CARTERO
Charles Bukowski
CAPÍTULO I
1
Empezó por una equivocación.
Estábamos en navidades y me enteré por el
borracho que vivía calle arriba, y que lo hacía todos los años, que contrataban
a cualquiera que se presentase, así que fui y lo siguiente que supe fue que
tenía una saca de cuero a mis espaldas y que me dedicaba a pasear a mis anchas.
Vaya un trabajo, pensé. ¡Tirado! Sólo te daban una manzana o dos y si te las
arreglabas para terminar, el cartero regular te asignaba otra manzana para
repartir el correo, o también podías volver y el jefe te mandaba a otra parte,
pero lo mejor que podías hacer era tomarte tu tiempo y meter relajadamente las
tarjetas de Navidad en los buzones.
Creo que fue en mi segundo día como auxiliar de
Navidad cuando esta mujerona salió y se puso a andar a mi lado mientras yo
repartía las cartas. Cuando digo mujerona me refiero a que tenía un culazo y
unas tetazas y en general era grande en todos los lugares adecuados. Parecía
estar un poco chiflada, pero me ponía a mirar su cuerpo y no me importaba
demasiado.
Hablaba y hablaba y hablaba. Entonces salió la
cosa.
Su marido trabajaba en una isla lejana y se
sentía sola, ya sabes, y vivía en aquella casita de allá atrás, toda para ella.
-¿Qué casita? -pregunté.
Ella escribió la dirección en un pedazo de papel.
-Yo también estoy solo -dije-, me pasaré esta
noche y charlaremos.
Yo estaba liado con una tipa, pero ella a veces
desaparecía durante unos días y yo realmente me sentía solo. Solo y deseoso de
aquel culo que tenia a mi lado.
-De acuerdo -dijo ella-, te veré esta noche.
Estuvo bien, tenia un buen polvo, pero como todos
los buenos polvos, al cabo de la tercera o cuarta noche empecé a perder interés
y no volví.
Pero no podía dejar de pensar: «Caramba, todo lo
que hacen estos carteros es dejar unas cuantas cartas en el buzón y echar
polvos. Este es un trabajo para mí, oh sí sí sí.»
2
Así que hice el examen, lo aprobé, pasé luego
las, pruebas físicas y allí estaba, de cartero suplente. Empezó fácil. Me
enviaron a la estafeta de West Avon y fue igual que durante las navidades, a
excepción de que no ligué nada. Todos los días esperaba acabar acostándome con
alguna tipa, pero nada. Pero el curro era fácil y lo único que hacía era
recorrer alguna manzana que otra repartiendo cartas. Ni siquiera llevaba
uniforme, sólo una gorra. Iba con mi ropa habitual. Del modo como mi novia
Betty y yo bebíamos era difícil que sobrase dinero para vestidos.
Entonces me trasladaron a la estafeta de Oakford.
El jefe era un tío con cabeza de buey llamado
Jonstone.
Necesitaban auxiliares y comprendí por qué. A
Jonstone le gustaba llevar camisas de color rojo oscuro, lo que significaba
peligro y sangre. Había 7 auxiliares: Tom Moto, Nick Pelligrini, Herman
Stratford, Rosey Anderson, Bobby Hansen, Harold Wiley y yo, Henry Chinasky.
Había que entrar a las 5 de la mañana y el único borracho era yo. Siempre bebía
hasta pasada la medianoche, y allí nos sentábamos, a las 5 de la mañana,
esperando a que pasaran las horas, esperando a que alguno de los carteros
regulares llamara diciendo que estaba enfermo. Los regulares normalmente
llamaban diciendo que estaban enfermos los días de lluvia, o durante una ola de
calor, o después de un día de fiesta cuando el volumen del correo era doble.
3
Había 40 o 50 rutas diferentes, quizá más, cada
caso era distinto, nunca llegabas a poder aprenderte ninguna de ellas, tenias
que ordenar el correo antes de las 8 de la mañana para el reparto, y Jonstone
no admitía excusas. Los auxiliares marcábamos las rutas de los paquetes de
revistas, nos quedábamos sin comer y moríamos por las calles. Jonstone nos
ponía a ordenar en cajas las rutas con media hora de retraso, dando vueltas en
su silla, con su camisa roja. -¡Chinaski, coge la ruta 539!-. Empezábamos con
media hora de retraso, pero se suponía que aun así había que ordenar y distribuir
el correo a su tiempo y estar de vuelta a la hora prevista. Y una o dos veces
por semana, ya bien rotos, apaleados y jodidos, teníamos los repartos
nocturnos, cuyo horario era imposible, la furgoneta no podía ir tan deprisa. En
la primera ronda tenías que repartir cuatro o cinco* cajas y cuando volvías ya
estaban de nuevo desbordantes de correo y tú apestabas, bañado en sudor,
metiéndolo todo en las sacas. No echaba polvos, pero acababa hecho polvo. Todo
gracias a Jonstone.
Eran los mismos auxiliares los que hacían posible
a Jonstone, al obedecer sus órdenes imposibles. Yo no podía comprender cómo a
un hombre de tan obvia crueldad se le podía permitir ocupar ese puesto. A los
regulares no les importaba un carajo, el enlace sindical no servía, así que rellené
un informe de treinta páginas en uno de mis días libres, le envié una copia a
Jonstone y la otra la entregué en el Edificio Federal. El empleado me dijo que
esperara. Esperé y esperé y esperé. Esperé una hora y media y entonces me
llevaron a ver a un hombrecito con el pelo gris con ojos de ceniza de
cigarrillo. Ni siquiera me pidió que me sentara. Empezó a gritarme nada más
cruzar la puerta.
-¿Eres un listillo hijo de puta, no?
-¡Preferiría que no me insultara, señor!
-Listillo hijo de puta, eres uno de esos hijos de
puta con mucho vocabulario que te gusta dar lecciones.
Me agitó mis papeles delante de las narices y
gritó:
-¡EL SEÑOR JONSTONE ES UN BUEN HOMBRE!
-No sea absurdo. Obviamente es un sádico -dije
yo.
-¿Cuánto tiempo lleva usted en Correos?
-3 semanas.
-¡EL SEÑOR JONSTONE LLEVA EN EL SERVICIO DE
CORREOS 30 AÑOS!
-¿Y eso qué tiene que ver?
-¡He dicho que EL SEÑOR, JONSTONE ES UN BUEN
HOMBRE!
Creo que el pobre tipo estaba realmente deseando
matarme. El y Jonstone debían haberse acostado juntos.
-Está bien -dije-, Jonstone es un buen hombre.
Olvídese de todo el jodido asunto.
Luego salí y me tomé el resto del día libre. Sin
paga, por supuesto.
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Cuando Jonstone me vio al día siguiente a las 5
de la mañana, giró sobre su silla y su cara mostraba el mismo color que su
camisa. Pero no dijo nada. No me importaba. Habla estado hasta las 2 de la
madrugada bebiendo y follando con Betty. Me eché hacia atrás y cerré los ojos.
A las 7 de la mañana, Jonstone se volvió de
nuevo. A todos los otros auxiliares se les habla asignado trabajo o hablan sido
enviados a otras estafetas que necesitaban ayuda.
-Eso es todo, Chinaski. No hay nada hoy para ti.
Observó mi cara. Mierda, no me importaba. Todo lo
que quería era irme a la cama y dormir un poco.
-Vale, Roca* -dije. Entre los carteros se le
conocía como «La Roca, pero yo era el único que me dirigía a él de esta forma.
Salí, mi viejo coche consiguió arrancar y pronto
estaba de vuelta en la cama con Betty.
-¡Oh, Hank! ¡Qué bien!
-¡Y tan bien, nena! -me pegué a su cálido trasero
y me quedé dormido en 45 segundos.
* "Stone", abreviatura de
"Jonstone", quiere decir "roca" en inglés. (N. del T.)
5
Pero a la siguiente mañana ocurrió lo mismo.
-Eso es todo, Chinaski. No hay nada hoy para ti.
Siguió así durante una semana. Me sentaba allí
todas las mañanas desde las 5 a las 7 de la mañana y me quedaba sin paga. Mi
nombre había sido borrado incluso de los repartos nocturnos.
Entonces Bobby Hansen, uno de los auxiliares que
llevaban más tiempo de servicio, me dijo:
-A mí me hizo eso una vez. Trató de matarme de
hambre.
-No me importa, no pienso besarle el culo. Lo
dejaré o me moriré de hambre, ya veré.
-No tienes por qué. Preséntate en la estafeta de
Prell todas las noches. Le dices al jefe que no te dan trabajo que hacer y que
puedes ayudar como auxiliar especial.
-¿Puedo hacer eso? ¿No hay reglas en contra?
-A mí me daban un cheque cada dos semanas.
-Gracias, Bobby.
6
No me acuerdo cuándo se empezaba, a las 6 o las 7
de la tarde, o algo así.
Todo lo que hacías era sentarte con un puñado de
cartas, coger un plano de calles y planear la ruta. Era fácil. Casi todos los
repartidores tardaban más de lo necesario en planear sus rutas y yo me ajustaba
a su ritmo. Me iba cuando se iba todo el mundo y volvía cuando todo el mundo
volvía.
Luego hacías otro reparto. Había tiempo para
sentarse en cafés, leer periódicos, sentirse como un señor. Incluso tenias
tiempo para cenar. Cuando quería un día libre, me lo tomaba. En una de estas
rutas había una jovencita que todas las noches recibía un envío especial. Era
modista de vestidos sexy y camisones, y los usaba. Subías por su escalerilla
hacia las 11 de la noche, llamabas al timbre y le entregabas el envío especial.
Ella soltaba una exclamación de sorpresa, como ¡00000000hhhhhhhHHH!- y se
quedaba a tu lado, muy cerca, sin dejarte marchar hasta que lo lela, y luego
decía -¡OOOOOooooh, buenas noches, muchas GRACIAS!
-De nada, madame -decías, marchándote con la
polla como la de un toro.
Pero no podía durar. Llegó en el correo después
de semana y media de libertad.
Querido Sr. Chinaski:
Debe presentarse en la estafeta de Oakford
inmediatamente. La negativa a hacerlo supondrá posibles acciones disciplinarias
o despido.
A. E. Jonstone, Superintendente de la estafeta de
Oakford.»
Otra vez de vuelta a la cruz.
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-¡Chinaski! ¡Coja la ruta 5391
La más dura de la estafeta. Casas de apartamentos
con innumerables buzones con los nombres medio borrados, o sin nombres
siquiera, bajo la luz de miserables bombillitas en oscuros corredores. Viejas
en las puertas, de un lado a otro de las calles, haciendo la misma pregunta
como si fueran una sola persona con una sola voz:
-¿Cartero, tiene alguna carta para mí?
Y te daban ganas de gritar:
-¿Señora, cómo coño voy a saber quién es usted o
quién soy yo o quién es nadie?
E1 sudor corriendo, la resaca, la imposibilidad
de cubrirlo todo, y Jonstone allí con su camisa roja, sabiéndolo, disfrutando,
pretendiendo que lo hacía para reducir gastos. Pero todo el mundo sabía por.
qué lo hacia. ¡Oh, qué buen hombre era!
La gente. La gente. Y los perros.
Dejadme que os hable de los perros. Era uno de
esos días con una temperatura de casi 40 grados y yo estaba haciendo el
recorrido, sudando, enfermo, al borde del delirio, resacaso. Me paré en un
pequeño edificio de apartamentos con los buzones abajo, a lo largo del
corredor. Abrí con mi llave. No se oía una mosca. Entonces sentí algo que me
hurgaba en la entrepierna, iba subiendo hacia arriba. Miré y vi un pastor
alemán, bien crecido, con su hocico debajo de mi culo. Con un movimiento de
mandíbulas me podía arrancar las pelotas. Decidí que aquella gente se iba a
quedar sin recibir el correo aquel día, y quizás para siempre. Hostia, lo que
quiero decir es que aquel bicho no paraba de hundir el hocico por allí. ¡SNUFF!
¡SNUFF! ¡SNUFF!
Volví a poner el correo en el capazo de cuero y
luego muy lentamente, mucho, di medio paso hacia atrás. El hocico me siguió.
Entonces di un paso completo lento, muy lento. Luego otro. Luego me quedé
quieto. El hocico quedó fuera. Estaba allí delante mío, mirándome. Quizá no
había olido nunca nada igual y no sabía bien lo que hacer.
Me alejé sin prisas.
8
Hubo otro pastor alemán. Era un verano abrasador
y vino SALTANDO desde un patio trasero y entonces se ABALANZO volando por el
aire. Sus dientes chocaron, fallando por un pelo en seccionarme la yugular.
-¡OH, CRISTO! -chillé-. ¡OH, DIOS MÍO! ¡ASESINO!
¡ASESINO! ¡SOCORRO! ¡ASESINO!
La bestia se revolvió y saltó de nuevo. Le pegué
en la cabeza en pleno vuelo con la saca del correo, haciendo volar cartas y
revistas. Estaba preparándose para abalanzarse otra vez cuando dos tipos, los
dueños, salieron y lo agarraron. Entonces, mientras me miraba y gruñía, me
agaché y recogí las cartas y revistas que tenia que repartir en la siguiente
casa.
-Malditos hijos de puta, están locos -les dije a
los dos tipos-, ese perro es un criminal. ¡Desháganse de él o apártenlo de la
calle!
Me hubiera pegado con ellos, pero el perro seguía
gruñendo y debatiéndose entre los dos. Me fui al porche siguiente y volví a
ordenar el correo sobre las rodillas.
Como de costumbre, no tuve tiempo de comer, y aun
así regresé con cuarenta minutos de retraso.
La Roca miró su reloj:
-Llega 40 minutos tarde.
-Tú no llegarás nunca -le dije.
-Eso le va a valer un expediente.
-Cómo no, Roca.
Ya tenia el impreso en la máquina de escribir y
lo estaba rellenando. Mientras yo estaba sentado ordenando el correo y sellando
los recibos, se levantó y me tiró el papel delante de las narices. Estaba harto
de leer sus expedientes de amonestación, y sabía por mi viaje a la central que
cualquier protesta era inútil. Sin mirarlo, lo arrojé a la papelera.
9
Cada ruta tenía sus trampas y sólo los carteros
regulares las conocían. Cada día era una maldita cosa nueva, y tenías que estar
siempre listo para alguna violación, asesinato, perros, o alguna locura de
cualquier clase. Los regulares no te contaban nunca sus pequeños secretos. Esa
era la única ventaja que tenían, aparte de conocerse su ruta a ciegas, con la
consiguiente facilidad para ordenar sus cajas de correo. Era la muerte para un
empleado nuevo, especialmente para uno que se pasaba la noche bebiendo, se iba
a la cama a las 2 de la mañana, y se levantaba a las 4:30 después de follar y
cantar prácticamente durante toda la noche, bueno, lo que se podía.
Un día estaba en la calle y el reparto estaba
yendo bien, aunque la ruta era nueva para mí, así que pensé, Cristo, quizá por
primera vez en dos años pueda tomarme el almuerzo.
Tenia una resaca terrible, pero todo siguió yendo
bien hasta que llegó un puñado de correspondencia dirigida a una iglesia. En la
dirección no venía el número de la calle, sólo el nombre de la iglesia y el
bulevar al que daba. Subí, resacoso, los escalones. No pude encontrar ningún
barzón ni a nadie. Sólo algunas velas encendidas. Pequeños cuencos para mojar
los dedos y el púlpito vacío contemplándome, y todas las estatuas, de color
rojo pálido, y azul y amarillo. Las claraboyas cerradas, la mañana apestosa y
tórrida.
Oh, Cristo, pensé.
Y salí fuera.
Di la vuelta a la iglesia hasta un lateral y
encontré unas escaleras que bajaban. La puerta estaba abierta y bajé. ¿Qué fue
lo que descubrí? Una fila de retretes. Y duchas. Pero estaba oscuro. Todas las
luces estaban apagadas. ¿Cómo demonios esperaban que un hombre pudiese
encontrar un buzón en la oscuridad? Entonces descubrí el interruptor de la luz.
Lo presioné y las luces de la iglesia se encendieron, dentro y fuera. Entré en
la siguiente habitación y encontré ropas de cura extendidas en una mesa. Había
una botella. De vino.
Cogí la botella y eché un buen trago, dejé las
cartas sobre los ropajes y volví hacia los retretes. Apagué las luces y eché
una cagada en la oscuridad mientras fumaba un cigarrillo. Pensé en darme una
ducha, pero podía ver los titulares: CARTERO SORPRENDIDO BEBIENDO LA SANGRE DE
CRISTO Y DUCHÁNDOSE, EN UNA IGLESIA CATÓLICA ROMANA.
As¡ que, finalmente, no tuve tiempo de almorzar
y, cuando volví, Jonstone redactó una amonestación por haber llegado 23 minutos
tarde.
Descubrí tiempo después que el correo de la
iglesia se dejaba en la casa parroquial que había en la esquina. Pero al menos
ya conozco un sitio donde cagar y ducharme cuando vengan malos tiempos.
10
Comenzaron las lluvias. La mayoría del dinero se
iba en beber, así que mis zapatos tenían agujeros en las suelas y mi gabardina
estaba rota y gastada. Con cualquier chubasco que durase un poco me quedaba
empapado, calado hasta los huesos con los calzoncillos y calcetines mojados.
Los carteros regulares llamaban diciendo que estaban enfermos, se enfermaban a
montones en todas las estafetas de la ciudad, así que los auxiliares nos
teníamos que matar a trabajar, sobre todo en Oakford. Incluso algunos
auxiliares también se ponían enfermos. Yo no llamaba diciendo que estaba
enfermo porque estaba demasiado cansado para pensar de forma cabal. Una mañana
me enviaron a la estafeta de Wently. Era durante una de esas tormentas de 5
días en las que cae el agua como una cortina continua y toda la ciudad
claudica, todo se interrumpe, y las alcantarillas no pueden tragarse el agua lo
bastante rápido y el agua inunda las aceras y en algunos casos los jardines y
las casas.
Me enviaron a la estafeta de Wently.
-Han dicho que necesitan a alguien bueno -me dijo
La Roca, nada más entrar yo hecho una sopa.
Cerré la puerta. Si el viejo coche arrancaba, y
lo hizo, llegar a Wently sería una odisea. Pero no importaba, si el coche no
podía llegar, te metían en un autobús. Mis pies ya estaban calados.
El jefe de Wently me puso delante de aquella
caja. Ya estaba repleta y empezó a llenarse más con la ayuda de otro auxiliar.
¡Nunca había visto una caja así! Parecía una jodida broma de mal gusto. Conté
doce paquetes de cartas en la caja. Debía cubrir media ciudad. Sólo me faltaba
descubrir que la ruta era colinas abajo. Quien lo hubiera concebido estaba
loco.
Empezamos a ordenarlas y cuando estaba a punto de
rendirme y dejarlo, el jefe se acercó y dijo:
-No puedo conseguir más ayuda para hacer esto.
-No importa -dije yo.
No importa, y una leche. No fue hasta más tarde cuando
descubrí que el tipo era el mejor amigo de Jonstone.
La ruta comenzaba en la estafeta. El primero de
doce viajes. Atravesé una cortina de agua y bajé por la colina. Era la parte
pobre de la ciudad, pequeñas casas y patios con buzones llenos de arañas,
buzones colgando de un clavo, viejas al otro lado de las ventanas liando
cigarrillos, mascando tabaco y canturreándoles a sus canarios y contemplándote,
un idiota perdido en la lluvia.
Al empaparse los calzoncillos resbalaban hacia
abajo, se iban abajo y más abajo deslizándose por las nalgas, se quedaban
colgando de la entrepierna del pantalón. La lluvia hacía que se corriese la
tinta de algunas de las cartas, los cigarrillos no conseguían seguir
encendidos. Tenías que buscar continuamente revistas en la saca. Era el primer
viaje y ya estaba agotado. Mis zapatos estaban empastrados de barro y pesaban
como botas. Cada dos por tres pisaba algo resbaladizo y estaba a punto de
caerme.
Se abrió una puerta y una vieja hizo la pregunta
que había que escuchar cien veces al día:
-¿Qué le ha pasado al cartero de siempre?
-Señora, POR FAVOR, ¿cómo lo voy a saber? ¿Cómo
coño voy a saberlo? ¡Yo estoy aquí y él está en algún otro sitio!
-¡Oh, es usted un grosero!
-¿Un grosero?
-Sí.
Me reí y puse una carta hinchada y empapada de
agua en su mano, luego seguí. Quizás en lo alto de la colina sea mejor, pensé.
Otra vieja cotorra, tratando de ser amable, me
preguntó:
-¿Le gustaría entrar y tomarse una taza de té
mientras se seca?
-Señora, ¿no se da cuenta de que no tenemos
tiempo ni para subirnos los calzoncillos?
-¿Subirse los calzoncillos?
-¿SI, SUBIRNOS LOS CALZONCILLOS! -grité, y volví
a sumergirme en la cortina de agua.
Acabé la primera ronda. Me había costado
alrededor de una hora. Once viajes más, eso son once horas más. Imposible,
pensé. Este primero ha debido ser el más complicado.
Colina arriba era peor porque tenias que
arrastrar tu propio peso.
Llegó el mediodía y se fue. Sin almuerzo. Estaba
en el 4° ó 5° viaje. Incluso en un día seco la ruta hubiera sido imposible. De
esta forma era tan imposible que ni siquiera podías pensar en ello.
Finalmente estaba tan mojado que pensé que me
estaba ahogando. Encontré un porche y me refugié un rato a encender un
cigarrillo. Había dado unas tres caladas tranquilas cuando oí una vocecilla de
anciana detrás mío:
-¡Cartero! ¡Cartero!
-¿Sí, señora? -dije yo.
-¡SE LE ESTA MOJANDO EL CORREO!
Miré mi saca y vi que la había dejado abierta.
Parte del correo había caído en un agujero en el suelo del porche.
Me fui. Ya está, pensé, sólo un idiota puede
hacer lo que estoy haciendo. Voy a buscar un teléfono para decirles que vengan
a coger su correo y metérselo por el culo. Jonstone gana.
En el momento que decidí abandonar me sentí mucho
mejor. A través de la lluvia vi un edificio al final de la colina que tenia
aspecto de poder tener teléfono. Estaba a mitad de la cuesta. Cuando bajé vi
que era un pequeño café. Habla una estufa funcionando. Bueno, mierda, pensé,
podré también secarme. Me quité la gabardina y la gorra, dejé caer la saca del
correo en el suelo y pedí una taza de café.
Era un café muy negro. Sacado de viejos posos. El
peor café que había probado nunca, pero estaba caliente. Me bebí tres tazas y
me quedé allí sentado durante una hora, hasta que estuve completamente seco.
Entonces miré afuera: ¡Había parado de llover! Salí, subí la colina y comencé a
repartir de nuevo el correo. Me tomé mi tiempo y acabé la ruta. En el duodécimo
viaje iba andando bajo una luz crepuscular. Para cuando volví a la estafeta era
ya de noche.
La entrada de carteros estaba cerrada.
Di golpes en la puerta metálica.
Un empleaducho bajito apareció y abrió la puerta.
-¿Cómo cojones ha tardado tanto? -me gritó.
Fui hasta la caja y tiré la húmeda saca llena de
recibos, correo equivocado y correo recogido. Luego saqué mi llave y la arrojé
contra la caja. Se suponía que tenias que firmar y guardar a buen recaudo la
llave. No me importaba. Él estaba quieto a mi lado.
Le miré.
-Tío, si me dices una sola palabra más, si tan
sólo estornudas, que Dios me perdone, ¡porque te mato!
El tipo no dijo nada. Me largué.
A la mañana siguiente estuve esperando que
Jonstone se volviera y dijera algo. Hizo como si no hubiera pasado nada. Acabó la
lluvia y todos los regulares dejaron de estar enfermos. La Roca mandó a casa
sin paga a tres auxiliares, entre ellos yo. Casi me dieron ganas de darle un
beso.
Volví a la cama y me pegué al cálido culo de
Betty.
11
Pero entonces empezó a llover de nuevo. La Roca
me destinó a una cosa llamada Colecta Dominical, y si estáis pensando en que
tenla algo que ver con la Iglesia, olvidadlo. Cogías en el garaje Oeste una
furgoneta y una carpeta. En la carpeta te ponían las calles, a la hora en que
debías estar allí y como llegar al siguiente buzón de colecta. Como: Beecher a
las 2:32 p.m. y Avalon, 13 D2 (lo que quería decir tres manzanas a la izquierda
y dos a la derecha) a las 2:35 p.m., y tú te preguntabas cómo podías recoger el
correo de un buzón, luego atravesar cinco manzanas en 3 minutos y volver a
vaciar otro buzón. A veces te llevaba más de 3 minutos solamente dejar vacío un
buzón. Y en las carpetas habían errores. A veces confundían un callejón con una
calle y otras veces una calle con un callejón. Nunca sabias dónde estabas.
Era una de esas lluvias continuas, no fuerte,
pero que nunca paraba. La zona por la que estaba conduciendo era nueva para mí,
pero al menos habla bastante luz para leer la carpeta. Pero a medida que iba
oscureciendo se iba haciendo más difícil leer (con la bombillita del interior
de la furgoneta) o localizar los buzones. También estaba creciendo el agua en
las calles, y varias veces, al bajarme, me había llegado por encima del
tobillo.
