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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 19 de junio de 2013

El coronel no tiene quien le escriba - Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez
El coronel no tiene quien le escriba


                                           
El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una
cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con
un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las
últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro
cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la
sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una
mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas
mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última
guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las
pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa
noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor.
Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú -dijo.
-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.
Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en
el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 -dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de
abril.
Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer
construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible.
Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el
café todavía estaba pensando en el muerto.
Debe ser horrible estar enterrado en octubre», dijo. Pero su marido no le puso
atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la
vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices
en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.
-Tengo los huesos húmedos -dijo.
-Es el invierno -replicó la mujer-. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que
duermas con las medias puestas.
-Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
Llovía despacio pero sin pausas. El coronel habría preferido envolverse en una
manta de lana y meterse otra vez en la hamaca. Pero la insistencia de los bronces
rotos le recordó el entierro. «Es octubre», murmuró, y caminó hacia el centro del
cuarto. Sólo entonces se acordó del gallo amarrado a la pata de la cama. Era un gallo
de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de péndulo
montado en un marco de madera labrada. A diferencia del dormitorio, demasiado
estrecho para la respiración de una asmática, la sala era amplia, con cuatro mecedoras
de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a
la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca
cargada de rosas.
Eran las siete y veinte cuando acabó de dar cuerda al reloj. Luego llevó el gallo a la
cocina, lo amarró a un soporte de la hornilla, cambió el agua al tarro y puso al lado un
puñado de maíz. Un grupo de niños penetró por la cerca desportillada. Se sentaron en
torno al gallo, a contemplarlo en silencio.
-No miren más a ese animal -dijo el coronel-. Los gallos se gastan de tanto mirarlos.
Los niños no se alteraron. Uno de ellos inició en la armónica los acordes de una
canción de moda. «No toques hoy», le dijo el coronel. «Hay muerto en el pueblo.» El
niño guardó el instrumento en el bolsillo del pantalón y el coronel fue al cuarto a
vestirse para el entierro.
La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el
coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de paño negro que después de su
matrimonio sólo usaba en ocasiones especiales. Le costó trabajo encontrarlo en el
fondo del baúl, envuelto en periódicos y preservado contra las polillas con bolitas de
naftalina. Estirada en la cama la mujer seguía pensando en el muerto.
-Ya debe haberse encontrado con Agustín -dijo-. Puede ser que no le cuente la
situación en que quedamos después de su muerte.
-A esta hora estarán discutiendo de gallos -dijo el coronel.
Encontró en el baúl un paraguas enorme y antiguo. Lo había ganado la mujer en
uná tómbola política destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa
misma noche asistieron a un espectáculo al aire libre que no fue interrumpido a pesar
de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agustín -que entonces tenía ocho añospresenciaron
el espectáculo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agustín
estaba muerto y el forro de raso brillante había sido destruido por las polillas.
-Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo -dijo el coronel con
una antigua frase suya. Abrió sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas
metálicas-. Ahora sólo sirve para contar las estrellas.
Sonrió. Pero la mujer no se tomó el trabajo de mirar el paraguas. «Todo está así»,
murmuró. «Nos estamos pudriendo vivos.» Y cerró los ojos para pensar más
intensamente en el muerto.
Después de afeitarse al tacto -pues carecía de espejo desde hacía mucho tiempo- el
coronel se vistió en silencio. Los pantalones, casi tan ajustados a las piernas como los
calzoncillos largos, cerrados en los tobillos con lazos corredizos, se sostenían en la
cintura con dos lengüetas del mismo paño que pasaban a través de dos hebillas
doradas cosidas a la altura de los riñones. No usaba correa. La camisa color de cartón
antiguo, dura como un cartón, se cerraba con un botón de cobre que servía al mismo
tiempo para. sostener el cuello postizo. Pero el cuello postizo estaba roto, de manera
que el coronel renunció a la corbata.
Hacía cada cosa como si fuera un acto trascendental. Los huesos de sus manos
estaban forrados por un pellejo lúcido y tenso, manchado de carate como la piel del
cuello. Antes de ponerse los botines de charol raspó el barro incrustado en la costura.
Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el día de su matrimonio. Sólo entonces
advirtió cuánto había envejecido su esposo.
-Estás como para un acontecimiento -dijo.
-Este entierro es un acontecimiento -dijo el coronel-. Es el primer muerto de muerte
natural que tenemos en muchos años.
Escampó después de las nueve. El coronel se disponía a salir cuando su esposa lo
agarró por la manga del saco.
-Péinate -dijo.
Él trató de doblegar con un peine de cuerno las cerdas color de acero. Pero fue un
esfuerzo inútil.
-Debo parecer un papagayo -dijo.
La mujer lo examinó. Pensó que no. El coronel no parecía un papagayo. Era un
hombre árido, de huesos sólidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus
ojos no parecía conservado en formol.
«Así estás bien», admitió ella, y agregó cuando su marido abandonaba el cuarto:
-Pregúntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente.
Vivían en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal
desconchadas. La humedad continuaba pero no llovía. El coronel descendió hacia la
plaza por un callejón de casas apelotonadas. Al desembocar a la calle central sufrió un
estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores.
Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro.
En la plaza comenzó otra vez la llovizna. El propietario del salón de billares vio al
coronel desde la puerta de su establecimiento y le gritó con los brazos abiertos:
-Coronel, espérese y le presto un paraguas.
El coronel respondió sin volver la cabeza.
-Gracias, así voy bien.
Aún no había salido el entierro. Los hombres -vestidos de blanco con corbatas
negras- conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel
saltando sobre los charcos de la plaza.
-Métase aquí, compadre -gritó.
Hizo espacio bajo el paraguas.
-Gracias, compadre -dijo el coronel.
Pero no aceptó la invitación. Entró directamente a la casa para dar el pésame a la
madre del muerto. Lo primero que percibió fue el olor de muchas flores diferentes.
Después empezó el calor. El coronel trató de abrirse camino a través de la multitud
bloqueada en la alcoba. Pero alguien le puso una mano en la espalda, lo empujó hacia
el fondo del cuarto por una galería de rostros perplejos hasta el lugar donde se
encontraban -profundas y dilatadas- las fosas nasales del muerto.
Allí estaba la madre espantando las moscas del ataúd con un abanico de palmas
trenzadas. Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cadáver con la misma
expresión con que se mira la corriente de un río. De pronto empezó una voz en el
fondo del cuarto. El coronel hizo de lado a una mujer, encontró de perfil a la madre del
muerto y le puso una mano en el hombro. Apretó los dientes.
-Mi sentido pésame -dijo.
Ella no volvió la cabeza. Abrió la boca y lanzó un aullido. El coronel se sobresaltó. Se
sintió empujado contra el cadáver por una masa deforme que estalló en un vibrante
alarido. Buscó apoyo con las manos pero no encontró la pared. Había otros cuerpos en
su lugar. Alguien dijo junto a su oído, despacio, con una voz muy tierna: «Cuidado,
coronel». Volteó la cabeza y se encontró con el muerto. Pero no lo reconoció porque
era duro y dinámico y parecía tan desconcertado como él, envuelto en trapos blancos y
con el cornetín en las manos. Cuando levantó la cabeza para buscar el aire por encima
de los gritos vio la caja tapada dando tumbos hacia la puerta por una pendiente de
flores que se despedazaban contra las paredes. Sudó. Le dolían las articulaciones. Un
momento después supo que estaba en la calle porque la llovizna le maltrató los
párpados y alguien lo agarró por el brazo y le dijo:
Apúrese, compadre, lo estaba esperando.
Era don Sabas, el padrino de su hijo muerto, el único dirigente de su partido que
escapó a la persecución política y continuaba viviendo en el pueblo. «Gracias,
compadre», dijo el coronel, y caminó en silencio bajo el paraguas. La banda inició la
marcha fúnebre. El coronel advirtió la falta de un cobre y por primera vez tuvo la
certidumbre de que el muerto estaba muerto.
-El pobre -murmuró.
Don Sabas carraspeó. Sostenía el paraguas con la mano izquierda, el mango casi a
la altura de la cabeza pues era más bajo que el coronel. Los hombres empezaron a
conversar cuando el cortejo abandonó la plaza. Don Sabas volvió entonces hacia el
coronel su rostro desconsolado, y dijo:
-Compadre, qué hay del gallo.
Ahí está el gallo -respondió el coronel.
En ese instante se oyó un grito:
-¿Adónde van con ese muerto?
El coronel levantó la vista. Vio al alcalde en el balcón del cuartel en una actitud
discursiva. Estaba en calzoncillos y franela, hinchada la mejilla sin afeitar. Los músicos
suspendieron la marcha fúnebre. Un momento después el coronel reconoció la voz del
padre Ángel conversando a gritos con el alcalde. Descifró el diálogo a través de la
crepitación de la lluvia sobre los paraguas.
-¿Entonces? -preguntó don Sabas.
-Entonces nada -respondió el coronel-. Que el entierro no puede pasar frente al
cuartel de la policía.
-Se me había olvidado -exclamó don Sabas-. Siempre se me olvida que estamos en
estado de sitio.
-Pero esto no es una insurrección -dijo el coronel-. Es un pobre músico muerto.
El cortejo cambió de sentido. En los barrios bajos las mujeres lo vieron pasar
mordiéndose las uñas en silencio. Pero después salieron al medio de la calle y lanzaron
gritos de alabanzas, de gratitud y despedida, como si creyeran que el muerto las
escuchaba dentro del ataúd. El coronel se sintió mal en el cementerio. Cuando don
Sabas lo empujó hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al
muerto, volvió su cara sonriente hacia él, pero se encontró con un rostro duro.
-Qué le pasa, compadre -preguntó.
El coronel suspiró.
-Es octubre, compadre.
Regresaron por la misma calle. Había escampado. El cielo se hizo profundo, de un
azul intenso. «Ya no llueve más», pensó el coronel, y se sintió mejor, pero continuó
absorto. Don Sabas lo interrumpió.
-Compadre, hágase ver del médico.
-No estoy enfermo -dijo el coronel-. Lo que pasa es que en octubre siento como si
tuviera animales en las tripas.
«Ah», hizo don Sabas. Y se despidió en la puerta de su casa, un edificio nuevo, de dos
pisos, con ventanas de hierro forjado. El coronel se dirigió a la suya desesperado por
abandonar el traje de ceremonias. Volvió a salir un momento después a comprar en la
tienda de la esquina un tarro de café y media libra de maíz para el gallo.
El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer
en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de
sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de
la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros
de Agustín -oficiales de sastrería, como lo fue él, y fanáticos de la galleraaprovecharon
la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma.
El coronel volvió al cuarto cuando quedó solo en la casa con su mujer. Ella había
reaccionado.
-Qué dicen -preguntó.
-Entusiasmados -informó el coronel-. Todos están ahorrando para apostarle al gallo.
