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martes, 4 de junio de 2013

Terry Pratchet - El puente del troll

 

Terry Pratchet

 

El puente del troll




El viento soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo.
Hacia demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse.
Cuando hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus Casas, frente al hogar, y se contaban historias sobre héroes.
Eran un viejo caballo y un viejo jinete. El caballo parecía una tostadora empaquetada al vacío; el hombre tenía el aspecto de que el único motivo por el que no caía de su montura era que no podía reunir las fuerzas necesarias para ello. A pesar del cortante viento helado, sólo iba vestido con una corta falda de piel y un vendaje sucio en una rodilla.
Se quitó una empapada colilla de los labios y la aplastó contra la otra mano.
–Está bien, vamos a hacerlo –dijo.
–Para ti es muy fácil –contestó el caballo–. Pero ¿y si tienes uno de tus ataques de vértigo? Y últimamente tienes la espalda fatal. ¿Cómo me sentiré, si nos devoran porque tienes un tirón en la espalda en un mal momento?
–Eso no pasará –aseguró el hombre.
Se deslizó hasta las heladas piedras y sopló sobre sus dedos. Luego sacó del fardo una espada con un filo que parecía una sierra mal conservada y asestó unos mandobles en el aire con escasa convicción.
–Todavía conservo mi viejo estilo –comentó.
El hombre hizo una mueca y fue a apoyarse en un árbol.
–Juraría que esta maldita espada es más pesada cada día.
–Tendrías que volver a guardarla –le aconsejó el rocín–. Ya basta por hoy.
¡Hacer estas cosas a tu edad! No está bien.
El hombre puso los ojos en blanco.
–Jodida subasta! Esto es lo que me pasa por comprar algo que perteneció a un mago –maldijo, dirigiéndose al frío mundo en general– Te miré los dientes y los cascos, pero no se me ocurrió escuchar.
–¿Quién crees que estaba pujando contra ti? –replicó el equino. Cohen el Bárbaro siguió apoyado en el árbol. No estaba totalmente seguro de poder volver a enderezarse.
–Debes de tener muchos tesoros escondidos –supuso el caballo–. Podríamos ir hacia el Límite. ¿Qué te parece? Es bonito y hace calor. Un bonito y caluroso lugar, con una playa, ¿eh? ¿Qué me dices?
–No hay ningún tesoro –declaró Cohen–. Me lo gasté todo. En bebida. Lo di todo.
Lo perdí.
–Debiste haber guardado algo para la vejez.
–Jamás pensé que llegaría a la vejez.
–Algún día morirás –dijo el caballo–. Podría ser hoy.
–Ya lo se'. ¿Por qué crees que he venido aquí?
El equino se giró y miró hacia el barranco. Allí, el camino era tortuoso y difícil de seguir. Unos árboles jóvenes se abrían paso entre las piedras. El bosque estaba apiñado a ambos lados. En unos años más, nadie sabría que allí había habido un sendero. Por su aspecto, tampoco lo sabía nadie ahora.
–¿Has venido aquí a morir?
–No. Pero hay algo que siempre he querido hacer. Desde que era un muchacho.
–¿Ah, sí?
Cohen intentó incorporarse. Los tendones lanzaron mensajes candentes por sus piernas.
–Mi padre... –chilló. Luego recuperó el control–. Mi padre me dijo... –Pugnó por tomar aire.
–Hijo... –trató de ayudarlo el caballo.
–¿Qué?
–Hijo. Ningún padre llama a su chaval «hijo» a menos que esté a punto de impartirle algo de su sabiduría. Todo el mundo lo sabe.
–Son mis recuerdos.
–Perdón.
–Me dijo: «Hijo...». Sí, vale. «Hijo, cuando venzas a un troll en combate singular, podrás hacer cualquier cosa.» El caballo parpadeó. Luego volvió a examinar el sendero entre los les hasta la profundidad del barranco. Allí había un puente de piedra Tuvo un horrible presentimiento.
Pateó nerviosamente el suelo con los cascos.
–Vamos hacia el Límite –insistió–, Es bonito y hace calor.
–No.
–¿Qué ganamos matando a un troll? ¿Qué conseguirás con eso?
–Un troll muerto. De eso se trata. En cualquier caso, no es necesario matarlo.
