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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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martes, 31 de agosto de 2010

ANTES DEL EDEN -- ARTHUR C. CLARKE



ANTES
DEL EDEN
ARTHUR C. CLARKE


* * *
–Me parece –dijo Jerry Garfield parando los motores – que éste es el final de la línea.
Con un leve suspiro, la eyección del chorro cesó gradualmente. Privado de su colchón de aire, el vehículo explorador Pecio Vagabundo se posó sobre las retorcidas rocas de la Meseta Hesperiana.
Delante no había camino alguno; ni con sus eyectores a chorro ni con su tractor podía el S-5 –para dar al Pecio su nombre oficial – escalar la escarpadura que tenía enfrente. El Polo Sur de Venus estaba sólo a treinta millas, pero igual podría haber estado en otro planeta. No quedaba otra solución que volver atrás y desandar el camino de cuatrocientas millas hecho a través de aquel paisaje de pesadilla.
La atmósfera era fantásticamente clara, con una visibilidad de casi mil metros. No había necesidad alguna de radar para mostrar los riscos que tenían delante; por una vez, la simple vista bastaba. La verde luminosidad de la aurora, filtrándose a través de nubes que habían rodado compactas por un millón de años, prestaba a la escena un aspecto submarino, al que se añadía la sorprendente manera con que todos los objetos se empañaban en la calina, A veces era fácil para uno creer que se estaban moviendo a través de un insustancial lecho marino, y en más de una ocasión imaginó Jerry haber visto peces flotando sobre su cabeza.
–¿Llamo a la astronave para comunicar que volvemos? –preguntó.
–Aún no –respondió el doctor Hutchins –. Quiero pensar.
Jerry lanzó una suplicante mirada al tercer miembro de la tripulación, pero no encontró allí apoyo moral ninguno. Coleman era tan testarudo como su compañero; aunque los dos hombres discutían furiosamente la mitad de su tiempo, ambos eran científicos y, por ello, en la opinión de un no menos testarudo maquinista navegante, ciudadanos no cabalmente responsables. Si Cole y Huth tenían alguna brillante idea para seguir, no habría nada que hacer excepto registrar una protesta.
Hutchins estaba dando vueltas en la exigua cabina, examinando mapas e instrumentos. Dirigió ahora el proyector del vehículo hacia los riscos y comenzó a observarlos detenidamente con los gemelos. ¡Seguramente, pensó Jerry, no esperará conducir este trasto por ahí! El S-5 era un revoloteador de carril y no una cabra montés...
Bruscamente, Hutchins encontró algo. Lanzó un suspiro que era más bien una súbita y explosiva boqueada, y se volvió a Coleman.
–¡Mira! –gritó con voz sumamente excitada -. ¡Justamente a la izquierda de aquella marca negra! ¿Qué es lo que ves?
Le tendió los gemelos, y ahora fue Coleman quien escrutó los riscos.
–¡Que me condenen si no tenias razón! –dijo al fin –. Hay ríos en Venus. Ésa es una cascada seca.
–Así, pues, me debes una cena en el Bel Gourmet cuando volvamos a Cambridge. Con champán.
–No necesitas recordármelo. De todos modos, es barato por el precio. Pero eso deja aún tus otras teorías a la altura del barro.
–¡Hey, un minuto! –interpeló Jerry –. ¿Qué es todo eso de ríos y cascadas? Todo el mundo sabe que no pueden existir en Venus: nunca se produce en este vaporoso planeta el suficiente frío como para que se condensen las nubes.
–¿Has mirado el termómetro recientemente? –preguntó Hutchins con engañosa suavidad.
–He estado ligeramente demasiado ocupado conduciendo.
–Pues entonces tengo noticias para ti. Está por debajo de los 230, y descendiendo todavía. No olvides que estamos en el polo, que es invierno y que nos encontramos a 18.000 metros sobre las tierras bajas. Todo esto se nota en el aire. Si baja un poco más la temperatura tendremos lluvia. El agua hervirá, desde luego..., pero será agua. Y aunque Jorge no lo admita aún, esto presenta a Venus con una fisonomía totalmente distinta.
–¿Por qué? –preguntó Jerry, aunque ya lo había supuesto.
–Porque donde hay agua debe haber vida. Nos hemos apresurado demasiado en conjeturar que Venus era estéril, simplemente debido a que el promedio de su temperatura es de más de quinientos grados. Aquí en las montañas hay lagos y quiero echarles un vistazo.
–¡Pero es agua hirviente! –protestó Coleman –. ¡Nada puede vivir en eso!
–Hay algas que lo logran en la Tierra. Y si hemos aprendido algo desde que comenzamos a explorar los planetas es esto..., que en cualquier lugar donde la vida tenga la más ligera probabilidad de supervivencia se la encontrará. Ésta es la única posibilidad que jamás se haya presentado sobre Venus.
–Desearía que pudiéramos comprobar tu teoría. Pero, ya lo puedes ver por ti mismo, es imposible escalar ese risco.
–Quizá lo sea en el vehículo, pero no será demasiado difícil hacerlo a pie, con los trajes térmicos. Todo lo que necesitamos es andar unas cuantas millas en dirección al polo; según los mapas del radar, todo es muy llano una vez alcanzado el borde. Podemos apañárnoslas allá dentro... oh, durante doce horas o más. Cada uno de nosotros ha estado fuera más tiempo que ese, y en mucho peores condiciones.
Aquello era enteramente cierto. La ropa protectora que había sido diseñada para mantener con vida al hombre en las tierras bajas venusianas tendría una tarea más fácil aquí, donde la temperatura era sólo cien grados más calurosa que en el Valle de la Muerte en plena canícula.
–Bien –dijo Coleman –. Ya conoces las ordenanzas: no se puede ir solo, y alguien ha de quedarse aquí para mantener contacto con la nave. ¿Cómo lo zanjaremos esta vez: ajedrez o cartas?
–El ajedrez lleva demasiado tiempo –dijo Hutchins –, especialmente cuando lo jugáis vosotros dos. –Tendió la mano a la mesa de juego y tomó un naipe muy usado. Córtalo, Jerry.
–Diez de picas –dijo Jerry –. Espero que puedas derrotarlo, Jorge.
–Así lo haré... ¡Maldita sea, sólo un cinco de tréboles! Bueno, dad mis recuerdos a los venusianos...
