Anónimo
(c. 1100)
ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR
JOSEPH BÉDIER, que realizó la versión moderna de La
Chanson de Roland, es también autor de un
erudito prólogo que encabeza la edición francesa de la obra, y (que no
reproducimos por considerarlo de limitado valor para el lector de habla
castellana, ya que se refiere sobre todo al aspecto lingüístico del poema. Sin
embargo, conviene destacar en él algunos elementos de interés general. Bédier,
notable estudioso, ha dedicado largos años a su labor de investigación, cuyos
resultados ha publicado en un volumen de comentarios de La Chanson de
Roland. Según su autorizada opinión, el
único manuscrito que ha conservado la belleza integral del célebre poema es el
que lleva el número 23 del fondo
Digby de la Biblioteca Bodleyana de Oxford, al cual se ha remitido para sus
trabajos. Este manuscrito, que reúne 4002 versos, y está firmado
"Turoldus" es, nos dice Bédier, obra de un copista anglo-normando que
realizó la transcripción hacia 1170. Siempre según Bédier, el poeta debió
escribir La Chanson de Roland hacia
1100. Queda la incógnita del idioma o dialecto en que fue compuesto el poema, y
que ha dado lugar a varias teorías, adaptada cada una de ellas a una versión
distinta de la obra, Joseph Bédier, que ha examinado detenidamente los demás
manuscritos, cotejándolos con el oxoniense, llega, a la conclusión terminante
de que este último es el único valedero. En apoyo de su aserto, nos hace notar que cuando se presenta una
discrepancia entre la versión de Oxford y alguna de las demás versiones, es
siempre notorio el error, de la última, error que, por otra parte, repiten los
manuscritos posteriores. De ahí que éstos no puedan ser considerados como
transcripciones directas del original, sino como copias de documentos que han
sufrido alteraciones y modificaciones. Queda de este modo establecido que la
presente traducción castellana ha sido hecha sobre un texto a todas luces
fidedigno.
Considerando que uno de los mayores atractivos de la obra estriba en su
noble simplicidad, no hemos querido sobrecargar esta edición con notas y
comentarios que dificultan la lectura. Por ello consignamos a modo de
advertencia algunos detalles técnicos que favorecen su comprensión.
Uno de los problemas que se han presentado en el curso de la traducción
ha sido la equivalencia de los nombres propios y de lugar.
Siguiendo el parecer del Prof. D. Ramón Menéndez Pidal, cuyo consejo
agradecemos, hemos transcrito sin modificaciones o, según los casos, dando a
las palabras una grafía en consonancia con la fonética española, todos los
nombres propios de filiación incierta o simplemente imaginarios. Así los
vocablos "Marbrise y Marbrose", que otros traductores interpretan
como Mallorca y Menorca (hipótesis que el mismo texto torna dudosa), conservan
el poético apelativo que les dio el autor primitivo de la Canción. Por otra
parte, cuando es evidente la identificación del término francés con personas o
lugares cuyos nombres son conocidos en castellano, hemos traducido siempre de
acuerdo con los más severos criterios. Es así como nos hemos valido, para
nuestro propósito, de las nomenclaturas tradicionales de los antiguos romances
carolingios, que también utilizaron Angel J. Batistessa
y Benjamín James, este último respaldado por la autoridad del Prof. Menéndez
Pidal.
Finalmente, en ciertos pasajes del poema señalados entre corchetes, ofrecemos
una interpretación personal del texto primitivo en francés arcaico que Joseph
Bédier no ha "traducido" al lenguaje moderno, limitándose a marcarlo
con puntos suspensivos. Hemos optado por esta solución, que el rigor crítico de
Bédier rechaza, a fin de no romper el hilo de la narración. (Tal ocurre, por
ejemplo, en la pág. 36 del presente volumen, en la que
el texto comprendido entre corchetes corresponde al verso 602 del original
primitivo: "Puis si cumencet a venir ses tresors", de aparente significado, en nuestra
opinión.)
En cuanto al lenguaje empleado en la versión castellana, hemos
procurado acercarnos lo más posible al de nuestras canciones de gesta y
romances, utilizando para los saludos y las frases características expresiones
y giros propios de la época. El mismo criterio ha imperado para designar las
piezas principales del atavío y de las armas, para las cuales se ha tenido en
cuenta la terminología antigua.
Establecidos estos elementos de juicio, sólo nos resta ahora remitirnos
a la opinión del lector, para quien, en última instancia, se han conjugado los
esfuerzos del cantor anónimo, de su intérprete moderno, Joseph Bédier, y de su
traductor en idioma español, quien de este modo rinde su modesto tributo a esta
joya de la poesía universal.
E. M.
I
EL REY CARLOS, nuestro emperador, el Grande, siete años
enteros permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un
solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo
Zaragoza, que está en una montaña. La tiene el rey Marsil, que a Dios no
quiere. Sirve a Mahoma y le reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el
infortunio.
II
EL REY MARSIL se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un
vergel, bajo la sombra. En una terraza de mármoles azules se reclina; son más
de veinte mil en torno a él. Llama a sus condes y a sus duques:
—Oíd, señores, qué azote nos abruma. El emperador Carlos, de
Francia, la dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo ejército que
pueda darle batalla; para vencer a su gente, no es de talla la mía.
Aconsejadme, pues, hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la deshonra!
No hay infiel que conteste una palabra, salvo Blancandrín,
del castillo de Vallehondo.
III
ENTRE los infieles, Blancandrín es juicioso: por su valor, buen
caballero; por su nobleza, buen consejero de su señor. Le dice al rey:
—¡Nada temáis! Enviad a Carlos, orgulloso y altivo, palabras
de servicio fiel y de gran amistad. Le daréis osos, y leones y perros,
setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas muías, cargadas de oro
y plata y cincuenta carros, con los que podrá formar un cortejo: con largueza
pagará así a sus mercenarios. Mandadle decir que combatió bastante en esta
tierra; que a Aquisgrán, en Francia, debería volverse, que allí lo seguiréis,
en la fiesta de San Miguel, que recibiréis la ley de los cristianos; que os
convertiréis en su vasallo, para honra y para bien. ¿Quiere rehenes?, pues
bien, mandémosle diez o veinte, para darle confianza. Enviemos a los hijos de
nuestras esposas: así perezca, yo le entregaré el mío. Más vale que caigan sus
cabezas y no perdamos nosotros libertad y señorío, hasta vernos reducidos a
mendigar.
IV
PROSIGUE Blancandrín:
—Por esta diestra mía, y por la barba que flota al viento
sobre mi pecho, al momento veréis deshacerse el ejército del adversario. Los
francos regresarán a Francia: es su país. Cuando cada uno de ellos se encuentre
nuevamente en su más caro feudo, y Carlos en Aquisgrán, su capilla, tendrá,
para San Miguel, una gran corte. Llegará la fiesta, vencerá el plazo: el rey no
tendrá de nosotros palabra ni noticia. Es orgulloso, y cruel su corazón:
mandará cortar las cabezas de nuestros rehenes. ¡Más vale que así mueran ellos
antes de perder nosotros la bella y clara España, y padecer los quebrantos de
la desdicha!
Los infieles dicen:
—Quizá tenga razón.
V
EL REY MARSIL ha escuchado a sus consejeros. Llama a Clarín
de Balaguer, Estamarín y su par Eudropín, y a Priamón y Guarlan el Barbudo, y a
Machiner y su tío Maheu, y a Jouner y a Malbián de Ultramar, y a Blancandrín,
para hablar en su nombre. Entre los más felones, toma a diez aparte y les dice:
—Señores barones, iréis hacia Carlos. Está ante la ciudad de
Cordres, a la que ha puesto sitio. Llevaréis en las manos ramas de olivo, en
señal de paz y humildad. Si gracias a vuestra habilidad, podéis llegar a un
acuerdo con él, os daré oro y plata a profusión, tierras y feudos a la medida
de vuestros deseos.
—¡Nos colmáis con ello! —dicen los infieles.
VI
EL REY MARSIL ha escuchado a sus consejeros. Dice a sus
hombres:
—Señores, partiréis. Llevaréis en las manos ramas de olivo, y
le diréis al rey Carlomagno que por su Dios tenga clemencia; que no verá pasar
este primer mes sin que yo esté junto a él con mil de mis fieles; que recibiré
la ley cristiana y me convertiré en su deudor con todo amor y toda fe. ¿Quiere
rehenes? Pues, en verdad, los tendrá.
—Con ello obtendréis un buen acuerdo —dice Blancandrín.
VII
MARSIL manda traer diez mulas blancas, que le había enviado
el rey de Adalia. Son de oro sus frenos; las sillas tienen incrustaciones de
plata. Los mensajeros montan; llevan en las manos ramas de olivo. Van hacia
Carlos, que en Francia tiene su feudo. No podrá remediarlo Carlos: lo
engañarán.
VIII
EL EMPERADOR se muestra alegre; está de buen humor, pues ya conquistó
Cordres. Ha destruido sus murallas y ha abatido las torres con sus catapultas.
Sus caballeros han hallado gran botín: oro, plata y preciosas armaduras. Ni un
solo infiel quedó en la villa: todos murieron o fueron bautizados.
El emperador se halla en un gran vergel: junto a él, están
Rolando y Oliveros, el duque Sansón y el altivo Anseís, Godofredo de Anjeo,
gonfalonero del rey, y también Garín y Gerer, y con ellos muchos más: son
quince mil de Francia, la dulce. Los caballeros se sientan sobre blancas
alfombras de seda; los más juiciosos y los ancianos juegan a las tablas y al
ajedrez para distraerse, y los ágiles mancebos esgrimen sus espadas. Bajo un
pino, cerca de una encina, se alza un trono de oro puro todo él: allí se sienta
el rey que domina a Francia, la dulce. Su barba es blanca, y floridas sus
sienes; su cuerpo es hermoso, su porte altivo: no hay necesidad de señalarlo al
que lo busque. Y los mensajeros echan pie a tierra y lo saludan con amor y
respeto.
IX
BLANCANDRÍN es el primero en hablar. Dícele al rey: —¡Os
saludo en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! Oíd lo que os manda
decir el valeroso rey Marsil. Se ha instruido en la ley salvadora; por ello
quiere daros riquezas a profusión, osos y leones, perros que se pueden llevar con
correa, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas,
cargadas de oro y plata, cincuenta carros con los que formaréis un cortejo, y
colmados de tantos besantes de oro fino que podréis pagar con largueza a
vuestros mercenarios. Durante largo tiempo permanecisteis en esta tierra. A
Aquisgrán, en Francia, os convendría regresar. Allí os seguirá, os lo promete,
mi señor.
El emperador alza las manos hacia Dios, inclina la cabeza y
se pone a meditar.
X
EL EMPERADOR mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron
apresuradas sus palabras: tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en
gana. Cuando por fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.
—Habéis hablado muy bien —contesta a los mensajeros—. Mas el
rey Marsil es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo sobre las palabras que
acabáis de pronunciar?
—Tendréis rehenes —replica el sarraceno—. Diez, quince o
veinte. Así deba perecer, pondré con ellos a un hijo mío, y recibiréis, según
creo, otros de mayor alcurnia. Cuando os encontréis en vuestro soberbio
palacio, durante la gran fiesta de San Miguel del Peligro, estará junto a vos
mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras fuentes, que Dios hizo para vos,
quiere recibir el bautismo.
Responde Carlos:
—Quizá pueda alcanzar aún la salvación.
XI
LA TARDE es hermosa y luce claro el sol. Carlos ordena que
las diez mulas sean conducidas al establo y hace levantar una tienda en el gran
vergel. Allí dará albergue a los diez mensajeros; doce sargentos cuidan con
esmero de su servicio. Reposan esa noche hasta que despunta el claro día. El
emperador se ha levantado temprano; ha escuchado misa y maitines. Se ha
retirado bajo un pino y manda llamar a sus barones para hacerse aconsejar: en
toda circunstancia, quiere que sus guías sean los de Francia.
XII
EL EMPERADOR Se halla bajo un pino; ha llamado a sus barones
para escuchar su consejo; el duque Ogier y el arzobispo Turpín, Ricardo el
Viejo y su sobrino Enrique, y también el animoso conde de Gascuña Acelino,
Tibaldo de Reims y su primo Milón. Vienen asimismo Gerer y Garín; y con ellos
el conde Rolando y Oliveros, el noble y denodado; son más de mil los guerreros
de Francia; también se halla Ganelón, el que había de traicionarlos. Da
comienzo entonces el consejo que debía acarrear terrible infortunio.
XIII
—SEÑORES barones —dice el emperador Carlos—, el rey Marsil me
ha enviado sus mensajeros. Desea darme de sus riquezas a profusión: osos y
leones, perros amaestrados para que se les pueda llevar con correa, setecientos
camellos y mil azores a punto de ser mudados, cuatrocientas muías cargadas de
oro de Arabia y además cincuenta carros. Pero me pide que me retire a Francia:
dice que me seguirá a Aquisgrán, a mi palacio, y que recibirá nuestra ley, la
más santa, según confiesa; será cristiano, tendrá sus tierras como vasallo mío.
Pero ignoro cuál es el fondo de su corazón.
—Desconfiemos —dicen los franceses.
XIV
EL EMPERADOR ha expresado su pensamiento. El conde Rolando,
que no está de acuerdo, al momento se yergue para contrariarlo. Le dice al rey:
—¡Desdichado de vos, si creéis las palabras de Marsil! Son ya
siete años enteros los que llevamos en España. He conquistado para vos Noples y
Comibles; he tomado Valtierra y las tierras de Pina, Balaguer, Tudela y Sevil.
Entonces el rey Marsil llevó a cabo una gran traición: envió a quince de sus
infieles hacia vos, llevaban todos una rama de olivo en la mano y os dijeron
las mismas palabras que ahora. Pedisteis consejo a vuestros franceses. A fe que
os lo dieron muy insensato: enviasteis al infiel a dos de vuestros condes, uno
era Basan y el otro. Basilio; cerca de Altamira, en pleno monte, cortó sus
cabezas. ¡Continuad la guerra como la emprendisteis! Conducid a Zaragoza a la
flor de vuestro ejército; ponedle sitio, así deba durar toda vuestra vida, y
vengad aquellos que el traidor mandó matar.
XV
EL EMPERADOR mantiene inclinada la cabeza. Alisa su barba y
manosea su mostacho; ni aprueba a su sobrino, ni lo regaña: nada responde. Los
franceses guardan silencio, excepto Ganelón. Se pone de pie, e irguiendo el
cuerpo, se presenta ante Carlos. Con gran altivez comienza a hablar, y dice al
rey:
—¡Ay de vos si escucháis al villano, sea yo, o cualquier
otro, que no os aconsejara para vuestro bien! Cuando el rey Marsil os manda
decir que se convertirá en vuestro vasallo, juntas las manos, y que recibirá
toda España como un don de vuestra gracia, y que además acatará la ley que
nosotros observamos, aquel que os aconseje que desechemos semejante acuerdo en
poco aprecia, señor, nuestra vida. No debe prevalecer un consejo de orgullo.
¡Dejemos a los locos, atengámonos a los juiciosos!
XVI
ENTONCES se adelanta Naimón; no existe mejor vasallo en toda
la corte. Le dice al rey:
—Habéis oído la respuesta de Ganelón; es muy sensata, sólo os
resta ponerla en práctica. El rey Marsil ha perdido la guerra: le habéis tomado
todos sus castillos; con vuestras catapultas habéis destrozado sus murallas;
habéis incendiado sus ciudades y vencido a sus hombres. Hoy, cuando os pide que
le otorguéis clemencia, sería pecado causarle más desdichas. Puesto que quiere
entregaros rehenes como garantía, no debéis prolongar esta gran guerra.
—¡El duque tiene razón! —dicen los franceses.
XVII
—SEÑORES barones, ¿a quién hemos de enviar a Zaragoza, hacia
el rey Marsil? -—pregunta Carlos. El duque Naimón responde al punto:
—Iré yo, con vuestra venia: entregadme, pues, el guante y el
bastón.
—Sois hombre de buen consejo —dice el rey-—; por mis barbas
que no os alejaréis de mi lado tan pronto. ¡Regresad a vuestro sitio, que nadie
os pidió nada!
XVIII
—SEÑORES barones, ¿a quién podríamos enviar al sarraceno que
es dueño de Zaragoza?
—Muy bien podría ser yo —contesta Rolando.
—Por cierto que no iréis —dice el conde Oliveros—. Vuestro
corazón es violento y altivo, llegaríais a las manos, mucho me temo. Si el rey
lo desea, podría ir yo.
—¡Callaos ambos! —interrumpe el rey—. Ni vos, ni él, pondréis
allí los pies. Por mis barbas, que veis aquí blancas, ¡ay del que me nombre a
alguno de los doce pares!
Los franceses guardan silencio, intimidados.
XIX
TURPÍN DE REIMS se ha incorporado; sale de la fila y dice al
rey:
—¡Dejad tranquilos a vuestros francos! Siete años
permanecisteis en este país: han soportado muchas penas aquí, muchas fatigas.
Mas dadme, señor, el guante y el bastón, e iré hacia el sarraceno de España:
tengo ganas de ver cómo está hecho.
—¡Id y sentaos sobre esa alfombra blanca! ¡No volváis a tomar
la palabra sobre este asunto, a menos que os lo ordene yo! —replica, irritado,
el emperador.
XX
—CABALLEROS francos —dice el emperador Carlos—, elegidme a un
barón de mis dominios que pueda llevar a Marsil mi mensaje.
Rolando exclama:
—Que sea Ganelón, mi padrastro. Dicen los franceses:
—Por cierto que es el hombre indicado; no podríais enviar a
ninguno más sensato.
Y el conde Ganelón se siente penetrado por la angustia. Retira
de su cuello las amplias pieles de marta, descubriendo su brial de seda. Sus
ojos son veros, su rostro altivo; noble es su cuerpo y su pecho amplio: tan
hermoso se muestra que todos sus pares lo contemplan. Ganelón se encara con
Rolando:
—¡Insensato! ¿Cuál es el motivo de tu frenesí? Todos aquí
saben que soy tu padrastro, y sin embargo, me has señalado para ir al encuentro
de Marsil. ¡Si Dios permite que regrese de esta empresa, te causaré males que
durarán hasta el fin de tus días!
—Son ésas palabras dictadas por el orgullo y la demencia
—replica Rolando—. Bien saben todos que no me cuido de amenazas; mas para
hacerse cargo de un mensaje se necesita tener juicio. Si lo desea el rey, estoy
dispuesto: iré en vuestro lugar.
XXI
—¡No HARÁS TAL! —responde Ganelón—. Ni eres tú vasallo mío,
ni soy yo tu señor. Carlos me ordena que cumpla su servicio: iré, pues, a
Zaragoza, donde está Marsil; mas antes de haberse apaciguado en mí la gran
cólera que me invade, habré hecho una de las mías.
Al escuchar tales palabras, Rolando comienza a reír.
XXII
AL ADVERTIR Ganelón la burla de Rolando, lo invade tal
despecho que está a punto de estallar de rabia; poco le falta para perder el
juicio.
—Mal os quiero, a vos que habéis hecho recaer sobre mí esta
elección injusta —le dice el conde—. Buen emperador, heme dispuesto; quiero
llevar a cabo vuestra orden.
XXIII
—¡IRÉ A ZARAGOZA! Es necesario, bien lo sé. Quien pone allí
los pies, no ha de regresar. Recordad, por sobre todas las cosas, que vuestra
hermana es mi esposa. Me ha dado un hijo, el más hermoso que existe. Su nombre
es Balduino
—añade—, ha de ser un hombre valeroso. A él dejo en herencia mis tierras y mis
feudos. Tomadlo bajo vuestra protección, pues nunca volverán a contemplarlo mis
ojos.
—Muy tierno tenéis el corazón —contesta Carlos—. Fuerza os es
partir, puesto que asi lo ordeno.
XXIV
DICE EL rey:
—Acercaos, Ganelón, y recibid el guante y el bastón. Bien lo
habéis oído: la elección de los francos ha recaído sobre vos.
—Señor —replica Ganelón—, ¡todo fue por causa de Rolando!
Toda mi vida le guardaré rencor, y también a Oliveros, por ser su amigo. En
cuanto a los doce pares, que tanto lo quieren, aquí mismo los desafío, señor,
ante vuestros ojos.
—Sois demasiado iracundo —observa el rey—. Verdad es que
iréis, puesto que es mi mandato.
—Tal haré, mas sin ninguna garantía, como les sucedió a
Basilio y a su hermano Basan.
XXV
EL EMPERADOR le entrega el guante, aquel que lleva en la mano
derecha. Mas el conde Ganelón hubiera deseado hallarse a muchas leguas. Cuando
se decide a tomarlo, el guante cae a tierra. Los franceses dicen:
—¡Dios! ¿Qué augurio es ése? Grandes males habrá de
acarrearnos esta empresa.
—Caballeros —dice Ganelón—, ¡ya tendréis noticias de ello!
XXVI
—SEÑOR —prosigue Ganelón—, dadme vuestra venia para partir.
Ya que debo marchar, nada ha de retardarme. Y responde el rey:
—¡Id en nombre de Jesús y con mi venia! Lo absuelve con su
mano diestra y traza sobre él el signo de la cruz. Luego le entrega el bastón y
el breve.
XXVII
EL CONDE Ganelón se dirige hacia su campamento. Adorna su
persona con los mejores aderezos que puede hallar. En sus pies, coloca espuelas
de oro y ciñe a su costado su espada Murglés. Monta sobre Techebrún, su corcel,
cuyo estribo le sostiene su tío Guinemer. Entonces hubierais visto llorar a
muchos caballeros, que se lamentaban :
—¡Lástima grande de vuestro valor! Largo tiempo
pertenecisteis a la corte del rey, donde se os tenía por noble vasallo. Ni siquiera Carlos podrá
proteger ni salvar al que os señaló para esta misión. No, el conde Rolando no
tendría que haber pensado en vos: vuestra estirpe es demasiado ilustre.
Y luego añaden:
—¡Señor, llevadnos con vos!
—¡No lo permita Dios, nuestro Señor! Más vale que yo solo
muera, para que vivan tantos buenos caballeros. A Francia, la dulce, habréis de
regresar, señores. Saludad a mi esposa de mi parte, a Pinabel, par y amigo mío
y a mi hijo Balduino ... Brindadle vuestra ayuda y reconocedlo como vuestro
señor —responde Ganelón. Y emprende el camino.
XXVIII
CABALGA Ganelón bajo los altos olivares, hasta dar alcance a
los mensajeros sarracenos. Y he aquí que Blancandrín demora largo tiempo a su
lado: ambos conversan con gran astucia. Blancandrín exclama:
—¡Qué hombre tan maravilloso es Carlos! Conquistó Apulia y
toda Calabria; ha cruzado el mar salado, obteniendo para San Pedro el tributo
de Inglaterra. ¿Qué más ha de encontrar aquí, en nuestro país?
—Tal es su gusto —responde Ganelón—. Jamás alcanzará hombre
alguno su valía.
XXIX
—SON LOS francos hombres de gran nobleza —observa
Blancandrín—. Mas causan graves males a su señor esos duques y esos condes que
en tal manera lo aconsejan: lo agotan y lo pierden, y con él a los que lo
rodean.
Replica Ganelón:
—Eso no reza con nadie, que yo sepa, si no es con Rolando, a
quien le habrá de pesar algún día. La otra mañana, hallábase sentado a la
sombra el emperador. Llegó su sobrino, cubierto con su loriga, trayendo el
botín que había conquistado en Carcasona. Tenía en la mano una espléndida
manzana. "Tomad, mi buen señor", díjole a su tío, "os ofrezco
como presente las coronas de todos los reyes". Su orgullo habrá de
perderlo, pues todos los días se brinda a la muerte como presa. ¡Venga quien lo
mate! Gozaríamos entonces de una paz completa.
XXX
—¡BIEN SE merece el odio Rolando —dice Blancandrín—, pues ambiciona
someter a su dominio a todas las naciones y pretende apoderarse de todas las
tierras! Mas, ¿quiénes habrán de respaldarlo en tales empresas?
—¡Los franceses! Tanto lo aman que jamás podrán abandonarlo.
Les da oro y plata en abundancia, mulas y corceles, telas de seda y armaduras. Al mismo
emperador le regala cuanto desea: habrá de conquistarle estas tierras hasta
Oriente.
XXXI
TANTO cabalgaron juntos Ganelón y Blancandrín que llegan a
hacerse una promesa mutua, jurando cumplirla sobre su fe: buscar el modo de que
muera Rolando. Tanto cabalgaron por caminos y senderos que pusieron finalmente
pie a tierra en Zaragoza, bajo un tejo. A la sombra de un pino se alza un
trono, cubierto de seda de Alejandría. Ahí se sienta el rey que tiene a toda
España bajo su dominio, rodeado de veinte mil sarracenos. Todos guardan
silencio, ansiosos por escuchar las nuevas. Y he aquí que se aproximan Ganelón
y Blancandrín.
XXXII
BLANCANDRÍN se presenta ante Marsil; lleva de la mano al
conde Ganelón. Dice, dirigiéndose al rey:
—¡Salud, en nombre de Mahoma y de Apolo, cuyas santas leyes
observamos! Dimos parte a Carlos de vuestro mensaje. Alzó ambas manos hacia los
cielos y alabó a su Dios, sin responder cosa alguna. Mas os envía uno de sus
nobles barones, éste que aquí veis, y que todos consideran en Francia como
ilustre caballero. Él os dirá si tendremos paz o no.
—¡Que hable —responde Marsil—, lo escucharemos!
