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La leyenda de Mmatmuor y Sodosma surgirá únicamente en los últimos ciclos de la Tierra, cuando las felices leyendas de los orígenes hayan caído en el olvido. Antes de la era en que sea contada tendrán que pasar muchas épocas y los mares habrán decrecido en sus cuencas y nuevos continentes habrán hecho su aparición. Quizá, en ese día, servirá para aliviar un poco el negro cansancio de una raza moribunda, desesperada de todo, excepto del olvido. Yo relato la historia como los hombres la contarán en Zothique, el último continente, bajo un cielo moribundo y unos cielos tristes, donde las estrellas salen con terrible brillantez antes de la caída de la noche.
Mmatmuor y Sodosma eran nigromantes que llegaron desde la oscura isla de Naat para practicar sus siniestras artes en Tinarath, al otro lado de los menguantes océanos. Pero en Tinarath no prosperaron, porque la muerte era considerada sagrada por la gente de aquel grisáceo país y la nada de la tumba no debía ser
profanada ligeramente; la resurrección de los muertos por medio de la magia negra era, entre ellos, mirada con abominación.
Por tanto, después de un corto intervalo de tiempo, Mmatmour y Sodosma fueron expulsados por la ira de los habitantes y obligados a huir hacia Cincor, un desierto del sur, habitado sólo por los huesos y las momias de una raza que la pestilencia había exterminado hacía tiempo.
El país al que se dirigieron se extendía tétrico leproso y ceniciento bajo el gigantesco sol, color de brasa. Sus rocas desmoronadas y mortecinas soledades de arena hubiesen causado terror en los corazones de los hombres normales, y puesto que habían sido arrojados a aquel lugar estéril sin comida ni sustento, la situación de los hechiceros bien podría haber parecido desesperada. Pero sonriendo para sí, Sodosma y Mmatmuor se adentraron resueltamente en Cincor, con el aire de unos conquistadores que se acercasen a un reino esperado por largo tiempo.
Ante ellos, intacta, a través de campos desprovistos de árboles y hierba y sobre los cauces de los ríos secos, corría la gran carretera por la que antiguamente habían viajado los que iban de Cincor a Tinarath. Aquí no se encontraron con nada viviente, pero pronto llegaron ante el esqueleto de un caballo y su jinete yaciendo en el centro de la carretera y con el suntuoso arnés y arreos que habían llevado sobre la carne. Y Mmatmour y Sodosma se detuvieron ante los lastimeros huesos, sobre los que no quedaba ni una brizna de corrupción, y se
sonrieron siniestramente el uno al otro.
—El caballo será tuyo—dijo Mmatmuor—, puesto que eres algo mayor que yo, y tienes, por tanto derecho de precedencia; el jinete nos servirá y será el primero en prestarnos homenaje aquí en Cincor.
Entonces, en la cenicienta arena, a un lado del camino, dibujaron tres círculos concéntricos, y colocándose juntos en el centro, realizaron los ritos abominables que obligaban a los muertos a levantarse de su tranquila nada y a obedecer, de allí en adelante, la oscura voluntad del nigromante en todas las cosas. Después esparcieron una pizca de polvo mágico sobre las fosas nasales del hombre y del caballo, y los blancos huesos, rechinando lastimeramente, se levantaron del lugar donde estaban, dispuestos a servir a sus amos.
Así, según habían decidido de común acuerdo, Sodosma se montó sobre el esqueleto del caballo, tomó las enjoyadas riendas y cabalgó en una lúgubre imitación de la Muerte sobre su pálido caballo, mientras Mmatmuor le seguía apoyándose ligeramente sobre un bastón de ébano, y el esqueleto del hombre, con sus ricas vestiduras pendiendo flojamente, caminaba detrás de los dos como un servidor.
Después de un rato encontraron en la gris soledad los restos de otro caballo y su jinete, que habían sido perdonados por los chacales y que el sol había secado de forma que parecían viejas momias. A éstos también los levantaron de la muerte; Mmatmuor cabalgó sobre el consumido percherón, y los dos magos avanzaron majestuosamente, como emperadores errantes, con un espectro y un esqueleto como servidores. En forma parecida, resucitaron otros huesos y restos de hombres y bestias que encontraron, de forma que fueron reuniendo una escolta cada vez más numerosa en su avance hacia Cincor.