Entonces se fundió la bombillita de la cabina. No
podía leer la carpeta. No tenía la menor idea de dónde estaba. Sin la carpeta
era como un hombre perdido en el desierto. Pero la cosa aún no era tan trágica,
todavía no. Tenia dos cajas de cerillas y antes de ir a cada nuevo buzón,
encendía una cerilla, memorizaba las direcciones y conducía hasta allí. Por una
vez, había vencido a la adversidad, con Jonstone allí arriba en el cielo,
mirando hacia abajo, contemplándome.
Entonces doblé una esquina, salté para vaciar un
buzón y cuando volví, vi que la carpeta, ¡HABIA DESAPARECIDO!
Jonstone que estás en los cielos, ¡ten piedad!
Estaba perdido en la oscuridad y la lluvia. ¿Era yo realmente el idiota? ¿Tenia
la culpa de las cosas que me ocurrían? Era posible. Quizás yo fuese un
subnormal que bastante suerte tenía con estar vivo.
La carpeta estaba pegada al salpicadero. Supuse
que debía haber salido volando de la furgoneta en el último giro brusco que
hice. Salí de la furgoneta con los pantalones enrollados hasta las rodillas y
empecé a vadear por un río de agua de dos palmos de profundidad. Estaba oscuro.
¡Nunca encontraría la maldita cosa! Seguí caminando, encendiendo cerillas, pero
nada, nada. Se había ido flotando a la deriva. Al doblar la esquina tuve el
sentido suficiente para mirar hacia dónde se movía la corriente y seguirla. Vi
un objeto flotando, encendí una cerilla ¡Y ALLI ESTABA! La carpeta. ¡Imposible!
Me dieron ganas de besarla. Regresé vadeando hasta el camión, subí, me bajé las
perneras de mis pantalones y ajusté bien la carpeta al salpicadero. Por
supuesto iba retrasado, pero al menos había recuperado su sucia carpeta. No
estaba perdido en los suburbios de ninguna parte. No tendría que llamar a un
timbre y preguntarle a alguien el camino de vuelta al garaje de la Oficina de
Correos.
Ya vela a algún gilipollas sonriendo
sardónicamente desde su puerta calentita.
-Bueno, bueno. ¿Usted es un empleado de correos,
no? ¿No sabe cómo volver a su propio garaje?
Así que seguí conduciendo, encendiendo cerillas,
saltando sobre remolinos de agua y vaciando buzones. Estaba cansado, mojado y
resacoso, pero normalmente solfa estar así y podía vadear la fatiga tal como
vadeaba las corrientes de agua. Pensaba continuamente en un baño caliente, en
las bonitas piernas de Betty y, algo que me hacía seguir, en la imagen de mí
mismo en un sillón, con una copa en la mano, y el perro levantándose para
acercarse a mí, mientras yo le daba palmaditas en la cabeza.
Pero quedaba mucho. Las escalas en la carpeta
parecían interminables, y cuando por fin se acabaron y dije «Ya está»,
arrancando el papel de la carpeta, vi que detrás había otra lista de paradas.
Con la última cerilla llegué a la última parada,
deposité el correo en la estafeta indicada, y era un buen cargamento, y después
regresé al garaje Oeste. Estaba en el extremo Oeste de la ciudad y por aquella
zona la tierra era muy blanda, el sistema de drenaje no podía con el agua y
cada vez que llovía durante un rato tenían lo que se llama una «inundación».
Exacto.
Yendo hacia allí, el agua iba alcanzando más y
más altura. Vi coches medio sumergidos y abandonados por todas partes. Muy
bestia. Todo lo que quería era sentarme en ese sillón con el vaso de whisky en
mi mano y contemplar el culo de Betty meneándose por la habitación. Entonces me
encontré en un semáforo con Tom Moto, uno de los otros auxiliares de Jonstone.
-¿Por qué camino vas? -me preguntó Moto.
-La distancia más corta entre dos puntos, según
me enseñaron, es una línea recta -le contesté.
-Mejor que no lo hagas -me dijo-. Conozco esa
zona. Parece un océano.
-Tonterías -dije-, todo lo que hace falta es un
poco de cojones. ¿Tienes una cerilla?
Encendí un cigarrillo y lo dejé en .el semáforo.
.
¡Betty, nenita, ahí voy!
Sí.
El agua se hizo más y más profunda, pero las
furgonetas de correos tenían buena altura de ruedas. Tomé el atajo a través de
la zona residencial, a toda velocidad, haciendo volar el agua a mi alrededor.
Seguía lloviendo, muy fuerte. No había ningún coche a la vista. Yo era el único
objeto móvil.
Un tipo que estaba de pie en su porche me gritó
riéndose:
-¡EL CORREO HA DE LLEGAR SIEMPRE!
Le insulté y le enseñé el dedo tieso.
Me di cuenta de que el agua estaba creciendo por
encima del suelo de la furgoneta, haciendo remolinos alrededor de mis zapatos,
pero seguí conduciendo. ¡Sólo faltaban 3 manzanas!
Entonces la furgoneta se paró.
Oh, oh. Mierda.
Intenté volverla a poner en marcha. Arrancó una
vez, pero luego se caló. Después ya no respondió de ningún modo. Me quedé allí
sentado mirando el agua, debía tener más de 80 centímetros de profundidad. ¿Qué
debía hacer? ¿Seguir allí sentado hasta que enviaran una escuadrilla de rescate?
¿Qué decía el Manual de Correos? ¿Dónde estaba?
No había conocido a nadie que hubiera visto jamás ninguno.
Cojones.
Cerré la furgoneta, me metí las llaves en el
bolsillo y me metí en el agua, que me llegaba casi por la cintura, empezando a
vadear hacia el garaje Oeste. Estaba todavía lloviendo. De repente el agua
subió aún más. Me di cuenta de que estaba andando por un jardín al tropezar con
una cerca. La furgoneta estaba aparcada en mitad del césped frontal de una
casa.
Por un momento pensé que nadar sería más rápido;
luego pensé, no, parecerla ridículo. Conseguí llegar hasta el garaje, y me fui
al despacho del encargado. Allí estaba yo, todo lo mojado que podía estar, y él
me miró.
Le lancé las llaves de la furgoneta y las de
contacto. Luego escribí en un pedazo de papel: 3435 de Mountview Place.
-Su furgoneta está en esta dirección. Vayan a
recogerla.
-¿Quiere decir que la dejó allí fuera?
-Quiero decir que la dejé allí fuera.
Me fui y luego me quedé en calzoncillos y me puse
delante de una estufa. Coloqué mi ropa junto a la estufa. Entonces miré al otro
lado de la sala, y allí, junto a otra estufa, estaba Tom Moto en calzoncillos.
Los dos nos reímos.
-Es un infierno ¿no? -dijo él.
-Increíble.
-¿Crees que lo planeé La Roca?
-¡Demonios, sí! ¡Hasta se encargó de poner la
lluvia! -¿Te has quedado atascado ahí fuera?
-Ya lo creo -dije.
-Yo también.
-Escucha, chico -le dije-, mi coche tiene 12
años. Tú tienes uno nuevo. Estoy seguro de que el mío estará calado. ¿Te
importaría empujarme para que arranque?
-De acuerdo.
Nos vestimos y salimos. Moto se había comprado un
coche nuevo tres semanas antes. Esperé a que su motor arrancara. Ni un sonido.
Oh, Cristo, pensé.
El agua llegaba a los guardabarros.
Moto salió.
-No hay manera Está muerto.
Probé con el mío sin la menor esperanza. Hubo un
poco de acción por parte de la batería, un pequeño chispazo, un gruñido ronco.
Pisé el acelerador y probé de nuevo. Arrancó. Lo dejé rugir. iVICTORIA! Dejé
que se calentara. Luego me puse a empujar el coche de Moto. Lo empujé durante
kilómetro y medio. El cacharro ni siquiera echó un pedo. Lo empujé hasta un
garaje, lo dejé allí y, cogiendo las calles más altas y secas, regresé al culo
de Betty.
12
El cartero favorito de La Roca era Matthew
Battles. Battles jamás se presentaba con una sola arruga en la camisa. De
hecho, todo lo que llevaba era nuevo, parecía nuevo. Los zapatos, las camisas,
los pantalones, la gorra. Sus zapatos relucían realmente y nada de su ropa
parecía que hubiera pisado todavía una lavandería. Una vez que una camisa o un
par de pantalones se arrugaban o manchaban un poco, los debía tirar.
La Roca nos decía a menudo mientras pasaba
Matthew:
-¡Bueno, esto es un cartero¡
Y lo decía en serio. Sus ojos casi se estremecían
de amor.
Y Matthew trabajaba en su caja, erecto y limpio,
lozano y bien dormido, con sus zapatos brillando victoriosamente, clasificando
las cartas en la caja con alegría.
-¡Tú eres un cartero de verdad, Matthew!
-¡Gracias, señor Jonstone!
Una vez a las 5 de la mañana entré y me senté a
esperar detrás de La Roca. Parecía un poco hundido dentro de la camisa roja.
Moto estaba a mi lado. Me dijo:
-Cogieron a Matthew ayer.
-¿Que le cogieron?
-Sí, robando en el correo. Ha estado abriendo
cartas para el Templo de Nekalayla y sacando dinero. Después de 15 años en el
trabajo.
-¿Cómo le han cogido? ¿Cómo lo descubrieron?
-Las viejas. Las viejas mandaban cartas a
Nekalayla con dinero y no recibían ninguna respuesta de agradecimiento.
Nekalayla se lo comunicó a la Oficina de Correos y la Oficina puso sus ojos en
Matthew. Le sorprendieron abriendo cartas abajo en el retrete, sacando el
dinero.
-¿Con las manos en la masa?
-En pelotas. Le pillaron a plena luz del día.
Me eché hacia atrás.
Nekalaya habla construido este gran templo y lo
había pintado de un color verde espantoso, supongo que le recordaría al dinero,
y tenía una oficina con un personal de 30 o 40 personas que no hacían nada más
que abrir sobres, sacar cheques y dinero, anotar la cantidad, el remitente, la
fecha y cosas así. Otros se ocupaban de enviar libros y panfletos escritos por
Nekalayla, y su foto estaba en la pared, una gran foto con ropajes religiosos y
larga barba. También había un cuadro muy grande suyo en lo alto de la oficina,
observando.
Nekalayla aseguraba que una vez, mientras
caminaba a través del desierto, se había encontrado con Jesucristo y que
Jesucristo se lo había contado todo. Se habían sentado los dos en una roca y
J.C. le había iluminado. Ahora él pasaba los secretos a todo aquel que pudiese
pagarlos. También daba una misa todos los domingos. Sus ayudantes, que también
eran sus discípulos, tenían que fichar en relojes de control.
¡Sólo había que imaginarse a Matthew Battles
intentando burlarse de Nekalayla, el hombre que había estado con Cristo en el
desierto!
-¿Se lo ha dicho alguien a La Roca? -pregunté.
-¿Estás bromeando?
Seguimos allí sentados alrededor de una hora. La
caja de Matthew fue asignada a un auxiliar. Al resto se les asignaron otros
trabajos. Me quedé solo, sentado detrás de La Roca. Entonces me levanté y me
acerqué a su escritorio.
-¿Sr. Jonstone?
-¿Sí, Chinaski?
-¿Qué le ha pasado hoy a Matthew? ¿Está enfermo?
La cabeza de La Roca cayó hacia abajo. Miró el papel que tenia en su mano y
pretendió que lo seguía leyendo. Volví a sentarme en mi sitio.
A las 7 de la mañana La Roca se dio la vuelta.
-No hay nada hoy para ti, Chinaski.
Me levanté y fui hacia la puerta. Me paré en el
umbral. -Buenos días, señor Jonstone,
que tenga un día feliz. No contestó. Bajé hasta una tienda de licores y compré
media pinta de whisky Grandad para el desayuno.
13
Las voces de la gente eran iguales, no importaba
dónde llevaras el correo, siempre oías las mismas cosas una y otra vez.
-¿Llega tarde, no?
-¿Qué le ha pasado al cartero de siempre?
-¡Hola, Tío Sam!
-¡Cartero! ¡Cartero! ¡Esto no es para aquí!
Las calles estaban llenas de gente pánfila y
demente.
La mayoría vivía en bonitas casas y no parecía
que traba casen, y tú te preguntabas cómo lo habían logrado. Había un tipo que
no te dejaba poner el correo en su buzón. Salía a la calle y te veía llegar
desde dos o tres manzanas más allá. Se quedaba allí quieto y extendía la mano.
Les pregunté a algunos carteros que hacían
habitualmente esa ruta
-¿Qué le pasa a ese tío que se queda quieto en la
calle y extiende la mano?
-¿Qué tío que se queda quieto y extiende la mano?
-contestaron ellos.
Todos tenían también la misma voz.
Un día que hice aquella ruta, el
tío-que-extendía-la-mano estaba media manzana más arriba. Estaba hablando con
un vecino, entonces desvió la vista hacia mí, que estaba a más de una manzana
de distancia, y supo que tenia tiempo para volver y esperarme en su sitio.
Cuando me dio la espalda, empecé a correr. No creo que nunca hubiera repartido
el correo tan rápido, a toda mecha, sin parar ni hacer pausa, iba a joderle.
Tenía la carta medio metida por la hendidura de su buzón cuando se dio la
vuelta y me vio.
-¡OH NO NO NO! -gritó-. ¡NO LA META EN EL BUZON!
Corrió como un loco calle abajo hacia mí. No
podía ni verle los pies. Debió recorrer cien metros en 9 segundos.
Puse la carta en su mano. Le vi abrirla, caminar
hacia el porche, abrir la puerta y entrar en su casa. Alguien tenía que
explicarme aquello.
14
Me cambiaron la ruta otra vez. La Roca siempre me
ponía en rutas duras, pero de vez en cuando, debido a inevitables
circunstancias, se vela forzado a asignarme alguna menos criminal. La ruta 511
era bastante sencilla, y allí estaba yo pensando de nuevo en almorzar, el
almuerzo que nunca podía zamparme.
Era un barrio residencial de verdad. Sin casas de
apartamentos. Sólo casa tras casa con céspedes bien cuidados. Pero era una ruta
mueva y yo me preguntaba continuamente, mientras caminaba, dónde estaría la
trampa. Hasta el tiempo era agradable.
¡Dios mío, pensaba, voy a conseguirlo! ¡Un buen
almuerzo y volver a mi hora! La vida, al fin, era soportable.
Aquella gente ni siquiera tenia perros. Nadie se
asomaba a esperar el correo. No había oído una voz humana desde hacía horas.
Quizás hubiera alcanzado mi madurez postal, fuese esto lo que fuese. Seguía mi
camino, eficientemente, casi con dedicación.
Recordaba a uno de los carteros más viejos
señalándose el corazón y diciéndome:
-Chinaski, algún día te atrapará ¡y te atrapará
de aquí!
-¿Un infarto?
-Dedicación al servicio. Ya verás. Te
enorgullecerás de ello.
-¡Cojones!
Pero el hombre lo decía sinceramente.
Pensé en él mientras seguía mi paseo.
Entonces apareció una carta certificada con acuse
de recibo.
Subí y llamé al timbre. Una mirilla se abrió en
la puerta. No podía ver la cara.
-¡Carta certificada!
-¡Apártese! -dijo una voz de mujer-. ¡Apártese
para que pueda ver su cara!
Bueno, ya está, pensé, otra chiflada.
-Mire, señora, usted no tiene que ver mi cara.
Sólo
dejaré esta notificación en el buzón y usted
podrá recoger su carta en Correos. Traiga su documentación.
Dejé la notificación en el buzón y empecé a salir
del porche.
La puerta se abrió y ella salió corriendo.
Llevaba uno de esos camisones transparentes y no llevaba sostén. Sólo unas
bragas azul oscuro. Tenia el pelo despeinado y erizado hacia afuera como si
quisiera escapar de ella. Pare` cía que tenía puesta alguna especie de crema en
la cara, especialmente debajo de los ojos. La piel de su cuerpo era blanca como
si nunca hubiese visto la luz del sol y su rostro tenía un aspecto insano. Su
boca colgaba abierta. Llevaba un toque de lápiz de labios y tenía unas buenas
tetas.
Capté todo esto mientras se abalanzaba sobre mí.
Yo estaba metiendo la carta certificada de nuevo en la saca.
Ella gritó:
-¡DEME MI CARTA!
-Señora, tendrá que... -dije yo.
-Agarró la carta y se fue corriendo hacia la
puerta, la abrió y entró.
¡Maldición! ¡No podías volver sin la carta
certificada o el recibo firmado! Los cabrones siempre pedían firmas para todo.
-¡EH!
Fui tras ella y metí el pie en el quicio de la
puerta justo a tiempo.
-¡EH, MALDITA SEA!
-¡Váyase! ¡Váyase! ¡Es usted un obseso sexual!
-¡Mire, señora! ¡Trate de comprenderl ¡Tiene que
firmarme el recibo de esa carta! ¡No se la puedo dar así! ¡Está usted robando
el correo de los Estados Unidos!
-¡Váyase, maníaco!
Apoyé todo mi peso contra la puerta y entré de un
empujón. Estaba oscuro. Todas las persianas estaban bajadas.
-¡NO TIENE DERECHO A ENTRAR EN MI CASA! ¡SALGA!
-¡Y usted no tiene derecho a robar el correo! ¡0
me devuelve la carta o me firma el recibo, entonces me iré!
-¡Está bien! ¡Está bien! Firmaré.
Le señalé dónde tenia que firmar y le di un
bolígrafo. Miré sus tetas y el resto del cuerpo y pensé, qué pena que esté
chiflada, qué pena, qué pena.
Me devolvió el bolígrafo y el papel firmado con
un simple garabato. Abrió la carta y empezó a leerla mientras yo me disponía a
irme.
Entonces se cruzó delante mío en la puerta, con
los brazos extendidos. La carta estaba en el suelo.
-¡Obseso, obseso, obseso! ¡Ha venido aquí para
violarme!
-Mire, señora, déjeme...
-¡SE LE VE LA MALDAD ESCRITA EN LA CARA!
-¿Cree que no lo sé? ¡Ahora déjeme salir!
Con una mano intenté apartarla a un lado. Me
clavó las uñas en una de las mejillas, bien. Solté la saca, se me cayó la gorra
y mientras me ponía un pañuelo para limpiarme la sangre, ella me lanzó otro
zarpazo y me rasgó la otra mejilla.
-¡TU, ZORRA! ¡QUE COÑO PASA CONTIGO!
-¿Lo ve? ¿Lo ve? ¡ES USTED UN MANIACO!
Estaba pegada a mí. La agarré por el culo y pegué
mi boca a la suya. Notaba sus tetas pegadas contra mi cuerpo. Ella apartó su
cabeza hacia atrás.
-¡Violador! ¡Violador¡ ¡Maniaco violador!
Bajé con mi boca y agarré una de sus tetas, luego
pasé a la otra.
-¡Violación! ¡Violación! ¡Me están violando!
Tenía razón. Le bajé las bragas, me desabroché la
cremallera y se la metí, luego la llevé en volandas hasta el sofá. Caímos sobre
él.
Levantó sus piernas bien alto.
-¡VIOLACION! -gritaba.
Acabé, me abroché la cremallera, recogí el
correo, y salí, dejándola mirando lánguidamente el techo...
No pude almorzar, y aun así llegué tarde.
-Lleva 15 minutos de retraso -dijo La Roca.
Yo no dije nada.
La Roca me miró.
-Dios todopoderoso. ¿Qué le ha pasado a su cara?
-preguntó.
-¿Qué le ha pasado a la suya? -respondí.
-¿A qué se refiere?
-Olvídelo.
15
Estaba de nuevo con resaca y estábamos pasando
otra ola de calor, una semana a 40 grados todos los días. Seguía bebiendo cada
noche, y por las mañanas temprano estaba La Roca y la imposibilidad de todo.
Algunos de los chicos llevaban salacots africanos
con una tela para hacer sombra, pero yo iba siempre igual, lloviera o hiciera
sol, con vestidos harapientos y unos zapatos tan viejos que los clavos me
pinchaban continuamente los pies. Ponía pedazos de cartón, pero sólo ayudaban
temporalmente, al poco tiempo los clavos se me comían de nuevo las plantas de
los pies.
El whisky y la cerveza corrían fuera de mi,
hechos una fuente en mis axilas, y yo continuaba con esta carga a mis espaldas,
coma una cruz, sacando revistas, repartiendo miles de cartas, tambaleándome,
soldado a los rayos del sol.
Una mujer me gritó:
-¡CARTERO! ¡CARTERO! ¡ESTO NO ES PARA AQUI!
Me di la vuelta. Ella estaba una manzana más
abajo y yo ya iba retrasado.
-Mire, señora, deje la carta en el buzón. ¡La
cogeré mañana!
-¡NO! ¡NO! ¡QUIERO QUE LA COJA AHORA!
La agitaba aparatosamente en el aire.
-¡Señora!
-¡VENGA A POR ELLA! ¡NO ES DE AQUI!
Oh, Cristo.
Dejé caer la saca. Me quité después la gorra y la
arrojé contra la hierba. Se fue rodando hasta la calzada. La dejé y regresé
andando hasta donde estaba la señora. Media manzana.
Llegué y le arranqué la carta de la mano, me di
la vuelta y regresé.
¡Era un folleto de publicidad! Correo de 4'
categoría. Algo acerca de unas rebajas de ropa.
Recogí mi gorra y me la puse. Volvía colocar la
saca sobre el lado izquierdo de mi columna y me puse a caminar. Cuarenta
grados.
Pasé por delante de una casa y una mujer salió
corriendo detrás mío.
-¡Cartero! ¡Cartero! ¿No tiene ninguna carta para
mí?
-¿Qué le hace suponerlo?
-Porque mi hermana me ha llamado por teléfono y
me ha dicho que iba a escribirme.
-Señora, no tengo ninguna carta para usted.
-¡$é que la tiene! ¡Sé que la tiene! ¡Sé que está
ahí dentro!
Empezó a agarrar un puñado de cartas.
-¡NO TOQUE EL CORREO DE LOS ESTADOS UNIDOS,
SEÑORA! ¡HOY NO HAY NADA PARA USTED!
Me di la vuelta y me alejé.
-¡SÉ QUE TIENE MI CARTA!
Otra mujer estaba de pie en su porche.
-¿Llega tarde, no?
-Sí, señora.
-¿Qué le ha pasado al cartero de siempre?
-Se está muriendo de cáncer.
-¿Muriendo de cáncer? ¿Harold se está muriendo de
cáncer?
-En efecto -dije.
Le entregué la correspondencia.
-¡FACTURAS! ¡FACTURAS! ¡FACTURAS! -gritó ella-.
¿ESO ES TODO LO QUE PUEDE TRAERME? ¿ESTAS FACTURAS?
-Sí, señora, eso es todo lo que puedo traerle.
Me di la vuelta y seguí andando.
No era culpa mía que usasen el teléfono y el gas
y la luz y comprasen todas sus cosas con tarjeta de crédito. Encima, cuando les
llevaba las facturas me gritaban a mí, como si yo les hubiera pedido que
instalasen un teléfono, o tuviesen un televisor de 350 dólares sin tener dinero
para pagarlo.
La siguiente parada fue un edificio de dos pisos,
bastante nuevo, con diez o doce apartamentos. Los buzones estaban en fila bajo
el porche. A1 fin un poco de sombra. Metí la llave en el buzón y lo abrí.
-¡HOLA, TÍO SAM! ¿QUÉ TAL ESTAMOS HOY?
Aullaba. No me esperaba aquella voz detrás mío,
me cogió desprevenido. El tío me había chillado, y yo estaba resacoso, me
encontraba nervioso. Pegué un salto del susto. Era demasiado. Saqué la llave de
la cerradura y me di la vuelta. Todo lo que pude ver fue una puerta con una
cortina. Alguien estaba allí detrás. Invisible y climatizado.
-¡Maldito cabrón! -dije-. ¡No me llames Tío Sam!
¡No soy Tío Sam!
-¿Oh, eres uno de esos tíos chulitos, eh? ¡Por
dos perras saldría y te zurraría la badana! -dijo la voz.
Cogí mi saca y la arrojé al suelo. Cartas y
revistas salieron volando por todas partes. Tendría que reordenar todo el
cargamento. Me quité la gorra y la estampé contra el cemento.
-¡SAL DE AHI, HIJO DE PUTA! ¡OH, DIOS
TODOPODEROSO! ¡SAL DE AHI! ¡SAL, SAL DE AHI!
Estaba dispuesto a matarle.
Nadie salió. No se oyó un solo sonido. Miré la
puerta con la cortina. Nada. Era como si el apartamento estuviera vacío. Por un
momento pensé en entrar. Luego me di la vuelta, me agaché y comencé a reordenar
el correo. Era una tarea dura sin una caja de clasificación. Veinte minutos más
tarde tenia todo ordenado. Metí algunas cartas en el buzón, dejé las revistas
en el suelo del porche, cerré el buzón, me volví y miré de nuevo la puerta con
la cortina. Seguía sin oírse nada.
Acabé la ruta, caminando, pensando, bueno,
telefoneará y le dirá a Jonstone que le he insultado. Cuando llegue será mejor
que esté preparado para lo peor.
Abrí la puerta y allí estaba La Roca en su
escritorio, leyendo algo.
' Me quedé allí de pie, mirándole, esperando.
La Roca me miró, luego volvió a bajar la vista
hacia lo que estaba leyendo.
