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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 8 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - LA ARAÑA ACUÁTICA

LA ARAÑA ACUÁTICA
Philip K. Dick
 
 
 
I
 
Aquella mañana, mientras afeitaba cuidadosamente su cabeza hasta verla brillar, Aron
Tozzo consideraba una visión desdichada e insoportable. Veía mentalmente quince
convictos de Nachbaren Slager, de tres centímetros de altura todos, en una nave del
tamaño de un globo infantil. La nave, que viajaba casi a la velocidad de la luz, seguía su
avance lentamente, sin que los hombres que iban a bordo supieran lo que iba a ser de
ellos ni les preocupase.
La peor parte de la visión era precisamente que era muy probable que fuera cierta.
Se secó la cabeza, se echó una crema y luego tocó el botó que había dentro de su
cuello. Estableció el contacto con el cuadro de mando de la Oficina. Tozzo dijo:
—Admito que no podemos hacer nada para conseguir que esos quince hombres
vuelvan, pero al menos podemos renunciar a enviar más.
Su comentario, registrado por la central, pasó a sus colegas de trabajo. Todos se
manifestaron de acuerdo; escuchó sus voces mientras se ponía la chaqueta, las zapatillas
y el capote. Evidentemente, el vuelo había sido un error; hasta el público lo sabía ya.
Pero...
—Pero seguiremos —dijo por encima del clamor Eduardo Fermeti, el superior de
Tozzo—. Tenemos ya voluntarios.
—¿También de Nachbaren Slager? —preguntó Tozzo.
Naturalmente, los presos se ofrecían voluntarios; su esperanza de vida en el campo
prisión era sólo de cinco a seis años. Y si el vuelo a Próxima resultaba, los viajeros
obtendrían la libertad. No tendrían que volver a uno de los cinco planetas deshabitados
del sistema solar.
—¿Qué importancia tiene saber de donde proceden? —preguntó suavemente Fermeti.
—Deberíamos dirigir nuestros esfuerzos —dijo Tozzo— a la mejora del Departamento
de Penología, en vez de intentar llegar a las estrellas.
Sintió un súbito deseo de renunciar a su puesto de la Oficina de Emigración y entrar en
la política como candidato reformista.
Más tarde, cuando estaba sentado en la mesa ante el desayuno, su mujer le dio unas
alentadoras palmadas en el hombro.
—Aron, aún no has conseguido resolverlo, ¿verdad?
—No —admitió secamente—. Y ahora no me preocupa siquiera.
No le contó lo de la otra nave cargada de presos que había sido enviada inútilmente;
estaba prohibido hablar del asunto con individuos ajenos al gobierno.
—¿Podrán regresar por sus propios medios?
—No. Porque la masa se perdió aquí, en el sistema solar. Para volver tendrían que
encontrar aquí una masa igual que la remplazara. Ese es el problema. —Exasperado, se
consagró a sorber su té, ignorándola. Mujeres, pensó; atractivas pero sin inteligencia—.
Necesitan masa aquí —repitió—. Lo cual supongo que estaría bien si hicieran un viaje de
exploración. Pero se trata de un proyecto de colonización; no es una gira programada con
vuelta al punto de origen.
—¿Cuánto tiempo tardan en llegar a Próxima —preguntó Leonor—, reducidos todos
como están a tres centímetros de altura?
—Unos cuatro años.
—¡Qué maravilla!
Con un gruñido, Tozzo apartó la silla y se levantó. Deberían llevársela a ella, se dijo, si
tan maravilloso le parece. Pero Leonor era demasiado lista para ofrecerse voluntaria.
—Entonces tenía razón yo —dijo Leonor suavemente—. La Oficina ha enviado gente.
Acabas de admitirlo.
—No se lo digas a nadie; sobre todo no se lo digas a ninguna de tus amigas. Puedo
perder mi trabajo. —La miró enfurecido.
Con esta nota hostil, salió hacia la Oficina.
 
Eduardo Fermeti saludó a Tozzo cuando éste abría la puerta de su oficina.
—¿Crees que Donald Nils esté ahora, en este mismo instante, en un planeta orbitando
alrededor de Próxima? —Nils era un famoso asesino que se había ofrecido como
voluntario para uno de los vuelos de la Oficina—. Quizá ande arrastrando un terrón de
azúcar cinco veces mayor que él.
—No tiene gracia —dijo Tozzo.
Fermeti se encogió de hombros.
—Sólo quería quitarte el pesimismo —dijo—. Creo que estamos todos muy deprimidos
y descorazonados. —Siguió a Tozzo al interior de su oficina—. Deberíamos ofrecernos
voluntarios nosotros mismos para el próximo viaje.
El tono parecía sincero, y Tozzo le miró con curiosidad.
—Es una broma —dijo Fermeti.
—Si se hace un vuelo más —dijo Tozzo— y fracasa, yo dimito.
—Escucha —dijo Fermeti—. Tenemos una nueva tarea.
Apareció de pronto el colega de Tozzo, Craig Gilly. Fermeti, dirigiéndose a los dos, dijo:
—Vamos a utilizar pre-cogs para obtener nuestra fórmula de reentrada —sus ojos
brillaron al ver la reacción de los otros dos.
—Pero todos los pre-cogs han muerto —objetó Gilly, atónito—. Se destruyeron por
orden presidencial hace veinte años.
—Habría que retroceder mucho en el pasado para obtener un pre-cog —dijo Tozzo
impresionado—. ¿No es cierto, Fermeti?
—Lo haremos, sí —dijo su superior—. Volveremos a la Edad de Oro de la
Precognición. Al siglo veinte.
Tozzo se quedó un momento desconcertado. Y luego recordó.
Durante la primera mitad del siglo veinte, habían llegado a existir tantos pre-cogs
(individuos capaces de adivinar el futuro) que se habían agrupado en un gremio con
ramas en Los Angeles, Nueva York, San Francisco y Pensilvania. Este grupo de pre-cogs,
que se conocían todos, sacaron una serie de revistas que se mantuvieron florecientes
durante varias décadas. Abierta y audazmente, los miembros del gremio habían
proclamado en sus escritos su conocimiento del futuro. Y sin embargo... su sociedad, en
conjunto, les había prestado muy poca atención.
—Aclaremos las cosas —dijo lentamente Tozzo—. ¿Quieres decir que vas a utilizar las
dragas-tiempo del Departamento de Arqueología para conseguir un pre-cog famoso del
pasado?
Fermeti asintió y dijo:
—Sí, le traeré aquí para que nos ayude.
—¿Y cómo puede ayudarnos? No tendrá conocimiento de nuestro futuro, solo del suyo.
—La Biblioteca del Congreso —dijo Fermeti— nos ha dado acceso ya a su colección,
prácticamente completa, de revistas pre-cogs del siglo veinte. —Sonrió astutamente a
Tozzo y a Gilly, disfrutando claramente la situación—. Tengo el deseo y la esperanza de
que en esa gran masa de información encontraremos un artículo que trate concretamente
de nuestro problema de reentrada. Hay muchas posibilidades, estadísticamente
hablando... escribieron sobre innumerables temas de la civilización futura, como saben.
Hubo una pausa, y luego Gilly dijo:
—Muy inteligente. Creo que tu idea puede resolver nuestro problema. Aún puede ser
factible el viaje a la velocidad de la luz a otros sistemas estelares.
—Esperemos que sea posible antes de que nos quedemos sin presos —dijo Tozzo con
amargura.
Pero también a él le gustaba la idea de su superior. Y además tenía muchas ganas de
verse cara a cara con uno de los famosos pre-cogs del siglo veinte. Había sido aquel un
período breve y glorioso... por desgracia había terminado hacía mucho.
O no tan breve, si se comenzaba a fechar a partir de Johathan Swift, y no de H. G.
Wells. Swift había escrito sobre las dos lunas de Marte y sus insólitas características
orbitales años antes de que los telescopios demostraran su existencia. Y por eso existía la
tendencia a incluirle en los libros de texto.  
 
II
 
Las computadoras de la Biblioteca del Congreso tardaron muy poco en recorrer los
gastados y amarillentos volúmenes, artículo por artículo, y seleccionar la única aportación
que trataba de privación de masa y restauración como modus operandi del viaje por el
espacio interestelar. La fórmula de Einstein, según la cual un objeto cuando aumentaba
su velocidad incrementaba su masa proporcionalmente, había sido tan absolutamente
aceptada, sin discusión alguna, que nadie había prestado la menor atención a aquel
artículo concreto, publicado en agosto de 1955 en una revista pre-cog llamada If.
En la oficina de Fermeti, Tozzo se sentó junto a su superior para repasar la
reproducción fotográfica de la revista. El artículo se llamaba Vuelo nocturno y tenía sólo
unas cinco mil palabras. Los dos lo leyeron con avidez, y no hablaron una palabra hasta
terminar de leerlo.
—¿Qué te parece? —preguntó Fermeti, cuando acabaron.
—No tengo la menor duda —dijo Tozzo—. Es nuestro Proyecto, desde luego. Hay
muchas confusiones; por ejemplo llama a la Oficina de Emigración «Corporación Exterior»
y supone que se trata de una empresa comercial privada. Pero, por otra parte, es muy
exacto. Evidentemente tú eres ese personaje, Eduard Fletcher. Los nombres son
similares, pero hay ciertas variaciones, como en todo lo demás. Y yo soy Allison Torelli. —
Cabeceó admirado—. Aquellos pre-cogs... tenían una imagen mental del futuro siempre
un poco deformada, pero sin embargo en lo básico...
—En lo básico correcta —concluyó Fermeti—. Sí, estoy de acuerdo. Este artículo,
Vuelo nocturno, trata claramente de nosotros y del Proyecto... aquí le llaman Araña
Acuática porque tenía que hacerse un gran salto. Dios mío, ése habría sido el nombre
perfecto, si lo hubiéramos pensado mejor. Quizás aún podamos ponérselo.
—Pero el pre-cog que escribió Vuelo Nocturno... —dijo Tozzo lentamente— no nos da
concretamente la fórmula para la restauración-masa ni siquiera para la privación-masa.
Simplemente dice que «la tenemos». —Tozzo cogió la reproducción de la revista y leyó
en voz alta del artículo:
 
«La dificultad que representaba el restaurar la masa de la nave y sus pasajeros al
terminar el vuelo había demostrado ser un formidable obstáculo para Torelli y su equipo
de investigadores, aunque al final lograron superarlo. Después de la fatídica implosión de
la Exploradora del Mar, la nave inicial que...»
 
