“Que la uva nos ceda su llama purpúrea,
y el rosado amor abandone su doncellez;
en tierras sin nombre, bajo lunas cubiertas,
hemos acabado con el Demonio y con todo su linaje”.
Canción de los arqueros del rey Hoaruph.
Zobal, el arquero, y Cushara, el lancero, habían derramado más de una libación a su amistad con los sanguíneos licores de Yoros y la sangre de los enemigos del reino. Unidos por aquella larga y vigorosa amistad, rota únicamente por peleas efímeras con relación a la división de un pellejo de vino o al reparto de alguna
mujer. habían servido durante una fatigosa década entre la soldadesca del rey Hoaraph. Les habían tocado en suerte salvajes batallas y sucesos extraños y azarosos. Ultimamente, la fama de su valor atrajo sobre ellos el honor de la atención de Hoaraph y habían sido escogidos para servir entre los lanceros que guardaban su palacio de Faraad. Algunas veces, los dos eran enviados juntos en misiones para las que era necesario poseer una valentía nada común y una lealtad sin mácula hacia el rey.
Ahora, en compañía del eunuco Simbam, principal proveedor del bien surtido harén de Hoaraph, Zobal y Cushara habían emprendido un tedioso viaje a través de la pista conocida en Izdrel, que hendía la parte occidental de Yoros con su cuña desolada de color amarillento. El rey les enviaba para que se enterasen si por casualidad había algo de verdad en ciertas historias de viajeros con relación a una joven doncella de belleza celestial que fue vista entre los pueblos de pastores al otro lado de Izdrel. Simbam llevaba en el cinto una bolsa de monedas de oro con la que, si la belleza de la muchacha fuese igual en alguna forma al renombre que tenía, estaba autorizado para negociar su compra. El rey había considerado que Zobal y Cushara formarían una escolta apropiada para cualquier
contingencia, porque Izdrel era una tierra notoriamente libre de bandoleros, o, indudablemente, de cualquier habitante humano. Sin embargo, se decía que duendes malignos, tan altos como gigantes y jorobados como los camellos, habían atacado a menudo a los que viajaban por Izdrel, y que bellas, pero malintencionadas lamias, los atraían a una horrible muerte. Simbam, temblando corpulentamente en su silla, cabalgaba no de muy buena gana, pero el arquero y el lancero, con un total escepticismo, dividieron sus groseros chistes entre el tímido eunuco y los
escurridizos demonios.
Sin otro infortunio que la rotura de un pellejo de vino debido a la fuerza de la nueva cosecha que contenía, llegaron a los verdes pastos al otro lado de aquel lúgubre desierto. Allí, en los bajos valles por los que discurrían los meandros del curso medio del río Vos, apacentaba dromedarios y otros ganados una tribu de pastores que cada dos años enviaba a Hoaraph el tributo de sus copiosos rebaños. Simbam y sus compañeros encontraron a la muchacha, que vivía con su abuela en un pueblo al lado del Vos, y hasta el eunuco reconoció que el viaje había valido la pena.
Cushara y Zobal, por su parte, fueron instantáneamente embrujados por los encantos de la muchacha, de nombre Rubalsa. Era esbelta y de regia estatura, de piel pálida como los pétalos de las mariposas blancas, y la ondulante negrura de su pesado cabello se poblaba de pardos reflejos cobrizos bajo el sol. Mientras Simbam regateaba a gritos con la arrugada abuela, los guerreros observaban a Rubalsa con prudente ardor y le dirigieron tales galanterías como estimaron discretas, sin que el eunuco les escuchara.
Por fin el pacto se formalizó y se pagó el precio, quedando la bolsa de Simbam completamente vacía. El eunuco estaba ansioso ahora por regresar a Faraad con el botín y parecía haber olvidado su miedo del hechizado desierto. Zobal y Cushara fueron arrancados de su sueño por el impaciente eunuco antes del amanecer y los tres partieron con Rubalsa, todavía soñolienta, antes de que el pueblo despertase a su alrededor.
El mediodía, con su sol de cobre candente en un cenit negro azulado, los encontró lejos entre las herrumbrosas arenas y los promontorios de dientes ferrosos de Izdrel. El camino que seguían era poco más que un sendero, porque, aunque Izdrel tenía sólo unas treinta millas de anchura en aquel punto, pocos viajeros se atrevían a cruzar aquellas leguas infestadas de demonios, y la mayoría preferían una carretera que daba una vuelta inmensa, utilizada por los pastores, que corría al sur de aquella siniestra desolación, siguiendo el Vos
casi hasta su desembocadura en el mar Indaskiano.
Cushara, espléndido en su armadura de bronce, conducía la comitiva sobre una gigantesca yegua policroma, con una montura de cuero sellada con cobre. Rubalsa, que llevaba el rojo vestido hilado en el hogar de las mujeres de los pastores, le seguía sobre un negro caballo castrado que Hoaraph había enviado para su uso. Detrás, y próximo, iba el vigilante eunuco, ataviado de cendales multicolores y montado pesadamente, rodeado de rellenas alforjas, sobre el asno gris de edad incierta que, debido a su temor a caballos y camellos, insistía siempre en montar. Llevaba en la mano la guía de otro asno que casi se arrastraba por los suelos debido a los pellejos de vino, vasijas de agua y otras provisiones. Zobal guardaba la retaguardia, con el arco preparado, esbelto y nervudo en su atuendo de fina malla, sobre un nervioso semental que se resistía incesantemente a las riendas. Llevaba a su espalda un carcaj lleno de dardos que el hechicero de la corte, Amdok, había preparado con singulares conjuros e inmersiones en desconocidos fluidos para su posible uso contra demonios. Zobal aceptó las flechas cortésmente, pero se había asegurado más tarde y por sí mismo de que sus barbillas de hierro no estuviesen en forma alguna utilizadas por el tratamiento de Amdok. Una lanza, hechizada de forma similar, había sido ofrecida por
Amdok a Cushara, que la rehusó rudamente diciendo que su propia arma, bien probada ya, era apropiada para los escupitajos de cualquier número de demonios.
A causa de Simbam y los dos asnos, el grupo no podía ir a mucha velocidad. Sin embargo, esperaban cruzar la parte más salvaje y desolada de Izdrel antes de la noche. Simbam, aunque continuaba ojeando miedosamente el melancólico desierto, estaba claramente más preocupado por su preciosa carga que con imaginarios demonios y lamias. Cushara y Zobal, ambos extasiados en amorosos ensueños que se centraban en la voluptuosa Rubalsa, dedicaban únicamente una despreocupada atención a sus alrededores.
