-
Recuerdo que gruñí un poco cuando Mior Lumivix me despertó. La tarde anterior había sido tediosa, con la desagradable vigilia habitual, durante la cual había cabeceado más de una vez. Desde la caída del sol hasta que Escorpio se hubo fijado, lo que en esta estación ocurría bastante después de la medianoche, mi obligación había consistido en cuidar la gradual condensación de un cocimiento de escarabajos, muy apreciada por Mior Lumivix para componer sus pociones amorosas, que gozaban de gran fama. Muchas veces me había avisado de que este licor no debía espesarse ni demasiado despacio ni demasiado deprisa, manteniendo en el hornillo un fuego igual, y me había maldecido más de una vez por estropearla. Por tanto, no cedí a mi somnolencia hasta que la cocción estuvo a salvo, escurrida y pasada tres veces por el tamiz de piel de tiburón agujereada.
Taciturno en grado sumo, el Maestro se había retirado temprano a su cámara. Sabía que algo le preocupaba, pero estaba muy cansado para hacer demasiadas conjeturas y no me atreví a preguntarle. Parecía que no había hecho más que dormir durante el período de unas cuantas pulsaciones..., y aquí estaba el Maestro, lanzándome al rostro el amarillento ojo de su fanal y arrastrándome lejos del catre. Supe que no iba a dormir más aquella noche, porque el Maestro llevaba puesto su puntiagudo gorro y su túnica estaba ceñida estrechamente a la cintura; la antigua arthame pendía del cinturón enfundada en su vaina chagrén, ennegrecida por el tiempo y las manos de muchos magos.
—¡Aborto engendrado por un gandul! —gritó—. ¡Cachorro de una cerda que ha comido mandrágora! ¿Dormirás hasta el día final? Tenemos que darnos prisa; me he enterado que Sarcand se ha procurado el mapa de Omvor y ha salido solo hacia los muelles. Sin duda piensa embarcarse en busca del tesoro del templo. Debemos seguirle rápidamente, porque ya hemos perdido mucho tiempo.
Me levanté sin demorarme más y me vestí rápidamente, conociendo bien la urgencia del asunto. Sarcand, que había llegado no hacía mucho tiempo a la ciudad de Mirouane, ya se había convertido en el más formidable de los competidores de mi amo. Se decía que había nacido en Naat, en medio del sombrío océano occidental, habiendo sido engendrado por un hechicero de aquella isla en una mujer del pueblo de caníbales negros que habitaban las montañas centrales. Combinaba la salvaje naturaleza de su madre con la oscura ciencia mágica de su padre, y además había adquirido gran cantidad de conocimientos y dudosa reputación durante sus viajes por los reinos orientales antes de establecerse en Mirouane.
El fabuloso mapa de Omvor, que databa de eras remotas, era algo que muchas generaciones de hechiceros habían soñado con encontrar. Omvor, un antiguo pirata todavía famoso, había realizado con éxito un acto de impío atrevimiento. Navegando de noche por un estuario fuertemente guardado, con su pequeña tripulación disfrazada de sacerdotes en unas barcazas robadas pertenecientes al templo, había saqueado el santuario de la diosa Luna, en Faraad, y se había llevado a muchas de sus vírgenes, junto con piedras preciosas, oro, vasos sagrados, talismanes, filacterias y libros de una horrible magia antigua. Estos libros constituían la peor pérdida de todo, puesto que ni siquiera los sacerdotes se habían atrevido a copiarlos. Eran únicos e irremplazables y contenían la sabiduría de los eones enterrados.
La hazaña de Omvor había dado lugar a muchas leyendas. El, su tripulación y las vírgenes secuestradas, en dos pequeños bergantines, se habían desvanecido para siempre en los mares occidentales. Se creía que habían sido arrastrados por el río Negro, esa terrible corriente oceánica que lleva con irresistible fuerza al fin del mundo, detrás de Naat. Pero antes de ese viaje final, Omvor descargó de sus naves el tesoro robado y había hecho un mapa donde estaba indicada la localización de su escondite. Le dio el mapa a un viejo camarada que se había vuelto demasiado viejo para viajar.