—Y eso es todo —dijo Tozzo—. ¿Para qué nos sirve esto? Sin embargo este pre-cog
experimentó nuestra situación actual hace cien años... pero prescindió de los detalles
técnicos.
Hubo un silencio.
Al fin Fermeti dijo pensativo:
—Eso no significa que él no conociera los detalles técnicos. Sabemos hoy que los otros
de su gremio eran mucho de ellos científicos de sólida formación —examinó el informa
biográfico—. Ves, cuando no utilizaba su capacidad pre-cog trabajaba como analista de
grasa de pollo para la Universidad de California.
—¿Aún desea utilizar la draga-tiempo para traerlo al presente?
Fermeti asintió.
—Sólo desearía que la draga funcione en ambos sentidos. Si pudiera utilizarse con el
futuro, no con el pasado, no tendríamos porqué amenazar la seguridad de este pre-cog...
—bajó la vista hasta el artículo—. Este Poul Anderson.
—¿Qué peligro hay? —preguntó Tozzo con un escalofrío.
—Quizás no podamos devolverle a su propio tiempo. O... —Fermeti se detuvo—.
Podríamos perder un trozo de él por el camino, podríamos encontrarnos con que llegara
aquí sólo la mitad. La draga ha viviseccionado antes a muchos seres.
—Y este individuo no es un preso de Nachbaren Slager —dijo Tozzo—. No habrá
ninguna justificación posible.
—Lo haremos como es debido —dijo Fermeti—. Reduciremos el peligro enviando un
equipo de hombres a ese tiempo, a 1954. Puede coger a ese tal Poul Anderson y
ocuparse de que entre todo él en la draga, no sólo la mitad superior o la parte izquierda.  
Así se había decidido. La draga-tiempo del Departamento de Arqueología enfocaría al
mundo en 1954 y recogería al pre-cog Poul Anderson; nadie se opuso al proyecto.
 
Investigaciones realizadas por el Departamento de Arqueología demostraron que en
septiembre de 1954 Poul Anderson vivía en Berkley, California, en la calle Grove. En ese
mes había asistido a una reunión de alto nivel de pre-cogs de todos los Estados Unidos
en el Hotel Sir Francis Drake de San Francisco. Era probable que allí, en aquella reunión,
se trazaran las líneas políticas a seguir en el año próximo, participando en su elaboración
Anderson y otros especialistas.
—En realidad es muy fácil —explicó Fermeti a Tozzo y a Gilly—. Irán allí un par de
hombres. Se les facilitarán documentos falsos que muestren que pertenecen a una
organización pre-cog nacional... Naturalmente vestirán ropa del siglo veinte. Localizarán a
Poul Anderson, lo aislarán y lo traerán aquí.
—¿Y qué le dirán? —preguntó Tozzo un poco escéptico.
—Que representan a una organización pre-cog de aficionados sin licencia de
Battlecreek, Michigan, y que han construido un curioso vehículo parecido a una draga-
tiempo del futuro. Pedirán al señor Anderson, que es realmente muy famoso en esa
época, que pose junto a su invento para hacerlo una fotografía con él. Nuestras
investigaciones muestran que según sus contemporáneos Anderson es un hombre
amable y cordial y que además en esas asambleas anuales de alta estrategia suele
animarse lo bastante para dejarse arrastrar por el optimismo de sus colegas pre-cogs.
—¿Quieres decir que utilizaban lo que se llamaba entonces «droga de avión»?
—Ni mucho menos —dijo Fermeti con una suave sonrisa—. Eso fue una moda que se
extendió entre los adolescentes y que no se hizo general en realidad hasta una década
después. No, me refiero al alcohol.
—Comprendo —dijo Tozzo.
—En cuanto a las dificultades —continuó Fermeti— debemos considerar que se trata
de una sesión de alto secreto, a la que Anderson ha llevado a su mujer Karen, vestida
como una Dama de Venus con brillantes pectorales, falda corta y casco, y que ha llevado
también a su hija pequeña Astrid. El propio Anderson no lleva ningún disfraz para ocultar
su identidad. Es una persona estable y sin ansiedades, como la mayoría de los pre-cogs
del siglo veinte.
»Sin embargo, durante los períodos de discusión entre las sesiones oficiales, los pre-
cogs, separados de sus mujeres, se dedican a charlar y a jugar al póker, y al parecer
algunos de ellos se emborrachan...
—¿Se emborrachan?
—Sí, eso es. Pero en fin, se reúnen en pequeños grupos en los vestíbulos del hotel y
es entonces cuando podemos cazarle. En la confusión general nadie advertirá su
desaparición. Luego podremos devolverle a ese tiempo exacto, o como máximo a unas
cuantas horas antes o después... mejor después porque dos Poul Anderson en la
asamblea podrían resultar sorprendentes.
—Parece un plan seguro —dijo Tozzo impresionado.
—Me alegra de que te lo parezca —dijo Fermeti— porque formarás parte del equipo.
—Entonces será mejor que empieces a ponerme al día sobre la vida del siglo veinte —
dijo Tozzo complacido: cogió otro número de If. Era de mayo de 1971 y había despertado
su interés desde el principio. Por supuesto, aquel número aún no lo conocería la gente de
1954... pero acabarían conociéndolo. Y cuando lo conocieran nunca lo olvidarían.
El primer texto de Ray Bradbury era serializado, comprendió al examinar la revista. El
pescador de hombres, se llamaba, y en él el gran pre-cog de Los Angeles había
anticipado la revolución política gutmanista que habría de barrer los planetas interiores.
Bradbury había prevenido contra Gutman, pero su advertencia no había tenido éxito.
Gutman había muerto ya y sus fanáticos seguidores habían quedado reducidos a la
condición de aislados terroristas. Pero si el mundo hubiera escuchado a Bradbury...
—¿A qué viene ese ceño? —le preguntó Fermeti— ¿No quieres ir?
—Sí —dijo Tozzo pensativo—. Pero es una responsabilidad terrible. No son hombres
ordinarios.
—De eso no hay duda —convino Fermeti.
 
III
 
Veinticuatros horas después, Aron Tozzo se contemplaba con sus ropas del siglo
veinte y se preguntaba si engañaría a Anderson, si podría hacerle entrar en la draga.
El atuendo era perfecto. Tozzo estaba equipado incluso con la habitual barba hasta la
cintura y el gran mostacho que tan populares eran hacia 1950 en Estados Unidos. Y
llevaba peluca.
Las pelucas, como todo el mundo sabe, estaban muy extendidas por aquella época en
los Estados Unidos; hombres y mujeres llevaban grandes pelucas empolvadas de
brillantes colores, rojas y verdes y azules y, por supuesto, dignos grises. Era uno de los
fenómenos más curiosos y divertidos del siglo veinte.
A Tozzo le gustaba su peluca, de un rojo brillante. Era auténtica, procedía del Museo
de Historia Cultural de Los Angeles, y según el especialista era de hombre, no de mujer.
Así pues, se habían eliminado hasta las más nimias posibilidades de detección. Era
prácticamente imposible que los identificaran como miembros de otra cultura del futuro.
Y sin embargo Tozzo se sentía inquieto.
Pero todo estaba dispuesto y pronto llegó el momento de partir. Tozzo entró con Gilly,
el otro miembro elegido, en la draga-tiempo y se sentó ante los controles. El
Departamento de Arqueología le había proporcionado un manual de instrucciones
completo que tenía abierto ante sí. En cuanto Gilly cerró la escotilla, Tozzo agarró el toro
por los cuernos (expresión del siglo veinte) y accionó la draga.
Giraron manillas y marcadores y corrieron tiempo atrás hasta 1954, hasta la
convención pre-cog de San Francisco.  
A su lado Gilly practicaba frases del siglo veinte con un libro de referencia.  
Brilló una luz roja; la draga estaba a punto de concluir su viaje. Un momento después
se pararon las turbinas.
Fueron a para a la salida del Hotel Sir Francis Drake, en el centro de San Francisco.
Pasaban por todas partes peatones con ropas arcaicas. Y Tozzo vio que no había
monorraíles; todo el tráfico visible era de superficie. Qué amontonamiento, pensó, al ver
automóviles y autobuses avanzar centímetro a centímetro por las atestadas calles. Un
funcionario vestido de azul ordenaba el tráfico lo mejor que podía, pero la organización
era un fracaso abismal, a criterio de Tozzo.
—Es el momento de la fase dos —dijo Gilly; pero también él miraba asombrado
aquellos vehículos de superficie—. Dios mío, qué faldas tan increíblemente cortas llevan
las mujeres; van prácticamente con las rodillas al aire. ¿Cómo se libraran de los virus?
—No lo sé —dijo Tozzo—, ni tampoco sé como vamos a conseguir colarnos en el Hotel
Sir Francis Drake.
Cautelosamente abrieron la escotilla de la draga-tiempo y salieron. Y entonces Tozzo
comprendió algo. Había habido un error. Ya.
Los hombres de aquella época iban afeitados.
—Gilly —dijo rápidamente—, tenemos que afeitarnos la barba y el bigote.
En un instante libró a Gilly de la suya, dejando al descubierto su cara desnuda. Pero la
peluca; la peluca correspondía. Todos los hombres visibles llevaban algún tipo de pelo:
Tozzo vio pocos calvos, si es que vio alguno. Las mujeres llevaban también lujosas
pelucas... ¿O no serían pelucas? ¿Sería pelo natural?
En cualquier caso, él y Gilly pasarían ahora. Vamos al Sir Francis Drake, se dijo,
haciendo una seña a Gilly.
 