La muchacha había cabalgado toda la mañana en grave silencio. Repentinamente gritó, con voz cuya dulzura la alarma volvía estridente. Los demás refrenaron sus monturas y Simbam balbució unas preguntas. Rubalsa contestó señalando hacia el horizonte meridional, donde, como sus compañeros vieron ahora, una extraña
oscuridad, negra como la tinta, había cubierto una gran porción del cielo y las colinas, ocultándolas por completo. Esta oscuridad, que no parecía debida ni a una nube ni a una tormenta de arena, se extendía a cada lado en forma de creciente y se acercaba rápidamente a los viajeros. En el curso de un minuto, o menos, había bloqueado el sendero por delante y por detrás, como una niebla negra, y los dos arcos de sombra, corriendo hacia el norte, se habían unido, dejando al grupo dentro de un círculo. La oscuridad se hizo entonces estacionaria, sus paredes, situándose a no más de cien pies por cada lado, enhiestas e impenetrables, rodeaban a los viajeros, dejando sobre ellos un espacio claro desde el que el sol continuaba brillando, remoto, pequeño y descolorido, como visto desde el fondo de un profundo pozo.
—¡Ay, ay, ay! —gimió Simbam, acurrucándose entre sus alforjas—. Bien sabía que alguna maldad nos atacaría.
En ese instante, los dos asnos comenzaron a rebuznar fuertemente, y los caballos, con relinchos y cabriolas frenéticas, temblaron bajo sus jinetes. Sólo a costa de muchos y crueles espolonazos pudo forzar Zobal a su semental hacia delante, al lado de la yegua de Cushara.
—Quizá sea sólo una niebla pestilente —dijo Cushara.
—Nunca he visto una niebla semejante—replicó Zobal dudosamente—. Y no hay vapores como éste en Izdrel. Creo que esto es como el humo de los siete infiernos del que hablan los hombres por debajo de Zothique.
—¿Seguimos hacia delante?—dijo Cushara—. Me gustaría saber si esta lanza penetra o no esa oscuridad.
Diciendo a Rubalsa algunas palabras de tranquilidad, los dos intentaron espolear sus monturas hacia la oscura muralla. Pero después de unos cuantos pasos nerviosos, la yegua y el caballo retrocedieron salvajemente, sudando y echando espuma, y no quisieron continuar avanzando. Cushara y Zobal desmontaron y siguieron su avance a pie.
No conociendo la fuente o naturaleza del fenómeno con el que tenían que lidiar, los dos se aproximaron cautelosamente. Zobal puso un dardo en la cuerda y Cushara sostuvo su enorme lanza de cabeza broncínea ante sí como cargando contra un enemigo en batalla. Ambos se sentían cada vez más confusos por la oscuridad, que no retrocedía ante ellos como lo haría la niebla, sino que mantuvo su opacidad cuando estuvieron muy próximos a ella.
Cushara estaba a punto de arrojar su arma contra la muralla. Entonces, sin el menor preludio, surgió en la oscuridad, aparentemente justo delante suyo, un horrible clamor multitudinario como de tambores, trompetas, címbalos, armaduras chasqueando, voces vibrantes y pies cubiertos de mallas, que iban de un lado a otro sobre el suelo pedregoso con un fuerte estrépito. Mientras Cushara y Zobal retrocedían asombrados, el clamor aumentó y se extendió hasta llenar con una babel de ruidos guerreros el círculo de misteriosa noche que aprisionaba a los viajeros.
—Verdaderamente, estamos completamente sitiados—gritó Cushara a su camarada, mientras volvían junto a sus caballos—. Se diría que algún rey del norte ha enviado sus mirmidones contra Yoros.
—Sí —dijo Zobal—. Pero es extraño que no los hayamos visto antes de que llegase la oscuridad. Y es seguro que ésta no se debe a algo natural.
Antes de que Cushara pudiese hacer alguna observación, los gritos y estruendos marciales cesaron abruptamente. Todos a su alrededor escucharon el rechinamiento de innumerables sistros, el silbido de incontables serpientes gigantescas, los broncos gritos de pájaros de mal agüero que se hubiesen reunido por millares. A aquellos sonidos, indescriptiblemente odiosos, añadieron ahora los caballos un continuo relinchar y los asnos sus rebuznos más frenéticos, sobre los que los gritos de Rubalsa y Simbam eran escasamente audibles.
Cushara y Zobal intentaron en vano apaciguar a sus monturas y consolar a la muchacha, que estaba loca de terror. Estaba claro que ningún ejército de hombres mortales les sitiaba, porque los ruidos cambiaban de minuto en minuto y ahora se oían unos gruñidos siniestros y el rugir de bestias, nacidas en el infierno, que
los ensordecían con su volumen.
Sin embargo, en la penumbra nada era visible y el oscuro círculo comenzó entonces a moverse con rapidez, sin ampliarse ni contraerse. Para mantener su posición en el centro, los guerreros y sus acompañantes se vieron obligados a abandonar el sendero y a huir hacia el norte entre las ásperas elevaciones y cañadas. A su alrededor continuaban los siniestros ruidos, conservando, al menos eso parecía, el mismo intervalo de distancia.
El sol, cayendo hacia el oeste, no brillaba ya sobre aquel pozo que se movía fantasmalmente, y una profunda penumbra rodeó a los viajeros. Zobal y Cushara cabalgaron al lado de Rubalsa lo más cerca posible que permitía lo áspero del terreno, forzando sus ojos constantemente en busca de alguna señal visible de las cohortes que parecían acompañarles. Los dos eran presa de las más oscuras aprensiones, porque estaba demasiado claro que unos poderes sobrenaturales les obligaban a internarse en el desconocido desierto.
La gruesa oscuridad parecía cerrarse momento a momento y detrás de la cortina se percibieron palpablemente unos movimientos y un bullicio como los producidos por formas monstruosas. Los caballos tropezaban con pedruscos y protuberancias de rocas minerales, y los asnos, pesadamente cargados, se veían obligados a avanzar a una velocidad desconocida para ellos, para mantener la distancia con el círculo que los amenazaba con su hórrido clamor. Rubalsa había dejado de gritar, como si estuviera exhausta, o se hubiese resignado al horror de su situación, y los agudos chillidos del eunuco habían bajado de tono, convirtiéndose en miedosos resoplidos y jadeos.
De cuando en cuando parecía como si unos ojos grandes y feroces brillasen en la oscuridad, bien flotando cerca de la tierra o moviéndose en solitario a gigantesca altura. Zobal comenzó a disparar sus flechas encantadas contra aquellas apariciones, y cada lanzamiento fue jaleado por un asombroso estruendo de risas y alaridos satánicos.