Yo seguí allí plantado, aguardando.
La Roca siguió leyendo.
-Bueno -dije finalmente-, ¿qué pasa?
-¿Cómo que qué pasa? -La Roca levantó la mirada.
-¡SOBRE LA LLAMADA TELEFONICA! ¡HÁBLEME DE LA
LLAMADA TELEFONICA! ¡NO SE QUEDE AHI SENTADO COMO SI NADA!
-¿Qué llamada telefónica?
-¿No ha recibido una llamada telefónica acerca de
mí?
-¿Una llamada telefónica? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha
estado haciendo ahí fuera? ¿Qué ha hecho?
-Nada.
Me alejé y dejé la saca.
El tipo no había llamado. No había tenido valor.
Probablemente pensó que yo volvería a por él si telefoneaba.
Pasé junto a La Roca al volver hacia la caja.
-¿Qué ha hecho ahí fuera, Chinaski?
-Nada.
Mi conducta había confundido - de tal manera a La
Roca, que se olvidó de decirme que había llegado con . 30 minutos de retraso y
amonestarme por ello.
16
Una mañana temprano estaba clasificando en la
caja junto a G.G. Así era como le llamaban: G.G. Su nombre real era George
Greene. Pero durante años se le había llamado simplemente G.G. Había empezado
de cartero a los veintipocos años y ahora andaba ya por los sesenta. Había
perdido la voz. No hablaba. Graznaba. Y cuando graznaba, no decía gran cosa. No
era apreciado ni despreciado. Simplemente estaba allí. Su cara se había
arrugado en extraños surcos y pliegues de carne poco atractivos. En ella no
brillaba ninguna luz. No era más que un viejo tipejo que hacía su trabajo: G.G.
Sus ojos parecían dos estúpidos pegotes de barro asomándose por las bolsas
imprecisas de sus párpados. Era mejor no pensar en él, ni mirarle.
Pero G.G., debido a su veteranía, tenía una de
las mejores rutas, por el distrito más lujoso. Las casas eran antiguas, pero
enormes, la mayoría de dos pisos: Con amplios jardines de césped, cortado y
regado por jardineros japoneses. Allí vivían varias estrellas de cine, un
dibujante famoso, un escritor de éxito, dos ex gobernadores. En aquella zona
nadie te hablaba nunca. Jamás veías a nadie. Sólo podías ver a alguien al
principio de la ruta, donde las casas eran de menos lujo y los niños te
molestaban. G.G. era soltero. Y tenía un silbato. Al comienzo de la ruta, se
plantaba en la carretera, sacaba su silbato, que era bastante grande, y
soplaba, silbando en todas las direcciones. Era para que los niños supiesen que
estaba allí. Llevaba dulces para ellos. Y los niños venían corriendo y él
repartía los dulces mientras bajaba por la calle. El bueno de G.G.
Me enteré de esto de los dulces la primera vez
que hice la ruta. A La Roca no le gustaba asignarme una tan fácil, pero a veces
no tenía más remedio. Así que iba caminando por allí y entonces salió un niño y
me dijo:
-¿Eh, dónde está mi caramelo?
Y yo dije:
-¿Qué caramelo, niño?
Y el niño dijo:
-¡Mi caramelo! !Quiero mi caramelo!
-Mira, niño -dije-, debes estar loco. ¿Te deja tu
madre andar por ahí solo?
El niño se quedó mirándome de forma extraña.
Pero un día G.G. se metió en problemas. El bueno
de G.G. Conoció a aquella niñita nueva del vecindario y le dio algo de dulce,
diciendo:
-¡Vaya, eres una niña muy guapa! ¡Me gustarla
tenerte para mí solo, nena bonita!
La madre lo había estado escuchando por la
ventana y salió chillando, acusando a G.G. de corrupción de menores. No sabía
nada de G.G., así que cuando le vio dar el dulce a la niña y hacer aquel
comentario, le pareció un escándalo.
El bueno de G.G. Acusado de corrupción de
menores.
Entré y oí a La Roca hablando por teléfono,
tratando de explicarle a la madre que G.G. era un hombre decente. G.G. estaba
sentado frente a . su caja, como en trance, hundido.
Cuando La Roca acabó y colgó, le dije:
-No debería disculparse con esa mujer. Tiene una
mente sucia v retorcida. La mitad de las madres americanas, con sus- grandes y
preciosos coños y sus preciosas hijitas, la mitad de las madres americanas
tienen mentes sucias y retorcidas. Dígale que se meta la lengua por el culo. A
G.G. no se le puede poner la picha dura, usted lo sabe.
La Roca meneó la cabeza:
-No, ¡el público es dinamita! ¡Auténtica
dinamita!
Eso es todo lo que pudo decir. Ya había visto
antes a La Roca postrándose y suplicando y dando explicaciones a cada majadero
que llamaba acerca de cualquier tontería...
Estaba clasificando junto a G.G. en la ruta 501,
que no era demasiado mala. Tenía que pechar con una bue. na cantidad de correo,
pero era posible, y eso daba una esperanza.
Aunque G.G. conocía su caja de arriba a abajo,
sus manos se iban haciendo cada vez más lentas. Simplemente había manejado
demasiadas cartas en su vida, y su cuerpo, con sus sentidos adormecidos, se
estaba finalmente rebelando. Varias veces durante la mañana le vi vacilar. Se
paraba y se tambaleaba, entraba como en un trance, luego se recuperaba y
ordenaba algunas cartas más. A mí no es que me cayese particularmente bien. Su
vida no había sido muy valiente y se había ido convirtiendo en algo así como
una masa de mierda. Pero cada vez que vacilaba, algo me estremecía. Era como un
fiel y pundonoroso caballo que no pudiese seguir por más tiempo. O un viejo
automóvil que se rindiese finalmente, una mañana.
El correo era pesado y, mientras observaba a
G.G., sentí temblores de muerte. ¡Por primera vez en más de 40 años podía
retrasarse en el reparto matinal! Para un hombre tan orgulloso de su empleo y
su trabajo como G.G., aquello podía resultar una tragedia. Yo me había
retrasado muchas veces en el reparto matinal, perdiendo la furgoneta, y había
tenido que llevar las sacas de correo en mi coche, pero mi actitud era bastante
diferente.
Vaciló de nuevo.
Por Dios, pensé, ¿es que nadie más que yo se da
cuenta?
Miré a mi alrededor, nadie hacía caso. Todos, en
alguna u otra ocasión, habían manifestado su afecto por él. «G.G. es un buen
tipo». Pero el «viejo buenazo» se estaba hundiendo y a nadie le importaba.
Finalmente, tuve menos correo frente a mí que G.G.
Quizás le pueda ayudar ordenando sus revistas,
pensé. Pero vino un empleado y echó más correo delante mío, volviéndome a
quedar a la altura de G.G. Iba a ser duro para los dos. Vacilé por un momento,
luego apreté los dientes, estiré las piernas, encogí el estómago como alguien
al que acabaran de darle un puñetazo y agarré un puñado de cartas.
Dos minutos antes de la hora de reparto, tanto
G.G. como yo teníamos nuestro correo ordenado, nuestras revistas clasificadas y
en la saca, así como el correo aéreo. Los dos íbamos a conseguirlo. Me había preocupado
inútilmente. Entonces se acercó La Roca. Traía dos fajos de circulares. Le dio
uno a G.G. y el otro a mí.
-Tienen que repartir esto -dijo, luego se fue.
La Roca sabía que no tendríamos tiempo de ordenar
esas circulares antes de la hora del reparto. Fatigadamente corté los cordones
que ataban las circulares y empecé a clasificarlas en la caja. G.G. permaneció
allí sin moverse, mirando su fajo de cartas.
Entonces dejó caer la cabeza, dejó caer la cabeza
sobre sus brazos y empezó a llorar sordamente.
Yo no podía creerlo.
Miré a mi alrededor.
Los otros carteros no prestaban atención a G.G.
Estaban con sus cartas, atándolas, hablando entre sí y riéndose.
-¡Eh! -dije un par de veces-. ¡Eh!
Pero no miraban a G.G.
Me acerqué a G.G., le puse la mano en el hombro:
-G.G. -dije-. ¿Puedo hacer algo por ti?
Se levantó de un salto y salió corriendo hacia la
escalera de los vestuarios. Le vi subir. Nadie pareció darse cuenta. Ordené
unas cuantas cartas más, luego me dirigí también hacia las escaleras.
Allí estaba, con la cabeza hundida en los brazos
sobre una de las mesas. Sólo que ya no lloraba sordamente. Ahora estaba
gimiendo y sollozando. Todo su cuerpo se estremecía con espasmos. No podía
parar.
Volví a bajar las escaleras, pasé a los carteros
y llegué hasta el escritorio de La Roca.
-¡Eh, eh, Rocal ¡Por Dios, Roca!
-¿Qué pasa? -preguntó él.
-¡A G.G. le ha dado un ataque! ¡A nadie le
importal ¡Está allá arriba llorando! ¡Necesita ayuda!
-¿Quién está ordenando su ruta?
-¿A quién le importa eso? ¡Le digo que está
enfermo! ¡Necesita ayuda!
-¡Voy a buscar a alguien que se encargue de su
ruta!
La Roca se levantó de su escritorio, dio unas
vueltas mirando a sus carteros como si debiera haber algún cartero extra en
algún sitio. Entonces volvió a su escritorio.
-Mire, alguien tiene que llevar a ese hombre a
casa. Dígame dónde vive y yo mismo lo llevaré en mi coche, luego repartiré el
correo.
La Roca levantó la mirada.
-¿Quién está ordenando su caja?
-¡Oh, al carajo mi caja!
-¡VAYA A ORDENAR SU CAJA!
Entonces se puso a hablar con otro supervisor por
teléfono:
-¿Hola, Eddie? Escucha, necesito que me envíes un
hombre. . .
No habría dulces para los niños aquel día. Volví
a mi sitio. Todos los otros carteros se habían ido. Empecé a ordenar las
circulares. Sobre la caja de G.G. estaba su paquete de circulares sin desatar.
Estaba otra vez retrasado. Había perdido la furgoneta. Cuando volví aquella
tarde, La Roca me hizo un expediente de amonestación.
Nunca volví a ver a G.G. Nadie supo lo que le
pasó. Tampoco nadie volvió a mencionarle. El «viejo buenazo». El hombre con
dedicación. Degollado por un puñado de circulares de un supermercado local, con
su oferta: un paquete de un famoso detergente de regio al presentar el cupón
con cada compra superior a 3 dólares.
17
Después de 3 años llegué a «regular». Eso
significaba paga en vacaciones (los auxiliares no tenían paga) y una semana de
40 horas con 2 días libres. La Roca se vio también forzado a asignarme un
sector permanente de 5 rutas. Eso era todo lo que tenia que controlar, 5 rutas
diferentes. Con tiempo, podía conocer las cajas como la palma de mi mano, y
todos los atajos y trampas de cada ruta. Cada día sería más fácil. Aquello podía
empezar a ser confortable.
De todas formas, no me sentía demasiado feliz. Yo
no era un hombre que buscara deliberadamente el sufrimiento, el trabajo era
todavía bastante difícil, pero de alguna forma echaba en falta el viejo encanto
de mis días de auxiliar, aquel no-saber-qué-coño iba a pasar a continuación.
Unos pocos regulares vinieron a estrecharme la
mano. -Felicidades -me dijeron.
-Ya -dije.
¿Felicidades por qué? Yo no había hecho nada.
Ahora era un miembro del club. Era uno de los muchachos. Podía continuar allí
durante años, incluso llegar a tener mi propia ruta. Recibir regalos de
Navidad. Y cuando llamara diciendo que estaba enfermo, le dirían a algún pobre
bastardo auxiliar:
-¿Qué le ha pasado al cartero de siempre? Llega
usted tarde. El cartero de siempre nunca llega tarde.
En fin, así estaba. Entonces salió una circular
diciendo que ni la gorra ni ninguna otra parte del equipo podían ponerse encima
de la caja de cartero. La mayoría de los chicos dejaban sus gorras allí encima.
No molestaba para nada y ahorraba un viaje al vestuario. Ahora, después de 3
años de dejar allí mi gorra, me ordenaban que no lo hiciera.
Bueno, seguía llegando con resaca y mi mente no
estaba como para pensar en cosas como gorras. Así que un día después de que saliera
la orden mi gorra estaba allí.
La Roca vino corriendo con la amonestación. Decía
que iba contra las reglas el tener parte del equipo encima de la caja. Metí el
papel en mi bolsillo y seguí clasificando cartas. La Roca se sentó en su silla,
girándose de un lado a otro y mirándome. Todos los demás carteros habían puesto
sus gorras en sus armarios. Excepto yo y otro tipo, un tal Marty. Y La Roca se
había acercado a Marty y le había dicho:
-Bueno, Marty, ya leíste la orden. Se supone que
tu gorra no debe estar encima de la caja.
-Oh, lo siento, señor. Es la costumbre, ya sabe.
Lo siento -había contestado Marty, quitando su gorra de la caja y subiendo
corriendo a dejarla en su armario.
A la mañana siguiente me olvidé de nuevo. La Roca
vino con la amonestación.
Decía que iba contra las reglas el tener parte
del equipo encima de la caja.
Me la metí en el bolsillo y seguí clasificando
cartas.
A la mañana siguiente, cuando entré, pude ver a
La Roca observándome. Me observaba de forma muy deliberada. Estaba esperando a
ver qué hacia con la gorra. Le dejé esperar un rato. Entonces me quité la gorra
de la cabeza y la puse encima de la caja.
La Roca vino corriendo con su amonestación.
No la leí. La tiré a la papelera, dejé la gorra
donde estaba y seguí con el correo.
Pude oír a La Roca con la máquina de escribir.
Había rabia en el sonido de las teclas.
¿Dónde habrá aprendido éste a escribir a
máquina?, me preguntaba.
Volvió de nuevo. Me entregó una segunda
amonestación.
Le miré.
-No tengo por qué leerla. Ya sé lo que dice. Dice
que no he leído la primera amonestación.
Tiré la segunda amonestación a la papelera.
La Roca volvió corriendo a su máquina de
escribir.
Me entregó una tercera amonestación.
-Mire -le dije-, ya sé lo que dicen todos estos papeles.
El primero era por tener mi gorra sobre la caja. El segundo por no leer el
primero. Este tercero es por no leer ni el primero ni el segundo.
Le miré y entonces dejé caer la amonestación en
la papelera sin leerla.
-Puedo tirar estas cosas tan rápido como usted
las escriba. Puede continuar durante horas, y muy pronto
uno de los dos va a empezar a caer en el
ridículo. Me refiero a usted.
La Roca volvió a su silla y se sentó. No escribió
más. Simplemente se quedó allí observándome.
Al día siguiente no fui. Me quedé durmiendo hasta
mediodía. No avisé por teléfono. Luego bajé hasta el Edificio Federal. Les
conté a lo que iba. Me pusieron delante de una vieja muy flaca. Tenia el pelo
gris y un cuello muy estrecho que de repente se doblaba por la mitad, lo cual
le hacía inclinar su cabeza hacia delante; se quedó mirándome por encima de sus
gafas.
-¿Si?
-Quiero dimitir.
-¿Dimitir?
-Sí, dimitir.
-¿Y es usted un cartero regular?
-Sí -dije.
-Tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch -se
puso a hacer este sonido con sus labios secos.
Me entregó los papeles necesarios y yo me senté a
rellenarlos.
-¿Cuánto tiempo lleva en el Servicio de Correos?
-Tres años y medio.
-Tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch, tsch
-siguió-, tsch, tsch, tsch, tsch. .
Y eso fue todo. Volví a casa con Betty y
descorchamos la botella.
Poco podía imaginarme que un par de años después
volvería allí como empleado y que me pasaría cerca de 12 años jorobándome
doblado sobre un taburete.
CAPÍTULO II
1
Mientras tanto, la vida siguió. Tuve una larga
racha de suerte en el hipódromo. Empecé a sentirme seguro. Ibas cada día a por
un pequeño beneficio, entre 15 y 40 pavos. No pedías demasiado. Si no ganabas
pronto, apostabas un poco más, lo suficiente para que si el caballo entraba,
sacaras un margen de beneficio. Volvía día tras día, siempre con ganancias,
enseñándole el pulgar levantado a Betty al llegar con el coche.
Entonces Betty consiguió un trabajo de
mecanógrafa, y cuando una tía con la que vives consigue un trabajo, notas la
diferencia. Seguíamos bebiendo toda la noche y ella se iba por la mañana antes
que yo. Ahora sabia lo que es bueno. Yo me levantaba hacia las diez y media de
la mañana, me tomaba una sosegada taza de café y un par de huevos, jugaba con
el perro, flirteaba con la joven es posa de un mecánico que vivía en la parte
de atrás, hacía amistad con una bailarina de strip-tease que vivía enfrente y
cosas así. Me iba al hipódromo a la una de la tarde, luego volvía con mis
ganancias y salía con el perro hasta la parada del autobús, a esperar a que
Betty volviese. Era una buena vida.
Entonces, una noche, Betty, mi amor, me lo soltó,
después de la primera copa:
-¡Hank, ya no puedo soportarlo!
-¿El qué no puedes soportar, nena?
-La situación.
-¿Qué situación, nena?
-El que yo trabaje y tú hagas el holgazán. Todos
los vecinos piensan que yo te mantengo.
-Coño, antes yo trabajaba y tú holgazaneabas.
-Es diferente. Tú eres un hombre, yo una mujer.
-Oh, no sabía eso. Creía que las perras como tú
andabais siempre pidiendo a gritos la igualdad de derechos.
-Te crees que no sé lo que está pasando con esa
bolita de manteca que vive allí atrás, paseándose por delante tuyo con las
tetas colgando... con las tetas fuera...
-¿Las tetas fuera?
-¡Sí, sus TETAS¡ ¡Esas grandes tetas de vaca!
-Uhmm... Es verdad que son bastante grandes.
-¡Vaya! ¡Lo ves!
-¿Qué carajos pasa?
-Tengo amigas por aquí. ¡Ellas me cuentan lo que
está pasando!
-Esas no son amigas. Sólo son cotorras chismosas.
-¿Y esa puta de enfrente que se hace pasar por
bailarina?
-¿Es una puta?
-Se follaría cualquier cosa con una polla.
-Te has vuelto loca.
-Sólo quiero que la gente no piense que te estoy
manteniendo. Todos los vecinos... '
-¡Que se jodan los vecinos! ¿A quién 1e importa
lo que piensen? Nunca antes nos han preocupado. Aparte, yo pago el alquiler, yo
pago la comida, lo gano en las carreras. Tu dinero es tuyo. Nunca lo has tenido
mejor
-No, Hank, se acabó. ¡No puedo soportarlo!
Me levanté y me acerqué a ella.
-Bueno, vamos, nena, lo único que pasa es que
esta noche estés un poco irascible.
Traté de abrazarle. Ella me rechazó.
-!Está bien, a la mierda! -dije.
Volví a mi sillón, acabé mi bebida y me serví
otra.
-Se acabó -dijo ella-, no voy a dormir contigo ni
una noche más.
-Está bien. Guárdate el coño. No es tan
fantástico.
-¿Quieres quedarte con la casa o prefieres
mudarte? -me preguntó.
-Quédate con la casa.
-¿Y el perro?
-Quédate con el perro -dije.
-Te va a echar de menos.
-Me alegro de que alguien vaya a echarme de
menos. Me levanté, me fui al coche y alquilé el primer sitio que vi con un
anuncio. Me mudé aquella noche.
Había perdido ya 3 mujeres y un perro.
2
Lo siguiente que supe es que tenla una chica de
Texas en mi regazo. No voy a meterme en detalles de cómo la conocí. De
cualquier modo, allí estaba. Tenía 23 años. Yo 36.
Tenía una larga cabellera rubia y buenas carnes
prietas. En ese momento no sabía que también tenía mucho dinero. Ella no bebía,
pero yo sí. Nos reímos mucho al principio. Y también íbamos juntos al
hipódromo. Era atractiva, y cada vez que volvía a mi asiento habla algún rijoso
deslizándose más y más cerca de ella. Había docenas de ellos. Lo único que
hacían era acercarse más y más. Joyce se quedaba en su sitio. Me tenía que
deshacer de ellos de dos formas. O bien coger a Joyce e irnos a otro sitio, o
bien decirle al tipo:
-Mira, compadre, está ocupada, ¡así que largo!
Pero luchar con los lobos y los caballos al mismo
tiempo era demasiado para ni¡. Perdía continuamente. Un profesional va al
hipódromo solo. Eso ya lo sabía. Pero pensaba que tal vez yo fuese excepcional.
Descubrí que en realidad no era excepcional. Podía perder mi dinero tan
rápidamente como cualquier otro.
Entonces Joyce me pidió que nos casáramos.
Qué demonios, pensé, de todas formas ya estoy
frito.
La llevé a Las Vegas para una boda barata, luego
regresamos.
Vendí el coche por 10 dólares y la siguiente cosa
que supe es que estábamos en mi autobús hacia Texas. Cuando llegamos tenía 75
centavos en el bolsillo. Era un lugar pequeño, tenia una población, creo, de
menos de 2.000 personas. El pueblo había sido elegido por expertos, en un
artículo nacional, como la última población en los Estados Unidos que un
enemigo pudiera atacar con una bomba atómica. Pude ver por qué.
Durante todo este tiempo, sin saberlo, me estaba
labrando el camino de vuelta a la Oficina de Correos.
Joyce tenía una casita en el pueblo y allí lo
pasábamos bien, jodíamos y comíamos. Me alimentaba bien, me engordaba y me
debilitaba al mismo tiempo. Nunca tenía suficiente. Joyce, mi mujer, era una
ninfómana.
Me daba pequeños paseos por el pueblo, a solas,
para escapar de ella, con las marcas de sus dientes en todo el pecho, el cuello
y los hombros, así como en otro sitio que me preocupaba más y que era mucho más
doloroso. Me estaba devorando vivo.
Me arrastraba tambaleante por la ciudad y ellos
me miraban, conociendo lo de Joyce, su comportamiento sexual, y también que su
padre y su abuelo tenían más dinero, tierras, lagos y reservas de caza que
todos ellos juntos. Me compadecían y me odiaban al mismo tiempo.
Un muchachito, una especie de mosquito, fue
enviado una mañana a sacarme de la cama y me llevó a dar un paseo en coche,
señalando esto y lo otro, aquello y lo de más allá es del señor tal y tal, el
padre de Joyce, y eso otro es del señor tal y tal, el abuelo de Joyce...
Estuvimos toda la mañana en el coche. Alguien
estaba tratando de asustarme. Me aburría. Iba sentado en el asiento de atrás y
el mosquito pensaba que yo era un magnate forrado de millones. No sabía que yo
estaba allí por accidente, y que era un ex cartero con 75 centavos en el
bolsillo.
El mosquito, pobre diablo, tenía algún trastorno
nervioso y conducta muy deprisa, y de vez en cuando le entraba un
estremecimiento que le agitaba todo el cuerpo y le hacía perder el control del
coche. Se iba de un lado a otro de la carretera, y en una ocasión fue rozando
con un seto durante cincuenta metros antes de que pudiera recobrar el control.
-¡EH! ¡TRANQUILO, BUSTER! le gritaba yo desde el
asiento de atrás.
Eso era. Estaban tratando de noquearme. Era
obvio. El mosquito estaba casado con una chica muy guapa. Cuando ella era una
adolescente, se le había quedado una botella de coca--cola atascada en el coño
y había tenido que ir a un doctor para que se la sacara, y, como en todos los
pequeños pueblos, en seguida se corrió la voz, la pobre chica fue marginada y
el mosquito era el único que habla aceptado quedarse con ella. Habla acabado
consiguiendo el mejor culo del pueblo.
Encendí un puro que me había dado Joyce y le dije
al mosquito:
-Eso es todo, Buster. Ahora llévame de vuelta a
casa. Y conduce despacio, no quiero que se estropee la cosa.
Me hice el magnate para agradarle.
-Sí, señor Chinaski, ¡sí, señor!
Me admiraba. Pensaba que yo era un hijo de puta.
Cuando volví, Joyce me preguntó:
-¿Bueno lo has visto todo?
-Vi lo suficiente -dije. Me refería a que me daba
cuenta de que estaban tratando de noquearme. No sabia si Joyce estaba en el ajo
o no.
Entonces comenzó a quitarme la ropa como si
pelara un plátano y a arrastrarme hacia la cama.
-¡Oye, espera un momento, nena! !Ya lo hemos
hecho dos veces y todavía no son las dos de la tarde!
Se limitó a soltar una risita y a seguir.
3
Su padre me odiaba de veras. Pensaba que yo iba
detrás de la pasta. Yo no quería su maldito dinero. Y ni siquiera quería a su
maldita y preciosa hija.
La única vez que le vi fue cuando entró en el
dormitorio una mañana hacia las 10. Joyce y yo estábamos en la cama,
descansando. Afortunadamente acabábamos de terminar.
Le miré desde debajo del borde de la colcha.
Entonces no pude evitarlo. Le sonreí y le hice un guiño.
Salió de la casa corriendo, gruñendo y
maldiciendo.
Haría todo lo posible para echarme.
El abuelete era más tranquilo. Fuimos a su casa y
yo bebí whisky con él y escuché sus discos de cow-boys. Su vieja era
simplemente indiferente. Ni me apreciaba ni me odiaba. Se peleaba mucho con
Joyce y yo me puse de su lado alguna que otra vez. Eso hizo que me apreciara un
poco más. Pero el abuelete era un tipo frío. Creo que estaba en la
conspiración.