A lo largo del camino, cuando se aproximaban a Yethlyreom, que había sido la capital, encontraron numerosas tumbas y necrópolis, intactas todavía después de tantos siglos y conteniendo enfajadas momias que apenas se habían consumido. Resucitaron a todos y los llamaron de la noche del sepulcro para que hiciesen su voluntad. A algunos les mandaron sembrar y arar los campos desiertos y subir agua de los hundidos pozos, a otros los emplearon en diferentes tareas, semejantes a las que habían desempeñado durante su vida. El silencio de siglos se vio roto por el ruido y el tumulto de una miríada de actividades, y los flacos cadáveres de los tejedores utilizaron las lanzaderas, y los de los labradores seguían los surcos detrás de las carroñas de los bueyes.
Cansados por aquel extraño viaje y de tanto repetir los conjuros, Mmatmuor y Sodosma vieron por fin ante ellos, desde una colina en el desierto, las orgullosas torres y las hermosas y bien conservadas cúpulas de Tethlyreom, sobre el fondo del ominoso atardecer del color de la sangre estancada.
—Es un buen país—dijo Mmatmuor—, y nos lo repartiremos entre tú y yo; nos convertiremos en amos de todos sus muertos y mañana seremos coronados emperadores en Yethlyreom.
—Sea—replicó Sodosma—, porque no hay nadie aquí vivo para pelearse con nosotros, y aquellos que hemos llamado de la tumba únicamente se moverán y respirarán según nuestra voluntad, sin poder rebelarse contra nosotros.
Así, en el atardecer de un rojo sangriento que se espesaba derivando al púrpura, entraron en Yethlyreom y cabalgaron entre las orgullosas mansiones sin luz, instalándose con su tétrica comitiva en el majestuoso y abandonado palacio donde la dinastía de los emperadores de Nimboth había reinado durante dos mil años y
dominado sobre Cincor.
En los dorados salones cubiertos por el polvo encendieron las vacías lámparas de ónice por medio de su artera magia y cenaron viandas reales, provenientes de años pasados, que evocaron de igual forma. Vinos antiguos e imperiales les eran servidos por las descarnadas manos de sus servidores en copas de adularia, y comieron, bebieron y descansaron en medio de una fantasmagórica pompa, dejando hasta el día siguiente la resurrección de aquellos que estaban muertos en Yethlyreom.
Se levantaron pronto, en la oscura aurora carmesí, de los opulentos lechos palaciegos donde habían dormido; mucho quedaba por hacer. Por todas partes, en la olvidada ciudad, iban atareadamente de un lado para otro, lanzando sus conjuros sobre la gente que había muerto durante el último año de la peste y que quedara sin enterrar. Habiendo hecho esto, salieron de Yethlyreom hacia otra ciudad de altas tumbas y poderosos mausoleos, donde yacían los emperadores y emperatrices de Nimboth y los más consecuentes ciudadanos y nobles de Cincor.
Aquí pidieron a sus esclavos-esqueletos que rompiesen con martillos las selladas puertas, y después, con sus malvados y tiránicos encantamientos, llamaron a las momias imperiales, incluso a las más viejas de la dinastía, todas las cuales llegaron caminando con rigidez, con ojos sin luz, envueltas en ricos vendajes cosidos con flameantes joyas. Y también, más tarde, devolvieron aquella semejanza de vida a muchas generaciones de cortesanos y dignatarios.
Formando una solemne comitiva, con rostros oscuros, orgullosos y vacíos, los emperadores y emperatrices muertos de Cincor juraron obediencia a Mmatmuor y Sodosma y les siguieron como una recua de cautivos por las calles de Yethlyreom. Después, en el inmenso salón del trono del palacio, los nigromantes se sentaron en el alto trono doble, donde se habían sentado con sus consortes, los verdaderos gobernantes. Entre los emperadores reunidos, con atuendos funerales y magníficos, fueron investidos con la soberanía por las resecas manos de la momia de Hestaiyón, el primero en la línea de Mimboth, que había gobernado en épocas semimíticas. Después, todos los descendientes de Hestaiyón, que se apiñaban en la habitación en una gran multitud, aclamaron con voces monótonas, semejantes a ecos, el dominio de Mmatmuor y Sodosma.