Nadie pudo encontrar nunca el tesoro. Pero se decía que el mapa todavía existía después de los siglos, oculto en algún lugar no menos seguro que el botín del templo de la diosa Luna. Ultimamente se rumoreaba que algún marinero, heredándolo de su padre, había llevado el mapa a Mirouane. Mior Lumivix, por medio de agentes tanto humanos como sobrenaturales, había intentado en vano descubrir al marinero, sabiendo que Sarcand y los otros magos de la ciudad le estaban buscando también. Todo esto era conocido por mí, y el Maestro me contó más, mientras, siguiendo sus órdenes, yo recogía apresuradamente las provisiones que necesitaríamos para un viaje de varios días.
—He vigilado a Sarcand como un águila blanca su nido —dijo—. Mis servidores me dijeron que había averiguado quién era el poseedor del mapa y que alquiló a un ladrón para que se lo robara, pero poco más pudieron decirme. Hasta los ojos de mi gato-demonio, mirando por sus ventanas, fueron engañados por la oscuridad, como tinta de calamar, con la que sus poderes le rodean cuando él quiere. Esta noche he hecho una cosa peligrosa, puesto que no había otra forma. Bebiendo el jugo del dedaim púrpura, que induce un trance profundo, proyecté mi ka en su cámara guardada por los elementos. Estos advirtieron mi presencia, se reunieron a mi alrededor en formas de fuego y sombra y me amenazaron de manera que no se puede explicar. Se opusieron a mí, me expulsaron de allí..., pero yo había visto bastante.
El Maestro se detuvo, pidiéndome que me ciñera una espada mágica consagrada, similar a la suya pero menos antigua, que nunca me había permitido llevar anteriormente. Para entonces, yo había reunido la provisión requerida de comida y bebida, poniéndola en una resistente red que podía llevar con facilidad sobre las espaldas. La red se empleaba fundamentalmente para capturar ciertos reptiles marinos, de los que Mior Lumivix extraía un veneno poseedor de virtudes únicas.
El Maestro no reanudó su relato hasta que no hubimos cerrado todas las puertas y nos habíamos lanzado a las oscuras calles que serpenteaban hacia el mar.
—En el momento de mi entrada, un hombre abandonaba la cámara de Sarcand. Le vi brevemente, antes de que el tapiz negro se separase y se cerrase, pero lo reconoceré. Era joven y regordete, con anchos pómulos bajo la gordura, ojos oblicuos en un rostro femenino y la tostada piel amarillenta de un hombre de las islas del sur. Llevaba los cortos calzones y botas por encima del tobillo que usan los marineros; por lo demás iba desnudo. Sarcand estaba sentado dándome a medias la espalda, sujetando una hoja de papiro desenrollada, tan amarillenta como el rostro del marinero, a la luz de esa siniestra lámpara de cuatro brazos que alimenta con aceite de cobras. La lámpara brillaba como el ojo de un vampiro. Pero yo miré por encima de su hombro... durante el tiempo suficiente... antes de que sus demonios consiguiesen echarme de la habitación. El papiro era, indudablemente, el mapa de Omvor. Estaba rígido por la antiguedad y manchado de sangre y agua del mar. Pero su título, propósito y explicaciones eran todavía legibles, aunque grabadas con una escritura arcaica que pocos pueden leer en nuestros días. Mostraba la costa occidental del continente Zothique y los mares detrás. Una isla que yacía al oeste de Mirouane estaba indicada como el lugar del enterramiento del tesoro. En el mapa se le denominaba la isla de los Cangrejos, pero está claro que no es otra que la que ahora es llamada Iribos, que aunque pocas veces es visitada, se encuentra sólo a la distancia de dos días de viaje. En un centenar de leguas no hay otra isla, ni al norte ni al sur. si exceptuamos unas cuantas rocas desoladas y atolones desiertos.
Urgiéndome para que me apresurara más, Mior Lumivix continuó:
—Me desperté demasiado tarde del sueño producido por el dedaim. Un adepto menos versado nunca hubiese despertado. Mis sirvientes me avisaron de que Sarcand había abandonado la casa hacía una hora. Iba preparado para un viaje y se dirigía hacia el puerto. Pero le venceremos. Creo que irá a Iribos sin compañía, deseoso de ocultar el tesoro por completo. Indudablemente es fuerte y terrible. pero sus demonios pertenecen a una especie que no puede cruzar el agua, estando completamente ligados a la tierra. Los ha dejado detrás con la mitad de su magia. No temas el resultado de este viaje.