Cruzaron la acera; era sorprendente lo lento que caminaba la gente en aquella época.
Entraron en el anticuadísimo vestíbulo del hotel. Parecía un museo, pensó Tozzo mirando
a su alrededor. Me gustaría echar un vistazo a todo esto... pero no podía.
—¿Cómo es nuestra identificación? —dijo nervioso Gilly—. ¿Crees que pasará la
inspección? —el asunto de la barba y el bigote lo había alterado.
En las solapas llevaban la identificación, diestramente falsificada. Sirvió. Se
encontraron subiendo en un ascensor hasta la planta correspondiente.
El ascensor los dejó en un atestado vestíbulo. Había hombres por todas partes, en
grupos, riendo y hablando, todos limpiamente afeitados, con pelucas o pelo natural. Y
había también una serie de atractivas mujeres, algunas con prendas llamadas leotardos,
que se pegaban a la piel y remoloneaban por allí sonrientes. Aunque el estilo de la época
exigía que llevaran los pechos cubiertos, daba gusto verlas.
—Estoy asombrado —dijo Gilly con voz queda—. En esta habitación hay algunos de
los...
—Lo sé —murmuró Tozzo. Su proyecto podía esperar un rato por lo menos. Tenía allí
una increíble oportunidad de ver a aquellos pre-cogs, de hablar realmente con ellos y
escucharles directamente...
Apareció un hombre alto y apuesto de traje oscuro con pequeños reflejos de algún
género no natural, algún tipo de tejido sintético. Llevaba gafas y su pelo, todo él en
realidad, tenía un tono oscuro, tostado. El nombre estaba escrito en su identificación...
Tozzo atisbó.
Aquel hombre alto y apuesto era A. E. van Vogt.
—Bueo —decía a van Vogt otro individuo, quizás un pre-cog entusiasta—. Leí las dos
versiones de tu El Mundo de los no-A y no cazo del todo lo que sea él; ya me entiendes,
al final. ¿Podrías explicarme esa parte? Y también cuando miran al árbol y entonces...
Van Vogt sonrió delicadamente y dijo:
—Bueno, te diré un secreto. Empecé con un argumento y luego se me fue ampliando.
Así que tuve que inventar otro para terminar el resto del relato.
Acercándose a escuchar, Tozzo percibió algo magnético en van Vogt. Era tan alto, tan
espiritual. Sí; se dijo Tozzo; esa era la palabra, una espiritualidad saludable. Parecía
emanar de él una bondad innata.
—Allí va un hombre con mis pantalones —dijo de pronto van Vogt, y sin decir más se
apartó y desapareció entre la multitud.
A Tozzo le daba vueltas la cabeza. Haber visto personalmente a A. E. van Vogt y
haberle oído hablar...
—Mira —decía Gilly, tirándole de la manga—. Ese hombre tan grande de aspecto
genial que está sentado ahí es Howard Browne, que dirigió en esta época la revista pre-
cog Amazing.
—Me preguntó —dijo Gilly— si no estará por aquí el doctor Asimov.  
Podemos preguntar, pensó Tozzo. Se abrió camino hasta una de las jóvenes de peluca
rubia y leotardos verdes.
—¿DÓNDE ESTÁ EL DOCTOR ASIMOV? —preguntó claramente en el argot de la
época.
—¿Quién sabe? —respondió la chica.
—¿Está aquí, señorita?
—No —contestó la chica.
Gilly tiró de nuevo a Tozzo de la manga.
—Tenemos que buscar a Poul Anderson, ¿recuerdas? Por muy agradable que sea
hablar con la chica...
—Estoy preguntando por Asimov —dijo ásperamente Tozzo. Después de todo Isaac
Asimov había sido fundador de toda la industria robótica positrónica del siglo veintiuno.
¿Cómo no estaba allí?
Un hombre fornido y atezado pasó junto a ellos, y Tozzo se dio cuenta de que aquel
era Jack Vance. Vance, pensó, parecía más que nada un cazador de caza mayor... tenía
que tener cuidado con él. Si tenemos un altercado Vance podría dominarnos fácilmente.
Se dio cuenta entonces que Gilly estaba hablando con la chica de peluca rubia y
leotardos verdes.
—¿MURRAY LEINSTER? —preguntaba Gilly—. El hombre cuyo artículo sobre tiempo
paralelo figura aún en la vanguardia misma de los estudio teóricos; si no fuese...
—No sé —dijo la chica, con un tono de aburrimiento en la voz.
Frente a ellos se había reunido un grupo; el personaje central al que todo el mundo
escuchaba decía:
—...muy bien, si prefieres el viaje aéreo como Howard Browne, allá tú, pero te digo que
es arriesgado. Yo no subo en un avión. En realidad, hasta ir en un coche es peligroso. En
general yo subo atrás. —Aquel individuo llevaba una peluca con el pelo muy corto y
corbata; tenía una cara redondeada y agradable y unos ojos profundos e intensos.
Era Ray Bradbury, y Tozzo se dirigió hacia él inmediatamente.
—¡Alto! —murmuró Gilly colérico—. Recuerda a lo que vinimos.
Y, más allá de Bradbury, en la barra, Tozzo vio a un hombre más viejo, de traje marrón
y gafas pequeñas con una copa en la mano. Le reconoció por los dibujos de las primeras
publicaciones de Gernsback; era el fabuloso e incomparable pre-cog de la región de
Nuevo México, Jack Williamson.
—Yo opinaba que la Legión del Tiempo era la mejor obra de ciencia ficción, en novela,
que había leído —decía un individuo, evidentemente otro entusiasta pre-cog, a Jack
Williamson, y Williamson prestaba atención complacido.
—En principio iba a ser un relato breve —dijo Williamson—. Pero creció. Sí, a mí
también me gusta.
Entre tanto, Gilly había entrado en una habitación adjunta. Encontró ante una mesa a
dos mujeres y un hombre en animada conversación. Una de las mujeres, morena y
guapa, que llevaba los hombros desnudos, era (según su placa de identificación) Evelyn
Paige. La mujer más alta era la famosa Margaret St. Clair, según descubrió Gilly, que
inmediatamente dijo:
—Señora St. Clair, su artículo titulado El Hexápodo Escarlata del número de
septiembre de 1959 de If fue uno de los mejores... —y entonces se interrumpió
bruscamente.
Porque Margaret St. Clair aún no había escrito aquello. No sabía en realidad nada del
asunto. Gilly, ruborizado y nervioso, retrocedió.
—Lo siento —murmuró—. Perdóneme. Me confundí.
Margaret St. Clair alzó una ceja y dijo:
—¿Has dicho septiembre de 1959? ¿Qué eres tú, un hombre del futuro?
—Es un bromista —dijo Evelyn Paige—, pero sigamos. —Miró con dureza a Gilly—.
Bueno, Bob, creo que estabas diciendo que... —se dirigía al hombre que se sentaba
frente a ella, y Gilly advirtió encantado que aquel individuo de calamitoso y cadavérico
aspecto era nada menos que Robert Bloch.
—Señor Bloch —dijo Gilly—, su artículo de Galaxy, Sabbatical, fue...
—Te has equivocado, amigo —dijo Robert Bloch—. Nunca escribí nada con ese título.
Dios mío, comprendió Gilly, otra vez; Sabbatical era otra cosa que aún no estaba
escrita. Sería mejor que saliera de allí.
Volvió con Tozzo... Le encontró de pie, tenso y rígido.
—Encontré a Anderson —dijo.
Gilly se volvió inmediatamente, rígido también.  
 