Habíamos estado comiendo en un café, con todo el
mundo encima nuestro en plan adulador. El abuelete, la abuelita, Joyce y yo.
Luego subimos en el coche y nos pusimos en
marcha.
-¿Has visto alguna vez un búfalo, Hank? -me
preguntó Abuelete.
-No, Wally, nunca.
Le llamaba "Wally". Como viejos
compadres de whisky. Y una leche.
-Tenemos unos cuantos allí.
-Pensaba que estaban extinguidos.
-Oh, no, tenemos docenas de ellos.
-No lo creo.
-Enséñaselos, Papi Wally -dijo Joyce.
Zorra estúpida. Le llamaba "Papi
Wally". El no era su padre.
-Esté bien.
Fuimos por un camino hasta llegar a un campo
vallado. E1 suelo era irregular y no podías ver el otro lado del campo. Era muy
amplio y tenía millas de largo. No había nada más que hierba verde.
-No veo ningún búfalo -dije yo.
-El viento viene de la derecha -dijo Wally-. Sólo
tienes que subir allí y caminar un poco. Tienes que andar un poco para verlos.
No había nada en el campo. Pensaban que eran muy
graciosos, burlándose de un pisaverde de la ciudad. Salté la valla y empecé a
andar.
-Bueno, ¿dónde estén los búfalos? -grité.
-Están allí. Sigue andando.
Oh, demonios, querían jugar a la vieja broma de
darse el piro. Malditos pueblerinos. Esperarían hasta que yo estuviera alejado
y entonces se largarían riendo. Bueno, allá ellos. Podía volver caminando. Me
servida para descansar de Joyce.
Fui metiéndome en el campo, caminando deprisa,
esperando a que se fueran. No los oí marcharse. Me metí
más, luego me di la vuelta, hice bocina con las
martas y les grité:
-¿BUENO, DONDE ESTÁN LOS BUFALOS?
La respuesta vino de detrás mío. Pude oír sus
patas en el suelo. Había tres de ellos, grandes, justo igual que en las
películas, y estaban corriendo. ¡Estaban viniendo DEPRISA! Uno llevaba algo de
ventaja sobre los otros. No habla duda sobre cuál era su objetivo.
-¡Oh, mierda! -dije.
Me di la vuelta y comencé a correr. Aquella valla
parecía muy lejana. Parecía imposible de alcanzar. No podía perder tiempo
mirando atrás. Eso podía significar la ruina. Iba volando, con los ojos como
platos. ¡Cómo me movía! ¡Pero ellos ganaban terreno! Podía sentir el suelo
temblando a mi alrededor mientras ellos golpeaban la tierra con sus zancadas,
alcanzándome. Les podía oír resoplando, podía oír sus babeos. Con el resto de
mis fueras me lancé y salté la valla. No trepé por ella, volé por encima. Y
aterricé con la espalda en una zanja, mientras uno de estos bichos asomaba su
cabeza por encima de la valla, mirándome.
En el coche estaban todos riéndose. Pensaban que
era la cosa más graciosa que habían visto nunca. Joyce se reta con más fuerza
que nadie.
Las estúpidas bestias dieron algunas vueltas y
luego se fueron.
Salí de la zanja y subí al coche.
-Ya he visto a los búfalos dije---, ahora vámonos
a tomar una copa.
Se rieron durante todo el camino. Se paraban y
luego alguien volvía a empezar y los otros le seguían. Wally tuvo que parar una
vez el coche. No podía conducir. Abrió la puerta y se tiró por el suelo
carcajeándose. Hasta la abuela se tronchaba, junto con Joyce.
Más tarde la historia se corrió por el pueblo y
tuve que abandonar mis paseos. Necesitaba un corte de pelo. Se lo dije a Joyce.
Ella dijo:
-Vea una peluquería.
-No puedo dije---. Es por los búfalos.
-¿Tienes miedo de esos hombres de la peluquería?
-Es por los búfalos -dije yo.
Joyce me cortó el pelo.
Hizo un trabajo horrible.
4
Entonces Joyce quiso volver a la ciudad. A pesar
de todos los inconvenientes, aquel pequeño pueblo, con o sin cortes de pelo, le
daba mil vueltas a la vida en la ciudad. Era tranquilo. Teníamos nuestra propia
casa. Joyce me alimentaba bien. Con mucha carne. Carne rica, buena y bien
cocinada. Tengo que decir una cosa de aquella perra: sabía cocinar. Sabía
cocinar mejor que cualquier mujer que hubiera conocido antes. La comida es
buena para los nervios y el espíritu. El coraje viene del estómago, todo lo
demás es desesperación.
Pero no, ella quería irse. La vieja estaba
siempre dándole la lata y ya no podía más. Por mi parte, prefería interpretar
el papel de villano. Habla hecho morder el polvo a su primo, el matón del
pueblo. No había ocurrido nunca. En el día del blue-jean se suponía que todo el
mundo en el pueblo debía llevar jeans o ser arrojado al lago. Yo me puse mi único
traje y corbata y lentamente, como Billy el Niño, con todas las miradas puestas
en mi, anduve despacio a través del pueblo, mirando escaparates, parándome a
comprar puros. Partí el pueblo en dos como una cerilla de madera.
Más tarde me encontré en la calle con el doctor
del pueblo. Me cala bien. Estaba siempre colocado con drogas. Yo no era un
hombre de drogas, pero en caso de que tuviera que esconderme de ml mismo por
unos días, sabia que él me podría conseguir cualquier cosa que quisiera.
-Nos vamos -le dije.
-Deberían quedarse -dijo él-, es una buena vida.
Hay mucha caza y pesca. El aire es bueno. No hay presiones. Son los dueños del
pueblo.
-Lo sé, doc, pero es ella la que lleva los
pantalones.
5
Así que Abuelete le firmó a Joyce un gran cheque
y allí nos fuimos. Alquilamos una pequeña casa en lo alto de una colina y
entonces le entró a Joyce esta especie de memez moralista.
-Tenemos que conseguir los dos trabajo --decía-
para probarles que no vas detrás de su dinero, Para probarles que somos
autosuficientes.
-Nena, eso es de parvulario. Cualquier imbécil
puede tener un trabajo; vivir sin trabajar es cosa de sabios. Por aquí lo
llamamos chulear. A mí me gusta ser un buen chulo.
A ella no le gustaba.
Entonces le expliqué que un hombre no podía
encontrar trabajo sin un coche para moverse. Joyce cogió el teléfono y Abuelete
mandó el dinero. Lo siguiente que supe es que estaba montado en un Plymouth
completamente nuevo. Me mandó a la calle vestido con un fino traje de estreno,
con zapatos de 40 dólares, y me dije, qué coño, vamos a tratar de que esto
dure. Un mozo de carga, eso es lo que yo era. Cuando no sabías hacer otra cosa,
eso era en lo que acababas, de mozo de carga, empleado de recibos o chico de
almacén. Miré dos anuncios, fui a un par de sitios y en los dos me aceptaron.
El primero olía a trabajo, así que escogí el segundo.
O sea que allí estaba, con mi máquina de cinta
adhesiva trabajando en un almacén de objetos artísticos. Era fácil. Sólo había
que trabajar una o dos horas al día. Escuchaba la radio, me construí una
especie de oficina con placas de contrachapado, puse un viejo escritorio, el
teléfono, y me sentaba allí leyendo revistas de carreras. Algunas veces me
aburría y bajaba por el callejón hasta un café cercano a sentarme un rato,
beber un café, comer pastel y flirtear con la camarera.
Llegaban los conductores de los camiones:
-¿Dónde está Chinaski?
-Está allá abajo, en el café.
Bajaban, se tomaban un café y entonces subíamos
por el callejón a hacer el trabajo, sacábamos unas cuantas cajas del camión o
las metíamos. Poca cosa.
No me despedían. Incluso les cala bien a los
vendedores. Ellos le robaban al dueño al otro lado de la puerta, pero yo no
decía nada. Era un juego de enanos, a mi no me interesaba. Yo no era un
robaperas. Yo queda el mundo entero o nada.
6
En aquella casa de la colina rondaba la muerte.
Lo supe el primer día que empujé la puerta de persiana para salir al patio
trasero. Un sonido zumbante, hirviente, ululante, estridente, vino hacia mí:
10.000 moscas se alzaron a un tiempo en el aire. Todo el patio estaba lleno de
moscas, había un árbol verde que usaban como
nido. Lo adoraban.
Oh, Cristo, pensé, ¡y ni una araña en 8
kilómetros!
Al quedarme allí quieto, las 10.000 moscas
empezaron a descender del cielo, posándose en la hierba, en la verja, en mi
pelo, en mis brazos, en todas partes. Una de las más audaces me picó.
Solté un taco, sal¡ corriendo y compré el
pulverizador matamoscas más grande que había visto en mi vida. Luché con ellas
durante horas, con rabia, las moscas y yo, y horas más tarde, tosiendo y
enfermo de respirar el matamoscas, miré a mi alrededor y habla tantas moscas
como al principio. Parecía que por cada mosca que había matado habían nacido
dos. Me di por vencido.
El dormitorio tenía una estantería encima de la
cama. Habla macetas con geranios. Cuando me acosté allí por primera vez con
Joyce y comenzarnos el trote, vi que los estantes comenzaban a temblar y
agitarse.
Entonces ocurrió.
-!Oh, oh! -dije.
-¿Qué pasa ahora? -preguntó Joyce-. ¡No pares!
¡No pares¡
-Nena, me acaba de caer una maceta de geranios en
el culo.
-¡No pares! ¡Sigue!
-!Está bien! !Está bien¡
Continué, iba todo bien cuando...
-¡Oh, mierda!
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
-Otra maceta de geranios, nena, me ha caído en la
espalda, ha rodado hasta el culo y ha caído por tierra.
-!A la mierda los geranios! !Sigue¡ ¡Sigue!
-Oh, está bien...
Durante todo el polvo siguieron cayéndome macetas
encima. Era como tratar de joder durante un ataque aéreo. Finalmente lo
conseguí.
Más tarde dije:
-Oye, nena, tenemos que hacer algo respecto a
esos geranios.
-¡No, déjalos ahí!
-¿Por qué, nena, por qué?
-Ayudan.
-¿Que ayudan?
-Sí.
Soltó una risita. Los geranios siguieron allí
arriba. La mayor parte del tiempo.
7
Entonces empecé a volver a casa malhumorado.
-¿Qué es lo que te pasa, Hank?
Tenía que emborracharme todas las noches.
-Es Freddy, el encargado. Ha comenzado a silbar
esa maldita canción. Ya la está silbando cuando entro por las mañanas y no para
nunca, sigue silbándola cuando me voy por las noches. ¡Lleva así dos semanas!
-¿Cuál es el titulo de la canción?
-La vuelta al mundo en ochenta días. Nunca me ha
gustado.
-Bueno, busca otro trabajo.
-Es lo que haré.
-Pero sigue trabajando hasta que encuentres otro
empleo. Tenemos que probarles que...
-¡Está bien, está bien!
8
Una tarde me encontré a un viejo borracho en la
calle. Solía conocerle de los tiempos con Betty, cuando nos recorríamos los
bares. Me dijo que ahora era empleado de Correos y que no daba golpe.
Fue una de las mentiras mes gordas del siglo. He
estado buscando a ese tipo durante años, pero me temo que alguien lo debió
cazar antes.
Así que allí estaba haciendo de nuevo el examen
de servicio civil. Sólo que esta vez puse en el papel .oficinista. en vez de
.cartero..
Para cuando me llamaron a presentarme en las
ceremonias de juramento, Freddy había dejado de silbar La vuelta al mundo en
ochenta días, pero yo andaba obcecado detrás de aquel trabajo cómodo con El Tío
Sam.
Le dije a Freddy:
-Tengo que resolver un pequeño asunto, así que
puede que me tome una hora u hora y media para el almuerzo.
-Muy bien, Hank.
Poco sabía lo largo que iba a ser aquel almuerzo.
9
Eramos un grupo de 150 a 200. Había unos
aburridos papeles que rellenar. Luego nos pusimos firmes y miramos la bandera.
El tío que nos hizo jurar era el mismo tío que me había hecho jurar la otra
vez.
Después de tomarnos juramento, el tío nos dijo:
-Bueno, ahora han conseguido ustedes un buen
trabajo. Mantengan la nariz limpia y tendrán seguridad para el resto de su
vida.
¿Seguridad? Podías tener mucha seguridad en la
cárcel. Tres paredes y ningún alquiler que pagar, nada de utilidades, ni
impuestos, ni mantenimiento infantil. Nada de licencias de circulación. Nada de
multas de tráfico. Nada de sanciones por conducir en estado de ebriedad. Nada
de pérdidas en el hipódromo. Atención médica gratis. Camaradería con gente con
intereses similares. Iglesia. Funeral y enterramiento gratuitos.
Cerca de 12 años más tarde, de estos 150 o 200
sólo quedábamos 2. Igual que algunos hombres no pueden hacer el taxi, chulear o
traficar droga, la mayoría de los hombres no pueden ser empleados de Correos. Y
no les culpo. A medida que pasaban los años, los veía continuamente llegar en
sus escuadrones de 150 o 200, y dos o tres, o cuatro como máximo eran los que
resistían, justo los suficientes para reemplazar a aquellos que se jubilaban.
10
El guía nos llevó por todo el edificio. Eramos
tantos que tuvieron que dividirnos en grupos. Usábamos el ascensor por turnos.
Nos enseñaron la cafetería de empleados, el sótano, todas esas estupideces.
Cristo, pensaba yo, espero que se den prisa.
Llevo ya dos horas de tiempo de almuerzo.
Entonces el gula nos dio a todos unas fichas de
horarios. Nos enseñó los relojes de fichar.
-Así es como tienen que fichar.
Nos enseñó cómo. Entonces dijo:
-Ahora, fiche usted.
Doce horas y media después sacamos la ficha. Un
infierno de ceremonia.
11
Después de nueve o diez horas, a la gente
empezaba a entrarle sueño y se caían sobre sus cajas, recobrándose justo a
tiempo. Trabajábamos en la clasificación por distritos. Si en una carta ponla
distrito 28, la tenías que meter por el agujero n.° 28. Era sencillo.
Un negro enorme levantó la cabeza bruscamente y
empezó a estirar los brazos para mantenerse despierto. Se tambaleaba hacia el
suelo.
-¡Maldita sea! ¡No puedo aguantarlo! -decía.
Y eso que era un bruto enorme y rebosante de
fuerza. Usar los mismos músculos una y otra vez era de lo más agotador. Me
dolía todo. Y al final del pasillo habla un supervisor, otra Roca, con aquel
aspecto en su cara... debían practicarlo delante del espejo, todos los
supervisores tenían aquel aspecto en sus caras, te miraban como si fueras una
plasta de mierda humana. Sin embargo hablan entrado allí por la misma puerta.
Hablan sido antes empleados o carteros. Yo no podía entenderlo. Se habían
transformado en lomillos.
Tenías que estar continuamente con un pie en el
suelo. El otro lo podías poner en la barra de descanso. Lo que llamaban “barra
de descanso” era un pequeño almohadoncillo redondo fijado sobre un zanco. No se
permitía hablar. Habla dos pausas de lo minutos en 8 horas. Apuntaban la hora
en que te ibas y la hora en que volvías. Si te estabas fuera 12 ó 13 minutos,
te echaban la bronca.
Pero el sueldo era mejor que en el almacén de
arte, así que pensé: Bueno, ya me acostumbraré.
Jamás conseguí acostumbrarme.
12
Entonces el supervisor nos llevó a otro corredor.
Habíamos estado allí diez horas.
-Antes de empezar -dijo el jefe-, quiero decirles
algo. Cada una de estas cestas de correo debe ser despachada en 23 minutos, es
el horario de producción. Ahora, sólo pan divertimos, vamos a ver si podemos
lograr el horario de producción. ¡Venga, uno, dos y tres... ADELANTE!
¿Qué diablos es esto?, pensé. Estoy cansado.
Cada cesta tenla más de medio metro de longitud,
y guardaban diferentes cantidades de cartas. Algunas tenían dos n tres veces
más correo que otras, dependiendo además del tamaño de las cartas.
Las manos empezaron a volar. Miedo al fracaso.
Yo me tomé mi tiempo. '
--!Cuando acaben con una cesta, cojan otral
Realmente se esforzaban, luego de un salto cogían
otra cesta.
El super vino detrás mío:
-Bueno -dijo señalándome-, este hombre sí que
caté haciendo producción. ¡Ya va por la mitad de su segunda cesta!
Era mi primera cesta. No sabía si estaba tratando
de burlarse de mí o no, pero dado que iba tan adelantado, me demoré un poco
más.
13
A las 3:30 de la madrugada finalizaron mis doce
horas. A los auxiliares no se les pagaban las horas extras,
te pagaban horario standard y se te consideraba
como empleado suplente temporal.
Puse el despertador para llegar al almacén de
arte a las 8 de la mañana.
-¿Qué te pasó, Hank? Pensamos que habías tenido
quizá un accidente de coche. Te estuvimos esperando todo el día.
-Me despido.
-¿Que te despides?
-Si, no se le puede culpar a un hombre por querer
prosperar.
Entré en la oficina y recogi mi cheque. Estaba de
vuelta en la Oficina de Correos.
14
Mientras tanto, Joyce seguía allí, y sus
geranios, y un par de millones si conseguia aguantar lo suficiente. A Joyce, a
las moscas y a los geranios. Trabajaba en el turno de noche, 12 horas, y ella
me exprimía por las mañanas. Yo estaba dormido y me despertaba con esta mano
dándome meneo. Entonces lo tenia que hacer. La pobre estaba loca.
Entonces llegué una mañana y ella me dijo:
-Hank, no te enfades.,
Yo estaba demasiado cansado para enfadarme.
-¿Qué pasa, nena?
-He comprado un perro. Un cachorrito precioso.
-Bueno, .eso está bien. No hay nada malo en un
perro. ¿Dónde está?
-Está en la cocina. Le he puesto de nombre
.Picasso..
Entré y miré al perro. No podía ver. El pelo le
cubría
los ojos. Lo observé mientras andaba. Luego lo
cogí y le miré a los ojos. ¡Pobre Picasso!
-¿Nena, sabes lo que has ido a hacer?
-¿No te gusta?
-No he dicho que no me guste. Pero es un subnor.
mal. Tiene un coeficiente de inteligencia de menos de 12. Has ido a comprar un
perro idiota.
-¿Cómo lo puedes saber?
-Sólo con mirarle.
Entonces Picasso comenzó a mearse. Picasso estaba
repleto de orines. Corrió en largos y amarillos riachuelos por el suelo de la
cocina. Entonces acabó y se puso a mirarlo.
Lo agarré.
-Límpialo.
Así que Picasso era un problema más.
Me desperté después de una noche de 12 horas con
Joyce bandoneándome bajo los geranios y pregunté:
-¿Dónde está Picasso?
-¡Oh a la mierda Picasso! -dijo ella.
Salí de la cama, desnudo, con esta cosa enorme
delante mío.
-¡Oye, te lo has vuelto a dejar otra vez en el
patio! ¡Te dije que no lo dejaras fuera en el patio durante el día!
Salí al patio, desnudo, demasiado cansado para
vestirme. Y allí estaba el pobre Picasso, cubierto por 500 moscas,
arrastrándose en círculos por su cuerpo. Me puse a correr con la cosa (ya
bajando por entonces) insultando a las moscas. Estaban en sus ojos, bajo su
pelo, en sus orejas, en sus genitales, dentro de su boca ...en todas partes. Y
lo único que hacía él era seguir allí sentado sonriéndome. Riéndose, mientras
las moscas se lo comían vivo. Quizás era más sabio que ninguno de nosotros. Lo
recogí y lo metí dentro de la casa.
El perrito río
Al ver cosa tan rara;
Y el plato corriendo se marchó con la cuchara.
-¡Maldita sea, Joyce! Te lo he dicho mil veces.
-Bueno, tú fuiste el que me lo hiciste sacar.
¡Tiene que salir para cagar!
-Sí, pero cuando acabe, éntralo. No tiene la
suficiente inteligencia para volver a entrar solo. Y limpia la mierda que deje.
Estás creando un paraíso para moscas ahí fuera.
Luego, tan pronto como me dormí, Joyce empezó de
nuevo a darme caña. Ese par de millones estaban tardando mucho en llegar.
15
Estaba medio dormido en un sillón, esperando la
comida.
Me levanté a por un vaso de agua y al entrar en la
cocina vi a Picasso acercarse a Joyce y lamer su tobillo. Yo estaba descalzo y
ella no podía oirme. Llevaba zapatos de tacón alto. Le miró y su cara reflejó
un odio brutal y pueblerino. Le pegó una fuerte patada en un costado con la
punta de su zapato. El pobre animal se puso a correr en círculos, aullando de
forma lastimera. Se empezó a mear. Yo entré a por mi vaso de agua. Cogí el vaso
y entonces, antes de que llegara a caer el agua dentro, lo arrojé contra el
estante de vasos que había a la izquierda del fregadero. El cristal voló por
todas partes. Joyce apenas tuvo tiempo de cubrirse la cara. No me importó. Cogí
el perro y salí de allí. Me senté en el sillón con él y lo acaricié. El me miró
y me lamió la muñeca. Su rabo se agitaba como un pez recién pescado.
Vi a Joyce de rodillas con una bolsa de papel,
recogiendo cristales Entonces empezó a sollozar. Trataba de contenerse. Estaba
de espaldas a mi, pero pude darme cuenta de los síntomas que la hacían temblar
y saltar las lágrimas.
Dejé a Picasso y entré en la cocina.
-¡Nena, no, nena por favor!
La levanté cogiéndola desde atrás. Se caía sin
fuerzas.
-Nena, lo siento... lo siento.
La sostuve contra ml, con mi mano sobre su
vientre. La acaricié tiernamente, tratando de parar las convulsiones.
-Tranquila, nena, tranquila...
Se serenó un poco. Le aparté el pelo hacia atrás
y la besé detrás de la oreja. Se notaba cálida. Ella apartó la cabeza. La besé
de nuevo y ya no apartó la cabeza. La sentí respirar, luego dejó escapar un
pequeño gemido. La levanté en brazos y ]a llevé a la otra habitación, me senté
en un sillón con ella en mi regazo. No me miraba. Yo la besaba en el cuello y
las orejas. Con un brazo alrededor de sus hombros y el otro en su cadera. Moví
la mano arriba y abajo por su cadera al ritmo de su respiración, tratando de
expulsar fuera la mala electricidad.
Finalmente, con la más débil de las sonrisas, me
miró. Yo le di un golpecito en la barbilla.
-¡Perra chiflada! -dije.
Se rió y entonces nos besamos, con nuestras
cabezas moviéndose hacia atrás y hacia delante. Empezó otra vez a sollozar.
Me aparté y dije:
-¡NO EMPIECES¡
Nos besamos de nuevo. Entonces la levanté y la
llevé al dormitorio, la dejé sobre la cama, me quité pantalones, calzoncillos y
calcetines a toda prisa, le bajé las bragas hasta los pies, le quité un zapato
y entonces, con un zapato quitado y otro no, la eché el mejor polvo que
habíamos tenido en muchos meses. Hasta la última planta de geranios se cayó de
los estantes. Cuando acabé, acaricié con suavidad su espalda, jugando con su
larga cabellera, diciéndole cosas. Ella ronroneaba. Finalmente, se levantó y se
fue al baño.
No volvió. Fue a la cocina y empezó a lavar
platos y a cantar.
Por los cojones de Cristo, Steve McQueen no
podría haberlo hecho mejor.
Tenía dos Picassos en mis manos.
16
Un día, después de cenar, o almorzar, o lo que
coño fuera, ya que con mi enloquecido horario nocturno de 12 horas no estaba
muy seguro de nada, dije:
-Mira, nena, lo siento, ¿pero no te das cuenta
que este trabajo me está conduciendo a la locura? Mira, vamos a dejarlo. Vamos
simplemente a dedicarnos a holgazanear y a hacer el amor y a dar paseos y a
charlar. Podemos ir al zoo a ver a los animales. Podemos ir a ver el mar, está
sólo a 45 minutos. Podemos ir a jugar a las máquinas en los recreativos.
Podemos ir a las carreras, al Museo de Arte, a los combates de boxeo. Podemos
tener amigos. Podemos reír. Esta forma de vivir es como la de cualquier otro:
nos está matando.
-No, Hank, tenemos que demostrárselo, tenemos que
demostrarles que...
Allí estaba otra vez la pequeña paleta de Texas
hablando.
Me di por vencido.
17
Cada noche, al disponerme a partir, Joyce me
colocaba la ropa sobre la cama. Todo era de lo mejor que podía comprarse con
dinero. Y nunca llevaba el mismo par de pantalones la misma camisa, los mismos
zapatos, dos noches seguidas. Había docenas de trajes diferentes. Yo me ponía
lo que ella me sacaba. Igual que con mamá.
No he llegado muy lejos, pensaba, y entonces me
vestía.
18
Tenías esta cosa que llamaban Clase de
Entrenamiento y cada noche, durante 30 minutos, dejábamos de clasificar correo.
Un italiano voluminoso se subía a un estrado para
leernos la cartilla.
-...Deben saber que no hay nada como el olor de
un buen sudor limpio, pero no hay nada peor que el hedor de un sudor rancio...
