
Cuentos Maravillosos
De
Hermann Hesse
ÍNDICE
JUEGO DE SOMBRAS
La amplia fachada
principal del castillo era de piedra clara y sus grandes ventanales miraban al
Rin y a los cañaverales, y más allá a un paisaje luminoso y abierto de agua,
juncos y pasto donde, más lejos aún, las montañas arqueadas de bosques azulados
formaban una suave curva que seguía el desplazamiento de las nubes; sólo cuando
soplaba el Foehn, el viento del Sur, se veía brillar los castillos y los
caseríos, diminutas y blancas edificaciones en la lontananza. La fachada del
castillo se reflejaba en la corriente tranquila, alegre y frívola como una
muchacha; los arbustos del parque dejaban que su verde ramaje colgara hasta el
agua, y a lo largo de los muros unas góndolas suntuosas pintadas de blanco se
mecían en la corriente. Esta parte risueña y soleada del castillo estaba
deshabitada. Desde que la baronesa había desaparecido, todas las habitaciones
permanecían vacías, salvo la más pequeña, en la que como antaño seguía viviendo
el poeta Floriberto. La dueña de la casa era la culpable de la deshonra que
había recaído sobre su esposo y sus dominios, y de la antigua corte y de los
numerosos y vistosos cortesanos de antaño ya nada quedaba excepto las blancas y
suntuosas góndolas y el versificador silencioso.
El señor del
castillo vivía, desde que la desgracia se había abatido sobre él, en la parte
trasera del edificio, donde una enorme torre aislada de la época de los romanos
oscurecía el patio angosto, donde los muros eran siniestros y húmedos, y las
ventanas estrechas y bajas, pegadas al parque sombrío de árboles centenarios,
grupos de grandes arces, de álamos, de hayas.
El poeta vivía en
total soledad en su ala soleada. Comía en la cocina y a menudo transcurrían
muchos días sin que viera al barón.
-Vivimos en este
castillo como sombras -le dijo un día a uno de sus amigos de la infancia que
había acudido a visitarlo y que no resistió más de un día en las inhóspitas
habitaciones del castillo muerto. Antaño, Floriberto se había dedicado a
componer fábulas y rimas galantes para los invitados de la baronesa y, tras las
disolución de la alegre compañía, había permanecido en el castillo sin que
nadie le preguntara nada, sencillamente porque su ingenuo y modesto talante
temía mucho más los vericuetos de la vida y la lucha por el sustento que la
soledad del triste castillo. Hacía mucho tiempo que no componía ya poemas.
Cuando, con viento de poniente, contemplaba más allá del río y de la mancha
amarillenta de los cañaverales el círculo lejano de las montañas azuladas y el
paso de las nubes, y cuando, en la oscuridad de la noche, oía el balanceo de
los árboles inmensos en el viejo parque, componía extensos poemas, pero que
carecían de palabras y que nunca podían ser escritos. Unos de estos poemas se
titulaba «El aliento de Dios» y trataba del cálido viento del sur, y otro se
llamaba «Consuelo del alma» y era una contemplación del esplendor de los prados
primaverales. Floriberto era incapaz de recitar o de cantar estos poemas,
porque no tenían palabras, pero los soñaba y también los sentía, en particular
por las noches. Por lo demás solía pasar la mayor parte de su tiempo en el
pueblo, jugando con los niños rubios y haciendo reír a las muchachas y a las
mujeres jóvenes con las que se cruzaba, quitándose el sombrero a su paso como
si fueran damas de la nobleza. Sus días de mayor felicidad eran aquellos en los
que se topaba con doña Inés, la hermosa doña Inés, la famosa doña Inés de finos
rasgos virginales. La saludaba con gesto amplio y profunda inclinación, y la
hermosa mujer se inclinaba y reía a su vez y, clavando su mirada clara en los
ojos turbados de Floriberto, proseguía sonriente su camino resplandeciente como
un rayo de sol.
Doña Inés vivía en
la única casa que había junto al parque asilvestrado del castillo y que antaño
había sido un pabellón anexo de la baronesa. El padre de doña Inés, un antiguo
guarda forestal, había recibido la casa en compensación por algún favor
excepcional que le había hecho al padre del actual dueño del castillo. Doña
Inés se había casado muy joven regresando al pueblo poco después convertida en
una joven viuda, y vivia ahora, tras la muerte de su padre, en la casa
solitaria, sola con una sirvienta, y una tía ciega.
Doña Inés siempre
llevaba unos vestidos sencillos pero bonitos, y siempre nuevos y de suaves
colores; seguía teniendo el rostro juvenil y fino, y su abundante y morena
cabellera recogida en gruesas trenzas ceñía su hermosa cabeza. El barón había
estado enamorado de ella, antes incluso de haber repudiado a su mujer de
costumbres disolutas, y ahora volvía a estarlo. Se encontraba por las mañanas
en el bosque con ella, y por las noches la llevaba en barca por el río a una
cabaña de juncos en los cañaverales; allí, su sonriente rostro virginal descansaba
contra la barba prematuramente encanecida del barón, y los dedos finos de ella
jugaban con la dura y cruel mano de cazador de él.
Doña Inés iba todas
las fiestas de guardar a la iglesia, rezaba y daba limosna para los pobres.
Visitaba a las ancianas menesterosas del pueblo, les regalaba zapatos, peinaba
a sus nietos, las ayudaba en las labores de costura y, al marchar, dejaba en
sus humildes cabañas el suave resplandor de una joven santa. Todos los hombres
la deseaban, y al que fuera de su agrado y llegara en buen momento le concedía,
además del beso en la mano, un beso en los labios, y el que fuera afortunado y
bien parecido podía atreverse, cuando llegara la noche, a escalar su ventana.
Todo el mundo lo
sabía, incluso el barón, pese a lo cual la hermosa mujer proseguía en total
inocencia y con mirada sonriente su camino, como una muchachita ajena a
cualquier deseo de un hombre. De tanto en tanto, aparecía un amante nuevo, que
la cortejaba discretamente como a una belleza inaccesible, henchido de orgullo
y de felicidad por la valiosa conquista, asombrado de que los demás hombres no
se la disputaran y le sonrieran. La casa de doña Inés se levantaba apacible
junto al lindero del parque siniestro, rodeada de rosales trepadores y aislada
como en un cuento de hadas, y allí vivía ella, entraba y salía, fresca y tierna
como una rosa una mañana de verano, con un resplandor puro en su rostro de niña
y las pesadas trenzas aureolando su cabeza de finas facciones. Las ancianas
pobres del pueblo la bendecían y le besaban las manos, los hombres la saludaban
con profunda inclinación y sonreían a su paso, y los niños corrían hacia ella
tendiéndole las manitas y dejándose acariciar en las mejillas.
-¿Por qué eres así?
-le preguntaba a veces el barón amenazándola con mirada severa.
-¿Acaso tienes
algún derecho sobre mí? -respondía doña Inés con ojos asombrados y jugando con
sus trenzas morenas.
Quien más enamorado
estaba era Floriberto, el poeta. A él el corazón le daba brincos cuando la
veía. Cuando oía algún comentario malévolo sobre ella, sufría, sacudía la
cabeza y no le daba crédito. Si los niños se ponían a hablar de ella, se le
iluminaba el rostro y prestaba el oído como si escuchara una canción. Y de
todos sus sueños, el más hermoso consistía en soñar despierto con doña Inés.
Entonces lo adornaba con todo, con lo que amaba y con lo que le parecía
hermoso, con el viento de poniente y con el horizonte azulado, y con todos los
luminosos prados primaverales, que disponía a su alrededor; y en ese cuadro
introducía toda la nostalgia y el cariño inútil de su existencia de niño
inútil. Una noche, a principios de verano, tras un largo período de silencio,
un soplo de vida nueva sacudió la torpeza del castillo. El estruendo de un
cuerno atronó en el patio donde penetró un coche que se detuvo entre chirridos.
Se trataba del hermano del barón que venía de visita, un hombre alto y bien
parecido, que lucía una perilla puntiaguda y una mirada enojada de soldado,
acompañado por un único sirviente. Se entretenía bañándose en las aguas del Rin
y disparando a las gaviotas plateadas para pasar el rato. Iba con frecuencia a
caballo a la ciudad cercana de donde regresaba por las noches, borracho, y
también hostigaba ocasionalmente al pobre poeta y se peleaba cada dos por tres
con su hermano. No paraba de darle consejos, de proponerle arreglos y nuevas
dependencias, de recomendarle transformaciones y mejoras, que nada
representaban en su caso, ya que él nadaba en la abundancia gracias a su
matrimonio, mientras que el barón era pobre y no había conocido más que
desdichas y sinsabores durante la mayor parte de su vida.
Su visita al
castillo se debía a un capricho que ya le empezó a pesar al cabo de la primera
semana. No obstante se quedó y no dijo ni palabra de marcharse, pese a que a su
hermano la idea no le habría disgustado en absoluto. Y es que había visto a
doña Inés y había empezado a cortejarla.
No pasó mucho
tiempo y, un día, la sirvienta de la hermosa mujer lució un vestido nuevo,
regalo del barón forastero. Y al cabo de otro poco, ya recogía junto a muro del
parque los mensajes y las flores que le entregaba el sirviente del mismo barón
forastero. Y tras unos pocos días más, el barón forastero y doña Inés se
encontraron un hermoso día de verano en una cabaña en medio del bosque y él le
besó la mano, y la boquita menuda y el cuello tan blanco. Pero cuando doña Inés
iba al pueblo y él se cruzaba con ella, entonces el barón forastero la saludaba
con una profunda reverencia y ella le agradecía el saludo como una muchacha de
diecisiete años
Volvieron a
transcurrir unos días, y una noche que se había quedado solo, el barón
forastero vio una nave con un remero y una mujer deslumbrante a bordo que
descendía la corriente. Y lo que su curiosidad en la oscuridad no pudo saciar
le quedó confirmado con creces al cabo de unos días: aquella a la que había
estrechado contra su corazón a mediodía en la cabaña del bosque y a1 que había
encandilado con sus besos surcaba las oscuras aguas del Rin por las noches en
compañía de su hermano y desaparecía con él en los cañaverales.
El forastero se
volvió taciturno y tuvo pesadillas. Su amor por doña Inés no era como el que se
siente por un trofeo de caza apetecible sino como el que se siente por un
valioso tesoro. Cada uno de sus besos lo colmaba de dicha y de asombro,
asustado de que tanta pureza y tanta dulzura hubieran sucumbido a su reclamo.
Con lo que a ella la había amado más que a otras mujeres, y junto a ella había
recordado su juventud, y así la había abrazado con ternura, agradecimiento, y consideración
a la vez. A ella que, cuando llegaba la noche, se perdía en la oscuridad con su
hermano. Entonces se mordió los labios y sus ojos lanzaron destellos de ira.
Indiferente a todo
lo que estaba sucediendo e insensible a la atmósfera de velada pesadumbre que
se cernía sobre el castillo, el poeta Floriberto seguía llevando su apacible
existencia. Le disgustaban las vejaciones y tormentos ocasionales del huésped
del castillo, pero de antaño estaba acostumbrado a soportar escarnios de este
tipo. Evitaba al forastero, se pasaba el día entero en el pueblo o con los
pescadores a orillas del Rin, y se dedicaba a fantasear vaporosas ensoñaciones
en el calor de la noche. Y una mañana tomó conciencia de que las primeras rosas
de té junto al muro del patio del castillo empezaban a florecer. Hacía ya tres
veranos que solía depositar las primicias de estas insólitas rosas en el umbral
de la puerta de doña Inés y se alegraba de poder ofrecerle por cuarta vez
consecutiva este modesto y anónimo regalo.
Aquel mismo día, a
mediodía, el forastero se encontró con la hermosa doña Inés en el bosque de
hayas. No le preguntó dónde había ido la víspera y la antevíspera a la caída de
la noche. Clavó su mirada casi horrorizada en los ojos inocentes y apacibles y,
antes de irse, le dijo:
-Vendré esta noche
a tu casa cuando anochezca. ¡Deja la ventana abierta!
-Hoy no - respondió
suavemente ella -, hoy no.
-Pues vendré.
-Mejor otro día.
¿Te parece? Hoy no, hoy no puedo.
-Vendré esta noche.
Esta noche o nunca. Haz lo que quieras.
Ella se separó de
su abrazo y se alejó.
Al anochecer, el
forastero estuvo al acecho del río hasta que cayó la noche. Pero la barca no se
presentó Entonces se encaminó hacia la casa de su amada y se ocultó detrás de
un matorral con el fusil entre las piernas.
El aire era cálido
y apacible. Los jazmines perfumaban la atmósfera y tras una hilera de nubecitas
blancas el cielo se fue llenando de pequeñas estrellitas apagadas El canto
profundo de un pájaro solitario se elevó en e parque.
Cuando ya casi era
noche cerrada, giró con paso taimado un hombre junto a la casa, casi furtivo.
Llevaba el sombrero profundamente hundido sobre los ojos, pero estaba todo tan
oscuro que se trataba de una precaución inútil. En la mano derecha llevaba un
ramo de rosas blancas que proyectaban una claridad apagada en la noche El que
estaba al acecho agudizó la mirada y armó el fusil
El recién llegado
alzó la mirada hacia las ventanas de las que no brillaba luz alguna. Entonces
se acercó a 1a puerta, se agachó y estampó un beso en el picaporte metálico de
la puerta.
En ese instante
surgió la llama, se oyó un estampido seco que el eco repitió suavemente en las
profundidades del parque. El portador de las rosas dobló las rodillas, después
cayó hacia atrás y tras unos breves espasmos silenciosos quedó tumbado de
espaldas en la gravilla.
El que estaba al
acecho permaneció todavía un buen rato oculto, pero nadie apareció y tampoco
nada se movió en la casa silenciosa. Entonces salió con prudencia de su
escondite y se agachó sobre la víctima de su disparo, que yacía con la cabeza
descubierta pues había perdido el sombrero en su caída. Compungido, reconoció
con asombro al poeta Floriberto.
-¡Así que él
también! -se lamentó alejándose
Las rosas quedaron
esparcidas por el suelo, una de ellas en medio del charco de sangre del poeta.
En el campanario del pueblo sonó la hora. El cielo se cubrió de nubes
blancuzcas, hacia las que la inmensa torre del castillo se alzaba como un
gigante que se hubiese dormido erguido. La corriente perezosa del Rin cantaba
su dulce melodía y, en el interior del parque sombrío el pájaro solitario
siguió cantando hasta pasada la medianoche.
EL CUENTO DEL SILLÓN DE MIMBRE
Un joven estaba
sentado en su solitaria buhardilla. Le hubiese gustado llegar a ser pintor;
pero para ello debía superar algunas cosas bastante difíciles, y para empezar
vivía tranquilamente en su buhardilla, se iba haciendo -algo mayor y había
adquirido la costumbre de pasarse horas ante un pequeño espejo y dibujar
bocetos de autorretratos. Estos dibujos llenaban ya todo un cuaderno, y algunos
le habían complacido mucho.
-Considerando que
aún no poseo ninguna preparación en absoluto -decía para sus adentros-, esta
hoja me ha salido francamente bien. Y qué arruga más interesante allí, junto a
la nariz. Se nota que tengo algo de pensador o cosa por el estilo. únicamente
me falta bajar un poquito más las comisuras de la boca, eso crea una impresión
singular, claramente melancólica.
Sólo que al volver
a contemplar los dibujos al cabo de cierto tiempo, en general ya no le gustaban
nada. Eso le incomodaba, pero dedujo que se debía a que estaba progresando y
cada vez se exigía más.
La relación del
joven con su buhardilla y con las cosas que allí tenía no era de las más
deseables e íntimas, pero no obstante tampoco era mala. No les hacía más ni
menos injusticia de lo habitual entre la mayoría de la gente, a duras penas las
veía y las conocía poco.
En ocasiones,
cuando no acababa, una vez más, de lograr un autorretrato, leía libros en los
que trababa conocimiento con las experiencias de otros hombres que, al igual
que él, habían comenzado siendo jóvenes modestos y totalmente desconocidos, y
después habían llegado a ser muy famosos. Le gustaba leer esos libros, y en ellos
leía su futuro.
Un día estaba
sentado en casa, malhumorado otra vez y deprimido, leyendo el relato de la vida
de un pintor holandés muy famoso. Leyó que ese pintor sufría una verdadera
pasión, incluso un delirio, que estaba absolutamente dominado por una urgencia
de llegar a ser un buen pintor. El joven pensó que ese pintor holandés se le
parecía bastante. Al proseguir la lectura fue descubriendo muchos detalles que
muy poco tenían en común con su propia experiencia. Entre otras cosas leyó que
cuando hacía mal tiempo y no era posible pintar al aire libre, ese holandés
pintaba, con tenacidad y lleno de pasión, todos los objetos sobre los que se
posaba su mirada, incluso los más insignificantes. Así, una vez había pintado
un viejo taburete desvencijado, un basto, burdo taburete de cocina campesina
hecho de madera ordinaria, con un asiento de paja trenzada bastante gastado.
Con tanto amor y tanta fe, con tanta pasión y tanta entrega había pintado el
artista ese taburete, el cual con toda certeza nunca hubiese merecido la
atención de nadie de no mediar esa circunstancia que había llegado a constituir
uno de sus cuadros más bellos. El escritor empleaba muchas palabras hermosas,
incluso conmovedoras, para describir ese taburete pintado.
Llegado a ese
punto, el lector se detuvo y reflexionó. Había descubierto algo nuevo y debía
intentarlo. Inmediatamente -pues era un joven de determinaciones
extraordinariamente rápidas- decidió imitar el ejemplo de ese gran maestro y
probar también ese camino hacia la fama.
Echó un vistazo a
su buhardilla y advirtió que, de hecho, hasta entonces se había fijado
realmente muy poco en las cosas entre las cuales vivía. No logró encontrar
ningún taburete desvencijado con un asiento de paja trenzada, tampoco había
ningún par de zuecos; ello le afligió y le desanimo un instante y estuvo a
punto de sucederle lo de tantas otras veces, cuando la lectura del Mato de la
vida de los grandes hombres le había hecho desfallecer: entonces comprendió que
le faltaban y buscaba en vano precisamente todas esas menudencias e
inspiraciones y maravillosas providencias que de modo tan agradable intervenían
en la vida de aquellos otros. Pero pronto se recompuso y se hizo cargo de que
en ese momento era totalmente cosa suya emprender con tesón el duro camino
hacia la fama. Examinó todos los objetos de su cuartito y descubrió un sillón
de mimbre, que muy bien podría servirle de modelo.
Acercó un poco el
sillón con el pie, afiló su lápiz de dibujante, apoyó el cuaderno de bocetos
sobre la rodilla y comenzó a dibujar. Consideró que la forma ya quedaba
bastante bien indicada con un par de ligeros trazos iniciales y, con rapidez y
energía, pasó a delinear el contorno con un par de trazos gruesos. Le cautivó
una profunda sombra triangular en un rincón, vigorosamente la reprodujo, y así
fue tirando adelante hasta que algo comenzó a estorbarle.
Continuó aún un
rato más, luego levantó el cuaderno a cierta distancia y contempló su dibujo
con ojo critico. Entonces advirtió que el sillón de mimbre quedaba muy desfigurado.
Encolerizado,
añadió una línea, y después fijó una mirada furibunda sobre el sillón. Algo
fallaba. Eso le enfadó:
-¡Maldito sillón de
mimbre! -gritó con vehemencia 1 ¡en mi vida había visto un bicho tan
caprichoso!
El sillón crujió un
poco y replicó serenamente:
-¡Vamos, mírame!
Soy como soy y ya no cambiaré.
El pintor le dio un
puntapié. Entonces el sillón retrocedió y volvió a adquirir un aspecto
totalmente distinto.
-¡Estúpido sillón
-gritó el jovenzuelo-, todo lo tienes torcido e inclinado!
El sillón sonrió un
poco y dijo con dulzura:
-Eso es la
perspectiva, jovencito.
Al oírlo, el joven
gritó:
-¡Perspectiva!
-gritó airado-. ¡Ahora este zafio sillón quiere dárselas de maestro! ¡La
perspectiva es asunto mío, no tuyo, no lo olvides!
Con eso, el sillón
no volvió a hablar. El pintor se puso a recorrer enérgicamente el cuarto, hasta
que abajo alguien golpeó enfurecido. el techo con un palo. Ahí abajo vivía un
anciano, un estudioso, que no soportaba ningún ruido.
El joven se sentó y
volvió a ocuparse de su último autorretrato. Pero no le gustó. Pensó que en
realidad su aspecto era más atractivo e interesante, y era cierto.
Entonces quiso
proseguir la lectura de su libro. Pero seguía hablando de ese taburete de paja
holandés y eso le molestó. Le parecía que verdaderamente armaban demasiado
alboroto por ese taburete y que en realidad...
El joven sacó su
sombrero de artista y decidió ir a dar una vuelta. Recordó que en otra ocasión,
mucho tiempo atrás, ya le había llamado la atención cuán insatisfactoria
resultaba la pintura. Sólo deparaba molestias y desengaños y, por último,
incluso el mejor pintor del mundo sólo podía representar la simple superficie
de las cosas. A fin de cuentas ésa no era profesión adecuada para una persona amante
de lo profundo. Y, de nuevo, como ya tantas otras veces, consideró seriamente
la idea de seguir una vocación aún más temprana: mejor ser escritor. El sillón
de mimbre quedó olvidado en la buhardilla. Le dolió que su joven amo se hubiese
marchado ya. Había abrigado la esperanza de que por fin llegaría a entablarse
entre ellos la debida relación. Le hubiese gustado muchísimo decir una palabra
de vez en cuando, y sabía que podía enseñar bastantes cosas útiles a un joven.
Pero, desgraciadamente, todo se malogró.
SUEÑO DE FLAUTAS
«Toma esto», dijo
mi padre, y me alcanzó una pequeña flauta de hueso, «tómala y no olvides a tu
anciano padre cuando alegres a la gente con tu música en países lejanos. Es
tiempo de que veas el mundo y aprendas algo. He mandado hacer esta flauta,
porque no te gusta ninguna otra tarea, excepto cantar. Piensa también que debes
tocar siempre canciones bonitas y amables, de lo contrario sería malgastar el
don que Dios te ha concedido. »
Mi querido padre
entendía poco de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que
soplar en la linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería
despojar de su creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me
era conocido hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y
debo admitir que me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado
sobre mi manga, y la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un
mensajero que llevara enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas
acompañaban mi camino, y muy lozano también el río me acompañaba. Descubrí que
el mundo se diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas
de trigo y los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y
ellos me comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró
despaciosamente hasta mi hombro, levantó el vuelo y giró dos veces en torno a
mí con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás,
hacia el hogar.
En eso surgió del
bosque una muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de
paja de ala ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
«Dios te guarde»,
le dije, «¿adónde vas?»
«Debo llevar la
comida a los segadores», dijo. Y se puso a caminar a mi lado. «¿Y tú, dónde
quieres ir?»
«Voy a conocer el
mundo, mi padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público,
ante la gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho.»
«Bueno, bueno. ¿Y
qué sabes hacer en realidad? Porque algo debes saber.»
«Nada en especial.
Puedo cantar canciones.»
«¿Qué clase de
canciones?»
«De todo tipo
¿sabes? A la mañana y a la noche, ¿a los árboles, a las bestias, a las flores.
Ahora, por ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha
joven que sale del bosque para llevar la comida a los segadores.»
«¿Puedes hacerlo?
¡Cántala entonces!»
«Lo haré, pero,
¿cómo te llamas?»
«Brigitte.»
Entonces entoné la
canción de la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el
cesto, y de cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la
seguían a lo largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello.
Atendió seriamente a la canción, y me dijo que era buena. Y cuando le comenté
que estaba hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan.
Mientras yo le echaba el diente con ahinco, al tiempo que continuaba ágilmente
la marcha, ella me dijo: «No se debe comer a la carrera. Una cosa después de la
otra». Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó
las rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
«¿Quieres volver a
cantarme alguna otra cosa?». preguntó cuando dejé de comer.
«Con gusto. ¿Qué
quieres que cante?»
«Algo acerca de una
chica que está triste porque ha sido abandonada por su novio.»
«No, no puedo. No
conozco eso, y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar
siempre canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de
la mariposa.»
«Y de amor, ¿no
sabes ninguna?» preguntó luego.
«¿De amor? Oh sí,
eso es lo más lindo de todo.»
Enseguida empecé
una canción acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas
y juega con ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda
al pinzón y al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando
acerca de la muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un
pan de regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere
ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír
y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte
se inclinó y cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a
abrir. Y yo miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas
estábamos reflejados yo mismo y un par de blancas flores del prado.
«El mundo es muy
hermoso», dije, «mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas
cosas hasta donde está esa gente.»
Tomé su cesto y proseguimos
el camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía, y el
bosque hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan
contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de
puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la
montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: si
pudiera comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del
pasto y las flores, de los hombres y las nubes, de la floresta y el bosque de
pinares, y también de los animales. Y asimismo todas las canciones de los mares
lejanos y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera
simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el
buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo.
Pero mientras yo
pensaba de este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues
antes jamás se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó
firmemente el asa del cesto.
«Ahora debo subir»,
dijo. «Allá arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes
conmigo?»
«No, no puedo ir
contigo. Tengo que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el
beso. Pensaré en ti.»
Ella tomó su cesto
con la comida; y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y
sus labios se adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me
puse triste de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso
carretera abajo.
La muchacha subió
lentamente por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del
bosque, y miró hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y, agité el
sombrero sobre mi cabeza, inclinó ella la suya .una vez más y desapareció en
silencio, como una imagen, entre la sombra de las hayas.
Yo, por mi parte,
continué tranquilo el camino sumido en mis pensamientos, hasta que el sendero
dio la vuelta en un recodo.
Allí había un
molino, y junto al molino se hallaba una barca en el agua. Un hombre sentado en
la barca parecía estar esperándome; en efecto, cuando me saqué el sombrero y
subí a bordo, la barca comenzó a navegar enseguida río abajo. Me senté en la
mitad de la embarcación, y el hombre atrás, al timón. Y cuando le pregunté a
dónde íbamos, levantó la vista y me miró con ojos grises y velados.
«Donde quieras»,
dijo con voz apagada. «Río abajo hacia el mar o a las grandes ciudades, la
elección es tuya. Todo me pertenece. »
«¿Todo te
pertenece? ¿Entonces eres el rey?»
Quizá dijo él. «Y
tú eres un poeta, según creo. ¡Cántame entonces una canción de viaje!»
Me infundía temor
ese hombre serio y sombrío, y además nuestra barca navegaba tan rápido y sin
ruido río abajo, que saqué fuerzas de flaqueza y canté acerca del río que lleva
las naves y en el que se refleja el sol; el río, que es más ruidoso en contacto
con las orillas rocosas y termina alegremente su peregrinaje.
El semblante de
aquel hombre permanecía impasible; cuando finalicé, asintió silenciosamente,
como uno que sueña. Y enseguida, ante mi asombro, él mismo comenzó a cantar. Y
también cantó acerca del río y del viaje del río por los valles, y su canción
era más bella y vigorosa que la mía, pero todo sonaba muy distinto.
El río, tal como él
lo cantaba, bajaba como un ser destructor dando tumbos desde las montañas,
hosco y salvaje, rechinando los dientes al sentirse refrenado por los molinos y
presionando por los puentes; odiaba a todos los barcos que debía sostener; y
bajo sus olas, y entre largas y verdes plantas acuáticas, mecía sonriente los
blancos cuerpos de los ahogados.
Nada de esto me
gustaba; pero su tono era tan hermoso y enigmático que quedé completamente
confundido, y angustiado callé. Si lo que aquel cantor viejo, sutil e inteligente
cantaba con su voz sofocada era cierto, entonces todas mis canciones habían
sido nada más que tontería, torpes juegos infantiles. Entonces el mundo no era
básicamente bueno y lleno de luz, como el corazón de Dios, sino opaco y
sufriente, malo y sombrío; los bosques no susurraban de placer, susurraban de
dolor.
Seguimos navegando.
Las sombras se hicieron más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar mi voz
sonaba menos clara, e iba apagándose. Y cada vez el extrafío cantor respondía
con una canción que hacía al mundo más y más incomprensible y doloroso, y a mí
me dejaba más y más desconcertado y triste.
Me dolía el alma, y
sentía no haberme quedado en tierra junto a las flores o al lado de la bella
Brigitte; para consolarme, empecé a cantar en la oscuridad creciente, con voz
fuerte a través del rojo resplandor del anochecer, la canción de Brigitte y de
sus besos.
Entonces se inició
el ocaso y enmudecí. El hombre al timón cantó, y también él cantó del amor y
del placer del amor, de ojos oscuros y ojos azules, de labios rojos y húmedos,
y era hermoso y conmovedor lo que cantaba Reno de pena a medida que oscurecía
sobre el río. Pero en su canción el amor era también lúgubre y temible, y se
había convertido en un secreto mortal, dentro del cual los hombres, extraviados
y dolidos, tanteaban entre penurias y anhelos, y se torturaban y mataban los
unos a los otros.
Yo escuchaba y
quedé muy fatigado y entristecido, como si hubiera estado viajando durante años
a través de la mayor miseria y aflicción. Sentía que del desconocido emanaba y
se deslizaba en mi corazón una permanente, silenciosa, fría corriente de pena y
mortal angustia.
«Así que la vida no
es lo más elevado y hermoso», dije finalmente con amargura, «sino la muerte.
Entonces te ruego, olí triste monarca, que cantes una canción a la muerte.»
El hombre al timón
cantó de la muerte, y cantó más bellamente que antes. Pero tampoco era la
muerte lo más hermoso y alto, tampoco en ella había consuelo. La muerte era
vida, y la vida muerte, y estaban enzarzadas entre sí en un furioso combate de
amor, y esto era lo último y el sentido del mundo, y de allí se desprendía un
resplandor que podía, a pesar de todo, alabar toda miseria, pero también una
sombra que enturbiaba todo placer y belleza rodeándolos de tiniebla. Pero desde
esa tiniebla ardía el placer más bella e íntimamente, y el amor ardía más
profundo en medio de esa noche.
Yo escuchaba y me
había quedado totalmente en silencio; no existía en mí otra voluntad que la del
extranjero. Su mirada descansó sobre mí, callada y con una cierta bondad
melancólica, y sus ojos grises estaban cargados del dolor y la belleza del
mundo. Me sonrió, y entonces cobré ánimos y le rogué en mi necesidad: «¡Ah,
retorna, por favor! Tengo miedo aquí en la noche, quisiera volver a la casa de
mi padre, o volver para encontrar a Brigitte.»
El hombre se
levantó y señaló la noche; el farol resplandeció claramente sobre su rostro
enjuto e imperturbable. «Ningún camino va hacia atrás», dijo seria y
amablemente, «hay que proseguir siempre hacia delante, si se quiere conocer el
mundo. Y de la muchacha de los ojos oscuros ya has tenido lo mejor y más
hermoso, y cuanto más te alejes de ella, tanto más hermoso y mejor será. Pero
marcha hacia donde quieras; te daré mi lugar al timón.»
Yo me hallaba
tremendamente entristecido, pero sabía que él tenía razón. Lleno de nostalgia
pensé en Brigitte y en mi país y en todo lo que había sido hasta entonces
cercano, luminoso y mío, y en todo lo que había perdido. Pero en ese momento
iba a tomar el sitio del extraño y conducir el timón. Así debía ser.
Me levanté en
silencio y me dirigí a través de la barca al asiento del timonel; el hombre se
acercó a mí también en silencio, y cuando estuvimos el uno frente al otro me
miró fijamente a la cara y me dio su farol.
Pero cuando me
senté al timón y hube afianzado el farol junto a mí, me encontré solo en la
barca; advertí con un profundo estremecimiento que el hombre había
desaparecido. Sin embargo, no me sentía asustado, lo había presentido. Me
parecía que el hermoso día de viaje, Brigitte, mi padre y la patria habían sido
sólo un sueño, y que yo era un viejo apenado y que siempre había viajado a
través de aquel río nocturno.
Comprendí que no
debía llamar a ese hombre, y el reconocimiento de la verdad se desplomó sobre
mí como una helada.
Para saber lo que
ya presentía, me incliné sobre el agua y alcé el farol, y desde la negra
superficie me miró un rostro penetrante y serio con ojos grises, un rostro
viejo y sabio. Era el mío.
Y como ningún
camino lleva hacia atrás, continué el viaje por las aguas oscuras a través de
la noche.
NOTICIA CURIOSA DE OTRA ESTRELLA
En una de las
provincias meridionales de nuestra hermosa estrella había ocurrido una
desgracia espantosa. Un terremoto acompañado por tremendas tormentas e
inundaciones había dañado tres grandes pueblos y todos sus jardines, campos,
bosques y plantaciones. Muchísimas personas y numerosos animales habían
perecido, y, lo más penoso de todo, faltaban las flores necesarias para revestir
a los muertos y adornar en debida forma sus sepulcros.
Todo lo demás ya
había sido atendido. Apenas pasadas las peores horas, mensajeros con el gran
llamado de amor recorrían aprisa las comarcas vecinas. Y desde las torres de la
provincia entera se escuchaba cantar a los chantres aquel versículo emotivo y
conmovedor, que es conocido desde la antigüedad como el Saludo a la Diosa de la
piedad, y cuyos acentos nadie es capaz de resistir. Desde todas las ciudades y
comunidades acudían caravanas de gente altruista y compasiva; los infelices que
habían perdido su techo fueron abrumados con invitaciones y ruegos amistosos,
fuera por parientes, amigos y extraños, para residir en sus casas. Alimento y
vestidos, coches y caballos, herramientas, piedras, madera y muchas otras cosas
fueron traídos en calidad de ayuda. Y mientras los ancianos, mujeres y niños
eran recogidos todavía por manos caritativas y hospitalarias, mientras se
lavaba y vendaba cuidadosamente a los heridos y se buscaba a los muertos entre
los escombros, otras personas ya se ocupaban en despejar los lugares donde los
tejados se habían caído, en apuntalar con vigas las paredes tambaleantes, y en
disponer todo lo necesario para una rápida reconstrucción. Y a pesar de que aún
flotaba en el aire un hálito de espanto ante la desgracia ocurrida, y de todos
los muertos emanaba un requerimiento al luto y al silencio respetuoso, no
obstante podía notarse en todos los rostros y voces una disposición alegre y
una cierta festividad tierna. Pues la comunidad, en su obrar laborioso y su
certeza dinámica de estar haciendo algo tan excepcionalmente necesario, tan
hermoso y digno de agradecimiento, se derramaba en todos los corazones. En un
comienzo todo había ocurrido con timidez y silencio, pero pronto fue posible
escuchar aquí y allá una voz alegre, una canción cantada suavemente en homenaje
a una labor común, y, como puede imaginarse, entre lo cantado figuraban en
primer término estos dos viejos versos proverbiales: «Bienaventurado el que
lleva ayuda a quien ha sido recién atacado por la desgracia; ¿no bebe su
corazón el beneficio como un jardín reseco la primera lluvia, y da una
respuesta con flores y agradecimiento?»; y aquel otro: «La alegría de Dios
fluye a partir del quehacer común.»
Pero justamente
entonces surgió aquella lamentable escasez de flores. Por cierto que los
muertos encontrados en primer término habían sido adornados con las flores y
ramos que pudieron juntarse de los jardines destruidos. Luego se habían
empezado a traer de los lugares vecinos todas las flores asequibles. Pero la
desgracia singular consistía en que precisamente las tres comunidades arrasadas
eran las poseedoras de las mayores y más bellas flores de la temporada. Allí
concurría la gente año tras año para ver los narcisos y los azafranes, pues en
ninguna parte había una cantidad tan inmensa ni especies tan cultivadas y de
tan maravillosos colores. Y todo eso estaba ahora destruido y perdido. De modo
que la gente, muy desconcertada, no sabía cómo cumplir con el ritual impuesto por
la costumbre a la memoria de esos muertos, el que exige que cada persona
fallecida y cada animal muerto sea adornado solemnemente con las flores de la
estación, y que su entierro sea tanto más rico y luminoso cuanto más repentina
y tristemente haya uno fallecido.
El hombre más viejo
de la provincia, uno de los primeros que había llegado en su coche para
proporcionar ayuda, se encontró pronto asediado por tantas preguntas, ruegos y
lamentos, que le costó bastante conservar la calma y la serenidad. Pero mantuvo
el corazón en su sitio, sus ojos permanecieron límpidos y amistosos, su voz
clara y cortés, y sus labios entre la barba blanca no olvidaron un instante la
sonrisa tranquila y benévola que convenía a su condición de sabio y consejero.
«Amigos míos»,
dijo, «ha caído sobre nosotros una desgracia con la que los dioses han querido
probarnos. Todo cuanto aquí ha sido aniquilado podemos reconstruirlo y
devolverlo pronto a nuestros hermanos. Y yo agradezco a los dioses que mi
avanzada edad me haya permitido ver de qué modo habéis venido y habéis
abandonado lo vuestro para acudir en ayuda de nuestros hermanos. Pero, ¿de
dónde tomaremos las flores, a fin de adornar decorosa y hermosamente a todos
estos difuntos para la fiesta de su transmutación? Porque, en tanto nosotros
estemos aquí con vida, ninguno de estos fatigados peregrinos debe ser sepultado
sin su correspondiente ofrenda floral. Esta es seguramente también vuestra
opinión.»
«Sí», exclamaron
todos, «esta es también nuestra opinión». «Lo sé», dijo el anciano con voz
patriarcal. «Les diré, amigos, qué es lo que debemos hacer. Todos aquellos
caídos, a los que hoy no podemos enterrar, tendrán que ser llevados al Gran
Templo del verano que está en lo alto de la montaña, donde aún hay nieve. Allí
estarán seguros y no sufrirán alteración mientras no les sean llevadas las
flores. Pero sólo una persona nos puede procurar tantas flores en esta estación
del año. Eso lo puede hacer únicamente el rey. De modo que debemos enviar a uno
de los nuestros al rey para pedirle ayuda.»
Y de nuevo
asintieron todos, y exclamaron: «¡Sí, sí, al rey!» «Así es», prosiguió el
anciano, y bajo la blanca barba cada uno vio qué alegremente brillaba su
hermosa sonrisa. «¿A quién, sin embargo, debemos enviar a ver al rey? Tendrá
que ser joven y robusto, pues el camino es largo, y debemos facilitarle el
mejor caballo. Ha de tener también un porte gentil, buen ánimo y brillo en la
mirada, para que el corazón del rey no pueda menos que conmoverse. No es
necesario que diga muchas palabras, pero sus ojos deben saber hablar. Lo mejor
sería enviar un niño, el niño más hermoso del pueblo, pero, ¿cómo podría
resistir tal viaje? Debéis ayudarme, amigos míos; si entre vosotros hay alguno
que quiera tomar sobre sí esta embajada, o si sabe de alguien, le ruego que lo
diga.»
El anciano guardó
silencio y miró en torno con sus ojos claros, pero nadie se adelantó y ninguna
voz se dejó oír.
Tras haber
formulado su pregunta por tercera vez, salió de la multitud un adolescente de
dieciséis años, casi un niño todavía. Bajó la mirada y enrojeció al ir a
saludar al anciano.
Éste lo miró y de
inmediato se dio cuenta de que se trataba del mensajero adecuado. Pero sonrió y
dijo: «Está bien que quieras ser nuestro enviado. Pero, ¿cómo es posible que
entre tanta gente seas el único que se ha ofrecido?»
El joven levantó la
vista hacia el anciano y dijo: «Si no hay otro que quiera ir, entonces dejad
que vaya yo.»
Y uno entre la
multitud gritó: «Envíalo, anciano, todos lo conocemos. Es oriundo de esta aldea
y el terremoto ha devastado su jardín que era el más bello de este lugar. »
El viejo miró al
joven amistosamente a los ojos y
preguntó: «¿Tanto te apena lo ocurrido a tus flores?»
El joven respondió
en voz baja: «Es cierto que me apena, pero no es por eso que me he presentado.
Tenía un amigo muy querido y también un potrillo predilecto. Ambos perecieron
en el terremoto y yacen en el pórtico de nuestra casa; debe haber flores para
que puedan ser sepultados.»
El anciano lo
bendijo con las manos extendidas, y de inmediato se requirió el mejor caballo
para el joven, quien montó al instante, palmoteó el cuello del animal y se
despidió con un gesto, para emprender luego el galope a través de la aldea
sobre los campos húmedos y devastados.
El joven cabalgó el
día entero. Para llegar más pronto a la lejana, capital y presentarse al rey,
cortó camino por la montaña. Hacia la noche, cuando comenzaba a oscurecer,
condujo a su cabalgadura por las riendas a través de una senda empinada a
través del bosque y de las rocas.
Un gran pájaro
oscuro, como nunca viera antes, lo precedía con su vuelo. Él lo seguía, hasta
que el pájaro se posó en el tejado de un templete abierto. El joven dejó el
caballo suelto en medio de la hierba y pasó entre las columnas de madera al interior
del sencillo santuario. A modo de altar de sacrificio halló solamente un bloque
de una piedra negra que no existía en esa región, y encima la extraña imagen de
una deidad que el mensajero no conocía: un corazón devorado por un pájaro
salvaje.
Tributó a la deidad
sus respetos y trajo como ofrenda una campanilla azul que había recogido al pie
de la montaña y luego prendido en su vestidura. Enseguida se acostó en un
rincón, pues estaba muy cansado y quería dormir.
Pero no podía
conciliar el sueño, a pesar de que éste solía Regar a su lecho cada noche sin
ser llamado. La campanilla sobre la roca, la misma piedra negra, o tal vez
alguna otra cosa, exhalaba un aroma peculiar, intenso y doloroso; la imagen
inquietante de la divinidad brillaba como un espectro en la oscura galería; y
sobre el tejado estaba posado el extraño pájaro que de tiempo en tiempo batía
con fuerza sus enormes alas, que sonaban como un huracán entre los árboles.
Así ocurrió que en
mitad de la noche el joven se levantó, salió del templo y levantó su vista
hacia donde el pájaro se hallaba. Éste aleteó y lo miró.
«¿Por qué no
duermes?», preguntó el pájaro.
«No lo sé», dijo el
joven. «Quizá porque he sufrido un dolor.»
«¿Y cuál es ese
dolor?»
«Mi amigo y mi
caballo favorito, ambos han muerto. »
«¿Es la muerte algo
tan malo?», preguntó burlonamente el pájaro.
«Oh, no, gran
pájaro, no es algo tan malo, la muerte es sólo una despedida. Pero no es por
eso que estoy triste. Lo malo es que no podemos enterrar a mi amigo y a mi
hermoso caballo, porque ya no tenemos flores para ello. »
«Hay cosas peores»,
dijo el pájaro, y agitó malhumorado sus estrepitosas alas.
«No, querido
pájaro, algo peor seguramente no existe. Al muerto que es sepultado sin una
ofrenda de flores, le está vedado renacer según los deseos de su corazón. Y
quien entierra a sus muertos y no celebra a continuación la fiesta de las
flores, ve luego las sombras de los fallecidos en sus sueños. Comprendes
entonces que no pueda seguir durmiendo mientras mis muertos carezcan de
flores.»
El corvo pico del
pájaro dejó escapar un graznido chillón.
«Muchacho, nada
sabes del dolor si no has sufrido más que éste. ¿Acaso nunca has oído nada
acerca de los grandes males? ¿Del odio, del asesinato, de los celos.»
El joven, al escuchar
estas palabras, creyó que soñaba. Luego reflexionó y dijo con prudencia: «Por
cierto, pájaro, lo recuerdo: sobre esas cosas hay algo escrito en las
historias, y en los cuentos de hadas. Pero eso está ciertamente fuera de la
realidad, o quizás ocurrió así en el mundo hace mucho tiempo, cuando no
existían las flores ni los dioses buenos. ¡Quién se acuerda de ello ahora!»
El pájaro rió
silenciosamente con su agudo timbre. Luego se irguió más alto y dijo al
jovencito: «¿Así que ,quieres ir a ver al rey y que yo te indique el camino?»
«Oh, lo sabes ya»,
exclamó jubilosamente el joven. «Sí, te ruego que me guíes, si así lo quieres.»
Entonces el pájaro
se posó sin ruido en el suelo, abrió también sin ruido sus alas y ordenó al
joven dejar allí su caballo para poder viajar con él a fin de ver al rey.
El mensajero se
sentó a horcajadas sobre el pájaro. «¡Cierra los ojos!» mandó el pájaro, y así
fue hecho. Y volaron en silencio a través de la oscuridad del cielo,
blandamente, como hacen las lechuzas. Sólo el aire frío zumbaba en las orejas
del mensajero. Y volaron durante toda la noche.
A la mañana
temprano tocaron tierra, y el pájaro gritó: «¡Abre los ojos!» Y el joven abrió
sus ojos. Entonces vio que se encontraba en el lindero de un bosque, y con la
primera claridad de la mañana una llanura resplandeciente lo cegaba con su luz.
«Aquí en el bosque
me volverás a encontrar», dijo el pájaro. Se lanzó hacia las alturas como una
flecha y de inmediato desapareció en el azul.
El joven, mientras
marchaba desde el bosque y se internaba en la vasta llanura, sintió que todo le
era extraño. Alrededor de él se hallaban las cosas tan cambiadas y trastocadas,
que no sabía si estaba despierto o soñando. Los prados y las flores eran
semejantes a los de su lugar natal, y el sol brillaba, y el viento jugaba entre
la hierba florida; pero no se divisaban seres humanos ni animales, parecía como
si allí un terremoto hubiera causado estragos lo mismo que en su patria. Pues
en el suelo yacían esparcidos ruinas de edificios, ramas rotas y árboles
arrancados, cercos destruidos y útiles de labor abandonados. De improviso
advirtió en medio del campo un cadáver que no había sido sepultado y que se
hallaba en horroroso estado de descomposición. Ante el espectáculo, el joven
sintió que lo invadían un profundo espanto y un acceso de repugnancia, pues
nunca había visto nada similar. El muerto no tenía ni siquiera cubierto el
rostro, ya medio echado a perder a causa de los pájaros y de la podredumbre.
Desviando la mirada, buscó algunas hojas verdes y flores, y cubrió con ellas el
semblante del difunto.
Un olor
indefinible, repulsivo y agobiador se extendía, tibia y tenazmente, a trávés de
la llanura. Otro cadáver yacía entre la hierba rodeado por una bandada de
cuervos, y un caballo decapitado y huesos de hombres y bestias; todos estaban
abandonados al sol, como si nadie hubiera pensado en funerales floridos y en
tumbas. El joven temía que una hecatombe inimaginable hubiera acabado con todos
los habitantes de ese país; y había tantos muertos que tuvo que cesar de cortar
flores para ellos y de cubrirles el rostro con las mismas. Angustiado y con los
ojos a medio cerrar, prosiguió su camino; de todas partes emanaba el olor a
carroña y a sangre, mientras desde miles de lugares ruinosos y de los cadáveres
partía una oleada cada vez más poderosa de dolor y desolación. El mensajero
creyó que había caído en una pesadilla maligna y vio en ello una advertencia
celestial, porque sus propios muertos carecían aún de su fiesta de las flores y
de sepultura. Entonces volvió a recordar lo que la noche anterior le había
dicho desde el tejado el pájaro oscuro, y le pareció oír otra vez su aguda voz
que profería: «Hay cosas peores.»
Comprendió entonces
que el pájaro lo había transportado a otra estrella, y que todo lo que sus ojos
veían era real y verdadero. Recordó la impresión con que había oído algunas
veces, siendo niño, narraciones terroríficas acerca de las épocas primitivas.
Ahora volvía a experimentar una sensación similar; primero un escalofrío de
pavor, y luego un silencioso y plácido alivio en el corazón, pues todo aquello
era algo infinitamente distante y había ocurrido en tiempos muy remotos. Aquí
todo acontecla como en los cuentos de terror. Todo ese mundo extraño de
atrocidades, cadáveres y aves que se alimentaban de carroña, parecía obedecer
sin sentido ni medida a reglas incomprensibles, de locura, según las cuales
siempre acaecía lo malo, lo desatinado y lo deforme en lugar de lo hermoso y lo
bueno.
De pronto observó a
un ser viviente que andaba entre los campos; un aldeano o un criado. Corrió
hacia él y lo llamó. Cuando lo vio de cerca, el joven se aterrorizó y su
corazón fue invadido por la piedad, pues el aldeano era tremendamente feo y
apenas un ser humano. Parecía un sujeto acostumbrado a pensar nada más que en
sí mismo, a presenciar siempre lo negativo, un hombre que viviera
permanentemente entre sueños angustiosos. En sus ojos, en su semblante y en
toda su naturaleza no había nada de alegría ni de bondad, nada de gratitud o
confianza. La virtud más sencilla y sobreentendida parecía faltarle a ese
infortunado.
Pero el joven se
dominó, se aproximó al hombre con gran amabilidad, como si se tratase de un ser
marcado por la desgracia, lo saludó fraternalmente y lo encaró con una sonrisa.
El hombre feo parecía pasmado y miró con asombro desde sus ojos grandes y
tristes. Su voz era ruda y disonante, como el gruñido de seres inferiores. Sin
embargo, no le fue posible resistirse a la serenidad, a la humilde confianza de
la mirada del joven. Y después de haber observado fijamente durante un rato al
forastero, surgió de su rostro tosco y agrietado una especie de sonrisa más o
menos sardónica, bastante desagradable, pero suave y asombrada, tal como la
primera pequeña sonrisa de un alma que acaba de renacer y que en ese momento
llegara desde la región más interior de la tierra.
«¿Qué quieres de
mí?», preguntó aquel hombre al joven forastero.
De acuerdo con los
hábitos de su patria, el muchacho respondió: «Te agradezco, amigo, y te ruego
me digas si puedo hacerte algún servicio.»
Y como el campesino
callara sonriendo entre perplejo y desconcertado, el mensajero le preguntó:
«Dime amigo, ¿qué significa este espectáculo espantoso?», y seña16 en torno con
la mano.
El campesino se
esforzó en comprenderlo, y al repetir el mensajero su pregunta, dijo: «¿Nunca
viste esto? Es la guerra. Éste es un campo de batalla». Y señalando un negro
montón de ruinas, exclamó: «Aquélla era mi casa». Y cuando el extranjero, lleno
de una piedad que le nacía del corazón, mirara en sus ojos enturbiados, el
campesino bajó la vista y la clavó en el suelo.
«-No tenéis un
rey?», preguntó ahora el joven, y al asentir el campesino, interrogó: «¿Dónde
está, pues?» El hombre indicó a lo lejos una tienda de campaña que podía divisarse
muy remota y pequeña. Entonces el mensajero se despidió posando su mano en la
frente de aquél, y continuó su camino. El campesino se palpó la frente con
ambas manos, sacudió preocupado la pesada cabeza y se quedó largo rato parado
en tanto que seguía mirando con fijeza al extranjero.
Este último corrió
y corrió entre escombros y horrores, hasta llegar a la tienda de campaña. Por
todas partes corrían hombres armados, pero nadie reparaba en él, y así pasó
entre las tiendas y la gente, hasta encontrar la tienda más grande y hermosa
del campamento, que era la del rey. Entonces se dispuso a entrar.
En la tienda estaba
el rey sentado en una cama baja y sencilla. Su manto se extendía a un lado, y
al fondo se acurrucaba dormitando un criado. El rey se hallaba sumido en
profundos pensamientos. Su rostro era bello y triste, un mechón de cabellos
grises caía sobre su frente tostada; la espada estaba tendida en el suelo
delante de él.
El joven saludó sin
decir palabra, con respeto, tal como hubiera saludado a su propio rey, y
permaneció aguardando de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, hasta que
el monarca lo miró.
«¿Quién eres?»,
preguntó severamente, y contrajo las oscuras cejas, pero su mirada quedó
suspendida ante los rasgos puros y alegres del extranjero; y el joven lo miró
tan lleno de confianza y gentileza, que la voz del rey se hizo más suave.
«Yo te he visto
alguna vez», dijo, como si recordase, «o te pareces a alguien que conocí en mi
infancia.»
«Soy extranjero»,
dijo el emisario.
«Habrá sido un
sueño», dijo quedamente el rey. «Me recuerdas a mi madre. Habla. Cuéntame.»
El joven comenzó:
«Me trajo un pájaro. En mi país hubo un terremoto, quisimos enterrar a nuestros
muertos, pero no había flores.»
«¿No había
flores?», dijo el rey.
«No, no quedaba
ninguna. Y nada peor para nosotros que sepultar a un muerto sin ofrecerle
nuestra fiesta de las flores, pues el primer paso de su transformación debe ser
dado en medio del esplendor y la alegría. »
De pronto el
mensajero recordó cuántos muertos insepultos había yaciendo afuera sobre ese
campo de horror, y se contuvo. El rey lo miró, meneó la cabeza y suspiró
profundamente.
«Yo quería llegar
hasta nuestro rey y pedirle muchas flores», prosiguió el mensajero, «pero
cuando estaba en el templo de la montaña, vino ese pájaro enorme y me dijo que
me llevaría ante el rey y me trajo por los aires hacia ti. ¡Oh, amado rey,
aquel templo era de una deidad desconocida para mí, en su tejado se había
posado el pájaro, y este dios tenía una imagen sumamente curiosa sobre su
piedra sagrada: un corazón, en el que se alimentaba un pájaro salvaje! Con
aquel inmenso pájaro tuve una conversación durante la noche. Y sólo ahora puedo
comprender sus palabras, pues me dijo que había mucho más dolor y maldad en el
mundo de lo que yo podía imaginar. Y tenía razón, para llegar a este sitio he
tenido que atravesar ese campo vastísimo, y durante esas horas he visto
sufrimientos y calamidades infinitas, mucho mayores de lo que refieren nuestras
leyendas más terroríficas. Entonces llegué hasta ti, ¡oh rey', para preguntarte
si puedo hacer algo en tu servicio.»
El rey, que había
escuchado atentamente, trató de sonreír, pero había tanta gravedad y amargura
en su hermoso semblante, que no pudo hacerlo.
«Te agradezco»,
dijo, «no puedes prestarme ningún servicio. Pero me has hecho recordar a mi
madre, y te doy las gracias. »
El joven se sintió
afligido porque el rey no podía sonreír. «Estás tan triste», le dijo, «¿es a
causa de la guerra?»
«Sí», dijo el rey.
Frente a este
hombre profundamente abatido y tan noble, sin embargo, el joven no pudo dejar
de violar una regla de la cortesía. Y preguntó: «Pero dime, te suplico, ¿por
qué os hacéis estas guerras en vuestra estrella? ¿Quién tiene la culpa? ¿Acaso
la tienes tú?»
El rey miró fija y
largamente al mensajero, parecía enfadado ante la impertinencia de la pregunta.
Pero no pudo reflejar por mucho tiempo su mirada sombría en los ojos claros y
desprevenidos del extranjero.
«Eres un niño»,
dijo el rey, «ay éstas son cosas que no podrías entender. La guerra no es culpa
de nadie, llega por sí misma, como la tormenta y el rayo, y todos nosotros, los
que debemos combatir, no somos sus iniciadores, sino sus víctimas.»
«¿Entonces entre
vosotros el morir es cosa leve?», preguntó el joven. «En nuestro país la muerte
no es, por cierto, algo muy temido, y la mayoría se entrega dócilmente a ella.
E inclusive muchos se encaminan alegremente a su metamorfosis. Sin embargo,
nadie se atrevería a dar muerte a su prójimo. En vuestra estrella esto debe ser
diferente.»
El rey sacudió la
cabeza. «Entre nosotros no se mata a menudo», dijo, «y esta acción es el delito
más grave que puede cometerse. Sólo en la guerra se permite hacerlo, porque
allí nadie mata por odio o envidia, o en su propio beneficio, sino que todos
hacen lo que la comunidad exige de ellos. Pero estás equivocado si crees que
nosotros morimos con agrado. Si observas los rostros de nuestros muertos, verás
que ellos mueren penosamente, muy penosamente, y contra su deseo.»
El joven escuchó
todo esto y se sorprendió por la tristeza y pesadumbre de la vida que los seres
de esa estrella parecían soportar. Hubiera querido formular muchas otras
preguntas, pero sentía claramente que nunca llegaría a comprender toda la
relación de esas cosas oscuras y espantosas. Y ni siquiera tenía el deseo de
comprenderlas. Y pensó que esos seres lamentables pertenecían a un orden
inferior y no conocían aún a los dioses celestiales o estaban gobernados por
demonios, o bien, que en esa estrella imperaba un infortunio, algún pecado o
error. Y le pareció demasiado penoso y cruel seguir interrogando más a ese
monarca y obligarlo a respuestas y confesiones, cada una de las cuales podía
ser muy amarga y humillante para aquél. Esos hombres, que vivían con un oscuro
temor ante la muerte, y a pesar de ello se aniquilaban en masa, esos hombres
cuyas caras mostraban una rudeza tan indigna como la del campesino y una
aflicción tan profunda y terrible como la del rey, le daban lástima y con todo
le parecían curiosos y casi ridículos, ridículos y necios a través de su
apariencia lamentable y vergonzosa.
Pero hubo una
pregunta que no podía reprimir. Si esos pobres seres se habían quedado allí en
esa estrella, a modo de criaturas retardadas, hijos de un astro tardío y sin
paz, si la vida de esos hombres corría como una convulsión estremecida y
terminaba en una desesperada matanza, si dejaban a sus muertos tirados en los
campos de batalla y acaso hasta se los comían -porque también de eso se hablaba
en aquellos horrorosos cuentos de hadas del remoto pasado-, así y todo tenía
que existir en su interior un presentimiento del futuro, una imagen sonada de
los dioses, algo como un germen del alma. be otra manera, todo aquel mundo
despojado de belleza hubiera sido sólo un error sin sentido.
«Perdóname, oh
rey», dijo el joven con voz lisonjera, «perdona si me atrevo a hacerte una
pregunta más, antes de abandonar este singular país tuyo.»
«¡Pregunta, pues!»,
accedió el rey, que sentía algo muy particular frente a este extranjero, pues
en muchos aspectos se le revelaba como un espíritu sutil, maduro e
incalculable, y en otros, sin embargo, parecía como un niño pequeño al que hay
que tratar con cuidado y sin tomarlo demasiado en serio.
«Extraño rey»,
fueron las palabras del mensajero, «me has causado una gran tristeza. Mira, yo
vengo de otras tierras, y veo que el gran pájaro del tejado del templo tenía
razón; aquí entre vosotros hay un dolor infinitamente mayor del que yo me
hubiera podido imaginar. Vuestra vida parece ser un sueño de angustia, y no sé
si se encuentra gobernada por dioses o demonios. Sabe, oh rey, que entre
nosotros hay una leyenda que yo tenía antes por una mescolanza de cuentos de
hadas y humo vacío. La misma refiere que en otros tiempos fueron también
conocidos entre nosotros cosas tales como la guerra, el asesinato y la
desesperación. Estas palabras espantosas, que nuestro idioma ignora desde hace
mucho tiempo, las leemos en los viejos libros de cuentos; y nos suenan como
algo terrible, y también un poco ridículas. Pero hoy aprendí que todo eso es
real; y te veo a ti y a los tuyos hacer y padecer aquello que conocíamos por
medio de esas terribles leyendas de nuestra época pretérita. Ahora dime: ¿no
tenéis en vuestra alma el presentimiento de que no hacéis lo debido? ¿No tenéis
el anhelo de dioses luminosos, risueños, de guías y gobernantes más compresivos
y felices? ¿No soñáis nunca con una existencia distinta y más hermosa, donde
nadie quiera lo que los otros tampoco desean, donde reinen la razón y el orden,
donde los hombres se reúnan entre sí con alegría y consideración recíproca? ¿No
habéis tenido jamás el pensamiento de que el universo es un todo, y que
reverenciándolo, amándolo, ese todo os curaría y os haría felices? ¿No sabéis
nada de lo que nosotros en mi país llamamos música, ni del servicio de Dios, ni
de la salvación?»
El rey, al escuchar
estas palabras, había inclinado la cabeza. Pero, al levantarla, su semblante se
había transformado, y resplandecía con el brillo de una sonrisa, pese a que sus
ojos estaban llenos de lágrimas.
«Gentil muchacho»,
dijo el rey, «no sé bien si eres un niño, un sabio o quizás una divinidad. Pero
puedo responderte que conocemos todo aquello de lo que tú hablabas, y lo
llevamos en el alma. Anhelamos la dicha, anhelamos la libertad, anhelamos a los
dioses. Tenemos una leyenda según la cual un sabio de la antigüedad percibió la
unidad del universo como una música armoniosa de los espacios celestes. ¿Te
basta con eso? Quizás eres un bienaventurado del Más allá, pero aunque fueses
el mismo Dios, no existe en tu corazón ninguna felicidad, poder o voluntad, de
los cuales no aliente en nuestros corazones un presentimiento, un reflejo, una
sombra por lejana que sea.»
Y de improviso se
irguió cuan alto era, y el joven quedó maravillado, porque en un instante el
rostro del rey se había bañado en una sonrisa luminosa, sin sombras, como el
resplandor de la mañana.
«¡Vete, pues!»,
dijo al mensajero. «¡Vete y deja que hagamos la guerra y nos asesinemos! Me
ablandaste el corazón, me recordaste a mi madre. ¡Basta, basta de ello, mi
bello muchacho! Vete ahora, huye, antes de que comience la nueva batalla. Yo
pensaré en ti cuando la sangre corra y las ciudades ardan; pensaré que el mundo
es un Todo, del que ni siquiera nuestra necedad, nuestra cólera y nuestro
salvajismo pueden separarnos. ¡Adiós! Saluda de mi parte a tu estrella, y a esa
deidad, cuya imagen es un corazón devorado por un pájaro. Conozco bien ese
corazón y a ese pájaro. Y advierte, mi lindo amigo de la lejanía: cuando
pienses en tu amigo, en este pobre rey de la guerra, no lo recuerdes tal como
lo viste cuando estaba sentado en el lecho, hundido en la aflicción, piénsalo
sonriendo con lágrimas en los ojos y sangre en las manos.»
El rey alzó la lona
de la tienda con su propia mano, sin despertar al criado, y dejó que el
extranjero saliera. Con nuevos pensamientos volvió el joven sobre sus pasos a
través de la llanura, y vio con las luces del anochecer en el horizonte una
gran ciudad envuelta en llamas: se alejó, y subiendo entre cadáveres humanos y
descompuestos despojos de caballos, alcanzó el linde del bosque de la montaña
cuando ya había oscurecido.
Entonces descendió
desde las nubes el gran pájaro, lo recibió sobre sus alas, y volaron durante la
noche en silencio y blandamente, igual que las lechuzas.
Cuando el joven
despertó tras un sueño intranquilo, estaba en el pequeño templo de la montaña;
allí delante lo aguardaba, entre la hierba húmeda, su caballo, cuyo relincho
saludaba al nuevo día. Pero del pájaro enorme, de su viaje a una estrella
lejana, del rey y del campo de batalla, nada recordaba. Sólo una sombra había
quedado en su alma, un leve dolor escondido como el que causa una espina
menuda, así como duele una compasión desvalida y un vago deseo insatisfecho es
capaz de atormentarnos en sueños; hasta que al cabo desentrañamos sus ansias
secretas, que consisten en demostrar al ser amado cuánto deseamos participar de
sus alegrías y contemplar su sonrisa.
El mensajero montó
a caballo, y después de cabalgar todo el día llegó hasta la capital para ver a
su rey. Y se demostró que había sido el mensajero adecuado. Porque el rey lo
recibió con el saludo del mejor augurio, en tanto que le tocaba la frente y
exclamaba: «Tus ojos han hablado a mi corazón, y mi corazón ha dicho que sí. Tu
ruego se ha cumplido aun antes de haberlo yo escuchado.»
De inmediato, el
mensajero obtuvo una carta del rey, por la cual debían serle facilitadas todas
las flores del re¡no que necesitara. Y una escolta, acompañantes y sirvientes fueron
con él, y se le agregaron coches y caballos. Y cuando, tras atravesar la
montaña en el menor tiempo posible, regresó después de pocos días a la
carretera llana de su provincia y entró en su pueblo, traía consigo coches,
carros, canastos y acémilas, todos cargados con las flores más hermosas de los
jardines y los invernáculos, de los que hay muchos en el norte. Había
cantidades suficientes, no sólo para coronar los cuerpos de los difuntos y
adornar sus tumbas profusamente, sino también para plantar en memoria de cada
muerto una flor, una planta o un pequeño árbol frutal, según lo exige la
costumbre. Así, el dolor por su amigo y por su caballo predilecto desapareció y
pudo entregarse a una recordación serena y tranquila, después de haberlos
adornado y dado sepultura, tras lo cual plantó sobre sus tumbas sendas flores,
arbustos y árboles frutales.
Luego de haber
satisfecho su corazón de esta manera y de haber cumplido con su deber, el
recuerdo del viaje por aquella tiniebla empezó a removerse dentro de su alma.
De modo que pidió a sus allegados que lo dejaran estar un día solo. Durante
veinticuatro horas estuvo sentado bajo el árbol del pensamiento, y en su
memoria se desplegó, limpia y llanamente, la representación de lo que había
visto en la estrella ajena. Luego de lo cual fue un día a ver al patriarca y le
contó todo.
El anciano lo
escuchó, quedó sumido en sus pensamientos y preguntó luego: «¿Todo esto, amigo
mío, lo viste con tus propios ojos o ha sido un sueño?»
«No lo sé», dijo el
joven. «Pienso que puede haber sido un sueño. De todos modos, y lo digo con-
respeto, no me parece que la diferencia tenga alguna importan-, cia, dado que
el asunto está instalado en mi mente con toda realidad. Una sombra de
pesadumbre ha quedado en mí, y en medio de la dicha de vivir, un viento frío
que viene desde aquella estrella sopla en mi interior. Por eso, ¡oh venerable!,
te pregunto qué debo hacer.»
«Ve mañana», habló
el anciano, «otra vez a la montaña hasta aquel sitio donde hallaste el templo.
Me parece extraña la imagen de aquel dios, del que nunca oí hablar, y es
posible que se trate de una deidad de otro astro. Puede ser también que aquel
templo y su dios sean tan viejos que provengan de nuestros antepasados más
remotos y de los tiempos pretéritos en los que pudieron haber reinado las
armas, el miedo y la angustia ante la muerte. Ve a aquel templo, querido, y haz
una ofrenda de flores, miel y canciones.»
El joven agradeció
y obedeció el consejo del anciano. Tomó una jícara llena de miel refinada, como
la que se acostumbra ofrecer en los comienzos del estío a los huéspedes
distinguidos en ocasión de la primera fiesta de las abejas, y consigo llevó
también el laúd. En la montaña volvió a dar de nuevo con el sitio donde antes
había arrancado una campanilla azul, y encontró el empinado sendero rocoso que
llevaba, monte arriba, al bosque, y por donde, hacía poco tiempo, había andado
a pie delante de su cabalgadura. Pero no pudo volver a hallar, tampoco al día
siguiente, ni el emplazamiento del templo ni el templo mismo, la negra piedra
de sacrificio, las columnas de madera, o el techo con el gran pájaro-posado
encima. Y nadie supo decirle nada de un templo semejante al que él describía.
De esta manera
regresó a su tierra, y al pasar junto al santuario del Recuerdo Amoroso entró
en él ofrendó la miel, cantó una canción con su laúd y recomendó a la deidad
del Recuerdo Amoroso su sueño, el templo y el pájaro, el pobre campesino y los
muertos en el campo de batalla, y en especial, al rey en su tienda de guerra.
Entonces volvió con el corazón aliviado a su morada, colgó en la pared de su
alcoba la imagen de la unidad del mundo, descansó con sueño profundo de los
sucesos de aquellos días y a la mañana siguiente comenzó a ayudar a sus
vecinos, que, en campos y jardines, se afanaban, entre cánticos, por borrar los
últimos rastros del terremoto.
EL CAMINO DIFÍCIL
Delante del
desfiladero, junto a la oscura entrada rocosa, quedé vacilante y me volví
mirando hacia atrás.
El sol brillaba
sobre ese grato mundo verde y en los prados relucían tremolantes las pardas
flores de la hierba. Allí se estaba bien, había calidez y placer amable, allí
el alma vibraba en lo profundo, satisfecha como un velludo abejorro saturado de
aroma y luz. Y quizá yo estaba loco por querer abandonarlo todo y disponerme a
subir a la montaña.
El guía me tocó
suavemente el brazo. Como uno que sale a la fuerza de un baño tibio, así
desprendí mis ojos del querido paisaje. Entonces vi el desfiladero que yacía en
una penumbra sin sol. Un arroyito negro se arrastraba al pie de la hendidura y
en sus orillas la hierba crecía descolorida en pequeños racimos; y en su fondo
se lavaban piedras de colores ya muertos, pálidas como los huesos de los seres
que alguna vez estuvieron vivos.
«Descansernos un poco»,
dijo el guía.
Sonrió
pacientemente y nos sentamos. Hacía fresco, y de la rocosa entrada venía una
silenciosa corriente de aire sombrío, pétreo y frío.
¡Qué desagradable
parecía iniciar ese camino! Desagradable resultaba atormentarse a través de ese
lúgubre paso de piedra, cruzar ese arroyo frío, trepar en tinieblas por el
desfiladero estrecho y escarpado.
«El camino parece
detestable», dije titubeando.
Dentro de mí, como
una lucecita moribunda, aleteaba la esperanza vehemente, increíble e insensata,
de que quizá pudiéramos volver atrás, de que el guía se dejase persuadir y que
finalmente se nos ahorrara todo esto. Y en realidad, ¿por qué no? ¿No era acaso
mil veces más hermoso el lugar de donde veníamos? ¿No fluía la vida allí más
rica, más cálida y estimable? ¿Y acaso no era yo un hombre, un ser ingenuo y
efímero con derecho a un poquito de dicha, a un rinconcito de sol, a una vista
llena de azul y de flores?
No, yo quería
quedarme. No tenía ganas de hacerme el héroe o el mártir. Pasaría toda mi vida
satisfecho si pudiera quedarme en el valle bajo el sol.
Entonces comencé a
tiritar; en ese lugar era imposible permanecer mucho tiempo.
«Te estás helando»,
dijo el guía, «es mejor que nos vayamos.»
Dicho esto se
levantó, se estiró cuan largo era y me miró sonriente. Ni burla o compasión ni
dureza o indulgencia existían en su sonrisa. En ella no había sino comprensión
y sabiduría. Esta sonrisa decía: «Te conozco. Conozco tu miedo, sé lo que
sientes y no he olvidado para nada tu fanfarronería de ayer y de anteayer. Cada
desesperado brinco de liebre cobarde que ahora da tu alma y cada coqueteo con
la amable luz del sol me son conocidos y familiares desde antes de que los
pusieras en ejecución.»
Con esa sonrisa me
estuvo mirando el guía, y luego se adelantó dando el primer paso hacia el
oscuro valle rocoso; y entonces lo odié y lo amé como un condenado ama y odia
el hacha sobre su nuca. Pero más que otra cosa yo odiaba y despreciaba su
saber, su dominio y frialdad, su carencia de debilidades gratas. Y odiaba en mí
mismo todo aquello que le otorgaba la razón, incluso lo que admitía de él, lo
que en mí quería seguirlo.
Ya había dado
muchos pasos hacia adelante, a través .de las piedras del negro arroyo, y
estaba a punto de desaparecer tras el primer recodo del barranco...
«¡Detente!»,
exclamé lleno de tal miedo que no tuve más remedio que pensar: si. esto fuera
un sueño, en este mismo instante mi espanto lo destruiría y yo volvería a
despertarme. «Detente», volví a decir, «no puedo, no estoy preparado todavía.»
El guía se detuvo y
miró en silencio hacia mí, sin un reproche, pero con aquella tremenda
comprensión, con aquella sapiencia, presentimiento y ese saber-de-antemano tan
difíciles de soportar.
«¿Prefieres que
volvamos?», preguntó entonces, y todavía no había terminado de decir la última
palabra, cuando ya sabía yo, muy a pesar mío, que le diría que no, que debía
negarme. Y al mismo tiempo, todo lo viejo, acostumbrado, amado y familiar
gritaban desesperadamente dentro de mí: «¡Di que sí, di que sí!» Y mi patria y
el mundo entero colgaban de mis pies como una bola.
Y yo quería decir
que sí, aunque sabía bien que me seria imposible.
Entonces, con su
mano extendida, el guía me señaló hacia el valle, atrás, y yo me volví
nuevamente hacia a amada región. Y ahora vi lo más penoso que podía ocurrirme:
mis queridos valles y llanuras yacían pálidos y desanimados bajo un sol sin
fuerzas; los colores sonaban falsos y chillones, las sombras parecían llenas de
negro hollín y sin encanto. Y a todo se le había extirpado el corazón, a todo
le había sido sustraído el encanto y el aroma, todo tenía el olor y el sabor de
las cosas de las que uno se ha indigestado hasta las náuseas. ¡Oh, qué bien
conocía yo aquello, cómo temía y odiaba esa espantosa modalidad del guía de
hacerme despreciar lo que me era querido y agradable, de hacer que se escaparan
su savia y espíritu, de falsificar los aromas y de envenenar silenciosamente
los colores! ¡Ah, ya conocía yo todo eso: lo que ayer fuera vino hoy se
convertía en vinagre! Y nunca más el vinagre se convertiría en vino. Nunca más.
Callé y seguí al
guía lúgubremente. Él tenía razón, como siempre. Y todo no resultaría tan malo
si por lo menos permaneciera cerca de mí y visible, en vez de desaparecer de
improviso -como a menudo hacía- cuando había que tomar una decisión, dejándome
solo... solo con aquella voz extraña dentro de mi pecho en la que se había
transformado.
Yo callaba, pero mi
corazón gritó fervorosamente: «¡Quédate un instante, ya te sigo!»
Las piedras del
arroyo eran desagradablemente resbaladizas; era agotador, daba vértigo andar
así, paso a paso sobre una piedra estrecha y mojada que se achicaba y cedía
bajo las suelas. Cerca de allí el sendero del arroyo empezaba a elevarse
rápidamente, y las sombrías paredes del desfiladero convergían más, se
extendían hoscas, y cada una de sus aristas mostraba la intención maligna de
querer apretarnos con sus pinzas y cortarnos para siempre el camino de regreso.
Sobre verrugosas peñas amarillas fluía espesa y viscosa una capa de agua. El
cielo, la nube y el azul habían desaparecido sobre nosotros.
Marché y marché
detrás del guía, y a menudo cerraba los ojos del miedo y la repugnancia que
sentía. Una oscura flor al borde del camino se irguió entonces, aterciopeladamente
negra y con una mirada melancólica. Era hermosa y me habló con familiaridad.
Pero el gula caminaba deprisa y yo sentía que si llegaba a bajar la vista una
sola vez hasta ese triste ojo de terciopelo, entonces mi aflicción y
desesperada pesadumbre serían tan onerosas e insoportables, que mi espíritu
permanecería siempre proscripto en esa sarcástica región del absurdo de la
demencia.
Mojado y sucio
continué arrastrándome, y cuando las húmedas paredes se iban cerrando sobre
nosotros, el guía comenzó a cantar su vieja canción de consuelo. Con voz
juvenil, clara y firme cantaba al compás de sus pasos palabras: «¡Quiero,
quiero, quiero!» Yo sabía que él quería animarme, que deseaba ahuyentar de mí
el ingrato esfuerzo y el desconsuelo de ese viaje infernal. También sabía que
él esperaba que uniera mi voz a la suya. Pero yo no quería tal cosa, no quería
concederle esa victoria. ¿Acaso tenía yo algún deseo de cantar? ¿Y no era yo un
hombre un pobre tipo que había sido arrastrado contra u voluntad hacia cosas y
hechos que Dios no podía explicarle? ¿No podía permanecer cada clavel y cada
nomeolvides junto al arroyo, allí donde estaba, y florecer y marchitarse según
los dictados de su naturaleza?
«¡Quiero, quiero,
quiero!», cantaba el guía sin cesar. ¡Oh, si hubiese podido regresar! Pero, con
la ayuda asombrosa del guía, hacia tiempo que trepaba por los paredones y sobre
los precipicios, para los que no existía ningún camino de vuelta. El llanto me
ahogaba por dentro, pero no podía llorar, eso menos que nada. De manera que me
uní con voz fuerte y porfiada al canto del guía, con su mismo compás y tono,
pero yo no cantaba lo que él, sino esto: «i Debo, debo, debo!» Sólo que no era
fácil cantar mientras trepaba, y pronto perdí el aliento y jadeando me vi
obligado a callar. Pero él prosiguió cantando incansablemente: «¡Quiero,
quiero, quiero!», y con el tiempo llegó a obligarme a que cantara lo mismo que
él. Ahora la subida empezó a mejorar, y sentí que ya no debía, sino que quería
hacerlo. En cuanto a fatigarme por causa del canto, nada de eso sentía ya.
Entonces se hizo
una mayor claridad en mi interior, y a medida que esa claridad aumentaba,
retrocedió también la roca alisada; se hacía más seca, más benigna, ayudaba a
menudo al pie inseguro, y sobre nosotros se fue mostrando más y más el claro
cielo azul, ya como un arroyuelo azul entre las márgenes de piedra, ya como un
pequeño lago azul que creciera ganando anchura.
Probé a querer con
mayor fuerza y concentración, y el lago celestial siguió creciendo y el sendero
se hizo más transitable. Y hasta podía correr un largo trecho ligero y grácil
junto al guía. E inesperadamente vi la cercana cumbre sobre nosotros, empinada
y resplandeciente entre el ardiente aire del sol.
Algo más abajo de
la cima interrumpimos nuestra subida a gatas y salimos de la estrecha
hendidura. El sol entró con fuerza en mis ojos enceguecidos, y al abrirlos de
nuevo, las rodillas me temblaron de angustia, pues me veía aislado y sin apoyo
en la empinada cresta mientras me rodeaba un espacio celeste sin límites y sólo
se erguía delante de nosotros la angosta cima. Pero de nuevo había cielo y sol,
y así asistidos escalamos, palmo a palmo, con los labios apretados y la frente
contraída, la cuesta angustiosa. Por fin estábamos arriba, sobre un estrecho
peñasco candente, en medio de un aire duro, burlón y sutil.
Era una montaña
singular, y singular también era su cima. En aquella cúspide, a la que
trepáramos por interminables y desnudas paredes de piedra, había brotado de la
piedra un árbol pequeño y compacto con algunas ramas breves y vigorosas. Allí
estaba, inconcebiblemente solo y extraño, recio y tieso sobre la roca, el frío
,azul del cielo entre sus ramas. Y en lo más elevado del árbol se posaba un
pájaro negro que cantaba una canción áspera.
Sueño silencioso de
un descanso breve, bien arriba mundo: el sol llameaba, la piedra ardía, el
árbol miraba rígida y severamente, el pájaro cantaba con aspereza. Su áspera
canción se llamaba: «¡Eternidad, eternidad!». El pájaro negro cantó, y sus ojos
relucientes y duros nos miraron como si fueran un cristal negro. Difícil de
soportar era esa mirada, dificil de soportar era su canto, y terrible, sobre
todas las cosas, la soledad y el vacío de esos parajes, la extensión de los
desiertos espacios celestes que producía vértigo. Morir allí era una delicia
inimaginable; permanecer, un tormento sin nombre. Alguna cosa tenía que
ocurrir, pronto, al instante. De otro modo, nosotros y el mundo quedaríamos
petrificados por el horror. Sentí entonces el hálito opresor y ardiente de algo
que iba a suceder, como las ráfagas de viento antes de la tempestad. Lo sentí
revolotear sobre mi cuerpo y sobre alma como una fiebre ardiente. Amenazaba, se
acercaba... ya estaba aquí.
De pronto el pájaro
se balanceó desde la rama y se precipitó al espacio.
Mi guía dio un
salto y se arrojó al azul, cayó en el cielo palpitante, voló.
Ahora la ola del
destino se hallaba en su apogeo, ahora arrebató mi corazón, ahora se deshizo
sin ruido.
Y yo caía, me
precipitaba, saltaba, volé; agarrotado en el frío torbellino del aire, me sentí
feliz y estremecido por la tortura del deleite a través del infinito, hacia el
seno materno.
UNA SUCESIÓN DE SUEÑOS
Me pareció que
permanecía una cantidad de tiempo denso e inútil en el tibio salón, desde cuya
ventana situada al norte miraba el falso lago con sus fiordos postizos, y donde
nada me-atraía y retenía excepto la presencia de la bella y sospechosa dama a
quien tomé por una pecadora. Contemplar debidamente su rostro constituía mi
anhelo insatisfecho. Aquel rostro estaba confusamente rodeado por un cabello
suelto y oscuro, y sólo se componía de una dulce palidez, otra cosa no había.
Acaso los ojos fueran de color castaño oscuro; íntimamente yo esperaba que
fuera así. Pero entonces los ojos no se adecuaban al semblante que mi mirada
deseaba leer en su imprecisa palidez, y cuya conformación descansaba en mí en
estratos del recuerdo tan hondos como inalcanzables.
Algo sucedió por
fin. Los dos jóvenes entraron. Saludaron a la dama con muy buenos modales y me
fueron presentados. Petimetres, pensé, y me enojé conmigo mismo, porque la
chaqueta color tabaco de uno de ellos con su coqueto talle y corte me
avergonzaba y daba envidia. ¡Era un repugnante sentimiento de envidia contra
esos impecables y desenvueltos seres sonrientes! «¡Domínate!», me dije en voz
baja. Ambos jóvenes estrecharon con indiferencia la mano que les ofrecí -¿por
qué lo había hecho?- y pusieron cara de burla.
Entonces noté que
algo no estaba en orden en mi persona, y sentí dentro de mí molestos
escalofríos. Bajé la vista y palidecí al ver que no llevaba zapatos, que sólo
calzaba medias. ¡Otra vez, siempre esos impedimentos y contratiempos insulsos,
lamentables, mezquinos! ¡A los demás nunca les ocurría aparecer desnudos o
semidesnudos ante la gente irreprochable e inflexible! Apesadumbrado, traté de
cubrir por lo menos el pie izquierdo con el derecho, cuando mi vista cayó sobre
la ventana. Tras ella surgía la empinada orilla del lago que amenazaba azul y
salvaje con sus lúgubres tonalidades falsas que querían ser demoníacas. Apenado
y deseoso de ayuda miré a los recién llegados pleno de odio contra ellos y con
mayor odio aún hacia mí mismo nada era mío, nada me salía bien. ¿Por qué habría
de sentirme responsable con respecto a ese lago tonto? Miré insistentemente a
la cara al de la chaqueta color tabaco: sus mejillas resplandecían llenas de
salud y de cuidados delicados; y yo sabía, sin embargo, que mi entrega era
inútil, que él no habría de conmoverse.
Justo en ese
momento reparaba él en mis pies cubiertos por las toscas medias verdinegras
-¡ay, debía sentirme contento porque no estaban agujereadas!-, y sonrió de
manera odiosa. Tocó con el codo a su compañero y le señaló mis pies. El otro
rió también lleno de burla.
«¡Pero vean ustedes
el lago!», exclamé, indicando la ventana.
El de la chaqueta
color tabaco se encogió de hombros, ni siquiera se dignó mirar hacia la
ventana, y le dijo algo al otro que entendí sólo en parte, pero que estaba
destinado a mí y se refería a tipos en medias que no debían ser tolerados en un
salón como éste. La palabra salón volvió a tener una significación similar a la
que tuvo en mis años de muchacho, con una resonancia algo bella y algo falsa de
distinción y mundanidad.
A punto de llorar,
me incliné hacia mis pies por si podía mejorar alguna cosa, y entonces
comprendí que resbalando, resbalando, se me habían salido las holgadas
zapatillas de casa; por lo menos había aparecido detrás de mí en el suelo una
pantufla muy grande, mullida, de color punzó. Indeciso, casi lloriqueando, la
tomé con la mano asiéndola del tacón. Se me resbaló, la atrapé antes de llegar
al piso -ahora había aumentado de tamaño-. agarrándola esta vez por la punta.
Entonces,
íntimamente liberado, percibí el profundo valor de la pantufla que oscilaba en
mi mano por el peso del tacón. ¡Qué cosa magnífica, una zapatilla roja y
blanda, tan suave y pesada.' A manera de ensayo la blandí un poco en el aire;
era algo delicioso y una sensación de placer me recorrió hasta la punta de los cabellos.
Una cachiporra, una manguera de goma no eran nada .,.Comparados con mi gran
zapato. Le puse entonces un nombre italiano: calziglione.
Cuando le asesté al
de la chaqueta color tabaco un golpe
juguetón con el calziglione en la cabeza, el irreprochable joven,
tambaleándose, se desplomó en el diván. Y los demás, el cuarto y ese lago
espantoso perdieron .todo su dominio sobre mí. Yo era grande y fuerte, ya era
,libre, y luego de un segundo golpe en la cabeza al de la *chaqueta color
tabaco, ni lucha hubo. Ni siquiera una mezquina defensa frente a mis golpes,
sino júbilo y el deliberado capricho del triunfador. Dejé también de odiar a mi
enemigo vencido: ahora me resultaba interesante, valioso y querido, yo era su
señor y creador. Pues cada golpe de mi zapato-porra italiano iba modelando esa
cabeza inmadura de petimetre, la forjaba, la construía, la inventaba. Con cada
golpe configurador se hacía más agradable, más bonita, más fina, se convertía
en mi criatura, en mi obra, en algo que me apaciguaba y que amaba. Con un
tierno golpe postrero de forjador le ubiqué el puntiagudo occipucio bastante
adentro. Estaba listo. Me agradeció y acarició mi mano. «Ya está bien», señalé
yo. Entonces cruzó las manos sobre su pecho y tímidamente dijo: «Me llamo
Pablo.»
Sentimientos
maravillosos, llenos de poder y alegría dilataron mi pecho y dilataron asimismo
el espacio ante mí. El aposento -nada de «salón» ahora- se retiró avergonzado y
se escondió como algo nulo. Yo me encontraba junto al lago, y el lago era de un
color azul oscuro; nubes aceradas oprimían las montañas sombrías; en los
fiordos bullía espumosa un agua oscura; ráfagas de viento sur vagaban violenta
y temerosamente en remolinos. Alcé la vista y extendí la mano señalando que la
tormenta podía comenzar. Un relámpago estalló claro y frío desde la azulada
dureza; un huracán caliente se precipitó con bramidos; en el cielo se disolvía
un tumulto de formas grises en vetas marmóreas. Del lago azotado ascendían de
manera aterradora enormes olas rotundas, de cuyos lomos la tormenta arrancaba
cendales de espuma y partículas de agua que chasqueaban al ser arrojadas contra
mi cara. Las negras montañas petrificadas abrían sus ojos llenos de espanto.
Aquel acurrucarse las unas contra las otras y el silencio que de ellas surgía
sonaban como una imploración.
En medio de la
espléndida tormenta, entre su galopar sobre gigantescos corceles fantasmales,
sonó cerca de mí una tímida voz. «¡Oh, yo no te había olvidado, pálida mujer de
larga cabellera negra!» Me incliné hacia ella y habló de un modo infantil: «El
lago se acerca, uno no puede quedarse.» Miré conmovido a la dulce pecadora, su
rostro no era más que una palidez callada entre un amplio crepúsculo de
cabellos. El ruidoso oleaje golpeaba ya mis rodillas, ya mi pecho, y la pecadora
se balanceaba indefensa y silenciosa en medio de las olas ascendentes. Me reí
un poco, abracé sus rodillas, la levanté hasta mí. También esto parecía hermoso
y redentor, la mujer era singularmente liviana y pequeña, llena de una tibieza
reciente; i y sus ojos eran confiados y temerosos. Entonces comprendí que no
era una pecadora, ni una dama lejana o turbia. Ningún pecado, ningún secreto:
era simplemente una niña.
La saqué de entre
las olas y la llevé, a través de las rocas, hasta un parque sombrío a causa de
la lluvia, lleno de una tristeza regia, donde la tormenta no llegaba. Allí,
desde las copas inclinadas de viejos árboles, se manifestaba una belleza pura y
plena de suave humanidad: poemas y sinfonías, mundo de bellos presentimientos y
goces gratamente moderados, amables árboles pintados por Corot y música de
Schubert dulcemente idílica, para instrumentos de viento y madera, todo lo
cual, con el fugaz y palpitante aliento de la nostalgia, me atraía dulcemente
hacia su amado templo. Y aunque el mundo, vanamente o no, tiene muchas voces,
para cada una de ellas guarda el alma sus horas, sus momentos.
Dios sabe cómo nos
despedimos, cómo perdí de vista a la pecadora, a la mujer pálida, a la
criatura. Había una escalinata de piedra, y un pórtico, y servidumbre, todo
frágil y lechoso, como detrás de un vidrio empañado; y otras formas, más
inconsistentes y borrosas todavía, como agitadas por el viento, y cierto matiz
de censura y reproche contra mí despertó mi enojo hacia ese torbellino de
sombras. Luego no quedó de él otra cosa que la figura de Pablo, mi amigo e hijo
Pablo. Y en sus rasgos se mostraba y escondía un rostro que no podía nombrarse
con un nombre y que era, sin embargo, archiconocido: el rostro de un compañero
de colegio, un rostro de niñera prehistórico y legendario, nutrido de los
buenos y sustanciosos recuerdos a medias del fabuloso año primero de vida
Se abre entonces
una oscuridad interior, la cálida cuna del alma, y se empieza a fijar la patria
perdida, el tiempo de la existencia informe, la indeterminada efusión inicial
del hontanar, bajo el cual duerme el pretérito de los ascendientes con los
sueños de la selva virgen. ¡Tienta, pues, oh alma, yerta, revuelve ciegamente
en las termas saciadas de los inocentes instintos aurorales! Te conozco, ala
medrosa, nada es más urgente para ti, ninguna cosa es más alimento, bebida y
sueño para ti, que el regreso a tus comienzos. Las olas murmuran a tu alrededor
y entonces tú eres ola; murmura el bosque y tú eres bosque; ya no hay más un
afuera y un adentro. Vuelas, eres un pájaro en el aire; nadas, eres un pez en
el mar; absorbes la luz y eres luz; saboreas la oscuridad y eres oscuridad.
Caminamos, alma, nadamos y volamos y sonreímos y volvemos a anudar con
delicados dedos del espíritu los hilos rotos; y dichosamente resuenan las
destruidas vibraciones. Ya no buscamos más a Dios. Somos Dios. Somos el mundo.
Matamos y morimos juntamente, creamos y resucitamos con nuestros sueños.
Nuestro sueño más hermoso es el cielo azul; nuestro sueño más hermoso es el
mar; nuestro sueño más hermoso es la noche iluminada por estrellas; y es el
pez, y es el sonido claro y alegre, y es la luz clara y alegre: todos son
nuestros sueños, cada uno de ellos es nuestro sueño más hermoso. Acabamos de
morirnos para convertirnos en tierra. Acabamos de inventar la risa. Acabamos de
poner en orden una constelación.
Suenan voces, y
cada una de ellas es la voz de la madre. Susurran los árboles, y cada uno de
ellos ha susurrado sobre nuestra cuna. Las calles se abren como estrellas, y
cada calle es el retorno a casa.
El llamado Pablo,
mi creación y mi amigo, estaba otra vez aquí y tenía mi misma edad. Se parecía
a un amigo mío de juventud, pero yo no sabía a cuál, y por eso me sentía algo
inseguro frente a él y le demostraba cierta cortesía. De donde sacó una ventaja
apreciable. El mundo dejó de pertenecerme, le obedecía a él; debido a esto,
todo lo anterior se había desvanecido y hundido en una inverosimilitud
humillante, avergonzado de él, que gobernaba ahora.
Estábamos en una
plaza, el lugar se llamaba París. Ante mí se alzaba un poste altísimo de hierro
que era una escalera, pues tenía a ambos lados angostos escalones de hierro, a
los que uno podía asirse con las manos y que asimismo servían para subir con
los pies. De acuerdo con los deseos de Pablo, trepé junto a él por semejante
escalera. Cuando estuvimos tan arriba como el tejado de una casa o un árbol muy
alto, comencé a sentir temor. Miré hacia Pablo que no sentía ningún temor, pero
que al adivinar el mío se sonrió.
Durante un momento,
mientras tomaba aliento en tanto sonreía, estuve a punto de reconocer su rostro
y recordar su nombre. Una rendija del pasado se abrió y ensanchó hasta la época
de la escuela, hasta el tiempo en que yo tenía doce años, la edad más espléndida
de la vida, cuando todo estaba lleno de aroma y era genial, cuando todo estaba
dorado con un aroma apetitoso de pan fresco y una vislumbre embriagadora de
heroísmo y aventura --doce años contaba Jesús cuando confundió a los doctores
en el templo-: con doce años habíamos apabullado a nuestros sabios y maestros,
éramos más inteligentes que ellos, más geniales, más valientes. Reminiscencias
e imágenes me asaltaron en tumulto: cuadernos escolares olvidados, penitencias
a la hora de comer, un pájaro muerto con una honda, el bolsillo de un abrigo
pegajoso lleno de ciruelas robadas, un salvaje chapotear de muchachos en la
piscina, pantalones de domingo rotos e íntimos remordimientos de conciencia,
una ferviente oración al atardecer ante preocupaciones terrenales, sentimientos
de un maravilloso heroísmo sugeridos por un verso de Schiller..
Fue solamente
durante una fracción de segundo, como un relámpago, una serie ansiosamente
arrebatada de imágenes sin centro; al momento el rostro de Pablo volvía a
contemplarme, inquietante, conocido a medias. Ya no estaba yo seguro de mi
edad, era posible que ambos fuéramos todavía muchachos. Abajo, muy abajo de
nuestros delgados escalones, yacía esa aglomeración de calles que lleva el
nombre de París. Cuando estuvimos más alto que cualquier torre, nuestras barras
de hierro se acabaron y apareció, coronada por una tabla horizontal, una
plataforma diminuta. Parecía imposible encaramarse a ella. Pero Pablo lo hizo
con desenvoltura y yo no pude menos que hacerlo.
Ya encima, me acosté
sobre la tabla y miré hacia abajo desde el borde, como desde una elevada
nubecita. Mi mirada cayó como una piedra en el vacío y no dio en ningún blanco.
De pronto, mi camarada hizo un gesto indicador, y yo quedé suspendido dé un
espectáculo prodigioso que flotaba en medio de los aires. Sobre una calle
ancha, a la altura de los tejados más altos, pero infinitamente más abajo que
nosotros, vi una sociedad extraña y aérea: parecían ser equilibristas, y
precisamente una de las figuras corría sobre una cuerda o una barra. Luego
descubrí que eran muchos y casi exclusivamente jovencitas, y me parecieron ser
gitanos o gente vagabunda. Iban y venían, se acostaban o sentaban, se agitaban
a la altura de los tejados sobre un tablado aéreo de listones muy angostos y un
varillaje parecido a una enramada. Habitaban allí y eran nativos de aquella
región. Debajo de ellos podía entreverse la calle, y desde el fondo hasta la
proximidad de sus pies llegaba una niebla sutil y flotante.
Pablo dijo algo al
respecto. «Sí», respondí yo, «es conmovedor, todas esas muchachas ... »
Cierto, yo estaba
mucho más arriba que ellas, pero me adhería temerosamente a mi puesto, mientras
ellas flotaban ligeras y sin recelo. Entonces comprendí que estaba demasiado
alto, en una posición falsa. Ellas sí que estaban a la altura debida, no al
nivel del piso, pero tampoco tan endemoniadamente arriba y lejanas como yo; no
entre la gente y tampoco tan aisladas. Además, eran muchas. Supe entonces que
ellas representaban una felicidad que yo no había alcanzado aún.
Pero yo sabía que
en cualquier momento tendría quc volver a bajar por mi descomunal escalera, y
la sola idea de hacerlo era tan angustiosa que sentí náuseas; no podía aguantar
un momento más allí arriba. Con desesperación y temblando de vértigo, tanteé
con los pies en busca de los escalones -no podía verlos desde la plataforma y
quedé suspendido, convulsivamente asido durante unos minutos espantosos, en
aquella altura dañina. Nadie me socorría. Pablo ya se había ido.
Con profunda angustia
daba peligrosos puntapiés y manotones, hasta que una sensación me envolvió como
si fuese niebla, la sensación de que no eran la alta escalera ni el vértigo lo
que yo tenía que sufrir y las cosas por las que debía pasar. Y de inmediato se
desvanecieron también la visibilidad y hasta el parecido de las cosas; todo era
nebuloso e impreciso. Ya me veía colgando de los escalones y sentía vértigo, ya
me arrastraba, pequefío y angustiado, entre galerías de minas y corredores
subterráneos terriblemente angostos, ya chapoteaba con desesperación en medio
de lodazales y estiércol y sentía elevarse hasta mi boca un cieno inmundo.
Oscuridad y paralización lo cubrían todo. Misiones formidables, con un sentido
serio pero todavía oculto. Angustia y sudores, mutilación y escalofríos. Un
dificultoso morir, un dificultoso renacer.
¡Cuántas noches hay
en tomo nuestro! ¡Cuántos caminos de tortura, angustiosos y duros, recorremos!
En las profundidades del pozo camina nuestra alma cegada, pobre héroe eterno,
pobre Odiseo. Pero seguimos caminando, nos agachamos y pasamos un vado, nadamos
ahogándonos en el fango, trepamos arrastrándonos por malignos paredones lisos.
Lloramos y nos desanimamos, gemimos atemorizados y aullamos con llanto
doloroso. Pero seguimos adelante, caminamos y padecemos, caminamos y nos
abrimos paso a mordiscos.
De nuevo surgieron,
de la turbia humareda infernal, los símbolos; allí estaba otra vez un breve
trozo del sendero sombrío, iluminado por la luz conformadora de los recuerdos.
Y el alma brotó desde lo primitivo para afincarse en la región nativa del
tiempo.
¿Dónde estaba
aquello? Objetos conocidos me contemplaron; respiré un aire que volví a
reconocer. Una habitación casi en penumbras, una lámpara de petróleo sobre la
mesa, algo semejante a un piano. Mi hermana estaba allí, y mi cuñado, tal vez
de visita en casa o yo en la de ellos. Estaban silenciosos y muy preocupados,
llenos de preocupación por mí. Y yo estaba de pie en el cuarto grande y triste,
iba de un lado para el otro, envuelto en una nube de tristeza, dentro de una
corriente de tristeza amarga, sofocante. Y entonces comencé a buscar cualquier
cosa, nada importante, un libro o unas tijeras o algo parecido, y era incapaz
de encontrarlo. Así tomé la lámpara, era pesada y yo estaba terriblemente
cansado, pronto volví a dejarla y a continuación la volví a tomar, y quería
buscar, buscar, aunque sabía que era en vano. No iba a encontrar nada, sólo
embrollaría más las cosas, la lámpara se me caería de las manos --era tan
pesada, tan penosamente pesada y yo seguiría buscando a tientas y errando a
través de la habitación durante toda mi pobre vida.
Mi cuñado me miró,
y en su mirada había temor y algo de censura. «Advierten que me estoy volviendo
loco», pensé rápidamente, y volví a tomar la lámpara. Mi hermana se me acercó,
muda, con ojos implorantes, tan llena de angustia y amor que el corazón se me
quería romper. No podía decir nada, solamente tender la mano, hacer señas,
señas de rechazo. Y yo quería decir: «¡Dejadme ya, dejadme ya! ¡Vosotros no lo podéis
saber que me pasa, cuánto sufro, que terriblemente sufro!» Y otra vez:
«¡Dejadme ya, dejadme ya!»
La rojiza luz de la
lámpara se esparcía débilmente por el espacioso cuarto, afuera los árboles
gemían con el viento. Por un instante creí ver y palpar en la más honda
intimidad la noche que estaba ahí afuera: ¡viento y humedad, otoño, amargo olor
de la hojarasca, arremolinadas hojas de los olmos, otoño, otoño! Y por otro
momento dejé de ser yo mismo, y me vi como una efigie: yo era un músico pálido,
enjuto, de ojos llameantes, llamado Hugo Wolf, y aquella noche me encontraba al
borde de la locura.
Entretanto, debía
continuar buscando, debía buscar sin esperanzas, y tenía que alzar la pesada
lámpara y colocarla sobre la mesa redonda, sobre el sillón, sobre una pila de
libros. Y debía defenderme con gestos suplicantes cuando mi hermana volvía a
contemplarme triste y delicadamente, cuando quería consolarme o aproximarse con
propósito de ayuda. La pena crecía dentro de mí y me llenaba casi hasta
estallar; las imágenes que me rodeaban eran de una claridad y una elocuencia
conmovedora, mucho más darás que cualquier realidad común; un par de flores
otoñales en el florero, entre ellas una dalia de un rojo pardo oscuro, ardían
en una soledad tan hermosa y sonriente... Y cada objeto, aun el brillante pie
de latón de la lámpara, era tan mágicamente bello y penetrado por un halo de
soledad tan fatal como en los cuadros de los grandes pintores.
Percibí con nitidez
mi destino. Una sombra más en aquella tristeza, una mirada más de mi hermana,
otra mirada más de las flores, de esas flores hermosas llenas de alma... y
luego aquello se desvaneció y me sumergí en el desvarío. «¡Dejadme! ¡Vosotros
no sabéis nada! » Sobre la cubierta bruñida del piano caía un rayo de la lámpara
reflejado en la oscura madera, con arrobadora belleza, misteriosamente
impregnado de melancolía.
Ahora se volvió a
levantar mi hermana, se dirigió al piano. Yo quise suplicar, quise defenderme
cordialmente, pero no pude. Desde mi total soledad no podía emanar ningún poder
que llegara hasta ella. ¡Oh, yo sabía lo que ahora ocurriría! Yo conocía la
melodía que ahora debía ponerse en palabras y que debía decirlo todo y
destruirlo todo. Una tensión formidable me oprimía el corazón, y mientras las
primeras gotas abrasadoras saltaban de mis ojos, caí de bruces sobre la mesa y
escuché y sentí con todos mis sentidos y con nuevos sentidos agregados texto y
música simultáneamente, la siguiente estrofa de la melodía de Hugo Wolf:
¿Qué
sabéis, vosotras, oscuras cimas,
de los
bellos viejos tiempos?
Detrás
de las cumbres la patria
¡qué
lejos está, qué lejos!
Con esto, el mundo
se deslizó ante mí y dentro de mí, hundido en lágrimas y sonidos. ¡Cómo decir
que difusa y torrencialmente, qué benéfica y dolorosamente! ¡Oh, llanto, dulce
derrumbamiento, venturosa fusión! Todos los libros del mundo, llenos de
pensamiento y y poesía, nada son ante un minuto de sollozos, cuando el
sentimiento se agita en torrentes, y el alma se siente y se encuentra
profundamente a sí misma. Las lágrimas son hielo del alma derretido; todos los
ángeles están próximos al que llora.
Lloré copiosamente,
olvidado de todas las causas y razones, mientras caía desde lo alto de una
tensión insoportable en el suave crespúsculo de los sentimientos cotidianos-,
sin pensamientos, sin testigos. En el medio, entre imágenes que revoloteaban,
un ataúd. En él yacía una persona muy querida, muy importante para mi, pero yo
no sabía quién era. Quizá tú mismo, pensé, cuando, deesde una remota y tierna
lejanía, se me ocurrió otra imagen. ¿No había visto yo una vez, años atrás o en
una vida anterior, cierta imagen maravillosa: un grupo de jovencitas morando
arriba en los aires, nebuloso e ingrávido, hermoso y feliz, cerniéndose con la
levedad del aire y pleno como música de cuerdas?
Los años cayeron
deprisa, y el mundo se había transformado. Afligido, caminaba yo hacia una
casita. Lo hacía muy a disgusto, pues una sensación de temor en la boca me
tenía como cautivo; medrosamente tanteé con la lengua un diente flojo, y al
tocarlo de costado se me cayó. ¡Y también el de al lado! Había por allí un
médico muy joven al que me quejé, mientras implorante le señalaba el diente que
sostenía entre mis dedos. Se rió despreocupadamente, dijo que no con
inexorables gestos profesionales y luego sacudió la juvenil cabeza: la cosa no
era nada, no tenía importancia, todos los días ocurría algo así. «¡Dios
santo!», pensé. Pero él prosiguió y señaló mi rodilla izquierda: «Allí está el
asunto, con eso no se puede jugar.» Con tremenda rapidez toqué la rodilla
izquierda... ¡allí estaba! Allí tenia un agujero en el que me cabía el dedo, y
en vez de piel y carne no palpaba más que una masa insensible, blanda y fofa,
ligera y fibrosa, como el tejido marchito de una planta. ¡Oh Dios mío, aquello
era el principio del fin, aquello era la putrefacción y la muerte! «No hay que
se pueda hacer?», pregunté con amabilidad forzada. «Nada Ya», dijo el joven
médico y se marchó.
Me dirigí hacia la
casita, extenuado, Dero no tan desesperado como hubiera debido estar. Casi
estaba indiferente. Ahora era necesario llegar hasta la casita, donde mi madre
me aguardaba. ¿No había escuchado su voz, acaso no había visto su semblante?
Unos peldaños llevaban arriba, peldaños disparatados, altos y lisos, sin baranda,
cada uno de ellos una montaña, un picacho, un ventisquero. Seguro que se me
había hecho demasiado tarde ya... ¿Se habría ella marchado, acaso estaba
muerta? ¿No terminaba de oír cómo llamaba de nuevo? Calladamente luché con los
empinados escalones-montañas, cayéndome, y magullado, furioso y sollozando, me
apreté contra el suelo apoyándome en mis maltrechos brazos y rodillas. Y me
hallé arriba, junto al portal, y los peldaños volvían a ser pequeños, bonitos y
adornados con boj. Cada paso se me hacía pegajoso y dificil como si pisara
fango y cola de carpintero. No lograba avanzar, la puerta estaba abierta, y
adentro andaba mi madre con un vestido gris, un cesto al brazo, en silencio y
pensativa. ¡Oh, su cabello oscuro, apenas encanecido, bajo la redecilla! ¡Y su
andar, su figura tan menuda! ¡Y su vestido, ese vestido gris! ¿Es que en todos
aquellos muchos, muchos años, había perdido totalmente su imagen, es que nunca
había pensado. en ella debidamente? ¡Pero allí estaba, de pie, caminando, y
mirada de atrás, tal como había sido, enteramente clara y hermosa, puro amor,
puro pensamiento amoroso! Furioso, mi paso de paralítico intentó vadear la
atmósfera pegajosa; zarcillos de plantas trepadoras se me enroscaban más y más
como cuerdas delgadas y fuertes, por todas partes obstáculos hostiles, ningún
adelanto. «¡Madre!», grité... Pero no se escuchó voz alguna... No se escuchó
nada. Entre ella y yo se interponía un vidrio.
Mi madre se alejó
lentamente, sin mirar atrás, en silencio, ensimismada en pensamientos bellos y
cuidadosos, en tanto desprendía con esa mano que me era tan conocida una hebra
invisible del vestido. Luego se inclinó sobre el cestito buscando sus enseres
de costura. ¡Oh el cestito! En él me había escondido en una oportunidad huevos
de Pascua. Grité desesperado y sin voz. Eché a correr ¡y no me movía del sitio!
Ternura y furor tiraban violentamente de mí.
Ella continuó
andando despacio, atravesó el pabellón del jardín, se detuvo en la puerta
abierta del otro lado, y salió al aire libre. Luego inclinó la cabeza
suavemente hacia un costado, como si estuviera escuchando el curso de sus
pensamientos, alzaba y bajaba el cestito ... Entonces me vino a la memoria un
papel que había encontrado una vez, siendo muchacho, en aquel cestito. Allí
había escrito ella con su letra ligera lo que tenía que hacer y recordar ese
día; pantalones de Hermann deshilachados; poner en remojo la ropa; pedir
prestado libro de Dickens; Hermann no ha rezado ayer. ¡Torrentes del recuerdo,
cargas del amor!
Inmovilizado, atado
de pies y manos, quedé junto a la puerta de entrada; por el lado opuesto, la
mujer vestida de gris cruzó lentamente el jardín y desapareció.
FALDUM
LA FERIA
La carretera que
llevaba a la ciudad de Faldum a lo largo del montañoso país, atravesaba
bosques, trigales, prados verdes y extensos. Y cuanto más se acercaba a la
ciudad, tanto más frecuentes eran las granjas, huertos y casas de campo a lo
largo del camino. El mar se hallaba a gran distancia -no se lo veía y el mundo
no parecía consistir sino en colinas, valles pequeños y hermosos, praderas,
bosques, labrantíos y huertos frutales. Era un país que no sufría carencia
alguna de frutas y madera, leche y carne, manzanas y nueces. Las aldeas eran
muy bonitas y limpias, y las gentes en general honradas y laboriosas, nada
amigas de empresas arriesgadas o inquietantes. Y cada cual estaba contento de
que al vecino no le fuera peor que a uno mismo. Tal era la naturaleza del país
de Faldum, y de un modo similar lo es la de la mayoría de los países del mundo,
en tanto no ocurran cosas extraordinarias.
La bonita carretera
que conducía a la ciudad (se la llamaba Faldum, igual que el país), aquella
mañana, desde el primer canto del gallo, estaba tan vivamente animada y
concurrida como sólo podía vérsela una vez al año. Pues ese día se celebraba la
gran feria de la ciudad, y en veinte millas a la redonda no había campesino o
campesina, maestro, oficial o aprendiz, peón o criada, muchacho o muchacha que
no hubiera estado pensando durante semanas en la gran feria, soñando con
visitarla. Por supuesto, no todos podían ir: también había que cuidar el
ganado, los niños pequeños, los ancianos y enfermos. Y aquel a quien le había
tocado quedarse a vigilar la casa y el corral, creía haber perdido casi un año de
su existencia, y hasta le dolía ese hermoso sol que desde muy temprano se
mostraba cálido y festivo en el cielo azul de fines del verano.
Las mujeres y las
sirvientas venían con sus canastitos al brazo, y los jóvenes de mejillas
afeitadas, con sendos claveles o amelos en el ojal, todos bien endomingados; y
también venían las colegialas con sus cabellos brillantes, todavía húmedos y
opulentos, cuidadosamente trenzados. Los conductores de coches llevaban una
flor o una cintita roja anudada al mango del látigo, y el que podía
permitírselo engalanaba sus corceles con grandes jaeces de cuero hasta las
corvas, de los que pendían relucientes discos de latón. Marchaban también
carromatos, sobre los cuales se había armado un toldo verde con ramas de haya
arqueadas, y debajo se sentaba muy apretada la gente con canastos o niños en el
regazo; la mayoría cantaba a coro en voz bien alta. Entre aquellos vehículos
circulaba a ratos un coche, adornado con banderas y flores de papel rojas,
azules y blancas entre el verde follaje de hayas, del que provenía una música
aldeana estridente, y en medio de las ramas se veían en la penumbra las doradas
trompas y trompetas que relucían suave y deliciosamente. Chiquillos que desde
el amanecer habían estado jugando y corriendo empezaron a lloriquear, y eran
consolados por sus madres sudorosas: alguno encontraba refugio al lado de un
cochero bondadoso. Una anciana empujaba un cochecito con dos mellizas que iban
durmiendo; y entre las dormidas cabecitas infantiles, sobre la almohada, no menos
redondas y rubicundas, yacían dos muñecas bien peinadas y primorosamente
vestidas.
Aquellos que tenían
su morada junto a la carretera y no estaban ese día camino a la feria,
disfrutaban de una mañana entretenida y podían distraer sus ojos sin cesar.
Pero de esos había pocos. Sentado en una escalera de jardinero, un niño de diez
años lloraba, ese día tendría que quedarse en casa con la abuela. Pero tras
haber comido y Horado bastante, al ver pasar corriendo a un par de chicos de la
aldea, pegó de improviso un salto y se unió a ellos. No lejos de ese sitio
vivía un viejo solterón que no quería saber nada de la feria, porque sentía
gastar su dinero en esas cosas. Se había propuesto, mientras todo el mundo
estaba de fiesta, recortar, sin que nadie lo viera, el crecido seto de espino
blanco de su jardín, pues buena falta le hacía; y en efecto, apenas se disipó
un poco el rocío mañanero, puso animosamente manos a la obra con las grandes
tijeras de podar. Pero poco antes de una hora tuvo que dejar el trabajo y se
metió, irritado, en su casa, pues no había jovencito que pasase a pie o en
coche por allí, que no contemplase asombrado al podador y le hiciera luego
alguna broma respecto a su laboriosidad intempestiva, lo que hacía reír a las
muchachas. Y como se enfureciese y los amenazara con sus largas tijeras de
podar, entonces todo el mundo se quitaba el sombrero, lo agitaba y hacía
ostentosos saludos con risas y ademanes burlones. Así acabó por sentarse
adentro tras los postigos cerrados, pero desde allí dirigía miradas envidiosas
a través de las rendijas; y cuando con el tiempo se le fue calmando la furia y
vio pasar deprisa o corriendo a los contados y últimos concurrentes a la feria,
como si estuvieran por perder el alma, se puso los zapatos, echó un escudo en
la bolsa, empuñó el bastón y se dispuso a salir. Pero de pronto se le ocurrió
que un escudo era mucho dinero. Lo sacó, lo sustituyó por medio escudo y volvió
a atar la bolsa de cuero. Acto seguido la metió en el bolsillo, cerró la puerta
de la casa y del jardín, y salió corriendo tan apresuradamente que antes de
llegar a la ciudad se adelantó a varios peatones e incluso a dos carruajes.
Ya estaba lejos; su
casa y su jardín habían quedado vacíos, y el polvo de la carretera ya comenzaba
a posarse. El trote de los caballos y la música de los instrumentos de viento
se habían extinguido y perdido. Los gorriones venían desde las rastrojeras, se
bañaban en el blanco polvo y observaban lo que había quedado del tumulto. La
carretera se extendía despoblada, muerta y caliente, y desde muy lejos, débil y
extraviado, llegaba de vez en cuando algún grito de alegría, y algún tono como
de música marcial.
En eso, salió del
bosque un hombre con un sombrero de ala ancha calado hasta los ojos, caminando
solo y sin prisa alguna por la desierta carretera. Era muy corpulento y tenía
el paso firme y sosegado de los viajeros que han andado mucho. Vestía de gris y
modestamente; desde la sombra proyectada por el sombrero sus ojos miraban con
el cuidado y la calma propios de un hombre que no pretende nada más del mundo,
pero que contempla con atención cada cosa y no pasa por alto ninguna. Lo
observaba todo: los incontables y confundidos rastros de los carruajes; las
huellas de la herradura de cierto caballo cuya pata trasera izquierda se venía
arrastrando; la lejana ciudad de Faldum, pequeña aún, envuelta en un vaho
polvoriento, que se elevaba sobre una colina con sus tejados brillantes; a una
viejecita que, llena de miedo y en dificultades, andaba desconcertada por un
jardín llamando- a alguien que no contestaba. En uno de los bordes del camino
vio también el destello de un pequeño objeto de metal: se agachó y recogió un
brillante disco de latón que seguramente se le había caído de la collera a
algún caballo y se lo puso como una especie de insignia. Y luego vio junto a la
carretera un viejo seto de espino blanco recientemente podado a lo largo de
unos pocos metros. Al principio el trabajo parecía haber sido realizado con
precisión, prolijidad y gusto, pero luego, a cada medio metro, la cosa
empeoraba, pues aquí se había dado un corte demasiado profundo, allí
sobresalían olvidadas algunas ramas hirsutas y espinosas. Más adelante encontró
el forastero una muñeca tirada en la carretera, sobre cuya cabeza debió haber
pasado la rueda de un coche, y un trozo de pan de centeno que brillaba todavía
a causa de la mantequilla derretida untada sobre él; y por último halló una
bolsa de recio cuero, dentro de la que había una moneda de medio escudo.
Recostó la muñeca a la orilla del camino contra un guardacantón; i ¡desmigajó
el pan y lo repartió entre los gorriones; y metió en su bolsillo la bolsa con
el medio escudo.
Todo estaba
indeciblemente calmo en la carretera abandonada. El césped de las orillas
aparecía cubierto de una espesa capa de polvo y agostado a causa del sol. Cerca
de allí, en el corral de una granja, las gallinas -no se veía un alma-
cacareaban y tartamudeaban soñolientas por el calor del sol. En un azulado
huerto de coles, una vieja encorvada arrancaba yuyos del suelo reseco. El
caminante le preguntó cuánto faltaba todavía para llegar a la ciudad. Pero era
sorda, y aunque él luego le habló más fuerte, ella sólo pudo mirarlo con cara
de súplica y sacudió la cabeza canosa.
Mientras seguía
adelante, comenzó a oír la lejana música de la ciudad, que por momentos se
percibía y por momentos no; a medida que se aproximaba, los sonidos se hacían
más frecuentes y prolongados. Por último se escuchó la música y una confusión
de voces ininterrumpidamente -parecía una cascada remota como si todo el gentío
allí reunido estuviera en plena diversión. Un arroyo corría ahora junto a la
carretera, ancho y tranquilo, en el que nadaban patos, mientras bajo el espejo
azul crecían las algas verdeoscuras. En aquel punto la carretera empezaba a
subir, el arroyo hacía una curva y un puente de piedra lo cruzaba. Sobre el
angosto pretil del puente estaba sentado un hombre -una flaca silueta de
sastre- durmiendo con la cabeza agachada. El sombrero se le había caído en el
polvo y junto a él, como vigilando, había un gracioso perrito. El forastero
intentó despertar al que dormía, pues corría peligro de caerse del puente. No
obstante, miró primero abajo y vio que la altura era escasa y las aguas poco
profundas; dejó entonces que el sastre continuase durmiendo en su asiento.
Y ahora, tras una
pequeña subida empinada, la puerta de la ciudad de Faldum, que se ofrecía
abierta de par en par, sin ninguna persona a la vista. El hombre la traspuso y
y sus pasos retumbaron de pronto con fuerza en una calle empedrada, donde a lo
largo de las casas, a ambos lados de la calzada, había una hilera de carros y
calesas vacíos y desenganchados. Desde otras calles venían ruidos y un sordo
rodar de coches, pero allí no podía verse a nadie. La callejuela yacía en plena
sombra y sólo las ventanas superiores de las casas reflejaban la dorada luz del
día. Allí se detuvo el caminante a descansar un poco, sentándose en la lanza de
un carromato. Al continuar la marcha, dejó sobre el pescante el disco de latón
que había encontrado un rato antes.
Apenas había
terminado de recorrer otra calle, cuando se vio rodeado por los ruidos y
alborotos de la feria. En cien barracas, vendedores gritones pregonaban sus
mercaderías; los niños soplaban en plateadas trompetas; los carniceros sacaban
ristras enteras de frescas y húmedas salchichas de las enormes calderas
hirvientes; un charlatán, de pie sobre una tribuna elevada, miraba con
vehemencía a través de unos gruesos anteojos de cuerno y señalaba hacia una
pizarra donde constaban todas las enfermedades y achaques del género humano.
Cerca del caminante pasó un hombre de largos cabellos negros, que llevaba un
camello de una cuerda. El animal miró orgullosamente desde su largo pescuezo a
la multitud abajo, rumiando en todas direcciones con sus labios hendidos.
El hombre del
bosque lo contemplaba todo con atención. Se dejaba apretujar y empujar por el
gentío; miraba en la barraca de un hombre que ofrecía pliegos de aleluyas; y
más allá leía los proverbios y marbetes estampados en los alfajores azucarados.
Pero no se detenía en sitio alguno, y parecía como si no encontrara lo que
estaba buscando. Así fue avanzando lentamente hasta llegar a la gran plaza
principal, en una esquina en la cual anidaba un vendedor de pájaros. Se quedó
allí un rato escuchando las voces que provenían de las muchas as, y contestó
con suave silbido al pardillo y a la codorniz, al canario y a la curruca.
De pronto advirtió
cerca de sí algo que centelleaba tan clara y cegadoramente, como si toda la luz
del sol se hubiera concentrado en un solo sitio. Habiéndose aproximado más, vio
que se trataba de un gran espejo que colgaba en un puesto de la feria, y junto
al cual pendían otros muchos, decenas, un centenar o más: grandes y pequeños,
cuadrados, redondos y ovales, espejos de pared y para ser montados, espejos de
mano, y asimismo espejitos finos de bolsillo, de los que uno puede llevar
consigo para no olvidar la propia cara. El vendedor, con un centelleante espejo
de mano en alto, recogía la luz del sol, haciendo luego bailar reflejos fulgurantes
sobre su barraca, en tanto que gritaba incansablemente: «¡Espejos, caballeros,
aquí se venden espejos! ¡Los mejores espejos, los espejos más baratos de
Faldum! ¡Espejos, señoras, magníficos espejos! ¡Fíjense ustedes bien: todo
auténtico, todo del mejor cristal!»
El forastero se
estacionó junto al puesto de los espejos, como alguien que ha encontrado lo que
buscaba. Entre la gente que contemplaba los espejos, había tres muchachas
oriundas del país; él se puso a su lado y las miró atentamente. Eran jóvenes
campesinas frescas y sanas, ni lindas ni feas. Calzaban zapatos de suela fuerte
y medias blancas; tenían trenzas rubias, algo descoloridas por el sol, y
animados ojos jóvenes. Las tres sostenían sendos espejos en la mano, aunque no
de los grandes y caros; y mientras dudaban en comprarlos y gustaban el dulce
tormento de la elección, dirigían de tanto en tanto perdidas y soñadoras
miradas sobre la pulida profundidad de los espejos y contemplaban su propia
efigie, boca y ojos, el pequeño adorno colgado al cuello, el ,par de pecas de
la nariz, la lisa raya del pelo, la oreja sonrosada. Todo lo cual fue
llevándolas al silencio y a poner una cara seria, de modo que el forastero, que
estaba detrás de las jóvenes, veía cómo sus rostros miraban desde los espejos
con ojos muy abiertos y casi solemnemente.
«¡Ay!», oyó que
decía la primera, «¡quisiera. que mi pelo fuese todo rubio como el oro y tan
largo que me llegara a las rodillas!»
La segunda
muchacha, tras oír el deseo de su amiga, suspiró quedamente y miró de manera
entrañable a su espejo, y confesando con rubor también lo que su corazón
soñaba, dijo tímidamente: «A mí, si me fuera permitido desear, me gustaría
tener las manos más hermosas del mundo, enteramente blancas y tersas con dedos
largos y delgados y uñas rosadas.» Al mismo tiempo miraba su mano, que sostenía
un espejo oval. La mano no era fea, pero sí un poco ancha y corta y se había
puesto tosca y dura a causa del trabajo.
La tercera, que era
la menor y la más alegre de las tres, tres, se rió de todo ello y dijo
divertida: «No está mal ese deseo, pero las manos no son tan importantes. A mí
lo que más me gustaría es convertirme a partir de hoy en la mejor y más ágil
bailarina de todo Faldum.»
Pero en ese momento
la muchacha se asustó y se volvió, porque desde el espejo y tras su propio
rostro la miraba un desconocido de ojos negros y brillantes. Era el forastero,
que se había situado detrás de ella, y en el que ninguna de las tres había
reparado hasta entonces. Lo miraron asombradas cuando él saludó con una
inclinación de cabeza v exclamó: «Por cierto que habéis manifestado tres
hermosos deseos, señoritas. ¿Los habéis pedido verdaderamente en serio?»
La menor había
colocado a un lado el espejo y escondido las manos tras la espalda. Tenía ganas
de hacer pagar al hombre el pequeño susto que le había dado, y pensó
contestarle con una palabra cortante. Pero al mirar su rostro, le vio tanto
poder en la mirada, que se quedó sin saber qué hacer. «¿Qué puede importaros lo
que deseo para mí?» dijo simplemente y se ruborizó.
Pero la otra, la
que había deseado para sí unas manos finas, cobró confianza hacia aquel
hombrón, de cuya naturaleza emanaba algo paternal y digno. «Por cierto que sí»,
dijo, «lo pedíamos en serio. ¿Es que pueden desearse cosas más hermosas?»
El vendedor de
espejos se había aproximado y otras personas prestaban asimismo atención. El
forastero se había levantado el ala del sombrero, de modo que se le veían una
frente clara y despejada y los ojos imperiosos. Se inclinó ante las tres
muchachas y exclamó sonriente: «¡Ved, ya tenéis todo lo que habéis deseado!»
Las muchachas se
miraron unas a otras, y luego rápidamente en un espejo. Las tres palidecieron
entonces de asombro y alegría. Una había adquirido espesos rizos dorados que le
llegaban hasta las rodillas. La segunda sostenía su espejo con manos
blanquísimas y muy esbeltas, propias de una princesa. Y la tercera se halló de
pronto erguida sobre zapatillas de baile de cuero rojo, mientras sus tobillos
se habían vuelto tan finos como los de una corza. No podían comprender nada de
lo que había sucedido, pero la de las manos aristocráticas rompió en un piadoso
llanto, y tras apoyarse en el hombro de su amiga lloró de felicidad en su larga
cabellera de oro.
Enseguida se empezó
a comentar y a gritar la historia del milagro por todo el ámbito de la feria.
Un joven menestral que lo había visto todo, estaba allí parado con ojos
desorbitados y miraba al desconocido fijamente, como petrificado.
«¿Por qué no deseas
tú también algo?», le preguntó de sopetón el desconocido.
El operario se
sobresaltó, estaba completamente desorientado y dejó correr desvalido la mirada
en derredor, en acecho de algo que pudiera desear. Vio entonces, colgada en la
tienda de un carnicero, una enorme ror de un grueso y rojo salchichón ahumado,
y señalando en aquella dirección, tartamudeó: «Me gustaría una ristra de
salchichón ahumado como ésa.» Y en el acto la, ristra le colgaba del cuello, y
todos los que lo vieron empezaron a reír y a gritar, y cada uno trataba de
arrimarse al forastero y quería formular también su deseo. Así lo hicieron, en
efecto, y el que estaba más cerca en la fila fue más atrevido y pidió un traje
de paño nuevo para pasear los domingos. Y apenas formulara su deseo, estaba
metido en un traje elegantísimo y flamante, comparable a los del burgomaestre.
Después le tocó a una campesina, que tuvo el ánimo de pedir francamente diez
escudos, e inmediatamente los diez escudos tintineaban en su bolsillo.
Con esto la gente
vio que ocurrían allí milagros verdaderos, y pronto rodaron las noticias por
toda la plaza del mercado y a través de la ciudad. La multitud formó entonces
rápidamente una gigantesca masa compacta en torno a la barraca del vendedor de
espejos. Muchos se reían todavía y tomaban aquello a broma; otros no creían
nada y hablaban con desconfianza. Pero muchos, atacados por la fiebre de los
deseos, acudían corriendo con Ojos ardientes y rostros sofocados que la codicia
y la inquietud desfiguraba, pues temían que el manantial pudiera agotarse antes
de que ellos alcanzaran a extraer el agua. Los niños pedían pasteles,
ballestas, perros, sacos llenos de nueces, libros y juegos de bolos; las
muchachas se marchaban de allí felices con nuevos vestidos, cintas, guantes y
sombrillas. Un pequeño de diez años, que se había escapado de casa de la
abuela, y a quien la magnificencia y el brillo de la feria habían sacado de
quicio, pidió con voz clara un caballito vivo, pero negro, tenía que ser negro.
De inmediato relinchó tras él un potrillo negro y restregó confiadamente su
cabeza contra la espalda del niño.
Entre la
muchedumbre totalmente ebria a causa del prodigio, se abrió paso a la fuerza un
solterón entrado en años, bastón de paseo en mano, que se adelantó temblando y
apenas podía pronunciar palabras debido a la excitación que traía.
«Deseo», dijo
tartamudeando, «de ... seo doscientos ... » El forastero lo miró, como
inspeccionándolo, sacó una bolsa de cuero de sus bolsillos y la puso ante los
ojos del excitado hombrecito. «¡Esperad un momento!», dijo. «¿No habéis perdido
por ventura este monedero? Hay medio escudo dentro.»
«¡Sí, sí, yo lo he
perdido!», exclamó el solterón. «Es mío.»
«¿Queréis
recuperarlo?»
«¡Sí, sí, dádmelo!»
De este modo
recibió la bolsa, con lo cual malgastó su deseo, y entonces, al darse cuenta,
levantó su bastón, lleno de ira, contra el desconocido, pero no le acertó y
sólo llegó a derribar un espejo. El ruido de los fragmentos no se había
disipado aún, cuando se presentó el vendedor y exigió el dinero correspondiente,
que el solterón tuvo que pagar.
En ese momento se
adelantó un propietario gordo y formuló un deseo importante, a saber: un nuevo
tejado para su casa. De inmediato le llegó desde la calle donde estaba situada
la casa el resplandor de aquél, con sus tejas flamantes y la blanca chimenea
encalada. Todos se agitaron de nuevo, y sus deseos crecieron cada vez más.
Pronto surgió uno que sin la menor vergüenza y con la mayor modestia pidió una
casa nueva de cuatro pisos en -.la plaza principal. Y un cuarto de hora más
tarde se apoyaba sobre el alféizar de su propia ventana y contemplaba la feria
desde allí.
En realidad, ya no
había feria. Toda la vida de la ciudad salía, como el río de la fuente, del
lugar donde estaba la barraca de los espejos en la que se hallaba el
desconocido y donde era posible satisfacer los deseos de cada uno. Gritos de
admiración, envidia o carcajadas seguían a cada deseo, y cuando un chiquilín
hambriento deseó para sí nada más que un sombrero lleno de ciruelas, le fue
llenado con escudos el sombrero de alguien que no había sido demasiado modesto
en su solicitud. Gran alborozo y aplauso provocó la gruesa mujer de un tendero
que quería verse libre de un molesto bocio. Aquí se mostró, sin embargo, lo que
la saña y la envidia son capaces de hacer. Pues el propio marido, malavenido
como estaba con ella -precisamente acababan de reñir-, utilizó el deseo que
hubiera podido volverlo rico, para pedir que el bocio desaparecido volviera a
su antiguo lugar. Pero el ejemplo había sido dado, y fueron traídos un montón
de lisiados y enfermos. Y la multitud entró en un nuevo estado de embriaguez
cuando los tullidos empezaron a bailar y los ciegos saludaron a la luz con ojos
dichosos.
Entretanto, la
gente menor había estado correteando por todas partes y divulgando el
espléndido prodigio. Así hablaban, por ejemplo, de una vieja y fiel cocinera
que estando junto al horno ocupada en asar un ganso para su amo, sintió llegar
a través de la ventana también esas voces. No pudiendo resistirse, salió
corriendo hacia la plaza del mercado, para pedir que se le cumpliera su anhelo
de vida opulenta y feliz. Pero a medida que iba avanzando entre la muchedumbre,
tanto más claramente le remordía la conciencia, y cuando le llegó el turno y
pudo formular su deseo, renunció a todo y sólo pidió que el ganso no se hubiera
achicharrado antes de estar ella de vuelta.
El tumulto no tenía
fin. Las niñeras salían precipitadamente de sus casas y llevaban a los críos en
los brazos, los enfermos se levantaban de sus camas y corrían afanosos en
camisa por las calles. También acudió, completamente trastornada y desesperada,
una viejecita que había venido andando desde el campo, y cuando se enteró del
asunto de los deseos, rogó entre sollozos que pudiera volver a ver sano y salvo
al nieto que se le había perdido. Y he aquí que llegó de inmediato el chico
montado en un caballito negro y cayó riendo en sus brazos.
Por último, la
ciudad entera, trastornada, se encontró en pleno delirio. Parejas de
enamorados, cuyos deseos se habían cumplido, andaban del brazo; familias pobres
se paseaban en calesas vistiendo aún las ropas remendadas que se habían puesto
esa misma mañana. Todos los que estaban ya arrepentidos, y no eran pocos, de
haber formulado un deseo poco inteligente, se alejaban tristes o bebían para
olvidar en el viejo pozo del mercado, que se había llenado del mejor vino por
el deseo de un bromista.
Y finalmente
quedaron en la ciudad de Faldum sólo dos hombres que no sabían nada del
prodigio y no habían solicitado ningún deseo para sí. Eran dos jóvenes que se
pasaban el tiempo metidos en la alta buhardilla de una vieja casa del suburbio,
con las ventanas cerradas. Uno de ellos estaba en el centro del cuarto,
sujetaba el violín bajo la barbilla y tocaba con pasión; el otro, sentado en un
rincón, sostenía la cabeza entre las manos y estaba completamente sumido en lo
que escuchaba. A través de los pequeños vidrios de la ventana entraba un sol
oblicuo y crepuscular y encendía con su luz intensa un ramillete de flores que
se hallaba sobre la mesa, jugando sobre el papel pintado y roto de la pared. La
habitación se veía colmada de una cálida luz y de las notas ardientes del
violín, igual que una pequeña y escondida cámara de tesoros con el resplandor
de las piedras preciosas allí reunidas. El violinista se mecía a uno y otro
lado mientras tocaba, y tenía los Ojos cerrados. El oyente miraba mudo el piso,
tan inmóvil y ausente como si la vida se le hubiera paralizado.
Entonces se
sintieron pasos fuertes en la calle, el portal fue abierto bruscamente, y los
pasos se fueron acercando, firmes y ruidosos, escaleras arriba, hasta llegar a
la buhardilla. Era el dueño de la casa, que abrió de un empujón la puerta de la
estancia y entró dando voces y riendo, de modo que la música se interrumpió
abruptamente y el absorto oyente dio un salto furioso y disgustado. También el
violinista se mostró triste y colérico ante la interrupción y miró con reproche
la risueña cara del dueño de la casa. Pero éste no reparó en ello, agitó los
brazos como un borracho y gritó: «¡Eh, vosotros, chiflados, estáis ahí sentados
y tocando el violín, y afuera el mando entero se está transformando! ¡Despertad
y corred, que no es demasiado tarde aún; en la plaza del mercado hay un hombre
que puede realizar los deseos de cada uno! Ya no necesitaréis vivir bajo este J
seguir debiendo un
alquiler insignificante. ¡Arriba y adelante, antes de que sea demasiado tarde!
También yo me he convertido hoy en un hombre rico.»
El violinista
escuchó atónito, y puesto que el hombre no le daba paz, dejó a un lado el
violín y se encasquetó el sombrero en la cabeza; su amigo lo siguió en
silencio. Apenas habían salido de la casa, cuando vieron media ciudad
transformada del modo más extraordinario. Con el pecho oprimido, como en mitad
de un suefío, pasaron por delante de casas que el día anterior se asentaban
grises, contrahechas y míseras, y ahora se erguían altas y adornadas cual
palacios. Gentes a las que conocieron como mendigos, iban en coches de cuatro
caballos o miraban, alardeando orgullosos, desde las ventanas de sus hermosas
casas. Un hombre flaco, con aparienda de sastre, al que seguía un perrito
minúsculo, se arrastraba agotado y sudoroso con un saco grande y pesado a
cuestas, del cual goteaban, por un agujerito, monedas de oro sobre el empedrado.
Ambos jóvenes
llegaron como autómatas a la plaza del mercado, hasta la barraca de los
espejos. Allí estaba el desconocido, que les dijo: «No tenéis mucho apuro,
según parece, en solicitar vuestros deseos. Precisamente me disponía a irme.
Decid, pues, lo que deseáis, sin ningún reparo. »
El violinista meneó
la cabeza y dijo: «¡Ay, si me hubiérais dejado en paz! No necesito nada.»
«¿No? ¡Piénsalo bien!», exclamó el
desconocido. «No tienes más que pedir aquello que se te ocurra.»
Entonces el violinista
cerró los ojos un rato y meditó. Y luego dijo en voz baja: «Quiero un violín en
el que pueda tocar tan maravillosamente, que todo el mundo con sus ruidos no
pueda llegar hasta mí.»
Acto seguido, tenía
en sus manos un hermoso violín y un arco. Apretó el violín contra sí y comenzó
a tocar: el sonido era dulce y poderoso como una melodía del paraíso. Quien lo
oía, se detenía a escuchar con atención y sus ojos adquirían gravedad. Pero
como tocase de un modo cada vez más entrañable y majestuoso, fue arrebatado por
los Invisibles y se desvaneció en las alturas. Y todavía llegaba desde la
lejanía el eco de su música como el suave resplandor del atardecer.
«¿Y tú? ¿Qué vas a
desear», preguntó el forastero al otro muchacho.
«¡Me habéis quitado
ahora también al violinista!», dijo el joven. «Yo no quería otra cosa de la
vida más que oír y contemplar, y pensar sólo en aquello que es imperecedero.
Por eso desearía convertirme en una montaña, tan grande como el país de Faldum
y tan alta que mi cumbre se elevara por encima de las nubes.»
Entonces comenzó a
tronar bajo la tierra, y todo empezó a vacilar; sonó un estrepitoso entrechocar
de vidrios, los espejos cayeron hecho añicos sobre el empedrado de la calle; la
plaza del mercado se alzó oscilando, así como se alza un paño bajo el que
duerme un gato cuando éste despierta y arquea el lomo. Un terror inmenso se
adueñó del pueblo; millares de personas huyeron de la ciudad dando gritos, en
dirección al campo. Aquellos, empero, que permanecieron en la plaza, vieron
surgir detrás de la ciudad una montaña imponente que penetró en las nubes del
atardecer. Y simultáneamente vieron que el tranquilo arroyo se metamorfoseaba
en un torrente blanco y bravío que, desde lo alto de la montaña llegaba
espumeando al valle, tras formar muchos saltos y cascadas.
Había transcurrido
un instante y ya el país de Faldum se había convertido en una montaña
gigantesca, en cuya falda yacía la ciudad; a lo lejos, en lo hondo, se divisaba
el mar. Pero nadie había sufrido daño alguno.
Un viejo que se
había quedado junto a la barraca de los espejos y que lo había presenciado
todo, dijo a su vecino: «El mundo se ha vuelto loco; estoy contento de no tener
que vivir ya mucho tiempo. Sólo siento pena por el violinista, me hubiera
gustado oír su música otra vez. »
«Sí», dijo el otro.
«Pero decidrne, ¿adónde se ha marchado el desconocido?»
Miraron en torno:
había desaparecido. Y cuando dirigieron la vista arriba, a la nueva montaña,
vieron en lo alto al forastero, que se alejaba envuelto en una capa tremolante,
recortado por unos instantes, enorme, contra el cielo del ocaso, y se
desvaneció tras una arista de la roca.
LA MONTAÑA
Todo transcurre, y
todo lo nuevo envejece alguna vez. Mucho tiempo pasó desde aquella feria, y más
de uno de los que entonces se enriquecieron, había vuelto a ser pobre. La
muchacha de los largos cabellos de oro rojo estaba casada desde bastante tiempo
atrás y ya tenía hijos que frecuentaban las ferias de la ciudad en las
postrimerías de cada verano. La muchacha de los ágiles pies de bailarina era
ahora la esposa de un maestro artesano de la ciudad. Aún sabía bailar
magníficamente, mejor que muchas jóvenes; tenía tanto dinero como su marido
había deseado en otro tiempo, y, según las perspectivas, a la alegre pareja el
dinero le duraría toda la vida. La tercera muchacha' la de las manos lindas,
era la que más pensaba en el hombre extraño de la barraca de los espejos. Ella
no se había casado, es cierto, y tampoco se había enriquecido, pero conservaba
sus manos delicadas que la privaron, por causa de su misma delicadeza, de
volver a las tareas campesinas. En cambio, cuidaba a los niños de su aldea
cuando era necesario, y les relataba cuentos de hadas e historias.
Precisamente, por su intermedio, los niños habían conocido la historia de la
fantástica feria, de los pobres que se habían enriquecido y de la
transformación del país de Faldum en una montaña. Cuando refería aquellos
sucesos, se miraba sonriente sus esbeltas manos de princesa, y podía creerse,
dadas su emoción y ternura, que nadie había conseguido, excepto ella, una
fortuna más radiante junto a los espejos, no obstante haberse quedado soltera y
pobre y tener que dedicarse a contar sus bellas historias a niños ajenos.
Los que fueron
jóvenes en aquellos tiempos, eran ahora viejos, y los viejos de entonces habían
fallecido. Inmutable y sin edad se elevaba solamente la montaña; y cuando la
nieve sobre su cumbre enceguecía a través de las nubes, parecía sonreír y estar
contenta de no ser más un hombre, de no tener que contar más el tiempo de
acuerdo con la medida humana. En lo alto, por encima de la ciudad y la campiña,
brillaban las peñas de 1 montaña; su sombra poderosa se trasladaba cada día
sobre el país; sus arroyos y torrentes anunciaban abajo, en e Rano, la llegada
y el término de las estaciones del año; 1 montaña se había convertido en el
sostén y padre de todas las cosas. Crecían sobre ella bosques y praderas con
hierba ondulante y flores; las fuentes brotaban de ella, y también la nieve, el
hielo y las piedras; de estas últimas brotaba un musgo colorido y junto a sus
arroyos surgían nomeolvides. En sus entrañas había cuevas, por las que el agua
goteaba como hebras de plata, año tras año y de piedra en piedra con una música
inmutable; y en sus abismos había cámaras secretas donde con paciencia
milenaria se iban formando cristales. En la cumbre de la montaña jamás había
estado hombre alguno. Pero muchos pretendían saber que arriba de todo había un
pequeño lago redondo, en el que nunca se había reflejado otra cosa que el sol,
la luna, las nubes y los astros. Ningún hombre ni animal se había asomado a
aquella taza que la montaña ofrecía al cielo, porque ni las águilas volaban tan
alto.
Los habitantes de
Faldum vivían contentos en la ciudad y en los numerosos valles; bautizaban a
sus hijos, se dedicaban al comercio y a la industria. y unos sepultaban a los
otros. Y todo lo que pasaba de generación en generación y que sobrevivía, era
su conocimiento y sus sueños acerca de la montaña. Pastores y cazadores de gamuzas,
los que recogían el heno en las laderas de la montaña y los buscadores de
flores, vaqueros y viajeros incrementaban el tesoro de esa tradición, y tanto
los poetas líricos como los narradores se encargaban de transmitirlo. Ellos
sabían de cavernas oscuras e interminables, de, cascadas sombrías en abismos
escondidos, de glaciares profundamente hendidos y también aprendían a conocer
los cursos de los aludes y los cambios meteorológicos. Y lo que llegaba a la
campiña en lo concerniente al calor y al frío, al agua o al crecimiento, al
tiempo bueno o malo y a los vientos, todo esto provenía de la montaña.
De los tiempos
primitivos ya nadie sabía nada. Es cierto que existía la hermosa leyenda de la
feria maravillosa en la que todas las almas de Faldum pudieron formular su
deseo. Pero el que la montaña también hubiese surgido ese día, eso no quería
creerlo nadie. La montaña, se daba por cierto, estaba en su sitio desde el
origen de las cosas y allí seguiría por toda la eternidad. La montaña era la
patria, era Faldum. Pero la historia de las tres muchachas y la del violinista
eran escuchadas con placer. Y siempre se hallaba, aquí o allá, a un muchacho
que se abstraía profundamente tocando el violín a puertas cerradas, soñando con
disiparse tras la creación de su melodía más bella, para luego volar hacia el
cielo como el celestial violinista del cuento.
La montaña
continuaba viviendo serenamente en su grandeza. Todos los días veía salir del
océano al lejano y rojo sol y presenciaba su paseo circular en torno de Su
apogeo, del este hacia el oeste, y todas las noches contemplaba el mismo
tranquilo camino de las estrellas. Cada año el invierno la cubría con una
profunda capa de nieve e hielo; y cada año, en el momento indicado, los aludes
buscaban su ruta, y lindando con los restos de nieve reían los ojos datos de
las flores de verano con colores azules y amarillos, y los arroyos saltaban
rebosantes, y los lagos ofrecían un cálido azul a la luz del día. En abismos
invisibles tronaban sordamente las aguas perdidas; el lago en la cima, redondo
y pequeño, yacía cubierto de hielo compacto y aguardaba todo el año para --en
el breve plazo de la culminación del estío-, abrir su ojo límpido y reflejar el
sol durante unos pocos días y las estrellas durante unas pocas noches. En cavernas
tenebrosas se detenían las aguas; las rocas resonaban con un gotear continuo; y
en gargantas escondidas crecían con exactitud los cristales en busca de su
perfección.
Al pie de la
montaña, y algo más alto que la ciudad, se extendía un valle, por donde
discurría un arroyo ancho de claros reflejos, entre chopos y sauces. Allí se
dirigían los jóvenes enamorados y aprendían de la montaña y de los árboles las
maravillas de las estaciones. En otro valle se ejercitaban los hombres con sus
armas y caballos. Y en la más elevada cima de un peñasco cortado a pique ardía
una hoguera imponente la primera noche de verano de cada año.
Transcurrió el
tiempo y la montaña proseguía amparando el valle del amor y el campo de
maniobras; ofrecía espacio a pastores y a leñadores, a cazadores y balseros;
proporcionaba piedras para la construcción y el hierro para las fundiciones.
Indiferente, contemplaba y toleraba el primer fuego de verano sobre su cúspide;
lo vio cien veces y luego centenares de veces más. Vio cómo la ciudad se
extendía allí abajo con sus pequeños brazos truncados y cómo crecía más allá de
las viejas murallas. Vio a los cazadores olvidarse de sus ballestas y disparar
con armas de fuego. Los siglos le pasaban volando como si fueran las estaciones
del año, y los años como horas.
No le preocupó que
durante el curso de los años, en una ocasión, dejase de brillar el rojo fuego
del solsticio sobre la plana superficie del peñasco, allá en la cumbre. Tampoco
le causó preocupación que en el extenso correr de los tiempos el valle de los
ejercicios militares quedara abandonado y que en el campo de maniobras
crecieran llantenes y cardos. Y no se opuso a que una vez, en el largo decurso
de los siglos, un hundimiento alterara su forma, ni que bajo las rocas desprendidas
media ciudad de Faldum quedara reducida a escombros. Apenas si miró hacia
abajo, y no percibió que la arruinada ciudad no volvió a ser reconstruida.
Nada de aquello
llegó a preocuparle. Pero otras cosas sí comenzaron a darle cuidado. Los
tiempos pasaban volando, y la montaña se había puesto vieja. Cuando veía salir
el sol, hacer su carrera y desaparecer, ya no era como antes; y cuando las
estrellas se reflejaban en el descolorido glaciar, ya no se sentía semejante a
ellas. Las estrellas y el sol dejaron de ser ahora importantes en su vida.
Ahora lo
importante era lo
que le acontecía a ella misma, lo que pasaba en su interior. Pues experimentaba
cómo en lo más hondo, dentro de sus peñas y oquedades, iba trabajando una mano
desconocida, cómo se iba desmoronando su fuerte sustancia pétrea primitiva y se
descomponía en depósitos de pizarra, cómo los arroyos y cascadas se devoraban
con un impulso cada vez mayor. Habían desaparecido glaciares y nacido lagos;
hubo bosques que se transformaron en pedregales y praderas en negros pantanos;
corrían hacia el infinito en forma de puntiagudas lenguas los yermos cordones
de morenas y las estrías de cantos rodados, extendiéndose por el país, el cual,
en sus partes inferiores, también había experimentado extraños cambios, pues se
había vuelto singularmente pedregoso, estaba calcinado v envuelto en silencio.
La montaña se recluía más y más en sí misma. Advertía bien que ni el sol ni los
astros eran ya sus semejantes. Sus semejantes eran el viento y la nieve, el
agua y el hielo. Su semejante era lo que parece eterno y, no obstante,
desaparece lentamente, hasta irse extinguiendo de a poco.
Mientras tanto,
guiaba más fervorosamente sus arroyos hacia el valle; hacía rodar con mayor
solicitud sus aludes; ofrecía con más ternura sus praderas de flores al sol. Y
le sucedió que en su avanzada vejez recordase nuevamente a los hombres. No es
que hubiese considerado a los hombres como sus semejantes, pero comenzó a
buscarlos con la vista, a sentirse abandonada, comenzó a pensar en el pasado.
Sólo que la ciudad ya no estaba en su sitio, ni había canciones en el valle del
amor, ni tampoco quedaban cabañas entre los pastos alpestres. Ya no había
hombres allí. También ellos habían pasado. Imperaban el silencio y lo marchito,
una sombra se extendía por el aire.
La montaña se
estremeció al percatarse de lo que la extinción significaba, y después del
estremecimiento su cima se desplomó hacia un costado. Y fragmentos de roca
rodaron a continuación por el valle del amor --que desde mucho tiempo atrás
yacía lleno de piedras- y llegaron al mar.
Sí, los tiempos
eran diferentes. ¿Por qué, si no, se acordaría incesantemente de los hombres?
¿No hubiera constituido aquello un hecho maravilloso antaño, cuando ardían las
hogueras estivales, y cuando la juventud, en parejas, concurría al valle del
amor? ¡Oh, cuán dulces y cálidas habían resonado allí esas canciones!
La vieja montaña se
abismó por completo en sus recuerdos; apenas advertía el paso de los siglos;
apenas sentía que en sus grutas, aquí y allá, algo se desmoronaba o cedía con
un tronar sordo. Cuando pensaba en los hombres, le dolía como una reminiscencia
vaga de edades pretéritas, una emoción y amor difíciles de comprender, un sueño
oscuro y flotante como si en el pasado ella misma hubiera sido un hombre o
semejante a ellos, como si hubiese cantado y oído cantar, como si alguna vez,
en sus días más tempranos, hubiese pasado por su corazón el pensamiento de lo
perecedero.
Las edades
transcurrieron. Mientras se iba hundiendo, rodeada por ásperos desiertos
pedregosos, la montaña moribunda se entregaba a sus sueños. ¿Cómo había sido
ella en el pasado? ¿No quedaría algún eco, un fino hilo de plata que la uniera
al mundo anterior? Afanosamente escarbaba en la noche de los recuerdos
enmohecidos, repasaba incansablemente los hilos estropeados, se inclinaba cada
vez más hacia el abismo de las cosas ya ocurridas... En tiempos lejanos, ¿no
había ardido dentro de ella un sentimiento de comunidad, un amor? Ella, la
solitaria, la gigantesca, ¿no había sido también, allá en el tiempo más remoto,
un igual entre iguales? ¿No le había cantado también una madre en el principio
de las cosas? A fuerza de pensar y pensar, sus ojos, los lagos azules, se
enturbiaron y se volvieron espesos, se transformaron en ciénagas y pantanos, y
sobre las fajas de césped y los pequeños espacios con flores, brotaba la
rocalla. Siguió pensando, y de una lejanía increíble le llegó una resonancia;
percibió el flotar de unas notas, una canción, una melodía humana, y tembló
ante el doloroso placer del reconocimiento. Escuchó los sonidos, y vio a un
hombre, a un adolescente, totalmente envuelto en ellos, que se cernía en el
soleado cielo a través del aire. Cien recuerdos sepultados se agitaron y
comenzaron a brotar y a crecer. Vio un rostro humano de ojos oscuros, y los
ojos le. preguntaban apremiantes: «¿No quieres expresar un deseo?»
Y entonces formuló
un deseo, un deseo silencioso. Y mientras lo hacía, la abandonó aquel tormento
de verse constreñida a recordar cosas tan remotas y ya desaparecidas, y se
alejó de ella todo lo que la había afligido. Montaña y país se hundieron, y
donde había estado Faldum. se agitó ancho y tumultuoso el mar infinito. Y
encima, el sol y las estrellas siguieron su curso.
IRIS
En la primavera de
su infancia, Anselmo correteaba por el verde jardín. Una flor entre las flores
que su madre.. cultivaba y que había recibido el nombre de lirio, le era
particularmente grata. Arrimaba sus mejillas a sus hojas altas, de color verde
claro, apretaba con cuidado los dedos contra las puntas agudas, y miraba
largamente en su interior aspirando su floración grande y maravillosa. Había
allí largas ringleras de dedos amarillos que brotaban desde el pálido fondo
azulado de la flor: entre las mismas se alejaba una vereda luminosa que,
bajando por el cáliz, se adentraba en el remoto misterio azul de la flor.
Anselmo la quería mucho, pasaba largo tiempo mirándola por dentro y contemplaba
los delicados órganos amarillos que le parecían de oro como el cerco de un
jardín real, o como una doble avenida de bellos árboles de ensueño a los que
ningún viento movía y entre los que corría límpido, veteado por animadas
arterias de suaves transparencias, el secreto camino que llevaba a su interior.
Era prodigioso ver cómo se dilataba la bóveda, hacia atrás, el camino
infinitamente profundo se perdía, entre árboles dorados, en abismos
inconcebibles. Sobre él se curvaba la bóveda violeta con gesto soberano y
arrojaba una tenue sombra encantada sobre la maravilla inmóvil y a la espera.
Anselmo sabía que ésa era la boca de la flor, que tras la magnificencia de esa
planta amarilla, tras su garganta azul, moraban el corazón y los pensamientos
de la flor. Y que por aquel hermoso, claro, transparente camino estriado
entraban y salían su aliento y sus sueños.
Y al lado de la
flor grande existían otras más pequeñas, no abiertas aún. Sostenidas por
pedúnculos firmes y jugosos, dentro de un pequeño cáliz de una piel verde
pardusca, emergería de ellas la flor recién nacida, tranquila y vigorosa, sólidamente
envuelta en lila y verdeclaro. De sus finos picos asomaba, enrollado con suave
tirantez, un flamante e intenso violeta. También en estos pétalos nuevos,
todavía firmemente enrollados, había vetas y centenares de dibujos para
observar.
Por las mañanas,
cuando Anselmo salía de casa, del sueño y el ensueño, y regresaba a su extraño
mundo, allí estaba el jardín, siempre nuevo, aguardándolo como de costumbre. Y
donde ayer contemplara con detenimiento un duro botón azul densamente
enrollado, ahora, bajo su verde cubierta, tenue y azul como el aire, un tierno
pétalo pendía, similar a una lengua y a unos labios, buscando a tientas la
forma y la convexidad largo tiempo soñadas; y en la parte interior, donde
proseguía la lucha silenciosa con la envoltura, se adivinaban, ya dispuestos,
las finas florescencias amarillas, los claros caminos veteados y las remotas y
perfumadas cimas del alma. Tal vez al mediodía, tal vez por la noche, el botón
se abriría, desplegaría su abovedada tienda de campaña de seda azul sobre el
dorado bosque de sueños, y sus primeros ensueños, pensamientos y canciones
surgirían apacibles, alentados por el impulso de aquel abismo mágico.
Llegó un día en
que, de entre la hierba, no brotaron más que campanillas azules. Llegó un día
en que, de pronto, hubo una resonancia nueva, un perfume nuevo en el jardín:
sobre el follaje rojizo y asoleado pendía, blanda y bermeja, la primera rosa de
té. Llegó el día en que desaparecieron los lirios. Se habían ido; ningún
sendero entre cercos dorados bajaba ya suavemente al fragante misterio; era
extraño encontrar esas hojas rígidas, frescas y terminadas en pico. Pero había
bayas maduras en los matorrales, y encima de los narcisos revoloteaban, libre y
juguetonamente, nuevas e inexplicables mariposas de color pardo rojizo y dorso
nacarado, así como esfinges zumbadoras de alas cristalinas. Anselmo hablaba con
las mariposas y con los guijarros; tenía por amigos al escarabajo y a la
lagartija; los pájaros le contaban historias de pájaros; los helechos le dejaban
ver sus pardas y concentradas semillas escondidas bajo la cubierta de las
gigantescas hojas; trozos de vidrio verde y cristalino apresaban para él los
rayos del sol y se convertían en palacios, jardines y centelleantes cámaras de
tesoros. Los lirios se habían ido, pero en cambio florecían las capuchinas; si
las rosas de té se marchitaban, maduraban las moras; todas las cosas se
desplazaban, aparecían, duraban, se desvanecían y a su tiempo volvían a
aparecer; inclusive esos días temibles y caprichosos, cuando el viento frío
alborotaba entre los abetos y el follaje marchito crujía macilento y agónico en
todo el jardín, traían también consigo una canción, una experiencia, una
historia, hasta que todo nuevamente declinaba; la nieve caía ante las ventanas
y bosques de palmeras crecían junto a los vidrios; ángeles con campanas de
plata volaban en la noche; el zaguán y el desván olían a frutas desecadas.
Jamás se extinguían la amistad ni la confianza en aquel universo de bondad. Y
si en alguna ocasión, de repente, brillaban las campanillas blancas entre las
negras hojas de la hiedra y volaban los primeros pájaros por las alturas
nuevamente azules, era como si todo hubiera sido siempre así. Hasta que otro
día, inesperadamente, pero siempre en el instante preciso y deseado, volvía a
mirar la primera yema azulada desde uno de los tallos del lirio.
Todo era lindo para
Anselmo, todas las cosas eran familiares y amistosas, a todas les daba la
bienvenida; pero el momento supremo del milagro y la gracia era, para el muchacho,
cada año, el del primer lirio. En su cáliz -una vez, en sus sueños infantiles
más tempranos- había leído por primera vez en el libro de las maravillas; su
aroma y su azul ondulante y múltiple habían significado para él llamada y clave
de la Creación. Así lo acompañó el lirio a través de todos sus años de
inocencia, renovándose cada verano y haciéndose más enigmático y conmovedor.
También otras flores tenían boca, también de otras flores emanaban fragancia y
pensamientos, y otras atraían asimismo abejas y escarabajos a sus pequeñas y
dulces cámaras. Pero el lirio azul era la flor más importante para el muchacho
y aquella a la que amaba más entre todas: se convirtió en símbolo y ejemplo de
todo lo prodigioso y digno de reflexión. Cuando miraba dentro de su cáliz y
seguía mentalmente absorto aquel diáfano sendero de ensueño por entre los
extraños cogollos amarillos hasta la crepuscular intimidad de la flor, entonces
su alma veía en ese pórtico en el que la apariencia se convierte en enigma y la
visión en presentimiento. Algunas veces, de noche, soñaba con ese cáliz, lo
veía enormemente grande y abierto ante él, como la puerta abierta de un palacio
celestial; ingresaba a caballo o volando en un cisne; y con él volaba y montaba
y se deslizaba sin ruido el mundo entero, atraído por arte de magia hacia la
hermosa garganta, hacia abajo, donde la espera debía cumplirse y el
presentimiento volverse verdad.
Todo fenómeno sobre
la tierra es un símbolo, y todo símbolo es una puerta abierta, por la que el
alma, si está preparada, puede entrar en la intimidad del mundo, donde el tú y
el yo, el día y la noche, son uno. Ante cada hombre, alguna vez en su vida,
aparece la puerta abierta en el camino; en cada hombre aletea en una ocasión la
idea de que todos los objetos visibles son símbolos y de que, tras cada
símbolo, habitan el espíritu y la vida eterna. Pocos pasan, es cierto, por esa
puerta y renuncian a las bellas apariencias a cambio de la presentida realidad
de lo íntimo.
Así, el muchacho
Anselmo creía que el cáliz de su flor era como una pregunta abierta y
silenciosa que, en medio de vislumbres borboteantes, instaba a su alma a dar
una respuesta feliz. Después volvía a tironear de él la deliciosa multiplicidad
de las cosas: hablaba y jugaba con la hierba y con las piedras, raíces,
arbustos, bichos y todas las amistades de su mundo. A menudo se sumía en
profundas meditaciones respecto de sí mismo; sentado, examinaba las
peculiaridades de su cuerpo; sentía con los Ojos cerrados al tragar, cuando
cantaba o respiraba, extraños movimientos, sensaciones y percepciones en la
boca y en el cuello; sentía también que allí estaban el camino y la puerta por
los que un alma puede llegar a otra; observaba con admiración las
significativas figuras coloreadas que se le aparecían con frecuencia desde la
purpúrea oscuridad de sus ojos cerrados; manchas y semicírculos de azul y rojo
subido, con claras líneas cristalinas entrelazadas. Muchas veces advertía
Anselmo, con una emoción entre regocijada y temerosa, las conexiones múltiples
y sutiles entre ojo y oído, olfato y tacto; durante bellos y fugaces instantes
percibía sonidos, acentos, letras vinculadas entre sí y similares al rojo y al
azul, a lo duro y a lo blando; o se admiraba al oler una planta o un trozo de
verde corteza arrancada, o de lo extrañamente próximos que están el olfato y el
gusto, y cuán a menudo uno se cambia en otro o se convierten en algo único.
Todos los niños
tienen esa sensibilidad, si bien no todos la desarrollan con la misma fuerza y
sutil en muchos de ellos pronto desaparece, aun antes de haber aprendido las
primeras letras, como si nunca la hubiesen tenido. En otros subsiste largo
tiempo ese misterio de la infancia; y llegan a conservar para sí un resto y eco
de él hasta la época de los cabellos blancos y los fatigados días postreros.
Todos los niños, en tanto que están en el secreto, se ocupan de continuo y con
toda el alma del único asunto importante, vale decir, de sí mismos y de las
enigmáticas conexiones existentes entre su propia persona y el mundo circundante.
Buscadores de la
verdad y sabios retornan con los años de madurez a estas ocupaciones, pero la
mayor parte de los hombres olvidan y abandonan desde temprano este mundo
interior de lo verdaderamente trascendental y vagan a lo largo de su existencia
por los laberintos confusos de las preocupaciones, los deseos y los objetivos,
ninguno de los cuales vive en lo íntimo ni los volverá a conducir a su
intimidad y a su morada.
Los veranos y
otoños de la infancia de Anselmo llegaban suavemente y se marchaban sin ser
oídos; una y otra vez florecían y se marchitaban las campanillas blancas, las
violetas, los alelíes amarillos, las siemprevivas, rosas y lirios, hermosos y
abundantes como siempre. Convivía con ellos; la flor y el pájaro le hablaban;
el árbol y la fuente lo escuchaban; llevó consigo, según la vieja costumbre,
las primeras letras escritas en su cuaderno, los primeros disgustos con sus
amiguitos, el jardín, su madre, el arriate adornado de coloridas piedras.
Pero una vez llegó
cierta primavera que no olía ni sonaba como las anteriores; el mirlo cantaba,
pero no la vieja canción; se abrió el lirio azul, y por el sendero de su cáliz,
flanqueado con cercos de oro, no entraban ni
salían ensueños ni historias legendarias. Reían las frutillas escondidas
en su verde sombra; las mariposas revoloteaban brillantes sobre las altas
umbelas; pero ya no era como antes y otras cosas empezaban a interesar al
muchacho, que ahora discutía mucho con su madre. Él mismo no sabía qué le
pasaba ni la razón de su sufrimiento, ni la causa de aquellos disgustos
continuos. únicamente veía que el mundo había cambiado, que las amistades de
otrora se alejaban y lo dejaban solo.
Así transcurrió un
año, y otro; Anselmo ya no era un niño. Los variados guijarros que rodeaban el
arriate se habían vuelto fastidiosos, y las flores estúpidas; guardaba los
escarabajos clavados con alfileres en una caja; su alma había iniciado el largo
y duro rodeo, y los antiguos amigos se habían secado y agostado.
Impetuosamente
irrumpió el joven en la vida, que sólo ahora creía que comenzaba. Borracho y
olvidado quedó el mundo de las alegorías; nuevos deseos y caminos le atraían.
Aún permanecía suspendida de él la niñez como una fragancia en la mirada azul y
en el cabello suave, pero no le agradaba que le recordasen esos años. De esta
manera se hizo cortar el pelo al rape y puso en la mirada tanta audacia y
experiencia como le fue posible. Se precipitó con veleidad a través de aquellos
inquietos años de espera, ora como buen estudiante y amigo, ora solitario y
huraño, unas veces enfrascado en los libros, hasta por las noches, otras
indómito y estrepitoso en las primeras orgías juveniles. Tuvo que abandonar su
patria y sólo volvió a verla raras veces en cortas visitas, cuando,
transformado, alto y bien vestido, visitaba a su madre. Traía consigo amigos,
libros, siempre diferentes los unos y los otros, y cuando cruzaba el viejo
jardín, éste parecía pequeño y callaba ante su mirar distraído. Nunca más
volvió a leer historias en las vetas coloreadas de las piedras y las hojas, no
volvió a ver jamás a Dios y a la eternidad habitando en el misterio floral del
iris azul.
Anselmo
fue colegial, fue estudiante; volvió a la ciudad natal con una gorra roja,
luego con otra amarilla, con bozo encima de los labios y luego con barba
incipiente. Trajo libros en idiomas extranjeros; una vez un perro; y en una
cartera de cuero que guardaba junto al pecho llevaba poesías reservadas, o
copias que contenían una sabiduría muy antigua, o retratos y cartas de lindas
muchachas. Regresó de nuevo; había estado lejos en tierras extranjeras y había
estado embarcado en grandes buques surcando los mares. Y otra vez regresó. Ya
era un joven sabio, traía sombrero negro y guantes oscuros; y sus antiguos
vecinos se quitaban el sombrero para saludarlo y le daban el nombre de
profesor, aunque todavía no lo era. Vino otra vez, y esbelto y grave en su
traje negro, caminó tras el lento carruaje que llevaba a su madre anciana,
yacente en un ataúd engalanado. Después volvió en muy contadas ocasiones.
En
la gran ciudad, donde ahora Anselmo enseñaba a los estudiantes y era
considerado como un prestigioso erudito, se paseaba, se sentaba o se ponía de
pie igual que tantos otros individuos en el mundo, con su elegante traje y su
sombrero, serio o afable, con la mirada viva -a veces un tanto fatigada y era
todo un señor, un investigador, tal como lo había deseado. Ahora le pasaba algo
similar a lo que le había pasado al término de su infancia. Notaba los muchos
años que habían ido deslizándose a lo largo de su vida, y se hallaba
extrañamente solo e insatisfecho en medio de aquel mundo al que siempre
aspirara. No constituía realmente una felicidad ser un señor profesor, no había
verdadero placer en ser saludado respetuosamente por burgueses y por estudiantes.
Todo aquello estaba como marchita y cubierto de polvo y la felicidad yacía de
nuevo lejos, en el futuro, y el camino hacia ella parecía sofocante,
polvoriento y vulgar.
En
aquella época Anselmo frecuentaba la casa de un amigo suyo, atraído por su
hermana. Ya no corría fácilmente detrás de un lindo rostro -también en esto
había cambiado-, y sentía que la felicidad tendría que venir hacia él de una
manera particular, que no podía estar guardada tras cada ventana. La hermana de
su amigo le agradaba mucho, y a menudo creía tener conciencia de que realmente
la amaba. Pero ella era una joven singular: cada- paso y cada palabra suya
estaban coloreados y acunados de un modo propio, y no siempre resultaba fácil
ir con ella y acompañarla al mismo paso. Cuando Anselmo se paseaba a veces por
las noches de un lado a otro en la soledad de su habitación, y escuchaba
pensativo sus propios pasos en el cuarto, entonces luchaba consigo mismo a
causa de su amiga. Ésta tenía más años de los que él hubiera deseado para su
mujer; era muy especial, y resultaba difícil vivir a su lado y que ella le
siguiese en su ambición de erudito, pues no quería oír hablar de esas cosas.
Tampoco era muy fuerte ni gozaba de buena salud, y por ello difícilmente podría
soportar la vida social de reuniones y fiestas. Ella prefería vivir entre
flores y música y tal vez con algún libro, en una soledad callada; esperaba que
alguien llegara hasta ella y dejaba que el mundo siguiese su marcha. Era tan
tierna y sensible, que muchas veces lo extraño le producía dolor y rompía en
llanto con facilidad, después de lo cual irradiaba serenidad y delicadeza
dentro de su felicidad solitaria. Y quien presenciaba todo esto, sentía lo
difícil que sería dar algo a aquella hermosa y extraña mujer, y que ese algo fuera
importante para ella. En ocasiones creía Anselmo que ella lo amaba; otras veces
le parecía que no amaba a nadie, que simplemente era tierna y afectuosa con
todos, y que no ansiaba del mundo más que vivir en paz y que la dejaran
tranquila. Pero él pretendía otras cosas de la existencia, y de tener una
esposa, soñaba con una casa donde hubiera vida, sucesos, hospitalidad.
«Iris»,
le decía, «querida Iris, ¡si el mundo estuviera organizado de otro modo! Si no
existiese en absoluto nada más que tu bello y tierno mundo de flores,
pensamientos y música, entonces yo no desearía más que pasar toda la vida a tu
lado, escuchar tus relatos y participar en tus pensamientos. Ya de por sí tu
nombre me hace bien; Iris es un nombre maravilloso, y no sé qué me recuerda.»
«Pero
tú sabes», dijo ella, «que los lirios azules y amarillos se llaman así.»
«Sí»,
-exclamó él con una sensación opresiva, «lo sé, y ya esa relación es muy
hermosa. Pero siempre que prenuncio tu nombre, quiere recordarme, además,
alguna otra cosa, no sé cuál, como si estuviera ligado a recuerdos muy
profundos, remotos e importantes, y sin embargo no sé ni caigo en la cuenta de
cuáles pueden ser.»
Iris
le sonrió, mientras él, perplejo, estaba ante ella y se pasaba la mano por la
frente.
«A
mí me sucede eso cada vez que huelo una flor», dijo ella con su ligera voz de
ave. «Entonces mi corazón cree siempre que el aroma está vinculado a la memoria
de algo sumamente preciado y hermoso, que hac¿ mucho tiempo fue mío y que
perdí. Con la música me ocurre también lo mismo, y a veces también con la
poesía... De pronto algo centellea, y por un instante es como si uno divisara
abajo, en el valle, a sus pies, una patria perdida; luego, súbitamente, vuelve
a desaparecer, volvemos a olvidar. Querido Anselmo, pienso que ése es el
sentido de nuestra presencia en la tierra, esa meditación y búsqueda, ese
escuchar de lejanas melodías perdidas; tras ellas se extiende nuestra verdadera
patria.»
«¡Qué
hermoso es eso que acabas de decir», la halagó Anselmo, al tiempo que sentía en
su pecho una conmoción casi dolorosa, como si una brújula allí oculta señalara
su remoto destino irremisible. Pero aquel destino era totalmente distinto del
que había querido dar a su existencia, y eso dolía. ¿Era digno de él perder el
tiempo de su vida en ensueños ocultos detrás de bonitos cuentos de hadas?
Llegó
luego un día en que, habiendo regresado Anselmo de un viaje solitario, se
sintió tan fría y abrumadoramente recibido por su desnuda habitación de
erudito, que corrió a casa de su amigo, dispuesto a solicitar la mano de la
hermosa Iris.
«Iris»,
le dijo, «no puedo seguir viviendo así. Siempre has sido mi buena amiga y debo
confesártelo todo. Necesito una esposa, de lo contrario tendría la sensación de
llevar una vida vacía y sin sentido. ¿Y a quién debo desear por esposa, sino a
ti, mi amada flor? ¿Quieres, Iris? Tendrás flores, tantas como pueda haber;
tendrás el más bello jardín. ¿Quieres venir a mi casa?»
Iris
lo miró larga y serenamente a los ojos; no sonrió ni se ruborizó. Su voz fue
firme al contestarle:
«Anselmo,
tu pregunta no me ha extrañado. Te quiero, aunque nunca he pensado en
convertirme en tu mujer. Pero, querido amigo, exijo mucho del que haya de ser
mi marido; exijo mucho más que la mayoría de las mujeres. Me has ofrecido
flores, y tu intención es buena. Pero yo puedo vivir sin flores y también sin
música; podría prescindir de ésas y de muchas otras cosas si fuera necesario.
Sin embargo, hay una cosa de la que no puedo ni quiero prescindir; tampoco
podría vivir un solo día sin ella, pues la música de mi corazón es lo esencial
para mí. Si he de convivir con un hombre, debe ser con uno cuya música interior
armonice perfecta y delicadamente con la mía; su única aspiración debe
consistir en que su propia música sea pura y suene de acuerdo con la mía. ¿Eres
capaz de hacerlo, amigo mío.' Con ello probablemente no te harás muy célebre ni
obtendrás honores; tu casa estará silenciosa y las arrugas de tu frente, que
conozco hace varios años, habrán desaparecido. ¡Ay Anselmo, esto no marchará.
Mira, tú eres de tal condición que nuevas arrugas vendrán constantemente a
surcar tu frente y te crearás continuamente nuevas preocupaciones; amas, sin
duda, lo que yo pienso y soy y lo encuentras atractivo, pero para ti, como para
los demás, se trata apenas de un juguete delicado. ¡Oh, escúchame bien! Todo
esto que representa para ti un juguete, es para mí la vida misma y también
debería serlo para ti; y todo a lo que tú te dedicas con esfuerzo y con
cuidado, es para mí un juguete y, según mi juicio, no es digno de que uno viva
para ello. Yo ya no cambiaré, Anselmo, porque vivo de acuerdo a una ley que
está dentro de mí. ¿Podrías tú convertirte en otro? Porque sólo de ese modo
podría yo transformarme en tu mujer.»
Anselmo
guardó silencio, sorprendido por la voluntad de aquélla que él había juzgado
débil y juguetona. Callaba y en la excitada mano estrujaba una flor que había
tomado de la mesa.
Iris
le quitó suavemente la flor de la mano esto le llegó al corazón como un serio
reproche y luego, de improviso, sonrió luminosa y afectuosamente, como si del
modo más inesperado hubiera encontrado un camino en medio de la oscuridad.
«Tengo
una idea», dijo a media voz, y se sonrojó al decirlo. «La hallarás rara, te
parecerá un capricho. Pero no lo es. ¿Quieres escucharla? ¿Podrás admitirla
como algo decisivo entre nosotros?»
Sin
comprender, Anselmo miraba a su amiga con la preocupación reflejada en el
pálido semblante. La sonrisa de ella lo subyugó de tal manera que cobró
confianza y asintió.
«Quisiera
proponerte una prueba», dijo Iris, y enseguida volvió a ponerse muy seria.
«Hazlo,
estás en tu derecho», se sometió su amigo.
«Se
trata de algo serio para mí», dijo ella, «de mi última palabra. ¿Querrás tomar
esto corno cosa que me brota del alma, sin regatear, aunque no lo comprendas en
un primer momento?»
Anselmo
lo prometió. Entonces ella, mientras se levantaba y le daba la mano, dijo:
«Muchas
veces me has dicho que al pronunciar mi nombre invariablemente evocabas alguna
cosa olvidada que fue importante y sagrada para ti hace mucho tiempo. Ésta es
una señal, Anselmo, y la misma ha hecho que te sintieras atraído hacia mí todo
estos años. También yo creo que en el fondo de tu alma has perdido y olvidado
algo importante y sacro, que tiene que volver a despertar para que puedas
hallar la felicidad y alcanzar lo que te ha sido destinado. ¡Vete con Dios,
Anselmo! Te doy mi mano y te ruego que partas y trates de recuperar en tu
memoria eso que mi nombre te evoca. El día que lo hayas vuelto a encontrar, me
iré contigo, como tu mujer, a donde quieras y no tendré otros deseos que los
tuyos.»
Estupefacto
y confuso, intentó Anselmo replicarle y considerar como un capricho esa
demanda; pero ella le recordó su promesa con una mirada terminante de advertencia,
y él se calló. Col, los ojos bajos tomó la mano de ella, se la llevó a sus
labios y se marchó.
Muchos
problemas había tenido que enfrentar en su vida, muchos los había solucionado;
pero ninguno había sido extraño, de tanto peso y a la vez tan descorazonador
como aquél. Días y días se los pasaba dando vueltas y pensando en él hasta el
cansancio, y siempre llegaba un momento en que, desesperado y furioso,
calificaba de maniático capricho de mujer todo ese asunto y lo alejaba de su
mente. Pero más tarde, algo muy hondo en su interior le decía que no; era como
un dolor muy sutil u oculto, una advertencia suavísima y apenas pereptible...
Aquella delicada voz, que surgía de su propio corazón, le daba la razón a Iris
y hacía la misma recomendación que ella.
Pero
aquel problema era demasiado difícil para el sabio. Debía acordarse de algo
olvidado mucho tiempo atrás; de entre la telaraña de los años sumergidos, debía
recuperar una hebra dorada y única; debía apresar con sus manos alguna cosa y
ofrecerla a su amada, fuera un apagado trino de pájaro, un dejo placentero o
triste al escuchar una melodía, algo acaso más sutil, efímero e incorpóreo que
una idea, más vano que el sueño de una noche, más incierto que la niebla de la
mañana.
En
muchas ocasiones, cuando, desanimado, había apartado de su mente todo eso y lo
había abandonado de malhumor, al poco tiempo y de improviso llegaba a él una
especie de soplo, como un aliento de jardines remotos: murmuraba entonces para
sí el nombre de «Iris» diez y más veces, en voz baja y juguetonamente, como
quien busca un tono en una cuerda tensa. «Iris», susurraba, «Iris».... y sentía
un dolor sutil, como algo que se moviera en su interior, al igual que cuando en
una casa vieja y abandonada se abre una puerta o rechina un postigo sin que se
sepa la causa. Buceaba en sus recuerdos, que creía tener bien ordenados, y
realizaba descubrimientos tan asombrosos como desconcertantes. Su riqueza de
recuerdos era infinitamente menor de lo que se había figurado. Cuando intentaba
evocarlos, le faltaban años enteros que quedaban vacíos igual que páginas en
blanco. Encontró que le costaba gran esfuerzo volver a representarse con
claridad la imagen de su madre. Había olvidado totalmente cómo se llamaba una
muchacha a la que, en su juventud, había perseguido con ardientes peticiones de
mano. Se acordó sí de un perro que había comprado por capricho hacía mucho,
cuando estudiante, y que lo había acompañado una larga temporada, pero necesitó
días para volver a recordar el nombre del perro.
Dolorido,
el pobre hombre fue observando con creciente tristeza y angustia, qué perdida y
vacía quedaba detrás de él su vida pasada, ajena y sin relación con su propia
persona, a la manera de algo que se ha aprendido de memoria en otro tiempo y de
lo cual se consiguen reconstruir con mucho esfuerzo ciertos fragmentos
solitarios. Empezó a escribir; quería fijar por escrito sus vivencias más
importantes, año por año, para tenerlas así otra vez bajo su dominio. Pero,
¿dónde estaban sus vivencias principales? ¿Que había llegado a ser profesor?
¿Que una vez hizo el doctorado, que fue colegial, estudiante universitario? ¿0
que en tiempos pasados le había gustado esta o aquella muchacha por una
temporada? Aterrado alzaba la vista. ¿Era esto la vida? ¿Eso era todo? Y se
golpeaba la frente y reía con violencia.
Entretanto,
el tiempo corría, ¡jamás había corrido tan rápida e inexorablemente!
Transcurrió un año, y le parecía que se hallaba todavía en el mismo punto que
cuando se alejara de Iris. Sin embargo, en ese lapso había cambiado mucho, cosa
de la que todo el mundo, excepto él, se daba cuenta. Había envejecido tanto
como había rejuvenecido. Para sus conocidos se convirtió casi en un extraño; se
lo hallaba distraído, voluble, raro; cobró fama de persona extravagante. Era
una lástima... pero había estado soltero demasiado tiempo. Llegó a ocurrir que
se olvidara de sus obligaciones y que sus alumnos lo aguardaran en vano. A
veces, sumido en cavilaciones, se deslizaba por las calles arrimado a las
casas, y con el abrigo desastrado iba rozando las molduras y quitándoles el
polvo. Algunos creían que había empezado a beber. Otras veces, empero, se
detenía en medio de una disertación ,ante sus discípulos, intentaba acordarse
de algo, sonreía de un modo infantil y cordial que nadie le había conocido
antes, y continuaba con un acento cálido y emocionado que a muchos les tocaba
el corazón.
El
mucho tiempo de desesperada correría en pos de los perfumes y las borradas
huellas de los años lejanos, le había
otorgado un nuevo sentido, del que él mismo, no obstante, no se daba cuenta.
Tenía la impresión, cada vez más frecuente, de que tras aquello que él había
denominado sus recuerdos, existían otros recuerdos, lo mismo que en una pared
con pinturas antiguas yacen, a veces debajo de las viejas imágenes, otras más
antiguas todavía, que duermen ocultas por la más reciente. Quería traer a la
memoria cualquier cosa, acaso el nombre de una ciudad en la que había pasado
algunos días durante sus viajes, o la fecha del cumpleaños de un amigo, o
cualquier otra cosa; mientras escarbaba y desenterraba, como si fueran
escombros, un pequeño trozo del pasado, se le aparecía de improviso algo
completamente distinto a lo que buscaba. Lo sorprendía como un hálito, Como el
viento de una mañana de abril, o como un día nebuloso de setiembre; olía su
perfume, gustaba su sabor, experimentaba oscuras y delicadas sensaciones en
alguna parte, en la piel, en los ojos,
en el corazón. Y lentamente empezó a comprender: tuvo que haber existido un día
azul, cálido o frío, gris o comoquiera que fuese, y la esencia de ese día tuvo
que haber penetrado en él, y luego habérsele adherido a modo de un oscuro
recuerdo. En el pasado real no podía reencontrar ese día de primavera o de
invierno que él olía y sentía nítidamente; faltaban nombres y cifras para ello;
tal vez había sido en su época de estudiante, tal vez mucho antes, en la cuna;
pero el aroma estaba allí, y él sentía vivir dentro de sí algo cuya naturaleza
ignoraba y que no podía nombrar ni definir. A veces le parecía que aquellos
recuerdos bien podían trascender desde el pretérito de una existencia anterior
a la suya, aunque la ocurrencia le provocaba risa.
Muchas
cosas encontró Anselmo en su peregrinaje desorientado a través de los abismos
de la memoria. Muchas cosas encontró que lo enternecieron y conmovieron, y
muchas que le produjeron angustia y terror; pero lo que no encontró fue eso que
el nombre «Iris» significaba para él.
En
una ocasión volvió a visitar, en el tormento de su búsqueda impotente, la vieja
patria. Volvió a ver sus bosques y calles, sus senderos y vallados, estuvo en
el jardín de su niñez y sintió una agitación de olas en su corazón. El pasado
lo envolvió como un sueño. Triste y silencioso regresó de ese lugar. Hizo
correr la voz de que estaba enfermo y despidió a quienes se interesaban por su
estado.
Uno,
sin embargo, llegó hasta él. Era su amigo, al que no había vuelto a ver desde
su petición de mano a Iris. Llegó y vio a Anselmo desaseado, sentado en su
melancólica reclusión.
«Levántate»,
le dijo, «y ven conmigo. Iris quiere verte.»
«¿Iris?
¿Qué le ocurre?... ¡Oh, ya lo se, ya lo sé!»
«Sí»,
dijo el amigo «ven conmigo. Va a morir, está enferma desde hace mucho tiempo.»
Fueron
a casa de Iris, quien, ligera y delgada como un niño, yacía en su lecho y
sonreía luminosamente, con los ojos agrandados. Dio a Anselmo su leve y blanca
mano de niño, que quedó como una flor en la de él, y su rostro estaba como
iluminado.
«Anselmo»,
dijo. «¿Estás enojado conmigo? Te he impuesto una tarea difícil y veo que has
permanecido fiel a ella. ¡Sigue buscando y ve por ese camino hasta que llegues
a la meta! Creías seguirlo por mi causa, pero vas en él por tu propia causa.
¿Lo sabías?»
«Lo
presentía», dijo Anselmo, «y ahora lo sé. Es un largo camino, Iris, y habría
retrocedido hace mucho tiempo, pero no encuentro el camino de vuelta. No sé qué
va a ser de mí. »
Ella
miró sus ojos tristes y sonrió con una sonrisa luminosa y consoladora; él se
inclinó sobre su fina mano y lloró largo tiempo, de manera que la mano quedó
humedecida por sus lágrimas.
«Lo
que vaya a ser de ti», dijo ella con una voz que parecía la evocación de un
recuerdo, «lo que vaya a ser de ti, no necesitas preguntarlo. Has buscado
muchas cosas en tu vida. Has buscado honores, y la felicidad, y la sabiduría, y
me has buscado a mí, a tu pequeña Iris. Todas han sido lindas imágenes, y te
abandonaron, lo mismo que yo tengo que abandonarte ahora. Igual me sucedió a
mí. Siempre he buscado, y siempre se trataba de imágenes bonitas y placenteras,
pero siempre continuamente fueron decayendo y marchitándose. Ahora no sé de
ninguna imagen, no busco nada más; he regresado y sólo me falta dar un paso
pequeño para estar ya en mi casa. También tú llegarás allí, Anselmo, y entonces
no habrá más arrugas en tu frente. »
Estaba
tan pálida que Anselmo, desesperado, exclamó: «¡Oh, espera todavía, Iris, no te
marches aún! ¡Déjame una señal de que no te perderás para mí definitivamente!»
Ella
asintió con la cabeza, y de un vaso que tenía al lado, tomó un lirio azul
recién florecido y se lo dio.
«Ten
mi flor, el iris, y no me olvides. Búscame, busca el iris, y después vendrás a
mi casa. »
Llorando
tomó Anselmo la flor en sus manos y llorando se despidió. Y habiéndole más
tarde enviado su amigo un aviso, regresó a la casa y ayudó a adornar con flores
el ataúd de Iris y a darle sepultura.
Después,
su vida se derrumbó; no le parecía posible seguir hilando aquella hebra. Lo
dejó todo, abandonó la ciudad y el cargo, y se perdió por el mundo. Fue visto
aquí y allá; un día apareció en su tierra y se apoyó en el cercado del viejo
jardín; pero cuando la gente llegó para hacerle preguntas y recibirlo, se
volvió a marchar y desapareció.
Perduró
su amor a los lirios. A menudo se inclinaba sobre alguno, y entonces ella se le
hacía siempre visible, y cuando hundía largo tiempo su mirada en la corola, le
parecía que desde las azuladas profundidades ascendían hasta él el aroma y el
presentimiento de todo lo pasado y de lo venidero, hasta que proseguía triste
su camino, porque la consumación no llegaba. Era como si escuchase junto a una
puerta que se hubiera quedado entreabierta y percibiese tras ella el aliento
del secreto más encantador, y precisamente cuando creía que todo iba a dársele
y cumplírsele en ese momento, la puerta se cerraba de golpe y el viento del
mundo azotaba fríamente su soledad.
En
sus sueños le hablaba su madre, cuya figura y rostro veía ahora tan claros y
próximos como nunca en tantos largos años. Iris también le hablaba, de modo que
cuando despertaba permanecía el sonido de sus palabras, y en ello se detenía a
pensar toda la jornada. No tenía residencia fija; recorría, desconocido, los
países; dormía en casas, dormía en bosques; comía pan o comía bayas; bebía vino
o bebía el rocío de las hojas de los matorrales. De nada se daba cuenta. Para
unos, era un loco; para otros, un mago. Muchos le temían, muchos se reían de
él, muchos lo amaban. Aprendió a estar entre niños, cosa que nunca había
sabido, y a participar en sus extraños Juegos, a dialogar con una rama
desgajada y con una piedrecita. Inviernos y veranos desfilaron por delante de
él; miraba dentro de las corolas de las flores, en los arroyos y los lagos.
«Alegorías»,
se decía de vez en cuando, «todo es alegoría.»
Pero
en su interior sentía un ser que no era alegoría y detrás del cual iba; ese ser
le hablaba en ocasiones y su voz era la de Iris y la de su madre, y le traía
consuelo y esperanza.
Le
sucedían cosas asombrosas y no lo asombraban. Así, una vez, en invierno,
caminaba por tierras cubiertas de nieve, y en su barba se había formado hielo.
Y en la nieve se erguía, puntiagudo y esbelto, un tallo de i'¡ris, del que
había brotado una hermosa flor única. Se inclinó hacia ella y sonrió, pues
entonces cayó en la cuenta de aquello que el nombre Iris le sugería
incesanteniente. Recordó su sueño de la infancia, y vio, entre varas de oro, la
estriada ruta azul claro luminosa, que llevaba al misterio y al corazón de la
flor; y supo que allí estaba lo que él iba buscando; allí estaba el ser que ya no
es más imagen.
Y
de nuevo le llegaron advertencias; sueños lo conducían. Fue a parar a una
cabaña en la que había niños, y jugó con ellos; le contaron historias; le
contaron que en el bosque, cerca de la cabaña de los carboneros, había ocurrido
un milagro. Allí podía verse abierto el portal de los espíritus, que sólo se
abre cada mil años. Él escuchaba y asentía con la cabeza a la imagen querida. Y
prosiguió su camino; delante de él iba cantando un pájaro en la aliseda, un
pájaro de voz dulce y extraña, como la voz de la fallecida Iris. Lo siguió;
volaba y saltaba más allá, al otro lado del arroyo y hasta pleno bosque.
Cuando
el pájaro calló y ya no se lo veía ni oía, Anselmo se detuvo y miró en torno.
Se hallaba en un profundo valle del bosque; bajo las verdes y anchas hojas
corrían las aguas; todo lo demás estaba silencioso y en actitud de espera. Pero
dentro de su pecho seguía cantando el pájaro con la voz amada, lo que le dio
deseos de avanzar, hasta encontrarse frente a un muro rocoso en el que crecía
el musgo y en cuyo centro se abría una grieta, la cual llevaba, con dificultad
y estrechez, al interior de la montaña.
Un
anciano, que estaba sentado ante la abertura, se levantó al ver venir a
Anselmo, y exclamó:
«¡Atrás,
oh mortal, atrás! Ésta es ta puerta de los espíritus. Ninguno de los que
entraron aquí ha regresado.»
Anselmo
alzó la vista y contempló el portal rocoso; por allí vio perderse en las
honduras de la montaña un sendero azul, y a los dos costados se levantaban
columnas de oro muy apretadas. El camino se hundía hacia el interior,
descendiendo, como dentro del cáliz de una flor enorme.
El
pájaro cantó claramente en su pecho, y Anselmo, pasando cerca del guardián,
penetró por la hendidura y se adelantó entre las columnas doradas hacia el
misterio azul del interior. Era Iris, en cuyo corazón estaba penetrando, y era
el lirio del jardín materno, en cuyo cáliz azul entraba como flotando. Y
mientras iba silenciosamente al encuentro del crepúsculo de oro, todos los
recuerdos y todo el saber concurrieron al mismo tiempo a él; tocó su propia
mano y era pequeña y blanda; en su oído sonaron, próximas y familiares, voces
de amor; sonaban cálidas, y las doradas columnas resplandecían como en las
primaveras de la infancia.
Y
también su sueño estaba de nuevo allí, el que había soñado de niño, cuando
descendía dentro del cáliz y detrás de él se deslizaba y lo acompañaba el mundo
de las imágenes, y él se sumergía en el misterio que yace detrás de todas las
imágenes.
Suavemente
comenzó a cantar, y su camino suavemente descendía hacia la patria.
CONVERSACIÓN
CON LA ESTUFA
Está ante mí,
corpulenta, panzuda, con las grandes fauces llenas de fuego. Se llama
Franklin...
-¿Eres tú Benjamín
Franklin?- le pregunté.
-No, sólo Franklin,
Francolino. Soy una estufa italiana, una excelente invención. No caliento
mucho, pero como invento, como producción de una industria muy desarrollada...
-Sí, ya lo sé.
Todas las estufas con nombres hermosos calientan mucho, todas son invenciones
excelentes,
algunas son
productos gloriosos de la industria, como se demuestra en los prospectos. Yo
las aprecio mucho, merecen admiración. Pero dime, Franklin, ¿cómo es que una
estufa italiana lleva un nombre americano? ¿No es esto extraño?
-No, esto es un secreto, ¿sabes? Los pueblos
cobardes tienen canciones populares en que se ensalza el valor. Los pueblos sin
amor tienen obras teatrales en que se glorifica al amor. Así nos sucede también
a nosotras, las estufas. Una estufa italiana tiene, la mayoría de las veces, un
nombre americano, como una estufa alemana tiene, casi siempre, un nombre
griego. Son alemanas y no son mejores que yo en nada, pero se llaman Eureka o
Fénix o Despedida de Héctor. Esto despierta grandes recuerdos. Por eso me llamo
Franklín. Soy una estufa, pero también podía ser un estadista. Tengo una gran
boca, caliento poco, escupo humo por un tubo, tengo un buen nombre y despierto
grandes recuerdos. Así soy.
-Es cierto -dije yo-; siento gran admiración
por usted. Puesto que es usted una estufa italiana, ¿podrían asarse castañas en
usted, verdad?
-Ciertamente que sí; cualquiera es libre de
hacerlo. Es un pasatiempo que a muchos agrada. Otros hacen versos o juegan al
ajedrez. Es cierto que se pueden asar castañas en mí. Es verdad que se queman y
no hay quien las coma, pero en eso reside el pasatiempo. Los hombres no aman
nada tanto como los pasatiempos, y yo soy una obra humana y debo servir al
hombre. Cumplimos con nuestro deber, con nuestro sencillo deber; somos
monumentos, ni más ni menos.
-¿Monumentos, dice usted? ¿Se consideran
ustedes monumentos?
-Todos nosotros somos monumentos. Nosotros,
los productos de la industria, somos monumentos de una cualidad que escasea en
la Naturaleza y sólo se encuentra en elevada perfección en los hombres.
-¿Qué cualidad es esa, señor Franklin?
-El sentido de lo poco práctico. Yo soy,
como muchos de mis semejantes, un monumento de ese sentido. Me llamo Franklin,
soy una estufa, tengo una boca grande que devora la madera, y un gran tubo por
el que el calor encuentra el camino más rápido para salir al exterior. Tengo,
también, lo que no carece de importancia adornos, leones y otras cosas, y tengo
algunas llaves que se pueden abrir y cerrar, lo cual causa mucho placer. Esto
también sirve de pasatiempo, igual que las llaves de una flauta que el músico
puede abrir o cerrar a discreción. -Esto le da la ilusión de que hace algo
simbólico, y así es, en efecto.
-Me maravilla usted, Franklin. Es usted la
estufa más juiciosa que he visto hasta ahora. Pero acláreme esto ¿Es usted una
estufa en realidad o un monumento?
-¡Cuánta pregunta! Ya sabe usted que el
hombre es el único ser que da un sentido a las cosas. El hombre es así; yo
estoy a su servicio, soy su obra, me limito a señalar los hechos. El hombre es
idealista, es un pensador. Para los animales, un roble es un roble, una montaña
es una montaña, el viento es viento, y no un hijo del Cielo. Pero para los
hombres todo es divino, todo es profundo, todo es simbólico. Todo significa
algo enteramente distinto de lo que es. El ser y el parecer están en litigio.
La cosa es una antigua invención, creo que se remonta a Platón. Una muerte es
una heroicidad, una epidemia es el dedo de Dios, una guerra es una
glorificación de Dios, un cáncer de estómago es una evolución. ¿Cómo podría ser
una estufa solamente una estufa? No; ella es un símbolo, un monumento, un
mensajero. Cierto que parece ser una estufa, y hasta lo es en algún sentido,
pero desde su rostro simple le está sonriendo a usted la antiquísima Esfinge.
Ella también es portadora de una idea; también es una voz de lo divino. Por eso
se la quiere, por eso se la tributa admiración. Por eso calienta poco y sólo
accidentalmente. Por eso se llama Franklin.
LAS
METAMORFOSIS DE PÍCTOR
Apenas había
caminado unos pasos por el paraíso cuando Píctor se dio de bruces con un árbol
que era hombre y mujer a la vez. Saludó al árbol con deferencia y dijo:
-¿Eres tú el árbol
de la vida?
Pero cuando vio que
quien se aprestaba a responder era la serpiente en lugar del árbol, dio media
vuelta y prosiguió su camino. Era todo ojos: ¡le gustaba todo tanto! Sintió
intensamente que se encontraba en la fuente y origen de la vida.
Se topó con otro
árbol, que era sol y luna a la vez. Y dijo Píctor:
-¿Eres tú el árbol
de la vida?
El sol asintió
riendo, la luna asintió sonriendo.
Las flores más maravillosas le miraban, con
los colores y reflejos más variados, con los ojos y los rostros más diversos.
Algunas asentían riendo, otras asentían sonriendo, otras no asentían ni sonreían:
callaban arrobadas, ensimismadas, como en su propio aroma ahogadas. Una cantaba
la canción de las lilas, otra la canción de cuna azul marino. Una flor tenía
unos inmensos ojos azules, otra le recordó a su primer amor. Una olía al jardín
de la infancia, su perfume suave resonaba como la voz de su madre. Otra se
burló de él y le sacó la lengua, una lengua muy roja y arqueada. La lamió,
tenía un sabor fuerte y silvestre, sabía a resina y a miel, y también a beso de
mujer
Allí estaba Píctor, entre todas las flores,
desbordante de nostalgia y de temerosa alegría. Su corazón apesadumbrado latía
con fuerza, como si fuera una campana; ardía en deseo por lo desconocido,
presintiendo un encantamiento.
Píctor vio un pájaro sentado, lo vio en la
hierba posado, y de mil colores pintado; de todos los colores parecía el
hermoso pájaro estar dotado. Preguntó al hermoso pájaro multicolor:
-Dime, ¡oh, pajaro! ¿Dónde está la
felicidad?
-La felicidad -dijo el hermoso pájaro riendo
con su pico de oro-, la felicidad, amigo mío, no hay donde no se halle, en la
montaña y en el valle, y se encuentra por un igual en la flor y en el cristal.
Tras estas palabras, el pájaro risueño
sacudió su plumaje, estiró el cuello, meneó la cola, guiñó el ojo, volvió a
reír, y después permaneció inmóvil, sentado en la hierba y, mira por donde, el
pájaro quedó convertido en una flor multicolor, sus plumas transformadas en
hojas y sus patas en raíces. Con sus resplandores, y el fulgor de sus colores,
era ahora flor entre las flores. Píctor se lo quedó mirando maravillado.
Y justo después, el pájaro-flor sacudió sus
hojas y sus hilos de polvo, ya estaba harto del reino de las flores. Dejó de
tener raíces, se movió con suavidad, y lentamente se elevó por los aires; se
había convertido en una mariposa que se balanceó sin peso ni luz, como un ente
reluciente, de rostro resplandeciente. Píctor abría ojos como platos.
Pero la nueva mariposa, el risueño
pájaro-flor-mariposa multicolor de rostro resplandeciente, revoloteó en torno
al asombrado Píctor, relampagueó con el sol, y después se dejó suavemente caer
como un copo ingrávido a tierra, pegadito a los pies de Píctor, respiró
tiernamente, se estremeció ligeramente agitando sus alas deslumbrantes, y en el
acto se transformó en un cristal de colores cuyas aristas despedían una luz
rojiza. Sobre la hierba verde, la gema rojiza resplandecía maravillosamente con
la claridad de un alegre repique de campanas. Pero parecía como si su hogar,
las entrañas de la tierra, la estuviera llamando, pues muy pronto se volvió
diminuta, a punto de desaparecer.
Entonces Píctor, presa de un deseo
irresistible, se apoderó de la piedra minúscula. Maravillado contemplaba su
mágico resplandor que parecía un anticipo de todas las dichas que iban a colmar
su corazón.
De repente la serpiente se enroscó en la
rama de un árbol muerto y le susurró al oído:
-Esta piedra te metamorfaseará en lo que tú
quieras. Dile rápido tu deseo, ¡antes de que sea tarde!
Píctor se sobresaltó y tuvo miedo de que se
le escapara su felicidad. Rápidamente pronunció la palabra y se metamorfoseó en
árbol. Pues ya había soñado alguna vez con ser árbol, porque los árboles le
parecían la encarnación de la placidez, de la fuerza y de la dignidad.
Píctor se convirtió en árbol. Sus raíces se
hundieron en la tierra y creció en altura, y de sus miembros brota ron ramas y
hojas. Estaba la mar de satisfecho con su suerte. Sus fibras sedientas
absorbieron el frescor profundo de la tierra y sus hojas ligeras se mecieron
allá arriba en el azul del cielo. Los insectos instalaron su morada en su
corteza, a sus pies anidaron liebres y erizos, y pájaros en sus ramas.
El árbol Píctor era feliz y no contaba los
años que iban transcurriendo. Pasaron muchos antes de que se diera cuenta de
que su felicidad no era perfecta. Poco a poco, sólo lentamente, fue aprendiendo
a considerar las cosas con ojos de árbol. Por fin, acabó viéndolo todo claro y
se puso triste.
Vio que casi todos los seres a su alrededor,
en el paraíso, se metamorfoseaban con frecuencia, e incluso que todo discurría
en una corriente mágica de eterna metamorfosis. Vio flores que se transformaban
en piedras preciosas, o que alzaban el vuelo convertidas en resplandecientes
pájaros. Vio muy cerca de él a muchos árboles que de repente desaparecían: uno
se había fundido en un manantial, otro se había transformado en cocodrilo,
otro, convertido en pez, nadaba alegre y feliz, desbordante de voluptuosos
deseos, y pletórico se lanzaba a nuevos juegos con renovadas energías. Había
elefantes que intercambiaban su ropaje con rocas, y jirafas su cuerpo con
flores.
Pero él, el árbol Píctor, permanecía
inalterable, él no podía ya metamorfosearse. Desde que había tomado conciencia
de su inmutabilidad, toda su felicidad se había volatilizado; empezó a
envejecer, y cada vez fue adoptando más y más esa actitud cansada, seria y
preocupada que suele observarse en la mayoría de los árboles viejos. También
suele observarse en los caballos, los pájaros, los humanos y en todas las
criaturas: cuando no poseen el don de metamorfosearse, se sumen con el tiempo
en la tristeza y en la preocupación y acaban perdiendo su belleza y hermosura.
Pero un día pasó por aquel rincón del
paraíso una joven de rubios cabellos vestida de azul. Entre canciones y bailes,
la hermosa rubia corría entre los árboles, y hasta entonces jamás se le había
ocurrido plantearse si deseaba poseer el don de la metamorfosis.
Más de un mono sabio sonreía a sus espaldas,
algunos matorrales la acariciaban con sus ramas, algún que otro árbol le tiraba
una flor, o una nuez, o una manzana sin que ella le hiciera el más mínimo caso.
Cuando el árbol Píctor vio a la joven, una
nostalgia inmensa se apoderó de él, un ansia de felicidad como no la había
conocido hasta entonces. Y al mismo tiempo se sumió en una profunda reflexión,
pues le pareció oír su propia sangre que le gritaba:
-¡Acuérdate! Acuérdate de toda tu existencia
en este momento. Encuéntrale el sentido, si no será demasiado tarde y nunca
jamás volverás a encontrar la felicidad.
Y obedeció. Lo recordó todo, su origen, sus
años de ser humano, su mudanza al paraíso y muy particularmente aquel instante
en el que se había metamorfoseado en árbol, aquel instante maravilloso en el
que había tenido la piedra mágica en la palma de la mano. En aquel momento, cuando
todas las posibilidades de metamorfosis se abrían ante él, ¡nunca antes había
ardido así en su interior la vida! Pensó en el pájaro que se había reído, en el
árbol que era sol y luna a la vez: tuvo entonces la intuición de que antaño
algo se le había escapado, de que había olvidado algo y de que la serpiente no
le había aconsejado bien.
La muchacha oyó un murmullo en las hojas del
árbol Píctor. Alzó la mirada y la embargaron, con un repentino dolor de
corazón, nuevos pensamientos, nuevas ansias, nuevos sueños que despertaban
dentro de su ser. Impulsada por una fuerza desconocida, se sentó al pie del
árbol. Le pareció muy solitario, solitario y triste, no obstante hermoso,
conmovedor y noble en su silenciosa tristeza; seductora le sonó la suave melodía
del murmullo tembloroso de su copa. Apoyó su cuerpo contra el tronco rugoso,
sintió que el árbol se estremecía profundamente, sintió el mismo
estremecimiento en su propio corazón. Un extraño dolor percibió en su corazón;
corrían las nubes por el cielo de su alma; y lentamente unas lágrimas pesadas
fluyeron de sus ojos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué
anhelaba su corazón salírsele del pecho para saltar hacia él y fundirse en él,
en el hermoso árbol solitario?
El árbol se estremeció suavemente hasta la
raíz, debido al esfuerzo realizado para concentrar toda su fuerza vital y
proyectarla hacia la muchacha, en el abrasador anhelo de la unión. ¡Ay!
¡Haberse dejado engañar por la serpiente y haberse convertido para siempre en
un árbol solitario! ¡Qué ciego, qué insensato había sido! ¿Acaso tan ignorante
había sido, tan ajeno al secreto de la vida había permanecido? No, ya lo había
intuido oscuramente entonces, confusamente ya lo había presentido -¡ay, con qué
pesar recordó y comprendió entonces al árbol que era hombre y mujer a la vez!
Pasó volando un pájaro, era rojo y verde el
pájaro que pasó, y alrededor del árbol voló, el hermoso y valiente pájaro. La
muchacha lo siguió con la mirada, vio que de su pico caía algo, rojo como la
sangre, rojo como las brasas, que caía y relucía en la hierba verde, con unos
destellos rojos tan poderosos que la muchacha se agachó, y en la hierba la
piedra roja recogió. Era un carbunclo, era un rubí, y donde hay un carbunclo,
oscuridad no puede haber allí.
Apenas la muchacha hubo recogido la piedra
mágica en su mano blanca que el deseo anhelado que henchía su corazón se
realizó. La joven se volatilizó, se fundió, formó una sola cosa con el árbol.
Una rama joven y vigorosa brotó del tronco y deprisa se disparó hacia arriba
hasta él.
Ahora todo estaba como ha de estar, todo
estaba en su lugar, el mundo estaba en orden, por fin había encontrado el
paraíso. Píctor dejó de ser un árbol viejo y preocupado. Ahora cantaba a voz en
grito: ¡Pictoria! ¡Victoria.'
Estaba metamorfoseado. Y debido a que, esta
vez, por fin había sabido encontrar la metamorfosis eterna, debido a que de una
mitad había hecho un todo, a partir de aquel momento podía seguir
metamorfoseándose cuanto quisiera. La corriente mágica del devenir fluyó
perenne por sus venas y para siempre formó parte de la constante y permanente
creación eterna.
Se transformó en ciervo, se transformó en
pez, se transformó en ser humano y en serpiente, y también en nube y en pájaro.
Pero bajo cualquier apariencia, siempre formó un todo, una pareja, sol y luna,
hombre y mujer, y como ríos gemelos fluyó a través de las tierras y como
estrellas gemelas brilló en el firmamento.
RASTRO DE UN SUEÑO
NOTAS
Érase un hombre que practicaba el poco
respetable oficio de escritor de amenidades. Formaba parte, empero, de aquel
reducido número ero de literatos que, en la medida de lo posible, toman en
serio su profesión, y a quienes algunos entusiastas manifiestan un respeto
semejante al que solía ofrecerse a los verdaderos poetas en tiempos pasados,
cuando aún existían poesía y poetas. Este literato escribía todo tipo de cosas
agradables, novelas, relatos y también poemas, y se esforzaba todo lo
imaginable por hacerlo bien. Sin embargo, raras veces lograba ver satisfecha su
ambición, ya que, aun cuando se tenía por humilde, caía presuntuosamente en el
error de no tomar como medida de comparación a sus colegas y contemporáneos,
los otros escritores de amenidades, sino a los poetas del pasado -o sea,
aquellos ya consagrados durante generaciones-. Y, en consecuencia, una y otra
vez debía reconocer con aflicción que incluso la mejor y más afortunada página
por él escrita quedaba muy a la zaga de la frase o verso más recóndito de
cualquier verdadero poeta. Así, su insatisfacción iba en aumento y su trabajo
llegó a no complacerle en absoluto. Y si bien aún escribía alguna pequeñez de
vez en cuando, sólo lo hacía con objeto de expresar esta insatisfacción y
aridez interior y darles salida en forma de amargas críticas a su época y a sí
mismo. Con ello, naturalmente, no mejoraban las cosas. A veces también.
intentaba emprender el retorno a los jardines encantados de la poética pura y
rendía homenaje a la belleza en hermosas creaciones lingüísticas, en las que
erigía esmerados monumentos a la naturaleza, las mujeres, la amistad. Y en
efecto, estas composiciones tenían cierta música y una semejanza con la
auténtica poesía de los poetas auténticos, en los que hacían pensar, tal como
un amor o una emoción pasajeros pueden, ocasionalmente, recordar a un hombre de
negocios y de mundo el espíritu que ha perdido.
Un día de la temporada que media entre el
invierno y la primavera, este escritor, que tanto hubiese deseado ser poeta y a
quien muchos incluso tenían por tal, estaba sentado una vez más ante su mesa de
trabajo. Como de costumbre, se había levantado tarde, no antes de mediodía,
después de pasar la mitad de la noche leyendo. Estaba sentado, con la mirada
fija en el punto del papel donde dejara de escribir el día anterior. El papel decía
cosas inteligentes, expuestas en un lenguaje ágil y cultivado, contenía ideas
sutiles, ingeniosas descripciones, de las líneas y páginas se desprendía más de
un hermoso cohete y alguna esfera luminosa, en ellas resonaba más de un
sentimiento delicado... pero, no obstante, lo que leyó en su escrito decepcionó
al escritor. Desengañado contempló lo que comenzara la víspera con cierta
alegría y entusiasmo, lo que durante una hora crepuscular semejara narrativa,
para convertirse otra vez en literatura de la noche a la mañana, un enojoso
papel escrito que, en realidad, daba lástima.
Como tantas otras veces a esta hora algo
lastimera del mediodía, percibió y consideró su situación extraordinariamente
tragicómica, su necia aspiración secreta a una auténtica composición poética
(cuando en la realidad actual no existía ni podía existir auténtica poesía) y
las fatigas infantiles y tontamente inútiles que sufría por su deseo de crear,
con ayuda de su amor a la antigua poesía, con ayuda de su gran cultura, de su delicado
oído para las palabras de los auténticos poetas, algo que estuviese a la altura
de la antigua poesía o se asemejase a la misma hasta el punto de inducir a
confusión (cuando sabía perfectamente que es imposible crear nada a base de
cultura e imitación).
También sabía a medias y hasta cierto punto
tenía conciencia de que esta ambición sin esperanza y esta ilusión infantil que
inspiraba todos sus esfuerzos no constituía en modo alguno una situación
particular y personal, sino que cada ser humano, incluso el de apariencia
normal, incluso el que aparentemente era afortunado y feliz, abrigaba la misma
aridez y el mismo desesperado desengaño; que cada hombre buscaba constante y
continuamente algo imposible; que incluso el menos atractivo acariciaba el ideal
de Adonis, el más tonto el ideal de sabio, el más pobre la ilusión de Creso.
Sí, incluso sabía a medias que ese tan venerado ideal de la «auténtica poesía»
no significaba nada, que Goethe consideraba a Homero o a Shakespeare como algo
inalcanzable con el mismo desánimo con que un literato actual podría contemplar
a Goethe, y que el concepto de «poeta» no era más que una abstracción vacía;
que también Homero y Shakespeare habían sido sólo literatos, especialistas
dotados, que lograron prestar a sus obras esa apariencia de lo suprapersonal y
eterno. Sabía todo esto a medias, como suelen saber estas cosas evidentes y
terribles las personas inteligentes y habituadas a pensar. Sabía o intuía que
también una parte de sus propias tentativas de escritor causarían a lectores de
épocas posteriores la impresion de «auténtica poesía», que tal vez literatos
posteriores pensarían con nostalgia en él y su época como si de una edad de oro
se tratase, en la que aún hubieran existido verdaderos poetas, verdaderos
sentimientos, hombres verdaderos, una verdadera naturaleza y un verdadero
espíritu. Como él bien sabía, ya el apacible provinciano de la época feudal y
el gordo burgués de una pequeña ciudad medieval habían comparado con idéntica
actitud crítica y sentimental su propia época refinada y corrupta con un ayer
inocente, ingenuo, espiritual, y habían considerado a sus antepasados y su modo
de vida con la misma mezcla de envidia y compasión con que el hombre actual
tendía a considerar la bienaventurada época anterior al invento de la máquina
de vapor.
Al literato le eran familiares todos estos
pensamientos, conocidas todas estas verdades. Lo sabía: el mismo juego, el
mismo anhelo ávido, noble, sin esperanza, de algo auténtico, eterno, valioso en
sí mismo, que le impulsaba a llenar hojas de papel escrito, empujaba también a
todos los demás, al general, al ministro, al diputado, a la elegante dama, al
aprendiz de tendero. Todos los hombres, iluminados por secretas ilusiones,
cegados por ideas preconcebidas, seducidos por ideales, anhelaban de algún
modo, muy inteligente o muy tonto, poco importaba, salir de sí mismos y de los
límites de lo posible. No había teniente que no llevase consigo la imagen de
Napoleón... ni Napoleón que en su época no se sintiera como un imitador, no
considerara sus hazañas medallas de juguete, sus objetivos ilusiones. Nadie
había quedado fuera de ese baile. Nadie tampoco había dejado de experimentar en
algún momento, a través de alguna hendidura, la certeza de ese engaño.
Ciertamente existían los perfectos, los dioses humanos, había existido Buda,
Jesús, Sócrates. Pero incluso ellos sólo habían alcanzado la plenitud y habían
sido penetrados totalmente por la omnisciencia en un único instante: el
instante de su muerte. En efecto, su muerte no había sido más que la última
penetración de¡ conocimiento, el último don por fin logrado. Y posiblemente
cada muerte tenía ese significado, posiblemente cada moribundo era una persona
que estaba alcanzando su plenitud, que desechaba el engaño de la muerte, que se
abandonaba, que no deseaba ser nada.
Este tipo de reflexiones, aun cuando tan
poco complicadas, estorban mucho los esfuerzos, las acciones del hombre, su
continua participación en su juego. Y así, el trabajo del poeta aplicado
tampoco progresaba mucho a esa hora. No existía palabra alguna que mereciera
ser escrita, ni pensamiento alguno que realmente fuese necesario comunicar. No,
era una lástima desperdiciar papel, más valía dejarlo sin escribir.
El literato apartó la pluma y guardó sus
papeles en el cajón con esa sensación; de haber tenido un fuego a mano, los
hubiese arrojado al mismo. La situación no era nueva; se trataba de una
desesperación paladeada ya con frecuencia, que ya había sido domada y al mismo
tiempo había adquirido una cierta resistencia. Se lavó las manos, se puso el
abrigo y el sombrero, y salió. Cambiar de lugar era uno de sus recursos largo
tiempo acreditados; sabía que no era bueno permanecer largo rato en la misma
habitación con todo el papel escrito y en blanco cuando se hallaba en ese
estado de ánimo. Más valía salir, tomar el aire y ejercitar la vista en las
escenas callejeras. Podía suceder que le viniese al encuentro una mujer hermosa
o que topase con un amigo, que una horda de colegiales o cualquier
entretenimiento gracioso de un escaparate le llevaran a cambiar de
pensamientos, podía resultar que en una esquina le atropellase el automóvil de
uno de los señores de este mundo, de un editor de periódicos o de un rico
panadero: meras posibilidades de cambiar de situación, de crear nuevas
circunstancias.
Vagabundeó lentamente en medio del aire casi
primaveral, vio matas de campanillas que inclinaban la cabeza en los tristes y
reducidos céspedes plantados frente a las casas de pisos, respiró el húmedo y
tibio aire de marzo, que le indujo a dirigirse a un parque. Allí se sentó en un
banco, al sol, entre los árboles deshojados, cerró los ojos y se entregó al
juego de los sentidos a esa hora soleada de primavera temprana: qué suave el
contacto del viento en las mejillas, qué hirviente ya el sol lleno de oculto
ardor, qué penetrante e inquieto el olor de la tierra, qué alegres los pasos
infantiles que de tanto en tanto pisaban juguetones la arena de los senderos,
qué cariñoso y perfectamente dulce el canto de un mirlo en algún lugar del desnudo
arbolado. Sí, todo era muy hermoso, y puesto que la primavera, el sol, los
niños, el mirlo no eran más que cosas muy antiguas, que ya habían alegrado al
hombre millares y millares de años atrás, en realidad resultaba incomprensible
que en el momento presente no fuese posible escribir un poema de primavera tan
hermoso como los compuestos hacía cincuenta o cien años. Y sin embargo no era
así. El más tenue recuerdo de la canción de primavera de Uh1and (naturalmente
con la música de Schubert, cuya fabulosa obertura, tan penetrante y
conmovedora, sabía a primavera temprana) bastaba para indicar a un poeta actual
que esas cosas cautivadoras ya habían sido narradas por el momento y que no
tenía sentido querer imitar a toda costa esas creaciones de tan insuperable
plenitud, que exhalaban bienaventuranza.
En el preciso instante en que sus
pensamientos iban a entrar de nuevo en ese viejo derrotero estéril, el poeta
frunció los ojos con los párpados cerrados y a través de una pequeña rendija de
los ojos -aunque no sólo con éstos- percibió una ligera reverberación y un
tenue destello, islas de rayos de sol, reflejos luminosos, espacios de sombra,
cielo azul veteado de blanco, un cono centelleante de luces movedizas, lo que
cualquiera puede ver al guiñar los ojos, pero reforzado de algún modo, de
alguna forma valioso y único, transformado de percepción en experiencia por la
acción de alguna sustancia secreta. Lo que centelleaba con múltiples destellos,
reverberaba, se desvanecía, ondeaba y batía alas no era un mero tumulto de luz
procedente del exterior, y esos fenómenos no se desarrollaban sólo en el ojo,
también eran vida, bullente impulso interior, y correspondían al espíritu, al
propio destino. Ésta es la manera de ver de los poetas, de los «visionarios»;
de este modo embelesador y conmovedor ven quienes han sido alcanzados por Eros.
Se había desvanecido el recuerdo de Uh1and y Schubert, ya no había un Uhland,
ya no había poesía, ya no había pasado, todo era instante eterno, experiencia,
verdad íntima.
Entregado a la maravilla, que ya otras veces
experimentara, pero para la que creía haber perdido tiempo ha toda vocación y
toda gracia, permaneció instantes eternos suspendido en lo intemporal, en la
conjunción del mundo y el espíritu, vio moverse las nubes al impulso de su
aliento, sintió girar el cálido sol dentro de su pecho.
Pero mientras miraba fijamente con los ojos
entornados, abandonado a la rara experiencia, entrecerrando todos los sentidos,
pues sabía perfectamente que la corriente fatua procedía del interior, allí
cerca, en el suelo, percibió algo que le cautivó. Tardó un rato en advertir,
paulatinamente, que se trataba del pequeño pie de una niña. Lo cubría un zapato
de cuero marrón y pisaba la arena del sendero con vigor y alegría, apoyando el
peso en el tacón. Ese zapatito de niña, ese cuero marrón, esa alegría infantil
de la pequeña suela al pisar, ese trocito de media de seda que cubría el tierno
tobillo, recordaron algo al poeta, inundaron su corazón de forma repentina y
apremiante como si formasen parte del recuerdo de una experiencia importante,
pero no logró dar con la clave. Un zapato de niña, un pie de niña, una media de
niña: ¿qué importancia tenía todo eso? ¿Dónde se hallaba la pista? ¿Dónde se
encontraba el manantial de su espíritu que respondía ante esa imagen entre
millones, la acariciaba, la atraía, la tenía por cosa cara e importante? Abrió
del todo los ojos un instante y pudo ver la figura completa de la niña, una
niña bonita, por el lapso que dura un medio latido de corazón. Pero inmediatamente
advirtió que esa imagen ya nada tenía que ver con él, que no se trataba de la
que tenía importancia para él, e involuntariamente, a toda prisa, volvió a
cerrar los ojos con tal fuerza que sólo Regó a divisar durante el resto de un
instante el pie infantil que desaparecía. Luego cerró completamente los ojos,
recordando el pie, palpando su significado, pero sin saberlo, afligido por esa
búsqueda inútil, satisfecho por la fuerza de esa imagen en su espíritu. En
algún lugar, en algún momento, había percibido ese piececito en el zapato
marrón, esa imagen ahogada luego por las experiencias. ¿Cuándo había sucedido
eso? Oh, debía haber ocurrido mucho tiempo atrás, en su prehistoria, tan lejano
semejaba, tan remoto se le aparecía, procedente de una profundidad tan
inconcebible, tan hondo había caído en el pozo de sus pensamientos. Era posible
que lo hubiera llevado consigo, perdido y jamás reencontrado hasta ese día,
desde su primera infancia, desde aquella época fabulosa cuyos recuerdos
aparecen todos tan borrosos e irrepresentables y tan difíciles de invocar, y
sin embargo resultan más llenos de colorido, más cálidos y más plenos que todos
los recuerdos posteriores. Meció largo rato la cabeza, cerrados los ojos, mucho
tiempo estuvo reflexionando y una y otra vez, vio perfilarse ese, aquel hilo,
esa serie, aquella cadena de vivencias, ero la niña, el zapatito marrón, no se
adecuaban a ninguna de ellas. No, no podía dar con ello, era inútil proseguir
esa búsqueda.
Hurgaba entre los recuerdos afectado por el
mismo error de óptica que sufre aquel que no logra reconocer lo que tiene muy
próximo, porque lo cree muy distante y por consiguiente confunde todas las
formas. Pero en cuanto renunció a sus esfuerzos, dispuesto ya a dejar esa
ridícula pequeña vivencia y a olvidarlo todo, cambió la situación y el zapatito
se situó en la perspectiva adecuada. De súbito, con un profundo suspiro, el
hombre advirtió que el zapatito no estaba debajo de todo en el atestado cuarto
de imágenes de su ser íntimo, que no formaba parte de las posesiones más
antiguas, sino que era una adquisición muy nueva y reciente. Le parecía que
hacía sólo unas horas que había tenido relación con esa niña, que prácticamente
acababa de ver correr ese zapato.
Y entonces, de golpe, lo supo. Sí, claro que
sí; eso era, ahí estaba la niña que correspondía al zapato, y ésta formaba
parte del fragmento de un sueño que el escritor había tenido la noche pasada.
Dios mío, ¿cómo era posible olvidar de ese modo? Se había despertado en medio
de la noche, lleno de felicidad y conmovido por la fuerza secreta de su sueño,
con la sensación de haber adquirido una experiencia importante, magnífica... y
al cabo de poco se había vuelto a dormir, y una hora de sueño matutino había
sido suficiente para borrar otra vez toda la magnífica experiencia, de tal
forma que no la había recordado más hasta que se la rememorara la visión fugaz
de un pie de niña. ¡Tan fugaces, tan pasajeras, tan presas del azar resultaban
las experiencias más profundas, más maravillosas del espíritu! E incluso en
esos momentos no lograba reconstruir todo el sueño de la pasada noche. Sólo
quedaban escenas sueltas, en parte inconexas, algunas frescas y llenas de
vitalidad, otras ya grises y polvorientas, captadas ya en proceso de
desvanecimiento. Pero ¡qué hermoso, qué profundo, qué exaltante había sido el
sueño! ¡Cómo le había latido el corazón al despertar por primera vez,
embelesado e inquieto como en las festividades de la infancia! ¡Cómo le había
inundado la viva sensación de haber experimentado algo noble, importante,
inolvidable, imposible de perder! ,Y un par de horas más tarde sólo le quedaba
ese fragmento, ese par de imágenes ya desvaídas, ese débil eco en el corazón;
el resto se había perdido, había pasado, ya no tenía vida!
Al menos ese poco se habría salvado de forma
definitiva. El escritor tomó en seguida la decisión de recolectar todo lo que
aún quedase del sueño en sus recuerdos y transcribirlo con la máxima fidelidad
y exactitud posibles. En el acto sacó una libreta del bolsillo y tomó las primeras
notas a fin de recuperar como pudiese la estructura y el entorno de todo el
sueño, sus líneas principales. Pero de nada le sirvió. Ya no le era posible
identificar ni el comienzo ni el final del sueño, y no sabía el lugar que
ocupaban dentro de la historia soñada la mayor parte de los fragmentos aún a
mano. No, era preciso comenzar de otra forma. Ante todo debía salvar lo que aún
estaba a su alcance, debía retener en seguida el par de imágenes aún vivas
-sobre todo el zapatito--- antes de que también saliesen volando, tímidas aves
encantadas.
Del mismo modo que un excavador intenta
descifrar la inscripción que ha hallado en una antigua lápida a partir de las
ocas letras o signos que aún resultan comprensibles, nuestro hombre deseaba
leer su sueño recomponiéndolo pedazo a pedazo.
En el sueño se había relacionado de algún
modo con una niña, una niña extraordinaria, tal vez no verdaderamente hermosa,
pero maravillosa en algún sentido, una niña de unos trece o catorce años, pero
que aparentaba tener menos. Tenía el rostro tostado por el sol. ¿Los ojos? No,
no podía verlos. ¿El nombre? Desconocido. ¿Relación con él, la persona que
soñaba? ¡Alto, ahí estaba el zapatito marrón! Vio el mismo pie que se movía
acompañado de su hermano gemelo, lo vio bailar, lo vio dar pasos de baile, los
pasos de un boston. Oh, sí, volvía a saber un montón de cosas. Tenía que
empezar todo de nuevo.
En resumen: en el sueño había bailado con
una maravillosa niña desconocida, una niña de rostro moreno, con zapatos
marrones: ¿no lo tenía todo de esa tonalidad? ¿También el cabello? ¿También los
ojos? ¿También el vestido? No, eso ya no lo sabía; era de suponer, parecía
posible, pero no era seguro. Debía mantenerse dentro de los límites de lo
seguro, de lo que daba base real a sus reflexiones, de lo contrario perdía todo
punto de referencia. Ya entonces comenzó a intuir que esa investigación del
sueño lo llevaría muy lejos, que había emprendido un camino largo, sin fin. Y
precisamente entonces dio con otro fragmento.
Sí, había bailado con la pequeña, o había
querido, o debido, bailar con ella, y la niña había ejecutado, todavía por su
cuenta, una serie de lozanos pasos de baile, muy elásticos y dotados de una
energía encantadora ¿Habían llegado a bailar en realidad los dos? ¿No lo había
hecho ella sola? No. No, él no había bailado, sólo había querido hacerlo, más
aún, había acordado con alguien que bailaría con esa morenita. Pero después
ella había comenzado a bailar sola, sin él, y él había sentido cierto temor o
timidez ante la idea de bailar; se trataba de un boston, no conocía bien ese
baile. No obstante, ella había empezado a bailar, sola, juguetona, sus
zapatitos marrones habían descrito cuidadosamente, con un ritmo maravilloso,
las figuras del baile sobre la alfombra. Pero ¿por qué no había bailado también
él? 0 ¿por que había deseado bailar en un principio? ¿Que acuerdo había sido
ése? No logró descubrirlo.
Se hizo otra pregunta: ¿qué aspecto tenía la
simpática muchachita? ¿A quién le recordaba? Pensó largo rato en vano, todo
parecía inútil otra vez, y por un momento llegó a impacientarse y a irritarse,
estuvo a punto de dejarlo correr todo de nuevo. Pero ya comenzaba a aparecer
una nueva idea, se divisaba otro rastro. La pequeña se parecía a su amada...
olí, no, no se le parecía, incluso le había sorprendido encontrarla tan
distinta, pese a ser efectivamente su hermana. ¡Alto! ¿Su hermana? Olí, ahora
todo el rastro resultaba dato otra vez, todo adquiría sentido, todo estaba de
nuevo al descubierto. Volvió a comenzar las notas, entusiasmado con la
inscripción que de pronto empezaba a perfilarse, profundamente conmovido por la
recuperación de las imágenes que creía perdidas.
Había sucedido así: en el sueño había
aparecido su amada, Magda, y no se había mostrado pendenciera y malhumorada
como en los últimos tiempos, sino extraordinariamente amable, algo callada,
pero alegre y bonita. Magda le había recibido con una curiosa ternura
silenciosa, le había dado la mano, sin un beso, y le había explicado que
deseaba presentarle por fin a su madre; y además de la madre había conocido a
la hermana pequeña, que estaba destinada a ser más tarde su amada y esposa. La
hermana era mucho más joven y le gustaba el baile; la mejor forma de
conquistarla sería bailar con ella.
¡Qué hermosa había aparecido Magda en ese
sueño! ¡Cómo había brillado en sus ojos, en su frente clara, en su espesa
cabellera fragante todo lo extraordinario, adorable, espiritual, tierno de su
ser, tal como él lo viviera en las primeras imágenes que de ella se formara en
la época de máximo amor!
Y entonces, en el sueño, le había llevado a
una casa, a su casa, a la casa de su madre y de su infancia, a la casa de su
espíritu, para que viera a su madre y a su hermanita más bonita, para que
conociera a esa hermana y la amase, puesto que le estaba destinada como amada.
Pero ya no podía recordar la casa, sólo un vestíbulo vacío en el que tuvo que
esperar, y tampoco podía representarse ya a la madre; al fondo sólo se
vislumbraba una mujer de edad, una ama o enfermera, vestida de gris o de negro.
Pero entonces había venido la pequeña, la hermana, una niña encantadora, de
unos diez u once años pero cuya manera de ser parecía de catorce. En
particular, su pie resultaba tan infantil en el zapato marrón, tan
absolutamente inocente, risueño e incauto, tan poco aseñorado y, sin embargo,
¡tan femenino! Había recibido su saludo con simpatía, y a partir de ese momento
Magda había desaparecido, sólo quedaba la pequeña. Recordando el consejo de
Magda, la había invitado a bailar. Y ella había aceptado en seguida,
arrebolada, y había comenzado a bailar, sola, sin vacilación, y él no había
osado enlazarla y bailar con ella, en primer lugar porque resultaba tan bella y
perfecta en su danza infantil, y también porque bailaba un boston, un baile que
no era su fuerte.
En medio de sus esfuerzos por recuperar las
imágenes del sueño, el literato tuvo que reírse un instante de sí mismo. Le
vino a la memoria que poco antes aún había estado pensando en lo inútil que
resultaba esforzarse por componer un nuevo poema de primavera, considerando que
todo eso ya había sido dicho antes de forma insuperable; pero al recordar el
pie de la niña cuando bailaba, los ligeros movimientos adorables del zapatito
marrón, la nitidez del paso de baile que trazaba sobre la alfombra, y el hecho
de que, no obstante, toda esa hermosa gracia y seguridad estaba cubierta de una
capa de timidez, de un olor de vergüenza infantil, comprendió que bastaba
componer un canto a este pie de niña para superar todo lo que habían dicho los
poetas anteriores sobre la primavera y la juventud y el presentimiento del
amor. Pero en cuanto sus reflexiones comenzaron a perderse por estos
derroteros, en cuanto comenzó a jugar distraído con la idea de un poema «A un
pie en un zapato marrón», percibió con temor que todo el sueño estaba a punto
de escapársele de nuevo, que todas las imágenes anímicas perdían densidad y se
esfumaban. Angustiado, impuso orden en sus ideas, advirtiendo, empero, que en
ese momento, aun cuando hubiese tomado nota de su contenido, el sueño había
dejado de pertenecerle por completo, que comenzaba a hacerse viejo y extraño. Y
al instante tuvo también la sensación de que siempre sucedería lo mismo: que
esas encantadoras imágenes sólo le pertenecerían e impregnarían su espíritu con
su fragancia mientras permaneciese junto a ellas de todo corazón, sin otras
ideas, sin proyectos, sin preocupaciones.
El poeta emprendió el camino de regreso
pensativo, transportando el sueño ante sí como si se tratase de un juguete
infinitamente frágil, hecho de finísimo cristal. Iba lleno de inquietud por su
sueño. ¡Ay, si sólo lograse volver a reconstruir plenamente la figura de la
amada del sueño! Recomponer el todo a partir del zapato marrón, del paso de
baile, del resplandor del rostro moreno de la pequeña, a partir de esos escasos
y preciosos restos, le parecía lo más importante del mundo. Y, de hecho, ¿no le
había sido prometido como amor?, ¿no había nacido en los mejores y más
profundos manantiales de su alma?, ¿no se le había aparecido como la imagen de
su futuro, como presagio de las posibilidades de su destino, como su más
auténtico sueño de dicha? Y mientras se inquietaba, muy en el fondo se sentía,
empero, infinitamente feliz. ¿No era maravilloso que fuese posible soñar tales
cosas, que uno llevase consigo ese mundo hecho de la más etérea materia mágica,
que en el alma, tantas veces escudriñada con desespero en busca de algún resto
de fe, de alegría, de vida, que en esa alma pudiesen brotar tales flores?
Al llegar a casa, el literato cerró la puerta
tras sí y se echó en un diván. Libreta en mano, releyó atentamente las
anotaciones y descubrió que de nada le servían, que no ofrecían nada, que, sólo
creaban obstáculos y confusión. Arrancó las hojas y las destruyó
meticulosamente, al tiempo que decidía no concentrarse, y súbitamente volvió a
encontrarse esperando en ese vestíbulo vacío de la casa desconocida; al fondo
divisó a una señora de edad, vestida de negro, que caminaba arriba y abajo muy
inquieta, volvió a percibir el momento predestinado: Magda acababa de salir en
busca de su nueva amada, más joven, más hermosa, la verdadera y eterna amada.
La mujer lo contempló amable y preocupada, y bajo sus facciones y bajo su
vestido gris aparecieron otras facciones y otros vestidos, rostros de amas y enfermeras
de su propia infancia, el rostro y la bata gris de su madre. Y sintió que el
futuro, el amor, también le salían al encuentro en esa casa de recuerdos, en
ese círculo de imágenes maternales, fraternales. Al amparo de ese vestíbulo
vacío, bajo las miradas de preocupadas, amables, fieles madres y Magdas, había
crecido la niña cuyo amor debía favorecerlo, cuya posesión debía hacer su
dicha, cuyo futuro también sería el suyo.
Y vio también cómo extraordinariamente
tierna y sincera, sin un beso, lo saludaba Magda; su rostro encerraba de nuevo,
bajo la luz dorada del crepúsculo, todo el encanto que antaño ofreciera para
él; en el momento de la renuncia y la separación refulgía una vez más tan
adorable como en sus tiempos más bienaventurados; su rostro más denso y
profundo anticipaba a la más joven, la más hermosa, la auténtica, la única, a
la que había venido a presentarle y ayudarle a conquistar. Parecía la propia
imagen del amor, con su humildad, su capacidad de transformación, su magia
entre maternal e infantil. Su rostro reunía todo lo que un día viera, soñara,
deseara y cantara en esa mujer, toda la transfiguración y la adoración que le
había aportado en la época cumbre de su amor; toda su alma, unida a su propio
amor, se había hecho rostro, fulguraba visiblemente en las facciones sinceras,
queridas, sonreía triste y amistosa por sus ojos. ¿Sería posible decir adiós a
tal amada? Pero la mirada de ella decía que era preciso despedirse, que debía
suceder algo nuevo.
Y lo nuevo entró sobre ágiles piececitos:
entró la hermana, pero no se le veía el rostro, nada se le veía claramente
excepto que era pequeña y graciosa, que llevaba zapatos marrones, que tenía el
rostro moreno y que sus vestidos eran castaños, y que sabía bailar con una
perfección embelesadora. Y además el boston, el baile que su futuro amante no
sabía nada bien. Nada podía expresar mejor la superioridad de la niña sobre el
adulto -experimentado, con frecuencia desengañado- que el hecho de que bailase
con tanta ligereza y gracia y perfección, ¡y además el baile que él no
dominaba, en el que él no tenía esperanza de superarla!
El literato pasó todo el día ocupado con su
sueño, y cuanto más profundizaba en él, más bello le resultaba, más le parecía
que superaba todas las composiciones de los mejores poetas. Mucho tiempo,
durante días enteros, acarició deseos y planes de escribir este sueño de forma
que manifestase esa infinita belleza, profundidad e intimidad, no sólo para el
que lo soñara, sino también para otros. Tardó en abandonar estos deseos y
esfuerzos y en comprender que debía contentarse, en su interior, con ser un
verdadero poeta, un soñador, un visionario de espíritu, pero que su obra
debería seguir siendo la de un simple literato.
Pese a que mi patria -si es que yo tengo
patria- aventaja sin género de duda al resto de los países del globo terráqueo
en encantos y espléndidas realidades de todo d de hace algún tiempo volví a
sentir la comezón tipo, es de viajar e hice un viaje al lejano país de los
masagetas que no había visitado desde la época del descubrimiento de la
pólvora. Experimentaba curiosidad por ver hasta qué punto este pueblo tan
famoso y valiente, cuyos guerreros antaño derrotaran al gran Ciro, había podido
evolucionar y adaptarse a los usos de los tiempos que corren.
Y, efectivamente, en modo alguno quedé
defraudado en mis expectativas sobre los intrépidos masagetas. Al igual que
otros países que tienen la ambición de contarse entre los más avanzados,
últimamente el país de los masagetas suele destacar a un reportero para todo
visitante extranjero que se acerca a sus fronteras... sin perjuicio.
naturalmente, de aquellos casos en que se trata de personas significadas,
respetables y distinguidas, a las cuales se les tributa, como es obvio, más altos
honores, siempre según su categoría. Si se trata de boxeadores o futbolistas,
son recibidos por el ministro de Sanidad, si de nadadores, por el ministro de
Cultura, y si poseen el título de campeones mundiales, son recibidos por el
propio presidente de la nación o por su representante.
A mí no me dedicaron tales atenciones; yo
era literato, y en la frontera me salió al encuentro un simple periodista, un
joven agradable, de bella estampa, que me rogó le hiciera, antes de entrar en
el país, una breve exposición de mi ideología y, en particular, de mis
opiniones sobre los masagetas. Resulta, pues, que también aquí se había
introducido ya este uso tan simpático.
-Señor -le dije-, permítame, ya que no
domino su espléndido idioma, que me cifia a lo imprescindible. Mi ideología es
la del país que voy a visitar, eso cae de su peso. Por lo que hace a mis
conocimientos sobre su célebre país y pueblo, provienen de las mejores y más
verídicas fuentes, a saber, del libro Clío del gran Herodoto. Lleno de profunda
admiración por la valentía de su poderoso ejército y por la gloriosa memoria de
la heroína la reina Tomyris, tuve ya en tiempos pasados el honor de visitar su
país y recientemente he querido repetir esta visita.
-Muy reconocido -continuó, un poco más sombrío,
el masageta-. Su nombre no nos es desconocido. Nuestro ministerio de Propaganda
sigue atentamente todas las declaraciones que se producen en el extranjero
acerca de nosotros, y así no ignoramos que usted es autor de un escrito de
treinta líneas sobre usos y costumbres de los masagetas que apareció en un
periódico. Será para mí un honor acompañarle en este viaje por nuestro país y
hacer que usted advierta hasta qué punto han cambiado nuestras costumbres a
partir de aquellas fechas.
Su tono de voz un tanto hosco me indicaba
que mis anteriores declaraciones sobre los masagetas, a los cuales yo realmente
quería y admiraba mucho, no encontraron ni mucho menos, un eco favorable en el
país. Por un momento pensé en volverme, acordándome de la rei~ na Tomyris, que
sumergió la cabeza del gran Ciro en un odre lleno de sangre, y de otras hazañas
de este pueblo temperamental. Pero al fin yo tenía mi pasaporte y mi visado, y
los tiempos de Tomyris ya habían pasado.
-Discúlpeme --dijo mi guía algo más amable-
si tengo que insistir en poner en claro su ideología. No es que exista la menor
acusación contra usted, pese a que ya visitó anteriormente nuestro país. No, se
trata sólo de una formalidad, y en razón de que se ha referido a Herodoto un
tanto unilateralmente. Como usted sabe, en tiempos de aquel escritor jónico,
muy capacitado por cierto, aún no existía un Servicio de Propaganda y Cultura;
por eso sus impresiones, algo frívolas, sobre nuestro país están desfasadas. Lo
que no podemos tolerar es que un autor de nuestros días se apoye en Herodoto, y
exclusivamente en él... Dígame, pues, señor colega, en pocas palabras qué
piensa sobre los masagetas y qué actitud adopta frente a ellos.
-Yo estoy perfectamente enterado, por
supuesto, de que los masagetas no solamente son el pueblo más antiguo, más
humano, más culto y al mismo tiempo más valeroso de la tierra, de que sus
invictos ejércitos son los más grandes, su flota la más poderosa, su carácter
el más inflexible a la par que el más amable, sus mujeres las más hermosas, sus
escuelas e instituciones públicas las más ejemplares del mundo, sino que además
poseen en grado eminente aquella virtud tan apreciada en el mundo entero y que
tanto se echa en falta en otros grandes pueblos, a saber, el mostrarse
bondadosos y comprensivos con el extranjero, en razón de su misma superioridad,
y no esperar del pobre forastero, nacido en un país inferior, que se encuentre
a la altura de la perfección masagética. También sobre este punto procuraré
informar con toda veracidad en mi patria.
_Muy bien -exclamó mi acompañante con
bondad-. En la enumeración de nuestras virtudes usted ha dado, efectivamente,
en el clavo o, mejor dicho, en los clavos. Veo que está informado sobre
nosotros mejor de lo que aparentaba en un principio, y desde el fondo de
nuestro fiel corazón le damos la bienvenida a nuestro hermoso país. Algunos
detalles de sus conocimientos requieren todavía un complemento. En particular
me ha sorprendido que no hiciera mención de nuestras valiosas aportaciones en
dos importantes campos: en el deporte y en el cristianismo. Fue un masageta,
señor mío, el que en la competición internacional de salto hacia atrás con los
ojos vendados batió el récord mundial con 11,098.
-Efectivamente -mentí cortésmente-, ¿cómo se
me ha podido pasar por alto? Pero usted se ha referido también al cristianismo
como otro campo en el que su pueblo ha batido récords. ¿Puede proporcionarme
informes sobre este punto?
-Por supuesto -contestó el joven-. Quería
decir únicamente que sería bien acogido el que en su informe sobre este tema
agregase amablemente algún que otro superlativo. Por ejemplo, tenemos un
anciano sacerdote en una pequeña ciudad, a orillas del río Araxe, que ha
celebrado no menos de 63.000 misas, y en otra ciudad hay una famosa iglesia moderna
en la que todo es de cemento, y de cemento indígena: paredes, torre, suelos,
columnas, altares, tejado, pila bautismal, púlpito, etcétera, hasta la última
lámpara, hasta el cepillo de las ofrendas.
-Ah, ya -pensé para mí-, entonces tenéis
también un párroco de cemento que predica desde el púlpito de cemento. -Pero me
callé.
-Mire usted -prosiguió mi guía---, le voy a
ser sincero. Nos interesa propagar todo lo posible nuestra fama como
cristianos. Pese a que nuestro país abrazó desde hace siglos la religión
cristiana y no queda ya huella alguna de los antiguos dioses y cultos
masagetas, hay un pequeño. partido, muy fanático, que quiere introducir, como
primer paso, los antiguos dioses de la época del rey de los persas, Ciro, y de
la reina Tomyris. Ya sabe, una chifladura de algunos tipos extravagantes; pero
la prensa de los países vecinos se ha hecho eco del ridículo asunto y lo
relaciona con la reorganización de nuestro ejército. Se sospecha de nosotros en
el sentido de que pretendemos suprimir el cristianismo para, en la próxima
guerra, desembarazarnos más fácilmente de los últimos reparos contra el empleo
de todos los medios de destrucción. Esta es la razón por la que veríamos
consagrado que se subraye el espíritu cristiano de nuestro país. Por supuesto
que no pretendemos influir en lo más mínimo sobre sus informes objetivos, pero
le puedo decir en confianza que su buena disposición para escribir algo sobre
nuestro cristianismo podría tener como consecuencia una invitación personal por
parte de nuestro Canciller del Imperio. Esto, en confianza.
-Tengo que pensarlo -repuse-. El
cristianismo no es mi especialidad... Y ahora me gustaría volver a ver el
magnífico monumento que sus antepasados erigieron al heroico Spargapises.
-¿Spargapises? -murmuró mi colega-. ¿Quién
es ese personaje?
-El hijo de Tomyris, que no pudo soportar la
ignominia de haber sido engañado por Ciro y, al ser hecho prisionero, se quitó
la vida.
-Ah, ya -exclamó mi acompañante-, veo que
usted aterriza siempre en Herodoto. Sí, aquel monumento era muy hermoso.
Desapareció en forma extraña. Mire, nosotros tenemos, como usted sabe, un gran
interés por la ciencia, especialmente por los trabajos de investigación sobre
la antigüedad, y en relación al número de kilómetros cuadrados excavados con
fines de estudio, nuestro país ocupa en la estadística mundial el tercero o
cuarto puesto. Estas importantes excavaciones, que se orientan principalmente a
la búsqueda de yacimientos prehistóricos, llegaron hasta las inmediaciones de
aquel monumento de la época de Tornyris; y como el terreno prometía grandes
hallazgos, sobre todo en huesos de mamuts masagéticos, se intentó excavar a una
cierta profundidad del monumento. Y éste se desplomó. Sus restos pueden verse
en el Museo Masagético.
Me condujo al coche, que nos esperaba, y en
animada conversación viajamos hacia el interior del país.
Un relato de la antigua
China
La historia de la antigua China ofrece
escasos ejemplos de monarcas y estadistas que fuesen derrocados a causa de
haber caído bajo la influencia de una mujer y de un enamoramiento. Uno de estos
raros ejemplos-y uno muy notable- es el del rey Yu de Tchou y su mujer Bau Si.
El país de Tchou lindaba por el oeste con
los territorios de los bárbaros mongoles, y la sede de su Corte, Fong, se
encontraba en medio de una región poco segura, que de vez en cuando se veía
expuesta a los asaltos y saqueos de aquellas tribus bárbaras. Por ello fue
preciso ocuparse de reforzar al máximo las fortificaciones fronterizas y, sobre
todo, de proteger mejor la Corte.
Los libros de historia nos dicen que el rey
Yu, el cual no era un mal estadista y sabía prestar atención a los buenos
consejos, supo compensar las desventajas de su frontera adoptando inteligentes
medidas, pero que todas estas inteligentes y meritorias obras quedaron
destruidas por los caprichos de una bonita mujer.
En efecto, con ayuda de todos sus príncipes
vasallos, el rey estableció en la frontera occidental una línea de defensa,
línea de defensa que, como todas las creaciones políticas, presentaba un doble
carácter, a saber: moral, por una parte, y mecánico, por otra. El fundamento
moral del tratado era el juramento y la fidelidad de los príncipes y sus
oficiales, cada uno de los cuales se comprometía a acudir con sus soldados a la
Corte a socorrer al rey a la primera señal de alarma. A su vez, el principio
mecánico, del cual se ocupaba el rey, consistía en un bien pensado sistema de
torres, que hizo construir en su frontera occidental. En cada una de estas
torres debía montarse guardia día y noche; las torres estaban provistas de
tambores muy potentes. En caso de una invasión enemiga por cualquier punto de
la frontera, la torre más próxima redoblaría su tambor; de torre en torre esta
señal recorrería todo el país en un tiempo mínimo.
Este inteligente y loable dispositivo ocupó
largo tiempo al rey Yu, quien tuvo que celebrar conferencias con sus príncipes,
considerar los informes de los arquitectos, organizar la instrucción del
servicio de guardia. Ahora bien, el rey tenía una favorita llamada Bau Si, una
mujer hermosa que supo hacerse con una influencia sobre el corazón y los
sentidos del rey, mayor de lo que puede convenir a un monarca y a su reino. Al
igual que su señor, Bau Si seguía con curiosidad e interés los trabajos que se
realizaban en la frontera, del mismo modo que una niña vivaracha e inteligente
contempla, de vez en cuando, con admiración y envidia los juegos de los
muchachos. Para que lo comprendiese todo perfectamente, uno de los arquitectos
le había construido un delicado modelo -de arcilla pintada y cocida- de la
línea de defensa; este modelo representaba la frontera y el sistema de torres,
y en cada una de las graciosas torrecillas había un guardia de arcilla
infinitamente pequeño y que en vez de tambor llevaba colgada una diminuta
campanilla. Este bonito juguete constituía el pasatiempo favorito de la mujer
del rey, y cuando alguna vez estaba de malhumor, sus doncellas solían
proponerle jugar al «ataque bárbaro».
Entonces colocaban todas las torrecillas,
hacían tañer las campanillas enanas, y así disfrutaban y se entretenían mucho.
El día astrológicamente favorable en que,
concluidas al fin las obras, instalados los tambores y preparado el servicio de
guardia, se puso a prueba, previo acuerdo, la nueva línea de defensa, fue una
ocasión gloriosa para el rey. Orgulloso de su realización, se mostraba muy
impaciente; los cortesanos esperaban para darle sus parabienes, pero la más
ansiosa y excitada era la hermosa mujer Bau Si, la cual casi no podía esperar
que concluyesen todas las ceremonias y rogaciones previas.
Por fin llegó la hora señalada, y por
primera vez comenzó a desarrollarse en gran escala y de verdad el juego de las
torres y los tambores que tan a menudo había hecho pasar un buen rato a la
mujer del rey. Ésta apenas podía contener sus ansias de comenzar a intervenir
en el juego y a dar órdenes, tan grande era su alegre excitación. El rey le
lanzó una grave mirada, y con esto se controló. Había llegado el momento; ahora
jugarían al «ataque bárbaro» en grande y con torres de verdad, con hombres y
tambores de verdad, para ver cómo resultaba todo. El rey dio la señal, el
mayordomo mayor transmitió la orden al capitán de la caballería, éste trotó
hasta la primera torre y dio orden de redoblar el tambor. El redoble retumbó
potente y profundo, su sonido alcanzó todos los oídos, festivo y profundamente
conmovedor. Bau Si se había puesto pálida de emoción y comenzó a temblar. El
gran tambor de batalla redoblaba con fuerza su basto ritmo estremecedor, un
canto lleno de presagios y amenazas, lleno de lo venidero, de guerra y miseria,
de miedo y derrota. Todos lo escuchaban con profundo respeto. Cuando el sonido
comenzaba a extinguirse, de la torre siguiente salió la réplica, lejana y débil,
la cual se fue perdiendo rápidamente, y después no se oyó nada más, y al cabo
de unos instantes se rompió el festivo silencio, la gente volvió a alzar la
voz, se pusieron en pie y comenzaron a charlar.
Entretanto, el profundo y atronador redoble
fue pasando de la segunda a la tercera y a la décima y a la trigésima torre, y
cuando se dejaba oír, todos los soldados de esa zona tenían estrictas órdenes
de presentarse de inme~ diato en el lugar convenido, armados y con la bolsa de
provisiones llena; todos los capitanes y coroneles debían prepararse para la
marcha sin pérdida de tiempo y apresurarse al máximo; también debían enviar
ciertas órdenes preestablecidas al interior del país. Dondequiera que se oía el
redoble del tambor se interrumpían el trabajo y las comidas, los juegos y el
sueño, se empaquetaba, se ensillaba, se recogía, se emprendía la marcha a pie y
a caballo. En breve espacio de tiempo, de todos los distritos de los
alrededores salían tropas presurosas con destino a la Corte de Fong.
En Fong, en el patio de palacio, se había
relajado pronto la profunda emoción e interés que se habían apoderado de todos
los ánimos al redoblar el terrible tambor. La gente paseaba por el jardín de la
Corte charlando animadamente, toda la ciudad estaba de fiesta, y cuando,
transcurridas menos de tres horas, comenzaron a aproximarse ya cabalgatas
pequeñas y más grandes, procedentes de dos direcciones, y luego, de hora en
hora, fueron llegando más y más -lo cual duró todo ese día y los dos
siguientes-, el rey, sus cortesanos y sus oficiales fueron presa de un
creciente entusiasmo.
El rey se vio colmado de agasajos y
congratulaciones, los arquitectos fueron invitados a un banquete y el tambor de
la primera torre, el que había dado el primer redoble, fue coronado por el
pueblo, paseado en andas por las calles y obsequiado por todos.
La mujer del rey, Bau Si, estaba
absolutamente entusiasmada y como embriagada. Su juego de torrecitas y
campanillas se había hecho realidad de forma mucho más espléndida de lo que
nunca hubiese podido imaginar. Por arte de magia, la orden había desaparecido
en el solitario país, envuelta en la amplia onda sonora del redoble del tambor;
y su resultado llegaba ahora, vivo, real, como un eco de lontananza, el
emocionante bramido de ese tambor había producido un ejército, un ejército de
cientos y miles de hombres bien armados que iban llegando por el horizonte, a
pie y a caballo, en continuó flujo, en continuo y rápido avance: arqueros,
caballería ligera y pesada, lanceros, iban llenando gradualmente, con creciente
barullo, todo el espacio disponible alrededor de la ciudad, donde eran acogidos
y se les indicaban sus posiciones, donde eran aclamados y obsequiados, donde
acampaban, levantaban tiendas y encendían fogatas. Esto continuó día y noche; como
duendes de fábula surgían de la tierra gris, lejanos, diminutos, envueltos en
nubes de polvo, para finalmente formar filas, hechos sobrecogedora realidad,
bajo las miradas de la Corte y de la embelesada Bau Si.
El rey Yu estaba muy satisfecho, y en particular
le complacía el arrobamiento de su favorita; llena de felicidad, resplandecía
como una flor y el rey nunca la había visto tan bella. Pero las festividades
duran poco. También esta gran fiesta se extinguió y dio paso a la vida de todos
los días: dejaron de ocurrir maravillas, no se hicieron realidad nuevos sueños
de fábula. Esto resulta insoportable a las personas desocupadas y veleidosas.
Pasadas unas semanas de la fiesta, Bau Si volvió a perder todo su buen humor.
El pequeño juego con las torrecillas de arcilla y las campanillas colgadas de
un hilo resultaba tan insulso ahora, después de haber probado el gran juego.
¡Oh, cuán embriagador había resultado éste! Y todo estaba allí dispuesto, listo
para repetir el sublime juego: allí estaban las torres y colgaban los tambores,
allí montaban guardia los soldados y permanecían alerta los tambores en sus
uniformes, todo estaba a la expectativa, pendiente de la gran orden, ¡y todo
permanecía muerto e inservible en tanto no llegase esa orden!
Bau Si perdió la sonrisa, desapareció su
aspecto resplandeciente; el rey contemplaba preocupado a su compañera
preferida, privado de su consuelo nocturno. Tuvo que incrementar al máximo sus
presentes, con tal de poder sacarle una sonrisa. Había llegado el momento de comprender
la situación y sacrificar al deber la pequeña y dulce preciosidad. Pero Yu era
débil. Que Bau Si recuperase la alegría, le parecía lo principal.
Así, sucumbió a la tentación que le
preparaba la mujer, poco a poco y ofreciendo resistencia, pero sucumbió. Bau Si
le arrastró tan lejos, que llegó a olvidar sus deberes. Cediendo a las súplicas
mil veces repetidas, satisfizo el único gran deseo de su corazón: accedió a dar
la señal a la guardia fronteriza, como si se avecinase el enemigo. En el acto resonó
el profundo, conmovedor redoble del tambor de guerra. Esta vez, al rey le
pareció un sonido terrible, y también Bau Si se asustó al oírlo. Mas luego se
fue repitiendo todo el delicioso juego: en el horizonte se alzaron las pequeñas
nubes de polvo, las tropas fueron llegando, a pie y a caballo, durante tres
días seguidos, los generales hicieron reverencias, los soldados montaron sus
tiendas. Bau Si estaba encantada, su rostro resplandecía. Pero el rey Yu pasó
momentos difíciles. Se veía obligado a reconocer que no le había atacado ningún
enemigo, que todo estaba en calma. Conque intentó justificar la falsa alarma
diciendo que se trataba de un provechoso ejercicio. Nadie se lo discutió, todos
se inclinaron y lo aceptaron. Pero los oficiales comenzaron a rumorear que
habían sido víctimas de una desleal travesura del rey; éste había alarmado a
toda la frontera y los habla movilizado a todos, miles de hombres, con el mero
objeto de complacer a su favorita. Y la mayor parte de los oficiales estuvieron
de acuerdo en no volver a responder en el futuro a una orden de este tipo.
Entretanto, el rey se esforzaba por levantar los ánimos de las disgustadas
tropas con espléndidos obsequios. Bau Si había conseguido lo que quería.
Pero cuando comenzaba a retornar su malhumor
y empezaba a sentirse nuevamente deseosa de repetir el insensato juego, ambos
recibieron su castigo. Tal vez por casualidad, tal vez porque les habían
llegado noticias de esos acontecimientos, un buen día los bárbaros cruzaron
inesperadamente la frontera en grandes bandadas de jinetes. Las torres dieron
su señal sin tardanza, el redoble lanzó su imperiosa exhortación y se fue
difundiendo hasta el último recodo. Pero el exquisito juguete, con su mecánica
tan admirable, parecía haberse roto: los tambores ya podían sonar, pero nada
tañía en los corazones de los soldados y oficiales del país. Éstos no
respondieron al tambor. Y el rey y Bau Si otearon en vano en todas direcciones;
por ningún lado se levantaba la polvareda, en ninguna dirección se veían acercar
caracoleantes las pequeñas cabalgatas grises, nadie acudió en su ayuda.
El rey salió presuroso al encuentro de los
bárbaros con las escasas tropas que tenía a mano. Pero el enemigo era
-numeroso; derrotó a las tropas, tomó la Corte de Fong, destruyó el palacio,
derribó las torres. El rey Yu perdió el reino y la vida, y otro tanto le
ocurrió a su favorita Bau Si, de cuya perniciosa sonrisa aún siguen hablando
los libros de historia.
Fong fue destruida, la cosa iba en serio.
Éste fue el fin del juego de los tambores y del rey Yu y la sonriente Bau Si.
El sucesor de Yu, el rey Ping, no tuvo más remedio que abandonar Fong y
trasladar la Corte más hacia Oriente; Se vio obligado a comprar la futura
seguridad de sus dominios por medio de pactos con monarcas vecinos y la cesión
a éstos de grandes extensiones de territorio.
Al intentar recoger para la preciada
posteridad la vida del noble Willibald vom Ármel, el Joven, somos perfectamente
conscientes tanto de la dificultad de nuestra tarea como de lo poco modernos
que son estos trabajos y cuán mal considerados están. Una época que teje
coronas para el inventor del cascanueces atómico y sólo consigue contener la
afluencia del público a los viajes dominicales a Saturno con ayuda de grandes efectivos
policiales, una época que sólo reconoce y venera el éxito material y los
esfuerzos deportivos mesurables, no respetará, ni hará justicia ni tampoco se
interesará por las hazañas de la estilística ni por los intentos de afinar el
piano de Gottwalt Peter Harnischen, por no citar ya nuestra tentativa de honrar
la memoria de Willibald vom Ármel, el Joven. En cambio, nos consuela y nos da
ánimos pensar que los adoradores de esos estilistas, de ese Walt Harnisch o de
nuestro bienaventurado Willibald vom Ármel, y quienes desdeñan el éxito y el
progreso, saldrían muy malparados si actuaron pensando en la aprobación de los
héroes recordman o de los excursionistas que pasan los domingos en la luna.
Suponiendo que exista algo así como una ambición, que nos espolonee y nos
anime, ésta es de otro tipo, más noble y más elevada.
El noble arte que Willibald practicó durante
toda su vida no fue un invento suyo, lo aprendió ya de niño de su padre, y
también éste ya había tenido antepasados y predecesores hasta un remoto pasado.
En cualquier caso, él, Willibald el Viejo, no aprendió y comenzó a practicar el
elevado ejercicio, que por lo general suele designarse como «El salto», a edad
demasiado temprana, sino sólo cuando ya era adulto. Lo poco que sabemos de su
vida puede resumirse en breves palabras. Era hijo de un oficial, que le educó
con métodos severos y soldadescos y quería hacer de él también un oficial, pero
no consiguió este propósito, pues Willibald, amargado por la dureza y severidad
del padre, se resistió con firme obstinación a aquellos planes. Aunque por
naturaleza se parecía a su padre y estaba muy bien dotado para los ejercicios
deportivos y militares, se negó constantemente a seguir la profesión que aquél
le había destinado y, con testaruda obstinación, dedicó su atención
precisamente a aquellas ocupaciones y estudios que veía eran objeto de la mofa
y el desprecio del padre: la literatura, la música, las ciencias filológicas.
Logró imponer su voluntad y se hizo profesor. Adquirió fama como autor de la canción
Cómo alegra abril el corazón la cual se cantó mucho durante décadas y fue una
de las piezas favoritas de todos los cancioneros para estudiantes secundarios.
Verdad es que las generaciones posteriores olvidaron tanto el texto como la
melodía de la canción, se burlaron de su estilo, que había alegrado a toda una
generación, y la eliminaron de los libros escolares. No sabemos si Willibald el
Viejo alcanzó a vivir estos hechos, aunque sin duda le habría preocupado muy
poco, pues cuando llevaba algunos años enseñando en escuelas secundarias, murió
su padre, y nada más suceder esto, desapareció la actitud despectiva de
Willibald con respecto a la vida de los soldados y oficiales, y con ella
desaparecieron también sus aficiones musicales, que había exagerado por
orgullo. Una vez desvanecida la autoridad contra la que tan firmemente se había
rebelado, siguió alegremente las aptitudes e impulsos heredados, abandonó la
gramática y la lira, inició la carrera de oficial y pronto dejó atrás los
primeros escalafones. Luego, gracias a una misión en tierras del Este, conoció
el Oriente y allí tuvo un encuentro que sería determinante en su vida. Tuvo
oportunidad de contemplar las danzas derviches. Al principio lo hizo con esa
actitud de curiosidad algo desdeñosa y escéptica que tantos occidentales
consideran obligada en esas tierras, pero cada vez fue quedando más cautivo por
la fuerza del entusiasmo y la entrega total que animaba a esos devotos
danzarines y uno de ellos, un joven derviche de alta talla y actitud casi sobrehumana,
cautivó particularmente su atención y conquistó su admiración y su amor. No
cejó hasta conseguir establecer contacto y finalmente una amistad con ese
Achmed. Y a través de él aprendió Willibald ese raro ejercicio a cuyo servicio
estaría dedicada su vida y más adelante la de su hijo: el salto sobre la propia
sombra. Desde el momento en que descubrió que Achmed se retiraba frecuentemente
para ejecutar ciertos ejercicios, durante los cuales se protegía cuidadosamente
de cualquier mirada curiosa, no paró hasta conseguir que el derviche le
confiara su secreto. A su apremiante pregunta de qué hacía tan solitario y
escondido, Willibald recibió con sorpresa esta breve respuesta: «Salto sobre mi
propia sombra.»
«Pero eso es imposible», exclamó Willibald,
«es una locura.» «Ya lo verás», fue la repuesta de Achmed y convocó a su amigo
para el día siguiente a una cierta hora en un lugar apartado detrás de los
establos de una caravana. Y allí el occidental le vio saltar sobre su sombra,
es decir: le vio saltar con tanta agilidad y rapidez, que no pudo dictaminar si
el saltador había sido realmente más rápido o no que la sombra que competía con
sus saltos sobre la arena. La sombra no permanecía quieta ni un momento, y el
dueño de la sombra no parecía sentir la gravedad, saltaba y giraba en
incesantes y veloces saltos como una mariposa o una libélula, plenamente
concentrado en los brincos, giros, vueltas. Y no sólo no quedó claro si había
saltado o no por encima de la sombra, sino que ello había perdido toda importancia
para el sorprendido espectador, se había olvidado de prestarle atención,
contemplaba al saltarín con la misma emoción y admiración, con la misma
intuición de un milagro y una gracia divina, con que había contemplado en
aquella ocasión la danza del coro derviche. Cuando Achmed concluyó su
ejercicio, permaneció un rato quieto con los ojos cerrados, aparentemente ni
acalorado ni mareado ni cansado, con una expresión de íntima satisfacción en el
rostro. Cuando abrió los ojos, Willibald le dio las gracias con una profunda
reverencia, como la que había practicado para la recepción del sultán. Le
preguntó al amigo en qué pensaba mientras saltaba. «¿En quién?», dijo éste en
voz baja. «En Aquél que no necesita saltar.» De momento, Willibald no
comprendió. «... ¿no necesita saltar?», repitió en tono interrogante. Y Achmed:
«Él es la luz misma y no tiene sombra.»
Hasta ese momento, la vida de Willibald el
Viejo había sido una vida de metas, de esfuerzos y de ambición, primero había
procurado ganar fama y admiración como maestro, como poeta y músico, luego
siendo oficial había buscado la consideración y bienquerencia de sus
superiores. En ese momento todo cambió. Su meta ya no estaba fuera de su
persona y su felicidad, su satisfacción ya no podían ser realzadas o
disminuidas desde el exterior. Desde ese momento, su meta fue alcanzar algo de
la satisfacción y la luz que había visto brillar en la cara de Achmed después
de saltar su sombra, su ansiedad tenía ese grado de fervor que había
presenciado por primera vez en la danza revoloteante de los derviches y que
ahora acababa de ver, más callada pero también más sublimada, en la devota
danza del salto de la sombra.
Pese a que estaba acostumbrado a hacer
rigurosos ejercicios físicos de muchas clases, tardó mucho tiempo en alcanzar,
no ya la perfección de su amigo, pero sí al menos una cierta habilidad.
LOS DOS HERMANOS
(Para Marula)
Érase una vez un
padre que tenía dos hijos. El uno era hermoso y fuerte, el otro pequeño y
contrahecho; por ello despreciaba el grande al pequeño. Esto no le gustaba nada
al menor y decidió emigrar lejos e ir por el mundo. Cuando hubo caminado un
trecho, se cruzó con un carretero, y al preguntarle dónde iba con su carro, le
contestó el carretero que tenía que llevar a los enanos sus tesoros a una
montaña de cristal. El pequeño le preguntó cuál era la recompensa. La
contestación fue que en pago recibía algunos diamantes. Entonces el pequeño
tuvo ganas de ir también a donde estaban los enanos. Por eso preguntó al
carretero si creía que los enanos le admitirían. El carretero dijo que no lo
sabía, pero llevó al pequeño consigo. Por fin llegaron al monte de cristal, y
el guardián de los enanos recompensó ricamente al carretero por su molestia y
le despidió. Entonces se lo dijo todo. El enano dijo que le siguiera. Los
enanitos le admitieron de buena gana y llevó desde entonces una vida
espléndida.
Ahora veamos lo que
pasó con el otro hermano. Éste, durante mucho tiempo, lo pasó muy bien en casa.
Pero cuando se hizo mayor, tuvo que ser soldado e irse a la guerra. Fue herido
en el brazo derecho y tuvo que pedir limosna. Así llegó el pobre también una
vez a la montaña de cristal y vio allí a un hombre contrahecho, pero no
sospechaba que fuera su hermano. Mas éste le reconoció en seguida y le preguntó
qué era lo que deseaba.
-¡Oh!, señor,
estaré agradecido si me dais una corteza de pan, que tengo mucha hambre.
-Ven conmigo -dijo
el pequeño.
Y entró en la cueva
cuyas paredes refulgían de diamantes puros.
-Puedes tomar un
puñado de ellos si eres capaz de desprender las piedras sin ayuda --dijo el
contrahecho.
El mendigo intentó
con su mano sana desprender algo de la roca de diamantes, pero naturalmente no
le fue posible. Entonces dijo el pequeño:
-Tal vez tengas un
hermano, te permito que él te ayude.
El mendigo rompió
en llanto y dijo:
-Ciertamente, tenía
antaño un hermano, pequeño y contrahecho como usted, y tan bueno y amable, él
seguramente me habría ayudado, pero yo le eché inhumanamente de mi lado, y hace
ya mucho tiempo que no sé nada de él.
Entonces dijo el
pequeño:
-Pues yo soy tu
pequeño. No sufrirás más privaciones, quédate conmigo.
Que entre mi cuento
y el de mi nieto y colega existe un parecido o parentesco no es seguramente
ningún error de apreciación del abuelo. Un psicólogo vulgar acaso interpretaría
los dos ensayos infantiles de este modo: cada uno de los dos narradores habrá
de ser identificado con el héroe de su cuento, y tanto el piadoso muchacho
Pablo como el pequeño contrahecho se inventan un doble cumplimiento de su
deseo, o sea, en primer lugar, recibir una cantidad masiva de regalos, sean
juguetes y libros o toda una montaña de piedras preciosas y una vida regalada
con los enanitos, o sea, con sus semejantes, lejos de los mayores, adultos,
normales. Más allá de ello, empero, se atribuye cada uno de los narradores de
cuentos poéticamente una gloria moral, una corona de virtudes, pues
compasivamente da su tesoro al pobre (lo que en realidad no habrían hecho ni el
«viejo» de diez años ni el mozuelo de diez años). Será cierto así, no quiero
hacer objeciones. Pero también me parece que el cumplimiento del deseo se
realiza en la región de lo imaginario y del juego, por lo menos de mí mismo
puedo decir que a la edad de diez años no era ni capitalista ni comerciante de
joyas, y que con seguridad aún no había visto nunca a sabiendas un diamante. En
cambio, ya conocía algunos cuentos de Grimm, y tal vez también a Aladino y su
lámpara maravillosa, y la montaña de piedras preciosas era para el niño menos
la representación de riquezas que un sueño de inaudita belleza y poder mágico.
Y singular me pareció también que en mi cuento no aparezca ningún «buen Dios»,
a pesar de que en mí hubiera sido probablemente más natural y más real la
alusión que en mi nieto, que sólo «en el colegio» había llegado a tener
curiosidad por Él.
Lástima que la vida
sea tan corta y esté tan sobrecargada de obligaciones y tareas de actualidad,
aparentemente importantes e indispensables; a veces por la mañana, no se atreve
uno a levantarse de la cama porque sabe que la gran mesa de despacho está
todavía colmada de asuntos sin despachar y que durante el día, el correo los
duplicará encima.
Si no, aún se
podría hacer algún que otro juego divertido de meditación con los dos
manuscritos infantiles. A mí, por ejemplo, nada me parecería más Interesante
que una investigación comparativa del estilo y de la sintaxis en los dos
ensayos. Pero para juegos tan atractivos no es nuestra vida lo bastante larga.
Al fin y al cabo no estaría tampoco indicado perturbar tal vez el desarrollo
del sesenta y tres años menor de los dos autores por medio del análisis y la
crítica. Pues es, el menor según las circunstancias, puede llegar todavía a se
alguien, pero no así el viejo.