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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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martes, 5 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - LA VIDA EFÍMERA Y FELIZ DEL ZAPATO MARRÓN

LA VIDA EFÍMERA Y FELIZ DEL ZAPATO MARRÓN
Philip K. Dick
 
 
 
—Quiero enseñarle algo —dijo el doctor Labyrinth. Del bolsillo de su chaqueta extrajo
gravemente una caja de cerillas, que sujetó con firmeza sin apartar la vista de ella—. Va a
contemplar algo trascendental para la ciencia moderna. El mundo temblará de arriba
abajo.
—Déjeme ver —dije.
Era tarde, pasadas las doce de la noche. La lluvia caía sobre las calles desiertas.
Observé al doctor Labyrinth mientras abría la caja con el pulgar. Me acerqué a ver.
La caja estaba vacía, a excepción de un botón de latón, una brizna de hierba seca y lo
que parecía una migaja de pan.
—Hace mucho tiempo que se inventaron los botones —dije—. No veo nada especial.
Alargué la mano para coger el botón, pero Labyrinth puso la caja fuera de mi alcance
con expresión de furia.  
—Esto no es un botón —dijo, y luego prosiguió —: ¡Siga, siga! —acarició el botón con
un dedo—. ¡Siga!
—Labyrinth, permita que me explique. Viene usted a mi casa en plena noche, me
enseña un botón dentro de una caja de cerillas y...
Labyrinth se hundió en el sofá como si hubiera sufrido una gran decepción. Cerró la
caja y la devolvió con resignación al interior de su bolsillo.
—Es inútil intentarlo —suspiró—. He fracasado. El botón no funciona. No queda
ninguna esperanza.
—¿Qué tiene de raro? ¿Esperaba otra cosa?
—Tráigame algo —Labyrinth paseó una mirada desconsolada por la habitación—.
Tráigame... tráigame vino.
—Muy bien, doctor, pero ya conoce los efectos del vino. —Fui a la cocina y llené dos
vasos con jerez. Volví y le ofrecí uno. Estuvimos bebiendo un rato—. Explíqueme algo
más.
El doctor posó el vaso sobre la mesa y asintió. Cruzó las piernas y sacó la pipa.
Después de encenderla abrió de nuevo la caja para examinar su contenido. Suspiró y la
cerró.
—No tiene objeto —dijo—. El Animador nunca funcionará, porque el Principio falla por
su base. Me refiero al Principio de la Irritación Suficiente, por supuesto.
—¿Y qué es eso?
—le diré cómo lo descubrí. Un día estaba sentado en la playa sobre una roca. Había
sol y el calor era sofocante. Sudaba a mares y me sentía muy incómodo. De pronto, un
guijarro saltó y se alejó reptando. El calor del sol le había puesto de mal humor.
—¿De veras? ¿Un guijarro?
—En ese instante comprendí el Principio de Irritación Suficiente: era el origen de la
vida. Hace eones, en un pasado remotísimo, algo irritó de tal manera a un fragmento de
materia inanimada que, impulsado por la indignación, ésta empezó a moverse. Asumí que
la gran tarea de mi vida sería descubrir el perfecto irritante, capaz de hacer cobrar vida a
la materia inanimada, para incorporarlo a una máquina manejable. La máquina, que se
encuentra en el asiento posterior de mi coche, recibe el nombre de Animador. Pero no
funciona.
Estuvimos callados durante unos minutos. Mi ojos empezaban a cerrarse.
—Oiga, doctor, creo que ya es hora de...
—Tienes razón —dijo el doctor Labyrinth, poniéndose en pie—, ya es hora de que me
marche, y eso es lo que voy a hacer.
 Se encaminó hacia la puerta, donde le alcancé.
—No abandone la esperanza —le aconsejé—. Quizá funcione otro día... la máquina.
—¿La máquina? —frunció el ceño—. Ah, el Animador. Bueno, se la vendo por cinco
dólares.
Di un respingo. Lo vi tan afligido que no me atrevía reír.
—¿Por cuánto?
—se la traeré. Espere aquí —salió, bajó los escalones y llenó a la acera. Oí cómo abría
la puerta del coche. y luego una serie de murmullos y gruñidos.
—Espere —dije, siguiendo sus pasos.
Luchaba con denuedo para sacar una voluminosa caja cuadrada del coche. La sostuve
por un lado y la arrastramos hacia mi casa; la depositamos sobre la mesa del comedor.
—Así que esto es el Animador —dije—. Parece una parrilla para asar.  
—Lo es, o lo era. El Animador arroja un chorro de calor a modo de irritante. De todas
formas, he terminado con él.
—Muy bien —saqué el billetero—. Si quiere venderla, seré yo quien la compre.
Le di el dinero y se lo guardó. Me enseñó por dónde introducir la materia inanimada.
cómo ajustar los cuadrantes y los medidores, y después, sin más palabras, se puso el
sombrero y se marchó.
Me quedé solo con mi nuevo Animador. Mientras lo contemplaba, mi mujer bajó en bata
de la alcoba.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. Mira, tienes los zapatos empapados. ¿Has salido a la
calle?
—Algo así. Mira esto. Me ha costado cinco dólares. Sirve para reanimar cosas.
Joan no apartaba la vista de mis zapatos.
—Es la una de la mañana. Pon los zapatos en ese horno y ven a la cama.
—Pero ¿no te das cuenta...?
—Pon los zapatos en el horno —Joan se dirigió escalera arriba—. ¿No me has oído?
—Sí, querida —dije.
 
Volvió cuando estaba desayunando, sentado de mal humor ante el plato de huevos
fritos con bacon, ya frío. El timbre empezó a sonar incesantemente.
—¿Quién será? —preguntó Joan.
Se levantó y fue a abrir la puerta.
—¡Animador! —exclamé.
Tenía la cara pálida y grandes ojeras.
—Aquí están sus cinco dólares —dijo—. Devuélvame mi Animador.
—De acuerdo, doctor —asentí, estupefacto—. Entre y se lo daré.
Mientras iba a por el Animador, el doctor se quedó de pie, dando muestras de
nerviosismo. Cogí el Animador, que todavía estaba caliente, y se lo llevé.
—Póngalo ahí —ordenó—. Quiero asegurarme de que no lo ha dañado.
Lo deposité sobre la mesa y el doctor lo examinó con cariño y meticulosidad. Abrió la
puertecilla y miró en el interior.
—Hay un zapato ahí dentro —indicó.
—Pues deberían haber dos —dije, recordando los acontecimientos de la noche—. Dios
mío, puse ambos zapatos.
—¿Los dos? Ahora sólo hay uno.
Joan salió de la cocina.
—Hola, doctor. ¿Qué le trae tan pronto por aquí?
Labyrinth y yo intercambiamos una mirada.
—¿Sólo uno? —repetí.
Me agaché para comprobarlo. En efecto, había un único zapato manchado de barro,
seco después de pasar la noche en el Animador de Labyrinth. Un zapato... sólo que yo
había puesto los dos. ¿Dónde estaría el otro?  
Me volví, pero la expresión de Joan me hizo olvidar lo que iba a decir. Miraba al suelo
con la boca abierta y los ojos dilatados de horror.
Algo pequeño, de color marrón, se desplazaba hacia el sofá. Se deslizó bajo él y
desapareció. Lo había visto prácticamente de refilón, apenas un segundo, pero sabía lo
que era.
—Dios mío —murmuró Labyrinth—. Tome los cinco dólares —puso el billete en mi
mano—. ¡Ahora sí quiero que me lo devuelva!
—Tranquilo —dije— écheme una mano. Hemos de coger esa maldita cosa antes de
que salga a la calle.
Labyrinth se precipitó a cerrar la puerta de la sala de estar.
—Está debajo del sofá —se agachó y escudriñó la zona—. Creo que ya lo veo. ¿Tiene
un palo o algo por el estilo?
—Yo me voy —dijo Joan—. No quiero tener nacía que ver con esto.
—No te puedes ir —la advertí. Saqué una guía de la cortina de la ventana—. Usaremos
esto. Lo obligaremos a salir, pero tiene que ayudarme a cogerlo —le dije a Labyrinth—. Si
no actuamos con rapidez, nunca lo volveremos a ver.
Azuzé al zapato con la punta de la guía. El zapato retrocedió hacia la pared, como un
animal salvaje acosado, encogido y silencioso. Me produjo escalofríos.
—¿Qué haremos? —murmuré—. ¿Cómo demonios lo atraparemos?
—Podríamos encerrarlo en un cajón del escritorio —apuntó Joan—. Sacaré los
papeles.
—¡Allá va!
Labyrinth se levantó de un brinco. El zapato había salido de debajo del sofá y
correteaba hacia la butaca. Antes de que pudiera agazaparse, Labyrinth agarró uno de los
cordones. El zapato tiró y se debatió para liberarse de la presa, pero el doctor no cedió ni
un milímetro.
Llevamos el zapato al escritorio y cerramos el cajón. Exhalamos un suspiro de alivio.
—Ya está —dijo Labyrinth con una sonrisa estúpida—. ¿No se dan cuenta de lo que
esto significa? ¡Lo conseguimos, lo conseguimos de veras! El Animador funciona. Me
pregunto por qué no funcionó con el botón.
—El botón era de latón —dije—, y el zapato de piel de animal encolada. Elementos
naturales. Y estaba mojado.
—En ese escritorio —señaló Labyrinth —se halla algo trascendental para la ciencia
moderna.
—El mundo temblará de arriba abajo —terminé—, lo sé. Bien, es todo suyo —cogí la
mano de Joan—. Puede llevarse el zapato también, junto con su Animador.
—Perfecto —aceptó Labyrinth—. Vigílenlo y no lo dejen escapar —fue hacia la
puerta—. Voy a buscar la gente adecuada, hombres que...
—¿No se lo lleva? —preguntó Joan, nerviosa.
—Deben vigilarlo —repitió Labyrinth desde la puerta—. Es una prueba, la prueba de
que el Animador funciona: el Principio de la Irritación Suficiente —bajó corriendo los
escalones.
—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Joan—. ¿Vamos a quedarnos aquí a vigilarlo?
—He de ir a trabajar —consulté mi reloj.
—Bueno, pues yo no voy a vigilarlo. Si te vas, me iré contigo. No me quedaré.
—Está a buen recaudo; no pasará nada aunque nos vayamos un rato.
—Visitaré a mi familia. Nos encontraremos en el centro esta noche y volveremos
juntos.
—¿Tanto miedo te da?
—No me gusta. Hay algo siniestro en todo esto.
—Sólo es un zapato viejo.
—No me hagas reír; nunca hubo un zapato como éste.
 
Nos encontramos después de salir del trabajo, tal como habíamos quedado, y fuimos a
cenar. Volvimos a casa en coche y lo aparqué en nuestro camino particular. Subimos por
el sendero sin ninguna prisa.
—¿De veras quieres entrar? —preguntó Joan en el porche—. ¿No preferirías ir al cine?
—Hemos de entrar. Estoy ansioso por saber qué ha pasado. Me pregunto en qué se
habrá convertido —metí la llave en la cerradura y abrí la puerta de un empujón.
Algo pasó corriendo por mi lado y desapareció entre los arbustos.
—¿Qué era eso? —susurró Joan despavorida.
—Adivínalo. —Me planté en dos zancadas frente al escritorio. El cajón, por supuesto,
estaba abierto. El zapato lo había forzado desde dentro—. Bueno, ya no hay remedio.
¿Qué le diremos al doctor?
—Quizá lo puedas coger otra vez. —Joan cerró la puerta—. o animar otro. Prueba con
el otro zapato, el que se ha perdido.
—No daría resultado. La creación es caprichosa. Algunas cosas no responden. Claro
que tal vez...
Sonó el teléfono. Nos miramos. Había algo misterioso en el sonido.
—Es él —dije antes de alzar el auricular.
—Soy Labyrinth —tronó la voz familiar—. Iré mañana temprano. Traeré más gente.
Conseguiremos fotógrafos y un buen artículo en la prensa. Jenkins, del laboratorio...
—Escuche, doctor... —empecé.
—Hablaremos más tarde, tengo mil cosas que hacer. Nos veremos mañana por la
mañana —colgó.
—¿Era el doctor? —preguntó Joan.
Contemplé el vacío cajón del escritorio.
—Lo era. Era él, sí —fui hacia el ropero y me quité la chaqueta.
De repente me asaltó una extraña sensación. Me giré en redondo. Algo me espiaba,
pero ¿qué? No vi nada. Sin embargo, me ponía la piel de gallina.
—¿Qué diablos...? —me encogí de hombros y colgué la chaqueta.
Cuando volvía a la sala de estar, por el rabillo del ojo me pareció ver algo que se
movía.
—Maldita sea... —murmuré.
—¿Qué pasa?
—Nada, nada en absoluto —miré a mi alrededor sin distinguir nada en especial.
La librería, las alfombras, los cuadros de las paredes, todo seguía en su sitio. Pero algo
se había movido.
Entré en la sala. El Animador estaba sobre la mesa. Al pasar junto a él, percibí un débil
flujo de calor. El Animador aún funcionaba. ¡La puertecilla estaba abierta! Bajé el
conmutador de un manotazo y la luz indicadora se apagó. ¿Lo habíamos dejado en
funcionamiento todo el día? Traté de recordar, pero no pude asegurarlo.
—Hemos de encontrar el zapato antes de que anochezca —dije.
Buscamos, sin resultado alguno. Los dos exploramos cada pulgada del patio,
examinamos cada arbusto, registramos el seto, pero la suerte no nos sonrió.
Cuando oscureció, encendimos la luz del porche y continuamos nuestra labor
investigadora. Por fin abandonamos. Me senté en los escalones del porche.
—No tiene sentido. Hay miles de sitios donde puede esconderse. Mientras miramos en
uno, puede escurrirse a otro. Estamos vencidos de antemano, y hemos de enfrentarnos a
la realidad.
—Quizá sea mejor así —suspiró Joan.
—Esta noche dejaremos abierta la puerta principal. Es posible que regrese.
La dejamos abierta, pero a la mañana siguiente la casa seguía vacía y silenciosa. En
seguida comprendí que el zapato no había vuelto. Paseé sin rumbo, buscando algún
indicio. Descubrí cáscaras de huevo rotas en el cubo de la basura que había en la cocina.
El zapato había entrado por la noche, pero se había marchado después de
aprovisionarse.
Cerré la puerta principal. Joan y yo nos miramos en silencio.
—El doctor llegará de un momento a otro —dije—. Será mejor que llame al despacho
para avisar de que iré más tarde de lo habitual.
Joan tocó el Animador.
—Así que esto es el causante. Me pregunto si lo volverá a repetir.
Salimos afuera y vigilamos durante un rato. Nada agitó los arbustos.
—Qué le vamos a hacer. Ahí viene un coche.
Un Plymouth oscuro se detuvo frente a nuestra puerta. Dos hombres de edad
avanzada bajaron y subieron por el sendero, mirándonos con curiosidad.
—¿Dónde está Rupert? —preguntó uno.
—¿Quién? ¿Se refiere al doctor Labyrinth? Creo que llegará de un momento a otro.
—¿Está ahí dentro el invento? Soy Portee, de la universidad. ¿Puedo echar una
ojeada?
—será mejor que espere —dije, inseguro—. El doctor no tardará.
Otros dos coches aparcaron detrás del primero. Bajaron más ancianos que subieron
por el sendero sin dejar de charlar y murmurar.
—¿Dónde está el Animador? —preguntó uno, un tipo extravagante con patillas muy
pobladas—. Joven, haga el favor de enseñárnoslo.
—Está dentro. Si quiere ver el Animador, entre.
Todos se precipitaron al interior. Joan y yo les seguimos. Se detuvieron ante la mesa,
examinaron la caja cuadrada y hablaron con gran excitación.
—¡Justo lo que sospechaba! —exclamó Porter—. El Principio de la Irritación Suficiente
pasará a la historia...
—Tonterías —le contradijo otro—. Es absurdo. Quiero ver ese sombrero, zapato, o lo
que sea.
—Ya lo verá —dijo Porter—. Rupert sabe lo que hace, no lo olvide.
Se enfrascaron en una agria controversia, salpicada de citas, fechas y autoridades.
Llegaron más coches, algunos cargados de periodistas.
—Oh, Dios mío —gemí—. Acabarán con él.
—Bueno, bastará con que les cuente lo sucedido —dijo Joan—. Lo de la fuga.
—Lo haremos nosotros, no él. Lo diremos públicamente.
—No quiero mezclarme en esto. Nunca me gustó ese par. ¿No te acuerdas de que te
aconsejé los de color rojo oscuro?
Preferí no escucharla. Un montón de ancianos se había congregado en el patio.
Hablaban y discutían. De repente distinguí el diminuto Ford azul de Labyrinth, y el corazón
me dio un vuelco. Había venido, estaba aquí, y dentro de un momento deberíamos decirle
la verdad.
—No me atrevo a explicárselo —le dije a Joan—. Vamos adentro.
Al ver al doctor Labyrinth, todos los científicos se abalanzaron sobre él y le rodearon.
Joan y yo nos miramos. La casa estaba desierta, a excepción de nosotros dos. Cerré la
puerta principal. El ruido de la conversación se colaba a través de las ventanas; Labyrinth
desarrollaba el Principio de la Irritación Suficiente. En cualquier momento entraría en la
casa y pediría el zapato.
—Bueno, fue culpa suya por marcharse —dijo Joan, y se puso a hojear una revista.
El doctor Labyrinth me hizo señas desde el jardín. Una amplia sonrisa se dibujaba en
su rostro. Le devolví el saludo desmayadamente. Luego me senté al lado de Joan.
Pasó el tiempo. Bajé la vista al suelo. ¿Qué podía hacer? Sólo esperar, esperar a que
el doctor Labyrinth entrara en casa con aires de triunfador, rodeado de científicos, sabios,
periodistas, historiadores, y solicitara la prueba de su teoría, el zapato. Toda la vida de
Labyrinth descansaba en mi viejo zapato, la prueba de su Principio, del Animador, de
todo. ¡Y el maldito zapato se había largado!
—Ya falta menos —dije.
Esperamos en silencio. Al poco noté algo peculiar. El rumor de voces se había
desvanecido. Escuché, pero no oí nada.
—¿Por qué no entrarán? —pregunté en voz alta.
El silencio continuó. ¿Qué pasaba? Me levanté y fui a la puerta. La abrí y me asomé.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joan—. ¿Me lo puedes explicar?
—No, no entiendo nada. —Todos estaban de pie, en silencio, mirando algo en el suelo.
Me quedé asombrado. No tenía sentido—. ¿Qué pasa?
—Vamos a ver —se decidió Joan.
Ambos bajamos los escalones lentamente. Nos abrimos paso entre el grupo reunido y
avanzamos.
—Santo Dios —murmuré—. Santo Dios.
Una extraña y breve procesión cruzaba la hierba del jardín. Dos zapatos: mi viejo
zapato marrón y, justo delante de él, otro zapato, una zapatilla blanca y diminuta de tacón
alto. La examiné con detenimiento. Me resultaba muy familiar.
—¡Es mía! —gritó Joan. Todos volvieron la vista hacia ella—. ¡Es mía! Mis zapatos de
excursión...
—Ya no —dijo Labyrinth. Estaba pálido de emoción—. Se halla fuera de nuestro
alcance para siempre.
—Sorprendente —comentó uno de los sabios—. Mírenlas. Observen a la hembra.
Observen lo que hace.
El zapatito blanco se mantenía prudentemente apartado de mi viejo zapato marrón, a
unos centímetros de distancia, y le guiaba casi con timidez. Cuando mi zapato se
aproximaba más de la cuenta, se alejaba describiendo un semicírculo. Los dos zapatos se
detuvieron un momento y se miraron. Entonces, sin previo aviso, mi zapato empezó a
saltar, primero sobre el talón y después sobre la punta. Bailó alrededor de la zapatilla con
gran dignidad y solemnidad hasta volver al punto de partida.
El zapatito blanco saltó una sola vez y se apartó poco a poco, vacilante, y permitió que
mi zapato marrón casi la alcanzara, para mantener de nuevo las distancias.
—Esto implica un desarrollado sentido de las normas —dijo un anciano caballero—, tal
vez, incluso, un inconsciente racial. Los zapatos observan un rígido modelo de ritual,
probablemente en desuso desde hace siglos...
—Labyrinth, ¿qué significa esto? —preguntó Porter—. Explíquenoslo.
—De modo que esto es lo que sucedió —murmuré—. Mientras estábamos fuera, el
zapato salió de su prisión y usó el Animador en la zapatilla. Ya sabía yo que algo me
observaba anoche. La zapatilla aún no había salido de casa.
—Por eso el Animador estaba conectado —dijo Joan—. No se me ocurrió.
Los dos zapatos habían llegado casi al seto. La zapatilla esquivaba apenas los
cordones del zapato marrón. Labyrinth se dirigió hacia ellos.
—Como pueden ver, caballeros, no exageré. Éste es un gran momento para la ciencia,
la creación de una nueva raza. Quizá cuando la humanidad y la sociedad se
autodestruyan, esta nueva forma de vida...
Se agachó para coger los zapatos, pero en ese instante la zapatilla desapareció en el
seto y se refugió en la oscuridad del follaje. El zapato marrón la siguió de un brinco. Hubo
un susurro de hojas y después silencio.
—Me voy adentro —dijo Joan.
—Caballeros —declaró el sonrojado Labyrinth—, esto es increíble.
Estamos siendo testigos de uno de los más profundos y trascendentales
acontecimientos de la ciencia.
—Bueno..., casi testigos —dije yo.
 
 
FIN
 

SPECIAL - PHILIP K. DICK - LA VIEJECITA DE LAS GALLETAS

LA VIEJECITA DE LAS GALLETAS
Philip K. Dick
 
 
 
—¿Adónde vas, Bubber? —gritó Ernie Mill desde el otro lado de la calle, mientras
preparaba su itinerario.
—A ningún sitio —dijo Bubber Surle.
—¿Vas a ver a tu amiga? —Ernie se echó a reír—. ¿Por qué visitas a esa vieja?
¡Cuéntanos algo!
Bubber siguió caminando. Dobló la esquina y bajó por la calle Elm. Vio la casa al final
de la calle, algo retirada del solar. Frente a la casa crecían multitud de hierbas, viejas
hierbas resecas que susurraban y crujían cuando soplaba el viento. La casa era como una
pequeña caja gris, ruinosa y despintada, y los escalones del porche se habían hundido. En
el porche descansaba una vieja mecedora deteriorada por la intemperie, y de ella colgaba
un trozo de tela roto.
Bubber entró en el sendero. Respiró profundamente cuando empezó a subir los
desvencijados escalones. Ya percibía aquel aroma cálido y maravilloso, y la boca se le hizo
agua. La perspectiva de lo que se aproximaba aceleró su corazón. Bubber tocó el timbre. Un
timbrazo chirriante y oxidado se oyó al otro lado de la puerta. Hubo unos instantes de
silencio, roto por el sonido de alguien que se movía.
La señora Drew abrió la puerta. Era vieja, muy vieja, una menuda anciana apergaminada,
como las malas hierbas que crecían frente a la casa. Sonrió a Bubber y le abrió la puerta
de par en par para que entrara.
—Llegas a tiempo —dijo—. Entra, Bernard. Llegas a tiempo: están a punto.
Bubber se encaminó a la cocina y asomó la cabeza. Las vio, dispuestas en una gran
bandeja azul colocada sobre la encimera. Galletas, un plato de galletas calentitas, recién
salidas del horno. Galletas rellenas de nueces y pasas.
—¿Qué te parecen? —preguntó la señora Drew. Pasó rauda junto a él y entró en la
cocina—. También querrás un poco de leche fría, supongo. Te gusta tomar leche fría con
las galletas.
Tomó la jarra de leche que guardaba en el alféizar de la ventana que daba al porche
trasero. Después, le sirvió un vaso de leche y depositó algunas galletas en una bandeja
pequeña.
—Vamos a la sala de estar.
Bubber asintió con la cabeza. La señora Drew se llevó la leche y las galletas y las puso
sobre el brazo del sofá. Se sentó en su silla y contempló como Bubber se dejaba caer al
lado de la bandeja y empezaba a atacar su contenido.
Bubber, como de costumbre, comió con buen apetito, concentrado en las galletas y sin
emitir otros sonidos que los propios de la masticación. La señora Drew aguardó
pacientemente a que el muchacho terminara; su ya abultado estómago se había hinchado
aún más. Cuando Bubber vació la bandeja miró hacia la cocina, hacia las restantes
galletas.
—¿Te importa esperar un poco a terminarte el resto? —preguntó la señora Drew.
—Bueno —aceptó Bubber.
—¿Cómo estaban?
—Estupendas.
—Eso está bien. —La anciana se reclinó en su silla—. Bueno, ¿qué has hecho hoy en la
escuela? ¿Cómo ha ido?
—Bien.
La viejecita observó que la mirada del muchacho vagaba sin descanso por la sala.
—Bernard —dijo a continuación—, ¿quieres quedarte a charlar un rato conmigo? —El
chico apoyaba en el regazo algunos libros escolares—. ¿Por qué no me lees algo de tus
libros? Ya sabes que no veo muy bien y es un descanso para mí que me lean.
—¿Podré comerme después el resto de las galletas?
—Por supuesto.
Bubber se acercó a ella, hacia el extremo del sofá. Abrió los libros. Geografía Mundial.
Principios de Aritmética. Ortografía...
—¿Cuál quiere? La anciana titubeó.
—El de geografía.
Bubber abrió al azar el gran libro azul: «Perú».
—Perú limita al norte con Ecuador y Colombia, al sur con Chile, y al este con Brasil y
Bolivia. Perú está d i v i d i d o  en tres grandes regiones. La primera es...
La anciana le miraba leer. Sus fofas mejillas temblaban mientras leía, y seguía la línea
con el dedo. La señora Drew guardaba silencio, contemplándole, estudiando detenidamente
al chico, paladeando cada arruga de concentración en la frente, cada movimiento de sus
brazos y manos. Se relajó y se hundió en la butaca. El chico est aba muy cerca de ella, a
pocos centímetros de distancia. Tan sólo la mesa y la lámpara les separaban. Era tan
agradable que viniera... Llevaba cerca de un mes acudiendo a la cita, desde aquel día en
que e l l a  estaba sentada en el porche, le vio pasar y se le ocurrió llamarle mientras señalaba
las galletas que tenía junto a la mecedora.
¿Por qué lo había hecho? Lo ignoraba. Vivía desde hacía tanto tiempo en soledad que
se sorprendió diciendo cosas extrañas y haciendo cosas extrañas. Veía a muy poca gente,
y sólo cuando bajaba a la tienda o el cartero le traía el cheque de la pensión. Sin contar a
los basureros.
La voz del chico zumbaba monótonamente. La señora Drew se encontraba a gusto,
tranquila y relajada. La viejecita cerró los ojos y cruzó las manos sobre el regazo. Y,
mientras dormitaba y escuchaba, algo empezó a ocurrir. La anciana empezó a cambiar;
sus arrugas se desvanecían. Estaba rejuveneciendo, sentada en su butaca, y su cuerpo
frágil y enjuto se llenaba de juventud. El cabello cano se espesó y oscureció, el color
acudió a sus ralas mechas. La piel manchada de sus brazos adquirió un tono subido,
como el que tenía muchos años atrás.
La señora Drew, sin abrir los ojos, respiró profundamente. Sentía que algo ocurría, pero
no sabía qué. Algo pasaba; lo sentía, y era bueno. Pero no sabía exactamente qué. Ya
había sucedido antes, casi cada vez que el muchacho venía y se sentaba a su lado.
Sobre todo en los últimos días, desde que había acercado la silla al sofá. Respiró hondo
de nuevo. ¡Era fantástico experimentar aquella cálida plenitud, aquel soplo de calor en su
cuerpo frío, por primera vez en tantos años!
La viejecita, sin moverse de su butaca, se había transformado en una matrona de cabello
oscuro que rondaría los treinta años, una mujer de mejillas llenas y brazos y piernas
regordetes. Sus labios volv í a n  a ser rojos y en su cuello se concentraba un mínimo exceso
de c a r n e ,  como en el pasado tanto tiempo olvidado.
La lec t ur a cesó de repente. Bubber cerró el libro y se puso en pie.
—He de irme —dijo—. ¿Puedo llevarme el resto de las galletas?
Ella parpadeó y se incorporó. El chico estaba en la cocina, llenándose los bolsillos de
galletas. La mujer asintió con la cabeza, desconcertada, todavía bajo los efectos del
hechizo. El chico recogió las últimas galletas. Cruzó la sala de estar en dirección a la puerta.
La señora Drew se levantó. El calor la abandonó al momento. Se sentía cansada, muy cansada.
Contuvo el aliento y respiró con rapidez. Se miró las manos: descamadas, arrugadas.
—¡Oh! —murmuró.
Las lágrimas nublaron sus ojos. Todo se había esfumado en cuanto el chico se apartó. Se
tambaleó hasta el espejo situado sobre la repisa de la chimenea y se miró. Unos ojos viejos y
apagados la contemplaban, unos ojos hundidos en un rostro ajado. Esfumado, todo esfumado
en cuanto el chico se apartó de su lado.
—Hasta luego —dijo Bubber.
—Vuelve —susurró ella—, vuelve, por favor. ¿Volverás?
—Claro —respondió Bubber con voz apática. Abrió la puerta—. Adiós.
Bajó los escalones. Al cabo de un momento se oyeron sus pisadas en la acera. Se había
ido.
 
—¡Bubber, ven aquí! —May Surle, muy malhumorada, estaba de pie en el porche—.
Entra y siéntate a la mesa.
—De acuerdo. —Bubber subió al porche con parsimonia y entró en la casa.
—¿Qué te ha pasado? —La mujer le tomó por el brazo—. ¿Dónde has estado? ¿Te
encuentras mal?
—Estoy cansado. —Bubber se frotó la frente. Su padre salió de la sala de estar en
camiseta, con el periódico en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Fíjate en él —dijo May Surle—. Hecho un asco. ¿Qué has estado haciendo, Bubber?
—Ha visitado a esa vieja —dijo Ralf Surle—. ¿No te das cuenta? Siempre viene hecho
un cromo después de visitarla. ¿Para qué vas allí, Bub? ¿Qué te llevas entre manos?
—Le da galletas —explicó May—. Ya sabes cómo es en lo referente a comer. Haría
cualquier cosa por una bandeja de galletas.
—Escúchame, Bub —dijo su padre—. No quiero que vuelvas a ir a casa de esa vieja loca.
¿Me has oído? No me importa la cantidad de galletas que te dé. ¡Vuelves a casa demasiado
cansado! Se acabó. ¿Me has oído?
Bubber clavó la vista en el suelo y se apoyó en la puerta. Su corazón, agotado, latía
violentamente.
—Le prometí que volvería —murmuró.
—Puedes volver una vez más —dijo May, entrando en el comedor—, pero sólo una. Le
dices que no puedes volver nunca más. Díselo con educación. Ahora, ve arriba y lávate.
—Será mejor que se acueste después de cenar —dijo Ralf, contemplando a su hij o mientras
subía lentamente la escalera, apoyando la mano en la barandilla. Meneó la cabeza—. No me
gusta —murmuró—. No quiero que vuelva más allí. Esa vieja es un poco extraña.
—Bueno, será la última vez —dijo May.
 
El miércoles amaneció cálido y soleado. Bubber paseaba con las manos en los bolsillos. Se
detuvo frente a la tienda de McVane un momento, mirando fijamente los tebeos. Una mujer
bebía en el mostrador un gran batido de chocolate. Al verlo, a Bubber se le hizo agua la boca.
Eso bastó para decidirle. Se volvió y continuó su camino, apresurando un poco el paso.
Pocos minutos después subía al desvencijado porche gris y tocaba el timbre. Detrás de él,
el viento agitaba y hacía crujir las hojas. Eran cerca de las cuatro; no podría quedarse
mucho rato. En cualquier caso, era la última vez.
La puerta se abrió. Una sonrisa iluminó el rostro arrugado de la señora Drew.
—Entra, Bemard. Me alegro de verte. Tus visitas me rejuvenecen. Bubber entró y miró a su
alrededor.
—Prepararé las galletas. No sabía si ibas a venir. —Caminó sin hacer ruido hacia la cocina—.
Ahora mismo me pongo manos a la obra. Ven a sentarte en el sofá.
Bubber obedeció. Observó que la mesa y la lámpara habían desaparecido; la butaca
estaba junto al sofá. La contempló con perpleji dad y en ese momento la señora Drew entró en
la sala.
—Ya están en el horno. Tenía la masa preparada. —Se sentó en la butaca con un
suspiro—. Bien, ¿cómo te ha ido hoy? ¿Qué tal en la escuela?
—Bien.
La mujer asintió con la cabeza. ¡Qué gordito estaba el muchacho, sentado tan cerca de
ella, con las mejillas sonrosadas y llenas! T a n  cerca que podía tocarle. Su viejo corazón se
aceleró. Oh, volver a ser joven. La juventud era muy importante. Lo era todo. ¿Qué sign i f i c ado
tenía el mundo para los viejos? Cuando todo el mundo sea viejo, muchacho...
—¿Quieres leerme algo, Bernard? —preguntó a continuación.
—No he traído libros.
—Oh. —La mujer movió la cabeza—. Bueno, yo tengo algunos —se apresuró a decir—.
Los traeré.
Se levant ó y se dirigió a la biblioteca.
—Señora Drew —dijo Bubber cuando la anciana abrió las puertas—, mi padre dice que no
podré v o l v e r  aquí. Dice que hoy es la ú l t i m a  vez. He pensado que sería mejor decírselo.
Ella se quedó inmóvil. Todo pareció saltar a su alrededor, la sala se retorció de furia.
Contuvo la respiración, asustada.
—Bernard, no... ¿No vas a volver?
—No, mi padre dice que no.
Se hizo el silencio. La anciana eligió un libro al azar y regresó lentamente hacia su
butaca. Al cabo de unos momentos, le pasó el libro al muchacho con manos temblorosas.
Bubber lo tomó sin dec i r  nada y examinó la cubierta.
—Lee, Bernard, por favor. Por favor.
—Muy bien. —Abrió el libro—. ¿Por dónde empiezo?
—Por donde quieras. Por donde quieras, Bernard.
El chico empezó a leer. Era algo de Trollope. La mujer apenas le escuchaba. Se llevó la
mano a la frente y tocó la piel reseca, frágil y fina, como papel v i e j o .  Tembló de angustia.
¿La última vez?
Bubber continuó leyendo, poco a poco y con voz monótona. Una mosca revoloteaba
sobre la ventana. El sol declinaba, la atmósfera refrescaba. Aparecieron algunas nubes, y
el viento azotó los árboles con furia.
La anciana seguía sentada, cerca del chico, más cerca que nunca, le oía leer, oía el
sonido de su voz, le sentía muy cerca. ¿Era posible que fuera ésta la últ im a vez? El terror
atenazó su corazón, pero ella lo rechazó. ¡La última vez! Miró al muchacho sentado tan
cerca de ella. Al cabo de unos instantes, alargó su mano fina y seca. Respiró muy hondo.
Nunca volvería. Nunca más. Era la última vez que Bernard se sentaba allí.
Le tocó el brazo.
Bubber levantó la vista.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—No te importa que te toque el brazo, ¿verdad?
—No, creo que no.
Prosiguió la lectura. La anciana sintió que la juventud del muchacho fluía entre sus
dedos y penetraba en su brazo. Una juventud vibrante, y tan próxima... Nunca había
estado más cerca, hasta el punto de poder tocarla. La sensación de v i d a  la aturdió.
Y entonces empezó a suceder, como en otras ocasiones. Cerró los ojos para permitir
que la rodeara, que la llenara, que se introduj e r a  en su cuerpo gracias al sonido de la voz y
el tacto del brazo. El cambio, la sensación de bienestar, aquella sensación cálida y po-
derosa, la inundaba. Florecía de nuevo, henchida de vida, fértil y plena como antes,
muchos años atrás.
Se miró los brazos. Redondeados, sí, y fuertes las uñas. El cabello. Negro otra vez,
espeso y negro, resbalando sobre su cuello. Se tocó la mejilla. Las arrugas habían
desaparecido, la piel era suave y flexible.
Una creciente y desbordante alegría se apoderó de ella. Miró a su alrededor, contempló
la sala. Sonrió, sintiendo sus dientes y encías firmes, los labios rojos, los fuertes dientes
blancos. Se levantó de repente, con el cuerpo seguro y confiado. Describió un breve, ágil
y veloz círculo.
Bubber dejó de leer.
—¿Ya están las galletas?
—Voy a ver.
Su voz poseía un tono vivaz y profundo que había perdido muchos años antes. Y ahora
la había recuperado, su voz, ronca y sensual. Se dirigió con rapidez a la cocina y abrió el
horno. Sacó las gallet as y las colocó sobre la encimera.
—En su punto —gritó alegremente—. Ven a comerlas.
Bubber pasó por su lado, con los ojos fijos en las galletas. Ni siq u i e r a  reparó en la mujer
erguida junto a la puerta.
La señora Drew salió de la cocina como una exhalación. Fue al dormitorio y cerró la
puerta a su espalda. Se volvió para contemplarse en el espejo de cuerpo entero sujeto a
la puerta. Joven, volvía a ser j o v e n ,  v i v i f i c ada con la savia de la vigorosa juventud. Inspiró
profundamente y sus firmes senos se hincharon. Sus ojos destellaron, sonrió. Giró sobre sí
misma, la falda revoloteó. Jov e n  y adorable.
Y est a vez no se había desvanecido.
Abrió la puerta. Bubber tenía la boca y los bolsillos llenos. Se hallaba de pie en el
centro de la sala de estar, con el rostro fofo y abotargado, mortalmente pálido.
— ¿ Q ué pasa? —preguntó la señora Drew.
—Me voy.
—Muy bien. Bernard. Y gracias por venir a leerme. —Apoyó la mano sobre el hombro
del chico—. Quizá nos volvamos a ver otra vez.
—Mi padre...
—Lo sé. —Lanzó una alegre carcajada y le abrió la puerta—. Adiós. Bernard. Adiós.
Le vio bajar lentamente los escalones, uno a uno. Después, cerró la puerta y regresó
corriendo y brincando al dormitorio. Se desabrochó el vestido y lo dejó caer; la gastada
tela gris le resultaba desagradable. Miró durante un breve segundo su cuerpo lleno y re-
dondeado, puso los brazos en jarras.
Rió con nerviosismo y se volvió un poco; tenía los ojos brillantes. Un cuerpo maravilloso,
pictórico de vida. Tocó los pechos turgentes. La carne era firme. ¡Había tantas, tantas
cosas que hacer! Miró a su alrededor con la respiración alterada. ¡Tantas cosas! Abrió el
grifo de la bañera y empezó a sujetarse el pelo.
 
El viento soplaba a su alrededor mientras Bubber caminaba trabajosamente hacia su
casa. Era tarde, el sol se había puesto y el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes. El
viento que le azotaba era frío y penetraba a través de sus ropas, dejándole helado. El
chico se sentía cansado, la cabeza le dolía, y se paraba cada pocos minutos para frotarse
la frente y descansar, con el corazón agotado. Se desvió de la calle Elm y subió por la
calle Pine. El viento aullaba y le empujaba de un lado a otro. Sacudió la cabeza, intentando
despejarse. Qué fatigado estaba, cómo le pesaban los brazos y las piernas. El viento le
golpeaba, empujaba y tiraba de él.
Respiró profundamente y siguió su camino con la cabeza gacha. Se detuvo en la
esquina y se apoyó en una farola. El cielo había oscurecido por completo, las luces de la
calle empezaban a encenderse. Por fin, emprendió nuevamente su camino, sin poder
apenas caminar.
 
—¿Dónde estará ese chico? —se preguntó May Surle, saliendo al porche por décima
vez. R a l f  encendió la luz y se reunió con ella—. Hace un viento horrible.
El viento silbaba y azotaba el porche. Los dos miraron a ambos lados de la calle
desierta, pero sólo vieron algunos periódicos y restos de basura que eran arrastrados por el
viento.
—Entremos —dijo Ralf—. Menuda paliza va a recibir cuando l l e gue a casa.
Se sentaron a la mesa del comedor. May no tardó en bajar el tenedor.
—¡Escucha! ¿No has oído nada?
Ralf escuchó.
Percibieron un tenue ruido, como una palmadita, que sonaba en la puerta de la calle.
Ralf se levantó. Afuera, el viento aullaba, y se proyectaban sombras en la habitación de
arriba.
—Voy a ver qué es —dijo el hombre.
Se dirigió a la puerta y la abrió. Algo gris, algo gris y reseco arrastrado por el viento
chocaba contra el porche. Lo miró, pero no pudo distinguir qué era. Tal vez un montón de
hierbas, hierbas y trapos que el v i e n t o  empujaba.
El bulto rebotó contra sus piernas. Vio que pasaba de largo y golpeaba contra la pared
de la casa. Después, cerró la puerta lent amente.
—¿Qué era? —preguntó May.
—Sólo el viento —respondió Ralf Surle.
 
 
FIN
 


SPECIAL - PHILIP K. DICK - LABERINTO DE MUERTE

LABERINTO DE MUERTE
Philip K. Dick
 

 
 
1
 
Su trabajo lo aburría como siempre, así que la semana anterior había ido hasta el
transmisor de la nave y había añadido conductos a los electrodos permanentes que salían
de su glándula pineal. Los conductos habían llevado su plegaria al transmisor, y desde allí
la plegaria había pasado a la red repetidora más próxima; su plegaria había rebotado por
la galaxia hasta llegar —eso esperaba él— a uno de los mundos deíficos.
Era una plegaria sencilla: «Este maldito trabajo de control de inventario me aburre. Es
pura rutina. Esta nave es demasiado grande y para colmo tiene exceso de personal. Estoy
en un inservible módulo de reserva. ¿Puedes ayudarme a encontrar algo más creativo y
estimulante?» Había dirigido la plegaria al Intercesor. Si hubiera fallado, habría enviado la
plegaria de nuevo, esta vez al Mentufactor.
Pero no había fallado.
—Señor Tallchief —dijo el supervisor, entrando en el cubículo de Ben—. Lo van a
trasladar. ¿Qué le parece?
—Transmitiré una plegaria de agradecimiento —dijo Ben, con una sensación
agradable. Uno siempre se sentía bien cuando sus plegarias eran respondidas—.
¿Cuándo me trasladan? ¿Pronto? —Nunca había ocultado su insatisfacción al supervisor,
y ahora tenía menos motivos para hacerlo.
—Siempre rezando —dijo el supervisor—. Ben Tallchief, la mantis religiosa.
—¿Usted no reza? —preguntó Ben, asombrado.
—Sólo cuando no hay alternativa. Creo que la gente debe resolver sus problemas sin
ayuda externa. De todos modos, la orden de traslado es válida. —El supervisor arrojó un
documento en el escritorio de Ben—. Una pequeña colonia en un planeta llamado
Delmak-O. No sé nada sobre él, pero supongo que se enterará de todo cuando llegue. —
Miró a Ben pensativamente—. Usted tiene derecho a usar uno de los narizones de la
nave. Por un pago de tres dólares de plata.
—Hecho —dijo Ben, y se levantó, aferrando el documento.
Subió por el ascensor expreso hasta el transmisor, que estaba ocupado con mensajes
oficiales.
—¿Habrá períodos de inactividad más tarde? —preguntó al jefe de operadores de radio
—Tengo otra plegaria, pero no quiero recargar el equipo si vas a necesitarlo.
—Estaré ocupado todo el día —dijo el jefe de operadores—. Oye, amigo, la semana
pasada enviamos una plegaria tuya. ¿No es suficiente?
Al menos lo intenté, pensó Ben Tallchief mientras abandonaba la sala, con los
atareados operadores, y regresaba a la habitación. Si alguna vez se saca el tema, pensó,
podré decir que hice todo lo posible. Pero, como de costumbre, los canales estaban
ocupados por comunicaciones no personales.
Sentía una creciente ansiedad. ¡Al fin un trabajo creativo, y justo cuanto más lo
necesitaba! Unas semanas más aquí, se dijo, y habría empezado a embriagarme como en
los lamentables viejos tiempos. Por eso me concedieron el traslado, comprendió. Sabían
que estaba a punta de derrumbarme. Habría terminado en el calabozo de la nave, junto
con... ¿Cuántos había en el calabozo? Bien, no tenía mayor importancia. Unos diez. No
eran tantos, tratándose de una nave de ese tamaño. Y con reglas tan restrictivas.
Sacó un botellín de whisky Peter Dawson del cajón de la cómoda, rompió el sello,
desenroscó la tapa. Una pequeña libación, se dijo, sirviéndose scotch en un vaso de
papel. Y una celebración. Los dioses aprecian la ceremonia. Bebió el whisky, volvió a
llenar el vaso.
Para enaltecer la ceremonia, buscó —a regañadientes— su ejemplar del Libro: «Cómo
me levanté de entre los muertos en mi tiempo libre y también usted puede hacerlo» de A.
J. Specktowsky; era un ejemplar barato, en rústica, pero el único que él había tenido, así
que le tenía un apego sentimental. Abriéndolo al azar (un método muy aprobado) releyó
algunos conocidos párrafos de la apología pro sua vita del gran teólogo comunista del
siglo XXI.
«Dios no es sobrenatural. Su existencia fue la primera modalidad del ser que se
autoconstituyó, y la más natural.»
Es verdad, se dijo Ben Tallchief. Como las investigaciones teológicas posteriores
habían demostrado, Specktowsky había sido un profeta además de un lógico; todas sus
predicciones se habían cumplido tarde o temprano. Aún quedaba mucho por saber, desde
luego... por ejemplo, la causa de la existencia del Mentufactor (a menos que uno se
conformara con creer, con Specktowsky, que los seres de ese orden se creaban a sí
mismos y existían fuera del tiempo, y, por tanto, fuera de la causalidad). Pero en, general
todo estaba allí, en esas páginas reeditadas tantas veces.
«Con cada círculo más amplio, el poder, el bien y el conocimiento poseídos por Dios se
debilitaron, de modo que en la periferia del círculo más grande su bien era débil, su
conocimiento era débil, demasiado débil para observar al Destructor de Formas, que
cobró existencia por medio de los actos con los que Dios creaba formas. El origen del
Destructor de Formas no está claro; por ejemplo, no sabemos con certeza si: 1) era una
entidad aparte de Dios desde el principio, no creada por Dios pero también autocreada,
como Dios, o 2) si el Destructor de Formas es un aspecto de Dios, nos habiendo nada
que...
Dejó de leer, bebió whisky y se frotó la frente con fatiga. Tenía cuarenta y dos años y
había leído Libro muchas veces. Su vida, aunque larga, no había sido muy fructífera hasta
ahora. Había tenido varios trabajos, en los que había prestado un nieto de servicios a sus
empleadores, pero sin destacar nunca. Tal vez pueda empezar a sobresalir se dijo. En
esta nueva tarea. Tal vez sea mi gran oportunidad.
Cuarenta y dos. Su edad lo había asombrado durante años, y cada vez que sentía ese
asombro, preguntándose qué se había hecho del joven delgado de veinte años, pasaba
un año entero y tenía que añadirlo, una suma en crecimiento constante que él no podía
conciliar con la imagen que tenía de sí mismo. Aún se consideraba joven, y cuando se
veía en fotografías se deprimía. Ahora se rasuraba con una afeitadora eléctrica, pues no
deseaba mirarse en el espejo del lavabo. Alguien se llevó mi presencia física y la
reemplazó por esto, pensaba en ocasiones. Bien, así eran las cosas. Suspiró.
Entre sus lamentables trabajos sólo había disfrutado de uno, y aún lo evocaba de
cuando en cuando. En 2105 había manejado el sistema de música funcional de una
enorme nave colonizadora que se dirigía a uno de los mundos de Deneb. En la bóveda de
cintas había encontrado todas las sinfonías de Beethoven mezcladas al azar con
versiones para cuerdas de Carmen, y había pasado la Quinta, su favorita, mil veces por el
complejo de altavoces, que llegaba a cada cubículo y zona laboral de la nave.
Curiosamente, nadie se había quejado, y él había insistido, hasta que su predilecta pasó a
ser la Séptima, y al fin, en un arrebato de entusiasmo, durante los últimos meses de la
travesía, la Novena, qué aún era su preferida.
Quizá lo que necesito es sueño, se dijo. Una especie de vida crepuscular donde sólo
oiga como trasfondo la música de Beethoven. Todo el resto sería un borrón.
¡No —decidió—, quiero existir! Quiero actuar y lograr algo. Y cada año es más
necesario. Y cada año las probabilidades se reducen. Lo que tiene el Mentufactor,
reflexionó, es que puede renovarlo todo. Puede interrumpir el proceso de decadencia,
reemplazando el objeto decadente por uno nuevo cuya forma sea perfecta. Y después
ese objeto decae. El Destructor de Formas se apodera de él, y pronto el Mentufactor lo
reemplaza. Como una sucesión de viejas abejas que gastaran las alas, murieran y fueran
reemplazadas por abejas nuevas. Pero yo no puedo hacer eso. Yo decaigo y el Destructor
de Formas me tiene en sus manos. Y esto sólo puede empeorar.
Dios, pensó, ayúdame.
Pero no me reemplaces. Eso estaría bien desde una perspectiva cosmológica, pero
dejar de existir no es lo que busco; quizá lo hayas comprendido cuando respondiste a mi
plegaria.
El whisky le había dado sueño; notó consternado que estaba cabeceando. Era
necesario estar totalmente alerta. Se levantó de un brincó y caminó hasta el fonógrafo
portátil, escogió un visdisco al azar y lo puso en el giradiscos. La otra pared de la
habitación se iluminó y formas brillantes se entremezclaron en un hervor de movimiento y
vida, pero con una chatura antinatural. Ajustó por reflejo el circuito de profundidad; las
figuras se volvieron tridimensionales. También subió el volumen de sonido.
«...Legolas tiene razón. No podemos dispararle así a un anciano, por sorpresa y
solapadamente, al margen de nuestras dudas o temores. ¡Mirad y esperad!»
Las conmovedoras palabras de esa vieja pieza épica le devolvieron la perspectiva;
regresó al escritorio, volvió a sentarse y sacó el documento que le había dado el
supervisor. Frunciendo el ceño, estudió la información codificada, tratando de descifrarla.
En números, perforaciones y letras, describía su nueva vida, su próximo mundo.
«Hablas como alguien que conoce bien a Fangorn. ¿Es así?»
El visdisco seguía girando, pero él ya no escuchaba; había empezado a entender la
esencia del mensaje codificado.
«¿Qué tienes que decir que no hayas dicho en nuestra última reunión?», preguntó una
voz aguda y potente. Ben levantó la vista y se encontró frente a la figura de Gandalf,
vestida de gris. Era como si Gandalf le hablara a él, a Ben Tallchief. Pidiéndole cuentas.
«Quizá quieras retractarte», dijo Gandalf.
Ben se levantó, fue hasta el fonógrafo y lo apagó. Ahora no puedo responderte,
Gandalf, se dijo. Debo hacer cosas, cosas reales. No puedo permitirme una conversación
misteriosa e irreal con un personaje mitológico que quizá no haya existido. Para mí los
viejos valores han desaparecido súbitamente; debo desentrañar qué significan estas
malditas perforaciones, letras y números.
Empezaba a entender. Tapó la botella de whisky y enroscó la tapa con fuerza. Viajaría
solo en un narizón; en la colonia se reuniría con una docena de personas, reclutadas en
diversos sitios. Rango de habilidades 5: una operación clase C, con una paga escala K-4.
Tiempo máximo: dos años. Pensión completa y servicios médicos a partir del instante en
que llegara. Anulación de todas las órdenes previas, así que podía partir de inmediato. No
tenía que terminar su trabajo antes de irse.
Y tengo los tres dólares de plata para el narizón, se dijo. Eso es todo, nada de que
preocuparse. Salvo...
No podía descubrir en qué consistiría su trabajo. Las letras, números y perforaciones
no lo decían. Mejor dicho, él no podía obligarles a divulgar esa información, la que más le
interesaba.
Pero parecía un destino atractivo. Me gusta, se dijo. Lo quiero. Gandalf, pensó, no
tengo que retractarme de nada; no es frecuente que respondan las plegarias, y aceptaré
esto.
—Gandalf, ya no existes —dijo en voz alta—, salvo en la mente de los hombres, y lo
que tengo aquí viene de la Deidad única, Verdadera y Viviente, que es totalmente real.
¿Qué más puedo esperar?
Enfrentó el silencio de la habitación; ahora no veía a Gandalf porque había apagado el
aparato.
—Quizá un día —continuó— me retracte de esto. Pero ahora no. Ahora no.
¿Entiendes?
Esperó, experimentando el silencio; sabiendo que podía interrumpirlo con sólo tocar el
control del fonógrafo.
 
