LA MAGIA DE ULUA
Sabmón, el anacoreta, era famoso no menos por su piedad que por su sabiduría profética y su conocimiento del oscuro arte de la magia. Durante dos generaciones había vivido solo en una curiosa casa al borde del desierto
septentrional de Tasuun: una casa cuyo suelo y paredes estaban construidos con grandes huesos más pequeños de perros salvajes, hombres y hienas. Estas reliquias óseas, escogidas por su blancura y simetría, estaban unidas estrechamente por correas bien curtidas y encajaban unas en otras maravillosamente, sin dejar ni un espacio por donde pudiese penetrar la arena transportada por el viento. Esta casa era el orgullo de Sabmón, que la barría diariamente con una escoba de cabello de momia, hasta que brillaba tan inmaculada como el marfil bruñido, tanto por dentro como por fuera.
A pesar de la lejanía y encierro y de las dificultades inherentes a un viaje hasta su residencia, Sabmón era muy consultado por la gente de Tasuun y hasta peregrinos de las costas más alejadas de Zothique le buscaban. Sin embargo, aunque no era arisco ni poco hospitalario, ignoraba muchas veces las preguntas de sus visitantes, quienes, por lo general, deseaban simplemente adivinar el futuro, o pedir consejo referente a la forma más ventajosa de conducir sus asuntos. Con la edad se volvió más y más taciturno, y durante sus últimos años habló poco con los hombres. Se decía, y quizá fuese cierto, que prefería hablar con las palmeras que murmuraban sobre su pozo o con las viajeras estrellas que pasaban sobre su cabaña.
Durante el noventa y tres verano de Sabmón, le visitó el joven Amalzaín, su sobrino nieto, el hijo de una sobrina a la que Sabmón había amado profundamente en los tiempos anteriores a su retiro a una soledad gimnosófica. Amalzaín, que había pasado sus veintiún años en el hogar de sus padres, se dirigía a Miraab, la capital de Tasuun, donde serviría como copero al rey Famorgh. Este puesto, obtenido para él por influyentes amigos de su padre, era muy codiciado por la juventud del país, y le conduciría a altas jerarquías, si era lo bastante
afortunado como para ganarse el favor del rey. Cumpliendo los deseos de su madre, había venido a visitar a Sabmón y a pedir elconsejo del sabio respecto a varios problemas de conducta mundana.
A Sabmón, cuyos ojos no habían sido enturbiados por la edad, la astronomía y su mucho inclinarse sobre volúmenes de signos arcaicos, le agradó Amalzaín, y encontró que el muchacho poseía algo de la belleza de su madre. Debido a esto, le regaló generosamente su acumulada sabiduría, y después de pronunciar muchas máximas profundas y oportunas, dijo a Amalzaín:
—Verdaderamente, está bien que hayas venido a verme, porque, inocente de los vicios del mundo, te encaminas a una ciudad de extraños pecados y extrañas brujerías y hechicerías. El mal abunda en Miraab. Sus mujeres son magas y prostitutas y su belleza es una pestilencia donde los jóvenes, los fuertes, los valientes se enredan y son devorados.
Después, antes de que Amalzaín partiese, Sabmón le dio un pequeño amuleto de plata, grabado curiosamente con el delicado esqueleto de una muchacha. Y Sabmón dijo:
—Te aconsejo que lleves este amuleto en todo momento, de aquí en adelante. Contiene una pizca de cenizas de la pira de Yos Ebni, sabio y archimago, que en tiempos antiguos conquistó supremacía sobre los hombres y los demonios desafiando toda tentación mortal y dominando la insubordinación de la carne. Estas cenizas contienen un poder que te protegerá de males semejantes a los que fueron vencidos por Yos Ebni. Y sin embargo, hay en Miraab males y encantos de los que el amuleto no puede defenderte. En tal caso, debes regresar aquí. Yo te vigilaré cuidadosamente y sabré todo lo que te sucede en Miraab, porque hace largo tiempo que me he convertido en poseedor de ciertas extrañas facultades de la vista y el oído cuyo ejercicio no es molestado o limitado por la distancia.
