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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 8 de mayo de 2013

HANNIBAL - II

HANNIBAL

THOMAS HARRIS
II








CAPÍTULO
45



En el cuarto de Mason no queda más que la familia, el hermano y la hermana.
Música y luz suave. Música del Magreb, laúd y tambores. Margot está sentada en el sofá, con la cabeza baja y los codos en las rodillas. Hubiera podido tratarse de una lanzadora de martillo olímpico es­perando su turno, o de una levantadora de pesas descansando en el gimnasio después de un entrenamiento. Respira un poco más deprisa que el respirador de Mason.
La canción termina y Margot se levanta y se acerca a la cabecera de la cama. La anguila asoma la cabeza por el agujero de la roca ar­tificial y mira hacia su ondulado cielo de plata por si barrunta otro chaparrón de carpa para esta noche. Margot se esfuerza por dulci­ficar su áspera voz.
—¿Estás despierto?
En un instante Mason está presente tras su ojo siempre abierto.
—¿Ha llegado la hora de hablar de... —un siseo de inhalación— lo que quiere Margot? Anda, siéntate aquí, en las rodillas de Santa Claus.
—Ya sabes lo que quiero.
—Dímelo otra vez.
—Judy y yo queremos un niño. Queremos un Verger, nuestro propio hijo.
—¿Y por qué no compráis un chinito? Están más baratos que los lechones.
—Sería una buena obra. Podríamos hacer eso también.
—¿Y qué dirá papá? «...A un familiar directo, confirmado como mi descendiente por el laboratorio Cellmark o uno similar median­te la prueba del ADN, todas mis propiedades una vez desaparecido mi querido hijo Mason.» Su querido hijo Mason: ése soy yo. «En caso de no existir tal heredero, el único beneficiario será la Con­vención Baptista Sureña, con cláusulas específicas a favor de la Uni­versidad Baylor de Waco, Texas.» A papá le jodio un montón lo de tus tortillas, Margot.
—Puedes pensar lo que quieras, Mason, pero no es por el dinero; bueno, un poco sí, pero ¿es que no quieres un heredero? También sería tu heredero, Mason.
—¿Por qué no te buscas un buen semental y le das un poco de metesaca? No puede decirse que no sepas hacerlo.
La música marroquí vuelve a sonar, y el exasperante bordoneo del laúd parece azuzar la ira contenida de Margot.
—Me he jodido yo misma, Mason. Se me han secado los ova­rios con todo lo que me he metido. Además, quiero que Judy par­ticipe. Quiere ser la madre. Mason, dijiste que si te ayudaba... Me prometiste tu esperma.
Los dedos de araña de Mason le hicieron un gesto.
—Sírvete tu misma. Si es que sigue ahí.
—Mason, lo más probable es que tu esperma siga siendo viable, y te aseguro que es muy fácil cosecharlo sin que sufras molestias...
—¿Cosechar mi esperma viable? Me parece que has estado ha­blando con alguien.
—Sólo con la clínica de fertilidad, es confidencial —las facciones de Margot se suavizaron, incluso a la luz fría del acuario—. Sería­mos unas madres estupendas, Mason. Hemos ido a clases de paternidad, y Judy viene de una familia numerosa y unida. Además, existe un grupo de apoyo para parejas de madres.
—Solías conseguir que me corriera cuando éramos niños, Margot. Me hacías descargar como si tuvieras un motor en la muñeca. Y a toda hostia.
—Me hiciste daño cuando era pequeña, Mason. Me hiciste daño y me dislocaste el codo obligándome a lo otro. Sigo sin poder le­vantar más de cuarenta kilos con el brazo izquierdo.
—Es que no querías comerte el chocolate. Y ya te dije que ha­blaríamos de lo del niño algún día, hermanita, cuando acabe este trabajo.
—Sólo te pido que te hagas el análisis —dijo Margot—. El mé­dico te sacará una muestra sin hacerte daño...
—¿Qué daño me va a hacer, si no puedo sentir nada ahí abajo? Podrías chupármela hasta ponerte azul, y te aseguro que no sería lo mismo que la primera vez. Ya me lo han hecho otros y no ha pa­sado nada.
—El médico te sacará un poco, sólo para ver si tu esperma da señales de motilidad. Judy ya está tomando Clomid. Estamos con­trolando su ciclo, hay un montón de cosas por hacer...
—En todo este tiempo, no he tenido el gusto de conocer a Judy. Cordell dice que es patizamba. ¿Cuánto hace que os lo montáis tú y ella, Margot?
—Cinco años.
—¿Por qué no la traes un día? Podríamos... hacer algo juntos, por decirlo así.
Los tambores magrebíes acaban con un seco manotazo que deja un silencio resonante en los oídos de Margot.
—¿Por qué no te apañas con el Departamento de Justicia tú sóli­to? —le susurró pegando la boca a su oreja—. ¿Por qué no intentas llegar a una cabina telefónica con el jodido portátil? ¿Por qué no pagas a unos cuantos espaguetis más para coger al tío que convirtió tu cara en comida para perros? Dijiste que me ayudarías, Mason.
—Y lo haré. Sólo tengo que pensar en el mejor momento.
Margot reventó dos nueces y dejó caer las cascaras sobre la sábana.
—No te lo pienses mucho, preciosidad.
Su culotte de ciclista siseó como el vapor de una olla exprés mien­tras abandonaba el cuarto.

CAPÍTULO

46



Ardelia Mapp cocinaba cuando le apetecía, pero una vez metida en harina el resultado era excelente. Su escuela era mitad jamaica­na, mitad de la costa de Carolina del Sur, y en aquel momento se disponía a preparar pollo al estilo sureño. Estaba quitando las pepi­tas a un pimiento que sostenía con cuidado por el tallo mientras re­gañaba a Starling, atareada con los pollos, la cuchilla de carnicero y la tabla de cortar.
—Si dejas los trozos enteros, Starling, no van a coger el mismo gusto que si los cortas —le explicó, y no por primera vez—. Así —dijo cogiendo el hacha y golpeando una pechuga con tal fuerza que las esquirlas de hueso se le clavaron en el delantal—. ¿Has vis­to? Pero ¿cómo se te ocurre tirar las cabezas? Vuelve a echarlas ahí ahora mismo, anda —y un minuto más tarde—: He estado en la oficina de correos, facturando los zapatos para mi madre.
—Yo también he ido. Podía haberlos llevado yo.
—¿Y no te han dicho nada?
—No.
Mapp, nada sorprendida, asintió.
—Los tambores dicen que están controlando tu correo.
—¿Quién lo ha ordenado?
—Una directiva confidencial del inspector de Correos. No lo sabías, ¿verdad?
—No.
—Pues di que te has enterado por otro conducto, no quiero que mi amigo de correos pague el pato.
—Vale —Starling dejó la hachuela un momento—. ¡Dios, Ardelia!
Mientras estaba ante el mostrador de la oficina de correos com­prando sellos, no había notado nada en las caras inexpresivas de los atareados funcionarios, la mayoría afroamericanos y varios conoci­dos suyos. Estaba claro que alguien quería ayudarla, aunque hacerlo suponía arriesgarse a ser acusado de un delito y perder la pensión. Estaba claro que ese alguien confiaba más en Ardelia que en ella. Aunque angustiada, Starling se sintió feliz por haber recibido un fa­vor de la comunidad afroamericana. Tal vez debiera interpretarlo como un reconocimiento tácito de que había actuado en defensa propia en el asunto de Evelda Drumgo.
—Ahora coges las cebolletas, las machacas con el mango del cu­chillo y las vas echando aquí. Machaca también lo verde —le indi­có Ardelia.
Finalizados los trabajos preparatorios, Starling se lavó las manos. Luego fue al cuarto de estar de Ardelia, tan ordenado como de cos­tumbre, y se sentó. Ardelia llegó al cabo de un minuto secándose las manos en un paño de cocina.
—¿Qué coño de mierda es ésta, joder? —dijo Ardelia.
Tenía la costumbre de soltar una sarta de juramentos justo antes de enfrentarse a algo que tuviera auténtica mala pinta, una versión moderna del clásico silbido en la oscuridad.
—No tengo ni puta idea —contestó Starling—. ¿Quién será el cabrón que anda mirándome las cartas?
—Mis amigos no pueden llegar más arriba del inspector de Correos.
—Esto no tiene nada que ver con el tiroteo, ni con Evelda —aseguró Starling—. Si me están leyendo el correo, tiene que ser por el doctor Lecter.
—Pero si siempre les has enseñado todo lo que te ha mandado... Tienes que aclarar esto con Crawford.
—Pero cagando leches. Si me está controlando la Oficina de Res­ponsabilidades Profesionales del Bureau, puedo averiguarlo. Creo. Si es la de Justicia, no lo sé.
El Departamento de Justicia y su filial, el FBI, tienen Oficinas de Responsabilidades Profesionales separadas, que en teoría coope­ran y a veces entran en conflicto. Esos conflictos se conocen puer­tas adentro como «competiciones de a-ver-quién-mea-mas-alto», y los agentes que se ven cogidos entre los dos chorros se ahogan en bastantes ocasiones. Para colmo, el inspector general del Departa­mento de Justicia, un cargo político, puede intervenir cuando le parezca oportuno y zanjar un caso peliagudo.
—Si saben que Hannibal Lecter está planeando algo, si creen que anda cerca, tienen que comunicártelo para que puedas tomar precau­ciones. Starling, ¿alguna vez... lo has sentido a tu alrededor?
—No suelo pensar en él —dijo Starling sacudiendo la cabeza—. No de esa manera. Antes pasaba mucho tiempo sin acordarme si­quiera. ¿Sabes esa sensación como de plomo, esa sensación gris y pesada, cuando algo te da miedo? Ni siquiera siento eso. Sólo pien­so que, si estuviera en peligro, lo sabría.
—¿Qué harías, Starling? ¿Qué harías si te lo encontraras frente a frente? ¿Sin esperártelo? ¿Lo has pensado alguna vez? ¿Te le echarías encima?
—Si consiguiera encontrármelo, se la metería por el culo.
Ardelia se rió.
—Y luego, ¿qué?
La sonrisa desapareció de los labios de Starling.
—Se le habría acabado el cuento.
—¿Podrías dispararle?
—¿Estás de broma? ¿Para evitar que convirtiera mi hígado en foie gras? Dios mío, Ardelia, espero que no ocurra nunca. Me alegraré si lo encierran sin que nadie más salga herido, incluido él. Pero a veces pienso que si alguna vez lo acorralan, me gustaría ser yo la que estuviera allí.
—No digas eso ni en broma.
—Conmigo tendría más posibilidades de salir vivo. No le dispa­raría por estar asustada. No es el hombre lobo. Lo que pasara de­pendería de él.
—¿Es que no te asusta? Más vale que te asuste un poco.
—¿Sabes lo que me asusta de él, Ardelia? Que te dice la verdad. Me gustaría que se librara de la inyección. Si lo consigue y lo man­dan a una institución, los especialistas están lo bastante interesados en estudiarlo como para proporcionarle el tratamiento adecuado. Y no tendrá problemas con compañeros de celda. Si estuviera en chirona le hubiera agradecido su carta. No puedo menospreciar a un hombre lo bastante loco como para decir la verdad.
—Por el motivo que sea alguien anda metiendo la nariz en tu correo. Consiguieron una orden judicial y está bien guardada en algún sitio. No están vigilando la casa todavía, porque nos hubiéra­mos dado cuenta —dijo Ardelia—. No me extrañaría que esos hi­jos de puta supieran que Lecter viene hacia aquí y no te hubieran avisado. Vigila mañana.
—El señor Crawford nos lo hubiera dicho. No pueden organi­zar nada importante contra el doctor Lecter a espaldas de Crawford.
—Jack Crawford es historia, Starling. En ese punto estás ciega. ¿Y si están montando algo contra ti? Por tener una boquita tan grande, por no dejar que Krendler se te metiera en la cama. ¿Y si hay alguien que está intentando acabar contigo? Oye, ahora sí que hablo en serio con lo de ocultar mi fuente.
—¿Hay algo que podamos hacer por tu amigo el de correos? ¿Podemos corresponderle?
—¿Quién crees que viene a cenar?
—Ésta sí que es buena, Ardelia... Espera un momento, creía que era yo la que estaba invitada a cenar.
—Puedes llevarte un poco a casa.
—Muy agradecida.
—De nada, cariño. Será un placer.

CAPÍTULO
47



Cuando Starling era niña tuvo que mudarse de una casa de ma­dera que hacía crujir el viento al sólido edificio de ladrillos rojos del Orfanato Luterano.
El destartalado domicilio de su primera infancia tenia una coci­na caliente donde podía compartir una naranja con su padre. Pero la muerte sabe el camino a las casas humildes, en las que vive gen­te con trabajos peligrosos y sueldos de miseria. Su padre salió de aquella casa en su vieja furgoneta para hacer una patrulla nocturna de la que nunca regresaría.
Starling escapó de su hogar adoptivo en un caballo destinado al matadero mientras sacrificaban a los corderos, y encontró algo pa­recido a un refugio en el Orfanato Luterano. Desde aquella época, las grandes y sólidas estructuras institucionales la hacían sentirse se­gura. Puede que los luteranos anduvieran escasos de calor y naran­jas, y sobrados de Jesús, pero las normas eran las normas, y si las comprendías todo iba como la seda.
Mientras el reto consistiera en superar pruebas competitivas pero impersonales o en hacer trabajos de calle, sabía que su lugar estaba seguro. Pero Starling carecía de aptitudes para los cabildeos de des­pacho.
Ahora, mientras salía de su Mustang a primera hora de la ma­ñana, las altas fachadas de Quantico ya no eran el gran regazo de ladrillos donde refugiarse. Vistas desde el aparcamiento, a través de las ondulaciones del aire, hasta las puertas de entrada parecían torcidas.
Hubiera querido ver a Jack Crawford, pero no le daba tiempo. La filmación en Hogan's Alley empezaría en cuanto el sol estuviera lo bastante alto.
La investigación de la matanza en el mercado de Feliciana requería una reconstrucción de los hechos filmada en la pista de tiro de Hogan's Alley, donde habría que justificar cada tiro y cada trayectoria.
Starling tuvo que interpretar su papel. La furgoneta camuflada que usaron era la original, con los agujeros de bala más recientes taponados con masilla sin pintar. Una y otra vez saltaron del co­chambroso vehículo, una y otra vez el agente que hacía de John Brigham cayó de bruces y el que hacía de Burke se retorció en el suelo. El simulacro, en el que se empleó munición de fogueo, la dejó molida.
Acabaron bien pasado el mediodía.
Starling guardó su equipo especial y encontró a Jack Crawford en el despacho.
Había vuelto a llamarlo «señor Crawford», y el hombre, que parecía cada vez más distraído, se mostraba distante con todo el mundo.
—¿Quiere un Alka-Seltzer, Starling? —le ofreció cuando la vio en la puerta.
Crawford tomaba unos cuantos específicos a lo largo del día, ade­más de ginseng, palmito sierra, hierba de san Juan y aspirina infantil. Las iba cogiendo de la palma de la mano con un cierto orden, y echa­ba atrás la cabeza como si se estuviera atizando un lingotazo.
En las últimas semanas había empezado a colgar la chaqueta del traje en la percha del despacho y ponerse un jersey tejido por su difunta esposa. Ahora a Starling le parecía más viejo que cualquier recuerdo que conservara de su propio padre.
—Señor Crawford, alguien está abriendo parte de mi corres­pondencia. No lo hacen muy bien. Parece que despegan la cola con el vapor de una tetera;
—Comprobamos tu correo desde que Lecter te escribió.
—Hasta ahora se limitaban a pasar los paquetes por el fluoroscopio. Eso es estupendo, pero soy capaz de leer mis propias cartas. Na­die me ha dicho nada.
—No es cosa de nuestra Oficina de Responsabilidades Profesio­nales.
—Tampoco del adjunto Dawg, señor Crawford. Es algún pez lo bastante gordo como para conseguir una orden de suspensión del título tercero debidamente autorizada.
—¿No dices que parecen aficionados? —se quedó callada lo sufi­ciente como para que él añadiera—: Mejor que te hayas dado cuen­ta así, ¿no te parece, Starling?
—Sí, señor.
Crawford frunció los labios y asintió.
—Me ocuparé del asunto —guardó los frascos en el cajón supe­rior del escritorio—. Hablaré con Carl Schirmer del Departamento de Justicia y pondremos las cosas en claro.
Schirmer era un infeliz. Según los rumores se jubilaría a final de año. Todos los colegas de Crawford estaban a punto de jubilarse.
—Gracias, señor.
—¿Qué?, ¿hay alguien en tus clases de la policía que prometa? ¿Alguien con quien debieran hablar los de reclutamiento?
—En la de técnicas forenses, aún no lo sé, les da vergüenza pre­guntarme sobre crímenes sexuales. Pero hay un par de buenos tira­dores.
—De esos tenemos de sobra —alzó la vista hacia ella con pron­titud—. No me refería a ti, Starling.
Al final de aquel día en que había representado la muerte de John Brigham, Starling fue a su tumba en el Cementerio Nacional de Arlington.
Posó la mano en la lápida, que aún conservaba partículas de pie­dra arrancadas por el cincel. De pronto volvió a tener la nítida sen­sación de besar su frente fría como el mármol cuando lo visitó por última vez en su ataúd y dejó en su mano, bajo el guante blanco, su última medalla de campeona en el Abierto para pistola de combate.
Las hojas habían empezado a caer en Arlington y cubrían el cés­ped sembrado de tumbas. Con la mano en la losa de Brigham, con­templando las hectáreas de lápidas, se preguntó cuántos de aquellos muertos habrían caído como él víctimas de la estupidez, el egoísmo y las componendas de viejos cínicos.
Creyente o descreído, si uno es un guerrero, Arlington es un lugar sagrado; la tragedia no es morir, sino que te sacrifiquen.
El vínculo que la unía a Brigham no era menos fuerte por el he­cho de no haber sido su amante. Apoyada sobre una rodilla ante la piedra, Starling recordó que el hombre le había preguntado algo con timidez y ella había contestado que no; que a continuación le pre­guntó si podían ser amigos, con evidente sinceridad, y ella le con­testó, con no menos sinceridad, que sí.
Arrodillada en Arlington, pensó en la tumba de su padre, tan leja­na. No la había visitado desde que se graduó la primera de su clase en la facultad y fue allí para contárselo. Se preguntó si no sería el mo­mento de volver.
Vista a través de las ramas oscuras de Arlington, la puesta de sol era tan anaranjada como las naranjas que compartía con su padre; el distante toque de corneta le produjo un escalofrío, y la losa siguió fría bajo su mano.

CAPÍTULO
48



Podemos verlo entre el vaho de nuestro aliento. En la noche serena sobre Terranova, distinguimos un punto de luz brillante jun­to a Orion; luego, pasando lentamente sobre nuestras cabezas, un Boeing 747 que encara un viento de ciento sesenta kilómetros por hora en dirección oeste.
Atrás, en tercera clase, donde viajan los paquetes turísticos, los cincuenta y dos miembros de «El Fantástico Viejo Mundo», un re­corrido por once países en diecisiete días, regresan a Detroit y Windsor, Canadá. El espacio para los hombros es de cincuenta cen­tímetros. El espacio para las caderas entre los reposabrazos, de otros tantos. Lo que hace cinco centímetros más de los que tenían los esclavos en los barcos que los sacaban de África.
Los pasajeros se deleitan con sandwiches congelados de carne resba­ladiza y queso de plástico gentileza de la compañía, y aspiran las ven­tosidades y demás emanaciones de sus prójimos en el aire econó­micamente reprocesado, una variante del principio del licor de cloaca establecido por los mercaderes de reses y cerdos en los años cincuenta.
El doctor Hannibal Lecter ocupa un asiento en las hileras cen­trales, flanqueado por dos niños. Al final de su hilera hay una mu­jer con una criatura. Después de tantos años de celdas y mordazas, el doctor no soporta que lo confinen. Uno de los niños nene en el regazo un juego de ordenador que no para de soltar pitidos.
Como muchos pasajeros repartidos por las plazas baratas, el doc­tor Lecter lleva una brillante insignia amarilla con un monigote son­riente y «CAN-AM TOURS» escrito en grandes letras rojas, y viste un chanda! de mercadillo. El suyo lleva los colores de los Toronto Maple Leáis, un equipo de hockey sobre hielo. Debajo, una suma con­siderable de dinero, pegada al cuerpo.
El doctor Lecter ha pasado tres días con el grupo tras comprar su billete a un revendedor parisino de cancelaciones de última hora por enfermedad. El hombre que debía ocupar su asiento había vuel­to a Canadá en una caja después de que le fallara el corazón mientras subía a la cúpula de San Pedro.
Cuando llegue a Detroit, tendrá que afrontar el control de pasa­portes y la aduana. Sabe de sobra que los oficiales de seguridad y los de inmigración de todos los aeropuertos importantes de Occidente habrán recibido órdenes de abrir bien los ojos en su honor. Allí donde su fotografía no cuelgue tras el control de pasaportes, estará esperando que alguien apriete una tecla en el ordenador de la adua­na o la oficina de inmigración.
Con todo, piensa que tal vez lo favorezca una circunstancia afor­tunada: puede que las autoridades sólo dispongan de fotografías de su antiguo rostro. En Brasil no existe expediente alguno que co­rresponda al pasaporte falso con el que entró en Italia, ni copias por tanto de su imagen actual; en Italia Rinaldo Pazzi intentó simplifi­carse la vida y satisfacer a Mason Verger consiguiendo el expedien­te de los carabinieri, incluidos las fotografías y negativos empleados en el permesso di soggiorno y permiso de trabajo del «doctor Fell». El doctor Lecter los había encontrado en la cartera del policía y los había destruido.
A menos que Pazzi hubiera tomado fotos del doctor Fell a es­condidas, es probable que no exista en todo el mundo un retrato ac­tualizado del doctor Lecter. No es que su rostro sea muy distinto al anterior; un poco de colágeno alrededor de la nariz y los pómulos, el pelo teñido y peinado de otra forma, gafas... Pero sí lo bastante como para pasar inadvertido si consigue no atraer la atención. Para la cicatriz del dorso de la mano ha usado un cosmético duradero y un agente bronceador.
Espera que en el Aeropuerto Metropolitano de Detroit el Servi­cio de Inmigración divida a los recién llegados en dos filas, pasa­portes estadounidenses y otros. Ha elegido una ciudad fronteriza con el fin de que la fila de los «otros» sea larga. El avión está lleno de canadienses. Lecter confía en que podrá colarse entre la mana­da, siempre que la manada lo admita como uno de los suyos. Los ha acompañado a varios museos y visitas históricas, y ha volado con ellos en la sentina del avión, pero todo tiene sus límites; no se sien­te capaz de comer la misma bazofia que ellos.
Cansados y con los pies doloridos, hartos de su ropa y sus com­pañeros, los turistas hozan en sus bolsas de la cena y abren sus sand­wiches para retirar la lechuga ennegrecida por el frío.
Para no llamar la atención, el doctor Lecter espera hasta que los otros pasajeros dan cuenta de la repulsiva pitanza, acuden al retre­te y se quedan, en abrumadora mayoría, dormidos. En la parte de delante ponen una película ñoña. Sigue esperando con la pacien­cia de una pitón. A su lado el niño se ha quedado dormido sobre el juguete informático. A lo largo del ancho avión las luces de lec­tura se van apagando.
Entonces y sólo entonces, lanzando miradas furtivas a su alrede­dor, el doctor Lecter saca de debajo del asiento de delante su propia cena, una elegante caja amarilla con adornos marrones de Fauchon, el restaurador parisino. Está atada con dos cintas de seda de colores complementarios. El doctor ha hecho acopio de un páté de foie gras con trufas deliciosamente aromático e higos de Anatolia que aún lloran por sus tallos cortados. Tiene media botella de un Saint Estephe por el que siente especial predilección. El lazo de seda cede con un susurro.
El doctor está a punto de comerse un higo; lo sostiene ante los labios con las fosas nasales dilatadas por el aroma, dudando entre convertirlo en un único y glorioso bocado o morder sólo la mitad, cuando el juego de ordenador suelta un pitido. Otro. Sin volver la ca­beza, oculta el higo con la palma de la mano y mira al niño dormi­do. Los aromas a trufa, foie gras y coñac ascienden de la caja abierta.
El crío husmea el aire. Sus ojillos entreabiertos, brillantes como los de un roedor, espían de reojo la cena del doctor Lecter. Y con la voz de pito de un hermano envidioso, dice:
—Oiga, señor. Oiga, señor.
Está claro que no tiene intención de parar.
—¿Qué quieres?
—Esa es una de esas comidas raras, ¿verdad?
—No, qué va.
—Entonces, ¿qué es eso que tiene ahí? —el chaval vuelve el ros­tro hacia el de Lecter con expresión zalamera—. ¿Me da un poco?
—Me encantaría hacerlo —le contesta el doctor, fijándose en que, bajo la cabezota infantil, el cuello es apenas más grueso que un solo­millo de cerdo—, pero no te gustaría. Es hígado.
—¡Pastel de hígado! ¡Síiiiiii! A mi mamá no le importa... ¡Mamáaa!
«Demonio de niño —piensa el doctor—, le gusta el hígado y cuando no gimotea, chilla.»
La mujer con el niño de pecho sentada al final de la hilera se des­pierta sobresaltada. Los viajeros de la fila anterior, que habían recli­nado sus asientos hasta el punto que el doctor Lecter podía olerles el pelo, miran hacia atrás por el espacio que queda entre las butacas.
—Estamos intentando dormir.
—¡Mamáaaaaaa! ¿Puedo probar el sandwich de este señor?
La criatura acostada en el regazo de la mujer se despierta y em­pieza a llorar. La madre mete un dedo por la parte de atrás del pañal, lo saca indemne y le endilga un chupete al rorro.
—¿Qué quiere darle a mi hijo, señor?
—Es hígado, señora —responde el doctor Lecter intentando no perder la compostura—. Pero yo no...
—Es pastel de hígado, mi favorito, quiero un poquito —gimo­tea el niño—. ¿Puedo probarlo, eh, mamá? —y alarga la última pa­labra en una queja que perfora los tímpanos.
—Señor, si quiere darle algo a mi hijo, me gustaría verlo antes.
La azafata, con la cara congestionada por un sueñecito inte­rrumpido, se acerca al asiento de la mujer con la criatura llorando a moco tendido.
—¿Va todo bien? ¿Puedo traerle alguna cosa? ¿Le caliento un biberón?
La mujer saca un biberón cerrado con un tapón y se lo da. Lue­go enciende la luz de lectura, y mientras busca una tetina grita en dirección a Lecter:
—¿Le importaría pasármelo? Si quiere que lo pruebe mi niño, quiero verlo antes. No se ofenda, pero es que tiene la tripita de­licada.
Dejamos rutinariamente a nuestros hijos en las guarderías, entre extraños. Al mismo tiempo, sintiéndonos culpables, manifestamos paranoia ante los extraños e inoculamos nuestros miedos a los niños. En los tiempos que corren, un auténtico monstruo no puede olvi­darlo, ni siquiera un monstruo al que los niños le resulten tan indi­ferentes como al doctor Lecter.
El doctor pasa su caja de Fauchon a la escrupulosa madre.
—¡Qué buena pinta tiene el pan! —exclama hurgando con el dedo de comprobar pañales.
—Señora, permítame ofrecérselo.
—Bueno, pero el «licor» no lo quiero —exclama buscando a su alrededor la complicidad de los pasajeros—. Pensaba que no dejaban traer alcohol. ¿Es whisky? ¿Dejan beber esto en el avión? Me gus­taría quedarme la cinta, si no la va a usar.
—Señor, no puede abrir bebidas alcohólicas en el avión —la aza­fata amonesta a Lecter—. Permítame que se la guarde. Podrá recla­marla a la llegada.
—Faltaría más. Se lo agradezco mucho —responde el doctor.
El doctor Lecter es capaz de aislarse de la situación. Es capaz de hacer que todo desaparezca. Los pitidos de la consola, los ronqui­dos y las ventosidades no son nada comparados con el griterío in­fernal que soportó en el corredor de los violentos. La butaca no es más estrecha que los asientos de fuerza. Como tantas veces en su celda, cierra los ojos y busca la tranquilidad en su palacio de la memoria, un lugar irreprochablemente hermoso en su mayor parte.
Por una vez, el cilindro de metal que aulla contra el viento en di­rección este contiene un palacio con mil estancias.
Así como en cierta ocasión visitamos al doctor Lecter en el Palazzo Capponi, lo acompañaremos ahora al interior del palacio de su mente...
El vestíbulo es la Capilla Normanda de Palermo; severa, hermosa y eterna, contiene un solo recordatorio de la mortalidad, representa­da por la calavera grabada en el suelo. A menos que haya acudido al palacio para retirar información a toda prisa, el doctor Lecter suele hacer una pausa, como en esta ocasión, para admirar la capilla. Más allá, remota y compleja, luminosa y sombría, se extiende la vasta es­tructura construida por el doctor.
El palacio de la memoria era un sistema mnemotécnico bien conocido por los sabios del mundo antiguo, que a lo largo de la Alta Edad Media preservaron en sus mentes un enorme acopio de información mientras los bárbaros se dedicaban a quemar libros. Como los eruditos que lo precedieron, el doctor Lecter almacena un asombroso cúmulo de datos asociados a objetos de estas mil es­tancias; pero, a diferencia de los antiguos, su palacio cumple una segunda función: a temporadas le sirve de residencia. Ha pasado años rodeado por sus exquisitas colecciones de arte, mientras su cuerpo yacía inmovilizado en el corredor de los violentos, donde los alaridos hacían vibrar los barrotes como si fueran el arpa del infierno.
El palacio de Hannibal Lecter es inmenso, incluso juzgado según el patrón medieval. Traducido al mundo tangible rivalizaría con el Palacio Topkapi de Estambul en tamaño y complejidad.
Alcanzamos al doctor cuando las ágiles babuchas de su mente lo están trasladando del vestíbulo al Gran Salón de las Estaciones. El pa­lacio ha sido construido siguiendo las reglas establecidas por Simónides de Ceos y expuestas por Cicerón cuatrocientos años más tar­de; es airoso, alto de techos y está decorado con objetos y cuadros extraordinarios y sorprendentes, a veces extravagantes y absurdos, a menudo hermosos. Las urnas están bien iluminadas y distribuidas espaciadamente, como las de un gran museo. Pero las paredes no están pintadas con los colores neutros de los museos. Como Giotto, el doc­tor Lecter ha cubierto de frescos los muros de su mente.
Aprovechando que está en el palacio, decide recoger las señas del domicilio de Clarice Starling; pero no tiene prisa, así que se detie­ne al pie de una gran escalinata presidida por los bronces de Riace. Los enormes guerreros de bronce atribuidos a Fidias, rescatados del fondo del mar en nuestra época, presiden un espacio pintado con frescos que podría contener todas las historias narradas por Hornero y Sófocles.
El doctor Lecter podría hacer que los rostros de bronce recita­ran a Meleagro con sólo desearlo, pero hoy se Umita a admirarlos.
Un millar de estancias, kilómetros de corredores, cientos de datos ligados a cada uno de los objetos que decoran cada una de las salas, aguardan al doctor Lecter en este inabarcable y placentero refugio cada vez que necesita tomarse un respiro.
Pero hay algo que el doctor comparte con nosotros: en las crip­tas de nuestros corazones y nuestros cerebros, el peligro acecha. No todo son salas agradables, luminosas y altas. En el suelo de la mente hay agujeros semejantes a los de las mazmorras medievales, calabozos hediondos, celdas excavadas en la roca, con forma de botella y la trampilla en la parte superior. Por suerte nada escapa de ellas silenciosamente. Un movimiento de tierras, una traición de nuestros guardianes despejan el camino a horrores reprimidos durante años, y las chispas del recuerdo inflaman los malsanos ga­ses en una explosión de dolor que nos empuja a comportamien­tos suicidas...
Temerosos y maravillados, lo seguimos mientras avanza con paso vivo e ingrávido a lo largo del corredor que él mismo ha construido, percibiendo un aroma de gardenias y vagamente conscientes de la magnífica factura de las estatuas y de la luminosidad de las pinturas.
Tuerce a la derecha pasado un busto de Plinio y asciende las esca­leras hasta el Salón de las Direcciones, una estancia llena de estatuas y cuadros dispuestos en estudiado orden, bien espaciados e ilumi­nados, como recomienda Cicerón.
Ah... el tercer gabinete de la derecha está presidido por un cua­dro que representa a san Francisco de Asís dando de comer una po­lilla a un tordo.* En el suelo, a los pies de la pintura, el mármol re­presenta a tamaño natural la siguiente escena:




*   En inglés, starling. (N. del T.)
Un desfile en el Cementerio Nacional de Arlington encabezado por Jesús, treinta y tres años, conduciendo una camioneta Ford modélo T del 27, una de aquellas «mariconas de hojalata», con J. Edgar Hoover de pie en la caja del vehículo vistiendo un tutu y saludan­do con la mano a una multitud invisible. Desfilando tras él vemos a Clarice Statting con un rifle Enfield 308 al hombro.
El doctor Lecter parece animarse al ver a Starling. Hace tiem­po, consiguió la dirección particular de la mujer a través de la Aso­ciación de Antiguos Alumnos de la Universidad de Virginia. La conserva asociada a esta imagen, y ahora, por puro placer, recuer­da el nombre de la calle y el número de la casa donde vive Star­ling:
Tindal 3327
Arlington, Virginia 22308
El doctor Lecter puede recorrer los vastos salones de su palacio de la memoria a una velocidad sobrenatural. Con sus reflejos y su fuerza, con su penetración y agilidad mentales, el doctor Lecter está perfectamente armado contra el mundo físico. Pero hay lugares den­tro de sí mismo a los que no puede entrar sin sentirse amenazado, sitios en los que las reglas de Cicerón sobre lógica, ordenación es­pacial y luz no pueden aplicarse...
Decide hacer una visita a su colección de tapices antiguos. Quie­re escribir una carta a Mason Verger, y necesita revisar un texto de Ovidio sobre aceites faciales aromáticos asociado a los tejidos.
Camina sobre una interesante alfombra de pelo corto que lleva al salón de los telares y los tejidos.
En el mundo del 747, el doctor Lecter tiene los ojos cerrados y la cabeza, que se balancea despacio cuando las turbulencias agitan el avión, recostada en el asiento.
Al final de la hilera, la criatura, que se ha tomado el biberón, aún no se ha dormido. La cara se le está poniendo roja. La madre sien­te tensarse el cuerpecillo arrebujado en la manta, y relajarse al cabo de un momento. No cabe duda de lo que ha ocurrido. No necesita hundir el dedo en los pañales. En los asientos de delante alguien suelta un «¡Madre de Dios!».
Al tufo de gimnasio a última hora de la tarde se ha añadido otra pincelada olorosa. El niño sentado junto a Lecter, habituado a las ju­garretas del bebé, sigue engullendo la comida de Fauchon.
Bajo el palacio de la memoria, las trampillas revientan, las mazmorras exhalan su espeluznante hedor...

Un puñado de animales consiguió sobrevivir bajo el fuego de la arti­llería y las ametralladoras en la guerra que acabó con las vidas de los padres de Hannibal Lecter y arruinó el extenso bosque de su propiedad.
El abigarrado contingente de desertores que convirtió la remota cabana de caza en su rejugio se mantuvo de lo que encontró a mano. En una oca­sión, los prófugos dieron con un pobre cervatillo, esquelético y herido por una flecha, que había conseguido encontrar pasto bajo la nieve y sobrevivir. Lo arrastraron al campamento para no tener que cargar con él.
Hannibal Lecter, que tenía seis años, espiaba a través de una grieta del granero cuando llegaron con el animal, que sacudía la cabeza y pegaba ti­rones a la soga enrollada alrededor de su cuello. No les convenía pegarle un tiro, así que consiguieron que doblara las escuálidas patas de alambre, le ases­taron un hachazo en el pescuezo y se maldijeron unos a otros en distintos idiomas para que alguno trajera un barreño antes de que se perdiera toda la sangre.
El raquítico animal no tenía mucha carne alrededor de los huesos, y en dos días, quizá tres, cubiertos con sus largos abrigos y despidiendo por las bocas un vaho de putrefacción, los desertores salieron de la cabana y cami­naron sobre la nieve que la separaba del granero, que desatrancaron para ele­gir entre los niños acurrucados en la paja. Ninguno se había congelado, así que se dispusieron a escoger uno vivo.
Tantearon el muslo, el brazo y el pecho de Hannibal Lecter, pero en lugar de a él cogieron a su hermana Mischa y se la llevaron. Para jugar, dijeron. Ninguno de los que se llevaban para jugar había vuelto.
Hannibal se agarró a Mischa tanjuerte, se agarró a ella con tal deses­peración, que tuvieron que cerrar de golpe la enorme puerta del granero, le fracturaron un brazo y perdió el conocimiento.
Se la llevaron a rastras por la nieve, manchada todavía con la sangre del ciervo.
Rezó con taljuerza para volver a ver a Mischa que la oración consu­mió su cabeza de seis años, pero no consiguió acallar los golpes del hacha. Sus súplicas para volver a verla no quedaron sin respuesta por entero: vio unos cuantos dientes de leche de Mischa en el maloliente pozo ciego que sus captores habían excavado entre la cabana donde dormían y el granero donde guardaban a los niños cautivos que fueron su sustento tras el desas­tre del frente oriental en 1944.
Desde aquella respuesta parcial a sus plegarias, Hannibal Lecter había dejado de hacer cabalas sobre cualquier divinidad, aparte de reconocer que sus propias modestas predaciones palidecían al lado de las de Dios, cuya ironía es inescrutable, y cuya voluble ferocidad está mas allá de toda medida.

En el inestable avión, con la cabeza rebotando suavemente con­tra el respaldo, el doctor Lecter permanece en suspenso entre su úl­tima imagen de Mischa arrastrada sobre la nieve ensangrentada y el sonido del hacha. Se ha atascado en ese punto y no lo puede so­portar. En el ámbito del avión se oye un breve grito procedente de su rostro sudoroso, un grito débil y agudo, estremecedor.
Los pasajeros de delante se vuelven, algunos se despiertan. En las primeras filas algunos refunfuñan.
—¡Por amor de Dios! ¿Es que no se va a poder estar tranquilo en este avión?
El doctor Lecter abre los ojos y mira al frente. Siente una mano en el brazo. Es la mano del niño.
—Ha tenido una pesadilla, ¿a que sí?
El niño no está asustado, ni hace caso de las protestas en los asientos delanteros.
—Sí.
—Yo también tengo muchas pesadillas, por eso no me río de usted.
El doctor Lecter respira varias veces con la cabeza reclinada en el respaldo. Luego recupera la compostura como si la calma le ba­jara desde el nacimiento del cabello hasta la cara. Inclina la cabeza hacia el niño y, en un tono confidencial, le dice:
—Haces bien en no comerte esa bazofia. No te la comas nunca.
Las compañías aéreas ya no proporcionan a sus usuarios papel de escribir. El doctor Lecter, calmado del todo, saca del bolsillo interior de la chaqueta papel con el membrete de un hotel y se dispone a redactar una carta dirigida a Clarice Starling. En primer lugar, di­buja su rostro. Ese retrato se conserva en la actualidad en una fun­dación dependiente de la Universidad de Chicago, a disposición de los estudiosos. Starling tiene el aspecto de una niña y el pelo, como Mischa, pegado a las mejillas por las lágrimas...
Distinguimos el avión a través del vaho de nuestro aliento, un punto de luz brillante en el sereno cielo nocturno. Lo vemos sobre­pasar la Estrella Polar, más allá del punto de no retorno, iniciando un gran arco de descenso hacia otro amanecer del Nuevo Mundo.
CAPÍTULO
49



Los montones de papeles, expedientes y disquetes amenazaban con venirse abajo y sepultar a Starling en su cubículo. Sus peticiones de espacio no obtenían respuesta. «Hasta aquí hemos llegado», decidió un día. Y con la desfachatez de los que no tienen nada que perder se adueñó de un amplio despacho en el sótano de Quantico. Se su­ponía que aquel lugar estaba destinado a convertirse en el cuarto oscuro de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en cuanto el Congreso asignara fondos. No tenía ventanas, pero sí muchas es­tanterías y, dada la función que cumpliría en el futuro, una doble cortina opaca en vez de puerta.
Algún anónimo vecino de despacho imprimó un cártel en letra gótica que decía «LA CASA DE HANNIBAL» y lo clavó a la cortina con alfileres. Temiendo perder el sitio, Starling lo retiró y lo guardó dentro.
Casi enseguida encontró un tesoro de efectos personales en la biblioteca de la Facultad de Derecho de Columbia, donde tenían una Sala Hannibal Lecter. En ella se conservaba documentación ori­ginal de su carrera médica y psiquiátrica, y transcripciones del jui­cio y de procesos civiles emprendidos en su contra. En su primera visita a la biblioteca Starling tuvo que esperar cuarenta y cinco mi­nutos mientras los empleados buscaban las llaves sin éxito. En la segunda, se encontró con el responsable de la sala, un indolente becario que tenía todo el material sin catalogar.
La paciencia de Starling no había mejorado al cruzar la barrera de los treinta. Gracias a las gestiones del jefe de unidad Jack Crawford en la oficina del fiscal, obtuvo una orden judicial para llevarse toda la colección a su despacho en los sótanos de Quantico. La poli­cía federal se encargó del traslado en una sola furgoneta.
Como Starling había supuesto, la orden produjo cierto revuelo, y lo ocurrido acabó llegando a oídos de Krendler.
Al final de dos largas semanas, Starling había conseguido organi­zar la mayoría del material en su improvisado centro Lecter. A últi­ma hora de la tarde de un viernes, se lavó la cara y las manos para quitarse el polvo y la mugre de los libros, bajó la intensidad de la luz y se sentó en un rincón del suelo mirando las estanterías abarrota­das de papeles. Quizá se quedara dormida un momento...
Un olor la despertó y se dio cuenta de que no estaba sola. Era olor a betún.
La habitación estaba en penumbras, y el ayudante del inspector general, Paul Krendler, paseaba despacio a lo largo de las estanterías, hojeando libros y bizqueando ante las fotos. No se había molestado en llamar; no había dónde hacerlo en las cortinas, pero por lo demás Krendler no acostumbraba llamar, sobre todo en las agencias subor­dinadas. Y allí, en aquellos sótanos de Quantico, se sentía entre las clases bajas.
Una de las paredes estaba dedicada al doctor Lecter en Italia, con una gran fotografía de Rinaldo Pazzi ahorcado con las tripas fuera ante el Palazzo Vecchio colgada como un póster. La pared de en­frente contenía lo referente a sus crímenes en Estados Unidos, y es­taba presidida por una fotografía policial del cazador con arco que Lecter había asesinado hacía años. El cuerpo pendía de un tablero para herramientas y tenía todas las heridas que aparecen en las ilus­traciones medievales del «Hombre herido». En las correspondientes estanterías había numerosos expedientes de los casos apilados junto a los sumarios civiles de procesamientos por muerte dolosa entabla­dos contra Lecter por las familias de las víctimas.
Los libros de medicina procedentes de la consulta del doctor Lec­ter seguían un orden idéntico al que habían guardado en su antiguo despacho de psiquiatra. Starling los había organizado examinando con lupa las fotografías policiales de la consulta.
Casi toda la luz del penumbroso cuarto procedía de una radio­grafía de la cabeza y el cuello del doctor colocada en un soporte luminoso instalado en la pared. El resto, de la pantalla de un ordena­dor situado sobre una mesa auxiliar en una esquina. El salvapantallas era «Criaturas peligrosas». De vez en cuando, el altavoz soltaba un gruñido.
Amontonados junto a la pantalla estaban los resultados de las pes­quisas de Starling. Las notas, recetas, facturas clasificadas por temas, penosamente reunidas y reveladoras del modo de vida de Lecter en Italia, y en Estados Unidos antes de que lo confinaran en el hospital psiquiátrico. Era un catálogo provisional de sus gustos.
Usando un escáner plano como soporte, Starling había dispuesto un servicio de mesa individual con lo que había sobrevivido de su hogar en Baltimore: porcelana, plata, cristal, mantelería de un blanco radiante y un candelabro; un metro cuadrado de elegancia que con­trastaba con el grotesco decorado del despacho.
Krendler cogió el ancho vaso de vino e hizo sonar el cristal gol­peándolo con la uña de un dedo.
El ayudante del inspector no había tocado nunca a un criminal, ni había rodado por el suelo con ninguno, y se imaginaba al doctor Lec­ter como a una especie de demonio inventado por los medios de co­municación, y como una oportunidad de medrar. Se imaginaba su propia fotografía formando parte de un despliegue como aquél en el museo del FBI una vez muerto Lecter. Se imaginaba las sumas astro­nómicas de su campaña. Krendler tenía la cara pegada a la radiografía del espacioso cráneo del doctor, y cuando Starling abrió la boca, dio un respingó y manchó la placa con la grasa de la nariz.
—¿Puedo ayudarlo, señor Krendler?
—¿Qué hace sentada ahí, a oscuras?
—Estaba pensando, señor Krendler.
—Los del Capitolio quieren saber qué estamos haciendo respecto a Lecter.
—Esto es lo que estamos haciendo.
—Hágame un resumen, Starling. Póngame al día.
—¿No prefiere que el señor Crawford...?
—Y ése, ¿dónde anda?
—El señor Crawford está en los juzgados.
—Tengo la impresión de que anda un poco perdido, ¿no le parece?
—No, señor, a mí no me lo parece.
—¿Qué está haciendo? Los de la universidad nos llamaron he­chos una furia cuando usted se llevó todo esto de su biblioteca. Este asunto podía haberse manejado con más delicadeza.
—Hemos reunido todo lo que hemos podido encontrar sobre Lecter en este despacho, tanto objetos como documentación. Sus armas están en Armas de Fuego y Herramientas, pero tenemos dupli­cados. Y tenemos lo que queda de sus papeles personales.
—Y todo esto, ¿a santo de qué? ¿Usted qué quiere, capturar a un criminal o escribir una tesis doctoral? —Krendler hizo una pausa para almacenar aquella estupenda rima en su polvorín mental—. Imagínese que un peso pesado de los republicanos en la Comisión de Segui­miento Judicial me pregunta lo que usted, agente especial Starling, está haciendo para capturar a Hannibal Lecter. A ver, ¿qué le digo?
Starling dio todas las luces. Comprobó que Krendler seguía gastán­dose el dinero en trajes caros y ahorrándolo en camisas y corbatas. Los huesos de sus velludas muñecas le asomaban por las mangas.
Starling se quedó un momento mirando la pared, atravesándola con la mirada y tratando de no perder los estribos. Se obligó a ver a Krendler como a un alumno de la Academia de Policía.
—Sabemos que el doctor Lecter tiene una identidad sólida —em­pezó diciendo—. Lo más probable es que tenga otra igual de bue­na, tal vez más. Respecto a eso siempre ha sido muy escrupuloso. No cometerá un error tonto.
—Al grano.
—Es un hombre de gustos refinados, algunos bastante exóticos, en comida, vino, música... Si vuelve, querrá esas cosas. Tendrá que apañárselas para conseguirlas. No estará dispuesto a privarse de ellas.
»E1 señor Crawford y yo hemos examinado las facturas y papeles que se han podido recuperar de su vida en Baltimore, antes de que lo detuvieran, y todas las que la policía italiana ha podido propor­cionarnos, así corno las denuncias de sus acreedores presentadas tras su detención. Hemos elaborado una lista de algunas de las cosas que le gustan. Aquí la tiene. El mismo mes en el que el doctor Lecter sirvió las lechecillas del flautista Benjamín Raspail a los miembros del patronato de la Orquesta Filarmónica de Baltimore, compró dos cajas de burdeos Cháteau Pétrus a tres mil seiscientos dólares la caja. Además, compró cinco cajas de Bátard-Montrachet a mil cien dó­lares la caja, y distintos vinos más baratos.
«Después de su huida, pidió el mismo vino al servicio de habita­ciones del hotel de Saint Louis, y volvió a comprarlo en Vera dal 1926, en Florencia. Es un producto nada corriente. Estamos investi­gando las ventas de cajas de los mayoristas e importadores.
»Encargó foie gras de categoría A a doscientos dólares el kilo al Iron Gate de Nueva York, y a través del Oyster Bar de la estación Grand Central consiguió ostras verdes de la Gironda, Francia. La comida para el patronato de la Filarmónica empezó con esas ostras, a las que siguieron lechecillas, un sorbete y luego, como puede leer en este artículo de Town & Country —leyó en voz alta rápidamen­te—, "un notable ragú oscuro y brillante, cuyos ingredientes no nos fue posible descubrir, con acompañamiento de arroz al azafrán. Su sabor era deliciosamente inefable, con exquisitos tonos bajos que sólo la exhaustiva y cuidadosa reducción au fond puede proporcio­nar". Nunca se ha podido identificar a la víctima que aportó la ma­teria prima del ragú. Bla, bla, bla... y sigue describiendo el elegan­te servicio de mesa y demás zarandajas con todo detalle. Estamos comprobando las compras con tarjeta de crédito en los proveedores de porcelana y cristalería.
Krendler resopló por la nariz.
—Mire, en este pleito civil le reclaman el pago de un candela­bro Steuben, y el concesionario de coches Galeazzo de Balrimore lo demandó para que devolviera un Bentley. Estamos controlando las ventas de Bentleys, tanto nuevos como de segunda mano. No pue­de decirse que sean muchas. Y las ventas de Jaguars con compresor de sobrecarga. Hemos enviado faxes a los proveedores de restaurantes especializados en caza para que nos informen de sus ventas de ja­balíes, y emitiremos un boletín la semana previa a la llegada de Esco­cia de las perdices patirrojas —tecleó en el ordenador y consultó una lista, después se separó de la pantalla al sentir el aliento de Krend­ler en el cuello—. He solicitado fondos para comprar la coopera­ción de algunos revendedores de estrenos, los buitres culturales, en Nueva York y San Francisco; hay un par de orquestas y unos cuan­tos cuartetos de cuerda por los que siente especial predilección, le gustan las filas seis o siete y siempre compra asientos de pasillo. He distribuido las mejores fotografías de que disponemos en el Lincoln Center y en el Kennedy Center, y en la mayoría de las salas de conciertos. Tal vez con su intervención, señor Krendler, el Depar­tamento de Justicia podría aportar dinero —al ver que no se daba por aludido, prosiguió—: Estamos comprobando las suscripciones recientes a publicaciones culturales que Lecter recibía hasta ahora, de antropología, lingüística, matemáticas, música, la Physical Review...
—¿Y qué me dice de putas sadomasoquistas? ¿No contrata chaperos?
Starling era consciente del placer que experimentaba Krendler haciéndole semejante pregunta.
—No que nosotros sepamos, señor Krendler. Fue visto hace años en conciertos con distintas mujeres muy atractivas, un par de ellas personalidades prominentes de la vida social de Baltimore que par­ticipaban en obras benéficas y esa clase de cosas. Tenemos las fechas de sus cumpleaños para comprobar los regalos que les envían. Por lo que sabemos ninguna de ellas sufrió el menor daño, y ninguna ha querido hablar sobre él nunca. No sabemos absolutamente nada sobre sus preferencias sexuales.
—Siempre he pensado que era homosexual.
—¿Algún motivo en especial, señor Krendler?
—Todas esas sandeces artísticas que se gasta. Música de cámara y comida de vernissage. No es nada personal, si es que siente usted al­gún tipo de simpatía por ese tipo de gente, o tiene amigos así. Lo principal, lo que quiero que se le meta en la cabeza, Starling, es que más vale que empiece a ver cooperación por aquí. No admitiré secretismos ni camarillas. Quiero una copia de cada 302, quiero cada línea de investigación, cada pista. ¿Lo ha entendido, agente especial Starling?
—Sí, señor.
—Asegúrese de hacerlo —dijo Krendler ya en la puerta—. Ésta es su oportunidad de mejorar su situación aquí. Su carrera, por llamar­la de algún modo, necesita toda la ayuda que pueda conseguir.
El futuro cuarto oscuro ya estaba equipado con un extractor de aire. Mirándolo a la cara, Starling presionó el interruptor y el apa­rato empezó a succionar el olor de su loción para el afeitado y su betún. Krendler desapareció tras las cortinas sin decir adiós.
El aire vibraba ante los ojos de Starling como el calor reverbe­rando en la galería de tiro.
En el vestíbulo, Krendler oyó la voz de Starling a sus espaldas:
—Saldré con usted, señor Krendler.
A Krendler lo esperaba un coche con conductor. Seguía estan­do en el nivel de transporte ejecutivo, pero se daba importancia con un Mercury Grand Marquis sedán.
—Aguarde un momento, señor Krendler —le dijo Starling an­tes de que subiera al coche.
Krendler se volvió sorprendido. Aquello podía ser el comienzo de algo. ¿Una rendición a regañadientes? La antena se le enderezó.
—Ahora estamos en plena calle —dijo Starling—. Sin chatarra que nos grabe, a no ser que la lleve usted.
Empezó a apoderarse de ella un impulso que no pudo resistir. Para trabajar entre los polvorientos papeles se había puesto una ca­misa vaquera holgada sobre un top ajustado.
«No debiera hacerlo —se dijo—. Que se joda.»
Tiró de las presillas de la camisa hasta abrirla del todo.
—¿Lo ve?, yo no llevo micrófonos —tampoco llevaba suje­tador—. Es posible que ésta sea la única vez que hablemos en privado, y me gustaría hacerle una pregunta. Durante años me he limitado a hacer mi trabajo y, en cuanto ha podido, usted me ha clavado una puñalada por la espalda. ¿Cuál es su problema, señor Krendler?
—Le agradezco la sinceridad... Buscaré un hueco en mi agenda si quiere revisar...
—¿Qué le parece ahora mismo?
—Todo son figuraciones suyas, Starling.
—¿Es porque no quise salir con usted? ¿Empezó esta mierda cuan­do le dije que volviera a casa con su mujer?
Krendler le echó otro vistazo. Desde luego, micrófonos no lle­vaba.
—No sea tan creída, Starling... Esta ciudad está llena de conejitos de granja.
Entró en el coche, se sentó junto al conductor y dio unos golpecitos en el salpicadero. El cochazo se puso en marcha. Krendler movió los labios con los que hubiera querido decirle: «Conejitos de granja como tú». Tenía por delante, estaba convencido, un montón de discursos que pronunciar, y quería perfeccionar su karate verbal y adquirir el dominio de la pulla que va derecha a los titulares.