XXXIII
MAS EL CONDE Ganelón había estado pensándolo mucho. Comienza
desplegando grandes artes, cual hombre versado en el discurso. Dícele al rey:
—¡Salud, en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! He
aquí lo que os manda decir Carlomagno, el esforzado: recibid la santa ley
cristiana, y él habrá de entregaros como feudo la mitad de España. Si no os
place aceptar este acuerdo, se os tomará cautivo, y encadenado de viva fuerza,
seréis conducido a Aquisgrán; allí se os juzgará y pondráse fin a vuestra vida:
vuestra .muerte será vil y ultrajante.
Se estremece el rey Marsil. En la mano tiene un dardo,
emplumado de oro: su deseo es herir, pero lo retienen.
XXXIV
EL REY MARSIL ha mudado de color y apresta su jabalina. Al
verlo Ganelón, lleva la mano a su espada, desenvainándola la largura de dos
dedos. Dice, dirigiéndose a ella:
—Muy bella eres, y muy clara. ¡No en vano te llevé tan largo tiempo en la real corte!
No habrá de decir el emperador de Francia que sucumbí solo en tierra extraña
sin que los más valientes te hayan comprado a tu precio. —¡Impidamos el
combate! —dicen los infieles.
XXXV
TANTOS han sido los ruegos de los más ilustres sarracenos que
Marsil ha vuelto a sentarse en su trono. Dice el califa:
—Nos hubierais dejado en mala postura, pretendiendo herir al
francés; más os valía escuchar y comprender.
—Señor —dice Ganelón—, son éstas cosas que debo por fuerza
soportar. Pero no dejaría de trasmitiros, por todo el oro que hizo Dios, y por
todas las riquezas de este país, lo que Carlos, el poderoso rey, os manda decir
por mi boca, si es que me dais lugar, considerándoos como a mortal enemigo.
Lo cubre un manto de marta cebellina, forrado de seda de
Alejandría. Lo hace a un lado y Blancandrín lo recibe en sus manos; mas se
guarda muy bien de soltar su espada. En su puño derecho, la mantiene sujeta por
el dorado pomo. Y dicen los infieles:
—¡Es noble barón!
XXXVI
Ganelón avanza hacia el rey y le dice:
—Os irritáis sin motivo, ya que Carlos, que reina en Francia,
os manda decir esto: recibid la ley de los cristianos, os entregará como feudo
la mitad de España. La otra mitad será para Rolando, su sobrino: de ese modo
habréis de compartir con un altivo señor. Si no os place aceptar este acuerdo,
vendrá el rey a poner sitio a Zaragoza: se os tomará cautivo y de viva fuerza
se os cargará de ligaduras; seréis conducido derechamente a Aquisgrán y no
tendréis para el camino palafrén ni corcel, mulo ni mula, para poder cabalgar;
se os arrojará sobre mala bestia de carga. Una vez allí, luego de juzgaros, se
os cortará la cabeza. He aquí el breve que os envía nuestro emperador.
Se lo entrega al infiel, con la mano diestra.
XXXVII
MARSIL palidece de ira. Rompe el sello, tira la cera, mira el
breve y lee lo que lleva escrito:
—Carlos, el rey que tiene a Francia bajo su dominio, me dice
que traiga a mi memoria el dolor y la cólera que lo invadieron cuando corté las
cabezas de Basan y su hermano Basilio, en los montes de Altamira. Si quiero
preservar mi vida, es preciso que le envíe a mi tío, el califa; de otro modo,
jamás gozaré de su favor.
Entonces toma la palabra el hijo de Marsil:
—Ganelón ha hablado como un loco —le dice al rey—. Ha llegado
demasiado lejos: no tiene derecho a la vida. Entregádmelo, y yo haré justicia.
Al oír estas palabras Ganelón, blande su espada, corre hacia
un pino y toma apoyo en su tronco.
XXXVIII
MARSIL se ha retirado en el vergel. Ha llevado consigo a los
mejores de entre sus vasallos. Con ellos va Blancandrín, el de la cabellera
encanecida, y Jurfaret, su hijo y heredero, y el califa, su tío y fiel amigo.
Blancandrín dice:
—Llamad al francés: me ha jurado sobre su fe servirnos.
—Traedlo, entonces —responde Marsil.
Y Blancandrín, tomándolo de la mano diestra, lo conduce por
el vergel hasta donde se halla el rey. Allí conciertan entre todos la infame
traición.
XXXIX
—BUEN CABALLERO Ganelón —dícele Marsil—, os traté con alguna
ligereza cuando cegado por la cólera, estuve a punto de heriros. Ofrezco en
prenda de mi palabra estas pieles de marta cebellina, cuyo precio vale más de
quinientas libras: mañana, antes de la caída del sol, os habré pagado una buena
multa.
—No la rechazo —responde Ganelón—. ¡Que Dios os recompense,
si le place!
XL
—Ganelón —dice Marsil—, sabed que, en verdad, me siento
impulsado a apreciaros en alto grado. Deseo que me habléis de Carlomagno. Es ya
muy viejo, ha cumplido su tiempo; según mi parecer, debe tener más de
doscientos años. Por tantas tierras ha llevado su cuerpo, tantas estocadas ha
recibido su escudo, tantos opulentos reyes se vieron por su culpa convertidos
en mendigos, ¿cuándo estará harto de guerrear?
—Carlos no es cual vos pensáis —responde Ganelón—. No hay
hombre que al verlo y al aprender a conocerlo, no diga: "el emperador es
un valiente". No podrían mis palabras alabarlo y ensalzarlo lo suficiente:
hay en él más honor y más virtudes de las que puedo expresar. ¿Quién podría
describir su inmenso valor? ¡Tanta nobleza hace Dios resplandecer en su
persona! Preferiría morir antes que faltar a sus barones.
XLI
—BUEN MOTIVO tengo para maravillarme —añade el infiel—.
Carlomagno es viejo y blanca su cabeza; en mi opinión, debe tener más de
doscientos años; por tantas tierras ha llevado a la lucha su cuerpo, ha
recibido tantos tajos y lanzazos, tantos opulentos reyes se han convertido por
su culpa en mendigos, ¿cuándo se cansará de guerrear?
—Nunca —responde Ganelón—, mientras viva su sobrino. No hay
hombre más valeroso que Rolando bajo el firmamento. Y también es varón
esforzado su amigo Oliveros. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su
vanguardia con veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a ningún
ser viviente.
XLII
—ME MARAVILLA en gran manera —repite el sarraceno—.
Carlomagno tiene el cabello blanco; calculo que debe tener doscientos años, si
no más; por tantas tierras ha llevado sus conquistas; tantos golpes de lanzas
penetrantes recibió, tantos opulentos reyes fueron muertos y vencidos por él en
la batalla, ¿cuándo se cansará por fin de guerrear?
—Nunca —dice Ganelón—, mientras viva Rolando.
No hay ninguno tan valeroso como él desde aquí hasta el
Oriente. Y también su compañero Oliveros es varón esforzado. Y los doce pares,
que tanto ama Carlos, forman su vanguardia con veinte mil franceses. Carlos
está bien seguro; no teme a ningún ser viviente.
XLIII
—BUEN CABALLERO Ganelón —dice el rey Marsil—, tengo un
ejército tan brioso como nunca lo veréis; puedo contar con cuatrocientos mil
caballeros: ¿podré combatir a Carlos y sus franceses?
—¡Eso se dice pronto! Vuestras mesnadas se perderían en masa.
¡Desechad las locuras; ateneos a vuestro juicio! Enviad al emperador tantos
regalos que todos los franceses queden maravillados. Con sólo mandarle veinte
rehenes, al punto veréis al rey regresar a Francia, la dulce. Dejará su
retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará, supongo, su sobrino, el conde
Rolando y también el animoso y cortés Oliveros: pueden darse por muertos los
dos condes, si encuentro quien atienda a mis consejos. Carlos verá quebrantarse
su orgullo; por siempre perderá el deseo de contender nuevamente con vos.
XLIV
—BUEN CABALLERO Ganelón, ¿de qué medio puedo valerme para que
Rolando perezca?
—Os lo voy a decir —responde Ganelón—. Partirá el rey hacia los
mejores puertos de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará
el poderoso conde Rolando y Oliveros, en quien tanto confía éste, al mando de
veinte mil franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para darles la primera
batalla. Las huestes de Francia hallarán gran quebranto, aunque también habrán
de sufrir los vuestros, no lo niego. Mas entablad luego la segunda batalla: ya
sea en la una o en la otra, no habrá de salvarse Rolando. Habréis llevado a
cabo, entonces, una gran proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener
guerra.
XLV
—AQUEL QUE logre la muerte de Rolando, habrá privado a Carlos
del brazo derecho de su cuerpo. Sonará la hora de los magníficos ejércitos. No
reunirá ya Carlos tan numerosas mesnadas. ¡Hallará el reposo la Tierra de los
Padres!
Al oír Marsil estas palabras, besa a Ganelón en el cuello;
luego [ordena que le traigan sus tesoros].
XLVI
—Los CONSEJOS se van en humo —dice Marsil— Juradme que
traicionaréis a Rolando.
—¡Sea, según vuestro deseo! —responde Ganelón. Sobre las
reliquias de su espada Murglés, jura la traición; y su acción es vil.
XLVII
HABÍA AHÍ un asiento, todo de marfil. El rey hace traer un
libro: en él está escrita la ley de Mahoma y de Tervagán. Y el sarraceno de
España jura que si encuentra a Rolando en la retaguardia, habrá de combatirlo
con toda su gente, y que si de él depende, el conde hallará la muerte en esa
acción.
—¡Así se cumplan vuestros deseos! —responde Ganelón.
XLVIII
SE ACERCA entonces un infiel, Valdabrún, presentándose ante
el rey Marsil. Con faz risueña, dícele a Ganelón:
—Tomad mi espada, nadie posee otra mejor; su pomo tan sólo
vale más de mil escudos. Os la doy en prenda de amistad, buen caballero, y vos
nos ayudaréis a encontrar en la retaguardia al animoso Rolando.
—Así será —responde el conde Ganelón. Luego se besan en la
cara y en la barba.
XLIX
—LUEGO SE acerca otro infiel, Climonn. Con faz risueña, le
dice a Ganelón:
—Tomad mi yelmo, jamás vi otro más rico, y ayudadnos contra
el marqués Rolando, de tal guisa que podamos afrentarlo.
—Así será —responde Ganelón. Y se besan en la boca y la
mejilla.
L
VIENE entonces la reina Abraima, y le dice al conde: —Mucho
os aprecio, caballero, pues mi señor y sus hombres os tienen gran afecto.
Quiero enviarle a vuestra esposa dos collares: son de oro puro, incrustados de
amatistas y jacintos; valen más que todas las riquezas de Roma, nunca los
poseyó tan bellos vuestro emperador. El conde los toma y los guarda en su
faldriquera.
LI
EL REY llama a Malduit, su tesorero, y le pregunta:
—¿Están preparados ya los presentes para Carlos?
—Sí, señor —responde—, de inmejorable manera: setecientos
camellos cargados de oro y plata y veinte rehenes, de los más nobles que
existen bajo el firmamento.
LII
MARSIL posa su mano en el hombro de Ganelón, diciendo le:
—Muy valiente sois, y muy juicioso. Por esa ley, que tenéis
por sacrosanta, ¡guardaos de apartar vuestro corazón de nuestra causa! Deseo
ofreceros riquezas a profusión, diez mulos cargados con el oro más fino de
Arabia; todos los años habrá de renovarse este regalo. Tomad: he aquí las
llaves de esta gran ciudad; presentad al rey Carlos sus innumerables tesoros;
luego, haced que Rolando quede a retaguardia. Si logro hallarlo en algún puerto
o desfiladero, lo combatiré hasta la muerte.
Responde Ganelón:
—Me parece que he demorado demasiado.
Y montando en su caballo, emprende el camino.
LIII
EL EMPERADOR se acerca nuevamente a sus dominios. Ha llegado
a la villa de Gulina, que el conde Rolando había tomado y destruido; a partir
de ese día, permaneció desierta por espacio de cien años. El rey espera
noticias de Ganelón y el tributo de la vasta tierra de España.
Al alba, cuando comienza a despuntar la aurora, el conde
Ganelón llega al campamento.
LIV
EL EMPERADOR ha abandonado temprano su lecho. Ha escuchado misa
y maitines, y se mantiene erguido sobre la hierba verde, delante de su tienda.
A su lado está Rolando, y el esforzado Oliveros, el duque Maimón y muchos
otros. He aquí que llega Ganelón, el conde villano y perjuro, y comienza a
hablar con gran astucia:
—¡Dios os salve! —le dice al rey—. He aquí las llaves de
Zaragoza, y un espléndido tesoro, y veinte rehenes: ponedlos a buen recaudo. El
valeroso rey Marsil me ha mandado deciros que si no os entrega al califa, no
debéis por ello censurarlo, pues con mis propios ojos he visto cuatrocientos
mil hombres en armas, cubiertos con sus cotas y llevando muchos de ellos el
yelmo atado y ceñidas las espadas con pomo de oro nielado, que acompañaban al
califa allende el mar. Huían de Marsil a causa de la ley cristiana que no
deseaban recibir ni guardar. No se habían alejado cuatro leguas de la costa,
cuando los sorprendieron el viento y la tormenta: todos perecieron ahogados, no
volveréis a ver ninguno de ellos. De hallarse vivo el califa, yo os lo hubiera
traído. En cuanto al rey sarraceno, tened por cierto, señor, que no veréis
tocar a su fin este primer mes sin que él os haya dado alcance en el reino de
Francia: recibirá la ley que vos observáis;
juntas las manos, se convertirá en vuestro vasallo; por
vuestra voluntad aceptará el reino de España.
—¡Alabado sea Dios! —exclama el rey—. Ya que tan bien me
habéis servido, obtendréis gran recompensa.
A través del ejército, resuenan mil clarines. Los francos
alzan el campamento, cargan los mulos y se encaminan hacia Francia, la dulce.
LV
CARLOMAGNO ha devastado España; tomó sus castillos y violó
sus ciudades. Él mismo dice que toca a su fin la guerra. Hacia Francia, la
dulce, cabalga el emperador. El conde Rolando ata el gonfalón a su lanza; desde
una altura, la eleva hacia el firmamento: a esta señal, los francos establecen
sus campamentos por toda la región. Mientras tanto, a través de los anchos
valles, cabalgan los infieles, cubiertos con sus cotas, atado el yelmo, con el
escudo al cuello y la espada ceñida, y con las lanzas enristradas. Al llegar a
la cima de unos montes, hacen alto en una espesura. Son cuatrocientos mil,
esperando el alba. ¡Dios! ¡Qué dolor que no lo sepan los franceses!
LVI
HUYE EL DÍA, la noche se ha hecho oscura. Carlos, el poderoso
emperador, reposa. Ha tenido un sueño: hallábase en los más grandes puertos de Cize; sostenían sus
manos su lanza de fresno. El conde Ganelón se la arrebataba y tan violentamente
la blandía que hasta el cielo volaban las astillas.
Carlos duerme; no se ha despertado.
LVII
DESPUÉS de esta visión, lo asedia otra. Sueña que está en
Francia, en Aquisgrán, su capilla. Una bestia cruel le muerde el brazo derecho.
Del lado de las Ardenas, ve llegar un leopardo, que con gran osadía se arroja
sobre su cuerpo. Del fondo de la sala surge un lebrel que corre hacia Carlos,
galopando y brincando; de una dentellada, parte al primer animal la oreja
derecha y entabla feroz combate con el leopardo. Y los franceses dicen:
"¡Qué terrible batalla!" ¿Quién de los dos vencerá? Nadie lo sabe.
Carlos duerme, no se ha despertado.
LVIII
PASA LA noche íntegra, el alba despunta clara. El emperador
cabalga gallardamente entre las filas del ejercito.
—Señores barones —dice el emperador Carlos—, he aquí los
puertos y los estrechos desfiladeros: elegidme el hombre que deba quedar a
retaguardia.
—Ha de ser Rolando, mi hijastro —responde Ganelón—, no hay
barón que le iguale en fiereza.
Óyelo el rey y lo mira duramente. Luego le dice:
—Sois un demonio. Un odio mortal posee vuestro cuerpo.
¿Quién, entonces, habrá de mandar mi vanguardia?
—Ogier de Dinamarca —responde Ganelón—; no tenéis barón que
mejor que él pueda hacerlo.
LIX
EL CONDE Rolando ha oído pronunciar su nombre. Habla entonces
como cumplido caballero:
—Señor padrastro; buenos motivos tengo para estimaros: me
habéis elegido para mandar la retaguardia. Carlos, el rey que es dueño de
Francia, no habrá de perder palafrén ni corcel, mulo ni mula para cabalgar, ni
tampoco caballo de silla ni de carga que no haya sido defendido con la espada.
—Bien sé que decís verdad —responde Ganelón.
LX
CUANDO Rolando oye que habrá de mandar la retaguardia, se
encara, airado, con su padrastro:
—¡Ah, truhán! ¡Mal hombre, de vil estirpe! ¿Habías creído que
yo dejaría caer a tierra el guante, como hiciste tú con el bastón, ante Carlos?
LXI
—NOBLE emperador —dice el barón Rolando—, dadme el arco que
lleváis en el puño. Nadie me reprochará, creo, haberlo dejado caer, como hizo
Ganelón con el bastón que recibió en su mano diestra.
El emperador mantiene la cabeza gacha. Alisa su barba y
retuerce su mostacho. Y no puede contener el llanto.
LXII
ACÉRCASE entonces Naimón: no hay mejor vasallo en toda la
corte.
—Ya lo habéis oído —le dice al rey—, la cólera invade al
conde Rolando. Ya ha sido señalado para mandar la retaguardia, ninguno de
vuestros barones puede cambiar la elección. ¡Entregadle el arco que habéis
tendido y hallad quien pueda valerle!
El rey le da el arco y Rolando lo recibe.
LXIII
DICE EL emperador a su sobrino Rolando:
—Buen caballero, sobrino mío, os ofrezco la mitad de mis
mesnadas. Bien lo sabéis. Conservadlas con vos, serán vuestra salvación.
—Nada de eso haré —responde el conde—. ¡Dios me confunda, si
desmiento mi estirpe! Quedarán conmigo veinte mil animosos franceses. Cruzad
vos los puertos con toda tranquilidad. Haríais mal en temer a nadie, estando
vivo yo.
LXIV
EL CONDE Rolando ha montado su corcel. Hacia él se dirige su
compañero, Oliveros. Llegan luego Garin y el esforzado conde Gerer, y Otón y
Berenguer, e igualmente Astor y el gallardo Anseís. Y también se le acercan
Gerardo de Rosellón, el viejo, y el opulento duque Gaiferos.
—¡Por mi testa —exclama el arzobispo— que he de acompañaros!
—¡Y yo iré con vos! —dice el conde Gualterio—; soy leal a
Rolando, y no he de faltarle.
Y todos ellos eligen los veinte mil caballeros que habrán de
acompañarlos.
LXV
EL CONDE Rolando llama a Gualterio de Ulmo y le dice:
—Tomad mil franceses, de Francia, nuestra tierra, y ocupad
las cumbres y los desfiladeros, para que el emperador no pierda a uno solo de
los hombres que lo acompañan.
—Así he de hacerlo, por vos —responde Gualterio.
Con mil franceses de Francia, que es su patria, Gualterio
sale de las filas y alcanza los
desfiladeros y las alturas. Ninguno descenderá, para conocer las más penosas
nuevas, antes de que se hayan desenvainado innumerables espadas. Ese mismo día,
entablaron una dura batalla con el rey Almaris, del país de Balferna.
LXVI
ALTOS SON los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las
rocas, siniestras las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con
grandes fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la marcha
de las tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan Gascuña,
dominio de su señor, hacen memoria de sus feudos, de las jóvenes de su patria y
de sus nobles esposas. Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de
enternecimiento. Más aún que los otros, se siente pleno de angustia Carlos: ha
dejado en los puertos de España a su sobrino. Lo invade el pesar y no puede
contener el llanto.
LXVII
HAN QUEDADO en España los doce pares; y con ellos veinte mil
franceses que no conocen el miedo ni temen a la muerte. El emperador retorna a
Francia; esconde su angustia bajo su manto. A su lado cabalga el duque Naimón,
quien le dice:
—¿Qué puede causaros tan grande cuita? Responde Carlos:
—Quien me hace tal pregunta, me ofende. Tan grande es mi
dolor que no puedo ocultarlo. Ganelón habrá de destruir a Francia. Esta noche
un ángel me otorgó esta visión: Ganelón rompía mi lanza entre mis manos, y he
aquí que ha elegido a mi sobrino para mandar la retaguardia. Lo he dejado en
tierra extraña. ¡Dios!, si lo pierdo, nunca hallaré quien pueda reemplazarlo.
LXVIII
LLORA Carlomagno, no puede contenerse.
Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Rolando,
invadidos por extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha
recibido del rey sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y paños de
seda, mulos y corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado por toda España
a barones, condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de
caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil guerreros y por toda Zaragoza
resuenan sus tambores. En la torre más alta, se coloca a Mahoma y todos los
infieles lo adoran y le rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a
través de la Cerdaña; cruzan los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de
Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de aceptar la batalla.
LXIX
EL SOBRINO de Marsil, tocando con un palo el mulo que monta,
se adelanta y le dice a su tío con semblante risueño:
—Buen rey y señor mío, ¡os he servido por espacio de largos
años! ¡Y por todo salario, recibí penas y quebrantos! ¡Peleé en tantas batallas
y tantas gané! Dadme un feudo: la honra de llevar contra Rolando el primer
ataque. Perecerá por mi afilada pica. Si me asiste Mahoma, habré de libertar
todas las comarcas de España, desde los puertos hasta Durestante. Desfallecerá
Carlos, los franceses se rendirán y en vuestra vida no volveréis a tener
guerra.
El rey Marsil le entrega, pues, el guante.
LXX
EL SOBRINO de Marsil alza el guante en el puño y se dirige a
su tío con altivas palabras:
—Buen rey y señor mío: me habéis hecho gran don. Elegidme
ahora doce de vuestros barones, que con ellos habré de combatir a los doce pares.
Falsarón, hermano del rey Marsil, es el primero en responder:
—Sobrino, buen caballero, iremos, pues, vos y yo y por cierto
que daremos batalla a la retaguardia del gran ejército de Carlos. ¡Está
escrito: perecerán por nuestras manos!
LXXI
POR OTRO lado llega el rey Corsablín. Es oriundo de Berbería
y conocedor de las artes maléficas. Habla como cumplido barón: ni por todo el
oro de Dios consentiría en cometer una villanía.
Se acerca también al galope Malprimís de Brigantia: son tan
ligeros sus pies que aventajaría a un corcel a la carrera. Con voz sonora,
grita ante Marsil:
—Estaré presente en Roncesvalles. Si allí encuentro a
Rolando, bien sabré derrotarlo.
LXXII
UN NOBLE de Balaguer se halla entre ellos. Su cuerpo se
muestra lleno de gallardía y su rostro es abierto y esforzado. Una vez montado
en su corcel y cubierto con su armadura, tiene muy buena estampa. Su valor le
ha granjeado gran fama: ¡qué noble barón, si cristiano fuera!
Ante Marsil, exclama:
—He de ir a Roncesvalles, a jugar mi vida. Si encuentro a
Rolando, bien muerto está, y muerto también Oliveros y los doce pares, y muertos todos los franceses,
para su gran duelo y afrenta. Carlos el grande es ya un anciano y chochea;
desfallecerá y abandonará la guerra. España quedará en nuestro poder, libertada.
El rey Marsil le da rendidas gracias.
LXXIII
OTRO JEFE se encuentra allí, oriundo de Moriana: no hay otro
más felón en toda España. Ante Marsil, hace también su vanidoso discurso:
—A Roncesvalles habré de conducir a mis mesnadas: son veinte
mil hombres armados de escudos y lanzas. Si encuentro a Rolando en mi camino,
dadlo por muerto: lo juro por mi fe. Y todos los días habrá de lamentarlo
Carlos.
LXXIV
POR OTRO lado, se acerca Turgis de Tortosa: tiene título de
conde, y la ciudad le pertenece. Anhela que mala muerte alcance a los
franceses. Junto a los demás, se presenta ante el rey Marsil y le dice:
—¡Nada temáis! Más vale Mahoma que San Pedro de Roma: si vos
lo servís, vuestro ha de quedar el honor del campo. Iré a buscar a Rolando en
Roncesvalles; nadie podrá valerle para evitar la muerte. Ved cuan buena y larga
es mi espada: quiero esgrimirla contra Durandarte. ¿Cuál de las dos habrá de
vencer? Pronto tendréis nuevas de ello. Perecerán los franceses, si contra
nosotros emprenden la lucha. Dolor y afrenta alcanzarán a Carlos el Viejo.
Nunca más llevará corona en esta tierra.
LXXV
LLEGA DE otro lugar Escremis de Valtierra. Es sarraceno y
Valtierra es su feudo. Entre la multitud, su voz clama ante Marsil:
—Para afrentar el orgullo, iré yo a Roncesvalles. Si hallo a
Rolando, habrá de perder allí mismo su cabeza, e igual sucederá a Oliveros, el
que manda entre los demás. La muerte ha marcado ya a los doce pares. Perecerán
todos los franceses y Francia quedará vacía. No quedarán ya buenos vasallos para
servir a Carlos.
LXXVI
Y HE AQUÍ que se aproximan por otro costado dos sarracenos:
Estorgán y su compañero Estramariz, ambos villanos y traidores reconocidos. A
ellos se dirige Marsil:
—¡Señores, avanzad! Iréis a Roncesvalles, cruzando los
desfiladeros, y ayudaréis a conducir mis mesnadas.