 
2
 
Seth Morley cortó pulcramente el queso Gruyére con un cuchillo de mango de plástico.
—Me marcho —dijo. Se sirvió una gigantesca tajada de queso y se la acercó a los
labios con el cuchillo—. Mañana por la noche. El kibutz Tekel Upharsin me ha visto por
última vez.
Sonrió, pero Fred Gossim, el jefe de ingenieros, no festejó ese mensaje de triunfo, sino
que frunció el entrecejo. Su presencia reprobatoria llenaba la oficina.
—Mi esposo solicitó este traslado hace ocho años —murmuró Mary Morley—. No
teníamos la intención de quedarnos, y lo sabías.
—Y nosotros nos iremos con ellos —tartamudeó Michael Niemand con entusiasmo—.
Te lo mereces, por traer aquí a un biólogo marino de primer orden y ponerlo a levantar
bloques de piedra en la maldita cantera. Estamos hartos. —Codeó a su menuda esposa,
Clair—. ¿No es verdad?
—No hay ninguna masa acuática en este planeta —rezongó Gossim—, así que no
podíamos poner a un biólogo marino a trabajar en su profesión.
—Pero hace ocho años publicaste anuncios pidiendo un biólogo marino —señaló Mary
Morley. Gossim frunció aún más el ceño—. El error fue tuyo.
—Pero éste es vuestro hogar —dijo Gossim—. El de todos vosotros. —Señaló a los
funcionarios del kibutz apiñados alrededor de la entrada de la oficina—. Todos lo
construimos.
—Y el queso es pésimo —dijo Seth Morley—. Esos quakkip, esos suborganismos
parecidos a cabras que huelen como la ropa interior usada del Destructor de Formas...
espero no verlos más. Ni a los quakkip ni al queso. —Cortó otra tajada del costoso
Gruyére importado y le dijo a Niemand—: No podéis venir con nosotros. Tenemos
órdenes de viajar en narizón. Punto A: un narizón sólo tiene capacidad para dos, en este
caso mi esposa y yo. Punto B: tú y tu esposa son dos personas más, ergo, no entraréis.
Ergo, no podéis venir.
—Llevaremos nuestro propio narizón —dijo Niemand.
—No tenéis instrucciones ni autorización para el traslado a Delmak-O —dijo Seth
Morley, masticando queso.
—No nos queréis —dijo Niemand.
—Nadie os quiere —gruñó Gossim—. En mi opinión, estaríamos mejor sin vosotros.
Pero no quiero que los Morley tiren su suerte por la borda.
Mirándolo de soslayo, Seth Morley comentó ácidamente:
—¿Y esta misión equivale, a priori, a tirarlo todo por la borda?
—Es un trabajo experimental —dijo Gossim—. Por lo que puedo entender. En pequeña
escala. Trece, catorce personas. Para vosotros sería como retroceder a los primeros días
de Tekel Upharsin. ¿Acaso queréis empezar de nuevo? Mirad cuánto hemos tardado en
reunir cien miembros eficientes y bien intencionados. Habéis mencionado al Destructor de
Formas. ¿Con este acto no conspiráis contra la forma de Tekel Upharsin?
—También contra la mía —dijo Morley, entre dientes. Ahora estaba de mal humor. Las
palabras de Gossim lo habían afectado. Gossim siempre había sabido usar las palabras,
algo asombroso en un ingeniero. Las seductoras palabras de Gossim los habían
mantenido en su puesto a través de los años. Pero esas palabras eran cada vez más
insípidas para los Morley. Ya no surtían el mismo efecto, aunque conservaban un destello
de su gloria pasada. No podía despedirse sin más del corpulento ingeniero de ojos
oscuros.
Pero nos vamos, pensó. Como en el Fausto de Goethe, «En el principio fue la acción».
La acción y no la palabra, como había observado Goethe, anticipándose a los
existencialistas del siglo veinte.
—Querréis regresar —comentó Gossim.
—No lo creo —dijo Seth Morley.
—¿Sabes qué te respondo? —exclamó Gossim—. Si recibo una solicitud vuestra,
pidiendo regresar al kibutz Tekel Upharsin, diré que no necesitamos un biólogo marino,
que ni siquiera tenemos mar. Y no construiremos siquiera un charco para que tengáis una
razón legítima para trabajar aquí.
—Nunca te pedí un charco —dijo Morley.
—Pero te gustaría tenerlo.
—Me gustaría tener agua —dijo Morley—. De eso se trata. Por eso nos vamos, y por
eso no vamos a regresar.
—¿Estás seguro de que Delmak-O tiene agua? —preguntó Gossim.
—Supongo... —empezó a decir Morley, pero Gossim lo interrumpió.
—Supusiste lo mismo de Tekel Upharsin —gruñó—. Así empezaron tus problemas.
—Supuse que si pedías un biólogo marino... —dijo Morley. Suspiró con fatiga. No tenía
caso tratar de convencer a Gossim. El ingeniero, principal autoridad del kibutz, tenía una
mente cerrada—. Sólo déjame comer el queso —dijo Morley, y probó otra tajada. Pero se
había cansado del sabor, había comido demasiado—. Al diablo —dijo, dejando el cuchillo.
Estaba irritable y Gossim le caía mal; no tenía ganas de seguir esa conversación. Lo
importante era que Gossim, en definitiva, no podía revocar la orden de traslado. Ésta
contenía una anulación de las ordenes previas, y, como decía ese estribillo de William S.
Gilbert, no había vuelta de hoja.
—Te odio —dijo Gossim.
—Yo también te odio —dijo Morley.
—Un empate —dijo Niemand—. Como verás, Gossim, no puedes obligarnos a
quedarnos aquí: Sólo puedes rezongar.  
Gossim se marchó, despidiéndose de Morley y Niemand con un gesto obsceno, y
desapareció en alguna parte del complejo. Ahora la oficina estaba en silencio. De
inmediato Seth Morley se sintió mejor.
—Las discusiones te agotan —dijo su esposa:
—Sí —convino Morley—. Y Gossim me agota. Este enfrentamiento me ha extenuado,
por no hablar de los ocho años que precedieron a este día. Iré a escoger un narizón.
Se levantó y salió de la oficina al sol del mediodía.
Un narizón es una nave extraña, se dijo mientras inspeccionaba las naves desde el
linde de la pista. Ante todo, eran increíblemente baratos; podía comprar uno por menos de
cuatro dólares de plata. Segundo, podían ir pero no volver; los narizones eran naves de
ida exclusivamente. La razón era sencilla: un narizón era demasiado pequeño para llevar
combustible para un viaje de regreso. El narizón sólo podía despegar de una nave grande
o una superficie planetaria, dirigirse a su destino y agonizar allí en silencio. Pero cumplían
su función. Las razas inteligentes, humanas o no, recorrían la galaxia a bordo de esas
naves semejantes a vainas.
Adiós, Tekel Upharsin, se dijo Morley, y se cuadró ante las hileras de naranjales que
crecían más allá de la pista.
Se preguntó cuál elegiría. Todos lucían similares, herrumbrados, derruidos. Como si
estuviera en un depósito de coches usados en la Tierra. Elegiré el primero en cuyo
nombre haya una palabra que empiece con M, decidió, y se puso a leer los nombres.
El Pollo Morboso. Bien, eso era. No muy trascendental, pero adecuado; la gente, Mary
incluida, siembre le decía que él tenía una vena morbosa. Lo que tengo, se dijo, es un
ingenio mordaz. La gente confunde los dos términos porque suenan parecidos.
Miró el reloj de pulsera y vio que tenía tiempo para hacer un viaje al departamento de
empaque de la fábrica de productos cítricos. Partió en esa dirección.
—Diez frascos de mermelada clase AA —le dijo al empleado de expedición. Si no los
conseguía ahora, no los conseguiría nunca.
—¿Estás seguro de que tienes derecho a diez frascos más?
El empleado lo miró dubitativamente, pues ya lo conocía.
—Puedes revisar mi lista de mermeladas con Joe Perser —dijo Morley—. Vamos,
levanta el teléfono y llámalo.
—Estoy demasiado ocupado —dijo el empleado. Contó diez frascos del principal
producto del kibutz y se los dio a Morley en una bolsa, no en una caja de cartón.
—¿Sin caja? —preguntó Morley.
—Lárgate —dijo el empleado.
Morley sacó uno de los frascos para verificar si eran clase AA. Lo eran. «Mermelada
del kibutz Tekel Upharsin —rezaba la etiqueta—. Hecha con auténticas naranjas
sevillanas (grupo 3B, subdivisión Mutaciones). ¡Lleve una porción de la soleada España a
su cocina o cubículo de cocción!»
—Bien —dijo Morley—. Y gracias.
Agarró la voluminosa bolsa de papel y salió al brillante sol del mediodía.
De nuevo en la pista de narizones, empezó a cargar los frascos de mermelada en el
Pollo Morboso. Lo único bueno que produce este kibutz, se dijo mientras almacenaba los
frascos en el campo magnético del compartimiento. Me temo que es lo único que echaré
de menos. Llamó a Mary por la radio del cuello.
—He escogido un narizón —le informo—. Ven a la pista y te lo mostraré.
—¿Estás seguro de que es bueno?
—Sabes que puedes contar con mi habilidad mecánica —dijo tozudamente Morley—.
He examinado el motor, los circuitos, los controles, los sistemas de protección vital, todo.
—Metió el último frasco en el compartimiento y cerró la puerta con firmeza.
Ella llegó poco después, esbelta y bronceada con la camisa caqui, los pantalones
cortos y las sandalias.
—Bien —dijo, mirando el Pollo Morboso—, parece bastante vetusto. Pero si tú dices
que está bien, supongo que lo está.
—Ya he empezado a cargar —dijo Morley.
—¿Qué?
Morley abrió la puerta del compartimiento y le mostró los diez frascos de mermelada.
—Cielos —exclamó Mary al cabo de una pausa.
—¿Qué demonios pasa?
—No has revisado los circuitos ni el motor. Has estado acaparando toda la mermelada
que les podías sacar. —Cerró la puerta del compartimiento con indignación—. A veces
creo que estás loco. Nuestras vidas dependen del funcionamiento de este maldito narizón:
Supongamos que falle el sistema de oxígeno, o el circuito térmico, o que haya filtraciones
microscópicas en el casco. O...
—Pídele a tu hermano que lo examine —interrumpió Morley—. Confías en él mucho
más que en mí.
—Está ocupado: Lo sabes.
—De lo contrario estaría aquí —dijo Morley—. Él, y no yo, elegiría el narizón donde
viajaríamos.
La mujer lo miró de hito en hito, el cuerpo menudo crispado en una enérgica actitud de
desafío. De pronto se aflojó con lo que parecía una irónica resignación.
—Lo raro —dijo —es que tienes tanta suerte... en relación con tu talento, quiero decir.
Es probable que este narizón sea el mejor que hay aquí. Pero no porque tú lo sepas, sino
por tu suerte de mutante.
—No es suerte. Es discernimiento.
—No —dijo Mary, sacudiendo la cabeza—. De ninguna manera. Tú no tienes
discernimiento en el sentido habitual. Pero qué diablos... Usaremos este narizón, y espero
que la suerte te ayude como de costumbre. Pero ¿cómo puedes vivir así, Seth? —Lo miró
con tristeza—. No es justo para mí.
—Siempre logro salir del paso.
—No lograste salir de este kibutz —dijo Mary—. En ocho años.
—Pero ahora sí.
—Y quizá vayamos a un sitio peor. ¿Qué sabemos sobre este nuevo trabajo? Nada,
excepto lo que sabe Gossim... y él lo sabe porque se ocupa de fisgonear las
comunicaciones de los demás. Leyó tu plegaria original... no quise decírtelo porque sabía
que te pondrías...
—Ese canalla. —Seth sintió una furia violenta, erizada de impotencia—. Leer las
plegarias de otra persona es una infracción moral.
—Él es quien manda. Se cree que todo es de su incumbencia. De cualquier modo, nos
libraremos de esa molestia, gracias a Dios. Vamos, cálmate. No puedes remediarlo. Él la
leyó años atrás.
—¿Dijo si le parecía una buena plegaria?
—Fred Gossim nunca diría semejante cosa. Yo creo que sí. Evidentemente lo era,
porque obtuviste el traslado.
—Eso creo. Porque Dios no atiende muchas plegarias de los judíos, debido a esa
alianza de los tiempos anteriores al Intercesor, cuando el poder del Destructor de Formas
era tan grande, y nuestra relación con Dios era tan arrevesada.
—Te imagino en aquellos tiempos —dijo Mary—. Quejándote amargamente de todo lo
que el Mentufactor hacía y decía.
—Habría sido un gran poeta —dijo Morley—. Como David.
—Habrías tenido un empleo insignificante, como ahora. —Con eso ella se alejó,
dejándolo ante la puerta del narizón, una mano sobre la hilera de frascos de mermelada.
La sensación de impotencia de Morley creció, haciéndole un nudo en la garganta.
—¡Quédate aquí! —gritó—. Me marcharé sin ti.
Ella siguió andando bajo el sol caliente, sin mirar atrás ni responder.
 
Durante el resto del día Seth Morley se ocupó de cargar sus pertenencias en el Pollo
Morboso. Mary no apareció. A la hora de la cena, Morley comprendió que él lo estaba
haciendo todo. ¿Dónde se habrá metido?, se preguntó. No es justo.
Se sintió deprimido, como era habitual a la hora de comer. Me pregunto si valdrá la
pena, se dijo.
Pasar de un empleo inmundo a otro. Soy un fracasado. Mary tiene razón; mira el
narizón que he elegido. Mira cómo estoy cargando las cosas. Echó un vistazo al interior
del narizón, observando las desordenadas pilas: ropa, libros, discos, artefactos de cocina,
máquina de escribir, provisiones médicas, fotos, mantas de eterna duración, juego de
ajedrez, cintas de referencias, equipo de comunicaciones y chatarra, chatarra, chatarra.  
¿Qué hemos acumulado en ocho años de trabajo?, se preguntó. Nada de valor.
Además, no podía meterlo todo en el narizón. Tendría que tirar muchas cosas, o dejarlas
para que las usara otro. Mejor destruirlas, pensó sombríamente. No toleraba la idea de
que otro usara sus pertenencias. Lo quemaré todo, se dijo. Incluidas esas inservibles
prendas que ha juntado Mary, como un arrendajo, eligiendo todo lo que tuviera colores
chillones.
Apilaré sus cosas afuera, decidió, y luego pondré las mías a bordo. Es su culpa; tendría
que estar aquí para ayudarme. No tengo ninguna obligación de cargar sus petates.  
Mientras estaba allí con la ropa en los brazos vio, en la penumbra del crepúsculo, una
silueta que se aproximaba. Se preguntó quién era, y entornó los ojos para ver mejor.
No era Mary. Era un hombre, o algo parecido a un hombre. Llevaba una túnica
holgada, con cabello largo sobre los hombros mórenos y robustos. Seth Morley sintió
miedo. Era el Caminante. Ha venido a detenerme. Temblando, Morley dejó en el suelo el
bulto de ropa. La conciencia le dio una furiosa dentellada; ahora sentía todo el peso de
sus malas acciones. Meses, años... hacía tiempo que no veía al Caminante, y ese peso
era intolerable. Una acumulación que siempre dejaba su impronta. Que no se borraba
hasta que el Intercesor la eliminaba.
La figura se detuvo ante él.
—Señor Morley —dijo.
—Sí —respondió Morley, sintiendo la hemorragia de sudor en el cuero cabelludo. Le
chorreaba por la cara y trató de enjugárselo con el dorso de la mano—. Estay cansado.
He trabajado durante horas para cargar este narizón. Es un trabajo pesado.
—Tu narizón, el Pollo Morboso —dijo el Caminante—, no os llevará a tu esposa y a ti a
Delmak-O. En consecuencia debo intervenir, querido amigo. ¿Comprendes?
—Claro —dijo Morley, jadeando de culpa.
—Elige otro.
—Sí —dijo Morley, asintiendo frenéticamente—. Sí, lo haré. Y gracias, muchas gracias.
Lo cierto es que nos has salvado la vida.
Escudriñó el rostro borroso del Caminante, buscando una expresión de reproche. Pero
no pudo distinguir nada; la escasa luz del sol comenzaba a disiparse en una bruma
nocturna.
—Lamento que hayas trabajado tanto para nada —dijo el Caminante.
—Bien, como yo digo...
—Te ayudaré a cargar de nuevo —dijo el Caminante. Extendió los brazos, se agachó,
levantó una pila de cajas y echó a andar entre los narizones estacionados—. Recomiendo
éste —dijo al fin, deteniéndose frente a uno y abriendo la compuerta—. No parece gran
cosa, pero mecánicamente está en perfectas condiciones.
—Caray —dijo Morley, siguiéndolo con un bulto que había recogido precipitadamente—
. Quiero decir, gracias. De todos modos, la apariencia no es importante. Lo que cuenta es
lo que hay dentro. Tanto en la gente como en los narizones.
Se echó a reír, pero le salió un graznido áspero. Calló de inmediato, atemorizado, y el
sudor que le penaba el cuello se congeló.
—No tienes por qué temerme —dijo el Caminante.
—Intelectualmente lo sé —dijo Morley.
Anduvieron juntos en silencio, llevando una caja tras otra desde el Pollo Morboso hasta
el otro narizón. Morley trataba de pensar en algo que decir, pero no se le ocurría nada. El
susto lo había obnubilado; el fuego de su rápido intelecto, en el que tenía tanta fe, casi se
había apagado.
—¿Alguna vez has pensado en pedir ayuda psiquiátrica? —le preguntó al fin el
Caminante.
—No —dijo él.
—Descansemos un momento. Así podremos hablar un poco.
—No —dijo Morley.
—¿Por qué no?  
—No quiero saber nada. No quiero oír nada. —Oyó el balido de su voz débil,
parapetada en su ignorancia. El balido de la necedad, de la enorme locura de que era
capaz. Lo sabía, lo reconocía cuando se lo decían, pero aun así se empecinaba en actuar
de esa manera—. Sé que no soy perfecto. Pero no puedo cambiar. Estoy satisfecho.
—No examinaste el Pollo Morboso.
—Mary no se equivocaba. En general tengo suerte.
—Ella también habría muerto.
—Díselo a ella.
No me lo digas a mí, pensó. Por favor, no me digas más. ¡No quiero saberlo!
El Caminante lo miró un instante.
—¿Hay algo de lo que quieras hablarme? —preguntó al fin.
—Estoy agradecido, muy agradecido. Por tu aparición.
—En los últimos años has pensado muchas veces en lo que dirías si me vieras de
nuevo. Muchas cosas se te cruzaron por la mente.
—No recuerdo —jadeó Morley.
—¿Puedo bendecirte?
—Claro —dijo Morley con voz entrecortada, casi inaudible—. Pero ¿por qué? ¿Qué he
hecho?
—Estoy orgulloso de ti, eso es todo.
—Pero ¿por qué?
Morley no comprendía; no lo habían reprendido como esperaba.
—Hace años —dijo el Caminante—, tuviste un gato que amabas. Era glotón y taimado,
pero lo amabas. Un día murió porque tenía fragmentos de hueso alojados en el estómago,
consecuencia de haber robado los restos de un gallinazo marciano de un bote de basura.
Estabas triste, pero aún lo amabas: Su esencia, su apetito... todo aquello que lo constituía
lo habían impulsado a la muerte. Habrías pagado mucho por volver a tenerlo vivo, pero lo
habrías y tal como era, glotón e impulsivo, tal como lo amabas, sin cambios.
¿Comprendes?
—Entonces recé —dijo Morley—. Pero no recibí ayuda. El Mentufactor pudo haber
hecho retroceder el tiempo para devolvérmelo.
—¿Quieres recuperarlo?
—Sí —jadeó Morley.
—¿Buscarás ayuda psiquiátrica?
—No.
—Yo te bendigo —dijo el Caminante, y movió la mano derecha en un lento y solemne
gesto de bendición. Seth Morley agachó la cabeza, se apretó los ojos con la mano
derecha. Descubrió negras lágrimas en los huecos de la cara. Estaba maravillado. Ese
viejo y espantoso gato; debí olvidarlo hace años. Supongo que nunca te olvidas de esas
cosas; pensó. Todo está en la mente, sepultado hasta que ocurre algo como esto.
—Gracias —dijo cuando terminó la bendición.
—Lo volverás a ver —dijo el Caminante—. Cuando estés con nosotros en el Paraíso.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Tal como era?
—Sí.
—¿Él me recordará?
—Él te recuerda ahora. Te espera. Nunca dejará de esperar.
—Gracias —dijo Morley—. Me siento mucho mejor.  
El Caminante se marchó.
Seth Morley entró en la cafetería del kibutz y buscó a su mujer: La encontró comiendo
cordero al curry a una mesa, en un rincón sombrío. Ella apenas cabeceó cuando él se
sentó enfrente.
—Te perdiste la cena —dijo al fin—. Raro en ti.
—Lo vi —dijo Morley.
—¿A quién? —Mary lo miró intensamente.
—Al Caminante. Vino a decirme que el narizón que había escogido nos habría matado.
No habríamos llegado a destino.
—Lo sabía —dijo Mary—. Sabía que nunca llegaríamos con ese cacharro.
—Mi gato todavía está vivo —dijo Morley.
—Tú no tienes gato.
Morley aferró el brazo de la mujer, impidiéndole mover el tenedor:
—Él dice que estaremos bien. Llegaremos a Delmak-O y podré empezar el nuevo
trabajo.
—¿Le preguntaste qué es el nuevo trabajo?
—No pensé en preguntarle eso, no.
—Tonto. —Mary apartó la mano y siguió comiendo—. Dime qué aspecto tenía el
Caminante.
—¿Nunca lo has visto?
—¡Sabes que nunca lo he visto!
—Hermoso y dulce. Extendió la mano para bendecirme.
—Así que se te manifestó como hombre Interesante. Si se hubiera aparecido como
mujer, no lo habrías escuchado...
—Te compadezco —dijo Morley—. Nunca ha intervenido para salvarte. Quizá no te
considere digna de salvación.
Mary bajó el tenedor bruscamente y fulminó a Morley con la mirada. Ninguno de ambos
habló por un rato.
—Iré solo a Delmak-O —dijo Morley al fin.
—¿Eso crees? ¡De veras lo crees! Yo iré contigo. Quiero mantenerte vigilado. Sin mí...
—Está bien —rezongó Morley—. Puedes venir. ¿Qué cuernos me importa? Si te
quedaras aquí, tendrías un amorío con Gossim, le arruinarías la vida... —Calló, tratando
de recobrar el aliento.
Mary siguió comiendo el cordero en silencio.
 
 
3
 
—Está usted a mil quinientos kilómetros de la superficie de Delmak-O —declaró el
auricular que Ben Tallchief llevaba colocado sobre la oreja—. Pase a piloto automático,
por favor.
—Puedo aterrizar solo —dijo Ben Tallchief por el micrófono. Miró el mundo que tenía
debajo, intrigado por los colores. Nubes, decidió. Una atmósfera natural. Bien, eso
responde una de mis muchas preguntas. Se sentía relajado y confiado. Luego pensó en
su otra pregunta: ¿es un mundo deifico? La duda le aplacó el entusiasmo.
Aterrizó sin dificultad. Se desperezó, bostezó, eructó, desabrochó el cinturón de
seguridad, se levantó, caminó torpemente hacia la escotilla, la abrió, regresó a la sala de
control para apagar el motor. De paso apagó también el suministro de aire. Eso parecía
ser todo. Bajó por los peldaños de hierro y brincó torpemente a la superficie del planeta.
Junto a la pista había una hilera de edificios de techo chato: las apiñadas instalaciones
de la diminuta colonia. Varias personas se acercaban al narizón, evidentemente para
saludarlo. Tallchief agitó la mano, disfrutando del contacto de los guantes de plasticuero y
del gran incremento de su yo somático que le proporcionaba el voluminoso traje.
—¡Hola! —saludó una voz femenina.
—Hola —dijo Ben Tallchief, mirando a la muchacha, que llevaba una casaca oscura
con pantalones haciendo juego, un atuendo oficial que concordaba con la fealdad de su
cara redonda, limpia y pecosa—. ¿Es éste un mundo deífico? —preguntó, caminando sin
prisa hacia ella.
—No es un mundo deífico —dijo la muchacha—, pero hay algunas cosas extrañas por
allá. —Señaló vagamente el horizonte; extendió la mano con una sonrisa cordial—. Soy
Betty Jo Berm, lingüista. Usted debe ser Tallchief o Morley. Todos los demás ya están
aquí.
—Tallchief.
—Le presentaré a todos. Este caballero mayor es Bert Kosler, nuestro custodio.
—Un placer, señor Kosler. —Apretón de manos.
—Lo mismo digo —dijo el anciano.
—Ésta es Maggie Walsh, nuestra teóloga.
—Un placer señorita Walsh. —Apretón. Bonita muchacha.
—Lo mismo digo, señor Tallchief.
—Ignatz Thugg, especialista en termoplástica.
—Hola. —Apretón viril. No le gustó nada el señor Thugg.
—El doctor Milton Babble, médico de la colonia.
—Me alegro de conocerlo, doctor BabbIe. —Apretón. Babble, bajo y recio, usaba una
colorida camisa de manga corta. Su rostro tenía una expresión corrupta e inescrutable.
—Tony Dunkelwelt, nuestro fotógrafo y experto en muestras del suelo.
—Mucho gusto de conocerle.
Apretón.
—Este caballero es Wade Frazer, nuestro psicólogo. —Frazer le dio un largo y falso
apretón con dedos sucios y húmedos.
—Glen Belsnor, nuestro experto en electrónica e informática.
—Un placer. —Apretón. Mano seca, callosa, competente.
Una mujer alta y mayor se acercó, apoyándose en un bastón. Tenía un rostro noble,
pálido pero muy delicado.
—Señor Tallchief —dijo, extendiendo una mano liviana y floja—. Soy Roberta
Rockingham, socióloga. Es un placer conocerlo. Todos nos preguntábamos cómo sería
usted.
—¿Es usted la Roberta Rockingham? —preguntó Ben, sinceramente complacido. —
Por algún motivo suponía que esa gran mujer había fallecido años atrás. Era increíble
poder conocerla personalmente.
—Y esta es nuestra secretaria, Susie Dumb —dijo Betty Jo Berm.
—Me alegro de conocerla, señorita... —vaciló él.
—Smart —dijo la muchacha. Busto amplio y silueta despampanante—. Suzanne Smart.
Todos creen que es gracioso llamarme Susie Dumb. —Extendió la mano y se saludaron.  
—¿Quiere echar un vistazo, o qué? preguntó Betty jo Berm.
—Me gustaría conocer el propósito de la colonia —dijo Ben—. Nadie me lo ha
explicado.
—Señor Tallchief —dijo la anciana socióloga—, a nosotros tampoco. —Rió entre
dientes—. Le hemos preguntado a cada uno cuando llegaba, y nadie lo sabe. El señor
Morley, el último en llegar, tampoco lo sabrá... y entonces ¿dónde estaremos?
—No hay problema —le dijo a Ben el especialista en electrónica—. Han instalado un
satélite auxiliar que realiza cinco órbitas diarias; de noche lo vemos pasar. Cuando llegue
la última persona, Morley, debemos activar el magnetófono que está a bordo del satélite, y
la cinta nos dará instrucciones y una explicación de lo que debemos hacer, por qué
estamos aquí y esas monsergas... todo lo que queremos saber salvo cómo aumentar la
refrigeración para que no se entibie la cerveza. Aunque quizá también nos digan eso.
El grupo se puso a conversar, y Ben notó que intervenía sin comprender del todo.
—En Betelgeuse 4 teníamos pepinos, y no los cultivábamos con rayos lunares, tal
como se rumorea.
—Pero yo nunca lo he visto.
—Bien, existe. Algún día lo verá.
—Tenemos una lingüista, así que obviamente aquí hay organismos inteligentes, pero
hasta ahora nuestras expediciones han sido informales, no científicas. Eso cambiará
cuando...
—Nada cambia. A pesar de la teoría de Specktowsky, según la cual Dios entrará en la
historia y volverá a poner el tiempo en movimiento.
—Si quiere hablar de eso, hable con la señorita Walsh. Las cuestiones teológicas no
me interesan.
—Tampoco a mí. Señor Tallchief, ¿tiene usted sangre india?
—Bien, tengo un octavo de sangre india. ¿Lo dice por mi apellido?
—Estos edificios están pésimamente construidos. Ya empiezan a deteriorarse. No
podemos calentarlos cuando necesitamos calor, ni enfriarlos cuando necesitamos frío.
¿Sabe lo que creo? Creo que este lugar fue construido para durar poco. No sé qué
hacemos aquí, pero no estaremos mucho tiempo. De lo contrario, tendremos que construir
nuevas instalaciones, circuitos eléctricos incluidos.
—Hay un bicho que chilla de noche. Lo mantendrá despierto el primer día. Por «día»
quiero decir, desde luego, un período de veinticuatro horas. No quiero decir «luz diurna»,
porque no chilla de día sino de noche. Todas las malditas noches. Ya verá.
—Escuche, Tallchief, no llame Dumb a Susie. No tiene nada de tonta.
—Y es bonita, además.
—¿Y ha notado cómo...?
—Lo he notado, pero no creo que debamos comentarlo.
—¿Cuál dijo que era su especialidad, señor Tallchief?  
—...
—¿Cómo?
—Tendrá que elevar la voz, ella es un poco sorda.
—Dije que...
—La está asustando. No se le acerque tanto.
—¿Habrá una taza de café?
—Pídale a Maggie Walsh. Ella le preparará una.
—Si logro que la maldita cafetera se apague cuando esté caliente; ha hervido el café
una y otra vez.
—No entiendo por qué nuestra cafetera no funciona. Las perfeccionaron en el siglo
veinte. ¿Qué queda por conocer que ya no conozcamos?
—Piense en la teoría newtoniana de los colores. Todo lo que se podía saber sobre los
colores ya se sabía hacia el 1800. Y luego vino Land con su teoría de las dos fuentes de
luz y la intensidad, y lo que parecía un campo cerrado sufrió un cambio total.
—¿Quiere decir que puede haber cosas que no sepamos sobre las cafeteras
automáticas? ¿Que sólo creemos saber?
—Algo parecido.
Y así sucesivamente. Tallchief escuchaba con distanciamiento y sólo respondía cuando
lo interpelaban. Al fin, con súbita fatiga, se alejó del grupo para dirigirse a un bosquecillo
de árboles verdes y ásperos: parecían una fuente de materia para la tapicería de los
divanes de los psiquiatras.
El aire olía levemente mal, como si hubiera una planta de proceso de desechos en las
inmediaciones. Pero en un par de días me acostumbraré, se dijo.
Hay algo raro en estas personas, se dijo. ¿Qué es? Parecen tan... Buscó la palabra.
Demasiado brillantes. Sí, eso era. Son todos prodigios, y muy parlanchines. Creo que
están muy nerviosos, pensó después. Debe ser eso; están aquí sin saber por qué, igual
que yo, pero eso no lo explicaba del todo. Desistió y concentró su atención en el exterior,
en los pomposos árboles verdes, el cielo brumoso, las plantas parecidas a ortigas que
crecían a sus pies.
Es un lugar opaco; pensó. Sintió una rápida decepción. No es mucho mejor que la
nave; la magia ya se había disipado. Pero Betty Jo Berm había hablado de formas de vida
insólitas que vivían más allá del perímetro de la colonia. Así que quizá no debiera hacer
extrapolaciones basándose en esta pequeña zona. Tendría que investigar más, alejarse
del complejo. Lo cual, comprendió, es lo que todos han estado haciendo. Porque no hay
otra cosa que hacer. Al menos, hasta que el satélite nos envíe las instrucciones.
Espero que Morley llegue pronto, se dijo. Así podremos empezar.
Un bicho se le subió al zapato derecho, se detuvo y extendió una minicámara de
televisión. La lente de la cámara giró hasta apuntarle a la cara.
—Hola —le dijo al bicho.
Retrayendo la cámara, el bicho se alejó, manifiestamente satisfecho. ¿Qué está
buscando?, se preguntó Tallchief. Levantó el pie, y por un instante pensó en aplastar el
bicho, pero después decidió no hacerlo. Se acercó a Betty Jo Berm y le preguntó:
—¿Había bichos monitores cuando usted llegó?
—Empezaron a aparecer después de la construcción de los edificios. Supongo que son
inofensivos.
—Pero no está segura.
—De todos modos, no hay nada que podamos hacer. Al principio los matábamos, pero
siguieron llegando.
—Será mejor que averigüen de dónde vienen y sepan qué sucede.
—No que «averigüen», Tallchief. Que «averigüemos». Usted forma parte de esta
operación tanto como los demás. Y sabe tanto o tan poco como nosotros. Al recibir
nuestras instrucciones, quizá nos enteremos de que quienes planificaron esta operación
desean que investiguemos las formas de vida aborigen, o bien todo lo contrario. Ya
veremos. Pero entretanto, ¿qué me dice de ese café?
—¿Ha estado aquí mucho tiempo? —le preguntó Ben mientras se sentaban ante un
microbar de plástico y bebían café en tazas de plástico gris.
—Wade Frazer, nuestro psicólogo, fue el primero en llegar. Eso fue hace unos dos
meses. Los demás hemos llegado poco a poco. Espero que Morley venga pronto. Nos
morimos por saber de qué se trata todo esto.
—¿Está segura de que Wade Frazer no lo sabe?
—¿Cómo dice? —Betty Jo Berm pestañeó.
—El fue el primero en llegar. Estuvo esperando al resto de ustedes... quiero decir de
nosotros. Tal vez se trate de un experimento psicológico, y Frazer esté a cargo. Sin
decírselo a nadie.
—No es eso lo que tememos —dijo Betty Jo Berm—. Nuestro gran temor es haber
venido aquí sin ningún propósito, y que nunca podamos irnos. Todos llegamos aquí en
narizón: eso era obligatorio. Bien; un narizón puede aterrizar pero no despegar. Sin ayuda
externa nunca podríamos irnos. Tal vez sea una cárcel... Lo hemos pensado. Tal vez
todos seamos culpables de algo, o alguien crea que lo somos. —Miró atentamente a
Tallchief con aquellos ojos calmos y grises—. ¿Usted es culpable de algo?
—Bien, ya sabe cómo son las cosas..
—Pero usted no es un delincuente ni nada parecido.
—Que yo sepa, no.
—Parece una persona común.
—Gracias.
—Es decir, no parece un maleante. —Betty Jo Berm se levantó; caminó por la
habitación abarrotada hasta un armario—. ¿Quiere un sorbo de Seagram's VO?
—Bien —dijo Tallchief, complacido con la idea.
Mientras bebían café matizado con whisky canadiense Seagram's VO (importado), el
doctor Milton Babble entró, los vio y se sentó ante el bar.
—Éste es un planeta de segunda —le dijo a Berm sin preámbulos. Torció con disgusto
la cara chata y sucia—. Es evidente. Gracias. —Aceptó la taza de café que le ofrecía
Betty Jo, bebió, siguió demostrando disgusto—: ¿Qué tiene esto? —preguntó, y vio la
botella de Seagram's VO—. Diablos, eso arruina el café —rezongó. Dejó la taza, aún más
disgustado.
—Yo creo que ayuda —dijo Betty Jo Berm.
—Es raro —dijo el doctor Babble—, eso de estar todos juntos aquí. Verá usted,
Tallchief, hace un mes que llegué y aún no he encontrado a nadie con quien hablar.
Hablar de veras, quiero decir. Aquí cada cual piensa en sí mismo y los demás le importan
un bledo: Salvo usted, por cierto, Betty Jo.
—No me ofende —dijo Betty Jo—. Es verdad. A mí no me importa usted, Babble, ni el
resto. Sólo quiero que me dejen en paz. —Miró a Ben—. Sentimos una curiosidad inicial
cuando llega alguien... como ha: sucedido con usted. Pero después, una vez que vemos a
la persona y la escuchamos un poco... —Levantó el cigarrillo del cenicero e inhaló el
humo en silencio—: No quiero ofender, Talichief, como Babble acaba de decir. Puedo
predecir que pronto será igual que nosotros. Hablará un rato con los demás y después se
retirará a...
Vaciló, tanteando el aire con la mano derecha como buscando una palabra, como si
una palabra fuera un objeto tridimensional que pudiera asir con la mano.
—Vea a Belsnor, por ejemplo. Sólo piensa en la unidad refrigeradora. Tiene la fobia de
que dejará de funcionar, y le entra el pánico como si eso fuera el final para nosotros. Cree
que la unidad refrigeradora nos salva de... —Gesticuló con el cigarrillo—. Morir hervidos.
—Pero es inofensivo —dijo el doctor Babble.
—Oh, todos somos inofensivos —dijo Betty Jo Berm. Mirando a Ben, dijo—: ¿Sabe lo
que hago yo, Tallchief? Tomo píldoras. Le mostraré. —Abrió la cartera y sacó un frasco—.
Mírelas —dijo, dándole el frasco—. Las azules son estelazina, que uso como antiemético.
Entiéndame: yo las uso para eso, pero no es su propósito original. La estelazina es un
tranquilizante, en dosis de menos de veinte miligramos diarios. En dosis más grandes es
un agente antialucinógeno. Pero tampoco las tomo para eso. Ahora bien, el problema de
la estelazina es que es un vasodilatador. A veces tengo problemas para ponerme de pie
después de ingerirla. Hipostasis, creo que lo llaman..
—Así que también toma un vasoconstrictor —gruñó Babble.
—Esta tableta de color blanco —dijo Betty Jo, mostrándole la parte del frasco donde
estaban las tabletas blancas—. Es metanfetamina. Y esta cápsula verde es...
—Un día —dijo Babble— sus píldoras empollarán y de ellas nacerán extraños pájaros.
—Qué comentario tan extravagante —dijo Betty Jo.
—Parecen huevas de colores.
—Sí, entiendo. Pero aun así es un comentario extravagante. —Betty Jo destapó el
frasco y volcó varias píldoras en la palma de la mano—. Esta cápsula roja es
pentobarbital, para dormir. Y esta amarilla es norpramina, que compensa el efecto
depresivo del melaril. Y esta tableta cuadrada y anaranjada es nueva. Tiene cinco capas
que se liberan gradualmente por el llamado «principio de goteo». Un estimulante muy
eficaz del sistema nervioso central. Luego un...
—Ella ingiere un depresivo del sistema nervioso central —intervino Babble—, y también
un estimulante.
—¿No se anulan entre sí? —preguntó Ben.
—Eso diría yo, sí —dijo Babble.
—Pero no lo hacen —dijo Betty Jo—. Subjetivamente, siento la diferencia. Sé que me
están ayudando.
—Ella se lee toda la bibliografía sobre esas píldoras —dijo Babble—. Se trajo un
ejemplar del manual de referencia médica, con listas de efectos secundarios,
contraindicaciones, dosis, cuándo deben usarse y demás. Sabe tanto como yo sobre sus
píldoras.
»Más aún, tanto como los fabricantes. Si usted le muestra una píldora, cualquier
píldora, ella puede decirle qué es, qué hace, qué... —Eructó, se irguió en la silla, rió—.
Recuerdo una píldora cuyo efecto secundario, si uno ingería una sobredosis, consistía en
convulsiones, coma y muerte. Y en la bibliografía, después de mencionar las
convulsiones, el coma y la muerte, decía: «Puede crear hábito.» Lo cual siempre me
causó gracia. —Se rió de nuevo, y luego se hurgó la nariz con un dedo velludo y oscuro
—Es un mundo extraño —murmuró—: Muy extraño:
Ben bebió un poco más de whisky. Ahora empezaba a llenarlo de un fulgor tibio y
familiar. Notó que cada vez prestaba menos atención al doctor Babble y a Betty Jo. Se
hundió en la intimidad de su mente, de su propio ser, y era una buena sensación.
Tony DunkelweIt, fotógrafo y especialista en muestras de suelo, se asomó por la puerta
y anunció:
—Está aterrizando otro narizón. Debe ser Morley.
Dunkelwelt se marchó dando un portazo.
Betty Jo se levantó a medias y dijo:
—Será mejor que vayamos. Al fin estamos todos.
El doctor Babble también se levantó:
—Vamos, Babble —dijo ella, caminando hacia la puerta—. Y también usted; don
Octavo-de-Sangre-India.
Ben bebió el resto del café y de Seagram's VO y se levantó mareado. Un instante
después salió por la puerta a la luz del día.
 
 
4
 
Seth Morley apagó los retropropulsores y se desabrochó el cinturón de seguridad. Le
indicó a Mary que hiciera lo mismo.
—Ya sé qué hacer —dijo Mary—. No me trates como a una niña.
—Estás enfadada conmigo —dijo Morley—, aunque planeé perfectamente la
trayectoria. Todo el camino.
—Estabas en piloto automático y seguiste el rayo —dijo ella incisivamente—. Pero
tienes razón, debería estar agradecida. —Su voz no sonaba agradecida, pero a él no le
importaba. Tenía otras cosas en mente.
Abrió manualmente la escotilla y entró una luz solar verdosa. Se cubrió los ojos y vio un
árido paisaje de árboles raquíticos y matas aún más raquíticas. A la izquierda se erguía
un conjunto irregular de edificios bajos. La colonia.
Un grupo de personas se acercaba al narizón. Algunas saludaron y él devolvió el
saludo.
—Hola —dijo, bajando por los peldaños de hierro y saltando al suelo. Giró para ayudar
a Mary, pero ella le soltó la mano y bajó sin ayuda.
—Hola —saludó una muchacha morena y fea mientras se acercaba—. Es un placer
verlos por aquí. Ustedes son los últimos.
—Soy Seth Morley. Y esta es Mary, mi mujer.
—Lo sabemos —dijo la muchacha morena, asintiendo con la cabeza—. Encantada: Les
presentaré a todos. —Señaló aun joven musculoso—. Este es Ignatz Thugg.
—Encantado de conocerlo. —Morley le estrechó la mano—. Soy Seth Morley y ella es
Mary, mi esposa.
—Yo soy Betty Jo Berm —dijo la muchacha morena—. Y este caballero... —Señaló a
un hombre mayor, encorvado—. Bert Kosler, nuestro custodio.
—Encantado de conocerlo, señor Kosler. —Apretón vigoroso.
—Lo mismo digo, señor Morley. Y señora Morley.
—Espero que disfruten de su estancia. —Nuestro fotógrafo y experto en muestras del
suelo, Tony Dunkelwelt. —La señorita Berm señaló a un adolescente de cara alargada
que lo miró con una expresión huraña, —sin extender la mano.  
—Hola —le dijo Seth Morley.  
—Hola. —El adolescente se miraba los pies.  
—Maggie Walsh, nuestra especialista en teología.  
—Un placer, señorita Walsh. —Apretón vigoroso. Qué bonita mujer, pensó Morley. Y
ahí llegaba otra mujer atractiva, con un suéter ajustado sobre un sostén provocativo—.
¿Cuál es su especialidad? —preguntó al darle la mano.  
—Secretaria y mecanógrafo. Me llamo Suzanne.  
—¿Y su apellido?  
—Smart.
—Bonito apellido.
—No lo creo. Me llaman Susie Dumb, lo cual no tiene ninguna gracia.
—A mí no me parece gracioso —dijo Seth Morley.
Su esposa le dio un violento codazo en las costillas y Morley, bien entrenado,
interrumpió de inmediato, su conversación con la señorita Smart y se volvió para saludara
un sujeto enclenque de ojos de rata, quien extendió una mano con forma de cuña que
parecía tener bordes filosos y ahusados. Sintió un rechazo espontáneo. No quería
estrechar esa mano; ni conocer a esa persona.
—Wade Frazer —dijo el sujeto de ojos de rata—. Cumplo la función de psicólogo de la
colonia. De paso, he sometido a un test TAT introductorio a todos los que iban llegando.
Me gustaría hacerles uno a ustedes, quizá más tarde.
—Claro —dijo Seth Morley sin convicción.
—Este caballero —dijo la señorita Berm—, es nuestro médico, Milton G. Babble de Alfa
5. Salude al doctor Babble, señor Morley.
—Es un placer conocerlo, doctor. —Morley le estrechó la mano.
—Usted tiene un poco de sobrepeso, señor Morley —dijo el doctor Babble.
—Ajá —dijo Morley.
Una mujer mayor, muy alta y erguida, salió del grupo apoyándose en un bastón.
—Tanta gusto —dijo, y extendió una mano liviana y floja—. Soy Roberta Rockingham;
la socióloga. Es un placer conocerlo, y espero que el viaje haya sido agradable y no
hayan tenido contratiempos.
—Todo anduvo bien. —Morley aceptó esa mano menuda y la estrechó con delicadeza.
Debía de tener ciento diez años, a juzgar por el aspecto, se dijo. ¿Cómo es posible que
todavía funcione? ¿Cómo llegó aquí? No se la imaginaba pilotando un narizón en el
espacio interplanetario.
—¿Cuál es el propósito de esta colonia? —preguntó Mary.
—Lo averiguaremos dentro de un par de horas —dijo la señorita Berm—. En cuanto
Glen... me refiero a Glen Belsnor, nuestro experto en electrónica e informática... pueda
activar el satélite auxiliar que está en órbita de este planeta.
—¿Es decir que no lo saben? —dijo Seth Morley—. ¿No les han dicho...?
—No, señor Morley —dijo la señora Rockingham con aquella voz vieja y profunda—.
Pero pronto lo sabremos, y hemos esperado mucho. Será un placer saber por qué
estamos aquí. ¿No le parece, señor Morley? ¿No sería maravilloso que todos supiéramos
nuestra función?
—Sí —dijo él.
—Así que coincide conmigo, señor Morley. Oh, me parece maravilloso que todos
estemos de acuerdo. —Y en voz baja y en tono cómplice agregó—: Me temo que ésa es
la dificultad, señor Morley. No tenemos un propósito común. La actividad interpersonal ha
sido escasa pero aumentará, ahora que es posible hacerlo. —Ladeó la cabeza para toser
en un pañuelo diminuto—. Bien, es realmente muy agradable —concluyó.
—Yo no coincido con usted —dijo Frazer—. Mis tests preliminares indican que este
grupo tiene una orientación, egocéntrica. En general, Morley, muestran lo que parece ser
una tendencia innata a eludir toda responsabilidad. Me cuesta entender por qué algunos
fueron escogidos.
—Noto que dice «fueron» y no «fuimos» —comentó un sujeto sucio de aire rudo,
vestido con ropa de trabajo.
—Fueron, fuimos. —El psicólogo gesticuló convulsivamente—. Rasgos obsesivos. Es
otra estadística general e inusitada de este grupo: todos son hiperobsesivos.
—No lo creo —dijo el sujeto sucio en voz calma pero firme—. Creo que usted está
chiflado. Creo que quedó trastornado de tanto trabajar con esos tests.
Todos se pusieron a hablar. Había estallado la anarquía. Seth Morley se acercó a la
señorita Berm.
—¿Quién está al mando de esta colonia? ¿Usted? —preguntó. Tuvo que repetirlo dos
veces para que le oyera.
—No han designado a nadie —respondió ella en voz alta, tratando de hacerse oír en
medio de esa exasperada algarabía—. Es uno de nuestros problemas: Es una de las
cosas que queremos...
Señaló a los demás, que seguían parloteando.
—En Betelgeuse 4 teníamos pepinos, pero no los cultivábamos con rayos de luna,
como se dice por ahí. Por lo pronto, Betelgeuse 4 no tiene luna.
—Nunca lo he visto: Y espero no verlo nunca.
—Algún día lo verá..
—El hecho de que haya una lingüista en el personal sugiere que aquí hay organismos
inteligentes, pero hasta ahora no sabemos nada porque no hemos realizado expediciones
científicas sino sólo excursiones informales. Desde luego, eso cambiará cuando...
—Nada cambia. A pesar de la teoría de Specktowsky, según la cual Dios entrará en la
historia y volverá a poner el tiempo en movimiento.
—No, se equivoca. Toda la lucha anterior a la llegada del Intercesor ocurrió en el
tiempo, un tiempo muy largo. Es sólo que todo ha sucedido rápidamente desde entonces,
y ahora es relativamente fácil, en el período Specktowsky, establecer contacto directo con
una de las Manifestaciones. Por eso, en cierto sentido, nuestro tiempo es diferente de los
dos primeros milenios posteriores a la primera aparición del Intercesor.
—Si quiere hablar de eso, hable con Maggie Walsh. No me interesan las cuestiones
teológicas.
—Ya lo creo que no. Señor Morley, ¿alguna vez ha tenido contacto con una
Manifestación?
—Sí, en efecto. El otro día... creo que era miércoles en Tekel Upharsin... el Caminante
se me acercó para informarme que me habían dado un narizón defectuoso. Si lo
hubiéramos usado, mi esposa y yo habríamos perdido la vida.
—Así que él lo salvó. Debe de ser grato saber que él intercede por usted. Debe de ser
una sensación maravillosa.
—Estas construcciones son pésimas. Ya se están deteriorando. No funcionan la
calefacción ni la refrigeración. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que este lugar fue construido
para durar muy poco. No sé para qué estamos aquí, pero no será por mucho tiempo.
Mejor dicho, si estamos mucho tiempo tendremos que reconstruir todo, incluido el
cableado del almacén.
—Algún insecto o planta chilla de noche. Los mantendrá despiertos un par de días,
señor y señora Morley. Sí, trato de hablarles, pero es difícil con tanto bullicio. Por «día»
me refiero al período de veinticuatro horas. No me refiero a la luz diurna porque no chilla
de día. Ya verán.
—Oiga, Morley, no haga como los demás. No llame Dumb a Susie. No tiene nada de
tonta.
—Además es bonita.
—¿Y ha notado cómo...?
—Lo he notado, pero mi esposa... en fin. Ella no se lo toma bien, así que será mejor
cambiar de tema:
—De acuerdo, si usted lo dice. ¿Cuál es su especialidad, señor Morley?
—Soy biólogo marino.
—¿Cómo dice? Ah, ¿me hablaba a mí, señor Morley? No le entiendo bien. ¿Puede
repetirme?
—Sí, tendrá que subir la voz. Es un poco sorda.
—Decía que...
—La está asustando. No se le acerque tanto.
—¿Habrá una taza de café o de leche?
—Pídasela a Maggie Walsh, ella le preparará una. O a Betty Jo Berm.
—Maldición, si es que logra apagar la cafetera cuando esté caliente. Ha hervido el café
una y otra vez.
—No entiendo por qué nuestra cafetera comunitaria no funciona. Las perfeccionaron a
principios del siglo veinte. ¿Qué queda por saber que no sepamos?
—Recuerde la teoría newtoniana del color. Todo lo que se podía saber sobre el color
ya se sabía hacia el 1800.
—Sí, usted siempre lo trae a colación. Está obsesionado con ese asunto.
—Y luego apareció Land con su teoría de las dos fuentes de la intensidad y de la luz, y
lo que parecía un campo cerrado saltó en pedazos.
—¿Quiere decir que puede haber cosas que no sepamos sobre las cafeteras
homeostáticas? ¿Que sólo creemos saberlas?
—Algo por el estilo.
Y así sucesivamente.
Seth Morley gruñó. Se alejó del grupo y caminó hacia un montón de piedras grandes,
alisadas por el agua. Al menos aquí había existido una masa acuática en algún momento.
Aunque quizá ya hubiera desaparecido por completo.
El sujeto sucio y desgarbado vestido con ropa de trabajo se alejó del grupo y lo siguió.
—Glen Belsnor —dijo, extendiendo la mano.
—Seth Morley.
—Somos una verdadera caterva, Morley. Ha sido así desde que llegué aquí, después
de Frazer. —Belsnor escupió en las malezas—. ¿Sabe lo que intentó hacer Frazer? Como
había sido el primero en llegar, trató de erigirse en líder. Y no lo disimuló. A mí me dijo,
por ejemplo, que «entendía que sus instrucciones significaban que él estaría al mando».
Casi le creímos. Tenía cierto sentido. Había sido el primero en llegar y empezó a
someternos a esos endemoniados tests y a perorar sobre nuestras «anomalías
estadísticas», como dice el muy zorro.
—Un psicólogo competente y fiable nunca comentaría sus hallazgos en público.
Un hombre que aún no le habían presentado se acercó a Seth Morley con la mano
extendida, un cuarentón de mandíbula grande, cejas prominentes y cabello largo y
lustroso.
—Soy Ben Tallchief —le informó a Morley—. Llegué poco antes que usted.
Se tambaleaba un poco, como si hubiera bebido de más. Extendió la mano y se
saludaron. Me gustó este hombre, se dijo Morley. Aunque haya empinado un par de
copas. Tiene un aura diferente de los demás. Pero, pensó, tal vez todos estaban bien
antes de llegar, y aquí algo les hizo cambiar.
Si es así, pensó, nos cambiará también a nosotras; a Tallchief, a Mary y a mí.
Inevitablemente.
El pensamiento no le agradó.
—Seth Morley —se presentó—. Biólogo marino, ex integrante del personal del kibutz
Tekel Upharsin. ¿En qué trabaja usted?
—Soy naturalista clase B —dijo Tallchief—. A bordo de la nave había poco que hacer, y
era un vuelo de diez años. Así que mandé una plegaria por el transistor de la nave, y la
estación repetidora se la envió al Intercesor. O quizá al Mentufactor. Pero creo que fue el
primero, porque el tiempo no retrocedió.
—Es interesante saber que está aquí por efecto de una plegaria —dijo Seth Morley—.
En mi caso, el Caminante me visitó cuando estaba buscando un narizón adecuado para el
viaje. Escogí uno, pero no servía; el Caminante dijo que Mary y yo no llegaríamos aquí en
esa nave. —Sintió hambre—. ¿Podemos comer algo en este lugar? —le preguntó a
Tallchief—. Estamos en ayunas. Vine pilotando el narizón las últimas veintiséis horas.
Sólo usé el rayo al final.
—Maggie Walsh estará encantada de prepararles lo que aquí llaman comida —dijo
Glen Belsnor—. Habichuelas congeladas, seudoternera congelada, y café de la
endemoniada cafetera homeostática que ni siquiera al principio funcionaba bien. ¿Bastará
con eso?
—No hay opción —dijo Morley con abatimiento.
—La magia se esfuma pronto —dijo Ben Tallchief.
—¿Cómo ha dicho?
—La magia de este lugar. —Tallchief señaló las rocas, los árboles verdes y nudosos,
los edificios bajos como chozas que constituían las únicas instalaciones de la colonia—.
Como puede ver.
—No lo subestime —dijo Belsnor—. No son las únicas estructuras de este planeta.
—¿Quiere decir que existe una civilización nativa? —preguntó Morley con interés.
—Quiero decir que por allá hay cosas que no entendemos. Hay un edificio. Una vez lo
entreví durante un paseo, y quise regresar pero no pude encontrarlo. Un edificio grande y
gris... grande de veras, con torres, ventanas, de unos ocho pisos de altura. Y no soy el
único que lo ha visto —añadió a la defensiva—. Berm lo vio, Walsh lo vio, Frazer dice que
lo vio... aunque quizá nos esté mintiendo. No quiere sentirse excluido.
—¿El edificio estaba habitado? —preguntó Morley.
—No lo sé. No pudimos ver mucho desde donde estábamos; ninguno se acercó
demasiado. Era muy... —Gesticuló—. Imponente.
—Me gustaría verlo —dijo Tallchief.
—Nadie saldrá hoy del complejo —dijo Belsnor—. Porque hoy podremos comunicarnos
con el satélite y recibir instrucciones. Eso es prioritario, es lo que realmente importa.
Escupió una vez más en las malezas, lenta y reflexivamente. Y con puntería certera.
 
El doctor Milton Babble consultó el reloj de pulsera. Son las cuatro y media y siento
fatiga, pensó. Poca azúcar en la sangre, decidió. Siempre es eso si estás cansado a
media tarde. Debería ingerir un poco de glucosa antes de que me sienta peor. El cerebro
no puede funcionar pensó, sin una buena dosis de azúcar en la sangre. Tal vez me estoy
volviendo diabético, dijo. Podría ser; tengo la historia genética adecuada.
—¿Qué pasa, Babble? —preguntó Maggie Walsh, sentada junto a él en la austera sala
de instrucción del minúsculo complejo—. ¿De nuevo descompuesto? —le guiñó el ojo, lo
cual lo enfureció—. ¿Qué hay ahora? ¿Lo está consumiendo la tuberculosis, como a
Camille?
—Hipoglicemia —dijo él, estudiándose la mano que tenía apoyada sobre el brazo del
sillón—. Y cierta dosis de actividad neuromuscular extrapiramidal. Agitación motriz de tipo
distónico. Muy molesto. —Detestaba esa sensación: el pulgar que se movía en forma
rotatoria, la lengua que se enroscaba dentro de la boca, sequedad en la garganta. Dios
santo, pensó, ¿esto no acabará nunca? Al menos se había curado la queratitis que lo
había afectado la semana anterior. Por suerte.
—Para usted el cuerpo es como la casa para una mujer —dijo Maggie Walsh—. Usted
lo experimenta más como un ámbito que como...
—El ámbito somático es uno de los ámbitos más reales que habitamos —replicó
Babble —Es nuestro primer ámbito; cuando somos bebés, y a medida que declinamos
con la edad; y el Destructor de Formas corroe nuestra forma y vitalidad, redescubrimos
que poco importa lo que suceda en lo que llamamos mundo externo cuando nuestra
esencia somática está en peligro.
—¿Por eso estudió medicina?
—Es más complejo que una mera relación de causa y efecto. Eso supone una
dualidad. Mi elección de una vocación...
—Bajen la voz —protestó Glen Belsnor, interrumpiendo su tarea. Tenía ante él el
transmisor eje la colonia, y hacía varias horas que intentaba ponerlo en funcionamiento—.
Si quieren hablar, lárguense.
Otros lo respaldaron con murmullos.
—Babble —dijo Ignatz Thugg desde el asiento donde estaba despatarrado—, tiene
usted un apellido adecuado. —Soltó una carcajada canina.
—También lo es el de usted —le dijo Tony Dunkelwelt a Thugg.  
—¡Bajen la voz! —gritó Glen Belsnor, la cara roja de rabia, palpando las entrañas del
transmisor—. O nunca recibiremos las sandeces que debe enviarnos ese endemoniado
satélite. Si no se callan, iré allá y los desarmaré a ustedes en vez de desarmar este
amasijo de tripas metálicas. Y sería un placer.
Babble se levantó y se marchó de la sala.
En la fría y larga luz del atardecer se puso a fumar la pipa (cuidándose de no iniciar
ninguna actividad pilórica) y reflexionó sobre la situación: Nuestras vidas, pensó, están en
manos de hombrecillos como Belsnor; aquí ellos mandan. El reino de los tuertos, pensó
ácidamente, donde el ciego es rey. Qué vida.
¿Por qué vine aquí?, se preguntó. No halló ninguna respuesta, sólo un gemido de
confusión: formas fugaces que se quejaban y gritaban como pacientes indignados en un
asilo. Esas formas chillonas lo arrastraban al mundo de otros tiempos, a la inquietud de
sus últimos años en Orionus 17, a los días compartidos con Margo, una enfermera del
consultorio con quien había tenido un largo y sórdido romance, una desgracia que había
terminado en un enredo tragicómico para ambos. Al final ella lo había abandonado... ¿o
no? En verdad, reflexionó, todos abandonan a todos cuando termina una situación tan
desquiciada y frágil. Tuve suerte de salir de ese atolladero, pensó. Ella pudo haberme
causado más problemas. Había llegado a ponerle en serio peligro la salud, tan sólo con la
reducción de proteínas.
De paso, pensó, es la hora del aceite de germen de trigo, la vitamina E. Debo ir a mi
cuarto. Y ya, de paso, me tomaré algunas tabletas de glucosa para equilibrar la
hipoglicemia. Suponiendo que no me desmaye por el camino. Y si me desmayara, ¿a
quién le importaría? ¿Qué harían ellos? Yo soy esencial para su supervivencia, lo
reconozcan o no. Soy vital para ellos, ¿pero ellos son vitales para mí? Sí, en el sentido en
que Glen Belsnor lo es... vitales porque presuntamente pueden realizar tareas específicas
necesarias para el mantenimiento de nuestra estúpida e incestuosa comunidad. Una
seudofamilia que no funciona como familia en ningún sentido. Gracias a los entrometidos
de afuera.
Tendré que decirle a Tallchief y a... ¿cómo se llama? Morley. Tendré que decirles a
Tallchief, a Morley y la esposa de Morley, que tiene sus atractivos, que hay entrometidos
de afuera, hablarles del edificio que he visto... y lo he visto tan de cerca como para leer la
inscripción de la entrada. Lo cual nadie más ha hecho. Que yo sepa.
Echó a andar por la senda de grava hacia su cuarto. Cuando llegó al porche de
plástico, vio a cuatro personas reunidas: Susie Smart, Maggie Walsh, Tallchief y Morley.
Morley estaba hablando, y su voluminosa cintura sobresalía como una enorme hernia
inguinal. Babble se preguntó de qué se alimentaría. Patatas, carne asada con ketchup
encima de todo, y cerveza. Los bebedores de cerveza son fáciles de identificar. Tienen la
piel de la cara cuarteada, agrietada donde crece el cabello, y esas ojeras. Parecen
hinchadas por un edema, como él. Y también tienen problemas renales. Y desde luego la
tez rojiza.
Un hombre complaciente como Morley, pensó, no entiende, no puede entender, que se
está envenenando el cuerpo. Embolias diminutas, lesiones en zonas críticas del cerebro.
Pero estos obsesivos orales no escarmientan. Regresión a una etapa primitiva de
percepción. Tal vez sea un insidioso mecanismo de supervivencia biológica: se
autoeliminan por el bien de la especie. Dejando sus mujeres a varones más competentes
y avanzados.
Las manos en los bolsillos, se acercó a los cuatro y escuchó. Morley narraba los
detalles de una exilerienda teológica que obviamente había tenido. O fingía haber tenido.
—Querido amigo, me llamó. Obviamente se preocupaba por mí. Me ayudó a cargar de
nuevo... tardamos un buen rato y charlamos. Hablaba en voz baja pero yo le entendía
perfectamente. No usaba palabras de más y se expresaba con claridad; no había ningún
misterio, como dicen a veces. Íbamos y veníamos y hablábamos. Y él quiso bendecirme.
¿Por qué? Porque, según dijo, yo era la clase de persona que le interesaba. Lo dijo sin
énfasis ni rodeos. «Eres la clase de persona que a mi entender importa», o algo parecido.
«Estoy orgulloso de ti», dijo. «Tu gran amor por los animales, tu compasión por las formas
de vida inferiores, impregna toda tu mente. La compasión es la base de la persona que se
ha elevado desde el abismo de la Maldición. Una personalidad como la tuya es
justamente lo que buscamos.»
Morley hizo una pausa.
—Continúe —dijo Maggie Walsh, fascinada.
—Y luego dijo algo extraño —continuó Morley— dijo «Así como yo te he salvado la
vida, por obra de mi compasión, sé que tu gran capacidad para la compasión te permitirá
salvar las vidas de otros, tanto física como espiritualmente.» Quizá hablaba de Delmak-O.
—Pero no lo dijo —comentó Susie Smart.
—No era necesario —dijo Morley—. Yo sabía a qué se refería. Yo entendía todo lo que
me decía. En realidad, me comunicaba mucho más claramente con él que con la mayoría
de las personas que he conocido. No me refiero a ustedes... qué va, ni siquiera los
conozco todavía... pero entenderán a qué me refiero. No había pasajes simbólicos y
trascendentales, ninguna perorata metafísica como la que usaban antes que Specktowsky
escribiera el Libro. Specktowsky tenía razón. Puedo verificarlo a partir de mis propias
experiencias con él. Con el Caminante.
—Entonces lo había visto antes —dijo Maggie Walsh.
—Varias veces.
—Yo lo vi siete veces —intervino el doctor Milton Babble—. Y una vez me crucé con el
Mentufactor. Si las sumamos, he tenido ocho experiencias con la Deidad única y
Verdadera.
Los cuatro lo miraron con diversas expresiones. Susie Smart parecía escéptica; Maggie
Walsh mostraba una incredulidad total; Tallchief y Morley parecían relativamente
interesados.
—Y dos veces con el Intercesor —dijo Babble—. Así que son diez experiencias en
total. En toda mi vida, desde luego.
—Por lo que ha dicho Morley acerca de su experiencia —dijo Tallchief—, ¿fue similar a
la de usted?
Babble pateó un guijarro, que voló del porche, chocó contra la pared y cayó al piso.
—Bastante. En lo general. Sí, creo que podemos aceptar parcialmente lo que dice
Morley. No obstante... —Vaciló significativamente—. Lo siento, pero soy escéptico. ¿Era
realmente el Caminante, señor Morley? ¿No pudo haber sido un obrero itinerante que
deseaba que usted creyera que era el Caminante? ¿Ha pensado en eso? Oh, no niego
que el Caminante se presenta a menudo entre nosotros; mis propias experiencias lo
atestiguan...
—Sé que era él —protestó Morley— por lo que dijo sobre mi gato.
—Ah, su gato. —Babble sonrió por dentro y por fuera. Sintió una satisfacción profunda
y plena en todo el sistema circulatorio—. Conque de ahí viene esa frasecita sobre su
«gran compasión por las formas de vida inferiores».
—¿Cómo es posible que un vagabundo supiera algo sobre mi gato? —exclamó Morley,
cada vez más colérico—. Además, no hay vagabundos en Tekel Upharsin. Todos
trabajan, eso es un kibutz. —Ahora perecía ofendido y desdichado.
La voz de Glen Belsnor resonó en la penumbra.
—¡Entren! Establecí contacto con el maldito satélite ¡Estoy a punto de hacerle pasar las
cintas de audio!
—No creí que pudiera lograrlo —dijo Babble, echando a andar. Se sentía bien, aunque
ignoraba por qué. Tenía relación con Morley y la estremecedora historia de su encuentro
con el Caminante. Que no resultaba tan estremecedora, una vez examinada por una
persona madura y razonable.
Los cinco entraron en la sala y se sentaron entre los demás. Los altavoces de la radio
de Belsnor emitían un crujido de estática salpicada por unas voces. El estrépito lastimó
los oídos de Babble, que no dijo nada. Adoptó la actitud atenta que el técnico exigía.
—Lo que estamos recibiendo ahora es un rastro de dispersión —informó Belsnor en
medio del barullo—. La cinta aún no ha comenzado a funcionar; no lo hará mientras yo no
le envíe al satélite la señal correcta.
—Active la cinta —dijo Wade Frazer.
—Sí, Glen, active la cinta —repitieron los demás.
—De acuerdo —dijo Belsnor, que extendió la mano y tocó perillas de control en el
panel. Las luces parpadearon mientras los servomecanismos se activaban a bordo del
satélite.
—Saludos a la colonia de Delmak-O, de parte del general Treaton de Interplan Oeste
—dijeron los altavoces.
—Ahí está —dijo Belsnor—. Esa es la cinta.
—Cállese, Belsnor. Estamos escuchando.
—Se puede activar todas las veces que uno desee —dijo Belsnor.
—Han completado ustedes su reclutamiento —dijo el general Treaton de Interplan
Oeste—. Interplan anticipó que este trámite estaría concluido a lo sumo el 14 de
septiembre, tiempo oficial de la Tierra. Primero, me gustaría explicar para qué se creó la
colonia de Delmak-O; por iniciativa de quién y con qué propósito. Es básicamente... —La
voz calló. Los altavoces rugieron, chillaron, rezongaron. Belsnor miró el equipo con muda
consternación. Los altavoces tartamudearon, el carraspeo de la estática subió y bajó
mientras Belsnor movía perillas. Y al fin, silencio.
Al cabo de una pausa, Ignatz Thugg se echó a reír.
—¿Qué pasa, Glen? —preguntó Tony Dunkelwelt.
—Los transmisores como los que hay a bordo del satélite sólo tienen dos cabezas —
explicó Belsnor, alarmado—. Una cabeza de borrado, la primera, que se monta en el
equipo, y una cabeza de reproducción y grabación. Lo que sucede es que la segunda
cabeza ha pasado de reproducción a grabación. Está borrando automáticamente la cinta
que está una pulgada delante. No hay modo de apagarla; está en grabación y allí se
quedará. Hasta borrar toda la cinta.
—Pero si la borra —dijo Wade Frazer—, se irá para siempre. Haga lo que haga usted.
—Correcto —dijo Glen Belsnor—. Está borrando sin grabar nada. No puedo sacarla de
la modalidad de grabación. Miren. —Movió varios interruptores—. Nada. La cabeza está
atascada. No hay nada que hacer. —Maldijo, se reclinó, se quitó las gafas y se enjugó la
frente—. Increíble, pero así son las cosas.
Los altavoces gorjearon brevemente y guardaron silencio. Nadie hablaba en la
habitación. No había nada que decir.
 
 
5
 
—Lo que podemos hacer —dijo Glen Belsnor— es transmitir a la red repetidora para
que el mensaje llegue a la Tierra e informe al general Treaton de Interplan Oeste de lo
que ha pasado... que no hemos logrado recibir las instrucciones. Dadas las
circunstancias, sin duda estarán dispuestos a enviarnos un cohete de comunicaciones
con una segunda cinta, para que podamos escucharla con nuestro aparato. —Señaló el
reproductor magnetofónico del equipo de radio.
—¿Cuánto tardará eso? —preguntó Susie Smart.
—Nunca intenté establecer contacto con la red repetidora desde aquí —dijo Glen
Belsnor—. No lo sé, habrá que verlo. Quizá podamos hacerlo de inmediato. Pero no
debería tardar más de dos o tres días. El único problema sería... —Se frotó la barbilla
áspera—. Puede haber un factor de seguridad. Quizá Treaton no quiera que esta solicitud
circule por la red repetidora, donde cualquiera que posea un receptor puede detectarla.
En tal caso, su reacción sería hacer caso omiso de nuestra solicitud.
—Si hacen eso —dijo Babble—, deberíamos hacer el equipaje e irnos de aquí. De
inmediato.
—¿Irnos cómo? —preguntó Ignatz Thugg con una sonrisa.
Los narizones, pensó Seth Morley. Los únicos vehículos que tenemos son narizones
sin combustible; y aunque pudiéramos conseguir el combustible, vaciando todos los
tanques para llenar uno, no tienen equipo de rastreo para planear una trayectoria.
Tendrían que usar Delmak-O como una de dos coordenadas, y Delmak-O no figura en los
mapas de Interplan Oeste, así que no sirve como referencia. ¿Por eso insistieron en que
viniéramos en narizón?, se preguntó.
Están experimentando con nosotros, pensó alarmado. Eso es: un experimento. Quizá
no había instrucciones en la cinta del satélite. Quizá todo estaba planeado de antemano.
—Intente comunicarse con la gente de la repetidora —dilo Tallchief—. Quizá pueda
establecer contacto ahora mismo.
—¿Por qué no? —dijo Belsnor. Ajustó perillas, se apoyó un auricular en el costado de
la cabeza, abrió unos circuitos y cerró otros. Los demás esperaban y miraban en absoluto
silencio. Como si la vida nos fuera en ello, pensó Morley. Y quizá era así:
—¿Algo? —preguntó al fin Betty Jo Berm.
—Nada —dijo Belsnor—. Lo pasaré a video. —La pequeña pantalla se animó. Meras
líneas, estática visual—. Esta es la frecuencia en que opera la repetidora. Tendríamos
que recibirla.
—Pero no la recibimos —dijo Babble.
—No, no la recibimos. —Belsnor siguió moviendo perillas—: No es como en los viejos
tiempos, cuando uno podía manipular un condensador variable hasta recibir la señal. Esto
es complejo. —Apagó el suministro de energía central; la pantalla quedó en blanco, los
carraspeos de estática cesaron en los altavoces.
—¿Qué sucede? —preguntó Mary Morley.
—No estamos en el aire —dijo Belsnor.
—¿Qué? —preguntaron todos, alarmados.
—No estamos transmitiendo. No puedo comunicarme con ellos, y si no estamos en el
aire es seguro que ellos no se comunicarán con nosotros. —Se reclinó, temblando de
exasperación—. Es una conspiración, una condenada conspiración.
—¿Lo dice literalmente? —preguntó Wade Frazer—. ¿Quiere decir que todo esto es
intencionado?
—Yo no armé el transmisor —dijo Glen Belsnor—. Yo no conecté el equipo receptor.
Durante el último mes, desde que llegué aquí, estuve haciendo pruebas. Recibí varias
transmisiones de operadores de este sistema solar, y pude responderles. Todo parecía
funcionar normalmente. Y ahora esto. —Miró hacia abajo, arrugando el entrecejo—. Ah —
exclamó, cabeceando—: Ya entiendo lo que sucedió.
—¿Es grave? —preguntó Ben Tallchief.
—Al recibir mi señal para activar el magnetófono y el transmisor —dijo Belsnor—, el
satélite envió una señal de respuesta. Una señal para este equipo. —Señaló el receptor y
transmisor que tenía delante—. La señal apagó todo. Anuló mis instrucciones. No
recibimos ni transmitimos, haga lo que yo haga con este cascajo. No está en el aire, y
quizá nunca reciba otra señal del satélite para ponerse de nuevo en funcionamiento. —
Sacudió la cabeza—. Admirable, en cierto modo. Enviamos las instrucciones iniciales, el
satélite respondió con otras. Como el ajedrez: un movimiento y una respuesta: Yo
desencadené todo. Como una rata en una jaula, tratando de encontrar la palanca que
hace caer la comida, en vez de la que emite una descarga eléctrica. —Tenía una voz
amarga, cargada de derrota.
—Desmonte el transmisor y receptor —dijo Seth Morley—. Quizá pueda anular la
anulación.
—Probablemente... no, sin duda contiene un componente destructivo. O bien ya ha
destruido elementos vitales, o bien lo hará cuando intente buscarla. No tengo repuestos.
Si hay un circuito estropeado, no puedo hacer nada para repararlo.
—El rayo del piloto automático —dijo Morley—. El que seguí para llegar aquí. Puede
enviar el mensaje por él.
—Los rayos de piloto automático llegan hasta ciento cincuenta mil kilómetros y luego se
dispersan. ¿No fue allí donde encontró el suyo?
—Más o menos —admitió Morley.
—Estamos totalmente aislados —dijo Belsnor—. Y ha pasado en cuestión de minutos.
—Lo que debemos hacer —dijo Maggie Walsh— es preparar una plegaria conjunta.
Quizá podamos enviarla con emanaciones de la glándula pineal, si la hacemos breve.
—Yo puedo ayudar a prepararla, si tomamos esa decisión —dijo Betty Jo Berm—. Ya
que soy lingüista.
—Como último recurso —dijo Belsnor.
—No como último recurso —dijo Maggie Walsh—. Como un método probado y efectivo
de conseguir ayuda. Tallchief, por ejemplo, llegó aquí gracias a una plegaria.
—Pero se difundió por la repetidora —dijo Belsnor—. No tenemos manera de llegar a la
repetidora.
—¿No tiene fe en la plegaria? —preguntó incisivamente Wade Frazer.
—No tengo fe en las plegarias que no se amplifican electrónicamente —dijo Belsnor—.
Hasta Speclotowsky lo admitió. Para ser efectiva, una plegaria se cebe transmitir
electrónicamente por la red de mundos deíficos y llegar así a todas las Manifestaciones.
—Sugiero —dijo Morley— que proyectemos nuestra plegaria conjunta a la mayor
distancia posible con el rayo de piloto automático. Si podemos enviarla a ciento cincuenta
mil kilómetros, quizá para la Deidad sea más fácil recibirla. La gravedad opera en
proporción inversa al poder de la plegaria, con la cual; si podemos enviar la plegaria
acierta distancia de un cuerpo planetario (y ciento cincuenta mil kilómetros es una
distancia considerable), hay buenas probabilidades matemáticas de que las diversas
Manifestaciones la reciban. Specktowsky menciona esto, aunque no recuerdo dónde.
Creo que al final, en uno de los apéndices.
—Dudar del poder de la plegaria va contra la ley terrícola —dijo Wade Frazer—. Es una
violación del código civil de todas las dependencias de Interplan Oeste.
—Y usted lo denunciaría —dijo Ignatz Thugg.
—Nadie duda de la eficacia de la plegaria —dijo Ben Tallchief, mirando a Frazer con
abierta hostilidad—. Sólo disentimos en cuanto al mejor modo de utilizarla. —Se puso de
pie—. Necesita un trago. Adiós. —Se marchó de la sala, tambaleándose un poco.
—Buena idea —le dijo Susie Smart a Seth Morley—. Creo que yo también iré. —Se
levantó con una sonrisa mecánica, una sonrisa despojada de sentimientos—. Esto es
terrible, ¿verdad? No puedo creer que el general Treaton haya autorizado esto
deliberadamente; debe ser un error. Un desperfecto electrónico que ellos desconocen.
¿No cree?
—El general Treaton, por lo que he oído, es un hombre de excelente reputación —dijo
Morley. Nunca había oído hablar del general Treaton, pero le parecía bien decirlo; con tal
de animarla. Todos necesitaban animarse, y si creer en la buena reputación del general
Treaton era una ayuda, él no se opondría. En las cuestiones seculares la fe era tan
necesaria como en las cuestiones teológicas. Sin fe no podías seguir viviendo.
—¿A qué aspecto de la Deidad deberíamos rezar? —le preguntó el doctor Babble a
Maggie Walsh.
—Si desea que el tiempo retroceda, por ejemplo hasta un instante antes de que
aceptáramos esta misión —dijo Maggie—, deberíamos rezarle al Mentufactor. Si
queremos que la Deidad interceda por nosotros y nos reemplace colectivamente en esta
situación, entonces sería el Intercesor. Si queremos ayuda individual para encontrar una
salida...
—Los tres —dijo Bert Kosler con voz trémula—. Que la Deidad decida cuál parte de sí
misma desea usar.
—Quizá no quiera usar ninguna —protestó Susie Smart—. Será mejor que decidamos
por nuestra cuenta. ¿Eso no es parte del arte de rezar?
—Sí —dijo Maggie Walsh.
—Que alguien anote esto —dijo Wade Frazer—. Deberíamos empezar así: «Gracias
por toda la ayuda que nos has brindado en el pasado. Vacilamos en molestarte de nuevo,
sabiendo que tienes tantas ocupaciones, pero nuestra situación es la siguiente...» —Hizo
una pausa reflexiva— ¿Cuál es nuestra situación? —le preguntó a Belsnor—. ¿Sólo
queremos que repare el transmisor?
—Más que eso —dijo Babble—: Queremos irnos de aquí, y no volver a ver Delmak-O.
—Si el transmisor funciona —dijo Belsnor—, podemos hacerlo por nuestra cuenta. —
Se mordió un nudillo de la mano derecha—. Creo que deberíamos pedir repuestos para el
transmisor y encargarnos del resto. Cuanto menos se pide en una plegaria, mejor. ¿El
Libro no dice eso? —Se volvió hacia Maggie Walsh.
—En la página 158 —respondió Maggie—, Specktowsky dice: «El alma de la brevedad
(el escaso tiempo que vivimos) es el ingenio. Y en lo concerniente al arte de la plegaria, el
ingenio es inversamente proporcional a la longitud.»
—Digamos simplemente: «Caminante, ayúdanos a encontrar repuestos para el
transmisor» —sugirió Belsnor.
—Lo más indicado —dijo Maggie Walsh— sería pedirle al señor Tallchief que redacte la
plegaria, ya que él tuvo tanto éxito en su plegaria anterior. Es evidente que sabe
redactarlas bien.
—Busquen a Tallchief —dijo Babble—. Tal vez esté trasladando sus pertenencias del
narizón a su cuarto. Que alguien vaya a buscarlo.
—Iré yo —dijo Seth Morley. Se levantó, salió de la sala y se internó en la oscuridad de
la noche.
—Has tenido una buena idea, Maggie —oyó que decía— Babble, y otras voces se
sumaron a la suya. Los que estaban reunidos en la sala de instrucciones se unieron en un
coro aprobatorio.
Seth continuó la marcha con cautela; sería fácil perderse en esa colonia desconocida.
Tal vez debí dejar que fuera uno de los otros, se dijo. Una luz brillaba en la ventana de un
edificio. Tal vez esté ahí dentro, se dijo Seth Morley, y se dirigió hacia la luz.
Ben Tallchief terminó el trago, bostezó, se rascó la garganta, bostezó de nuevo y se
levantó con torpeza. Hora de ponerse en movimiento, se dijo. Espero encontrar mi narizón
en la oscuridad, pensó.
Salió, encontró la senda de grava con los pies, echó a andar hacia donde suponía que
estaban los narizones. ¿Por qué no hay luces por aquí?, se preguntó, y comprendió que
los demás colonos estaban demasiado preocupados para encender las luces.
Comprensiblemente; la rotura del transmisor había acaparado la atención de todos. ¿Por
qué no estoy allá?, se preguntó. Funcionando como parte del grupo. Pero el grupo no
funcionaba como grupo; era siempre un número finito de individuos egocéntricos que se
gritaban mutuamente. Con esa gente se sentía como sino tuviera raíces, ninguna fuente
común. Necesitaba moverse, estirar las piernas; algo lo atraía: lo había llevado de la sala
de instrucciones a su cuarto, y ahora lo mandaba a caminar en la oscuridad en busca del
narizón.
Un retazo de oscuridad se movió delante de él, y una figura se recortó contra el cielo
penumbroso.
—¿Tallchief?
—Sí —respondió él, entornando los ojos—. ¿Quién eres?
—Morley. Me mandaron a buscarlo. Quieren que usted redacte la plegaria, porque tuvo
mucha suerte hace un par de días.
—No quiero saber nada con las plegarias —dijo Tallchief, apretando los dientes con
amargura—. Mire adónde me trajo la última que envié... estoy varado aquí con todos
ustedes. Sin ánimo de ofender, es sólo que... —Gesticuló—. Satisfacer esa plegaria fue
un acto cruel e inhumano, teniendo en cuenta las circunstancias. Y la Deidad debía
saberlo.
—Entiendo cómo se siente —dijo Morley.
—¿Por qué no la prepara usted? Sería el más indicado, ya que se encontró hace poco
con el Caminante.
—No sirvo para las plegarias. Yo no llamé al Caminante; fue él quien decidió venir a mí.
—¿Le apetece un trago? —dijo Tallchief—. Y quizá podría echarme una mano para
llevar mis cosas a mi cuarto.
—Tengo que cargar mis propios petates.
—Sensacional. Lo felicito por su compañerismo.
—Si usted me hubiera ayudado a mí...
—Lo veré después —dijo Tallchief, y siguió su marcha a tientas por la oscuridad, hasta
que tropezó súbitamente con un casco metálico. Un narizón. Había encontrado el lugar;
ahora debía encontrar su nave.
Miró hacia atrás. Morley se había ido; estaba solo.
¿Por qué ese tío no me ayudó?, se preguntó. Necesitaré otra persona para la mayoría
de las cajas.
Veamos, reflexionó. Si enciendo las luces de aterrizaje del narizón, podré ver. Localizó
la manivela que cerraba la escotilla, la hizo girar, abrió la escotilla. Las luces de seguridad
se encendieron automáticamente; ahora podía ver. Quizá sólo lleve mi ropa, mis artículos
de tocador y mi ejemplar del Libro. Leeré el Libro hasta dormirme. Estoy cansado; pilotar
el narizón hasta aquí me dejó exhausto. Eso y el fallo del transmisor. Una derrota total.
¿Por qué le pedí que me ayudara?, se preguntó. No lo conozco, y él apenas me
conoce a mí. Trasladar mis bártulos es cosa mía. Él tiene sus propios problemas.
Escogió una caja de libros, la cargó, echó a andar hacia sus habitaciones. Tengo que
conseguir una linterna, decidió mientras andaba. Demonios, me olvidé de encender las
luces de aterrizaje. Esto está saliendo mal, comprendió. Será mejor que vaya a reunirme
con los demás. O podría llevar esta caja y beber otro trago, y quizá para entonces todos
hayan salido de la sala de instrucciones y puedan ayudarme. Gruñendo y transpirando,
caminó por la senda de grava hacia la oscura e inerte estructura donde se alojaban. No
había luces encendidas. Todos estaban ocupados en la preparación de la plegaria
adecuada. Pensando en eso, no pudo contener una risotada. Quizá se pasen toda la
noche trabajando, pensó, y se rió de nuevo, esta vez con exasperación.
Encontró su habitación porque la puerta estaba abierta. Al entrar arrojó la caja de libros
al suelo, suspiró, se levantó, encendió todas las luces. Echó una ojeada a la pequeña
habitación, con su cómoda y su cama. La cama no le gustaba; parecía pequeña y dura.
—Cielos —suspiró; y se sentó en ella. Sacando varios libros de la caja; hurgó hasta
llegar al whisky Peter Dawson; lo destapó y bebió melancólicamente de la botella.
Por la puerta abierta, miró el cielo nocturno; las perturbaciones atmosféricas
enturbiaban las estrellas, que por momentos desaparecían. Es difícil, pensó; distinguir
estrellas a través de las refracciones de una atmósfera planetaria.
Una gran silueta gris apareció en la puerta, tapando las estrellas.
Empuñaba un tubo y lo apuntaba hacia él. Tallchief vio una mira telescópica y un
gatillo. ¿Quién era? ¿Qué era? Se esforzó para ver y oyó un leve estampido. La silueta
gris retrocedió y las estrellas reaparecieron. Pero ahora habían cambiado. Vio dos
estrellas que chocaban formando una nova; la nova estallaba y agonizaba. Ese anillo
flamígero se transformaba en un grisáceo núcleo de hierro muerto que se enfriaba en la
oscuridad. Más estrellas se enfriaban con él; Tallchief vio cómo la fuerza de la entropía, el
método del Destructor de Formas, reducía las, estrellas a ascuas opacas, y rojizas y luego
a una polvareda silenciosa. Una uniforme mortaja de energía térmica flotaba sobre el
mundo, sobre ese mundo extraño y pequeño que él no amaba ni entendía.
Está muriendo, comprendió. El universo. La bruma térmica se expandía hasta diluirse;
bañaba el cielo con un fulgor tenue y luego se extinguía. Hasta la uniforme irradiación
térmica se acababa. Qué extraño y espantoso, pensó. Se puso de pie y dio un paso hacia
la puerta.
Y allí, de pie, murió.
 
Lo encontraron una hora después. Seth Morley estaba con su esposa en un extremo
del nudo de gente apiñada en la pequeña habitación. Quisieron impedir que colaborase
con la plegaria, pensó.
—La misma fuerza que apagó el transmisor —dijo Ignatz Thugg— Sabían que si él
redactaba la plegaria, ésta llegaría, aun sin la repetidora. —Se lo veía gris y atemorizado.
Todos tenían ese aspecto, notó Seth Morley. Sus caras, a la luz de la habitación, tenían
facciones plomizas, pétreas. Como ídolos milenarios, pensó.
El tiempo, pensó, se está apagando alrededor de nosotros. Es como si todos nos
hubiéramos quedado sin futuro. No sólo Tallchief.
—Babble, ¿puede hacer una autopsia? —preguntó Betty Jo Berm.
—Hasta cierto punto. —El doctor Babble se había sentado junto al cuerpo de Tallchief y
lo palpaba aquí y allá—. No hay sangre visible. No hay señales de lesión. Su muerte,
como todos comprenderán, pudo ser natural. Quizá tuviera un problema cardíaco. O, por
ejemplo, un arma térmica pudo matarlo a quemarropa... sin embargo, en ese caso,
encontraría quemaduras. —Desabotonó el cuello de Tallchief, inspeccionó la zona del
pecho—. También pudo haberlo hecho uno de nosotros. No descartemos esa posibilidad.
—Fueron ellos —dijo Maggie Walsh.
—Quizá —dijo Babble—. Haré lo que pueda. —Llamó con una seña a Thugg, Wade
Frazer y Glen Belsnor—. Ayúdenme a trasladarlo a la enfermería. Iniciaré la autopsia
enseguida.
—Ninguno de nosotros lo conocía —dijo Mary.
—Creo que yo fui el último en verlo —dijo Seth Morley—. Quería llevar sus cosas
desde el narizón hasta su cuarto. Le dije que lo ayudaría más tarde, cuando tuviera
tiempo. Estaba irritable. Traté de decirle que lo necesitábamos para elaborar una plegaria
pero no demostró interés. Sólo quería trasladar sus cosas. —Se sentía profundamente
culpable. Si lo hubiera ayudado, quizá aún estaría con vida, se dijo. Tal vez Babble tenga
razón; tal vez fue un ataque cardíaco, provocado por el traslado de cajas pesadas. Pateó
la caja de libros, preguntándose sí esa caja tendría la culpa... la caja y su renuencia a
brindarle ayuda. Aunque me la pidió, me negué a dársela, comprendió.
—Usted no vio ningún indicio de actitud suicida, ¿verdad? —preguntó el doctor Babble.
—No.
—Muy extraño —dijo Babble. Sacudió la cabeza, cansado—. De acuerdo, llevémoslo a
la enfermería.
 
 
6
 
Los cuatro hombres trasladaron el cuerpo de Tallchief por el oscuro complejo. Un
viento helado los lamía, provocándoles escalofríos; se agolpaban buscando protección
contra la presencia hostil de Delmak-O, la presencia hostil que había matado a Ben
Tallchief.
Babble encendió luces en varios sitios. Apoyaron a Tallchief en la alta mesa de metal.
—Creo que cada cual debería retirarse a su cuarto y quedarse allí hasta que el doctor
Babble haya terminado la autopsia —dijo Susie Smart, tiritando.
—Será mejor permanecer juntos —dijo Wade Frazer—, al menos hasta recibir el
informe del doctor Babble. Y también creo que ante esta circunstancia inesperada, este
terrible acontecimiento, debemos elegir un líder de inmediato, un líder fuerte que
mantenga la unidad del grupo. Esa unidad no existe ahora; y es necesaria. ¿No están de
acuerdo?
—Sí —dijo Glen Belsnor al cabo de una pausa.
—Podemos votar —dijo Betty Jo Berm—. De manera democrática. Pero creo que
debemos ser cautos. —Le costaba expresarse—. No debemos otorgar demasiado poder
al líder. Y debemos reservarnos la posibilidad de reemplazarlo si no nos satisface;
entonces podremos votar para deponerlo y elegir a otro. Pero mientras sea líder,
debemos obedecerle. Tampoco conviene que sea demasiado débil, porque en ese caso
seríamos lo que somos ahora, un mero agrupamiento de individuos que no funcionan en
conjunto, ni siquiera ante la muerte.
—Entonces regresemos a la sala de instrucciones —dijo Tony Dunkelwelt, en vez de ir
a nuestros cuartos. Así podremos empezar a votar. Ellos podrían matarnos antes de que
tengamos un líder. No nos conviene esperar.
En grupo se marcharon sombríamente de la enfermería y fueron a la sala de
instrucciones. El transmisor y el receptor aún estaban encendidos; al entrar todos oyeron
el zumbido sordo y monótono.
—Tan grande y tan inservible —dijo Maggie Walsh, mirando el transmisor.
—¿Cree que deberíamos armarnos? —le preguntó Bert Kosler a Morley—. Si hay
alguien dispuesto a matarnos...
—Esperemos el informe de Babble —dijo Seth Morley.
Wade Frazer se sentó y dijo con voz seca:
—Votaremos alzando las manos. Que todos permanezcan sentados y callados. Yo
leeré los nombres y llevaré la cuenta. ¿Eso es satisfactorio para todos?
A Seth Morley no le gustó el tono socarrón.
—No puede ganar, Frazer —comentó Ignatz Thugg—. Por mucho que lo desee.
Ninguno de los presentes dejará que un sujeto como usted le diga lo que tiene que hacer.
—Se sentó en una silla, cruzó las piernas y sacó un cigarrillo de tabaco del bolsillo de la
chaqueta.
Mientras Wade Frazer leía los nombres y llevaba la cuenta, otros hacían sus propias
anotaciones. No confían en la cuenta de Frazer, comprendió Seth Morley. No podía
culparlos.
—El mayor número de votos para una persona —dijo Frazer, cuando hubieron leído
todos los nombres— favorece a Glen Belsnor.
Dejó la hoja con una mueca burlona. Adelante, parecía decir, condénense. Son sus
propias vidas, si quieren desperdiciarlas. Pero Morley pensaba que Belsnor ira buena
elección; basándose en sus escasos conocimientos, él también había votado al
especialista en electrónica. Estaba satisfecho, aunque Frazer no lo estuviera. Y un
murmullo de alivio le dio a entender que los demás compartían esa sensación.
—Mientras esperamos el informe del doctor Babble —dijo Maggie Walsh—, quizá
debamos elevar una plegaria grupal para que la psique de Tallchief sea llevada
inmediatamente a la inmortalidad.
—Leamos un párrafo del Libro de Specktowsky —dijo Betty Jo Berm.
Metió la mano en el bolsillo, sacó su ejemplar y se lo pasó a Maggie Walsh.
—Leamos la parte del Intercesor que está en la página 70. ¿No queremos llegar al
Intercesor?
Maggie Walsh entonó de memoria las palabras que todos conocían.
—«Mediante Su aparición en la historia y la creación; el Intercesor Se ofreció como
sacrificio para anular parcialmente la Maldición. Satisfecha con la redención de Su
creación a través de esta manifestación de Sí misma, con esta señal de Su grande
aunque parcial victoria, la Deidad «murió», y luego Se manifestó nuevamente para indicar
que había superado la Maldición y la muerte, y al fin Se elevó por los círculos
concéntricos para regresar a Dios mismo.» Y añadiré otro pasaje pertinente: «El próximo
(y último) período es el Día de la Auditoría, en el cual los cielos se plegarán como un
pergamino y cada cosa viviente (y por ende todas las criaturas, tanto el hombre como los
organismos no terrícolas parecidos al hombre) se reconciliará con la Deidad original, de
cuya unidad ontológica ha surgido todo (con la posible excepción del Destructor de
Formas)» —Hizo una pausa y añadió—: Que todos repitan mis palabras, en voz alta o
mentalmente.
Levantaron la cara y miraron hacia arriba, en la postura aceptada, para que la Deidad
los oyera mejor.
—No conocíamos bien al señor Tallchief.
—No conocíamos bien al señor Tallchief —dijeron todos.
—Pero parecía ser un buen hombre.
—Pero parecía ser un buen hombre —dijeron todos.
Maggie titubeó, reflexionó y dijo:
—Sácalo del tiempo y hazlo inmortal.
—Sácalo del tiempo y hazlo inmortal.
—Devuélvele la forma que poseía antes que el Destructor de Formas se ensañara con
él.
—Devuélvele la forma que...
Se interrumpieron de repente. El doctor Milton Babble había entrado agitadamente en
la sala de instrucciones.
—Debemos terminar la plegaria —dijo Maggie.
—Pueden terminarla en otra ocasión —dijo el doctor Babble—. He podido determinar la
causa de la muerte. —Consultó varias hojas que traía—. Causa de muerte: una vasta
inflamación de los pasajes bronquiales, debida a una cantidad antinatural de histamina en
la sangre, que le produjo una estenosis de la tráquea; la causa exacta del deceso fue la
sofocación, como reacción ante un alérgeno heterógeno. Debe de haberle picado un
insecto, o quizá rozó una planta mientras descargaba el narizón. Un insecto o planta que
contenía una sustancia a la que era muy alérgico. Recordemos que Susie Smart se
enfermó durante la primera semana que estuvo aquí, por rozar uno de esos arbustos
parecidos a ortigas. Y Kosler. —Señaló al viejo custodio—. Si él no hubiera acudido a mí
de inmediato, también estaría muerto. Con Tallchief las circunstancias eran
desfavorables. Había salido solo, de noche, y no había nadie en las cercanías para
atenderlo. Murió solo, pero si hubiéramos estado allí se podría haber salvado.
Al cabo de una pausa, Roberta Rockingham, sentada con una manta sobre el regazo,
comentó:
—Vaya, eso es mucho más alentador que nuestras especulaciones. Parece que nadie
trata de matarnos, lo cual es maravilloso, ¿verdad?
Miró a su alrededor, esforzándose para oír a los demás.
—Evidentemente —dijo Wade Frazer con voz distante y expresión ambigua.
—Babble —dijo Ignatz Thugg—, hemos votado sin usted.
—Santo cielo —dijo Betty Jo Berm—. Es verdad. Tendremos que votar de nuevo.
—¿Eligieron un líder sin dejarme participar? —dijo Babble—. ¿Por quién se decidieron?
—Por mí —dijo Glen Belsnor.
Babble consultó consigo mismo.
—Está bien, por mi parte —dijo al fin—. Que Glen sea nuestro líder.
—Él ganó por tres votos —dijo Susie Smart.
Babble asintió.
—En todo caso, estoy satisfecho.
Seth Morley se acercó a Babble, lo enfrentó y preguntó:
—¿Está seguro de la causa del deceso?
—Sin ninguna duda. Tengo un equipo que puede determinar...
—¿Encontró una picadura de insecto en alguna parte?
—A decir verdad, no —dijo Babble.
—¿Un lugar donde pueda haberlo pinchado la hoja de una planta?
—No —dijo Babble—, pero ese aspecto no es importante en esta determinación.
Algunos insectos de aquí son tan pequeños que una picadura no sería visible sin un
examen microscópico, y eso llevaría días.
—Pero usted está satisfecho —dijo Belsnor, acercándose también. Se quedó con los
brazos cruzados, meciéndose sobre los talones.
—Totalmente —dijo Babble, cabeceando vigorosamente.
—Más vale que no se equivoque.
—¿A qué se refiere?
—Caray, Babble —dijo Susie Smart—, es obvio. Si alguien o algo lo mató a propósito,
corremos tanto peligro como él. Pero si lo picó un insecto...
—Pues eso fue —dijo Babble, las orejas rojas de rabia—. Lo picó un insecto. ¿Creen
que es mi primera autopsia? ¿Que no soy capaz de manejar instrumentos de patología
que he manejado toda mi vida adulta? Fulminó con la mirada a Susie Smart—. Señorita
Dumb...
—Calma, Babble —dijo Tony Dunkelwelt.
—Doctor Babble para ti, hijo —dijo Babble.
Nada ha cambiado, se dijo Seth Morley. Somos, como antes, una turbamulta de doce.
Y eso puede destruirnos. Terminar para siempre con cada uno de nosotros.
—Yo me siento muy aliviada —dijo Susie Smart, acercándose a él y a Mary—. Creo
que nos estamos poniendo paranoicos; pensábamos que alguien intentaba matarnos.
Recordando a Ben Tallchief y su último encuentro con él, Morley no pudo compartir esa
actitud.
—Un hombre ha muerto —dijo.
—Apenas lo conocíamos. De hecho, no lo conocíamos en absoluto.
—Es verdad —dijo Morley. Quizá sea porque siento tanta culpa personal—. Quizá haya
sido culpa mía —añadió en voz alta.
—Fue un insecto —dijo Mary.
—¿Podemos terminar la plegaria? —dijo Maggie Walsh.
—¿Por qué debemos enviar nuestra plegaria de petición a ciento cincuenta mil
kilómetros de la superficie del planeta, si esta plegaria no requiere ayuda electrónica? —
preguntó Seth Morley. Conozco la respuesta, se dijo. Esta plegaria... no importa si nadie
la oye. Es sólo una ceremonia. La otra era diferente. Necesitábamos algo para nosotros
mismos, no para Tallchief. Pensando en eso, se sintió más abatido que nunca—. Te veré
después —le dijo a Mary—. Iré a desempacar las cajas que bajé del narizón.
—Pero no te acerques a los narizones —le advirtió Mary—. Hasta mañana, hasta que
tengamos tiempo de descubrir la planta o insecto...
—No estaré afuera —convino Morley—. Iré directamente a nuestro cuarto. —Salió de la
sala de instrucciones y atravesó el complejo. Poco después subía la escalinata del porche
de su vivienda.
Le preguntaré al Libro, se dijo Seth Morley. Hurgó en varias cajas hasta encontrar su
ejemplar de «Cómo me levanté de entre los muertos en mi tiempo libre y también usted
puede hacerlo». Se sentó, se lo puso en las rodillas, le apoyó ambas manos, cerró los
ojos, levantó la cara.
—¿Quién o qué mató a Ben Tallchief? —preguntó.
Con los ojos cerrados, abrió el libro al azar y apoyó el dedo en esa página.
Abrió los ojos. Su dedo tocaba las palabras «el Destructor de Formas».
Eso no me dice mucho, reflexionó. Toda muerte es resultado de un deterioro de la
forma debido a la actividad del Destructor de Formas.
Sin embargo, eso lo asustaba.
No parece referirse a un insecto o planta, pensó con alarma. Parece una cosa
totalmente distinta.
Oyó un golpe en la puerta.
Se levantó con cautela y fue despacio hacia la puerta; sin abrirla, corrió la cortina del
ventanuco y escrutó la oscuridad. Había alguien en el porche: una persona menuda de
cabello largo, suéter ceñido, sostén provocativo, falda corta, descalza. Susie Smart ha
venido de visita, se dijo, y abrió la puerta.
—Hola —dijo ella con una sonrisa—. ¿Puedo entrar para charlar un rato?
Él la condujo hasta el Libro.
—Le pregunté qué o quién había matado a Tallchief.
—¿Y qué respondió? —Susie Smart se sentó, cruzó las piernas desnudas y se inclinó
hacia delante mientras él apoyaba el dedo en el mismo pasaje—. El Destructor de
Formas... Pero siempre es el Destructor de Formas.
—Aun así, creo que está insinuando algo.
—¿Que no fue un insecto?
Morley asintió.
—¿Tendrá algo para comer o para beber? —preguntó Susie—. ¿Alguna golosina?
—El Destructor de Formas anda suelto.
—Me está asustando.
—Sí, quiero asustarla. Necesitamos enviar una plegaria a la red repetidora. No
sobreviviremos a menos que consigamos ayuda.
—El Caminante viene sin plegarias —dijo Susie.
—Tengo un dulce Baby Ruth —dijo él—. Puede comerlo. —Morley hurgó en una
maleta de Mary, encontró el dulce, se lo dio.
—Gracias —dijo ella, rasgando el envoltorio.
—Creo que estamos condenados —dijo él.
—Siempre estamos condenados. Es la esencia de la vida.
—Condenados de inmediato. No en abstracto... condenados en el sentido en que Mary
y yo estábamos condenados cuando traté de cargar mis pertenencias en el Pollo
Morboso. Hors certa, hora incerta. Hay una gran diferencia entre saber que vamos a morir
y saber que vamos a morir dentro de pocos días.
—Su esposa es muy atractiva.
Morley suspiró.
—¿Cuánto tiempo hace que están casados? —preguntó Susie, mirándolo con
intensidad.
—Ocho años.
Susie Smart se levantó de un brinco.
—Venga a mi habitación y le mostraré qué bonitos pueden ser estos cuartos si se
arreglan. Venga... este lugar es depresivo. —Le tiró de la mano como una niña y él la
siguió de mala gana.
Cruzaron el porche, pasaron frente a varias puertas y al fin llegaron a la de Susie. No
estaba cerrada con llave; ella abrió, invitándolo a la tibieza y la luz. Le había dicho la
verdad; era bonito. ¿Podremos lograr que el nuestro tenga este aspecto?, se preguntó,
mirando los cuadros de las paredes, la textura de las telas y los tiestos llenos de
llamativos capullos multicolores.
—Bonito —dijo.
Susie cerró la puerta con brusquedad.
—¿Es todo lo que puede decir? Tardé un mes en lograr que tuviera este aspecto.
—Fue usted quien usó la palabra «bonito», no yo.  
Ella se echó a reír.
—Yo puedo usar esa palabra, pero usted está de visita y tendría que ser más generoso
con el cumplido.
—De acuerdo. Es maravilloso.
—Así está mejor. —Susie se sentó en una silla con respaldo de lona, se recostó, se
restregó las manos, lo miró fijamente—: Estoy esperando.
—¿Qué?
—Que me declares tu amor —dijo ella, cambiando de tono.
—¿Por qué tendría que hacer semejante cosa?
—Soy la ramera de la colonia —dijo Susie—. Se supone que debes morir de priapismo
por mi causa. ¿No te has enterado?
—Acabo de llegar —observó Morley.
—Pero alguien te habrá contado.
—Cuando alguien me cuente, recibirá un puñetazo en la nariz.
—Pero es verdad.
—¿Por qué?
—El doctor Babble me explicó que tengo una perturbación diencefálica en el cerebro.
—Ese Babble —dijo Morley—. ¿Sabes lo que comentó de mi encuentro con el
Caminante? Que casi todo lo que yo decía era mentira.
—El doctor Babble es un sujeto malicioso. Le gusta ser despectivo con todos y con
todo.
—Si sabes eso —dijo Seth Morley—, sabes que no debes prestarle atención.
—Él sólo me explicó por qué soy así. Y es verdad que soy así. Me he acostado con
todos los hombres de la colonia, excepto Frazer. —Susie Smart sacudió la cabeza con
una mueca de disgusto—. Él es horrible.
—¿Y qué dice Frazer de ti? —preguntó Morley con curiosidad—. A fin de cuentas, es
psicólogo. O eso parece.
—Él dice que... —Susie reflexionó, mirando el cielo raso, mordiéndose distraídamente
el labio inferior—. Es una búsqueda del arquetipo del gran padre del mundo. Es lo que
habría dicho Jung. ¿Sabes algo de Jung?
—Sí —dijo él, aunque en realidad sólo había oído el nombre. Le habían comentado que
Jung había sentado las bases para un acercamiento entre los intelectuales y la religión,
pero ahí terminaban sus conocimientos—. Entiendo.
—Jung creía que nuestra actitud hacia nuestros padres se debe a que son la
encarnación de ciertos arquetipos masculinos y femeninos. Por ejemplo, tenemos el gran
padre terrestre malo, el padre terrestre bueno y el padre terrestre destructivo, y así
sucesivamente... Y lo mismo ocurre con las mujeres. Mi madre era la madre terrestre
mala, así que toda mi energía psíquica se ha volcado hacia mi padre.
—Ajá —dijo Morley. De pronto se había puesto a pensar en Mary. No porque tuviera
miedo de ella. ¿Pero qué pensaría cuando regresara a la habitación y descubriera que él
no estaba? Y si para colmo lo encontraba con Susie Smart, ramera confesa de la
colonia...
—¿Crees que el acto sexual vuelve impura a una persona? —preguntó Susie.
—A veces —respondió Morley reflexivamente, pensando aún en su esposa. Su
corazón palpitaba con fuerza y sintió que se le aceleraba el pulso—. El Libro de
Specktowsky no es muy claro en ese aspecto.
—Debes ir a caminar conmigo —dijo Susie.
—¿Qué? ¿Ahora? ¿Adónde? ¿Por qué?
—No ahora. Mañana, durante el día. Te llevaré fuera de la colonia, al verdadero
Delmak-O. Donde están las cosas extrañas, los movimientos que vislumbras con el rabillo
del ojo... y el Edificio.
—Me gustaría ver el Edificio —dijo él con sinceridad.
De pronto ella se levantó.
—Será mejor que vuelvas a tu habitación, Seth Morley.
—¿Por qué? —Él también se levantó, confundido.
—Porque si te quedas aquí, tu atractiva esposa nos sorprenderá, armará un escándalo
y le allanará el camino al Destructor de Formas, que según dices anda suelto, dispuesto a
pillarnos a todos. —Se echó a reír, mostrando dientes blancos, perfectos.
—¿Mary puede venir a caminar con nosotros? —preguntó Morley.
—No. —Susie sacudió la cabeza—. Sólo tú. ¿De acuerdo?
Morley titubeó, presa de ideas contradictorias que al fin se disiparon, dejándolo en
libertad de dar una respuesta.
—Si puedo lograrlo —dijo.
—Inténtalo. Por favor: Te puedo mostrar todos los lugares, las criaturas, las cosas que
he descubierto.
—¿Son hermosas?
—Algunas. ¿Por qué me miras de esa manera? Me pones nerviosa.
—Creo que estás loca —dijo él.
—Sólo soy desprejuiciada. Sólo digo: «Un hombre es el modo en que un
espermatozoide produce otro espermatozoide.» Es una cuestión práctica.
—No sé mucho de análisis junguiano —dijo Seth Morley—, pero por cierto no
recuerdo... —Se interrumpió. Algo se había movido en la periferia de su visión.
—¿Qué sucede? —preguntó Susie Smart.
Morley giró deprisa, y esta vez lo vio con claridad. Un objeto gris y cuadrado avanzaba
despacio por la repisa de la cómoda. De pronto se quedó inmóvil, como sabiendo que él
lo había visto.
Morley se le acercó en dos zancadas, lo levantó, lo sujetó con fuerza.
—No lo lastimes —dijo Susie—. Es inofensivo. Ven, dámelo.
Ella extendió la mano, y él abrió los dedos a regañadientes.
El objeto parecía un edificio diminuto.
—Sí —dijo Susie, viéndole la expresión—. Viene del Edificio. Supongo que es una
especie de vástago. Es exactamente igual al Edificio, sólo que más pequeño. —Lo
examinó y volvió a ponerlo en la cómoda—. Está vivo.
—Lo sé —dijo él. Había notado esa cualidad mientras lo tenía en la mano; el objeto le
había presionado los dedos, tratando de escabullirse.
—Están por todas partes —dijo Susie—. Allá afuera. —Gesticuló vagamente—. Quizá
mañana te encontremos uno.
—No quiero uno.
—Lo querrás cuando hayas estado un buen rato...
—¿Por qué?
—Son buena compañía. Algo para romper la monotonía. Recuerdo que cuando era
niña encontré un sapo de Ganímedes en nuestro jardín. Era tan bello, con esa llama
brillante y ese cabello lacio y largo, que...
—Tal vez una de esas cosas mató a Tallchief —dijo Morley.
—Glen Belsnor desarmó uno un día —dijo Susie—, y nos explicó que... —Susie
reflexionó— era inofensivo. Eso es lo principal. El resto de su descripción era jerga
electrónica, y no la entendimos.
—¿Y su opinión es de fiar?
—Sí.
—Tenéis... tenemos... un buen líder —dijo Seth Morley, pensando—, pero no creo que
sea tan bueno.
—¿Vamos a la cama? —preguntó Susie.
—¿Qué? —dijo él.
—Quiero acostarme contigo. No puedo juzgar a un hombre si no me he acostado con
él.
—¿Y qué hay de las mujeres?
—No puedo juzgarlas. ¿Qué? ¿Crees que también me acuesto con mujeres? No seas
pervertido. Eso sería típico de Maggie Walsh. Ella es lesbiana, ¿no lo sabías?
—No creo que tenga importancia, ni que sea de nuestra incumbencia. —Morley sentía
una trémula agitación—. Susie, necesitas ayuda psiquiátrica. —Recordó lo que le había
dicho el Caminante en Tekel Upharsin. Quizá todos necesitemos ayuda psiquiátrica,
pensó. Pero no de Wade Frazer. Eso está totalmente descartado.
—¿No quieres acostarte conmigo? Lo disfrutarías, a pesar de tu mojigatería inicial y tus
reservas. Soy muy buena. Conozco muchas maneras. Hay algunas que quizá ni hayas
oído nombrar. Las inventé yo misma.
—Años de experiencia —dijo él.
—Así es. Empecé a los doce.
—No —dijo él.
—Sí —dijo Susie, y le apretó la mano con expresión desesperada, como si luchara por
sobrevivir. Lo atrajo hacia ella con todas sus fuerzas, pero él logró resistirse.
Susie Smart sintió que el hombre se le escabullía. Es muy fuerte, pensó.
—¿Cómo eres tan fuerte? —resolló.
—Acarreo piedras —dijo él con una sonrisa.
Lo deseo, pensó ella. Corpulento, maligno, poderoso... Podría partirme en pedazos,
pensó, y lo deseó aún más.
—Te tendré —jadeó— porque te deseo. —Necesito tenerte, se dijo. Quiero que me
cubras como una sombra, que me protejas del sol y de la mirada. No quiero mirar más, se
dijo, derríbame con tu peso, pensó. Muéstrame lo que eres, muéstrame tu verdadero ser,
sin la protección de la ropa.
Tanteándose la espalda, se desabrochó el sostén provocativo. Se lo aflojó
diestramente debajo del suéter, se lo sacó de un tirón y lo arrojó a una silla. El hombre se
echó a reír.
—De qué te ríes? —preguntó ella.
—De tu pulcritud... lo arrojas a una silla en vez de tirarlo al suelo.
—Maldito seas —dijo Susie, sabiendo que él, como todos los demás, se reía de ella—.
Te tendré —rugió, y tiró con todas sus fuerzas, y esta vez logró arrastrarlo hacia la cama
con pasos tambaleantes.
—Oye, maldita sea —protestó él. Pero de nuevo ella logró desplazarlo unos pasos—.
¡Basta! —exclamó Morley mientras ella lo tumbaba en la cama.
Susie lo sostuvo con una rodilla y rápidamente, con gran destreza, se desabrochó la
falda y la arrojó al suelo.
—¿Ves? —dijo—. No tengo que ser pulcra. —Se lanzó sobre él, lo inmovilizó con las
rodillas—. No soy obsesiva —dijo, mientras se quitaba el resto de la ropa y le
desabotonaba la camisa. Un botón arrancado rodó de la cama al piso como una
ruedecilla. Susie se rió con satisfacción. Esta parte siempre la excitaba; era como la etapa
final de una cacería, en este caso la cacería de un gran animal que olía a sudo humo de
cigarrillo y miedo. ¿Cómo puede tener miedo de mí?, se preguntó, pero siempre era así, y
había llegado a aceptarlo. Incluso había llegado a gustarle.
—Suéltame —jadeó Morley, tratando de apartarla—. Eres tan escurridiza —logró decir
mientras ella le sujetaba la cabeza entre las rodillas.
—Puedo hacerte tan feliz, sexualmente —dijo ella. Siempre lo decía, y a veces
funcionaba; a veces el hombre se dejaba tentar por los horizontes que ella abría—.
Vamos —dijo, con gruñidos rápidos e implorantes.
La puerta de la habitación se abrió de golpe. Instintivamente, Susie se apartó del
hombre y de la cama; se puso de pie, respirando ruidosamente, mirando la puerta de
soslayo. La esposa. Mary Morley. Susie cogió su ropa; ésta era una parte que detestaba,
y sintió un odio abrumador por Mary Morley.
—Lárguese de aquí —jadeó—. Es mi habitación.
—¡Seth! —chilló Mary Morley—. ¿Qué demonios pasa contigo? ¿Cómo pudiste
hacerme esto?
Palideciendo, caminó rígidamente hacia la cama.
—Dios santo —dijo Morley, sentándose y alisándose el cabello—. Esta chica está
chiflada —le dijo a su esposa con tono plañidero—. Yo no tuve nada que ver, trataba de
escaparme. Lo viste, ¿verdad? ¿No viste que trataba de escaparme? ¿No lo viste?
—Si hubieras querido escapar, habrías escapado —dijo Mary Morley con voz estridente
y agitada.
—No —dijo él con tono implorante—. De veras, te lo juro. Ella me tenía aferrado. Pero
yo me estaba escabullendo. Si no hubieras entrado, habría podido liberarme.
—Te mataré —dijo Mary Morley; giró, caminó en un gran círculo que abarcaba casi
toda la habitación. Buscando algo con qué golpear; Susie conocía el movimiento, la
búsqueda, la expresión vidriosa, feroz e incrédula. Mary Morley encontró un florero, lo
manoteó, se detuvo junto a la cómoda, jadeando mientras se enfrentaba a Seth Morley.
Levantó el florero estirando el brazo derecho en un movimiento abrupto y convulsivo...
En la cómoda, el edificio en miniatura deslizó un panel hacia un lado y apuntó con un
cañón diminuto. Mary no lo vio, pero Susie y Seth Morley lo vieron.
—¡Cuidado! —jadeó Seth, alargando la mano para aferrar a su esposa. La arrastró
hacia él. El florero se estrelló en el piso. El cañón giró, apuntando de nuevo. Lanzó un
rayo hacia Mary Morley. Susie retrocedió riendo, alejándose del rayo.
El rayo no alcanzó a Mary Morley. Abrió un orificio en la otra paced de la habitación, y
por él entró el áspero y frío aire de la noche. Mary se tambaleó, retrocedió un paso.
Seth Morley entró en el lavabo y regresó corriendo con un vaso de agua en la mano.
Se acercó a la cómoda de un brinco derramó agua sobre la réplica del Edificio: El cañón
dejó de girar.
—Creo que lo eliminé —dijo Seth Morley, jadeando como un asmático.
Una bocanada de humo gris se elevaba de la diminuta estructura. El pequeño edificio
zumbó brevemente y soltó un líquido pegajoso y grasiento que se mezcló con el charco
de agua que ahora lo rodeaba. Corcoveó, giró y de pronto quedó inmóvil. Morley tenía
razón; había muerto.
—Lo mataste —dijo Susie acusatoriamente.
—Eso fue lo que mató a Tallchief —dijo Seth Morley.
—¿Trataba de matarme? —musitó Mary Morley, mirando alrededor con ojos
desencajados; el fanatismo de la furia se había borrado de su cara. Se sentó lentamente y
miró la estructura. Estaba pálida.
—Vámonos de aquí —le dijo a su esposo.
—Tendré que contarle a Glen Belsnor —le dijo Seth Morley a Susie. Recogió el bloque
muerto con suma cautela. Sosteniéndolo en la palma de la mano, lo miró un largo rato.
—Tardé tres semanas en domesticarlo —dijo Susie, cada vez más irritada—. Ahora
tendré que encontrar otro, traerlo aquí sin que me maten y domesticarlo como hice con
éste. Mira lo que has hecho —dijo, y fue a recoger su ropa.
Seth y Mary Morley echaron a andar hacia la puerta. Seth apoyaba la mano en la
espalda de su esposa, guiándola hacia fuera.
—¡Al cuerno con vosotros dos! —gritó Susie. Los siguió a medio vestir—. ¿Qué hay de
mañana? —le dijo a Seth—. ¿Igual iremos a caminar? Quiero mostrarte algunos de los...
—No —respondió él, mirándola con severidad—. Ni siquiera entiendes lo que ha
sucedido.
—Pero sé lo que estuvo a punto de suceder —dijo Susie.
—¿Alguien tiene que morir para que te despiertes? —dijo él.
—No —dijo ella, preocupada. No le gustaba la expresión de esos ojos duros y
penetrantes—. De acuerdo, si ese juguete te parece tan importante... Juguete —repitió él
burlonamente.
—Juguete —insistió ella—. Entonces deberías interesarte en lo que hay allá afuera.
¿No comprendes? Esto es sólo un modelo del Edificio. ¿No quieres verlo? Yo lo he visto
de cerca. Incluso sé lo que dice el letrero de la entrada principal. No la entrada por donde
pasan los camiones, sino la entrada...
—¿Qué dice? —preguntó él.
—¿Vendrás conmigo? —dijo Susie. Y le dijo a Mary Morley, esforzándose por ser
amable—: Tú también. Ambos debéis venir conmigo.
—Iré solo —dijo Seth. Y a su esposa le explicó—: Es demasiado peligroso. No quiero
que vengas.
—No quieres que vaya por razones obvias —dijo Mary, pero su voz era frágil y
aprensiva, como si el ataque del rayo energético de esa estructura la hubiera despojado
de toda emoción que no fuera un miedo persistente.
—¿Qué dice encima de la entrada? —preguntó Seth Morley.
—Dice «Azotería» —respondió Susie al cabo de una pausa.
—¿Qué significa?
—No estoy segura. Pero suena fascinante. Quizá podamos entrar esta vez. Me he
acercado mucho, casi hasta la pared. Pero no pude encontrar una puerta lateral, y tenía
miedo, no sé por qué, de usar la entrada principal.
Sin una palabra, guiando a su aturdida esposa, Seth Morley se internó en la noche.
Susie se encontró de pie en medio de la habitación, a solas y medio desnuda.
—¡Zorra! —gritó a voz en cuello. Refiriéndose a Mary.
Ellos siguieron caminando. Y se perdieron de vista.
 
 
7
 
—No se engañe —dijo Belsnor—. Si disparó contra su esposa es porque así lo quiso
esa lunática, Susie Dumb o Smart. Ella le enseñó. Es posible adiestrarlos. —Sostenía y
examinaba la estructura diminuta con una expresión cavilosa en el rostro largo y enjuto.
—Si yo no hubiera intervenido —dilo Seth—, tendríamos una segunda muerte esta
noche.
—Quizá sí, quizá no. Teniendo en cuenta la escasa energía de estas cosas, tal vez
sólo la hubiera desmayado.
—El rayo taladró la pared.
—Estas paredes son de plástico barato —dijo Belsnor—. Una sola capa. Las puede
perforar con el puño.
—Entonces no le preocupa este episodio.
Belsnor se pellizcó pensativamente el labio inferior.
—Me preocupa toda la situación. ¿Qué demonios hacía en la habitación de Susie? —
Levantó la mano. —No me lo diga. Lo sé. Ella está desquiciada sexualmente. No, no me
dé ningún detalle. Jugueteó con la réplica del Edificio—. Lástima que no le disparó a
Susie —masculló.
—Algo raro pasa con todos ustedes —dijo Seth.
Belsnor irguió la cabeza hirsuta y estudió a Seth Morley.
—¿En qué sentido?
—No lo sé. Una especie de idiotez. Cada cual parece vivir en su propio mundo. Sin
tener en cuenta a los demás. Es como si... —Morley reflexionó unos instantes—. Es como
si todos quisieran que los dejen en paz.
—No. Todos queremos largarnos de aquí. Quizá no tengamos nada en común, pero
compartimos ese deseo. —Le devolvió a Seth el edificio destruido—. Guárdelo. Como
recuerdo.
Seth lo arrojó al piso.
—¿Mañana saldrá a explorar con Susie?
—Sí —respondió Seth.
—Es probable que ella lo ataque de nuevo.
—Eso no me interesa ni me preocupa. Creo que tenemos un enemigo activo en este
planeta, trabajando desde el exterior de la colonia. Creo que ese enemigo mató a
Tallchief. A pesar de lo que diga Babble.
—Usted es nuevo aquí —dijo Belsnor—. Tallchief era nuevo aquí. Tallchief está
muerto. Creo que existe una relación. Creo que su muerte se relaciona con su
desconocimiento de las condiciones de este planeta. En consecuencia, usted también
está en peligro. Pero los demás...
—Usted no cree que yo deba ir.
—Vaya, sí. Pero tenga mucho cuidado. No toque nada, no recoja nada, mantenga los
ojos abiertos. Trate de ir sólo donde ella ha estado; no explore zonas nuevas.
—¿Por qué no viene usted también?
—¿Quiere que vaya? —preguntó Belsnor, mirándolo intensamente.
—Usted es ahora el líder de la colonia. Sí, creo que debería venir. Y armado.
—Yo... —Belsnor vaciló—. Se podría argumentar que yo debería quedarme aquí y
trabajar en el transmisor. Se podría argumentar que usted debería trabajar en la redacción
de una plegaria, en vez de andar vagando por el descampado. Tengo que pensar cada
aspecto de esta situación. Se podría argumentar...
—Se podría argumentar que tantas argumentaciones pueden matarnos a todos —dijo
Seth Morley.
—Su argumentación puede ser correcta. —Belsnor sonrió como si mirase una realidad
íntima y secreta. La sonrisa, que no era divertida, se demoró en su rostro hasta volverse
irónica.
—Dígame lo que sabe de la ecología de este lugar —dijo Seth Morley.
—Hay un organismo que llamamos tench. Por lo que sabemos, hay cinco o seis de
ellos. Muy viejos.
—¿Qué hacen? ¿Construyen artefactos?
—Algunos, los más débiles, no hacen nada. Sólo se quedan quietos en medio del
paisaje. Los menos débiles, en cambio, reproducen.
—¿Reproducen?
—Duplican las cosas que les llevamos. Cosas pequeñas, como un reloj de pulsera, una
taza, una afeitadora eléctrica.
—¿Y las copias funcionan?
Belsnor se tocó el bolsillo de la chaqueta.
—La pluma que estoy usando es una copia. Pero... —Sacó la pluma y se la mostró a
Seth Morley—. ¿Ve el deterioro? —La superficie de la pluma tenía una textura velluda y
polvorienta—. Se descomponen rápidamente. Ésta servirá unos días más, y entonces
podré hacer que me hagan otro duplicado de la pluma original.
—¿Por qué?
—Porque andamos escasos de plumas. Y las que tenemos se están quedando sin
tinta.
—¿Y qué hay sobre lo que escriben estos duplicados? ¿La tinta se borra al cabo de
unos días?
—No —dijo Belsnor, con expresión incómoda.
—No está seguro.
Poniéndose de pie, Belsnor metió la mano en el bolsillo trasero y sacó la billetera.
Examinó los papeles plegados y le mostró uno a Seth. La letra era clara y nítida.
Maggie Walsh entró en la sala de instrucciones, los vio á ambos, se acercó.
—¿Puedo?
—Claro —dijo Belsnor distraídamente—. Acerque una silla. —Miró a Seth Morley, y le
dijo a Maggie con voz ácida y lenta—: Hace un rato el edificio de juguete de Susie Smart
intentó dispararle a la esposa de Morley. No le acertó, y Morley le echó una taza de agua
encima.
—Le advertí que esas cosas eran un peligro —dijo Maggie.
—Era bastante inocua —dijo Belsnor—. El peligro es Susie... como yo trataba de
explicarle a Morley.
—Deberíamos rezar por ella —dijo Maggie.
—¿Ha visto? —le dijo Belsnor a Seth Morley—. Nos preocupamos por los demás.
Maggie quiere salvar el alma inmortal de Susie Smart.
—Ruegue para que ella no capture otra réplica y comience a adiestrarla —dijo Seth
Morley.
—Morley —dijo Belsnor—, he reflexionado sobre lo que usted piensa de nosotros. En
cierto sentido tiene razón: algo raro nos ocurre. Pero no es lo que usted cree. Lo que
tenemos en común es que somos fracasados. Tallchief, por ejemplo. ¿Notó que era un
borracho? Y Susie... sólo piensa en sus conquistas sexuales. Y también tengo mis
conjeturas sobre usted. Usted es obeso, obviamente come demasiado. ¿Vive para comer,
Morley? ¿Alguna vez se lo ha preguntado? Babble es hipocondríaco. Betty Jo Berm es
una adicta compulsiva a las píldoras: su vida está en esos frascos de plástico. Ese chico,
Tony Dunkelwelt, vive para sus intuiciones místicas, sus trances esquizofrénicos... lo que
Babble y Frazer llaman estupor catatónico. Maggie... —Señaló a la mujer—. Vive en un
mundo ilusorio de rezos y ayunos, entregada a una deidad que no se interesa por ella. —
Y a Maggie le preguntó—: ¿Alguna vez ha visto al Intercesor, Maggie?
Ella negó con la cabeza.
—¿O al Caminante?
—No —dijo ella.
—Y tampoco al Mentufactor —dijo Belsnor—. Ahora bien... Wade Frazer. Su mundo...
—¿Y qué hay de usted? —le preguntó Seth.
Belsnor se encogió de hombros.
—Tengo mi propio mundo.
—Él inventa —dijo Maggie Walsh.
—Pero nunca he inventado nada —dijo Belsnor—. Todo lo que se ha desarrollado en
los dos últimos siglos procede de un complejo de laboratorios donde trabajan cientos o
miles de investigadores. En este siglo no existen los inventores. Quizá sólo me guste
jugar con componentes electrónicos. De todos modos, lo disfruto. Mi mayor placer en este
mundo consiste en crear circuitos que en definitiva no hacen nada.
—Sueña con la fama —dijo Maggie.
—No. —Belsnor sacudió la cabeza y declaró con incisiva vehemencia—: Quiero aportar
algo; no quiero ser sólo un consumidor como ustedes. Vivimos en un mundo creado y
manufacturado a partir de los resultados del trabajo de millones de hombres, casi todos
muertos, y casi ninguno es famoso ni reconocido por sus méritos. No me interesa ser
famoso por mis creaciones, sólo que sean dignas y útiles, y que estén presentes en la
vida cotidiana sin que nadie lo advierta. Como el alfiler de gancho. ¿Quién sabe quién lo
creó? Pero en la galaxia todos usan alfileres de gancho, y el inventor...
—Los alfileres de gancho se inventaron en Creta —dijo Seth Morley—. En el siglo
cuatro o cinco antes de Cristo.
—Mil antes de Cristo —corrigió Belsnor, mirándolo con severidad.
—Entonces le interesa quién y dónde inventó las cosas —dijo Seth Morley.
—Una vez estuve a punto de producir algo —dijo Belsnor—. Un circuito silenciador.
Habría interrumpido el flujo de electrones en cualquier conductor en un radio de quince
metros. Habría sido valioso como arma defensiva. Pero no pude lograr que el campo se
propagara quince metros; sólo pude lograr que funcionara un metro. Y eso fue todo. —
Cayó en un silencio huraño y caviloso, recluyéndose en sí mismo.
—Aun así lo amamos —dijo Maggie.
Belsnor irguió la cabeza y le lanzó una mirada iracunda.
—La deidad acepta hasta eso —dijo Maggie—. Hasta un intento inconducente. La
deidad conoce su motivación, y la motivación es todo.
—No importaría que en esta colonia murieran todos —dijo Belsnor—. Ninguno de
nosotros aporta nada. No somos más que parásitos que se alimentan de la galaxia. El
mundo no notará ni recordará lo que hacemos aquí.
—Nuestro líder —le dijo Seth Morley a Maggie—. El hombre que nos mantendrá con
vida.
—Los mantendré con vida —dijo Belsnor— Haré todo lo posible. Esa puede ser mi
contribución: inventar un dispositivo con circuitos de tercer estado que nos salve, que
elimine todos los cañones de juguete.
—No creo que sea muy brillante llamar juguete a algo sólo porque es pequeño —dijo
Maggie Walsh—. Eso significaría que el riñón artificial Toxilax es un juguete.
—Habría que llamar juguetes al ochenta por ciento de los circuitos de las naves de
Interplan —dijo Seth Morley.
—Tal vez ése sea mi problema —dijo con ironía Belsnor—. No sé diferenciar un
juguete de algo que no lo es... lo cual significa que no sé qué es real. Una nave de juguete
no es una nave de verdad. Un cañón de juguete no es un cañón de verdad. Pero supongo
que si puede matar... Vaciló—. Quizá mañana debería pedir que todos exploren
sistemáticamente la colonia, juntando todos los edificios de juguete, todos los objetos del
exterior, para apilarlos, quemarlos y deshacernos de ellos.
—¿Qué más ha llegado a la colonia desde el exterior? —preguntó Seth Morley.
—Por lo pronto, moscas artificiales —dijo Belsnor.
—¿Toman fotografías? —preguntó Seth.
—No. Esas son las abejas artificiales. Las moscas artificiales revolotean y cantan.
—¿Cantan? —Morley creyó que había oído mal.
—Aquí tengo una. —Belsnor hurgó en los bolsillos y sacó una pequeña caja de
plástico—. Acérquesela al oído. Hay una dentro.
—¿Qué cantan? —Seth Morley se acercó la caja a la oreja y escuchó. Oyó un sonido
dulce y lejano, como de cuerdas. Y como muchas alas distantes—. Conozco esa música,
pero no puedo identificarla. —Una de mis favoritas, comprendió, de una época antigua.
—Tocan lo que usted quiere —dijo Maggie Walsh.
La reconocía ahora: «Granada.»
—Increíble —exclamó—. ¿Está seguro de que una mosca hace eso?
—Mire en la caja —dijo Belsnor—. Pero tenga cuidado. No la deje escapar. Son raras y
difíciles de atrapar.
Con mucho cuidado Seth Morley deslizó la tapa de la caja. Adentro vio una mosca
oscura, parecida a una lombriz voladora de Próxima 6, grande y velluda, con alas
batientes y ojos protuberantes, ojos compuestos como los que tenían las moscas
verdaderas. Cerró la caja, convencido.
—Asombroso —dijo—. ¿Actúa como receptor? ¿Recibe una señal de un transmisor
central de alguna parte del planeta? Es un radio, ¿verdad?
—Desarmé una —dijo Belsnor—. No es un receptor. Un altavoz emite la música, pero
sale de la mosca. Un minigenerador crea una señal con forma de impulso eléctrico,
parecido al impulso nervioso de una criatura orgánica viviente. Delante del generador hay
un elemento húmedo que altera un patrón complejo de conductividad, de modo que puede
crear una señal muy compleja. ¿Qué canta para usted?
—«Granada» —dijo Seth Morley. Deseaba conservarla. La mosca sería una buena
compañía—. ¿Me la vende?
—Cace una. —Belsnor recobró su mosca y se guardó la caja en el bolsillo.
—¿Hay algo más que venga del exterior de la colonia?, preguntó Seth Morley—.
Además de las abejas, las moscas, las copiadoras, y los edificios en miniatura.
—Una especie de copiadora del tamaño de una pulga —dijo Maggie Walsh—. Pero
sólo puede copiar una cosa; lo hace una y otra vez, en una producción que parece
incesante.
—¿Una copia de qué?
—Del Libro de Specktowsky —dijo Maggie Walsh.
—¿Eso es todo?
—Es todo lo que sabemos —corrigió Maggie—. Quizá haya otros que desconocemos.
—Miró agudamente a Belsnor..
Belsnor no dijo nada; había vuelto a recluirse en su mundo personal, y por el momento
no les prestaba atención.
Seth Morley recogió el edificio muerto y dijo:
—Si los tench sólo realizan duplicados de objetos, no fabricaron esto. Tiene que ser
algo con aptitudes técnicas muy desarrolladas.
—Pudo haber sucedido hace siglos —dijo Belsnor, despabilándose—. Tal vez una raza
que ya no está aquí.
—¿Y que siguió haciendo duplicados desde entonces?
—Sí. O hizo duplicados cuando llegamos aquí. Para nosotras.
—¿Cuánto duran estos edificios en miniatura? ¿Más que su pluma?
—Entiendo a qué se refiere —dijo Belsnor—. No, no parecen deteriorarse rápidamente.
Quizá no sean copias. No sé si eso cambia las cosas; pudieron haberlas mantenido en
reserva hasta ahora. Hasta el momento en que las necesitaran, en que surgiera algo
similar a nuestra colonia.
—¿Hay un microscopio en la colonia?
—Claro. Babble tiene uno.
—Entonces iré a ver a Babble. —Seth Morley se dirigió hacia la puerta de la sala—.
Buenas noches —saludó por encima del hombro.
Ninguno de ellos respondió; parecían indiferentes a su presencia y a sus palabras. Se
preguntó si en un par de semanas sería como ellos. Era una buena pregunta, y tendría la
respuesta en poco tiempo.
 
—Sí —dijo Babble—. Puede usar mi microscopio. —Tenía puesto un pijama, zapatillas
y una bata rayada de falsa lana—. Iba a acostarme. —Miró el edificio en miniatura que le
mostraba Seth Morley—. Ah, uno de ésos. Están por todas partes.
Seth Morley se sentó ante el microscopio, examinó la diminuta estructura, desprendió
el casco exterior y puso el complejo de componentes en la bandeja. Usó la resolución de
baja potencia y obtuvo un aumento de 600x.
Manojos intrincados, circuitos impresos en una serie de módulos. Resistencias,
condensadores, válvulas. Una fuente de energía: una batería de helio ultraminiaturizada.
Distinguió la plataforma giratoria del cañón y lo que parecía ser el arco de germanio que
servía como fuente del haz energético. No puede ser muy fuerte, comprendió. Belsnor
tenía razón, en cierto sentido: la potencia en ergios debía de ser muy pequeña.
Se concentró en el motor que impulsaba el cañón cuando se movía de un lado a otro.
Había una inscripción sobre el cierre que sostenía el cañón en su sitio; se esforzó para
leerla y vio, al ajustar la sintonía fina del microscopio, una confirmación de lo que más
temía.
 
HECHO EN LA TIERRA 35082R.
 
El artefacto era originario de la Tierra. No lo había construido una raza extraterrestre.
No pertenecía a las formas nativas de Delmak-O. Eso quedaba descartado:
El general Treaton, pensó sombríamente. Eres tú, en definitiva, quien nos está
destruyendo. Nuestro transmisor, nuestro receptor... y la exigencia de que llegáramos a
este planeta en narizón. ¿Fuiste tú quien hizo matar a Ben Tallchief? Obviamente.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó Babble.
—He descubierto que el general Treaton es nuestro enemigo y que no tenemos la
menor oportunidad; —Morley se alejó del microscopio—. Eche un vistazo.
Babble apoyó el ojo en el ocular.
—A nadie se le ocurrió —dijo al fin—. Podíamos haber examinado uno de éstos en los
dos últimos meses, pero no se nos ocurrió. —Apartó los ojos del microscopio y miró
vacilante a Seth Morley—. ¿Qué hacemos?
—Lo primero es reunir todos estos objetos, todo lo que haya entrado en la colonia
desde el exterior y destruirlos..
—Eso significa que el Edificio es una construcción terrícola.
—Sí. —Seth Morley asintió. Evidentemente, pensó—. Somos parte de un experimento.
—Tenemos que largarnos de este planeta —dijo Babble.
—Nunca nos iremos —dijo Seth Morley.
—Todo debe venir del Edificio. Tenemos que encontrar el modo de destruirlo. Pero no
sé cómo.
—¿Quiere revisar su informe sobre la autopsia de Tallchief?
—No tengo más elementos para continuar. A estas alturas diría que quizá lo mataron
con un arma sobre la cual no sabemos nada. Algo que genera cantidades fatales de
histamina en el flujo sanguíneo. Lo cual implica algo parecido a un sistema de respiración
natural. Hay otra posibilidad que quizá convenga tener en cuenta. Pudo ser una
falsificación. Después de todo, la Tierra se ha convertido en una gigantesca clínica
mental.
—Allá hay laboratorios de investigación militar. Muy secretos. El público en general no
sabe nada sobre ellos.
—¿Y usted cómo sabe?
—En Tekel Upharsin —dijo Seth Morley—, como biólogo marino del kibutz, trataba con
ellos. Y cuando comprábamos armas. —En rigor, esto no era cierto. Él sólo había oído
rumores. Pero los rumores lo habían convencido.
—Dígame —dijo Babble, mirándolo a los ojos—, ¿de veras vio al Caminante?
—Sí —dijo Morley—. Y conozco de primera mano la existencia de laboratorios militares
secretos en la Tierra. Por ejemplo...
—Usted vio a alguien —dijo Babble—. Le creo esa parte. Alguien que usted no conocía
se acercó para indicarle algo que debió ser obvio para usted: que el narizón que había
escogido no servía para navegar por el espacio. Pero usted había asimilado desde la
infancia la idea de que si un desconocido se le acercaba para ofrecerle ayuda
espontáneamente, ese desconocido tenía que ser una Manifestación de la Deidad. Usted
vio lo que esperaba ver. Supuso que era el Caminante porque el Libro de Specktowsky
goza de aceptación universal. Pero yo no lo acepto.
—¿No? —preguntó Seth Morley, sorprendido.
—No en su totalidad. Los desconocidos, los auténticos desconocidos, los hombres
comunes... se presentan para dar buenos consejos. La mayoría de los seres humanos
tienen buenas intenciones. Si yo hubiera pasado, también habría intervenido. Le habría
indicado que su nave no servía para navegar por el espacio.
—Entonces habría estado poseído por el Caminante; provisionalmente se habría
convertido en él. Puede sucederle a cualquiera. Es parte del milagro.
—No hay milagros. Como lo demostró Spinoza hace siglos. Un milagro sería un indicio
de la debilidad de Dios, una falla de la ley natural. Si hubiera un Dios.
—Esta noche usted contó que había visto al Caminante siete veces —dijo Seth Morley.
Sentía desconfianza; había detectado la incoherencia—. Y también al Intercesor.
—Quise decir —dijo Babble sin inmutarse— que encontré situaciones vitales donde los
seres humanos actuaban como habría actuado el Caminante, en caso de que existiera. El
problema de usted es el de mucha gente: surge de haberse topado con razas inteligentes
no humanoides; algunas de ellas, las que llamamos «dioses», en los que llamamos
«mundos deíficos», tan superiores a nosotros como para ponernos en el papel que para
nosotros cumplen los perros y los gatos. Para un perro o un gato, un hombre es como
Dios: puede hacer cosas propias de los dioses. Pero las formas de vida cuasibiológicas y
ultrainteligentes de los mundos deíficos son producto de la evolución biológica natural,
tanto como nosotros. Con el tiempo podemos llegar a eso, o ir más lejos. No digo que lo
haremos, sólo que podemos. —Señaló resueltamente a Seth Morley—. Ellos no crearon
el universo. No son Manifestaciones del Mentufactor. Sólo contamos con su testimonio
verbal de que son Manifestaciones de la Deidad. ¿Por qué hemos de creerles? Desde
luego, si les preguntamos si son Dios, si crearon el universo, responderán
afirmativamente. Nosotros hacíamos lo mismo. En los siglos dieciséis y diecisiete, los
hombres blancos les dijimos exactamente lo mismo a los nativos de las Américas.
—Pero los españoles, los ingleses y los franceses eran colonizadores. Tenían un
motivo para hacerse pasar por dioses. Cortés, por ejemplo...
—Las formas de vida de los presuntos «mundos deíficos» tienen un motivo similar.
—¿Cuál? —Morley empezaba a perder los estribos—. Son santos. Se dedican a la
contemplación, escuchan nuestras plegarias, si pueden recibirlas, y procuran
satisfacerlas. Como hicieron, por ejemplo, con Ben Talichief.
—Lo enviaron aquí a morir, ¿verdad?
Eso lo había molestado desde el momento en que había visto el cadáver de Tallchief.
—Tal vez no lo sabían —dijo Morley con poca convicción—. A fin de cuentas,
Specktowsky señala que la Deidad no lo sabe todo. Por ejemplo, no sabía que existía el
Destructor de Formas, ni que lo había despertado con los anillos concéntricos de
emanación que constituyen el universo. Ni que el Destructor de Formas entraría en el
universo que el Mentufactor había hecho a su imagen y semejanza, de modo que dejó de
ser a su imagen.
—Igual que Maggie Walsh. Ella habla de la misma manera —ladró el doctor Babble,
con una áspera risotada.
—Nunca había conocido a un ateo —dijo Seth Morley. En realidad había conocido a
uno, pero años atrás—. Parece muy extraño en esta época, cuando tenemos prueba de la
existencia de la deidad. Entiendo que el ateísmo estuviera difundido en épocas anteriores,
cuando la religión se basaba en la fe en cosas invisibles... pero ahora no son invisibles,
como ha señalado Specktowsky.
—El Caminante —dijo Babble con sorna— es una especie de antipersona de Porlock.
En vez de interrumpir un proceso o acontecimiento benigno, él...
Babble calló de golpe.
Habían abierto la puerta de la enfermería. Allí había un hombre con chaqueta de
plástico, pantalones y botas de semicuero. Era un cuarentón de cabello oscuro, rostro
enérgico, pómulos altos, ojos grandes y brillantes. Empuñaba una linterna, y la apagó. Se
quedó mirando en silencio a Babble y a Seth Morley. Sólo esperando en silencio. Es un
habitante de la colonia a quien nunca he visto; pensó Seth Morley. Viendo la expresión de
Babble, comprendió que él tampoco lo conocía.
—¿Quién es usted? —preguntó Babble de mal modo.
—Acabo de llegar en mi narizón —dijo el hombre con voz baja y tímida—. Me llamo
Ned Russell. Soy economista.
Extendió la mano hacia Babble, quien la aceptó por reflejo.
—Creí que todos estaban aquí —dijo Babble—. Tenemos trece personas; se supone
que eran todos.
—Solicité un traslado y éste era el destino. Delmak-O. —Russell se volvió hacia Seth
Morley, extendiendo de nuevo la mano. Los dos hombres se saludaron.
—Veamos su orden de traslado —dijo Babble.
Russell metió la mano en el bolsillo.
—Qué lugar tan extraño. Casi no hay luces, el piloto automático no funciona... Tuve
que aterrizar manualmente y no estoy acostumbrado a un narizón. Lo estacioné con los
demás, en la pista que está en el linde de la colonia.
—Así que tenemos dos problemas para plantearle a Belsnor —dijo Seth Morley—. La
inscripción que indica que el edificio miniaturizado se fabricó en la Tierra. Y él.
Se preguntó cuál resultaría ser más importante. En el momento no tenía lucidez
suficiente para resolverlo. Nuestra salvación, pensó, o nuestra condena. La ecuación
podía funcionar en ambos sentidos.
 
En la oscuridad de la noche, Susie Smart se deslizó lentamente hacia el cuarto de Tony
Dunkelwelt. Llevaba bragas negras y tacones altos, sabiendo que al chico le gustaba eso.
Llamó a la puerta.
—¿Quién es? —murmuró una voz.
—Susie.
Probó el picaporte. La puerta no tenía llave, así que entró.
Tony Dunkelwelt estaba sentado con las piernas cruzadas en el centro de la habitación
penumbrosa, frente a una vela. Tenía los ojos cerrados; evidentemente estaba en trance.
No dio indicios de reparar en ella ni de reconocerla, aunque había preguntado su nombre.
—¿No te molesta que entre?
Esos trances de Tony la preocupaban. Él se alejaba por completo del mundo normal. A
veces se quedaba así durante horas, y cuando le preguntaban qué veía no daba ninguna
respuesta.
—No quiero entrometerme —dijo Susie, al ver que él no respondía.
—Bienvenida —dijo Tony con voz melodiosa y distante.
—Gracias —dijo ella con alivio. Se sentó en una silla, sacó un paquete de cigarrillos y
encendió uno; sabía que sería una larga espera.
Pero no tenía ganas de esperar.
Cautelosamente, lo tocó con la punta del zapato de tacones altos.
—Tony —dijo—. ¿Tony?
—Sí —dijo él.
—Dime, Tony, ¿qué ves? ¿Otro mundo? ¿Ves a los dioses ocupados en hacer buenas
acciones? ¿Ves al Destructor de Formas trabajando? ¿Qué aspecto tiene?
Nadie había visto al Destructor de Formas excepto Tony Dunkelwelt. Él parecía el
dueño del principio del mal. Y este aspecto temible de los trances del chico la disuadían
de entrometerse; cuando él estaba en trance, procuraba dejarlo tranquilo, para que
regresara gradualmente de su visión de la malevolencia pura a la responsabilidad normal
y cotidiana.
—No me hables murmuró Tony. —Cerraba loas ojos con fuerza, y tenía la cara
arrugada y roja.
—Deja eso un rato —dijo ella—. Deberías estar en la cama. ¿Quieres ir a la cama,
Tony? ¿Conmigo, por ejemplo? —le apoyó la mano en el hombro. Él se alejó
gradualmente, hasta que ella no tuvo en qué apoyarse—. ¿Recuerdas que me dijiste que
yo te amaba porque aún no eras un hombre de verdad? Eres un hombre de verdad.
¿Cómo no iba a saberlo? Deja que yo tome esa decisión. Yo te diré cuándo eres hombre
y cuándo no, si alguna vez dejas de serlo. Pero hasta ahora has sido más que un hombre.
¿Sabías que un chico de dieciocho puede tener siete orgasmos en un período de
veinticuatro horas? —Esperó, pero él no dijo nada—. Eso es bastante interesante.
—Hay una deidad por encima de la Deidad. —dijo el embelesado Tony—. Una deidad
qué abraza las cuatro.
—¿Qué cuatro? ¿Cuatro qué?
—Las cuatro Manifestaciones. El Mentufactor; el...
—¿Quién es la cuarta?
—El Destructor de Formas.
—¿Quieres decir que puedes comunicarte con un dios que combina al Destructor de
Formas con los otros tres? Eso no es posible, Tony. Ellos son dioses buenos y el
Destructor de Formas es maligno:
—Lo sé —respondió él con hosquedad—. Por eso lo que veo es tan esclarecedor. Un
dios por encima de Dios, y nadie puede verlo salvo yo. —Regresó poco a poco a su
trance y dejó de hablarle.
—¿Cómo es posible que veas algo que nadie más ve, y lo consideres real? —preguntó
Susie—. Specktowsky no dijo nada sobre esa súper Deidad. Creo que está todo en tu
cabeza. —Se sentía irritada y tenía frío, y el cigarrillo le quemaba la nariz; como de
costumbre, había fumado demasiado—. Vamos a la cama, Tony —insistió, y apagó el
cigarrillo—. Vamos. —Se agachó, le cogió el brazo, pero él se quedó inmóvil. Como una
roca.
Pasó el tiempo. Él seguía en trance.
—¡Dios mío! —exclamó Susie airadamente—. Al diablo contigo. Me voy, buenas
noches. —Se levantó, caminó hacia la puerta, la abrió, se quedó en el umbral—.
Podríamos divertirnos mucho si fuéramos a la cama —se quejó—. ¿Hay algo que no te
gusta de mí? Porque podría cambiarlo. Y estuve leyendo; hay varias posiciones que no
conocía. Deja que te las enseñe, parecen muy divertidas.
Tony Dunkelwelt abrió los ojos y la miró sin pestañear. Ella no pudo desentrañar
aquella expresión, y se sintió incómoda; tiritando, se frotó los brazos.
—El Destructor de Formas —dijo Tony— es absolutamente-no-Dios.
—Entiendo —dijo ella.
—Pero «absolutamente-no-Dios» es una categoría del ser.
—Si tú lo dices, Tony.
—Y Dios contiene todas las categorías del ser. Por tantas Dios puede ser
absolutamente-no-Dios, lo cual trasciende la razón y la lógica humanas. Pero
intuitivamente entendemos que es así. ¿Tú no? ¿No preferirías un monismo que
trascendiera nuestro lamentable dualismo? Specktowsky era un gran hombre, pero existe
una estructura mónista más elevada encima del dualismo que él vislumbró. Hay un Dios
más elevado. —La miró—. ¿Qué piensas de eso? —preguntó con timidez.
—Pienso que es maravilloso —dijo Susie con entusiasmo—. Debe ser grandioso tener
trances y percibir lo que tú percibes. Deberías escribir un libro diciendo que Specktowsky
está equivocado.
—No está equivocado. Lo que yo veo lo trasciende. Cuando llegas a ese nivel, dos
cosas opuestas pueden ser iguales. Eso es lo que trato de revelar:
—¿Puedes revelarlo mañana? —preguntó ella, aún tiritando y masajeándose los
brazos desnudos—. Tengo tanto frío y fatiga, y tuve un topetazo con la maldita Mary
Morley esta noche. Por favor; vamos a la cama.
—Soy un profeta —dijo Tony—. Como Cristo, Moisés y Specktowsky. Nunca seré
olvidado. —De nuevo cerró los ojos. La débil vela fluctuó y estuvo a punto de apagarse. El
no lo notó.
—Si eres un profeta —dijo Susie—, realiza un milagro. —Había leído en el Libro de
Specktowsky que los profetas tenían poderes milagrosos—. Demuéstramelo.
Tony abrió un ojo.
—¿Para qué necesitas una señal?
—No quiero una señal. Quiero un milagro.
—Un milagro es una señal. De acuerdo. Haré algo que te lo demostrará. —Tony
Dunkelwelt miró alrededor con cara de profundo resentimiento. Susie comprendió que lo
había despertado. Y a él no le gustaba.
—Tu cara se está poniendo negra —dijo Susie.
El se palpó la frente.
—Se está poniendo roja. Pero la luz de la vela no contiene un espectro completo de
luz, así que parece negra. Se puso de pie y caminó rígidamente, frotándose la nuca.
—¿Cuánto tiempo estuviste sentado ahí? —preguntó ella.
—No lo sé.
—Claro. Pierdes toda noción del tiempo. —Susie ya le había oído decir eso. Esa parte
sola bastaba para pasmarla—. Bien, transforma esto en piedra. —Había encontrado una
barra de pan, un frasco de mantequilla de cacahuete y un cuchillo. Sosteniendo en alto el
pan se le acercó traviesamente—. ¿Puedes hacerlo?
—Un milagro opuesto al de Cristo —dijo él solemnemente.
—¿Puedes?
Él aceptó el pan, lo sostuvo con ambas manos, lo miró, moviendo los labios. Torció la
cara como si realizara un esfuerzo a tremendo. La oscuridad aumentó, sus ojos se
disiparon y fueron reemplazados por impenetrables botones de oscuridad.
El pan se alejó de sus manos, se elevó en el aire, se deformó, se volvió brumoso y al
fin cayó al piso como una piedra. ¿Cómo una piedra? Susie se arrodilló para mirarlo,
preguntándose si la luz de la habitación la había puesto en un trance hipnótico. El pan
había desaparecido. En el piso había una piedra lisa y grande, de bordes claros.
—Cielo santo —murmuró—. ¿Puedo recogerla? ¿No es peligrosa?
Tony, los ojos nuevamente llenos de vida, también se arrodilló para mirarla.
—El poder de Dios estaba en mí —dijo—. No lo hice yo, sino que se hizo a través de
mí.
Al recoger la piedra —era pesada—, Susie descubrió que era tibia y parecía viva. Una
roca animada, se dijo. Como si fuera orgánica. Tal vez no sea una piedra de verdad. La
golpeó contra el piso; parecía bastante dura, y el ruido era convincente. Es una piedra,
comprendió. ¡Lo es!
—¿Puedo quedármela? —preguntó. Su pasmo ahora era total; lo miró
esperanzadamente, ansiando hacer lo que él dijera.
—Puedes quedártela, Suzanne —dijo Tony con voz calma—. Pero levántate y regresa
a tu habitación. Estoy cansado. —Y el cansancio se le notaba en la voz, y tenía el cuerpo
flojo—. Te veré por la mañana para el desayuno. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo ella—. ¿Pero puedo desvestirte y acostarte? Me gustaría
hacerlo.
—No —dijo Tony. Fue hasta la puerta y la abrió.
—Un beso. —Acercándose a él, Susie se inclinó y le besó los labios—. Gracias —dijo
con humildad—. Buenas noches, Tony. Y gracias por el milagro. —La puerta se estaba
cerrando pero ella la atascó diestramente con la punta del zapato—. ¿Puedo hablar con
los demás sobre esto? Es decir ¿no es el primer milagro que haces? ¿No deberían
saberlo? Pero no les diré nada si no quieres.
—Déjame dormir —dijo él, y cerró la puerta, echándole el pestillo. Ella sintió un terror
animal. Esto era lo que más temía en la vida: la puerta de un hombre cerrándose en su
cara con un chasquido.
Alzó la mano para golpear, vio la piedra, golpeó la puerta con la piedra, pero con
suavidad, sólo paró hacerle saber que estaba desesperada por entrar; pero no tanto como
para molestarlo si él no quería responder.
No respondió. Ningún ruido, ningún movimiento. Sólo el vacío.
—¿Tony? —jadeó Susie, apretando el oído contra la puerta. Silencio—. Bien —
murmuró, y aferrando la piedra caminó con pasos vacilantes hacia su habitación.
La piedra desapareció. Su mano no tocaba nada.
—Maldición —dijo, sin saber cómo reaccionar. ¿Adónde se había ido? Se había
esfumado. Pero entonces debía haber sido ilusoria, comprendió. Me hipnotizó y me hizo
creer. Debí saber que no era cierto del todo.
Un millón de estrellas estallaron formando ruedas de luz, una luz cegadora y fría que la
vació. Venía desde atrás, y la aplastaba con su gran peso.
—Tony —dijo Susie, y cayó en el vacío que la esperaba: No pensaba nada; no sentía
nada. Sólo veía el vacío que la absorbía, esperando allá abajo a muchos kilómetros.
Murió apoyada en las manos y las rodillas. Sola en el porche. Aún aferrando algo que
no existía.
 
 
8
 
Glen Belsnor soñaba. En la oscuridad de la noche soñaba consigo mismo; se percibía
tal como era, un proveedor sabio y benéfico. Contento, pensaba que podía lograrlo.
Puedo cuidarlos a todos, ayudarlos y protegerlos. Es preciso protegerlos a toda costa,
pensaba en el sueño.
En el sueño conectaba cables, atornillaba unos cortacircuitos, probaba un
servoasistente.
El complejo mecanismo emitió un zumbido. Un campo generado a kilómetros de altura
se elevó en todas las direcciones. Nadie podrá atravesarlo, se dijo con satisfacción, y
parte de su temor comenzó a disiparse. La colonia está a salvo, y yo lo he logrado.
En la colonia la gente iba de aquí para allá, usando largas túnicas rojas. Llegaba el
mediodía, y duraba mil años. Belsnor veía de pronto que todos habían envejecido.
Tambaleándose, con barba desgreñada —incluso las mujeres—, se arrastraban
débilmente, como insectos. Y vio que algunos eran ciegos.
No estaban a salvo, comprendió. Ni siquiera con el campo en actividad. Se estaban
disipando por dentro. Todos morirán de un modo u otro.
—¡Belsnor!
Belsnor abrió los ojos y supo qué era.
El grisáceo sol de la madrugada atravesaba la persiana de la habitación. Las siete, vio
en el reloj de pulsera. Se sentó, apartando las mantas. El helado aire de la mañana lo
mordió y lo hizo tiritar.
—¿Quién? —preguntó a los hombres y mujeres que entraban en tropel en su
habitación. Cerró los ojos, hizo una mueca. A pesar de la emergencia, sentía la
persistencia de los rancios restos del sueño.
Ignatz Thugg, con un pijama de colores chillones, vociferó:
—¡Susie Smart!
Belsnor se puso la bata y caminó aturdido hacia la puerta.
—¿Entiende lo que esto significa? —preguntó Wade Frazer.
—Sí. Entiendo exactamente lo que esto significa.
Roberta Rockingham, mientras llevaba a los ojos la punta de un pequeño pañuelo de
lino, dijo:
—Era un espíritu tan brillante. Siempre iluminaba las cosas con su presencia. ¿Cómo
pudo alguien hacerle esto?
Un hilillo de lágrimas le surcaba las marchitas mejillas.
Belsnor echó a andar a través del complejo. Los demás lo siguieron en silencio.
Allí estaba, en el porche. A pasos de su puerta. Se agachó junto a ella, le tocó la nuca.
Totalmente fría. Ni un rastro de vida.
—¿La examinó usted? —le preguntó a Babble—. ¿Está realmente muerta? ¿No queda
ninguna duda?
—Mírese la mano —dijo Wade Frazer.
Belsnor apartó la mano de la nuca de la muchacha. Estaba manchada de sangre. Y
ahora veía la masa de sangre en el cabello, cerca de la coronilla. Le habían aplastado la
cabeza.
—¿Le interesaría revisar su autopsia? —le dijo mordazmente a Babble—. ¿Le
interesaría cambiar su opinión sobre Tallchief?
Nadie habló.
Belsnor miró a su alrededor, vio una barra de pan a poca distancia.
—Debía ser de ella —dijo.
—Yo se la di —explicó Tony Dunkelwelt. El shock lo había puesto pálido. Su voz era
casi inaudible—. Cuando ella se fue anoche de mi habitación, yo me acosté. Yo no la
maté. Ni siquiera me enteré de que había muerto hasta que oí los gritos del doctor Babble
y los demás.
—Nadie dice que lo hayas hecho —le dijo Belsnor. Sí; ella saltaba de una habitación a
otra por la noche, pensó. Nos burlábamos de ella, y estaba un poco trastornada... pero
nunca lastimó a nadie. Era un ser humano inocente; incluso era inocente de sus propias
malas acciones.
El nuevo, Russell, se acercó. La expresión de su rostro mostraba que él también, aun
sin conocer a la muchacha, entendía que había sucedido algo espantoso, que era un
momento espantoso para todos ellos.
—¿Ha visto lo que vino a ver? —le dijo crudamente Belsnor.
—Tal vez puedan conseguir ayuda usando el transmisor de mi narizón —dijo Russell.
—No sirve —dijo Belsnor—. El equipo de radio del narizón no alcanza para nada. —Se
levantó rígidamente, oyendo cómo le crujían los huesos. Y es la Tierra la que nos está
haciendo esto; pensó, recordándolo, que Seth Morley y Babble habían dicho anoche al
llegar con Russell. Nuestro propio gobierno. Como si fuéramos ratas en un laberinto de
muerte; roedores encerrados con el adversario máximo; para morir uno por uno hasta que
no quede nadie.
Seth Morley lo llamó aparte, lejos de los demás.
—¿Está seguro de que no quiere decirles? Tienen derecho a saber quién es el
enemigo.
—No quiero que lo sepan. —dijo Belsnor—. Como le expliqué, ya tienen la moral
bastante baja: Si supieran que vino de la Tierra, no podrían sobrevivir. Se volverían locos
de remate.
—Lo dejo en sus manos —dijo Seth Morley—. Usted ha sido elegido líder del grupo. —
Pero su voz mostraba que disentía profundamente. Igual que la noche anterior.
—A su tiempo —dijo Belsnor cerrando los dedos largos y expertos sobre el brazo de
Seth—, cuando llegue el momento apropiado...
—No llegará nunca —dijo Seth Morley, retrocediendo un paso.
Tal vez sea mejor así, pensó Belsnor. Mejor si todos los hombres, estén donde estén,
murieran sin saber quién lo hizo ni por qué.
Russell se acuclilló e hizo girar a Susie Smart, le echó una ojeada y dijo:
—Sí, era una muchacha bonita.
—Bonita pero alocada —dijo con dureza Belsnor—. Tenía un impulso sexual
hiperactivo. Tenía que acostarse con todos los hombres que conocía. Podremos
prescindir de ella.
—Canalla —dijo Seth Morley con voz airada.
Belsnor alzó las manos vacías.
—¿Qué quiere que diga? ¿Que no podemos sobrevivir sin ella? ¿Que esto es el fin?
Morley no respondió.
Belsnor se volvió hacia Maggie Walsh.
—Diga una plegaria.
Era el momento de la ceremonia de la muerte, ritos tan arraigados que ni siquiera él
podía imaginar una muerte sin ellos.
—Déme unos minutos —murmuró Maggie Walsh—. Ahora... no puedo hablar.
Se alejó, les dio la espalda. La oyeron sollozar.
—La diré yo —rezongó Belsnor.
Seth Morley se le acercó.
—Quisiera autorización para realizar un viaje exploratorio fuera de la colonia. Russell
quiere acompañarme.
—¿Por qué? —preguntó Belsnor.
—He visto la versión en miniatura del Edificio —dijo Morley en voz baja y firme—. Creo
que es hora de enfrentar el original.
—Lleve a alguien con usted. Alguien que conozca la zona.
—Yo iré con ellos —dijo Betty Jo Berm.
—Tendría que ir otro hombre —dijo Belsnor. Pero, pensó, es un error no permanecer
juntos; la muerte sobreviene cuando uno de nosotros está a solas—. Llévese a Frazer y a
Thugg, además de Betty Jo. —Eso dividiría el grupo, pero ni Roberta Rockingham ni Bert
Kosler estaban en condiciones físicas de realizar esa excursión. Ninguno de ambos se
había alejado nunca del campamento—. Yo me quedaré aquí con el resto.
—Creo que deberíamos ir armados —dijo Wade Frazer..
—Nadie irá armado —dijo Belsnor—. Ya estamos en un brete bastante complicado. Si
van armados, se matarán entre ustedes, accidental o intencionalmente. —No sabía por
qué pensaba así, pero intuitivamente sabía que estaba en lo cierto. Susie Smart, pensó.
Quizá uno de nosotros te mató... alguien que es un agente de la Tierra y del general
Treaton.
Como en mi sueño, pensó. El enemigo que hay dentro. Vejez, deterioro y muerte. A
pesar del campo protector que rodeaba la colonia. Eso es lo que el sueño trataba de
decirme.
Mientras se frotaba los ojos irritados por la pena, Maggie Walsh dijo:
—Me gustaría ir con ellos.
—¿Por qué? —dijo Belsnor—. ¿Por qué todos tienen que abandonar el complejo? Aquí
estamos a salvo. —Pero aun él sabía que estaba mintiendo, y que la mentira se le notaba
en la voz—. De acuerdo. Buena suerte. —A Seth Morley le dijo—: Trate de traer una de
esas moscas cantarinas. A menos que encuentre algo mejor.
—Haré todo lo posible —dijo Seth Morley. Dio media vuelta y se alejó de Belsnor. Sus
acompañantes también se pusieron en marcha.
Nunca regresarán, se dijo Belsnor. Mientras los observaba, su corazón daba golpes
sofocados y vigorosos, como si el péndulo del reloj cósmico se meciera de un lado a otro
dentro de su pecho hueco.
El péndulo de la muerte.
 
Los siete avanzaron por el borde de un risco, observando cada objeto que veían.
Hablaban muy poco.
Cerros brumosos y desconocidos se perdían en una polvareda ondulante.
Por todas partes crecían líquenes verdes; el terreno era una intrincada maraña vegetal.
El aire olía a fecunda vida orgánica. Un aroma variado, complejo y desconocido. A lo lejos
se elevaban grandes columnas de vapor, géiseres de agua hirviente que se abría paso
entre las rocas hasta la superficie. A lo lejos había un mar gigantesco; aunque no lo veían,
su estruendo resonaba a través de la cortina de polvo y niebla.
Llegaron a un paraje húmedo. Un limo tibio, compuesto de agua, minerales disueltos y
una pulpa fungoide, les lamía los zapatos. Los restos de líquenes y protozoos coloreaban
y engrosaban la espuma que perlaba las rocas húmedas y los esponjosos arbustos.
Wade Frazer se agachó y recogió un organismo monópodo parecido a un caracol.
—No es falso... está vivo. Es auténtico.
Thugg tenía en la mano una esponja que había sacado de un charco tibio.
—Esta es artificial. Pero hay esponjas auténticas como ésta en Delmak-O. Y también
éstas son falsas. Sacó del agua una criatura parecida a una culebra, con patas cortas y
rechonchas que se movían con furia. Thugg le arrancó rápidamente la cabeza, y la
criatura dejó de moverse—. Un ingenio mecánico... se ven los cables. —Le puso la
cabeza y la criatura empezó a moverse de nuevo. Thugg la arrojó al agua y la criatura se
alejó a nado.
—¿Dónde está el Edificio? —preguntó Mary Morley.
—Parece cambiar de lugar —dijo Maggie Walsh—. La última vez que lo vimos estaba
en este risco. Cuando lleguemos al sitio donde estaba la última vez, podemos separarnos
en varias direcciones. Es una lástima que no tengamos interfonos. Serían muy útiles.
—La culpa es de Belsnor —dijo Thugg—. Él es nuestro líder electo. Él debe pensar en
los detalles técnicos.
—¿Le gusta este lugar? —le preguntó Betty Jo Berm a Seth Morley.
—Aún no lo sé.
Quizá debido a la muerte de Susie Smart, sentía rechazo por todo lo que veía. No le
gustaba esa mezcla de seres artificiales con seres naturales. Le hacía sentir que todo el
paisaje era falso, cómo si los cerros y la gran meseta de la derecha fueran un telón
pintado. Como si todo esto, pensó, nosotros, la colonia, estuviéramos dentro de una
cúpula geodésica. Y como si los investigadores de Treaton, científicos locos de una
revista barata, nos mirasen desde arriba mientras hacemos nuestras cosas humildes de
criaturas diminutas.
—Paremos a descansar —dijo Maggie Walsh, el rostro fatigado y alargado. Aún no
había superado en lo más mínimo el shock por la muerte de Susie—. Estoy cansada, no
desayuné, y no trajimos comida. Debimos haber planeado este viaje con anticipación.
—Ninguno de nosotros pensaba con claridad —comentó Betty Jo Berm. Sacó un frasco
del bolsillo de la falda, lo abrió, buscó entre las píldoras hasta encontrar una satisfactoria.
—¿Las puede tragar sin agua? —le preguntó Russell.
—Sí —respondió ella con una sonrisa—. Una adicta puede tragar píldoras en cualquier
circunstancia.
—Para Betty Jo, no hay como las píldoras —dijo Seth Morley mirando a Russell,
intrigado. ¿Ese recién llegado tendría, como los demás, un eslabón débil en el carácter? Y
en tal caso, ¿cuál era?
—Creo saber cuál es la predilección del señor Russell —dijo Wade Frazer con su voz
desagradable—. Por lo que he observado, creo que es un fetichista de la limpieza.
—¿De veras? —preguntó Mary Morley.
—Eso me temo —dijo Russell, y sonrió mostrando dientes blancos y perfectos,
semejantes a los dientes de un actor.
Continuaron la marcha hasta llegar a un río. Parecía demasiado ancho para cruzarlo.
Se detuvieron.
—Tendremos que seguir a lo largo —dijo Thugg. Frunció el ceño— He estado en esta
zona, pero nunca vi un río.
Frazer rió entre dientes.
—Es para usted, Morley —dijo—. Porque usted es biólogo marino.
—Qué extraña observación —dijo Maggie Walsh—. ¿Quiere decir que el paisaje se
altera según nuestras expectativas?  
—Sólo bromeaba —dijo Frazer en tono insultante.
—Pero qué extraña idea —dijo Maggie Walsh—. Como recordará, Specktowsky dice
que somos «prisioneros de nuestros prejuicios y expectativas». Y que una de las
condiciones de la Maldición consiste en empantanarse en esta cuasirrealidad que
percibimos. Sin ver nunca la realidad tal cual es.
—Nadie ve la realidad tal cual es —dijo Frazer—. Cómo lo ha demostrado Kant. Por
ejemplo, el espacio y el tiempo son modos de percepción. ¿Sabía eso? —Señaló a Seth
Morley—. ¿Sabía eso, don biólogo marino?
—Sí —respondió él, aunque nunca había leído a Kant, y ni siquiera lo había oído
nombrar.
—Specktowsky dice que en última instancia podemos ver la realidad tal cual es —dijo
Maggie Walsh—. Cuando el Intercesor nos libere de nuestro mundo y condición. Cuando
a través de él nos liberemos de la Maldición.
—Y a veces, aun durante nuestra vida física, tenernos atisbos momentáneos observó
Russell.
—Sólo si el Intercesor levanta el velo —dijo Maggie Walsh.
—Es verdad —admitió Russell.
—¿De dónde —es usted? —le preguntó Seth Morley.
—De Alfa del Centauro 8.
—Ha tenido un largo viaje —dijo Wade Frazer.
—Lo sé —admitió Russell—. Por eso llegué tan tarde. He viajado casi tres meses.
—Entonces fue uno de los primeros en obtener el traslado —dijo Seth Morley—. Mucho
antes que yo.
—Mucho antes que cualquiera de nosotros —dijo Wade Frazer. Examinó a Russell,
que se erguía sobre él—. No sé para qué querrán un economista. En este planeta no hay
economía.
—Parece no haber ninguna función donde podamos aplicar nuestra especialidad —dijo
Maggie Walsh—. Nuestras aptitudes, nuestra formación... no parecen tener importancia.
No creo que nos hayan seleccionado por eso.
—Obviamente —gruñó Thugg.  
—¿Tan obvio le parece?, le dijo Betty Jo —¿Y en qué cree que se basó la selección?
—En lo que dice Belsnor. Somos todos inadaptados.
—Él no dice que seamos inadaptados —intervino Seth Morley—. Él dice que somos
fracasados.
—Lo mismo da —dijo Thugg—. Somos los desechos de la galaxia. Por una vez,
Belsnor ha dado en el blanco.
—No me incluyan a mí al decir eso —dijo Betty Jo—. No estoy dispuesta a admitir que
ya soy un «desecho de la galaxia». Quizá mañana.
—Al morir, nos hundimos en el olvido —dijo Maggie Walsh, casi para sí misma—. Un
olvido en el cual ya existimos... y del cual sólo puede salvarnos la Deidad.
—Conque la Deidad trata de salvarnos mientras el general Treaton trata de... —
comentó Seth Morley, interrumpiéndose. Había dicho demasiado. Nadie le prestó
atención.
—Es la condición básica de la vida, de todos modos —intervino Russell con su voz
afable y neutra—. La dialéctica del universo. Una fuerza nos arrastra hacia la muerte: el
Destructor de Formas en todas sus manifestaciones. Luego está la Deidad en sus tres
Manifestaciones. Teóricamente, siempre junto a nosotros. ¿Verdad, señorita Walsh?
—Teóricamente, no —negó ella, moviendo la cabeza—. En la realidad.
—Allá está el Edificio —murmuró Betty Jo Berm.
Seth Morley lo vio y se cubrió los ojos para protegerse del brillante sol del mediodía. La
mole gris se erguía en el límite de su visión. Casi un cubo. Con extrañas torres. Fuentes
de calor; quizá. Para sus máquinas y actividades. Una mortaja de humo lo rodeaba. Una
fábrica, pensó.
—Vamos —dijo Thugg, echando a andar.
Avanzaron en esa dirección, desperdigados en una hilera irregular..
—No nos acercamos —dijo al fin Wade Frazer, con hueco desdén.
—Apure el paso —dijo Thugg con una sonrisa burlona.
—No servirá de nada. —Maggie Walsh se detuvo, jadeando. Círculos de sudor oscuro
le manchaban las axilas—. Siempre ocurre así. Cuanto más caminamos, más se aleja el
Edificio.
—Y nunca logramos acercarnos —dijo Wade Frazer. También él había dejado de
caminar; estaba encendiendo una maltrecha pipa de palisandro. Seth Morley flotó que
usaba una de las peores y más fuertes mezclas de tabaco existentes. La pipa ardía
irregularmente, y su tufo impregnaba el aire natural:
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Russell.
—Quizá a usted se le ocurra algo —dijo Thugg.
—Quizá si cerramos los ojos y caminamos en un pequeño circulo, logremos acercarlos.
—Mientras nos quedamos aquí, se acerca —dijo Seth Morley, cubriéndose los ojos.
Estaba seguro. Ahora podía distinguir todas las torres, y la mortaja de humo parecía
haberse elevado. Quizá no sea una fábrica, pensó. Si se acerca un poco más, lo podré
distinguir. Siguió mirando; los demás hicieron lo mismo.
—Es un fantasma, una especie de proyección —dijo Russell reflexivamente—. Quizá
enviado por un transmisor situado dentro de un radio de un kilómetro cuadrado. Un
videotransmisor muy eficiente y moderno... pero todavía se nota una leve oscilación.
—¿Qué sugiere, entonces? —le preguntó Seth Morley—. Si tiene razón, no hay motivo
para tratar de acercarse, puesto que no está.
—Está en alguna parte —corrigió Russell—. Pero no en ese lugar. Lo que estamos
viendo es falso. Pero hay un Edificio real, y quizá no esté lejos.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Seth Morley.
—Estoy familiarizado con el uso de señuelos de Interplan Oeste. Esta transmisión
ilusoria existe para engañar a quienes saben que hay un Edificio. A los que esperan.
encontrarlo... Y al ver esto creerán que lo han encontrado. No es para alguien que
desconoce la existencia del Edificio. Esto funcionó muy bien en la guerra entre Interplan
Oeste y las sectas guerreras de Rigel 10. Los proyectiles rigelianos acertaron una y otra
vez en complejos industriales ilusorios. Esta clase de proyección aparece en las pantallas
de radar y en las sondas de espionaje. Tiene una especie de fundamento semimaterial;
en rigor; no es un espejismo.
—Bien, usted es la persona indicada para saberlo —dijo Betty Jo Berm, aunque sin
convicción—. Es economista. Debería saber qué sucedió con los complejos industriales
durante la guerra.
—¿Por eso retrocede cuando nos aproximamos? —le preguntó Seth Morley.
—Así fue como deduje su composición —dijo Russell.
—Díganos qué hacer —le pidió Maggie Walsh.
—Veamos. —Russell suspiró, reflexionó. Los otros esperaron—. El verdadero Edificio
podría estar en cualquier parte. No hay manera de localizarlo a partir del fantasma; si la
hubiera, el método no daría resultado. Pero creo... —Señaló—. Presiento que aquella
meseta es ilusoria. Una sobre impresión que genera una alucinación negativa para
alguien que mira en aquella dirección. —Y explicó—: Una alucinación negativa consiste
en no ver algo que sí existe:
—De acuerdo —dijo Thugg—. Vayamos hacia la meseta.
—Eso significa cruzar el río —dijo Mary Morley.
—¿Specktowsky dice algo acerca de caminar sobre él? —le preguntó Frazer a Maggie
Walsh—. Eso sería útil en este momento. Ese río parece bastante hondo, y ya hemos
decidido que no correríamos el riesgo de cruzarlo.
—Es posible que ese río no exista —dijo Seth Morley.
—Existe —dijo Russell. Caminó hacia el agua, se detuvo, se agachó y recogió un
puñado de agua.
—En serio —dijo Betty Jo Berm—, ¿Specktowsky dice algo de caminar sobre el agua?
—Puede hacerse —dijo Maggie Walsh—, pero sólo si la persona está en presencia de
la Deidad. La Deidad tendría que guiarlo, pues de lo contrario se hundiría y se ahogaría.
—Quizá el señor Russell sea la Deidad —dijo Ignatz Thugg. Y le preguntó a Russell—:
¿Es usted una Manifestación de la Deidad que ha venido a ayudarnos? ¿Es usted,
específicamente, el Caminante?
—Me temo que no —dijo Russell con su voz razonable y neutra.
—Guíenos a través del agua —le pidió Seth Morley.
—No puedo —dijo Russell—. Soy sólo un hombre como usted.
—Inténtelo —insistió Seth Morley.
—No es raro que ustedes crean que soy el Caminante —dijo Russell—. Ha sucedido
antes. Quizá por la existencia nómada que llevo. Siempre aparezco como un forastero, y
si algo me sale bien, lo cual es infrecuente, alguien tiene la brillante idea de que soy la
tercera Manifestación de la Deidad.
—Quizá lo sea —dijo Seth Morley; escrutándolo atentamente. Trató de evocar el
aspecto que tenía el Caminante cuando se le reveló en Tekel Upharsin. Había cierta
semejanza. Aun así, esa rara intuición no lo abandonaba. Se le había ocurrido de golpe:
primero aceptaba a Russell como un hombre común y de pronto sé había sentido en
presencia de la Deidad. Y esa sensación persistía, se negaba a disiparse.
—Lo sabría si lo fuera —observó Russell.
—Tal vez ahora lo sabe —dijo Maggie Walsh—. Tal vez Morley tenga razón. —
También ella escrutó intensamente a Russell, que ahora parecía un poco avergonzado—.
Si lo es, con el tiempo lo sabremos.
—¿Alguna vez ha visto al Caminante? —le preguntó Russell.
—No.
—No soy él —dijo Russell.
—Metámonos en el maldito río y veamos si podemos llegar a la otra orilla —dijo Thugg
con impaciencia—. Si es demasiado profundo, al demonio. Regresamos y ya está. Allá
voy. —Caminó hacia el río y empezó a cruzarlo; sus piernas desaparecieron en las aguas
grisáceas. Siguió andando y los demás poco a poco lo siguieron.
Llegaron a la otra orilla sin problemas. El río era poco hondo. Los seis —y Russell—
permanecían cautelosamente juntos, tratando de no mojarse la ropa. El agua les llegaba
hasta la cintura como máximo.
—Ignatz Thugg —dijo Frazer—. Manifestación de la Deidad. Equipado para vadear ríos
y combatir tifones. Nunca lo hubiera adivinado..
—Váyase a la mierda —graznó Thugg.
—Rece —le dijo Russell a Maggie Walsh.
—¿Para qué?
—Para que el velo de la ilusión se levante y muestre la realidad.
—¿Puedo hacerlo en silencio? —preguntó ella. Russell asintió y ella le agradeció y dio
la espalda al grupo. Permaneció un rato con las manos entrelazadas y la cabeza gacha, y
luego los miró—. Puse todo mi fervor —les informó. Seth Morley notó que ahora parecía
más contenta. Quizá se hubiera olvidado momentáneamente de Susie Smart.
Un potente latido resonaba en las cercanías.
—Lo oigo —dijo Seth Morley, y sintió miedo. Un miedo enorme, instintivo.
A cien metros una pared gris se elevó en la bruma humosa del cielo del mediodía; la
pared crujía como si estuviera viva y encima de ella las torres escupían desechos que
formaban nubes oscuras. Más desechos, procedentes de enormes tuberías, bajaban
gorgoteando al río. Un gorgoteo incesante.
Habían encontrado el Edificio.
 
 
9
 
—Conque ahora podemos verlo —dijo Seth Morley. Al fin. Hace un ruido, pensó,
semejante al de mil bebés cósmicos arrojando gigantescas tapas de cacerolas a un
gigantesco suelo de hormigón. ¿Qué hacen aquí?, se preguntó, y echó a andar hacia la
fachada para ver la inscripción de la entrada.
—Ruidoso, ¿eh? —comentó Wade Frazer.
—Sí —dijo él, y no podía oír su propia voz en medio del abrumador estrépito del
Edificio.
Se metió por un camino pavimentado paralelo al costado de la estructura; los demás lo
siguieron, algunos tapándose los oídos. Llegó al frente, se protegió los ojos y miró hacia
arriba, examinando la superficie que sobresalía sobre las puertas corredizas cerradas.
VINATERÍA.
¿Tanto ruido en una vinatería?, se preguntó. No tiene sentido.
Una puerta pequeña tenía un letrero que decía:
«Entrada de clientes para la sala de degustación de vinos y quesos.»
Caray, se dijo, y la idea del queso acaparó su atención. Debo entrar, se dijo. Al parecer
es gratuito, aunque les gusta que compres un par de botellas antes de irte. Pero no es
obligatorio.
Lástima que Ben Tallchief no esté aquí, pensó. Con su gran interés por las bebidas
alcohólicas, esto sería un descubrimiento sensacional para él.
—¡Espere! —gritó Maggie Walsh a sus espaldas—. ¡No entre!
Apoyando la mano en la puerta, Morley se volvió, preguntándose cuál era el problema.
Maggie Walsh escrutó el resplandor del sol y vio, mezclado con sus fuertes rayos, un
centelleo de palabras. Siguió las letras con el dedo, tratando de estabilizarlas. ¿Qué
dice?, se preguntó. ¿Qué mensaje tiene para nosotros, con todo lo que anhelamos
conocer?
INGENIATURÍA.
—¡Espere! —le dijo a Seth Morley, que apoyaba la mano en una puerta que decía
Entrada de clientes—. ¡No entre!
—¿Por qué no? —preguntó él.
—¡No sabernos qué es! —Se le acercó jadeando. La gran estructura titilaba en la
vibrante luz solar que se derramaba sobre las superficies más altas. Como si sólo
necesitáramos una mota para elevarnos, pensó con anhelo. Un vehículo hacia el yo
universal: formado en parte por este mundo, en parte por el próximo. Ingeniaturía: ¿Un
lugar donde se acumulaban los frutos del arte y del ingenio? Pero hacía demasiado ruido
para ser un depósito de libros, cintas y microfilmes. ¿Un ámbito donde se entablaban
conversaciones ingeniosas? Tal vez en su interior se destilara la esencia del ingenio
humano; tal vez se descubriera inmersa en el ingenio del doctor Johnson, de Voltaire.
Pero ingenio no significaba humor. Significaba perspicacia. Significaba la forma más
fundamental de inteligencia combinada con cierta gracia. Pero, ante todo, la capacidad del
hombre para poseer el conocimiento absoluto.
Si entro ahí, pensó, aprenderé todo lo que el hombre puede saber en este intersticio
dimensional. Debo entrar. Se acercó a Seth Morley e hizo una señal con la cabeza.
—Abra la puerta dijo—. Debemos entrar en la ingeniaturía, averiguar qué hay allí.
Caminando detrás de ellos, observando su agitación con distante ironía, Wade Frazer
vio la inscripción tallada sobre las inmensas puertas cerradas del Edificio.
Al principio quedó perplejo. Podía descifrar las letras, y así distinguir la palabra. Pero
ignoraba por completo su significado.
—No lo entiendo —le dijo a Seth Morley y a la fanática religiosa de la colonia, Maggie
la Bruja. Se esforzó nuevamente para vez preguntándose si su problema estaría en cierta
ambigüedad psicológica; quizá en un nivel inferior no deseaba saber qué significaban
esas letras, así que las había confundido para frustrar sus propias maniobras.
CESANTERÍA.
Un momento, pensó. Creo saber qué es una cesantería. Creo que es de origen celta.
Una palabra dialectal sólo comprensible para quien disponga de una variada y amplia
información liberal y humanista: Otras personas seguirían de largo.
Es un lugar, pensó, donde se retiene a las personas desquiciadas y se coartan sus
actividades. Es como un manicomio, pero va mucho más lejos. El objetivo no es curar a
los enfermos para devolverlos a la sociedad —quizá tan enfermos como antes— sino
cerrar definitivamente la puerta de la ignorancia y la locura del hombre. Aquí, en este
punto, las preocupaciones delirantes de los enfermos mentales llegan al final. Cesan,
como indica el letrero. Los enfermos mentales que vienen aquí no son devueltos a la
sociedad, sino puestos a dormir de modo tranquilo e indoloro. Ese debe ser, en definitiva,
el destino de todos los enfermos incurables. Sus venenos no deben seguir contaminando
la galaxia, se dijo. Gracias a Dios, existe este lugar; me pregunto por qué no me lo
notificaron en las publicaciones especializadas.
Debo entrar, pensó. Quiero ver cómo trabajan. Y averiguar cuál es su base legal;
siempre queda, a fin de cuentas, el engorroso problema de las autoridades no médicas, si
así pueden llamarse, que intervendrían para detener el proceso de cesantería.
—¡No entren! —gritó a Seth Morley y a la loca religiosa, Maggie la Granuja—. Esto no
es para ustedes. Tal vez sea información confidencial. ¿Ven? —Señaló la inscripción de
la pequeña puerta de aluminio, que decía: Sólo personal calificado—. ¡Yo puedo entrar! —
gritó en medio del estrépito—, pero ustedes no. ¡No están calificados! —Maggie la Bruja
Granuja y Seth Morley lo miraron con asombro, pero se detuvieron. Él los apartó y entró.
Sin dificultad, Mary Morley detecto la inscripción, que había sobre la entrada del
enorme edificio gris.
BRUJERÍA.
Yo sé lo que es, se dijo, pero ellos no. Una brujería es un lugar donde se ejerce el
control de las personas mediante fórmulas y encantamientos. Los que dominan se valen
de su contacto con la brujería, sus brebajes y sus drogas.
—Entraré ahí —le dijo a su esposo.
—Espera un minuto. Aguarda —dijo Seth.
—Yo puedo entrar pero tú no —dijo ella—. Sé que esto es para mí. No quiero que me
detengas. Quítate del paso.
Se detuvo frente a la portezuela, leyendo las letras doradas adheridas al vidrio. Cámara
introductoria abierta a todos los visitantes calificados, decía la puerta. Bien, se refiere a
mí, pensó. Me habla directamente a mí. Eso significa «calificados».
—Entraré contigo —dijo Seth.
Mary Morley se echó a reír. ¿Entrar con ella? Qué gracioso, pensó. Se cree que será
bien recibido en la brujería.
Un hombre. Esto es sólo para mujeres, se dijo; no hay brujas que sean varones.
Una vez que haya estado allí, comprendió, sabré cosas que me permitirán controlarlo.
Podré convertirlo en aquello que debe ser, en vez de aquello que es. Así que en cierto
modo lo hago por su bien. Extendió la mano hacia el picaporte.
Ignatz Thugg se quedó a un lado, riéndose de las extravagancias de los demás.
Aullaban y roncaban como cerdos. Tenía ganas de acercarse y clavarles algo, pero qué
diablos... Sin duda apestan cuando te aproximas, se dijo. Parecen tan limpios, pero por
debajo apestan. ¿Qué es este lugar nauseabundo? Entornó los ojos, tratando de leer las
temblorosas letras.
BRINQUERÍA.
Oye, se dijo. Esto es sensacional; allí hay gente que brinca sobre animales para ya
sabes qué. Siempre quise mirar mientras un caballo lo hacía con una mujer; apuesto a
que podré verlo allí adentro. Sí, realmente quiero ver eso, mientras todos miran. Ahí te
muestran todo lo bueno, y tal como es.
Y entre los que miran habrá gente real con la que podré hablar. No como Morley y
Walsh y Frazer, que usan esas palabras presuntuosas, tan largas que parecen pedos.
Usan esas palabras para hacerte creer que su caca no huele. Pero no son mejores que
yo.
Quizá haya tíos presumidos como Babble haciéndolo con grandes perros. Me gustaría
ver cómo se menean esos tíos presumidos; me gustaría ver a la Walsh ensartada por un
gran danés por una vez en la vida. Tal vez le guste. Tal vez es lo que realmente quiere; tal
vez sueñe con eso.
—Apártense del camino —les dijo a Morley, Walsh y Frazer—. Ustedes no pueden
entrar. Miren lo que dice. —Señaló las palabras pintadas en elegante oro sobre la ventana
de vidrio de la portezuela: Sólo para socios—. Yo puedo entrar —dijo, y alargó la mano
hacia el picaporte.
Adelantándose rápidamente, Russell se interpuso entre ellos y la puerta. Miró el edificio
clase uno, vio intensos y diversos anhelos en el rostro de cada uno.
—Sería mejor que nadie entrara —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Seth Morley, visiblemente defraudado—. ¿Qué tiene de malo
entrar en la sala de degustación de una vinatería?
—No es una vinatería —dijo Ignatz Thugg, riendo con deleite—. Usted leyó mal; tiene
miedo de admitir de qué se trata. —Rió una vez más—. Pero yo lo sé..
—¡Vinatería! —exclamó Maggie Walsh—. No es una vinatería, es una compilación de
los logros cognoscitivos más elevados del hombre. Si entramos ahí, seremos purificados
por el amor de Dios hacia el hombre y el amor del hombre hacia Dios.
—Es un club exclusivo para ciertas personas —dijo Thugg.  
Frazer sonrió con sorna.
—Son asombrosos los extremos a que llega la gente en su esfuerzo inconsciente para
no enfrentar la realidad. ¿No es verdad, Russell?
—Este lugar es peligroso —dijo Russell—. Para todos nosotros. —Ahora sé qué es, se
dijo—, y tengo razón. Debo lograr que todos se alejen de aquí. Vamos —urgió con
severidad, sin moverse de su sitio.
El entusiasmo de los demás se enfrió un poco.
—¿De veras lo cree así? —preguntó Seth Morley.
—Sí, lo creo así.
—Quizá tenga razón —dijo Morley a los demás.
—¿De veras, señor Russell? —preguntó Maggie Walsh con voz vacilante. Se alejaron
de la puerta. Apenas. Pero lo suficiente.
—Yo sabía que iban a clausurarlo —dijo Ignatz Thugg, deprimido—. No quieren que la
gente se divierta en la vida. Siempre es así.
Russell no dijo nada; se quedó donde estaba, bloqueando la puerta y esperando
pacientemente.
—¿Dónde está Betty Jo Berm? —preguntó Seth Morley.
Dios misericordioso, pensó Russell. Me olvidé de ella. Me olvidé de vigilar. Giró
rápidamente y, protegiéndose los ojos, miró el lugar por donde habían venido: el soleado
río del mediodía.
Había vuelto a ver lo que había visto antes. Cada vez que veía el Edificio distinguía
claramente la gran placa de bronce que colgaba sobre la entrada principal.
MEKKISERÍA.
Al ser lingüista, había podido traducirla la primera vez. Mekkis, la palabra hitita que
significaba «poder»; había pasado al sánscrito, luego al griego y al latín, y al fin a las
lenguas modernas, aludiendo a la máquina y lo mecánico. Este lugar le estaba negado;
no podía entrar allí, como los demás.
Ojalá estuviera muerta, se dijo.
Esta era la fuente del universo... al menos como ella la concebía. Interpretaba
literalmente la teoría de Specktowsky acerca de los círculos concéntricos de emanación
creciente. Pero para ella no se relacionaba con una Deidad; la entendía como una
enunciación acerca de lo material, sin aspectos trascendentales. Cuando ingería una
píldora se elevaba, por un momento fugaz, a un círculo más alto y más pequeño de mayor
intensidad y concentración de poder. Su cuerpo pesaba menos, su habilidad, sus
movimientos, su actividad, todo funcionaba como impulsado por un combustible mejor.
Ardo mejor, se dijo mientras giraba para alejarse del Edificio y regresar al río. Pienso con
más lucidez; no me siento turbia como ahora, languideciendo bajo un sol extraño.
El agua ayudará, se dijo. Porque en el agua ya no tienes que soportar tu pesado
cuerpo; no te elevas a un mekkis mayor pero no te importa; el agua lo borra todo. No eres
pesada, no eres liviana. Ni siquiera existes.
No puedo seguir arrastrando mi pesado cuerpo por todas partes, se dijo. La carga es
excesiva. No soporto más esta opresión; tengo que ser libre.
Se internó en los bajíos. Y caminó hacia el centro. Sin mirar atrás.
Ahora el agua ha disuelto todas las píldoras que llevo encima, pensó; se han ido para
siempre. Pero ya no las necesito. Si pudiera entrar en la mekkisería... y quizá, sin cuerpo,
pueda hacerlo, pensó. Para ser reconstruida. Para cesar y comenzar de nuevo. Pero
comenzar en otro punto. No quiero pasar de nuevo por lo que he pasado.
Oía el vibrante rugido de la mekkisería a sus espaldas. Los demás están ahí adentro,
comprendió.
¿Por qué es así?, se preguntó. ¿Por qué ellos pueden entrar donde yo no puedo? No lo
sabía. No le importaba.
—Allá está —dijo Maggie Walsh, señalando. Le temblaba la mano—. ¿La ve?
Despertó del trance que la paralizaba y corrió hacia el río. Pero antes de llegar, Russell
y Seth Morley la pasaron y la dejaron atrás. Rompió a llorar, dejó de correr y se quedó
quieta, mirando a través de las lágrimas cristalinas mientras Thugg y Wade Frazer
alcanzaban a Seth Morley y a Russell; los cuatro hombres, seguidos por Mary Morley,
pronto se internaron en el río, dirigiéndose al objeto negro y flotante que la corriente
llevaba a la otra orilla.
Miró cómo sacaban del agua el cuerpo de Betty Jo y lo llevaban a tierra. Está muerta,
comprendió. Mientras discutíamos si debíamos entrar en la ingeniaturía. Maldición, pensó
agitadamente. Al fin decidió ir hacia los cinco que ahora estaban de rodillas alrededor del
cuerpo de Betty Jo, turnándose para resucitarla con respiración boca a boca.
Los alcanzó. Se detuvo.  
—¿Alguna posibilidad? —preguntó.
—Ninguna —dijo Wade Frazer.
—Maldición —masculló con voz entrecortada y dócil—. ¿Por qué lo hizo? Frazer; ¿lo
sabe usted?  
—Presión acumulada durante un largo período de tiempo —dijo Frazer.
Seth Morley lo miró con llamas en los ojos.
—Imbécil —le dijo—. Imbécil despreciable.
—No tengo la culpa de que se haya muerto —se apresuró a decir Frazer— No tenía
instrumentos de prueba suficientes para realizar exámenes completos; si hubiera tenido lo
que necesitaba, podría haber descubierto y tratado sus tendencias suicidas.
—¿Podemos llevarla de vuelta al complejo? —preguntó Maggie Walsh con voz
plañidera; le costaba hablar—. Si ustedes pueden trasladarla...
—Si pudiéramos llevarla río abajo —dijo Thugg—, sería mucho menos trabajo—. Por el
río tardaríamos la mitad.
—No tenemos donde llevarla —dijo Mary Morley.
—Cuando cruzábamos el río —dijo Russell—, vi algo que parecía una balsa
improvisada. Les mostraré.
Les indicó que lo siguieran hasta la orilla. Allí estaba, encallada en un recodo. Se mecía
suavemente en el agua, y Maggie Walsh pensó que parecía estar allí a propósito. Y para
cumplir esta función: llevar de vuelta a uno de nuestros muertos.
—La balsa de Belsnor —dijo Ignatz Thugg.
—Correcto —dijo Frazer, metiéndose el dedo en la oreja derecha—. De hecho, él
comentó que estaba construyendo una balsa. Sí, podemos ver que ha sujetado los
troncos con cable eléctrico muy resistente. Me pregunto si será segura.
—Si Glen Belsnor la construyó —dijo enfáticamente Maggie—, es segura. Pongámosla
encima. —Y por amor de Dios, sean suaves, pensó. Sean reverentes. Lo que están
llevando es sagrado.
Los cuatro hombres, gruñendo y dándose instrucciones, al fin lograron trasladar el
cuerpo de Betty Jo Berm a la balsa de Belsnor.
La tendieron boca arriba, las manos sobre el vientre, los ojos ciegos fijos en el crudo
cielo del mediodía. Aún chorreaba agua y a Maggie el cabello le parecía una colmena de
avispas negras que se hubieran ensañado con un adversario para no soltarlo nunca.
Atacada por la muerte, pensó. Las avispas de la muerte. Y el resto de nosotros, pensó,
¿cuándo nos tocará? ¿Quién será el siguiente? Tal vez yo, pensó. Sí, tal vez yo.
—Podemos ir todos en la balsa —sugirió Russell. Y le preguntó a Maggie—: ¿Sabe en
qué punto deberíamos dejar el río?
—Yo sé —dijo Frazer, antes que ella pudiera responder.
—De acuerdo —dijo pragmáticamente Russell—. En marcha: —Guió a Maggie y Mary
Morley por la orilla hasta la balsa; tocaba a las dos mujeres con suavidad, en una actitud
caballeresca que Maggie no veía desde hacía tiempo.
—Gracias —le dijo.
—Mírenlo —dijo Seth Morley, señalando el Edificio.
El trasfondo artificial ya había empezado a cobrar forma, y el Edificio, a pesar de que
era real, oscilaba. Mientras la balsa avanzaba por el río, impulsada por los cuatro
hombres, Maggie vio que la enorme muralla gris del Edificio desaparecía en el bronce
lejano de una meseta falsa.
La balsa cobró velocidad al entrar en la corriente central. Maggie, sentada junto al
cuerpo mojado de Betty Jo, tiritó bajo el sol y cerró los ojos. Dios, pensó, ayúdanos a
regresar al complejo. ¿Adónde nos lleva este río? Nunca lo he visto, y por lo que sé no
pasa cerca de la colonia. No caminamos a lo largo de la orilla para llegar aquí.
—¿Por qué creen que este río nos llevará a casa? —preguntó—. Tengo la sensación
de que todos han perdido el juicio.
—No podemos cargarla —dijo Frazer—. Es demasiado lejos.
—Pero esto nos lleva aún más lejos —dijo Maggie. Estaba segura de ello—. ¡Quiero
bajarme! —exclamó, y se levantó presa del pánico. La balsa se desplazaba a demasiada
velocidad; se sintió atrapada al ver que los contornos de la ribera pasaban en rápida
sucesión.
—No salte al agua —dijo Russell, aferrándole el brazo—. Estará bien, todos estaremos
bien.
La balsa seguía acelerando. Nadie hablaba; viajaban en silencio, sintiendo el sol,
oliendo el agua, aprensivos y conmocionados por lo que había pasado. Y, pensó Maggie
Walsh, por lo que nos pasará.
—¿Cómo supo de la existencia de la balsa? —le preguntó Seth Morley a Russell.
—Como dije, la vi cuando...
—Nadie más la vio —interrumpió Seth Morley.
Russell no dijo nada.
—¿Es usted un hombre o una Manifestación? —preguntó Seth Morley.
—Si fuera una Manifestación de la Deidad, habría impedido que ella se ahogara —
señaló Russell cáusticamente. Y le preguntó a Maggie Walsh—: ¿Usted cree que soy una
Manifestación?
—No —dijo ella. Ojalá lo fueras, pensó. Necesitamos una intercesión.
Inclinándose, Russell tocó el cabello negro, muerto y húmedo de Betty Jo Berm.
Siguieron viaje en silencio.
 
Tony Dunkelwelt, encerrado en su calurosa habitación, sentado en el piso con las
piernas cruzadas, supo que él había, matado a Susie.
—Mi milagro, pensó. Debió de ser el Destructor de Formas, que vino cuando lo invoqué
—Transformó el pan en piedra y luego le arrebató la piedra y la mató con ella. La piedra
que yo hice. Mírese como se mire, todo se remite a mí.
Escuchó, pero no oyó nada. La mitad del grupo se había ido; la mitad restante había
desaparecido. Tal vez todos se hayan, ido; se dijo.. Estoy solo... abandonado aquí para
caer en las temibles garras del Destructor de Formas.
—Tomaré la Espada de Chemosh —dijo—. Y con ella mataré al Destructor de Formas.
—Alzó la mano, buscando la Espada a tientas. La había visto antes durante sus
meditaciones, pero nunca la había tocado—. Dame la Espada de Chemosh y yo haré su
trabajo; buscaré a ese negro destructor y lo mataré para siempre. Nunca volverá a
levantarse.
Esperó, pero no vio nada..
—Por favor —dijo. Y luego pensó: Debo fusionarme más profundamente con el yo
universal. Todavía estoy separado. Cerró los ojos y se obligó a relajarse. Recibir, pensó;
debo estar despejado y vacío para que se vierta en mí. Una vez más debo ser un
recipiente vacío. Como lo he sido tantas veces.
Pero no podía.
Estoy impuro, comprendió. No me envían nada. Por lo que hice, he perdido la
capacidad de aceptar, incluso de ver. ¿Volveré a ver al Dios que está por encima de
Dios? ¿Todo ha terminado?
Mi castigo, pensó.
Pero no lo merezco. Susie no era tan importante. Estaba loca; la piedra la abandonó
con repulsión. Eso fue; la piedra era pura y ella era impura. Aun así, pensó, es espantoso
que esté muerta. Brillo, movilidad y luz... Susie tenía las tres cosas. Pero la luz que
despedía era una luz fragmentaria, fracturada. Una luz abrasadora e hiriente... para mí
era dañina. Actué así en defensa propia. Es obvio.
—La Espada —dijo—. La Espada que representa la ira de Chemosh. Que venga a mí.
Se hamacó, de nuevo estiró los brazos hacia la pasmosa presencia que flotaba sobre
él. Su mano tanteó, desapareció; la vio desaparecer. Sus dedos palparon un espacio
vacío, se internaron un millón de kilómetros en ese vacío, esa oquedad suspendida.
Siguió palpando hasta que sus dedos tocaron algo.
Tocaron, pero no asieron.
Juro, pensó, que si me dais la Espada la usaré. Vengaré su muerte.
De nuevo tocó sin asir. Sé que está ahí, pensó; la siento con los dedos.
—¡Dádmela! —vociferó—. ¡Juro que la usaré!
Esperó. Al fin sintió algo duro, pesado y frío en la mamo vacía.
La Espada. La empuñó.
Bajó la Espada cuidadosamente. Ardía con el calor y la luz de su esencia divina;
llenaba la habitación con su autoridad. Tony se levantó de un brinco, casi soltando la
Espada. Ahora la tengo, se dijo alegremente. Corrió hacia la puerta, meciendo la Espada
en su débil mano. Abrió la puerta, salió a la luz del mediodía.
—¿Dónde estás, poderoso Destructor de Formas, destructor de la vida? —dijo,
mirando en torno—. ¡Ven a luchar conmigo!
Una silueta desmañada se movía en el porche. Una silueta encorvada que se
arrastraba a ciegas, como acostumbrada a las tinieblas subterráneas. Lo miró con ojos
turbios y grises; él vio y distinguió la pátina de polvo que la aureolaba, un polvo que
bajaba en hilillos por el cuerpo encorvado y se perdía en el aire dejando una estela
borrosa.
El deterioro la carcomía. Una piel amarillenta y arrugada cubría los frágiles huesos.
Tenía mejillas hundidas, boca desdentada. Al verlo, el Destructor de Formas avanzó
desgarbadamente; jadeaba y mascullaba mientras se movía. Su mano apergaminada lo
buscó a tientas.
—Oye, Tony —jadeó—. Oye, ¿cómo estás?
—¿Vienes a mi encuentro? —preguntó Tony.
—Sí —resolló la silueta, y avanzó un paso más.
Ahora Tony lo olía, una mezcla de hálito fui fungoso y podredumbre de siglos. No le
quedaba mucho tiempo de vida. Graznando, intentó tocarlo; la saliva le humedecía la
barbilla y goteaba al piso. Trató de enjugarse la saliva con el reseco dorso de la mano,
pero no pudo.
—Quiero que tú... —empezó a decir, y entonces Tony le hundió la Espada de Chemosh
en la barriga fofa.
Puñados de gusanos blancos y pulposos brotaron de él mientras Tony sacaba la
Espada. De nuevo rió con un graznido seco, tratando de tocarlo. Tony retrocedió y evitó
mirar la pila de gusanos que crecía ante él. El Destructor no tenía sangre: era un saco de
corrupción y nada más.
Cayó sobre una rodilla, aún graznando. Se tocó espasmódicamente el cabello. Entre
los dedos agarrotados aparecieron mechones de cabello largo y sin lustre; se arrancó el
cabello, se lo mostró a Tony como si le ofreciera algo invalorable.
Tony le asestó otra estocada. El Destructor se quedó tieso, los ojos turbios, la boca
abierta.
Un organismo velludo, semejante a una araña enorme, le salió de la boca. Tony la
pisoteó y la aplastó:
He matado al Destructor de Formas, se dijo.
Una voz llegó desde el otro lado del complejo.
—¡Tony!
Alguien se acercaba a la carrera. Al principio no distinguió quién era; se protegió los
ojos y los entornó para ver mejor.
Glen Belsnor. Corriendo a toda velocidad.
—Maté al Destructor de Formas —dijo Tony cuando el jadeante Belsnor llegó al
porche—. ¿Lo ve? —Señaló con la Espada el cuerpo crispado que yacía entre ambos; en
el momento de la muerte había encogido las piernas, adoptando una posición fetal.
—¡Es Bert Kosler! —exclamó Belsnor, tratando de recobrar el aliento—. ¡Has matado a
un viejo!
—No —dijo Tony, mirando hacia abajo. Vio a Bert Kosler, el custodio del complejo—.
Cayó en posesión del Destructor de Formas —dijo, pero no lo creía. Veía lo que había
hecho, sabía lo que había hecho—. Lo lamento. Le pediré al Dios que está por encima de
Dios que lo traiga de regreso.
Dio media vuelta, entró en su habitación a la carrera y echó llave a la puerta. Se quedó
temblando. La náusea le inundaba la garganta; se sofocó, parpadeó. Profundos dolores le
atenazaban el vientre; se arqueó, gruñendo. La Espada cayó pesadamente al piso; el
ruido asustó a Tony, que retrocedió unos pasos, dejándola donde estaba.
—¡Abre la puerta! —gritó Glen Belsnor desde fuera.
—No —dijo Tony. Le castañeteaban los dientes; un frío espantoso le congelaba los
brazos y las piernas; el frío le formó un nudo de náusea en el estómago, y los dolores se
agudizaron.
Un terrible estrépito sonó en la puerta; la puerta crujió y se abrió de repente.
Glen Belsnor, canoso y adusto, empuñaba una pistola militar, apuntándola hacia la
habitación. Hacia Tony Dunkelwelt.
Tony Dunkelwelt se agachó para recoger la Espada.
—No lo hagas —advirtió Glen Belsnor—, o te mataré.
Tony cerró la mano sobre la empuñadura la Espada.
Glen Belsnor le disparó. A quemarropa.
 
 
10
 
Mientras la balsa navegaba corriente abajo, Ned Russell miraba a lo lejos,
ensimismado en sus pensamientos.
—¿Qué está buscando? —le preguntó Seth Morley.
Russell señaló.
—Allá veo uno. —Se volvió hacia Maggie—. ¿No es uno de ellos?
—Sí —dijo ella—. El Gran Tench. O al menos alguien tan grande como él.
—¿Qué clase de preguntas les han hecho? —dijo Russell.
—No les preguntamos nada —respondió Maggie, sorprendida—. No tenemos manera
de comunicarnos con ellos... no tienen lenguaje ni órganos vocales, por lo que sabemos.
—¿Telepáticamente? —preguntó Russell.
—No son telépatas —dijo Wade Frazer—. Y tampoco nosotros. Lo único que hacen es
realizar copias de objetos... que se disuelven a los pocos días.
—Es posible comunicarse con ellos —afirmó Russell—. Guiemos la balsa hacia los
bajíos; quiero consultar al tench. —Saltó de la balsa al agua—. Bájense todos, y
ayúdenme a guiarla. —Parecía decidido; su expresión era relativamente firme. Uno por
uno se metieron en el agua, dejando sólo el silencioso cuerpo de Betty Jo a bordo de la
balsa.
En pocos minutos habían empujado la balsa hacia la costa herbosa. La amarraron con
firmeza, encallándola en el lodo gris, y la arrastraron hacia la orilla.
Se aproximaron al cubo de masa gelatinosa. La luz del sol bailaba en una multitud de
motas, apresada en su interior. El interior del organismo refulgía de actividad.
Es mayor de lo que esperaba, se dijo Seth Morley. Parece... milenario. ¿Cuánto tiempo
viven?, se preguntó.
—Uno le pone objetos delante —dijo Ignatz Thugg—, y él extrae un fragmento de sí
mismo, y luego ese fragmento forma un duplicado. Venga, le mostraré. —Arrojó su reloj
húmedo al suelo, frente al tench—. Duplica eso, gelatina.
La gelatina onduló, y al rato, como había dicho Thugg, excretó un fragmento que cayó
junto al reloj. El fragmento cambió de color, se volvió plateado. Y luego se aplanó. La
sustancia plateada cobró forma. Pasaron varios minutos más, como si el tench
descansara, y de pronto la materia excretada cobró la forma de un disco encuadernado
en cuero. Tenía la misma forma del reloj, aunque no era una imitación exacta. Seth
Morley notó que no tenía el mismo brillo, que era más desleída. Pero era una
reproducción bastante fiel.
Russell se sentó en la hierba y hurgó en los bolsillos.
—Necesito un papel seco —dijo.
—En mi cartera tengo algunos papeles que aún están secos —dijo Maggie Walsh.
Hurgó en la cartera, le entregó una tablilla—. ¿Necesita pluma?
—Tengo una pluma. —Russell escribió en la primera hoja—. Le estoy haciendo
preguntas. Terminó de escribir, levantó la hoja y leyó—. ¿Cuántos de nosotros morirán en
Delmak-O? —Plegó el papel y lo puso delante del tench, junto a los dos relojes.
El tench regurgitó más gelatina, que formó un montículo junto al papel de Russell.
—¿No se limitará a reproducir la pregunta?— inquirió Seth Morley.
—No lo sé —dijo Russell—. Veamos.
—Creo que usted está chiflado —dijo Thugg.
—Usted tiene una extraña idea, Thugg —replicó Russell, mirándolo—, de lo que es
«chiflado».
—¿Eso es un insulto? —Thugg enrojeció de furia.
—Miren —dijo Maggie Walsh—. Se está formando el duplicado del papel.
Dos hojas plegadas descansaban frente al tench. Russell esperó un momento, y luego,
dando por terminado el proceso de duplicación, agarró las dos hojas, las desplegó y las
estudió un largo rato.
—¿Respondió? —preguntó Seth Morley—. ¿O repitió la pregunta?
—Respondió. —Russell le entregó una de las hojas.
La nota era breve y simple. Y no se la podía malinterpretar. «Iréis a vuestro complejo y
no veréis a vuestra gente».
—Pregúntele quién es nuestro enemigo —dijo Seth Morley.
—De acuerdo. —Russell escribió de nuevo y puso la hoja plegada delante del tench—.
¿Quién es nuestro enemigo? Es, como quien dice, la pregunta máxima.
El tench formó una hoja de respuesta, y Russell la recogió al instante. La estudió
intensamente y, la leyó en voz alta:
—Círculos influyentes.
—Eso no nos aclara mucho —dijo Maggie Walsh.
—Evidentemente es todo lo que sabe —dijo Russell.
—Pregúntele qué debemos hacer —dijo Seth Morley.
Russell escribió eso y volvió a poner la pregunta delante del tench. Al rato tuvo la
respuesta, y se dispuso a leerla en voz alta.
—Esta es larga —dijo con cierto embarazo.
—Es natural —dijo Wade Frazer—. Teniendo en cuenta la índole de la pregunta.
—Hay fuerzas secretas en funcionamiento —leyó Russell—, que unen a quienes deben
estar unidos. Debemos sucumbir a esta atracción, y así no cometeremos errores. —
Reflexionó—. No tendríamos que habernos separado, y nosotros siete no debimos dejar
el complejo. Si nos hubiéramos quedado ahí, la señorita Berm aún estaría con vida. Es
obvio que a partir de ahora debemos mantenernos continuamente a la vista... —Se
interrumpió. Otra masa de gelatina salía del tench... Como las anteriores, formó un papel
plegado: Russell lo recogió, lo abrió y lo leyó—: Dirigido a usted —dijo, dándoselo a Seth
Morley.
—A menudo un hombre siente el impulso de unirse con otros, pero los individuos que lo
rodean ya han constituido un grupo, así que él permanece aislado. Entonces debería
aliarse con un hombre que esté mas cerca del centro del grupo y pueda ayudarle a
ingresar en ese círculo cerrado. —Seth Morley arrugó el papel y lo arrojó al suelo—. Ese
sería Belsnor. El hombre que está más cerca del centro. —Es verdad, pensó; yo estoy
fuera y aislado. Pero en cierto sentido todos lo estamos. Incluso Belsnor.
—Tal vez se refiera a mí —dijo Russell.
—No —dijo Seth Morley—. Es Glen Belsnor.
—Tengo una pregunta —dijo Wade Frazer. Extendió la mano y Russell le pasó el papel
y la pluma. Frazer escribió deprisa, y al terminar leyó su pregunta—: ¿Quién o qué es el
hombre que se hace llamar Ned Russell?
Puso la pregunta frente al tench.
Cuando apareció la respuesta, Russell la arrebató, rápidamente y sin esfuerzo. De
pronto la tenía en la mano. La leyó serenamente en voz baja. Luego se la pasó a Seth
Morley.
—Léala en voz alta.
Seth Morley la leyó.
—Cada paso, hacia delante o hacia atrás, conduce al peligro. Escapar es imposible. El
peligro viene del exceso de ambición.
Le entregó el papel a Wade Frazer.
—No nos dice un comino —protestó Ignatz Thugg.
—Nos dice que Russell está creando una situación donde cada movimiento nos lleva al
fracaso —dijo Wade Frazer—. El peligro está en todas partes y no podemos escapar. Y la
causa es la ambición de Russell. —Miró intensamente a Russell—. ¿A qué viene su
ambición? ¿Y por qué nos lleva deliberadamente hacia el peligro?
—No dice que yo los lleve al peligro —respondió Russell—. Sólo dice que el peligro
existe.
—¿Y qué hay de su ambición? Es evidente que se refiere a usted.
—La única ambición que tengo es ser un economista competente que realice una tarea
útil. Por eso pedí el traslado. El trabajo que hacía era insípido e indigno, y no por culpa
mía. Por eso me alegré tanto de que me trasladaran a Delmak-O. Aunque mi opinión ha
cambiado un poco desde que llegué aquí.
—También la nuestra —dijo Seth Morley.
—De acuerdo —dijo Frazer con fastidio. El tench nos ha enseñado algo, pero no
demasiado. Todos moriremos. —Sonrió con amargura—. Nuestro enemigo está en
«círculos influyentes». Debemos permanecer juntos, pues de lo contrario nos abatirán uno
por uno. Y estamos en peligro en todas partes. No podemos hacer nada para cambiarlo. Y
Russell es un riesgo para nosotros, debido a su ambición. —Se volvió a Seth Morley—:
¿Ha notado que él ha tomado el mando? Como si le resultara natural.
—Me es natural —dijo Russell.
—Entonces el tench tiene razón —dijo Frazer.
Al cabo de una pausa, Russell asintió.
—Supongo que sí. Pero alguien debe mandar.
—Cuando regresemos —dijo Seth Morley— ¿está dispuesto a renunciar y aceptar a
Glen Belsnor como líder del grupo?
—Sí, si es competente.
—Nosotros elegimos a Glen Belsnor —dijo Frazer—. Él es nuestro líder, le guste o no.  
—Pero yo no tuve oportunidad de votar —dijo Russell. Sonrió—. Así que no me
considero obligado por esa elección.
—Me gustaría hacerle un par de preguntas al tench —dijo Maggie Walsh. Tomó la
pluma y el papel y escribió con gran esfuerzo—. Le estoy preguntando por qué estamos
vivos. —Puso el papel ante, el tench y esperó.
Cuando llegó la respuesta, decía:
—Para estar en la plenitud de la posesión y en la cima del poder.
—Críptico —dijo Wade Frazer—. La plenitud de la posesión y la cima del poder.
Interesante. ¿De eso se trata la vida?
Maggie volvió a escribir.
—Ahora estoy preguntando si Dios existe.
Puso el papel ante el tench y todos, incluso Ignatz Thugg, aguardaron ansiosamente.
La respuesta llegó.
—No me creeríais.
—¿Qué significa eso? —rezongó Ignatz Thugg—. No significa nada. Nada de nada.
—Pero es la verdad —observó Russell—. Si dijera que no, no le creería, ¿verdad? —
Miró inquisitivamente a Maggie.
—Correcto —dijo ella.
—¿Y si dijera que sí?
—Ya lo creo.
—Así que el tench tiene razón —dijo Russell, satisfecho—. No importa, para ninguno
de nosotros, lo que él responda a semejante pregunta.
—Pero si dijera que sí —dijo Maggie—, yo estaría segura.
—Usted está segura —dijo Seth Morley.
—Santo Dios —dijo Thugg—. Se incendia la balsa. Se levantaron de un brinco y vieron
unas llamas que ondulaban y brincaban, oyeron el crepitar de la madera que se
recalentaba, ardía, se convertía en cenizas brillantes. Los seis corrieron hacia el río. Pero
es demasiado tarde, comprendió Seth Morley.
De pie en la orilla, observaron con impotencia; la balsa ardiente había comenzado a
deslizarse hacia el centro del agua. Llegó a la corriente y, todavía envuelta en llamas,
navegó río abajo; se empequeñeció y al fin se convirtió enana chispa de fuego amarillo. Y
luego no la vieron más.
—No nos sintamos mal —dijo Ned Russell al cabo de un rato—. Es el antiguo modo
nórdico de celebrar la muerte. Acostaban al vikingo muerto sobre su escudo, en su barco,
lo prendían fuego y lo enviaban mar adentro.
Vikingos, pensó Seth Morley. Un río, y más allá un edificio desconcertante. El río podría
ser el Rin y el Edificio podría ser el Walhalla. Eso explicaría por qué la balsa, con el
cuerpo de Betty Jo Berm encima, se incendió y se alejó. Perturbador, pensó con un
escalofrío:
—¿Qué sucede? —le preguntó Russell, viéndole la cara.
—Por un instante creí comprender —dijo Seth Morley. Pero no podía ser. Tenía que
haber otra explicación.
El tench, respondiendo preguntas, sería. No podía recordar el nombre, y luego lo
recordó: Erda.
La diosa de la tierra que conocía el futuro. Que respondía las preguntas que le
planteaba Wotan.
Y Wotan, pensó, camina entre los mortales disfrazado. Reconocible sólo porque es
tuerto. Lo llaman el Errante.
—¿Qué visión tiene usted? —le preguntó a Russell—. ¿Veinte-veinte en ambos ojos?
—No —respondió Russell, sorprendido—. En absoluto. ¿Por qué me lo pregunta?
—Tiene un ojo falso —dijo Wade Frazer—. Lo he observado. El derecho es postizo, no
ve nada, pero los músculos lo mueven como si fuera real.
—¿Es cierto? —preguntó Seth Morley.
—Sí —admitió Russell—, pero no es asunto de su incumbencia.
Y Wotan, recordó Seth Morley, destruyó a los dioses, provocó el Götterdämmerung con
su ambición. ¿Cuál era su ambición? Construir el castillo de los dioses, el Walhalla. Bien,
había construido, el Walhalla, y tenía la leyenda Vinatería. Pero no era una vinatería.
Y al final, pensó, se hundirá en el Rin y desaparecerá. Y el oro del Rin volverá a manos
de las doncellas del Rin.
Pero eso aún no ha sucedido, reflexionó.
¡Specktowsky no lo mencionaba en el Libro!
 
Temblando, Glen Belsnor apoyó la pistola en la cómoda de la derecha. Tony
Dunkelwelt yacía en el piso, aferrando aún la gran espada dorada. Un hilo de sangre
bajaba de la boca a la barbilla y manchaba la alfombra artesanal que cubría el piso de
plástico.
El doctor Babble acudió a la carrera al oír el disparo. Jadeando y resoplando, se detuvo
ante el cadáver de Bert Kosler, movió el cuerpo marchito, examinó la herida de espada.
Entró en la habitación al ver a Glen Belsnor. Los dos se quedaron mirando el piso.
—Le disparé —dijo Glen Belsnor. El estampido aún le vibraba en los oídos; era una
antigua pistola de proyectiles de plomo, parte de esa colección de rarezas que llevaba a
todas partes. Señaló hacia el porche—. Habrá visto lo que le hizo al viejo Bert.
—¿Y también iba a atacarlo a usted? —preguntó Babble.
—Sí. —Glen Belsnor sacó el pañuelo y se sonó la nariz; le temblaba la mano y se
sentía satánicamente desdichado—. Qué asunto infernal —dijo, la voz trémula de
pesadumbre—. Matar a un chico. Pero, cielos, él me habría matado a mí, y luego a usted,
y luego a la señora Rockingham. —El temor de que alguien matara a esa distinguida
anciana había sido su principal impulso para actuar. Él podría haber escapado, y también
Babble. Pero no la señora Rockingham.
—Obviamente, la muerte de Susie Smart le provocó una psicosis, lo que causó una
ruptura con la realidad —dijo Babble—. Sin duda se sentía culpable. —Se agachó,
recogió la espada—. Me pregunto dónde consiguió esto. No la había visto antes.
—Siempre estaba al borde del colapso. —dijo Glen Belsnor—. Con esos malditos
«trances». Quizá oyó la voz de Dios diciéndole que matara a Bert.
—¿Dijo algo? ¿Antes que usted lo matara?
—«Maté al Destructor de Formas.» Eso fue lo que dijo. Y luego señaló el cuerpo de
Bert y dijo: «¿Ve?», o algo parecido. —Movió los hombros débilmente—. Bien, Bert era
muy viejo, y estaba muy decaído. Dios sabe que la artesanía del Destructor de Formas
era visible en todo su cuerpo. Tony pareció reconocerme, pero de todos modos estaba
totalmente trastornado. Sólo decía tonterías, y luego quiso agarrar la espada.
Ambos callaron un rato.
—Ya van cuatro muertos —dijo Babble—. Quizá más.
—¿Por qué dice «quizá más»?
—Estoy pensando en los que se fueron del complejo esta mañana. Maggie, ese
hombre nuevo, Russell, Seth y Mary Morley...
—Tal vez se encuentren bien. —Pero no creía sus propias palabras, y añadió
frenéticamente—: No, quizá estén todos muertos. Los siete.
—Trate de calmarse —dijo Babble, un poco atemorizado—. ¿Esa pistola aún está
cargada?
—Sí. —Glen Belsnor la recogió, la vació, le dio los cartuchos a Babble—. Guárdelos.
Pase lo que pase, no le dispararé a nadie más. Ni siquiera para salvar a uno de nosotros,
ni a todos nosotras.
Fue hasta una silla, se sentó, sacó torpemente un cigarrillo y lo encendió.
—Si se realiza una investigación —dijo Babble—, declararé con gusto que Tony
Dunkelwelt sufría un desequilibrio psiquiátrico. Pero no soy testigo de que haya matado al
viejo Bert, ni de que lo haya atacado a usted. Sólo cuento con su testimonio verbal. —Y
se apresuró a añadir—: Aunque le creo, por supuesto..
—No habrá ninguna investigación. —Lo sabía con certeza absoluta. No tenía la menor
duda en ese sentido—. Salvo que sea póstuma. Lo cual no nos importará.
—¿Lleva usted una especie de cuaderno de bitácora? —preguntó Babble.
—No.
—Debería hacerlo.
—De acuerdo —gruñó Belsnor—: Lo haré. Pero ahora déjeme en paz, demonios. Miró
a Babble de hito en hito, jadeando de furia—. ¡Lárguese!
—Lo siento —dijo Babble con un hilo de voz; y se encogió visiblemente.
—Es posible que usted, la señora Rockingham y yo seamos los únicos que siguen con
vida. —Era un presentimiento, una caudalosa intuición.
—Quizá debamos ir a buscarla y quedarnos con ella. Para que nada le ocurra. —
Babble caminó hacia la puerta.
—De acuerdo. —Belsnor asintió con irritación—. ¿Sabe lo que haré? Usted vaya a
acompañar a la señora Rockingham. Yo revisaré las pertenencias y el narizón de Russell.
Desde que usted y Morley lo trajeron anoche, me he preguntado quién es. Parece raro.
¿No tuvo esa impresión?
—Es nuevo. Eso es todo.
—Ben Tallchief no me causaba esa sensación. Ni los Morley. —Se levantó
abruptamente —¿Sabe lo que he pensado? Quizá él detectó la señal interrumpida del
satélite. Quiero echar un buen vistazo a su transmisor y receptor. —De vuelta a mi
especialidad, pensó. Así no me sentiré tan solo.
Dejando a Babble, fue hacia la pista donde estaban aparcados los narizones. No miró
atrás.
La señal satelital, razonó, breve como era, puede haberlo traído aquí. Quizá ya
estuviera en la zona, no en viaje a este destino sino sólo de paso. Sin embargo, tenía
papeles de traslado. Al demonio con eso, pensó, y se puso a desmantelar el equipo de
radio del narizón de Russell.
Quince minutos después tenía la respuesta. Un receptor y transmisor estándar, tal
como los que tenían los demás en sus narizones. Russell no habría podido recibir la señal
del satélite porque era una señal minúscula. Sólo el gran receptor de Delmak-O podía
monitorearla. Russell había llegado con piloto automático, como todos los demás. Y por el
mismo camino que todos los demás.
Eso daba por concluido ese tema.
La mayoría de las pertenencias de Russell habían quedado a bordo del narizón; sólo
había llevado sus artículos personales a su habitación. Una gran caja de libros. Todos
tenían libros. Glen Belsnor revolvió los libros, hurgando en la caja. Un manual de
economía tras otro; eso era de esperar. Microcintas de grandes clásicos, entre ellos
Tolkien, Milton, Virgilio, Homero. Todas las sagas épicas, comprendió. Aparte de Guerra y
paz, y las cintas de U.S.A. de John Dos Passos. Siempre quise leerlo, se dijo.
En los libros y las cintas nada le pareció extraño. Excepto...
Ningún ejemplar del Libro de Specktowsky.
Quizá Russell, como Maggie Walsh, lo hubiera memorizado.
Quizá no.
Había una clase de gente que no llevaba un ejemplar del Libro de Specktowsky: no lo
llevaba porque no estaba autorizada para leerlo. Los avestruces encerrados en la pajarera
planetaria que era la Tierra: los que ocultaban la cabeza porque se habían derrumbado
bajo la enorme presión psicológica que sufrían durante la emigración. Los demás planetas
del sistema solar eran inhabitables, así que emigrar significaba viajar a otro sistema
estelar y para muchos el insidioso comienzo de la enfermedad del espacio, la soledad y el
desarraigo.
Quizá se recobró; reflexionó Glen Belsnor, y lo dejaron libre. Pero entonces se habrían
asegurado que llevara un ejemplar del Libro de Specktowsky; era el momento en que uno
lo necesitaba de veras.
Es un fugitivo, se dijo.
Pero ¿por qué vendría aquí?
La base de Interplan Oeste, pensó, donde opera el general Treaton, está en la Tierra,
junto a la pajarera. Vaya coincidencia. Obviamente el lugar donde habían construido todos
los organismos no vivientes de Delmak-O Como lo confirmaba la inscripción de la
diminuta réplica del Edificio.
En cierto sentido todo encaja, decidió. Pero en otro sentido suma cero. Un cero muy
redondo.
Esas muertes, se dijo, también me están volviendo, loco. Como le pasó al pobre
chiflado Tony Dunkelwelt. Pero imaginemos un laboratorio psicológico, dirigido por
Interplan Oeste, que necesite pacientes de la pajarera como sujetos. Reclutan a un grupo
tesos canallas serían muy capaces y uno de ellos es Ned Russell. Todavía está loco, pero
pueden enseñarle; los locos también aprenden. Le dan un trabajo y lo envían a hacerlo.
Lo envían aquí.
Se le ocurrió un pensamiento estremecedor, vívido, aterrador. Supongamos que todos
somos avestruces de la pajarera, se dijo. Supongamos que no lo sabes; Interplan Oeste
cortó un conducto de memoria en nuestro endemoniado cerebro. Eso explicaría nuestra
incapacidad para funcionar como grupo. Por eso ni siquiera nos podemos hablar con
claridad. Los locos pueden aprender, pero no pueden funcionar colectivamente... salvo
como turbamulta. Pero eso no es funcionad es locura masiva.
Así que somos un experimento, pensó. Ahora sé lo que queríamos saber. Y eso podría
explicar por qué tengo ese tatuaje en el empeine derecho, esa leyenda que dice Persus 9.
Pero eran demasiadas suposiciones a partir de un solo dato: el hecho de que Russell
no tuviera un ejemplar del Libro de Specktowsky.
Quizá esté en su maldita habitación, pensó de inmediato. Dios, claro que sí, allí está.
Se alejó de los narizones y diez minutos más tarde llegó a las viviendas y subió al
porche. El porche donde había muerto Susie Smart... frente al porche donde habían
muerto Tony Dunkelwelt y el viejo Bert.
Debemos sepultarlos, comprendió. Trató de no pensar en eso.
Primero debo mirar las otras cosas de Russell.
La puerta estaba cerrada con llave.
Con una palanca —sacada de su variada suma de bienes mundanos, su heterogénea
colección de trastos y tesoros— forzó la puerta.
Allí, a plena vista, sobre la cama deshecha, estaban la billetera y los papeles de
Russell. Su traslado, todo lo demás, incluida la partida de nacimiento; Glen Belsnor les
echó un vistazo, sabiendo que allí había algo. El caos que había seguido a la muerte de
Susie los había confundido a todos; sin duda Russell no se proponía dejarlos allí. A
menos que, no estuviera acostumbrado a llevarlos... los avestruces de la pajarera no
llevaban identificación de ningún tipo.
En la puerta apareció el doctor Babble.
—No encuentro a la señora Rockingham —chilló con voz atemorizada.
—¿La sala de instrucciones? ¿La cafetería? —Quizá se haya ido a caminar, pensó.
Pero no lo creía. Roberta Rockingham caminaba con dificultad y no podía prescindir del
bastón, pues hacía tiempo que padecía una enfermedad circulatoria—. Le ayudaré a mirar
—gruñó, y él y Babble bajaron del porche y cruzaron el complejo, sin saber adónde ir;
Glen Belsnor se detuvo, comprendiendo que sólo huían atemorizados —Tenemos que
reflexionar. Espere un minuto. —¿Dónde demonios podrá estar?, se preguntó—. Esa
exquisita anciana —exclamó con frenética desesperación—. Ella nunca lastimó a nadie en
su vida. Malditos sean.
Babble asintió sombríamente.
 
Estaba leyendo. Al oír un ruido, alzó la vista y vio a un hombre desconocido, de pie en
la entrada de su pequeña y pulcra habitación.
—¿Sí? —dijo, bajando cortésmente su lector de microcintas—. ¿Es usted un nuevo
miembro de la colonia? Nunca lo he visto, ¿verdad?
—No, señora Rockingham —dijo el hombre con voz grata y afable. Usaba uniforme de
cuero con enormes guantes de cuero. Su cara despedía un resplandor, o quizá ella tenía
las gafas húmedas. El cabello, cortado al rape, relucía un poco, estaba segura de eso.
Qué bonita expresión tiene, se dijo. Tan pensativa, coma si hubiera pensado y hecho
muchas cosas maravillosas.
—¿Quiere un sorbo de bourbon con agua? —preguntó. Hacia la tarde bebía un trago;
le aliviaba el perpetuo dolor de las piernas. Hoy, sin embargo, podían disfrutar de su Old
Crow un poco más temprano.
—Gracias —dijo el hombre. Era alto, y muy esbelto. Se quedaba en la puerta sin entrar
del todo, como si estuviera adherido al exterior, que en cualquier momento volvería a
succionarlo. Quizá sea una Manifestación, pensó ella, como lo llaman los entendidos en
teología de esta colonia. Trató de distinguirlo con mayor claridad, pero el polvo de las
gafas (o lo que fuera) lo volvía borroso. No atinaba a verlo con precisión.
—¿Puede traerlo? —dijo la señora Rockingham, señalando—. Hay un cajón en esa
desvencijada mesilla, junto a la cama. Allí encontrará la botella de Old Crow, y tres vasos.
Válgame, no tengo soda. ¿Estará bien con agua de grifo embotellada? ¿Y sin hielo?
—Sí —dijo el hombre, y cruzó la habitación. Tenía botas altas; observó ella. Qué
atractivo.
—¿Cómo se llama? —le preguntó.
—Sargento Ely Nichols. —El hombre abrió el cajón, sacó la botella y dos vasos—. Su
colonia ha sido relevada. —Me enviaron aquí para recogerla y llevarla a casa. Desde el
principio supieron que la transmisión satelital funcionaba mal.
—¿Entonces todo ha terminado? —preguntó ella con alegría.
—Ha terminado —dijo él. Llenó los dos vasos de bourbon y agua, le dio el suyo, se
sentó frente a ella en una silla de respaldo recto. Sonreía.
 
 
11
 
Glen Belsnor, buscando en vano a Roberta Rockingham, vio a un grupo de gente que
se dirigía al complejo. Eran los que se habían ido: Frazer y Thugg, Maggie Walsh, el
recién llegado Russell, Mary y Seth Morley. Estaban todos, ¿o no?
Con el corazón agitado, Belsnor preguntó:
—No veo a Betty Jo Berm. ¿Está lastimada? ¿La han abandonado, canallas? —Les
clavó los ojos. La mandíbula le temblaba con rabia impotente—. ¿Es eso?
—Ha muerto —dijo Seth Morley.
—¿Cómo? —preguntó. El doctor Babble se le acercó. Los dos esperaron juntos
mientras los cuatro hombres y las dos mujeres se aproximaban.
—Se ahogó —dijo Seth Morley. Miró alrededor—. ¿Dónde está ese chico, Dunkelwelt?
—Muerto —dijo el doctor Babble.
—¿Y Bert Kosler? —preguntó Maggie Walsh.
Ni Babble ni Belsnor respondieron.
—Entonces también ha muerto —dijo Russell.
—Así es —admitió Belsnor—. Quedamos ocho. Roberta Rockingham ha desaparecido,
así que quizá también esté muerta. Creo que debemos entender que lo está.
—¿No se quedaron juntos? —preguntó Russell.
—¿Y ustedes? —replicó Glen Belsnor.
De nuevo hubo silencio. En alguna parte de la lejanía, un viento cálido arrastraba polvo
y frágiles líquenes; un remolino se elevó sobre los edificios principales del complejo y se
disipó. Glen Belsnor aspiró ruidosamente el aire, que olía mal. Como si hubieran puesto a
secar pieles de perros muertos, pensó.
La muerte, pensó. No puedo pensar en otra cosa. Y es fácil entender por qué. La
muerte ha tapado todo lo demás; en menos de veinticuatro horas, se ha convertido en eje
de nuestra vida.
—¿No pudieron traer su cuerpo? —les preguntó.
—Se fue corriente abajo —dijo Seth Morley—. Y se quemó. —Se acercó a Belsnor y
preguntó—: ¿Cómo murió Bert Kosler?
—Tony lo acuchilló.
—¿Y Tony?
—Yo le disparé. Para que no me matara.
—¿Y qué hay de Roberta Rockingham? ¿También le disparó?
—No —dijo Belsnor lacónicamente.
—Creo que tendremos que elegir un nuevo líder —dijo Frazer.
—Tuve que dispararle —declaró Belsnor—. Habría matado a todos los demás.
Pregúntele a Babble, él me respaldará.
—No puedo respaldarlo —dijo Babble—. Tengo tantos datos como los demás. Sólo
cuento con su testimonio.
—¿Qué usaba Tony como arma? —preguntó Seth Morley.
—Una espada —dijo Belsnor—. Puede verla. Todavía está en su habitación.
—¿Dónde consiguió el arma con que le disparó? —preguntó Russell.
—La tenía yo —dijo Belsnor. Se sentía débil y descompuesto—. Hice lo que pude. Hice
lo que tenía que hacer.
—Así que «ellos» no son responsables de todas las muertes —dijo Seth Morley—.
Usted es responsable de la muerte de Tony Dunkelwold y él es responsable de la de Bert.
—Dunkelwelt —corrigió Belsnor, sin mayor énfasis.
—Y no sabemos si la señora Rockingham ha muerto. Puede haber huido, quizá por
miedo.
—Imposible —dijo Belsnor—. Estaba demasiado enferma.
—Creo que Frazer tiene razón —dijo Seth Morley—. Necesitamos otro líder. —A
Babble le preguntó—: ¿Dónde está su arma?
—La dejó en la habitación de Tony —dijo Babble.
Belsnor se alejó de ellos, dirigiéndose a la habitación de Tony Dunkelwelt.
—Deténganlo. —dijo Babble.
Ignatz Thugg, Wade Frazer, Seth Morley y Babble se adelantaron a Belsnor, subieron
al trote la escalinata del porche y entraron en el cuarto de Tony Russell, con aire distante,
se quedó con Belsnor y Maggie Walsh.
Saliendo por la puerta de Tony, Seth Morley levantó la pistola y dijo:
—Russell, ¿no cree que estamos haciendo lo correcto?
—Devuélvale el arma —dijo Russell.
Seth Morley quedó atónito, pero no le llevó el arma a Belsnor.
—Gracias —le dijo Belsnor a Russell—. Su apoyo me viene bien. —A Morley y los
demás les dijo—: Devuélvanme el arma, como dice Russell. De todos modos no está
cargada. Le saqué las balas. —Esperó con la mano extendida.
Bajando la escalinata con el arma en la mano, Seth Morley dijo con grandes reservas:
—Usted mató a alguien.
—Tuvo que hacerlo —dijo Russell.
—Guardaré el arma —dijo Seth Morley.
—Mi esposo será el líder —dijo Mary Morley—. Creo que es muy buena idea. Creo que
les parecerá excelente. En Tekel Upharsin ocupaba un puesto de gran autoridad.
—¿Por qué no se une a ellos? —le preguntó Belsnor a Russell.
—Porque sé lo que ocurrió. Sé lo que usted tuvo que hacer. Si logro hablar con ellos,
quizá pueda... —Se interrumpió. Belsnor se volvió hacia el grupo de hombres para ver
qué sucedía.
Ignatz Thugg empuñaba la pistola. Se la había arrebatado a Morley; ahora encañonaba
a Belsnor con una sonrisa siniestra.
—Démela —le dijo Seth Morley; todos le gritaban a Thugg, pero él seguía
encañonando a Belsnor sin mosquearse.
—Yo soy el líder ahora —dijo Thugg—. Con o sin votación. Pueden votarme si quieren,
pero no importa. —Y a los tres hombres que tenía alrededor les dijo—: Vayan allá, donde
están ellos. No se me acerquen demasiado. ¿Entendido?
—No está cargada —repitió Belsnor.
Seth Morley parecía deprimido; tenía la cara seca y pálida, como si supiera —
obviamente lo sabía— que él era responsable de que Thugg se hubiera adueñado del
arma.
—Yo sé qué hacer —dijo Maggie Walsh. Metió la mano en el bolsillo y sacó un
ejemplar del Libro de Specktowsky.
Sabía que había hallado el modo de arrebatarle el arma a Ignatz Thugg. Abriendo el
Libro al azar, caminó hacia él, y mientras caminaba leyó el Libro en voz alta:
—«Así puede decirse —recitó— que Dios-en-la-historia muestra varias fases: 1) el
período de pureza que precedió al despertar del Destructor de Formas; 2) el período de la
Maldición, cuando el poder de la Deidad era más débil, y el poder del Destructor de
Formas más grande, y esto porque Dios no había percibido al Destructor de Formas y así
fue sorprendido; 3) el nacimiento de Dios-en-la-Tierra, señal de que había concluido el
período de Maldición Absoluta y Extrañamiento respecto de Dios; 4) el período actual...»
—Casi había llegado a él; Ignatz Thugg permanecía inmóvil, arma en mano. Ella siguió
leyendo el texto sagrado—. «El período actual, donde Dios recorre el mundo, redimiendo
ahora a los sufrientes, y luego a todas las formas de vida a través de su figura de
Intercesor, quien...»
—Regrese allá —le dijo Thugg—. O la mataré.
—«Quien por cierto todavía vive, aunque no en este círculo; 5) el siguiente y último
período...»
Un estampido vibrante resonó en sus tímpanos; ensordecida, retrocedió un paso y
sintió un gran dolor en el pecho; sintió que sus pulmones morían por obra de ese impacto
desgarrador. La escena que la rodeaba perdió nitidez, la luz se disipó y sólo vio
oscuridad. Seth Morley, trató de decir; pero no salió ningún sonido. Y aun así oía ruidos:
algo vasto y distante que pistoneaba violentamente en la oscuridad.
Estaba sola.
El ruido era un tamborileo sordo. Vio colores iridiscentes mezclados con una luz que
viajaba como líquido; formaba círculos dentados y girándolas y subía a ambos lados de
ella. Arriba esa Cosa enorme palpitaba amenazadoramente; ella oía la llamada de su voz
imperiosa y furibunda. La urgencia de su actividad la intimidaba; no pedía, sino que
exigía. Le decía algo; ella sabía lo que significaban esas enormes palpitaciones. Un latido
incesante. Aterrada, llena de dolor físico, Maggie la invocó:
—Libera me, Domine —dijo—. De morte aeterna, in die irla tremenda.
Los latidos continuaban y esa presencia la arrastraba. En la periferia de su visión, vio
un espectáculo fantástico, vio una gran ballesta, y sobre ella el Intercesor. La cuerda
estaba tensa, el Intercesor estaba colocado como una flecha; y luego, sin sonido, el
Intercesor fue disparado hacia arriba, hacia el menor de los anillos concéntricos.
—Agnus Dei —dijo ella—, gui tollis peccata mundi: —Tenía que apartar la vista de esa
vorágine palpitante; miró hacia abajo y vio, a gran distancia, un vasto y escarchada
paisaje de nieve y rocas, barrido por un viento iracundo. Mientras ella observaba, más
nieve se apilaba sobre las rocas. Una nueva glaciación, pensó, y descubrió que le costaba
pensar y hablar en su lengua—. Lacrymosa dies irla —dijo, jadeando de dolor; todo su
pecho parecía un bloque de sufrimiento—. Qua resurget ex favilla, judicandus homo reus.
—Parecía mitigar el dolor con esta necesidad de expresarse en latín, un idioma que
nunca había estudiado y del que no sabía nada—. Huic ergo arce, Deus. Pie Jesu
Domine, dona eis requiero.
Los latidos continuaban.
Un abismo se abrió a sus pies. Comenzó a caer; el gélido paisaje de ese mundo
infernal subía hacia ella.
—¡Libera me, Domine, de morse aeterna! —repitió. Pera aún caía; casi había llegado al
mundo infernal, y al parecer nada la rescataría.
Una sombra de alas inmensas se elevó, como una gran libélula de metal con la cabeza
erizada de espinas. Pasó junto a ella seguida por un viento cálido y ondulante.
—Salve me, fons pietatis —le rogó ella; lo reconocía y no se sentía sorprendida de
verlo. El Intercesor, elevándose del mundo infernal, regresando al fuego de los anillos
interiores más pequeños.
Luces multicolores florecieron por todas partes; vio una luz roja y humosa que ardía a
poca distancia y, confundida, se volvió hacia ella. Pero algo la detuvo. El color
equivocado, pensó. Debería buscar una luz nítida y blanca, el seno apropiado para
renacer. Ascendió, llevada por el cálido viento del Intercesor. La luz roja y humosa quedó
atrás y en cambio vio a la derecha una luz amarilla, potente; fija. Se impulsó hacia ella con
todas sus fuerzas.
El dolor del pecho parecía haber menguado; todo su cuerpo le parecía borroso.
Gracias, pensó; por aliviar mi padecimiento agradezco eso. Lo he visto, se dijo; he visto al
intercesor y a través de él tengo una oportunidad de sobrevivir. Guíame, pensó. Llévame
hacia la luz de color adecuado. Al nuevo nacimiento adecuado.
Apareció la luz blanca y nítida. La buscó con anhelo, y algo la ayudó a impulsarse.
¿Estás enfadado conmigo?, pensó, refiriéndose a la presencia enorme y palpitante. Aún
sentía los latidos, pero ya no estaban destinados a ella; palpitaría por toda la eternidad
porque estaba más allá del tiempo, fuera del tiempo, porque nunca había estado en el
tiempo. Y tampoco había espacio; todo era un abarrotamiento bidimensional, como figuras
robustas pero toscas dibujadas por un niño o un hombre primitivo. Figuras brillantes y
coloridas, pero absolutamente chatas... y conmovedoras.
—Mors stupebit et natura —dijo—. Cura resurget creatura, judicanti responsura. —De
nuevo disminuyeron las palpitaciones. Me ha perdonado, se dijo. Está dejando que el
Intercesor me lleve a la luz correcta.
Voló hacia la luz nítida y blanca, siempre pronunciando cada tanto piadosas frases
latinas. El dolor del pecho se había ido del todo y no sentía peso; su cuerpo había dejado
de consumir tiempo y espacio.
Vaya, pensó. Esto es maravilloso.
La Presencia Central aún palpitaba, pero ya no para ella; ahora palpitaba para otros.
El día de la Auditoría Final había llegado para ella, había llegado y pasado. La habían
juzgado y el juicio era favorable. Experimentaba una alegría total y absoluta. Y, como una
mariposa entre novas, aleteaba subiendo hacia la luz.
 
—No quise matarla —murmuró Ignatz Thugg. Miraba el cuerpo de Maggie Walsh—. No
sabía qué iba a hacer. Seguía viniendo hacia mí. Pensé que buscaba el arma—. Señaló a
Glen Belsnor con un hombro acusatorio—. Y él dijo que estaba descargada.
—Tiene razón —dijo Russell—. Ella iba a buscar el arma.
—Entonces no actué mal —dijo Thugg.
Nadie habló por un rato.
—No entregaré el arma —dijo Thugg al fin.
—Estupendo, Thugg —dijo Babble—. Quédese con ella. Así veremos cuántos otros
inocentes quiere matar.
—Yo no quería matarla. Thugg encañonó al doctor Babble—. Nunca había matado a
nadie. ¿Quién quiere la pistola? —Miró frenéticamente a los demás—. Hice exactamente
lo que hizo Belsnor, ni más ni menos. Él y yo somos iguales. Así que no estoy dispuesto a
darle la pistola a él—. Thugg, respirando agitadamente, aferraba la pistola y miraba a los
demás con ojos desorbitados.
Belsnor se acercó a Seth Morley.  
—Tenemos que quitársela.
—Lo sé —dijo Seth Morley. Pero no se le ocurría un modo de obtenerla. Si Thugg
había matado sólo porque alguien (y para colmo una mujer) se le había acercado leyendo
el Libro, dispararía contra cualquiera con el menor pretexto.
Ahora la psicosis de Thugg era flagrante y manifiesta. Había matado a Maggie Walsh
porque quería hacerlo, y Seth Morley entendió algo que antes no había entendido.
Belsnor había matado, pero contra su voluntad. Thugg había matado por puro placer.
Eso cambiaba las cosas. Belsnor no era un peligro, a menos que ellos mismos se
volvieran homicidas. En ese caso, Belsnor dispararía. Pero si nadie lo provocaba...
—No lo hagas —le dijo su esposa al oído.
—Tenemos que recobrar el arma —dijo Seth Morley—. Y la tiene por culpa mía. Dejé
que me la arrebatara. —Extendió la mano frente a Ignatz Thugg—. Démela —dijo, y sintió
que su cuerpo se encogía de temor; su cuerpo se preparó para morir.
 
 
12
 
—El lo matará —dijo Russell. Él también caminó hacia Ignatz Thugg. Todos los demás
miraban—. Nos debe devolver esa pistola —le dijo a Thugg. Y a Seth Morley—: Quizá
sólo pueda dispararle a uno de nosotros. Yo conozco esa pistola; no se puede disparar
rápidamente. Podrá hacer un disparo y eso será todo —Se desplazó hacia el otro lado de
Thugg, acercándose en un ángulo amplio—. Vamos, Thugg —dijo, y extendió la mano.
Thugg giró hacia él con incertidumbre. Seth Morley avanzó rápidamente.
—Maldito sea, Morley —dijo Thugg. Movió el cañón de la pistola, pero la inercia
impulsaba a Seth Morley hacia delante. Morley chocó con el flaco pero musculoso cuerpo
de Ignatz Thugg, que olía a grasa capilar, orina y sudor.
—Atrapémoslo —gritó Belsnor, y también él corrió hacia Thugg, tratando de sujetarlo.
Maldiciendo, Thugg se desasió de Seth Morley. Con la expresión neutra de un
psicópata, los ojos fríos y chispeantes, la boca distorsionada en una línea ondulante,
disparó.
Mary Morley gritó.
Seth Morley alzó el brazo izquierdo y se tocó el hombro derecho y sintió que la sangre
le empapaba la camisa. El estampido lo había paralizado; cayó de rodillas, temblando de
dolor, comprendiendo borrosamente que Thugg le había disparado en el hombro. Estoy
sangrando, pensó. Cielos, no le quité el arma. Se esforzó para abrir los ojos. Vio que
Thugg corría, deteniéndose un par de veces para disparar, pero no le acertó a nadie;
todos se habían desperdigado, incluso Belsnor.
—Ayúdenme —jadeó Seth Morley. Y Belsnor, Russell y el doctor Babble se le
acercaron sin dejar de mirar a Thugg.
En el otro extremo del complejo, junto a la entrada de la sala de instrucciones, Thugg
se detuvo; respirando entrecortadamente, le apuntó a Seth Morley y disparó una vez más.
La bala pasó junto a Morley sin dar en el blanco. Thugg giró espasmódicamente y huyó a
la carrera.
—¡Frazer! —exclamó Babble—. ¡Ayúdenos a llevar a Morley a la enfermería! Pronto,
creo que está sangrando por una arteria cortada.
Wade Frazer se acercó deprisa. Él, Belsnor y Ned Russell levantaron a Seth para
trasladarlo a la enfermería.
—Usted no morirá —jadeó Belsnor mientras lo depositaban en la mesa de metal—. Él
liquidó a Maggie, pero no pudo con usted. —Alejándose de la mesa, Belsnor sacó un
pañuelo y, temblando, se sonó la nariz—. Esa pistola debió seguir en mis manos. ¿Lo
entienden ahora?
—Cállese y lárguese de aquí —dijo Babble, mientras encendía el esterilizador y
preparaba los instrumentos quirúrgicos. Luego hizo un torniquete alrededor del hombro
herido de Seth Morley. La hemorragia continuaba; y la sangre formaba un charco en la
mesa—. Tendré que abrirlo, buscar los extremos de la arteria para unirlos —dijo. Arrojó el
torniquete, encendió la máquina de suministro de sangre artificial. Usando una pequeña
herramienta quirúrgica para abrir un agujero en el flanco de Seth Morley, sujetó
diestramente, el tubo de alimentación de suministro de sangre—. No puedo parar la
hemorragia. Tardaré diez minutos en penetrar, encontrar los extremos de la arteria y
soldarlos. Pero no morirá desangrado. —Abrió el esterilizador y sacó una bandeja de
instrumentos humeantes. Diestra y rápidamente; cortó la ropa de Seth Morley. Poco
después empezó a explorar el hombro herido.
—Tendremos que vigilar a Thugg —dijo Russell—. Maldición. Ojalá dispusiéramos de
otras armas. Una sola pistola, y la tiene él.
—Yo tengo una pistola tranquilizante —dijo Babble. Sacó un manojo de llaves, se las
arrojó a Belsnor—. Ese armario cerrado, por allá. —Señaló—. La llave que tiene la cabeza
con forma de diamante.
Russell abrió el armario y sacó un largo tubo con mira telescópica.
—Bien, bien —dijo—. Esto puede venir bien. ¿Tiene alguna otra munición, además de
tranquilizantes? Conozco la cantidad de tranquilizantes que usan éstos; quizá lo aturdiría
pero...
—¿Quiere liquidarlo? —preguntó Babble, dejando de escarbar en el hombro de Seth
Morley.
—Sí —dijo Belsnor al fin. Y Russell dio su acuerdo.
—Tengo otras municiones —dijo Babble—. Municiones mortíferas. En cuanto termine
con Morley, iré a buscarlas.
Tendido en la mesa, Seth Morley logró distinguir el arma tranquilízame de Babble. Se
preguntó si eso los protegería, si Thugg regresaría para matarlos a todos. Quizá me mate
mientras estoy tendido aquí, indefenso.
—Belsnor —jadeó—, no deje que Thugg regrese esta noche para matarme.
—Me quedaré con usted —dijo Belsnor, y lo palmeó con el canto de la mano—. Y
estaremos armados con esto. —Le mostró la pistola tranquilizante de Babble mientras la
estudiaba. Ahora parecía más confiado, y los demás también.
—¿Le dio demerol a Morley? —preguntó Russell al doctor Babble.
—No tengo tiempo —dijo Babble, y siguió trabajando.
—Yo se lo daré —dijo Frazer—, si me dice dónde está, y dónde están las
hipodérmicas.
—Usted no está cualificado para esto —dijo Babble.
—Y usted no está cualificado para hacer cirugía —dijo Frazer.
—Tengo que hacerlo —dijo Babble—. De lo contrario, morirá. Pero puede aguantar sin
analgésico.
Mary Morley se agachó junto a su esposo para hablarle al oído.
—¿Puedes soportar el dolor?
—Sí —dijo Morley tensamente.
La operación continuó.
Yacía en la penumbra. Al menos la bala está fuera de mí, pensó con somnolencia. Y
me han inyectado demerol por vía intravenosa e intermuscular... y no siento nada. ¿Habrá
suturado bien la arteria?
Una máquina compleja monitoreaba su actividad interna: verificaba el estado de su
presión sanguínea, su ritmo cardíaco, su temperatura y su aparato circulatorio. Pero
¿donde está Babble? ¿Y dónde está Belsnor?
—Belsnor —llamó—, ¿dónde está usted? Prometió que no me abandonaría.
Apareció una silueta oscura. Belsnor, empuñando la pistola tranquilizante con ambas
manos.
—Aquí estoy. Cálmese.
—¿Dónde están los demás?
—Sepultando a los muertos —dijo Belsnor—. Tony Dunkelwelt, el viejo Bert, Maggie
Walsh... están usando un equipo de excavación que quedó después de la construcción
del complejo. Y Talichief. También lo sepultamos a él. El primero en morir. Y Susie. La
pobre tonta Susie.
—Lo cierto es que no logró matarme —dijo Seth Morley.
—Quería hacerlo. Hizo todo lo posible.
—No debimos haber intentado arrebatarle la pistola a usted —dijo Seth Morley. Ahora
lo sabía, aunque no sirviera de nada.
—Debió escuchar a Russell —dijo Belsnor—. Él sabía.
—Ahora es fácil darse cuenta —replicó Morley. Pero era evidente que Belsnor tenía
razón. Russell había intentado aconsejarlos y ellos, presa del pánico, no habían
escuchado—. ¿No hay rastros de la señora Rockingham?
—Ninguno. Hemos registrado todo el complejo. Ha desaparecido, y también Thugg.
Pero sabemos que Thugg está vivo. Un psicópata armado y peligroso.
—No sabemos si está vivo —dijo Seth Morley—. Quizá se haya matado. O lo que mató
a Tallchief y Susie pudo matarlo a él también.
—Quizá. Pero no podemos confiar en eso. —Belsnor miró el reloj—. Estaré fuera,
desde donde podré ver la excavación y cuidarlo al mismo tiempo. Hasta luego. —Palmeó
a Morley en el hombro izquierdo, salió de la habitación en silencio y se perdió de vista.
Seth Morley cerró cansado los ojos. El olor de la muerte, pensó, está por todas partes.
Nos inunda. ¿Cuánta gente hemos perdido?, se preguntó. Tallchief, Susie, Roberta
Rockingham, Betty Jo Berm, Tony Dunkelwelt, Maggie Walsh, el viejo Bert Kosler. Siete
muertos. Y quedamos siete. Han liquidado a la mitad en menos de veinticuatro horas.
Y para esto, pensó, nos fuimos de Tekel Upharsin. Qué macabra ironía; todos vinimos
aquí porque queríamos vivir con mayor plenitud. Queríamos ser útiles. En esta colonia
todos tenían un sueño. Tal vez ése era nuestro defecto, pensó. Estábamos demasiado
encerrados en nuestros mundos de ensueño. No podemos salir de ellos; por eso no
funcionamos como grupo. Y algunos, como Thugg y Dunkelwelt... algunos están locos de
remate.
El cañón de un arma le tocó la sien.
—Silencio —ordenó una voz.
Un segundo hombre, vestido de cuero negro, caminó hacia el frente de la enfermería,
empuñando una pistola energética.
—Belsnor está fuera —le dijo al hombre que apoyaba el arma en la cabeza de Seth
Morley—. Me encargaré de él.
Apuntó el arma y disparó; un arco eléctrico brotó del ánodo en espiral de la pistola y se
conectó con Belsnor, convirtiéndolo momentáneamente en un terminal catódico. Belsnor
tembló, cayó de rodillas. Se desplomó de costado y quedó inmóvil, la pistola tranquilizante
a un lado.
—Los otros —dijo el hombre agazapado junto a Seth Morley.
—Están sepultando a sus muertos. No se darán cuenta. Ni siquiera su esposa está
aquí.
Se acercó; el hombre que estaba junto a él se levantó y ambos estudiaron un instante a
Seth Morley. Ambos usaban ropa de cuero negro y él se preguntó quiénes eran.
—Morley —dijo el primer hombre—, lo sacaremos de aquí.
—¿Por qué?
—Para salvarle la vida —dijo el segundo. Rápidamente sacaron una camilla y la
pusieron junto a la cama de Morley.
 
 
13
 
Detrás de la enfermería una pequeña nave petardo relucía en la noche iluminada por la
luna. Los dos hombres con uniforme de cuero negro llevaron a Morley hasta la escotilla
del petardo. Uno de ellos la abrió. Alzaron la camilla y la metieron cuidadosamente en la
nave.
—¿Belsnor está muerto? —preguntó Morley.
—Aturdido —dijo el primer hombre.
—¿Adónde vamos? —preguntó Morley.
—A un sitio al que le gustaría ir. —El segundo uniformado se sentó ante el tablero de
mandos, encendió interruptores, ajustó perillas y medidores. El petardo se elevó en el
cielo nocturno—. ¿Está cómodo, señor Morley? Lamento que hayamos tenido que ponerlo
en el piso, pero el viaje no será muy largo.
—¿Pueden decirme quiénes son ustedes? —preguntó Morley.
—Sólo díganos si está cómodo —dijo el primer hombre.
—Estoy cómodo —dijo Morley.
Distinguía la pantalla de video del petardo; en ella, como si fuera de día, vio árboles y
una vegetación más baja compuesta por arbustos y líquenes. Y un relámpago de luz: un
río.
Luego, en la pantalla, vio el Edificio.
El petardo se preparó para aterrizar. En el tejado del Edificio.
—¿No le interesaba este sitio? —dijo el primer hombre de cuero negro.
—Sí —admitió Morley.
—¿Aún quiere ir?
—No —dijo Morley.
—No lo recuerda, ¿verdad? —dijo el primer hombre.
—No —dijo Morley. Respiraba con dificultad, tratando de conservar las fuerzas—. Hoy
lo vi por primera vez.
—Oh, no —dijo el segundo hombre—. Lo había visto antes.
Las luces de advertencia del tejado del Edificio destellaron mientras el petardo
aterrizaba con torpeza.
—Maldito sea ese rayo —dijo el primer hombre—. Vuelve a funcionar de manera
irregular. Yo tenía razón, debimos descender manualmente.
—No podía aterrizar en este tejado —dijo el segundo hombre—. Es demasiado
irregular. Chocaría contra una de esas hidrotorres.
—Creo que no trabajaré más contigo —dijo el primer hombre—, si no sabes descender
con una nave tamaño B en un tejado tan grande.
—El tamaño no tiene nada que ver. Me molestan los obstáculos imprevisibles. Hay
demasiados. —Fue hasta la escotilla y la abrió manualmente. Entró una brisa nocturna
con olor a violetas, y también el monótono y quejumbroso rugido del Edificio.
Al ponerse de pie, Seth Morley estiró la mano hacia la pistola energética que el hombre
de la escotilla sostenía con descuido.
El hombre tardó en reaccionar; había dejado de mirar a Seth Morley por un instante,
para preguntarle algo a su compañero. Lo cierto es que no lo vio a tiempo. Su compañero
ya le había gritado una advertencia, pero no reaccionó.
La pistola resbaló y se le escapó; Seth Morley se arrojó sobre ella, tratando de
agarrarla.
Un impulso eléctrico de alta frecuencia, activado por el hombre de los controles, pasó
junto a él. El hombre había fallado el disparo. Seth Morley se apoyó en el hombro sano,
trató de incorporarse y contraatacó.
Su descarga alcanzó al hombre de los controles encima de la oreja derecha. Al mismo
tiempo, Seth Morley giró y le disparó al otro, que se arrojaba sobre él. A tan poca
distancia, el impacto fue brutal; el hombre se convulsionó, cayó hacia atrás, se desplomó
con estrépito sobre un complejo de instrumentos montado en el otro extremo del petardo.
Morley cerró la escotilla, la trabó, cayó al piso. La sangre le empapaba el vendaje del
hombro, goteando en el piso. Le zumbaba la cabeza y sabía que en un instante se
desmayaría.
Se encendió un altavoz montado sobre el tablero de instrumentos.
—Señor Morley, sabemos que ha tomado control del petardo. Sabemos que nuestros
dos hombres están inconscientes. Por favor, no despegue. Su hombro no fue bien
operado; la sutura de la arteria es defectuosa. Si no abre la escotilla y nos permite
brindarle asistencia médica inmediata, quizá no sobreviva otra hora.
Vete al demonio, pensó Seth Morley. Se arrastró hacia el tablero, llegó a uno de los dos
asientos, se levantó con el brazo sano; procuró sujetarse y finalmente se acomodó.
—Usted no está entrenado para pilotar un petardo de alta velocidad —dijo el altavoz.
Evidentemente la nave poseía monitores que les informaban lo que él hacía.
—Puedo conducirlo —resopló Seth Morley; sentía una opresión en el pecho y le
costaba inhalara En el tablero había varios interruptores marcados con trayectorias de
vuelo programadas en cinta. Ocho en total. Escogió una al azar, movió el interruptor.
Nada pasó.
Todavía está dominado por el rayo entrante, comprendió. Tengo que desactivarlo.
Encontró la llave y lo desconectó. El petardo tembló y se remontó poco a poco en el
cielo nocturno.
Algo está mal, se dijo. El petardo no funciona bien. Los alerones deben de estar
todavía en posición de aterrizaje.
Apenas podía ver. La cabina del vehículo había empezado a oscurecerse; Morley cerró
los ojos, se estremeció, abrió los ojos de nuevo. Cielos, pensó. Me estoy desmayando.
¿Esta cosa se estrellará o igual seguirá volando? Y en tal caso, ¿adónde?
Cayó del asiento al piso del petardo. La negrura lo rodeó y lo engulló.
Mientras Morley permanecía inconsciente, el petardo continuó su vuelo.
 
Una hiriente luz blanca le abofeteó la cara; sintió el quemante resplandor y apretó los
ojos con fuerza, pero en vano.
—Basta —dijo; trató de alzar los brazos, pero no le respondían. Logró abrir los ojos;
miró alrededor temblando de debilidad.
Los dos hombres uniformados de negro seguían donde él los había visto por última
vez. No tuvo que examinarlos para saber que estaban muertos. Entonces, Belsnor estaba
muerto. El arma no aturdía: mataba.
¿Dónde estoy ahora?, se preguntó.
La pantalla del petardo aún estaba encendida, pero su lente enfocaba alguna
obstrucción; allí sólo veía una superficie blanca y chata.
Ha pasado mucho tiempo, se dijo, haciendo rotar la esfera que controlaba la pantalla.
Se tocó cautelosamente el hombro herido. La hemorragia había cesado. Quizá le habían
mentido; quizá Babble lo hubiera operado bien, pese a todo.
Ahora la pantalla mostraba...
Una gran ciudad muerta. Debajo de él. El petardo se había posado en un campo de
fuerza, sobre las torres más altas de la red urbana.
Ningún movimiento ni vida. Nadie vivía en la ciudad; por la pantalla veía decadencia, un
deterioro absoluto e incesante: Como si fuera; pensó, la ciudad del Destructor de Formas.
El altavoz montado sobre el tablero de mandos no emitía ningún sonido. No recibiría
ayuda por allí.
¿Dónde diablos estoy?, se preguntó. ¿En qué parte de la galaxia hay una ciudad de
este tamaño que haya sido abandonada, entregada a la muerte? Cedida a la erosión y la
podredumbre: Hace un siglo que está muerta, se dijo, azorado.
Se levantó penosamente y fue a la escotilla. La abrió eléctricamente, no tenía fuerzas
para hacer funcionar la manivela manual, que era más rápida, y miró afuera.
El aire era rancio y frío. Morley escuchó. Ningún sonido.
Reuniendo fuerzas, salió a los tumbos de la nave y bajó al tejado.
Aquí no hay nadie, se dijo.
Se preguntó si aún estaría en Delmak-O.
No hay un sitio como éste en Delmak-O, pensó. Porque Delmak-O es un mundo nuevo
para nosotros; no lo hemos colonizado. Salvo nuestro pequeño complejo de catorce
personas.
¡Y esto es antiguo!
Abordó con esfuerzo el petardo, fue al tablero de mandos y se sentó con torpeza. Se
quedó sentado un rato, meditando. ¿Qué debo hacer?, se preguntó. Tengo que encontrar
el modo de volver a Delmak-O. Miró el reloj. Habían pasado quince horas desde que los
dos hombres de cuero negro lo habían secuestrado. Se preguntó si los demás miembros
del grupo aún estarían con vida o ya los habrían eliminado a todos.
El piloto automático; tenía una caja de control por voz. La encendió.
—Llévame a Delmak-O. De inmediato —dijo por el micrófono.
Apagó el micrófono, se recostó, esperó.
La nave no hizo nada.
—¿No sabes dónde está Delmak-O?, preguntó por el micrófono. ¿Puedes llevarme
allá? Estuviste allá hace quince horas, ¿recuerdas?
Nada. Ninguna respuesta. Ningún movimiento. Ningún zumbido del motor de propulsión
iónica que indicara actividad. No tiene ningún engrama de vuelo para Delmak-O,
comprendió. Los dos hombres de uniforme negro habían conducido el petardo en forma
manual. O bien él estaba manejando incorrectamente el equipo.
Tratando de concentrarse, inspeccionó el tablero de mandos. Leyó todos los letreros:
interruptores, perillas, esfera de control, cada instrucción escrita. Ninguna pista. Allí no
podía aprender nada, y menos a hacerlo funcionar manualmente.
No puedo ir a ninguna parte, se dijo, porque no sé dónde estoy. Sólo podría volar al
azar. Lo cual supone aprender a operar esta cosa manualmente.
Un interruptor le llamó la atención; lo había pasado por alto la primera vez.
REFERENCIA, decía el interruptor. Lo encendió. Por un rato nada pasó. Luego el altavoz
del panel de control se activó con un graznido.
—Pregunta.
—¿Puedes indicarme mi posición?
—Busca en INFOVUELO.
—No veo nada en el tablero que diga INFOVUELO.
—No está en el tablero. Está montado encima del panel, a tu derecha.
Miró. Allí estaba.
Colocando la unidad INFOVUELO en posición operativa, dijo:
—¿Puedes decirme dónde estoy?
Estática, la apariencia de que algo funcionaba. Oyó un sonido tenue, casi un zumbido.
Un dispositivo mecánico se había activado. En el parlante sonó una voz de vódor, una
imitación electrónica de la voz humana.
—A la orrrden. Eztázzz en Londrrrezzz.
—¿Londres? —repitió Morley, azorado—. ¿Cómo es posible?
—Porrrrque volazzte allí.
Trató de entender, pero no lo consiguió.
—¿Te refieres a la ciudad de Londres, Inglaterra, ¿en la Tierra? —preguntó.
—Azzzí ezzz.
Al cabo de un rato recobró la compostura y logró hacerle otra pregunta..
—¿Puedo volar a Delmak-O en este petardo?
—Ezzzo reprrrezenta un vuelo de zeiz añoz-luz. Tu petardo no ezzztá equipado para
ezzze vuelo. Porrr ejemplo, no pozee impulzzzo zufizzziente para alejarrrze del planeta.
—La Tierra —murmuró. Bien, eso explicaba la ciudad desierta. Había oído decir que
todas las grandes ciudades de la Tierra estaban abandonadas. Ya no cumplían ninguna
función. No había población que se albergara en ellas porque todos habían emigrado,
salvo los avestruces.
—Mi petardo, entonces, es una lanzadera de alta velocidad, equipada únicamente para
vuelos homoplanetarios.
—Azzzí ezzz.
—Entonces sólo pude llegar aquí, a Londres, desde otro lugar del planeta.
—Azzzí ezzz.
A Morley le zumbaba la cabeza. Grasientas gotas de transpiración le humedecían la
cara.
—¿Puedes reconstruir mi trayectoria anterior? ¿Puedes determinar de donde vine?
—Zzzierrrtamente. —Un prolongado zumbido del mecanismo—. Zzzí. Volazzzte aquí
dezzzde el zzzziguiente orrrigen: 3868-222B. Y antezzz de ezzo...
—La notación de identificación me resulta incomprensible —dijo Morley—. ¿Puedes
traducirla a palabras?
—No, no hay palabrazzz para dezzzcribirrrla.
—¿Puedes programar mi petardo para efectuar un vuelo de regreso?
—Zzzí. Puedo intrrroduzzzirrr lazzz coorrrdenadazzz en tu equipo de contrrrol de vuelo.
También ezzztoy equipado para monitorearrr el vuelo en cazzzo de axidente. ¿Lo hago?
—Sí —dijo Morley, y se desplomó, exhausto y dolorido, sobre el tablero horizontal.
—¿Aún necesitazzz atenzzzión médica? —preguntó INFOVUELO.
—Sí —dijo Morley.
—¿Dezzzeazzz que el petardo te trrrazzzlade al puezzzto médico mázzz zzzerrrcano?
Moriey titubeó. En lo más profundo de su mente, algo le aconsejaba que respondiera,
que no:
—Estaré bien —dijo—. El viaje no será largo.
—En efecto, no lo zerrrá. Grrracias. Ahora introduzirrré las coorrrdenadaz para un vuelo
a 3R68-222B. Y reduzzziré al mínimo las prrrobabilidadez de axidente. ¿Correcto?
No pudo responder. El hombro le sangraba una vez más; evidentemente había perdido
más sangre de la que creía.
Ante él se encendieron luces, como en una pianola; distinguió vagamente su cálido
parpadeo. Oyó chasquido de interruptores. Era como tener la cabeza apoyada en un
flipper que iniciaba un juego gratuito. Y luego, tersamente, la nave se elevó en el cielo del
mediodía, sobrevoló Londres —si era Londres— y se dirigió al oeste.
—Dame confirmación oral —gruñó—. Cuando lleguemos.
—A la orrrden. Te dezzzperrrtaré.
—¿De veras hablo con una máquina? —murmuró Morley.
—Técnicamente zzzoy una constrrruxión arrrtifizzzial inorrrgánica, un protoorrrdenador.
Pero... —Siguió parloteando, pero Morley no oyó nada; se había vuelto a desmayar.
La nave continuó su corto vuelo.
 
—¡Nozzz acerrcamoz a las coorrrdenadaz 3R68-222B! —le chilló al oído una voz
aguda, despertándolo bruscamente.
—Gracias —dijo Morley, alzando la pesada cabeza para echar una ojeada turbia. Una
silueta maciza ocupaba la pantalla; por un instante no pudo identificarla: Sin duda no era
el complejo... de repente notó con horror que el petardo había regresado al Edificio—.
Espera —dijo frenéticamente—. ¡No aterrices ahí!
—Pero ezztamozzz en lazzz coorrrdenadaz 3R68...  
—Revoco esa orden —rugió Morley—. Llévame a las coordenadas anteriores.
Una pausa, y la unidad INFOVUELO dijo:
—El vuelo anterrrior ze orrriginó en un zitio al que ze llegó manualmente. Porrr tanto no
ezzztá regizzztrado en el equipo de guía. No tengo maneara de computarrrlo.
—Entiendo —dijo Morley. En realidad no le sorprendía. Miró cómo el Edificio se
empequeñecía mientras el petardo ascendía y lo sobrevolaba—. De acuerdo, dime cómo
tomar el control manual de esta nave.
—Prrrimero debezzz aprrretar el interruptor diez para canzelazión de órrrdenezzz.
Luego... ¿vezzz esa grrran bola de plázzztico? Hazzzla girrrar para contrrrolar la
trrrayectoria. Sugiero que prrractiquezzz antez que yo te entrrregue el contrrrol.
—Solo entrégame el control —dijo bruscamente Morley. Dos puntos negros se
elevaban desde el Edificio.
—Control entregado.
Morley hizo notar la esfera de plástico. El petardo corcoveó, se bamboleó, tembló y se
lanzó de trompa hacia el seco terreno.
—Alto, alto —advirtió INFOVUELO—. Eztázz bajando con demazzziada rapidezzz.
Morley movió la esfera hasta encontrar un curso razonablemente horizontal.
—Quiero perder de vista esas dos naves queme siguen —dijo.
—Tu capazzzidad para operarrr ezta nave no ezzz zuficiente para...
—¿Puedes hacerlo tú? —interrumpió Morley.
—Pozeo diverrrzzzoz patrrronez de vuelo aleatorio —respondió la unidad
INFOVUELO—, cualquiera de lozzz cualezzz tenderá a dezorientarrrlozzz.
—Escoge uno —dijo Morley— y úsalo.
Las dos naves que lo perseguían estaban mucho más cerca. En la pantalla vio que del
morro de cada una asomaba un cañón de 8 milímetros. En cualquier momento abrirían
fuego.
—Currrzzzo aleatorio en operazzzión —dijo INFOVUELO—. Por favorrrr, zujétate..
Morley aferró a duras penas el cinturón de seguridad. Mientras sujetaba la hebilla, el
petardo se elevó bruscamente, rodando en un rizo Immelmann. Terminó la maniobra
volando en dirección opuesta, muy por encima de las naves perseguidoras.
—Nozzz tienen en radarrr —informó INFOVUELO—. Lazzz dozzz navezzz
antedichazzz. Progrrramaré equipo de control de vuelo para realizarrr accionezzz
evazivazzz. Porrr tanto volaremozzz brevemente a razzz del zuelo. No te alarrrmez.
La nave se zambulló como un ascensor desquiciado; el aturdido Morley se apoyó la
cabeza en el brazo y cerró los ojos. Luego, con igual brusquedad; el petardo se niveló.
Volaba erráticamente, compensando a cada momento las variaciones de altitud del
terreno.
Morley se quedó tendido en el asiento, mareado por los giros, ascensos y descensos.
Oyó un estallido sordo. Una de las naves perseguidoras había disparado el cañón o
lanzado un misil aire-aire. Despabilándose de golpe, estudió la pantalla. ¿Había pasado
cerca?
A lo lejos, en el terreno agreste, vio una alta columna de humo negro. El disparo había
pasado sobre la proa; tal como temía; eso le indicaba que lo tenían en la mira.
—¿Disponemos de algún armamento?, preguntó a INFOVUELO..
—Reglamentariamente llevamozzz dozzz miziles aire-aire tipo 120A. ¿Progrrramo el
control para que lozzz apunte a laz navez que nozzz ziguen?
—Sí —dijo Morley. Le costaba tomar esa decisión; cometería su primer acto homicida
voluntario. Pero ellos habían disparado primero, y no vacilarían en matarlo. Y si no se
defendía, lo matarían.
—Mizzzilezzz disparadozzz —dijo otra voz, esta vez desde el panel central—.
¿Proyecto imagen vizzzual de actividad?
—Zzzí, adelante ordenó INFOVUELO.
Apareció otra imagen; ambos misiles la transmitían en pantalla dividida.
El misil del lado izquierdo de la pantalla no acertó al blanco y siguió de largo hasta
descender gradualmente en rumbo de colisión con el suelo. El segundo voló directamente
hacia el blanco. La nave perseguidora giró, ascendió bruscamente. El misil cambió de
curso y una luz blanca y silenciosa llenó la pantalla. El misil había detonado. Una de las
dos naves perseguidoras había caído.
La otra siguió su rumbo, directamente hacia él. Acelerando. El piloto sabía que él había
disparado todas sus armas.
Ahora estaba indefenso para el combate, y su contrincante lo sabía.
—¿Tenemos un cañón? —preguntó Morley.
—El pequeño tamaño de ezzzta nave no perrrmite... —dijo INFOVUELO.
—Un simple sí o no.
—No.
—¿Tenemos algo?
—No.
—Quiero desistir —dijo Morley—. Estoy herido y me estoy desangrando. Aterriza
cuanto antes.
—A la orrrden. —El petardo descendió y volvió a volar ras del suelo, pero esta vez
frenando, perdiendo velocidad. Morley oyó que el tren de aterrizaje se activaba y luego,
con un golpe convulsivo, la nave tocó tierra.
Morley gimió de dolor mientras el petardo rebotaba, se sacudía y giraba ladeándose,
haciendo chillar las llantas.
Se detuvo. Silencio. Se apoyó en el panel de control central, escuchando. Esperó.
Nada. Sólo el silencio..
—INFOVUELO —dijo, irguiendo la cabeza en un movimiento espasmódico—. ¿Ha
aterrizado?
—Ziguió de larrrgo.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. Zigue alejándozzze; mi detectora apenazzz puede regizzztrrrarlo. —
Pausa—. Ahora ezzztá mázzz allá del radio de detección.
Tal vez no lo había visto aterrizar. Tal vez el piloto pensaba que este vuelo rasante era
otro intento de burlar el radar computarizado.
—Despega de nuevo —dijo Moriey—. Vuela en círculos cada vez más amplios. Estoy
buscando un complejo que se encuentra en esta zona. —Escogió un curso al azar—.
Vuela hacia el nordeste.
—A la orrrden. —El petardo se activó con un ruido palpitante y luego, de manera
competente y profesional, se elevó en el cielo.
Morley volvió a descansar, pero esta vez tendido de tal modo que siempre pudiera ver
la pantalla. No creía tener éxito; el complejo era pequeño y el colorido paisaje era vasto.
Pero no tenía otra opción.
Salvo regresar al Edificio. Que ahora le causaba una repulsión insoportable; su anterior
deseo de entrar se había evaporado.
No es una vinatería, se dijo. Pero entonces, ¿qué diablos es?
No lo sabía. Y esperaba no saberlo nunca.
Algo resplandeció a la derecha. Algo metálico. Morley se levantó con un mareo.
Mirando el reloj del panel, vio que hacía una hora que el petardo volaba en círculos cada
vez más amplios. ¿Me habré dormido?, se preguntó. Entornando los ojos, se asomó para
ver qué era ese destello. Edificios pequeños.
—Eso es —dijo.
—¿Aterrizzzo allí?
—Sí.
Morley se lanzó hacia delante, procurando ver. Procurando estar seguro.
Era el complejo.
 
 
14
 
Un pequeño, conmovedoramente pequeño, grupo de hombres y mujeres caminó hacia
la nave petardo mientras Seth Morley activaba el mecanismo eléctrico de la escotilla. Lo
miraron consternadamente mientras él salía a trompicones, tratando de conservar el
equilibrio.
Allí estaban. Russell, con expresión adusta. Su esposa Mary, con una expresión de
alarma que se convirtió en alivio en cuanto lo vio. Wade Frazer, que lucía fatigado. El
doctor Milton Babble, masticando la pipa con aire reflexivo y distraído. Ignatz Thugg no
estaba entre ellos. Tampoco Glen Belsnor.
—Belsnor ha muerto, ¿verdad? —preguntó Seth Morley con voz grave.
Asintieron.
—Usted es el primero que regresa —dijo Russell—. Anoche notamos que Belsnor no
estaba vigilando. Lo encontramos en la puerta de la enfermería; ya estaba muerto.
—Electrocutado —dijo el doctor Babble.
—Y tú te habías ido —dijo Mary, con ojos vidriosos y desesperanzados, a pesar de su
regreso.
—Será mejor que vuelva a la enfermería y se acueste —le dijo Babble—. No sé cómo
ha sobrevivido. Mírese, está empapado de sangre.
Juntos lo ayudaron a regresar a la enfermería. Mary preparó cuidadosamente la cama;
el desfalleciente Seth Morley esperó, y luego dejó que le acomodaran el cuerpo sobre las
almohadas.
—Trabajaré un poco más en ese hombro —le dijo Babble—. Creo que la arteria sufre
un derrame en...
—Estamos en la Tierra —dijo Seth Morley.
Lo miraron incrédulamente. Babble se quedó petrificado; se volvió hacia Seth, luego
reanudó mecánicamente la tarea de acomodar una bandeja de instrumentos quirúrgicos.
Pasaba el tiempo, pero nadie hablaba.
—¿Qué es el Edificio? —preguntó al fin Wade Frazer.
—No lo sé. Pero dicen que una vez estuve allí. —Así que en algún nivel sí lo sé,
comprendió. Tal vez todos sabemos. Tal vez en algún momento del pasado todos
estuvimos ahí. Juntos.
—¿Por qué nos están matando? —preguntó Babble.
—Tampoco lo sé —respondió Seth Morley.
—¿Cómo sabes que estamos en la Tierra? —preguntó Mary.
—Hace un rato estuve en Londres. Vi esa ciudad antigua y abandonada. Kilómetros y
kilómetros. Miles de casas deterioradas y desiertas, fábricas y calles. Más grande que
cualquier ciudad no terrícola de la galaxia. En un tiempo tenía seis millones de habitantes.
—¡Pero no hay nada en la Tierra, salvo la pajarera! —dijo Wade Frazer—. ¡Y nadie
salvo los avestruces!
—Además de los cuarteles militares y los laboratorios de investigación de Interplan
Oeste —dijo Seth Morley, pero su voz se aflojó. Carecía de convicción y entusiasmo—.
Somos un experimento. Tal como sospechábamos anoche. Un experimento militar llevado
a cabo por el general Treaton. —Pero él tampoco lo creía—. ¿Qué clase de personal
militar usa uniforme de cuero negro? Y botas altas.
—Los guardias de la pajarera —dijo Russell con voz melodiosa e indiferente—. A
manera de incentivo. Trabajar con avestruces es muy deprimente; la introducción de los
nuevos uniformes, hace tres o cuatro años, contribuyó a elevar la moral del personal.
Volviéndose hacia él, Mary preguntó:
—¿Cómo lo sabe?
—Porque soy uno de ellos —dijo Russell sin inmutarse. Metiendo la mano en la
chaqueta, sacó una pequeña y lustrosa pistola energética—. Portamos estas armas. —
Les apuntó, ordenándoles que, se juntaran—. Era casi imposible que Morley escapara. —
Russell se señaló la oreja derecha—. Ellos me mantenían periódicamente informado. Yo
sabía que venía de regreso, pero ni yo ni mis superiores creíamos que llegaría. —Les
sonrió grácilmente.
Sonó un estampido seco. Atronador.
Russell giró, bajó la pistola y se desplomó, soltando el arma. ¿Qué es?, se preguntó
Seth Morley. Se incorporó; tratando de ver. Distinguió una forma, una silueta humana que
entraba en la habitación. El Caminante, pensó. ¿El Caminante habrá venido a salvarnos?
El hombre empuñaba una pistola, una anticuada pistola con proyectiles de plomo. El arma
de Belsnor, comprendió. Pero la tiene Ignatz Thugg. No entendía. Tampoco los demás;
titubeaban mientras el hombre de la pistola se aproximaba.
Era Ignatz Thugg.
Russell agonizaba en el piso. Thugg se agachó, recogió la pistola energética y se la
calzó en el cinturón.
—He regresado —dijo sombríamente Thugg.
—¿Ha oído? —preguntó Seth Morley—. ¿Oyó lo que dijo Russell?
—Sí, lo oí —dijo Thugg. Vaciló, desenfundó la pistola energética y se la entregó a
Morley—. Que alguien tenga la pistola tranquilizante. Necesitaremos las tres. ¿Hay más?
¿En el petardo?
—En el petardo hay dos —dijo Seth Morley, aceptando la pistola energética. ¿No
piensas matarnos?, se preguntó. La expresión delirante de Ignatz Thugg se había
disipado; ahora parecía distendido, sereno y alerta, como si hubiera recuperado la
cordura.
—Mis enemigos no son ustedes, sino ellos —dijo Thugg. Señaló a Russell con la
pistola —Sabía que había un infiltrado en el grupo; creí que era Belsnor pero me
equivoqué. Lo lamento. —Calló por un rato.
Los demás también callaron. Esperando para ver qué pasaba. Sabían que pasaría
pronto. Cinco armas, se dijo Seth Morley. Lamentable. Ellos tienen misiles aire-tierra,
cañones de 88 milímetros, Dios sabrá qué otra cosa. ¿Vale la pena tratar de resistir?
—Claro que sí —dijo Thugg, obviamente leyendo su expresión.
—Totalmente de acuerdo. —dijo Seth Morley.
—Creo saber en qué consiste este experimento —dijo Wade Frazer. Los otros
esperaron a que continuara, pero no dijo nada.
—Dígalo —pidió Babble.
—No hasta estar seguro.
Yo también creo saberlo, pensó Seth Morley. Y Frazer tiene razón; será mejor que ni
siquiera hablemos del tema hasta saberlo con certeza, hasta tener pruebas fehacientes.
—Yo sabía que estábamos en la Tierra —dijo Mary Morley en voz baja—. Reconocí la
luna. Vi la luna en fotos hace mucho tiempo, cuando era pequeña.
—¿Y qué dedujo de eso? —le preguntó Wade Frazer.
—Yo... —Mary vaciló, mirando a su esposo—. ¿No es un experimento militar de
Interplan Oeste, como todos sospechábamos?
—Sí —dijo Seth Morley.
—Cabe otra posibilidad —dijo Wade Frazer.
—No la mencione —dijo Seth Morley.
—Creo que será mejor mencionarla —dijo Wade Frazer—. Deberíamos enfrentarla sin
rodeos, para decidir si es real y si queremos seguir adelante con nuestra lucha.
—Dígalo —insistió Babble, tartamudeando de emoción.
—Somos locos criminales —dijo Wade Frazer—. Y durante un tiempo, quizá mucho
tiempo, quizá durante años, nos retuvieron dentro de aquello que llamamos el Edificio. —
Hizo una pausa—. El Edificio, pues, sería tanto una cárcel como una clínica mental. Una
prisión para los...
—¿Qué hay de nuestra colonia? —dijo Babble.
—Un experimento —dijo Frazer—. Pero no de los militares, sino de las autoridades
carcelarias y hospitalarias. Para ver si podíamos funcionar en el exterior... en un planeta
presuntamente alejado de la Tierra. Y fracasamos. Empezamos a matarnos entre
nosotros. —Señaló la pistola tranquilizante—. Eso fue lo que mató a Tallchief, lo que
empezó todo. Usted lo hizo, Babble. Usted mató a Tallchief ¿También mató a Susie
Smart?
—No —gimió Babble.
—Pero sí mató a Tallchief.
—¿Por qué? —le preguntó Ignatz Thugg.
—Sospeché lo que éramos —dijo Babble—. Pensaba que Tallchief era lo que resultó
ser Russell.
—¿Quién mató a Susie Smart? —le preguntó Seth Morley a Frazer.
—No lo sé. No tengo ninguna pista. Tal vez Babble. Tal vez usted, Morley. ¿Lo hizo? —
Frazer lo miró de hito en hito—. No, me parece que no. Bien, quizá fue Ignatz. Pero lo
importante, como decía, es que cualquiera de nosotros pudo haberlo hecho. Todos
tenemos esa inclinación. Por eso estuvimos en el edificio.
—Yo maté a Susie —dijo Mary.
—¿Por qué? —preguntó Seth Morley. No podía creerlo.
—Por lo que hacía contigo —respondió su esposa con voz muy calma—. Y ella trató de
matarme; había adiestrado esa réplica del Edificio. Lo hice en defensa propia; ella lo
planeó todo.
—Cielos —dijo Seth Morley.
—¿Tanto la amabas? —preguntó Mary—. ¿Tanto que no entiendes por qué lo hice?
—¿Apenas la conocía —dijo Seth Morley.
—La conocías lo suficiente para...
—Calma —interrumpió Ignatz Thugg—. Ahora no tiene importancia. Frazer ha expuesto
sus razones. Todos pudimos haberlo hecho, y en todo caso lo hizo uno de nosotros. —
Torció la cara espasmódicamente—. Creo que usted se equivoca. No puedo creerlo. No
podemos ser locos criminales.
—Las muertes —dijo Wade Frazer—. Sé desde hace tiempo que aquí todos son
homicidas potenciales. Hay mucho autismo, una esquizofrénica carencia de afecto. —
Señaló agresivamente a Mary Morley—. Miren cómo cuenta que asesinó a Susie Smart.
Como si no tuviera la menor importancia. —Señaló al doctor Babble—. Y su explicación
de la muerte de Tallchief... Babble mató a un hombre que no conocía... por si acaso. Por
si acaso fuera una figura de autoridad. Cualquier figura de autoridad.
Al cabo de una pausa, el doctor Babble dijo:
—Lo que no entiendo es quién mató a la señora Rockingham. Esa mujer fina, decente,
educada... nunca causó ningún daño.
—Quizá nadie la haya matado —dijo Seth Morley—. Ella era débil. Quizá vinieron a
buscarla, tal como vinieron a buscarme: Para rescatarla y permitirle sobrevivir. Fue el
pretexto que usaron para llevarme a mí. Dijeron que la operación de Babble era
insatisfactoria y que pronto moriría.
—¿Usted lo cree? —preguntó Ignatz Thugg.
—No lo sé —dijo Seth Morley con sinceridad—. Puede ser. A fin de cuentas, pudieron
haberme ejecutado aquí, tal como hicieron con Belsnor.
¿Es Belsnor el único que ellos mataron?, se preguntó. ¿Nosotros hicimos el resto? Eso
respaldaba la teoría de Frazer... y quizá no se propusieran matar a Belsnor; quizá
llevaban prisa y pensaban que sus armas estaban sintonizadas para aturdir.
Y quizá nos tenían miedo.
—Creo —dijo Mary— que trataron de no inmiscuirse con nosotros. A fin de cuentas, era
un experimento. Pero cuando vieron cómo estaba saliendo, enviaron a Russell... y
mataron a Belsnor. Quizá no les pareció mal matar a Belsnor; él había matado a Tony.
Hasta nosotros comprendemos el... —Buscó la palabra.
—Desequilibrio —dijo Frazer.
—Sí, el desequilibrio de esa actitud. Él pudo haberle quitado la espada de otra manera.
—Apoyó suavemente la mano en el hombro herido de su esposo. Muy suavemente, pero
con sentimiento—. Por eso querían salvar a Seth. Él no había matado a nadie; era
inocente. Y usted... —Miró con mal ceño a Ignatz Thugg, lo miró con odio—. Usted habría
entrado para asesinarlo mientras se reponía de la operación.
Ignatz Thugg gesticuló con incrédula indiferencia:
—Y la señora Rockingham —concluyó Mary—. Ella tampoco había matado a nadie. Así
que la salvaron también. Al fracasar un experimento de este tipo, sería natural que
trataran de rescatar...
—Todo lo que usted dice —interrumpió Frazer— tiende a indicar que yo tengo razón.
—Sonrió desdeñosamente, como si personalmente no le incumbiera, como si la situación
no lo afectara.
—Tiene que haber otro factor más —dijo Seth Morley—. No habrían permitido que la
matanza continuara de esa manera. Quizá no supieran nada. Al menos hasta que
enviaron a Russell. Pero creo que entonces ya sabían.
—Quizá no nos estuvieran monitoreando apropiadamente —dijo Babble—. Si se fiaban
de esos insectos artificiales que corretean con sus minicámaras de TV.
—Sin duda tienen más —dijo Seth Morley. Y a su esposa le dijo:
—Revisa los bolsillos de Russell, mira qué puedes encontrar. Etiquetas en su ropa, qué
clase de reloj o cuasirreloj usa, papeles...
—Sí —dijo ella, y se puso a revisar la impecable chaqueta de Russell.
—La billetera —dijo Babble, cuando Mary la sacó—. Déjeme ver qué contiene. —La
agarró, la abrió—. Identificación. Ned W. Russell, residente de la domocolonia de Sirio 3.
Veintinueve años. Cabello: castaño. Ojos: castaños. Altura: uno ochenta. Autorizado para
pilotar naves clase B y C. —Siguió buscando—: Casado. Aquí hay una foto tridimensional
de una mujer joven, sin duda su esposa. Buscó más—. Y aquí hay fotos de un bebé. —
Todos callaron por un tiempo.
—De todos modos —dijo Babble al cabo—, no tiene nada de valor. Nada que nos diga
nada. —Levantó la manga izquierda de Russell—. El reloj: Omega, cuerda automática. Un
buen reloj. —Levantó un poco más la manga de lona marrón—. Un tatuaje. En el interior
del antebrazo. Extraño; es lo mismo que yo tengo tatuado en el brazo, y en el mismo
lugar. Siguió con el dedo el tatuaje de Russell—. Persus 9 —murmuró. Se desabotonó el
puño y se arremangó el brazo izquierdo. Allí estaba el mismo tatuaje, en el mismo lugar.
—Yo tengo uno en el empeine —dijo Seth Morley. Extraño, pensó. Y hace años que no
pienso en ese tatuaje..
—¿Cómo obtuvo ese tatuaje? —le preguntó el doctor Babble—. Yo no recuerdo cómo
obtuve el mío; ha pasado demasiado tiempo. Y no recuerdo qué significa... si alguna vez
lo supe. Parece una marca de identificación del servicio militar. Un lugar. Un puesto militar
en Persus 9.
Seth miró al resto del grupo. Todos tenían una expresión incómoda y ansiosa.
—Todos tienen la marca —les dijo Babble, al cabo de una larga pausa.
—¿Alguno recuerda cuándo les hicieron esa marca? —preguntó Seth Morley—. ¿O por
qué? ¿O qué significa?
—Yo tengo la mía desde que era bebé —dijo Wade Frazer.
—Usted nunca fue bebé —le dijo Seth Morley.
—Qué comentario tan extraño —dijo Mary.
—Quiero decir —dijo Seth Morley—, que me es imposible imaginármelo como bebé.
—Pero no fue lo que dijiste —dijo Mary.
—¿Qué importancia tiene —protestó Seth Morley—. Así que tenemos un elemento
común... esta inscripción cincelada en nuestra carne. Tal vez los muertos también la
tengan. Susie y los demás. Bien, enfrentemos los hechos: todos sufrimos una amnesia
parcial. De lo contrario recordaríamos por qué tenemos este tatuaje y qué significa.
Sabríamos qué es Persus 9, o qué era cuando nos hicieron el tatuaje. Me temo que esto
confirma la teoría de que somos locos criminales; quizá nos hayan hecho estas marcas
cuando estábamos presos en el Edificio. No recordamos eso, así que tampoco
recordamos el tatuaje. —Se puso a cavilar ignorando momentáneamente al resto del
grupo—. Como en Dacháu. Creo que es muy importante averiguar qué significan estas
marcas. Es el primer indicio sólido que tenemos acerca de nuestra identidad y de esta
colonia. ¿Alguno tiene idea de cómo averiguar qué significa Persus 9?
—Tal vez la biblioteca de referencias del petardo —dijo Thugg.
—Por qué no —dijo Seth Morley—. Podemos intentarlo. Pero sugiero que primero le
preguntemos al tench. Y quiero estar presente. ¿Pueden meterme en el petardo con
ustedes?
Porque, se dijo, si me dejan aquí me asesinarán como a Belsnor.
—Haré que lo lleven a bordo —dijo el doctor Babble—, con esta condición. Primero
consultaremos las bibliotecas de referencia del petardo. Si no contienen nada, iremos a
buscar el tench. Pero si podemos obtenerlo de la nave, no nos tomaremos semejante...
—Bien —dijo Morley. Pero sabía que el servicio de referencia de la nave no les
revelaría nada.
Bajo las instrucciones de Ignatz Thugg, emprendieron la tarea de abordar la pequeña
nave con Seth Morley.
Instalado una vez más ante los controles del petardo, Seth Morley encendió
REFERENCIA.
—A la orrrden —chilló la unidad.
—¿Qué significa el nombre Persus 9? —preguntó Morley.
Tras un zumbido, la voz de vódor respondió:
—No tengo inforrrmazzzión zobrrre Perrrzuzzz 9.
—Si fuera un planeta, ¿lo tendrías registrado?
—Zzzí, zzzi fuera conozzzido para lazzz autoridadezzz de Interrrplan Oezzzte o de
Interrrplan Ezzzte.
—Gracias. —Seth Morley apagó el servicio de REFERENCIA—. Tenía el
presentimiento de que no lo sabría. Y tengo el presentimiento aún más fuerte de que el
tench sabe. —En realidad, de que el tench cumpliría su función más importante cuando le
hicieran esta pregunta.
No sabía por qué pensaba eso.
—Yo pilotaré la nave —dijo Thugg—. Usted está grave, recuéstese.
—No hay sitio para recostarse con todas estas personas —dijo Seth Morley.
Le hicieron espacio, y él se estiró con gratitud. El petardo, pilotado por Ignatz Thugg, se
remontó en el cielo. Un asesino por piloto, reflexionó Seth Morley. Y un médico que es un
asesino.
Y mi esposa. Una asesina. Cerró los ojos.
El petardo voló en busca del tench.
—Allá está —dijo Wade Frazer, estudiando la pantalla—. Descienda.
—De acuerdo —dijo animadamente Thugg. Movió la bola de control, y la nave
descendió.
—¿Detectarán nuestra presencia? —preguntó nerviosamente Babble—. ¿En el
Edificio?
—Tal vez —dijo Thugg.
—Ahora no podemos echarnos atrás —dijo Seth Morley.
—Claro que sí —dijo Thugg—. Pero nadie va a decir que lo hagamos. —Ajustó los
controles; la nave aterrizó suavemente y se detuvo con estrépito.
—Quiero salir —dijo Morley, poniéndose dificultosamente de pie; de nuevo le vibraba la
cabeza. Como si hubiera un zumbido de sesenta ciclos en su cerebro. El miedo, pensó, el
miedo surte este efecto. No la herida.
Salieron cautelosamente del petardo, y bajaron a un terreno árido y cuarteado.
Detectaron un olor tenue, como si algo se quemara. Mary hizo una mueca, intentó
sonarse la nariz.
—¿Dónde está el río? —preguntó Seth Morley, mirando alrededor.
El río había desaparecido.
O quizá estemos en otra parte, pensó Seth Morley. Tal vez el tench se desplazó. Y
entonces lo vio, a poca distancia. Había logrado fusionarse casi perfectamente con el
ámbito local. Como un sapo del desierto, pensó Morley. Sepultando el trasero en la arena.
Rápidamente, Babble escribió en un trozo de papel. Cuando terminó, se lo entregó a
Seth Morley buscando una confirmación.
¿QUÉ ES PERSUS 9?
—Eso servirá. —Morley le devolvió el papel y todos cabecearon—. De acuerdo —dijo,
con el mejor ánimo posible—. Póngalo frente al tench. —La gran masa globular de caldo
protoplasmático onduló levemente, como si lo percibiera. Luego, cuando le pusieron la
pregunta delante, el tench empezó a temblar. Como para alejarse de nosotros, pensó
Morley. Se mecía de aquí para allá con evidente angustia. Una parte comenzó a volverse
líquida.
Algo anda mal, comprendió Seth Morley. Antes no actuaba así.
—¡Atrás! —advirtió Babble; aferró el hombro sano de Seth Morley y lo arrastró.
—Por Dios —dijo Mary—, se está despedazando.
Volviéndose rápidamente, echó a correr; se alejó del tench y trepó al petardo.
—Ella tiene razón —dijo Wade Frazer. Él también retrocedió.
—Creo que está a punto de... —dijo Babble, y en ese momento el tench emitió un
gemido estridente, acallando su voz. El tench se hamacó, cambió de color, rezumó un
líquido que formó un charco gris y turbulento alrededor de la criatura. Y mientras lo
miraban consternadamente, el tench se resquebrajó, se partió en dos, y un instante
después en cuatro.
—Tal vez está dando a luz —dijo Seth Morley, por encima de ese inquietante gemido.
Gradualmente, el gemido se había vuelto más intenso y más urgente.
—No está dando a luz —dijo Seth Morley—. Se está disgregando. Lo hemos matado
con nuestra pregunta. No puede responder. En cambio, se está destruyendo. Para
siempre.
—Recobraré la pregunta. —Babble se arrodilló, recogió el papel que había puesto
cerca del tench.
El tench explotó.
Se quedaron un tiempo en silencio, mirando la ruina en que se había convertido el
tench. Gelatina por doquier, un círculo pegajoso en todos los costados de los restos
centrales. Seth Morley avanzó unos pasos en su dirección; Mary y los demás se
acercaron cautelosamente y se detuvieron junto a él para mirarlo. Para mirar lo que
habían hecho.
—¿Porqué? —preguntó Mary agitadamente—. ¿Qué pudo haber en esa pregunta
que...?
—Es un ordenador —dijo Seth Morley. Distinguía componentes electrónicos debajo de
la gelatina. La explosión había expuesto el núcleo oculto y el ordenador electrónico.
Cables, transistores, circuitos, tambores de almacenaje de cinta, cristales Thurston, miles
de válvulas de irmadio, desperdigadas por el suelo como diminutos petardos chinos.
Restos arrojados en todas direcciones. No quedaba nada para reparar; el tench, como él
sospechaba, se había ido para siempre.
—Así que era inorgánico, a pesar de todo dijo Babble, desconcertado—. Usted no lo
sabía, ¿verdad?
—Tenía una intuición —dijo Seth Morley—, pero era errónea. Creí que respondería,
que era la única cosa viviente que podía responder a nuestra pregunta. —Cuánto me
había equivocado.
—Usted tenía razón en una cosa, Morley —dijo Wade Frazer—. La clave está
obviamente en esa pregunta. Pero ¿qué hacemos ahora?
El terreno que rodeaba al tench humeaba como si el material gelatinoso y los
componentes informáticos estuvieran iniciando una reacción térmica en cadena. El humo
tenía un aspecto ominoso. Seth Morley, por razones que no entendía, intuía la gravedad
de la situación. Sí, pensó, una reacción en cadena que hemos iniciado pero no podemos
detener. ¿Hasta dónde llegará?, se preguntó sombríamente. Junto al tench habían
aparecido grandes grietas en el suelo. El tench moribundo chorreaba un líquido que se
derramaba por las fisuras. Morley oyó a lo lejos un tamborileo sordo, como si la explosión
de superficie hubiera despertado una presencia inmensa y enfermiza.
El cielo se oscureció.
—Santo Dios, Morley —exclamó el incrédulo Wade Frazer—, ¿qué ha hecho con su...
pregunta? —Gesticuló espasmódicamente—. ¡Este lugar se está desmoronando!
El hombre tenía razón. Ahora aparecían fisuras por todas partes; en instantes no habría
lugar seguro dónde apoyarse. El petardo, comprendió de pronto Seth Morley.  
Tenemos que regresar.
—Babble —gritó—, llévenos al petardo.
Pero Babble había desaparecido. Seth Moriey no vio rastros de él en la turbulenta
oscuridad... ni de los demás.
Ya están en el petardo, se dijo. Trató de caminar hacia allí. Incluso Mary, comprendió.
Canallas. Llegó a los trompicones a la escotilla del petardo, que estaba abierta.
En el suelo apareció una crujiente rajadura de dos metros de ancho, que crecía sin
pausa. Morley examinó la grieta. Algo ondulaba en el fondo. Una criatura enorme, lodosa
y sin ojos, nadaba con indiferencia en un líquido oscuro y fétido.
—Babble —graznó, y logró dar el primer paso para entrar en el petardo. Ahora podía
ver dentro; trepó con torpeza, usando sólo el brazo sano.
No había nadie en el petardo.
Estoy solo, se dijo. El petardo temblaba y corcoveaba mientras el suelo jadeaba
debajo. Había empezado a llover; sintió gotas oscuras y calientes, una lluvia acre, como si
no fuera agua sino una sustancia menos agradable. Las gotas le escaldaban la piel; entró
como pudo, jadeando y sofocándose, preguntándose frenéticamente adónde se habían
ido los demás. No estaban a la vista. Caminó tambaleándose hasta la pantalla. El petardo
suspiró, el casco tembló y se ladeó. Está cayendo, se dijo. Tengo que despegar; no puedo
perder más tiempo buscándolos. Apretó un botón para encender el motor. Tirando de la
esfera de control, envió el petardo hacia ese cielo oscuro e inhóspito, un cielo obviamente
ominoso para toda forma de vida. Oía el tamborileo de la lluvia contra el casco. ¿Lluvia de
qué?, se preguntó. Semejante a un ácido. Quizá carcoma el casco, pensó, y destruya la
nave junto conmigo.
Se sentó y amplió al máximo el campo de visión de la pantalla; movió la esfera,
poniendo el petardo en una órbita rotativa.
En la pantalla apareció el Edificio. El río, hinchado y lodoso, lo lamía airadamente. El
Edificio, enfrentando el último peligro, había arrojado un puente provisorio sobre el río.
Hombres y mujeres lo cruzaban, dirigiéndose a la otra orilla y entrando en el Edificio.
Todos eran viejos. Grises y frágiles como ratones heridos, se apiñaban y avanzaban
paso a paso hacia el Edificio. No llegarán, comprendió Morley. ¿Quiénes son?
Mientras miraba la pantalla, reconoció a su esposa. Pero vieja, como los demás.
Encorvada, achacosa, temerosa... y luego distinguió a Susie Smart. Y al doctor Babble.
Ahora los distinguía a todos. Russell, Ben Tallchief, Glen Belsnor, Ignatz Thugg, Maggie
Walsh, el viejo Bert KosIer —él no había cambiado, pues antes ya era viejo— y Roberta
Rockingham. Y, al final, Mary.
El Destructor de Formas los ha capturado, comprendió Seth Morley. Y les ha hecho
esto. Y ahora regresan al lugar de donde vinieron. Para siempre. Para morir allí.
El petardo vibraba. Estallaron golpes contra el casco, un tamborileo duro y metálico.
Morley se lanzó a mayor altura y el ruido disminuyó. ¿Qué lo había causado?, se
preguntó, inspeccionando de nuevo la pantalla.
Y entonces vio.
El Edificio empezaba a desintegrarse. Esquirlas de plástico y aleación volaban al cielo
como arrastrados por un viento colosal. El precario puente del río se partió, y al
desmoronarse arrastró a la muerte a quienes lo cruzaban: cayeron con los fragmentos del
puente y desaparecieron en las aguas rilgientes y fangosas. Pero eso no cambiaba nada;
el Edificio también estaba muriendo. Allí no habrían estado a salvo, de todos modos.
Soy el único que sobrevivió, se dijo Morley. Gimiendo de dolor; movió la esfera de
control y la nave salió rezongando de su órbita, en una tangente que conducía de vuelta a
la colonia.
El motor del petardo calló.
Ahora Morley sólo oía las bofetadas de la lluvia contra el casco. El petardo navegó
describiendo un gran arco, descendiendo poco a poco.
Morley cerró los ojos. Hice lo que pude, se dijo. No, pude hacer más. Lo intenté.
El petardo chocó, rebotó, lo arrojó del asiento al suelo. Partes del casco se
desprendieron, destrozadas; Morley sintió que la lluvia acre y ácida le caía sobre el
cuerpo, empapándolo. Abrió los ojos vidriosos de dolor y vio que el chaparrón le abría
agujeros en la ropa, le devoraba el cuerpo. Lo percibió en una fracción de segundo: el
tiempo parecía haberse detenido mientras el petardo rodaba, patinaba del revés por el
terreno. El no sentía nada, ni temor, ni pena, ni dolor; sólo experimentaba la muerte de la
nave y de sí mismo como un observador distante.
La nave patinó hasta detenerse. Silencio, salvo por el goteo de la lluvia ácida. Estaba
medio sepultado entre chatarra: trozos del tablero de mandos y la pantalla, todo astillado.
Dios, pensó. No queda nada, y pronto el suelo engullirá el petardo, y a mí con él. Pero no
importa, pensó, porque me estoy muriendo. En medio del vacío, el absurdo y la soledad.
Como todos los demás integrantes del grupo. Intercesor, pensó, intercede por mí.
Reemplázame, muere por mí.
Esperó. Y sólo oyó el tamborileo de la lluvia.
 
 
15
 
Glen Belsnor se quitó el cilindro poliencefálico de la cabeza dolorida, lo depositó
cuidadosamente, se levantó con esfuerzo. Se frotó la frente y experimentó dolor. Esto
anduvo mal, se dijo. Esta vez no nos fué nada bien.
Fue a los tumbos al comedor de la nave y se sirvió un vaso de agua embotellada tibia.
Luego hurgó en los bolsillos hasta encontrar la potente tableta analgésica, se la metió en
la boca, tragó más agua reprocesada.
Los demás se movieron en sus cubículos. Wade tironeaba del cilindro que le cubría el
cerebro, el cráneo y la coronilla y, a pocos cubículos de distancia, Susie Smart también
parecía regresar a la conciencia homoencefálica activa.
Mientras ayudaba a Susie Smart a deshacerse del pesado cilindro, oyó un gruñido. Un
lamento que denotaba profundo sufrimiento. Era Seth Morley.
—De acuerdo —dijo Belsnor—. Lo atenderé en cuanto pueda.
Todos estaban despertando. Ignatz Thugg tiró violentamente del cilindro, logró
arrancarlo de la base atornillada de la barbilla, se incorporó, los ojos hinchados, una
expresión de disgusto y hostilidad en la cara pálida y angosta.
—Écheme una mano —dijo Belsnor—. Creo que Morley está en shock. Será mejor
despertar al doctor Babble.
—Morley estará bien —jadeó Thugg. Se frotó los ojos con una mueca de náusea— El
siempre está bien.
—Pero está en shock... Debe de haber tenido una mala muerte.
Thugg se levantó, asintiendo estólidamente.
—Lo que usted diga, capitán.
—Entíbielos —dijo Belsnor—. Suba la temperatura de la calefacción. —Se agachó
sobre el doctor Milton Babble—. Vamos, Milton —lo apremió, quitándole el cilindro.
Aquí y allá otros tripulantes se incorporaban gruñendo.
—Todos están bien ahora —les dijo el capitán Belsnor—. Esta vez resultó ser un
fiasco, pero todos estarán bien, como siempre. A pesar de lo que han sufrido; el doctor
Babble les dará una inyección para aliviar la transición de la fusión poliencefálica al
funcionamiento homoencefálico normal. —Esperó un momento y repitió las palabras.
—¿Estamos a bordo del Persus 9? —preguntó Seth Morley, temblando.
—Está de vuelta en la nave —le informó Belsnor—. De vuelta en el Persus 9.
¿Recuerda cómo murió, Morley?
—Me sucedió algo espantoso —atinó a decir Seth Morley.
—Claro —señaló Belsnor—, sufrió esa herida en el hombro.
—Después, quiero decir. Después del tench. Recuerdo mi vuelo en petardo... perdió
potencia y se desintegró en la atmósfera. Fui despedazado, hecho trizas, quedé
desparramado por todo el petardo, cuando terminó de abrir un surco en el terreno.
—No espere mi compasión —dijo Belsnor. A fin de cuentas, durante la fusión
poliencefáliea lo habían electrocutado:
Susie Smart, el largo cabello enmarañado, el pecho derecho asomando
provocativamente entre los botones de la blusa, se tocó cuidadosamente la cabeza e hizo
una mueca.
—Le pegaron con una piedra —le dijo Belsnor.
—¿Pero por qué? —preguntó Susie. Aún parecía aturdida—. ¿Qué hice mal?
—No fue culpa suya —dijo Belsnor—: Esta vez hubo mucha hostilidad; estábamos
descargando agresiones acumuladas durante mucho tiempo. Evidentemente.
Recordó, aunque con esfuerzo, que le había disparado a Tony Dunkelwelt, el tripulante
más joven. Espero que no esté demasiado furioso, se dijo el capitán Belsnor. No tiene por
qué.
A fin de cuentas, al descargar su propia hostilidad, Dunkelwelt había matado a Bert
Kosler, el cocinero del Persus 9.
Prácticamente nos liquidamos unos a otros, pensó el capitán Belsnor. Espero que la
próxima sea diferente. Así debería ser, pues en ocasiones anteriores quizá logramos
liberarnos de la mayor parte de nuestras hostilidades. Espero que así haya sido en esta
fusión, este episodio de (¿cómo se llamaba?) Delmak-O.
Se acercó a Babble, que se tambaleaba tratando de alisarse la ropa desaliñada.
—Manos a la obra, doctor —dijo—. Vea quién necesita qué. Analgésicos,
tranquilizantes, estimulantes. Lo necesitan. Pero... —Se acercó a Babble—. No les dé
nada que escasee, como le he dicho antes, aunque nunca me escucha.
Inclinándose sobre Betty Jo Berm, Babble dijo:
—¿Necesita alguna ayuda quimioterapéutica, señorita Berm?
—Creo que estaré bien —dijo Betty Jo Berm mientras se sentaba dificultosamente—. Si
tan sólo puedo sentarme aquí a descansar... —Sonrió sin alegría—. Me ahogué. Vaya. —
Hizo un gesto de fatiga, aunque también de alivio.
Dirigiéndose a todos ellos, Belsnor dijo en voz baja pero firme:
—Mal que me pese, debo tachar este mundo poliencefálico de la lista. Es demasiado
peligroso para visitarlo de nuevo.
—Pero es muy terapéutico, desde un punto de vista psiquiátrico —señaló Frazer,
encendiendo la pipa con dedos trémulos.
—Se nos fue de las manos —dijo Susie Smart.
—Era de esperar —dijo Babble mientras despertaba a los demás y averiguaba qué
necesitaban—. Fue lo que llamamos catarsis total. Ahora hay menos hostilidad flotante
entre los miembros de la tripulación.
—Babble —dijo Ben Tallchief—, espero que su hostilidad conmigo haya terminado. Y
en cuanto a lo que me hizo... —Lo miró de hito en hito.
—La nave —murmuró Seth Morley.
—Sí —dijo el capitán Belsnor con divertida ironía—. ¿Y qué más ha olvidado esta vez?
¿Quiere presentar un informe? —Esperó, pero Seth Morley no dijo nada. Morley aún
parecía estar en trance—. Déle anfetaminas para que recobre la lucidez —le dijo al doctor
Babble.  
Habitualmente así ocurría con Seth Morley; no tenía capacidad para adaptarse a la
abrupta transición entre la nave y los mundos poliencefálicos.
—Ya se me pasará —dijo Seth Morley. Y cerró los fatigados ojos.
Mary Morley se levantó y se le acercó; se sentó junto a él y le apoyó la delgada mano
en el hombro. Recordando la herida, trató de escabullirse. Descubrió que el dolor;
extrañamente, había desaparecido. Se palmeó el hombro cautelosamente. Ningún
traumatismo. Ninguna lesión sangrante. Extraño, pensó. Pero supongo que siempre es
así. Eso creo recordar.
—¿Puedo traerte algo? —le preguntó su esposa.
—¿Estás bien? —le preguntó él. Ella asintió—. ¿Por qué mataste a Susie Smart? Oh,
no importa —agregó al ver que ella se enfadaba—. No quiero saber por qué, pero esta
vez me molestó de veras. Tanta matanza. Nunca había visto nada parecido; fue
espantoso. El psicocortacircuitador debió liberarnos en cuanto se produjo el primer
asesinato..
—Ya oíste lo que dijo Frazer —comentó, Mary—. Era necesario. Estábamos
acumulando demasiadas tensiones a bordo.
Ahora veo por qué el tench explotó, pensó Morley, cuando le preguntamos qué
significaba Persus 9. Con razón explotó, y con él, todo ese mundo poliencefálico. Pieza a
pieza.
La amplia y familiar cabina de la nave se impuso a su atención. Sintió una especie de
consternado horror al verla de nuevo. Para él la realidad de la nave era mucho más
desagradable que la realidad de... ¿cómo se llamaba? Delmak-O, recordó. Así es.
Dispusimos letras al azar, provistas por el ordenador de a bordo... Nosotros lo inventamos
y luego quedamos encerrados en nuestro invento. Una aventura emocionante se convirtió
en brutal asesinato. Y no se salvó nadie.
Miró el calendario en el reloj de pulsera. Habían pasado doce días. En tiempo real,
doce larguísimos días; en tiempo poliencefálico, poco más de veinticuatro horas. A menos
que contara sus ocho años en Tekel Upharsin, lo cual no era válido: era un recuerdo
prefabricado, implantado en su mente durante la fusión, para aumentar la semblanza de
autenticidad en la aventura poliencefálica.
¿Qué inventamos?, se preguntó consternado. Toda esa teología, comprendió. Habían
introducido en el ordenador de la nave todos los datos que tenían en su posesión acerca
de las religiones avanzadas. T.E.N.C.H. 88911 había absorbido información compleja
relacionada con el judaísmo, el cristianismo, el islamismo, el zoroastrismo, el budismo
tibetano... una compleja masa de la que T.E.N.C.H. 88911 debía destilar una religión
combinada, una síntesis de todos los factores implicados. Nosotros la inventamos, pensó
Seth Morley, desconcertado; no podía olvidarse del Libro de Specktowsky. El Intercesor,
el Mentufactor, el Caminante, incluso la ferocidad del Destructor de Formas. Una síntesis
de la experiencia total del hombre con Dios, un abrumador sistema lógico, una urdimbre
reconfortante deducida por el ordenador a partir de los postulados que le habían dado,
sobre todo el postulado de que Dios existía.
Y Specktowsky. Morley cerró los ojos, recordando.
Egon Specktowsky había sido el capitán original de la nave. Había muerto durante el
accidente que los había incapacitado. T.E.N.C.H. 88911 había demostrado ingenio al
convertir al querido ex capitán en creador de un culto galáctico que constituía la base de
este último mundo. El respeto y la adoración que todos sentían por Egon Specktowsky se
habían trasladado sin tropiezos al episodio de Delmak-O porque para ellos, en cierto
sentido, era un dios, funcionaba en sus vidas como un dios. Esa muestra de ingenio había
vuelto más plausible el mundo creado, que encajaba perfectamente con sus prejuicios.
La mente poliencefálica, pensó. Originalmente un juguete escapista para entretenernos
durante nuestro viaje de veinte años. Pero el viaje no había durado veinte años; seguiría
hasta que murieran, uno por uno, en un tiempo remoto que ninguno de ellos podía
imaginar. Y por buenos motivos: todo, especialmente la infinitud del viaje, se había
convertido para ellos en una incesante pesadilla.
Pudimos haber sobrevivido los veinte años, se dijo Seth Morley. Sabiendo que
terminaría, eso nos habría mantenido cuerdos y vivos. Pero habían sufrido el accidente, y
ahora giraban para siempre alrededor de una estrella muerta. El accidente había
estropeado el transmisor, y así el juguete escapista, de uso habitual en los viajes
interestelares prolongados, se había convertido en soporte de su cordura.
Eso es lo que realmente nos preocupa, comprendió Morley. El temor de que uno por
uno caeremos en la psicosis; dejando a tos demás aún más solos. Más aislados del
hombre y de todo lo asociado con el hombre.
Dios, pensó; ojalá pudiéramos regresar a Alfa del Centauro. Ojalá...
Pero pensar en eso no servía para nada.
Ben Tallchief, el encargado de mantenimiento, dijo:
—No puedo creer que hayamos elaborado la teología de Specktowsky por nuestra
cuenta. Parecía tan real. Tan coherente.
—El ordenador hizo la mayor parte —dijo Belsnor—. Claro que es coherente.
—Pero la idea básica fue nuestra —dijo Tony Dunkelwelt. Había fijado su atención en
el capitán Belsnor—. Usted me mató esta vez.
—Nos odiamos —dijo Belsnor—. Yo te odio a ti, tú me odias a mí. O al menos así era
antes del episodio de Delmak-O —Se volvió hacia Wade Frazer—. Quizá usted tenga
razón. Ahora no me siento tan irritado. Pero se repetirá dentro de una semana.
—¿Realmente nos odiamos tanto? —preguntó Susie Smart.
—Sí —dijo Wade Frazer.
Ignatz Thugg y el doctor Babble ayudaron a la anciana señora Rockingham a
levantarse.
—Cielos. —jadeó ella, con un rubor en el rostro viejo y marchito—, eso fue espantoso.
Qué lugar terrible, terrible. Espero que nunca volvamos allí. —Se acercó y tiró de la
manga del capitán Belsnor—. No tendremos que revivir todo eso, ¿verdad? Con toda
franqueza, creo que la vida a bordo de la nave es preferible a ese lugar malvado y salvaje.
—No regresaremos a Delmak-O —dijo Belsnor.
—Gracias al cielo. —La señora Rockingham se sentó, y Thugg y el doctor Babble
volvieron a ayudarla—. Gracias. Qué amables son ustedes. ¿Puedo beber un poco de
café, señor Morley?
—¿Café? —repitió él, y entonces recordó. Era el cocinero de a bordo. Las preciosas
provisiones de comida, incluidos el café, el té y la leche, estaban en su posesión—.
Pondré a calentar una cafetera —les dijo a todos.
En la cocina, echó cucharadas de buen café negro molido en la cafetera. Entonces
notó, como tantas veces antes, que su provisión de café empezaba a escasear. En pocos
meses se agotaría por completo.
Pero en este momento necesitamos café, pensó, y siguió arrojando café en la cafetera.
Estamos conmocionados, advirtió. Más que nunca.
Su esposa Mary entró en la cocina.
—¿Qué era el Edificio?
—El Edificio. —Morley llenó la cafetera con agua reprocesada—. Era la planta Boeing
de Próxima 10. Donde construyeron la nave. Donde la abordamos, ¿recuerdas?
Estuvimos dieciséis meses en Boeing, entrenándonos, probando la nave, cargando las
cosas a bordo y ordenando. Poniendo la Persus 9 a punto.
Mary tiritó.
—Esos hombres de uniforme de cuero negro...
—No sé —dijo Seth Morley.
Ned Russell, el policía militar de la nave, entró en la cocina.
—Yo puedo decirles qué eran. Los guardias con uniforme de cuero negro eran indicios
de nuestro intento de romper y empezar de nuevo... eran dirigidos por los pensamientos
de quienes habían «muerto».
—Usted es el indicado para saberlo —dijo Mary.
—Tranquila —dijo Seth Morley, rodeándole el hombro con el brazo. Desde el principio,
muchos no se habían llevado bien con Russell. Lo cual, considerando su trabajo, era de
prever.
—Algún día, Russell —dijo Mary—, usted intentará adueñarse de la nave...
arrebatársela al capitán Belsnor.
—No —dijo Russell con calma—. Sólo me interesa mantener la paz. Por eso me
enviaron aquí, y eso es lo que me propongo. Aunque los demás se interpongan.
—Ojalá hubiera un Intercesor —dijo Seth Morley. Aún le costaba creer que habían
inventado la teología de Specktowsky—. En Tekel Upharsin, cuando el Caminante fue a
verme, era tan real. Aún ahora parece real. No puedo desprenderme de su imagen.
—Por eso lo creamos —observó Russell—. Porque lo necesitábamos, porque no lo
teníamos y necesitábamos tenerlo. Ahora estamos de vuelta en la realidad, Morley, y
debemos enfrentar las cosas como son. No es muy agradable, ¿verdad?
—No —dijo Seth Morley.
—¿Le gustaría estar de vuelta en Delmak-O? —preguntó Russell.
—Sí —dijo Seth Morley —al cabo de una pausa.
—A mí también —dijo Mary.
—Me temo que debo coincidir con ustedes —dijo Russell—. A pesar de todo, y de lo
mal que actuamos, al menos había esperanza. Aquí en la nave... —Hizo un gesto
convulsivo, salvaje, cortante—. Ninguna esperanza. ¡Nada! Hasta envejecer como
Roberta Rockingham y morir.
—La señora Rockingham es afortunada —dijo Mary amargamente.
—Muy afortunada —dijo Russell. Su cara se hinchó de impotencia y lúgubre furia. Y
sufrimiento.
 
 
16
 
Esa «noche», después de la cena, se reunieron en la cabina de control. Había llegado
el momento de planear otro mundo poliencefálico. Para funcionar tenía que ser una
proyección conjunta de todos ellos; de lo contrario, como en las etapas finales del mundo
de Delmak-O, se desintegraría rápidamente.
En quince años se habían vuelto muy hábiles.
Sobre todo Tony Dunkelwelt. De sus dieciocho años, había pasado casi todos a bordo
de Persus 9. Para él, la procesión de mundos poliencefálicos se había convertido en un
modo de vida normal.
—No nos fue tan mal, en cierto modo —dijo el capitán Belsnor—. Nos deshicimos de
casi dos semanas.
—¿Por qué no planear un mundo acuático? —dijo Maggie Walsh—. Podríamos ser
mamíferos parecidos a delfines, viviendo en mares cálidos.
—Ya lo hicimos —dijo Russell—. Hace ocho meses. ¿No lo recuerda? Veamos... sí, lo
llamamos Aquasoma 3 y nos quedamos allí tres meses de tiempo real. Un mundo de gran
éxito, diría yo, y uno de los más duraderos. Claro que entonces éramos mucho menos
hostiles.
—Perdón —dijo Seth Morley. Se levantó y fue desde la cabina hasta el angosto pasillo.
Se quedó allí a solas, frotándose el hombro. Le quedaba un dolor puramente
psicosomático, un recuerdo de Delmak-O que quizá llevaría por una semana. Y eso es
todo lo que nos queda de ese mundo, pensó. Sólo un dolor, y un recuerdo evanescente.
¿Por qué no un mundo, pensó, donde pudiéramos estar muertos, sepultados en
nuestros ataúdes? Es lo que realmente queremos.
Durante los últimos cuatro años no había habido suicidios a bordo de la nave. Su
población se había estabilizado, al menos provisionalmente.
Hasta que muera la señora Rockingham, se dijo.
Ojalá pudiera irme con ella, pensó. ¿Cuánto tiempo más podemos aguantar? No
mucho. Thugg ya no está en sus cabales, igual que Frazer y Babble. Y que yo, pensó. Tal
vez me esté desmoronando gradualmente. Wade Frazer tiene razón; los asesinatos de
Delmak-O muestran a qué extremos ha llegado nuestra enajenación y hostilidad.
En ese caso, pensó de pronto, cada mundo al que huyamos será más primitivo. Russell
tiene razón. Es un patrón.
Extrañaremos a Roberta Rockingham cuando muera, pensó. Entre nosotros, es la más
bondadosa y estable.
Porque, comprendió, ella sabe que va a morir pronto.
Nuestro único consuelo. La muerte.
Podría abrir algunas válvulas, comprendió, y nuestra atmósfera se disiparía. Sorbida
por el vacío. Y entonces podríamos morir todos en forma relativamente indolora. En un
solo y breve instante.
Apoyó la mano en la traba de emergencia de una válvula cercana. Lo único que debo
hacer, pensó, es mover esta llave hacia la izquierda.
Se quedó allí, junto a la llave, pero sin hacer nada. Lo que se proponía hacer lo había
dejado petrificado, coma si el tiempo se hubiera detenido. Y todo aquello que lo rodeaba
parecía bidimensional.
Alguien venía desde la popa de la nave. Una figura barbada, con túnica ondeante y
clara. Un hombre joven y erguido de cara pura y brillante.
—Caminante —dijo Seth Morley.  
—No —dijo el hombre—. No soy el Caminante. Soy el Intercesor.
—¡Pero nosotros te inventamos! Nosotros junto con T.E.N.C.H. 88911.
—Estoy aquí para llevarte —dijo el Intercesor—. ¿Adónde deseas ir, Seth Morley?
¿Qué te gustaría ser?
—¿Te refieres a una ilusión? ¿Cómo nuestros mundos, poliencefálicos?
—No —dijo el Intercesor—. Serás libre, morirás y renacerás. Te guiaré hacia lo que
deseas, y hacia lo que es adecuado para ti. Dime qué es.
—No querrás que mate a los demás —dijo Seth Morley, con súbita aprensión—.
Abriendo las válvulas.
El Intercesor ladeó la cabeza.
—A ellos les corresponde decidir. Tú sólo puedes decidir por ti mismo.
—Me gustaría ser una planta del desierto —dijo Seth Morley—. Que pudiera ver el sol
todo el día. Quiero crecer. Quizá un cacto en un mundo cálido. Donde nadie me moleste.
—Convenido.
—Y dormir —dijo Seth Morley—. Quiero estar dormido, pero ser consciente del sol y de
mí mismo.
—Así ocurre con las plantas —dijo el Intercesor—. Duermen. Pero, sin embargo, saben
que existen. Muy bien. —Extendió la mano—. Ven.
Seth Morley tocó la mano extendida del Intercesor. Dedos fuertes se cerraron sobre los
suyos. Se sentía feliz. Nunca había estado tan contento.
—Vivirás y dormirás mil años —dijo el Intercesor, y lo guió hacia las estrellas.
 
Mary Morley, conmocionada, le dijo al capitán Belsnor:
—Capitán, no encuentro a mi esposo. —Lentas lágrimas le humedecían las mejillas—.
Se ha ido —gimió.
—¿Quiere decir que no está en ninguna parte de la nave? —dijo Belsnor—. ¿Cómo
pudo salir sin abrir ninguna escotilla? Son la única salida, y si él hubiera abierto una
escotilla nuestra atmósfera interna se disiparía. Estaríamos todos muertos.
—Lo sé.
—Entonces debe de estar a bordo de la nave. Podemos buscarlo después de planear
nuestro próximo mundo poliencefálico.
—Ahora —protestó Mary—. Búsquelo ahora.
—No puedo —dijo Belsnor.
Ella dio media vuelta y se alejó:
—Regrese. Tiene que ayudar.
—No regresaré —dijo Mary.
Continuó su camino por el estrecho corredor, hasta la cocina. Creo que aquí estuvo la
última vez, se dijo. Aún siento su presencia en la cocina, donde pasa tanto tiempo.
Acurrucada en la abarrotada y pequeña cocina, oyó como las voces se apagaban
gradualmente, hasta convertirse en silencio. Han vuelto a la fusión poliencefálica,
comprendió. Esta vez sin mí. Espero que ahora sean felices. Es la primera vez que no voy
con ellos, pensó. He desertado. ¿Qué puedo hacer?, se preguntó. ¿Adónde puedo ir?
Estoy sola, comprendió. Seth se ha ido, ellos se han ido. Y no puedo sobrevivir por mi
cuenta.
Regresó poco a poco a la cabina de control.
Allí estaban, en sus cubículos individuales, los cilindros repletos de cables en la
cabeza. Todos los cilindros estaban en uso, excepto el suyo y el de Seth. Se quedó allí,
temblando de vacilación. Se preguntó qué datos habrían metido esta vez en el ordenador.
¿Cuáles eran las premisas, y cuáles las deducciones de T.E.N.C.H. 88911?
¿Cómo será el próximo mundo?
Examinó el ordenador, que emitía un zumbido tenue. Pero, entre todos ellos, Glen
Belsnor era el único que sabía manejarlo. Ellos lo habían usado, desde luego, pero Mary
no podía descifrar la configuración, y los códigos también la desconcertaban; se quedó
junto al ordenados sosteniendo la cinta perforada en la mano, y luego, con esfuerzo, se
decidió. Hemos acumulado tanta habilidad, tanta experiencia; no es como los mundos
pesadillescos donde nos encontrábamos al principio.
Claro que el elemento homicida, la hostilidad, habían crecido. Pero las muertes no eran
reales. Eran tan ilusorias como las muertes de un sueño.
Y cuán fácilmente habían ocurrido. Cuán fácil le había resultado matar a Susie Smart.
Se acostó en el catre que le pertenecía, anclado a su propio cubículo, enchufó los
mecanismos de protección vital, y después, con alivio, se puso el cilindro sobre la cabeza
y los hombros. Un melodioso susurro le sonó en los oídos: un ruido tranquilizador que
había oído muchas veces en esos largos y fatigosos años.
La oscuridad la cubrió; ella la aspiró, aceptándola, exigiéndola. La oscuridad se adueñó
de ella y Mary comprendió que era de noche. Entonces añoró el día. Que el mundo
quedara al descubierto, el nuevo mundo que aún no podía ver.
¿Quién soy?, se preguntó. Tenía la mente confusa. El Persus 9, la pérdida de Seth, las
vidas vacías y atrapadas, todo eso se disipó, liberándola de un peso. Sólo pensaba en la
luz diurna; se acercó la muñeca a la cara y trató de ver el reloj. Pero no funcionaba. Y no
veía.
Ahora distinguía estrellas, trazos de luz entrelazados con jirones de niebla nocturna.
—Señora Morley —dijo una quisquillosa voz masculina.
Mary abrió los ojos, totalmente despierta. Fred Gossim, el jefe de ingenieros del kibutz
Tekel Upharsin, se acercó a ella con papeles oficiales.
—Recibió el traslado —le dijo; le dio los papeles y Mary Morley los aceptó.
—Irá a una colonia en un planeta llamado... —Gossim titubeó, frunció el ceño—.
Delmar.
—Delmak-O —corrigió Mary Morley, mirando la orden de traslado—. Sí, e iré en
narizón. —Se preguntó qué clase de lugar sería Delmak-O; nunca lo había oído nombrar.
Pero parecía muy interesante; le había despertado la curiosidad—. ¿Seth también obtuvo
un traslado?
—¿Seth? —Gossim enarcó las cejas—. ¿Quién es Seth?
Mary se echó a reír.
—Muy buena pregunta. No lo sé. Supongo que no importa. Me alegro de haber
obtenido este traslado...
—No me hable de eso —dijo Gossim con su rudeza habitual—. En lo que a mí
concierne, usted renuncia a su responsabilidad ante el kibutz.
Dio media vuelta y se marchó.
Una nueva vida, se dijo Mary Morley. Oportunidades, aventuras, emociones. ¿Me
gustará Delmak-O?, se preguntó. Sí, sé que me gustará.
Con andar ligero y danzarín partió hacia su habitáculo del complejo central del kibutz
para ponerse a hacer la maleta.
 
 
FIN

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