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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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sábado, 9 de octubre de 2010

Ruido atronador -- Ray Bradbury





Ruido atronador
Ray Bradbury


El anuncio que había en la pared parecía temblar bajo una desli­zante película de agua caliente. Eckels notó que sus pestañas parpa­deaban, y el anuncio brilló en aquella momentánea obscuridad:

SAFARI EN EL TIEMPO S. A.
SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO
USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LE LLEVAMOS ALLÍ
USTED LO MATA

A Eckels se le formó una flema en la garganta. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca dibujaron una sonrisa mientras que lentamente alzaba su mano, con la que agitaba un cheque por valor de diez mil dólares ante el hombre situado al otro lado del escritorio.
¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
No garantizamos nada –dijo el oficial–, excepto los dinosau­rios –se volvió–. Éste es el señor Travis, su guía para el safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dóla­res, además de una posible sanción por parte del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ora anaranjada, ora plateada, ora azul que había al otro extremo de la vasta oficina. Era como el sonido de una gigan­tesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los ca­lendarios de pergamino, todas las horas amontonadas en llamas.
El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbo­nes, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán; todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán vivas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombre­ros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
¡Maldita sea! –murmuró Eckels con la luz de la máquina iluminando su delgado rostro–. Una verdadera máquina del tiempo –sacudió la cabeza–. Da que pensar. Si ayer la elección hubiera ido mal, yo quizás estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios, ganó Keith. Será un buen presidente.
Sí –dijo el hombre sentado tras el escritorio–. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, an­tiintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando aunque no del todo. Decían que si Deutscher era presidente querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
Matar mi dinosaurio.
Un Tyrannosaurus rex. El Lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
¡Trata de asustarme!
Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safa­ris y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más condenada emoción que un cazador pueda pretender. Lo envia­remos a sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque durante un rato. Se le retorcían los dedos.

Buena suerte –dijo el hombre sentado tras el mostrador–. El señor Travis está a su disposición.
Silenciosamente cruzaron el salón, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente.

Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-día... Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores.
Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. En la Máquina había otros cuatro hombres. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y otros dos cazadores, Billings y Kramer. Se miraron mutuamente y los años llamearon alrededor.
¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? –pre­guntó Eckels.
Si da usted en el sitio preciso –dijo Travis por la radio del casco–. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna vertebral. Si no les tiramos a éstos, tendremos más probabilidades. Aciértele con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La Máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas.
¡Dios santo! –dijo Eckels–. Los cazadores de todos los tiem­pos nos envidiarían.
El Sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se en­contraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules sobre las rodillas.
Cristo no ha nacido aún –dijo Travis–. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las Pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
Eso –señaló el señor Travis– es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía entre la vegetación salva­je, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
Y eso –dijo– es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que, de algún modo, usted toque este mundo del pasado. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
¿Por qué? –preguntó Eckels.
Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas, y flores de color de sangre.
No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una má­quina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadverti­damente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
No me parece muy claro –dijo Eckels.
Muy bien –continuó Travis–, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de ese individuo, ¿entiende?
Entiendo.
¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
Bueno, ¿y eso qué? –dijo Eckels.
¿Eso qué? –gruñó suavemente Travis–. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insec­tos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas al caos y la destrucción. Eventualmente todo se reduce a esto: cin­cuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las ca­vernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona, al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a ese hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto usted sobre el ratón desenca­denará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra Tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizá Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizás Europa sea para siempre un bosque obscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y aplas­tará las Pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise fuera!
Ya veo –dijo Eckels–. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos fac­tores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordina­rias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá no­sotros no podamos cambiar el tiempo. O quizá sólo pueda cambiar de modo muy sutil. Quizás un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos más allá, más tarde, una desproporción en la población, una mala cosecha luego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de aleja­dos países. O aún algo mucho más sutil. Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando muy de cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? Nosotros no. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepa­mos con seguridad si nuestros viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Como usted sabe, esta máquina, este sen­dero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nues­tras bacterias en una antigua atmósfera.
¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
Están marcados con pintura roja –dijo Travis–. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta era particular y siguió a ciertos animales.
¿Para estudiarlos?
Exactamente –dijo Travis–. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol, u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
Pero si ustedes vinieron esta mañana –dijo Eckels ansiosamente–, debían de haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
Eso hubiese sido una paradoja –dijo Lesperance–. El tiempo no permite esas confusiones… un hombre que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un aeroplano que cae en el vacío. ¿Sintió usted ese salto de la máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted también señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
Dejemos esto –dijo Travis bruscamente–. ¡Todos en pie!
Se prepararon para dejar la Máquina.
La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
¡No haga eso! –dijo Travis–. ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le disparara el arma…
Eckels enrojeció…
¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
Lesperance miró su reloj de pulsera.
Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Sobre todo, busque la pintura roja. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el sendero. ¡Quédese en el sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
Qué raro –murmuró Eckels–. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de las elecciones. Keith es presidente. La gente lo celebra. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
¡Levanten el seguro todos! –ordenó Travis–. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto sí que es caza –dijo Eckels–. Tiemblo como un niño.
¡Ah! –dijo Travis.
Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
Ahí adelante –susurró–. En la niebla. Ahí está. Ahí está Su Alteza Real.

La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos, y suspiros.
De pronto, todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
Un ruido atronador.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió Tyrannosaurus rex.
Es… –murmuró Eckels–. Es…
¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre sus patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilogramos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil, y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuello de serpientes se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de Sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
¡Dios mío! –Eckels torció la boca–. Puede incorporarse y alcanzar la Luna.
¡Chist! –Travis sacudió bruscamente la cabeza–. Todavía no nos ha visto.
No es posible matarlo –Eckels emitió serenamente este ve­redicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión; el arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido–. Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
¡Cállese! –siseó Travis.
Una pesadilla.
Dé media vuelta –ordenó Travis–. Vaya tranquilamente hasta la Máquina. Le devolveremos la mitad del dinero.
No imaginé que sería tan grande –dijo Eckels–. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
¡Nos ha visto!
¡Ahí está, la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aún cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla.
Sáquenme de aquí –dijo Eckels–. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
No corra –dijo Lesperance–. Vuélvase. Ocúltese en la Má­quina.
Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como tratando de mo­verlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
¡Eckels!
Eckels avanzó algunos pasos, parpadeando y arrastrando los pies.
¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia delante con un terrible grito. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió, mostrando sus brillantes dientes al Sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió entre chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una mon­taña, Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el sendero de metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Un chorro de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, dentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Tras la tormenta, una gran paz. Tras la pesadilla, el despertar.
Billings y Kramer se sentaron en el Sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estreme­ciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina.
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. Uno podía oír los suspiros y murmullos en su interior, a medida que morían las cámaras más lejanas, y los órga­nos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba, para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren todas las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Se oyó otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo concluyente,
Ahí está –dijo Lesperance, y consultó su reloj–. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal –miró a los dos cazadores–. ¿Quieren la fotogra­fía trofeo?
¿Qué?
No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Se debe mantener el equilibrio. Dejamos el cuerpo, pero podemos llevarnos una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer cansadamente en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante arma­dura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
Lo siento –dijo al fin.
¡Levántese! –gritó Travis.
Eckels se levantó.
¡Vaya por ese Sendero, solo! –dijo Travis, apuntando con el rifle–. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo.
Espera...
¡No te metas en esto! –Travis apartó la mano de Lesperan­ce–. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Estamos arruinados! Dios sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garan­tizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Incluso pueden quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la historia!
Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
¿Cómo podemos saberlo? –gritó Travis–. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Meta los brazos hasta los codos en la boca, y luego vuelva.
¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Lentamente, Eckels se volvió a mirar el primi­tivo basurero, la montaña de pesadillas y terror. Al cabo de unos instantes, como un sonámbulo, arrastrando los pies, se dirigió hacia el monstruo.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una sostenía un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
No había por qué obligarlo a eso –dijo Lesperance.
¿No? Es demasiado pronto para saberlo –Travis, con el pie, tocó el cuerpo inmóvil–. Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien –le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance–. Enciende. Volvamos a casa.

1492. 1776. 1812.
Se limpiaron la cara y las manos. Se cambiaron la camisa y los pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba en silencio. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
No me mire –gritó Eckels–. No hice nada.
¿Quién puede decirlo?
Salí del Sendero, eso es todo, traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece?
Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999. 2000. 2055.
La Máquina se detuvo.
Afuera –dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no exactamente. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis miró alrededor rápidamente.
¿Todo bien aquí? –estalló.
Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del Sol por la única ventana alta.
Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
¿No me ha oído? –dijo Travis–. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una substancia química tan sutil, tan leve, que sólo sus subliminales sentidos le advertían del lánguido clamor que estaba allí. Los colores, blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran..., eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de ese cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exacta­mente el mismo hombre detrás del mismo escritorio... se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué clase de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los mu­ros, casi, como piezas de ajedrez que arrastrara un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo, el anuncio había cambiado.

SEFARI EN EL TIEMPO S. A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTÉ NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LE LLEBAMOS AYÍ
USTÉ LO MATA

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando.
No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! –gritó Eckels.
Cayó al suelo, una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigan­tesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre sí misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿O sí?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la voz:
¿Quién..., quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre sentado tras el mostrador se rió.
¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre con agallas. ¡Sí, señor! ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Con dedos temblorosos recogió la mariposa dorada.
¿No podríamos –se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina–, no podríamos llevarla allí, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos...?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó, estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro y apuntaba.

Un ruido atronador.

Cuerpo de investigación



Cuerpo de investigación
Floyd L. Wallace


La primera mañana que pudieron dedicar por completo al planeta, el oficial ejecutivo salió de la nave. Todavía no había amanecido. El ejecutivo Hafner parpadeó. Abrió desmesuradamente los ojos y regresó al interior. Tres minutos más tarde reapareció, seguido por el biólogo.
Anoche afirmó usted que no había ningún peligro –le recordó el ejecutivo–. ¿Sigue pensando igual?
Dano Marin le miró fijamente.
Sí.
No obstante, su voz carecía de convicción, y parecía turbado. Se echó a reír nerviosamente.
No es cosa para tomar a broma. Mas tarde hablaremos.
El biólogo, en la nave, vio cómo el ejecutivo se dirigía a la hilera de dormidos colonos.
Señora Athyl... –le gritó éste a una mujer tendida en tierra, cuando llegó a su lado.
La joven bostezó, se restregó los ojos, rodó sobre sí misma y se incorporó. Sin embargo, las ropas que hubieran debido taparla no existían. Ninguna de las prendas que llevaba cuando se durmió. Adoptó la convencional postura de la mujer que, sin su consentimiento, se ve sin ropa.
No pasa nada, señora Athyl; no soy un mirón. Sin embargo, opino que debería usted ponerse algo encima.
La mayoría de los colonos estaban ya despiertos. El ejecutivo Hafner se volvió hacia ellos y les dijo:
Si quieren ir a la nave en busca de algunas ropas, el comisario se encargará de conseguírselas. Más tarde les daré todas las explicaciones posibles.
Los colonos se dispersaron. No sentían recato alguno, ya que de lo contrario no habría sobrevivido a un año de travesía en una nave espacial. Sin embargo, era una verdadera sorpresa despertarse desnudo sin saber qué les había arrebatado las ropas durante la noche, ni cómo. Era una sorpresa que los desconcertaba.
De regreso a la nave, Hafner se detuvo junto al biólogo.
¿Alguna idea?
Dano Marin se encogió de hombros.
¿Cómo puedo tenerla? El planeta es tan nuevo para mí como para usted.
Sin duda, pero usted es el biólogo.
Como único científico en una tripulación compuesta de rudos colonos y constructores, Marin tendría que contestar a un sinfín de preguntas que no tenían nada que ver con su especialidad.
Seguramente insectos nocturnos –sugirió.
Era una respuesta muy floja, aunque sabía que una plaga de langostas puede asolar un maizal en poco tiempo. ¿Podían hacer lo mismo con las prendas de vestir sin despertar a sus poseedores?
Investigaré el asunto –prometió–. Tan pronto como descubra algo se lo notificaré.
Gracias.
Hafner lo saludó y pasó al interior de la nave.
Dano Marin se dirigió al grupo de árboles entre los que los colonos habían estado durmiendo. Había sido un error dormir allí, pero cuando formularon la petición no pareció haber ningún motivo para negarse. Después de dieciocho meses encerrados en la nave espacial, todos deseaban gozar de aire fresco y sentir el susurro de las hojas de los árboles.
Marin inspeccionó el lugar .Ahora estaba desierto; los colonos, hombres y mujeres, estarían vistiéndose dentro de la nave.
Los árboles no eran muy altos, y las hojas mostraban un color verde botella.
Ocasionalmente, unas grandes flores blancas brillaban a la luz del sol, pareciendo mayores todavía. Aquello no era la Tierra y, por lo tanto, los árboles no eran magnolias. Pero le recordaron a Marin aquella especie de árboles, por lo que en adelante siempre los denominó así.
El problema de la pérdida de la ropa resultaba irónico. La Vigilancia Biológica nunca cometía el menor error, pero estaba claro que ahora acababa de cometerlo. Desde su descubrimiento tenían inscripto aquel planeta como muy conveniente para el hombre. Pocos insectos, ningún animal peligroso, y un clima casi equiparable al de la Tierra. Lo habían denominado Glade * porque era el vocablo que mejor le cuadraba. Todo el terreno parecía ser, en efecto, un vasto y amable prado.
1. Glade, en inglés, significa «conjunto de prados escalonados». (N. del T. )
Evidentemente, la Vigilancia Biológica había pasado por alto algunas cosas del planeta.
Marin se dejó caer de rodillas y empezó a buscar pistas. Si eran responsables los insectos, habría algunos muertos, aplastados por los colonos al rodar sobre sí mismos en su sueño. Pero no había ningún insecto, ni vivo ni muerto.
Se incorporó desalentado y anduvo lentamente por el grupo de árboles. Tal vez fuesen éstos. De noche podían exudar un vapor capaz de disolver el material con el que se fabricaban los vestidos. Difícil, pero no imposible. Aplastó una hoja entre sus manos y la frotó contra su manga. Un perfume penetrante, acre, pero nada más. Claro que eso no descartaba la teoría.
Contempló por entre los árboles el sol de color azul. Era más grande que el sol de la Tierra, pero estaba mucho más alejado, por lo que resultaba equiparable al de aquélla.
Estuvo apunto de no percibir los brillantes ojos que lo contemplaban desde la maleza. Estuvo apunto... , pero los vio. El dominio de la biología empieza en los límites de la atmósfera, e incluye la maleza y los animalitos que medran en la misma.
Se agachó. El animalito huyó chillando. Marin corrió en pos de él hasta fuera del límite de la arboleda. Cuando lo atrapó, los chillidos subieron de tono. Le habló suavemente y el terror declinó.
Mordisqueó alegremente la chaqueta de Marin cuando éste se lo llevó a la nave.

El ejecutivo Hafner miró la jaula con cara de pocos amigos. Era un animal vulgar, pequeño y parecido a un roedor. Su piel era correosa y de pelo ralo, sin ningún atractivo. Jamás alcanzaría altos precios en el mercado de pieles.
¿Podemos exterminarlos? –preguntó Hafner–. Localmente, claro está.
No lo creo. Son ecológicamente básicos.
El ejecutivo lo miró sin comprender. Dano Marin le explicó:
Ya sabe cómo actúa el Control Biológico. Tan pronto como se descubre un nuevo planeta, envían una nave con equipo especial. La nave vuela casi a ras de suelo y los instrumentos de a bordo recogen y graban todas las corrientes neurales de los animales de su superficie. Los instrumentos son capaces de formular distinciones entre las pautas característicamente neurales de todo lo que posee un cerebro, incluyendo los insectos. Además, poseen una buena idea de las especies animales del planeta y su distribución relativa. Naturalmente, la brigada de vigilancia se lleva algunos especímenes. Tienen que relacionar las diversas pautas con los animales vivos, de lo contrario la pauta neural sería meramente una mancha sin significado alguno en un microfilm. La vigilancia demostró que este animal constituye una de las cuatro especies de mamíferos de este planeta. También es la más numerosa.
Por lo tanto, si los exterminamos vendrán otros procedentes de otras zonas –gruñó Hafner.
Muy probable. Hay millones de ellos en esta península. Naturalmente, si desea instalar una barrera a través del estrecho istmo que la enlaza con el continente, podremos eliminarlos localmente.
El ejecutivo volvió a gruñir. Una barrera era posible, pero representaba demasiado trabajo.
¿Qué comen? –preguntó.
Por lo visto, un poco de todo. Insectos, frutas, bayas, frutos secos, granos... –Dano Marin sonrió–. Supongo que son omnívoros, puesto que también se comen la ropa.
Hafner no le acompañó en la sonrisa.
Creí que nuestra tela era a prueba de gusanos.
Marin se encogió de hombros.
Lo es en los veintisiete planetas. Pero en el número veintiocho acabamos de descubrir que estos animalitos poseen mejores ácidos digestivos, eso es todo.
Hafner pareció preocupado.
¿Pueden echar a perder las cosechas que hemos plantado?
Yo diría que no. Pero también habría afirmado lo mismo de nuestras ropas.
Hafner tomó una decisión.
Está bien. Usted ocúpese de los sembrados. Halle algún medio de mantener a esos animales alejados de ellos. Mientras tanto, que todo el mundo duerma en la nave hasta que construyamos los dormitorios.
Moradas individuales hubiera sido más apropiado en la colonia, pensó Marin. Pero eso no era asunto suyo. El ejecutivo era un hombre que consideraba sagrado cualquier programa previamente establecido.
El omnívoro... –empezó a decir Marin.
Hafner asintió con impaciencia.
Siga con él –dijo, y se marchó.
El biólogo suspiró. El omnívoro, realmente, era una extraña criatura, pero no de las cosas más importantes de Glade. Por ejemplo, ¿por qué había tan pocas especies terrestres en el planeta? Ni reptiles, ni muchos pájaros, y sólo cuatro especies de mamíferos.
Todos los planetas semejantes a éste mostraban una asombrosa variedad de vida salvaje. Glade, a pesar de sus condiciones ideales, no la había desarrollado. ¿Por qué?
Había pedido al Control Biológico este destino porque le pareció un problema interesante. Ahora, por lo visto, tenía que actuar como exterminador.
Sacó al omnívoro de la jaula. No eran inesperados los mamíferos en Glade. Un desenvolvimiento paralelo se cuidaba de esto. Dado un ambiente similar, suelen desarrollarse animales similares.
En los bosques de la última era carbonífera terrestre, existían seres como el omnívoro, el primitivo mamífero del que descendieron los demás. En Glade, no obstante, este desenvolvimiento no había tenido lugar. ¿Qué le, impedía a la naturaleza explorar sus potencialidades evolutivas? Ese era el verdadero problema, y no la forma de exterminar a aquellos animalitos.
Marin insertó una aguja, hipodérmica en la piel del omnívoro. Este chilló y después se relajó. Marin extrajo una gota de sangre del animal y lo devolvió a la jaula. Gracias a aquella gota de sangre se enteraría de muchas cosas y tal vez de la manera de exterminar la especie.

El oficial de Intendencia estaba gritando, aunque su vozarrón ya era de por sí bastante fuerte.
¿Cómo sabe que son ratones? –le preguntó el biólogo.
Mire –fue la seca respuesta del intendente.
Marin miró. La evidencia indicaba ratones.
Antes de que pudiera hablar se le adelantó el intendente.
No me diga que sólo son unos animalitos parecidos a ratones. Los conozco. La cuestión es: ¿cómo podemos desembarazarnos de ellos?
¿Ha probado el veneno?
Dígame qué veneno he de usar y lo usaré.
No era una pregunta de fácil respuesta. ¿Qué podía envenenar a un animal al que jamás habían visto y del que nada sabían? Según la Vigilancia Biológica, dicho animal no existía.
Era un asunto sumamente grave. La colonia podía vivir de la tierra y así se esperaba. Pero aguardaban otro grupo de colonos para dentro de tres años. y se suponía que la colonia tendría almacenadas gran cantidad de provisiones para alimentar a los que fuesen llegando. Si no conseguían guardar las cosechas ni los concentrados, la comida escasearía.
Marin se dirigió pensativamente al almacén. Era una construcción semejante a la de todas las colonias. Sin estética, y bastante achaparrada. Un suelo de tierra reforzado con unos muros muy gruesos y un techo de igual material. El conjunto estaba unido por un cemento molecular que lo tomaba prácticamente impermeable.
Sin ventanas, sólo dos puertas. Ciertamente, era a prueba de roedores.
Pero un examen más atento reveló un fallo. El suelo era tan duro como el cristal, y ningún animal podía atravesarlo, pero, al igual que el cristal, también era frágil. Los constructores del almacén, evidentemente, tenían prisa por regresar a la Tierra y se habían mostrado poco cuidadosos, ya que en algunas partes el suelo era demasiado delgado. y bajo el peso del equipo almacenado, se había resquebrajado en algunos lugares. Un animal podía entrar por alguna de aquellas grietas.
Era demasiado tarde ya para construir otro almacén. Aquellos animales semejantes a ratones estaban dentro. y tenían que ser dominados donde estaban.
El biólogo se enderezó.
Atrápeme unos cuantos vivos y veremos qué se puede hacer.
Por la mañana, una docena de animalitos vivos fueron entregados al laboratorio. Parecían ratones.
Sus reacciones fueron muy raras. Ni uno solo parecía quedar afectado por el mismo veneno. Una mezcla que mataba a uno en unos segundos, dejaba a los demás vivos y sanos, y el veneno destinado a controlar a los omnívoros resultó completamente ineficaz.
Los estragos en el almacén continuaron. Los ratones negros, blancos, pardos o grises, de colas cortas y orejas puntiagudas y largas, o al revés, continuaban comiéndose los concentrados y estropeando lo que no comían.
Marin habló con el ejecutivo, planteando el problema en sus principales líneas tal como lo veía, y comunicándole sus ideas respecto a lo que podía hacerse para combatir aquella plaga.
¡Pero no podemos construir otro almacén! –arguyó Hafner–. No al menos hasta que el generador atómico esté a punto. Y entonces lo necesitaremos para otros fines. –El ejecutivo apoyó la cabeza entre sus manos–. Tengo otra solución mejor. Construir uno y ver cómo funciona.
Yo había pensado en tres –opinó el biólogo.
Uno –insistió Hafner–. No podemos malgastar el equipo hasta que sepamos cómo actúa.
Probablemente tenía razón. Poseían equipo, tanto como el que podían transportar tres naves. Pero cuanto más llegaba, más necesitaba la colonia. Y el resultado era que siempre andaban escasos de material.
Marin llevó la autorización al ingeniero. De camino, revisó sus especificaciones. Si no podía obtener lo que deseaba, tendría que conformarse con uno.
A los dos días, la máquina estaba lista.
La entregaron al almacén dentro de un pequeño cajón. Lo abrieron y la máquina saltó, plantándose en el suelo.
¡Un gato! –exclamó el intendente, complacido.
Alargó la mano hacia el peludo y negro robot.
Si ha tocado usted algo que haya tocado también un ratón, retire la mano –le avisó el biólogo––. Reacciona tanto al olor como a la vista y al sonido.
El intendente retiró la mano apresuradamente. El robot desapareció silenciosamente hacia los montones de provisiones.
Al cabo de una semana, todavía quedaban algunos ratones en el almacén, pero ya no constituían ninguna amenaza.
El ejecutivo llamó a Marin a su despacho, un edificio de baja construcción situado en el centro de la colonia. Esta iba creciendo, asumiendo un aspecto de permanencia. Hafner estaba sentado, en su silla y contemplaba el crecimiento con íntima satisfacción.
Un buen trabajo contra la plaga de ratones –dijo.
El biólogo asintió.
No fue malo, excepto que no hubiera debido haber ratones. La Vigilancia Biológica...
Olvídelo. Todo el mundo comete equivocaciones, incluso la Vigilancia. –Se inclinó hacia atrás y miró gravemente al biólogo––. Necesito que se lleve a cabo una tarea. Estoy corto de hombres. Si usted no tiene nada que objetar...
El ejecutivo siempre andaba corto de hombres, y así sería hasta que el planeta estuviese superpoblado, y aún entonces trataría de hallar a alguien que realizase el trabajo destinado a sus hombres. Dano Marin no era ningún subordinado de Hafner, sino el representante del Control Biológico en la expedición. Pero era una buena idea colaborar con el ejecutivo. Suspiró.
No es tan difícil como piensa –le alentó Hafner, interpretando correctamente el suspiro. Sonrió–. Ya tenemos preparada la excavadora y quiero que usted la ponga en marcha.
Puesto que entraba en el cuadro de sus investigaciones, Dano Marin se sintió aliviado.
Salvo comida, tenemos que importar la mayoría de nuestras provisiones –le explicó Hafner–. Es un largo viaje, y por lo tanto, nos interesa poder utilizar todo lo que podamos encontrar en este planeta. Necesitamos petróleo. Pronto girarán muchas ruedas y habrá que engrasarlas. Con el tiempo, instalaremos una planta sintética, pero si ahora podemos localizar algún nuevo producto en el suelo, será una gran ventaja.
¿Presume que la geología de Glade es semejante a la de la Tierra?
Hafner agitó una mano.
¿Por qué no? Es como un hermano gemelo de la Tierra.
«¿Por qué no? Porque nunca puede afirmarse mirando la superficie –pensó Marin–. Parecía como la Tierra..., ¿pero lo era? Bien, ahora tenía la oportunidad de averiguar el historial de Glade.»
Hafner se puso de pie.
Cuando esté preparado, un técnico le enseñará el manejo de la excavadora. A víseme antes de irse.
No era una verdadera excavadora. No se movía ni desplazaba un solo grano de tierra o roca. Era un medio para investigar el subsuelo, a bastante profundidad. Como un reptil enorme, bastante grande para que un hombre pudiera vivir en él durante una semana sin grandes incomodidades. Llevaba un generador ultrasónico y un aparato para dirigir el foco al interior del planeta. También había un aparato de envío. El extremo de recepción empezaba con una gran lente sónica que captaba los sonidos del rayo reflejado desde cualquier distancia deseada, convertidos en energía eléctrica y después en una imagen captada sobre una pantalla.
A quince kilómetros de profundidad, la imagen era algo borrosa, pero podían distinguirse los principales rasgos del estrato. A cinco kilómetros era mucho mejor. Podía captar el sonido reflejado por una moneda enterrada y convertirlo en una fotografía en la que podía verse la fecha.
Era para un geólogo lo que un microscopio para un biólogo. Como Marin era lo último, apreciaba esta analogía.
Empezó en la punta de la península y zigzagueó a su través, hacia el istmo. Metódicamente fue cubriendo todo el territorio, durmiendo de noche en la excavadora. A la mañana del tercer día, descubrió rastros de petróleo, y por la tarde localizó la fuente principal.
Probablemente habría pasado más de prisa por aquel lugar, pero tras descubrir el petróleo deseó realizar una investigación más detallada. Empezando por arriba, dejó que la imagen fuese mostrando los sucesivos estratos.
Era lo contrario de lo que debía haber sido. A los pocos palmos de profundidad, había multitud de fósiles, casi todos pertenecientes a las cuatro especies de mamíferos. Un animal parecido a la ardilla y animales mayores, que pastaban, eran los habitantes de aquellas selvas. De los animales del llano, sólo vio a dos, cuyos tamaños oscilaban entre los más extremos de los moradores de la selva.
Después de los primeros metros de profundidad, que correspondían aproximadamente a veinte mil años, no halló ningún fósil. No, al menos, hasta que llegó a una profundidad que podía parangonarse con la última era carbonífera de la Tierra. Allí halló animales apropiados a tal época. A aquella profundidad y más abajo, la historia de Glade era semejante a la de la Tierra.
Intrigado, siguió investigando en una docena de lugares ampliamente separados entre sí. El resultado fue siempre el mismo: fósiles históricos en los primeros veinte mil años, y ninguno durante cien millones. Después, restos de un buen desenvolvimiento biológico.
En aquel período de cien millones de años, algo único había ocurrido en Glade. ¿Qué?
Al quinto día de su investigación fue interrumpido por el sonido de la radio.
Marin.
¿Sí? –giró un conmutador.
¿Cuándo puede regresar?
Marin consultó el fotomapa.
Dentro de tres horas. Dos si me apresuro.
Hágalo en dos. No importa el petróleo.
Lo encontré. Pero ¿qué ocurre?
Lo sabrá cuando venga aquí.