Basta con vencerlo. Uno contra uno. Mano a... troll. Si no lo intento, mi padre se revolverá en la tumba.
–Me dijiste que te expulsó de la tribu cuando tenías once años.
–Lo mejor que pudo haber hecho jamás. Me enseñó a volar con las alas de otros.
Ven aquí, ¿quieres?
El caballo se puso a su lado. Cohen se agarró a la silla y se incorporó.
–Y tú quieres luchar hoy con un troll... –rezongó el equino.
Cohen rebuscó en el saco y extrajo la bolsa de tabaco. El viento sacudió el papel de fumar mientras enrollaba un cigarrillo.
–Eso es –asintió.
–Y hemos hecho todo este camino para eso.
–Teníamos que hacerlo –dijo Cohen–. ¿Cuándo fue la última vez que viste un puente con un troll debajo? Cuando yo era un chaval, había a cientos. Ahora hay más trolls en las ciudades que en las montañas. La mayoría, gordos como cerdos.
¿Para qué combatimos en tantas guerras? Ahora... cruza ese puente.
Era un puente solitario sobre un río poco profundo, espumoso y traicionero en un hondo valle. La clase de lugar donde uno se topa con...
Una figura gris saltó sobre el parapeto y cayó con los pies separados frente al caballo. Blandía un garrote.
–Está bien –gruñó.
–Oh... –empezó el caballo.
El troll parpadeó. Incluso los cielos fríos y nubosos del invierno reducían seriamente la conductividad del cerebro de silicona de un troll. Tardó todo este tiempo en darse cuenta que no había nadie en la silla Parpadeó de nuevo, porque sintió de pronto la punta de un cuchillo en el cogote.
–Hola –saludó una voz junto a su oreja.
El troll tragó saliva. Pero con mucho cuidado.
–Mira, esto es una tradición, ¿vale? –dijo a la desesperada–. En un puente como éste, la gente tiene que esperar que aparezca un troll.
»Por cierto –añadió, cuando otro pensamiento llegó a duras penas ¿cómo es que no te he oído acercarte?
–Porque esto lo hago bien –repuso el viejo.
–Eso es verdad –confirmó el rocín–. Se ha acercado sigilosamente a otros hombres más veces de las que tú has asustado a tus cenas.
El troll se arriesgó a mirarlo de reojo.
–¡Por todos los demonios! –susurró–. Te crees que eres Cohen el Bárbaro, ¿no?
–¿Y tú qué crees? –dijo Cohen el Bárbaro.
–Escucha –intervino el caballo–, si no se hubiese envuelto las rodillas con vendas, lo habrías descubierto por el crujir de sus huesos.
El troll necesitó un cierto tiempo para entenderlo.
–¡Oh, vaya! –exclamó jadeante–. ¡En mi puente! ¡Vaya!
–¿Qué? –preguntó Cohen, El troll se zafó de la presa y agitó las manos frenéticamente.
–¡Está bien! ¡Está bien! –gritó mientras Cohen avanzaba–. ¡Ya me tienes! ¡Ya me tienes! ¡No voy a resistir! Sólo quiero llamar a mi familia, ¿de acuerdo? De lo contrario, nadie me creerá. ¡Cohen el Bárbaro! ¡En mi puente!
Su pecho, enorme y duro como una piedra, se hinchó aun mas.
–Mi jodido cuñado siempre está fardando de su jodido puente de madera –añadió–, y mi mujer no sabe hablar de otra cosa. ¡Ja! Me gustaría verle la cara ahora...
¡Oh, no! ¿Qué vas a pensar de mí?
–Buena pregunta –dijo Cohen.
El troll soltó el garrote y estrechó la mano a Cohen.
–Me llamo Mica –se presentó–. ¡Qué gran honor! –Se asomó al parapeto y vociferó–: ¡Berila! ¡Sube! ¡Y trae a los niños!
Cuando se volvió hacia Cohen, el rostro del troll estaba resplandeciente de felicidad y orgullo.
–Berila siempre dice que tendríamos que mudarnos, encontrar algo mejor; pero yo le contesto que este puente ha sido de nuestra familia durante generaciones.
Siempre ha habido un troll bajo el Puente de la Muerte. Es la tradición.