De esta forma, los odiados nigromantes encontraron su imperio y un pueblo que les estaba sujeto en el país desolado y estéril donde la gente de Tinarath los había arrojado para que perecieran. Reinando supremos sobre todos los muertos de Cincor, en virtud de su maligna magia, ejercían un desvergonzado despotismo. De las partes más alejadas del reino les era traído tributo por descarnados correos, y cadáveres comidos por la peste y altas momias que olían a bálsamos mortuorios iban de un lado para otro cumpliendo sus mandatos en Yethlyreom, o amontonaban ante sus ojos avariciosos las gemas de los tiempos antiguos, procedentes de camaras inagotables y ennegrecidas por las telarañas.
Los jardineros muertos hicieron que los jardines del palacio estallasen de nuevo en floraciones hacía tiempo olvidadas; cadáveres y esqueletos trabajaban para ellos en las minas, o elevaban torres fantásticas y soberbias hacia el sol moribundo. Mayordomos y príncipes de otro tiempo les servían de coperos y los instrumentos de cuerda eran tañidos para su deleite por las macilentas manos de emperatrices de dorado cabello que habían salido sin mácula de la noche de las tumbas. A las más hermosas, a las que la peste y los gusanos no habían estropeado demasiado, las tomaron como amantes y las obligaron a complacerles en
su necrofílica lujuria.
El pueblo de Cincor representaba las acciones de la vida según la voluntad de Sodosma y Mmatmuor en todas las cosas. Hablaban, se movían, comían y bebían como si estuvieran vivos. Oían, veían y sentían con similitud a los sentidos que habían sido suyos antes de la muerte, pero sus cerebros estaban reducidos a la esclavitud por una magia poderosa. Sólo recordaban vagamente su primera existencia, y el estado al que habían sido llamados era vacío, problemático y etéreo. Su sangre discurría helada y perezosa, mezclada con agua de Letea, y los vapores de Letea nublaban sus ojos.
Obedecían embotados los mandatos de sus tiránicos señores, sin rebelarse ni protestar, pero sintiendo un vago e infinito cansancio tal como el que conocen los muertos que, habiendo bebido el sueño eterno, son una vez más llamados a la amargura del ser mortal. No conocían pasiones, deseos ni placeres, únicamente el negro sopor de su despertar de Letea y un gris e incesante anhelo por volver a aquel sueño interrumpido.
El último y más joven de los emperadores de Nimboth era Illeiro, que murió durante el primer mes de la plaga y había descansado en su gigantesco mausoleo durante doscientos años antes de la llegada de los nigromantes.
Obligado con su gente y con sus padres a servir a los tiranos, Illeiro reanudó el vacío de la existencia sin hacerse preguntas y no había sentido sorpresa. Aceptó su propia resurrección y la de sus antepasados como se aceptan las indignidades y maravillas de un sueño. Sabía que había vuelto a un sol descolorido, a un mundo hueco y espectral, a un orden de cosas en los que su lugar era simplemente el de una sombra obediente. Pero al principio sólo le preocupaba, como a los demás, un vago cansancio y una indefinida necesidad del olvido perdido.
Drogado por la magia de sus dueños y débil por la larga nulidad de la muerte, vio, como un sonámbulo, las enormidades a las que sus padres se veían sujetos. Sin embargo, en cierta forma, después de muchos días, una débil chispa saltó en su mente, empapada por las sombras. Como algo perdido e irrecuperable, detrás de golfos prodigiosos, recordó la pompa de su reino en Yethlyreom, y el dorado orgullo y alegría que le habían caracterizado en su juventud. Al recordar esto, sintió un vago estremecimiento de protesta, un fantasmal resentimiento contra los magos que le habían traído a esta calamitosa parodia de vida. Confusamente, comenzó a llorar su posición perdida y la lastimera situación de sus antepasados y su pueblo.
Día tras día, como copero en los salones donde anteriormente había gobernado, Illeiro veía las hazañas de Mmatmuor y Sodosma. Vio sus caprichos crueles y lujuriosos, su creciente ebriedad y glotonería. Los vio revolcarse en su lujuria necrofílica y volverse toscos y rudos con la indolencia y la indulgencia. Descuidaron el estudio de su arte y se olvidaron de muchos de los conjuros; pero todavía gobernaban, poderosos y formidables, y recostados sobre cojines púrpura y rosas planeaban llevar un ejército de los muertos contra Tinarath. Soñando con la conquista y con mayores hechicerías, se volvieron gordos y repugnantes como gusanos que se han instalado sobre unos restos ricos en corrupción. Y paso a paso, con su relajación y tiranía, el fuego de la rebelión aumentaba en el sombrío corazón de Illeiro, como una llama que combate con los pantanos leteos. Y lentamente, al irse acumulando su rabia, le volvió algo de la fuerza y la firmeza que había tenido mientras vivía. Yiendo los vicios de los opresores y sabiendo el mal que habían hecho a los indefensos muertos, escuchó en su cerebro el clamor de voces ahogadas que pedían venganza.