A pesar de la seguridad de Hutchins, resultaba tarea ardua el escalar la escarpadura. El declive no era muy pronunciado, pero el peso del aparato de oxígeno, el traje térmico refrigerado y el equipo científico alcanzaban un peso de más de cien libras por hombre. La menor gravedad –un trece por ciento más débil que la de la Tierra –proporcionaba una ligera ayuda, pero no mucha, cuando se afanaban por pedregales en declive, descansaban brevemente en los bordes para recuperar aliento y volvían a trepar a través del crepúsculo submarino. El esmeraldino fulgor que se derramaba en torno a ellos era más brillante que el de la luna llena en la Tierra. Una luna se habría disipado en Venus, se dijo Jerry; jamás hubiese podido ser vista desde la superficie, no había allí mar alguno cuyas mareas regir... y la incesante aurora era un manantial de luz mucho más constante. Habían escalado más de seiscientos metros antes de que el terreno se nivelara en un suave declive, surcado aquí y allá por costurones que eran canales claramente tajados por el correr del agua. Al cabo de una breve búsqueda llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda como para merecer el nombre de lecho de río, y echaron a andar por ella.
–Acabo de pensar en algo –dijo Jerry cuando hubieron caminado unos cientos de metros –. ¿Y suponiendo que haya una tormenta ante nosotros? No me hace ni pizca de gracia el tener que soportar un flujo de agua hirviendo.
–Si hay una tormenta la oiremos –replicó Hutchins con cierta impaciencia –. Tendremos tiempo de sobra para llegar a terreno elevado.
Tenía indudablemente razón, pero Jerry no se sintió más satisfecho por ello mientras continuaban remontando el suavemente inclinado lecho del curso del agua. Su inquietud había estado aumentando desde que pasaran sobre la cresta del risco, perdiendo así contacto por radio con el vehículo explorador. El hallarse desconectado con sus compañeros resultaba para él una experiencia única y turbadora. Nunca le había ocurrido antes en toda su vida; hasta a bordo de la Estrella de la Mañana, aun hallándose a cientos de millones de millas de la Tierra, pudo siempre enviar un mensaje a su familia y obtener una respuesta en el lapso de breves minutos. Pero ahora, apenas unos cuantos metros de roca acababan de aislarles del resto de la humanidad; si algo les sucedía, nadie jamás lo sabría... a menos que alguna expedición posterior hallara sus cadáveres. Jorge esperaría el número de horas convenido y luego marcharía de regreso a la nave... solo. Se dijo a sí mismo que él no era ciertamente el tipo ideal de explorador, que lo que le gustaba era manipular complicadas máquinas, y que así fue como se vio mezclado en el vuelo espacial. Nunca llegó a pensar hasta dónde le conduciría aquello... y ahora era ya demasiado tarde para cambiar.
Habían cubierto quizá tres millas en dirección al polo, siguiendo los meandros del lecho del río, cuando Hutchins se detuvo para hacer observaciones y recoger muestras.
–¡Sigue descendiendo la temperatura!
– Ha bajado ya de los 199; es, con mucho, la menor registrada jamás en Venus. Quisiera poder llamar a Jorge y comunicárselo.
Jerry probó todas las bandas de ondas y hasta intentó captar a la astronave –los impredecibles altibajos de la ionosfera del planeta hacían a veces posible la recepción a larga distancia –, pero no se produjo ni un susurro portador de onda sobre el rugido y el crepitar de las fragorosas tormentas venusianas.
–Eso es aún mejor –dijo Hutchins, ahora con auténtica excitación en su voz–. La concentración de oxigeno ha aumentado... quince partes en un millón. En el vehículo era sólo de cinco, y en las tierras bajas apenas se podía detectarlo.
–¡Pero quince en un millón! –protestó Jerry –. ¡Nada podría respirar eso!
–Inviertes la cuestión –manifestó Hutchins –. Nadie ni nada lo respira: algo lo hace. ¿De dónde crees que proviene el oxígeno de la Tierra? Todo él está producido por la vida..., por las plantas en desarrollo. Antes de que hubiese plantas en la Tierra, nuestra atmósfera era semejante a esta..., una mezcla de anhídrido carbónico y amoníaco y metano. Luego evolucionó la vegetación y lentamente convirtió nuestra atmósfera en algo que los animales podían respirar.
–Ya –dijo Jerry –. Y tú piensas que el mismo proceso ha comenzado aquí...
–Así parece. Algo no lejos de aquí, se halla produciendo oxígeno..., y la vida vegetal es la explicación más simple.
–Y donde hay plantas –reflexionó Jerry – es de suponer que más pronto o más tarde haya animales.
–Eso es –dijo Hutchins, recogiendo sus cosas y comenzando a remontar la hondonada –, aunque el proceso lleva unos cuantos millones de años. Puede ser que hayamos llegado aún demasiado pronto..., aunque espero que no.
–Todo esto está muy bien –respondió Jerry –. Pero ¿y suponiendo que topemos con alguien que no nos quiera? No tenemos armas.
–Ni las necesitamos. ¿Te has detenido a pensar en el aspecto que tenemos? No cabe duda de que cualquier animal echaría a correr apenas nos viera desde lejos.
Había algo de verdad en sus palabras. La envoltura metálica de los trajes térmicos, que les cubría de pies a cabeza, reverberaba como una flexible y destellante armadura. Insecto alguno tenía antenas más primorosas que las encajadas en sus cascos y mochilas, y los anchos lentes a través de los cuales miraban al mundo que los rodeaba semejaban unos ojos vacíos y monstruosos. Sí, pocos habrían sido los animales terrestres que quisieran enfrentarse a una tal aparición, pero los venusianos podían sustentar diferentes ideas.
Jerry estaba aún rumiando la cuestión cuando llegaron al lago. La primera ojeada le hizo pensar ya no en la vida que estaban buscando, sino en la muerte. Semejante a un negro espejo, yacía en medio de un pliegue de los cerros; su orilla extrema se hallaba oculta en la bruma eterna, y fantasmales columnas de vapor remolineaban y danzaban sobre su superficie. Todo lo que necesitaban, se dijo a sí mismo Jerry, era la barca de Caronte en espera de llevarlos a ellos a la otra orilla... o el cisne de Tuonela surcando mayestáticamente las aguas, en guardia de la entrada del averno...
Sin embargo, a pesar de todo, era un milagro... la primera agua libre que el hombre hallara jamás en Venus. Hutchins estaba ya de rodillas, casi en una actitud de rezo. Pero lo único que hacía era recoger gotas del preciado líquido para examinarlas a través de su microscopio de bolsillo.
–¿Hay algo en ellas? –preguntó ansiosamente Jerry.