—Obedeceremos vuestro mandato —responden—. Atacaremos a
Rolando y a Oliveros; no tendrán los doce pares quien les valga ante la muerte.
Son buenas y tajantes nuestras espadas: rojas habrá de tornarlas la cálida
sangre. Perecerán los franceses y Carlos derramará su llanto; os devolveremos
la Tierra de los Padres. Creedlo, señor; en verdad habréis de verlo: os
entregaremos al propio emperador.
LXXVII
CORRIENDO se acerca Margaris de Sevilla. A él pertenece la
tierra hasta Cazmarina. Su donosura le granjea el favor de todas las damas; ni
una sola deja de solazarse al verlo, ni de sonreírle amablemente. No hay entre
los infieles mejor caballero. Se acerca por entre el gentío e interpela al rey,
cubriendo su voz todas las demás:
—¡Nada temáis! A Roncesvalles iré para matar a Rolando; no
logrará salvar la vida, al igual que Oliveros. Quedaron aquí los doce pares
para recibir el martirio. He aquí la espada que me envió el emir de Primes; es
de oro su pomo. Os lo juro, habré de templarla en sangre carmesí. Perecerán los
franceses y Francia será ultrajada. Carlos el Viejo, el de la barba florida,
sufrirá por ello cada día pesar y cólera. Antes de que transcurra un año,
contaremos a Francia entre nuestro botín y podremos conciliar el sueño en el
burgo de San Dionisio.
El rey sarraceno se inclina ante él profundamente.
LXXVIII
POR OTRO lado acude Chernublo de Monegros. Su cabellera
flotante arrastra por tas suelos. Es para él juego de niños, cuando está de
humor para ello, llevar largamente la carga de cuatro mulos enalbardados. Se
dice que en su país el sol no luce nunca, no puede crecer el trigo, no cae
lluvia ni se forma rocío; todas las piedras son negras. Algunos dicen que allí
moran los diablos.
—He ceñido mi buena espada —dice Chernublo—. He de teñirla de
rojo en Roracesvalles. Si se cruza en mi camino el valeroso Rolando sin que yo
lo ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi espada conquistaré a
Durandarte. Perecerán los franceses, y Francia quedará desierta.
Al escuchar tales razones, reúnense los doce pares. Llevan
con ellos a cien mil sarracenos que arden en deseos de combatir y aprietan el
paso. Y todos juntos se dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.
LXXIX
ÁRMANSE los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con
triple espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus
espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones
blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado sus
corceles y cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol:
resplandecen todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil
clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el
conde Oliveros:
—Señor compañero, puede ser que nos topemos con los
sarracenos.
—¡Ah! ¡Así lo permita Dios! —responde Rolando—. Aquí habremos
de resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas,
soportar los grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el
pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no se cante de
nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles y con los
cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!
LXXX
OLIVEROS ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve
avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al
punto a Rolando, su compañero y le dice:
—¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo
brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner
en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor
que ante el emperador nos eligió.
—¡Callad, Oliveros —responde Rolando—; es mi padrastro y no
quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!
LXXXI
OLIVEROS ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en
todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en
imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras
preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los
gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los
distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su
fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten
sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo
lo que sabe.
LXXXII
—HE VISTO a los infieles —dice Oliveros—. Jamás hombre alguno
contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están
ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca
armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar
una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista!
¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!
Los franceses exclaman:
—¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros
habrá de faltaros!
LXXXIII
DICE Oliveros:
—Muy crecido es el número de los sarracenos y escaso me
parece el de nuestros franceses. Rolando, mi compañero, tocad vuestro olifante:
Carlos lo escuchará y volverá el ejército.
—Locura fuera —responde Rolando—. Perdería por ello mi
renombre en Francia, la dulce. Muy pronto habré de asestar recios golpes con
Durandarte. Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles sarracenos
vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os lo juro: a todos les
espera la muerte.
LXXXIV
—¡ROLANDO, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos habrá
de oírlo y volverá con el ejército; podrá socorrernos con todos sus barones.
—¡No permita Dios que por mi culpa sean menoscabados mis
parientes y que Francia, la dulce, arrostre el desprecio! —replica Rolando—.
¡Más bien habré de dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada que llevo
ceñida al costado! Veréis su hoja cubierta de sangre. Los felones sarracenos se
han reunido para desdicha suya. Os lo juro: todos ellos están señalados para la
muerte.
LXXXV
—¡ROLANDO, mi compañero, tocad vuestro olifante! Carlos, que
está cruzando los puertos, habrá de oírlo. Os lo juro: volverán los franceses.
—¡No plegué a Dios que jamás hombre vivo pueda decir que por
causa de los infieles toqué mi olifante! —responde Rolando—. Nunca escucharán
mis deudos tal reproche. Cuando se entable la feroz batalla, mil y setecientos
golpes habré de asestar y veréis ensangrentarse el acero de Durandarte. Los
franceses son denodados y pelearán valientemente; no escaparán a la muerte los
de España.
LXXXVI
—¿POR QUÉ habrían de menoscabarnos? —insiste Oliveros—. He
contemplado a los sarracenos de España: son tantos que cubren montes y valles,
colinas y llanuras. ¡Poderosos son los ejércitos de esta turba extranjera y muy
reducido el nuestro!
Y responde Rolando:
—¡Ello me enardece más! ¡No plegué al Dios de los cielos ni a
sus ángeles que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero la muerte
a soportar el escarnio! ¡Cuanto más recios sean nuestros golpes, más habrá de
querernos el emperador!
LXXXVII
ROLANDO es esforzado y Oliveros juicioso. Ambos ostentan
asombroso denuedo. Una vez armados y montados en sus corceles, jamás
esquivarían una batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y
nobles sus palabras.
Los felones sarracenos cabalgan furiosamente.
—Ved, Rolando, cuán numerosos son —dice Oliveros—. ¡Muy cerca
están ya de nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os habéis
dignado tocar vuestro olifante. Si el rey estuviera aquí, no nos amenazaría tal
peligro. Mirad a vuestras espaldas, hacia los puertos de España; podrán ver
vuestros ojos un ejercito digno de compasión: quien se encuentre hoy a
retaguardia, nunca más podrá volver a hacerlo.
—¡No pronunciéis tan locas palabras! ¡Malhaya el corazón que
se ablande en el pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra
cuenta correrán los lances y refriegas.
LXXXVIII
CUANDO advierte Rolando que está por entablarse la batalla,
ostenta más coraje que un león o leopardo. Interpela a los franceses y a
Oliveros:
—Señor compañero, amigo: ¡contened semejante lenguaje! El
emperador que nos dejó sus franceses ha elegido a estos veinte mil: sabía que
no hay ningún cobarde entre ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su
señor, sufrir fuertes calores y crudos fríos, y también perder la sangre y las
carnes. Herid con vuestra lanza, que yo habré de hacerlo con Durandarte, la
buena espada que me dio el rey. Si vengo a morir, podrá decir el que la
conquiste: "Ésta fue la espada de un noble vasallo."
LXXXIX
POR OTRO lado, he aquí que se acerca el arzobispo Turpín.
Espolea a su caballo y sube por la pendiente de una colina. Interpela a los franceses
y les echa un sermón:
—Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí: Por nuestro rey
debemos morir. ¡Prestad vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la
lucha; podéis tener esa seguridad pues con vuestros propios ojos habéis visto a
los infieles. Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os daré mi
absolución para salvar vuestras almas.
Si vinierais a morir, seréis santos mártires y los sitiales
más altos del paraíso serán para vosotros.
Bajan del caballo los franceses y se prosternan en la tierra.
El arzobispo les da su bendición en nombre de Dios y como penitencia les ordena
que hieran bien al enemigo.
XC
SE YERGUEN los franceses y se ponen de pie. Están bien
absueltos, libres de todas sus culpas y el arzobispo los ha bendecido en nombre
de Dios. Luego montan nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como
conviene a caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados para el
combate.
El conde Rolando llama a Oliveros:
—Señor compañero, bien hablasteis al decir que Ganelón nos
había traicionado. Recibió como salario oro, riquezas y dineros. ¡Séale dado
vengarnos al emperador! El rey Marsil nos compró como quien compra en un
mercado, ¡pero esa mercancía, sólo habrá de obtenerla por el acero!
XCI
PASA ROLANDO por los puertos de España cabalgando a Briador,
su rápido corcel. Se halla cubierto de su coraza que realza su figura y blande
denodadamente su lanza. Hacia los cielos endereza la punta; un gonfalón todo
blanco está atado al hierro y las franjas le azotan las manos. Noble es su
apostura, risueño y claro su rostro. Le sigue su compañero, y los caballeros de
Francia lo proclaman su baluarte. Su mirada se dirige amenazadoramente hacia
los sarracenos y luego humilde y mansa hacia los franceses, a los que dice con
gran cortesía estas palabras:
—Señores barones, ¡despacio, cabalgad al paso! Estos infieles
van en busca de su martirio. Antes de que caiga la noche habremos ganado un
botín tan bello como suntuoso: nunca rey de Francia conquistó otro igual.
Y al tiempo que así hablaba, topáronse los dos ejércitos.
XCII
DICE Oliveros:
—No me impulsa el ánimo a discursos. No os dignasteis tocar
vuestro olifante, y Carlos no está aquí para sosteneros. Ni una palabra sabe de
esto, el esforzado rey, y no es suya la culpa, como tampoco merecen reproche
alguno todos estos valientes. ¡Así pues, cabalgad con todo vuestro denuedo
contra esas huestes! Señores barones, ¡manteneos firmemente en la contienda! En
nombre de Dios os exhorto a bien herir. ¡Golpe dado por golpe recibido! Y no
olvidemos la divisa de Carlos.
Al oír tales palabras, los francos claman el grito de guerra:
—¡Montjoie!
Quien así los hubiera escuchado gritar, tendría memoria de un
magnífico denuedo. Luego cabalgan, ¡Dios, cuán fieramente!; para llegar antes,
clavan las espuelas y comienzan a herir pues, ¿qué otra cosa les queda por
hacer? Los sarracenos los reciben sin miedo. Y he aquí que se trenzan en
combate moros y franceses.
XCIII
EL SOBRINO de Marsil, llamado Aelrot, cabalga el primero ante
el ejército y va diciendo a nuestros franceses palabras afrentosas:
—Francos felones, hoy habréis de combatir contra los
nuestros. Aquel que os tenía bajo su custodia os traicionó. ¡Insensato el rey
que os dejó en los desfiladeros! ¡Perderá su prestigio en este día Francia, la
dulce, y Carlomagno el brazo diestro de su cuerpo!
Cuando esto escucha Rolando, ¡Dios, lo invade gran cuita!
Clava espuelas a su corcel, deja rienda suelta a sus bríos y corre a herir a
Aelrot con todas sus fuerzas. Le rompe el escudo y le desgarra la cota, le abre
el pecho, destrozándole los huesos y le quebranta el espinazo. Le arranca el
alma con su lanza y la tira afuera. Hunde violentamente el hierro,
estremeciendo al cuerpo; con el asta lo derriba muerto del caballo y al caer se
le parte la nuca en dos mitades. No por ello deja Rolando de hablarle de esta
guisa:
—No, hijo de siervo, no está loco Carlos, y jamás amó la
traición. Dejarnos en los desfiladeros fue en él valentía. No habrá de perder
en este día su prestigio Francia, la dulce. ¡Herid, franceses, fue nuestro el
primer golpe! ¡Con nosotros está el derecho y el error acompaña a estos
felones!
XCIV
UN DUQUE, llamado Falsarón, se encuentra allí. Es hermano del
rey Marsil y posee las tierras de Datan y de Abirón. No existe peor truhán bajo
los cielos. Es tan amplia su frente que puede medirse medio pie entre sus dos
ojos. Cuando ve muerto a su sobrino, lo invade gran duelo. Sale de entre la
multitud, retando al primero que encuentra, clama el grito de guerra de los
infieles y lanza a los franceses palabras injuriosas:
—¡En este día, Francia, la dulce, perderá su honor!
Oliveros lo oye y lo invade gran irritación. Clava las
doradas espuelas en su montura y corre a herirlo como barón de buena ley. Le
rompe el escudo, le desgarra la cota; le hunde en el cuerpo las franjas de su
gonfalón y con el asta de la lanza lo arranca de los arzones y lo derriba
muerto. Mira en el suelo al traidor que yace y le dice entonces fieramente:
—No me cuido de tus bravatas, hijo de siervo. ¡Atacad,
franceses, que hoy habremos de vencer! Y grita la divisa de Carlos:
—¡Montjoie!
XCV
UN REY, llamado Corsablín, se encuentra allí. Es oriundo de
Berbería, una lejana comarca.
—Bien podemos entablar esta batalla —les grita a los demás
sarracenos—: son muy pocos los franceses y tenemos derecho a menoscabarlos. No
será Carlos quien salve a uno solo. Ha llegado para ellos el día de su muerte.
El arzobispo Turpín lo ha oído muy bien. No existe bajo el
firmamento otro hombre a quien más odie. Clava sus espuelas de oro fino y lo
acomete con violencia. Ya le ha roto el escudo, destrozándole la cota, la le ha
hundido en el cuerpo su larga lanza. Con fuerza la empuja, sacudiéndola en las
carnes del infiel hasta hacerlo vacilar; luego, con el asta, lo derriba muerto
en el camino. Mirando hacia atrás, ve al felón caído y no deja de decirle unas
palabras:
—Infiel, hijo de siervo, ¡cuán falsamente habéis hablado!
Siempre podrá auxiliarnos mi señor Carlos; no está el huir en el ánimo de
nuestros franceses, y todos vuestros compañeros habrán de quedar inmóviles por
nuestra mano. Oíd esta nueva: preciso es que halléis aquí la muerte. ¡Acometed,
franceses! ¡No flaquee ninguno! ¡Es nuestro este primer golpe, a Dios gracias!
Y grita Turpín para quedar dueño del campo:
—¡Montjoie!
XCVI
Y Garín acomete a Malprimís de Brigantia. El buen escudo del
infiel de nada le vale. Garín le rompe la bloca de cristal y la mitad cae a
tierra. Le desgarra la cota hasta la carne y le hunde su buena pica en el
cuerpo. El sarraceno se desploma como una masa. Satanás se lleva su alma.
XCVII
SU COMPAÑERO Gerer ataca al emir. Le destroza la coraza, le
desmalla la cota y en las entrañas le hunde su buena pica; apoya con fuerza,
hasta que el hierro le atraviesa el cuerpo y con el asta lo derriba muerto en
el campo.
—¡Qué magnífica batalla! —dice Oliveros.
XCVIII
EL DUQUE Sansón acomete al jefe moro. Le rompe el escudo que
ostenta adornos de oro y florones. De nada le sirve su buena coraza. Le
atraviesa el corazón, el hígado y el pulmón y lo derriba muerto, ¡haya de
llorarlo quien quiera!
—¡Este golpe es de un valiente! —exclama el arzobispo.
XCIX
Y ANSEÍS deja rienda suelta a su corcel y corre a atacar a
Turgis de Tortosa. Le quiebra el escudo bajo la dorada bloca, desgarra de
arriba abajo su doble cota y le hunde en el cuerpo el hierro de su buena pica.
Empuja con fuerza y sale la punta por la espalda del adversario; ton el asta lo
derriba muerto sobre el campo.
— ¡Ese golpe es de un valiente! —dice Rolando.
C
Y ANGKLEROS, el Gascón, de Burdeos, espolea a su caballo,
suelta las riendas y acomete a Escremis de Valtierra. Le quiebra el escudo que
lleva al cuello, descoyunta sus partes, le rompe el ventalle de la armadura y
lo hiere en el pecho, bajo la garganta; con el asta, lo derriba muerto de su
silla. Luego le dice:
—¡Heos perdido!
CI
Y OTÓN golpea a un infiel, Estorgán, en el borde superior de
su escudo, de tal suerte que le desgarra los cuarteles de blanco y bermellón;
le rompe las partes de su coraza, le hunde en el cuerpo su afilada pica y lo
derriba muerto sobre su rápido corcel. Luego le dice: —¡Buscad quien os valga!
CII
Y BERENGUER hiere a Estramariz. Le rompe el escudo, le
desgarra la loriga, a través del cuerpo le hunde su poderosa pica; entre mil
sarracenos lo derriba muerto. De los doce pares, diez. hallaron la muerte; ya
sólo quedan vivos dos: Chernublo y el conde Margaris.
CIII
MARGARIS es un cumplido caballero, de gran donosura y
firmeza, ágil y ligero. Espoleando a su caballo corre a herir a Oliveros. Le
rompe su escudo bajo la bloca de oro puro. A lo largo de sus costados endereza
su pica, mas Dios guarda a Oliveros: su cuerpo no ha sido tocado. El asta se
quiebra, mas él no fue derribado. Margaris pasa a su lado sin que nadie le
estorbe; hace sonar su trompa para reunir a los suyos.
CIV
EL COMBATE es magnífico, la lucha se torna general. El conde
Rolando no preserva su persona. Hiere con su pica mientras le dura el asta; después de quince
golpes la ha roto, destrozándola completamente. Entonces desnuda a Durandarte,
su buena espada. Espolea a su caballo y acomete a Chernublo. Le parte el yelmo
en el que centellean los carbunclos, le desgarra la cofia junto con el cuero
cabelludo, le hiende el rostro entre los dos ojos y la cota blanca de menudas
mallas, y el tronco hasta la horcajadura. A través de la silla, con
incrustaciones de oro, la espada se hunde en el caballo. Le parte el espinazo
sin buscar la juntura y lo derriba muerto con su jinete sobre la abundante
hierba del prado. Luego le dice:
— ¡Hijo de siervo! ¡En mala hora os pusisteis en camino! No
será Mahoma quien os preste su ayuda. ¡Un truhán como vos no habría de ganar
una batalla!
CV
EL CONDE Rolando cabalga por todo el campo. Enarbola a
Durandarte, afilada y tajante. Gran matanza provoca entre los sarracenos. ¡Si
lo hubierais visto arrojar muerto sobre muerto y derramar en charcos la clara
sangre! Cubiertos de ella están sus dos brazos y su cota, y su buen corcel
tiene rojos el pescuezo y el lomo. No le va en zaga Oliveros, ni los doce
pares, ni los francos que hieren con redoblado ardor.
Mueren los infieles, algunos desfallecen. Y el arzobispo
exclama:
—¡Benditos sean nuestros barones! ¡Montjoie! Es el grito de guerra de Carlomagno.
CVI
OLIVEROS cabalga a través del caos reinante en el campo. El
asta de su lanza se ha quebrado y sólo le queda un pedazo. Va a herir a un infiel,
Malón. Le rompe el escudo, guarnecido de oro y de florones, fuera de la cabeza
le hace saltar los dos ojos y se le derraman los sesos hasta los pies. Y entre
los innumerables cadáveres lo derriba muerto. Después mata a Turgis y Esturgoz.
Pero el asta se le ha roto y la madera se astilla hasta sus puños.
—Compañero, ¿qué hacéis? —le dice Rolando—. En una batalla
como ésta, de poco me serviría un palo. Sólo valen aquí el hierro y el acero.
¿Dónde está, pues, vuestra espada, cuyo nombre es Altaclara? Tiene guarnición
de oro y su pomo es de cristal.
—No he podido aún desenvainarla —respóndele Oliveros—, ¡tan
ocupado me hallaba!
CVII
Mi SEÑOR Oliveros desnuda su buena espada, a instancias de su
compañero Rolando y como noble caballero, le muestra el uso que de ella hace.
Hiere a un infiel, Justino de Valherrado. En dos mitades le divide la cabeza,
hendiendo el cuerpo y la acerada cota, la rica montura de oro en la que se
engastan las piedras preciosas y aun el cuerpo del caballo, al que parte el
espinazo. Jinete y corcel caen sin vida en el prado ante él. Y exclama Rolando:
—¡Ahora os reconozco, hermano! ¡Por golpes como ése nos
quiere el emperador!
Por todas partes estalla el mismo grito:
CVIII
EL CONDE Garín monta el caballo Sorel, y el de su compañero
Gerer tiene por nombre Paso-de-Ciervo. Ambos sueltan las riendas, espolean a
sus corceles y van a herir a un infiel, Timocel, el uno sobre el escudo y el
otro sobre la coraza. Las dos picas se rompen en el cuerpo. Lo derriban muerto
en un campo. ¿Cuál de los dos llegó antes? Nunca lo oí decir, y no lo sé.
El arzobispo Turpín ha matado a Siglorel, el hechicero que
había estado ya en los infiernos: merced a un sortilegio de Júpiter logro tal
empresa.
—¡He aquí a uno que merecía morir por nuestra mano! —dice
Turpín.
Y responde Rolando:
—¡Vencido está, el hijo de siervo! ¡Oliveros, hermano mío,
tales lances me son gratos!
CIX
LA BATALLA se ha tornado encarnizada. Francos y sarracenos
cambian golpes que es maravilla verlos. El uno ataca y el otro se defiende.
¡Tantas astas se han roto, ensangrentadas! ¡Tantos gonfalones yacen desgarrados
y tantas enseñas! ¡Son tantos los buenos franceses que han perdido sus jóvenes
vidas! Jamás volverán a ver a sus madres ni a sus esposas, ni a las huestes de
Francia que los aguardan en los desfiladeros. Llorará por ello, y gemirá
Carlomagno; mas ¿de qué le valdrán sus lamentaciones? Nadie podrá socorrerlos.
Mala faena le hizo Ganelón, el día en que se fue a Zaragoza para vender a sus
fieles. Por haber llevado a cabo tal acción, perdió los miembros de su cuerpo y
aun la vida en Aquisgrán, donde fue juzgado y condenado a la horca, pereciendo
con él treinta de sus parientes que no se esperaban esta muerte.
CX
LA BATALLA es prodigiosa y dura. Rolando hiere sin descanso,
y con él Oliveros. El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga
los doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles mueren
los paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego escapatoria: quiéralo o
no, dejará allí su vida. Los francos van perdiendo su mejores puntales. No volverán a ver a
sus padres y parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros. En
Francia se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de truenos y de
viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro, en
rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del Peligro hasta
los Santos, desde Besanzón hasta el puerto de Wissant, no hay una casa que no
tenga las paredes resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno
mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve,
invade el espanto. Algunos dicen:
—¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin
del mundo!
Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un
inmenso duelo por la muerte de Rolando.
CXI
Los FRANCESES han combatido con entereza, firmemente. Han
perecido multitudes de infieles, por millares. Apenas lograron salvarse dos
sobre los cien mil que se habían juntado. Y dice el arzobispo:
—¡Valerosos son nuestros guerreros! Nadie los tuvo mejores
bajo el firmamento. Está escrito en los Anales de Francia que nuestro emperador
tiene buenos vasallos.
Recorren el campo, en busca de los suyos; lloran su duelo y
su compasión por sus parientes, de todo corazón.
con todo afecto. Contra ellos se adelanta, entre tanto, el
numeroso ejército del rey Marsil.
CXII
VIENE Marsil a lo largo de un valle, con el poderoso ejército
que ha juntado. Puede contar con veinte cuerpos de tropa que ha formado en
batalla. Centellean los yelmos de oro, incrustados de pedrería, y también los
escudos, y las lorigas recamadas. Siete mil clarines pregonan la carga, resuena
el clamor por toda la región. Dice Rolando:
—Oliveros, mi compañero y hermano, Ganelón, el villano, ha
jurado nuestra muerte. No ha de quedar oculta su traición; tomará el emperador
ejemplar venganza. Vamos a entablar una batalla áspera y violenta; jamás habrá
visto hombre alguno encuentro semejante. Blandiré a Durandarte, mi espada, y
vos, compañero, heriréis con Altaclara. ¡Por cuántas tierras las hemos llevado!
¡Cuántas batallas nos fueron por ellas favorables! ¡No habrán de cantarlas en
afrentosa canción!
CXIII
CONTEMPLA Marsil el martirio de los suyos. Hace sonar sus
cuernos y sus trompas, luego cabalga con la flor de su poderoso ejército. Entre
los primeros galopa un sarraceno. Abismo: no hay otro más felón en la turba.
Está lleno de vicios y de crímenes, y no cree en Dios, el hijo de Santa María.
Es tan negro como la pez derretida, y más que todo el oro de Galicia lo tientan
la traición y la matanza. Nunca lo vio alguno jugar ni reír. Pero es valeroso y
temerario y por ello es grato al felón rey Marsil. Enarbola un dragón, en torno
al cual se reúnen las huestes sarracenas. Mal había de quererlo el arzobispo, y
desde el instante en que lo ve, sólo tiene el deseo de matarlo.
—Gran herejía ostenta ese pagano —dícese por lo bajo—. Mucho
mejor será que corra a matarlo: jamás gusté de cobardía ni cobarde.
CXIV
EL ARZOBISPO comienza la batalla. Monta el caballo que tomó a
Gresalle, un rey al que había matado en Dinamarca. El corcel es de los buenos,
muy rápido; tiene ligeros los cascos, las piernas delgadas, el muslo corto y
ancha la grupa; sus flancos son largos y alto su espinazo. Su cola es blanca,
amarillas sus crines, las orejas son pequeñas y tiene la cabeza leonada. Ningún
otro corcel puede igualarlo a la carrera. ¡Con qué denuedo lo espolea el
arzobispo! Acomete a Abismo, nadie podrá impedírselo. Corre a golpearle sobre
su escudo mágico, en el que se engastan piedras preciosas, amatistas y
topacios, y centellean los carbunclos: un demonio lo había donado al emir
Califa, en el Val Metas, y éste lo ha obsequiado a Abismo. Hiere Turpín, sin
miramientos; después de su acometida, no creo que el escudo valga ya un mal
dinero. Atraviesa al sarraceno de parte a parte y lo derriba muerto sobre la
tierra desnuda. Y dicen los franceses:
—¡Admirable denuedo! ¡Nadie habrá de escarnecer la cruz
mientras la tenga en sus manos el arzobispo!
