LA ISLA DE LOS TORTURADORES
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La Muerte Plateada se había abatido sobre Yoros entre la caída del sol y su vuelta. Sin embargo, su llegada fue profetizada por numerosas predicciones tanto inmemoriales como recientes. Los astrólogos habían dicho que esta misteriosa enfermedad, desconocida hasta entonces en la tierra, descendería de la estrella gigante Achernar, que presidía siniestramente sobre todas las tierras de la parte meridional del continente de Zothique, y que después de consumir la carne de innumerables hombres con su brillante y metálica palidez, la plaga seguiría viajando en el tiempo y el espacio, transportada por las lentas corrientes del éter a otros mundos.
La Muerte Plateada era horrible y nadie conocía el secreto de su contagio o de su curación. Veloz como el viento del desierto, entró en Yoros procedente del devastado reino de Tasuun, adelantándose a los propios mensajeros que corrieron de noche para avisar de su proximidad. Aquellos que eran atacados sentían un frío helado y congelador, un rigor instantáneo como si las corrientes exteriores hubiesen soplado sobre ellos. Sus rostros y cuerpos se volvían extrañamente blancos, reluciendo con un débil resplandor, y se ponían rígidos como cadáveres muertos hacía tiempo, todo en cuestión de minutos.
Por las calles de Silpon y Silour, y en Faraad, la capital de Yoros, la plaga pasó como una luz fantasmal y reluciente de morada en morada bajo las doradas lámparas y las víctimas cayeron en el mismo lugar donde habían sido atacadas con aquella mortal brillantez permanente sobre ellas. Los vocingleros y tumultuosos carnavales públicos fueron silenciados por su paso y los juerguistas quedaron congelados en extravagantes actitudes. En las
orgullosas mansiones, los comensales, enrojecidos por el vino, palidecieron a la mitad de sus deslumbrantes festines y se recostaron en sus opulentas sillas, sosteniendo todavía las copas medio vacías con dedos rígidos. Los mercaderes quedaron en sus oficinas, tendidos sobre los montones de monedas que habían empezado a contar, y los ladrones que entraron después no pudieron marcharse con su botín. Los enterradores murieron en las sepulturas a medio excavar que estaban cavando para otros, pero nadie fue a disputarles su posesión.
No hubo tiempo para escapar de la extraña e inevitable calamidad. Se abatió sobre Yoros con terrible velocidad bajo las claras estrellas y pocos pudieron despertar de su sueño cuando llegó la aurora. Fulbra, el joven rey de Yoros, que acababa de ascender al trono recientemente, era virtualmente un rey sin un pueblo que gobernar.
Fulbra había pasado la noche de la plaga en una alta torre de su palacio sobre Faraad; una torre observatorio, equipada con instrumentos astronómicos. Sentía una gran pesadez en su corazón y sus ideas estaban debilitadas por una desesperación semejante al opio, pero el sueño no acudió a sus párpados. Conocía las numerosas predicciones que habían profetizado la Muerte Plateada y además pudo leer su inminente llegada en las estrellas, con la ayuda del viejo astrólogo y hechicero Vemdeez. El y el astrólogo no se atrevieron a divulgar este último hecho, pues sabían perfectamente que el destino de Yoros era algo decretado desde el principio de los tiempos por el infinito Destino y que nadie podía escapar a éste, a menos que estuviese escrito que debía morir de forma distinta.
Ahora bien, Vemdeez había confeccionado el horóscopo de Fulbra, y aunque encontró allí ciertas ambigüedades que su ciencia no pudo resolver, estaba, sin embargo, claramente escrito que el rey no moriría en Yoros. Dónde moriría y de qué forma era por igual dudoso. Pero Vemdeez, que sirvió a Altath, el padre de Fulbra, y era no menos devoto del nuevo rey, había forjado por medio de sus artes mágicas un anillo encantado que protegería a Fulbra de la Muerte Plateada en todo tiempo y lugar.
El anillo estaba hecho de un extraño metal rojo, más oscuro que el oro rojizo o el cobre, y tenía engarzada una gema negra y oblonga, no conocida por los lapidarios terrestres, que despedía eternamente un fuerte y aromático perfume. El hechicero le pidió a Fulbra que nunca se quitase el anillo del dedo corazón donde lo llevaba,
ni siquiera en países muy alejados de Yoros, mucho tiempo después de la partida de la Muerte Plateada, porque una vez que la plaga hubiese soplado sobre Fulbra, llevaría en su carne el fatal contagio para siempre y éste asumiría su virulencia acostumbrada si se quitaba el anillo. Pero Vemdeez no habló del origen del metal rojo ni de la oscura gema, ni del precio que había tenido que pagar por la magia protectora.
Con el corazón triste, Fulbra aceptó el anillo, llevándolo siempre consigo, y así fue como la Muerte Plateada había soplado sobre él en medio de la noche sin causarle daño alguno. Pero esperando ansiosamente en la alta torre y vigilando las doradas luces de Faraad antes que las blancas e implacables estrellas, sintió una frialdad ligera y pasajera que no tenía nada que ver con el aire del verano. Mientras pasaba, los alegres ruidos de la ciudad se detuvieron y los gemidos de las flautas titubearon extrañamente y expiraron. El silencio cayó sobre el carnaval y algunas de las luces se apagaron y no volvieron a ser encendidas. En su palacio también había silencio y ya no oyó más las risas de sus cortesanos y mayordomos. Y Vemdeez no volvió, según su costumbre, a reunirse en la torre con Fulbra a medianoche. Así Fulbra supo que era un rey sin reino, y la pena que todavía sentía por el noble Altath fue aumentada por una gran compasión por su pueblo, que había perecido.
Hora tras hora, estuvo inmóvil y sentado, demasiado angustiado para poder llorar. Las estrellas cambiaron sobre su cabeza y Achernar resplandeció perpetuamente como el brillante y cruel del ojo de un demonio burlón; el pesado bálsamo del anillo de la piedra negra se elevó hasta su olfato y casi parecía ahogarle. A Fulbra se le ocurrió de repente la idea de tirar el anillo y morir como su pueblo. Pero su desesperación era demasiado pesada incluso para hacer esto, y así, al fin, la aurora llegó lentamente a los cielos, tan pálida como la Muerte Plateada, y le encontró todavía en la torre.
Al amanecer, el rey Fulbra se levantó y descendió las enroscadas escaleras de pórfido que llevaban al palacio. A mitad de las escaleras vio caído el cadáver del viejo hechicero Vemdeez, que había muerto mientras subía para reunirse con su amo. La arrugada cara de Vemdeez era como el metal pulido y estaba más blanca que su barba y cabellos, y sus ojos abiertos, que habían sido oscuros como zafiros, estaban helados por la plaga. Entonces, grandemente apenado por la muerte de Vemdeez, a quien había amado como a un segundo padre, el rey continuó lentamente su camino. En los corredores y salones encontró los cuerpos de sus servidores, cortesanos y soldados. No quedaba nadie con vida, excepto tres esclavos que guardaban los verdes portones de bronce de las cámaras subterráneas, bajo el palacio.
Entonces Fulbra recordó el consejo de Vemdeez, que le había dicho que debía huir urgentemente de Yoros y buscar refugio en la meridional isla de Cyntrom, que pagaba tributo a los reyes de Yoros. Aunque no sentía ánimos de hacer esto, ni de tomar ningún otro curso de acción, Fulbra ordenó a los tres esclavos que quedaban que reuniesen los alimentos y todas las demás cosas que fuesen necesarias para un viaje de cierta duración y que las llevasen a bordo de una embarcación real construida en ébano que estaba amarrada en el río Voum, cerca de los pórticos del palacio.
Después, embarcando junto a los esclavos, tomó el timón de la barca y les dio instrucciones para que desplegasen la amplia vela color ámbar. Y saliendo de la majestuosa ciudad de Faraad, cuyas calles estaban en poder de la Muerte Platada, navegaron por el cada vez más amplio estuario del Voum, que semejaba jaspe, entrando en la corriente del mar Indaskio, del color del amaranto.
Un viento favorable venía por detrás, soplando desde el norte sobre los desolados reinos de Tasuun y Yoros, de la misma forma que la Muerte Plateada había soplado durante la noche. Y a su lado, sobre el Voum, flotaban ociosamente muchos navíos, cuyas tripulaciones y capitanes habían muerto a causa de la plaga y derivaban hacia el mar. Faraad estaba silenciosa como una necrópolis antigua y nada se movía en las costas del estuario, exceptuando las plumíferas palmeras en forma de abanico que se balanceaban hacia el sur en el refrescante viento. Y pronto, la verde franja de Yoros retrocedió, adueñándose de ella el tono azulado y fantástico de la distancia. Orlado de una vinosa espuma y lleno de extrañas voces murmurantes y vagas historias de cosas exóticas, el apacible mar rodeaba ahora a los viajeros, bajo el alto sol del verano. Pero las encantadas voces del mar y su largo, lánguido e ilimitado balanceo no pudieron suavizar la pena de Fulbra, y la desesperación, negra como la gema, engarzada en el anillo rojo de Vamdeez, se abatió sobre su corazón.
Sin embargo, sujetó el gran timón de la embarcación de ébano y puso un rumbo tan directo como le fue posible hacia Cyntrom, guiándose por el sol. La vela color ámbar se tensó en el viento favorable y la barca avanzó durante todo ese día, hendiendo las aguas de amaranto con su oscura proa que se elevaba con la forma esculpida de una diosa de ébano. Cuando llegó la noche trayendo consigo las familiares estrellas australes, Fulbra fue capaz de corregir los errores que había hecho al calcular su rumbo.
Huyeron hacia el sur durante muchos días y el sol descendió un poco su órbita, y de noche, estrellas nuevas trepaban y se arracimaban alrededor de la negra diosa de la proa. Fulbra, que una vez había navegado a la isla de Cyntrom en los días de su infancia junto a su padre Altath, creyó que en seguida vería levantarse sus costas, cubiertas por el alcanfor y el sándalo, de las vinosas profundidades. Pero no había alegría en su corazón y a menudo le cegaban lágrimas salvajes recordando aquel otro viaje junto a Altath.
Entonces, de repente y en pleno mediodía, cayó una calma sin vientos y el agua alrededor de la embarcación se transformó en un vidrio púrpura. Los cielos cambiaron y se convirtieron en una cúpula de cobre batido que se arqueaba baja y cercana y, como si fuera debido a alguna maligna hechicería, la cúpula se oscureció en una precipitada noche y una tempestad, parecida al reunido aliento de varios poderosos demonios, surgió y modeló el mar en amplias cordilleras y abismales valles. El mástil de la nave se troncó como una caña por el viento, y la vela fue desgarrada y la indefensa embarcación era lanzada de cabeza a los oscuros surcos y catapultada, entre velos de cegadora espuma, a las vertiginosas cumbres de las olas.
Fulbra se colgó del inútil timón, y los esclavos, cumpliendo sus órdenes, se refugiaron en la cabina de proa. Durante incontables horas fueron empujados por la voluntad del loco huracán y Fulbra no podía ver nada en la baja oscuridad, excepto las pálidas crestas de las encrespadas olas; ya no podía saber la dirección de su carrera.
Entonces, en aquella lúgubre oscuridad, vio, de cuando en cuando, otro navío que navegaba por aquel mar embravecido por la tormenta, no lejos de su embarcación. Pensó que la nave era una galera como las que utilizan los mercaderes que viajaban por las islas meridionales negociando con incienso, plumas y bermellón, pero la mayor parte de sus remos estaban rotos, y el mástil y la vela, destrozados, pendían sobre la proa.
Durante cierto tiempo los barcos navegaron juntos, hasta que Fulbra vio, en un desgarrón de la penumbra, los agudos y sombríos acantilados de una costa desconocida, coronados por torres todavía más inhiestas. No podía girar el timón, y la barca y el navío que estaba a su lado fueron empujados contra las poderosas rocas, hasta que Fulbra pensó que se aplastarían contra ellas. Pero de la misma forma que había surgido el temporal, como si fuese debido a algún encantamiento, una calma sin vientos cayó bruscamente sobre el mar y la tranquila luz del sol salió de un cielo que se aclaraba por momentos mientras la embarcación era depositada sobre una ancha franja en forma de creciente de arena de un amarillo ocre entre los acantilados y las calmadas aguas, con la galera a su lado.
Asombrado y maravillado, Fulbra se inclinó sobre el timón, mientras sus esclavos salían tímidamente de la cabina, y sobre las cubiertas de la galera comenzaban a aparecer sus tripulantes. El rey estaba a punto de saludar a estos hombres, de los que algunos iban vestidos como humildes marineros y otros como ricos mercaderes. Pero escuchó una risa de voces extrañas, alta y estridente y algo siniestra, que parecía caer desde arriba; mirando, vio que numerosas personas descendían por una especie de escalera que había en los acantilados que rodeaban la playa.
Esta gente se acercó más, apiñándose alrededor de la barca y de la galera. Llevaban fantásticos turbantes de un rojo de sangre e iban cubiertos por ajustadas vestiduras, negras como los buitres. Sus rostros y manos eran
amarillos como el azafrán; sus ojos,pequeños y entornados, estaban colocados oblicuamente bajo párpados sin pestañas, y sus delgados labios, que sonreían eternamente, se curvaban como las hojas de las cimitarras. Llevaban armas siniestras y de mal aspecto, como espadas con dientes de sierra y lanzas de doble cabeza. Algunos de ellos se inclinaron profundamente ante Fulbra y se dirigieron a él obsequiosamente, mirándole todo el rato con una mirada fija que no podía descifrar. Su lengua no era menos extraña que su aspecto; estaba lleno de sonidos agudos y sibilantes y ni el rey ni sus esclavos podían comprenderlos. Pero Fulbra habló cortésmente con aquella gente, en el suave y rápido lenguaje de Yoros, preguntando el nombre de aquella tierra donde su embarcación había sido arrojada por la tempestad.
Varios entre ellos parecieron comprenderle, puesto que una luz apareció en sus oblicuos ojos ante la pregunta y uno de ellos le contestó torpemente en el lenguaje de Yoros, diciendo que la tierra era la isla de Uccastrog. Después, con cierta maldad encubierta en su sonrisa, este personaje añadió que todos los marineros y viajeros náufragos recibirían una buena acogida por parte de Ildrac, el rey de la isla.
Ante esto, el corazón de Fulbra se encogió, porque, en años pasados, había oído numerosos relatos sobre Uccastrog y las historias no eran las que darían confianza a un viajero extraviado. Uccastrog, que se encontraba muy al este de la isla de Cyntrom, era conocida corrientemente como la isla de los Torturadores, y se decía que todos los que habían llegado allí inadvertidamente eran apresados por los habitantes y sometidos después a infinitas y extrañas torturas, cuya vista constituía el principal deleite de aquellos seres crueles. Se rumoreaba que nadie había escapado nunca de Uccastrog, pero muchos permanecieron durante años en sus mazmorras e infernales cámaras de tortura, conservados con vida para proporcionar placer al rey Ildrac y a sus seguidores. También se creía que los torturadores eran grandes magos que podían levantar tormentas enormes con sus conjuros y podían hacer que los navíos fueran apartados de las rutas marítimas y arrojados sobre el litoral de Uccastrog.
Viendo que aquella gente amarilla rodeaba completamente la barca y que no había escape posible, Fulbra les pidió que le llevaran rápidamente ante el rey Ildrac. Anunciaría a Ildrac su nombre y su rango real, pues en su simplicidad le parecía que un rey, por muy cruel de corazón que fuera, no se atrevería a torturar a otro rey o hacerle prisionero. Además, quizá los habitantes de Uccastrog hubiesen sido mal tratados por las historias de los viajeros.
Por tanto, Fulbra y sus esclavos fueron rodeados por parte de la multitud y conducidos al palacio de Ildrac, cuyas altas y finas torres coronaban los acantilados detrás de la playa, elevándose por encima de un apiñamiento de casas donde habitaban los habitantes de la isla. Mientras trepaban por los escalones excavados en el acantilado, Fulbra oyó un fuerte griterío debajo y el chasquido del acero contra el acero, y mirando hacia atrás vio que la tripulación de la galera encallada había sacado sus armas y estaba luchando contra los isleños. Pero, al ser grandemente sobrepasados en número, su resistencia fue domeñada por los enjambres de torturadores y la mayoría de ellos fueron capturados con vida. El corazón de Fulbra se ensombreció profundamente ante esta visión y desconfió cada vez más de la gente amarilla.
Pronto llegó a presencia de Ildrac, que se sentaba sobre una majestuosa silla de bronce en un vasto salón de su palacio. Ildrac era más alto, por media cabeza, que cualquiera de sus seguidores y sus rasgos eran como una máscara de maldad, forjada con algún metal pálido y dorado; estaba vestido con vestiduras de un tono extraño, como el púrpura del mar abrillantado por el rojo de la sangre fresca. A su alrededor había muchos soldados armados con terribles armas parecidas a guadañas y las hoscas muchachas de ojos oblicuos del palacio iban de un lado para otro entre las gigantescas columnas de basalto, vestidas con faldas bermellón y sostenes de color azulado. En el salón había numerosos ingenios de madera; piedra y metal que Fulbra no había visto nunca antes y que tenían un aspecto formidable, con sus pesadas cadenas, sus lechos de dientes de hierro y sus cuerdas y poleas de piel de pescado.
El joven rey de Yoros se adelantó con un porte real y atrevido y se dirigió a Ildrac, que le contemplaba inmóvil con una mirada fija y constante. Fulbra le dijo a Ildrac su nombre y categoría y la calamidad que había sido la causa de que tuviese que escapar de Yoros; mencionó también su urgente deseo de alcanzar la isla de Cyntrom.
—Hay un largo viaje hasta Cyntrom—dijo Ildrac con una sonrisa sutil—. Además, no tenemos costumbre de permitir que nuestros invitados partan sin haber saboreado plenamente la hospitalidad de la isla de Uccastrog. Por tanto, rey Fulbra, debo pedirte que domines tu impaciencia. Aquí tenemos mucho que enseñarte y muchas diversiones que ofrecerte. Mis mayordomos te conducirán a una habitación apropiada a tu rango real. Pero antes debo pedirte que dejes aquí la espada que llevas a tu costado, porque las espadas son a menudo afiladas... y no deseo que mis invitados sufran daño por su propia mano.
Así, la espada de Fulbra le fue arrebatada por uno de los guardianes del palacio, y también una pequeña daga, adornada de rubíes en la empuñadura, que también llevaba. Después, varios de los guardias, empujándole con sus armas, le condujeron fuera del salón, por muchos corredores y descendiendo muchas escaleras, a la roca sólida bajo el palacio. Y no supo si habían cogido a sus tres esclavos ni qué disposición era tomada con respecto a la tripulación de la galera capturada. Pronto pasó de la luz del día a los cavernosos salones iluminados por llamas de color sulfúreo que salían de fanales de cobre y, todo a su alrededor, oyó el sonido de desmayados gemidos y de fuertes aullidos maniacos que chocaban y morían contra puertas de adamanto.
En uno de aquellos salones, Fulbra y sus guardianes encontraron una muchacha, más hermosa y de aspecto menos hosco que las otras; Fulbra pensó que ésta sonreía compasivamente cuando él pasaba y le pareció que murmuraba débilmente en el lenguaje de Yoros:
—Ten coraje, rey Fulbra, porque hay quien te ayudara.
Aparentemente, las palabras no fueron oídas o entendidas por los guardias, que sólo conocían el duro y sibilante lenguaje de Uccastrog.
Después de bajar por muchas escaleras, llegaron a una poderosa puerta de bronce, que fue abierta por uno de los guardianes. Fulbra fue obligado a entrar y la puerta se cerró con estruendo detrás de él. La cámara a la que había ido arrojado estaba rodeada por tres de sus lados por la oscura roca de la isla y en el cuarto por un vidrio pesado e irrompible. Detrás del cristal vio las brillantes aguas submarinas de un azul verdoso iluminadas por fanales que pendían de la cámara y en el agua había grandes peces-demonio, cuyos tentáculos se enroscaban a lo largo de la pared y gigantescos pitones con fabulosos anillos dorados que se perdían en la oscuridad y los flotantes cadáveres de hombres que le contemplaban con ojos de los que habían sido arrancados los párpados. En una esquina del calabozo, cerca de la pared de vidrio, había un lecho, y comida y bebida habían sido dispuestas para Fulbra en recipientes de madera.
El rey se tendió, cansado y desesperado, sin probar la comida. Después, con los ojos fuertemente cerrados mientras los muertos y los monstruos marinos le miraban a la luz de los faroles, intentó olvidar sus penas y el doloroso destino que le amenazaba. Y entre el terror y la pena que le asfixiaban, le pareció ver el atractivo rostro de la muchacha que le sonrió compasivamente y que, la única de toda la gente que había visto en Uccastrog, le dirigiera palabras amables. El rostro volvía una vez y otra, con un suave acoso, una gentil hechicería; por primera vez en mucho tiempo, Fulbra sintió el vago agitarse de su enterrada juventud y un confuso y oscuro deseo de vivir. Así pues, después de un rato se durmió y el rostro de la muchacha siguió apareciéndosele en sus sueños.
Los fanales continuaban ardiendo por encima de él con llamas que no habían disminuido cuando despertó, y el mar, al otro lado de la pared de cristal, estaba poblado por los mismos monstruos que antes, o por otros parecidos. Pero entre los cadáveres que flotaban, vio ahora los cuerpos despellejados de sus propios esclavos, que después de haber sido torturados por los isleños habían sido arrojados a la caverna submarina que lindaba con su mazmorra para que pudiese verlos al despertar.
Ante aquella visión se sintió enfermo con un nuevo horror, pero mientras miraba los rostros muertos, la puerta de bronce se abrió con un chirrido lúgubre y entraron los guardias. Viendo que no había consumido la comida y el agua dispuestas para él, le forzaron a comer y beber un poco amenazándole con sus anchas y curvadas hojas, hasta que él consintió en hacerlo. Después le sacaron de la mazmorra y le llevaron ante el rey Ildrac, en el gran salón de torturas.
Por la dorada luz que penetraba por las ventanas del palacio y por las alargadas sombras de las columnas y las máquinas de tormento, Fulbra comprendió que la aurora estaba comenzando. El salón estaba abarrotado de torturadores y sus mujeres; muchos parecían mirar, mientras que otros, de ambos sexos, estaban ocupados por amenazadores preparativos. Fulbra vio que un alta estatua de bronce, con rostro cruel y demoniaco, como algún implacable dios del otro mundo, estaba ahora de pie al lado derecho de Ildrac, que se sentaba en solitario sobre su silla de bronce.
Fulbra fue lanzado hacia delante por sus guardias e Ildrac le saludó brevemente, con una sonrisa irónica que precedió a las palabras y permaneció después. Cuando Ildrac hubo hablado, la imagen de bronce también comenzó a hablar, dirigiéndose a Fulbra con el lenguaje de Yoros en tonos estridentes y metálicos, diciéndole, con todo detalle y minuciosidad, las diversas torturas infernales a que iba a ser sometido durante aquel día.
Cuando la estatua hubo terminado de hablar, Fulbra oyó un suave susurro en su oído y vio a su lado a la bella muchacha a quien se había encontrado previamente en los corredores más profundos. La muchacha, aparentemente no oída por los torturadores, le dijo:
—Ten coraje y soporta bravamente todo lo que te hagan, porque yo te libertaré antes de mañana, si eso es posible.
Fulbra fue reconfortado por la afirmación de la muchacha y le pareció que era más bella que antes; pensó que sus ojos le miraban con ternura y los deseos gemelos de amor y vida fueron extrañamente resucitados en su corazón para fortificarle contra las torturas de Ildrac.
No estaría bien mencionar detalladamente lo que le hicieron al rey Fulbra para dar un malvado placer al rey Ildrac y su pueblo. Pues los habitantes de Uccastrog habían designado tormentos innumerables, curiosos y sutiles para exacerbar y atormentar los cinco sentidos, pudiendo atormentar hasta al propio cerebro, empujándolo a extremos más terribles que la locura, y apoderarse de los tesoros más preciosos de la memoria, dejando en su lugar una locura indescriptible.
Sin embargo, aquel día no torturaron a Fulbra todo lo que podían hacerlo. Pero desgarraron sus oídos con sonidos cacofónicos, con siniestras flautas que helaban la sangre y la hacían cuajarse dentro de su corazón, con profundos tambores que parecían resonar dolorosamente en todos sus tejidos y con finos tambores que rompían sus huesos. Después le obligaron a respirar los humeantes vapores de unos braseros donde ardían juntamente la bilis seca de los dragones, la grasa de caníbales muertos, y una madera fétida. Después, cuando el fuego se hubo consumido, lo avivaron con aceite de murciélagos-vampiros y Fulbra se desmayó, incapaz de soportar el hedor durante más tiempo.
Más tarde le despojaron de sus regias vestiduras y ciñeron a su cuerpo un cinturón de seda que había sido sumergido hacía poco en un ácido corrosivo únicamente para la piel humana, y el ácido le corría lentamente, agujereando su piel con infinitos y feroces pinchazos.
Después de retirar el cinturón para que no le causase la muerte, los torturadores trajeron a varias criaturas que tenían forma de serpientes, pero que estaban recubiertas de la cabeza a la cola con espinas negras, parecidas a las de los ciempiés. Estas criaturas se enroscaron fuertemente alrededor de los brazos y piernas de Fulbra y, aunque impulsado por el asco, luchó salvajemente contra ellas, no pudo soltárselas con las manos, y los cabellos que cubrían sus tensos anillos comenzaron a perforar sus extremidades como un millón de diminutas agujas, hasta que chilló a causa del dolor. Cuando le faltó el aliento y no podía gritar más, las peludas serpientes fueron persuadidas para que abandonaran su presa por una lánguida melodía de flauta cuyo secreto conocían los isleños. Se soltaron de él y se alejaron, pero la señal de sus anillos estaba estampada en rojo sobre sus extremidades, y alrededor de su cuerpo se veía la marca en carne viva del cinturón de ácido.
El rey Ildrac y su pueblo le contemplaban con terrible glotonería, porque con estas cosas se divertían e intentaban apaciguar un implacable y oscuro deseo. Pero al ver que Fulbra no podía soportar más, y deseando hacer su voluntad con él durante muchos días en el futuro, le devolvieron a su calabozo.
Enfermo por el horror de lo que recordaba, febril a causa del dolor, no anhelaba la clemencia de la muerte, sino que esperaba la llegada de la muchacha que habría de libertarle, como le prometiera. Las largas horas pasaban con un tedio medio delirante y los fanales, cuyas llamas habían cambiado al carmesí, parecían llenar sus ojos con sangre en movimiento; los muertos y los monstruos marinos parecían nadar en sangre detrás de la pared de cristal. Entonces, por fin, oyó abrirse la puerta, suavemente y no con el fuerte estruendo que había anunciado
la entrada de sus guardias.
Volviéndose, vio a la muchacha que se acercaba rápidamente de puntillas a su cama, el dedo levantado en señal de silencio. Con suaves susurros, le dijo que su plan había fallado, pero que seguramente a la noche siguiente sería capaz de drogar a los guardianes y obtener las llaves de las puertas exteriores y Fulbra podría escapar del palacio y llegar a una cueva escondida donde un bote lleno de agua y provisiones estaba listo para su uso. Le suplicó que soportase durante otro día los tormentos de Ildrac, y a esto, por fuerza, tuvo que consentir. Pensó que la muchacha le amaba, porque ella acarició con ternura su enfebrecida frente y frotó sus miembros, torturados por la quemadura, con un aceite suavizante. Pensó que sus ojos eran dulces, con una compasión que era algo más que piedad. Así pues, Fulbra creyó en la muchacha y confió en ella armándose de valor para el horror del día siguiente. Su nombre era Ilyaa y su madre era una mujer de Yoros que se había casado con uno de los isleños, escogiendo esta repugnante unión como alternativa a los cuchillos de Ildrac.
La muchacha se marchó muy pronto, invocando el gran peligro de ser descubierta, y cerró la puerta con suavidad. Después de un rato, el rey se durmió, y entre las delirantes abominaciones de sus sueños, Ilyaa volvió y le sostuvo contra los terrores de extraños infiernos.
Al amanecer llegaron los guardias con sus armas engarfiadas y le condujeron ante Ildrac. Otra vez, la satánica estatua de bronce, con estridente voz, anunció las terribles pruebas a que iba a ser sometido. En esta ocasión vio que otros cautivos, incluyendo la tripulación y mercaderes de la galera, esperaban también las maléficas atenciones de los torturadores en el amplio salón.
Una vez más, entre el remolino de los que le miraban, la muchacha se acercó a él, sin que los guardias le dijeran nada, y murmuró palabras de consuelo, de forma que Fulbra cobró ánimos contra las enormidades que la imagen oracular de bronce le había anunciado. E indudablemente, un corazón bravo y esperanzado era necesario para soportar las torturas de aquel día...
Entre otras cosas, menos adecuadas de mencionar, los torturadores pusieron ante Fulbra un espejo dotado de una extraña magia donde su propio rostro se reflejaba como visto después de la muerte. Mientras los contemplaba, los rígidos rasgos se marcaron con el veteado verde-azulado de la descomposición y la reseca carne se desprendió de los huesos y dejó al descubierto el trabajo visible de los gusanos. Oyendo mientras tanto los dolorosos gemidos y agonizantes gritos de sus compañeros de cautividad por todo el salón, vio otros rostros, muertos, hinchados, sin párpados y despellejados que parecían acercarse por detrás y apiñarse alrededor de su propio rostro en el espejo. Su aspecto era húmedo y goteante, como el cabello de los cadáveres recobrados del mar, y las algas marinas se mezclaban con sus rizos. Entonces, volviéndose al sentir un contacto frío y pegajoso, vio que estos rostros no eran ilusión, sino el verdadero reflejo de unos cadáveres rescatados de las profundidades marinas por arte de magia y que habían entrado en el salón de Ildrac caminando como hombres vivientes y estaban mirando por encima de su hombro.
Sus propios esclavos, a quienes los habitantes del mar habían roído hasta los huesos, estaban entre ellos. Se le aproximaron con ojos brillantes que sólo veían la nada de la muerte. Y bajo el control mágico de Ildrac, sus cadáveres, malsanamente animados, comenzaron a asaltar a Fulbra, arañando su rostro y sus vestiduras con dedos medio podridos. Fulbra, débil a causa del asco, luchó contra sus esclavos muertos que no conocían la voz de su amo y eran tan sordos como las ruedas y las parrillas de tormento utilizadas por Ildrac... Al rato, los cadáveres ahogados y chorreantes se marcharon y Fulbra fue desnudado y sujeto sobre el suelo del palacio con anillas de hierro que le ligaban fuertemente a las losas por las rodillas, muñecas, codos y tobillos.
Después, los torturadores trajeron el cuerpo desenterrado y medio comido de una mujer donde bullían una miríada de larvas sobre los huesos y piltrafas de oscura podredumbre y colocaron este cuerpo sobre la mano derecha de Fulbra. Trajeron también la carroña de una cabra negra que estaba comenzando a pudrirse y la depositaron a su lado sobre su mano izquierda. Entonces, los gusanos hambrientos reptaron de derecha a izquierda sobre Fulbra, formando una oleada larga y ondulante...
Después de la consumación de este suplicio, vinieron muchos más, igualmente ingeniosos y atroces, bien pensados para la diversión del rey Ildrac y su pueblo. Fulbra soportó valientemente las torturas, sostenido por el recuerdo de Ilyaa.
Sin embargo, en la noche que siguió a aquel día esperó en su calabozo en vano que viniera la muchacha. Los fanales ardían con un color carmesí más sangriento y nuevos cadáveres habían sido añadidos a los despellejados y flotantes muertos de la caverna submarina; extrañas serpientes de cuerpo doble surgieron de las
aguas más profundas con un incesante movimiento y sus cabezas armadas de cuernos parecían chocar sin medida contra la pared de cristal. Sin embargo la muchacha, Ilyaa, no vino a liberarle como había prometido, y la noche pasó. Pero aunque la desesperación volvió a adquirir su antiguo dominio sobre el corazón de Fulbra, y el terror venía con sus garras afiladas en veneno fresco, se negó a desconfiar de Ilyaa, diciéndose a sí mismo que habría sido retrasada o molestada por algún infortunio imprevisto.
Al amanecer del tercer día fue llevado de nuevo a presencia de Ildrac. La imagen de bronce que le anunciaba las torturas del día le dijo que iba a ser atado sobre una rueda de adamanto y que, yaciendo sobre la rueda, iba a beber un vino drogado que le despojaría para siempre de sus recuerdos reales y que conduciría su alma desnuda por un largo peregrinaje a través de infiernos monstruosos y nefandos antes de volver al salón de Ildrac y al destrozado cuerpo de la rueda.
Entonces ciertas mujeres de la isla, riendo incesantemente, se adelantaron y ataron al rey Fulbra a la rueda de adamanto con correas de intestino de dragón. Después de haber hecho esto, Ilyaa, sonriendo con el desvergonzado regocijo de la crueldad, apareció ante Fulbra y se colocó a su lado, sosteniendo una copa dorada que contenía el vino drogado. Se burló de él por su locura y credulidad al creer en sus promesas, y las otras mujeres y los torturadores masculinos, incluido Ildrac desde su sillón de bronce, se rieron fuertemente con siniestras risotadas y alabaron a Ilyaa por la perfidia que había practicado con él.
Así el corazón de Fulbra enfermó con una desesperación más profunda que ninguna que hubiera conocido nunca. El breve y tierno amor que había nacido entre la pena y la agonía pereció, dejando sólo cenizas mojadas en hiel. Sin embargo, mirando a Ilyaa con ojos tristes no profirió ni una palabra de reproche. No tenía deseos de vivir y, anhelando una muerte rápida, se acordó de Vemdeez y de lo que éste le había dicho que sucedería si se quitaba del dedo el anillo mágico. Los torturadores lo habían considerado una bagatela sin importancia y todavía lo llevaba puesto. Pero sus manos estaban fuertemente atadas a la rueda y no podía quitárselo.
Así pues, con una amarga astucia y sabiendo muy bien que los isleños no se lo quitarían si se lo ofrecía, fingió una locura repentina y chilló fuertemente:
—Robad, si queréis, mis recuerdos con vuestro maldito vino..., enviadme por cien mil infiernos y traedme de vuelta a Uccastrog, pero no cojáis el anillo que llevo en el dedo corazón, porque para mí es más precioso que muchos reinos o que los pálidos pechos del amor.
Al oír esto, el rey Ildrac se levantó de su asiento de bronce y, ordenando a Ilyaa que retrasase la administración del vino, se acercó con curiosidad a inspeccionar el anillo de Vemdeez, que relucía oscuramente, con una gema sin brillo, sobre el dedo de Fulbra. Durante todo este tiempo Fulbra gritó con frenesí, como si temiese que cogiera el anillo.
Así Ildrac, pensando que fastidiaría al prisionero y acrecentaría su sufrimiento un poco más, hizo justamente lo que Fulbra deseaba. El anillo se desprendió fácilmente del arrugado dedo, e Ildrac, deseoso de burlarse de su real cautivo, lo colocó sobre su propio dedo corazón.
Entonces, mientras Ildrac contemplaba a su cautivo con una sonrisa todavía más malvada grabada sobre la pálida y dorada máscara de su rostro, aquello tan temido y por tan largo tiempo deseado cayó sobre el rey Fulbra de Yoros. La Muerte Plateada que había dormido durante mucho tiempo en su cuerpo, bajo el mágico control del anillo de Vemdeez, se manifestó mientras todavía pendía de la rueda de adamanto. Sus miembros se pusieron rígidos con un rigor distinto al de la muerte; su rostro brilló con la llegada de la muerte, y murió.
Después el helado e instantáneo contagio de la Muerte Plateada se comunicó a Ilyaa y a muchos de los torturadores que se acercaron maravillados a la rueda. Cayeron en el mismo lugar donde estaban y la plaga quedó en forma de brillante luz sobre los rostros y cuerpos de los hombres y resplandeció sobre los desnudos cuerpos de las mujeres. Y pasó por el inmenso salón, liberando allí mismo de sus varios tormentos a los restantes cautivos del rey Ildrac, y los torturadores hallaron alivio para el horrible anhelo que sólo podían calmar con los sufrimientos de sus semejantes. Y por todo el palacio y toda la isla de Uccastrog, la Muerte sopló velozmente, visible para aquellos a los que atacaba, pero por lo demás invisible e impalpable.
Pero Ildrac, que llevaba el anillo de Vemdeez, era inmune. Y sin adivinar la razón de su inmunidad, contempló consternado la calamidad que caía sobre sus seguidores y observó estupefacto la liberación de sus víctimas. Después, temiendo alguna magia enemiga, salió corriendo del salón, y de pie, sobre una terraza del palacio que daba al mar, retiró el anillo de Vemdeez de su dedo y lo arrojó a las espumosas olas pensando, en su terror, que quizá fuese éste la fuente o el origen de aquella desconocida y hostil magia.
Por tanto, lldrac, a su vez y cuando todos los demás ya habían caído, fue golpeado por la Muerte Plateada, cuya paz descendió sobre él en el lugar donde quedó con sus ropajes de púrpura abrillantada por la sangre y sus rasgos brillando pálidos en el brillante sol. El olvido se enseñoreó de la isla de Uccastrog y los torturadores se reunieron con los torturados.
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