Una enorme mujer troll con dos niños a cuestas subió por la ribera arrastrando los pies, seguida de una fila de trolls más pequeños. Todos ellos se alinearon detrás de su padre y observaron a Cohen con grandes ojos.
–Te presento a Berila –dijo el troll. Su mujer miró ceñuda a Cohen–. Y éste...
–empujó hacia adelante a una copia más pequeña y enfurruñada de sí mismo– es mi chaval, Pedregal. Una lasca de la vieja roca. Será el que se encargue del puente cuando yo ya no esté, ¿verdad, Pedregal? ¡Mira, este señor es Cohen el Bárbaro!
¿Qué te parece, eh? ¡En nuestro puente! No sólo tenemos mercaderes ricos y fofos como tu tío Piritas –añadió el troll, hablando todavía a su hijo mirando por el rabillo del ojo a su mujer–: tenemos héroes de verdad, como en los viejos tiempos.
La mujer del troll miró a Cohen de arriba abajo.
–¿Es rico, éste? –preguntó.
–El dinero no tiene nada que ver –contestó el troll.
–¿Vas a matar a papá? –inquirió Pedregal, suspicaz.
–¡Pues claro que sí! –afirmó Mica con severidad–. Es su trabajo. Y luego seré famoso y me mencionarán en canciones y en cuentos. Éste es Cohen el Bárbaro, ¿comprendes?, no un gilipollas del pueblo. Es un héroe famoso que ha hecho todo este viaje para vernos, así que mostradle más respeto.
»Lo siento, señor –se disculpó después ante Cohen–. Ya sabe cómo son los chicos de hoy.
El caballo empezó a reírse con disimulo.
–Bueno, escucha... –empezó Cohen.
–Recuerdo que papá me contó cosas de usted cuando yo era un guijarrito –dijo Mica–. «Monta sobre el mundo como un "closo"», me decía.
Se produjo un silencio. Cohen se preguntó qué era un «closo» y sinti6 la pétrea mirada de Berila clavada en él.
–No es más que un viejo –comentó ella–. No me parece un héroe. Si es tan bueno, ¿por qué no es rico?
–Bueno, escucha... –intentó contestar Mica.
–¿Esto es lo que hemos estado esperando todos estos años? –lo interrumpió la troll–. ¿Por esto hemos estado bajo un puente con goteras? ¿Esperando a gente que no venia nunca? ¿Esperando a viejos con las piernas vendadas? ¡Tendría que haber hecho caso a mi madre! ¿Y ahora quieres que deje a mi hijo quedarse sentado bajo el puente esperando a que venga otro viejo a matarlo? ¿Esto es ser un troll? ¡Bueno, pues ni hablar!
–¿Quieres escucharme?
–¡Ja! ¡Piritas no tiene viejos! ¡Consigue mercaderes ricos y gordos! Es alguien.
¡Debiste haber ido con él cuando tuviste la ocasión!
–¡Antes comería gusanos!
–¿Gusanos, eh? ¿Desde cuándo podemos permitirnos comer gusanos?
–¿Podemos hablar en privado? –intervino Cohen.
Echó a andar hacia el otro extremo del puente, haciendo oscilar la espada. El troll lo siguió, caminando sin hacer ruido.
Cohen buscó la bolsa de tabaco. Miró al troll y sostuvo la bolsa en alto –¿Fumas? –le preguntó.
–Eso puede matarte –repuso el troll.
–Sí. Pero no hoy.
–¡No te quedes todo el día charlando con tus amigotes! –vociferó Berila desde su lado del puente–. ¡Hoy te toca ir al aserradero! Ya sabes que Chert dijo que no podría guardarte el empleo si no te tomabas el trabajo en serio!
Mica sonrió a Cohen con un gesto de disculpa.
–Se preocupa mucho por mí –le explicó –¡No voy a recorrerme el río otra vez para sacarte del lío! –rugió Berila–.
¡Cuéntale lo de los machos cabríos, señor Gran Troll!
–¿Machos cabríos? –se extrañó Cohen.
–No sé nada de esos machos cabríos –dijo Mica–. Siempre está hablando de los machos cabríos, y yo no sé nada de ellos. –E hizo una mueca.
Observaron cómo Berila se llevaba a los jóvenes trolls por la ribera hasta la oscuridad que se extendía bajo el puente.