CXV
OBSERVAN los franceses la numerosa hueste de los infieles:
por todo el campo van apareciendo más soldados. Ocurre que llamen a Oliveros y
a Rolando, y a los doce pares, para que les presten su ayuda. Entonces les dice
su parecer el arzobispo:
—Señores barones: no penséis mal. Por Dios os suplico que no
os deis a la fuga, para que ningún valiente pueda cantar de vosotros afrentosa
canción. Mejor nos vale morir combatiendo. Pronto, según nos parece prometido,
llegará nuestro fin, no viviremos más allá de este día; pero una cosa os puedo
asegurar: abiertas de par en par están para vosotros las puertas del santo
Paraíso; allí os sentaréis junto a los Inocentes.
Al oír tales palabras, siéntense los francos tan confortados,
que ni uno solo deja de gritar:
—¡Montjoie!
CXVI
HAY ALLÍ un moro, de Zaragoza (la mitad de la villa le
pertenece); su nombre es Climorín, y no es hombre de ley. Él es quien recibió
el juramento del conde Ganelón, y luego de besarlo en la boca en señal de
amistad, le hizo don de su yelmo y de su carbunclo. Él afrentará a la Tierra de
los Padres, dice, y al emperador arrebatará su corona. Monta en su corcel
Barbamosca, que es más ligero que el gavilán o la golondrina. Lo espolea con
fuerza, le suelta las riendas y acomete a Angeleros de Gascuña. Ni el escudo ni
la coraza le son de alguna garantía. El infiel le hunde en el cuerpo la punta
de su lanza; apoya con fuerza, el hierro lo traspasa de parte a parte; con el
asta lo derriba de espaldas en el campo, gritando:
—¡Estos engendros están hechos para ser destruidos! ¡Herid,
sarracenos, para romper las filas! Los franceses exclaman:
—¡Dios! ¡Qué valiente perdemos!
CXVII
EL CONDE Rolando llama a Oliveros y le dice:
—Señor compañero, ha muerto Angeleros; no teníamos caballero
más valiente.
—¡Dios me conceda vengarlo! —responde el conde.
Clava en su corcel las espuelas de oro puro. Blande
Altaclara, cuyo acero chorrea sangre; con todas sus fuerzas acomete al infiel.
Sacude la hoja en la herida y se desploma el sarraceno; los demonios se llevan
su alma. Luego mata al duque Alfayén, corta la cabeza a Escababi y desarzona a
siete moros; nunca más volverán éstos a prestar su brazo en la batalla. Rolando
exclama:
—¡Gran enojo invade a mi compañero! Bien vale su precio junto
a mí. Por tales lances más nos quiere Carlos. Y con sonora voz, añade:
—¡Al ataque, caballeros!
CXVIII
POR OTRO lado se acerca un infiel, Valdabrón, quien fue
armado caballero por el rey Marsil. Es dueño en el mar de cuatrocientos
bajeles, y no hay un marinero que no invoque su nombre. Por traición conquistó
Jerusalén y violó el templo de Salomón, matando delante de las fuentes al
patriarca. Él fue quien, luego de recibir el juramento del conde Ganelón, le
hizo entrega de su espada y de mil monedas. Tiene por montura al caballo
llamado Gramimundo, más veloz que el halcón. Clava en él sus agudas espuelas y
embiste a Sansón, el opulento duque. Le parte el escudo, le rompe la cota y le
hunde en la carne las franjas de su oriflama. Con el asta lo arranca de la
silla y lo derriba muerto, gritando:
—¡Matad, sarracenos, que será fácil la victoria!
Y dicen los franceses:
—¡Dios! ¡Qué duelo por este barón!
CXIX
SABED QUE cuando el conde Rolando ve muerto a Sansón, se
siente invadido por hondo pesar. Espolea su corcel y persigue al infiel con
todos sus bríos. Enarbola a Durandarte, más valiosa que el oro puro. Ya lo
embiste, el denodado, y golpea con todas sus fuerzas el yelmo incrustado de
piedras preciosas. Le parte la cabeza, la loriga y el tronco, y la silla
guarnecida y aun el lomo del caballo hiende profundamente. Luego, ¡alábelo
quien quiera, o hágale reproche!, a los dos mata.
—¡Cruel es para nosotros este lance! —dicen los infieles.
Y Rolando responde:
—No han de serme gratos los vuestros. ¡Con vosotros va el
orgullo y la sinrazón!
CXX
HAY ALLÍ un africano, oriundo de África: Malquidán es su nombre,
hijo del rey Malquid. Llevan sus armas incrustaciones de oro y relampaguean al
sol, por sobre todas las demás. El caballo que monta se llama Saltoperdido; no
hay otro que pueda igualarlo a la carrera. Acomete a Anseís y le asesta un
mandoble sobre el escudo, partiéndole los cuarteles de bermellón y de azur. Le
desgarra los paños de su cota y le hunde en el cuerpo su pica, hierro y madera.
Muerto está el conde, terminó su tiempo.
—Lástima de vos, barón —exclaman los franceses.
CXXI
VA POR EL campo Turpín, el arzobispo. Jamás cantó misa
tonsurado alguno que llevara a cabo tales hazañas por su mano. Dícele al
infiel:
—¡Así te envíe Dios todos los males! Has matado a uno caro a
mi corazón.
Azuza a su buen corcel y asesta sobre el escudo toledano del
sarraceno golpe tal que lo derriba muerto sobre la hierba verde.
CXXII
ANDA POR otra parte un infiel, Grandonio, hijo de Capuel, rey
de Capadocia. Cabalga en un corcel llamado Marmorio, más rápido que el vuelo de
las aves. Le suelta las riendas, clava las espuelas y corre a herir a Garín con
todo su ánimo. Le parte su escudo bermejo, desprendiéndoselo del cuello.
Después le abre la cota, le hunde en la carne su oriflama azul y lo derriba
muerto sobre una alta roca.
De tal guisa mata también a Gerer, a Berenguer y a Guido de San Antonio,
corriendo a herir después al opulento duque Austori, quien tenía su feudo en
Valeria y Envers, sobre el Ródano, y que halla la muerte por su mano.
Regocíjanse los infieles, al tiempo que murmuran los franceses:
—¡Qué infortunio para los nuestros!
CXXIII
ENARBOLA su espada tinta en sangre el conde Rolando. Bien ha
llegado a sus oídos que los francos pierden ánimo y tan grande es su pesar que
parécele que se le desgarra el corazón. Le dice al infiel:
—¡Así te envíe Dios todos los males! ¡Mataste a uno que habrá
de costarte muy caro!
Espolea su corcel: ¿quién vencerá? He aquí que han trenzado
ya combate.
CXXIV
ERA GRANDONIO valiente y denodado, temible y atrevido en la
batalla. Se ha cruzado Rolando en su camino. Jamás lo ha visto: no obstante lo
reconoce al punto por su altivo rostro, su porte gallardo, su mirada y su
actitud; siente temor, no puede defenderse. Intenta huir, pero en vano. El
conde le asesta tan prodigioso golpe que le raja todo el yelmo hasta el nasal,
le parte la nariz, la boca y los dientes, el tronco todo y la cota de fuertes
mallas, y la montura dorada, desde la perilla hasta el borde de plata, y aun el
lomo del caballo hiere profundamente. Nada puede impedirlo: a los dos ha dado
muerte y se lamentan por ello todos los de España.
—¡Bien pelea nuestro protector! —dicen los francos.
CXXV
LA BATALLA se torna prodigiosa y precipitada. Los franceses
combaten con vigor y coraje. Cortan puños, costados, espaldas, desgarran las
ropas hasta la carne viva y chorrea la sangre en claros hilos sobre la hierba
verde. ¡Tierra de los Padres, Mahoma te maldiga! ¡Entre todos los pueblos es
más audaz el tuyo! Y no hay un sarraceno que no grite:
— ¡Rey Marsil, a caballo! ¡Necesitamos tu ayuda!
CXXVI
MARAVILLOSA y grande es la batalla. Hieren los francos con
sus bruñidas picas. ¡Hubieseis visto tanto dolor, tantos hombres muertos,
heridos, ensangrentados! Yacen los unos sobre los otros, vuelta la faz hacia el
cielo o contra la tierra. No pueden resistir tal quebranto los sarracenos:
quiéranlo o no, abandonan el campo. Y los francos los persiguen con todos sus
bríos.
CXXVII
EL CONDE Rolando llama a Oliveros y le dice:
—Señor compañero, confesadlo: el arzobispo es muy cumplido
caballero; no lo hay mejor bajo el firmamento; bien, hiere con la lanza y con
la pica.
— ¡Prestémosle, pues, nuestro brazo! —responde Oliveros.
A tales palabras han reanudado el combate los francos. Los
golpes son recios, violento el combate. Grande es el desamparo de los
cristianos. ¡Cuán bello habría sido ver a Rolando y a Oliveros asestar tajantes
mandobles con sus espadas! El arzobispo lidia con su pica. Pueden calcularse en
cuatro mil los que hallaron la muerte por ellos, pues cuenta la Gesta que está
escrito su número en las cartas y los breves. Resistieron firmemente los cuatro
primeros asaltos, pero el quinto les infligió gran quebranto. Muchos caballeros
franceses perecieron; sólo quedan sesenta que Dios ha guardado. Antes de morir,
habrán de venderse muy caro.
CXXVIII
CONTEMPLA el conde Rolando la gran mortandad de los suyos y
llama a Oliveros, su amigo:
— ¡Buen señor, querido compañero, por Dios!, ¿qué os parece?
¡Ved cuántos bravos yacen por tierra! ¡Buen motivo tenemos para apiadarnos de
Francia, la dulce y bella! ¡Cuan desierta quedará, vacía de tales barones! Ah,
rey amigo, ¿por qué no estáis aquí? ¿Qué podríamos hacer, hermano Oliveros?
¿Cómo darle noticias de nosotros?
Responde Oliveros:
—¿Cómo. No lo sé. Ello podría dar lugar a que se nos
afrentase, ¡y antes prefiero morir!
CXXIX
ROLANDO dice:
—Tocaré el olifante. Llegará a oídos de Carlos, que está
pasando los puertos. Os lo juro, retornarán los francos. Responde Oliveros:
—¡Fuera para todos vuestros parientes gran deshonor y oprobio
y pesara sobre ellos esta afrenta durante toda la vida! Cuando yo os lo aconsejé,
nada hicisteis. Hacedlo ahora, mas no será por indicación mía. ¡No fuera propio
de un valiente tocar el cuerno! ¡Ya vuestros dos brazos tenéis cubiertos de
sangre!
—¡Buenos golpes he dado! —dice el conde.
CXXX
—¡DURA ES nuestra batalla! —dice Rolando—. Tocaré mi cuerno y
el rey Carlos lo escuchará.
—¡No sería propio de un valiente! —dice Oliveros—. Cuando yo
os lo aconsejé, compañero, no os dignasteis escucharme. Si el rey hubiese
estado aquí no sufriéramos quebranto alguno. Los que ahora yacen no merecen
reproche. Por mis barbas, que si me es dado retornar junto a Alda, mi gentil
hermana, ¡jamás habréis de reposar en sus brazos!
CXXXI
—¿POR QUÉ contra mí volvéis vuestra cólera? —dice Rolando.
Y responde Oliveros.
—Compañero, vuestra es la culpa, pues valor sensato y locura
son dos cosas distintas, y más vale mesura que soberbia. Si tantos franceses
murieron, fue por vuestra ligereza. Nunca más volveremos a servir a Carlos. Si
me hubierais escuchado, habría retornado mi señor; la batalla estaría ganada y
muerto o prisionero el rey Marsil. En mala hora, Rolando, contemplamos vuestro
denuedo. Carlos el Grande, que no tendrá su par hasta el juicio final, no
volverá a recibir nuestra ayuda. Vais a morir y Francia será por ello
afrentada. Hoy toca a su fin nuestro leal compañerismo: antes de esta noche
habremos de separarnos, y nos será muy duro.
CXXXII
ÓYELOS disputar el arzobispo, y clavando en su corcel las
espuelas de oro puro, va hacia ellos y les hace reproche:
—¡Señor Rolando, y vos, señor Oliveros, por Dios os ruego que
pongáis fin a esta querella! Tocar el cuerno no podría ya salvarnos, mas
tocadlo de todos modos, será mucho mejor. Vendrá el rey y podrá vengarnos: no
habrán de retornar alegres los de España. Nuestros franceses echarán aquí pie a
tierra y nos encontrarán muertos y mutilados; nos pondrán en ataúdes, nos
cargarán en acémilas y nos lloraran, llenos de dolor y piedad. Nos darán
sepultura en atrios de iglesias y no seremos pasto de los lobos, los cerdos y
los perros.
—¡Bien hablasteis, señor! —responde Rolando.
CXXXIII
ROLANDO lleva el olifante a sus labios. Lo emboca bien y
sopla con todas sus fuerzas. Los montes son altos y larga la voz del cuerno; a
treinta leguas se escucha prolongarse su sonido. Carlos lo oye, y como él todos
sus guerreros. Exclama el rey:
—¡Han trenzado combate los nuestros!
Y Ganelón responde, llevándole la contraria:
—Si otro fuera quien tal dijese, ciertamente se le tacharía
de gran embustero.
CXXXIV
EL CONDE Rolando, con esfuerzo y grandes espasmos, toca
dolorosamente su olifante. Por su boca brota la sangre clara, y se ha roto su
sien. El sonido del cuerno se difunde a lo lejos. Carlos, que cruza los
puertos, lo ha oído. El duque Naimón escucha y como él todos los francos. Y
exclama el rey:
—¡Es el olifante de Rolando! ¡No lo tocaría si no estuviese
en trance de batalla!
—¡No hay tal batalla! —responde Ganelón—. Sois ya viejo,
vuestras sienes están blancas y floridas; por vuestras palabras parecéis un
niño. Bien conocéis el gran orgullo de Rolando: es maravilla que lo haya
tolerado Dios tanto tiempo. ¿No ha llegado, pues, a conquistar Noples sin
esperar vuestras órdenes? Los sarracenos hicieron una salida y presentaron
batalla a Rolando, el buen vasallo. Para borrar las huellas del encuentro, éste
mandó inundar los prados cubiertos de sangre. Por una sola liebre se pasa el
día tocando el olifante. Hoy será algún juego que lleva a cabo entre sus pares.
¿Quién bajo el firmamento se atrevería a ofrecerle batalla? Cabalguemos, pues.
¿Por qué detenernos? Lejos, frente a nosotros, está aún la Tierra de los
Padres.
CXXXV
EL CONDE Rolando tiene la boca ensangrentada. Se le ha roto
la sien. Toca su olifante dolorosamente, con angustia. Carlos lo oye, y como él
todos los franceses. Y dice el rey:
—¡Largo aliento tiene este olifante!
—¡Es que un valiente se emplea en ello! —responde el duque
Naimón—. Estoy seguro de que ha trenzado batalla. El mismo que lo traicionó
intenta ahora que faltéis a vuestro deber. Tomad las armas, clamad vuestro
grito de guerra y corred en auxilio de vuestra buena mesnada. Harto lo oís: es
Rolando que pierde esperanzas.
CXXXVI
EL EMPERADOR manda tocar sus olifantes. Los franceses echan
pie a tierra y se arman con sus cotas, sus yelmos y sus espadas recamadas de
oro. Tienen escudos bien labrados, largas y fuertes picas y gonfalones blancos,
rojos y azules. Todos los barones del ejército cabalgan en sus corceles y
clavan espuelas durante el paso de los desfiladeros. Y van diciéndose los unos
a los otros:
—Si cuando veamos a Rolando está aún con vida, ¡qué recios
golpes daremos con él!
Mas, ¿de qué sirven las palabras? Llegarán demasiado tarde.
CXXXVII
AVANZA el día, resplandece la tarde. Las armaduras centellean
bajo el sol. Fulguran las cotas y los yelmos, y los escudos que llevan flores
pintadas, y las picas y los dorados gonfalones. El emperador cabalga invadido
de cólera, y los franceses pesarosos e iracundos. Todos vierten doloroso
llanto, todos sienten gran angustia por Rolando. El rey ha mandado prender al
conde Ganelón y lo ha entregado a los cocineros de su corte. Llama a Besgón, el
jefe de éstos y le dice;
—Guárdame bien a este felón: ha traicionado a mis mesnadas.
Recíbelo Besgón bajo su vigilancia y lo hace custodiar por
cien pinches de su cocina; los hay de los mejores y también de los peores. Le
arrancan los pelos de la barba y de los mostachos, cuatro veces cada uno lo
golpean con el puño, lo apalean con varas y bastones y le ponen alrededor del
cuello una cadena, como a un oso. Luego lo cargan con gran menoscabo sobre un
mulo, guardándolo de esta suerte hasta el día en que habrán de devolverlo a
Carlos.
CXXXVIII
ALTAS y tenebrosas son las cumbres, los valles profundos y
violentas las aguas. Resuenan los clarines por todas partes y responden juntos
al olifante. El emperador cabalga irritado y los franceses pesarosos e
iracundos. Ni uno solo deja de llorar y lamentarse. Ruegan a Dios que preserve
a Rolando hasta que lleguen al campo de batalla todos juntos: entonces, con él,
combatirán. Mas, ¿de qué sirven las súplicas? En nada habrán de valerles: han tardado
demasiado, no podrán llegar a tiempo.
CXXXIX
CABALGA el rey Carlos lleno de enojo. Su barba blanca se
esparce sobre su loriga. Todos los barones de Francia clavan con fuerza las
espuelas. Ni uno hay que no se lamente por no estar junto a Rolando, el
capitán, cuando enfrenta a los sarracenos de España. Tal es su quebranto que no
creen que sobreviva. ¡Dios! ¡Que barones son los sesenta que aún lo acompañan!
Jamás los tuvo mejores ningún rey o capitán.
CXL
MIRA ROLANDO hacia los montes y las colinas. Contemplan sus
ojos a tantos de los de Francia que yacen muertos, y los llora como cumplido
caballero:
—¡Señores barones, así Dios os tenga en su gracia! ¡Que
otorgue a todas vuestras almas el paraíso! ¡Que las reciba entre las santas
flores! Jamás vi vasallos mejores que vosotros. ¡Cuán largamente me habéis servido,
luchando sin descanso, conquistando para Carlos extensos países! Para su mal os
ha mantenido el emperador. ¡Tierra de Francia, eres un dulce país, mas el peor
azote te ha desolado en este día! Barones franceses, os veo morir por mí, y no
me es dado defenderos ni salvaros: ¡así os ayude Dios, quien jamás dijo
mentira! Hermano Oliveros, no os habré de faltar. Me matará el dolor, si no
muero por otra causa. ¡Señor compañero, volvamos al combate!
CXLI
EL CONDE Rolando ha retornado a la batalla. Enarbola a
Durandarte, y lucha como valiente. Ha descuartizado a Faldrón de Puy y a otros
veinticuatro enemigos, de entre los más nobles. Jamás hombre alguno deseará con
tanto ahínco tomar venganza. Así como el ciervo corre ante los perros, así
huyen de Rolando los infieles. Y dice el arzobispo:
—¡He aquí algo bueno! Así debe mostrarse un caballero,
portador de buenas armas y jinete en buen caballo: fuerte y altivo en la
batalla, o de otro modo no vale cuatro ochavos. ¡Mejor fuera que se metiera a
monje en un monasterio para rogar todos los días por nuestros pecados!
Y responde Rolando:
— ¡Herid, no les hagáis merced!
A tales palabras reanudan el combate los franceses. Mas los
cristianos sufrieron grandes pérdidas.
CXLII
AL SABER que en tal batalla no habrán de hacerse prisioneros,
todos se defienden con fiereza. Por ello los franceses se tornan más audaces
que leones. He aquí que hacia ellos viene, como verdadero barón, el rey Marsil.
Cabalga en un corcel al que llama Gañún. Clava fuertemente las espuelas y corre
a herir a Bevón, señor de las tierras de Dijón y de Beaune. Le rompe el escudo,
le desgarra la cota y sin que sea menester dar otro golpe, lo derriba muerto.
Luego mata a Ivon y a Ivores; y con ellos a Gerardo de Rosellón. El conde
Rolando no anda lejos, y le dice al infiel:
—¡Dios te maldiga! ¡Tan injustamente has dado muerte a mis
compañeros! Antes de que nos separemos habrás de pagarlo, y conocerás el nombre
de mi espada.
Como cumplido barón lo acomete y le corta la muñeca derecha.
Luego le rebana la cabeza a Jurfaret el Blondo, hijo de Marsil.
Los infieles claman:
—¡Ayúdanos, Mahoma! ¡Dioses nuestros, vengadnos de Carlos! A
esta tierra ha traído tales felones que así deban morir, no abandonarán el
campo. —Y dícense los unos a los otros—: ¡Huyamos, pues!
Y vanse cien mil: llámelos quien quiera, no retornarán.
CXLIII
MAS, ¿DE QUÉ sirve su desbandada? Si ha huido Marsil, ha
quedado su tío Marganice, que es dueño de Cartago, Alfrere, Garmalia y Etiopía,
una tierra maldita: su señorío abarca la raza de los negros. Tienen éstos
grande la nariz y amplias las orejas, y se encuentran allí juntos más de
cincuenta mil. Dejan la rienda suelta a sus corceles y arremeten con furia y
audacia, al tiempo que claman el grito de guerra de los infieles.
Y dice entonces Rolando:
—Recibiremos aquí nuestro martirio, y bien veo ahora que nos
queda poco tiempo de vida. ¡Mas caiga ¡a deshonra sobre el que no se haya
vendido a alto precio! ¡Herid, señores, con vuestros bruñidos aceros y disputad
vuestros muertos y vuestras vidas para que Francia, la dulce, no sea
menoscabada por nuestra causa! Cuando llegue a este campo Carlomagno, mi señor,
y vea que cuenta dimos de los sarracenos, y encuentre quince infieles muertos
por cada uno de nosotros, por cierto que no dejara de bendecirnos.
CXLIV
AL VER Rolando a la turba maldita, mas negra que la tinta y
que solo los dientes tiene blancos, dice:
—En verdad, ahora lo sé: hoy será el día de nuestra muerte.
¡Atacad, franceses, que yo vuelvo al combate! Y añade Oliveros:
—¡Maldito sea el más lerdo!
A tales voces, arremeten los francos contra la multitud.
CXLV
CUANDO los infieles ven que los franceses son pocos, se
enorgullecen y se alientan los unos a los otros, diciéndose:
—¡Es que va la injusticia con el emperador!
Marganice monta su caballo alazano. Le clava fuertemente las
espuelas doradas y hiere a Oliveros por detrás, en plena espalda. Desgarrando
la brillante loriga, la pica se ha hundido en el cuerpo y luego de atravesar el
pecho aparece por delante. Y dice Marganice:
—¡Recio golpe recibisteis! El rey Carlomagno os dejó en los
puertos para vuestra desdicha. Si nos causó muchos males, no tiene ya motivo
para ufanarse: sólo con vos, bien he vengado a los nuestros.
CXLVI
OLIVEROS siente que está herido de muerte. Enarbola a
Altaclara, de bruñido acero y golpea a Marganice sobre el yelmo puntiagudo, de oro todo
él. Hace saltar por tierra sus florones y sus cristales y le parte la cabeza
hasta los dientes. Sacude la hoja en la herida y lo derriba muerto, diciéndole:
—¡Maldito seas, infiel! No digo que Carlos nada haya perdido;
pero al menos no podrás retornar a tu reino para vanagloriarte ante ninguna
mujer o dama de haberme despojado de un mal ochavo ni de haber causado
perjuicio a mí, ni a nadie en el mundo.
Después llama a Rolando para que le preste ayuda.
CXLVII
SIENTE Oliveros que lo han herido de muerte. Nunca llevará a
cabo venganza suficiente. En lo más compacto de la turba, acomete como
verdadero barón. Hace pedazos escudos y picas, pies y puños, monturas y
espinazos. Quien lo hubiera visto descuartizar infieles, amontonar los muertos
sobre los muertos, tendría memoria de un buen caballero. No hay cuidado de que
olvide la contraseña de Carlos y lanza su grito, alto y claro:
—¡Montjoie!
Luego llama a Rolando, su par y amigo: y le dice:
—Señor compañero, venid a mi lado, muy cerca, ¡con gran dolor
habremos de separarnos en este día!
CXLVIII
ROLANDO mira el semblante de Oliveros: lo ve desencajado,
pálido, sin color. Corre su clara sangre a los costados de su cuerpo y van
cayendo los coágulos a tierra.
—¡Dios! —exclama el conde—, ¡no sé qué hacer! Señor
compañero, ¡lástima grande de vuestro denuedo! Nadie habrá de igualaros jamás.
¡Ah, dulce Francia! ¡Cuan desierta quedarás sin tus mejores vasallos, humillada
y vencida! ¡Gran daño sufrirá el emperador!
Y con estas palabras, se desmaya sobre su corcel.
CXLIX
HE AQUÍ a Rolando sin conocimiento sobre su montura y a
Oliveros mortalmente herido. Perdió tanta sangre que se han empañado sus ojos:
ya no ve, ni de lejos ni de cerca, para reconocer a nadie. Al aproximarse a su
compañero, lo golpea sobre el yelmo cubierto de oro y de piedras preciosas, y
se lo parte hasta el nasal, mas sin herirle la cabeza. Ante la acometida,
Rolando vuelve hacia él sus ojos y le pregunta con dulzura y afecto:
—Señor compañero, ¿sabéis lo que estáis haciendo? ¡Soy yo,
Rolando, aquel que tanto os ama! ¡Nunca recibí vuestro reto!
