El sol no brillaba ya con su blancura fantástica sobre Zothique, el último continente, sino que estaba totalmente empañado y opaco, como si lo cubriese un vapor de sangre. Nuevas estrellas, en número incontable, se habían presentado en los cielos y las sombras del infinito se aproximaron. De las sombras, habían vuelto junto al hombre los dioses antiguos; los dioses olvidados desde los tiempos de Hyperbórea, Mu y Poseidonis, con otros nombres pero con los mismos atributos. Y también los antiguos demonios habían regresado, agitándose sobre los humos que se elevaban de malvados sacrificios y favoreciendo de nuevo las antiguas hechicerías.
Muchos en Zothique eran nigromantes y magos, y la fama de sus hechos infames y maravillosos eran objeto de leyendas por todas partes en los últimos tiempos. Pero entre todos ellos, ninguno fue mayor que Namirrha, que impuso su negro yugo sobre las ciudades de Xylac. y más tarde, en su orgulloso delirio, se consideró el mismísimo igual de Thasaidón, el señor del Mal.
Namirrha había construido su morada en Urnmaos, la principal ciudad de Xylac, donde llegó procedente del desértico país de Tasuun con el sombrío renombre de sus taumaturgias detrás suya como una nube de arena. Y nadie sabía que, al volver a Ummaos, regresaba a la ciudad que le había visto nacer, porque todos le consideraban nativo de Tasuun. Indudablemente, nadie habría soñado que el gran hechicero fuese la misma persona que el mendigo Narthos, un muchacho huérfano de dudoso linaje que pidió diariamente el pan por las calles y bazares de Ummaos. Había vivido desastradamente, solo y despreciado, y el odio hacia la cruel y opulenta ciudad creció en su corazón como una llama oculta que arde en exceso, esperando el momento en que se convertirá en un incendio devorador de todas las cosas.
El rencor y odio de Narthos contra los hombres se fue haciendo más amargo durante su infancia y primera juventud. Un día, el príncipe Zotulla, un muchacho poco mayor que él mismo, se cruzó con él en la plaza ante el palacio imperial, cabalgando sobre un inquieto palafrén, y Narthos le imploró una limosna. Pero Zotulla, burlándose de su petición, siguió altivamente adelante espoleando su palafrén y Narthos fue derribado y pisoteado por los cascos. Después, próximo a la muerte a causa del atropello, yació sin sentido durante muchas horas, mientras la gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Recobrando finalmente el sentido, pudo arrastrarse hasta su chamizo, pero a partir de entonces cojeó ligeramente durante el resto de su vida y la marca de un casco permaneció sobre su cuerpo a manera de señal, sin desvanecerse nunca. Más tarde abandonó Ummaos y fue rápidamente olvidado por la gente de la ciudad. Yendo hacia el sur, hacia Tasuun, se perdió en el gran desierto y estuvo a punto de perecer. Pero, finalmente, llegó a un pequeño oasis donde habitaba el mago Ouphaloc, un solitario que prefería la compañía de honrados chacales y hienas a la de los hombres. Y Ouphaloc, viendo la gran maldad e inteligencia del desamparado muchacho, le socorrió y le acogió allí. Durante años vivió con Ouphaloc, convirtiéndose en su discípulo y heredero de la sabiduría que le había enseñado el demonio. Extrañas cosas aprendió en aquella choza y era alimentado con frutos y cereales que no habían nacido del húmedo suelo y con vino que no era el jugo de la uva terrestre. Igual que Ouphaloc, se convirtió en un maestro de demonología y estableció su pacto con el archienemigo Thasaidón. Cuando Ouphaloc murió, tomó el nombre de Namirrha y se presentó a los pueblos nómadas como un poderoso hechicero, y a las escondidas momias de Tasuun. Pero nunca pudo olvidar las miserias de su juventud en Ummaos y el mal que le había causado Zotulla, y año tras año hiló en sus pensamientos la negra red de la venganza. Su fama se hizo más amplia y sombría cada vez, y los hombres de países remotos más allá de Tasuun le temían. En las ciudades de Yoros y en Zul-Bha-Sair, la morada de la deidad vampírica Mordiggian, se hablaba de sus hazañas en bajos susurros. Mucho antes de la llegada de Namirrha en persona, la gente de Ummaos le conocía como una calamidad fabulosa, que era más horrible que el simún o la peste.
En los años que siguieron a la marcha del muchacho Narthos de Ummaos, Pithaim, el padre del príncipe Zotulla, fue asesinado por el veneno de una pequeña víbora que se había deslizado en su lecho en busca de calor, en una noche de otoño. Algunos dijeron que la víbora había sido colocada por Zotulla, pero esto era algo que nadie podía afirmar con certeza. Después de la muerte de Pithaim, Zotulla, que era su único hijo, fue el emperador de Xylac y gobernó en la maldad, desde su trono de Ummaos. Era tiránico e indolente y estaba lleno de extraños vicios y crueldades, pero la gente, que también era malvada, le alababa en sus torpezas. Así fue próspero y los señores del Cielo y el Infierno no le golpearon. Y los rojos soles y las lunas cenicientas continuaron pasando sobre Xylac, dirigiéndose al oeste, poniéndose en aquel mar donde pocos viajaban y que, si los cuentos de los marinos eran ciertos, se extendía como un río crecido más allá de la infame isla de Naat y se derrumbaba, formando una catarata tan ancha como el mundo, sobre el espacio exterior desde el lejano borde de la Tierra cortado a pico.
Se embruteció cada vez más y sus pecados eran como frutos hinchados que madurasen sobre un profundo abismo. Pero los vientos del tiempo soplaron suavemente y los frutos no cayeron. Y Zotulla se reía rodeado de sus bufones, sus eunucos, y sus amantes y la historia de sus pecados viajó muy lejos y era relatada entre gentes de lejanos países como una maravilla gemela con las rumoreadas nigromancias de Namirrha.
Así sucedió que. en el año de la Hiena y en el mes de la estrella Canicular, Zotulla dio un gran festín a los habitantes de Ummaos. Por todas partes se veían carnes que habían sido cocinadas con especias exóticas procedentes de Sotar, la isla oriental, y los ardientes vinos de Yoros y Xylac, llenos de subterráneos fuegos, eran servidos incansablemente a todos de urnas gigantescas. Estos provocaron una furiosa alegría y una locura digna de reyes, y después una somnolencia no menos profunda que la de la tumba.
Y uno a uno, según iban bebiendo, los alborotadores iban cayendo por las calles, casas y jardines, como si una plaga les hubiese alcanzado, y Zotulla dormía en el salón de banquetes de oro y ébano, con sus odaliscas y chambelanes a su alrededor. Así pues, ni un hombre ni una mujer estaban despiertos en todo Ummaos en el momento en que Sirius comenzaba a caer hacia el este.
Así fue como nadie vio u oyó la llegada de Namirrha. Pero cuando, muy avanzada la mañana siguiente, el emperador se despertó pesadamente, oyó un confuso alboroto y el molesto clamor de las voces de aquellos de sus eunucos y mujeres que se habían despertado antes que él. Al preguntar el motivo, le dijeron que durante la noche había ocurrido un extraño prodigio; mas todavía atontado por el vino y el sopor, comprendió bastante poco sobre su naturaleza hasta que su concubina favorita, Obexah, le condujo al pórtico oriental del palacio, desde el que podía contemplar la maravilla con sus propios ojos.
