Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía
a brotar espontáneamente de mí.
¿Por qué había de serme tan difícil?
1. Los dos mundos
Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e
iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.
Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con
pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y
rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas
de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a
criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos
opuestos surgían el día y la noche.
Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres.
Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad,
ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en
él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las
buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad.
En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber
y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor
y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para
que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.
El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era
totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía
otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de
aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles,
atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos
y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos,
asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos
rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos
merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en
racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los
ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los
guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes,
excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien
que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la
tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también
era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de
lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.
Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno
del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de
estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos
bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis
padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera,
cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las
vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de
misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al
mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista
y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me
resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los
remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y
muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía
una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta
en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado
como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y
estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro
mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y
hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las
leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y
grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de la
historia que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más
atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se
arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía
solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando
imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al
descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.
Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más
cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo.
Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos;
no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y
doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como
a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia
conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía
a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor
con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era
radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser
bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía
sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía
ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como
la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos
días! En los juegos -juegos buenos, inofensivos, permitidos- yo era de una violencia
apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al
desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacia y
decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía.
Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el
momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad
tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.
Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran
compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que
pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha
con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes
generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.
Una tarde en que no teníamos clase -andaba yo por los diez años- vagaba con dos
chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que
nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un
bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le
tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e
imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su
mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del
mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el
agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos,
ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en
cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar
el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al
agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba
todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no
porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por
miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara
como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello
fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.
Por fin nos sentamos en el suelo. Franz escupía al agua, haciéndose el hombre;
escupía por el colmillo y daba siempre en el blanco. Se inició una conversación y los
chicos empezaron a fánfarronear de sus hazañas escolares y sus travesuras. Yo me
callaba, pero temía llamar la atención con mi silencio y despertar la ira de Kromer.
Desde un principio mis dos compañeros se habían apartado de mí y unido a él. Yo era un
extraño entre ellos y sentía que mis vestidos y mi manera de comportarme les
provocaban. Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del
Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento
decisivo y me dejarían en la estacada.
Por fin, de puro miedo que tenía, empecé también a contar. Me inventé una historia
de ladrones y me adjudiqué el papel de héroe principal. Les conté que en un huerto
cerca del molino había robado por la noche, con la ayuda de un amigo, un saco de
manzanas; pero no de manzanas corrientes sino de reinetas y verdes doncellas de las
más finas. Huyendo de los peligros del momento me refugié en aquella historia, ya que
inventar y narrar me resultaba fácil. Tiré de todos los registros con tal de no terminar en
seguida y quizás enredarme en cosas peores. Uno de nosotros, seguí contando, tenía
que hacer de guardia mientras el otro, subido en el árbol, tiraba las manzanas. El saco
pesaba tanto que al final tuvimos que abrirlo y dejar allí la mitad del contenido; pero al
cabo de media hora volvimos por el resto.
Al terminar mi relato esperé algún aplauso; al fin y al cabo, había entrado en calor
dejándome arrastrar por la fantasía. Sin embargo, los dos chicos más pequeños se
quedaron callados, a la expectativa, y Franz Kromer, observándome con ojos
escrutadores, me preguntó en tono amenazador:
- ¿ Eso es verdad?
-Sí -contesté.
-¿De veras?
-Sí, de veras -aseguré, mientras el miedo me ahogaba.
-¿Lo puedes jurar?
Me asusté mucho, pero dije en seguida que sí.
-Entonces di: lo juro por Dios y mi salvación eterna.
Yo repetí:
-Por Dios y mi salvación eterna.
-Bien -dijo, y se apartó de mí.
Yo pensé que con esto me dejaría en paz; y me alegré cuando se levantó, poco
después, y propuso regresar. Al llegar al puente dije tímidamente que tenía que irme a
casa.
-No correrá tanta prisa -rió Franz-, llevamos el mismo camino.
Franz seguía caminando lentamente y yo no me atreví a escaparme, porque en
verdad íbamos hacia mi casa. Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte
dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré
aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!
Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se
interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía sólo un poco de luz
del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, dijo:
-Oye, no tengas tanta prisa.
Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me
pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si
gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.
-¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Qué quieres?
-Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.
-¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir.
-Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad? -dijo Franz muy bajo.
-No lo sé. Creo que al molinero.
Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que
mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y
su rostro irradiaba crueldad y poder.
-Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las
manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la
fruta.
-¡Santo Dios! -exclamé-. ¿Pero no irás a decírselo?
Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al
«otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas
cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.
-¿No decir nada? -rió Kromer-. Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo
fabricar de dos marcos cuando quiera? Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como
tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión. Quizá me dé aún más. Me
soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz y a seguridad. El mundo se desmoronó
a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá
vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo
y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía
de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué
desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada.
Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo
llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.
-Kromer -dije-, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj,
no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene
sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.
Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo
brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.
-Es de plata -dije tímidamente.
-Me importa tres pitos tu plata y tu reloj -dijo con profundo desprecio-. Arréglalo tú.
-¡Pero, Franz! -grité, temblando y temiendo que se fuera-. ¡ Espera, toma el reloj!
¡Es de plata, de verdad, y no tengo otra cosa!
Me miró fría y despectivamente.
-Bueno, ya sabes dónde voy a ir. O también se lo puedo decir a la policía. Conozco
bien al sargento.
Se volvió para salir y yo le retuve por la manga. Aquello no podía suceder. Hubiera
preferido antes morir que tener que soportar todo lo que pasaría si él se iba.
-Franz -imploré ronco de excitación-, ¡no hagas tonterías! Es sólo una broma, ¿ no?
-Sí, una broma; pero puede salirte muy cara.
-Dime lo que tengo que hacer, Franz. Haré lo que sea.
Me miró de arriba abajo guiñando los ojos y volvió a reírse.
-¡No seas tonto! -dijo con falsa amabilidad-. Tú sabes tan bien como yo de qué se
trata. Puedo ganarme dos marcos, y yo no soy un rico como tú para tirarlos. Tú lo
sabes. Eres rico, tienes hasta un reloj. No necesitas más que darme esos dos marcos, y
todo irá sobre ruedas.
Ahora comprendí la lógica. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como
diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. Tenía una hucha, que estaba en el
cuarto de mi madre, en la que había algunas monedas, de las visitas de los tíos y de
otras ocasiones parecidas. Aparte de esto, no tenía nada. Por entonces no me daban aún
dinero para mis gastos.
-No tengo nada -dije tristemente-. No tengo dinero. Pero te daré todo lo que tengo:
un libro de indios, y soldados, y una brújula. Ahora te los bajo.
Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.
-No digas estupideces -dijo en tono imperativo-. Puedes guardarte todas tus
porquerías. ¡Una brújula! Mira, no hagas que me enfade y dame el dinero.
-¡Pero si no tengo! No me dan nada. ¡No tengo la culpa!
-Bueno, tú tráeme mañana los dos marcos. Te espero después del colegio en el
mercado. Asunto terminado. Si no me traes el dinero, ¡prepárate!
-¿Pero de dónde voy a sacarlo? ¡Por Dios, si no lo tengo!
-En tu casa hay dinero de sobra. Arréglatelas como puedas; así que mañana después
del colegio. Y te aseguro que si no me lo traes...
Me lanzó una mirada terrible, escupió otra vez y desapareció como una sombra.
No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pensé escaparme para no volver
más o tirarme al río; pero no eran ideas claras. Me senté a oscuras en el último peldaño
de la escalera, me hice un ovillo y me entregué a mi desgracia. Allí me encontró llorando
Lina, cuando bajó a coger leña con una cesta.
Le pedí que no dijera nada y subí. En el perchero, junto a la puerta de cristal,
colgaban el sombrero de mi padre y la sombrilla de mi madre; el hogar y la ternura me
salían al encuentro en aquellos objetos, y mi corazón les saludó agradecido y suplicante,
como el hijo pródigo a las viejas estancias de la casa paterna. Pero todo aquello ya no
me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y
culpablemente en el torrente desconocido. Me había enredado en la aventura y el
pecado, me amenazaba el enemigo, y me esperaban peligros, miedo y vergüenza. El
sombrero y la sombrilla, el viejo suelo de ladrillo, el gran cuadro sobre el armario del
pasillo, y desde el cuarto de estar la voz de mis hermanas mayores: todo aquello me
resultaba más querido, más delicado y valioso que nunca, pero ya no era un consuelo y
un bien seguro, sino un vivo reproche. Esto ya no era mío; yo no podía participar más
de su alegría y tranquilidad. Llevaba en las botas barro que no podía limpiar en el
felpudo, y traía conmigo sombras de las que el mundo del hogar nada sabía. Cuantos
secretos y temores había yo tenido, habían sido un juego y una broma comparado con lo
que traía hoy a estas habitaciones. El destino me perseguía; hacia mí se tendían unas
manos de las que mi madre no podía protegerme y de las que nada debía saber. Que mi
delito fuera hurto o mentira -¿no había jurado por Dios y mi salvación?- importaba poco.
Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¿Por qué
había ido con ellos? ¿Por qué había obedecido a Kromer en vez de a mi padre? ¿Por qué
había inventado la historia del robo? ¿Por qué me había vanagloriado de un delito como
si se tratara de una hazaña? Ahora el diablo me tenía agarrado por la mano; ahora el
enemigo me perseguía.
Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de
que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito
seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis
besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que
escondía ante ellos.
Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de
mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi
confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho
muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.
¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que
no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo
solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde
ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de
ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe
y ahora tenía que soportar las consecuencias.
Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería
su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que
en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo
sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento
cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía
mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un
panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento
feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con
fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me
ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me
tratan como a un chiquillo.De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo
más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre,
el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre
tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman
la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en
el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo
del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y
pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe
un niño tan profundamente como un sabio.
Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente;
pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente
transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el
espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía
obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en
pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo
extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque
es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.
Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que
aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas.
Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y
cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:
«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de
Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y
profundamente cansado.
En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían
cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en
torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como
siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún
refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora -pensé-, ahora vendrá otra vez. Se ha dado
cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces
podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré
todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!» Cuando la rendija de
la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía
que suceder así por fuerza.
Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía
guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no
podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban
destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni
con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca
y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me
desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes
blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad
y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.
Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y
preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al
preguntarme si me pasaba algo, vomité.
Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme
una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre
arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin
colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era
el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo,
todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.
¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me
había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me
salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre
no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No
había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que
estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama
y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio.
Ya tenía trazado un plan.
Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al
fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era,
y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se
apaciguaría.
Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para
sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de
ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en
el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina
rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente
un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin
embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso
más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en
ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la
hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí
la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación
totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.
Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad
transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre
personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío
había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera
rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo
no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.
Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me
viera. Cuando llegó a mime hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse,
cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en
construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se
levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y
entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la
mano.
-¿Qué, lo traes? -preguntó fríamente.
Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de
que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.
-Son sesenta y cinco céntimos -dijo, y me miró.
-Sí -contesté tímidamente-. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es
todo. No tengo más.
-Te creía más listo -me replicó casi con bondad-. Entre hombres de honor tiene que
haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus
perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ese paga.
-¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.
-Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y
treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?
-Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero,
mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.
-A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener
ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te
dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado
mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una
señal que ya había oído muchas veces.
-Sí -dije-, ya sé.
Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y
nada más.
Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde
aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo
constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no
llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las
tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba,
y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser
un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido.
En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre
esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz,
destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios
apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de
dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una
eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en
la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me
hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien
le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha
tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.
Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie
preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que
al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente:
¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?
Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a
atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a
hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo
difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la
espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me
despertaba empapado de sudor.
Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la
noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba
bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía
corresponderle con franqueza.
Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un
recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido
bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué
me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me
des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día
siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un
día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la
mañana.
Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la
paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no
participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi
padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.
2. Caín
La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue
acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi
vida.
En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una
viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la
manga. Iba a una clase superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí como a
todos, me llamó en seguida la atención. Este alumno tan sorprendente parecía mucho
mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la impresión de que fuera un chico.
Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien.
No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono
seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.
Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra
espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los
pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción.
Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de
Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro,
inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. No parecía en
absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios
problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él:
me resultaba superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la
expresión de los adultos -que nunca gusta a los niños-, un poco triste y con destellos de
ironía. Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no; sin
embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo
el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era diferente de todos los demás
en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy definida; por eso mismo llamaba
la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar inadvertido, comportándose como
un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno
de ellos.
Al terminar las clases, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me
alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara
nuestro tono de colegiales.
-¿Vamos un rato juntos? -me preguntó con amabilidad.
Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.
-¡Ah! ¿Allí? -dijo sonriendo-. Conozco esa casa. Sobre vuestra puerta hay una cosa
muy curiosa que me ha interesado desde que la vi.
No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor
que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo
se había desgastado y había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver
con nosotros y nuestra familia.
-No sé lo que es -dije tímidamente-. Me parece que es un pájaro o algo parecido.
Debe de ser muy antiguo. Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.
-Puede ser -asintió él-. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo
que el pájaro es un gavilán.
Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera
ocurrido algo muy divertido.
-Hoy he asistido a vuestra clase -dijo-. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un
estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?
No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a
decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor. Contesté que la
historia me gustaba.
Demian me dio unas palmaditas en el hombro.
Demian
Historia de la juventud de Emil Sinclair
Hermann Hesse
11
-No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho
más que la mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo
habitual sobre Dios y el pecado, y todo eso. Pero yo creo...
Se interrumpió sonriendo y me pregunto:
-Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo -continuó- que la historia de Caín se puede
interpretar de manera muy distinta. La mayoría de las cosas que nos enseñan son
seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde otro punto de vista que el de los
profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se
puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en
su frente. ¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que
luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su
cobardía le recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo, eso me
parece muy raro.