Amalzaín, siendo ignorante de los asuntos que Sabmón le insinuaba, se quedó algo sorprendido ante la perorata. Pero recibió agradecidamente el amuleto. Después, despidiéndose reverencialmente de Sabmón, reanudó su viaje a Miraab, preguntándose cuál sería su fortuna en aquella ciudad pecadora y objeto de muchas leyendas.
Famorgh, que estaba viejo y atontado a causa de sus orgías, era el gobernante de un país envejecido y semidesértico y su corte era un lugar de lujos exóticos, de refinamiento y corrupciones sofisticadas. El joven Amalzaín, acostumbrado únicamente a las costumbres sencillas, a las rudas virtudes y vicios de la gente que habita en el campo, quedó asombrado al principio por la sibarítica vida que le rodeaba. Pero una cierta fuerza de carácter innata en él, fortalecida por los preceptos morales de sus padres y las enseñanzas de su tío abuelo Sabmón, le preservaron de todos los errores o lapsos graves. Así vino a suceder que, sirviendo como copero en fiestas y bacanales, permanecía abstemio, derramando noche tras noche los enloquecedores vinos mezclados con cannabis y el embotador aguardiente con la infusión de opio en la copa de Famorgh incrustada de rubíes. Con corazón y cuerpo limpios, contempló las infames pantomimas con las que los cortesanos, rivalizando unos con otros en desvergüenza, intentaban aliviar el aburrimiento del rey. Sintiendo únicamente maravilla o disgusto, observó la ágiles y lascivas contorsiones de los danzarines negros de Dooza Thom al norte, o las muchachas de cuerpos de azafrán de las islas del sur. Sus padres, que creíanimplícitamente en la sobrehumana bondad de los monarcas, no le habían preparado para este espectáculo de vicio regio, pero la reverencia que habían inculcado tan concienzudamente en Amalzaín le llevó a considerar todo aquello como la peculiar, aunque misteriosa, prerrogativa de los reyes de Tasuun.
Durante el primer mes en Miraab, Amalzaín oyó muchas cosas sobre la princesa Ulúa, la única hija de Famorgh, y la reina Lunalia, pero puesto que las mujeres de la familia real pocas veces asistían a los banquetes o aparecían en público, no la vio. Sin embargo, el gigantesco y sombrío palacio estaba repleto de rumores que hablaban de sus amoríos. Se decía que Ulúa había heredado las hechicerías de su madre, Lunalia, cuya oscura y lujuriosa belleza, cantada tan a menudo por embrujados poetas, se había convertido ahora en una horrorosa decrepitud. Los amantes de Ulúa eran innumerables, y a menudoconseguía su pasión o se aseguraba su fidelidad por encantos distintos a los de su persona. Aunque era poco más alta que un niño, estaba exquisitamente formada y dotada con el encanto de un demonio hembra, tal como los que acosan los sueños de losjóvenes. Era temida por muchos y su odio considerado peligroso. Famorgh, no menos ciego ante sus pecados y hechicerías de lo que lo había sido ante los de Lunalia, la mimaba constantemente y no le negaba nada.
Las obligaciones de Amalzaín le dejaban mucho tiempo libre, porque Famorgh dormía generalmente el doble sueño de la edad y la intoxicación después de sus orgía nocturnas. Parte de este tiempo lo dedicaba al estudio del álgebra y a la lectura de viejos poemas y romances. Una mañana, mientras se ocupaba de ciertos cálculos algebraicos, se le acercó una gigantesca negra que le había sido señalada como una de las camareras de Ulúa. Perentoriamente, le dijo que le siguiese a los aposentos de Ulúa. Confuso y asombrado por esta singular interrupción de sus estudios, fue incapaz de replicar durante un momento. En seguida, viendo su vacilación, la enorme negra lo levantó en sus desnudos brazos y lo sacó con gran facilidad de su habitación, llevándolo así por los salones del palacio. Enfadado y lleno de desconfianza, fue depositado en una cámara adornada con desvergonzados dibujos, donde, entre el humear de vapores afrodisiacos, la princesa le contemplaba con lujuriosa seriedad, desde un lecho de color escarlata brillante como el fuego. Era tan pequeña como una mujer del pueblo de los gnomos y tan voluptuosa como una lamia enroscada. El incienso flotaba a su alrededor formando sinuosas veladuras.