Los dos habían estudiado cuidadosamente las fotografías de la Biblioteca del
Congreso. Allí estaba el famoso pre-cog, alto y delgado, quizás demasiado delgado, con
su pelo o peluca rizada y sus gafas, y con un cálido brillo amistoso en los ojos. Llevaba un
vaso de whisky en una mano y charlaba con otros pre-cogs. Evidentemente lo estaba
pasando muy bien.
—Bueno, bueno, veamos —decía Anderson cuando Tozzo y Gilly se unieron
silenciosamente al grupo—. ¿Cómo? —Anderson se inclinó con la mano en la oreja para
oír mejor lo que decía otro de los pre-cogs.
—Sí, claro, eso es —dijo Anderson, cabeceando—. Claro, Tony, estoy completamente
de acuerdo contigo.
Tozzo comprendió que el otro pre-cog era nada menos que el soberbio Tony Boucher,
cuya precognición del renacimiento religioso del siglo siguiente había sido casi
sobrenatural. La descripción, palabra por palabra, del Milagro de la Cueva con el robot...
Tozzo miró a Boucher sobrecogido, y luego se volvió a Anderson.
—Poul —decía otro pre-cog—, te diré como se proponían los italianos conseguir que se
fueran los ingleses si invadían en 1943. Los ingleses estarían en hoteles, los mejores,
naturalmente. Los italianos les cobrarían de más.
—Oh, sí, claro —dijo Anderson, asintiendo y sonriendo, con los ojos brillantes—. Y los
ingleses siendo unos caballeros, no dirían nada...
—Pero se irían al día siguiente —concluyó el otro pre-cog, y todos los del grupo se
echaron a reír, salvo Gilly y Tozzo.
—Señor Anderson —dijo Tozzo—, somos una organización pre-cog de aficionados de
Battlecreeck, Michigan, y nos gustaría que usted se fotografiara junto a nuestro modelo de
draga-tiempo.
—¿Cómo? —dijo Anderson llevándose la mano a la oreja.
Tozzo repitió lo que había dicho, intentando que fuese audible por encima del ruido de
fondo. Por fin Anderson pareció comprender.
—Bueno, en fin, ¿dónde está? —preguntó Anderson.
—Abajo, en la acera —dijo Gilly—. Pesaba demasiado para subirlo.
—Bueno, si no es mucho tiempo —dijo Anderson—, que supongo que no.
Se excusó y los siguió hacia el ascensor.
—Es —les dijo al pasar un hombre corpulento—, tiempo para construir motores de
vapor, Poul.
—Vamos abajo —dijo nervioso Tozzo.
—Bajad cabeza abajo —dijo el pre-cog. Hizo un gesto de adiós cuando llegó el
ascensor y entraron los tres.
—Kris está contento hoy —dijo Anderson.
—Desde luego —dijo Gilly.
—¿Está aquí Bob Heinlein? —preguntó Anderson a Tozzo mientras bajaban—. Tengo
entendido que él y Mildred Clingerman salieron a alguna parte a hablar de gatos y nadie
los ha visto volver.
—Así es como bota el balón —dijo Gilly, probando otra frase del siglo veinte.
Anderson se llevó la mano a la oreja, sonrió vacilante, pero no dijo nada.
Al fin salieron a la acera. Anderson parpadeó asombrado contemplando la draga-
tiempo.
—¡Caramba! —dijo aproximándose—. Es impresionante, desde luego. Posaré junto a
ella con mucho gusto.
Irguió su cuerpo flaco y anguloso, esbozando aquella sonrisa cálida y tierna que Tozzo
ya había advertido antes.
—Caramba, ¿cómo funciona esto? —preguntó Anderson con cierta timidez.
Con una cámara auténtica del siglo veinte procedente del Museo Smithsoniano, Gilly
sacó una foto.
—Ahora dentro —pidió, y miró a Tozzo.
—Bien, bien —dijo Poul Anderson, y subió en las escalerillas y entró en la draga—.
Caramba, a Karen le gustaría esto —dijo mientras desaparecía en el interior—. Qué
lástima no haberla traído.
Tozzo lo siguió rápidamente. Gilly erró la escotilla y, en el tablero de control, Tozzo, con
el manual de instrucciones en la mano, empezó a apretar botones.
Ronronearon las turbinas, pero Anderson no parecía oírlas; contemplaba los controles
boquiabierto.
—Demonios —decía.
La draga-tiempo volvió al presente; Anderson seguía ensimismado en su
contemplación.
 
IV
 
Los recibió Fermeti.
—Señor Anderson —dijo—, es para mí un gran honor.
Tendió la mano a Anderson, pero éste miraba ahora por la escotilla abierta hacia la
ciudad; no vio la mano que le ofrecían.
—Caramba —dijo Anderson, con cierta crispación—. ¿Qué es esto?
Tozzo supuso que estaba mirando el sistema de monorraíl. Y esto era extraño, porque
al menos en Seattle había monorraíles en la época de Anderson... o ¿no los había?
¿Habrían llegado más tarde? En cualquier caso, Anderson parecía claramente perplejo.
—Coches individuales —dijo Tozzo, acercándose a él—. Sus monorraíles sólo
funcionaban con vehículos colectivos. Más tarde, después de su tiempo, se consiguió que
la casa de cada ciudadano tuviera comunicación con un monorraíl; cada individuo sacaba
el coche de su garaje y se dirigía a la terminal del raíl donde se incorporaba a la
estructura colectiva. ¿Comprende?
Pero Anderson seguía perplejo; quizás más perplejo aún.
—Pero —dijo—, ¿qué quiere decir con eso de «mi tiempo»? ¿Es que estoy muerto?
Me imaginaba que sería algo más por el estilo del Valhalla, con vikingos y cosas así. No
futuristas.
—No está usted muerto, señor Anderson —dijo Fermeti—. Está usted enfrentando el
síndrome-cultura de mediados del siglo veintiuno. He de decirle, señor, que le hemos
engañado. Pero lo devolveremos a su época; le doy mi palabra personal y oficial.
Anderson abrió la boca pero no dijo nada; continuó mirando.
 
Donald Nils, famoso asesino, sentado a la única mesa de la sala de referencia de la
nave interestelar de velocidad lumínica de la Oficina de Emigración, calculó que tenía, en
cifras terrestres, tres centímetros de altura. Maldijo amargamente.
—Es un castigo cruel e insólito —masculló en voz alta—. Va contra la Constitución.
Y entonces recordó que se había ofrecido voluntario para poder salir de Nachbaren
Slager. Aquel maldito agujero, se decía. En fin, al menos había conseguido salir de ahí.
Y, se decía, aunque sólo midiera tres centímetros había conseguido convertirse en
capitán de aquella maldita nave, y si alguna vez llegaban a Próxima sería capitán de todo
el maldito sistema de Próxima. Para algo estudié con el propio Gutman, se decía. Y si eso
no supera a Nachbaren Slager, no sé qué puede superarle...
Su segundo, Pete Bailly, asomó la cabeza.
—¿Qué hay? Nills... he estado ojeando la microrreproducción del número concreto de
esa vieja revista pre-cog, Astounding, que me dijiste, ese artículo del equilátero de Venus
sobre transmisión de la materia, y te aseguro que aunque sea el mejor reparador de vids
de la ciudad de Nueva York, eso no significa que pueda construir una de esas cosas. Eso
es pedir mucho.
—Tenemos que volver a la Tierra —dijo Nils secamente.
—No hay nada que hacer —replicó Bailly—. Será mejor pensar en Prox.
Nils echó a un lado furioso las reproducciones que había sobre la mesa, que cayeron al
suelo.
—¡Esa maldita Oficina de Emigración! ¡Nos engañaron!
—De todos modos —dijo Bailly encogiéndose de hombros— tenemos comida suficiente
y una buena biblioteca de referencias y películas de tres dimensiones todas las noches.
—Cuando lleguemos a Prox —dijo Nils burlonamente— habremos visto todas las
películas... —hizo un cálculo—. Dos mil veces.
—Bueno, entonces no las veremos. O podemos pasarlas marcha atrás. ¿Cómo va tu
investigación?
—Estaba leyendo la microrreproducción de un artículo de Space Science Fiction —dijo
Nils pensativo— titulado El Hombre Variable. Habla de transmisión a velocidad
ultralumínica. Desapareces y apareces luego. Un tipo llamado Cole lo perfeccionará,
según lo que escribió el antiguo pre-cog. Si pudiésemos construir una nave más rápida
que la luz podríamos volver a la Tierra. Podríamos apoderarnos de ella.
—Eso es un disparate —dijo Bailly—, entonces tenemos de comandante a un loco. No
hay posibilidad de regresar a la Tierra; lo mejor que podemos hacer es emprender una
nueva vida en los planetas de Próxima y olvidarnos para siempre de nuestro planeta
natal. A Dios gracias tenemos a bordo mujeres. Además, aunque volviéramos... ¿qué
podrían hacer unos individuos de tres centímetros de altura? Se reirían de nosotros.
—Nadie se ríe de mí —replicó Nils.
Pero sabía que Bailly tenía razón. Podían considerarse afortunados de poder buscar
las microrreproducciones de las revistas pre-cog en la sala de referencias de la nave e
idear por su cuenta un medio de aterrizaje seguro en los planetas de Próxima... e incluso
esto era pedir mucho.
Lo lograremos, se decía Nils. En cuanto todos me obedezcan, hagan exactamente lo
que yo les diga, sin preguntas estúpidas.
Se inclinó y activó la ficha del número de If de diciembre de 1962. Contenía un artículo
especialmente interesante para Nils... y éste tenía cuatro años por delante para leerlo,
entenderlo, y por último aplicarlo.
 
