estrellas han escrito.

La barcaza continuó su camino y las nieblas la rodearon por completo. La isla, que brillaba en el mediodía, se perdió de vista. Después de un vago intervalo, el encubierto sol se ocultó detrás de las nubes que comenzaban a formarse y una oscuridad como la de la noche primigenia se posó por todas partes. Pronto, entre los desgarrones en la niebla, Nushain contempló un cielo extraño, cuyos signos y planetas no pudo reconocer, y ante esto cayó sobre él el negro horror de la perdición más completa. Entonces volvieron las nieblas y las nubes, velando aquel cielo desconocido de su escrutinio. Y no pudo distinguir nada, excepto la sirena, que era visible debido a
una débil fosforescencia que siempre la rodeaba cuando nadaba.

La barca continuó su avance; con el tiempo, pareció que una roja aurora se elevaba ahogada y ardiente por detrás de la niebla. El bote penetró en la creciente claridad, y Nushain, que había creído que vería de nuevo el sol, fue sorprendido por una costa extraña, donde las llamas se elevaban formando una alta muralla ininterrumpida, alimentándose perpetuamente de arena y roca desnuda, según todas las apariencias. Las llamas subían con poderosos saltos y un rugido como el de las olas y el calor se adentraba bien lejos en el mar, semejante al producido por numerosos hornos. La barca se acercó rápidamente a la costa, y la sirena, con extraños gestos de despedida, se sumergió y desapareció bajo las aguas.

Nushain apenas podía mirar hacia las llamas o soportar el calor. Pero la barca tocó con la estrecha lengua de tierra que se extendía entre ellas y el mar; una salamandra ardiente, que tenía la forma y el color del jeroglífico que había aparecido últimamente sobre su horóscopo, salió de la roja muralla de fuego. Y con inefable consternación, Nushain supo que aquél era el tercer guía de su triple viaje.

—Ven conmigo —dijo la salamandra, con voz como el chasquido de los haces de leña.

Nushain saltó desde la barca a aquella lengua de tierra que estaba tan caliente como un horno bajo sus pies, y detrás, aunque con palpable terror, Mouzda y Ansarath le siguieron. Pero al acercarse a las llamas detrás de la salamandra, y medio sofocados por su ardor, fue dominado por la debilidad de la carne mortal, e intentando escapar de nuevo a su destino, huyó a lo largo de la estrecha franja de playa entre el fuego y el agua. Pero sólo había dado unos cuantos pasos cuando la salamandra, con un rugido enorme y feroz y una carrera, le cortó el paso, conduciéndole otra vez directamente hacia el fuego con terribles azotes de su cola parecida a la de un dragón, de la que salía una lluvia de chispas. No pudo hacer frente a la salamandra y creyó que el fuego le consumiría como a un
papel si penetraba en él, pero en la muralla apareció una especie de abertura y las llamas se arquearon formando un conducto por el que pasó junto a sus compañeros, guiado por la salamandra a un país ceniciento donde todas las cosas estaban veladas por humos y vapores que colgaban a ras de tierra. Aquí, la salamandra observó con una especie de ironía:

—No en vano, oh Nushain, has interpretado las estrellas de tu horóscopo. Ahora tu viaje se acerca a su fin y ya no necesitarás más de los servicios de un guía. --Diciendo esto le abandonó, desapareciendo en el humeante aire como un fuego sofocado.

Nushain, irresoluto, vio ante sí una escalera blanca que subía entre los arremolinados vapores. Detrás, las llamas se elevaban ininterrumpidamente, como una muralla sin final, y a cada lado, de instante en instante, el humo tomaba formas y rostros demoniacos que le amenazaban. Comenzó a subir por las escaleras y las formas se reunieron por debajo y a su alrededor, aterradoras como los servidores de algún mago y manteniendo el paso con él mientras subía, de forma que no se atrevía a detenerse o a retroceder. Ascendió en la turbia penumbra y llegó inadvertidamente a las puertas abiertas de una casa de piedra gris que tenía una amplitud y altura que no podían adivinarse.

De mala gana, pero empujado por el batallón de humeantes formas, atravesó las puertas junto con sus compañeros. La casa era un lugar de largos salones vacíos, tortuosos como los pliegues de una concha marina. No había ventanas ni lámparas, pero parecía que brillantes soles de plata habían sido disueltos y difuminados en el aire. Huyendo de los esbirros infernales que le perseguían, el astrólogo siguió las serpenteantes salas y llegó por fin a un aposento interior donde el mismo espacio estaba confinado. En el centro de la habitación, una figura, embozada y con capucha, de proporciones colosales, se sentaba muy erguida sobre un asiento de mármol, silenciosa e inmóvil. Ante la figura, sobre una especie de mesa, estaba abierto un vasto volumen.

Nushain sintió el terror de alguien que se acerca a la presencia de alguna deidad o demonio de gran categoría. Viendo que los fantasmas se habían desvanecido, se detuvo en el umbral de la habitación, pues su inmensidad le mareaba, como el intervalo vacío que yace entre los mundos. Deseaba retirarse, pero una voz surgió del ser de la capucha, hablando suavemente, como si fuese la voz de su propia mente interior.