-Sí, es verdad -dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme-. ¿Pero cómo vas a
interpretar si no la historia?
Me dio una palmada en el hombro.
-¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un principio y en él se basó la historia.
Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás. No se atrevían a
tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizás, o seguramente, no se trataba de una
auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser
tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de
inteligencia y audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba
temor. Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se
prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban
una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es decir, como una distinción, sino
como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la «señal» eran siniestros; y
la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros
a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba
incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda para
vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿ Comprendes?
-Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es
mentira?
-Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero no siempre han sido
recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le
echaron toda esa historia encima sólo porque le tenían miedo. La historia era
simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo referente al estigma que
Cain y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente.
Yo estaba asombrado.
-¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad? -pregunté emocionado.
-¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su
hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a fin de cuentas, todos los
hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil. Quizá fue un acto heroico,
quizá no lo fue. En todo caso, los débiles tuvieron miedo y empezaron a lamentarse
mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matáis?», ellos no contestaban,
«porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal. ¡Dios
le ha marcado!» Así nació la mentira. Bueno no te entretengo más. ¡Adiós!
Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada
más desaparecer, todo lo que me había dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre
noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín en la frente era una distinción! Era
absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el
sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me
había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué
bien que hablaba! Pero no, no podía ser.
De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre una historia, fuera o no de la
Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por completo a Franz Kromer, durante horas,
una tarde entera. En casa leí la historia otra vez, tal como estaba en la Biblia. Era breve
y clara. Resultaba una insensatez buscarle una interpretación especial y misteriosa. ¡Así
cualquier asesino podría declararse elegido de Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era
la manera tan ligera y graciosa con que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera
tan natural. Y además, ¡con qué mirada!
Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en orden sino en franco
desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio, había sido una especie de Abel, y
ahora me encontraba metido en el «otro» mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo,
no tenía en el fondo tanta culpa. ¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un
recuerdo que casi me cortó la respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a
mi actual desgracia, había ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento
fue como si le hubiera desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría.
Sí, en aquel momento yo, que era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que
esa marca no era una vergüenza sino una distinción y que yo era superior a mi padre,
superior a los buenos y piadosos precisamente por mi maldad y mi desgracia.
Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero las intuí en una llamarada
de sentimientos, de extrañas emociones, que me dolían pero me llenaban de orgullo.
¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los valientes y de los cobardes!
¡Cómo había interpretado la señal en la frente de Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos,
sus extraños ojos de hombre! Se me ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le
defendía si no se sentía semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por
qué hablaba tan despectivamente de los «otros», los cobardes, que son en verdad los
piadosos, los elegidos de Dios?
Con estos pensamientos no acababa de llegar a ninguna conclusión. Una piedra había
caído en el pozo: el pozo era mi alma joven. Durante mucho tiempo esta historia de
Caín, con el homicidio y la «señal», fue el punto de partida de mis intentos de
conocimiento, duda y crítica.
Observé que también los otros condiscípulos se preocupaban mucho de Demian. No
comenté con nadie nuestra conversación sobre la historia de Caín, pero Demian parecía
interesar también a los otros. En todo caso, surgieron muchos rumores sobre el
«nuevo». ¡Si aún los pudiera recordar todos!; cada uno de esos rumores le
caracterizaría, cada uno se podría interpretar. Sólo recuerdo que primero se dijo que la
madre de Demian era muy rica. Se decía, también, que nunca iba a la iglesia, y tampoco
su hijo. Que eran judíos, opinaba uno, pero que también podían ser mahometanos.
Se contaban verdaderas leyendas sobre la fuerza física de Max Demian. Desde luego,
era el más fuerte de su clase; y cuando uno le retó a una pelea y le llamó cobarde
porque no quería aceptarla, Demian le humilló horriblemente. Los que presenciaron la
escena decían que Demian le había cogido con una mano por la nuca y apretado con
tanta fuerza que el otro se puso pálido y abandonó la lucha. Durante días no había
podido mover el brazo. Una tarde hasta se dijo que había muerto. De Demian se
afirmaban las cosas más insólitas, que eran creídas durante unos días. Todo era muy
raro y excitante. Al cabo del tiempo todos se cansaron del tema. Pero en seguida
surgieron nuevos cuentos entre los chicos, que afirmaban que Demian tenía relaciones
intimas con chicas y que «lo sabía todo».
Mientras tanto, mi asunto con Franz Kromer seguía su curso fatal. No llegaba a
librarme, porque yo me sentía atado a él aunque me dejara tranquilo unos días. En mis
sueños estaba a mi lado como una sombra; y lo que no me hacía en la realidad, se lo
permitía mi fantasía en mis sueños, en los que me convertí en su esclavo. Acabé por
vivir más en estos sueños que en la realidad -siempre he soñado mucho- y por perder
fuerza y vida con estas sombras. Entre otras cosas soñaba a menudo que Kromer me
maltrataba, que me escupía y se arrodillaba sobre mí; y, lo que era peor, que con su
tremenda influencia me inducía a cometer crímenes terribles. El más espantoso de ellos,
del que me desperté como enloquecido, era una tentativa de asesinato contra mi padre.
Kromer afilaba un cuchillo. Estábamos escondidos entre los árboles de un paseo
esperando a alguien, yo no sabía a quién; pero cuando apareció una persona y Kromer
me indicó, apretándome el brazo, que era aquella a quien tenía yo que apuñalar, vi que
era mi padre. Entonces me desperté.
Con todo esto, pensaba mucho en Caín y Abel pero poco en Demian. Volvió a
aparecer, es curioso, también en sueños. Yo volvía a soñar con malos tratos y
violencias; pero esta vez, en lugar de Kromer, era Demian el que se arrodillaba sobre
mí. Pero -y esto era nuevo y me impresionó profundamente- todo lo que había sufrido
bajo Kromer con angustia y repulsión lo sufría a gusto bajo Demian, con un sentimiento
mezcla de placer y temor. Este sueño lo tuve dos veces; después, Kromer volvió a su
lugar.
Lo que vivía en estos sueños y lo que vivía en la realidad no puedo ya separarlo con
exactitud. En todo caso, mi ruin relación con Kromer siguió su curso y no terminó
cuando, por fin, le pagué la suma debida a costa de una serie de pequeños hurtos.
Ahora Franz conocía esos hurtos, porque siempre me preguntaba de dónde sacaba el
dinero; de esta forma me tenía más que nunca en sus manos. A veces me amenazaba
con contarle todo a mi padre; y entonces el miedo no era más grande que el profundo
pesar de no haberlo hecho yo desde un principio. No obstante, a pesar de lo mal que me
sentía, no me arrepentía del todo; al menos, no siempre. A menudo sentía que todo
tenía que ser necesariamente así, que sobre mí pesaba un maleficio y que era inútil
querer romperlo.
Probablemente mis padres sufrían también con esta situación. Yo estaba poseído por
un espíritu extraño; ya no cabía en nuestra comunidad, que tan unida había estado y a
la que solía añorar desesperadamente como un paraíso perdido. Me trataban, sobre todo
mi madre, más como a un enfermo que como a un malvado; pero mi verdadera
situación la veía claramente reflejada en el comportamiento de mis dos hermanas, que
era cariñoso, pero que me hacia muy desdichado. La conducta de mis hermanas me
hacia ver claramente que yo era una especie de poseído, más digno de compasión que
de reproche, pero a fin de cuentas en manos del mal. Sabía que rezaban por mí, de
manera diferente que antes; y sabía que era inútil. Sentía ardientemente el deseo de
descargarme, la necesidad de una verdadera confesión; y presentía, sin embargo, que
no podría explicar o decir todo ni a mi padre ni a mi madre. Sabía que escucharían con
cariño, que me tratarían con cuidado y hasta me compadecerían; pero no me
comprenderían del todo y aquello se juzgaría como una especie de desliz, siendo como
era el propio destino.
Ya sé que muchos no creerán que un niño de casi once años pueda sentir esto. Para
ellos no escribo mi historia: se la cuento a los que conocen mejor al ser humano. El
hombre adulto, que ha aprendido a convertir una parte de sus sentimientos en
pensamientos, echa de menos éstos en el niño y cree que las vivencias tampoco han
existido. Pero yo no he sentido nunca en mi vida nada tan profundamente, ni he sufrido
nunca tanto como entonces.
Un día de lluvia fui citado por mi verdugo en la plaza del castillo, y allí permanecí
esperándole, hurgando con los pies en la hojarasca
mojada que aún caía de los árboles negros y goteantes. Yo no traía dinero pero había
apartado dos trozos de pastel que llevaba conmigo, para por lo menos poder entregarle
algo a Kromer. Ya me había acostumbrado a esperarle así en cualquier esquina, a veces
un rato largo, y lo aceptaba como quien acepta lo inevitable.
Por fin apareció Kromer. Esta vez se entretuvo poco. Me dio unos cuantos puñetazos
en las costillas, se rió, se comió el pastel y me ofreció incluso un cigarrillo húmedo que
yo rechacé. Estaba más amable que de costumbre.
-Oye -dijo al marcharse-, que no se me olvide: podrías traerte la próxima vez a tu
hermana, a la mayor. ¿Cómo se llama?
No comprendía. Tampoco di contestación. Sólo le miré desconcertado.
-¿Qué te pasa? ¿No entiendes? ¡Que traigas a tu hermana!
-Pero Kromer, eso es imposible. No puedo hacerlo; además, ella no vendría.
Estaba seguro de que se trataba otra vez de un pretexto para martirizarme. Así
acostumbraba a hacer; me exigía algo imposible, me daba un susto, me humillaba, y
luego lentamente se avenía a un compromiso. Entonces yo me tenía que rescatar con
dinero y obsequios.
Pero esta vez era completamente diferente. Casi no se enfadó ante mis negativas.
-Bueno -dijo sin darle importancia-, ya lo pensarás. Quiero conocer a tu hermana, ya
nos las arreglaremos. Te la traes de paseo y yo me hago el encontradizo. Mañana te
llamaré y hablaremos sobre ello.
Cuando se marchó, empecé a darme cuenta de lo que significaba su plan. Yo era aún
un niño, pero sabía de oídas que los chicos y las chicas, cuando eran un poco mayores,
podían hacer entre sí cosas misteriosas, indecentes y prohibidas. Y entonces yo... De
pronto, me di cuenta de lo monstruoso que era aquello. Decidí no hacerlo jamás. Pero
no me atrevía casi a pensar en lo que sucedería, en cómo se vengaría Kromer.
Comenzaba un nuevo suplicio; aún no era bastante lo ya pasado.
Desesperado, crucé la plaza desierta, con las manos en los bolsillos. ¡ Nuevos
tormentos, nueva esclavitud!
De pronto, me llamó una voz fresca y grave. Me asusté y eché a correr. Alguien corría
detrás de mi y una mano me sujetó suavemente. Era Max Demian.
Me rendí.
-¿Eres tú? -dije vacilante-. ¡Qué susto!
Me miró de una manera que nunca me había parecido tan penetrante, tan adulta y
tan sensata como en aquel momento. Hacia mucho que no habíamos hablado.
-Lo siento -dijo con sus modales correctos y tan peculiares-. Pero, oye, ¡no debe uno
asustarse así!
-Sí..., pero puede ocurrir.
-Eso parece. Mira, si te sobresaltas de esa manera ante alguien que no te ha hecho
nada, ese alguien empieza a reflexionar, se extraña, se intriga. Ese alguien piensa que
eres demasiado asustadizo, y se dice: «eso pasa sólo cuando se tiene miedo». Los
cobardes tienen siempre miedo; yo creo que tú no eres un cobarde, ¿verdad? Claro que
tampoco un héroe. Hay cosas y también personas que te asustan. Y eso no debe ser.
No, nunca hay que tener miedo de los hombres. Tú no me tienes miedo a mí, ¿no? ¿O
quizá sí?
-Oh, no, en absoluto.
-¿Lo ves? Pero hay personas de las que tienes miedo.
-No sé... ¡Déjame!, ¿qué quieres de mí?
Demian seguía a mi lado, aunque yo había acelerado el paso pensando en huir. Sentía
su mirada sobre mí.
-Suponte -continuó- que yo te quiero ayudar. Desde luego, no tienes por qué
temerme. Me gustaría hacer un experimento contigo; es divertido, y además aprenderás
algo, lo que nunca esta de más... Verás, de vez en cuando me ensayo en el arte de leer
los pensamientos. No se trata de brujería; pero cuando no se sabe cómo se hace, resulta
muy extraño. Se puede desconcertar mucho a la gente. Vamos a probar contigo. Bueno,
yo te tengo simpatía, me intereso por ti, y me gustaría descubrir cómo eres por dentro.
Para ello ya he dado el primer paso. Te he asustado: eres, pues, asustadizo. Hay cosas y
personas que te asustan. ¿Por qué? No es necesario tener miedo de nadie. Si se teme a
alguien, es porque ese alguien tiene poder sobre uno. Por ejemplo, se ha cometido algo
malo y otro lo sabe; entonces, esa persona tiene poder sobre ti. ¿Comprendes? ¿Está
claro, no?
Le miré aturdido. En lo que decía había seriedad e inteligencia, como siempre; pero
ninguna ternura, sino más bien severidad, justicia o algo parecido. No supe qué decir.
Me parecía tener un mago ante mí.
-¿Comprendes? -me preguntó otra vez.
Asentí con la cabeza. No podía decir nada.
-Ya te dije -continuó- que resulta muy raro esto de leer los pensamientos, pero tiene
una explicación completamente normal. Por ejemplo, podría decirte con exactitud lo que
pensaste de mí cuando te conté la historia de Caín y Abel. Pero, vamos, esto no viene a
cuento. Incluso creo posible que hayas soñado conmigo. Dejémoslo. Eres un chico
inteligente. ¡Los demás son tan tontos...! De vez en cuando me gusta charlar con un
chico sensato, en el que pueda confiar. ¿Te parece bien?