—Su capacidad pre-cog —decía Fermeti— le ayudó a prepararse para esto, señor
Anderson.
Pese a sus esfuerzos por controlarla su voz revelaba una gran tensión nerviosa.
—¿Por qué no me devuelven ya a mi época? —preguntó Anderson. Parecía casi
tranquilo.
Fermeti, después de lanzar una rápida mirada a Tozzo y a Gilly, dijo a Anderson:
—Tenemos un problema técnico, sabe. Por eso lo trajimos aquí a nuestro propio
continuo temporal. Verá...
—Creó que lo mejor sería que me devolvieran a mi tiempo —interrumpió Anderson—.
Karen debe estar muy preocupada.
Estiró el cuello, mirando en todas direcciones.
—Sabía que iba a ser algo así —murmuró; su cara se crispó otra vez—. No es muy
distinto de lo que yo suponía... ¿Qué es esa cosa grande que hay allá? Parece como lo
que se utilizaba para los viejos dirigibles.
—Aquello —explicó Tozzo— es una torre de oración.
—Nuestro problema —continuó Fermeti pacientemente —se relaciona con el artículo
Vuelo Nocturno que publicó usted en la revista If de agosto de 1955. Hemos conseguido
privar de su masa a un vehículo interestelar, pero para restaurar la masa...
—Sí, claro, comprendo —dijo Anderson con aire preocupado—. Estoy trabajando
concretamente en ese asunto ahora. Dentro de un par de semanas podrán dirigirse a
Scott. —Luego añadió —: Mi agente.
Fermeti lo consideró un momento y luego dijo:
—¿Puede usted darnos la fórmula de masa-restauración, señor Anderson?
—Bueno —dijo lentamente Poul Anderson— sí, supongo que ese término sería
correcto. Masa-restauración... podría aceptarlo. —Cabeceó—. No he elaborado ninguna
fórmula; no quería que el artículo fuera demasiado técnico. Supongo que podría idear
una, si eso es lo que quieren.
Y se quedó en silencio, retirándose al parecer a un mundo propio; los tres hombres
esperaron, pero Anderson no decía nada más.
—Su capacidad pre-cog... —dijo Fermeti.
—¿Cómo dice? —preguntó Anderson, con la mano en la oreja—. ¿Pre-cog? —sonrió
tímidamente—. Ah, ya, pero yo no llegaría tan lejos. Ya sé que John cree en todo eso,
pero yo no puedo decir lo mismo, pues no considero como prueba unos pocos
experimentos de la Duke University.
Fermeti miró fijamente a Anderson largo rato.
—Consideré el primer artículo del número de Galaxy de enero de 1953 —dijo—. Los
Defensores... sobre la gente que vivía bajo la superficie y los robots que vivían arriba,
fingiendo librar una guerra pero sin hacerlo realmente, y falsificando los informes de modo
que la gente...
—Lo leí —dijo Poul Anderson—. Muy bueno... salvo el final. El final no me pareció gran
cosa.
—¿Sabe usted? —dijo Fermeti— que pasaron exactamente esas cosas en 1996
cuando la Tercera Guerra Mundial? ¿Sabe usted que gracias a ese artículo conseguimos
descubrir el complot de nuestros robots de superficie? Que prácticamente todo el
contenido de aquel artículo fue una profecía...
—Lo escribió Phil Dick —dijo Anderson—. Los Defensores.
—¿Lo conoce usted? —preguntó Tozzo.
—Estuve ayer con él en la Convención —dijo Anderson—. Lo conocí entonces. Un tipo
muy nervioso, casi le daba miedo entrar.
—¿Quiere decir con eso —preguntó Fermeti— que ninguno de ustedes sabe que son
pre-cogs? —su voz vacilaba, totalmente fuera de control.
—Bueno —dijo Anderson lentamente—, algunos escritores de ciencia ficción creen en
eso. Creó que Alf van Vogt lo cree. —Sonrió a Fermeti.
—Pero, ¿es que no comprende? —preguntó Fermeti—. Usted nos describió en un
artículo... ¡Describió usted exactamente nuestra Oficina y su Proyecto Interestelar!
Anderson murmuró después de una pausa:
—Demonios, maldita sea. No, no lo sabía. En fin, muchas gracias por decírmelo.
—Evidentemente —dijo Fermeti volviéndose a Tozzo—, tendremos que reconstruir
todas nuestras ideas sobre mediados del siglo veinte. —Parecía cansado.
—Para nuestros propósitos —dijo Tozzo— esa ignorancia no influye. Porque la
capacidad precognitiva es indudable, sean conscientes o no de ella. —Para él esto era
perfectamente claro.
Entre tanto Anderson había salido a dar una vuelta y estaba frente al escaparate de
una tienda de regalos.
—Tienen cosas interesantes ahí. Me gustaría conseguir algo para Karen y llevárselo
como recuerdo. Supongo que no habrá inconveniente... —se volvió interrogante a
Fermeti—. ¿Puedo entrar un momento a echar un vistazo?
—Sí, claro —contestó Fermeti con irritación.
Poul Anderson desapareció en el interior de la tienda de regalos, dejando a los otros
tres discutir el significado de su descubrimiento.
—Lo que tenemos que hacer —decía Fermeti— es colocarlo en la situación que a él le
resulta más familiar: ante una máquina de escribir. Debemos convencerlo que haga un
artículo sobre privación de masa y posterior restauración. El que considere real el artículo
o lo considere obra de imaginación es indiferente; de todos modos nos servirá. En el
museo hay una máquina del siglo veinte en perfecto estado y cuartillas. ¿Están de
acuerdo?
Tozzo meditó unos instantes y luego dijo:
—Te diré lo que pienso. Fue un error cardinal permitirle entrar en esa tienda de regalos.
—¿Pero por qué? —preguntó Fermeti.
—Yo estoy de acuerdo —dijo Gilly nervioso—. Nunca volveremos a ver a Anderson; se
nos ha escapado con el pretexto de comprar un recuerdo para su mujer.
Fermeti, pálido como la cera, dio la vuelta y se lanzó al interior de la tienda. Tozzo y
Gilly lo siguieron.
La tienda estaba vacía. Anderson los había burlado; había desaparecido.
 
Mientras salía silenciosamente por la puerta trasera de la tienda de regalos, Poul
Anderson pensaba para sí, no creo que me atrapen. Al menos por el momento.
Tengo mucho que hacer mientras esté aquí. ¡Qué oportunidad! Cuando sea viejo y
pueda hablarles de esto a los niños de Astrid.
El pensar en su hija Astrid le recordó, sin embargo, un hecho muy simple. Tenía que
acabar volviendo a 1954. Por Karen y por la niña. Encontrara lo que encontrara allí... para
él era temporal.
Pero mientras tanto... primero iré a la Biblioteca, a cualquier biblioteca. Y echaré a un
vistazo a los libros de historia, que me dirán lo que pasó en los años que median entre
1954 y ahora.
Me gustaría saber cosas, se decía, sobre la guerra fría, como se resolvió el conflicto
entre Estados Unidos y Rusia y... las exploraciones espaciales. Apuesto a que
consiguieron poner un hombre en la luna hacia 1975. Desde luego ahora están
explorando el espacio; bueno, tienen incluso una draga-tiempo.
Poul Anderson vio ante sí una entrada. Estaba abierta y sin vacilar entró. Otra tienda
del mismo género, pero mayor que la anterior.
—Dígame, señor —dijo una voz, y un hombre calvo (todos parecían calvos allí) se
aproximó.
El hombre miró el pelo de Anderson, su ropa... sin embargo parecía un hombre
educado: no hizo ningún comentario.
—¿Puedo servirle en algo? —preguntó.
—Bueno... —dijo Anderson. ¿Qué se vendía allí? Miró a su alrededor. Brillaban por
todas partes unos objetos electrónicos. Pero, ¿para que servían?
—¿No ha sido hocicado últimamente, señor?
—¿Qué es eso? —preguntó Anderson. ¿Hocicado?
—Han llegado ya los nuevos hocicadores de primavera —dijo el dependiente
avanzando hacia las resplandecientes máquinas esféricas más próximas a él.
—Sí —continuó—, me parece que usted, señor, ligeramente introver... no pretendo
ofenderle, señor, es decir, es perfectamente legal ser introvertido. —El dependiente rió
entre dientes—. Por ejemplo, su ropa tan extraña... ¿se la hizo usted mismo, verdad? En
fin, señor, hacerse uno mismo la ropa es propio de las personas muy introvertidas. ¿Lo
tejió usted? —el dependiente hizo una agria mueca, como si probara algo malo.
—No —contestó Poul— en realidad en mi mejor traje.
—Je, je —rió el dependiente—. Tiene gracia el chiste, señor. Mucha gracia. Pero, ¿que
me dice usted de su cabeza? Debe de llevar semanas sin afeitársela.
—Desde luego —admitió Anderson—. Bueno, quizás necesite uno de esos
hocicadores.
Evidentemente en aquel siglo todos tenían uno; como aparatos de televisión en su
propia época; era una necesidad, eran indispensables para forma parte de la cultura.
—¿Cuántos son en su familia? —preguntó el dependiente. Sacó una cinta y midió la
longitud de la manga de Poul.
—Tres —contestó Poul, desconcertado.
—¿Qué tiempo tiene el más joven?
—Recién nacida —respondió Poul.
El dependiente palideció.
—Salga de aquí —dijo rápidamente—. Antes de que llame a la polpol.
—¡Cómo? ¿Pero por qué? ¿Qué quiere usted decir? —Poul se llevó la mano a su oído
intentando escuchar mejor, pues no estaba seguro de lo que había oído.
—Es usted un delincuente —murmuró el dependiente—. Debería estar usted en
Nachbaren Slager.
—Bueno, gracias de todos modos —dijo Poul, y salió de la tienda; al mirar por última
vez vio que el dependiente continuaba con los ojos clavados en él.
 
—¿Es usted extranjero? —preguntó una voz de mujer. Había detenido su vehículo
junto al bordillo. A Poul le parecía una cama; en realidad, comprendió, era una cama. La
mujer le miraba con astuta calma, con sus ojos oscuros y profundos. Aunque su
relumbrante cabeza afeitada lo desconcertaba un poco, pudo apreciar que era atractiva.
—Soy de otra cultura —dijo Poul, incapaz de apartar los ojos de ella. ¿Vestirían las
mujeres como aquella allí, en aquella sociedad? Los hombros al descubierto... Y
también...
Y la cama. La combinación de ambas cosas era demasiado para él. ¿Qué clase de
actividad era la de aquella mujer? Y en público. Vaya sociedad... mucho había variado la
moral desde sus tiempos.
—Busco una biblioteca —dijo Poul, sin acercarse demasiado al vehículo que era una
cama con motor y ruedas y una especie de caña de timón como volante.
—La Biblioteca está a un bight de aquí.
—¿Cómo? —preguntó Poul—, ¿qué es un bisht?
—Evidentemente te burlas de mí —dijo la mujer; todas sus partes visibles adquirieron
un color rojo oscuro—. No tiene gracia. Ni tampoco la tiene esa desagradable cabeza
peluda. Realmente, ni tus bromas ni tu cabeza resultan divertidas, al menos para mí.
Y sin embargo no se iba; se quedaba allí, mirándole sombríamente.
—Puede que necesites ayuda —prosiguió—. Quizá deba compadecerte. Supongo que
la polpol puede atraparte en cuanto quieran.
—¿Podrían? —preguntó Poul—, ¿podría tomar una taza de café en alguna parte donde
pudiéramos hablar? Necesito encontrar la biblioteca.
—Iré contigo —aceptó la mujer—. Aunque no tengo ni idea de lo que es eso de «café».
Si me tocas nilparé inmediatamente.
—Bueno, no es necesario —dijo Poul—. Lo único que quiero es mirar unos libros de
historia.
Y entonces se le ocurrió que podría hacer un buen uso de todos los datos técnicos que
cayeran en sus manos.
¿Qué libro podría llevarse a 1954 que fuera de gran utilidad? Un almanaque. Un
diccionario... un texto escolar de ciencia que abarcara todos los campos; sí, un libro de
divulgación científica, eso sería lo mejor. Un texto universitario o incluso de bachiller.
Podría arrancar las portadas, tirarlas, meter las páginas dentro del forro de su chaqueta.
—¿Dónde hay una escuela? La escuela más próxima —sentía de pronto una gran
urgencia; estaba seguro de que le seguían ya, muy de cerca.
—¿Qué es una «escuela»? —preguntó la mujer.
—Adonde van los niños —respondió Poul.
—Eres un pobre enfermo —dijo quedamente la mujer.
 