De esta forma continuaron adelante, perdiendo toda medida del tiempo y del sentido de orientación. Los animales estaban derrengados y con los cascos doloridos. Simbam estaba medio muerto de miedo y fatiga, Rubalsa se tambaleaba sobre su silla y los guerreros, aterrorizados y confusos ante aquella situación en la que sus armas parecían no tener valor, comenzaban a flaquear presos de un sombrío cansancio.
—Nunca volveré a dudar de la leyenda de Izdrel —dijo Cushara sombríamente.
—No creo que tengamos mucho tiempo ni para dudar ni para creer—replicó Zobal.
Para aumentar su desgracia, el terreno se hacía más áspero y pendiente y tuvieron que ascender por empinadas colinas y descender hacia lúgubres valles. Pronto llegaron a un espacio abierto, llano y pedregoso. Allí, y de repente, el pandemónium de ruidos siniestros retrocedió por todos lados, alejándose y desvaneciéndose hasta convertirse en unos débiles y fugaces susurros que murieron a gran distancia. Simultáneamente, la noche que les rodeaba se aclaró, unas cuantas estrellas brillaron en el cielo y las ásperas colinas del desierto se recortaron severamente sobre un resplandor bermellón. Los viajeros se detuvieron, mirándose interrogativamente unos a otros, en una penumbra que sólo era causada por la natural oscuridad de la noche.
—¿Qué nueva hechicería es ésta?—preguntó Cushara, atreviéndose apenas a creer que sus infernales seguidores se hubiesen desvanecido.
—No lo sé—dijo el arquero, que miraba fijamente la oscuridad—. Pero aquí, quizá, viene uno de los demonios.
Entonces vieron los demás que se les acercaba una figura encapuchada, llevando un farol encendido fabricado con algún tipo de cuerno translúcido. A cierta distancia, detrás de la figura, aparecieron repentinamente luces en una masa cuadrada oscura que ninguno del grupo había advertido hasta entonces. Esta masa era evidentemente un edificio grande, con muchas ventanas.
Al acercarse más, la figura se reveló, a la escasa y amarillenta luz de la linterna, como un hombre negro de talla y estatura inmensas, ataviado con una voluminosa túnica del color del azafrán semejante a la que usan ciertas órdenes monacales y el sombrero purpúreo de dos picos de un abad. Realmente, era una aparición extraña e inesperada, porque si había algún monasterio entre los áridos páramos de Izdrel, estaba oculto y desconocido para el mundo. Sin embargo, Zobal, buscando en su memoria, recordó una vaga tradición que había oído una vez IzdreI frente a un capítulo de monjes negros que floreciera en Yoros hacía muchos años. Los monjes se habían extinguido hacía largo tiempo y el mismo emplazamiento del monasterio se había olvidado. En la actualidad existían pocos negros en el reino, excepto los que servían como eunucos, guardando los serrallos de los nobles y de los mercaderes ricos.
Los animales comenzaron a desplegar una cierta inquietud ante la llegada del extranjero.
—¿Quién eres? —desafió Cushara con los dedos fuertemente prietos alrededor del mango de su arma
El negro sonrió desenfadadamente, mostrando grandes filas de dientes descoloridos cuyos incisivos eran como los de un perro salvaje. Sus enormes y untuosas quijadas formaron, a causa de la mueca, un número increíble de voluminosos pliegues, y sus ojos, profundamente oblicuos y muy próximos entre sí, parecían guiñarse perpetuamente en bolsas que temblaban como mermelada de ébano. Sus fosas nasales se ensanchaban prodigiosamente y se limpió los bulbosos labios color púrpura que babeaban y temblaban con una lengua gorda, roja y lasciva, antes de contestar la pregunta de Cushara.
—Yo soy Ujuk, abad del monasterio de Puthuum —dijo con voz gruesa, de un volumen tan extraordinario que casi parecía surgir de la tierra que pisaba—. Me parece que la noche os ha sorprendido lejos de la ruta de los viajeros. Os doy la bienvenida a nuestra hospitalidad.
—Sí, la noche nos asaltó antes de tiempo —replicó secamente Cushara.
Ni a él ni a Zobal les gustó la mirada de lujuria de los parpadeantes y obscenos ojos del abad cuando miró a Rubalsa. Más aún, habían advertido ahora la excesiva y desagradable longitud de las negras uñas de sus gigantescas manos y sus desnudos pies, uñas que eran garras curvas de tres pulgadas tan agudas como las de algún animal o ave de presa.
Aparentemente, sin embargo, Rubalsa y Simbam no estaban tan mal impresionados, o no habían advertido estos detalles, porque ambos se dieron prisa a agradecer la oferta de hospitalidad del abad y a urgir su aceptación a los guerreros, visiblemente reluctantes. Zobal y Cushara cedieron ante esta presión, aunque ambos resolvieron en su fuero interno vigilar de cerca todas las acciones y movimientos del abad de Puthuum.
Ujuk, sosteniendo en alto la linterna de cuerno, condujo a los viajeros hacia aquel impresionante edificio cuyas luces habían visto a poca distancia. Una poderosa puerta de madera oscura se abrió silenciosamente a su llegada y penetraron en un espacioso patio pavimentado por piedras desgastadas y de aspecto grasiento, débilmente iluminado por antorchas colocadas en herrumbrosos soportes de hierro. Con asombrosa rapidez aparecieron varios monjes ante los viajeros, que, a la primera ojeada, habían pensado que el patio se encontraba desierto. Todos eran de una masa y estatura poco corrientes y sus rasgos poseían una extraordinaria semejanza con los de Ujuk, de quien, indudablemente, apenas podían ser distinguidos excepto por los capuchones amarillos que llevaban en lugar del gorro purpúreo de picos de abad. La similitud se extendía incluso a sus curvas y extraordinariamente largas uñas, semejantes a garras. Sus movimientos eran fantasmalmente furtivos y silenciosos. Sin hablar, se hicieron cargo de los asnos y de los caballos. Cushara y Zobal dejaron sus monturas al cuidado de aquellos dudosos palafreneros con una reluctancia que, aparentemente, no era compartida por Rubalsa ni por el eunuco.
Los monjes dieron a entender también su voluntad de despojar a Cushara de su pesada lanza y a Zobal de su arco de madera de hierro y su carcaj medio vacío, con flechas hechizadas. Pero los guerreros se negaron a esto, rehusando quedar desarmados.
Ujuk les condujo a una puerta interior que conducía al refectorio. Era una habitación grande y baja, iluminada por lámparas de bronce de antigua factura, semejantes a las que los vampiros podrían haber recobrado en alguna tumba hundida en el desierto. El abad, con gestos de ogro, suplicó a sus huéspedes que ocupasen sus asientos ante una larga y maciza mesa de ébano con sillas y bancos del mismo material.