–La cuestión es que no pretendía matarte –declaró Cohen cuando quedaron a solas.
El troll quedó decepcionado.
–¿No?
–Sólo quería tirarte desde el puente y robarte los tesoros que tuvieras.
–¿Sí?
Cohen le dio unas palmadas en la espalda.
–Además –añadió–, me gusta la gente con... buena memoria. Eso es lo que necesita el país: buena memoria.
–Hago cuanto puedo, señor –repuso el troll, poniéndose firmes–. Mi chaval quiere ir a trabajar a la ciudad. Le he dicho que ha habido un troll bajo este puente durante casi quinientos años...
–Así que, si me entregas tu tesoro, seguiré mi camino –prosiguió Cohen.
El rostro del troll se crispó en un súbito ataque de pánico.
–¿Tesoro? No tengo ninguno.
–¡Oh, vamos! ¿Con un puente como el tuyo?
–Si, pero ya nadie baja por el sendero –dijo Mica–. La verdad es que has sido el primero en varios meses. Berila dice que tendría que haberme ido con su hermano cuando construyeron la nueva vereda por su puente, pero –levantó la voz– yo dije: ha habido trolls bajo este puente...
–Ya, ya –lo cortó Cohen.
–El caso es que el puente se está cayendo –continuó el troll–. Y no tienes idea de lo que cobran los albañiles. ¡Serán cabritos esos enanos! No puede uno confiar en ellos. –Se inclinó hacia Cohen y agregó en tono confidencial–: Para ser franco, tengo que trabajar tres días a la semana en el aserradero de mi cuñado para llegar a fin de mes.
–Creía que tu cuñado vivía bajo un puente.
–Uno de ellos. Pero mi mujer tiene tantos hermanos como los perros tienen pulgas –explicó el troll, y miró hacia el torrente con desolación–. Uno de ellos es maderero en Aguas Agrias, otro tiene el puente, el tercero es un gordo comerciante en Pica Amarga. ¿Te parece trabajo para un troll?
–Pero uno está en el negocios de los puentes.
–¿El negocio de los puentes? ¿Sentado sobre una caja todo el día haciendo pagar una pieza de plata a los viajeros que quieren cruzar– La mitad del tiempo ni siquiera está en su sitio! Paga a un enano para que le haga de recaudador. ¡Y se llama troll! ¡No puedes distinguirlo de un humano a menos que lo mires de cerca!
Cohen asintió, comprensivo.
–¿Sabes que tengo que ir a cenar con ellos cada semana? –prosiguió el troll–.
¿Con los tres? Y tener que escucharles que hay que adaptarse a los tiempos...
–Qué hay de malo en ser un troll bajo un puente? –agregó, mirando con tristeza a Cohen–. Me crié para ser un troll bajo un puente, y quiero que Pedregal sea un troll bajo un puente cuando yo ya no esté. ¿Qué hay de malo en eso? Si no, ¿qué sentido tiene todo? ¿Para qué vivimos?
Se recostó en el parapeto con gesto abatido, mirando hacia las espumosas aguas.
–¿Sabes? –dijo Cohen despacio–, recuerdo la época en que un hombre podía cabalgar desde aquí a las Montañas Afiladas y no ver ningún otro ser vivo.
–Paseó los dedos por la espada y añadió–: Al menos, ninguno en un largo trecho.
Tiró la colilla al agua y continuó:
–Ahora, todo son granjas. Pequeñas granjas dirigidas por gente pequeña. Y vallas por todas partes. Mires donde mires, verás granjas, vallas y gente pequeña.
–Ella tiene razón –dijo el troll, continuando su conversación anterior–. No hay futuro en seguir saltando de debajo de un puente.
–No tengo nada contra las granjas, por supuesto –prosiguió Cohen–. Ni contra los granjeros. Tiene que haberlos. Lo malo es que antes estaban muy lejos, en los límites. Ahora esto es el límite.
–Siempre hacia atrás –declaró el troll–. Siempre cambiando. Como mi cuñado Chert. ¡Un aserradero! ¡Un troll dirigiendo un aserradero! ¡Y tendrías que ver el lío que está organizando con el bosque de las Sombras Cortadas!
Cohen, sorprendido, levantó la mirada.
–¿Cuál, el de las arañas gigantes?
–¿Arañas? Ya no hay arañas allí. Sólo tocones de árbol.
–¿Tocones? ¿Tocones? Me gustaba ese bosque. Era... bueno, era oscuro Hoy en día ya no se encuentra un bosque sombrío. En un bosque como ése se sabía lo que era sentir terror.
–Quieres sombras? Lo está replantando con abetos rojos –dijo Mica –¡Abetos!
–No es idea suya. No distingue un árbol de otro. Todo se le ocurrió a Arcilla.
Él lo enredó.
Cohen sintió un mareo.
–¿Y quién es Arcilla?
–Te he dicho que tengo tres cuñados, ¿no? Este es el comerciante. Dijo que, si se replantaba, sería más fácil vender el terreno.
Se produjo una larga pausa mientras Cohen asimilaba la información.
–No se puede vender el bosque de las Sombras Cortadas –dijo por fin–. No pertenece a nadie.
–Así es. Dice que por eso puede venderlo.
Cohen descargó el puño sobre el parapeto. Una piedra se desprendió y cayó al barranco.
–Perdón –se excuso.
–No te preocupes. Ya te he dicho que se está cayendo a pedazos.
Cohen se revolvió.
–¿Qué ocurre? Recuerdo todas las grandes guerras del pasado. ¿Tú no? Debiste de luchar en ellas también.
–Llevaba un garrote, si'.
–Se suponía que todo era por un nuevo y brillante futuro basado en la ley y todo lo demás. Eso era lo que decía la gente.
–Bueno, yo combatía porque un troll grandullón con un látigo me obligaba –dijo Mica con cautela–. Pero sé lo que quieres decir.
–Quiero decir que no lo hicimos por los granjeros y los abetos rojos, ¿no?
–Y aquí estoy yo reivindicando este puente –filosofó Mica, con gesto abatido–. Y tú has hecho todo este camino...
–Y había un rey o algo así –continuó Cohen vagamente, contemplando el agua–. Y creo que había hechiceros. Pero seguro que había un rey. Estoy casi seguro.
Jamás lo conocí. ¿Sabes? –Sonrió al troll–. No logro acordarme de su nombre. No creo que me lo dijeran nunca.
Una media hora después, el caballo de Cohen salió de los sombríos bosques a un páramo desolado y azotado por el viento. Siguió caminando con paso cansino por un tiempo hasta que dijo:
–Muy bien... ¿Cuánto le has dado?
–Doce piezas de oro –contestó Cohen.
–¿Por qué le diste doce piezas de oro?
–Sólo llevaba doce.
–Debes de estar loco.
–Cuando empecé en este negocio de ser bárbaro –dijo Cohen–, todos los puentes tenían un troll debajo. Y no se podía atravesar un bosque como el que acabamos de cruzar sin que una docena de trasgos intentase cortarte la cabeza. –Suspiró–.
Me pregunto qué ha sido de todos ellos.
–Tú sabrás –insinuó el caballo.
–Bueno, vale. Pero siempre creí que habría más. Siempre pensé que habría nuevos límites.
–¿Cuántos años tienes?
–Ni idea.
–Entonces eres lo bastante viejo para no llamarte a engaño.
–Sí, tienes razón.
Cohen encendió otro cigarrillo y tosió hasta que se le humedecieron los ojos –¡Se te está ablandando el cerebro!
–Sí,.
–¡Darle hasta tu última moneda a un troll!
–Sí –confirmó Cohen, y lanzó una voluta de humo al sol poniente.
–¿Por qué?
Cohen contempló el cielo. El resplandor rojizo era frío como las laderas del infierno. Un viento helado cruzó la estepa y sacudió los restos de su melena.
–Por la forma como deberían ser las cosas –respondió.
–¡Ja!
–Por las cosas como fueron antes.
––¡Ja!
Cohen agachó la cabeza. Y sonrió.
–Y por tres direcciones. Algún día moriré –dijo–, pero creo que hoy, no.
El viento soplaba en las montañas y llenaba el aire de diminutos cristales de hielo. Hacía demasiado frío para nevar. Cuando el tiempo estaba así, los lobos bajaban a los pueblos y, en el corazón de los bosques, los árboles explotaban al congelarse. Pero cada vez quedaban menos lobos, y menos bosques.
Cuando hacía un tiempo así, la gente sensata permanecía en sus casas, frente al hogar.
Y se contaban historias sobre héroes.

ACEITE DE PERRO - Ambrose Bierce

Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos pero de la más humilde condición: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre tenía un pequeño taller a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se deshacía de los niños no deseados. En mi niñez me adiestraron en los hábitos del trabajo: no sólo ayudaba a padre proveyéndolo de perros para su caldera sino que ayudaba a mi madre a esconder los desechos de su trabajo en el taller. A veces, precisé de toda mi inteligencia natural para desempeñar esta obligación ya que todos los representantes de la ley se oponían al negocio de mi madre. No los habían elegido por oponerse al mismo y nunca se trató el tema como un asunto político; simplemente sucedió así.
Naturalmente, el negocio paterno de manufacturación de aceite de perro era menos impopular, pese a que los propietarios de perros extraviados lo miraban con recelo que, en cierto modo, me desacreditaba. Mi padre tenía, como cómplices silentes, a todos los médicos del pueblo, quienes rara vez extendían una receta que no contuviese lo que se complacían en designar como ol. can. Se trata, sin duda, de la medicina más valiosa que han descubierto. Pero la mayoría de la gente no está dispuesta a realizar sacrificios personales en favor de los afligidos y era patente que a los perros más lustrosos del pueblo se les había prohibido jugar conmigo, un hecho que hirió mi joven sensibilidad y, en un tiempo, estuvo a punto de empujarme a convertirme en un pirata.
Al volver la vista atrás hacia aquellos días, no puedo sino arrepentirme, a veces, de que al ocasionar indirectamente la muerte de mis queridos padres fuese el autor del infortunio que marcaría hondamente mi futuro.
Una tarde, mientras pasaba junto a la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de uno de los expósitos del taller de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar de cerca mis movimientos. Aunque era joven, había aprendido que los actos de un agente de la ley, por muy aparente que sea su carácter, obedecen a los motivos más censurables y yo lo evité colándome en la aceitería por una puerta lateral que permanecía entreabierta. Al punto, la cerré y me quedé a solas con mi cadáver. Mi padre se retiraba por las noches. La única luz del lugar procedía del horno, que brillaba con un profundo y espeso color carmesí emitiendo reflejos rojizos sobre las paredes. En el interior del caldero el aceite todavía burbujeaba con una ebullición indolente; ocasionalmente, empujaba a la superficie un pedazo de perro. Sentándome a esperar que el policía se marchase, sostuve el cuerpo desnudo del expósito en mi regazo y acaricié con ternura su cabello corto y sedoso. ¡Ah, qué hermoso era! Incluso a una edad tan temprana era extremadamente aficionado a los niños y, mientras contemplaba a ese querubín, casi pude hallar en mi corazón el deseo de que la herida diminuta y roja de su pecho, causada por mi querida madre, no hubiese sido mortal.
Había adquirido por costumbre arrojar los bebés al río con el que la naturaleza, sabiamente, me había provisto para tal propósito, pero aquella noche no me atrevía a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije a mi mismo, «no existe mucha diferencia si lo meto dentro de este caldero. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que puedan producir por administrar otra clase de aceite en lugar del incomparable ol.
can. no son importantes en una población que crece tan rápidamente». Para abreviar, di mi primer paso en el crimen y acudieron a mí inenarrables pesares al arrojar al bebé al caldero.
Al día siguiente, en parte para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos de satisfacción, nos informó a mi madre y a mí que había obtenido la más refinada calidad de aceite que se había visto y que los médicos a quienes había enseñado muestras así se habían pronunciado. Añadió que ignoraba cómo se había obtenido tal resultado, los perros habían sido tratados en todos los aspectos como de costumbre y eran de una raza ordinaria. Consideré mi deber explicarlo, cosa que hice, aunque mi lengua se hubiera paralizado si hubiese adivinado las consecuencias. Lamentando su ignorancia previa acerca de las ventajas de combinar sus respectivos negocios, mis padres tomaron medidas de inmediato para rectificar su error. Mi madre trasladó su taller a un ala del edificio de la aceitería y cesaron mis obligaciones relativas a su negocio; no se me requirió más para que me deshiciese de los cuerpos de los bebés sobrantes y no hubo necesidad de atraer perros a su perdición puesto que mi padre los descartó por completo, aunque mantuvieron un honroso lugar en la denominación del aceite. De modo que, súbitamente sumido en la ociosidad, por lógica podría haberme convertido en un tipo vicioso y disoluto, pero no lo hice. La bendita influencia de mi querida madre estuvo siempre a mi lado para protegerme de las tentaciones que asedian a lo jóvenes y mi padre era diácono en la iglesia. ¡Ay, que horror que por mi culpa estas personas tan dignas de estima tuvieran un final tan horrendo!
Entonces, al doblarse los beneficios de su negocio, mi madre se consagró al mismo con renovada diligencia. No sólo se hizo cargo de los niños indeseados o que sobraban sino que salía a las carreteras y caminos para recoger a niños más crecidos e incluso a adultos cuando podía atraerlos hasta la aceitería. Mi padre, encantado también con la calidad superior del aceite que refinaba, proveía sus calderas con diligencia y celo. En poco tiempo, la conversión de sus vecinos en aceite de perro se convirtió en la única pasión de sus vidas; una codicia absorbente e incontenible se apoderó de sus espíritus y los colmaba en vez de la esperanza de alcanzar el Cielo, que también los inspiraba.
Últimamente, se habían vuelto tan emprendedores que se convocó una reunión pública y se aprobaron resoluciones en las que se los censuraba severamente. El presidente dio a entender que cualquier nueva incursión contra la población sería recibido en un clima de hostilidad. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón destrozado, desesperados y, en mi opinión, no del todo cuerdos. De todos modos, consideré prudente no entrar con ellos en la aceitería aquella noche y dormí fuera, en un establo.
En torno a la media noche, un impulso misterioso me hizo levantarme y echar una ojeada a través de una ventana en la sala del horno, donde sabía que mi padre dormía ahora. Los fuegos ardían tan intensamente como si se esperase que la cosecha del día siguiente fuese abundante. Uno de los calderos más grandes se agitaba pausadamente con una extraña apariencia de autocontrol, como si aguardase el momento de liberar toda su energía. Mi padre no estaba acostado; se había levantado vistiendo sus ropas de noche y preparaba un lazo con un cuerda resistente. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta del dormitorio de mi madre adiviné el propósito que tenía en mente. Enmudecido y paralizado por el pánico, no podía hacer nada para prevenirla o avisarla. Repentinamente, y sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta del cuarto de mi madre y se encontraron uno frente al otro, ambos aparentemente sorprendidos. Ella también vestía ropas de noche y sostenía en su diestra el instrumento de su oficio: un cuchillo alargado de hoja estrecha.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último beneficio que la actitud poco amistosa de sus conciudadanos y mi ausencia le permitían. Se miraron de hito en hito, con los ojos centelleantes, durante un instante y entonces saltaron el uno sobre el otro con furia indescriptible. Rodaron dando tumbos por la habitación, el hombre maldiciendo, la mujer chillando, ambos peleando como demonios: ella quería atravesarlo con su daga, él intentaba estrangularla con sus grandes manos.
Ignoro cuánto tiempo tuve la desgracia de presenciar esta desagradable muestra de infortunio doméstico pero al final, tras un forcejeo más violento de lo habitual, los contendientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban signos de contacto mutuo. Se miraron durante un instante de forma poco amistosa; entonces mi pobre padre herido, sintiendo la mano de la muerte sobre él, se lanzó hacia delante sin atender a cualquier tipo de resistencia, agarró a mi querida madre entre sus brazos, la arrastró junto al caldero hirviente, hizo acopio de sus escasas fuerzas y ¡se tiró al caldero con ella! En un momento, ambos habían desaparecido y su aceite se añadió al de la comisión de ciudadanos que habían acudido el día anterior con una invitación para la asamblea.
Persuadido de que estos desafortunados acontecimientos me habían cerrado todas las puertas para reanudar una carrera honorable en aquel pueblo, me marché a la famosa ciudad de Otumwee, donde he escrito estas memorias con el corazón lleno de remordimiento ante el insensato arrebato que había producido un desastre comercial tan desalentador.

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