V
 
Durante un rato, Tozzo, Fermeti y Gilly guardaron silencio. Luego dijo Tozzo con un
tono cuidadosamente controlado:
—Supongo que saben lo que le pasará. La polpol lo atrapará y lo enviará en monorraíl
a Nachbaren Slager. Por su indumentaria. Quizá ya esté ahí.
Fermeti corrió inmediatamente al videófono más próximo.
—Estableceré contacto con las autoridades en Nachbaren Slager. Hablaré con Potter;
creó que podemos confiar en él.
Pronto apareció en la pantalla el rostro tosco y oscuro del mayor Potter.
—Hola, Fermeti.¿Quiere más presos? —se echó a reír—. Los gastas aún más de prisa
que nosotros.
Fermeti atisbó detrás de Potter la zona de recreo abierta del gigantesco campo-prisión.
Podían verse delincuentes, políticos y no políticos, vagando por allí, estirando las piernas,
algunos entregados a aburridos e insípidos juegos que se prolongaban
interminablemente, a veces durante meses, cada vez que salían de sus celdas de trabajo.
—Lo que queremos —dijo Fermeti— es impedir que te envíen a un individuo —
describió a Poul Anderson—. Si lo envían ahí, llámame inmediatamente. Y no le hagas
daño. ¿Comprendes? Queremos tenerle de nuevo aquí ileso.
—Desde luego —dijo Potter—. Un momento; echaré un vistazo a nuestros ingresos
más recientes.
Tocó un botón a su derecha y comenzó a funcionar una computadora 315—R; Fermeti
oyó un leve ronroneó. Potter accionó más botones y luego dijo:
—Nuestro circuito de ingresos lo rechazará si aparece.
—¿Ningún indicio aún? —preguntó nervioso Fermeti.
—Ninguno —respondió Potter, y bostezó ostentosamente.
Fermeti desconectó.
—¿Y ahora qué? —preguntó Tozzo—. Quizás pudiéramos localizarlo por medio de una
esponja olfateadora ganimediana. —Pero éstas eran una forma de vida repugnante; si
daban con la persona se fijaban inmediatamente en su sistema sanguíneo como las
sanguijuelas.
—O podríamos hacerlo mecánicamente —añadió—. Con un rayo detector. Tenemos
una copia de la curva encefalográmica de Anderson, ¿verdad? Pero haría intervenir
inevitablemente a la polpol.
La ley no permitía utilizar el rayo detector más que a la polpol; después de todo había
sido el artefacto que había localizado al mismísimo Gutman.
Fermeti dijo secamente:
—Yo soy partidario de retransmitir una alerta Tipo II, a escala planetaria. Eso activará a
la ciudadanía, al soplón hay en cada uno de nosotros. Saben que hay una recompensa
automática por cada tipo II que se encuentra.
—Pero de este modo podría ser maltratado —indicó Gilly—. Por una multitud.
Pensémoslo mejor.
Tras una pausa Tozzo dijo:
—¿Qué tal si lo probamos desde un punto de vista puramente cerebral? Si uno hubiera
sido transportado desde mediados del siglo veinte a nuestro continuo, ¿qué es lo que uno
querría hacer? ¿A dónde iría uno?
Con voz suave, Fermeti le contestó:
—Al espaciopuerto más cercano, claro. Para adquirir un billete hacia Marte o a los
planetas exteriores... una cosa rutinaria en nuestra era, pero totalmente fuera de toda
cuestión a mediados del siglo veinte.
Se miraron unos a otros.
—Pero Anderson no sabe donde está el espaciopuerto —indicó Gilly—. Gastará un
tiempo valioso en orientarse. Y nosotros podemos ir allí directamente por el monocarril
expreso subsuperficial.
Un momento más tarde, los tres hombres de la Oficina de Emigración se hallaban en
camino.
—Una situación fascinante —dijo Gilly, mientras viajaban, estremeciéndose arriba y
abajo, unos frente a otros en el compartimiento de primera clase del monorraíl—. Hemos
valorado de un modo totalmente equivocado la mente de mediados del siglo veinte; esto
debería de servirnos de lección. En cuanto volvamos a apoderarnos de Anderson,
debemos hacer nuevas investigaciones. Por ejemplo, el Efecto Poltergeist. ¿Cómo lo
interpretaban? ¿Lo comprendían en toda su amplitud? ¿O lo relegaban simplemente al
reino de lo llamado «oculto» y nada más?
—Anderson puede tener la clave de estos problemas y muchos otros —dijo Fermeti—.
Pero nuestro problema básico sigue siendo el mismo. Tenemos que inducirle a completar
la fórmula de la restauración de masa en términos matemáticos precisos, y no en vagas
alusiones poéticas.
—Ese Anderson —dijo Tozzo pensativo— es un hombre inteligente. Dense cuenta con
qué facilidad nos engañó.
—Sí —admitió Fermeti—. No debemos subestimarle. Lo hicimos y estamos pagando
las consecuencias. —su expresión era hosca.
 
Caminando rápidamente por la casi desierta calle, Poul Anderson se preguntaba por
qué la mujer lo había considerado un enfermo. Y la mención de los niños había
desconcertado también al dependiente de la tienda. ¿Era ilegal el nacimiento? ¿O se
consideraba, como en otros tiempos el sexo, algo demasiado privado para mencionarlo en
público?
En cualquier caso, pensaba, si me propongo quedarme aquí tengo que afeitarme la
cabeza. Y, si es posible hacerme una ropa distinta.
Tiene que haber peluquerías. Y, pensó, las monedas que llevo probablemente tengan
gran valor para los coleccionistas.
Miró a su alrededor esperanzado. Pero no vio más que altos edificios de luminosos
plástico y metal, estructuras en las que se realizaban incomprensibles transacciones. Le
resultaban tan ajenas como...
Ajenas, pensó, y la palabra quedó congelada en su mente. Porque... había surgido una
puerta frente a él. Y ahora tenía bloqueado el camino (al parecer deliberadamente) por
una forma limosa, de un color amarillo oscuro, tan grande como un ser humano, que
palpitaba visiblemente en la acera. Tras una pausa, la forma limosa avanzó ondulante
hacia él a un ritmo lento y regular. ¿Una evolución de la forma humana?, se preguntó Poul
Anderson, retrocediendo. Y entonces comprendió lo que veía...
En aquella época había viajes espaciales. Estaba ante una criatura de otro planeta.
—Eh —dijo Poul, dirigiéndose a la enorme masa limosa—, ¿podría contestarme a una
pregunta?
La forma limosa dejó de avanzar, y en el cerebro de Poul se formó un pensamiento que
no era suyo:
—Comprendo lo que dices. Una respuesta: llegué ayer de Calixto. Pero capto también
toda una serie de pensamientos insólitos y de mucho interés... Eres un viajero del tiempo
procedente del pasado.
El tono de las vibraciones de la criatura era de interés cortés y considerado.
—Sí —admitió Poul—. De 1954.
—Y buscas una peluquería, una biblioteca y una escuela. Todo esto en el tiempo
precioso que te queda antes de que te capturen. —El ser limoso parecía solícito—. ¿Qué
puedo hacer para ayudarte? Podría absorberte, pero sería una simbiosis permanente y no
te gustaría. Piensa en tu mujer y en tu hija. Permíteme que te informe respecto a tu
desdichada mención de los hijos. Los terrestres de este período se han impuesto una
limitación estricta de la natalidad debido a su excesiva multiplicación en las décadas
anteriores. Hubo una guerra, sabes. Entre los seguidores fanáticos de Gutman y las
legiones liberales del general McKinley. Ganaron los segundos.
—¿Y a dónde voy a ir? —preguntó Poul—. Estoy muy confundido.
Le palpitaba la cabeza y se sentía cansado. Habían sucedido demasiadas cosas. Un
rato antes estaba con Tony Boucher en el Hotel Sir Francis Drake, bebiendo y charlando...
y ahora aquello. Aquella gran forma limosa de Calixto. Era, como mínimo, difícil
adaptarse.
 
