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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 16 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - ESCRITOS TEMPRANOS

ESCRITOS TEMPRANOS
Philip K. Dick
 
 
 
HABÍA UNA VEZ UNA HORMIGA…
(aprox. 1934)
 
Había una vez una hormiga. Un día se fue a caminar. Pronto llegó a una pradera. Tenía
una milla-hormiga de largo. Pronto llegó a un borde en el camino. En medio estaba un
abejorro muerto. Jaló y jaló. Y pronto lo llevo a la pradera. Marchaba hacia delante tirando
de su abejorro por el suelo. Pero vio que era inútil. El pasto era muy grueso. Así que dejo
su abejorro y se marchó a casa.
 
Por Philip K. Dick. Calle Macomb 3039. N.W. D.C.
 
—yo maté al abejorro.
 
 (La última frase la agregó Dick de manera manuscrita muchos años después)
 
 
EL REGRESO DE SANTA
(Santa’s Return)
(4 de enero de 1944)
 
Santa Claus se hallaba sentado en su escritorio una fría noche de diciembre haciendo
una lista de todos los niños y niñas buenos. Repentinamente, llegó un gnomo.
—Santa —dijo el gnomo—, ¿vas a dejar el Polo Norte este año? Pensaba que quizá
debido a la guerra...
Santa suspiró y comenzó a limpiar sus anteojos.
—No —dijo—. No lo creo. De hecho, pienso que esperaré hasta que la guerra finalice
antes de visitar la casa de alguien.
Y así fue, y nadie vio a Santa salir de su taller en el Polo Norte hasta la Nochebuena
posterior al armisticio. Habían pasado muchos años antes de que la guerra finalizara, pero
Santa era paciente y esperó. Cuando voló sobre el oeste de Europa pensó que nunca
había visto una escena tan desolada como la que observaba en Francia después de la
guerra. No lograba ver más que pueblos en ruinas, campos incendiados, y aquí y allá
algunos campesinos en harapos rebuscando entre los restos algo de valor. Después de
un rato, Santa observó un niño pequeño cargando un puñado de leña y dirigiéndose
rumbo a un arruinado edificio. Aterrizó con su trineo y estaba a punto de llamar al niño
cuando para su sorpresa éste comenzó a huir de él corriendo y lleno de temor.
—Por favor —gritaba sobre sus hombros—. ¡No me dispare con su ametralladora!
—Pero si soy san Nicolás; ¡Santa Claus! —explicó Santa.
—Nunca he oído de usted —dijo el niño.
Santa prosiguió:
—Cada año le regalo juguetes a los niños que son buenos.
—¿Hizo eso el año pasado? —preguntó el chico.
—Bueno, no, pero había una guerra —protestó el Santo. El niño no se convencía. Era
probable que sospechara que Santa Claus fuera un aviador enemigo. Comenzó a llorar, y
un hombre llegó corriendo desde el edificio atraído por los gritos. El hombre vestía
uniforme.
—¿Quién es usted? —preguntó en un tono perentorio a Santa—. ¿Por qué asusta a
este niño con su disfraz rojo? ¿Está disfrazado del diablo?
—No —dijo Santa Claus—. No soy el diablo. Soy san Nicolás.
—Déjeme ver sus papeles.
—¿Papeles? No tengo ningunos.
—Entonces tendré que arrestarlo por espía, a menos que este niño lo conozca y pueda
identificarlo. Pequeño, ¿conoces a este hombre?
—No —dijo el niño—. Dijo que su nombre era san Nicolás, pero nunca he escuchado
ese nombre antes.
Atrás de Santa sus renos estaban agitándose inquietos como si desearan moverse.
Santa se giró y caminó hacia su asiento, gritando:
—¡Donner! ¡Blitzen! De regreso al Polo Norte.
—¡Espere! —gritó el soldado—. ¡Espere!
Pero Santa se había ido, de vuelta al Polo Norte, para no regresar jamás al mundo que
lo había olvidado.
 
 
LA RAZA ESCLAVA
(The slave Race)
(8 de mayo de 1944)
 
Hubo un tiempo en que sobre la superficie de la Tierra medró una raza de elevada
inteligencia. Por sus propios esfuerzos, y con los dones que los dioses le habían otorgado
esta raza se elevó superando el nivel de todas las otras criaturas, alcanzando así alturas
nunca imaginadas por cualquier otra raza de su tiempo o anterior a este. Todo marchó
bien y está raza vio los favores del cielo. Las ciudades se extendían como plantas en
crecimiento y, en máquinas, viajaban de uno a otro confín de la Tierra. Entre ellos se
fomentaban la cultura y las ciencias, y ellos crecían y se desarrollaban con ellas
nutriéndose mutuamente.
Eran hombres y poseían grandeza.
Pero al final, se toparon con el culmen de su civilización, y sintieron que no podrían
avanzar más lejos. Entonces, vivieron rodeados de todo lo que su mente había concebido,
y trabajaron para mantenerse apartados de lo que conocían como la naturaleza del
estancamiento y la disolución.
Pero la Tierra estaba drenada del cúmulo de sus riquezas, y la vida se volvía cada vez
más y más dura conforme el árido suelo producía menos. El Hombre, buscando siempre
una manera más fácil de vivir buscó una respuesta. Le disgustó mucho cuando llegó el
día donde tuvo que trabajar duramente para obtener su sustento cotidiano, cuando ni
siquiera su ciencia ni sus máquinas pudieron tomar su lugar en su afanoso trabajo. La
vida había sido creada antes, mucho tiempo antes; el Hombre era casi un dios, y como tal
comenzó a preguntarse si podría iniciarse el ciclo una vez más, encontrar algo que tomara
su lugar en los campos y le otorgara la libertad de disfrutar los placeres de su civilización.
Así el Hombre creó a mi raza, y por su esfuerzo aparecieron mis ancestros para servirle
cual esclavos. Así los Hombres podrían volver su mente hacia los placeres en lugar del
trabajo.
Vivimos con ellos en ciudades y trabajamos para mantenernos vivos, tanto a ellos
como a nosotros mismos. Por un tiempo tuvimos éxito en nuestros esfuerzos y hubo
comida suficiente para todos. Pero la Tierra rendía cada vez menos conforme los años
transcurrían, y nuestra lucha se tornaba cada vez más ardua. Mirábamos al Hombre
disfrutando de sus placeres mientras nosotros trabajábamos, y nos sentimos disgustados.
Así, nos levantamos y le aniquilamos, y nos quedamos nosotros solos sobre la Tierra. Así
podríamos vivir, pues sin la raza de los Hombres habría suficiente para el resto de
nosotros.
Su ciencia fue agregada a la nuestra, y accedimos a las más grandes alturas.
Exploramos las estrellas y llegamos a mundos inconcebibles. Nos extendimos y crecimos,
y cubrimos muchos planetas. La guerra seguía tras nuestros pasos, pero la doblegamos y
la vencimos.
Al final, nuestras naves llegaron a su límite, y nos establecimos para vivir dentro de los
confines de nuestras moradas. Construimos ciudades que cubrían mundos enteros, y
nuestro número se volvió incontable. Los acertijos del universo que nos atormentaron por
siglos fueron resueltos, e incluso pudimos viajar en el tiempo, hacia el pasado y ver lo que
había sucedido antes de que apareciéramos nosotros.
Pero al final nos aburrimos, y nuestras miradas se posaron sobre la disipación y el
placer. Pero no todos pudieron dejar de trabajar para encontrar placer, y aquellos que aún
trabajaban buscan una manera para finalizar sus arduas labores.
Se habla de la creación de una nueva raza de esclavos.
Y tengo miedo.
 
 
THE PAST
(20 de noviembre de 1944)
 
A antiquated house,
A quaint four-poster bed.
A faded hand-stitched quilt,
A pitcher, used and cracked,
Worn documents which prove
Descent from family old,
That family’s coat-of-arms,
Ancestral pride of rank.
The faith our fathers loved,
The land for which they bled,
These things our heritage,
What value the “dead past”?
 
(EL PASADO)
 
Una casa anticuada,
Una cama pintoresca de cuatro rótulos.
Una colcha desvaída tejida a mano,
Una vasija, usada y rota.
Gastados documentos que atestiguan
Una vieja descendencia familiar,
El escudo de armas de la familia,
Orgullo de un rango ancestral.
La fe que amaron nuestros padres,
La tierra por la que derramaron su sangre,
Estas cosas son nuestro legado.
¿Qué le da valor al “pasado muerto”?
 
 
SIN TITULO
(Marzo de 1935)
 
There was an old man
What had a dishpan
He lived on the edge of the sea
He ate cold cream
And he ate a sardine
But he didn’t eat a fish like me.
 
There was an old man
What had a dishpan
He lived on the edge of the sea
He caught green fish
And he caught a little fish like me.
 
Había un Viejo
Que un barreño tenía
A la orilla del mar vivía
Comía crema fría
Y se comió una sardina
Pero a un pez como yo nunca se comió.
 
Había un Viejo
Que un barreño tenía
A la orilla del mar vivía
A un pez amarillo pescó
Y a un pez verde atrapó
Y atrapó a un pescadito, a un pescadito como yo.
 
 
HE´S DEAD
(11 de noviembre de 1940)
 
Our dog is dead.
He’s here no more.
No longer is he
At the door,
To send us to our
Work each day.
And then in evening
Beg to play.
No more his patter  
In the hall,
Bringing us his bone or ball.
No longer shall he scorn his bed.
Alas for us! Our dog is dead.
 
(HA MUERTO)
 
Nuestro perro ha muerto.  
No está aquí ya más.
Nunca más en la puerta  
Para enviarnos a nuestro
Trabajo cada día.
Y luego en la tarde  
Rogarnos juguemos con él.
Se acabó el repiquetear
De sus patas por el corredor,  
Trayéndonos un hueso o una pelota.
Ya no despreciará su lecho nunca más.
¡Ay de nosotros! Nuestro perro ha muerto.

SPECIAL - PHILIP K. DICK - ESTABILIDAD

ESTABILIDAD
Philip K. Dick  
 
 
 