—Hay otras cosas además de servir vino a un monarca tonto o estudiar libros comidos por los gusanos—dijo Ulúa, con una voz que recordaba el fluir de la miel caliente—. Señor copero, tu juventud debiera tener mejor empleo.
—No pido otro empleo que mis obligaciones y mis estudios —contestó Amalzaín airadamente—. Pero dime, oh princesa, ¿qué es lo que quieres? ¿Por qué tu sirvienta me ha traído aquí de una manera tan poco apropiada?
—Para un joven tan erudito e inteligente, la pregunta debiera ser innecesaria —contestó Ulúa sonriendo oblicuamente—. ¿No ves que soy bella y deseable? ¿O es posible que tus percepciones sean más vagas de lo que me imaginé?
—No dudo de tu belleza —dijo el muchacho—, pero asuntos semejantes apenas importan a un humilde copero.
Los vapores que subían espesos de unos incensarios de oro delante del lecho se separaron con un movimiento semejante al de unas cortinas que se abren, y Amalzaín bajó la vista ante la encantadora, que se estremecía con una risa suave que hizo que las joyas que cubrían su pecho parpadearan como ojos dotados de
vida.
—Se diría que esos polvorientos volúmenes te han cegado en verdad —le dijo ella—. Necesitas esa eufrasia que purga la vista. Ahora vete, pero vuelve pronto... por tu propia voluntad.
Durante muchos días después, Amalzaín, cumpliendo sus obligaciones como de costumbre, fue consciente de una extraña persecución. Parecía ahora como si Ulúa estuviese en todas partes. Apareciendo en los banquetes, como por algún nuevo capricho, exhibía su malvada belleza ante los ojos del joven copero, y a menudo, durante el día, la encontraba en los jardines y corredores de palacio. Como si conspirasen tácitamente para mantenerla en sus pensamientos, todos los hombres hablaban de ella, y parecía que hasta los pesados tapices musitaban su nombre al agitarse con las corrientes perdidas que deambulaban por los lúgubres e interminables salones.
Sin embargo, esto no era todo; su imagen, no deseada, comenzó a turbar sus sueños por las noches, y al despertar escuchaba la tibia y dulce voluptuosidad de su voz y sentía la caricia de unos dedos ligeros y sutiles en la oscuridad. Contemplando la pálida luna que se ponía tras las ventanas, sobre los negros cipreses, veía cómo su rostro muerto y corroído adquiría los rasgos vivientes de Ulúa. La esbelta y delicada forma de la joven bruja parecía moverse entre las reinas y diosas fabulosas que adornaban las opulentas colgaduras con sus amores. Como traída por una hechicería, su rostro se inclinaba sobre el suyo en los espejos y venía y se desvanecía, semejante a un fantasma, con murmullos seductores y gestos provocativos, cuando se inclinaba sobre sus libros.
Pero aunque molesto por aquellas apariciones en las que apenas podía distinguir lo real de lo ilusorio, Amalzaín continuaba indiferente hacia Ulúa, protegido seguramente de sus encantos por el amuleto que contenía las cenizas de Yos Ebni, santo, sabio y archimago. Sospechaba que las pociones amorosas a las que ella debía su mala fama le estaban siendo administradas, a causa de ciertos sabores extraños que detectó más de una vez en su comida y bebida, pero aparte de una ligera y pasajera náusea, no experimentó ningún otro efecto dañino e ignoraba por completo los conjuros pronunciados en secreto contra él y los encantamientos tres veces mortales destinados a dañar su corazón y sus sentidos.