CAPÍTULO
50



—Te digo que podría funcionar —repitió Krendler frente a la susurrante oscuridad en que yacía Mason—. Hace diez años hubiera sido imposible, pero hoy en día puede barajar listas de clientes en el ordenador con una mano mientras se toca el chichi con la otra —aseguró, y se removió en el son bajo las brillantes luces de la zona de visitas.
Krendler veía la silueta de Margot recortada contra la pared del acuario. Ya se había acostumbrado a decir obscenidades en su pre­sencia, y le estaba cogiendo gusto. Hubiera apostado cualquier cosa a que a Margot le hubiera gustado tener polla. Le entraron ganas de decir «polla» delante de ella, y se le ocurrió una forma de hacerlo:
—Así es como ha conseguido acotar el terreno y determinar las preferencias de Lecter. No me extrañaría que supiera incluso a qué lado se pone la polla el doctor.
—Tanta sabiduría me recuerda, Margot, que estamos haciendo esperar al doctor Doemling —dijo Mason.
El doctor Doemling había hecho tiempo entre los animales de peluche de la sala de juegos. Mason lo veía por la pantalla de vídeo examinando el suave escroto de la enorme jirafa, como habían hecho los Viggert con los del David. En el vídeo parecía mucho más pequeño que los juguetes, como si se hubiera comprimido, tal vez para abrirse paso como un gusano hacia una infancia mejor que la suya.
Visto a la luz de los focos, el psicólogo era un individuo seco, extremadamente pulcro aunque cubierto de caspa, con el pelo pei­nado de un lado sobre el cuero cabelludo cubierto de pecas y un dije de los Phi Beta Kappa en la cadena del reloj. Se sentó al otro lado de la mesa de cafe, frente a Krendler, que tuvo la impresión de que aquélla no era la primera visita del doctor.
La manzana que estaba en su lado del frutero tenía un agujero de gusano. El doctor Doemling hizo girar el cuenco para que el aguje­ro mirara hacia otro lado. Tras las gafas, sus ojos siguieron a Margot, que se acercó a por un par de nueces y volvió junto al acuario, con un grado de asombro que bordeaba la grosería.
—El doctor Doemling es catedrático de Psicología en la Universi­dad Baylor. Ocupa la cátedra Verger —explicó Mason a Krendler—. Le he pedido que nos ilustre sobre el vínculo que podría haberse establecido entre el doctor Lecter y la agente especial Clarice Starling. Doctor...
Doemling miró hacia delante como si estuviera prestando testi­monio en un tribunal y volvió la cabeza hacia Mason como si éste fuera el jurado. Krendler reconoció las estudiadas maneras y la hábil parcialidad del individuo acostumbrado a deponer como experto por dos mil dólares al día.
—Como es lógico, el señor Verger está al tanto de mis cualificaciones. ¿Desea usted conocerlas?
—No —dijo Krendler.
—He examinado las notas tomadas por la señorita Starling du­rante sus entrevistas con el doctor Lecter, las cartas que éste le ha enviado y el material que ustedes me han proporcionado sobre los antecedentes de ambos —empezó Doemling.
Al oír aquello Krendler tuvo un sobresalto, pero Mason lo tran­quilizó.
—El doctor Doemling ha firmado un compromiso de confiden­cialidad.
—Cordell pondrá sus diapositivas en la pantalla cuando lo desee, doctor —dijo Margot.
—Antes de eso, quisiera hacer una pequeña introducción —Doemling consultó sus notas—. Sabemos que el doctor Lecter na­ció en Lituania. Su padre tenía un título de conde que data del si­glo X, y su madre procedía de una familia de la nobleza italiana, los Visconti. Durante la retirada alemana de Rusia, un grupo de pánzers nazis bombardeó su propiedad próxima a Vilna desde la carretera y acabó con las vidas de sus padres y de la mayoría de la servidum­bre. Después de aquello, los niños desaparecieron. Eran dos, Hannibal y su hermana. Desconocemos lo que ocurrió con la hermana. Lo que cuenta es que Lecter es huérfano, como Clarice Starling.
—Eso ya se lo conté yo —dijo Mason, que empezaba a impa­cientarse.
—Sí, pero ¿qué conclusiones sacó usted de esa información? —le replicó Doemling—. Yo no propongo una especie de simpatía en­tre huérfanos, señor Verger. Esto no tiene nada que ver con la sim­patía. La simpatía no viene a cuento y, en cuanto a la piedad, usted sabe mejor que nadie lo piadoso que llega a ser. Ahora préstenme atención. Lo que la común experiencia de la orfandad proporciona a Lecter es ni más ni menos que una mayor capacidad para com­prender a esa mujer y, en definitiva, para controlarla. Esto es una cuestión de control.
»La señorita Starling pasó su infancia en instituciones públicas y, por lo que ustedes me han explicado, no parece mantener ninguna relación estable con un hombre. Vive con una antigua compañera de universidad, una joven afroamericana.
—Lo más probable es que tengan un rollo —afirmó Krendler.
El doctor Doemling le lanzó una mirada tan elocuente que Krend­ler tuvo que mirar a otro lado.
—Nadie puede saber con certeza los auténticos motivos por los que dos personas viven juntas.
—Es uno de los misterios de que habla la Biblia —remachó Mason.
—Esa Starling tiene su aquel, si les gusta el trigo entero —apuntó Margot.
—En mi opinión el atraído es Lecter, no ella —dijo Krendler— Ya la han visto, es fría como el hielo.
—¿Está seguro, señor Krendler? —Margot parecía divertida.
—¿Crees que es lesbiana, Margot? —le preguntó Mason.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Sea lo que sea, lo lleva como si fuera asunto suyo y de nadie más, ésa es la impresión que me dio. Creo que es fuerte, y que lleva puesta una máscara, pero el día que la conocí no me pareció fría. No hablamos mucho, pero eso sí me quedó claro. Entonces no necesitabas mi ayuda, ¿verdad, Mason? Me echaste de la habitación, ¿te acuerdas? No estoy en absoluto de acuerdo en que sea fría. Las chicas con el aspecto de Starling nece­sitan mantener las distancias, porque siempre hay algún tonto del culo revoloteando a su alrededor.
Llegados a este punto Krendler tuvo la sensación de que Margot lo miraba más tiempo de lo normal, aunque sólo podía distinguir la silueta de la mujer.
Resultaba curiosa la colección reunida en aquella habitación: el tono cuidadosamente burocrático de Krendler; la seca pedantería de Doemling; los resuellos cavernosos de Mason, expurgados de oclusi­vas y nitrados de sibilantes; y la voz áspera y grave de Margot, lista para morder en cualquier momento pero amordazada por el bocado como un poní de alquiler. Y por debajo, los jadeos de la maquina­ria que producía el oxígeno de Mason.
—He podido hacerme cierta idea sobre su vida privada a la luz de su aparente fijación con el padre —continuó Doemling—. La expondré con brevedad. Hasta ahora disponemos de tres documen­tos del doctor Lecter relacionados con Clarice Starling. Dos cartas y un dibujo. El dibujo es el reloj de la crucifixión que ideó mientras estaba en el manicomio —el doctor Doemling levantó la vista ha­cia la pantalla—. La diapositiva, por favor.
Desde algún lugar fuera de la habitación, Cordell hizo aparecer el extraordinario esbozo en el monitor elevado. El original estaba hecho con carboncillo sobre papel basto. En la cianocopia obteni­da por Mason los trazos habían adquirido el color de los moratones.
—Intentó patentarlo —dijo el doctor Doemling—. Como pueden ver, Jesucristo aparece crucificado en la esfera de un reloj y sus bra­zos van girando para marcar la hora, como en los relojes del ratón Mickey. Pero lo más interesante es que la cara, la cabeza caída sobre el pecho, es la de Clarice Starling. Hizo el dibujo durante las en­trevistas que mantuvieron. Ahora vamos a ver una fotografía de la mujer, y podrán comparar. Cordell, pónganos la foto, por favor.
No cabía duda, el Jesucristo de Lecter tenía la cabeza de Clarice Starling.
—Otra particularidad es que el cuerpo está clavado en la cruz por las muñecas en vez de por las palmas de las manos.
—Eso es correcto —intervino Mason—. Hay que poner los clavos en las muñecas y usar grandes cuñas de madera. Idi Amín y yo lo descubrimos a fuerza de probar cuando representamos la Pa­sión en Uganda una Semana Santa. Fue así como crucificaron a Nuestro Señor. Todos los cuadros de la Crucifixión están equivo­cados. La culpa la tuvo un error de traducción del hebreo al latín de la Vulgata.
—Gracias —dijo el doctor Doemling, picado—. Sabemos que la Crucifixión representa un objeto de veneración destruido. Observen que el minutero está en las seis, cubriendo castamente los genitales. La manecilla de las horas marca las nueve, o pasa un poco. Ese nueve es una clara referencia a la hora en que según la tradición fue cruci­ficado Jesucristo.
—Y si juntamos el seis y el nueve, observen que obtenemos se­senta y nueve, una cifra muy popular en las relaciones interpersona­les —tuvo que decir Margot.
En respuesta a la rencorosa mirada de Doemling, hizo crujir un par de nueces y dejó caer las cascaras al suelo.
—Ahora pasemos a considerar las cartas del doctor Lecter a Clarice Starling. Cuando quiera, Cordell —el doctor Doemling se sacó un puntero láser del bolsillo—. Vean ustedes que la escritura, una le­tra redonda y fluida trazada con una estilográfica de plumin cuadra­do, parece obra de una máquina en cuanto a su regularidad. Este tipo de escritura es habitual en las bulas de los papas medievales. Es muy hermosa, pero regular hasta lo grotesco. No tiene absolutamente nada de espontánea. Quien escribe así, planea alguna cosa. Esta primera la envió inmediatamente después de su fuga, durante la cual acabó con la vida de cinco personas. Leamos parte del texto:

Y bien, Clarice, ¿han dejado de chillar los corderos?
Me debes cierta información, ¿lo recuerdas?, y te voy a decir lo que me gustaría.
Un anuncio en la edición nacional del Times y en el International Herald-Tribune el primer día de cualquier mes sería lo ideal. A ser po­sible, incluyelo también en el China Mail.
No me sorprenderé si la respuesta es «sí y no». Los corderos callarán por el momento. Pero, Clarice, te juzgas con la misma piedad que la balanza de la mazmorra de Threave; tendrás que ganarte la bendición de ese silencio una y otra vez. Porque lo que te empuja a actuar es el su­frimiento, ver sufrimiento a tu alrededor, y el sufrimiento no acabará nunca.
Hacerte una visita no forma parte de mis planes, Clarice; el mundo es más interesante contigo dentro. Asegúrate de tener conmigo la misma cortesía...

El doctor Doemling se ajustó las gafas sin montura nariz arriba y se aclaró la garganta.
—Éste es el clásico ejemplo de lo que en mis publicaciones he dado en llamar avunculismo y en la literatura especializada empieza a ser ampliamente conocido como «avunculismo de Doemling». Es muy probable que aparezca en el nuevo Manual de diagnóstico y esta­dística. Para los profanos puede definirse como el hecho de presentarse a sí mismo como un mentor experimentado y benévolo con el fin de sacar partido de alguna debilidad del pupilo.
»Deduzco a partir de las notas del caso que el asunto de los cor­deros hace referencia a un episodio de la infancia de Clarice Starling, el sacrificio de los animales en el rancho de Montana que fue su hogar adoptivo —continuó Doemling sin abandonar la sequedad de su tono.
—Era un toma y daca de informaciones entre Lecter y ella —pun­tualizó Krendler—. El sabía algo sobre el asesino en serie Buffalo Bill.
—La segunda carta, siete años posterior, es, a primera vista, de condolencia y apoyo —continuó Doemling—. Empieza provocán­dola con alusiones a sus padres, a los que al parecer ella adoraba. Lla­ma al padre «el difunto vigilante nocturno» y a la madre, «fregona». Y a continuación los adorna con las mismas cualidades excepcio­nales que ella les ha atribuido siempre, y acaba utilizándolas para disculpar los fracasos profesionales de la agente. Esto no tiene otro objetivo que congraciarse con ella para poder manipularla.
»En mi opinión la señorita Starling podría haber desarrollado un fuerte vínculo con su padre, una imago, que le impide entablar re­laciones sexuales con normalidad y podría inclinarla hacia el doc­tor Lecter en una especie de transferencia que, dada la perversidad de este hombre, él no desaprovechará ni por un instante. En esta segunda carta vuelve a animarla a ponerse en contacto con él a tra­vés de las secciones de anuncios personales de la prensa, para lo que le proporciona un nombre en clave.
«¡Por los clavos de Cristo, este tío no para de hablar!», pensó Mason, para quien la impaciencia y el fastidio eran tanto más insopor­tables cuanto que no podía moverse.
—¡Excelente, brillante, doctor, realmente asombroso! —exclamó Mason—. Margot, abre un poco la ventana. Tengo una nueva fuen­te de información sobre Lecter, doctor Doemling. Alguien que co­noce tanto a Starling como al doctor y los ha visto juntos. Es la per­sona que más tiempo ha pasado con nuestro hombre. Quiero que hable usted con él.
Krendler se removió en el sofá con un incipiente retortijón de tri­pas al comprender los derroteros que empezaba a tomar el asunto.

CAPÍTULO

51



Mason habló por el interfono y al cabo de un momento una figura alta entró en la habitación. Era tan musculosa como Margot y vestía de blanco.
—Les presento a Barney —dijo Mason—. Durante seis años fue el responsable de la sección de violentos en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, en la época en que Lecter estuvo allí. Ahora trabaja para mí.
Barney iba a quedarse de pie delante del acuario, junto a Mar­got, pero el doctor Doemling le pidió que se acercara a la luz. Se sentó al lado de Krendler.
—¿Barney, no es así? Veamos, Barney, ¿qué titulación tiene usted?
—Tengo un TAE.
—Así que es auxiliar de enfermería. Bien, me alegro por usted. ¿Qué más?
—Tengo un título de diplomado en Humanidades por la Uni­versidad Nacional a Distancia —dijo Barney impertérrito—. Y un certificado de asistencia a la Escuela Cummins de Ciencias Foren­ses, que me cualifica para participar en autopsias. Iba por las noches cuando estaba en la escuela de enfermería.
—¿Se pagó los estudios en la escuela de enfermería como auxi­liar del forense?
—Eso es, retirando cadáveres del escenario de algún crimen y ayudando en las autopsias.
—¿Y antes?
—Estuve en los marines.
—Ya veo. Y cuando estaba en el hospital psiquiátrico vio a Clarice Starling y a Hannibal Lecter juntos. Dígame, ¿asistió a alguna de sus conversaciones?
—Me pareció que ellos...
—Vamos a empezar con lo que vio, no con lo que pensó sobre lo que vio. ¿Le parece?
—Es lo bastante listo como para dar su opinión —interrumpió Mason—. Barney, tú conoces a Clarice Starling.
—Sí.
—Y viste al doctor Lecter durante seis años.
—Sí.
—¿Y cómo era su relación?
Al principio a Krendler le costó entender la voz áspera y aguda de Barney; sin embargo, fue él quien hizo la pregunta pertinente.
—¿Se comportaba Lecter de una forma especial durante sus en­trevistas con Starling, Barney?
—Sí. La mayoría de las veces ni siquiera se molestaba en contes­tar a los que lo visitaban —dijo Barney—. Otras abría los ojos lo justo para humillar a algún psiquiatra que estaba intentando com­prender el funcionamiento de su cerebro. Hizo llorar a un catedrá­tico que lo visitó. Con Starling era duro, pero le contestaba a casi todo. Ella le interesaba. Lo intrigaba.
—¿Cómo?
Barney se encogió de hombros.
—Prácticamente no veía mujeres. Ella es bastante atractiva...
—No me interesa su opinión al respecto —lo cortó Krendler—. ¿Eso es todo lo que sabe?
Barney no respondió. Lo miró como si los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro de Krendler fueran dos perros enganchados.
Margot reventó otras dos nueces.
—Continúa, Barney —dijo Mason.
—Eran sinceros el uno con el otro. Él te desarma con esa acti­tud. Tienes la sensación de que no se rebajará a mentir.
—¿Que no se «qué»? —lo interrumpió Krendler.
—Rebajará —respondió Barney.
—Erre, e, be, a, jota... —se oyó decir a Margot Verger desde la oscuridad—. O se avendrá. O condescenderá, señor Krendler.
—El doctor Lecter —prosiguió Barney— le contó a Starling cosas desagradables sobre sí misma, y luego le dijo algunas agrada­bles. Ella aguantó el tipo con las malas, y después pudo disfrutar más de las buenas sabiendo que no eran palabrería barata. Él la conside­raba encantadora y divertida.
—¿Quién es usted para juzgar lo que el doctor Lecter encontra­ba divertido? —dijo el doctor Doemling—. ¿Cómo ha llegado a semejantes conclusiones, celador Barney?
—Oyéndolo reír, loquero Doemling. Nos lo enseñaron en la es­cuela de enfermería, en una conferencia titulada «La sanación por el descojone».
O era Margot aguantándose la risa o es que el acuario burbujea­ba más de la cuenta.
—Tranquilo, Barney. Cuéntanos el resto —lo animó Mason.
—Sí, señor Verger. A veces el doctor Lecter y yo hablábamos por la noche, cuando había tranquilidad. Hablábamos de los cursos que yo hacía y de otras cosas. Él...
—¿Estaba usted siguiendo algún curso de psicología a distancia, por casualidad? —tuvo que preguntarle Doemling.
—No, señor, no considero la psicología una ciencia. Ni el doctor Lecter tampoco —Barney continuó rápidamente, sin dar tiempo a que el respirador permitiera a Mason intervenir para reprenderlo—: Me limito a repetir lo que me dijo. El doctor era capaz de ver en qué se estaba convirtiendo la chica. Era encantadora de la misma forma que un cachorro, un pequeño cachorro que cuando crezca se habrá convertido en uno de esos tigres enormes. Con el que ya no podras jugar. Tenía la testarudez de un cachorro, decía el doctor. Tenía todas las armas, en miniatura y en continuo crecimiento, y él sabía cómo luchar con cachorros como ella. Eso divertía a Lecter.
»Creo que la forma en que empezó todo entre ellos puede de­cirles mucho. La primera vez el doctor fue cortés, pero no le dio la menor importancia; entonces, cuando ella iba a marcharse, otro interno le tiró semen a la cara. Aquello avergonzó al doctor Lec­ter, lo sacó de sus casillas. Fue la única vez que llegué a verlo real­mente enfadado. Ella también se dio cuenta y trató de usarlo a su favor. Tengo la impresión de que el doctor Lecter la admiraba por su coraje.
—¿Cuál fue la actitud de Lecter hacia el otro interno, hacia el que arrojó el semen? ¿Tenían algún tipo de relación?
—No exactamente —respondió Barney—. El doctor Lecter se limitó a matarlo aquella misma noche.
—¿No estaban en celdas separadas? —preguntó Doemling—. ¿Cómo pudo hacerlo?
—Estaban separados por tres celdas y en distintos lados del co­rredor —puntualizó Barney—. En mitad de la noche el doctor Lec­ter le habló un rato y luego le dijo que se tragara la lengua.
—Así que Clarice Starling y Hannibal Lecter se llevaban bien, ¿no es eso? —preguntó Mason.
—Tenían una especie de acuerdo —matizó Barney—. Inter­cambiaban información. El doctor Lecter le proporcionaba pistas sobre el asesino en serie tras el que andaba Clarice, y ella le co­rrespondía con información personal. El doctor Lecter llegó a decirme que Starling daba la impresión de tener más nervio del que le convenía, un «exceso de celo», lo llamó. En su opinión la chica era capaz de trabajar demasiado próxima al filo si pensaba que su misión lo exigía. Y en cierta ocasión dijo que Starling tenía «la maldición del buen gusto». Sigo sin saber lo que quiso decir con aquello.
—Doctor Doemling, ¿quiere follársela, matarla, comérsela o qué coño quiere? —preguntó Mason, procurando agotar las posibili­dades.
—Probablemente las tres cosas —respondió Doemling—. No me gustaría tener que predecir el orden en qué le gustaría llevar­las a cabo. Pero hay algo que sí estoy en condiciones de decirles. Da igual que la prensa amarilla, y los que tienen mentalidad de prensa amarilla, quieran darle al asunto un toque romántico y traten de convertirlo en «La Bella y la Bestia»; el objetivo de Lecter es la degradación de esa mujer, su sufrimiento y, en último término, su muerte. Ha salido en su defensa dos veces: cuando la ultrajaron arrojándole semen a la cara y cuando se le echaron encima los me­dios por disparar a aquella gente. Se presenta con el disfraz de un padre, pero lo que lo excita es la desgracia. Cuando se escriba la his­toria de Hannibal Lecter, y se escribirá, será presentada como un caso de «avunculismo de Doemling». Clarice Starling sólo conseguirá atraerlo estando en desgracia.
En el ancho y elástico entrecejo de Barney había aparecido un profundo surco.
—Señor Verger, ¿puedo decir algo, ya que me lo ha preguntado antes? —no esperó a obtener permiso—. En el manicomio, el doc­tor Lecter cambió de actitud hacia ella cuando vio que conservaba la calma, se limpiaba la leche de la cara y seguía haciendo su tra­bajo. En las cartas la llama una guerrera, y le recuerda que salvó a aquel niño durante el tiroteo. Admira y respeta su coraje y su disciplina. Dice por propia voluntad que no tiene intención de ir a por ella. Y una de las cosas que nunca hace es mentir.
—Ahí tienen exactamente el tipo de mentalidad de periódico basura de la que les hablaba —dijo Doemling—. Hannibal Lecter carece de emociones como la admiración y el respeto. No es capaz de sentir aprecio o afecto. Ésa es una equivocación romántica, muy propia de quienes han recibido una educación deficiente.
—Doctor Doemling, ¿no me recuerda, verdad? —dijo Barney—. Yo era el responsable del corredor de los violentos cuando usted intentó hablar con el doctor Lecter, como mucha otra gente. Pero si no recuerdo mal fue usted el que salió llorando. Después el doctor Lecter escribió una reseña de su libro para el American Jour­nal of Psychiatry. No puedo culparlo si el artículo volvió a hacerle llorar.
—Ya está bien, Barney —dijo Mason—. Ve a encargarme el al­muerzo.
—Desde luego no hay nada peor que un autodidacta de tres al cuarto —dijo Doemling cuando Barney salió de la habitación.
—No me había contado usted que había entrevistado a Lecter, doctor —dijo Mason.
—En aquella época estaba catatónico, fue imposible obtener de él la menor colaboración.
—¿Y por eso se echó a llorar...?
—Eso no es cierto.
—¿...y contradice en todo a Barney?
—Ese hombre está tan engañado como la chica.
—Seguro que a Barney también le gustaría tirársela —dijo Krendler.
Margot se aguantó una risita, pero no lo bastante como para evi­tar que Krendler la oyera.
—Si quieren que Clarice Starling le resulte atractiva, consigan que Lecter la vea en apuros —dijo Doemling—. Que el daño que sufra le sugiera el daño que él mismo podría infligirle. Verla herida de cualquier forma simbólica lo excitará tanto como si la viera aca­riciarse. Cuando el lobo oye balar a la oveja herida, llega corrien­do, pero no para ayudarla.
CAPÍTULO
52



——No puedo entregarte a Clarice Starling ——dijo Krendler cuando Doemling los dejó solos—. Puedo tenerte constantemente al corriente de dónde está y de todo lo que hace, pero no controlar las misiones que le asigne el Bureau. Y si el Bureau la saca a la intem­perie para que haga de cebo, la protegerán, te lo garantizo —para reforzar su argumentación, Krendler apuntó el índice hacia el lugar de la oscuridad en que suponía a Mason—. No puedes colarte en una cosa así. No podrías adelantarte a su cobertura e interceptar a Lecter. El grupo de vigilancia localizaría a los tuyos en un visto y no visto. En segundo lugar, el Bureau no tomará esa iniciativa a me­nos que Lecter vuelva a ponerse en contacto con ella o sea evidente que está cerca; ya le ha escrito otras veces y no se ha presentado. Haría falta un mínimo de doce personas para vigilarla, saldría de­masiado caro. Todo sería más fácil si no le hubieras echado un cable cuando lo del tiroteo. Ahora ya es tarde para cambiar de opinión, no podrías volver a colgarle el sambenito.
—Sería, podría, debería... —rezongó Mason, haciendo un buen trabajo con las oclusivas, dicho sea de paso—. Margot, coge el pe­riódico de Milán, el Corriere della Sera... el número del sábado, el día siguiente al asesinato de Pazzi... Busca el primer mensaje en la sección de anuncios personales... Léenoslo.
Margot levantó el apretado texto hacia la luz.
—Está en inglés, dirigido a A. A. Aaron. Dice: «Entregúese a las autoridades más próximas, los enemigos están cerca. Hannah». ¿Quién es esa Hannah?
—Es el nombre de la yegua de Starling cuando era niña —dijo Mason—. Es un aviso de Starling a Lecter. Lecter le había explica­do en la carta cómo ponerse en contacto con él.
Krendler se puso en pie de un salto.
—¡Maldita hija de puta! No podía saber lo de Florencia. Si lo sabe, sabrá también que te he estado pasando información.
Mason suspiró y se preguntó si Krendler era bastante listo como para ser un político de provecho.
—Ella no sabe nada. Fui yo quien puso el anuncio en La Nazione, el Corriere della Sera y el International Herald-Tribune, para que saliera al día siguiente de nuestra operación contra Lecter. De esa forma, si fallábamos, Lecter creería que Starling estaba intentan­do ayudarlo. Y seguiríamos teniendo un vínculo con él a través de Starling.
—Pues nadie se ha enterado.
—No. Excepto tal vez Hannibal Lecter. Y puede que quiera darle las gracias. Por correo, en persona, ¿quién sabe? Ahora, escú­chame: ¿sigues controlando sus cartas?
—Escrupulosamente —dijo Krendler, asintiendo con la cabeza—. Si le manda algo, lo verás antes que ella.
—Escucha con atención lo que voy a decirte: encargué y pagué ese anuncio de forma que Starling no tenga posibilidad de probar que no lo puso ella. Eso es un delito mayor. Es pisar la raya roja. Con eso es toda tuya, Krendler. Y sabes mejor que yo que el FBI no da una mierda por ti una vez que estás fuera. Por ellos, como si te convierten en comida para perros. No serán capaces ni de hacer la vista gorda con el permiso de armas. No le importará a nadie más que a mí. Y Lecter sabrá que está más sola que la una. Pero antes intentaremos otras cosas —Mason hizo una pausa para respirar y prosiguió—: Si no funcionan, haremos lo que dice Doemling y usa­remos el anuncio para dejarla con el culo al aire, qué digo con el culo... Con el culo y todo lo demás. Estará tan jodida que podrás partirla en dos con la mierda de ese anuncio. Quédate la parte del coño, ése es mi consejo. La otra es más aburrida que el copón. Vaya, no quería blasfemar.

CAPÍTULO
53



Clarice Starling corría sobre las hojas caídas en un parque na­tural de Virginia situado a una hora de su casa, uno de sus lugares favoritos. Aquel día laborable de otoño que tanto necesitaba to­marse libre, el parque no ofrecía el menor rastro de otra presencia humana. Recorría un camino que le era familiar entre las colinas boscosas a orillas del Shenandoah. El primer sol caía sobre las lo­mas y entibiaba el aire, pero aún no alcanzaba las umbrías depresio­nes, en las que el aire era cálido a la altura de su rostro y frío en sus piernas al mismo tiempo.
Esos días la tierra no le parecía inmóvil bajo sus pies; sólo co­rriendo tenía la sensación de pisar terreno firme.
La mañana era espléndida y Starling avanzaba bajo los resplando­res que danzaban entre las hojas, pisoteando las manchas de luz del camino, que unas zancadas más adelante estaba barrado por las som­bras que el sol todavía bajo arrancaba a los troncos. A unos metros, dos ciervas y un macho de encrespada cornamenta saltaron fuera del camino con un brinco unánime que aceleró el corazón de la mujer, echaron a correr y desaparecieron en la umbría profundidad del bosque, donde sus blancas y erguidas colas siguieron destacando al ritmo de su trote. Contenta, Starling se puso a dar saltos sobre el terreno.
Inmóvil como un personaje de tapiz medieval, Hannibal Lecter siguió sentado sobre las hojas caídas en la ladera que dominaba el río. Podía ver ciento cincuenta metros del camino con unos pris­máticos, que había protegido contra los reflejos poniéndoles una visera de cartón. Primero vio la espantada de los ciervos, que as­cendieron la colina y pasaron de largo, y luego, por primera vez en siete años, a Clarice Starling de cuerpo entero.
Bajo los gemelos el rostro no cambió de expresión, pero las fosas nasales se dilataron al aspirar aire con fuerza, como si pudiera captar el olor de la mujer a aquella distancia.
El aire le trajo olor a hojas secas matizado por una insinuación de cinamomo, las emanaciones del mantillo y las bayas en lenta putre­facción, un leve efluvio de excrementos de conejo a muchos metros de distancia, el intenso almizcle de una piel de ardilla hecha jirones bajo las hojas, pero no el aroma de Starling, que hubiera identificado en cualquier lugar. Los ciervos que habían emprendido la huida al verla siguieron trotando mucho después de que la mujer los per­diera de vista.
Starling, que corría con soltura, sin luchar contra el suelo, per­maneció a la vista menos de un minuto. Una mochila diminuta con una botella de agua le colgaba de la espalda, sobre la que caía el sol difuminando la silueta como si de su cuerpo emanara un polvo de polen. Mientras la seguían a lo largo del camino los binoculares captaron un resplandor del río por delante de Starling, y durante unos instantes el doctor Lecter tuvo la vista llena de manchas de luz. Starling desapareció donde el camino hacía bajada, y lo último que vio de ella fue su nuca con la cola de caballo balanceándose como la cola blanca de un ciervo.
El doctor permaneció inmóvil, sin hacer el menor movimiento para seguirla. La imagen de la mujer seguía corriendo en su mente con extraordinaria nitidez. Lo seguiría haciendo hasta que él la hi­ciera parar. Era la primera vez que la veía después de siete años, sin contar las fotografías de prensa, ni los fugaces atisbos de su cabeza en el interior de un coche. Se tumbó en las hojas con las manos entrelazadas bajo la nuca, y se quedó mirando el escaso follaje de un arce, que se estremecía contra el cielo, oscureciéndolo hasta que le pareció casi morado. Morado, como el racimo de uva labrusca que había cogido cuando trepaba hasta allí; los granos polvorientos em­pezaban a arrugarse, y se comió unos cuantos, estrujó el resto con­tra su palma y lamió el jugo como un niño, con la mano bien abier­ta. Morado, morado...

Las berenjenas del huerto eran moradas.
El agua caliente se había acabado a mediodía en la elevada cabana de caza, y la niñera de Mischa tuvo que arrastrar la abollada bañera de cobre hasta el huerto para que el sol calentara el baño de la criatura. Mischa se sentó entre los reflejos, rodeada de plantas, con las blancas mariposas de la col revoloteando alrededor de su cuerpecillo de dos años. El agua apenas le cubría las regordetas piemos, pero su solemne hermano Hannibal y el enor­me perro recibieron el encargo de no perderla de vista mientras la niñera vol­vía a la cabana para buscar una toalla.
Para algunos criados Hannibal Lecter era un niño inquietante, anormal­mente intenso, prematuramente listo; pero no asustaba a la vieja nodriza, que tenía muchas cosas que hacer, ni tampoco a Mischa, que le ponía las mónitas en forma de estrella sobre la cara y se echaba a reír. Mischa estiró los brazos por encima de los hombros de Hannibal y alcanzó la berenjena, que le encantaba mirar al sol. Sus ojos, que no eran marrones como los de su hermano, sino azules, miraban la berenjena y parecían absorber su color, oscurecerse con ella. Hannibal Lecter sabía que los colores eran la pasión de su hermana. Cuando la llevaron adentro y el ayudante del cocinero salió refunfuñando a vaciar la bañera, Hannibal se arrodilló junto a la hilera de berenjenas, que irisaban de reflejos morados y verdes las burbujas antes de que reventaran sobre la tierra de cultivo. Sacó su pequeño cortaplumas y seccionó el tallo de una berenjena, le sacó brillo con su pañuelo, y con la hortaliza adíente de sol en las manos como un animal, la llevó al cuarto de Mischa y la dejó donde ella pudiera verla. A Mischa le encantaba el mora­do oscuro, a lo largo de su corta vida adoró el color berenjena.

Hannibal Lecter cerró los ojos para volver a ver los ciervos tro­tando, asustados de Starling, para ver a la mujer trotando camino adelante, aureolada por el sol que le daba en la espalda... Pero aquél era el ciervo equivocado, el cervatillo con la flecha clavada, que ti­raba, tiraba de la soga que le apretaba el cuello y lo arrastraba hacia el hacha, el cervatillo que se comieron antes de hacer lo mismo con Mischa, y ya no pudo permanecer inmóvil, tuvo que levantarse, con las manos y la boca manchadas de jugo morado, con la mueca caí­da de una máscara de tragedia griega. Buscó a Starling a lo largo del camino. Aspiró profundamente por la nariz y dejó que los aro­mas del bosque lo purificaran. Fijó la vista en el repecho tras el que había desaparecido Starling. El camino destacaba entre los árboles como si la mujer hubiera dejado un rastro luminoso a su paso.
Trepó con rapidez a la cima y bajó la otra vertiente de la colina hacia una zona de acampada cercana, en cuya área de aparcamiento había dejado la camioneta. Quería estar fuera del parque antes de que Starling volviera a su coche, que la esperaba a tres kilómetros de allí, en el aparcamiento principal de la entrada, cerca de la gari­ta del guarda forestal, cerrada hasta el comienzo de la temporada.
Starling tardaría al menos quince minutos en llegar al coche.
El doctor Lecter aparcó junto al Mustang y dejó el motor en marcha. Había podido examinar el coche en el aparcamiento de un supermercado próximo a la casa de Starling. La pegatina del abono anual en el parabrisas del viejo Mustang fue lo que llamó la aten­ción del doctor hacia el parque; sin pérdida de tiempo compró un mapa de la reserva natural y la exploró detenidamente.
El coche, agazapado sobre sus anchas ruedas como si durmiera, estaba cerrado con llave. Aquel vehículo resultaba divertido. Era a un tiempo extravagante e increíblemente eficaz. Por más que se aga­chara junto al pomo cromado no consiguió oler nada. Desplegó una estrecha lámina de acero y la deslizó entre el cristal y la puerta por encima de la cerradura. ¿Alarma? ¿Sí? ¿No? Clic. No.
El doctor Lecter subió al coche y penetró en una atmósfera que era, intensamente, la de Clarice Starling. El volante era grueso y fo­rrado de cuero, y en su centro podía leerse la palabra «MOMO». La miró ladeando la cabeza como un loro y formó con los labios las dos sílabas: «MO-MO». Se recostó en el asiento, cerró los ojos y em­pezó a aspirar arqueando las cejas, como si estuviera escuchando un concierto.
Entonces, como si tuviera voluntad propia, el puntiagudo extre­mo rosa de su lengua asomó entre los dientes como una pequeña serpiente que intentara escapar de su boca. Sin cambiar de expre­sión, como si no fuera consciente de sus propios movimientos, se inclinó hacia delante, encontró el cuero del volante guiándose por el olfato, posó en él la lengua y la enroscó sobre las depresiones para los dedos de la parte inferior. Saboreó las zonas desgastadas donde la mujer posaba las palmas de las manos. Luego volvió a reclinarse en el respaldo mientras la lengua se retiraba a su nido, y movió la boca cerrada como si estuviera paladeando un vino. Respiró con fuerza y retuvo el aire mientras salía y cerraba el Mustang. No espiró aún, conservó a Starling en la boca y los pulmones hasta, que su vieja ca­mioneta estuvo fuera del parque.

CAPÍTULO
54



Uno de los axiomas de la unidad de Ciencias del Comporta­miento dice que los vampiros son territoriales, mientras que los caníbales atraviesan el país de punta a punta.
Sin embargo, la vida nómada no atraía especialmente al doctor Lecter. Su éxito en eludir a las fuerzas del orden se debía sobre todo a la consistencia de sus identidades falsas, ideadas para durar y adop­tadas con suma prudencia, y a su facilidad de acceso al dinero. Los desplazamientos frecuentes y erráticos no formaban parte de su modus operandi.
Gracias a dos identidades alternativas, consolidadas hacía mucho tiempo y provistas de excelente crédito, más una tercera para el ma­nejo de vehículos, no le resultó difícil procurarse un cómodo nido a la semana de su regreso a Estados Unidos.
Había elegido un lugar de Maryland a una hora de coche al sur de Muskrat Farm y razonablemente cerca de los ambientes musica­les y teatrales de Washington y Nueva York.
Nada de lo relacionado con las ocupaciones visibles del doctor Lecter podía atraer la atención ajena, y cualquiera de sus identida­des principales hubiera sobrevivido a una verificación corriente. Tras una visita a su caja de seguridad de Miami, alquiló por un año una casa hermosa y aislada en la bahía de Chesapeake a un cabildero alemán.
Desviando las llamadas a través de dos teléfonos con distinto sonido instalados en un apartamento barato de Filadelfia, podía con­seguir inmejorables referencias siempre que las necesitara sin tener que abandonar la comodidad de su nuevo hogar.
Asistía a los conciertos, ballets y óperas que le interesaban com­prando entradas excelentes a revendedores, a los que siempre pagaba en metálico.
Una de las ventajas de su nuevo domicilio era que disponía de un amplio garaje doble con taller y una puerta levadiza excelente. En el interior guardaba sus dos vehículos, una camioneta Chevrolet con un bastidor de tubos y un torno fijo en la parte trasera, que tenía seis años de antigüedad y había comprado a un fontanero y pintor de brocha gorda, y un Jaguar sedán con sobrealimentador alquilado a través de un grupo de empresas de Delaware. La camioneta ofre­cía un aspecto diferente de un día para otro. El equipo que alter­naba en la parte trasera incluía una escalera de mano, tuberías, PVC, una barbacoa portátil y una bombona de butano.
Una vez arreglados los asuntos domésticos, se concedió una se­mana de música y museos en Nueva York, y envió los catálogos de las exposiciones más interesantes a su primo, el gran pintor Balthus, a Francia.
En Sotheby's adquirió dos instrumentos musicales extraordina­rios, ambos piezas raras. El primero era un clavicémbalo flamenco de finales del XVIII, prácticamente idéntico al Dulkin de 1745 del museo Smithsoniano, con un teclado suplementario en la parte superior para tocar las composiciones de Bach, digno sucesor del gravicembalo que había disfrutado en Florencia. Su otra adquisición era un pionero de los instrumentos electrónicos, un theremin construi­do en los años treinta por el mismo profesor Theremin. Aquel ins­trumento había fascinado siempre al doctor Lecter, que se había hecho uno siendo niño. Se toca moviendo las manos desnudas sobre un campo electrónico, de forma que los simples gestos producen el sonido.
Ahora estaba cómodamente instalado y tenía con qué entrete­nerse...

El doctor Lecter conducía la camioneta de regreso a su nuevo hogar en la costa de Maryland tras pasar la mañana en el bosque. La visión de Clarice Starling corriendo entre las hojas de otoño por el camino forestal estaba a buen recaudo en su palacio de la memo­ria. A partir de ahora sería una fuente de placer a la que el doctor podría acceder en cuestión de segundos partiendo del vestíbulo. Vería correr a Starling, y era tal la calidad de su memoria visual que podría examinar las imágenes y encontrar detalles que había pasado por alto, oír de nuevo a los grandes y fuertes ciervos trotando colina arriba hasta perderse de vista, ver los callos de sus jarretes, y una cardencha verde enredada en el vientre del que pasó más cerca. Guardó aquel recuerdo en una estancia soleada del palacio, tan lejos como pudo del cervatillo asaeteado...
Llegó a casa, a su nueva casa, y la puerta del garaje descendió con un zumbido uniforme tras la camioneta.
Cuando el portón volvió a alzarse a mediodía, el Jaguar negro salió del interior llevando al doctor vestido para la ciudad.
Al doctor Lecter le encantaba ir de compras. Se dirigió directa­mente a Hammacher Schlemmer, el proveedor de accesorios de pri­mera calidad para el deporte y el hogar, y allí se tomó su tiempo. Influido por su excursión matinal, sacó una cinta métrica y se puso a medir tres cestas de picnic enormes hechas de mimbre lacado, con sólidos compartimientos de cobre y correas de cuero cosido a mano. Al final se decidió por la de tamaño intermedio, dado que sólo con­tendría un servicio individual.
La caja de la cesta incluía un termo, prácticos vasos de distintos tamaños, porcelana resistente y cubiertos de acero inoxidable. Sólo se vendía con los accesorios, así que no tuvo más remedio que com­prar el lote.
En sucesivas visitas a Tiffany y Christofle, el doctor pudo sustituir los pesados platos por otros de porcelana francesa Gien con escenas de caza, hojas y pájaros de montaña. En Christofle dio con un jue­go de su cubertería de plata del siglo xix preferida, con diseño Car­dinal, la marca del fabricante grabada en la concavidad de las cu­charas y la palabra «París» bellamente estilizada en la parte posterior de los mangos. Los tenedores tenían los dientes muy espaciados y en pronunciada curva, y los cuchillos pesaban agradablemente en la palma. Las piezas se adaptaban a la mano como pistolas de duelista. Cuando le llegó el turno a la cristalería, el doctor tardó en decidir el tamaño de las copas de aperitivo, y compró un bailón para el coñac. En cambio, no titubeó en cuanto a los vasos de vino; escogió unos Riedel, que compró en dos tamaños, ambos con las bocas lo bas­tante anchas para dejar espacio a la nariz.
En Christofle también encontró mantelillos individuales de sua­ve lino blanco y unas hermosas servilletas de damasco con una rosa diminuta como una gota de sangre bordada en una esquina. El efec­to le resultó sorprendente y compró seis, de forma que, ante cual­quier eventualidad, siempre dispusiera de algunas limpias.
Compró dos buenos hornillos portátiles de gas de 35.000 unida­des de calor, de los que se emplean en los restaurantes para cocinar a la vista de los comensales; una exquisita sartén para salteados y una cacerola fait-tout para salsas, ambas fabricadas en cobre por Dehillerin, de París; también adquirió dos batidores. No consiguió encon­trar cuchillos de cocina de acero al carbono, que prefería a los de acero inoxidable, ni el resto de los cuchillos especiales que se había visto obligado a dejar en Italia.
Por último, visitó una tienda de suministros médicos próxima al Hospital General de la Caridad, donde descubrió una ganga en for­ma de sierra para autopsias Stryker casi nueva, que encajaba perfec­tamente en el fondo de la cesta de picnic, en el espacio destinado al termo. La garantía no había caducado y los accesorios incluían hojas normales y craneales, y una llave craneal, con lo que el doc­tor Lecter casi había completado su batterie de cuisine.
Las puertas vidrieras estaban abiertas al fresco aire de la noche. La luna asomaba entre las nubes en movimiento y teñía la bahía de hollín y plata. El doctor se sirvió un vaso de vino para estrenar la cristalería y lo dejó sobre un pedestal colocado junto al clavicémbalo. El bouquet se mezcló con el aire salino y el doctor Lecter pudo disfrutarlo sin necesidad de apartar las manos del teclado.
A lo largo de su vida había tenido clavicordios, espinetas y otros instrumentos de teclado antiguos. Sin embargo, prefería el sonido y la sensación de tocar un clavicémbalo; como no es posible con­trolar el volumen del sonido que los plectros arrancan a las cuerdas, la música llega al intérprete como una experiencia impredecible, repentina y entera.
El doctor Lecter no apartaba los ojos del instrumento mientras abría y cerraba las manos. Se enfrentó al clavicémbalo recién ad­quirido como hubiera abordado a una desconocida atractiva, con un comentario ligero pero interesante, tocando una canción compues­ta por Enrique VIII, Verde crece el acebo.
Satisfecho, probó con la Sonata en si bemol mayor de Mozart. El doctor y el clavicémbalo necesitaban tiempo para intimar, pero las respuestas del instrumento a sus manos le decían que se le entrega­ría pronto. La brisa había aumentado y las velas vacilaban, pero el doctor Lecter tenía los ojos cerrados a la luz, y seguía tocando con el rostro alzado. Las burbujas volaban de las manos en forma de es­trella de Mischa, que las agitaba en la brisa que sobrevolaba la bañera, y al atacar el tercer movimiento era Clarice Starling la que volaba con ligereza a través del bosque, la que corría y corría, ha­ciendo crujir las hojas bajo sus pies, mientras el viento hacía sonar el follaje de los árboles y los ciervos echaban a correr al verla, un ciervo joven y dos ciervas que brincaron fuera del camino como brinca un corazón queriendo salirse del pecho. El terreno se enfrió de repente y los desharrapados salieron del bosque arrastrando al cervatillo, que tenía una flecha en el costado y se resistía a la soga que tenía apretada alrededor del pescuezo; los hombres tiraron del animal herido para no tener que cargar con él hasta el hacha y, de pronto, la música acabó con un violento mazazo, la nieve se llenó de sangre y el doctor Lecter se aferró al taburete con ambas manos. Respiró hondo una vez, y otra, y otra más, volvió a poner las ma­nos sobre el teclado y forzó una frase, luego dos, que resonaron hasta morir en el silencio.
El doctor emitió un débil chillido que subió de tono y cesó tan abruptamente como la música. Se quedó sentado largo rato con la cabeza inclinada sobre el teclado. Luego se levantó sin hacer ruido y salió del salón. Hubiera sido imposible saber en qué parte de la casa a oscuras se encontraba. El viento de la bahía cobró fuerza, consumió las llamas de las velas, hizo sonar las cuerdas del clavi­cémbalo en la oscuridad arrancándoles ya un aire accidental, ya un débil chillido que llegaba de un pasado muy lejano.