Los muelles estaban tranquilos y casi desiertos, excepto unos cuantos marineros dormidos que habían sucumbido al rancio vino y aguardiente de las tabernas. Bajo la luna menguante, que se cunaba y afilaba en una fina cimitarra, desamarramos el bote y nos alejamos, manejando el Maestro el timón, mientras yo me inclinaba sobre los remos de pala ancha. De esta forma pasamos por el enmarañado laberinto de naves de lejanos países, de jabeques y galeras, de barcazas de río, lanchones y faluchos que se apiñaban en aquel puerto inmemorial. El perezoso aire, que apenas agitaba nuestra alta vela latina, estaba cargado de aromas marinos, con el olor de los botes de pesca cargados y las especias de los mercantes exóticos. Nadie nos saludó; sólo oíamos la llamada de los vigilantes sobre las sombrías cubiertas, anunciando las horas en lenguas extrañas.
Nuestro bote, aunque pequeño y abierto, estaba construido sólidamente de maderas orientales. Con una aguda proa y una profunda quilla, dotado de altos antepechos, había demostrado ser marinero incluso en tempestades que no eran de esperar en aquella estación.
Al salir del puerto, un viento refrescó a nuestra espalda soplando sobre Mirouane, desde campos, huertos y reinos desiertos. Arreció, hasta que la vela se hinchó como el ala de un dragón. Los surcos de espuma se curvaban altos a los lados de nuestra aguda proa, mientras seguíamos a Capricornio hacia el oeste. A lo lejos, sobre las aguas delante nuestro, algo parecía moverse en la vaga claridad lunar, danzando y agitándose como un fantasma. Quizá fuese el bote de Sarcand... o de algún otro. Sin duda el Maestro también lo vio, pero únicamente dijo:
—Ahora puedes dormir.
Así yo, Manthar, el aprendiz, me preparé a dormir, mientras Mior Lumivix atendía el timón, y los estrellados cuernos y cascos de la Cabra se hundían en el mar.Cuando desperté, el sol brillaba alto sobre la popa. El viento continuaba soplando, fuerte y favorable, empujándonos hacia el oeste con una velocidad que no disminuía. Habíamos perdido de vista la línea de la costa de Zothique. En el cielo no se veía una nube, ni en el mar una vela, y se extendía ante nosotros como un vasto pergamino de azul oscuro, adornado únicamente por las crestas de espuma que se formaban y desaparecían para reaparecer en otro lugar.
El día pasó, extendiéndose más allá del horizonte que continuaba vacío, y la noche cayó sobre nosotros como la vela color púrpura de algún dios que nos ocultase el cielo, sembrado con los signos y los planetas. La noche también pasó y llegó una segunda aurora.
Durante todo este tiempo, el Maestro había dirigido el bote sin dormir, con ojos que escudriñaban implacablemente el oeste como los de un halcón marinero; yo estaba muy maravillado ante esta resistencia. Ahora durmió un rato, sentado muy erguido al timón. Pero sus ojos continuaban vigilando por debajo de sus párpados y su mano todavía mantenía derecha la barra sin aflojarse.
Después de unas cuantas horas, el Maestro abrió los ojos, pero apenas se movió de la postura que había mantenido durante todo el tiempo. Había hablado poco durante nuestro viaje. Yo no le pregunté, sabiendo que, a su debido tiempo, me diría lo que fuese necesario. Pero estaba lleno de curiosidad y no sin miedo y dudas en lo referente a Sarcand, cuyas rumoreadas hechicerías podían aterrorizar no sólo a un simple aprendiz. No podía adivinar ninguno de los pensamientos del Maestro, excepto que se referían a asuntos oscuros y secretos.