Illeiro se movía silencioso por los salones palaciegos de Yethlyreom, entre sus antepasados, o permanecía esperando órdenes. Llenaba sus copas de ónice con los vinos ambarinos que la magia traía de las colinas expuestas a un sol más joven; se sometía a sus calumnias e insultos. Y noche tras noche los veía cabecear ebrios, hasta que caían dormidos, sonrojados y repletos, entre los restos de su esplendor.
Los muertos vivientes no se hablaban mucho entre sí; padre e hijo, madre e hija, amante y amado, iban de un sitio a otro sin dar señales de reconocerse y sin hacer ningún comentario sobre su fatal destino. Pero, por último, una medianoche, cuando los tiranos yacían amodorrados y las llamas temblaban en las lámparas mágicas, Illeiro pidió consejo a Hestaiyón, su antepasado más antiguo, que en fábulas había tenido fama como un gran mago y se decía que había conocido la sabiduría perdida de la antigüedad.
Hestaiyón permanecía separado de los demás, en una esquina del sombrío salón. Estaba pardo y reseco en sus crujientes vestiduras de momia y sus muertos ojos de obsidiana parecían contemplar la nada. Parecía que no había oído la pregunta de Illeiro, pero al fin respondió con un susurro seco y quejumbroso.
—Soy viejo y la noche del sepulcro fue larga y me he olvidado de mucho. Sin embargo, retrocediendo sobre el vacío de la muerte quizá recupere algo de mi anterior sabiduría y, entre nosotros, encontremos alguna forma de liberación.
Y Hestaiyón buscó entre los fragmentos de memoria, como uno que busca en un lugar donde han estado los gusanos y los ocultos archivos de los viejos tiempos se han podrido dentro de sus fundas, hasta que, por fin, recordó y dijo:
—Recuerdo que una vez he sido un mago poderoso y, entre otras cosas, conozco los conjuros de la magia negra, pero no los empleé, considerando su uso y la resurrección de los muertos como un acto aborrecible. Poseía además otros conocimientos, y quizá entre los restos de aquella antigua sabiduría haya algo que pueda servir ahora para guiarnos. Porque recuerdo una oscura y dudosa profecía, hecha en los años primeros, en la fundación de Yethlyreom y del imperio de Cincor. La profecía era que un destino peor que la muerte caería sobre los emperadores y la gente de Cincor en el tiempo futuro, y que el primero y el último de la dinastía de Nimboth, conferenciando entre ellos, encontrarían una forma de liberarse y de suprimir la desgracia. El mal no era nombrado en la profecía, pero se decía que los dos emperadores conocerían la solución a su problema rompiendo una antigua imagen de arcilla que guarda la cámara más profunda bajo el palacio imperial de Yethlyreom.
Habiendo oído esta profecía de los descoloridos labios de su antepasado, llleiro se lo pensó un rato, y luego dijo:
—Recuerdo ahora una tarde en mi juventud cuando buscando ociosamente por las cámaras no utilizadas de nuestro palacio, como hacen los muchachos, llegué a la última y encontré allí una polvorienta y extraña imagen de barro, cuya forma y posición me parecieron extrañas. Y sin conocer la profecía, me marché desilusionado y me volví tan perezosamente como había entrado, buscando la luz del sol.
Entonces, apartándose sin ser advertidos de sus compañeros y llevando ricas lámparas que habían cogido del salón, Hestaiyón e llleiro bajaron por unas escaleras subterráneas hasta encontrarse debajo del palacio y, recorriendo como implacables y furtivas sombras el laberinto de oscuros corredores, llegaron al fin a la cripta inferior.