–Si lo hay es demasiado pequeño para verlo con este instrumento. Te diré algo más cuando volvamos a la nave.
Taponó y precintó una probeta y la puso en su estuche de muestras con tanta ternura como un buscador que acabara de hallar su primera pepita de oro. Pudiera ser –y probablemente lo era –nada más que pura y simple agua. Pero también cabría la posibilidad de que fuese un universo de criaturas ignotas y vivientes en la primera fase de un recorrido de billones de años hasta la plasmación de la inteligencia.
No había caminado Hutchins más de una docena de metros a lo largo de la orilla del lago cuando volvió a detenerse, tan súbitamente que Garfield estuvo a punto de tropezar con él.
–¿Qué sucede? preguntó Jerry –. ¿Has visto algo?
–Aquella mancha oscura de allí. La advertí antes de que nos detuviéramos en el lago.
–¿Y qué pasa con ella? A mí me parece bastante corriente.
–Creo que se ha hecho más grande.
En toda su vida recordaría Jerry aquel momento. De todos modos, nunca dudó de la afirmación de Hutchins; en aquellos momentos podía creer cualquier cosa, hasta que las rocas crecían. La sensación de misterio y aislamiento, la presencia de aquel oscuro y melancólico lago, el sordo ruido de las lejanas tormentas y el verde titilar de la aurora..., todo aquello había causado un fuerte impacto en su mente, disponiéndole para creer aun lo increíble. Sin embargo, no sentía miedo alguno: eso vendría después.
Miró a la roca. Estaba a unos ciento cincuenta metros, creyó calcular, aunque en aquella difusa luz esmeraldina resultaba enormemente difícil estimar distancias y dimensiones. La roca o lo que fuese parecía una losa horizontal de un material casi negro, situada cerca de la cresta de un risco bajo. Había una segunda mancha, mucho más pequeña, de material semejante, cerca de ella. Jerry intentó medir y registrar en la memoria el espacio que existía entre ambas a fin de poder tener una referencia que le permitiera descubrir cualquier cambio.
Aun cuando vio que aquel espacio iba estrechándose, no sintió ninguna alarma..., sólo una perpleja excitación. No fue hasta que hubo desaparecido totalmente que experimentó en su corazón una espantosa sensación de desamparado terror. No había allí rocas crecientes o movientes: lo que contemplaban era una oscura marea, una alfombra serpeante que iba extendiéndose inexorablemente hacia ellos sobre la cresta del risco
El momento de pánico total, irrazonable, no duró por fortuna más allá de unos pocos segundos. El primer terror de Garfield comenzó a desvanecerse tan pronto como reconoció su causa..., es decir, que aquella marea que avanzaba le había recordado en los primeros momentos, muy vívidamente, una historia que había leído hacía muchos años sobre el ejército de hormigas del Amazonas y la manera como destruían todo cuanto encontraban a su paso...
Pero, fuera lo que fuese aquella marea, se estaba moviendo demasiado lentamente como para suponer un peligro real, a menos que cortase su línea de retirada. Hutchins la estaba observando intensamente a través de sus gemelos; él era biólogo y estaba manteniendo su terreno. No voy a hacer el ridículo, pensó Jerry, huyendo como un gato escaldado si no es necesario.
–Por el amor del cielo –dijo al fin, cuando aquella alfombra viviente se halló a sólo cien metros, y Hutchins no había pronunciado aún una palabra ni movido un solo músculo –. ¿Qué es eso?
Hutchins se desheló lentamente como una estatua cobrando vida.
–Lo siento, te olvidé por completo. Es una planta, desde luego. Cuando menos, me parece que deberíamos darle este nombre.
–¡Pero se está moviendo!
–¿Y por qué habría de sorprenderte eso? Así lo hacen también las plantas terrestres. ¿ Es que no has visto películas aceleradas de la hiedra en acción?
–Pero la hiedra permanece en su sitio..., no se extiende por todo el paisaje.
–¿Y qué hay de las plantas de plancton en el mar? Ellas pueden nadar cuando lo necesitan.
Jerry cedió; de todos modos, el prodigio que se aproximaba le había privado de palabras.
Siguió pensando en aquella cosa como una alfombra espesa, orlada en los bordes. Variaba de espesor al moverse; en algunas partes era tenue como una película, y en otras tenía treinta y más centímetros de grosor. Al aproximarse más, Jerry pudo comprobar su tejido, y lo comparó al terciopelo negro. Se preguntó cómo sería al tacto..., recordando luego que como menos quemaría sus dedos, aun cuando no les hiciera nada más. Otro pensamiento vino en persecución de éste, movido por la delirante reacción nerviosa que a menudo sigue a una repentina conmoción: «Si existen venusianos, jamás podremos estrechar nuestras manos con las de ellos; nos las quemarían, y nosotros se las helaríamos. »
Hasta entonces aquella cosa no había dado muestra alguna de haberse percatado de su presencia. Había efectuado su flujo hacia adelante como la inconsciente marea que casi seguramente era. Aparte el hecho de que trepaba sobre pequeños obstáculos, bien podría haber sido una progresiva corriente de agua.
De pronto, cuando estuvo sólo a diez metros, la marea aterciopelada se detuvo en su frente, aunque siguió extendiéndose a los lados.
–Estamos siendo rodeados –dijo Jerry ansiosamente –. Será mejor retroceder hasta asegurarnos de que es inofensiva.
Para su alivio, Hutchins retrocedió al instante. Tras una breve vacilación, la cosa prosiguió su avance estirando su línea frontal.
Entonces Hutchins se adelantó de nuevo... y la cosa se retiró lentamente. El biólogo avanzó media docena de veces, para retroceder otras tantas, y a cada una de ellas la marea viviente verificó un flujo y reflujo acorde por completo con sus movimientos. Nunca me imaginé, se dijo Jerry, ver á un hombre bailando un vals con una planta...
–Termofobia –dijo Hutchins –. Una reacción puramente automática. No le gusta nuestro calor.
–¡Nuestro calor! –protestó Jerry –. ¡Pero si somos témpanos en comparación con ella!
–Desde luego..., pero nuestros trajes no lo son, y eso es todo cuanto ella nota.
¡Estúpido de mí!, pensó Jerry. Hallándose uno abrigado y fresco en el interior del traje térmico, resultaba fácil olvidar que el aparato refrigerador, a su espalda, bombeaba constantemente ráfagas de calor al aire circundante. No era extraño que la planta venusiana retrocediera ante ellos.
–Vamos a ver ahora cómo reacciona a la luz –dijo Hutchins.
Encendió su lámpara pectoral, y el verde resplandor boreal fue ahuyentado al instante por el blanco y puro destello. Hasta que el hombre llegara a aquel planeta, ninguna luz blanca había brillado ni siquiera de día sobre la superficie de Venus. Como en el fondo de los mares de la Tierra, sólo había en ella un verdoso crepúsculo, intensificándose lentamente hasta una profunda oscuridad.
La transformación fue tan pasmosa, que ningún hombre hubiera podido reprimir una exclamación de asombro. Como en un chispazo, la negrura de la espesa alfombra aterciopelada desapareció a sus pies, dejando en su lugar un satinado tejido de brillantes y vivos rojos con áureas estrías. Ningún príncipe persa hubiera podido jamás encargar a sus tejedores una tapicería tan suntuosa y que sin embargo no era más que el producto accidental de fuerzas biológicas, una gama de colores que hasta el momento de producirse el destello no habían existido... y que se desvanecería nuevamente en cuanto la luz extraña de la Tierra dejara de conjurarlos a esa existencia.
–Tijov tenía razón –dijo Hutchins –. Me hubiera gustado que lo viera.
–¿Razón sobre qué? –preguntó Jerry, aunque parecía casi un sacrilegio hablar en presencia de aquella maravilla.
–Allá en Rusia, hace cincuenta años, observó que las plantas que viven en climas muy fríos tienden a ser azules o violetas, mientras que las de los cálidos son rojas o naranja. Predijo que la vegetación marciana sería violeta y que, si había plantas en Venus, su color sería encarnado. Pues bien, estaba en lo cierto en ambas conjeturas. Pero no podemos permanecer todo el día aquí; tenemos trabajo que hacer.
–¿Estás seguro de que esto... no es peligroso? –preguntó Jerry, volviendo a reafirmarse en él algo de su precaución.
–Absolutamente. No puede tocar nuestros trajes aunque lo quisiera. Y de todos modos, se mueve pasando ante nosotros.
Así era. Podían ver ahora que toda aquella cosa –si era una simple planta y no una colonia – cubría una superficie circular de unos cien metros de diámetro aproximadamente. Iba barriendo el suelo igual que lo hace la sombra de una nube impelida por el viento..., y allá donde se había detenido, las rocas estaban punteadas de innumerables pequeños agujeros, tenues como quemaduras de ácido.
–Sí –dijo Hutchins en respuesta a la observación de Jerry sobre el particular –. Así es cómo se nutren los líquenes: segregan ácidos que disuelven la roca. Pero nada de preguntas, por favor, hasta que estemos de vuelta a la nave. Tengo aquí trabajo para varios días, y disponemos solamente de un par de horas para hacerlo.
Aquello fue casi botánica a la carrera... El borde sensitivo de la inmensa planta podía moverse con sorprendente velocidad cuando intentaba evadirlos. Era como si estuviese contendiendo con una hojuela animada de unos cuatro mil metros cuadrados de extensión. No se producía en ella reacción alguna –aparte la automática evitación del calor despedido por sus trajes – cuando Hutchins cortaba muestras o tomaba pruebas. Aquel objeto fluía constantemente, progresando sobre cerros y valles, guiado por algún singular instinto vegetal. Quizás estaba siguiendo alguna vena de mineral; los geólogos lo decidirían cuando analizaran las muestras de roca que Hutchins había recogido antes y después del paso del tapiz viviente.
Apenas había tiempo para pensar o incluso para enmarcar las innumerables cuestiones que había planteado su descubrimiento. Probablemente aquellas criaturas debían ser bastante numerosas, o no se hubieran topado tan pronto con una de ellas. ¿Cómo se reproducían? ¿Mediante retoños, esporas, escisión o cuál otro medio? Aquélla podía no ser la única forma de vida en Venus... La misma idea era absurda, pues indudablemente, habiendo una especie, ha de haber al mismo tiempo miles de ellas...
Un hambre canina y la fatiga les obligó finalmente a efectuar un alto. La criatura que estaban estudiando podía seguir, si lo deseaba, su camino nutritivo en torno a Venus –aunque Hutchins creía que no iba nunca mucho más allá del lago, aproximándose de cuando en cuando al agua e introduciendo en ella un largo zarcillo tubular–; los animales de la Tierra necesitaban descansar.
Supuso un gran alivio hinchar la tienda sobrecomprimida, meterse en ella a través de la cámara intermedia y despojarse de los trajes térmicos. Por primera vez, mientras se relajaban en el interior de su diminuto hemisferio de plástico, ocupó sus mentes la verdadera maravilla e importancia del descubrimiento. Aquel mundo que los rodeaba no era ya el mismo: Venus no era más un planeta muerto, sino que se había unido a la Tierra y a Marte.
Pues la vida llama a la vida, a través de las simas del espacio. Todo cuanto se desarrollaba o se movía sobre la superficie de un planeta era un portento, una promesa de que el hombre no estaba solo en aquel universo de brillantes soles y remolineantes nebulosas. Si hasta entonces no había encontrado compañeros con quienes poder hablar, aquello era de esperar, pues los años y las eras se extendían aún inmensas ante él, en espera de ser explorados. Mientras tanto debía preservar y fomentar la vida que hallara en su camino, bien fuera sobre la Tierra, sobre Marte o sobre Venus...
Así se dijo Graham Hutchins, el biólogo mas afortunado del sistema solar, mientras ayudaba a Gaffield a recoger los residuos y meterlos en un hermético estuche de plástico. Cuando deshincharon la tienda e iniciaron el viaje de retorno no había señal alguna de la criatura que habían estado examinando. Era mejor así, pues de lo contrario podían haberse sentido tentados a demorarse para efectuar más experimentos, y estaba muy próximo el plazo de que disponían.
No importaba; dentro de pocos meses volverían con un equipo de ayudantes, mucho mejor dotados con todo lo necesario para la investigación y con los ojos del mundo posados sobre ellos. La evolución había seguido su curso operando durante un billón de años para hacer posible aquel encuentro; podía muy bien esperar un poco más.
Durante un rato nada se movió en la verdosidad titilante del paisaje envuelto en bruma, desierto a la vez de seres humanos y tapiz carmesí Luego, discurriendo sobre los cerros tallados por el viento, reapareció la extraña criatura. O tal vez era otra de la misma extraña especie y nadie lo sabría jamás.