La forma limosa seguía transmitiendo:
—A mí me aceptan aquí mientras que a ti, su antepasado, te consideran exótico. Qué
ironía. A mí me pareces como ellos, salvo por tu pelo y, por supuesto, por esa ropa
absurda. —La criatura de Calixto meditó unos instantes—. Amigo mío, la polpol es la
policía política y se encarga de detener a los descarriados, los seguidores del derrotado
Gutman, que ahora son terroristas, odiados por todos. Muchos de estos seguidores
proceden de las clases potencialmente criminales. Es decir los no conformistas, los
llamados introvertidos. Individuos que afirman su sistema de valores subjetivos propios
frente al sistema objetivo en boga. Para los terrícolas es una cuestión de vida o muerte,
ya que Gutman estuvo a punto de ganar.
—¿Me esconderé? —decidió Poul.
—¿Pero dónde? No puedes. Salvo que quieras pasar a la clandestinidad y unirte a los
gutmanitas, la clase criminal que se dedica a poner bombas... y supongo que no querrás
hacer eso. Podemos ir juntos, y si alguien dice algo yo explicaré que eres mi criado. Tú
tienes apéndices manuales y yo no. Y yo he decidido, por capricho, vestirte con ropa
extraña y que conserves el pelo de la cabeza. Entonces la responsabilidad es mía. No es
insólito, en realidad, el que organismos superiores de otros mundos empleen criados
terrestres.
—Gracias —dijo secamente Poul, mientras la forma limosa reanudaba su lento avance
por la acera—. Pero necesito hacer unas cosas...
—Yo voy camino del zoológico —la forma limosa continuó.
Poul tuvo un pensamiento poco amable.
—Por favor —dijo la forma limosa—. Tu anacrónico humor del siglo veinte no tiene
sentido. Yo no soy un habitante del zoológico; el zoológico es para formas de vida de
escaso nivel mental, como los glebes y los traunos marcianos. Desde que se iniciaron los
viajes interplanetarios, los zoológicos se han convertidos en el centro de...
—¿Podrías llevarme hasta la estación espacial? —Intentó que su petición no pareciera
muy vehemente.
—Corres un riesgo mortal —dijo la forma limosa— yendo a un sitio público. La polpol
vigila constantemente.
—Quiero ir de todos modos. —Si pudiera subir a una nave interplanetaria, si pudiera
dejar la Tierra, ver otros mundos...
Pero borrarían sus recuerdos; comprendió inmediatamente esto, horrorizado. Tengo
que tomar notas, se dijo. ¡Inmediatamente!
—¿Tienes un lápiz? —preguntó a la forma limosa—. Oh, perdón, creo que tengo uno.
—Evidentemente, la forma limosa no tenía.
En un trozo de papel que sacó del bolsillo de la chaqueta, era material de la
Convención, escribió apresuradamente frases breves y desconectadas, todo lo que le
había sucedido, lo que había visto en el siglo veintiuno. Luego volvió a meterse
rápidamente el papel en el bolsillo.
—Una medida muy inteligente —dijo la forma limosa—. Y ahora vayamos al
espaciopuerto, si quieres acompañarme a mi paso lento. Y, mientras vamos hacia allá, te
diré algunos detalles sobre la historia de la Tierra a partir de tu período.
La forma limosa de Calixto siguió calle abajo. Poul la acompañaba. ¿Qué elección tenía
después de todo?
—La Unión Soviética. Fue trágico. Su guerra con la China Roja en 1983, que
finalmente envolvió a Israel y a Francia... Lamentable, pero resolvió el problema de
Francia; una nación con la que resultaba muy difícil tratar en la segunda mitad del siglo
veinte.
Poul garrapateó esto también en su trozo de papel.
—Después de la derrota de Francia... —la forma limosa continuó explicando y Poul
garrapateando contra el tiempo.
 
Debemos darnos prisa —decía Fermeti— si queremos capturar a Anderson antes de
que suba a una nave.
Pensaba en una investigación exhaustiva con ayuda de la polpol. Le fastidiaba que
interviniera, pero su ayuda le parecía vital.
Había pasado demasiado tiempo y seguían sin encontrar a Anderson.
Frente a ellos estaba el espaciopuerto, un gran disco de kilómetros de diámetro, sin
obstrucciones verticales. En el centro estaba el Punto Calcinado, chamuscado por años
de despegue y aterrizajes de naves espaciales. A Fermeti le gustaba el espaciopuerto,
porque allí la densidad de la edificación de la ciudad cesaba bruscamente. Allí había
espacio abierto, como el que recordaba de la niñez... si es que podía uno atreverse a
pensar abiertamente en la niñez.
El edificio del espaciopuerto estaba emplazado a centenares de metros por debajo de
la capa rexeroidal destinada a proteger a los que esperaban en caso de accidentes.
Fermeti llegó a la entrada de la rampa descendente, y se detuvo allí lleno de impaciencia
a esperar que lo alcanzaran Tozzo y Gilly.
—Nilparé —dijo Tozzo, pero sin entusiasmo. Y rompió la cinta que llevaba en la
muñeca con gesto decidido.
Inmediatamente el vehículo de la polpol planeó sobre ellos.
—Somos de la Oficina de Emigración —explicó Fermeti al teniente de la polpol.
Bosquejó su Proyecto, describió (a regañadientes) como habían trasladado a Poul
Anderson a su período de tiempo.
—Pelo en la cabeza —anotó el teniente de la polpol—. Ropa extraña. Muy bien, señor
Fermeti; buscaremos hasta encontrarle. —Hizo un saludo y su pequeño vehículo
desapareció.
—Son eficaces —admitió Tozzo.
—Pero no son de fiar —dijo Fermeti, concluyendo al pensamiento de Tozzo.
—Me hacen sentirme incómodo —aceptó Tozzo—. Pero supongo que es el propósito.
Los tres se colocaron en la rampa descendente y bajaron a gran velocidad hasta la
planta inferior. Fermeti cerró los ojos, pestañeando ante la pérdida de peso. Era casi tan
malo como el despegue. ¿Por qué tenía todo que ser tan rápido? No era así, desde luego,
en la década anterior, en que las cosas iban a un ritmo mucho más moderado.
Salieron de la rampa, y se les aproximó de inmediato el jefe de la polpol del edificio.
—Tenemos un informe sobre el hombre que buscan —les dijo el oficial de uniforme
gris.
—¿No ha despegado? —exclamó Fermeti—. Gracias a Dios. —Miró a su alrededor.
—Allí está —dijo el oficial, indicando.
Ante un quiosco de revistas estaba Poul Anderson revisando con gran interés todo el
material.
En un instante los tres funcionarios de la Oficina de Emigración lo rodearon.
—Vaya, qué hay —dijo Anderson—. Mientras esperaba mi nave pensé que no estaría
mal echar un vistazo a lo que se publica ahora.
—Anderson —dijo Fermeti—, necesitamos sus servicios. Lo siento pero tenemos que
volver a la Oficina.
Inmediatamente Anderson echó a correr. Vieron su figura alta y angulosa
empequeñecerse mientras corría hacia la puerta.
Fermeti sacó una pistola anestesiadora.
—No hay otra solución —murmuró disparando.
Anderson cayó al suelo. Fermeti se guardó de nuevo la pistola y dijo con voz átona:
—Se recuperará. Una rodilla rozada, nada más. —Miró a Gilly y a Tozzo—. Se
recuperará en la Oficina, quiero decir.
Los tres se acercaron a la figura que estaba tendida en el suelo de la sala de espera
del espaciopuerto.
 
—Podrá volver a su propio continuum temporal —dijo tranquilamente Fermeti— en
cuanto nos dé la fórmula de la restauración de masa.
Anderson asintió y un funcionario de la Oficina trajo la vieja máquina de escribir portátil
Royal.
Sentado en una silla frente a Fermeti en la Oficina de asuntos internos, Poul Anderson
dijo:
—Yo no uso máquina portátil.
—Tiene que cooperar —le informó Fermeti—. Tenemos los medios científicos para
devolverle a Karen; acuérdese de Karen y de su hija recién nacida y de la Convención del
Hotel Sir Francis Drake de San Francisco. Si no coopera, Anderson, tampoco cooperará
la Oficina. Con su capacidad pre-cog supongo que comprenderá eso.
—Bueno —dijo Anderson tras una pausa—, para trabajar necesito un tarro de café
recién hecho al lado.
—Está bien —dijo Fermeti—, le conseguiremos granos de café. Pero tiene que
preparárselo usted. Le traeremos también un tarro del Museo Smithsoniano y ahí acaba
nuestra responsabilidad.
Haciéndose cargo de la máquina, Anderson comenzó a inspeccionarla.
—Cinta roja; siempre la uso negra, pero supongo que servirá.
Parecía un poco triste. Metió una hoja de papel y empezó a escribir. En el encabezado
de la página aparecieron estas palabras:
VUELO NOCTURNO
Poul Anderson
—¿Decían que lo compró If? —preguntó a Fermeti.
—Sí —contestó éste. Anderson escribió:
«Los problemas planteados en Exterior S. A., habían comenzado a inquietar a Edmond
Fletcher. Había desaparecido una nave completa, y aunque no conociera personalmente
a los individuos que iban a bordo, sentía una cierta responsabilidad. Y, mientras se
enjabonaba con aquel champú impregnado de hormonas...»
—Esta comenzando por el principio —dijo hoscamente Fermeti—. Bueno, si no hay
alternativa tendremos que aguantarnos. Me pregunto cuánto tiempo... me pregunto si se
dará mucha prisa escribiendo. Como pre-cog puede ver lo que vendrá después; esto tiene
que ayudarle a escribir de prisa —¿O era simplemente que deseaba pensar eso?
—¿Aún no han llegado los granos de café? —preguntó Anderson, alzando la vista.
—Están por llegar —dijo Fermeti.
—Espero que algunos sean colombianos —dijo Anderson.
 
El artículo estaba terminado mucho antes de que llegara el café.
Poul Anderson se levantó lentamente, estiró sus largos miembros y dijo:
—Creo que tienen lo que querían. La fórmula para la restauración de masa está en la
página veinte.
Fermeti pasó páginas ansioso. Si, allí estaba; mirando por encima de su hombro, Tozzo
vio el párrafo:
 
«Si la nave siguiera una trayectoria que la llevara a la estrella Próxima, recuperaría,
advirtió, su masa a través de un proceso de absorción de energía solar del gran horno de
la propia estrella. Sí, era la propia Próxima la que tenía la clave del problema de Torelli, y
ahora, después de tanto tiempo, lo había resuelto. Aquella simple fórmula giró en su
cerebro».  
 