Habiendo dormido por tercera vez desde nuestro embarque, me despertó la voz del Maestro. En la penumbra de la tercera aurora, una isla se elevaba ante nosotros, cerrando el mar durante varias leguas al norte y al sur, y amenazadora con desgarrados y salientes acantilados. Tenía una forma vagamente parecida a la de un monstruo que mirase al norte. Su cabeza era un promontorio de altas cimas que sumergía en el océano un gran pico parecido al de un buitre.
—Esto es Iribos—me dijo el Maestro—. El mar a su alrededor es fuerte, con extrañas corrientes y peligrosas mareas. En este lado no hay ningún lugar donde podamos desembarcar y no debemos acercarnos demasiado. Tenemos que rodear la punta norte. Entre los acantilados occidentales hay una pequeña cala, a la que únicamente se entra por una caverna abierta al mar. Allí está el tesoro.
Nos dirigimos hacia el norte, lentamente y con dificultad a causa del viento contrario, a una distancia de tres o cuatro tiros de arco de la isla. Se necesitó de todos nuestros conocimientos de navegación para avanzar, porque el viento arreciaba salvajemente, como si estuviera formado por el aliento de un demonio. Sobre su ulular oíamos el clamor del oleaje sobre aquellas rocas monstruosas que se elevaban desnudas y tétricas de la espuma.
—La isla está deshabitada—dijo Mior Lumivix—. Los marineros la evitan y también las aves marinas. Los hombres dicen que los dioses del mar lanzaron hace tiempo una maldición sobre ella, prohibiéndola para todos excepto para las criaturas de las profundidades submarinas. Sus calas y cavernas son frecuentadas por los cangrejos y los pulpos... y quizá por cosas más extrañas.
Navegábamos en un tedioso curso serpenteante, empujados hacia atrás algunas veces y otras arrastrados peligrosamente cerca de la costa por los cambiantes remolinos que se nos cruzaban como demonios. El sol trepaba por el oriente, brillando con fuerza sobre la desolación de acantilados y escarpaduras que era Iribos. Virábamos y virábamos y me pareció sentir el principio de una extraña intranquilidad en el Maestro. Pero si esto era así, no daba ninguna muestra.
Cuando, al fin, rodeamos el largo pico del promontorio septentrional, era casi mediodía. Allí, cuando viramos al sur, el viento se convirtió en una extrañísima calma y el mar se calmó milagrosamente como si un brujo hubiese echado aceite sobre él. Nuestra vela colgaba, lacia e inútil, sobre aguas como espejos en las que parecía que la imagen del bote y nuestra, reflejadas, podrían flotar por siempre entre el constante reflejo de la isla en forma de monstruo. Comenzamos a manejar los remos, pero incluso así el bote se arrastraba con una singular
lentitud. Miré fijamente la isla mientras la bordeábamos, observando varias ensenadas, donde, por todas las apariencias, una nave podría haber desembarcado fácilmente.
—Hay mucho peligro por aquí—dijo Mior Lumivix, sin explicar esta afirmación.
Al continuar, los acantilados volvieron a ser una muralla, rota únicamente por arrecifes y grietas. En algunos lugares estaban coronados por una vegetación escasa y de un color fúnebre que apenas servía para suavizar su formidable aspecto. En alto sobre las hendidas rocas, donde parecía que ninguna corriente o tempestad naturales pudiera haberlos lanzado, observé los esparcidos maderos y mástiles de antiguas naves.
—Rememos más cerca —apremió el Maestro—. Nos estamos acercando a la cueva que conduce a la ensenada escondida.
Al virar hacia tierra entre la cristalina calma, hubo un repentino hervor y agitación a nuestro alrededor, como si algún monstruo se hubiese levantado debajo nuestro. El bote salió disparado a gran velocidad hacia los acantilados, el mar a nuestro alrededor espumaba y formaba una corriente como si algún kraken nos estuviese arrastrando a su cavernosa guarida. Arrastrados como una hoja en una catarata, nos opusimos en vano con nuestros remos a la ineluctable corriente.
Viéndose más altos por momentos, los acantilados parecieron esconder el cielo sobre nosotros, inexpugnables, sin salientes ni lugares donde apoyar el pie. Entonces, en la enhiesta muralla, apareció el ancho y bajo arco de la boca de una cueva que no habíamos distinguido hasta aquel momento, y hacia allí era arrastrado el bote con una rapidez terrorífica.