-Desde luego. Aunque no comprendo...
-Sigamos con nuestro experimento. Hemos descubierto que el muchacho 5. es
asustadizo. Teme a alguien; probablemente comparte con ese alguien un secreto que le
resulta incómodo. ¿Es así, más o menos?
Como en el sueño, sucumbí a su voz y a su influjo. Asentí. ¿No hablaba por él una voz
que sólo podía salir de mí mismo? ¿Que lo sabía todo? ¿Que sabía todo mejor y con más
claridad que yo?
Demian me dio una fuerte palmada en la espalda.
-Entonces, estoy en lo cierto. Ya me lo imaginaba. Ahora, otra pregunta: ¿sabes cómo
se llama el chico que se marchó hace un rato?
Me quedé aterrado. Mi secreto, violado, se retorcía dolorosamente en mi interior, no
queriendo salir a la luz.
-¿Qué chico? No había ningún chico aquí, solamente yo. Se echó a reír.
-Dilo, anda -dijo riendo-. ¿Cómo se llama?
Murmure:
-¿Te refieres a Franz Kromer?
Asintió satisfecho.
-¡Bravo! Eres un gran chico. Nos haremos buenos amigos. Ahora tengo que decirte
una cosa: ese Kromer, o como se llame, es una mala persona. Su cara me dice que es
un golfo. ¿Qué te parece a ti?
-¡Oh, sí -suspiré-, es malo! ¡Es un demonio! ¡Pero que no se entere! ¡Por Dios, que no
se entere! ¿Le conoces? ¿Te conoce él a ti?
-Tú, tranquilo. Se ha marchado y no me conoce..., al menos todavía. Pero me
gustaría conocerlo. ¿Va a la escuela?
-Sí.
-¿A qué clase?
-A la quinta. ¡Pero no le digas nada! Por favor, no le digas nada, te lo suplico.
-No te asustes, que no pasará nada. Probablemente no tendrás muchas ganas de
contarme algo más de ese Kromer, ¿verdad?
-¡No puedo! ¡No! ¡Déjame!
Permaneció en silencio un rato.
-Es una pena -prosiguió-, podríamos haber continuado el experimento. Pero no quiero
martirizarte. Te darás cuenta de que ese miedo que te produce no es bueno, ¿verdad?
Un miedo así nos va destrozando, hay que liberarse de él. Tienes que hacerlo si quieres
convertirte en un hombre. ¿Comprendes?
-Sí, tienes toda la razón..., pero no puede ser. No sabes...
-Ya has visto que algo sé, más de lo que tú creías. ¿ Acaso le debes dinero?
-Sí, eso también, pero no es lo más importante. ¡No puedo decírtelo, no puedo!
-¿No te serviría de nada si yo te diera todo el dinero que le debes? Podría muy bien
dártelo.
-No, no. No es eso. Y te ruego que no digas a nadie nada. ¡Ni una palabra!
-Confía en mi, Sinclair. Ya me contarás un día tus secretos...
- ¡Nunca! ¡Jamás! - grité violentamente.
-Como tú quieras. Sólo pienso que quizá más adelante me cuentes más cosas.
¡Voluntariamente, por supuesto! ¿No irás a creer que yo voy a actuar como el mismísimo
Kromer?
-¡Oh, no! ¿Pero no sabes nada de todo esto?
-Nada. Unicamente pienso sobre ello. Y nunca haré lo que hace Kromer, puedes
creerme. Además, a mí no me debes nada.
Nos callamos un rato y me tranquilicé un poco. Pero lo que sabia Demian cada vez me
parecía más misterioso.
-Me voy a casa -dijo, y se apretó más su abrigo bajo la lluvia-. Aún quería decirte otra
cosa, ya que hemos ido tan lejos: deberías librarte de ese tipo. Si no puedes de otra
manera, mátalo.
Me impresionaría y me gustaría que lo hicieras. Yo te ayudaría. El miedo me asaltó de
nuevo. Recordé de pronto la historia de Cain. Aquello empezaba a ser terrible y empecé
a llorar silenciosamente. Había demasiados enigmas a mi alrededor.
-Bueno, bueno -sonrió Max Demian-, anda, vete a tu casa. Ya lo arreglaremos.
Aunque matarlo sería lo más sencillo. En estos casos, lo más sencillo es siempre lo
mejor. No estás tú en buenas manos con tu amigo Kromer.
Al llegar a casa me pareció que había estado fuera un año. Todo tenía otro aspecto.
Entre Kromer y yo había surgido algo como un futuro, como una esperanza. ¡Ya no
estaba solo! Y ahora me di cuenta de lo espantosamente solo que había permanecido
durante semanas y semanas con mi secreto. Enseguida volví a pensar lo de tantas
veces: que una confesión a mis padres me aliviaría pero no me redimiría por completo.
Casi me había confesado a otro, a un extraño; y el presentimiento de liberación volaba
hacia mí como un fuerte perfume.
De todos modos, mi miedo no había aún desaparecido ni mucho menos. Estaba
preparado para largas y horribles disputas con mi enemigo. Por eso me pareció muy raro
que todo transcurriera con tanta tranquilidad, calma y secreto.
El silbido de Kromer delante de mi casa no se oyó durante un día, dos, tres, una
semana. No me atrevía a creerlo; y en mi fuero interno estaba alerta, no fuera a
aparecer de pronto, precisamente cuando menos lo esperaba. ¡Pero no apareció!
Desconfiando de la nueva libertad, no terminaba de creerlo. Hasta que por fin me
encontré con Franz Kromer en la calle. Bajaba por la Seilergasse, justo a mi encuentro.
Al verme se estremeció, torció la cara en una mueca terrible y se volvió sin más para no
tener que encontrarse conmigo.
Aquello fue para mi un momento indescriptible. ¡Mi enemigo huía de mí! ¡ Mi verdugo
me tenía miedo! La alegría y la sorpresa me traspasaron por completo.
Por aquellos días volví a ver a Demian, que me esperaba a la puerta del colegio.
-¡Hola! -dije.
-Buenos días, Sinclair. Quería saber cómo te va. Supongo que Kromer te deja ahora
tranquilo.
-¿Es cosa tuya? Pero ¿cómo lo has conseguido? No lo comprendo. ¡Ha desaparecido
por completo!
-Muy bien. Y por si acaso se le ocurre volver -creo que no lo hará, pero es un
caradura-, dile entonces que se acuerde de Demian.
-Pero ¿cómo te las has arreglado? ¿Te has peleado con él, le has pegado?
-No, eso no me gusta. Sólo he hablado con él, como he hecho contigo, y le he
explicado que sería mucho mejor para él que te dejara en paz.
-¿No le habrás dado dinero?
-No, querido. Ese camino ya lo has intentado tú.
Se separó de mí, aunque yo intenté preguntarle más cosas. Me quedé con el viejo y
confuso sentimiento que Demian me inspiraba, mezcla extraña de agradecimiento y
recelo, admiración y miedo, simpatía y repulsa.
Me propuse verle pronto, para hablar más con él de todo y también de la historia de
Caín.
No llegué a hacerlo.
La gratitud es una virtud en la que no tengo ninguna fe, y pedírsela a un niño me
parece un error; así que no me sorprende demasiado la total ingratitud que demostré a
Max Demian. Hoy tengo la certeza de que hubiera enfermado y me hubiera estropeado
para toda la vida si él no me hubiera liberado de las garras de Kromer. Ya entonces sentí
aquella liberación como el acontecimiento más grande de mi joven vida; pero al
libertador mismo, cuando hubo llevado a cabo el milagro, lo dejé a un lado.
Como he dicho, la ingratitud no me resulta extraña. Sólo me sorprende la falta de
curiosidad que demostré. ¿Cómo era posible que yo siguiera viviendo un solo día con
tranquilidad sin intentar acercarme a los misterios con que Demian me había puesto en
contacto? ¿Cómo podía dominar el deseo de oír más cosas sobre Cain, sobre Kromer y la
lectura de pensamientos?
Es incomprensible, pero así fue. Me vi de pronto liberado de unas redes diabólicas; el
mundo se me ofrecía de nuevo luminoso y alegre; ya no me asaltaban los miedos y las
angustiosas palpitaciones. El maleficio estaba roto; ya no era un condenado sometido a
terribles torturas, sino otra vez un colegial, como antes. Mi naturaleza intentaba volver
con toda rapidez al equilibrio y a la tranquilidad y se esforzaba sobre todo en apartar y
olvidar todo lo feo y amenazador. Mi memoria olvidó con fantástica rapidez toda la
historia de mi culpa y mis miedos, sin dejar aparentemente una cicatriz o una huella.
También comprendo hoy que olvidara a mi salvador con la misma rapidez. Del valle
de lágrimas de mi condenación, de la espantosa esclavitud a Kromer huí con todos los
instintos y las fuerzas de mi alma maltrecha a refugiarme allí donde me había sentido
feliz y tranquilo: al paraíso perdido que se volvía a abrir, al mundo claro de los padres y
de las hermanas, a la fragancia de la pureza, a la gracia del Dios de Abel.
El mismo día de mi breve conversación con Demian, cuando me convencí del todo de
mi recobrada libertad y ya no temí las recaídas, hice lo que tantas veces y tan
ardientemente había deseado: confesé. Fui a mi madre, le enseñé la hucha con el cierre
roto y llena de fichas en lugar de dinero, y le conté cómo me había encadenado por mi
propia culpa a un malvado verdugo durante largo tiempo. Ella no comprendió todo; pero
vio mi hucha, mi mirada transformada, oyó mi voz y sintió que yo había sanado, que su
hijo le había sido devuelto.
Y entonces celebré con elevados sentimientos la fiesta de mi reintegración, la vuelta
al hogar del hijo pródigo. Mi madre me condujo ante mi padre; se repitió la historia,
interrumpida por preguntas y exclamaciones de asombro. Mis padres me acariciaban la
cabeza y suspiraban, aliviados de su preocupación. Todo era maravilloso, todo era como
en los cuentos, todo se resolvía en una fantástica armonía.
En ella me refugié con verdadero apasionamiento. No me saciaba de comprobar que
había conseguido otra vez mi paz y la confianza de mis padres. Me convertí en un niño
modelo. Jugaba más que nunca con mis hermanas y durante los rezos me unía a las
entrañables y viejas canciones y plegarias con el sentimiento del que ha sido liberado de
las culpas. Lo hacía de todo corazón; en aquello no había engaño.
Sin embargo, las cosas no estaban en orden. Y aquí está la razón que explica mi
ingratitud hacia Demian de una manera satisfactoria. ¡ Debía haberme confesado a él!
La confesión habría resultado menos decorativa y emocionante, pero hubiera sido para
mí más fructífera. Ahora yo me agarraba con todas mis raíces a mi antiguo mundo
paradisíaco; había vuelto a él, y fui acogido con clemencia. Demian no pertenecía a este
mundo, no encajaba en él. Además, también él -de otro modo que Kromer- era un
seductor que me unía al mundo malo y corrupto; ahora que volvía a ser Abel, yo no
quería traicionar a Abel y ayudar a ensalzar a Caín.
Hasta aquí, el proceso exterior. El interior, sin embargo, era otro; me sentía liberado
de las garras de Kromer y del diablo, pero no por mi propia fuerza o mérito. Había
intentado caminar por los caminos del mundo, pero éstos habían resultado demasiado
inseguros para mí. Ahora que una mano amiga me había salvado, yo huía, sin echar una
mirada atrás, al regazo de mi madre y a la seguridad de una infancia protegida y
piadosa. Me hice más joven, dependiente e infantil de lo que en verdad era. Me sentí
obligado a sustituir la dependencia de Kromer por otra nueva, pues era incapaz de andar
solo. Elegí con mi ciego corazón la dependencia de mis padres, del viejo y querido
«mundo de luz», del que ya sabía que no era el único. De no haberlo hecho así, tendría
que haberme decidido por Demian y haberle confiado todo. Me pareció justificarme por
la desconfianza que me inspiraban sus extraños pensamientos; en el fondo, no era más
que miedo. Porque Demian me hubiera exigido más que los padres, mucho más; él
hubiera intentado hacerme más independiente, con estímulos y reprimendas, con burlas
e ironía. Si, eso lo sé yo; nada hay más molesto para el hombre que seguir el camino
que le conduce a sí mismo.
Sin embargo, no pude evitar que medio año más tarde, en un paseo con mi padre,
surgiera la pregunta de por qué algunas gentes opinaban que Caín era mejor que Abel.
Se quedó muy sorprendido y me explicó que era una interpretación bastante antigua que
databa de los primeros tiempos del cristianismo; se había enseñado en determinadas
sectas, entre ellas la llamada de los «cainitas». Naturalmente, esta disparatada teoría no
era más que un intento del demonio para destruir nuestra fe; porque si creemos en el
derecho de Caín y en la falta de derecho de Abel, entonces resulta que Dios se ha
equivocado y que el Dios de la Biblia no es el único verdadero sino un Dios falso. En
realidad, esto es lo que habían predicado los cainitas. Pero esta herejía había
desaparecido hacía mucho y le sorprendía que un compañero mío hubiera llegado a
saber algo de ella. De todos modos, me aconsejó seriamente que olvidara aquellos
pensamientos.
3. El mal ladrón
Se podrían contar cosas hermosas, delicadas y amables de mi infancia, de mi
seguridad junto a los padres, del amor filial y de la vida apacible, caprichosa en aquel
ambiente suave, cariñoso y diáfano. Pero sólo me interesan los pasos que di en la vida
para llegar a mí mismo. Todos los bellos momentos de reposo, los islotes de felicidad y
los paraísos cuyo encanto conocí quedan en la lejanía resplandeciente y no deseo volver
a pisarlos.
Por eso, al evocar mi juventud, hablaré sólo de lo nuevo que me salió al encuentro,
impulsándome adelante y desarraigándome.