CAPÍTULO
55



La feria regional de armas blancas y de Fuego del Atlánti­co Medio se celebraba en el auditorio del War Memorial. Metros y metros cuadrados de armamento, una pradera de armas de fuego, sobre todo pistolas y fusiles de asalto. Los haces rojos de las miras láser se entrecruzaban en el techo.
Pocos auténticos amantes de la naturaleza visitan las ferias de ar­mas, por una cuestión de simple buen gusto. Las armas se han con­vertido en objetos siniestros, y las ferias de armas son tristes, desan­geladas, tan deprimentes como el paisaje interior de muchos de sus visitantes.
Es una muchedumbre astrosa, torva, irritable, estreñida como gallina que no acaba de poner el huevo, con el corazón negro como la pez a ojos vista. Y la mayor amenaza para el derecho de todo ciu­dadano a poseer un arma de fuego.
Lo que les chifla es el armamento de asalto fabricado en serie con bajos costes y materiales de desecho para proporcionar gran po­tencia de fuego a tropas ignorantes y sin entrenar.
En medio de tanta tripa de cerveza, tanta carne flaccida y tanta cara pálida y sebosa, el doctor Hannibal Lecter, conmovido por el espectáculo, parecía un figurín. Las armas de fuego no le interesaban. Se dirigió directamente al puesto del vendedor de armas blancas más importante del circuito de ferias.
El comerciante sé llamaba Buck y pesaba ciento cincuenta kilos. Buck tenía en exposición todo un arsenal de espadas de fantasía e imitaciones de armas medievales y antiguas; pero también porras, cuchillos y machetes de primera calidad, entre los que el doctor Lecter localizó enseguida la mayoría de los artículos que figuraban en su lista de objetos que había debido abandonar en Italia.
—¿Puedo ayudarle?
Buck tenía unos carrillos bonachones y una boca simpática, pero ojos ruines.
—Sí. Me quedaré esa «Arpía», por favor, y un Spyderco recto y dentado con hoja de diez centímetros. Y aquel cuchillo de despellejador de punta redonda que tiene ahí detrás.
Buck cogió los artículos.
—Quiero el cuchillo de caza que le he dicho, no ése, el bueno. Déjeme ver la porra de cuero, la negra... —el doctor Lecter com­probó el muelle del mango—. Me la quedo.
—¿Alguna cosa más?
—Sí. Quiero un Spyderco Civilian, no veo ninguno.
—No hay mucha gente que lo conozca, nunca tengo más de uno.
—Sólo quiero uno.
—Su precio normal es de doscientos veinte dólares. Podría de­járselo por ciento noventa incluido el estuche.
—Estupendo. ¿Tiene cuchillos de cocina de acero al carbono?
Buck meneó la cabezota.
—Tendrá que buscarlos de segunda mano en algún mercadillo. Es lo que hago yo. Afilándolos con el dorso de un platillo de postre quedan como nuevos.
—Hágame un paquete. Vendré a buscarlo dentro de unos mi­nutos.
A Buck no solían pedirle que hiciera paquetes. Pero lo hizo, aun­que con las cejas arqueadas.
Como era de esperar, aquella feria de armamento tenía más de bazar que de otra cosa. Había unas cuantas mesas de polvorientas antiguallas de la Segunda Guerra Mundial, que empezaban a pare­cer prehistóricas. Se podían comprar rifles M-l, máscaras de gas con los cristales de los ojos rotos, cantimploras... No faltaban los habituales tenderetes de reliquias nazis, donde uno podía comprar botes de auténtico gas Zyklon B, si sus gustos iban por ahí.
No había casi nada de las guerras de Corea y Vietnam, y abso­lutamente nada de la operación Tormenta del desierto.
Muchos de los visitantes vestían ropa de camuflaje, como si aca­baran de regresar del frente con un breve permiso para asistir a la feria, en la que no echarían en falta indumentaria de aquel tipo, incluido el conjunto de camuflaje total adecuado para un francoti­rador o un cazador con arco, pues una de las secciones más impor­tantes del salón era la dedicada a los arcos y la caza con arco.
El doctor Lecter estaba examinando el conjunto de camuflaje cuando vio por el rabillo del ojo los otros uniformes. Cogió un guante de arquero. Se giró hacia la luz para ver la marca del fabri­cante y comprobó que los dos agentes que se habían parado a su lado pertenecían al Departamento de Caza y Pesca Fluvial de Vir­ginia, que tenía un pabellón dedicado a la conservación del medio ambiente.
—Ahí tienes a Donnie Barber —dijo el más viejo de los dos guardias, señalando con la barbilla—. Si alguna vez consigues lle­varlo ante el juez, avísame. Me gustaría echar a ese hijo de puta de los bosques para siempre.
No le quitaban ojo a un hombre de unos treinta años que esta­ba en el otro extremo del pabellón de los arcos, vuelto hacia ellos pero con la cara levantada hacia un monitor de vídeo. Donnie Bar­ber vestía de camuflaje, con la cazadora atada a la cintura por las mangas. Llevaba una camiseta de color caqui y sin mangas, para enseñar los tatuajes, y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás.
El doctor Lecter se alejó poco a poco de los guardias haciendo como que miraba distintos artículos. Se detuvo en un puesto de mi­ras láser para pistola, al otro lado del pasillo, y a través de una celo­sía llena de pistoleras observó las imágenes del vídeo que tenía em­belesado a Donnie.
Era un vídeo sobre la caza con arco de ciervos cariacú.
Al parecer, alguien fuera de cámara ahuyentaba a un ciervo para que corriera entre dos vallas y entrara en un corral de maderos. El cazador, que estaba tensando el arco, llevaba un micrófono de ambiente para captar sus propios sonidos. De pronto su respiración se hizo más agitada. Luego susurró al micrófono: «No conozco nada mejor que esto».
El ciervo dio un respingo al alcanzarlo la flecha y chocó dos ve­ces contra la cerca antes de conseguir saltarla y salir huyendo.
Sin dejar de mirar, Donnie Barber dio un salto acompañado de gruñidos cuando la flecha se clavó en el animal.
En esos momentos el cazador del vídeo, que había localizado al ciervo, se disponía a despiezarlo. Empezó con lo que llamó «la lomera».
Donnie Barber paró el vídeo y lo rebobinó hasta el instante en que la flecha se clavaba, una y otra vez, hasta que el concesionario le llamó la atención.
—Anda y que te den, tontorrón —dijo Donnie Barber—, que no vendes más que mierda.
En el puesto de al lado compró flechas amarillas de punta ancha provista de una aleta afilada como una navaja. Se sorteaban dos días de caza del ciervo, y por el importe de su compra a Donnie le co­rrespondió un boleto.
Barber lo rellenó, lo introdujo por la ranura y desapareció con su largo paquete y el bolígrafo del vendedor entre la muchedum­bre de comandos barrigudos.

Como los ojos de un batracio al acecho de insectos, los del ven­dedor percibían cualquier pausa en la multitud que desfilaba ante su puesto. El hombre que tenía delante estaba extraordinariamente in­móvil.
—¿Ésta es su mejor ballesta? —le preguntó el doctor Lecter.
—No —el hombre sacó un estuche de debajo del mostrador—. La mejor es ésta. Yo prefiero las que se pliegan a las que se desmon­tan a la hora de transportarlas. La polea se puede tensar manual­mente o con el motor eléctrico. Supongo que sabe que no se puede usar una ballesta en Virginia si no se es un inválido... —le infor­mó el vendedor.
—Mi hermano ha perdido un brazo y está impaciente por ma­tar algo con el otro —le explicó el doctor Lecter.
—Claro, lo entiendo.
En cosa de cinco minutos, el doctor compró una magnífica ba­llesta y dos docenas de saetones, las flechas cortas y gruesas que se usan con ese tipo de arma.
—Hágame un paquete —le dijo Lecter.
—Si llena este boleto puede ganar dos días para cazar ciervos. En una granja estupenda —le indicó el vendedor.
El doctor Lecter rellenó el boleto del sorteo y lo metió por la ra­nura de la urna.
El vendedor se puso a atender a otro cliente, pero el doctor vol­vió sobre sus pasos.
—¡Jefe! —exclamó—. Me he olvidado de poner el número de teléfono. ¿Puedo?
—Claro, hombre, usted mismo.
El doctor Lecter quitó la tapa de la caja y cogió los dos boletos de arriba. Añadió un número de teléfono falso al resto de la falsa in­formación de su papeleta y echó un buen vistazo a la otra, parpa­deando una sola vez, como el diafragma de una cámara de fotos.

CAPITULO
56



En el gimnasio de Muskrat Farm dominaban el negro y el cro­mo de la tecnología punta, y el espacioso recinto estaba equipado con todo el ciclo de máquinas Nautilus, aparatos de pesas, una pis­ta de aeróbic y un bar de zumos.
Barney casi había acabado la sesión y estaba enfriando los múscu­los en la bicicleta cuando se dio cuenta de que no, estaba solo. En una esquina, Margot Verger se estaba quitando el chándal. Llevaba pantalones cortos elásticos y un top sin mangas sobre el sujetador deportivo, y en ese momento se estaba poniendo un cinturón para levantar pesas. Barney las oyó resonar en el rincón. Al cabo de un momento la oyó respirar con fuerza mientras hacía unos levanta­mientos para calentar.
Barney seguía pedaleando con la resistencia al mínimo y secán­dose la cabeza con una toalla cuando la mujer se le acercó entre dos tandas de pesas.
Margot miró los brazos del hombre y a continuación los suyos. Tenían más o menos el mismo grosor.
—¿Cuánto eres capaz de levantar echado en el banco? —le pre­guntó ella.
—No lo sé.
—Yo creo que lo sabes, y perfectamente.
—Puede que ciento setenta y cinco, o una cosa así.
—¿Ciento setenta y cinco? Venga ya, grandullón. Cómo vas a le­vantar todo eso...
—Puede que tenga razón.
—Tengo un billete de cien dólares que dice que no eres capaz de levantar ciento setenta y cinco.
—¿Contra qué?
—¿Contra qué cono va a ser? Otros cien. Y yo te pondré la marca.
Barney la miró frunciendo el entrecejo, elástico como goma.
—Vale.
Colocaron las pesas. Margot sumó las que Barney había puesto en su lado como si creyera que iba a hacer trampas. Él respondió contando las del lado de Margot aún con más cuidado.
Se tumbó en el banco y los ajustados pantalones de la mujer, de pie junto a su cabeza, quedaron a un palmo de su cara. La articula­ción de los muslos con el abdomen formaba nudos como un marco barroco y el macizo torso parecía llegar casi al techo.
Barney se acomodó sintiendo el banco contra la espalda. Las piernas de Margot olían a linimento fresco y sus manos, con las uñas pintadas de color coral, se posaban suavemente en la barra, bien tor­neadas a pesar de su fuerza.
—¿Listo?
—Sí.
Barney empujó la barra hacia la cara de la mujer, inclinada sobre él. No tuvo que esforzarse demasiado. Dejó la barra un soporte más arriba que el elegido por Margot. Ella sacó el dinero de su bolsa de deporte.
—Gracias —le dijo Barney.
—Puedo hacer más flexiones que tú —replicó Margot.
—Ya lo sé.
—¿No me crees?
—Sí, pero yo puedo mear de pie.
El grueso cuello de la mujer se puso rojo.
—Yo también.
—¿Cien pavos? —propuso Barney.
—Hazme un combinado —le ordenó ella.
En el bar de zumos había un frutero. Mientras Barney prepara­ba los combinados de fruta en la licuadora, Margot cogió dos nue­ces y las reventó cerrando el puño.
—¿Eres capaz de romper una sola, sin nada contra lo que hacer presión? —le preguntó Barney, que rompió dos huevos contra el borde de la licuadora y los echó adentro.
—¿Y tú? —dijo Margot, y le tendió una nuez.
Barney se quedó mirando la nuez en su palma abierta.
—No lo sé —despejó el trozo de barra que tenía delante y una naranja rodó por ella y cayó al suelo al lado de Margot—. Vaya, lo siento —se disculpó Barney.
Ella la recogió y volvió a ponerla en el frutero.
El enorme puño de Barney se cerró con fuerza sobre la nuez. La mirada de la mujer iba del puño al rostro de Barney, que tenía el cuello hinchado por el esfuerzo y la cara cada vez más roja. Em­pezó a temblar y al cabo de unos segundos se oyó un débil crujido procedente del puño. Margot se quedó con la boca abierta mien­tras Barney acercaba el tembloroso puño a la licuadora. El crujido se oyó con más fuerza. La yema y la clara de un huevo cayeron den­tro de la licuadora con un ¡plop! Barney pulsó el interruptor y se la­mió las yemas de los dedos. Margot se rió contra su voluntad.
Barney vertió los combinados en los vasos. Vistos desde el otro extremo del gimnasio hubieran parecido dos luchadores o dos le­vantadores de pesas de distintas categorías.
—A ti te gusta hacer todo lo que hacen los hombres, ¿no? —le preguntó Barney.
—Menos las estupideces.
—¿Quieres que hagamos cosas de hombres juntos?
La sonrisa de Margot se esfumó.
—No tengo ganas de oír ningún chiste de pollas, Barney.
El hombre sacudió la cabezota.
—Tú ponme a prueba —dijo.

CAPÍTULO
57



En la «CASA DE HANNIBAL» el material recopilado sobre el doc­tor crecía conforme Clarice Starling se internaba a tientas por los vericuetos de sus gustos.
Rachel DuBerry era algo mayor que Lecter en la época en que había actuado como activa mecenas de la Sinfónica de Baltimore, y muy hermosa, como Starling pudo comprobar en las fotografías de Vogue de aquellos años. Eso había sido dos maridos ricos atrás. En la actualidad era la señora de Franz Rosencranz, de los famosos Textiles Rosencranz. Su secretaria para actividades sociales la puso con ella.
—Ahora me limito a mandar dinero a la orquesta, querida. Es­tamos fuera demasiado tiempo como para participar activamente —explicó a Starling la señora Rosencranz, nacida DuBerry—. Si es algo relacionado con impuestos, puedo darle el número de mis con­tables.
—Señora Rosencranz, cuando participaba en el patronato de la Sinfónica y de la Escuela Westover, conoció usted al doctor Hannibal Lecter, ¿no es así?
Un silencio prolongado.
—¿Señora Rosencranz?
—Me parece que es mejor que me dé su número y la llame a tra­vés de la centralita del FBI.
—Como quiera.
Cuando se reanudó la conversación, Rachel dijo:
—Sí, tuve trato social con Hannibal Lecter hace años y desde en­tonces la prensa se ha dedicado a acampar en mi césped. Era un hombre con un encanto extraordinario, completamente fuera de lo habitual. De los que le ponen la piel de gallina a una chica, no sé si me explico. Me costó años creer lo que se contaba de él.
—¿Le hizo regalos en alguna ocasión, señora Rosencranz?
—Solía enviarme una nota el día de mi cumpleaños, incluso des­pués de que lo detuvieran. A veces un regalo, antes de que lo con­denaran. Tiene un gusto exquisito para los regalos.
—Y el doctor Lecter dio la famosa cena de cumpleaños en su honor. Con las cosechas de los vinos elegidas de acuerdo con la fe­cha de su nacimiento.
—Sí —admitió ella—. Suzy la llamó la fiesta más extraordinaria desde el baile en blanco y negro de Capote.
—Señora Rosencranz, si tuviera noticias suyas, ¿podría llamar al número del FBI que voy a darle? Querría preguntarle algo más si no es molestia. ¿Celebraba usted aniversarios especiales con el doctor Lecter? Y también tengo que preguntarle su fecha de nacimiento.
Al otro lado del teléfono la temperatura había bajado varios grados.
—Ésa es una información que debe de ser fácil conseguir.
—Sí, señora Rosencranz, pero hay ciertas incoherencias entre las fechas de la seguridad social, de su partida de nacimiento y de su permiso de conducir. De hecho, ninguna de ellas coincide. Le pido que me disculpe, pero estamos controlando compras de artículos de lujo para los cumpleaños de personas relacionadas con el doctor Lecter.
—¿«Personas relacionadas»? De modo que eso es lo que soy aho­ra, qué denominación tan horrorosa —la señora Rosencranz rió entre dientes. Pertenecía a una generación de cócteles y cigarrillos, y su voz era profunda—. Agente Starling, ¿qué edad tiene?
—Treinta y dos, señora Rosencranz. Cumpliré treinta y tres dos días antes de Navidad.
—Permítame que le diga, con la mejor intención del mundo, que le deseo que cuente con al menos un par de «personas relacio­nadas» en su vida. Le aseguro que ayudan a matar el tiempo.
—Sí, señora. ¿La fecha de su nacimiento?
Al final la señora Rosencranz se dignó a revelar la informa­ción correcta, que clasificó como «la fecha que conoce el doctor Lecter».
—Si no le molesta que se lo pregunte, señora, puedo entender que cambie el año, pero ¿por qué cambiar el mes y el día?
—Quería ser Virgo, porque es el signo mas compatible con el del señor Rosencranz. Por aquella época empezábamos a salir juntos.
La gente que había conocido al doctor Lecter cuando vivía en una jaula lo veía de una forma un tanto diferente.
Starling había liberado a Catherine, la hija de la ex senadora Ruth Martin, del infierno del sótano donde el asesino en serie Jame Gumb la mantenía oculta, y, de no haber sufrido una derrota en las siguientes elecciones, la senadora hubiera podido hacer mucho bien a Starling. Se notaba su agradecimiento al otro lado del teléfono, le dio recuerdos de Catherine y se interesó por ella.
—Nunca me ha pedido nada, Starling. Si alguna vez necesita otro empleo...
—Gracias, senadora Martin.
—Y sobre ese maldito Lecter, no, si hubiera tenido noticias su­yas, por supuesto que se lo habría comunicado al Bureau, y ahora mismo voy a apuntar su número aquí, junto al teléfono, Starling. Charlsie sabe lo que tiene que hacer con el correo. No espero te­ner noticias de ese hombre. Lo último que me dijo ese degenerado en Memphis fue «Me encanta su traje». Me hizo lo más cruel que nadie me haya hecho nunca. ¿Sabe qué fue?
—Sé que procuró mortificarla.
—Cuando Catherine estaba desaparecida, cuando estábamos de­sesperados y él dijo que tenia información sobre Jame Gumb, y yo le estaba suplicando, me preguntó, me miró a la cara con esos ojos de serpiente suyos y me preguntó si le había dado el pecho a Catherine. Quería saber si le había dado de mamar. Le contesté que sí. Entonces dijo aquello: «Un trabajo que da sed, ¿verdad?». Y eso hizo que lo reviviera todo de golpe, tenerla en brazos cuando era una criatura, sedienta, esperando a que se saciara... Aquello me des­garró como nada que hubiera sentido hasta entonces, y él se limi­tó a absorber mi dolor.
—¿Cómo era, senadora Martin?
—¿Cómo era...? Perdone, no la entiendo.
—Cómo era el traje que llevaba, el que le gustó al doctor Lecter.
—Déjeme pensar... Un Givenchy azul marino, de muy buen corte —dijo la senadora Martin, un tanto molesta por las priorida­des de Starling—. Cuando haya vuelto a ponerlo entre rejas, Starling, venga a verme, daremos un paseo a caballo.
—Gracias, senadora, lo tendré en cuenta.

Dos llamadas telefónicas, una a cada lado del doctor Lecter; una daba fe de su encanto, la otra, de sus escamas. Starling tomó unas notas: «Cosechas relacionadas con cumpleaños», lo que ya estaba cubierto en su pequeño programa. Añadió «Givenchy» a su lista de artículos de lujo. Después de dudarlo, escribió igualmente «Dar el pecho» sin que supiera a cuento de qué, y no tuvo más tiempo para pensar en ello porque el teléfono rojo empezó a sonar.
—¿Ciencias del Comportamiento? Estoy intentando ponerme en contacto con Jack Crawford, soy el sheriff Dumas del condado de Clarendon, Virginia.
—Sheriflf, soy la ayudante de Jack Crawford. El ha tenido que ir a los juzgados. ¿En qué puedo ayudarlo? Soy la agente especial Starling.
—Necesito hablar con Jack Crawford. Tenemos a un tipo en el depósito al que le han cortado unas cuantas tajadas. ¿Hablo con la unidad correcta?
—Sí, señor, ésta es el la unidad de car... Sí, señor, ha hecho bien en llamar aquí. Si me dice exactamente dónde se encuentra, saldré para allí enseguida y pondré al tanto al señor Crawford en cuanto acabe de testificar.
El Mustang de Starling salió de Quantico lo bastante deprisa como para hacer que el marine de guardia le pusiera mala cara, me­neara la cabeza y procurara reprimir una sonrisa.

CAPÍTULO
58



El depósito de cadáveres del condado de Clarendon, al norte de Virginia, está unido al hospital del condado por una pequeña esclusa neumática con un ventilador extractor en el techo y amplias puertas de dos hojas en cada extremo para facilitar la entrada y sa­lida de cadáveres. Un ayudante del sheriff de pie ante ellas impedía el acceso a cinco reporteros y cámaras arremolinados a su alrededor.
Starling se puso de puntillas detrás del corro y levantó la placa. Cuando el policía la vio y asintió con la cabeza, Starling se abrió paso entre los periodistas. Los flashes la deslumhraron y un fogonazo re­lumbró a sus espaldas.
En la sala de autopsias reinaba un silencio que sólo interrumpía el ruido del instrumental al ser depositado en la bandeja metálica.
El depósito del condado tenía cuatro mesas de autopsia de acero inoxidable, con sendas balanzas y piletas. Dos de ellas estaban cubier­tas con sábanas extrañamente moldeadas por los restos que ocul­taban. En otra, la más próxima a las ventanas, se estaba llevando a cabo una autopsia rutinaria. El patólogo y su ayudante estaban en­frascados en alguna operación delicada y no levantaron la vista cuan­do Starling entró.
El insidioso chirrido de una sierra eléctrica llenó la sala y al cabo de un momento el patólogo apartó la parte superior de un cráneo, levantó un cerebro en el hueco de las manos y lo depositó en la balanza. Susurró el peso al micrófono de su solapa, examinó el órgano en el platillo de la balanza y lo hurgó con un dedo enguantado. Cuando advirtió la presencia de Starling por encima del hombro de su ayudante, puso el cerebro en la cavidad torácica abierta del cadáver, encestó los guantes de goma en una papelera como un crío lanzando gomas elásticas y dio la vuelta a la mesa para acercarse a la mujer. A Starling, estrechar aquella mano le daba repelús.
—Clarice Starling, agente especial, FBI.
—Doctor Hollingsworth, forense, patólogo, jefe de cocina y limpiabotellas —los ojos de Hollingsworth, de un azul intenso, relucían como huevos duros. Se dirigió a su ayudante sin apartar la vista de Starling—: Marlene, llame al sheriff, está en la UVI de Cardiolo­gía, y destape esos cuerpos, por favor.
Según la experiencia de Starling, los forenses solían ser inteli­gentes pero también juguetones y atolondrados en las conversacio­nes informales, y les gustaba presumir. Hollingsworth siguió la mi­rada de Starling.
—¿Le llama la atención lo que he hecho con el cerebro?
Ella asintió, pero le enseñó las manos, abiertas en son de paz.
—Aquí no somos descuidados, agente especial Starling. No he vuelto a meterlo en el cráneo por hacerle un favor al de la funera­ria. En este caso tendrán un ataúd abierto y un largo velatorio, y no hay forma de evitar que parte del cerebro se escurra al cojín; así que llenamos el cráneo con gasas o lo que tengamos a mano, vol­vemos a cerrarlo y lo grapo por encima de las orejas para que no vuelva a abrirse. La familia tiene el cuerpo entero y todos felices.
—Lo entiendo.
—Dígame si entiende esto otro —dijo.
Detrás de Starling la ayudante del doctor Hollingsworth había destapado las mesas de autopsia.
Starling se dio la vuelta y lo vio todo en una sola imagen que se le quedaría grabada el resto de su vida. Uno al lado del otro, sobre las dos mesas de acero inoxidable, yacían un ciervo y un hombre. Del cuerpo del primero sobresalía una flecha amarilla. La flecha y las astas del animal habían sostenido la sábana como los mástiles de una tienda de campaña.
El hombre tenía una flecha más corta y gruesa atravesándole la cabeza justo encima de las orejas. Llevaba una sola prenda, una gorra de béisbol calada del revés y clavada a la cabeza por la flecha.
Al verlo, a Starling le entró la risa, pero se reprimió tan rápido que los demás debieron de interpretar el ruido como expresión de su sobresalto. La similar colocación de los dos cuerpos, con el hu­mano también de costado en lugar de en posición anatómica, re­velaba que los habían sacrificado de forma casi idéntica; les habían extirpado el solomillo y los ijares con destreza y precisión, y ha­bían rebanado los pequeños filetes de debajo de la columna.
Una piel de ciervo sobre acero inoxidable. La cabeza alzada sobre las astas en el cojín de metal, vuelta y con el ojo en blanco, como si intentara mirar hacia atrás, hacia el brillante astil que lo había ma­tado; tumbado sobre el costado y su propio reflejo en aquel lugar de obsesivo orden, el animal parecía más salvaje, más ajeno al hombre de lo que nunca lo habría parecido en el bosque.
El hombre tenía los ojos abiertos y de la comisura le salía un hilillo de sangre, como lágrimas rojas.
—Produce extrañeza verlos juntos —dijo el doctor Hollingsworth—. Los dos corazones pesan exactamente lo mismo —miró a Starling y comprobó que se encontraba bien—. Hay una diferen­cia en el hombre. Mire esto: le han separado de la columna las cos­tillas cortas y le han sacado los pulmones por la espalda. Casi pare­cen alas, ¿verdad?
—Un «Águila sangrienta» —murmuró Starling, que se había que­dado pensativa.
—No lo había visto en mi vida.
—Tampoco yo —confesó Starling.
—¿Hay un nombre para eso? ¿Cómo lo ha llamado?
—El «Águila sangrienta». Está documentada en la biblioteca de Quantico. Es un antiguo sacrificio noruego. Desgajar las costillas cortas y extraer los pulmones por la espalda, luego aplastarlos de esa forma para darles la apariencia de alas. En los años treinta hubo un neovikingo que lo hizo en Minnesota.
—Usted verá un montón de cosas así, no como ésta, pero de este tipo...
—A veces, sí.
—Se sale un poco de mi terreno. Aquí nos traen sobre todo ase­sinatos corrientes, gente a la que han disparado o apuñalado... Pero ¿quiere saber lo que pienso?
—Me encantaría, doctor.
—Creo que este hombre, Donnie Barber según su carnet de identidad, mató al ciervo ilegalmente ayer, un día antes de que se levantara la veda. Sabemos que murió entonces. La flecha coinci­de con el resto de su equipo. Lo estaba despiezando a toda prisa. No he examinado los antígenos de la sangre de sus manos, pero es sangre del ciervo. Sólo pensaba llevarse lo que los cazadores de cier­vos llaman la «lomera», y se puso a hacer una faena bastante tor­pe, vea este desgarrón a medio hacer, aquí. Entonces se llevó una sorpresa tremenda, esta flecha atravesándole la cabeza. Del mismo color, pero de otro tipo. Sin muesca en la parte de abajo. ¿Sabe lo que es?
—Parece una flecha de ballesta —dijo Starling.
—Otra persona, puede que el individuo de la ballesta, acabó la faena con el ciervo, y lo hizo mucho mejor; luego, aunque pa­rezca increíble, hizo lo mismo con el hombre. Fíjese con qué pre­cisión la ha despellejado lo imprescindible, lo decididas que son las incisiones. Ningún estropicio, ningún desperdicio. Michael DeBakey no lo hubiera hecho mejor. No hay indicios de actividad sexual con ninguno de los dos. Los han sacrificado por la carne, eso es todo.
Starling se presionó los labios con los nudillos. Por un segundo el patólogo creyó que se besaba un amuleto.
—Doctor Hollingsworth, ¿ha encontrado los hígados?
Silencio. Antes de contestarle, el hombre la escrutó por encima de las gafas.
—Falta el del ciervo. Al parecer el del señor Barber no cumplía las normas de calidad de ese individuo. Le cortó una porción para examinarlo, hay una incisión justo a lo largo de la vena porta. El hí­gado está cirrótico y descolorido. Sigue en el cuerpo, ¿quiere verlo?
—No, gracias. ¿Qué me dice del timo?
—Las lechecillas, sí, faltan en los dos casos. Agente Starling, na­die ha pronunciado el nombre todavía, ¿no es así?
—No —dijo Starling—, todavía no.
Se oyó el bufido de la cámara neumática y un individuo curtido con chaqueta deportiva de tweed y pantalones caqui apareció en el umbral.
—¿Cómo está Carleton, sheriff? —le preguntó Hollingsworth—. Agente Starling, éste es el sheriff Dumas. Su hermano está ingresa­do en la UVI de Cardiología.
—Parece que aguanta. Dicen que se ha estabilizado, que lo tienen «en observación», sea lo que sea lo que signifique eso —explicó Du­mas. Llamó a alguien—: Entre, Wilburn.
El sheriff estrechó la mano de Starling y le presentó al otro hombre.
—Éste es el oficial Wilburn Moody, guarda de caza.
—Sheriff, si quiere estar con su hermano, podemos volver arri­ba —ofreció Starling.
El sheriff Dumas negó con la cabeza.
—No me dejarán entrar otra vez hasta dentro de hora y media. No se ofenda, señorita, pero yo pregunté por Jack Crawford. ¿Va a venir?
—Sigue en los juzgados. Cuando usted llamó estaba declarando. Espero que se ponga en contacto con nosotros a no mucho tardar. Le agradecemos que llamara tan pronto.
—El bueno de Crawford dio clase a mi promoción de la Aca­demia Nacional de Policía de Quantico hace la tira de años. Un tío grande. Si la ha enviado a usted es que es buena. ¿Qué, empezamos?
—Cuando usted diga, sheriff.
Dumas sacó un bloc de notas del bolsillo de su chaqueta.
—Este individuo de la flecha en la cabeza es Donnie Leo Barber, varón blanco de treinta y dos años, con domicilio en un re­molque del parque de caravanas de Cameron. Sin empleo conoci­do. Licenciado con deshonor de las Fuerzas Aéreas hace cuatro años. Tiene un certificado de especialista en fuselaje y grupos mo­tores del ejército. Trabajó algún tiempo como mecánico de avio­nes. Pagó una multa por un delito menor, empleo de arma de fue­go dentro los límites urbanos. Se declaró culpable de caza furtiva en el condado de Summit, ¿cuándo fue eso, Wilburn?
—Hace dos temporadas, acababan de devolverle la licencia. Era muy popular en el departamento. Nunca se molestaba en seguir al animal después de dispararle. Si no lo abatía, a esperar el siguiente. Una vez...
—Cuéntanos lo que te has encontrado hoy, Wilburn.
—Bueno, yo iba por la comarcal cuarenta y siete, a unos dos ki­lómetros al oeste del puente, hacia las siete de esta mañana, cuando el viejo Peckman me hizo señas de que parara. Iba con la lengua fuera y la mano en el pecho. Sólo conseguía abrir y cerrar la boca señalando hacia el bosque. Anduve unos... puede que no más de ciento cincuenta metros por la maleza y allí estaba ese tío de ahí, Barber, apoyado en un árbol con una flecha atravesándole la cabe­za, y ese ciervo, con otra flecha. Estaban rígidos, de un día antes por lo menos.
—Ayer por la mañana temprano, si tenemos en cuenta que ha hecho frío —puntualizó el doctor Hollingsworth.
—Pero la temporada ha empezado esta mañana —continuó el guarda—. Este Donnie Barber tenía un aguardo elevado sin mon­tar. Parece que llegó para prepararse con tiempo, o para cazar ilegalmente. Si no, ¿para qué iba a llevar el arco si sólo quería montar el acecho? Entonces aparece este ciervo imponente y el tío no se puede aguantar. Lo he visto montones de veces. Es más frecuente que la mierda de jabalí. Y entonces llega el otro cuando se ha puesto a sacar tajadas. No sabría decir nada por las huellas, porque había estado lloviendo muy fuerte, empezaba a escampar cuando llegué...
—Por eso hicimos un par de fotos y retiramos los cuerpos —ex­plicó el sheriff Dumas—. El viejo Peckman es el dueño de ese bos­que. El tal Donnie tenía un permiso de dos días para cazar allí, a contar desde hoy, con la firma de Peckman. Peckman solía hacerlo una vez al año, lo anunciaba en los periódicos y hacía que se lo mo­vieran unos intermediarios. Donnie también llevaba una nota en el bolsillo de atrás que decía: «Mi enhorabuena por esos dos días para cazar ciervos». Los papeles están húmedos, señorita Starling. No tengo nada contra nuestros chicos, pero quizá convenga que exa­minen las huellas los de su laboratorio. Y las flechas. Todo estaba empapado cuando llegamos. Procuramos no tocar nada.
—¿Quiere llevarse las flechas, agente Starling? ¿Cómo quiere que las extraiga? —le preguntó el doctor Hollingsworth.
—Si es posible, me gustaría que las sujetara con retractores y las serrara por el lado de las plumas; luego empuje la otra mitad afuera. Así podré fijarlas con alambre al panel de pruebas —le pidió Starling, abriendo su cartera.
—No creo que tuviera tiempo de ofrecer resistencia, pero ¿quie­re una muestra de las uñas?
—-Prefiero que se las extraiga para hacer la prueba del ADN. No hace falta que las etiquete dedo por dedo, sólo separe las de las dos manos, ¿le importa, doctor?
—¿Podrán examinar la reacción en cadena de la polimerasa, y la repetición de secuencias cortas de los genomas haploides?
—En el laboratorio central sí. Le informaremos dentro de tres o cuatro días, sheriff.
—¿Pueden examinar la sangre del ciervo? —preguntó el guarda.
—No, basta con saber que es sangre animal —contestó Starling.
—¿Y si acabamos encontrando la carne del ciervo en el frigorí­fico de alguien? —sugirió Moody—. Sería importante determinar si pertenece a este ciervo, ¿no le parece? A veces necesitamos distin­guir a un ciervo de otro mediante análisis de sangre, para los casos de caza furtiva. Cada ejemplar es distinto. No había pensado en eso, ¿verdad? Mandamos las muestras a Portland, Oregón, al Departa­mento de Caza y Pesca de allí; ellos le darán la información, si es que se puede esperar. Te contestan diciendo: «Éste es el ciervo nú­mero uno», o lo llaman «el ciervo A», con un número bien largo para el caso, porque supongo que sabe que los ciervos no' tienen nombre... Aquí de eso sabemos un poco.
A Starling le gustaba la cara de Moody, curtida por las muchas horas pasadas a la intemperie.
—Pues  a  éste  lo vamos  a  llamar  «John Doe»,* guarda Moody. Le agradezco que me

*    Nombre ficticio que se da en Estados Unidos a los cadáveres sin identificar, algo así como Juan Pérez, con la particularidad de que doe significa además «cierva». (N. del T)
haya informado de lo de Oregón, puede que tengamos que hacer negocios con ellos alguna vez. Gracias —dijo, y le sonrió hasta que el hombre se ruborizó y se puso a jugar con el sombrero.
Mientras estaba inclinada revolviendo en su bolso, el doctor Hollingsworth se la quedó mirando embelesado. La cara de la mujer se había animado tras la charla con el pobre Moody. El antojo de la mejilla parecía más bien una quemadura de pólvora. Estuvo a pun­to de preguntárselo, pero se lo pensó dos veces.
—¿Dónde han guardado los papeles? No los han metido en bolsas de plástico, ¿verdad? —le preguntó Starling al sheriff.
—En bolsas de papel. Una bolsa de papel nunca le ha hecho daño a una prueba —el sheriff se frotó la nuca y miró fijamente a Starling—. Supongo que se imagina por qué llamé a su oficina, por qué quería que viniera Jack Crawford. Me alegro de que viniera usted, ahora que me he dado cuenta de quién es. Nadie ha pro­nunciado la palabra «caníbal» fuera de esta sala, porque la prensa saldría de estampida hacia el bosque y lo pondrían todo patas arri­ba. Lo único que saben es que podría tratarse de un accidente de caza. Han oído rumores de que el cuerpo sufre alguna mutilación. Pero no saben que a Barber le han dejado las costillas al aire. No hay muchos caníbales entre los que elegir, agente Starling.
—No, sheriff, no demasiados.
—Y es un trabajo jodidamente limpio.
—Sí, señor, una obra de arte.
—Puede que me se me haya ocurrido por haberlo visto tanto en los periódicos... pero ¿cree usted que esto puede ser obra de Hannibal Lecter?
Starling se quedó mirando una araña que se colaba por el desa­güe de la mesa de autopsias vacía.
—La sexta víctima del doctor Lecter fue un cazador con arco —dijo.
—¿Se lo comió?
—A ése, no. Lo dejó colgado en un panel para herramientas con todas las heridas imaginables. Le dio el mismo aspecto que un gra­bado médico conocido como el «Hombre herido». Le interesan las cosas de la Edad Media.
El patólogo señaló hacia los pulmones extendidos sobre la espal­da de Donnie Barber.
—Usted ha dicho que se trataba de un ritual antiguo.
—Eso creo —respondió Starling—. No sé si esto es obra del doctor Lecter. Si lo es, la mutilación no tiene nada que ver con nin­gún fetichismo, y lo de las alas no forma parte de un comporta­miento compulsivo.
—Entonces, ¿qué es?
—Un capricho —dijo Starling, mirándolos para comprobar si la definición, que le parecía exacta, los había desconcertado—. Es un capricho, parecido al que hizo que lo atraparan la última vez.

CAPÍTULO
59



El laboratorio de ADN era nuevo, olía a nuevo y el personal era mas joven que ella. A esto último tendría que ir acostumbrán­dose, pensó Starling con una punzada. Y muy pronto sería un año mas vieja.
Un» joven cuya tarjeta de identificación decía «A. BENNING» firmó el recibo de las dos flechas.
A. Benning había tenido algún que otro disgusto en la recep­ción de pruebas, a juzgar por su evidente alivio cuando vio los dos proyectiles fijados con esmero al tablero de pruebas de Starling con alambres forrados de plástico.
—No se imagina lo que me encuentro algunas veces cuando abro estas cosas —le confesó A. Benning—. Supongo que sabe que no podré decirle nada enseguida, esto no es cosa de cinco mi­nutos...
—Claro —la tranquilizó Starling—. No hay referencias sobre el RFLP* del doctor Lecter. Se escapó hace mucho tiempo y las muestras antiguas han pasado por un centenar de manos y ya no son fiables.
—El laboratorio tiene demasiado trabajo como para examinar todas las muestras, no podemos comparar catorce cabellos de una habitación de motel, como nos traen a veces. Si pudiera traerme...
—Escúcheme —la interrumpió Starling—, y luego hable. He pedido a la Questura italiana que me manden el cepillo de dien­tes que creen perteneció al doctor Lecter. Podrá conseguir células epiteliales de él. Haga tanto la prueba del RFLP como la de secuencias recurrentes de genomas. Esta flecha de ballesta ha estado bajo la lluvia, así que dudo que le sirva de mucho. Pero mire esto...
—Lo siento, no imaginaba que usted supiera... Starling consiguió sonreír.
—No se apure, A. Benning, ya verá como nos entendemos de maravilla. Fíjese, las dos flechas son amarillas. La de ballesta, por­que la han pintado a mano; no es un mal trabajo, pero se notan las pinceladas. Mire aquí, ¿qué le parece eso que se ve bajo la pintura?
—¿Un pelo del pincel?
—Puede. Pero fíjese que está curvado hacia un extremo y tiene una especie de bultíto al final. ¿Y si ruera una pestaña?
—Y si conserva el folículo...
—Exacto.
—Mire, puedo hacer las polimerasas y las secuencias del genoma, es decir, tres colores a la vez, en la misma línea de gel y aislar tres localizaciones de ADN al mismo tiempo. Harán falta trece para los tribunales, pero bastarán un par de días para saber con toda seguri­dad si es de él.
—A. Benning, estaba segura de que me ayudarías.
—Eres Starling, ¿verdad? Quiero decir la agente especial Starling. Perdona si he empezado con mal pie. Es que los polis mandan las pruebas en unas condiciones... No tenía nada que ver contigo.
—Ya lo sé.


*    Restríction Fragment Length Potymorphism (Polimorfismo de la longitud del fragmento de restricción). (N. del T.)
—Creía que eras mayor. Todas las chicas... las mujeres te conocen, bueno, todo el mundo te conoce; pero para nosotras eres... —A. Benning apartó la mirada— algo especial —luego levantó el rechoncho pulgar y dijo—: Buena suerte con el Otro. No te im­porta que lo llame así, ¿verdad?

CAPÍTULO
60



El mayordomo de Mason Verger, Cordell, era un hombretón de rasgos excesivos que habría sido guapo de haberles dado un poco de animación. Tenía treinta y siete años, y no podría volver a tra­bajar en la sanidad suiza, ni en cualquier otro oficio que lo pusiera en contacto con niños en aquel país.
Mason le pagaba un salario generoso para que organizara aquella ala del edificio, y era responsable del cuidado y alimentación del inválido. Le había demostrado ser de absoluta confianza y capaz de cualquier cosa. Mientras Mason interrogaba a las criaturas, Cordell había presenciado a través de la pantalla actos de crueldad que hubieran provocado la rabia o las lágrimas de cualquier otro.
Ese día Cordell estaba un tanto preocupado por el único asunto que consideraba sagrado, el dinero.
Llamó a la puerta con los nudillos dos veces, como de costumbre, y entró a la habitación de Mason. Estaba completamente a oscuras excepto por el resplandor del acuario. La anguila se percató de su presencia y salió del agujero, esperanzada.
—¿Señor Verger?
Pasó un momento antes de que Mason se despertara.
—Necesito comentar algo con usted. Tengo que hacer un pago extra en Baltimore esta semana a la misma persona de la que habla­mos antes. No se trata de ninguna emergencia, pero sería prudente. Ese niño negro llamado Franklin comió veneno para ratas y es­taba en estado crítico a principios de semana. Le ha contado a su madre adoptiva que usted le sugirió envenenar a su gato para que la policía no lo torturara. Así que le dio el gato a un vecino y se tomó el veneno él mismo.
—Eso es absurdo —dijo Mason—. Yo no tuve nada que ver con semejante cosa.
—Por supuesto, señor Verger, es completamente absurdo.
—¿Quién se ha quejado, la mujer que te consigue los crios?
—A ésa hay que pagarle ya.
—Cordell, tú no le hiciste nada a ese pequeño bastardo, ¿verdad? No le verían nada en el hospital, ¿o sí? Ya sabes que lo acabaré des­cubriendo.
—No, señor. ¿En esta casa? Nunca, lo juro. Usted sabe que no soy ningún estúpido. Y adoro mi trabajo.
—¿Dónde está Franklin?
—En el Hospital General de la Misericordia de Maryland. Cuando salga irá a un hogar comunitario. Ya sabe que la mujer con quien vivía fue borrada de la lista de hogares adoptivos por fumar marihuana. Ella es la que se está quejando de usted. Tal vez convenga hablar con ella.
—Una negrata drogadicta, no será mucho problema.
—No conoce a nadie a quien ir con el cuento. En mi opinión hay que manejarla con cuidado. Guantes de seda. La asistente social quiere que la hagamos callar.
—Pensaré en ello. Adelante, págale a la asistenta.
—¿Mil dólares?
—Pero que se entere de que es lo último que va a sacarnos.

Tumbada a oscuras en el sofá de la habitación de Mason, con las mejillas manchadas de lágrimas secas, Margot Verger escuchaba la conversación entre su hermano y Cordell. Había intentado razonar con Mason, hasta que se quedó dormido. Era evidente que Mason la creía lejos de la habitación. Margot abrió la boca para respirar muy despacio aprovechando los siseos de la máquina. La luz del pa­sillo tiño de gris la penumbra de la habitación cuando salió Cor­dell. Margot siguió tumbada en el sofá. Esperó casi veinte minutos, hasta que el respirador se adaptó al ritmo del durmiente, y dejó la habitación. La anguila la vio salir, pero Mason no.

CAPÍTULO
61



Margot Verger y Barney pasaban el tiempo juntos. No habla­ban mucho, pero veían partidos de rugby en la sala de recreo, Los Simpsons y a veces conciertos en las cadenas educativas, y juntos si­guieron Yo, Claudio. Cuando el turno de Barney le obligaba a per­derse varios episodios, los grababan en vídeo.
A Margot le gustaba Barney, le gustaba la camaradería con que la trataba. Hasta entonces no había conocido a nadie con tan pocos prejuicios. Barney era listo, y había en él algo indefinible, como de otro mundo. Eso también le gustaba.
Margot tenía una sólida formación en Humanidades, además de su licenciatura en Informática. Barney, que era autodidacta, tenía opiniones que iban de lo pueril a lo penetrante. Ella podía propor­cionarle un contexto. Su propia educación era una meseta amplia y abierta, aunque acotada por la razón. Pero la meseta descansaba encima de su mentalidad como la Tierra plana de los antiguos so­bre una tortuga.
Margot le hizo pagar cara su broma sobre mear de pie. Estaba segura de tener las piernas más fuertes que él, y el tiempo le dio la razón. Fingiendo grandes esfuerzos con pesos moderados, lo convenció para hacer una apuesta sobre levantamiento con las pier­nas, y recuperó sus cien dólares. Además, aprovechando su menor peso, lo derrotó haciendo levantamientos con un solo brazo, el derecho, pues el izquierdo nunca se había recuperado de una lesión infantil originada en un forcejeo con Mason.
Algunas noches, cuando Barney había acabado su turno con Mason, se entrenaban juntos ayudándose mutuamente en el ban­co. Era un trabajo serio durante el que apenas emitían otro soni­do que el de sus respiraciones. A veces se limitaban a darse las bue­nas noches cuando ella guardaba sus cosas en la bolsa de deporte y desaparecía hacia las dependencias familiares, prohibidas al per­sonal.
Aquella noche Margot entró en el gimnasio negro y cromo pro­cedente de la habitación de Mason, con los ojos arrasados en lá­grimas.
—Pero, mujer —dijo Barney—, ¿qué te pasa?
—Nada, mierdas de familia, ¿qué te voy a contar? Estoy bien —respondió Margot.
Trabajó como una posesa, levantando más de la cuenta, más ve­ces de las adecuadas.
En una ocasión Barney se acercó a coger una barra de discos y meneó la cabeza.
—Te vas a romper algo —le advirtió.
Ella seguía acelerando en una bicicleta fija cuando Barney deci­dió parar, se fue al vestuario y dejó que la humeante ducha hiciera desaparecer por el desagüe la larga jornada. Era una instalación sin tabiques con cuatro alcachofas superiores y otras tantas a la altura de la cintura y los muslos. A Barney le gustaba abrir un par de du­chas y dejarlas converger sobre su oscuro corpachón.
En unos segundos quedó envuelto en una espesa niebla que lo aisló de todo salvo del agua que azotaba su cabeza. La ducha era uno de sus lugares de reflexión favoritos. Nubes de vapor. Las nubes. Aristófanes. Las explicaciones del doctor Lecter sobre el lagarto que se meó encima de Sócrates. Se le ocurrió que, antes de que lo aporreara el implacable martillo lógico del doctor Lecter, alguien como Doemling hubiera conseguido avasallarlo.
Cuando oyó el chorro de otra ducha, no le prestó mayor atención y siguió frotándose. Otros empleados usaban el gimnasio, aunque por lo general a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Forma parte de la etiqueta masculina no prestar mucha atención a los demás usuarios de las duchas comunes de un gimnasio; sin embar­go, Barney no pudo evitar preguntarse de quién se trataba. Esperaba que no fuera Cordell, que le ponía los pelos de punta. Era extraño que alguien hubiera acudido allí a aquellas horas. ¿Quién coño se­ría? Barney se dio la vuelta para que el agua le cayera sobre los hombros. Nubes de vapor, fragmentos del individuo que estaba a su lado, visibles entre los chorros como fragmentos de un fresco en una pared enyesada. Un hombro musculoso, una pierna... Una mano bien torneada restregando un grueso cuello y unas espaldas anchas, uñas rojo coral... Ésa era la mano de Margot. Los dedos de los pies, también pintados. La pierna de Margot.
Barney volvió a meter la cabeza bajo el potente chorro de la du­cha y respiró hondo. Al alcance de su mano, la figura se había vuel­to y se frotaba con energía. Ahora se estaba lavando la cabeza. Aquél era el liso abdomen de Margot, sus pequeños pechos erguidos so­bre los grandes pectorales, los pezones duros apuntando al chorro, las ingles de Margot, nudosas en el lugar donde el tronco se unía a los muslos, y eso tenía que ser la raja de Margot, enmarcada por una cresta rubia estrecha y desmochada con mimo.
Barney aspiró tanto aire como pudo y lo aguantó en los pulmo­nes. Notaba el crecimiento del problema. La mujer brillaba como una yegua, hinchada al límite por la dura sesión de entrenamiento. Cuan­do su interés se hizo demasiado evidente, Barney se dio la vuelta. A lo mejor conseguía desentenderse de ella hasta que se marchara.
La ducha de al lado paró. En cambio, la voz se puso a hablar.
—Oye, Barney, ¿cómo están las apuestas por los Patriots?
—Con... con mi colega puedes conseguir Miami y cinco y medio.
Barney miró por encima del hombro.
Margot se estaba secando a la distancia justa para que el agua de la ducha de Barney no la alcanzara. El pelo empapado se le pegaba a los hombros. Ahora tenía la cara sonrosada y el rastro de las lágri­mas había desaparecido. Tenía una piel preciosa.
—Entonces, ¿vas a aceptar los puntos? —le preguntó ella—. Las apuestas en la oficina de Judy están a...
Barney no podía mirar otra cosa. El vellón de Margot, perlado de góticas, enmarcando el rosa de los pliegues. Tenía la cara ardien­do y una erección de caballo. Se sentía confuso y avergonzado. Vol­vió a ocurrírsele aquella idea desagradable. Nunca se había sentido atraído por los hombres. Margot, a pesar de todos sus músculos, era muy distinta a un hombre, y le gustaba.
Y, además, ¿qué era aquella mierda de ir a la ducha con él?
Cerró su ducha y se quedó frente a ella, chorreando. Sin pararse a pensarlo, le puso la mano en la mejilla.
—Por amor de Dios, Margot... —dijo, con la voz alterada. Ella bajó los ojos.
—Maldita sea, Barney. No...
Barney estiró el cuello e, inclinándose hacia delante, intentó be­sarla en cualquier parte de la cara sin tocarla con el miembro, pero no pudo evitarlo. Ella se apartó y miró el hilillo de cristalino flui­do que salía del hombre y lo unía a su vientre liso; como un rayo, le plantó en el pecho un antebrazo digno de un defensa, que le hizo perder el equilibrio y lo dejó sentado sobre el suelo de la ducha.
—Jodido bastardo —farfulló Margot—. Tenía que habérmelo ima­ginado. ¡Cabrón! Coge tu cosa y métetela por el culo.
Barney se levantó y salió del vestuario. Se puso la ropa sin secar­se y se fue del gimnasio sin abrir la boca.
La habitación de Barney estaba en un edificio separado de la casa, unas antiguas cuadras con techo de pizarra convertidas en garajes con apartamentos en el piso superior. Por la noche se quedaba hasta tarde tecleando en su ordenador portátil. Estaba intentando con­centrarse en el curso que seguía por Internet cuando sintió temblar el suelo, como si alguien enorme subiera las escaleras.
Un ligero golpe en la puerta. Cuando la abrió, se encontró con Margot, envuelta en un jersey grueso y cubierta con un gorro de lana.
—¿Puedo entrar un momento?
Barney se miró los pies unos segundos y luego se hizo a un lado.
—Barney, oye, siento lo que ha pasado —le dijo—. Me ha en­trado el pánico. Quiero decir, la he cagado y después me he asus­tado. Me gustaba que fuéramos amigos.
—A mí también.
—Pensaba que podíamos ser, no sé, como colegas.
—Venga, Margot. Yo también dije que quería que fuéramos ami­gos, pero no soy un puto eunuco. Te has metido en la jodida du­cha conmigo. Y estabas impresionante, eso no es culpa mía. Entras desnuda en la ducha y me veo delante dos cosas que me gustan un montón.
—Yo y un coño —dijo Margot.
Se sorprendieron riéndose al mismo tiempo.
Margot se le acercó y lo atrapó con un abrazo que hubiera le­sionado a cualquiera menos fuerte que Barney.
—Escucha, si tuviera que haber un tío, serías tú. Pero no es lo mío. De verdad que no. Ni ahora ni nunca.
Barney asintió.
—Lo sé. Ha sido superior a mis fuerzas.
Se quedaron callados unos instantes sin deshacer el abrazo.
—¿Quieres que inténtenlos ser amigos?
Barney lo pensó por un momento.
—Claro. Pero tendrás que poner un poco de tu parte. A ver qué te parece el trato: voy a hacer un esfuerzo enorme para olvidar lo que he visto en la ducha, y tú no volverás a enseñármelo nunca más. Y tampoco me enseñes las tetas, ya puestos. ¿Qué te parece?
—Puedo ser muy buena amiga, Barney. Ven a casa mañana. Judy cocina y yo no me quedo atrás.
—De acuerdo, pero seguro que no cocinas mejor que yo.
—Ponme a prueba —lo retó Margot.