-No sé qué le han visto a ese gallo tan feo -dijo la mujer-. A mí me parece un
fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas.
-Ellos dicen que es el mejor del Departamento -replicó el coronel-. Vale como
cincuenta pesos.
Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el
gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir
información clandestina. «Es una ilusión que cuesta caro», dijo la mujer. «Cuando se
acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados.» El coronel se tomó
todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero.
-Es por pocos meses -dijo-. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero.
Después podemos venderlo a mejor precio.
Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estiró sobre la hornilla con dos
planchas de hierro calentadas al carbón.
-Cuál es el apuro de salir a la calle -preguntó.
-El correo.
«Se me había olvidado que hoy es viernes», comentó ella de regreso al cuarto. El
coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos.
Ya esos zapatos están de botar -dijo-. Sigue poniéndote los botines de charol.
El coronel se sintió desolado.
-Parecen zapatos de huérfano -protestó-. Cada vez que me los pongo me siento
fugado de un asilo.
-Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo -dijo la mujer.
También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran
las lanchas. Botines de charol, pantalón blanco sin correa y la camisa sin el cuello
postizo, cerrada arriba con el botón de cobre. Observó la maniobra de las lanchas
desde el almacén del sirio Moisés. Los viajeros descendieron estragados después de
ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y
la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina.
La última fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa
desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada,
descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El
gallo había agudizado su ansiedad. Desde el instante en que el administrador de
correos subió a la lancha, desató el saco y se lo echó a la espalda, el coronel lo tuvo a
la vista.
Lo persiguió por la calle paralela al puerto, un laberinto de almacenes y barracas con
mercancías de colores en exhibición. Cada vez que lo hacía, el coronel experimentaba
una ansiedad muy distinta pero tan apremiante como el terror. El médico esperaba los
periódicos en la oficina de correos.
-Mi esposa le manda preguntar si en la casa le echaron agua caliente, doctor -le dijo
el coronel.
Era un médico joven con el cráneo cubierto de rizos charolados. Había algo increíble
en la perfección de su sistema dental. Se interesó por la salud de la asmática. El
coronel suministró una información detallada sin descuidar los movimientos del
administrador que distribuía las cartas en las casillas clasificadas. Su indolente manera
de actuar exasperaba al coronel.
El médico recibió la correspondencia con el paquete de los periódicos. Puso a un
lado los boletines de propaganda científica. Luego leyó superficialmente las cartas
personales. Mientras tanto, el administrador distribuyó el correo entre los destinatarios
presentes. El coronel observó la casilla que le correspondía en el alfabeto. Una carta
aérea de bordes azules aumentó la tensión de sus nervios.
El médico rompió el sello de los periódicos. Se informó de las noticias destacadas
mientras el coronel -fija la vista en su casilla- esperaba que el administrador se
detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El médico interrumpió la lectura de los
periódicos. Miró al coronel. Después miró al administrador sentado frente a los
instrumentos del telégrafo y después otra vez al coronel.
-Nos vamos -dijo.
El administrador no levantó la cabeza.
-Nada para el coronel -dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
-No esperaba nada -mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil-.
Yo no tengo quien me escriba.
Regresaron en silencio. El médico concentrado en los periódicos. El coronel con su
manera de andar habitual que parecía la de un hombre que desanda el camino para
buscar una moneda perdida. Era una tarde lúcida. Los almendros de la plaza soltaban
sus últimas hojas podridas. Empezaba a anochecer cuando llegaron a la puerta del
consultorio.
-Qué hay de noticias -preguntó el coronel.
El médico le dio varios periódicos.
-No se sabe -dijo-. Es difícil leer entre líneas lo que permite publicar la censura.
El coronel leyó los titulares destacados. Noticias internacionales. Arriba, a cuatro
columnas, una crónica sobre la nacionalización del canal de Suez. La primera página
estaba casi completamente ocupada por las invitaciones a un entierro.
-No hay esperanzas de elecciones -dijo el coronel.
-No sea ingenuo, coronel -dijo el médico-. Ya nosotros estamos muy grandes para
esperar al Mesías.
El coronel trató de devolverle los periódicos pero el médico se opuso.
-Lléveselos para su casa -dijo-. Los lee esta noche y me los devuelve mañana.
Un poco después de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura
cinematográfica. El padre Ángel utilizaba ese medio para divulgar la calificación moral
de la película de acuerdo con la lista clasificada que recibía todos los meses por correo.
La esposa del coronel contó doce campanadas.
-Mala para todos -dijo-. Hace como un año que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró: «El mundo está corrompido». Pero el
coronel no hizo ningún comentario. Antes de acostarse amarró el gallo a la pata de la
cama. Cerró la casa y fumigó insecticida en el dormitorio. Luego puso la lámpara en el
suelo, colgó la hamaca y se acostó a leer los periódicos.
Los leyó por orden cronológico y desde la primera página hasta la última, incluso los
avisos. A las once sonó el clarín del toque de queda. El coronel concluyó la lectura
media hora más tarde, abrió la puerta del patio hacia la noche impenetrable, y orinó
contra el horcón, acosado por los zancudos. Su esposa estaba despierta cuando él
regresó al cuarto.
-No dicen nada de los veteranos -preguntó.
-Nada -dijo el coronel. Apagó la lámpara antes de meterse en la hamaca-. Al
principio por lo menos publicaban la lista de los nuevos pensionados. Pero hace como
cinco años que no dicen nada.
Llovió después de la medianoche. El coronel concilió el sueño pero despertó un
momento después alarmado por sus intestinos. Descubrió una gotera en algún lugar
de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera
en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía
fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina.
Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario.
-Con quién hablas -preguntó la mujer.
-Con el inglés disfrazado de tigre que apareció en el campamento del coronel
Aureliano Buendía -respondió el coronel. Se revolvió en la hamaca, hirviendo en la
fiebre-. Era el duque de Marlborough.
Amaneció estragado. Al segundo toque para misa saltó de la hamaca y se instaló en
una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todavía en
círculos concéntricos. Sintió náuseas. Salió al patio y se dirigió al excusado a través del
minucioso cuchicheo y los sombríos olores del invierno. El interior del cuartito de
madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete.
Cuando el coronel levantó la tapa surgió del pozo un vaho de moscas triangulares.
Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experimentó
la desazón del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo
digestivo. «No hay duda», murmuró. «Siempre me sucede lo mismo en octubre.» Y
asumió su actitud de confiada e inocente expectativa hasta cuando se apaciguaron los
hongos de sus vísceras. Entonces volvió al cuarto por el gallo.
-Anoche estabas delirando de fiebre- dijo la mujer.
Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El
coronel hizo un esfuerzo para recordar.
-No era fiebre -mintió-. Era otra vez el sueño de las telarañas.
Como ocurría siempre, la mujer surgió excitada de la crisis. En el curso de la
mañana volteó la casa al revés. Cambió el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro
de la ninfa. Era tan menuda y elástica que cuando transitaba con sus babuchas de
pana y su traje negro enteramente cerrado parecía tener la virtud de pasar a través de
las paredes. Pero antes de las doce había recobrado su densidad, su peso humano. En
la cama era un vacío. Ahora, moviéndose entre los tiestos de helechos y begonias, su
presencia desbordaba la casa. «Si Agustín tuviera su año me pondría a cantar», dijo,
mientras revolvía la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer
que la tierra del trópico es capaz de producir.
-Si tienes ganas de cantar, canta -dijo el coronel-. Esto es bueno para la bilis.
El médico vino después del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban café en la
cocina cuando él empujó la puerta de la calle y gritó:
-Se murieron los enfermos.
El coronel se levantó a recibirlo.
Así es, doctor -dijo dirigiéndose a la sala-. Yo siempre he dicho que su reloj anda
con el de los gallinazos.
La mujer fue al cuarto a prepararse para el examen. El médico permaneció en la
sala con el coronel. A pesar del calor, su traje de lino intachable exhalaba un hálito de
frescura. Cuando la mujer anunció que estaba preparada, el médico entregó al coronel
tres pliegos dentro de un sobre. Entró al cuarto, diciendo: «Es lo que no decían los
periódicos de ayer».
El coronel lo suponía. Era una síntesis de los últimos acontecimientos nacionales
impresa en mimeógrafo para la circulación clandestina. Revelaciones sobre el estado
de la resistencia armada en el interior del país. Se sintió demolido. Diez años de
informaciones clandestinas no le habían enseñado que ninguna noticia era más
sorprendente que la del mes entrante. Había terminado de leer cuando el médico
volvió a la sala.
-Esta paciente está mejor que yo -dijo-. Con un asma como ésa yo estaría
preparado para vivir cien años.
El coronel lo miró sombríamente. Le devolvió el sobre sin pronunciar una palabra,
pero el médico lo rechazó.
-Hágala circular -dijo en voz baja.
El coronel guardó el sobre en el bolsillo del pantalón. La mujer salió del cuarto
diciendo: «Un día de éstos me muero y me lo llevo a los infiernos, doctor». El médico
respondió en silencio con el estereotipado esmalte de sus dientes. Rodó una silla hacia
la mesita y extrajo del maletín varios frascos de muestras gratuitas. La mujer pasó de
largo hacia la cocina.
-Espérese y le caliento el café.
-No, muchas gracias -lijó el médico. Escribió la dosis en una hoja del formulario-. Le
niego rotundamente la oportunidad de envenenarme.
Ella rió en la cocina. Cuando acabó de escribir, el médico leyó la fórmula en voz alta
pues tenía conciencia de que nadie podía descifrar su escritura. El coronel trató de
concentrar la atención. De regreso de la cocina la mujer descubrió en su rostro los
estragos de la noche anterior.
-Esta madrugada tuvo fiebre -dijo, refiriéndose a su marido-. Estuvo como dos
horas diciendo disparates de la guerra civil.
El coronel se sobresaltó.
«No era fiebre», insistió, recobrando su compostura. «Además -dijo-, el día que me
sienta mal no me pongo en manos de nadie. Me boto yo mismo en el cajón de la
basura.»
Fue al cuarto a buscar los periódicos.
-Gracias por la flor -dijo el médico.
Caminaron juntos hacia la plaza. El aire estaba seco. El betún de las calles
empezaba a fundirse con el calor. Cuando el médico se despidió, el coronel le preguntó
en voz baja, con los dientes apretados:
-Cuánto le debemos, doctor.
-Por ahora nada -dijo el médico, y le dio una palmadita en la espalda-. Ya le pasaré
una cuenta gorda cuando gane el gallo.
El coronel se dirigió a la sastrería a llevar la carta clandestina a los compañeros de
Agustín. Era su único refugio desde cuando sus copartidarios fueron muertos o
expulsados del pueblo, y él quedó convertido en un hombre solo sin otra ocupación
que esperar el correo todos los viernes.