—Oigo ahora vuestra voz —responde Oliveros—. Mas no os ven mis ojos: ¡plegué a Dios,
nuestro Señor, no apartar de vos los suyos! Os he herido, perdonádmelo.
—No me habéis
causado daño —responde Rolando—. Os perdono aquí y ante Dios.
A estas palabras, se inclinan el uno hacia el otro. Y así se
separan, con gran afecto.
CL
SIENTE Oliveros la angustia de la muerte. Se le ponen en
blanco los ojos, va perdiendo el oído y se apaga su vista. Baja del caballo y
se recuesta sobre la tierra. En alta voz hace acto de contrición, juntas y
alzadas al cielo ambas manos, rogando a Dios que le otorgue el paraíso, que
bendiga a Carlos y a Francia, la dulce, y a Rolando, su compañero, por sobre
todos los hombres. Le flaquea el corazón, se le desprende el yelmo y todo su
cuerpo se abate contra la tierra. Ha muerto el conde, no ha demorado por más
tiempo su partida; el esforzado Rolando llora por él y se lamenta; nunca os
será dado ver en la tierra hombre más dolorido.
CLI
VE ROLANDO que ha muerto su amigo, y que yace con el rostro
contra el suelo. Con gran dulzura, le dirige palabras de adiós:
—¡Señor compañero, lástima grande de vuestra intrepidez! Días
y años nos vieron juntos: jamás me causasteis daño alguno, ni yo a vos. Ahora
que os veo muerto, me es ya dolor vivir.
A estas palabras, el marqués pierde el sentido sobre su
corcel, cuyo nombre es Briador. Sus estribos de oro fino lo mantienen derecho
en la silla: por dondequiera que se incline, no podrá caer.
CLII
ANTES DE volver en sí y reanimarse Rolando, recobrándose de
su desmayo, lo alcanza un gran
infortunio: han muerto los franceses, a todos ha perdido, menos al arzobispo y
a Gualterio de Ulmo. Gualterio bajó de los montes y contra los de España peleó
reciamente. Sus hombres han muerto, vencidos por los infieles. Quiéralo o no,
debe darse a la fuga hacia los valles, invocando la ayuda de Rolando:
—¡Ah, gentil conde, valiente caballero! ¿Dónde estás? ¡Nunca
tuve miedo cuando estuviste a mi lado! Soy yo, Gualterio, el que conquistó
Monteagudo; yo, el sobrino de Droón, viejo y canoso. Entre todos tus hombres,
me querías por mi valor. Está mi lanza quebrada y traspasado mi escudo, y
desgarradas las mallas de mi cota... Voy a morir, pero me he vendido a alto
precio.
Han llegado a oídos de Rolando las últimas palabras. Espolea
a su corcel y a toda brida corre hacia Gualterio.
CLIII
EL DOLOR y la cólera embargan a Rolando. En lo más compacto
de la turba emprende la lidia. Veinte de los de España derriba muertos,
Gualterio seis y cinco el arzobispo.
Y dicen los infieles:
—¡Qué felonía contemplamos! ¡Cuidad, señores, de que no
escapen vivos! ¡Traidor el que no corra a atacarlos y cobarde el que les
permita la huida!
Prorrumpen entonces en gritos y alaridos y de todas partes
retornan al asalto.
CLIV
NOBLE guerrero es el conde Rolando, Gualterio de Ulmo
cumplido caballero y el arzobispo hombre de probado valor. Ninguno de los tres
quiere faltar a los otros dos. En lo más recio de la lid, acometen a los
infieles. Mil sarracenos han echado pie a tierra; a caballo son cuarenta
millares. Miradlos: ¡no osan aproximarse! Desde lejos les arrojan lanzas y
picas, flechas, dardos y venablos. . . A los primeros golpes matan a Gualterio.
A Turpín de Reims le traspasan el escudo y le parten el yelmo, hiriéndolo en la
cabeza; desgarran las mallas de su cota y atraviesan su cuerpo cuatro picas. Su
caballo es muerto bajo él. ¡Lástima grande que haya caído el arzobispo!
CLV
CUANDO Turpín de Reims se ve derribado del caballo, y con el
cuerpo traspasado por cuatro picas, rápidamente se incorpora, el intrépido.
Busca a Rolando con los ojos, corre hacia él y le dice tan sólo:
—No estoy vencido. ¡Mientras vive, un valiente no se rinde!
Desenvaina a Almaza, su espada de bruñido acero, y en lo más
apretado de las filas, asesta más de mil mandobles. Luego, Carlos dirá que a
nadie dio cuartel, pues hallará a su alrededor cuatrocientos sarracenos,
heridos los unos, otros traspasados de uno a otro costado y algunos con las
cabezas cortadas. Así reza en la Gesta; así lo relata aquel que presenció la
batalla: el barón Gil, que Dios favorece con sus milagros y que escribió antaño
la crónica en el monasterio de Laon. Quien estas cosas ignora, nada entiende de
esta historia.
CLVI
EL CONDE Rolando pelea noblemente, mas su cuerpo está
empapado de sudor, ardiente; siente en su cabeza un dolor violento: al hacer
resonar su olifante, se rompieron sus sienes. Pero quiere saber si ha de llegar
Carlos. Toma el cuerno y lo toca, pero es débil el sonido. El emperador se
detiene y escucha:
—¡Señores! —exclama—, ¡gran infortunio nos alcanza! En este
día, Rolando, mi sobrino, habrá de dejarnos. La voz de su olifante me dice que
le resta poca vida. ¡Quien quiera valerle, clave espuelas a su corcel! ¡Tocad
vuestros clarines, todos cuantos haya en este ejército!
Resuenan sesenta mil clarines, y tan alto que retumban las
cumbres y responden las hondonadas. Óyenlos los infieles, y no se sienten
movidos a risa.
—Muy pronto nos dará alcance Carlomagno —dícense los unos a
los otros.
CLVII
—¡RETORNA el emperador! —dicen los infieles—, escuchad los
clarines de las huestes de Francia. Si vuelve Carlos, grandes males nos
alcanzarán. Si Rolando sobrevive, recomenzará la guerra; España, nuestra
tierra, está perdida.
Júntanse cuatrocientos, cubiertos con sus yelmos, de los que
se estiman óptimos en las batallas y llevan contra Rolando un asalto duro y
violento. Recia tarea le espera al conde.
CLVIII
CUANDO los ve venir, el conde se siente más fuerte, más fiero
y ardoroso. No cederá el terreno mientras le quede vida. Va jinete en el corcel
llamado Briador. Le clava las espuelas de oro fino y arrojándose en lo más
compacto de las filas, a todos acomete. Con él está el arzobispo Turpín. Los
infieles se dicen entre sí:
—Amigo, ¡vamonos de aquí! Hemos escuchado los clarines de los
franceses: ¡Carlos retorna, el poderoso rey!
CLIX
NUNCA el conde Rolando sintió inclinación por un cobarde, ni
un soberbio, ni un malvado, ni tampoco por un caballero que no fuera guerrero
irreprochable. Llama, pues, al arzobispo Turpín:
—Señor —le dice—, estáis a pie y yo monto un caballo. Por
afecto hacia vos, resistiré firmemente en este lugar. Juntos quedaremos aquí
para bien o para mal; no os abandonaré por ningún hombre, hecho de carne. Vamos
a devolver a los infieles esta acometida. Los más recios mandobles serán los de
Durandarte.
Y responde el arzobispo:
—¡Malhaya quien afloje en la lid! ¡Retorna Carlos, quien
habrá de vengarnos!
CLX
—¡EN MALA hora nacimos! —dicen los sarracenos—. ¡Que día de
dolor despunto para nosotros! Hemos perdido a nuestros señores y a nuestros
pares. Retorna Carlos, el valiente, con su poderoso ejército. Ya se oye el
claro sonido de los clarines de Francia; gran clamor levantan al gritar: "¡Montjoie!" Tan fiera
intrepidez anima al conde Rolando que ningún hombre hecho de carne habrá de
vencerlo jamás. Arrojemos contra él nuestras jabalinas y abandonémosle el
campo.
Y disparan en efecto dardos y jabalinas innumerables, picas,
lanzas y flechas emplumadas. Rompen y taladran su escudo, y desgarran las
mallas de su cota, mas no alcanzan a herir su cuerpo. Empero, Briador ha
recibido treinta heridas y se desploma sin vida bajo el conde. Huyen los moros,
dejándole libre el campo. Queda solo el conde Rolando, desmontado.
CLXI
HUYEN Los infieles, llenos de pesar y enojo. Hacia España
apresuran el paso, con gran trabajo. El conde Rolando no puede darles caza: ha
perdido a Briador. su corcel. Le plazca o no, allí se queda, desmontado. Acude
hacia el arzobispo Turpín para auxiliarlo. Le desata de la cabeza su yelmo
guarnecido de oro y le quita su cota, blanca y ligera. Toma su brial y lo corta
en bandas que luego introduce en las terribles heridas. Después lo estrecha
entre sus brazos, contra su pecho; sobre la verde hierba lo recuesta con gran
suavidad. Y le ruega quedamente:
—Ah, gentil señor, dadme vuestra venia; he aquí muertos a los
compañeros que tan caros nos fueron, no debemos abandonarlos. Quiero ir a
buscarlos y a reconocerlos, para depositarlos todos juntos en una fila ante
vos.
Responde el arzobispo:
—¡Id, pues, y volved! Vuestro es el campo, ¡a Dios gracias!,
vuestro y mío.
CLXII
PARTE Rolando. A través del campo se encamina, solo. Por
valles y montes va buscando. [Halla entonces a Ivon e Ivores, y luego a
Angeleros, el Gascón.] Después encuentra a Garín y a su compañero Gerer, y
también a Berenguer y a Otón. Descubre allí a Anseís y a Sansón, y más tarde
halla a Gerardo el Viejo, de Rosellón. Uno a uno los alza en sus brazos, el
esforzado, y cargado con ellos regresa junto al arzobispo. Ante sus rodillas
los ha alineado. Prorrumpe en llanto Turpín, no puede contenerse. Levanta la
mano para bendecirlos y les dice luego:
—¡Lástima de vosotros, señores! ¡Que Dios, el glorioso acoja
todas vuestras almas! ¡Que las recueste en el paraíso sobre las flores santas!
¡Cuán angustiosa, a mi vez, se me presenta la muerte! Nunca más verán mis ojos
al poderoso emperador.
CLXIII
PARTE nuevamente Rolando, recorriendo el campo en sus
búsquedas. Encuentra a su compañero Oliveros y lo estrecha contra su pecho,
fuertemente abrazado. Como puede, regresa junto al arzobispo. Recuesta a
Oliveros al lado de los demás, sobre un escudo, y el arzobispo lo absuelve,
trazando sobre él la señal de la cruz. Redoblan entonces el dolor y la piedad,
y exclama Rolando:
—Oliveros, gentil compañero, hijo erais del duque Ra-niero,
soberano de la marca del Val de Runer. Para quebrar una lanza y romper los
escudos, para vencer y humillar a los soberbios, para sostener y aconsejar a
los hombres de bien, ¡no hubo en toda la tierra adalid que os aventajara!
CLXIV
CUANDO EL conde Rolando ve muertos a sus pares y a Oliveros,
a quien tanto amaba, se enternece y prorrumpe en llanto. Su semblante pierde el
color. Tan grande es su duelo que no pueden sostenerlo sus piernas: quiéralo o
no, cao por tierra privado de sentido.
—¡Lástima de vos, barón! —dice el arzobispo.
CLXV
AL CONTEMPLAR desmayado a Rolando, un dolor, el más profundo
que jamás haya sentido, invade al arzobispo. Extiende la mano y toma el
olifante. Hay una corriente de agua en Roncesvalles: quiere llegar hasta ella y
traerle un poco a Rolando. Se aleja a pasos cortos, vacilantes. Tan débil se
encuentra que no puede avanzar. Flaquean sus fuerzas, ha perdido demasiada
sangre; en menos tiempo del que necesita para atravesar un arpende de tierra,
le falla el corazón y cae de cabeza. La muerte lo oprime con dureza.
CLXVI
EL CONDE Rolando recobra el conocimiento y se incorpora, mas
padece crueles sufrimientos. Mira hacia arriba y hacia abajo: sobre la hierba
verde, más allá de sus compañeros ve que yace en el suelo el noble barón, el
arzobispo, que Dios había enviado entre los hombres para representarlo. Hace el
arzobispo su acto de contrición, vuelve los ojos al cielo y, juntando sus
manos, las eleva: ruega a Dios que le otorgue el paraíso. Ya se muere, el
guerrero de Carlos. Fue durante toda su vida su adalid contra los infieles, por
sus recias batallas y sus sermones admirables. ¡Así le otorgue Dios su santa
bendición!
CLXVII
EL CONDE Rolando ve al arzobispo caído en tierra. Ve
derramarse por el suelo sus entrañas, fuera del cuerpo, y gotear sus sesos por
la frente. Bien en el medio del pecho le ha cruzado las manos blancas, tan
bellas. Rolando comienza a lamentarse sobre él, según la ley de su tierra:
—¡Ah!, gentil señor, caballero de buena raza, en esta hora te
encomiendo al Todopoderoso del cielo. Jamás habrá quien mejor lo sirva. Jamás,
desde los apóstoles, hubo profeta como vos para amparar la ley y atraer a los
hombres. ¡Que no sufra vuestra alma privación alguna! ¡Que le sean abiertas las
puertas del paraíso!
CLXVIII
SIENTE Rolando que se aproxima su muerte. Por los oídos se le
derraman los sesos. Ruega a Dios por sus pares, para que los llame a Él; y
luego, por sí mismo, invoca al ángel Gabriel. Toma el olifante, para que nadie
pueda hacerle reproche, y con la otra mano se aferra a Durandarte, su espada. A
través de un barbecho, se encamina hacia España, recorriendo poco más que el
alcance de un tiro de ballesta. Trepa por un altozano. Allí, bajo dos hermosos
árboles, hay cuatro gradas de mármol. Cae de espaldas sobre la hierba verde. Y
se desmaya nuevamente, porque está próximo su fin.
CLXIX
ALTAS SON las cumbres y grandes los árboles. Hay allí cuatro
gradas, hechas de mármol, que relucen. Sobre la verde hierba el conde Rolando
ha caído desmayado. Y he aquí que un sarraceno no cesa de vigilarlo; ha
simulado estar muerto y yace entre los demás, con el cuerpo y el rostro
manchados de sangre. Se yergue sobre sus pies y se aproxima corriendo. Es
gallardo y robusto, y de gran valor; su orgullo lo empuja a cometer la locura
que lo perderá. Toma en sus brazos a Rolando, su cuerpo y sus armas y dice
estas palabras:
—¡Vencido está el sobrino de Carlos! ¡Esta espada a Arabia me
la he de llevar!
Al sentirlo forcejear, el conde vuelve un poco en sí.
CLXX
ROLANDO siente que lo quieren despojar de su espada. Abre los
ojos y exclama:
—¡Tú no eres de los nuestros, que yo sepa!
Tiene aún en la mano el olifante, que no ha querido soltar;
con él golpea al infiel sobre su yelmo adornado con pedrerías y recamado de
oro. Rompe el acero, el cráneo y los huesos, hace rodar fuera de la cabeza los
dos ojos y ante sus pies lo derriba muerto. Después le dice:
—Infiel, hijo de siervo, ¿cómo tuviste bastante osadía para
apoderarte de mí, fuera o no tu derecho? ¡Todo aquel que te lo oyera decir te
tendría por loco! He aquí quebrado el pabellón de mi olifante; el oro y el
cristal se han desprendido.
CLXXI
ROLANDO siente que se le nubla la vista. Se incorpora,
poniendo en ello todo su esfuerzo. Su rostro ha perdido el color. Tiene ante él
una roca parda; da contra ella diez golpes, lleno de dolor y encono. Gime el
acero, mas no se rompe ni se mella.
—¡Ah! —exclama el conde—. ¡Socórreme, Santa María! ¡Ah,
Durandarte, mi buena Durandarte, lástima de vos! Voy a morir, y dejaréis de
estar a mi cuidado. ¡He ganado por vos tantas batallas campales, por vos he
conquistado tantos anchos territorios que ahora domina Carlos, el de la barba
blanca! ¡No caeréis jamás en las manos de un hombre que ante su semejante pueda
darse a la fuga! Durante largo tiempo pertenecisteis a un buen vasallo; jamás
habrá espada que os valga en Francia, la Santa.
CLXXII
HIERE ROLANDO las gradas de sardónice. Gime el acero, mas no
se astilla ni se mella. Al ver el conde que no puede quebrarla, comienza a
lamentarse para sí:
—¡Ah, Durandarte, qué bella eres, qué clara y brillante!
¡Cómo luces y centelleas al sol! Hallábase Carlos en los valles de Moriana
cuando le ordenó Dios por intermedio de un ángel que te donase a uno de sus
condes capitanes: entonces te ciñó a mi lado, el rey grande y gentil. Por ti
conquisté el Anjeo y la Bretaña, por ti me apoderé del Poitou y del Maine.
Gracias a ti lo hice dueño de la franca Normandía, de Provenza y Aquitania, de
Lombardía y de toda la Romana. Por ti vencí en Baviera, conquisté Flandes y
Borgoña, y la Apulia toda; y también Constantinopla, de la que recibió
pleitesía, y Sajonia, donde es amo y señor. Por ti domeñé Escocia e Inglaterra,
su cámara, según él decía. Por ti gané cuantas comarcas posee Carlos, el de la
barba blanca. Por esta espada siento dolor y lástima. ¡Antes morir que
dejársela a los infieles! ¡Dios, Padre nuestro, no permitáis que Francia sufra
tal menoscabo!
CLXXIII
HIERE ROLANDO la parda roca, y la quiebra de un modo que no
os podría decir. Rechina la espada, mas no se astilla ni se parte, y rebota
hacia los cielos. Cuando advierte el conde que no podrá romperla, la plañe,
para sí, con gran dulzura:
—¡Ah, Durandarte, qué bella eres, y qué santa! Tu pomo de oro
rebosa de reliquias: un diente de San Pedro, sangre de San Basilio, cabellos de
monseñor San Dionisio y un pedazo
del manto de Santa María. No es justicia que caigas en poder de los infieles;
cristianos han de ser los que te sirvan. ¡Plegué a Dios que nunca vengas a
manos de un cobarde! Tantas anchurosas tierras he conquistado contigo para
Carlos, el de la barba florida. Por ellas alcanzó el emperador poderío y
riqueza.
CLXXIV
SIENTE Rolando que la muerte arrebata todo su cuerpo: de su
cabeza desciende hasta el corazón. Corre apresurado a guarecerse bajo un pino,
y se tiende de bruces sobre la verde hierba. Debajo de él pone su espada y su
olifante. Vuelve la faz hacia las huestes infieles, pues quiere que Carlos y los
suyos digan que ha muerto vencedor, el gentil conde. Débil e insistentemente,
golpea su pecho, diciendo su acto de contrición. Por sus pecados, tiende hacia
Dios su guante.
CLXXV
ROLANDO siente que ha llegado su última hora. Está recostado
sobre un abrupto altozano, con el rostro vuelto hacia España. Con una de sus
manos se golpea el pecho:
—¡Dios, por tu gracia, mea culpa por todos los pecados,
grandes y leves, que cometí desde el día de mi nacimiento hasta éste, en que me
ves aquí postrado!
Enarbola hacia Dios el guante derecho. Los ángeles del cielo
descienden hasta él.
CLXXVI
RECOSTADO bajo un pino está el conde Rolando, vuelto hacia
España su rostro. Muchas cosas le vienen a la memoria: las tierras que ha
conquistado el valiente de Francia, la dulce; los hombres de su linaje;
Carlomagno, su señor, que lo mantenía. Llora por ello y suspira, no puede
contenerse. Mas no quiere echarse a sí mismo en olvido; golpea su pecho e
invoca la gracia de Dios:
—¡Padre verdadero, que jamás dijo mentira, Tú que resucitaste
a Lázaro de entre los muertos, Tú que salvaste a Daniel de los leones, salva
también mi alma de todos los peligros, por los pecados que cometí en mi vida!
A Dios ha ofrecido su guante derecho: en su mano lo ha
recibido San Gabriel. Sobre el brazo reclina la cabeza; juntas las manos, ha
llegado a su fin. Dios le envía su ángel Querubín y San Miguel del Peligro, y
con ellos está San Gabriel. Al paraíso se remontan llevando el alma del conde.
CLXXVII
HA MUERTO Rolando; Dios ha recibido su alma en los cielos. El
emperador llega a Roncesvalles. No hay ruta ni sendero, ni un palmo ni un pie de terreno libre
donde no yazca un franco o un infiel. Y exclama Carlos:
—¿Dónde estáis, gentil sobrino? ¿Dónde está el arzobispo?
¿Qué fue del conde Oliveros? ¿Dónde está Garín, y Gerer, su compañero? ¿Dónde
están Otón y el conde Berenguer, dónde Ivon e Ivores, tan caros a mi corazón?
¿Qué ha sido del gascón Angeleros? ¿Y el duque Sansón? ¿Y el valeroso Anseís?
¿Dónde está Gerardo de Rosellón, el Viejo? ¿Dónde están los doce pares que aquí
dejé?
¿De qué le sirve llamarlos, si ninguno le ha de responder?
—¡Dios! —dice el rey—. ¡Buenos motivos tengo para lamentarme!
¿Por qué no habré estado aquí desde el comienzo de la batalla?
Y se mesa la barba, como hombre invadido por la angustia.
Lloran sus barones y caballeros; veinte mil francos caen por tierra sin
sentido. El duque Naimón siente por ello gran piedad.
CLXXVIII
NO HAY BARÓN ni caballero que, lleno de lástima, no derrame
doloroso llanto. Lloran a sus hijos, sus hermanos, sus sobrinos y sus amigos, y
también a sus señores; muchos se han desmayado. Como hombre juicioso, el duque
Naimón es el primero que le dice al emperador:
—Mirad hacia adelante, a dos leguas de nosotros; podréis ver
elevarse grandes polvaredas por los caminos, de tan numerosa como es la turba
sarracena. ¡Cabalgad, pues! ¡Vengad este dolor!
—¡Ah, Dios! —exclama Carlos—. ¡Cuán lejos están ya!
¡Otorgadme mi derecho, concededme una merced! ¡Me han arrebatado la flor de
Francia, la dulce!
Llama a Atón y a Gebuino, a Tibaldo de Reims y al conde
Milón, y les dice:
—Montad guardia en el campo de batalla, por los montes y las
quebradas. Dejad tendidos a los muertos, tal como están. ¡Que no se acerque a
ellos león ni bestia alguna! ¡Que no los toque escudero ni lacayo! Permanezcan
así, os lo ordeno, hasta que Dios nos permita retornar a este campo!
Y ellos responden con dulzura y afecto:
—Asi lo haremos, buen emperador, amado soberano. Y junto a
ellos conservan a mil de sus caballeros.
CLXXIX
EL EMPERADOR hace sonar los clarines, luego cabalga, el
esforzado, a la cabeza de su gran
ejército. Los de España se ven forzados a volver la espalda, y los otros les
dan caza sostenidos por un mismo afán. Cuando el emperador ve declinar la
tarde, se apea del caballo en un prado, sobre la verde hierba: se prosterna en
el suelo y ruega a Dios nuestro Señor que, para favorecerlo, detenga el curso
del sol, que se demore la noche y se alargue el día. Entonces se le aparece un
ángel, el mismo que acostumbra hablarle, y con gran prisa le ordena:
—Carlos, a caballo; no habrá de faltarte la luz. Has perdido
a la flor de Francia, y Dios lo sabe. ¡Podrás tomar venganza de la turba
criminal!
Tales son sus palabras, y el emperador monta de nuevo.
CLXXX
PARA CARLOMAGNO, hizo Dios un gran milagro: detiénese el sol
y queda inmóvil. Huyen los infieles y los francos los persiguen en recia
acometida. Finalmente les dan alcance en el Valle Tenebroso y los rechazan
arrolladoramente hacia Zaragoza, descargando sobre ellos, con todo su ánimo,
mortíferos mandobles. Les han cortado las rutas y los caminos más anchos. Ante
ellos tienen el Ebro; profundas son sus aguas, temibles y violentas. No hay en
sus márgenes lancha, barcaza o almadía. Invocan los infieles a uno de sus
dioses, Tervagán, y luego se precipitan al agua, mas nadie habrá de
protegerlos. Los que llevan yelmo y loriga son los que más pesan, y se hunden
en gran número; otros van flotando a la deriva; los más afortunados tragan
grandes cantidades de agua, hasta que finalmente perecen todos ahogados, con
gran angustia. Y exclaman los franceses:
—¡Lástima grande vuestra muerte, Rolando!
CLXXXI
CUANDO VE Carlos que han muerto todos los infieles, los unos
por el hierro y la mayoría ahogados, y el rico botín que han recogido sus
caballeros, echa pie a tierra, el rey gentil, y postrado en el suelo da gracias
a Dios. Cuando se incorpora, se ha puesto ya el sol. Y dice el emperador:
—Es hora de establecer nuestro campamento; para volver a
Roncesvalles es ya muy tarde. Nuestros caballos están rendidos y maltrechos.
Quitadles las sillas y los frenos y dejadlos refrescarse en estos prados.
—Bien dijisteis, señor —responden los francos.