—¡Es la entrada!—gritó el Maestro—. Pero algún mago la ha inundado.
Retiramos nuestros inútiles remos y nos acurrucamos bajo los bancos al acercarnos a la hendidura; parecía que lo bajo del arco no permitiría el paso de mástil, que se rompió instantáneamente como una caña cuando, sin detenernos, fuimos lanzados en una ciega y torrencial oscuridad.
Medio atontado y luchando para librarme de la vela y el mástil caídos, percibí la frialdad del agua cayendo sobre mí y supe que el bote se llenaba de agua y se hundía. Un momento más y el agua me entró por los oídos, los ojos y la nariz, pero mientras me hundía y me ahogaba percibía todavía un movimiento hacia delante. Después advertí vagamente unos brazos que me rodeaban en la asfixiante oscuridad, y de golpe salí, tosiendo y jadeando, a la luz del sol. Cuando hube librado mis pulmones del salitre y regalado mis sentidos más completamente, vi que Mior Lumivix y yo flotábamos en una pequeña cala, en forma de media luna, y rodeada por acantilados y pináculos de roca de color sombrío. Cerca, en una pared cortada a pico, estaba la boca interior de la caverna por la que nos había llevado la misteriosa corriente, unas ligeras arrugas se extendían a su alrededor y se deshacían sobre el agua que estaba en calma y verde como un mosaico de jade. En el lado opuesto del puerto, justo enfrente, se veía la larga curva de una plataforma arenosa bordeada de rocas y maderos. Un bote parecido al nuestro, con un mástil desarbolado y una vela enrollada del color de la sangre fresca, estaba varado sobre la playa. Cerca y sobre un banco arenoso sobresalía del agua el roto mástil de otro bote, cuya hundida silueta distinguimos confusamente. Dos objetos que tomamos por figuras humanas yacían mitad dentro y mitad fuera del agua, un poco más lejos en la orilla. A aquella distancia difícilmente podíamos ver si eran hombres vivos o cadáveres. Sus contornos estaban medio escondidos, por lo que parecía ser una curiosa especie de tejido amarillo pardo, que se extendía también sobre las rocas y parecía moverse y cambiar y agitarse incesantemente .
—Aquí hay algún misterio—dijo Mior Lumivix en voz baja—. Debemos proceder con cuidado y circunspección .
Nadamos hasta la costa en el extremo más próximo de la playa, donde se estrechaba como la punta de un creciente lunar y se unía a la muralla. Sacando su arthame de la vaina, el Maestro la secó con el borde de su túnica, diciéndome a mí que hiciese lo mismo con mi propia arma para que el salitre no la atacara. Después, escondiendo las armas mágicas bajo nuestras vestiduras, seguimos la playa hacia el bote varado y las dos figuras tumbadas.
—Este es sin duda el sitio señalado en el mapa de Zothique, Omvor—observó el Maestro—. El bote con la vela color de sangre pertenece a Sarcand. Sin duda ha encontrado la caverna que está oculta en algún lugar entre las rocas. Pero ¿quiénes son estos otros? No creo que hayan venido con Sarcand.
Cuando nos acercamos a las figuras, la apariencia de un paño pardo amarillento que les había cubierto se reveló en su verdadera naturaleza. Se trataba de un gran número de cangrejos que trepaban sobre sus cuerpos medio sumergidos e iban y volvían a un montón de rocas inmensas. Nos acercamos y nos detuvimos cerca de los cuerpos, de los cuales los cangrejos desgarraban velozmente trozos de carne ensangrentada. Uno de los cuerpos yacía sobre el rostro, el otro miraba al sol con rasgos medio comidos. Su piel, o lo que quedaba de ella, era de un amarillo oscuro. Ambos vestían calzones cortos púrpura y botas de marinero y no llevaban encima ninguna otra cosa.
—¿Qué cosa infernal es ésta?—preguntó el Maestro—. Estos hombres acaban de morir... y ya se los comen los cangrejos. Estas criaturas siempre esperan a que la descomposición los ablande. Y mira..., ni siquiera devoran los trozos que han cogido, sino que los llevan a otro lugar.