CAPÍTULO
62



El doctor Lecter sostuvo una botella de Cháteau Pétrus a contraluz. El día anterior la había sacado del botellero y dejado en posición vertical por si tenía posos. Miró el reloj y decidió que era el momento de abrirla.
Aquél era el tipo de cosas que el doctor Lecter consideraba un serio riesgo, superior a los que le gustaba correr. No quería ser brusco. Quería disfrutar el color del vino en una jarra de cristal. ¿Y si, por descorchar la botella demasiado pronto, descubría que no había ningún exquisito aroma que pudiera perderse al decantarla en el recipiente? La luz reveló un poco de sedimento.
Sacó el corcho con el mismo cuidado con que hubiera trepa­nado un cráneo, y dejó la botella en el escanciador, que median­te una manivela y un husillo inclinaba la botella milímetro a mi­límetro. Esperó a que el aire salino hiciera su trabajo; luego, de­cidiría.
Encendió un fuego de carbón vegetal y se sirvió una copa de Lillet con hielo y una rodaja de naranja mientras consideraba el fond en el que había trabajado durante días. Para preparar el caldo había seguido las inspiradas indicaciones de Alejandro Dumas. Tres días antes, a su regreso del bosque, había añadido a la cacerola un rollizo cuervo que se había estado atiborrando de bayas de enebro. Las pe­queñas plumas negras habían flotado en las aguas tranquilas de la bahía. Las remeras las había conservado para hacer plectros para su clavicémbalo.
El doctor Lecter machacó sus propias bayas de enebro y empezó a freír chalólas en una sartén de cobre. Ató un manojo de hierbas frescas haciendo un impecable nudo quirúrgico a un cordel de al­godón, y les echó encima el caldo utilizando un cucharón.
Sacó de la cazuela de cerámica un solomillo, que la salsa había vuelto oscuro y jugoso. Lo escurrió, lo enrolló sobre sí mismo y lo ató procurando que tuviera el mismo diámetro a todo lo largo.
Al cabo de un rato el fuego estuvo en su punto, con el carbón bien apilado formando una meseta. El filete siseó sobre la parrilla y el humo formó en el jardín una espiral azul que parecía danzar al compás de la música de los altavoces. El doctor Lecter estaba oyen­do la conmovedora composición de Enrique VIII Sí el puro amor nos gobernara.

Bien entrada la noche, con los labios tintos en Cháteau Pétrus y una copa pequeña de cristal coloreada por el tono miel del Cháteau d'Yquem reposando en el pedestal, el doctor Lecter interpretaba a Bach. En su mente Starling corría sobre las hojas caídas en el bosque. Los ciervos se espantaron y ascendieron la colina en la que permane­cía sentado, completamente inmóvil. Corriendo, corriendo, llegó a la segunda de las Variaciones Goldberg, mientras la llama de la vela lanza­ba reflejos sobre sus manos. Una sutura en la música, un atisbo de nieve manchada de sangre y dientes sucios, esta vez tan sólo unas décimas de segundo que acabaron con un chasquido nítido, el proyectil de una ballesta atravesando un cráneo, y volvió a ver el hermo­so bosque, fluyó la música, y Starling, nimbada de un halo de lu­minoso polen se perdió de vista con la cola de caballo agitándose como la de un ciervo blanco, y sin más interrupciones el doctor interpretó el movimiento hasta el final; el silencio aterciopelado que siguió estaba tan lleno de matices como el Cháteau d'Yquem.
El doctor Lecter sostuvo la copa ante la vela, que brillaba tras ella como el sol en el agua, y el vino adquirió el color del sol invernal en la piel de Clarice Starling. Faltaba poco para su cumpleaños, re­cordó el doctor. Se preguntó si le quedaría alguna botella de Chá­teau d'Yquem de la cosecha del año en que había nacido. ¿Por qué no hacer un regalo a Clarice Starling, que tres semanas más tarde habría vivido tanto como Cristo?

CAPÍTULO
63



En el momento en que el doctor Lecter levantaba su copa al trasluz de la vela, A. Benning, que se había quedado hasta tarde en el laboratorio de ADN, levantó su última emulsión hacia la luz y ob­servó las tinturas roja, azul y amarilla de las líneas de electroporesis. La muestra utilizada consistía en células obtenidas del cepillo de dien­tes del Palazzo Capponi enviado en la valija diplomática italiana.
—Vaya, vaya —murmuró, y llamó al número de Starling en Quantico.
Le respondió Eric Pickford.
—Hola, ¿puedo hablar con Clarice Starling, por favor?
—Ya se ha marchado. Yo estoy de guardia, ¿en qué puedo ayu­darla?
—¿Tiene un número de busca donde pueda localizarla?
—Mire, está aquí, pero en el otro teléfono. ¿Qué ha conseguido?
—¿Hará el favor de decirle que ha llamado Benning, del labora­torio de ADN? Por favor, dígale que lo del cepillo de dientes y la pestaña de la flecha coinciden. Es el doctor Lecter. Y dígale que me llame.
—Por supuesto, se lo diré enseguida. Déme su extensión. Mu­chas gracias.
Starling no estaba en la otra línea. Pickford llamó a Paul Krendler a su casa.
Al ver que Starling no la llamaba al laboratorio, la analista se sin­tió un tanto decepcionada. A. Benning había dedicado a aquello un montón de tiempo extra. Se fue a casa mucho antes de que Pickford se decidiera a llamar a Starling.
Mason estuvo al corriente una hora antes que la agente especial.
Habló brevemente con Krendler, tomándose su tiempo, dejan­do que la máquina le fuera mandando oxígeno. Tenía la mente muy clara.
—Es el momento de poner a Starling fuera de circulación, antes de que decidan preparar una encerrona y la pongan de cebo. Es viernes, tenemos todo el fin de semana. Mueve el culo, Krend­ler. Suelta lo del anuncio y échala a la calle, le ha llegado la hora. Y Krendler...
—Me gustaría que al menos...
—.. .limítate a hacer lo que te digo, y cuando recibas la próxi­ma postal de las islas Caimán tendrá un número completamente nuevo escrito debajo del sello.
—De acuerdo, yo... —empezó a decir Krendler, pero la comu­nicación se cortó.

La breve conversación había cansado a Mason más de lo normal. Para acabar, antes de hundirse en un sueño intranquilo, hizo ve­nir a Cordell y le dijo:
—Manda traer los cerdos.

CAPÍTULO
64



Exige mayor esfuerzo físico mover a un cerdo semisalvaje con­tra su voluntad que secuestrar a un hombre. Los cerdos son más di­fíciles de sujetar que los hombres, los grandes son más fuertes que cualquier hombre y no se los puede intimidar con un arma. Si se quiere conservar íntegros el abdomen y las piernas, no hay que per­der de vista los colmillos.
Por instinto, los jabalíes procuran eviscerar a su adversario cuan­do se enfrentan a las especies plantígradas, como el hombre y el oso. No desjarretan de forma espontánea, pero aprenden a hacerlo deprisa.
Si se necesita mantener vivo al animal, no se lo puede aturdir con un shock eléctrico, pues los cerdos son proclives a sufrir fibrilaciones coronarias fatales.
Carlo Deogracias, el porquero mayor, tenía paciencia de coco­drilo. Había probado a sedarlos usando la misma acepromacina que destinaba al doctor Lecter. Ahora sabía con exactitud la dosis nece­saria para dormir a un jabalí de cien kilos y los intervalos de admi­nistración para mantenerlo inmóvil hasta catorce horas seguidas sin efectos secundarios duraderos.
Dado que la empresa de los Verger era una importadora-expor­tadora a gran escala de animales y asociada permanente del Depar­tamento de Agricultura en la experimentación de programas de cría, los cerdos de Mason se encontraron el camino expedito. El formulario 17-129 del Servicio Veterinario se envió por fax a la Inspec­ción de Salud Animal y Vegetal de Riverdale, Maryland, en la forma reglamentaria, junto con los certificados veterinarios de Cerdeña y una tasa de treinta y nueve dólares con cincuenta por cincuenta tu­bos de semen congelado que Carlo iba a introducir en el país.
Los permisos correspondientes llegaron también por fax, junto con una dispensa de la usual cuarentena porcina de Key West y una confirmación de que un inspector enviado ex profeso evitaría que los animales encontraran problemas en el Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington.
Carlo y sus ayudantes, los hermanos Fiero y Tommaso Falcione, habían construido las jaulas. Eran sólidas, tenían puertas de guillo­tina en cada extremo y estaban lijadas y acolchadas por dentro. En el último minuto se acordaron de embalar el espejo del burdel. Las fotografías que mostraban el reflejo de los cerdos enmarcado en mol­duras rococó habían hecho las delicias de Mason.
Con amoroso cuidado, Carlo drogó a los dieciséis cerdos, cinco jabalíes criados en el mismo corral y once hembras, una de ellas preñada, ninguna en celo. Una vez inconscientes, los examinó uno por uno con detalle. Comprobó los afilados dientes y las puntas de los colmillos con los dedos; sostuvo sus terribles cabezas con las manos; miró al interior de los ojillos entelados; afinó el oído para asegurarse de que los conductos respiratorios estaban despejados; y sacudió sus elegantes tobillos. Después los arrastró sobre lonas al interior de las jaulas de madera y dejó caer las puertas.
Los camiones descendieron ruidosamente de las montañas de Gennargentu hasta Cagliari. En el aeropuerto los esperaba un aero­bús de carga de la compañía Count Fleet Airlines, especializado en el transporte de caballos de carreras. Aquel aparato solía llevar y traer caballos norteamericanos que competían en Dubai. En esa ocasión transportaba sólo uno, recogido en Roma, y no hubo ma­nera de tranquilizarlo en cuando percibió el olor a salvajina; relinchó y coceó su estrecho pesebre acolchado hasta que la tripulación tuvo que sacarlo y dejarlo en tierra, lo que más tarde estuvo a punto de costarle a Mason una fortuna, pues se vio obligado a pagar el trans­porte del animal y una compensación a su dueño para evitar una querella.
Carlo y sus ayudantes volaron con los cerdos en la apretada bo­dega del carguero. Cada media hora, el porquero jefe hacía una vi­sita a cada uno de los animales, les ponía la mano en el áspero cos­tado y sentía los zambombazos de su salvaje corazón.
Por más que estuvieran sanos y tuvieran buen apetito, no podía pedirse a dieciséis cerdos que se zamparan al doctor Lecter de una sentada. Les había costado un día dar entera cuenta del cineasta.
En la primera sesión, Mason quería que el doctor Lecter viera cómo le comían los pies. Durante la noche lo mantendrían vivo con una solución salina intravenosa, a la espera del segundo plato.
Mason había prometido a Carlo que le permitiría pasar una hora con el doctor entre plato y plato.
El segundo día, los animales podrían vaciarlo y comerse la carne de las paredes del vientre y de la cara en una hora; cuando la primera tanda con los cerdos mayores y la cerda preñada se retirara ahita, la segunda ola correría a la mesa. Para entonces, la diversión se habría acabado de todos modos.

CAPÍTULO
65



Era la primera vez que Barney iba al granero. Entró por una puerta lateral practicada bajo las galerías de asientos que rodeaban las dos terceras partes de un viejo ruedo. Vacío y silencioso salvo por el zureo de las palomas en las vigas del techo, el lugar seguía con­servando un cierto aire de expectación. Tras el podio del subasta­dor se extendía el corral abierto. Grandes puertas dobles daban a las cuadras y la guarnicionería.
Barney oyó voces y gritó un «¡Hola!».
—En la guarnicionería, Barney, entra —dijo la profunda voz de Margot.
La guarnicionería era un lugar alegre, con las paredes llenas de arneses y hermosas sillas de montar, e impregnado de olor a cuero. Los cálidos rayos de sol que se colaban por las ventanas polvorien­tas, justo debajo de los tirantes, lustraban los aparejos y las pacas de heno. Un sobrado abierto a lo largo de uno de los lados daba al pajar del granero.
Margot estaba recogiendo las riendas y los cepillos de los caba­llos. Su cabello era más claro que la paja y sus ojos, tan azules como el sello de inspección de la carne.
—Hola —dijo Barney desde la puerta.
El lugar le parecía un tanto teatral, pensado para las visitas infan­tiles. Por su altura y la inclinación de la luz, recordaba a una iglesia.
—Hola, Barney. Echa un vistazo por ahí, la comida estará lista en veinte minutos.
La voz de Judy Ingram llegó del piso superior.
—Barneeeeeey. Buenos días. ¡Espera a ver lo que tenemos para comer! Margot, ¿quieres que probemos a comer fuera?
Los sábados Margot y Judy acostumbraban cepillar la variopinta recua de rollizos Shetlands adiestrados para que los montaran los niños de visita, y solían preparar una comida al aire libre.
—Vamos a probar en la fachada sur del granero, al sol —dijo Margot.
Las dos mujeres parecían demasiado predispuestas a gorjear. Cual­quier persona con la experiencia hospitalaria de Barney sabe que un exceso de gorjeos no presagia nada bueno para el agasajado.
La guarnicionería estaba presidida por un cráneo de caballo col­gado al alcance de la mano en una de las paredes, con la brida y las anteojeras puestas, y engalanado con los colores de la cuadra Verger.
—Te presento a Sombra fugaz, que ganó la carrera de Lodgepoles del cincuenta y dos, el único ganador que tuvo mi padre —dijo Margot—. Era demasiado roñoso para hacer que lo disecaran —se quedó mirando la calavera y añadió—: Es igualito que Mason, ¿no te parece?
En un rincón había una fragua y un fuelle. Margot había encen­dido un pequeño fuego de carbón para caldear el granero. En la lumbre hervía una cacerola que esparcía olor a sopa.
Sobre un banco de trabajo podía verse un juego completo de he­rramientas de herrero. Margot cogió un martillo de mango corto y abultada cabeza. Con sus fuertes brazos y su amplio tórax hubiera podido ganarse la vida haciendo trabajos de forja o herrando caba­llerías, aunque sus puntiagudos pectorales no hubieran pasado desa­percibidos.
—¿Podéis echarme las mantas? —les pidió Judy.
Margot cogió una pila de mantas de caballo recién lavadas y con un impulso del recio brazo la lanzó describiendo un arco al piso superior.
—Bueno, voy a lavarme y a sacar las cosas del jeep. Comemos en quince minutos, ¿vale? —dijo Judy, bajando la escalera de mano.
Barney, que se sentía vigilado por Margot, no prestó atención al trasero de Judy. Había varias balas de paja con mantas dobladas en­cima. Margot y Barney las utilizaron como asientos.
—Lástima que no puedas ver los ponis. Se los han llevado al es­tablo de Lester —dijo Margot.
—He oído los camiones esta mañana. ¿Cómo es eso?
—Cosas de Mason.
Se produjo un silencio. Siempre se habían sentido cómodos sin necesidad de hablar, pero esta vez fue distinto.
—Mira, Barney, llega un punto en que ya no hay mas que ha­blar, a menos que se esté dispuesto a hacer algo. ¿No crees que no­sotros hemos llegado a ese punto?
—¿Como en una aventura o algo así? —dijo Barney. La desafor­tunada comparación quedó flotando entre los dos.
—¿Una aventura? —dijo Margot—. Te estoy ofreciendo algo mil veces mejor que eso. Ya sabes de lo que hablo.
—Perfectamente —admitió Barney.
—Pero, si decidieras no hacer ese algo, y más tarde ocurriera de todos modos, ¿comprendes que no podrías venir a verme y sacarlo a relucir?
Se golpeó la palma de la mano con el martillo de herrero, tal vez de forma inconsciente, mientras lo miraba con sus azules ojos de carnicera.
Barney había visto toda clase de actitudes a lo largo de su vida, y había sobrevivido aprendiendo a interpretarlas. Ahora veía que aquella mujer hablaba en serio.
—Lo sé.
—Lo mismo que si hiciéramos algo. Seré muy generosa una vez y sólo una. Pero será más que suficiente. ¿Quieres saber cuánto?
—Margot, durante mi turno no le va a pasar nada. Al menos mientras esté recibiendo su dinero por cuidarlo.
—Pero ¿por qué, Barney?
Sentado en la bala de paja, Barney encogió los anchos hombros.
—Porque un trato es un trato.
—¿A eso lo llamas un trato? Esto sí que es un trato —dijo Mar­got—. Cinco millones de dólares, Barney. Los mismos que Krendler piensa conseguir por vender al FBI, si quieres saberlo.
—Estamos hablando de conseguir suficiente semen de Mason para que Judy se quede preñada, ¿no?
—Y de algo más que eso. Sabes que si le sacas su cosa y lo dejas vivo, te cogerá, Barney. No podrás huir lo bastante lejos. Irás a parar a los cerdos.
—¿Adonde?
—¿Qué significa eso, Barney, ese Semper fi que llevas en el brazo?
—Cuando acepté su dinero dije que cuidaría de él. Mientras, tra­baje para él no pienso tocarle un pelo.
—Pero si no tendrás que hacerle nada, excepto la parte médica, después de muerto. Yo no puedo tocarlo ahí. No puedo hacerlo otra vez. Y puede que necesite tu ayuda con Cordell.
—Si matas a Mason, sólo tendrás una ración —dijo Barney.
—Tendremos cinco centímetros cúbicos. Hasta el esperma más pobre, bien administrado, nos daría para cinco inseminaciones, po­dríamos hacerlo in vitro... La familia de Judy es muy fértil.
—¿No has pensado en comprar a Cordell?
—No. No cumpliría el trato. Su palabra no vale una mierda. Tar­de o temprano volvería pidiendo más. Lo mejor es que desaparezca.
—Veo que lo has pensado bien.
—Sí... Mira, Barney, no tienes más que controlar el cuarto del enfermero. Las constantes de los monitores quedan grabadas, hasta el último segundo. Pero el circuito de televisión sólo actúa en vivo, no hay cinta de vídeo en marcha. Nosotros... yo meto la mano en el armazón del respirador y le inmovilizo el pecho. El monitor re­flejará el funcionamiento del respirador. Cuando el ritmo cardiaco y la presión sanguínea muestren un cambio, entras a toda prisa y él estará inconsciente, y puedes intentar revivirlo tanto como quieras. Lo único que tienes que hacer es no darte cuenta de que yo estoy allí. Y yo sigo presionándole el pecho hasta que esté muerto. Has ayudado en un montón de autopsias, Barney. ¿Qué es lo primero que buscan cuando sospechan una asfixia provocada?
—Hemorragias tras los párpados.
—Mason no tiene párpados.
Margot había hecho los deberes, y estaba acostumbrada a com­prar cualquier cosa. Y a cualquiera..
Barney la miró a la cara pero mantuvo el martillo dentro de su ángulo de visión mientras contestaba.
—No, Margot.
—Si hubiera dejado que me follaras, ¿lo harías?
—No.
—Si te hubiera follado yo, ¿lo harías?
—No.
—Si no trabajaras aquí, si no tuvieras ninguna responsabilidad médica hacia él, ¿lo harías?
—Probablemente no.
—¿Es cuestión de ética o puro canguelo?
—No lo sé.
—Pues vamos a comprobarlo. Estás despedido, Barney.
Él asintió, no especialmente sorprendido.
—Y Barney... —la mujer se llevó un dedo a los labios—. Chis. ¿Me das tu palabra? ¿Hace falta que te diga que podría aplastarte con tus antecedentes de California? No es necesario, ¿verdad?
—No tienes por qué preocuparte —dijo Barney—. Soy yo el que tengo motivos. No sé qué forma tiene Mason de despedir a la gente. Puede que desaparezcan sin más.
—Tú tampoco tienes de qué preocuparte, le diré a Mason que has cogido la hepatitis. Y apenas sabes nada de sus asuntos; sólo que está intentado ayudar a la ley. Además, Mason sabe lo de tus antecedentes, te dejará marchar.
Barney se preguntó a quién habría encontrado más interesante el doctor Lecter durante las sesiones de terapia, si a Mason Verger o a su hermana.

CAPÍTULO
66



Era de noche cuando el largo camión plateado se detuvo ante el granero de Muskrat Farm. Llegaban con retraso y con los ner­vios de punta.
Los trámites en el Aeropuerto Internacional Baltimore-Washington habían ido como la seda al principio; el inspector del De­partamento de Agricultura selló la entrada de los dieciséis cerdos. Aunque tenía los conocimientos de un experto en la materia, era la primera vez que veía unos animales semejantes.
Luego, Carlo Deogracias echó un vistazo al interior del camión. Era un vehículo para el transporte de ganado y olía como tal, ade­más de mostrar la huella de sus anteriores inquilinos en las nu­merosas grietas. Carlo no estaba dispuesto a descargar sus cerdos. El avión tuvo que esperar hasta que el airado conductor, Carlo y Fiero Falcione encontraron otro camión más a propósito para transportar las jaulas, localizaron un lavadero de camiones con una manguera de vapor y limpiaron el interior de la caja.
Una vez ante la entrada principal de Muskrat Farm, se presentó el último inconveniente. El guarda comprobó el tonelaje del vehícu­lo y se negó a dejarles paso alegando que superaban el límite de un puente ornamental. Los encaminó hacia la carretera de servicio que atravesaba el parque nacional. Las ramas de los árboles arañaban el techo del vehículo mientras recorrían los tres últimos kilómetros.
Carlo contempló satisfecho el granero enorme y limpio de Muskrat Farm. Le hizo gracia el pequeño elevador de carga que trasladó las jaulas hasta las cuadras de los ponis con exquisita delicadeza.
Cuando el conductor del camión se acercó blandiendo una agui­jada eléctrica y se ofreció a azuzar a uno de los cerdos para com­probar hasta qué punto estaba drogado, Carlo le arrebató el instru­mento y lo asustó de tal modo que no se atrevió a pedirle que se lo devolviera.
Carlo pensaba dejar que los animales se recuperaran de los se­dantes en la semioscuridad, sin permitirles salir de las jaulas hasta que estuvieran sobre sus cuatro patas y alerta. Le preocupaba que los primeros en despertarse decidieran atacar a los que siguieran dro­gados. Cualquier bulto acostado atraía su atención cuando la piara no dormitaba al mismo tiempo.
Fiero y Tommaso se veían obligados a extremar las precauciones desde que la manada devoró a Oreste el cineasta y más tarde a su ayudante congelado. No podían estar en el corral o en los pastos con ellos. Los cerdos no los amenazaban, tampoco hacían rechinar los dientes como hacen los jabalíes; se limitaban a mirar a los hombres con la espeluznante terquedad propia de los cerdos, e iban aproxi­mándose de soslayo hasta que estaban lo bastante cerca para cargar.
Carlo, con la misma terquedad, no descansó hasta haber recorri­do linterna en mano la valla que rodeaba el prado boscoso adyacente a la gran masa forestal del parque nacional.
Cavó en la tierra con la navaja para examinar el mantillo y en­contró bellotas. Mientras se acercaban con el camión, había oído arrendajos graznando a las últimas luces y consideró que proba­blemente habría acebos. Sin duda, en aquel campo vallado crecían robles blancos, aunque esperaba que no demasiados. No quería que los animales encontraran su alimento en el suelo, como hubieran hecho con facilidad en el bosque abierto.
A todo lo largo del fondo abierto del granero, Mason había hecho construir una sólida barrera con una puerta holandesa como la de Cerdeña.
Tras la seguridad de aquella barrera, Carlo podría alimentarlos lanzándoles ropa rellena con pollos, patas de cordero y hortalizas al centro del corral.
No estaban domesticados, pero no tenían miedo de los hombres ni del ruido. Ni siquiera Carlo podía entrar en el corral. Los cerdos no son como otros animales. Hay en ellos una chispa de inteligencia y un terrible sentido práctico característicos de la especie. Aquellos no eran del todo hostiles. Simplemente, les gustaba la carne humana. Eran ligeros de patas como un miura, capaces de maniobrar como un perro pastor, y sus movimientos en torno a los cuidadores tenían el siniestro empaque de la premeditación. Tras uno de los ensayos, Fiero pasó un mal rato cuando intentó recuperar una de las camisas para volver a utilizarla.
Nunca se había visto unos cerdos como aquéllos, mayores que el jabalí europeo e igual de salvajes. Carlo se sentía su creador. Sabía que el trabajo que llevarían a cabo, el mal que destruirían, le pro­porcionaría más crédito del que pudiera necesitar en el más allá.
Hacia medianoche todo el mundo dormía en el granero. Carlo, Fiero y Tommaso descansaban libres de sueños en el altillo de la guarnicionería, mientras los cerdos roncaban en sus jaulas, empe­zando a trotar en sueños con sus elegantes patas y a intentar levan­tarse sobre la lona limpia en algunos casos. La calavera del caballo de carreras, Sombra fugaz, débilmente iluminada por las brasas del horno de herrero, no perdía detalle.

CAPÍTULO
67



Atacar a una agente del Burjeau Federal de Investigación con la prueba amañada por Mason era un salto enorme para Krendler. De hecho, lo dejó casi sin aliento. Si la fiscal general lo cogía, lo aplastaría como a una cucaracha.
Excepto por el riesgo personal, la cuestión de arruinar la carrera de Clarice Starling no le quitaba el sueño como lo hubiera hecho acabar con la de un hombre. Un agente tenía una familia que man­tener, como el propio Krendler, que mantenía la suya, por muy codiciosa y desagradecida que fuera.
Y estaba claro que Starling tenía que desaparecer. Si la dejaban a su aire, siguiendo las pistas con sus ridiculas habilidades femeninas, encontraría a Hannibal Lecter. Si eso ocurría, Mason Verger no le daría nada.
Cuanto antes la privaran de sus recursos y la pusieran de patitas en la calle, a hacer de cebo, tanto mejor.
En su ascensión al poder, Krendler había acabado con otras ca­rreras, primero como fiscal con ambiciones políticas, más tarde en el Departamento de Justicia. Sabía por experiencia que arruinar la carrera de una mujer es más fácil que perjudicar a un hombre. Si una mujer consigue un ascenso que ninguna mujer debiera obtener, lo más eficaz es decir que lo ha conseguido boca arriba.
Sería imposible acusar a Starling de eso, reflexionó Krendler. De hecho, no se le ocurría nadie más necesitado de un polvo salvaje en todo el escalafón. A veces imaginaba el abrasivo acto mientras se hurgaba la nariz.
Krendler no hubiera sido capaz de explicar su animosidad hacia Starling. Era visceral y procedía de una parte de sí mismo que no se atrevía a visitar. Un lugar con fundas en las sillas y una lámpara con pantalla abovedada, puertas con picaporte y persianas de ma­nubrio, y una chica con la pinta de Starling pero sin su sentido común, con las bragas alrededor de un tobillo preguntándole cuál era su jodido problema, y por qué no venía y se lo hacía, y que si era uno de esos maricas, uno de esos maricas, uno de esos maricas...
Si no se sabía la clase de ingenua que era Starling, reflexionó Krendler, su carrera tal como la habían reflejado los medios era mucho mejor de lo que sus escasos ascensos indicaban, tenía que admitirlo. Por suerte, había recibido pocas recompensas a su labor. Añadiendo la ocasional gota de veneno a su hoja de servicios a lo largo de los años, Krendler había conseguido influir en el comité de ascensos del FBI lo suficiente para bloquear varias misiones golosas que estuvieron a punto de asignarle; la actitud independiente y la falta de tacto de la mujer habían hecho el resto con eficacia.
Mason no estaba dispuesto a esperar la resolución del asunto del mercado de Feliciana. Además, no había garantía de que la mierda salpicara a Starling en una vista. La muerte de Evelda Drumgo y los demás había sido el resultado de una cadena de errores de seguridad, eso era indiscutible. Había sido un milagro que Starling consiguiera salvar al jodido negrito. Otra boca que alimentar con dinero públi­co. Arrancar la costra de tan feo asunto hubiera resultado fácil, pero era una forma poco gobernable de acabar con Starling.
La idea de Mason era mejor. Sería rápida y la dejaría fuera de combate. El momento era oportuno.
Un axioma de Washington, corroborado en la práctica más veces que el teorema de Pitágoras, afirma que en presencia de oxígeno un pedo sonoro con un culpable evidente hará pasar desapercibidas muchas emisiones menores en la misma habitación, con tal de que sean casi simultáneas.
Ergo, el juicio por impeachment estaba distrayendo al Departa­mento de Justicia lo suficiente para que él pudiera darle el pasapor­te a Starling.
Mason quería que la prensa cubriera la noticia para que el doc­tor Lecter se enterara. Pero Krendler debía hacer aparecer la cober­tura como un accidente desafortunado. Por suerte se le presentaba una ocasión que le venía como anillo al dedo: el cumpleaños del mismísimo FBI.
Krendler mantenía una conciencia domesticada con la que ab­solverse.
Ahora acudió a consolarlo: si Starling perdía su trabajo, en el peor de los casos el jodido antro de bolleras donde vivía Starling tendría que apañárselas sin antena parabólica para retransmisiones depor­tivas. Además, le estaría dando a un cañón suelto la oportunidad de caer al suelo y rodar hasta donde no pudiera volver a amenazar a nadie.
Un «cañón suelto» derribado dejaría de «mecer el barco», pensó, satisfecho y confortado como si dos metáforas navales constituyeran una ecuación lógica. Que el barco al mecerse moviera el cañón no le preocupaba en absoluto.
Krendler tenía una vida fantástica tan activa como su imaginación le permitía. Ahora, por puro placer, se imaginó a Starling vieja, con las tetas bamboleantes, las esbeltas piernas convertidas en masas celulíticas y varicosas, escaleras arriba y abajo con la colada, apartan­do la vista de las manchas de las sábanas, trabajando por el aloja­miento en una pensión propiedad de una pareja de tortilleras viejas y bigotudas.
Se imaginó lo primero que le diría para celebrar su triunfo, una frase acabada en «conejito de granja».
Armado con la penetración psicológica del doctor Doemling, deseó estar cerca de ella cuando se quedara sin armas, para decirle sin parpadear: «Eres un poco mayorcita para seguir jodiendo con tu padre, hasta para una muerta de hambre del sur». Se repetía la frase mentalmente, e incluso consideró la posibilidad de escribirla en su libreta.
Krendler tenía el instrumento, la oportunidad y la mala baba ne­cesarios para hundir la carrera de Starling, y cuando puso manos a la obra recibió la ayuda de la suerte y del servicio de correos italiano.

CAPÍTULO.
68



El cementerio de Battle Creer en las afueras de Hubbard es una pequeña cicatriz en el pelaje leonado del interior de Texas en di­ciembre. El viento silbaba, como silba siempre en aquel lugar. No merece la pena esperar que calle.
La nueva sección del cementerio tenía las losas a ras de tierra para facilitar la poda del césped. Aquel día un globo plateado en forma de corazón bailaba sobre la tumba de una niña que cumplía años. En la parte vieja cortaban la hierba de los caminos a menudo y los espacios entre las tumbas, tan a menudo como era posible. Trozos de cintas y tallos de flores secas se mezclaban con la tierra. Al fondo del cementerio había una montaña a donde iban a parar las flores marchitas. Entre el globo bamboleante y la montaña de deshechos, había una excavadora con el motor encendido y un jo­ven negro al volante, mientras otro, de pie junto a ella, encendía un cigarrillo con una cerilla que protegía del viento ahuecando las manos...
—Señor Closter, quería que estuviera aquí para que se diera cuenta de a qué nos enfrentamos. Estoy seguro de que usted no re­comendaría a los parientes del difunto que vieran esto —dijo el señor Greenlea, director de la funeraria Hubbard—. Ese féretro, y quiero volver a felicitarlo por su buen gusto, proporcionará una presentación de lo más digna, que es todo lo que necesitan ver. Me congratulo de poder hacerle el descuento profesional. Mi propio padre, que en paz descanse, reposa en uno exactamente igual.
Hizo una seña al conductor de la excavadora, cuya pala mordió la superficie herbosa y hundida de la tumba.
—¿No ha cambiado de parecer respecto a la lápida, señor Closter?
—No —respondió el doctor Lecter—. Los hijos quieren que esté bajo la misma que la madre.
Siguieron en el mismo sitio sin hablar, con el viento agitando las perneras de sus pantalones, hasta que la excavadora se detuvo a un metro de profundidad.
—Más vale que continuemos con las palas —dijo el señor Green­lea, y los dos trabajadores saltaron al hoyo y empezaron a cavar con un ritmo constante y eficaz—. Con cuidado. Ese primer ataúd no era gran cosa. Todo lo contrario del que tendrá a partir de ahora.
De hecho, la tapa del barato ataúd de madera prensada se había hundido sobre su ocupante. Greenlea hizo que sus empleados lim­piaran la tierra de alrededor y pasaran una lona por el fondo, que había permanecido intacto. Levantaron la caja con la lona y la car­garon en la parte trasera de una camioneta.
En el garaje de la funeraria, sobre una mesa de caballete, se pro­cedió a retirar los trozos de madera de la cubierta, que dejaron a la luz un esqueleto de buen tamaño.
El doctor Lecter lo examinó rápidamente. Una bala había asti­llado una costilla a la altura del hígado, y la parte izquierda de la frente presentaba una depresión fracturada y un agujero de bala. El cráneo, enmohecido pero bien conservado, tenía unos pómulos altos y prominentes, que el doctor había visto con anterioridad.
—La tierra no deja mucho —dijo el señor Greenlea.
Los restos podridos del pantalón y los jirones de una camisa va­quera tapaban los huesos. Los botones de perla habían caído entre las costillas. Un sombrero de ala ancha de fieltro marrón descansaba sobre el pecho. Tenía un rasguño en el ala y un agujero en la copa.
—¿Conocía usted al difunto? —le preguntó el doctor Lecter.
—Nuestro grupo de empresas compró este negocio y se hizo car­go del cementerio en 1989 —le informó el señor Greenlea—. Ahora vivo en la ciudad, pero las oficinas centrales están en Saint Louis. ¿Quiere ver si podemos conservar la ropa? O puedo proporcionarle un traje, pero no creo...
—No —dijo el doctor Lecter—. Cepillen los huesos y tiren todo lo demás excepto el sombrero, el cinturón y las botas, guarden las falanges de las manos y los pies en bolsas y envuélvanlos en el me­jor sudario de seda que tengan, con el cráneo y los demás huesos. No es necesario que los compaginen. ¿Quedarse con la lápida les compensa de volver a tapar la fosa?
—Sí, basta con que firme aquí, y le daré copias de esos otros cer­tificados —dijo el señor Greenlea, más que satisfecho por la venta realizada. Cualquier otro director de funeraria que hubiera llegado a por un cadáver habría facturado los huesos en una caja de cartón y vendido a la familia un ataúd de los suyos.
Los papeles de la exhumación cumplían escrupulosamente las nor­mas del Código de Salud y Seguridad de Texas, sección 711.004, como el doctor bien sabía, pues los había hecho él mismo, para lo que había extraído los requisitos y facsímiles de los impresos de las pági­nas web de la Biblioteca Legal de la Asociación de Condados de Texas.
Los dos trabajadores, agradecidos por la plataforma neumática de la parte posterior de la camioneta alquilada por el doctor Lecter, co­locaron el ataúd en su sitio y lo sujetaron a su plataforma con ruedas junto al otro único objeto cargado en el vehículo, un guardarropa de cartón.
—Qué buena idea llevar su propio armario. Así no se arruga el traje de ceremonias en la maleta, ¿verdad? —dijo el señor Greenlea.
En Dallas, el doctor sacó del ropero la funda de una viola y guar­dó en ella el bulto de huesos envueltos en seda, con el sombrero bien encajado en la parte de abajo y el cráneo dentro.
Sacó el ataúd de la camioneta y lo abandonó en el cementerio Fish Trap. Luego volvió al aeropuerto Dallas-Fort Worth, donde facturó la funda de la viola directamente a Filadelfia.






IV


FECHAS SEÑALADAS
EN EL CALENDARIO
DEL HORROR

CAPÍTULO
69



El lunes, Clarice Starling tuvo que comprobar las ventas de productos sofisticados del fin de semana, y su sistema tenía proble­mas que requerían la ayuda del técnico informático de la Unidad de Ingeniería. Incluso con listas drásticamente reducidas a dos o tres de las cosechas más selectas de cinco distribuidores de vinos caros, a dos proveedores de foie gras americano y a cinco colmados espe­cializados, la cantidad de compras era formidable. Las llamadas de licorerías individuales a través del número de teléfono que figuraba en el boletín del Bureau tenían que introducirse una por una.
Basándose en la identificación del doctor Lecter como autor del asesinato del cazador de ciervos de Virginia, Starling redujo la lista a las compras realizadas en la costa este, excepto para el foie gras Sonoma. En París, Fauchon se había negado a cooperar. Starling no consiguió comprender lo que el empleado de Vera dal 1926, de Florencia, le decía por teléfono, y envió un fax a la Questura para pedir su ayuda por si el doctor Lecter encargaba trufas blancas.
Al final de la jornada de trabajo de aquel lunes diecisiete de di­ciembre, a Starling se le ofrecían doce posibles líneas de acción. Se trataba de combinaciones de compras realizadas con tarjetas de cré­dito. Un hombre había comprado una caja de Pétrus y un Jaguar con compresor de sobrecarga, con la misma American Express.
Otro había encargado una caja de Bátard-Montrachet y una caja de ostras verdes de la Gironda.
Starling comunicó cada posibilidad a las oficinas locales del Bureau para que las investigaran.
Starling y Eric Pickford trabajaban en turnos distintos pero sola­pados para poder tener la oficina en activo durante el horario co­mercial.
En su cuarto día de trabajo allí, Pickford empleó parte del tiem­po en programar las llamadas automáticas de su teléfono. No puso etiquetas en los botones.
Cuando salió a tomar cafe, Starling pulsó el primer botón. Res­pondió el propio Paul Krendler.
Starling colgó y se quedó pensativa. Era hora de irse a casa. Ha­ciendo girar lentamente la silla contempló todos los objetos de la Casa de Hannibal. Las radiografías, los libros, la mesa puesta para uno. Después apartó las cortinas y salió.
El despacho de Crawford estaba abierto y vacío. El jersey que le había tejido su difunta esposa colgaba en el perchero del rincón. Starling alargó la mano hacia la prenda, pero no llegó a tocarla. Se echó el abrigo al hombro e inició el largo camino hasta su coche.
Nunca volvería a ver Quantico.

CAPITULO
70



Al atardecer del diecisiete de diciembre, sonó el timbre de Clarice Starling. En el camino de acceso al garaje vio el coche de un policía federal detrás de su Mustang.
Era Bobby, el mismo que la había traído a casa desde el hospital después del tiroteo en el mercado de Feliciana.
—Hola, Starling.
—Hola, Bobby. Entra.
—Me gustaría, pero antes tengo que decirte algo. Me han dado un pliego para que te lo entregue.
—Bueno, hombre, pues dámelo en casa, que se está mejor —le dijo Starling, helada en mitad de la corriente.
La comunicación, con el membrete del inspector general del Departamento de Justicia, la intimaba a aparecer ante una comisión a la mañana siguiente, dieciocho de diciembre, a las nueve en pun­to, en el edificio J. Edgar Hoover.
—¿Quieres que te lleve mañana? —ofreció el policía. Starling negó con la cabeza.
—Gracias, Bobby, iré con mi coche. ¿Quieres un café?
—Te lo agradezco, pero no puedo. Lo siento, Starling —dijo el hombre, con evidentes ganas de marcharse. Se produjo un silencio incómodo—. Veo que tienes mejor la oreja —dijo al fin.
Starling le dijo adiós con la mano mientras el coche retrocedía por el camino de acceso.
La notificación se limitaba a ordenarle que se presentara. No ofrecía ninguna explicación.
Ardelia Mapp, veterana de las guerras intestinas del Bureau y azo­te del corporativismo machista del organismo federal, se puso de in­mediato a preparar el té medicinal más fuerte que encontró, regalo de su abuela y famoso por levantar los ánimos. Starling temía aquel té, pero no había excusa que valiera.
Mapp dio golpecitos al membrete con el dedo.
—El inspector general no tiene una mierda que decirte —soltó entre dos sorbos—. Si nuestra Oficina de Responsabilidad Profe­sional tuviera algo de que acusarte, o lo tuviera la del Departamen­to de Justicia, tendrían que comunicártelo, tendrían que entregarte un pliego de cargos. Tendrían que darte un jodido 645 o un 644 con los cargos bien claros, y si la acusación fuera criminal tendrías un abogado, puertas abiertas, todo lo que se les da a los criminales, ¿verdad?
—Sí, claro.
—En cambio, de esta forma te acojonan por adelantado. El ins­pector general es un cargo político, puede encargarse de cualquier caso.
—Pues se ha encargado de éste.
—Con Krendler metiendo cizaña. Sea lo que sea, si decides que quieres ir con uno de los de Igualdad de Oportunidades, tengo to­dos los números. Ahora, escúchame, Starling. Tienes que decirles que quieres que se grabe. Al inspector general las declaraciones fir­madas se la traen floja. Lonnie Gains se llenó de mierda hasta el cuello por eso. Guardan un atestado de lo que dices, pero a veces cambia después de que lo has dicho. Ni siquiera ves una trans­cripción.
Cuando Clarice Starling llamó a Jack Crawford, la voz del hom­bre sonaba como si acabara de despertarse.
—No sé de qué se trata, Starling —le confesó—. Hare unas cuan­tas llamadas. Pero hay algo que sí sé; mañana estaré allí.

CAPITULO
71



Era de día, y la blindada jaula de hormigón del edificio Hoover se cernía amenazante bajo un cielo lechoso.
En la era del coche bomba, la entrada principal y el patío están cerrados la mayoría de los días y el edificio, rodeado de viejos auto­móviles del Bureau que forman una improvisada barrera de protec­ción.
La policía de Washington tiene la absurda política de dejar mul­tas en algunos de los coches de la barrera un día sí y otro también; bajo los limpiaparabrisas se van formando fajos que el viento agita y desparrama calle abajo.
Un mendigo que se calentaba de pie sobre una reja de la acera llamó a Starling y levantó la mano. Tenía una mejilla manchada de color naranja de la Betadina de alguna sala de urgencias. Le tendió un vaso de plástico roto por los bordes. Starling buscó un dólar en su monedero y le dio dos inclinándose sobre el viciado aire caliente y el vapor.
—Dios la bendiga —dijo el hombre.
—Falta me hace —contestó Starling—. Deséeme suerte.
Pidió un cafe en el Au Bon Pain que había en la fachada del edi­ficio que da a la calle Décima, como había hecho tantas veces a lo largo de los años. Lo necesitaba después de una noche en que apenas había pegado ojo, pero no quería que le entraran ganas de orinar durante la vista. Decidió no beberse más que la mitad. Vio a Crawford por la ventana y lo alcanzó en la acera.
—¿Quiere compartir este cafe? Pediré otro vaso.
—¿Es descafeinado?
—No.
—Entonces, mejor no, o me pondré a dar saltos.
Parecía viejo y consumido. Una gota clara le colgaba de la punta de la nariz. Se apartaron de la corriente de empleados que se dirigía a la entrada lateral del cuartel general del FBI.
—No sé de qué va esta reunión, Starling. No han llamado a nin­gún otro de los que participaron en el asunto del mercado de Feli­ciana, al menos que yo sepa. Pero estaré a tu lado.
Starling le dio un pañuelo de papel y se unieron a la ininte­rrumpida columna del turno de mañana.
Starling pensó que los oficinistas tenían un aspecto inusualmen­te elegante.
—Hoy es el noventa aniversario del FBI. Bush vendrá a soltar un discurso —le recordó Crawford.
En la calle lateral había cuatro furgonetas de televisión con an­tena de conexión vía satélite.
Un equipo de filmación de la cadena WFUL montado en la ace­ra grababa a un individuo joven con el pelo cortado a navaja que hablaba a un micrófono de mano. Un ayudante de producción su­bido al techo de la furgoneta vio acercarse entre la multitud a Star­ling y Crawford.
—¡Ahí está, es ésa del abrigo azul marino! —gritó a los de abajo.
—Vamos allá —ordenó el del corte a navaja—. Rodando.
El equipo provocó una marejada en la corriente humana hasta conseguir ponerle a Starling la cámara en la cara.
—Agente especial Starling, ¿puede hacer algún comentario sobre la investigación de la matanza en el mercado de pescado de Felicia­na? ¿Cuándo se emitirá el informe? ¿Se le han presentado cargos por matar a los cinco...?
Crawford se quitó el sombrero y, fingiendo protegerse la vista de los focos, consiguió bloquear la cámara unos instantes. Sólo la puer­ta de seguridad contuvo al equipo de televisión.
«A estos cabrones les han dado el soplo.»
Una vez dentro de Seguridad, se detuvieron en el vestíbulo. La neblina los había cubierto de gotas diminutas. Crawford se echó al coleto un comprimido de ginseng, a palo seco.
—Starling, puede que hayan elegido este día por el revuelo del impeachment y el aniversario. Sea lo que sea lo que pretenden, con este follón podría írseles todo al garete.
—Entonces, ¿por qué filtrarlo a la prensa?
—Porque en este asunto no todo el mundo cojea del mismo pie. Te quedan diez minutos, ¿quieres empolvarte la nariz?