Pasó ante el pequeño montón de piedras donde habían enterrado sus desechos Hutchins y Garfield. Y luego se detuvo.
No estaba perpleja, pues no tenía mente alguna. Pero el impulso químico que la conducía inexorablemente sobre la meseta polar estaba gritando: ¡Aquí, aquí! En alguna parte próxima se encontraba el más precioso de todos los alimentos que necesitaba, el fósforo, el elemento sin el cual no podía jamás producirse la chispa de vida Comenzó a hozar las rocas, a escurrirse entre las grietas y hendiduras, a arañar y raspar con sus tanteantes zarcillos. Nada de cuanto hizo superaba la capacidad de cualquier planta o árbol terrestre..., pero se movía mil veces más rápidamente, y necesitó tan sólo unos minutos para alcanzar su meta y atravesar la película de plástico.
Y luego se regaló con el alimento, de manera más concentrada que en cualquier otra forma de vida que conociera jamás. Absorbía los carbohidratos, y las proteínas y los fosfatos, la nicotina de las colillas, y la celulosa de los vasos de papel, y la celulosa de los vasos y las cucharas de cartón. Lo trituraba todo y lo asimilaba en su extraño cuerpo sin dificultad ni perjuicio.
Y asimismo absorbía todo un microcosmos de criaturas vivientes..., bacterias y virus que, sobre otros planetas, habían evolucionado de mil mortales linajes. Aun cuando tan sólo muy pocos podían sobrevivir en aquella atmósfera y temperatura, eran suficientes. Cuando la alfombra se arrastró de nuevo al lago, llevaba el contagio a todo su mundo.
Y cuando la Estrella de la Mañana puso rumbo a su lejana patria, Venus estaba muriéndose. Las películas y fotografías y muestras de que era portador triunfal Hutchins eran aún más preciosas de lo que pensaba, pues eran el único archivo que jamás existiría del tercer intento de asentamiento de la Vida en el sistema solar.
Bajo las nubes de Venus, la historia de la Creación había terminado.
FIN

viernes, 27 de agosto de 2010

LIGEIA Por Edgar Allan Poe



LIGEIA
Por Edgar Allan Poe

--
Y allí se encuentra la voluntad, que no fenece.
¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su
vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra
todas las cosas por la naturaleza de su atención. El
hombre no se rinde a los ángeles, ni por entero a la
muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil
voluntad.
JOSETH GLANVILL

---
No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo,
ni exactamente dónde trabé por primera vez
conocimiento con lady Ligeia. Largos años han
transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil
porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora
recordar aquellos extremos porque, en verdad, el
carácter de mi amada, su raro saber, la singular
aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora
y dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical
se han abierto camino en mi corazón con paso tan
constante y cautelosamente progresivo, que ha sido
inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la
encontré por vez primera, y luego con mayor
frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al
Rin. De seguro, le he oído hablar de su familia.
Está fuera de duda que provenía de una fecha muy
remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por
su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros
a amortiguar las impresiones del mundo exterior, me
bastó este dulce nombre -Ligeia- para evocar ante
mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no
existe.
Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea,
sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno
de la que fue mi amiga y mi prometida, que llegó a
ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de
mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte
de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi
afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones
sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío,
una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de
la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el
hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que
haya olvidado tan por completo las circunstancias
que le originaron o le acompañaron? Y en realidad,
si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si
alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra
Egipto, preside, según dicen los matrimonios
fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió
el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla
mi memoria. Es éste la persona de Ligeia. Era de
alta estatura, algo delgada, e incluso en los
últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano
describir la majestad, la tranquila soltura de su
porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de
su paso. Llegaba y partía como una sombra. No me
daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de
estudio, salvo por la amada música de su apagada y
dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre
mi hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna
doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de
un sueño de opio, una visión aérea y encantadora,
más ardorosamente divina que las fantasías que
revuelan alrededor de las almas dormidas de las
hijas de Delos.
Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular
que nos han enseñado falsamente a reverenciar con
las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza
exquisita -dice Bacon, lord Verulam-, hablando con
certidumbre de todas las formas y generos de
belleza, sin algo extraño en la proporción." No
obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no
poseían una regularidad clásica, aunque notaba que
su belleza era realmente "exquisita", y sentía que
había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en
vano por descubrir la irregularidad y por perseguir
los indicios de mi propia percepción de "lo
extraño".
Examinaba el contorno de la frente alta y pálida -
una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad,
esta palabra cuando se aplica a una majestad tan
divina!-, la piel que competía con el más puro
marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la
graciosa prominencia de las regiones que dominaban
las sienes; y luego aquella cabellera de un color
negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa,
naturalmente rizada, y que demostraba toda la
potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!".
Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en
ninguna parte más que en los graciosos medallones
hebraicos había contemplado una perfección
semejante. Era la misma tersura de superficie, la
misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño,
las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban
un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca.
Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales:
la curva magnifica del labio superior, un poco
corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del
interior, los hoyuelos que se marcaban y el color
que hablaba, los dientes reflejando en una especie
de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre
ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero
siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma
del mentón, y allí también encontraba la gracia, la
anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la
espiritualidad griegas, ese contorno que el dios
Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del
ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de
Ligeia.
Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota
antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada
donde residía el secreto al que lord Verulam alude.
Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios
de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de
la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun
así, a ratos era -en los momentos de intensa
excitación- cuando esa particularidad se hacia más
notablemente impresionante en Ligeia.
En tales momentos su belleza era -al menos, así
parecía quizá a mi imaginación inflamada- la belleza
de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas
eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas
de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo
ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin
embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos
era independiente de su forma, de su color y de su
brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión.
¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud
en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo
espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia!
¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas
veces, durante una noche entera de verano, me he
esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago
más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en
el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era
aquello? Se adueñaba de mí la pasión de descubrirlo.
¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas
brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado
a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era
yo para ellas el más devoto de los astrólogos.
No existe hecho, entre las muchas incomprensibles
anomalías de la ciencia psicológica, que sea más
sobrecogedoramente emocionante que el hecho -nunca
señalado, según creo, en las escuelas- de que, en
nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa
olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos
con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser
al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces,
en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he
sentido acercarse el conocimiento pleno de su
expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de
ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha
desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más
extraño de todos los misterios!) he encontrado en
los objetos más vulgares del mundo una serie de
analogías con esa expresión. Quiero decir que,
después del periodo en que la belleza de Ligeia pasó
por mi espíritu y quedó allí como en un altar,
extraje de varios seres del mundo material una
sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en
mí, bajo la influencia de sus grandes y luminosas
pupilas.