Dios mío, pensé yo, ¿estoy oyendo bien? Estoy
seguro de que debe estar prohibido por la ley. Este huevón me está diciendo que
me lave los sobacos. Esto no se lo dirían a un ingeniero o a un concertista.
Nos está degradando.
-...así que dense un baño todos los días,
mejorarán en apariencia tanto como en trabajo.
Creo que quería usar la palabra “higiene” en
algún lugar, pero no le salía.
Entonces se acercó a la parte trasera del estrado
y bajó de un tirón un gran mapa. Y era realmente grande.
Cubría la mitad del escenario. Una luz iluminó el
mapa. Y el voluminoso italiano cogió una vara de señalar con un puntero de
goma, como los que usaban en la escuela, y señaló el mapa:
-Bueno, ¿ven todo este VERDE? Lo hay en cantidad.
¡Miren!
Señaló repetidamente el verde con el indicador.
Había por entonces un sentimiento anti-ruso más
acendrado que ahora. China no había empezado todavía a mover sus músculos.
Vietnam no era más que una fiesta de fuegos de artificio. Pero yo seguía
pensando: ¡Debo estar loco! ¿Estaré oyendo bien? Pero en la audiencia nadie
protestó. Necesitaban el trabajo. Y, según Joyce, yo también necesitaba el
trabajo.
Entonces dijo:
-¡Miren aquí. Esto es Alaska! ¡Y allí están
ellos! Parece casi como si pudieran llegar de un salto, ¿no?
-¡Sí! -dijo algún gilipollas de la primera fila.
El italiano soltó el mapa, que se enrolló
furiosamente sobre sí mismo, restallando con furia.
Entonces se acercó al borde del estrado y nos
apuntó con la vara.
-¡Quiero que entiendan que es nuestro deber
defender a la patria! Quiero que entiendan ustedes que CADA CARTA QUE
DESPACHAN, CADA SEGUNDO, CADA MINUTO, CADA HORA, CADA DIA, CADA SEMANA, CADA
CARTA EXTRA QUE DESPACHAN MAS ALLA DE SU DEBER, AYUDA A DERROTAR A LOS RUSOS!
Bien, esto es todo, por hoy. Antes de irse, cada uno de ustedes recibirá su
esquema asignado.
Esquema asignado, ¿qué era eso?
Alguien pasó repartiendo unas láminas.
-¿Chinaski? -dijo.
-¿Sí?
-Tienes la zona 9.
-Gracias dije.
No me di cuenta de lo que decía. La zona 9 era la
más grande de la ciudad. Otros consiguieron zonas minúsculas. Era igual que las
cestas de medio metro en 23 minutos. Te apisonaban como querlan, as( de
sencillo.
19
A la noche siguiente, mientras el grupo se
trasladaba del edificio principal al edificio de instrucción, me paré a hablar
con Gus. En otros tiempos, Gus había sido un peso welter de tercera clase que
nunca había llegado a acercarse al campeón. Tiraba por el lado izquierdo, y
como se sabe, nadie quiere pelear con un zurdo, tienes que volver a entrenar a
tu chico completamente al revés, y ¿para qué molestarse? Gus me llevó a un
rincón y echamos unos traguitos de su botella. Luego traté de alcanzar el
grupo.
El italiano me estaba esperando en la puerta. Me
vio llegar. Me abordó en mitad del camino.
-Chinaski.
-¿Sí?
-Llega tarde.
No dije nada. Caminamos hacia el otro edificio
juntos.
-Estoy pensando en enchufarle una papeleta de
advertencia.
-¡Oh, por favor, no lo haga, señorl ¡Por favor,
no lo haga! -dije yo mientras andábamos.
-Está bien -dijo él-, por esta vez lo dejaré
pasar.
-Gracias, señor ---dije, y entramos juntos m el
edificio.
¿Quieren saber algo? El hijo de puta apestaba a
sudor.
20
Ahora los 30 minutos se dedicaban a instrucción
de esquemas. Nos daban a cada uno un taco de cartas para aprender a
clasificarlas en nuestras cajas. Era una es pecie de prueba de capacidad, y
para pasarla tenías que clasificar 100 cartas en no más de 8 minutos con un 95
por ciento de exactitud por lo menos. Te daban tres oportunidades para pasarla,
y si a la tercera seguías fallando, te dejaban ir. Es decir, quedabas
despedido.
-Puede que algunos de ustedes no lo consigan
-dijo el italiano-. Eso quiere decir que lo suyo es otra cosa. Quizás acaben de
presidentes de la General Motors.
Entonces nos libramos del italiano y nos vino un
pequeño y majete instructor de esquemas que nos daba ánimos.
-Podéis hacerlo, chicos, no es tan duro como
parece.
Cada grupo tenía su propio instructor y a ellos
también se les calificaba, por el porcentaje de gente en su grupo que conseguía
pasar. Nosotros tentamos al tío con el porcentaje más bajo. Esto le preocupaba.
-Esto no es nada, chicos, sólo tenéis que
concentra ros en ello.
Algunos tenían unos pupitres muy pequeños. Yo
tenía el más grande de todos.
Me sentaba allí con mis magníficos trajes nuevos.
Sin hacer nada, con las manos en los bolsillos.
-¿Chinaski, qué te pasa? -me preguntaba el
instructor-. Sé que puedes hacerlo.
-Ya. Ya. Pero ahora estoy pensando.
-¿Pensando en qué?
-En nada.
Entonces se iba.
Una semana más tarde estaba yo allí, con las
manos en los bolsillos, cuando se me acercó uno de los chicos.
-Señor, creo que ya estoy listo para hacer la
prueba de esquemas -me dijo.
-¿Estás seguro? -le dije yo.
-He estado haciendo 97, 98, 99 y un par de veces
100 en las prácticas.
-Debes comprender que estamos gastando una gran
cantidad de dinero en tu instrucción. ¡Queremos que lo hagas a la perfección!
-Señor, !creo de verdad que estoy preparado¡
-Está bien -me incliné hacia delante y estreché
su mano-, a por ello entonces, muchacho, y buena suerte.
-¡Gracias, señorl
Se fue hacia la sala de examen, una pecera de
paredes de cristal donde te metían para ver si podías nadar en sus aguas. Pobre
pillo. De ser un simple villano a caer en esto. Entré en la sala de prácticas,
quité la banda de goma de las cartas y las miré por primera vez.
-¡Vaya mierda! -dije.
Un par de tíos se rieron. Entonces el instructor
dijo:
-Se han acabado los 30 minutos. Podéis volver al
trabajo.
Lo que significaba volver a las 12 horas.
No conseguían suficiente ayuda pare despachar
todo el correo, así que los que se quedaban tenían que hacer un trabajo de
titanes. Nuestro sistema de trabajo era de 12 horas durante dos semanas
seguidas, pero luego teníamos 4 días libres. Eso hacía que pudiésemos seguir. 4
días de descanso. La última noche anterior a los 4 días libres, entró el
secretario.
-¡ATENCION! ¡TODOS LOS AUXILIARES DEL GRUPO 409!...
Yo estaba en el grupo 409.
-...SUS CUATRO DIAS LIBRES HAN SIDO CANCELADOS.
¡TIENEN QUE PRESENTARSE A TRABAJAR ESTOS CUATRO DIAS!
21
Joyce encontró un trabajo con el gobierno, en el
De partamento de Policía del Condado. ¡Ahí estaba yo, viviendo con la poli!
Pero al menos era de día, lo cual une permitía un poco de descanso lejos de
esas manos incansables, aunque había un nuevo problema. Joyce había comprado
dos periquitos, y los condenados bichos no hablaban, sólo emitían unos sonidos
irritantes durante todo el día.
Joyce y yo nos veíamos sólo durante el desayuno y
la cena. Todo muy rápido, muy agradable. Aunque todavía se las arreglaba para
violarme de vez en cuando, era mucho mejor que lo otro, a excepción de los
periquitos.
-Oye, nena...
-¿Qué pasa?
-Bueno. He conseguido acostumbrarme a los
geranios y las moscas y a Picasso, pero tienes que darte caen. ta de que
trabajo todas las noches 12 horas y aparte me estudio todos los distritos de la
ciudad, y tú estás molestando toda la energía que me queda...
-¿Molestando?
Bueno, no lo estoy diciendo bien, lo siento.
-¿Qué quieres decir con .molestando.,?
-¡Decla..., bueno, olvídalo! Mira, son los
periquitos.
-¡Así que ahora son los periquitos! ¿También te
molestan?
-Sí, en efecto.
-¿Es que abusan de ti?
-Mira, no te hagas la graciosa. Estoy tratando de
decirte algo.
-¡Estás tratando de decirme lo que tengo que
hacer!
-¡Está bien! ¡Mierda! ¡Tú eres la que tienes el
dinero! ¿Me vas a dar permiso para hablar o no? Contéstame, si o no.
-Está bien, niñito: sí.
-Bueno. El niñito dice esto: ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Esos
malditos periquitos me están volviendo majareta!
-Está bien, dile a mamá cómo te están volviendo
majareta los periquitos.
-Bueno, es así, mamá: los bichos no paran de
gorjear en todo el día, y yo espero que al menos digan algo, pero nunca dicen
nada, ¡y no puedo dormir en todo el día por oír a esos idiotas!
-Está bien, niñito. Si no te dejan dormir,
sácalos.
-¿Los puedo sacar fuera, mamá?
-Sí, sácalos.
-Está bien, mamá.
Me dio un beso y bajó corriendo las escaleras
yéndose a su trabajo de policía.
Me metí en la cama y traté de dormirme. ¡Cómo
canturreaban! Me dolía cada músculo del cuerpo. Me dolía tanto si me echaba de
un lado como de otro, o si me echaba de espaldas. Descubtí que la mejor
posición eta boca abajo, pero se hacia cansado. Me costaba dos o tres minutos
cambiar de una posición a otra.
Daba vueltas y vueltas, maldiciendo, gritando un
poco, y riéndome un poco también, por lo ridículo de la situación. Y ellos
cantaban. Me tenían frito. ¿Qué sabían ellos del dolor, en su jaulita? ¡Utas;
cabezas de huevo pichirreando! Sólo plumas; sesos del tamaño de la cabeza de un
alfiler.
Me las arreglé para salir de la cama, entré en la
cocina, llené una taza con agua y luego, acercándome a la jaula, se la arrojé.
-¡Mamones! -les dije.
Me miraron aturdidos con sus plumas mojadas. ¡Se
habían callado! Nada como el viejo tratamiento del agua. Se lo había copiado a
los psiquiatras.
Entonces el verde con el pecho amarillo agachó la
ca. baza y se picoteó las plumas. Luego levantó la cabeza y
empezó a gorjearle al rojo con el pecho verde y
los dos siguieron de nuevo.
Me senté en el borde de la cama y los escuché.
Picasso se acercó y me mordió en el tobillo.
Hasta ahí llegué. Saqué fuera la jaula. Picasso
me siguió. 10.000 moscas levantaron el vuelo. Puse la jaula en el suelo, abrí
la puertecilla y me senté en los escalones.
Los dos pájaros miraron la puertecilla. No
conseguían entenderla. Podía sentir sus mentes minúsculas tratando de
funcionar. Ellos tenían allí su comida y su agua, ¿pero qué era ese espacio
abierto?
El verde con el pecho amarillo fue el primero.
Saltó a la puerta desde su trapecio. Se sentó agarrando el alambre. Miró a las
moscas. Estuvo allí 15 segundos, tratando de decidirse. Entonces algo se
iluminó en su pequeña cabezuela. No voló. Salid disparado hacia el cielo.
Arriba, arriba, arriba. ¡A lo más altol !Veloz como una flecha¡ Picasso y yo
nos quedamos allí sentados mirando. El condenado bicho se había ido.
Quedaba el rojo con el pecho verde.
El rojo fue mucho más indeciso. Dio vueltas en el
suelo de la jaula, nerviosamente. Era un infierno de decisión. Los humanos, las
aves, todo el mundo tenla que tomar estas decisiones. Era un juego duro.
Así que el rojeras daba vueltas y más vueltas
pensándoselo. Luz del sol. Moscas zumbonas. Hombre y perro mirando. Todo ese
cielo, todo ese cielo.
Era demasiado. El rojeras saltó al alambre. 3
segundos.
¡ZOOP!
E1 pájaro había volado.
Picasso y yo recogimos la jaula vacía y entramos
en roca.
Dormí bien por primera vez en semanas. Incluso me
olvidé de poner el despertador. Estaba montando
un caballo blanco por todo Broadway, en Nueva York. Acababa de ser elegido
alcalde. Tenla una erección enorme, y entonces alguien me echó un pegote de
barro... y Joyce me sacudió.
-¿Qué les ha pasado a los pájaros?
-¡A la mierda los pájarosl ¡Soy el alcalde de
Nueva York!
-¡Te he hecho una pregunta sobre los pájaros!
¡Todo lo que veo es una jaula vacía¡
-¿Pájaros? ¿Pájaros? ¿Qué pájaros?
-¡Despierta, imbécil!
-¿Has tenido un día duro en la oficina, querida?
Pareces irritada.
-¿Dónde ESTÁN los PÁJAROS? ..
-Dijiste que los sacara si no me dejaban dormir.
-Me refería a que los sacaras fuera al porche,
¡gilipollas!
-¿Gilipollas?
-¡Sí, gilipollas! ¿Quieres decir que los has
dejado salir de la jaula? ¿Quieres decir que los has sacado de verdad de la
jaula?
-Bueno, todo lo que puedo decir es que no están
encerrados en el baño ni en la alacena.
-¡Se morirán de hambre allí fuera¡
-Pueden coger gusanos, comer bayas, todo eso.
-No pueden, no pueden. ¡No saben cómo hacerlo!
¡Se morirán!
-Deja que aprendan o que se mueran -dije, y luego
me di la vuelta y volví a mi sueño. De forma vaga la pude oír cocinando su
cena, cayéndosele tapaderas y cucharas al suelo, maldiciendo. Pero Picasso
estaba en la cama conmigo. Picasso estaba a salvo de sus afilados zapatos.
Saqué mi mano, él la lamió y entonces me quedé dormido.
Lo conseguí durante un rato. La siguiente cosa
que supe es que estaba siendo manoseado. Abrí los ojos y me
encontré directamente con los suyos, que me miraban
de forma extraviada, como de loca. Estaba desnuda, con sus tetas basculando
delante mío, su cabellera cosquilleando mi nariz. Pensé en sus millones, la
agarré, le di la vuelta y se la metí.
22
No era realmente, policía, era oficinista de la
policía. Entonces empezó a venir habiendo de un tío que llevaba un alfiler de
corbata púrpura y que era .un verdadero caballero..
-¡Oh, es tan gentil!
Todas las noches tenla que oír hablar de él.
-Bueno -pregunté yo-, ¿qué tal estuvo el viejo
alfiler púrpura esta noche?
-Oh --dijo ella-, ¿sabes lo que ha pasado?
-No, nena, por eso te pregunto.
-¡Oh, es TAN caballero!
-Está bien. Está bien. ¿Qué ocurrió?
-Sabes, ¡ha sufrido tantol
-Por supuesto.
-Su mujer murió, sabes.
-No, no lo sabía.
-No seas tan tonto. Te estaba contando que su
mujer murió y le costó quince mil dólares en gastos médicos y de enterramiento.
-¿Bueno, y qué?
-Yo iba por el pasillo y él venta por el otro
lado. Nos encontramos. El me miró y entonces, con este acento tus ca me dijo,
.Ah, es usted tan bella. ¿Y sabes lo que hizo?
-No, nena, dímelo. Dímelo rápido.
-Me besó en la frente, ligeramente, muy
ligeramente. Y entonces se fue.
-Te puedo decir algo de él, nena. Ha visto
demasiadas películas.
-¿Cómo lo has sabido?
-¿A qué te refieres?
-Tiene un cine al aire libre. Lo lleva durante la
noche después del trabajo.
-Eso lo explica -dije.
-¡Pero es tan caballeroso! -dijo ella.
-Mira, nena, no quiero herirte, pero...
-¿Pero qué?
-Mire, tú vienes de un pueblo pequeño. Yo he
tenido más de 50 trabajos, quizás lleguen a 100. Nunca he estado mucho tiempo
en ningún sitio. Lo que estoy tratando de decirte es que hay un cierto juego
que se practica en las oficinas de toda América. La gente se aburre, no sabe
qué hacer, así que juegan al juego del romance de oficina. La mayoría de las
veces no es otra cosa que una forma de pasar el tiempo. Algunas veces se las
arreglan para echar un polvo o dos en un aparte. Pero incluso entonces, no es
más que un pasatiempo, como jugar a los bolos o ver la televisión o celebrar
una fiesta de año nuevo. Tienes que comprender que no significa nada y de esta
forma no acabarán hiriéndote. ¿Entiendes lo que digo?
-Creo que el señor Partisian es sincero.
-Vas a acabar pinchada con ese alfiler, nena, no
olvides que te lo he dicho. Cuidado con esos halagos, son más falsos que una
parre gorda.
-El no es falso. Es un caballero. Es un verdadero
caballero. Ojalá fueses tú tan caballero como él.
Me di por vencido. Me senté en el sofá, saqué mi
lámina de distritos y traté de memorizar el Bulevar Babcock. Tenia los números
14, 39, 51 y 62. ¿Qué demonios? ¿No iba a poder acordarme de eso?
23
Finalmente conseguí un día libre, y ¿saben lo que
hice? Me levanté pronto antes de que Joyce volviera y bajé al mercado a hacer
algunas compras. Quizás estaba un poco zumbado. Anduve por el mercado y en vez
de comprar un buen solomillo de carne o por lo menos algo de pollo para freír,
¿saben lo que hice? Puse ojos de serpiente y me dirigí a la sección oriental, empezando
a llenar mi cesta con pulpitos, arañas marinas, caracoles, algas y cosas así.
El empleado me echó una mirada extraña y empezó a teclear en la caja
registradora.
Cuando Joyce llegó aquella noche, yo lo tenía
todo en la mesa preparado. Algas cocidas mezcladas con una ración de arañas
marinas y una gran fuente de pequeños caracoles, dorados en mantequilla.
La llevé a la cocina y le mostré el festín en la
mesa.
-He cocinado esto en tu honor -dije-, en homenaje
a nuestro amor.
-¿Qué coño es esa porquería?
-Caracoles.
-¿Caracoles?
-Si, ¿no te das cuenta de que durante muchos
siglos los orientales se han alimentado de esto y han creado una filosofía
singular? Vamos a rendirles homenaje y a rendirnos homenaje a nosotros mismos.
Están fritos en mantequilla.
Joyce se sentó.
Empecé a meterme caracoles en la boca.
-¡Carajo, están ricos, nena! ¡PRUEBA UNO!
Joyse se inclinó hacia delante e introdujo uno en
su boca mientras miraba los que quedaban en el plato.
Yo me zampé un buen bocado de deliciosas algas
ma. rinas.
-Está bueno, ¿eh, nena?
Ella masticó el caracol que tenía en la boca.
-¡Fritos en dorada mantequilla!
Cogí unos cuantos con mi mano y me los enjarreté
en la boca.
-Los siglos están de nuestra parte, nena, ¡No
podemos equivocarnos!
Finalmente ella se tragó el suyo. Luego examinó
los otros de] plato.
-¡Todos tienen unos pequeños anos! !Es horrible!
¡Horrible!
-¿Qué tienen de horrible los anos nena?
Se llevó la servilleta a la boca. Se levantó y
salió corriendo hacia el baño. Empezó a vomitar. Yo gritaba desde la cocina:
-¿QUE TIENEN DE MALO LOS ANOS, NENA? !TU TIENES
UN ANO, YO TENGO UN ANO¡ !TU VAS A LA TIENDA Y COMPRAS EL FILETE DE UNA VACA
QUE TENIA UN ANO! ¡LA TIERRA ESTA LLENA DE ANOS! ¡EN CIERTO MODO LOS ARBOLES
TAMBIÉN TIENEN ANOS, AUNQUE NO LOS PUEDAS VER, SOLO SE VE QUE SE LES CAEN LAS
HOJAS. TU ANO, MI ANO, EL MUNDO ESTA REPLETO DE MILLONES DE ANOS. EL PRESIDENTE
TIENE UN ANO, EL LAVACOCHES TIENE UN ANO, EL JUEZ Y EL ASESINO TIENEN ANOS...
INCLUSO ALFILER PURPURA TIENE UN ANO!
-¡Oh, para ya! !PARA YA!
Vomitó de nuevo. Pueblerina. Abrí la botella de
salte y me serví un trago.
24
Ocurrió alrededor de una semana más tarde hacia
las 7 de la mañana. Había conseguido otro día libre después de un trabajo
intensivo, estaba pegado al culo de Joyce, a su ano, durmiendo, durmiendo
profundamente, y entonces sonó el timbre y yo me levanté a abrir la puerta.
Era un hombrecito con corbata. Me puso varios
papeles en la mano y se fue.
Era una demanda de divorcio. Allí se iban volando
mis millones. Pero no estaba furioso, porque de cualquier manera nunca había
esperado sus millones.
Desperté a Joyce.
-¿Qué?
-¿No podías haberme despertado a una hora más
decente?
Le enseñé los papeles.
-Lo siento, Hank.
-Está bien. Lo único que tenías que haber hecho
era decírmelo. Yo habría accedido. Esta noche hemos hecho el amor un par de
veces y nos hemos reído y lo hemos pasado bien. No lo entiendo. Tú sabías todo
esto. Maldita sea si consigo entender a una mujer.
-Verás, lo hice después de que tuviéramos una
pelea. Pensé que si esperaba a que se enfriase la cosa, jamás lo haría.
-De acuerdo, nena, admiro a las mujeres honestas.
¿Es Alfiler Púrpura?
-Es Alfiler Púrpura -dijo ella.
Me reí. Fue una risa un poco amarga, lo admito,
pero me salió.
-Es fácil adivinar el resto. Pero vas a tener
problemas con él. Te deseo suerte, nena. Sabes que hay mucho de ti que he
amado, y no era sólo tu dinero.
Empezó a llorar sobre la almohada, boca abajo,
estremeciéndose toda. Era tan sólo una chica pueblerina, perdida y confundida.
Allí la tenía, temblando y llorando desconsoladamente, sin el menor cuento. Era
terrible.
Las sábanas se habían caído y me fijé en su
espalda. Sus omoplatos asomaban como si quisieran convertirse en
alas, atravesando la piel. Pequeñas cuchillas.
Estaba indefensa.
Me metí en la cama, acaricié su espalda, la
acaricié, la calmé, entonces se derrumbó otra vez:
-¡Oh, Hank, te quiero, te quiero, estoy tan
apenada, tan apenada, tan apenada!
Realmente estaba que se moría.
Después de un rato, empecé a sentir como si fuera
yo el que me estaba divorciando de ella.
Entonces echamos uno bueno de despedida.
Se quedó con la casa, el perro, las moscas, los
geranios.
Hasta me ayudó a empacar, doblando mis pantalones
cuidadosamente en la maleta, colocando mis calzoncillos y mi navaja de afeitar.
Cuando estuve listo para irme, empezó a llorar de nuevo. Le di un pequeño
mordisco en la oreja, la derecha, y luego bajé las escaleras con mi equipaje.
Subí en el coche y empecé a deambular por las calles buscando un anuncio de
"Se Alquila".
Me parecía ya una cosa bastante corriente.
CAPÍTULO III
1
No exigí nada del divorcio, no fui a los
tribunales. Joyce me dio el coche. Ella no conducía. Todo lo que había perdido
eran 3 o 4 millones. Pero todavía tenía la Oficina de Correos.
Me encontré con Betty por la calle.
-Te he visto con esa perra hace algún tiempo. No
es tu tipo de mujer.
-Ninguna lo es.
Le dije que era asunto acabado. Nos fuimos a
tomar una cerveza. Betty había envejecido deprisa. Estaba más gorda. Las líneas
habían cedido. Le caía carne bajo el mentón. Era triste. Pero yo también había envejecido.
Betty había perdido su trabajo. El perro se había
escapado y lo hablan matado. Haba conseguido un trabajo de camarera que después
perdió cuando derribaron el café para erigir un edificio de oficinas. Ahora
vivía en una pequeña habitación de un hotel de perdedores. Ella cambiaba las
sábanas y limpiaba loo baños. Le pegaba al vino. Sugirió que podíamos volver a
juntarnos. Yo sugerí que podíamos esperar un tiempo. Acababa de salir de un mal
rollo.
Ella se fue a poner su mejor vestido, con zapatos
de
tacón alto, tratando de quedar resultona. Pero
había algo en ella terriblemente triste.
Conseguimos una botella de whisky y algo de
cerveza, fuimos a mi casa, en el cuarto piso de un viejo edificio de
apartamentos. Cogí el teléfono y llamé diciendo que estaba enfermo. Me senté
frente a Betty. Ella cruzó las piernas, balanceó sus tacones, se rió un poco.
Era como en los viejos tiempos. Casi. Algo se había perdido.
Por aquella época, cuando llamabas diciendo que
estabas enfermo, la Oficina de Correos mandaba una enfermera a examinarte, para
asegurarse que no andabas por ahí de juerga en algún club nocturno o en un
garito de póquer. Mi casa estaba cerca de la Oficina Central, así que les
resultaba fácil venir a echarme un ojo. Betty y yo llevábamos allí unas dos
horas cuando sonó un golpe en la puerta.