El calor de la tarde estimuló el dinamismo de la mujer. Sentada entre las begonias
del corredor junto a una caja de ropa inservible, hizo otra vez el eterno milagro de
sacar prendas nuevas de la nada. Hizo cuellos de mangas y puños de tela de la
espalda y remiendos cuadrados, perfectos, aun con retazos de diferente color. Una
cigarra instaló su pito en el patio. El sol maduró. Pero ella no lo vio agonizar sobre las
begonias. Sólo levantó la cabeza al anochecer cuando el coronel volvió a la casa.
Entonces se apretó el cuello con las dos manos, se desajustó las coyunturas; dijo:
«Tengo el cerebro tieso como un palo».
-Siempre lo has tenido así -dijo el coronel, pero luego observó el cuerpo de la mujer
enteramente cubierto de retazos de colores-. Pareces un pájaro carpintero.
-Hay que ser medio carpintero para vestirte -dijo ella. Extendió una camisa
fabricada con género de tres colores diferentes, salvo el cuello y los puños que eran
del mismo color-. En los carnavales te bastará con quitarte el saco.
La interrumpieron las campanadas de las seis. «El ángel del Señor anunció a María»,
rezó en voz alta, dirigiéndose con la ropa al dormitorio. El coronel conversó con los
niños que al salir de la escuela habían ido a contemplar el gallo. Luego recordó que no
había maíz para el día siguiente y entró al dormitorio a pedir dinero a su mujer.
-Creo que ya no quedan sino cincuenta centavos -dijo ella.
Guardaba el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un pañuelo.
Era el producto de la máquina de coser de Agustín. Durante nueve meses habían
gastado ese dinero centavo a centavo, repartiéndolo entre sus propias necesidades y
las necesidades del gallo. Ahora sólo había dos monedas de a veinte y una de a diez
centavos.
-Compras una libra de maíz -dijo la mujer-. Compras con los vueltos el café de
mañana y cuatro onzas de queso.
-Y un elefante dorado para colgarlo en la puerta -prosiguió el coronel-. Sólo el maíz
cuesta cuarenta y dos.
Pensaron un momento. «El gallo es un animal y por lo mismo puede esperar», dijo
la mujer inicialmente. Pero la expresión de su marido la obligó a reflexionar. El coronel
se sentó en la cama, los codos apoyados en las rodillas, haciendo sonar las monedas
entre las manos. «No es por mí», dijo al cabo de un momento. «Si de mí dependiera
haría esta misma noche un sancocho de gallo. Debe ser muy buena una indigestión de
cincuenta pesos.» Hizo una pausa para destripar un zancudo en el cuello. Luego siguió
a su mujer con la mirada alrededor del cuarto.
-Lo que me preocupa es que esos pobres muchachos están ahorrando.
Entonces ella empezó a pensar. Dio una vuelta completa con la bomba de
insecticida. El coronel descubrió algo de irreal en su actitud, como si estuviera
convocando para consultarlos a los espíritus de la casa. Por último puso la bomba
sobre el altarcillo de litografías y fijó sus ojos color de almíbar en los ojos color de
almíbar del coronel.
-Compra el maíz -dijo-. Ya sabrá Dios cómo hacemos nosotros para arreglarnos.
«Éste es el milagro de la multiplicación de los panes», repitió el coronel cada vez
que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su asombrosa
habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parecía' haber descubierto la clave
para sostener la economía doméstica en el vacío. Octubre prolongó la tregua. La
humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destinó
tres tardes a su laborioso peinado. «Ahora empieza la misa cantada», dijo el coronel la
tarde en que ella desenredó las largas hebras azules con un peine de dientes
separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una sábana blanca en el regazo,
utilizó un peine más fino para sacar los piojos que habían proliferado durante la crisis.
Por último se lavó la cabeza con agua de alhucema, esperó a que secara, y se enrolló
el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esperó. De
noche, desvelado en la hamaca, sufrió muchas horas por la suerte del gallo. Pero el
miércoles lo pesaron y estaba en forma.
Esa misma tarde, cuando los compañeros de Agustín abandonaron la casa haciendo
cuentas alegres sobre la victoria del gallo, también el coronel se sintió en forma. La
mujer le cortó el cabello. «Me has quitado veinte años de encima», dijo él,
examinándose la cabeza con las manos. La mujer pensó que su marido tenía razón.
-Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto -dijo.
Pero su convicción duró muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que
vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el último extremo de los
recursos, la mujer manifestó su inquietud ante la situación.
-No te preocupes -la consoló el coronel-. Mañana viene el correo.
Al día siguiente esperó las lanchas frente al consultorio del médico.
-El avión es una cosa maravillosa -dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del
correo-. Dicen que puede llegar a Europa en una noche.
«Así es», dijo el médico, abanicándose con una revista ilustrada. El coronel
descubrió al administrador postal en un grupo que esperaba el final de la maniobra
para saltar a la lancha. Saltó el primero. Recibió del capitán un sobre lacrado. Después
subió al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petróleo.
-Pero no deja de tener sus peligros -dijo el coronel. Perdió de vista al administrador,
pero lo recobró entre los frascos de colores del carrito de refrescos-. La humanidad no
progresa de balde.
-En la actualidad es más seguro que una lancha -dijo el médico-. A veinte mil pies
de altura se vuela por encima de las tempestades.
-Veinte mil pies -repitió el coronel, perplejo, sin concebir la noción de la cifra.
El médico se interesó. Estiró la revista con las dos manos hasta lograr una
inmovilidad absoluta.
-Hay una estabilidad perfecta -dijo.
Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de
espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sostenía con la derecha el
saco del correo.
Además, en el mar hay barcos anclados en permanente contacto con los aviones
nocturnos -siguió diciendo el médico-. Con tantas precauciones es más seguro que una
lancha.
El coronel lo miró.
-Por supuesto -dijo-. Debe ser como las alfombras.
El administrador se dirigió directamente hacia ellos. El coronel retrocedió impulsado
por una ansiedad irresistible tratando de descifrar el nombre escrito en el sobre
lacrado. El administrador abrió el saco. Entregó al médico el paquete de los periódicos.
Luego desgarró el sobre de la correspondencia privada, verificó la exactitud de la
remesa y leyó en las cartas los nombres de los destinatarios. El médico abrió los
periódicos.
-Todavía el problema de Suez -dijo, leyendo los titulares destacados-. El occidente
pierde terreno.
El coronel no leyó los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su
estómago. «Desde que hay censura los periódicos no hablan sino de Europa», dijo. «Lo
mejor será que los europeos se vengan para acá y que nosotros nos vayamos para
Europa. Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su respectivo país.»
-Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un
revólver -dijo el médico, riendo sobre el periódico-. No entienden el problema.
El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a
cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los
sobres miró al coronel. Luego miró al administrador.
-¿Nada para el coronel?
El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén
y respondió sin volver la cabeza:
-El coronel no tiene quien le escriba.
Contrariando su costumbre no se dirigió directamente a la casa. Tomó café en la
sastrería mientras los compañeros de Agustín hojeaban los periódicos.
Se sentía defraudado. Habría preferido permanecer allí hasta el viernes siguiente
para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vacías. Pero cuando
cerraron la sastrería tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba.
-Nada -preguntó.
-Nada -respondió el coronel.
El viernes siguiente volvió a las lanchas. Y como todos los viernes regresó a su casa
sin la carta esperada.
«Ya hemos cumplido con esperar», le dijo esa noche su mujer. «Se necesita tener
esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años.» El
coronel se metió en la hamaca a leer los periódicos.
-Hay que esperar el turno -dijo-. Nuestro número es el mil ochocientos veintitrés.
-Desde que estamos esperando, ese número ha salido dos veces en la lotería
-replicó la mujer.
El coronel leyó, como siempre, desde la primera página hasta la última, incluso los
avisos. Pero esta vez no se concentró. Durante la lectura pensó en su pensión de
veterano. Diecinueve años antes, cuando el congreso promulgó la ley, se inició un
proceso de justificación que duró ocho años. Luego necesitó seis años más para
hacerse incluir en el escalafón. Esa fue la última carta que recibió el coronel.
Terminó después del toque de queda. Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la
cuenta de que su mujer estaba despierta.
-¿Tienes todavía aquel recorte?
La mujer pensó.
-Sí. Debe estar con los otros papeles.
Salió del mosquitero y extrajo del armario un cofre de madera con un paquete de
cartas ordenadas por las fechas y aseguradas con una cinta elástica. Localizó un
anuncio de una agencia de abogados que se comprometía a una gestión activa de las
pensiones de guerra.
-Desde que estoy con el tema de que cambies de abogado ya hubiéramos tenido
tiempo hasta de gastarnos la plata -dijo la mujer, entregando a su marido el recorte de
periódico-. Nada sacamos con que nos la metan en el cajón como a los indios.
El coronel leyó el recorte fechado dos años antes. Lo guardó en el bolsillo de la
camisa colgada detrás de la puerta.
-Lo malo es que para el cambio de abogado se necesita dinero.
-Nada de eso -decidió la mujer-. Se les escribe diciendo que descuenten lo que sea
de la misma pensión cuando la cobren. Es la única manera de que se interesen en el
asunto.
Así que el sábado en la tarde el coronel fue a visitar a su abogado. Lo encontró
tendido a la bartola en una hamaca. Era un negro monumental sin nada más que los
dos colmillos en la mandíbula superior. Metió los pies en unas pantuflas con suelas de
madera y abrió la ventana del despacho sobre una polvorienta pianola con papeles
embutidos en los espacios de los rollos: recortes del «Diario Oficial» pegados con goma
en viejos cuadernos de contabilidad y una colección salteada de los boletines de la
contraloría. La pianola sin teclas servía al mismo tiempo de escritorio. El abogado se
sentó en una silla de resortes. El coronel expuso su inquietud antes de revelar el
propósito de su visita.
«Yo le advertí que la cosa no era de un día para el otro», dijo el abogado en una
pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forzó hacia atrás los resortes de la
silla y se abanicó con un cartón de propaganda.
-Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse.
-Es lo mismo desde hace quince años -replicó el coronel-. Esto empieza a parecerse
al cuento del gallo capón.
El abogado hizo una descripción muy gráfica de los vericuetos administrativos. La
silla era demasiado estrecha para sus nalgas otoñales. «Hace quince años era más
fácil», dijo. «Entonces existía la asociación municipal de veteranos compuesta por
elementos de los dos partidos.» Se llenó los pulmones de un aire abrasante y
pronunció la sentencia como si acabara de inventarla:
-La unión hace la fuerza.
-En este caso no la hizo -dijo el coronel, por primera vez dándose cuenta de su
soledad-. Todos mis compañeros se murieron esperando el correo.
El abogado no se alteró.
-La ley fue promulgada demasiado tarde -dijo-. No todos tuvieron la suerte de usted
que fue coronel a los veinte años. Además, no se incluyó una partida especial, de
manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendos en el presupuesto.
Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padecía un sordo
resentimiento. «Esto no es una limosna», dijo. «No se trata de hacernos un favor.
Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la república.» El abogado se abrió de
brazos.
-Así es, coronel -dijo-. La ingratitud humana no tiene límites.
También esa historia la conocía el coronel. Había empezado a escucharla al día
siguiente del tratado de Neerlandia cuando el gobierno prometió auxilios de viaje e
indemnizaciones a doscientos oficiales de la revolución. Acampado en torno a la
gigantesca ceiba de Neerlandia un batallón revolucionario compuesto en gran parte por
adolescentes fugados de la escuela, esperó durante tres meses. Luego regresaron a
sus casas por sus propios medios y allí siguieron esperando. Casi sesenta años
después todavía el coronel esperaba.
Excitado por los recuerdos asumió una actitud trascendental. Apoyó en el hueso del
muslo la mano derecha -puros huesos cosidos con fibras nerviosas- y murmuró:
-Pues yo he decidido tomar una determinación.
El abogado quedó en suspenso.
-¿Es decir?
-Cambio de abogado.
Una pata seguida por varios patitos amarillos entró al despacho. El abogado se
incorporó para hacerla salir. «Como usted diga, coronel», dijo, espantando los
animales. «Será como usted diga. Si yo pudiera hacer milagros no estaría viviendo en
este corral.» Puso una verja de madera en la puerta del patio y regresó a la silla.
-Mi hijo trabajó toda su vida -dijo el coronel-. Mi casa está hipotecada. La ley de
jubilaciones ha sido una pensión vitalicia para los abogados.
-Para mí no -protestó el abogado-. Hasta el último centavo se ha gastado en
diligencias.
El coronel sufrió con la idea de haber sido injusto.
-Eso es lo que quise decir -corrigió. Se secó la frente con la manga de la camisa-.
Con este calor se oxidan las tuercas de la cabeza.
Un momento después el abogado revolvió el despacho en busca del poder. El sol
avanzó hacia el centro de la escueta habitación construida con tablas sin cepillar.
Después de buscar inútilmente por todas partes, el abogado se puso a gatas, bufando,
y cogió un rollo de papeles bajo la pianola.
Aquí está.
Entregó al coronel una hoja de papel sellado. «Tengo que escribirles a mis agentes
para que anulen las copias», concluyó. El coronel sacudió el polvo y se guardó la hoja
en el bolsillo de la camisa.
-Rómpala usted mismo -dijo el abogado.
«No», respondió el coronel. «Son veinte años de recuerdos.» Y esperó a que el
abogado siguiera buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la hamaca a secarse el sudor.
Desde allí miró al coronel a través de una atmósfera reverberante.
-También necesito los documentos -dijo el coronel.
-Cuáles.
-La justificación.
El abogado se abrió de brazos.
-Eso sí que será imposible, coronel.
El coronel se alarmó. Como tesorero de la revolución en la circunscripción de
Macondo había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil
en dos baúles amarrados al lomo de una mula. Llegó al campamento de Neerlandia
arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado.
El coronel Aureliano Buendía -intendente general de las fuerzas revolucionarias en el
litoral Atlántico- extendió el recibo de los fondos e incluyó los dos baúles en el
inventario de la rendición.
-Son documentos de un valor incalculable -dijo el coronel-. Hay un recibo escrito de
su puño y letra del coronel Aureliano Buendía.
-De acuerdo -dijo el abogado-. Pero esos documentos han pasado por miles y miles
de manos en miles y miles de oficinas hasta llegar a quién sabe qué departamentos del
ministerio de guerra.
-Unos documentos de esa índole no pueden pasar inadvertidos para ningún
funcionario -dijo el coronel.
-Pero en los últimos quince años han cambiado muchas veces los funcionarios
-precisó el abogado-. Piense usted que ha habido siete presidentes y que cada
presidente cambió por lo menos diez veces su gabinete y que cada ministro cambió sus
empleados por lo menos cien veces.
-Pero nadie pudo llevarse los documentos para su casa -dijo el coronel-. Cada nuevo
funcionario debió encontrarlos en su sitio.
El abogado se desesperó.
-Además, si esos papeles salen ahora del ministerio tendrán que someterse a un
nuevo turno para el escalafón.
-No importa -dijo el coronel. -Será cuestión de siglos. -No importa. El que espera lo
mucho espera lo poco.
Llevó a la mesita de la sala un bloc .de papel rayado, la pluma, el tintero y una hoja
de papel secante, y dejó abierta la puerta del cuarto por si tenia que consultar algo con
su mujer. Ella rezó el rosario.
-¿A cómo estamos hoy?
-27 de octubre.
Escribió con una compostura aplicada, puesta la mano con la pluma en la hoja de
papel secante, recta la columna vertebral para favorecer la respiración, como le
enseñaron en la escuela. El calor se hizo insoportable en la sala cerrada. Una gota de
sudor cayó en la carta. El coronel la recogió en el papel secante. Después trató de
raspar las palabras disueltas, pero hizo un borrón. No se desesperó. Escribió una
llamada y anotó al margen: «derechos adquiridos». Luego leyó todo el párrafo.
-¿Qué día me incluyeron en el escalafón?
La mujer no interrumpió la oración para pensar. -12 de agosto de 1949.
Un momento después empezó a llover. El coronel llenó una hoja de garabatos
grandes, un poco infantiles, los mismos que le enseñaron en la escuela pública de
Manaure. Luego una segunda hoja hasta la mitad, y firmó.
Leyó la carta a su mujer. Ella aprobó cada frase con la cabeza. Cuando terminó la
lectura el coronel cerró el sobre y apagó la lámpara.
-Puedes decirle a alguien que te la saque a máquina.
-No -respondió el coronel-. Ya estoy cansado de andar pidiendo favores.
Durante media hora sintió la lluvia contra las palmas del techo. El pueblo se hundió
en el diluvio. Después del toque de queda empezó la gota en algún lugar de la casa.
-Esto se ha debido hacer desde hace mucho tiempo -dijo la mujer-. Siempre es
mejor entenderse directamente.
-Nunca es demasiado tarde -dijo el coronel, pendiente de la gotera-. Puede ser que
todo esté resuelto cuando se cumpla la hipoteca de la casa.
-Faltan dos años -dijo la mujer.
Él encendió la lámpara para localizar la gotera en la sala. Puso debajo el tarro del
gallo y regresó al dormitorio perseguido por el ruido metálico del agua en la lata vacía.
-Es posible que por el interés de ganarse la plata lo resuelvan antes de enero -dijo,
y se convenció a sí mismo-. Para entonces Agustín habrá cumplido su año y podremos
ir al cine.
Ella rió en voz baja. «Ya ni siquiera me acuerdo de los monicongos», dijo. El coronel
trató de verla a través del mosquitero.
-¿Cuándo fuiste al cine por última vez?
-En 1931 -dijo ella-. Daban «La voluntad del muerto».
-¿Hubo puños?
-No se supo nunca. El aguacero se desgajó cuando el fantasma trataba de robarle el
collar a la muchacha.
Los durmió el rumor de la lluvia. El coronel sintió un ligero malestar en los
intestinos. Pero no se alarmó. Estaba a punto de sobrevivir a un nuevo octubre. Se
envolvió en una manta de lana y por un momento percibió la pedregosa respiración de
la mujer -remota- navegando en otro sueño. Entonces habló, perfectamente
consciente.
La mujer despertó.
-¿Con quién hablas?
-Con nadie -dijo el coronel-. Estaba pensando que en la reunión de Macondo
tuvimos razón cuando le dijimos al coronel Aureliano Buendía que no se rindiera. Eso
fue lo que echó a perder el mundo.
Llovió toda la semana. El dos de noviembre -contra la voluntad del coronel-, la
mujer llevó flores a la tumba de Agustín. Volvió del cementerio con una nueva crisis.
Fue una semana dura. Más dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el
coronel no creyó sobrevivir. El médico estuvo a ver a la enferma y salió de la pieza
gritando: «Con un asma como ésa yo estaría preparado para enterrar a todo el
pueblo». Pero habló a solas con el coronel y prescribió un régimen especial.
También el coronel sufrió una recaída. Agonizó muchas horas en el excusado,
sudando hielo, sintiendo que se pudría y se caía a pedazos la flora de sus vísceras. «Es
el invierno», se repitió sin desesperarse. «Todo será distinto cuando acabe de llover.»
Y lo creyó realmente, seguro de estar vivo en el momento en que llegara la carta.
A él le correspondió esta vez remendar la economía doméstica. Tuvo que apretar los
dientes muchas veces para solicitar crédito en las tiendas vecinas. «Es hasta la
semana entrante», decía, sin estar seguro él mismo de que era cierto. «Es una platita
que ha debido llegarme desde el viernes.» Cuando surgió de la crisis la mujer lo
reconoció con estupor.
-Estás en el hueso pelado -dijo.
-Me estoy cuidando para venderme -dijo el coronel-. Ya estoy encargado por una
fábrica de clarinetes.
Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los
huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y
del gallo. En la segunda quincena de noviembre creyó que el animal se moriría
después de dos días sin maíz. Entonces se acordó de un puñado de habichuelas que
había colgado en julio sobre la hornilla. Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de
semillas secas.
-Ven acá -dijo.
-Un momento -respondió el coronel, observando la reacción del gallo-. A buena
hambre no hay mal pan.
Encontró a su esposa tratando de incorporarse en la cama. El cuerpo estragado
exhalaba un vaho de hierbas medicinales. Ella pronunció las palabras, una a una, con
una precisión calculada:
-Sales inmediatamente de ese gallo.
El coronel había previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que
acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo. Había tenido tiempo de pensar.
-Ya no vale la pena -dijo-. Dentro de tres meses será la pelea y entonces podremos
venderlo a mejor precio.
-No es cuestión de plata -dijo la mujer-. Cuando vengan los muchachos les dices
que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.
-Es por Agustín -dijo el coronel con un argumento previsto-. Imagínate la cara con
que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.
La mujer pensó efectivamente en su hijo.
«Esos malditos gallos fueron su perdición», gritó. «Si el tres de enero se hubiera
quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora.» Dirigió hacia la puerta un
índice escuálido y exclamó:
-Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le
advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y
me dijo: «Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata».
Cayó extenuada. El coronel la empujó suavemente hacia la almohada. Sus ojos
tropezaron con otros ojos exactamente iguales a los suyos. «Trata de no moverte»,
dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cayó en un sopor
momentáneo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos su respiración parecía más
reposada.
-Es por la situación en que estamos -dijo-. Es pecado quitarnos el pan de la boca
para echárselo a un gallo.
El coronel le secó la frente con la sábana.
-Nadie se muere en tres meses.
-Y mientras tanto qué comemos -preguntó la mujer.