CAPÍTULO

72



Starling apenas había pisado el séptimo, el piso ejecutivo del edificio J. Edgar Hoover. Ella y el resto de los miembros de su clase de graduación se habían reunido allí siete años antes para ver al di­rector felicitar a Ardelia Mapp como primera de su promoción, y en una ocasión un director adjunto la había hecho llamar para entre­garle su medalla de campeona de pistola de combate.
Pero pisar la alfombra del despacho del director adjunto Noonan estaba mucho más allá de su experiencia. En la atmósfera de club masculino con sillones de cuero de la sala de juntas flotaba un fuer­te olor a tabaco. Starling se preguntó si habían apagado las colillas y renovado el aire a toda prisa antes de que entrara.
Tres hombres se levantaron al entrar Crawford y Starling, y uno, no. Los educados eran el antiguo jefe de Starling, Clint Pearsall, de Buzzard's Point, el centro de operaciones de Washington, el direc­tor adjunto Noonan y un individuo alto y pelirrojo con traje de seda natural. Pegado a su asiento estaba Paul Krendler, de la oficina del inspector general. Krendler hizo girar la cabeza sobre su largo cuello como si la hubiera localizado por su olor. Cuando la miró, Starling pudo ver sus dos orejas redondas al mismo tiempo. Lo más extraño era la presencia en un rincón de un policía federal al que no conocía.
El personal del FBI y del Departamento de Justicia suele mimar su aspecto, pero aquellos hombres se habían acicalado para la tele­visión. Starling comprendió que tendrían que comparecer abajo, en la ceremonia que se celebraría más tarde en presencia del ex pre­sidente Bush. De no ser así, en lugar de llamarla al edifico Hoover, la habrían hecho acudir al Departamento de Justicia.
Krendler frunció el ceño al ver a Crawford al lado de la agente.
—Señor Crawford, su presencia no es necesaria en este procedi­miento.
—Soy el supervisor inmediato de la agente especial Starling. Éste es mi lugar.
—No lo creo así —replicó Krendler, y se volvió hacia Noonan—. Clint Pearsall es su jefe oficial, sólo está cedida temporal­mente a Crawford. En mi opinión la agente Starling debería res­ponder a nuestras preguntas en privado. Si necesitamos información adicional, podemos pedir al jefe de unidad Crawford que espere donde podamos localizarlo.
Noonan asintió.
—Ciertamente tu aportación nos será de mucha utilidad, Jack, una vez que hayamos escuchado el testimonio independiente de esta... de la agente especial Starling. Jack, quiero que esperes fuera. Si quieres quedarte en la sala de lectura de la biblioteca, ponte có­modo, ya te llamaré.
Crawford se puso en pie.
—Director Noonan, ¿puedo decir...?
—Puede salir, eso es lo que puede hacer —lo atajó Krendler.
Noonan se levantó.
—Guarde las formas, señor Krendler; hasta que decida cedérselo, está usted en mi despacho. Jack, tú y yo nos conocemos hace mu­chos años. El caballero del Departamento de Justicia ha recibido el nombramiento hace demasiado poco para entenderlo. Podrás decir lo que quieras. Ahora, déjanos y deja que Starling hable por sí misma —dijo Noonan, que se inclinó hacia Krendler y le susurró al oído algo que le sacó los colores.
Crawford miró a Starling. Todo lo que podía hacer era salir con el rabo entre las piernas.
—Gracias por venir, señor —le dijo ella.
El policía abrió la puerta a Crawford.
Al oír la puerta cerrarse a sus espaldas, Starling enderezó la es­palda y se dispuso a enfrentarse sola a los tres hombres.
A partir de ese momento el procedimiento siguió adelante con la celeridad de una amputación del siglo XVIII.
Noonan era la autoridad del FBI de mayor rango en el despacho, pero el inspector general estaba por encima, y al parecer había en­viado a Krendler como plenipotenciario.
Noonan cogió el expediente que tenía sobre la mesa.
—¿Quiere hacer el favor de identificarse para el atestado?
—Agente especial Clarice Starling. ¿Es que hay un atestado, di­rector Noonan? Porque me gustaría que lo hubiera —al ver que no contestaba, añadió—: ¿Le importa que grabe la sesión?
Sacó una pequeña grabadora Nagra de su bolso.
A Krendler le faltó tiempo para saltar:
—Por lo general este tipo de encuentro preliminar debería tener lugar en el despacho del inspector general en el Departamento de Justicia. Lo celebramos aquí porque nos conviene a todos a causa de la ceremonia de hoy, pero rigen las reglas de la Inspección Ge­neral. Es cuestión de un mínimo de sensibilidad diplomática. Nada de grabaciones.
—Comuníquele los cargos, señor Krendler —le indicó Noonan.
—Agente Starling, se la acusa de revelación ilegal de material reservado a un criminal en busca y captura —dijo Krendler, con el rostro bajo cuidadoso dominio—. Específicamente, se la acusa de poner este anuncio en dos periódicos italianos advirtiendo al fugitivo Hannibal Lecter de que se hallaba en peligro de ser apre­sado.
El policía federal entregó a Starling una fotocopia borrosa del pe­riódico La Nazione. Ella la volvió hacia la ventana para leer lo que habían enmarcado con un círculo: «A. A. Aaron: Entréguese a las autoridades más próximas, los enemigos están cerca. Hannah».
—¿Cómo se declara?
—Yo no lo he puesto. Es la primera noticia que tengo.
—¿Cómo explica usted que el anunciante utilice un nombre en clave, «Hannah», que sólo conocen el doctor Hannibal Lecter y este Bureau? ¿El nombre en clave que Lecter le pidió que usara?
—No lo sé. ¿Quién encontró esto?
—El Servicio de Documentación, en Langley, lo vio por casua­lidad mientras traducían la información sobre Lecter que venía en La Nazione.
—Si el nombre es un secreto dentro del Bureau, ¿cómo pudie­ron reconocerlo los del Servicio de Documentación? Ese servicio depende de la CÍA. Preguntémosles quién les llamó la atención sobre «Hannah».
—Estoy seguro de que el traductor estaba familiarizado con el expediente del caso.
—¿Tan familiarizado? Lo dudo mucho. Preguntémosle quién le sugirió que se fijara en eso. ¿Cómo iba a saber yo que el doctor Lecter estaba en Florencia?
—Usted fue quien descubrió que habían entrado en el archivo VICAP de Lecter desde la Questura de Florencia —dijo Krendler—. El acceso se produjo varios días antes del asesinato de Pazzi. No sabemos cuándo lo descubrió usted. ¿Por qué iba la Questura de Florencia a interesarse por Lecter, si no?
—¿Y qué razón iba a tener yo para avisar al doctor Lecter? Di­rector Noonan, ¿qué tiene de particular este asunto para que lo lleve la Inspección General? Estoy dispuesta a hacer la prueba del polí­grafo en cualquier momento. Tráiganlo cuando quieran.
—Los italianos han presentado una protesta diplomática por el intento de advertir a un conocido criminal mientras se encontraba en su país —explicó Noonan, e indicó al individuo pelirrojo sen­tado a su lado—. Éste es el señor Montenegro, de la Embajada de Italia.
—Buenos días, caballero. ¿Y cómo lo averiguaron los italianos? —preguntó Starling—. Supongo que no por los de Langley.
—La queja diplomática ha lanzado la pelota a nuestro tejado —in­tervino Krendler antes de que Montenegro pudiera abrir la boca—. Queremos dejar esto aclarado a satisfacción de las autoridades ita­lianas, y a mi satisfacción y la del inspector general, y lo queremos ya. Será mejor para todos si estudiamos juntos los hechos. ¿Qué pasa con usted y el doctor Lecter, señorita Starling?
—Interrogué al doctor Lecter en varias ocasiones a las órdenes del jefe de sección Crawford. Después de la huida del doctor, he recibido dos cartas suyas en siete años. Ambas están en su poder —resumió Starling.
—De hecho, hay más cosas en nuestro poder —dijo Krendler—. Conseguimos esto ayer. Qué más haya podido recibir, lo desco­nocemos.
Krendler se dio la vuelta para coger una caja de cartón cubierta de sellos y maltratada por correos. Hizo como que se deleitaba con las fragancias que salían de la caja. Señaló la etiqueta de embarque con el dedo, sin molestarse en enseñársela a Starling.
—Dirigida a usted en su domicilio de Arlington, agente espe­cial Starling. Señor Montenegro, ¿quiere decirnos qué son estos artículos?
El diplomático italiano removió los objetos envueltos en papel de seda haciendo destellar sus gemelos.
—Veamos, esto son lociones, sapone di mandarle, el famoso jabón de almendras de Santa María Novella, en Florencia, de la farmacia del convento, y algunos perfumes. Es el tipo de cosa que se regala la gente cuando está enamorada.
—Han sido escaneados para comprobar las toxinas y los irritantes, ¿no, Clint? —preguntó Noonan al anterior supervisor de Starling.
Pearsall parecía avergonzado.
—Sí —respondió—. No tienen nada malo.
—Una prenda de amor —dijo Krendler con cierto regodeo—. Ahora vayamos a la epístola amorosa —desplegó la hoja de perga­mino y la sostuvo haciendo visible la foto de periódico de Starling en el cuerpo de la leona alada; luego, le dio la vuelta para leer la letra redonda del doctor Lecter—. «¿Ha pensado alguna vez, Star­ling, en por qué los filisteos no la comprenden? Porque es usted la respuesta al acertijo de Sansón: usted es la miel en la boca del león.»
Il miele dentro la leonessa, me gusta —dijo Montenegro, archi­vando la frase en la memoria por si se le presentaba la ocasión de usarla.
—¿Que le gusta? —se asombró Krendler.
Con un gesto de la mano, el italiano declinó contestarle, al darse cuenta de que Krendler era incapaz de oír la música dé la metáfora de Lecter, o de percibir las evocaciones táctiles del regalo.
—El inspector general quiere que demos prioridad a esta cues­tión, a causa de las ramificaciones internacionales —dijo Krendler—. El camino que se siga, el que los cargos sean administrativos o cri­minales, depende de lo que descubramos en nuestras pesquisas. Si el asunto toma la vía criminal, será visto por la Sección de Integridad Pública del Departamento de Justicia, que lo llevará a juicio. Se la informará con tiempo más que suficiente para que se prepare. Di­rector Noonan...
Noonan respiró hondo y se dispuso a asestar el mazazo.
—Clarice Starling, queda en suspensión administrativa hasta el momento en que esta materia sea juzgada. Deberá entregar sus ar­mas y su identificación del FBI. Se le revoca el acceso a cualquier dependencia del Bureau excepto a las públicas. Se la escoltará para salir del edificio. Por favor, entregue su arma reglamentaria e iden­tificación al agente especial Pearsall. Adelante.
Al acercarse a la mesa, Starling vio a los hombres por un mo­mento como bolos en una partida de campeonato. Hubiera podido cargarse a los cuatro antes de que ninguno llegara a echar mano a su arma. El momento pasó. Sacó su 45 y miró fijamente a Krendler mientras dejaba caer el cargador en la palma de la mano, lo deposi­taba sobre la mesa y hacía saltar el cartucho de la recámara. Krendler lo cogió en el aire y lo apretó en la mano hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
La placa y la identificación fueron detrás.
—¿Tiene una segunda arma? —preguntó Krendler—. ¿Y un rifle?
—¿Starling? —la urgió Noonan.
—Bajo llave en mi coche.
—¿Otro equipo táctico?
—Un casco y un chaleco.
—Oficial, recupérelos cuando acompañe a la señorita Starling a su vehículo —dijo Krendler—. ¿Tiene un teléfono celular cifrado?
—Sí.
Krendler se volvió hacia Noonan con las cejas arqueadas.
—Devuélvalo también —dijo Noonan.
—Quiero decir algo, creo que estoy en mi derecho.
—Adelante —dijo Noonan mirándose el reloj.
—Esto es un montaje. Creo que Mason Verger intenta capturar al doctor Lecter por motivos personales. Creo que fracasó en Flo­rencia. Creo que el señor Krendler puede estar actuando en com­binación con Verger y quiere que los esfuerzos del FBI contra el doctor Lecter beneficien a Verger. Creo que Paul Krendler, del De­partamento de Justicia, está obteniendo dinero de esto y que quiere destruirme para conseguir sus propósitos. El señor Krendler se ha comportado conmigo de una forma impropia con anterioridad y está actuando ahora movido por el despecho además de por intereses económicos. Esta misma semana me ha llamado «conejito de gran­ja». Reto al señor Krendler a someterse conmigo a un detector de mentiras ante esta comisión. Estoy a su disposición. Podríamos ha­cerlo ahora mismo.
—Agente especial Starling, tiene usted suerte de no estar bajo ju­ramento hoy... —empezó a decir Krendler.
—Pues tómemelo. Y jure usted también.
—Quiero asegurarle que, si no hay pruebas contra usted, tendrá derecho a reincorporarse a su puesto sin que quede constancia al­guna en su expediente —dijo Krendler con su tono más amable—. Mientras tanto seguirá cobrando su sueldo y disfrutando de sus be­neficios sanitarios y de su seguro. El cese administrativo no es en sí mismo punitivo, agente Starling, aproveche sus ventajas —continuó Krendler en un tono que se había vuelto confidencial—. De hecho, si quisiera aprovechar este lapso para que le quitaran esa mancha de la cara, estoy seguro de que nuestros médicos...
—No es ninguna mancha —dijo Starling—. Es pólvora. Aun­que no me extraña que no sea capaz de reconocerla.
El policía federal esperaba con la mano tendida hacia ella.
—Lo siento, Starling —dijo Clint Pearsall, con el equipo de la agente en las manos.
Starling lo miró y él apartó la vista. Paul Krendler se le aproximó mientras los otros dejaban paso al diplomático para que saliera en primer lugar. Krendler empezó a decir algo entre dientes, la frase que tenía preparada:
—Starling, eres muy mayor para seguir...
—Perdone.
Era Montenegro. El esbelto diplomático se había dado la vuelta y se acercó a ella.
—Perdone —repitió Montenegro mirando a Krendler a los ojos hasta que éste se apartó con el rostro alterado—-. Lamento lo que le ha ocurrido. Y le deseo que la declaren inocente. Le prometo que presionaré a la Questura de Florencia para que investiguen cómo se pagó la inserzione, el anuncio, que apareció en La Nazione. Si se le ocurre algo... que merezca la pena investigar en mi esfera de competencias, por favor, dígamelo e insistiré personalmente en que se haga.
Montenegro le dio una tarjeta, pequeña, gruesa y con las letras en relieve, e hizo como que no veía la mano que le ofrecía Krend­ler cuando abandonaba el despacho.

Los reporteros, a los que se había permitido cruzar la entrada principal para asistir a la inminente ceremonia, abarrotaban el pa­tio. Unos pocos parecían saber dónde estaba la auténtica noticia.
—¿Es necesario que me coja el codo? —le preguntó Starling al alguacil.
—No, señora, no lo es —respondió el policía, que le abrió paso entre la avalancha de micrófonos y el chaparrón de preguntas a voz en cuello.
Esta vez el del corte a navaja parecía estar al cabo de la calle. Las preguntas que le gritó fueron: «¿Es cierto que la han apartado del servicio por el caso Hannibal Lecter? ¿Espera imputaciones cri­minales? ¿Qué tiene que decir sobre las acusaciones de los italianos?».
En el garaje, Starling entregó su chaleco antibalas, su casco, su rifle y su segunda pistola. El alguacil esperó mientras ella descargaba la pequeña pistola y la limpiaba con un trapo húmedo de aceite.
—La vi disparar en Quantico, agente Starling —le dijo—. Yo llegué a los cuartos de final representando a mi cuerpo. Limpiaré su 45 antes de guardarlo.
—Gracias, oficial.
Se quedó remoloneando cuando Starling ya había entrado en el coche. Entonces dijo algo que el motor del Mustang le impidió oír. Starling bajó la ventanilla y el hombre se lo repitió:
—No sabe cómo siento lo que le han hecho.
—Gracias, oficial. Es muy amable de su parte.
Un coche de la prensa esperaba a la salida del garaje. Starling aceleró el Mustang para dejarlo atrás y le pusieron una multa por exceso de velocidad a tres manzanas del edificio J. Edgar Hoover. Los fotógrafos hacían fotografías mientras el policía de tráfico la redactaba.

El director adjunto Noonan estaba sentado ante la mesa de su despacho después de la reunión, frotándose las señales que le habían dejado las gafas en el caballete de la nariz.
El hecho de acabar con la carrera de Starling no lo preocupaba demasiado; siempre había pensado que había un elemento emocio­nal en las mujeres que a menudo las invalidaba para el trabajo en el Bureau. Pero le dolía ver menospreciado a Jack Crawford. Jack había sido uno de los mejores. Puede que sintiera debilidad por aquella chica, pero la vida tenía esas cosas, y además la mujer de Jack esta­ba muerta y todo eso. Noonan recordaba cierta semana en que no había podido quitarle los ojos de encima a una estenógrafa y tuvo que librarse de ella antes de que pudiera llegar a causar problemas.
Volvió a ponerse las gafas y bajó en el ascensor hasta la biblioteca.
Crawford estaba sentado en la sala de lectura, con la cabeza apoyada en la pared. Noonan creyó que estaba dormido. Tenía la cara páli­da y perlada de sudor. Abrió los ojos y resolló con la boca abierta.
—¿Jack? —Noonan le palmeó el hombro y le puso la mano en la pegajosa frente. Al instante resonó su voz en la biblioteca—: ¡Eh, bibliotecario, llame a un médico!
Se llevaron a Crawford a la enfermería del edificio, y de allí a la Unidad de Vigilancia Intensiva de Cardiología del Memorial Jefferson Hospital.

CAPÍTULO
73



Krendler no hubiera podido desear una cobertura más amplia. El nonagésimo cumpleaños del FBI incluía un recorrido de pro­fesionales de los medios de comunicación por el nuevo centro de gestión de crisis. Los noticiarios televisivos aprovecharon al máximo aquella insólita posibilidad de acceso al edificio J. Edgar Hoover. La C-SPAN transmitió en directo la totalidad de las declaraciones del ex presidente Bush, junto con las del director. La CNN emitió resú­menes de todos los discursos, y el resto de las cadenas cubrieron la información para las noticias de la noche. Cuando los dignatarios des­cendieron del estrado, Krendler tuvo su oportunidad. El del corte a navaja, que esperaba junto al escenario, le hizo la pregunta del millón:
—Señor Krendler, ¿es cierto que la agente especial Clarice Starling ha sido relevada de la investigación en torno a Hannibal Lecter?
—Creo que sería prematuro, e injusto para la agente, hacer co­mentarios al respecto en este momento. Me limitaré a decir que la oficina del inspector general está estudiando el asunto relacionado con Lecter. Por ahora no se han puesto cargos contra nadie.
La CNN también se hizo eco del asunto:
—Señor Krendler, algunos medios de comunicación italianos es­peculan con la posibilidad de que el doctor Lecter haya recibido infor­mación de una fuente gubernamental, que le habría avisado para que huyera. ¿Es ése el motivo para la suspensión de la agente Starling? ¿Es ésa la razón por la que la oficina del inspector general ha toma­do cartas en un asunto que parece más bien competencia de la Ofi­cina de Responsabilidad Profesional?
—No puedo hacer comentarios respecto a lo aparecido en la prensa extranjera, Jeff. Lo que sí puedo afirmar es que la oficina del inspector general está investigando alegaciones que hasta el mo­mento no han sido probadas. Tenemos tantas responsabilidades con respecto a nuestros agentes como con respecto a nuestros amigos europeos —dijo Krendler, poniendo el índice tieso como un Ken­nedy—. El caso Hannibal Lecter está en buenas manos, no sólo en las de Paul Krendler, sino también en las de expertos de todas las unidades del FBI y del Departamento de Justicia. Hemos puesto en marcha un proyecto que revelaremos a su tiempo, cuando haya dado los frutos apetecidos.

El casero alemán del doctor Lecter había equipado la casa con un enorme aparato de televisión Grundig, y había colocado un peque­ño bronce de Leda y el Cisne encima de la ultramoderna caja del aparato, en un intento de integrarlo en el decorado de la sala.
El doctor Lecter estaba viendo una película titulada Breve historia del tiempo, sobre el gran astrofísico Stephen Hawking y su obra. La había visto muchas otras veces y aquélla era su parte favorita, el mo­mento en el que la taza de té se cae de la mesa y se hace añicos con­tra el suelo.
Hawking, retorcido en su silla de ruedas, comenta las imágenes con su voz generada por ordenador:
«¿En qué consiste la diferencia entre el pasado y el futuro? Las le­yes de la ciencia no distinguen entre ambos. Y sin embargo, existe una enorme diferencia entre pasado y futuro en la vida corriente.
»Hemos visto muchas veces una taza de té que cae de una mesa y se rompe en mil pedazos al llegar al suelo. En cambio, nunca he­mos visto que los pedazos se unan de nuevo y vuelvan a la mesa de un salto.»
La película muestra la misma secuencia de imágenes rebobinada, y los fragmentos de la taza se reúnen y saltan a la mesa. Hawking continúa hablando:
«La continua progresión del desorden, o entropía, es lo que dis­tingue al pasado del futuro y proporciona de ese modo una direc­ción al tiempo».
El doctor Lecter sentía gran admiración por la obra de Hawking y la seguía tan de cerca como le era posible a través de las revistas especializadas en matemáticas. Sabía que Hawking había creído en sus comienzos que el universo dejaría de expandirse y volvería a encogerse, y que la entropía podría dar marcha atrás. Más tarde Hawking afirmó que se había equivocado.
Lecter era bastante competente en el área de las ciencias exactas, pero Stephen Hawking se encuentra en un plano inalcanzable para el resto de los mortales. Durante años Lecter le había dado mil vueltas al problema deseando con todas sus fuerzas que Hawking hubiera estado en lo cierto al principio; que el universo dejara de expandirse, que la entropía se enmendara a sí misma, que Mischa, devorada, volviera a estar entera.
El tiempo. El doctor Lecter detuvo la cinta de vídeo y puso las noticias.
Todos los días aparece una lista de los reportajes de televisión y las noticias de prensa referentes al FBI en el sitio web del Bureau abierto al público. El doctor Lecter lo visitaba a diario para asegu­rarse de que seguían utilizando su fotografía antigua en «Los diez más buscados». De esta forma se enteró del aniversario del FBI con suficiente antelación para no perderse la cobertura televisiva. Se sentó en el gran sillón con su esmoquin y su corbata inglesa y vio mentir a Krendler. Lo miraba con los ojos entrecerrados, haciendo girar con suavidad la copa de coñac bajo la nariz. No había visto aquel pálido rostro desde que Krendler estuvo ante su jaula en Memphis, siete años atrás, justo antes de su huida.
En la cadena local de Washington vio a Starling recibiendo una multa de tráfico con los micrófonos metiéndose por la ventanilla del Mustang. Para entonces la televisión ya acusaba a Starling de «ha­ber abierto una brecha en la seguridad nacional» con relación al caso Lecter.
Los ojos marrones del doctor se abrieron de par en par cuando las cámaras la enfocaron, y en la profundidad de sus pupilas las chis­pas volaron en torno a la imagen del rostro femenino. Retuvo en­tera y perfecta su apariencia mucho después de que desapareciera de la pantalla, y procuró fundirla con otra imagen, Mischa; las apretó una contra otra hasta que, del corazón de rojo plasma de su fusión, las chispas ascendieron llevando consigo una sola imagen en dirección este, hacia el cielo nocturno, para que girara con las estrellas sobre el mar.
A partir de ese momento, si el universo decidía contraerse, si el tiempo revertía y las tazas de té rotas se reintegraban, existiría un hueco en el mundo para Mischa. El lugar más valioso que el doc­tor Lecter era capaz de imaginar: el lugar de Starling. Mischa podría ocupar el lugar de Starling en el mundo. Si eso ocurría, si aquel tiempo retrocedía, la desaparición de Starling habría dejado libre a Mischa un espacio tan puro y radiante como la bañera de cobre en el jardín.

CAPÍTULO
74



El doctor Lecter aparcó su camioneta a una manzana del Hos­pital de la Misericordia de Maryland y limpió las monedas con un paño antes de introducirlas en el parquímetro. Vestido con el mono acolchado que usan los trabajadores para protegerse del frío y con una gorra de visera larga para protegerse de las cámaras de seguri­dad, entró al edificio por la puerta principal.
Habían pasado mas de quince años desde la última vez que el doctor Lecter estuviera en el Hospital de la Misericordia, pero la dis­posición básica del centro no había cambiado. Encontrarse de nue­vo en el lugar donde había iniciado su carrera médica no le produ­jo la menor emoción. Las áreas restringidas de los pisos superiores habían sufrido una renovación cosmética, pero debían de conservar prácticamente la misma distribución que en sus tiempos si las cianocopias de los planos que había visto en el Departamento de In­muebles no mentían.
Un pase de visitante obtenido en el mostrador de la entrada le permitió acceder a las plantas de habitaciones. Recorrió el pasillo leyendo los nombres de los pacientes y los médicos en las puertas. Se encontraba en la unidad de convalecencia postoperatoria, a don­de se trasladaba a los enfermos que habían sufrido una intervención cardiaca o craneal una vez que salían de cuidados intensivos.
Cualquiera que hubiera observado al doctor Lecter avanzar por el pasillo habría pensado que le costaba leer; movía los labios sin producir sonidos y se rascaba la cabeza de vez en cuando como un retrasado. Al cabo de un rato, se sentó en la sala de espera, desde donde podía ver la entrada al pasillo. Esperó hora y media entre an­cianas que contaban tragedias familiares y soportó El preáo justo en la televisión. Por fin vio lo que había estado esperando, un ciruja­no que aún tenía puesta la bata verde del quirófano haciendo en solitario su ronda de visitas. Aquél era... El cirujano entró en una de las habitaciones para ver a un paciente... del doctor Silverman. El doctor Lecter se levantó rascándose la cabeza. Cogió un perió­dico desarmado de una mesita y salió de la sala de espera. Dos puer­tas más allá había otra habitación ocupada por otro paciente del doctor Silverman. El doctor Lecter se deslizó adentro. La habitación estaba en penumbra, el paciente, completamente dormido, con la cabeza y un lado de la cara aparatosamente vendados. En el moni­tor un gusano de luz daba brincos con regularidad.
El doctor Lecter se quitó a toda prisa el mono aislante y se quedó en bata quirúrgica. Se puso rundas de plástico en los zapatos, gorro, mascarilla y guantes. Se sacó del bolsillo una bolsa blanca para la ba­sura y la desplegó.
El doctor Silverman abrió la puerta con la cabeza vuelta hacia el pasillo mientras hablaba con alguien. ¿Lo acompañaría una enfer­mera al interior del cuarto? No.
El doctor Lecter cogió la papelera y se puso a echar su conteni­do en la bolsa de la basura dando la espalda a la puerta.
—Perdone, doctor, enseguida me voy —dijo.
—No se preocupe —respondió el doctor Silverman, cogiendo la tablilla a los pies de la cama—. Continúe con su trabajo, por favor.
—Gracias, así lo haré —dijo el doctor Lecter al tiempo que le propinaba un golpe en la base del cráneo con la porra de cuero, poco más que un capirotazo atizado con un simple giro de la muñeca, en realidad, y lo sujetaba por el pecho mientras se desplomaba. Siem­pre sorprendía ver al doctor Lecter sosteniendo un cuerpo; tamaño por tamaño, era tan fuerte como una hormiga. Arrastró al doctor Silverman hasta el cuarto de baño y le bajó los pantalones. Lo dejó sentado en la taza del inodoro.
El cirujano se quedó con el torso doblado sobre los muslos. El doctor Lecter lo incorporó el tiempo suficiente para mirarle las pu­pilas y hacerse con las diversas tarjetas de identificación prendidas en la pechera de la bata quirúrgica.
Reemplazó las credenciales del cirujano con su propio pase de visita, invertido. Se colocó el estetoscopio alrededor del cuello en­roscado al estilo de los profesionales y las complejas lentes quirúr­gicas de aumento en la frente. Se guardó la porra de cuero en la manga.
Ahora estaba listo para internarse en el corazón del Hospital de la Misericordia.
El centro cumplía estrictamente las directrices federales en cuan­to al manejo de drogas narcóticas. En la enfermería de cada planta se guardaban en un armario bajo llave. Para abrirlo eran necesarias dos llaves, en poder de la enfermera jefe y su primer ayudante. Ade­más, se llevaba un estricto libro de registro.
En la zona de quirófanos, la más segura del hospital, cada sala re­cibía las drogas necesarias para la siguiente intervención unos mi­nutos antes de que se introdujera al paciente. Las del anestesista se guardaban en una vitrina con una zona refrigerada y otra a tempe­ratura ambiente, cerca de la mesa de operaciones.
Las existencias se almacenaban en un dispensario quirúrgico apar­te, próximo a la sala de esterilización, que contenía cierto número de preparados que no era posible encontrar en el dispensario general del primer piso: poderosos tranquilizantes y exóticos sedantes hip­nóticos que permiten realizar operaciones a corazón abierto y practicar cirugía cerebral sobre pacientes conscientes con los que es po­sible mantener una conversación.
El dispensario quirúrgico siempre estaba vigilado durante la jor­nada laboral y los armarios no estaban cerrados con llave cuando el farmacéutico se encontraba allí. En un emergencia de cirugía car­diovascular no hay tiempo para buscar llaves. El doctor Lecter, con la mascarilla puesta, empujó las puertas de vaivén que daban paso a la zona de quirófanos.
En un intento de desdramatizar el ambiente, habían pintado las pa­redes con distintas combinaciones de colores brillantes que hubieran dado la puntilla a cualquier moribundo. Junto al mostrador, unos cuantos cirujanos firmaban la entrada e iban desfilando hacia la sala de esterilización. El doctor Lecter levantó la tablilla de firmas y mo­vió la pluma sobre ella sin llegar a escribir.
El horario del tablero informaba de que la primera intervención de la jornada, la extirpación de un tumor cerebral en el quirófano B, comenzaría dentro de veinte minutos. En la sala de esterilización el doctor Lecter se quitó los guantes, se lavó escrupulosamente hasta la altura de los codos, se secó las manos, se las empolvó y volvió a ponerse los guantes. Salió de nuevo al vestíbulo. El dispen­sario debía de ser la puerta siguiente de la derecha. La puerta, ro­tulada con una A y pintada de color albaricoque, tenía el rótulo GENERADORES DE EMERGENCIA. A continuación se encontraba la puerta de doble hoja del quirófano B. Una enfermera se colocó a su lado.
—Buenos días, doctor.
El doctor Lecter carraspeó bajo la mascarilla y murmuró un bue­nos días. Dio media vuelta hacia la sala de esterilización farfullando, como si hubiera olvidado alguna cosa. La enfermera se lo quedó mirando un momento y entró en el quirófano B. El doctor Lecter se quitó los guantes y los tiró al contenedor aséptico. Nadie le prestó atención. Cogió otro par. Su cuerpo seguía en la sala de esteriliza­ción, pero en realidad estaba recorriendo a toda velocidad el vestí­bulo de su palacio de la memoria, pasando de largó junto al busto de Plinio y subiendo las escaleras que llevaban al Salón de Arqui­tectura. En una zona bien iluminada que dominaba la maqueta de Christopher Wren para la catedral londinense de San Pablo, las cianocopias del hospital lo esperaban sobre una mesa de dibujo. Los planos de los quirófanos del Hospital de la Misericordia, alineados uno junto a otro como en el Departamento de Inmuebles de Baltimore. Él estaba allí. El dispensario, ahí. No. Los planos estaban equivocados. La distribución debía de haber cambiado después de que se archivaran las cianocopias. Sobre el papel, los generadores aparecían al otro lado del vestíbulo, trente al quirófano A. Tal vez las etiquetas estuvieran confundidas. Tenía que ser eso. No podía per­mitirse dar vueltas de aquí para allá.
El doctor Lecter salió de la sala, empujó la primera puerta de la de­recha y avanzó por el corredor que llevaba al quirófano A. La puer­ta de la izquierda. El rótulo decía «IRM». No, adelante. La siguiente puerta era el dispensario. Habían dividido el espacio en un labora­torio para imágenes por resonancia magnética y una zona separada para el almacenamiento de drogas.
La pesada puerta del dispensario estaba abierta, inmovilizada con una cuña. El doctor Lecter se coló en el interior rápidamente y cerró la puerta tras sí.
Un farmacéutico rechoncho ordenaba cajas acuclillado junto a los aparadores.
—¿Puedo ayudarlo, doctor?
—Sí, por favor.
El joven empezó a erguirse, pero no pudo completar el movi­miento. El falso cirujano le asestó un mamporro, y el farmacéutico se desplomó soltando una ventosidad.
El doctor Lecter se levantó el faldón de la bata quirúrgica y se lo remetió en el mandil de jardinero que llevaba debajo.
Recorrió con la mirada los aparadores de arriba abajo leyendo las etiquetas a la velocidad del rayo: Ambien, amobarbital, Amytal, clorohidrato, Dalmane, fluracepán, Halcion... Se guardó docenas de frascos en los bolsillos. Luego registró el refrigerador: midazolán, Noctec, escopolamina, Pentotal, quacepán, solcidem... En menos de cuarenta segundos, el doctor Lecter estuvo de vuelta en el pasillo cerrando tras sí la puerta del dispensario.
Volvió a la sala de esterilización y se miró en el espejo para ase­gurarse de que no se notaban los bultos. Sin prisa, cruzó de nuevo la puerta de vaivén con las tarjetas de identidad vueltas deliberada­mente del revés, la mascarilla puesta y las lentes sobre los ojos con los cristales levantados; no sobrepasaba las setenta y dos pulsaciones mientras cambiaba saludos ininteligibles con otros médicos. Bajó en el ascensor, un piso, y otro, otro más, sin quitarse la mascarilla y con la vista en la tablilla que había cogido al azar.
Es posible que los visitantes que se aproximaban al hospital se extrañaran de que aquel médico llevara la mascarilla puesta hasta ba­jar la escalinata y estar lejos de las cámaras de seguridad. Y puede que los desocupados que remoloneaban por la calle se sorprendie­ran al ver que un médico conducía una camioneta tan vieja y des­tartalada.
En la planta de quirófanos, un anestesista, después de aporrear la puerta del dispensario, encontró al farmacéutico aún inconscien­te; pasaron otros quince minutos antes de que echaran en falta las drogas.
Cuando el doctor Silverman volvió en sí, se encontró tumbado junto al inodoro con los pantalones bajados. No recordaba haber entrado en la habitación y no tenía la menor idea de dónde estaba. Se le ocurrió que podía haber sufrido un desvanecimiento, tal vez
un pequeño ataque ocasionado por la presión de un violento retor­tijón de tripas. Dudaba si moverse por miedo a que se desprendiera un coágulo. Se arrastró despacio hasta que consiguió asomarse al pa­sillo haciendo gestos con la mano. Un examen reveló una ligera con­moción.
El doctor Lecter hizo otro par de visitas antes de volver a casa. Se detuvo en una oficina de correos de los suburbios de Baltimore el tiempo necesario para recoger un paquete que había encargado a tra­vés de Internet a una empresa funeraria. Era un esmoquin con la ca­misa y la corbata cosidas a la chaqueta y la parte posterior abierta.
Todo lo que necesitaba ahora era el vino, algo muy, muy festivo. Para eso tenía que trasladarse a Annapolis. Hubiera sido estupendo poder hacer el viaje con el Jaguar.

CAPÍTULO
75



Krendler se había abrigado pata correr en la calle y había teni­do que desabrocharse el chándal para evitar sobrecalentarse cuando Eric Pickford lo llamó a su casa de Georgetown.
—Eric, vaya a la cafetería y llámeme desde un teléfono público.
—¿Cómo dice, señor Krendler?
—Haga lo que le digo.
Krendler se quitó los guantes y la cinta del pelo, y los dejó sobre el piano del salón. Con un dedo tocó el tema principal de Dragnet hasta que volvió a sonar el teléfono.
—Starling ha sido agente técnica, Eric. A saber lo que ha hecho con los teléfonos de su despacho. Hay que proteger los asuntos del gobierno.
—Sí, señor. Starling me ha llamado, señor Krendler. Quería re­coger su planta y sus otras cosas, como ese pájaro del tiempo ridícu­lo que bebe de un vaso. Pero me ha explicado algo que funcio­na. Me ha dicho que me olvidara del último dígito de los códigos postales de las suscripciones a revistas si la diferencia es de tres o menos. Dice que el doctor Lecter podría estar usando varios apar­tados de correos que estuvieran convenientemente cerca unos de otros.
—¿Y?
—He conseguido un acierto de esa manera. La Revista de Neurofisiología va a una oficina de correos y el Physica Scripta y el ICARUS a otra. Están a unos quince kilómetros de distancia. Las sus­cripciones son a distintos nombres, pagados por giro postal.
—¿Qué es ICARUS?
—Es la revista internacional de estudios sobre el sistema solar. Lecter fue uno de los primeros suscriptores hace veinte años. Las oficinas postales están en Baltimore. Suelen recibir las publicacio­nes alrededor del diez de cada mes. Tengo otra cosa; hace un minuto se ha vendido una botella de Cháteau... ¿cómo es, Yiquin?
—Sí, se pronuncia «IH-kán». ¿Qué pasa con eso?
—Ha sido en una de las mejores licorerías de Annapolis. Intro­duje la venta en la base de datos y coincide con la lista de fechas significativas que elaboró Starling. El programa identificó el año de nacimiento de Starling. El año que hicieron ese vino es el mismo que nació Starling. El sujeto pagó trescientos veinticinco dólares en metálico y...
—¿Eso ha sido antes o después de que hablaras con Starling?
—Justo después, hace un minuto...
—Así que ella no sabe nada...
—No. Debería llamar...
—¿Me estás diciendo que el vendedor te ha llamado por la ven­ta de una sola botella?
—Sí, señor. Ella tiene un montón de notas, sólo hay tres bo­tellas de ese vino en toda la costa este. Starling las tenía localizadas. La verdad, hay que quitarse el sombrero.
—¿Quién las ha comprado? ¿Qué aspecto tenía?
—Varón blanco, altura mediana, con barba. Iba muy arropado.
—¿Tiene cámara de seguridad esa tienda?
—Sí, señor, eso es lo primero que les pregunté. Les dije que en­viaríamos a alguien para recoger la cinta. Pensaba hacerlo ahora. El dependiente que atendió a ese individuo no había leído el boletín, pero fue a decírselo al dueño por tratarse de una venta poco habitual. El dueño corrió afuera a tiempo para ver al sujeto, al menos cree que era él, subiendo a una camioneta vieja y marchándose. Gris con una prensa de tornillo en la parte trasera. Si se trata de Lecter, ¿cree usted que intentará entregarle la botella a Starling? Debería­mos ponerla sobre aviso.
—No —lo cortó Krendler—. No le digas nada.
—¿Puedo avisar a los del VICAP y actualizar el expediente Lecter?
—No —lo atajó Krendler, pensando deprisa—. ¿Ha habido res­puesta de la Questura sobre el ordenador de Lecter?
—No, señor.
—Entonces no puedes poner al día el VICAP hasta que estemos seguros de que Lecter no puede acceder a él. Podría tener el códi­go de acceso de Pazzi. O Starling podría leerlo y darle el soplo otra vez de alguna forma, como hizo en Florencia.
—Vaya, es verdad, no había caído en eso. La oficina federal de Annapolis podría recoger la cinta.
—De eso me encargaré yo personalmente.
Pickford le dictó la dirección de la licorería.
—Sigue con lo de las suscripciones —le ordenó Krendler—. Puedes informar a Crawford de esto cuando vuelva al trabajo. Yo or­ganizaré la vigilancia de las oficinas de correos a partir del día diez.
Krendler marcó el número de Mason; luego salió de su residencia de Georgetown y trotó hacia el parque Rock Creek.
En la penumbra cada vez más densa sólo se veían la cinta Nike blanca para el pelo, las zapatillas Nike blancas y la raya blanca a lo largo del costado de su oscuro chándal Nike, como si no hubiera nadie bajo los emblemas comerciales.
Fue una carrera a paso vivo de media hora. Oyó el zumbido de las hélices cuando tuvo a la vista la pista de helicópteros próxima al zoo. Se agachó bajo las aspas y alcanzó la cabina sin necesidad de interrumpir el trote. El ascenso del aparato lo emocionó, la ciudad, los monumentos iluminados empequeñeciéndose mientras subía a las alturas que se merecía, en dirección a Annapolis para recoger la cinta y llevársela a Mason.

CAPÍTULO
76



—¿Quieres enfocar el aparato de una puta vez, Cordell? —en la profunda voz de locutor de Mason, con sus consonantes sin labialidad, «aparato» y «puta» sonaban más bien como «ajaiato» y «juta».
Krendler estaba a su lado en la parte oscura de la habitación para ver mejor el monitor elevado. En el calor de aquel cuarto de en­fermo, se había atado la chaqueta de su chándal de yuppie a la cin­tura y lucía su camiseta de Princeton. La cinta del pelo y las zapa­tillas destacaban a la luz del acuario.
En opinión de Margot, Krendler tenía hombros de pollo. Cuan­do él entró, apenas intercambiaron un saludo.
No había contador de revoluciones ni de tiempo en la cámara de la licorería, y el ajetreo del negocio en vísperas de las Navidades era considerable. Cordell hizo correr la cinta de un cliente a otro a lo largo de un montón de ventas. Mason mataba el tiempo mortificando a todo el mundo.
—¿Qué dijiste cuando entraste en la tienda con tu chándal y en­señaste la chapa de hojalata, Krendler? ¿Que te estabas entrenando para la seguridad de las Olimpiadas? —Mason había acabado de per­derle el respeto desde que Krendler había empezado a ingresar los cheques.
Krendler era incapaz de ofenderse cuando sus intereses estaban en juego.
—Dije que iba de incógnito. ¿Qué vigilancia le has puesto a Starling?
—Margot, explícaselo —dijo Mason, que al parecer prefería aho­rrar su escaso aliento para los insultos.
—Hemos traído a doce hombres de nuestro servicio de seguridad de Chicago. Están en Washington. Han formado tres equipos, un miembro de cada uno es ayudante del sheriff en el estado de Illinois. Si la policía los sorprende cogiendo a Lecter, dirán que lo reconocie­ron y que es una acción cívica y bla, bla, bla. El equipo que lo capture se lo entrega a Carlo. Se vuelven a Chicago y aquí no ha pasado nada.
La cinta de vídeo seguía corriendo.
—Un momento... Cordell, retrocede treinta segundos —dijo Mason—. Mirad eso.
La cámara de la licorería cubría el área que iba de la entrada a la caja resgistradora.
En la borrosa, imagen sin sonido de la cinta, se veía entrar a un individuo con una gorra de visera larga, chaqueta de leñador y ma­noplas. Tenía las patillas largas y llevaba gafas de sol. Dio la espalda a la cámara y cerró la puerta cuidadosamente.
El comprador explicó al dependiente lo que quería en cuestión de segundos y lo siguió fuera de cámara, hacia los botelleros.
Pasaron tres minutos. Por fin, regresaron al encuadre. El depen­diente limpió el polvo de la botella y la rodeó de borra antes de me­terla en una bolsa. El cliente sólo se quitó la manopla derecha y pagó en metálico. La boca del dependiente se movió diciendo «gracias» a la espalda del hombre, que se dirigía hacia la salida.
Una pausa de unos segundos, y el dependiente llamó a alguien que estaba fuera de cámara. Un individuo corpulento apareció a su lado y corrió hacia la puerta.
—Ése es el propietario, el que vio la camioneta —explicó Krendler.
—Cordell, ¿puedes hacer una copia y aumentar la cabeza del cliente?
—Estará en un segundo, señor Verger. Pero será borrosa.
—Hazlo.
—No se quita la manopla izquierda —dijo Mason—. Puede que me hayan tomado el pelo con la radiografía que compré.
—Pazzi dijo que se había operado la mano, ¿no?, que ya no te­nía el dedo de mas —dijo Krendler.
—Puede que Pazzi tuviera el dedo metido en el culo, ya no sé a quién creer. Tú lo conoces, Margot, ¿qué dices? ¿Era Lecter?
—Han pasado dieciocho años —respondió Margot—. Sólo asis­tí a tres sesiones con él y siempre se quedaba detrás de su escrito­rio, no daba paseos por el despacho. Era muy tranquilo. De lo que más me acuerdo es de su voz.
Se oyó la de Cordell en el interfono.
—Señor Verger, ha venido Carlo.
Carlo olía a cerdo, o peor. Entró en la habitación sosteniendo el sombrero contra el pecho y el hedor a embutido de jabalí rancio que emanaba de su cabeza obligó a Krendler a expulsar aire por la nariz. En señal de respeto, el secuestrador sardo inmovilizó en la boca el diente de venado que masticaba.
—Carlo, mira esto. Cordell, rebobina hasta el momento en que entra en la licorería.
—Ése es el stronzo hijo de la gran puta —dijo Carlo antes de que el sujeto del vídeo hubiera dado cuatro pasos—. La barba es re­ciente, pero tiene la misma forma de moverse.
—¿Le viste las manos en Firenze, Carlo?
Certo.
—¿Cinco dedos en la izquierda, o seis?
—...Cinco.
—Has dudado.
—Porque tenía que decir cinque en inglés. Eran cinco, estoy se­guro.
Mason separó las descarnadas mandíbulas, única forma de sonri­sa que le quedaba.
—Me encanta. Lleva las manoplas para que los seis dedos sigan en su descripción —dijo.
Puede que la fetidez de Carlo hubiera penetrado en el acuario a través de la bomba de aireación. La anguila salió a echar un vistazo y se quedó fuera, dando vueltas y más vueltas, trazando su infinito ocho de Moebius, enseñando los dientes al respirar.
—Carlo, puede que acabemos este asunto pronto —dijo Mason—. Tú, Piero y Tommaso sois mi primer equipo. Confio en voso­tros, aunque no pudisteis con él en Florencia. Quiero que tengáis a Clarice Starling bajo constante vigilancia el día anterior a su cum­pleaños, el día de su cumpleaños y el siguiente. Os relevarán cuando esté dormida en su casa. Os daré un conductor y una furgoneta.
Padrone —dijo Carlo.
—¿Sí?
—Quiero un rato en privado con el dottore, por mi hermano Matteo —Carlo se santiguó al pronunciar el nombre del difunto—. Usted me lo prometió.
—Comprendo tus sentimientos perfectamente, Carlo. Tienes toda mi comprensión. Mira, quiero dedicarle al doctor Lecter dos se­siones. La primera noche, quiero que los cerdos le coman los pies con él viéndolo todo desde el otro lado de la barrera. Y lo quiero en buena forma para eso. Tráemelo en perfecto estado. Nada de golpes en la cabeza, ni huesos rotos ni lesiones en los ojos. Luego esperará una noche sin pies, para que los cerdos acaben con él al día siguiente. Hablaré con él un ratito, y después lo tendrás para ti solo durante una hora, antes de la última sesión. Te pediré que le dejes un ojo y que esté consciente para verlas venir. Quiero que les vea las caras cuando le coman la suya. Si tú, por decir algo, de­cides caparlo, lo dejo a tu discreción; pero quiero que Cordell esté presente para cortar la hemorragia. Y lo quiero filmado.
—¿Y si se desangra el primer día en el corral?
—No se desangrará. Ni morirá durante la noche. Lo que hará esa noche es esperar mirándose los muñones. Cordell se ocupará de eso y reemplazará sus fluidos corporales, supongo que necesitará un go­tero intravenoso para toda la noche, puede que dos.
—O cuatro si hace falta —se oyó decir por los altavoces a la voz desencarnada de Cordell—. Puedo hacerle incisiones en las piernas.
—Y tienes mi permiso para escupir y mear en los goteros al final, antes de que lo lleves al corral —dijo Mason a Carlo con su tono más cordial—. O correrte en ellos, si lo prefieres.
El rostro de Carlo se iluminó al imaginarlo; luego se acordó de la musculosa signorina y le dirigió una mirada culpable de reojo.
Grazie mille, padrone. ¿Podrá venir a verlo morir?
—No lo sé, Carlo. El polvo de los graneros me sienta fatal. Qui­zá tenga que verlo por la tele. ¿Me traerás a alguno de los cerdos? Quiero tocar uno.
—¿A esta habitación, padrone?
—No, ya me bajarán un momento conectado a la fuente de ali­mentación.
—Tendré que dormirlo, padrone —dijo Carlo dubitativo.
—Mejor una cerda. Tráela al césped, delante del ascensor. Puedes usar el elevador de carga sobre la hierba.
—¿Piensan hacerlo con la furgoneta o con la furgoneta y un co­che? —preguntó Krendler.
—¿Carlo?
—Con la furgoneta sobra. Necesito un conductor.
—Tengo algo mejor para usted —dijo Krendler—. ¿Se puede dar más luz?
Margot accionó el interruptor y Krendler dejó su mochila sobre la mesa, junto al frutero. Se puso guantes de algodón y sacó lo que parecía un pequeño monitor con antena y una repisa para elevarlo, además de un disco duro externo y un compartimiento para las baterías recargables.
—Es difícil vigilar a Starling porque vive en un callejón sin sali­da y no hay donde esconderse. Pero tiene que salir, es una fanática del ejercicio al aire libre —los informó Krendler—. Ha tenido que apuntarse a un gimnasio privado porque no puede seguir usando el del FBI. La pillamos aparcada ante el gimnasio el jueves y le pusi­mos una baliza debajo del coche. Es una de ésas con ánodo de ní­quel y cátodo de cadmio, y se recarga cuando el motor se pone en marcha, así que no la descubrirá por quedarse sin batería. El pro­grama informático incluye estos cinco estados contiguos. ¿Quién va a manejarlo?
—Cordell, ven aquí —dijo Mason.
Cordell y Margot se arrodillaron junto a Krendler, y Carlo se quedó de pie junto a ellos, con el sombrero a la altura de las nari­ces de los otros.
—Miren esto —dijo Krendler accionado el interruptor—. Es como el sistema de navegación de un coche, excepto que muestra dónde está el coche de Starling —en la pantalla apareció un pla­no del centro de Washington—. Se hace zoom y se mueve el área con las flechas, ¿lo ven? Ahora no indica nada. Una señal de la ba­liza en el coche de Starling encendería este piloto y se oiría un pi­tido. Entonces se busca la fuente en la vista general y se utiliza el zoom. El pitido va más rápido conforme nos acercamos. Aquí está el barrio de Starling a escala de plano callejero. No hay señal del co­che porque estamos fuera de cobertura. En cualquier punto del Washington metropolitano o de Arlington estaríamos dentro. Lo he sacado del helicóptero que me ha traído. Esto es el convertidor para el enchufe de corriente alterna de la furgoneta. Una cosa. Tienen que garantizarme que este aparato no caerá en las manos equivo­cadas. Podría tener un montón de problemas, esto aún no se vende en las tiendas de espías. O me lo devuelven o lo tiran al fondo del Potomac. ¿Entendido?
—¿Lo has entendido, Margot? —preguntó Mason—. ¿Tú tam­bién, Cordell? Que cojan a Mogli de conductor y lo ponéis al corriente.







V


UNA LIBRA DE CARNE

CAPÍTULO
77



Lo bonito de la escopeta de aire comprimido consistía en que podía dispararse con el cañón dentro de la furgoneta sin dejar sor­do a nadie; no había necesidad de sacarlo por la ventanilla y arries­garse a que cundiera el pánico.
La ventanilla de espejo bajaría los centímetros imprescindibles y el pequeño proyectil hipodérmico volaría cargado con una dosis considerable de acepromacine hacia la masa muscular de la espalda o el trasero del doctor Lecter.
No se oiría otro ruido que el semejante al chasquido de una rama seca al partirse, ninguna detonación ni estallido del proyectil subsó­nico que pudieran atraer la atención.
Tal como lo habían ensayado, cuando el doctor Lecter empeza­ra a desplomarse Fiero y Tommaso, vestidos de blanco, lo «atende­rían» y lo trasladarían a la furgoneta, mientras aseguraban llevarlo al hospital a los posibles mirones. Tommaso era el que mejor inglés hablaba, pues lo había estudiado en el seminario, aunque la hache de «hospital» se le hacía un poco cuesta arriba.
Mason no se equivocaba asignando a los italianos las fechas clave para capturar al doctor Lecter. A pesar del fiasco de Florencia, eran con mucha diferencia los más dotados para la caza del hombre y los que más garantías ofrecían de atrapar vivo al doctor.
Para realizar su misión, Mason no les permitía llevar más arma, aparte del rifle de aire comprimido, que la del coriductor, Johnny Mogli, ayudante del sheriff en Illinois de permiso y miembro de la cuadra Verger desde siempre. Mogli se habia criado hablando ita­liano en casa. Era un individuo que solía estar de acuerdo con todo lo que decían sus víctimas hasta un segundo antes de matarlas.
Carlo y los hermanos Fiero y Tommaso disponían de una red, la pistola de aire comprimido, espray irritante y un buen surtido de ligaduras. Era más que suficiente.
Al amanecer estaban en su puesto, a cinco manzanas de la casa de Starling en Arlington, aparcados en una plaza para minusválidos de una calle comercial.
Ese día la furgoneta llevaba rótulos adhesivos en los que podía leerse: «TRANSPORTE MÉDICO PARA LA TERCERA EDAD». Una tarje­ta colgada del retrovisor y la matrícula falsa colocada en el paracho­ques la identificaban como vehículo para el transporte de minusvá­lidos. En la guantera guardaban el recibo de un taller de carrocería por el cambio reciente del parachoques, de forma que podían ale­gar una confusión del empleado del aparcamiento para salir del paso si alguien cuestionaba el número de la tarjeta. Los números de iden­tificación del vehículo y la documentación eran auténticos. Como lo eran los billetes de cien dólares doblados en su interior como so­borno.
El monitor, sujeto con velero al salpicadero y alimentado a tra­vés del hueco del encendedor, brillaba mostrando un plano del ba­rrio de Starling. El mismo satélite de posición global que ahora in­dicaba la situación de la furgoneta también señalaba el coche de Starling, un punto brillante frente a la casa.
A las nueve en punto de la mañana Carlo dio permiso a Fiero para comer algo. Tommaso podría hacerlo a las diez y media. No quería que los dos tuvieran el estómago lleno al mismo tiempo, por si era necesaria una larga persecución a pie. También a mediodía se hicieron turnos para comer. A media tarde, mientras Tommaso revolvía en la nevera portátil buscando un sandwich, sonó el pitido. La maloliente cabeza de Carlo se volvió con viveza hacia el mo­nitor.
—Se está moviendo —dijo Mogli, e hizo girar la llave del con­tacto.
Tommaso volvió a tapar la nevera.
—Vamos allá, vamos allá... Va por Tindal hacia la carretera prin­cipal —dijo Mogli sumándose al tráfico.
Podía permitirse el lujo de seguir a Starling a tres manzanas de distancia, con lo que no había forma de que la mujer los descu­briera. Eso impidió que Mogli viera la vieja camioneta gris que avanzaba una manzana detrás de Starling, con un árbol de Navidad sobresaliendo por la parte de atrás.

Conducir el Mustang era uno de los pocos placeres que nunca la decepcionaban. El potente vehículo, sin ABS ni dirección asistida, era impredecible en las calles resbaladizas la mayor parte del invier­no. Pero cuando las carreteras estaban secas era un placer bombear combustible a los ocho cilindros en uve sin pasar de segunda y oír el rugido del motor.
Mapp, imbatible coleccionista de cupones, le había dado un fajo de vales junto con la lista de la compra. Querían preparar jamón, ternera estofada y dos asados con verduras. Los invitados traerían el pavo.
Celebrar su cumpleaños con un banquete era lo último que le apetecía. Pero no le quedaba más remedio, porque Mapp y un sor­prendente número de agentes femeninas, a muchas de las cuales sólo conocía de vista o no apreciaba especialmente, se habían empeña­do en mostrarle su apoyo en aquellos momentos de infortunio.
Jack Crawford no se le iba de la cabeza. No podía visitarlo en cuidados intensivos ni tampoco llamarlo por teléfono. Le había ido dejando notas en el mostrador de la enfermera, simpáticas postales de perros con los mensajes más ligeros que se le habían ocurrido es­critos al dorso.
Starling procuró olvidarse de su situación jugando con el Mus­tang, reduciendo dos marchas con un solo toque del embrague, em­pleando la compresión del motor para aminorar antes de girar hacia el aparcamiento del supermercado Safeway y pisando el freno tan sólo para que los coches que la seguían vieran sus luces.
Tuvo que dar cuatro vueltas al aparcamiento para encontrar una plaza libre, aunque bloqueada por un carrito del supermercado. Se bajó a apartarlo. Cuando acabó de aparcar, otro comprador se había llevado el carrito.
Starling cogió uno junto a la puerta y lo empujó hacia la sec­ción de alimentación.
Mogli había visto que giraba y se detenía en la pantalla del mo­nitor, y a cierta distancia, a la derecha, distinguió el enorme Sa­feway.
—Está en el supermercado —dijo a los otros, y torció para en­trar en el aparcamiento.
En unos segundos localizaron el coche. Una mujer joven empu­jaba un carrito hacia la entrada. Carlo la enfocó con los prismáticos.
—Es Starling. Es la mujer de las fotografías —aseguró, y le pasó los prismáticos a Fiero.
—Me gustaría hacerle una foto —dijo éste—. Tengo el zoom aquí.
Había una plaza libre para minusválidos separada del coche de Starling por el espacio para circular. Mogli se metió en ella adelantándose a un gran Lincoln con matrícula de minusválidos. El con­ductor, iracundo, hizo sonar el claxon un buen rato.
Desde la parte trasera de la furgoneta veían la cola del Mustang. Tal vez porque los vehículos norteamericanos le eran más fami­liares, fue Mogli el primero que advirtió la vieja camioneta, esta­cionada en una plaza alejada, cerca del final del aparcamiento. Sólo se veía la parte trasera, de color gris. Enseguida se la señaló a Carlo.
—¿Lleva un torno en la parte de atrás? ¿Recuerdas lo que dijo el tío de la licorería? Enfócalo con los prismáticos, el puto árbol no me deja verlo. Carlo, c'é una morsa sul camione?
Certo. Sí, sí que lleva un torno. Está vacía.
—¿Entramos en el supermercado para vigilar a la mujer? —dijo Tommaso, que no solía hacer preguntas a Carlo.
—No, si lo hace será aquí fuera —respondió Carlo.