CLXXXII
EL EMPERADOR Carlos ha establecido su campamento. Desmontan
los franceses en el país desierto, desensillan a sus corceles y les quitan de
la cabeza los frenos dorados. Los dejan sueltos por los prados, donde hallarán
hierba fresca a profusión; no pueden recibir otros cuidados. Los más extenuados
duermen tendidos en el suelo. Esa noche no se monta guardia en el campo.
CLXXXIII
EL EMPERADOR se ha recostado en un prado. Junto a su cabeza
coloca su fuerte pica, el esforzado. No ha querido esa noche desarmarse;
conserva su blanca cota bruñida, y mantiene atado su yelmo de oro incrustado de
piedras preciosas, y ciñe su costado su espada Joyosa, que jamás tuvo su par:
cambia de color treinta veces por día. Sabemos bien lo que aconteció con la
lanza que hirió a Nuestro Señor en la cruz: Carlos posee la punta, por la
gracia de Dios, y la ha hecho engastar en el pomo de oro; a causa de este honor
y esta merced, ha recibido la espada el nombre de Joyosa. No deben echarlo en
olvido los barones de Francia: de ahí tomaron su grito de guerra: "¡Montjoie!" y por ello ningún
pueblo puede ofrecerles resistencia. :
CLXXXIV
CLARA ES la noche y rutilante la luna. Carlos está recostado,
mas lo invade gran duelo por Rolando, y pesa en su corazón la muerte de
Oliveros, de los doce pares y de los franceses: en Roncesvalles los ha dejado
muertos y ensangrentados. Llora y se lamenta, sin poder contenerse, y suplica a
Dios que salve sus almas. Está exhausto y es inmenso su dolor. Se duerme, no
puede más. Por toda la pradera reposan los francos. Ningún caballo puede
mantenerse en pie; el que quiere hierba, debe pacer echado. Mucho aprendió
quien sufrió gran dolor.
CLXXXV
CARLOS duerme, como un hombre atormentado por profundo pesar.
Dios le manda a San Gabriel, encargándole velar sobre el emperador. Toda la
noche, el ángel permanece a su cabecera. Por una visión, le anuncia que habrá
de librar una batalla, y se la muestra bajo funestos augurios. Carlos alza la
vista hacia el firmamento: contempla en él truenos y vendavales, granizadas,
borrascas y tempestades prodigiosas, un aparato de fuegos y centellas que se
abate, de repente, sobre su ejército. Se inflaman las lanzas de fresno y de
manzano, y los escudos hasta sus blocas de oro puro. Estallan las astas de las
afiladas picas y se retuercen las cotas y los yelmos de acero. Carlos ve a sus
cabalgaduras en gran cuita. Aparecen después osos y leopardos que se aprestan a
devorarlos, serpientes y reptiles, dragones y demonios. Y hay allí más de
treinta mil grifos que se arrojan sobre los franceses, al tiempo que éstos
gritan:
—¡Acórrenos, Carlomagno!
Dolor y piedad conmueven al rey; quiere ir hacia ellos, mas
no puede. Entonces sale de una selva un gran león, lleno de rabia, de altivez y
de audacia, y desafiando a su persona, lo ataca. Ambos ruedan cuerpo a cuerpo
en la lucha, mas
no puede distinguir Carlos cuál de los dos está debajo o encima. Y no se ha
despertado el emperador.
CLXXXVI
DESPUÉS de esta visión, otra lo asalta: hállase en Francia,
en Aquisgrán, sobre una grada y tiene a un oso atado por dos cadenas. Del lado
de la Ardena ve llegar a treinta osos, hablando todos ellos como hombres.
—Señor —le decían—, ¡devolvédnoslo! No es justicia que lo
retengáis por más tiempo. Es pariente nuestro, le debemos nuestra ayuda.
Desde su palacio, acude prestamente un lebrel. Sobre la
hierba verde, ataca al oso más grande entre los demás. Contempla el rey un
combate maravilloso; mas no sabe cuál es el vencedor y cuál el vencido. He aquí
lo que el ángel de Dios ha mostrado al barón. Carlos duerme hasta la mañana,
cuando luce claro el día.
CLXXXVII
HUYE HACIA Zaragoza el rey Marsil. Echa pie a tierra bajo un
olivo, a la sombra, y confía a sus hombres su espada, su yelmo y su coraza. Se
tiende sobre la hierba verde, miserablemente. Ha perdido su mano derecha,
cercenada de un tajo; tanta sangre derrama por la herida, que se desmaya de
angustia. Ante él, gime y llora su esposa Abraima, lamentándose, a gritos. Con
ella, son más de veinte mil los que maldicen a Carlos y a Francia, la dulce.
Corren hacia una cripta, donde está la efigie de Apolo, y lo increpan,
ultrajándolo con viles palabras:
—¡Ah, dios maligno! ¿Por qué permites semejante agravio? ¿Por
qué has consentido la ruina de nuestro rey? ¡Mal pagas a los que te sirven con
abnegación! Después lo despojan de su cetro y de su corona [y lo cuelgan por
las manos de una columna]. Por tierra, ante sus pies, lo derriban, y con gruesos
palos lo golpean y quebrantan. Luego le arrancan a Tervagán, su carbunclo, y
arrojan a Mahoma en un foso, para que lo muerdan y lo pisoteen los cerdos y los
perros.
CLXXXVIII
HA VUELTO en sí Marsil, después de su desmayo. Se hace llevar
a su aposento abovedado; hay allí pinturas y signos trazados con diversos
colores. Y la reina Abraima vierte lágrimas sobre él y se mesa los cabellos.
—¡Desdichada de mí! —murmura, y exclama luego en voz alta—:
¡Ah, Zaragoza! ¡Cuan desierta quedas al perder al rey gentil que en su feudo te
tenía! Gran felonía cometieron nuestros dioses, que lo desampararon esta mañana
en la batalla. ¡El emir pasará por un cobarde si no acude a luchar contra esa
intrépida turba, esos valientes orgullosos que en nada estiman sus vidas! Esforzado
y pleno de soberbia es el emperador de la barba florida: si le presenta batalla
el emir, no habrá de rehuirla. ¡Gran duelo es que no haya ninguno para darle
muerte!
CLXXXIX
EL EMPERADOR, merced a su gran poderío, siete años enteros
permaneció en España. Castillos y ciudades conquistó en gran número. El rey
Marsil se esfuerza por resistirle. Desde el primer año mandó sellar sus breves,
requiriendo la ayuda del emir de Babilonia, Baligán: un anciano cargado de días
que vivió más que Virgilio y que Homero. Acude a Zaragoza a socorrer a Marsil:
si tal no hace, el rey renegará de sus dioses y de todos los ídolos que venera;
observará la ley cristiana y tratará la paz con Carlomagno.
Mas el emir está lejos, ha tardado mucho. Lanzo su
llamamiento a los pueblos de cuarenta reinos; ha hecho preparar sus grandes
naves, embarcaciones ligeras y falúas, sus galeras y bajeles. Cerca de
Alejandría, hay un puerto junto al mar: allí reúne toda su flota. Es en mayo,
en los primeros días del estío, cuando se hacen u la mar todas sus tropas.
CXC
PODEROSOS son los ejércitos de esa raza odiada. Los infieles
navegan a toda vela, reman y gobiernan el timón.
En la punta de los mástiles y de las altas proas, brillan
numerosos carbunclos y linternas; tal resplandor arrojan desde la altura en la
noche, que el mar se halla embellecido. Al aproximarse a la tierra de España,
toda la costa centellea de luces. La noticia llega hasta Marsil.
CXCI
LAS HUESTES sarracenas no detienen un instante su travesía.
Dejan el mar y se adentran en las aguas dulces. Pasan ante Marbrisa y Marbrosa,
y remontan el Ebro con todas sus naves. Innumerables linternas y carbunclos
centellean, brindándoles gran claridad durante toda la noche. De madrugada,
llegan a Zaragoza.
CXCII
EL DÍA luce claro, y brilla el sol. El emir ha descendido de
su bajel. A su derecha avanza Espanelis, y diecisiete reyes forman su cortejo;
luego vienen condes y duques, cuyo número ignoro. Bajo un laurel, en medio de
una explanada, se recubre la hierba verde con una alfombra de seda blanca y se
dispone allí un trono, todo él de marfil. En él toma asiento Baligán, el
sarraceno, y todos los demás quedan de pie. El soberano es el primero en tomar
la palabra:
—¡Oidme, libres y valerosos caballeros! El rey Carlos, emperador de los francos, no tiene
derecho a comer si no es por mi orden. A través de toda España me ha combatido
en recia guerra, y ahora he de ir a presentarle batalla en Francia, la dulce.
No cejaré durante toda mi vida hasta que él no reciba la muerte o se declare
vencido.
En garantía de sus palabras, golpea con su guante diestro su
rodilla.
CXCIII
PUESTO QUE tal ha dicho, se promete firmemente que no dejará
de ir, por todo el oro que hay bajo los cielos, a Aquisgrán, donde tiene Carlos
sus cortes. Sus hombres lo elogian y lo aconsejan en igual forma. Llama
entonces el emir a dos de sus caballeros; Clarifán es el uno y el otro
Clariano.
—Sois hijos del rey Maltrayén —les dice—, aquel que
gustosamente solía prestarse para llevar mensajes. Os ordeno que vayáis a
Zaragoza, para anunciarle de mi parte al rey Marsil que acudo en su ayuda
contra los franceses. Si la ocasión se me presenta, libraré una gran batalla.
En fe de mis palabras, entregadle plegado este guante adornado con oro, para
que se lo ponga en su mano diestra. Llevadle también esta varita de oro puro, y
decidle que venga a mi para reconocer su feudo. He de ir a Francia, a hacerle
la guerra a Carlos. Si no implora mi merced, rendido a mis plantas, y no
reniega de la fe cristiana, le quitaré de la cabeza la corona.
—Bien dijisteis, señor —responden los infieles.
CXCIV
— ¡BARONES, cabalgad! —ordena Baligán—. ¡Que lleve uno de
vosotros el guante y el otro el bastón!
—¡Así lo haremos, amado señor! —responden ellos.
Tanto cabalgan que al fin llegan a Zaragoza. Pasan bajo diez
puertas, atraviesan cuatro puentes y recorren las calles donde se cruzan con
los burgueses. Al aproximarse a la parte alta de la ciudad, llega hasta ellos
un fuerte rumor desde el palacio. Encuentran allí reunida a la turba sarracena,
llorando, en medio de un gran clamoreo y sumida en profundo duelo; los infieles
añoran a sus dioses, Tervagán, Mahoma y Apolo, y se dicen entre sí:
— ¡Pobres de nosotros! ¿Qué haremos ahora? ¡Un terrible azote
nos abruma! Hemos perdido al rey Marsil: el conde Rolando le cercenó ayer la
mano diestra; y tampoco está a nuestro lado Jurfaret el Blondo. ¡Toda España
será por siempre dominada!
Los dos mensajeros echan pie a tierra junto a las gradas.
CXCV
DEJAN AMBOS los caballos bajo un olivo; dos sarracenos los
toman de las riendas. Los mensajeros se agarran de sus mantos y suben luego a
lo más alto del palacio. Cuando penetran en el aposento abovedado, hacen por
amistad un saludo inoportuno:
—¡Que Mahoma y Tervagán, que en sus manos nos tienen, y
Apolo, nuestro señor, salven al rey y guarden a la reina!
—¡Oigo palabras muy insensatas! —exclama Abraima—. Esos
dioses que invocáis, nuestros dioses, nos han desamparado. En Roncesvalles
hicieron tristes milagros: dejaron exterminar a nuestros caballeros y mi señor,
que aquí veis, fue abandonado por ellos en la lid. Ha perdido la mano derecha;
Rolando, el poderoso conde, fue quien se la cortó. ¡Extenderá Carlos su señorío
por toda España! ¿Qué será de mí, desdichada? ¡Ay!, ¿no habrá nadie, pues, que me dé muerte?
CXCVI
CLARIANO responde:
—Señora, ¡no pronunciéis tan vanas palabras! Somos mensajeros
de Baligán, el sarraceno. Él promete socorrer a Marsil, y en prenda de ello le
envía su guante y su bastón. Tenemos en el Ebro cuatro mil lanchones, bajeles,
barcazas y rápidas galeras, y tantas naves que no puedo hacer su cuenta. El
emir es fuerte y poderoso. Irá a Francia, en busca de Carlomagno. Está en su
ánimo darle muerte o avasallarlo.
—¿Por qué ir tan lejos? —exclama Abraima—. Podéis topar a los
franceses más cerca de aquí. Son ya siete años los que lleva el emperador en
este país; es intrépido y buen adversario; antes moriría que huir de un campo
de batalla. No hay bajo el cielo rey a quien tema más de lo que se temería a
una criatura. ¡Carlos no recela de hombre viviente!
CXCVII
—¡BASTA! —dice el rey Marsil; y añade, hablando a los
mensajeros—: Señores, dirigios a mí. Ya lo veis, la muerte me acongoja, y no
tengo hijo ni hija, ni heredero. Tenía uno, y me lo mataron ayer noche. Decidle
a mi señor que venga a verme. El emir tiene derechos sobre la tierra de España.
Se la devuelvo en franquía, si la quiere, ¡pero que la defienda contra los
franceses! Le daré también un buen consejo, en cuanto a Carlomagno: dentro de
un mes será prisionero del emir. Le llevaréis las llaves de Zaragoza, y le diréis
que si da fe a mis palabras, así sucederá.
—Bien hablasteis, señor —responden ellos.
CXCVIII
—CARLOS, el emperador, ha dado muerte a mis hombres —prosigue
Marsil—; asoló mis tierras, forzó y violó mis ciudades. Esta noche se detuvo a
orillas del Ebro; está a siete leguas de aquí, las he contado. Decidle al emir
que conduzca a ese lugar su ejército. Por vuestro intermedio le mando este
mensaje: ¡que presente batalla al momento!
Les hace entrega de las llaves de Zaragoza. Los mensajeros se
inclinan ambos, piden licencia y se disponen a regresar.
CXCIX
Los DOS mensajeros han montado sus corceles. Abandonan la
ciudad con premura y vanse hacia el emir presa de gran ansiedad. Le presentan
las llaves de la ciudad de Zaragoza, y dice Baligán:
—¿Qué nuevas me traéis? ¿Dónde está Marsil, a quien mandé
comparecer ante mí?
—Está herido de muerte —responde Clariano—. Encontrábase ayer
el emperador en el paso de los desfiladeros, porque deseaba regresar a Francia,
la dulce. Había formado una retaguardia digna de él, ya que con ella se quedó
el conde Rolando, su sobrino, y Oliveros y los doce pares, y veinte mil hombres
de Francia, todos ellos caballeros. Presentóles batalla el valeroso rey Marsil,
y vinieron a encontrarse él y Rolando. Éste le infirió tal golpe con su espada
Durandarte, que le separó del cuerpo la mano derecha. También dio muerte a su
hijo, que Marsil tanto amaba, y a los barones que con él estaban. Retiróse
Marsil huyendo, incapaz de resistirle y el emperador lo ha perseguido con gran
violencia. El rey os ruega que le prestéis ayuda; os devuelve en franquía el
reino de España.
Quédase pensativo Baligán. Es tan grande su duelo que casi se
vuelve loco.
CC
—SEÑOR EMIR —dice Clariano—, ayer en Roncesvalles se libró
una batalla. Rolando halló la muerte, y con él el conde Oliveros, y los doce
pares que tanto amaba Carlos; veinte mil de sus franceses perecieron. El rey
Marsil perdió la mano diestra y el emperador le ha dado caza con violencia: no
queda en esta tierra un caballero que no haya sido muerto por el hierro o se
haya ahogado en el Ebro. Los franceses han acampado en sus riberas: se
encuentran en esta comarca tan cerca de nosotros que, si vos lo queréis, muy
dura ha de serles la retirada.
La mirada de Baligán se torna altanera; su corazón rebosa de
alegría y entusiasmo. Se yergue en su trono y exclama:
—¡Barones, apresuraos! ¡Dejad las naves y cabalgad vuestros
corceles! Si el viejo Carlomagno no se da a la fuga, el rey Marsil tendrá
pronto venganza: ¡por la mano que perdió le entregaré la cabeza del emperador!
CCI
Los INFIELES de Arabia han abandonado sus navíos, y van
jinetes en los corceles y los mulos. Dieron ya comienzo a su cabalgata; ¿qué
otra cosa podrían hacer? El emir, que a todos ha puesto en movimiento, llama a
Gemalfín, uno de sus fieles:
—A ti confío el mando de todas mis huestes —le dice, y monta
después en su caballo bayo. Cuatro duques lo acompañan. Tanto cabalga que al
fin avista Zaragoza. Echa pie a tierra en un zaguán de mármol y cuatro condes
le sujetan el estribo. Por las gradas sube hasta el palacio, y Abraima corre a
recibirlo, diciéndole:
—¡Desdichada de mí! ¡En mala hora nací, señor, que he perdido
a mi rey con tal menoscabo!
Cae a los pies del emir, que la levanta, y suben ambos a la
cámara, llenos de aflicción.
CCII
CUANDO el rey Marsil distingue a Baligán, llama a dos
sarracenos de España y les ordena:
—Tomadme en vuestros brazos e incorporadme.
Con su mano izquierda toma uno de sus guantes y dice:
—Señor rey, emir, os devuelvo todas mis tierras, y Zaragoza,
con el feudo que de ella depende. He venido a mi perdición, y conmigo he
perdido a todo mi pueblo.
—Gran pesadumbre siento por ello —responde el emir—; mas no
puedo demorar por más tiempo junto a vos: sé que Carlos no me esperará. No
obstante, acepto vuestro guante.
Abismado en su dolor, se aleja llorando. Desciende las gradas
del palacio, monta su corcel y retorna hacia sus huestes hincando espuelas.
Cabalga con tal premura que deja atrás a los otros, y grita a cada instante:
—¡Adelante, sarracenos! ¡Ya apresuran su huida los francos!
CCIII
DE MADRUGADA, al primer albor del día, Carlos, el emperador,
se ha despertado. San Gabriel, que por mandato de Dios lo guarda, alza la mano
y traza sobre él el signo de la cruz. El rey se yergue, se despoja de todas sus
armas y como él, todos los de su ejército se desarman a su vez. Después montan
en sus corceles y con gran brío, cabalgan por las largas huellas y los anchos
caminos. Van a contemplar la prodigiosa catástrofe de Roncesvalles, donde tuvo
lugar la batalla.
CCIV
CARLOMAGNO ha llegado a Roncesvalles, y vierte llanto por los
muertos que allí encuentra.
—Señores —dice a sus franceses—, id al paso, porque es
necesario que me adelante a vosotros, por mi sobrino, que anhelo encontrar.
Estaba yo en Aquisgrán, el día de una fiesta solemne, cuando mis valerosos
caballeros se vanagloriaban de recios asaltos y grandes batallas que más tarde
llevarían a cabo. Entonces oí decir a Rolando que si había de hallar la muerte
en un reino extranjero, se adelantaría a sus hombres y sus pares en terreno enemigo,
y se lo encontraría con la faz vuelta hacia el adversario: así habría muerto
victorioso, el esforzado.
Un poco más lejos de lo que se puede arrojar un palo,
separándose de los demás, el emperador sube a un collado.
CCV
MIENTRAS va Carlos en busca de su sobrino, ¡tantas hierbas
del prado y tantas flores encuentra enrojecidas por la sangre de nuestros
barones! La piedad lo invade, y no puede contener las lágrimas. Llega
finalmente a la sombra de dos árboles. Sobre tres rocas reconoce los golpes de
Rolando y entre la hierba verde contempla a su sobrino que yace. ¿Quién se
asombrará, si se estremece de dolor? Baja del caballo, acude corriendo. Entre
sus manos toma el cuerpo... Tanto lo abruma la angustia que sobre él se
desmaya.
CCVI
HA VUELTO en sí el emperador. El duque Naimón, el conde
Acelino, Godofredo de Anjeo y su hermano Thierry lo toman en sus brazos, lo
incorporan bajo un pino. Carlos mira a tierra y ve a su sobrino tendido. Con
gran dulzura, dice sobre él su lamento:
—¡Rolando, amigo mío! ¡Que Dios te haga merced! Jamás hombre
alguno conoció un caballero que como tú entablara las grandes batallas y
lograse la victoria. Mi prestigio
comienza a declinar.
No puede contenerse Carlos por más tiempo, y pierde el
sentido.
CCVII
EL EMPERADOR ha vuelto de su desmayo. Cuatro de sus barones
lo sostienen en sus manos. Mira a tierra, y ve a su sobrino tendido. Su cuerpo
sigue siendo hermoso, pero ha perdido el color; han girado en las órbitas sus
ojos, y los invaden las tinieblas. Con amor y fe, Carlos dice sobre él su
lamento;
—¡Rolando, amigo mío. ¡Que Dios coloque tu alma entre las
flores, en el paraíso, junto a los que disfrutan de la gloria! ¡Mal señor fue
el que a España te llevó! No habrá de despuntar un día en que por ti no sufra.
¡Cómo van a decaer mí fuerza y mis bríos! Ya no habrá nadie para defender mi
honor; me parece no tener ya ni un solo amigo bajo el cielo. ¡Entre los
parientes que conmigo quedan, ninguno tiene tu valor!
A puñados se arranca los cabellos. Cien mil franceses sienten
tan agudo dolor que ni uno solo deja de derramar lágrimas.
CCVIII
—ROLANDO, amigo mío, a Francia tornaré. Cuando llegue a Laon,
mi dominio privado, de muchos remos acudirán vasallos extranjeros y me
preguntarán: "¿dónde está el conde capitán?" Yo les responderé que halló
la muerte en España. Ya mi reino estará siempre marcado por el dolor, y no
viviré un día sin llorar y gemir.
CCIX
—¡ROLANDO, amigo mío, valiente, gallarda juventud! Cuando me
encuentre en Aquisgrán, mi dominio, vendrán los vasallos a conocer las nuevas.
Yo se las diré, extrañas y penosas: "¡Ha muerto mi sobrino, aquel que
conquistó para mí tantos territorios!" Contra mí se alzarán en rebelión
los sajones, los húngaros y los búlgaros, y tantos otros pueblos malditos; los
romanos y los de Apulia, y todos los de Palermo, los de África y los de
Califerna. Comenzarán entonces mis penas y calamidades. ¿Quién conducirá mis
huestes con tal denuedo, ahora que ha muerto aquel que siempre las guió? ¡Ah,
Francia, cuan desolada quedas! ¡Es tan grande mi duelo que más quisiera estar
muerto!
El emperador mesa su barba blanca y con ambas manos se
arranca los cabellos de la cabeza! Cien mil franceses quedan por tierra sin
sentido.
CCX
—¡ROLANDO, amigo mío, que Dios se apiade de ti! ¡Que acoja tu
alma en el paraíso! ¡Aquel que te dio muerte, a Francia dejó desamparada! ¡Tan
agudo es mi dolor que quisiera morir! ¡Ay, mis caballeros, que por mí
perdisteis la vida! ¡Plegué a Dios, el hijo de María Santísima, que antes de
alcanzar los grandes puertos de Cize, mi alma se separe de mi cuerpo en este
día, para ser colocada entre vuestras almas, y mi carne sepultada con la
vuestra!
Llora y se mesa la barba blanca. Y dice el duque Naimón:
—¡Grande es la angustia de Carlos!
CCXI
—SEÑOR emperador —dice Godofredo de Anjeo—, ¡no deis rienda
suelta a este dolor! Haced buscar por todo el campo los nuestros, a quienes los
de España dieron muerte en la lid. Ordenad que se les dé sepultura en una misma
fosa.
Y responde el rey:
—Tocad vuestro olifante, para que la orden sea dada.
CCXII
GODOFREDO DE ANJEO ha tocado su olifante. Echan pie a tierra
los franceses, tal corno lo ha dispuesto Carlos. Al momento llevan a una fosa
común a todos los amigos que encuentran muertos. En el ejército hay obispos y
abades en gran número, monjes, canónigos y sacerdotes tonsurados; ellos les dan
la absolución en nombre de Dios y los bendicen. Queman después mirra y tomillo,
inciensan los cuerpos con esmero y los entierran con todos los honores. Luego
los dejan: ¿qué más podrían hacer por ellos ahora?
CCXIII
EL EMPERADOR hace preparar a Rolando, a Oliveros y al
arzobispo Turpín para la sepultura. Ante sus ojos, manda abrir a los tres y
ordena que se recojan sus corazones en un cendal de seda y se guarden en un
ataúd de mármol blanco. Luego toman los cuerpos de los tres barones y los
envuelven en pieles de ciervo, no sin antes haberlos lavado con aromas y vino.
El rey llama a Tibaldo y Gebuino, al conde Milón y a Atón, el marqués, y les
dice:
—Llevadlos en tres carros.
Los tres están bien cubiertos con lienzos de seda de Calada.
CCXIV
EL EMPERADOR se dispone a regresar, y he aquí que ante él
surge la vanguardia de los sarracenos. De la tropa más cercana se destacan dos
mensajeros que, en nombre del emir, le anuncian la batalla:
—Rey soberbio, no habrás de retornar tan pronto. ¡Mira como
tras de ti cabalga Baligán! Poderosos son los ejércitos que trae consigo de
Arabia. ¡Antes de la noche pondremos a prueba tu valor!
Carlos, el rey, lleva la mano a su barba y queda pensativo,
recordando su duelo y todo lo que perdió. Pasea sobre sus mesnadas una mirada
llena de fiereza y exclama con voz fuerte y clara:
—¡Barones franceses! ¡A caballo y a las armas!