—Yo soy Vergama, cuyo otro nombre es Destino; Vergama, a quien has llamado de forma tan tonta e ignorante, como los hombres acostumbran a llamar a sus señores ocultos; Vergama, que te ha llamado para ese viaje que todos los hombres tienen que hacer en un tiempo u otro, de una u otra forma. Ven, oh Nushain, y lee un
poco en mi libro.

El astrólogo se sintió empujado junto a la mesa por una mano invisible. Inclinándose sobre ella, vio que el gigantesco libro estaba abierto por las páginas centrales, que estaban cubiertas por una miríada de signos escritos con tintas de distintos colores y representaban hombres, dioses, peces, pájaros, monstruos, animales, constelaciones y muchas otras cosas. Al final de la última columna de la página de la derecha, donde apenas quedaba espacio para más inscripciones, Nushain vio el jeroglífico de un triángulo de estrellas con los tres lados iguales, como el que había aparecido recientemente en las proximidades del Perro, y a continuación los jeroglíficos de una momia, una sirena, una barca y una salamandra, parecidas a las figuras que habían entrado y salido de su horóscopo y a aquellas que le condujeron hasta la casa de Vergama.

—En mi libro—dijo la figura encapuchada— se escriben y conservan los signos que representan cada cosa. En el principio, todas las cosas visibles eran sólo símbolos escritos por mí, y al final sólo existirán como una escritura en mi libro. Durante un tiempo salen de él, apropiándose de aquello que es conocido como sustancia... Fui yo, oh Nushain, quien dispuso en los cielos las estrellas que predijeron tu viaje; yo el que envié esos tres guías. Y estas cosas, habiendo servido su propósito, ahora son sólo signos sobre un papel, como lo eran antes.

Vergama hizo una pausa y un silencio infinito volvió a la habitación; una maravilla sin medida se apoderó de la mente de Nushain. Después, el ser encapuchado continuó:

—Durante un cierto tiempo ha existido entre los hombres esa persona llamada Nushain, el astrólogo, junto con el perro Ansarath y el negro Mouzda, que siguieron los cambios de su suerte... Pero ahora, y en breve, tengo que volver la página, y antes de hacerlo debo acabar la escritura que corresponde a este lugar.

Nushain pensó que un viento se había levantado en la cámara, moviéndose ligeramente con un extraño sonido y silbido, aunque no sintió realmente el paso de su soplo. Pero vio que el pelo de Ansarath, que se había acurrucado cerca de él, estaba alborotado por el viento. Después, y ante sus maravillados ojos, el perro comenzó a encogerse y disminuir de tamaño, como si fuese objeto de una magia mortal, empequeñeciéndose hasta llegar a tener el tamaño de una rata y después la pequeñez de un ratón y la ligereza de un insecto, aunque conservando su forma original. Después de esto, el diminuto ser fue atrapado por el silbante aire y pasó volando junto a Nushain como podría volar un mosquito; siguiéndolo con la vista, vio que la imagen de un perro se había inscrito repentinamente junto a la de la salamandra, al final de la página de la derecha. Pero aparte de esto, no quedaba ningún rastro de Ansarath.

De nuevo sopló el viento en la habitación sin tocar al astrólogo, pero agitando las destrozadas vestimentas de Mouzda, que se agazapó cerca de su dueño, como pidiéndole protección. Y el mudo se empequeñeció y se achicó, convirtiéndose por último en algo tan fino y ligero como el ala negra de un escarabajo, que el viento transportó lejos. Y Nushain vio que el jeroglífico de un negro con un solo ojo fue inscrito al lado del del perro; pero aparte de esto, no quedó ningún rastro de Mouzda.

Entonces, percibiendo claramente el destino que le estaba reservado, Nushain intentó huir de la presencia de Vergama. Se apartó del extendido volumen y corrió hacia la puerta de la cámara, con sus gastadas y polvorientas ropas de astrólogo golpeándose contra sus delgadas canillas. Pero mientras lo hacía, la voz de Vergama resonó suavemente en sus oídos.

—Vanamente intentan los hombres resistir o escapar del destino que al final los convierte en cifras. En mi libro, oh Nushain, hay sitio hasta para un mal astrólogo.

Una vez más se levantó aquel extraño suspiro y un aire frío envolvió a Nushain mientras corría, deteniéndose a medio camino de la vasta habitación, como si lo hubiese detenido una muralla. El aire sopló suavemente sobre su macilenta y delgaducha figura, levantando sus encanecidos bucles y barba y tirando suavemente del rollo de papiro que todavía tenía en la mano. La habitación pareció bambolearse e inflarse, expandiéndose infinitamente ante sus torpes ojos. Transportado hacia arriba, dando vueltas y vueltas en un veloz y vertiginoso torbellino, vio la forma sentada que cada vez se destacaba ante él más alta en su amplitud cósmica. Después, el dios se perdió en la luz y Nushain fue algo sin peso y sin localización, el seco esqueleto de una hoja caída que subía y bajaba en el brillante remolino del viento.

El jeroglífico de un flaco astrólogo, que llevaba una natividad enroscada en la mano, apareció en la última columna de la página derecha del libro de Vergama.

Este se inclinó hacia adelante y volvió la página.

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