Por otra parte, no soy menos incapaz de definir
aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener
una clara percepción de él. Lo he reconocido,
repito, algunas veces en el aspecto de una viña
crecida deprisa, en la contemplación de una falena,
de una mariposa, de una crisálida, de una corriente
de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en
la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas
de algunas personas de edad desusada. Hay en el
cielo una o dos estrellas (en particular, una
estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que
se puede encontrar junto a la gran estrella de la
Lira) que, vistas con telescopio, me han producido
un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él
con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y
a menudo en algunos pasajes de libros.
Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien
algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez
sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién
podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el
mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad
que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la
voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad
que penetra todas las cosas por la naturaleza de su
atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por
entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza
de su débil voluntad."
Durante el transcurso de los años, y por una
sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto,
alguna remota relación entre ese pasaje del
moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia.
Una intensidad de pensamiento, de acción, de palabra
era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio
de una gigantesca volición que, durante nuestras
largas relaciones, hubiese podido dar otras y más
inmediatas pruebas de su existencia.
De todas las mujeres que he conocido, ella, la
tranquila al exterior, la siempre plácida Ligeia,
era la presa más desgarrada por los tumultuosos
buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar
aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de
aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al
mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la
modulación, la claridad y la placidez de su voz muy
profunda, y por la fiera energía (que hacía el doble
de efectivo el contraste con su manera de
pronunciar) de las vehementes palabras que prefería
ella habitualmente.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal
como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabía a
fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía
apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos
modernos europeos, en los cuales no la he
sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre
cualquier tema de la erudición académica tan
alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido
en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán
emocionantemente, había impresionado mi atención en
este último periodo sólo aquel rasgo en el carácter
de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de
toda mujer que he conocido; pero ¿dónde está el
hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio
campo de las ciencias morales, físicas y
matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con
claridad; que los conocimientos de Ligeia eran
gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la
suficiente cuenta de su infinita superioridad para
resignarme, con la confianza de un colegial, a
dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de
las investigaciones metafísicas, del que me ocupé
con ardor durante los primeros años de nuestro
matrimonio.
¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con
qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mí en
medio de estudios tan poco explorados, tan poco
conocidos. Y veía ensancharse en lenta graduación
aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga
avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual
debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría
harto divinamente preciosa para no estar prohibida!
Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de
algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir
las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo
nada más que un niño a tientas en la noche.
Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer
vivamente luminosos los múltiples misterios del
trascendentalismo en el cual estábamos sumidos.
Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda
aquella literatura aligera y dorada, volviase
insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos
ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia las
páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó
enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un
brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron
el tono de la cera, y las azules venas de su ancha
frente latieron impetuosamente vibrantes en la más
dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luché
desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y
los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron,
con asombro mío, aún más enérgicos que los míos.
Había mucho en su firme naturaleza que me
impresionaba y hacía creer que para ella llegaría la
muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las
palabras son impotentes para dar una idea de la
ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha
con la Sombra.
Gemía yo de angustia ante aquel deplorable
espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera
querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje
deseo de vivir -de vivir; sólo de vivir-, todo
consuelo y todo razonamiento habrían sido el colmo
de la locura. Sin embargo, hasta el último instante,
en medio de las torturas y de las convulsiones de su
firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de
su conducta. Su voz se tornaba más dulce -más
profunda-, ¡pero yo no quería insistir en el
vehemente sentido de aquellas palabras proferidas
con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas cuando
prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a
aquellas arrogantes aspiraciones que la Humanidad no
había conocido nunca antes.
No podía dudar de que me amaba, y érame fácil saber
que en un pecho como el suyo el amor no debía de
reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la
muerte comprendí toda la fuerza de su afecto.
Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba
ante mi su corazón rebosante, cuya devoción más que
apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo
merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Como
podía yo merecer estar condenado hasta el punto de
que mi amada me fuese arrebatada con la hora de
mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este
tema. Diré únicamente que en la entrega más que
femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido,
otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin
el principio de su ardiente, de su vehemente y serio
deseo de vivir aquella vida que huía ahora con tal
rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia
en su deseo de vivir -sólo de vivir-, lo que no
tengo vigor para describir, lo que me siento por
completo incapaz de expresar.
A una hora avanzada de la noche en que ella murió,
me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo
repetir ciertos versos compuestos por ella pocos
días antes. La obedecí. Son los siguientes:
¡Mirad! ¡Esta es noche de gala
después de los postreros años tristes!
Una multitud de ángeles alígeros, ornados
de velos, y anegados en lágrimas,
siéntase en un teatro, para ver
un drama de miedos y esperanzas,
mientras la orquesta exhala, a ratos,
la música de los astros.
Mimos, a semejanza del Altísimo,
murmuran y rezongan quedamente,
volando de un lado para otro;
meros muñecos que van y vienen
a la orden de grandes seres informes
que trasladan la escena aquí y allá,
¡sacudiendo con sus alas de cóndor
el Dolor invisible!
¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma, sin cesar acosado,
por un gentío que apresarle no puede,
en un circulo que gira eternamente
sobre si propio y en el mismo sitio;
¡mucha Locura, más Pecado aún
y el Horror, son alma de la trama!
Pero mirad: ¡entre la chusma mímica
una forma rastrera se entremete!
¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose
de la soledad escénica¡
¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales
los mimos son ahora su pasto,
los serafines lloran viendo los dientes del gusano
chorrear sangre humana.
¡Fuera, fuera todas las luces!
Y sobre cada forma trémula,
el telón cual paño fúnebre,
baja con tempestuoso ímpetu...
Los ángeles, pálidos todos, lívidos,
se levantan, descúbranse, afirma
que la obra es la tragedia Hombre,
y su héroe, el Gusano triunfante.
-¡Oh Dios mío! -gritó casi Ligeia, alzándose de
puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con
un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar
estos versos-. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino!
¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será
nunca vencido ese conquistador? ¿No somos nosotros
una parte y una parcela de Tí? ¿Quién conoce los
misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se
rinde a los ángeles ni a la muerte por completo,
salvo por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer
sus blancos brazos con resignación, y volvió
solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba
sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus
labios un murmullo confuso. Agucé el oído y
distinguí de nuevo las terminantes palabras del
pasaje de Glanvill: "El hombre no se rinde a los
ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la
flaqueza de su débil voluntad."
Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude
soportar más tiempo la solitaria desolación de mi
casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No
carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia
me había aportado más; mucho más de lo que
corresponde comúnmente a la suerte de los mortales.
Por eso, después de unos meses perdidos en
vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una
especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré,
en una de las regiones más selváticas y menos
frecuentadas de la bella Inglaterra.
La sombría y triste grandeza del edificio, el
aspecto casi salvaje de la posesión, los
melancólicos y venerables recuerdos que con ella se
relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el
sentimiento de total abandono que me había
desterrado a aquella distante y solitaria región del
país.
Sin embargo, aunque dejando a la parte exterior de
la abadía su carácter primitivo y la verdeante
vetustez que tapizaba sus muros, me dediqué con una
perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza
de aliviar mis penas; a desplegar por dentro
magnificencias más que regias. Desde la infancia
sentía yo una gran inclinación por tales locuras, y
ahora volvían a mí como en una chochez del dolor.
(Ay, siento que se hubiera podido descubrir un
comienzo de locura en aquellos suntuosos y
fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes
esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles
raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos
tapices granjeados de oro! Me había convertido en un
esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos
mis trabajos y mis planes habían tomado el color de
mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos
absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita
para siempre, donde en un momento de enajenación
mental conduje al altar y tomé por esposa -como
sucesora de la inolvidable Ligeia- a lady Róvena
Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos
azules.
No hay una sola parte de la arquitectura y del
decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca
ahora visible ante mí. ¿Dónde tenia la cabeza la
altiva familia de la prometida para permitir,
impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida
que franqueara el umbral de una estancia adornada
así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los
detalles de aquella estancia, aunque olvidé tantas
otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es
que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que
pudiera imponerse a la memoria.
La habitación estaba situada en una alta torre de
aquella abadía, construida como un castillo; era de
forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur
del pentágono estaba ocupado por una sola ventana -
una inmensa superficie hecha de una luna entera de
Venecia, de un tono oscuro-, de modo que los rayos
del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban
sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por
encima de aquella enorme ventana se extendía el
enrejado de una añosa parra que trepaba por los
muros macizos de la torre. El techo, de roble que
parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y
curiosamente labrado con las más extrañas y
grotescas muestras de un estilo semigótico y
semidruídico. En la parte central más escondida de
aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de
lámpara de una sola cadena de oro con largos
anillos, un gran incensario del mismo metal, de
estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a
través de los cuales corrían y se retorcían con la
vitalidad de una serpiente una serie continua de
luces policromas. Unas otomanas y algunos
candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban
diseminados alrededor; y estaba también el lecho -el
lecho nupcial- de estilo indio, bajo y labrado en
recio ébano, coronado por un dosel parecido a un
paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la
estancia se alzaba un gigantesco sarcófago de
granito negro, copiado de las tumbas de los reyes
frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta toda de
relieves inmemoriales.
Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde
se desplegaba la mayor fantasía. Los muros,
altísimos -de una altura gigantesca, más allá de
toda proporción-, estaban tendidos de arriba abajo
de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho
de la misma materia que la alfombra del suelo, y de
la que se veía en las otomanas, en el lecho de
ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas
cortinas que ocultaban parcialmente la ventana.
Aquella materia era un tejido de oro de los más
ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de
figuras arabescas, de un pie de diámetro,
aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo
sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas
figuras no participaban del verdadero carácter del
arabesco más que cuando se las examinaba desde un
solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy
corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más
remota antigüedad, estaban hechas de manera que
cambiaban de aspecto.
Para quien entrase en la estancia, tomaban la
apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando
se avanzaba después, aquella apariencia desaparecía
gradualmente, y paso a paso el visitante, variando
de sitio en la habitación, se veía rodeado de una
procesión continua de formas espantosas, como las
nacidas de la superstición de los normandos o como
las que se alzan en los sueños pecadores de los
frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran
parte por la introducción artificial de una fuerte
corriente de aire detrás de los tapices, que daba al
conjunto una horrenda e inquietante animación.
Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en
donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas
impías del primer mes de nuestro casamiento, y las
pasé con una leve inquietud. Que mí esposa temiese
las furiosas extravagancias de mi carácter, que me
huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de
notarlo; pero aquéllo casi me complacía. La odiaba
con un odio más propio del demonio que del hombre.
Mi memoria se volvía (¡oh, con que intensidad de
dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la
bella, la sepultada. Gozaba recordando su pureza, su
sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su
apasionado e idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía
plena y libremente con una llama más ardiente que la
suya propia. Con la excitación de mis sueños de opio
(pues estaba apresado de ordinario por las cadenas
de la droga), gritaba su nombre con el silencio de
la noche, o durante el día en los retiros escondidos
de los valles, como si con la energía salvaje, la
pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por
la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos
de esta tierra que había ella abandonado -¡ah!, ¿era
posible?- para siempre.
A principios del segundo mes de matrimonio, lady
Róvena fue atacada de una dolencia repentina, de la
que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía
hacía sus noches penosas, y en la inquietud de un
semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se
producían con un lado y en otro de la torre, y que
atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a
las influencias fantasmagóricas de la propia
estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por
último, se restableció. Aun así, no había
transcurrido más que un breve periodo de tiempo,
cuando un segundo y más violento ataque la volvió a
llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se
restableció nunca del todo su constitución, que
había sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa
época un carácter alarmante y unas recaídas más
alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los
denodados esfuerzos de sus médicos.
A medida que se agravaba aquel mal crónico, que
desde entonces, sin duda, se había apoderado por
demás de su constitución para ser factible que lo
arrancasen medios humanos, no pude impedirme de
observar una imitación nerviosa creciente y una
excitabilidad en su temperamento por las causas más
triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora,
con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos -de
ligeros ruidos- y de movimientos insólitos en los
tapices, a los que había ya aludido.
Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la
atención sobre aquel tema angustioso en un tono más
desusado que de costumbre. Acababa ella de
despertarse de un sueño inquieto, y había yo
espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio
de vago terror, las muecas de su demacrado rostro.
Hallábame sentado junto al lecho de ébano en una de
las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y
habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces
oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que
entonces veía, aunque yo no los percibiese. El
viento corría veloz por detrás de los tapices, y me
dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no
podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores
apenas articulados y aquellos cambios casi
imperceptibles en las figuras de la pared eran tan
sólo los efectos naturales de la corriente de aire
habitual. Pero una palidez mortal que se difundió
por su cara probó que mis esfuerzos por
tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y
no tenía yo cerca criados a quienes llamar.