Esto era ciertamente verdad, porque ahora veía que una constante procesión de cangrejos se alejaba de los cuerpos, llevando cada uno un trozo de carne y desapareciendo detrás de las rocas, mientras otra procesión venía, o quizá volvía, con las pinzas vacías .
—Creo—dijo Mior Lumivix—que el hombre con el rostro vuelto hacia arriba es el marinero que vi saliendo de la habitación de Sarcand, el ladrón que robó el mapa a su dueño para Sarcand.
Presa del horror y del asco, yo había cogido un fragmento de roca y lo iba a lanzar para aplastar a alguno de los cangrejos con su odiosa carga al alejarse de los cadáveres.
—No—me detuvo el Maestro—, sigámosles.
Rodeando el gran montón de rocas, vimos que la procesión entraba y salía de la boca de una caverna que hasta entonces había permanecido oculta a la vista. Con las manos alrededor de las empuñaduras de nuestras arthames nos dirigimos con cautela y prudentemente hacia la caverna y nos detuvimos a una corta distancia de la entrada. Sin embargo, desde aquí nada era visible en su interior, excepto las hileras de cangrejos arrastrándose.
—¡Entrad! —gritó una voz sonora que parecía prolongar y repetir la palabra en ecos que se alejaban lentamente, como la voz de un vampiro resonando en alguna profunda cámara sepulcral. La voz era la del hechicero Sarcand. El Maestro me miró, con volúmenes de aviso en sus ojos entornados, y entramos en la caverna.
El lugar tenía una alta cúpula y una extensión indeterminada. La luz provenía de una gran hendidura en la bóveda, a través de la cual, en aquella hora, los rayos directos del sol se filtraban cayendo con un resplandor dorado sobre el fondo de la caverna y tiñendo de luz los grandes colmillos de las estalactitas y estalagmitas en la oscuridad. A un lado había un estanque de agua, alimentado por un fino hilillo que provenía de una fuente que venía de algún lugar en la oscuridad.
Sarcand reposaba, medio sentado, medio tumbado con la espalda contra un cofre abierto de bronce oscurecido por el tiempo y el resplandor de la hendidura luminosa caía de lleno sobre él. Su gigantesco cuerpo, negro como el ébano, de músculos poderosos, aunque inclinado a la corpulencia, estaba desnudo, excepto por un collar de rubíes del tamaño del huevo de un chorlito cada uno, que pendía de su garganta. Su sarong carmesí, curiosamente desgarrado, dejaba al descubierto sus piernas que yacían extendidas entre el polvo de la caverna. La pierna derecha estaba claramente rota en algún punto por debajo de la rodilla, porque estaba toscamente vendada con trozos de madera y bandas arrancadas del sarong. El manto de Sarcand, de seda color lázuli, estaba extendido a su lado. Se hallaba repleto de gemas y amuletos grabados, monedas de oro y vasos sagrados incrustados con joyas, que brillaban y relucían entre libros de pergamino y papiro. Un libro, con cubiertas de metal negro, estaba abierto, como si lo hubiesen usado recientemente, mostrando ilustraciones dibujadas con brillantes tintas antiguas. Al lado del libro, al alcance de los dedos de Sarcand, había un montón de pingajos crudos y ensangrentados. Por el manto, sobre las monedas, pergaminos y joyas, trepaban la hilera de cangrejos, que venía cada uno con su trozo que añadía en el montón para volver después y reunirse con la hilera de los que se iban.
Me sentí inclinado a creer las historias referentes a los progenitores de Sarcand. Indudablemente, parecía que se parecía por completo a su madre, porque su cabello y sus rasgos, así como su piel, eran los de los caníbales negros de Naat, tal como yo los había visto dibujados en los relatos de viajeros. Nos afrontaba inexcrutablemente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Advertí una gran esmeralda que brillaba oscuramente sobre el dedo índice de su mano derecha.
—Sabía que me seguirías —dijo—, de la misma forma que sabía que el ladrón y su amigo también lo harían. Todos vosotros habéis pensado en matarme y robar el tesoro. Es cierto que he sufrido una herida: un fragmento de roca se desprendió y cayó del techo de la caverna, rompiéndome la pierna cuando me incliné a inspeccionar los tesoros del cofre abierto. Debo permanecer aquí hasta que el hueso haya curado. Mientras tanto, estoy bien armado..., y bien servido y guardado.