Cuando se hubieron sentado, Ujuk se sentó a la cabecera de la mesa. Inmediatamente, llegaron cuatro monjes, llevando unos platos donde se apilaban las carnes humeando a especias y profundos frascos de barro llenos de un licor oscuro, color de ámbar. Y estos monjes, como los que se encontraban en el patio, eran groseros simulacros, negros como el ébano, de su abad, pareciéndose a él minuciosamente tanto en los rasgos como en el cuerpo. Zobal y Cushara se abstuvieron de probar el líquido que, por su olor, parecía ser una cerveza de un tipo excepcionalmente fuerte, porque sus dudas en relación a Ujuk y su monasterio se hacían más graves a cada momento. También, y a pesar de su hambre, se abstuvieron de la comida dispuesta ante ellos, que consistía principalmente en carnes asadas que ninguno pudo identificar. Sin embargo, Simbam y Rubalsa se dedicaron rápidamente a comer, pues su apetito estaba aguzado por el largo ayuno y las extrañas fatigas de aquel día.
Los guerreros observaron que delante de Ujuk no había sido colocada ni comida ni bebida y supusieron que ya había cenado. Ante su disgusto y rabia crecientes, se sentaba, obesamente repantingado, con los lujuriosos ojos sobre Rubalsa en una mirada fija rota únicamente por los parpadeos que acompañaban sus continuas muecas. Esta mirada comenzó pronto a avergonzar a la muchacha, y después a alarmarla y asustarla. Dejó de comer, y Simbam, que había estado profundamente preocupado con su cena entonces, se intranquilizó claramente cuando vio el decaer de su apetito. Por primera vez pareció darse cuenta de las poco monásticas ojeadas del abad, mostrando su desaprobación con varias muecas horribles. También observó oportunamente, con voz alta y aguda, que la muchacha estaba destinada al harén del rey Hoaraph. Pero lo único que hizo Ujuk ante esto fue reírse por lo bajo, como si Simbam hubiese dicho algún chiste exquisitamente divertido.
Zobal y Cushara tuvieron dificultades en reprimir su rabia y ambos ardían en deseos de probar sus armas contra el grueso bulto del abad. Sin embargo, pareció recoger las insinuaciones de Simbam, porque desvió su mirada de la muchacha. En su lugar comenzó a observar a los guerreros con una avidez curiosa y terrible, que hallaron poco menos insoportable que sus miradas a Rubalsa. El bien alimentado eunuco también tuvo su turno en la mirada de Ujuk, que parecía tener algo del hambre de una hiena recreándose ante una pieza en perspectiva.
Simbam, obviamente incómodo y algo asustado, intentó entonces mantener una conversación con el abad, proporcionando voluntariamente mucha información en cuanto a su persona, sus compañeros y las aventuras que les habían llevado a Puthuum. Ujuk pareció sorprenderse poco por esta información, y Zobal y Cushara, que no tomaron parte en la conversación, se sintieron más seguros que nunca de que no era un verdadero abad.
—¿Cuánto nos hemos alejado del camino de Faraad?—preguntó Simbam.
—No considero que os hayáis extraviado—rugió Ujuk con su subterránea voz—, porque vuestra llegada a Puthuum es muy oportuna. Aquí tenemos pocos invitados y no nos gusta separarnos de aquellos que hacen honor a nuestra hospitalidad.
—El rey Hoaraph estará impaciente porque regresemos con la muchacha --tembló Simbam—. Debemos partir mañana temprano.
—Mañana es otro asunto—dijo Ojuk, con tono medio untuoso, medio siniestro—. Quizá para entonces os hayáis olvidado de esta prisa deplorable.
Durante el resto de la comida se habló poco y, realmente, se bebió y comió poco, porque incluso Simbam parecía haber perdido el apetito, normalmente voraz. Ujuk, todavía sonriendo como si sólo él conociese algún divertido chiste, no se preocupó demasiado de instar a sus invitados a que comiesen.
Varios monjes iban y venían sin que nadie los llamara, quitando los platos cargados al retirarse. Zobal y Gushara percibieron una cosa extraña: ¡los monjes no proyectaban sombra alguna sobre el iluminado suelo junto a la de los platos que llevaban! De Ujuk, sin embargo, salía una sombra enorme y deformada que yacía como un íncubo al lado de su asiento.
—Creo que hemos llegado a un nido de demonios —susurró Zobal a Cushara—. Tú y yo hemos luchado contra muchos hombres, pero nunca con gente que no tuviesen sombras.
—Sí —musitó el lancero—. Pero este abad me gusta todavía menos que sus monjes, aunque sea él el único que posee sombra.
Ujuk se levantó entonces de su sitial, diciendo:
—Supongo que todos estaréis cansados y querréis dormir pronto.
Rubalsa y Simbam, que habían bebido cierta cantidad de la poderosa cerveza de Puthuum, asintieron soñolientamente. Zobal y Cushara, advirtiendo su prematura somnolencia, se alegraron de haber desdeñado el licor.
El abad condujo a sus huéspedes a lo largo de un pasillo, cuya penumbra estaba ligeramente aliviada por el llamear de las antorchas que se agitaban en una fuerte corriente de aire de procedencia indeterminada y producían una muchedumbre de sombras salvajes agitándose junto a los que pasaban. A ambos lados había celdas cuyas puertas sólo estaban cerradas por colgaduras de áspero tejido de cáñamo. Todos los monjes desaparecieron, las celdas parecían estar oscuras y un aire de desolación de siglos invadía el monasterio, junto con un olor de huesos mondos, como si éstos se amontonasen en alguna catacumba secreta.
En el centro del corredor, Ujuk se detuvo y apartó el tapiz de una puerta que no se diferenciaba en nada del resto. Dentro ardía una lámpara que pendía de una arcaica cadena de metal curiosamente engarzada y corroída. La habitación era desnuda y espaciosa, y un lecho de ébano con opulentas colgaduras a la moda antigua estaba dispuesto en la pared más alejada, bajo una ventana abierta. El abad indicó que esta cámara era para Rubalsa, y se ofreció a mostrar después a los hombres y al eunuco sus respectivos alojamientos.
Simbam pareció despertar de repente de su somnolencia y protestó ante la idea de ser separado de su carga de aquella manera. Como si Ujuk esperase esto y hubiese dado las órdenes apropiadas, apareció un monje llevando unas colchas que tendió sobre el suelo de losas, dentro de la habitación de Rubalsa. Simbam se tendió rápidamente sobre la improvisada cama y los guerreros se retiraron con Ujuk.
