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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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domingo, 6 de julio de 2008

3º volumen 1ª Par.LAS GUERRAS DEMONIACAS -- EL ESPIRITU DEL DACTILO -- SALVATORE, R.,A.,

3º volumen 1ª Par.LAS GUERRAS DEMONIACAS -- EL ESPIRITU DEL DACTILO -- SALVATORE, R.,A.,
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Primera Parte
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Tierras Agrestes
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Tengo miedo, tío Mather, no por mí sino por toda la buena gente de todo el mundo. Pony y yo cabalgamos desde Barbacan hacia el sur con el corazón partido, pero con esperanza. Avelyn, Tuntun y Bradwarden sacrificaron sus vidas, pero al destruir al Dáctilo, habíamos eliminado, creía yo, las tinieblas del mundo.
Estaba equivocado.
Creía que a medida que avanzábamos hacia el sur a lomos de Sinfonía nos íbamos acercando a tierras más acogedoras; y así se lo dije a Pony, que albergaba dudas mayores que las mías. ¡Son incontables los trasgos que hemos visto! Miles, tío Mather, decenas de miles, y acompañados por veintenas de gigantes fomorianos y cientos de crueles powris. Alcanzar la zona próxima a Dundalis nos llevó a Pony y a mí dos semanas y una docena de peleas, y allí sólo encontramos a otros enemigos bien atrincherados que utilizaban las ruinas de los tres pueblos como campamentos base para preparar sus maldades. Belster O'Comely y el grupo de incursión que habíamos organizado antes de partir para Barbacan se han ido —ojalá lo hayan hecho hacia el sur, tal como quedamos. Pero las tinieblas que se extienden por todo el país son tan inmensas que me temo que no quede ningún lugar seguro.
Tengo miedo, tío Mather, pero prometo solemnemente ante ti que, por adversas que sean las circunstancias, jamás perderé la esperanza. Es algo que ni el demonio Dáctilo ni los trasgos ni toda la maldad del mundo pueden arrebatarme. La esperanza imprime fuerza al brazo que empuña la espada, para que Tempestad pueda tajar con eficacia. La esperanza me permite seguir fabricando flechas a medida que se clavan una tras otra en los corazones de los trasgos —una retahíla de monstruos que parece no disminuir en absoluto pese a mis esfuerzos.
La esperanza, tío Mather, es el secreto. Creo que es algo que les falta a mis enemigos. Son demasiado egoístas para afrontar un sacrificio con la esperanza de que de él deriven tiempos mejores para sus descendientes. Y sin tal previsión y optimismo se desmoralizan con facilidad y son derrotados en las batallas.
La esperanza, lo he aprendido, es condición necesaria para el altruismo.
Seguiré esperando y seguiré peleando, y en todas las batallas recordaré que mi actitud no es una locura. Día a día Pony gana experiencia con las piedras, y los poderes mágicos que invoca son increíbles. Asimismo, nuestros enemigos, pese a su número, ya no luchan en modo alguno coordinados. El poder que los unía, el demonio Dáctilo, ha sido eliminado, y he comprobado que los trasgos se pelean entre ellos.
El día está oscuro, tío Mather, pero quizá ya se divisa un claro entre las nubes.
Elbryan Wyndon
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1
Otro día
Elbryan Wyndon cogió su silla de madera y su preciado espejo y se dirigió hacia la boca de la pequeña cueva. Parpadeó al apartar la manta, sorprendido al comprobar que había transcurrido mucho tiempo desde el amanecer. Salir trepando por el agujero no parecía tarea fácil para un hombre de la corpulencia de Elbryan, de más de metro noventa de estatura y cuerpo musculoso; pero, gracias a la agilidad adquirida durante los años de adiestramiento con los pequeños elfos de Caer'alfar, hacerlo no supuso demasiada dificultad.
Encontró a su compañera Jilseponie, Pony, despierta y trajinando para recoger los sacos de dormir y los utensilios. No lejos de allí, Sinfonía, el imponente caballo, relinchó y pateó con fuerza al ver a Elbryan. El aspecto del semental habría hecho vacilar a la mayoría de los hombres; Sinfonía era alto, pero en absoluto desgarbado, pues su pecho era potente y musculoso; tenía el pelo tan negro y suave, sobre las ondas de los músculos, que brillaba con la luz más débil, y la mirada revelaba una profunda inteligencia. Sobre sus inteligentes ojos, una mancha blanca en forma de rombo le adornaba la cabeza; pero aparte de esto y de insignificantes manchas blancas en las patas delanteras, lo único que rompía el negro perfecto de su pelo era una gema, una turquesa, el enlace entre Sinfonía y Elbryan, incrustada mágicamente en el centro del pecho del caballo.
Sin embargo, a pesar de su espléndido aspecto, el guardabosque no le prestó apenas atención, pues, tal y como sucedía a menudo, su mirada estaba clavada en Pony. La chica era unos meses más joven que Elbryan; había sido su amiga de la infancia y, ya adulta, se había convertido en su mujer. El pelo de Pony, espeso y dorado, le llegaba justo debajo de los hombros, y, por vez primera en varios años, era más largo que las melenas de color castaño claro de Elbryan. El día estaba bastante encapotado y el cielo gris, aunque esto apenas menguaba el resplandor de los enormes ojos azules de Pony. El guardabosque sabía que ella era su fuerza, el punto de luz en un mundo oscuro. Su energía parecía no tener límites, ni tampoco su capacidad para sonreír. Ningún peligro la arredraba como tampoco la amedrentaba ninguna visión; seguía adelante metódicamente, con determinación.
—¿Y si tratáramos de localizar el campamento al norte de Fin del Mundo? —preguntó la chica, y la pregunta quebró el ensimismamiento de Elbryan.
El hombre consideró la propuesta. Habían averiguado que había campamentos satélites en la región, generalmente grupos de trasgos aprovisionados por los enclaves establecidos en lo que en otro tiempo fueron los tres pueblos de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo. Debido a que cada pueblo distaba del siguiente un día de camino, Dundalis al oeste de Prado de Mala Hierba, y Prado de Mala Hierba al oeste de Fin del Mundo, esos pequeños campamentos avanzados serían claves para reconquistar la región si alguna vez un ejército de Honce el Oso se dirigía a los límites de Tierras Agrestes. Si Elbryan y Pony podían expulsar a los monstruos de los tupidos bosques, la comunicación entre los tres pueblos sería difícil.
—Parece un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar —respondió el guardabosque.
—¿Empezar? —preguntó Pony con incredulidad, ante lo cual Elbryan se limitó a encogerse de hombros. Por supuesto, ambos estaban fatigados de tantas batallas; no obstante, ambos sabían que tendrían que entablar muchas, muchísimas más.
—¿Hablaste con el tío Mather? —preguntó Pony, señalando el espejo con la cabeza. Elbryan le había explicado el Oráculo, aquella misteriosa ceremonia élfica mediante la cual se podía conversar con los muertos.
—He hablado con él —contestó el guardabosque; sus ojos verde oliva centellearon y un estremecimiento recorrió su espina dorsal, como solía sucederle cuando pensaba en el espíritu del gran hombre que le había precedido.
—¿Te ha respondido alguna vez?
Elbryan soltó un bufido, tratando de imaginar cómo podría explicarle mejor qué era el Oráculo.
—Yo me contesto a mí mismo —empezó diciendo—. Creo que el tío Mather guía mis pensamientos, pero de hecho él no me da las respuestas.
Con una inclinación de cabeza Pony le dio a entender que había comprendido perfectamente lo que el joven estaba tratando de decirle. Elbryan no había conocido al tío Mather en vida; su familia lo perdió a una edad muy temprana, antes de que Olwan Wyndon —hermano de Mather y padre de Elbryan— llevara a su mujer y a sus hijos a las agrestes Tierras Boscosas. Pero Mather, como luego Elbryan, había sido acogido y adiestrado por los Touel'alfar, los elfos, para llegar a ser guardabosque. En el Oráculo, Elbryan conjuraba la imagen que tenía de él, la imagen del perfecto guardabosque, y cuando le hablaba se esforzaba en superar sus más altos ideales.
—Si te enseñara el Oráculo, quizá podrías hablar con Avelyn —dijo el guardabosque, y no era la primera vez que se lo sugería. Desde hacía varios días el joven le había estado insinuando que podía tratar de establecer contacto con su amigo fallecido; concretamente, desde que él mismo trató, sin éxito, de comunicarse con el espíritu de Avelyn en el Oráculo dos días después de que ambos iniciaran el regreso hacia el sur desde la devastada Barbacan.
—No me hace falta —respondió Pony con suavidad volviendo la cabeza, y por vez primera Elbryan se dio cuenta de lo despeinada que estaba.
—No crees en el ritual —empezó a decir el hombre, con más intención de aconsejarla que de acusarla.
—Oh, sí creo —fue su rápida y aguda réplica, pero perdió ímpetu con la misma celeridad, como si temiera el giro que la conversación pudiera tomar.
»Yo... yo puedo tener experiencias muy parecidas —añadió la chica.
Elbryan, con serenidad, la miró fijamente para darle tiempo a preparar su respuesta.
—¿Has aprendido el Oráculo? —le preguntó el joven para ayudarla, al cabo de unos minutos.
—No —contestó ella, dándose la vuelta para mirarlo—. No de la misma manera que tú. Yo no lo busco. Más bien me busca a mí.
—¿Quién te busca?
—Avelyn —afirmó Pony con convicción—. Está conmigo, lo siento; de alguna manera, es parte de mí, me guía y me da fuerzas.
—Así siento yo a mi padre —razonó Elbryan—. Y tú al tuyo. Estoy seguro de que Olwan está velando por... —Su voz se desvaneció al mirarla, pues vio que Pony asentía con la cabeza antes de que él acabara de hablar.
—Es aún más potente —explicó la chica—. La primera vez que Avelyn me enseñó a utilizar las piedras, estaba gravemente herido. Nuestros espíritus se unieron mediante la hematites, la piedra del alma. El resultado fue tan instructivo para los dos que Avelyn repitió esa unión durante semanas, mientras me mostraba los secretos de las gemas. En un solo mes mi conocimiento y destreza con las piedras progresaron mucho más de lo que podría aprender un monje en Saint Mere Abelle en cinco años de adiestramiento.
—¿Y tú crees que él sigue conectado a ti de esa forma espiritual? —preguntó Elbryan, y no había el menor rastro de escepticismo en su pregunta. El joven guardabosque había visto demasiada magia, tanto blanca como negra, para dudar de tal posibilidad... o de cualquier posibilidad.
—Así es —replicó Pony—. Y cada mañana al despertar me encuentro con que sé algo más sobre las piedras. Quizá sueño con ellas, y durante esos sueños veo nuevos usos de una piedra concreta, o nuevas formas de combinarlas.
—Entonces no se trata de Avelyn, sino de Pony —razonó el guardabosque.
—Es Avelyn —replicó la chica con firmeza—. Está conmigo, en mí; es parte de lo que yo he llegado a ser.
La mujer se calló, y Elbryan no respondió. Ambos permanecieron en silencio mientras asimilaban aquella revelación, algo de lo que ni siquiera Pony se había dado cuenta hasta aquel preciso momento. Entonces, una amplia sonrisa iluminó la cara de Elbryan, y Pony le imitó paulatinamente, confortados ambos por el hecho de que su amigo, el Fraile Loco, el monje huido de Saint Mere Abelle, pudiera seguir estando con ellos.
—Si tu introspección es correcta, nuestra misión será más fácil —razonó Elbryan. Siguió sonriendo y le guiñó el ojo; luego se dio la vuelta y se dispuso a llenar las alforjas de Sinfonía.
Pony no contestó y se limitó a ir metódicamente de un lado a otro para acabar de levantar el campamento. Nunca permanecían en el mismo lugar más de una noche, y a menudo no más de media si Elbryan juzgaba que había bandas de trasgos en la zona. El guardabosque acabó antes su tarea y, después de echar una mirada a la mujer, a la que ella respondió con una inclinación de cabeza, tomó el cinto con la espada y se alejó.
Pony se apresuró a acabar su tarea y luego, en silencio, se dispuso a seguirlo. Sabía que el hombre se dirigía hacia un claro por el que habían pasado justo antes de montar el campamento, y también sabía que le prestarían suficiente protección los espesos arbustos de arándanos del extremo nordeste. Tras seguirle los pasos sin hacer ruido, tal como Elbryan le había enseñado, se instaló allí.
El guardabosque ya estaba enfrascado de lleno en su danza. Se había despojado de todas sus ropas, salvo de un brazal verde que llevaba en el bíceps izquierdo, y blandía su pesada espada Tempestad, una ofrenda de los Touel'alfar a su tío, Mather Wyndon. Con grácil agilidad, Elbryan realizaba los movimientos precisos: los músculos ondeaban en perfecta armonía, las piernas giraban, el cuerpo se desplazaba pero siempre en equilibrio.
Pony lo observaba hipnotizada por la pura belleza de la danza, a la que los elfos llamaban bi'nelle dasada, y por la perfección de las formas de su amado. Como le ocurría siempre que miraba a escondidas la danza de Elbryan —mejor dicho, no la de Elbryan, pues en aquella actitud de lucha los elfos lo llamaban el Pájaro de la Noche, y no Elbryan Wyndon—, Pony tenía remordimientos, se sentía como esas personas que obtienen gratificación sexual espiando actos u órganos sexuales. Pero en la joven no había nada sexual o salaz, sólo admiración por el arte y la belleza de la interacción entre los poderosos músculos de su amado. Ante todo, quería aprender la danza, urdir con la espada elegantes círculos, sentir cómo los pies desnudos se acoplaban con la hierba mojada que pisaban hasta percibir cada brizna y cada relieve del suelo.
Pony no era un guerrero cualquiera ni mucho menos, pues había servido de forma destacada en los Guardianes de la Costa. Había luchado con muchos trasgos y powris, e incluso con gigantes, y pocos podían pelear mejor que ella. Pero cuando miraba a Elbryan, al Pájaro de la Noche, se sentía una simple aficionada.
Aquella danza, la bi'nelle dasada, era la perfección de la destreza física, y su amante era la perfección de la bi'nelle dasada. El guardabosque prosiguió las elegantes secuencias de cuchilladas, maniobras ondulantes, giros de pies, pasos laterales, pasos hacia adelante y hacia atrás, bajando a veces el cuerpo a ras de suelo para alzarlo después. Aquel día estaba practicando un estilo de lucha tradicional, unos ejercicios de acuchillamiento para espadas pesadas y afiladas.
Pero, de repente, el guardabosque cambió de postura y juntó los talones de modo que los pies quedaron en posición perpendicular. Avanzó apoyando primero la punta y luego el talón, y se agachó en perfecto equilibrio doblando las rodillas sobre las puntas de los pies; flexionó el brazo más avanzado con el codo hacia abajo e hizo lo mismo con el otro, con la salvedad de que el brazo más elevado le quedaba a la altura del hombro y la mano le colgaba suelta más arriba. Avanzó y luego se retiró con movimientos cortos, medidos pero increíblemente rápidos y equilibrados; de repente, inmediatamente después de esa retirada, estiró el brazo más avanzado de forma que pareció que el miembro tirara de él. El guardabosque realizó el ejercicio en un abrir y cerrar de ojos, y aquella mañana, como le ocurría siempre que lo contemplaba, Pony quedó maravillada. Con la misma celeridad, el Pájaro de la Noche se lanzó hacia adelante, cubriendo con la punta de Tempestad más de medio metro de terreno y bajó el brazo más atrasado de modo que la espada y los brazos del hombre dibujaron una larga y equilibrada línea.
Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Pony al imaginarse un enemigo atravesado por aquella hoja mortal, mirando con ojos desorbitados y sin poder dar crédito a un ataque tan raudo.
Y entonces el guardabosque se replegó de nuevo veloz y equilibradamente, sin dejar ningún resquicio en su defensa mientras lo hacía, y reanudó su danza ondulante.
Con un suspiro de admiración y de frustración a la vez, Pony se marchó para acabar de levantar el campamento. Elbryan regresó poco después; tenía los brazos desnudos bañados en sudor, pero parecía lleno de fuerza y preparado para afrontar las dificultades de otro día de camino.
Al poco rato emprendieron la marcha, montados a horcajadas sobre el imponente semental; Sinfonía llevaba a ambos sin mayor esfuerzo. Elbryan los condujo hacia el norte, lejos de la línea de los tres pueblos, y luego hacia el oeste, en dirección a Fin del Mundo; antes del mediodía encontraron un pequeño campamento de trasgos. Una rápida exploración de la zona les proporcionó la información necesaria, y luego se internaron en el bosque a fin de liberar a Sinfonía de su carga y de preparar el asalto.
A primera hora de la tarde, el guardabosque exploró con cautela el bosque llevando en la mano Ala de Halcón, el arco que los elfos habían construido para él. No tardó en dar con un grupo de tres trasgos centinelas, y, como solía suceder, las descuidadas criaturas no estaban precisamente en guardia. Se habían agrupado junto a un grueso olmo: uno de ellos estaba apoyado en el árbol, otro deambulaba delante de él refunfuñando algo y el tercero se hallaba sentado al pie del olmo con la espalda apoyada en el tronco, aparentemente dormido. El guardabosque se sorprendió un tanto al ver que uno de los centinelas llevaba un arco. Los trasgos acostumbraban a pelear con palos, espadas o lanzas, y la visión de un arco le hizo pensar que también podría haber powris por los alrededores.
Dio una sigilosa vuelta por la zona para asegurarse de que no había más enemigos y después buscó el mejor ángulo para lanzar su ataque. Levantó Ala de Halcón, así llamado por las tres plumas situadas en su extremo superior, las cuales, cuando él tiraba hacia atrás la cuerda del arco, se separaban como los emplumados «dedos» de la punta del ala extendida de un halcón. Aquellas plumas ahora estaban ampliamente separadas, mientras Elbryan preparaba el tiro.
Ala de Halcón zumbó; inmediatamente después el guardabosque preparó y disparó una segunda flecha. Ahora era el Pájaro de la Noche, el guerrero adiestrado por los elfos, y la simple mención de su nombre hacía estremecer incluso a los tenaces powris.
La primera flecha se clavó en el trasgo apoyado en el árbol. La segunda alcanzó al compañero que paseaba, sin darle tiempo a proferir un grito de sorpresa.
—¿Duh? —preguntó el tercero, despertando de su sueño cuando el Pájaro de la Noche lo empujó. El trasgo miró hacia arriba al tiempo que veía cómo Tempestad bajaba: la temible espada le partió el corazón por la mitad.
El guardabosque recuperó las flechas, y luego cogió otro par del carcaj del trasgo. No estaban bien construidas, no eran perfectamente rectas; pero bastarían de sobras para su propósito.
Al partir, dio una vuelta completa al perímetro del campamento. Encontró otros dos guardias y los despachó con igual eficacia. Después, regresó junto a Pony y Sinfonía, con una idea más detallada de la disposición del terreno y con un plan de ataque ya establecido. El campamento de trasgos propiamente dicho estaba estratégicamente situado en un risco poco elevado rodeado de peñascos. Aparentemente, sólo había dos vías de acceso: una al sudeste por un sendero entre paredes de piedra que llegaban hasta el hombro, un camino muy abrupto que bordeaba un abismo vertical de diez metros; la segunda permitía subir por la pendiente más suave situada al oeste del altozano por una amplia pista desprovista de hierba.
El Pájaro de la Noche se colocó en un bosquecillo situado al oeste, desde donde podía disponer de un buen ángulo de tiro, mientras Pony trataba de pasar por la parte superior del precipicio.
El guardabosque se desplazó a una posición más elevada, trepando desde el lomo de Sinfonía hasta una de las ramas bajas de un roble. Aunque aún se encontraba por debajo del nivel del campamento de los trasgos, ante su vista quedaba más de la mitad del mismo. Suponía que Pony lo esperaría, y por tanto procedió a elegir con calma su primera diana, tratando de adivinar la jerarquía de la patrulla. El guardabosque sabía que no había dos grupos de trasgos iguales, ya que aquellas pequeñajas criaturas amarillo-verdosas eran absolutamente egoístas e incapaces de dedicarse a causas más importantes que la satisfacción de sus deseos más inmediatos. El demonio Dáctilo había cambiado eso —precisamente la repentina coordinación de los monstruos era el factor que había provocado que las tinieblas fueran absolutas—, pero el Dáctilo había sido eliminado y las horribles criaturas habían vuelto rápidamente a su primitiva naturaleza caótica.
El campamento lo evidenciaba sin lugar a dudas. Aquel lugar era un tumulto de empujones y codazos, de gritos y quejidos.
—¡Nos vamos al sur para asesinar! —oyó el Pájaro de la Noche que gritaba una criatura.
—¡Nosotros vamos en la dirección que yo digo que vamos! —replicó otro de aspecto especialmente traicionero y canalla, de brazos largos y delgados, y piernas arqueadas, de pequeña estatura incluso para un trasgo, lo cual significaba que apenas medía metro veinte, y con una nariz y una barbilla tan estrechas que parecían astiles de flechas emergiendo de su repugnante cara.
El guardabosque vio que el trasgo más corpulento apretaba los puños con rabia ante el pequeñajo canallesco; vio que un grupo de tres trasgos que estaban más cerca —todos provistos de arcos, cosa que le desagradó— echaban mano a sus carcajes. La tensión se prolongó en silencio durante bastantes segundos, al límite de la explosión, y entonces apareció una figura gigantesca, de más de cuatro metros y medio de estatura y de más de novecientos kilos de músculos y huesos.
El fomoriano se sacudió la somnolencia y caminó con parsimonia para unirse a la discusión. La bestia gigantesca no abrió boca y se limitó a situarse justo detrás del trasgo de aspecto traicionero. ¡Había que ver de qué modo aquella criatura hinchaba su escuálido pecho con semejante guardaespaldas tan cerca!
—Al sur —repitió el otro trasgo de nuevo, pero de manera calmosa y nada amenazadora—. Gentes para matar al sur.
—Nos dijeron que teníamos que quedarnos aquí para vigilar —insistió el trasgo traicionero.
—¿Para vigilar qué? —se quejó el otro—. ¿Osos o cerdos?
—Para cerdos nosotros —terció otro, desde un lado, dibujando una risa disimulada e indiferente, que se borró rápidamente cuando el trasgo traicionero lanzó una mirada implacable al guasón.
Todo iba a las mil maravillas para el Pájaro de Noche hasta la aparición del gigante fomoriano. Un primer impulso le instó a lanzar una flecha a la cara de la inmensa criatura, pero empezó a vislumbrar otro plan más perspicaz al observar la evolución general del grupo.
La discusión continuó, con no pocas y ruidosas amenazas a cargo del trasgo traicionero, cada vez más envalentonado por tener al gigante tras él. La repugnante criatura acabó por prometer una muerte cruel a quien desafiara sus órdenes; luego se dio la vuelta y se marchó.
El Pájaro de la Noche, utilizando una de las flechas que había quitado a los trasgos, se la clavó en la espalda aprovechando un ángulo que le permitió disparar el proyectil entre los dos arqueros del límite del campamento. El trasgo se desplomó, retorciéndose y chillando, mientras trataba de estirar el brazo para agarrar la flecha que le había herido; el grupo empezó a darse empujones y codazos, y a lanzar acusaciones y gritos de asesinato.
Los tres arqueros eran los más desconcertados y se increpaban a gritos, al tiempo que contaban el número de flechas que contenían los carcajes de sus compañeros. Uno de ellos pedía a gritos que se comprobara el astil de la flecha clavada en la espalda del líder, arguyendo que las suyas estaban marcadas de forma específica.
Sin embargo, el enfurecido fomoriano no tuvo paciencia para realizar investigación alguna. Implacable, se abalanzó sobre el arquero protestón, le golpeó en la cara y lo lanzó patas arriba ladera abajo. Luego agarró al segundo arquero y, mientras el tercero escapaba, levantó a la desgraciada criatura y la estrujó hasta quitarle la vida. El resto del campamento se precipitó sobre el tercero, pues interpretaron su huida como una señal de culpabilidad. La sed de venganza les hacía hervir la sangre: siguieron aporreándolo y pateándolo mucho después de que la pobre criatura hubiera cesado de retorcerse.
El guardabosque, al contemplar aquel brutal espectáculo, vio confirmada su convicción de que no había redención posible para la naturaleza de aquellas horribles bestias. La matanza cesó, pero los empujones, los codazos y las acusaciones no disminuyeron. No obstante, Elbryan ya había visto bastante. Tal vez quedaban unos doce trasgos en el campamento, sin contar al líder, que no estaría en condiciones de pelear en bastante tiempo, y, por supuesto, un fomoriano. Trece contra tres, contando a Sinfonía.
Al guardabosque le gustaban los retos.
Saltó desde el árbol a lomos de Sinfonía, que lo estaba esperando. El imponente semental pegó un bufido y salió corriendo, abandonando el bosquecillo por detrás. La última cosa que el Pájaro de la Noche pretendía era que los trasgos cargaran pendiente abajo, pues allí podrían dispersarse. Se dirigió hacia el oeste, luego al sur y después volvió hacia el este hasta llegar a divisar a Pony, estratégicamente situada al final del sendero largo y estrecho. Se saludaron con un movimiento de la mano, y el guardabosque buscó una nueva posición ventajosa. Ahora le tocaba esperar a él.
El campamento de los trasgos seguía agitado; las acusaciones volaban. Las criaturas parecían perfectamente ajenas a la idea de que alguien desde el exterior hubiera podido disparar contra su líder, hasta que Pony atacó con ímpetu.
Un trasgo apareció al final del sendero, apoyado en la pared de piedra. Se quitó el casco metálico —otra manía de aquellas toscas criaturas— y se rascó la cabeza; luego volvió a ponerse el casco sin parar de hablar con otro que quedaba fuera de la vista de Pony. La chica se concentró en el primer trasgo, en su casco, mientras sostenía en la mano una piedra negra, de bordes rugosos llamada magnetita o piedra imán. Se sumergió en la piedra y miró a través de ella sendero abajo. Todo resultaba borroso y confuso —todo salvo aquel casco, cuya imagen aparecía con la nitidez del cristal. Pony sintió que aumentaba la carga energética de la piedra con una energía que la chica le prestaba, combinada con las propiedades mágicas de la propia piedra. Sintió que la atracción hacia aquel casco metálico crecía y crecía; la piedra empezaba a tirar para soltarse de su presión.
Cuando la energía llegaba al punto culminante y parecía que la piedra iba a explotar realmente con su zumbido mágico, la chica la soltó. En un abrir y cerrar de ojos la piedra salvó la distancia, golpeó el casco y lo atravesó; tras una brusca sacudida, el trasgo cayó muerto.
¡Cómo chillaba el compañero del trasgo muerto!
Pony no se sorprendió cuando el gigante fomoriano apareció a todo correr en una curva del estrecho sendero rugiendo de rabia. La mujer volvió a preparar otra piedra, la malaquita, la piedra de la levitación; antes de que la inmensa criatura hubiese dado tres zancadas, se encontró con que sus pies ya no tocaban el suelo. No obstante, se estaba moviendo: su propio ímpetu impulsaba su cuerpo repentinamente ingrávido en línea recta.
El sendero dibujaba una ligera curva y el gigante pasó rozando la pared. Trató de descender y encontrar un asidero, pero su movimiento fue lento y sólo sirvió para tumbarlo patas arriba, mientras se retorcía y giraba tratando desesperadamente de encontrar donde agarrarse.
Pony apenas podía creer que necesitara tanto esfuerzo para mantener a la inmensa criatura en el aire y sabía que no podría resistirlo durante mucho rato. Aunque no le hizo falta. La chica se agachó cuanto pudo —el gigante giraba sobre ella cada vez más deprisa al tratar de agarrarla— y dejó que la criatura pasara por encima. Entonces, tan pronto como el gigante estuvo sobre el precipicio, abandonó su concentración, liberó la energía de la piedra mágica y dejó que el bruto cayera a plomo.
Al mirar atrás, vio un puñado de trasgos en el extremo del sendero, mirándola boquiabiertos pero sin osar acercarse a ella. Con rapidez tomó la tercera piedra, el grafito, y trató de encontrar más energía mágica en lo más profundo de su ser. Ya había producido en secuencias muy seguidas más energía mágica que en ninguna otra ocasión, por lo que temía que la siguiente emisión, la descarga de un rayo, fuera poco potente.
Pero recobró esperanzas al ver la conmoción que se expandía por el altozano situado detrás de los trasgos, y al oír los chillidos y gritos de agonía, el estruendo de la carga de Sinfonía y el chasquido del mortal arco del guardabosque.
Sin embargo, sabía que su amado no llegaría a tiempo de ayudarla. Una hilera de cinco trasgos apareció aullando y precipitándose sendero abajo. Uno de ellos disparó una flecha, que casi alcanzó a la joven.
Pony se mantuvo firme. Desechó sus temores y se concentró en el grafito, sólo en el grafito. El rayo surgió más rápidamente de lo que la joven había previsto, y se le escapó como apremiado por una absoluta urgencia cuando el trasgo más próximo estaba a una distancia de tres zancadas largas.
Pony se tambaleó como si hubiera recibido un golpe; el gasto de energía fue superior a lo que ella podía tolerar. Las rodillas le temblaron y retrocedió de modo instintivo; abrió los ojos a duras penas y luego constató, con cierto alivio, que el rayo había detenido a los trasgos. Tres de ellos habían caído al suelo y se retorcían entre espasmos, mientras los otros dos, cuyos músculos temblaban con violencia, se esforzaban tenazmente en mantener el equilibrio.
Desde el altozano, el Pájaro de la Noche lanzó la última flecha y alcanzó de lleno a un trasgo cercano en su escuálida nariz; luego hizo girar el arco en una mano y lo empuñó como un palo mientras Sinfonía pateaba a otra criatura. Una vez eliminada, Elbryan soltó el arco y desenvainó Tempestad, la espada élfica, ligera y fuerte, forjada con el valioso silverel y que crepitaba con la energía de la magia de los elfos y con la de la gema incrustada en la empuñadura. El guardabosque rectificó la dirección de Sinfonía y dejó que el imponente semental atropellara al siguiente trasgo; mientras Sinfonía pasaba por encima de él sin apenas notarlo, el Pájaro de la Noche dirigió su espada contra el próximo. Este trasgo llevaba un escudo de metal que alzó para neutralizar el ataque, pero la gema de la empuñadura de Tempestad, una piedra azul con manchas blancas y grises, fulguró de energía, y la imponente hoja atravesó el escudo, quebró las ataduras que lo ligaban al brazo del trasgo y finalmente alcanzó el rostro de la criatura.
El altozano estaba despejado; el único trasgo a la vista huía a toda prisa por la verde pendiente. El guardabosque, cuya sangre hervía, pensó perseguirlo, pero cambió de idea cuando oyó a su espalda la descarga del rayo de Pony, una reluciente crepitación en lugar de una explosión atronadora, y oyó los gruñidos de los trasgos todavía llenos de vida.
Desmontó de una voltereta hacia atrás y cayó de pie con suavidad. Sinfonía derrapó para detenerse y se dio la vuelta para mirarlo; el Pájaro de la Noche no pudo hacer menos que detenerse un instante y hacer lo propio. El pelo negro del caballo brillaba de sudor, lo cual acentuaba la potencia de sus músculos. Sinfonía clavó la mirada en su compañero y pateó el suelo con fuerza, ansioso de nuevos combates.
El guardabosque miró primero los inteligentes ojos del caballo y después la turquesa insertada en su pecho, la ofrenda de Avelyn, el vínculo telepático entre el Pájaro de la Noche y Sinfonía, que Elbryan utilizó ahora para darle órdenes.
Con un bufido de aquiescencia, Sinfonía se dio la vuelta y se alejó, y el guardabosque se apresuró a tomar el arco mientras corría velozmente hacia el angosto sendero.
Llegó hasta el borde, se deslizó sobre una rodilla, levantó Ala de Halcón y apuntó. Sólo un trasgo permanecía en el suelo; dos se disponían a atacar a Pony y otros dos aún trataban de mantener el equilibrio. La flecha voló, zumbó entre los dos que estaban más cerca y por encima de la cabeza del tercero, y se clavó en la espalda del trasgo que iba en cabeza. La criatura dio un extraño brinco, pareció volar unos palmos y cayó de bruces. El compañero que corría tras él, temió que le sucediera algo similar y se agazapó en el suelo aullando.
El segundo tiro de Elbryan alcanzó al trasgo más cercano en el pecho; luego se levantó blandiendo Tempestad. Atacó con decisión, moviendo la espada hacia adelante y hacia atrás, más para desequilibrar al trasgo que con intención de tocarle. La criatura se esforzó por mantenerse erguida ante los movimientos raudos de la hoja; su tosca espada chocó con Tempestad sólo un par de veces durante la estratagema de los diez golpes. Al poco, el trasgo volvía a tambalearse, casi tropezando con sus propios pies, mientras trataba de torcerse y darse la vuelta para evitar la rauda hoja. Tempestad se desplazó a la izquierda, luego a la derecha, una vez más a la derecha; después el Pájaro de la Noche volvió de nuevo a la izquierda pero recortando el movimiento, y entonces le embistió con su característico estilo: de repente, de forma imperceptible, había cambiado de posición y había extendido el brazo al máximo, de modo que la punta de la espada había avanzado más de medio metro desde su posición anterior y había alcanzado al trasgo en el hombro.
El brazo del trasgo se desplomó y la espada rodó, inútil, por los suelos. El guardabosque se echó a un lado y le abrió la cabeza de un tajo vertical al monstruo que quedaba mientras trataba de mantener el equilibrio. Luego volvió a atacar, ignorando el último grito de clemencia del trasgo y dirigiendo su hoja, entre las costillas, hacia los pulmones.
Luego echó una ojeada hacia el sendero y vio que Pony, que no era en absoluto una luchadora inexperta, había vuelto a la carga, con la espada en lugar de las gemas, para acabar con el trasgo que se había agazapado para protegerse. La mujer miró al Pájaro de la Noche y asintió con la cabeza; abrió bien los ojos mientras el guardabosque soltaba un grito sobrecogedor y echaba a correr hacia la muchacha.
El joven rebasó a Pony mientras ella se daba la vuelta y alzaba la espada en posición defensiva presintiendo que había algo detrás de ella. Así era en efecto, pues el gigante había vuelto trepando con tenacidad por la pared del precipicio. Apoyaba las dos manos y un hombro sobre el borde cuando el Pájaro de la Noche llegó junto a él blandiendo Tempestad. El guardabosque le acuchilló un brazo y luego el otro, una y otra vez, esquivando sin cesar los vanos esfuerzos de la enorme criatura para agarrarle. Al fin, los golpes mermaron la defensa del gigante y su presión en el reborde se debilitó; el Pájaro de la Noche dio con toda tranquilidad una zancada y le propinó a la criatura una patada en la cara.
El monstruo volvió a caer, rebotando por la inclinada pendiente de casi diez metros. Tenazmente sacudió la cabeza y se puso de rodillas para intentar trepar una vez más.
Poco después Pony se reunió con Elbryan.
—Tal vez necesites esto —observó la chica, entregándole Ala de Halcón.
Su cuarta flecha mató al gigante, mientras Pony regresaba por el sendero y se dirigía hacia el campamento para rematar a los trasgos heridos. Entretanto, Sinfonía había vuelto; las pezuñas traseras del caballo goteaban sangre fresca de los trasgos.
Los tres amigos se reunieron poco después.
—Sólo un día más —dijo Pony secamente, a lo cual el guardabosque se limitó a asentir con la cabeza.
El hombre observó que en su tono había un punto de desánimo, como si la batalla, a pesar de haberse desarrollado sin problemas, de alguna manera hubiera resultado insatisfactoria.
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2
Saint Mere Abelle

Con las sombras que provocaba la luz de la antorcha, sus arrugas parecían aún más profundas. Surcos muy marcados en un rostro viejo y gastado por el tiempo: la cara de un hombre que había visto demasiado. En opinión de maese Jojonah, Dalebert Markwart, el padre abad de Saint Mere Abelle, la persona de mayor rango en la orden abellicana, había envejecido tremendamente en los dos últimos años. El gordo Jojonah, que tampoco era un hombre joven, examinaba a Markwart con suma atención mientras ambos estaban en el muro del lado de mar de la imponente abadía, contemplando la Bahía de Todos los Santos. Intentó comparar la imagen del padre abad, sin afeitar y con los ojos profundamente hundidos en las órbitas, con el recuerdo del hombre que era tan sólo unos pocos años atrás, concretamente en el 821 del Señor, cuando todos ellos habían esperado con ansia el regreso del Corredor del Viento, el barco que había transportado a los cuatro hermanos de Saint Mere Abelle a la isla ecuatorial de Pimaninicuit, para que recogieran las piedras sagradas.
Las cosas habían cambiado mucho desde aquellos días de esperanza y de prodigios.
La misión había sido un éxito, pues se habían recogido y preparado debidamente una enorme cantidad de gemas. Y habían regresado vivos tres de los hermanos, todos menos el pobre Thagraine que fue aplastado por la lluvia de piedras, aunque el hermano Pellimar había fallecido poco tiempo después.
—Una lástima que aquella piedra caída del cielo no hubiera golpeado a Avelyn en la cabeza —había repetido a menudo el padre abad desde entonces, pues Avelyn, después de conseguir el mayor éxito de la historia de la Iglesia como Preparador de piedras sagradas, se había convertido en un hombre distinto y, según Markwart, había cometido la mayor de las herejías posibles en la orden: había cogido algunas de las gemas y se había fugado, y en su huida había matado a maese Siherton, colega de Jojonah y amigo de Markwart.
El padre abad no permaneció impasible ante el robo. Al contrario, dirigió el adiestramiento del único hermano que quedaba del grupo de cuatro, un hombre bajo pero fuerte y bruto llamado Quintall. Bajo las estrictas órdenes de Markwart, Quintall se había convertido en el Hermano Justicia y había salido en persecución de Avelyn con el encargo de devolverles a aquel hombre vivo o muerto.
Hacía sólo un mes que había llegado a la biblioteca la noticia del fracaso y de la muerte de Quintall.
Pero Markwart no tenía intención de dejar que Avelyn quedara impune. Estableció que De'Unnero, el más cualificado luchador de la abadía —y, a criterio de Jojonah el ser humano vivo más perverso—, se encargara del adiestramiento no de uno sino de dos Hermanos Justicia para reemplazar a Quintall. A Jojonah no le gustaba De'Unnero en absoluto, pues consideraba que su temperamento no era propio de un hermano de la Iglesia abellicana, y por lo tanto no se alegró cuando aquel hombre, todavía joven, fue elevado a la categoría de padre en sustitución de maese Siherton. Y también la elección de los perseguidores preocupó a Jojonah, pues sospechaba que a los dos jóvenes monjes, los hermanos Youseff y Dandelion, sólo se los había admitido en la orden con ese propósito. Seguramente ninguno de los dos estaba más cualificado que otros cuya candidatura había sido rechazada.
Pero eran capaces de pelear.
Así que incluso la selección para entrar en la orden, la mayor responsabilidad de abades y padres, se había supeditado al deseo de Markwart de limpiar su propia reputación: el padre abad quería recuperar aquellas piedras.
Lo deseaba desesperadamente, pensó maese Jojonah mientras miraba la cara ojerosa del padre abad. Dalebert Markwart era, ahora, un hombre poseído, confuso, un ser perverso. Aunque al principio había querido capturar y procesar a Avelyn, ahora simplemente quería su muerte —una muerte dolorosa, torturada, desgarradora— y que le arrancaran el corazón para poder exhibirlo en una estaca delante de la puerta principal de Saint Mere Abelle. Markwart apenas hablaba del fallecido Siherton aquellos días; su única obsesión eran las piedras, las valiosas piedras, y quería recuperarlas a toda costa.
No obstante, de momento todo aquello había sido dejado de lado, ante una necesidad aún mayor que la obsesión del padre abad, ya que la guerra había llegado finalmente a Saint Mere Abelle.
—Ahí están —observó el padre abad, mientras señalaba a través de la bahía.
Jojonah, apoyado en el muro bajo, miró de soslayo en la oscuridad, y allí, doblando un recodo del espolón norte de la costa rocosa, aparecieron las luces de un bajel, que sobresalía apenas de la superficie.
—Un bote barril powri —declaró Markwart con disgusto, mientras cada vez más luces aparecían a la vista—. ¡Un millar allá afuera!
Y así, en la seguridad de que se acercaban de forma bien visible con sus luces encendidas, Jojonah asintió en silencio. Pero aquél no era el único problema, aunque el padre no vio la necesidad de hacer ningún comentario acerca de otros posibles problemas aún mayores que se cernían sobre la abadía.
—¿Y cuántos por tierra? —preguntó el padre abad, como si hubiera leído el pensamiento de Jojonah—. ¿Veinte mil? ¿Cincuenta? ¡Toda la nación powri está ante nosotros, como si todas las Islas Desgastadas se hubieran vaciado ante nuestras verjas!
De nuevo el gordo Jojonah no encontró ninguna respuesta pertinente. De acuerdo con informes de fuentes fiables, un ejército enorme de enanos de metro veinte de estatura, los crueles powris, había desembarcado en la costa a unos dieciséis kilómetros más abajo de Saint Mere Abelle. Las brutales criaturas no habían tardado en asolar los pueblos de los alrededores, haciendo auténticas carnicerías con los humanos que no pudieron escapar. Aquellas imágenes produjeron un estremecimiento a lo largo del espinazo de Jojonah. Los powris también eran conocidos con el nombre de «gorras sangrientas» debido a su costumbre de sumergir sus boinas tratadas de modo especial —gorras fabricadas con piel humana— en la sangre de sus enemigos asesinados. Cuanta más sangre empapaba una de aquellas boinas, mayor era el brillo de su color carmesí, un signo de distinción entre aquellos enanos de cuerpos como barriles y miembros larguiruchos.
—Tenemos las piedras —propuso Jojonah.
Markwart soltó un bufido despectivo.
—Y agotaremos nuestra magia mucho antes de haber reducido de forma significativa las filas de los horribles powris y del ejército trasgo, que se dice que se está desplazando hacia el sur.
—Está el informe de la explosión en el lejano norte —recordó Jojonah con esperanza, tratando de mejorar como fuera el hosco estado de ánimo de Markwart.
El padre abad no lo negó; rumores fiables hablaban de una tremenda erupción en la tierra del norte conocida con el nombre de Barbacan; según la opinión común, era la tierra del demonio Dáctilo, el responsable de la constitución del ejército invasor. Pero mientras aquellos rumores ofrecían alguna lejana esperanza de que se había llevado la guerra hasta las puertas de la guarida del Dáctilo, de poco servían frente a las fuerzas que ahora se dirigían contra Saint Mere Abelle, algo que Markwart enfatizó con un nuevo bufido de desprecio.
—Nuestras murallas son gruesas, nuestros hermanos están bien adiestrados en las técnicas de lucha y no hay en todo Corona quien supere la dotación de nuestra catapulta —continuó Jojonah, animándose a medida que hablaba—. Y Saint Mere Abelle está mejor provista para afrontar un sitio que ninguna otra construcción de Honce el Oso —añadió, anticipándose a la siguiente observación pesimista de Markwart.
—Mejor lo estaría si no hubiese tantas bocas que alimentar —le espetó Markwart, y Jojonah hizo una mueca de dolor como si le hubieran golpeado—. ¡Ojalá los powris hubieran sido más rápidos!
Maese Jojonah suspiró y se apartó unos pasos, incapaz de tolerar el áspero pesimismo de su superior; aquella última observación, obviamente destinada a la multitud de desgraciados refugiados que recientemente habían llegado como un enjambre a Saint Mere Abelle, había rozado, a criterio de Jojonah, el mismísimo límite de la blasfemia. Después de todo, ellos eran la Iglesia, y por lo tanto se suponía que eran la salvación de la gente corriente; sin embargo, ahí estaba el padre abad, su director espiritual, lamentándose por haber dado refugio a personas que lo habían perdido casi todo. La primera respuesta del padre abad ante la avalancha de refugiados había sido agrupar todos los objetos de valor, libros, hojas de oro, incluso tinteros, y cerrarlos bajo llave.
—Ha sido Avelyn el que ha empezado todo esto —desvarió Markwart—. ¡El ladrón nos debilitó tanto el corazón como el alma, y alentó la esperanza de nuestros enemigos!
Jojonah no sintonizaba con las vociferaciones del padre abad. Todo aquello ya lo había oído antes y, por supuesto, a estas alturas por todas las abadías de Corona ya se había difundido que Avelyn Desbris era responsable del despertar del demonio Dáctilo, y en consecuencia de todas las tragedias que posteriormente habían asolado la tierra.