Las acometidas vinieron una y otra vez del «otro mundo», y siempre trajeron consigo
miedo, violencia y remordimiento. Siempre fueron turbulentas y pusieron en peligro la
paz en que yo hubiera querido vivir constantemente.
Vinieron los años en los que volví a descubrir que en mi interior latía un instinto que
en el mundo permitido y diáfano había que disimular y ocultar. Como a todo ser
humano, también a mí me asaltó el lento despertar del sentimiento del sexo, como un
enemigo destructor, como la tentación, lo prohibido y el pecado. Lo que mi curiosidad
buscaba, lo que suscitaba sueños, placer y miedo -el gran misterio de la pubertad- no
encajaba en absoluto dentro de la felicidad mimada de mi paz infantil. Yo hice como
todos. Llevé la doble vida del niño que ya no es un niño. Mi conciencia habitaba en el
mundo familiar y permitido; mi conciencia negaba el nuevo mundo que surgía. Pero al
margen de aquél, yo vivía en sueños, instintos y deseos subconscientes sobre los que
construía puentes la conciencia, cada vez más atemorizada porque el mundo infantil se
desmoronaba. Como casi todos los padres, tampoco los míos colaboraron en el despertar
de los instintos vitales, de los que nunca se hablaba. Sólo colaboraban con un cuidado
infatigable en mis esfuerzos desesperados por negar la realidad y seguir viviendo en un
mundo infantil, que cada día era más irreal y más falso. No sé si los padres pueden
hacer mucho en estos casos, y no hago a los míos ningún reproche. Acabar con mi
problema y encontrar mi camino era sólo cosa mía; y yo no actué bien, como la mayoría
de los bien educados.
Todos los hombres pasan por estas dificultades. Para el hombre medio es éste el
punto en que las exigencias de su propia vida entran en colisión dramática con las
circunstancias, el punto en que tiene que luchar más duramente por alcanzar el camino
que conduce hacia adelante. Muchos viven tal morir y renacer, que es nuestro destino,
sólo en ese momento de su vida en que el mundo infantil se resquebraja y se derrumba
lentamente, cuando todo lo que amamos nos abandona y, de pronto, sentimos la
soledad y la frialdad mortal del universo que nos rodea. Muchos se estrellan para
siempre en este escollo y permanecen toda su vida apegados dolorosamente a un
pasado irrecuperable, al sueño del paraíso perdido, que es el peor y más nefasto de
todos los sueños.
Volvamos a nuestra historia. Las sensaciones y los sueños con que se me anunció el
fin de mi infancia no son tan importantes como para relatarlos. Lo importante fue el
«mundo oscuro»; el «otro mundo» había vuelto a aparecer. Lo que un día significó Franz
Kromer se hallaba ahora en mí mismo. Y con esto, y también desde fuera, consiguió el
«otro mundo» poder sobre mí.
Habían pasado ya varios años desde la historia con Kromer. Aquella época dramática
y culpable de mi vida parecía estar muy lejana y haberse disuelto en la nada como una
corta pesadilla. Franz Kromer hacía mucho tiempo que había desaparecido de mi vida, y
apenas si me fijaba en él cuando me lo encontraba alguna vez en la calle. Sin embargo,
la otra figura importante de mi tragedia, Max Demian, no llegó a desaparecer ya nunca
de mi horizonte. Durante mucho tiempo se mantuvo muy al margen, visible pero pasivo.
Lentamente fue acercándose, irradiando otra vez su fuerza y haciendo sentir su influjo.
Intento recordar lo que sabía de Demian en aquel tiempo. Puede ser que no hablara
con él ni una vez durante un año o más. Yo lo evitaba y él no me importunaba en
absoluto. Quizá me saludaba cuando alguna vez nos encontrábamos. Me parecía
entonces que en su amabilidad había un leve destello de sarcasmo o de irónico
reproche; pero probablemente eran imaginaciones mías. La aventura que yo había
vivido con él y el extraño ascendiente que había ejercido sobre mí parecían como
olvidados, tanto por su parte como por la mía.
Busco su imagen; y ahora que reflexiono sobre él recuerdo que permanecía siempre
allí y que yo me daba cuenta de ello. Lo veo ir al colegio, solo o entre algunos alumnos
mayores; y lo veo extraño, solitario y silencioso, caminando entre ellos como un astro,
rodeado de su atmósfera propia, viviendo según sus propias leyes. Nadie le quería.
Nadie tenía trato íntimo con él, excepto su madre; y tampoco ella parecía tratarle como
a un niño sino como a un adulto. Los profesores procuraban dejarle tranquilo. Era un
buen alumno, pero no intentaba gustar a nadie; y de vez en cuando oíamos algún rumor
sobre una respuesta, un comentario o una réplica que había dado a algún profesor, en
un tono difícilmente superable por su áspera provocación y su ironía.
Cierro los ojos y me parece ver su imagen. ¿Dónde fue? Sí, ahora vuelvo a recordar.
Fue en la calle, frente a nuestra casa. Le vi allí un día, con un bloc en la mano,
dibujando. Estaba copiando el viejo escudo con el pájaro tallado que campeaba sobre el
portal de nuestra casa. Yo me encontraba en la ventana, escondido detrás de la cortina
y le observaba. Con profundo asombro vi su rostro atento, distante y despejado, vuelto
hacia el escudo. Era el rostro de un investigador o de un artista, inteligente y lleno de
voluntad, extrañamente despejado y distante, con ojos llenos de experiencia.
De nuevo lo veo. Fue un poco más tarde, en la calle; estábamos a la salida del
colegio, agrupados en torno a un caballo caído. El caballo, aún enganchado a su carro,
yacía resoplando angustiada y lastimeramente por los ollares dilatados y sangrando de
una herida invisible, mientras el polvo blanco de la carretera se iba tiñendo lentamente
de oscuro. Cuando aparté los ojos de aquel espectáculo, con una sensación de malestar,
vi el rostro de Demian. No se había acercado; se mantenía en segundo término, con
aquel aire de siempre, tranquilo y elegante. Su mirada estaba fija en la cabeza del
caballo y tenía de nuevo una atención profunda y silenciosa, casi fanática pero
desapasionada. No pude apartar los ojos de él y sentí entonces, lejos, en el
subconsciente, algo muy especial.
Observé el rostro de Demian y descubrí no sólo que no tenía cara de niño, sino que su
rostro era el de un hombre; y aún más, me pareció ver o sentir que tampoco era la cara
de un hombre, sino algo distinto. Era como si en aquel rostro hubiera algo femenino.
Durante un instante no me pareció ni masculino, ni infantil, ni viejo, ni joven, sino
milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes a la que nosotros
vivimos. Los animales suelen tener esa expresión, o los árboles, o las estrellas. Yo no lo
sabía; aunque entonces no sentía exactamente lo que ahora puedo formular como
adulto, sí sentía algo parecido. Quizás era guapo, no sé si me gustaba o me repelía;
tampoco aquello estaba claro. Yo sólo veía una cosa. que era diferente a nosotros, como
un animal, como un espíritu, o como una pintura. No sé bien cómo era; pero si que era
distinto, inexplicablemente distinto a todos nosotros.
Los recuerdos no me dan más datos; y probablemente éstos estén determinados en
parte por impresiones posteriores.
Pasaron varios años antes de que mi relación con él volviera a ser más estrecha.
Demian no había recibido la confirmación en la Iglesia con los chicos de su curso, como
lo hubiera exigido la tradición del colegio, y esto dio lugar automáticamente a rumores.
Se empezó a decir que era judío, o más bien que era pagano; otros opinaban que tanto
él como su madre carecían de toda religión o que pertenecían a una fabulosa y peligrosa
secta. En relación con esto creo haber oído también que Demian vivía con su madre
como con una amante. Lo más probable es que Demian hasta entonces hubiera crecido
sin una determinada confesión y que aquello le hiciera temer dificultades en el futuro. En
todo caso, su madre decidió que fuera confirmado, dos años más tarde que sus compañeros;
y así sucedió que durante unos meses fue mi compañero en la clase preparatoria
para la confirmación.
Durante algún tiempo me mantuve alejado de él por completo; no quería tener nada
que ver con él. Lo encontraba rodeado de demasiadas habladurías y misterios, pero
sobre todo me molestaba la sensación de compromiso hacia él que tenía desde la
historia de Kromer. Y precisamente entonces estaba yo muy ocupado con mis propios
secretos. La clase preparatoria para la confirmación coincidió para mí con la aclaración
definitiva de los problemas sexuales; y, a pesar de mi buena voluntad, mi interés por la
enseñanza religiosa se veía muy mermado por este hecho. Los temas de que hablaba el
pastor quedaban muy lejos de mí, en un mundo irreal, tranquilo y venerable: quizás
eran muy bonitos e importantes, pero no eran nada actuales o interesantes; y aquellas
otras cosas que me preocupaban lo eran precisamente en grado máximo.
Esta situación hizo que creciera por un lado mi indiferencia hacia las clases y
aumentara por otro mi interés por Max Demian. Algo parecía unirnos. Me voy a esforzar
en seguir este hilo con la mayor exactitud. Que yo recuerde, la cosa empezó en una
clase, muy temprano por la mañana, cuando la luz del aula aún estaba encendida.
Nuestro profesor de religión hablaba de la historia de Caín y Abel. Yo no atendía, estaba
adormilado y apenas escuchaba. Entonces el cura empezó a hablar en voz alta e
insistente del estigma de Caín. En ese momento sentí una especie de contacto o
llamada; y, levantando los ojos, vi a Demian que se volvía hacia mí desde las primeras
filas de pupitres con una mirada penetrante y significativa, cuya expresión lo mismo
podía ser burlona que grave. Me miró sólo un instante; y, de pronto, me fijé con toda
atención en las palabras del párroco. Le oí hablar de Caín y del estigma sobre su frente,
y tuve en lo más profundo la conciencia de que las cosas no eran como él las decía, que
también se podían interpretar de otra manera y que era posible una crítica.
En este momento se estableció de nuevo contacto entre Demian y yo. Y es curioso:
apenas surgió en el alma aquella sensación de concordancia con él, se reflejó también,
como por arte de magia, en el espacio. No sé silo consiguió él o si fue pura casualidad;
yo entonces creía firmemente en las casualidades. A los pocos días, Demian había
cambiado de sitio y vino a sentarse delante de mí durante las clases de religión. (Aún
recuerdo con qué placer aspiraba yo, en el aire viciado de hospicio de aquella aula
repleta, el perfume fresco y suave de jabón que exhalaba su nuca.) Y unos días después
volvió a cambiar de lugar y se sentó junto a mí, y allí permaneció durante todo el
invierno y la primavera.
Las clases de la mañana se habían transformado por completo. Ya no eran
adormecedoras y aburridas. Me hacían ilusión. A veces escuchábamos los dos al pastor
con la mayor atención; y una mirada de mi vecino bastaba para que me fijara en una
historia curiosa, en una frase extraña, y otra mirada, muy especial, bastaba para
alertarme y despertar en mí la crítica y la duda. Pero muchas veces éramos malos
alumnos y no oíamos nada de la clase. Demian era siempre muy correcto con los
profesores y con los compañeros; nunca hacía tonterías de colegial, nunca se le oía reír
ruidosamente o charlar, nunca provocaba las reprimendas del profesor. Sin embargo, en
voz baja, y más por señas y miradas que por palabras, supo hacerme partícipe de sus
propios problemas. Estos eran en parte muy curiosos.
Me dijo, por ejemplo, qué compañeros le interesaban y de qué manera les estudiaba.
A algunos les conocía muy bien. Un día me dijo antes de clase:
-Cuando te haga una señal con el dedo, fulano o mengano se dará la vuelta para
mirarnos o se rascará la cabeza.
Durante la clase, cuando apenas me acordaba ya de aquello, Max me hizo una señal
muy ostensible con el dedo; miré rápidamente hacia el alumno señalado y le vi en efecto
hacer el gesto esperado, como movido por un resorte. Yo insistí en que Max hiciera el
experimento con el profesor, pero no quiso. Sin embargo, una vez llegué a clase y le
conté que no había estudiado la lección y que confiaba en que el pastor no me
preguntara. Entonces Demian me ayudó. El cura buscaba a un alumno para que le
recitara un trozo del catecismo, y su mirada vacilante se posó sobre la expresión
culpable de mi rostro. Se acercó lentamente y alargó un dedo hacia mí; ya tenía mi
nombre en los labios cuando de pronto se puso inquieto y distraído, empezó a dar
tirones de su alzacuello, se acercó a Demian, que le miraba fijamente a los ojos, pareció
que quería preguntarle algo, y finalmente se apartó bruscamente, tosió un rato y llamó a
otro alumno.
Poco a poco, en medio de aquellas bromas que tanto me divertían, me di cuenta de
que mi amigo, a menudo, también jugaba conmigo. A veces, yendo al colegio, presentía
de pronto que Demian me seguía y, al volverme, le encontraba efectivamente allí.
-¿Puedes conseguir, de verdad, que otro piense lo que tú quieres? -le pregunté.
Me respondió amablemente con la tranquilidad y objetividad de su madurez adulta:
-No -dijo-, eso no es posible. No tenemos una voluntad libre, aunque el párroco haga
como si así fuera. Ni el otro puede pensar lo que quiere, ni yo puedo obligarle a pensar
lo que quiero. Lo único que puede hacerse es observar atentamente a una persona;
generalmente se puede decir luego con exactitud lo que piensa o siente y, por
consiguiente, también se puede predecir lo que va a hacer inmediatamente después. Es
muy sencillo; lo que ocurre es que la gente no lo sabe. Naturalmente se necesita
entrenamiento. Entre las mariposas hay, por ejemplo, cierta especie nocturna en la que
las hembras son menos numerosas que los machos. Las mariposas se reproducen como
los demás animales: el macho fecunda a la hembra, que pone luego los huevos; si
capturas una hembra de esta especie -y esto ha sido comprobado por los científicos- los
machos acuden por la noche, haciendo un recorrido de varias horas de vuelo. Varias
horas, ¡imagínate! Desde muchos kilómetros de distancia los machos notan la presencia
de la única hembra de todo el contorno. Se ha intentado explicar el fenómeno, pero es
imposible. Debe de tratarse de un sentido del olfato o algo parecido, como en los buenos
perros de caza, que saben encontrar y perseguir un rastro casi imperceptible.