-¿Qué es eso?
-Tranquila -susurré--. !Cállate! Quítate esos
zapatos de tacón, entra en la cocina y no hagas ningún ruido!
-¡AGUARDE UN MINUTO! -respondí a la puerta.
Encendí un cigarrillo para disimular mi aliento,
luego me acerqué a la puerta y la entreabrí ligeramente. Era la enfermera. La
misma de siempre. Me conocía.
-¿Ahora qué le pasa? -me preguntó.
Solté una voluta de humo.
-Tengo mal el estómago.
-¿Seguro?
-Es mi estómago, lo conozco bien.
-¿Puede firmarme este papel para demostrar que yo
he venido aquí y que usted estaba en casa?
-Claro.
Desdobló un impreso y me lo dio. Lo firmé. Lo
volvió a doblar.
-¿Irá mañana al trabajo?
-No lo puedo saber. Si estoy bien, iré. Si no, me
quedaré aquí.
Me echó una fea mirada y se marchó. Yo sabia que
había olido el whisky en mi aliento. ¿Era prueba suficiente? Probablemente no,
demasiados tecnicismos, o quizás se estuviera riendo mientras montaba en el
coche con su bolsito negro.
-Está bien -dije-, ponte los zapatos y sal.
-¿Quién era?
-Una enfermera de la Oficina de Correos.
-¿Se ha ido?
-Si.
-¿Hacen esto siempre?
-Hasta ahora nunca han fallado. ¡Vamos a tomar un
buen trago para celebrarlo!
Entré en la cocina y serví dos de los buenos.
Salí y le di a Betty el suyo.
-¡Salud! -dije.
Alzamos nuestras copas y brindamos.
Entonces sonó el reloj despertador, y era un
sonido realmente fuerte.
Di un salto como si me hubieran pegado un tiro en
la espalda. Betty brincó casi medio metro en el aire. Corrí hacia el reloj y
quité la alarma.
-¡Jesús -dijo ella-, casi me cago encima!
Los dos empezamos a reírnos. Luego nos sentamos.
Probamos nuestras copas.
-Yo tuve un novio que trabajaba para el condado
-dijo ella-. Solían enviar un inspector, un tipo, pero no siempre, puede que
una vez de cada 5. Así que una noche estaba yo bebiendo con Harry, así se
llamaba, cuando alguien llamó a la puerta. Harry estaba sentado en el sofá
completamente vestido: « ¡La hostia!», dijo, y se metió de un salto en la cama vestido
y se tapó con la colcha. Yo metí las botellas y los vasos debajo de la cama y
abrí la puerta. Entró aquel tipo y se sentó en el sofá. Harry llevaba incluso
los zapatos y los calcetines, pero estaba tapado por la colcha. El tipo dijo:
«¿Qué tal te encuentras, Harry?», y Harry dijo: «No muy bien. Ella ha venido a
cuidarme, señalándome. Yo estaba allí sentada borracha perdida. «Bueno, espero
que te mejores, Harry», dijo el tipo, y luego se fue. Estoy segura de que vio
todas aquellas botellas y vasos debajo de la cama, y también estoy segura que
sabia que los pies de Harry no eran así de grandes. Era una época muy agitada.
-Leches, no le dejan a uno vivir ¿no? Siempre
quieren que estés dándole al manubrio.
-Ya lo creo.
Bebimos un poco más y luego nos fuimos a la cama,
pero no fue lo mismo, nunca lo es. Habla un espacio entre nosotros, habían
ocurrido cosas. La observé mientras se iba al baño, vi las arrugas y pliegues
bajo sus nalgas. Pobre cosa. Pobre pobre cosa. Joyce había sido firme y dura,
agarrabas un pedazo de su cuerpo y era cosa fina. Ahora ya no estaba tan bien.
Era triste, era triste, era triste. Cuando Betty salió, no cantamos ni reímos,
ni siquiera hablamos. Nos sentamos a beber en la oscuridad, fumando
cigarrillos, y cuando nos fuimos a dormir, yo no puse los pies sobre el cuerpo
o ella los suyos sobre el mío como solíamos hacer. Dormimos sin tocarnos.
Algo nos habían robado a los dos.
2
Telefoneé a Joyce.
-¿Cómo marcha la cosa con Alfiler Púrpura?
-No puedo entenderlo -dijo ella.
-¿Qué hizo cuando le dijiste que te habías
divorciado?
-Estábamos sentados el uno frente al otro en la
cafetería de empleados cuando se lo dije.
-¿Qué ocurrió?
-Dejó caer su tenedor. Se quedó con la boca
abierta. Dijo: «¿Qué?».
- Entonces supo que ibas en serio.
-No puedo entenderlo. Me ha estado evitando desde
entonces. Cuando lo veo en el hall sale corriendo. Ya no se sienta conmigo para
comer. Parece... bueno, casi... frío.
Nena, hay otros hombres: Olvídate de ese tipo.
Iza tus velas para una nueva aventura.
-Es difícil olvidarle. Quiero decir, su forma de
ser. Sabe que tienes dinero?
-No, nunca se lo he dicho, no lo sabe.
- Bueno, si lo quieres...
-¡No, no! ¡No lo quiero de esa forma!
-D acuerdo entonces. Adiós, Joyce.
-Adiós, Hank.
No mucho tiempo después, recibí una carta suya.
Estaba de vuelta en Texas. La abuela estaba muy enferma, no se esperaba que
viviese mucho. La gente preguntaba por mí. Bla, bla, bla. Besos, Joyce.
Dejé la carta y pude imaginar al mosquito
preguntándose cómo había podido yo dejarme perder todo aquello. El pequeño
mamarracho con sus espasmos, pensando en mi como en un listo hijo de puta. Era
duro dejarle allí sólo a merced de los coyotes de aquella forma.
3
Un día me hicieron personarme en el viejo Edificio
Federal. Me tuvieron sentado los habituales 45 minutos o una hora y media.
Entonces dijo una voz:
-Señor Chinaski?
- Sí -dije yo.
-Entre.
El hombre me llevó a un escritorio. Allí estaba
sentada una mujer. Tenia una pinta más bien sexy, andaba por los 38 o 39, pero
parecía como si sus ambiciones sexuales hubieran sido dejadas de lado por otras
cosas o hubieran sido simplemente ignoradas.
-Siéntese, señor Chinaski.
Me senté.
Nena, pensé, podría darte una cabalgada realmente
buena.
-Señor Chinaski -dijo ella-, nos hemos estado
preguntando si rellenó usted de forma adecuada este impreso.
-¿Uh?
-Me refiero a los antecedentes penales.
Me alcanzó la hoja. No había el menor atisbo de
sexo en sus ojos.
Yo había puesto 8 o 10 arrestos comunes por
borrachera. Era sólo una estimación aproximada. No tenla idea del número
exacto.
-Bueno, ¿lo ha puesto usted todo? -me preguntó
ella.
-Hummmm, hummm, déjeme pensar...
Yo sabía lo que ella quería. Quería que yo dijese
“sí”, y entonces me tendría cogido.
-Déjeme ver... Hummm, hummm.
-¿Sí? -dijo ella.
-¡Oh, oh! ¡Dios mío!
-¿Qué?
-Es algo por estar bebido en un automóvil o por
conducir en estado de embriaguez. Hace unos 4 años o así. No recuerdo la fecha
exacta.
-¿Y fue un olvido?
-Sí, de verdad, lo pondré ahora.
-Está bien, póngalo.
Lo puse.
-Señor Chinaski. Tiene unos antecedentes
terribles. Quiero que explique estos cargos y si es posible justifique su
presente empleo con nosotros. _
-De acuerdo.
-Tiene diez días para responder.
Yo no deseaba tanto el trabajo. Pero ella me
irritaba.
Llamé diciendo que estaba enfermo aquella noche
después de comprar papel numerado y reglado y una carpeta azul de aspecto muy
oficial. Me conseguí una botella de whisky y un paquete de 6 cervezas, luego me
senté frente a la máquina y empecé a escribir. Tenia el diccionario a mano. De
vez en . cuando lo abría por una página, encontraba alguna palabra larga e
incomprensible y construía una frase o un párrafo a partir de ella. Me llevó 42
páginas. Acabé con un .Copias de esta declaración han sido retenidas para su
distribución en prensa, televisión y otros medios de comunicación..
Yo me sentía lleno de mierda.
Ella se levantó de su escritorio y vino
personalmente a buscarme.
-¿Señor Chinaski?
-¿Si?
Eran las 9 de la mañana. Un día después de su
requisición para que respondiera de los cargos.
-Un minuto.
Se llevó las 42 páginas a su escritorio. Las leyó
y las leyó y las leyó. Alguien se puso también a leerlas por encima de su
hombro. Luego había, 2, 3, 4, S. Todos leyendo. 6, 7, 8, 9. Todos leyendo.
¿Qué demonios?, pensaba yo.
Luego oí una voz entre la multitud:
-¡Bueno, todos los genios son unos borrachos!
-como si eso lo explicase todo. Otra vez demasiadas peIículas.
Ella se levantó del escritorio con las 42 páginas
en su mano.
-¿Señor Chinaski?
-¿Si?
-Su caso todavía no está cerrado. Ya tendrá
noticias nuestras.
-¿Mientras tanto continúo trabajando?
-Mientras tanto continúe trabajando.
-Buenos días -dije.
4
Una noche me asignaron el taburete de al lado dé
Butchner. No estaba clasificando correo. Simplemente estaba allí sentado,
hablando.
Una chica joven vino y se sentó a final del
corredor. Oí a Butchner decir:
-¡Eh, tú, coño! ¿Quieres mi picha en tu chumino,
eh? ¿Eso es lo que quieres, eh, zorra?
Yo seguí ordenando el correo. El jefe pasó a
nuestro lado. Butchner dijo:
-¡Estás en mi lista, mamón! ¡Voy a cogerte bien,
so mamón! ¡Podrido bastardo! ¡Soplapollas!
Los jefes nunca le decían nada a Butchner. Nadie
le decía nada a Butchner.
Entonces le oí otra vez:
-¡Está bien, nene! ¡No me gusta la pinta de tu
cara! ¡Estás en mi lista, cabrón! ¡Estás el primero en mi lista, cabrón! ¡Te
voy a romper el culol ¡Eh, te estoy hablando a ti! ¿Me estás oyendo?
Era demasiado. Solté mi correo.
-¡Está bien -le dije-, recojo el reto! ¡Te voy a
romper esa bocazal ¿Lo quieres aquí o salimos fuera?
Miré a Butchner. Estaba hablándole al techo,
demente
-¡Te lo he dicho, estás el primero en mi lista!
¡Te voy a agarrar y te voy a dar una buena!
Por el amor de Cristo, pensé. ¡He caído como un
imbécil! Los empleados estaban muy tranquilos, no podía culparles. Me levanté y
fui a beber un poco de agua. Luego volví. 20 minutos más tarde, me levanté para
el descanso de 10 minutos. Cuando volví, el supervisor estaba esperándome. Era
un negro gordo que debía andar por los 50. Me gritó:
-¡CHINASKI!
-¿Qué ocurre, hombre? -dije yo.
-¡Ha abandonado su asiento un par de veces en 30
minutos!
-Si, fui a beber un trago de agua la primera vez.
30 segundos. Luego hice la pausa de descanso.
-Suponga que trabaja en una máquina. ¡No podría
abandonar la máquina un par de veces en 30 minutos!
Toda la cara le refulgía de furia. Era
anonadante. Yo no podía entenderlo.
-¡LE VOY A HACER UN EXPEDIENTE DE AMONESTACION!
-Está bien -dije yo.
Fui a sentarme junto a Butchner. El supervisor
vino corriendo con la amonestación. Estaba escrita a mano, muy mal. Ni siquiera
podía leerla. La habla escrito con tal furia que la letra le había salido toda
inclinada y con borrones.
Doblé cuidadosamente el papel y me lo guardé en
mi bolsillo trasero.
-¡Voy a matar a ese hijo de puta! -dijo Butchner.
-Espero que lo hagas, gordito -dije yo-, espero
que lo hagas.
5
Una noche eran las 12, además de los
supervisores, además de los empleados, además del hecho de que apenas
podías respirar en aquel amasijo de carne
hacinada, además del olor putrefacto de los guisos de la cafetería «sin
beneficios.
Además del CP1. Ciudad Primaria 1. Los antiguos
esquemas no eran nada comparados con el Ciudad Primaria f, que contenía
alrededor de 1/3 de las calles de la ciudad y los distritos en que estaban
distribuidas. Yo vivía en una de las ciudades más grandes de los Estados
Unidos. Eran un montón de calles. Y después de eso estaba el CP2. Y el CP3.
Tenías que pasar cada examen en 90 días, 3 pruebas por cada uno, 95 por ciento
como mínimo de acierto, 100 cartas en una urna de cristal, 8 minutos, fallabas
y te dejaban probar a ser presidente de la General Motors, como había dicho
aquel tipo. Para aquellos que conseguían pasar, los esquemas se hacían un poco
más fáciles, la segunda o . la tercera vez. Pero con el horario nocturno de 12
horas y los días libres cancelados, era demasiado para la mayoría. De nuestro
grupo inicial de 150 o 200, ya sólo quedábamos 17 o 18.
-¿Cómo puedo trabajar 12 horas por noche, dormir,
comer, bañarme, hacer los viajes de ida y vuelta, ocuparme de la lavandería y
la gasolina, el alquiler, cambiar neumáticos, hacer todas las pequeñas cosas
que han de hacerse y todavía estudiar el esquema? -le pregunté a uno de los
instructores
-No duerma -me dijo.
Le miré. No estaba tocando el trombón. El
condenado imbécil hablaba en serio.
6
Descubrí que el único momento que tenía para
estudiar era antes de dormirme. Estaba siempre demasiado
cansado codo para hacerme un desayuno, así que me
compraba un paquete de cervezas, lo ponía en la silla que había ,unto a la
cama, abría una lata, me echaba un
buen trago y abría el plano del esquema. Al
llegar a la tercera cerveza, tenia que dejar el plano. No podías empollar tanto
de golpe. Entonces me bebía el resto de la cerveza, sentado en la coma, mirando
a la pared. Con la última lata me quedaba dormido. Cuando me despertaba, tenía
el tiempo justo para bañarme, arreglarme, comer y volver al trabajo.
Y no te conseguías acostumbrar, cada vez te
sentías más y más cansado. Yo siempre compraba el paquete de cervezas en el
camino de vuelta, y una mañana desbarré totalmente. Subí las escaleras (no
había ascensor) y metí la llave. La puerta se abrió. Alguien había cambiado de
sitio todos los muebles, habían puesto una alfombra nueva. No, los muebles
también eran nuevos.
Habla una mujer en el sofá. Tenía buena pinta.
Joven. Buenas piernas. Rubia.
-Hola -dije-, ¿te apetece una cerveza?
-¡Holal -dijo ella-. Está bien, tomaré una.
--Me gusta como ha quedado arreglado el sitio -le
dije.
--Lo hice yo misma.
-¿Pero por qué?
-Me apetecía -dijo ella.
Bebimos de nuestras cervezas.
-Estás muy bien -dije yo. Dejé mi bote de cerveza
y le di un beso. Puse mi mano en una de sus rodillas. Era una bonita rodilla.
Tomé otro trago de cerveza.
-Sf --dije--, realmente me gusta el aspecto del
sitio. Con toda seguridad va a estimular mi espíritu.
-Me alegro. A mi marido también le gusta.
-¿Pero por qué a tu marido... ? ¿Qué? ¿Tu marido?
¿Oye, cuál es el número de este apartamento?
-El 309.
-¿El 309? ¡la hostia! ¡Me he equivocado de piso!
Yo vivo en el 409. Mi llave abrió tu puerta.
-Siéntate, querido -dijo ella.
-No, no...
Cogí las 4 cervezas que quedaban.
-¿Por qué te vas? -preguntó ella.
Algunos hombres están locos -dije, yéndome hacia
la puerta.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que algunos hombres están
enamorados de sus esposas.
Ella se rió:
-No te olvides de dónde estoy.
Cerré la puerta y subí un piso más. Abrí mi
puerta. No había nadie allí. Los muebles estaban viejos, todo desconectado, la
alfombra prácticamente descolorida. El suelo lleno de latas de cerveza vacías.
Estaba en el sitio correcto.
7
Mientras trabajaba en la estafeta de Dorsey oí a
algunos veteranos comentar como Cipotón Greystone se había comprado una
grabadora para aprender los esquemas. Cipotón habla leído las calles y
distritos del esquema, grabándolo todo en la cinta, y luego lo habla aprendido
escuchándolo. Cipotón era llamado Cipotón por razones obvias. Habla mandado a 3
mujeres al hospital con aquella cosa. Luego se lo habla hecho con un julón. Una
maricona que se llamaba Carter. También había desgarrado a Carter. Carter había
ido a un hospital a Boston. La broma habitual era decir que Carter se había
tenido que ir hasta Boston porque no había bastante hilo en la Costa Oeste para
coserle después de que Cipotón acabara con él. Verdad o no, lo cierto es que
decidí probar la grabadora. Mis preocupaciones se habían terminado. Podía
dejarla puesta mientras dormía. Había leído en algún sitio que podías aprender
con tu subconsciente mientras dormías. Esa parecía la forma más fácil. Compré
una grabadora y algunas cintas.
Leí el esquema en voz alta delante de la
grabadora, me metí en la cama con mi cerveza y escuché.
-AHORA, HIGGINS SE CORTA EN HUNTER 42, MARKLEY
67, HUDSON 71, EVERGLADES 84. ¡Y AHORA ESCUCHA, ESCUCHA CHINASKI, PITTSFIELD SE
CORTA EN ASHGROVE 21; SIMMONS 33, NEEDLES 461 ¡ESCUCHA, CHINASKI, ESCUCHA,
WESTHAVEN SE CORTA EN EVERGREEN 11, MARKAM 24, WOODTREE 55! ¡CHINASKI, ATENCION
CHINASKI! PARCHBLEAK SE CORTA...
No funcionaba. Mi voz me daba sueño. No pude
pasar de la tercera cerveza.
Después de un tiempo, dejé de oír las cintas y de
estudiar el esquema. Simplemente me bebía mis 6 latas de cerveza y me dormía.
No podía entender nada. Incluso pensé en ir a ver a un psiquiatra. Me veía la
escena:
-¿Sí, muchacho?.
-Bueno, verá... es esto.
-Siga. ¿Necesita el sofá?
-No, gracias, me dormiría.
-Siga, por favor.
-Bueno, necesito mi trabajo.
-Eso es razonable.
-Pero tengo que estudiar y pasar 3 esquemas más
para conservarlo.
-¿Esquemas? ¿Qué son esos .esquemas?
-Bueno, es para cuando la gente no pone el
distrito postal. Alguien tiene que clasificar esa carta. Así que te
nemos que estudiar estos esquemas y conocer todas
las calles después de trabajar 12 horas por noche.
-¿Y?
-No puedo coger el plana. En cuanto lo hago, se
me cae de la mano.
-¿No puede estudiar esos esquemas?
-No. Y tengo que clasificar 100 cartas en 8
minutos con una exactitud mínima de un 95 por ciento o estoy en la calle. Y yo
necesito el trabajo.
-¿Por qué no puede estudiar esos esquemas?
-Eso es por lo que estoy aquí. Para preguntarle.
Debo de estar loco. Pero están todas esas calles, y todas se cortan en
diferentes direcciones. Aquí, mire.
Entonces le pasaba el esquema de 6 páginas,
pegadas por arriba, con indicaciones en letra pequeñita a los lados.
El ojeaba las páginas.
-¿Y debe usted memorizar todo esto?
-Sí, doctor.
-Bueno, muchacho -devolviéndome el plano-, usted
no está loco por no desear estudiar esto. En todo caso estaría loco si quisiera
estudiarlo. Son 25 dólares.
Así que me analicé a mí mismo y me ahorré el
dinero.
Pero había que hacer algo.
Entonces se me ocurrió. Eran alrededor de las 9 y
diez de la mañana. Telefoneé al Edificio Federal, Departamento de Personal.
-Quiesiera hablar con la señorita Graves, por
favor.
-¿Hola?
Allí estaba. La perra. Me acaricié las partes
mientras hablaba con ella.
-Señorita Graves, soy Henry Chinaski. Le escribí
una respuesta a su requisición sobre mis antecedentes, no sé si me recuerda.
-Nos acordamos de usted, señor Chinaski.
-¿Han tomado alguna decisión?
-Todavía no, ya se lo haremos saber.
-Está bien, entonces. Pero tengo un problema.
-¿Sí, señor Chinaski?
-Actualmente estoy estudiando el CP1 -hice una
pausa.
-¿Sí? -preguntó ella.
-Lo encuentro muy difícil, lo encuentro casi
imposible de estudiar y me preocupa pensar que puedo estar perdiendo mucho
tiempo inútilmente. Me refiero a que si en cualquier momento puedo ser apartado
del servicio postal, no me parece correcto pedirme que me estudie el esquema en
estas condiciones.
-Está bien, señor Chinaski. Telefonearé al
Departamento de Esquemas y les daré orden de que lo aparten a usted hasta que
hayamos tomado una decisión.
-Gracias, señorita Graves.
-Buenos días -dijo ella; y colgó.
Era un buen día. Y después de haberme estado
toqueteando mientras hablaba por teléfono, casi estuve a punto de bajar al
apartamento 309. Pero decidí no correr peligro. Me hice unos huevos con tocino
y lo celebré con una cerveza extra.
8
Sólo quedábamos 6 o 7. El CP1 era demasiado para
ellos.
-¿Qué tal llevas el esquema, Chinaski? -me
preguntaban.
-No hay problema.
-Muy bien, divídeme la Avenida Woodburn.
-¿Woodburn?
-Sí, Woodburn.
-Oye, no me gusta que me molesten con estas cosas
cuando estoy trabajando. Me aburre. Cada cosa a
su tiempo.
9
En navidades estaba de vuelta con Betty. Guisó un
pavo y bebimos. A Betty siempre le habían gustado los grandes árboles de
Navidad. Este debía tener más de dos metros de alto y uno de ancho, cubierto
con luces, bolas, campanillas y pijaditas por el estilo. Bebimos un par de
botellas de whisky, hicimos el amor, nos comimos el pavo y bebimos algo más.
Faltaba un clavo del soporte y éste no podía sostener el árbol. Yo estaba
continuamente poniéndolo derecho. Betty, tumbada en la cama, pasaba de todo. Yo
estaba bebiendo en el suelo con mis calzones puestos. Entonces me tumbé. Cerré
los ojos. Algo me despertó. Abrí los ojos. Justo a tiempo de ver el enorme árbol
cubierto de luces encendidas caer lentamente hacia mí, la estrella de la punta
bajando como una daga. No sabía bien qué pasaba. Parecía el fin del mundo. No
pude moverme. Las ramas del árbol me envolvieron. Estaba bajo él. Las
bombillitas ardían
-¡OH, OH, DIOS MIO, PIEDAD! ¡SEÑOR AYUDAME!
¡CRISTO! ¡CRISTO! ¡SOCORRO!
Las bombillas me estaban quemando. Me eché hacia
la izquierda, no pude salir, luego me eché a la derecha.
-¡ARGH!
Finalmente conseguí salir arrastrándome. Betty
estaba arriba, de pie.
-¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?
-¿ES QUE NO LO VES? ¡ESTE CONDENADO ARBOL HA
INTENTADO ASESINARME!
-¿Qué?
-¡SI, MIRAME!
Tenia manchas rojas por todo mi cuerpo.
-¡Oh, pobrecito, mi niño!
Me levanté y quité el enchufe. Las luces se
apagaron. La cosa estaba muerta.
-¡Oh, mi pobre árboll
-¿Tu pobre- árbol?
-¡Sí, era tan bonito!
-Lo levantaré por la mañana. Ahora no me fío de
él. Le voy a dar el resto de la noche libre.
A Betty no le gustó aquello. Me vi venir una
discusión, así que levanté la cosa, la apoyé contra una silla y apagué las
luces. Si aquella cosa le hubiese quemado las tetas o el culo, la habría tirado
por la ventana. Me pareció que yo estaba siendo demasiado amable.
Varios días después de Navidad me pasé a ver a
Betty. Estaba sentada en su habitación, borracha, a las 8:45 de la mañana. No
tenia muy buen aspecto, pero tampoco yo lo tenia. Parecía como si cada cliente
del hotel le hubiera regalado una botella. Había vino, vodka, whisky, escocés,
coñac barato. Las botellas llenaban su habitación.
-¡Malditos imbéciles! ¿No saben hacer otra cosa
mejor? ¡Si te bebes todo esto te matarál
Betty tan sólo me miró. Lo vi todo en esa mirada.
Tenia dos hijos que nunca venían a verla, nunca
la escribían. Era una fregona en un hotel barato. Cuando yo la conocí por
primera vez llevaba vestidos caros, sus finos tobillos se ajustaban a lujosos
zapatos. Era prieta de carnes, casi hermosa, con unos ojos salvajes. Se reía.
Había tenido un marido rico, ella había pedido el divorcio y él habla muerto en
un accidente de coche, borracho, ardiendo hasta carbonizarse en Connecticut.
-Nunca conseguirás domeñarla -me dijeron.
Allí estaba ahora. Había tenido cierta ayuda.
-Escucha -le dije-, voy a llevarme todo este
alcohol, Entiéndeme, te daré una botella de ves en cuando. No me lo beberé.