Maese Jojonah, que había sido el mentor de Avelyn y el superior que le ayudó a lo largo de los años que el hombre pasó en Saint Mere Abelle, no podía, en el fondo de su corazón, creer una sola palabra de todo aquello. Jojonah había estudiado en la abadía durante varias décadas, y en todo aquel tiempo nunca había conocido a ningún hombre tan singularmente piadoso como Avelyn Desbris. Si bien no había estado de acuerdo con las últimas acciones de Avelyn en la abadía —el robo de las piedras y el asesinato, si es que fue un asesinato, de Maese Siherton—, Jojonah sospechaba que en realidad había algo más de lo que la versión del padre abad daba a entender. Sobre todo, Maese Jojonah deseaba hablar largo y tendido con su antiguo alumno para descubrir sus motivaciones, para averiguar por qué había huido y por qué se había llevado las gemas.
En la oscuridad del puerto aparecieron más luces, lo cual recordó a Jojonah que tenía que concentrarse en la grave situación actual. Avelyn era una cuestión a considerar otro día; la luz de la mañana traería a Saint Mere Abelle el enloquecido frenesí de la guerra.
Los dos monjes se retiraron para tratar de reunir todas sus fuerzas.
—Duerme bien en el seno de Dios —dijo maese Jojonah a Markwart; era la apropiada y tradicional despedida nocturna.
Markwart, con aire ausente, saludó ondeando la mano por encima del hombro y se marchó, mientras refunfuñaba en voz baja algo relativo al horrible Avelyn.
Maese Jojonah reconoció ahí un problema creciente, una obsesión que no haría más que acarrear complicaciones a Saint Mere Abelle y a toda la orden. Pero poco podía hacer, se repitió a sí mismo, y se dirigió a sus habitaciones particulares. Añadió a sus plegarias nocturnas muchas frases relativas a Avelyn Desbris, palabras de esperanza y de perdón para el alma de aquel hombre; luego se acurrucó en la cama, sabiendo que no iba a dormir bien.
El padre abad Markwart también farfullaba acerca de Avelyn cuando entró en sus aposentos, cuatro habitaciones situadas en la parte central de la planta baja de la imponente abadía. El anciano, consumido por la cólera, murmuraba una y otra vez, escupía sobre el nombre de Avelyn y sobre el de los mayores traidores y herejes de la historia de la Iglesia, y de nuevo hacía votos para ver a aquel hombre bajo tortura y muerto antes de que él mismo llegara a presencia de Dios.
Su mandato en Saint Mere Abelle había sido intachable y le había cabido la suerte de presidir la orden durante el prodigio de la lluvia de piedras, de una enorme cantidad de piedras —la mayor jamás producida en Pimaninicuit—, por lo que parecía consolidarse su lugar preeminente entre los padres abades más prestigiosos de la historia. Pero el maldito Avelyn lo había alterado todo, había puesto un punto negro en su reputación: era el primer padre abad que había sufrido la absoluta indignidad de perder algunas piedras sagradas.
Con tan negros pensamientos, ninguno de ellos relativo a la flota invasora que había entrado en la Bahía de Todos los Santos, el padre abad Markwart al fin se quedó dormido.
Sus sueños fueron la expresión extrema de su cólera, con imágenes nítidas y completas de una tierra remota que él no conocía. Vio a Avelyn, grueso y gordo y ojeroso, mientras gruñía órdenes a los trasgos y a los powris. Vio cómo aquel hombre derribaba a un gigante con un impresionante rayo, no por odio contra aquella raza maligna, sino porque el monstruo no le había obedecido sin rechistar.
En el plano posterior apareció una figura angelical, un hombre alado, grande y terrible: la personificación de la ira de Dios.
Entonces Markwart comprendió.
¿Un demonio Dáctilo había sido el causante de la guerra? No, el desastre lo había producido algo mayor incluso que aquel poder tenebroso. ¡La auténtica fuerza directriz del mal era Avelyn, el herético!
El padre abad se sentó bruscamente en la cama, sudando y temblando. Sólo era un sueño, se dijo a sí mismo.
¿Pero no habría algo real enterrado entre aquellas visiones? La idea se le apareció al cansado anciano como una gran epifanía, como una llamada para despertarlo tan clara como la más sonora campana que jamás hubiera repicado. Durante años había estado proclamando que Avelyn era la raíz de todos los problemas, pero esa acusación había sido una mera técnica de autodefensa encaminada a disimular sus propios errores. En realidad, siempre había sabido aquella verdad oculta... hasta aquel momento.
Ahora Markwart se daba cuenta de que había sido Avelyn, más allá de toda duda. Sabía que aquel hombre había desarticulado todo lo sagrado, había prostituido las piedras para su perverso uso personal, y había trabajado contra la Iglesia y contra toda la humanidad.
Markwart lo sabía, no le cabía la menor duda, y en aquel profundo conocimiento podía al fin disipar toda su culpa.
El anciano se levantó, anduvo despacio hasta su escritorio y encendió una lámpara. Se dejó caer en su silla, exhausto, postrado, y con aire distraído tomó una llave del compartimento secreto de un cajón y la utilizó para abrir el cerrojo de otro compartimento secreto de otro cajón; allí guardaba su alijo particular de piedras: rubíes, grafitos, malaquitas, serpentinas, una zarpa de tigre, una piedra imán, y la más valiosa de todas: la más potente hematites, la piedra del alma, de Saint Mere Abelle. Con aquella piedra gris y pesada Markwart podía trasladar su espíritu a muchos kilómetros de distancia, incluso podía establecer contacto con asociados aunque estuvieran separados por medio continente. Había utilizado aquella piedra para ponerse en comunicación con el Hermano Justicia —lo cual no era precisamente una tarea fácil, dado que Quintall no era un experto en el uso de las piedras, y dado que su adiestramiento en una sola dirección le había dado un nivel de disciplina mental que era difícil de penetrar.
Markwart había empleado esa piedra para establecer contacto con un amigo en Amvoy, situada frente a Palmaris al otro lado del Masur Delaval, y ese amigo había descubierto la verdad de la fracasada persecución del Hermano Justicia.
¡Cuán valiosas eran aquellas piedras sagradas! Para los monjes de Saint Mere Abelle no había mayor tesoro; y el hecho de saber que había permitido que le robaran algunas era más de lo que Markwart podía soportar.
Contempló el puñado de piedras como si fueran sus hijos; después se sentó con la espalda recta y parpadeó burlonamente. En efecto, ahora las veía con mayor claridad que nunca, como si una gran verdad le hubiera sido revelada. Vio los poderes contenidos en el interior de cada piedra y supo que podía gobernarlos con un simple pensamiento, sin apenas esfuerzo. Algunas de ellas casi parecían mezclarse, y el anciano reconoció nuevas y más poderosas combinaciones para varias de aquellas gemas.
El padre abad se apoyó en el respaldo y sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría. De repente se sintió liberado de la oscura presión de Avelyn, pues ahora lo había comprendido todo sin la menor duda. Y con aquella revelación había llegado un mayor conocimiento, una comprensión más profunda. El hecho de que Avelyn, aquel supuesto hereje, hubiera llegado a ser el más poderoso y hábil de la historia de la Iglesia con las piedras era una espina clavada en el costado de Markwart. Si las piedras venían de Dios, su poder debería ser una bendición; entonces, ¿cómo podía ser cierto si Avelyn, el ladrón, era tan eficiente con ellas?
¡El demonio Dáctilo le había conferido ese poder! El demonio Dáctilo había pervertido las piedras en las manos de Avelyn, concediéndole la facultad y el poder de utilizarlas.
Markwart apretó sus piedras con fuerza y volvió a la cama, pensando que Dios había respondido al Dáctilo concediéndole a él, el padre abad, iguales —no, mayores— facultades. Esta vez no logró conciliar el sueño, demasiado absorbido por la expectación de la batalla de la mañana siguiente.
Dalebert Markwart, el padre abad, el miembro de mayor jerarquía de la Iglesia abellicana, lo entendió todo exactamente al revés, lo cual complació en grado sumo al espíritu del demonio. ¡Con qué facilidad Bestesbulzibar había establecido contacto con el anciano cobarde, con qué facilidad había pervertido las verdades asumidas por Markwart!
Más de setecientos monjes, casi todos de Saint Mere Abelle, tomaron posiciones en la muralla del lado mar antes del alba y se prepararon para hacer frente a la flota powri que se acercaba. Con dos notables excepciones, observó maese Jojonah, ya que no se veía por ninguna parte a los hermanos Youseff y Dandelion. Markwart los había dejado en lugar seguro, reservándolos para lo que él consideraba un trabajo más importante.
La mayoría de los monjes defendían los largos parapetos de la abadía; otros se dirigieron a posiciones estratégicas en habitaciones situadas por debajo del nivel de la muralla superior. Dos docenas de catapultas estaban preparadas mientras la vasta flota powri seguía su ruta hacia el acantilado rocoso. Aún más mortíferos, los monjes de mayor edad y poder, los padres y los inmaculados, monjes que habían estudiado durante diez años y más, preparaban sus respectivas piedras; entre ellos estaba el padre abad, con sus nuevas facultades y fortalecido poder.
Markwart dispuso a la mayoría de los monjes en la muralla del lado de mar del edificio, aunque tuvo que situar a más de veinte hermanos en la muralla opuesta para vigilar las posibles aproximaciones del esperado ataque por tierra. Todo Saint Mere Abelle guardaba silencio y esperaba mientras bajeles de powris en grupos de veinte bordeaban el espolón rocoso y avanzaban en línea recta hacia la imponente abadía; la mayoría semejaba un barril casi sumergido, pero otros tenían cubiertas, despejadas y planas, provistas de catapultas.
Una catapulta disparó desde una de las habitaciones situadas justo debajo de la posición del padre abad; la bola embreada voló alto y lejos, pero quedó muy corta en relación al bajel más próximo.
—¡Alto! —aulló Markwart encolerizado dirigiéndose hacia abajo—. ¿O queréis mostrarles qué distancia alcanzamos?
Maese Jojonah puso una mano en el hombro del padre abad.
—Están nerviosos —indicó Jojonah como excusa para el prematuro disparo.
—¡Son imbéciles! —le espetó el padre abad, deshaciéndose de su amable contacto—. Encuéntrame al que ha disparado esa catapulta, sustitúyelo y tráemelo aquí arriba.
Jojonah iba a protestar, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil. Si irritaba al padre abad una vez más —y vio que no había manera de hablar con él sin hacerlo—, el castigo de Markwart al joven monje sería aún más severo. Con uno de sus suspiros habituales, una expresión de desaliento que le pareció haber prodigado mucho más de la cuenta en estos últimos tiempos, el gordo monje salió en busca del artillero despistado y se llevó con él a un estudiante de segundo año para sustituirlo.
Más y más barcos powris se ofrecían a la vista, pero los más cercanos no se acercaban lo suficiente como para quedar al alcance de las catapultas o de la magia de las piedras.
—Esperan el ataque por tierra —observó el hermano Francis Dellacourt, un monje del noveno año conocido por su afilada lengua y por la severa disciplina a que sometía a los jóvenes estudiantes, atributos que lo habían convertido en uno de los favoritos de Markwart.
—¿Qué novedades tenemos de la muralla oeste? —preguntó Markwart.
Inmediatamente, Francis hizo una seña a los dos monjes para que corrieran en busca de información.
—Nos atacarán con más violencia por tierra, en primer lugar —dijo entonces Francis a Markwart.
—¿Qué razonamiento te ha llevado a esta conclusión?
—El acantilado sobre el mar tiene como mínimo treinta metros, y esto en la parte más baja —razonó Francis—. Los powris de los botes tendrán pocas posibilidades de escalar nuestras murallas, a menos que estemos seriamente ocupados por el oeste. Nos asaltarán con fuerza por tierra, y entonces, como dispondremos de pocos hombres en esta muralla, atacará la flota.
—¿Qué sabéis de la táctica de los powris? —dijo Markwart en voz alta, llevando la conversación a todos los que estaban por allí, incluyendo al recién regresado maese Jojonah y al artillero despistado. Markwart sabía lo que Francis diría, pues él, al igual que los otros monjes, había estudiado los informes de los anteriores ataques powris, pero pensó que una conversación con el eficiente Francis sería un prudente recordatorio.
—Tenemos pocos ejemplos de ataques powris duales —admitió Francis—. Habitualmente prefieren atacar por mar, con increíble velocidad y ferocidad. Pero sospecho que Saint Mere Abelle es demasiado impresionante para esto, y ellos lo saben. Debilitarán nuestras líneas atacando por el oeste, por tierra, y luego sus catapultas lanzarán sus resistentes cuerdas por encima de nuestra muralla.
—¿Hasta qué altura podrán trepar por las cuerdas, si nosotros estamos arriba para impedírselo? —preguntó en tono impertinente un monje—. Las cortaremos, o lanzaremos flechas o magias contra los powris escaladores.
Maese Jojonah se dispuso a contestar, pero Markwart prefería que fuera Francis el que hablara de ese tema; así que le ordenó callar con un ademán e indicó al monje del noveno año que diera su opinión.
—¡No los subestimemos! —manifestó éste con furia, y Jojonah notó que Markwart esbozaba su primera sonrisa en muchas semanas—. Sólo hace unos meses que los powris atacaron Pireth Tulme, una fortaleza en un acantilado no menos alto que el nuestro. Consiguen alcanzar el patio antes de que la mayoría de la guarnición haya llegado siquiera a las murallas para ofrecer resistencia. Y por lo que respecta a aquellos que estuvieron defendiendo las aparentemente bien protegidas murallas de Pireth Tulme...
Francis dejó en suspenso la frase; era de sobras conocido que no se habían encontrado supervivientes entre los miembros de la unidad de elite de los Guardianes de la Costa, y también que los que se encontraron habían sido horriblemente mutilados.
—¡No los subestimemos! —aulló de nuevo Francis, dándose la vuelta para asegurarse de que todos los monjes estaban atentos.
Maese Jojonah observó con suma atención a Francis. Aquel hombre no le gustaba en absoluto. La ambición del hermano Francis era evidentemente grande, así como su habilidad para tomar cualquier palabra que murmuraba el padre abad Markwart como directamente salida de Dios. Sin embargo, Jojonah no creía que la piedad fuera la fuerza que guiaba la devoción del hermano Francis hacia Markwart, sino más bien ambición pragmática. Ahora, al observar a aquel hombre, deleitándose al sentirse centro de la atención, no pudo menos que reforzar esa convicción.
Dos monjes regresaron de la muralla oeste, al trote, pero sin aparentes muestras de urgencia.
—Nada —dijeron—. Ni rastro de ejército alguno.
—Hace justo unos minutos llegaron varios aldeanos —añadió uno de ellos— y nos dijeron que se había avistado a una gran fuerza powri desplazándose por el oeste del pueblo de Saint Mere Abelle, en dirección oeste.
Jojonah y Markwart intercambiaron miradas de curiosidad.
—Un ardid —avisó el hermano Francis—; se van hacia el oeste, lejos de nosotros, para pillarnos desprevenidos cuando lancen un repentino ataque por tierra.
—Tu razonamiento es correcto —reconoció maese Jojonah—, pero me pregunto si no podríamos darle la vuelta a su ardid, si realmente lo es, y volverlo contra ellos.
—Explícate —pidió Markwart intrigado.
—La flota podría estar, por supuesto, esperando el ataque terrestre —dijo maese Jojonah—. Y ese asalto podría también retrasarse, por lo que nosotros podríamos bajar la guardia. Pero desde el puerto nuestros amigos powris no pueden ver la muralla oeste de Saint Mere Abelle, ni tampoco los campos situados más allá de las mismas.
—Oirán el fragor del combate —razonó otro monje.
—O lo que ellos creerán que es el fragor del combate —replicó astutamente Jojonah.
—¡No quiero perdérmelo! —gritó el hermano Francis, y se alejó corriendo antes incluso de que el padre abad hubiera dado su consentimiento.
Markwart mandó que los hombres de apoyo se retiraran de la muralla y que no se dejaran ver desde el exterior.
Momentos después empezó la conmoción, con gritos de ¡Ataque! ¡Ataque!, y silbidos de disparos de unas catapultas que lanzaban grandes piedras. Después, una tremenda explosión sacudió la tierra y una bola de fuego ascendió en el aire: la explosión mágica de un rubí.
—Auténtico —observó secamente maese Jojonah—, pero nuestro exuberante Francis debería reservar su energía mágica.
—Tiene que convencer a los powris —replicó aguda y bruscamente Markwart.
—Ahí vienen —exclamó una voz, antes de que Jojonah pudiera contestar; en efecto, con considerable tranquilidad una embarcación powri empezaba a deslizarse a través de la bahía, tal como habían supuesto. El tumulto proseguía al oeste; los gritos, los disparos de las catapultas e incluso otra bola de fuego del emocionado Francis. Los powris, espoleados por lo que veían y oían, se acercaban rápido con sus balanceantes botes barril.
Markwart dio la consigna de que los dejaran acercarse, aunque más de una catapulta disparó su carga prematuramente. Pero los barcos avanzaban veloces y no tardaron en ponerse a tiro; con la impaciente bendición del padre abad, las dos docenas de catapultas del lado de mar del monasterio iniciaron su lluvia de fuego lanzando piedras y brea. Una barcaza con una catapulta powri se incendió; un bote barril recibió un impacto en su parte redondeada y volcó por la fuerza del proyectil. Otro bote barril resultó alcanzado de lleno en la proa; la pesada piedra hundió la parte frontal de la embarcación bajo el agua, mientras la popa se elevaba hacia el cielo y los propulsores giratorios a pedales quedaban al aire, inservibles. Un número considerable de malignos enanos cayeron chillando al agua, y no tardaron en hundirse.
Pero los gritos de entusiasmo en la muralla de la abadía no se prolongaron demasiado, pues los barcos powris de cabeza no tardaron en alcanzar la posición justo debajo de donde estaba el padre abad, en la misma base de la muralla, y enseguida sus catapultas entraron en acción y lanzaron docenas de pesadas y anudadas cuerdas terminadas en una especie de ingeniosas áncoras de múltiples puntas. Estos instrumentos en forma de garfios caían en zonas escogidas como una densa granizada, provocando que los monjes se apartaran a toda prisa. Algunos fueron atrapados por un garfio y arrastrados entre chillidos contra la muralla, con el áncora clavada en un brazo o en un hombro.
Un grupo de siete inmaculados se dispusieron en círculo a la derecha de Jojonah y empezaron a cantar al unísono para concentrar su poder; seis de ellos tenían las manos enlazadas y el séptimo, en el centro, apretaba con fuerza un trozo de grafito. Un manto de electricidad azul crepitó sobre la bahía, haciendo saltar chispas de las manivelas metálicas de las catapultas powris y derribando por docenas a los enanos que estaban desprotegidos en las cubiertas de las barcazas.
Sin embargo, la explosión no duró más de una fracción de segundo, y docenas de powris reemplazaron a los caídos. Empezaron a subir por las cuerdas, colgándose de ellas y trepando mano tras mano a una velocidad tremebunda.
Los monjes los atacaron con arcos convencionales y con las gemas, provocaron descargas de rayos escupiendo fuego por las puntas de los dedos para quemar las cuerdas, mientras otros daban cuenta de las áncoras con pesados martillos o de las cuerdas con espadas. Cayeron docenas de cuerdas, y los powris agarrados a ellas se hundieron en la bahía; pero otros muchos empezaban a escalar mientras las embarcaciones se apelotonaban al pie del acantilado.
Como aún no había signo alguno de aproximación de fuerzas por tierra, todos los monjes acudieron a la muralla del lado de mar, de modo que toda la potencia de Saint Mere Abelle se concentró contra los miles de bajeles powris que pululaban por la Bahía de Todos los Santos. El aire vibraba con el zumbido de la energía mágica, con el hedor de la brea quemada, con los chillidos de los powris que se ahogaban en las heladas aguas y con los chillidos de los monjes que morían, pues tan pronto se hubo lanzado hacia arriba todas las cuerdas, las barcazas con las catapultas powris empezaron a disparar enormes cestos de bolas con pinchos y bolas de madera de algo menos de tres centímetros de diámetro con múltiples agujas metálicas, muchas de ellas con las puntas envenenadas.
A pesar de todo lo que se había contado sobre Pireth Tulme y a pesar de las advertencias de los monjes más veteranos y preparados, los defensores de Saint Mere Abelle se quedaron sin duda desconcertados por la tremenda ferocidad y osadía del asalto. Y por su habilidad, ya que los powris eran un ejército tan eficiente y disciplinado como el que más. Ni un solo monje, ni siquiera el tenaz hermano Francis, dudaba lo más mínimo de que, si las fuerzas terrestres del enemigo hubieran hecho entonces su aparición, Saint Mere Abelle, el bastión más antiguo y bien protegido de todo Honce el Oso, habría caído.
Incluso sin aquel ejército de tierra, el padre abad Markwart se daba cuenta de lo peligroso de la situación.
—¡Tú! —gritó al monje que había lanzado el primer tiro de catapulta—. ¡Ahora tienes una ocasión de redimirte!
El joven hermano, ansioso de recuperar el favor del padre abad, corrió a su lado y recibió tres piedras: una malaquita, un rubí y una serpentina.
—No utilices la malaquita hasta que estés cerca del barco —explicó el padre abad con impaciencia.
Los ojos del joven monje se abrieron desmesuradamente al comprender cuáles eran las intenciones del padre abad. Markwart quería que se arrojara por el acantilado, que cayera a plomo sobre una maraña particularmente grande de barcos powris, que activara la malaquita para levitar y la serpentina para generar el escudo protector del fuego y que en ese preciso instante lanzara una bola de fuego contra los bajeles.
—No conseguirá acercarse —empezó a protestar Jojonah, pero Markwart le lanzó una mirada tan feroz que el gordo maese se apresuró a alejarse. Markwart se equivocaba al enviar a aquel joven monje, seguía pensando para sí Jojonah, pues era más apropiado que manipulara las tres piedras un monje mayor y con más experiencia, como mínimo un inmaculado o, aún mejor, un padre. Además, aunque el joven realizara aquella difícil hazaña, la explosión no sería suficiente: provocaría unas llamaradas, quizás, y nada verdaderamente serio para los powris.
—No tenemos otra opción —dijo Markwart al joven monje—. ¡Hay que ocuparse de ese grupo de barcos; y enseguida, o perderemos nuestras murallas!
Mientras hablaba, un par de powris se encaramaron a la muralla. Los inmaculados cayeron sobre ellos como un solo hombre, derribándolos antes de que pudieran adoptar una posición defensiva, y acto seguido cortaron todas las cuerdas de la zona. Pero su acción no hizo sino reforzar claramente la idea de Markwart.
—No se darán cuenta de tu llegada; tan sólo creerán que uno de los suyos te ha lanzado al abismo —explicó—. Cuando se den cuenta de lo que ocurre, estarán ardiendo, y tú subiendo de vuelta.
El monje asintió, apretó las piedras con fuerza y brincó hasta lo alto del muro. Echó una mirada hacia atrás, pegó un salto largo y alto y cayó a plomo acantilado abajo. Markwart, Jojonah y algunos otros se apresuraron a asomarse al muro para mirar su descenso; y el padre abad maldijo en voz alta cuando la malaquita convirtió aquella caída vertiginosa en el vuelo suave de una pluma en un día de fuerte brisa, ya que el monje todavía estaba a muchos metros sobre las cubiertas.
—¡Imbécil! —rugió Markwart mientras los powris descubrían al hombre, le lanzaban lanzas y martillos y levantaban sus pequeñas ballestas. En honor del joven monje, o a causa de su profundo terror o simplemente porque no dominaba el poder y el conocimiento mágicos, hay que reconocer que no invirtió su marcha para regresar acantilado arriba sino que siguió bajando más y más.
Un cuadrillo de ballesta se le clavó en el brazo; una piedra cayó de su mano.
—¡La serpentina! —gritó Jojonah.
El joven monje tensó el brazo, tiró bruscamente de él y lo hizo girar con la obvia intención de remontar el vuelo, en un vano intento de eludir la creciente cortina de fuego.
—¡No! —le chilló Markwart.
—No dispone del escudo contra la bola de fuego —gritó Jojonah al padre abad.
El joven monje experimentó una sacudida espasmódica al ser alcanzado por el cuadrillo de una ballesta; luego le alcanzó otro, y un tercero en rápida sucesión. La energía mágica lo abandonaba junto con la fuerza vital, y su cuerpo extenuado empezó a bajar, rebotó en una barcaza powri y fue a parar a las oscuras aguas de la Bahía de Todos los Santos.
—¡Tráeme a uno de nuestros campesinos refugiados! —vociferó Markwart al hermano Francis.
—No era lo bastante fuerte —dijo Jojonah al padre abad—. No era tarea para un simple novicio. ¡Hasta un inmaculado podría fallar en el intento!
—Con mucho gusto te enviaría a ti para librarme de tu presencia —le chilló en la cara, dejándole sin palabras—; pero te necesito.
El hermano Francis regresó con un joven aldeano, un hombre de unos veinte años, de aspecto tímido.
—Sé tirar con arco —dijo el campesino, tratando de mostrar coraje—. He cazado ciervos...
—Coge esto en lugar del arco —le ordenó el padre abad, tendiéndole un rubí.
Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente al ver el aspecto y percibir la suave sensación de la piedra sagrada.
—Yo no puedo... —tartamudeó sin comprender.
—Pero yo sí —gruño Markwart tomando otra piedra, la poderosa hematites, la piedra del alma.
El hombre lo miró sin comprender, pero el hermano Francis entendió perfectamente y supo que debía aturdir al campesino, de manera que le propinó un fuerte manotazo en la cara, derribándolo al suelo.
Maese Jojonah miró hacia otro lado.
Francis se acercó al hombre, con intención de atizarle de nuevo.
—Ya está —exclamó el hombre, y Francis se contuvo y lo ayudó respetuosamente a levantarse.
—Una posesión —espetó Jojonah con disgusto. Apenas podía creer que Markwart hubiera realizado tan perversa acción, normalmente considerada el lado más oscuro de la hematites. Según todos los edictos, debía evitarse la posesión de otro cuerpo; por supuesto, era una acción que los espíritus de los monjes, liberados de sus cuerpos mediante la hematites, a menudo impedían con la preparación de otras piedras protectoras. Y al pensar en lo que acababa de ver, Jojonah apenas podía creer que la posesión, quizá la más difícil de todas las tareas relacionadas con las gemas, se hubiera llevado a cabo con tanta facilidad.
El padre abad en el cuerpo del campesino se acercó despacio al muro, se asomó y echó un vistazo para localizar la mayor aglomeración de bajeles powris; entonces, sin vacilar ni un solo momento, saltó serenamente al vacío. Esta vez sin malaquita, sin chillidos, sin miedos. El padre abad se concentró en el rubí mientras descendió los treinta metros y activó la energía de la piedra al máximo para lanzar una tremebunda y violenta bola de fuego justo en el momento antes de estrellarse contra la cubierta. Al punto su espíritu abandonó el cuerpo del campesino, voló a través de las llamas, alejándose de la carnicería, y regresó a su propia forma corporal en lo alto de la muralla.
Cerró momentáneamente sus ojos viejos y cansados, para aclimatarse a su propio cuerpo luchando por olvidar aquel instante terrorífico, cuando se había acercado a las cubiertas de los powris, cuando el propio cuerpo que había tomado prestado se había consumido en los fuegos mágicos. Todos los monjes alrededor, con la notable excepción de maese Jojonah, proferían estruendosos gritos de entusiasmo y muchos miraban por encima del muro la masa ardiente de los bajeles powris, mientras pronunciaban alabanzas de incredulidad ante la posibilidad de que alguien hubiera podido encender una bola de fuego tan tremenda.
—Era preciso —dijo Markwart secamente a Jojonah.
El padre no parpadeó.
—Sacrificar a alguien para salvar a los demás es el precepto más elevado de nuestra orden —señaló Markwart.
—Sacrificarse uno mismo —corrigió Jojonah.
—Sal de aquí y vete con las dotaciones de las catapultas —ordenó a modo de despedida un molesto Markwart.
Aunque Jojonah se daba cuenta de que sus conocimientos sobre las piedras seguían siendo necesarios en el tejado, se alegró de complacerle. Al irse, se volvió varias veces para echarle una mirada fugaz, pues mientras los demás se habían quedado pasmados ante la exhibición mágica, Jojonah, que conocía a Markwart desde hacía más de cuarenta años, estaba simplemente confuso y no poco receloso.
Había una entrada en Saint Mere Abelle que daba al muelle de la Bahía de Todos los Santos, pero las puertas —de madera de roble de más de medio metro de grosor, reforzadas con tiras de metal, protegidas con un rastrillo provisto de barras tan gruesas como el muslo de un hombre; y protegidas a su vez por otra barrera descendente, tan gruesa y fuerte como las puertas exteriores— eran tan imponentes que ni los powris ni siquiera los enormes gigantes fomorianos las podrían haber traspasado ni al cabo de una semana de esfuerzos.
Esto suponiendo, claro, que las puertas estuvieran cerradas.
Si hubiesen podido asomarse suficiente por encima del acantilado para alcanzar las puertas con la vista, ni el padre abad Markwart ni maese Jojonah se habrían sorprendido al ver girar aquellos inmensos portalones como una invitación a los grupos de powris que habían conseguido escapar de la explosión y escabullirse por la orilla rocosa. De hecho, ambos hombres ya habían esperado algo así cuando maese De'Unnero se había ofrecido, incluso con insistencia, a ser el que encabezara el contingente de doce en aquel puesto de guardia de la planta baja. Aquel grupo disponía de dos catapultas, una a cada lado de las enormes puertas, para lanzar grandes piedras, pero su alcance se veía severamente limitado por el estrecho ámbito de las hendiduras por donde tenían que disparar; Markwart sabía de sobras que De'Unnero jamás se conformaría con lanzar unos pocos proyectiles, generalmente ineficaces.
Así que el joven y fiero maese había abierto las puertas, y estaba al descubierto en el corredor interior, riendo histéricamente y desafiando a los powris a que entraran.
Un grupo de casi veinte gorras rojas, algo maltrechos pero sin atisbo alguno de temor, entraron rugiendo; blandían martillos, hachas y crueles espadas cortas.
Cuando el último de ellos hubo pasado debajo del rastrillo, éste cayó con un gran estruendo; sus vibraciones se propagaron por toda la abadía y subieron hasta lo alto de la muralla del lado de mar.
Sorprendidos pero no detenidos, los gorras sangrientas chillaron con fuerza y atacaron. Una docena de cuadrillos de ballesta atravesaron como un rayo sus filas; unos pocos cayeron pero apenas disminuyó la intensidad del ataque.
Allí estaba De'Unnero, solo, riendo; sus potentes músculos le tensaban tanto la piel que parecía que iban a desgarrarla. Algunos monjes, sobre todo maese Jojonah, habían expresado a menudo su convicción de que el corazón de De'Unnero simplemente explotaría porque el joven padre se dejaba arrastrar por los avatares de las cosas terrenales. Ahora su aspecto cuadraba perfectamente con esta descripción: temblaba de veras con una energía interior. No tenía ninguna arma que los powris pudieran ver, sólo una simple piedra, la zarpa de tigre de color marrón claro con rayas blancas.
Invocó con fuerza su magia y, cuando se acercó el primer powri, los brazos de De'Unnero se transformaron y tomaron la forma de las patas delanteras de un tigre.
—¡Yach! —gritó el primer powri, levantando el arma para defenderse.
De'Unnero fue más rápido que él; saltó hacia adelante como un felino cazador, lo golpeó en la cara con el brazo derecho y se la destrozó.
El padre parecía presa de un frenesí pero, en realidad, se controlaba perfectamente, saltando de uno a otro lado para impedir que ningún powri lo sobrepasara, aunque había una docena de otros monjes en el corredor para hacer frente a una carga. La piedra que tenía en su mano transformada en garra se le había incrustado en la piel, y De'Unnero se sentía por eso identificado con su zarpa y, aunque su aspecto exterior no experimentó otros cambios, sus músculos se convirtieron en los de un felino.
Un potente golpe con su brazo de tigre hizo volar a uno de los powris; con un rápido movimiento de los músculos de las piernas brincó hacia un lado, evitando un martillazo. Entonces una segunda contracción muscular lo colocó ante el powri que le atacaba antes de que el enano, asustado, tuviera tiempo de levantar el martillo...
Las zarpas rasgaron perversamente, y la cara del powri quedó destrozada como la del otro enano.
Los powris iban cediendo terreno, pero las ganas de pelea de De'Unnero no se habían agotado ni mucho menos. Contrajo las piernas, se lanzó más de ocho metros hacia adelante, y fue a parar en medio de los enanos, y se convirtió en un torbellino de zarpazos y patadas. Los powris no eran un enemigo despreciable pero, aunque le sobrepasaban en número a razón de nueve a uno, no quisieron hacerle frente y huyeron a toda prisa. Dos de ellos regresaron hacia el rastrillo, gritando a sus camaradas que todavía estaban fuera, mientras que otros se tambalearon ante el infatigable De'Unnero, retrocedieron dando traspiés por el corredor y allí fueron atacados por una segunda descarga de cuadrillos de ballesta.
Todos los monjes menos uno soltaron las ballestas y empuñaron otras armas para el cuerpo a cuerpo, aunque algunos se precipitaron a acabar con los enanos tan sólo con sus manos.
Más allá, corredor abajo, De'Unnero agarró por la cabeza al powri que tenía delante con sus enormes zarpas. Le clavó las garras en el cráneo y zarandeó a la criatura hacia atrás y hacia adelante con tanta facilidad como si fuera la muñeca de trapo de una chiquilla. Después lo arrojó a un lado y se dirigió hacia los dos que se encontraban junto al rastrillo.
Detrás de ellos, un powri apuntó y disparó una cerbatana, y el dardo alcanzó a De'Unnero justo debajo de la caja torácica.
El monje rugió, se arrancó el dardo junto con un pedazo de carne y continuó su decidido avance. El powri que había disparado preparó otro dardo; los dos enanos junto al rastrillo chillaron y trataron de escabullirse. La barrera deslizante interior bajó, golpeando al enano de la cerbatana y aplastando a los otros dos.
De'Unnero resbaló al detenerse y lo roció con una ducha de sangre. Se dio la vuelta completa y rugió otra vez; el grito de batalla se convirtió en exclamación de frustración al advertir que sus soldados habían dado buena cuenta de los demás enanos. La pelea había acabado.
El fiero padre recuperó su forma humana, exhausto por el esfuerzo realizado tanto físico como mágico. Sentía un profundo pinchazo en el vientre, una quemazón, una sensación de desfallecimiento; entonces se dio cuenta de que lo habían envenenado. La mayor parte del veneno, una pócima paralizante y dolorosa, había sido eliminada por la fuerza de la energía de las transformaciones mágicas; pero había quedado bastante para hacerle temblar de tal modo que tuvo que apoyar una rodilla en el suelo.
Sus soldados, consternados, se apelotonaron a su alrededor.
—¡Hombres, a las catapultas! —gruñó; aunque De'Unnero volvía a ser totalmente humano, su voz era tan feroz como el rugido de un tigre cazando. Los monjes más jóvenes obedecieron y con absoluta determinación maese De'Unnero se reunió con ellos para dirigir los lanzamientos.
Cuando la mayor parte de la maraña de bajeles powris fueron presa de las llamas o quedaron fuera de combate, los monjes que vigilaban abandonaron la zona y corrieron a reforzar la defensa de la muralla donde fuera necesario. Muchos powris alcanzaron la muralla aquella larga y funesta mañana, pero ninguno pudo mantenerse en ella, y hacia mediodía, dado que seguía sin percibirse señal alguna de aproximación de fuerzas terrestres, el resultado ya no ofrecía ninguna duda. Los powris pelearon duro, como siempre; mataron a más de cincuenta monjes e hirieron a un número varias veces mayor, pero sus pérdidas fueron asombrosas: más de la mitad de los bajeles de la flota se hundió en la Bahía de Todos los Santos y sólo algunos centenares escaparon hacia aguas más profundas gobernados por tripulaciones muy mermadas.
A media tarde maese Jojonah se había reunido con los otros monjes más veteranos y expertos en el uso de las piedras para atender a los numerosos heridos, mientras los hermanos más jóvenes organizaban los detalles del entierro para aquellos a los que ya no se podía ayudar con las piedras del alma. Ahora que el caos había acabado, la batalla había llegado a la última fase, la limpieza. La disciplina de los hermanos no tardó en disponer todo lo necesario de forma práctica y eficiente. No obstante, algo despertó la curiosidad de maese Jojonah. Sabía que el padre abad había utilizado en la posesión la piedra del alma más poderosa de todo Saint Mere Abelle; había paseado entre los heridos y les había ofrecido palabras de consuelo pero parecía no curar a ninguno. Ya habían pasado horas desde la impresionante bola de fuego y de los dos rayos que Markwart había lanzado desde la parte superior de la muralla, por lo que sus comentarios acerca de que se le había agotado la energía mágica no tenían mucho fundamento.
El rechoncho fraile se limitó a encogerse de hombros con desaliento y sacudió la cabeza; entonces, maese De'Unnero llegó a la muralla, con una espectacular herida en el costado, aunque el fiero hombre apenas cojeara ni mostrara el menor signo de dolor. Markwart se le acercó y se apresuró a cicatrizarle la herida con la piedra del alma. Jojonah había descubierto que el vínculo entre ambos era estrecho, tan estrecho como el que unía al padre abad con el hermano Francis.
Se fue en silencio hacia su trabajo, mientras asimilaba todo aquello y lo archivaba convenientemente hasta que pudiera disponer de tiempo y calma para poder reflexionar largo y tendido.
—Insistes en meterte en situaciones peligrosas —reprendió Markwart a De'Unnero mientras la herida abierta se sellaba bajo la influencia de la hematites.
—Un hombre tiene derecho a divertirse —replicó el padre con una mueca maliciosa—. Diversión que tú te empeñas en negarme.
Markwart retrocedió un paso y le miró con severidad, comprendiendo la queja demasiado bien.
—¿Cómo va el adiestramiento? —preguntó bruscamente.
—Youseff promete —admitió De'Unnero—. Es astuto y utilizará cualquier arma y cualquier táctica para vencer.
—¿Y el hermano Dandelion?
—Es un oso temible, fuerte de brazos pero débil de sesos —dijo De'Unnero—. También nos servirá para nuestros propósitos, siempre y cuando Youseff guíe sus acciones.
El padre abad, con aire satisfecho, asintió con un gesto.
—Podría batirlos a los dos juntos —aseguró De'Unnero, disipando la expresión de complacencia de su superior—. Ostentarán el título de Hermano Justicia, pero yo podría aplastarlos a ambos con facilidad; yo podría ir a buscar a Avelyn y las gemas.
Markwart no tenía argumentos prácticos para oponerse a tal pretensión.
—Tú eres un padre y tienes otras obligaciones —dijo.
—¿Más importantes que la caza de Avelyn?
—Igualmente importantes —respondió Markwart en un tono que daba por zanjada la cuestión—. Youseff y Dandelion servirán para ese propósito, si maese Marcalo De'Unnero los adiestra adecuadamente.
La cara de De'Unnero se arrugó de irritación, sus ojos se estrecharon y lanzaron dagas imaginarias contra el padre abad. No le gustaba verse cuestionado, en absoluto.
Markwart captó aquella mirada que había visto a menudo. No obstante, sabía que De'Unnero no se atrevería a más y, por tanto, tal intensidad podía ser dirigida a una buena causa.
—Déjame ir a cazarlo —imploró De'Unnero.
—Tú adiestrarás a los cazadores —volvió a disparar Markwart—. Confía en mí, encontrarás recompensa a tus esfuerzos.
Dicho esto, el padre abad se marchó.
—Hoy hemos trabajado denodadamente —comentó maese De'Unnero con orgullo a Markwart y a los demás padres en la breve reunión después de vísperas.
—Pero también hemos tenido suerte —recordó a todos maese Jojonah—. Pues no han aparecido ni las fuerzas terrestres de los powris ni ninguno de los ejércitos de trasgos que han sido vistos por la región.
—Más que suerte, diría yo —intervino Francis, aunque aquella reunión no era el lugar adecuado para hacerlo. Después de todo, Francis ni siquiera era todavía un inmaculado y participaba en la reunión sólo en calidad de asistente del padre abad. Pero Markwart no hizo ningún ademán para hacerle callar, y los otros padres le dejaron hacer uso de la palabra.
—Esto es impropio de nuestro enemigo —prosiguió Francis—. Todas las noticias de los frentes de batalla al norte de Palmaris indican que nuestros monstruosos enemigos luchan cohesionados y bien dirigidos, y es obvio, considerando el éxito de nuestra argucia, que los barcos powris sin duda estaban esperando un ejército terrestre de apoyo.
—¿Entonces dónde estaban, mejor dicho están, los ejércitos de tierra del enemigo? —preguntó Markwart con visible impaciencia—. ¿Nos despertaremos mañana para descubrir que volvemos a estar sitiados?
—La flota no regresará —respondió otro padre inmediatamente—. Y si los monstruos se acercan por tierra, encontrarán nuestras defensas aún más invulnerables que las que nos protegían por mar.
Maese Jojonah estaba observando a De'Unnero cuando se pronunciaron esas palabras y vio con desagrado su sonrisa casi feroz, una mueca realmente impropia de un padre de la orden abellicana.
—Triplicad la guardia a lo largo de las murallas de mar y de tierra —decidió el padre abad.
—Muchos están agotados a causa de la batalla —señaló el padre Engress, un hombre amable amigo de Jojonah.
—En ese caso, utilizad a los campesinos —le espetó Markwart con brusquedad—. Han entrado para comer nuestros alimentos y esconderse tras la protección de los muros de la abadía y de los cuerpos de los hermanos. Que se ganen esa protección vigilando, esta noche y todas las noches.
Engress miró a Jojonah y a otros monjes, pero el tono de Markwart impidió cualquier réplica.
—Así se hará, padre abad —dijo con humildad maese Engress.
El padre abad empujó con violencia su silla hacia atrás y las patas chirriaron sobre el suelo de madera. Se levantó, hizo un desdeñoso ademán con la mano y salió de la habitación: la reunión había terminado.
A criterio de Markwart, se habían ventilado todos los asuntos importantes. El hombre deseaba estar a solas con sus pensamientos y emociones, algunas de las cuales eran por supuesto perturbadoras. Aquel día había enviado a un hombre a una muerte segura, un acto que requería un poco de reflexión; además, era consciente de que no se había implicado mucho en los trabajos de curación después de la lucha. Le había quedado suficiente energía mágica —lo había sabido incluso mientras daba hipócritas excusas—, pero simplemente no se había sentido a gusto colaborando en esa tarea. Se había acercado a un monje herido sentado contra la muralla del lado de mar, con el brazo muy desgarrado por un áncora powri, pero cuando se dispuso a curarlo con la hematites, un acto que requería una profunda concentración, retrocedió, sintiendo... ¿qué?
¿Aversión? ¿Repulsión?
Markwart no tenía una respuesta convincente, pero se dejó llevar por el instinto. Se dio cuenta de que una perversión, una debilidad, iba creciendo en el seno de la orden. Avelyn, siempre aquel repugnante Avelyn, había iniciado esa corrupción que, al parecer, se había generalizado más de lo que jamás hubiera sospechado.
Sí, era eso, comprendió el padre abad. La debilidad de espíritu y la indulgencia excesiva se habían ido apoderando de ellos hasta el punto de que ya no podían reconocer el verdadero mal ni enfrentarse a él adecuadamente. Como aquella estúpida consideración de Jojonah hacia el campesino cuyo sacrificio había salvado muchas vidas.
Pero Markwart pensó que De'Unnero estaba a salvo de eso, y esbozó una sonrisa. El hombre era fuerte y brillante. Quizá debía ceder a sus deseos y dejar que fuera él quien diera caza a Avelyn; el éxito estaría prácticamente asegurado.
El padre abad sacudió la cabeza, recordándose a sí mismo que tenía otros planes para aquel padre. De'Unnero sería ascendido como su sucesor, se prometió en silencio el padre abad. Tan pronto como había visto las heridas de De'Unnero, Markwart había deseado curárselas, como si la sagrada piedra del alma le hubiera llamado a la acción, le hubiera mostrado la verdad.
Todo estaba diáfanamente claro para el padre abad Markwart. Se dijo que convendría homenajear debidamente al campesino inmolado con la bola de fuego, y quizás incluso erigir una estatua en su honor, y se fue a la cama.
Durmió profundamente.
Al día siguiente unos exploradores salieron de Saint Mere Abelle; escudriñaron aquella parte del territorio y regresaron para informar que no habían visto ninguna señal de monstruos por los alrededores de la abadía. Al cabo de una semana la situación se aclaró: la fuerza invasora de los powris se había retirado a sus barcos y había partido con rumbo desconocido. El ejército trasgo, y por supuesto había una enorme fuerza en la región, se había dividido; bandas de delincuentes corrían por todas partes dedicadas al saqueo.