CCXV
EL EMPERADOR se arma el primero. Con gran premura reviste su
cota, se anuda el yelmo y ciñe Joyosa, cuyo centelleo ni el mismo sol puede
apagar. Suspende de su cuello un escudo de Biterna, y toma su pica,
enarbolándola. Monta después en Tencedor, su buen corcel, que conquistó en los
vados de Marsona cuando desarzonó y derribó muerto a Malpalín de Narbona.
Suelta las riendas a su montura, le hinca repetidamente las espuelas y se lanza al galope a la vista de
cien mil hombres. E invoca a Dios y al apóstol de Roma.
CCXVI
POR TODO el campo, los de Francia echan pie a tierra; son más
de cien mil los que se arman a la vez. Tienen equipos a su gusto, sus corceles
son briosos y lucidas sus armas. Saltan gallardamente sobre sus monturas. Si
llega la hora, se prometen librar batalla. Ondean los gonfalones hasta tocar
los yelmos. Al contemplar Carlos tan cabal prestancia, llama a Jocerán de
Provenza, al duque Naimón y a Antelmo de Maguncia, diciéndoles:
—Podemos contar con estos valientes. ¡Insensato el que entre
ellos sienta algún temor! Si no renuncian a la lucha los árabes, espero
cobrarme muy cara la muerte de Rolando.
Y responde el duque Naimón:
—¡Así lo quiera Dios!
CCXVII
CARLOS llama a Rabel y Guinemán y les dice:
—Señores, os lo ordeno, tomad los puestos de Rolando y
Oliveros: lleve uno de vosotros la espada y el otro el olifante. Cabalgad los
primeros, delante de los demás, y con vosotros quince mil franceses, todos
ellos bachilleres y de los más valientes entre nuestros valientes. Otros tantos
habrán de seguiros, al mando de Gebuino y Lorenzo: El duque Naimón y Jocerán,
el conde, disponen los dos cuerpos de batalla en arrogante formación. Cuando
llegue la hora, muy dura habrá de ser la contienda.
CCXVIII
Los DOS primeros cuerpos de batalla se constituyen de
franceses. Más tarde se establece el tercero, compuesto de vasallos de Baviera:
se estima su número en veinte mil caballeros. Nunca por su lado habrá de ceder
la línea de combate. Excepto los de Francia, que conquistan los reinos, no hay
gente bajo el cielo que Carlos quiera más. El conde Ogier el Danés, buen
guerrero, será su jefe, porque es muy gallarda la tropa.
CCXIX
CUENTA ya Carlos, el emperador, con tres cuerpos de batalla.
El duque Naimón forma entonces el cuarto con barones de gran denuedo: son
oriundos de Alemania y se calcula su número en veinte mil. Poseen buenos
corceles y magníficas armas. Jamás por miedo a morir retrocederán un paso.
Herman, duque de Tracia, será su guía; antes prefiere la muerte a cometer una
villanía.
CCXX
EL DUQUE Naimón y Jocerán, el conde, disponen que el quinto
cuerpo de batalla esté compuesto por normandos. Todos los franceses estiman su
número en veinte millares. Tienen bellas armas y buenos corceles ligeros; antes
morirán que rendirse. No hay bajo el cielo pueblo que más valga para la lid.
Ricardo el Viejo los conducirá y habrá de dar recios golpes con su afilada
pica.
CCXXI
EL SEXTO cuerpo está integrado por bretones. Reúnense allí
treinta mil caballeros, que galopan como cumplidos barones: llevan pintadas las
astas de sus lanzas y ondean en la punta los gonfalones. El señor que los manda
tiene por nombre Eudes. Llama al conde Nevelón, a Tibaldo de Reims y al marqués
Atón, diciéndoles:
—Conducid mi mesnada, os dejo ese honor.
CCXXII
YA TIENE formados el emperador seis cuerpos de batalla. El
duque Naimón establece entonces el séptimo, con gente del Poitou y barones de
Auvernia. Habrá allí unos cuarenta mil caballeros. Tienen buenos corceles y
magníficas armas. Se reúnen aparte en un valle, al pie de una colina y Carlos
los bendice con su mano diestra. Jocerán y Gaucelmo habrán de mandarlos.
CCXXIII
EN CUANTO al octavo cuerpo de batalla, Naimón lo ha formado
con flamencos y con barones de Frisia; son más de cuarenta mil caballeros. Allí
donde ellos se encuentren, jamás decaerá el combate. Y dice el rey:
—Buen servicio me habrán de hacer éstos.
Reinaldo y Aimón de Galicia los conducirán como nobles
caballeros.
CCXXIV
NAIMÓN y Jocerán han formado con valientes el noveno cuerpo
de batalla. Son caballeros de Lorena y Borgoña, y hay allí unos cincuenta mil
bien contados, con el yelmo atado y vestidos con la cota. Tienen fuertes picas,
de asta corta. Si los árabes no rehuyen la lucha, hallarán en ellos recios
adversarios, cuando arremetan. Los guiará Thierry, duque de Argona.
CCXXV
BARONES de Francia integran el décimo cuerpo de batalla. Hay
allí cien mil de nuestros mejores capitanes. Gallarda es su figura, su porte
altivo; son floridas sus sienes y blancas sus barbas. Los cubren armaduras y
cotas de doble malla, y ciñen espadas de Francia y de España. Sus bien
cincelados escudos están adornados con innumerables marcas. Han montado a
caballo y piden combatir a los gritos de ¡Montjoie!
Con éstos va Carlomagno. Godofredo de Anjeo es portador del oriflama. Había
pertenecido a San Pedro y se llamaba Romano, mas cambió su nombre por el de
Montjoie.
CCXXVI
EL EMPERADOR baja de su caballo. Sobre la hierba se prosterna,
la faz contra la tierra. Vuélvela luego hacia el sol naciente e invoca a Dios
de todo corazón:
—¡Padre Verdadero! Defiéndeme en este día, Tú que salvaste a
Jonás del vientre de la ballena, Tú que perdonaste al rey de Nínive y libraste
a Daniel del horrible suplicio en la fosa de los leones, Tú que protegiste a
los tres niños en el horno ardiente. ¡Válgame tu amor en este día! ¡Si te
place, concédeme por tu gracia que pueda vengar a mi sobrino Rolando!
Terminada su oración, yérguese Carlos y traza sobre su frente
el signo que fortalece. Vuelve luego a montar su rápido corcel, cuyo estribo le
han sujetado Naimón y Jocerán. Toma su escudo y su tajante pica. Su cuerpo es
noble, gallarda y airosa su apostura. Tiene el rostro claro y sereno.
Seguidamente, cabalga, firme sobre los estribos. Al frente y a retaguardia
suenan los clarines; más agudo que los otros, se eleva el sonido del olifante.
Y lloran los de Francia por la ausencia de Rolando.
CCXXVII
GALLARDAMENTE cabalga el emperador. Su barba le cubre el
pecho, fuera de la cota. Por amor a él imítanle los demás: así habrán de
reconocerse los cien mil franceses de su cuerpo de batalla. Salvan los montes y
las cumbres rocosas, los valles profundos y los siniestros desfiladeros. Dejan
atrás los puertos y las comarcas salvajes. Penetran en España y toman posición
en una planicie.
Retornan hacia Baligán sus enviados. Un sirio le dice el
mensaje:
—Hemos visto a Carlos, el rey soberbio. Orgullosos son sus
hombres y no habrán de faltarle. Armaos al punto: libraréis batalla.
—Espléndida se anuncia —dice Baligán—. ¡Haced sonar vuestros
clarines para que lo sepan mis sarracenos!
CCXXVIII
POR TODO el ejército hacen resonar los tambores y las
bocinas, y el toque agudo y claro de los olifantes. Desmontan los infieles para
armarse. No desea el emir mostrarse lento: se cubre con su cota de faldones
bruñidos y ata su yelmo guarnecido de oro y de pedrerías. Después ciñe su
espada a su costado izquierdo; en su vanidad, le ha encontrado nombre. Como ha
oído hablar de la espada de Carlos, él llama a la suya Preciosa; tal es su
grito de guerra en las batallas, y lo hace corear por sus caballeros. Suspende
después a su cuello uno de sus escudos, grande y ancho; la bloca es de oro con
los bordes de cristal; la-correa es de buen paño de seda bordado de círculos.
Enarbola su pica, que llama Maltet; el asta es tan gruesa como una maza, el
hierro sería carga suficiente para un mulo.
Baligán monta sobre su caballo; Márcules de Ultramar le ha
sujetado el estribo. Tiene el esforzado muy grande la horcajadura, las caderas
estrechas y anchos los costados; amplio y bien modelado el pecho, robustos los
hombros, muy clara la tez y altanero el semblante. Su cabello ensortijado es
tan blanco como flor de primavera, y muchas veces ha probado su denuedo.
¡Dios!, ¡qué barón,. si cristiano fuera! El emir azuza su corcel: brota clara
la sangre bajo la espuela. Se lanza al galope y salta un fosa cuya anchura
puede calcularse en cincuenta pies. Los infieles exclaman:
—¡Para defender las fronteras está hecho este varón! ¡No hay
francés que al pretender combatirlo no pierda, quiéralo o no, su vida! ¡Muy
loco está Carlos si no ha batido en retirada!
CCXXIX
EL EMIR tiene el aspecto de un verdadero barón. Como flor
blanca es su barba. Es doctor muy sabio en su ley. y se muestra soberbio e
intrépido en la lid. Su hijo Malprimís es también cumplido caballero. Es de
alta estatura y fuerte; tiene la traza de sus antepasados.
—¡Vamos, pues, señor! ¡Adelante! —le dice al padre—. ¡Mucho
me sorprenderá que topemos con Carlos! Y responde Baligán:
—Lo encontraremos, porque es muy valiente. Muchas crónicas
dicen de él grandes alabanzas. Pero ya no tiene a su sobrino Rolando, no
bastarán sus fuerzas para enfrentarnos.
CCXXX
Y AÑADE Baligán:
—Malprimís, hijo gentil, el otro día hallaron la muerte
Rolando, el buen vasallo, y Oliveros, el valeroso y noble.
y con ellos los doce pares que tanto amaba Carlos. Fueron
muertos veinte mil combatientes de los de Francia. A todos los demás no les
otorgo el valor de un guante. En verdad, regresa el emperador: me lo anunció el
sirio, mi mensajero. Diez grandes cuerpos de batalla se encaminan hacia aquí.
El que toca el olifante es de gran bravura. Su compañero le responde con un
cuerno de sonido claro, y ambos cabalgan los primeros; con ellos van quince mil
franceses de los bachilleres que Carlos llama sus hijos. Tras de éstos, otros
tantos se aproximan, que muy gallardamente combatirán.
—Un don os pido —dice Malprimís—: ¡otorgadme que sea yo quien
dé el primer golpe!
CCXXXI
—MALPRIMÍS, hijo mío —responde Baligán—, os concedo lo que me
habéis pedido. Al momento acometeréis a los franceses. Llevaréis con vos a
Torleu, el rey persa y Dapamor, otro rey leude. Si lográis echar por tierra su
inmenso orgullo, os daré una parte de mí reino, desde el Jordán hasta
Valmarqués.
—¡Gracias os sean dadas, señor! —responde Malprimís.
Se adelanta, recibe el don, la tierra que fue del rey
Florián. En mala hora la acepta: nunca había de verla. Nunca será investido de
este feudo ni llegará a poseerlo.
CCXXXII
CABALGA el emir entre las filas de sus huestes. Su hijo, el
de la alta estatura, lo sigue. Al momento, el rey Torleu y el rey Dapamor
establecen treinta cuerpos de batalla; el número de caballeros es asombroso: el
menor escuadrón cuenta con cincuenta mil. Forman el primero los de Butrinto, y
el segundo los de Misnia, de grandes cabezas; les crecen en el espinazo, a lo
largo de la espalda, cerdas como tienen los puercos. El tercero está compuesto
de nubios y de blos, y el cuarto de brucios y de esclavones, y el quinto de
sármatas y serbios, y el sexto de armenios y moros. Forman el séptimo los de
Jericó, el octavo los de Nigricia, el noveno los kurdos y el décimo los de
Balida la Fuerte. Es una raza que jamás persiguió el bien. Jura el emir, con
todos los juramentos que conoce, por los milagros de Mahoma y por su cuerpo:
—¡Muy loco está Carlos de Francia, que hacia nosotros
cabalga! Si no la rehuye, tendrá la batalla. Jamás volverá a ostentar la corona
de oro.
CCXXXIII
ORGANIZAN después otros diez escuadrones de combate. Está
compuesto el primero de feos cananeos, que vinieron de Valfuida a campo
traviesa; el segundo de turcos, el tercero de persas y el cuarto de petchenecos. Forman el
quinto los soltras y los ávaros, el sexto los ormaleses y los egeos, el séptimo
los del pueblo de Samuel, el octavo los de Brusa, el noveno los de Clavers y el
décimo los de Occián la Desierta: componen una turba que jamás sirvió a Dios.
Nunca oiréis hablar de peores felones. Tienen la piel tan dura como el hierro,
y por eso no necesitan loriga ni yelmo. Son recios y porfiados en la lucha.
CCXXXIV
HA ORGANIZADO el emir otros diez cuerpos de batalla. El
primero está formado de gigantes de Malprosa, el segundo de hunos y el tercero
de húngaros; el cuarto se compone de los de Baldisa la Luenga, el quinto de los
de Valpenosa y el sexto de los de Marosa. El séptimo lo integran lituanos y
astrimonios, el octavo los de Argólide, el noveno los de Clarbona y el décimo
los de Fronda, de luengas barbas. Es una turba que jamás quiso a Dios. Los anales
de los francos enumeran de esta guisa treinta cuerpos de ejército. Imponentes
son las huestes, en las que pregonan las bocinas. Los infieles cabalgan con
denuedo.
CCXXXV
EL EMIR es señor de gran poderío. Hace llevar ante él su
dragón, el estandarte de Tervagán y de Mahoma, y una imagen de Apolo, el felón.
Diez cananeos cabalgan escoltándolos; en voz alta van sermoneando de esta
suerte:
—¡Aquel que de nuestros dioses espere la salvación, que los
sirva y los adore con todo respeto!
Los infieles inclinan la cabeza; sus yelmos centelleantes se
humillan hasta tierra.
Y dicen los franceses:
—¡Truhanes, muy pronto habrá de llegaros la muerte! ¡Que este
día siembre la confusión entre vosotros! ¡Vos, Dios nuestro, defended a Carlos!
¡Que su nombre quede vencedor de esta batalla!
CCXXXVI
EL EMIR es un jefe
de mucho juicio. Llama a su hijo y a los dos reyes y les dice:
—Señores barones, cabalgaréis al frente. Habréis de tomar el
mando de todos mis cuerpos de ejército, pero quiero conservar a mi lado tres de
ellos, entre los mejores: el primero de turcos, el segundo de ormaleses y el
tercero de gigantes de Malprosa. Junto a mí estarán los de Occián; ellos
acometerán a Carlos y a los franceses. Si el emperador viene a justar conmigo,
le separaré la cabeza de los hombros. ¡Créalo bien! No habrá de caberle otra
suerte.
CCXXXVII
GRANDES son los ejércitos, gallardos los cuerpos de batalla.
No hay entre franceses y moros ni monte ni valle, ni collado, ni selva ni
bosque que pueda disimular una hueste: se contemplan frente a frente, sobre la
tierra llana.
Y dice Baligán:
— ¡Adelante, mis sarracenos! ¡Cabalgad para buscar la lucha!
Amborio de Oliferna es portador de la insignia. Al verla, los
infieles claman "¡Preciosa!", que es su grito de guerra.
Y dicen los franceses:
—¡Sea este día el de vuestra perdición! —Y añaden luego, con
voz potente—: ¡Montjoie!
El emperador hace tocar los clarines, y el olifante, que a
todos conforta. Los infieles dicen:
—Magnifico es el ejército de Carlos. Será una batalla de gran
violencia y reciedumbre.
CCXXXVIII
ANCHUROSO es el llano y a lo lejos se extiende la comarca.
Centellean los yelmos de oro guarnecidos de piedras preciosas, y los escudos y
las cotas bruñidas, y las picas y los gonfalones atados a los hierros. Pregonan
los clarines; sus voces son muy claras, y muy agudas las notas del olifante.
El emir llama a su hermano Canabeu, el rey de Floredea dueño
de las tierras hasta Valsevré. Le muestra los cuerpos de ejército de Carlos y
le dice:
—¡Ved el orgullo de Francia, la celebrada! El emperador
cabalga lleno de soberbia. Forma la retaguardia con esos ancianos que ostentan
sobre las armaduras sus barbas tan blancas como nieve sobre hielo. Éstos darán
recios golpes con sus espadas y sus lanzas. Tendremos una batalla dura y
encarnizada; nunca se verá otra semejante.
Al frente de sus mesnadas, más lejos de lo que se podría
arrojar una vara pelada, cabalga Baligán, gritando:
—¡Vamos, sarracenos, que yo os señalaré el camino! Enarbola
su pica, cuya punta dirige hacia Carlos.
CCXXXIX
CARLOS EL GRANDE, cuando ve el emir y el dragón, la enseña y
el estandarte, y cuán poderosa es la hueste de los árabes, y cómo cubren toda
la comarca menos el terreno en que se mantiene, exclama con sonora voz, el rey
de Francia:
—Barones francos, sois buenos vasallos; ¡en tantas grandes
batallas habéis lidiado! Ved los infieles: son felones y cobardes. Su ley no
vale un dinero. Si esta turba es numerosa, ¿qué nos importa, señores? Aquel que
no quiera seguirme al instante, ¡que se vaya!
Después clava las espuelas en su corcel. Tencedor da cuatro
brincos y dicen los franceses:
—¡Este rey es un bravo! ¡Cabalgad, barones, ninguno de
nosotros habrá de faltarle!
CCXL
El. DÍA ES claro y centellea el sol. Magníficos son los
ejércitos, poderosos los cuerpos de batalla. Los de vanguardia se acometen. El
conde Rabel y el conde Guinemán dejan sueltas las riendas a sus ligeros
corceles y clavan con fuerza las espuelas en sus costados. Los francos
arremeten entonces al galope y corren a herir con sus tajantes picas.
CCXLI
EL CONDE RABEL es intrépido caballero, Azuza su corcel con
las espuelas de oro fino y ataca a Torleu, el rey persa: ni el escudo ni la
cota resisten el golpe. Le hunde en las carnes su pica dorada y lo derriba
muerto sobre unos arbustos. Los franceses exclaman:
—¡Dios nos ayude! ¡Con Carlos está el derecho, no debemos
faltarle!
CCXLI I
LUCHA Guinemán contra un rey leude. Le parte la adarga,
pintada de flores; después le rompe la cota, le hunde en la carne todo el
gonfalón y, lloren por ello o se rían, lo derriba muerto. Al contemplar la
hazaña, gritan los de Francia:
—¡Herid, barones, no demoréis! ¡La razón está con Carlos
contra la turba maldita! ¡Dios nos ha elegido para defender el juicio
verdadero!
CCXLIII
MALPRIMÍS es jinete de un corcel todo blanco. Se arroja en la
multitud de los franceses, y corre de uno a otro dando recios mandobles y
derribando muerto sobre muerto. Baligán es el primero en gritar:
—¡Ah, mis barones, largo tiempo os he mantenido! Mirad a mi
hijo: ¡se esfuerza por topar con Carlos! ¡A cuántos caballeros ha desafiado con
sus armas! ¡Es vano buscar adalid mas valeroso que él! ¡Prestadle el socorro de
vuestras tajantes picas!
A tales palabras, arremeten los infieles, repartiendo recios
golpes: grande es la matanza. La batalla es prodigiosa y ruda: ni antes ni
después se vio otra más violenta.
CCXLIV
GRANDES SON los ejércitos, intrépidas las huestes. Todos los
cuerpos de batalla han trenzado la lucha. Los infieles atacan con singular
denuedo. ¡Dios! ¡Cuántas astas partidas en dos, cuántos escudos rotos, cuántas
cotas desgarradas! La tierra está cubierta de despojos. ¡Ah, la hierba del
prado, tan verde, tan delicada!... El emir arenga a sus hombres:
—¡Arremeted, barones, sobre esta turba cristiana!
La batalla es dura y porfiada. Ni antes ni después se vio
ninguna de tamaña reciedumbre. No tendrá tregua hasta la noche.
CCXLV
EL EMIR incita a los suyos:
—¡Herid, sarracenos, que sólo para eso estáis aquí! ¡Os daré
nobles y bellas mujeres, os haré dueños de feudos, de dominios y de tierras!
Y responden los infieles:
—Es nuestro deber hacerlo.
A fuerza de repetir los ataques, numerosas picas se quiebran;
y he aquí que se desenvainan entonces más de cien mil alfanjes. La contienda se
ha tornado dolorosa y horrible; el que se halla entre los adversarios sabe lo
que es una batalla.
CCXLVI
EL EMPERADOR exhorta a sus franceses:
—Señores barones, mucho os estimo, tengo fe en vosotros.
¡Hartas batallas por mí librasteis, conquistasteis muchos reinos y
destronasteis monarcas! Lo reconozco, y os debo por ello, en galardón, mi
cuerpo, mis tierras y mis riquezas. Vengad a vuestros hijos, vuestros hermanos
y vuestros herederos, que en Roncesvalles hallaron la muerte el otro día. Bien
lo sabéis: la razón está conmigo contra los infieles.
Y responden los francos:
—¡Bien decís, señor!
Son veinte mil los que en torno a el juran todos a una, por
su fe, no faltarle ni en la muerte ni en la angustia. Para ello, sabrán emplear
cada uno su lanza. Al momento, acometen con sus espadas. La batalla es
prodigiosa y encarnizada.
CCXLVII
MALPRIMIS cabalga por todo el campo, haciendo gran matanza
entre los de Francia. El duque Naimón lo mira con fiereza y lo acomete con gran
denuedo. Le rompe el brocal de su escudo, le desgarra los dos faldones de su
cota, le hunde en la carne todo su gonfalón amarillo y lo derriba muerto entre
los que yacen innumerables.
CCXLVIII
EL REY CANABEU, hermano del emir, clava fuertemente las
espuelas en su corcel. Ha desnudado su espada, cuyo pomo es de cristal. Golpea
a Naimón sobre el yelmo; se lo parte en dos mitades, cortando cinco lazos con
su espada de acero. De nada le sirve el capacete; le hiende la cofia hasta la
carne y cae por tierra un pedazo. El golpe fue rudo, el duque está como
fulminado. Va a caer, mas Dios le ayuda. Con ambos brazos se aferra al pescuezo
de su montura. Si el infiel lo vuelve a herir. Hallará la muerte el noble
vasallo. Para prestarle socorro se acerca Carlos de Francia.
CCXLIX
GRAN ANGUSTIA oprime al duque Naimón. Y lo amenaza el infiel
con repetir al instante su golpe. Carlos le dice:
—¡Truhán, en mala hora atacaste a ese hombre!
En su intrepidez, acude a herirlo. Rompe el escudo del infiel
y se lo aplasta contra el corazón; le parte el ventalle de su armadura y lo
derriba muerto: la silla queda vacía.
CCL
CARLOMAGNO, el rey, está penetrado de dolor al contemplar a
Naimón herido ante sus ojos y viendo cómo se derrama la clara sangre sobre la
hierba verde. E inclinándose sobre él, le dice:
—Gentil duque Naimón, cabalgad a mi lado. Ya pereció el
truhán que os acosaba. El cuerpo le traspasé con mi pica.
Y responde el duque:
—Señor, en vos confío; si sobrevivo, nada perderéis.
Después, con todo afecto y toda fe, cabalgan juntos, y con
ellos veinte mil franceses. Ni uno de éstos deja de cortar y herir.
CCLI
EL EMIR cabalga por el campo. Acude a herir al conde
Guinemán. Contra el corazón le aplasta su escudo blanco, destroza los faldones
de su cota, le abre en dos el pecho y lo derriba muerto de su rápida montura.
Después da muerte a Gebuino y Lorenzo y a Ricardo el Viejo, señor de los
normandos. Los infieles exclaman:
—¡Bien demuestra Preciosa su valía! ¡Atacad, sarracenos, que
hay quien vele por nosotros!
CCLII
¡Qué BELLO es contemplar a los caballeros de Arabia, los de
Occián, de Argólide y Vasconia cuando acometen con sus picas! Y por su parte,
no piensan los francos en romper sus filas. Muchos contendientes de ambos
bandos han hallado ya la muerte. Hasta la noche persiste el fragor de la
batalla. ¡Qué estragos ha causado entre los barones de Francia! ¡Cuántos duelos
habrá antes de que tome fin!
CCLIII
FRANCESES y moros luchan a cual más. ¡Cuántas astas, cuántas
bruñidas picas se han quebrado! Aquel que viera estos escudos destrozados, que
escuchara resonar las blancas lorigas y rechinar las rodelas contra los yelmos,
aquel que viera desplomarse tantos caballeros y morir tantos hombres, aullando,
sobre la tierra, tendría memoria de un gran dolor. Muy dura es de sostener esta
batalla. El emir invoca a Apolo, a Tervagán y también a Mahoma:
—Mis señores dioses: largo tiempo fui vuestro siervo. ¡De oro
puro haré esculpir todas vuestras imágenes!
Ante él se presenta uno de sus fieles, Gemalfín, portador de
malas nuevas:
—Baligán, señor —le dice—, un gran infortunio se ha abatido
sobre vos: habéis perdido a vuestro hijo Malprimís. Y Canabeu, vuestro hermano,
ha sido muerto. Dos .franceses tuvieron la suerte de vencerlos. Creo que uno de
los dos es el emperador: es un barón de elevada estatura, cuya prestancia es
propia de un paladín; tiene la barba blanca como flor de abril.