La lista empezaba por los productos lácteos. Starling, procuran­do aprovechar los cupones, eligió el queso y algunos panecillos pre­parados para calentar y servir. «Lo tienen claro si piensan que voy a hacer panecillos para una multitud», pensó. Al llegar al mostrador de la carnicería, se dio cuenta de que se había olvidado de la mante­quilla. Dejó el carrito y dio media vuelta.
Cuando volvió a la sección de carnes, el carrito había desapare­cido. Alguien había sacado los productos y los había dejado en un estante. Pero se había quedado con los cupones y con la lista.
—La madre que lo parió —dijo Starling, lo bastante fuerte para que lo oyeran los presentes.
Se puso a mirar a su alrededor, pero no vio a nadie con un fajo de cupones. Respiró hondo un par de veces. Podía quedarse junto a las cajas registradoras y tratar de reconocer su lista, si es que no la habían separado de los cupones. Bah, total por un par de dólares.
No iba a dejar que le estropearan el cumpleaños por tan poca cosa. No quedaban carritos libres dentro del supermercado. Salió a bus­car uno por el aparcamiento.

Ecco!
Carlo lo vio saliendo de entre los vehículos con el paso vivo y seguro que le recordaba. Vestía abrigo de pelo de camello y som­brero de fieltro de ala ancha y llevaba un regalo con caprichosa re­solución.
Madonna! Va hacia el coche de la chica.
El cazador que llevaba dentro se hizo cargo de la situación y Carlo empezó a controlar la respiración preparándose para el disparo. El diente de venado que mascaba apareció un instante entre sus labios.
Las ventanillas traseras eran fijas.
——Metti in moto! Retrocede y ponte de lado —ordenó Carlo.
El doctor Lecter sé detuvo junto a la ventanilla del acompañan­te del Mustang, luego cambió de idea y fue a la del conductor, pue­de que con la intención de olfatear el volante.
Echó un vistazo a su alrededor y se sacó la varilla de la manga.
Ahora la furgoneta estaba de costado y Carlo, dispuesto para dis­parar el rifle. Pulsó el botón para bajar la ventanilla. No pasó nada.
Mogli, il finestrino! —se oyó decir a Carlo con voz sobrecogedoramente tranquila ahora que estaba en plena acción.
Tenía que ser el seguro para los niños, y Mogli lo buscó a tientas.
El doctor metió la varilla por el espacio entre la puerta y la venta­nilla e hizo saltar la cerradura. Abrió la puerta y se agachó para entrar.
Soltando un juramento, Carlo descorrió lo justo la puerta lateral y levantó el rifle. Fiero hizo mecerse la furgoneta al apartarse unas décimas de segundo antes de que sonara el chasquido del rifle.
El dardo cortó el aire y con un crujido casi imperceptible atraveso la camisa almidonada del doctor Lecter y se le clavó en el cuello. La droga, una dosis abundante en un punto crítico, hizo su trabajo en cuestión de segundos. El hombre intentó erguirse pero las pier­nas no le respondieron. El envoltorio se le cayó de las manos y rodó bajo el coche. Aún pudo sacar la navaja del bolsillo y abrirla mien­tras se derrumbaba entre la puerta y el asiento con las piernas con­vertidas en agua por el tranquilizante.
—Mischa —murmuró mientras su visión se hacía borrosa.
Fiero y Tommaso se deslizaron hasta él como dos gatos enormes y lo inmovilizaron entre los coches hasta estar seguros de que las fuerzas lo habían abandonado.
Mientras empujaba el segundo carrito del día por el aparcamien­to, Starling oyó el chasquido y, al reconocerlo de inmediato como el ruido de un disparo, se agachó instintivamente mientras a su al­rededor la gente seguía su camino. Era difícil saber de dónde pro­cedía. Miró hacia su coche, vio las piernas de un hombre desapa­reciendo dentro de una furgoneta y pensó que se trataba de un secuestro.
Se golpeó la cadera huérfana de pistola y echó a correr hacia la furgoneta sorteando los coches aparcados.
El anciano del Lincoln había vuelto y estaba tocando el claxon para que la furgoneta se apartara de la plaza de aparcamiento que bloqueaba, ahogando así los gritos de Starling.
—¡Alto! ¡Deténganse! ¡FBI! ¡Alto o disparo! —gritó Starling, es­perando que al menos le diera tiempo a ver la matrícula.
Fiero la vio venir y, moviéndose a toda prisa, cortó la válvula del neumático del lado del conductor con la navaja de Lecter y corrió y se arrojó de cabeza al interior de la furgoneta. El vehículo pegó un bote sobre una mediana del aparcamiento y aceleró hacia la salida. Starling consiguió ver la matrícula. La apuntó con el dedo sobre una carrocería polvorienta.
Con las llaves ya en la mano, Starling oyó el silbido del aire que escapaba de la válvula antes de llegar al coche. Veía el techo de la furgoneta llegando a la salida.
Golpeó la ventanilla del Lincoln, que seguía tocando el claxon, ahora por ella.
—¿Tiene teléfono en el coche? FBI, por favor, ¿lleva teléfono en el coche?
—Arranca, Noel —dijo la mujer golpeando al conductor con la pierna y pellizcándolo—. No queremos problemas, esto es algún truco. Tú no te metas —y el coche salió disparado.
Starling corrió al teléfono público más cercano y marcó el no­vecientos once.
El ayudante del sheriff Mogli corrió al límite de velocidad a lo largo de quince manzanas.
Carlo arrancó el dardo del cuello del doctor Lecter, aliviado al ver que el agujero no sangraba. Bajo la piel se había formado un hematoma del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. La inyección debía difundirse a través de una masa muscular grande. Aquel hijo de puta era capaz de morirse antes de que los cerdos pu­dieran acabar con él.
Nadie hablaba en el interior de la furgoneta; sólo se oían las res­piraciones y los graznidos de la radio de la policía bajo el salpica­dero. El doctor Lecter yacía en el suelo envuelto en su distinguido abrigo, con el sombrero atrapado bajo la lustrosa cabeza y una man­cha de sangre en el cuello de la camisa, elegante como un pavo en el escaparate del carnicero.
Mogli se metió en un garaje y subió hasta el tercer nivel, donde se detuvieron el tiempo justo para arrancar las pegatinas de los cos­tados de la furgoneta y cambiar las matrículas.
No valía la pena. Mogli rió para sus adentros cuando la radio de la policía emitió el boletín. La operadora del novecientos once, malinterpretando al parecer la descripción de Starling, que le había hablado de «una furgoneta O minibus gris», emitió una llamada a to­das las unidades para buscar un autobús de línea Greyhound. Se ha­bía de reconocer, no obstante, que había apuntado correctamente todos los números de la matrícula falsa excepto uno.
—Igual que en Illinois —dijo Mogli.
—Lo he visto sacar la navaja y he creído que se iba a matar para librarse de lo que le tenemos preparado —dijo Carlo a Fiero y Tommaso—. Va a lamentar no haberse rebanado el pescuezo.
Mientras comprobaba las otras ruedas, Starling encontró el pa­quete junto al coche.
Una botella de Cháteau d'Yquem de trescientos dólares y la tar­jeta, escrita con aquella letra que le era tan familiar: «Feliz cumplea­ños, Clarice».
En ese momento comprendió lo que había visto.

CAPÍTULO
78



Starling sabía de memoria los números que necesitaba. ¿Con­ducir diez manzanas hasta casa para usar su propio teléfono? No, mejor volver al teléfono público, donde le quitó el pegajoso auricu­lar a una chica que fue a buscar a un guardia de seguridad del supermercado a pesar de que Starling le había pedido disculpas.
Starling llamó a la brigada de intervención rápida de Buzzard's Point, el centro de operaciones de Washington.
En aquella brigada con la que había trabajado tantos años estaban al cabo de la calle sobre la situación de Starling, y la pusieron con el despacho de Clint Pearsall mientras ella se tentaba en busca de más monedas y discutía con el guardia de seguridad, emperrado en que se identificara.
Por fin oyó la voz de Pearsall al otro lado de la línea.
—Señor Pearsall, he visto a tres hombres, tal vez cuatro, secues­trar a Hannibal Lecter en el aparcamiento del Safeway hace cinco minutos. Me han pinchado una rueda y no he podido perseguirlos.
—¿Es lo del autobús, la llamada a todas las unidades de la po­licía?
—No sé nada de ningún autobús. Era una furgoneta gris, con matrícula para discapacitados —explicó, y le dio el número.
—¿Cómo sabe que era Lecter?
—Me... me ha dejado un regalo, estaba debajo del coche.
—Entiendo...
Pearsall se quedó callado y Starling perdió la paciencia.
—Señor Pearsall, usted sabe que es Mason Verger quien está de­trás de esto. No hay otra explicación. Nadie más podría hacerlo. Es un sádico, lo torturará hasta matarlo y querrá verlo. Tenemos que emitir un boletín sobre todos los vehículos de Verger y hacer que el fiscal de Baltimore consiga una orden de registro de su propiedad.
—Starling... Por amor de Dios, Starling. Mire, se lo voy a pre­guntar una sola vez. ¿Está segura de lo que ha visto? Piénselo un segundo. Piense en todo lo bueno que ha hecho usted aquí. Piense en lo que juró. Luego no habrá marcha atrás. ¿Qué ha visto?
«Qué tendría que decirle... ¿Que no soy una histérica? Eso es lo primero que diría una histérica.»
Comprendió en un instante lo bajo que había caído en la con­fianza de Pearsall, y de qué material tan perecedero estaba hecha su confianza.
—He visto a tres individuos, puede que a cuatro, secuestrar a un hombre en el aparcamiento del Safeway. En el lugar de los hechos he encontrado un regalo del doctor Hannibal Lecter, una botella de vino Cháteau d'Yquem, por mi cumpleaños, acompañada de una nota de su puño y letra. He descrito el vehículo. Ahora le estoy informado a usted, Clint Pearsall, director del centro de operaciones Buzzard's Point.
—Lo voy a llevar adelante como secuestro, Starling.
—Voy para allá. Puedo ser nombrada ayudante y acompañar a la brigada de intervención rápida.
—No venga, no la dejarán entrar.
Starling lamentó no haberse alejado de allí antes de la llegada de la policía de Arlington. Les costó quince minutos rectificar el bole­tín para las unidades sobre el vehículo. Una oficial obesa con bastos zapatos de suela gorda le tomó declaración. El cuadernillo de multas, la radio, el espray irritante, la pistola y las esposas sobresalían forman­do ángulos con su enorme trasero, y las costuras de la chaqueta pa­recían a punto de reventar. La oficial no sabía si rellenar la casilla sobre la profesión de Starling con «FBI» o «Ninguna». Cuando Starling consiguió irritarla anticipándose a sus preguntas, aminoró el rit­mo del interrogatorio. Cuando le llamó la atención sobre las huellas de neumáticos para nieve y barro en el lugar donde la furgoneta había saltado sobre la mediana, resultó que nadie tenía una cámara. Prestó la suya a los policías y les enseñó a usarla.
Una y otra vez, mientras respondía a las preguntas, Starling se re­petía mentalmente: «Tenía que haberlos perseguido, tenía que ha­berlos perseguido, tenía que haber echado a patadas a esos dos del Lincoln y haberlos perseguido».

CAPITULO
79



Krendler se enteró de la declaración de secuestro de inme­diato. Llamó a sus fuentes y después se puso en contacto con Mason por un teléfono seguro.
—Starling ha presenciado la captura; no habíamos contado con eso. Está armando jaleo en el centro de operaciones de Washington. Pidiendo una orden para registrar tu casa.
—Krendler... —Mason esperó que la máquina le proporcionara oxígeno, o tal vez estaba exasperado, Krendler no hubiera sabido decirlo—. Ya he puesto denuncias ante las autoridades locales, el sheriff y la oficina del fiscal por el acoso a que me está sometiendo esa Starling, que me llama a las tantas de la noche con amenazas ab­surdas.
—¿Lo ha hecho?
—Por supuesto que no, pero no podrá probarlo y servirá para enturbiar las aguas. Sobre lo otro, puedo invalidar cualquier orden en este condado y en este estado. Pero quiero que llames al fiscal de aquí y le recuerdes que esa puta histérica no me deja en paz. De los otros ya me ocupo yo, no sufras.

CAPÍTULO
80



Cuando consiguió librarse de la policía, Starling cambió la rue­da y volvió a casa, a sus teléfonos y su ordenador. Le hubiera venido de perlas el teléfono celular del FBI, al que aún no había encontrado sustituto.
En el contestador había un mensaje de Mapp: «Starling, sazona el estofado de ternera y ponió a fuego lento. No se te ocurra echar la verdura todavía. Acuérdate de lo que pasó la última vez. Estaré en una vista de exclusión hasta las cinco aproximadamente».
Starling encendió su portátil e intentó acceder al archivo VICAP de Lecter, pero se le denegó la entrada, no ya a ese archivo, sino a toda la red informática del FBI. Tenía menos acceso que el algua­cil del pueblo más perdido.
Sonó el teléfono. Era Clint Pearsall.
—Starling, ¿has estado incordiando a Mason Verger por teléfono?
—Nunca, se lo juro.
—Pues él asegura que lo has hecho. Ha invitado al sheriff a una visita por su propiedad, de hecho le ha pedido que acuda a reco­rrerla, y ahora mismo deben de estar haciéndolo. Así que no hay or­den de registro que valga, ni la habrá en el futuro. Y no hemos conseguido encontrar más testigos del secuestro. Sólo tú.
—Había un Lincoln blanco con una pareja de ancianos. Señor Pearsall, ¿por qué no comprueban las compras con tarjeta de crédito en el Safeway justo antes de los hechos? En los resguardos figu­ra la hora de la venta.
—Ya veremos, pero eso...
—Eso necesitará tiempo —completó Starling.
—¿Starling?
—¿Señor?
—Entre nosotros. La tendré informada de lo importante. Pero manténgase al margen. Mientras dure la suspensión no es una agen­te de la ley, y se supone que no tiene información. Es usted una particular mas.
—Sí, señor, ya lo sé.

¿Qué aspecto tenemos mientras intentamos tomar una decisión? La nuestra no es una cultura reflexiva, elevar la mirada no es nues­tro estilo. La mayoría de las veces decidimos sobre las cosas más graves mirando el linóleo de un pasillo de hospital, o susurrando apresuradamente en una sala de espera con una televisión farfullan­do memeces.
Starling, que buscaba algo, cualquier cosa, atravesó la cocina y se dirigió a la tranquilidad y el orden de las habitaciones de Mapp. Miró la fotografía de la menuda y orgullosa abuela de Ardelia, la especialista en infusiones. Miró la póliza del seguro de la anciana en­marcada en la pared. En cada rincón de la zona de Mapp se respi­raba la personalidad de su moradora.
Starling volvió a su parte de la casa. Tuvo la impresión de que allí no vivía nadie. ¿Qué había enmarcado ella? Su diploma de la Aca­demia del FBI. No le quedaba ninguna fotografía de sus padres. Ha­bía vivido sin ellos demasiado tiempo y sólo los conservaba en su mente. A veces, con los olores del desayuno o cualquier otro aroma, con un retazo de conversación o un coloquialismo apenas oído, Starling sentía las manos de sus padres posadas sobre ella. Se percataba de ello sobre todo con su sentido del bien y el mal.
¿Qué demonios era ella? ¿La había reconocido alguien alguna vez?
«Eres una guerrera, Clarice. Puedes ser tan fuerte como desees.»
Starling podía comprender la obsesión de Mason por matar a Hannibal Lecter. Lo hiciera con sus propias manos o por medio de alguien, ella lo hubiera comprendido. Mason tenía motivos.
Pero no podía soportar la idea de que torturaran al doctor Lec­ter hasta matarlo; la acobardaba como sólo lo había conseguido la matanza de los corderos y de los caballos hacía tantos años.
«Eres una guerrera, Clarice.»
Casi tan horrible como el hecho en sí, era que Mason lo haría con la tácita aprobación de hombres que habían jurado defender la ley. Así era el mundo.
Semejante pensamiento la ayudó a tomar una sencilla decisión:
«El mundo no será así hasta donde alcance mi brazo.»
De pronto se vio ante el armario, subida a un taburete, buscan­do en lo más alto.
Bajó la caja que le había dado el abogado de John Brigham en otoño. Parecía que había ocurrido en un pasado inmemorial.

Hay una larga tradición y una mística profunda asociadas a la en­trega de armas personales a un compañero de filas. Es un acto que tiene que ver con la continuidad de unos valores más allá de la muerte individual.
A los que les ha tocado vivir en unos tiempos en que su seguridad es salvaguardada por otros puede resultarles difícil de comprender.
La caja en la que las armas de John Brigham llegaron a las ma­nos de Starling era un regalo por sí misma. Debía de haberla com­prado en Oriente cuando estaba en la marina. Era un estuche de ébano con incrustaciones de madreperla en la tapa. Las armas eran puro Brigham, bien elegidas, bien conservadas e inmaculadamente limpias. Una pistola Colt 45 M1911A1, una versión Safari Arms del 45 recortada para ocultarla en el tobillo y un puñal de bota con uno de los filos dentados. Starling tenía sus propias fundas. La vie­ja insignia del FBI de John Brigham estaba montada en una placa de ébano. La de la DEA, suelta en la caja.
Starling arrancó la insignia del FBI con una palanca y se la echó al bolsillo. La 45 fue a parar a la pistolera yaqui, detrás de la cadera y cubierta por la chaqueta. Se metió la 45 corta en un tobillo y el puñal en el otro, dentro de las botas. Sacó su diploma del marco y se lo guardó doblado en el bolsillo. En la oscuridad podría pasar por una orden judicial. Mientras plegaba el grueso papel, se dio cuenta de que no era ella misma del todo, y se alegró.
Otros tres minutos ante el portátil. Tras navegar por Internet, im­primió un mapa a gran escala de Muskrat Farm y el parque nacio­nal que la rodeaba. Se quedó mirando el imperio del magnate de la carne unos instantes, recorriendo sus límites con el dedo.
Los gases de los enormes tubos de escape del Mustang aplanaron la hierba mientras salía del camino de acceso de su casa para hacer una visita a Mason Verger.

CAPÍTULO
81



Sobre Muskrat Farm reinaba una quietud que parecía el silen­cio del antiguo Sabbath. Mason estaba entusiasmado, terriblemente orgulloso de poder llevar a cabo aquel sueño. Para sí, comparaba su éxito con el descubrimiento del radio.
El libro de ciencias ilustrado era el que más recordaba de sus años de colegial; era el único lo bastante alto como para permitirle masturbarse en clase. Solía mirar una imagen de Madame Curie mien­tras se manipulaba, y ahora pensaba a menudo en ella y en las to­neladas de pechblenda que había hervido para obtener el radio. Los esfuerzos de aquella mujer habían sido muy semejantes a los suyos, estaba convencido.
Mason se imaginó al doctor Lecter, producto de todas sus inves­tigaciones y dispendios, reluciendo en la oscuridad como la redoma en el laboratorio de la Curie. Imaginó a los cerdos que se lo iban a comer yéndose después a dormir al bosque, con las panzas relucien­do como bombillas.
Era viernes por la tarde, casi de noche. Los obreros de manteni­miento se habían ido. Ninguno de los trabajadores había visto llegar la furgoneta, que no entró por la puerta principal, sino por el ca­mino forestal que atravesaba el parque nacional y hacía las veces de carretera de servicio de Mason. El sheriff y sus ayudantes habían completado su registro rutinario y estuvieron lejos de la propiedad antes de que el vehículo llegara al granero. Ahora la entrada prin­cipal estaba custodiada y sólo un mínimo retén de confianza per­manecía en Muskrat.
Cordell estaba en su puesto en la sala de juegos, donde lo rele­varían a medianoche. Margot y el ayudante Mogli, que se había puesto su placa para despistar al sheriff y no se la había quitado, es­taban con Mason. Y la banda de secuestradores profesionales se afa­naba en el granero.
Antes de la noche del domingo todo habría acabado y las prue­bas habrían ardido o estarían en proceso de digestión en las barri­gas de los dieciséis cerdos. Mason pensó que podía darle a la anguila alguna exquisitez del doctor Lecter, tal vez su nariz. Luego, en los años por venir, contemplaría a la voraz cinta trazando su eterno ocho y sabría que el signo del infinito representaba a Lecter muer­to para siempre, por los siglos de los siglos, amén.
No obstante, Mason sabía que es peligroso conseguir exacta­mente lo que se desea. ¿Qué haría después de haber matado al doc­tor? Podía malograr unos cuantos hogares adoptivos y atormentar a unos cuantos niños. Podía beber martinis hechos con lágrimas. Pero la diversión auténtica, ¿de dónde la sacaría?
Qué tonto sería si dejaba que el miedo al futuro le estropeara aquel tiempo de éxtasis. Esperó la rociada diminuta del ojo, esperó que se aclarara la lente, luego sopló en un tubo-conmutador: siem­pre que le apeteciera podría poner el vídeo y ver a su presa...

CAPÍTULO
82



El olor del fuego de carbón en la guarnicionería del granero de Mason y los olores más arraigados de los animales y los hom­bres. El resplandor sobre el alargado cráneo del caballo de carreras Sombra jugaz, vacío como la Providencia, mirándolo todo con las anteojeras.
Carbones al rojo en la fragua del herrero, resplandeciendo y avi­vándose con el siseo del fuelle mientras Carlo calentaba una barra que ya había adquirido un rojo cereza.
El doctor Lecter pendía bajo la calavera como un retablo atroz. Tenía los brazos estirados en ángulo recto, fuertemente atados con sogas a un balancín, una pieza de roble macizo del carro de los ponis. El balancín le recorría la espalda como un yugo y estaba fijado a la pared con una argolla fabricada por el propio Carlo. Las piernas no tocaban el suelo. Las tenía atadas por encima del pantalón como patas de cordero asado, con muchas vueltas de cuerda espaciadas y con sen­dos nudos. No había cadenas ni esposas, ninguna pieza de metal que pudiera dañar los dientes de los cerdos y hacérselo pensar dos veces.
Cuando el hierro del horno estuvo al rojo blanco, Carlo lo llevó al yunque con las pinzas y lo golpeó con el martillo para darle for­ma de grillete, salpicando la semioscuridad de brillantes chispas que rebotaban en su pecho y en la figura colgante del doctor Hannibal Lecter.
La cámara de televisión de Mason, extraña entre las viejas herra­mientas, escrutaba al doctor, Lecter desde su trípode metálico, que le daba aspecto de araña. En el banco de trabajo había un monitor apagado.
Carlo volvió a calentar el grillete y salió corriendo para colocar­lo en el elevador de carga mientras seguía candente y maleable. El martillo resonaba en el alto granero, el golpe y su eco, bang-bang, bang-bang.
Se oyó un áspero chirrido procedente del piso superior, donde Fiero trataba de sintonizar la retransmisión en diferido de un parti­do de fútbol en onda corta. El equipo de Cagliari jugaba en Roma contra la odiada Juventus.
Tommaso estaba sentado en un sillón de mimbre con el rifle de aire comprimido apoyado contra la pared. Sus oscuros ojos de sacer­dote no se apartaban del rostro del doctor.
Tommaso detectó una alteración en la inmovilidad del hombre amarrado. Era un cambio sutil, de la inconsciencia a un autodomi­nio sobrehumano, puede que tan sólo una diferencia en el sonido de su respiración.
Tommaso se levantó de la silla y gritó hacia el granero.
Si sta svegliando.
Carlo volvió a la guarnicionería con el diente de venado aso­mándole en la boca. Sostenía unos pantalones con las perneras llenas de fruta, verdura y trozos de pollo. Los frotó contra el cuerpo y las axilas del doctor.
Procurando mantener la mano lejos de su boca, lo agarró por el pelo y le levantó la cabeza.
Buona sera, Dottore.
Un chisporroteo en el altavoz del monitor de televisión. La pan­talla se iluminó y mostró la cara de Mason...
—Encended la luz de la cámara —dijo Mason—. Buenas noches, doctor Lecter.
El doctor abrió los ojos por primera vez.
Carlo hubiera jurado que en el fondo de los ojos del demonio volaban chispas, pero prefirió pensar que eran reflejos de la fragua. Se santiguó contra el mal de ojo.
—Mason —dijo el doctor a la cámara. Detrás de Mason podía ver la silueta de Margot, negra contra el acuario—. Buenas noches, Margot —añadió en un tono más cortés—. Es un placer volver a verte.
A juzgar por la claridad con que se expresó, se podría haber pen­sado que llevaba un rato despierto.
—Buenas noches, doctor Lecter —saludó la áspera voz de Margot.
Tommaso encontró el foco de la cámara y lo encendió.
La luz cruda los deslumbró a todos durante unos segundos. Al cabo, se oyeron los profundos tonos de locutor de Mason:
—Doctor, en unos veinte minutos vamos a servir a los cerdos del primer plato, es decir, sus pies. Después de eso celebraremos una fiesta en pijama, usted y yo. Para entonces, podrá ponerse unos pantaloncitos cortos. Cordell va a mantenerlo vivo mucho tiempo...
Mason siguió hablando mientras Margot se inclinaba para ver mejor la escena del granero.
El doctor Lecter miró el monitor para asegurarse de que Margot lo estaba viendo. Entonces, con voz metálica y tranquila, le susurró a Carlo en la oreja:
—Tu hermano, Matteo, debe de oler peor que tú ahora mismo. Se cagó encima mientras lo abría en canal.
Carlo llevó la mano al bolsillo de atrás y sacó la aguijada eléctrica. A la brillante luz de la cámara, golpeó con ella el lado de la cabeza de Lecter. Luego, asiéndolo del pelo con una mano, apretó el botón del mango y sostuvo el instrumento ante los ojos del doctor mientras el potente arco voltaico chisporroteaba entre los electrodos.
—Vas a joder a tu madre —dijo, y le hundió el arco en el ojo.
El doctor Lecter no emitió el menor sonido. El único ruido sa­lió del altavoz: Mason bramaba en la medida en que su respiración se lo permitía, mientras Tommaso, que se había abalanzado sobre Carlo, procuraba que soltara al doctor. Fiero bajó del piso superior para ayudarlo. Por fin consiguieron sentarlo en el sillón de mimbre. Sin soltarlo.
—¡Si lo dejas ciego no veremos un dólar! —le gritaban al uní­sono, cada uno por una oreja.
El doctor Lecter ajustó las celosías de su palacio de la memoria para aliviar el terrible resplandor. Ahhhhh. Apoyó el rostro contra el fresco mármol del costado de Venus.
Volvió la cara para mirar directamente a la cámara y dijo con voz serena:
—No voy a aceptar el chocolate, Mason.
—Este hijoputa está loco. Bueno, después de todo ya lo sabía­mos —dijo el ayudante del sheriff Mogli—. Pero ese Carlo está igual o peor.
—Baja ahora mismo y arréglalo —le ordenó Mason.
—¿Está seguro de que no tienen pistolas? —preguntó Mogli.
—Te pago para echarle cojones, ¿estamos? No. Sólo el rifle tran­quilizante.
—Déjame hacerlo a mí —pidió Margot—. No fastidies todo obligándolos a demostrar quién es más machote. Los italianos res­petan a sus mamas. Y Carlo sabe que manejo el dinero.
—Que saquen la cámara y me enseñen los cerdos —exigió Mason—. ¡La cena será a las ocho!
—Yo no pienso quedarme —replicó Margot.
—¡Vaya si te quedarás! —zanjó Mason.

CAPÍTULO
83



Margot respiró hondo antes de entrar en el granero. Si tenía la intención de matarlo, tenía que ser capaz de mirarlo. Pudo oler a Carlo antes de abrir la puerta de la guarnicionería. Fiero y Tommaso flanqueaban a Lecter. No le quitaban ojo a Carlo, sentado en el sillón.
Buona sera, signori —dijo Margot—. Sus amigos llevan razón, Carlo. Estropéelo ahora y se quedan sin dinero. Después de haber llegado tan lejos y de haberlo hecho tan bien.
Los ojos de Carlo no se despegaban del rostro del doctor Lecter.
Margot sacó un teléfono celular del bolsillo. Pulsó unos números en la carcasa iluminada y acercó el aparato al rostro de Carlo.
—Lea —y lo sostuvo en la trayectoria de su mirada. En la diminuta pantalla podía leerse: «BANCO STEUBEN».
—Ése es su banco de Cagliari, signor Deogracias. Mañana por la mañana, cuando todo haya acabado, cuando le haya hecho pagar por lo que le hizo a su valiente hermano, yo misma llamaré a este número, le diré a su banquero mi código y añadiré: «Entregue al señor Deogracias el resto del dinero que custodia para él». Su ban­quero se lo confirmará por teléfono. Mañana por la noche estará volando de vuelta a casa, convertido en un hombre rico. Como la familia de Matteo. Podrá llevarles los coglioni del doctor en una bolsa para que les sirvan de consuelo. Pero si el doctor Lecter no puede ver su propia muerte, si no puede ver a los cerdos cuando se acerquen para comerle la cara, usted se queda sin nada. Sea hombre, Carlo. Vaya a por sus cerdos. Yo me sentaré con ese hijo de puta. En media hora lo estará oyendo gritar mientras le devoran los pies.
Carlo echó atrás la cabeza y respiró con fuerza.
Piero, andiamo! Tu, Tommaso, rimani.
Tommaso ocupó su sitio en el sillón de mimbre junto a la puerta.
—Todo controlado, Mason —dijo Margot dirigiéndose a la cá­mara.
—Querré llevarme a casa la nariz. Díselo a Carlo —refunfuñó Mason, y la pantalla se oscureció.
Trasladarse fuera de su habitación suponía un esfuerzo extraor­dinario tanto para Mason como para los que lo rodeaban; había que volver a conectar sus tubos a unos contenedores instalados en su camilla con ruedas especial y conectar su macizo respirador a un transformador de corriente alterna.
Margot escrutó el rostro del doctor Lecter.
El ojo destrozado estaba hinchado y cerrado entre las quemadu­ras negras que le habían producido los electrodos en los extremos de la ceja.
El doctor Lecter abrió el ojo bueno. Fue capaz de retener en su cara la frescura del costado marmóreo de Venus.
—Me gusta ese olor a linimento fresco y a limón —dijo el doc­tor Lecter—. Gracias por venir, Margot.
—Eso mismo me dijo cuando la matrona me hizo pasar a su des­pacho el primer día. Cuando estaban deliberando sobre Mason la primera vez.
—¿Eso dije? —recién salido de su palacio de la memoria, donde había repasado sus entrevistas con Margot, sabía que era así.
—Sí. Yo estaba llorando, con miedo a contarle lo de Mason con­migo. También me daba miedo sentarme, pero usted en ningún momento me ofreció asiento, porque sabía que tenía suturas, ¿ver­dad? Paseamos por el jardín. ¿Se acuerda de lo que me dijo?
—Que no tenías más culpa por lo que había pasado...
—«...que si me hubiera mordido el trasero un perro rabioso», eso es lo que me dijo. Usted me hizo mucho bien en esa ocasión y du­rante las otras visitas, y le estuve agradecida durante algún tiempo.
—¿Qué más te dije?
—Que usted era mucho más raro de lo que yo sería nunca —le recordó Margot—. Dijo que ser raro estaba bien.
—Si lo intentaras, serías capaz de recordar todo lo que hablamos. ¿Te acuerdas...?
—Por favor, no me suplique —le salió, a pesar de que no tenía intención de decirlo de esa manera.
El doctor Lecter se movió ligeramente y las sogas crujieron. Tommaso se levantó y se acercó a comprobar los nudos.
Attenzione a la bocca, signorina. Cuidado con la boca.
Margot no supo si Tommaso se refería a la boca del doctor Lec­ter o a sus palabras.
—Margot, ha pasado mucho tiempo desde que te traté, pero me gustaría que habláramos de tu historial médico, sólo un momento, en privado —dijo señalando con el ojo bueno hacia Tommaso.
Margot lo pensó unos instantes.
—Tommaso, ¿podrías dejarnos solos un momento?
—No, signorina, lo siento mucho; pero me quedaré ahí con la puerta abierta —y salió con el rifle al granero, desde donde se que­dó vigilando a Lecter.
—Nunca te haría sentirte incómoda suplicando, Margot. Me gus­taría saber por qué haces esto. ¿Te importa explicármelo? ¿Es que has empezado a aceptar el chocolate, como le gusta decir a Mason, después de haber luchado contra él tanto tiempo? Entre nosotros no hace falta que finjamos que estás vengando la cara de Mason.
Y ella se lo contó. Lo de Judy, lo de que querían tener un hijo. No le costó mas de tres minutos; se quedó sorprendida de lo fácil que le resultaba resumir sus problemas.
Unos sonidos lejanos, un chillido y la mitad de un grito. Fuera, apoyado contra la valla que había levantado en el extremo abierto del granero, Carlo estaba probando la grabadora para convocar a los cerdos de los pastos del bosque con los gritos de angustia de vícti­mas muertas o rescatadas hacía mucho tiempo.
Si el doctor Lecter lo había oído, no dio muestras de ello.
—Margot, ¿crees que Mason te dará así como así lo que te ha prometido? Eres tú la que está suplicando a Mason. ¿Te sirvió de algo suplicarle cuando te desgarró? Es lo mismo que aceptar su cho­colate y dejarle salirse con la suya. Sabes que obligará a Judy a hacérselo. Y ella no está acostumbrada.
Margot no respondió, pero apretó las mandíbulas.
—¿Sabes lo que ocurriría si, en vez de arrastrarte ante Mason, simplemente le estimularas la próstata con la aguijada de Carlo? ¿La ves encima del banco de trabajo?
Margot empezó a levantarse.
—Escúchame —susurró el doctor Lecter—. Mason te lo nega­rá. Sabes que tendrás que matarlo, lo has sabido durante veinte años. Lo has sabido desde que te dijo que mordieras el almohadón y no hicieras tanto ruido.
—¿Está diciendo que lo haría por mí? No podría fiarme de us­ted en la vida.
—No, claro que no. Pero podrías confiar en que yo nunca ne­garía haberlo hecho. En realidad sería mucho más terapéutico para tí hacerlo tú misma. Recordarás que te lo recomendé cuando aún eras una niña.
—«Espera hasta que puedas solucionarlo tú misma», me dijo. Eso me alivió mucho.
—Profesionalmente, ése es el tipo de catarsis que tenía que acon­sejarte. Ahora eres lo bastante mayor. ¿Y qué más da otro cargo por asesinato contra mí? Sabes que tendrás que matarlo. Y cuando lo hagas, la ley seguirá la pista del dinero, que la llevará derecha hasta ti y el recién nacido. Margot, soy el único sospechoso que te queda. Si muero antes que Mason, ¿quién me sustituirá? Podrás hacerlo cuando más te convenga, y yo te escribiré una carta babeando sobre lo mucho que disfruté matándolo.
—No, doctor Lecter, lo siento. Es demasiado tarde. Ya tengo mis propios planes —observó el rostro del hombre con sus brillantes ojos azules de carnicera—. Puedo hacer esto y dormir después, sabe que soy capaz.
—Sí, sé que puedes. Eso es algo que siempre me gustó de ti. Eres mucho más interesante, mucho más... capaz que tu hermano.
Ella se levantó para marcharse.
—Si le sirve de algo, doctor Lecter, lo siento.
Antes de que llegara a la puerta, él volvió a hablarle:
—Margot, ¿cuándo volverá a ovular Judy?
—¿Cómo? Dentro de un par de días, creo.
—¿Tienes todo lo que necesitas? Extensores, equipo de conge­lación rápida...
—Tengo todo el instrumental de una clínica de fertilización.
—Haz algo por mí.
—¿Sí?
—Maldíceme y arráncame un mechón de pelo, lejos de la frente, si no te importa. Llévate un trozo de piel. Acuérdate de ponérselo en la mano a Mason. Después de matarlo.
»Cuando llegues a casa, pídele a Mason lo que te prometió. A ver qué contesta. Tú me has entregado, tu parte del trato está cumpli­da. Sujeta el mechón en la mano y pídele lo que quieres. Y a ver qué dice. Cuando se te ría en las narices, vuelve aquí. Todo lo que
has de hacer es coger el rifle tranquilizante y dispararle al que está ahí detrás. O golpearlo con el martillo. Tiene una navaja. Basta con que cortes las cuerdas de un brazo y me la des. Y te vayas. Yo me encargo del resto.
—No.
—¿Margot?
La mujer agarró el pomo de la puerta, dispuesta a rechazar otra súplica.
—¿Aún puedes cascar una nuez?
Se metió la mano en el bolsillo y sacó dos. Los músculos del an­tebrazo se arracimaron y las nueces reventaron.
—Excelente —dijo el doctor soltando una risita—. Con toda esa fuerza, y nueces. Puedes ofrecerle nueces a Judy para hacerle pasar el mal sabor de Mason.
Margot volvió sobre sus pasos con la expresión crispada. Le es­cupió al rostro y le arrancó una mata de pelo cerca de la coronilla. Era difícil saber con qué intención.
Mientras salía, Margot lo oyó tararear.
Mientras caminaba hacia la casa iluminada, la sangre pegaba el pequeño fragmento de cuero cabelludo a la palma de su mano, de la que el mechón colgaba sin que le hiciera falta cerrar los dedos a su alrededor.
Se cruzó con Cordell, que conducía un cochecito de golf car­gado con el equipo médico necesario para preparar al paciente.

CAPÍTULO
84



Desde el paso elevado a la altura de la salida treinta de la auto­pista, en dirección norte, Starling podía ver a un kilómetro de dis­tancia la caseta iluminada de la entrada principal, el puesto de vi­gilancia más adelantado de Muskrat Farm. Starling había tomado una decisión en el trayecto hasta Maryland: entraría por la parte de atrás. Si se presentaba en la puerta principal sin credenciales ni or­den judicial, la gente del sheriff la escoltaría fuera del condado, o hasta la cárcel del condado. Para cuando la soltaran, todo habría acabado.
No le preocupaba no tener permiso. Condujo hasta la salida 29, bien pasada Muskrat Farm, y volvió atrás por la carretera de servicio. El asfalto parecía muy oscuro después de las luces de la autopista. La carretera estaba limitada por la autopista a la derecha y a la izquierda por una cuneta y una alta valla de malla de alambre que la separaba de la sobrecogedora negrura del parque nacional. Starling descubrió en el mapa un camino forestal que se cruzaba con la carretera al­quitranada dos kilómetros más adelante, en un lugar invisible desde la caseta de la de entrada. Era donde se había parado por error en su primera visita. Según el mapa, el camino forestal atravesaba el parque nacional y llegaba a Muskrat Farm. Hacía los cálculos con el odómetro del coche. El rugido del Mustang, más ruidoso que nunca circulando en primera, repercutía en los árboles.
Allí estaba, ante las luces delanteras, una pesada verja de tubos metálicos soldados cotonada por alambre de espino. El cartel «EN­TRADA DE SERVICIO» que había visto la otra vez había desaparecido. Los hierbajos habían crecido delante de la verja y en el paso sobre la zanja, que tenía una alcantarilla.
A la luz de los focos pudo apreciar que las hierbas estaban api­sonadas por el paso reciente de algún vehículo. En un lugar en que la gravilla y la arena se habían desprendido del pavimento se dis­tinguían la marcas de neumáticos sobre el barro y la nieve. ¿Se­rían iguales a las que había dejado la furgoneta en el aparcamiento del Safeway? No hubiera podido asegurarlo, pero era muy pro­bable.
Una cadena y un candado de cromo aseguraban la verja. Nada de sudores. Starling miró en ambas direcciones de la carretera. No ve­nía nadie. Un allanamiento de morada sin importancia. Se sentía una criminal. Comprobó los tubos en busca de cables sensores. Ninguno. Empleando dos horquillas y con la pequeña linterna en­tre los dientes, en cuestión de quince segundos consiguió abrir el candado. Condujo el coche al otro lado de la entrada y se inter­nó entre los árboles antes de apearse para cerrar. Rodeó los tubos con la cadena y puso el candado por la parte de fuera. Todo parecía normal. Dejó los extremos sueltos por la parte de dentro de forma que pudiera abrir con facilidad embistiendo con el coche si era ne­cesario.
Midiendo el mapa con el pulgar, había unos tres kilómetros de bosque hasta la granja. Avanzó bajo el oscuro túnel que cubría el ca­mino forestal, con el cielo nocturno a ratos visible, a ratos oculto, cuando las ramas se cerraban en lo alto. Conducía en segunda, sin pisar apenas el acelerador, sólo con las luces de estacionamiento, procurando mantener el Mustang tan silencioso como podía, con las hierbas secas barriendo la parte baja del coche. Cuando leyó en el odómetro que había recorrido dos kilómetros y un tercio, paró. Con el motor apagado, podía oír la llamada de un cuervo en la os­curidad. El cuervo se quejaba de mala manera. Rogó a Dios que fuera un cuervo.

CAPÍTULO

85



Cordell entró en la Guarnicionería con la viveza del verdugo y botellas de suero bajo los brazos, de los que colgaban las vueltas de los goteros.
—¡El doctor Hannibal Lecter! —exclamó—. Deseaba tanto aque­lla máscara suya para nuestro club de Baltimore. Mi chica y yo te­nemos en casa una pequeña mazmorra, llena de argollas y arneses de cuero.
Dejó sus cosas en el soporte del yunque y puso un atizador a ca­lentar en el fuego.
—Buenas noticias y malas noticias —dijo Cordell con su alegre voz de enfermero y su leve acento suizo—. ¿Le ha comunicado Mason el orden del día? El programa es el siguiente: dentro de un ratito bajaré a Mason aquí y los cerdos le comerán los pies. Luego esperará hasta mañana y entonces Carlo y sus hermanos lo meterán de cabeza entre los barrotes, para que los cerdos le puedan comer la cara, igualito que hicieron los perros con Mason. Yo lo mantendré vivo con intravenosas y torniquetes hasta el final. Está realmente jodido, ¿eh? Esas son las malas noticias.
Cordell miró hacia la cámara de televisión para asegurarse de que estaba apagada.
—La buena noticia es que no tiene por qué ser mucho peor que una visita al dentista. Eche un vistazo a esto, doctor —Cordell sostuvo una jeringuilla hipodérmica con una larga aguja ante la cara del doctor Lecter—. Hablemos como profesionales de la sanidad. Podría ponerme detrás de usted e inyectarle una epidural que le im­pediría sentir nada ahí abajo. Podría limitarse a cerrar los ojos y ha­cer oídos sordos. Lo único que sentiría serían sacudidas y tirones. Y una vez que Mason tenga bastante juerguecita por esta noche y se vaya a la casa, yo podría inyectarle algo para que le diera un ata­que al corazón. ¿Quiere que se lo enseñe?
En la palma de Cordell apareció una botellita de Pavulon que sostuvo cerca del ojo sano del doctor Lecter, pero no lo bastante como para que pudiera morderlo.
El resplandor de la fragua jugaba en una de las mejillas de Cor­dell, que tenía una expresión ávida y un brillo de felicidad en los ojos.
—Usted, doctor Lecter, tiene montones de dinero. Todo el mundo lo dice. Yo sé cómo funcionan esas cosas, también yo colo­co dinero aquí y allí. Sáquelo, muévalo, gástelo ahora que tanta falta le hace. Yo puedo mover el mío por teléfono, y apuesto a que usted también.
Cordell se sacó un teléfono celular del bolsillo.
—Llamaremos a su banquero, le dirá un código, él me dará la conformidad y yo lo arreglaré a usted en un periquete —levantó la inyección epidural—. Mire que chorrito. ¿Qué me dice?
El doctor Lecter murmuró algo con la cabeza hundida en el pe­cho. «Cartera» y «consigna» fue todo lo que Cordell pudo oír.
—Vamos, vamos, doctor, y después podrá dormir...
—Billetes de cien sin marcar —dijo el doctor Lecter, y su voz se apagó.
Cordell se inclinó más cerca, y el doctor Lecter estiró el cuello hacia abajo tanto como pudo, atrapó una ceja de Cordell con sus pequeños y afilados dientes y le arrancó una buena porción aprovechando el tirón de Cordell. Luego le escupió la ceja a la cara como si fuera el pellejo de una uva.
Cordell se secó la herida y se puso dos tiras de esparadrapo que dieron a su cara una expresión de sorpresa. Luego guardó la jeringa.
—Todo este alivio, mal empleado —dijo—. Antes de que ama­nezca lo verá de otro modo. Puede imaginarse que tengo estimu­lantes para llevarlo justo por el otro camino. Y no se preocupe, no se me morirá antes de tiempo —aseguró mientras recogía el atizador del fuego—. Voy a engancharlo —terminó Cordell—. Si se resiste, lo quemaré. Mire, así es como se sentirá.
Aplicó el extremo candente del atizador al pecho del doctor Lecter y le tostó la tetilla a través de la camisa. Tuvo que apagar el círcu­lo de fuego que se ensanchaba en la pechera del doctor.
El doctor Lecter no emitió el menor sonido.

Carlo hizo retroceder la carretilla elevadora hasta la guarnicionería. Fiero y él descolgaron al doctor mientras Tommaso le apuntaba con el rifle; lo colocaron sobre la horquilla de carga y sujetaron el ba­lancín a la parte delantera del vehículo. El doctor Lecter quedó sen­tado en el centro de la horquilla elevadora, con los brazos atados al balancín y las piernas extendidas, cada una atada a uno de los dien­tes de la horquilla.
Cordell le insertó un catéter en el dorso de cada mano. Tuvo que subirse a una bala de paja para colgar las bolsas de plasma a ambos lados de la máquina. Luego retrocedió para admirar su obra. Era di­vertido ver al doctor Lecter allí tendido con una intravenosa en cada mano, como la parodia de algo que Cordell no acababa de recordar. Cordell amarró torniquetes con nudos corredizos justo encima de cada una de las rodillas con extremos lo bastante largos como para poder apretar los torniquetes por encima de la valla e impedir que el doctor Lecter muriera desangrado. De momento, los dejó flo­jos. Mason se pondría hecho un basilisco si a Lecter se le dormían los pies.
Había llegado el momento de bajar a Mason y meterlo en la fur­goneta. El vehículo, aparcado tras el granero, estaba frío. Los sardos habían dejado su comida dentro. Cordell juró y arrojó fuera su ne­vera portátil. Tendría que pasar el aspirador al jodido montón de chatarra en la casa. También tendría que ventilarlo. Los putos sardos habían estado fumando allí dentro, y mira que se lo tenía prohibi­do. Habían vuelto a instalar el encendedor en el salpicadero, del que aún colgaba el cable eléctrico del monitor de la baliza.