Los hombres del rey, el ejército de Once el Oso, perseguía a una banda de delincuentes tras otra y las destruía.
En Saint Mere Abelle fueron muchas las implicaciones de estas noticias en apariencia tan buenas.
—Debemos buscar la causa del desorden que reina entre nuestros enemigos —comunicó el padre abad a los monjes veteranos—. En Barbacan y en la rumoreada explosión.
—Crees que el demonio Dáctilo ha sido destruido —dedujo maese Jojonah.
—Creo que nuestros enemigos han sido decapitados —replicó Markwart—. Pero tenemos que conocer toda la verdad.
—Una expedición —expuso llanamente maese Engress.
El hermano Francis fue el primero en salir de la habitación, impaciente para establecer el plan de un viaje a Barbacan, impaciente, como siempre, por complacer al padre abad.
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3
Roger Descerrajador
—Está allí dentro —gruñó la anciana mujer—. ¡Lo sé bien! Oh, pobre chico.
—Quizá ya esté muerto —añadió otro, un hombre de unos treinta inviernos—. Más le valdría. Pobre chico.
Un grupo de unos doce aldeanos se acurrucaban en un risco medio kilómetro al norte de su antigua residencia, Caer Tinella, para vigilar a powris y trasgos. Además, aquel mismo día, más temprano, habían estado en el pueblo un par de gigantes fomorianos, pero ya se habían ido, probablemente a la caza de refugiados.
—No hubiera debido bajar al pueblo; así se lo dije —afirmó la anciana mujer—. Había muchos, muchísimos monstruos.
A un lado, Tomás Gingerwart esbozó una sonrisa de superioridad. Aquella gente no conocía bien al muchacho llamado Roger. Para ellos era Roger Billingsbury, un chico huérfano que había sido adoptado por el pueblo. Cuando murieron sus padres, la reacción natural hubiera sido enviarlo hacia el sur, a Palmaris, tal vez a los monjes de Saint Precious. Pero la gente de Caer Tinella, una comunidad realmente sensible, decidió quedarse con Roger y todos le ayudaron a sobrellevar las dificultades derivadas de sus penas y de su precaria salud.
En efecto, Roger era un niño pobre y escuálido, desamparado y obviamente delicado. Su desarrollo físico se había visto detenido a los once años, a causa de las mismas fiebres que mataron a sus padres y a sus dos hermanas.
Habían transcurrido algunos años, pero para aquellos preocupados aldeanos, Roger, que no había cambiado mucho, seguía siendo aquel pequeño chiquillo.
Tomás sabía más. El nombre del muchacho ya no era Billingsbury sino Descerrajador, Roger Descerrajador, un apodo que le dieron, por supuesto, merecidamente. En efecto, no había nada que Roger no pudiera abrir o hacer deslizar o birlar. Tomás se lo repetía a sí mismo a menudo cuando miraba hacia Caer Tinella, pero a decir verdad también estaba un poco preocupado. Pero sólo un poco.
—Una de sus columnas —cacareó la anciana mujer, señalando con énfasis hacia el pueblo. Sus ojos eran agudos, pues, desde luego, un grupo de trasgos se movía a través de la plaza del pueblo, dando escolta a una hilera de harapientos prisioneros humanos, los habitantes de Caer Tinella y de la vecina comunidad de Tierras Bajas que no habían sido lo bastante rápidos o no se habían internado en el bosque lo suficiente para esconderse. Ahora, los monstruos utilizaban los pueblos como campamentos y a los humanos capturados como esclavos.
Los refugiados comprendieron el triste destino que aguardaba a aquellos cautivos cuando dejaran de ser aprovechables para los powris o para los trasgos.
—No deberíais mirarlos —exclamó una voz; el grupo se dio la vuelta como un solo hombre y vio cómo se acercaba un hombre gordo, Belster O'Comely.
—Estamos demasiado cerca de los pueblos, me temo. ¿Pretendéis que nos capturen a todos?
A pesar de sus esfuerzos, el alegre posadero que estaba al frente de la muy respetable posada El Aullido de Sheila, en Dundalis, no pudo controlar demasiado el tono cortante de su voz. Había venido al sur con los refugiados de los tres pueblos de las Tierras Boscosas: Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo. Los compañeros de Belster de las tierras del norte eran, no obstante, un grupo muy diferente, completamente distinto de los desplazados más recientes de Caer Tinella y Tierras Bajas, y de los puñados procedentes de otras pequeñas comunidades a lo largo de la carretera que iba hacia el sur, hasta la gran ciudad portuaria de Palmaris. El grupo de Belster, adiestrado por el misterioso guardabosque conocido como el Pájaro de la Noche, estaba muy lejos de inspirar lástima y de tener miedo. Se escondían de los trasgos, para su seguridad, pero cuando las circunstancias eran favorables, se convertían en perseguidores de trasgos, de powris e incluso de gigantes.
—Intentaremos liberarlos, tal como os prometí —continuó Belster—. Pero todavía no ha llegado el momento. ¡Oh no! ¡No les servirá de nada que muramos! Y ahora, en marcha.
—¿Es que no se puede hacer nada? —preguntó enojada la anciana.
—Rezar, querida señora —respondió con toda sinceridad Belster—, rezar por todos ellos.
Tomás Gingerwart asintió con la cabeza. Y por los trasgos, añadió silenciosamente, pensando que Roger en aquellos momentos debía de estar pasándolo en grande con ellos.
Sin perder su sonrisa de satisfacción, Belster, se acercó a hablar a solas con Tomás.
—Te gustaría que yo hiciera algo más —dijo con calma el gordo posadero, sin comprender la mirada de Tomás—, y así lo haré, amigo mío; pero tengo a mi cargo ciento cincuenta hombres.
—Cerca de ciento ochenta, si cuentas a los de Caer Tinella y alrededores —corrigió Tomás.
—Y sólo unos cincuenta preparados para pelear, para protegerlos a todos —observó Belster—. ¿Cómo podría arriesgar a mis guerreros en un ataque contra el pueblo con tantas vidas en juego?
—No dudo de tu prudencia, maese O'Comely —dijo Tomás con sinceridad—. Juras atacar el pueblo cuando llegue el momento adecuado, pero me temo que no llegue nunca. Los trasgos son negligentes, pero los powris no. Son unos tíos astutos, bien preparados para la guerra; jamás bajan la guardia.
—Entonces, ¿qué esperas que haga? —preguntó afligido Belster.
—Cumple con tu deber —replicó Tomás—. Y tu deber te obliga a cuidar a los ciento ochenta, no a ocuparte de los que ya han sido atrapados por los powris.
Belster miró al hombre sin parpadear durante un buen rato, y Tomás leyó el dolor en los ojos de aquel hombre bueno. El posadero no quería dejar fuera de su red protectora ni a un solo ser humano.
—No puedes salvarlos a todos —señaló simplemente Tomás.
—Pero debo intentarlo.
Tomás ya sacudía la cabeza antes de que Belster acabara la frase.
—No hagas tonterías —le regañó, y por primera vez Belster se dio cuenta de que la sonrisa afectada de Tomás no era burlona, no era la respuesta a sus dudas acerca de ir a Caer Tinella.
—Si atacas abiertamente —continuó Tomás—, ten por seguro que serás derrotado. Y me temo que nuestros amigos powris y trasgos no se contentarían con ello, sino que registrarían todo el bosque hasta dar con todos nosotros y hacernos prisioneros; o matarían a muchos, a todos los ancianos y a los niños demasiado pequeños para ser utilizados como esclavos.
—¿Así que estás de acuerdo con mi decisión de no atacar? ¿Incluso de atrasar nuestras líneas?
—No queda otro remedio —contestó Tomás—; lo sé tan bien como tú. Eres un hombre con conciencia, Belster O'Comely, y suerte tenemos nosotros, los de Caer Tinella, de que tú y los tuyos hayáis venido al sur.
Belster aceptó el cumplido de buen grado: necesitaba que lo apoyaran. Sin embargo, no pudo evitar mirar hacia el pueblo ocupado; se le partía el corazón al pensar en el tormento que aquellos pobres prisioneros deberían estar sufriendo.
Otro observador curioso estaba mirando la procesión de esclavos que los trasgos conducían al sombrío bosque en el límite de Caer Tinella. Roger Descerrajador conocía lo que ocurría en el pueblo mejor que nadie. Desde el día mismo de la invasión, iba a Caer Tinella casi cada noche, moviéndose de sombra en sombra, escuchando cómo los powris y los trasgos establecían su estrategia en la zona, o bien acertando a oír charlas relativas a las importantes batallas libradas hacia el sur, no demasiado lejos de allí. Por encima de todo, el astuto Roger Descerrajador conocía al enemigo y sabía por dónde era vulnerable. Cuando cada día abandonaba el pueblo antes del alba, su cuerpo enclenque iba cargado con provisiones para los refugiados de los bosques vecinos. Y tan cauteloso era robando que los monstruos raramente echaron en falta nada.
Hacía tres noches había hecho su mejor trabajo hasta la fecha: había robado un poney, la montura favorita del jefe powri, y se las había apañado para implicar en ello a un par de centinelas trasgos, los cuales, tal como Roger había descubierto previamente gracias a un sutil espionaje, aquella misma noche casualmente se estaban regalando con un caballo.
A la mañana siguiente ambos fueron colgados en la plaza del pueblo; Roger también espió la ejecución.
El joven, casi todavía un muchacho, sabía que hoy sería distinto. Hoy los trasgos tenían previsto matar a uno de los prisioneros; les había oído hablar de ello antes del amanecer, por lo cual le pareció oportuno quedarse por allí mientras amanecía. Los trasgos habían atrapado a la señora Kelso zampándose una galleta de más, y el jefe powri, un tipo absolutamente desagradable llamado Kos-kosio Begulne, ordenó su muerte para aquella mañana como escarmiento para los demás.
La mujer estaba fuera del pueblo cortando árboles con el resto de los pobres prisioneros, ignorando que tan sólo le quedaban unas horas de vida.
Roger había sido testigo de muchas crueldades durante las últimas semanas; había visto cometer verdaderas carnicerías por la simple razón de que a un trasgo o a un powri no le gustara el aspecto de alguien. El joven ladrón, siempre pragmático, sacudía la cabeza y miraba a otra parte.
—No es cosa mía —se decía a menudo a sí mismo.
Esta vez era distinto. La señora Kelso era una amiga, una querida amiga que con frecuencia le había dado de comer cuando era más pequeño, un desamparado huérfano que correteaba por las calles de Caer Tinella. Había pasado años durmiendo en su granero, pues aunque su marido le había ayudado muy poco y siempre le estaba diciendo que se largara, la amable señora Kelso generalmente conseguía llevarse a su esposo a otro lado, miraba a Roger y le guiñaba un ojo, mientras con la cabeza señalaba hacia el granero.
Era una buena mujer y Roger consideró demasiado fuerte sacudir ese día la cabeza y limitarse a decir:
—No es cosa mía.
Pero ¿qué podía hacer? No era un luchador, pero aunque lo hubiera sido no habría servido de mucho, pues en Caer Tinella o en sus alrededores había un par de enormes fomorianos, más de un centenar de trasgos, unos cincuenta powris y probablemente muchísimos monstruos más deambulando por el bosque y por los pueblos vecinos. Había pensado sacar del pueblo a la señora Kelso antes del amanecer, pero cuando oyó lo que tenían planeado hacer con ella, los prisioneros ya habían sido despertados, ordenados en fila, y puestos bajo severa vigilancia.
Una cosa después de otra, se repetía Roger sin cesar. Los prisioneros estaban encadenados unos a otros por los tobillos, separados por una cadena de metro y medio, y cada uno de ellos sujeto a otros dos. Para mayor seguridad, los grilletes de cada prisionero no formaban pareja sino que estaban dispuestos sutilmente, de forma que un grillete estaba encadenado al de la pierna del esclavo de la derecha y el otro lo estaba al del esclavo de la izquierda. Roger calculó que necesitaría prácticamente un minuto entero para forzar ambos cierres, y eso en el supuesto de que la señora Kelso y los dos prisioneros encadenados a ella se mantuvieran en calma y cooperaran.
Un minuto era mucho tiempo con powris provistos de ballestas por todos lados.
—Distracción, distracción, distracción —murmuró repetidamente el joven ladrón, mientras se deslizaba entre las sombras alrededor del pueblo ocupado.
—¿Y si gritara «A las armas»? No, no. ¿Un fuego?
Roger reflexionó, concentrando sus pensamientos en un par de trasgos que se hallaban descansando sobre montones de heno de la última temporada, en el granero de Yosi Hoosier. Uno de ellos llevaba una pipa colgando de la boca y hacía gigantescos anillos de humo.
—Oh, me encanta el fuego —susurró Roger. Echó a correr, raudo y silencioso como un felino cazando, dio un amplio rodeo para acercarse al granero y se deslizó dentro, tal y como había hecho tan a menudo durante los últimos años, a través de una tabla rota que había en la parte trasera. Al instante estaba agazapado detrás del heno a pocos palmos de los desprevenidos trasgos. Esperó pacientemente casi diez minutos, hasta que el fumador vació la pipa y empezó a cargarla con tabaco nuevo.
Roger tenía habilidad para encender fuego; otra de sus cualidades. Retrocedió un poco para que no le oyeran, y golpeó pedernal contra acero sobre unas pajas.
Luego se arrastró a gatas y empujó las pajas hacia adentro, con cuidado, hacia la zona donde el fumador había vaciado su pipa.
Después salió por la parte trasera del granero antes de que las primeras columnas de humo provocaran picor en las narices del par de trasgos.
El heno se inflamó como una vela gigantesca; los trasgos empezaron a aullar de forma increíble.
—¡Nos atacan! —gritaron algunos.
—¡Enemigos! ¡Enemigos! —gritaron otros.
Pero cuando se dieron cuenta de lo que pasaba y vieron a sus camaradas luchando furiosamente con las llamas, uno de ellos con una pipa encendida colgando aún de la boca, cambiaron de rollo.
Los trasgos que estaban afuera con los prisioneros que cortaban leña no acudieron a luchar contra el fuego, pero se distrajeron lo suficiente como para permitir que Roger pudiera escabullirse entre la cola del grupo y situarse detrás del grueso roble que la señora Kelso estaba cortando con escaso entusiasmo. Cuando se asomó, la mujer dejó escapar un chillido, pero el muchacho la hizo callar, y también a sus vecinos.
—Escúcheme bien —susurró el joven, mientras salía a gatas de detrás del árbol y la emprendía acto seguido con los grilletes sin dejar de mirarla—. ¡Mantenga la calma! Se han propuesto matarla; los he oído.
—¡No puedes sacarla de aquí o nos matarán a todos! —protestó un hombre con voz lo suficientemente alta como para provocar que uno de los guardianes trasgos gruñera y gritara «¡Al trabajo!».
—Tienes que sacarnos a todos —pidió otro.
—No puedo hacerlo —replicó Roger—. Pero no os matarán, ni siquiera os culparán.
—Pero... —empezó a decir el primer hombre, antes de que Roger le hiciera callar con una mirada.
—Cuando consiga liberarla, pondré sus grilletes cerca de aquel arbolito —explicó el muchacho—; cuenta hasta cinco para darnos tiempo a huir, y esto es lo que tienes que hacer...
—Maldito sea Bufido Sucio y su hedionda pipa —exclamó uno de los guardianes trasgos, mientras ponía orden en el pueblo—. El desagradable Kos-kosio no va a darnos comida extra esta noche.
El otro se rió.
—¡A lo mejor nos comeremos a Bufido Sucio!
—¡El demonio! —exclamó alguien con un grito que sobrecogió a los trasgos. Vieron la fila de prisioneros y las herramientas esparcidas por el suelo, y a la gente esforzándose por escapar.
—¡Aquí y ahora! —chilló uno de los trasgos, atacando a la persona que tenía más cerca y derribándola con un golpe de escudo—. ¡Aquí y ahora!
—¡El demonio! —gritó otro humano, tal como Roger les había indicado—. ¡El demonio Dáctilo!
—Transformó a la mujer en árbol —chilló una mujer. Los guardianes trasgos miraron con curiosidad, incluso se rascaron la cabeza y enmudecieron por la sorpresa, ya que las dos filas de prisioneros, y efectivamente parecía haber dos filas, se habían alargado más de lo que permitían las cadenas y estaban ancladas en un pequeño pero vigoroso arbolito.
—¿Un árbol? —graznó un trasgo.
—¡Caray! —exclamó otro.
Toda la atención del campamento había pasado del fuego en el granero, que ya languidecía, al bullicio que reinaba en el límite del bosque. Muchos trasgos corrían hacia allí, junto con huestes powris, dirigidas por su despiadado jefe Kos-kosio Begulne.
—¿Qué es lo que habéis visto? —preguntó un powri al hombre que había estado encadenado a la derecha de la señora Kelso y que ahora se encontraba junto al arbolito.
—Al demonio —farfulló el hombre.
—¿Al demonio? —repitió incrédulo Kos-kosio—. ¿Y qué aspecto tiene?
—Grande y negro —tartamudeó el hombre—. Como una sombra grande y alada. Yo... no estaba lo bastante cerca. ¡El... aquel ser convirtió a la señora Kelso en un árbol!
—¿A la señora Kelso? —repitió un par de veces Kos-kosio Begulne, hasta que se acordó de la mujer y del destino que le había reservado. ¿Acaso Bestesbulzibar, el demonio Dáctilo, el señor del ejército de las tinieblas, había regresado? ¿Era aquello una señal de que el demonio Dáctilo estaba otra vez con él, con Kos-kosio, vigilando sus actividades?
Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando recordó la triste suerte que había corrido el jefe anterior de su banda, un trasgo llamado Gothra. En un ataque de su rabia proverbial, Bestesbulzibar había arrancado la piel del trasgo en vivo para que lo viera y lo padeciera. Entonces Kos-kosio había sido puesto al mando; el powri supo desde el principio que se trataba de un mandato provisional.
El powri examinó el árbol con detalle y trató de recordar, sin éxito, si el arbolito había estado siempre allí. ¿Había vuelto realmente Bestesbulzibar o se trataba de un truco?, se preguntaba el siempre desconfiado powri.
—¡Explorad la zona! —ordenó Kos-kosio a sus secuaces; y cuando éstos le obedecieron y empezaron a escrutar por todas partes, el powri rugió aún más alto, amenazando de muerte a los que no se apresuraran.
—Y tú mismo, perro humano —dijo Kos-kosio al hombre más cercano al árbol—, toma tu asquerosa hacha y corta a la señora Kelso hasta derribarla.
La expresión horrorizada del hombre fue lo bastante convincente para suscitar una sonrisa en la repugnante cara de barbilla cuadrada del powri.
Roger se daba cuenta de que estaba corriendo un riesgo al regresar a las inmediaciones del pueblo, pero como la señora Kelso estaba a salvo de camino hacia donde se encontraban Tomás y los otros, simplemente no pudo resistir la emoción de todo aquello. Se instaló cómodamente, con la espalda apoyada en un árbol, mientras dos trasgos estúpidos merodeaban justo debajo de él. Cuando la patrulla se alejó y ya no se veían trasgos en los alrededores, se acercó aún más al pueblo y trepó por el mismo roble del que se había valido para conseguir acercarse a la señora Kelso.
Desde allí atisbó satisfecho. Los humanos habían vuelto al trabajo —los dos hombres que habían flanqueado a la señora Kelso ahora estaban encadenados por el mismo grillete— y los powris habían regresado al pueblo, dejando a un puñado de trasgos para vigilar a los humanos y a otra docena de nerviosos y horribles monstruos para explorar los bosques.
Sí, era una situación absolutamente maravillosa, se dijo Roger; nunca en su corta vida se había divertido tanto.
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4
En las puertas del Paraíso

Ágil y fuerte, el Pájaro de la Noche se deslizó por el costado de Sinfonía mientras el caballo iba a medio galope. El guardabosque aterrizó corriendo y sobre la marcha tensó Ala de Halcón, mientras Pony, que iba montada en el caballo detrás de él, brincaba hacia adelante, tomaba las riendas y mantenía la carrera de Sinfonía firme y controlada, pues el suelo fangoso era traicionero. Con mano experta hizo virar al caballo hacia la izquierda, alrededor de la base de un montículo, en tanto que Elbryan iba hacia la derecha.
Antes de que Pony y Sinfonía hubieran recorrido media vuelta, advirtieron la presencia del trío de trasgos al que estaban persiguiendo. Dos de ellos habían tomado la delantera y corrían frenéticamente para buscar protección en un bosquecillo, pero el tercero había vuelto sobre sus pasos y estaba dando la vuelta al montículo en sentido contrario.
—¡Corre, aprisa! —gritó Pony y se inclinó sobre Sinfonía, forzando al caballo a cerrar más el viraje alrededor del altozano.
Sinfonía interrumpió su carrera cuando el trasgo apareció tambaleándose detrás del montículo, con las manos en la flecha que llevaba clavada en su garganta. Una segunda flecha le alcanzó en el pecho y lo derribó sobre el fango.
—Se dirigen a los árboles —dijo Pony al guardabosque cuando éste apareció corriendo ante ella—. Van a esconderse en la espesura.
El guardabosque frenó y echó una ojeada al bosquecillo; entonces, aparentemente de acuerdo con ella, se acercó al trasgo muerto y procedió a arrancarle las flechas. Hecho esto, se incorporó de nuevo, exploró el panorama y una expresión curiosa asomó en su atractivo rostro.
—Podemos dar la vuelta al bosquecillo —expuso Pony—, encontrar el mejor sitio para entrar en él y atacarlos.
El Pájaro de la Noche parecía no escucharla.
—¿Elbryan?
El guardabosque seguía mirando en derredor, con la boca abierta y el asombro pintado en el rostro.
—¿Elbryan? —insistió la mujer.
—Conozco ese lugar —respondió él con aire ausente; su mirada saltaba de un punto a otro.
—¿Los Páramos? —preguntó Pony con incredulidad; su cara reflejaba el disgusto que le producía la vista de aquella desolada región—. ¿Cómo es posible?
—Pasé exactamente por aquí de vuelta a Dundalis —explicó el hombre—. Cuando abandoné a los elfos.
Corrió hasta un abedul cercano y se inclinó bajo el ramaje como si esperara encontrar su refugio de mucho tiempo atrás.
—Sí —contestó emocionado—. Yo dormí aquí, en este preciso lugar, una noche tranquila. Los mosquitos eran horribles —añadió con una risita sofocada.
—¿Los trasgos? —preguntó Pony, moviendo la cabeza hacia el bosquecillo lejano.
—Aquí no encontré trasgos, pero sí hacia el este, en los confines de Los Páramos —respondió Elbryan.
—Quiero decir esos trasgos —replicó Pony con firmeza, señalando hacia adelante.
Elbryan movió la mano desdeñosamente; los trasgos no le importaban en aquel momento, ante aquel camino lejano en el tiempo que aparecía cada vez más nítido en su mente. Se precipitó hacia un lado, más allá de Pony y Sinfonía, y miró, por encima de las manchas de los arbustos y de las ondulaciones arcillosas, hacia la negra silueta de las cumbres de las montañas visibles allá lejos, hacia el oeste, con su perfil plateado a la luz del sol poniente.
—Olvídate de los trasgos —dijo de repente Elbryan; agarró la brida de Sinfonía y condujo al caballo y a la amazona en dirección hacia las distantes montañas, bordeando el bosquecillo.
—¿Olvidarlos? —repitió Pony—. Hemos perseguido a esa tribu durante más de treinta kilómetros hasta llegar a Los Páramos y casi atravesarlos. ¡Tengo miles de picaduras de mosquito por todo mi cuerpo y el olor de este lugar nos perseguirá durante un año! ¿Y precisamente quieres que me olvide de ellos?
—No son importantes —respondió Elbryan sin mirarla—. Son los dos últimos de treinta; sus veintiocho compañeros están muertos, por lo que dudo que a corto plazo vuelvan a Fin del Mundo.
—No hay que subestimar su maldad —replicó Pony.
—Olvídalos —repitió Elbryan.
Pony bajó la cabeza y refunfuñó entre dientes. Apenas daba crédito a que Elbryan la condujera aún más hacia el oeste, lejos de las Tierras Boscosas, aunque tuviera la intención de ignorar a aquel par de trasgos. Pero confiaba en él y, si lo que suponía era cierto, estaban más cerca del límite occidental de Los Páramos que del oriental. Cuanto antes salieran de aquel maldito lugar plagado de insectos, mejor.
Continuaron durante un ratito, hasta que el sol empezó a ponerse por detrás de las lejanas montañas; entonces Elbryan se dispuso a instalar el campamento. Todavía estaban en Los Páramos, todavía se veían acribillados por los mosquitos y, para mayor disgusto de Pony, todavía estaban demasiado cerca del bosquecillo por donde habían desaparecido los trasgos. La chica se lo recordó una y otra vez, pero su compañero no quería ni oír hablar de ello.
—Debo consultar el Oráculo —anunció.
Pony siguió la mirada del hombre hacia el pie de un árbol grueso; una raíz que sobresalía del suelo blando formaba debajo de ella un hueco pequeño.
—Un magnífico lugar para sentarse cuando los trasgos vuelvan a la carga —replicó la mujer en tono áspero.
—Sólo son dos.
—¿No crees que encontrarán amigos en un lugar tan horrible? —preguntó Pony—. A lo mejor instalamos nuestro campamento creyendo pasar una noche tranquila y nos encontramos con que antes del alba estamos luchando con la mitad del ejército trasgo.
Elbryan parecía haberse quedado sin respuestas. Se mordió ligeramente el labio superior y miró al árbol cercano; la cavidad de su base le invitaba a consultar el Oráculo. Tenía que hablar con el tío Mather, lo sentía, y pronto, antes de que las imágenes de aquel sendero perdido hacía tanto tiempo se evaporaran en su mente.
—Vete y haz lo que debas —le dijo Pony, advirtiendo el dilema grabado en su cara—. Pero dame el ojo de gato. Sinfonía y yo exploraremos para averiguar si hay señales de presencia enemiga.
Elbryan se sintió verdaderamente aliviado mientras cogía el adorno en forma de círculo de su cabeza y se lo entregaba a la mujer. Era un regalo de Avelyn Desbris que él y Pony se intercambiaban según las necesidades. En cualquier caso, él no podía usarlo con el Oráculo; obstaculizaría el estado de ánimo global que se necesitaba para meditar, pues la gema de la parte frontal del adorno, un crisoberilo, más comúnmente conocido como ojo de gato, permitía al portador ver con toda claridad en la más oscura de las noches, incluso en la negrura de una caverna.
—Me debes algo por mi indulgencia —le informó Pony mientras colocaba el adorno en torno a la espesa melena de cabello rubio. Su tono y la repentina sonrisa maliciosa que animó las comisuras de su boca indicaron al guardabosque lo que la mujer podría estar pensando, idea que se reforzó cuando al punto ella saltó sobre él y lo besó con pasión.
»Luego —dijo la chica.
—Cuando no estemos rodeados de trasgos ni de insectos —asintió Elbryan.
Pony brincó a la silla de Sinfonía. Guiñó un ojo a Elbryan, hizo dar la vuelta al caballo y se alejó al trote a través de la creciente oscuridad; pero gracias al ojo de gato veía con total nitidez lo que la rodeaba.
Elbryan la miró con el afecto y el respeto más profundos. Eran tiempos cruciales para el joven guardabosque, tiempos en los que toda su capacidad física y mental sería implacablemente puesta a prueba cada día. Cada decisión podría ser trágica; cada movimiento que diera podía dar ventaja a sus enemigos. Cuánto se alegraba de tener a Pony consigo, tan clarividente, tan capacitada, tan hermosa.
Suspiró al perderla de vista; luego volvió a los asuntos que tenía entre manos: la construcción de un lugar adecuado para el Oráculo y el encuentro con el tío Mather.
Pony no tardó en averiguar que los trasgos no habían abandonado la persecución y que, de hecho, habían empezado a seguirles la pista. Las huellas que descubrió al volver atrás le mostraron que el par de trasgos se había encontrado con algunos amigos, con otros trasgos, quizás hasta una docena. Pony miró hacia adelante, hacia el campamento, que estaba a poco más de un kilómetro y medio de distancia. Se dio cuenta de que debía rebasar a toda prisa a los trasgos y reunirse con Elbryan a tiempo.
—El Oráculo —se dijo, y sacudió la cabeza mientras suspiraba profundamente. Ordenó a Sinfonía que no se moviera del sitio y cogió de su bolsa la malaquita. Mientras concentraba sus pensamientos en la gema para conjurar su poder, sacó los pies de los estribos. Entonces, empezó a subir lentamente por el cielo nocturno, esperando que la oscuridad fuera lo bastante completa para poder pasar inadvertida a los agudos ojos de los trasgos.
Había subido poco más de seis metros, cuando divisó a las criaturas reunidas en torno a un pequeño y bien disimulado fuego en otro bosquecillo, apenas a doscientos metros de donde estaba. Advirtió que no se habían instalado para pasar la noche, sino que estaban levantados y muy agitados, y hacían garabatos en la tierra, probablemente rutas de aproximación o de búsqueda, empujándose y discutiendo.
Pony no quería gastar demasiada energía mágica, así que fue desprendiéndose paulatinamente de los poderes elevadores de la malaquita y se dejó llevar hacia abajo hasta aterrizar de nuevo sobre Sinfonía.
—¿Estás listo para divertirte un poco? —preguntó al caballo, devolviendo la malaquita a su bolsa y sacando otras dos piedras.
Sinfonía relinchó suavemente y Pony le dio unas palmaditas en el cuello. Hasta entonces no había intentado aquel truco, y mucho menos con un caballo de por medio, pero se sentía desbordante de confianza. Avelyn la había enseñado bien y, dadas sus nuevas introspecciones con las piedras, una comprensión que iba más allá de lo que jamás había conocido, creyó de todo corazón que estaba preparada.
Encaminó a Sinfonía hacia el campamento de los trasgos; luego tomó una serpentina y empezó a concentrar su magia.
En la otra mano llevaba la brida y un rubí, tal vez la piedra más poderosa que tenía.
Mediante el ojo de gato Pony avanzaba cuidadosamente por un sendero que los llevaría, a ella y a Sinfonía, a su destino de forma rápida y segura. Apenas a veinte metros de distancia, mientras el ruido de los cascos de Sinfonía se camuflaba entre el ruido de las discusiones de los trasgos, la mujer comunicó sus intenciones al caballo por medio de la turquesa; entonces lanzó al poderoso semental a un galope mortal y dejó que sus pensamientos se sumergieran en la serpentina; la piedra proporcionó un escudo blanco y brillante en torno a ella y al caballo como si ambos hubieran caído en un aljibe lleno de una sustancia pegajosa y lechosa.
Pony sólo disponía de unos pocos segundos para asegurar el escudo en torno a los dos, para cambiar de mano las bridas y sostener en alto el rubí, haciendo desaparecer el escudo de la serpentina en torno a esa piedra y, luego, completando la burbuja protectora en torno a ella y debajo de la gema.
Los trasgos aullaron y empuñaron las armas, pero se tiraron de cabeza al suelo y rodaron cuando caballo y amazona pasaron con gran estruendo entre ellos. Un repugnante bruto levantó una lanza, listo para arrojarla.
Pony no le prestó atención; sólo veía los torbellinos rojos dentro del rubí, sólo oía el viento en sus oídos y el hirviente y creciente poder de la gema.
Sinfonía corrió raudo en línea recta, directamente hacia el fuego de los trasgos; luego se detuvo bruscamente con un patinazo y piafó.
Los trasgos gritaron; algunos atacaron; otros continuaron corriendo a la desbandada.
No lo bastante lejos, sin embargo.
Pony desencadenó el destructivo poder del rubí, una bola de fuego tremenda y atronadora que explotó como si surgiera de su mano, y devoró trasgos y árboles por igual en un repentino y llameante infierno.
Sinfonía piafó otra vez y relinchó, encabritándose violentamente. Pony se mantuvo firme y gritó al caballo unas palabras tranquilizadoras, aunque dudaba que Sinfonía pudiera oírla en medio del tremebundo rugido de las llamaradas, o incluso que pudiera percibir sus pensamientos relajantes, a causa de la conmoción imponente causada por aquella conflagración. Pony apenas podía ver ya que el humo lo invadía todo; pero urgió a Sinfonía a avanzar, y tan eficaz resultó el escudo de la serpentina que ni ella ni el imponente caballo sintieron el más mínimo calor. Pasaron junto a un trasgo caído, el que había levantado su lanza con intención de arrojarla, y Pony miró con desagrado aquella ennegrecida criatura que, fuera de combate y con el recalentado pecho estallando con un crujido, aún empuñaba la lanza chamuscada.
Poco después, en medio de la fría noche caballo y amazona salían del bosque y se alejaban; Pony, exhausta y tosiendo, anuló el escudo protector.
—El Oráculo —repitió y suspiró de nuevo, echando una ojeada a su espalda, hacia las llamas.
Estaba segura de que ningún trasgo saldría vivo de aquella catástrofe.
De regreso, encontró a Elbryan en el límite del campamento con la vista fija en el fuego que seguía ardiendo a más de un kilómetro de distancia.
—Obra tuya —afirmó más que preguntó el hombre.
—Alguien tenía que vérselas con los trasgos —replicó Pony, desmontando del todavía agitado caballo negro—. Y por si te interesa saberlo, eran muchos más.
—Tenía plena confianza en tu capacidad para manejar cualquier situación —respondió Elbryan mientras le dedicaba una encantadora sonrisa.
—¿Mientras tú jugabas con el Oráculo?
La sonrisa desapareció del rostro del guardabosque al tiempo que sacudía lentamente la cabeza.
—No jugaba —dijo con gravedad—; era una búsqueda que podría salvar al mundo entero.
—Esta noche estás muy misterioso —observó Pony.
—Si olvidaras tus pullas un momento y pensaras en las historias que te he contado sobre lo que me pasó mientras estuve lejos de Dundalis, empezarías a comprender.
Pony ladeó la cabeza y miró al hombre, al guardabosque, el guardabosque adiestrado por los elfos.
—¿Juraviel? —preguntó de repente sin aliento, refiriéndose a un elfo que había conocido una vez, amigo y mentor de Elbryan.
—Y a los de su raza —completó Elbryan, y movió su barbilla hacia el oeste—. Creo que he recordado el camino de vuelta a Andur'Blough Inninness.
Andur'Blough Inninness, repitió Pony mentalmente. El Bosque de la Nube donde se halla Caer'alfar, la patria de los Touel'alfar, los ligeros y alados elfos de Corona. Elbryan le había contado muchas historias acerca de aquel lugar encantado, pero siempre había contestado a sus deseos de ir allí con una frustrante respuesta arguyendo que no podía recordar el sendero, que los elfos deseaban mantener su intimidad incluso respecto a él, al que llamaban Pájaro de la Noche, un guardabosque adiestrado en su tierra. Si el hombre estaba en lo cierto, si de verdad podía encontrar el sendero de vuelta a la tierra de los elfos, de repente sus palabras sobre la irrelevancia de un par de trasgos resultaban más convincentes.
—Nos pondremos en marcha por la mañana —prometió Elbryan ante la impaciente expresión de la chica—. Antes del amanecer.
—Sinfonía estará cargado y esperándote —respondió Pony con los ojos azules risueños de emoción.
Elbryan la cogió de la mano y la condujo a la pequeña tienda que compartían.
—¿Tienes algún encantamiento para repeler a los insectos? —le preguntó el hombre de pronto.
—Una bola de fuego nos daría un breve respiro —respondió Pony después de pensarlo un instante.
Elbryan echó una ojeada hacia el este, hacia el bosquecillo asolado que todavía ardía, luego frunció el ceño y sacudió la cabeza. Era preferible sufrir la molestia de unos miles de mosquitos.
Ningún trasgo los molestó el resto de la noche, ni tampoco al día siguiente cuando salieron de Los Páramos por el límite oeste. Ambos montaron a Sinfonía tan pronto como el suelo fue lo suficientemente firme, y Elbryan puso al caballo a paso ligero. Unidos telepáticamente por la turquesa, el guardabosque comprendió que Sinfonía quería correr, que había nacido para correr. Y así recorrieron raudos el camino, montando el campamento para descansar unas pocas horas, las más oscuras de la noche, y, ante la insistencia de Elbryan, evitando los trasgos, los gigantes o los powris, o cualquier otro entretenimiento. Lo guiaba un único propósito, ahora que el siempre esquivo sendero hacia Andur'Blough Inninness aparecía bien dibujado en su mente, y Pony no se oponía, pues le parecía acertado involucrar a los elfos en la lucha.
Y había algo más. Después de haber oído las historias cautivadoras que Elbryan le había contado sobre sus días de adiestramiento para ser guardabosque, la chica deseaba encarecidamente ver el bosque de los elfos.
Por otra parte, empleó aquella tregua en medio de tantas batallas para otro fin.
—¿Estás preparado para empezar tu nueva carrera? —le preguntó la mujer una resplandeciente mañana, mientras Elbryan levantaba el campamento gruñendo porque habían dormido demasiado cuando tendrían que haber emprendido el camino antes del amanecer.
El guardabosque ladeó la cabeza con curiosidad.
Pony levantó la bolsa con las gemas y las sacudió con decisión cuando vio que se agriaba la expresión de Elbryan.
—Ya has visto su poder —protestó.
—Soy un guerrero, no un brujo —replicó Elbryan—; y, desde luego, no soy un monje.
—¿Acaso yo no soy una guerrera? —preguntó Pony en tono malicioso—. ¿Cuántas veces te he derribado al suelo?
Elbryan no pudo evitar una risa sofocada. Cuando eran más jóvenes, cuando eran niños en Dundalis antes de la llegada de los trasgos, él y Pony se habían peleado varias veces, y la joven siempre había ganado. En una ocasión, después de que Elbryan la hubiera agarrado por el pelo, la chica había llegado incluso a dejarlo fuera de combate de un puñetazo en la cara. Aquellos recuerdos, incluso el del K. O. eran los más nítidos que conservaba Elbryan, pues después había llegado el tiempo de las tinieblas, la primera incursión de los trasgos, y él y Pony se habían visto separados durante muchos años, creyendo cada uno que el otro había muerto.
Ahora él era el Pájaro de la Noche, uno de los mejores guerreros de todo el mundo, y ella tenía en su poder las piedras mágicas en cuyo uso había sido adiestrada hasta convertirse en una gran experta, por Avelyn Desbris, quien posiblemente fuera el conocedor del poder mágico de las gemas más poderoso del mundo.
—Debes conocerlas —insistió Pony—, por lo menos un poco.
—Parece que tú te manejas con ellas de maravilla —replicó Elbryan desafiante, aunque interiormente estaba un poco intrigado por las posibilidades que encerraba el uso de las gemas—. ¿No se debilitaría el equipo que formamos si yo me quedara con algunas de las piedras? —añadió.
—Dependería de la situación —contestó Pony—. Si te hieren, puedo utilizar la piedra del alma para curar tus heridas; pero ¿qué pasa si me hieren a mí? ¿Quién me curará? ¿O me dejarás apoyada en un árbol hasta que me muera?
La imagen evocada por aquellas palabras casi hizo doblar las rodillas de Elbryan. No podía creer que a ninguno de los dos no se les hubiera ocurrido antes tal posibilidad, o al menos no con la suficiente claridad como para tomar alguna medida.
—Debemos ponernos en marcha —dijo el hombre, una vez agotadas todas las objeciones; levantó la mano cuando Pony se dispuso a formular la previsible protesta—. Pero durante las comidas y las pausas me enseñarás a usar las piedras y, en particular, la del alma —le explicó—. Siempre que estemos despiertos nos dedicaremos a viajar o a aprender.
Pony reflexionó un poco y asintió con la cabeza. Luego, con una súbita sonrisa de picardía, se acercó a Elbryan, le puso el dedo en forma de gancho en el escote de la túnica del hombre y frunció sus labios sensuales.
—¿Siempre que estemos despiertos? —preguntó con coquetería.
Elbryan se quedó sin aliento, incapaz de responder. Aquello era lo que más le gustaba de ella: su habilidad para conseguir siempre desequilibrarlo, sorprenderlo y seducirlo con las frases más sencillas, con movimientos sutilmente sugerentes. Cada vez que él creía tener los pies bien asentados en el suelo, Pony encontraba la manera de demostrarle que el suelo era tan inestable como las resbaladizas tierras de Los Páramos.
El guardabosque sabía que se les había hecho tarde, y también sabía que tardarían un buen rato en ponerse en camino.
Lo que más les impresionó fue la pura majestuosidad de las montañas; simplemente no había otras palabras para describirlas. Caminaron por senderos rocosos; Elbryan abría la marcha para comprobar el camino y vigilar si había huellas. Pony iba detrás y llevaba a Sinfonía de la brida, aunque, gracias al enlace telepático que le unía a los dos, el caballo los hubiera seguido igualmente. Ni Elbryan ni Pony hablaban, ya que el sonido de voces humanas parecía fuera de lugar, a menos que esas voces entonaran una gloriosa canción.
Por doquier grandes montañas extendían hacia lo alto sus gorras blancas de nieve hasta tocar el cielo. Las nubes se desplazaban unas veces por encima de ellos y otras por debajo, y a menudo caminaban a través del aire gris. El viento soplaba constantemente, hecho que contribuía a apagar aún más el sonido y convertía aquel lugar majestuoso en un absoluto silencio, en una absoluta calma. Así que caminaron contemplando las maravillas a su alrededor y sintiéndose insignificantes ante el inmenso poder y esplendor de la naturaleza.
Elbryan sabía que se hallaba en el buen camino; sabía que se acercaba a su destino. Aquel lugar, tan imponente y sobrecogedor, daba la impresión de ser Andur'Blough Inninness.
El sendero se bifurcaba: un ramal subía a la izquierda, y el otro bajaba y luego se desviaba hacia la derecha en torno a un imponente peñasco. Elbryan tomó el camino de la izquierda y le hizo una señal a Pony para que fuera por la derecha, pues supuso que los senderos no tardarían en juntarse de nuevo. Mientras seguía subiendo e iba girando hacia la izquierda, oyó un grito de Pony. Bajó velozmente atajando por el áspero terreno situado entre los dos senderos, saltando por encima de las rocas que encontraba a su paso y brincando con pies tan seguros como las patas de un gato montés. ¡Cuántas veces el Pájaro de la Noche había corrido por aquellas tierras durante sus años de adiestramiento con los Touel'alfar!
Aflojó el paso al divisar a Pony de pie y tranquila junto a Sinfonía. Cuando llegó junto a ella y acompañó su mirada por encima del borde de una pendiente escarpada, comprendió.
Era evidente que a sus pies se extendía un valle, pero estaba escondido bajo una capa de espesa niebla, una manta gris sin rotura alguna.
—No puede ser natural —razonó Pony—; jamás hasta ahora había visto una nube igual.
—Andur'Blough Inninness —contestó Elbryan sin aliento, y cuando acabó la frase, sus labios dibujaron una amplia sonrisa.
—El Bosque de la Nube —añadió Pony, traduciendo las palabras élficas.
—Todos los días, durante todo el día, hay una nube encima —empezó a explicar Elbryan.
—No es un lugar acogedor —interrumpió la mujer.
—Lo es —respondió Elbryan mientras la miraba por el rabillo del ojo—. Cuando quieres que lo sea.
Entonces fue Pony quien miró a su compañero con curiosidad.
—Ni siquiera soy capaz de explicártelo —tartamudeó Elbryan—. Parece gris desde aquí arriba, pero no es lo mismo visto desde debajo, en absoluto. La manta de niebla es una ilusión y, al mismo tiempo, no lo es.
—¿Qué quieres decir?
Elbryan suspiró profundamente y buscó varias maneras de explicárselo.
—Allá abajo todo es gris, y también melancólico y hermoso —dijo—, pero sólo si tú quieres que lo sea; quienes prefieren un día soleado, lo encuentran sin problemas.
—La manta gris parece sólida —observó Pony escéptica.
—Por lo que se refiere a los Touel'alfar las apariencias suelen estar lejos de la realidad.
Pony no podía dejar de constatar la reverencia con la que Elbryan hablaba de los elfos, y, como había conocido a dos de ellos, podía comprender tal respeto, aunque ella no estuviera tan enamorada de aquellas criaturas y, en realidad, las encontrara un poquito arrogantes e insensibles. Más aún, al mirar a Elbryan se daba cuenta de que el joven estaba radiante, tan ostensiblemente contento y encantado como nunca lo había visto.
Y ella sabía que la causa de aquel hechizo se encontraba justo debajo de ellos. Optó por callar y aceptó la versión del guardabosque.