Ahora bien, el palacio se erguía en solitario en el centro de Ummaos, y al norte, oeste y sur, en amplias distancias, se extendían los jardines imperiales, llenos de palmeras majestuosamente arqueadas y de fuentes que formaban soberbias espirales. Pero hacia el oeste había una amplia zona despejada, utilizada como una especie de patio entre el palacio y las mansiones de los nobles de más rango. En este espacio, que al atardecer había estado completamente vacío, se elevaba un edificio colosal y señorial bajo el fuerte sol, con cúpulas que semejaban monstruosos hongos de piedra que hubiesen surgido durante la noche. Y las cúpulas, que igualaban en altura a las de Zotulla, estaban construidas de mármol blanco como la muerte, mientras que la gigantesca fachada, con pórticos de muchas columnas y profundas galerías, estaba formada por zonas alternas de ónice negro como la noche y un pórfido que tenía el tono de la sangre de los dragones. Y Zotulla juró horriblemente, llamando numerosas blasfemias a los dioses y demonios de Xylac, y su confusión fue grande, considerando que aquello era la obra de un mago. Las mujeres se apiñaron a su alrededor, llorando con estridentes gritos de miedo y terror, y según se iban despertando, más y más de su cortesanos vinieron a engrosar el tumulto y los gordos castrados se estremecieron en sus túnicas doradas, como inmensas mermeladas negras en recipientes de oro. Pero Zotulla, recordando su poder como emperador de todo Xylac, intentó ocultar su propia agitación diciendo:
—¿Quién es éste que se ha atrevido a entrar en Ummaos como un chacal en la oscuridad y ha construido su impía guarida en la proximidad y a la vista de mi palacio? Id y preguntad el nombre del bribón; pero antes de ir, instruid al verdugo para que afile su espada, la que maneja con ambas manos.
Entonces, temerosos de la rabia del emperador si se demoraban, varios de los mayordomos se adelantaron de mala gana y se acercaron a la puerta del extraño edificio. Hasta que se acercaron bastante, éstas parecieron estar desiertas; después apareció en el umbral un esqueleto titánico, más alto que ningún ser humano, que se adelantó a encontrarlos con largas zancadas. El esqueleto vestía un taparrabos de seda escarlata con un broche de azabache y llevaba un turbante negro adornado de diamantes, cuya parte superior casi tocaba el alto dintel. En las profundas cuencas brillaban unos ojos que parecían señales de fuego, y una lengua ennegrecida, como la de alguien que lleva largo tiempo muerto, sobresalía entre sus dientes, pero, por lo demás, no tenía ni una brizna de carne y los huesos resplandecían blancos al sol mientras se acercaba.
Los mayordomos, en silencio, permanecieron ante él y no se oía otro sonido que los tintineos de sus cinturones dorados y el áspero crujido de la seda de sus vestiduras al estremecerse y temblar. Los huesos de los pies del esqueleto resonaron profundamente sobre el pavimento de ónice negro y pronunció, con voz untuosa y nauseabunda, estas palabras:
—Regresad y decid al emperador Zotulla que Namirrha, vidente y mago, ha venido a vivir a su lado.
Al oír hablar al esqueleto como si hubiese sido un hombre vivo y escuchar el odiado nombre de Namirrha como el que escucha el toque a rebato que señala el fin de una ciudad, los mayordomos no pudieron soportarlo más y huyeron con desmañada rapidez para llevarle el mensaje a Zotulla.
Ahora bien, al saber quién era el que había venido a establecerse como su vecino en Ummaos, la ira del emperador se extinguió como una llama débil y fluctuante sobre la que hubiese soplado el viento de la oscuridad; y el vinoso color púrpura de sus mejillas se salpicó de una extraña palidez y no dijo nada, sino que sus labios se movieron oscuramente, como si estuviese rezando o maldiciendo. La noticia de la llegada de Namirrha pasó por el palacio y la ciudad como el vuelo de malvados pájaros nocturnos, dejando un horrible temor que residió en Ummaos de allí en adelante. Pues Namirrha, debido a la negra fama de sus actos milagrosos y a las espantosas entidades que le servían, se había convertido en un poder que ningún soberano secular se atrevía a desafiar, temiéndole los hombres en todas partes, de la misma forma que temían a los gigantescos y sombríos señores del Infierno y del espacio exterior. En Ummaos, la gente decía que había venido de Tasuun en el viento del desierto junto con sus servidores, tan rápido como la peste, y que, con la ayuda de los demonios, en una hora había erigido su casa al lado del palacio de Zotulla. Se decía que los cimientos de la casa descansaban sobre el adamantino núcleo del Infierno y que en sus pavimentos había agujeros por cuyo fondo ardían los fuegos interiores o por aonde podían verse pasar las estrellas por la noche del otro lado de la Tierra. Y los servidores de Namirrha y el abismo, y seres híbridos, locos y malvados que el impío hechicero había creado en uniones prohibidas. Los hombres evitaron la vecindad de su señorial casa y pocos, en el palacio de Zotulla, se atrevían a acercarse a las ventanas y galerías que daban a ella; el propio emperador no hablaba de Namirrha, pretendiendo ignorar al intruso, y las mujeres del harén murmuraban constantemente en un siniestro cotilleo que se refería a Namirrha y sus concubinas. Pero el hechicero no fue visto nunca por la gente de la ciudad, aunque algunos creían que salía cuando quería, arropado en la invisibilidad.
Tampoco sus servidores fueron vistos, pero, algunas veces, un ulular como el de los condenados salía de las puertas, y a veces se oía una risotada seca, como si alguna imagen de adamanto se hubiese reído en alto; también a veces se oía un chasquido como el sonido de hielo roto en un infierno helado. Unas sombras vagas se movían por los pórticos cuando no había ni luz ni lámpara que las arrojase, y luces rojas y terribles aparecían y desaparecían en las ventanas al atardecer, como el parpadeo de unos ojos demoniacos. Lentamente, los soles del color de la brasa pasaban sobre Xylac y se apagaban en los lejanos mares. y las lunas cenicientas se ennegrecían cada noche al caer en el escondido golfo. Entonces, viendo que el mago no había traído ningún mal evidente y que nadie sufrió daños palpables por su presencia, la gente cobró ánimos y Zotulla bebió tanto y comió tan despreocupadamente como en su lujuria anterior; y el oscuro Thasaidón, príncipe de todos los vicios, fue el verdadero, aunque nunca reconocido, señor de Xylac. Y con el tiempo, el pueblo de Xylac alardeó un poco de Namirrha y sus terribles milagros, de la misma forma que habían presumido de los regios pecados de Zotulla.
Pero Namirrha, al que todavía ninguna mujer ni hombre alguno pudieron ver sentado en las salas interiores de aquella casa que sus demonios le habían construido, daba vueltas y vueltas en sus pensamientos a la negra red de la venganza. Y en todo Ummaos no había nadie, ni siquiera entre sus compañeros de mendicidad, que se acordase del muchacho Narthos. Y la injusticia que Zotulla había cometido con Narthos, hacía tiempo, era la más pequeña de las crueldades que el emperador había olvidado.
Entonces, cuando los temores de Zotulla estaban algo apaciguados y sus mujeres murmuraban menos a menudo sobre la vecindad del mago, ocurrió una nueva maravilla y un renovado terror. Porque un atardecer que se sentaba a la mesa del festín, rodeadopor sus cortesanos, el emperador oyó un ruido como el de diez mil caballos con cascos de hierro que viniesen al galope por los jardines de palacio. A pesar de su creciente ebriedad, los cortesanos oyeron también el ruido y se sobresaltaron; el emperador se enfadó y envió a algunos de sus guardias para que inquiriesen la causa del escándalo. Pero al escudriñar los céspedes y parterres iluminados por la luna, los guardias no vieron ninguna forma visible, aunque el fuerte sonido del galope continuase todavía de un lado para otro. Parecía que un rebaño de sementales salvajes corriese ante la fachada del palacio, galopando y cabriolando tumultuosamente. Al ver y escuchar esto, los guardias fueron presa del terror y no se atrevieron a salir fuera, sino que volvieron junto a Zotulla. El propio emperador se despejó al oír esta historia y salió con gran agitación a presenciar el prodigio. Los invisibles cascos resonaron fuertemente sobre el pavimento de ónice durante toda la noche dejando marcadas sus profundas huellas sobre la hierba y las flores. Las hojas de las palmeras se agitaban en el calmado aire como apartadas por caballos a la carrera y era visible que los lirios de altos tallos y las exóticas flores de anchos pétalos estaban siendo pisoteadas. La ira y el terror anidaban juntos en el corazón de Zotulla, mientras permanecía en una galería sobre el jardín, escuchando aquel tumulto espectral y contemplando el daño hecho a sus preciosas plantaciones de flores. Las mujeres, los cortesanos y los eunucos se apretujaban a sus espaldas y ningún habitante del palacio pudo dormir, pero hacia el amanecer el clamor de los cascos se alejó en dirección a la casa de Namirrha.