—Vinimos a coger el tesoro—replicó Mior Lumivix—. Había pensado matarte, pero sólo en un combate leal, de hombre a hombre y de mago a mago, sin nadie más que el neófito Manthar y las rocas de Iribos como testigos.
—Ya, y tu neófito también va armado con una arthame. Sin embargo, no importa. Me comeré tu hígado, Mior Lumivix, y me haré más fuerte con el poder y la magia que había en ti.
Aparentemente el Maestro no prestó atención a esto.
—¿Qué locura has conjurado ahora? —preguntó rápidamente, señalando los cangrejos que continuaban depositando sus trozos de carne sobre el repugnante montón.
Sarcand levantó la mano en cuyo dedo índice relucía la inmensa esmeralda, engarzada, según vimos en aquel momento, en un anillo que estaba forjado en la forma de los tentáculos de un kraken rodeando la gema de forma de globo.
—Entre el tesoro encontré este anillo—se enorgulleció—. Estaba guardado en un cilindro de un metal desconocido, junto con un pergamino que me informó de los usos del anillo y de su poderosa magia. Es el anillo-señal de Basatan, el dios del mar. El que mire durante largo tiempo con fijeza a la esmeralda puede contemplar escenas y sucesos distantes a voluntad. El que lleva el anillo puede ejercer control sobre los vientos y las corrientes del mar y sobre las criaturas del mar, describiendo en el aire ciertas señales con su dedo.
Mientras Sarcand hablaba, daba la impresión de que la verde piedra se abrillantaba, se oscurecía y se hacía más profunda de una forma extraña, como si fuese una ventana diminuta que contuviese todos los misterios marinos y toda la inmensidad que yace detrás. Extasiado y en trance, olvidé las circunstancias de nuestra situación, porque la joya bloqueó mi vista ocultando los negros dedos de Sarcand con un remolino como de mareas y de agallas y tentáculos sombríos allá abajo en la reluciente verdosidad.
—Cuidado, Manthar—me murmuró el Maestro en el oído—. Nos enfrentamos a una magia terrible y debemos conservar el mando sobre todas nuestras facultades. Aparta los ojos de la esmeralda.
Obedecí el susurro que había oído confusamente. La visión se agitó, desvaneciéndose rápidamente, y la forma y los rasgos de Sarcand fueron visibles otra vez. Sus labios se curvaban en una amplia y sardónica mueca, enseñando sus fuertes dientes blancos, que eran puntiagudos como los de un tiburón. Dejó caer la gigantesca mano que portaba la señal de Basatan y la metió en el cofre a sus espaldas, sacándola llena de gemas de muchos colores, perlas, ópalos, zafiros, diamantes, heliotropos tornasolados. La dejó caer en sus dedos formando un río
relampagueante y reanudó su perorata:
—Llegué a Iribos muchas horas antes que vosotros. Yo sabía que sólo podía entrarse sin riesgos en la caverna con la marea baja y el mástil tumbado. Quizá hayáis ya deducido todo lo que os podría decir. En cualquier caso, el conocimiento de ello morirá con vosotros muy pronto. Después de aprender los usos del anillo, pude contemplar los mares alrededor de Iribos en la joya. Aquí tumbado, con mi pierna rota, vi la llegada del ladrón y
su amigo. Llamé a la corriente marina que hizo que su bote fuese arrastrado a la inundada caverna, hundiéndose rápidamente. Hubiesen podido nadar hasta la playa, pero, bajos mis órdenes, los cangrejos de la ensenada los arrastraron al fondo y los ahogaron, dejando que la marea llevase después sus cuerpos a la playa... ¡Ese maldito ladrón! Le había pagado bien el mapa robado, que era demasiado ignorante para leer, sospechando solamente que se refería a una cueva del tesoro... Más tarde os atrapé a vosotros en la misma forma, después de retrasaros por un rato con vientos contrarios y una calma adversa. Sin embargo, os he reservado otro destino en lugar de ahogaros.