—Venid —dijo el abad, haciendo brillar en la penumbra sus dientes de lobo—. Dormiréis magníficamente en los lechos que os he preparado.
Pero Zobal y Cushara se habían colocado como guardianes a las puertas del aposento de Rubalsa. Dijeron secamente a Ujuk que ellos eran los responsables ante el rey Hoaraph de la seguridad de la muchacha y debían vigilarla a todas horas.
—Os deseo una agradable vigilia—dijo Ujuk, con una risotada como la risa de una hiena en alguna tumba subterránea.
Con su partida pareció que el negro sopor de una antigüedad muerta envolvía todo el edificio. Aparentemente, Rubalsa y Simbam dormían sin hacer un solo movimiento, porque no se oía ningún sonido detrás de la colgadura de cáñamo. Los guerreros hablaron sólo en susurros, por temor a despertar a la muchacha. Sus armas estaban dispuestas a ser utilizadas instantáneamente y vigilaban el sombrío salón con una celosa vigilancia, porque no confiaban en la quietud que les rodeaba, estando seguros de que una hueste de demonios se agazapaba en algún lugar, esperando el momento del asalto.
Sin embargo, no ocurrió nada que confirmase sus aprensiones. La corriente que alentaba furtivamente por el corredor parecía hablar únicamente de muerte de siglos y de una soledad cíclica. Ambos comenzaron a percibir sobre el suelo y las paredes señales de abandono que hasta entonces les habían pasado inadvertidas. Pensamientos imaginarios y fantásticos los asaltaban con insidiosa persuasión, parecía que el edificio era una ruina que había estado deshabitada durante mil años; que el negro abad Ujuk y sus monjes sin sombra eran simples imaginaciones, cosas que nunca existieron; que el móvil círculo de oscuridad, el pandemónium de voces que los habían empujado hacia Puthuum, no eran más que una pesadilla diurna cuyo recuerdo se esfumaba ahora a la manera de los sueños.
La sed y el hambre les atormentaban, porque no habían comido desde muy temprano, y durante el día sólo probaron unos pocos y apresurados tragos de vino o agua. Sin embargo, ambos comenzaron a sentir el asalto de un soñoliento abandono que, bajo las circunstancias, era altamente indeseable. Cabecearon, se amodorraron y despertaron varias veces al peligro. Pero como la voz de una sirena en los sueños inducidos por la droga, el silencio parecía decirles que todo peligro era algo desaparecido, una ilusión que pertenecía al pasado.
Pasaron varias horas y el salón se iluminó con la salida de una luna tardía que brillaba por una ventana en el extremo oriental. Zobal, menos soñoliento que Cushara, se despertó por completo debido a una conmoción repentina entre los animales que estaban debajo, en el patio. Como si algo hubiese aterrorizado a los caballos, se oyeron fuertes relinchos que subieron hasta alcanzar un tono frenético y los asnos comenzaron a rebuznar sordamente, hasta que Cushara también se despertó.
—Asegúrate de no quedarte dormido otra vez —advirtió Zobal al lancero—. Voy a salir para averiguar la causa de este tumulto.
—Es una buena idea—concedió Cushara—. Y de paso que vas echa un vistazo a nuestras provisiones. Y trae, cuando vuelvas, algunos albaricoques y tortas de sésamo y un pellejo de vino, rojo como los rubíes.
Zobal recorrió el corredor mientras el monasterio permanecía en silencio, excepto por el débil sonido producido por sus borceguíes de tirantes de piel. Al final del corredor había una puerta abierta y por ella pasó al patio. Tan pronto como salió, los animales dejaron de hacer ruido. Apenas se veía, porque todas las antorchas del patio, excepto una, habían sido apagadas o se habían consumido, y la baja y jibosa luna no había trepado todavía la muralla. Según las apariencias, todo se encontraba en orden: los dos asnos estaban tranquilos al lado de las montañas de provisiones y alforjas que habían llevado, los caballos parecían dormitar en grupo amigablemente. Zobal decidió que quizá hubiese habido alguna pelea pasajera entre su semental y la yegua de Cushara.
Siguió adelante para asegurarse de que no era otra la causa de esos problemas. Después volvió junto a los pellejos de vino, con la intención de refrescarse antes de unirse con Cushara con un suministro de bebida y comestibles. Apenas había barrido el polvo de Izdrel de su garganta con un largo trago, cuando oyó un etéreo y seco susurro, cuyo origen y distancia no pudo determinar en aquel momento. A veces parecía estar junto a su oído y después se alejaba, como si se hundiese en profundas cámaras subterráneas. Pero el sonido nunca cesaba por completo, aunque variase en su forma, y parecía formar palabras que el oyente casi comprendía; palabras que eran infundidas por la desesperada pena de un hombre muerto que había pecado hacía largo tiempo y se había arrepentido de sus pecados durante siglos negros y sepulcrales.
Mientras escuchaba la profunda angustia de aquel sonido, el pelo se erizó en el cuello del arquero y tuvo un miedo tal como no había tenido nunca en lo más grueso de las batallas. Y sin embargo, al mismo tiempo era consciente de sentir una piedad más poderosa que la que el dolor de sus camaradas moribundos había provocado nunca en su corazón. Parecía como si la voz le implorase misericordia y socorro, impulsándole con una extraña compulsión que no se atrevía a desobedecer. No podía comprender totalmente las cosas que el que susurraba le pedía que hiciera, pero de alguna forma tenía que apaciguar aquella desolada angustia.
El susurro continuaba subiendo y bajando de volumen y Zobal se olvidó de que había dejado a Cushara en una larga guardia acosado por peligros infernales; olvidó también que la misma voz podía ser un artificio del que se valiesen los demonios para atraerle lejos. Comenzó a registrar el patio con su agudo oído alerta en busca de la fuente del sonido, y tras vacilar, decidió que salía del suelo, en una esquina opuesta a la entrada. Allí, entre el empedrado en el ángulo de la muralla, encontró una enorme losa de sienita con una herrumbrosa anilla de metal en el centro. Su decisión se vio rápidamente confirmada, porque los susurros se hicieron más fuertes y articulados, y pensó que le decían:
"Levanta la losa".
El arquero tiró con ambas manos de la herrumbrosa anilla y, poniendo toda su fuerza en el empeño, consiguió echar hacia atrás la piedra, no sin esfuerzo tan grande que creyó que se le rompería la espina dorsal. Una oscura abertura fue descubierta y de ella emanaba un olor a carroña tan fuerte que Zobal apartó el rostro y estuvo a punto de vomitar. Pero el susurro vino de la oscuridad de allá abajo con una súplica lastimera y profunda, y le dijo:
"Desciende".