¿Comprendes? Ya ves, la naturaleza está llena de estas cosas, y nadie puede explicarlas.
Y yo digo entonces: si entre estas mariposas las hembras fueran tan numerosas como
los machos, éstos no tendrían el olfato tan fino. Lo tienen únicamente porque lo han
entrenado. Si un animal o un ser humano concentra toda su atención y su voluntad en
una cosa determinada, la consigue. Ese es todo el misterio. Y lo mismo ocurre con lo que
tú dices. Observa bien a un hombre y sabrás de él más que él mismo.
Estuve a punto de pronunciar las palabras «adivinación de pensamiento» y recordarle
con ellas la historia de Kromer, que quedaba tan lejana. Pero con respecto a ese asunto
sucedía algo muy raro entre nosotros: ni él ni yo hacíamos nunca la más mínima alusión
a que hacía unos años él había intervenido de una manera tan decisiva en mi vida. Era
como si nunca hubiera habido nada entre nosotros o como si cada uno contara con que
el otro hubiera olvidado lo pasado. Sucedió incluso que nos encontramos una o dos
veces con Franz Kromer yendo por la calle pero no intercambiamos ni una mirada ni
pronunciamos palabra alguna sobre él.
-¿Cómo explicas lo de la voluntad? -pregunté-. Dices que no tenemos libre albedrío,
pero también aseguras que uno no tiene más que concentrar su voluntad sobre un
objetivo para conseguirlo. Ahí hay una contradicción. Si no soy dueño y señor de mi
voluntad, tampoco puedo concentraría libremente sobre esto o aquello.
Me dio unas palmadas en el hombro. Siempre lo hacía cuando alguna ocurrencia mía
le gustaba.
-Así me gusta, que me preguntes -exclamó riendo-. Siempre hay que preguntar, que
dudar. Verás, es muy sencillo. Si una de esas mariposas, por ejemplo, quisiera
concentrar su voluntad sobre una estrella, o algo por el estilo, no podría hacerlo. Así, ni
lo intenta siquiera. Elige como objetivo sólo lo que tiene sentido y valor para ella, algo
que necesita, algo que le es imprescindible. Por eso logra lo increíble; desarrolla un
fantástico sexto sentido, que ningún animal excepto ella posee. Nosotros tenemos un
radio de acción más amplio y más intereses que un animal. Pero también estamos
limitados a un círculo relativamente estrecho y no podemos salir de él. Yo puedo
fantasear sobre esto o aquello, imaginarme algo -por ejemplo, que me es indispensable
ir al Polo Norte, o algo por el estilo- pero sólo puedo llevarlo a cabo y desearlo con
suficiente fuerza si el deseo está completamente enraizado en mí, si todo mi ser está
penetrado de él. En el momento en que esto sucede e intentas algo que se te impone
desde dentro, la cosa marcha; entonces puedes enganchar tu voluntad al carro, como si
fuera un buen caballo de tiro. Si yo, por ejemplo, me propusiera conseguir que nuestro
pastor no volviera a llevar gafas, no lo lograría. Sería un puro juego. Pero cuando me
propuse en el otoño que me cambiara de pupitre, lo logré fácilmente. De pronto apareció
un chico que me precedía en la lista alfabética y que había estado enfermo hasta
entonces; como alguien tenía que cederle el sitio, fui yo quien lo hizo porque mi
voluntad estaba decidida a aprovechar inmediatamente la ocasión.
-Sí -dije-, a mí también me produjo una sensación muy extraña aquello. Desde el
momento en que empezamos a interesarnos el uno por el otro te fuiste acercando a mí
cada vez más. Pero, ¿cómo sucedió? Al principio no conseguiste sentarte a mi lado;
durante algún tiempo ocupaste el banco delante del mío. ¿Cómo sucedió aquello?
-De la manera siguiente: yo mismo no sabía con exactitud a dónde quería
trasladarme. Sabía únicamente que quería estar sentado más atrás. Me lo dictaba mi
deseo de acercarme a ti pero no lo sabía conscientemente. Al mismo tiempo, tu voluntad
también actuaba tirando de mí, ayudándome. Hasta que no estuve sentado delante de ti
no me di cuenta de que mi deseo estaba realizado solamente en parte; me di cuenta de
que lo que deseaba era estar junto a ti.
-Pero entonces no entró ningún alumno nuevo en nuestra clase.
-No, pero yo hice simplemente lo que me apetecía y me sente por las buenas a tu
lado. El chico con el que cambié de Sitio sólo se extrañó y me dejó hacer. El cura notó
una vez que allí se había producido un cambio; en general cada vez que tiene que
dirigirse a mí, algo le inquieta oscuramente: sabe muy bien que me llamo Demian y que
yo, con un apellido empezando con la letra D, no debo estar detrás, entre la 5. Pero eso
no llega a su conciencia porque mi voluntad se lo impide y porque yo le pongo
obstáculos. El buen hombre se da cuenta de que hay algo que no funciona, me mira y
empieza a devanarse los sesos. Pero tengo un remedio muy sencillo. Siempre le miro
fijamente a los ojos. La mayoría de la gente no lo resiste. Todos se ponen muy
inquietos. Cuando quieras conseguir algo de alguien, le miras inesperadamente a los
ojos con firmeza; si ves que no se intranquiliza, puedes renunciar a tu deseo:
no vas a conseguir nada de él. Yo no conozco más que una persona con la que me
falle el sistema.
-¿Quién? -pregunté rápidamente.
Me miró con los ojos levemente guiñados, como cuando pensaba intensamente.
Luego los apartó y no dio ninguna respuesta. A pesar de la curiosidad tan fuerte que
sentía, no pude repetir la pregunta.
Creo, sin embargo, que se refería a su madre. Parecía vivir con ella en una confianza
total. Sin embargo, nunca me hablaba de ella, ni me llevaba a su casa. Yo apenas la
conocía.
En aquella época intenté algunas veces imitarle y concentrar mi voluntad sobre un
deseo con toda intensidad para conseguirlo. Eran deseos que me parecían bastante
apremiantes. Pero no lograba nada. Nunca me atreví a hablar de ello con Demian. Lo
que yo deseaba no hubiera podido confesárselo; y él tampoco preguntaba.
Mi fe religiosa había sufrido entretanto bastante deterioro; sin embargo, mis
pensamientos, influenciados por Demian, se diferenciaban de aquellos de mis
compañeros que habían llegado al escepticismo total. Había unos cuantos que
ocasionalmente dejaban caer frases sobre lo ridículo e indigno que era creer aún en Dios
y en historietas tales como la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción, y que
opinaban que era una vergüenza seguir contando todavía semejantes patrañas. Yo no
pensaba así en absoluto. Aun en los casos de duda, conocía a través de las experiencias
de mi niñez la realidad de una vida piadosa como la que llevaban mis padres, y sabía
que no era indigna ni falsa. Es más: seguía sintiendo el mayor respeto por lo religioso.
Pero Demian me había acostumbrado a considerar e interpretar los relatos y dogmas
religiosos con más libertad y personalidad, con más fantasía; por lo menos yo seguía
siempre con agrado las interpretaciones que él me proponía, aunque muchas me
parecieran demasiado extremistas, como la historia de Caín. Una vez, sin embargo, llegó
a asustarme durante la clase de religión con una teoría aún más atrevida. El profesor
había hablado del Gólgota. El relato bíblico de la Pasión y Muerte del Salvador me había
impresionado mucho ya desde niño; cuando mi padre nos leía en Viernes Santo la
historia de la Pasión, yo vivía profundamente emocionado en ese mundo dolorosamente
hermoso de Getsemani y del Gólgota, pálido y fantasmal pero tremendamente vivo.
Cuando escuchaba La Pasión según San Mateo, de Bach, el sombrío y poderoso fulgor
del dolor que irradiaba aquel mundo misterioso me inundaba con estremecimientos
místicos. Aun hoy esta música y el Actus tragicus son para mí la quintaesencia de la
poesía y la expresión artística.
Al final de aquella clase, Demian me dijo muy pensativo:
-Hay algo, Sinclair, que no me gusta. Vuelve a leer la historia y analízala bien; verás
que tiene un sabor falso. Me refiero a los dos ladrones. ¡Es grandioso el cuadro de las
tres cruces erguidas allá, sobre la colina! ¿Para qué nos vienen con la historia
sentimental del buen ladrón? Primero fue un criminal y cometió Dios sabe cuántos
delitos; después se desmorona y celebra verdaderos festines de arrepentimiento y
contrición. ¿Me puedes decir qué sentido tiene ese arrepentimiento a dos pasos de la
tumba? No es más que la típica historia de curas, dulzona, falsa y sentimentalona con
fondo muy edificante. Si hoy tuvieras que escoger de entre los dos hombres a uno como
amigo, o tuvieras que decidirte por uno para darle tu confianza, seguro que no elegirías
a ese converso llorón. No, elegirías al otro, que es todo un hombre y tiene carácter; le
importa tres pitos la conversión, que, dada su situación, no puede ser más que
palabrería, y sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último momento
cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Es un carácter; y los
hombres con carácter quedan siempre malparados en la Biblia. Quizá fuera un
descendiente de Caín; ¿tú que crees?
Me quedé consternado. Había creído estar totalmente familiarizado con la historia de
la Pasión y ahora descubría con qué poca personalidad, imaginación y fantasía la había
escuchado y leído. Sin embargo, el nuevo pensamiento de Demian me sonaba muy mal
y amenazaba conceptos cuya existencia me creía obligado a salvar. No, no se podía
jugar así con las cosas, incluso con las más sagradas. El, como siempre, notó
inmediatamente mi resistencia, antes de que yo dijera algo.
-Ya sé -dijo resignado-, es la eterna historia. ¡El caso es no ser consecuente! Pero te
voy a decir una cosa: éste es uno de los puntos en los que aparecen con toda claridad
los fallos de nuestra religión. El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento es, en efecto, una
figura extraordinaria; pero no es lo que debe representar. Él es lo bueno, lo noble, lo
paternal, lo hermoso, y, también, lo elevado y lo sentimental. ¡De acuerdo! Sin
embargo, el mundo se compone de otras cosas; y éstas se adjudican simplemente al
diablo, escamoteando y silenciando toda una mitad del mundo. Se venera a Dios como
padre de la vida, negando al mismo tiempo la vida sexual, sobre la que se basa la vida
misma, declarándola diabólica y pecaminosa. No tengo nada en contra de que se venere
al Dios Jehová. ¡En absoluto! Pero opino que deberíamos santificar y venerar al mundo
en su totalidad, no sólo a esa mitad oficial, separada artificialmente. Por lo tanto,
deberíamos tener un culto al demonio junto al culto divino. Sería lo justo. O si no, habría
que crear un dios que integrara en sí al diablo y ante el que no tuviéramos que cerrar los
ojos cuando suceden las cosas más naturales de la vida.
Demian -en contra de su costumbre- se había acalorado; mas en seguida volvió a
sonreír y dejó de acosarme.
Sus palabras dieron en el misterio de mis años infantiles, misterio que sentía en
cada momento y del que no había dicho ni una palabra a nadie. Lo que dijo Demian
sobre Dios y el demonio, sobre el mundo oficial y divino frente al mundo demoníaco
silenciado, correspondía a mi propio pensamiento, a mi mito, a mi idea de los dos
mundos o mitades, la clara y la oscura. El descubrimiento de que mi problema era el de
todos los seres humanos, un problema de toda vida y todo pensamiento, se cernió de
pronto sobre mí como una sombra divina y me llenó de temor y respeto al ver y sentir
que mi vida y mis pensamientos más íntimos y personales participaban de la eterna
corriente del pensamiento humano. El descubrimiento no fue alegre, aunque sí alentador
y reconfortante. Era duro y áspero, porque encerraba en sí responsabilidad, soledad y
despedida definitiva de la infancia.
Revelando por primera vez en mi vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los
conceptos, tan arraigados desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en
seguida de que, en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su
estilo aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome
fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a sorprender en
su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella inconcebible antigüedad.
-Ya hablaremos otro día -dijo con cuidado-. Veo que piensas más de lo que puedes
expresar. Claro que si es así te darás cuenta también de que nunca has vivido
completamente lo que piensas; y eso no es bueno. Sólo el pensamiento vivido tiene
valor. Hasta ahora has sabido que tu «mundo permitido» sólo era la mitad del mundo y
has intentado escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no
lo conseguirás! No lo consigue nadie que haya empezado a pensar.
Sus palabras me llegaron al alma.
-Pero -exclamé casi gritando- hay cosas verdaderamente feas y prohibidas; ¡no
puedes negarlo! Están prohibidas y tenemos que renunciar a ellas. Yo sé que existen el
crimen y los vicios; pero porque existan no voy yo a convertirme en un criminal.
-Hoy no agotaremos el tema -me tranquilizó Max-. Desde luego, no vas a asesinar o
violar muchachas, no. Pero aún no has llegado al punto en que se ve con claridad lo que
significa en el fondo «permitido» y «prohibido». Has descubierto sólo una parte de la
verdad. Ya vendrá el resto, no te preocupes. Por ejemplo: desde hace un año sientes en
ti un instinto, que pasa por «prohibido», más fuerte que todos los demás. Los griegos y
muchos otros pueblos, en cambio, han divinizado este instinto y lo han venerado en
grandes fiestas. Lo «prohibido» no es algo eterno; puede variar. También hoy cualquiera
puede acostarse con una mujer si antes ha ido al sacerdote y se ha casado con ella. En
otros pueblos es de otra manera. Por eso cada uno tiene que descubrir por sí mismo lo
que le está prohibido. Se puede ser un gran canalla y no hacer jamás algo prohibido. Y
viceversa. Probablemente es una cuestión de comodidad. El que es demasiado cómodo
para pensar por su cuenta y erigirse en su propio juez, se somete a las prohibiciones, tal
como las encuentra. Eso es muy fácil. Pero otros sienten en sí su propia ley; a esos les
están prohibidas cosas que los hombres de honor hacen diariamente y les están
permitidas otras que normalmente están mal vistas. Cada cual tiene que responder de sí
mismo.