—Hasta este preciso momento no me he dado cuenta de lo mucho que he añorado mis días en Caer'alfar —dijo Elbryan con calma—. O cuánto echo de menos a Belli'mar Juraviel, e incluso a Tuntun, que me hizo la vida tan difícil aquellos años.
Pony inclinó la cabeza con expresión seria, ante la mención de Tuntun, la valiente doncella elfa que había entregado su vida en Aida para salvar a Elbryan y también a ella misma de una de las más monstruosas creaciones del demonio Dáctilo: el espíritu de un hombre incrustado en magma.
Elbryan soltó una risita para eliminar su sombrío estado de ánimo.
—¿Qué es eso? —preguntó Pony.
—Piedras de leche —respondió el guardabosque.
Pony lo miró con curiosidad; el joven le había hablado bastante de su estancia entre los elfos, pero sólo había mencionado de pasada las piedras de leche. Un día tras otro, una semana tras otra, un mes tras otro, Elbryan había pasado las mañanas transportando aquellas piedras. Eran como esponjas, aunque más pesadas y consistentes. Todos los días las colocaban en una ciénaga, donde se empapaban de líquido. Era tarea de Elbryan recogerlas y transportarlas hasta un hoyo para extraerles el agua, ahora aromatizada, un brebaje que los elfos utilizaban para producir un vino dulce y fuerte.
—La temperatura de mi comida dependía de lo rápido que pudiera extraer el líquido de esas piedras —prosiguió Elbryan—. Las reunía en una cesta y corría hasta el hoyo, para luego repetir la misma operación una y otra vez hasta completar la cantidad asignada. Entretanto, los elfos preparaban mi comida, bien caliente.
—Pero no eras lo bastante rápido y tenías que comértela fría —dijo Pony en tono incisivo.
—Al principio —admitió Elbryan con toda su seriedad—. Pero no tardé en poder acabar el trabajo lo bastante rápido como para quemarme la lengua.
—Y así lograste comer caliente muchas veces.
—No —respondió Elbryan mientras sacudía la cabeza y sonreía con melancolía—. Pues Tuntun siempre acababa por aparecer, me tendía trampas y me hacía perder tiempo. Algunas veces yo era más tramposo y conseguía comer caliente. En muchas ocasiones acabé sentado en la maleza con los pies enredados en invisibles cuerdas élficas, con la comida ante las narices y viendo humear la sopa.
Ahora Elbryan podía hablar de aquello con melancolía, podía recordar con la prudencia que da la perspectiva, con los muy valiosos conocimientos que, a menudo mediante duras lecciones, los Touel'alfar le habían transmitido. ¡Cuánto se habían robustecido sus brazos estrujando aquellas piedras! Y cuánto se había fortalecido su espíritu gracias a Tuntun. Ahora se reía de todo aquello, pero su relación con la elfa muchas veces había acabado a golpes, y en una ocasión realmente se había enzarzado con ella en una auténtica pelea, una pelea en la que él se llevó la peor parte. A pesar del áspero trato, de la humillación y del dolor, Elbryan había llegado a darse cuenta de que Tuntun, en el fondo de su corazón, sólo deseaba lo mejor para él. No era su madre ni su hermana y, por entonces, ni siquiera era su amiga. Era su instructora y sus métodos, aunque duros, habían resultado indudablemente eficaces. Elbryan había llegado a querer a la doncella elfa.
Y ahora todo lo que le quedaba de Tuntun eran sus recuerdos.
—Sangre de Mather —dijo con una sonrisa burlona.
—¿Qué?
—Tuntun solía llamarme así —explicó Elbryan—. Y, al principio, lo adornaba con un profundo sarcasmo. Sangre de Mather.
—Pero tú pronto le demostraste que era un apelativo bien elegido —pronunció una voz melodiosa que llegó desde el interior de la mortaja de niebla, no muy lejos de donde estaban ellos dos.
Elbryan conocía aquella voz, y también Pony.
—¡Belli'mar —exclamaron ambos al unísono.
Belli'mar Juraviel contestó a aquella llamada emergiendo de la capa de niebla; sus sutiles alas se agitaron para ayudarlo a navegar por el escarpado ángulo de la ladera. La absoluta belleza del elfo, su pelo dorado, sus ojos dorados, sus rasgos angulosos y su cuerpo ágil, se añadieron a la ya majestuosa aura del lugar y dejaron sin habla a ambos humanos. A Elbryan y a Pony les parecía estar oyendo música a cada paso corto y saltarín de Juraviel, a cada aleteo de sus casi translúcidas alas. Sus movimientos eran una armoniosa danza, un perfecto equilibrio, un homenaje a la misma Naturaleza.
—Amigos míos —saludó el elfo calurosamente, aunque había también un deje en su voz que Elbryan no conocía. Juraviel les había acompañado al principio en la expedición a Aida, como único representante de la raza élfica, pero sacrificó su participación en el viaje para servir de guía a un grupo de exhaustos refugiados.
Elbryan se le acercó y le estrechó las manos, pero la sonrisa del guardabosque se había evaporado. Tenía que contarle a Juraviel el triste final de su amiga, pues Tuntun había seguido a la banda sin que los elfos se enteraran. El guardabosque miró atrás hacia su compañera, con una expresión que evidenciaba su apuro.
—¿Sabes que el demonio Dáctilo ha sido eliminado? —preguntó Pony para cambiar de tema.
Juraviel asintió con la cabeza.
—Sin embargo, el mundo continúa siendo un lugar peligroso —contestó—. El Dáctilo ha sido derribado, pero su legado sigue vivo bajo la forma de un ejército de monstruos que comete desmanes por todas las tierras civilizadas de vuestra raza humana.
—Quizá deberíamos hablar acerca de esos tenebrosos asuntos abajo en el valle —apuntó Elbryan—. Espero que siga estando allí bajo las acogedoras ramas de Caer'alfar.
Empezó a bajar por la pendiente, pero Juraviel lo detuvo con un ademán, y la repentina y severa expresión del elfo indicó al humano que no había discusión posible al respecto.
—Hablaremos aquí —dijo el elfo con calma.
Elbryan se quedó inmóvil y examinó a su amigo un buen rato mientras trataba de descifrar las emociones que se escondían tras aquella sorprendente aseveración. Vio dolor, y un poco de enfado, y poco más. Como todos los elfos, los ojos de Juraviel poseían una extraña y paradójica combinación de inocencia y sabiduría, de juventud y veteranía. Elbryan no averiguaría nada más hasta que Juraviel quisiera.
—Hemos acabado con muchos trasgos y powris, incluso con gigantes, de regreso hacia el sur —observó el guardabosque—. Pero aún parece que hemos hecho pocos progresos en la lucha contra esas hordas.
—La eliminación del Dáctilo no fue poca cosa —concedió Juraviel, mientras una incipiente sonrisa asomaba en su rostro—. Fue Bestesbulzibar el que reunió a las tres razas en un ejército. Nuestros... vuestros enemigos ahora no están tan bien organizados y se pelean entre ellos tanto como contra los humanos.
Elbryan apenas escuchó el resto de la frase en cuanto el elfo dejó de hablar de enemigos comunes para hacerlo sólo de enemigos de la gente de Elbryan. En ese momento comprendió que los Touel'alfar se habían desentendido de la guerra, y aquello era algo que el mundo podía difícilmente afrontar.
—¿Qué pasó con los refugiados a los que escoltaste? —preguntó Pony.
—Los conduje hasta ponerlos a salvo en Andur'Blough Inninness —contestó Juraviel—. Aunque nos vimos acosados por el mismísimo demonio Dáctilo, un encuentro del que no hubiera salido vivo de no ser porque la señora Dasslerond acudió personalmente en mi ayuda desde el hogar de los elfos. Pudimos salvarnos, y aquellas asediadas gentes fueron devueltas a las tierras del sur con sus familias, a salvo. —Juraviel soltó una risita cuando finalizó el relato—. Aunque cuando llegaron al sur habían olvidado algunas cosas.
Elbryan asintió al comprender que los elfos pudieron activar un poco de su magia, incluyendo la que hacía olvidar el camino, tal como habían hecho con él. La señora Dasslerond pretendía mantener en secreto la ubicación del valle élfico a toda costa. Quizá por esa razón Juraviel había subido hasta allí; tal vez Elbryan, al regresar, había violado algún código de los elfos.
—Todo lo a salvo que se puede estar en estos tiempos —comentó Pony.
—Por supuesto, pero más seguros ahora que antes, gracias a los esfuerzos de Elbryan y Jilseponie, y a los sacrificios de Bradwarden el centauro y de Avelyn Desbris —dijo el elfo; hizo una pausa y respiró profundamente; entonces miró a Elbryan directamente a los ojos—. Y al de Tuntun de Caer'alfar —acabó diciendo.
—¿Lo sabías? —preguntó el guardabosque.
Juraviel asintió con expresión grave.
—No somos muchos; mi pueblo y nuestra comunidad nos relacionamos de muchas maneras que los humanos no pueden comprender. Supimos de la muerte de Tuntun al tiempo que ella se daba cuenta de que iba a morir. Confío en que murió valientemente.
—Nos salvó a ambos —se apresuró a decir Elbryan—, y salvó el objetivo de la expedición. De no haber sido por Tuntun, Pony y yo habríamos perecido antes de alcanzar la guarida del Dáctilo.
Juraviel asintió y pareció satisfecho con la respuesta; una gran paz iluminó su rostro.
—En ese caso Tuntun vivirá para siempre en los cantos —dijo.
Elbryan asintió con un movimiento de cabeza; cerró los ojos e imaginó a los elfos, reunidos en un campo del valle, bajo un cielo estrellado, cantando a Tuntun.
—Debes contarme los detalles de su muerte —dijo Juraviel—, pero más tarde —añadió enseguida, levantando la mano antes de que Elbryan pudiera empezar—. De momento, me temo, hay asuntos más urgentes. ¿Por qué habéis venido?
La brusquedad de la pregunta, el tono casi acusador, sobresaltó a Elbryan. ¿Por qué habían ido? ¿Cómo podía evitarlo una vez que había recordado el camino? Jamás se le había ocurrido que pudiera no ser bien recibido en Andur'Blough Inninness, un lugar que consideraba su hogar más que ningún otro en el mundo.
—Éste no es tu sitio, Pájaro de la Noche —explicó Juraviel, tratando de adoptar un tono amistoso e incluso comprensivo, aunque las simples palabras que pronunciaba no podían dejar de herir a Elbryan—. Y traerla aquí sin el permiso de la señora Dasslerond...
—¿Permiso? —se burló el guardabosque—. ¿Después de todo lo que hemos compartido? ¿Después de todo lo que yo le he dado a tu pueblo?
—Fuimos nosotros los que te dimos a ti —corrigió prestamente Juraviel.
Elbryan reflexionó y meditó sus palabras. Por supuesto, los Touel'alfar le habían dado mucho, le habían ayudado a madurar y le habían adiestrado para ser guardabosque. Pero la generosidad había sido recíproca, advirtió en aquel momento el joven guardabosque, mientras analizaba su relación con los elfos con la misma frialdad que reflejaba la actitud de Juraviel. Los elfos le habían dado mucho, era cierto, pero a cambio él les había dado el rumbo de su propia vida.
—¿Por qué me tratas así? —preguntó abiertamente—. Creía que éramos amigos. Tuntun dio su vida por mí, por mi expedición, y ¿acaso el éxito de esa expedición no benefició tanto a los Touel'alfar como a los humanos?
La expresión severa de Juraviel, exagerada por sus rasgos angulosos, se suavizó un poco.
—Empuñaba Tempestad —prosiguió Elbryan, desenvainando la reluciente espada, un arma forjada por los elfos con su secreto silverel—. Y Ala de Halcón —añadió, descolgando el arco de su hombro. Ala de Halcón estaba hecho de helecho negro, una planta que los elfos cultivaban y que absorbía el silverel del suelo—. Ambas armas son de los Touel'alfar —continuó el guardabosque—. Fue tu propio padre quien fabricó este arco para mí, para el humano amigo y alumno de su hijo. Y Tempestad, que con toda legitimidad llevaba, había superado el reto del fantasma de mi tío Mather...
Juraviel levantó la mano para interrumpirlo.
—Es suficiente —pidió—. Creo que lo que dices es cierto. Todo lo que dices. Pero eso no cambia en nada lo que ahora se plantea: ¿por qué has venido, amigo mío, sin ser invitado, a este lugar que debe permanecer secreto?
—He venido a averiguar si tu gente está dispuesta a ayudar a la mía en estos tiempos de tinieblas —replicó Elbryan.
Una profunda tristeza se dibujó en el rostro de Belli'mar Juraviel.
—Hemos sufrido mucho —explicó.
—Como los humanos —replicó Elbryan—. ¡Han muerto muchos más humanos que Touel'alfar, aun suponiendo que todos los elfos de Andur'Blough Inninness hubieran perecido!
—Es cierto que no han muerto muchos de los míos —admitió Juraviel—, pero no sólo la muerte es motivo de sufrimiento. El demonio Dáctilo vino a nuestro valle; por supuesto la señora Dasslerond tuvo que encargarse de derrotar al sucio diablo cuando se me apareció mientras trataba de poner a salvo a los refugiados. El demonio fue expulsado, pero Bestesbulzibar, maldito sea su nombre, dejó una cicatriz en nuestra tierra, una herida en nuestro propio suelo que jamás sanará y que continúa extendiéndose a pesar de nuestros esfuerzos.
Elbryan miró a Pony; la expresión de la mujer era grave. El guardabosque no necesitaba explicarle lo que aquello implicaba.
—No hay ningún lugar en el mundo para nosotros salvo Andur'Blough Inninness —prosiguió Juraviel en tono sombrío—. Y la decadencia ha empezado; nuestro tiempo pasará, amigo mío, y los Touel'alfar desaparecerán de este mundo. Para la mayoría sólo figuraremos en los cuentos que se explican a los niños alrededor del fuego, y para unos pocos, como el Pájaro de la Noche, que nos conocen bien, seremos un recuerdo que transmitirán a sus descendientes.
—Siempre hay una esperanza —replicó Elbryan con un nudo en la garganta—. Siempre hay un camino.
—Y lo buscaremos —asintió Juraviel—. Pero por ahora, nuestras fronteras están cerradas a todos los que no sean Touel'alfar. Si no hubiera salido a vuestro encuentro, si os hubierais internado en la niebla que cubre nuestro hogar, os habrían asfixiado y dejado morir en la ladera de la montaña.
—No es posible —exclamó Pony después de emitir un sofocado grito de sorpresa—; ¡no mataríais al Pájaro de la Noche!
Elbryan tenía más elementos de juicio. Los Touel'alfar se regían por un código distinto al de los humanos, y sólo unos pocos podían comprenderlo. Los elfos consideraban inferior a cualquiera que no fuera de su raza, incluso a aquellos pocos seleccionados para recibir adiestramiento de guardabosque. Los Touel'alfar podían estar entre los mejores aliados de todo el mundo, podían pelear hasta la muerte para salvar a un amigo, afrontar cualquier riesgo, tal como había hecho Juraviel con los refugiados, y no por simple compasión. Pero cuando se sentían amenazados, eran inflexibles, y a Elbryan no le sorprendió lo más mínimo saber que habían dispuesto una trampa mortal para impedir que los extranjeros penetraran en su valle en aquellos tiempos de peligros.
—¿No soy un Touel'alfar? —preguntó el guardabosque con audacia, mientras miraba a Juraviel a los ojos. Y en ellos leyó dolor y un profundo disgusto.
—No importa —ofreció Juraviel con poco entusiasmo—. La niebla sólo permite distinguir el aspecto físico. Para ellos, eres humano, y nada más. Para ellos, por supuesto, no eres un Touel'alfar.
Elbryan quería insistir sobre ese punto, quería escuchar cómo su amigo vivía aquella situación. Pero decidió que no era el momento oportuno.
—Si existiese algún modo de pedir permiso para venir y traer conmigo a Pony, lo habría hecho —dijo con sinceridad—. De pronto recordé el camino, y por eso he venido; eso es todo.
Juraviel asintió satisfecho, y en su cara se dibujó de repente una cálida sonrisa.
—Y yo me alegro de que hayas venido —dijo afectuosamente—. Es un placer volver a verte y saber que tú, y tú —añadió mirando a Pony—, habéis sobrevivido a la terrible experiencia de Aida.
—¿Sabes lo de Avelyn y Bradwarden?
Juraviel asintió.
—Tenemos medios para recabar información —dijo—. De esa forma me enteré también de que dos humanos demasiado curiosos se estaban acercando a las protegidas fronteras de Andur'Blough Inninness. Según todos los informes, sólo dos figuras salieron del devastado Barbacan.
—¡Pobre Avelyn! —exclamó Elbryan con expresión sombría—. ¡Pobre Bradwarden!
—Avelyn Desbris era un buen hombre —asintió Juraviel—. Y el bosque entero llevará luto por la desaparición de Bradwarden. Su cantar era dulce, y su espíritu, bravo. A menudo me sentaba y escuchaba su gaita, unas melodías muy acordes con el bosque.
Tanto Pony como Elbryan compartían los sentimientos del elfo. Cuando eran niños, en Dundalis, en mejores y más inocentes tiempos, a veces habían escuchado los melodiosos sonidos de la gaita de Bradwarden, aunque en aquella época no tenían ni idea de quién podía ser el gaitero. La gente de los dos pueblos de las Tierras Boscosas, Dundalis y Prado de Mala Hierba, pues por aquel entonces, Fin del Mundo aún no existía, llamaban al desconocido gaitero el Fantasma del Bosque y no lo temían, pues entendían que una criatura capaz de emitir una música tan inolvidablemente hermosa no podía representar una amenaza para ellos.
—Pero cambiemos de tema —dijo súbitamente Juraviel, quitándose la pequeña mochila—. ¡He traído comida, buena comida! ¡Y Questel ni'Touel!
—Pasmo —tradujo Elbryan.
Questel ni'Touel era el vino élfico elaborado con agua filtrada por las piedras de leche. Algunas veces se vendía a través de canales secretos a los humanos con el nombre de pasmo, una broma élfica, pues el nombre les recordaba tanto la ciénaga de donde provenía el líquido originalmente como el estado mental que en seguida producía en los humanos.
—Vámonos y montemos un campamento —propuso Juraviel—. A resguardo del viento y protegidos del frío de la noche que se acerca. Así podremos comer y hablar con más comodidad.
Los dos amigos asintieron en seguida y advirtieron que la agitación que antes habían sentido se debía simplemente a la búsqueda del valle mágico. Ahora que el asunto de Andur'Blough Inninness estaba zanjado, ambos podían relajarse ya que, estando tan cerca de la frontera de la patria de los elfos, no temían ni a trasgos ni a powris, ni tampoco a gigantes.
Cuando se sentaron a comer, Elbryan y Pony comprobaron que Juraviel no había exagerado lo más mínimo respecto de la calidad de la comida que había traído: bayas rollizas y dulces de un fruto crecido bajo las gráciles ramas de Caer'alfar, y pan aromatizado con el toque justo de Questel ni'Touel. Juraviel no había traído muchas cosas, pero aquella comida era fabulosamente buena; en verdad era la más exquisita que los fatigados viajeros habían saboreado en muchos, muchos meses.
El vino también ayudó a eliminar el mal sabor de boca que les había causado el incómodo reencuentro, y permitió a Elbryan y a Pony, y también al elfo, relegar por un tiempo los peligros de la ininterrumpida batalla, sentarse y relajarse y olvidar que su mundo estaba lleno de trasgos, powris y gigantes. Hablaron de los viejos tiempos, del adiestramiento de Elbryan en el valle de los elfos, de la vida de Pony en Palmaris y de cuando estuvo al servicio del ejército del rey de Honce el Oso. La conversación se mantuvo en un tono festivo y transcurrió en su mayor parte entre anécdotas divertidas e historias de Juraviel sobre Tuntun.
—Sí, encontraré bastante materia para la canción que estoy componiendo en su honor —dijo el elfo con serenidad.
—¿Una entusiasta canción de guerra? —preguntó Elbryan—, ¿o una canción para un alma sensible?
La idea de describir a Tuntun como un alma sensible hizo estallar en carcajadas a Juraviel.
—¡Oh, Tuntun! —gritó teatralmente el elfo, brincando sobre sus pies, lanzando los brazos hacia el cielo e iniciando una improvisada canción:
Oh, elfa sensible, ¿qué poemas has escrito
para mejor describirte?
¿Qué versos vuelan desde tus labios a los oídos anhelantes
del Pájaro de la Noche?
¡Pero desde que metiste su cabeza en el hoyo,
es dudoso que pueda oírte!
Pony, ante tal ocurrencia, se desternilló de risa, pero Elbryan clavó en su amigo una grave mirada.
—¿Qué te preocupa, amigo mío? —inquirió Juraviel.
—Si recuerdo bien, no fue Tuntun sino Belli'mar Juraviel quien metió mi cabeza en el hoyo —replicó el guardabosque severamente.
El elfo se encogió de hombros y sonrió.
—Me temo que tendré que escribir otra canción —dijo con calma.
Elbryan no pudo seguir fingiendo y también empezó a reír a carcajadas.
Su alegría, animada por el pasmo, se prolongó varios minutos y al fin dio paso a carcajadas más reposadas y a alguna risa sofocada que acabó en un simple y reflexivo silencio; los tres permanecían sentados y nadie quería ser el primero en hablar.
Al fin, Juraviel se levantó, anduvo unos pasos y se dejó caer frente a Elbryan, al otro lado de la pequeña fogata.
—Debéis dirigiros hacia el sur y hacia el este —explicó—. A los pueblos a medio camino entre Dundalis y Palmaris. Allí es donde más os necesitan y donde podréis hacer el mayor bien.
—¿Es el frente de la batalla? —preguntó Pony.
—Uno de los frentes —replicó Juraviel—. Se libran otras batallas aún más importantes en el lejano este, a lo largo de la costa, y hacia el norte, en las frías tierras de Alpinador, donde el temible Andacanavar enarbola en calidad de guardabosque la bandera ofrecida por los elfos. Pero me temo que Elbryan y Pony sólo serían actores menores en aquellas grandes batallas, mientras que podríais cambiar la suerte de las zonas más cercanas.
—Las zonas más próximas a la frontera de Andur'Blough Inninness —dijo Elbryan con malicia, sospechando los motivos de su amigo elfo.
—No tememos ningún ataque de trasgos ni de powris —se apresuró a responder Juraviel—. Nuestras fronteras están a salvo de esos enemigos. Es el mal más profundo, la infamia del demonio Dáctilo... Hizo una pausa; su voz se había ido desvaneciendo poco a poco dejando en el aire aquel negro pensamiento.
»Pero vosotros dos deberíais ir a esos pueblos —dijo al fin—. Haced por esas gentes lo que hicisteis por los habitantes de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo; así toda la región quedará libre de la herencia del demonio Dáctilo.
Elbryan miró a Pony y ambos inclinaron la cabeza hacia el elfo en señal de asentimiento. Elbryan examinó a su diminuto amigo con detenimiento, en busca de signos no verbalizados que le dieran alguna pista acerca de la importancia de todo aquello. Conocía bien a Juraviel y tenía la impresión de que muchas cosas no eran tan pétreas como el elfo había indicado.
—¿Vosotros dos estáis formalmente desposados? —preguntó de pronto Juraviel, cogiendo por sorpresa a Elbryan.
Pony y el guardabosque se miraron.
—En nuestros corazones —explicó el hombre.
—No hemos tenido tiempo ni oportunidad —respondió Pony, y entonces con un profundo suspiro añadió—; deberíamos haberle pedido a Avelyn que oficiase la ceremonia. ¿Quién sino él hubiera sido más adecuado?
—Si estáis casados en vuestros corazones, entonces estáis casados —decidió Juraviel—. Pero debería haber una ceremonia, una declaración formal ante parientes y amigos. Es algo más que una cuestión legal y más que una celebración. Es una declaración pública de fidelidad y amor eterno, una proclamación ante el mundo entero de que hay algo superior a esta forma corporal y un amor más profundo que la simple carnalidad.
—Algún día —prometió Elbryan, mientras miraba a Pony, la única mujer a la que creía poder amar toda la vida, y comprendía cada una de las palabras que acababa de pronunciar Juraviel.
—¡Dos ceremonias! —decidió el elfo—. Una para vuestros compañeros humanos y otra para los Touel'alfar.
—¿Qué podría importarles a los Touel'alfar? —preguntó Elbryan, con una pizca de cólera en el tono de voz que sorprendió a sus dos compañeros.
—¿Por qué no? —replicó Juraviel.
—Porque a los Touel'alfar sólo les importan los asuntos de los Touel'alfar —razonó Elbryan.
Juraviel se disponía a protestar pero vio la trampa que encerraban aquellas palabras y se limitó a sonreír.
—Os importa —dijo Elbryan.
—Naturalmente —admitió Juraviel—; y estoy contento, como toda la gente élfica de Caer'alfar, de que Elbryan y Jilseponie hayan sobrevivido a la expedición de Aida y de que se hayan encontrado. Para nosotros, vuestro amor es una luz resplandeciente en un mundo oscuro.
—Así es como lo supe —dijo Elbryan.
—¿Supiste qué? —preguntaron al unísono Juraviel y Pony.
—Que yo... nosotros —corrigió, señalando a Pony— no somos Touel'alfar. No a los ojos de Belli'mar Juraviel.
El elfo exhaló un profundo y exagerado suspiro.
—Lo admito —dijo—. Me rindo.
—Y así también es como supe lo otro —continuó Elbryan con una sonrisa burlona de oreja a oreja.
—¿Y qué es lo otro? —preguntó Juraviel, en tono de fingido desinterés—. ¿Qué más sabe el sapientísimo Pájaro de la Noche?
—Que Belli'mar Juraviel tiene intención de acompañarnos al sur y al este —respondió Elbryan.
—¡No se me había ocurrido! —contestó Juraviel abriendo desmesuradamente los ojos.
—Piénsalo entonces —le indicó Elbryan—, porque nosotros, los tres, nos pondremos en camino con los primeros albores.
Luego se tendió apartándose de la fogata y se acurrucó en su saco de dormir.
—Ya es hora de dormir —le dijo a Pony—. Y hora de que nuestro amigo regrese a su valle para decirle a la señora Dasslerond que estará fuera un tiempo.
Pony, fatigada por el camino y el vino, y satisfecha con la comida, estuvo más que contenta de acurrucarse bajo las mantas.
Juraviel no pronunció palabra ni se movió durante algún tiempo. Frente a él, Elbryan y Pony no tardaron en respirar acompasadamente, lo que mostraba su sueño profundo y tranquilo; detrás de él, Sinfonía relinchó ligeramente en la quietud de la noche. Entonces, el elfo se marchó deslizándose en silencio a través de la oscuridad, corriendo con sus pensamientos y corriendo hacia su señora.
A pesar de su discreción, su marcha despertó a Pony, cuyo descanso se había visto perturbado por inquietantes sueños. Sintió el peso del robusto brazo de Elbryan en torno a ella y el calor de su cuerpo acurrucado junto al suyo. Debería de haberse sentido con ese abrazo en un mundo cálido y feliz.
Pero no fue así.
Permaneció tumbada un buen rato y Elbryan, como si percibiera su ansiedad, no tardó en despertarse.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó con delicadeza, acariciándola con los labios y besándole la nuca.
Pony se puso rígida y el guardabosque lo advirtió. Se apartó de ella y se sentó; la joven vio su oscura silueta contra el cielo estrellado.
—Sólo trataba de calmarte —se disculpó.
—Lo sé —repuso ella.
—¿Entonces por qué estás enfadada? —preguntó él.
—No estoy enfadada —decidió la chica tras un buen rato de reflexión—. Sólo estoy asustada.
Ahora fue el guardabosque quien hizo una pausa y reflexionó. Volvió a tumbarse junto a Pony boca arriba y se puso a contemplar las estrellas. Nunca había visto a Pony asustada —por lo menos desde el día en que sus hogares fueron saqueados— y estaba convencido de que ahora los temores de la chica no se debían a powris o gigantes, ni tampoco al demonio Dáctilo. Observó su tensión cuando la tocó. No estaba enojada con él, lo sabía, pero...
—Estabas muy callada mientras Juraviel hablaba de matrimonio —dijo el hombre.
—No había nada que añadir a lo que tú ya habías dicho —respondió Pony, dándose la vuelta para ponerse frente a Elbryan—. Compartimos sentimientos y tenemos parecidas formas de pensar.
—¿Pero?
Su cara se ensombreció.
—Te asusta la posibilidad de tener un hijo —razonó Elbryan, y la expresión de Pony reflejó un gran asombro.
—¿Cómo lo averiguaste?
—Dijiste precisamente que teníamos sentimientos parecidos —repuso el guardabosque con una ligera sonrisa bonachona.
Pony suspiró y ciñó con su brazo el pecho de Elbryan, besándole suavemente en la mejilla.
—Cuando estamos juntos, me siento como si todo el mundo fuera maravilloso —dijo ella—. Me olvido de la pérdida de Dundalis, de la pérdida de Avelyn y Bradwarden, de la de Tuntun. El mundo no parece tan terrible y oscuro, y todos los monstruos desaparecen.
—Pero si en estas circunstancias tuvieras un hijo —dijo Elbryan—, entonces esos monstruos volverían a ser demasiado reales.
—Tenemos un deber que cumplir —explicó Pony—. Con la ofrenda que los Touel'alfar te dieron, y la que me ofreció a mí Avelyn, tenemos que ser para nuestro pueblo algo más que simples observadores. ¿Cómo podría pelear si llegara a estar embarazada? ¿Y qué vida le esperaría a nuestro hijo en estos tiempos?
—¿Cómo podría luchar si tú no pudieras permanecer a mi lado? —preguntó Elbryan, mientras deslizaba las puntas de sus dedos por la cara de la chica.
—No quiero rechazarte jamás —dijo Pony—. Jamás.
—En ese caso, no te exigiré nada —repuso Elbryan con sinceridad—. Pero me dijiste que había períodos en cada mes en los que hay poca probabilidad de concebir un hijo.
—¿Probabilidad? —repitió Pony con escepticismo—. ¿Qué riesgo te parece aceptable correr?
Elbryan reflexionó un instante.
—Ninguno —decidió—. La apuesta es demasiado seria, los costes demasiado altos. Haremos un pacto, aquí y ahora. Terminemos el asunto que tenemos entre manos y, cuando el mundo esté en orden, nos dedicaremos a nuestras necesidades y a nuestra propia familia.
Dijo eso con tal sencillez y con tal optimismo que parecía que el pacto sería algo temporal y que el mundo recuperaría pronto el orden, por lo que una sonrisa se esbozó en la cara preocupada de Pony. Se acurrucó junto a él y lo abrazó sabiendo en lo más profundo de su corazón que él sería fiel al pacto y que no podrían hacer el amor hasta que llegaran tiempos mejores.
Ambos durmieron profundamente durante el resto de la noche.
Cuando Juraviel regresó al pequeño campamento, Pony ya se había despertado y todas las pertenencias estaban empaquetadas y colocadas sobre Sinfonía. El sol se había levantado, pero estaba todavía a poca altura sobre el horizonte oriental.
—Ya deberíamos estar en ruta —dijo Pony con ojos soñolientos mientras bostezaba y se desperezaba.
—Esta noche os he dejado dormir —repuso Juraviel—, pues creo que tardaréis en volver a hacerlo.
Pony miró a Elbryan, que todavía dormía a pierna suelta. Sueños largos y reparadores, al igual que otros placeres, serían a partir de ahora algo muy raro.
Pero sólo por un corto tiempo, se dijo la mujer con determinación.
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5
En busca de la verdad
El circo montañoso que rodeaba Barbacan estaba a más de mil novecientos kilómetros de las murallas de piedra de Saint Mere Abelle, y esto a vuelo de pájaro. Por carretera, en aquellos lugares donde un viajero podría considerarse afortunado si la encontraba, la distancia se acercaba a los tres mil doscientos kilómetros, un trayecto que a una caravana convencional le habría llevado doce semanas de viaje, siempre y cuando la caravana no encontrara problemas imprevistos y no se detuviera ni un solo día a descansar. En realidad, cualquier mercader que planificara un viaje semejante calcularía unos tres meses de trayecto, y tendría que disponer de suficiente oro para cambiar de caballo varias veces. Y ciertamente, en aquellos tiempos tan peligrosos, con hordas de trasgos y powris asolando incluso las zonas normalmente tranquilas de Honce el Oso, ningún mercader, ni siquiera los soldados de la famosa elite de la Brigada Todo Corazón, lo habría intentado.
Pero los monjes de Saint Mere Abelle no eran mercaderes ni soldados, y disponían de magias capaces de acortar tremendamente el tiempo de viaje y mantenerlos ocultos a los ojos de potenciales enemigos. Y si ocurría que trasgos u otros monstruos los descubrían, la magia hacía de ellos un imponente adversario. El itinerario de semejante viaje había sido trazado en la abadía hacía siglos. Los monjes de Saint Mere Abelle fueron los primeros cartógrafos de Honce el Oso, e incluso habían dibujado mapas de las Tierras Boscosas, del norte de Behren, del sur de Alpinador, así como de una buena parte de las estribaciones de las Tierras Agrestes, al oeste. En aquellos remotos tiempos, los diarios de las expediciones se habían convertido en guías de viaje, con detalles acerca de las provisiones requeridas, las piedras mágicas recomendadas y las rutas más rápidas. Esas guías se actualizaban con regularidad, y por eso la principal tarea del hermano Francis a partir del día que repelieron el ataque de los powris fue localizar los tomos apropiados y adaptar las cantidades de provisiones recomendadas a las necesidades de una expedición de veinticinco hombres, el número de hermanos que el padre abad Markwart había decidido que realizarían el viaje.
Al cabo de dos días, después de vísperas, el hermano Francis informó al padre abad y a los demás padres de que las listas estaban completas y la ruta confirmada. Tan sólo faltaba redondear por arriba las provisiones —una tarea que Francis aseguró al padre abad que podía hacerse en cuestión de un par de horas— y elegir los monjes que debían emprender el viaje.
—Voy a encargarme personalmente del mando de la expedición —les informó el padre abad, provocando gritos sofocados de Francis y de todos los padres, excepto de maese Jojonah, que siempre lo había sospechado. En efecto, Jojonah había comprendido que Markwart estaba obsesionado y que, en tal estado, esa decisión estaba cantada.
—Pero padre abad —arguyó uno de los padres—, esto es algo que no tiene precedente. Tú eres el superior de Saint Mere Abelle y de toda la Iglesia abellicana; arriesgar tu seguridad en una empresa tan peligrosa...
—Correríamos menos riesgos enviando al rey en persona —protestó otro padre.
El padre abad Markwart levantó la mano para acallarlos.
—Lo he meditado muy bien —replicó—. Es conveniente que yo vaya: el mayor poder del bien debe presentar batalla al mayor poder del mal.
—Pero seguramente no en tu propio cuerpo —propuso maese Jojonah, quien también había pensado bastante en el asunto—. ¿Me permites que sugiera al hermano Francis como receptáculo adecuado de tus preguntas respecto al avance de la expedición?
Markwart miró largo y tendido a Jojonah; evidentemente, aquella sugerencia tan impecablemente razonable pilló desprevenido al padre abad. Mediante la conexión telepática entre los dos cuerpos, proporcionada por una piedra del alma, la distancia física no importaba mucho. El padre abad Markwart podía hacer el viaje o podía controlar su progreso personalmente —en espíritu— sin llegar a abandonar el confort de la abadía.
—¿Te sentirías muy honrado en tal situación, no es cierto, hermano Francis? —prosiguió Jojonah.
Los ojos del hermano Francis dispararon dagas contra el astuto padre. Desde luego, no iba a sentirse «muy honrado» en tal situación; eso era algo que él y también maese Jojonah sabían perfectamente. La posesión era por supuesto algo horrible, y algo que jamás se deseaba. Aún peor, Francis sabía que, al servir de mero receptáculo de Markwart, su papel se reduciría significativamente, si es que era elegido para formar parte de la expedición. ¿Cómo podía ocupar la más mínima posición de liderazgo, después de todo, si existía la posibilidad de que ni tan sólo estuviera allí, si su espíritu y su voluntad podían ser arrojadas a un limbo vacío mientras Markwart utilizaba su cuerpo?
La mirada del hermano Francis pasó de maese Jojonah al padre abad, y luego a los otros siete padres allí presentes, que lo miraban expectantes. ¿Cómo podía rechazar semejante propuesta? Volvió a mirar enojado a Jojonah; sin separar los ojos de él y sin parpadear respondió con afectación entre los dientes apretados:
—Desde luego, sería el mayor honor que cualquier hermano podría esperar o desear.
—Muy bien, entonces —dijo victorioso Jojonah, batiendo palmas. De un solo golpe, había evitado que Markwart dirigiera la expedición y había puesto en su sitio al excesivamente ambicioso hermano Francis. No se trataba de que Jojonah quisiera proteger a Markwart de cualquier peligro; lejos de ello. Se trataba simplemente de que temía el daño que Markwart podía ocasionar en el caso de que el viaje llegara a su término. Algo más que simples especulaciones situaban a Avelyn Desbris en aquel lugar devastado del norte, y Jojonah temía que Markwart pudiera esconder lo que realmente encontraran allí con invenciones para poder acercarse a su odiado Avelyn. Si Markwart estaba al frente de la expedición cuando ésta llegara a Barbacan, sería Markwart quien determinaría qué iba a ocurrir allí.
—No obstante, tengo miedo de que mi trabajo sea desaprovechado —añadió de repente el hermano Francis, cuando el padre abad se disponía a hablar.
Todas las miradas se concentraron en el joven hermano.
—Yo he planeado el viaje —explicó Francis; Jojonah y algunos otros se dieron cuenta de que estaba improvisando—. Estoy familiarizado con el recorrido que debemos efectuar y con las cantidades de provisiones que tienen que quedarnos en cada parada. Asimismo, estoy bien adiestrado en el uso de las piedras y, según todas las opiniones, de forma eficiente; las gemas son imprescindibles si queremos cumplir con el plazo de tres semanas, previsto en los tomos de la guía.
—Doce días —dijo el padre abad, atrayendo todas las miradas y provocando un gesto de incredulidad en el hermano Francis—. La duración prevista de nuestro viaje será de doce días.
—Pero... —empezó a responder el hermano Francis; pero, si el tono del anciano dejaba poco espacio para la discusión, su mirada no dejó ninguno, y el joven monje optó prudentemente por callarse.
—Por otra parte, maese Jojonah tiene razón, y acepto su sugerencia como la alternativa más prudente —prosiguió Markwart—. Así pues, yo no iré, pero podré inspeccionar de forma regular la expedición a través de los ojos serviciales del hermano Francis.
Jojonah estuvo encantado con lo que acababa de anunciar el padre abad; había temido que la tozudez de Markwart hubiera persistido. No obstante, no le sorprendió que su recomendación para que Francis fuera receptáculo hubiese sido aceptada; el ambicioso hermano era uno de los pocos en Saint Mere Abelle en quien confiaba el anciano padre abad, cuya paranoia había ido en aumento desde que Avelyn Desbris se fugó con las gemas.
—Dado que no lideraré personalmente, o al menos no de modo físico la expedición —prosiguió Markwart—, uno de vosotros, padres, debe ir —su mirada recorrió la habitación y se detuvo un momento en el impaciente De'Unnero antes de posarse en Jojonah.
El gordo y anciano padre correspondió a aquella mirada con una expresión incrédula. Seguramente Markwart no lo elegiría a él, suplicó interiormente. Era uno de los padres más viejos de Saint Mere Abelle, y, sin duda, el menos preparado físicamente para un viaje largo y duro.
Pero Markwart sostuvo su mirada.
—Maese Jojonah, el padre más antiguo de Saint Mere Abelle, es la elección lógica —anunció en voz alta—. Un inmaculado le servirá de segundo en la expedición; el hermano Francis, de tercero; y otros veintidós se ocuparán de los carruajes y los caballos.
Jojonah miró largamente al padre abad mientras Markwart y los otros empezaron a discutir sobre cuáles de los hermanos más jóvenes y más fuertes serían los más adecuados para el viaje. Jojonah no intervino en el proceso de selección; permaneció sentado mirando y pensando, lleno de odio hacia el padre abad. Sabía que Markwart lo había elegido sin ningún motivo razonable. El anciano lo castigaba por haber sido amigo y tutor de Avelyn, y por sus continuas objeciones contra muchas decisiones de Markwart sobre cualquier asunto: desde la relación de la abadía con el resto de la comunidad abellicana, hasta discusiones filosóficas acerca del valor real de las gemas y del verdadero significado de la fe. Markwart había exteriorizado su disgusto con Jojonah en más de una ocasión, e incluso una vez había amenazado con reunir una asamblea de abades para discutir sobre, como él decía, «la manera de pensar cada vez más herética de Jojonah».
Jojonah casi había deseado que se celebrara aquella reunión, pues estaba convencido de que muchos de los otros abades de la Iglesia abellicana compartían su punto de vista. Se dio cuenta de que aquella amenaza era un farol, pues sabía que el propio Markwart temía el criterio de los abades. Durante los últimos años, Markwart había disminuido intencionadamente los contactos de Saint Mere Abelle con las otras abadías; por tanto, lo último que deseaba el padre abad era una confrontación con el resto de la Iglesia sobre materias filosóficas.
A pesar de eso, maese Jojonah temía que Markwart encontrara la manera de desquitarse de él; y, al parecer, eso era lo que había terminado por ocurrir. Más de mil novecientos kilómetros en doce días, y buena parte de ese tiempo dedicado, sin duda, a eludir desastres en forma de trasgos, powris y gigantes. Y después el grupo pasaría semanas, quizá meses, tratando de descifrar los enigmas de las desiertas e inhóspitas tierras de Barbacan, atormentado por un clima, según los tomos, capaz de helar el agua en las noches de verano, y acosado por enormes huestes enemigas y quizás incluso por el mismo demonio Dáctilo. Después de todo, no sabían si el diablo había sido realmente eliminado. Todo era pura especulación.
El ambicioso hermano Francis quería desesperadamente realizar ese viaje, aunque con su propio espíritu habitando en su propio cuerpo; pero para maese Jojonah, que superaba los sesenta y no tenía ninguna aspiración de poder o gloria, ni espíritu aventurero alguno, el viaje era sin duda un castigo, y muy posiblemente su sentencia de muerte.
Sin embargo, no habría debate. Los veintidós fueron escogidos con rapidez, por su poder tanto físico como mágico. La mayoría eran estudiantes de quinto o sexto año, hombres en la plenitud de la vida física, aunque se había incluido también un par de inmaculados: un estudiante del décimo año y otro del duodécimo.
—¿A quién has seleccionado para ser tu segundo? —preguntó el padre abad a Jojonah.
El padre se lo tomó con calma para considerar las distintas opciones que tenía. La elección más obvia, desde un punto de vista puramente egoísta, habría sido el hermano Braumin Herde, un buen amigo y a menudo confidente. Pero Jojonah tenía que considerar todas las implicaciones. Si a la caravana le ocurría algún desastre, posibilidad muy real, y ambos, él y Braumin Herde, morían, dejarían a Markwart virtualmente sin oposición. Los otros padres, con la posible excepción de maese Engress, estaban demasiado comprometidos a causa de sus trapicheos para conseguir poder o riqueza como para discutir con el padre abad; y los otros inmaculados e incluso los diecinueve estudiantes eran demasiado ambiciosos, demasiado parecidos al hermano Francis.
Salvo uno, meditó Jojonah.
—¿Debe ser un inmaculado? —preguntó.
—No puedo prescindir de otro padre —se apresuró a responder el padre abad Markwart. Su tono, lleno de sorpresa y con una punta de cólera, reveló a Jojonah que había esperado y deseado que eligiera a Braumin Herde.
—Estaba pensando en uno de los colegas del hermano Francis —explicó maese Jojonah.
—¿Otro estudiante del noveno año? —preguntó Markwart con incredulidad.
—Pero como hemos seleccionado a dos inmaculados entre los veintidós —destacó maese Engress—, podrían tomarse a mal el hecho de que se situara un estudiante del noveno año en el tercer lugar de la jerarquía.
—Aunque lo aceptarán cuando les digamos que el estudiante del noveno año va a servir de receptáculo del padre abad —indicó reverencial y rápidamente otro de los padres, inclinando la cabeza en señal de deferencia hacia Markwart.
Maese Jojonah reprimió las ganas de abalanzarse sobre aquel hombre y pegarle un puñetazo.
—Excepto que también les den un estudiante del noveno año para segundo —prosiguió maese Engress, no para polemizar, ya que no era tal su naturaleza, sino sólo para desempeñar el necesario papel de voz discrepante.