-No sé -dijo el coronel-. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos
muerto.
El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió
un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa
de complicidad:
-La vida es dura, camarada.
Salió a la calle. Vagó por el pueblo en siesta, sin pensar en nada, ni siquiera
tratando de convencerse de que su problema no tenía solución. Anduvo por calles
olvidadas hasta cuando se encontró agotado. Entonces volvió a casa. La mujer lo sintió
entrar y lo llamó al cuarto.
-¿Qué?
Ella respondió sin mirarlo.
-Que podemos vender el reloj.
El coronel había pensado en eso. «Estoy segura de que Álvaro te da cuarenta pesos
enseguida», dijo la mujer. «Fíjate la facilidad con que compró la máquina de coser.»
Se refería al sastre para quien trabajó Agustín.
-Se le puede hablar por la mañana -admitió el coronel.
-Nada de hablar por la mañana -precisó ella-. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo
pones en la mesa y le dices: «Álvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre».
Él entenderá enseguida.
El coronel se sintió desgraciado.
-Es como andar cargando el santo sepulcro -protestó-. Si me ven por la calle con
semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona.
Pero también esta vez su mujer lo convenció. Ella misma descolgó el reloj, lo
envolvió en periódicos y se lo puso entre las manos. «Aquí no vuelves sin los cuarenta
pesos», dijo. El coronel se dirigió a la sastrería con el envoltorio bajo el brazo.
Encontró a los compañeros de Agustín sentados a la puerta.
Uno de ellos le ofreció un asiento. Al coronel se le embrollaban las ideas. «Gracias»,
dijo. «Voy de paso.» Álvaro salió de la sastrería. En un alambre tendido entre dos
horcones del corredor colgó una pieza de dril mojada. Era un muchacho de formas
duras, angulosas, y ojos alucinados. También él lo invitó a sentarse. El coronel se
sintió reconfortado. Recostó el taburete contra el marco de la puerta y se sentó a
esperar que Álvaro quedara solo para proponerle el negocio. De pronto se dio cuenta
de que estaba rodeado de rostros herméticos.
-No interrumpo -dijo.
Ellos protestaron. Uno se inclinó hacia él. Dijo, con una voz apenas perceptible:
-Escribió Agustín.
El coronel observó la calle desierta.
-¿Qué dice?
-Lo mismo de siempre.
Le dieron la hoja clandestina. El coronel la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego
permaneció en silencio tamborileando sobre el envoltorio hasta cuando se dio cuenta
de que alguien lo había advertido. Quedó en suspenso.
-¿Qué lleva ahí, coronel?
El coronel eludió los penetrantes ojos verdes de Germán.
-Nada -mintió-. Que le llevo el reloj al alemán para que me lo componga.
«No sea bobo, coronel», dijo Germán, tratando de apoderarse del envoltorio.
«Espérese y lo examino.»
Él resistió. No dijo nada pero sus párpados se volvieron cárdenos. Los otros
insistieron.
-Déjelo, coronel. Él sabe de mecánica.
-Es que no quiero molestarlo.
-Qué molestarlo ni qué molestarlo -discutió Germán. Cogió el reloj-. El alemán le
arranca diez pesos y se lo deja lo mismo.
Entró a la sastrería con el reloj. Álvaro cosía a máquina. En el fondo, bajo una
guitarra colgada de un clavo, una muchacha pegaba botones. Había un letrero clavado
sobre la guitarra: «Prohibido hablar de política». El coronel sintió que le sobraba el
cuerpo. Apoyó los pies en el travesaño del taburete.
-Mierda, coronel.
Se sobresaltó. «Sin malas palabras», dijo.
Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del
coronel.
-Es por los zapatos -dijo-. Está usted estrenando unos zapatos del carajo.
-Pero se puede decir sin malas palabras -dijo el coronel, y mostró las suelas de sus
botines de charol-. Estos monstruos tienen cuarenta años y es la primera vez que oyen
una mala palabra.
«Ya está», gritó Germán adentro, al tiempo con la campana del reloj. En la casa
vecina una mujer golpeó la pared divisoria; gritó:
-Dejen esa guitarra que todavía Agustín no tiene un año.
Estalló una carcajada.
-Es un reloj.
Germán salió con el envoltorio.
-No era nada -dijo-. Si quiere lo acompaño a la casa para ponerlo a nivel.
El coronel rehusó el ofrecimiento.
-¿Cuánto te debo?
-No se preocupe, coronel -respondió Germán ocupando su sitio en el grupo-. En
enero paga el gallo.
El coronel encontró entonces una ocasión perseguida.
-Te propongo una cosa -dijo.
-¿Qué?
-Te regalo el gallo -examinó los rostros en contorno-. Les regalo el gallo a todos
ustedes.
Germán lo miró perplejo.
«Ya yo estoy muy viejo para eso», siguió diciendo el coronel. Imprimió a su voz una
severidad convincente. «Es demasiada responsabilidad para mí. Desde hace días tengo
la impresión de que ese animal se está muriendo.»
-No se preocupe, coronel -dijo Alfonso-. Lo que pasa es que en esta época el gallo
está emplumando. Tiene fiebre en los cañones.
-El mes entrante estará bien -confirmó Germán.
-De todos modos no lo quiero -dijo el coronel.
Germán lo penetró con sus pupilas.
-Dese cuenta de las cosas, coronel -insistió-. Lo importante es que sea usted quien
ponga en la gallera el gallo de Agustín.
El coronel lo pensó. «Me doy cuenta», dijo. «Por eso lo he tenido hasta ahora.»
Apretó los dientes y se sintió con fuerzas para avanzar:
-Lo malo es que todavía faltan tres meses.
Germán fue quien comprendió.
-Si no es nada más que por eso no hay problema -dijo.
Y propuso su fórmula. Los otros aceptaron. Al anochecer, cuando entró a la casa con
el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufrió una desilusión.
-Nada -preguntó.
-Nada -respondió el coronel-. Pero ahora no importa. Los muchachos se encargarán de
alimentar al gallo.
-Espérese y le presto un paraguas, compadre.
Don Sabas abrió un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubrió un
interior confuso, con botas
de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de
espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una
sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe.
«Gracias, compadre», dijo acodado en la ventana. «Prefiero esperar a que
escampe.» Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la
órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica
envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la
lluvia. Era una tarde desierta.
-La lluvia es distinta desde esta ventana -dijo-. Es como si estuviera lloviendo en
otro pueblo.
-La lluvia es la lluvia desde cualquier parte -replicó don Sabas. Puso a hervir la
jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio-. Este es un pueblo de mierda.
El coronel se encogió de hombros. Caminó hacia el interior de la oficina: un salón de
baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo,
amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas
lo siguió con una mirada completamente vacía.
-Yo en su lugar no pensaría lo mismo -dijo el coronel.
Se sentó con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado
sobre el escritorio. Un hombre pequeño, voluminoso pero de carnes fláccidas, con una
tristeza de sapo en los ojos.
-Hágase ver del médico, compadre -dijo don Sabas-. Usted está un poco fúnebre
desde el día del entierro.
El coronel levantó la cabeza.
-Estoy perfectamente bien -dijo.
Don Sabas esperó a que hirviera la jeringuilla. «Si yo pudiera decir lo mismo» se
lamentó. «Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre.» Contempló el
peludo envés de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra
negra sobre el anillo de matrimonio.
-Así es -admitió el coronel.
Don Sabas llamó a su esposa a través de la puerta que comunicaba la oficina con el
resto de la casa. Luego inició una adolorida explicación de su régimen alimenticio.
Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla
blanca del tamaño de un grano de habichuela.
-Es un martirio andar con esto por todas partes -dijo-. Es como cargar la muerte en
el bolsillo.
El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta
cuando don Sabas lo invitó a saborearla.
-Es para endulzar el café -le explicó-. Es azúcar, pero sin azúcar.
-Por supuesto -dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste-. Es algo
así como repicar pero sin campanas.
Don Sabas se acodó al escritorio con el rostro entre las manos después de que su
mujer le aplicó la inyección. El coronel no supo qué hacer con su cuerpo. La mujer
desconectó el ventilador eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigió al
armario.
-El paraguas tiene algo que ver con la muerte -dijo.
El coronel no le puso atención. Había salido de su casa a las cuatro con el propósito
de esperar el correo, pero la lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de don Sabas.
Aún llovía cuando pitaron las lanchas.
«Todo el mundo dice que la muerte es una mujer», siguió diciendo la mujer. Era
corpulenta, más alta que su marido, y con una verruga pilosa en el labio superior. Su
manera de hablar recordaba el zumbido del ventilador eléctrico. «Pero a mí no me
parece que sea una mujer», dijo. Cerró el armario y se volvió a consultar la mirada del
coronel:
-Yo creo que es un animal con pezuñas.
-Es posible -admitió el coronel-. A veces suceden cosas muy extrañas.
Pensó en el administrador de correos saltando a la lancha con un impermeable de
hule. Había transcurrido un mes desde cuando cambió de abogado. Tenía derecho a
esperar una respuesta. La mujer de don Sabas siguió hablando de la muerte hasta
cuando advirtió la expresión absorta del coronel.
-Compadre -dijo-. Usted debe tener una preocupación.
El coronel recuperó su cuerpo.
-Así es, comadre -mintió-. Estoy pensando que ya son las cinco y no se le ha puesto
la inyección al gallo.
Ella quedó perpleja.
-Una inyección para un gallo como si fuera un ser humano -gritó-. Eso es un
sacrilegio.
Don Sabas no soportó más. Levantó el rostro congestionado.
-Cierra la boca un minuto-ordenó a su mujer. Ella se llevó efectivamente las manos
a la boca-. Tienes media hora de estar molestando a mi compadre con tus tonterías.
-De ninguna manera -protestó el coronel.
La mujer dio un portazo. Don Sabas se secó el cuello con un pañuelo impregnado de
lavanda. El coronel se acercó a la ventana. Llovía implacablemente. Una gallina de
largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta.
-¿Es cierto que están inyectando al gallo?
-Es cierto -dijo el coronel-. Los entrenamientos empiezan la semana entrante. ,
-Es una temeridad -dijo don Sabas-. Usted no está para esas cosas.
-De acuerdo -dijo el coronel-. Pero ésa no es una razón para torcerle el pescuezo.
«Es una terquedad idiota», dijo don Sabas dirigiéndose a la ventana. El coronel
percibió una respiración de fuelle. Los ojos de su compadre le producían piedad.
-Siga mi consejo, compadre -dijo don Sabas-. Venda ese gallo antes que sea
demasiado tarde.
-Nunca es demasiado tarde para nada -dijo el coronel.
-No sea irrazonable -insistió don Sabas-. Es un negocio de dos filos. Por un lado se
quita de encima ese dolor de cabeza y por el otro se mete novecientos pesos en el
bolsillo.