Zobal cogió de su soporte la única antorcha que todavía ardía en el patio. Gracias a sus lúgubres llamas vio una hilera de desgastados escalones que descendían a la maloliente penumbra del sepulcro y, resueltamente, bajó por ellos, encontrándose, cuando llegó al final, en una cámara excavada en la roca, con profundas repisas de piedra a cada lado. En ellas, que desaparecían en la oscuridad, se amontonaban los huesos humanos y los cadáveres momificados, y estaba claro que aquel lugar era la catacumba del monasterio.
El susurro había cesado y Zobal miró a su alrededor con un asombro no exento de terror.
"Estoy aquí",
continuó la seca y susurrante voz, que salía de entre los montones de restos mortales de la repisa a su lado. Sobresaltado y sintiendo cómo se le volvían a erizar los cabellos de la nuca, Zobal iluminó la baja repisa con la antorcha, mientras buscaba al que hablaba. En un nicho estrecho, entre montones de huesos desarticulados, divisó la macilenta cabeza, semejante a la de una momia, sobre la que se pudría algo que había sido en un tiempo la mitra de un abad. El cadáver era negro como el ébano y resultaba evidente que pertenecía a un negro enorme. Tenía un aspecto de vejez increíble, como si hubiese yacido allí durante siglos, pero era de allí de donde provenía el hedor de podredumbre fresca que había provocado las náuseas de Zobal al levantar la losa de sienita.
Mientras permanecía mirando aquello, a Zobal le pareció que el cadáver se agitaba ligeramente, como si intentase levantarse de la posición en que estaba, y vio un resplandor semejante al de unos globos oculares en las cuencas sumergidas en la sombra; los labios. que se curvaban dolorosamente, se retrajeron todavía más, y de entre los desnudos dientes salió aquel horroroso susurro que le había conducido hasta la catacumba.
—Escucha bien—dijo el susurro—; tengo muchas cosas que decirte y tú tienes mucho que hacer cuando yo termine. Yo soy Uldor, el abad de Puthuum. Hace más de mil años que llegué a Yoros con mis monjes procedente de Ilcar, el imperio negro del norte. El emperador de llcar nos había expulsado porque nuestro culto al celibato, nuestra adoración a la diosa virgen, Ojhal, le resultaban insufribles. Construimos nuestro monasterio aquí, en medio del desierto de Izdrel, y vivimos sin ser molestados. Al principio éramos muy numerosos, pero los años fueron pasando y, uno a uno, los hermanos fueron depositados en la catacumba que habíamos excavado para tener
un lugar donde reposar. Murieron y nadie los reemplazó. Al final solamente pude sobrevivir yo, porque gané la santidad que asegura días de longevidad y me había convertido también en un maestro en las artes de la hechicería. El tiempo era un demonio que yo mantenía a raya, como alguien que está en el centro de un círculo encantado. Mis fuerzas continuaban intactas, y sin daño, y viví en el monasterio como un ermitaño.
Al principio, la soledad no me resultó irritante, y me absorbí completamente en mis estudios de los arcanos de la naturaleza. Pero después de un cierto tiempo, pareció que mis estudios y otras cosas semejantes no me satisfacían ya. Me di cuenta de mi soledad y fui muy asediado por los demonios del desierto, que me habían molestado poco hasta entonces. Durante las terribles vigilias de la noche, súcubos bellos pero malvados, lamias con los redondos y suaves cuerpos de las mujeres, vinieron a tentarme. Resistí... Pero hubo un demonio hembra, más inteligente que las demás, que se deslizó en mi celda con el aspecto de una muchacha que yo había amado hacía mucho tiempo, antes de haber tomado los votos de Ojhal. Ante ella sucumbí, y de aquella nefanda unión nació el semihumano demonio Ujuk, que desde entonces se ha hecho llamar el Abad de Puthuum.
Después del pecado, deseé la muerte... Y este deseo cobró fuerza multiplicada cuando contemplé la descendencia de aquella falta. Pero había ofendido grandemente a Ojhal y se me condenó a un castigo aterrador. Viví... para ser perseguido y castigado diariamente por el monstruo, Ujuk, que creció rápidamente, según lo hacen los de su estirpe. Pero cuando Ujuk hubo alcanzado su tamaño actual, me sentí sobrecogido por una debilidad y decrepitud tales que esperé morir. En mi impotencia, apenas podía moverme, y Ujuk, aprovechándose de esta ventaja, me llevó en sus horribles brazos a la catacumba y me tendió entre los muertos. Desde entonces he permanecido aquí, muriendo y pudriéndome eternamente..., y eternamente vivo. Durante casi un milenio he sufrido sin dormir la horrible angustia del arrepentimiento que no produce la expiación. Por medio de los poderes videntes santos y mágicos que nunca me han abandonado, estuve condenado a ver las hazañas malvadas, las iniquidades de Ujuk, negras como el infierno. Disfrazado con el atuendo de un abad, dotado de extraños poderes infernales, junto con una especie de inmortalidad, ha gobernado Puthuum a través de los siglos. Sus encantamientos han conservado escondido el monasterio..., excepto de aquellos que desea atraer al alcance de su hambre de vampiro, y de sus deseos, semejantes a los de un íncubo. A los hombres los devora y a las mujeres las obliga a servir su lujuria... Y además estoy condenado a ver sus vicios, y el verlos es el más pesado de mis castigos.
El susurro se debilitó, y Zobal, que había escuchado con horrorizado asombro, como el que escucha las palabras de un hombre muerto, dudó durante un momento de que Uldor todavía viviese. Después la marchita voz continuó:
—¡Arquero, solicito una merced de ti, y a cambio te ofrezco algo que te ayudará contra Ujuk! En tu carcaj llevas flechas encantadas y la magia del que las encantó era buena. Esas flechas pueden acabar con los poderes infernales, por otra parte inmortales. Pueden acabar con Ujuk... y también con el mal que sobrevive en mí y me impide morir. Arquero, concédeme una flecha en el corazón, y si eso no es suficiente, una flecha en el ojo derecho y otra en el izquierdo. Y déjalas en su agujero, porque pienso que bien puedes desprenderte de ese número. Para Ujuk sólo necesitas una. En cuanto a los monjes que has visto, te diré un secreto. Parecen ser doce, pero...
Zobal apenas hubiese creído lo que ahora le contaba Uldor, si los sucesos de aquel día no le hubiesen dejado más allá de toda incredulidad. El abad continuó:
—Cuando esté completamente muerto, toma el talismán que pende de mi cuello. Es una piedra de toque que disolverá cualquier encantamiento que tenga una consistencia material, si se aplica contra éste con la mano.
Por primera vez, Zobal percibió el talismán, que era un óvalo plano de piedra gris que descansaba sobre el consumido pecho de Uldor pendiente de una cadena de plata negra.