Recordé el sitio donde estaba colocada una botella
de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé,
presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al
pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de
una naturaleza impresionante atrajeron mi atención.
Había yo sentido algo palpable, aunque invisible,
que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz
de oro, en el centro mismo de la viva luz que
proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e
indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se
puede imaginar la sombra de una forma. Pero como
estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva
de opio, no concedí más que una leve importancia a
aquellas cosas ni hablé de ellas a Róvena. Encontré
el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un
vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer.
Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella
misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una
otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su
persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero
rumor de pasos sobre la alfombra Junto al lecho, y
un segundo después, cuando Róvena hacía ademán de
alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber
soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna
fuente invisible que estuviera en el aire de la
estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido
brillante color rubí. Si yo lo vi, Róvena no lo vio.
Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de
hablarle de aquel incidente que tenía yo que
considerar, después de todo, como sugerido por una
imaginación sobreexcitada a la que hacían
morbosamente activa el terror de mi mujer, el opio y
la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia
percepción que, inmediatamente después de la caída
de las gotas color rubí, un rápido cambio -pero a un
estado peor- tuvo lugar en la enfermedad de mi
esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las
manos de sus servidores la preparaban para la tumba,
y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo
de ella envuelto en un sudario, en aquella
fantástica estancia que la había recibido como a mi
esposa.
Extrañas visiones, engendradas por el opio,
revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos
inquietos los sarcófagos en los ángulos de la
estancia, las figuras cambiantes de los tapices y
las luces serpentinas y policromas del incensario,
sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando
intentaba recordar los incidentes de la noche
anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del
incensario, donde había yo visto las huellas ligeras
de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y
respirando con gran alivio, volví la mirada a la
pálida y rígida figura tendida sobre el lecho.
Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos
de Ligeia, y luego refluyó hacia mi corazón con la
violenta turbulencia de un oleaje todo aquel
indecible dolor con que la había contemplado
amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el
pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de
mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos
en el cuerpo de Róvena.
Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no
había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un
sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó,
sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del
lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la
angustia de un terror supersticioso, pero no se
repitió aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir
un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se
oyó nada. Con todo, no podía haberme equivocado.
Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma
estaba muy despierta en mí. Mantuve resuelta y
tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo.
Pasaron varios minutos antes de que ocurriese algún
incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por
último resultó evidente que una coloración leve y
muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se
difundía por las mejillas y por las sutiles venas de
sus párpados.
Aniquilado por una especie de terror y de horror
indecibles, para los cuales no posee el lenguaje
humano una expresión lo suficientemente enérgica,
sentí que mi corazón se paralizaba y que mis
miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No
obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por
último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya
por más tiempo que habíamos efectuado prematuros
preparativos fúnebres, ya que Róvena vivía aún. Era
necesario realizar desde luego alguna tentativa;
pero la torre estaba completamente separada del ala
de la abadía ocupada por la servidumbre, no había
cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía
yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la
estancia durante unos minutos, a lo cual no podía
arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos
por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso.
A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una
recaída evidente; desapareció el color de los
párpados y de las mejillas, dejando una palidez más
que marmórea; los labios se apretaron con doble
fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de
la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva
cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la
habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me
dejé caer, trémulo, sobre el canapé del que había
sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de
nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de
Ligeia.
Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?)
percibí por segunda vez un ruido vago que venía de
la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror.
El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome
hacia el cadáver, vi -vi con toda claridad- un
temblor sobre los labios. Un minuto después se
abrieron, descubriendo una brillante hilera de
dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi
pecho con el profundo terror que hasta ahora lo
había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que
mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un
violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir
la tarea que el deber volvía a imponerme. Había
ahora un color cálido sobre la frente, sobre las
mejillas y sobre la garganta; un calor perceptible
invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenía
un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor
redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla;
froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé
todos los procedimientos que me sugirieron la
experiencia y numerosas lecturas médicas.
Pero fue en vano. De repente el color desapareció,
cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir
la expresión de la muerte, y un instante después, el
cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel
tono lívido, su intensa rigidez, su contorno
hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo
que ha permanecido durante varios días en la tumba.
Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra
vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras
escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo
sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué
detallar con minuciosidad los horrores indecibles de
aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora
cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el
alba, el horrible drama de la resurrección se
repitió; cómo cada aterradora recaída se
transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más
irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto
de una lucha con un adversario invisible, y cómo
ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña
alteración en la apariencia del cadáver? Me
apresuraré a terminar.
La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y
la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente
con más vigor que nunca, aunque despertándose de una
disolución más aterradora y más totalmente
irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo
rato, interrumpido la lucha y el movimiento y
permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa
impotente de un torbellino de violentas emociones,
de las cuales la menos terrible quizá, la menos
aniquilante, constituía un supremo espanto. El
cadáver, repito, se movía, y al presente con más
vigor que antes. Los colores de la vida se difundían
con una inusitada energía por la cara, se distendían
los miembros, y salvo que los párpados seguían
apretados fuertemente, y que los vendajes y los
tapices comunicaban aún a la figura su carácter
sepulcral, habría yo soñado que Róvena se libertaba
por completo de las cadenas de la Muerte.
Pero si no acepté esta idea por entero, desde
entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando,
levantándose del lecho, vacilante, con débiles
pasos, a la manera de una persona aturdida por un
sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y
palpablemente hasta el centro de la estancia.
No temblé, no me moví, pues una multitud de
fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la
estatura, el porte de la figura, se precipitaron
velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me
petrificaron. No me movía, sino que contemplaba con
fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un
desorden loco, un tumulto inaplacable. ¿podía ser de
veras la Róvena viva quién estaba frente a mí?
¿podía ser de veras Róvena en absoluto, la de los
cabellos rubios y los ojos azules, lady Róvena
Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo
dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero
¿entonces podía no ser aquella la boca respirante de
lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas
rosadas como en el mediodía de su vida; si, aquéllas
eran de veras las lindas mejillas de lady de
Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de
salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella
crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable
demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De
un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto,
sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en
que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el
aire agitado de la estancia una masa enorme de
largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que
las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la
figura que se alzaba ante mí abrió lentamente los
ojos.
-¡Por fin los veo! -grité con fuerza-. ¿Cómo podía
yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes,
los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido,
de lady, de Lady Ligeia!

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