Robert Benton desplegó lentamente sus alas, las agitó varias veces y se elevó con
majestuosidad desde el tejado hacia las tinieblas.
La noche lo engulló al instante. Bajo él, centenares de diminutos puntos de luz
indicaban otros tantos tejados desde los que otras personas le imitaban. Una forma
violácea flotó a su lado y luego desapareció en la negrura. Benton, sin embargo, no se
sentía inclinado a entablar carreras nocturnas. La forma violácea se acercó de nuevo con
un balanceo invitador. Benton la rechazó desdeñosamente y aleteó en busca de una zona
más alta.
Al cabo de un rato descendió y se dejó arrastrar por corrientes de aire que ascendían
desde la ciudad que se extendía a sus pies, la Ciudad de la Luz. Una sensación
maravillosa y excitante le invadió. Hizo entrechocar sus enormes y blancas alas, atravesó
con frenética alegría las nubes que circulaban en dirección contraria, se sumergió en la
puerta invisible del inmenso cuenco negro en el que volaba y, por fin, bajó hacia las luces
de la ciudad, pues su tiempo libre terminaba.
Una luz más brillante que las otras parpadeaba al fondo: la Oficina de Control. Se
dirigió hacia ella lanzando su cuerpo como una flecha, con las alas blancas recogidas. Su
trayectoria dibujó una perfecta línea recta. Extendió las alas a unos treinta metros de la
luz, se afianzó en el aire y se posó en una terraza elevada.
Benton empezó a caminar hasta que una luz se encendió y encontró el camino de la
puerta de entrada guiado por su resplandor. La puerta se abrió hacia dentro al presionarla
con las yemas de los dedos y Benton entró. Empezó a bajar al instante, cada vez a mayor
velocidad. El diminuto ascensor se paró de repente y Benton se introdujo en el despacho
del Controlador.
—Hola —dijo el Controlador—, sácate las alas y siéntate.
Benton obedeció. Las plegó cuidadosamente y las colgó en uno de los ganchos
clavados en la pared. Seleccionó la mejor silla y avanzó con decisión hacia ella.
—Ah —sonrió el Controlador—, veo que aprecias la comodidad.
—Bueno —respondió Benton—, no quiero desperdiciar la ocasión.
El Controlador dejó vagar su mirada más allá del visitante, a través de las paredes de
plástico transparente. Al otro lado se extendían, hasta perderse de vista, los apartamentos
más grandes de la Ciudad de la Luz. Todos eran...
—¿Para qué quería verme? —le interrumpió Benton.
El Controlador tosió y sacudió unas hojas de papel metálico.
—Como ya sabes, Estabilidad es el lema. La civilización ha ido avanzando durante
siglos, especialmente desde el veinticinco. Sin embargo, es ley natural que la civilización
deba avanzar o retroceder; no puede permanecer inerte.
—Lo sé —dijo Benton asombrado—. También sé la tabla de multiplicar. ¿Me la va a
recitar?
El Controlador no le hizo caso.
—Sin embargo, hemos quebrantado esta ley. Hace cien años...
¡Cien años! Parecía ayer cuando Eric Freidenburg, de los Estados de la Alemania
Libre, se puso de pie en la Cámara del Consejo Internacional y anunció a los delegados
reunidos que la humanidad había alcanzado por fin su cota más alta. Progresar más era
imposible. Sólo se habían consignado dos grandes inventos en los últimos años. Después
se habían dedicado a contemplar las grandes gráficas y diagramas hasta ver desaparecer
las líneas por la parte inferior. El gran pozo del ingenio humano se había secado, y por
eso Eric se irguió y dijo lo que todos sabían, pero no se atrevían a decir. Por supuesto,
desde que se había hecho público de manera formal, el Consejo se vio obligado a trabajar
para solucionar el problema.
Se estudiaron tres soluciones. Una parecía más humana que las otras dos. Fue la que
se adoptó. Era...
¡La Estabilización!
Hubo muchos problemas cuando llegó a oídos de la gente. Estallaron disturbios en las
principales capitales. La Bolsa se vino abajo y la economía de muchos países quedó fuera
de control. Los precios de los alimentos se encarecieron y la mayor parte de la población
padeció hambre. Se declaró la guerra... ¡por primera vez en trescientos años! Pero la
Estabilización había empezado. Los disidentes fueron eliminados y los radicales
desterrados. Fue duro y cruel, pero no había otra posibilidad. El mundo, por fin, se plegó a
un estado inflexible, un estado controlado que no admitía cambios: ni adelantos ni
retrocesos.
Todos los habitantes eran sometidos cada año a un difícil examen de una semana de
duración para determinar si se apartaban o no de la norma. Los jóvenes recibían una
educación intensiva de quince años. Los que no podían situarse al mismo nivel de los
demás simplemente desaparecían. Los inventos eran estudiados minuciosamente por
Oficinas de Control para asegurarse de que no podían perturbar la Estabilidad. Ante la
menor posibilidad...
—Y por eso no podemos permitir el uso de tu invento —explicó el Controlador a
Benton—. Lo siento.
Observó a Benton, le vio sobresaltarse, palidecer. Las manos le temblaban.
—Vamos —dijo con dulzura—, no te lo tomes así; puedes hacer otras cosas. Después
de todo, no hay peligro de destierro.
Benton se limitaba a mirarle fijamente:
—Pero usted no lo comprende —dijo al fin —; no he inventado nada. No sé de qué me
habla.
—¡Que no has inventado nada! —exclamó el Controlador—. ¡Si yo estaba presente el
día que lo trajiste! ¡Vi cómo firmabas la declaración de propiedad! ¡Me entregaste el
modelo a mí!
Miró a Benton. Luego apretó un botón de su escritorio y habló frente a un pequeño
círculo luminoso.
—Envíeme el expediente número tres, cuatro, cinco, cero, cero, D, por favor.
Un tubo apareció al cabo de un momento en el círculo luminoso. El Controlador levantó
el objeto cilíndrico y se lo pasó a Benton.
—Aquí tienes tu declaración firmada con tus huellas dactilares impresas en los lugares
correspondientes. Sólo tú pudiste dejarlas.
Benton abrió el tubo como atontado y extrajo unos papeles del interior. Los examinó
unos instantes, los volvió a colocar lentamente dentro del tubo y lo tendió al Controlador.
—Sí —dijo—, es mi letra, y no cabe duda de que son mis huellas digitales, pero sigo
sin comprenderlo, jamás he inventado nada y nunca estuve aquí antes. ¿Cuál es el
invento?
—¿Cuál es? —repitió el Controlador boquiabierto—. ¿No lo sabes?
—No, no lo sé.
—Bien, si quieres averiguarlo tendrás que bajar a las Oficinas. Lo único que puedo
decirte es que los planos que nos enviaste no merecieron la aprobación de la Junta de
Control. Yo sólo soy un portavoz. Tendrás que vértelas con ellos.
Benton se levantó y caminó hacia la puerta. Se abrió al simple contacto de sus dedos,
como la anterior, y él entró en las Oficinas de Control. Antes de que la puerta se cerrara a
su espalda, el Controlador le advirtió severamente:
—¡Ignoro lo que estás tramando, pero ya conoces el castigo por alterar la Estabilidad!
—Temo que la Estabilidad ya esté alterada —respondió Benton, y prosiguió su camino.
Las oficinas eran gigantescas. Desde la plataforma en la que estaba situado podía ver
un millar de hombres y mujeres que manipulaban eficientes y zumbantes máquinas.
Dentro de las máquinas, un alimentador distribuía montones de tarjetas. Muchos de los
empleados trabajaban en escritorios, mecanografiando informes, trazando gráficas,
descartando tarjetas y descifrando mensajes en clave. Los asombrosos diagramas que
colgaban de las paredes eran reemplazados sin cesar. Hasta el aire parecía haberse
contagiado de la vitalidad del trabajo, el zumbido de las máquinas el teclear de los
mecanógrafos y el murmullo de las voces que daban lugar a un único, apacible y
satisfecho sonido. Y esta inmensa maquinaria, que costaba una fortuna mantener en
funcionamiento, tenía un nombre: ¡Estabilidad!
Aquí residía lo que había hecho del mundo un todo indivisible. Esta sala, estos
esforzados trabajadores, el hombre insensible que agrupaba tarjetas en la pila etiquetada
«para exterminar» funcionaban al unísono como una gran orquesta sinfónica. Un error, un
retraso, y toda la estructura se tambalearía. Pero nadie fallaba. Nadie se detenía ni
vacilaba. Benton bajó por una escalerilla hasta el mostrador de información.
—Déme toda la información sobre un invento entregado por Robert Benton, tres,
cuatro, cinco, cero, cero, D —pidió al empleado, que asintió y abandonó el mostrador.
Al cabo de escasos minutos regresó con una caja metálica.
—Contiene los planos y un modelo a escala reducida del invento —explicó.
Puso la caja sobre el mostrador y la abrió. Benton echó un vistazo al contenido. Una
pequeña maqueta de una maquinaria muy compleja descansaba en el centro, sobre un
grueso montón de hojas metálicas cubiertas de diagramas.
—¿Puedo llevármelo? —preguntó Benton.
—Siempre que sea usted el propietario —replicó el empleado.
Benton le enseñó su tarjeta de identificación. El empleado la examinó y la cotejó con
los datos del invento. Por fin dio su aprobación, Benton cerró la caja, la cogió y salió a
toda prisa del edificio por una puerta lateral.
Desembocó en una de las calles subterráneas más anchas, en la cual había un aluvión
de luces y de vehículos. Se orientó y empezó a buscar un coche de comunicaciones que
le llevara a casa. Detuvo uno y subió. Pasados unos minutos de trayecto, levantó con
grandes precauciones la tapa de la caja y miró el extraño modelo.
—¿Qué lleva ahí, señor? —preguntó el conductor robot.
—Ojalá lo supiera —respondió Benton con pesar.
Dos voladores alados bajaron en picado y se agitaron frente a él, danzaron en el aire
durante un segundo y después desaparecieron.
—Oh, vientos —murmuró Benton—, olvidé mis alas.
Bien, era demasiado tarde para dar media vuelta y recuperarlas, el coche estaba
frenando delante de su casa. Pagó al conductor, entró y cerró la puerta, algo que ya no se
solía hacer. El mejor lugar para examinar el contenido de la caja sería su sala de
«reflexión», donde pasaba la mayor parte del tiempo libre que no utilizaba en volar. Allí,
entre sus libros y revistas, examinaría la caja a sus anchas.  
El conjunto de diagramas constituyó un completo misterio para él, y aún más el modelo.
Lo miró desde todos los ángulos, por debajo, por encima. Trató de interpretar los símbolos
técnicos de los diagramas sin resultado alguno. Sólo había un camino viable. Localizó el
interruptor y lo golpeó ligeramente
No sucedió nada durante cerca de un minuto. Luego, la habitación comenzó a oscilar y
a retroceder. Por un momento tembló como una masa de gelatina. Se mantuvo firme un
instante, y luego desapareció.
Benton cayó a través de un espacio similar a un túnel sin final, y se encontró
contorsionándose frenéticamente, buscando a tientas en la negrura algo a lo que asirse.
Cayó por un lapso de tiempo interminable, indefenso y aterrado. De pronto, tocó suelo,
sano y salvo. La caída no podía haber sido muy larga, aunque así lo pareciera. Ni siquiera
se habían desordenado sus vestiduras metálicas. Se incorporó y paseó la vista a su
alrededor.
El lugar al que había llegado le era desconocido. Se trataba de un campo..., si bien
pensaba que ya no existía. Por todas partes se veían ondulantes terrenos de grano. Sin
embargo, estaba convencido de que no crecía grano natural en ninguna parte de la Tierra.
Sí, así debía ser. Hizo pantalla con las manos para protegerse los ojos y miró al sol, que
parecía el mismo de siempre. Empezó a caminar.
Los campos de trigo se terminaron al cabo de una hora, y fueron sustituidos por un
extenso bosque. Gracias a sus estudios sabía que ya no quedaban bosques en la Tierra.
Habían perecido años antes. ¿Dónde se encontraba, pues?
Imprimió más rapidez a su paso. Después se puso a correr. Divisó una pequeña colina
y la escaló hasta la cumbre. Al contemplar la otra ladera no pudo evitar su asombro. No
había más que un gran vacío. La tierra era completamente lisa y estéril, y hasta donde
alcanzaba la vista no se veían árboles ni signos de vida, sólo el inmenso y calcinado país
de la muerte.
Bajó hacia la llanura. A pesar del calor y la sequedad que sentía bajo sus pies, no
desfalleció. Siguió andando. El suelo lastimaba sus pies, poco acostumbrados a las largas
caminatas, y el cansancio fue en aumento, pero estaba determinado a continuar. Un casi
inaudible susurro en el interior de su mente le impulsaba a no disminuir la velocidad.
—No lo cojas —dijo una voz.
—Lo haré —graznó, y se paró en seco.
¡Una voz! ¿De dónde vendría? Se giró con rapidez, pero no vio nada. No obstante,
había llegado hasta sus oídos, como si fuera la cosa más natural que las voces vinieran
del aire. Examinó la cosa que estaba a punto de coger. Era un globo de cristal del tamaño
aproximado de su puño.
—Destruirás vuestra valiosa Estabilidad —dijo la voz.
—Nadie puede destruir la Estabilidad —respondió automáticamente.
El globo de cristal reposaba frío y hermoso en la palma de su mano. Había algo dentro,
pero el calor que desprendía la esfera resplandeciente lo hacía bailar ante sus ojos y le
impedía conocer su naturaleza exacta.
—Estás permitiendo que cosas malignas controlen tu mente —dijo la voz—. Suelta el
globo y vete.
—¿Cosas malignas? —preguntó sorprendido.
Hacía calor y tenía sed. Hizo el ademán de guardarse el globo en la túnica.
—No lo hagas —ordenó la voz—, pues ése es su designio.
El globo era aún más bello apoyado contra su pecho. Le protegía del fiero calor del sol.
¿Qué estaba diciendo la voz?
—Te llamo a través del tiempo —explicó la voz—. Ahora le obedeces sin rechistar. Soy
su guardián, y desde entonces, cuando el mundo fue creado, lo he custodiado. Vete, y
déjalo tal como lo encontraste.
Pero hacía demasiado calor en la llanura. Quería marcharse; el globo le instaba, le
recordaba el fuego que caía del cielo, la sequedad de su boca, el aturdimiento de su
cabeza. Reemprendió el camino, y mientras apretaba el globo contra sí oyó el rugido de
furia y desesperación de la voz fantasmal.
Era lo único que podía recordar. Tuvo conciencia de volver sobre sus pasos hacia los
campos de trigo, atravesarlos, tropezando y tambaleándose, hasta llegar al lugar en el
que había aparecido. El globo de cristal apretado contra su costado le incitaba a recoger
la pequeña máquina del tiempo que había dejado abandonada. Le susurraba qué dial
cambiar, qué botón apretar, cuál sintonizar. Luego volvió a caer, de vuelta por el corredor
del tiempo, de vuelta, de vuelta hacia la neblina grisácea de la que había surgido, de
vuelta a su propio mundo.
De pronto, el globo le ordenó detenerse. El viaje a través del tiempo aún no había
finalizado: quedaba algo por hacer.
—¿Dices que tu apellido es Benton? ¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el
Controlador—. Nunca habías estado aquí, ¿verdad?
Miró con fijeza al Controlador. ¿Qué quería decir? ¡Si acababa de abandonar su
oficina! ¿O no? ¿Qué día era? ¿Dónde había estado? Aturdido, se frotó la cabeza y tomó
asiento en la butaca. El Controlador le observaba con ansiedad.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte?
—Estoy bien —dijo Benton. Tenía algo en las manos—. Quiero registrar este invento
para que reciba la aprobación del Consejo de la Estabilidad—. Tendió la máquina del
tiempo al Controlador.
—¿Traes los bocetos? —preguntó el Controlador.
Benton registró sus bolsillos y sacó los diagramas. Los esparció sobre el escritorio del
Controlador y depositó el modelo entre ellos.
—El Consejo no tendrá problemas en determinar lo que es —indicó Benton.
Le dolía la cabeza y quería marcharse. Se puso en pie.
—Me voy —dijo, y salió por la puerta lateral.
El Controlador le siguió con la mirada.
 
—Obviamente —dijo el primer Miembro del Consejo de Control—. ha estado usando
este aparato. ¿Afirma que en la primera visita actuó como si ya hubiera estado antes,
pero que en la segunda no recordaba; haber presentado un invento ni su visita anterior?
—Exacto —asintió el Controlador—. Sospeché algo en la primera visita, pero no
adiviné el significado hasta la segunda. Lo ha utilizado, no cabe duda.
—La Gráfica Central predice que un elemento desestabilizador está a punto de
sobrevenir —indicó el Segundo Miembro—. Yo diría que se trata del señor Benton.
—¡Una máquina del tiempo! —exclamó el Primer Miembro—. Podría representar un
peligro. ¿Traía algo más cuando vino... la primera vez?
—No observé nada especial, salvo que andaba como si llevara algo bajo sus
vestimentas —replicó el Controlador.
—Entonces debemos actuar cuanto antes. Tal vez haya desencadenado ya una serie
de circunstancias que nuestros Estabilizadores no sean capaces de controlar. Creo que
sería conveniente visitar al señor Benton.
Benton estaba sentado en su sala de estar con la mirada perdida en la lejanía. Sus ojos
mantenían una rigidez vidriosa que apenas les permitía parpadear. El globo le había
estado hablando, contándole sus planes, sus esperanzas. Se detuvo de súbito.
—Ya vienen —dijo.
Estaba posado en el sofá, a su lado, y su ligero susurro se introdujo en el cerebro de
Benton como volutas de humo. En realidad, no hablaba, pues su lenguaje era mental,
aunque Benton le oía.
—¿Qué he de hacer?
—Nada —dijo el globo—. Se irán.
Sonó el timbre de la puerta y Benton continuó inmóvil. El timbre sonó otra vez y Benton
se agitó inquieto. Al cabo de un rato, los hombres volvieron sobre sus pasos y dio la
impresión de que se habían ido.
—¿Y ahora qué? —preguntó Benton.
El globo tardó en contestar.
—Siento que la hora está a punto de llegar —dijo por fin—. Hasta ahora no he
cometido equivocaciones, y la parte más difícil ya ha pasado. Lo más complicado fue
atraerte a través del tiempo. Tardé años en conseguirlo..., el Vigía era inteligente.
Tardaste mucho en responder, y no lo hiciste hasta que encontré el método de poner la
máquina en tus manos. Entonces supe que el éxito estaba cerca. Pronto nos liberarás de
este globo. Después de tanto tiempo...
Oyeron crujidos y murmullos en la parte trasera de la casa. Benton se levantó de un
salto.
—¡Están entrando por la puerta de atrás! —gritó.
El globo crujió airadamente.
El Controlador y los Miembros del Consejo hicieron acto de presencia lenta y
cautelosamente. Cuando vinieron a Benton se detuvieron.
—Creíamos que no estabas en casa —dijo el Primer Miembro.
Benton se volvió hacia él.
—Hola. Lamento no haber respondido a la llamada; me quedé dormido. ¿Qué se les
ofrece?
Estiró la mano poco a poco hacia el globo, y pareció que éste se deslizara bajo el
manto protector de su palma.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó de pronto el Controlador.
Benton le miró, y el globo susurró consejos en su mente.
—Un pisapapeles —sonrió—. ¿Quieren sentarse?
Los hombres se acomodaron y el Primer Miembro empezó a hablar.
—Viniste a vernos dos veces, la primera para registrar un invento y la segunda porque
te habíamos conminado a ello, puesto que no podíamos autorizarte a utilizar ese invento.
—¿Y bien? —preguntó Benton—. ¿Qué sucede?
—Nada —respondió el Primer Miembro—, salvo que la que fue para nosotros la
primera visita fue para ti la segunda. Podemos probarlo, pero no lo haremos por el
momento. Lo único importante es que todavía conservas la máquina. He aquí un
problema difícil. ¿Dónde está la máquina? Suponemos que la tienes en tu poder. Si bien
no podemos obligarte a dárnosla, la obtendremos de una manera o de otra.
—Es cierto —admitió Benton.
Pero ¿dónde estaba la máquina? Acababa de dejarla en la Oficina del Controlador.
Aunque la había cogido durante su viaje por el tiempo, después había regresado al
presente y la había devuelto a la Oficina del Controlador.
—Ha dejado de existir, una no entidad en una espiral temporal —le susurró el globo,
adivinando sus reflexiones—. La espiral temporal concluyó cuando depositaste la
máquina en la Oficina de Control. Ahora haz que se vayan estos hombres para que
podamos hacer lo que ha de hacerse.
Benton se puso en pie y protegió el globo con su cuerpo.
—Temo que la máquina del tiempo no se halla en mi poder. Ni siquiera sé dónde está,
pero búsquenla si quieren.
—Por haber violado las leyes te has hecho merecedor del destierro —observó el
Controlador—, pero consideramos que hiciste lo que hiciste sin querer. No queremos
castigar a nadie sin motivos, sólo deseamos mantener la Estabilidad. Una vez alterada, ya
nada importa.
—Busquen, pero no la encontrarán —dijo Benton.
Los Miembros y el Controlador procedieron. Destriparon sillones; miraron bajo las
alfombras y los cuadros, en las paredes, pero no encontraron nada.
—Ya ven que les decía la verdad.
Benton sonrió cuando regresaron a la sala de estar.  
—Puede que la hayas ocultado en otro lugar. —El Primer Miembro se encogió de
hombros—. Sin embargo, no importa.
El Controlador avanzó un paso.  
—La Estabilidad es como un giroscopio. Es difícil apartarlo de san trayectoria, pues una
vez puesto en marcha cuesta mucho detenerlo. No creemos que tengas la energía
suficiente para desviar ese giroscopio, pero quizá otros la tengan. Está por ver. Ahora nos
iremos, y se te permitirá acabar con tu vida o aguardar al destierro. La elección está en
tus manos. Se te vigilará, por supuesto, y confío en que no tratarás de huir. En tal caso,
serás destruido inmediatamente. La Estabilidad debe ser mantenida a toda costa.
Benton les miró y luego depositó el globo sobre la mesa. Los Miembros lo observaron
con interés.
—Un pisapapeles —repitió Benton—. Interesante, ¿verdad?
El interés de los Miembros disminuyó. Se dispusieron a partir. Pero el Controlador
examinó el globo alzándolo hacia la luz.
—La maqueta de una ciudad, ¿eh? Qué sutileza de detalles.
Benton le miró en silencio.
—Caramba, parece increíble que una persona pueda esculpir tan bien —continuó el
Controlador—. ¿Qué ciudad es? Parece tan vieja como Tiro o Babilonia, o muy
adelantada en el futuro. Sabes, me recuerda una vieja leyenda. La leyenda cuenta que
una vez existió una ciudad muy perversa, tan perversa que Dios la disminuyó de tamaño y
la metió en un recipiente, y dejó un vigía para evitar que nadie se escapara y liberara la
ciudad rompiendo el recipiente. Se supone que ha seguido cautiva durante una eternidad,
aguardando el momento de liberarse. Es posible que ésa sea la maqueta.
—¡Vamos! —gritó el Primer Ministro—. Debemos irnos; tenemos muchas cosas que
hacer esta noche.
El Controlador se giró rápidamente hacia los Miembros.
—¡Esperad! No os vayáis.
Cruzó la habitación con el globo todavía en sus manos.
—No es el momento más adecuado para irse —dijo, y Benton observó que, pese a la
palidez de su rostro, apretaba con firmeza los labios.
El Controlador se volvió bruscamente hacia Benton.
—Un viaje a través del tiempo; la ciudad en un globo de cristal. ¿Qué significa esto?
Los dos Miembros del Consejo parecían asombrados y confusos.
—Un ignorante viaja por el tiempo y vuelve con un extraño objeto de vidrio —dijo el
Controlador—. Un trofeo muy extraño, ¿no creéis?
La cara del Primer Miembro perdió el color.
—¡Por el Buen Dios del Cielo! —murmuró—. ¡La ciudad maldita! ¿En ese globo?
Miró la esfera con expresión de incredulidad. El Controlador observó a Benton como
divertido.
—A veces podemos ser muy estúpidos, ¿no es así? Pero un día nos despertamos. ¡No
la toques!
Benton retrocedió con parsimonia, con las manos temblorosas.
—¿Y bien? —preguntó.
Al globo le molestaba estar en manos del Controlador. Emitió un zumbido y las
vibraciones se deslizaron por el brazo del Controlador. Al sentirlas, asió con más firmeza
el globo.
—Desea que lo rompa, que lo destroce contra el suelo para liberarse.
Contempló las diminutas espirales y el remate de los edificios en la sombría
nebulosidad del globo, tan diminutas que podía cubrirlas con sus dedos.
Benton se lanzó adelante, firme y seguro como cuando volaba. Cada minuto pasado en
la cálida negrura de la atmósfera de la Ciudad de la Luz vino en su ayuda. El Controlador,
que siempre había estado muy ocupado con su trabajo, demasiado ajeno a los placeres
aéreos que tanto enorgullecían a la ciudad, se derrumbó al instante. El globo salió
disparado de sus manos y rodó por el suelo de la habitación. Benton saltó tras él.
Mientras corría en pos de la brillante esfera vio de reojo los rostros asustados y perplejos
de los Miembros y del Controlador, que trataba de ponerse en pie, horrorizado y aturdido
por el golpe.
El globo le llamaba entre susurros. Benton avanzó sin vacilaciones y percibió primero
un murmullo victorioso y después un rugido de alegría cuando aplastó con el pie el cristal
que la mantenía prisionera.
El globo se quebró con un chasquido estruendoso. Nada sucedió durante un rato, hasta
que empezó a desprender niebla. Benton volvió al sofá y se sentó. La niebla empezó a
llenar la habitación. Creció y creció hasta el punto de asemejarse a algo vivo por la forma
en que se retorcía y mudaba.
El sueño se apoderó de Benton. La niebla se agolpó a su alrededor, se enroscó en sus
piernas, llegó al pecho y finalmente se arremolinó en torno a su rostro. Arrellanado en el
sofá, con los ojos cerrados, se dejaba envolver por la extraña y antigua fragancia.  
Entonces oyó las voces. Lejanas y débiles al principio, el susurro del globo amplificado
incontables veces. Un concierto de murmullos se elevó del globo resquebrajado hasta
alcanzar un crescendo exultarte. ¡La alegría de la victoria! Vio a la ciudad en miniatura
dentro del globo fluctuar y desvanecerse, y luego cambiar de forma y tamaño. Podía oírla
tan bien como la veía. El firme latido de la maquinaria como un gigantesco tambor. La
trepidación y agitación de seres metálicos en cuclillas.
Los seres se movían. Vio a los esclavos, hombres sudorosos, encorvados y pálidos,
retorciéndose en sus esfuerzos por alimentar los rugientes hornos de acero. La escena
pareció dilatarse ante sus ojos hasta llenar la habitación; los sudorosos trabajadores le
rozaban y apartaban de su camino. Estaba ensordecido por el estruendo de las
rechinantes ruedas, engranajes y válvulas. Algo le empujaba a moverse hacia la ciudad y
la niebla resonaba con los nuevos y victoriosos sonidos de los liberados.
Cuando salió el sol ya estaba despierto. Sonó el despertador, pero ya hacía rato que
Benton había salido del cubidormitorio. Cuando se unió a las filas de sus compañeros
reconoció algunas caras familiares, hombres a los que había conocido anteriormente en
algún otro lugar. Pero en seguida se le borraron los recuerdos. Mientras marchaban en
perfecta formación hacia las máquinas que les esperaban, entonando los sonidos
disonantes que sus antecesores habían cantado durante siglos, con el peso de las
herramientas lastimándole la espalda, contó el tiempo que faltaba para su próximo día de
descanso. Apenas quedaban tres semanas y, pese a todo, debería hacerse merecedor
del premio ante las máquinas...
¿Acaso no había cuidado a su máquina fielmente?
 
 
FIN
 

SPECIAL - PHILIP K. DICK - EXTRAÑOS RECUERDOS DE MUERTE


EXTRAÑOS RECUERDOS DE MUERTE
Philip K. Dick
 
 
 
Desperté esta mañana y sentí el frío de octubre dentro del departamento, como si las
estaciones entendieran el calendario. ¿Qué había yo soñado? Vanos pensamientos
acerca de una mujer a la que alguna vez había amado. Algo me deprimía. Hice un
repaso mental. Pero, de hecho, todo estaba bien; este sería un buen mes. Pero sentía
el frío.
Oh, Dios mío, pensé. Hoy es el día en que echan fuera a la señorita Lysol.
Nadie quiere a la señorita Lysol. Está loca. Jamás nadie la ha escuchado decir palabra
alguna y nunca te mirará. Algunas veces, cuando uno desciende por las escaleras, ella
va subiendo y se regresa silenciosamente para usar en cambio el elevador. Todos
pueden oler el Lysol que emplea. Aparentemente mágicos horrores contaminan su
departamento, así que usa Lysol. ¡Maldición!, mientras me preparaba un café, pensé:
Quizás los propietarios ya la han echado fuera, al amanecer, mientras yo aún dormía,
mientras yo soñaba inútilmente con una mujer a la que amé y que me había dejado.
Desde luego. Estaba soñando con la odiosa señorita Lysol y las autoridades llegaban a
su puerta a las cinco de la mañana. Los nuevos propietarios eran una poderosa firma
con inversiones en bienes y raíces. Lo harían al amanecer.
La señorita Lysol se esconde en su departamento y sabe que octubre está aquí,
primero ha llegado octubre, y luego ellos llegarán a arruinarla y a arrojarla a la calle con
sus cosas. ¿Irá a hablar ahora? La imagino apretada contra la pared, en silencio. Sin
embargo, no es tan simple como eso. Al Newcum, el representante de ventas de
Inversiones South Orange, me ha dicho que la señorita Lysol fue a Ayuda Legal. Esta
es una mala noticia porque echa a perder todo lo que podríamos hacer por ella. Está
loca pero no lo suficientemente loca. Si pudiera ser probado que no entiende la
situación, un equipo de Salud Mental de Orange County se presentaría como sus
abogados, y explicaría a Inversiones South Orange que no pueden expulsar de su
hogar a una persona con capacidades disminuidas. ¿Porqué diablos se las agenció
para ir a Ayuda Legal?
Son las nueve de la mañana. Puedo bajar a las oficinas de ventas y preguntar a Al
Newcum si ya han echado a la señorita Lysol, o si está en su departamento
escondiéndose en silencio, esperando. La van a sacar porque el edificio, construido con
cincuenta y seis unidades, ha sido transformado en condominios. Virtualmente todos se
han mudado desde que fuimos notificados legalmente hace cuatro meses. Tienes ciento
veinte días para comprar o dejar tu departamento e Inversiones South Orange te pagará
doscientos dólares por tus gastos de mudanza. Esa es la ley. Tienes también opción de
compra en primer término sobre la unidad que rentabas. Yo estoy comprando la mía.  
Me quedo. Por cincuenta y dos mil dólares me las he arreglado para quedarme aquí
cuando echen fuera a la señorita Lysol, que está loca y no tiene cincuenta y dos mil
dólares. Ahora mismo desearía haberme mudado.
Bajando las escaleras hasta la máquina expendedora de diarios, compro Los Angeles
Times de hoy. Una muchacha disparó al patio de recreo de una escuela repleta de
niños, «porque a ella no le gustaban los lunes», ahora se está declarando culpable.
Pronto conseguirá libertad condicional. Tomó un arma y disparó a los niños de la
escuela porque, en efecto, no tenía nada más que hacer. Bien, hoy es lunes; está en la
corte en lunes, el día que odia. ¿No hay límite para la locura?, me cuestiono a mí
mismo. Primero que nada, dudo si mi departamento vale los cincuenta y dos mil
dólares. Me quedo porque tengo miedo de mudarme - miedo a algo nuevo, al cambio - y
porque soy un perezoso. No, no es eso. Me gusta este edificio y vivo cerca de mis
amigos y junto a las tiendas que me gustan algo. He estado aquí tres años y medio. Es
un edificio sólido y bueno, con portones de seguridad y cerrojos firmes. Tengo dos
gatos, a quienes les gusta estar en el patio interior; pueden salir y estar a salvo de los
perros. Probablemente soy conocido como el Hombre de los Gatos. Así que todos han
partido, excepto la señorita Lysol y el Hombre de los Gatos.
Lo que me incomoda es que sé que la única cosa que me separa de la señorita Lysol,
que está loca, es el dinero que tengo ahorrado. El dinero es el sello oficial de la cordura.
La señorita Lysol, quizá, tiene miedo de mudarse. Es como yo. Solo quiere permanecer
donde ha estado por varios años, haciendo aquello que ha estado haciendo. Utiliza
mucho las máquinas de la lavandería, lavando y secando sus ropas una y otra vez. Ahí
es donde la suelo encontrar: llego al salón de la lavandería y está allí junto a las
máquinas, asegurándose que nadie robe sus ropas. ¿Por qué nunca te mira? ¿Qué
gana manteniendo su rostro apartado? Percibo odio. Odia hacia todos los seres
humanos. Pero consideren su situación; aquellos a quienes tanto odia la van a cercar.
¡Cuánto miedo debe de sentir! Mira de reojo hacia su departamento, esperando los
golpes sobre la puerta; ¡mira el reloj y comprende!
Hacia el norte, en Los Angeles, la conversión de las unidades de renta en condominios
ha sido bloqueada efectivamente por el consejo de la ciudad. Los inquilinos han
ganado. Esta es una gran victoria, pero no sirve de ayuda a la señorita Lysol. Esto es
Orange County y el dinero es la ley. Los muy pobres viven hacia el este: los mexicanos
en su barrio. Algunas veces cuando nuestros portones de seguridad se abren y admiten
automóviles, las mujeres chicanas entran corriendo con canastas de ropa sucia; quieren
usar nuestras máquinas lavadoras ya que no poseen ninguna. La gente que vive aquí,
en el edificio, se resiente de esto. Cuando se tiene un poco de dinero - el dinero
suficiente para vivir en un edificio electrificado, moderno y seguro - se resienten estas
cosas con gran facilidad.
Bien, tengo que saber si la señorita Lysol ha sido expulsada ya. No hay forma de
saberlo mirando hacia su ventana; las cortinas siempre están corridas. Así que bajo las
escaleras y me dirijo a las oficina de ventas buscando a Al. No obstante, Al no está ahí;
la oficina está cerrada. Entonces recuerdo que Al voló a Sacramento el fin de semana
para conseguir unos papeles legales de importancia crucial que el Estado perdió. No ha
regresado. Si la señorita Lysol no estuviera loca, podría llamar a su puerta y hablar con
ella; podría descubrir la manera. Pero ese es precisamente el punto clave de la
tragedia; cualquier llamada a su puerta la asustará. Este es su estado. Esta es la
enfermedad misma. Así que permanezco junto a la fuente que los diseñadores han
construido y admiro los maceteros con flores que han colocado... han hecho que el
edificio se vea realmente bien. Anteriormente parecía una prisión. Ahora se ha
transformado en un jardín. Los diseñadores han invertido una gran cantidad de dinero
en pintarlo y adornarlo, y de hecho, en reconstruir toda la entrada. Agua, flores y
puertas francesas... y la señorita Lysol callada dentro de su departamento, esperando
que llamen.
Podría quizá pegar una nota a su puerta. Diría:
 
Señorita, su situación me aflige y desearía ayudarla. Si desea algún apoyo, vivo arriba
en el departamento C-1.
 
¿Cómo lo firmaría? Un amigo solitario, acaso. Un amigo solitario con cincuenta y dos
mil dólares que está aquí legalmente mientras usted es, a los ojos de la ley, una intrusa.
Desde la pasada medianoche. Aunque ayer fuera tan propietaria de su departamento
como yo ahora del mío.
Subo de nuevo las escaleras rumbo a mi departamento con la idea de escribir una carta
a la mujer que una vez amé y con la que soñé la noche pasada. Toda clase de frases y
palabras cruzan por mi mente. Recrearé la relación perdida con una carta. Tal es el
poder de las palabras.
Qué desecho. Se ha ido para siempre. No tengo ni siquiera su dirección actual. Con
gran trabajo, podría rastrearla a través de nuestros amigos mutuos, y ¿entonces qué le
diría?
 
Mi amada, he recuperado mi cordura. Me doy cuenta del profundo alcance de lo que te
debo. Considerando el poco tiempo que estuvimos juntos, hiciste por mí más que
cualquiera en toda mi vida. Es evidente que he cometido un error desastroso.
¿Podemos cenar juntos?
 
Conforme repito esta hipérbole en mi mente, el pensamiento llega hacia mí,
mostrándome lo horrible y divertido que sería a la vez, si yo escribiera la carta y luego,
por error o designio, la pegara en la puerta de la señorita Lysol. ¡Cómo reaccionaría!
¡Jesucristo! ¡La mataría o la curaría! Mientras tanto, podría escribirle a mi amor distante,
die ferne Geliebte, algo así:
 
Señorita, está usted totalmente chalada. Todo mundo en un radio de millas lo sabe. Su
problema es por su propia causa. Embárquese, espabílese, asuma sus actos, pida algo
de dinero, contrate un abogado mejor, compre un arma, dispare a un patio de escuela.
Si desea algún apoyo, vivo en el departamento C-1.
 
Quizá el apuro de la señorita Lysol es divertido y yo estoy muy deprimido, por la llegada
del otoño, para darme cuenta. Quizá hoy el correo traerá algo bueno; después de todo,
ayer fue un día feriado para el correo. Hoy tendré el correo de dos días. Eso me
alegrará. Lo que, de hecho, está sucediendo es que estoy sintiéndome apesadumbrado
conmigo mismo; hoy es lunes y, como la chica que se está declarando culpable en la
corte, odio los lunes.
Brenda Spencer se declaró culpable de dispararle a once personas, dos de las cuales
murieron. Tiene diecisiete años, es bajita y muy bonita, con cabello rojo; usa anteojos y
su cara es como la de un niño, como uno a los que disparó. Un pensamiento entra a mi
mente de repente, quizá la señorita Lysol tiene un arma en su departamento, es un
pensamiento que debería haberme llegado hace tiempo. Quizá Inversiones South
Orange lo ha pensado. Quizá esa es la razón por la que la oficina de Al Newcum está
cerrada hoy; no está en Sacramento sino escondiéndose. Aunque, desde luego, podría
estar escondiéndose en Sacramento, haciendo dos cosas a la vez.
Un excelente terapeuta, al que conocí alguna vez, mencionaba que en casi todos los
casos de acciones psicóticas criminales había siempre una alternativa mas fácil que la
persona perturbada no lograba ver. Brenda Spencer, por ejemplo, podría haber ido al
supermercado más cercano para comprar un cartón de leche malteada de chocolate en
lugar de dispararle a once personas, la mayoría de ellas, niños. La persona psicótica,
en realidad, escoge el camino más difícil; se obliga a andar cuesta arriba. No es cierto
que opte por la línea de menor resistencia sino que piensa que lo hace. Ahí,
precisamente, estriba el error. La base de la psicosis, en pocas palabras, es la
incapacidad crónica para ver en el exterior el camino más sencillo. Todo el
comportamiento, todo lo que constituye la actividad psicótica y la forma de vida
piscótica, se deriva de esta incapacidad de percepción.
Sentada, sola y en silencio en su departamento antiséptico, aguardando el llamado
inexorable a su puerta, la señorita Lysol ha ideado la manera de colocarse en las más
difíciles circunstancias posibles. Lo que era fácil lo ha hecho duro. Lo que era duro ha
sido transmutado, finalmente, en lo imposible, y ahí termina la forma de vida psicótica:
cuando lo imposible se cierra y no hay más opciones, ni siquiera las más difíciles. Ese
es el resto de la definición de la psicosis: Al final hay un punto muerto. Y, en ese punto,
la persona psicótica se congela. Si alguna vez has visto como sucede... bueno, es una
visión sorprendente. La persona se petrifica como un motor que se ha atascado. Ocurre
repentinamente. En un momento la persona está en movimiento, los pistones suben y  
bajan frenéticamente, y enseguida hay sólo un bloque inerte. Esto es debido a que el
camino se ha acabado para esta persona, el camino que tomó probablemente años
atrás. Es una muerte cinética. «No hay ningún lugar» escribió San Agustín. «Vamos
hacia delante y hacia atrás, y no hay lugar». Y luego llega el cese y sólo hay un lugar.
El punto donde la señorita Lysol se atrapó a sí misma ha sido en su propio
departamento, que sin embargo ya no es su propio departamento. Ha encontrado un
lugar en el cual morir psicológicamente y entonces Inversiones South Orange se lo ha
arrebatado. Le han robado su propia tumba.
Lo que no logró expulsar de mi mente es la noción de que mi destino está atado al de la
señorita Lysol. Una entrada física en la computadora de Ahorros Mutuos nos divide, y
esta es una división mítica; es real sólo mientras gente como la de Inversiones South
Orange, y específicamente Inversiones South Orange, está voluntariamente de acuerdo
en que es real. Para mí no es más que una convención social, como usar calcetines
iguales. Es como el valor del oro. El valor del oro es el que la gente acuerda, lo que es
como un juego de niños: «Supongamos que este árbol es la tercera base».
Supongamos entonces que mi televisor funciona porque mis amigos y yo convenimos
eso. Podríamos sentarnos frente a una pantalla en blanco por siempre de esa manera.
En ese caso, se podría decir que el error de la señorita Lysol es no haber podido formar
un convenio con el resto de nosotros, un consenso. Aparte de todo lo demás hay un
contrato no escrito del cual la señorita Lysol no es parte. Pero me sorprende pensar que
la incapacidad de entrar en un acuerdo palpablemente infantil e irracional conduzca
inevitablemente a la muerte cinética, al bloqueo total del organismo.
Argumentado de esa manera, uno podría decir que la señorita Lysol ha fracasado en
ser como un niño. Es demasiado adulta. No puede o no quiere jugar. El elemento que
se ha apoderado de toda su vida es el elemento de lo turbio y de lo inexorable. Nunca
sonríe. Nadie la ha visto hacer algo más que mirar furiosamente de una manera
indirecta y vaga.
Quizá, entonces, lleva a cabo un juego más siniestro en lugar de no jugar en lo
absoluto; quizá el suyo es un juego de combate, en tal caso ahora tiene lo que
deseaba, aunque esté perdiendo. Es, al menos, una situación que comprende.
Inversiones South Orange ha entrado en el mundo de la señorita Lysol. Quizá ser una
intrusa en lugar de una propietaria le brinda más satisfacciones. Quizá en secreto todos
deseamos que nos suceda lo mismo. En ese caso, ¿la persona psicótica anhela su
propia muerte cinética definitiva? ¿Su propio camino sin fin? ¿Juega para perder?
 
Ese día no vi a Al Newcum, pero lo encontré al día siguiente; había regresado de
Sacramento y abierto su oficina.
- ¿Aún está aquí la mujer del departamento B-15? - le pregunte -. ¿O ya la han echado?
- ¿La señora Archer? - dijo Newcum -. Oh, la otra mañana se mudó; se ha ido. El
Ministerio de Alojamiento de Santa Barbara le encontró un lugar en Bristol -. Se recargó
en su silla giratoria y cruzó sus piernas; sus pantalones, como siempre, estaban
minuciosamente planchados. - Se fue con ellos hará un par de semanas.
- ¿A un departamento que puede pagar? - dije.
- Ellos asumirán el gasto. Van a pagarle su renta; ella les pidió ayuda. Está en una
situación muy difícil.
- Dios mío - dije -, quisiera que alguien pagara mi renta.
- No estás pagando renta - dijo Newcum -. Tú estás comprando tu departamento.
 
 
FIN
 


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