-Novecientos pesos -exclamó el coronel.
-Novecientos pesos.
El coronel concibió la cifra.
-¿Usted cree que darán ese dineral por el gallo?
-No es que lo crea -respondió don Sabas-. Es que estoy absolutamente seguro.
Era la cifra más alta que el coronel había tenido en su cabeza después de que
restituyó los fondos de la revolución. Cuando salió de la oficina de don Sabas sentía
una fuerte torcedura en las tripas, pero tenía conciencia de que esta vez no era a
causa del tiempo. En la oficina de correos se dirigió directamente, al administrador:
-Estoy esperando una carta urgente -dijo-. Es por avión.
El administrador buscó en las casillas clasificadas. Cuando acabó de leer repuso las
cartas en la letra correspondiente pero no dijo nada. Se sacudió la palma de las manos
y dirigió al coronel una mirada significativa.
-Tenía que llegarme hoy con seguridad -dijo el coronel.
El administrador se encogió de hombros.
-Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel.
Su esposa lo recibió con un plato de mazamorra de maíz. Él la comió en silencio con
largas pausas para pensar entre cada cucharada. Sentada frente a él la mujer advirtió
que algo había cambiado en la casa.
-Qué te pasa -preguntó.
-Estoy pensando en el empleado de quien depende la pensión -mintió el coronel-.
Dentro de cincuenta años nosotros estaremos tranquilos bajo tierra mientras ese pobre
hombre agonizará todos los viernes esperando su jubilación.
«Mal síntoma», dijo la mujer. «Eso quiere decir que ya empiezas a resignarte.»
Siguió con su mazamorra. Pero un momento después se dio cuenta de que su marido
continuaba ausente.
Ahora lo que debes hacer es aprovechar la mazamorra.
-Está muy buena -dijo el coronel-. ¿De dónde salió?
-Del gallo -respondió la mujer-. Los muchachos le han traído tanto maíz, que decidió
compartirlo con nosotros. Así es la vida.
-Así es -suspiró el coronel-. La vida es la cosa mejor que se ha inventado.
Miró al gallo. amarrado en el soporte de la hornilla y esta vez le pareció un animal
diferente. También la mujer lo miró.
-Esta tarde tuve que sacar a los niños con un palo -dijo-. Trajeron una gallina vieja
para enrazarla con el gallo.
-No es la primera vez -dijo el coronel-. Es lo mismo que hacían en los pueblos con el
coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar.
Ella celebró la ocurrencia. El gallo produjo un sonido gutural que llegó hasta el
corredor como una sorda conversación humana. «A veces pienso que ese animal va a
hablar», dijo la mujer. El coronel volvió a mirarlo.
-Es un gallo contante y sonante -dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada
de mazamorra-. Nos dará para comer tres años.
-La ilusión no se come -dijo ella.
-No se come, pero alimenta -replicó el coronel-. Es algo así como las pastillas
milagrosas de mi compadre Sabas.
Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al
almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza
baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío.
-Qué te pasa.
-Nada -dijo la mujer.
Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de
mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.
-No es nada raro -dijo-. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y
todavía no he dado el pésame.
Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego
se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta
de su despacho el padre Ángel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al
espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente
y los gritos de los niños oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños
amenazó al coronel con una escopeta de palo.
-Qué hay del gallo, coronel -dijo con voz autoritaria.
El coronel levantó las manos.
Ahí está el gallo.
Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: «Virgen de
medianoche». Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el
muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y
relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer.
No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba
muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo
avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer
entró a la casa.
Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el
momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para
poner la hora.
-¿Dónde estabas? -preguntó el coronel.
«Por ahí», respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y
volvió al dormitorio. «Nadie creía que fuera a llover tan temprano.» El coronel no hizo
ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el
vidrio y colocó la silla en su puesto.
Encontró a su mujer rezando el rosario.
-No me has contestado una pregunta -dijo el coronel.
-Cuál.
-¿Dónde estabas?
-Me quedé hablando por ahí -dijo ella-. Hacía tanto tiempo que no salía a la calle.
El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la
lámpara en el suelo y se acostó.
-Te comprendo -dijo tristemente-. Lo peor de la mala situación es que lo obliga a
uno a decir mentiras.
Ella exhaló un largo suspiro.
-Estaba donde el padre Ángel -dijo-. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos
de matrimonio.
-¿Y qué te dijo?
-Que es pecado negociar con las cosas sagradas.
Siguió hablando desde el mosquitero. «Hace dos días traté de vender el reloj», dijo.
«A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con
números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad.» El coronel comprobó que
cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le
habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en
el amor.
-Tampoco quieren el cuadro -dijo ella-. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve
hasta donde los turcos.
El coronel se encontró amargo.
-De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.
-Estoy cansada -dijo la mujer-. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de
la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que
tenemos muchos días de no poner la olla.
El coronel se sintió ofendido.
-Eso es una verdadera humillación -dijo.
La mujer abandonó el mosquitero y se dirigió a la hamaca. «Estoy dispuesta a
acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa», dijo. Su voz empezó a
oscurecerse de cólera. «Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad.»
El coronel no movió un músculo.
-Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada
elección y de todo eso nos queda un hijo -prosiguió ella-. Nada más que un hijo
muerto.
El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones.
-Cumplimos con nuestro deber -dijo.
Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte
años -replicó la mujer-. Ahí tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que
no le alcanza para meter la plata, un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas
con una culebra enrollada en el pescuezo.
-Pero se está muriendo de diabetes -dijo el coronel.
-Y tú te estás muriendo de hambre -dijo la mujer-. Para que te convenzas que la
dignidad no se come.
La interrumpió el relámpago. El trueno se despedazó en la calle, entró al dormitorio
y pasó rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer saltó hacia
el mosquitero en busca del rosario.
El coronel sonrió.
-Esto te pasa por no frenar la lengua --dijo-. Siempre te he dicho que Dios es mi
copartidario.
Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se
hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de
Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia.
En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y
mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los
vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. «Me
voy», dijo entonces el coronel. «El olor del banano me descompone los intestinos.» Y
abandonó a Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil
novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para
darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de
Neerlandia.
Abrió los ojos.
-Entonces no hay que pensarlo más -dijo.
-Qué.
-La cuestión del gallo -dijo el coronel-. Mañana mismo se lo vendo a mi compadre
Sabas por novecientos pesos.
A través de la ventana penetraron a la oficina los gemidos de los animales castrados
revueltos con los gritos de don Sabas. «Si no viene dentro de diez minutos, me voy»,
se prometió el coronel, después de dos horas de espera. Pero esperó veinte minutos
más. Se disponía a salir cuando don Sabas entró a la oficina seguido por un grupo de
peones. Pasó varias veces frente al coronel sin mirarlo.
Sólo lo descubrió cuando salieron los peones.
-¿Usted me está esperando, compadre?
-Sí, compadre -dijo el coronel-. Pero si está muy ocupado puedo venir más tarde.
Don Sabas no lo escuchó desde el otro lado de la puerta.
-Vuelvo enseguida -dijo.
Era un mediodía ardiente. La oficina resplandecía con la reverberación de la calle.
Embotado por el calor, el coronel cerró los ojos involuntariamente y en seguida
empezó a soñar con su mujer. La esposa de don Sabas entró de puntillas.
-No despierte, compadre -dijo-. Voy a cerrar las persianas porque esta oficina es un
infierno.
El coronel la persiguió con una mirada completamente inconsciente. Ella le habló en
la penumbra cuando cerró la ventana.
-¿Usted sueña con frecuencia?
A veces -respondió el coronel, avergonzado de haber dormido-. Casi siempre sueño
que me enredo en telarañas.
-Yo tengo pesadillas todas las noches -dijo la mujer-. Ahora se me ha dado por
saber quién es esa gente desconocida que uno se encuentra en los sueños.
Conectó el ventilador eléctrico. «La semana pasada se me apareció una mujer en la
cabecera de la cama», dijo. «Tuve el valor de preguntarle quién era y ella me
contestó: Soy la mujer que murió hace doce años en este cuarto.»
-La casa fue construida hace apenas dos años -dijo el coronel.
-Así es -dijo la mujer-. Eso quiere decir que hasta los muertos se equivocan.
El zumbido del ventilador eléctrico consolidó la penumbra. El coronel se sintió
impaciente, atormentado por el sopor y por la bordoneante mujer que pasó
directamente de los sueños al misterio de la reencarnación. Esperaba una pausa para
despedirse cuando don Sabas entró a la oficina con su capataz.
-Te he calentado la sopa cuatro veces -dijo la mujer.
-Si quieres caliéntala diez veces -dijo don Sabas-. Pero ahora no me friegues la
paciencia.
Abrió la caja de caudales y entregó a su capataz un rollo de billetes junto con una
serie de instrucciones. El capataz descorrió las persianas para contar el dinero. Don
Sabas vio al coronel en el fondo de la oficina pero no reveló ninguna reacción. Siguió
conversando con el capataz. El coronel se incorporó en el momento en que los dos
hombres se disponían a abandonar de nuevo la oficina. Don Sabas se detuvo antes de
abrir la puerta.
-¿Qué es lo que se le ofrece, compadre?
El coronel comprobó que el capataz lo miraba.
-Nada, compadre --dijo-. Que quisiera hablar con usted.
-Lo que sea dígamelo en seguida -dijo don Sabas-. No puedo perder un minuto.
Permaneció en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta. El coronel
sintió pasar los cinco segundos más largos de su vida. Apretó los dientes.
-Es para la cuestión del gallo -murmuró.
Entonces don Sabas acabó de abrir la puerta. «La cuestión del gallo», repitió
sonriendo, y empujó al capataz hacia el corredor. «El mundo cayéndose y mi compadre
pendiente de ese gallo.»
Y luego, dirigiéndose al coronel:
-Muy bien, compadre. Vuelvo enseguida.
El coronel permaneció inmóvil en el centro de la oficina hasta cuando acabó de oir
las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor. Después salió a caminar
por el pueblo paralizado en la siesta dominical. No había nadie en la sastrería. El
consultorio del médico estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercancía expuesta en los
almacenes de los sirios. El río era una lámina de acero. Un hombre dormía en el puerto
sobre cuatro tambores de petróleo, el rostro protegido del sol por un sombrero. El
coronel se dirigió a su casa con la certidumbre de ser la única cosa móvil en el pueblo.
La mujer lo esperaba con un almuerzo completo.
-Hice un fiado con la promesa de pagar mañana temprano -explicó.
Durante el almuerzo el coronel le contó los incidentes de las tres últimas horas. Ella
lo escuchó impaciente.
-Lo que pasa es que a ti te falta carácter --dijo luego-. Te presentas como si fueras
a pedir una limosna cuando debías llegar con la cabeza levantada y llamar aparte a mi
compadre y decirle: «Compadre, he decidido venderle el gallo».
-Así la vida es un soplo -dijo el coronel.
Ella asumió una actitud enérgica. Esa mañana había puesto la casa en orden y
estaba vestida de una manera insólita, con los viejos zapatos de su marido, un
delantal de hule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas. «No
tienes el menor sentido de los negocios», dijo. «Cuando se va a vender una cosa hay
que poner la misma cara con que se va a comprar.»
El coronel descubrió algo divertido en su figura.
-Quédate así corno estás -la interrumpió sonriendo-. Eres idéntica al hombrecito de
la avena Quaker.
Ella se quitó el trapo de la cabeza.
-Te estoy hablando en serio -dijo-. Ahora mismo llevo el gallo a mi compadre y te
apuesto lo que quieras que regreso dentro de media hora con los novecientos pesos.
-Se te subieron los ceros a la cabeza --dijo el coronel-. Ya empiezas a jugar la plata
del gallo.
Le costó trabajo disuadirla. Ella había dedicado la mañana a organizar mentalmente
el programa de tres años sin la agonía de los viernes. Preparó la casa para recibir los
novecientos pesos. Hizo una lista de las cosas esenciales de que carecían, sin olvidar
un par de zapatos nuevos para el coronel. Destinó en el dormitorio un sitio para el
espejo. La momentánea frustración dé sus proyectos le produjo una confusa sensación
de vergüenza y resentimiento.
Hizo una corta siesta. Cuando se incorporó, el coronel estaba sentado en el patio.
-Y ahora qué haces -preguntó ella.
-Estoy pensando --dijo el coronel.
-Entonces está resuelto el problema. Ya se podrá contar con esa plata dentro de
cincuenta años.
Pero en realidad el coronel había decidido vender el gallo esa misma tarde. Pensó en
don Sabas, solo en su oficina, preparándose frente al ventilador eléctrico para la
inyección diaria. Tenia previstas sus respuestas.
-Lleva el gallo -le recomendó su mujer al salir-. La cara del santo hace el milagro.
El coronel se opuso. Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle con una
desesperante ansiedad.
-No importa que esté la tropa en su oficina -dijo-. Lo agarras por el brazo y no lo
dejas moverse hasta que no te dé los novecientos pesos.
Van a creer que estamos preparando un asalto.
Ella no le hizo caso.
-Acuérdate que tú eres el dueño del gallo -insistió-. Acuérdate que eres tú quien va
a hacerle el favor.
-Bueno.
Don Sabas estaba con el médico en el dormitorio. «Aprovéchelo ahora, compadre»,
le dijo su esposa al coronel. «El doctor lo está preparando para viajar a la finca y no
vuelve hasta el jueves.» El coronel se debatió entre dos fuerzas contrarias: a pesar de
su determinación de vender el gallo quiso haber llegado una hora más tarde para no
encontrar a don Sabas.
-Puedo esperar -dijo.
Pero la mujer insistió. Lo condujo al dormitorio donde estaba su marido sentado en
la cama tronal, en calzoncillos, fijos en el médico los ojos sin color. El coronel esperó
hasta cuando el médico calentó el tubo de vidrio con la orina del paciente, olfateó el
vapor e hizo a don Sabas un signo aprobatorio.
-Habrá que fusilarlo -dijo el médico dirigiéndose al coronel-. La diabetes es
demasiado lenta para acabar con los ricos.
«Ya usted ha hecho lo posible con sus malditas inyecciones de insulina», dijo don
Sabas, y dio un salto sobre sus nalgas fláccidas. «Pero yo soy un clavo duro de
morder.» Y luego, hacia el coronel:
-Adelante, compadre. Cuando salí a buscarlo esta tarde no encontré ni el sombrero.
-No lo uso para no tener que quitármelo delante de nadie.
Don Sabas empezó a vestirse. El médico se metió en el bolsillo del saco un tubo de
cristal con una muestra de sangre. Luego puso orden en el maletín. El coronel pensó
que se disponía a despedirse.
Yo en su lugar le pasaría a mi compadre una cuenta de cien mil pesos, doctor -dijo-.
Así no estará tan ocupado.
Ya le he propuesto el negocio, pero con un millón -dijo el médico-. La pobreza es el
mejor remedio contra la diabetes.
«Gracias por la receta», dijo don Sabas tratando de meter su vientre voluminoso en
los pantalones de montar. «Pero no la acepto para evitarle a usted la calamidad de ser
rico.» El médico vio sus propios dientes reflejados en la cerradura niquelada del
maletín. Miró su reloj sin manifestar impaciencia. En el momento de ponerse las botas
don Sabas se dirigió al coronel intempestivamente.
-Bueno, compadre, qué es lo que pasa con el gallo.
El coronel se dio cuenta de que también el médico estaba pendiente de su
respuesta. Apretó los dientes.
-Nada, compadre -murmuró-. Que vengo a vendérselo.
Don Sabas acabó de ponerse las botas.
-Muy bien, compadre -dijo sin emoción-. Es la cosa más sensata que se le podía
ocurrir.
-Yo ya estoy muy viejo para estos enredos -se justificó el coronel frente a la
expresión impenetrable del médico-. Si tuviera veinte años menos sería diferente.
-Usted siempre tendrá veinte años menos -replicó el médico.
El coronel recuperó el aliento. Esperó a que don Sabas dijera algo más, pero no lo
hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se preparó para
salir del dormitorio.
-Si quiere hablamos la semana entrante, compadre -dijo el coronel.
-Eso le iba a decir -dijo don Sabas-. Tengo un cliente que quizá le dé cuatrocientos
pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.
-¿Cuánto? -preguntó el médico.
-Cuatrocientos pesos.
-Había oído decir que valía mucho más -dijo el médico.
-Usted me había hablado de novecientos pesos -dijo el coronel, amparado en la
perplejidad del doctor-. Es el mejor gallo de todo el Departamento.
Don Sabas respondió al médico.
«En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil», explicó. «Pero ahora nadie se atreve
a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera.» Se
volvió hacia el coronel con una desolación aplicada:
-Eso fue lo que quise decirle, compadre.
El coronel aprobó con la cabeza.
-Bueno -dijo.
Los siguió por el corredor. El médico quedó en la sala requerido por la mujer de don
Sabas que le pidió un remedio «para esas cosas que de pronto le da a uno y que no se
sabe qué es». El coronel lo esperó en la oficina. Don Sabas abrió la caja fuerte, se
metió dinero en todos los bolsillos y extendió cuatro billetes al coronel.
-Ahí tiene sesenta pesos, compadre -dijo-. Cuando se venda el gallo arreglaremos
cuentas.
El coronel acompañó al médico a través de los bazares del puerto que empezaban a
revivir con el fresco de la tarde. Una barcaza cargada de caña de azúcar descendía por
el hilo de la corriente. El coronel encontró en el médico un hermetismo insólito.
-¿Y usted cómo está, doctor
El médico se encogió, de hombros.
-Regular -dijo-. Creo que estoy necesitando un médico.
-Es el invierno -dijo el coronel-. A mí me descompone los intestinos.
El médico lo examinó con una mirada absolutamente desprovista de interés
profesional. Saludó sucesivamente a los sirios sentados a la puerta de sus almacenes.
En la puerta del consultorio el coronel expuso su opinión sobre la venta del gallo.
-No podía hacer otra cosa -le explicó-. Ese animal se alimenta de carne humana.
-El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas -dijo el médico-.
Estoy seguro de que revenderá el gallo por novecientos pesos.
-¿Usted cree?
-Estoy seguro -dijo el médico-. Es un negocio tan redondo como su famoso pacto
patriótico con el alcalde.
El coronel se resistió a creerlo. «Mi compadre hizo ese pacto para salvar el pellejo»,
dijo. «Por eso pudo quedarse en el pueblo.»
«Y por eso pudo comprar a mitad de precio los bienes de sus propios copartidarios
que el alcalde expulsaba del pueblo», replicó el médico. Llamó a la puerta pues no
encontró las llaves en los bolsillos. Luego se enfrentó a la incredulidad del coronel.
-No sea ingenuo -dijo-. A don Sabas le interesa la plata mucho más que su propio
pellejo.
La esposa del coronel salió de compras esa noche. Él la acompañó hasta los
almacenes de los sirios rumiando las revelaciones del médico.
-Busca enseguida a los muchachos y diles que el gallo está vendido -le dijo ella-. No
hay que dejarlos con la ilusión.
-El gallo no estará vendido mientras no venga mi compadre Sabas -respondió el
coronel.
Encontró a Álvaro jugando ruleta en el salón de billares. El establecimiento hervía en
la noche del domingo. El calor parecía más intenso a causa de las vibraciones del radio
a todo volumen. El coronel se entretuvo con los números de vivos colores pintados en
un largo tapiz de hule negro e iluminados por una linterna de petróleo puesta sobre un
cajón en el centro de la mesa. Álvaro se obstinó en perder en el veintitrés. Siguiendo
el juego por encima de su hombro el coronel observó que el once salió cuatro veces en
nueve vueltas.
Apuesta al once -murmuró al oído de Álvaro-. Es el que más sale.
Álvaro examinó el tapiz. No apostó en la vuelta siguiente. Sacó dinero del bolsillo del
pantalón, y con el dinero una hoja de papel. Se la dio al coronel por debajo de la
mesa.
-Es de Agustín -dijo.
El coronel guardó en el bolsillo la hoja clandestina. Álvaro apostó fuerte al once.
-Empieza por poco -dijo el coronel.
«Puede ser una buena corazonada», replicó Álvaro. Un grupo de jugadores vecinos
retiró las apuestas de otros números y apostaron al once cuando ya había empezado a
girar la enorme rueda de colores. El coronel se sintió oprimido. Por primera vez
experimentó la fascinación, el sobresalto y la amargura del azar.
Salió el cinco.
-Lo siento -dijo el coronel avergonzado, y siguió con un irresistible sentimiento de
culpa el rastrillo de madera que arrastró el dinero de Álvaro-. Esto me pasa por
meterme en lo que no me importa.
Álvaro sonrió sin mirarlo.
-No se preocupe, coronel. Pruebe en el amor.
De pronto se interrumpieron las trompetas del mambo. Los jugadores se
dispersaron con las manos en alto. El coronel sintió a sus espaldas el crujido seco,
articulado y frío de un fusil al ser montado. Comprendió que había caído fatalmente en
una batida de la policía con la hoja clandestina en el bolsillo. Dio media vuelta sin
levantar las manos. Y entonces vio de cerca, por la primera vez en su vida, al hombre
que disparó contra su hijo. Estaba exactamente frente a él con el cañón del fusil
apuntando contra su vientre. Era pequeño, aindiado, de piel curtida, y exhalaba un
tufo infantil. El coro nel apretó los dientes y apartó suavemente con la punta de los
dedos el cañón del fusil.
-Permiso -dijo.