De pronto, como si se arrepintiera de haber hablado tanto, enmudeció. Ya entonces
intuía yo de forma aproximada lo que Demian sentía cuando actuaba así; pues aunque
solía exponer sus ideas de una manera muy agradable y aparentemente ligera,
detestaba «hablar por hablar», como me dijo un día. Notaba en mí que, junto al
auténtico interés, había demasiado juego, demasiado placer en el parloteo intelectual;
en una palabra, falta de absoluta seriedad
Al volver a leer las últimas palabras que he escrito: «absoluta seriedad», recuerdo
otra escena que viví con Max Demian en aquellos tiempos aún semiinfantiles y que me
impresionó vivamente.
Se acercaba la fecha de nuestra confirmación. Las últimas clases de religión trataban
de la comunión. El pastor dio mucha importancia al tema, cuidó mucho sus explicaciones
y consiguió que en estas últimas clases hubiera un cierto ambiente de unción religiosa.
Sin embargo, precisamente entonces mis pensamientos se concentraban en otra cosa:
en la persona de mi amigo. Esperando la confirmación, que se nos explicaba como
solemne acogida en la comunidad de la Iglesia, yo pensaba constantemente que el valor
de aquel medio año de enseñanza religiosa no estaba en lo que había aprendido sino en
la proximidad e influencia de Demian. No me preparaba a ser recibido en la Iglesia, sino
en algo muy distinto: en una orden del pensamiento y de la personalidad que tenía que
existir sobre la tierra y cuyo enviado o emisario consideraba yo a mi amigo.
Intenté rechazar aquella idea porque sería vivir, a pesar de todo, la ceremonia de la
confirmación con cierta dignidad, que me parecía poco compatible con mis nuevos
pensamientos. Pero fue en vano: el pensamiento estaba ahí y lentamente se fue uniendo
al de la cercana ceremonia religiosa. Estaba dispuesto a celebrarla de manera distinta a
los demás. Para mí iba a significar la entrada en un mundo ideológico que me había sido
revelado por Demian.
En aquellos días volví a discutir vivamente con él; fue antes de una clase de religión.
Mi amigo estaba distante y no se animaba ante mis palabras, que seguramente eran
muy sabihondas y pretenciosas.
-Hablamos demasiado. -dijo con desacostumbrada seriedad-. Las palabras ingeniosas
carecen totalmente de valor. Sólo le alejan a uno de sí mismo. Y alejarse de uno mismo
es pecado. Hay que saber recogerse en sí mismo por completo, como las tortugas.
Poco después entramos en clase. Comenzó la lección y yo me esforcé en atender.
Demian no intentó distraerme. Al cabo de un rato empecé a sentir a mi lado, donde
estaba él sentado, algo extraño: un vacío, un frío o algo parecido, como si el lugar que
ocupaba se hubiera quedado desierto. Cuando aquella sensación empezó a hacérseme
insoportable, volví la cabeza.
Vi a mi amigo sentado muy derecho y correcto, como siempre. Sin embargo, tenía un
aspecto totalmente diferente al acostumbrado; algo que yo desconocía irradiaba de él y
le rodeaba. Creí que tenía cerrados los ojos, pero luego vi que los mantenía abiertos;
estaban fijos, no miraban, no veían. Estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota
lejanía. Demian estaba completamente inmóvil y parecía que no respiraba; su boca
parecía como esculpida en madera o mármol, su rostro pálido, de una palidez uniforme,
era como de piedra, y sólo su pelo castaño tenía vida. Sus manos descansaban delante
de él, sobre el pupitre, inertes y quietas como objetos, como piedras o frutas, pálidas e
inmóviles; pero no blandamente, sino como firme y segura protección de una intensa y
oculta vida.
Aquel espectáculo me hizo temblar. «¡Está muerto!», pensé y estuve a punto de
gritar. Pero sabía que no lo estaba. Fascinado, no podía apartar los ojos de su rostro, de
aquella pálida y pétrea máscara, sintiendo que aquel era el verdadero Demian. Lo que
solía aparentar cuando iba y hablaba conmigo no era más que una parte de Demian,
aquel que durante un rato representaba un papel, plegándose y amoldándose para dar
gusto. Pero el verdadero Demian tenía este aspecto pétreo, ancestral, animal, bello y
frío, muerto y al mismo tiempo rebosante de una vida fabulosa. ¡Y en torno suyo el vacío
silencioso, el éter, los espacios siderales, la muerte solitaria!
«Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo», pensé estremecido. Nunca me había
sentido tan solo. Yo no participaba de él; estaba fuera de mi alcance, más lejos que si se
encontrara en la isla más lejana del mundo.
No podía comprender cómo nadie, excepto yo, se daba cuenta. ¡Todos tenían que
verle, todos tenían que estremecerse! Pero nadie se fijó en Demian. Seguía erguido
como una estatua, rígido como un ídolo -según me pareció entonces-, mientras una
mosca se posaba sobre su frente y recorría lentamente su nariz y sus labios, sin que él
reaccionara con el más leve gesto.
¿Dónde se encontraba en esos instantes? ¿Qué pensaba, qué sentía? ¿Se hallaba en
un paraíso o en un infierno?
No me fue posible preguntárselo. Cuando al final de la clase le volví a ver vivir y
respirar, nuestras miradas se cruzaron y constaté que era el de antes. ¿De dónde venía?
¿Dónde había estado? Parecía cansado. Su rostro tenía otra vez color, sus manos se
movían; su pelo castaño, sin embargo, parecía ahora sin brillo y como cansado.
En los días que siguieron intenté varias veces en mi dormitorio un nuevo ejercicio: me
sentaba muy derecho en una silla, inmovilizaba los ojos, me quedaba completamente
quieto y esperaba a ver cuánto tiempo podía aguantar y qué sensaciones tenía. Pero
sólo conseguí cansarme y que 105 párpados me escocieran fuertemente.
Poco después fue la confirmación, de la que no me ha quedado ningún recuerdo
importante.
Después, todo cambió. La niñez fue derrumbándose a mi alrededor. Mis padres
empezaron a mirarme un poco desconcertados. Mis hermanas me resultaban muy
extrañas. Un vago desengaño deformaba y desteñía los sentimientos y las alegrías a que
estaba acostumbrado. El jardín ya no tenía perfume, el bosque no me atraía; el mundo a
mi alrededor parecía un saldo de cosas viejas, gris y sin atractivo; los libros eran papel y
la música ruido. Así van cayendo las hojas de un árbol otoñal, sin que él lo sienta; la
lluvia, el sol o el frío resbalan por su tronco, mientras la vida se retira lentamente a lo
más íntimo y lo más recóndito. El árbol no muere, espera.
Se había decidido que después de las vacaciones iría a otro colegio, por vez primera,
lejos de casa. A veces, mi madre se acercaba a mí con especial ternura, despidiéndose
ya por adelantado y esforzándose en llenar mi corazón de amor, nostalgia y recuerdo.
Demian estaba de viaje. Yo estaba solo.
4. Beatrice
Al terminar las vacaciones, salí para St sin haber vuelto a ver a mi amigo. Mis padres
me acompañaron, dejándome, con toda clase de cuidados, en una pensión internado
para colegiales regida por un profesor del Instituto. Se hubieran quedado helados de
espanto si hubieran sabido a qué cosas me exponían.
El problema seguía siendo si, con el tiempo, podría yo llegar a ser un buen hijo y un
ciudadano útil o si mi naturaleza me empujaría por otros caminos. Mi último intento de
ser feliz a la sombra del hogar y dentro del espíritu paterno había durado mucho; a
veces lo había conseguido, pero al final fracasé por completo.
El extraño vacío y la soledad que por primera vez sentí durante las vacaciones
después de la Confirmación -luego se me haría muy familiar este vacío, este aire
enrarecido- no desaparecieron tan deprisa. La despedida del hogar no me costó gran
esfuerzo; casi me avergoncé de no estar más triste. Mis hermanas lloraban sin motivo;
yo no podía. Estaba asombrado de mí mismo. Siempre había sido, en el fondo, un niño
sentimental y bueno. Ahora estaba completamente transformado. El mundo exterior me
era completamente indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mí
mismo y los torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Había crecido
mucho en el último medio año y me asomaba al mundo como un muchacho largirucho,
delgado e inmaduro. La gracia del niño había desaparecido del todo; yo mismo sentía
que así no se me podía querer, y tampoco yo me quería nada a mí mismo. Muchas veces
echaba de menos a Max Demian; pero no pocas también le odiaba y le reprochaba el
empobrecimiento de mi vida, que soportaba como una fea enfermedad.
En el internado al principio no me querían ni estimaban. Primero me tomaron el pelo,
después se apartaron de mí, considerándome un cobarde y un solitario antipático. Me
volqué en mi papel, exagerándolo, y me encastillé en una soledad rencorosa que hacia
fuera tenía todas las apariencias de un desprecio muy viril del mundo mientras en el
fondo sucumbía a devoradores ataques de melancolía y desesperación. En las clases
pude ir tirando con los conocimientos acumulados en casa; mi curso estaba un poco
retrasado en comparación conmigo y me acostumbré a tratar a mis compañeros con
cierto desprecio, como si fueran niños.
Las cosas siguieron así un año y más; tampoco las primeras vacaciones en casa
trajeron nada nuevo; volví a marcharme contento al colegio.
Era a principios de noviembre. Yo había cogido la costumbre de dar cortos y
pensativos paseos, hiciese el tiempo que hiciese, en los que solía disfrutar de una
especie de placer, lleno de melancolía, de desprecio al mundo y a mí mismo. Una tarde
húmeda y nebulosa divagaba yo por los alrededores de la ciudad. Fi ancho paseo del
parque, completamente desierto, invitaba a pasear por él; el camino estaba cubierto de
hojas caídas, en las que yo hundía los pies con oscura voluptuosidad. Olía a humedad
amarga, y los árboles lejanos surgían de la niebla, fantasmagóricos, grandes y sombríos.
Al final del paseo me paré indeciso, con los ojos clavados en la hojarasca negra,
respirando con ansia el aroma mojado de descomposición y muerte, al que algo en mí
respondía y saludaba. Oh, qué insípida me resultaba la vida!
De uno de los caminos laterales salió alguien con capa flotante; yo quería seguir
andando, pero el recién llegado me llamó.
-¡Eh! ¡Sinclair!
Se acercó. Era Alfons Beck, el mayor del internado. A mí me resultaba simpático y no
tenía nada contra él, excepto que siempre me trataba, como a todos los más pequeños,
de una manera irónica y paternal. Todos le considerábamos como el más fuerte; decían
que tenía dominado al director del internado y era el héroe de muchas leyendas
escolares.
-¿Qué haces tú por aquí? -me gritó jovialmente, en el tono que adoptaban los
mayores cuando se dignaban hablar con nosotros-. ¡Apuesto a que estás haciendo
versos!
-Ni pensarlo -negué bruscamente.
Beck soltó una carcajada y echó a andar junto a mí, charlando como yo no estaba ya
acostumbrado a hacerlo.
-No creas que no lo comprendo, Sinclair. Tiene un no sé qué caminar así en la niebla
al atardecer, con pensamientos otoñales. Comprendo que se caiga en la tentación de
hacer versos. Sobre la naturaleza que muere y sobre la juventud perdida que se le
parece. Como Heinrich Heine.
-No soy tan sentimental -me defendí.
-Bueno, bueno ¡déjalo! Pero con un tiempo así creo que es mejor buscar un lugar
recogido donde se pueda tomar un vasito de vino o algo por el estilo. ¿Te vienes
conmigo un rato? Precisamente estoy completamente solo. O ¿quizá no te apetece? No
quiero pervertirte amigo, a lo mejor eres un niño modelo.
Poco después nos encontrábamos en un tabernucho de las afueras de la ciudad,
bebiendo un vino dudoso y entrechocando los vasos de vidrio grueso. Al principio aquello
no me gustaba demasiado, pero al menos era algo nuevo. Al poco rato, bajo el efecto
del vino, me volví muy locuaz. Era como si en mi interior se hubiese abierto una ventana
y el mundo entrara resplandeciente. Cuánto tiempo hacía que mi alma no se desahogaba
hablando! Me puse a fantasear y de pronto saqué a relucir la historia de Caín y Abel.
Beck me escuchaba complacido. ¡Por fin alguien a quien yo daba algo! Me golpeaba
en el hombro y me llamaba «chico del demonio»; y a mí se me hinchaba el corazón del
placer de dejar correr generosamente todos los deseos acumulados de hablar y comunicarme,
de ser reconocido por alguien y de valer algo a los ojos de uno mayor que yo.