—Apresúrate, oh arquero—imploró el susurro.
Zobal había colocado su antorcha en la pila de mondos huesos que había al lado de Uldor. Con un sentimiento mezcla de compulsión y reluctancia, sacó una flecha de su carcaj, tensó el arco y apuntó sin temblar hacia el corazón de Uldor. El dardo fue directa y profundamente al blanco; Zobal esperó. Pero pronto, de los
hundidos labios del negro abad, salió un vago susurro:
—¡Otra flecha, arquero!
De nuevo el arco fue tensado y un dardo se clavó, certeramente, en la hueca órbita del ojo derecho de Uldor. Y otra vez, después de un intervalo, llegó una petición casi inaudible:
—Arquero, una flecha más.
El arco cantó una vez más en el silencio de la cámara, y en el ojo izquierdo de Uldor apareció una flecha que temblaba por la fuerza de su propulsión. Esta vez ningún susurro salió de los podridos labios; Zobal oyó un curioso crujido, y un suspiro como el de la arena cuando cae. El oscuro cuerpo se desmoronó rápidamente bajo su vista, el rostro y la cabeza se encogieron y las tres flechas se inclinaron a un lado, puesto que ahora no había nada excepto una pila de polvo y de huesos separados que las mantuviera en su lugar.
Dejando las flechas como Uldor le había pedido que hiciera, Zobal cogió el talismán gris, que estaba ahora enterrado entre aquellos restos caídos. Cuando lo encontró, lo colgó cuidadosamente de su cinturón, al lado de la larga y recta espada que siempre llevaba. Quizá, pensó, aquello serviría de algo antes de que terminase la noche.
Rápidamente se volvió y subió por las escaleras hasta encontrarse en el patio. Una luna desmochada y amarilla como el azafrán se asomaba por la muralla, y por esto supo que había estado mucho tiempo ausente de su guardia junto a Cushara. Sin embargo, todo parecía tranquilo: los soñolientos animales no se movían y el monasterio estaba oscuro y silencioso. Cogiendo un pellejo lleno de vino y una bolsa conteniendo las provisiones que Cushara le había pedido, Zobal se apresuró a volver al corredor.
Mientras entraba en el edificio, el alfombrado silencio se rompió en un aterrador escándalo. En medio del clamor distinguió los alaridos de Rubalsa, los chillidos de Simbam y los furiosos bramidos de Cushara, pero, por encima de todo aquello, ahogándolo, se elevaba sin cesar una risa obscena, como una corriente de oscuras aguas subterráneas, espesas y pestilentes, con las grasas de la podredumbre.
Zobal dejó caer el pellejo de vino y la bolsa de comestibles y echó a correr, preparando su arco mientras lo hacía. Los gritos de sus compañeros continuaban, pero ahora los oía más vagamente entre la maldita risa demoniaca, que creció hasta llenar todo el monasterio. Cuando llegó a la zona ante el aposento de Rubalsa, vio a
Cushara golpeando con el mango de su lanza una pared oscura donde ya no había ninguna entrada cubierta por una cortina de cáñamo. Detrás de la muralla, los chillidos de Simbam cesaron con un gorgoteante gemido, como el de un becerro sacrificado, pero los gritos de profundo terror de la muchacha se hicieron todavía más fuertes entre la tenebrosa risotada.
—Esta pared ha sido construida por los demonios —rugió el lancero, mientras golpeaba en vano los pulidos ladrillos—. Yo he vigilado lealmente, pero ellos la han construido a mis espaldas en un silencio igual al de la muerte. Y dentro de esa habitación está pasando algo todavía peor.
—Contén tu ira—dijo Zobal, mientras intentaba recobrar el mando sobre sus propias facultades, entre la locura que amenazaba con dominarle. En aquel momento se acordó del talismán gris ovalado de Uldor, que colgaba de su cinturón por la cadena de plata negra, y pensó que la pared cerrada era probablemente un encanto irreal contra el que podría utilizarse el talismán, como Uldor había dicho. Rápidamente, tomó la piedra entre sus dedos y la apoyó sobre la oscura superficie donde había estado la puerta. Cushara miraba con aire estupefacto, como pensando que el arquero se había vuelto loco. Pero mientras el sonido del talismán contra la pared todavía podía oírse, la pared pareció disolverse dejando únicamente un grosero tapiz que se cayó en pedazos, como si tampoco hubiese sido más que una ilusión mágica. Aquella extraña desintegración continuó extendiéndose; todo el tabique se deshizo dejando unos cuantos bloques erosionados, y la jibosa luna brilló sobre ellos mientras la abadía de Puthuum se desmoronaba silenciosamente convirtiéndose en una ruina llena de agujeros y sin tejado.
Todo esto había ocurrido en unos instantes, pero los guerreros no tuvieron tiempo para sentirse maravillados. A la lívida luz de la luna que los contemplaba desde arriba como el rostro de un cadáver comido por los gusanos, vieron una escena tan odiosa que les hizo olvidar todo lo demás. Ante ellos, sobre un suelo agrietado en cuyos intersticios crecían las hierbas del desierto, yacía muerto el eunuco Simbam. Su túnica estaba rota en pedazos y oscura sangre borboteaba de su desgarrada garganta. Hasta las bolsas de cuero que llevaba a la cintura estaban destrozadas, y monedas de oro, redomas medicinales y otros objetos estaban desparramados a su alrededor.
Detrás, junto a la pared exterior medio derrumbada, yacía Rubalsa entre un montón de trapos y maderos podridos que habían sido la cama de ébano con sus suntuosas colgaduras. Con las manos levantadas, estaba intentando apartar de sí la forma monstruosamente hinchada que pendía horizontalmente sobre ella, como si estuviese sostenida por los flotantes pliegues en forma de ala de su túnica color azafrán. Los guerreros reconocieron esta forma como la del abad Ujuk.
La sobrecogedora risa del demonio negro se detuvo y volvió hacia los intrusos un rostro distorsionado por la rabia y su diabólico deseo. Sus dientes chasquearon en forma audible, sus ojos brillaron en las bolsas como cuentas de algún metal al rojo vivo, mientras se retiraba de su posición sobre la muchacha y se erguía, monstruosamente erecto, ante ella, en medio de las ruinas del aposento.Antes de que Zobal pudiese colocar una de sus flechas en el arco, Cushara se le adelantó con la pica levantada. Pero antes de que el lancero cruzase el umbral, fue como si la siniestra e inflada forma de Ujuk se multiplicase en una docena de formas vestidas de amarillo que surgieron para hacer frente a la acometida de Cushara. Los monjes de Puthuum se habían reunido para ayudar a su abad, como llamados por algún infernal toque a rebato.