Markwart miró al padre que había defendido la decisión de nombrar a Francis como tercero e inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento, inclinación que Jojonah estaba seguro de que el anciano había hecho sin ni siquiera darse cuenta y que le anticipaba la decisión que iba a tomar.
—¿A quién tenías previsto nombrar? —preguntó el padre abad Markwart.
Maese Jojonah se encogió de hombros sin comprometerse. Se daba cuenta de que era un punto discutible, por lo que implicaba para su viaje, puesto que Markwart ya había decidido que ningún estudiante del noveno año serviría de segundo. Advirtió que ahora el padre abad estaba simplemente tanteando la situación, tratando de averiguar si existía algún otro posible agitador entre sus subordinados en Saint Mere Abelle, algún otro conspirador en el pequeño grupo de maese Jojonah.
—Abrigaba la esperanza de que el hermano Braumin Herde pudiera acompañarme —comentó Jojonah en tono brusco—. Es un amigo, y alguien a quien considero en cierto modo como a un protegido.
El padre abad arrugó el ceño confuso y su expresión engreída desapareció.
—Entonces ¿qué...? —empezó a preguntar uno de los padres.
—El hermano Herde no es colega mío —interrumpió el hermano Francis—. Es un inmaculado.
Jojonah aparentó toda la confusión de que fue capaz.
—¿De verdad?
Varios padres rompieron a hablar a la vez, la mayoría expresando sus temores de que su gordo compañero pudiera ser víctima de otras debilidades aparte de la del estómago.
—¿Querías a Herde? —dijo en voz alta el padre abad, calmando el bullicio.
Jojonah hizo una mueca y asintió con timidez.
—Así que es un estudiante del décimo año —contestó con fingido embarazo—. Los años pasan tan rápido que parecen mezclarse unos a otros.
Las inclinaciones de cabeza y las risitas en torno a la mesa indicaron a Jojonah que había conseguido salir mañosamente del apuro. Aunque no le hacía ninguna ilusión el hecho de que ambos, él y Braumin Herde, se marcharan juntos de Saint Mere Abelle y se expusieran juntos a un peligro mortal.
El hermano Braumin Herde era un hombre guapo, de pelo negro y rizado y rasgos marcados, con ojos oscuros y penetrantes, y una cara que siempre parecía mal afeitada, sin importar la frecuencia con la que se la rasuraba. No era alto, pero sus hombros eran anchos y su porte erguido le daba un aspecto sólido. Rebasaba en poco la treintena; había dedicado más de un tercio de su vida a Saint Mere Abelle y, dado que su primer amor fue su Dios, muchas de las mujeres de la zona seguramente lamentaron aquella decisión y aquella devoción.
El hermano miró en ambas direcciones el corredor de la planta superior de la abadía, entró de espaldas en la habitación y cerró con cuidado la puerta.
—Debo emprender ese viaje —anunció con su potente y resonante voz, mientras se volvía hacia maese Jojonah—. Con mis años de trabajo me he ganado un lugar en la expedición a Barbacan.
—¿Un lugar conmigo o con Markwart? —replicó maese Jojonah.
—Te dieron la posibilidad de elegir a un segundo, y eso después de que ya hubieran elegido a los demás, sin que me incluyeran a mí entre ellos —repuso con rapidez Braumin Herde—. Y me elegiste a mí, aunque sé que tu intención era otra.
Jojonah lo miró con aire burlón.
—Me han contado lo que sucedió. Es imposible que hubieras olvidado que yo era un inmaculado, dado que tú mismo me entregaste el rollo de pergamino del título —razonó Braumin—. Tú querías elegir al hermano Viscenti.
Jojonah se sobresaltó, sorprendido de que ya se hubiera esparcido tan detallada información relativa a la reunión. Observó cuidadosamente al hermano Braumin; jamás había visto tanto dolor y disgusto en su rostro. Braumin Herde era un hombre fuerte y de aspecto imponente, todo él cubierto de pelo y músculos, y con una enorme mandíbula cuadrada. Su ancho torso acababa en V en la estrecha cintura, pues no tenía ni un gramo de grasa; parecía esculpido en piedra y pocos había en Saint Mere Abelle que pudieran rivalizar con él en demostraciones de fuerza pura. No obstante, maese Jojonah conocía bien su manera de ser, su corazón compasivo, y sabía que el hombre no era un luchador. Pues a pesar de su fuerza, el hermano Braumin nunca había sido nada excepcional en los entrenamientos marciales, algo que frustró en gran manera a maese De'Unnero, quien veía en el hombre grandes posibilidades. Para decepción de De'Unnero, el hermano Braumin era un alma apacible, y por eso a Jojonah no le preocupaba que ahora pudiera manifestar su cólera.
—Sin vacilación alguna te habría escogido desde el primer momento —contestó el padre honestamente—. Pero tenía que considerar las implicaciones que conllevaba esa elección. El camino a Barbacan está plagado de peligros y no tenemos ni idea de lo que podremos encontrar cuando lleguemos allí, si es que llegamos.
Braumin suspiró profundamente y sus hombros se hundieron un poco.
—No tengo miedo —replicó.
—Pero yo sí —dijo Jojonah—. Lo que los dos hemos llegado a creer no debe morir con nosotros en el camino hacia las Tierras Agrestes.
La desilusión de Braumin Herde cedió ante la lógica del razonamiento y la justificada preocupación de Jojonah.
—Debemos asegurarnos de que el hermano Viscenti y los demás lo han comprendido —añadió.
Jojonah asintió y los dos permanecieron callados durante un rato, cada cual considerando la peligrosa decisión que habían tomado. Si el padre abad Markwart llegaba a conocer la naturaleza de lo que guardaban en sus corazones, si llegaba a darse cuenta de que ellos dos, más que nadie en Saint Mere Abelle, ponían en cuestión su liderazgo heterodoxo e incluso habían empezado a cuestionar la orientación global de la Iglesia abellicana, probablemente los tacharía de herejes sin la menor vacilación y les infligiría tortura pública hasta la muerte —algo no sin precedentes, en la a menudo brutal historia de la Iglesia abellicana.
—¿Y qué ocurrirá si topamos con Avelyn? —preguntó al fin Braumin Herde—. ¿Qué haremos si lo encontramos vivo?
Maese Jojonah soltó una risita de desaliento.
—Sin duda, nuestras órdenes serán traerlo aquí encadenado —repuso—. Me temo que el padre abad no permitirá que Avelyn siga con vida y no descansará tranquilo hasta que las gemas que Avelyn cogió sean devueltas a Saint Mere Abelle.
—¿Y lo traeremos aquí?
De nuevo apareció la risita de desaliento.
—No sé si podremos dominar al hermano Avelyn, suponiendo que queramos hacerlo —repuso Jojonah—. Nunca has tenido el placer de ver al hermano Avelyn manejando las piedras mágicas. Si descubrimos que fue él el causante de la explosión en el norte o si destruyó al Dáctilo y todavía vive, entonces, pobres de nosotros si tratamos de presentarle batalla.
—¿A pesar de ser veinticinco monjes? —pregunto incrédulo Braumin Herde.
—Nunca subestimes al hermano Avelyn —fue la brusca respuesta—, pero, en cualquier caso, no creo que sea necesario —se apresuró a añadir Jojonah—. ¡Ojalá encontremos al hermano Avelyn! ¡Oh, cuánto me gustaría volver a verlo!
—Eso nos plantearía un dilema —razonó Braumin Herde—. Si el hermano Avelyn está vivo, nosotros tenemos que tomar partido: o bien con él o con el padre abad.
Maese Jojonah cerró los ojos; reconocía que su joven amigo estaba en lo cierto. Jojonah y Herde, y, en menor medida, algunos otros de Saint Mere Abelle, no estaban satisfechos con la dirección de Markwart, pero, si tomaban partido por Avelyn, que había sido abiertamente tachado de hereje por el padre abad y que con toda probabilidad sería considerado formalmente como tal en la asamblea de abades que se convocaría más tarde aquel mismo año, tendrían que enfrentarse a toda la Iglesia. Jojonah estaba convencido de lo correcto de su posición y no dudaba que muchos otros monjes —de Saint Mere Abelle, de Saint Precious de Palmaris y de las demás abadías— podían unirse a su causa, pero ¿quería realmente dividir a la Iglesia? ¿Quería empezar una guerra?
Ahora bien, si encontraban al hermano Avelyn con vida, ¿cómo podría Jojonah enfrentarse a él con la conciencia tranquila o incluso ignorar acciones de terceros en su contra? El hermano Avelyn no era un hereje, Jojonah lo sabía; de hecho, era más bien lo contrario. Su delito contra el padre abad y contra toda la Iglesia abellicana consistía en que había puesto un espejo ante ellos, mostrándoles la realidad de sus actos en relación a los preceptos honestos de la fe. Y a los hermanos, sobre todo a Markwart, no les había gustado la imagen reflejada en el espejo. No les había gustado nada.
—Creo que la explosión de Barbacan la provocó el hermano Avelyn —dijo Jojonah con convicción—; sólo él podía ser capaz de enfrentarse al demonio Dáctilo. Pero faltaba averiguar quién sobrevivió, si es que hubo supervivientes.
—Tenemos pruebas de que el Dáctilo ha desaparecido —replicó Braumin—. En efecto, el ejército de los monstruos ha perdido su dirección y su cohesión. La alianza entre powris y trasgos ya se ha debilitado, según todos los informes, y hemos comprobado personalmente su desorden cuando atacaron nuestras murallas.
—Quizás el Dáctilo haya resultado malherido, y entonces nosotros podremos acabar el trabajo —dijo Jojonah.
—O tal vez el demonio ha sido destruido y encontraremos al hermano Avelyn —dijo ceñudamente Braumin Herde.
—Si el Dáctilo está muerto, y por tanto el trabajo en Barbacan terminado, es probable que el hermano Avelyn se encuentre lejos de aquel maldito lugar.
—No perdamos la esperanza —dijo Braumin Herde—. Aún no estamos preparados para proceder contra el padre abad.
La última frase cogió a Jojonah desprevenido y le hizo reflexionar. Nunca habían hablado explícitamente de proceder contra el padre abad. De sus conversaciones se podían deducir con facilidad sus puntos de vista respecto al camino que la Iglesia debería tomar, puntos de vista que harían llegar a los demás a través de su ejemplo o de sus intervenciones en las asambleas. Pero nunca habían hablado, ni siquiera dado a entender ningún plan formal para «proceder contra» Markwart o la Iglesia.
Braumin Herde captó la expresión de Jojonah y se azoró un poco, avergonzado de su postura demasiado avanzada.
Jojonah dejó pasar el desliz de Braumin con otra risita. Recordó cuando él era joven, muy joven, un rebelde como Herde que se creía capaz de cambiar el mundo. Sin embargo, la prudencia, o quizá simplemente la debilidad de la edad le había enseñado que no era tan fácil. Ya no era el mundo lo que maese Jojonah quería cambiar, ni tan sólo la Iglesia, sino únicamente su pequeño rincón en ambos lugares. Dejaría que Markwart siguiera mandando, dejaría que la Iglesia siguiera el curso que decidieran los demás. Pero permanecería fiel a su propio corazón y seguiría la senda de la piedad, de la dignidad y de la pobreza, tal como prometió unas décadas antes cuando había hecho los votos en Saint Mere Abelle. Difundiría la palabra verdadera entre los monjes más jóvenes, como Braumin Herde y Viscenti Marlboro, que eran receptivos, pero nada más lejos de su intención y de sus deseos que presenciar la división de la Iglesia abellicana.
Eso era precisamente lo que temía.
Y por eso, maese Jojonah, el hombre amable, el verdadero amigo de Avelyn Desbris, deseaba que Avelyn hubiera muerto.
—Partiremos por la mañana —dijo Jojonah—. Ve con el hermano Viscenti e insiste en todo lo que hemos hablado los tres. Aconséjale que se aplique al estudio con voluntad e intensidad y que defienda la verdad con energía; aconséjale que sea siempre caritativo, tanto con creyentes como con no creyentes, y que cure las heridas del cuerpo y del alma de los amigos y de los enemigos. Aconséjale que denuncie las injusticias y los excesos, pero en un tono siempre moderado por la compasión. El bien acabará por triunfar gracias a la verdad de sus palabras y no a la acción de su espada, aunque la victoria puede tardar siglos en llegar.
Braumin Herde consideró la sabiduría de aquellas palabras durante un rato y se inclinó con respeto antes de volverse hacia el corredor.
—Y tú prepárate para el viaje —añadió maese Jojonah antes de que abriera la puerta—. El padre abad hablará por boca del hermano Francis; y no dudes de que los otros veintidós de la expedición son leales a Markwart. Controla tu temperamento, hermano, o tendremos problemas incluso antes de abandonar las tierras civilizadas.
De nuevo Braumin Herde se inclinó respetuosamente y asintió mientras se erguía, asegurando a su tutor que por supuesto iba a tener cuidado con lo que decía.
Maese Jojonah no lo dudó ni un momento, pues Herde, además de ser un espíritu rebelde y amable, era un hombre disciplinado. Estaba seguro de que el hermano Braumin haría lo correcto, igual que él, aunque temía no saber qué sería lo correcto en el caso de que encontraran al hermano Avelyn Desbris sano y salvo por el camino.
—Ya sabes lo que sospecho y lo que espero —señaló secamente el padre abad.
—Soy un receptáculo servicial, padre abad —dijo el hermano Francis, bajando los ojos—. Entrará en mi cuerpo siempre que lo desee.
—Cómo si pudieras detenerme —alardeó el anciano abad. Markwart sabía que esa baladronada sonaba a falsa, ya que la posesión, pese a sus últimos progresos con las piedras, era una tarea difícil, e incluso aún más cuando el receptáculo era un hombre adiestrado en magias—. Pero hay otro asunto más importante aún —continuó—: ¿Comprendes el auténtico propósito de este viaje?
—Descubrir si el Dáctilo fue destruido —respondió sin vacilar el joven monje—. O comprobar si alguna vez hubo un demonio Dáctilo.
—Por supuesto que lo hubo —le espetó Markwart con impaciencia—. Pero no es ésta la cuestión. Vas a Barbacan para determinar el destino del demonio, es cierto; pero vas, y esto es lo más importante, para determinar el paradero de Avelyn Desbris.
El hermano Francis frunció el ceño, confuso. Sabía que la Iglesia buscaba a Avelyn, sabía que se sospechaba que el monje había tenido que ver con la famosa explosión en el lejano norte, pero jamás imaginó que el padre abad diera más importancia al paradero de Avelyn que al destino del demonio Dáctilo.
—El demonio Dáctilo amenaza miles de vidas —concedió el padre abad—. Los sufrimientos causados por la irrupción de la bestia son horribles y lamentables; pero el demonio Dáctilo ha aparecido otras veces y volverá a aparecer; el sufrimiento cíclico es el destino del hombre. La amenaza del hermano Avelyn, sin embargo, es más insidiosa y potencialmente más duradera y devastadora. Sus actos y sus tentadores puntos de vista heréticos amenazan los fundamentos de nuestra querida orden abellicana.
Francis todavía parecía dudar.
—Según los escasos informes relativos a las correrías de Avelyn, parece que disfraza su herejía con bonitas palabras y actos aparentemente caritativos —prosiguió Markwart con una voz teñida de frustración—. Reniega de la importancia de antiguas tradiciones sin comprender el valor de dichas tradiciones y, por supuesto, su absoluta necesidad para la supervivencia de la Iglesia.
—Perdone, padre abad —dijo con calma el hermano Francis—, pero yo creía que Avelyn era muy tradicional; demasiado, dirían algunos. Creía que sus errores se debían a lo contrario, a que era tan devoto de los ritos de otro tiempo que no era capaz de ver la verdad y la realidad de la Iglesia moderna.
Markwart agitó su huesuda mano y se dio la vuelta mordiéndose el labio y tratando de encontrar una manera de salir de aquella trampa dialéctica.
—Es cierto —agregó; entonces se volvió con tal fiereza que Francis se vio obligado a retroceder un paso—. En algunas cuestiones, Avelyn era en apariencia tan devoto que parecía inhumano. ¿Sabes que ni siquiera le importó, que no derramó ni una lágrima, cuando murió su propia madre?
Francis reaccionó con ojos desorbitados.
—Es cierto —prosiguió Markwart—. Estaba tan obsesionado con sus votos que la desaparición de su propia madre fue para él algo sin importancia. Pero no cometas la estupidez de creer que sus actos contenían una auténtica espiritualidad. No, no, eran el producto de la ambición, como lo demuestra el asesinato de maese Siherton y su huida con las gemas. Avelyn es peligroso para toda la orden, y él, no el Dáctilo, sigue siendo la principal prioridad.
El hermano Francis reflexionó unos instantes, y luego asintió.
—Lo comprendo, padre abad.
—¿De verdad? —replicó Markwart en un tono tal que Francis dudó de sí mismo—. ¿Comprendes lo que tienes que hacer si encuentras a Avelyn Desbris?
—Somos veinticinco fuertes... —empezó a decir Francis.
—No cuentes con el apoyo de los veinticinco —le avisó Markwart.
También aquello obligó a Francis a reflexionar.
—Pero —dijo vacilante al fin—, somos suficientes para coger a Avelyn y traerlo con las gemas a Saint Mere Abelle.
—No —respondió Markwart de tal modo que Francis volvió a sobresaltarse.
—Pero...
—Si encuentras a Avelyn Desbris —explicó con expresión severa Markwart—, si alguna vez captas el más ligero vestigio de su olor, me traerás lo que me fue robado junto con la maravillosa noticia de su muerte; si es posible, tráeme también su cabeza.
El hermano Francis se cuadró; no era un hombre amable, y probablemente habría conseguido un lugar más preeminente entre los de su promoción de no haber sido por varias reyertas en las que había participado voluntariamente. Pero nunca esperó semejante orden del padre abad de Saint Mere Abelle. No obstante, era un monje ambicioso y ciegamente leal, de los que no dejan que la conciencia cuestione las órdenes recibidas.
—No le fallaré —afirmó—. Maese Jojonah y yo...
—Cuidado con Jojonah —lo interrumpió Markwart—, y con el hermano Braumin Herde también. Van en calidad de primero y segundo en el viaje a Barbacan y también en cualquier asunto relativo al demonio Dáctilo. Por lo que concierne a Avelyn Desbris, si llegara el caso, el hermano Francis hablará en nombre del padre abad, y la palabra del padre abad es ley incuestionable.
El hermano Francis se inclinó con gran reverencia; al ver el gesto de despedida de la mano del padre abad, se dio la vuelta y salió de la habitación, expectante y lleno impaciencia.
La noche era oscura en torno a Saint Mere Abelle, cuando el hermano Braumin recorrió los pisos superiores de la vieja construcción. Aunque su misión era vital —ya había avisado al hermano Viscenti que le esperara en sus habitaciones privadas—, dio un rodeo por el larguísimo pasillo que corría junto a la muralla del lado de mar de Saint Mere Abelle, dominando la Bahía de Todos los Santos. Como no había antorchas encendidas a lo largo de las murallas exteriores del edificio y tampoco allá abajo, en los pocos y lejanos muelles, ante Braumin se extendía la más espectacular visión del firmamento nocturno, con un millón de millones de estrellas titilando sobre las oscuras aguas del gran Miriánico. He nacido demasiado tarde, se decía, mientras miraba a través de una de las altas y estrechas ventanas, pues se había perdido el viaje a Pimaninicuit, la isla ecuatorial en cuyas riberas los monjes de Saint Mere Abelle recogieron las piedras sagradas; tales viajes sólo ocurren cada seis generaciones, cada 173 años.
Se suponía que Braumin Herde ni tan sólo debía conocer los detalles de tales hechos, pues no era todavía un padre, pero Jojonah le había explicado la historia de la última expedición, le había hablado de cómo los hermanos Avelyn, Thagraine, Pellimar y Quintall habían viajado a la isla a bordo de un barco alquilado, el Corredor del Viento. Jojonah le había contado a Braumin que, una vez acabada la misión, la posterior destrucción del Corredor del Viento, cuando zarpaba de Saint Mere Abelle, por parte de los monjes, fue lo que acabó de enemistar a Avelyn Desbris con la Iglesia abellicana. Ahora, al mirar hacia fuera, el joven monje trataba de imaginarse aquella escena, trataba de imaginar la potencia de las distintas catapultas y la tremenda energía de las piedras del anillo descargadas sobre un único velero. Braumin había sido testigo de la furia de Saint Mere Abelle contra la invasión de los powris; se estremeció al pensar que todo aquel poder se había concentrado contra un solo barco y su tripulación desprevenida.
Debió de ser una noche fatal, reflexionó el hombre. Si Avelyn no se hubiera enterado de aquella destrucción, ¿habría seguido siendo un leal y dedicado servidor del padre abad Markwart? Y si, como sospechaba, el hermano Avelyn había tenido un papel destacado en los sucesos posiblemente trascendentales del norte, en las Tierras Agrestes y en Barbacan, entonces, ¿qué tinieblas seguirían oprimiendo al mundo si Avelyn se hubiera quedado en la abadía?
Braumin Herde se pasó los dedos por el espeso y rizado cabello negro. Todas las cosas tenían un propósito, le había dicho su madre a menudo. Todo ocurría por alguna razón. En el caso del hermano Avelyn Desbris esas palabras por supuesto sonaban a verdad.
Se alejó de la ventana y prosiguió su camino desplazándose silenciosa pero rápidamente a lo largo del corredor. A aquellas horas, la mayoría de los monjes estaba durmiendo; así se exigía a los jóvenes monjes y se recomendaba a los mayores, aunque los estudiantes de noveno y décimo año podían fijar su propio toque de queda si tenían materias importantes que atender, tales como escribir pasajes de textos antiguos o, Braumin pensó con una risita disimulada, conspirar contra el padre abad. También Braumin quería irse a la cama lo antes posible; tenía que levantarse antes del amanecer para emprender viaje, un largo y peligroso viaje.
Inclinó la cabeza al ver una débil línea de luz bajo la puerta de la habitación de Viscenti Marlboro. Llamó con suavidad; no quería despertar a nadie de las habitaciones vecinas, ni tampoco quería que nadie advirtiera su presencia ante la puerta de aquel hombre.
La puerta se abrió; Braumin entró en la habitación.
El hermano Viscenti Marlboro, un hombre escuálido y bajito, de ojos penetrantes y oscuros, y una perpetua barba de tres días en una cara gastada por el tiempo, se apresuró a cerrar la puerta detrás de su amigo.
Ya se estaba frotando las manos, observó Braumin. El hermano Viscenti Marlboro era quizás el hombre más nervioso que había conocido nunca. Siempre se estaba frotando las manos y siempre agachaba la cabeza, como si esperara que alguien fuera a golpearle.
—Ambos os iréis y ambos moriréis —declaró súbita y secamente Viscenti, con una voz rechinante más propia de una comadreja o de una ardilla que de un hombre.
—Nos iremos, sí —concedió Braumin—, pero por un mes; dos como máximo.
—Si el padre abad consigue su objetivo, no regresaréis —comentó Viscenti; se agachó y giró sobre sí mismo poniéndose un dedo sobre los labios fruncidos como si hablar abiertamente sobre el padre abad Markwart pudiera atraer una hueste de guardianes dispuestos a echar la puerta abajo.
Braumin Herde ni siquiera trató de disimular su risa.
—Si el padre abad quisiera hacer algo contra nosotros abiertamente, lo habría hecho hace mucho tiempo —razonó—. La jerarquía no nos teme.
—Temen a Avelyn —indicó Viscenti.
—Le odian porque robó las piedras —corrigió Braumin—. Dejando aparte el hecho de que mató a maese Siherton; el padre abad desprecia a Avelyn porque al llevarse las piedras, Avelyn se llevó también su reputación. Si el padre abad Markwart se va de este mundo sin haber recuperado las piedras, los futuros monjes abellicanos considerarán un fracaso su época al frente de la abadía. Eso es lo que temen, y no la revolución del hermano Avelyn.
Desde luego, el hermano Viscenti ya había oído antes todo aquello; levantó las manos en señal de rendición y avanzó hacia su escritorio arrastrando los pies.
—No obstante, no voy a menospreciar el riesgo que correremos maese Jojonah y yo mismo —le dijo Braumin Herde, mientras tomaba asiento en el extremo de la cama de Viscenti, un pequeño e insignificante camastro—. Ni tampoco, llegado el caso, menospreciaremos la responsabilidad que caerá sobre nuestros hombros, amigo mío.
La mirada de Viscenti reflejaba el más puro terror.
—Tú tienes aliados —le recordó Braumin.
Viscenti resopló.
—¿Un puñado de novicios de primer y segundo año?
—Que se convertirán en estudiantes de noveno y décimo año —replicó Braumin con firmeza—. Conseguirán su rango de inmaculados igual que tú, si eres lo bastante prudente, y alcanzarán la categoría de padres.
—Bajo los auspicios del padre abad Markwart —continuó con sarcasmo el hermano Viscenti—, que sabe de sobras que he sido amigo tuyo y de maese Jojonah.
—El padre abad no determina el rango —repuso el hermano Braumin—. No depende sólo de él; tu ascenso, por lo menos a padre, es un resultado inevitable en la medida que seas constante en tus estudios. Si el padre abad se opusiera, sería el blanco de habladurías en todas las abadías y entre la mayoría de los padres de Saint Mere Abelle. No, no puede negarte el ascenso.
—Pero sí decide sobre el destino —arguyó el hermano Viscenti—. ¡Podría enviarme a Saint Rontelmore en las calurosas arenas de Entel, o incluso peor, podría asignarme como capellán a los Guardianes de la Costa en la solitaria Pireth Dancard, en medio del golfo!
Braumin Herde no parpadeó, se limitó a encogerse de hombros como si tales posibilidades no importaran.
—Y allí fortalecerás tus convicciones —explicó con calma—. Allí, mantendrás vivas en tu corazón nuestras esperanzas en la Iglesia abellicana.
El hermano Viscenti se retorció de nuevo las manos, se incorporó y empezó a pasear por la habitación. Tenía que estar satisfecho con la respuesta de su amigo, lo sabía, puesto que los destinos de los hermanos no dependían de sí mismos. Ahora, no. Pero a pesar de ello, a Viscenti le parecía como si de repente el mundo entero se moviera demasiado aprisa, como si los acontecimientos lo arrastraran y no le dejaran ni un momento para considerar su próxima decisión.
—¿Qué voy a hacer si no volvéis? —preguntó con toda seriedad.
—Guarda la verdad en tu corazón —replicó el hermano Braumin sin vacilar—. Continúa hablando con los jóvenes monjes que comparten nuestros principios, ayúdales a que en su interior se resistan a las presiones que sufrirán para que se adapten y acomoden a medida que asciendan en la jerarquía de la orden. Eso es lo que el maese Jojonah nos ha pedido siempre; eso es lo que el hermano Avelyn nos pediría siempre.
El hermano Viscenti interrumpió su paseo y miró largamente a Braumin Herde. Creía de corazón que aquel hombre tenía razón, ya que él, al igual que el hermano Braumin Herde, al igual que maese Jojonah, y al igual que varios otros jóvenes monjes, tenía el espíritu de Avelyn en su interior.
—Piedad, dignidad, pobreza —recitó Braumin Herde los votos abellicanos. Cuando el hermano Viscenti lo miró y asintió, añadió una palabra que maese Jojonah, a la luz de la labor de Avelyn, había incorporado en secreto: caridad.
No sonaron fanfarrias ni pregones cuando la caravana de seis carruajes atravesó las verjas de Saint Mere Abelle. Cuatro de los carruajes transportaban cinco monjes cada uno, mientras otro, abarrotado de provisiones, llevaba sólo a los dos conductores. El segundo de la fila también lo conducían dos monjes, y llevaba a maese Jojonah, los mapas y la documentación.
Los tres monjes de la parte de atrás del cuarto carruaje, entre ellos el hermano Braumin y otro inmaculado, trabajaban continuamente con las gemas, principalmente con el cuarzo, si bien el tercer inmaculado tenía también una hematites. Empleaban el cuarzo, una piedra para ver a distancia, para explorar la zona en torno a la caravana y, si algo les parecía mínimamente sospechoso, el inmaculado usaba la hematites para proyectar su espíritu en aquel lugar y poder examinar mejor la situación. Los tres monjes eran los ojos y los oídos de la caravana, los guías que mantenían los carruajes alejados de cualquier problema; si fallaban, seguramente se verían implicados en algún combate, quizá mucho antes de que hubieran abandonado las así llamadas tierras civilizadas de Honce el Oso.
Cabalgaron durante toda la mañana, viajando en dirección noroeste por la carretera que se dirigía a Amvoy, el pequeño puerto en el gran Masur Delaval frente a Palmaris. Normalmente, una caravana tan grande viajaría hacia el suroeste, hacia Ursal y los puentes sobre el gran río, pues no había barcos bastante grandes para transportarla a Palmaris en un solo viaje. Pero los monjes tenían su propio método; su ruta hacia Barbacan sería lo más recta posible y con la ayuda de las piedras mágicas, el camino recto era prácticamente factible.
Los caballos, dos por carruaje, estuvieron pronto exhaustos; algunos respiraban tan fatigosamente que parecía que iban a morir. Cada animal llevaba una brida con la turquesa mágica que permitía a los conductores comunicarse con el caballo, a fin de obligarlo a correr más allá de sus posibilidades gracias a la intrusión mental. Hicieron la primera pausa a mediodía, en un prado al borde de la carretera, una cita concertada. Inmediatamente, la mitad de los monjes se puso a trabajar con las ruedas y debajo de los carruajes, apretando, asegurando, mientras otros prepararon una comida rápida y los tres con las piedras exploradoras proyectaban su vista ampliamente a fin de establecer contacto. La Iglesia estaba bien preparada para empresas como aquel viaje, pues a lo largo de todas las rutas de Honce el Oso contaban con aliados, pastores de pequeñas congregaciones, misioneros y similares. La víspera, varios padres de Saint Mere Abelle con la ayuda de los planos y los diarios proporcionados por el hermano Francis, habían utilizado la hematites para establecer contacto con esos aliados estratégicamente situados y les habían indicado lo que tenían que hacer.
Poco menos de una hora después de la pausa de mediodía, les trajeron al campo una docena de caballos de refresco. Maese Jojonah reconoció al fraile que encabezaba la marcha, un hombre que había vuelto al mundo después de doce años en Saint Mere Abelle. Jojonah lo miró a través de las lonas del toldo de su carruaje y no salió para saludarlo, ya que sabía que la familiaridad comportaría preguntas que ni aquel fraile tenía que formular ni él tenía que responder.
En honor del fraile hay que decir que sólo estuvo el par de minutos necesarios para que él y sus cinco ayudantes realizaran el cambio. No tardaron en colocar los caballos y en recolocar las provisiones, y la caravana se puso en camino, corriendo veloz un kilómetro tras otro. A media tarde se desviaron de la carretera para dirigirse más al norte, y poco después, sorprendentemente, apareció ante su vista el gran Masur Delaval; dejaban atrás más de ciento diez kilómetros recorridos. Al sur estaba Amvoy y al otro lado de los treinta y dos kilómetros de extensión acuosa, fuera del alcance de la vista, estaba la ciudad de Palmaris, la segunda ciudad más grande de Honce el Oso.
—Comed bien y acumulad fuerzas —indicó maese Jojonah a todos. Los monjes comprendieron; aquélla sería probablemente la parte más difícil y más agotadora del viaje, por lo menos hasta que dejaran atrás las Tierras Boscosas.
Transcurrió una hora y, aunque el detallado itinerario del hermano Francis sólo había previsto un breve respiro durante aquella pausa, maese Jojonah no daba la señal de marcha.
El hermano Francis fue hacia el carruaje donde se encontraba maese Jojonah.
—Ya es hora —anunció sereno pero firme el joven monje.
—Otra hora más —replicó maese Jojonah.
El hermano Francis sacudió la cabeza y empezó a desenrollar un pergamino. Jojonah lo detuvo.
—Sé muy bien lo que dice —aseguró el padre.
—Entonces sabes...
—Sé que si alguno de nosotros flaquea cuando nos encontremos en medio del agua, perderemos un carruaje o incluso todos —interrumpió Jojonah.
—El ámbar no es tan agotador —arguyó Francis.
—No cuando consigue que alguien pueda andar sobre el agua —asintió Jojonah—. Pero ¿y para transportar semejante carga?
—Somos veinticinco.
—Y seguiremos siéndolo cuando alcancemos la orilla oeste del río —dijo Jojonah con expresión severa.
El hermano Francis emitió un ligero gruñido y giró sobre sus talones, dispuesto a irse.
—Viajaremos mucho tiempo de noche —le dijo Jojonah—; utilizaremos diamantes para iluminar el camino y así recuperaremos el tiempo que hemos perdido descansando aquí.
—¿No llamaremos la atención con nuestras luces? —preguntó Francis agriamente.
—Tal vez —repuso Jojonah—, pero en mi opinión es un riesgo menor al de cruzar el Masur Delaval con los hermanos fatigados.
El hermano Francis frunció el entrecejo y adelantó la mandíbula, luego se dio la vuelta y se alejó ofendido; estuvo a punto de tropezar con el hermano Braumin Herde, que se disponía a subir los escasos peldaños de la parte posterior del carruaje.
—No avanzamos de acuerdo con su planificación —explicó Jojonah secamente mientras su amigo entraba.
—Informará de ello al padre abad, naturalmente —dedujo el hermano Braumin.
—Es como si el padre abad Markwart estuviera con nosotros —dijo Jojonah con un profundo suspiro—. La alegría completa.
No obstante, su ceño fruncido se iluminó con una sonrisa que se convirtió en una carcajada cuando Braumin Herde soltó una risita.
Desde fuera del carruaje, el hermano Francis lo oyó todo.
Una hora después, cuando encontraron terreno adecuado en la orilla del río, se pusieron de nuevo en marcha, mientras el sol descendía hacia su ocaso. Maese Jojonah, el más veterano y poderoso con las piedras mágicas, encabezaba la expedición con dos novicios del primer año a su lado y sólo un conductor en el pescante. Dieciocho de los veinticinco monjes, todos salvo los conductores y uno cuya función seguía siendo explorar utilizando el cuarzo, se dividieron en grupos iguales entre los seis carruajes; los tres monjes de cada grupo se dieron las manos para formar un corro alrededor de una pieza de ámbar encantado. Convocaron sus respectivos poderes, enviaron sus energías al interior de la piedra, despertando con vigor las propiedades mágicas. El ámbar era la piedra utilizada para andar sobre el agua, de modo que, cuando los carruajes dejaron de rodar sobre la tierra para adentrarse en el río, no se hundieron: los cascos de los caballos y la parte inferior de las ruedas tan sólo dejaron leves surcos en la superficie del agua.
Los dieciocho monjes se sumergieron profundamente en su meditativo trance; los conductores trabajaron duro, desviando sin cesar sus caballos para compensar la corriente. Pero aquella parte del viaje resultó fácil. La cabalgada fue muy suave, un agradable respiro para los carruajes, para los animales y para los monjes.
Menos de dos horas después, el conductor de Jojonah, que utilizaba el diamante para iluminar el camino hacia adelante, encontró una pendiente fácil y suave en la orilla oeste y situó de nuevo el carruaje en tierra firme. Luego, se dirigió a la parte posterior para informar a maese Jojonah, y el padre salió de su trance y bajó del carruaje para hacer unos estiramientos y observar cómo los otros cinco carruajes alcanzaban la orilla uno tras otro. Hacia el sur, a un puñado de kilómetros de distancia, se veían las luces de Palmaris; hacia el norte y el oeste, sólo la oscuridad de la noche.
—Al atardecer acortaremos la longitud de la caravana —les informó maese Jojonah—, de tal forma que entre la parte trasera de un carruaje y las narices del tiro siguiente no habrá más separación que el largo de un solo caballo. Confiad en las intrusiones de la turquesa y descansad y tomad vuestra última comida en los carruajes. Cabalgaremos mucho tiempo de noche, tanto como los caballos puedan soportar, pero a un paso cómodo. Quiero dejar atrás unos treinta kilómetros más antes de instalar el campamento.
Después, se despidió del grupo, excepto de Francis.
—¿Cuándo está previsto el próximo cambio de caballos? —preguntó al joven monje.
—No será hasta bien entrada la tarde —repuso Francis—. Obtendremos una docena de caballos de refresco a cambio de sólo seis, que a lo mejor dentro de un tiempo serán capaces de tirar de un carro.
—Lo que tenga que ser, será —dijo maese Jojonah, y regresó a su carruaje, lamentando sinceramente tener que explotar tanto a los pobres animales.
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6
Subestimados

Le pareció curioso encontrar centinelas powris en los alrededores de Caer Tinella a una hora tan avanzada de la noche. Generalmente, los enanos y los trasgos volvían a los pueblos poco después de la puesta de sol. Aunque los trasgos, en particular, aprovechaban la protección de la noche para sus fechorías, normalmente atrincherados en los pueblos, empleaban ese período de actividad para practicar sus juegos de apuestas, beber y darse empujones unos a otros hasta que inevitablemente se organizaba una batalla campal.
Sin embargo, eso era antes de que la señora Kelso se hubiera, supuestamente, convertido en árbol, algo que los monstruos atribuyeron a su divinidad, el demonio Dáctilo. Así que ahora aparentemente trataban de vigilar más, por si el Dáctilo aparecía para fiscalizar personalmente su trabajo.
Roger sonrió; estaba contento de que su pequeña argucia hubiera causado tantos problemas a aquellos miserables. Por lo que respecta a los vigilantes, no le preocupaban demasiado. Había tomado el camino para ir a Caer Tinella, y a Caer Tinella iría, por mucho que los powris trataran de detenerlo. Oh sí, los vigilantes le retrasarían un poco, advirtió, pero de ninguna manera como habían previsto.
Los dos powris estaban tan tranquilos, uno con las manos en los bolsillos, el otro dando profundas chupadas a una larga pipa. Roger notó que el color carmesí de sus gorras brillaba incluso bajo una luz débil. Comprendió que eran experimentados veteranos. A los powris se les llamaba «gorras ensangrentadas» debido a su costumbre de empapar las boinas a menudo fabricadas con piel humana, en la sangre de sus enemigos. Las boinas estaban tratadas con aceites especiales que permitían retener el color de la sangre y avivar el tono con cada nueva víctima. Así pues, el rango de un powri podía establecerse por el color de su gorra.
Roger sintió una gran repugnancia al verlos por las implicaciones de sus relucientes boinas, pero no se desanimó. El hecho de advertir que aquella pareja había empapado a menudo sus gorras no hizo sino aumentar su determinación. En su opinión, lo que se proponía vengaría a los asesinados, por lo menos un poco. Entre los dos powris ardía una pequeña fogata y habían dispuesto tres antorchas a unos cuatro metros formando un semicírculo y dejando sólo abierto el sendero que conducía al pueblo. Roger se deslizó más allá del semicírculo con el mismo sigilo que el de una nube al desplazarse ante la luna. Cuando logró rebasar el círculo, el pueblo quedó ante él, pero completó la vuelta hasta situarse detrás de los dos enanos y se deslizó tras un seto a pocos palmos de distancia. Esperó unos instantes para asegurarse de que los powris seguían desprevenidos y que no había otros en los alrededores. Entonces alcanzó el límite de los arbustos, arrastrándose sobre el vientre directamente hacia su víctima.
—Yo también podría fumar —observó uno de los enanos, y sacó una mano del bolsillo con una pipa.
Pero en el preciso instante en que el enano sacaba la mano, Roger le deslizó los dedos en el bolsillo.
—Dame tabaco —dijo el enano, tendiendo la pipa a su compañero. El otro powri la tomó y cogió un paquete de tabaco de pipa, mientras el primero volvía a meter la mano en su bolsillo; entretanto, Roger ya había sacado su mano con un par de monedas de oro de la rara acuñación octogonal de las Islas Desgastadas.
Roger sonrió ampliamente cuando el enano volvió a coger la pipa pero con la otra mano, dejando de este modo accesible el segundo bolsillo.
—¿Estás seguro? —preguntó Belster O'Comely por décima vez.
—Yo mismo lo vi —contestó el hombre, Jansen Bridges—, no hace más de una hora.
—¿Grande?
—Podría comerse a un hombre y aún le quedaría sitio en su barriga para comerse a su mujer —repuso Jansen.
Belster se levantó del tronco donde estaba sentado y se encaminó hacia el extremo sur del pequeño claro que servía de campamento base al grupo de refugiados.
—¿Cuántos fueron al pueblo? —preguntó Jansen.
—Sólo Roger Descerrajador —contestó Belster.
—Va todas las noches —dijo Jansen en un tono ligeramente despectivo. Jansen había venido del norte, con el grupo de Belster, y Roger Descerrajador nunca le había caído bien.
—¡Sí, y gracias a eso todos comemos mejor! —replicó con dureza Belster mientras se volvía para mirarlo.
Entonces se dio cuenta de que en el tono de Jansen había más frustración que cólera contra Roger; por eso el amable Belster lo pasó por alto.
—Si alguien puede eludirlos, ése es Roger Descerrajador —continuó Belster, hablando tanto para sí mismo como para Jansen.
—Así lo deseamos todos —respondió Jansen—, pero no podemos esperar a averiguarlo. Yo creo que tenemos que poner otros ocho kilómetros entre nosotros y los enanos, al menos hasta que veamos hasta qué punto podrían ser peligrosos los nuevos refuerzos.
Belster reflexionó unos instantes y entonces inclinó la cabeza para asentir.
—Ve y díselo a Tomás Gingerwart —indicó—; si está de acuerdo en que lo mejor es que nos pongamos en camino esta misma noche, nuestro grupo estará preparado para emprender la marcha.
Jansen Bridges asintió y se alejó a través del claro, dejando a Belster con sus pensamientos.
Belster se dio cuenta de que se estaba cansando de todo aquello. Cansado de esconderse en el bosque y cansado de los powris. Había sido un próspero tabernero en Palmaris, una ciudad que consideraba suya pues desde la muy temprana edad de cinco años se trasladó a ella con sus padres, procedentes de unas tierras del sur cercanas a Ursal. Durante más de treinta años había vivido en aquella próspera ciudad a orillas del Masur Delaval, trabajando primero con su padre, un constructor, y luego por su cuenta en el negocio de la taberna que él mismo había iniciado. Después, su madre murió plácidamente y, poco menos de un año más tarde, murió su padre; sólo entonces Belster se había enterado de la deuda que su padre había dejado, un legado que cayó pesadamente sobre los anchos hombros de su único hijo.
Belster perdió la taberna, y todavía quedaron deudas sin saldar hasta tal punto que se vio obligado a aceptar una década de incautaciones de los acreedores o pudrirse durante un período de tiempo similar en la cárcel de Palmaris.
En lugar de eso, había optado por una tercera opción: empaquetó las pocas pertenencias que le quedaban y huyó hacia el salvaje norte, hacia las Tierras Boscosas, hasta un lugar llamado Dundalis, un nuevo pueblo edificado sobre las ruinas del antiguo, destruido en un asalto de los trasgos que había tenido lugar hacía varios años.
En Dundalis, Belster O'Comely encontró su propio hogar y una buena posición al abrir una nueva taberna, El Aullido de Sheila. No tenía muchos clientes, pues las Tierras Boscosas no estaban muy pobladas, y los únicos visitantes que pasaban por allí eran ocasionales caravanas de mercaderes; pero teniendo en cuenta el modo de vida autárquico de los pueblos solitarios el hombre no necesitaba mucho dinero.
Pero entonces volvieron los trasgos, esta vez con huestes de powris y gigantes. Y Belster se convirtió de nuevo en un fugitivo; ahora, los peligros eran mucho mayores.
Miró atrás hacia el bosque oscuro, en dirección a Caer Tinella, aunque el pueblo estaba demasiado lejos y oculto detrás de colinas y árboles. Belster sabía que el grupo de fugitivos no podría soportar la pérdida de Roger Descerrajador. El joven se había convertido en una leyenda para los refugiados acosados, en una especie de líder, aunque raramente estaba con ellos e incluso más raramente hablaba con alguno. Desde el osado rescate de la señora Kelso que llevara a cabo Roger, su consideración había ido en aumento, si tal cosa era posible. Si ahora atrapaban a Roger y lo mataban, el golpe moral sería por supuesto terrible.
—¿Qué sabes? —preguntó una voz. Belster se volvió para ver a Reston Meadows, otro de los refugiados de Dundalis, de pie detrás de él.
—Roger está en el pueblo —repuso Belster.
—Eso nos ha dicho Jansen —replicó Reston severamente—; y nos ha hablado también de los nuevos refuerzos. Roger tendrá que hacer honor a su reputación, e incluso más, me temo.
—¿Ha hablado Tomás del asunto?
—Estaremos en marcha dentro de una hora —afirmó Reston.
Belster se frotó la tupida barba.
