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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 26 de septiembre de 2008

¿QUO VADIS? -- ALFONSO LINARES -- SCIFI

¿QUO VADIS?
Alfonso Linares
_
- Atención... atención Houston. Solicito comunicación. Cambio.
- Aquí Houston. Lo escucho, Atlantis. Confirme solicitud: clave, oficial a cargo. Cambio.
- Clave Redstone 61 actualizada. Le habla el Comandante Schirra. Espero verificación.
Cambio.
- Houston al habla. Solicitud verificada. Buenos días, Comandante. Le habla el operador
Hauck. El General McDivitt no ha llegado al Centro todavía. Sin embargo, lo comunicaré
con el Teniente Elías. Cambio.
- Comprendido, Houston. Cambio.
- Comandante, le habla el Teniente Elías. Estoy autorizado a recibir su informe
preliminar DEORBIT. Utilice el Eurovisor. Iniciaremos la grabación cuando usted
confirme. Cambio.
La gigantesca pantalla del Centro de Operaciones Espacial desdibujó instantáneamente
el mapa del mundo junto con la trayectoria del Atlantis para convertirse en un
gigantesco monitor donde apareció la figura del Comandante Schirra, sentado de frente,
vistiendo aún las ropas térmicas de experimentación, algo inusual a una hora tan
temprana de la mañana. Parecía sereno, tal vez ignorante del efecto que provocaría su
informe.
- Eurovisor encendido. Espero verificación de señal. Cambio.
- Señal nítida, Comandante. Comience su informe cuando quiera. Cambio.
- Les habla el Comandante Schirra, en nombre de los seis tripulantes del transbordador
espacial Atlantis y en el mío propio... Es mi deber informarles que hemos cancelado
todas las secuencias DEORBIT que se habían implementado desde hace dos días,
como también las previstas para hoy. Debo informar también que hemos bloqueado el
Sistema Secuenciador de Tierra (SST), como también los receptores radiales de control
a distancia...
El Teniente Elías y el Operador Hauck se miraron por un momento las caras. Once
personas más se encontraban en la sala. Había silencio.
- Se encuentra conmigo en estos momentos - continuó el Comandante - el resto de la
tripulación. Todos están al tanto de las medidas adoptadas y las aceptan...
El Teniente Elías comenzaba a impacientarse. Los científicos en la sala empezaban a
movilizarse para confirmar lo que acababan de escuchar. El Operador Hauck encendió
un cigarrillo.
- No sabía que fumaba - comentó Elías, distrayendo por un segundo la mirada del
Eurovisor.
- No lo hago.
- ...los resultados de los experimentos de Proto-Plasma AQ, así como los de aislamiento
centrífugo del virus HV-8, serán transmitidos a través de la computadora matriz.
Informaremos convenientemente qué código será utilizado... Creo que de momento no
hay nada más que agregar. Cambio.
El Teniente Elías se preparó para tomar la palabra. Hauck se le acercó y le confirmó
con un gesto que absolutamente todo lo que había dicho era verdad.
- Comandante... Me parece que la situación no es muy clara... ¿Acaso consideran usted
y su tripulación que no están dadas las condiciones mínimas de seguridad para el
aterrizaje de mañana? Cambio.
- No, Teniente. Las condiciones son favorables. Cambio.
- ¿Los sistemas de direccionamiento abortaron las secuencias primarias? Cambio.
- Negativo. Sistemas favorables a DEORBIT. Cambio.
- Comandante, tengo en mis manos la confirmación escrita de todas las maniobras que
describió usted. Creerá que estoy loco, pero cualquiera diría simplemente que no
quieren... bajar. Cambio.
Hubo un silencio prolongado en la pantalla. El Comandante Schirra bajó la mirada por
un momento. Luego sonrió levemente y dijo:
- ¿Para qué?
La señal del Eurovisor desapareció y enseguida regresó el mapamundi. Hauck dejó
caer el cigarro. Elías se incorporó al instante.
- Localicen al General McDivitt - ordenó -. Esto es serio.
La reunión comenzó a las 10:45 a.m. de ese mismo día. De Washington habían viajado
de inmediato dos funcionarios cercanos al Presidente. Además del General McDivitt se
encontraban William Haise, Coordinador del Programa Espacial, y Leonard Roosa, jefe
encargado de la misión.
Los dos funcionarios eran el Consejero de Seguridad Nacional, John Mullane, y Brian
Coats, Asesor Presidencial.
El señor Roosa tomó la palabra:
- Caballeros, me parece que todos estamos conscientes de la gravedad de la situación.
El General McDivitt les ha dado todos los detalles de la última comunicación realizada
con el Atlantis, más específicamente con su Comandante.
- Señor Roosa, no quiero que me malinterprete - interrumpió Mullane -, pero considero
que tal vez existan algunos detalles que hayan sido omitidos por su gente.
- ¿Como cuáles? - preguntó de inmediato el General McDivitt, sintiéndose claramente
aludido.
- Verá, General - intervino Coats -. Nuestra misión es mantener al Presidente lo más
informado posible en relación a este singular asunto. Cualquier información pertinente
que justifique la demora en el aterrizaje nos será muy útil.
- Señor Coats, si hubiera algo que justificara este retraso no me hubiera molestado en
llamar al Presidente y ustedes no estarían aquí.
- Tan vez usted está llevando el secreto militar más allá de la misión, General - sugirió
Mullane con ironía.
- No me gusta su actitud, Consejero. Conozco los procedimientos y no necesito que un
civil venga a decirme cómo manejar mis asuntos.
- Caballeros, por favor, no hay que perder la calma - intervino Haise -. La situación es
delicada, no la compliquemos más. El General McDivitt no ha omitido nada. La
tripulación ha aislado por completo al transbordador de cualquier intento de forzar un
aterrizaje dirigido desde tierra. No hemos tenido comunicación con ellos desde esta
mañana y no responden a nuestros llamados. Inferimos del último informe grabado que
por el momento no piensan aterrizar...
- ¿Cuándo lo harán? - preguntó Coats.
- De la evidencia desprendida de la grabación... aparentemente nunca. Pero es muy
prematuro afirmar eso - opinó Roosa -. Debemos esperar una nueva comunicación. Tal
vez tengan alguna petición. No lo sé.
- ¿Qué le dirán a la prensa? - preguntó Mullane -. Esto no puede trascender.
- Ya tomamos las medidas pertinentes. Las personas que se encontraban en la sala
esta mañana estarán bajo estricta vigilancia. Restringiremos el acceso del personal y el
señor Roosa prepara ya una declaración atribuyendo el retraso a una falla en las
computadoras - concluyó McDivitt.
Finalmente alguien preguntó, tal vez interpretando la sensación de impotencia que
brotaba de aquel círculo de «poder»:
- ¿Cuál será el próximo paso?
El General McDivitt sacó un habano, lo encendió con tres aspiraciones, dio una
bocanada y dijo:
- Esperar...
Tres líneas curvadas atravesaban las inmensas siluetas de los continentes delineadas
en la gigantesca pantalla. Una serie de coordenadas aparecían intermitentemente a
medida que una señal triangular avanzaba a lo largo de las líneas. Era el Atlantis en su
eterna órbita, recorriendo la pantalla por décima vez desde su última comunicación. La
atmósfera del Centro de Operaciones era de expectación tensa. Sólo cinco personas se
encontraban ante los terminales, en constante alerta a la menor señal de comunicación.
Del personal original que se encontraba cuando se recibió la última transmisión, sólo se
encontraban Elías y Hauck.
- No se comunicarán... No lo harán.
Hauck miró a Elías con aire de incredulidad ante lo que acababa de decir.
- ¿Por qué no?
- Ya lo habrían hecho. Han pasado ocho horas. El plazo para comenzar el descenso
terminó hace dos horas. Pasará una semana antes de que se pueda reprogramar
DEORBIT, además del aterrizaje.
- Oí decir al señor Roosa que los cálculos se podrían hacer en menos tiempo.
- Aunque lo lograran... ¿qué pasará si se rehúsan a bajar otra vez?
- No pueden rehusarse. No pensarán quedarse allá arriba para siempre...
Esta vez fue Elías quien miró a Hauck con incredulidad:
- ¿No?
- Atención... Atención, Houston. Solicito comunicación. Cambio.
- Aquí Houston, Atlantis. Mantenga frecuencia, iniciamos acceso. Cambio.
- Avisen al General - gritó Elías al tiempo que ocupaba un lugar frente a un terminal.
Rápidamente llegaron de una habitación contigua los miembros del alto mando reunido
aquella mañana, con excepción de los funcionarios de Washington.
- Iniciamos activación de Eurovisión, Atlantis. Cambio.
- Comprendido. Cambio.
- Ya lo tenemos en la pantalla, General.
- Muy bien, conecte Eurovisión simultánea. Quiero que me vea cuando le hable.
- Entendido.
La imagen se fue formando lentamente. Se distinguía al Comandante Schirra y al Mayor
Cernan en un primer plano y al fondo el resto de la tripulación. El General McDivitt se
situó delante del terminal con la cámara para visualización simultánea, el número 14.
- Comandante Schirra, nos ha tenido a todos muy preocupados aquí abajo. Ha sido muy
difícil comunicarse con ustedes.
- Hemos estado muy ocupados aquí arriba, General.
- Al parecer usted y su tripulación han decidido trabajar horas extras, Comandante. El
descenso debió hacer comenzado hace horas. Los objetivos de su misión fueron
cumplidos hace ya tres días, y no ha habido órdenes de tierra para prolongar su órbita...
¿Me equivoco?
- No, señor.
Hubo una pausa. El General McDivitt pareció sentirse un tanto aliviado. Más dueño de
la situación.
Estaba errado.
- La reprogramación total de las rutinas DEORBIT tomará cinco días, Comandante.
Como usted bien sabe, las reservas de oxígeno de la nave durarán tres semanas más,
así que no existe peligro inmediato. Yo no me ocupo de esos aspectos técnicos, lo
demás lo puede discutir con el señor Roosa.
- General... - lo interrumpió Schirra -. Al parecer no fue informado de nuestra última
transmisión.
- Tenía la esperanza de que todo fuera un error, Comandante.
- No hay ningún error... Hemos decidido permanecer voluntariamente... en órbita. Tengo
a mi lado al Mayor Cernan. El le confirmará nuestra decisión y si así lo desea podrá
hablar con todos los miembros de la tripulación.
- Comandante, no creo que todo esto tenga mucho sentido. Sus reservas de oxígeno no
durarán mucho. ¿Qué pretenden, Dios mío?
- Estamos conscientes de las consecuencias de nuestro acto, pero estamos dispuestos
a afrontarlas - intervino el Mayor Carl Cernan.
El General McDivitt había perdido el habla. Se acercó a la pantalla el señor Roosa.
- No estoy muy seguro de eso que acaba de decir, Mayor. Se enfrentan a una muerte
segura, una muerte innecesaria. ¿Han pensado en sus familias? ¿Qué les diremos?
El Mayor Cernan titubeó por un momento. Pareció afectado, pero finalmente dijo:
- Ellos entenderán.
- Iniciaremos la transmisión de los resultados experimentales a través del satélite
CENCOM-2 - agregó Schirra -. Utilizaremos sus dos bandas alternas, así que
solicitamos que sean liberadas si desean recibir los datos.
- ¡Olvídese de los malditos datos! - gritó McDivitt, ya irritado -. ¡Aterricen esa nave
cuanto antes!
Schirra lo contempló como si estuviera en la misma habitación y no a kilómetros, con
una expresión casi de lástima y sin perder su serenidad. Parecía que los condenados a
muerte segura fueran los otros.
- Liberen las bandas... - dijo.
- Es todo. Cortaron la transmisión - informó Hauck.
- Maldición - susurró McDivitt.
Nadie se atrevió a replicar.
La actividad en el Centro Espacial Lyndon B. Johnson se incrementó violentamente
desde aquel momento. La situación fue declarada de extrema emergencia, que en su
terminología técnica era la más grave. Desde el accidente del Challenger, en 1986, no
había sido necesario recurrir a tal estado de alerta, y ahora, después de ocho años, la
temida emergencia era anunciada en las tres filas de terminales del Centro de Control
de Misión.
La segunda reunión empezó a las 8:15 a.m. del siguiente día. De nuevo el alto mando
del Centro Espacial se encontraba reunido con los representantes del Gobierno, y había
una persona más.
El Consejero Mullane inició la discusión.
- Señor Haise, creo que es más que evidente que la situación está escapando de
nuestro control. El Presidente está muy preocupado por el efecto que podría tener este
contratiempo en la opinión pública.
- Señor Mullane, mi intención no es alarmar al Presidente, pero esto ya pasó de ser un
simple «contratiempo».
- ¿Cuál es nuestro margen de maniobra? - preguntó Coats.
- Cero - contestó secamente el señor Roosa.
- Se han aislado por completo de nosotros. En estos momentos se están compilando los
datos de los experimentos realizados durante la misión. El hecho de que nos los envíen
es signo evidente de que no piensan aterrizar - informó el señor Haise.
- ¿Qué me dice del satélite? - preguntó Mullane.
- El satélite está en orden - intervino el General McDivitt, que hasta ahora se había
mantenido pensativo, casi ausente de la reunión -. Entrará en funcionamiento dentro de
cinco días. Por fortuna fue puesto en órbita mucho antes de este «motín».
- Señor Haise, independientemente de que esta misión tenga un final afortunado o no,
creo que no necesito recordarle que en estos momentos se discute en el Congreso la
aprobación del presupuesto para la segunda fase de la estación espacial FREEDOM. El
Presidente ha sido su aliado en la defensa del proyecto, pero las críticas se
incrementan, la opinión pública está presionando y cada vez hay más sectores en
contra de la conclusión de la Estación Orbital. Alegan que en los últimos tiempos
hubieron demasiadas misiones mientras el Sur es devastado. Ayer hubo un nuevo
terremoto en África, y la gente empieza a simpatizar con las causas humanitarias.
- No creo que una cosa tenga que ver con la otra, señor Coats. Las tragedias que están
azotando el Sur no tienen por qué afectar el Programa Espacial. Me parece que el
Presidente sabrá reconocer la prioridad de nuestro trabajo ante cualquier otra
necesidad.
- No podemos perder la delantera. Los europeos ya están prácticamente en la Luna y
los japoneses están apuntando hacia Venus - agregó Roosa.
- Caballeros, no creo que esta sea la hora de discutir prioridades o caridad. La vida de
siete personas se encuentra en juego en estos momentos y aún no tenemos una forma
de rescatarlos - interrumpió McDivitt.
- Tal vez sí.
Las miradas fueron dirigidas al final de la mesa, donde el nuevo integrante de la reunión
había permanecido en silencio hasta el momento. Roosa se puso en pie, y se dispuso a
presentarlo.
- Señores, permítanme presentarles al doctor Layce Irwing. El doctor Irwing es el
encargado de realizar las pruebas psicológicas a nuestros astronautas. Ha estado
trabajando en nuestro Programa Espacial durante diez años, como jefe de la Sección
Psicofisiología.
- Doctor Irwing, me pareció oírle decir que existe una posibilidad.
- Sólo dije «Tal vez», General. Caballeros, buenos días. El señor Roosa me ha
informado de la situación y el resto lo ha escuchado ahora. Al parecer la tripulación del
Atlantis ha decidido permanecer en órbita sin motivo aparente. De acuerdo a lo que me
han dicho, ninguno parece forzado a aceptar la decisión y todos se observan muy
serenos. Creo que todos están dispuestos a morir, aunque ése no sea su objetivo.
- ¿Y cuál es su objetivo?
- Verán, señores, durante todos estos años he tratado a decenas de astronautas antes
y después de sus misiones. Un gran porcentaje de ellos presentan lo que es conocido
como el «Síndrome de Cooper». El mayor Gordon Cooper, tripulante de la misión
Mercury-Atlas 9, en 1963, fue el primero en presentarlo. Al parecer los astronautas
adquieren una perspectiva diferente de sus vidas y del mundo al encontrarse en el
espacio.
- Explíquese.
- Al regresar, y después de cierto tiempo, muchos han rechazado a sus esposas. Un
gran porcentaje de ellos se dedica a participar activamente en la Iglesia y a predicar el
Evangelio. Otros han buscado el aislamiento total del mundo exterior. Me estoy
entrevistando constantemente con muchos de ellos, los he conocido antes y después
de las misiones, y créame que ninguno regresa como era antes. Pareciera que ante la
belleza del espacio descubrieron una perspectiva más religiosa de sus vidas.
El clima de la sala de reuniones era de perplejidad. Nadie se atrevía a preguntar nada.
El doctor Irwing continuó:
- En mi opinión estamos frente a una especie de anticipación del Síndrome, una
aberración causada, tal vez, por lo prolongado de la misión, que ha inducido en los
tripulantes del Atlantis un falso sentimiento de bienestar.
- ¿Podría ser un poco menos técnico, doctor?
- Están viviendo un espejismo. Tal vez piensen que están en el Cielo.
- ¡Jesús! - exclamó el Consejero Mullane.
- ¿Usted habló de una posibilidad? - preguntó Coats.
- Podría intentar hablar con ellos. Si es eso lo que está pasando, tal vez los pueda
convencer de que aterricen. No es seguro, pero se puede intentar.
- Tiene que ser eso, ¿qué más puede ser?
- Señor Haise, ¿existe la posibilidad de una misión de rescate? - preguntó Coats.
- Las plataformas principales están ocupadas con los preparativos del FREEDOM I. No
garantizaría otros antes de tres semanas. Sería demasiado apresurado. No asumiré el
riesgo.
- Creo que ahora todo depende de usted, doctor Irwing.
Más que una orden era un voto de confianza. El doctor Irwing se levantó de la mesa y
abandonó la sala de reuniones de inmediato. El tiempo era ahora un enemigo.
- ¿Qué le diremos a la prensa? - preguntó el señor Roosa.
Mullane y Coats se miraron. La respuesta era necesaria.
- La verdad.
La verdad, ¿pero cuál era la verdad de todo? La gente no iba a aceptar tal explicación.
Aun a ellos mismos les costaba aceptarla. El mundo estaba particularmente
sensibilizado, aunque no lo suficiente, ante los constantes desastres naturales que
habían estado sacudiendo el hemisferio sur del planeta en los últimos diez meses,
precisamente en los continentes más pobres y más abatidos por el hambre. La muerte
era aceptada como algo cotidiano, latente en el desarrollo habitual de aquellos países
distantes, lejos, hacia el sur. Pero de improviso se encontraban ante las imágenes de
una tripulación que abordaba una nave, una tripulación que saludaba desde el espacio
en los primeros días de su misión, y que ahora, de acuerdo al narrador de las noticias,
había decidido permanecer en el espacio, enfrentando la muerte, aceptando la muerte
voluntariamente, sin una razón lógica. Era algo impresionante. ¿Pero acaso no tan
impresionante como las imágenes de un maremoto en Quatar, o un tifón en Brasil? ¿Es
que el hecho de que las imágenes estén personalizadas le da mayor horror a la
tragedia? No, claro que no, mucha gente se dio cuenta de ello. ¿Era acaso la paz, la
tranquilidad lograda desde hacía dos años, el fin de las alianzas militares, la reducción
sistemática de los armamentos, lo que había sumido a la Humanidad en el Sueño
Espacial, en una carrera por las estrellas, buscando el progreso? ¿El Progreso? ¿A qué
precio? ¿Es que no se hace nada por esos pobres países del sur? ¿No hay ayuda?
Los rebeldes fueron reconocidos de inmediato como héroes, protagonistas de un acto
único en la historia. Sacrificaban sus vidas con un propósito: demostrar a la Humanidad
su indiferencia, su indiferencia ante el dolor, ante la muerte, tomando con ellos el orgullo
de su desarrollo tecnológico, quitándoles súbitamente todo cuanto pudiera haber sido
un mérito en la conquista del espacio. La NASA y todas las agencias espaciales del
mundo eran vistas ahora como entes criminales. Aquella gloriosa tripulación orbitaría el
mundo como símbolo de una causa, una causa que, a diferencia de ellos, no moriría
nunca: la de la humanidad, la verdadera humanidad.
Todo esto sucedía a un tiempo, al mismo tiempo que el doctor Irwing tenía
interminables entrevistas con los miembros de la tripulación, tratando de escrutar en sus
mentes las razones de su decisión. Ninguno parecía asustado o vacilante. Aun el
Especialista de Misión Sean Cunningham, que había mostrado cierta aversión a la
permanencia prolongada en el espacio exterior en los tests preliminares, se veía
tranquilo, hasta de buen humor. Las entrevistas fueron posibles gracias al Comandante
Schirra, que accedió para demostrar que nadie era forzado a la decisión común.
Después de entrevistar al último miembro de la tripulación, el doctor Irwing decidió
enfrentarlos con sus familias: esposas, hijos, padres. Todo fue inútil. Era un encuentro
innecesario. Se mantenían firmes aun ante las lágrimas. Luego hubo silencio por una
semana. El terminal número 14 fue trasladado a una habitación cerrada donde la única
persona con acceso era el doctor Irwing. El movimiento de personal se había reducido
drásticamente. En el Centro de Control permanecía sólo el personal necesario ante
cualquier cambio de situación, como esperando un milagro. Un milagro que no llegaría.
- Aquí el Atlantis. Cambio.
El doctor Irwing se levantó de inmediato de la cama que le habían dispuesto en la
habitación aislada. Junto con un escritorio y la pantalla-cámara, el Eurovisor, era el
único mobiliario.
- Aquí el doctor Irwing. Enciendo el Eurovisor. Cambio.
La pantalla parpadeó por unos momentos hasta estabilizarse. En primer plano se
encontraba el Comandante Schirra. Nadie más se observaba a su alrededor.
- Buenas noches, doctor. Espero no haberlo despertado.
- Buenas noches, Comandante. En realidad sólo descansaba. Últimamente he tenido
problemas para conciliar el sueño.
- Tal vez ha estado bajo mucha presión.
- Tal vez... No teníamos noticias de ustedes desde hace una semana.
- Mientras más alejados permanezcamos de todo, será más fácil.
- ¿Fácil? ¿Considera usted que esta situación se puede hacer más fácil simplemente
ignorándola? Sólo podrán facilitar esto si acceden a justificar de alguna manera esta
locura; y si no, regresando a Tierra.
- Usted no se da por vencido, doctor.
- Sólo quiero ayudarlos.
- ¿Ayudarnos a qué? ¿A regresar? ¿Es que acaso no se han percatado todavía de
nuestra felicidad aquí arriba? ¿Necesitará mil exámenes más para llegar a una
conclusión tan obvia?
El Comandante Schirra parecía exaltado. Se observaba en sus ojos un brillo de alegría
intensa. Un fuego interior parecía devorarlo. Su mirada irradiaba una revelación, un
misterio, un secreto develado, y al mismo tiempo desesperación. Recobró su
compostura lentamente.
- Lo llamé porque necesito que me haga un favor.
- Claro.
- Mi segundo hijo nacerá en dos meses. Sé que esto es una tontería, pero quiero que le
diga a mi esposa que no lo bautice con mi nombre. Nunca me gustó mi nombre.
Hizo una pausa. Era la primera vez que se lo veía realmente afectado.
- Dígale que lo llame como su padre; ella siempre quiso eso.
El doctor Irwing simplemente asintió. No podía articular palabra.
- Me hubiera gustado conocer a mi hijo, doctor, pero así pasa; nosotros no escogimos,
fuimos escogidos.
La imagen se difuminó lentamente hasta que la oscuridad invadió por completo la
pantalla. El doctor Irwing permaneció inmóvil, contemplando la pantalla, pensativo.
¿Fueron escogidos?
La investigación que siguió en los días subsiguientes fue extensa, completa,
ininterrumpida. El doctor Irwing analizó uno por uno los informes grabados que fueron
enviados periódicamente desde el inicio de la misión. Revisó con cuidado los detalles
de cada uno de los experimentos que realizaron en el espacio. Aunque entendía poco
de los procedimientos científicos que implicaban los experimentos, y mucho menos de
su interpretación, el doctor Irwing continuaba su búsqueda, aun sin saber a ciencia
cierta qué era lo que buscaba. Los informes grabados presentaban normalidad durante
los primeros nueve días de la misión; luego había una interrupción atribuida a una falla
del satélite EUROSTAR, encargado de transmitir la parte visual. No hubo informes en
los dos días siguientes, cosa que fue considerada normal por el Centro de Control de
Misión, pues lo único importante que faltaba comunicar era el informe preliminar al
aterrizaje, denominado DEORBIT. Los experimentos no presentaban una relevancia
mayor; sólo un experto en microbiología podría interpretarlos bien. Por último, el satélite
espía, que el General McDivitt había tenido la precaución de mantener al margen,
representaba una obsolescencia, algo inútil en un mundo desmilitarizado casi en su
totalidad. ¿Fueron escogidos? El doctor Irwing concluyó que el cambio ocurrió entre el
noveno y el décimo día de la misión. Fue algo repentino. ¿Pero qué?
El lunes 23 de Mayo de 1994 se cumplieron los 42 días de estadía en el espacio. De
acuerdo a los cálculos, las reservas de oxígeno ya habían llegado a su fin. Fueron
dados por muertos exactamente a la doce del mediodía del día anterior, y el mundo
entero les rindió un homenaje póstumo la mañana de aquel lunes. El Presidente de los
Estados Unidos daba un discurso ante miles de personas que se habían congregado
alrededor del monumento a Lincoln, como una despedida final. Oficialmente todo había
terminado.
Sólo una persona permanecía en su lugar, vigilando el terminal número 14, tres días
después de haber recibido la orden de abandonarlo todo.
- Tienen que llamar. Tienen que hacerlo...
Sólo en su corazón persistía la esperanza, tal vez absurda, de que el Atlantis llamaría,
no para salvar sus vidas, pero sí para redimir su acto. ¿O ya estaban redimidos?
- Doctor Irwing, ¿está usted ahí?
Nunca sabría si la imagen que vio en esos momentos en la pantalla era de este mundo,
ni siquiera intentó grabar la transmisión. No pensó, sólo contestó instintivamente.
- Aquí estoy, Comandante Schirra.
El Comandante se veía más delgado, pálido, su cara denotaba un cansancio de días
enteros, fatiga, pero aún conservaba ese brillo, esa vida en sus ojos. Su respiración era
dificultosa, jadeante. Una mascarilla de oxígeno era su único vínculo con este mundo.
- Creo que se acerca el final. Ya todos se han ido y ya me queda poco a mí. - Se colocó
un momento la mascarilla y respiró -. Pero necesitaba saber, necesitaba saber antes...
Parecía que por momentos perdía el conocimiento. El doctor Irwing cerró un puño.
- Comandante...
- Estoy bien. - Hizo una pausa y respiró -. ¿Qué piensa el mundo de nosotros?
- Son unos héroes. Han sido cancelados los programas espaciales de casi todos los
países desarrollados. Se está ayudando al Sur con esos recursos. Ustedes lo lograron.
Es un cambio total de rumbo.
El Comandante Schirra sonrió, casi con sorpresa. Pareció tomar un segundo aire; no
pudo disimular su felicidad.
- ¿Lo entiende ahora, doctor? Es el quo vadis de la Humanidad. Alguien tenía que hacer
la pregunta, y de una manera que no pudiera ser ignorada.
- Usted y su tripulación nunca hubieran podido predecir este cambio. Ni siquiera sabía,
hasta hace unos momentos, la consecuencia de su acto.
- Doctor...
- En unos días no pudieron tener una evolución tan drástica de sus perspectivas del
mundo. Nunca sabrían a ciencia cierta lo que iba a pasar. En su quinto informe bromea
y habla de cosas que hará al regresar. Algo pasó allá arriba, algo los hizo cambiar.
¿Qué, maldición, qué?
Fueron sólo unos segundos entre el momento en que había terminado de hablar y el
instante en que la imagen del Comandante desapareció de la pantalla. A veces no
recuerda qué fue primero. Lo único que se escuchaba era la voz de Schirra, cada vez
más apagada.
- Sucedió en la madrugada del noveno día de misión. Cernan había salido a reparar un
deflector del ala izquierda. El lo vio primero, luego nos avisó.
La pantalla presentaba estática constante. En ese momento se vio una grabación, una
grabación del circuito interno del Atlantis. En la esquina superior derecha se podía leer
la fecha y la hora, con los segundos avanzando sin interrupción. La perspectiva
mostraba la parte izquierda del fuselaje del Atlantis, al fondo la silueta cortada de la
Tierra y muy lejos, atrás, el brillo del sol. ¿El sol? ¿Pero por qué aumentaba de
tamaño? ¿Se estaba acercando? ¿Era el sol?
No podía darle crédito a sus ojos. Pensó por momentos que era la estática, pero ésta
desapareció. Aquella luz se acercaba más y más, y adquiría forma, forma humana.
- Observe el aura, doctor. ¿La ve?
Ya aquella luz llenaba por completo el campo visual de la pantalla. Disminuyó
lentamente de intensidad y entonces se pudieron distinguir las alas, doradas como el
oro, aquel vestido de blancura luminosa y el rostro más inimaginablemente hermoso
que ser humano alguno haya visto. El doctor Irwing sintió que se le formaba un nudo en
la garganta ante esa visión celestial, ante aquel Ángel bondadoso que ahora volteaba
muy lentamente hacia la cámara. No se pudo contener, las lágrimas invadieron sus ojos
y deseó, deseó con toda su alma estar en el Atlantis.
- Vea cuando sonríe, doctor. ¿Lo vio?... ¿Lo vio?
FIN

jueves, 25 de septiembre de 2008

Darren Shan --- La montaña de los vampiros

Cirque Du Freak Libro 4
LA SAGA DE DARREN SHAN
LA MONTAÑA
DE LOS
VAMPIROS
_
*LIBRO DE UNA SERIE DE VARIOS DE :"CIRQUE DU FREAK", DEL CUAL ESTE VOLUMEN, ES EL Nª4; LOS DEMAS,IGNORO CUANTOS SON, NO LOS HE CONSEGUIDO, Y NO HE HALLADO RASTRO DE ELLOS.


Para:
LosEstrafalarios Fitzes: Ronan, Lorcan, Kealan, Tiernan
y Meara... ¡¡¡Viva el pelotón de la chabola!!!
La OES (Orden de las Entrañas Sangrientas):
Ann “La Monstruovadora” Murphy
Moira “La Mediatrix” Reilly
Tony “Giggsy” Purdue
Cómplices en el crimen:
Liam y Biddy
Gillie y Zoe
Emma y Chris

PRÓLOGO
—Haz el equipaje —dijo Mr. Crepsley una noche, ya tarde, mientras iba hacia
su ataúd—. Mañana nos vamos a la Montaña de los Vampiros.
Ya estaba acostumbrado a las inesperadas decisiones del vampiro (que no se
creía en la obligación de consultarme cuando se le pasaba algo por la cabeza),
pero aquello fue una sorpresa incluso para mí.
—¿A la Montaña de los Vampiros? —exclamé, corriendo detrás de él—. ¿Qué
vamos a hacer allí?
—A presentarte ante el Consejo —dijo—. Ha llegado el momento.
—¿Al Consejo de los Generales Vampiros? —pregunté—. ¿Por qué tenemos
que ir? ¿Por qué ahora?
—Vamos porque es lo correcto —dijo—. Y vamos ahora porque el Consejo
sólo se celebra cada doce años. Si nos perdemos la reunión de este año, tendremos
que esperar bastante hasta la siguiente.
Y eso fue todo lo que dijo. Hizo caso omiso al resto de mis preguntas, y se
metió en el ataúd antes de que saliera el Sol, dejándome en vilo durante todo el
día.
***
Me llamo Darren Shan. Soy un semi-vampiro. Era humano hasta hace unos
ocho años, cuando mi destino se cruzó con el de Mr. Crepsley, y tuve que
convertirme en su asistente a regañadientes. Me costó adaptarme al vampiro y sus
costumbres (especialmente a beber sangre humana), pero al final lo hice, acepté
mi situación y seguí con mi vida.
Formábamos parte de un espectáculo ambulante de asombrosos artistas de
circo, liderados por un hombre llamado Hibernius Tall. Viajábamos por todo el
mundo, presentando increíbles números para el público que apreciaba nuestros
extraños y mágicos talentos.
Habían pasado seis años desde aquella vez que Mr. Crepsley y yo dejamos el
Cirque Du Freak. Tuvimos que ir a detener a un vampanez loco llamado
Murlough, que tenía aterrorizada a la ciudad natal del vampiro. Los vampanezes
eran un grupo disidente de vampiros que mataban a los humanos cuando se
alimentaban de ellos. Los vampiros no hacen eso. Nos limitamos a tomar sólo la
sangre que necesitamos, y nos vamos sin hacer ningún daño a aquellos de los que
bebemos. La mayor parte de los mitos sobre vampiros que leemos en los libros o
vemos en películas en la actualidad, comenzaron con los vampanezes.
Aquellos seis años habían sido estupendos. Me convertí en un artista habitual
del Cirque, actuando con Madam Octa (la araña venenosa de Mr. Crepsley) cada
noche, asombrando y aterrorizando al público. Aprendí también unos cuantos
trucos mágicos, que introduje en nuestro número. Me llevaba bien con todos los
miembros del Cirque. Me acostumbré a aquel estilo de vida errante, y había sido
una buena época.
Ahora, tras seis años de estabilidad, teníamos que emprender otro viaje hacia lo
desconocido. Sabía algo acerca del Consejo y la Montaña de los Vampiros. Los
vampiros estaban regidos por unos soldados llamados Generales Vampiros, que se
aseguraban de que se cumplieran sus leyes. Ejecutaban a los vampiros locos o
malvados y mantenían a raya al resto de los no muertos. Mr. Crepsley había sido
un General Vampiro, pero renunció mucho tiempo atrás, por razones que nunca
había revelado.
Una vez cada cierto tiempo (ahora sabía que era cada doce años), los Generales
se reunían en una fortaleza secreta para discutir sobre lo que quiera que fuese que
esas criaturas nocturnas bebedoras de sangre discutían cuando estaban juntas. No
acudían solamente los Generales (había oído que los vampiros corrientes también
podían ir), pero la mayoría lo eran. Yo no sabía dónde estaba esa fortaleza, ni
cómo se iba hasta allí, ni por qué tenía que presentarme ante el Consejo... ¡pero lo
iba a descubrir!

CAPÍTULO 1
La perspectiva del viaje me tenía excitado y ansioso a la vez (me disponía a
aventurarme en lo desconocido, y tenía la sensación de que no iba a resultar un
viaje placentero), así que pasé todo el día ocupado, preparando mi mochila y la de
Mr. Crepsley, para que el tiempo transcurriera más deprisa. Los vampiros
completos morirían si se expusieran al Sol durante unas horas, pero a los semi-
vampiros la luz solar no nos afecta. Como no sabía a dónde íbamos, no se me
ocurría qué teníamos que llevar o dejar. Si en la Montaña de los Vampiros hacía
un frío invernal, necesitaría ropa gruesa y botas; si por el contrario hacía un calor
tropical, sería mejor ir en camiseta y pantalones cortos.
Les pregunté a algunos de los miembros del Cirque al respecto, pero no sabían
nada, excepto Mr. Tall, que me aconsejó llevar ropa de invierno. Mr. Tall era la
clase de persona que parecía saber de todo.
Evra estuvo de acuerdo con él en eso.
—¡Dudo que los vampiros, que tanto temen al Sol, tengan su base en el Caribe!
—objetó, riendo con sarcasmo.
Evra Von era un niño-serpiente, con escamas en lugar de piel. O mejor dicho,
fue un niño-serpiente. Ahora era un hombre-serpiente. Había crecido en aquellos
seis años, y se había hecho más alto y robusto, y mayor. Yo no. Como semi-
vampiro, yo sólo crecía uno de cada cinco años. Así que, aunque habían pasado
ocho años desde que Mr. Crepsley me dio su sangre, yo parecía sólo un año
mayor.
Me disgustaba mucho no poder crecer a un ritmo normal. Evra y yo solíamos
ser los mejores amigos, pero ya no. Seguíamos siendo buenos amigos, y
compartíamos la misma tienda, pero ahora él era un hombre joven, más interesado
en la gente (especialmente en las mujeres) de su misma edad. En realidad, yo sólo
era un par de años más joven que Evra, pero él me veía como a un niño, y le
resultaba difícil tratarme como a un igual.
Ser un semi-vampiro tenía sus ventajas (era más fuerte y más rápido que
cualquier ser humano, y tenía una vida más larga), pero habría renunciado a ellas
con tal de poder aparentar mi verdadera edad, y llevar una vida normal.
Pero aunque Evra y yo no fuésemos tan íntimos como antes, seguía siendo mi
amigo, y estaba preocupado por mi partida a la Montaña de los Vampiros.
—Por lo que yo sé, ese viaje no será ningún juego —me advirtió con aquella
voz profunda que había adquirido hacía unos años—. Quizá debería acompañarte.
Me habría encantado aceptar su oferta, pero Evra ya tenía su propia vida. No
sería justo apartarlo del Cirque Du Freak.
—No —respondí—. Quédate y mantén caliente mi hamaca. Estaré bien.
Además, a las serpientes no os gusta el frío, ¿verdad?
—Es cierto —rió—. ¡Seguramente caería en un letargo y ya no me despertaría
hasta la primavera!
Aunque Evra no viniera, me ayudó a hacer el equipaje. No había mucho que
llevar: una muda de ropa, un par de gruesas botas, los utensilios especiales de
cocina que podían plegarse para ser transportados con mayor facilidad, mi diario
(que me acompañaba a todas partes), y otras cosas. Evra me sugirió que llevara
una cuerda. Dijo que no estaría de más tener una a mano, sobre todo si había que
trepar.
—Pero los vampiros somos grandes escaladores —le recordé.
—Ya lo sé —dijo—, pero ¿de verdad quieres quedarte colgado de la pared de
una montaña con tus dedos como único apoyo?
—¡Pues claro que podría hacerlo! —retumbó una voz a nuestra espalda, antes
de que yo pudiera responder—. Los vampiros se crecen con el peligro.
Me di la vuelta, y me encontré cara a cara con la siniestra criatura conocida
como Mr. Tiny, y sentí cómo se me congelaban las entrañas al instante.
Mr. Tiny era un hombre bajito y regordete, que llevaba el pelo blanco, gruesas
gafas y un par de botas verdes. Jugueteaba mucho con un reloj en forma de
corazón. Parecía un tío anciano y simpático, pero en realidad era un hombre cruel
con un negro corazón, capaz de cortarte la lengua en menos tiempo del que
tardaba en decirte hola. Nadie sabía mucho sobre él, pero todos le temían. Su
nombre de pila era Desmond, y si lo abreviabas a Des y lo juntabas con su
apellido, el resultado era Mr. Destiny.
No había visto a Mr. Tiny desde aquella vez en que me uní al Cirque Du Freak,
pero había oído muchas historias sobre él (que comía niños para desayunar, y que
incendiaba la tierra que pisaba). Mi corazón se desbocó cuando lo vi allí parado,
con los ojos centelleantes y las manos a la espalda, espiándonos a Evra y a mí.
—Los vampiros son criaturas peculiares —dijo, avanzando un paso, como si
hubiera participado en nuestra conversación desde el principio—. Aman el riesgo.
Conocí a uno que murió exponiéndose a la luz del Sol, simplemente porque
alguien se había burlado de que sólo pudiera salir de noche.
Me tendió una mano, y yo, asustado como estaba, se la estreché
automáticamente. Evra no lo hizo. Cuando Mr. Tiny le tendió la mano al hombre-
serpiente, él se quedó quieto, temblando, y sacudió furiosamente la cabeza. Mr.
Tiny se limitó a sonreír y bajó la mano.
—Así que te vas a la Montaña de los Vampiros —dijo, levantando mi mochila
y atisbando en su interior sin pedir permiso—. Lleve cerillas, señor Shan. El
camino es largo, y los días, fríos. Los vientos que soplan en la Montaña de los
Vampiros podrían cortar hasta el hueso incluso a un curtido jovencito como tú.
—Gracias por el aviso —dije.
Eso era lo más desconcertante de Mr. Tiny. Siempre se mostraba educado y
amistoso, de forma que aunque supieras que era la clase de persona que miraría
sin inmutarse al demonio a la cara, no podías evitar sentir cierta simpatía hacia él
en ciertos momentos.
—¿Están por ahí mis Personitas? —preguntó.
Las Personitas eran criaturas muy bajitas, que vestían capas azules con
capucha, no hablaban nunca y se comían cualquier cosa que se moviera (¡personas
incluidas!). Casi siempre viajaban con el Cirque Du Freak un par de aquellos seres
misteriosos, y en ese momento había ocho de ellos con nosotros.
—Probablemente estarán en su tienda —dije—. Les llevé de comer hace una
hora, y creo que aún estarán comiendo.
Una de mis tareas era conseguir alimento para las Personitas. Evra solía ir
conmigo hasta que creció y le encargaron faenas menos sucias. Actualmente, me
ayudaban un par de jóvenes humanos, hijos de los ayudantes del Cirque.
—¡Excelente! —dijo Mr. Tiny con una amplia sonrisa, y empezó a dar la
vuelta—. ¡Oh! —Se detuvo—. Sólo una cosa más. Dile a Larten que no se vaya
hasta que yo haya hablado con él.
—Me temo que tenemos prisa —dije—. Quizá no tengamos tiempo para...
—Tú sólo dile que quiero hablar con él —me interrumpió Mr. Tiny— Estoy
seguro de que tendrá tiempo para mí.
Y con eso, nos miró por encima de sus gafas, nos dijo adiós con la mano, y se
fue. Intercambié una mirada de preocupación con Evra, encontré algunas cerillas y
CAPÍTULO 2
Mr. Crepsley despertó malhumorado (detestaba levantarse antes del que el Sol
se hubiera ocultado por completo), pero dejó de quejarse cuando le expliqué la
razón por la que había turbado su sueño.
—Mr. Tiny.
Suspiró, y se rascó la larga cicatriz que recorría el lado izquierdo de su cara.
—Me pregunto qué querrá.
—No lo sé —respondí—, pero dijo que no nos fuéramos hasta que hubiese
hablado con usted. —Y bajando la voz, susurré—: Podríamos escabullirnos sin
que nadie nos viera si nos damos prisa. Falta poco para el crepúsculo. Usted
podría aguantar una hora de Sol si vamos por la sombra, ¿verdad?
—Podría —admitió Mr. Crepsley—, si saliera huyendo como un perro con el
rabo entre las patas. Pero no lo soy. Me enfrentaré a Desmond Tiny. Tráeme mi
mejor capa. Me gusta estar presentable para las visitas. —Eso era lo más cercano
a una broma que el vampiro se podía permitir. No tenía mucho sentido del humor.
Una hora después, cuando el Sol se puso, nos encaminamos a la caravana de
Mr. Tall, donde Mr. Tiny entretenía al propietario del Cirque Du Freak con
historias sobre lo que había visto en un terremoto reciente.
—¡Ah, Larten! —exclamó Mr. Tiny—. Tan puntual como siempre.
—Desmond —saludó Mr. Crepsley fríamente.
—Toma asiento —dijo Mr. Tiny.
—Gracias, pero prefiero quedarme de pie. —A nadie le gustaba sentarse
cuando Mr. Tiny estaba cerca... por si había que emprender una veloz retirada.
—He oído que os marcháis a la Montaña de los Vampiros —dijo Mr. Tiny.
—Nos vamos esta noche —confirmó Mr. Crepsley.
—Es el primer Consejo al que acudes después de cincuenta años, ¿verdad?
—Estás bien informado —gruñó Mr. Crepsley.
—Me mantengo al tanto.
Alguien llamó a la puerta, y Mr. Tall dejó pasar a dos Personitas. Una andaba
cojeando. Había estado en el Cirque Du Freak casi tanto tiempo como yo. Le
llamaba Lefty*, aunque sólo era un apodo, porque ninguna Personita tenía un
verdadero nombre.
* N. de la T: Lefty significa “Izquierdista”, un apodo asignado a esa Personita por cojear de la pierna
izquierda.
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10
—¿Listos, chicos? —preguntó Mr. Tiny. Las Personitas asintieron—.
¡Excelente! —Le sonrió a Mr. Crepsley—. El camino a la Montaña de los
Vampiros sigue siendo tan peligroso como siempre, ¿verdad?
—No es fácil —admitió Mr. Crepsley cautamente.
—¿Peligroso para una menudencia como el señor Shan, quieres decir?
—Darren puede cuidar de sí mismo —dijo Mr. Crepsley, y yo sonreí con
orgullo.
—Estoy seguro de ello —repuso Mr. Tiny—, pero no es habitual que alguien
tan joven haga un viaje como éste, ¿verdad?
—Sí —dijo secamente Mr. Crepsley.
—Por eso voy a enviar a estos dos como protectores. —Mr. Tiny hizo un gesto
hacia las Personitas.
—¿Protectores? —ladró Mr. Crepsley—. ¡No los necesitamos! ¡He hecho este
viaje muchas veces y puedo cuidar de Darren yo mismo!
—Claro que puedes —arrulló Mr. Tiny—, pero una ayudita nunca viene mal,
¿no crees?
—Sólo nos estorbarán —refunfuñó Mr. Crepsley—. No los quiero.
—¿Estorbar, mis Personitas? —Mr. Tiny pareció muy sorprendido—. ¡Sólo
existen para servir! Serán como pastores, velando por vosotros mientras dormís.
—Aún así —insistió Mr. Crepsley—, no quiero...
—Esto no es una oferta —le interrumpió Mr. Tiny. Aunque hablaba con
suavidad, la amenaza en su voz era inconfundible—. Irán con vosotros. Fin de la
historia. Ellos mismos se procurarán su alimento y su cobijo. Lo único que
tendréis que hacer es aseguraros de que no se os “pierdan” en algún páramo
nevado por el camino.
—¿Y qué haremos con ellos cuando lleguemos? —barbotó Mr. Crepsley—.
¿Acaso esperas que los haga entrar? ¡Eso no está permitido! ¡Los Príncipes no lo
tolerarán!
—Sí que lo harán —discrepó Mr. Tiny—. No olvides cuáles fueron las manos
que construyeron las Cámaras de los Príncipes. Paris Skyle y los demás saben a
quién deben adular. No pondrán ninguna objeción.
Mr. Crepsley estaba furioso (prácticamente temblaba de rabia), pero su ira se
mitigó al mirar a los ojos a Mr. Tiny y comprender que era inútil discutir con
aquel hombrecillo. Finalmente asintió y apartó la mirada, avergonzado por tener
que ceder a las exigencias de aquel entrometido.
—Sabía que lo verías a mi modo —dijo Mr. Tiny, y luego fijó su atención en
mí—. Has crecido —observó—. Interiormente, que es lo que importa. Tus batallas
contra el hombre-lobo y Murlough te han endurecido.
—¿Qué sabes de eso? —exclamó Mr. Crepsley con voz ahogada. Todo el
mundo sabía lo que me había pasado con el hombre-lobo, pero nadie podía saber
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
11
nada de nuestro enfrentamiento con Murlough. Si el vampanez era encontrado,
nos perseguirían hasta el fin del mundo y nos matarían.
—Yo lo sé todo —graznó Mr. Tiny—. Este mundo no tiene secretos para mí.
Has recorrido un largo camino —dijo, volviéndose nuevamente hacia mí—, pero
aún te falta mucho. La senda que se extiende ante ti no es fácil, y no me refiero
sólo a la ruta que lleva a la Montaña de los Vampiros. Deberás ser fuerte y tener
fe en ti mismo. Nunca admitas la derrota, aunque te parezca inevitable.
No me esperaba esta especie de discurso, y le escuché anonadado, realmente
asombrado de que me dedicara tales palabras.
—Es todo cuanto tenía que decir —concluyó, levantándose y frotando su reloj
en forma de corazón—. El tiempo nunca se detiene. Todos tenemos sitios a donde
ir y obstáculos que superar. Seguiré mi camino. Hibernius, Larten, Darren... —nos
saludó a cada uno con una breve inclinación—. Estoy seguro de que volveremos a
vernos.
Se volvió, se dirigió hacia la puerta, intercambió una mirada con las Personitas,
y luego salió. En el silencio que siguió, nos miramos los unos a los otros sin
pronunciar palabra, preguntándonos de qué se trataba todo aquello.
***
Mr. Crepsley no estaba nada contento, pero no podía posponer la partida.
Llegar a tiempo al Consejo era lo más importante, me dijo. Y así, mientras las
Personitas nos esperaban fuera de la caravana, le ayudé a hacer el equipaje.
—Esta ropa, no —dijo, refiriéndose a mi brillante traje de pirata, que aún me
iba bien, pese al desgaste de los años—. A donde vamos, destacarías como un
pavo real. Toma —me lanzó un fardo. Lo desenrollé y me encontré con un suéter
y unos pantalones de color gris pálido, y un gorro de lana.
—¿Desde cuándo tenía esto preparado? —pregunté.
—Desde hace tiempo —admitió, poniéndose unas ropas del mismo color que
las mías, en lugar de su habitual conjunto rojo.
—¿Y no podía habérmelo dicho antes?
—Claro —repuso, con aquel tono suyo tan exasperante.
Me enfundé en mi nueva ropa, y busqué unos calcetines y unos zapatos. Mr.
Crepsley meneó la cabeza.
—Nada de zapatos —dijo—. Iremos descalzos.
—¿Sobre la nieve y el hielo? —aullé.
—Los vampiros tenemos los pies más curtidos que los humanos —dijo—.
Apenas notarás el frío, especialmente cuando estemos andando.
—¿Y las piedras y las espinas? —rezongué.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—Harán que tus plantas se endurezcan aún más —sonrió, y se quitó las
zapatillas—. Es igual para todos los vampiros. El camino a la Montaña de los
Vampiros no es un simple viaje. Es una prueba. Botas, abrigos, cuerdas... Esas
cosas no están permitidas.
—Esto es una locura —suspiré, pero saqué la cuerda, la muda de ropa y las
botas de mi bolsa. Cuando estuvimos listos, Mr. Crepsley me preguntó dónde
estaba Madam Octa—. No pensará llevarla, ¿verdad? —protesté. Era obvio quién
tendría que cuidarla si la llevábamos, ¡y no sería Mr. Crepsley!
—Hay alguien a quien deseo enseñársela —dijo.
—Alguien que coma arañas, espero —dije, pero la saqué de su rincón en el
ataúd, donde la dejábamos entre función y función. Empezó a arrastrarse mientras
levantaba su jaula y la metía en mi mochila, pero se tranquilizó una vez que
volvió a encontrarse a oscuras.
Y llegó el momento de partir. Me había despedido antes de Evra (él tenía que
actuar en la función de aquella noche y se estaba preparando), y Mr. Crepsley
también se había despedido de Mr. Tall. Nadie más nos echaría de menos.
—¿Listo? —me preguntó Mr. Crepsley.
—Listo —suspiré.
Abandonamos la seguridad de la caravana, y atravesamos el campamento,
dejando que las dos silenciosas Personitas tomaran posiciones a nuestra espalda, y
nos pusimos en camino hacia lo que sería una aventura salvaje y llena de peligros,
en una helada tierra extranjera empapada de sangre.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 3
Me desperté poco antes del anochecer, estiré mis agarrotados huesos (¡lo que
habría dado por una cama o una hamaca!), y salí de la cueva a contemplar las
tierras baldías por las que viajábamos. No tuve la ocasión de admirar el paisaje
mientras viajábamos durante la noche. Sólo podía detenerme a echarle un vistazo
en estos momentos de tranquilidad.
Aún no habíamos alcanzado las zonas nevadas, pero ya habíamos dejado atrás
la mayor parte de la civilización. Había pocos humanos por aquí, donde el suelo
era rocoso y hostil. Incluso los animales escaseaban, pero había algunos lo
suficientemente fuertes para sobrevivir, en su mayor parte ciervos, osos y lobos.
Habíamos estado viajando durante semanas, tal vez un mes... Había perdido la
noción del tiempo después de las dos primeras noches.
Cada vez que le preguntaba a Mr. Crepsley cuántas millas debíamos recorrer
aún, él sonreía y decía:
—Todavía falta.
Me hice unos feos cortes en los pies cuando el suelo se hizo más duro. Mr.
Crepsley me aplicó en las plantas savia de hierbas que encontró en el camino, y
cargó conmigo un par de noches mientras me cicatrizaba la piel (más rápido que
en los humanos). Desde entonces, estuve bien.
Una noche le dije que si era una lata llevar con nosotros a las Personitas, podía
cargarme sobre su espalda y cometear (los vampiros pueden correr a una
velocidad extraordinaria, mágica, deslizándose por el mundo como estrellas
fugaces por el espacio. Lo llaman ‘cometear’). Él respondió que si íbamos
despacio no era por culpa de las Personitas.
—No está permitido cometear durante el viaje a la Montaña de los Vampiros
—me explicó—. Este viaje es una forma de eliminar a los más débiles. En ciertos
aspectos, los vampiros son despiadados. No estamos dispuestos a cuidar de
quienes no saben cuidarse a sí mismos.
—Eso no es muy considerado que digamos —observé—. ¿Qué pasa con los
que son viejos o están heridos?
Mr. Crepsley se encogió de hombros.
—O no emprenden el viaje, o mueren intentándolo.
—Qué estupidez —dije—. Si yo pudiera cometear, lo haría. Nadie lo sabría.
El vampiro suspiró.
—No comprendes nuestras costumbres —dijo—. No sería noble engañar a
nuestros camaradas. Somos seres orgullosos, Darren, y nos regimos por códigos
severos. Para nosotros, es preferible perder la vida que el orgullo.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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Mr. Crepsley hablaba mucho del orgullo y la nobleza, y de confiar en uno
mismo. Los vampiros eran muy estrictos, decía, y vivían tan cerca de la naturaleza
como les era posible. Raras veces llevaban una vida fácil, y así era como les
gustaba vivir.
—La vida es un desafío —me dijo una vez—, y sólo quienes aceptan el desafío
conocen realmente el significado de la vida.
Me había acostumbrado a las Personitas, que nos seguían cada noche en
silencio, distantes y eficientes. Se procuraban su propio alimento durante el día,
mientras nosotros dormíamos. Para cuando nos despertábamos, ya habían comido
y dormido algunas horas, y estaban listos para proseguir el viaje. Su paso era
siempre el mismo. Marchaban en retaguardia, a pocos pasos de nosotros, como
robots. Creí que el que cojeaba lo tendría difícil, pero si se sentía cansado, hasta el
momento no había dado mostrado ningún signo de ello.
Mr. Crepsley y yo nos alimentábamos sobre todo de ciervos. Su sangre era
caliente, salada y rica. Teníamos botellas de sangre humana para mantenernos (los
vampiros necesitaban dosis regulares de sangre humana para conservar la salud, y
aunque preferían beber directamente de una vena, podían embotellar sangre y
almacenarla), pero la bebíamos en pequeñas dosis, reservándola para una
emergencia.
Mr. Crepsley no me permitió hacer una hoguera en el exterior (podría atraer la
atención), pero sí en las estaciones de paso. Las estaciones de paso eran cuevas o
cavernas subterráneas donde se almacenaban botellas de sangre humana y ataúdes.
Eran lugares de descanso, donde los vampiros podían refugiarse un día o dos. No
había muchos (se tardaba alrededor de una semana en llegar de uno a otro), y
algunos habían sido ocupados o destrozados por animales desde la última vez que
Mr. Crepsley había estado en ellos.
—¿Cómo es que nos dejan utilizar estaciones de paso, pero no nos permiten
llevar cuerdas ni calzado? —le pregunté un día, mientras nos calentábamos los
pies ante la hoguera y asábamos un pedazo de carne de venado (que casi siempre
comíamos cruda).
—Las estaciones de paso se crearon tras la guerra con los vampanezes, hace
setecientos años —dijo—. Muchos de los nuestros perecieron combatiendo a los
vampanezes, y cayeron aún más frente a los humanos. Nuestro número descendió
peligrosamente. Las estaciones de paso se establecieron para hacer más fácil el
camino a la Montaña de los Vampiros. Algunos vampiros ponen objeciones a su
utilización, pero la mayoría no tenemos ningún inconveniente.
—¿Cuántos vampiros hay? —pregunté.
—Entre unos dos mil o tres mil —respondió—. O quizá algunas centenas más o
menos.
Di un silbido.
—¡Eso es un montón!
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—Tres mil no es nada —dijo—. Piensa en cuántos billones de humanos hay.
—Hay más de los que esperaba.
—Una vez fuimos más de cien mil —dijo Mr. Crepsley—. Pero eso fue hace
mucho, y se consideraba una cantidad enorme.
—¿Y qué les pasó? —pregunté.
—Los mataron —suspiró—. Los humanos con sus estacas; las enfermedades;
los combates... Los vampiros aman la lucha. Siglos antes de que los vampanezes
se separaran de nosotros y se convirtieran en los adversarios ideales, luchábamos
entre nosotros, y muchos morían en los duelos. Estuvimos al borde la extinción,
hasta que se impuso el sentido común.
—¿Y cuántos Generales Vampiros hay? —inquirí con curiosidad.
—Unos trescientos o cuatrocientos.
—¿Y vampanezes?
—Tal vez unos doscientos cincuenta o trescientos... No estoy seguro.
Mientras recordaba aquella vieja conversación, Mr. Crepsley salió de la cueva
detrás de mí y vio cómo se ponía el Sol. Era del mismo color que su mechón
naranja. El vampiro estaba en buena forma. Las noches eran más largas a medida
que nos acercábamos a la Montaña de los Vampiros, y podía desplazarse con más
frecuencia de la habitual.
—Siempre es hermoso ver cómo se pone —dijo Mr. Crepsley, refiriéndose al
Sol.
—Pensé que veríamos nieve antes —dije.
—Pronto la veremos, y en abundancia —repuso—. Llegaremos a los
ventisqueros esta semana. —Echó un vistazo a mis pies—. ¿Podrás sobrevivir al
frío intenso?
—He llegado hasta aquí, ¿no?
—Ésta ha sido la parte sencilla —sonrió, y me dio una palmada en la espalda al
ver mi abatimiento—. No te preocupes. Estarás bien. Pero déjame ver si te has
hecho más cortes. En el sendero crecen unos arbustos poco comunes cuya savia
puede cerrar los poros de la piel.
Las Personitas salieron de la cueva, sus rostros ocultos bajo las capuchas. El
que cojeaba llevaba un zorro muerto.
—¿Listo? —me preguntó Mr. Crepsley.
Asentí y me colgué la mochila a la espalda. Contemplé el pedregoso terreno y
formulé la ya habitual pregunta:
—¿Falta mucho?
Mr. Crepsley sonrió, comenzó a andar, y respondió por encima del hombro:
—Todavía falta.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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Farfullando lúgubremente, le eché un último vistazo a la confortable cueva, y
luego me volví y seguí al vampiro. Las Personitas se rezagaron y un momento
después escuché los secos chasquidos de los huesos del zorro mientras
masticaban.
***
Cuatro noches después, encontramos nieve dura. Durante un par de noches
recorrimos el país sobre una extensa y monótona capa de álgida blancura donde
nada vivía, pero después volvieron a aparecer los árboles, las plantas y los
animales.
Sentía los pies como dos bloques de hielo mientras avanzaba penosamente a
través de la nieve, pero apreté los dientes y luché contra los efectos del frío. Lo
peor fue cuando me levantaba al atardecer, habiendo dormido hecho un ovillo con
los pies metidos debajo de mí durante todo el día. Durante una o dos horas
después de despertarme, siempre sentía un hormigueo en los dedos de los pies, y
tenía la impresión de que se me iban a caer. Entonces la sangre empezaba a
circular y volvía a estar bien... hasta la noche siguiente.
Dormir a la intemperie era realmente incómodo. Nos acostábamos juntos y
vestidos (no nos habíamos quitado la ropa desde que nos encontramos con la
nieve), y nos cubríamos con las toscas mantas que habíamos confeccionado con la
piel de los ciervos. Pero incluso compartiendo nuestro calor, estábamos helados.
Para Madam Octa era más fácil: dormía segura y cómoda en su jaula, y sólo
despertaba para comer cada pocos días. Me hubiera encantado estar en su lugar.
Si las Personitas tenían frío, no lo demostraban. Les daba igual no tener mantas,
y se limitaban a tumbarse bajo los arbustos o apoyados contra una roca cuando
querían dormir.
Casi tres semanas después de nuestra última parada en una estación de paso,
encontramos otra. No podía esperar a sentarme ante un buen fuego y volver a
comer caliente. Incluso estaba dispuesto a dormir en un ataúd... ¡Cualquier cosa
sería mejor que la tierra dura y helada! Esta estación de paso era una cueva situada
bajo un acantilado, por encima de un círculo boscoso y un largo arroyo. Mr.
Crepsley y yo fuimos directos hacia allí (una Luna radiante en el despejado cielo
nocturno iluminaba el camino), mientras las Personitas se iban a cazar. La
escalada duró diez minutos. Me adelanté a Mr. Crepsley mientras nos
aproximábamos a la boca de la cueva, ansioso por encender un fuego, cuando él
dejó caer una mano en mi hombro.
—Tranquilo —dijo suavemente.
—¿Qué? —exclamé. Después de tres semanas durmiendo a la intemperie,
estaba muy irritable.
—Huelo a sangre —dijo.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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Me detuve, olfateando el aire, y tras unos segundos, yo también percibí el
tufillo, fuerte y empalagoso.
—Quédate detrás de mí —susurró Mr. Crepsley—. Prepárate para correr en
cuanto te lo ordene.
Asentí obedientemente, y luego le seguí mientras se arrastraba hacia la entrada
y se deslizaba en el interior.
La cueva estaba oscura, especialmente después de habernos acostumbrado al
resplandor de la Luna, y entramos despacio, dando tiempo a que nuestros ojos se
habituaran a la penumbra. Era una cueva profunda, que torcía hacia la izquierda y
tenía unos seis o más pies. En el centro habían colocado tres ataúdes, pero uno
estaba en el suelo, con la tapa colgando, y a nuestra derecha había otro hecho
pedazos contra la pared.
Alrededor del ataúd destrozado, el suelo y la pared estaban ennegrecidos de
sangre. No era fresca, pero por el olor supe que no tenía más de un par de noches.
Tras registrar el resto de la cueva (para asegurarse de que estábamos solos), Mr.
Crepsley se aproximó a la zona ensangrentada y se acuclilló para examinarla, tocó
el charco seco con un dedo y se lo llevó a la boca.
—¿Y bien? —siseé, mientras se levantaba y se restregaba el dedo con el pulgar.
—Es sangre de vampiro —dijo en voz baja.
Se me encogieron las tripas. Había supuesto que se trataba de la sangre de
algún animal.
—¿Qué le hace pensar...? —empecé a decir, cuando de repente sonó un ruido
precipitado a mi espalda.
Un fuerte brazo me atrapó por la cintura, y una mano pesada me apretó la
garganta, y (mientras Mr. Crepsley se lanzaba en mi ayuda), mi atacante profirió
un rugido de triunfo.
—¡JA!
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 4
Mientras yo me debatía inútilmente, con mi vida en manos de quien quiera que
fuese que me había atrapado, Mr. Crepsley saltaba con los dedos extendidos de la
mano derecha como si empuñara una espada. Lanzó una estocada por encima de
mi cabeza. Mi atacante me soltó y se agachó al mismo tiempo, dejándose caer
bruscamente al suelo mientras Mr. Crepsley maniobraba. Cuando el vampiro
giraba sobre sus pies y se disponía a asestar un segundo golpe, el hombre que me
había agarrado rugió:
—¡Detente, Larten! ¡Soy yo..., Gavner!
Mr. Crepsley se detuvo y yo me aparté gateando, tosiendo del susto, pero ya
más tranquilo. Me volví y vi a un hombre fornido con un rostro lleno de cicatrices
y manchas, y ojos de pestañas oscuras. Iba vestido como nosotros, con un gorro
calado hasta las orejas. Le reconocí de inmediato: Gavner Purl, un General
Vampiro. Le había conocido años atrás, justo antes de mi confrontación con
Murlough.
—¡Gavner, puñetero estúpido! —gritó Mr. Crepsley—. ¡Te habría matado si
llego a alcanzarte! ¿Por qué te acercas con tanto sigilo?
—Quería sorprenderos —dijo Gavner—. Os he estado siguiendo casi toda la
noche, y me pareció el momento perfecto para acercarme. No esperaba que
estuviera a punto de perder la cabeza al hacerlo —gruñó.
—Deberías prestar más atención a lo que ocurre a tu alrededor, y menos a
Darren y a mí —dijo Mr. Crepsley, señalando la pared y el suelo manchados de
sangre.
—¡Por la sangre de los vampanezes! —siseó Gavner.
—En realidad, es sangre de vampiro —le corrigió Mr. Crepsley con sequedad.
—¿Tienes idea de quién? —preguntó Gavner, apresurándose a probar la sangre.
—No —dijo Mr. Crepsley.
Gavner merodeó por la cueva, examinando la sangre y el ataúd destrozado, en
busca de más indicios. No encontró ninguno, volvió a nuestro lado y se rascó la
barbilla pensativamente.
—Es probable que lo atacara algún animal salvaje —meditó en voz alta—. Un
oso (o tal vez más de uno) le atraparía durante el día, mientras dormía.
—Yo no estoy tan seguro —discrepó Mr. Crepsley—. Un oso habría causado
un gran destrozo en la cueva y lo que contiene, pero sólo han tocado los ataúdes.
Los ojos de Gavner recorrieron la cueva una vez más, fijándose en el orden
reinante en todo lo demás, y asintió.
—¿Qué piensas tú que ha ocurrido? —inquirió.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
19
—Una pelea —sugirió Mr. Crepsley—. Entre dos vampiros, o entre el vampiro
muerto y alguien más.
—¿Quién podría haberle atacado aquí, en medio de ninguna parte? —pregunté
yo.
Mr. Crepsley y Gavner intercambiaron una mirada de preocupación.
—Cazadores de vampiros, tal vez —murmuró Gavner.
Me quedé sin aliento. Ya estaba tan acostumbrado al modo de vivir de los
vampiros, que había olvidado que había gente en el mundo que nos consideraba
monstruos y se dedicaba a cazarnos y matarnos.
—O tal vez, humanos que se lo encontraron por casualidad y les entró el pánico
—dijo Mr. Crepsley—. Ha pasado mucho tiempo desde que los cazavampiros nos
perseguían con saña. Esto podría haber sido sólo mala suerte.
—De todas formas —dijo Gavner—, no nos quedaremos de brazos cruzados,
esperando a que vuelva a ocurrir. Tenía ganas de descansar, pero ahora creo que
es mejor no encerrarse aquí.
—Estoy de acuerdo —repuso Mr. Crepsley, y, tras un último vistazo a la cueva,
nos marchamos, con nuestros sentidos alerta ante la más mínima señal de peligro.
***
Decidimos pasar la noche en medio de un claro rodeado de gruesos árboles, y
encendimos un pequeño fuego: nos sentíamos helados hasta los huesos después de
nuestra experiencia en la cueva. Mientras discutíamos sobre el vampiro muerto y
si deberíamos buscar el cuerpo por los alrededores, regresaron las Personitas,
cargando un joven ciervo que habían capturado. Se quedaron mirando
suspicazmente a Gavner, y él les devolvió la mirada.
—¿Qué hacen ellos con vosotros? —siseó.
—Mr. Tiny insistió en que los lleváramos —dijo Mr. Crepsley, y levantó una
mano en un gesto apaciguador, cuando Gavner se giró para preguntar—. Más
tarde —prometió—. Primero vamos a comer y a ocuparnos de la muerte de
nuestro camarada.
Los árboles nos protegían del Sol naciente, así que estuvimos allí sentados
hasta después del amanecer, hablando del vampiro muerto. Como no había nada
que pudiéramos hacer al respecto (los vampiros decidieron no buscarlo bajo tierra,
ya que eso nos retrasaría), el rumbo de la conversación no tardó en discurrir por
otros derroteros. Gavner volvió a preguntar por las Personitas, y Mr. Crepsley le
explicó cómo había aparecido Mr. Tiny y había decidido que fueran con nosotros.
Luego él le preguntó a Gavner por qué nos había estado siguiendo.
—Sabía que vendrías para presentar a Darren a los Príncipes —dijo Gavner—,
así que localicé el hilo de tus pensamientos y os seguí el rastro. —(Los vampiros
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
20
pueden contactar mentalmente entre ellos) —. Habría acortado unas cuantas
millas yendo por el sur, pero odio viajar solo... Es muy aburrido no tener a nadie
con quien charlar.
Mientras hablábamos, advertí que a Gavner le faltaban un par de dedos en el
pie izquierdo, y le pregunté al respecto.
—Congelación —respondió alegremente, moviendo los tres que le quedaban—.
Me rompí una pierna viniendo hacia aquí, cuando tuvo lugar el penúltimo
Consejo. Tuve que arrastrarme durante cinco noches en busca de una estación de
paso. Gracias a la suerte de los vampiros no perdí más que un par de dedos.
Los vampiros hablaron mucho del pasado, de los viejos amigos y de los
anteriores Consejos. Pensé que mencionarían a Murlough (había sido Gavner
quien alertó a Mr. Crepsley del paradero del vampanez chiflado), pero no lo
hicieron, ni siquiera de pasada.
—¿Y cómo te ha ido a ti? —me preguntó Gavner.
—Muy bien —dije.
—¿Vivir con este buitre amargado no te deprime?
—He sabido arreglármelas hasta ahora —sonreí.
—¿Has pensado en llenarte? —inquirió.
—¿Perdón?
Levantó los dedos para que yo pudiera ver las diez cicatrices de las yemas, la
marca habitual de los vampiros.
—¿Piensas convertirte en un vampiro completo?
—No —dije enseguida, y miré de reojo a Mr. Crepsley—. No pienso hacerlo,
¿verdad? —inquirí suspicazmente.
—No —sonrió Mr. Crepsley—. No hasta que crezcas. Si ahora hiciéramos de ti
un vampiro completo, pasarían sesenta o setenta años antes de que crecieras
totalmente.
—Apuesto a que es horrible crecer tan lentamente cuando se es un niño —
observó Gavner.
—Lo es —suspiré.
—Las cosas mejorarán con el tiempo —dijo Mr. Crepsley.
—Claro —repuse con sarcasmo—. Cuando haya crecido del todo, ¡dentro de
treinta años!
Me levanté, sacudiendo la cabeza con disgusto. Me deprimía mucho cuando
pensaba en las décadas que tendrían que pasar hasta alcanzar la madurez.
—¿A dónde vas? —preguntó Mr. Crepsley mientras me encaminaba hacia los
árboles.
—Al arroyo —dije—, a llenar las cantimploras.
—Quizá sea mejor que uno de nosotros te acompañe —dijo Gavner.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
21
—Darren no es un niño —replicó Mr. Crepsley antes de que pudiera hacerlo
yo—. Estará bien.
Oculté una sonrisa (me encantaban esas raras ocasiones en que el vampiro me
dedicaba un cumplido), y continué mi camino hasta el arroyo. El agua helada
corría veloz, gorgoteando sonoramente mientras llenaba las cantimploras,
salpicando la orilla y mis dedos. Si yo hubiese sido humano me habría congelado,
pero los vampiros son mucho más resistentes.
Mientras le ponía el tapón a la segunda cantimplora, una nubecilla de vaho
surgió desde el otro lado de la corriente. Levanté la mirada, sorprendido de que un
animal salvaje se atreviera a acercárseme tanto, y me encontré mirando a los ojos
llameantes de un feroz y hambriento lobo de afilados colmillos.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
22
CAPÍTULO 5
El lobo me estudió en silencio, con el morro fruncido sobre los puntiagudos
colmillos, como olfateándome. Cuidadosamente, dejé a un lado mi cantimplora,
sin saber muy bien qué hacer. Si pedía ayuda, el lobo podría asustarse y huir... o
por el contrario, atacar. Si me quedaba quieto, podría perder el interés en mí y
desaparecer... o podría tomarlo como un signo de debilidad y disponerse a
matarme.
Estaba intentando desesperadamente decidir qué hacer, cuando el lobo tensó las
patas traseras, bajó la cabeza y saltó, sorteando la corriente de un enorme brinco.
Aterrizó en mi pecho, tirándome al suelo. Traté de apartarme a rastras, pero el
lobo se había sentado sobre mí y pesaba demasiado para quitármelo de encima.
Mis manos buscaron frenéticamente una roca o un palo, algo con lo que golpear al
animal, pero no había nada que agarrar, excepto nieve.
El lobo era una visión terrible de cerca, con su cabeza gris oscura y sus
oblicuos ojos amarillos, su hocico negro, y los blancos dientes de dos o tres
pulgadas de largo al descubierto. Le colgaba la lengua a un lado de la boca, y
jadeaba pesadamente. Su aliento olía a sangre y a carne cruda.
No sabía nada de lobos (excepto que los vampiros no podían beber de ellos),
así que no tenía ni idea de cómo reaccionar: ¿golpear su cabeza o su cuerpo?
¿Seguir allí tendido y esperar a que se fuera, o gritar y quizá ahuyentarlo? Y
mientras me devanaba los sesos, el lobo bajó la cabeza, extendió la lengua larga y
húmeda... ¡y me lamió!
Me quedé pasmado, allí tumbado, con los ojos clavados en las mandíbulas del
temible animal. El lobo me lamió otra vez, y entonces se apartó de mí, se volvió
hacia el arroyo, metió las patas en el agua y bebió a lengüetazos. Me quedé
tumbado donde estaba un poco más, y luego me levanté y me senté para verle
beber, reparando en que era un macho.
Cuando el lobo hubo bebido suficiente, se incorporó, levantó la cabeza y lanzó
un aullido. Desde la arboleda de la orilla opuesta del arroyo surgieron tres lobos
más, se acercaron cautelosamente a la ribera y se pusieron a beber. Eran dos
hembras y un cachorro, más oscuro y pequeño que los demás.
El macho observó a los otros mientras bebían, y luego se sentó a mi lado,
arrimándose a mí como un perro, y antes de que me diera cuenta, me encontraba
haciéndole cosquillas detrás de una oreja. El lobo emitió un gañido complacido y
ladeó la cabeza para que pudiera rascarle la otra.
Una de las lobas terminó de beber y cruzó el arroyo de un salto. Me olfateó los
pies, se sentó al otro lado y me ofreció la cabeza para que se la rascara. El macho
le gruñó, celoso, pero ella lo ignoró.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
23
Los otros dos no tardaron en unirse a la pareja en mi lado del arroyo. La
hembra era más tímida que sus compañeros y se quedó merodeando a pocos
pasos. El cachorro no estaba asustado, y se arrastró hasta mí, olfateando mis
piernas y mi estómago como un perro de caza. Levantó una pata para marcarme el
muslo izquierdo, pero antes de que lo hiciera, el macho le lanzó un mordisco y lo
derribó. Soltó un furioso ladrido, y luego regresó con cautela y volvió a subírseme
encima. Esta vez no intentó marcar su territorio, ¡menos mal!
Me quedé allí sentado un buen rato, jugando con el cachorro y acariciando a los
dos más grandes. El macho rodó sobre su espalda, y así pude rascarle la barriga.
Su pelaje era más claro por debajo, salvo por una larga raya negra que le llegaba
hasta la cintura. Streak* me pareció un buen nombre para un lobo, y así lo llamé.
Quería ver si sabían algún truco, así que busqué un palo y lo lancé.
—¡Tráelo, Streak, tráelo! —grité, pero él no se movió.
Intenté hacer que se sentara.
—¡Siéntate, Streak! —le ordené.
Él se quedó mirándome.
—Siéntate... así.
Me senté sobre el trasero. Streak retrocedió un poco, como si pensara que me
había vuelto loco. El cachorro, que era realmente juguetón, saltó sobre mí. Me
hizo reír y dejé de intentar enseñarles trucos.
Después volví al campamento para hablarles a los vampiros de mis nuevos
amigos. Los lobos me siguieron, aunque sólo Streak caminaba a mi lado. Los
otros nos seguían detrás.
Mr. Crepsley y Gavner estaban durmiendo cuando llegué, cubiertos por las
gruesas mantas de piel de ciervo. Gavner roncaba ruidosamente. Sólo se veían sus
cabezas, ¡y parecían el par de bebés más feos del mundo! Me habría encantado
tener una cámara a mano para poder hacerles una foto a los vampiros, y así
conservar aquella imagen.
Me disponía a meterme bajo las mantas cuando se me ocurrió una idea. Los
lobos se habían detenido en la arboleda. Los llamé. Streak vino primero y
examinó el campamento, comprobando que era un lugar seguro. Cuando quedó
satisfecho, emitió un ligero gruñido y los otros lobos se acercaron, manteniéndose
a distancia de los vampiros dormidos.
Me tumbé en el lado más alejado del fuego y levanté la manta, invitando a los
lobos a que se echaran junto a mí. No quisieron meterse bajo la manta (el cachorro
lo intentó, pero su madre tiró de él por el pescuezo), pero una vez que me acosté y
me cubrí con ella, se acercaron con cautela y se tumbaron por encima, incluida la
loba tímida. Eran pesados, y el olor de sus cuerpos peludos era muy intenso, pero
la calidez de los lobos era divina, y a pesar de estar descansando tan cerca de la
* N. de la T: Streak significa “raya”.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
24
cueva donde un vampiro había sido asesinado hacía poco, me quedé dormido en el
más absoluto confort.
***
Me despertaron unos furiosos gruñidos. Me incorporé bruscamente, y vi a los
tres lobos adultos formando un semicírculo en torno a mi cama, con el macho en
el medio. El cachorro se mantenía detrás de mí. Ante nosotros estaban las
Personitas. Flexionaban sus grises manos a los costados, moviéndose hacia los
lobos.
—¡Alto! —grité, levantándome de un brinco. Al otro lado del fuego (que se
había extinguido mientras dormía), Mr. Crepsley y Gavner se habían despertado
bruscamente y apartaron sus mantas. Salté delante de Streak y gruñí a las
Personitas. Se quedaron mirándome desde el interior de sus capuchas azules. Miré
a los enormes ojos verdes del que tenía más cerca.
—¿Qué está ocurriendo? —exclamó Gavner, parpadeando con rapidez.
La Personita más cercana ignoró a Gavner, señaló a los lobos y luego se frotó el
estómago. Con eso quería decir que tenían hambre. Sacudí la cabeza.
—¡A los lobos, no! —dije—. ¡Son mis amigos!
Volvió a frotarse el estómago.
—¡No! —grité.
La Personita empezó a avanzar, pero la que estaba detrás (Lefty) le tocó el
brazo. La Personita miró fijamente a Lefty, sin moverse, durante un segundo, y
después se alejó arrastrando los pies a donde había dejado las ratas que habían
cogido mientras cazaban. Lefty se quedó un segundo más, mirándome con sus
ocultos ojos verdes, antes de reunirse con su hermano (siempre pensaba en ellos
como hermanos).
—Veo que has conocido a algunos de nuestros primos —dijo Mr. Crepsley,
acercándose despacio a los restos de la hoguera, con las palmas de las manos
hacia arriba, para no alarmar a los lobos. Le gruñeron, pero una vez que
percibieron su olor, se relajaron y se sentaron, aunque sin perder de vista a las
Personitas que masticaban ruidosamente.
—¿Primos? —pregunté.
—Los lobos y los vampiros son parientes —explicó—. Las leyendas cuentan
que una vez fuimos iguales, como originariamente lo fueron el hombre y el mono.
Algunos aprendimos a andar sobre dos patas y nos convertimos en vampiros...,
mientras los otros siguieron siendo lobos.
—¿Eso es cierto? —pregunté.
Mr. Crepsley se encogió de hombros.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
25
—Tratándose de leyendas, ¿quién sabe? —Se agachó ante Streak y lo observó
en silencio. Streak se sentó erguido, levantó las orejas y erizó la pelambrera—. Un
ejemplar magnífico —dijo Mr. Crepsley, acariciando el largo hocico del lobo—.
Un líder nato.
—Yo le llamo Streak, porque tiene una raya negra en la barriga —dije.
—Los lobos no necesitan nombres —me informó el vampiro—. No son perros.
—No seas aguafiestas —dijo Gavner, situándose junto a su amigo—. Deja que
les ponga nombres si quiere. No hace ningún daño con eso.
—Supongo que no —convino Mr. Crepsley. Extendió una mano hacia las lobas
y se acercaron a lamerle la palma, incluso la tímida—. Siempre se me han dado
bien los lobos —dijo, incapaz de disimular el orgullo en su voz.
—¿Cómo es que son tan amistosos? —inquirí—. Creía que los lobos se
asustaban de la gente.
—De los humanos —dijo Mr. Crepsley—. Los vampiros somos distintos.
Nuestro olor es parecido al suyo. Nos reconocen como espíritus afines. No todos
los lobos son amistosos (estos deben haber tenido trato antes con los de nuestra
especie), pero ninguno atacaría nunca a un vampiro, a menos que esté muriéndose
de hambre.
—¿Has visto más? —preguntó Gavner. Meneé la cabeza—. Es probable que se
dirijan también a la Montaña de los Vampiros, a reunirse con otras manadas.
—¿Por qué habrían de ir a la Montaña de los Vampiros? —pregunté.
—Los lobos vienen siempre que se celebra un Consejo —explicó—. Saben por
experiencia que habrá muchas sobras para ellos. Los guardianes de la Montaña de
los Vampiros se pasan años abasteciendo al Consejo. Siempre hay sobras de
comida, que arrojan fuera para las criaturas silvestres.
—Es un camino muy largo para ir en busca de unas sobras —comenté.
—No van sólo por comida —dijo Mr. Crepsley—. También van a reunirse, a
saludar a los viejos amigos, a buscar nuevas parejas y a compartir recuerdos.
—¿Los lobos pueden comunicarse? —pregunté.
—Pueden transmitirse pensamientos sencillos los unos a los otros. No hablan
realmente (los lobos no tienen el don de la palabra), pero pueden compartir
imágenes y transmitir mapas de los sitios donde han estado, haciendo saber a los
otros dónde abunda o escasea la caza.
—Hablando de eso, sería mejor que nos esfumáramos —dijo Gavner—. El Sol
se está poniendo y es hora de marcharnos. Has elegido una ruta larga y llena de
rodeos, Larten, y si no apresuramos el paso, llegaremos tarde al Consejo.
—¿Es que hay otros caminos? —pregunté.
—Pues claro —dijo—. Hay docenas de caminos. Por eso (excepto por los
restos de ese muerto) no nos hemos encontrado con otros vampiros. Cada uno
viene por una ruta diferente.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
26
Enrollamos las mantas y partimos, Mr. Crepsley y Gavner sin perder de vista el
sendero, rastreándolo en busca de alguna señal del asesino del vampiro de la
cueva. Los lobos nos siguieron entre los árboles, y corrieron a nuestro lado
durante un par de horas, sin acercarse a las Personitas, antes de desvanecerse ante
nosotros en la noche.
—¿A dónde han ido? —pregunté.
—A cazar —repuso Mr. Crepsley.
—¿Volverán?
—No me extrañaría —dijo, y, al amanecer, mientras estábamos acampando, los
cuatro lobos reaparecieron como fantasmas entre la nieve, y se acostaron con
nosotros. Durante el transcurso del segundo día con ellos, dormí profundamente, y
lo único que me molestó fue la fría nariz del cachorro, cuando se introdujo
furtivamente bajo la manta al mediodía para acurrucarse junto a mí.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
27
CAPÍTULO 6
Procedimos con cautela durante las primeras noches que siguieron al hallazgo
de la cueva salpicada de sangre. Pero al no encontrar ningún rastro del asesino del
vampiro, nuestra inquietud menguó, y disfrutamos de los placeres esenciales del
camino lo mejor que pudimos.
Correr con los lobos era increíble. Aprendí mucho observándolos y haciéndole
preguntas a Mr. Crepsley; se consideraba a sí mismo algo así como un experto en
lobos.
Los lobos no eran muy veloces, pero nunca se cansaban, aunque recorrieran
veinte o treinta millas al día. Generalmente cogían animales pequeños cuando
iban a cazar, pero a veces perseguían presas mayores, trabajando en equipo. Sus
sentidos (vista, oído, olfato) eran poderosos. Cada manada tenía un líder, y
compartían equitativamente el alimento. Eran excelentes escaladores y podían
sobrevivir en todo tipo de condiciones.
Cazamos mucho con ellos. Era tan maravilloso correr junto a ellos bajo la clara
noche estrellada, sobre la nieve reluciente, a la caza de un ciervo o un zorro, y
compartir la ardiente y sangrienta matanza... El tiempo pasó más rápido junto a
los lobos, y las millas se deslizaban bajo nuestros pies casi sin percatarnos de ello.
***
Una fría y clara noche, llegamos a un espeso zarzal que cubría el suelo de un
valle protegido por dos altísimas montañas. Las espinas eran tan largas y
puntiagudas que podían atravesar incluso la piel de un vampiro completo. Nos
detuvimos en la entrada del valle mientras Mr. Crepsley y Gavner decidían cómo
continuar.
—Podríamos trepar por una de las montañas —meditó Mr. Crepsley—, pero
Darren no tiene tanta experiencia escalando como nosotros. Podría descalabrarse
si se resbalara.
—¿Y si damos un rodeo? —sugirió Gavner.
—Nos llevaría demasiado tiempo.
—¿Podríamos excavar un túnel por debajo? —pregunté.
—También eso —dijo Mr. Crepsley— nos llevaría demasiado tiempo.
Tendremos que seguir adelante con tanto cuidado como podamos.
Se quitó el jersey, y lo mismo hizo Gavner.
—¿Por qué se desnudan? —inquirí.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
28
—La ropa nos protegería un poco —explicó Gavner—, pero acabarían hechas
jirones. Es mejor que las conservemos en buen estado.
Cuando Gavner se quitó los pantalones, vi que llevaba unos calzoncillos
amarillos con elefantes rosa bordados. Mr. Crepsley se quedó mirando aquellos
calzoncillos con expresión incrédula.
—Me los regalaron —farfulló Gavner, ruborizándose intensamente.
—Alguna humana con la que hayas tenido algún romance, supongo —dijo Mr.
Crepsley, y las comisuras de su boca, de expresión habitualmente adusta, se
curvaron hacia arriba, amenazando con abrirla en una rara y incontrolada sonrisa.
—Era una mujer muy hermosa —suspiró Gavner, resiguiendo con un dedo el
contorno de uno de los elefantes—. Pero tenía muy mal gusto escogiendo ropa
interior.
—Y novios —agregué traviesamente.
Mr. Crepsley estalló en carcajadas y se dobló por la cintura, con las lágrimas
corriéndole por el rostro. Nunca había visto al vampiro reírse tanto... ¡Nunca había
imaginado que pudiese hacerlo! Hasta Gavner parecía sorprendido.
Mr. Crepsley tardó un rato en recuperarse de su ataque de risa. Cuando se secó
las lágrimas y recobró su sombría personalidad, se disculpó (como si reírse fuera
un crimen). Luego frotó sobre mi piel una loción con un olor espantoso, que
cerraba los poros, haciendo que fuera más difícil herirse. Sin perder más tiempo,
avanzamos. El trayecto fue largo y doloroso. Por más cuidado que tuviera, cada
pocos pasos pisaba una espina o me hacía un arañazo. Me protegía la cara lo
mejor que podía, pero para cuando ya estábamos a medio camino en el valle,
superficiales arroyuelos rojos surcaban mis mejillas.
Las Personitas no se habían quitado sus togas azules, aunque se les estuvieran
haciendo jirones. Al cabo de un rato, Mr. Crepsley les dijo que caminaran delante,
pues así aguantarían las peores espinas mientras nos abrían camino a los demás.
Casi me compadecí de aquella silenciosa y resignada pareja.
Los lobos lo tuvieron más fácil. Estaban acostumbrados a este tipo de terreno, y
se escurrían velozmente entre las zarzas. Pero no estaban muy contentos. Habían
actuado de un modo extraño durante toda la noche, caminando lentamente a
nuestro lado, deprimidos, olfateando el aire con desconfianza. Podíamos sentir su
ansiedad, pero no sabíamos qué la causaba.
Estaba mirando a mis pies, pasando con mucho cuidado por una hilera de
centelleantes espinas, cuando choqué con Mr. Crepsley, que se había detenido
repentinamente.
—¿Qué pasa? —pregunté, atisbando por encima de su hombro.
—¡Gavner! —exclamó bruscamente, ignorando mi pregunta.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
29
Gavner se adelantó a mí arrastrando los pies, respirando trabajosamente
(solíamos burlarnos de su ruidosa respiración). Le escuché lanzar un grito
ahogado cuando alcanzó a Mr. Crepsley.
—¿Qué es? —pregunté—. Déjenme ver...
Los vampiros se separaron y vi un diminuto trocito de tela enganchado en los
zarzales. Algunas gotas de sangre seca teñían las puntas de las espinas.
—¿Cuál es el problema? —pregunté.
Los vampiros no respondieron de inmediato. Miraban alrededor con
preocupación, de igual modo en que los lobos lo habían hecho.
—¿La hueles? —respondió Gavner finalmente, en voz baja.
—¿El qué?
—La sangre.
Olfateé el aire. Sólo percibí unos vagos efluvios, porque la sangre ya estaba
seca.
—¿Qué pasa con ella? —pregunté.
—Recuerda hace seis años —dijo Mr. Crepsley. Cogió el pedazo de tela del
zarzal (los lobos gruñían ahora intensamente), y me lo acercó a la nariz—.
Huélelo bien. ¿Te suena de algo?
No lo hice enseguida (mis sentidos no eran tan agudos como los de un vampiro
completo), pero luego recordé una lejana noche en la habitación de Debbie
Hemlock y el olor de la sangre del demente Murlough mientras yacía moribundo
en el suelo. Mi rostro palideció cuando comprendí... ¡que se trataba de la sangre
de un vampanez!
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 7
Atravesamos a buen paso lo que quedaba del zarzal, sin hacer caso de las
punzantes espinas. Nos detuvimos al otro lado para vestirnos, y luego
continuamos sin pausa. Había cerca una estación de paso a la que Mr. Crepsley
estaba decidido a llegar antes del amanecer. A paso normal, nos habría llevado
algunas horas llegar hasta allí, pero lo conseguimos en dos. Una vez dentro y a
salvo, los vampiros iniciaron una acalorada discusión. Nunca se habían
encontrado evidencias de la actividad de los vampanezes en esta parte del mundo.
Existía un tratado entre ambos clanes, que prohibía tales incursiones en territorio
ajeno.
—Tal vez fuera un vampanez vagabundo —sugirió Gavner.
—Hasta el más chiflado de los vampanezes sabe que es mejor no acercarse por
aquí —discrepó Mr. Crepsley.
—¿Y qué otra explicación hay? —inquirió Gavner.
Mr. Crepsley consideró el problema.
—Podría ser un espía.
—¿Crees que los vampanezes se arriesgarían a provocar una guerra? —Gavner
no parecía muy convencido de ello—. ¿Qué les interesaría saber que justificara tal
riesgo?
—Quizá van detrás de nosotros —dije en voz baja. No pretendía interrumpirles,
pero sentí que lo había hecho.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Gavner.
—Quizá descubrieron lo de Murlough.
El rostro de Gavner palideció y los ojos de Mr. Crepsley se estrecharon.
—¿Cómo podrían haberlo hecho? —preguntó bruscamente.
—Mr. Tiny lo sabía —le recordé.
—¿Mr. Tiny sabe lo de Murlough? —siseó Gavner.
Mr. Crepsley asintió lentamente.
—Pero aunque él se lo hubiera dicho a los vampanezes, ¿cómo podían saber
que tomaríamos este camino? Podíamos haber elegido muchas otras rutas. No
podrían predecir por cuál iríamos.
—Puede que estén vigilando todos los caminos —dijo Gavner.
—No —repuso Mr. Crepsley con seguridad—. Es poco probable. Cualquiera
que sea el motivo que tengan los vampanezes para merodear por aquí, estoy
seguro de que no tiene nada que ver con nosotros.
—Espero que tengas razón —gruñó Gavner, poco convencido.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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Lo discutimos un rato más, incluyendo el asunto de si el vampanez habría
matado al vampiro en la anterior estación de paso, y luego dormimos unas pocas
horas, turnándonos para vigilar. Apenas dormí, preocupado por la posibilidad de
ser atacados por asesinos de rostros purpúreos.
Al caer la noche, Mr. Crepsley dijo que no deberíamos ir más lejos hasta que
estuviéramos seguros de que el camino era seguro.
—No podemos arriesgarnos a tropezar con una pandilla de vampanezes —
dijo—. Reconoceremos la zona, nos aseguraremos de que no hay peligro, y
entonces seguiremos adelante, como antes.
—¿Es que tenemos tiempo para reconocimientos? —inquirió Gavner.
—Debemos tenerlo —insistió Mr. Crepsley—. Es mejor perder algunas noches
que caer en una trampa.
Me quedé en la cueva mientras ellos salían a explorar. No quería hacerlo (no
dejaba de pensar en lo que le había ocurrido al otro vampiro), pero dijeron que
sólo estorbaría si los acompañaba: un vampanez podría oírme llegar a cien yardas
de distancia.
Las Personitas, las lobas y el cachorro se quedaron conmigo. Streak fue con los
vampiros: los lobos presintieron la presencia del vampanez antes que nosotros, así
que sería útil tenerlo cerca.
Me sentía solo sin los vampiros y Streak. Las Personitas seguían siendo tan
distantes como siempre (pasaron gran parte del día zurciendo sus togas azules
desgarradas), y las lobas dormitaban fuera. Sólo el cachorro me proporcionaba
compañía. Jugamos durante horas, en la cueva y entre los árboles de un
bosquecillo cercano. Llamé Rudi al cachorro, por Rudolph, el reno de la nariz roja,
porque le gustaba frotar su fría nariz contra mi espalda mientras yo dormía.
Atrapé un par de ardillas en el bosque y las guisé, y así las tuve listas para
cuando volvieron los vampiros por la mañana. Las serví con bayas y raíces
hervidas: Mr. Crepsley me había enseñado qué tipo de alimentos silvestres era
seguro comer. Gavner me dio las gracias por la comida, pero Mr. Crepsley estaba
distante y no habló mucho. No muy lejos habían descubierto indicios de la
presencia de los vampanezes, y eso les preocupaba: un vampanez loco no habría
borrado su rastro tan hábilmente. Eso quería decir que nos enfrentábamos con uno
(o más) con pleno control de sus facultades.
Gavner quería adelantarse cometeando, para consultarlo con los demás
vampiros, pero Mr. Crepsley no se lo permitió: respetar las leyes que prohibían
cometear en el camino hacia la Montaña de los Vampiros era más importante que
nuestra seguridad, insistió.
Era raro ver cómo Gavner se mostraba de acuerdo en casi todo lo que Mr.
Crepsley decía. Como General, nos podría haber ordenado hacer lo que él
quisiera. Pero nunca le vi abusar de su rango con Mr. Crepsley. Tal vez porque
Mr. Crepsley fue una vez un General de alto rango. Había estado a punto de
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
32
convertirse en un Príncipe Vampiro cuando renunció. Quizá Gavner aún
consideraba a Mr. Crepsley como a su superior.
Después de dormir todo el día, los vampiros se dispusieron a realizar un nuevo
reconocimiento de la zona. Si el camino estaba despejado, proseguiríamos nuestro
viaje hacia la Montaña de los Vampiros la noche siguiente.
Tomé un ligero desayuno, y luego Rudi y yo fuimos al bosque a jugar. A Rudi
le encantaba alejarse de los lobos adultos. Así podía explorar libremente, sin que
nadie le arreara un mordisco o le golpeara la cabeza si se portaba mal. Intentaba
encaramarse a los árboles, pero la mayoría eran demasiado altos para él.
Finalmente encontró uno del que colgaban unas ramas bajas, y trepó hasta la
mitad. Una vez allí, miró hacia abajo y emitió un gañido.
—Vamos —reí—. No está tan alto. No tienes nada que temer.
No me hizo caso y continuó quejándose. Luego enseñó los colmillos y gruñó.
Me acerqué más, extrañado por su conducta.
—¿Qué ocurré? —le pregunté—. ¿Te has atascado? ¿Necesitas ayuda?
El cachorro lanzó un ladrido. Sonó genuinamente asustado.
—Está bien, Rudi —dije—. Voy a subir a...
Me interrumpió un rugido que me hizo estremecer hasta los huesos. Al
volverme, vi a un enorme oso oscuro que avanzaba bamboleándose desde lo alto
de un ventisquero. Aterrizó pesadamente, sacudiendo la cabeza, gruñendo, con los
ojos fijos en mí... ¡y entonces arremetió, con los colmillos centelleando y las
garras, infernalmente curvadas, extendidas, dispuesto a destrozarme!
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33
CAPÍTULO 8
El oso me habría matado si no hubiera sido por Rudi. El cachorro saltó del
árbol, aterrizando en la cabeza del oso, cegándolo momentáneamente. El oso
rugió y lanzó un zarpazo al cachorro, que lo esquivó y le mordió una oreja. El oso
volvió a rugir y sacudió la cabeza furiosamente de un lado a otro. Rudi se aferró a
él durante un par de segundos, antes de salir despedido hacia la espesura.
El oso reanudó su ataque contra mí, pero en el tiempo que el cachorro había
ganado, yo ya había rodeado el árbol y estaba corriendo hacia la cueva tan rápido
como podía. El oso se bamboleó detrás de mí, pero cuando se dio cuenta de que
ya estaba demasiado lejos para poder alcanzarme, rugió rabiosamente, se dio la
vuelta y fue a por Rudi.
Me detuve al escuchar un ladrido lastimero. Miré por encima del hombro y vi
que el cachorro había vuelto a subir al árbol, cuya corteza el oso estaba ahora
arrancando con sus garras. Rudi no corría un peligro inmediato, pero tarde o
temprano resbalaría o el oso lo haría caer, y eso sería su fin.
No dudé más que un segundo, y entonces me volví, cogí una piedra y el palo
más grueso que pude encontrar, y regresé a toda velocidad a intentar salvar a
Rudi.
El oso se apartó del árbol cuando me vio venir, irguiéndose sobre sus patas
traseras, aceptando mi desafío. Era una bestia enorme, de tal vez unos seis pies de
altura; su pelaje era negro, tenía una marca blanca en forma de medialuna en el
pecho, y un hocico pálido. Sus fauces destilaban espuma y sus ojos salvajes
parecían poseídos por una rabiosa locura.
Me detuve ante el oso, y golpeé el suelo con el palo.
—¡Vamos, grizzly*! —gruñí.
Rugió y sacudió la cabeza. Le eché un vistazo a Rudi, esperando que fuera lo
bastante listo para bajar sigilosamente del árbol y echar a correr hacia la cueva,
pero se quedó donde estaba, petrificado, incapaz de moverse.
El oso me lanzó un zarpazo, pero me aparté de la trayectoria de su enorme
pataza. Se alzó sobre las patas traseras y se dejó caer sobre mí, con la intención de
aplastarme con su peso. Volví a esquivarle, pero esta vez por los pelos.
Lanzaba estocadas con la punta del palo al hocico del oso, apuntando a sus
ojos, cuando las lobas acudieron precipitadamente. Debieron escuchar el chillido
de Rudi. El oso aulló cuando una de las lobas saltó y le clavó profundamente los
colmillos en el hombro, mientras la otra se aferraba a sus patas traseras,
desgarrándolas con las uñas y los dientes. Se sacudió de encima a la loba que tenía
* N. de la T: Grizzly es como habitualmente se denomina al oso gris en Norteamérica.
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34
en la espalda, y se agachó sobre la que tenía a los pies, y en ese momento le arrojé
el palo, hincándoselo en la oreja izquierda.
Debí hacerle daño, porque perdió todo interés en las lobas y se lanzó contra mí.
Me aparté de su camino, pero una de sus macizas patazas me golpeó la cabeza y
caí al suelo, aturdido.
El oso se dio la vuelta y fue a por mí, dispersando a las lobas a zarpazos.
Retrocedí gateando, pero no fui lo bastante rápido. De repente, el oso estaba sobre
mí, erguido, rugiendo triunfalmente... ¡Me tenía exactamente donde quería! Le
golpeé en el estómago con el palo, y le tiré la piedra, pero no pareció acusar
golpes tan insignificantes. Con una mirada maligna, empezó a descender...
Fue entonces cuando las Personitas cayeron sobre su espalda, haciéndole perder
el equilibrio. Su llegada no podía haber sido más oportuna.
El oso debió pensar que el mundo entero conspiraba contra él. Cada vez que me
tenía acorralado, alguien más se interponía en su camino. Rugiendo con todas sus
fuerzas, sacudiéndose furiosamente de encima a las Personitas. La que cojeaba se
apartó de su camino, pero la otra quedó atrapada debajo de él.
La Personita levantó sus cortos brazos y los apoyó contra el torso del oso,
intentando empujarlo a un lado. La Personita era fuerte, pero no tenía ninguna
oportunidad contra tan pesado enemigo, y el oso cayó sobre ella y la aplastó.
Hubo un horrible crujido, y cuando el oso se puso en pie, vi a la Personita
yaciendo despedazada, con los huesos destrozados sobresaliendo de su cuerpo,
retorcidos en ángulos sangrientos.
El oso alzó la cabeza y lanzó un rugido al cielo, y entonces clavó en mí una
mirada hambrienta. Se dejó caer sobre sus cuatro patas, y avanzó. Las lobas
saltaron sobre él, pero se las sacudió como si fueran moscas. Yo aún me
encontraba aturdido por el golpe, incapaz de levantarme. Empecé a arrastrarme
por la nieve.
Mientras el oso se me acercaba para acabar conmigo, la segunda Personita (la
que yo llamaba Lefty) se colocó frente a él, cogiéndolo por las orejas, ¡y le
propinó un cabezazo! Era la cosa más loca que había visto nunca, pero el
resultado fue sorprendentemente efectivo. El oso gruñó y parpadeó, atontado.
Lefty le dio otro cabezazo, y estaba echando hacia atrás la cabeza para propinarle
un tercer golpe, cuando el oso le asestó un zarpazo con la garra derecha como un
boxeador.
Alcanzó a Lefty en el pecho y lo hizo caer. Su capucha había resbalado durante
la pelea, y pude ver su rostro gris lleno de suturas y sus redondos ojos verdes.
Llevaba una mascarilla sobre la boca, del tipo de las que utilizan los cirujanos. Se
quedó mirando al oso, sin temor, esperando el golpe asesino.
—¡No! —grité. Tropezando con mis rodillas, le lancé al oso un puñetazo. Me
rugió. Volví a golpearle, y luego agarré un puñado de nieve y se lo arrojé a la
bestia a los ojos.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
35
Mientras el oso se aclaraba la vista, busqué un arma. Estaba desesperado:
cualquier cosa sería mejor que mis manos desnudas. Al principio no vi nada que
pudiera utilizar, pero entonces reparé en los huesos que sobresalían del cadáver de
la Personita. Actuando por instinto, rodé hasta donde yacía la Personita, cogí uno
de los huesos más largos y tiré de él. Estaba cubierto de sangre y se me escurrió
entre los dedos. Volví a intentarlo, agarrándolo con más firmeza y removiéndolo
de un lado a otro. Tras unos cuantos tirones, se quebró cerca de la base y, de
repente, ya no estuve indefenso.
El oso había recuperado la visión y corrió pesadamente hacia mí. Lefty todavía
estaba en el suelo. Las lobas ladraban ferozmente, incapaces de detener la carga
del oso. El cachorro gañía desde su asidero en el árbol.
Sólo podía contar conmigo mismo. Yo contra el oso. Nadie podía ayudarme
ahora.
Me giré, y haciendo uso de todas mi súper desarrolladas habilidades
vampíricas, rodé bajo las ávidas garras del oso, me incorporé de un salto, escogí el
blanco, y clavé profundamente la punta del hueso en el desprotegido cuello del
animal.
El oso se irguió, con los ojos desorbitados. Las patas delanteras cayeron a sus
costados. Se quedó así un momento, jadeando penosamente, con el hueso
sobresaliendo de su cuello. Entonces se estrelló contra el suelo, se estremeció
horriblemente durante unos segundos... y murió.
Caí sobre el oso muerto y allí me quedé. Temblaba y lloraba, más de horror que
de dolor. Ya había estado cara a cara con la muerte anteriormente, pero nunca me
había visto envuelto en una lucha tan salvaje como ésta.
Finalmente, una de las lobas (la que habitualmente se mostraba más tímida) se
me acercó, haciéndome caricias y lamiéndome la cara, asegurándose de que me
encontraba bien. Le di unas palmaditas para demostrarle que lo estaba, y hundí el
rostro en su cuello, secando en su pelaje mis lágrimas. Cuando me tranquilicé, me
puse en pie y miré a mi alrededor.
La otra loba estaba junto al árbol, instando a Rudi a que bajara (el cachorro
temblaba incluso más que yo). La Personita muerta yacía no muy lejos, su sangre
filtrándose entre la nieve y volviéndola carmesí. Lefty estaba sentado,
inspeccionándose en busca de posibles heridas.
Me encaminé hacia Lefty, para darle las gracias por salvarme la vida. Era
increíblemente feo sin la capucha: tenía la piel gris, y su rostro era una masa de
cicatrices y costuras. No tenía ni orejas ni nariz (que yo viera), y sus redondos
ojos verdes se situaban en su frente, no en medio de la cara como la mayoría de la
gente. Estaba completamente calvo.
En otros tiempos podría haber tenido miedo de él, pero esta criatura había
arriesgado su vida para salvar la mía, y sólo sentía gratitud.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—¿Estás bien, Lefty? —le pregunté. Me miró y asintió—. Por los pelos —reí a
medias. Asintió de nuevo—. Gracias por venir en mi ayuda. Habría muerto si no
hubierais venido. —Me dejé caer en el suelo junto a él, y eché un vistazo al oso y
luego a la Personita muerta—. Siento lo de tu compañero, Lefty —dije
suavemente—. ¿Deberíamos enterrarlo?
La Personita meneó la gran cabeza, se dispuso a levantarse, y se detuvo. Me
miró fijamente a los ojos, y yo le devolví la mirada, interrogativamente. Por su
expresión, casi esperé que empezara a hablar.
Lefty levantó una mano y tiró suavemente de la mascarilla que cubría la mitad
inferior de su rostro. Tenía una boca ancha y llena de agudos dientes amarillos.
Sacó la lengua (de un extraño color gris, como su piel) y se lamió los labios. Tras
humedecérselos, los frunció y los estiró unas cuantas veces, y entonces hizo algo
que yo estaba seguro que las Personitas no hacían jamás. En un tono chirriante,
lento y mecánico... habló.
—No... me llamo... Lefty. Me llamo... Harkat... Harkat Mulds.
Y sus labios se extendieron formando un profundo boquete dentado, que era lo
más cercano a una sonrisa que él podía esbozar.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
37
CAPÍTULO 9
Mr. Crepsley, Gavner y Streak habían estado inspeccionando un laberinto de
túneles en lo alto de un acantilado cuando escucharon los débiles ecos del fragor
de la batalla. Regresaron a toda prisa, llegando unos quince minutos después de
que yo hubiera dado muerte al oso. Se quedaron atónitos cuando les expliqué lo
que había ocurrido y les dije lo de Harkat Mulds. La Personita había reemplazado
su toga y su capucha, y cuando le preguntaron si era cierto que podía hablar, se
quedó en silencio durante un rato tan largo que pensé que no diría nada. Entonces
asintió, y respondió con voz ronca:
—Sí.
Gavner incluso retrocedió varios pasos de un salto al oír hablar a la Personita, y
Mr. Crepsley meneó la cabeza, asombrado.
—Hablaremos de esto más tarde —dijo—. Primero, cuéntame cómo te
enfrentaste al oso.
Se agachó junto al oso muerto y lo examinó de arriba abajo.
—Descríbeme cómo te atacó —dijo, y le conté la súbita aparición del oso y su
salvaje acometida—. No tiene sentido. —Mr. Crepsley frunció el ceño—. Los
osos no se comportan de tal modo a menos que estén nerviosos o muertos de
hambre. El hambre no fue el motivo (mirad lo bien alimentado que está), y si no
hiciste nada que lo molestara...
—Echaba espuma por la boca —dije—. Creo que estaba rabioso.
—Pronto lo sabremos.
El vampiro se sirvió de sus afiladas uñas para realizar un corte en el estómago
del oso. Acercó la nariz y olfateó la sangre que rezumaba de la herida. Tras unos
segundos, hizo una mueca y se levantó.
—¿Y bien? —inquirió Gavner.
—El oso estaba loco —dijo Mr. Crepsley—, pero no a causa de la rabia...
¡Bebió sangre de un vampanez!
—¿Cómo? —boqueé.
—No estoy seguro —repuso Mr. Crepsley, y miró al cielo—. Tenemos tiempo
antes de que amanezca. Seguiremos las huellas de este oso y tal vez descubramos
algo más por el camino.
—¿Qué hacemos con la Personita que ha muerto? —preguntó Gavner—.
¿Deberíamos enterrarle?
—¿Quieres enterrarle..., Harkat? —preguntó Mr. Crepsley, al igual que yo
había hecho antes.
Harkat Mulds meneó la cabeza.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—En verdad... no.
—Entonces dejémosle ahí —dijo secamente el vampiro—. Los carroñeros y los
pájaros se encargarán de él. No tenemos tiempo que perder.
El rastro del oso era fácil de seguir (incluso un rastreador inexperto como yo
podría haberlo hecho, por la profundidad de sus huellas y las ramas rotas).
La noche tocaba a su fin cuando llegamos a un pequeño montículo de piedras y
encontramos lo que había vuelto loco al oso. Semienterrado bajo las rocas se
hallaba el cuerpo purpúreo de cabellos rojos... ¡de un vampanez!
—Por lo machacado que está su cráneo, debió morir por una caída —dijo Mr.
Crepsley, examinando al muerto—. El oso lo encontró después de que lo
enterraran, y lo sacó fuera. ¿Veis los trozos que le arrancó a mordiscos? —Señaló
unos enormes agujeros en el estómago del vampanez—. Esto fue lo que lo volvió
loco. La sangre de los vampanezes y los vampiros es venenosa. Si no lo hubieses
matado tú, en cualquier caso habría muerto en una noche o dos.
—Así que aquí estaba nuestro misterioso vampanez —gruñó Gavner—. No me
extraña que no pudiéramos encontrarlo.
—Ya no tenemos que preocuparnos más por él, ¿verdad? —suspiré.
—Todo lo contrario —masculló Mr. Crepsley—. Ahora tenemos más razones
que antes para preocuparnos.
—¿Por qué? —pregunté—. Está muerto, ¿no?
—Lo está —convino Mr. Crepsley, y entonces señaló las piedras que había
sobre el vampanez—. ¿Pero quién lo enterró?
***
Acampamos al pie de un acantilado, y con ramas y hojas construimos un
refugio donde los vampiros pudieran dormir a salvo del Sol. Una vez que
estuvieron dentro, Harkat y yo nos sentamos junto a la entrada, y la Personita nos
contó su increíble historia. Los lobos se habían ido a cazar, excepto Rudi, que
dormitaba hecho un ovillo en mi regazo.
—Mis recuerdos... no son... completos —dijo Harkat. Hablar no le resultaba
fácil, y se detenía repetidas veces para tomar aliento—. Muchos están... borrosos.
Os contaré... lo que... recuerde. En primer lugar... soy un... fantasma.
Nos quedamos con la boca abierta.
—¡Un fantasma! —exclamó Mr. Crepsley—. ¡Qué absurdo!
—Desde luego —convino Gavner con una sonrisa—. Los vampiros no creemos
en esos disparates, ¿verdad, Larten?
Antes de que Mr. Crepsley pudiera responder, Harkat se corrigió:
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
39
—Lo que quise... decir... es que era... un fantasma. Todas... las Personitas... lo
fueron. Hasta... que aceptaron las condiciones... de Mr. Tiny.
—No comprendo —dijo Gavner—. ¿Aceptar qué condiciones? ¿Cómo?
—Mr. Tiny puede... hablar con... los muertos —explicó Harkat—. Yo no...
abandoné la Tierra... cuando morí. Mi alma... no podía. Estaba... atrapado. Mr.
Tiny me... encontró. Dijo que me daría... un... cuerpo, y así yo... podría volver a la
vida. A cambio... debía servirle, como una... Personita.
Según Harkat, cada Personita había hecho un pacto con Mr. Tiny, y cada
acuerdo era distinto. No tendrían que servirle para siempre. Tarde o temprano,
serían libres, y algunos seguirían viviendo en sus pequeños cuerpos grises, otros
renacerían, y otros se dirigirían al Cielo o al Paraíso o a donde quiera que vayan
las almas de los muertos.
—¿Tanto poder tiene Mr. Tiny? —inquirió Mr. Crepsley.
Harkat asintió.
—¿Y cuál fue el pacto que tú hiciste con él? —pregunté con curiosidad.
—No lo... sé —dijo—. No puedo... recordarlo.
Había muchas cosas que no podía recordar. No sabía quién había sido cuando
estaba vivo, ni cuándo o dónde había vivido, ni cuánto tiempo llevaba muerto. ¡Ni
siquiera sabía si era un hombre o una mujer! Las Personitas eran asexuadas, lo que
significaba que no eran ni machos ni hembras.
—¿Entonces cómo hay que decirte? —preguntó Gavner—. ¿Él? ¿Ella? ¿Eso?
—Él... servirá —dijo Harkat.
Sus ropas azules y sus capuchas eran para aparentar. Sus mascarillas, por otro
lado, les resultaban necesarias, y llevaban varias de repuesto, ¡algunas cosidas en
la misma piel para salvaguardarlas mejor! El aire era letal para ellos: si respiraban
aire corriente durante diez o doce horas, morirían. Sus mascarillas poseían una
sustancia química que filtraba el aire.
—¿Cómo podéis morir, si ya estáis muertos? —pregunté, confuso.
—Mi cuerpo puede... morir, como el de... todo el mundo. Si lo hiciera... mi
alma regresaría... al lugar donde... estaba.
—¿Podrías hacer otro pacto con Mr. Tiny? —inquirió Mr. Crepsley.
Harkat meneó la cabeza.
—No estoy seguro. Pero no... lo creo. La posibilidad de... vivir un poco más...
es todo lo que creo... que conseguiremos.
Las Personitas no podían leer la mente. Por eso no hablaban nunca. No estaba
seguro de si los demás también podían hablar. Cuando le pregunté por qué nunca
había hablado antes, esbozó una torcida sonrisa y dijo que nunca había tenido que
hacerlo.
—Pero debe haber una razón —insistió Mr. Crepsley—. Hace cientos de años
que sabemos de la existencia de las Personitas, y ninguna ha hablado jamás, ni
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
40
siquiera cuando agonizan o sufren un terrible dolor. ¿Por qué has roto tú un
silencio tan largo? ¿Por qué?
Harkat vaciló.
—Tengo un... mensaje —dijo finalmente—. Mr. Tiny... me encargó... que se lo
diera... a los Príncipes Vampiros. Así que... tendría que hablar... tarde o temprano.
—¿Un mensaje? —Mr. Crepsley se inclinó hacia él, mirándolo con intensidad,
pero volvió a retirarse hacia las sombras del refugio al recibir un rayo de Sol—.
¿Qué clase de mensaje?
—Es para... los Príncipes —dijo Harkat—. No creo que deba... decíroslo.
—Vamos, Harkat —le apremié—. No les diremos que nos lo ha contado.
Puedes confiar en nosotros.
—¿No lo... diréis? —les preguntó a Mr. Crepsley y a Gavner.
—Mis labios están sellados —juró Gavner.
Mr. Crepsley vaciló antes de hacer la promesa, pero finalmente asintió.
Harkat realizó una larga y trémula inspiración.
—Mr. Tiny me dijo... que les dijera... a los Príncipes que la... noche del... Lord
Vampanez... está cerca. Eso es... todo.
—¿Que la noche del Lord Vampanez está cerca? —repetí—. ¿Qué clase de
mensaje es ése?
—No sé... lo que... significa —dijo Harkat—. Sólo soy... el mensajero.
—Gavner, ¿qué...? —comencé a preguntar, pero me detuve al ver la expresión
de los vampiros. Aunque el mensaje de Harkat no tuviera sentido para mí,
obviamente sí lo tenía para ellos. Sus rostros estaban más pálidos de lo habitual, y
temblaban de miedo. De hecho, no habrían parecido más aterrorizados si se
hubieran encontrado en campo abierto ante la inminente la salida del Sol.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 10
Mr. Crepsley y Gavner no me explicaron enseguida el significado del mensaje
de Harkat (estaban demasiado anonadados para hablar) y tuve que escuchar la
historia dosificada durante las siguientes tres o cuatro noches, la mayor parte por
boca de Gavner Purl.
Tenía que ver con lo que Mr. Tiny había dicho a los vampiros hacía siglos,
cuando los vampanezes se apartaron de ellos. Una vez que los enfrentamientos
cesaron, visitó a los Príncipes en la Montaña de los Vampiros y les dijo que los
vampanezes no contaban con una “estructura jerárquica” (un término de Mr.
Crepsley), lo cual quería decir que no había Generales ni Príncipes Vampanezes.
Nadie recibía ni daba órdenes.
—Fue una de las razones por las que se apartaron de nosotros —dijo Gavner—.
No les gustaba la manera de hacer las cosas de los vampiros. Pensaban que era
injusto que los vampiros corrientes tuvieran que responder ante los Generales, y
éstos ante los Príncipes.
Bajando la voz para que no le oyera Mr. Crepsley, añadió:
—Para serte sincero, estoy de acuerdo con eso. Es hora de cambiar. El sistema
de los vampiros ha funcionado durante siglos, pero no significa que sea perfecto.
—¿Quiere decir que preferiría ser un vampanez? —pregunté, escandalizado.
—¡Claro que no! —rió—. Son asesinos, y permiten que vampanezes chiflados
como Murlough campen por ahí a sus anchas. No son en absoluto mejores que los
vampiros. Pero eso no significa que algunas de sus ideas no deban ser tenidas en
cuenta.
“No cometear durante el camino a la Montaña de los Vampiros, por ejemplo: es
una norma ridícula, pero sólo puede ser cambiada por los Príncipes, quienes no
tienen que cambiar algo si no quieren, pese a lo que el resto de nosotros
pensemos. Los Generales deben hacer todo lo que los Príncipes digan, y los
vampiros corrientes están obligados a obedecer a los Generales.
Aunque los vampanezes no creen en líderes, Mr. Tiny dijo que una noche se
presentaría un campeón. Sería conocido como el Lord Vampanez, y los
vampanezes le seguirían ciegamente y acatarían su voluntad.
—¿Y qué hay de malo en eso? —pregunté.
—Espera a oír lo siguiente —dijo Gavner gravemente—. Por lo visto, no
mucho después de la ascensión al poder del Lord Vampanez, conducirá a los
suyos a la guerra contra los vampiros. Y será una guerra, advirtió Mr. Tiny, que
los vampiros no podremos ganar. Seremos exterminados.
—¿Eso es verdad? —pregunté, horrorizado.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
42
Gavner se encogió de hombros.
—Eso es lo que nos hemos estado preguntando durante setecientos años. Nadie
duda de los poderes de Mr. Tiny (ya ha demostrado que puede ver el futuro), pero
a veces miente. Es un pequeño y maligno gusano.
—¿Por qué no persiguen a los vampanezes y los matan a todos? —inquirí.
—Mr. Tiny dijo que algunos vampanezes sobrevivirían y el Lord Vampanez
llegaría, como se profetizó. Además, la guerra contra los vampanezes causó
demasiadas bajas. Los humanos nos dieron caza y podrían haber acabado con
nosotros. Lo mejor fue declarar una tregua y olvidar nuestras rencillas.
—¿Y no hay forma de que los vampiros puedan ganar a los vampanezes? —
pregunté.
—No estoy seguro —repuso Gavner, rascándose la cabeza—. Hay más
vampiros que vampanezes, y somos tan fuertes como ellos, así que no veo por qué
no habríamos de derrotarles. Pero Mr. Tiny dijo que el número no importa.
Aunque queda una esperanza —agregó—: la Piedra de Sangre.
—¿Qué es eso?
—Ya lo verás cuando lleguemos a la Montaña de los Vampiros. Es un icono
mágico, sagrado para nosotros. Mr. Tiny dijo que si lográbamos evitar que cayera
en manos de los vampanezes, una noche, mucho después de que hubiésemos
perdido la batalla, los vampiros tendrían una oportunidad para resurgir de sus
cenizas y prosperar de nuevo.
—¿Cómo? —inquirí, frunciendo el ceño.
Gavner sonrió.
—Esa es una cuestión que, cuanto más se la plantean, más intriga a los
vampiros. Si encuentras la respuesta, házmelo saber —dijo, con un guiño, y la
conversación terminó con aquella preocupante incógnita.
***
Una semana después, llegamos a la Montaña de los Vampiros.
No era la montaña más alta de la región, pero era empinada y tortuosa, y
parecía casi imposible de escalar.
—¿Dónde está el palacio? —pregunté, entornando los ojos hacia la cumbre
nevada, que parecía apuntar directamente hacia la Luna casi llena sobre nuestras
cabezas.
—¿Qué palacio? —replicó Mr. Crepsley.
—Donde viven los Príncipes Vampiros.
Mr. Crepsley y Gavner estallaron en carcajadas.
—¿Qué es tan divertido? —inquirí secamente.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
43
—¿Cuánto tiempo crees que podríamos pasar desapercibidos si hubiésemos
construido un palacio sobre una montaña? —preguntó Mr. Crepsley.
—¿Entonces dónde...? —De repente lo comprendí—. ¡Está en el interior de la
montaña!
—Pues claro —sonrió Gavner—. La montaña es como una inmensa colmena de
cuevas y cámaras. En ella se almacena todo lo que un vampiro puede desear:
ataúdes, tinajas de sangre humana, comida y vino. Sólo verás a los vampiros en el
exterior cuando vayan o vuelvan de cazar.
—¿Cómo vamos a entrar? —pregunté.
Mr. Crepsley se dio unos golpecitos a un lado de la nariz.
—Mira y observa.
Recorrimos la rocosa base de la montaña. Mr. Crepsley y Gavner estaban muy
excitados, aunque sólo Gavner lo demostraba. El vampiro más viejo se
comportaba tan desabridamente como de costumbre, y sólo cuando pensaba que
nadie lo miraba, se permitía una sonrisa y se frotaba las manos con anticipación.
Llegamos a un riachuelo de unos veinte pies de anchura. El agua fluía a
raudales, bajando velozmente hacia las planas llanuras allá a lo lejos. Mientras
seguíamos nuestro camino corriente arriba, un lobo solitario apareció a poca
distancia y lanzó un aullido. Streak y los otros lobos se detuvieron de inmediato.
Las orejas de Streak se alzaron; escuchó un momento, y entonces respondió al
aullido. Meneaba la cola cuando se volvió hacia mí.
—Se está despidiendo —me informó Mr. Crepsley, pero yo ya lo había
supuesto.
—¿Tienen que irse? —pregunté.
—Para esto vinieron: para encontrar a otros de su especie. Sería cruel pedirles
que se quedaran con nosotros.
Asentí, abatido, y me incliné hacia Streak para rascarle las orejas.
—Ha sido un placer conocerte, Streak —dije. Luego le di unas palmaditas a
Rudi—: Te echaré de menos, renacuajo miserable.
Los lobos adultos empezaron a alejarse. Rudi vaciló, mirándome a mí y a los
lobos que se iban. Por un segundo pensé que elegiría permanecer a mi lado, pero
entonces lanzó un ladrido, frotó la húmeda nariz contra mis pies desnudos y echó
a correr tras los demás.
—Volverás a verle —me prometió Gavner—. Los buscaremos cuando nos
vayamos.
—Sí —sorbí, intentando fingir que me traía sin cuidado—. Estaré bien. Sólo
son una panda de viejos lobos tontos. No me importa.
—Claro que no —sonrió Gavner.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
44
—Vamos —dijo Mr. Crepsley, conduciéndonos corriente arriba—. No
podemos quedarnos aquí toda la noche, suspirando por unos cuantos lobos
sarnosos.
Le lancé una mirada feroz, y carraspeó incómodo.
—Ya sabes —añadió suavemente— que los lobos no olvidan una cara. El
cachorro aún te recordará cuando sea un viejo lobo gris.
—¿De verdad? —pregunté.
—Sí —dijo, y entonces se volvió y continuó caminando. Gavner y Harkat le
siguieron. Por última vez, lancé una mirada por encima de mi hombro a los lobos
que se alejaban, suspiré tristemente, y luego cogí mi mochila y los seguí.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
45
CAPÍTULO 11
Cruzamos sobre la abertura de la que el arroyo fluía atropelladamente de la
montaña. El ruido resultaba ensordecedor, especialmente para los súper sensitivos
oídos de un vampiro, así que nos dimos toda la prisa que pudimos. Las rocas
estaban resbaladizas, y en algunos puntos teníamos que formar una cadena.
Gavner y yo resbalamos en una zona muy helada. Yo iba delante, sujetándome de
Mr. Crepsley, pero la atracción de la caída me hizo soltarme. Afortunadamente,
Harkat agarró a Gavner y nos subió a los dos.
Llegamos a la entrada de un túnel un cuarto de hora después. No habíamos
tenido que trepar demasiado, pero al mirar abajo comprobé lo empinada que había
sido la escalada. Me alegré de no tener que subir por una montaña más alta.
Mr. Crepsley entró primero. Yo fui tras él. El interior del túnel estaba oscuro.
Iba a preguntarle a Mr. Crepsley si sería conveniente detenernos a encender unas
antorchas, pero mientras avanzábamos cautelosamente, advertí que más adelante
el túnel adquiría luminosidad.
—¿De dónde viene la luz? —pregunté.
—Es liquen luminoso —repuso Mr. Crepsley.
—¿Eso es un trabalenguas o una respuesta? —rezongué.
—Es una clase de hongo que emite luz —explicó Gavner—. Crece en ciertas
cuevas y en el fondo del océano.
—Ah, vale. ¿Crece por toda la montaña?
—No en todas partes. Utilizamos antorchas en las zonas donde no lo hay.
Delante de nosotros, Mr. Crepsley se detuvo y soltó una maldición.
—¿Qué ocurre? —inquirió Gavner.
—La entrada de la cueva —suspiró—. Éste no es el camino.
—¿Eso significa que no podemos entrar por aquí? —pregunté, alarmado ante la
idea de tener que desandar el camino después de haber avanzado tanto.
—Hay otros caminos —dijo Gavner—. La montaña está llena de túneles. Sólo
tenemos que volver y buscar otro.
—Pues será mejor que nos demos prisa —dijo Mr. Crepsley—. No tardará en
amanecer.
Regresamos cansinamente por donde habíamos venido, esta vez con Harkat al
frente. Una vez fuera, nos movimos lo más rápido que pudimos (que no era
mucho, dado lo traicionero del terreno), y llegamos a la entrada del siguiente túnel
minutos después de que el Sol comenzara a despuntar. Este nuevo túnel no era tan
amplio como el otro, y los dos vampiros tuvieron que inclinarse aún más para
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
46
avanzar. Harkat y yo sólo teníamos que agachar la cabeza. Allí no era tan
abundante el liquen luminoso, aunque a nuestra desarrollada visión le bastaba.
Después de un rato, me di cuenta de que bajábamos en lugar de subir. Le
pregunté a Gavner por qué.
—Es sólo la trayectoria del túnel —dijo—. Ya subiremos.
Una media hora más tarde, el camino se interrumpió. Al doblar una esquina,
ascendía casi verticalmente, y nos obligó a emprender una ardua escalada. Las
paredes se estrechaban contra nosotros, y yo estaba seguro de que no era al único
al que los nervios le dejaron la boca seca. Poco después, el túnel se niveló y se
abrió a una pequeña gruta, donde nos detuvimos a descansar. Podía oír el rumor
del riachuelo que habíamos cruzado antes, agitándose no muy lejos, bajo nuestros
pies.
Había cuatro túneles que salían de la cueva. Le pregunté a Gavner cómo sabría
Mr. Crepsley por cuál debíamos ir.
—El túnel correcto está marcado —dijo, conduciéndome hacia ellos y
señalando una flecha pequeñita tallada en la pared al pie de uno de los túneles.
—¿A dónde conducen los otros? —pregunté.
—A callejones sin salida, a otros túneles o a las Cámaras.
Las Cámaras era como llamaban a aquellas zonas de la montaña habitadas por
los vampiros.
—Hay muchos túneles que aún no han sido explorados y no aparecen en los
mapas. Nunca te desvíes del camino —me advirtió—. Sería muy fácil que te
perdieras.
Mientras los otros descansaban, fui a echarle un vistazo a Madam Octa, por si
tenía hambre. Se había pasado durmiendo la mayor parte del viaje (no le gustaba
el frío), pero se despertaba de vez en cuando para comer. Cuando me disponía a
retirar el paño que cubría la jaula, vi a una araña arrastrándose hacia nosotros. No
eran tan grande como Madam Octa, pero parecía peligrosa.
—¡Gavner! —exclamé, apartándome de la jaula.
—¿Qué ocurre?
—Una araña.
—Oh —sonrió—, no te preocupes. La montaña está llena de ellas.
—¿Son venenosas? —pregunté, inclinándome para estudiar a la araña, que
examinaba la jaula con gran interés.
—No —respondió—. Su mordedura no es peor que la picadura de una abeja.
Retiré el paño de la jaula, sintiendo curiosidad por saber lo que haría Madam
Octa cuando descubriera a la otra araña. Inmóvil en su sitio, pareció ignorarla,
mientras la otra araña se acercaba lentamente hacia la jaula. Yo sabía mucho de
arañas (había leído muchos libros sobre los arácnidos y visto documentales en
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
47
televisión cuando era más joven), pero nunca antes había visto una así. Era más
peluda que ninguna, y de un extraño color amarillo.
Cuando la araña se fue, alimenté a Madam Octa con un par de insectos y volví
a cubrir su jaula con el paño. Me acosté junto los otros y eché una siesta durante
unas horas. En algún momento me pareció oír risitas de niños en uno de los
túneles. Me senté de golpe, aguzando el oído, pero ya no se oía nada.
—¿Qué ocurre? —rezongó Gavner suavemente, abriendo un ojo a medias.
—Nada —dije, inseguro, y le pregunté a Gavner si en la montaña vivían niños
vampiros.
—No —dijo, cerrando el ojo otra vez—. Que yo sepa, tú eres el único niño que
ha recibido nuestra sangre.
—Entonces habrá sido mi imaginación —bostecé, y volví a acostarme, aunque
mantuve el oído alerta mientras dormitaba.
***
Más tarde, nos levantamos y continuamos adentrándonos en el interior de la
montaña, a través de los túneles señalizados con flechas. Después de lo que me
parecieron siglos, llegamos ante una gran puerta de madera que bloqueaba el
túnel. Mr. Crepsley se arregló un poco y sus nudillos golpearon con fuerza la
puerta. Como no hubo una respuesta inmediata, llamó una y otra vez.
Finalmente escuchamos sonidos al otro lado, y la puerta se abrió. La luz de una
antorcha relumbró en el umbral. El brillo nos cegó después de haber caminado
durante tanto tiempo en la oscuridad de los túneles, y nos protegimos los ojos
hasta que se adaptaron a la luminosidad.
Un vampiro delgado y vestido de verde oscuro nos miró inquisitivamente.
Frunció el ceño al vernos a Harkat y a mí y sujetó firmemente la larga lanza que
portaba. Vi a otros detrás de él, también vestidos de verde, y todos armados.
—¿Qué os trae ante la Puerta? —espetó el guardia. Los vampiros me habían
dicho que así era como se recibía a los recién llegados.
—Soy Larten Crepsley y vengo al Consejo —se presentó Mr. Crepsley. Ésa era
la respuesta habitual.
—Soy Gavner Purl y vengo al Consejo —siguió Gavner.
—Soy Darren Shan y vengo al Consejo —dije al guardia.
—Soy... Harkat Mulds... y vengo… al Consejo —resolló Harkat.
—La Puerta reconoce a Larten Crepsley —dijo el guardia—, y también Gavner
Purl. Pero los otros dos... —Nos apuntó con su lanza y meneó la cabeza.
—Son nuestros compañeros de viaje —explicó Mr. Crepsley—. El chico es mi
asistente. Es un semi-vampiro.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
48
—¿Respondes por él? —inquirió el guardia.
—Sí.
—Entonces, la Puerta reconoce a Darren Shan. —Ahora la punta de la lanza
señaló firmemente a Harkat—: Pero éste no es un vampiro. ¿Por qué viene al
Consejo?
—Su nombre es Harkat Mulds. Es una Personita, y...
—¡Una Personita! —exclamó el guardia, bajando la lanza. Se inclinó hacia
Harkat y estudió su rostro con descaro (Harkat se había quitado la capucha cuando
entramos en los túneles para ver mejor) —. Qué ejemplar tan feo, ¿verdad? —
comentó el guardia. Si no hubiera llevado una lanza, le habría llamado la atención
sobre su grosería—. Creía que las Personitas no podían hablar.
—Todos los creíamos —dijo Mr. Crepsley—. Pero pueden hacerlo. Al menos,
éste. Trae un mensaje para los Príncipes y debe dárselo personalmente.
—¿Un mensaje? —El guardia se rascó la barbilla con la punta de la lanza—.
¿De quién?
—De Desmond Tiny —respondió Mr. Crepsley.
El guardia palideció, se puso firme y se apresuró a decir:
—La Puerta reconoce a la Personita llamada Harkat Mulds. Las Cámaras se
abren para todos vosotros. Entrad y sed bienvenidos.
Dio un paso atrás y nos dejó pasar. Un par de segundos después, la puerta se
cerró a nuestra espalda y nuestra búsqueda de las Cámaras de la Montaña de los
Vampiros llegó a su fin.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
49
CAPÍTULO 12
Uno de los guardias vestidos de verde nos escoltó a la Cámara de Osca Velm,
que era una Cámara de bienvenida (la mayoría de las Cámaras llevaban los
nombres de vampiros famosos). Ésta era una pequeña gruta de paredes llenas de
protuberancias y negras del mugre y el hollín acumulados durante décadas. Era
cálida y estaba iluminada por un par de candelabros, de los que se desprendía un
humo que inundaba gratamente la estancia (el humo salía lentamente de la
caverna a través de grietas naturales y agujeros del techo). Había varias mesas
toscamente talladas y banquetas, donde los vampiros que llegaban podían sentarse
a descansar o a comer (las patas de las mesas estaban hechas de huesos de
animales grandes). Junto a las paredes había cestas hechas a mano llenas de
zapatos, que los recién llegados podían utilizar. También podías informarte de
quién asistía al Consejo: había una gran losa negra sobre una pared, con el nombre
de cada vampiro que iba llegando grabado en ella. Mientras nos sentábamos a la
larga mesa de madera, vi a un vampiro subirse a un escabel y añadir nuestros
nombres a la lista. Tras escribir el de Harkat, añadió entre paréntesis “una
Personita”.
No había demasiados vampiros en la tranquila y neblinosa Cámara: sólo
estábamos nosotros, algunos más que habían llegado hacía poco, y un par de
aquellos guardias de los uniformes verdes. Un vampiro de largos cabellos, sin
camisa, se acercó a nosotros con dos barriletes redondos. Uno estaba repleto de
barras de pan duro, y el otro, medio lleno de ternillosos pedazos de carne cruda y
también cocida.
Cogimos cuanto quisimos y nos sentamos a la mesa (allí no había platos),
empleando las uñas y los dientes para arrancar los pedazos. El vampiro volvió con
tres grandes jarras llenas de sangre humana, vino y agua. Pedí un vaso, pero
Gavner me dijo que debía beber directamente de las jarras. Era difícil (me empapé
de agua la barbilla y el pecho cuando lo intenté por primera vez), pero era más
divertido que beber de una copa.
El pan estaba rancio, pero el vampiro trajo unos cuencos de caldo caliente (los
cuencos habían sido esculpidos en los cráneos de diversas bestias), y tras partirlo
en trozos y mojarlo en el caldo oscuro y espeso uno segundos, sabía muy bien.
—Está delicioso —dije, masticando ruidosamente mi tercer pedazo.
—De lo mejor —convino Gavner. Él ya iba por el quinto.
—¿Por qué no prueba el caldo? —le pregunté a Mr. Crepsley, que comía el pan
seco.
—Porque no me gusta el caldo de murciélago —respondió.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
50
Mi mano se detuvo a medio camino de mi boca. El trozo de pan empapado que
sujetaba cayó sobre la mesa.
—¿Caldo de murciélago? —aullé.
—Por supuesto —dijo Gavner—. ¿De qué creías que era?
Me quedé mirando aquel líquido oscuro en mi cuenco. No había buena
iluminación en la caverna, pero al fijarme ahora descubrí una alita fina y coriácea
flotando en el caldo.
—¡Creo que voy a vomitar! —gemí.
—No seas tonto —rió Gavner—. Te encantaba cuando no sabías lo que era. Tú
sólo imagina que es una deliciosa sopa de pollo... ¡Comerás cosas peores que
caldo de murciélago mientras dure nuestra estancia en la Montaña de los
Vampiros!
Aparté el cuenco.
—La verdad es que ya estoy lleno —murmuré—. No tengo más ganas.
Miré a Harkat, que apuraba la última gota de caldo de su cuenco con un grueso
trozo de pan.
—¿No te importa comer murciélagos? —pregunté.
Harkat se encogió de hombros.
—No tengo... sentido del gusto... amigos. Toda la comida... sabe igual... para
mí.
—¿No puedes saborear nada? —inquirí.
—Murciélagos... perros... fango... No hay diferencia. Tampoco tengo...sentido
del olfato. Por eso... no tengo nariz.
—Eso es algo que siempre he querido preguntar —dijo Gavner—. Si no puedes
oler nada porque no tienes nariz, ¿cómo puedes escuchar si no tienes orejas?
—Tengo... orejas —respondió Harkat—. Están bajo... la piel. —Señaló dos
puntos a cada lado de sus redondos ojos verdes (llevaba la capucha baja).
Gavner se inclinó hacia Harkat sobre la mesa para examinar sus orejas.
—¡Las veo! —exclamó, y todos lo imitamos como tontos.
A Harkat no le importó. Le gustaba ser el centro de atención. Sus orejas eran
como dátiles secos, apenas visibles bajo la piel gris.
—¿Puedes oír a pesar de tenerlas bajo la piel? —preguntó Gavner.
—Bastante bien —repuso Harkat—. No tanto como... los vampiros. Pero
mejor... que los humanos.
—¿Y cómo es que tienes orejas pero no nariz? —pregunté yo.
—Mr. Tiny... no me dio... una nariz. Nunca le pregunté... por qué. Quizás a
causa... del aire. Necesitaríamos... otra mascarilla... para la nariz.
Era extraño pensar que Harkat no pudiese oler el almizclado aire de la Cámara
ni saborear el caldo de murciélago. ¡Ahora entendía que las Personitas nunca se
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
51
quejaran cuando les traía aquellos animales podridos y apestosos, muertos desde
Dios sabía cuándo!
Iba a preguntarle a Harkat si tenía limitado algún otro sentido, cuando un viejo
vampiro ataviado de rojo se sentó frente a Mr. Crepsley y sonrió.
—Te esperaba hace semanas —dijo—. ¿Por qué has tardado tanto?
—¡Seba! —rugió Mr. Crepsley, y saltó por encima de la mesa para darle un
abrazo al viejo vampiro. Yo estaba sorprendido: nunca le había visto comportarse
de una forma tan afectuosa hacia otra persona. Estaba radiante cuando soltó al
vampiro. —Ha pasado mucho tiempo, viejo amigo.
—Demasiado —convino el vampiro más viejo—. A menudo te he buscado
mentalmente, esperando que estuvieras cerca. Cuando sentí que venías, casi no
podía creérmelo.
El vampiro más viejo nos miró de reojo a Harkat y a mí. Estaba arrugado y
consumido por la edad, pero en sus ojos ardía la luz de un hombre joven.
—¿No vas a presentarme a tus amigos, Larten? —inquirió.
—Por supuesto —dijo Mr. Crepsley—. A Gavner Purl ya le conoces.
—Gavner —saludó el vampiro.
—Seba —correspondió Gavner.
—Éste es Harkat Mulds —dijo Mr. Crepsley.
—Una Personita —observó Seba—. No había vuelto a ver una desde que Mr.
Tiny nos visitó cuando yo era un muchacho. Bienvenido, Harkat Mulds.
—Hola —respondió Harkat.
Seba parpadeó lentamente.
—¿Puede hablar?
—Espera a oír lo que tiene que decir —dijo Mr. Crepsley sombríamente.
Luego se volvió hacia mí y me presentó—: Y éste es Darren Shan... mi asistente.
—Bienvenido, Darren Shan—me sonrió Seba, y miró a Mr. Crepsley
extrañado—. ¿Tú, Larten... con un asistente?
—Lo sé —carraspeó Mr. Crepsley—. Siempre dije que nunca tendría uno.
—Y tan joven —murmuró Seba—. Los Príncipes no lo aprobarán.
—La mayoría, probablemente no —admitió Mr. Crepsley tristemente. Luego
dejó a un lado su melancolía—. Darren, Harkat, éste es Seba Nile, el intendente de
la Montaña de los Vampiros. No os dejéis engañar por su edad: es tan astuto,
inteligente y taimado como cualquier vampiro, y hasta aventaja a quien intente
superarle.
—Cosa que sabes por experiencia —rió Seba entre dientes—. ¿Recuerdas
cuando te propusiste robar media cuba de mi mejor vino y reemplazarlo por otro
de mala calidad?
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
52
—Por favor —dijo Mr. Crepsley con expresión dolida—. Por aquel entonces
era joven y estúpido. No necesito que me lo recuerdes.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, encantado ante el malestar del vampiro.
—Cuéntaselo, Larten —dijo Seba, y Mr. Crepsley obedeció a regañadientes,
como un niño pequeño.
—Primero sacó el vino —refunfuñó—. Vació la cuba y lo reemplazó por
vinagre. Me bebí media botella antes de darme cuenta. Me pasé toda la noche
vomitando.
—¡No! —Gavner se echó a reír.
—Era joven —gruñó Mr. Crepsley—. No lo conocía bien.
—Pero aprendiste, ¿eh, Larten? —recalcó Seba.
—Sí —sonrió Mr. Crepsley—. Seba fue mi tutor. Él me enseñó casi todo lo
que sé.
Los tres vampiros se pusieron a hablar de los viejos tiempos, y me senté a
escucharlos. La mayor parte de las cosas que decían no despertaron mi interés
(nombres de personas y lugares que no significaban nada para mí), y al cabo de un
rato me recosté y me dediqué a contemplar la caverna, observando las
parpadeantes luces de los candelabros y las formas que el humo trazaba en el aire.
Sólo me di cuenta de que me estaba quedando dormido cuando Mr. Crepsley me
sacudió suavemente y abrí los ojos de golpe.
—El muchacho está cansado —observó Seba.
—Nunca había hecho un viaje como éste —dijo Mr. Crepsley—. No está
acostumbrado a soportar semejantes privaciones.
—Vamos —dijo Seba, incorporándose—. Os conduciré a vuestras
habitaciones. Él no es el único que necesita descansar. Ya seguiremos hablando
mañana.
Como intendente de la Montaña de los Vampiros, Seba se encargaba de los
almacenes y las dependencias. Su trabajo consistía en asegurarse de que hubiera
suficiente comida, bebida y sangre para todos, y de que cada vampiro tuviera un
lugar donde dormir. Tenía ayudantes, pero él lo supervisaba todo. Aparte de los
príncipes, Seba era el vampiro más respetado de la montaña.
Seba me pidió que caminara a su lado mientras salíamos de la Cámara de Osca
Velm para dirigirnos a nuestros dormitorios. Me señaló varias Cámaras mientras
andábamos, diciéndome sus nombres (la mayoría impronunciables para mí, y que
no me molesté en memorizar) y para qué se utilizaban.
—Lleva tiempo habituarse —dijo, al ver mi aturdida mirada—. Las primeras
noches te sentirás perdido, pero te acabarás acostumbrando a este lugar.
La red de túneles que conectaban las Cámaras con los dormitorios era fría y
húmeda, a pesar de las antorchas, pero las diminutas habitaciones (cinceladas en
la roca) eran luminosas y cálidas, cada una iluminada por una poderosa antorcha.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
53
Seba nos preguntó si queríamos una habitación grande para todos, o si
preferíamos habitaciones separadas.
—Separadas —respondió inmediatamente Mr. Crepsley—. Ya he aguantado
bastante los ronquidos de Gavner durante el viaje.
—¡Qué encantador! —resopló Gavner.
—A Harkat y a mí no nos importaría compartir una, ¿verdad? —dije, reacio a
dormir solo en un lugar extraño.
—Por mí... de acuerdo —aceptó Harkat.
En todas las habitaciones había ataúdes en lugar de camas, pero cuando Seba
vio mi expresión de disgusto, se echó a reír y dijo que podía conseguirme una
hamaca si quería.
—Te enviaré a uno de mis ayudantes mañana —prometió—. Dile lo que
necesitas y te lo traerá. ¡Me gusta cuidar bien de mis invitados!
—Gracias —dije, contento por no tener que dormir en un ataúd todos los días.
Seba se dispuso a marcharse.
—¡Espera! —le detuvo Mr. Crepsley—. Hay algo que quiero enseñarte.
—¿Sí? —sonrió Seba.
—Darren —dijo Mr. Crepsley—, saca a Madam Octa.
Cuando Seba vio a la araña, se quedó sin respiración y la contempló como si
quisiera memorizar cada detalle de ella.
—¡Oh, Larten! —suspiró—. ¡Qué belleza!
Tomó la jaula de mis manos (con sumo cuidado) y abrió la puertecilla.
—¡No! —siseé—. ¡No la saque! ¡Es venenosa!
Seba simplemente sonrió y metió la mano en la jaula.
—Nunca he visto una araña a la que no pueda hechizar —dijo.
—¡Pero...!
—No pasa nada, Darren —dijo Mr. Crepsley—. Seba sabe lo que hace.
El viejo vampiro atrajo a la araña con los dedos y la hizo salir de la jaula. Ella
se acomodó confortablemente en la palma de su mano. Seba inclinó el rostro hacia
ella y silbó suavemente. Las patas de la araña se agitaron, y por su absorta mirada
supe que se estaban comunicando mentalmente.
Seba dejó de silbar y Madam Octa le trepó por el brazo. Llegó al hombro y de
allí a la barbilla, bajo la cual se acurrucó y se relajó. ¡No podía creerlo! Yo tenía
que silbar todo el tiempo (con la flauta, no con los labios) y concentrarme
ferozmente para que no me mordiera, pero con Seba era completamente sumisa.
—Es maravillosa —dijo Seba, acariciándola—. Tienes que contarme más
cosas de ella cuando puedas. Creía conocer todas las clases de arañas existentes,
pero ésta es nueva para mí.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
54
—Pensé que te gustaría —sonrió Mr. Crepsley—. Por eso la traje. Quería
regalártela.
—¿Te desprenderías de una araña tan maravillosa? —preguntó Seba.
—Para ti, viejo amigo... cualquier cosa.
Seba le sonrió a Mr. Crepsley, y luego miró a Madam Octa. Suspiró con pesar
y meneó la cabeza.
—No puedo aceptar —dijo—. Soy viejo y ya no tengo tanta energía como
antes. Y estoy ocupado intentando mantener el ritmo en tareas que una vez
realizaba sin el menor esfuerzo. No tengo tiempo para cuidar de una mascota tan
exótica.
—¿Estás seguro? —inquirió Mr. Crepsley, decepcionado.
—Me encantaría tenerla, pero no puedo. —Metió de nuevo a Madam Octa en
su jaula y me la entregó—. Sólo los jóvenes poseen suficiente energía para
atender las necesidades de arañas de tal calibre. Cuídala, Darren Shan... Es muy
hermosa y muy rara.
—Estaré pendiente de ella —prometí. Una vez pensé también que la araña era
hermosa, hasta que mordió a mi mejor amigo y me hizo convertirme en un semi-
vampiro.
—Ahora —dijo Seba—, debo irme. No sois los únicos recién llegados. Hasta
que volvamos a vernos... adiós.
No había puertas en las diminutas habitaciones. Mr. Crepsley y Gavner nos
dieron las buenas noches antes de dirigirse a sus ataúdes. Harkat y yo entramos en
nuestra habitación y contemplamos nuestros arcones.
—No creo que quepas ahí —dije.
—No hay... problema. Puedo dormir... en el suelo.
—En ese caso, buenas noches. —Eché un vistazo a la cueva—. ¿O debería
decir buenos días? Aquí dentro es imposible saberlo.
No me gustaba la idea de tener que meterme en el ataúd, pero me contenté
pensando que sólo sería por esa vez. Me acosté dentro, con la tapa abierta,
mirando el techo de piedra gris. Pensaba que, con la excitación de haber llegado al
fin a la Montaña de los Vampiros, el sueño tardaría en llegar, pero en cuestión de
minutos ya lo había hecho, y dormí tan contento como si hubiera estado en mi
hamaca del Cirque Du Freak.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 13
Harkat estaba de pie en su ataúd cuando me desperté, con sus ojos verdes
completamente abiertos. Me desperecé y le di los buenos días. Tras una breve
pausa, sacudió la cabeza y me miró.
—Buenos días —respondió.
—¿Desde cuándo estás despierto? —pregunté.
—Me desperté... ahora. Cuando tú... me has hablado. Me quedé dormido... de
pie.
Fruncí el ceño.
—Pero tienes los ojos abiertos.
Él asintió.
—Siempre están abiertos. No tengo párpados... ni pestañas. No puedo
cerrarlos...
Cuanto más aprendía sobre Harkat, más raro me parecía.
—Entonces, ¿puedes ver cosas mientras duermes?
—Sí, pero... no me doy... cuenta de ello.
Gavner apareció en la entrada de nuestra habitación.
—¡En pie, chicos! —tronó—. La noche avanza. Hay trabajo que hacer.
¿Alguien quiere un caldito de murciélago?
Pedí ir al servicio antes de comer. Gavner me llevó ante una puertecita con las
letras WC grabadas en ella.
—¿Para qué es esta caseta? —pregunté.
—Es el servicio —me informó, y añadió—: ¡No te caigas dentro!
Pensé que era una broma, pero cuando entré comprendí que su advertencia era
fundada: no había lavabo ni retrete, sino un agujero redondo en el suelo que
llevaba a la gorgoteante corriente que discurría bajo la montaña. Miré dentro (no
era lo bastante grande como para que un adulto se escurriera por él, pero sí para
alguien de mi tamaño), y me estremecí al ver el agua oscura e impetuosa al fondo.
No me gustaba nada la idea de agacharme sobre el agujero, pero como no tenía
más remedio, lo hice.
—¿Todos los servicios son como éste? —pregunté al salir.
—Sí —rió Gavner—. Es la forma más sencilla de deshacerse de los residuos.
Hay un par de grandes arroyos que salen de la montaña, y los lavabos están
construidos justo encima de ellos. Las corrientes se lo llevan todo.
Gavner nos condujo a Harkat y a mí a la Cámara de Khledon Lurt. Seba Nile
me había señalado esa Cámara el día anterior, diciendo que allí era donde se
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
56
servían las comidas. También me habló un poco sobre Khledon Lurt: fue un
General Vampiro de gran prestigio, que murió para salvar a otros vampiros en la
guerra contra los vampanezes, cuando éstos se apartaron.
A los vampiros les encantaba contar historias de sus antepasados. Sólo unas
pocas las conservaban escritas, pues preferían mantenerlas vivas por tradición
oral, transmitiendo sus historias y leyendas alrededor de una hoguera o de una
mesa de una generación a otra.
Colgaban del techo unas cortinas rojas que cubrían las paredes, y había una
gran estatua de Khledon Lurt en el centro de la Cámara (como la mayoría de las
esculturas de la montaña, había sido tallada en huesos de animales). Unas
poderosas antorchas iluminaban la Cámara, y estaba casi llena cuando llegamos.
Gavner, Harkat y yo nos sentamos a la mesa con Mr. Crepsley, Seba Nile y un
grupo de vampiros desconocidos para mí. Hablaban ruidosa y bruscamente.
Mucho de lo que decían tenía que ver con combates y audaces pruebas de
resistencia.
Fue la primera oportunidad que tuve de observar con atención a un grupo de
vampiros, y pasé el rato mirando aquí y allá mientras comía. No parecían muy
diferentes de los seres humanos, salvo por todas las cicatrices causadas por sus
combates y su ardua manera de vivir que todos ellos mostraban, y no había ni uno
solo (¡la razón era obvia!) que luciera un bronceado.
Y olían francamente mal. No usaban desodorante, aunque un par de ellos
llevaban ristras de flores silvestres o hierbas aromáticas naturales alrededor del
cuello y las muñecas. Aunque los vampiros procuraban mantenerse limpios en el
mundo de los humanos (un hedor nauseabundo podría conducir a un cazavampiros
hasta su presa), aquí en la montaña no se preocupaban por lujos así. Con todo el
mugre y el hollín que había en las Cámaras, no tenía sentido: era imposible
permanecer limpio.
Advertí que no había ninguna mujer. Después de mucho mirar, descubrí a una
sentada en un rincón de la mesa, y a otra sirviendo la comida. Aparte de ellas,
todos los vampiros presentes eran hombres. Tampoco se veían muchos viejos;
Seba parecía ser el vampiro más viejo allí presente. Le pregunté acerca de ello.
—Muy pocos vampiros viven lo suficiente para llegar a viejos —respondió—.
Aunque la vida de los vampiros es mucho más larga que la de los humanos, muy
pocos de nosotros alcanzamos los sesenta o setenta años vampíricos.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Los vampiros miden la edad de dos formas: años terrestres y años
vampíricos —explicó—. La edad vampírica es la edad del cuerpo. Físicamente, yo
tengo unos ochenta. La edad terrestre son los años que un vampiro ha vivido. Yo
era un muchachito cuando me transformaron, así que tengo setecientos años
terrestres.
¡Setecientos años! Increíble...
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
57
—Aunque muchos vampiros viven siglos en años terrestres —continuó Seba—
, muy pocos alcanzan los sesenta en años vampíricos.
—¿Por qué no? —inquirí.
—La vida de un vampiro es dura. Nos probamos hasta el límite, sometiéndonos
continuamente a pruebas de fuerza, ingenio y valor. Rara vez verás a alguno
quedarse sentado sin hacer nada, en pijama y zapatillas, envejeciendo
tranquilamente. La mayoría, cuando se hacen demasiado viejos para cuidar de sí
mismos, prefieren ir voluntariamente al encuentro de la muerte antes que dejar
que sus amigos cuiden de ellos.
—¿Cómo ha vivido usted tanto, entonces? —pregunté.
—¡Darren! —exclamó Mr. Crepsley bruscamente, lanzándome una penetrante
mirada.
—No regañes al chico —sonrió Seba—. Su abierta curiosidad resulta
estimulante. He vivido tanto gracias a mi posición —me dijo—. Hace muchas
décadas me pidieron que fuera el intendente de la Montaña de los Vampiros. No
es un trabajo envidiable, porque significa vivir encerrado aquí... sin salir casi
nunca a cazar o a luchar. Pero ser intendente es un trabajo esencial, y muy
honorable, y habría sido una descortesía por mi parte rechazarlo. Si fuera libre,
hace mucho tiempo que hubiera muerto, pero quien no se esfuerza tiende a vivir
mucho más tiempo que quienes lo hacen.
—Me parece un disparate —dije—. ¿Por qué se someten a tanta presión?
—Es nuestra forma de vivir —respondió Seba—. Además, disponemos de
mucho más tiempo que los humanos, así que eso es lo menos preciado para
nosotros. Si, en años vampíricos, un anciano de sesenta años hubiese sido
transformado a los veinte, habría vivido más de cuatrocientos años terrestres. Un
hombre acaba hartándose de la vida después de tanto tiempo.
Intenté verlo desde su punto de vista, pero no me resultaba fácil. ¡Quizá
pensara de forma diferente cuando cumpliera un siglo o dos!
Gavner se levantó antes de que termináramos de comer, y dijo que tenía que
irse. Le pidió a Harkat que le acompañara.
—¿A dónde van? —pregunté.
—A la Cámara de los Príncipes —dijo—. Debo presentarme ante los Príncipes
e informarlos del vampiro y el vampanez muertos que descubrimos. También
quiero presentarles a Harkat y que él les transmita su mensaje. Creo que cuanto
antes, mejor.
Cuando se fueron, le pregunté a Mr. Crepsley por qué no había ido él con ellos.
—No podemos presentarnos ante los Príncipes como si tal cosa —dijo—.
Gavner es un General, así que tiene derecho a pedir audiencia. Los vampiros
corrientes tenemos que esperar a que nos inviten.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—Pero usted fue un General —le recordé—. No les importaría que entrara un
momento a saludarles, ¿verdad?
—Por supuesto que les importaría —respondió Mr. Crepsley con el ceño
fruncido. Luego se volvió hacia Seba y suspiró—. Le cuesta aprender nuestras
costumbres.
Seba se echó a reír.
—Y a ti te costaba aprenderlas de tu maestro. ¿Has olvidado con cuánta pasión
cuestionabas nuestro modo de vida cuando te transformaste? Recuerdo la noche
en que entraste como una tromba en mis aposentos jurando que nunca te
convertirías en un General. Opinabas que los Generales eran unos imbéciles
retrasados y que deberíamos mirar hacia el futuro en lugar de seguir anclados en
el pasado.
—¡Yo jamás dije eso! —jadeó Mr. Crepsley.
—Sí que lo hiciste —insistió Seba—. ¡Eso y más! Eras un joven impetuoso, y
hubo veces en que pensé que nunca te apaciguarías. A menudo me tentó la idea de
dejarte marchar, pero no lo hice. Dejé que hicieras tus preguntas y airearas tu
rabia, y llegó el momento en que aprendiste que no eras el más sabio del mundo y
que las viejas costumbres no estaban tan mal.
“Los alumnos nunca aprecian a sus maestros mientras están aprendiendo. Sólo
después, cuando saben más de la vida, es cuando comprenden la gran deuda
contraída con aquéllos que les instruyeron. Los buenos maestros no exigen el
elogio o el amor de los jóvenes. Esperan hasta que llegue el momento.
—¿Me estás regañando? —inquirió Mr. Crepsley.
—Sí —sonrió Seba—. Eres un buen vampiro, Larten, pero aún tienes mucho
que aprender sobre enseñanza. No te apresures en tus críticas. Acepta las
preguntas de Darren y su testarudez. Respóndele pacientemente y no le riñas por
tener sus propias opiniones. Sólo así podrá desarrollarse y madurar como lo
hiciste tú.
Sentí un placer culpable al ver cómo le bajaban los humos a Mr. Crepsley. Me
sentía muy unido al vampiro, pero a veces su pomposidad me sacaba de quicio.
¡Era divertido ver cómo recibía una reprimenda!
—¡Borra de tu cara esa sonrisita de suficiencia! —espetó cuando volvió los
ojos hacia mí.
—Calma, calma —le regañé—. Ya ha oído lo que ha dicho Mr. Nile: tenga
paciencia y esfuércese por comprenderme.
Mr. Crepsley tomó aliento para responderme con un rugido cuando Seba
carraspeó ligeramente. El vampiro miró a su viejo maestro, dejó escapar el aire y
sonrió tímidamente. En lugar de soltar el grito, me pidió educadamente que le
pasara una barra de pan.
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—Con mucho gusto, Larten —respondí con ironía, y los tres intercambiamos
una silenciosa risita mientras los demás vampiros de la Cámara de Khledon Lurt
rugían y contaban historias y chistes maliciosos a nuestro alrededor.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 14
Tras el desayuno, Mr. Crepsley y yo fuimos a ducharnos, para quitarnos de una
vez la mugre del camino. Me dijo que no tendríamos muchas oportunidades para
asearnos mientras estuviéramos allí, así que era aconsejable darnos una buena
ducha de entrada. La Cámara de Perta Vin-Grahl era una enorme caverna con
modestas estalactitas y dos cascadas naturales, ubicadas ambas cerca de la
entrada, a la derecha. El agua caía desde lo alto en el interior de un estanque
construido por los vampiros, y fluía hacia un agujero que había cerca del fondo de
la caverna, por el que desaparecía para unirse a las corrientes subterráneas.
—¿Qué te parecen las cascadas? —preguntó Mr. Crepsley, alzando la voz para
hacerse oír por encima del bullicio del agua corriente.
—Son preciosas —dije, admirando la forma en que la luz de las antorchas se
reflejaba en el agua—. Pero ¿dónde están las duchas?
Mr. Crepsley sonrió sádicamente y comprendí dónde íbamos a darnos el baño.
—¡Ni hablar! —grité—. ¡El agua debe estar congelada!
—Así es —admitió Mr. Crepsley, quitándose la ropa—, pero no hay otro
sistema en la Montaña de los Vampiros.
Comencé a protestar, pero se echó a reír, caminó hacia la cascada más cercana
y se sumergió bajo la rociada. Me dio frío sólo de ver al vampiro ducharse, pero
estaba deseando darme un baño, y sabía que él se mofaría de mí todo el tiempo
que durase nuestra estancia si me echaba atrás. Así que, tras despojarme de mis
ropas, caminé hasta el borde del estanque, probé el agua con los dedos de los pies
(¡uagh!), y entonces me metí de un brinco y me entregué al abrazo de la segunda
cascada.
—¡Oh, tío! —rugí, impactado por frío—. ¡Esto es una tortura!
—¡Desde luego! —exclamó Mr. Crepsley—. ¿Entiendes ahora por qué tan
pocos vampiros se molestan en bañarse mientras dura el Consejo?
—¿Acaso tienen alguna ley contra el agua caliente? —chillé, frotándome
furiosamente el pecho, la espalda y los brazos a toda velocidad para acabar
cuando antes con el baño.
—Claro que no —respondió Mr. Crepsley, saliendo de su cascada y pasándose
una mano por su mechón pelirrojo, antes de sacudirse como un perro—. Pero el
agua fría es lo suficientemente buena para las otras criaturas silvestres de la
naturaleza, así que optamos por no calentarla... Al menos, no aquí, en el corazón
de nuestra patria.
Había unas toscas y ásperas toallas junto al estanque, y me envolví en un par
de ellas en cuanto me aparté de la cascada. Durante unos minutos sentí como si se
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me hubiera congelado la sangre, pero cuando recuperé la sensibilidad, pude
disfrutar de la calidez de las gruesas toallas.
—¡Qué tonificante! —comentó Mr. Crepsley mientras se secaba.
—Diga mejor aniquilante —rezongué, aunque secretamente había disfrutado
en cierta forma de la originalidad de aquellas duchas primitivas.
Mientras nos vestíamos, observé el techo de roca y las paredes, y me pregunté
cuán viejas serían las Cámaras. Se lo pregunté a Mr. Crepsley.
—Nadie sabe exactamente cuándo llegaron los primeros vampiros a este lugar,
ni cómo lo encontraron —dijo—. Los más viejos descubrieron artefactos de unos
tres mil años de antigüedad, y es probable que durante mucho tiempo sólo fueran
utilizados ocasionalmente, por pequeños grupos de vampiros errantes. Hasta
donde nosotros sabemos, las Cámaras se establecieron como base permanente
hace unos catorce siglos, cuando los primeros Príncipes se instalaron en ellas y
comenzaron a celebrarse los Consejos. Las Cámaras han crecido desde entonces.
Hay vampiros que trabajan en su estructura todo el tiempo, excavando nuevas
estancias, ampliando las viejas y construyendo túneles. Es una labor larga y
agotadora (no se permite el equipamiento mecánico), pero tenemos tiempo de
sobra.
Cuando salimos de la Cámara de Perta Vin-Grahl, la noticia del mensaje de
Harkat ya se había extendido. Le había dicho a los Príncipes que la noche del
Lord Vampanez estaba cerca, y los vampiros andaban alborotados. Pululaban por
la montaña como hormigas, difundiendo el rumor entre quienes todavía no lo
habían oído, discutiendo acaloradamente y haciendo planes absurdos acerca de
matar a todos los vampanezes que encontraran.
Mr. Crepsley me había prometido llevarme a ver las Cámaras, pero lo pospuso
a causa de la conmoción. Dijo que iríamos cuando las cosas se calmaran: si lo
hiciéramos ahora, podría acabar pisoteado por una horda de vampiros en
estampida. Fue una desilusión, pero sabía que él tenía razón. No era el mejor
momento para ir a explorar.
Cuando llegamos a mi dormitorio, un joven vampiro se había llevado nuestros
ataúdes y estaba colgando unas hamacas. Se ofreció a buscar ropa nueva para Mr.
Crepsley y para mí. Se lo agradecimos, y lo acompañamos a uno de los almacenes
para equiparnos. Los almacenes de la Montaña de los Vampiros estaban llenos de
tesoros (alimentos, tinajas de sangre y armas ocultas), pero sólo les dediqué una
breve mirada; el joven vampiro nos condujo directamente a las habitaciones donde
se guardaba la ropa, y nos dejó solos para que escogiéramos lo que quisiéramos.
Busqué algo que se asemejara a mis viejas ropas, pero allí no había trajes de
pirata, así que elegí un jersey marrón, unos pantalones oscuros y unos zapatos
cómodos. Mr. Crepsley se vistió completamente de rojo (su color favorito),
aunque la ropa que escogió no era tan extravagante como la que habitualmente
llevaba.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
62
Mientras se ajustaba la capa, me di cuenta de lo similar que era su gusto en el
vestir al de Seba Nile. Sonrió cuando se lo mencioné.
—He copiado muchas cosas de Seba —dijo—, no sólo su forma de vestir, sino
también su manera de hablar. No siempre he utilizado este tono preciso y
mesurado. Cuando tenía tu edad, hablaba atropelladamente y decía lo primero que
se me pasaba por la cabeza. Los años que pasé en compañía de Seba me
enseñaron a hablar más despacio, y a pensar antes de hablar.
—¿Quiere decir que yo podría acabar pareciéndome a usted algún día? —
inquirí, alarmado ante la idea de llegar a ser tan serio y estirado.
—Podrías —dijo Mr. Crepsley—, aunque yo no apostaría por ello. Seba
contaba con todo mi respeto, y me esforzaba por imitarle. Tú, en cambio, pareces
decidido a llevarme la contraria en todo.
—No soy tan malo —repliqué, pero tenía que reconocer que había algo de
verdad en sus palabras. Yo siempre había sido un cabezota. Admiraba a Mr.
Crepsley más de lo que él imaginaba, pero no soportaba la idea de parecer un
pelele sometido a su santa voluntad. ¡A veces, desobedecía al vampiro sólo para
que no pensara que ponía atención a sus palabras!
—Además —añadió Mr. Crepsley—, yo no tengo ni el corazón ni el deseo de
castigarte cuando te equivocas, como Seba hacía conmigo.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué le hacía?
—Era un profesor justo pero severo —dijo Mr. Crepsley—. Cuando le dije que
deseaba imitarle, empezó a poner más atención en mi vocabulario. Cada vez que
yo decía que yo decía algo inconveniente... ¡me arrancaba un pelo de la nariz!
—¡Bromea! —reí.
—Es en serio —respondió abatidamente.
—¿Con pinzas?
—No... Con las uñas.
—¡Auch!
Mr. Crepsley asintió.
—Le pedí que dejara de hacerlo... que ya no quería imitarle... pero no me hizo
caso. Creía que había que acabar lo que se empieza. Tras varios meses de aguantar
que me arrancara los pelos de la nariz, tuve una idea genial, y me los chamusqué
con un hierro candente (¡algo que te aconsejo que no intentes hacer!), para que no
volvieran a crecer.
—¿Y qué pasó?
Mr. Crepsley se ruborizó.
—Empezó a arrancarme los pelos de otro sitio aún más sensible.
—¿De dónde? —inquirí ansiosamente.
El vampiro enrojeció aún más.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—No te lo diré... Es demasiado embarazoso.
Más tarde, cuando me encontré a Seba y se lo pregunté, se echó a reír
perversamente y respondió: “¡De las orejas!”
Mientras nos poníamos los zapatos, un vampiro rubio y esbelto con un traje de
color azul intenso irrumpió violentamente en la habitación, cerrando de golpe la
puerta tras él. Se apoyó contra ella, jadeando, sin percatarse de nuestra presencia,
hasta que Mr. Crepsley le habló.
—Kurda, ¿eres tú?
—¡No! —chilló el vampiro, agarrando el pomo. Entonces se detuvo y volvió la
cabeza por encima del hombro—. ¿Larten?
—Sí —asintió Mr. Crepsley.
—Eso es diferente.
El vampiro se relajó y fue a nuestro encuentro. Cuando se acercó lo suficiente,
reparé en las tres pequeñas cicatrices rojas que tenía en la mejilla. Me resultaron
vagamente familiares, pero no sabía por qué.
—Te andaba buscando. Quiero que me hables de ese Harkat Mulds y su
mensaje... ¿Es cierto?
Mr. Crepsley se encogió de hombros.
—Sólo he escuchado rumores. No nos contó nada mientras veníamos hacia
aquí.
Mr. Crepsley no había olvidado la promesa hecha a Harkat.
—¿Ni una palabra? —inquirió el vampiro, tomando asiento sobre un barril
tumbado.
—Nos dijo que el mensaje era sólo para los Príncipes —dije yo.
El vampiro me miró con curiosidad.
—Tú debes ser Darren Shan. He oído hablar de ti. —Me estrechó la mano—.
Yo soy Kurda Smahlt.
—¿De qué huías? —le preguntó Mr. Crepsley.
—De las preguntas —rezongó Kurda—. Tan pronto como empezó a circular la
noticia de la presencia de esa Personita y su mensaje, todo el mundo me ha
perseguido para que les confirmara si era verdad.
—¿Y por qué tendrían que preguntártelo a ti? —inquirió Mr. Crepsley.
—Porque sé más sobre los vampanezes que la mayoría. Y por mi ordenación...
Es increíble cuánto llegan a esperar de uno en cuanto sube de estatus...
—Gavner Purl me lo contó. Felicidades —dijo Mr. Crepsley, con cierta
frialdad.
—No estás de acuerdo —observó Kurda.
—No he dicho eso.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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—No tienes que hacerlo. Está escrito en tu cara. Pero no me importa. No eres
el único que tiene objeciones. Estoy acostumbrado a ser objeto de polémica.
—Disculpe —dije—, pero ¿qué es una ordenación?
—Es el ascenso en la escala de la organización —me explicó Kurda. Hablaba
en un tono ligero, y, tanto en sus labios como en sus ojos, afloraba una perenne
sonrisa. Me recordaba a Gavner, y de inmediato simpaticé con él.
—¿Y a qué cargo lo han ascendido? —pregunté.
—Al más alto —sonrió—. Voy a ser Príncipe. Habrá una gran ceremonia y un
lío tremendo. —Hizo un mohín—. Me temo que será muy aburrido, pero no hay
forma de evitarlo. Los siglos de tradición, el cumplimiento de las normas y todo
eso.
—No deberías hablar tan a la ligera de tu ordenación —gruñó Mr. Crepsley—.
Es un gran honor.
—Ya lo sé —suspiró Kurda—. Lo único que quiero es que la gente no haga
una montaña de un grano de arena. No he hecho nada grandioso.
—¿Y por qué le nombran Príncipe Vampiro? —pregunté.
—¿Por qué lo preguntas? —replicó Kurda, con un brillo en los ojos—.
¿Planeas ponerlo en práctica?
—No —reí entre dientes—, es simple curiosidad.
—No hay un patrón determinado —dijo—. Para llegar a ser General, estudias
durante algunos años y pasas unas pruebas con regularidad. Los Príncipes, en
cambio, son elegidos esporádicamente y por diversas razones.
“Generalmente, un Príncipe es alguien que se ha distinguido en numerosas
batallas y se ha ganado la confianza y la admiración de sus colegas. Es nominado
por uno de los Príncipes, y si los demás están de acuerdo, asciende
automáticamente de rango. Si alguno tiene algo que objetar, votan los Generales,
y se acepta la decisión de la mayoría. Si dos o más Príncipes están en contra, se
rechaza la moción.
“Las votaciones estuvieron muy ajustadas —dijo, con una amplia sonrisa—. El
cincuenta y cuatro por ciento de los Generales creen que soy un candidato
adecuado. ¡Lo cual significa que poco menos de la mitad creen que no lo soy!
—Fue la votación más ajustada que ha habido nunca —dijo Mr. Crepsley—.
Kurda sólo tiene ciento veinte años, lo que le convierte en el Príncipe más joven
que hayamos tenido jamás, y muchos Generales opinan que es demasiado joven
para merecer su respeto. Lo aceptarán una vez que haya sido nombrado (la
decisión de la mayoría no se puede cuestionar), pero a regañadientes.
—Vamos —dijo Kurda—, no me encubras dejando que el chico piense que es
mi edad lo que les molesta. Ven aquí, Darren. —Me acerqué y flexionó el brazo
derecho, intentando hacer sobresalir los bíceps—. ¿Qué opinas?
—No son gran cosa —respondí sinceramente.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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Kurda lanzó un grito de gozo.
—¡Que los dioses de los vampiros nos protejan de la sinceridad de los niños!
Pero tienes razón: no son gran cosa. Cada uno de los otros Príncipes tiene bíceps
del tamaño de bolos. Los Príncipes son siempre los más altos, fuertes y valientes
entre los vampiros. Yo soy el primero que ha sido elegido por esto —se dio un
golpecito en la cabeza—: Mi cerebro.
—¿Quiere decir que usted es más inteligente que los demás?
—En cierto modo —dijo, e hizo una mueca—. En realidad, no —suspiró—.
Simplemente, utilizo el cerebro más que la mayoría. No creo que los vampiros
deban aferrarse a las viejas costumbres tan estrictamente como lo hacen. Pienso
que deberíamos avanzar y adaptarnos a la vida de principios del siglo veinte. Y
sobre todo, creo que deberíamos esforzarnos por conseguir la paz con nuestros
enemistados hermanos, los vampanezes.
—Kurda es el primer vampiro desde la firma del tratado de paz que está en
consorcio con los vampanezes —dijo Mr. Crepsley ásperamente.
—¿En consorcio? —inquirí, inseguro.
—Me he reunido con ellos —explicó Kurda—. He pasado gran parte de los
últimos treinta o cuarenta años buscándolos, hablando con ellos y conociéndolos
mejor. Así fue como conseguí estas cicatrices —se señaló el lado izquierdo de la
cara—. Tuve que dejar que me marcaran, como una forma de entregarme a ellos y
obtener su misericordia.
Ahora ya sabía por qué esas cicatrices me resultaban familiares: ¡había visto
marcas similares en un humano a quien Murlough, el vampanez demente, había
convertido en su presa seis años atrás! Los vampanezes eran muy tradicionales y
marcaban a sus presas antes de matarlas, haciéndoles siempre tres arañazos en la
mejilla izquierda.
—Los vampanezes no son tan diferentes de nosotros como la mayoría de los
vampiros cree —continuó Kurda—. Muchos están deseando volver a nuestro lado.
Habrá que firmar algunos compromisos (ambas partes tendrán que ceder en ciertas
cuestiones), pero estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo y vivir juntos
de nuevo, como una sola raza.
—Por eso va a ser ordenado —dijo Mr. Crepsley—. Muchos Generales (el
cincuenta y cuatro por ciento, al menos), piensa que ya es hora de que nos
reunamos con los vampanezes. Los vampanezes confían en Kurda, pero son
reacios a negociar con los otros Generales. Cuando Kurda sea Príncipe, controlará
por completo a los Generales, y los vampanezes saben que ningún General
desobedecerá una orden de un Príncipe. De modo que si él envía a un vampiro a
parlamentar, los vampanezes confiarán en él y aceptarán hablar. Ésa es la idea, al
menos.
—¿No estás de acuerdo con ello, Larten? —preguntó Kurda.
Mr. Crepsley parecía preocupado.
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—Hay muchas cosas que admiro de los vampanezes, y nunca me he opuesto a
que lleguemos a un entendimiento con ellos. Pero yo no me apresuraría a
concederles un portavoz entre los Príncipes.
—¿Crees que me utilizarían para imponer entre nosotros sus creencias, como
hicimos con ellos? —sugirió Kurda.
—Algo así.
Kurda meneó la cabeza.
—Quiero crear un clan de iguales. No intentaría imponer ningún cambio con el
que el resto de los Príncipes y los Generales no estuvieran de acuerdo.
—Si es así, te deseo suerte. Pero las cosas están ocurriendo demasiado rápido
para mi gusto. Si aún fuera un General, habría promovido una campaña en tu
contra.
—Espero vivir lo suficiente para demostrarte que tu falta de confianza en mí
carece de fundamentos —suspiró Kurda, y luego se volvió hacia mí—. ¿Qué
opinas tú, Darren? ¿No crees que ha llegado la hora de un cambio?
Vacilé antes de responder.
—No sé lo suficiente sobre vampiros y vampanezes para opinar sobre eso —
dije.
—Tonterías —resopló Kurda—. Todo el mundo tiene derecho a opinar.
Vamos, Darren, dime lo que piensas. Me gusta saber lo que opinan los demás. El
mundo sería un lugar más sencillo y seguro si todos dijéramos libremente lo que
pensamos.
—Bueno —dije lentamente—, no estoy seguro de que me guste la idea de
hacer tratos con los vampanezes (creo que no está bien matar a los humanos de los
que se bebe), pero si puede persuadirlos de que dejen de matar, sería estupendo.
—Este chico tiene cerebro —dijo Kurda, haciéndome un guiño—. Lo que has
dicho resume en dos palabras mis propios argumentos. Matar a los humanos es
deplorable y es una de las concesiones que los vampanezes tendrán que hacer
antes de firmar cualquier acuerdo. Pero a menos que hablemos con ellos y nos
ganemos su confianza, nunca se detendrán. ¿Y no sería mejor cambiar algunas de
nuestras costumbres si con ello consiguiéramos detener una matanza?
—Desde luego —convine.
—Hum —gruñó Mr. Crepsley, y no volvió a decir nada más sobre el tema.
—En cualquier caso —dijo Kurda—, no puedo quedarme aquí escondido para
siempre. Ya es hora de volver y seguir eludiendo preguntas. ¿Seguro que no
podéis decirme nada más sobre esa Personita y su mensaje?
—Me temo que no —respondió cortantemente Mr. Crepsley.
—Oh, bueno. Supongo que ya me enteraré cuando vaya a la Cámara de los
Príncipes y lo vea por mí mismo. Espero que disfrutes de tu estancia en la
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
67
Montaña de los Vampiros, Darren. Podríamos encontrarnos una vez que se haya
calmado todo este caos y charlar tranquilamente.
—Me gustaría —dije.
—Larten —saludó a Mr. Crepsley.
—Kurda.
Salió de la estancia.
—Kurda es simpático —comenté—. Me gusta.
Mr. Crepsley me miró de reojo, se rascó la larga cicatriz que surcaba su mejilla
izquierda, dirigió una mirada pensativa a la puerta por la que Kurda había salido y
volvió a gruñir.
—Hum.
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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CAPÍTULO 15
Pasaron dos noches largas y tranquilas. Harkat había tenido que quedarse en la
Cámara de los Príncipes para responder a sus preguntas. Gavner tuvo que atender
sus asuntos como General, y sólo le veíamos cuando se arrastraba hasta su ataúd a
la hora de dormir. Pasé la mayor parte del tiempo con Mr. Crepsley, en la Cámara
de Khledon Lurt (tenía que ponerse al día hablando con viejos amigos a los que no
había visto en muchos años), o visitando los almacenes con él y con Seba Nile.
El viejo vampiro estaba más preocupado que la mayoría por el mensaje de
Harkat. Era el segundo vampiro más viejo de la montaña (el más viejo de todos
era un Príncipe, Paris Skyle, que tenía más de ochocientos años) y el único que
había estado aquí cuando Mr. Tiny los visitó y realizó su profecía cientos de años
atrás.
—Muchos de los vampiros actuales no creen en las viejas historias —dijo—.
Piensan que la advertencia de Mr. Tiny es un cuento que inventamos para asustar
a los jóvenes vampiros. Pero yo recuerdo cómo fue. Recuerdo el modo en que
retumbaron sus palabras en la Cámara de los Príncipes, y el miedo que nos
embargó a todos. El Lord Vampanez no es una simple leyenda. Es real. Y ahora,
al parecer, se está acercando.
Seba se sumió en el silencio. Había estado bebiendo una jarra de cerveza tibia,
y de repente parecía haber perdido todo interés en ella.
—Aún no ha llegado —dijo Mr. Crepsley fervientemente—. Mr. Tiny es tan
viejo como el mismo tiempo. Cuando dice que la noche se acerca, puede que se
refiera a que sea dentro de unos cientos o quizá miles de años.
Seba meneó la cabeza.
—Ya hemos tenido cientos de años: siete siglos enfrentándonos a los
vampanezes, resistiéndonos a ellos. Tendríamos que haberlos exterminado a
todos, cualesquiera que fueran las consecuencias. Habría sido mejor dejarnos
llevar al borde de la extinción por los humanos que ser aniquilados por los
vampanezes.
—Eso es una estupidez —masculló Mr. Crepsley—. Yo prefiero enfrentarme a
ese mítico Lord Vampanez que a un humano real blandiendo una estaca. Y tú
también.
Seba asintió abatidamente y dio un sorbo a su cerveza.
—Puede que tengas razón. Soy viejo. Ya no razono con tanta claridad como
antes. Tal vez sean sólo los temores de un viejo que ha vivido demasiado. Aún
así...
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
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Tan pesimistas reflexiones estaban en boca de todos. Incluso aquellos que se
burlaban abiertamente ante la idea de un Lord Vampanez siempre acababan sus
frases con un “aún así...”, o un “sin embargo...”, o un “pero...”. La tensión flotaba
en el aire polvoriento de los túneles y las Cámaras de la Montaña de los Vampiros
en constante expansión, agobiando a todos los presentes.
El único al que no parecían preocuparle los rumores era Kurda Smahlt. Volvió
a nuestras habitaciones, tan optimista como siempre, la tercera noche después de
que Harkat hubiera entregado su mensaje.
—¡Saludos! —dijo—. He tenido un par de noches moviditas, pero al fin las
cosas se han calmado y dispongo de unas cuantas horas libres. Había pensado en
llevar a Darren a conocer las Cámaras.
—¡Estupendo! —dije, con una sonrisa radiante—. Mr. Crepsley iba a llevarme,
pero no habíamos tenido la oportunidad.
—¿Te importa que venga conmigo, Larten? —preguntó Kurda.
—En absoluto —repuso Mr. Crepsley—. Me siento abrumado por el honor que
su Eminencia nos concede, encontrando tiempo para hacer de guía tan cerca de su
ordenación —añadió con cortante ironía, pero Kurda ignoró su sarcasmo.
—Puedes acompañarnos si quieres —le ofreció alegremente.
—No, gracias —rechazó Mr. Crepsley, con una ligera sonrisa.
—De acuerdo —dijo Kurda—. Tú te lo pierdes. ¿Listo, Darren?
—¡Listo! —contesté, y salimos de la habitación.
***
Kurda me llevó primero a ver las cocinas. Eran unas cavernas enormes,
construidas a gran profundidad bajo la mayoría de las Cámaras. Unos grandes
fuegos ardían vivamente, y los cocineros trabajaban por turnos las veinticuatro
horas durante el Consejo. Tenían que alimentar a todos los visitantes.
—Esto es más tranquilo el resto del tiempo —dijo Kurda—. Normalmente no
hay más de treinta vampiros residiendo aquí. A menudo tienes que cocinar para ti
mismo si no quieres comer con el resto a la hora fijada.
De las cocinas pasamos a las Cámaras establo, donde se criaban y alimentaban
ovejas, cabras y vacas.
—Nunca podríamos traer suficiente leche y carne para alimentar a todos los
vampiros —explicó Kurda cuando le pregunté por qué tenían animales vivos en la
montaña—. Esto no es un hotel, donde puedas llamar a un proveedor y reponer los
alimentos cuando quieras. Traer comida es complicado. Es más sencillo criar aquí
a los animales por nuestra cuenta y sacrificarlos cuando es necesario.
—¿Y la sangre humana? —pregunté—. ¿De dónde la sacan?
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—De donantes generosos —respondió guiñándome un ojo, y haciéndome
avanzar (sólo mucho después comprendí que había eludido la cuestión).
La Cámara de Cremación fue nuestra siguiente parada. Allí se incineraba a los
vampiros que morían en la montaña.
—¿Y si no quieren ser incinerados? ——inquirí.
—Por extraño que parezca, es raro que un vampiro pida ser enterrado —dijo—.
Tal vez tenga que ver con todo el tiempo que han pasado en ataúdes estando
vivos. De todos modos, si alguien pide un entierro, se respetan sus deseos. No
hace mucho, llevábamos a nuestros muertos hasta una corriente subterránea y
dejábamos que se los llevara el agua. Hay una cueva, muy por debajo de las
Cámaras, que se abre a una de las corrientes más grandes. Se llama la Cámara del
Último Viaje, aunque ya no solemos usarla. Te la enseñaré si bajamos por ese
camino.
—¿Por qué habríamos de hacerlo? —pregunté—. Pensaba que esos túneles
sólo se utilizaban para entrar y salir de la montaña.
—Una de mis aficiones es la de hacer mapas —dijo Kurda—. Llevo décadas
intentando hacer mapas exactos de la montaña. Con las Cámaras es fácil, pero los
túneles son mucho más complicados. Nunca han sido señalados, y muchos están
torpemente esbozados. Intento recorrerlos cada vez que vengo, y hacer planos de
unas cuantas zonas desconocidas, pero no tengo tanto tiempo como quisiera para
trabajar en ello. Y aún tendré menos cuando sea Príncipe.
—Parece una afición interesante —dije—. ¿Podría acompañarle la próxima vez
que vaya a hacer mapas? Me encantaría ver cómo lo hace.
—¿De verdad te interesa? —Parecía sorprendido.
—¿Y por qué no?
Se echó a reír.
—Estoy acostumbrado a que el resto de los vampiros se queden dormidos cada
vez que empiezo a hablarles de mapas. La mayoría no sienten el menor interés en
asuntos tan mundanos. Entre los vampiros se suele decir que los mapas son para
los humanos. La mayoría prefieren descubrir nuevos territorios por su cuenta, a
pesar de los peligros, que seguir un mapa.
La Cámara de Cremación era una gran habitación octogonal con un techo alto
lleno de grietas. En el centro había un foso (donde se quemaba a los vampiros
muertos), y un par de largos y nudosos bancos en el rincón más apartado, hechos
de huesos. Dos mujeres y un hombre estaban sentados en los bancos, susurrándose
unos a otros, con un niño a sus pies, jugando con huesos de animales dispersados.
No tenían aspecto de vampiros: eran delgados, de apariencia enfermiza, cabellos
lacios y ropas harapientas; tenían la piel mortalmente pálida y reseca, y sus ojos
eran espeluznantemente blancos. Los adultos se levantaron cuando entramos,
cogieron al niño y desaparecieron por la puerta que había al final de la estancia.
—¿Quiénes son? —pregunté.
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—Los Guardianes de esta Cámara —respondió Kurda.
—¿Son vampiros? —indagué—. No lo parecen. Y pensaba que yo era el único
niño vampiro de la montaña.
—Y lo eres —dijo Kurda.
—Entonces, ¿quién...?
—¡Pregúntamelo más tarde! —exclamó Kurda con una inusual brusquedad.
Parpadeé ante su tono cortante, y me sonrió y se disculpó de inmediato—. Te lo
diré cuando hayamos concluido el recorrido —dijo suavemente—. Da mala suerte
hablar de ellos aquí. No soy supersticioso por naturaleza, pero prefiero no tentar al
destino en lo que respecta a los Guardianes.
Aunque había excitado mi curiosidad, no aprendí más sobre aquellos extraños
Guardianes hasta mucho después, ya que al final del recorrido no me encontraba
en condiciones de preguntar nada y me había olvidado completamente de ellos.
Dejé a un lado el tema de los Guardianes y me dediqué a examinar el foso
crematorio, que era sólo un agujero excavado en el suelo. En el fondo había hojas
y ramas que esperaban el fuego. Había grandes ollas en torno al agujero, con un
palo en cada una. Me pregunté para qué servirían.
—Son morteros para los huesos —dijo Kurda.
—¿Qué huesos?
—Los de los vampiros. El fuego no quema los huesos. Cuando se apaga el
fuego, se sacan los huesos, se meten en las ollas y se reducen a polvo con los
morteros.
—¿Y qué hacen con el polvo? —pregunté.
—Lo usamos para espesar el caldo de murciélago —respondió Kurda con
absoluta seriedad, y soltó una carcajada cuando me vio ponerme verde—. ¡Es
broma! El polvo se lanza al viento, en el exterior de la montaña, para dejar libre el
espíritu de los vampiros muertos.
—No sé si me gusta este sistema —comenté.
—Es mejor que enterrar a una persona y dejar que se la coman los gusanos —
dijo Kurda—. Aunque, personalmente, me gustaría que me embalsamaran cuando
me llegue la hora. —Hizo una pausa durante un instante, y se echó a reír de
nuevo.
Dejamos la Cámara de Cremación y nos dirigimos a las tres Cámaras
Deportivas (individualmente se las llamaba la Cámara de Basker Wrent, la de
Rush Flon’x y la de Oceen Pird, aunque la mayoría de los vampiros las llamaban
simplemente las Cámaras Deportivas). Estaba ansioso por verlas, pero mientras
íbamos hacia allí, Kurda hizo una pausa ante una puertecita, inclinó la cabeza,
cerró los ojos y se tocó los párpados con la punta de los dedos.
—¿Por qué hace eso? —pregunté.
—Es la costumbre —dijo, y siguió adelante. Yo me quedé mirando la puerta.
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—¿Cómo se llama esta Cámara? —pregunté.
Kurda vaciló.
—No creo que quieras conocerla —dijo.
—¿Por qué no? —insistí.
—Porque es la Cámara de la Muerte —respondió en voz baja.
—¿Es otra Cámara de Cremación?
Él meneó la cabeza.
—Es una sala de ejecuciones.
—¿Ejecuciones?
Ahora sentía una enorme curiosidad. Kurda se dio cuenta y suspiró.
—¿Quieres entrar? —inquirió.
—¿Puedo?
—Sí. Pero no es un lugar agradable. Sería mejor seguir directamente hacia las
Cámaras Deportivas.
¡Semejante advertencia no hizo más que aumentar mis deseos de ver lo que
acechaba tras aquella puerta! Al darse cuenta, Kurda la abrió y me hizo pasar. La
Cámara estaba escasamente iluminada, y al principio pensé que no había nadie.
Entonces descubrí a uno de aquellos pálidos Guardianes, sentado al fondo entre
las sombras. No se levantó ni pareció percatarse de nuestra llegada. Empecé a
preguntarle a Kurda, pero al instante el General sacudió la cabeza y siseó en voz
baja:
—¡De ningún modo vamos a hablar de ellos aquí!
No vi nada terrorífico en aquella Cámara. Había un foso en el centro y unas
jaulas de madera liviana colocadas junto a las paredes, pero, aparte de eso, estaba
vacía y no tenía nada de especial.
—¿Qué hay de terrible en este lugar? —pregunté.
—Te lo enseñaré —dijo Kurda, y me condujo al borde del foso. Miré hacia el
fondo oscuro y entonces vi docenas de afiladas lanzas en el suelo, apuntando
amenazadoramente hacia arriba.
—¡Estacas! —jadeé.
—Sí —confirmó Kurda suavemente—. Éste es el origen de la leyenda de la
estaca que atraviesa el corazón. Cuando un vampiro es traído a la Cámara de la
Muerte, se le ata dentro de una jaula (una de ésas que están junto a la pared) y la
suspenden con cuerdas sobre el foso. Luego se la deja caer desde lo alto y las
estacas atraviesan al vampiro. La muerte es a menudo lenta y dolorosa, y no es
raro que a un vampiro se le tenga que dejar caer tres o cuatro veces antes de morir.
—Pero ¿por qué? —Me sentía horrorizado—. ¿A quiénes matan aquí?
—A los ancianos o a los lisiados, junto con los locos y los traidores —
respondió Kurda—. Los vampiros viejos o lisiados piden la muerte. Si son lo
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73
suficientemente fuertes, prefieren luchar hasta la muerte, o adentrarse en la
espesura y morir cazando. Pero los que carecen de la fuerza o la habilidad para
morir por su cuenta piden que les traigan aquí, donde puedan enfrentarse a la
muerte con valor.
—¡Eso es horrible! —grité—. ¡Los ancianos no deberían morir así!
—Estoy de acuerdo —dijo Kurda—. Creo que los vampiros tienen un concepto
equivocado de la nobleza. Los viejos y los enfermos a menudo tienen mucho que
ofrecer, y, personalmente, pienso aferrarme a la vida tanto como me sea posible.
Pero la mayoría de los vampiros se mantienen en la vieja creencia de que la vida
sólo vale la pena mientras uno sea capaz de arreglárselas solo.
“Con los vampiros locos es distinto —prosiguió—. A diferencia de los
vampanezes, decidimos no dejar que nuestros locos anden sueltos por el mundo,
atormentando y masacrando a los humanos. Y ya que es demasiado complicado
mantenerlos encerrados (un vampiro loco sería capaz de abrirse camino a zarpazos
a través de una pared de piedra), ejecutarlos es el modo más piadoso de acabar
con ellos.
—Podrían ponerles camisas de fuerza —sugerí.
Kurda sonrió con amargura.
—No existe camisa de fuerza que pueda contener a un vampiro. Créeme,
Darren, matar a un vampiro loco es un acto de misericordia, tanto para el mundo
en general como para el propio vampiro.
“Y lo mismo para los vampiros traidores —añadió—, aunque no hay muchos
así. Destacamos por nuestra lealtad; una de las ventajas de apegarse a las viejas
costumbres. Aparte de los vampanezes (que al apartarse de nosotros fueron
considerados traidores, y ejecutados como tales los que fueron capturados), sólo
han sido ejecutados seis traidores en mil cuatrocientos años desde que los
vampiros viven aquí.
Miré las estacas con un escalofrío, imaginándome a mí mismo atado en una
jaula, colgando sobre el foso, esperando la caída.
—¿Les vendan los ojos? —pregunté.
—A los vampiros locos, sí, por compasión. Los vampiros que eligen morir en
la Cámara de la Muerte prefieren prescindir de ello: desean mirar a la muerte a la
cara y demostrar que no la temen. A los traidores, en cambio, se les coloca en las
jaulas boca arriba, de modo que den la espalda a las estacas. Para un vampiro es
una deshonra morir atravesado por la espalda.
—Pues yo preferiría darles la espalda —resoplé.
Kurda sonrió.
—Afortunadamente, nunca tendrás que elegir.
Luego me dio unas palmaditas en el hombro y dijo:
—Este sitio es deprimente, y más vale evitarlo. Vayamos a jugar a algo.
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Y me hizo salir rápidamente de la Cámara, ansioso por dejar atrás al misterioso
Guardián, las jaulas y las estacas.
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CAPÍTULO 16
Las Cámaras Deportivas eran unas cuevas gigantescas, llenas de escandalosos,
alborotadores y entusiastas vampiros. Eran exactamente lo que necesitaba para
animarme después de la inquietante visita a las Cámaras de Cremación y de la
Muerte.
En cada una de las tres Cámaras tenían lugar varias competiciones. En su
mayoría eran pruebas de combate físico (lucha, boxeo, kárate, levantamiento de
pesos, y cosas así), aunque el ajedrez también gozaba de gran aceptación, ya que
agudizaba los reflejos y el ingenio.
Kurda encontró asientos para nosotros junto al corro que contemplaba la lucha,
y nos pusimos a ver a los vampiros intentando inmovilizar a sus oponentes o
lanzarlos fuera del ring. Había que ser rápido de vista para seguir sus
movimientos, pues los vampiros son mucho más veloces que los humanos. Era
como ver una pelea grabada en video con el botón de avance rápido presionado.
Las contiendas no eran solamente más rápidas que sus equivalencias humanas,
sino también más violentas. Huesos rotos, rostros ensangrentados y contusiones
estaban a la orden de la noche. A veces, me dijo Kurda, el daño era aún peor: los
vampiros podían llegar a matarse tomando parte en esos juegos, o resultar tan
gravemente heridos que el viaje hacia la Cámara de la Muerte era lo único que
deseaban.
—¿Por qué no utilizan protecciones? —pregunté.
—No creen en ellas —dijo Kurda—. Preferirían romperse el cráneo a llevar
casco. —Suspiró con disgusto—. A veces pienso que nunca entenderé del todo a
mi gente. Quizá me hubiera ido mejor si hubiese seguido siendo humano.
Nos dirigimos a otro ring. En éste, unos vampiros se pinchaban con lanzas el
uno al otro. Era algo parecido a la esgrima (había que pinchar o cortar al
adversario tres veces para ganar), sólo que mucho más peligroso y sangriento.
—Es horrendo —manifesté con voz ahogada, mientras un vampiro al que le
habían abierto de un tajo la mitad superior de un brazo reía como si nada y
felicitaba a su contrincante por tan buen golpe.
—Deberías verlos cuando luchan en serio —dijo alguien a nuestra espalda—.
Esto sólo es un ejercicio de calentamiento.
Me volví y vi a un vampiro pelirrojo con un solo ojo. Vestía una túnica de
cuero de color azul oscuro y pantalones.
—A este juego lo llaman el arranca-ojos —me informó—, porque muchos
pierden un ojo, o ambos, mientras lo practican.
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—¿Fue así como perdió el suyo? —indagué, mirando fijamente la cuenca vacía
de su ojo izquierdo y las cicatrices que la rodeaban.
—No —respondió con una risita—. Lo perdí luchando contra un león.
—¿En serio? —exclamé.
—En serio.
—Darren, éste es Vanez Blane —dijo Kurda—. Vanez, éste es...
—Darren Shan —asintió Vanez, estrechándome la mano—. He escuchado los
rumores. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien de su edad pisó las Cámaras
de la Montaña de los Vampiros.
—Vanez es el instructor —explicó Kurda.
—¿Está a cargo de los juegos? —pregunté.
—Apenas —dijo Vanez—. Los juegos están más allá incluso del control de los
Príncipes. Los vampiros somos luchadores, lo llevamos en la sangre. Si no es
aquí, donde sus heridas puedan ser atendidas, será fuera, donde se desangrarían
hasta la muerte sin recibir ayuda. Vigilo un poco las cosas, eso es todo —
concluyó, esbozando una amplia sonrisa.
—Y también adiestra a los vampiros en la lucha —dijo Kurda—. Vanez es uno
de nuestros instructores más valiosos. La mayoría de los Generales de los últimos
cien años se han entrenado bajo su supervisión. Incluido yo. —Se frotó la nuca
haciendo una mueca.
—¿Todavía estás enfadado por aquella vez que te dejé inconsciente de un
mazazo, Kurda? —inquirió Vanez gentilmente.
—No lo habrías conseguido si no me hubieras pillado por sorpresa —
refunfuñó Kurda—. ¡Creí que era un cuenco de incienso!
Vanez aulló de risa y se golpeó las rodillas.
—Siempre has sido brillante, Kurda... excepto en lo concerniente a las armas
de combate. Uno de mis peores alumnos —dijo, dirigiéndose a mí—. Veloz como
una anguila, fibroso y fuerte, pero no soportaba mancharse las manos de sangre.
Una vergüenza, podría haber hecho maravillas con la lanza si hubiera puesto
suficiente dedicación.
—No hay nada maravilloso en perder un ojo en un combate —bufó Kurda.
—Lo es si ganas —objetó Vanez—. Cualquier herida es tolerable mientras
salgas victorioso.
Observamos despedazarse mutuamente a los vampiros durante media hora más
(nadie perdió un ojo mientras estuvimos allí), y luego Vanez nos guió por las
Cámaras, hablándome de los juegos y cómo fortalecían a los vampiros y los
preparaban para vivir en el mundo exterior.
De las paredes de las Cámaras colgaban todo tipo de armas (algunas antiguas,
otras de uso general) y Vanez me dijo cómo se llamaban y de qué forma se
utilizaban; incluso descolgó algunas para hacerme unas demostraciones. Eran
D a r r e n S h a n L a m o n t a ñ a d e l o s v a m p i r o s
77
unos pavorosos instrumentos de destrucción: lanzas dentadas, afiladas hachas,
largos y centelleantes cuchillos, pesados mazos, bumeranes con bordes cortantes
que podían matar a ochenta yardas, garrotes con las puntas llenas de púas,
martillos de guerra con cabezas de piedra capaces de hundir el cráneo de un
vampiro de un golpe bien dado... Al cabo de un rato me di cuenta de que no había
armas de fuego ni arcos con flechas, y pregunté la razón de su ausencia.
—Los vampiros sólo pelean cara a cara —me informó Vanez—. No utilizamos
armas que se utilicen a distancia, como pistolas, arcos u hondas.
—¿Nunca? —pregunté.
—¡Jamás! —dijo tajantemente—. Nuestra confianza en las armas de mano es
sagrada para nosotros... y también para los vampanezes. Cualquier vampiro que
recurra a un arma de fuego o a un arco se ganará el desprecio de todos para el
resto de su vida.
—Y aún solían ser más retrógrados —replicó Kurda—. Hasta hace doscientos
años, se suponía que un vampiro sólo debía utilizar un arma fabricada por él
mismo. Cada vampiro se hacía sus propios cuchillos, lanzas o garrotes. Ahora, por
fortuna, eso ha quedado atrás, y podemos adquirir armas en cualquier
establecimiento. Pero muchos vampiros aún se aferran a las viejas costumbres y la
mayor parte de las armas utilizadas en los Consejos han sido fabricadas a mano.
Dejamos las armas atrás, y nos detuvimos junto a una serie de estrechos
tablones superpuestos. Unos vampiros se balanceaban sobre ellos y cruzaban de
uno a otro, tratando de lanzar a sus oponentes al suelo con unos largos bastones de
punta roma. Cuando llegamos había seis vampiros en acción. Minutos después,
sólo quedaba uno arriba: una mujer.
—¡Bien hecho, Arra! —aplaudió Vanez—. Como siempre, tu equilibrio es
impresionante.
La vampiresa saltó de las tablas y aterrizó junto a nosotros. Iba vestida con una
camiseta blanca y unos pantalones beige. Tenía el cabello largo y oscuro, atado a
la espalda. No era particularmente hermosa (tenía un semblante duro y algo
ajado), pero después de haber pasado tanto tiempo mirando los feos caretos llenos
de cicatrices de los vampiros, me pareció una estrella de cine.
—Kurda, Vanez... —saludó a los vampiros, y luego clavó en mí sus gélidos
ojos grises—. Y tú debes ser Darren Shan. —No parecía impresionada en lo más
mínimo.
—Darren, ésta es Arra Sails —dijo Kurda. Le tendí la mano, pero ella me
ignoró.
—Arra no le estrecha la mano a aquéllos que no se han ganado su respeto —
susurró Vanez.
—Y respeta a muy pocos de nosotros —añadió Kurda en voz alta—. ¿Aún te
niegas a estrecharme la mano, Arra?
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—Nunca estrecharé la mano de alguien que rehuye la lucha —respondió ella—
. Cuando seas Príncipe, me inclinaré ante ti y acataré tus órdenes, pero jamás te
estrecharé la mano, ni bajo amenaza de muerte.
—No creo que Arra votara por mí en las elecciones —dijo Kurda con humor.
—Yo tampoco lo hice —declaró Vanez, con una perversa sonrisa.
—¿Te das cuenta de lo que es un día normal en mi vida, Darren? —rezongó
Kurda—. A la mitad de los vampiros que hay aquí les encanta restregarme que
votaron en mi contra, mientras que la mitad que sí lo hizo, casi nunca lo admiten
públicamente por miedo a que los demás los miren con desprecio.
—Da igual —repuso Vanez, riendo entre dientes—. Todos tendremos que
rendirte pleitesía cuando seas Príncipe. Sólo aprovechamos para chincharte
mientras podamos.
—¿No es un delito burlarse de un Príncipe? —pregunté.
—Bueno, tanto como burlarnos... —dijo Vanez—. Esas cosas no se hacen.
Estudié a Arra mientras ella recogía una astilla de uno de sus bastones de punta
roma. Parecía tan fuerte como cualquier vampiro varón, no tan fornida, pero sí
musculosa. Mientras la observaba, pensé en que había visto muy pocas mujeres
vampiro, y pregunté al respecto.
Se hizo un largo silencio. Los dos hombres parecían incómodos. Iba a
olvidarme del asunto, cuando Arra me miró enarcando las cejas, y respondió:
—A las mujeres no les compensa ser vampiros. El clan entero es estéril, así
que, para muchas, esta vida carece de alicientes.
—¿Estéril? —inquirí.
—No podemos tener hijos —concluyó.
—¿Qué...? ¿Ninguno puede...?
—Tiene que ver con nuestra sangre —dijo Kurda—. Ningún vampiro puede
engendrar ni procrear hijos. La única forma de perpetuar la especie es compartir
nuestra sangre con los humanos.
Me quedé estupefacto. Naturalmente, hacía mucho tiempo que había dejado de
extrañarme que no hubiera más niños vampiro, y que a todos les sorprendiera
tanto conocer a un joven semi-vampiro, porque tenía tantas cosas en qué pensar
que nunca me había detenido a considerarlo a fondo.
—¿Eso también se aplica a los semi-vampiros? —pregunté.
—Me temo que sí —dijo Kurda, frunciendo el ceño—. ¿Es que Larten no te lo
había dicho?
Moví la cabeza con expresión aturdida. ¡No podría tener hijos! No había
pensado mucho en ello (teniendo en cuenta que sólo cumplía uno por cada cinco
años humanos, pasaría mucho tiempo antes de que estuviera preparado para ser
padre), pero siempre había asumido que tenía esa elección. Ahora me alarmaba
comprender que nunca podría tener un hijo o una hija.
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—Eso no está bien —musitó Kurda—. Nada, nada bien.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Se supone que los vampiros deben informar de estas cosas a los humanos
que aspiran a serlo, antes de darles su sangre. Es una de las razones por las que
casi nunca convertimos a niños: preferimos hacerlo con gente que sabe dónde se
mete y lo que van a recibir. Convertir a un niño de tu edad ya es bastante malo,
pero no advertirle de las consecuencias... —Kurda meneó la cabeza con
abatimiento, mientras intercambiaba una mirada con Arra y Vanez.
—Tendrás que informar de esto a los Príncipes —dijo Arra.
—Debo hacerlo —convino Kurda—, pero estoy seguro de que Larten pensaba
hacerlo él mismo. Esperaré a que lo haga. No sería justo adelantarnos sin darle la
oportunidad de explicar sus motivos. ¿Puedo contar con vosotros para guardar
silencio sobre este asunto?
Vanez asintió, y un momento después, también Arra.
—Pero si no habla enseguida... —gruñó ella amenazadoramente.
—No lo entiendo —dije—. ¿Mr. Crepsley va a tener problemas por haberme
dado su sangre?
Kurda intercambió otra mirada con Arra y Vanez.
—Probablemente, no —dijo, tratando de quitarle importancia al asunto—.
Larten es un vampiro viejo y astuto. Sabe cómo son las cosas. Estoy seguro de que
podrá ofrecer a los Príncipes una explicación satisfactoria.
—Y ahora —dijo Vanez, sin darme tiempo a preguntar nada más—, ¿qué te
parecería competir contra Arra en las barras?
—¿Se refiere a subirnos a esas tablas? —pregunté, encantado.
—Seguro que podremos encontrar un bastón a tu medida. ¿Tú qué dices, Arra?
¿Alguna objeción a medirte con un adversario más pequeño?
—Será una nueva experiencia —meditó la vampiresa—. Estoy acostumbrada a
derribar a hombres más altos que yo. Será interesante enfrentarme a uno más
pequeño.
Se subió a las tablas de un salto, e hizo girar el bastón sobre la cabeza y bajo
los brazos. Lo giraba más rápido de lo que mis ojos podían seguir, y empecé a
pensar que tal vez no fuera tan buena idea batirme con ella; pero si me echaba
atrás ahora, parecería un cobarde.
Vanez encontró un bastón lo suficientemente pequeño para mí, y empleó unos
minutos en enseñarme cómo utilizarlo.
—Sujétalo por el centro —me instruyó—. De este modo podrás golpear con
cualquiera de los extremos. No lo balancees con demasiada fuerza o tu propio
ataque se volverá contra ti. Apunta a sus piernas y a su estómago. Olvídate de la
cabeza, eres demasiado pequeño para apuntar tan alto. Intenta zancadillearla. Ve a
por sus rodillas y a por los dedos de los pies: esos son los puntos débiles.
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—¿Y no le dices nada sobre cómo defenderse? —le interrumpió Kurda—. En
mi opinión, eso es lo más importante. Han pasado once años desde que Arra fue
vencida en las barras. Enséñale cómo procurar que no le parta el cráneo, Vanez, y
olvídate de lo demás.
Vanez me mostró cómo bloquear los golpes bajos y los dirigidos a los costados
y a la cabeza.
—El truco es mantener el equilibrio —dijo—. No es lo mismo luchar sobre las
barras que en el suelo. No puedes limitarte a parar un golpe. Tienes que
mantenerte firme sobre tus pies, y estar listo para el siguiente. Y a veces es mejor
encajar un golpe que esquivarlo.
—Tonterías —resopló Kurda—. Tú esquiva todos los que puedas, Darren. ¡No
quiero devolverte a Larten en camilla!
—Pero ella no me hará daño en serio, ¿verdad? —pregunté, alarmado.
Vanez se echó a reír.
—¡Claro que no! Kurda sólo te está liando. No te lo va a poner fácil (Arra no
conoce el significado de esa palabra), pero seguro que no se pasará demasiado
contigo. —Alzó la mirada hacia Arra y murmuró en voz muy baja—: Al menos,
eso espero.
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CAPÍTULO 17
Me quité los zapatos y me subí a las barras. Tardé uno o dos minutos en
acostumbrarme a ellas, caminando a lo largo, concentrándome en mantener el
equilibrio. Sin el bastón era fácil (los vampiros poseemos un gran sentido del
equilibrio), pero con él, la cosa se complicaba. Amagué algunos golpes para
probar, y estuve a punto de caerme.
—¡Golpes cortos! —masculló Vanez, corriendo a sostenerme—. ¡Los giros
largos serán tu fin!
Seguí el consejo de Vanez y pronto le cogí el truco. En un par de minutos más,
ya saltaba de una barra a otra, agachándome y brincando, y estaba listo.
Nos situamos en medio de las barras y entrechocamos nuestros bastones a
modo de saludo. Arra sonreía: era obvio que no creía que tuviera la más mínima
posibilidad contra ella. Nos apartamos y Vanez dio una palmada para que diera
comienzo el combate.
Arra atacó inmediatamente y me golpeó en el estómago con el extremo de su
bastón. Mientras intentaba evitarla, trazó un amplio círculo con su bastón en busca
de mi cabeza: ¡un aplasta-cráneos! Me las arreglé para alzar mi bastón al mismo
tiempo y desviar el golpe, pero el impacto estremeció todo mi cuerpo,
obligándome a doblar las rodillas. El bastón se me resbaló de las manos, pero
logré retenerlo antes de que cayera.
—¿Es que pretendes matarlo? —gritó Kurda, furioso.
—Las barras no son para niñitos incapaces de defenderse —repuso Arra con
sarcasmo.
—¡Pues se acabó! —resopló Kurda, acercándose a zancadas hasta mí.
—Como desees —dijo Arra, bajando el bastón y volviéndome la espalda.
—¡No! —rugí, poniéndome en pie y levantando el bastón.
Kurda se paró en seco.
—Darren, no tienes por qué...
—Quiero hacerlo —le interrumpí. Luego, me volví hacia Arra—: Vamos...
Estoy listo.
Arra me encaró con una sonrisa, pero ahora no expresaba burla, sino
admiración.
—El semi-vampiro tiene carácter. Me alegra saber que el chico no es un
redomado pusilánime. Ahora, veamos hasta dónde te lleva tu espíritu.
Atacó de nuevo sin previo aviso, lanzando golpes cortos y cortantes de
izquierda a derecha. Los bloqueé lo mejor que pude, aunque tuve que encajar
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alguno en los brazos y los hombros. Retrocedí hasta el extremo de la tabla,
lentamente, protegiéndome, y entonces, la esquivé de un salto en el momento en
que trazaba un amplio arco hacia mis piernas.
Arra no había previsto aquel salto y perdió el equilibrio. Aproveché para lanzar
mi primer ataque en aquella prueba y golpearla con contundencia en el muslo
izquierdo. No dio la impresión de que le hubiera hecho mucho daño, pero aquello
la cogió por sorpresa y lanzó un rugido de sorpresa.
—¡Un punto para Darren! —gritó Kurda, entusiasmado.
—Esto no va por puntos —gruñó Arra.
—Será mejor que tengas cuidado, Arra —dijo Vanez, ahogando una risita, con
su único ojo centelleando—. Me parece que el chico es capaz de vencerte, y nunca
podrías volver a aparecer por las Cámaras si un semi-vampiro adolescente llega a
derrotarte en las barras.
—La noche en que me supere alguien como él, dejaré que me metas en una de
las jaulas de la Cámara de la Muerte y que me lances contra las estacas —gruñó
Arra. Ahora estaba furiosa (no soportaba las provocaciones de quienes la
observaban desde el suelo), y cuando se volvió nuevamente hacia mí, su sonrisa
había desaparecido.
Me moví cautelosamente, consciente de que un buen golpe no significaba
nada. Si me confiaba y bajaba la guardia, ella acabaría conmigo en un abrir y
cerrar de ojos. Mientras avanzaba hacia mí, yo retrocedí poco a poco. La dejé
acercarse un par de pasos, y entonces salté a otra barra. Volví a retroceder, y salté
a otra, y luego a otra.
Esperaba sacarla de quicio. Si conseguía alargar el duelo, quizá lograra hacerla
perder los estribos y cometer un error. Pero la paciencia de los vampiros es
legendaria, y Arra no era la excepción. Me persiguió como una gata a un pajarillo,
ignorando las pullas de quienes se habían congregado bajo las barras para
contemplar la lucha, tomándose su tiempo, permitiéndome continuar con mis
tácticas evasivas, esperando el momento justo para atacar.
Al final me acorraló y no tuve más opción que pelear. Le lancé un par de
golpes bajos (tratando de golpear sus pies y sus rodillas, como me había
aconsejado Vanez), pero no eran lo bastante fuertes y los encajó sin pestañear.
Mientras me agachaba para golpear sus pies una vez más, saltó a la barra contigua
y descargó la parte plana de su bastón sobre mi espalda. Rugí de dolor y me dejé
caer de bruces. El bastón se me cayó al suelo.
—¡Darren! —gritó Kurda, precipitándose hacia mí.
—¡Déjalo! —exclamó Vanez, sujetándolo.
—¡Pero está herido!
—Sobrevivirá. No lo avergüences delante de todos. Déjale luchar.
A regañadientes, Kurda obedeció a Vanez.
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Arra, mientras tanto, había decidido que ya había acabado conmigo. En lugar
de golpearme, metió la punta roma de su bastón bajo mi estómago e intentó
empujarme fuera de la barra. Volvía a sonreír. Dejé rodar mi cuerpo, pero me
sujeté a la barra con las manos y los pies para no caer. Di la vuelta por completo
hasta que quedé colgando al revés, y entonces recuperé mi bastón del suelo y
golpeé a Arra entre las pantorrillas. Con un súbito giro, la hice caer. Lanzó un
chillido, y durante una fracción de segundo tuve la certeza de que la había tirado y
vencido, pero se agarró a la barra y se mantuvo allí, como yo había hecho. Sin
embargo, su bastón había caído al suelo y rodaba fuera de su alcance.
Los vampiros que se habían reunido a presenciar el combate (ahora había unos
veinte o treinta alrededor de las barras) aplaudieron entusiásticamente, mientras
nos incorporábamos sin dejar de vigilarnos el uno al otro. Alcé el bastón y sonreí.
—Parece que soy yo ahora el que lleva ventaja —apunté con fanfarronería.
—No por mucho tiempo —dijo Arra—. ¡Voy a arrancarte ese bastón de las
manos y a partirte la cabeza con él!
—¿Ah, sí? —sonreí—. Pues adelante... ¡Inténtalo!
Arra extendió las manos hacia mí. En realidad, no me esperaba que fuera a
atacarme sin el bastón, y no estaba seguro de lo que debía hacer. No me gustaba la
idea de golpear a un contrincante desarmado, y menos a una mujer.
—Pues recoger el bastón, si quieres —le ofrecí.
—No está permitido abandonar las barras —replicó.
—Pues que te lo alcance alguien.
—Eso tampoco está permitido.
Retrocedí.
—No pienso atacarte si no tienes algo con lo que defenderte —dije—. ¿Te
parece bien que tire mi bastón y luchemos cuerpo a cuerpo?
—Un vampiro que abandona su arma es un estúpido —dijo Arra—. Si tiras el
bastón, te lo clavaré en la garganta para que aprendas lo que significa subirse a las
barras.
—¡De acuerdo! —mascullé, irritado—. ¡Hagámoslo a tu modo!
Dejé de retroceder, levanté el bastón y arremetí contra ella.
Arra estaba inclinada (en esa posición su centro de gravedad era más bajo y
sería más difícil arrojarla al suelo), así que apunté a su cabeza. Le lancé un golpe a
la cara con la punta del bastón. Esquivó el primer par de golpes, pero el tercero la
alcanzó en la mejilla. No la hizo sangrar, pero le produjo un feo verdugón.
Ahora fue Arra la que retrocedió. Cedió terreno a regañadientes, resistiendo
mis golpes más suaves, parándolos con los brazos y las manos y reculando sólo
para esquivar los más fuertes. A pesar de lo que me había dicho a mí mismo,
acabé confiándome en exceso y creí tenerla ya donde quería. En lugar de intentar
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doblegarla poco a poco, decidí darle enseguida el golpe de gracia, y eso demostró
mi inexperiencia.
Disparé velozmente el extremo del bastón hacia un lado de su cabeza, con la
intención de darle en la oreja. Fue un golpe al azar, ni tan certero ni tan rápido
como debería haber sido. Di en el blanco, pero sin la potencia necesaria, y antes
de que pudiera asestar otro golpe, las manos de Arra entraron en acción.
La derecha agarró el extremo del bastón, sujetándolo con fuerza. La izquierda
se cerró en un puño y se estrelló en mi mandíbula. Me golpeó de nuevo y vi las
estrellas. Mientras se disponía a propinarme un tercer puñetazo, reaccioné
automáticamente tratando de ponerme fuera de su alcance, y entonces, de un
rápido tirón, me arrebató el bastón de las manos.
—¿Y ahora, qué? —gritó triunfalmente, haciendo girar el bastón sobre su
cabeza—. ¿Quién lleva ahora ventaja?
—Tranquila, Arra —dije nerviosamente, retrocediendo ante su fiera
expresión—. Te dije que podías recoger tu bastón, ¿recuerdas?
—Y me negué —respondió con rabia.
—Deja que coja un bastón, Arra —dijo Kurda—. No puedes pretender que se
defienda con las manos desnudas. No sería justo.
—¿Tú qué dices, chico? —me preguntó ella—. Dejaré que pidas otro bastón, si
es lo que quieres.
Por su tono, supe que si lo hacía no lograría que tuviera una opinión
precisamente elevada de mí.
Sacudí la cabeza. Habría dado cualquier cosa por tener un bastón, pero no
podía pedir un trato especial, no cuando Arra no lo había hecho.
—Está bien —dije—. Lucharé sin él.
—¡Darren! —aulló Kurda—. ¡No seas estúpido! Retírate si no quieres otro
bastón. Has luchado bravamente y has demostrado tu valor.
—No tienes por qué avergonzarte si te retiras ahora —agregó Vanez.
Miré a Arra a los ojos y vi que ella esperaba que me resignara y abandonara.
—No —dije—. No me retiraré. No bajaré de estas barras hasta que me arrojen
de ellas.
Me adelanté, inclinándome, como había hecho Arra.
Parpadeó, sorprendida, y, alzando el bastón, se dispuso a concluir la lucha. No
perdí el tiempo. Paré su primer golpe con la mano izquierda, encajé el segundo en
el estómago, esquivé el tercero, y desvié el cuarto con la mano derecha. Pero me
dio de lleno con el quinto en la cabeza. Doblé las rodillas, aturdido. Percibí el
silbido del bastón de Arra cortando el aire antes de impactar en el lado izquierdo
de mi rostro, y me estrellé contra el suelo.
Lo siguiente que supe fue que estaba mirando fijamente al techo, rodeado de
vampiros preocupados.
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—¿Darren? —decía Kurda con la angustia temblando en su voz—. ¿Estás
bien?
—¿Qué... ha pasado? —resollé.
—Te noqueó —dijo—. Has estado inconsciente durante cinco o seis minutos.
Ya íbamos a pedir ayuda...
Me senté, sobreponiéndome al dolor.
—¿Por qué da vueltas la habitación? —gemí.
Vanez se echó a reír y me ayudó a incorporarme.
—Se recuperará —dijo el instructor—. Ningún vampiro ha muerto nunca por
una pequeña conmoción. Se recobrará y volverá a estar como nuevo.
—¿Aún falta mucho para llegar a la Montaña de los Vampiros? —pregunté
débilmente.
—¡El pobre chico no sabe ni dónde está! —barbotó Kurda, y se dispuso a
cogerme en brazos.
—¡Espera! —grité, con la cabeza un poco más despejada. Mis ojos buscaron a
Arra y la vi sentada en una de las barras, aplicándose crema sobre su magullada
mejilla. Me solté de Kurda, avancé a trompicones hacia la vampiresa, y me detuve
ante ella, esforzándome por mantener el tipo.
—¿Sí? —inquirió ella, mirándome cautamente.
Le tendí la mano, y dije:
—Estréchamela.
Arra miró mi mano, y luego a mis ojos desenfocados.
—Una buena pelea no te convierte en un guerrero —declaró.
—¡Estréchamela! —repetí, furioso.
—¿Y si no quiero?
—Volveré a subirme a esas barras y lucharé contigo hasta que lo hagas —
gruñí.
Arra me estudió con detenimiento, y, finalmente, asintió y me estrechó la
mano.
—Que el poder sea contigo, Darren Shan —dijo ásperamente.
—Que el poder... —repetí con un hilo de voz, y entonces me desvanecí en sus
brazos y permanecí inconsciente hasta que me desperté en mi hamaca la noche
siguiente.
CAPÍTULO 18
Dos noches después de mi encuentro con Arra Sails, Mr. Crepsley y yo fuimos
llamados a presencia de los Príncipes. Yo aún me sentía entumecido por el
combate, y Mr. Crepsley tuvo que ayudarme a vestirme. Gemí mientras levantaba
los brazos sobre la cabeza: la piel estaba negra y azul allí donde había recibido los
golpes de Arra.
—No puedo creer que hayas sido tan estúpido para desafiar a Arra Sails —
suspiró Mr. Crepsley. No había dejado de tomarme el pelo al respecto desde que
se enteró, aunque en el fondo yo sabía que se sentía orgulloso de mí—. Hasta yo
me lo habría pensado antes de enfrentarme a ella en las barras.
—Supongo que eso significa que soy más valiente que usted —dije, con una
sonrisa de satisfacción.
—Estupidez y valor no son lo mismo —me amonestó—. Podías haber salido
seriamente herido.
—Habla como Kurda —dije, enfurruñado.
—Hay ciertas cosas con las que no estoy de acuerdo con Kurda (él es un
pacifista, lo cual va contra nuestra naturaleza), pero tiene razón cuando dice que a
veces es mejor evitar la lucha. Cuando una situación es desesperada y no tiene
sentido pelear, sólo un estúpido insistiría en combatir.
—¡Pero no era desesperada! —exclamé—. ¡Estuve a punto de derrotarla!
Mr. Crepsley sonrió.
—Es imposible razonar contigo. Pero así son la mayoría de los vampiros. Es
señal de que estás aprendiendo. Ahora, acaba de vestirte y ponerte presentable. No
debemos hacer esperar a los Príncipes.
***
La Cámara de los Príncipes se encontraba en el punto más alto del interior de
la Montaña de los Vampiros. Sólo tenía una entrada, un túnel largo y ancho
custodiado por un batallón de Guardias de la Montaña. Nunca había subido hasta
aquí, pues nadie podía utilizar el túnel a menos que tuviera asuntos que resolver
en la Cámara.
Los guardias uniformados de verde vigilaron cada paso que avanzamos por el
túnel. No estaba permitido llevar armas en la Cámara de los Príncipes, ni portar
nada que pudiera utilizarse como un arma. No se permitía llevar zapatos (era muy
fácil ocultar una pequeña daga bajo las suelas) y nos registraron de arriba abajo en
tres zonas distintas del túnel. ¡Incluso nos revolvieron el pelo por si escondíamos
algún alambre en él!
—¿Por qué tantas precauciones? —le susurré a Mr. Crepsley—. Creía que los
Príncipes eran respetados y obedecidos por todos los vampiros.
—Y lo son —respondió—. Esto es más por tradición que por otra cosa.
Al final del túnel irrumpimos en una enorme caverna con una extraña y blanca
bóveda resplandeciente. No se parecía a ninguna otra construcción que hubiese
visto: las paredes latían como si estuvieran vivas, y no pude distinguir ninguna
grieta ni ensambladura.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—La Cámara de los Príncipes —respondió Mr. Crepsley.
—¿De qué está hecha? ¿De roca, mármol, hierro...?
Mr. Crepsley se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe.
Me llevó hasta la bóveda (los únicos guardias a ese lado del túnel se agrupaban
ante las puertas de la Cámara) y me indicó que colocara las manos sobre ella.
—¡Está caliente! —exclamé—. ¡Y vibra! ¿Qué es?
—Hace mucho tiempo, la Cámara de los Príncipes era como cualquier otra —
respondió Mr. Crepsley con su acostumbrada retórica—. Una noche, llegó Mr.
Tiny y dijo que nos traía un regalo. Fue poco después de que la escisión de los
vampanezes. El “regalo” fue la bóveda (construida por las Personitas, jamás vistas
por ningún vampiro), y la Piedra de Sangre. La bóveda y la Piedra son elementos
mágicos. Son...
Uno de los guardias de las puertas nos llamó.
—¡Larten Crepsley! ¡Darren Shan!
Nos apresuramos hacia allí.
—Ya podéis entrar —dijo el guardia, y golpeó las puertas cuatro veces con la
larga lanza que portaba. Las puertas se abrieron deslizándose sobre sí mismas
(como si fueran electrónicas) y entramos.
Aunque no había antorchas ardiendo en el interior de la Cámara de los
Príncipes, la estancia irradiaba tanta luz como si fuera de día, mucho más
luminosa que ningún otro lugar en la montaña. La luz provenía de las paredes de
la misma bóveda, por medios desconocidos para todos, excepto para Mr. Tiny.
Había largos bancos (como los de las iglesias) dispuestos en círculo en torno a la
bóveda, dejando un amplio espacio en el centro, donde se alzaban cuatro tronos de
madera sobre una tarima, pero sólo tres Príncipes los ocupaban. Mr. Crepsley me
había dicho que siempre había al menos un Príncipe que se saltaba los Consejos,
en caso de que algo les ocurriera a los otros. No había nada que colgara de las
paredes, ni pinturas, ni retratos ni banderas. Tampoco había estatuas. Era un lugar
para tratar asuntos, sin pompa ni ceremonia.
La mayor parte de los asientos estaban ocupados. Los vampiros comunes se
sentaban en la retaguardia y los del medio estaban reservados al personal de la
montaña, como guardias y gente así. Los Generales Vampiros ocupaban los
asientos delanteros. Mr. Crepsley y yo nos encaminamos hacia la tercera hilera del
frente, y nos sentamos junto a Kurda, Gavner Purl y Harkat Mulds, que nos
estaban esperando. Me alegró volver a ver a la Personita, y le pregunté cómo le
había ido.
—Preguntas... respuestas... —respondió—. Decir la misma cosa... una y otra...
y otra...vez.
—¿Has recordado más cosas? —pregunté.
—No.
—Pero no porque no lo haya intentado —rió Gavner, inclinándose hacia mí
para apretarme el hombro—. Prácticamente lo hemos torturado con preguntas,
tratando de que recordara algo. Y no se quejó ni una vez. Si yo hubiera estado en
su lugar, no habría tardado en mandarlo todo al infierno. ¡Ni siquiera le han
permitido dormir!
—No necesito... dormir mucho —dijo Harkat tímidamente.
—¿Ya te has recuperado de tu combate con Arra? —preguntó Kurda.
Gavner se adelantó antes de que pudiera responder.
—¡Me lo han contado! ¿En qué diablos estabas pensando? ¡Preferiría que me
arrojaran a un foso lleno de escorpiones que enfrentarme en las barras a Arra
Sails! La he visto hacer picadillo a una veintena de vampiros curtidos en una
noche.
—En aquel momento me pareció una buena idea —respondí con una amplia
sonrisa.
Gavner nos dejó para ir a discutir algo con algunos de los Generales (los
vampiros siempre estaban debatiendo asuntos serios en la Cámara de los
Príncipes), y, mientras esperábamos, Mr. Crepsley me habló un poco más sobre la
bóveda.
—La bóveda es mágica. No hay ningún modo de entrar aquí, excepto a través
de esas puertas. Nada puede atravesar esas paredes, ni herramientas, ni explosivos,
ni ácido. Es el material más duro conocido por humanos o vampiros.
—¿De dónde proviene? —pregunté.
—Nadie lo sabe. Las Personitas lo trajeron en vagones cubiertos. Les llevó
meses levantar las paredes, capa por capa. No se nos permitió ver cómo las
construían. Nuestros mejores arquitectos las han estudiado muchas veces desde
entonces, pero ninguno ha conseguido desentrañar sus misterios.
“Las puertas sólo pueden ser abiertas por los Príncipes Vampiros —
prosiguió—. Pueden hacerlo apoyando las palmas directamente sobre ellas, o
desde sus tronos, presionando los reposabrazos.
—Deben ser electrónicas —dije—. Los paneles de las puertas ‘leen’ sus
huellas digitales, ¿verdad?
Mr. Crepsley meneó la cabeza.
—Esta Cámara se construyó hace cientos de años, mucho antes de que la idea
de la electricidad cobrara forma en la mente del hombre. Funciona de un modo
paranormal, o mediante una forma de tecnología mucho más avanzada que
cualquiera que conozcamos.
“¿Ves esa piedra roja que está detrás de los Príncipes? —inquirió. Sobre un
pedestal a unos quince pies tras la tarima había una piedra oval, el doble de grande
que una pelota de fútbol—. Es la Piedra de Sangre. Es la llave, no sólo de la
bóveda, sino de la misma longevidad de la raza de los vampiros.
—¿Long... qué? —pregunté.
—Longevidad. Significa una larga duración de la vida.
—¿Y qué tiene que ver una piedra con una larga vida? —pregunté, confundido.
—La Piedra sirve a diversos propósitos —dijo—. Cada vampiro, cuando
acepta formar parte del clan, debe situarse ante la Piedra y colocar las manos
sobre ella. La Piedra parece tan lisa como una bola de cristal, pero es ultrasensible
al tacto. Hace que fluya la sangre y la absorbe (de ahí su nombre), vinculando al
vampiro a la mentalidad colectiva del clan para siempre.
—¿Mentalidad colectiva? —repetí, deseando por millonésima vez desde que lo
conocí que Mr. Crepsley utilizara palabras más simples.
—Tú ya sabes que los vampiros pueden buscar mentalmente a aquéllos con los
que mantienen un vínculo, ¿no?
—Sí.
—Bien, pues mediante el sistema de la triangulación también podemos buscar
y encontrar a otros con los que no tenemos ningún lazo, a través de la Piedra.
—¿Triangu... qué? —gruñí, exasperado.
—Han de hacerlo vampiros completos cuya sangre haya sido absorbida por la
Piedra —dijo—. Cuando un vampiro le entrega su sangre, también le confía su
nombre, por el cual la Piedra y los demás vampiros le reconocerán a partir de
entonces. Si yo quisiera buscarte una vez que le hayas dado tu sangre a la Piedra,
sólo tendría que poner mis manos sobre ella y pensar en tu nombre. En unos
segundos la Piedra me permitiría conocer tu localización exacta en cualquier lugar
de la Tierra.
—¿Aunque yo no quiera que me encuentren? —pregunté.
—Sí. Pero conocer tu localización no serviría de mucho: para cuando yo
llegara a donde estabas cuando realicé la búsqueda, tú ya te habrías ido. Por eso es
necesaria la triangulación, en la cual deben participar tres personas. Si quisiera
encontrarte, podría contactar con alguien con quien mantuviera un vínculo mental
(Gavner, por ejemplo), y transmitirle tu paradero. Yo le guiaría a través de la
Piedra de Sangre, y así él podría seguir tu rastro.
Lo medité en silencio durante un rato. Era un sistema ingenioso, pero le
encontraba algunos inconvenientes.
—¿Cualquiera podría utilizar la Piedra de Sangre para encontrar a un vampiro?
—indagué.
—Cualquiera con la habilidad mental para realizar una búsqueda —respondió
Mr. Crepsley.
—¿Incluso un humano o un vampanez?
—Hay muy pocos humanos que posean una mente lo suficientemente avanzada
como para utilizar la Piedra —dijo—, pero los vampanezes pueden hacerlo.
—Entonces, la Piedra es peligrosa, ¿no? —sugerí—. Si un vampanez pusiera
las manos en ella, ¿no podría seguir el rastro de cada vampiro (o al menos el de
aquéllos cuyos nombres conozca) y guiar a sus compañeros hasta ellos?
Mr. Crepsley sonrió sombríamente.
—La paliza que te dio Arra Sails no ha afectado a tu capacidad de
razonamiento. Tienes razón: la Piedra de Sangre podría ser el fin para toda la raza
de los vampiros si cayera en manos equivocadas. Los vampanezes nos darían caza
hasta exterminarnos. También podrían encontrar a aquéllos cuyos nombres
desconocen, porque la Piedra permite a su usuario encontrar a los vampiros tanto
por su localización como por su nombre, por lo que podrían rastrear a cada
vampiro en Inglaterra, América o cualquier otra parte, y enviar a los suyos tras
ellos. Por eso guardamos la Piedra con tanto celo, y jamás se descuida la
seguridad de la bóveda.
—¿No sería más sencillo destruirla? —pregunté.
Kurda, que había estado escuchando, se echó a reír.
—Eso fue lo que les propuse a los Príncipes hace décadas —dijo—. La Piedra
puede resistir las herramientas corrientes o los explosivos, al igual que las paredes
de la bóveda, pero eso no significa que sea imposible deshacerse de ella.
‘Arrojemos esa maldita cosa a un volcán’, les supliqué, ‘o hundámosla en lo más
profundo del mar’. Pero no quieren ni oír hablar de eso.
—¿Por qué no?
—Hay varias razones —respondió Mr. Crepsley, adelantándose a Kurda—. La
primera es que la Piedra sirve para localizar a los vampiros que están perdidos o
se encuentran en apuros, o a los locos que andan sueltos. Es bueno recordar que
estamos unidos al clan por algo más que la tradición, y que siempre podemos
contar con ayuda si hemos seguido el buen camino, o ser castigados si no lo
hemos hecho. La Piedra nos mantiene a raya.
“La segunda razón es que necesitamos la Piedra de Sangre para abrir las
puertas de la bóveda. Cuando un vampiro se convierte en Príncipe, la Piedra es
una parte fundamental de la ceremonia. El elegido forma un círculo con otros dos
Príncipes. Cada uno utiliza una mano para transmitirle su sangre mientras apoyan
la otra sobre la Piedra. La sangre fluye de los viejos Príncipes al nuevo, y luego a
la Piedra, y completa un círculo. Al final de la ceremonia, el nuevo Príncipe podrá
controlar las puertas de la Cámara. Sin la Piedra, ser Príncipe sólo sería un título.
“Y la tercera razón por la que no destruimos la Piedra es el Lord de los
vampanezes. —Su rostro se ensombreció—. La leyenda dice que el Lord
Vampanez borrará de la faz de la Tierra a toda la raza de los vampiros cuando
ascienda al poder, pero a través de la Piedra, una noche resurgiremos de nuevo.
—¿Y eso cómo será? —pregunté.
—No lo sabemos —dijo Mr. Crepsley—. Pero ésas fueron las palabras de Mr.
Tiny, y como el poder de la Piedra es también suyo, no podemos ignorarlas.
Ahora, más que nunca, es necesario proteger la Piedra. El mensaje de Harkat
sobre el Lord Vampanez ha hecho mella en el corazón y el espíritu de muchos
vampiros. Con la Piedra, hay una esperanza. Si nos deshiciéramos ahora de la
Piedra, sucumbiríamos al terror.
—¡Por las entrañas de Charna! —masculló Kurda—. No podemos perder el
tiempo con esas viejas fábulas. Deberíamos librarnos de la Piedra, cerrar la
bóveda y construir una nueva Cámara de los Príncipes. Aparte de todo lo demás,
es una de las principales razones por las que los vampanezes se resisten a hacer
tratos con nosotros. No quieren acercarse a ninguna de las herramientas mágicas
de Mr. Tiny, ¿y quién podría reprochárselo? Tienen miedo de quedar atados a la
Piedra y no poder mantener su independencia respecto al clan de los vampiros,
porque podríamos utilizarla para perseguirlos. Si nos libráramos de la Piedra, ellos
volverían con nosotros, y ya no serían vampanezes (porque todos compondríamos
la gran familia de los vampiros), y desaparecería la amenaza del Lord Vampanez.
—¿Acaso piensas destruir la Piedra cuando seas Príncipe? —inquirió Mr.
Crepsley.
—Mencionaré esa posibilidad —asintió Kurda—. Es un asunto delicado, y no
espero que los Generales estén de acuerdo, pero con el tiempo, cuando las
negociaciones con los vampanezes vayan por buen cauce, espero que sabrán
comprender mi punto de vista.
—¿Mencionaste esto cuando fuiste elegido? —preguntó Mr. Crepsley.
Kurda se removió, incómodo.
—Bueno, no, pero esto es política. No siempre puedes decirlo todo. Pero no le
he mentido a nadie. Si alguien me hubiera preguntado lo que opino de la Piedra,
se lo habría dicho. Sólo que... no me... preguntaron —concluyó débilmente.
—¡Política! —resopló Mr. Crepsley—. Triste día para los vampiros cuando
nuestros Príncipes se dejen enredar voluntariamente en las despreciables redes de
la política.
Alzó orgullosamente la cabeza, le dio la espalda a Kurda y clavó la mirada en
la tarima.
—Creo que le he ofendido —me susurró Kurda.
—Se ofende fácilmente —dije, sonriendo. Entonces, le pregunté si yo tendría
que vincularme a la Piedra de Sangre.
—Probablemente no, hasta que te conviertas en un vampiro completo —dijo
Kurda—. En el pasado, el vínculo estaba permitido para los semi-vampiros, pero
no es habitual.
Iba a hacerle más preguntas sobre la misteriosa Piedra de Sangre y la bóveda,
cuando un General de semblante serio golpeó estruendosamente el suelo de la
tarima con un pesado bastón y anunció mi nombre y el de Mr. Crepsley.
Había llegado el momento de conocer a los Príncipes.
CAPÍTULO 19
Los tres Príncipes Vampiros que asistieron al Consejo eran Paris Skyle, Mika
Ver Leth y Arrow* (el Príncipe ausente se llamaba Vancha March).
Paris Skyle lucía una gran barba gris, un largo y suelto cabello blanco, y le
faltaba la oreja derecha. Con sus ochocientos años terrestres, o más, era el
vampiro viviente más viejo. Era venerado por todos, no sólo por su avanzada edad
y posición, sino también por las hazañas que había llevado a cabo cuando era más
joven. Según la leyenda, Paris Skyle había estado en todas partes y hecho de todo.
Muchas de las historias eran exageradas: se decía que había viajado con Colón a
América e introducido el vampirismo en el Nuevo Mundo, que había luchado
junto a Juana de Arco (al parecer, una simpatizante de los vampiros) e inspirado a
Bram Stoker su infame “Drácula”. Pero eso no quería decir que aquellas historias
no fueran ciertas: los vampiros eran, por su mera existencia, criaturas
sorprendentes.
Mika Ver Leth era el Príncipe más joven, con tan “sólo” doscientos setenta
años de edad. Tenía un brillante cabello negro y unos ojos penetrantes, como los
de un cuervo, y vestía enteramente de negro. Parecía aún más severo que Mr.
Crepsley (su frente estaba surcada de arrugas, al igual que las comisuras de sus
labios), y me dio la sensación de que rara vez sonreía, si es que lo hacía.
Arrow era un hombre fornido y calvo, con grandes flechas tatuadas en sus
brazos y sienes. Era un temible luchador, y su odio hacia los vampanezes era
legendario. Había estado casado con una humana antes de convertirse en General,
que fue asesinada por un vampanez que venía a enfrentarse a Arrow. Regresó al
clan, hosco y retraído, y se entrenó para convertirse en General. Desde entonces se
dedicó con devoción a su trabajo, sin importarle nada más.
Los tres Príncipes eran hombres fuertes y musculosos. Incluso el anciano Paris
Skyle parecía ser capaz de cargar un toro sobre sus hombros con una sola mano.
—Bienvenido, Larten —le dijo Paris a Mr. Crepsley, acariciándose la larga
barba y contemplándole con ojos cálidos—. Me alegra verte en la Cámara de los
Príncipes. No esperaba volver a verte.
—Prometí que volvería —replicó Mr. Crepsley, inclinándose ante el Príncipe.
—Y nunca lo dudé —sonrió Paris—. Pero no pensaba vivir lo suficiente para
recibirte. Me han crecido demasiado los colmillos, viejo amigo, y he perdido la
cuenta de mis noches.
—Nos sobrevivirás a todos, Paris —dijo Mr. Crepsley.
* N. de la T: Arrow significa “flecha”.
—Lo veremos —repuso Paris con un suspiro. Fijó su atención en mí mientras
Mr. Crepsley se inclinaba ante los otro Príncipes. Cuando el vampiro volvió a mi
lado, el viejo Príncipe dijo—: Éste debe ser tu asistente... Darren Shan. Gavner
Purl nos ha hablado muy bien de él.
—Tiene buena sangre y un corazón fuerte —dijo Mr. Crepsley—. Un
excelente asistente, que una noche llegará a ser un excelente vampiro.
—¡Una noche, por supuesto! —resopló Mika Ver Leth, mirándome con los
ojos entornados, de un modo que no me gustó—. ¡Es sólo un niño! No admitimos
a niños en nuestras filas. ¿Qué locura te poseyó para...?
—Por favor, Mika —le interrumpió Paris Skyle—. No nos precipitemos.
Todos conocemos a Larten Crepsley, y debemos tratarle con el respeto que
merece. No sé por qué decidió dar su sangre a un niño, pero estoy seguro de que
podrá explicárnoslo.
—Yo sólo creo que es un disparate, en momentos como éstos —refunfuñó
Mika, antes de guardar silencio. Cuando lo hubo hecho, Paris se volvió hacia mí y
sonrió.
—Debes perdonarnos si te hemos parecido descorteses, Darren. No estamos
acostumbrados a los niños. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos
presentaron a uno.
—En realidad no soy un niño —musité—. He sido un semi-vampiro durante
ocho años. No es culpa mía que mi cuerpo no haya crecido.
—¡Precisamente! —exclamó Mika—. Es culpa del vampiro que te dio su
sangre. Él...
—¡Mika! —le atajó Paris—. Este vampiro de noble prestigio y su asistente han
venido ante nosotros de buena fe, en busca de nuestra aprobación. La obtengan o
no, merecen ser escuchados con cortesía, no puestos en evidencia tan
groseramente frente de sus compañeros.
Mika contuvo su lengua, se levantó y se inclinó ante nosotros.
—Lo siento —dijo, con los dientes apretados—. He hablado sin esperar mi
turno. No volverá a pasar.
Un murmullo se extendió por toda la Cámara. De aquellos susurros deduje que
era bastante inusual que un Príncipe se disculpara ante un subordinado,
especialmente uno que había dejado de ser un General.
—Vamos, Larten —dijo Paris, mientras nos traían unas sillas—. Siéntate y
cuéntanos cómo te ha ido desde la última vez que nos vimos.
Una vez sentados, Mr. Crepsley les relató su historia. Les habló a los Príncipes
de su asociación con el Cirque Du Freak, de los lugares donde había estado y la
gente que había conocido. Cuando llegó a la parte de Murlough, pidió hablar en
privado con los Príncipes. Les contó en susurros lo del vampanez demente y cómo
lo matamos. La noticia les inquietó bastante.
—Esto es preocupante —meditó Paris en voz alta—. ¡Si los vampanezes se
enteran, lo utilizarían como pretexto para iniciar una guerra!
—¿Qué motivo tendrían? —respondió Mr. Crepsley—. Yo ya no formo parte
del clan.
—Si están lo bastante furiosos, eso no les importará —dijo Mika Ver Leth—.
Si el rumor sobre el Lord Vampanez es cierto, debemos andarnos con mucho
cuidado en lo que atañe a nuestros primos de sangre.
—Aun así —dijo Arrow, interviniendo por primera vez en la conversación—,
no creo que Larten esté equivocado. Sería diferente si fuera un General, pero es un
agente libre y no está sujeto a nuestras leyes. Si yo hubiera estado en su lugar,
habría hecho lo mismo. Actuó con discreción. No creo que debamos
reprochárselo.
—No —convino Mika. Y clavando los ojos en mí, añadió—: Eso, no.
Dejando atrás el asunto de Murlough, regresamos a nuestras sillas y volvimos a
hablar en voz alta para que todos en la Cámara pudieran oírnos.
—Ahora —dijo Paris Skyle, adoptando una expresión grave— debemos volver
al asunto de tu asistente. Todos sabemos que el mundo ha cambiado mucho en los
últimos siglos. Los humanos se protegen más los unos a los otros y sus leyes son
más estrictas que nunca, particularmente en lo referente a sus jóvenes. Por eso
dejamos de dar nuestra sangre a los niños. Ni siquiera en el pasado solíamos
hacerlo con frecuencia. Han pasado noventa años desde que el último niño fue
aceptado en nuestras filas. Cuéntanos, Larten, por qué decidiste romper con esta
reciente tradición.
Mr. Crepsley se aclaró la garganta y miró a los Príncipes a los ojos, uno tras
otro, hasta detenerse en Mika.
—No tengo ninguna razón válida —respondió tranquilamente, y la Cámara
entera estalló en exclamaciones apenas contenidas y en apagados y atropellados
comentarios.
—¡Silencio en la Cámara! —gritó Paris, y al instante cesó todo ruido. Al
volverse hacia nosotros, su expresión reflejaba una gran preocupación—. Vamos,
Larten... Déjate de bromas. No puedes haber convertido a un niño por un simple
capricho. Debiste tener una razón. ¿Tal vez mataste a sus padres y decidiste que
era tu deber cuidar de él?
—Sus padres viven —dijo Mr. Crepsley.
—¿Los dos? —inquirió Mika.
—Sí.
—Entonces, ¿no estarán buscándole? —preguntó Paris.
—No. Fingimos su muerte y lo enterraron. Creen que está muerto.
—Al menos en eso actuaste con prudencia —murmuró Paris—. Pero ¿por qué
le diste tu sangre, en primer lugar? —Como Mr. Crepsley no respondió, Paris se
volvió hacia mí—: Darren, ¿sabes tú por qué lo hizo?
Esperando librar al vampiro de un serio problema, dije:
—Descubrí la verdad sobre él, así que tal vez lo hizo en parte para protegerse.
Puede que pensara que no tenía más remedio que convertirme en su asistente o
matarme.
—Es una excusa razonable —apuntó Paris.
—Pero no es la verdad —dijo Mr. Crepsley, suspirando—. Nunca temí que
Darren me delatara. De hecho, el único motivo por el que descubrió la verdad
sobre mí fue porque intenté convertir a un amigo suyo, un muchacho de su edad.
La Cámara volvió a estallar en controversia, y esta vez a los vociferantes
Príncipes les llevó varios minutos apaciguar a los vampiros. Cuando al fin se
restauró el orden, Paris reanudó el interrogatorio, más preocupado que nunca.
—¿Intentaste convertir a otro niño?
Mr. Crepsley asintió.
—Pero su sangre estaba contaminada por el mal. No habría sido un buen
vampiro.
—A ver si lo he entendido —dijo Mika, enfurecido—. Intentaste convertir a un
chico, y no pudiste. Su amigo te descubrió... ¿y lo convertiste a él en su lugar?
—En pocas palabras, sí —admitió Mr. Crepsley—. Y además lo hice a toda
prisa, sin revelarle toda la verdad sobre nosotros, lo cual es imperdonable. Alegaré
en mi defensa que le estudié durante un tiempo antes de transformarlo, y cuando
lo hice estaba convencido de su honestidad y su fortaleza de carácter.
—¿Qué hiciste con el primer muchacho... el de la sangre malvada? —quiso
saber Paris.
—Él sabía quién era yo. Había visto en un viejo libro un retrato mío de hace
mucho tiempo, de cuando utilizaba el nombre de Vur Horston. Me pidió que le
convirtiera en mi asistente.
—¿A él tampoco le explicaste nuestras costumbres? —inquirió Mika—. ¿No le
dijiste que no le damos nuestra sangre a los niños?
—Lo intenté, pero... —Mr. Crepsley sacudió tristemente la cabeza—. Fue
como si no pudiera controlarme. Sabía que cometía un error, pero a pesar de todo
lo habría convertido, de no ser por su infecta sangre. No puedo explicar por qué,
porque ni siquiera yo lo entiendo.
—Tendrás que darnos un argumento mejor que ése —le advirtió Mika.
—No puedo —dijo suavemente Mr. Crepsley—, porque no tengo ninguno.
Se escuchó un cortés carraspeo a nuestra espalda, y Gavner Purl se adelantó.
—¿Puedo intervenir en nombre de mis amigos? —solicitó.
—Naturalmente —dijo Paris—. Escucharemos de buen grado lo que tengas
que decir, si contribuye a aclarar las cosas.
—No sé si podré hacerlo —dijo Gavner—, pero me ha alegrado comprobar
que Darren es un muchacho extraordinario. Hizo el viaje a la Montaña de los
Vampiros (toda una proeza para alguien de su edad), y luchó contra un oso
intoxicado por la sangre de un vampanez en el camino. Y estoy seguro de que ya
habréis oído hablar de su combate con Arra Sails hace unas noches.
—Lo hemos oído —dijo Paris, ahogando una risita.
—Es inteligente y valiente, ingenioso y honesto. Creo que reúne todas las
cualidades para convertirse en un vampiro extraordinario. Si se le da la
oportunidad, no me cabe duda de que la aprovechará. Es joven, pero ha habido
vampiros aún más jóvenes que él en nuestras filas. Usted sólo tenía dos años
cuando se convirtió, ¿no es cierto, Excelencia? —Se dirigía a Paris Skyle.
—¡Ésa no es la cuestión! —gritó Mika Ver Leth—. Aunque este chico llegara
a ser el próximo Khledon Lurt, eso no cambia nada. Los hechos son los hechos:
los vampiros no le dan su sangre a los niños. Se sentaría un peligroso precedente
si dejamos pasar esto sin tomar medidas.
—Mika tiene razón —dijo Arrow con voz queda—. El valor y la habilidad de
este chico no son la cuestión. Larten actuó mal al dar su sangre a un niño, y
debemos atenernos a eso.
Paris asintió lentamente.
—Ellos están en lo cierto, Larten. Sería un error por nuestra parte echar tierra
sobre este asunto. Tú mismo jamás habrías tolerado que las reglas se rompieran, si
estuvieras en nuestro lugar.
—Lo sé —dijo Mr. Crepsley, con un suspiro—. No busco perdón, simplemente
consideración. Y pido que no se tomen represalias contra Darren. La culpa es mía,
y sólo yo debo ser castigado.
—No sé qué castigo podríamos imponerte —dijo Mika, incómodo—. Y no
pretendo hacer de ti un escarmiento para los demás. Arrastrar tu nombre por el
lodo es lo último que deseo.
—Ninguno de nosotros lo desea —concordó Arrow—. Pero ¿qué opción
tenemos? Actuó mal, y debemos juzgarle por su error.
—Pero juzgarle con clemencia —razonó Paris.
—No pido clemencia —declaró firmemente Mr. Crepsley—. No soy un joven
vampiro que actuó por ignorancia. No espero un trato especial. Si vuestra decisión
es que sea ejecutado, aceptaré tal veredicto sin quejarme. Si...
—¡No pueden matarle por mi causa! —grité, con voz ahogada.
—...si decidís someterme a una prueba —continuó, ignorando mi arrebato—,
me someteré a cualquier reto que dispongáis para mí, y moriré afrontándolo si es
preciso.
—No habrá ninguna prueba —bufó Paris—. Los retos se reservan para quienes
aún no se han probado en combate. Te lo diré una vez más: tu reputación no es el
problema.
—Tal vez... —dijo Arrow dubitativamente, y calló de nuevo. Prosiguió
segundos después—: Creo que tengo la solución. Hablar de retos me ha dado una
idea. Hay un modo de resolver esto sin tener que matar a nuestro viejo amigo ni
ensuciar su buen nombre. —Y apuntándome con un dedo, declaró con frialdad—:
CAPÍTULO 20
Se hizo un largo y deliberativo silencio.
—Sí —murmuró Paris finalmente—. Pongamos a prueba al chico.
—¡Dije que no quería que involucrarais a Darren en esto! —objetó Mr.
Crepsley.
—No —le contradijo Mika—. Dijiste que no querías que le castigáramos.
Bien, no lo haremos: una prueba no es un castigo.
—Es justo, Larten —convino Paris—. Si el chico se prueba a sí mismo,
daremos por válida tu decisión de convertirle y el asunto quedará zanjado.
—Y el deshonor será suyo si fracasa —añadió Arrow.
Mr. Crepsley se rascó la larga cicatriz.
—Es una solución honesta —reflexionó—, pero la decisión es de Darren, no
mía. No le obligaré a someterse a ninguna prueba.
Se volvió hacia mí.
—¿Te sientes preparado para probarte ante el clan y limpiar nuestro nombre?
Me removí nerviosamente en mi silla.
—Hum... ¿De qué tipo de prueba están hablando exactamente? —pregunté.
—Buena pregunta —dijo Paris—. No sería justo pedirle que se batiera contra
uno de nuestros guerreros, un semi-vampiro no es rival para un General.
—Y encargarle una búsqueda llevaría demasiado tiempo —dijo Arrow.
—Entonces, sólo quedan los Triales —murmuró Mika.
—¡No! —gritó alguien a nuestra espalda. Me giré y descubrí el rostro
enrojecido de Kurda, avanzando a zancadas hacia la tarima—. ¡No voy a
permitirlo! ¡El chico no está preparado para los Triales! ¡Si os empeñáis en
someterle a ellos, tendréis que esperar a que crezca!
—No habrá que esperar —gruñó Mika, levantándose y dando varios pasos
hacia Kurda—. Somos nosotros quienes ostentamos aquí la autoridad, Kurda
Smahlt. Aún no eres un Príncipe, así que no actúes como si lo fueras.
Kurda se contuvo y le lanzó a Mika una mirada iracunda, antes de doblar una
rodilla e inclinar la cabeza.
—Mis disculpas por hablar sin esperar mi turno, Excelencia.
—Disculpas aceptadas —gruñó Mika, volviendo a su asiento.
—¿Tengo el permiso de los Príncipes para hablar? —solicitó Kurda.
Paris intercambió una mirada con Mika, que se encogió de hombros fríamente.
—Lo tienes —dijo.
—Los Triales de Iniciación están destinados a los vampiros experimentados —
dijo Kurda—, no a los niños. No sería justo someterle a ellos.
—La vida nunca ha sido justa para los vampiros —dijo Mr. Crepsley—. Pero
puede ser honesta. No me gusta la idea de que Darren se someta a los Triales,
pero es una decisión honesta, y la apoyaré si él está de acuerdo.
—Disculpen —dije—, pero ¿qué son esos Triales?
Paris me sonrió bondadosamente.
—Los Triales de Iniciación son una serie de pruebas para vampiros que aspiran
a convertirse en Generales —me explicó.
—¿Y qué tendría que hacer?
—Llevar a cabo cinco actos de valor físico —dijo—. Las pruebas se escogen al
azar y son distintas para cada vampiro. En una hay que sumergirse hasta lo más
profundo de un estanque y recuperar un medallón. En otra hay que esquivar unas
piedras mientras caen. En otra, cruzar una sala cubierta de carbón encendido.
Algunas pruebas son más difíciles que otras, pero ninguna es fácil. El riesgo es
grande, y aunque muchos vampiros sobreviven, no es raro que ocurra alguna
muerte por accidente.
—No debes aceptar, Darren —siseó Kurda—. Los Triales son para vampiros
completos. Tú no eres lo bastante fuerte, rápido y experimentado. Estarás
firmando tu sentencia de muerte si les dices que sí.
—No estoy de acuerdo —dijo Mr. Crepsley—. Darren es capaz de superar los
Triales. No le resultará fácil, y tendrá que luchar, pero no le permitiría hacerlo si
pensara que no sabría arreglárselas.
—Votemos —dijo Mika—. Yo apoyo los Triales. ¿Arrow?
—Yo también. Los Triales.
—¿Paris?
El más antiguo vampiro viviente movió la cabeza con incertidumbre.
—Kurda tiene razón al decir que los Triales no son para niños. Confío en tu
criterio, Larten, pero temo que tu optimismo sea exagerado.
—¿Puedes sugerirnos algún otro modo? —inquirió Mika, cortante.
—No, pero... —Paris suspiró profundamente—. ¿Qué opinan los Generales?
—preguntó, dirigiéndose a los presentes en la Cámara—. Hemos escuchado a
Kurda y a Mika. ¿Alguien más quiere añadir algo?
Los Generales murmuraron entre ellos, hasta que una figura familiar se levantó
y se aclaró la garganta.
Era Arra Sails.
—Respeto a Darren —dijo—. He estrechado su mano, y quienes me conocen
saben lo que eso significa para mí. Creo en Gavner Purl y en Larten Crepsley
cuando dicen que será una valiosa adición a nuestras filas.
“Pero también estoy de acuerdo con Mika Ver Leth: Darren debe probarse a sí
mismo. Todos nosotros hemos pasado por los Triales. Las pruebas nos han
ayudado a ser como somos. Como mujer, las probabilidades estaban en mi contra,
pero las superé y me gané mi lugar en esta Cámara como una igual. No debería
haber excepciones. Un vampiro que no es capaz de remolcar su propio peso no
nos es de ninguna utilidad. Aquí no hay sitio para niños que necesitan que les
cambien los pañales y les arropen en sus ataúdes al amanecer.
“En definitiva —concluyó—, no creo que Darren nos defraude. Creo que
superará los Triales y se probará a sí mismo. Tengo confianza en él. —Me sonrió
y luego miró ferozmente a Kurda—. Y quienes digan lo contrario (aquéllos que
quieren envolverlo en celofán) no merecen ser escuchados. Negarle a Darren el
derecho de tomar parte en los Triales es avergonzarle.
—Nobles palabras —dijo Kurda con sarcasmo—. ¿Las repetirás en su funeral?
—Mejor morir con orgullo que vivir con deshonor —replicó Arra.
Kurda maldijo en voz baja.
—¿Y tú qué opinas, Darren? —preguntó—. ¿Te enfrentarás a la muerte sólo
para probarte ante estos idiotas?
—No —dije, y advertí que una expresión apenada cruzaba fugazmente por el
rostro de Mr. Crepsley—. Me enfrentaré a la muerte para probarme a mí mismo —
proseguí. Cuando el vampiro de la capa roja escuchó eso, sonrió con orgullo y
alzó un puño cerrado como saludo.
—Que vote la Cámara —dijo Paris—. ¿Quiénes pensáis que Darren debe
emprender los Triales de Iniciación? —Todos los brazos se alzaron. Kurda se
apartó con disgusto—. ¿Darren? ¿Estás decidido a seguir?
Miré a Mr. Crepsley y le hice una señal para que se agachara. En un susurro, le
pregunté qué ocurriría si decía que no.
—Caerías en desgracia y serías expulsado de la Montaña de los Vampiros con
deshonor —declaró solemnemente.
—¿Usted también? —pregunté, sabiendo lo mucho que significaba para él su
reputación.
Lanzó un suspiro.
—A los ojos de los Príncipes, no, pero sí a los míos. Elegí darte mi sangre, y tu
vergüenza sería la mía.
Lo consideré minuciosamente. Había aprendido mucho de Mr. Crepsley, cómo
pensaba y cómo vivía, durante los ocho años en que le había servido como
asistente.
—No podría soportar una vergüenza semejante, ¿verdad? —inquirí.
Su expresión se suavizó.
—No —dijo en voz baja.
—¿Iría en busca de una muerte prematura? ¿Cazaría animales salvajes y
lucharía con vampanezes, arriesgándose sin cesar hasta que alguno de ellos le
matara?
—Algo así —admitió con un rápido asentimiento.
No podía permitir que eso ocurriera. Seis años atrás, cuando íbamos tras
Murlough, el vampanez loco que había secuestrado a Evra, Mr. Crepsley había
estado dispuesto a ofrecer su vida por la del niño-serpiente. Habría hecho lo
mismo por mí si hubiera caído en las manos del asesino. Esos Triales no me daban
buena espina, pero si afrontándolos conseguía que Mr. Crepsley conservara su
honor, me sentía en la obligación de colocarme en la línea de fuego.
Me levanté sin vacilar, me encaré con los Príncipes, y declaré firmemente:
—Acepto someterme a los Triales.
—Entonces está decidido —dijo Paris Skyle, con una sonrisa de aprobación—.
Vuelve mañana y te diremos cuál será tu primera prueba. Ahora debes irte a
descansar.
Así acabó la recepción. Abandoné la Cámara con Gavner, Harkat y Kurda. Mr.
Crepsley se quedó discutiendo algunos asuntos con los Príncipes. Supuse que
tendría algo que ver con el mensaje que Harkat les había comunicado de parte de
Mr. Tiny, y sobre el vampanez y el vampiro muertos que encontramos en el
camino.
—Estoy contento... de irme por... fin —dijo Harkat mientras íbamos hacia las
puertas—. Ya empezaba... a aburrirme del... mismo y viejo... escenario.
Le sonreí, pero luego miré a Gavner, preocupado.
—¿Cómo de duros son esos Triales? —pregunté.
—Muy duros —suspiró.
—Tanto como las paredes de la Cámara de los Príncipes —rezongó Kurda.
—No son tan duros —dijo Gavner—. No exageres el peligro, Kurda, acabarás
asustándole.
—Eso es lo último que pretendo —respondió Kurda, sonriéndome
animosamente—. Pero los Triales están pensados para vampiros completos
hechos y derechos. Yo me pasé seis años preparándome para ellos, como la
mayoría de los vampiros, y aún así los pasé por los pelos.
—Darren lo hará bien —insistió Gavner, aunque apenas pudo ocultar un asomo
de duda en su voz.
—Además —dije, intentando animar a Kurda—, siempre puedo retirarme si los
obstáculos son demasiado grandes para mí.
Kurda me miró duramente.
—¿Es que no escuchas? ¿No lo entiendes?
—¿A qué se refiere? —pregunté.
—Nadie abandona los Triales —dijo Gavner—. Podrás fracasar, pero no
retirarte. Los Generales no te lo permitirían.
—Bueno, pues fallaré —dije, encogiéndome de hombros—. Tiraré la toalla si
las cosas se ponen feas... Fingiré que me he torcido un tobillo o algo...
—¡No lo ha entendido! —rugió Gavner—. ¡Tendrían que habérselo explicado
bien antes de dejar que aceptara! Ahora ha dado su palabra y no se puede echar
atrás. ¡Por la sangre negra de Harnon Oan!
—¿Qué es lo que no he entendido? —pregunté, confuso.
—En los Triales, el fracaso sólo conlleva un destino: ¡la muerte! —respondió
Kurda sombríamente. Me quedé mirándolo, incapaz de pronunciar palabra—. La
mayoría de los que fallan, mueren en el intento. Pero si fracasaras y no murieras,
te llevarán a la Cámara de la Muerte, te atarán a una de las jaulas, te colgarán
sobre el foso y... —Tragó saliva, apartó los ojos y concluyó en un terrible
susurro—: ...¡te dejarán caer sobre las estacas hasta que mueras!
CONTINUARÁ...
LA APASIONANTE SAGA DE DARREN SHAN CONTINÚA CON...
LOS TRIALES DE LA MUERTE
Cerca, a mi derecha, se escuchó un sibilante sonido. Salté a un lado mientras el
fuego invadía el espacio, reprendiéndome a mí mismo: aquella ráfaga había estado
cerca, pero no me alcanzó. Debería haberme quedado en mi terreno, o rodearlo
cuidadosamente. Al avanzar como lo había hecho, podría haber tenido un serio
problema.
Ahora las llamas danzaban en rápidas oleadas por toda la Cámara. El aire se
había vuelto terriblemente caliente, y ya me costaba respirar. A mi derecha, a
escasas pulgadas de mis pies, un agujero empezó a silbar. No me moví cuando
brotó el fuego y mordió mi pierna: podía soportar una pequeña quemadura. Detrás
de mí, un agujero más ancho escupió una ráfaga mayor. Avancé con tanta ligereza
como siempre, evitando lo peor de su mordisco con un suave balanceo. Sentí las
llamas lamer la piel de mi espalda, pero ninguna me quemó.
Lo peor era cuando dos o más géiseres brotaban de golpe de agujeros muy
próximos entre sí. No había nada que pudiera hacer cuando quedaba atrapado
entre un grupo de fieras columnas, excepto echarme al suelo boca abajo y
arrastrarme con sumo cuidado a través de la pared de llamas más delgada.
Al cabo de unos minutos, mis pies agonizaban, pues recibían las peores
quemaduras. Escupí en la palma de mis manos y froté la saliva sobre las plantas,
lo que me produjo un pequeño alivio temporal. Podría haber andado sobre las
manos, para darles un respiro a mis pies, pero eso habría expuesto al fuego mi
cabeza y mi cabello...
No había modo de saber cuánto tiempo había transcurrido. Debía concentrar
hasta el último atisbo de mi atención en el suelo y en el fuego. La más mínima
distracción tendría consecuencias fatales...
Comencé a retroceder por donde había venido, pero los agujeros aún estaban
escupiendo fuego y me cerraban el paso. A regañadientes, di un rodeo hasta la
esquina, listo para aprovechar la primera oportunidad que se me presentara. El
problema fue... que no la hubo.
El gorgoteo de los conductos a mi espalda me indujo a detenerme. Las llamas
brotaron del suelo detrás de mí, abrasándome la espalda. Hice una mueca de
dolor, pero no me moví: no tenía a dónde. El aire era muy escaso en aquella zona
de la estancia. Agité las manos delante de mi cara, intentando crear una corriente
de aire fresco, pero no dio resultado.
Ante mí, las columnas de llamas ahora formaban virtualmente una pared de
fuego, de al menos seis o siete pies de anchura. Apenas podía ver el resto de la
estancia a través de las agitadas llamas. Mientras estaba allí, esperando que
surgiera un hueco por el que pasar, las bocas de varios conductos sisearon a mis
pies al mismo tiempo. ¡Una gran bola de fuego surgía de ellos y estaba a punto de
estallar justo debajo de mí! Sólo dispuse de una fracción de segundo para pensar y
actuar.
Si me quedaba allí, me carbonizaría.
Si retrocedía, me carbonizaría.
Si me echaba a un lado, me carbonizaría.
¿Y si avanzaba a través de la gruesa cortina de fuego? Probablemente también
me carbonizaría, pero al otro lado había aire y un suelo seguro... si lo conseguía.
Era una decisión terrible, pero no tenía tiempo para lamentarme. Cerré los ojos, la
boca, me cubrí el rostro con los brazos y me sumergí en el crepitante muro de
llamas.
El fuego me engulló y me rodeó como una fiera nube de langostas rojas y
amarillas. Jamás, ni en mis peores pesadillas, había imaginado que pudiera ser
posible semejante calor. Mi boca estuvo a punto de abrirse para dejar escapar un
grito. Si lo hubiera hecho, el fuego habría bajado por mi garganta y convertido en
un churrasco desde el interior.

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