-Deja las botellas -dijo Betty. No me miró. Su
habitación estaba en el último piso y ella estaba sentada en un sillón junto a
la ventana mirando el tráfico mañanero.
Me acerqué a ella.
-Mira, estoy molido. Tengo que irme. ¡Pero por el
amor de Dios, ten cuidado con toda esa bebida!
-Claro -dijo ella.
Me incliné y le di un beso de despedida.
Alrededor de una semana y media más tarde volví
de nuevo. Nadie respondió a mi llamada.
-¡Betty! ¡Betty! ¿Estás bien?
Moví el pomo. La puerta estaba abierta. La cama
estaba revuelta. Había una gran mancha de sangre en la sá. bana.
-¡Oh, mierda! -dije. Miré a mi alrededor. Todas
las botellas habían desaparecido.
Apareció en la puerta la dueña del hotel, una
señora francesa de mediana edad.
-Está en el Hospital General del Condado. Estaba
muy enferma. Llamé anoche a una ambulancia.
-¿Se bebió todo lo que tenía?
-Tuvo alguna ayuda.
Bajé corriendo las escaleras y monté en el coche.
Llegué allí. Conocía bien el sitio. Me dijeron el número de la habitación.
Había 3 o 4 camas en una habitación pequeña. Una
mujer estaba sentada en la suya en mitad de camino, masticando una manzana y
riéndose con dos visitantes femeninas. Aparté la cortina que cubría la cama de
Betty, me senté en el borde y me incliné sobre ella.
-iBetty! ¡Betty!
Toqué su brazo.
-¡Bettyl
Sus ojos se abrieron. Eran otra vez hermosos. De
un sosegado azul brillante.
-Sabía que tenías que ser tú -dijo.
Entonces cerró los ojos. Sus labios estaban
cuarteados. Una baba amarilla se habla secado en la comisura izquierda de su
boca. Cogí un pañuelo y se lo limpié. Lavé su cara, cuello y manos. Mojé otro
pañuelo y escurrí un poco de agua en su lengua. Luego un poco más. Humedecí sus
labios. Le arreglé el pelo. Oía a aquellas mujeres riéndose a través de la
cortina que nos separaba.
-Betty, Betty, Betty. Por favor, quiero que bebas
un poco de agua, sólo un sorbo de agua, no demasiado, sólo un sorbo.
Ella no respondió. Lo intenté durante diez
minutos. Nada.
Le cayó más baba por la boca. Se la limpié.
Entonces me levanté y dejé caer de nuevo la
cortina. Miré a las mujeres.
Salí y hablé con la enfermera que estaba sentada
en el escritorio.
-¿Oiga, por qué no hacen nada por la mujer de la
45-c? Betty Williams.
-Estamos haciendo todo lo que podemos, señor.
-Pero allí no hay nadie.
-Hacemos nuestras rondas regulares.
-¿Pero dónde están los. doctores? No veo ningún
doctor.
-El doctor ya la ha visto, señor.
-¿Por qué la dejan ahí, simplemente tumbada?
-Hemos hecho todo lo posible, señor.
-¡SEÑOR! SEÑOR! ¡SEÑOR! ¡OLVIDESE DE TODA ESA
MIERDA DE «SEÑOR»1, ¿EH? Apuesto a que si estuviera ahí el presidente, o el
gobernador, o el alcalde, o algún rico hijo de puta, esa habitación estaría
llena de
doctores haciendo algo. ¿Por qué la dejan morir
como si tal cosa? ¿Cuál es el pecado de ser pobre?
-Ya le he dicho, señor, que hemos hecho TODO lo
que hemos podido.
-Volveré dentro de un par de horas.
-¿Es usted su marido?
-Fui algo parecido.
-¿Me puede dar su nombre y número de teléfono?
Se lo di y luego me marché.
10
El funeral era a las 10:30 de la mañana, pero ya
hacía calor. Yo llevaba un traje negro de saldo que me había comprado
apresuradamente. Era mi primer traje nuevo en mucho tiempo. Había localizado a
su-hijo. Fuimos en su Mercedes-Benz nuevo. Había seguido su rastro por medio de
un trozo de papel con la dirección de su suegro. Dos conferencias y conseguí
encontrarlo. Para cuando llegó, su madre ya había muerto. Murió mientras yo
estaba haciendo las llamadas telefónicas. El chico, Larry, siempre había sido
un poco raro. Tenía el hábito de robar los coches de los amigos, pero entre los
amigos y el juez consiguió no ir a parar ala cárcel. Luego entró en el
ejército, allí recibió un programa de educación y al salir encontró un trabajo
bien pagado. Fue entonces cuando dejó de ver a su madre, cuando encontró aquel
trabajo.
-¿Dónde está tu hermana? -le pregunté.
-No lo sé.
-Este es un buen coche. Ni siquiera se oye el
motor. Larry sonrió. Aquello le gustó.
Ibamos 3 personas al funeral: el hijo, él amante
y la hija subnormal de la dueña del hotel. Se llamaba Marcia.
Marcia nunca decía nada. Simplemente se quedaba
sentada, con una sonrisa inane en sus labios. Su piel era blanca como el
esmalte. Tenía una mata de mortecino pelo amarillento y un sombrero que no se
le ajustaba. A Marcia la había mandado la dueña del hotel en su lugar. La dueña
tenía que vigilar el hotel.
Por supuesto, yo tenía una resaca mortal. Paramos
a tomar un café.
Ya había habido problemas con el funeral. Larry
tuvo una discusión con el cura católico. Había algunas dudas sobre si Betty era
una verdadera católica. Finalmente se decidió hacer medio servicio. Bueno,
medio servicio era mejor que nada.
También tuvimos problemas con las flores. Yo
había comprado una corona de rosas. En la floristería se pasaron una tarde
entera haciéndola. La florista había conocido a Betty. Habían bebido juntas
unos años atrás, cuando Betty y yo teníamos la casa y el perro. Se llamaba
Delsie. Yo siempre había querido meterme en las bragas de Delsie, pero nunca lo
había conseguido.
Delsie me llamó por teléfono.
-¿Hank, qué coño les pasa a esos bastardos?
-¿Qué bastardos?
-Esos de la funeraria.
-¿Qué ha pasado?
-Bueno, envié al chico con la camioneta a dejar
tu corona y no le quisieron dejar pasar. Dijeron que estaba cerrado. Sabes, es
un camino bien largo hasta allí.
-¿Sí, DeIsie?
-Finalmente permitieron al chico dejar las flores
dentro, pero no le dejaron ponerlas en el refrigerador. Así que el chico tuvo
que dejarlas en el recibidor. ¿Qué demonios les pasa a esos tipos?
-No lo sé. ¿Qué demonios le pasa a todo el mundo
en todas partes?
-No voy a poder ir al funeral. ¿Estás bien, Hank?
-¿Por qué no vienes a consolarme?
-Tendría que llevar a Paul. Paul era su marido.
-Olvídalo. Así que allí íbamos, camino de medio
funeral.
Larry levantó la vista de su café.
-Te escribiré más tarde sobre la compra de una
lápida. Ahora no tengo dinero.
-Está bien -dije.
Larry pagó los cafés, luego salimos y montamos en
el Mercedes Benz.
-Espera un momento -dije.
-¿Qué ocurre? -preguntó Larry.
-Creo que nos hemos olvidado algo. Volví a entrar
en el café.
-Marcia. Seguía sentada en la mesa.
-Nos vamos, Marcia. Se levantó y me siguió.
El cura leyó su cosa. Yo no escuché. Allí estaba
el ataúd. Lo que había sido Betty estaba ahí dentro. Hacía mucho calor. El sol
caía como una cortina amarilla. Una mosca volaba en círculos. A mitad del medio
funeral dos tipos con monos de trabajo entraron trayendo mi corona. Las rosas
estaban muertas, mustias y fenecidas bajo el calor. La apoyaron contra un árbol
cercano. Casi al final del responso, mi corona empezó a inclinarse y cayó boca
abajo. Nadie se molestó en levantarla. Entonces finalizó todo. Me acerqué al
cura y le estreché la mano.
-Gracias.
El sonrió. Ya había dos sonrisas, la suya y la de
Marcia. Por el camino, Larry dijo de nuevo
-Ya te escribiré acerca de la lápida. Todavía
estoy esperando esa carta.
11
Subí al 409, me tomé un lingotazo de escocés con
agua, cogí algo de dinero de encima de la cómoda y me fui al hipódromo. Llegué
a tiempo para la primera carrera pero no jugué porque no había tenido tiempo de
estudiar el programa.
Fui al bar a tomar un trago y vi a esta mulata
alta que llevaba una vieja gabardina. Realmente iba vestida de pena, pero como
yo me sentía de forma parecida, la llamé por su nombre lo suficientemente alto
como para que me oyera al pasar:
-Vi, nena.
Ella se paró, luego se acercó.
-Hola, Hank. ¿Cómo estás?
La conocía de la Oficina Central de Correos. Ella
trabajaba en otra estafeta, pero parecía más amistosa que la mayoría.
-Estoy un poco deprimido. Es el tercer funeral en
2 años. Primero mi madre, luego mi padre, hoy una vieja amiga.
Ella pidió algo. Yo abrí el programa.
Vamos a ver esta segunda carrera.
Ella se acercó más y apoyó un montón de pierna y
pecho contra mi. Habla algo debajo de aquella gabardina. Yo siempre buscaba el
caballo con pocos partidarios que pudiera batir al favorito. Si no encontraba
ninguno que pudiera batir al favorito, apostaba al favorito.
Había ido al hipódromo después de los otros dos
funerales y había ganado. Había algo en los funerales que te hacían ver las
cosas mejor. Un funeral diario y seria rico.
El número 6 habla perdido por un cuello con el
favorito en una carrera de una milla la última vez que había corrido. El 6
habla sido alcanzado por el favorito después
de llevar dos cuerpos de ventaja durante la recta
final. El 6 había estado a 35/1. El favorito a 9/2. Los dos volvían a correr en
una carrera de igual clase. El favorito ahora llevaba un kilo de más, de 58 a
59. El 6 seguía llevando 58 kilos, pero le habían dado la monta a un jockey
menos popular, y también la distancia era de 1.700, cien metros más. La gente
se figuraba que, ya que el favorito había cazado al 6 en una milla, seguramente
lo cazaría aún con más facilidad con 100 metros más de recorrido. Eso parecía
lógico. Pero las carreras de caballos no se mueven por lógica. Los preparadores
a menudo matriculan sus caballos en condiciones aparentemente poco favorables
para que el público no los apueste. El truco de la distancia, más el truco de
un jockey poco popular, todo apuntaba a una galopada con buenos beneficios.
Miré el totalizador. En la línea de la mañana estaba a 5. Ahora había pasado a
7 a 1.
-Es el número 6 -le dije a Vi.
-No, ese caballo es de los que se desinflan -dijo
ella.
-Ya -dije yo, y me fui a ponerle 10 pavos a
ganador al 6.
El 6 cogió la punta al salir de los cajones, fue
marcando el paso en la recta de enfrente y entonces con un fácil esfuerzo sacó
un cuerpo y medio de ventaja. Los demás le seguían. Se figuraban que el 6
cogería al mismo ritmo la curva y luego apretaría al entrar en la recta,
entonces ellos irían a por él. Esa era la forma habitual de proceder. Pero el
preparador le había dado al chico instrucciones diferentes. En mitad de la
curva el chico aflojó las riendas y el caballo salió disparado hacia delante.
Antes de que los otros jockeys pudieran reaccionar, el 6 les sacaba 4 cuerpos
de ventaja. Al entrar en la recta el chico le dio un pequeño respiro, miró
atrás y luego volvió a arrearle. Estaba saliendo bien. Entonces el favorito a
9/5 salió del paquete de atrás, y el hijo de puta se movía de verdad. Estaba
tragándose los cuerpos de ventaja con facilidad. Parecía que iba a llegar a
alcanzar a mi caballo. El favorito era el número 2. A mitad de la recta, el 2
estaba a medio cuerpo del 6, entonces el chico del 6 empezó a darle al látigo.
El jockey del favorito había venido ya dándole al látigo. Siguieron durante el
resto de la recta de igual forma, con ese medio cuerpo de diferencia, y así es
como llegaron a la meta. Miré el totalizador. Mi caballo había subido a 8 a 1.
Volvimos al bar.
-La carrera no la ha ganado el mejor -dijo Vi.
-A mí no me importa cuál sea el mejor. Sólo me
interesa el que llegue primero. Pide lo que quieras.
Pedimos.
-Está bien, chico listo. A ver si aciertas el
siguiente.
-En seguida te lo digo, nena. Después de los
funerales soy un demonio.
Apoyó aquella pierna y sus pechos contra mí. Tomé
un sorbo de escocés y abrí el programa por la tercera carrera.
Eché un vistazo. Aquel día iban a cargarse a la
gente. Acababa de ganar el caballo de estirón temprano, así que ahora el
público estaba predispuesto a los caballos de salida rápida más que a los
rematadores. La gente sólo puede guardar una carrera en su memoria. En parte es
por culpa de los 25 minutos de espera entre carrera y carrera. Sólo pueden
pensar en lo que acaba de ocurrir.
La tercera carrera era de 1.200 metros. Ahora el
caballo veloz, el de salida rápida, era el favorito. Había perdido su última
carrera por corta cabeza en 1.400 metros, manteniendo el primer puesto durante
todo el recorrido hasta el último tranco, donde le habían cazado. El caballo n
.o 8 era el que andaba más cerca de él. Había estado 3 °, a cuerpo y medio del
favorito, acortando gran distancia en el remate final. La gente se figuraba que
si el 8 no había alcanzado al favorito en 1.400 metros, cómo coño iba a cazarlo
con 200 metros menos de carrera. La gente siempre volvía a sus casas sin un pavo.
El caballo que había ganado la carrera de 1.400 metros no corría hoy.
-Es el número 8 -le dije a Vi.
-La distancia es demasiado corta. Nunca lo
conseguirá -dijo Vi
El 8 había subido de 6 a 9 a 1.
Cobré lo de la carrera anterior y puse diez pavos
a ganador al 8. Si apuestas demasiado fuerte, tu caballo pierde. O cambias de
idea y apuestas a otro. Diez a ganador era una buena y cómoda apuesta.
El favorito tenia buena pinta. Salió de los
cajones primero, cogió la cuerda y sacó dos cuerpos de ventaja. El 8 corría
abierto, siguiente al último, acercándose gradualmente a la cuerda. El favorito
todavía prometía bastante al entrar en la recta. El chico empezó a bracear al
8, que ahora iba el quinto, y le hizo probar el látigo. Entonces el favorito
empezó a flojear, pero todavía llevaba dos cuerpos de ventaja en mitad de la
recta. En ese momento el 8 se disparó, volando como el viento, y ganó por dos
cuerpos y medio cíe ventaja. Miré el totalizador. Seguía 9 a 1.
Volvimos al bar. Vi apoyó de veras su cuerpo
sobre mí.
Gané 3 de las 5 carreras restantes. Por aquel
entonces sólo se corrían 8 carreras en vez de 9. De cualquier forma, con 8
carreras fue suficiente aquel día. Compré un par de cigarros puros y montamos
en mi coche. Vi había venido en autobús. Paré para comprar una botella y luego
fuimos a mi casa.
12
Vi echó un vistazo a su alrededor.
-¿Qué hace un tío como tú viviendo en un sitio
como
éste?
-Eso es lo que todas las chicas me preguntan.
-Es lo que se dice una ratonera.
-Me hace seguir siendo modesto.
-Vamos a mi casa.
-De acuerdo.
Subimos en mi coche y me dijo dónde vivía.
Paramos a comprar un par de grandes filetes, vegetales, artículos para
ensalada, patatas, pan, más bebida.
En la entrada de su edificio de apartamentos
había un cartel:
ESTA
PROHIBIDO HACER RUIDO 0 PROVOCAR ALTERCADOS DE CUALQUIER CLASE.
LOS
TELEVISORES HAN DE ESTAR APAGADOS A LAS 10 DE LA NOCHE.
AQUI
VIVE GENTE QUE TRABAJA.
Era un cartel grande escrito con pintura roja.
-Me gusta el pasaje que trata de los televisores
-dije yo.
Cogimos cl ascensor. Tenía un apartamento bonito.
Entré las bolsas en la cocina, encontré dos vasos y serví dos whiskys.
-Ve sacando las cosas. Ahora vuelvo.
Saqué las cosas, las puse en el fregadero. Me
tomé otra copa. Vi volvió. Iba toda vestida. Pendientes, zapatos de tacón,
falda corta. Tenia buena pinta. Algo fea de cara, pero con un buen culo, muslos
y tetas. Ideal para un polvo salvaje.
-Hola -dije yo-, soy un amigo de Vi. Dijo que
volvería ahora. ¿Quieres una copa?
Ella se rió, entonces agarré aquel cuerpazo y la
besé. Sus labios estaban fríos como diamantes, pero sabían bien.
-¡Estoy hambrienta -dijo-, déjame cocinar!
-Yo también estoy hambriento. ¡Te comeré a ti!
Ella se rió. Le di un beso corto, agarrándola del
culo, luego me fui al salón con mi copa, me senté, estiré las piernas y
suspiré.
Podría quedarme aquí, pensé, ganaría dinero en el
hipódromo mientras ella me cuidaba, ayudándome a pasar los malos momentos,
dándome masajes con aceite en el cuerpo, cocinándome, hablándome, acostándose
conmigo. Por supuesto, siempre habría alguna pelea que otra. Así es la
naturaleza de la mujer: les gusta el intercambio de trapos sucios, una pizca de
chillidos, una pizca de drama. Luego un intercambio de juramentos. Yo no era
muy bueno en el intercambio de juramentos.
Estaba ya algo colocado con el whisky. En mi
mente, ya me había mudado allí.
Vi tenia todo en marcha. Salió con su copa y se
sentó en mí regazo, me besó, metiéndome la lengua en la boca. Mi'polla se puso
como una roca frente a su firme trasero. Agarré un puñado de nalga. Apreté.
-Quiero enseñarte algo -dijo ella.
-Ya lo sé, pero vamos a esperar a después de
cenar.
-¡Oh, no me refiero a eso!
Me incliné hacia ella y le di una ración de
lengua.
Vi se apartó levantándose.
-No, quiero enseñarte una foto de mi hija. Está
en Detroit con mi madre, pero va a venir dentro de nada para ingresar en el
colegio.
-¿Cuántos años tiene?
-6.
-¿Y el padre?
-Me divorcié de Roy. El hijo de puta no era
bueno. Todo lo que hacia era beber y jugar a los caballos.
-¿Ah, sí?
Salió con la foto y me la puso en la mano. Eché
una mirada. El fondo era muy oscuro, todo se veía negro.
-¡Oye, Vi, es realmente negra! ¿Por Dios, no tienes
el suficiente sentido como para tomarle la foto con un fondo más claro?
-Es de su padre. Los genes negros dominan.
-Ya, ya lo veo.
-La foto la hizo mi madre.
-Estoy seguro de que tu hija es un encanto.
-Si, verdaderamente es un encanto.
Vi volvió a dejar la foto y entró en la cocina.
¡La eterna foto! Las mujeres con sus fotos. Era
lo mismo una y otra y otra vez. Vi se asomó por la puerta de la cocina.
-¡No bebas muchol ¡Ya sabes lo que tenemos que
hacer!
-No te preocupes, nena, tendré algo para ti.
Mientras tanto, ¡tráeme una copal He tenido un día duro. Mitad de escocés y
mitad de agua.
-Sírvetela tú mismo, fanfarrón.
Di la vuelta a mi sillón y encendí la televisión.
-Si quieres otro buen día en el hipódromo,
macuca, mejor que le traigas al señor Fanfarrón una copa. ¡Y ahora mismo¡
Vi había acabado finalmente apostando a mi
caballo en la última carrera. Era un bicho a 5 a 1 que no había hecho una
carrera decente en 2 años. Yo aposté simplemente porque estaba a 5 a 1 cuando
debería haber estado a 20. El caballo había ganado fácilmente por seis cuerpos.
El cabrón era un fijo de cabeza a rabo, lo habían estado sujetando en las
carreras anteriores.
Levanté la mirada y allí había una mano con una
copa extendiéndose por encima de mi hombro.
-Gracias, nena.
-Sí, Bwana -se rió ella.
13
En la cama, tenia Algo frente a mi, pero no podía
hacer nada con ello. Bregaba y bregaba y bregaba. VI era muy paciente. Seguí
esforzándome y deudo sacudidas, pero había bebido demasiado,
-Lo siento, nena -dije, y me eché a un lado,
Empaco a dormirme.
Entonces algo me despertó. Era Vi. 3e me había
montado encima y estaba dándome una cabalgada.
-¡Sigue, nena, sigue! -le dije,
Arqueaba mi espalda hacia atrás de vez en cuando.
Ella me miraba con ojillos voraces. ¡Estaba siendo violado por una alta
hechicera mulata¡ Por un momento, me sentí excitado.
`Entonces le dije:
-Mierda. Déjalo, nena. Ha sido un día muy duro.
Ya habrá mejor ocasión.
Ella se bajó. La cosa se fue abajo como un
ascensor express.
14
Por la mañana la oí andar. Se movía de un lado a
otro sin parar.
Eran alrededor de las 10:30 de la mañana. Me
sentía mal. No quería mirarla. 15 minutos más, entonces me levantarla.
Ella me sacudió:
-¡Oye, tienes que irte antes de que aparezca mi
amiga
-¿Qué pasa? Me la tiraré también.
-Ya -se rió ella-, ya.
Me levanté. Tosí, gangajeé. Lentamente, me puse
mi ropa.
--Me haces sentirme como un trapo -le dije-. ¡No
puedo ser tan malo! Alguna cosa buena ha de haber en mí.
Acabé de vestirme. Fui al baño y me eché algo de
agua en la cara, tepe peiné. Si sólo pudiera peinarme la cara, pensé, pero no
puedo.
Salí.
-Vi
-¿Sí?
-No te mosquees demasiado. No fuiste tú. Fue la
priva. Ya me ha pasado otras veces.
-De acuerdo, entonces no bebas tanto. A ninguna
mujer le gusta quedar segunda ante una botella.
-¿Por qué no me apuestas a colocado, entonces?
-¡Oh, para ya!
-¿Oye, necesitas algo de dinero, nena?
Abrí mi cartera y saqué uno de veinte. Se lo di.
-¡Vaya, erés un encanto!
Su mano acarició mi mejilla, me dio un beso
cariñoso en la comisura de la boca.
-Conduce con cuidado.
-Claro, nena.
Conduje con cuidado todo el camino hasta el
hipódromo.
15
Me tenían en la oficina del consejero en una de
las salas tragarais del segundo piso.
-Déjeme ver qué tal aspecto tiene, Chinaski.
Me miró:
-¡Agh! Qué mala pinta tiene. Mejor me tomo una
píldora.
En efecto, abrió un bote y se tomó una.
-Está bien, señor Chinaski, nos gustaría saber
dónde ha estado usted estos dos días.
-Doliéndome afligido.
-¿Doliéndose? ¿Doliéndose por qué?
-Por un funeral. Una vieja amiga. Un día para
empaquetarla en el féretro. Otro día de luto.
-Pero no ha telefoneado, señor Chinaski.
-Ya.
-Y quiero decirle algo, Chinaski, a titulo
personal.
-Vale.
-Cuando usted no telefonea, ¿sabe lo que está
diciendo?
-No.
-Señor Chinaski, está diciendo: "Que se joda
la Oficina de Correos".
-¿Sí?
-Sí, señor Chinaski, ¿sabe lo que eso significa?
-No. ¿Qué significa?
-Eso significa, señor Chinaski, ¡que la Oficina
de Correos le va a joder a usted!
Entonces se inclinó hacia atrás y me miró.
-Señor Feathers -le dije-, por mi puede usted
irse al carajo.
-No te pongas gallito, Henry. Te puedo joder
bien.
-Por favor, diríjase a mí por mi apellido, señor.
Sólo exijo de usted un poco de respeto.
-Me pides respeto, pero tú...
-De acuerdo. Sabemos donde aparca usted, señor
Feathers.
-¿Qué? ¿Es eso una amenaza?
-Los negros de aquí me adoran. Los tengo
camelados.
-¿Que los negros te adoran?
-Me dan agua. Hasta me jodo a sus mujeres. O al
menos lo intento.
-Está bien. Esto se está yendo de mano. Repórtese
en su puesto de trabajo.
Me entregó mi volante. Estaba preocupado, el
pobre desgraciado. Yo no me había camelado a los negros. No me había camelado a
nadie más que a Feathers. Pero no se le podía culpar por preocuparse. Un
supervisor había sido arrojado por las escaleras. A otro le habían metido la
navaja en el culo. Otro había sido acuchillado en la tripa mientras esperaba en
el pasillo la señal del turno de las 3 de la mañana. Justo en la misma Oficina
Central. No volvimos a verle jamás.
Al poco de hablar yo con él, Feathers se fue de
la Oficina Central. No sé exactamente adónde, pero desde luego lejos de la
Oficina Central.
16
Una mañana, hacia las 10 sonó el teléfono.
-¿Señor Chinaski?
Reconocí la voz y empecé a acariciarme los
cojones.
-Ummmmmh -dije.
Era la señorita Graves, aquella perra.
-¿Estaba usted dormido?