Cuando me dijo que era un «pillastre genial», sus palabras me inundaron el alma como
un vino dulce y embriagador. El mundo ardía con nuevos colores, los pensamientos me
venían de cien mil fuentes audaces, sentía llamear en mí el fuego y el ingenio. Hablamos
de los profesores y de los compañeros y a mime dio la impresión de que nos
entendíamos estupendamente. Hablamos sobre los griegos y los paganos. Beck quería a
toda costa que le hiciera confidencias sobre aventuras amorosas. Pero en ese terreno yo
no podía seguir la conversación; no había vivido nada y nada podía contar. Y lo que
había sentido, construido y fantaseado en mi cabeza, lo llevaba ardiendo en el alma y no
se hubiera disuelto o hecho comunicable sólo con el vino. Beck sabía mucho más de las
chicas que yo, y escuché con la cara encendida sus cuentos. Me enteré de cosas
increíbles; cosas que nunca hubiera creído posibles se hacían reales y parecían
normales. Alfons Beck, con sus dieciocho años, tenía ya alguna experiencia. Entre otras,
que la relación con las chicas jóvenes tenía sus pegas; no querían más que carantoñas y
galanterías, y eso estaba bien pero no era lo verdadero. De las mujeres se podía esperar
mucho más. Las mujeres eran más razonables. Por ejemplo, la señora Jaggelt, la de la
tienda de cuadernos y lapiceros; con ésa se podía uno entender; y las cosas que habían
sucedido detrás del mostrador no eran para contarlas.
Yo estaba fascinado y aturdido. Yo, desde luego, no hubiera podido enamorarme de la
señora Jaggelt precisamente; pero, a fin de cuentas la historia era increíble. Parecía que
había posibilidades -por lo menos para los mayores- que yo nunca hubiera imaginado.
Sin embargo, también había algo falso en todo aquello; me sabía a menos y a más
vulgar de lo que, según mi opinión, debía ser el amor; pero era la realidad, era la vida y
la aventura. Ami lado tenía a uno que lo había vivido y a quien parecía natural.
Nuestra conversación había bajado de nivel, había perdido algo. Yo no era ya el niño
genial; ahora sólo era un chico escuchando a un hombre. Pero aun así, comparado con
lo que había sido mi vida desde hacía meses y meses, resultaba maravilloso y
paradisíaco.
Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo, desde
estar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibido
terminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación.
Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo los
faroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera vez en mi
vida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta esto tenía algo,
un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el espíritu. Beck se portó
muy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba por novato. Me llevó casi en
brazos hasta el internado, donde consiguió que entráramos, sin ser descubiertos, por
una ventana abierta.
Al despertar de la borrachera, tras un breve y mortal sueño, me sobrevino una
desesperada tristeza. Me erguí en la cama, aún con la camisa del día anterior -mi ropa y
mis zapatos andaban tirados por el suelo y olían a tabaco y a vomitona-, entre dolores
de cabeza, vértigo y una sed abrasadora; en mi alma surgió una imagen con la que
hacia tiempo que no me enfrentaba. Vi mi ciudad natal y la casa de mis padres, a mi
padre y a mi madre, a mis hermanas, el jardín; mi dormitorio tranquilo y acogedor, el
colegio y la Plaza Mayor; vi a Demian, las clases de religión. Y todo era diáfano y estaba
como bañado en luz; todo era maravilloso, divino y puro; y todo -en ese momento me
daba cuenta- me había pertenecido hasta hacía unas horas, me había estado esperando,
y ahora, sólo ahora, en este momento, había desaparecido: ya no me pertenecía, me
excluía, me miraba con asco. Todo el amor y el cariño que me habían dado mis padres,
remontándome hasta los más lejanos y dorados paraísos de la infancia, cada beso de mi
madre, cada Navidad, cada mañana de domingo, clara y piadosa, cada flor del jardín...
todo estaba destrozado. ¡Yo había pisoteado todo con mis pies! Si ahora hubieran
aparecido unos esbirros y me hubiesen agarrado y conducido al patíbulo, por descastado
y sacrílego, habría estado de acuerdo, les hubiera seguido con gusto y me hubiera
parecido justo y bien.
Así era yo en el fondo. ¡Yo, que despreciaba a todo el mundo! ¡Yo, que sentía el
orgullo de la inteligencia y compartía los pensamientos de Demian! Así era yo: una
infame basura, borracho y sucio, asqueroso y grosero, una bestia salvaje dominada por
horribles instintos. Este era yo, el que venía de los jardines donde todo es pureza, luz y
suave delicadeza, el que había disfrutado con la música de Bach y los bellos poemas.
Aún me parecía escuchar con asco y con indignación mi propia risa, una risa borracha,
descontrolada, que brotaba estúpidamente a borbotones. Así era yo.
A pesar de todo, constituía casi un placer sufrir estos tormentos. Había vegetado
tanto tiempo, ciego e insensible, y mi corazón había callado tanto tiempo, empobrecido
y arrinconado, que esta autoacusación, este horror, todo este sufrimiento espantoso del
alma, eran un alivio. Eran al menos sentimientos, sentimientos ardientes en los que latía
un corazón. Desconcertado, sentí en medio de la miseria algo así como una liberación y
una nueva primavera.
Sin embargo, visto desde fuera, iba yo decididamente cuesta abajo. La primera
borrachera dejó pronto paso a otras nuevas. En nuestro colegio se iba mucho de juerga
a las tabernas, y yo era uno de los más jóvenes entre los asiduos. Pronto dejé de ser
considerado como un chiquillo al que se tolera y me convertí en un cabecilla, famoso y
atrevido cliente de las tabernas. Volvía a pertenecer por completo al mundo oscuro, al
demonio; y en ese mundo me consideraban un tipo sensacional.
A todo esto, yo me sentía muy mal. Vivía en una orgía autodestructiva y constante; y
mientras mis compañeros me consideraban un cabecilla y un jabato, un muchacho
valiente y juerguista, mi alma atemorizada aleteaba llena de angustia en lo más
profundo de mi ser. Recuerdo que al salir de una taberna un domingo por la mañana me
brotaron las lágrimas al ver a unos niños jugando en la calle, limpios y alegres, recién
peinados y vestidos de domingo. Y mientras yo me divertía y a menudo, en torno a una
mesa sucia en tabernas de baja estofa, asustaba a mis amigos con mi inaudito cinismo,
tenía en el fondo del corazón un gran respeto por todo aquello que ridiculizaba y en mi
interior me arrodillaba ante mi alma, ante mi pasado, ante mi madre, ante Dios.
Que yo nunca me compenetrara con mis compañeros, que permaneciera solitario
entre ellos, tenía su explicación. Yo era todo lo juerguista y todo lo cínico que los demás
brutos de nuestro grupo deseaban, y tenía ingenio y valentía en mis pensamientos y
palabras sobre los profesores, el colegio, los padres, la Iglesia. También aceptaba los
chistes obscenos y hasta me animaba a hacer alguno. Pero nunca acompañaba a mis
compinches cuando iban en busca de las chicas. Me encontraba solo y lleno de un
profundo deseo de amor, un deseo desesperado, en tanto que mis palabras eran las de
un libertino redomado. Nadie era en este punto tan vulnerable y tímido como yo. Y
cuando veía pasear a las muchachas jóvenes, arregladas y limpias, alegres y graciosas,
me parecían maravillosos sueños de pureza, demasiado buenos y puros para mí.
Durante una temporada tampoco pude entrar en la papelería de la señora Jaggelt
porque nada más mirarla me ponía colorado, recordando lo que Alfons Beck me había
contado de ella.
Cuanto más solitario y extraño me sentía en aquella compañía, más trabajo me
costaba separarme de ella. Verdaderamente no sé ya si el beber y fanfarronear me
gustaron alguna vez demasiado; nunca llegué a acostumbrarme a la bebida y siempre
sufrí sus penosas consecuencias. Era todo como una obligación. Yo hacía lo que creía
que debía hacer; de otra forma, no hubiera sabido qué hacer conmigo mismo. Tenía
miedo de los arrebatos, terriblemente intensos, de ternura y timidez a que tendía
constantemente. Tenía miedo de los suaves pensamientos amorosos que me asaltaban.
Lo que más echaba de menos era un amigo. Había uno o dos compañeros que me
resultaban simpáticos; pero como pertenecían al grupo de los buenos y mis vicios hacía
tiempo que no eran ningún secreto, me evitaban. Todos me consideraban un perdido
irremisible, bajo cuyos pies se tambaleaba ya el suelo. Los profesores conocían mis
trastadas; ya había sido castigado varias veces: mi expulsión definitiva del colegio era
algo que todos esperaban. Yo también lo sabía; además, hacía tiempo que no era un
buen alumno y que me limitaba a seguir mal que bien las clases, con la convicción de
que aquello no podía seguir así mucho tiempo.
Hay muchos caminos por los que Dios puede llevarnos a la soledad y a nosotros
mismos. Este fue el camino por el que me condujo entonces a mí. Fue como una
pesadilla. A través de basura y viscosidad, sobre vasos de cerveza rotos y en noches
enteras de cinismo, me veo a mí mismo, soñador hechizado, arrastrándome
desasosegado y atormentado por un camino sucio y feo. Hay sueños así en los que de
camino al castillo de la princesa encantada uno queda empantanado en barrizales y
callejas llenas de malos olores y basuras. Así me sucedió a mí. De esta manera tan poco
refinada, aprendí a estar solo y a levantar entre mi infancia y yo una puerta cerrada por
guardianes implacables y resplandecientes. Esto fue un principio, un despertar de la
nostalgia de mí mismo.
Aun me asusté cuando mi padre, alarmado por las cartas del director de la pensión,
apareció por primera vez en St. y se enfrentó inesperadamente conmigo. Cuando vino
por segunda vez, hacia fines del invierno, yo ya estaba endurecido e indiferente; le dejé
que me riñera, que me rogara y que me recordara a mi madre. Al final se irritó mucho y
dijo que si no cambiaba permitiría que me expulsaran del colegio ignominiosamente y
me metería en un correccional. ¡A mí qué me importaba! Cuando partió, me dio pena de
él; no había conseguido nada ni había encontrado un camino hasta mí; en algunos
momentos, llegué a pensar que le estaba muy bien empleado.
Me tenía sin cuidado lo que iba a ser de mí. A mi modo, extraño y poco agradable, me
encontraba en disensión con el mundo y lo expresaba metido en las tabernas y
fanfarroneando. Esa era mi manera de protestar, con la que yo mismo me destrozaba; a
veces me planteaba la cuestión en los siguientes términos: si el mundo no necesita
gente como yo, si no sabe darles otro papel mejor y no puede emplearles en empresas
superiores, entonces la gente como yo se irá a pique. Muy bien, que el mundo cargue
con eso.
Las vacaciones navideñas de aquel año fueron bastante tristes. Mi madre se asustó al
verme. Había crecido aún más y mi rostro delgado tenía un aspecto gris y demacrado,
con rasgos cansados y párpados enrojecidos. La primera sombra de bigote y las gafas
que llevaba desde hacía poco me hacían más extraño a sus ojos. Mis hermanas
retrocedieron entre risitas. Todo fue muy enojoso: enojosa y amarga la conversación
con mi padre en su despacho, enojoso saludar a los parientes, enojosa sobre todo la
Nochebuena. Aquél había sido siempre el gran día de nuestra casa, la noche de la fiesta
y el amor, de la gratitud, de la renovación de la alianza entre mis padres y yo. Esta vez
todo resultó agobiante y embarazoso. Como siempre, mi padre dio lectura al Evangelio
de los pastores «que cuidan sus rebaños en el campo»; como siempre, mis hermanas
contemplaron deslumbradas sus regalos. Pero la voz de mi padre tenía un tono
desgarrado y su rostro parecía envejecido y abrumado. Mi madre estaba triste y a mí
todo me resultaba desagradable y penoso: los regalos y las felicitaciones, el Evangelio y
el árbol de Navidad. Las pastas navideñas olían dulces y exhalaban nubes de recuerdos
más dulces aún. El árbol de Navidad despedía su perfume, hablando de cosas que ya no
existían. Yo deseaba intensamente que llegara el fin de la noche y de las fiestas.
Y así prosiguió todo el invierno. El claustro de profesores me acababa de amonestar
de nuevo y me amenazaba con la expulsión. Aquella situación no iba a durar mucho. Por
mí...
Sentía un especial rencor contra Max Demian. Durante todo este tiempo no le había
vuelto a ver. Al principio de mi estancia en St. le había escrito dos veces pero sin recibir
respuesta; por eso no fui a visitarle tampoco durante las vacaciones.
En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al
comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse
verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno
de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y
además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades
a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de
casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el
estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el
colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba,
todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía
constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera
encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba
vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en
seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No
sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya
una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivo.
Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y
tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que
todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.
De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah!
¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y
adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por
una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de
esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi
joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco
masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.
Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una
influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me
convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de
participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el
gusto por la lectura, por los largos paseos.
Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que
querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y
misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo,
aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.
No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba reconstruir
con sincero esfuerzo un «mundo luminoso» sobre las ruinas de un período de vida
desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo tenebroso y malo en
mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de rodillas ante unos dioses. Al
menos, el «mundo luminoso» de ahora era mi propia creación; ya no trataba de
refugiarme y cobijarme en las faldas de mi madre y en la seguridad irresponsable. Era
un nuevo espíritu de sumisión, creado y exigido por mí mismo, con responsabilidad y
disciplina. La sexualidad bajo la que sufría y de la que siempre iba huyendo, se vería
purificada en este fuego y convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada
oscuro ni feo; se acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante
imágenes obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar
levantaría yo mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me
consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba a las
fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi metano era el placer, sino la pureza; no
la felicidad, sino la belleza y el espíritu.
Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era
ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo. No sólo
renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que intenté cambiar en
todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el beber, el hablar y el
vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un principio me costaron gran
esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y dignamente, andaba muy derecho, con
paso lento y parsimonioso. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para
mí, era puro culto divino.
Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me
animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo
comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poseía, no se parecía del todo a
aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y una esperanza totalmente
nuevas reuní en mi cuarto -hacía poco que tenía uno propio- papel, colores y pinceles y
preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los finos colores de temple en sus pequeños
tubos me entusiasmaban. Había entre ellos un verde fogoso que aún me parece ver
resplandecer en el pequeño cuenco de porcelana blanca.
Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensayarme antes con otros
temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un árbol junto a una
ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del todo en aquel juego, feliz
como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé a pintar a Beatrice.
Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme el rostro
de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por fin renuncié a
ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi fantasía y las direcciones
que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro imaginario y no me disgustó.
Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensayos. Cada dibujo era más elocuente, se
aproximaba más al tipo deseado, aunque no a la realidad.
Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a llenar
superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un tanteo caprichoso
del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un rostro que me decía más que
los anteriores. No era el rostro de aquella muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa,
algo irreal pero no menos valioso. Parecía más una cabeza de muchacho que de
muchacha; el pelo no era rubio sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y
firme contrastaba con la boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco
rígido, con algo de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.
Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me parecía
una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio femenina, sin edad, a
la vez enérgica y soñadora, tan rígida como misteriosamente viva. Este rostro me decía
algo, me pertenecía, me exigía. Y además tenía un parecido con alguien, no sabía con
quién.
El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos, compartiendo mi
vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y pudiera burlarse de mí.
Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el retrato y conversaba con él.
Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared, frente a mi cabecera, y lo contemplaba
hasta dormirme; y por la mañana le dedicaba mi primera mirada.
Precisamente en aquel tiempo volví a soñar mucho, como cuando era pequeño. Me
parecía no haber soñado hacía años. Ahora volvían los sueños, una especie nueva de
imágenes entre las que aparecía frecuentemente el retrato pintado, viviendo y hablando,
amistoso u hostil, a veces deformado hasta la mueca y otras increíblemente bello,
armonioso y noble.
Y una mañana, al despertar de uno de aquellos sueños, de pronto le reconocí. Me
miraba con un gesto muy familiar, parecía llamarme por mi nombre, parecía conocerme
como una madre, parecía estar esperándome desde tiempos inmemoriales. Con el
corazón palpitante, contemplé la pintura, el pelo castaño y espeso, la boca blanda, casi
femenina, la frente firme, extrañamente clara -con aquel color se había secado la
pintura- y sentí cada vez más cerca el reconocimiento, el reencuentro, la certeza.
Salté de la cama, me planté delante del retrato y lo miré de cerca, directamente a los
ojos, dilatados, verdosos y fijos, uno de los cuales, el derecho, estaba más alto que el
otro. Y de pronto éste parpadeó, parpadeó leve pero perceptiblemente. En este
parpadeo reconocí al retratado... ¡Cómo pude haber tardado tanto! Era el rostro de
Demian.
Más tarde comparé muchas veces mi obra con los verdaderos rasgos de Demian, tal
como los recordaba. No eran los mismos, aunque si parecidos. A pesar de todo, era
Demian.
Un atardecer, al principio del verano, el sol entraba oblicuo y rojo por mi ventana,
que daba al oeste. Mi habitación iba quedando en la penumbra. Entonces se me ocurrió
sujetar el retrato de Beatrice, o de Demian, al marco de la ventana y observar cómo lo
atravesaba la luz del crepúsculo. El rostro desapareció, sin contornos; pero los ojos
enmarcados de rojo, la claridad de la frente y la boca intensamente roja ardían profunda
y violentamente sobre la superficie blanca. Permanecí sentado delante de él durante
largo rato, aún después de haberse apagado los colores. Y lentamente intuí que no se
trataba de Beatrice ni de Demian, sino de mí mismo. El retrato no se me parecía -yo
sentía que tampoco era necesario- pero representaba mi vida, era mi interior, mi destino
o mi demonio.
Así sería mi amigo si volvía a encontrar uno. Así sería mi amada si alguna vez tenía
una. Así seria mi vida y mi muerte; éste era el tono y el ritmo de mi destino.
Durante aquellos días empecé una lectura que me impresionó más hondamente que
todo lo que había leído hasta entonces. Tampoco más adelante he vivido tan
intensamente un libro, excepto quizá Nietzsche. Era un tomo de Novalis con cartas y
sentencias, muchas de las cuates no comprendía pero que me atraían y fascinaban
enormemente. Una de ellas me vino en aquel momento a la memoria y la escribí con la
pluma al pie del retrato:
«Destino y sentimiento son nombres de un solo concepto.» Ahora lo comprendía.
Aún volví a encontrar a menudo a la muchacha que yo llamaba Beatrice. Ya no sentía
ninguna emoción al verla pero sí una suave simpatía, una intuición: «Estás unida a mí,
pero no tú, sino tu retrato; eres una parte de mi destino.»
Nuevamente volví a sentir con fuerza la nostalgia de Max Demian. No sabía nada de
él desde hacía años. Le había visto una sola vez durante las vacaciones. Ahora me
apercibo de que he omitido este breve encuentro en mis anotaciones; y veo que lo he
hecho por vergüenza y amor propio. Tengo que repararlo. Una vez, en las vacaciones,
iba yo paseando por mi ciudad natal con la cara hastiada y siempre algo cansada de mi
época de juergas, balanceando mi bastón y mirando con descaro a los burgueses con
sus rostros de siempre, aburridos y despreciables, cuando me vino al encuentro mi
antiguo amigo. Me sobresalté al verle. Automáticamente tuve que pensar en Franz
Kromer. ¡Ojalá hubiera olvidado Demian aquella historia! Era muy desagradable estar en
deuda con él; aunque, en el fondo, había sido una estúpida historia de niños, al fin y al
cabo yo no dejaba de estar en deuda con él.
Pareció esperar a que yo le saludara; y cuando lo hice lo más tranquilo posible, me
tendió la mano. Otra vez su apretón de manos ¡firme, cálido y, sin embargo, distante y
viril!
Me miró atentamente a la cara y dijo:
-Has crecido, Sinclair.
Él me pareció el mismo, tan maduro y tan joven como siempre.
Se unió a mí y dimos un paseo. Hablamos de muchas cosas sin importancia; pero
nada sobre el pasado. Recordé que le había escrito varias veces, sin recibir contestación.
¡Ojalá hubiera olvidado también las estúpidas cartas! El no habló de ellas.
Entonces aún no existía Beatrice ni el retrato; me encontraba en mi época de
disipación. En las afueras de la ciudad le invité a entrar conmigo en una taberna. Me
acompañó. Yo encargué con mucha jactancia una botella de vino, llené los vasos, brindé
con él y me mostré muy familiarizado con las costumbres estudiantiles. El primer vaso lo
vacié de un tirón.
-¿Vas mucho a la taberna? -me preguntó.
-Pues si -contesté con desgana-; ¿qué va uno a hacer? En fin de cuentas, es lo más
divertido.
-¿Tú crees? Puede ser. Desde luego, la embriaguez, lo báquico, tienen su misterio.
Pero me parece que la mayoría de la gente que anda sentada en las tabernas no tiene
idea de eso. Me da la impresión que precisamente el meterse en las tabernas es algo
muy adocenado. ¡ Lo bueno sería pasar la noche entera con antorchas encendidas, en
una verdadera orgía desenfrenada! Pero eso de tomar un vasito tras otro no creo que
sea muy interesante, ¿no? ¿O acaso puedes imaginarte a Fausto sentado noche tras
noche en la taberna?
Yo bebí y le miré con hostilidad.
-Bueno, no todos somos Fausto -respondí secamente.
Me miró un poco sorprendido.
Luego se echó a reír con la frescura y la superioridad de siempre. ¡Bah! ¿Para qué
discutir? En todo caso, es probable que la vida de un borracho y libertino sea más
animada que la del ciudadano intachable; y además -he leído una vez- el libertinaje es la
mejor preparación para el misticismo. Siempre son hombres como San Agustín los que
se convierten en profetas. También él fue antes un disoluto y un hombre de mundo.
Yo sentía desconfianza y no quería dejarme dominar por él. Así contesté muy
indiferente:
-¡Sí, cada cual según su gusto! A mí, si quieres que te sea sincero, no me interesa ser
profeta o algo parecido.
Demian me lanzó una mirada inteligente con ojos ligeramente entornados.
-Querido Sinclair -dijo lentamente-, no tenía intención de molestarte. Además,
ninguno de los dos sabemos con qué fin vacías ahora tu vaso. Pero aquello que tienes en
tu interior, aquello que conforma tu vida, silo sabe; y es bueno tener conciencia de que
en nosotros hay algo que lo sabe todo, lo quiere todo y lo hace todo mejor que nosotros.
Pero, perdona, tengo que irme a casa.
Nos despedimos brevemente. Yo me quedé muy malhumorado, vacié aún la botella y,
al marcharme, me encontré con que Demian había pagado. Aquello me molestó aún
más.
Mis pensamientos se concentraron en este pequeño suceso; y Demian los ocupaba
todos. Las palabras que pronunció en aquella taberna de las afueras de la ciudad me
volvieron a la memoria, frescas e indelebles. «Y es bueno tener conciencia de que en
nosotros hay algo que lo sabe todo.»
¡Qué ganas tenía de ver a Demian! No sabía nada de él ni estaba a mi alcance. Sólo
sabía que probablemente estaría estudiando en la Universidad y que su madre había
abandonado nuestra ciudad al terminar él sus estudios en el colegio.
Evoqué todos mis recuerdos de Max Demian, remontándome hasta mi aventura con
Kromer. ¡Cuántas cosas, de las que había dicho entonces, volvieron a surgir! Y todas
tenían aún sentido, eran actuales, me concernían. También lo que me había dicho, en
nuestro último y poco grato encuentro, sobre el libertinaje y la santidad, surgió con toda
claridad en mi alma. ¿No era exactamente lo que me había pasado a mí? ¿No había
vivido yo en la embriaguez y en el lodo, aturdido y perdido hasta que un nuevo instinto
vital había despertado en mí precisamente lo contrario: el ansia de pureza, la nostalgia
de la santidad?
Fui siguiendo mis recuerdos mientras caía la noche. Fuera llovía. También en mis
recuerdos oía caer la lluvia, bajo los castaños, el día que Demian me preguntó qué me
pasaba con Franz Kromer y acertó mi secreto. Una a una fueron saliendo las
conversaciones camino del colegio y durante las clases de religión. Al final recordé mi
primera entrevista con Max Demian. ¿De qué había tratado?
Aunque no me acordaba bien, tenía tiempo y me sumí totalmente en mis
pensamientos. Volví a precisar mis recuerdos. Habíamos estado parados delante de
nuestra casa, después de que él me había comunicado su opinión sobre Caín. Había
hablado del viejo y borroso escudo que campeaba sobre nuestro portal; y me había
dicho que el escudo le interesaba, que había que fijarse bien en estas cosas. Por la
noche soñé con Demian y con el escudo, que cambiaba de forma constantemente.
Demian lo sostenía entre sus manos; unas veces era pequeño y gris, otras imponente y
colorido, pero, según me explicaba él, siempre era el mismo. Al final me instó a comer el
escudo. Cuando lo hube tragado, sentí un temor terrible de que el ave heráldica
reviviera en mi, me llenara del todo y empezara a devorarme las entrañas. Lleno de
terror, me desperté.
Era aún noche cerrada. Me despabilé y oí que Ja lluvia caía dentro de la habitación.
Me levanté a cerrar la ventana y pisé algo blanquecino que había caído en el suelo. Por
la mañana vi que era mi pintura. Estaba en el suelo, mojada, y se había arrugado. La
puse a secar entre dos secantes dentro de un libro pesado. Cuando fui a verla al día
siguiente, se había secado y también había cambiado. La boca roja había palidecido y
parecía más fina. Era la boca de Demian.
Me puse a hacer un nuevo dibujo del ave heráldica. No recordaba muy bien su
verdadero aspecto; sabía que muchos detalles ya no se reconocían, porque el escudo era
viejo y había sido pintado varias veces. El pájaro estaba posado sobre algo: una flor, un
cesto, un nido o una copa de árbol. No me importaba demasiado y comencé a pintar lo
que recordaba claramente. Por un impulso indeterminado comencé en seguida con
colores fuertes. La cabeza era en mi dibujo amarilla. Fui pintando según el humor que
tuviera y acabé al cabo de unos días.
Resultó un ave de rapiña con una afilada y audaz cabeza de gavilán, con medio
cuerpo dentro de una bola del mundo oscura, de la que surgía como de un huevo
gigantesco, sobre un fondo azul. Mientras más miraba mi obra, más me parecía que era
el escudo coloreado que había visto en mi sueño.
No me hubiera sido posible escribir una carta a Demian, aunque hubiese sabido su
dirección. Pero, guiado por la vaga intuición que determinaba todos mis actos, decidí
mandarle el dibujo del gavilán, llegara o no a sus manos. No puse nada encima, ni
siquiera mi nombre; recorté cuidadosamente los bordes, compré un sobre grande y
escribí sobre él la antigua dirección de mi amigo. Luego, lo eché al correo.
Se aproximaba un examen y yo tenía que estudiar más que de costumbre, para el
colegio. Desde que había abandonado aquella conducta despreciable, los profesores me
habían acogido otra vez con benevolencia. Tampoco era ahora un buen alumno; pero ni
yo ni nadie se acordaba ya de que medio año antes todos habían dado como probable mi
expulsión del colegio.
Mi padre volvió a escribirme en el tono de antes, sin reproches ni amenazas. Pero yo
no sentía la necesidad de explicarle a él o a quien fuera cómo se había producido aquel
cambio. Era pura casualidad que hubiera coincidido con los deseos de mis padres y
profesores. El cambio no me acercó más a los compañeros; no me acerco a nadie: sólo
me hizo más solitario. Pero me impulsaba hacia Demian, hacia un destino lejano. Yo
mismo no lo sabia, pues me encontraba en el centro de la corriente. Todo había
comenzado con Beatrice; pero desde hacía tiempo vivía con mis dibujos y mis
pensamientos sobre Demian en un mundo tan irreal que la había perdido totalmente de
vista, incluso en mis pensamientos. No hubiera podido contar a nadie una palabra de
mis sueños, esperanzas y transformaciones interiores, aunque hubiera querido.
Pero, ¿cómo lo iba a querer?