—Coge a un par de tus mejores exploradores y vete a Caer Tinella —dijo—. Intenta determinar cuál ha sido el destino de Roger Descerrajador.
—¿Crees que tres de nosotros podríamos ir a salvarlo? —preguntó incrédulo Reston.
Belster comprendió lo que sentía; había pocos en el campamento que quisieran un enfrentamiento con Kos-kosio Begulne y sus resistentes powris.
—Sólo te he pedido que averigües su destino, no que lo decidas —explicó el gordinflón—. Si atraparon a Roger y lo mataron, tendremos que inventar otra historia más adecuada para explicarles su ausencia.
Reston ladeó la cabeza con curiosidad.
—A ellos —dijo para terminar Belster, señalando con su mentón el campamento—. No pudieron con nosotros cuando el Pájaro de la Noche, Pony y Avelyn partieron para Barbacan, pero, ¿cómo habrían quedado nuestros corazones si los hubieran asesinado?
Reston comprendió.
—Necesitan a Roger —dedujo.
—Necesitan creer que Roger está trabajando por su libertad —repuso Belster.
El hombre asintió de nuevo y se fue corriendo a buscar dos exploradores entre sus compañeros, volviendo a dejar a Belster solo, con la mirada fija en el bosque. Sí, Belster O'Comely estaba cansado de todo aquello, especialmente de su responsabilidad. Se sentía como el padre de ciento ochenta hijos, y uno de ellos en especial se exponía a tantos peligros que le angustiaba sobremanera.
Belster esperaba con mucho cariño que aquel elemento perturbador regresara sano y salvo.
Con su botín a buen recaudo, Roger se alejó con sigilo. Sin embargo, mientras de regreso se abría paso entre los arbustos, observó un rollo de cuerda, de los utilizados por los esclavos para arrastrar troncos. Roger no pudo resistirlo. Ató la parte central de la cuerda alrededor de un pesado tronco, tomó ambos extremos y volvió adonde estaban los desprevenidos powris fumando en pipa.
Poco después estaba de regreso en el bosque. Decidió volver por ese camino al irse y asustar a aquellos dos. Si, como sucedía habitualmente con los powris, no se habían movido durante aquel rato, se encontrarían con algún problema y Roger se divertiría un rato, cuando se dispusieran a perseguirlo y los lazos que les había puesto en torno a los pies se estrecharan y los hicieran caer de bruces.
Incluso podría acercarse a ellos y arrebatarles una de sus valiosas gorras antes de que hubieran conseguido desenredarse.
Roger desechó esa idea para otra ocasión; el pueblo ahora era perfectamente visible; estaba tranquilo y oscuro. Había un par de trasgos deambulando, pero incluso el edificio central, que generalmente se utilizaba para jugar, esa noche estaba en silencio. Roger volvió a pensar en su argucia con el Dáctilo y la señora Kelso, pues los monstruos se comportaban lo mejor que podían, temiendo que su implacable amo anduviera por allí.
Ante aquella actitud vigilante, Roger casi habría preferido haber utilizado otra explicación para la desaparición de la señora Kelso.
Ya era tarde para lamentarse, se dijo el joven, y se dirigió al pueblo. Esa noche tendría mucho cuidado; en vez de su recorrido normal, moviéndose de edificio en edificio, vaciando bolsillos —y a menudo poniendo los objetos de poco valor en poder de otros monstruos, con la única intención de desencadenar alguna pelea—, se dirigió directamente a la despensa, con la intención de pegarse una buena comilona y llevarse provisiones para la gente escondida en el bosque.
La puerta de la despensa estaba cerrada; los tiradores en forma de argolla estaban enlazados por una cadena pesada y asegurada con un candado.
¿Por qué lo habían hecho?, se preguntó Roger, frotándose el mentón y las mejillas y echando una ojeada en derredor. Y ¿por qué estaban preocupados?
Con un suspiro de fastidio, Roger sacó una pequeña herramienta de detrás de la oreja, la deslizó en la rendija del candado y se inclinó para aguzar el oído. Un par de giros, seguidos de un par de golpecitos secos, y el candado se abrió de golpe. Roger lo quitó y se dispuso a soltar las cadenas, pero se detuvo y consideró qué le convenía más. De hecho, pensándolo bien, no tenía hambre.
Miró en torno, escrutando el silencio y tratando de medir el grado de recelo en el pueblo. Quizá podría hacer primero un poco de deporte esa noche y luego volver y coger algo de comer para sus amigos.
Tomó el candado y la cadena, y dejó la puerta sin abrir.
Tuvo suerte, advirtió antes de haber dado dos pasos, al oír un ruido sordo a su espalda. Se precipitó de nuevo hacia la puerta, se agachó y pegó el oído a la madera.
Desde el otro lado de la puerta llegaron chillidos y gruñidos; y de repente, con tal ferocidad que Roger se irguió en un abrir y cerrar de ojos, sonó un fuerte y rabioso ladrido.
El joven salió corriendo, deslizándose por la parte trasera de otro edificio. Ocultó el candado y la cadena —eran demasiado ruidosos para huir— debajo de una tabla suelta de la callejuela, y subió al tejado trepando con facilidad y sigilo.
Un powri atravesó la zona despejada que conducía a la puerta de la despensa, maldiciendo a cada paso.
—Bah, ¿por qué aulláis? —refunfuñó el enano con una voz que recordaba el ruido de una piedra contra otra. El desagradable powri llegó hasta la puerta, pero se detuvo y se rascó la cabeza al advertir que faltaba algo.
—¡Maldición! —murmuró Roger cuando vio al powri que corría de vuelta por el camino por donde había venido. La táctica normal de Roger habría consistido en quedarse clavado en su sitio, pero los pelos de la nuca se le habían erizado; su instinto le decía que huyera lo antes posible. Bajó por la parte más alejada del edificio y se lanzó a la carrera hacia la oscuridad. Detrás de él, por todo el pueblo, aparecieron antorchas, en medio de un tumulto creciente y gritos de «¡Ladrón!» resonando en la noche.
Roger saltaba de un tejado a otro, bajaba por una pared y escalaba por otra; luego saltó por encima de una cerca rota, a un corral en el extremo noroeste del pueblo. Agachado, se escabulló entre las vacas, tratando de no molestarlas, tocándolas con cuidado y susurrándoles muy bajito que se mantuvieran tranquilas.
Habría conseguido pasar sin ningún incidente; las vacas no parecían demasiado afectadas por su presencia.
Pero no todo eran vacas.
Si Roger hubiera estado menos preocupado de no alertar a powris y a trasgos, se habría dado cuenta de que se encontraba en la granja de Rosin Delaval, y que Rosin tenía un toro, el animal de peor temperamento de todo Caer Tinella. Habitualmente, Rosin mantenía al toro separado de las vacas, pues la intimidante bestia solía lastimarlas y no era tarea fácil meterse entre ellas para ordeñarlas. Pero los powris no separaron a los animales, para divertirse con el ganado herido y con las bufonadas de los trasgos, a quienes consideraban inferiores, cuando los mandaban a ordeñarlas o a sacrificar alguna vaca.
Roger miró por encima de su hombro tan lejos como pudo, se escabulló entre un verdadero amasijo de cuerpos vacunos, apartando con delicados codazos a una bestia y empujando con suavidad a otra. De pronto, notó que un animal parecía más vigoroso que los otros y menos dispuesto a apartarse.
Roger volvió a empujar, pero se quedó paralizado y giró la cabeza para observar al animal.
El toro, que pesaba unos novecientos kilos, estaba medio dormido, y Roger, juzgando que estarlo a medias era demasiado poco, retrocedió lenta y silenciosamente. Chocó con una vaca y el animal protestó.
El toro pegó un bufido balanceando su enorme cabeza astada.
Roger echó a correr, abriéndose paso por detrás del toro, que se estaba dando la vuelta; entonces, volvió sobre sus pasos, para situarse otra vez justo detrás del animal. Se entretuvo un momento fantaseando cómo conseguir marear a la criatura hasta hacerla caer. Un momento, por supuesto, ya que a pesar de sus movimientos raudos y de la considerable velocidad de sus pies, el toro se revolvía contra él con sus mortales cuernos y le iba ganando terreno.
Roger tomó la única salida que parecía quedarle: saltar a lomos del toro.
Racionalmente, sabía que no debía gritar, pero en cualquier caso lo hizo. El toro se apoyó sobre las patas delanteras y resopló; sus pezuñas golpearon el suelo con una rabia absoluta. Se retorció y brincó, agachó la cabeza y lo obligó a dar un giro tan cerrado que por poco lanzó a Roger por encima del hombro.
De alguna manera Roger consiguió mantenerse montado, mientras el toro se dirigía hacia el extremo más alejado del corral; más allá del cercado sólo había el bosque oscuro. Roger advirtió que era una ventaja, pues hacia el otro lado había trasgos y powris por doquier, y la mayoría chillaban y señalaban hacia el corral.
El toro aceleró su carrera durante unos frenéticos instantes y patinó para detenerse bruscamente, primero con un giro cerrado a la derecha y después a la izquierda. Roger se mantuvo sobre él como pudo, incluso se agarró a uno de los cuernos. En el segundo giro, el toro se desequilibró, y Roger, rápido de reflejos, vio su oportunidad. Levantó una pierna y tiró del cuerno con todas sus fuerzas, haciendo girar la cabeza del animal.
El toro se cayó y Roger brincó por encima; aterrizó dando un traspié pero enseguida echó a correr como un loco; consiguió alcanzar la cerca y en un abrir y cerrar de ojos saltó por encima, antes de que el animal, a fuerza de retorcerse, consiguiera levantarse.
El toro trotó hasta el cercado; Roger, aunque vio trasgos que corrían en ambos sentidos a lo largo de la cerca por el lado del pueblo, esperó bastante antes de fanfarronear:
—Podría haberte roto tu chata nariz —exclamó, antes de hacer castañetear sus dedos en el aire justo delante las narices del animal.
El toro soltó un bufido, pateó el suelo y agachó la testuz.
—No puedes comprenderme —protestó Roger sin resuello.
Esto era en cierto modo discutible, pues el toro cargó contra la cerca.
Roger se precipitó hacia el bosque. El toro empujaba y pateaba para derribar la valla, lanzando por los aires algunas tablas.
Al fin se desembarazó de la cerca y se lanzó a través de un pequeño claro más allá del corral. Por entonces los trasgos se estaban acercando en ambas direcciones, y además el toro estaba del lado de Roger.
—¡Aiyeeee! —chilló uno de los trasgos. Considerado como rápido de reflejos entre sus amigos menos inteligentes, el trasgo agarró al compañero más próximo y lo lanzó al lugar preciso por donde iba a pasar el toro.
El desgraciado trasgo pronto voló por los aires; dio dos vueltas de campana antes de caer pesadamente al suelo. Se alejó a rastras, tratando de no gruñir, de no hacer nada que pudiera llamar la atención del toro, ya que la enfurecida bestia perseguía al resto de sus compañeros.
Desde un árbol no lejos de allí, Roger observaba con sincera alegría. Sus risitas, sin embargo, se convirtieron en un gruñido comprensivo cuando el toro corneó a un trasgo que huía; el cuerno puntiagudo se clavó en la corva de la pierna del trasgo y se la atravesó para emerger por la rótula. El toro echó bruscamente la cabeza hacia atrás con el trasgo empitonado, y éste, chillando, quedó atravesado sobre el enorme cuello de la bestia. El toro corrió y se dejó caer de pronto sobre las patas delanteras, mientras el trasgo era zarandeado con violencia hasta que al fin el cuerno se desenganchó de la rodilla y el trasgo salió despedido. El toro, no obstante, no había terminado con él y se dio la vuelta; pateó arrancando hierba y se abalanzó sobre el trasgo antes de que éste pudiera empezar a gatear para escaparse.
Desde lo alto del árbol, Roger avanzó por una rama, alejándose del tronco, y brincó a la de otro árbol, siguiendo hacia el norte, de regreso al campamento.
—Otra noche será —se prometió a sí mismo, al recordar la cadena y el candado. Pensó que con aquellos objetos podía causar un perjuicio nada despreciable a los powris. Así que, aunque no había podido entrar en la despensa y pese a su encuentro con el toro, el siempre optimista Roger consideró que la noche había sido un éxito, y con el corazón alegre y los pies danzarines bajó de los árboles y tomó el sendero de vuelta hacia los dos primeros powris. Los divisó desde lejos; ambos estaban sentados en el suelo tratando de soltarse los tobillos de la cuerda. Parecía que el tumulto en el pueblo los había alarmado y la cuerda los había hecho tropezar.
Roger lamentó haberse perdido la escena. Se consoló un tanto al ver las dos pipas en la mugre del suelo y escuchar las maldiciones de sus víctimas. Eso alegró todavía más su corazón; una maliciosa sonrisa le iluminó el rostro mientras se internaba en la profundidad del bosque.
Pero entonces oyó el ladrido.
—¿Qué? —se preguntó el joven, y se concentró para analizar el extraño sonido. No tenía experiencia con perros de caza y no comprendió que estaban indicando una pista, su pista. No obstante, dedujo del sonido continuo que se estaban acercando, de modo que se encaramó a un roble alto y grueso alejado de los otros árboles y miró con ojos de miope la oscuridad.
Hacia el sur vio un resplandor de antorchas.
—Testarudos —refunfuñó, mientras sacudía la cabeza convencido de que los monstruos nunca lo encontrarían en la oscuridad del bosque.
Se dispuso de nuevo a bajar del árbol, pero invirtió su trayectoria casi inmediatamente cuando hasta él llegó ruido de gruñidos. Desde una rama baja pudo distinguir las cuatro figuras. Roger había visto perros con anterioridad, pues Rosin Delaval tenía un par para guardar su rebaño. Pero eran perros pequeños y amistosos, que andaban siempre meneando las colas y contentos de jugar con él o con cualquier otro dispuesto a ello. En cambio, esos perros le parecieron a Roger de una raza completamente diferente. El tono de sus ladridos no era amistoso sino amenazador, profundo y resonante: como salido de una pesadilla. En la oscuridad no podía averiguar mucho más, pero se dio cuenta, por los ladridos y las siluetas negras, que aquellos perros eran mucho mayores que los de Rosin.
—¿Dónde los habrán encontrado? —refunfuñó el joven ladrón, ya que desde luego los perros eran algo nuevo en Caer Tinella. Ojeó en torno, en busca de un lugar que le permitiera bajar del árbol a bastante distancia como para permitirle escapar de los animales.
Casi inmediatamente después se sobresaltó al comprender que bajar del árbol significaba que se lo iban a comer. No le quedó más remedio que confiar en su suerte y se encaramó hasta las ramas más altas del roble, pensando que los perros lo perderían de vista y dejarían de interesarse por él.
No comprendía el adiestramiento de aquellos animales. Los sabuesos se quedaron justo al pie del árbol, husmeando y arañando, y luego ladrando. Uno de ellos se puso a dar grandes saltos arañando la corteza del árbol.
Roger miró angustiado hacia el sur por donde las antorchas se iban acercando cada vez más, orientadas por aquel alboroto. Tenía que acallar a los perros o encontrar el modo de alejarse de la zona.
No sabía por dónde empezar. Sólo disponía de un arma, un pequeño cuchillo, más adecuado para forzar candados que para pelear; incluso si hubiera tenido una gran espada, la sola idea de enfrentarse a aquellos perros le aterraba. Se rascó la cabeza, miró a su alrededor. ¿Por qué se habría subido precisamente a aquel árbol, tan alejado de los demás?
Porque no había entendido quiénes eran sus enemigos.
—Los subestimé —se reprendió Roger mientras los powris penetraban en el claro donde estaba el roble. En unos instantes el árbol estuvo rodeado de brutos enanos, entre ellos un sonriente Kos-kosio Begulne. Roger oyó cómo los compinches del jefe de los powris lo felicitaban por la adquisición de los perros; los llamaban perros Craggoth.
Entonces Roger comprendió que se habían burlado de él.
—Baja —gritaba Kos-kosio Begulne hacia lo alto del árbol—. ¡Sí, te vemos, así que baja o, caray, quemaré el maldito árbol! Y dejaré que mis perros coman lo poco que quede de ti —añadió con malicia.
Roger sabía que el fiero Kos-kosio no estaba bromeando en absoluto. Se encogió de hombros con resignación y se deslizó árbol abajo hasta las ramas más bajas, hasta quedar a la vista del jefe powri.
—¡Abajo! —le ordenó Kos-kosio Begulne; y la voz del enano de repente sonaba severa y aterrorizadora.
Roger miró vacilante a los frenéticos perros.
—¿Te gustan mis perros Craggoth? —preguntó el powri—. Los criamos en las Julianthes precisamente para cazar ratas como tú.
Kos-kosio Begulne hizo una señal a unos powris, y éstos se apresuraron a acercarse a los perros, encadenarlos y arrastrarlos para apartarlos un poco —una tarea no precisamente fácil, dado el nivel de excitación de los perros—. Roger los observó bien a la luz de las antorchas y vio, tal como sospechaba, que aquellas bestias no se parecían apenas a los perros de Rosin. Tenían unas cabezas y unos pechos enormes, y unos torsos grandes y musculosos; eran altos y de patas finas, de pelo corto marrón y negro, y de ojos que brillaban con destellos rojos en la noche del bosque como si fueran llamas del infierno. Aunque parecía que los tenían bien sujetos, no obstante Roger apenas se atrevía a moverse.
—¡Abajo! —repitió Kos-kosio Begulne—; es la última vez que te lo pido.
Roger saltó ágilmente al suelo justo frente la líder de los powris.
—Roger Billingsbury a su servicio, buen enano —dijo con una reverencia.
—Le llaman Roger Descerrajador —indicó otro powri.
Roger asintió y sonrió, considerándolo un cumplido.
Kos-kosio Begulne lo derribó de un fuerte puñetazo.
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7
Larga noche de lucha

El viaje por la carretera hasta allí había sido sorprendentemente tranquilo. Habían encontrado una banda de trasgos en el extremo sur de Los Páramos, pero los despacharon con su característica eficacia: tres tiros del arco de Juraviel, la descarga de un rayo de Pony y Elbryan y Sinfonía atropellando a un par que consiguieron escabullirse del grupo principal. Luego, el guardabosque y el elfo, expertos seguidores de rastros, exploraron la zona y no encontraron señal alguna que indicara la presencia en las proximidades de más monstruos y, por tanto, la lucha, de momento, había terminado.
La calma fue más completa aún cuando dejaron muy atrás los salvajes Páramos y se adentraron en el reino de Honce el Oso, justo al sur de las Tierras Boscosas. El extremo noroeste de Honce el Oso no estaba muy poblado y realmente sólo había un acceso que pudiera ser considerado una carretera; era la que enlazaba las Tierras Agrestes y la carretera principal entre Palmaris y Prado de Mala Hierba. Aparentemente, los trasgos y los powris no habían encontrado distracción suficiente en aquella región, pues no había el menor signo de que anduvieran por allí.
Sin embargo, los tres no tardaron en llegar más al sur, a regiones más pobladas, cruzaron campos delimitados con setos y muros de piedra y encontraron muchas carreteras. Y en todas ellas había huellas de trasgos, powris y gigantes, y el rastro más profundo de ruedas de carros cargados y de máquinas de guerra de los powris.
—Tierras Bajas —explicó Pony, señalando un penacho de humo que se alzaba en lontananza, por encima de una pequeña colina. La chica sólo había estado allí un par de veces y durante poco tiempo, pero a pesar de ello conocía la zona mucho mejor que cualquiera de sus dos compañeros. Cuando el ejército invasor de los monstruos había llegado por vez primera a los tres pueblos de las Tierras Boscosas, fue Pony la que viajó hacia el sur para avisar del peligro inminente a los habitantes de Tierras Bajas así como a las comunidades vecinas.
—Ocupado por monstruos —dedujo el guardabosque, ya que le parecía poco probable que los humanos permanecieran todavía en los pueblos, dado el enorme número de huellas del enemigo en las carreteras. Y aquel humo no correspondía al de una villa saqueada ni era la violenta y ondulante humareda negra de los edificios en llamas, sino más bien la simple columna gris de una chimenea.
—Y probablemente encontraremos el pueblo vecino en las mismas condiciones —dedujo Belli'mar Juraviel—. Parece como si nuestros enemigos se hubieran atrincherado bien y pensaran quedarse.
—Caer Tinella —observó Pony después de reflexionar un momento—. El siguiente pueblo en línea es Caer Tinella.
La mujer volvió a mirar hacia el norte mientras hablaba, pues el grupo se había desviado desde una carretera principal, la que unía Palmaris con Prado de Mala Hierba. Habían viajado a través del bosque en el que habían penetrado por el oeste, justo al sur de Caer Tinella, el municipio organizado más al norte de Honce el Oso, y por consiguiente el más cercano a los tres pueblos de las Tierras Boscosas.
—¿Y más allá de Caer Tinella? —preguntó Elbryan.
—La carretera de vuelta a casa —respondió Pony.
—En ese caso debemos empezar en el norte —razonó el guardabosque—. Volveremos sobre nuestros pasos rodeando Caer Tinella y veremos lo que podemos encontrar; después, regresaremos a Tierras Bajas para empezar la lucha.
—Probablemente encontrarás una pelea justo sobre aquella colina —comentó Juraviel.
—Nuestra máxima prioridad es localizar refugiados, si los hay en la zona —repuso Elbryan, y no era la primera vez que expresaba esos sentimientos. No lo dijo de viva voz, pero esperaba que podría encontrar a Belster O'Comely y a los demás de Dundalis entre los grupos de resistentes que operaban en la región.
El guardabosque miró a Pony, vio una sonrisa en su cara y supo que la chica lo había comprendido al captar la impaciencia de su voz; también supo que ella sentía lo mismo en su corazón. Sería estupendo encontrarse de nuevo entre aliados de confianza. A instancias de Elbryan, Pony montó detrás de él sobre el amplio lomo de Sinfonía.
—¿El pueblo está en la carretera? —preguntó Belli'mar Juraviel.
—Los dos pueblos lo están —contestó Pony—. Tierras Bajas al sur y Caer Tinella unos pocos kilómetros al norte.
—Pero evitaremos Caer Tinella por el oeste dando un amplio rodeo al pueblo —explicó Elbryan—. Es posible que algún grupo de resistentes esté acampado más allá, hacia el norte, donde los campos y las carreteras son escasos y el bosque es más tupido.
—Marchad hacia el oeste —asintió Juraviel, ojeando la carretera del norte—. Yo iré bordeando más de cerca Caer Tinella para ver si puedo hacerme una idea fiable de la potencia de nuestros enemigos.
Elbryan, que temía por su pequeño amigo, se disponía a protestar, pero se tragó las palabras al considerar el sigilo que caracterizaba a los Touel'alfar. Belli'mar Juraviel podía colocarse justo detrás del ciervo más alertado y darle un par de palmadas en la grupa antes de que el animal llegara a darse cuenta de que estaba allí.
Además, Juraviel no habría escuchado ningún razonamiento; Elbryan lo dedujo de la expresión maliciosa de su anguloso rostro; su deducción se vio confirmada cuando Juraviel sorprendió a Pony y a Elbryan guiñando su ojo dorado, y dijo:
—Y de los puntos flacos de nuestros enemigos.
Luego el elfo se fue, deslizándose como una sombra entre las sombras.
—Me dirás lo que yo quiero saber —prometió Kos-kosio Begulne.
Roger se sentó tan recto como le permitieron las estrechas ataduras y una sonrisa conciliadora se dibujó en su rostro.
Kos-kosio Begulne proyectó la cabeza hacia adelante de tal modo que la huesuda frente del powri aplastó la nariz de Roger y lo hizo caer hacia atrás.
Roger escupió y trató de apartarse rodando, pero las cuerdas le sujetaban los brazos al respaldo de la silla y no pudo conseguir un punto de apoyo. De repente, un par de powris aparecieron detrás de él y volvieron a levantarlo con brusquedad.
—Oh, claro que me lo dirás —declaró Kos-kosio Begulne. El powri sonrió con maldad y levantó una mano nudosa haciendo chasquear los dedos.
El sonido aterrorizó al pobre Roger y el muchacho sólo pudo emitir un gemido cuando se abrió la puerta de la pequeña habitación y entró otro powri que llevaba atado con una corta cuerda al perro más enorme y vil que Roger había visto nunca. El perro quería abalanzarse sobre él y el powri lo retenía con fuerza; enseñaba sus dientes formidables, chillaba y ladraba, y sus mandíbulas poderosas hacían ademán de morder.
—Los sabuesos Craggoth comen mucho —explicó en tono amenazador Kos-kosio Begulne—. Ahora, muchacho, ¿tienes algo que decirme?
Roger respiró profundamente varias veces, intentando calmarse, tratando con energía de no dejarse llevar por el pánico. Los powris querían saber el lugar del campamento de refugiados, algo que Roger estaba decidido a no confesar, cualesquiera que fuesen las torturas a que lo sometieran.
—Demasiado tarde —dijo Kos-kosio Begulne, de nuevo con un castañeteo de dedos. El powri soltó la cuerda y el sabueso Craggoth brincó hacia la garganta de Roger.
El muchacho se echó hacia atrás, pero el perro siguió su movimiento; los colmillos del animal le arañaron las mejillas y crujieron contra las mandíbulas del hombre.
—No dejéis que la bestia lo mate —ordenó Kos-kosio Begulne a los demás—. Que sólo lo deje malherido. Hablará, no lo dudéis.
Como tenía otras ocupaciones que atender, el jefe de los powris abandonó la habitación, aunque seguramente disfrutaba del espectáculo.
Para Roger el mundo se había reducido a sangre y a mandíbulas mordedoras.
Belster O'Comely echó un vistazo a las antorchas que se acercaban con un miedo como jamás había experimentado desde que abandonó Dundalis. Según los exploradores que acababan de regresar, los powris habían atrapado a Roger y la aparición de una fuerza de monstruos tan considerable en el bosque, moviéndose sin vacilar hacia el norte, llevó al gordinflón a creer que Roger se había visto forzado a entregarlos. Tal vez Jansen Bridges había tenido razón al criticar las bufonadas nocturnas de Roger.
No había ninguna posibilidad de que los casi doscientos refugiados, una buena parte de los cuales eran demasiado viejos o demasiado jóvenes, pudieran escapar de un ejército semejante, reflexionó Belster; de modo que a él y a sus compañeros aparentemente sólo les quedaba una opción: los capacitados para la lucha saldrían a pelear con los powris en el bosque y los entretendrían con tácticas de ataque y retirada hasta que los no capacitados pudieran irse lejos, muy lejos.
A Belster no le entusiasmaba la perspectiva, ni tampoco a Tomás ni a los demás líderes de los refugiados. Atacar a un grupo de monstruos organizado y preparado les costaría mucho y probablemente significaría el fin de cualquier resistencia real en la región. Belster sospechaba que cualquier humano que sobreviviera esa noche tendría que alejarse hacia el sur e intentar la difícil operación de deslizarse entre las líneas de monstruos para entrar en Palmaris. Muchas veces durante las dos últimas semanas, Belster y Tomás precisamente habían considerado tal alternativa y siempre habían acabado desechándola por demasiado peligrosa. Simplemente, todavía no se había ejercido bastante presión sobre los monstruos por parte de las fuerzas de Palmaris; por tanto, las líneas de los monstruos eran demasiado gruesas y estaban demasiado bien atrincheradas.
Con todo, el posadero había sospechado durante todo aquel tiempo que aquello acabaría por ocurrir, y de hecho se había dado cuenta de que la principal misión para él y sus luchadores era mantener a los no combatientes lejos del campo de batalla. La huida a Palmaris conllevaría riesgos, pero el verano no duraría siempre y muchos de los ancianos y de los jóvenes tampoco sobrevivirían a las frías noches de invierno en los bosques.
Con un profundo suspiro de impotencia, Belster alejó esos pensamientos. Tenía que concentrarse en los asuntos inmediatos, en dirigir la próxima batalla. Los arqueros ya se habían desplazado al este y al oeste de la horda de monstruos que se les echaba encima.
—El flanco este está listo para disparar —anunció Tomás Gingerwart, al aproximarse al posadero.
—Que ataquen duro y se retiren rápido —indicó Belster.
—Y los del oeste tienen que atacar duro y rápido tan pronto como los monstruos se desvíen hacia el este —repuso Tomás con acierto.
Belster asintió.
—Y entonces llegará nuestro turno, Tomás, la misión más crítica. Debemos estimar la potencia de nuestros enemigos enseguida y determinar si son lo bastante débiles y lo bastante desorganizados, para realizar un asalto completo. Si es así, enviaremos a nuestros luchadores al frente y advertiremos al este y al oeste para que se cierren como las mandíbulas de un lobo.
—Y si no —interrumpió Tomás, pues todo eso ya lo había escuchado antes—, los del oeste huirán hacia el bosque y los del este volverán para atacar duro la retaguardia de la línea de Kos-kosio Begulne, que habrá dado la vuelta.
—Mientras, tú y yo y nuestros hombres nos reuniremos con los demás e iniciaremos el largo periplo hacia el sur —concluyó Belster; su tono deshinchado mostraba que no le gustaba la perspectiva.
—¿Empezarías de golpe? —preguntó Tomás, en cierto modo sorprendido. Había creído que acabarían aquella noche en el bosque, aunque estaba por decidir, y que esperarían las reveladoras luces del día para llevar a cabo sus planes.
—Si pretendemos dirigirnos hacia el sur y si sus fuerzas nos persiguen, tenemos pocas oportunidades; sería mejor irnos mientras los monstruos están ocupados con nuestros arqueros —decidió Belster.
—En ese caso, tenemos que hablarlo con ellos —replicó Tomás—; cuando por fin consigan romper sus filas, deben saber dónde encontrarnos.
Belster reflexionó un momento; sacudió la cabeza con expresión grave.
—Si, atemorizados, se dirigen directamente hacia el sur, los atraparán, y a nosotros con ellos —razonó—. Ya les he ordenado que huyan hacia el bosque si nos derrotan. Desde allí decidirán el camino que quieran, cualquiera que sea.
Aquéllas fueron sin duda las palabras más difíciles que Belster O'Comely había pronunciado jamás. Sabía que el razonamiento era correcto, pero a pesar de ello sentía como si estuviera abandonando a sus camaradas.
La primera reacción de Tomás fue protestar inmediatamente, pero pronto la superó, al descubrir la expresión de dolor de Belster, y por eso se tomó el tiempo necesario para considerar la cuestión de forma más profunda. Llegó a la conclusión de que no podía menos que estar de acuerdo con la decisión, y comprendió que por difícil que llegara a ser la situación para los arqueros no lo sería menos para el grupo que se retiraba con Belster, ya que según todos los informes tendrían que cruzar kilómetros y kilómetros de tierras más infestadas aún de monstruos.
Desde el sur, otro hombre llegó corriendo hacia ellos.
—Los powris y los trasgos cuentan con cuatro gigantes aliados —informó—. Acaban de cruzar el riachuelo Arnesun.
Belster cerró los ojos y por supuesto se sintió abatido: cuatro gigantes, cualquiera de ellos probablemente podía liquidar a la mitad de sus guerreros. Todavía peor, los gigantes podían responder a la lluvia de flechas con el lanzamiento de enormes piedras y de lanzas del tamaño del tronco de un árbol.
—¿Debemos modificar el plan? —preguntó Tomás.
Belster sabía que era demasiado tarde.
—No —dijo gravemente—. Diles a los del flanco este que entren en acción; y que Dios los acompañe.
Tomás inclinó la cabeza hacia el explorador y éste se alejó corriendo para transmitir la orden. Apenas diez minutos después, por el lado sur el bosque estalló en chillidos y rugidos, silbidos de flechas y ruidos atronadores provocados por las rocas que arrojaban los gigantes.
—Powris, trasgos y gigantes —explicó Juraviel a Elbryan y Pony cuando los alcanzó al noroeste de Caer Tinella—. Una fuerza considerable que se dirige hacia el norte, con un propósito claro, según parece.
Elbryan y Pony intercambiaron miradas de preocupación; les resultaba fácil dicho propósito.
—¿Subes con nosotros? —ofreció Elbryan bajando la mano hacia el elfo.
—¿Tres a lomos de Sinfonía? —preguntó Juraviel incrédulo—. Es un caballo tan excelente como el que más, no lo cuestiono, pero tres es demasiado.
—Entonces corre, amigo mío —propuso Elbryan al elfo—. Busca el lugar que más te convenga en la batalla.
En un abrir y cerrar de ojos, Juraviel salió corriendo a toda prisa por el bosque.
—¡Y mantén la cabeza agachada! —le gritó Elbryan.
—¡Tú también, Pájaro de la Noche! —fue la respuesta que ya llegó de lejos.
El guardabosque se volvió hacia Pony con la típica expresión de cuando iba a entrar en combate: una mirada de absoluta determinación que ella había llegado a conocer muy bien.
—¿Estás preparada con las piedras? —preguntó el hombre.
—Siempre lo estoy —contestó Pony severamente, maravillada ante el cambio operado en el hombre. En cuestión de segundos se había transformado de Elbryan en Pájaro de la Noche—. Tú recuerda todo lo que te enseñé sobre la hematites.
El guardabosque soltó una risita, se dio la vuelta y espoleó el caballo al galope. Pony había sacado el diamante e invocaba su magia para iluminar el camino; mientras avanzaban, sacó el ojo de gato del aro de su cabeza y lo puso en el de su compañero. Entonces dejó que se extinguiera la luz del diamante. El Pájaro de la Noche guiaría a Sinfonía, ya que gracias a la conexión telepática con el caballo a través de la turquesa mágica casi era como si el animal pudiera ver a través de los ojos del hombre. No obstante, pese a su ayuda, el guardabosque consideró que la senda era difícil por la espesa maleza y la maraña de árboles, con senderos que parecían desviarlos hacia el oeste en lugar de permitirles ir directamente hacia el norte; y de ese modo ocurrió que Juraviel, que había atajado por una ruta más directa que la de los jinetes, ya que los árboles apenas eran un obstáculo para el ágil elfo, llegó en primer lugar a un punto desde donde se podía oír el fragor de la batalla. Poco después vio a los monstruos corriendo a toda prisa de izquierda a derecha hacia el este, aparentemente en persecución de alguien.
—Gigantes —dijo el elfo con preocupación, al ver aquellas grandiosas figuras. Mientras miraba, una de las enormes criaturas lanzó una pesada piedra a través de una maraña de árboles y aplastó varias ramas.
Un hombre cayó pesadamente de uno de los árboles. Un grupo de trasgos y el gigante que le había lanzado la piedra fueron a por él, mientras los otros monstruos continuaban la persecución.
Juraviel miró en torno, esperando que el Pájaro de la Noche y Pony aparecerían. ¿Qué podía hacer él solo contra tan poderoso ejército?
El noble elfo alejó aquellos pensamientos. Fuese lo que fuese lo que pudiera hacer, había que intentarlo; no podía quedarse parado y mirar cómo asesinaban a un hombre. Se encaramó a un árbol y corrió por una rama resistente.
El hombre que se había caído aún vivía; la cabeza le colgaba y salían gemidos de su boca. Llegó un trasgo con un palo terminado en un pincho.
El primer disparo del arco de Juraviel alcanzó a la criatura en el riñón.
—¡Caray! —aulló el trasgo—. ¡Me han herido!
La segunda flecha le tocó en la garganta, y el monstruo se cayó gorgoteando y agarrándose en vano la mortal herida.
Sin embargo, el elfo ni lo miró, pues había advertido los manejos del gigante. En efecto, una pesada piedra chocó contra el árbol donde Juraviel había estado hacía unos instantes.
El elfo, que se había alejado hasta otro árbol, se rió muy fuerte, cosa que los gigantes no pueden soportar.
—¡Oh, ser grande y estúpido no es gran cosa! —cantó Juraviel enfatizando su comentario con el lanzamiento de una flecha dirigida a la cara del gigante.
Sin embargo, tan perfecto disparo tuvo poca repercusión física; la enorme criatura se extrajo la fina flecha como si no fuera más que el aguijón de un insecto. No obstante, el impacto emocional fue más del agrado de Juraviel. El gigante rugió y atacó ciegamente aplastando árboles y ordenando a los trasgos que lo siguieran.
El elfo echó a correr y a brincar con agilidad de rama en rama; de vez en cuando se detenía para proferir una mofa o, cuando se le presentaba la ocasión, para disparar una flecha, con la única intención de mantener a raya a sus perseguidores. Dudaba que pudiera matar al gigante o incluso que pudiera efectuar un disparo con la suficiente comodidad como para abatir a un trasgo, pero suponía que tener a la gigantesca criatura y a media docena de trasgos persiguiéndolo lejos del campo de batalla era una contribución importante.
Poco después, los agudos oídos del elfo captaron otra vez el fragor de la batalla, pero ahora lejos, hacia el norte, o quizás él y sus perseguidores estaban más hacia el sur, más cerca de Caer Tinella que del punto donde había caído aquel hombre.
Juraviel quería que siguieran corriendo tras él toda la noche si era preciso, más allá de Caer Tinella, siempre hacia el sur de Tierras Bajas.
—¡Vaya, buen trabajo! —exclamó Elbryan al ver al segundo grupo de arqueros humanos que se dirigía hacia el este, detrás de la fuerza de monstruos.
Pony lo miró con curiosidad.
—Conozco esa táctica —explicó el guardabosque—. Atacan alternativamente uno y otro flanco tratando de confundir al enemigo —una ancha sonrisa apareció en el rostro del guardabosque.
—También yo la conozco —asintió Pony, al caer en la cuenta—. Y por eso debe de ser...
—Belster O'Comely —dedujo el guardabosque—. Esperemos.
—Y veamos cómo podríamos intervenir —añadió Pony espoleando los flancos de Sinfonía. El imponente semental se agitó y atronó a lo largo del sendero mientras se acercaba a la segunda oleada del ejército de Belster. Elbryan tuvo la precaución de conducir a Sinfonía al sur de las fuerzas oponentes, salvo por lo que respecta a un grupo de monstruos que, por alguna razón que Elbryan y Pony sólo podían intuir, se habían alejado al ataque hacia el sur. El guardabosque se detuvo tras la protección de una hilera de gruesos pinos, desmontó del caballo y tendió las riendas a Pony.
—No te arriesgues —murmuró el hombre, extendiendo el brazo hasta tocar la mano de la mujer. Con sorpresa advirtió que ella le entregaba el pequeño diamante.
—No puedo utilizarlo a menos que le dedique mucha atención —explicó ella.
—Pero si se acercan... —empezó a protestar Elbryan.
—¿Recuerdas el bosquecillo en los Páramos? —replicó Pony en tono uniforme—. Entonces estuvieron cerca.
La imagen de aquella carnicería calmó las preocupaciones del guardabosque. Si los monstruos se acercaban a Pony, serían ellos, no la chica, quienes tendrían serios problemas.
—Toma el diamante e indícame tus objetivos —explicó la mujer—. Si eres capaz de usar la hematites, también puedes usar el diamante. Conjurar la magia de una piedra consiste esencialmente en el mismo proceso. Ilumina una banda de powris y entonces corre sin dificultad.
Elbryan le apretó la mano y tiró de ella poniéndose de puntillas para poder darle un beso.
—Para darte suerte —declaró el hombre, y se dispuso a partir.
—Para luego —replicó Pony con malicia mientras Elbryan desaparecía de su vista. No obstante, tan pronto como hubo pronunciado aquellas palabras recordó su pacto y exhaló un suspiro de frustración. La guerra estaba durando demasiado para su gusto.
También para gusto de Elbryan. Con el ojo de gato el guardabosque podía ver bien en la noche. Pero cuando la respuesta maliciosa de Pony llegó a sus oídos, estuvo a punto de tropezar con un tronco.
Respiró profundamente y desechó la imagen que el comentario de la chica le había sugerido, y se concentró por completo en el presente, en la situación inmediata. Entonces corrió guiándose por los ruidos de la batalla para llegar hasta el lugar de la acción. La adrenalina le corría por sus venas; se sentía casi en estado de trance, era la verdadera encarnación del guerrero, con el mismo equilibrio perfecto y la misma aguda sensibilidad que le proporcionaba la bi'nelle dasada, la danza de la espada de todas las mañanas.
Ahora era el Pájaro de la Noche, el guerrero adiestrado por los elfos; incluso sus pasos parecían cambiar, volverse más ligeros, más ágiles.
Pronto estuvo lo bastante cerca para ver los movimientos de los combatientes, tanto de los humanos como de los monstruos. Tuvo que recordarse a sí mismo que ellos, a diferencia de él con su gema, no podían ver más allá de una cierta distancia, que los powris y los trasgos eran como ciegos absolutos fuera de la reducida área iluminada por sus antorchas. Y los que no las llevaban, en aquella noche de lucha en el bosque oscuro, avanzaban guiados más por la intuición que por la vista. El guardabosque observaba con objeto de ponderar la situación; tuvo que esforzarse para no echarse a reír ante la completa ridiculez de todo aquello, pues a menudo humanos y powris pasaban a poco más de tres metros unos de otros sin verse.
El guardabosque supo que había llegado el momento de encontrar su lugar. Descubrió a un par de trasgos acurrucados al pie de un árbol, mirando hacia el oeste, la dirección desde la cual se había producido el reciente asalto. Veía a la pareja con claridad, pero ellos, como no disponían de ninguna fuente de luz, no podían verlo. Sigiloso y rápido, el Pájaro de la Noche emprendió una rápida carrera hacia ellos; luego se fue acercando despacio palmo a palmo y de un brinco se plantó en medio. La temible Tempestad centelleó a la izquierda, después a la derecha; luego el Pájaro de la Noche se volvió de nuevo a la izquierda, impulsó la espada recto hacia fuera con todo su peso y fuerza en un súbito y explosivo ataque que ensartó al primer trasgo.
Retiró la espada y giró de nuevo hacia el otro lado, para encontrar al otro trasgo de rodillas, sujetándose la barriga, pasmado ante aquel primer ataque. Tempestad dio un golpe cruzado, poderosa y segura, cercenando la repugnante cabeza de la criatura.
El Pájaro de la Noche corrió atajando velozmente por pequeños prados, trepando a veces a los árboles para conseguir una posición ventajosa sobre la escena que se desarrollaba a su alrededor. Siempre trataba de ser consciente de dónde podría estar esperando Pony y qué ayuda podía proporcionar.
Los segundos le parecían minutos a la ansiosa Pony, que permanecía inmóvil montada en Sinfonía, protegida bajo las ramas de un bosquecillo de pinos. De vez en cuando veía u oía algún movimiento a poca distancia, pero no podía saber si era de humanos o de powris, o si tal vez se trataba de un ciervo asustado por el tumulto de la batalla.
Pony frotaba sin cesar con los dedos varias piedras seleccionadas: grafito y magnetita, el poderoso rubí y las protectoras serpentina y la malaquita.
—Deprisa Elbryan —murmuró, ansiosa de entrar en combate, y de lanzar los primeros golpes para liberar así la tensión nerviosa. Así era como se sentía siempre, salvo, desde luego, en las peleas imprevistas, antes de comenzar las batallas: con el estómago revuelto y empapada en sudor a causa del hormigueo producido por la impaciencia. Sabía que al atacar, cuando la acción y la adrenalina le hicieran hervir la sangre, se liberaría de aquella inquietud.
Oyó un ruido delante, no lejos de donde estaba, y divisó una figura, una enorme silueta. Pony no necesitaba la luz del diamante para identificar a aquella voluminosa criatura. Sacó el grafito, la piedra del rayo, la sostuvo en alto y concentró sus energías. Aguardó unos instantes para que el poder aumentara y para que el gigante y un puñado de aliados que iban con él coronaran un risco al otro lado de una pequeña depresión con árboles de troncos delgados.
Esperó un poco más, pues dudaba que el impacto de su rayo matara a muchas de aquellas criaturas y, aún más, que destruyera al gigante. Si desencadenaba la magia, tendría que abandonar su posición y se encontraría metida de lleno en la batalla; tal vez se le presentaría una oportunidad mejor.
Pero entonces el gigante rugió y lanzó una enorme piedra hacia el oeste, por donde se acercaba raudo un grupo de humanos, y la cuestión se resolvió. Trasgos y powris aullaron de contento, creyendo que habían cogido por sorpresa a aquel pequeño grupo y que pronto los derrotarían.
Entonces se produjo el estruendo: una súbita, vibrante y cegadora explosión de energía blanca y abrasadora. Varios trasgos y un par de powris salieron volando hasta caer a tierra; el gigante fue impulsado hacia atrás con tanta fuerza que derribó un árbol.
Y lo más importante de todo para Pony, el grupo de los humanos ya estaban alertados, habían visto a sus enemigos agazapados en la zona durante un repentino y reluciente momento.