CAPÍTULO
86



Starling apagó la luz interior del Mustang y apretó el botón que abría el maletero antes de abrir la puerta.
Si el doctor Lecter estaba allí, si conseguía apoderarse de él, tal vez pudiera esposarlo de pies y manos y llevarlo metido en el male­tero por lo menos hasta la cárcel del condado. Tenía cuatro juegos de esposas y bastante cuerda como para amarrarle los pies a las manos e impedir que pataleara. Más valía no pensar en lo fuerte que era.
Cuando puso los pies sobre la grava, se dio cuenta de que estaba cubierta por una fina escarcha. El viejo coche había crujido cuando Starling se apeó.
—Tenías que quejarte, ¿no, chatarra hija de puta? —susurró por debajo de su respiración.
De pronto se acordó de cuando le hablaba a Hannah, la yegua que montó la noche de su huida, cuando quiso alejarse de la ma­tanza de los corderos. Se limitó a entornar la puerta del coche. Se guardó las llaves en un apretado bolsillo del pantalón para que no sonaran.
La noche era clara y la luna en cuarto creciente le permitía ca­minar sin encender la linterna cuando los árboles no ocultaban el cielo. Comprobó el borde de la grava y vio que estaba suelta y de­sigual. Lo más silencioso sería caminar sobre la huella de una rueda, donde la grava estuviera apisonada, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la cuneta y manteniendo la carretera en la periferia del ángulo de visión para observar su trazado. Era como atravesar la blanda negrura; oía cómo sus pies hacían crujir la grava pero no po­día verlos.
El momento más duro se produjo cuando estuvo lejos del Mus­tang pero podía seguir sintiendo su presencia tras ella. No quería de­jarlo allí.
De pronto era una mujer de treinta y tres años, sola, con una ca­rrera arruinada, sin rifle, caminando en medio de un bosque por la noche. Se vio con claridad meridiana, vio las patas de gallo que em­pezaban a formarse en las comisuras de sus ojos. Deseó desesperada­mente volver a su coche. El siguiente paso fue más lento; luego se quedó inmóvil y pudo oír su respiración.
El cuervo volvió a graznar, la brisa agitó las ramas desnudas sobre su cabeza y en ese momento el grito desgarró el aire de la noche. Un alarido horrible y desesperado, que creció, decayó y murió con­vertido en una súplica pidiendo la muerte, prorrumpido por una voz tan torturada que podía ser la de cualquiera.
Uccidimi! —y un nuevo grito.
El primero le heló la sangre, el segundo la lanzó al galope con la 45 aún enfundada, una mano sosteniendo la linterna y la otra ex­tendida por delante hacia la negrura. «No, Mason, no lo hagas. No lo conseguirás. Rápido. Rápido.» Se dio cuenta de que podía seguir el surco de grava apisonada si se guiaba por el sonido de sus pisadas y por las piedras sueltas de los bordes. El camino giraba y seguía a lo largo de una valla. Una buena valla, de tubos, de tres metros de altura.
Le llegaban sollozos aterrados y ruegos, el grito que crecía, y más adelante, al otro lado de la valla, percibió movimientos entre los matorrales, que se convirtieron en un trote, más ligero que el de un caballo y de ritmo más vivo. Oyó gruñidos que no tardó en reconocer.
Los gritos de agonía llegaban ahora de más cerca, claramente hu­manos aunque distorsionados, dominados por un solo alarido du­rante un segundo, y Starling supo que estaba oyendo una grabación o bien una voz amplificada con retroalimentación por un micrófo­no. Luz entre los árboles y la silueta del granero. Starling apretó la cabeza contra el frío hierro para mirar a través de la valla. Formas oscuras que corrían, largas, altas hasta la cintura de un hombre. A cuarenta metros de terreno despejado, el extremo de un granero, con las enormes puertas abiertas de par en par y una barrera con una puerta holandesa sobre la que pendía un espejo de marco recargado, que reflejaba la luz del granero proyectando un charco de claridad en el suelo. De pie en el césped sin árboles cercano al granero, un hombre corpulento con sombrero y un descomunal radiocasete. Se tapaba un oído con la mano mientras una retahila de aullidos y so­llozos salía por los altavoces.
De pronto, salieron de entre los arbustos. Cerdos salvajes con pa­vorosas jetas, rápidos como lobos, con largas patas y anchos pechos, peludos, cubiertos de grises cerdas puntiagudas.
Carlo volvió atrás a toda prisa y cerró la puerta holandesa tras sí cuando las bestias estaban todavía a unos treinta metros. Se pararon en un semicírculo y quedaron expectantes, con los grandes colmillos curvos arremangando los morros en un refunfuño permanente. Como delanteros esperando el lanzamiento del balón, echaban a correr, se paraban, entrechocaban, gruñendo y haciendo rechinar los dientes.
Starling había visto toda clase de ganado, pero nada parecido a aquellos cerdos. Una belleza terrible emanaba de ellos, todo gracia y velocidad. Vigilaban la portezuela, chocaban entre sí y echaban a correr, y después retrocedían, sin dejar de escudriñar la barrera que cerraba el extremo del granero.
Carlo dijo algo por encima del hombro y desapareció en el in­terior del granero.
La furgoneta retrocedió por el interior del granero hasta quedar a la vista. Starling reconoció el vehículo gris al instante. Se detuvo en ángulo junto a la barrera. Cordell salió de ella y abrió la puerta corrediza del costado. Antes de que apagara la luz superior, Starling pudo ver a Mason bajo el duro caparazón de su respirador, medio incorporado mediante almohadones y con el pelo enroscado sobre el pecho. Un asiento junto al ring. La luz de los focos se derramó sobre la portezuela.
Carlo cogió del suelo un objeto que Starling no consiguió reco­nocer al principio. Parecían unas piernas humanas, o toda la mitad inferior del cuerpo de una persona. Si se trataba de eso, Carlo tenía que ser tremendamente fuerte. Por un momento temió que fueran los restos del doctor Lecter, pero las piernas se doblaron de una for­ma que las articulaciones hubieran hecho imposible.
Sólo podían ser las piernas de Lecter si lo hubieran atado a una rueda y descoyuntado, pensó durante un segundo funesto. Carlo gri­tó hacia el interior del granero. Starling oyó un motor poniéndose en marcha.
La carretilla elevadora apareció en el ángulo de visión de Star­ling conducida por Piero, con el doctor Lecter alzado en alto por la horquilla, los brazos extendidos en el balancín y las botellas de plasma balanceándose por encima de sus manos con el movi­miento del vehículo. Levantado para que pudiera ver a los vora­ces cerdos, para que pudiera contemplar lo que estaba a punto de ocurrirle.
La carretilla avanzaba con una espantosa lentitud procesional, mien­tras Carlo caminaba a un lado y Mogli, armado, al otro.
Starling se fijó en la insignia de ayudante de Mogli. Una es­trella, a diferencia de las insignias de aquel condado. Pelo blanco, camisa blanca, como el conductor de la furgoneta de los secues­tradores.
La profunda voz de Mason resonó desde la furgoneta. Tarareó Pompa y circunstancias y se carcajeó.
Los cerdos, avezados a los ruidos, no se asustaron de la máquina, que más bien pareció excitarlos.
La carretilla se detuvo junto a la barrera. Mason dijo algo al doc­tor Lecter que Starling no pudo oír. Lecter no movió la cabeza ni mostró el menor signo de haber oído. Estaba más alto que el mismo Fiero al volante del vehículo. ¿Miraba en dirección a Starling? Ella nunca lo sabría, porque había empezado a avanzar a toda prisa a lo largo de la valla, a lo largo de un lado del granero, hasta encontrar la gran puerta de dos hojas por la que la furgoneta había entrado marcha atrás.
Carlo arrojó los pantalones rellenos por encima de la barrera. Los animales se abalanzaron sobre el incompleto maniquí. Desgarraban, gruñían, tironeaban y rompían, sacaban pollos de los pantalones y hacían ondear las entrañas sacudiendo las cabezas con violencia. Una mélée de lomos erizados.
Carlo les había preparado un aperitivo ligero, sólo tres pollos y un poco de ensalada. En unos instantes habían hecho trizas los pan­talones y con las fauces inundadas de saliva volvieron sus ávidos oji­llos hacia la barrera.
.Fiero hizo descender la horquilla hasta casi el nivel del suelo. La mitad superior de la puerta holandesa mantendría a los cerdos lejos de los puntos vitales del doctor Lecter, por el momento. Carlo le quitó al doctor los zapatos y los calcetines.
—«Este cerdito lo encontróooo, éste encendió el fueeeego, éste lo vigilóooo —entonó Mason desde la furgoneta—, éste echó la saaaal y éste tan gordito... ¡se lo comióoooo!».
Starling se estaba acercando a ellos por detrás. Todos miraban ha­cia el otro lado, hacia los cerdos. Pasó la puerta de la guarnicione­ría y avanzó hacia el centro del granero.
—No vayáis a dejar que se desangre —dijo Cordell, que estaba limpiando la lente de Mason con un paño, desde la furgoneta—. Es­tad atentos para apretar los torniquetes cuando yo os diga.
—¿Unas palabras antes del espectáculo, doctor Lecter? —dijo la profunda voz de Mason.
La cuarenta y cinco retumbó dentro del granero y de inmediato se oyó la voz de Starling:
—¡Las manos arriba y quietas! Apaga el motor.
Fiero parecía no entender.
Fermate il motore —dijo el doctor Lecter, siempre dispuesto a ayudar.
Ya sólo se oían los apremiantes chillidos de la piara.
Starling no veía más que un arma, en la cadera del hombre ca­noso de la estrella, inmovilizada en la pistolera por una correa de cuero de las que se desabrochan con el pulgar. «Lo primero de todo es hacer que se tumben», dijo la voz del instructor de la Academia en la mente de Starling.
Cordell se deslizó detrás del volante con rapidez y la furgoneta se puso en marcha, con Mason gritando dentro. Starling empezó a gi­rar, pero captó el movimiento del sujeto canoso con el rabillo del ojo, se volvió hacia él, que gritó «¡Policía!» y desenfundó, y le alcanzó dos veces en el pecho, que al instante vertió copiosos chorros de sangre.
La 357 de Mogli disparó dos veces contra el suelo, y él dio me­dio paso atrás mirándose el pecho, con la insignia agujereada por el grueso proyectil del 45 que, desviado por ella, había horadado el corazón al bies.
Luego se desplomó hacia atrás y quedó inmóvil en el suelo.
En la guarnicionería, Tommaso había oído los disparos. Empu­ñó el rifle de aire comprimido y subió al pajar, se dejó caer sobre las rodillas en la paja suelta y gateó hacia el costado que dominaba el interior del granero.
—¡El siguiente! —amenazó Starling con un tono que no se co­nocía. Tenía que actuar deprisa para aprovechar el efecto de la muer­te de Mogli—. Al suelo, con la cabeza hacia la pared. Tú, al suelo, con la cabeza hacia aquí. Hacia aquí.
Girati dall'altra parte —explicó el doctor Lecter desde la carre­tilla elevadora.
Carlo alzó la vista hacia Starling, comprendió que lo mataría y se quedó quieto en el suelo. Ella los esposó deprisa con una mano, con las cabezas apuntando en direcciones opuestas, la muñeca de Carlo con el tobillo de Fiero y el otro tobillo de Fiero con la otra muñeca de Carlo, sin dejar de apoyar el cañón de la 45 en la oreja de éste.
Se sacó el puñal de la bota y dio la vuelta a la carretilla elevado­ra para ponerse detrás del doctor Lecter.
—Buenas noches, Clarice —dijo cuando pudo verla.
—¿Puede andar? ¿Lo sostienen las piernas?
—Sí.
—¿Puede ver?
—Sí.
—Voy a cortar las cuerdas. Con el debido respeto, doctor, si in­tenta joderme le volaré la tapa de los sesos aquí mismo. ¿Lo ha en­tendido?
—Perfectamente.
—Sea bueno y no le pasará nada.
—Sigues hablando como una luterana.
Starling no había dejado de ocuparse de las ligaduras. El puñal estaba bien afilado. Se dio cuenta de que el filo dentado cortaba de­prisa la resbaladiza cuerda nueva.
Lecter tenía el brazo derecho libre.
—Puedo hacer el resto si me das el puñal.
Starling dudó. Retrocedió fuera del alcance de su brazo y se lo dio. Ahora tenia que vigilarlo a él y a los dos hombres tumbados en el suelo.
—Mi coche está a unos doscientos metros en el camino forestal.
El doctor se había soltado una pierna. A continuación se puso a cortar la cuerda que retenía la otra, nudo a nudo.
—Cuando acabe de soltarse, no intente correr. No llegaría a la puerta —le dijo Starling—. Hay dos hombres esposados en el suelo detrás de usted. Hágalos arrastrarse hasta la carretilla y espóselos a ella para que no puedan llegar a un teléfono. Luego espósese usted con éstas.
—¿Dos? —preguntó él—. Cuidado, tendría que haber tres.
Al tiempo que decía aquello el dardo disparado por el rifle de Tommaso trazó una línea plateada bajo los focos y se quedó vi­brando en mitad de la espalda de Starling. Ella giró, ya un poco ma­reada y con la visión turbia, vislumbró el cañón al borde del pajar y disparó, disparó, disparó... Tommaso rodó hacia el interior con las astillas clavándosele en el cuerpo, mientras el humo giraba a la luz de los focos. Starling disparó otra vez con la vista completa­mente oscurecida y se llevó la mano a la cadera intentando coger un cargador, aunque las piernas ya no la sostenían.
El alboroto parecía haber excitado aún más a los cerdos, que viendo a los hombres en tan atractiva posición chillaban y gruñían empujando la barrera.
Starling se derrumbó de bruces y el cargador suelto cayó de la pistola y rebotó contra el suelo. Carlo y Fiero levantaron las cabezas y empezaron a reptar unidos por las esposas, a arrastrarse torpe­mente como un murciélago enorme hacia el cadáver de Mogli, la pistola y las llaves de las esposas. Se oyó a Tommaso montar el rifle en el pajar. Le quedaba un dardo. Se levantó y se acercó al borde mirando por encima del cañón, buscando al doctor Lecter al otro lado del carro elevador.
Tommaso avanzó a lo largo del borde del sobrado; en cuestión de segundos no quedaría ningún lugar donde esconderse.
El doctor Lecter cogió en brazos a Starling y retrocedió rápida­mente hasta la portezuela holandesa procurando mantener el eleva­dor entre ellos y Tommaso, que avanzaba con precaución, vigilando sus pisadas por el borde del pajar. El sardo disparó el dardo, que, di­rigido al pecho de Lecter, golpeó el hueso de la espinilla de Starling. El doctor Lecter tiró de los cerrojos de la puerta holandesa.
Fiero, frenético, agarró la cadena con las llaves de Mogli, mien­tras Carlo reptaba hasta la pistola y los cerdos trotaban en desbanda­da hacia la pitanza que intentaba erguirse. Carlo consiguió disparar la 357 una vez y uno de los animales rodó por el suelo, pero los otros saltaron por encima de su compañero sobre Carlo y Fiero, y sobre el cadáver de Mogli. Otros atravesaron el granero y se perdieron en la noche.
El doctor Lecter, llevando a Starling, estaba detrás de la puerta holandesa cuando los cerdos pasaron como una exhalación.
Resde el pajar, Tommaso podía ver el rostro de su hermano en medio de la piara; al cabo de unos segundos, sólo fue una masa san­guinolenta. Dejó caer el rifle sobre el heno. El doctor Lecter, tie­so como un bailarín y sosteniendo en sus brazos a Starling, salió de detrás de la puerta y atravesó descalzo el granero, bordeando el mar de agitados lomos y chorros de sangre. Una pareja de grandes cochi­nos, uno de ellos la cerda preñada, cuadraron las patas y bajaron las testuces para embestirlo.
Cuando el hombre los miró y no pudieron husmear el miedo, vol­vieron grupas y regresaron trotando a los sencillos manjares del suelo.
El doctor Lecter no vio refuerzos procedentes de la casa. Una vez bajo los árboles del camino forestal, se paró para arrancarle los dar­dos a Starling y succionó las dos heridas. La punta clavada en la es­pinilla se había doblado contra el hueso.
Los cerdos agitaron los matorrales a poca distancia.
Le quitó las botas a Starling y se las puso él. Le apretaban un poco. Dejó la 45 en el tobillo de la mujer para poder alcanzarla sin tener que soltarla.
Diez minutos más tarde, el guarda de la entrada principal levantó la vista del periódico y la dirigió hacia un sonido distante, un ruido de desgarro, como el de un caza con motor de explosión en vuelo rasante. Era un Mustang de cinco litros que atravesaba el paso superior de la interestatal a cinco mil ochocientas revoluciones por minuto.

CAPÍTULO
87



Mason gimoteaba y berreaba para que lo llevaran a su habita­ción, igual que en el campamento cuando alguno de los chicos o chicas más pequeños se le resistían y conseguían escapar unos cuan­tos lametones antes de que pudiera aplastarlos bajo su peso.
Margot y Cordell lo subieron a su ala en el ascensor y lo deja­ron a buen recaudo en su cama, conectado a las fuentes de alimen­tación fijas.
Mason estaba tan encolerizado como Margot no recordaba ha­berlo visto, y las venas hinchadas le latían con fuerza sobre los huesos desnudos de la cara.
—Más vale que le dé algo —dijo Cordell cuando estuvieron en la sala de juegos.
—Aún no. Déjalo que piense un rato. Dame las llaves de tu Honda.
—¿Por qué?
—Alguien tiene que bajar y ver si hay alguien vivo. ¿Quieres ir tú?
—No, pero...
—Puedo llegar con tu coche hasta la guarnicionería, la furgone­ta no cabe por la puerta. Ahora, dame las jodidas llaves.
Margot estaba delante del garaje cuando Tommaso salió corrien­do del bosque y atravesó el prado, volviendo la cabeza de vez en cuando. «Piensa, Margot.» Miró su reloj. Las ocho y veinte. «A me­dianoche llegará el relevo de Cordell. Hay tiempo para hacer venir hombres desde Washington y que lo limpien todo.» Fue al encuen­tro de Tommaso conduciendo sobre el césped.
—He intentado alcanzar a ellos, un cerdo me golpea. Él... —Tom­maso hizo la pantomima de Lecter cargando con Starling— la mu­jer. Van en el gran coche. Ella tiene due —le enseñó dos dedos— freccette —se señaló la espalda y la pierna—. Freccette. Dardi. Clavadas. Bam —hizo el gesto de disparar.
—Dardos —dijo Margot.
—Dardos, puede que demasiado narcótico. Puede que sea muerta.
—Entra —dijo Margot—. Tenemos que ir a comprobarlo.

Margot, acompañada por el sardo, condujo hasta la puerta de doble hoja por donde Starling había entrado en el granero. Chi­llidos, gruñidos y agitación de lomos erizados. Margot avanzó tocando el claxon e hizo recular lo suficiente a los cerdos como para comprobar que había tres despojos humanos, ninguno reco­nocible.
Entraron con el coche en la guarnicionería y cerraron las puertas.
Margot se dijo que Tommaso era la única persona viva que la había visto en el granero, aparte de Cordell.
Puede que aquella idea también se le pasara por la cabeza a Tom­maso. Se mantuvo a prudente distancia sin apartar de ella sus inte­ligentes ojos oscuros. En sus mejillas había rastro de lágrimas.
«Piensa, Margot. No quieres ninguna mierda con los sardos. En el fondo saben que tú eres quien manejas el dinero. Te dejarán sin blanca en un segundo.»
Los ojos de Tommaso siguieron los movimientos de su mano mientras la metía en el bolsillo.
El teléfono celular. Marcó Cerdeña, donde eran las dos y media de la madrugada, y luego el número del domicilio particular del banquero Steuben. Le habló brevemente y pasó el teléfono a Tommaso. Éste asintió, dijo algo, volvió a asentir y le devolvió el telé­fono. El dinero era suyo. Trepó al pajar y recogió su mochila, junto con el abrigo y el sombrero del doctor Lecter. Mientras recogía sus cosas, Margot cogió la aguijada eléctrica, comprobó la corriente y se la guardó en la manga. También cogió el martillo de herrero.

CAPÍTULO
88



Tommaso, al volante del coche de Cordell, se despidió de Margot delante de la casa. Dejaría el Honda en la zona de aparcamien­to prolongado en el Aeropuerto Internacional Dulles. Margot le prometió que enterraría lo que quedaba de Fiero y Carlo tan bien como fuera posible.
Había algo que él creía su deber decirle; se mentalizó y echó mano de su mejor inglés:
Signorina, los cerdos, tiene que saberlo, los cerdos ayudan al doc­tor Lecter. Se apartan de él, dan un rodeo. Matan a mi hermano, matan a Carlo, pero no tocan el doctor Lecter. Yo creo lo respetan —Tommaso se santiguó—. No debería usted volver perseguirlo.
Y a lo largo de toda su larga vida en Cerdeña, Tommaso lo con­taría de esa forma. Cuando tenía sesenta años, decía que el doctor Lecter, llevando en brazos a la mujer, dejó el granero llevado por una piara de cerdos.
Cuando el coche desapareció en el camino forestal, Margot se quedó mirando las ventanas iluminadas de la habitación de Mason varios minutos. Veía la sombra de Cordell moverse por las paredes mientras se atareaba alrededor de la cama, instalando de nuevo los monitores que mostraban el pulso y la respiración de su hermano.
Deslizó el mango del martillo de herrero en la parte posterior del pantalón y pasó la falda de la chaqueta por encima de él.
Cordell dejaba la habitación con una brazada de almohadones cuando Margot salió del ascensor.
—Cordell, prepárale un martini.
—No sé si...
—Yo sí lo sé. Prepáraselo.
Cordell dejó los almohadones en el confidente y se arrodilló ante el frigorífico del bar.
—¿Queda zumo? —le preguntó Margot, acercándosele por la espalda.
Blandió el martillo y golpeó con fuerza la base del cráneo, que produjo un chasquido seco. La cabeza chocó contra el frigorífico, rebotó y el hombre cayó hacia atrás sobre los glúteos y se quedó mi­rando al techo con los ojos abiertos, una pupila dilatada, la otra no. Le ladeó la cabeza contra el suelo y con otro martillazo le hundió la sien mientras una sangre espesa le brotaba de las orejas.
Margot no sintió nada.
Mason oyó abrirse la puerta de su habitación e hizo girar el ojo bajo el protector. Había dormitado unos minutos con la luz al mí­nimo. También la anguila dormía bajo su roca.
Los macizos hombros de Margot llenaban el umbral. Cerró la puerta.
—Hola, Mason.
—¿Qué ha pasado allá abajo? ¿Por qué coño has tardado tanto?
—Abajo están todos muertos, Mason.
Margot se acercó hasta la cama, desconectó el cable del teléfono de Mason y lo dejó caer al suelo.
—Piero, Carlo y Johnny Mogli, todos están muertos. El doctor Lecter se ha ido llevándose a esa Starling con él.
Entre los dientes de Mason apareció un espumarajo mientras mal­decía.
—He mandado a Tommaso a su casa con su dinero.
—¿Que has, quéeee? ¡Jodida puta estúpida! Ahora, escucha lo que voy a decirte, vamos a limpiarlo todo y a empezar de nuevo. Tenemos todo el fin de semana. No tenemos por qué preocuparnos de lo que ha visto Starling. Si la tiene Lecter, es como si ya estuviera muerta.
—A mí no me ha visto —replicó Margot encogiéndose de hombros.
—Llama a Washington y haz venir a cuatro de esos bastardos. Mándales el helicóptero. Enséñales la excavadora, enséñales... ¡Cordell! Ven aquí...
Mason soplaba en su zampona. Margot apartó los tubos y se in­clinó sobre su hermano, de forma que pudiera verle la cara.
—Cordell no va a venir, Mason. Cordell está muerto.
—¿Cómo?
—Acabo de matarlo en la sala de juegos. Ahora, Mason, vas a darme lo que me debes.
Quitó las barandillas de la cama y, levantando la gran rosca de pelo trenzado, dio un tirón a la ropa. Sus piernecillas no eran más gruesas que rollos de pasta para hacer bizcochos. La mano, única extremidad que podía mover, aleteó hacia el teléfono. El caparazón del respirador soplaba arriba y abajo a su ritmo regular.
Margot se sacó del bolsillo un condón sin espermicida y lo sos­tuvo ante las narices de su hermano. Se extrajo de la manga la agui­jada eléctrica.
—¿Te acuerdas, Mason, de que solías escupirte en la polla para lubricarla? ¿Crees que podrías salivar un poco? ¿No? A lo mejor yo puedo.
Mason bramaba cuando la respiración se lo permitía emitiendo toda una gama de escalofriantes rebuznos, pero todo había acabado en medio minuto, y con completo éxito.
—Date por muerta, Margot —el nombre sonó más bien como «Nargot».
—Oh, Mason, todos lo estamos. ¿No lo sabías? Pero éstos, no —dijo remetiéndose la blusa sobre la bolsita caliente—. Están vivitos y coleando. Te lo enseñaré. Te enseñaré cómo colean... Vamos a jugar a imitar animales.
Margot cogió los espinosos guantes para coger pescado que ha­bía junto al acuario.
—Puedo adoptar a Judy —dijo Mason—. Podría ser mi herede­ra, y podríamos crear un fideicomiso.
—Claro que podríamos —dijo Margot sacando una carpa del vivero. Trajo una silla de la zona de visitas, se subió a ella y quitó la tapa del acuario—. Pero no lo haremos.
Se inclinó sobre el acuario con sus gruesos brazos dentro del agua. Sujetaba la cola de la carpa cerca de la gruta, y cuando la an­guila asomó la aferró por debajo de la cabeza con su mano libre y la sacó limpiamente del agua. La robusta anguila se sacudía, gruesa y tan alta como Margot, haciendo relucir su hermosa piel. La agarró también con la otra mano y, cuando el animal empezó a dar sacu­didas, Margot tuvo que emplear todas sus fuerzas para sujetarla con los guantes espinosos clavados en el cuello.
Bajó con cuidado de la silla y se acercó a Mason. La anguila, que no dejaba de contorsionarse, tenía la boca parecida a una cizalla en cuyo interior rechinaban aquellos dientes curvados hacia dentro de los que ningún pez escapaba nunca. Margot la dejó caer sobre el pecho de su hermano, encima del respirador, y sujetándola con una mano le enrolló con la otra la larga trenza.
—Colea, Mason, colea —dijo Margot.
Mientras sostenía a la anguila por detrás de la cabeza, tiró de la mandíbula de Mason con la otra mano y lo forzó a abrirla echan­do todo su peso sobre la barbilla del hombre, que se resistía con las fuerzas que le quedaban, hasta que la boca se le desencajó con un crujido.
—Debiste haber aceptado el chocolate —dijo Margot, y le me­tió en la boca las fauces de la anguila, que atrapó la lengua con sus dientes afilados como navajas como si fuera un pez y no la soltó, mientras el cuerpo se agitaba enredado en la coleta de Mason. La sangre brotó por sus fosas nasales y empezó a ahogarlo.
Margot los dejó así, a Mason con la anguila, y a la carpa nadando a sus anchas en el enorme acuario. Se adecentó en el despacho de Cordell y observó los monitores hasta que las constantes vitales se convirtieron en lineas continuas.
La anguila seguía agitándose cuando Margot volvió a la habita­ción. El respirador subía y bajaba inflando su vejiga natatoria y bom­beando espuma sanguinolenta de los pulmones de Mason. Margot lavó la aguijada en el acuario y la guardó en su bolso.
Se sacó de un bolsillo la bolsita que contenía el mechón y el frag­mento de cuero cabelludo del doctor Lecter. Cogió los dedos de Mason y pasó las uñas por la sangre del cuero cabelludo, un traba­jo difícil con la anguila aún agitándose, y le cerró los dedos sobre el pelo. Por fin, metió un pelo suelto en uno de los guantes para el pescado.
Margot salió de allí sin mirar siquiera el cadáver de Cordell y vol­vió a casa, donde la esperaba Judy, con su trofeo, guardado en un sitio que lo había mantenido caliente.







VI


UNA CUCHARA LARGA


Si dan a esa mujer una cuchara larga,
la meterá en el plato de un demonio.
Geoffrey CHAUCER,
Los cuentos de Canterbury,
«El cuento del mercader»

CAPÍTULO
89



Clarice Starling yace inconsciente en una gran cama bajo una sábana de lino y una colcha. Los brazos, cubiertos por las mangas de un pijama de seda, están sobre la colcha, atados con pañuelos de seda, sólo lo bastante para que no pueda tocarse la cara ni el caté­ter del dorso de su mano.
Hay tres fuentes de luz en la habitación, la lámpara baja con tu­lipa y las puntas de aguja rojas en el centro de las pupilas del doctor Lecter, que la observa.
Está sentado en un sillón, con las palmas de las manos juntas y las puntas de los dedos sujetando la barbilla. Al cabo de un rato se le­vanta y le toma la tensión. Le examina las pupilas con una linterna de bolsillo. Mete la mano bajo las ropas de la cama y le encuentra uri pie, lo saca fuera y, vigilándola de cerca, estimula la planta con el extremo de una llave. Se yergue un momento, al parecer absorto en sus pensamientos, sosteniendo el pie con delicadeza, como si tu­viera un animalillo en su mano.
Ha averiguado la composición del tranquilizante poniéndose en contacto con el fabricante del dardo. Dado que el segundo la alcan­zó en el hueso de la espinilla, cree muy probable que no recibiera dos dosis enteras. Le está administrando estimulantes con infinita precaución.
Entre cuidado y cuidado, se sienta en el sillón coh un fajo de papel basto, haciendo cálculos. Las hojas están llenas de símbolos, tan­to de astrofísica como de física subatómica. Se repiten una y otra vez los esfuerzos por encadenar los símbolos en una teoría cohe­rente. Los pocos matemáticos que podrían seguirlo dirían que sus ecuaciones comienzan con brillantez y luego decaen, lastradas por una quimera: el doctor Lecter está empeñado en hacer revertir el tiempo, en lograr que la entropía en aumento deje de marcar la di­rección del tiempo. En vez de eso, quiere que un orden en aumento señale el camino. Quiere que los dientecillos de leche de Mischa regresen del pozo ciego. Tras sus cálculos febriles hay un deseo de­sesperado de hacer sitio en el mundo para Mischa, tal vez el sitio ocupado hasta ahora por Clarice Starling.

CAPÍTULO
90



Es por la mañana y un resplandor amarillo inunda la sala de juegos de Muskrat Farm. Los enormes animales de peluche contem­plan con los botones que les hacen de ojos el cuerpo de Cordell ahora cubierto con una sábana.
A pesar de que estamos en pleno invierno, una moscarda ha lo­calizado el cadáver y se pasea por las zonas de la sábana en las que la sangre ha calado.
Si Margot Verger hubiera imaginado el efecto de degaste que un homicidio tan cacareado por los medios podía tener sobre las ac­ciones del asesino, puede que no hubiera introducido la anguila en la garganta de su hermano.
La decisión de no intentar arreglar el desastre de Muskrat Farm y limitarse a capear el temporal había sido un acierto. Ningún su­perviviente la había visto en Muskrat mientras Mason y los demás eran asesinados.
Su versión fue que la frenética llamada del enfermero del relevo de medianoche la había despertado en la casa que compartía con Judy. Se puso en camino hacia el lugar de autos y llegó poco des­pués que los primeros ayudantes del sheriff.
El investigador principal del departamento del sheriff, detective Clarence Franks era un jovenzuelo con los ojos un poco más juntos de lo normal, pero no tan estúpido como a Margot le hubiera gustado.
—¿Es que cualquiera puede subir como si tal cosa en este ascen­sor? Hace falta una llave, ¿me equivoco? —le había preguntado Franks.
La mujer y el detective estaban incómodamente sentados en el confidente.
—Supongo que sí, si es que entraron de esa forma.
—¿Ellos, señorita Verger? ¿Cree que podía tratarse de más de uno?
—No tengo la menor idea, señor Franks.
Había visto el cuerpo de su hermano soldado aún a la anguila y cubierto con una sábana. Alguien había desenchufado el respirador. Los criminalistas estaban tomando muestras del agua del acuario y de la sangre del suelo. En la mano de Mason pudo distinguir el me­chón del pelo del doctor Lecter. Aún no lo habían visto. Los cri­minalistas le parecían idénticos como gotas de agua.
El detective Franks no paraba de garrapatear en su bloc de notas.
—¿Saben quiénes son las otras víctimas? —preguntó Margot—. Pobrecillos, ¿tenían familia?
—Lo estamos investigando —le respondió Franks—. Hemos en­contrado tres armas que podremos rastrear.
De hecho, el departamento del sheriff no estaba seguro del nú­mero total de personas que habían muerto en el granero, pues los cerdos habían desaparecido en la profundidad del bosque llevándo­se los escasos restos para más tarde.
—En el curso de la investigación podríamos tener que pedirle a usted y a su... compañera que pasen la prueba del polígrafo; se trata de un detector de mentiras, ¿se prestaría a hacerlo, señorita Verger?
—Señor Franks, haré cualquier cosa para que capturen a esa gen­te. Para contestar más específicamente a esa pregunta, le diré que puede llamarnos a Judy y a mí cuando le parezca. ¿Debo hablar con el abogado de mi familia?
—No si no tiene nada que ocultar, señorita Verger.
—¿Ocultar? —Margot consiguió soltar unas lágrimas.
—Por favor, no tengo más remedio que hacer estas cosas, seño­rita Verger —se disculpó Franks, que había alargado la mano hacia el robusto hombro de la mujer, pero se lo pensó mejor.

CAPÍTULO
91



Starling despertó en la olorosa semioscuridad sabiendo de una forma instintiva que estaba cerca del mar. Se movió ligeramente en la cama. Sintió un profundo escozor en todo el cuerpo y ense­guida volvió a caer en la inconsciencia. Cuando volvió a despertar, una voz suave le hablaba ofreciéndole una taza caliente. Tomó unos sorbos y el sabor le recordó los tés curativos que la abuela de Mapp mandaba a su nieta.
Pasó la mañana, y luego la tarde, y entre el aroma a flores recién cortadas apenas fue consciente de otra cosa que la débil punzada de una aguja. Como el silbido y la explosión de distantes fuegos artifi­ciales, los residuos de miedo y dolor estallaban en el horizonte, pero no cerca, nunca cerca. Estaba en el jardín del ojo del huracán.
—Despierta. Despierta, tranquila. Despierta en esta hermosa habi­tación —dijo una voz.
Oyó una suave música de cámara.
Se sentía muy limpia y la piel le olía a menta, alguna crema que procuraba un profundo y agradable calor.
Starling abrió los ojos de par en par.
El doctor Lecter estaba de pie a poca distancia, muy quieto, tan­to como lo había estado en su celda la primera vez que lo vio. No­sotros ya nos hemos acostumbrado a verlo libre. No nos sorprende encontrarlo en un espacio abierto con otra criatura mortal.
—Buenas noches, Clarice.
—Buenas noches, doctor Lecter :—respondió ella en consonan­cia, sin tener una idea real del momento del día.
—Si te sientes incómoda, son sólo cardenales que te hiciste en una caída. Te pondrás bien. Pero me gustaría asegurarme de una cosa. Por favor, ¿podrías mirar hacia aquí?
El doctor Lecter se inclinó sobre ella con una pequeña linterna. Olía a seda limpia.
Hizo un esfuerzo para mantener abiertos los ojos mientras él exa­minaba sus pupilas antes de volver a erguirse.
—Gracias. Hay un cuarto de baño muy bien equipado, justo ahí. ¿Quieres probar a levantarte? Las zapatillas están junto a la cama, me temo que tuve que tomar prestadas tus botas.
Estaba y no estaba despierta. El cuarto de baño era realmente có­modo y no faltaba de nada. En los días que siguieron disfrutó de lar­gos baños en él, pero no se molestó en contemplarse en el espejo, tan ajena a sí misma se sentía.

CAPÍTULO
92



Días de conversaciones, a veces oyéndose a sí misma y pregun­tándose quién era aquella mujer que hablaba con un conocimien­to tan íntimo de sus pensamientos. Días de sueño, caldos espesos y tortillas.
Y un día el doctor Lecter dijo:
—Clarice, debes de estar harta de las batas y los pijamas. En el armario hay varías cosas que tal vez te gusten. Puedes ponértelas, aunque sólo si te apetece —y en el mismo tono añadió—: He pues­to tus cosas, el bolso, la pistola y la cartera, en el cajón de arriba de la cómoda, por si las necesitas.
—Gracias, doctor Lecter.
En el armario había ropa de todo tipo, vestidos, trajes chaque­ta, un brillante vestido de noche con la parte superior de cuentas. Los pantalones de cachemira y los jerséis la atraían. Eligió un con­junto de cachemira marrón claro y mocasines. En el cajón estaba su cinturón con la pistolera yaqui, vacía desde la pérdida de la 45, pero la funda del tobillo estaba allí, junto al bolso, con la pistola recor­tada. El cargador estaba repleto de gruesos cartuchos y la recámara, vacía, tal como solía llevarla en la pierna. Y allí estaba también el puñal para la bota, en su vaina. Dentro del bolso encontró las llaves del coche.
Starling era y no era ella misma. Cuando pensaba en todo lo ocurrido, era como si lo contemplara tras una barrera, y se veía a sí misma a distancia.
Se sintió feliz al ver su coche en el garaje cuando el doctor Lecter la acompañó afuera. Echó un vistazo a los limpiaparabrisas y decidió que debía cambiarlos.
—Clarice, ¿a que no sabes cómo nos siguieron los hombres de Mason hasta el aparcamiento del supermercado?
Starling se quedó mirando el techo del garaje, pensativa.
Le costó menos de dos minutos encontrar la antena atravesada entre los asientos traseros y el portaequipajes, y no tuvo más que se­guir el cable para encontrar la baliza.
La apagó y la llevó hasta la casa cogiéndola por la antena como hubiera podido llevar una rata sujeta por la cola.
—Buena calidad —dijo—. Muy moderno. Bastante bien insta­lado, también. Apostaría a que tiene las huellas del señor Krendler. ¿Puede darme una bolsa de plástico?
—¿Podrían localizarla desde un avión?
—Ahora ya está apagada. No podrían rastrearla con un avión a menos que Krendler haya admitido que la ha empleado. Y ya sabe que no lo ha hecho. Pero Mason sí podría hacerlo con su heli­cóptero.
—Mason está muerto.
—Vaya —dijo Starling—. ¿Podría tocar para mí?

CAPÍTULO
93



Paul Krendler osciló entre el fastidio y un pánico en aumen­to durante los días que siguieron a los asesinatos. Se las arregló para obtener informes directos del centro de operaciones local de Maryland.
Se sentía razonablemente a salvo en caso de una auditoría de los libros de Mason, porque el trasvase de dinero a su cuenta nu­merada disponía de una tapadera casi infalible en las Islas Caimán. Pero con Mason muerto, era un hombre con grandes planes y sin mecenas. Margot Verger sabía lo de su dinero, y que había com­prometido la seguridad de los expedientes del FBI sobre Lecter. Cruzaba los dedos para que tuviera la boca cerrada.
El monitor para la baliza del coche no se le iba de la cabeza. Lo había sacado del edificio de Ingeniería Electrónica de Quantico sin firmar la salida, pero su nombre figuraba en el libro de registro de visitas al edificio en esa fecha.
El doctor Doemling y el enorme enfermero, Barney, lo habían visto en Muskrat, pero sólo en un papel legítimo, hablando con Mason Verger sobre la mejor manera de atrapar a Hannibal Lecter.
El alivio general se produjo la cuarta tarde posterior a las muer­tes, cuando Margot Verger hizo escuchar a los investigadores del sheriff un mensaje grabado recientemente en su contestador auto­mático.
En el dormitorio, los policías escucharon en éxtasis la voz del demonio con los ojos sobre el lecho que Margot compartía con Judy. El doctor Lecter se regodeaba contando la agonía de Mason y aseguraba a su hermana que había sido extremadamente dolorosa y prolongada. Ella sollozó tapándose la cara con las manos, mientras Judy la sostenía por los hombros.
—Lo mejor es que no vuelva a oírlo —le aconsejó Franks sacán­dola de la habitación.
Con los buenos oficios de Krendler, el contestador fue traslada­do a Washington y un analizador de voz confirmó que se trataba de Lecter.
Pero el mayor alivio le llegó a Krendler en forma de llamada te­lefónica la noche de aquel cuarto día.
El comunicante no era otro que el congresista por Illinois Parten Vellmore.
Krendler había hablado con el político en contadas ocasiones, pero la voz le era familiar por sus apariciones en televisión. El sim­ple hecho de la llamada ya era tranquilizador; Vellmore estaba en el Subcomité Judicial de la Cámara y olía la mierda a kilómetros; hubiera huido de Krendler como de la peste si el ayudante del ins­pector general estuviera jodido.
—Señor Krendler, tengo entendido que conocía bien a Mason Verger...
—Así es, señor.
—Lo que ha ocurrido es vergonzoso. Ese sádico hijo de puta le había arruinado la vida a Mason, lo había mutilado, y ahora vuelve y lo mata. No sé si tiene conocimiento de ello, pero uno de mis electores murió también en esa tragedia. Johnny Mogli, que sirvió al pueblo de Illinois durante años en las fuerzas de la ley.
—No, señor, no tenía conocimiento de ello. Lo siento.
—La cuestión es, Krendler, que debemos mirar hacia adelante. El legado de filantropía de los Verger y su agudo interés por los asuntos públicos sobrevivirán. Trascienden la muerte de un hombre. He estado hablando con varias personas del distrito veintisiete y con la familia Verger. Margot Verger me ha puesto al corriente de que está usted interesado en el servicio público. Extraordinaria mujer. Tiene un innegable sentido práctico. Nos vamos a entrevistar muy pronto, una reunión informal y tranquila, para hablar de lo que po­demos hacer el próximo noviembre. Queremos que esté presente. ¿Cree que podrá encontrar un hueco en su agenda para asistir?
—Por supuesto, señor congresista. Sin la menor duda.
—Margot lo llamará para darle los detalles, será en los próxi­mos días.
Krendler colgó el auricular con el alivio pintado en el rostro.

El descubrimiento en el granero de la Colt 45 registrada a nom­bre del difunto John Brigham, y propiedad actual de Clarice Starling, como todo el mundo sabía, puso al Bureau en una situación realmente incómoda.
Starling figuraba como desaparecida, pero el caso no se estaba in­vestigando como secuestro, pues no quedaba nadie vivo para confir­mar que la habían raptado contra su voluntad. Ni siquiera se trataba de una agente que se hubiera ausentado del servicio activo. Starling era una agente suspendido cuyo paradero se desconocía. Se hizo circular un boletín con la matrícula y el número de identificación de su vehículo, pero no se hizo especial hincapié en la identidad del propietario.
Un secuestro exige de las fuerzas del orden muchos más esfuerzos que un caso de persona desaparecida. La clasificación puso tan rabio­sa a Mapp que escribió una carta de renuncia al Bureau; después lo pensó mejor y consideró preferible esperar y trabajar desde dentro.
Se dio cuenta de que iba una y otra vez a la parte de Starling en la casa para buscarla.
Mapp examinó el archivo VICAP de Lecter y los expedientes del Centro Nacional de Información sobre el Crimen y los encontró enloquecedoramente insustanciales, con adiciones puramente trivia­les: la policia italiana había conseguido por fin localizar el orde­nador de Lecter; al parecer, los carabinieri habían estado jugando a Super Mario en su sala de descanso. Para cuando los investigadores pulsaron la primera tecla, la máquina se había purgado a sí misma.
Mapp importunaba a cualquiera con influencia en el Bureau que se le pusiera a tiro desde que Starling había desaparecido.
Sus repetidas llamadas a casa de Jack Crawford no habían obteni­do respuesta. Llamó a la Unidad de Ciencias del Comportamiento y le dijeron que Crawford seguía ingresado en el Memorial Jefferson Hospital con fuertes dolores en el pecho. No quiso llamarlo allí. En el Bureau, él era el último ángel de la guarda que le quedaba a Starling.

CAPÍTULO

94



Starling había perdido la noción del tiempo. Por encima de los días y las noches estaban las conversaciones. Se oía hablar a sí mis­ma durante mucho tiempo, y también escuchaba.
A veces reía al escuchar sus propias confidencias, revelaciones sin malicia que antaño la hubieran mortificado. Las cosas que contó al doctor Lecter la sorprendían a menudo, y en algunos casos hubieran resultado desagradables para una sensibilidad normal; pero fueron auténticas en todo momento. Y el doctor Lecter también hablaba. En voz baja y uniforme. Expresaba interés y aliento, en ningún caso sorpresa ni censura.
Le habló de su niñez, de Mischa.
Algunas veces miraban juntos un mismo objeto brillante para ini­ciar sus conversaciones, casi siempre con una sola fuente de luz en la habitación. En cada sesión cambiaban de objeto brillante.
Ese día empezaron mirando el único reflejo en la pared de la tetera, pero conforme avanzaba el diálogo el doctor Lecter pre­sintió que se acercaban a una galería inexplorada de la mente de su compañera. Tal vez oía a seres sobrenaturales luchando al otro lado de un muro. Sustituyó la tetera con la hebilla de plata de un cinturón.
—Era de mi padre —dijo Starling dando una palmada como si fuera una niña.
—Sí —le confirmó el doctor Lecter—. Clarice, ¿te gustaría ha­blar con tu padre? Tu padre está aquí. ¿Te gustaría hablar con él?
—¡Mi padre está aquí! ¡Estupendo! ¡Sí!
El doctor Lecter puso las manos en los lados de la cabeza de Starling, sobre sus lóbulos temporales, capaces de proporcionarle todo lo que pudiera necesitar de su padre. Luego la miró profundamen­te a los ojos.
—Sé que prefieres hablar con él en privado. Ahora me iré. Si­gue mirando la hebilla, y dentro de unos minutos lo oirás llamar a la puerta. ¿De acuerdo?
—¡Sí! ¡Fantástico!
—Bien. Sólo tienes que esperar unos minutos.
La insignificante punzada de una aguja finísima, que ni siquiera hizo bajar la vista a Starling, y el doctor Lecter abandonó la habitación.
Ella se quedó mirando la hebilla hasta que oyó la llamada en la puerta, dos firmes golpes de nudillos, tras los cuales su padre apare­ció en el umbral tal como lo recordaba, alto, con el sombrero en las manos y el pelo húmedo y recién peinado, como cuando se sentaba a la mesa para cenar.
—¡Hola, cariño! ¿A qué hora se cena en esta casa?
No la había abrazado desde hacía veinticinco años, los que ha­bían transcurrido desde su muerte, pero cuando la recibió en su pecho los botones de perla de su camisa le produjeron la misma sensación de antaño, percibió los mismos olores a jabón fuerte y tabaco, volvió a sentir los latidos del enorme corazón de su padre.
—¿Cómo estás, pequeña? ¿Qué te pasa, corazón? ¿Es que te has caído?
Era igual que cuando la levantó del suelo del patio después de que ella se hubiera empeñado en cabalgar una cabra.
—Lo estabas haciendo muy bien hasta que la muy traidora ha dado ese respingo. Vamos a la cocina, a ver lo que encontramos.
Dos cosas en la mesa de la diminuta cocina de su infancia, un envoltorio de celofán de SNO BALLS y una bolsa de naranjas.
El padre de Starling abrió su navaja Barlow con la punta desmo­chada y peló un par de naranjas haciendo que la piel formara un largo rizo sobre el hule. Se sentaron en sillas con respaldo de trave­saños; él dividió las naranjas en cuatro y fue comiéndose un gajo y dándole otro a Starling. Ella escupía las semillas en la mano y las dejaba en la falda. Sentado seguía pareciendo muy alto, como John Brigham.
Su padre masticaba más por un lado que por otro, y uno de sus incisivos tenía una funda de metal blanco como era moda en la práctica de los odontólogos militares de los años cuarenta. Brillaba cuando se reía. Se comieron las dos naranjas y un SNO BALL cada uno, y se contaron unos cuantos chistes de los de «Llaman a la puerta y...». Starling había olvidado la maravillosa sensación del dulce y blando relleno bajo el coco. La cocina desapareció y se pu­sieron a hablar como dos adultos.
—¿Cómo van las cosas, cariño?
—Tengo muchos problemas en el trabajo.
—Ya lo sé. Son todos esos burócratas, corazón. No ha habido nunca un hatajo de sinvergüenzas más... grande. Nunca le has dis­parado a nadie por capricho.
—Ya lo sé. Pero hay otra cosa.
—No mentiste sobre lo que pasó...
—No, padre.
—Salvaste al niño.
—No sufrió el menor daño.
—Me sentí muy orgulloso.
—Gracias, padre.
—Cariño, tengo que irme. Ya hablaremos.
—¿No puedes quedarte?
Posó la mano en la cabeza de Starling.
—Nunca podemos quedarnos, hija. Nadie puede quedarse donde le gustaría.
La besó en la frente y salió de la habitación. Podía ver el agujero de bala en el sombrero mientras él le decía adiós con la mano, alto en el vano de la puerta.

CAPITULO
95



Era evidente que Starling quería a su padre tanto como se pueda querer a otra persona, y no hubiera vacilado en enfrentarse a cualquiera que intentara mancillar su recuerdo. No obstante, en con­versación con el doctor Lecter, bajo la influencia de una potente droga hipnótica, le contó lo siguiente:
—A pesar de todo, me cabrea lo que hizo. Quiero decir: ¿qué pin­taba él detrás de un puto drugstore en mitad de la noche? ¿Por qué tuvo que toparse con aquellos dos yonquis que lo mataron? Vació su vieja escopeta y se quedó indefenso. Ellos no valían una mier­da, pero pudieron con él. No sabía lo que estaba haciendo. Nunca aprendió nada.
Le hubiera gustado abofetear a alguien mientras lo decía.
El monstruo se recostó una miera en su asiento. «Ah, por fin he­mos llegado al meollo de la cuestión. Tanto recuerdo de colegiala empezaba a empalagarme.»
Starling intentó balancear las piernas bajo el asiento como una niña, pero le habían crecido demasiado.
—Tenía aquel trabajo, iba a donde le decían y hacía lo que le mandaban, salía de ronda con aquel maldito reloj de vigilante, hasta que lo mataron. Y mamá tuvo que lavar la sangre de su sombrero para enterrarlo con él. ¿Vino alguien a casa? Nadie. Después bien po­cos SNO BALLS hubo, ya se lo puede creer. Mamá y yo, limpiando habitaciones de motel. La gente que dejaba condones usados en las mesillas. Lo mataron y nos dejó solas porque era un jodido estúpido. Tenia que haberles dicho a los soplapollas del Ayuntamiento que se metieran el trabajo donde les cupiera.
Cosas que jamás habría dicho, cosas proscritas en la superficie de su cerebro.
Desde el comienzo de su relación, el doctor Lecter la había provocado llamando a su padre «el vigilante nocturno». Ahora se transformó en Lecter, el protector de la memoria paterna.
—Clarice, él nunca deseó otra cosa que tu bienestar y tu felicidad.
—Pon las buenas intenciones en una mano y la mierda en la otra, a ver cuál de las dos se llena antes —le espetó.
Aquella expresión del orfanato hubiera debido resultarle espe­cialmente chabacana viniendo de una mujer tan atractiva, pero el doctor Lecter parecía complacido, incluso satisfecho.
—Clarice, quiero pedirte que me acompañes a otra habitación —dijo—. Tu padre te ha hecho una visita, que ha dependido de ti. Ya has visto que, a pesar de tu intenso deseo de que se quedara contigo, no ha podido. Él te ha visitado a ti. Ahora te ha llegado el momento de visitarlo a él.
Un largo pasillo hacia una habitación de invitados. La puerta es­taba cerrada.
—Espera un momento, Clarice —le pidió el doctor, y entró. Starling se quedó en el pasillo con la mano en el pomo y oyó el roce de una cerilla.
El doctor Lecter abrió la puerta.
—Clarice, sabes que tu padre está muerto. Lo sabes mejor que nadie.
—Sí.
—Entra y míralo.
Los huesos de su padre estaban en una de las dos camas gemelas, y el contorno del tórax y los huesos largos destacaban bajo la sábana blanca, como el ángel de nieve de un niño.
El cráneo, que habían dejado limpio los diminutos carroñeros oceánicos de la playa del doctor Lecter, reseco y blanco, descansa­ba sobre el almohadón.
—¿Dónde está su estrella, Clarice?
—Se la quedó el condado. Dijeron que valía siete dólares.
—Esto es él, esto es todo lo que queda de él. A esto lo ha re­ducido el tiempo.
Starling miró los huesos. Se dio la vuelta y dejó el cuarto con viveza. No era una retirada, y Lecter no la siguió. Esperó en la semioscuridad. No tenía miedo, pero la oyó volver con los oídos tan alerta como los de una cabra atada a una estaca. Algo metálico y brillante en la mano de la mujer. Una insignia, la placa de John Brigham. La puso sobre la sábana.
—¿Qué te importa una insignia, Clarice? Le hiciste un agujero de bala a una en el granero.
—A él le importaba más que ninguna otra cosa. Eso fue todo lo que aprendió.
La última palabra salió distorsionada de su boca, que se curvó ha­cia abajo. Cogió el cráneo de su padre y se sentó en la otra cama, mientras lágrimas calientes le afloraban a los ojos y resbalaban por las mejillas.
Como una criatura, cogió el faldón de su jersey, se lo llevó a la cara y sollozó; las amargas lágrimas golpeteaban en la parte supe­rior del cráneo, que reposaba en su regazo con el diente enfundado reluciendo.
—Quiero a mi papá, fue tan bueno conmigo como supo. Fue la mejor época de mi vida.
Y era cierto, no menos cierto que antes de que dejara fluir su cólera.
Cuando el doctor Lecter le dio un pañuelo de papel, se limitó a cogerlo y apretarlo en el puño, y fue él quien le secó la cara.
—Clarice, voy a dejarte a solas con estos restos. Restos, Clarice. Si gritas tu dolor dentro de esas órbitas, no te contestará nadie —puso las manos sobre las sienes de Starling—. Lo que necesitas de tu padre está aquí, en tu cabeza, y sometido a tu juicio, no al suyo. Ahora te dejaré sola. ¿Quieres que deje las velas?
—Sí, por favor.
—Cuando salgas, trae sólo lo que necesites.
La esperó en la sala, ante el fuego. Pasó el rato tocando su theremin, moviendo las manos en el campo electrónico para crear la mú­sica, haciendo planear las manos que había puesto en la cabeza de Clarice Starling como si estuviera dirigiendo la música. Adivinó que ella estaba de pie a sus espaldas momentos antes de acabar la me­lodía.
Cuando se volvió, vio que su sonrisa era suave y triste, y que tenía las manos vacías.