Cuando la aurora estaba en su apogeo sobre Ummaos, el emperador salió al exterior, rodeado de sus guardias, y vio que las hierbas aplastadas y los rotos tallos estaban negros, como a causa del fuego, en el lugar donde habían caído los cascos. Sobre todo el césped y los parterres, las señales se marcaban con toda claridad, como las huellas de una gran manada de caballos, pero cesaban en el límite de los jardines. Y aunque todo el mundo pensaba que la visita había llegado de la casa de Namirrha, sobre los terrenos que formaban el frente de la morada del hechicero no había ninguna prueba de ello, porque aquí el césped estaba intacto.
—¡La peste caiga sobre Namirrha si es él quien ha hecho esto!—gritó Zotulla—. Porque, ¿qué daño le he hecho yo? En verdad que pondré mi pie sobre el cuello de ese perro y la rueda de la tortura le hará tanto bien como esos caballos del Infierno han hecho a mis lirios de Sotar del color de la sangre, a mis veteados iris de Naat y a mis orquídeas de Uccastrog, purpúreas como las señales del amor. Sí, aunque sea el virrey de Thasaidón sobre la Tierra y señor de los diez mil demonios, mi rueda le destrozará y el fuego pondrá la rueda al rojo vivo hasta que se quede tan negro como las flores calcinadas.
Así fanfarroneaba Zotulla, pero no daba órdenes para la ejecución de la amenaza y nadie en el palacio se movió hacia la casa de Namirrha. De la casa del mago no salió nadie, o, si algo lo hizo, no hubo ningún signo ni sonido visibles.
Así pasó el día y llegó la noche, trayendo una luna ligeramente más oscura por los bordes. La noche fue tranquila, y Zotulla, sentado durante largo rato a la mesa del banquete, vació su copa de vino muchas veces. Lleno de ira, murmuraba nuevas amenazas contra Namirrha. La noche siguió adelante y no parecía que la visita fuera a repetirse. Pero a medianoche, cuando se encontraba en su aposento junto a Obexah, profundamente hundido en el sopor producido por el vino, Zotulla fue despertado por el monstruoso estruendo de unos cascos que corrían y cabriolaban en los pórticos del palacio y en las largas galerías. Toda la noche tronaron los cascos de un lado para otro resonando terriblemente bajo la bóveda de piedra, mientras Zotulla y Obexah, que los escuchaban, se acurrucaban juntos entre los cojines y las colchas; todos los ocupantes del palacio, despiertos y temerosos, oyeron el ruido, pero no se movieron de sus aposentos. Los cascos partieron repentinamente poco antes de la aurora, y después, durante el día, se encontraron sus huellas sobre las losas de mármol de los pórticos y las galerías; las señales eran incontables, profundarnente impresas y negras, como si estuvieran marcadas por medio del fuego.
Las mejillas del emperador se pusieron como el mármol veteado cuando vio los suelos estampados de cascos, y de allí en adelante el terror habitó con él, siguiéndole a las profundidades de sus borracheras, puesto que no sabía cuándo cesaría aquella persecución. Sus mujeres murmuraban y algunas deseaban escapar de Ummaos, y parecía que las fiestas del día y de la noche fuesen ensombrecidas por alas de mal aguero que proyectasen su sombra sobre el amarillo viento y velaran las lámparas de oro. Y hacia la medianoche, de nuevo fue el sueño de Zotulla interrumpido por los cascos que galopaban y corrían sobre el tejado del palacio y por todos los salones y corredores. Desde aquel momento hasta el amanecer, los cascos llenaron sordamente sobre las cúpulas más elevadas, como si el séquito de los dioses cabalgase por allí, trasladándose de un cielo a otro en tumultuosa cabalgata.
Zotulla y Obexah, que yacían juntos mientras los terribles cascos iban de un lado para otro, en el salón que estaba delante de su aposento, no tuvieron ni ánimos ni deseos de pecar ni pudieron encontrar ningún consuelo en su proximidad. En la grisácea hora que precede a la madrugada, oyeron un ruido atronador sobre la atrancada puerta de bronce de su cámara, como si algún poderoso semental, encabritándose, hubiese tamborileado allí con sus patas delanteras. Poco rato después, los cascos se alejaron, dejando un silencio que parecía un interludio mientras se preparaba la tormenta final. Más tarde se encontraron por todas partes las señales de los cascos en los salones, estropeando los brillantes mosaicos. En las alfombras de hilo de oro, plata y escarlata había negros agujeros producidos por las quemaduras, y las altas y blancas cúpulas estaban marcadas como con la viruela; en la puerta de bronce de la cámara de Zotulla estaban profundamente marcadas las huellas de los cascos anteriores de un caballo.
Ahora bien, en Ummaos y en todo el país de Xylac ya era conocida la historia de estos prodigios y se consideraban como algo amenazador, aunque había diversas interpretaciones. Algunos sostenían que Namirrha los enviaba como una señal de su supremacía sobre todos los reyes y emperadores y algunos pensaban que el causante era un nuevo hechicero que había aparecido allá al este, en Tinarath, y deseaba suplantar a Namirrha. Y los sacerdotes de los dioses de Xylac sostenían que sus diversas deidades habían enviado las apariciones como una señal de que en los templos debían realizarse más sacrificios.
Entonces Zotulla reunió a numerosos sacerdotes, magos y adivinos en el salón de audiencias, cuyo pavimento de jaspe y alqueca había sido penosamente estropeado por los invisibles cascos, y les pidió que averiguasen la causa de la aparición y encontrasen un modo de exorcizarla. Pero viendo que no llegaban a ningún
acuerdo entre ellos, proveyó a las diversas sectas sacerdotales con sacrificios para sus varios dioses y los mandó marchar; los magos y adivinos, bajo amenaza de decapitación si se negaban, fueron enviados a visitar a Namirrha en su mágica morada para preguntarle, de su parte, si por casualidad era él quien estaba enviando aquello, o si era obra de algún otro.
Abatidos quedaron los magos y adivinos que temían a Namirrha y no se atrevían a penetrar en los aterradores misterios de su oscura mansión. Pero los soldados del emperador les empujaron hacia delante, levantando sus grandes espadas curvas contra ellos cuando vacilaban, así que, uno a uno, en inseguro orden, la
delegación fue hacia la puerta de Namirra y se desvaneció en la casa construida por el demonio.
Antes del atardecer regresaron junto al emperador, pálidos, balbucientes e inquietos, como hombres que han visto el infierno y contemplado su propio destino. Dijeron que Namirrha les recibió cortésmente y les había enviado de vuelta con este mensaje:
—Que sepa Zotulla que la aparición es en recuerdo de algo que él ha olvidado y la razón de esto le será revelada en la hora preparada y dispuesta por el destino. Y esa hora se acerca, porque Namirrha invita al emperador y a toda su corte a un gran banquete mañana por la tarde.
Habiendo entregado este mensaje, ante la consternación y asombro de Zotulla, la delegación pidió licencia para retirarse. Aunque el emperador les interrogó minuciosamente, parecían poco dispuestos a relatar las circunstancias de su visita a Namirrha, y tampoco quisieron describir la famosa casa del hechicero, excepto en una forma vaga, contradiciéndose unos a otros en lo que decían haber visto. Por tanto, y después de un rato, Zotulla les mandó marchar; cuando se hubieron ido, estuvo cavilando durante largo tiempo sobre la invitación de Namirrha, que era algo que no se atrevía a rechazar, pero temía aceptar. Aquella noche bebió todavía más abundantemente que de costumbre y durmió como un muerto sin que ningún ruido de cascos galopando sobre el palacio le despertara. Durante la noche, los magos y profetas salieron silenciosamente de Ummaos como sombras furtivas y nadie les vio partir; por la mañana todos habían salido de Xylac hacia otros países para no regresar nunca...
Aquella misma noche, Namirrha estaba sentado a solas en el gran salón de su casa. habiendo despedido a los sirvientes que le atendían de ordinario. Ante él, y en un altar de azabache, estaba la oscura y gigantesca estatua de Thasaidón, que un escultor engendrado por los demonios había esculpido en tiempos antiguos para un malvado rey de Tasuun llamado Pharnoc. El archidemonio estaba representado por la forma de un guerrero cubierto totalmente por la armadura, que elevaba una maza de pinchos como en una batalla heroica. Durante largo
tiempo, la estatua había estado en el palacio de Pharnoc enterrado en el desierto y cuyo mismo emplazamiento era disputado por los nómadas; Namirrha, gracias a su arte adivinatorio, lo encontró, y había llevado la infernal imagen a vivir con él por siempre desde entonces. A menudo, Thasaidón pronunciaba oráculos para Namirrha y le contestaba sus preguntas por boca de la estatua.
Ante la imagen de armadura negra colgaban siete lámparas de plata forjadas con la forma de los cráneos de los caballos y las llamas salían incesantemente, azules, purpúreas y escarlatas, de sus cuencas. Su luz era salvaje y lúgubre y el rostro del demonio, mirando bajo el casco, mostraba sombras equívocas y malignas que cambiaban y saltaban eternamente. Sentado en su silla de forma de serpiente, Namirrha contemplaba siniestramente la estatua con un profundo surco entre los ojos, porque le había pedido una cosa a Thasaidón, y el enemigo, contestando a través de la estatua, se la negó. La rebelión crecía en el corazón de Namirrha, que, enloquecido por el orgullo, se consideraba a sí mismo señor de todos los hechiceros y gobernante por derecho propio entre los príncipes diabólicos. Así pues, y tras largo cavilar, repitió su petición con voz fuerte y altanera, como quien se dirige a su igual, más que como alguien que lo hace al todopoderoso soberano al que ha jurado fidelidad hasta la muerte.
—Yo te he ayudado en todo hasta este momento —dijo la imagen, con acentos secos y sonoros que resonaban metálicamente en las siete lámparas plateadas—. Sí, los gusanos eternos del fuego y la oscuridad han acudido como un ejército a tu llamada y las alas de los genios interiores se han elevado hasta ocultar el sol cuando tú les llamaste. Pero, en verdad, no te ayudaré en esta venganza que has planeado, porque el emperador Zotulla no me ha ofendido nunca y me ha servido bien, aunque inconscientemente, y los habitantes de Xylac, debido a sus vicios, no son los menos importantes de sus adoradores en la Tierra. Por tanto, Namirrha, sería mejor que tú vivieses en paz con Zutulla y olvidases esta antigua ofensa infligida al mendigo Narthos cuando era un muchacho. Porque los caminos del destino son extraños y la forma en que actúan sus leyes está algunas veces oculta; y en verdad, si los cascos del palafrén de Zotulla no te hubieran derribado y pisoteado, tu vida habría sido distinta y la fama y renombre de Namirrha hubiesen yacido en el olvido como un sueño no imaginado. Sí, tú serías todavía un mendigo de Ummaos, te contentarías con las limosnas del mendigo y nunca habrías emprendido aquel viaje; te habrías convertido en discípulo del sabio y erudito Ouphaloc, y yo, Thasaidón, hubiese perdido el más poderoso de
todos los nigromantes que han aceptado servirme y han hecho un pacto conmigo. Piénsalo bien, Namirrha, y considera estas cosas, porque, aparentemente, nosotros dos estamos en deuda con Zotulla y le debemos gratitud por haberte pisoteado con su caballo.
—Sí, estoy en deuda con él —gruñó Namirrha implacable—, y en verdad que mañana pagaré la deuda, en la forma en que había planeado... Existen aquellos que me ayudarán; aquellos que acudirán a mi llamada, aun a pesar tuyo.
—No es bueno enfrentarte conmigo —dijo la imagen, tras un intervalo—, y tampoco es bueno llamar a aquellos que has insinuado. Sin embargo, veo claramente que eso es lo que deseas. Eres orgulloso, testarudo y vengativo. Haz, pues, lo que quieras, pero no me culpes por el resultado.
Después de esto, en el salón donde Namirrha se sentaba ante el ídolo se hizo el silencio y las llamas se consumieron oscuramente cambiando de colores sobre las lámparas de forma de cráneo mientras las sombras huían y regresaban sin detenerse sobre los rostros de la estatua y de Namirrha. Después, hacia la medianoche, el hechicero se levantó y ascendió por numerosos escalones en espiral hasta llegar a una alta cúpula en la casa donde había una única y pequeña ventana redonda, que permitía contemplar las constelaciones. La ventana estaba dispuesta en lo más alto de la cúpula, pero Namirrha había conseguido, por medio de su magia, que una entrada junto a la última vuelta de la escalera pareciese descender repentinamente en lugar de subir para, alcanzando el peldaño final, mirar hacia abajo por la ventana, mientras las estrellas pasaban bajo él en una corriente vertiginosa.
Arrodillándose allí, Namirrha tocó un resorte secreto en el mármol, y el panel circular retrocedió sin ningún sonido. Después, yaciendo de espaldas sobre el curvado interior de la cúpula, con el rostro sobre el abismo y su larga barba colgando rígida en el espacio, susurró versos más antiguos que la raza humana y habló con ciertos seres que no pertenecían ni al infierno ni a los elementos mundanos y cuya invocación era más terrible que los genios infernales o los demonios de la tierra, aire, agua y fuego. Desafiando la voluntad de Thasaidón, hizo un pacto con ellos,mientras el aire a su alrededor se helaba con sus voces y la escarcha se amontonaba pálida sobre su oscura barba a causa del frío que producía su aliento al inclinarse sobre la tierra.
Lento y renuente fue el despertar de Zotulla del sopor del vino; antes de abrir los ojos, la luz del día se vio envenenada para él por el pensamiento de aquella invitación que temía aceptar o rechazar. Pero habló con Obexah, diciendo:
—Después de todo, ¿quién es este perro hechicero para que yo tenga que obedecer sus invitaciones como un mendigo al que algún gran señor manda llamar de la calle?
Obexah, una muchacha de piel dorada y ojos oblicuos, procedente de Uccastrof, la isla de los Torturadores, observó sutilmente al emperador, y dijo:
—Oh, Zotulla, eres tú quien debe aceptar o rehusar, según lo que estimes apropiado. Y, en realidad, para el señor de Ummaos y de todo Xylac, el ir o el quedarse es un asunto sin importancia, puesto que nada puede poner en entredicho tu sobernía. Por tanto, ¿por qué no ir?
Obexah, aunque temerosa del mago, sentía curiosidad con respecto a aquella casa construida por el demonio, de la que tan poco se sabía, y además, según es característico de las mujeres, deseaba contemplar al famoso Namirrha, cuyo talante y aspecto era sólo una leyenda en Ummaos, traída de muy lejos.
—En lo que dices hay algo de razón —admitió Zotulla—. Pero un emperador debe, en su conducta, tener siempre en cuenta el bien público, y hay asuntos de estado que no se puede esperar que entienda una mujer.
Así pues, más tarde, por la mañana, después de un desayuno amplio y bien remojado, llamó a sus mayordomos y cortesanos y les pidió consejo. Algunos le aconsejaron que ignorase la invitación de Namirrha y otros sostenían que debía ser aceptada, a menos que un mal más grave que el pisoteo de unos cascos fantasmales fuese enviado sobre la ciudad y el palacio.
Entonces llamó ante sí a la reunión de todos los sacerdotes e intentó volver a llamar a aquellos magos y adivinos que habían escapado sigilosamente durante la noche. Entre todos éstos no hubo ni uno que respondiese al grito de su nombre por las calles de Ummaos, y esto causó una cierta maravilla.
Pero los sacerdotes llegaron en número mayor que antes y abarrotaron el salón de audiencias, de forma que las barrigas de los que estaban delante chocaban contra el estrado imperial y las nalgas de los de atrás se aplastaban contra la pared y los pilares del fondo. Zotulla debatió con ellos el asunto de su aceptación o rechazo. Los sacerdotes argumentaron, como la vez anterior, que Namirrha no tenía nada que ver con las apariciones, y su invitación, dijeron, no suponía daño ni amenaza alguna contra el emperador; estaba claro, según los términos del mensaje, que el mago pronunciaría un oráculo ante Zotulla, y si Namirrha era un verdadero archimago, este oráculo confirmaría su propia sabiduría sagrada, establecería la fuente divina de la aparición y de nuevo los dioses de Xylac serían glorificados.
Tras escuchar el consejo de los sacerdotes, el emperador dio instrucciones nuevamente a sus tesoreros para que les llenasen de nuevas ofrendas, y los sacerdotes partieron, impartiendo untuosamente las delegadas bendiciones de sus varios dioses sobre Zotulla y su corte. El día continuó y el sol pasó nuevamente por el meridiano, cayendo lentamente más allá de Ummaos sobre los espacios de la tarde que estaban formados por desiertos que limitaban con el mar. Zotulla continuaba irresoluto y llamó a sus coperos, pidiéndoles que le sirviesen de la cosecha más fuerte y magistral, pero no halló en el vino ni la certeza ni la decisión.
Entonces, una comitiva de altas momias cubiertas con vendas regias color púrpura y escarlata, y llevando coronas de oro sobre sus resecos cráneos, penetró en el salón, caminando una detrás de otra. Tras la comitiva, y a manera de servidores, venían unos esqueletos gigantes vestidos con taparrabos de brillante color naranja y con la parte superior del cráneo cubierta por serpientes vivas a bandas azafrán y ébano que se habían enrollado allí a manera de turbante. Las momias se inclinaron ante Zotulla, diciéndole con voz fina y seca:
—Nosotros, que en tiempos antiguos hemos sido reyes del gran país de Tasuun, hemos sido enviados como guardia de honor del emperador Zotulla para atenderle como es propio cuando se dirija al banquete preparado por Namirrha.
Después hablaron los esqueletos, entre secos chasquidos de dientes y produciendo silbidos semejantes al aire, atravesando desgastadas mamparas de marfil.
—Nosotros, que hemos sido guerreros gigantes de una raza olvidada, somos enviados también por Namirrha para que la corte del emperador Zotulla esté protegida de todo peligro al seguirle a la fiesta y vaya acompañada del séquito que le corresponde y es apropiado.
Presenciando estos prodigios, los coperos y otros servidores se protegieron en el estrado imperial o se ocultaron tras las columnas, mientras Zotulla, cuyas pupilas brillaban sombríamente inyectadas en sangre, con la cara abotargada y espectralmente pálida. permanecía inmóvil sobre el trono, sin poder pronunciar ni una palabra de réplica a los ministros de Namirrha. Entonces las momias se adelantaron y dijeron con polvorientos acentos:
—Todo está listo y el banquete aguarda la llegada de Zotulla.
Las vendas de las momias se agitaron y se abrieron por delante; pequeños monstruos roedores del color del betún, con ojos semejantes a rubíes malditos, aparecieron en los roídos corazones de las momias como las ratas en sus agujeros y chillaron estridentemente repitiendo las palabras en lenguaje humano. A su vez, los esqueletos repitieron la solemne frase y las serpientes azafranes y negras silbaron desde sus cráneos, y repitieron, por último, las palabras con siniestro alboroto, ciertas criaturas cubiertas de piel y de forma dudosa que
Zotulla no había visto hasta entonces y que estaban sentadas detrás de las costillas de los esqueletos como si estuvieran en jaulas de mimbre blanco.
Como un durmiente que obedece la fatalidad de los sueños, el emperador se levantó del trono y se adelantó; las momias le rodearon como una escolta. ¡Cada uno de los esqueletos sacó de los pliegues amarillo-rojizos de su taparrabos unas arcaicas flautas de plata curiosamente agujereadas y comenzaron a tocar una melodía dulce, siniestra y mortal, mientras el emperador salía de palacio. En la música había un hechizo fatal, porque los mayordomos, las mujeres, los eunucos y todos los miembros de la corte de Zotulla, hasta los cocineros y los escuderos, fueron arrancados como una procesión de noctámbulos de las habitaciones y alcobas donde se habían vanamente ocultado. Dirigidos por los flautistas, siguieron a Zotulla. A la oblicua luz solar, era extraño ver aquella numerosa compañía dirigiéndose a la casa de Namirrha con un cortejo de reyes muertos a su alrededor y el aliento de los esqueletos temblando horriblemente en las flautas de plata. Y Zotulla no se sintió muy consolado cuando vio a su lado a la muchacha Obexah moviéndose, como él mismo, en un éxtasis de involuntario horror, con el resto de las mujeres siguiéndola de cerca.
Al acercarse a las abiertas puertas de la casa de Namirrha, el emperador vio que estaban guardadas por grandes cosas de barbillas carmesí, mitad humanas mitad dragones, que se inclinaron ante él, rozando sus barbillas como escobas ensangrentadas contra las losas de oscuro ónice. El emperador pasó con Obexah entre los rústicos monstruos, con las momias, los esqueletos y su propia gente a sus espaldas formando una extraña comitiva, y entró en un amplio salón de muchas columnas, donde la luz del día, penetrando tímidamente, era dominada por la siniestra y arrogante claridad procedente de un millar de lámparas.
Aun a pesar de su horror, Zotulla se sintió maravillado de la amplitud de la cámara, que difícilmente odía reconciliar con las medidas exteriores de la mansión, aunque éstas, indudablemente, fueran de una amplitud palaciega. Le parecía contemplar grandes salas sostenidas por columnas a las que no se veía el final y vistas panorámicas de mesas cargadas de amontonadas viandas y urnas de vino dispuestas en hilera que se extendían a lo lejos en la distancia, en una penumbra luminosa como la de una noche estrellada.
En los amplios intervalos entre las mesas, los sirvientes de Namirrha iban de un lado para otro incesantemente, como si una fantasmagoría de pesadillas hubiera cobrado cuerpo delante del emperador. Regios cadáveres con túnicas de brocado podridas por el tiempo, con las cuencas vacías e hirvientes de gusanos, servían un vino color de sangre en copas fabricadas con el opalescente cuerno de los unicornios. Lamias de cola de quimera y quimeras de cuatro pechos entraban con humeantes fuentes sostenidas en alto por sus garras broncíneas. Demonios de cabeza de perro con la lengua en llamas corrían a ofrecerse como acomodadores de la compañía. Ante Zotulla y Obexah apareció un curioso ser con las opulentas caderas y extremidades inferiores de una enorme mujer negra y los mondos huesos de algún mitónico mono de cintura para arriba. Este monstruo dio a entender, por medio de ciertos indescriptibles chasquidos de los huesos de sus dedos, que el emperador y su odalisca le siguieran.
Verdaderamente, a Zotulla le dio la impresión de haber recorrido una larga distancia por alguna maligna caverna del Infierno cuando llegaron al final de aquella inmensidad de mesas y columnas por la que les había conducido el monstruo. Aquí, en el extremo de la habitación, y separado de los demás, se sentaba Namirrha solo en una mesa, con las llamas de las siete lámparas en forma de cráneo de caballo ardiendo incesantemente a sus espaldas y la negra imagen de Thasaidón en su armadura dominándolo todo desde el altar de azabache a su derecha. Algo separado del altar había un espejo de diamante, sostenido por las garras de unos basiliscos de hierro.
Namirrha se puso en pie para saludarles, observando una solemne y fúnebre cortesía. Sus ojos brillaban, lúgubres y fríos como estrellas lejanas en las ojeras formadas en extrañas y aterradoras vigilias. Sus labios eran como un sello rojo pálido sobre un pergamino del destino cerrado. Su barba flotaba rígida sobre la parte delantera de su túnica bermellón, dividida en bucles negros y aceitosos como una masa de serpientes negras y tiesas. Zotulla sintió que la sangre se le detenía y espesaba en su corazón, como congelándose hasta formar hielo. Obexah, mirando bajo entornados párpados, se sintió repelida y asustada por el visible horror que emanaba de este hombre, y le rodeaba de la misma forma que la realeza a un rey. Pero a pesar de su miedo tuvo tiempo para preguntarse qué clase de hombre sería en su relación con las mujeres.
—Te doy la bienvenida, oh Zotulla, a tal hospitalidad como puedo ofrecerte —dijo Namirrha con el férreo sonido de alguna oculta campana fúnebre en su profunda voz—. Por favor, sentaos a mi mesa.
Zotulla vio que enfrente de Namirrha había sido dispuesta una silla de ébano para él, y que otra silla, menos majestuosa e imperial, había sido colocada a la izquierda para Obexah. Los dos se sentaron y Zotulla vio que su gente se sentaba a su vez a otras mesas a través del enorme salón, con los espantosos servidores de Namirrha sirviéndoles atareadamente, como los demonios atienden a los condenados.
Entonces Zotulla percibió que una mano oscura y parecida a la de un cadáver le servía vino en una copa de cristal y que la mano llevaba el anillo con el sello de los emperadores de Xylac: un monstruoso ópalo de fuego en la boca de un murciélago de oro, un anillo idéntico al que el propio Zotulla llevaba perpetuamente sobre el dedo índice. Volviéndose, vio a la derecha una figura que mostraba gran semejanza con su padre, Pithaim, después de que el veneno de la víbora, esparciéndose por todo su cuerpo, hubiese dejado detrás la purpúrea hinchazón de la muerte.
Zotulla, que había ordenado que la serpiente fuese colocada en la cama de Pithaim, se acurrucó en su asiento y tembló con un terror culpable. Y la cosa que se parecía a Pithaim, fuese cadáver, fantasma, o una imagen producida por los encantamientos de Namirrha, iba y venía a espaldas de Zotulla, sirviéndole con dedos negros e hinchados que nunca vacilaban. Con horror advirtió sus ojos saltones, que miraban sin ver su lívida boca purpúrea cerrada con el rigor de un silencio mortal, y la víbora moteada que, a intervalos, aparecía con helados ojos por su manga cuando se inclinaba sobre él para rellenar su copa o servirle carne. Y confusamente, entre la helada niebla de su terror, el emperador vio la forma de sombría armadura, como una réplica animada de Thasaidón, que Namirrha, en su blasfemia, había conjurado para que le sirviese. Vagamente, y sin comprender, vio el terrible servidor que revoloteaba al lado de Obexah un cadáver sin ojos y sin piel en la imagen de su primer amante, un muchacho de Cyntrom que había sido lanzado a la costa de la isla de los Torturadores por un naufragio... Allí lo había encontrado Obexah yaciendo bajo la marea, y reviviendo al muchacho, lo había escondido durante cierto tiempo en una caverna secreta para su propio placer, llevándole comida y bebida. Más tarde, cansado, le había traicionado a los Torturadores y obtenido un nuevo deleite con los diversos suplicios y torturas que le infligiera antes de morir aquella gente cruel y perniciosa.
—Bebed —dijo Namirrha, sorbiendo un extraño vino que era rojo y oscuro como los desastrosos atardeceres de los años perdidos.
Y Zotulla y Obexah bebieron de aquel vino sin sentir después ningún calor en sus venas, sino un frío como cuando la cicuta se acerca lentamente al corazón.
—En verdad, es un vino muy bueno —dijo Namirrha—, y muy apropiado para brindar por nuestro conocimiento, porque fue enterrado hace largo tiempo en ánforas de sombrío jaspe de forma de urnas funerarias, junto a los muertos de la familia real, y mis vampiros lo encontraron cuando fueron a excavar en Tasuun.
Entonces la lengua de Zotulla se heló en su boca, como se hiela una mandrágora aprisionada por la escarcha en el suelo del invierno, y no encontró respuesta a la cortesía de Namirrha.
—Os ruego que probéis esta carne —continuó Namirrha—, pues es muy escogida, proviene de los jabalíes salvajes que los torturadores de Uccastrog alimentan con los destrozados restos de sus ruedas y parrillas, y además, mis cocineros los han condimentado con los poderosos bálsamos de la tumba, rellenándolos con corazones de víboras y lenguas de cobras negras.
El emperador no pudo decir nada, y hasta Obexah permaneció en silencio, fuertemente turbada en su lujuria por la presencia de aquella cosa despellejada y penosa que se parecía a su amante de Cyntrom. Y su temor al nigromante aumentó prodigiosamente, porque su conocimiento de este crimen antiguo y olvidado y la aparición del fantasma le parecían una magia más siniestra que todo lo demás.
—Bien, me temo que encontréis la comida sin sabor y el vino sin fuego. Así pues, para animar nuestro banquete llamaré a mis cantantes y músicos.
Pronunció una palabra desconocida para Zotulla y Obexah, que sonó por el enorme salón como si mil voces a la vez la hubiesen pronunciado y prolongado. Pronto aparecieron los cantantes, que eran vampiros con largos colmillos amarillos llenos de hilachas de carroña curvándose por encima de sus quijadas y haciendo con la boca gestos de hiena a la compañía. Detrás entraron los músicos, algunos de los cuales eran demonios machos caminando erectos sobre los cuartos traseros de negros sementales y pulsando con dedos blancos de gorila liras fabricadas con huesos y tendones de los caníbales de Naat; otros eran apastelados sátiros que arrimaban sus rejillas cabrunas a óboes fabricados con los fémures de brujas jóvenes y a gaitas hechas con la piel del pecho de reinas negras y el cuerno del rinoceronte.
Se inclinaron ante Namirrha con grotesca ceremonia. Después, sin dilación, las hembras vampiro comenzaron un ulular de lo más doloroso y execrable, como el de los chacales que han olfateado la carroña, y los sátiros y los demonios tocaron un lamento que era como el gemido de los vientos del desierto en los harenes de perdidos palacios. Zotulla se estremeció, pues el canto le helaba hasta el tuétano y la música introducía en su corazón una desolación semejante a la de imperios derrumbados y pisoteados por los férreos cascos del tiempo. Al mismo tiempo, y entre aquella siniestra música, le pareció oír el chirrido de la arena en los jardines marchitos y el rumor del viento entre la seda podrida en lechos de desaparecida lujuria y el silbido de las serpientes enroscadas entre los bajos fustes de destrozadas columnas. Y la gloria que había sido Ummaos parecía alejarse como las columnas voladoras del simún.
—Una espléndida melodía—dijo Namirrha cuando la música cesó y las vampiras dejaron de ulular—. Pero, en verdad, temo que encontréis algo aburrido mi espectáculo. Por tanto, mis bailarines danzarán para vosotros.
Se volvió hacia el gran salón y describió en el aire un signo enigmático con los dedos de la mano derecha. En respuesta, una incolora niebla descendió desde el alto techo y, durante un breve intervalo, ocultó la sala como una cortina. Detrás se oyó una babel de sonidos, confusos y sofocados, y el grito de unas voces débiles como si estuvieran lejanas. Después el vapor desapareció y Zotulla vio que las sobrecargadas mesas habían desaparecido. En los amplios espacios entre las columnas, los habitantes de su palacio, mayordomos, eunucos, cortesanos, odaliscas y todos los demás, yacían sobre el suelo atados con correas, como innumerables aves de precioso plumaje. Sobre ellos hacía piruetas una cuadrilla de esqueletos con ligeros chasquidos de los huesos de los pies y una banda de momias saltaba rígidamente mientras otras criaturas de Namirrha se agitaban con monstruosas cabriolas, siguiendo todos la música de los flautistas y arpistas del nigromante. Saltaban de un lado a otro sobre los cuerpos de la gente del emperador a los sones de una siniestra zarabanda. Con cada salto se hacían más altos y pesados, hasta que las saltarinas momias fueron como las momias de Anakim, y los esqueletos tuvieron huesos de coloso, al tiempo que la música se elevaba ahogando los débiles gritos de los servidores de Zotulla. Los danzarines, cuyos pies atronaban la habitación, crecieron todavía más, perdiéndose entre las sombras de la bóveda en medio de las vastas columnas; aquellos sobre los que danzaban eran como uvas que se pisan en otoño durante la vendimia y el suelo se cubrió de un espeso mosto sanguíneo. Como un hombre que se ahoga en un horrible pantano rodeado por la oscuridad, el emperador oyó la voz de Namirrha:
—Tengo la impresión de que no os placen mis bailarines. Así pues, ahora os presentaré un espectáculo verdaderamente regio. Levantaos y seguidme, porque el espectáculo es tal que se necesita un imperio como escenario.
Zotulla y Obexah se levantaron de sus sillas al estilo de los sonámbulos. Sin dirigir una mirada hacia los espectrales servidores o al salón donde los bailarines continuaban rebotando, siguieron a Namirrha a una alcoba detrás del altar de Thasaidón. Allí, junto a las escaleras que se enroscaban hacia arriba, se acercaron a una amplia y alta galería que daba al palacio de Zotulla y miraron a lo lejos sobre los tejados de la ciudad, hacia el punto donde se ponía el sol.
Aparentemente habían pasado varias horas en aquel banquete y espectáculo propios del infierno, porque el día se acercaba a su fin, y el sol, que había desaparecido de la vista por detrás del palacio imperial, bañaba los vastos cielos con rayos ensangrentados.
—Mirad —dijo Namirrha, añadiendo un extraño vocablo ante el cual la piedra del edificio resonó como si fuera un gong.
La galería se tambaleó ligeramente y Zotulla, mirando por la balaustrada, vio los tejados de Ummaos empequeñecerse y hundirse bajo él. La galería parecía volar hacia el cielo a una altura prodigiosa y contempló desde arriba las cúpulas de su propio palacio, las casas, detrás los campos cultivados y el desierto, y el gigantesco sol que estaba bajo sobre el límite del desierto. Zotulla se mareó y los fríos vientos del cielo superior soplaron a su alrededor. Pero Namirrha dijo otra palabra y la galería detuvo su ascenso.
—Mira bien—dijo el nigromante—, el imperio que fue tuyo, pero que no lo será ya más.
Entonces, con los brazos abiertos hacia el atardecer y los mares más allá, pronunció en voz alta los doce nombres que eran la máxima perdición, y después la tremenda invocación: Gna padambis devompra thungis furidor avoragomon.
Instantáneamente, fue como si grandes nubes de ébano se amontonasen sobre el sol. Alineadas sobre el horizonte, la nubes tomaron la forma de colosales monstruos cuyas cabezas y miembros recordaban ligeramente las de los caballos. Alzándose terriblemente, hollaron el sol como si fuese una brasa extinguida, y corriendo como si estuviesen en un hipódromo de Titanes, crecieron y se agigantaron acercándose a Ummaos. Les precedían profundos rumores que presagiaban calamidad y la tierra tembló visiblemente, hasta que Zotulla vio que aquello no eran nubes inmateriales, sino formas reales dotadas de vida que venían a pisotear el mundo con amplitud macrocósmica. Proyectando sus sombras a muchas leguas de distancia, los caballos cargaron contra Xylac como si
estuviesen montados por demonios y sus cascos se abatieron sobre los lejanos oasis y ciudades del desierto exterior como riscos desprendidos de una montaña.
Llegaron como el remolino en espiral de una tormenta y pareció como si el mundo se hundiese en el mar, volcándose bajo su peso. Inmóvil como un hombre, convertido en mármol, Zotulla contemplaba la ruina que asolaba su imperio. Los gigantescos sementales se acercaron más, corriendo con una velocidad inconcebible; el atronar de su galope se hizo más fuerte, pues ahora comenzaban a asolar los verdes campos y plantaciones de frutales que se extendían a muchas millas al oeste de Ummaos. La sombra de los caballos se elevó como la siniestra oscuridad de un eclipse hasta cubrir Ummaos, y mirando hacia arriba, el emperador vio sus ojos a medio camino entre la tierra y el cenit, como soles trágicos que brillasen desde arremolinados cúmulos.
Entonces, en la espesa oscuridad y por encima de aquel trueno insufrible, oyó la voz de Namirrha, gritando con loco triunfo.
—Sabe, Zotulla, que he llamado a los caballos de Thamogorgos, señor del abismo. Y los caballos pisotearán tu imperio como tu palafrén atropelló y pisoteó hace ya tiempo a un muchacho mendigo llamado Narthos. Y entérate también de que yo, Namirrha, fui aquel muchacho
Y los ojos de Namirrha, que mostraban una vanagloria de locura y tragedia, ardieron como estrellas malignas y desastrosas en la hora de su culminación.
Para Zotulla, totalmente aplastado por el horror y el tumulto, las palabras del nigromante no fueron más que estridentes y chillonas notas de la tempestad del destino; no las comprendió. Los cascos descendieron sobre Ummaos con terrible fragor, resquebrajando tejados sólidamente construidos y hendiendo y derrumbando instantáneamente poderosos muros. Las hermosas cúpulas de los templos fueron aplastadas como las conchas de haliotis; mansiones orgullosas fueron rotas y destrozadas contra el suelo como calabazas, y la ciudad fue arrasada, casa por casa, con un estruendo como de mundos golpeados por el caos. Allá abajo, en las oscuras calles, hombres y camellos huían como hormigas a la carrera, pero no pudieron escapar. Los cascos bajaron y subieron implacablemente hasta que media ciudad estuvo destruida y la noche lo inundó todo. El palacio de Zotulla fue pisoteado; entonces las patas delanteras de los animales se encontraron al borde de la galería de Namirrha y sus cabezas sobresalieron aterradoramente por encima. Parecía que fuesen a alcanzar y pisotear la casa del nigromante, pero en ese momento se dividieron a derecha e izquierda y dejaron ver el doloroso resplandor del ocaso, siguiendo su camino y arrasando aquella parte de Ummaos que estaba al este. Zotulla, Obexah y Namirrha contemplaron los fragmentos de la ciudad como si vieran un estercolero lleno de guijarros, mientras oían el clamor fatal de los cascos alejarse hacia el Xylac oriental.
—Un hermoso espectáculo —comentó Namirrha. Después, volviéndose hacia el emperador, añadió malignamente—: Sin embargo, no creas que he terminado contigo o que el destino se ha consumado ya.
Aparentemente, la galería había descendido a su elevación primitiva, que todavía estaba a majestuosa altura sobre las fragmentadas ruinas. Namirrha agarró al emperador por el brazo y le condujo de la galería a una cámara interior mientras Obexah le seguía en silencio. El corazón del emperador estaba oprimido por el paso de tantas calamidades y la desesperación pesaba como un pestilente íncubo sobres los hombros de un hombre perdido en algún país de noches malditas. Y no advirtió que en el umbral de la cámara había sido separado de Obexah y que varias criaturas de Namirrha, apareciendo como sombras, obligaron a la muchacha a bajar con ellos por unas escaleras, sofocando sus gritos con sus podridas vendas mientras descendían a otra parte de la casa.
La habitación era la que Namirrha utilizaba para sus ritos y ceremonias más nefandas. Los rayos de las lámparas que la iluminaban eran amarillo-rojizos como sanies de demonio derramado y fluían por aludes, crisoles, alambiques y atanores negros cuyos propósito apenas podría ser pronunciado por un hombre mortal. El hechicero calentó en uno de los alambiques un líquido oscuro lleno de luces frías como las estrellas, mientras Zotulla miraba sin comprender. Cuando el líquido burbujeó y desprendió una espiral gaseosa, Namirrha lo destiló en copas de hierro bordeadas de oro y le dio una a Zotulla, quedándose él con la otra. Y le dijo con voz seca e imperativa.
—Te ordeno que bebas este líquido.
Zotulla, temiendo que la bebida estuviese envenenada, vaciló. El nigromante le miró mortalmente, y le gritó:
—¿Tienes miedo de hacer lo mismo que yo?—y a continuación acercó la copa a sus labios.
Así, el emperador bebió el licor, como impulsado por el mandato de algún ángel de la muerte, y sus sentidos se nublaron. Pero antes de que la oscuridad fuese completa, vio que Namirrha había vaciado su propia copa. Entonces, con agonías indecibles, fue como si el emperador muriese y su alma flotase libremente; volvió a ver la cámara, aunque con ojos inmateriales. Se irguió desencarnado en la luz azafrán y carmesí, su cuerpo yaciendo con la semejanza de un muerto, y cerca de él, sobre el suelo también, el tendido cuerpo de Namirrha y las dos
copas caídas.
En este estado contempló algo extraño: al rato su propio cuerpo se agitó y se levantó, mientras que el del nigromante permanecía inmóvil como la muerte. Zotulla contempló sus propios rasgos y su figura con el corto manto de brocado azul sembrado de perlas negras y rubíes morados y su cuerpo vivió ante él, aunque los ojos mostraban un fuego más oscuro y una maldad mayor de los que eran característicos en él. Entonces, sin oídos corpóreos. Zotulla oyó hablar a la figura, y la voz era la fuerte y arrogante de Namirrha, diciendo:
—Sígueme, oh fantasma sin cuerpo, y haz en todo lo que yo te mande. Zotulla siguió al hechicero como una sombra invisible y los dos descendieron por las escaleras hasta llegar al gran salón del banquete. Se acercaron al altar de Thasaidón y a la imagen de negra armadura, mientras las siete lámparas en forma de cráneo de caballo seguían ardiendo como antes. Sobre el altar yacía Obexah, la amada concubina de Zotulla, la única mujer que tenía el poder de estremecer su saciado corazón, atada con correas a los pies de Thasaidón. Pero, por lo demás, el salón estaba desierto y de aquellas Saturnales de desastre no quedaba nada, excepto el fruto del pisoteo, que había formado grandes charcos entre las columnas.
Namirrha, utilizando siempre el cuerpo del emperador como si fuese el suyo, se detuvo ante el oscuro ídolo y dijo al espíritu de Zotulla:
—Quédate aprisionado en esta imagen, sin fuerza para liberarte ni para moverte en forma alguna.
Totalmente obediente a la voluntad del nigromante, el alma de Zotulla se encarnó en la estatua y sintió que la fría y gigantesca armadura le rodeaba como si se encontrase en el interior de un rígido sarcófago; miró al frente, inamovible, desde los siniestros ojos que se escondían bajo el esculpido casco.
Mirando así, pudo contemplar el cambio que sobrevenía en su propio cuerpo bajo la mágica posesión de Namirrha, porque las piernas que salían por debajo del corto manto de color azul se habían convertido, repentinamente, en las patas traseras de un caballo negro, cuyos cascos brillaban como si los hubieran calentado en los fuegos infernales. Mientras Zotulla observaba este prodigio, se pusieron de un blanco incandescente, y del suelo que pisaban salía humo. Entonces, aquella híbrida abominación se acercó a Obexah caminando altivamente sobre el negro altar, y dejando tras sí huellas humeantes.
Deteniéndose al lado de la muchacha, que yacía indefensa en el suelo y lo contemplaba con ojos que eran estanques de helado horror, levantó uno de los relucientes cascos y lo posó sobre su pecho desnudo, entre las diminutas copas de filigrana de oro adornadas de rubíes que sujetaban sus pechos. Bajo aquella atroz pisada, la muchacha chilló como podría hacerlo en el infierno el alma de algún nuevo condenado y el casco resplandeció con intolerable brillantez, como si estuviese recién salido de un horno donde se forjasen las armas de los demonios.
En aquel momento, en la aterrorizada, aplastada y pisoteada alma del emperador Zotulla, encerrada en la imagen de adamanto, se despertó la hombría que había dormitado inconsciente ante la ruina de su imperio y el pisoteo de su séquito. Inmediatamente, surgieron en su ánimo un enorme aborrecimiento y una poderosa ira, y deseó con todas sus fuerzas poderse servir de su brazo derecho y tener una espada en la mano.
Entonces le pareció que una voz fría, siniestra y terrible hablaba dentro de él, como si la propia estatua pronunciase unas palabras hacia dentro. Y la voz le dijo:
—Yo soy Thasaidón, señor de los siete infiernos bajo la tierra y de los infiernos del corazón del hombre sobre la tierra, que son siete veces siete. De momento, oh Zotulla, mi poder será tuyo en beneficio de nuestra mutua venganza. Sé uno en todas formas con la estatua que se me parece a la manera en que el alma es una con la carne. ¡Mira! En mi mano derecha hay una maza de adamanto. Levanta la maza y golpea.
Zotulla fue consciente de una gran fuerza en su interior y de estar rodeado por unos músculos gigantescos que se estremecían de poder y respondían ágilmente a su voluntad. Sintió en su enfundada mano derecha el mango de la gigantesca maza de pinchos, y aunque el levantar la maza estaba más allá de la fuerza de un hombre mortal, a Zotulla le pareció un peso agradable. Entonces, elevando la maza como un guerrero en una batalla, golpeó aterradoramente aquella cosa impía que tenía su propio cuerpo unido a las patas y cascos de un caballo demoniaco. La cosa se derrumbó al instante y yació con el cerebro saliendo en forma de pulpa de su aplastado cráneo y esparciéndose sobre el brillante azabache. Las patas temblaron un poco y después se inmovilizaron; los cascos pasaron de un blanco fiero y cegador al rojo del hierro muy caliente, enfriándose lentamente.
Durante un cierto tiempo no hubo ningún sonido, excepto los estridentes gritos de Obexah, enloquecida por el dolor y el terror de todos los prodigios que había presenciado. Después, la terrible voz de Thasaidón habló de nuevo en el alma de Zotulla, enferma con aquellos gritos.
—Vete, porque no puedes hacer nada más.
Así pues, el espíritu de Zotulla salió de la imagen de Thasaidón y encontró en el aire fresco la libertad de la nada y del olvido.
Pero el fin de Namirrha todavía no había llegado, ya que su alma, loca y arrogante, fue desprendida del cuerpo de Zotulla por el golpe y había vuelto confusamente, no en la forma que el mago había planeado, a su propio cuerpo, que yacía en la habitación de los rituales malditos y las transmigraciones prohibidas. Allí pronto se despertó Namirrha, con una horrible confusión en su mente y una amnesia parcial porque la maldición de Thasaidón había caído sobre él a causa de sus blasfemias. Nada había claro en su mente, excepto un maligno y exorbitante deseo de venganza, pero la razón de ésta y su objeto eran sombras dudosas. Urgido por aquel oscuro
ánimo, se levantó, y ciñéndose a la cintura una espada encantada con ópalos y zafiros rúnicos en la empuñadura, descendió por las escaleras y se dirigió otra vez al altar de Thasaidón, donde continuaba la estatua tan impasible como antes, con la maza en su inmóvil mano derecha y el doble sacrificio debajo sobre el altar.
El velo de una extrañísima oscuridad había caído sobre los sentidos de Namirrha y no vio el horror de patas de caballo que yacía muerto con los cascos ennegreciéndose lentamente, ni oyó los gemidos de Obexah que yacía a su lado todavía viva. Sus ojos se vieron atraídos por el espejo de diamante que estaba en las garras de los negros basiliscos de hierro detrás del altar, y acercándose al espejo vio allí un rostro que ya no reconoció como el suyo. A causa de que su vista era borrosa y su cerebro estaba atrapado por las variables redes del engaño, tomó el rostro por el del emperador Zotulla. Insaciable como las mismas llamas del Infierno, su antiguo odio surgió en su interior y sacó la espada encantada, comenzando a atacar el reflejo. A veces, a causa de la maldición que había caído sobre él y de la impía transmigración que había realizado, se creía ser Zotulla luchando con el nigromante, y otras veces, en el torbellino de su locura, era Namirrha luchando contra el emperador; después, sin tener un nombre, luchó contra un enemigo sin nombre. Pronto la hechizada hoja, aunque estaba templada por conjuros formidables, se rompió cerca de la empuñadura y Namirrha vio que la imagen estaba aún intacta. Entonces, aullando las palabras medio olvidadas de una tremenda maldición, invalidada a causa de sus olvidos, golpeó el espejo con la pesada empuñadura de la espada, hasta que los zafiros y ópalos que lo adornaban se rasgaron y cayeron a sus pies en pequeños fragmentos.
Obexah, moribunda sobre el altar, vio a Namirrha batallando contra su imagen, y el espectáculo le produjo una risa enloquecida como el roto repique de unas campanas de cristal. Pronto, por encima de su risa y de las maldiciones de Namirrha, llegó, como el rugido de una tormenta que surge velozmente, el estruendo producido por los caballos macrocósmicos de Thamogorgos, regresando por Xylac hacia el mar y pasando por Ummaos para arrasar la única casa que habían perdonado la primera vez.
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