A regañadientes, Marin guardó los instrumentos en el interior de la excavadora. Le hizo dar media vuelta y salió a la superficie. La tierra se elevó a bastante altura y los animales huyeron chillando ante aquel monstruo. Siguió avanzando. Si la arboleda era pequeña la rodeaba, de lo contrario la atravesaba, dejando a sus espaldas los troncos tronchados.
Detuvo el poderoso reptil al borde de la colonia. El centro de actividad era el almacén. Unas grúas entraban y salían, transportando las provisiones a una zona despejada del exterior. En una esquina de la construcción halló a Hafner, hablando con un ingeniero.
Hafner se volvió en redondo.
Sus ratones han crecido, Marin.
El biólogo bajó la vista. El gato-robot yacía en tierra. Se arrodilló y lo examinó. El esqueleto de acero no estaba roto, sino que lo habían doblado fuertemente. La dura piel de plástico estaba desgarrada y, en el interior, el delicado mecanismo estaba masticado hasta convertirse en una masa irreconocible.
En torno al gato había ratas, veinte o treinta, muy grandes para el tamaño medio. El gato había luchado, ya que los animales muertos estaban despanzurrados e increíblemente destrozados. Pero no había podido con todos sus enemigos.
La Vigilancia Biológica había afirmado que en Glade no había ratas. Claro que también afirmó que no había ratones. ¿Cuál era la clave de este error?
El biólogo se incorporó.
¿Qué está haciendo?
Construir otro almacén con suelos de tres palmos de espesor, como una construcción monolítica. Y trasladar allí todo lo que pueda.
Marin asintió. Era lo mejor. Naturalmente, se tardaría cierto tiempo y se consumiría energía, toda la que pudiesen extraer del nuevo generador atómico. Las demás construcciones tendrían que ser suspendidas. No era raro que Hafner estuviese enojado.
¿Por qué no construir más gatos? –sugirió Marin.
El ejecutivo sonrió tristemente.
No estaba usted aquí cuando abrimos las puertas. El almacén estaba atestado de ratas. ¿Cuántos gatos-robot harían falta, quince?
No lo sé. Además, el ingeniero me ha comunicado que no tenemos bastantes piezas para construir más gatos. Tal vez sólo tres. Y éste que está en el suelo no puede repararse.
«No hacía falta ser ingeniero para verlo», pensó Marin.
Si necesitásemos más –continuó Hafner–, tendríamos que sacar el computador de la nave. y me niego a consentirlo.
Naturalmente. La nave era la única relación con la Tierra hasta que llegase la nueva expedición de colonos. Ningún ejecutivo permitiría que mutilasen su nave.
Pero ¿por qué le había llamado Hafner? ¿Sólo para informarle de la situación?
Hafner adivinó sus pensamientos.
De noche alumbraremos las provisiones que estamos sacando del almacén. Apostaremos guardias armados con rifles cargados hasta que podamos llevar la comida al otro almacén. Esto tardará unos diez días. Mientras tanto, nuestras cosechas maduran. Supongo que las ratas asolarán los sembrados en busca de alimentos. A fin de proteger nuestras provisiones futuras, tendrá que activar a sus animales.
El biólogo lo miró fijamente.
Pero va contra los reglamentos soltar a ningún animal sobre el planeta hasta que se haya realizado una completa investigación sobre los posibles efectos.
Lo cual tardará diez o veinte años. Éste es un caso de emergencia y yo soy el responsable. Se lo ordenaré por escrito, si quiere.
El biólogo se hallaba efectivamente entre la espada y la pared.
Otra Australia infectada de conejos o el planeta del que los caracoles se apoderaban podía quedar asolado, pero él no podía hacer nada.
No creo que sirvan de nada contra ratas de este tamaño –protestó.
Usted obtuvo hormonas. Aplíquelas.
El ejecutivo le volvió la espalda y empezó a discutir detalles del nuevo almacén con el ingeniero.

Marin reunió todas las ratas muertas y las colocó en el frigorífico para su posterior estudio.
Después se retiró al laboratorio y efectuó un curso de tratamiento para los animales domésticos que los colonos habían traído consigo. Les dio las primeras inyecciones y los vigiló celosamente hasta que hubieron superado la primera fase de crecimiento. Tan pronto como vio que sobrevivían, los alimentó.
Después se concentró en las ratas. Era sorprendente la gran variedad de tamaños. Por dentro, sucedía lo mismo. Poseían los órganos normales, pero las proporciones de cada uno variaban grandemente, mucho más de lo normal. Sus dientes no eran uniformes. Algunas tenían gruesos colmillos asentados en delicadas mandíbulas; otras, los tenían muy pequeños y no concordaban con su maciza estructura ósea. y como especie, eran la reunión de animales más diversos que pudiera ver un biólogo.
Puso sus tejidos al microscopio y comparó los resultados. Aquí había menos diferencias entre los distintos individuos, pero aún las suficientes para mantenerlo meditabundo. Las células reproductoras, especialmente, eran asombrosas.
Aquel mismo día, más tarde, sintió más que oyó el zumbido de la maquinaria de la construcción. Miró hacia fuera y vio una columna de humo elevándose al cielo. Tan pronto como la vegetación quedó chamuscada, el humo cesó y las olas de calor danzaron en el aire.
Construían en un altozano. Los pequeños animalitos que se arrastraban por la maleza atacaban los lugares más vulnerables: los depósitos de comida. No había maleza, ni una brizna de hierba en el altozano cuando los colonos terminaron su tarea.
Terriers. En el pasado eran los perros de caza de la era de la agricultura. Lo que les faltaba de tamaño lo tenían de ferocidad hacia los roedores. Habían aprendido sus mañas en los graneros y los campos y, durante breve tiempo, lo estaban haciendo de nuevo en los mundos coloniales donde las condiciones se repetían.
Los perros que habían traído los colonos desde la Tierra eran terriers. Todavía eran rápidos, con las mismas disposiciones contra los roedores, pero ya no eran tan pequeños. Había sido una labor difícil, pero Marin había triunfado, ya que los perros no habían perdido ninguna de sus facultades a pesar de tener ahora el tamaño de un danés.
Las ratas se trasladaron rápidas a los sembrados de cosechas. Éstas estaban destinadas a los mundos coloniales. Podían ser plantadas, crecían y se recolectaban en unas cuantas semanas. Después de tales plantaciones, la fertilidad del suelo decaía visiblemente, pero esto nada significaba en los primeros tiempos de colonización de un planeta cuya tierra estaba virgen.
La plaga de las ratas creció en los sembrados y los perros fueron soltados contra ellas. Corrieron por los campos, cazando. Una embestida, un chasquido de sus mandíbulas, una cabeza que se bambolea, y la rata era arrojada a un lado, con la espalda rota. Después, los perros cazaban la siguiente.
Hasta el anochecer, los perros siguieron sus alocadas carreras, persiguiendo y destrozando. Por la noche estaban ensangrentados, la mayoría exhaustos. Marin los atendió con antibióticos, les vendó las heridas, los alimentó directamente en las venas, y les inyectó un somnífero estimulante, que al día siguiente los tuvo dispuestos para reanudar la batalla.
Las ratas tardaron dos días en aprender que no debían alimentarse de día. En menor número, acudieron de noche. Treparon a los tallos y mordisquearon los frutos. Después se dedicaron a los granos y verduras.
Al día siguiente, los colonos instalaron luces. Los perros corrieron también de noche para desanimar a las ratas, que todavía fueron bastante tontas como para dejarse ver a la luz del sol. Una hora antes del crepúsculo, Marin llamó a los perros y les indujo a un forzado descanso. Luego los sacó después del anochecer y los llevó, tambaleándose, a los sembrados. El olor de las ratas los reanimó; se mostraron tan ávidos como siempre, si no tan veloces.
Las ratas llegaron de los prados del contorno, no de una en una ni de dos en dos, como antes; esta vez iban todas juntas. Chillando y susurrando entre la hierba, avanzaron hacia los sembrados. Estaba todo muy obscuro, y aunque no podía verlas, Marin las oía. Ordenó que se encendieran todos los focos en los campos.
Las ratas se detuvieron ante aquella luz cegadora e inútilmente empezaron a dar vueltas. Los perros aullaron. Marin los retuvo. Las ratas continuaron su marcha y Marin soltó a los perros.
Éstos atacaron, pero no se atrevieron a internarse entre el cuerpo principal de roedores. Atraparon a las extraviadas y forzaron a las demás a apretar su formación. Después, las ratas fueron virtualmente inexpugnables.
Los colonos hubieran podido chamuscar a las ratas disponiendo del equipo adecuado, pero no lo tenían ni lo conseguirían en varios años. y aunque lo hubiesen tenido, el empleo de tal equipo habría perjudicado las cosechas, que si podían deseaban salvar. La mejor solución eran los perros.
La formación de ratas llegó al borde de los campos y allí se deshizo. Podían enfrentarse con un enemigo común permaneciendo unidas, pero la presencia de la comida les hizo olvidarse de su estrategia y se dispersaron, ya que el hambre es el gran divisor. Los perros saltaron gozosamente, emprendiendo su persecución. Cazaron a los roedores muertos de inanición, uno a uno, y los mataron sin compasión.
Cuando salió el sol, la amenaza de las ratas había terminado.
A la mañana siguiente, los colonos recolectaron y almacenaron las provisiones, disponiendo inmediatamente otra cosecha.
Marin se sentó en el laboratorio y analizó la situación. La colonia iba de crisis en crisis, todas relacionadas con los alimentos. En sí, cada situación crítica era de orden menor, pero todas juntas podían significar un fracaso. Carecían del material necesario para colonizar Glade.
La culpa parecía ser del Control Biológico; no habían comunicado la presencia de las pestes que dañaban las provisiones de alimentos. A pesar de lo que el ejecutivo opinase, la Vigilancia conocía su oficio. Si afirmaban que no había ratones ni ratas en Glade, era porque no había... «cuando se llevó a cabo la exploración».
La cuestión, pues, era: ¿cuándo y cómo llegaron al planeta?
Marin contempló la pared, desmenuzando varias hipótesis en su cerebro, y descartándolas al ver que carecían de sentido.
Su mirada se trasladó desde la pared a la jaula del omnívoro, el ser del bosque en forma de ardilla. El animal más numeroso de Glade. Era algo que los colonos veían por doquier.
Y no obstante era un animal muy notable, más de lo que se había figurado. De aspecto insignificante, podía ser el más importante de los animales que el hombre había hallado en los diversos planetas explorados. Cuanto más lo contemplaba, más se convencía de ello.
Guardó silencio, observando al animal, sin atreverse a mover. Permaneció allí sentado hasta que obscureció y el omnívoro reemprendió su normal actividad.
¿Normal? El adjetivo no podía aplicarse a Glade.
El intermedio con el omnívoro le proporcionó una respuesta. Necesitaba otra; creía conocerla, pero le hacían falta más datos, más observaciones.
Instaló su equipo cuidadosamente en los límites de la colonia. Allí y en ningún otro lugar residía la información que necesitaba.
Pasó algún tiempo en la excavadora, comprobando sus investigaciones primitivas. Logró formar un cuadro completo.
Cuando estuvo seguro de los hechos visitó a Hafner.
El ejecutivo estaba de buen humor, como resultado de la facilidad con que se desenvolvía, en general, la colonia.
Siéntese. ¿Fuma?
El biólogo se sentó y aceptó un cigarrillo.
Pensé que desearía saber de dónde vinieron los ratones.
Hafner sonrió.
Ya no nos molestan.
También he determinado el origen de las ratas.
Están bajo control. Estamos triunfando en toda la línea.
«Al contrario», pensó Marin. Buscó un comienzo apropiado.
Glade posee un clima y una topografía semejante a la Tierra –comenzó–. Así fue durante veinte mil años. Pero antes, unos cien millones de años antes, tuvo también un período comparable al de la Tierra.
Vio un interés sólo cortés en el rostro del ejecutivo, mientras le explicaba lo que era obvio. Bien, sí, era obvio, hasta cierto punto. Pero las conclusiones no lo eran.
Entre un centenar de millones de años y veinte mil años atrás, algo ocurrió en Glade –prosiguió Marin–. Ignoro la causa; ésta pertenece a la historia cósmica y jamás lo descubriremos. Además, sea cual sea la causa (fluctuaciones en el sol, equilibrio inestable de las fuerzas internas del planeta, o tal vez un choque con una nube de polvo interestelar de densidad variable), el clima de Glade cambió.
»Cambió con una violencia inesperada y continuó cambiando. Hace cien millones de años, más o menos, habían selvas carboníferas en Glade. Por ellas se arrastraban gigantescos reptiles semejantes a los dinosaurios y pequeños mamíferos. El primer gran cambio borró de la faz del planeta a los dinosaurios, lo mismo que en la Tierra. No exterminó a los más primitivos antepasados del omnívoro, porque éstos se adaptaron a los cambios.
»Permítame que le dé una idea de cómo cambiaron las condiciones. Durante unos años, una zona determinada era un desierto; después se convertiría en una selva. Más tarde, empezaba a formarse un glaciar. Y el ciclo volvía a repetirse, con grandes variaciones. Todo esto podía suceder (sucedía), dentro de un período que apenas abarcaba la existencia de un omnívoro. Y ocurrió muchas veces. Durante cien millones de años, aproximadamente, ésta fue la pauta de la existencia en Glade. Esta condición apenas servía para conservar los fósiles.
Hafner captó el significado de aquello y se mostró preocupado.
Quiere decir que estas condiciones fluctuantes del clima terminaron hace veinte mil años, ¿verdad? ¿Pueden volver a empezar?
No lo sé –le confesó el biólogo–. Si le interesa, probablemente podrá predecirse.
El ejecutivo asintió, mohíno.
Sí, me interesa.
«Nos interesa a todos», pensó el biólogo.
Lo interesante es que la supervivencia era difícil –prosiguió en voz alta–. Las aves podían volar y se marchaban a mejores climas, y algunas sobrevivieron. Y sólo una especie de mamíferos consiguió resistir.
Sus hechos no son exactos –observo Hafner–. Existen cuatro especies, que van desde el tamaño de la ardilla al del búfalo marino.
Una especie –repitió Marin, exaltado–. Son la misma. Si aumenta el alimento para los animales más grandes, algunas de las llamadas especies menores crecen de tamaño. Al revés, si la comida escasea, la generación siguiente, que por lo visto puede producirse casi instantáneamente, adopta una forma adecuada a la provisión de la comida.
Los ratones... –articuló Hafner lentamente.
Los ratones no existían cuando llegamos al planeta. Nacieron directamente del omnívoro semejante a la ardilla.
Hafner asintió.
¿Y las ratas?
Nacieron del siguiente tamaño mayor. Al fin y al cabo, estamos rodeados por el animal tal vez más difícil de exterminar de cuantos conocemos.
Hafner era un hombre práctico, acostumbrado a administrar colonias espaciales. Los conceptos no eran materia de su especialidad.
¿Mutaciones, eh? Pero yo creía...
El biólogo sonrió. Una sonrisa sin humor apenas esbozada.
En la Tierra serían mutaciones, transmutaciones, transformaciones. Aquí es meramente una adaptación normal de la evolución –movió la cabeza–. No se lo dije, pero los omnívoros, aunque puedan ser confundidos con animales terrestres, carecen de genes y cromosomas. Obviamente, han de tener herencia, pero no sé cómo la consiguen. Sin embargo, funciona, responde a las condiciones exteriores más de prisa que en cualquier otro ser conocido.
Entonces, jamás podremos librarnos de estas plagas –admitió Hafner–. A menos que exterminemos la vida animal del planeta.
¿Polvo radiactivo? –inquirió el biólogo–. Han sobrevivido a cosas peores.
El ejecutivo consideró las posibles alternativas.
Tal vez deberíamos abandonar el planeta, cediéndoselo a estos animales.
Demasiado tarde –replicó el biólogo–. Estarán también en la Tierra y en todos los planetas donde nos instalemos.
Hafner lo miró. Acababa de pensar lo mismo que Marin. Tres naves habían sido ya enviadas a colonizar Glade. Una se había quedado con los colonos, como un seguro de supervivencia por si ocurría algo imprevisto. Dos habían regresado a la Tierra para comunicar sus informes y detallar las provisiones y material que se necesitaba. También se habían llevado especímenes del planeta.
Las jaulas se guardaban en lugares seguros. Pero de aquellos seres podían derivarse unas especies más pequeñas, que debían ya de estar libres, sin ser detectadas, entre las mercancías de las naves.
No podían hacer nada para interceptar tales naves. Y una vez llegaran a la Tierra, ¿sospecharían algo los biólogos? No, durante largo tiempo. Primero aparecería una nueva clase de rata. Una mutación, naturalmente. Sin conocimientos específicos, no habría nada que relacionase la nueva especie con los animales apresados en Glade.
Hemos de quedarnos –añadió Marin–. Tenemos que estudiarlos y hacer cuanto podamos.
Pensó en el vasto complejo de los edificios de la Tierra. Eran una inversión demasiado fabulosa para destruirlos y convertirlos en construcciones a prueba de ratas. Miles de millones de personas no podrían abandonar el planeta mientras durasen las obras.
Ellos tenían que quedarse en Glade no como una colonia, sino como un gigantesco laboratorio. Habían conquistado un planeta y perdido el equivalente de diez, tal vez más cuando las propiedades destructoras de los omnívoros fuesen finalmente comprobadas.
Una tos animal interrumpió los pensamientos del biólogo. Hafner alzó la cabeza y miró hacia la ventana. Con los labios contraídos cogió un fusil y salió. Marin lo siguió.
El ejecutivo se encaminó hacia los campos donde estaba madurando la segunda cosecha. Se detuvo sobre una loma y se arrodilló. Movió la palanca hasta «carga extrema», apuntó y disparó. Demasiado alto; no acertó al animal. Entre la verde vegetación apareció una nueva cinta de color castaño.
Apuntó con más cuidado y volvió a tirar. La carga surgió del cañón, chocó contra la pata delantera del animal. La bestia saltó en el aire y cayó, muerta.
Se inclinaron sobre el animal que Hafner acababa de matar. Salvo por la falta de rayas, era una buena imitación de un tigre.
El ejecutivo le propinó un puntapié.
Echamos a las ratas del almacén y se marcharon a los campos –murmuró–. Las arrojamos de los campos con los perros y se han convertido en tigres.
Más fácil que con las ratas –le recordó Marin–. A los tigres es más fácil cazarlos.
Se inclinó sobre el perro descuartizado al que el tigre había sorprendido.
El otro perro llegó aullando desde el extremo más lejano del campo, adonde había huido aterrado. Era un perro muy valiente, pero no podía enfrentarse con aquel gran carnívoro. Sollozó y lamió la cabeza de su compañero.
El biólogo cogió el destrozado perro y se dirigió al laboratorio.
No puede salvarlo –le gritó Hafner–. Está muerto.
Pero no los cachorros. Es una perra –le explicó Marin–. Los necesitaremos. Las ratas no desaparecerán sólo porque haya tigres por aquí.
La cabeza le caía flojamente sobre el brazo y la sangre iba manchando su chaqueta. Hafner le siguió hasta la cima del altozano.
Llevamos aquí tres meses –rezongó de repente el ejecutivo–. Los perros llevan sólo dos en los campos. y sin embargo, el tigre estaba muy crecido. ¿Cómo puede explicarse esta anomalía?
Marin casi se doblaba bajo el peso del perro. Hafner jamás lo comprendería. Como biólogo, todas sus categorías estaban trastornadas. ¿Cómo lo explicaría la evolución? Era la historia de la vida orgánica en un mundo particular. Esto era la evolución. Más allá de este mundo particular, no tenía ninguna aplicación.
Incluso respecto al hombre había muchas cosas ignoradas, obscuras lagunas que no conseguían llenar las diversas teorías formuladas. Respecto a otros seres, naturalmente, su ignorancia no tenía límites.
El nacimiento era simple; ocurría en innumerables planetas. Seres herbívoros, fieras carnívoras... los animales más inverosímiles daban nacimiento a otras generaciones. Sucedía constantemente. Y los jóvenes crecían, se desarrollaban y se apareaban.
Recordó aquella noche en el laboratorio. Fue accidental... pero ¿y si hubiese estado en otra parte y no lo hubiese visto? No sabrían ni siquiera lo poco que sabían.
Si el factor supervivencia –le explicó a Hafner– es alto y existe gran disparidad en los tamaños, el joven no necesita ser joven. Puede nacer tan desarrollado ya como un adulto.

Aunque no en la proporción inicial, la colonia progresó. Las rápidas cosechas se tornaron más lentas y se plantó una selección más variada. Se construyeron nuevos edificios y las provisiones se almacenaron donde pudieran ser fácilmente inspeccionadas.
Los cachorros sobrevivieron y al cabo de un año eran ya adultos. Después de ser debidamente amaestrados, los soltaron en los campos donde se unieron a los otros perros. La batalla contra las ratas prosiguió, y al fin consiguieron dominarlas, aunque los daños fueron considerables.
El animal original, sin haber cambiado de forma, desarrolló un enorme apetito por la aislación eléctrica. No había ninguna protección excepto mantener la corriente constantemente en marcha. Incluso así se producían interrupciones perjudiciales, hasta que se localizaba el corte y la chamuscada carcasa era retirada. Los vehículos se guardaban estrechamente encerrados o aparcados, sólo en los edificios a prueba de ratas. Aunque la plaga no crecía en número, tampoco podía ser eliminada por completo.
Había bastantes tigres, pero por su gran tamaño eran muy fáciles de abatir. Merodeaban de noche, de modo que se apostaron guardias en torno a la colonia durante todo el día. Cuando los focos no llegaban, se utilizaban los rayos infrarrojos. Tan pronto como llegaban los tigres, caían muertos. Excepto el primer día, no se perdió un solo perro.
Los tigres cambiaron, aunque no de forma. Exteriormente, seguían siendo los grandes y poderosos asesinos. Pero a medida que su matanza prosiguió, Marín observó asombrado, que la estructura orgánica interna se tornaba progresivamente más joven.
El último que le llevaron para su examen era el equivalente a un cachorro recién nacido. Aquel diminuto estómago admitiría más fácilmente una ración de leche que de trigo. De qué manera obtenían aquellos animales la energía para la formación a voluntad de aquellos músculos era casi un milagro. Pero era así, y transcurrieron quince minutos antes de que el animal fuese abatido. No se perdió ninguna vida, pero la enfermería estuvo muy atareada.
Fue el último tigre que mataron. Después cesaron los ataques.
Transcurrieron las estaciones y no ocurrió ninguna novedad. Una civilización espacial o el fragmento representado por la colonia era excesivo para el ser al que Marín se había acostumbrado a llamar «omnívoro». Había surgido de un pasado cataclismo, pero no podía resistir el reto del nuevo ambiente.
O así parecía.

Tres meses antes de la llegada de los nuevos colonos, fue detectado un nuevo animal. Faltaba comida de los sembrados. No era otro tigre, ya que éstos eran carnívoros. Ni ratas, ya que los tallos quedaban destrozados de manera muy distinta a como lo hacían los roedores.
La comida no era importante. La colonia tenía un buen depósito. Pero si los nuevos animales significaban otra plaga, era necesario saber cómo afrontarla. Cuanto antes supieran qué clase de animal era, mejor sería la defensa que podrían presentar contra él.
Los perros eran inútiles. El animal rondaba por los campos donde los perros eran soltados, pero no atacaban ni siquiera parecían conocer su existencia.
De nuevo, los colonos se vieron obligados a montar guardia.
Pero los nuevos animales los esquivaron. Patrullaron durante una semana sin obtener ningún resultado.
Hafner hizo instalar un sistema de alarma en el campo más frecuentado por el animal. También la detectó, y el animal trasladó su campo de operaciones a un sembrado donde todavía no estaba instalado el sistema de alarma.
Hafner habló con el ingeniero, el cual construyó una alarma que reaccionaba a la radiación del cuerpo. La enterraron en el primer campo y la vieja alarma fue trasladada al otro.
Dos noches más tarde, poco antes del amanecer, sonó la alarma.
Marin se reunió con Hafner al borde de la colonia. Ambos llevaban rifles. Echaron a andar. El ruido de un vehículo podía asustar al animal. Dieron varias vueltas, acercándose al campo por detrás.
Los hombres del campamento estaban alerta. Si necesitaban ayuda, la obtendrían al momento.
Se arrastraron silenciosamente por entre la maleza. El animal estaba comiendo en el campo, sin hacer ruido, pero lograron captar el leve rumor. Los perros no habían ladrado.
Se fueron acercando. El sol azul de Glade brilló en el horizonte, iluminando su presa. El rifle cayó de la mano de Hafner. Apretó los dientes y volvió a cogerlo, apuntando.
Marin extendió el brazo.
¡No dispare! –le susurró.
Yo soy el ejecutivo y afirmo que es un ser peligroso.
Peligroso –asintió Marin, aún en susurros–. Por eso no debemos disparar. Es más peligroso de lo que creemos.
Hafner vaciló y Marin continuó:
El omnívoro no pudo contender con el cambio ambiental, y así se convirtió en ratón. Destruimos a los ratones y entonces se transformaron en ratas. Más adelante, éstas desarrollaron el tigre.
»El tigre resultó más fácil para nosotros, y aparentemente, los omnívoros cesaron en sus esfuerzos. Pero sólo por un breve período de tiempo. Se estaba formando otro animal, el que usted ve allí. El omnívoro tardó dos años en desarrollarlo... ¿Cómo? No lo sé. Se necesitaron un millón de años para desarrollarlo en la Tierra.
Hafner no abatió el rifle ni mostró deseos de hacerlo. Miraba por entre el alza y el punto de mira.
¿No lo entiende? –le apremió Marin. Luego añadió–: No podemos destruir al omnívoro. Ahora ya está en la Tierra y en otros planetas, en los depósitos de nuestras grandes ciudades, enmascarado como rata. Y nosotros que no hemos sido siquiera capaces de exterminar nuestras propias ratas de la Tierra, ¿cómo podemos pretender exterminar al omnívoro?
Mayor motivo para empezar ahora –se obstinó Hafner.
Marin logró bajarle el rifle.
¿Son sus ratas mejores que las nuestras? –preguntó cansinamente–. ¿Vencerán sus pestes o las nuestras son más resistentes? ¿O harán la paz. se unirán y criarán entre sí para presentar contra nosotros un frente unido? No es imposible; el omnívoro puede hacerlo si el apareamiento intermedio es un factor de supervivencia.
»¿No lo ve? –añadió tras una pausa–. Hay una progresión. Después del tigre... esto. Si la evolución falla, si lo matamos, ¿qué creará a continuación? Con este ser podemos competir.
«Pero es con el siguiente con el que no quiero enfrentarme», pensó.
Los oyó. Levantó la cabeza y miró en tomo. Lentamente. se fue alejando hasta una cercana arboleda.
El biólogo se incorporó y lo llamó suavemente. El ser se mezcló por entre los árboles y se detuvo al llegar a una espesa sombra.
Los dos hombres dejaron sus rifles en tierra. Juntos se aproximaron a la arboleda. con las manos bien abiertas y separadas para mostrar que no llevaban armas.
El animal salió a su encuentro. Iba desnudo, ya que aún no había aprendido el valor de los vestidos. Ni tenía armas. Cogió una flor blanca de uno de los árboles y la enseñó como un mudo símbolo de paz.
Me pregunto cómo será –musitó Marin–. Parece adulto, pero ¿es posible que ya lo sea? ¿Qué habrá dentro de su cuerpo?
Yo me pregunto qué habrá dentro de su cabeza –reflexionó Hafner sarcásticamente.
Aquel animal se parecía mucho a un hombre.

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