El doctor Lecter siempre buscaba un patrón.
Sabía que, como toda criatura sensible, a partir de sus experien­cias tempranas Starling había creado matrices, estructuras mediante las cuales comprendía las percepciones posteriores.
Cuando habló con ella a través de los barrotes de su celda del manicomio, hacía ya tantos años, descubrió una de las más impor­tantes para Starling, la matanza de los corderos y los caballos en el rancho que fue su hogar adoptivo. El sufrimiento de aquellos anima­les la había dejado marcada para siempre.
El aguijón que la había estimulado durante su obsesiva y vic­toriosa persecución de Jame Gumb no había sido otro que el su­frimiento de su víctima.
No era otro el motivo por el que lo había salvado a él de la tortura.
Estupendo. Comportamiento según un patrón.
Buscando como siempre la reproducción de roles, el doctor Lecter llegó a la conclusión de que Starling había visto en John Brigham las cualidades positivas de su padre; además de heredar las virtudes paternas, el infortunado Brigham había sido investido con el tabú del incesto. Brigham, y probablemente Crawford, tenían los buenos atributos del padre. ¿Dónde estaban los malos?
El doctor Lecter buscaba el resto de aquella matriz partida. Me­diante drogas y técnicas de hipnosis elaboradas por su experiencia terapéutica, estaba descubriendo en la personalidad de la mujer no­dulos duros y resistentes, como nudos en la madera, y antiguos re­sentimientos tan inflamables como la resina.
Dio con escenas de implacable brillantez, muy antiguas pero cui­dadas con mimo y llenas de detalles, que hacían relampaguear una ira primaria a través del cerebro de Starling, como rayos recorrien­do la masa de cúmulos que precede a una tormenta.
La mayor parte tenían que ver con Paul Krendler. El resentimien­to por las injusticias reales que había sufrido a manos de aquel indi­viduo estaba cargado con la cólera que sentía hacia su padre y que nunca podría reconocer. Nunca podría perdonarle que hubiera muerto. Había abandonado a su familia, había dejado de pelar na­ranjas en la cocina. Había condenado a la madre al plumero y la fre­gona. Había dejado de estrechar a Starling contra su pecho con su enorme corazón retumbando como el de Hannah cuando yegua y muchacha cabalgaron hacia la noche.
Krendler era el icono del fracaso y la frustración. La persona más a propósito para cargar con las culpas. Pero ¿sería ella capaz de desafiarlo? ¿O tenía Krendler, y cualquier otra autoridad o tabú, el poder suficiente para confinar a Starling en lo que el doctor Lecter consideraba una vida insignificante y falta de horizontes?
Pero habia un signo de esperanza. Aunque estaba marcada por la insignia, Clarice era capaz de agujerear una de un disparo y matar a su portador. ¿Por qué? Porque había decidido actuar, había iden­tificado a quien la llevaba con un criminal y emitido la sentencia, sobreponiéndose al tabú que la estigmatizaba. Flexibilidad poten­cial. La corteza cerebral gobernaba. ¿Significaba aquello que dentro de Starling había sitio para Mischa? ¿O era tan sólo una buena cua­lidad más del sitio que Starling tendría que desalojar?

CAPÍTULO

96



Barney, de regreso a su apartamento de Baltimore, de vuelta a su rutinario trabajo en el Misericordia, tenía el turno de tres a once. Se detuvo para comer un plato de sopa en un bar que le cogía de camino y poco antes de medianoche entró en el apartamento y encendió la luz.
Ardelia Mapp estaba sentada a la mesa de la cocina. Apuntaba una pistola negra semiautomática al centro de su rostro. Por la boca del cañón, Barney calculó que se trataba de un calibre 40.
—Siéntate, enfermera —le ordenó Mapp. Tenía la voz ronca y los ojos color naranja alrededor de las negras pupilas—. Pon una silla en aquel rincón, inclínala contra la pared y siéntate.
Lo que más lo asustó no fue el enorme quitapenas que empuña­ba, sino la otra pistola, posada en el tapete individual que la mujer tenía ante sí. Era una Colt Woodsman 22 con una botella de plás­tico, como silenciador, sujeta al cañón con cinta aislante.
La silla crujió bajo el peso de Barney.
—Si se parten las patas no vaya a dispararme, yo no tengo la culpa —le dijo.
—¿Sabes algo de Clarice Starling?
—No.
Mapp cogió la pistola de pequeño calibre.
—Mira, tío, no he venido aquí para jugar a médicos contigo. En cuanto me huela que me estás mintiendo, enfermera, te pinto la cocina de rojo, ¿te enteras?
—Sí —Barney se dio perfecta cuenta de que no fanfarroneaba.
—Voy a preguntártelo otra vez. ¿Sabes algo que pudiera ayudar­me a encontrar a Clarice Starlíng? En la oficina de correos aseguran que te mandaron la correspondencia a la choza de Mason durante un mes. ¿Qué coño significa eso, Barney?
—Trabajé allí. Cuidaba a Mason Verger, y también le conté lo que sabía sobre Lecter. No me gustó el sitio y me largué. Mason era bastante hijo de puta.
—Starling ha desaparecido.
—Lo sé.
—Puede que se la llevara Lecter, o puede que se la comieran los cerdos. Si hubiera sido él, ¿qué le habría hecho?
—Voy a ser completamente sincero: no lo sé. Ayudaría a Star­ling si pudiera. ¿Por qué no iba a hacerlo? A mí ella siempre me ha caído bien, y además iba a conseguir que borraran mis anteceden­tes. Busque en sus informes o en sus notas, o...
—Ya lo he hecho. Quiero que entiendas una cosa, Barney. Ésta es una oferta única. Si sabes algo, más te vale que me lo digas ahora. Si descubro alguna vez, da igual dentro de cuánto tiempo, que te guardaste algo que podría haberme ayudado, volveré aquí y esta pistola será lo último que veas. Te la meteré por tu asqueroso culo negro. ¿Te has enterado?
—Sí.
—¿Sabes alguna cosa?
—No.
El silencio más largo que Barney pudiera recordar.
—Quédate ahí bien sentadito hasta que me haya ido.
A Barney le costó hora y media dormirse. Se quedó tumbado mirando el techo, con la frente, ancha como la de un delfín, a ratos perlada de sudor, a ratos seca. Barney pensaba en futuras visitas. Antes de apagar la luz, entró en el cuarto de baño y cogió un es­pejo de acero inoxidable de su estuche de aseo, uno de sus recuer­dos del cuerpo de marines.
Fue a la cocina, abrió el cajetín de los fusibles y pegó el espejo en el interior de la tapa.
Era todo lo que podía hacer. Pataleó en sueños como hacen los perros.
Al finalizar la siguiente jornada laboral, se llevó a casa una bolsita de las que entregaban a las mujeres violadas.

CAPÍTULO
97



El doctor Lecter no podía mejorar mucho la casa del alemán conservando el mobiliario. Las flores y los biombos ayudaban. Los toques de color producían efectos sorprendentes sobre los muebles macizos y la oscuridad del techo; era un contraste antiguo y sobrecogedor, como el de una mariposa posada en la manopla de una ar­madura.
Según todas las evidencias, su lejano casero tenía una fijación con Leda y el Cisne. El bestial acoplamiento estaba representado en no menos de cuatro bronces de distinta calidad, el mejor de los cuales era una reproducción de Donatello, y en ocho pinturas. Una de ellas, la debida a Anne Shingleton, le encantaba por su extraordi­naria precisión anatómica y su calenturienta versión de la jodienda. Las otras las cubrió con sábanas, y también la horrible colección de bronces cinegéticos del alemán.
A primera hora de la mañana el doctor Lecter puso la mesa para tres personas con sumo cuidado, la observó desde distintos ángulos con un dedo apoyado en una aleta de la nariz, movió los candela­bros un par de veces y sustituyó los tapetes individuales de damasco por un mantel pequeño con el fin de reducir a un tamaño más ade­cuado la enorme mesa oval.
El oscuro y amenazador bufete dejaba de parecerse a un porta­aviones al ponerle encima piezas de servicio altas y relucientes calentadores de cobre. Además, el doctor Lecter había abierto varios cajones y los había llenado de flores para conseguir un efecto de jar­dines colgantes.
Se dio cuenta de que había demasiadas flores en la habitación, y decidió que convenía añadir más para corregir el efecto. Dema­siado era demasiado, pero más que demasiado estaba bien. Dispuso dos centros de mesa florales: un montículo bajo de peonías blancas como SNO BALLS en una bandeja de plata y un amplio y alto ramo de apretadas campanillas de Irlanda, lirios holandeses, orquídeas y tulipanes papagayo que ocultaban la parte vacía de la mesa y crea­ban un espacio más íntimo.
La cristalería se alzaba ante los platos como una pequeña tormen­ta de hielo, pero la cubertería de plata estaba en un calentador es­perando ser llevada a la mesa en el último momento.
Como cocinaría el primer plato en la mesa, dejó preparados los infiernillos de alcohol y dispuso a su alrededor el fait-tout de cobre, la sartén, la sartén para salteados, los condimentos y la sierra para autopsias.
Podría coger más flores a la vuelta. Clarice Starling no se inquie­tó cuando le dijo que iba a salir. El doctor le sugirió que siguiera durmiendo.

CAPÍTULO

98



En la tarde del quinto día después de los asesinatos, Barney aca­baba de afeitarse y estaba frotándose las mejillas con alcohol cuando oyó pasos en las escaleras. Casi era la hora de salir hacia el trabajo. Unos nudillos aporreando la puerta. Margot Verger estaba en el descansillo. Llevaba un bolso grande y una pequeña mochila. Pare­cía cansada.
—Hola, Barney.
—Hola, Margot. Pasa.
Le ofreció una silla ante la mesa de la cocina.
—¿Quieres una Coca?
Entonces recordó que habían encontrado a Cordell con la cabeza metida en el frigorífico, y lamentó el ofrecimiento.
—No, gracias —respondió.
Se sentó a la mesa frente a ella. La mujer recorrió sus brazos con la mirada como si fuera un culturista rival, y luego volvió a mirarlo a la cara.
—¿Estás bien, Margot?
—Eso creo —respondió.
—Parece que no tienes de qué preocuparte, al menos por lo que he leído.
—A veces recuerdo nuestras conversaciones, Barney. Y me ha dado por pensar que tal vez tuviera noticias tuyas cualquier día de éstos.
Barney se preguntó dónde llevaría el martillo, si en el bolso o en la mochila.
—Sólo las tendrías si alguna vez me apetece saber qué tal te va, si es que te parece bien. No porque quisiera meter las narices en nada. Margot, yo te aprecio.
—Ya me conoces, Barney, nunca me han gustado los cabos suel­tos. Y no es que tenga nada que ocultar...
En ese momento Barney supo que había conseguido el semen. Cuando el embarazo se anunciara, si es que se producía, Margot tendría motivos para preocuparse por él.
—Quiero decir que su muerte fue un regalo de Dios, no pienso mentir al respecto.
La velocidad con que hablaba sugirió a Barney que estaba inten­tando tomar impulso.
—Creo que sí quiero una Coca —dijo Margot.
—Antes de que te la traiga, déjame que te enseñe una cosa que tengo para ti. Créeme, puedo tranquilizarte por completo y no te costará un dólar. Es un segundo. No te vayas.
Cogió un destornillador de una lata llena de herramientas que había en la encimera. Consiguió hacerlo sin darle la espalda.
En una pared de la cocina había lo que parecían dos cajetines de fusibles. En realidad uno de ellos había reemplazado al otro al cam­biar la instalación y sólo el de la derecha estaba en servicio.
Al encararlos Barney no tuvo más remedio que dar la espalda a Margot. Abrió el de la izquierda tan deprisa corno pudo. Ahora podía verla por el espejo empotrado en la tapa. Ella metió la mano en el bolso grande. La metió, pero no la sacó.
Después de desenroscar los cuatro tornillos, Barney pudo quitar el panel desconectado. Tras él había un hueco en el muro.
Metió la mano con cuidado y sacó una bolsa de plástico.
Percibió un alto en la respiración de Margot cuando extrajo de la bolsa el objeto que contenía. Era un rostro tan famoso como brutal: la máscara que ponían al doctor Lecter en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore para impedir que mordiera a alguien. Aquel era el último y más valioso artículo del botín de recuerdos de Lecter que Barney conservaba.
—¡Guau! —dijo Margot.
Barney depositó la máscara en la mesa, boca abajo sobre un papel encerado, bajo la brillante lámpara de la cocina. Sabía que al doctor Lecter nunca le habían permitido limpiarla. La saliva seca estaba incrustada en la parte interior de la abertura para la boca. En uno de los remaches que fijaban las correas a la máscara había tres pelos arrancados de raíz.
Un vistazo a Margot le permitió comprobar que la mujer estaba pendiente del objeto.
Barney sacó la bolsita para mujeres violadas del armario de la cocina. Contenía bastoncillos de algodón, agua esterilizada, gasas y frascos de pildoras vacíos.
Con infinito cuidado limpió las escamas de saliva con un baston­cillo húmedo. Metió el bastoncillo en uno de los frascos. Arrancó los cabellos de la máscara y los guardó en otro.
Imprimió el pulgar en la parte pegajosa de dos trozos de cinta ad­hesiva dejando una huella dactilar nítida en ambas ocasiones, y selló los tapones de los frascos. Los metió en la bolsita y se los entregó a Margot.
—Supongamos que me meto en algún lío, pierdo la cabeza e in­tento sacarte pasta. Pongamos que intentara contar a la policía algu­na historia tuya para librarme de unos cuantos cargos. Ahí tienes pruebas de que fui al menos un cómplice en la muerte de Mason Verger, y hasta puede que lo hiciera todo yo solo. Como mínimo te habría proporcionado el ADN.
—Te concederían la inmunidad para que me traicionaras.
—Por complicidad, tal vez. Pero no por tomar parte físicamen­te en un asesinato tan sonado. Me prometerían inmunidad como cómplice y después me joderían en cuanto se figuraran que había par­ticipado. Estaría jodido para siempre. Lo tienes ahí, entre tus manos.
Barney no estaba seguro de lo que decía, pero sonaba bien.
Además, Margot tenía la posibilidad de colocar el ADN de Lecter en la ficha con los antecedentes de Barney en caso de necesi­dad, y ambos lo sabían.
Se lo quedó mirando con sus brillantes ojos azules de carnicera durante unos instantes que a Barney le parecieron eternos.
Luego dejó la mochila sobre la mesa.
—Aquí dentro hay un montón de dinero —dijo—. Suficiente para ver todos los Vermeer del mundo. Una vez —parecía un fanto aturdida, y extrañamente feliz—. Tengo el gato de Franklin en el coche, he de irme. Franklin, su madre adoptiva, su hermana Shirley, un tipo llamado Stringbean y Dios sabe cuánta gente más van a venir a Muskrat en cuanto el crío salga del hospital. Me ha cos­tado cincuenta dólares conseguir el puto gato. Estaba viviendo en la casa de sus antiguos vecinos con un nombre falso.
No guardó la bolsita de plástico en el bolso. Se la llevó en la mano libre. Barney supuso que prefería no enseñarle las otras opciones que contenía el bolso.
—¿Crees que me merezco un beso? —le preguntó Barney en la puerta.
Ella se puso de puntillas y le dio un beso rápido en los labios.
—Tendrás que conformarte con eso —dijo Margot, muy formal. Las escaleras crujieron mientras bajaba.
Barney cerró la puerta con llave y se quedó varios minutos con la frente apoyada contra la frescura del frigorífico.

CAPÍTULO
99



Al despertarse, Starling oyó lejana música de cámara y aspiró los penetrantes olores de la cocina. Se sentía como nueva y con ape­tito. Un golpecito en la puerta, y el doctor Lecter entró vestido con pantalones oscuros, camisa blanca y una corbata inglesa. Le traía un vestido largo en una bolsa y un cappuaino caliente.
—¿Has dormido bien?
—De miedo, gracias.
—El chef me comunica que comeremos en hora y media. Los cócteles se servirán dentro de una hora; ¿le parece bien a la señora? He pensado que tal vez te guste esto; mira a ver cómo te está —dijo el doctor Lecter; luego colgó la bolsa en el armario y salió sin hacer ruido.
Starling no miró en el armario hasta después de darse un lar­go baño, pero cuando lo hizo se sintió muy complacida. Encon­tró un vestido largo de seda color crema, con un escote estrecho pero profundo, debajo de una exquisita chaqueta adornada con cuentas.
En el tocador había un par de pendientes con colgantes de esme­raldas pulidas pero sin tallar. Las piedras despedían un intenso fuego verde a pesar de no tener facetas.
El pelo nunca le había dado problemas. Físicamente se sentía muy cómoda con aquella ropa. Aunque no estaba acostumbrada a vestir con tanta elegancia, no se entretuvo ante el espejo; se limitó a mi­rarse en él para comprobar que todo estaba en su sitio.
El casero alemán había hecho construir unas chimeneas despro­porcionadas. En la sala de estar ardía un único tronco enorme cuan­do Starling se acercó a la calidez del hogar haciendo suspirar la seda.
Música proveniente del clavicémbalo de un rincón. Sentado al instrumento, el doctor Lecter, en esmoquin.
El doctor alzó los ojos y, al verla, contuvo el aliento. Sus manos también se detuvieron, abiertas sobre el teclado. Las notas del cla­vicémbalo apenas duran y, en el repentino silencio de la sala, Starling pudo oírlo inspirar.
Ante el fuego los esperaban dos copas. Lillet con una rodaja de naranja. El doctor se acercó a cogerlas y le tendió una.
—Aunque pudiera verte cada día, siempre recordaría este mo­mento —le dijo él, mientras sus oscuros ojos la envolvían.
—¿Cuántas veces me ha visto, que yo no sepa?
—Sólo tres.
—Pero aquí...
—Esto está fuera del tiempo, y lo que haya podido ver mientras cuidaba de ti no compromete tu intimidad. Está guardado en el lugar que le corresponde, con las mediciones de tu temperatura y tu tensión arterial. Aunque tengo que confesarte que es un placer verte dormida. Eres muy hermosa, Clarice.
—El aspecto es un accidente, doctor Lecter.
—Si el atractivo fuera un premio a los merecimientos, seguirías siendo hermosa.
—Gracias.
—No me des las gracias.
Un movimiento imperceptible de la cabeza le bastó para expre­sar su incomodidad tan bien como si hubiera arrojado la copa al fuego.
—Lo he dicho como lo siento —aseguró Starling—. ¿Hubiera preferido que dijera «Me alegro de que me vea así»? Hubiera sido más original, e igual de cierto.
Starling se llevó la copa a los labios bajo su tranquila mirada de campesina, que no ocultaba nada.
En ese momento el doctor Lecter comprendió que, a pesar de todos sus conocimientos y su perspicacia, nunca sería capaz de pre­decir sus reacciones totalmente, o de poseerla por completo. Podía alimentar la oruga, podía susurrar a través de la crisálida, pero lo que surgiera después obedecería a su propia naturaleza y estaría fuera de su control. Se preguntó si llevaría la 45 en la pierna, bajo el vestido.
Clarice Starling le sonrió, las esmeraldas captaron el resplandor de la chimenea y el monstruo, desarmado, se felicitó por su exquisito gusto y su astucia.
—Clarice, la cena llama al gusto y al olfato, los sentidos más anti­guos y los más próximos al centro de la mente. El gusto y el olfato tienen su asiento en zonas de la mente que preceden a la piedad, y la piedad no tiene cabida en mi mesa. Al mismo tiempo, las ceremo­nias, imágenes y conversaciones de la cena juegan en la cúpula de la corteza cerebral como milagros pintados en el techo de una iglesia. Puede ser mucho más atractivo que el teatro —acercó su rostro al de ella y leyó en sus ojos—. Quiero que comprendas qué riquezas aportas tú a todo eso, y cuáles son tus títulos. Clarice, ¿has observado tu reflejo últimamente? Me parece que no. Dudo que lo hayas hecho alguna vez. Ven al vestíbulo, ponte ante el espejo de cuerpo entero.
El doctor Lecter cogió un candelabro del mantel.
—Mira, Clarice. Esa imagen encantadora eres tú. Esta noche vas a verte desde una cierta distancia durante un rato. Verás lo que es justo, verás lo que es verdadero. Nunca te ha faltado el coraje para decir lo que pensabas, pero las restricciones te impedían ver claro. Te lo diré una vez más, la piedad no tiene cabida en esta mesa.
»Si oyes cosas que pudieran resultarte desagradables, enseguida te darás cuenta de que el contexto puede hacer de ellas algo entre absurdo e irresistiblemente cómico. Si se dicen cosas dolorosamente ciertas, comprenderás que son verdades pasajeras que cambiarán —el doctor Lecter tomó un sorbo de su copa—. Si sientes que el dolor germina dentro de ti, no tardará en florecer convertido en alivio. ¿Me comprendes?
—No, doctor Lecter, pero recordaré todo ese rollo sobre la jodida autosuperación. Ahora me gustaría disfrutar de una cena agradable.
—Eso, te lo prometo —dijo el doctor sonriendo, una visión capaz de poner los pelos de punta a muchos.
Ninguno de los dos volvió la vista hacia la imagen de la mujer en el cristal, que se había empañado; se miraron mutuamente entre las brillantes llamas del candelabro mientras el espejo los miraba a ambos.
—Mira, Clarice.
Ella contempló las rojas chispas que giraban en la profundidad de sus ojos y sintió la impaciencia de un niño que avizora una feria lejana.
El doctor Lecter buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó una je­ringuilla con la aguja tan fina como un cabello y, sin mirar, guiándo­se sólo por el tacto, la hundió en el brazo de la mujer. Cuando la extrajo, la diminuta herida ni siquiera sangró.
—¿Qué estaba tocando cuando entré?
Si el amor nos gobernara.
—¿Es muy antiguo?
—Enrique VIII la compuso hacia 1510.
—¿La tocará para mí? —le pidió—. ¿La acabará ahora?

CAPÍTULO

100



La brisa que produjeron al entrar en el comedor agitó las llamas de las velas y los calentadores. Starling no había visto aquella sala más que de pasada y era maravilloso contemplar la transformación. Brillante, acogedora. La esbelta cristalería reflejaba las llamas de las velas sobre la mantelería color crema, y una pantalla de flores crea­ba un espacio íntimo y lo aislaba del resto de la gran mesa.
El doctor Lecter había sacado la plata de los calentadores poco antes y cuando Starling se puso a juguetear con sus cubiertos per­cibió un calor parecido a la fiebre en el mango del cuchillo.
El doctor le sirvió vino y un pequeño amuse-gueule como entran­te, una sola ostra Belon y una porción de embutido; luego entretu­vo la espera ante media copa de vino, admirando a Starling en el marco de la mesa que había decorado.
La altura de los candelabros era perfecta. Las llamas iluminaban las profundidades del escote y el vestido no tenía mangas que vigilar.
—¿Qué comeremos?
Él se llevo un dedo a los labios.
—Nunca preguntes, estropea la sorpresa.
Hablaron de la mejor manera de cortar plumas de cuervo y de su efecto sobre el sonido del clavicémbalo, y por un instante ella se acordó del cuervo que le robó a su madre los productos de limpie­za en el balcón de una habitación de motel. Contemplándolo desde cierta distancia, juzgó el recuerdo irrelevante en un momento tan agradable, y lo apartó de su mente.
—¿Tienes hambre?
—¡Sí!
—Entonces, vamos con el primer plato.
El doctor Lecter cogió una bandeja del bufete y la colocó en la mesa; luego acercó un carrito que transportaba sus sartenes, infier­nillos y pequeños cuencos de cristal con los condimentos.
Encendió los infiernillos, echó un buen pedazo de manteca de Charente en la fait-tout de cobre y la hizo girar para que se derri­tiera y adquiriera la tonalidad avellana de una beurre-noisette. Luego la retiró del fuego y la dejó sobre un salvamanteles de metal.
Sonrió a Starling dejando ver sus dientes inmaculados.
—Clarice, ¿recuerdas lo que hemos dicho sobre comentarios agra­dables y desagradables, y sobre cosas que en su debido contexto re­sultan divertidas?
—Esa mantequilla huele de maravilla. Lo recuerdo, sí.
—Y ¿recuerdas a la persona que has visto en el espejo, y lo es­pléndida que parecía?
—Doctor Lecter, no se lo tome a mal, pero esto empieza a pare­cerse a Dick and Jane* Lo recuerdo perfectamente.
—Estupendo. El señor Krendler nos va a acompañar durante el primer plato.
El doctor Lecter cogió el centro de mesa grande y lo dejó sobre el bufete.



* Popular libro de texto con el que los niños norteamericanos aprendían a leer hasta no hace mucho. Los protagonistas son una niña y un niño que conversan con la ingenuidad que cabe suponer. (N. del T.)
El ayudante del inspector general, Paul Krendler en carne y hue­so, estaba sentado a la mesa en un sillón de roble macizo. Krendler abrió los ojos de par en par y miró a su alrededor. Tenía puesta la cinta para el pelo que usaba cuando corría y un elegante esmoquin funerario, con la camisa y la corbata cosidas a la chaqueta. Como el traje estaba abierto por la parte de atrás, al doctor Lecter no le ha­bía costado mucho ponérselo de forma que ocultara los metros de cinta aislante que lo sujetaban al sillón.
Puede que los párpados de Starling se movieran un milímetro y que sus labios se contrajeran imperceptiblemente, como solían hacer en la galería de tiro.
A continuación el doctor Lecter cogió un par de pinzas de plata del bufete y arrancó la cinta que amordazaba a Krendler.
—Buenas noches otra vez, señor Krendler.
—Buenas noches.
Krendler no parecía el de otras veces. Su servicio de mesa tenía una pequeña sopera.
—¿No le gustaría dar las buenas noches a la señorita Starling?
—Hola, Starling —dijo, y pareció animarse—. Siempre deseé ver­te comer.
Starling lo consideró a distancia, como hubiera hecho el viejo y sabio espejo de cuerpo entero.
—Hola, señor Krendler —lo saludó, y volvió la mirada hacia el doctor Lecter, que seguía atareado con sus sartenes—. ¿Cómo ha conseguido capturarlo?
—El señor Krendler se dirige a una importante entrevista rela­cionada con su futuro en la política —dijo el doctor Lecter—. Margot Verger lo ha invitado como un favor hacia mí. Algo así como un toma y daca. El señor Krendler trotaba hacia la pista para helicópteros del parque Rock Creek para subir al de los Verger. Pero en lugar de eso ha decidido dar un paseíto conmigo. ¿Le gustaría bendecir la mesa antes de que cenemos, señor Krendler? ¿Señor Krendler?
—¿Bendecir la mesa? Sí, claro —Krendler cerró los ojos—. Padre, te damos las gracias por los alimentos que estamos a punto de re­cibir, y los dedicamos a Tu servicio. Starling es una chica dema­siado mayor para estar jodiendo con su padre, por más que sea del sur. Por favor, perdónala por ello y empújala a mi servicio. En el nombre de Cristo, amén.
Starling observó que el doctor Lecter mantenía los ojos piadosa­mente cerrados durante la oración.
—Paul —dijo Starling, que se sentía tranquila y rápida de refle­jos—, tengo que reconocer que el apóstol Pablo no lo hubiera hecho mejor. Odiaba a las mujeres tanto como usted.
—Esta vez la has cagado del todo, Starling. Nunca te readmitirán.
—¿Era una oferta de trabajo lo que ha colado en la bendición? Nunca había visto semejante tacto.
—Voy a ir al Congreso —Krendler sonrió desagradablemente—. Acércate por el cuartel general de la campaña, tal vez encuentre algo para ti. Podrías ser chica de oficina. ¿Sabes escribir a máquina y lle­var un archivo?
—Por supuesto.
—¿Y escribir al dictado?
—Utilizo un programa de reconocimiento de voz —replicó Star­ling, y continuó en tono más serio—: Si me perdona por hablar de negocios en la mesa, no es usted lo bastante rápido para colarse en el Congreso. Jugar sucio no basta para compensar una inteligencia de segunda. Duraría más como chico de los recados de un mafioso.
—No nos espere, señor Krendler —le urgió el doctor Lecter—. Vaya probando el caldo antes de que se enfríe —y levantó el potager, de cuya tapa sobresalía una pajita, hacia los labios de Krendler.
—Esta sopa no está buena —se quejó Krendler poniendo cara de asco.
—En realidad tiene más de infusión de perejil y tomillo que de otra cosa —le explicó el doctor—, y es más para nosotros que para usted. Sorba un poco más y déjelo circular.
Starling parecía sopesar algo remedando con las manos los pla­tillos de la Justicia.
—¿Sabe, señor Krendler? Cada vez que usted me miraba de sos­layo, tenía la incómoda sensación de que había hecho algo para me­recerlo —movió las palmas arriba y abajo muy seria, como si estu­viera haciendo pasar un Muelle Mágico de una a otra—. Y no lo merecía. Cada vez que escribía algo negativo en mi expediente, conseguía hacerme daño y que me sintiera culpable. Dudaba de mí misma un momento, e intentaba aliviarme ese picor insidioso que no dejaba de decirme: «Papá sabe lo que te conviene».
»Pero usted no sabe lo que me conviene, señor Krendler. De he­cho, no sabe nada de nada —Starling bebió un sorbo del excelen­te borgoña blanco, y se volvió hacia el doctor Lecter—: Me encanta este vino. Pero creo que deberíamos sacarlo de la cubitera —y se volvió, como una anfítriona atenta, hacia el invitado—. Siempre será usted un... patán, y carente de atractivo —dijo con un tono bené­volo—. Y ya hemos hablado bastante de usted en esta mesa tan agradable. Ya que es el invitado del doctor Lecter, espero que dis­frute de la cena.
—Pero ¿quién eres tú? —dijo Krendler—. Tú no eres Starling. Tienes la misma mancha en la cara, pero no eres Starling.
El doctor Lecter echó cebollinos a la mantequilla caliente y dora­da y en el instante en que el aroma empezó a flotar en el aire añadió alcaparras desmenuzadas. Sacó la sartén del fuego y puso en su lugar la sartén para salteados. Cogió un gran cuenco de cristal con agua helada y una bandeja de plata y los dejó al lado de Krendler.
—Tenía planes para esa boquita tan grande —dijo Krendler—, pero ya no te contrataré en la vida. ¿Quién crees que te dará trabajo ahora?
—No espero que cambie completamente de actitud, como hizo el otro Pablo, señor Krendler —dijo el doctor Lecter—. No lo veo en el camino de Damasco, ni siquiera en el camino hacia el heli­cóptero de los Verger.
El doctor Lecter le quitó la cinta del pelo como hubiera retirado la etiqueta de una lata de caviar.
—Todo lo que le pedimos es que mantenga la mente abierta.
Con cuidado, empleando ambas manos, el doctor Lecter levan­tó la tapa de los sesos de Krendler, la dejó sobre la bandeja y tras­ladó ésta al bufete. Apenas cayó una gota de sangre de la limpia incisión, pues previamente el doctor había soldado los vasos principales y sellado escrupulosamente los otros utilizando anestesia local. Había aserrado el cráneo en la cocina media hora antes de la cena.
El método que había utilizado para retirar la parte superior del cráneo de Krendler era tan antiguo como la medicina egipcia, claro que el doctor Lecter disponía de una sierra para autopsias con una hoja especial para el cráneo, una llave craneal y mejores medios anes­tésicos. El cerebro propiamente dicho no había sufrido.
La cúpula gris y rosa del cerebro de Krendler sobresalía del crá­neo truncado.
De pie al lado de Krendler con un instrumento que parecía una cuchara para las amígdalas, el doctor Lecter cortó una tras otra cua­tro rebanadas del lóbulo prefrontal. Los ojos de Krendler miraban hacia arriba como si estuviera siguiendo la operación. El doctor Lecter introdujo las rebanadas en el cuenco de agua helada, acidu­lada con zumo de limón, para que adquirieran solidez.
—«Qué bonito, mecerse en una estrella —cantó Krendler de re­pente—, y llenar con luz de luna una botella.»
En la cocina clásica, los sesos se empapan, se aplastan y se dejan a la intemperie durante la noche para que se endurezcan. Cuando uno ha de vérselas con el producto fresco, el reto es conseguir que la materia no se desintegre y se convierta en un puñado de grumosa gelatina.
Con una destreza apabullante, el doctor colocó las rebanadas en­durecidas en un plato, las rebozó levemente con harina sazonada y luego las empanó con migajas de brioche tierno.
Ralló una trufa negra sobre la salsa de la sartén y dio el toque final con un chorrito de zumo de limón.
Sin perder tiempo, pasó las rodajas por la sartén lo justo para que se doraran por ambos lados.
—¡Huele que resucita! —soltó Krendler.
El doctor Lecter las depositó sobre sendas rodajas de pan tostado en los platos recién sacados de los calentadores, las bañó con la salsa y espolvoreó trochos de trufa. Las decoró con perejil y alcaparras con sus tallos, y con un capullo de berro para darles un poco de al­tura, completó la presentación.
—¿Cómo está? —preguntó Krendler, que hablaba a voz en cue­llo tras las flores, como suele ocurrir con los lobotomizados.
—Verdaderamente exquisito —dijo Starling—. Es la primera vez que pruebo las alcaparras.
Al doctor Lecter el brillo de la salsa de mantequilla en los labios de Starling le pareció irresistible.
Krendler cantaba oculto tras los ramos, en general canciones de guardería, y los animaba a pedirle la que quisieran oír.
Sin prestarle atención, el doctor Lecter y Starling hablaban de Mischa. Starling estaba al tanto del destino que había corrido la her­mana del doctor Lecter por sus conversaciones sobre el dolor de la pérdida; pero en esa ocasión él habló de forma esperanzada sobre la posibilidad de hacerla regresar. En medio de semejante velada, a Starling no le pareció descabellado que Mischa consiguiera volver, y expresó su esperanza de llegar a conocerla.
—Nunca podrías contestar los teléfonos de mi oficina —gritó Krendler entre las flores—. Suenas como un conejito de granja.
—Fíjate a ver si sueno como Oliver Twist cuando pida un poco más —le replicó Starling, y el doctor Lecter apenas pudo contener su regocijo.
Una segunda ración consumió casi por entero el lóbulo frontal y se aproximó por la parte posterior hasta el córtex premotor. Krendler se vio reducido a observaciones irrelevantes sobre objetos de su campo de visión inmediato y al monótono recitado de un poema obsceno e interminable.
Absortos en su charla, Starling y Lecter no se sentían más incó­modos que si un grupo en la mesa vecina de un restaurante hubiera cantado; pero cuando el volumen del poema empezó a ser excesivo el doctor Lecter se levantó y fue a por la ballesta, que estaba en un rincón.
—Me gustaría que escucharas el sonido de este instrumento de cuerda, Clarice.
Esperó a que Krendler se callara un momento y disparó una sae­ta que voló sobre la mesa y atravesó las flores.
—Si vuelves a oír este particular vibrato de la cuerda de ballesta en cualquier situación futura, ten por seguro que significa tu com­pleta libertad, paz e independencia —dijo el doctor Lecter.
Las plumas y parte del astil asomaban entre las flores y se movían más o menos al ritmo de una batuta dirigiendo un corazón. La voz de Krendler calló de golpe y al cabo de unos pocos latidos la batu­ta se inmovilizó.
—¿Es más o menos un re por debajo de medio do?
—Exacto.
Al cabo de un momento Krendler emitió un gorgoteo al otro lado del telón vegetal. No era más que un espasmo en la laringe debido a la creciente acidez de su sangre a causa de lo reciente de su muerte.
—Vamos con el segundo plato —propuso el doctor—. Pero an­tes, un pequeño sorbete para refrescarnos el paladar antes de la co­dorniz. No, no, no te levantes. El señor Krendler me ayudará a des­pejar la mesa, si eres tan amable de disculparlo.
Dicho y hecho. Tras la pantalla de flores, el doctor Lecter se li­mitó a vaciar los platos sucios en el cráneo de Krendler y luego los amontonó en su regazo. Volvió a taparle el cráneo y, cogiendo la cuerda atada al pie rodante que sostenía el sillón, lo llevó hasta la cocina.
Una vez allí el doctor Lecter volvió a montar la ballesta. Usaba el mismo tipo de pilas que la sierra para autopsias, lo cual no dejaba de ofrecer ventajas.
Las codornices tenían la piel crujiente y estaban rellenas de foie gras. El doctor Lecter habló de Enrique VIII como compositor y Starling, de diseño asistido por ordenador para crear sonidos sinté­ticos, de la réplica de los víbralos.
Tomarían el postre en la sala de estar, anunció el doctor Lecter.

CAPÍTULO

101



Un soufflé y copas de Chateau d'Yquem ante la chimenea de la sala de estar, con el cafe preparado en una mesita en la que Starling apoyaba un codo. El fuego bailaba en el vino dorado, que difundía su aroma sobre las profundas tonalidades del tronco incandescente. Hablaron de tazas de té y del discurrir del tiempo, y sobre las leyes del desorden.
—Y así fue como llegué a creer —concluyó el doctor Lecter— que debía haber un lugar en el mundo para Mischa, un buen lu­gar que alguien dejaría vacante para ella, y llegué a pensar, Clarice, que el mejor lugar del mundo era el que tu ocupabas.
El resplandor del fuego no sondeaba las profundidades de su es­cote tan satisfactoriamente como la luz de las velas, pero era mara­villoso verlo jugar sobre los' huesos de su cara.
Starling se quedó pensativa unos instantes.
—Déjeme preguntarle algo, doctor Lecter. Si Mischa necesita un lugar de primera calidad en el mundo, y no digo que no sea así, ¿por qué no el suyo? Está bien ocupado y sé que usted no se lo negaría. Ella y yo podríamos ser como hermanas. Y si, como usted dice, hay espacio en mí para mi padre, ¿por qué no hay sitio en usted para Mischa?
El doctor Lecter parecía complacido, si por la idea o por la as­tucia de Starling, sería imposible decirlo. Tal vez sintiera una vaga preocupación al comprender que sus esfuerzos habían dado mejores frutos de lo que nunca hubiera imaginado.
Al dejar la copa en la mesita que tenía al lado, Starling empujó su taza de cafe, que se rompió contra el hogar. Ni siquiera la miró.
El doctor Lecter observó los fragmentos, que permanecieron in­móviles.
—No creo necesario que tome una decisión en este mismo ins­tante —dijo Starling.
Sus ojos y las esmeraldas brillaban a la luz del fuego. Un suspiro del fuego, la tibieza que atravesaba su vestido, y un recuerdo repentino acudió a la mente de Starling. El doctor Lecter, hacía ya tanto tiempo, preguntando a la senadora Martin si había amamantado a su hija. En la calma sobrenatural de Starling se produjo un movimiento rodeado de destellos: por un instante innumerables ventanas se alinearon en su mente y pudo ver mucho más allá de su propia experiencia.
—Hannibal, ¿tu madre te dio de mamar?
—Sí.
—¿Sentiste alguna vez que habías tenido que ceder el pecho a Mischa? ¿Sentiste alguna vez que te lo arrebataban para dárselo a ella?
Un latido.
—No lo recuerdo, Clarice. Si se lo cedí, lo hice con alegría.
Clarice Starling se llevó la mano al profundo escote de su vesti­do y liberó sus pechos. El aire endureció los pezones al instante.
—No tienes por qué renunciar a éstos.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, humedeció el dedo de apretar el gatillo en el Cháteau d'Yquem caliente de su boca y una gota gruesa y dulce quedó suspendida del pezón como una joya dorada, tem­blando al ritmo de la respiración.
Él abandonó la silla sin dudarlo, dobló una rodilla ante ella e in­clinó la cabeza, reluciente al resplandor de la chimenea, sobre el coral y la crema del busto indefenso.

CAPÍTULO
102



Buenos Aires, Argentina, tres años más tarde.
Barney y Lillian Hersh paseaban cerca del Obelisco de la aveni­da 9 de Julio al atardecer. La señorita Hersh, profesora en la Univer­sidad de Londres, disfrutaba su año sabático. Ella y Barney se habían conocido en el Museo Antropológico de la ciudad de México. Se habían gustado y llevaban dos semanas viajando juntos, aprendiendo a conocerse día a día. Cada vez se lo pasaban mejor y no parecía que fueran a cansarse el uno del otro.
Habían llegado a Buenos Aires demasiado tarde para ir al Mu­seo Nacional, donde se exponía un Vermeer en préstamo. A Lillian Hersch, la misión de ver todos los Vermeer del mundo que Barney se había impuesto le resultaba simpática, y no era un obstáculo para divertirse. Barney había visto una cuarta parte de los cuadros, así que quedaban un montón de sitios a los que ir.
Estaban buscando un sitio agradable en el que pudieran cenar en la terraza.
Las limusinas estaban aparcadas ante el Teatro Colón, el espectacu­lar teatro de la ópera de Buenos Aires. Se detuvieron un momento para admirar a los amantes del bel canto que entraban.
Se representaba Tamerlán con un reparto extraordinario, y los asis­tentes a una noche de estreno en Buenos Aires son una multitud digna de ver.
—Barney, ¿te mola la ópera? Estoy segura de que fliparías. Anda, invito yo.
A Barney lo divertía oírla usar las palabras de argot que aprendía de él.
—Si consigues que entre ahí, ya lo creo que ñiparé —le dijo—. ¿Crees que nos dejarán entrar?
En ese momento, un Mercedes Maybach, azul oscuro y plata, se deslizó como un suspiro hasta estacionarse junto al bordillo. Un portero se apresuró a abrir la puerta.
Un hombre con esmoquin, delgado y elegante, salió del coche y ofreció la mano a una mujer. Al verla, la multitud que se apretaba junto a la entrada emitió murmullos de admiración. Su pelo for­maba un gracioso casco de platino y llevaba un suave vestido ajus­tado color coral y un chai de tul blanco, como una capa de escar­cha sobre los hombros. Las esmeraldas despedían destellos verdes alrededor de su garganta. Barney sólo la vio un instante entre las cabezas de la gente antes de que la corriente de los que entraban la arrastraran a ella y a su pareja.
Sin embargo, había podido ver mejor al hombre. Su cabeza era lustrosa como la piel de una nutria y la nariz tenía el mismo arco imperioso que la de Perón. Su compostura le hacía parecer más alto de lo que era.
—¿Barney? Eh, Barney —estaba diciendo Lillian—, cuando ba­jes de las nubes, si es que lo consigues, ya me dirás si quieres que entremos. Si nos dejan entrar de ropilla. Bueno, ya lo he dicho, aunque no sea muy apropiado. Siempre había querido decir que iba de ropilla.
Cuando vio que Barney no le preguntaba qué quería decir «de ropilla», lo miró de arriba abajo. Siempre se lo preguntaba todo.
—Sí —dijo Barney, ausente—. Invito yo.
Barney tenía mucho dinero. No era un manirroto, pero tampoco mezquino. De todas formas, los únicos asientos disponibles estaban en el paraíso, entre los estudiantes.
Previendo la distancia, Barney alquiló anteojos en el vestíbulo.
El enorme teatro es una mezcla de Renacimiento italiano y es­tilos clásico y neoclásico, pródigo en latón, dorados y felpa roja. Las joyas relucían en la muchedumbre como los flashes en un partido de fútbol.
Lillian le explicó el argumento antes de que empezara la ober­tura susurrándole al oído.
Justo antes de que las luces de la sala se apagaran e hicieran desa­parecer el patio de la vista de los asientos baratos, Barney localizó a la rubia platino y su acompañante. Acababan de atravesar las cortinas doradas de un decorado palco próximo al escenario y se disponían a tomar asiento. Las esmeraldas de la garganta femenina destellaron heridas por las luces de la sala cuando se inclinó.
Barney no había podido más que vislumbrar su perfil derecho cuando entraba en el teatro. Ahora había visto el izquierdo.
Los estudiantes que le rodeaban, veteranos de las alturas operís­ticas, se habían provisto de todo tipo de artüugios para no perder detalle. Uno tenía un catalejo tan largo que despeinaba al especta­dor de delante. Barney se lo cambió por sus anteojos para enfocar el lejano palco. Era difícil volver a localizarlo con el reducido cam­po de visión de aquella antigualla, pero cuando lo consiguió la pa­reja parecía sorprendentemente cercana.
La mujer tenía un antojo en la mejilla en la posición que los fran­ceses llaman «coraje». Mientras Barney la espiaba, la mujer paseó la vista por la sala, la detuvo un momento sobre el gallinero y luego siguió su recorrido. Parecía contenta y su boca coralina se movía en animada charla. Se inclinó hacia su acompañante, le dijo algo y am­bos se echaron a reír. Puso su mano sobre la de él y se quedó cogiéndole el pulgar.
—Starling —dijo Barney conteniendo el aliento.
—¿Qué? —susurró Lillian.
A Barney le costó un triunfo seguir el primer acto de la ópera. En cuanto se encendieron las luces para el primer intermedio, vol­vió a dirigir el catalejo hacia el palco. El caballero cogió una copa de champán de la bandeja que le tendía un camarero y se la pasó a la señora; después cogió otra para él. Barney enfocó el catalejo en su rostro y observó la forma de sus orejas.
Lo deslizó a lo largo de los brazos desnudos de la mujer. No te­nían marcas, y sus ojos de experto apreciaron el buen tono muscular.
Mientras Barney estaba mirando, el hombre volvió la cabeza como para captar un sonido lejano y miró hacia el paraíso. Se llevó los gemelos a los ojos. Barney hubiera jurado que le apuntaban. Se puso el programa de mano ante la cara y se arrellanó en el asiento intentando quedar por debajo de los que lo rodeaban.
—Lillian —dijo—, me gustaría pedirte un favor muy grande.
—Uy —le respondió ella—, si es tan grande como alguno de los otros, más vale que lo oiga antes.
—Nos iremos en cuanto apaguen las luces. Vuela conmigo a Río esta misma noche. Sin preguntas.
El Vermeer de Buenos Aires es el único que Barney no llegó a ver nunca.

CAPÍTULO
103



¿Seguimos a esta pareja tan atractiva fuera de la Ópera? De acuer­do, pero con sumo cuidado...
A finales del milenio, Buenos Aires sigue poseido por el tango, y sus noches tienen un encanto especial. El Mercedes, con las ven­tanillas bajadas para dejar entrar la música de las salas de baile, ron­ronea a través del barrio de La Recoleta hacia la avenida Alvear, y desaparece en el patio de un exquisito edificio modernista próximo a la embajada francesa.
El aire es suave y en la terraza del ático los espera una cena tar­día, pero la servidumbre ya se ha ido.
Entre los criados de la casa reina un excelente estado de ánimo, pero también una disciplina férrea. Tienen prohibido entrar en el piso superior de la mansión antes de mediodía. O después de haber servido el primer plato de la cena.
El doctor Lecter y Clarice Starling suelen hablar durante la cena en idiomas distintos al inglés materno de la mujer. Clarice adqui­rió las bases del francés y el español en la universidad, y se ha dado cuenta de que tiene buen oído. Durante las comidas hablan sobre todo italiano; ella se siente extrañamente libre con los matices vi­suales de esa lengua.
En ocasiones nuestra pareja baila a la hora de la cena. Otras veces no acaban de cenar.
Su relación tiene mucho que ver con la perspicacia de Clarice Starling, que la acepta y la cultiva con avidez. Tiene mucho que ver con la sabiduría de Hannibal Lecter, que va mucho más allá de los límites de su experiencia. Es posible que Clarice Starling lo asuste un poco. El sexo es una magnífica estructura que añaden a cada día.
Clarice Starling ha empezado a erigir su propio palacio de la me­moria. Comparte algunas habitaciones con el doctor Lecter, que la ha sorprendido en ellas varias veces, pero crece a su propio ritmo. Está lleno de cosas nuevas. En él puede visitar a su padre. Hannah pace allí. Puede encontrar en él a Jack Crawford cada vez que de­sea verlo inclinado sobre su escritorio. Al mes de haber recibido el alta del hospital, los dolores de pecho le volvieron durante la noche. En lugar de llamar una ambulancia y volver a pasar por el mismo calvario, prefirió darse la vuelta y buscar refugio en el lado de la cama que había ocupado su esposa.
Starling se enteró del fallecimiento de Jack Crawford durante una de las visitas regulares del doctor Lecter al sitio web del FBI abierto al público para contemplar su imagen entre los «Diez más buscados». El Bureau sigue usando una fotografía que lleva dos cómodos ros­tros de retraso.
Tras leer la esquela de Crawford, pasó la mayor parte del día ca­minando sola, y se alegró de volver a casa a la caída de la tarde.
Un año antes había hecho engastar una de sus esmeraldas en un anillo. En la parte interior hizo grabar la inscripción AM-CS. Ardelia Mapp lo recibió en un envoltorio que no revelaría nada, con una nota. «Querida Ardelia: Estoy bien, mejor que bien. No me bus­ques. Te quiero. Siento haberte asustado. Quema esta nota. Starling.»
Mapp fue con el anillo a la orilla del río Shenandoah, donde Starling solía correr. Anduvo largo rato apretándolo en el puño, co­lérica, con los ojos ardiendo, dispuesta a arrojarlo al agua, imagi­nando la curva que describiría en el aire y el pequeño ¡plop! Al final se lo puso en el dedo y forzó al puño a meterse en el bolsillo. Mapp no acostumbra a llorar. Caminó largo rato, hasta que consi­guió calmarse. Cuando volvió al coche, había oscurecido.
Es difícil saber lo que Starling recuerda de su antigua vida, lo que ha elegido guardar. Las drogas que la sostuvieron durante los pri­meros días no han formado parte de sus vidas desde hace mucho tiempo. Ni las largas conversaciones con una sola fuente de luz en la habitación.
Ocasionalmente y a propósito, el doctor Lecter deja caer una taza de té para que se haga añicos contra el suelo. Se siente satisfecho al comprobar que la taza no se recompone. Hace meses que no ha soñado con Mischa.
Tal vez algún día una taza se recomponga. Tal vez en algún sitio Starling oiga vibrar la cuerda de una ballesta y despierte sin querer, si es que ahora duerme.
Ahora nos retiraremos, mientras ellos bailan en la terraza; el pru­dente Barney ya ha abandonado la ciudad y a nosotros nos conviene seguir su ejemplo. Pues si cualquiera de los dos nos descubriera el resultado sería fatal para nosotros.
Podemos estar contentos de seguir vivos después de lo que he­mos visto.


Agradecimientos




Para intentar comprender la estructura del palacio de la memoria del doctor Lecter, me fue de inestimable ayuda el notable libro de France A. Yates The Art of Memory, así como The Memory Palace of Matteo Ricci de Jonathan D. Spence.
La traducción del Robert Pinsky del Infierno de Dante fue un re­galo y un placer como lectura, así como las notas de Nicole Pinsky. La expresión «festiva piel» procede de la traducción de Pinsky.
«En el jardín del ojo del huracán» es una frase de John Ciardi y el título de uno de sus poemas.
Los primeros versos que Clarice Starling recuerda en el hospital psiquiátrico pertenecen al poema «Burnt Norton» de T. S. Eliot, de su libro Cuatro cuartetos.

Doy las gracias a Pace Barnes por sus ánimos, apoyo y sabios consejos.
Carol Barón, mi editora y amiga, me ayudó a hacer de éste un libro mejor.
Athena Varounis y Bill Trible en Estados Unidos, y Ruggero Peru-gini en Italia me enseñaron lo mejor y más brillante de las fuerzas del orden. Ninguno de ellos es un personaje de este libro, como no lo es ninguna otra persona viva. La maldad que hay en él es de mi propia cosecha.
Niccolo Capponi compartió conmigo su profundo conocimiento de Florencia y de sus tesoros artísticos, y autorizó al doctor Lecter a usar el palazzo de su familia. Igualmente, agradezco a Robert Held haber puesto sus muchos conocimientos a mi disposición, y a Carolina Michahelles su agudeza.
El personal de la biblioteca pública Carnegie, en el condado de Coahoma, Mississippi, buscó todo tipo de información para mí durante años. Gracias.
Mi deuda con Marguerite Schmitt es impagable. Con una trufa blanca y la magia de su corazón y sus manos, nos enseñó las mara­villas de Florencia. Es demasiado tarde para darle las gracias; en este momento de culminación, quiero decir su nombre.

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