Pero eso también delató la posición de Pony. En la parte del valle comprendida entre ella y los monstruos se encendieron diversos fuegos y empezaron a arder como cirios árboles partidos por el rayo. El gigante, más encolerizado que herido, corrió hacia Pony y metió la mano en un saco enorme para extraer otra roca.
Pony pensó en provocar la explosión de otro rayo, pero el grafito era una piedra que consumía mucha energía y sabía que esta vez tendría que concentrarse más. Revolvió las piedras; vio que el gigante levantaba los brazos y no pudo hacer otra cosa más que rezar para que su lanzamiento no diera en el blanco.
Apareció otra luz, brillante y blanca, el resplandor de un diamante, que iluminó por detrás al gigante y a sus aliados. Sólo duró uno o dos segundos, pero fue suficiente para que Pony se hiciera una idea clara de sus enemigos, y para distraer un instante al gigante.
Justo el tiempo que Pony necesitaba. Sacó la magnetita, la piedra imán. Se concentró en la magia de la piedra y miró a través de su energía magnética en busca de una atracción, de cualquier atracción. La mujer «vio» las espadas powris y la hebilla del cinturón de un enano; la imagen del gigante iluminado desde atrás por el diamante se dibujó con nitidez en su mente, en particular sus brazos en alto y las grandes manazas con la roca.
Y vio que el gigante llevaba guantes con bandas metálicas.
Pony se concentró con rapidez en la energía de la magnetita y bloqueó todas las influencias metálicas salvo la de un guante del gigante. Consiguió que la potencia de la piedra fuera una descarga explosiva y la dejó volar a una velocidad y potencia muy superior a la de los mortales tiros del arco de Elbryan.
El gigante, sin dejarse amilanar por el destello producido por la luz a su espalda, levantó otra vez la roca por encima de su cabeza con intención de arrojarla en la dirección del invisible lanzador del rayo. Pero, de repente, su muñeca derecha explotó con un dolor punzante y perdió toda su fuerza; la roca se soltó y rebotó en su hombro antes de caer al suelo pesadamente.
El gigante apenas sintió la contusión en el hombro, pues la muñeca y la mano estaban completamente destrozadas; lo poco que quedaba del guante metálico estaba incrustado en la mano de la enorme criatura. Dos dedos le colgaban sostenidos apenas por pingajos de piel; otro dedo había desaparecido por completo, limpiamente.
El gigante retrocedió tambaleándose un par de zancadas, cegado por la sorpresa y el agudo dolor.
Le alcanzó la descarga de otro rayo; el monstruo se vio empujado hacia atrás y cayó al suelo gruñendo. Apenas consciente, la enorme criatura aún pudo oír los gritos que emitían los pocos camaradas supervivientes huyendo en la negrura de la noche.
Pony sacó a Sinfonía de entre los pinos y bajó al valle abriéndose paso entre aquella maraña. Desenvainó la espada mientras cabalgaba y no encontró oposición alguna al llegar junto al gigante que se retorcía de dolor.
Lo mató al instante.
Confiando en la destreza y el buen juicio de Pony, el Pájaro de la Noche no se quedó allí tras haber iluminado el objetivo con el diamante. De nuevo en la oscuridad, el guardabosque se dirigió hacia el norte atajando directamente por en medio de las líneas de monstruos y de humanos.
Vio a un grupo de hombres que se arrastraban entre unos helechos, y, en una rama baja encima de ellos, vio un par de trasgos con terribles lanzas que escrutaban la cama de helechos con objeto de encontrar un buen blanco.
El guardabosque levantó Ala de Halcón, y una fracción de segundo después uno de los trasgos cayó pesadamente de la rama.
—¿Huh? —exclamó su compañero, mientras se giraba en dirección adonde el otro había estado, tratando de imaginar por qué había saltado.
El segundo tiro del guardabosque le alcanzó en la sien, y el monstruo se desplomó también, muerto antes de estrellarse contra el suelo.
Los hombres en los helechos gatearon a toda prisa sin darse cuenta de lo que les había caído cerca.
El Pájaro de la Noche avanzó con rapidez acortando distancias. Un hombre se incorporó al oírlo con el arco en alto y preparado.
—¿Qué? —se preguntó con incredulidad, y añadió en un susurro, mientras el guardabosque corría hacia él—: el Pájaro de la Noche.
—Seguidme —les indicó el guardabosque—; la oscuridad no es ningún obstáculo, yo os guiaré.
—Es el Pájaro de la Noche —insistió otro hombre.
—¿Quién? —preguntó otro.
—Un amigo —explicó el primero, y el pequeño grupo, compuesto por cinco hombres y tres mujeres, se dispuso a obedecerlo.
Poco después el guardabosque descubrió otra banda de aliados agazapados en la oscuridad y condujo a su grupo en aquella dirección. De este modo el contingente de su ejército llegó hasta los veinte hombres. Los llevó al encuentro del enemigo. Comprendió las características de la pelea nocturna en la oscuridad del bosque y la enorme ventaja que representaba el ojo de gato para él y su grupo. Por todas partes en torno a ellos el grueso de la batalla degeneró en una algarabía de chillidos y maldiciones de frustración, flechas lanzadas a ciegas en la oscuridad, oponentes —o incluso camaradas— que sin darse cuenta tropezaban unos con otros y a menudo repartían golpes a diestro y siniestro sin tiempo suficiente para reconocer si se trataba de aliados. De algún lugar alejado llegó un grito, la chirriante voz de un powri, seguida de una tremenda explosión; y el Pájaro de la Noche adivinó que otro infortunado enemigo había tropezado con Pony.
Se mordió el labio y resistió la tentación de precipitarse hacia su amada para ver cómo estaba. Tenía que confiar en ella, tenía que repetirse que ella sabía cómo luchar de día y de noche y que, además de su destreza con la espada, disponía de suficiente energía mágica para resistir hasta el final.
Otra batalla se desencadenó a lo lejos, en dirección opuesta; un grupo de trasgos avanzaba dando traspiés a través del extremo norte de lo que quedaba de una columna humana. Pero no estaba claro el resultado de la pelea, pues hendían el aire gritos de rabia y de dolor tanto de humanos como de trasgos. La lucha atrajo más combatientes y se extendió por todo el bosque, que parecía más tupido debido al tumulto: monstruos y humanos corrían enloquecidamente de un lado a otro. El guardabosque dispuso a su grupo en una posición puramente defensiva y él recorrió el contorno del lugar donde los habían situado. A cualquier humano que pasara por allí cerca lo instaba a unirse a los demás, por lo que pronto llegaron a ser treinta. Siempre que se aproximaban enemigos, el Pájaro de la Noche proyectaba con el diamante un círculo de luz sobre ellos, de forma que los arqueros podían hacer uso de sus instrumentos mortales.
Cuando la zona inmediata quedó al fin libre de monstruos, el Pájaro de la Noche de nuevo puso en marcha al grupo, situando a los hombres en estrecha formación para que pudieran guiarse unos a otros a tientas.
Varias antorchas llameaban en diversos puntos de lo más recóndito del bosque; en muchos otros, surgían gritos de la oscuridad. No había líneas definidas de combate que permitieran la intervención del grupo. Pero siguieron su camino con calma y método, avanzando en estrecha y organizada formación, mientras el incansable Pájaro de la Noche constantemente daba vueltas a su alrededor para guiarlos. Más de una vez el guardabosque vio enemigos que se movían entre los arbustos, pero mantuvo sus fuerzas a la expectativa, sin querer revelar su presencia. Aún no.
Pronto los ruidos de lucha se fueron apagando y la noche en el bosque quedó tan tranquila como oscura. Una antorcha llameaba a lo lejos; el Pájaro de la Noche descubrió que se trataba de powris; los engreídos enanos estaban igualmente convencidos de que la batalla había terminado. Elbryan se dirigió al soldado más próximo y le encargó que pasara la voz de que se acercaba el momento de entrar en acción.
El guardabosque colocó de nuevo al grupo en posición defensiva y se alejó solo. Como estaba familiarizado con las tácticas de los powris, se imaginó que los portadores de la antorcha formaban el centro de la formación, con el resto de las fuerzas dispuestas alrededor como los radios de una rueda. La luz de la antorcha estaba todavía a más de sesenta metros cuando el guardabosque distinguió el extremo de uno de aquellos radios: un par de trasgos agazapados junto a un apretado grupo de pequeños abedules.
Con toda su habilidad y experiencia, el Pájaro de la Noche se deslizó y llegó a situarse detrás de la desprevenida pareja. Pensó iluminarlos con la luz del diamante para que sus arqueros pudieran abatirlos, pero decidió no hacerlo; prefirió atacarlos él de modo decisivo. Avanzaba en solitario, palmo a palmo.
Su mano cogió como una abrazadera la boca del trasgo situado a su izquierda; su espada perforó los pulmones del monstruo que estaba a la derecha. Dejó a Tempestad ensartada en el trasgo muerto y agarró a la otra criatura por el cabello con la mano derecha ahora libre y deslizó la izquierda hacia abajo para coger la barbilla de la criatura. Antes de que el trasgo pudiera gritar, el guardabosque movió los brazos con violencia de un lado a otro dos veces y luego una tercera vez con todas sus fuerzas.
El trasgo apenas tuvo tiempo de chillar y sólo se oyó el chasquido de su pescuezo al romperse, que bien hubiera podido confundirse con el crujido de una pisada sobre leña seca y menuda.
El guardabosque recogió Tempestad y se acercó al grueso de los enemigos para inspeccionar su formación, que era exactamente la que había supuesto. Hizo una estimación aproximada y regresó con sigilo adonde estaban sus fuerzas esperándole.
—Hay monstruos por aquí —explicó—. Un trío de powris a la luz de aquella antorcha.
—En ese caso, muéstranoslos y deja que demos buena cuenta de ellos —indicó un impaciente guerrero; y sus palabras fueron coreadas por otros.
—Es una trampa —explicó el guardabosque—, pues en la oscuridad aguardan muchos trasgos y powris, y un par de gigantes están al acecho detrás de los árboles.
—¿Qué hacemos? —preguntó un hombre, ahora en un tono muy distinto, más humilde.
El guardabosque miró a sus hombres con una sonrisa irónica dibujada en el rostro. Pensaban que eran inferiores en número, como evidenciaban sus expresiones. Pero el Pájaro de la Noche, que había tenido que luchar sin descanso desde Barbacan contra bandadas de monstruos, sabía muy bien qué hacer.
—Primero mataremos a los gigantes —dijo fríamente.
Belster y Tomás observaban y escuchaban desde un distante altozano. El posadero se frotaba las manos sin cesar, nerviosamente, y trataba de imaginarse qué podría estar sucediendo allá abajo. ¿Debería retirar sus fuerzas? ¿Debería arreciar el ataque?
¿Podía hacerlo? Los planes parecían muy lógicos cuando los elaboraron; entonces parecía muy fácil atacar y retirarse en caso necesario. Pero la realidad de la batalla nunca coincidía con lo previsto, sobre todo en una noche oscura y confusa como aquélla.
A su lado, Tomás Gingerwart se enfrentaba a un dilema de igual dificultad. Era un hombre fuerte, endurecido en las batallas, y, a pesar de su odio a los monstruos, comprendía que enfrentarse a ellos abiertamente era una solemne tontería.
Pero también él era incapaz de hacerse una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Oía algunos gritos —con más frecuencia de monstruos que de hombres— y veía llamaradas luminosas. No obstante, un par de sorprendentes destellos, súbitos y brillantes, atrajeron especialmente su atención y la de Belster, pues no se trataba de llamas de antorchas. Belster los reconoció muy bien: eran el impacto de un rayo mágico.
El problema era que ni Belster ni Tomás tenían la menor idea del bando de donde provenía la magia. Su pequeño grupo no disponía de gemas y tampoco sabrían utilizarlas aunque hubieran dispuesto de ellas; pero, del mismo modo, tampoco les constaba que powris, trasgos y gigantes supieran cómo conjurar tal magia.
—Tenemos que decidir, y pronto —comentó Tomás con un punto de frustración en su voz.
—Jansen Bridges no puede tardar —repuso Belster—; debemos averiguar quién produjo esa magia.
—Hace rato que no la vemos —replicó Tomás—. El porqué es discutible; o se ha agotado la magia o el mago ha muerto.
—¿Pero quién?
—Probablemente Roger Descerrajador —respondió Tomás—; siempre tiene un truco a punto.
Belster no estaba seguro de aquello, aunque la idea de que Roger dispusiera de algún truquillo mágico no era nada nuevo para el posadero. La leyenda en torno a Roger podía ser exagerada, pero sus proezas eran sin duda sorprendentes.
—Diles que regresen —decidió entonces Tomás—. Enciende las señales y envía a los corredores para que pasen la voz. La batalla ha terminado.
—Pero Jansen...
—No podemos esperar más —interrumpió con firmeza Tomás—. Diles que regresen.
Belster se encogió de hombros pues no había razón alguna de discrepancia, pero antes de que él o Tomás pudieran dar el aviso de retirada, un hombre subió corriendo a grandes zancadas por la ladera de la colina.
—¡El Pájaro de la Noche! —les gritó a los dos—. ¡El Pájaro de la Noche y Avelyn Desbris!
Belster salió corriendo a su encuentro.
—¿Estás seguro?
—Yo mismo he visto al Pájaro de la Noche —replicó Jansen, con aire bravucón mientras trataba de recuperar el aliento—. Tenía que ser él, pues nadie puede moverse con tanta agilidad. Vi cómo mataba a un trasgo; ¡oh!, también fue un magnífico espectáculo. La espada iba de un lado a otro —y ondeó su brazo para imitar el movimiento mientras hablaba.
—¿De quién habla? —preguntó Tomás reuniéndose con ellos.
—Del guardabosque —respondió Belster—. ¿Y Avelyn? —preguntó a Jansen—. ¿Hablaste con Avelyn?
—Tenía que ser él —repuso Jansen—; lo prueba el destello del rayo que dispersó a powris y derribó a gigantes. ¡Han vuelto con nosotros!
—Supones mucho —indicó el pragmático Tomás, y luego dirigiéndose a Belster añadió—: ¿Hay esperanzas de que lo que este hombre ha visto sea verdad? Si no lo es...
—En todo caso, parece que tenemos algunos aliados, poderosos aliados —respondió Belster—. Pero por supuesto vamos a encender las antorchas. Vamos a reagruparnos y entonces veremos lo fuertes que hemos llegado a ser.
Belster encabezó con impaciencia la marcha desde la colina con la silenciosa esperanza de que sus viejos camaradas de Dundalis realmente hubieran vuelto para ayudarlos en su causa.
Había expresiones para todos los gustos; algunos asentían con una impaciente o vacilante inclinación de cabeza, y otros miraban dubitativamente a sus compañeros.
—La luz de la antorcha marca el centro de la posición defensiva de los powris —explicó con rapidez el Pájaro de la Noche—. Llegar hasta allí es factible si somos lo bastante silenciosos e inteligentes. Debemos atacarlos con dureza y decisión, y estar preparados ante cualquier carga que se nos avecine.
—¿El centro? —repitió un hombre dubitativamente.
—El punto medio del anillo defensivo de los powris —aclaró el guardabosque—. Un pequeño grupo en la parte central de un considerable perímetro.
—Si atacamos allí, justo en el centro, nos rodearán —replicó el hombre, y a su alrededor sonaron gruñidos de incredulidad que expresaban acuerdo con esa afirmación.
—Si les golpeamos lo bastante fuerte en el centro y matamos a los gigantes, los demás, particularmente los trasgos, no se atreverán a cargar contra nosotros —expuso el guardabosque con confianza.
—Las antorchas sólo son un cebo —arguyó el hombre levantando la voz, por lo que el guardabosque y algunos otros tuvieron que hacerle señas para que se calmara.
—Las antorchas están pensadas, desde luego, para atraer a los enemigos —admitió el Pájaro de la Noche—; pero unos enemigos que se supone serán detectados y atrapados en el borde del anillo. Si nos ponemos en marcha sin más dilación, podremos llegar al centro; nuestros enemigos no esperan un ataque tan potente.
El hombre se disponía a intervenir otra vez, pero los que estaban a su lado, cada vez más convencidos por el guardabosque, le hicieron callar.
—Avanzad con sigilo y de tres en fondo —explicó el Pájaro de la Noche—; después formaremos un estrecho círculo en torno al centro y los aniquilaremos antes de que lleguen refuerzos.
Había algunos que aún intercambiaron miradas de duda.
—He luchado con powris durante muchos meses, y ésas son estratagemas de powri, claro —explicó el Pájaro de la Noche.
Su tono, imbuido de una confianza absoluta, alentó a los que estaban más cerca de él, y ésos a su vez convencieron a los que estaban detrás.
El grupo se puso en marcha sin más demora, con el Pájaro de la Noche en cabeza, muy adelantado. Volvió al punto donde había eliminado a los dos trasgos, y se tranquilizó al encontrar los cuerpos tal como los había dejado y al comprobar que no había huellas recientes en la zona. La fuerza enemiga no era numerosa y dedujo que los radios de su rueda defensiva eran pocos, pues cuando exploró a izquierda y derecha, aprovechando la luz de las propias antorchas de los powris como faro para guiarse, no vio más monstruos.
El Pájaro de la Noche condujo su fuerza en línea recta y luego la desplegó en abanico a poco más de diez metros de los powris; y de los gigantes, advirtió, pues las dos enormes criaturas seguían allí con sus larguiruchas figuras apretadas estrechamente detrás de un roble, aprovechando su grosor para ocultarse de la luz.
El guardabosque hizo el recorrido en silencio. Recorrió sus filas, indicando a todos que estuvieran preparados, y apretó con fuerza el diamante en el puño. Encontró una rama baja y gruesa a la izquierda de los tres powris. Se encaramó a ella lentamente e impulsando su peso hacia arriba para que no crujiera; luego empezó a avanzar con cuidado a lo largo de la sólida rama, acercándose más y más al tronco.
Acercándose a los gigantes.
El Pájaro de la Noche se concentró en la piedra para generar energía pero sin liberarla todavía.
Generar, generar... hasta que su mano fue un puro hormigueo a causa de la magia de la piedra que pugnaba por liberarse.
El Pájaro de la Noche echó a correr por la rama; los powris, alarmados por el ruido, miraron hacia arriba.
Y después, tanto ellos como los gigantes miraron hacia abajo, deslumbrados por la súbita explosión de radiación, una brillante luz blanca más resplandeciente que la del propio día.
El Pájaro de la Noche pasó por encima de los sorprendidos powris y avanzó amenazadoramente hacia el gigante más cercano; su cabeza quedaba al mismo nivel que la del monstruo. Sabía que no podría propinar muchos golpes; levantó a Tempestad con ambas manos, cargó a la carrera y dio una sacudida para detenerse y transferir cada gramo de su impulso y de su energía al espadazo vertical.
La hoja, al golpear de arriba a abajo sobre la frente del gigante, dejó una estela de color blanco brillante, apenas reconocible a la resplandeciente luz del diamante; le hendió el hueso y le desgarró los sesos, y la enorme criatura se agarró aullando la cabeza y se desplomó hacia atrás.
El otro gigante acudió corriendo, pero se encontró con una lluvia de punzantes flechas.
El Pájaro de la Noche cambió de dirección y se encaramó a lo alto del árbol.
Los powris y los trasgos gritaron y escaparon a toda prisa en desbandada; los arqueros tuvieron que desplazar sus descargas a objetivos más cercanos, más inmediatos.
La otra enorme criatura ignoró la descarga inicial y agarró el árbol con fuerza con la intención de arrancarlo de cuajo, con la intención de aplastar al guardabosque, la miserable rata que acababa de infligir una herida mortal a su hermano. Miró hacia arriba, rugiendo de dolor y de rabia, y entonces se quedó quieto al ver cómo el guardabosque lo miraba apuntando la flecha dispuesta en aquel arco de insólito aspecto.
El Pájaro de la Noche y Ala de Halcón retrocedieron. Con los músculos como cuerdas perfectamente tensos, con los brazos firmemente unidos al arco, con las piernas que atenazaban la rama y el tronco, mantuvo esa posición hasta que el gigante se puso a tiro, directamente debajo de él; en ese instante, la enorme criatura levantó la vista para mirarle.
En aquel preciso momento el guardabosque disparó; la flecha se hundió en la cara del monstruo más y más hasta desaparecer.
Los brazos extendidos del gigante se agitaron en un gesto salvaje y desvalido; luego cayó de rodillas, derrumbándose junto a su hermano y murió mientras su hermano seguía retorciéndose en el lodo.
El Pájaro de la Noche ni siquiera lo miró, pues se encontraba demasiado ocupado trepando, al advertir que en esa posición baja era vulnerable. Entonces, desde una rama más alta observó la lucha y con sumo cuidado seleccionó sus tiros, para eliminar a las parejas de monstruos demasiado bien escondidos para ser vistos por sus compañeros desde el nivel del suelo.
—¡A esconderse! —gritó el guardabosque, y un instante después anuló la luz del diamante, dejándolo todo a oscuras salvo una antorcha caída que brillaba en tierra con luz mortecina.
El Pájaro de la Noche cerró los ojos y luego los abrió poco a poco, para permitir que se habituaran a la nueva iluminación, dejando que el ojo de gato interviniera una vez más. No tardó en advertir que los monstruos distaban mucho de ser derrotados, pues algunos se habían reagrupado y estaban atacando tenazmente, la mayoría desde el sur. Tenía que tomar una decisión, y pronto. El factor sorpresa se había esfumado y el enemigo era muy superior en número a los treinta de su grupo.
—Dirigíos al norte —ordenó, y procuró mantener un tono de voz tan bajo como le fue posible—. Permaneced juntos a toda costa. Me reuniré con vosotros tan pronto pueda.
Mientras los soldados se deslizaban entre la maleza, el guardabosque dirigió su atención atrás, hacia el sur, a los numerosos grupos de monstruos, pensando que encontraría algún modo de refrenarlos, quizá forzándolos a una persecución que los obligara a dar un gran rodeo hacia el sur.
Pero entonces miró detrás de las líneas de monstruos y divisó la brillante figura azul de una mujer a caballo.
—¡Corred! —gritó el guardabosque a los humanos—. ¡Corred por lo que más queráis!
Y el Pájaro de la Noche empezó a trepar, de forma vertiginosa hacia lo alto del árbol, y no por miedo a las ballestas de los powris.
Pony, que confiaba en los agudos sentidos de Sinfonía para transportarla a través de aquella maraña, azuzaba al caballo. Se cruzó con dos powris, que ululaban y perseguían y que se asustaron al verla, y fortaleció su escudo de serpentina.
Había monstruos por doquier, cargando y gritando con una alegría salvaje.
Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos de un powri, se vieron envueltos en llamas, al igual que los árboles.
Pony utilizó la luz para orientarse y avanzó a través de la conflagración, esforzándose por mantener bien colocado su escudo protector contra el fuego. Parpadeó de incredulidad al acercarse a un enorme roble en el extremo de la zona que ardía, ya que bajando por el otro lado y saltando frenéticamente de rama en rama apareció el Pájaro de la Noche.
Pony guió a Sinfonía hasta situarlo debajo de la rama más baja, y el guardabosque aterrizó justo delante de ella; enseguida se echó a rodar para sofocar unas pocas llamas. Se puso en pie de un salto y empezó a correr.
—¡Podrías haberme avisado! —la regañó, mientras restos de humo salían de su túnica de piel.
—Es una noche calurosa —comentó Pony disimulando la risa. Dirigió a Sinfonía hacia él, se inclinó hacia un lado y le tendió la mano. El guardabosque la agarró y quedó bajo la protección del escudo tan pronto como sus dedos se tocaron; se encaramó detrás de ella y trotaron seguros de que no había monstruos persiguiéndolos de cerca.
—Deberías tener más cuidado con lo que hay a tu alrededor cuando provocas explosiones —la reprendió el guardabosque.
—Deberías ser más prudente con lo que ocurre a tu alrededor cuando te escondes —comentó Pony.
—Hay otras alternativas además de las gemas —arguyó el guardabosque.
—Entonces, enséñame la bi'nelle dasada —repuso la mujer sin vacilar.
El guardabosque lo dejó correr; sabía demasiado bien que con Pony jamás podría decir la última palabra.
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8
Una intervención dictada por la conciencia

En un prado, a unos treinta kilómetros al este del pueblo de Tierras Bajas, la caravana de Saint Mere Abelle realizó el último cambio de caballos. El fraile Pembleton, que les llevó los animales de refresco, también les llevó noticias que no fueron bien recibidas por los jefes de la caravana.
—Entonces, debemos dirigirnos más hacia el este —razonó el hermano Braumin Herde, mientras miraba hacia el noroeste, la dirección prevista, como si esperara que una hueste de monstruos se abalanzara sobre ellos.
El hermano Francis miró amenazadoramente a Braumin; el joven y ambicioso monje se tomaba como un agravio personal cada pequeño cambio en su itinerario.
—Procura calmarte, hermano Francis —indicó maese Jojonah, al verlo morderse de ansiedad el labio—. Has oído al buen fraile Pembleton; toda la región entre Tierras Bajas y las Tierras Agrestes está infestada de enemigos.
—Podemos pasar desapercibidos —arguyó el hermano Francis.
—¿A costa de cuánto poder mágico? —preguntó maese Jojonah—. ¿Y de cuánto retraso? —Jojonah suspiró, y Francis lanzó un gruñido y se marchó.
Una vez clarificada tal cuestión, al menos de momento, Jojonah se volvió de nuevo hacia el fraile Pembleton, un hombre corpulento y de espesa barba negra y cejas pobladas.
—Por favor, oriéntanos, buen fraile Pembleton —le pidió—. Tú conoces la zona mucho mejor que nosotros.
—¿Adónde vais? —preguntó el fraile.
—Eso no te lo puedo decir —repuso maese Jojonah—; confórmate con saber que debemos atravesar las Tierras Boscosas, hacia el norte.
El fraile se frotó la poblada barbilla con la mano.
—Hay una carretera que os conducirá al norte, aunque se interna y atraviesa las zonas más orientales de las Tierras Boscosas y no pasa por las estribaciones del oeste tal como habíais planeado en un principio. Es una buena carretera, aunque poco frecuentada.
—¿Y hay noticias de la presencia de powris y trasgos en esas latitudes? —preguntó el hermano Braumin.
—Ninguna —admitió el fraile, después de encogerse de hombros—. Parece que los monstruos llegaron del noroeste, y bajaron a través de las Tierras Boscosas hasta más allá de los tres pueblos de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo. Desde allí se han extendido hacia el sur, pero, por lo que yo he oído, no hacia el este.
—Parece un rodeo razonable —añadió el fraile con esperanza—, pues poco hay por el este que pueda interesar a los monstruos. No hay pueblos, y muy pocos caseríos, si es que hay alguno.
Entonces un joven monje se unió al grupo; llevaba una bolsa repleta de pergaminos arrollados cuyos extremos sobresalían del zurrón de piel. El hermano Francis se apresuró a salirle al paso y le quitó la bolsa de un tirón.
—Gracias hermano Dellman —dijo sereno maese Jojonah al joven monje, e hizo un gesto amable al asustado monje para que volviera junto a los demás.
El hermano Francis miró por encima varios rollos y finalmente escogió uno y tiró con fuerza de él. Lo desplegó con cautela, y lo extendió sobre un tocón de un árbol mientras maese Jojonah, el hermano Braumin y el fraile Pembleton se apiñaban alrededor.
—Nuestro camino iba directo por Prado de Mala Hierba —observó el hermano Francis trazando una línea en el mapa con el dedo.
—Por ahí os toparéis con una pelea a cada paso —indicó el fraile Pembleton con sinceridad—. Y Prado de Mala Hierba, a decir de todos, es en estos momentos un puesto avanzado de los powris. También hay muchos gigantes por allá arriba.
—¿Dónde está la carretera más hacia el este? —preguntó maese Jojonah.
El fraile se acercó al mapa, lo examinó un momento y desplazó el dedo hacia el este de su posición previa, luego hacia el norte cortando por la región más estrecha del este de las Tierras Boscosas, y luego directamente hacia el sur de Alpinador.
—Desde luego, podéis virar de nuevo hacia el oeste antes de cruzar las Tierras Boscosas, rodeando por el norte los tres pueblos de la región.
—¿Qué terreno encontraríamos? ¿Has estado alguna vez allá arriba? —preguntó maese Jojonah.
—Una vez —respondió el fraile—. Cuando reconstruyeron Dundalis por primera vez tras el asalto de los trasgos, hace varios años, por supuesto. Es una región cubierta de bosques; crecen en las laderas de las colinas, de ahí su nombre.
—Con tanto bosque es muy difícil viajar con carruajes —observó el hermano Braumin.
—No tan difícil —repuso el fraile—. Son bosques viejos, con grandes y oscuros árboles, pero con poco sotobosque, a excepción, claro, del musgo caribú, que encontraréis en abundancia.
—¿Musgo caribú? —preguntó el hermano Francis y todos los ojos se volvieron hacia él, ya que sus compañeros monjes se sorprendieron de que no conociera ese nombre. Francis hizo frente a la intrigada mirada de maese Jojonah; el joven frunció de nuevo el entrecejo de forma amenazadora.
—Ningún tomo habla de eso —contestó a la pregunta no verbalizada del padre.
—Es un arbusto blanco y de poca altura —explicó el fraile Pembleton—. Vuestros caballos no deberían tener problemas al pisarlos, aunque se agarrará a las ruedas. Además, la espesura deja poca luz para que crezca mucho sotobosque. Conseguiréis pasar, no importa cuánto os desviéis hacia el oeste.
—Pasaremos por el camino previsto inicialmente —replicó Francis con severidad.
—Te ruego me perdones, buen hermano —dijo el fraile Pembleton con una respetuosa reverencia—. Nunca he dicho que no pasaríais; sólo os he advertido...
—Y por eso te estamos verdaderamente agradecidos —dijo maese Jojonah al hombre, aunque estaba mirando a Francis mientras hablaba—; y ahora te pregunto, de buena fe, ¿qué carretera elegirías tú que estás más familiarizado con ese territorio?
Pembleton se rascó la espesa barba, considerando ambas opciones.
—Iría por el este —respondió—; y luego hacia el norte, directamente hacia Alpinador. El territorio está poco poblado, pero comprobaréis que los nativos que viven a lo largo de la ruta son bastante amables, aunque probablemente no os sirvan de mucha ayuda.
Maese Jojonah asintió; el hermano Francis se disponía a protestar.
—¿Te importa ir ahora a hablar con los conductores para explicarles por dónde deben tomar la carretera del este? —pidió Jojonah al fraile—. Enseguida tenemos que volver a ponernos en camino.
El fraile hizo otra reverencia y se marchó, mirando hacia atrás varias veces.
—El padre abad... —empezó a decir el hermano Francis.
—No está aquí —le interrumpió con presteza maese Jojonah—. Y si estuviera aquí, estaría de acuerdo con el nuevo itinerario. Sublima tu orgullo, hermano. No es apropiado para alguien con tu adiestramiento y de tu condición.
El hermano Francis se disponía a discutir, pero las palabras se le diluyeron en un torbellino de absoluta rabia antes de que ni tan sólo pudiera abrir la boca. Con rapidez, recogió el pergamino y lo arrugó por muchos sitios al doblarlo con brusquedad; era la primera vez que los demás le habían visto tratar un mapa de aquella manera. Después, se alejó enfurecido.
—Se va a establecer contacto con el padre abad —dedujo el hermano Braumin.
Maese Jojonah soltó una risita ante aquella idea, convencido de que su elección era correcta y de que Francis estaba simplemente demasiado cegado por la rabia y el orgullo herido para ver más allá.
Poco después la caravana estaba en camino hacia la carretera del este, sin más incidentes. El hermano Francis no salió en todo el día de la parte posterior de su carruaje y los monjes que cabalgaban con él procuraban alejarse de su lado, pues ponía mala cara, según contaban.
—En algunas situaciones se puede contar con el padre abad Markwart —susurró con un malicioso guiño maese Jojonah al hermano Braumin.
El joven monje sonrió ampliamente, satisfecho siempre de ver cómo se ponía en su sitio al ambicioso Francis.
Tal y como el hermano Pembleton les había contado, la carretera era fácil y practicable. Los monjes que exploraban la zona con el cuarzo informaron que no había monstruos en absoluto, sólo el bosque salvaje. Maese Jojonah estableció que la marcha fuera uniforme y moderada. No podían forzar los caballos más allá de sus límites, ya que no cabía esperar otros de refresco durante el resto del trayecto hasta Barbacan ni tampoco en todo el camino de vuelta hasta encontrar al fraile Pembleton en el mismo prado que acababan de dejar atrás, donde volverían a cambiar estos caballos por los que ahora habían dejado al cuidado del hombre.
Suponiendo, naturalmente, que el pequeño caserío de Pembleton sobreviviera las próximas semanas; y dados los informes sobre la presencia de monstruos a sólo una treintena de kilómetros de allí, los monjes no podían más que rezar para que así fuera.
Viajaron hasta altas horas de la noche; maese Jojonah se arriesgó incluso a dedicar una parte sustancial del diamante para iluminar el camino. Acamparon en medio de la carretera, situando los carruajes en círculo para protegerse mejor. Dedicaron un esmerado cuidado a los caballos: les limpiaron las pezuñas y examinaron con detalle las herraduras; los secaron con una toalla, los llevaron a pastar a una pradera cercana y dispusieron más guardias en torno a ellos que alrededor del anillo de carruajes.
La marcha también resultó fácil al día siguiente, pero el nuevo itinerario sería mucho más largo y no había manera de cumplir el horario previsto sin forzar a los caballos. Precisamente el hermano Francis corrió detrás del carruaje de maese Jojonah y se subió a él para hablar del asunto.
—¿Y si los cansamos hasta tal punto que no puedan continuar? —arguyó el padre.
—Hay un modo de conseguirlo —dijo sin inmutarse el hermano Francis.
Maese Jojonah sabía de qué estaba hablando: en los tomos antiguos, Francis había dado con un método, una combinación de piedras mágicas capaz de robar fuerza a un animal para dársela a otro. Maese Jojonah pensaba que era un procedimiento realmente bárbaro y había esperado que Francis considerara improcedente incluso hablar de él. O había esperado que al menos la caravana podría seguir avanzando según el horario previsto y que así él podría impedir que Francis utilizara aquel método, pues sabía que el impaciente y ambicioso hermano con toda seguridad querría probar la nueva combinación mágica, aunque sólo fuera para poder añadir una destacada nota a pie de página en su diario del viaje. Ahora, frente a la realidad de un camino más largo, el padre dirigió una mirada al hermano Braumin, que se limitó a encogerse de hombros, pues él también carecía de respuestas prácticas. Al fin, Jojonah levantó las manos en señal de rendición.
—Inténtalo —le indicó a Francis.
El monje asintió sin poder ocultar una sonrisa y se fue.
Los monjes a las órdenes del hermano Francis utilizaron la turquesa y la hematites para, en menos de una hora, llevar hasta los carruajes a algunos ciervos. Los desgraciados animales salvajes fueron atados junto a los caballos y de nuevo se les aplicó la combinación de la hematites y la turquesa, ahora para extraerles la fuerza vital y transferir esa energía y esa potencia a los caballos.
No tardaron en abandonar a los ciervos en la carretera, dos de ellos muertos y el resto demasiado exhaustos incluso para mantenerse de pie. Maese Jojonah miró hacia atrás para observarlos con sincera compasión. Tuvo que recordarse a sí mismo la urgencia de la misión, el hecho de que muchos, muchos más animales y personas sufrirían enormemente si no encontraban las respuestas y no repelían a los monstruos.
Pero aun así, la visión de los animales agotados en la carretera le entristeció profundamente. Pensó que la Iglesia abellicana no debería ocuparse de cosas tan turbias como aquélla.
Trajeron más ciervos e incluso un oso grande; el animal no tenía una actitud amenazante, pues lo habían dominado con intrusiones telepáticas. De este modo, continuamente renovados con energía robada, los caballos recorrieron casi cien kilómetros antes de la puesta de sol, y de nuevo la caravana viajó largo tiempo durante la noche.
Gracias a la abundante vida salvaje y a la ausencia de monstruos, ni Jojonah ni Francis dudaban de que en un par de días recuperarían el tiempo perdido respecto al horario previsto a pesar del rodeo efectuado.
—¡Trasgos precisamente! —declaró un hombre, y arrojó con tanta violencia su jarra de cerveza sobre la mesa de roble que el asa de metal se separó de la abrazadera superior y el líquido dorado se derramó por todas partes. El hombre era enorme y fuerte, de brazos y pecho abultados, y cabello y barba espesos. Apenas destacaba en medio de aquella asamblea de treinta hombres adultos de Tol Hengor, todos gente endurecida —altos y fuertes— por la vida en el áspero clima del sur de Alpinador.
—Un centenar de trasgos, por lo menos —indicó otro hombre—. Y con uno o dos gigantes, no lo dudéis.
—Y aquellas estúpidas criaturas enanas —añadió otro—. ¡Feos como el culo de un perro viejo, pero más duros que una bota estofada!
—¡Bah! ¡Los aplastaremos uno tras otro! —prometió el hombre, gruñendo a cada palabra.
Entonces se abrió la puerta de la cervecería del pueblo y todas las miradas convergieron en el hombre que entraba, alto incluso para la estatura habitual en Alpinador. Ya había visto más de sesenta inviernos, pero se conservaba tan fuerte como cualquier veinteañero y no había ni pizca de flojedad ni en sus músculos ni en su porte. Por el pueblo, por todo Alpinador, se murmuraba a menudo que este hombre había sido tocado por magias feéricas, y en cierto sentido era bastante verdad. Su pelo era muy rubio y largo, le llegaba bastante más abajo de los hombros, y su cara se adornaba con una bien arreglada barba dorada que hacía destacar sus ojos, que brillaban con un azul intenso como el cielo claro del norte. Todas las jactancias se acabaron en aquel momento en deferencia a aquel hombretón.
—¿Los has visto? —preguntó un hombre, una cuestión totalmente tonta para todos aquellos que conocían al recién llegado, el guardabosque Andacanavar.
El hombre se acercó a la larga mesa e inclinó la cabeza; luego, se sacó la tremenda espada de hoja ancha por encima del hombro y dejó su acero manchado de sangre sobre la mesa.
—¿Nos has dejado alguna diversión? —preguntó un hombre con una gran carcajada, que corearon todos los asistentes.
Todos excepto uno.
—Demasiada —dijo Andacanavar con aire severo, y la sala quedó en silencio.
—¡Trasgos precisamente! —repitió con determinación el hombre que había vertido la cerveza.
—Trasgos y gigantes y powris —corrigió el guardabosque.
—¿Cuántos gigantes? —preguntó una voz desde el extremo de la enorme mesa.
—Había siete —respondió el guardabosque, levantando su resplandeciente espada ante los ojos del auditorio—. Ahora hay cinco.
—Bah, no son tantos —exclamaron dos hombres al unísono.
—Demasiados —dijo de nuevo Andacanavar, con más rotundidad—. Con la ayuda de sus aliados pequeñajos que mantendrán a raya a nuestros guerreros, los cinco gigantes destruirán Tol Hengor.
Miradas nerviosas se cruzaron con otras feroces y rabiosas; los orgullosos norteños no supieron qué responder. Sentían por Andacanavar el mayor de los respetos; nunca los había llevado por el mal camino. Durante los últimos meses, a causa de la incursión por mar y por tierra, todos los pueblos de Alpinador se habían visto gravemente afectados y muchos de ellos invadidos por completo. Sin embargo, siempre que el incansable Andacanavar estaba cerca, la situación se había equilibrado y los alpinadoranos habían salido bien parados.
—Entonces, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó un hombre con pinta de oso llamado Bruinhelde, el jefe de Tol Hengor, inclinándose hacia adelante sobre la mesa para poder mirar cara a cara al guardabosque. Hizo una seña a una mujer que estaba de pie esperando a un lado de la tienda, y ésta tomó un trapo y se acercó al corpulento guardabosque.
—Llevarás a tu gente hacia el oeste —explicó Andacanavar, entregando su espada a la mujer, que con gran reverencia se dispuso a limpiarla.
—¿Y nos esconderemos en el bosque como mujeres o niños? —rugió el hombre que había derramado la cerveza, brincando en su asiento. Había bebido demasiado y se tambaleaba sobre unos pies poco firmes; el otro hombre que estaba a su lado enseguida lo echó al suelo de un empujón.
—Voy a intentar seguir atacando a los gigantes —explicó el guardabosque—. Si puedo derrotarlos o hacer que se retiren lejos, tú y tus guerreros podréis atacar de nuevo al resto y recuperar Tol Hengor.
—No tengo ganas de abandonar mi casa —replicó Bruinhelde; luego hizo una pausa y toda la habitación quedó en silencio. Bruinhelde era el jefe, un título ganado en combate, y la tribu seguiría sus palabras, fuera lo que fuese lo que Andacanavar sugiriera—. Pero confío en ti, amigo mío —añadió, extendiendo el brazo para posar su mano en el hombro del guardabosque—. Ataca fuerte y rápido. Sería preferible que esas inmundas criaturas no pusieran sus pies en Tol Hengor. Si lo hacen, mi mayor deseo es echarlas cuanto antes. No me seduce la idea de tener que soportar la intemperie del bosque a mi edad.
Bruinhelde pronunció la última frase con un guiño, pues era más de quince años más joven que Andacanavar, y era bien sabido que el guardabosque nómada vivía casi siempre en las profundidades del bosque.
Andacanavar inclinó la cabeza hacia el jefe y después hacia los demás; tomó el trapo de manos de la mujer y acabó de limpiar de la espada la sangre del gigante; luego, la levantó para que todos pudieran ver cómo resplandecía. Era una hoja forjada por los elfos, llamada Rompedora de Hielo, el mayor objeto jamás construido con silverel. Rompedora de Hielo no perdía brillo ni se mellaba y, manejada por los fuertes brazos de Andacanavar, podía cortar de cuajo árboles pequeños de un solo golpe. El guardabosque deslizó la hoja de nuevo en la vaina situada detrás de su hombro, hizo una inclinación de cabeza ante Bruinhelde y se marchó.
Maese Jojonah y Braumin Herde se encontraban en la cresta de una elevada sierra; miraban hacia abajo, donde se asentaba un pequeño pueblo de casas de piedra en un valle ancho y poco profundo. El sol estaba bajo por poniente y proyectaba sombras alargadas a lo largo del valle.
—Hemos llegado más lejos de lo que creíamos —dedujo el hermano.
—Alpinadoranos —asintió maese Jojonah—; o bien hemos cruzado el límite de las Tierras Boscosas o bien estos nativos se han instalado más allá de su frontera reconocida.
—Espero que sea lo primero —repuso el hermano Braumin—. El hermano Baijuis, experto en el uso de sextantes, así lo cree.
—La magia utilizada con animales salvajes es eficaz pero inmoral —dijo el padre secamente.
El hermano Braumin lo miró de soslayo, examinándolo. También a él le repugnaban aquellas extracciones de vida de los inocentes animales salvajes, aunque desde luego no parecía tan consternado como Jojonah.
—Incluso el tozudo Francis está de acuerdo en que hemos recuperado el tiempo perdido con el rodeo —prosiguió Jojonah—; aunque tenía pocos argumentos ya que el padre abad Markwart estuvo de acuerdo con nosotros por haber elegido la ruta del este.
—El hermano Francis raramente necesita apoyo, ni tan sólo lógica, cuando disiente —observó Braumin, mientras esbozaba una sonrisa de complicidad con su superior—. Ahora está trazando nuestro nuevo itinerario, y sorprendentemente con el mismo fervor con que trazó el anterior.
—No es tan sorprendente —repuso maese Jojonah, bajando la voz hasta convertirla en un susurro al advertir que se acercaban dos monjes jóvenes—. El hermano Francis hará cualquier cosa para impresionar al padre abad.
El hermano Braumin rió con disimulo, pero dejó de hacerlo al darse la vuelta para mirar a los recién llegados y ver su expresión grave.
—Rogamos que perdones nuestra intromisión, maese Jojonah —dijo uno de ellos, llamado Dellman. Ambos jóvenes se pusieron a hacer múltiples reverencias.
—Vale, vale —indicó el padre con impaciencia, pues le resultaba evidente que ocurría algo terrible—. ¿Qué pasa?
—Un grupo de monstruos —explicó el hermano Dellman—. Vienen del oeste y van hacia aquel pueblo.
—El hermano Francis insiste en que podemos evitarlos con facilidad —intervino el otro monje—. Pero ¿vamos a dejar que esos aldeanos mueran asesinados?
Maese Jojonah se volvió hacia Braumin, que sacudía la cabeza muy lentamente, como si el propio movimiento le causara un gran dolor.