Pero —aunque él no lo sabía— su indiferencia era un asunto muy comentado en la corte. Los hombres se maravillaban sobremanera de tal resistencia, pues todos aquellos a los que la princesa había escogido hasta aquel momento, fuesen capitanes, coperos o altos dignatarios, o fuesen soldados y escuderos vulgares, habían cedido fácilmente a sus brujerías. Así sucedió que Ulúa se sintió rabiosa porque todo el mundo sabía que su belleza estaba siendo despreciada por Amalzaín y que su magia era impotente para hechizarlo. A partir de entonces, dejó de aparecer en los banquetes de Famorgh y Amalzaín no la vio más por los jardines y los salones, ni sus sueños y sus horas de vigilia fueron frecuentados ya por la imagen de Ulúa llevada por los conjuros. Así, en su inocencia, se regocijó como alguien que se ha encontrado ante un grave peligro y ha salido indemne de la prueba.
Entonces, más adelante, en una noche sin luna y mientras dormía tranquilamente en las horas anteriores a la aurora, se le acercó en sueños una figura cubierta de la cabeza a los pies con las vestimentas de la tumba. Alta como una cariátide, terrible y amenazadora, se inclinó sobre él en un silencio más maligno que ninguna maldición; las vendas se abrieron por el pecho y gusanos de la carroña, escarabajos de los muertos y escorpiones junto con restos de carne podrida cayeron sobre Amalzaín. Entonces, al despertar de la pesadilla, mareado y ahogándose, respiró un hedor a carroña y sintió contra él la presión de un cuerpo pesado y rígido. Asustado, se levantó y encendió la lámpara, pero el lecho estaba vacío. Sin embargo, todavía podía percibirse el olor de la podredumbre, y Amalzaín podría jurar que el cadáver de una mujer que llevaba dos semanas muerta y hervía de gusanos había yacido próximo a su costado en la oscuridad.
A partir de entonces, y durante muchas noches, sus sueños fueron interrumpidos por pesadillas semejantes a éstas. Apenas podía dormir por el horror de lo que iba y venía, invisible pero palpable, en su cámara. Siempre se despertaba de aquellas pesadillas encontrándose rodeado por los rígidos brazos de súcubos muertos hacía tiempo, o sintiendo a su lado los temblores amorosos de esqueletos descarnados. La sosa y el betún de los pechos de las momias le ahogaban, el peso inmóvil de cadáveres gigantescos le aplastaba y recibía besos nauseabundos de labios que rezumaban pingajos corrompidos.
Y esto no era todo, porque durante el día se le acercaban otras abominaciones, visibles y percibidas por todos sus sentidos y más terribles todavía que los muertos. Cosas que tenían el aspecto de restos de la lepra reptaban ante él, a pleno mediodía, por los salones de Famorgh, y surgían de las sombras, mirando de soslayo con rostros que ya no lo eran, intentando acariciarlo con sus dedos medio comidos. Mientras iba de un lado a otro, se le colgaban de los tobillos lascivas figuras con pechos cubiertos de pelo como los de los murciélagos y lamias de cuerpo de serpiente se movían y pirueteaban ante sus ojos como las danzarinas delante del rey.
Ya no podía leer sus libros ni resolver sus problemas de álgebra en paz, porque las letras cambiaban vertiginosamente ante su escrutinio y se retorcían formando versos de un significado siniestro, y los signos y cifras que escribía se convertían en demonios no mayores que hormigas grandes que se agitaban locamente sobre el papel como si estuviesen en el campo, realizando aquellos ritos que solamente son aceptables para Alila, reina de la perdición y diosa de todas las iniquidades.