Se enfrentó a unos pequeños y redondos ojos de murciélago. En un instante se
sintió tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado.
-Pase usted, coronel.
No necesitó abrirla ventana para identificar a diciembre. Lo descubrió en sus propios
huesos cuando picaba en la cocina las frutas para el desayuno del gallo. Luego abrió la
puerta y la visión del patio confirmó su intuición. Era un patio maravilloso, con la
hierba y los árboles y el cuartito del excusado flotando en la claridad, a un milímetro
sobre el nivel del suelo.
Su esposa permaneció en la cama hasta las nueve. Cuando apareció en la cocina ya
el coronel había puesto orden en la casa y conversaba con los niños en torno al gallo.
Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar hasta la hornilla.
-Quítense del medio -gritó. Dirigió al animal una mirada sombría-. No veo la hora de
salir de este pájaro de mal agüero.
El coronel examinó a través del gallo el humor de su esposa. Nada en él merecía
rencor. Estaba listo para los entrenamientos. El cuello y los muslos pelados y cárdenos,
la cresta rebanada, el animal había adquirido una figura escueta, un aire indefenso.
-Asómate a la ventana y olvídate del gallo -dijo el coronel cuando se fueron los
niños-: En una mañana así dan ganas de sacarse un retrato.
Ella se asomó a la ventana pero su rostro no reveló ninguna emoción. «Me gustaría
sembrar las rosas», dijo de regreso a la hornilla. El coronel colgó el espejo en el
horcón para afeitarse.
-Si quieres sembrar las rosas, siémbralas --dijo.
Trató de acordar sus movimientos a los de los de la imagen.
-Se las comen los puercos -dijo ella.
-Mejor -dijo el coronel-. Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas.
Buscó a la mujer en el espejo y se dio cuenta de que continuaba con la misma
expresión. Al resplandor del fuego su rostro parecía modelado en la materia de la
hornilla. Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el coronel siguió afeitándose al tacto como
lo había hecho durante muchos años. La mujer pensó, en un largo silencio.
-Es que no quiero sembrarlas -dijo.
-Bueno -dijo el coronel-. Entonces no las siembres.
Se sentía bien. Diciembre había marchitado la flora de sus vísceras. Sufrió una
contrariedad esa mañana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero después de
intentarlo varias veces comprendió que era un esfuerzo inútil y se puso los,botines de
charol. Su esposa advirtió el cambio.
-Si no te pones los nuevos no acabarás de amasarlos nunca -dijo.
-Son zapatos de paralítico -protestó el coronel-. El calzado debían venderlo con un
mes de uso.
Salió a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegaría la carta.
Como aún no era la hora de las lanchas esperó a don Sabas en su oficina.
Pero le confirmaron que no llegaría sino el lunes. No se desesperó a pesar de que no
había previsto ese contratiempo. «Tarde o temprano tiene que venir», se dijo, y se
dirigió al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todavía sin usar.
-Todo el año debía ser diciembre -murmuró, sentado en el almacén del sirio
Moisés-. Se siente uno como si fuera de vidrio.
El sirio Moisés debió hacer un esfuerzo para traducir la idea a su árabe casi olvidado.
Era un oriental plácido forrado hasta el cráneo en una piel lisa y estirada, con densos
movimientos de ahogado. Parecía efectivamente salvado de las aguas.
-Así era antes -dijo-. Si ahora fuera lo mismo yo tendría ochocientos noventa y siete
años. ¿Y tú?
«Setenta y cinco», dijo el coronel, persiguiendo con la mirada al administrador de
correos. Sólo entonces descubrió el circo. Reconoció la carpa remendada en el techo de
la lancha del correo entre un montón de objetos de colores. Por un instante perdió al
administrador para buscar las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras
lanchas. No las encontró.
-Es un circo -dijo-. Es el primero que viene en diez años.
El sirio Moisés verificó la información. Habló a su mujer en una mescolanza de árabe
y español. Ella respondió desde la trastienda. Él hizo un comentario para sí mismo y
luego tradujo su preocupación al coronel.
-Esconde el gato, coronel. Los muchachos se lo roban para vendérselo al circo.
El coronel se dispuso a seguir al administrador.
-No es un circo de fieras -dijo.
-No importa -replicó el sirio-. Los maromeros comen gatos para no romperse los
huesos.
Siguió al administrador a través de los bazares del puerto hasta la plaza. Allí lo
sorprendió el turbulento clamor de la gallera. Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo.
Sólo entonces recordó que era el día fijado para iniciar los entrenamientos.
Pasó de largo por la oficina de correos. Un momento después estaba sumergido en
la turbulenta atmósfera de la gallera. Vio su gallo en el centro de la pista, solo,
indefenso, las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor
de las patas. El adversario era un gallo triste y ceniciento.
El coronel no experimentó ninguna emoción. Fue una sucesión de asaltos iguales.
Una instantánea trabazón de plumas y patas y pescuezos en el centro de una
alborotada ovación. Despedido contra las tablas de la barrera el adversario daba una
vuelta sobre sí mismo y regresaba al asalto. Su gallo no atacó. Rechazó cada asalto y
volvió a caer exactamente en el mismo sitio. Pero ahora sus patas no temblaban.
Germán saltó la barrera, lo levantó con las dos manos y lo mostró al público de las
graderías. Hubo una frenética explosión de aplausos y gritos. El coronel notó la
desproporción entre el entusiasmo de la ovación y la intensidad del espectáculo. Le
pareció una farsa a la cual -voluntaria y conscientemente- se prestaban también los
gallos.
Examinó la galería circular impulsado por una curiosidad un poco despreciativa. Una
multitud exaltada se precipitó por las graderías hacia la pista. El coronel observó la
confusión de rostros cálidos, ansiosos, terriblemente vivos. Era gente nueva. Toda la
gente nueva del pueblo. Revivió -como en un presagio- un instante borrado en el
horizonte de su memoria. Entonces saltó la barrera, se abrió paso a través de la
multitud concentrada en el redondel y se enfrentó a los tranquilos ojos de Germán. Se
miraron sin parpadear.
-Buenas tardes, coronel.
El coronel le quitó el gallo. «Buenas tardes», murmuró. Y no dijo nada más porque
lo estremeció la caliente y profunda palpitación del animal. Pensó que nunca había
tenido una cosa tan viva entre las manos.
-Usted no estaba en la: casa -dijo Germán, perplejo.
Lo interrumpió una nueva ovación. El coronel se sintió intimidado. Volvió a abrirse
paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el
gallo bajo el brazo.
Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la
escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el
cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto
un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el
coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el
camino de su casa.
No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de
sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente
había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer
y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar
de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados,
abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa
resonancia del bombo en sus intestinos.
Cruzó por la calle paralela al río y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre
de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el
interior de urna tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto
hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los
desperdicios de la ovación de la gallera.
En la puerta se dirigió a los niños.
-Todos para su casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos.
Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del
dormitorio.
«Se lo llevaron a la fuerza», gritó. «Les dije que el gallo no saldría de esta casa
mientras yo estuviera viva.» El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla.
Cambió el agua al tarro perseguido por la voz frenética de la mujer.
-Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el
gallo no era nuestro sino de todo el pueblo.
Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su
mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.
«Hicieron bien», dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó con
una especie de insondable dulzura:
-El gallo no se vende.
Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible,
como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un
rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el
ropero.
-Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto
se le paga cuando venga la pensión.
-Y si no viene -preguntó la mujer.
-Vendrá.
-Pero si no viene.
-Pues entonces no se le paga.
Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de
cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su
esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.
-Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre.
-No los reciben -dijo ella.
-Tienen que recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces.
-Los turcos no entienden de esas cosas -dijo la mujer.
-Tienen que entender.
-Y si no entienden.
-Pues entonces que no entiendan.
Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su esposa terminara el rosario para
apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura
cinematográfica, y casi en seguida -tres horas después- el toque de queda. La
pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la
madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz
reposada, conciliatoria.
-Estás despierto.
-Sí.
-Trata de entrar en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas.
-No viene hasta el lunes.
-Mejor -dijo la mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar.
-No hay nada que recapacitar --dijo el coronel.
El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel
volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos
todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta.
Trató de cambiar de posición en la hamaca.
-Estás desvelado -dijo la mujer.
-Sí.
Ella pensó un momento.
-No estamos en condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son
cuatrocientos pesos juntos.
-Ya falta poco para que venga la pensión -dijo el coronel.
-Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.
-Por eso -dijo el coronel-. Ya no puede demorar mucho más.
Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo
no había transcurrido.
-Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.
-Llegará.
-Y si no llega.
Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la
realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos.
Cuando despertó ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió
metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su
esposa para desayunar.
Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar
en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de
queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa
y encontró a su mujer remendando entre las begonias.
-Es hora de almuerzo -dijo.
-No hay almuerzo -dijo la mujer.
Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para
evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor la mesa estaba
servida.
En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando
para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer,
naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La
muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.
Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios,
se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.
-Eres un desconsiderado -dijo.
El coronel no habló.
«Eres caprichoso, terco y desconsiderado», repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el
plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición. «Toda una vida
comiendo tierra para que ahora resulte que merezco menos consideración que un
gallo.»
-Es distinto -dijo el coronel.
-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo,
que esto que tengo no es una enfermedad sino una agonía.
El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.
-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en
seguida -dijo-. Pero si no, no.
Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la
crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos
abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la
prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces, el coronel
se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.
-No quiero morirme en las tinieblas -dijo.
El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos
de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte
de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo.
Pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.
«Es la misma historia de siempre», comenzó ella un momento después. «Nosotros
ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace
cuarenta años.»
El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle
si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente,
implacable.
-Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no
tenemos ni un centavo para apostar.
-El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.
-También tenias derecho a que te dieran un puesto cuando te ponían a romperte el
cuero en las elecciones -replicó la mujer-. También tenías derecho a tu pensión de
veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su
vida asegurada y tú estás muerto de hambre, completamente solo.
-No estoy solo -dijo el coronel.
Trató de explicar algo pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente
hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y
se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la
madrugada. Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la
lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.
-Vamos a hacer una cosa -.la interrumpió el coronel.
-Lo único que se puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer.
-También se puede vender el reloj.
-No lo compran.
-Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.
-No te los da.
-Entonces se vende el cuadro.
Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel
percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.
-No lo compran -dijo.
Ya veremos -dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-.
Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.
Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de
una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un
significado diferente. Pero un 'instante después se sintió sacudido por el hombro.
-Contéstame.
El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba
amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que
tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la
lucidez.
-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.
-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El
veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo
pueda perder.
-Es un gallo que no puede perder.
-Pero suponte que pierda.
-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.
La mujer se desesperó.
«Y mientras tanto qué comemos», preguntó, y agarró al coronel por el cuello de
franela. Lo sacudió con energía.
-Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto
a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el
momento de responder:
-Mierda.
París, enero de 1957

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