El emir baja la cabeza, cargada del yelmo. Se le ensombrece
el rostro y es tan agudo su dolor que se siente morir. Y llama a Jangleu de
Ultramar.
CCLIV
DICE EL emir:
—Jangleu, acercaos. Sois hombre valeroso y de juicio cabal:
siempre acudí a vos en busca de consejo. ¿Qué pensáis de árabes y franceses?
¿Obtendremos el triunfo en esta batalla?
—Hallasteis la muerte, Baligán —le es respondido—; vuestros
dioses ya no han de protegeros. Carlos es altivo y esforzados sus hombres.
Jamás vi turba tan intrépida en el combate. Mas llamad en vuestra ayuda a los
barones de Occián, turcos, árabes y gigantes. ¡Sea lo que fuere, no demoréis un
instante!
CCLV
EL EMIR ha extendido sobre su coraza su barba blanca como la
flor del espino. Sea lo que fuere, no es su deseo ocultarse. Lleva a sus labios una bocina de timbre
claro y la hace sonar con tal fuerza que el toque llega a oídos de sus
sarracenos: por todo el campo se reagrupan sus huestes. Los de Occián rebuznan
y relinchan, los de Argólide aúllan como perros. ¡Con qué intrepidez desafían a
los franceses! Arremeten en las filas más compactas, las quebrantan y
dispersan. Y después de su acometida, quedan siete mil muertos sobre el
terreno.
CCLVI
EL CONDE Ogier no supo jamás lo que era cobardía. Nunca
cubrió una cota más cumplido caballero. Cuando ve quebrantados los cuerpos de
ejército francos, llama a Thierry, el duque de Argona, a Godofredo de Anjeo y
al conde Jocerán. Con gran fiereza exhorta a Carlos:
—¡Ved —le dice— cómo perecen vuestros hombres a manos de los
infieles! ¡Dios no permita que ostenten vuestras sienes la corona si no los
acometéis al punto para vengar vuestra deshonra!
Nadie responde una sola palabra. Todos clavan con fuerza las
espuelas, lanzan a la carrera sus corceles y acuden a herir al enemigo
dondequiera que lo encuentren.
CCLVII
CARLOMAGNO, el rey, asesta prodigiosos mandobles. Y con él,
Naimón el duque, Ogier el Danés y Godofredo de Anjeo que es portador del
estandarte. Y entre todos sobresale por su bravura mi señor Ogier el Danés.
Espolea su corcel, lo lanza con gran brío y acude a herir al que lleva el
dragón, con fuerza tal que al instante derriba ante sí a Amborio, con el dragón
y la enseña del rey. Contempla Baligán cómo cae su gonfalón y se abate el
estandarte de Mahoma. Entonces comienza a comprender el emir que el error lo
acompaña y que el derecho va con Carlomagno. Los infieles de Arabia se aprestan
a la retirada. El emperador exhorta a sus franceses:
—¡Decid, barones, por Dios, si habréis de socorrerme! Y los
francos responden:
—¿Por qué preguntarlo? ¡Felón es quien no luche a porfía!
CCLVIII
DECLINA el día y ya se acerca el crepúsculo. Francos e
infieles combaten con sus espadas. Los que han hecho enfrentarse estos
ejércitos son ambos valerosos. No echan a olvido su divisa:
—¡Preciosa! —exclama el emir.
Y Carlos le responde con su célebre grito de guerra:
—¡Montjoie!
Los dos se reconocen por sus voces altas y claras. En medio
del campo se topan y se desafían, cambiando recios golpes de pica sobre sus
adargas adornadas con círculos. Ambos parten la del adversario por debajo de
los anchos brazales;
los faldones de las dos cotas se desgarran, pero los combatientes no reciben
herida en su carne. Se rompen las cinchas, resbalan las sillas y caen ambos
reyes. En el suelo, se incorporan con presteza y desnudan intrépidamente sus
espadas. Nadie habrá de interponerse en este combate; no podrá tener término
hasta que no perezca uno de los dos hombres.
CCLIX
CARLOS, el de la dulce Francia, es de singular bravura, y el
emir no le tiembla ni se atemoriza. Enarbolan sus espadas desnudas y descargan
sobre sus escudos recias estocadas. Parten los cueros y las maderas, que son
dobles; los clavos se desprenden, los brazales vuelan en pedazos. Después, a
cuerpo limpio, se golpean sobre sus corazas. De sus yelmos claros salen
chispas. No ha de terminar esta lucha sin que uno de los dos reconozca su
error.
CCLX
DICE EL emir:
—¡Carlos, vuelve en ti! ¡Resígnate a mostrarme tu
arrepentimiento! En verdad, has dado muerte a mi hijo y es gran injusticia que
quieras despojarme de mi tierra. Conviértete en mi vasallo y ríndeme pleitesía,
y ven después conmigo a Oriente para servirme.
Y responde Carlos:
—A fe que sería cometer gran villanía. No debo otorgar a un
infiel ni paz ni amor. Acepta la ley que nos rebeló Dios, la ley cristiana: de
este modo te amaré al instante. Después confiesa y sirve al rey Todopoderoso.
—¡Mal sermón me estás predicando! —dice Baligán. Y
seguidamente reanudan su lucha con la espada.
CCLXI
EL EMIR es de gran vigor. Hiere a Carlomagno sobre su yelmo
de acero oscuro, lo quiebra sobre su cabeza y lo hiende. La hoja penetra hasta
la cabellera y corta un palmo entero de carne, o más; el hueso queda al
descubierto. Carlos se tambalea y por poco cae a tierra. Pero Dios no quiere
que sea muerto ni vencido. San Gabriel retorna hacia él y le pregunta:
—Rey magno, ¿qué haces?
CCLXII
CUANDO Carlos escucha la santa voz del ángel, desecha todo
temor; sabe que no habrá de perecer. Al momento recobra vigor y discernimiento.
Golpea al emir con la espada de Francia. Le parte el yelmo, en el que fulguran
las gemas, le abre el cráneo, derramándole los sesos y, luego de hendirle la
cabeza toda hasta la barba blanca, lo derriba muerto sin esperanza.
—¡Montjoie! —grita
después, para reunir a sus hombres. Al oírlo, acude el duque Naimón; sujeta a
Tencedor y el monarca lo monta nuevamente. Los infieles se dan a la fuga. Dios
no quiere que puedan resistir. Al fin alcanzaron los franceses la anhelada
meta.
CCLXIII
HUYEN LOS infieles, porque tal es el deseo de Dios. Los
francos les dan caza, conducidos por el emperador, y éste les dice:
—Señores, vengad vuestros duelos, dad rienda suelta a vuestra
ira; esclarézcanse vuestros corazones porque esta mañana he visto vuestros ojos
llenos de lágrimas.
Los francos responden:
—¡Así hemos de hacerlo, señor!
Todos asestan recios mandobles, tantos como pueden. Muy pocos
infieles habrán de escapar, de entre los que allí se encuentran.
CCLXIV
EL CALOR es sofocante, y se levantan nubes de polvo. Huyen
los infieles, acosados por los franceses. La caza no termina hasta Zaragoza.
Abraima ha subido a lo alto de su torre, y con ella están los
monjes y sacerdotes de la falsa ley, que nunca fue grata a Dios: no fueron
ordenados ni ostentan tonsura. Cuando contempla la singular derrota de los
árabes, exclama en alta voz:
— ¡Mahoma, acórrenos! ¡Ah, rey gentil, vencidos han sido
nuestros hombres! El emir fue muerto, ¡y cuan afrentosamente!
Cuando la oye Marsil, se vuelve hacia la pared; sus ojos
derraman llanto y deja caer su cabeza. Ha muerto de dolor, cargando con sus
pecados. Y los demonios se llevan su alma.
CCLXV
HAN PERECIDO los infieles, y Carlos es vencedor de la
batalla. Ha derribado la puerta de Zaragoza: sabe que nadie habrá de defender
la ciudad. Toma posesión de ella, sus tropas la invaden: por derecho de
conquista, allí pernoctarán sus soldados. El rey de la barba blanca se muestra
pleno de orgullo. Abraima le ha rendido las diez torres mayores y las cincuenta
pequeñas. Aquel que obtiene la ayuda de Dios lleva a buen término sus empresas.
CCLXVI
PASA EL día; es ya noche cerrada. Luce clara la luna y
fulguran las estrellas. El emperador ha tomado Zaragoza. Mil franceses han sido
encargados de reconocer a fondo la ciudad, sus sinagogas y sus mezquitas. Con mazas de hierro
y grandes hachas destrozan las imágenes y todos los ídolos: no perdurará allí
ningún maleficio ni sortilegio. El rey cree en Dios; quiere servirlo
debidamente, y sus obispos bendicen las aguas. Hace llevar a los infieles hasta
el baptisterio; si alguno resiste ante Carlos, el rey lo manda colgar, o le da
muerte por el fuego o el acero. Más de cien mil se vuelven verdaderos
cristianos por el bautismo, excepto la reina, que será conducida a Francia, la
dulce, en cautiverio: el rey quiere que se convierta por amor.
CCLXVII
LA NOCHE pasa, despunta el claro día. En las torres de
Zaragoza, Carlos ha dejado una guarnición. Son mil caballeros de probado valor
los que guardan la plaza en nombre del emperador. El monarca monta su corcel;
todos sus hombres lo imitan, y también Abraima, que lleva en cautiverio; mas
tan sólo bien quiere hacerle. Ya retornan, henchidos de orgullo y alegría.
Ocupan Narbona por la fuerza y prosiguen su camino. Carlos llega a Burdeos;
sobre el altar del barón San Severino, deposita el olifante, repleto de oro y
de monedas: los peregrinos que allí van pueden verlo aún. Cruza el Girona en
las grandes naves que allí encuentra. Hasta Valle ha llevado a su sobrino, y a
Oliveros, su noble compañero, y al arzobispo, que fue juicioso y denodado. En
blancos ataúdes mandó colocar los tres paladines; allí, en San Román, yacen los
valientes. Los francos los encomiendan a Dios y a sus santos.
Por valles y montes avanza Carlos; hasta Aquisgrán no quiere
detenerse. Tanto cabalga que al fin desmonta en el atrio. En cuanto llega a su
real palacio, envía mensajeros a sus jueces, con orden de presentarse ante él.
Llama a los bávaros, los sajones, loreneses y frisones, y también a los
alemanes, los borgoñones, los del Poitou, Normandía y Bretaña, y los de
Francia, que entre todos descuellan por su prudencia. Entonces da comienzo el
juicio de Ganelón.
CCLXVIII
HA RETORNADO de España el emperador. Llega a Aquisgrán, el
mejor dominio de Francia. Sube al palacio y penetra en la sala. Y he aquí que
sale a recibirlo Alda, una doncella de gran belleza. Dícele al rey:
—¿Dónde está Rolando, el adalid, que juró tomarme por esposa?
Carlos se siente pleno de dolor y pesadumbre. Llora y se mesa
la barba blanca, y responde:
—¡Hermana, amiga querida! ¿Por quién preguntas? Por un
muerto. Mas yo haré por ti el mejor cambio: Luis será tu prometido. No sé qué
decirte que más pueda agradarte. Es mi hijo; él será el heredero de mis
dominios.
—Singulares son vuestras palabras —responde Alda—. ¡No plegué
a Dios, ni a sus santos ni a sus ángeles, que sobreviva a Rolando!
Pierde el color y cae a los pies de Carlomagno. Ha muerto al
instante; ¡Dios se apiade de su alma! Los barones franceses no escatiman por
ella llanto y lamentaciones.
CCLXIX
ALDA, la bella, ha llegado a su fin. El rey cree que se ha
desmayado, y llora conmovido. La toma de las manos, la levanta. Mas la cabeza
se inclina sobre los hombros. Cuando ve Carlos que está muerta, llama al punto
a cuatro condesas. La llevan a un convento de monjas y la velan toda la noche,
hasta el alba. Junto a un altar, la entierran con gran pompa. El rey le ha
hecho grandes honras fúnebres.
CCLXX
EL EMPERADOR retorna a Aquisgrán. Ganelón, el vil, cargado de
cadenas de hierro, está en la ciudad, ante el palacio. Los siervos lo han atado
a un poste; le aprisionan las manos con correas de cuero de gamo y lo apalean
fuertemente con estacas y bastones. No ha merecido otra suerte. Con gran
sufrimiento, espera su juicio.
CCLXXI
ESTÁ ESCRITO en la Gesta antigua que Carlos mandó venir a sus
vasallos de todos los países. Están reunidos en Aquisgrán, en la capilla. Es el
gran día de una fiesta solemne, la del barón San Silvestre, al decir de muchos.
Entonces da comienzo el juicio, y he aquí lo que acaeció al traidor Ganelón. El
emperador lo ha hecho arrastrar ante él.
CCLXXII
—SEÑORES barones —dice Carlomagno, el rey—; juzgadme a
Ganelón según derecho. Él me siguió con el ejército hasta España: me ha
arrebatado veinte mil de mis franceses, y mi sobrino, que nunca más veréis, y
Oliveros, el esforzado y cortés; ha traicionado a los doce pares por dinero.
Dice Ganelón:
—¡Caiga la deshonra sobre mí, si trato de ocultarlo! Rolando
me perjudicó en mi oro y en mis bienes, y por eso busqué su muerte y su ruina.
Mas no concedo que exista en ello la menor traición.
—Habremos consejo —responden los francos.
CCLXXIII
ANTE EL rey, permanece erguido Ganelón. Tiene gallardo el
cuerpo y de buen color el semblante; si fuera leal, se lo tomaría por un
caballero. Mira a los de Francia, a todos los jueces y a treinta de sus
parientes que responden por él; después grita con voz alta y fuerte:
—¡Por el amor de Dios, barones, escuchadme! Con el ejército,
señores, seguí al emperador. Lo servía con buena fe y amor. Rolando, su
sobrino, me tomó aversión y me condenó a la muerte y al dolor. Fui enviado como
mensajero al rey Marsil, mas por mi habilidad logré salvarme. Desafié al
valeroso Rolando y a Oliveros, y a todos sus compañeros: Carlos y sus nobles
barones escucharon mis palabras. ¡Tomé venganza, mas no traicioné!
—Habremos consejo —responden los francos.
CCLXXIV
Ganelón ve que ha dado comienzo su gran juicio. Treinta de
sus parientes están allí, con él. A uno de ellos recurren todos los demás; es
Pinabel, del castillo de Sórnese. Discurre bien y sabe decir sus razones como
conviene. Es valeroso cuando se trata de defender sus armas. Dícele Ganelón:
—¡Amigo, arrancadme a la muerte! ¡Apartadme de este juicio!
—Pronto estaréis salvado —responde Pinabel—. Si hay un
francés que juzgue que merecéis la horca, pónganos frente a frente en el campo
el emperador: mi espada de acero le dará el mentís.
Ganelón, el conde, se inclina a sus pies.
CCLXXV
BÁVAROS y sajones han entrado en consejo, y también los del
Poitou, de Normandía y de Francia. Hay allí gran número de alemanes y germanos;
los de Auvernia son los más corteses. Bajan la voz a causa de Pinabel y se
dicen los unos a los otros:
—Conviene dejar así las cosas. Suspendamos el juicio y
roguemos al rey que absuelva por esta vez a Ganelón; que éste lo sirva en el
futuro con toda lealtad y todo amor. Rolando está muerto, nunca más lo verán
nuestros ojos; ni oro ni riquezas podrán devolvérnoslo. ¡Gran locura cometería
quien quisiera combatir!
Ni uno solo de los presentes deja de aprobarlo, excepto
Thierry, el hermano de monseñor Godofredo.
CCLXXVI
HACIA Carlomagno vuelven sus barones, y dicen al rey:
—Señor, os lo suplicamos, absolved al conde Ganelón.
¡Que os sirva en el futuro con todo amor y toda lealtad!
Perdonadle la vida, porque es muy noble señor. Ni oro ni
riquezas habrían de devolveros a Rolando.
Y les responde el rey:
—Sois unos felones.
CCLXXVII
CUANDO VE Carlos que todos le han fallado, baja la cabeza,
presa de dolor, y exclama:
—¡Desdichado de mí!
Mas he aquí que ante él se presenta un caballero, Thierry,
hermano de Godofredo, un duque angevino. Tiene delgado el cuerpo, menudo y
esbelto; los cabellos negros, y moreno el rostro. No es demasiado alto, pero
tampoco de corta estatura. Dice cortésmente al emperador:
—Buen rey y señor, no os apenéis de ese modo. Os he servido
durante largos años, bien lo sabéis. Por fidelidad al ejemplo que me dieron mis
antepasados, es mi deber sostener la acusación en este juicio. Aun si Rolando
hubiera perjudicado a Ganelón, hallábase a vuestro servicio: eso debía bastar
para su salvaguardia. Felonía cometió Ganelón al traicionarlo: contra vos se
mostró perjuro y vil. Por esto juzgo yo que merece la horca y la muerte, y su
cuerpo debe ser tratado como el de un felón que traicionó. Sí tiene un pariente
que me quiera desmentir, quiero defender al instante mí juicio con esta espada
que llevo ceñida.
—Bien dijisteis —exclaman los francos.
CCLXXVIII
ANTE EL rey avanza Pinabel. Es alto y robusto, de gran valor
y agilidad; el que reciba un golpe de él, habrá llegado a su fin. Dícele al
rey:
—Señor, es ésta vuestra audiencia: ¡ordenad, pues, que no se
haga tanto ruido! Veo aquí presente a Thierry, que ha dado su juicio. Yo deseo
desmentirlo y combatiré contra él.
Le entrega al rey, en el puño, un guante de piel de ciervo;
es el de la mano derecha.
El emperador responde:
—Exijo buenos rehenes.
Treinta parientes se ofrecen en leal garantía.
—Os pondré a vos en libertad bajo caución —dice el rey a
Pinabel.
Coloca bajo severa guardia a los rehenes hasta que se haga
justicia.
CCLXXIX
AL VER Thierry que habrá de combatir, presenta a Carlos su
guante derecho. El emperador lo pone en libertad bajo caución, y luego hace
disponer cuatro bancos en la plaza. En ellos toman asiento los que habrán de
enfrentarse. Al juicio de todos, se han desafiado según las reglas. Ogier de Dinamarca es el
que ha acordado el doble reto. Después piden los adversarios sus caballos y sus
armas.
CCLXXX
PUESTO QUE están dispuestos a contender, ambos se confiesan,
y son absueltos y bendecidos. Escuchan sus misas y reciben la comunión. Dejan a
las iglesias cuantiosas ofrendas. Después, los dos vuelven ante Carlos. Han
calzado sus espuelas, se cubren con sus blancas lorigas, fuertes y ligeras y se
atan sus claros yelmos. Ciñen sus espadas, cuyas empuñaduras son de oro puro,
cuelgan de sus cuellos los escudos acuartelados, toman en el puño diestro sus
tajantes picas y se acomodan en las sillas de sus rápidos corceles. Entonces
vierten llanto cien mil caballeros, que por amor a Rolando, se apiadan de
Thierry. Mas Dios sabe bien cómo terminará esto.
CCLXXXI
BAJO AQUISGRÁN, es muy espaciosa la pradera; allí habrán de
enfrentarse los dos barones. Ambos son animosos y de gran denuedo, y sus
corceles se muestran ligeros y briosos. Los espolean con fuerza y dejan sueltas
las riendas. Con todo ímpetu corren al ataque. Los escudos se rompen y vuelan
en pedazos; se desgarran las lorigas, estallan las cinchas. Las monturas
resbalan y caen por tierra las sillas. Y cien mil hombres lloran al
contemplarlos.
CCLXXXII
Los DOS caballeros han dado contra el suelo. Prestamente se
incorporan sobre sus pies. Pinabel es robusto, ágil y ligero. Se provocan el
uno al otro; ya no tienen sus corceles. Con sus espadas guarnecidas de oro
puro, se golpean repetidamente los yelmos de acero. Son tan recios los
mandobles que terminan por partirlos. Gran angustia oprime a los caballeros
franceses. Y Carlos exclama:
—¡Ah, Dios mío! ¡Haced que resplandezca el derecho!
CCLXXXIII
PINABEL dice:
—¡Date por vencido, Thierry! Seré tu vasallo con toda lealtad
y todo amor; a tu antojo te colmare de mis riquezas, ¡mas logra un acuerdo
entre el rey y Ganelón!
—No tardará mi decisión —responde Thierry—. ¡Quede yo
deshonrado si consiento en ello! ¡Que en este día señale Dios el derecho entre
nosotros!
CCLXXXIV
DICE Thierry:
—Pinabel, muy denodado eres; te muestras alto y robusto, tus
miembros están bien modelados y tus pares conocen todos tu valor: ¡renuncia a
esta contienda! Te reconciliaré con Carlomagno. En cuanto a Ganelón, se le hará
justicia, ¡y en forma tal que se hablará de ella hasta el fin de los días!
—¡No plegué a Dios, nuestro Señor! —responde Pinabel—. Quiero
sostener a todos mis parientes. No me rendiré a ningún hombre vivo. ¡Prefiero
morir a merecer tal reproche!
Y recomienzan a herir con sus espadas los yelmos incrustados
de oro. Al cielo brotan las claras centellas. Nadie podría separarlos. No puede
terminar este combate sin la muerte de un hombre.
CCLXXXV
PINABEL de Sorence ostenta gran denuedo. Hiere a Thierry
sobre el yelmo de Provenza. Saltan chispas, la hierba se enciende. Le presenta
la punta de su hoja de acero, que se desliza por su frente y por su rostro. La
mejilla derecha quedó ensangrentada. Le hiende la cota hasta más abajo del
vientre. Dios lo protege. Pinabel no lo ha derribado muerto.
CCLXXXVI
ADVIERTE Thierry que está herido en el rostro. Su sangre se
derrama clara sobre la hierba del prado. Golpea a Pinabel sobre su yelmo de
acero bruñido, lo parte y lo hiende hasta el nasal. Hace derramarse los sesos
del cráneo; sacude la hoja en la herida y lo derriba muerto. Por este lance
obtiene la victoria en la batalla. Los franceses gritan: —¡Dios hizo un
milagro! Es justicia que Ganelón sea ahorcado, y con él los parientes que han
respondido por él.
CCLXXXVII
CUANDO Thierry hubo ganado la pelea, viene hacia él el
emperador Carlos. Cuatro de sus barones lo acompañan: el duque Naimón, Ogier de
Dinamarca, Godofredo de Anjeo y Guillermo de Blaye. El rey ha estrechado a
Thierry entre sus brazos. Con las anchas píeles de marta de su manto, le enjuga
el rostro; después lo arroja y se cubre con otro. Con grandes cuidados desarman
al caballero. Lo izan en una mula árabe y lo llevan alegremente y con gran
aparato. Retornan a Aquisgrán los barones y echan pie a tierra en la plaza.
Entonces da comienzo la ejecución de los otros.
CCLXXXVIII
LLAMA Carlos a sus duques y a sus condes, y les dice: —¿Qué
me aconsejáis hacer con los que he retenido?
Habían venido a las cortes para defender a Ganelón, y se han
entregado como rehenes de Pinabel.
—Ninguno tiene derecho a la vida —responden los francos.
El rey llama a Basbrún, un veedor a su servicio, y le dice:
—Ve y ahorca a esos del árbol maldito. Por esta barba de
pelos encanecidos, si se escapa uno solo, hallarás muerte y perdición.
—¿Qué otra cosa podría hacer? —responde Basbrún. Con cien
sargentos, los arrastra a viva fuerza; son treinta los que perecieron por la
horca.
El que traiciona pierde a los otros consigo.
CCLXXXIX
ENTONCES se retiran bávaros y alemanes, potevinos, bretones y
normandos. Todos están de acuerdo, y los franceses los primeros, en que Ganelón
debe perecer en medio de terrible angustia.
Se traen cuatro corceles, y a ellos se atan los pies y manos
de Ganelón. Los caballos son veloces y briosos. Ante ellos, cuatro sargentos
los azuzan hacia un arroyo que atraviesa el campo. Ganelón ha llegado a su
perdición. Todos sus nervios se distienden, todos los miembros de su cuerpo se
desgarran; sobre la hierba verde se derrama clara su sangre. Ha hallado Ganelón
la muerte que merece un felón probado. Cuando un hombre traiciona a otro, no es
justo que saque de ello vanidad.
CCXC
CUANDO HUBO tomado venganza el emperador, llama a sus obispos
de Francia, de Baviera y Alemania, y les dice:
—Mora en mi casa una noble prisionera. Ha escuchado tantos
sermones y parábolas, que desea creer en Dios y pide hacerse cristiana.
Bautizadla, para que vaya a Dios su alma.
—Encontradle madrinas —responden ellos.
En las fuentes de Aquisgrán es bautizada la reina de España;
le han puesto por nombre Juliana. Cristiana se ha hecho por verdadero
conocimiento de la santa ley.
CCXCI
CUANDO hizo justicia el emperador y apaciguó su gran enojo,
convirtió a Abraima al cristianismo.
Huye el día, la noche se torna oscura. El rey se ha retirado
a su aposento abovedado. Por mandato de Dios, San Gabriel viene a decirle:
—¡Carlos, alza tus ejércitos por todo tu imperio! Irás de
viva fuerza a la tierra de Bira a socorrer al rey Viviano en su ciudad de Orfa
a la que han puesto sitio los infieles. ¡Allí te llaman y te invocan los
cristianos!
El emperador hubiera deseado no ir.
—¡Dios! —exclama—. ¡Cuántos sinsabores trae mi vida! Brotan
lágrimas de sus ojos y se mesa su barba blanca.
Ci falt la
geste que Turoldus declinet.
(Aquí
termina la gesta que Turoldo firma.)
F I N