Azarado y perseguido de esta forma, el joven Amalzaín estaba cerca de la locura; sin embargo, no se atrevía a quejarse o a hablar a alguien de lo que le sucedía, porque sabía que aquellos horrores, fuesen inmateriales o sustanciales, era él únicamente quienlos percibía. Durante todo un mes yació de noche en su cámara con cosas muertas y durante el día en todas sus idas y venidas fue perseguido por aborrecibles espectros. No dudaba de que todos le eran enviados por Ulúa, airada por haber él rechazado su amor, y recordó que Sabmón había insinuado oscuramente que había ciertos conjuros de los cuales las cenizas de Yos Ebni, preservadas en el amuleto de plata, quizá no pudiesen defenderle. Sabiendo que tales conjuros habían caído sobre él, se acordó del consejo final del viejo archimago. Por tanto, sabiendo que no había otra ayuda para él que la magia de Sabmón, se
presentó ante el rey Famorgh y le pidió permiso para ausentarse de la corte durante corto tiempo. Y Famorgh, a quien agradaba mucho su copero, y que además había comenzado a advertir su delgadez y palidez, le concedió lo que pedía de buena gana.
Montado sobre un palafrén escogido por su velocidad y resistencia, Amalzaín salió de Miraab una bochornosa mañana de otoño, cabalgando hacia el norte. Una extraña pesadez había calmado el aire y grandes nubes color de cobre se amontonaban. Sobre las desiertas colinas, como si fuesen los palacios, gigantescos y provistos de muchas cúpulas, de los genios. El sol parecía nadar en bronce fundido. Ningún buitre volaba sobre los silenciosos cielos y los mismos chacales se habían retirado a sus guaridas, como temiendo algún desconocido cataclismo. Pero Amalzaín, que cabalgaba velozmente hacia la morada de Sabmón, era perseguido todavía por larvas leprosas que surgían ante él, ensayando posturas lascivas sobre las dunas arenosas. y escuchaba los gemidos de deseos de los súcubos bajo los cascos de su caballo.
La noche, sin aire y sin estrellas, cayó sobre él cuando llegaba a un pozo entre palmeras moribundas. Yació allí sin dormir, rodeado aún por la maldición de Ulúa. porque le parecía que los secos y polvorientos cadáveres de las tumbas del desierto se reclinaban rígidos a su costado y que unos dedos huesudos le arrastraban hacia las insondables simas de arena de donde habían surgido.Cansado y poseído de los demonios, llegó a la cabaña de Sabmón al mediodía del día siguiente. El sabio le saludó cariñosamente, sin mostrar sorpresa alguna, y escuchó su historia con el aire de alguien que escucha esa historia por segunda vez.
—Todas estas cosas, y más, las sabía desde el principio—dijo a Amalzaín—. Podía haberte salvado antes de los enviados de Ulúa, pero era mi deseo que vinieses a mí en este momento, abandonando la corte del borracho Famorgh y la malvada ciudad de Miraab, cuyas iniquidades han alcanzado su fin. Aunque los astrólogos no lo hayan leído, ha sido decretado en los cielos el inminente final de Miraab y no quería que tú compartieses su destino. Es necesario —continuó— que los conjuros de Ulúa sean rotos este mismo día y le sean devueltos, puesto que de otra forma te perseguirían siempre, permaneciendo contigo como una plaga visible y tangible cuando la misma bruja haya vuelto a su negro señor del séptimo infierno, Thasaidón.
Entonces, y ante la maravilla de Amalzaín, el anciano mago sacó de su armario de marfil un espejo elíptico de un metal oscuro y pulido y lo colocó ante él. El espejo estaba sostenido por las cubiertas manos de una imagen velada; mirando en su interior, Amalzaín no vio reflejados ni su propio rostro ni el de Sabmón, ni ninguna parte de la habitación. Sabmón le ordenó observar atentamente el espejo y después se retiró a un pequeño oratorio que estaba separado de la cámara por largos rollos de pergamino de cuero de camello pintados de forma muy extraña,
que hacían las veces de cortina.