La voz del hechicero se hundió entre profundos ecos, dejando un silencio fraguado con un suspense insufrible. Me parecía estar en el vértice de unos torbellinos desconocidos, en un lugar de horrible oscuridad, iluminado únicamente por los ojos de Sarcand y el talismán de la joya del anillo. El encanto que había caído sobre mí fue roto por los poderosos e irónicos tonos del Maestro.
—Sarcand, hay otra brujería que no has mencionado.
La risa de Sarcand fue como el sonido de una ola al romper .
—Yo sigo la costumbre del pueblo de mi madre y los cangrejos me sirven con lo que pido, llamados y obligados por el anillo del dios del mar.
Diciendo esto, levantó la mano y describió un signo peculiar con el dedo índice, sobre el que el anillo brillaba como un planeta en órbita. Por un momento, la doble columna de cangrejos suspendió su movimiento. Después, moviéndose como por un solo impulso, comenzaron a arrastrarse hacia nosotros, mientras otros aparecían por la boca de la cueva y de sus recodos internos, aumentando su número rápidamente. Se lanzaron sobre nosotros a una velocidad increíble, asaltando nuestros tobillos y canillas con sus pinzas, tan agudas como
cuchillos, como si estuviesen animados por demonios. Me incliné, golpeándoles con mi arthame, pero los pocos que aplasté de esta forma fueron reemplazados por decenas, mientras otros, alcanzando el borde de mi manto, comenzaron a trepar por detrás y a abrumarme con su peso. Ante este asedio, perdí pie sobre el resbaladizo suelo y caí de espaldas entre la bulliciosa multitud.
Allí tumbado, mientras los cangrejos se lanzaban sobre mí como una ola crujiente, vi al Maestro desgarrar su pesado manto y tirarlo a un lado. Después, mientras el ejército convocado por el hechizo le asediaba, trepando unos sobre las espaldas de los otros y cubriendo sus rodillas y muslos, lanzó su arthame con un extraño movimiento circular contra el brazo, que Sarcand tenía en alto. La hoja voló directamente, dando vueltas como un disco de luz, y la mano del hechicero negro fue limpiamente cortada por la muñeca y el anillo relampagueó sobre su dedo índice como una estrella al caer al suelo.
La sangre saltó de la muñeca sin mano como de una fuente, mientras Sarcand, lleno de estupor y sentado, mantenía por un breve instante el gesto de su conjuro. Después el brazo cayó a un lado y la sangre corrió sobre el manto, extendiéndose velozmente sobre las piedras preciosas, las monedas y los libros, manchando el montón de trozos de carne depositados por los cangrejos. Como si el movimiento del brazo hubiese sido otra señal, los cangrejos se apartaron de mí y del Maestro y se lanzaron como una marea larga e innumerable contra Sarcand. Cubrieron sus piernas, treparon por su enorme torso, se peleaban por un lugar sobre sus hombros. El los apartaba con la otra mano, rugiendo terribles maldiciones e imprecaciones que rodaban por la caverna en infinitos ecos. Pero los cangrejos le asaltaban como si estuviesen empujados por un frenesí demoniaco y la sangre salía más y más copiosamente de las pequeñas heridas que habían hecho, coloreando sus pinzas y marcando sus caparazones con crecientes riachuelos carmesí.
Pareció que pasaron largas horas mientras el Maestro y yo permanecimos mirando. Al fin, la cosa yacente que había sido Sarcand cesó de moverse y agitarse bajo el sudario viviente que lo había engullido. Unicamente la pierna vendada y la mano cortada con el anillo de Basaran permaneció intocado por los horribles y ocupados cangrejos.
—¡Vaya! —exclamó el Maestro—. Cuando vino aquí dejó sus demonios detrás, pero encontró otros... Ya es hora de que salgamos a dar un paseo por el sol. Manthar, mi buen y bobalicón aprendiz, me gustaría que hicieses un fuego de leña en la playa. No seas tacaño al recoger el combustible, para hacer un lecho de brasas profundo, caliente y tan rojo como el corazón del infierno donde asarnos una docena de cangrejos. Pero ten cuidado en escoger los que hayan venido recientemente del mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario