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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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martes, 12 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - JAMES P. CROW

JAMES P. CROW
Philip K. Dick
 
 
 
—ERES UN REPUGNANTE... SER HUMANO —chilló de mal humor el robot tipo Z
recién salido de la fábrica.
Donnie enrojeció y se escabulló. Era cierto. Era un ser humano, un niño humano. La
ciencia no podía hacer nada por remediarlo. Estaba condenado a ello. Un ser humano en
un mundo de robots.
Deseó morir. Deseó yacer bajo la hierba, que los gusanos le comieran, reptaran por su
interior y le devoraran el cerebro, su pobre y miserable cerebro humano. Z-236r, su
compañero robot, no tendría a nadie con quien jugar y sufriría remordimientos.
—¿Adónde vas? —preguntó Z-236r.
—A casa.
—Marica.
Donnie no replicó. Recogió su ajedrez tetradimensional, lo guardó en el bolsillo y se
dirigió entre las hileras de ecardas hacia los sectores de los humanos. Z-236r se quedó
centelleando bajo el sol del atardecer, como una torre pálida de metal y plástico.
—Me importas un huevo —gritó Z-236r—. Además, ¿quién quiere jugar con un ser
humano? Vete a casa. Hueles mal.
Donnie no dijo nada, pero se encogió un poco más, y su barbilla se hundió contra su
pecho.
 
—Bien, ya ha ocurrido —dijo el deprimido Edgar Parks a su esposa, sentada frente a él
a la mesa de la cocina.
Grace levantó la vista al instante.
—¿El qué?
—Donnie ha aprendido hoy cuál es su sitio. Me lo dijo mientras me estaba cambiando.
Uno de los nuevos robots estaba jugando con él. Le llamó ser humano. Pobre niño. ¿Por
qué demonios nos lo tendrán que restregar por la cara? ¿Por qué no nos dejan en paz?
—Ya entiendo por qué no ha querido cenar. Está en su cuarto. Sabía que algo había
pasado. —Grace tocó la mano de su marido—. Lo superará. Todos hemos de aprender
por las malas. Es fuerte. Se rehará.
Ed Parks se levantó de la mesa y entró en la sala de estar de su modesta vivienda de
cinco habitaciones, situada en el sector de la ciudad reservado para los humanos. Se le
habían pasado las ganas de comer.
—Robots. —Apretó los puños inútilmente—. Me gustaría agarrar a uno por mi cuenta.
Sólo una vez. Hundirle las manos en las tripas, arrancarle puñados de alambre y piezas.
Sólo una vez antes que me muera.
—Quizá lo consigas algún día.
—No. No, nunca será posible. En cualquier caso, los humanos serían incapaces de
manejar nada sin robots. Es verdad, cariño. Los humanos no han alcanzado la integración
necesaria para sustentar una sociedad. Las Listas lo demuestran dos veces al año. Hay
que ser realistas: los humanos son inferiores a los robots. ¡Pero lo malo es que éstos no
cesan de pregonarlo! Como le ha pasado hoy a Donnie. Nos lo restriegan por la cara. No
me importa ser el criado personal de un robot. Es un buen trabajo. La paga es buena y el
trabajo poco pesado, pero cuando a mi hijo le dicen que es...
Ed se calló. Donnie había entrado en la sala de estar.
—Hola, papá.
—Hola, hijo. —Ed palmeó la espalda del niño—. ¿Cómo estás? ¿Te apetece ver algún
espectáculo esta noche?
Por las noches, se retransmitían por las videopantallas espectáculos protagonizados
por humanos. Los humanos eran buenos artistas. Los robots no podían competir en este
campo. Los seres humanos pintaban, escribían, bailaban, cantaban y actuaban para
distracción de los robots. También cocinaban mejor, pero los robots no comían. Los seres
humanos ocupaban su puesto. Se les comprendía y apreciaba, como criados personales,
artistas, funcionarios, jardineros, obreros de la construcción, reparadores, trabajadores de
las fábricas y otros empleos diversos.
Pero en lo referente a puestos como el coordinador del control cívico, o supervisor de
las cintas de usone que proveían de energía a los doce hidrosistemas del planeta...
 
—Papá —dijo Donnie—, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro. —Ed se sentó en el sofá con un suspiro. Se reclinó y cruzó las piernas—.
¿Cuál es?
Donnie se sentó en silencio a su lado. Su cara redonda estaba muy seria.
—Papá, quiero hacerte una pregunta sobre las Listas.
—Ah, ya. —Ed se acarició el mentón—. Muy bien. Las Listas saldrán dentro de unas
semanas. Es hora que empieces a estudiar para tu examen. Sacaremos algunos de
muestra y los repasaremos. Tal vez entre los dos podamos prepararte para el nivel veinte.
—Escucha. —Donnie se acercó más a su padre. Le habló en voz baja y firme—. Papá,
¿cuántos humanos han aprobado sus Listas?
Ed se levantó con brusquedad y empezó a pasear por la habitación, mientras llenaba su
pipa con el ceño fruncido.
—Bueno, hijo, no lo sé muy bien. Quiero decir que a los humanos no se les permite el
acceso a los archivos informatizados, de modo que no lo puedo verificar. La ley dice que
cualquier humano que obtenga una puntuación que alcance el cuarenta por ciento es apto
para clasificarse, con posibilidades de ir ascendiendo gradualmente, según los resultados
posteriores. No sé cuántos humanos han sido capaces de...
—¿Ha superado algún humano su Lista?  
Ed tragó saliva, nervioso.
—Caramba, muchacho. No lo sé. En realidad, no sé de ninguno. Tal vez no. Sólo hace
trescientos años que se convocan las Listas. Antes, el gobierno era reaccionario y prohibía
a los humanos competir con los robots. Actualmente, tenemos un gobierno liberal y
podemos competir en las Listas si alcanzamos la puntuación necesaria... —Su voz se
quebró y debilitó—. No, chico —reconoció, compungido—, ningún humano ha aprobado su
lista. No somos... lo bastante inteligentes.
Un gran silencio se hizo en la habitación. Donnie movió apenas la cabeza, inexpresivo.
Ed no le miró. Se concentró en su pipa, que sostenía con manos temblorosas.
—No es tan malo —dijo Ed con voz hueca—. Tengo un buen empleo. Soy criado
personal de un robot tipo N magnífico. Recibo generosas propinas en Navidad y Pascua.
Me da permiso cuando me encuentro mal. —Carraspeó ruidosamente—. No es tan malo.
Grace estaba de pie en la puerta. Entró en la sala con un brillo en los ojos.
—No, ni mucho menos. Le abres las puertas, le acercas sus instrumentos, haces
llamadas en su nombre, te ocupas de sus recados, lo engrasas, lo reparas, le cantas, le
hablas, registras cintas...
—Cierra el pico —murmuró Ed, irritado—. ¿Qué demonios debería hacer? ¿Renunciar?
Podría cortar céspedes, como John Hollister y Pete Klein. Al menos, mi robot me llama por
el nombre, como a un ser vivo. Me llama Ed.
—¿Es posible que algún ser humano apruebe la Lista? —preguntó Donnie.
—Sí —contestó con seguridad Grace.
—Claro, muchacho —corroboró Ed—. Por supuesto. Algún día, es posible que los
humanos y los robots vivan juntos en igualdad de condiciones. Ha surgido entre los robots
un Partido Igualitario. Tienen diez escaños en el Congreso. Creen que los humanos deben
ser admitidos sin Listas, pues es obvio... —Se interrumpió—. Quiero decir que ningún
humano, hasta el momento, ha sido capaz de pasar su Lista...
—Donnie —dijo Grace con furia, inclinándose sobre su hijo—, escúchame. Quiero que
me prestes atención. Nadie sabe lo que te voy a decir. Los robots no hablan de eso. Los
humanos no lo saben. Pero es verdad.
—¿Qué es?
—Conozco a un ser humano que..., que está clasificado. Pasó sus Listas. Hace diez
años. Y ha subido. Ha llegado al nivel dos. Algún día alcanzará el uno. ¿Me has oído? Un
ser humano. Y sigue ascendiendo.
La duda se reflejó en el rostro de Donnie.
—¿De veras? —La duda se convirtió en esperanza—. ¿En el nivel dos? ¿Lo dices en
serio?
—Es un cuento —gruñó Ed—. Llevo toda la vida oyéndolo.
—¡Es verdad! Escuché a dos robots comentándolo mientras limpiaba una unidad de
ingeniería. Se callaron cuando me vieron.
—¿Cómo se llama? —preguntó Donnie, con los ojos abiertos de par en par.
—James P. Crow —respondió Grace con orgullo.
—Un nombre extraño —murmuró Ed.
—Ése es su nombre. Lo sé. No es un cuento. ¡Es cierto! Y algún día, llegará a la
cumbre, al Consejo Supremo.
 
—Sí, en efecto, es verdad. —Bob McIntyre bajó la voz—. Se llama James P. Crow.
—¿No es una leyenda? —preguntó Ed.
—Ese humano existe, y es de nivel dos. Ha subido muy arriba. Pasó sus Listas así. —
McIntyre chasqueó los dedos—. Los robots lo han ocultado, pero es un hecho. Y la noticia
se ha extendido. Cada vez la saben más humanos.
Los dos hombres se habían detenido junto a la puerta de servicio del enorme Edificio de
Investigación Estructural. Empleados robot salían y entraban sin cesar por las puertas
principales, situadas en la fachada del edificio. Robots planificadores que dirigían la
sociedad de la Tierra con habilidad y eficacia.
Los robots gobernaban la Tierra. Siempre había sido así. Las grabaciones históricas lo
decían. Los humanos habían sido inventados durante la Guerra Total del Undécimo
Milibar. Se habían probado y utilizado todo tipo de armas; los humanos fueron una más.
La guerra había socavado la sociedad. Durante las décadas siguientes, la anarquía y la
decadencia se extendieron por doquier. La sociedad se había reformado poco a poco bajo
la paciente guía de los robots. Los humanos habían contribuido a la reconstrucción. Por
qué habían sido fabricados, para qué se habían utilizado, cómo habían servido en la
guerra... Todas las respuestas habían sido destruidas por las bombas de hidrógeno. Los
historiadores tuvieron que llenar los huecos con conjeturas. Y así lo hicieron.
—¿Y ese nombre tan raro? —preguntó Ed.  
McIntyre se encogió de hombros.
—Sólo sé que es el subconsejero de la Conferencia de Seguridad del Norte, y que va
directo al consejo en cuanto alcance el nivel uno.
—¿Qué piensan los robs?
—No les gusta, pero no pueden hacer nada. La ley dice que un humano puede acceder
a cualquier empleo, si está cualificado. Nunca pensaron que un humano lo lograría, por
supuesto, pero el tal Crow aprobó las Listas.
—Es muy extraño. Un humano, más listo que los robs. Me pregunto por qué.
—Era un reparador vulgar. Un mecánico, que arreglaba maquinarias y diseñaba
circuitos. Sin nivel, desde luego. De repente, pasó su primera Lista. Entró en el nivel
veinte. En la siguiente pasó al diecinueve. Tuvieron que darle un trabajo. —McIntyre rió
por lo bajo—. Qué pena, ¿verdad? Tener que sentarse con un ser humano.
—¿Cómo reaccionan?
—Algunos se marchan. Prefieren irse en vez de sentarse con un humano. La mayoría
se quedan. Muchos robs son decentes. Se esfuerzan mucho.
—Me gustaría conocer al tal Crow.  
McIntyre frunció el ceño.
—Bueno..., tengo entendido que no le gusta ser visto en compañía de humanos.
—¿Por qué no? —se encrespó Ed—. ¿Qué tienen de malo los humanos? ¿Se
considera tan importante y poderoso por estar sentado arriba con robots?
—No es eso. —McIntyre le miraba de una forma extraña, ansiosa y lejana a la vez—.
No es eso, Ed. Está preparando algo. Algo importante. No debería decirlo, pero se trata de
algo grande, endemoniadamente grande.
—¿Qué es?
—No puedo decirlo, pero ya verás cuando llegue al Consejo. Ya verás. —Los ojos de
McIntyre eran febriles—. Es tan grande que conmocionará al mundo. Hasta el sol y las
estrellas se estremecerán.
—¿Qué es?
—No lo sé, pero Crow se guarda un as en la manga. Algo increíblemente grande. Todos
lo estamos esperando. Esperamos el día...
 
James P. Crow se sentó, pensativo, ante su reluciente escritorio de caoba. Ése no era
su nombre auténtico, por supuesto. Lo había adoptado después de los primeros
experimentos, sonriendo para sí. Nadie sabría jamás qué significaba; seguiría siendo un
chiste privado, personal y discreto. De todas formas, era un chiste estupendo. Mordaz y
 [*]
apropiado.
Era un hombre bajo, de sangre alemana e irlandesa. Un hombrecillo delgado, de piel
clara, ojos azules y cabello arenoso que resbalaba sobre su cara y se veía obligado a
peinar hacia atrás. Llevaba pantalones holgados y las mangas subidas. Era nervioso,
excitable. Fumaba todo el día, bebía café y, por lo general, le costaba dormir por las
noches. Pero bullían muchas cosas en su mente.
Muchísimas. Crow se puso en pie de repente y se acercó al videotransmisor.
—Haga pasar al comisario de las Colonias —ordenó.  
El cuerpo de plástico y metal del comisario entró en el despacho. Un robot tipo R,
paciente y eficiente.
—¿Deseaba...? —se interrumpió al ver a un humano. Durante un segundo, asomó la
duda a sus pálidas lentillas. Un tenue desagrado se pintó en sus rasgos—. ¿Deseaba
verme?
Crow ya había visto antes aquella expresión. Incontables veces. Ya estaba
acostumbrado..., casi. La sorpresa, y después el altivo repliegue, la fría y precisa
formalidad. No era Jim, sino el «señor» Crow. La ley les obligaba a tratarle como a un
igual. Ofendía a unos más que a otros. Algunos lo expresaban sin ambages. Éste reprimía
un tanto sus sentimientos. Crow era su superior.
—Sí, deseaba verle —dijo Crow con calma—. Quiero su informe. ¿Por qué no ha
llegado todavía?
El robot se excusó, todavía altivo y distante.
—Un informe de tales características necesita tiempo. Hacemos lo que podemos.
—Lo quiero dentro de dos semanas. Ni un día más tarde.
En su interior, los prejuicios de toda la vida del robot entablaron una dura batalla contra
las exigencias de las decisiones gubernamentales.
—Muy bien, señor. El informe estará listo dentro de dos semanas.
Salió del despacho y la puerta se cerró a su espalda.
Crow espiró el aliento contenido. ¿Hacían lo que podían? No, no bastaba para
satisfacer a un ser humano. Aunque fuera de grado consultivo, nivel dos. Todos se lo
tomaban con calma, sin apresurarse.
La puerta se desvaneció y un robot entró rodando en el despacho.
—Hola, Crow. ¿Tiene un minuto?
—Por supuesto —sonrió Crow—. Entre y siéntese. Siempre es un placer hablar con
usted.
El robot depositó unos papeles sobre el escritorio de Crow.
—Grabaciones y todo eso. Bagatelas. —Observó a Crow con mirada penetrante—.
Parece disgustado. ¿Ha ocurrido algo?
—Un informe que había pedido. Aún no me lo han entregado. Alguien se lo está
tomando con calma.
—La historia de siempre —refunfuñó L-87t—. Por cierto... Esta noche tenemos una
reunión. ¿Quiere venir y echar un discurso? Le distraería.
—¿Una reunión?
—Del Partido Igualitario.
L-87t hizo un rápido gesto con su grapa derecha, una especie de medio arco en el aire.
El símbolo de los Igualitarios.
—No. Me gustaría, pero tengo cosas que hacer.
—Oh. —El robot se dirigió hacia la puerta—. Muy bien. De todas formas, gracias. —Se
volvió antes de salir—. Usted ha significado un gran estímulo para nosotros. Es la prueba
viviente de nuestra teoría: un ser humano es igual a un robot y es preciso reconocerlo.
—Un humano no es igual a un robot —declaró Crow, con una leve sonrisa.
—¿Qué está diciendo? —se indignó L-87t—. ¿Acaso no es usted la prueba viviente?
Fíjese en las puntuaciones de su Lista. Perfectas. Ni un fallo. Dentro de dos semanas
ascenderá al nivel uno. Lo más alto.
—Lo siento. —Crow agitó la cabeza—. Un humano no es igual a un robot, de la misma
forma que no es igual a un horno, o a un motor diesel, o a un quitanieves. Hay muchas
cosas que los humanos no pueden hacer. Seamos realistas.
—Pero...
L-87t estaba estupefacto.
—Lo digo muy en serio. Usted ignora la realidad. Los humanos somos completamente
diferentes de los robots. Los humanos sabemos cantar, interpretar, escribir obras de
teatro, cuentos, óperas, pintar, diseñar decorados, jardines botánicos, edificios, cocinar
platos deliciosos, hacer el amor, garrapatear poemas en los menús..., y los robots no. Pero
los robots saben construir edificios complejos y máquinas que funcionan a la perfección,
trabajar durante días seguidos sin descansar, pensar sin interrupciones emocionales,
relacionar datos muy complicados en un segundo.
»Los humanos destacamos en algunos campos, los robots en otros. Los humanos
poseemos emociones y sentimientos muy desarrollados, sentido de la estética. Somos
sensibles a los colores, sonidos y texturas, y a la música suave combinada con un buen
vino. Cosas maravillosas, valiosas, pero inalcanzables para los robots. Los robots son
puro intelecto. Lo cual no deja de ser, también, maravilloso. Ambas facetas son
maravillosas. Humanos emocionales, sensibles al arte, la música y el teatro. Robots que
piensan, planifican y diseñan máquinas. Eso no significa que seamos iguales.
L-87t sacudió la cabeza con pesar.
—No le entiendo, Jim. ¿No desea ayudar a su raza?
—Por supuesto, pero de una manera realista, no a partir de ignorar hechos y de afirmar
ilusoriamente que hombres y robots son intercambiables, elementos idénticos.
Una curiosa mirada alumbró en las lentillas de L-87t.
—¿Cuál es su solución, entonces?
Crow apretó la mandíbula.
—Espere unas semanas más y lo sabrá.
 
Crow salió del Edificio de Seguridad Terrícola. La calle estaba atestada de robots,
brillantes carcazas de metal, plástico y fluido d/n. Los humanos nunca pisaban esta zona,
a excepción de los criados personales. Era el sector directivo de la ciudad, el corazón, el
núcleo, donde se gestaban la planificación y la organización. La vida de la ciudad se
controlaba desde esta zona. Había robots por todas partes. En los vehículos de superficie,
en las rampas móviles, en las terrazas; entraban y salían de los edificios, recorrían las
calles, se paraban a conversar y discutir como senadores romanos.
Algunos saludaban a Crow con un breve y formal movimiento de cabeza. Y después le
volvían la espalda. La mayoría no reparaba en él o se apartaban para evitar el contacto. A
veces, un grupo de robots parlanchines se callaba bruscamente cuando Crow pasaba a su
lado. Las lentillas se clavaban en él, solemnes y algo asombradas. Se fijaban en el color
de su brazalete: nivel dos. Sorpresa e indignación. Y, cuando se alejaba, se percibía un
veloz zumbido de irritación y rencor. Miradas que le seguían mientras se encaminaba al
sector de los humanos.
Un par de humanos estaban de pie frente a las Oficinas de Control Interno, armados
con tijeras de podar y rastrillos. Jardineros, que plantaban y regaban los jardines del gran
edificio público. Siguieron a Crow con miradas emocionadas. Uno agitó la mano en
dirección a él, nervioso y esperanzado. Un humano mediocre que saludaba al único
humano que había conseguido alcanzar un nivel.
Crow hizo un breve ademán.
Los ojos de los dos humanos se agrandaron de admiración y reverencia. Aún
continuaban mirándole cuando Crow dobló la esquina del cruce principal y se mezcló con
la multitud que acudía a comprar al mercadillo interplanetario.
Artículos procedentes de las ricas colonias de Venus, Marte y Ganímedes llenaban los
puestos al aire libre. Los robots llegaban en oleadas. Examinaban las muestras,
calculaban el precio, discutían y parloteaban. Se veían algunos humanos, sobre todo
mayordomos, que se proveían de existencias. Crow atravesó el mercadillo y lo dejó atrás.
Se aproximaba al sector humano de la ciudad. Ya detectaba el acre olor de los humanos.
Los robots no olían, por supuesto. El olor humano se percibía al instante en un mundo
de máquinas inodoras. El barrio humano ocupaba una sección, en otros tiempos próspera,
de la ciudad. Los humanos se habían mudado a él, y el valor de la propiedad había caído
en picada. Poco a poco, los robots habían abandonado las casas, y en el barrio sólo vivían
humanos. Crow, a pesar de su cargo, estaba obligado a vivir en el barrio humano. Su
casa, una vivienda de cinco habitaciones, idéntica a las demás, estaba situada en la zona
más apartada del barrio. Una casa entre tantas otras.
Crow levantó la mano y la puerta se desvaneció. Entró a toda prisa y la puerta volvió a
formarse. Consultó su reloj. Tenía mucho tiempo. Una hora antes se hallaba sentado ante
su escritorio.
Se frotó las manos. Siempre resultaba estimulante volver a sus dependencias
personales, donde había crecido y vivido como un ser humano vulgar, sin nivel..., antes de
superar aquello e iniciar su meteórico ascenso hacia los niveles superiores.
 
Crow atravesó la silenciosa casa y se encaminó hacia el taller de la parte posterior.
Abrió las puertas cerradas con candado. El taller estaba caliente y seco. Desconectó el
sistema de alarma, un intrincado laberinto de timbres y cables que era completamente
innecesario; los robots nunca entraban en el barrio humano, y los humanos no solían
practicar el hurto.
Crow cerró las puertas y se sentó ante un montón de maquinaria reunido en el centro
del taller. Conectó la electricidad y la maquinaria cobró vida con un zumbido. Cuadrantes y
agujas empezaron a moverse. Las luces se encendieron.
Ante él, una ventana cuadrada de color gris adquirió un tenue brillo rosado. La Ventana.
El pulso de Crow se aceleró. Dio un golpecito a un interruptor. La Ventana se nubló y
mostró una escena. Deslizó una cinta de computadora delante de la pantalla y la activó. La
computadora emitió unos chasquidos mientras formas borrosas oscilaban en la Ventana.
Examinó la película.
Dos robots estaban de pie detrás de una mesa. Se movían con gran rapidez. Redujo la
velocidad de la cinta. Los robots manipulaban algo. Crow aumentó la imagen y los objetos
aparecieron a la vista.
Los robots estaban clasificando Listas. Listas del nivel uno. Ordenándolas y
dividiéndolas en grupos. Varios cientos de hojas con preguntas y respuestas. Ante la mesa
aguardaban una multitud de ansiosos robots que esperaban saber sus puntuaciones.
Crow aceleró las imágenes. Los dos robots se movieron frenéticamente, ordenando y
disponiendo Listas. Después, sostuvieron en alto la Lista del nivel uno ganadora...
La Lista. Crow la fijó en la pantalla disminuyendo la velocidad a cero. La Lista quedó
inmóvil, como un espécimen en una diapositiva. La cinta zumbaba, grabando la pregunta y
las respuestas.
Crow no se sentía culpable. No le remordía la conciencia por utilizar una ventana
temporal para ver los resultados de las futuras Listas. Llevaba diez años haciéndolo,
desde el principio hasta la Lista definitiva, la del nivel uno. Nunca se había engañado a sí
mismo. Sin ver de antemano las respuestas, jamás habría aprobado. Seguiría sin nivel,
mezclado con la masa no diferenciada de humanos.
Las Listas estaban dirigidas a mentes de robots, hechas por robots, en consonancia con
una civilización robot. Una civilización extraña para los humanos, a la que éstos se
adaptaban con dificultad. No era de extrañar que sólo los robots aprobaran las Listas.
Crow borró la escena de la Ventana y apartó la computadora. Envió la Ventana hacia el
pasado, a través de los siglos. Nunca se cansaba de ver los días de la prehistoria, los días
previos a la Guerra Total que arruinara la sociedad humana y destruyera todas las
tradiciones humanas. Los días en que los hombres vivían sin robots.
Manipuló los botones para capturar un momento. La Ventana mostró a los robots
construyendo su sociedad de posguerra, invadiendo el devastado planeta, erigiendo
ciudades enormes y edificios, limpiando el terreno de escombros. Con humanos como
esclavos. Ciudadanos de segunda clase, criados.
Vio la Guerra Total, la lluvia mortal que caía del cielo, tras pálidas explosiones
portadoras de la destrucción. Vio la sociedad humana disolverse en partículas radiactivas.
Toda la cultura y el saber humanos se perdieron en el caos.
Y, de nuevo, revisó su escena favorita. La escena que había examinado cientos de
veces, disfrutándola con enorme satisfacción. Una escena que mostraba a seres humanos
en un laboratorio subterráneo, en los primeros días de la guerra. Diseñaban y construían
los primeros robots, el tipo A, cuatro siglos antes.
 
Ed Parks regresaba a su casa sin prisa; llevaba a su hijo de la mano. Donnie tenía la
vista fija en el suelo. No decía nada. Sus ojos estaban rojos e hinchados. La pena teñía su
rostro de blanco.
—Lo siento, papá —murmuró.  
Ed le apretó la mano.
—No te preocupes, muchacho. Hiciste lo que pudiste. No te preocupes. Quizá la
próxima vez... Empezaremos a repasar mucho antes. —Maldijo para sí—. Esos
repugnantes toneles metálicos... ¡Malditos montones de hojalata sin alma!
Anochecía. El sol se ocultaba. Subieron los escalones del porche lentamente y entraron
en la casa. Grace les recibió en la puerta.
—¿No ha habido suerte? —Examinó sus rostros—. No, ya veo que no. La historia de
siempre.
—La historia de siempre —repitió Ed con amargura—. No tenía la menor posibilidad.
Era de prever.
Del comedor surgió un murmullo de voces, pertenecientes a hombres y mujeres.
—¿Quién está ahí? —preguntó Ed, irritado—. ¿Tenemos compañía? Por el amor de
Dios, precisamente hoy...
—Entren. —Grace les empujó hacia la cocina—. Hay noticias. Tal vez se sientan mejor.
Ven, Donnie. Esto también te interesa a ti.
Ed y Donnie entraron en la cocina. Estaba llena de gente. Bob McIntyre y su esposa,
Pati. John Hollister, su esposa, Joan, y sus dos hijos. Pete y Rose Klein. Nal Johnson, Tim
Davis y Barbara Stanley, unos vecinos. Un excitado murmullo se elevó del grupo. Todos
se habían congregado alrededor de la mesa. La excitación y el nerviosismo
predominaban. Había montones de cervezas y bocadillos. Los hombres y las mujeres
reían y sonreían, contentos, los ojos brillantes.
—¿Qué pasa? —gruñó Ed—. ¿A qué viene la fiesta?
Bob McIntyre le palmeó la espalda.
—¿Qué tal, Ed? Tenemos noticias frescas. —Tabaleó con los dedos sobre un noticiario
grabado en cinta—. Prepárate. Afírmate fuerte.
—¡Ponla! —gritó excitado Pete Klein.
—¡Ya, ponla! —Todo el grupo rodeó a McIntyre—. ¡Oigámosla otra vez!
El rostro de McIntyre estaba transido de emoción.
—Bien, Ed. Te lo voy a decir: lo ha conseguido. Ha aprobado.
—¿Quién? ¿De quién estás hablando?
—Crow. Jim Crow. Ha pasado al nivel uno. —La cinta temblaba en la mano de
McIntyre—. Ha sido nombrado miembro del Consejo Supremo. ¿Comprendes? Lo ha
conseguido. Un ser humano, miembro del organismo supremo que gobierna el planeta.
—Santo Dios —dijo Donnie, admirado.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Ed—. ¿Qué va a hacer?
—Pronto lo sabremos —sonrió entre dientes McIntyre—. Prepara algo. Lo sabemos. Lo
presentimos. Y no tardaremos en ser testigos..., de lo que sea.
 
Crow entró con paso firme en la Cámara del Consejo, con una cartera bajo el brazo.
Vestía un elegante traje nuevo. Se había peinado. Sus zapatos brillaban.
—Buenos días —saludó.
Los cinco robots le contemplaron con sentimientos encontrados. Eran viejos;
sobrepasaban los cien años. El poderoso tipo N que había dominado la escena social
desde su construcción, y un increíblemente antiguo tipo D, que no tardaría en cumplir
trescientos años. Mientras Crow caminaba hacia su asiento, los cinco robots se apartaron
para dejarle paso.
—Usted... ¿Usted es el nuevo miembro del Consejo? —preguntó un robot tipo N.
—En efecto. —Crow tomó asiento—. ¿Desean examinar mis credenciales?
—Se lo ruego.
Crow les mostró la tarjeta que le había entregado el Comité de las Listas. Los cinco
robots la examinaron con suma atención. Por fin, se la devolvieron.
—Parece que todo está en orden —admitió a regañadientes el de tipo D.
—Por supuesto. —Crow abrió la cremallera de su cartera—. Deseo empezar a trabajar
cuanto antes. Hay que tratar de muchos temas. He traído algunos informes y cintas que,
sin duda, les interesarán sobremanera.
Los robots se sentaron lentamente, sin apartar la vista de Jim Crow.
—Esto es increíble —murmuró el de tipo D—. ¿Habla en serio? ¿De veras espera
sentarse entre nosotros?
—Por supuesto. Dejémonos de historias y vayamos al grano. Un robot de tipo N,
enorme y desdeñoso, se inclinó hacia él. Su cuerpo metálico barnizado era casi opaco.
—Señor Crow —dijo con voz gélida—, debe comprender que esto es imposible. A pesar
de las leyes y su derecho técnico a sentarse en este...
—Sugiero que revisen las puntuaciones que he obtenido en las Listas —sonrió con
calma Crow—. No he cometido ni un error en ninguno de los veinte exámenes. Una
puntuación perfecta. Por lo que yo sé, ninguno de ustedes ha logrado una puntuación
similar. Por tanto, según reza el decreto gubernamental referente al Comité de Exámenes
oficial, soy su superior.
Sus palabras cayeron como una bomba. Los cinco robots se hundieron en sus asientos,
anonadados. Sus lentillas centellearon en señal de inquietud. Un agudo murmullo de
preocupación llenó la cámara.
—Veamos —murmuró un N, extendiendo su grapa.
Crow les entregó sus hojas de exámenes, que los cinco robots examinaron a toda prisa.
—Es cierto —declaró el D—. Increíble. Ningún robot ha logrado jamás una puntuación
tan perfecta. Según nuestras leyes, este humano nos desbanca.
—Ahora, vayamos a lo que interesa —dijo Jim Crow. Esparció sus cintas e informes—.
No pienso perder el tiempo. Voy a hacer una propuesta. Una propuesta importante sobre
el problema más crítico de esta sociedad.
—¿De qué problema se trata? —preguntó un X, temeroso.
—El problema de los humanos —replicó Crow, tenso—. Los humanos ocupan una
posición inferior en el mundo de los robots. Lacayos en un mundo extraño. Criados de los
robots.
Silencio.
Los cinco robots estaban petrificados. Había sucedido. Lo que siempre habían temido.
Crow se reclinó en su asiento y encendió un cigarrillo. Los robots vigilaban cada uno de
sus movimientos: sus manos, el cigarrillo, el humo, la cerilla que aplastó con el pie. El
momento había llegado.
—¿Qué propone usted? —preguntó por fin el D, con metálica dignidad—. ¿Cuál es esa
propuesta?
—Propongo que los robots abandonen la Tierra cuanto antes. Que hagan las maletas y
se larguen. Que emigren a las colonias. Ganímedes, Marte, Venus. Que dejen la Tierra a
los humanos.
Los robots se pusieron en pie al instante.
—¡Increíble! Nosotros construimos este mundo. ¡Este es nuestro mundo! La Tierra nos
pertenece. Siempre nos ha pertenecido.
—¿De veras? —preguntó Crow con gravedad.
Un estremecimiento de inquietud recorrió a los robots. Titubearon, extrañamente
alarmados.
—Por supuesto —murmuró el D.
Crow alargó la mano hacia sus montañas de cintas e informes. Los robots observaban
sus movimientos con temor.
—¿Qué es eso? —preguntó un N, nervioso—. ¿Qué guarda ahí?
—Cintas —respondió Crow.
—¿Qué clase de cintas?
—Cintas de historia. —Crow hizo una señal y un criado humano vestido de gris entró en
la cámara con una computadora—. Gracias —dijo Crow. El humano se disponía a salir de
la cámara—. Espera. A lo mejor te gusta quedarte a ver esto, amigo mío.
Los ojos del criado casi se salieron de las órbitas. Se refugió en un rincón y aguardó,
expectante y tembloroso.
—Extremadamente irregular —protestó el D—. ¿Qué está haciendo? ¿Qué es esto?
—Observe. —Crow introdujo la primera cinta en la computadora y lo conectó. Una
imagen tridimensional se formó en el aire, en el centro de la mesa del Consejo—. No
aparten la vista bajo ningún concepto. Recordarán este momento durante mucho tiempo.
La imagen cobró forma. Estaban mirando la Ventana temporal. Se puso en movimiento
una escena de la Guerra Total. Hombres, técnicos humanos, trabajaban frenéticamente en
un laboratorio subterráneo. Ensamblaban algo. Ensamblaban...
El criado humano lanzó un chillido atroz.
—¡Un A! ¡Un robot de tipo A! ¡Lo están fabricando!  
Los cinco robots del Consejo emitieron zumbidos de consternación.
—¡Echen a ese criado! —ordenó el D.
La escena cambió. Mostró a los primeros robots, el primitivo tipo A, saliendo a la
superficie para combatir en la guerra. Aparecieron otros robots, deslizándose entre las
ruinas y la ceniza, aproximándose con cautela. Los robots se enfrentaron entre sí. Ráfagas
de luz blanca. Resplandecientes nubes de partículas.
—Al principio, los robots fueron diseñados para luchar como soldados —explicó Crow—
. Después, se inventaron tipos más avanzados para trabajar como técnicos de laboratorio
y para manipular las máquinas.
La escena mostró una fábrica subterránea. Hileras de robots trabajaban en prensas y
estampadoras. Los robots trabajaban con eficiencia y rapidez..., supervisados por
capataces humanos.
—¡Estas cintas son falsas! —gritó un N, irritado—. ¿Espera que nosotros lo creamos?
Se formó una nueva escena. Robots, más avanzados, tipos más complejos y
elaborados, que acaparaban, cada vez más funciones económicas e industriales, a
medida que los humanos eran destruidos por la guerra.
—Al principio, los robots eran sencillos —prosiguió Crow—. Atendían a necesidades
sencillas. Después, a medida que la guerra progresaba, se crearon tipos más avanzados.
Por fin, los humanos fabricaron tipos D y E. Iguales a los humanos..., y en capacidad
conceptual, superiores a los humanos.
—¡Esto es una locura! —exclamó un N—. Los robots evolucionaron. Los tipos primitivos
eran sencillos porque se trataba de formas primitivas, que luego dieron nacimiento a
formas más complejas. Las leyes de la evolución explican con toda claridad este proceso.
Se formó una nueva escena. Los últimos estertores de la guerra. Los robots luchaban
contra los hombres. Los robots vencían. El caos total de los últimos años. Interminables
eriales de cenizas y partículas radiactivas. Kilómetros y kilómetros de ruinas.
—Todos los registros culturales fueron destruidos —dijo Crow—. Los robots se
convirtieron en los amos sin saber cómo o por qué, ni cómo habían llegado a existir. Sin
embargo, éstos son los hechos reales. Los robots fueron creados para servir de
herramientas a los humanos. Durante la guerra, se perdió el control.
Desconectó la computadora. La imagen se desvaneció. Los cinco robots quedaron en
silencio, atónitos.
Crow se cruzó de brazos.
—¿Y bien? ¿Qué dicen? —Señaló con el pulgar al criado humano agazapado en un
rincón de la cámara, asombrado y perplejo—. Ahora, ustedes saben y él sabe. ¿Qué creen
que estará pensando? Yo se lo diré. Está pensando...
—¿Cómo consiguió esas cintas? —murmuró el D—. No pueden ser auténticas. Deben
ser falsas.
—¿Por qué no las descubrieron nuestros arqueólogos? —gritó un N.
—Yo las tomé —dijo Crow.
—¿Que usted las tomó? ¿Qué quiere decir?
—Mediante una ventana temporal. —Crow tiró un grueso paquete encima de la mesa—.
Aquí tienen los esquemas. Pueden construir una ventana temporal, si quieren.
—Una máquina de tiempo. —El D se apoderó del paquete y miró su contenido—. Vio el
pasado. —Comprendió de repente—. Entonces...
—¡Vio el futuro! —gritó furioso un N—. ¡El futuro! Eso explica la perfección de sus
exámenes. Los examinó previamente.  
Crow tabaleó sobre sus papeles, impaciente.
—Ya han oído mi propuesta. Ya han visto las cintas. Si votan en contra de la propuesta,
exhibiré públicamente las cintas y los esquemas. Todos los humanos del mundo sabrán la
verdadera historia de su origen y el de ustedes.
—¿Y qué? —dijo un N, nervioso—. Podemos manejar a los humanos. Si estalla una
rebelión, la sofocaremos.
—¿Usted cree? —Crow se puso de repente en pie, con expresión dura—. Piénsenlo
bien. Una guerra civil asolaría todo el planeta. Por un lado, los humanos, con siglos de
odio contenido. Por otro, los robots, desmitificados de un día para otro, sabiendo que, en
un principio, no fueron otra cosa que herramientas. ¿Están seguros que esta vez lograrán
dominar la situación? ¿Están seguros?
Los robots permanecieron en silencio.
—Si evacuan la Tierra, destruiré las cintas. Las dos razas continuarán adelante, cada
una con su cultura y sociedad propias. Los humanos en la Tierra. Los robots en las
colonias. Ni amos, ni esclavos.
Los cinco robots vacilaban, airados y resentidos.
—¡Pero nos costó siglos resucitar a este planeta de sus cenizas! Nuestra partida carece
de sentido. ¿Qué diremos? ¿Qué motivo aduciremos?
—Pueden decir que la Tierra no es suficiente para la gran raza de los amos —dijo con
dureza Crow.
Se hizo el silencio. Los cuatro robots tipo N se miraron nerviosamente y susurraron algo
entre sí. El enorme D siguió sentado en silencio; sus arcaicas lentillas de metal miraban
con fijeza a Crow, y en su rostro se pintaba una expresión de aturdimiento y derrota.
Jim Crow esperó, tranquilo.
 
—¿Puedo estrecharle la mano? —preguntó con timidez L-87t—. Me iré pronto. Marcho
en uno de los primeros grupos.
Crow extendió la mano y L-87t se la estrechó, algo turbado.
—Espero que todo salga bien —le deseó L-87t—. Vidéeme de vez en cuando.
Manténganos informados.
Los altavoces callejeros situados en las afueras de la sede del Consejo alteraron con
sus voces ensordecedoras la tranquilidad del crepúsculo. Los altavoces pregonaron a lo
largo y lo ancho de la ciudad la decisión del Consejo.
Los hombres que volvían a casa después del trabajo se paraban a escuchar. En las
casas unifamiliares de los barrios humanos, hombres y mujeres alzaron la vista e
interrumpieron su rutina doméstica, curiosos y atentos. Por doquier, en todas las ciudades
de la Tierra, robots y humanos dejaban sus actividades y clavaban la vista en los
atronadores altavoces.
—Mediante este comunicado anunciamos que el Consejo Supremo ha decidido destinar
a la utilización exclusiva de los robots las ricas colonias de Venus, Marte y Ganímedes.
Queda prohibido a los humanos abandonar la Tierra. A fin de aprovechar los recursos y
condiciones de vida superiores de estas colonias, todos los robots que ahora residen en la
Tierra serán transferidos a la colonia de su elección.
»El Consejo Supremo ha decidido que la Tierra no es el lugar idóneo para los robots.
Su estado lastimoso y parcialmente desolado resulta indigno para la raza robot. Todos los
robots serán transportados a sus nuevos hogares de las colonias en cuanto se
establezcan los medios de desplazamiento adecuados.
»Los humanos no podrán entrar en ningún caso en las zonas colonizadas. Las colonias
son para el uso exclusivo de los robots. Se permitirá a la población humana permanecer
en la Tierra.
»Mediante este comunicado anunciamos que el Consejo Supremo ha decidido destinar
a la utilización exclusiva de los robots las ricas colonias de Venus...
Crow se apartó de la ventana, satisfecho.
Volvió a su escritorio y prosiguió agrupando informes y papeles en pulcros montones.
Los examinaba superficialmente, los clasificaba y apartaba a un lado.
—Espero que todo salga a satisfacción de ustedes, los humanos —repitió L-87t.
Crow continuó estudiando las montañas de informes de alto nivel, marcándolos con su
rotulador. Trabajaba con rapidez, absorto y ensimismado. Apenas advirtió que el robot se
había parado en la puerta.
—¿Puede indicarme, a grandes rasgos, qué tipo de gobierno establecerá?
Crow levantó la vista, impaciente.
—¿Qué?
—Su forma de gobierno. ¿Cómo va a gobernar su sociedad, ahora que ha logrado
echarnos de la Tierra? ¿Qué tipo de gobierno reemplazará al Consejo Supremo y al
Congreso?
Crow no respondió. Ya se había concentrado de nuevo en su trabajo. L-87t advirtió una
dureza y una impenetrabilidad en su rostro que jamás había visto.
—¿Quién asumirá la responsabilidad? —preguntó L-87t—. ¿Quiénes compondrán el
gobierno, ahora que nos vamos? Usted dijo que los humanos poseen escasa capacidad
para manejar una sociedad moderna compleja. ¿Encontrará algún humano capaz de
mantener la maquinaria en marcha? ¿Hay algún humano capaz de dirigir a la Humanidad?
Crow sonrió apenas. Y siguió trabajando.
 
 [*] Jim Crow corresponde a una antigua expresión despectiva con la que se designaba
a los negros.
 
 
FIN
 


SPECIAL - PHILIP K. DICK - JUEGO DE GUERRA

JUEGO DE GUERRA
Philip K. Dick
 
 
 
El hombre alto recogió del cesto de alambre los recordatorios recibidos por la mañana,
se sentó a su escritorio de la Sección Control de Importaciones Terran y los distribuyó
para leerlos; luego se colocó los lentes de iris y encendió un cigarrillo.
—Buenos días —saludó a Wiseman la voz metálica y gárrula de la primera memoria
cuando pasó el pulgar por la línea de la cinta empastada.
Continuó escuchando, distraído, mientras miraba por la ventana la playa de
estacionamiento.
—Escuche, ¿se puede saber qué les pasa a ustedes? Les enviamos ese lote de... (Se
produjo una pausa mientras el que hablaba, gerente de ventas de una tienda por
secciones de Nueva York, buscaba su referencia)... juguetes ganimedianos. Bien saben
que deben estar aprobados antes de la campaña de compras de otoño, a fin de tenerlos
en depósito para la época de Navidad —gruñó el gerente de ventas—. Los juguetes
bélicos volverán a estar en demanda este año. Tenemos pensado comprar gran cantidad
—dijo para concluir.
Wiseman siguió presionando con el pulgar hasta escuchar el nombre y título del que
hablaba.
—Joe Hauch —chirrió la voz del memorandum—; sección niños de Appeley.
Ah, pensó Wiseman para sí. Dejó la cinta a un lado y tomó otra en blanco, dispuesto a
contestar. De pronto dijo, a media voz.
—¿Qué sucede con esos juguetes ganimedianos?
Creyó recordar que el laboratorio de prueba los había recibido hacía tiempo; por lo
menos un par de semanas.
Por esa época se prestaba especial atención a todos los productos ganimedianos. En
el último año las lunas habían superado su habitual ambición económica y, de acuerdo a
los servicios de inteligencia, habían empezado a tramar algún tipo de acción militar abierta
contra ciertos intereses que competían con los suyos, entre los cuales los Tres Planetas
Internos ocupaban el primer lugar. Sin embargo, hasta el momento no había ocurrido
nada. Las exportaciones mantenían su calidad habitual; no habían aparecido bromas
pesadas, ni pintura tóxica para lamer, ni cápsulas llenas de microbios.
A pesar de eso...
Una comunidad con tanta inventiva como los ganimedanos podían darse el lujo de
demostrar su capacidad de creación en el campo que se le antojase. Podían encarar la
subversión, por ejemplo, como cualquier otro tipo de actividad, con gran despliegue de
imaginación y cierto sentido del humor.
Wiseman salió de la oficina y se dirigió al edificio anexo en el que funcionaban los
laboratorios de prueba.
 
Rodeado de un montón de productos de consumo semi-desarmados, Pinario levantó la
vista hacia su jefe, Leon Wiseman, que acababa de cerrar la última puerta del laboratorio.
—Me alegro que haya venido —dijo Pinario—. Le aconsejaría que se coloque un traje
profiláctico: no debemos arriesgarnos.
Wiseman lo miró con expresión adusta, sin dejarse impresionar por el tono placentero
de su empleado. Sabía que Pinario sólo trataba de ganar tiempo, pues su trabajo tenía
cinco días de atraso, por lo menos, y presentía, sin duda, que esta reunión con su jefe no
sería muy agradable.
—He venido por esas tropas de choque para invadir la ciudadela a seis dólares el juego
—dijo Wiseman, caminando entre pilas de artículos de diverso tamaño aún sin
desempacar que esperaban su turno para las pruebas correspondientes y el visto bueno
final.
—¡Oh!, ese juego de soldaditos ganimedianos —dijo Pinario, con alivio.
Con respecto a ese artículo tenía la conciencia tranquila. Todos los probadores del
laboratorio conocían las instrucciones especiales del gobierno cheyenne sobre los
Peligros de Contaminación para las Poblaciones Urbanas Inocentes por partículas de
Culturas Enemigas, un memorandum extremadamente complicado recibido de las esferas
oficiales. Siempre le quedaba un último recurso de defensa: consultar los registros y citar
el número de la directiva.
—Los he separado del resto —explicó, disponiéndose a acompañar a Wiseman—
porque los creo muy peligrosos.
—Vamos a ver —dijo Wiseman—. ¿Crees que es una precaución necesaria o es un
caso más de paranoia con respecto a un «medio foráneo»?
—Está justificado —afirmó Pinario—, sobre todo por tratarse de artículos destinados a
los niños.
Siguieron el trayecto señalado por algunos carteles hechos a mano hasta llegar a un
boquete en la pared que revelaba una habitación lateral.
La extraña escena que vio en el centro del cuarto hizo detener de golpe a Wiseman: un
maniquí de plástico, con las medidas de un niño de cinco años y vestido con ropas
corrientes, estaba sentado en el suelo, rodeado de juguetes. En ese momento el maniquí
estaba hablando.
—Esto me aburre —dijo—. Hagan algo diferente.
Después de una breve pausa, volvía a repetir lo mismo: «Esto me aburre, hagan algo
diferente».
Todos los juguetes esparcidos por el suelo, provistos de mecanismos que respondían a
instrucciones verbales, cumplieron el ciclo completo de sus diversas acciones y volvieron
a empezar.
—Nos permite ahorrar salarios —explicó Pinario—. Este montón de basura debe
cumplir todo un repertorio de funciones para que el comprador quede satisfecho de su
inversión. Si nosotros nos encargáramos de hacerlos funcionar no podríamos movernos
de aquí.
Frente al maniquí había un grupo de soldados ganimedianos y una ciudadela
especialmente construida para rechazar el ataque de los mismos. Los soldados trataban
de acercarse a hurtadillas efectuando diversas maniobras complicadas, pero al oír las
palabras del maniquí habían hecho alto. En ese momento se estaban reagrupando.
—¿Registras todo esto en cinta? —preguntó Wiseman.
—Por supuesto —respondió Pinario.
Los soldados, de unos quince centímetros de altura, estaban construidos con el
termoplástico casi indestructible que había hecho famosos a los fabricantes
ganimedianos. Lucían uniformes de material plástico, una síntesis de varios trajes
militares usados en las Lunas y en los planetas vecinos. En cuanto a la ciudadela, era un
bloque de metal oscuro y amenazador, similar a los fuertes tradicionales con las
superficies superiores salpicadas de orificios para espiar y un puente levadizo que
quedaba oculto. En su torrecilla más elevada ondeaba una bandera de colores.
Se oyeron algunos estampidos sibilantes producidos por una serie de proyectiles que
arrojaba la ciudadela y que explotaban en medio del grupo de soldados dispuestos al
ataque rodeándolos de un nube de humo.
—Está respondiendo al ataque —observó Wiseman.
—Sí, pero en última instancia sale perdiendo —explicó Pinario—. Así debe ser.
Considerada desde un punto de vista psicológico, representa la realidad exterior los doce
soldados, por otra parte, representan para el niño sus propios esfuerzos para enfrentar
obstáculos. Al participar en el asalto a la ciudadela, el niño desarrolla la capacidad para
enfrentarse a un mundo hostil. Eventualmente resultará vencedor, pero sólo después de
poner todo su esfuerzo y paciencia en la lucha. Al menos eso indica el folleto de
instrucciones —concluyó Pinario, entregando un ejemplar a Wiseman.
Wiseman echó una mirada al folleto.
—Las pautas de asalto ¿varían siempre? —preguntó.
—Hace una semana que lo estamos probando y todavía no han repetido el mismo tipo
de asalto. Bueno, tenemos varias unidades en acción.
Los soldados se arrastraban en torno a la ciudadela, acercándose cada vez más.
Varios mecanismos de medición asomaron en las paredes del fuerte para determinar los
movimientos de los soldados. Estos usaban, para esconderse, los distintos juguetes que
estaban siendo probados.
—Poseen orientación objetiva —explicó Pinario— y pueden aprovechar ciertas
características accidentales del terreno. Por ejemplo, si encuentran a su paso una casa de
muñecas qué estamos probando, trepan por ella como si fueran ratones. Se meten por
todas partes.
Para demostrar lo que afirmaba tomó una nave espacial de buen tamaño y la sacudió:
cayeron dos soldados.
—¿En qué proporción consiguen su objetivo los asaltos? —preguntó Wiseman.
—Hasta ahora han tenido éxito en uno de cada nueve asaltos —dijo Pinario—; pero en
la parte posterior de la ciudadela hay un tornillo que puede regularse para obtener una
mayor proporción de intentos logrados.
Los dos se abrieron paso entre los soldados que avanzaban y se inclinaron para
examinar la ciudadela de cerca.
—Aquí está la fuente de energía —explicó Pinario—. Muy ingenioso. Las instrucciones
para los soldados también emanan de aquí. Un polvorín con transmisión de alta
frecuencia.
Abrió la parte posterior de la ciudadela para mostrar a su jefe el compartimiento
destinado a depósito de proyectiles. Cada bala constituía un elemento de instrucción.
Para formar un modelo de asalto las balas, arrojadas al aire, vibraban y volvían a
reagruparse en un orden distinto. Así se lograba obtener el factor azar. Pero como había
un número finito de balas, debía haber también un número finito de asaltos.
—Estamos tratando de determinar todos los patrones de asalto —dijo Pinario.
—¿No se puede acelerar el proceso?
—No, hay que darle el tiempo necesario; puede ser que posea mil pautas distintas y
entonces...
—...es posible que el siguiente —dijo Wiseman, terminando el pensamiento del otro—
describa un ángulo de noventa grados y tire contra la persona que esté más cerca.
—O quizá algo peor —admitió Pinario, sombrío—. Ese paquete de energía posee unos
cuantos ergos; está preparado para funcionar durante cinco años, pero si toda saliera
simultáneamente...
—Continúe las pruebas —ordenó Wiseman.
Se miraron entre ellos y luego volvieron la atención a la ciudadela. Para entonces los
soldados se habían acercado al fuerte; de súbito, un muro de la ciudadela se bajó
parcialmente dejando al descubierto la boca de un cañón; los soldados se tiraron cuerpo a
tierra.
—Nunca había visto esto —dijo Pinario.
Hubo un silencio. Transcurridos algunos minutos el maniquí del niño, sentado entre los
juguetes, dijo:
—Esto me aburre. Hagan algo diferente.
Los dos hombres se estremecieron mientras los soldados volvían a levantarse para
reagruparse.
 
Dos días después apareció en la oficina el supervisor de Wiseman, un hombre bajo y
morrudo, con ojos saltos y expresión iracunda.
—Escuche: tiene que sacarme esos juguetes de la fase de prueba —dijo Fowler—.
Tiene tiempo hasta mañana.
Iba a salir de la oficina cuando Wiseman lo detuvo.
—Se trata de algo muy serio —explicó—; venga al laboratorio y verá que está
sucediendo.
Fowler lo acompañó, aunque sin dejar de argumentar durante todo el trayecto.
—Parece no tener noción del capital que algunas firmas han invertido en estos artículos
—le decía en el momento de entrar en el laboratorio—. Por cada artículo de muestra que
usted tiene aquí hay en la Luna una nave o un depósito con miles de ellos esperando el
permiso oficial para entrar aquí.
Como no había rastros de Pinario, Wiseman empleó su propia llave.
Rodeado de juguetes, como antes, el maniquí construido por los hombres del
laboratorio continuaba sentado en el suelo. En torno a él, varios juguetes cumplían con su
ciclo mecánico. El ruido ensordecedor de todos los aparatos en funcionamiento hizo dar
un respingo a Fowler.
—Este es el artículo en cuestión —dijo Wiseman, inclinándose hacia la ciudadela—.
Como puede ver, hay doce soldados. Considerando ese número, la energía de que
disponen y los complejos datos de instrucción...
—Hay sólo once soldados —dijo Fowler interrumpiéndolo.
—Quizá alguno se ha escondido por ahí —dijo Wiseman.
—Tiene razón —dijo, detrás de ellos, una voz.
Era Pinario; su rostro tenía una extraña expresión.
—ordené que se organizara una búsqueda. Falta uno.
Los tres permanecieron en silencio.
—Quizá fue destruido por la ciudadela —se atrevió a decir Wiseman.
—Pero según las leyes de la materia —dijo Pinario—, si lo destruyó ¿qué hizo con los
restos?
—Es posible que los haya transformado en energía —aventuró Fowler mientras
examinaba la ciudadela.
—Tuvimos una idea ingeniosa —dijo Pinario—; cuando nos dimos cuenta de que había
desaparecido un soldado pesamos la ciudadela y los once restantes. El peso total es
exactamente igual al peso del juego completo, es decir a la ciudadela más los doce
soldados. Por lo tanto, debemos dar por sentado que está dentro, en alguna parte —
concluyó, señalando la ciudadela que en ese momento apuntaba hacia los soldados que
avanzaban para atacar.
Al mirarla de cerca, algo dijo a Wiseman que la ciudadela había cambiado; no estaba
como antes.
—Vamos a ver; pasen las cintas —dijo Wiseman.
—¿Qué? —preguntó Pinario ruborizándose— ¡Oh! naturalmente.
Se acercó al maniquí y, después de desconectarlo, sacó el tambor que contenía la
cinta de grabación visual. Temblando, la llevó hasta el proyector.
Después de sentarse, los tres hombres observaron las secuencias grabadas
iluminándose una tras otra, hasta que se les cansaron los ojos. Los soldados avanzaban,
retrocedían, recibían el fuego, se levantaban y volvían a avanzar...
—Paren esa cinta —ordenó Wiseman súbitamente.
Volvieron a pasar la última secuencia.
Un soldado, con movimientos lentos, se acercaba a la base de la ciudadela; un
proyectil, que le estaba destinado, estalló muy cerca del soldado y el humo de la
explosión lo ocultó por un momento. Entretanto, el resto de los soldados corrió
precipitadamente tratando de escalar las paredes del fuerte. El soldado, que emergió de
entre la nube de polvo, continuó su marcha. Cuando llegó junto al muro, una sección de
éste se corrió hacia atrás.
El soldado, mimetizado con la mugrienta pared de la ciudadela, usó el extremo de su
rifle como destornillador y se quitó la cabeza, después un brazo y por último ambas
piernas. Las partes así separadas pasaron por la apertura de la ciudadela; uno de los
brazos y el rifle quedaron para lo último. Cuando todo lo demás hubo pasado, esas partes
también se arrastraron dentro de la ciudadela y desaparecieron. La apertura volvió a
cerrarse.
Hubo un largo silencio quebrado, al fin, por la voz enronquecida de Fowler.
—El padre del niño creerá que éste ha perdido o destruido uno de los soldados. Al
disminuir paulatinamente el número de piezas del juego, el niño parece culpable.
—¿Qué sugiere usted? —dijo Pinario.
—Manténganlo funcionando —dijo Fowler mientras asentía—. Que cumpla todo su
ciclo, pero no lo dejen solo.
—Desde ahora en adelante me encargaré de que siempre haya alguien en la
habitación —dijo Pinario.
—Será mejor que se quede usted —observó Fowler.
Wiseman pensó, tal vez sería mejor que todos nos quedáramos junto al juego; por lo
menos dos: Pinario y yo. Me intriga saber qué hizo con las piezas. ¿Qué pudo hacer?
 
Al finalizar la semana la ciudadela había absorbido cuatro soldados más.
Observando a través de un monitor, Wiseman no pudo percibir ningún cambio en la
apariencia del fuerte. Naturalmente, el crecimiento era interno y tenía lugar en un sitio
oculto.
Continuaban los eternos asaltos; los soldados se arrastraban hasta el fuerte y éste
arrojaba una andanada de proyectiles para defenderse.
Mientras tanto, habían seguido recibiendo nuevos productos ganimedianos y juguetes
último modelo llegaban a la oficina para ser inspeccionados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Wiseman para sí.
El primero era un artículo de apariencia bastante simple: un traje de cow-boy del lejano
oeste americano; al menos así decía la descripción, pero él prestó al folleto una atención
somera. ¡Al diablo con lo que decían los ganimedianos!
Abrió la caja en la que venía el traje y lo desdobló. Hecho con una tela agrisada, tenía
una calidad indefinida. ¡Qué trabajo deficiente!, pensó. Apenas se parecía al traje
tradicional de cow-boy. Las costuras eran vagas, indefinidas y cuando lo tomaba entre las
manos la tela se estiraba, deformándose. Sin darse cuenta, había tirado hacia afuera el
interior de un bolsillo que quedó colgando.
—No entiendo; —dijo Wiseman—. Va a ser muy difícil vender este traje.
—Pruébatelo —sugirió Pinario— ya verás.
Wiseman consiguió meterse el traje a duras penas.  
—¿Es peligroso?
—No —contestó Pinario—. Ya lo he probado; fue concebido con intención de
entretener y creo que puede ser efectivo. Hay que usar la imaginación para hacerlo
accionar.
—¿En qué sentido?
—En cualquier forma.
Naturalmente, al ver el traje Wiseman se puso a pensar en cow-boys. Se imaginó en el
rancho, cabalgando por el campo mientras, a los costados del sendero, un rebaño de
ovejas negras rumiaba heno con el característico movimiento lento y circular de las
quijadas inferiores. Se detuvo junto al cerco de alambre de púas, sostenido por un poste
de vez en cuando, y siguió contemplando las ovejas. En cierto momento, y aparentemente
sin motivo alguno, los animales formaron una larga fila y se alejaron hacia una colina
sombría, que él no podía ver con claridad.
Había, contra el horizonte, algunos árboles aislados. Un polluelo de gavilán se remontó
hacia el cielo aleteando para darse impulso, como si tratara de llenarse los pulmones de
aire para volar más alto, pensó. El halcón planeó vigorosamente por algunos minutos y
después se deslizó con suavidad. Wiseman recorrió el paisaje con la vista, tratando de
descubrir la posible presa.
Ante sí, el campo seco, rasurado por las ovejas que habían pastado en él, se extendía
bajo el sol estival. Algunas langostas saltarinas salpicaban la planicie; de pronto, en medio
del camino, apareció un sapo. Estaba casi enterrado en un montículo de tierra y sólo la
parte superior de su cuerpo permanecía al descubierto.
Se inclinó y, armándose de coraje, trató de acariciar la cabeza del sapo, cubierta de
verrugas, cuando oyó a sus espaldas la voz sonora de un hombre.
—¿Te gusta mucho?
—Sí, claro —respondió Wiseman.
Respiró profundamente, aspirando el olor a pasto seco que le llenó los pulmones.
—¿En qué se distingue el sapo macho de la hembra? ¿Por las manchas, quizá?
—Por qué me lo preguntas? —dijo el hombre que continuaba detrás de él, fuera de su
campo visual.
—Aquí hay un sapo.
—¿Podría hacerte algunas preguntas? Curiosidad, simplemente.
—Por supuesto —respondió Wiseman.
—¿Cuántos años tienes?
La pregunta era fácil.
—Diez años y cuatro meses —respondió, orgulloso.
—¿Dónde estás en este momento?
—En el campo; este rancho es del señor Gaylor. Mi padre nos trae a mamá y a mí
todos los fines de semana, siempre que puede.
—Vuélvete y mírame bien —dijo el hombre—, a ver si me conoces.
Apartó la mirada del sapo semienterrado y, al volverse de mala gana, vio a un adulto de
rostro alargado y nariz irregular.
—Usted es el que entrega el gas —dijo—; trabaja para la compañía de gas butano.
Miró alrededor y, como era de esperar, el camión estaba estacionado allí cerca.
—Dice mi padre que el butano es muy caro, pero no hay otro...
El hombre lo interrumpió.
—Por curiosidad, solamente. ¿Cómo se llama la compañía de butano?
—Lo dice en el camión —dijo Wiseman mientras leía los grandes caracteres pintados
en el costado del vehículo —«Pinario Distribuidora de Butano. Petaluma. California».
Usted es el señor Pinario.
—¿Puedes jurar que tienes diez años y estás en un campo cerca de Petaluma,
California? —preguntó el señor Pinario.
—Claro —replicó el otro.
Más allá del campo vio algunas colinas arboladas. Sintió deseos de ir hasta ellas y
vagabundear; estaba cansado de estar quieto, hablando sin moverse.
—Hasta luego —dijo, mientras empezaba a caminar—. Tengo que hacer un poco de
ejercicio.
Salió corriendo por el sendero de grava, dejando solo al señor Pinario. Las langostas,
asustadas, saltaban a su paso. Echó a correr, cada vez más rápido hasta qué empezó a
jadear.
—¡Leon! —llamó el señor Pinario— deja de correr.
—Quiero llegar hasta esas colinas —dijo Wiseman con la voz entrecortada, pues aún
seguía trotando.
Súbitamente sintió un fuerte golpe; cayó de bruces y trató de levantarse con gran
esfuerzo.
Un tenue resplandor se produjo en el aire seco del mediodía. Sintió miedo y trató de
alejarse. Frente a él comenzó a materializarse un objeto; era una pared plana...
—No podrás llegar hasta esas colinas —dijo el señor Pinario a sus espaldas—. Será
mejor que te quedes en tu lugar; es peligroso, puedes chocar contra algo.
Wiseman tenía las manos húmedas de sangre; al caer se había cortado.
Miró la sangre, azorado...
Mientras lo ayudaba a quitarse el traje de cow-boy, Pinario le decía:
—Es el juguete más malsano que pueda pedirse; al poco tiempo de usarlo, el niño será
incapaz de enfrentar la realidad contemporánea. Mire como ha quedado.
Poniéndose de pie con mucha dificultad, Wiseman examinó el traje que Pinario le había
quitado a la fuerza.
—No está mal —dijo, temblándole la voz—. Evidentemente estimula cierta tendencia a
la enajenación que pueda haber latente. Reconozco haber abrigado siempre cierta
añoranza por volver a la niñez, especialmente a ese período en que vivíamos en el
campo.
—Fíjate que dentro de la fantasía has logrado incorporar ciertos elementos reales —
dijo Pinario—, para prolongarla todo el tiempo posible. De no haberte llamado a la
realidad habrías incorporado al sueño la pared del laboratorio para imaginar que se
trataba del granero.
—Ya... había empezado a ver el viejo edificio donde se ordeñaba —admitió Wiseman—
; donde los granjeros iban a buscar la leche.
—Después de cierto tiempo habría sido imposible sacarte de allí —dijo Pinario.
Si esto le sucede a un adulto, ¿qué pasará con un niño?, pensó Wiseman.
—Eso que ves allí —dijo Pinario— ese juego, es una novedad excéntrica. ¿Quieres
verlo? No hay prisa, sin embargo.
—Me encuentro bien —afirmó Wiseman, y tomando el tercer artículo comenzó a
desenvolverlo.
—Se llama «Síndrome» —dijo Pinario—; es muy semejante al antiguo juego de
Monopolio.
El juego estaba compuesto de un cartón, dados, piezas que representaban a los
jugadores y dinero para jugar. Traía también certificados de acciones.
—Es como todo ese tipo de juegos —dijo Pinario—, sin molestarse en leer las
instrucciones—. Obviamente consiste en comprar el mayor número de acciones. Vamos a
llamar a Fowler para que participe; se necesitan por lo menos tres participantes.
El jefe de la sección no tardó en reunirse con ellos, y los tres se sentaron a una mesa
con el juego de Síndrome en el centro.
—Todos los jugadores empiezan con la misma base —explicó Pinario— como se
acostumbra en este tipo de juego. Durante el desarrollo del mismo la situación de los
participantes va cambiando de acuerdo con el valor de las acciones que adquieren en los
diversos síndromes económicos.
Los síndromes estaban representados por unos objetos de plástico, de colores vivos y
tamaño pequeño, semejantes a las viejas casas y hoteles del juego de Monopolio.
Arrojaban el dado y, según los puntos que sacaban, movían las piezas sobre el cartón;
de acuerdo con los puntos obtenidos hacían ofertas para comprar propiedades;
compraban, pagaban multas, cobraban multas y a veces volvían por un rato a «las
cámaras de descontaminación».
Mientras tanto, a sus espaldas, los siete soldaditos volvían a atacar la ciudadela, una y
otra vez.
—Eso me aburre —dijo el niño maniquí—. Hagan algo diferente.
Los soldados se reagruparon y empezaron un nuevo ataque, acercándose cada vez
más a la fortaleza.
Inquieto e irritado, Wiseman exclamó:
—Me pregunto cuánto tiempo tiene que seguir funcionando eso para que podamos
descubrir su finalidad.
—No podemos saberlo —dijo Pinario, clavando la mirada en una acción de mercado
color púrpura y oro que Fowler acababa de adquirir—. Esa me viene bien, es de una mina
de uranio en Plutón. ¿Cuánto pide por ella?
—Tiene un alto valor —murmuró Fowler, mirando apreciativamente sus otras
acciones—. Puede ser que haga un trueque.
¿Cómo puedo concentrarme en el juego —pensó Wiseman— si esa cosa se acerca
cada vez más, Dios sabe a qué punto critico? ¡Ojalá supiera para qué fue construida! Para
llegar a un punto crítico de masa...
—Un momento —dijo lenta y cautelosamente, dejando sobre la mesa su paco de
acciones—. ¿No les parece que esa ciudadela puede ser una pila?
—¿Pila de qué? —preguntó Fowler, ensimismado en el juego.
—Dejen de jugar —ordenó Wiseman en voz alta.
—La idea es interesante —dijo Pinario, dejando a un lado sus fichas—; puede
convertirse en una bomba atómica poco a poco. Va agregando masa hasta que... —se
interrumpió—... no, ya hemos pensado en eso. No contiene elementos pesados. Es sólo
una batería que dura cinco años, mas una cantidad de pequeños mecanismos,
manejados mediante instrucciones transmitidas por la misma batería. Con esos elementos
no se puede hacer una pila atómica.
—Creo que sería conveniente salir de aquí —dijo Wiseman.
Su reciente experiencia con el traje de cow-boy le había inspirado gran respeto por los
artífices ganimedianos. Si el traje era un juguete pacífico...
Mirando por encima del hombro Fowler anunció:
—Ahora quedan sólo seis soldados.
Wiseman y Pinario se pusieron de pie simultáneamente. Era cierto; sólo quedaba la
mitad del grupo de soldados. Otro más había quedado integrado a la ciudadela.
—Llamemos a servicios militares y pidamos un experto en bombas —dijo Wiseman—,
para que la examine. Esto no corresponde a nuestro departamento.
Y volviéndose hacia su jefe agregó:
—¿No está de acuerdo?
—Primero terminemos el partido —dijo Fowler.
—Es mejor estar seguros —dijo Wiseman.
Su expresión distraída denotaba que estaba completamente absorto en el juego y
deseaba seguir hasta el final.
—¿Cuánto ofrecen por mi acción de Plutón? —preguntó—. Estoy dispuesto a aceptar
ofertas.
Hizo un trueque con Pinario y así, entretenidos, continuaron jugando una hora más.
Pasado ese tiempo fue evidente para todos que Fowler estaba ganando control de los
diversos tipos de acciones. Había podido acumular cinco síndromes de minas, dos de
fábricas de plástico, un monopolio de algas y los siete síndromes de ventas al por menor.
Como consecuencia de haber logrado el control de las acciones, había acumulado casi
todo el dinero.
—Yo salgo —dijo Pinario— ¿Alguien quiere comprar lo que me queda? —preguntó,
señalando las acciones insignificantes que no le dan control de nada.
Wiseman ofreció el dinero que le quedaba para comprar las últimas acciones y con el
producto de la compra reinició el juego, esa vez sólo contra Fowler.
—Es evidente que este juego es una réplica de aventuras económicas típicamente
infra-culturales —dijo Wiseman—. Los síndromes de ventas minoristas son, sin lugar a
dudas, acciones ganimedianas.
Empezó a entusiasmarse. En dos oportunidades el dado le resultó favorable y eso le
permitió agregar algunas acciones a su escaso capital.
—Los niños que participen en este juego —comentó— adquirirán una sana actitud con
respecto a la realidad económica. Los preparará para desenvolverse en la vida.
Pero pocos minutos después su marcador cayó sobre un gran recuadro de acciones
pertenecientes a Fowler y la multa consiguiente lo despojó de todos sus recursos. Tuvo
que renunciar a dos acciones importantes; el fin estaba a la vista.
Pinario echó una mirada a los soldados que avanzaban contra la ciudadela.
—¿Sabes una cosa, Leon? —preguntó—. Creo que estoy de acuerdo contigo; esto
puede ser una terminal de bomba, una especie de estación receptora. Cuando tenga toda
la cuerda acumulada tal vez la energía transmitida desde Ganimedes provoque una
explosión.
—¿Creen que eso es posible? —preguntó Fowler mientras distribuía pilas de dinero de
acuerdo a su valor.
—¿Quién sabe de lo que son capaces? —dijo Pinario caminando con las manos en los
bolsillos—. ¿Terminaron de jugar?
—Falta poco —dijo Wiseman.
—Les digo eso —explicó Pinario— porque ahora sólo quedan cinco soldados. Está
actuando con más celeridad. Tardó una semana en incorporar el primer soldado, y para el
séptimo sólo necesitó una hora. No me sorprendería que el resto, los cinco que quedan,
se fueran en una hora.
—Terminamos —anunció Fowler, que acabó dueño de todas las acciones y hasta el
último dólar.
—Llamaré a los servicios militares para que examinen la ciudadela —dijo Wiseman
apartándose de Fowler que quedaba solo a la mesa. En cuanto a este juego —agregó—,
es sólo una imitación del juego terráqueo de Monopolio.
—Tal vez no han advertido que ya lo tenemos, aunque con otro nombre —dijo Fowler.
Después de estampar el sello de admisibilidad sobre el juego de Síndrome informaron
al importador. Wiseman llamó desde su oficina a los servicios militares para pedirles
ayuda.
—Enseguida le enviaremos un experto en bombas —dijo una voz suave desde el otro
extremo de la línea—. Tal vez convenga dejar el objeto hasta que llegue el técnico.
Wiseman agradeció al empleado y cortó; se sintió inútil. No habían podido descubrir el
misterio de la ciudadela y ahora el asunto estaba fuera de sus manos.
 
El experto en bombas, un joven de pelo muy corto, les sonrió amablemente mientras
dejaba su equipo en el suelo. Vestía traje mecánico común, sin ninguna protección
especial.
—Mi primera recomendación —dijo después de mirar rápidamente la ciudadela— sería
desconectar las tomas de la batería; o, si lo prefieren, podemos dejar que se cumpla todo
el ciclo y desconectaremos las cargas antes de que se produzca cualquier reacción. En
otras palabras; dejaremos que los últimos elementos móviles penetren en la ciudadela y,
en cuanto estén dentro, desconectaremos las tomas, las abriremos y veremos qué es lo
que está pasando.
—¿No es peligroso? —preguntó Wiseman.
—No creo —dijo el experto—; al menos no detecto signos de radioactividad.
Se sentó en el suelo, frente a la parte posterior de la ciudadela, con un alicate cortante.
Quedaban sólo tres soldados.
—Ya no tardará —dijo el joven, entusiasmado.
Quince minutos más tarde, uno de los soldados restantes se arrastró hasta la base de
la ciudadela, se quitó la cabeza, un brazo, las piernas, el tronco y desapareció, en trozos,
por la apertura que tenía ante sí.
—Ahora quedan dos —anunció Fowler.
Diez minutos después, uno de los dos soldados que quedaba siguió al anterior.
Los presentes se miraron entre sí.
—Estamos llegando al final —sentenció Pinario, con la voz enronquecida.
El último soldado se abrió paso hacia la ciudadela. A pesar de los proyectiles
disparados, continuó su camino.
—Desde un punto de vista lógico —dijo Wiseman en voz alta, para romper la tensión—,
debería requerir más tiempo a medida que avanza el proceso, puesto que hay menos
soldados en los que concentrar la acción. Tendría que haber empezado rápido para
después hacerse menos frecuente, y el último soldado debería haber tardado por lo
menos un mes para...
—Baje la voz —dijo el experto, amable—. Por favor.
El soldado número doce había llegado a la base del fuerte. Igual que los precedentes
empezó a desarticularse.
—Tenga listo el alicate —graznó Pinario.
Las partes del soldado se introdujeron en la ciudadela. La apertura empezó a cerrarse
lentamente. Desde adentro se escuchó un zumbido. Hubo signos de actividad.
—¡Ya, por el amor de Dios! —gritó Fowler.
El técnico cortó con las tenacillas la toma positiva de la batería. Una chispa se
desprendió de la herramienta y el joven dió un brinco; el alicate saltó de la mano y se
deslizó por el suelo.
—¡Jesús! —exclamó—. Parece que dí en tierra.
Un poco mareado, se inclinó para recoger el alicate.
—Tenía la mano apoyada sobre el armazón de esa cosa —dijo Pinario, excitado.
El joven recogió el alicate y se puso en cuclillas, buscando a tientas la toma.
—Tal vez si lo envuelvo en un pañuelo —murmuró, tomando el alicate mientras
buscaba un pañuelo en el bolsillo—. ¿Alguien puede darme algo para envolver ésto? No
quiero que me tire al suelo; quién sabe cuántos...
—Démelo a mí —pidió Wiseman, quitándole el alicate y, haciendo a un costado a
Pinario, cerró las muelas del alicate en torno a la toma.
—Demasiado tarde —dijo Fowler, con calma.
Aturdido por un rumor constante que sentía en la cabeza, Wiseman casi no pudo oír la
voz de su jefe; se tapó los oídos con las manos haciendo un esfuerzo inútil por no
escuchar el ruido. Parecía pasar directamente de la ciudadela a su cerebro, transmitida
por el hueso. Nos demoramos demasiado —pensó—; nos tiene en su poder. Ganó porque
somos muchos y empezamos a discutir entre nosotros...
Escuchó una voz en su cerebro:
—Lo felicito por su fortaleza; usted ha ganado.
Tuvo una agradable sensación de triunfo.
—Había tantas posibilidades en contra —continuó la voz— que cualquier otro habría
fracasado.
Entonces supo que todo estaba bien. Se había equivocado.
—Lo que acabas de lograr —continuó la voz—, puedes repetirlo en cualquier momento
de tu vida. Siempre podrás triunfar sobre tus adversarios; si eres paciente y constante
podrás triunfar; el universo, después de todo, no es un lugar apabullante...
Estaba de acuerdo. Es cierto, pensó, irónicamente; tiene razón.
—Son personas comunes —dijo la voz, tranquilizándolo—. Aunque eres uno solo, un
individuo contra todos, nada tienes que temer. Deja pasar el tiempo y no te preocupes.
—Así lo haré —dijo en voz alta.
El zumbido disminuyó paulatinamente; la voz se apagó.
—Terminó —dijo Fowler después de una larga pausa.
—No entiendo nada —confesó Pinario.
—Esa es la finalidad —dijo Wiseman—. Se trata de un juguete de apoyo psicológico;
contribuye a darle confianza en sí mismo al niño. La destrucción de los soldados pone fin
a la separación que existe entre él y el mundo; se confunde con el medio hostil y, al
hacerlo, logra dominarlo.
—Entonces no es perjudicial —dijo Fowler.
—¡Tanto trabajo para nada! —gruñó Pinario y, dirigiéndose al experto en bombas
agregó—. Lamento haberlo hecho venir.
La ciudadela abrió sus puertas de par en par. Doce soldados, completos e intactos,
salieron de adentro. El ciclo se había cumplido; una vez más podía comenzar la serie de
asaltos.
—No voy a aprobarlo —anunció repentinamente Wiseman.
—¿Qué dice? —preguntó Pinario— ¿Porqué?
—No me inspira confianza. Es demasiado complicado para lo que hace.
—Explíquese —pidió Fowler.
—No hay nada que explicar —continuó Wiseman—. Tenemos aquí un artefacto muy
complicado y todo lo que hace es desarmarse y volverse a armar. Tiene que haber algo
más que nosotros no podemos...
—Pero es terapéutico —interpuso Pinario.
—Lo dejo a tu criterio, Leon —dijo Fowler—, si tienes dudas, no lo apruebes. No están
de más ciertas precauciones.
—Tal vez me equivoque —dijo Wiseman—, pero no puedo menos que pensar una
cosa: ¿Para qué fabricaron esto? Creo que aún no lo sabemos.
—¿Tampoco aprobaremos el traje de cow-boy norteamericano? —dijo Pinario.
—No. Sólo el otro juego —dijo Wiseman— ese... Síndrome, o como se llame.
Se inclinó para ver a los soldados asaltar la ciudadela. Otra vez las bocanadas de
humo, más actividad, ataques simulados, cuidadosas retiradas...
—¿En qué estás pensando? —preguntó Pinario, mirándolo atentamente.
—Tal vez su único objeto sea distraernos —dijo Wiseman—; mantener nuestras
mentes ocupadas para que no nos demos cuenta de algún otro hecho.
Tenía una vaga intuición, una inquietud, pero no podía precisarla.
—Un anzuelo —dijo—, mientras sucede algo más en lo que no reparamos. Por eso es
tan complicado, para despertar nuestras sospechas. Fue construido con ese fin.
Confundido aún, puso el pie frente a un soldado; éste se refugió detrás del zapato,
escondiéndose de los monitores de la ciudadela.
—Debe ser algo que tenemos ante nuestros propios ojos —dijo Fowler— y no lo
percibimos.
—Sí —dijo Wiseman, preguntándose si lograrían encontrarlo—. De todos modos queda
aquí, donde podemos observarlo.
Se sentó cerca, dispuesto a mirar el accionar de los soldados. Se puso lo más cómodo
posible, preparándose para esperar mucho, mucho tiempo.
 
Esa misma tarde, a las seis, Joe Hauck, gerente de ventas de la tienda para niños
Appeley, paró el coche frente a su casa; bajó y subió rápidamente los escalones.
Llevaba bajo el brazo un paquete grande; era una muestra, de la que se había
apropiado.
—¡Hola! —chillaron sus hijos Bobby y Laura cuando entró— ¿Nos trajiste algo,
papaíto?
Se pusieron a saltar en torno suyo, impidiéndole el paso. Su esposa dejó la revista que
estaba leyendo y lo miró desde la cocina.
—Es un nuevo juego que les he traído —dijo Hauck, sintiéndose alegre al desatar el
paquete.
No veía por qué razón no podía, de vez en cuando, llevarse alguno de los paquetes
con los nuevos juguetes. Había pasado semanas en el teléfono, tratando de que Control
de Importaciones aprobara la mercadería. Después de tanto tira y afloja, sólo uno de los
tres artículos había sido aprobado.
Mientras los chicos se iban con el juego, su esposa murmuró en voz baja:
—Más corrupción en las altas esferas.
Nunca aprobaba que él trajera a su casa artículos del negocio.
—Tenemos miles de esos juegos —contestó Hauck—; el depósito está lleno, uno más
o menos no tiene importancia. Nadie notará que falta.
A la hora de la cena los niños leyeron cuidadosamente las instrucciones, estudiándolas
palabra por palabra. Era lo único que les interesaba.
—No leáis mientras coméis —los reprendió la madre.
Recostándose en el respaldo de la silla, Joe Hauck con mentó sus experiencias del día.
—Y después de tanto tiempo, ¿sabes qué aprobaron? Un miserable artículo. Con
mucha suerte y una campaña intensa tal vez saquemos alguna ganancia. Lo que se
hubiera vendido muy bien es ese invento de las tropas de choque. Pero está estancado
indefinidamente.
Encendió un cigarrillo, dispuesto a descansar. Estaba disfrutando de la tranquilidad del
hogar, la compañía de su esposa y sus hijos.
—Papá, ¿quieres jugar? —preguntó su hija—. Dice que cuantos más jugadores mejor.
—Por supuesto —replicó Joe Hauck.
Mientras su mujer retiraba los platos de la mesa, los niños y él extendieron el cartón;
sacaron el dado, el facsímil de dinero y las acciones. No tardó en concentrarse en el
juego, que absorbió toda su atención. Le volvieron a la mente reminiscencias de juegos
de su niñez y, con habilidad y recursos originales, empezó a acumular acciones. Cuando
el juego estaba por terminar había logrado apoderarse de casi todos los síndromes.
Se recostó, suspirando satisfecho.
—Eso es todo —dijo a los niños—. Reconozco que tengo un poco de ventaja; después
de todo, tengo cierta experiencia en este tipo de juego.
Se puso a levantar del cartón las valiosas acciones; estaba orgulloso y satisfecho.
—Lamento haberles ganado, chicos.
—No has ganado —respondió la niña.
—Has perdido —afirmó el varón.
—¿Queeeé? —exclamó Joe Hauck.
—La persona que termina con más acciones, pierde —aclaró Laura.
—¿Ves? —dijo, mostrándole la hoja de instrucciones—. La finalidad es desprenderte
de tus acciones. Papá, estás fuera del juego.
—¡Al diablo con todo! —exclamó, frustrado— ¿Qué clase de juego es este? No es
divertido.
—Ahora continuamos el juego nosotros dos —dijo Bobby—; después veremos quién
gana.
Mientras se apartaba de la mesa, Joe Hauck murmuró.
—No entiendo. ¿Qué podrá ver la gente en un juego en que el ganador termina sin
nada?
Los chicos continuaban con el juego. A medida que el dinero y las acciones pasaban
de una mano a otra, el entusiasmo de los niños iba en aumento. Cuando el juego llegó a
su etapa final estaban tan concentrados que era imposible sacarlos de su embeleso.
—No conocen Monopolio —dijo Hauck—, por eso este juego tonto les gusta.
De todas maneras, lo importante era que Síndrome gustara a los chicos. Eso quería
decir que sería fácil venderlo, y eso le bastaba.
Los niños aprendieron con facilidad a entregar su capital; demostraban mucha
ansiedad por desprenderse de sus acciones y del dinero, agitados y felices.
Laura levantó la vista un momento, los ojos brillantes de satisfacción.
—Es el mejor juego educativo que has traído a casa, papá —dijo.
 
 
FIN
 


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