Las instrucciones del padre abad eran claras —dijo con incomodidad el inmaculado—: no podemos perder tiempo con nadie, ni amigo ni enemigo, al menos hasta que hayamos completado nuestra misión en Barbacan.
Jojonah miró hacia abajo, al pueblo, a los penachos de humo gris que emergían perezosamente de las chimeneas. Se imaginó lo oscuro y cubierto que pronto podría quedar todo, las oleadas de humo negro saliendo de las casas en llamas y gente, niños, corriendo de un lado a otro gritando de terror y dolor.
Y luego muriendo, horriblemente.
—¿Qué sientes en tu corazón, hermano Dellman? —preguntó de forma inesperada el padre.
—Soy leal al padre abad Markwart —respondió el joven monje sin vacilar, enderezando los hombros con resolución.
—No te pregunto cómo procederías si la decisión estuviera en tus manos —le explicó maese Jojonah—; sólo te pregunto qué sientes en tu corazón. ¿Qué deberían hacer los monjes de Saint Mere Abelle cuando se les plantea una situación como ésta?
Dellman empezó a contestar en favor de pelear junto a los aldeanos, pero se detuvo, confuso. Luego, empezó de nuevo a hablar, pero su razonamiento iba en otro sentido: se refirió al objetivo de mayor alcance, al mayor bien para todo el mundo. Pero otra vez se detuvo, gruñendo de frustración.
—La orden abellicana tiene una larga tradición en la defensa de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos —indicó el otro monje—. En nuestra propia región, muchísimas veces hemos dado refugio a aldeanos en la abadía durante épocas de peligro, ya fueran invasiones de powris o tormentas inminentes.
—Pero ¿qué pasa con el bien mayor? —preguntó maese Jojonah, interrumpiendo al joven monje antes de que pudiera tomar demasiado impulso.
Al no recibir respuesta alguna, maese Jojonah emprendió una táctica distinta.
—¿Cuánta gente calculas que hay allá abajo? —preguntó.
—Treinta —respondió el hermano Braumin—; quizá lleguen a cincuenta.
—¿Y por cincuenta vidas tendríamos que pagar el precio de fracasar en nuestra misión más importante, riesgo que con toda seguridad asumiríamos en el caso de intervenir?
De nuevo se hizo un incómodo silencio; los dos jóvenes monjes no paraban de mirarse, buscando el uno en el otro la respuesta adecuada a la cuestión que planteaba Jojonah.
—Conocemos la posición del padre abad Markwart al respecto —observó el hermano Braumin.
—El padre abad insistiría en que no compensa el coste potencial —dijo con aspereza maese Jojonah—. Y de ese punto haría una cuestión personal.
—Y nosotros somos leales al padre abad Markwart —dijo el hermano Dellman, como si ese simple hecho cerrara el debate.
Pero maese Jojonah no lo iba a dejar escapar tan fácilmente, no iba a dejar que Dellman o cualquier otro eludiera la responsabilidad de la decisión; una decisión, creía, que concernía al núcleo más profundo de la orden abellicana, y estaba en la misma base de su disputa con Markwart—. Nosotros somos leales a los principios de la Iglesia —corrigió—. No a personas.
—El padre abad representa esos principios —arguyó el hermano Dellman.
—Eso esperaríamos —replicó el padre; miró a Braumin Herde de nuevo, y vio que el hombre estaba visiblemente angustiado por el derrotero de las preguntas de Jojonah.
—¿Que opinas tú, hermano Braumin? —le preguntó el padre directamente—. Hace más de diez años que estás al servicio de la Iglesia; sobre lo que ahora nos preocupa, ¿qué te aconsejan tus estudios de los principios de la orden abellicana? De acuerdo con esos principios, ¿hay que correr el riesgo de perder un bien mayor, por cincuenta o cien vidas?
Braumin se estremeció, francamente sorprendido de que maese Jojonah lo hubiera puesto en el punto de mira, le hubiera pedido que revelara en público lo que sentía en su corazón. Sus pensamientos volvieron a la batalla con los powris en Saint Mere Abelle, al aldeano que el padre abad había poseído para saltar con su cuerpo hacia una muerte segura. Aquel acto realizado con el pretexto de un bien mayor —la acción acabó con muchos powris— había dejado un sabor persistente y sucio en la boca de Braumin y una negrura fría en su corazón que todavía sentía.
—¿Hay que correr ese riesgo? —insistió Jojonah.
—Sí —respondió con sinceridad el hermano Braumin Herde—. Una vida merece ese riesgo. Dado que tenemos que afrontar una importantísima empresa, no deberíamos apartarnos de nuestro camino en busca de los que están en peligro, pero cuando Dios cree apropiado ponerlos delante de nosotros, tenemos la sagrada obligación de intervenir.
Los dos monjes jóvenes emitieron al unísono un grito sofocado, sorprendidos por lo que acababan de oír, pero también, en cierto modo, aliviados; alivio que se pintó particularmente en el rostro del hermano Dellman, según advirtió claramente Jojonah.
—Y vosotros dos —les preguntó Jojonah—, ¿qué pensáis de nuestro proceder?
—A mí me gustaría salvar el pueblo —respondió el hermano Dellman—, o por lo menos avisarlos de la inminente invasión.
El otro monje se mostró de acuerdo.
Jojonah adoptó una actitud meditativa para ponderar los riesgos.
—¿Hay más monstruos en la zona? —preguntó.
Los dos monjes jóvenes se miraron y luego se encogieron de hombros.
—¿Y qué potencia tiene la fuerza que se acerca? —prosiguió maese Jojonah.
Tampoco hubo respuesta.
—Son cuestiones que debemos contestar cuanto antes —explicó maese Jojonah—. De lo contrario, debemos seguir lo decretado por el padre abad Markwart y no desviarnos de nuestro camino, abandonando a los aldeanos a su triste suerte. En marcha, pues —ordenó a ambos, ahuyentándolos como si fueran perros extraviados—. Hablad con los que disponen de las piedras de cuarzo; encontradme las respuestas y deprisa.
Los dos monjes jóvenes hicieron una reverencia, se dieron la vuelta y echaron a correr.
—Corres un gran riesgo —observó el hermano Braumin tan pronto como los dos monjes se hubieron ido—. Y un riesgo más personal que para la expedición.
—¿Qué riesgo correría mi alma si no lo hago? —preguntó Jojonah, una consideración que de momento quitó consistencia al argumento de Braumin.
—Pero —dijo al fin el monje más joven—, si el padre abad...
—El padre abad no está aquí —le recordó maese Jojonah.
—Pero estará aquí si el hermano Francis descubre que planeas intervenir contra esos monstruos.
—Me las arreglaré con el hermano Francis —le aseguró maese Jojonah—. Y con el padre abad, si se abre camino a través del cuerpo de Francis.
Su tono revelaba que la discusión había acabado y, a pesar de sus bien fundados temores, Braumin Herde sonrió mientras Jojonah caminaba con decisión delante de él. Braumin comprendió que el padre, su mentor, estaba tomando una posición de principios. Algunas veces, cuando el corazón hablaba lo suficientemente fuerte, uno tenía que aferrarse a su posición.
La noche era oscura; la luna llena había salido temprano, pero había quedado cubierta por una espesa y amenazadora capa de nubes de tormenta. Una noche adecuada, dada la fuerza de monstruos que se aproximaba a Tol Hengor. Un contingente de casi doscientos formaba la perversa banda que ya había arrasado dos aldeas, y no había ninguna razón para pensar que tendrían mayores dificultades con la siguiente. Irrumpieron en el límite oeste del valle en su habitual formación semicircular de batalla; los trasgos formaban un escudo frontal, escoltados por más trasgos con antorchas; los powris y los gigantes se agrupaban en medio, preparados para apoyar cualquier flanco o para cargar hacia adelante. Aunque avanzaban entre dos riscos, por la parte más baja y menos defendible, no los asustaba ninguna emboscada. Los humanos de Alpinador no solían usar arcos e incluso si los guerreros de la aldea hubiesen perfeccionado la técnica de la lucha a distancia, su número —según informes de los exploradores no pasaban de tres docenas— no sería suficiente para causarles mucho daño. Además, los gigantes, que podían encajar muchos impactos de flecha, contestarían a cualquier ataque a un flanco con una devastadora descarga de rocas, que invertiría la intención de la emboscada. No, los jefes powris lo sabían, los humanos de Alpinador eran peligrosos a corta distancia, en la lucha cuerpo a cuerpo, debido a su gran fuerza, pero no en tácticas de ataque-retirada. Por esa razón los monstruos habían elegido aquella formación en bloque en lugar de arriesgarse a dividir la banda en grupos más pequeños, que se hubieran dispersado en varias hileras para desplazarse por el terreno más abrupto de las sierras.
Así que los powris con sus aliados avanzaban con total confianza por el amplio valle; estaban ansiosos por saborear sangre humana: querían abrillantar el tono carmesí de sus gorras.
No podían imaginar el poder que se había confabulado contra ellos en forma de monjes de Saint Mere Abelle. Una docena se había apostado a la espera a cada lado del valle; el hermano Francis encabezaba a los de la ladera norte y el hermano Braumin a los del sur. Maese Jojonah estaba sentado lejos, detrás del grupo de Braumin, y apretaba contra su corazón una hematites, la más útil y versátil de todas las piedras. Fue el primero en sumergirse en la magia: su alma abandonó su forma corpórea y voló bajo el cielo nocturno.
La primera tarea era bastante fácil. Transportó su espíritu invisible a gran velocidad dirigiéndose hacia abajo, hacia el extremo oeste del valle. Encontró al ejército que se aproximaba y se percató de su potencia y de su formación. El espíritu volvió con rapidez por donde había venido: primero pasó por el risco norte donde estaba el hermano Francis y luego cruzó hacia donde estaba el hermano Braumin con objeto de informar debidamente a cada grupo. Entonces, a la velocidad del pensamiento, se fue de nuevo hasta los monstruos que seguían acercándose.
Era la hora de su misión más compleja: infiltrarse entre la fuerza de los monstruos. Invisible y silencioso, atravesó la semicircunferencia de trasgos hasta el grupo central con objeto de apoderarse del cuerpo de un powri, pero prudentemente reconsideró su decisión. Los powris, según proclaman los tomos antiguos, son especialmente resistentes a la magia y, en particular, a cualquier forma de posesión. Son duros e inteligentes y tienen mucha fuerza de voluntad.
Pero maese Jojonah no quería meterse en el cuerpo de un trasgo. Si lo hacía, podía ocasionarles algunos daños, desde luego, pero nada sustancial. Los trasgos eran de carácter imprevisible y traicionero, por lo que no sorprendería demasiado ni a powris ni a gigantes que uno de ellos se volviera de repente contra el grupo, y su frágil cuerpo no podría infligir demasiado daño a los duros powris ni, muchísimo menos, a un gigante.
Así que sólo le quedaba una opción; sabía que se estaba aventurando en un territorio jamás explorado. Nunca había leído nada sobre la posesión de un gigante y sabía muy poco acerca de la naturaleza de esas enormes criaturas, salvo que tenían mal carácter y tremenda destreza en el combate.
Su espíritu se movió con cautela entre un puñado de fomorianos. Uno en concreto, un enorme ejemplar, por supuesto, parecía controlar al grupo; intimidaba a los demás y les apremiaba.
Jojonah consideró las distintas tácticas que podría utilizar, lo cual le llevó a la convicción de que otra de las enormes criaturas podría ser un objetivo más adecuado. Ningún miembro del grupo, ni tan sólo el que parecía el líder, daba la impresión de ser demasiado inteligente, pero uno de ellos estaba en el extremo del espectro: era una criatura que corría a grandes zancadas, meneando la cabeza y riéndose con una risa tonta del ruido de sus labios babeantes.
El espíritu de Jojonah se deslizó en el subconsciente del monstruo.
—¿Duh? —preguntó la voluntad del gigante.
—¡Dame tu cuerpo! —exigió Jojonah telepáticamente.
—¿Duh?
—¡Tu cuerpo! —ordenó la voluntad del monje— ¡Dámelo! ¡Vete!
—¡No! —rugió el gigante horrorizado en voz alta, y su voluntad se bloqueó con la de Jojonah, mientras instintivamente trataba de expulsar al monje.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Jojonah tratando de calmar a la enorme criatura, antes de que sus compañeros pudieran darse cuenta de que, de repente, algo grave le ocurría a aquel monstruo—. ¡Si comprendieras, imbécil, no me rechazarías!
—¿Duh?
—Soy tu dios —dijo Jojonah para engatusarlo—. Soy Bestesbulzibar, el demonio Dáctilo; he venido para ayudaros en las matanzas de los humanos; ¿no te sientes honrado de que haya elegido tu cuerpo para que sea mi receptáculo?
—¿Duh? —preguntó de nuevo el espíritu del gigante, pero el tono de la inquisición telepática fue sensiblemente diferente.
—Vete —indicó Jojonah, percibiendo la debilidad—, o encontraré otro receptáculo y lo emplearé para aniquilarte por completo.
—Sí, sí, amo —lloriqueó el gigante en voz alta.
—¡Silencio! —ordenó Jojonah.
—Sí, sí, amo —repetía el gigante en voz aún más alta.
Jojonah, ahora parcialmente atrincherado, podía oír el mundo exterior a través de los oídos de aquella enorme criatura; podía oír los sonidos de otros gigantes agrupados alrededor, formulando preguntas. Cuando el líder del grupo de gigantes empujó al desconcertado monstruo, que no paraba de gritar, el padre lo sintió como si se hubiera tratado de su propio hombro.
El gigante elegido, convencido de que sin duda se trataba del demonio Dáctilo, se esforzaba desesperadamente en obedecer, aunque tenía muy poca idea sobre cómo podría salir de su propio cuerpo. Jojonah sabía que tenía que trabajar duro, pues la posesión, incluso con un receptáculo predispuesto, nunca era tarea fácil. Se sumergió más profundamente en la hematites; utilizó su magia para infiltrarse en cada aspecto y en cada sinapsis del cerebro del gigante. La reacción instintiva del monstruo fue de retroceso y de rechazo pero, sin el apoyo de la conciencia del gigante, sirvió de poco.
Jojonah sintió de modo intenso el golpe, cuando el gigante mayor de todos derribó su nuevo cuerpo.
—¡Cállate la boca! —ordenó el enorme bruto.
—Duh, sí, amo —respondió Jojonah. Verdaderamente, la pesada quijada y los pesados miembros demostraron ser una experiencia desagradable para el monje mientras trataba de hablar y de levantarse del suelo.
El imponente gigante le golpeó de nuevo y él bajó la cabeza sumisamente.
—Me estaré callado —dijo con suavidad.
Aquellas palabras parecieron calmar al líder del grupo de gigantes un buen rato, y el grupo avanzó hasta recuperar su sitio en la formación, ignorando que un nuevo espíritu se les había incorporado por el camino.
Doce monjes a cada lado del valle aguardaban en línea, con las manos juntas; el cuarto y el décimo de cada grupo tenían un grafito, y el hermano Francis, gracias a una concesión hecha por Jojonah para apaciguar su enfado, tenía un pequeño diamante. Francis era el punto de referencia para ambos grupos; era el que elegiría el momento. El monje tenía que atacar duro y sin cometer el menor error; cualquier represalia de los monstruos les costaría muy cara.
Francis dejó que pasara el borde frontal del semicírculo de trasgos. Todos estaban de acuerdo en que la clave para ganar estaba en destruir rápidamente a los powris y herir lo suficiente a los gigantes para arrebatarles su coraje para la lucha. Una vez eliminados los líderes, lógicamente, los cobardes trasgos tendrían pocas ganas de pelear.
Francis era el único en su línea que tenía los ojos abiertos, pues el resto se concentraba en la magia de los dos grafitos. Vio cómo pasaban los trasgos a menos de veinte metros de distancia y pudo adivinar las encumbradas siluetas de un puñado de gigantes. Francis respiró profundamente y conjuró con fuerza el poder del diamante, provocando un breve destello para avisar al hermano Braumin que esperaba al otro lado del camino.
—Ahora, hermanos —susurró Francis—. Es el momento.
Y entonces también él se sumergió en la magia comunitaria para transferir su energía a los grafitos a través de la línea.
Braumin indicó lo mismo a su grupo.
Una fracción de segundo después estalló el primer rayo atronador salido de la mano del cuarto monje de la línea de Francis; fue seguido por una explosión al otro lado del camino, y luego por otra expedida por el décimo de la línea de Francis e inmediatamente por otra desde el otro lado: la descarga de rayos se extendió de acá para allá; uno tras otro, los monjes transmitieron su energía para agrupar su potencia en cada una de las líneas. Muchos de los monjes más jóvenes no podían todavía utilizar las piedras por su cuenta, pero con el enlace mental con el hermano Francis, con Braumin Herde y con los estudiantes mayores, sus energías pudieron explotar una tras otra.
El valle entero tembló con un atronador estallido; cada destello abrasador revelaba que cada vez quedaban menos monstruos tratando de escapar.
En el centro de la formación enemiga, los powris corrían y eran derribados repetidamente, se tambaleaban estremeciéndose. Los gigantes, con mucho los objetivos mayores, recibieron más impactos, pero sus enormes cuerpos resistieron el ataque mucho mejor, y cuatro de los cinco todavía estaban de pie después de la primera descarga completa; sólo uno había sido derribado y no por un impacto de rayo mágico sino por un enorme árbol que le cayó encima.
El gigante más imponente del grupo, ignorando los gritos de su compañero atrapado, señalaba hacia la ladera norte y gritaba para que se desquitaran con rocas. Sin embargo, su propósito y su expresión cambiaron de pronto, cuando el gigante que estaba junto a él levantó una enorme roca en el aire y la estrelló sobre su cabeza.
Maese Jojonah percibió las repentinas protestas del verdadero espíritu del gigante poseído.
—¡Lo mato y nosotros nos convertiremos en el líder! —improvisó telepáticamente, y aquello calmó en buena parte al estúpido gigante. Pero, pese a los esfuerzos del gigante por quedarse en un segundo plano y dejar que lo que él creía que era el Dáctilo controlara su forma corporal, no sabía cómo hacerlo. Así, el gigante reía más sonora y tontamente que nunca, mientras Jojonah ordenaba a los brazos que golpearan al gigante líder una y otra vez; al fin consiguió derribar al suelo a la aturdida criatura.
Los otros dos gigantes aullaron y trataron de interponerse.
Jojonah ocultó la roca en su pecho, la arrojó a la cara del atacante más próximo e hizo que se tambaleara. No obstante, el otro gigante lo golpeó con un ataque furioso; los dos rodaron por el suelo y aplastaron a uno de los pocos powris que quedaban por allí.
—¡Hey! —protestó el espíritu del gigante poseído, y Jojonah percibió que la estúpida criatura al fin se estaba dando cuenta del engaño—. ¡Hey!
La voluntad del gigante se esforzó en dominar de nuevo la situación y atacar a Jojonah. Y entonces llegó la segunda lluvia de rayos.
Jojonah obligó al cuerpo del gigante a incorporarse y a salir al paso del rayo abrasador. Cuando el monje sintió la explosión de energía ardiente contra su pecho, volvió a conectar el maltrecho cuerpo a su legítimo propietario, y su espíritu emprendió el vuelo y se quedó suspendido en el aire para contemplar la escena.
El gigante más grande, pese a que perdía mucha sangre que le manaba de la cabeza, se las apañó como pudo para ponerse en pie tambaleándose; recibió el impacto de la siguiente descarga de rayo y después otra. La enorme criatura cayó de nuevo al suelo; había perdido toda su energía y toda su resistencia y sólo esperaba que la muerte se lo llevase.
Los rayos continuaron atacando; cada explosión era más débil que la anterior a medida que se iba consumiendo la energía mágica de los monjes. Pero maese Jojonah se dio cuenta de que no habría contraataque, ya que todo lo que quedaba del ejército de los monstruos era algo menos de la mitad de los trasgos, una docena de powris y un solo gigante; todos ellos estaban demasiado asustados, demasiado maltrechos y demasiado sorprendidos para pensar en continuar la batalla. Antorchas dispersas señalaban la huida hacia el oeste, atrás, hacia la salida del valle, por el camino por donde habían llegado.
En su retirada, los monstruos pasaron por delante de otro silencioso observador, un hombre que había pensado intervenir con ataques más silenciosos por la retaguardia de la formación. Los que inadvertidamente se aventuraron demasiado cerca del guardabosque encontraron la muerte en la punta de su enorme espada. Y cuando Andacanavar descubrió que uno de los gigantes todavía vivía, se acercó a la enorme criatura a la que ya le quedaban pocas fuerzas, y la atacó con una serie de tremendos golpes que acabaron con ella antes de que pudiera advertir la presencia del hombre.
Cuando al fin el valle recobró el silencio, el hermano Francis condujo tranquilamente a sus monjes al otro lado del camino para que se reunieran con sus compañeros. Entonces todo el grupo se puso en marcha de nuevo desde el risco sur de regreso adonde estaban los carruajes y maese Jojonah; allí organizaron enseguida la caravana y se pusieron en marcha, pues no deseaban ser descubiertos ni por monstruos ni por alpinadoranos.
Andacanavar observaba aquello con una mezcla de esperanza y confusión.
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9
Feliz encuentro entre viejos amigos
—¡Así que es cierto! —exclamó el hombre gordo, mientras miraba a Elbryan y Pony, que entraban en el campamento al lado de los arqueros.
—Belster, mi viejo amigo, ¡qué alegría verte tan bien! —saludó el guardabosque.
—¡Bien, desde luego! —declaró Belster—. Aunque nos hemos quedado un poco cortos de provisiones a última hora —mientras hablaba se daba palmadas en su ancha barriga—. Ya lo verás, estoy seguro.
Tanto Pony como Elbryan se rieron ante aquella observación... las prioridades de Belster O'Comely estaban siempre muy bien definidas.
—¿Y dónde está mi otro amigo? —preguntó Belster—. ¿El que tiene un apetito que rivaliza con el mío?
Una nube ensombreció el rostro de Elbryan y se volvió hacia Pony, que estaba aún más afligida.
—Pero si las informaciones del bosque hablaban de una gran piedra mágica —protestó Belster—, una magia que sólo el Fraile Loco era capaz de provocar. ¡No me digáis que murió precisamente esa noche! ¡Oh, qué tragedia!
—Avelyn dejó esta vida —repuso sombríamente Elbryan—, pero no esa noche. Murió en Aida, cuando destruyó al demonio Dáctilo.
—Pero las informaciones del bosque... —tartamudeó Belster, como si quisiera utilizar la lógica contra las palabras del guardabosque.
—Las informaciones de las luchas eran correctas, pero se referían a Pony —explicó Elbryan al tiempo que apoyaba el brazo sobre los hombros de la mujer—. Fue ella la que activó la poderosa energía de las piedras. —Se volvió hacia su amada y alzó su otra mano para acariciarle la espesa melena dorada—. Avelyn le enseñó muy bien el uso de las piedras.
—Eso parece —observó Belster.
El guardabosque se separó de la mujer y adoptó un aire decidido, mirando otra vez a Belster.
—Y está preparada para continuar el trabajo donde Avelyn lo dejó —declaró—. En las entrañas de la humeante Aida, Avelyn destruyó al demonio Dáctilo y cambió el curso de esta guerra al eliminar la fuerza que cohesionaba a nuestros enemigos. Ahora recae sobre nosotros la responsabilidad de acabar el trabajo, de liberar nuestras tierras de esas perversas criaturas.
A todos los presentes les pareció que la estatura del guardabosque aumentaba al hablar, y Belster O'Comely sonreía consciente de ello: era el encanto de Elbryan, la mística del Pájaro de la Noche. Belster sabía que el guardabosque los enardecería para que alcanzaran nuevas cotas en las batallas, los guiaría como una fuerza bien dirigida y concentrada, mientras castigaba con dureza los puntos flacos de las filas enemigas. A pesar de las noticias relativas a Avelyn, a pesar de sus crecientes temores por el desaparecido Roger Descerrajador, a Belster le pareció que aquella noche el mundo brillaba con un poco más de intensidad.
El balance de la batalla era impresionante: los bosques estaban sembrados de cadáveres de trasgos y powris, e incluso de algunos gigantes también. Había seis hombres heridos, uno de ellos de gravedad; otros tres habían desaparecido y presumiblemente estaban muertos. Los que se habían encargado de trasladar al herido más grave no esperaban que el hombre pasara de aquella noche; por supuesto, lo habían trasladado sólo para que pudiera despedirse de su familia y para poder enterrarlo debidamente.
Pony se acercó a él con la hematites y trabajó infatigablemente durante horas, sacrificando de buen grado hasta el último gramo de su propia energía.
—Lo salvará —anunció Belster a Elbryan poco después, cuando él y Tomás Gingerwart encontraron al guardabosque mientras éste cuidaba de Sinfonía frotándolo con un trapo y limpiándole los cascos.
—Lo hará —repitió una y otra vez el posadero, intentando evidentemente convencerse a sí mismo.
—Shamus Tucker es un buen hombre —añadió Tomás—. No se merece ese destino.
Elbryan advirtió que, mientras hablaba, Tomás lo miraba fijamente a él, casi de forma acusadora. A Elbryan le pareció que Tomás consideraba el trabajo de Pony con el hombre herido como una especie de prueba.
—Pony hará todo lo posible —se limitó a responder el guardabosque—. Es muy diestra con las piedras, casi tanto como lo era Avelyn; pero me temo que ha utilizado la mayor parte de sus energías en la batalla y que no le quedó mucha para destinar a Shamus Tucker. Cuando acabe con Sinfonía, voy a reunirme con ella por si puedo ser de alguna ayuda.
—¿Primero cuidas al caballo? —preguntó Tomás Gingerwart en un tono claramente acusador.
—Hago lo que Pony me ha dicho que hiciera —replicó con calma el guardabosque—. Ella ha preferido empezar el proceso de curación en solitario, ya que a solas puede concentrarse hasta niveles más profundos y alcanzar así un enlace más íntimo con el hombre herido. Yo confío en su criterio, y lo mismo deberías hacer tú.
Tomás ladeó la cabeza, mientras lo miraba y expresaba un ligero y poco convencido acuerdo.
Belster, nervioso, se aclaró la garganta y dio un codazo a su tozudo compañero.
—No creas que somos unos desagradecidos... —empezó a disculparse ante Elbryan.
La risa del guardabosque le cortó en seco y resopló sorprendido. Miró a Tomás, que estaba evidentemente enojado, pensando que le estaban tomando el pelo.
—¿Cuánto tiempo llevamos viviendo así? —preguntó Elbryan a Belster—. ¿Cuántos meses hemos pasado en el bosque, peleando y corriendo?
—Demasiados —repuso Belster.
—Desde luego —dijo el guardabosque—. Y en ese tiempo he llegado a comprender muchas cosas. Sé la razón por la cual te muestras desconfiado, maese Gingerwart —dijo bruscamente, dando la espalda a Sinfonía y encarándose directamente al hombre—. Antes de que Pony y yo llegáramos, tú eras uno de los líderes indiscutibles del grupo.
—¿Insinúas que no soy capaz de velar por el bien común? —preguntó Tomás—. ¿Crees que pondría mi propia ambición de poder por encima de...?
—Digo la verdad —interrumpió Elbryan—. Eso es todo.
Tomás casi se atragantó al oír esas palabras.
—Ahora desconfías, y es comprensible —prosiguió el guardabosque, volviéndose de nuevo hacia el caballo—. Siempre que alguien en una posición de gran responsabilidad como la tuya percibe un cambio, incluso un cambio que parece positivo, debe ser cauteloso. Nos jugamos demasiado.
Belster disimuló su sonrisa mientras examinaba el cambio experimentado por Tomás. El sencillo razonamiento del guardabosque, franco y honesto, lo había desarmado por completo. Ahora, la agitación de Tomás había superado el punto crítico y el hombre parecía visiblemente relajado.
—Pero comprende —prosiguió Elbryan— que Pony y yo no somos tus enemigos, ni tan sólo tus rivales. Ayudaremos en todo lo que podamos. Nuestro objetivo, el mismo que el tuyo, es liberar el país de los malvados secuaces del Dáctilo, e incluso ayudar a expulsar del mundo al mismo demonio.
Tomás asintió; parecía de alguna manera apaciguado, pero un tanto confuso.
—¿Vivirá el hombre? —preguntó Belster.
—Pony se mostró esperanzada —respondió el guardabosque—. Su labor con la hematites es poco menos que milagrosa.
—Tengamos esperanza —añadió con sinceridad Tomás.
Poco después, el guardabosque acabó sus cuidados con Sinfonía y entonces fue en busca de Pony y el hombre herido. Los encontró bajo el refugio de un colgadizo; el hombre dormía confortablemente con una respiración uniforme y potente. Pony también se había dormido; yacía junto al hombre y todavía apretaba en la mano con fuerza la piedra del alma. Elbryan pensó en coger la hematites y tratar de acelerar la curación de Shamus Tucker, pero cambió de idea, al considerar que el mejor remedio era un sueño reparador.
El guardabosque movió con sumo cuidado a Pony para que estuviera más cómoda, y luego se marchó. Regresó adonde estaba Sinfonía, con la intención de instalarse allí para dormir, y se alegró al encontrar a Belli'mar Juraviel esperándolo.
—Conduje el pequeño grupo de nuevo hacia Caer Tinella —explicó el elfo, con voz severa—. Y allí encontramos un centenar de powris, otros tantos trasgos y varios gigantes esperando para unirse a la persecución.
—¿Más gigantes? —repitió con incredulidad el guardabosque, pues no era común que aquellas enormes criaturas constituyeran grupos tan numerosos. El tremendo potencial devastador de una fuerza semejante le quitó la respiración—. ¿Crees que tienen intención de marchar sobre Palmaris?
Juraviel sacudió la cabeza.
—Es más probable que utilicen los pueblos como campamentos para efectuar desde allí pequeñas incursiones —razonó Juraviel—. Pero debemos vigilar Caer Tinella con mucho cuidado. Al parecer, el jefe es un powri de considerable categoría; incluso los gigantes se inclinan ante él, y durante todo el tiempo que pasé escondido entre las sombras del pueblo, no escuché jamás una sola palabra de crítica contra él, ni siquiera cuando empezaron a llegar las noticias del desastre en el bosque.
—Entonces, les hemos pegado duro —observó el guardabosque.
—Les hemos pegado —respondió Juraviel—, y eso puede servir sólo para encolerizarlos más. Debemos vigilar el sur, y hacerlo bien. El próximo ejército que vendrá a encontrarse con sus amigos será aniquilador, estoy seguro.
Elbryan, instintivamente, echó una mirada hacia el sur, como si esperara ver aparecer entre los árboles una horda de monstruos destrozándolo todo.
—Hay otra cuestión —prosiguió Juraviel—; un prisionero que los powris tienen en su poder.
—Tengo entendido que los powris tienen muchos prisioneros en muchos pueblos —repuso Elbryan.
—Quizás éste sea distinto —explicó Juraviel—. Sabe que tus amigos están en el bosque; por supuesto, es muy admirado entre ellos, tanto como tú lo eras entre las gentes de Dundalis y de los otros pueblos de las Tierras Boscosas.
En el límite del claro, protegido por las tupidas ramas de un pino, Belster O'Comely observaba con curiosidad al guardabosque. A su lado, Tomás estaba más animado, y sólo los constantes codazos del gordo posadero impidieron que ambos fueran descubiertos.
Elbryan estaba hablando consigo mismo, aparentemente, aunque Belster sospechaba que podía tratarse de otra cosa. El guardabosque estaba mirando hacia arriba, hacia la parte interior de un árbol donde había una rama aparentemente vacía; mantenía una conversación, aunque ellos no podían acercarse más para distinguir las palabras.
—Tu amigo está un poco chiflado, ¿no? —susurró Tomás al oído de Belster.
—Todo el mundo debería estar así de loco —replicó Belster, mientras sacudía su cabeza con resolución.
Demasiado alto.
Elbryan se dio la vuelta y ladeó la cabeza; Belster sabía que el juego se había acabado e hizo salir a Tomás de debajo del pino.
—Ah, Elbryan —dijo el gordinflón—, estás aquí; te hemos buscado por todas partes.
—No era tan difícil encontrarme —replicó el guardabosque en tono uniforme, de modo harto sospechoso—. Me reuní con Pony; vuestro amigo descansa bien tranquilo y parece que va a sobrevivir. Luego volví aquí con Sinfonía.
—Con Sinfonía y... —indicó Belster, señalando hacia el árbol con la cabeza.
El guardabosque permaneció en silencio. No estaba seguro de cómo iba a reaccionar Tomás al ver a Juraviel, aunque Belster había visto al elfo y a varios otros Touel'alfar durante el tiempo que luchó con Elbryan en el norte.
—Ven —prosiguió Belster—, conozco bien a Elbryan, y no lo imagino solo y hablando consigo mismo.
«Deberías verme con el Oráculo», pensó Elbryan, y esbozó una pequeña risita.
—Has traído a un amigo, a menos que haya perdido mis facultades adivinadoras —dijo Belster—. Un amigo cuyas especiales cualidades son un buen presagio para mí y mis compañeros.
Elbryan hizo una señal a Belster y a Tomás Gingerwart para que se reunieran con él bajo el árbol; Belli'mar Juraviel, aprovechando la ocasión, saltó de la rama utilizando sus casi translúcidas alas para descender en un suave balanceo y aterrizó junto a los amigos del guardabosque.
Tomás se quedó de piedra.
—¿De dónde diablos ha salido éste? —vociferó.
—Es un elfo —explicó con calma Belster.
—Touel'alfar —añadió Elbryan.
—Belli'mar Juraviel, a tu servicio —dijo el elfo inclinando la cabeza hacia Tomás.
El hombretón se limitó a asentir estúpidamente moviendo la cabeza y los labios.
—Ven —le dijo Belster—. Te hablaré de los elfos que pelearon con nosotros en Dundalis; te hablaré de la caravana de catapultas, cuando el hermano Avelyn casi se hace explotar a sí mismo, y de los elfos que asaeteaban a nuestros enemigos desde los árboles.
—Yo... yo... yo no me esperaba... —tartamudeó Tomás.
Elbryan miró a Juraviel, que casi parecía aburrido ante aquella típica reacción.
Con un sonoro suspiro, Tomás consiguió serenarse.
—Juraviel ha estado en Caer Tinella... —empezó a explicar Elbryan.
—Le habría pedido que fuera si no lo hubiera hecho —interrumpió Belster ansioso—. Tenemos miedo por uno de los nuestros, un chico llamado Roger Descerrajador; fue al pueblo esta misma tarde, poco antes de que los monstruos salieran a perseguirnos.
—Parece que o bien vinieron hacia nuestra posición porque lo perseguían, o bien lo tienen en su poder —añadió Tomás.
—Lo segundo —les informó Elbryan—. Juraviel ha visto a vuestro Roger Descerrajador.
—¿Vivo? —preguntaron ambos hombres a la vez, en un tono que mostraba su sincera preocupación.
—Bien vivo —respondió el elfo—. Está herido pero no grave. No pude acercarme lo suficiente; los powris lo tienen bajo una estrecha y atenta vigilancia.
—Roger ha sido una pesadilla para ellos desde su llegada —explicó Tomás.
Belster entonces contó las múltiples historias relativas a las aventuras de Roger: los latrocinios, las anécdotas burlonas, la práctica habitual de inculpar a los trasgos de las consecuencias de sus incursiones nocturnas y la liberación de la señora Kelso.
—Tendrás que espabilarte mucho, Pájaro de la Noche —dijo con total seriedad Tomás Gingerwart—, si debes sustituir a Roger Descerrajador.
—¿Sustituirlo? —rechazó el guardabosque—. Hablas como si ya estuviera muerto.
—En las garras de Kos-kosio Begulne, es fácil que lo esté —replicó Tomás.
Elbryan miró a Juraviel; los dos intercambiaron sonrisas irónicas.
—Ya veremos —dijo el guardabosque.
Belster casi saltó de alegría: sus esperanzas habían aumentado.
Elbryan se sorprendió a la mañana siguiente al ver a Pony levantada y esperándolo, cuando el cielo por el este apenas empezaba a brillar con las primeras luces del alba.
—Creía que aprovecharías para dormir más después de tus esfuerzos de ayer con las piedras —dijo el guardabosque.
—Lo habría hecho si no fuese un día tan importante —respondió Pony.
Elbryan quedó perplejo, pero sólo por un instante; no tardó en advertir que la joven llevaba la espada al cinto.
—Quieres aprender la danza de la espada —dedujo.
—Tal como quedamos —dijo Pony.
La falta de entusiasmo del guardabosque se manifestó con evidente claridad.
—Hay muchos asuntos que atender —explicó—. Roger Descerrajador, una figura importante para esta gente, está prisionero en Caer Tinella, y tenemos que examinar al grupo para ver quién está en condiciones de pelear y quién no.
—¿De modo que no vas a ejecutar tu danza de la espada esta mañana? —preguntó Pony, y el guardabosque se dio cuenta de que lo había atrapado con su lógica.
—¿Dónde está Juraviel?
—Se fue cuando me desperté —respondió Pony—. Pero, después de todo, ¿no se va cada mañana?
—A ejecutar su propia danza de la espada —dijo el guardabosque—. Y a explorar la región; muchos Touel'alfar prefieren esta hora del día, justo después del amanecer.
—Yo también —dijo Pony—. Es un buen momento para la bi'nelle dasada.
Elbryan no pudo resistir ante tanta insistencia.
—Ven —le dijo—; vamos a buscar un lugar donde podamos empezar.
La condujo a través de la oscuridad del bosque descendiendo hacia una pequeña depresión en la que el terreno era llano y sin arbustos.
—Te he visto luchar —dijo él—, pero en verdad jamás he tenido ocasión o motivo para corregir tu estilo. Bastarán unos cuantos ejercicios de ataque y defensa.
Le indicó con una seña que avanzara hacia el claro para hacer una demostración. Pony lo miró con curiosidad.
—¿Tenemos que quitarnos la ropa? —preguntó tímidamente.
Elbryan emitió un suspiro de frustración.
—¿Piensas seguir bromeando? —preguntó desalentado.
—¿Bromeando? —replicó Pony con aire inocente—. Te he visto realizar la danza de la espada y...
—¿Hemos venido aquí para aprender o para jugar? —repuso el guardabosque con firmeza.
—No estaba bromeando —contestó Pony en un tono igualmente decidido—. Sólo pretendo mantener vivo tu interés mientras van pasando lentamente las semanas de esta guerra.
Avanzó hacia el claro y desenvainó la espada agachándose ligeramente.
Pero entonces sintió que la cogían por el hombro y se dio la vuelta; Elbryan la estaba mirando a los ojos con una expresión muy seria.
—No fui yo quien decidió abstenerse —dijo en un tono sereno y solemne—. Ni nosotros. Fue una decisión impuesta necesariamente por las circunstancias y estoy dispuesto a soportarla aunque no me guste. En absoluto. No tienes que preocuparte por mantener mi interés, amor mío. Mi corazón es tuyo; sólo tuyo.
Se inclinó y la besó tiernamente, pero sin permitir que el beso se convirtiera en algo más profundo y más apasionado.
—Ya llegará nuestro momento —le prometió Pony soltándose del abrazo—. Un momento y un lugar para ti y para mí, cuando no necesitemos entrar en acción para mejorar el mundo. Un tiempo en el que tú podrás ser Elbryan Wyndon, y no el Pájaro de la Noche, y en el que nuestro amor nos regalará hijos libres de cualquier peligro.
Permanecieron durante largo rato mirándose el uno al otro; ambos sentían placer y bienestar por la mera presencia del otro. Al fin, el sol se asomó por encima del borde oriental y rompió el encanto.
—A ver —le pidió el guardabosque, dando un paso hacia atrás.
Pony volvió a agacharse, dedicó un rato a calmarse, a prepararse mentalmente, e inició una estratagema de ataque y defensa; su espada hendía el aire con destreza. Había pasado años en el ejército del rey perfeccionando aquellos ejercicios y su habilidad con la espada no era un espectáculo baladí.
Pero Elbryan reconocía el estilo de lucha característico y común en todo el país, un estilo imitado por trasgos y powris. Las caderas de Pony giraban cada vez que llevaba su peso hacia atrás antes de cada golpe cortante, avanzaban y al fin retrocedían rápidamente en posición defensiva.
Cuando acabó, se dio la vuelta; tenía la cara enrojecida por el esfuerzo y en ella se dibujaba una ancha sonrisa de orgullo.
Elbryan caminó hacia ella desenvainando Tempestad.
—Golpea aquella rama —le pidió, señalando una rama baja a un metro de distancia.
Pony se preparó, y avanzó, uno, dos, alzó la espada, la llevó hacia atrás y después, bruscamente, hacia adelante.
Se detuvo a medio movimiento pues Tempestad se le adelantó y se clavó profundamente en la rama. Ella había dado ya un paso completo antes de que Elbryan hubiera tan sólo iniciado el movimiento y, a pesar de eso, el hombre había conseguido con facilidad alcanzar el objetivo antes que ella.
—La estocada —explicó él, colocándose en posición, con el cuerpo completamente extendido, el brazo derecho recto hacia afuera y el izquierdo girado hacia abajo por debajo del hombro más atrasado. De repente, se retiró para situarse en una posición defensiva en apenas un segundo.
—Tu técnica para trenzar movimientos y golpear con la espada es excelente, pero debes incorporar la estocada, ese súbito y fulminante apuñalamiento que ningún powri ni ningún otro oponente puede ni esperar ni desviar.
Como respuesta, Pony adoptó la postura del guardabosque; se equilibró a la perfección, con las rodillas adelantadas y las piernas en posición perpendicular una respecto a otra. Avanzó súbitamente la pierna derecha, mientras dejaba caer el brazo izquierdo y extendía el derecho, imitando casi a la perfección los movimientos de Elbryan.
El guardabosque ni tan sólo pudo tratar de disimular su sorpresa o su aprobación.
—Me has estado estudiando —dijo.
—Siempre —contestó Pony, volviendo a una posición defensiva.
—Y casi consigues hacerlo bien —observó Elbryan para rebajarle el orgullo.
—¿Casi?
—Tu cuerpo es el que domina —explicó el guardabosque—, y tiene que ser la espada la que tire de ti hacia adelante.
—No lo entiendo —dijo Pony mirando la espada con escepticismo.
—Ya lo entenderás —dijo Elbryan con una sonrisa bonachona—. Ahora, ven; vamos a buscar un lugar mejor para poder ejecutar de forma apropiada la bi'nelle dasada.
No tardaron en dar con un claro idóneo; Elbryan se apartó hacia un lado para prepararse, proporcionando a Pony cierta intimidad mientras se quitaba la ropa. Luego, se reunieron en el prado con sus armas; el guardabosque dirigía la danza y Pony seguía armoniosamente cada uno de los movimientos.
Durante un buen rato Elbryan la observó calibrando su fluidez y agilidad y se maravilló de la facilidad con que aprendía la danza. Entonces el hombre se dejó caer en su propio trance meditativo, en sus ejercicios, y dejó que la canción de la bi'nelle dasada fluyera por su cuerpo.
Durante un breve período Pony trató de imitarlo, pero pronto abandonó y se puso a observarlo, asombrada ante la belleza, la interacción de los músculos y los continuos desplazamientos siempre en perfecto equilibrio.
Cuando hubo acabado, estaba cubierto de sudor, y también Pony; un viento suave les hizo cosquillas en la piel. Permanecieron mirándose el uno al otro un buen rato y a los dos les pareció que habían alcanzado un grado de intimidad no menor que al de hacer el amor.
Elbryan alargó el brazo y acarició la mejilla de Pony.
—Cada mañana —dijo—; pero ten cuidado de que Belli'mar Juraviel no se entere.
—¿Tienes miedo de su reacción?
—No sé si lo aprobaría —admitió el guardabosque—. Forma parte de los rituales más sagrados de los Touel'alfar y sólo ellos tienen derecho a compartirlos.
—Juraviel admitió que tú no eras un Touel'alfar —le recordó Pony.
—Y no me siento culpable —repuso el guardabosque, en un tono bastante convincente—. Te voy a enseñar... sólo quiero que la decisión sea exclusivamente mía.
—Para proteger a Juraviel —razonó Pony.
—Ve a vestirte —dijo Elbryan con una sonrisa—. Me temo que el día será largo y arduo.
Pony regresó junto a los arbustos situados al lado del prado, satisfecha del trabajo de aquella mañana, aunque realmente exhausta. Durante todas aquellas semanas había deseado empezar la danza de la espada y, ahora que había terminado su primera experiencia, no estaba en absoluto decepcionada.
De algún modo, la danza de la espada hacía que se sintiera como cuando recibió el adiestramiento con las piedras mágicas; era un don, una plenitud que le permitía acercarse a su máximo potencial y aproximarse a Dios.


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