Y Tozzo se dio cuenta de que allí estaba la fórmula. Como decía el artículo, la masa se
recuperaría partiendo de energía solar convertida en materia, la fuente de energía
absoluta del universo. ¡Y la solución había estado durante todo aquel tiempo ante sus
propias narices!
Su larga lucha había concluido.
—¿Y ahora —preguntó Poul Anderson— tengo libertad para volver a mi propio tiempo?
—Sí —respondió Fermeti.
—Un momento —dijo Tozzo a su superior—. Evidentemente hay algo que no
entiendes.
Era una sección que él había leído del manual de instrucciones de la draga-tiempo.
Llevó a Fermeti a un lado, donde Anderson no pudiera oírles.
—No puedes devolverle a su propio tiempo con los conocimientos que tiene ahora.
—¿Qué conocimientos? —preguntó Fermeti.
—Qué... bueno, no estoy seguro. Cosas relacionadas con nuestra sociedad. Lo que
quiero decirte es esto: la primera regla del viaje en el tiempo, según el manual, es no
alterar el pasado. Dadas las circunstancias, el trasladar a Anderson aquí alteró el pasado
por su simple contacto con nuestra sociedad.
Fermeti caviló unos instantes y dijo:
—Puede que tengas razón. Mientras estuvo en aquel almacén pudo coger algún objeto
que, trasladado a su propio tiempo, pueda revolucionar su tecnología.
—O en el quiosco de revistas del espaciopuerto —añadió Tozzo—. O en su viaje entre
esos dos puntos. Y además... incluso el conocimiento de que él y sus colegas son pre-
cogs.
—Tienes razón —convino Fermeti—. Tenemos que borrar de su memoria los recuerdos
de este viaje.
Dio la vuelta y caminó lentamente hacia Poul Anderson.
—Escuche —le dijo—. Siento tener que decirle esto, pero debemos borrar de su
cerebro todo lo que ha sucedido.
—Es una vergüenza —dijo Anderson tras una pausa—. Lamento oír esto. Pero no me
sorprende —dijo esto último casi en un murmullo; parecía aceptar filosóficamente la
situación—. Es el procedimiento normal en estos casos.
—¿Dónde puede realizarse esta alteración de las células de su memoria? —preguntó
Tozzo.
—En el departamento de Penología —contestó Fermeti—. Por los mismos canales a
través de los que obtenemos a los convictos. —Y añadió, indicando la pistola anestésica y
dirigiéndose a Poul Anderson —: Venga con nosotros. Lamento haber tenido que hacer lo
que hice... pero no había otra solución.
 
VI
 
En el Departamento de Penología, un electrochoque indoloro eliminó del cerebro de
Poul Anderson las células precisas en que se almacenaban sus recuerdos más recientes.
Luego fue trasladado otra vez, en estado semiinconsciente, a la draga-tiempo. Momentos
más tarde viajaba de vuelta al año de 1954, a su propia sociedad y a su propio tiempo.
Hacia el Hotel Sir Francis Drake del centro de San Francisco, California, y hacia su mujer
y su hija que le esperaban.
Cuando la draga-tiempo regresó vacía. Tozzo, Gilly y Fermeti respiraron con alivio y
destaparon una botella de whisky centenario que Fermeti tenía guardada desde hacía
mucho. La misión había sido un éxito; ahora podían volver su atención al proyecto.
—¿Dónde está el manuscrito que él escribió? —dijo Fermeti, posando su vaso y
buscándolo.
No había ningún manuscrito, y Tozzo advirtió que la antigua máquina Royal portátil
traída del Museo Smithsoniano había desaparecido también. Pero, ¿por qué?
De pronto le recorrió un escalofrío. Comprendía.
—Dios mío —dijo confuso; dejó su vaso—. Consigan un ejemplar de la revista con el
artículo. Inmediatamente.
—¡Qué pasa, Aron? —preguntó Fermeti—. Explícate.
—Al eliminar de su memoria lo que había sucedido hicimos que le resultase imposible
escribir el artículo para la revista —dijo Tozzo—. Vuelo Nocturno debía basarse en su
experiencia con nosotros aquí.
Cogió el ejemplar de agosto de 1955 de If y miró el índice.
No había en él ningún artículo de Poul Anderson. En vez de eso, en la página 78,
aparecía The Mold of Yancy, de Philip K. Dick.
Al final habían cambiado el pasado. Y ahora había desaparecido, definitivamente, la
fórmula de su Proyecto.
—No deberíamos haber manipulado —dijo Tozzo ásperamente—. Nunca debimos
traerlo del pasado.  
Bebió un trago del whisky centenario; le temblaban las manos.
—¿Traer a quién? —dijo Gilly, con expresión de desconcierto.
—¿No recuerdas? —Tozzo lo miró, incrédulo.
—¿Pero de que hablan? —preguntó Fermeti impaciente—. ¿Y qué demonios hacen los
dos en mi oficina? Deberían estar trabajando. —Vio la botella de Whisky y se puso
pálido—. ¿Quién abrió esto?
Tembloroso, Tozzo volvió una y otra vez las páginas de la revista. El recuerdo iba
haciéndose confuso en su mente; luchaba en vano para retenerlo. Habían traído a alguien
del pasado, a un pre-cog, sin duda... pero ¿quién? Aún se dibujaba un nombre en su
mente, pero confuso y más confuso a cada instante... Anderson o Anderton, algo así. Y en
relación con el Proyecto de eliminación de masa interestelar de la Oficina.
¿O no?
Desconcertado, Tozzo cabeceó y dijo:
—Tengo fijas en el pensamiento dos palabras extrañas. Vuelo nocturno, ¿Sabe alguno
de ustedes a qué se refiere?
—Vuelo Nocturno —repitió Fermeti—. No, no significan nada para mí. Sin embargo...
sería un buen nombre para nuestro proyecto.
—Sí —aceptó Gilly—. Deben referirse a eso.
—Pero nuestro proyecto se llama Araña Acuática, ¿no es cierto? —dijo Tozzo. Al
menos eso creía él. Pestañeó, intentando concentrarse.
—La verdad —dijo Fermeti— es que aún no le hemos puesto ningún nombre —y
añadió bruscamente—: pero estoy de acuerdo contigo; ese es un nombre aun mejor.
Araña Acuática. Sí, me gusta.
Se abrió la puerta de la oficina y apareció un funcionario uniformado.
—Del Museo Smithsoniano —informó—. Pidieron ustedes esto.
Y mostró un paquete que dejó sobre la mesa de Fermeti.
—No recuerdo haber pedido nada del Museo Smithsoniano —dijo Fermeti. Abrió el
paquete cautelosamente y encontró un bote de granos de café tostado, empaquetados al
vacío, de aproximadamente un siglo de antigüedad.
Los tres hombres se miraron con desconcierto.
—Qué extraño —murmuró Torelli—. Tiene que haber un error.
—Bueno —dijo Fletcher— en cualquier caso, volvamos al proyecto Araña Acuática,
Asintiendo, Torelli y Gilman se volvieron en dirección de su propia oficina en la primera
planta de Exteriores S. A., la empresa comercial para la que trabajaban, y el proyecto que
llevaban desarrollando, con tantos dolores de cabeza y tantos obstáculos, desde hacía
tanto tiempo.
 
En la Convención de ciencia ficción, en el Hotel Sir Francis Drake, Poul Anderson
miraba a su alrededor desconcertado. ¿Dónde había estado? ¿Por qué había salido del
edificio? Y había transcurrido una hora; Tony Boucher y Jim Gunn habían salido ya a
cenar, y no veía señal alguna de su esposa Karen y de su hija.
Lo último que recordaba era aquellos dos fans de Battlecreek que querían que posara
para una foto fuera, en la acera. Quizá hubiera ido allí. En cualquier caso, no recordaba
nada.
Anderson hurgó en el bolsillo de la chaqueta buscando su pipa, con la esperanza de
calmar sus agitados nervios... y no encontró su pipa sino un trozo de papel doblado.
—¿Tienes algo para nuestra subasta, Poul? —preguntó un miembro del Comité de la
Convención, deteniéndose a su lado—. La subasta está a punto de empezar... tenemos
que darnos prisa.
Sin dejar de mirar el papel que había sacado del bolsillo, Poul murmuró:
—Bueno, ¿te refieres a algo que tenga aquí conmigo?
—Sí, por ejemplo un manuscrito de algún relato publicado, el manuscrito original o
versiones previas o notas. Ya sabes —se detuvo esperando.
—Creo que tengo unas notas en el bolsillo —dijo Poul, sin apartar los ojos del papel.
Era una nota manuscrita, la letra era suya, pero no recordaba haberla hecho. Un relato de
viaje en el tiempo, al parecer. La razón de todo debía ser, concluyó, haber tomado tanto
whisky sin comer apenas nada.
—Tengo esto —dijo vacilante—. No es mucho pero supongo que puede servir. —Echó
un vistazo al final de la nota—. Son apuntes de un relato sobre un personaje político
llamado Gutman y un rapto en el tiempo. Aparece también, según veo, una forma limosa
inteligente. —En un impulso, se lo entregó.
—Gracias —dijo el otro, y continuó apresuradamente hacia la otra sala, donde se
desarrollaba la subasta.
—Yo ofrezco diez dólares —dijo Howard Browns, con una amplia sonrisa. —Luego
tengo que coger el autobús para el aeropuerto. —La puerta se cerró tras él.
Y aparecieron al lado de Poul, de pronto, Karen y Astrid.
—¿Quieres entrar a ver la subasta? —preguntó ella—. Podemos comprar un original e
Finlay...
—Sí, desde luego —dijo Poul Anderson, y entró lentamente con su mujer y su hija
detrás de Howard Browns.
 
 
FIN
 


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