Aquí, entre el negro polvo y los montones de telarañas de un pasado inmemorial, encontraron, como había sido decretado, la imagen de arcilla, cuyos rudos rasgos eran los de un dios de la tierra olvidado. Illeiro rompió la imagen con un trozo de piedra y él y Hestaiyón sacaron de su hueco interior una gran espada de acero que no se había oxidado y una pesada llave de bronce brillante y tabletas de cobre reluciente sobre las que estaban inscritas las diversas cosas que había que hacer para que Cincor se librase del oscuro reinado de los nigromantes y la
gente pudiese volver de nuevo al olvido de la muerte.
Así, con la llave de bronce, llleiro abrió, según las tabletas enseñaban a hacer, una puerta baja y estrecha al final de la cámara, detrás de la rota imagen, y él y Hestaiyón vieron, según estaba profetizado, los enroscados escalones de sombría piedra que conducían a un abismo no descubierto, donde continuaban ardiendo los escondidos fuegos de la tierra. Y dejando a Illeiro de guardia ante la puerta abierta, Hestaiyón cogió la espada de acero inoxidado y volvió al salón donde dormían los magos, yaciendo extendidos sobre los lechos rosa y púrpura, con los pálidos muertos sin sangre a su alrededor en pacientes hileras.
Sostenido por la antigua profecía y por la autoridad de las relucientes tablas, Hestaiyón levantó la espada y cortó la cabeza de Mmatmuor y la de Sodosma de un solo golpe. Después, según le había sido ordenado, cuarteó los restos con poderosos golpes. Y los nigromantes rindieron sus sucias vidas y yacieron sin un solo movimiento, añadiendo un rojo más brillante al rosa y un tono más brillante al triste púrpura de sus lechos.
Después, la venerable momia de Hestaiyón habló a los suyos que permanecían silenciosos e indiferentes, sin ser conscientes de su liberación, en un suave murmullo, pero con autoridad, como un rey que da órdenes a sus hijos. Los emperadores y emperatrices muertos se estremecieron, como hojas de otoño ante una repentina ráfaga de viento, y un susurro pasó entre ellos y salió del palacio, para ser comunicado al fin, de muchas formas, a todos los muertos de Cincor.
Toda aquella noche, y durante el día, oscuro como la sangre, que siguió a la luz de las temblorosas antorchas o del pálido sol, un interminable ejército de esqueletos comidos por la peste, de cadáveres destrozados, pasó en un torrente fantasmal por las calles de Yethlyreom a lo largo del salón del palacio donde montaba guardia junto a los cuerpos de los magos. Sin detenerse, con ojos fijos y vagos, siguieron adelante como sombras, buscando las cámaras subterráneas debajo del palacio, atravesando la puerta abierta en la última cámara donde Illeiro montaba guardia y descendiendo después un millón de peldaños hasta llegar al borde de aquel precipicio donde hervían los interminables fuegos de la tierra. Allí, desde el borde, se lanzaron a una segunda muerte y a la limpia destrucción de las llamas sin fondo.
Pero después de que todos hubiesen encontrado su liberación, Hestaiyón permaneció todavía, solo en el descolorido atardecer, al lado de los destrozados cadáveres de Mmatmuor y Sodosma. Allí, según las tablillas le habían enseñado, probó aquellos conjuros mágicos que había conocido en su antigua sabiduría y maldijo a los desmembrados cuerpos con aquella perpetua vida-en-muerte que Mmatmuor y Sodosma habían intentado infligir en la gente de Cincor. Y las maldiciones salieron de los pálidos labios, las cabezas rodaron horriblemente con ojos vidriosos y los torsos y las extremidades se retorcieron en los imperiales lechos entre la sangre coagulada.
Después, sin mirar hacia atrás, sabiendo que todo se había hecho como estaba dispuesto y ordenado desde el principio, la momia de Hestaiyón abandonó a los magos a su destino y recorrió fatigadamente el oscuro laberinto de cámaras para reunirse con Illeiro.
Así, en un tranquilo silencio y sin decirse ni una palabra más, Illeiro y Hestaiyón entraron por la puerta abierta en la cámara, e Illeiro la cerró con la llave de bronce. Y de allí, por las sinuosas escaleras recorrieron el camino hasta el borde de las profunda llamas y se unieron con su pueblo y sus antepasado en la última y profunda nada.
Pero de Mmatmuor y Sodosma se dice que su cuerpos destrozados reptan de un lado a otro hasta ahora en Yethlyreom, sin encontrar paz o respiro de su destino de vida-en-la-muerte, y buscan en vano entre el negro laberinto de cámaras interiores la puerta que fue cerrada por Illeiro.
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