Zobal profirió un grito de aviso, pero las formas se lanzaron a una sobre Cushara, esquivando los golpes de su arma y atacando ferozmente las placas de su armadura con sus terroríficas garras de tres pulgadas de largo. El luchó valientemente, sólo para caer en poco tiempo y desaparecer de la vista como si hubiese sido derribado por una manada de hienas enfurecidas.
Recordando algo, muy difícil de creer, que le había dicho Uldor, Zobal no malgastó flechas con los monjes. Con el arco dispuesto, esperó a tener a tiro a Ujuk, por detrás de la ardiente cuadrilla que estaba malignamente enzarzada sobre el caído lancero. En un movimiento de retroceso del montón, apuntó rápidamente al enorme íncubo, que parecía estar completamente absorto en aquella lucha cruel, como dirigiéndola de alguna forma sin decir palabra ni hacer un gesto. Sin torcerse ni desviarse, la flecha dio en el blanco con un alegre zumbido, y la magia de Amdok, que la forjara, resultó buena, porque Ujuk se tambaleó y cayó, con sus horribles dedos intentando vanamente arrancarse el dardo, que se había clavado en su cuerpo casi hasta las barbillas de pluma de
águila.
Entonces ocurrió algo extraño, porque mientras el demonio caía y se agitaba en las convulsiones de la agonía, los doce monjes se apartaron de Cushara, retorciéndose convulsivamente en el suelo como si no fuesen más que meras sombras de la cosa que estaba muriendo. A Zobal le pareció que sus formas se volvían vagas y transparentes y vio detrás de ellas las grietas de las losas de piedra; sus movimientos se hicieron más débiles según lo hacían los de Ujuk, y cuando éste, por fin, yació inmóvil, las borrosas siluetas de las figuras se desvanecieron, como borradas de la tierra y del aire. Nada quedó, excepto el horrible bulto de aquel enemigo que había sido la descendencia del abad Uldor y la lamia. Y de instante en instante el bulto se hundía visiblemente bajo sus flotantes vestiduras; un olor a descomposición reciente se elevó de allí, como si toda la parte humana de aquella cosa infernal se estuviese pudriendo rápidamente.
Cushara consiguió ponerse en pie y miraba a su alrededor con aire de atontamiento. Su pesada armadura le había salvado de las garras de sus atacantes, pero la propia armadura estaba señalada desde las canilleras hasta el casco con innumerables arañazos.
—¿Dónde están los monjes?—inquirió—. Hace un instante se hallaban todos sobre mí como una manada de perros salvajes devorando un bisonte caído.
—Los monjes no eran más que emanaciones de Ujuk —dijo Zobal—. Eran simples fantasmas que lanzaba al exterior y retiraba a voluntad y no tenían existencia real separados de él. Con la muerte de Ujuk se han convertido en algo menos que sombras.
—Verdaderamente, estas cosas son prodigiosas —comentó el arquero.
Los guerreros volvieron entonces su atención a Rubalsa, que había conseguido sentarse entre los destrozados restos de su lecho. Los harapos de telas medio podridas, que sujetó contra sí con dedos rápidos por la vergüenza al acercarse ellos, sirvieron de bien poco para ocultar su marfileña y bien redondeada desnudez. Tenía un aire de terror y confusión mezclados, como un durmiente que acabara de despertar de una atroz pesadilla.
—¿Te ha hecho algún daño el demonio?—inquirió Zobal con ansiedad.
Se sintió consolado por su débil y asustada negativa. Bajando los ojos ante el tierno desorden de su juvenil belleza, sintió en su corazón un enamoramiento más profundo que nada que hubiese sentido anteriormente, una pasión en la que había un toque de ternura que nunca conociera en los ardientes y breves amoríos de sus azarosos días. Mirando de soslayo a Cushara, comprendió con desaliento que su camarada compartía esta emoción por completo. Los guerreros se retiraron entonces a una pequeña distancia y se volvieron decorosamente de espaldas mientras Rubalsa se vestía.
—Me parece—dijo Zobal en voz baja, de forma que la muchacha no pudiese oírle—que tú y yo esta noche nos hemos topado y hemos vencido unos peligros que no figuraban en nuestro contrato de servicio a Hoaraph. Y me parece que pensamos también lo mismo en lo que concierne a la muchacha y que la amamos demasiado tiernamente para entregarla a la quisquillosa lujuria de un rey saciado. Por tanto, no podemos volver a Faraad. Echaremos suertes por la muchacha, si está de acuerdo, y el que pierda será un verdadero camarada para el ganador hasta el momento en que hayamos salido de Izdrel y cruzado la frontera de algún país que no esté sometido a Hoaraph.
Cushara estuvo de acuerdo con esto. Cuando Rubalsa hubo terminado de vestirse, los dos comenzaron a buscar a su alrededor algunos objetos que pudiesen servirles en el sorteo propuesto. Cushara quería lanzar al aire una de las monedas de oro, con la imagen de Hoaraph, que había rodado fuera del desgarrado monedero de Simbam. Pero Zobal negó con la cabeza ante aquella sugerencia, habiendo divisado ciertos objetos que serían exquisitamente apropiados para lo que querían: las garras del demonio, cuyo cadáver se había reducido de tamaño y estaba horriblemente putrefacto, con toda la cabeza llena de odiosas arrugas y un verdadero empequeñecimiento de las extremidades. En este proceso, las garras de manos y pies se habían desprendido y estaban sueltas sobre el pavimento. Quitándose el casco, Zobal se inclinó y colocó en su interior las cinco garras de la mano derecha, de infernal aspecto, y de las cuales la más larga era la del dedo índice. Movió vigorosamente el casco, como el que sacude un cubilete de dado mientras las garras resonaban fuertemente. Después tendió el casco a Cushara, diciendo:
—El que saque la garra del dedo corazón será el que gane la muchacha.
Cushara introdujo la mano y la retiró rápidamente, sosteniendo en alto el pesado pulgar, que era el más corto de todos. Zobal sacó la uña del dedo anular, y Cushara, en su segundo intento, la del meñique. Después, y con profundo desencanto del lancero Zobal sacó el codiciado índice. Rubalsa, que había estado mirando este original procedimiento con abierta curiosidad, preguntó a los guerreros:
—¿Qué estáis haciendo?
Zobal comenzó a explicárselo, pero antes de que hubiera terminado, la muchacha gritó indignada:
—Ninguno de vosotros ha consultado mis preferencias en este asunto.
Después, y haciendo un precioso mohín, se alejó del desconcertado arquero y lanzó !os brazos alrededor del cuello de Cushara.
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