Mirando en el espejo, Amalzaín se dio cuenta de que varios de los enviados de Ulúa iban y venían por detrás suya intentando ganar su atención con gestos obscenos como los que emplean las prostitutas. Pero, resueltamente, fijó sus ojos sobre el vacío y opaco metal y pronto oyó la voz de Sabmón cantando sin pausa las poderosas palabras de una antigua fórmula exorcista; de las cortinas del oratorio se escapó la intolerable acrimonia de las especias quemadas, del tipo de las que se emplean para alejar a los demonios.
Entonces Amalzaín percibió, sin levantar los ojos del espejo, que los enviados de Ulúa se habían desvanecido como vapores empujados por el viento del desierto. Pero en el espejo se delimitó vagamente una escena y le pareció contemplar las torres de mármol de la ciudad de Miraab bajo imponentes moles de amenazadoras nubes. Después la escena cambió y vio el salón del palacio donde Famorgh cabeceaba, senil y borracho, entre sus ministros y sicofantes, vestido de púrpura manchada de vino. Otra vez el espejo cambió y contempló una habitación con tapices de desvergonzadas escenas, donde, sobre un lecho de carmesí brillante como el fuego, la princesa Ulúa estaba sentada con sus últimos amantes entre el humear de los incensarios de oro.
Maravillándose al contemplar el espejo, Almazaín presenció algo extraño: los vapores de los incensarios, que se elevaban espesa y voluminosamente, iban tomando de minuto en minuto la forma de aquellas mismas apariciones que le habían atormentado durante tanto tiempo. Surgieron y se multiplicaron hasta que la cámara estuvo llena con la descendencia del infierno y el vómito de la carroña hendida. Entre Ulúa y el amante que se sentaba a su derecha, que era un capitán de la guardia real, se enroscó una lamia monstruosa, rodeándolos a los dos con sus serpenteantes volúmenes y aplastándolos con su pecho humano; cerca de su izquierda apareció un cadáver medio comido por los gusanos, riendo con dientes sin labios de los que se desprendían larvas que cayeron sobre Ulúa y el otro amante, que era un caballerizo real. Y expendiéndose como los vapores del caldero de alguna bruja, aquellos otros horrores se lanzaron sobre el lecho de Ulúa con baboseos y manoseos obscenos. Como la señal de una marca infernal, el horror apareció en las facciones del capitán, y el caballerizo ante esto y un terror que recordaba una pálida llama encendida en simas sin sol, apareció en los ojos de Ulúa, y sus pechos temblaron
bajo sus atavíos. Entonces, en un segundo, la habitación en el espejo comenzó a balancearse violentamente y los incensarios se volcaron sobre las palpitantes losas; las lascivas colgaduras se sacudieron y se hincharon como las velas de una nave en la tormenta. En el suelo aparecieron grandes grietas, y bajo el lecho de Ulúa se formó rápidamente una sima que después se ensanchó de pared a pared. La habitación se hundió y la princesa y sus dos amantes, con todos sus horrorosos enviados a su alrededor, fueron tumultuosamente arrojados al abismo.
Después el espejo se oscureció y Amalzaín contempló por un instante las pálidas torres de Miraab tambaleándose y cayendo, recortadas contra unos cielos negros como el adamanto. El propio espejo temblaba y la velada imagen de metal que lo sostenía comenzó a inclinarse; estuvo a punto de caer, y la casa de Sabmón tembló con el paso del terremoto, pero al estar sólidamente construida, se mantuvo firme, mientras las mansiones y palacios de Miraab quedaban en ruinas.
Cuando la tierra hubo dejado de temblar, Sabmón salió de su oratorio.
—No es necesario moralizar sobre lo que ha sucedido —dijo—. Has aprendido la verdadera naturaleza del deseo carnal y has visto asimismo la historia de la corrupción mundana. Ahora, puesto que eres sabio, pronto te volverás hacia aquellas cosas que son incorruptibles y están más allá del mundo.
A partir de entonces, y hasta la muerte de Sabmón, Amalzaín vivió con él y se convirtió en su único discípulo de la ciencia de las estrellas y de las ocultas artes del encantamiento y la magia.
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