-Sí, sí, señorita Graves, pero siga. Está bien,
está bien. -Bueno, su asunto ha quedado aclarado.
-Ummmh, ummmh.
-Así que se lo hemos notificado al departamento
de esquemas.
-Ummhmmh.
-Tiene usted que hacer su CP1 de aquí a dos
semanas.
-¿Qué? Eh, espere un momento...
-Eso es todo, señor Chinaski. Buenos días.
Colgó.
17
Bueno, cogí el plano de esquemas y lo relacionaba
todo con historias de sexo y edad. Este tío vivía en una casa con tres mujeres.
Azotaba a una (su nombre era el nombre d@ la calle y su edad el número por
donde se cortaba); ro comía a otra (lo mismo), y simplemente se jodía a la tete
cera (lo mismo). Luego estaban todos estos maricas y ~ de ellos (su nombre era
Avenida Manfred) tenía 33 años..., etc., etc., etc.
Estoy seguro de que no me hubieran dejado entrar
en aquella cabina de cristal si hubieran sabido lo que pensaba mientras miraba
todas aquellas cartas. Todas me parecían como viejas amigas.
Aun así, me hice un lío con algunas de mis
orgías. IR¡@@ 94 ala primera vez.
Diez días más tarde, cuando volví, sabía 14 que
haría cada uno con quién.
Conseguí el 100 por cien en 5 minutos.
Y recibí una carta de felicitación del Director
General de Correos de la ciudad.
18
Poco después de eso me hice regular y eso me
supuso un horario de 8 horas por noche, que era bastante diferente a 12, y
además vacaciones con paga. De las 150 o 200 que habíamos entrado, sólo
quedábamos dos.
Entonces conocí en la estafeta a David Janko. Era
un joven blanco de veintipocos años. Cometí el error de mencionarle algo sobre
música clásica. Yo solía refugiarme en la música clásica porque era la única
casa que podía escuchar mientras bebía cerveza en la cama por la mañana
temprano. Si la escuchas mañana tras mañana te haces capaz de recordar cosas. Y
cuando Joyce se divorció de mí, yo me había guardado por error dos volúmenes de
Las vidas de los compositores clásicos y modernos en una de mis maletas. La
mayoría de las vidas de estos hombres habían sido tan tortuosas y sufridas que
yo disfrutaba leyendo sobre ellas, pensando, bueno, yo también estoy en el infierno
y ni siquiera puedo escribir música.
Pero tuve que abrir la boca. Janko y otro tío
estaban discutiendo y yo acabé con la discusión diciéndoles la fecha de
nacimiento de Beethoven, cuándo había compuesto la Tercera Sinfonía y una idea
generalizada (en tanto que confusa) sobre lo que los críticos opinaban de esta
sinfonía.
Era demasiado para Janko. Inmediatamente me tomó
equivocadamente por una persona instruida. Se sentaba en el taburete de al lado
y empezaba a quejarse y a gimotear, noche tras noche, a cuál más larga, sobre
la miseria que carcomía profundamente su atormentada alma. Tenia una voz
terriblemente chillona y quería que todo el mundo le oyese. Yo distribuía las
cartas y escuchaba, escuchaba, escuchaba, pensando: ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo
conseguir que este hijo de puta chiflado se calle?
Me iba todas las noches a casa mareado y enfermo.
Me estaba matando con el sonido de su voz.
19
Yo empezaba a las 6:18 de la tarde y Dave Janko
no empezaba hasta las 10:36, así que podía haber sido peor. Como tenía a las
10:06 un descanso de media hora para cenar, volvía a mi puesto normalmente en
el momento en que él entraba. Entraba directamente buscando un taburete a mi
lado. Janko, además de dárselas de mente elevada, se las daba de gran
conquistador. Según él, era asaltado en los portales por hermosas jóvenes, que
le seguían por las calles. No le dejaban descansar, al pobre. Pero yo nunca le
vi hablar con una sola mujer en el trabajo. Ellas tampoco le hablaban.
Llegaba:
-¡EH, HANK! ¡VAYA MAMADA QUE ME HAN HECHO HOY!
No hablaba, aullaba. Aullaba toda la noche.
-¡CRISTO, SE ME HA COMIDO ENTERO! ¡Y ERA JOVEN!
¡PERO ERA REALMENTE UNA PROFESIONAL!
Yo encendía un cigarrillo.
Entonces tenia que oír toda la historia sobre
cómo se habían conocido.
- TUVE QUE SALIR A COMPRAR UN POCO DE PAN,
¿SABES?
Entonces, desde el primer al último detalle de lo
que ella había dicho, lo que él había dicho, lo que habían hecho, etc.
Por aquella época salió una ley que obligaba a la
Oficina de Correos a pagar a los empleados auxiliares el tiempo que trabajaban
más la mitad. Por lo tanto, la Oficina de Correos nos cargaba esa mitad más de
tiempo a los empleados regulares.
Ocho o diez minutos antes de acabar mi jornada, a
las 2:48, aparecía un mensajero
-¡Atención por favor! ¡Todos los empleados
regulares que hayan entrado a las 6:18 de la tarde tienen que trabajar una hora
extra!
Janko sonreía, se inclinaba y vertía algo más de
su ponzoña sobre mi.
Entonces, 8 minutos antes de que acabara mi
novena hora, el mensajero entraba de nuevo.
-¡Atención, por favor! ¡Todos los regulares que
hayan entrado a las 6:18 de la tarde han de trabajar dos horas extra!
Entonces, 8 minutos antes de que acabara mi
décima hora:
-¡Atención por favor! ¡Todos los empleados regulares
que hayan entrado a las 6:18 de la tarde han de trabajar 3 horas extra!
Mientras tanto, Janko no paraba ni un momento.
-ESTABA SENTADO EN ESTE DRUGSTORE, SABES, Y
ENTONCES ENTRARON DOS SEÑORAS CON CLASE. SE ME SENTO UNA A CADA LADO...
El chico me estaba asesinando, pero yo no
conseguía encontrar manera de escapar. Recordaba todos los empleos en que había
trabajado. Siempre se me habían pegado los chiflados. Yo les gustaba.
Entonces Janko me enseñó su novela. No sabía
escribir a máquina y había hecho que se la mecanografiara un profesional.
Estaba encuadernada con unas lujosas cubiertas de cuero negro. El titulo era
muy romántico.
-LEELA Y DIME QUE TE PARECE -me dijo.
-Ya -dije.
20
Me la llevé a casa, me metí en la cama, abrí una
cerveza y empecé.
Empezaba bien. Hablaba sobre las penurias que
había pasado Janko viviendo en míseras habitaciones, muriéndose de hambre
mientras trataba de conseguir un trabajo. Tenia problemas con las agencias de
empleo. Y había un tío al que conocía en un bar, parecía un tío muy instruido,
que no hacía más que pedirle dinero prestado que nunca le devolvía.
Era escritura honesta.
Quizás he menospreciado a este hombre, pensé.
Tenía esperanzas por él mientras leía. Pero
entonces la novela se derrumbó. Por alguna razón, en el momento en que empezaba
a escribir sobre la Oficina de Correos, la cosa perdía realidad.
La novela iba cada vez a peor. Acababa con él
asistiendo a la ópera. Llegaba el descanso. Dejaba su asiento para alejarse de
la estúpida y tosca muchedumbre. Bueno, en eso me tenía de su parte. Entonces,
rodeando una columna, ocurría. Ocurría muy rápidamente. Se topaba de bruces con
esta culta, exquisita, hermosura. Casi la tiraba al suelo.
El diálogo seguía de este modo:
-¡Oh, lo siento muchísimo!
-No pasa nada...
-Yo no quería... ya sabe... le pido perdón...
-¡Oh, no pasa nada, se lo aseguro!
-Pero me refiero a que, no la he visto... yo no
pretendía...
-Está bien. No pasa nada...
El diálogo del encontronazo se extendía durante
página y media.
El pobrecillo estaba verdaderamente chiflado.
La cosa se resumía de esta manera: aunque ella
iba paseando sola entre las columnas, bueno, la verdad es que estaba casada con
un doctor, pero el doctor no entendía de ópera, y por eso, no le importaban
tres pepinos cosas como el Bolero de Ravel, ni tan siquiera El sombrero de tres
picos de Falla. Yo ahí estaba de parte del doctor:
Del encontronazo de estas dos almas sensibles,
algo se formaba. Se veían en los conciertos y después echaban uno rápido (esto
era sugerido más que relatado, ya que ambos eran demasiado delicados para joder
simplemente).
Bueno, se acababa. La pobre hermosa criatura
amaba a su marido y amaba al héroe (Janko). No sabía qué hacer, así que, por
supuesto, se suicidaba. Dejaba a los dos, el doctor y Janko, meditando solos en
sus cuartos de baño.
Le dije al chico:
-Empieza bien, pero tienes que quitar ese diálogo
del encontronazoal-doblar-la-columna. Es muy malo...
-¡NO! -dijo él-. ¡NO QUITO NI UNA PALABRA!
Siguieron los meses y la novela volvía cada dos
por tres a la conversación.
-¡CRISTO! -decía él-. ¡NO PUEDO IRME A NUEVA YORK
A LAMER EL CULO A LOS EDITORES!
-Mira, chico, ¿por qué no dejas este trabajo?
Enciérrate en una habitación a escribir. Haz tu vida.
-UN TIO COMO TU PUEDE HACERLO -decía-, PORQUE
TIENES PINTA DE MUERTO DE HAMBRE. LA GENTE TE CONTRATARA PORQUE PENSARAN QUE NO
PUEDES CONSEGUIR OTRO TRABAJO Y QUE NO TE IRAS. PERO A MI NO ME CONTRATAN
PORQUE ME MIRAN Y VEN LO INTELIGENTE QUE SOY Y PIENSAN, BUENO, UN HOMBRE
INTELIGENTE COMO ESTE NO SE QUEDARA MUCHO TIEMPO CON NOSOTROS, ASI QUE NO TIENE
SENTIDO QUE LO CONTRATEMOS.
-Sigo diciendo lo mismo, enciérrate en una
habitación y escribe.
-¡PERO NECESITO COMER!
-Menos mal que otros no pensaron lo mismo. Menos
mal que Van Gogh no pensaba así.
-¡A VAN GOGH LE COMPRABA LAS PINTURAS SU HERMANO!
-me dijo.
CAPÍTULO IV
1
Entonces desarrollé un nuevo sistema en el
hipódromo. Saqué 3.000 dólares en mes y medio, y sólo iba a las carreras dos o
tres veces por semana. Empecé a soñar. Vi una casita junto al mar. Me vi
vestido con ropas lujosas, tranquilo, levantándome por las mañanas, subiendo a
mi coche importado, conduciendo con calma todo el camino hasta el hipódromo. Vi
cenas relajadas, precedidas y seguidas por buenas bebidas heladas en vasos de
colores. Las grandes propinas. El puro. Y mujeres como tú las deseabas. Es
fácil caer en este tipo de pensamientos cuando los hombres te entregaban buenos
fajos de billetes por las ventanillas de pagos. Cuando en una carrera de 1.200
metros, corrida en minuto y 9 segundos, te sacabas la paga de un mes.
Así que allí estaba yo, en la oficina del
superintendente. Allí estaba él, detrás de su escritorio. Yo llevaba un puro en
la boca y whisky en el aliento. Me sentía adinerado. Tenia aspecto de
adinerado.
-Señor Winters -dije-, la Oficina de Correos me
ha tratado bien, pero tengo intereses externos de negocios de los que
simplemente me he de ocupar. Si no me puede dar una excedencia, me veo obligado
a renunciar.
-¿No le di ya un permiso de excedencia
anteriormente, Chinaski?
-No, señor Winters, usted denegó mi solicitud de
excedencia. Esta vez no hay vuelta de hoja. Si no me la da, me veré obligado a
despedirme.
-Está bien, rellene el impreso. Pero sólo le
puedo dar 90 días de excedencia.
-Me quedo con ellos -dije, exhalando una bocanada
de humo azul de mi costoso puro.
2
Las carreras se habían desplazado a la costa, a
unos 150 kilómetros. Sin dejar de pagar el alquiler de mi apartamento en la
ciudad, me subí al coche y me fui para allá. Una o dos veces a la semana volvía
al apartamento, recogía el correo, a lo mejor dormía allí y luego regresaba a
la costa.
Era una buena vida, y no paraba de ganar. Cada
noche, después de la última carrera, me tomaba una o dos copas en el bar,
dándole buenas propinas al camarero. Parecía una nueva vida. No podía
equivocarme.
Una noche ni siquiera me molesté por ver la
última carrera. Me fui al bar.
Mi apuesta habitual eran 50 dólares. Después de
apostar 50 a ganador durante un tiempo, es igual que si apostaras 5 o 10.
-Escocés con agua -le dije al barman-. Creo que
ésta se la voy a oír al locutor.
-¿A quién lleva?
-A Blue Stocking -le dije-. 50 a ganador.
-Lleva demasiado peso.
-¿Estás de broma? Un buen caballo puede llevar 61
kilos en un premio de seis mil dólares. Eso indica, de acuerdo con las
condiciones, que el caballo ha hecho algo que ningún otro de la carrera ha
hecho.
Por supuesto, ésa no era la razón por la que había
apostado a Blue Stocking. Siempre me gustaba desorientar. No quería compartir
con nadie los beneficios.
En esos días no tenían circuito cerrado de
televisión. Sólo escuchabas por el altavoz. Llevaba ganados 380 dólares. Si
perdía en la última carrera me quedaba con unos beneficios de 330 dólares. Un
buen día de trabajo.
Escuchamos. El locutor nombró todos los caballos
de la carrera menos Blue Stocking.
Mi caballo se ha debido quedar, pensé.
Llegaron a la recta final, cogiendo la cuerda.
Aquel hipódromo era famoso por su corta recta final.
Entonces, justo antes de que acabara la carrera,
el locutor gritó:
-¡Y AQUI LLEGA BLUE STOCKING POR EL EXTERIOR!
¡BLUE STOCKING VA A COGER LA CABEZA! ¡ES... BLUE STOCKING!
-Disculpa -le dije al camarero-, en seguida
vuelvo. Ponme un whisky doble con agua.
-¡Sí, señor! -dijo él.
Salí a mirar el totalizador que habla junto al
paddock. Blue Stocking estaba a 9/2. Bueno, no era 8, o 10 a uno, pero yo
jugaba al ganador, no al precio. Cogí los 250 pavos de beneficio más el cambio.
Volví al bar.
-¿Cuál le gusta para mañana, señor? -me preguntó
el camarero.
-Mañana será otro día -le dije.
Acabé mi bebida, le di un dólar de propina y me
marché.
3
Todas las noches era más o menos lo mismo.
Conducía a lo largo de la costa buscando un sitio para cenar. Quería sitios
caros que no estuviesen muy concurridos. Llegué a desarrollar un olfato
infalible para encontrar lugares así. Los distinguía sólo con mirarlos desde
fuera. No siempre podías conseguir una mesa que diera directamente al mar a no
ser que estuvieras dispuesto a esperar. Pero de cualquier forma, siempre veías
el océano allí fuera, y la luna, y te permitías la debilidad de sentirte
romántico. Te permitías el lujo de disfrutar de la vida. Siempre pedía una
pequeña ensalada y un gran filete. Las camareras sonreían de una manera
deliciosa y se ponían muy cerca de ti. Cuánto distaba del zarrapastroso, que
hacía años había trabajado en un matadero, que había cruzado el país con una
pandilla de tipos de la peor ralea contratados por el ferrocarril, que había
trabajado en una fábrica de galletas para perros, que había dormido en bancos
de parques, que había trabajo en oficios de perra gorda en docenas de ciudades
a lo largo de toda la nación...
4
Un día estaba en el bar, en el intermedio entre
dos carreras, y vi a esta mujer. Dios o quien sea no para de crear mujeres y de
lanzarlas al mundo, y el culo de ésta es demasiado grande y las tetas de esta
otra son demasiado pequeñas, y esta otra está chiflada y aquélla es una
histérica, y aquella otra es una fanática religiosa y ésa de más allá lee hojas
de té, y ésta no puede controlar sus pedos, y la otra tiene una narizota, y
ésta tiene piernas como palillos...
Pero de vez en cuando surge una mujer toda en
sazón, una mujer que estalla fuera de sus ropas... una criatura sexual, una
maldición, el acabóse. Miré y allí estaba, en el fondo del bar. Estaba bastante
bebida y el camarero no le quería servir más y ella empezó a organizar un
escándalo y llamaron a uno de los policías del hipódromo. El policía la cogió
del brazo llevándosela para fuera y ella no paraba de discutir.
Acabé mi bebida y los seguí.
-¡Oficial! ¡Oficial!
Se paró y me miró.
-¿Ha hecho algo malo mi mujer? -pregunté.
-Creemos que está intoxicada, señor. Iba a
llevarla a la salida.
-¿A los cajones de salida?
Se rió.
-No, señor, a la salida del hipódromo.
-Ya me la llevaré, oficial.
-Está bien, señor, pero cuide de que no beba más.
No respondí. La cogí del brazo y volvimos a entrar.
-Gracias, me ha salvado la vida -dijo ella.
Pegó su flanco a mi cuerpo.
-No es nada. Me llamo Hank.
-Yo me llamo Mary Lou -dijo ella.
-Mary Lou -dije yo-, te amo.
Ella se rió.
-¿Por cierto, no te esconderás detrás de las
columnas en el palacio de la ópera, no?
-Yo no me escondo detrás de nada -dijo ella,
sacándose las tetas.
-¿Quieres otra copa?
-Claro, pero no me quieren servir más.
-Hay más de un bar en este hipódromo, Mary Lou.
Vamos a subir arriba. Y estáte tranquila. Siéntate en algún lado y yo te traeré
tu bebida. ¿Qué bebes?
-Cualquier cosa -dijo ella.
-¿Vale escocés con agua?
-Claro.
Bebimos durante el resto del programa. Me trajo
suerte. Acerté dos de las tres últimas carreras.
-¿Trajiste coche? -le pregunté.
-Vine con una especie de imbécil -dijo ella-.
Mejor olvidarlo.
-Si tú puedes, yo puedo -le dije.
Nos abrazamos en el coche y su lengua se deslizó
dentro y fuera de mi boca como una pequeña serpiente extraviada. Nos separamos
y conduje a lo largo de la costa. Era una noche afortunada. Conseguí una mesa
mirando al mar, pedimos bebidas y esperamos que nos trajeran los filetes. Todo
el mundo tenía los ojos puestos fijos en ella. Me incliné hacia delante y le
encendí el cigarrillo, pensando, esto va a ser bueno. Todo el mundo en aquel
lugar sabíd lo que yo estaba pensando y Mary Lou también sabia lo que yo estaba
pensando, y yo la sonreía por encima de la llama.
-El océano -dije-, míralo allí fuera, batiendo,
moviéndose arriba y abajo. Y debajo de todo eso, los peces, los pobres peces
luchando ente si, devorándose entre sí. Nosotros somos como esos peces, sólo
que estamos aquí arriba. Un mal movimiento y estás acabado. Es bueno ser un
campeón. Es bueno conocer tus movimientos.
Saqué un puro y lo encendí.
-¿Otra copita, Mary Lou?
-Cómo no, Hank.
5
Conocía un sitio. Estaba construido de tal forma
que se asomaba sobre el mar. Era un edificio viejo, pero con un toque de
distinción. Conseguimos una habitación en el primer piso. Podías oír el océano
moviéndose allá abajo, podías oír las olas, podías oler el mar, podías sentir
la marea subiendo y bajando.
Me tomé mi tiempo con ella mientras hablábamos y
bebíamos. Luego me acerqué al sofá y me senté a su lado. Empezamos un poco, riéndonos,
charlando y escuchando el océano. Me desnudé pero hice que ella se quedara
vestida. Entonces la llevé a la cama y arrastrándome por encima suyo le quité
la ropa y me fui para dentro. Era difícil metérsela. Entonces se abrió.
Fue uno de los mejores. Oía el agua, oía la marea
subiendo y bajando. Era como si me estuviese corriendo con el océano entero.
Parecía durar y durar. Entonces me eché a un lado.
-¡Oh, Cristo! -dije-. ¡Cristo!
No sé por qué Cristo aparece siempre en estos
casos.
6
Al día siguiente fuimos a recoger sus cosas a un
motel. Había un tipejo moreno con una cicatriz en un lado de la nariz. Parecía
peligroso,
-¿Te vas con él? -le preguntó a Mary Lou.
-Sí.
-Está bien. Suerte -encendió un cigarrillo.
-Gracias, Héctor.
¿Héctor? ¿Qué puñetera especie de nombre era ése?
-¿Quieres una cerveza? -me preguntó.
-Cómo no -dije yo.
Héctor estaba sentado en el borde de la cama. Fue
a la cocina y sacó tres cervezas. Era cerveza buena, importada de Alemania.
Abrió la botella de Mary Lou, se la sirvió en un vaso. Entonces me preguntó:
-¿Quieres vaso?
No, gracias.
Me levanté y cogí una botella.
Nos sentamos a beber la cerveza en silencio.
Entonces me dijo:
-¿Eres lo bastante hombre para apartarla de mí?
-Coño, no sé. Es su elección. Si ella quiere
quedarse contigo, se quedará. ¿Por qué no se lo preguntas?
-Mary Lou, ¿quieres quedarte conmigo?
-No -dijo ella-, me voy con él.
Me señaló. Me sentí importante. Me habían quitado
tantas mujeres otros hombres, que por una vez sentaba bien que fuera todo lo
contrario. Encendí un puro. Entonces busqué con la mirada un cenicero. Había
uno sobre la cómoda.
Me miré un momento en el espejo para ver lo
resacoso que estaba y le vi venir hacia mí como un dardo hacia una diana. Yo
todavía llevaba la botella de cerveza en la mano. Giré rápidamente y vino
directo hacia ella. Le pegué en plena boca. Toda su boca eran dientes rotos y
sangre. Cayó sobre sus rodillas, llorando, tapándose la boca con las dos manos.
Vi el estilete. Le di una patada alejándolo de él, lo recogí, lo miré. 9
pulgadas. Apreté el resorte y la cuchilla volvió a meterse dentro. Me lo guardé
en el bolsillo.
Entonces, mientras Héctor lloraba, me acerqué y
le di un puntapié en el culo. Cayó de bruces al suelo, todavía llorando. Cogí
su cerveza y eché un trago.
Entonces me acerqué a Mary Lou y le di un
bofetón. Ella gritó.
-¡Zorra! ¿Lo tenias todo preparado, no? ¿Ibas a
dejar que este mico me matara por los miserables 400 o 500 dólares que llevo en
el bolsillo!
-¡No, no! -dijo ella. Estaba llorando. Los dos
estaban llorando.
La volví a abofetear.
-¿Así es como te lo luces, zorra? ¿Matando
hombres por unos cuantos billetes?
-¡No, no, YO TE QUIERO, Hank, YO TE QUIERO!
Agarré su vestido azul por el cuello y lo rasgué
hasta su cintura. No llevaba sostén. La perra no lo necesitaba.
Salí de allí, llegué a la calle y conduje hasta
el hipódromo. Durante dos o tres semanas miraba continuamente por detrás de mi
hombro. Tenia los nervios de punta. Nada ocurrió. Nunca más volvía ver a Mary
Lou en el hipódromo. Ni a Héctor.
7
Después de eso, el dinero comenzó a irse de
alguna forma y al poco tiempo dejé el hipódromo para sentarme en mi apartamento
a esperar a que pasaran los 90 días de excedencia. Tenía los nervios hechos
trizas de la bebida y la acción. No es nada nuevo hablar de cómo las mujeres
descienden sobre los hombres. Piensas que tienes tiempo para tomarte un
respiro, levantas la mirada y ya hay otra nueva. Pocos días después de volver
al trabajo, ya había otra. Fay. Fay tenía el pelo gris y siempre vestía de
negro. Decía que protestaba contra la guerra. Si ella quería protestar contra
la guerra, por mí encantado. Era escritora o algo así y frecuentaba un par de
librerías de escritores. Tenia ideas acerca de la salvación del mundo y cosas
así. Si podía salvarlo para mi, por mí también encantado. Había estado viviendo
a base de cheques de manutención enviados por un antiguo marido. Habían tenido
3 hijos, y su madre también le enviaba dinero de vez en cuando. Fay no había
tenido más de un par de trabajos en toda su vida.
Mientras tanto Janko mantenía intactas sus
reservas de palabrería. Me enviaba a casa todas las mañanas con 'dolor de
cabeza. Por aquel tiempo me estaban poniendo numerosas multas de tráfico. Parecía
que cada vez que mirara en el retrovisor hubiera luces rojas. Dé un coche
patrulla o una moto.
Una noche llegué a mi casa tarde. Estaba
realmente molido. Meter la llave en la cerradura me exigía un esfuerzo
sobrehumano. Entré en el dormitorio y allí estaba Fay leyendo el New Yorker y
comiendo chocolatinas. Ni siquiera me dijo hola.
Entré en la cocina y busqué algo de comer. No
había nada en la nevera. Decidí tomarme un vaso de agua. Me acerqué al
fregadero. Estaba hasta los topes de mierda. A Fay le gustaba guardar los
envases vacíos con sus tapas. Los platos sucios llenaban la mitad del fregadero
y flotando sobre el agua, junto a unos cuantos platos de papel, navegaban un
montón de envases vacíos.
Volví a entrar en el dormitorio justo cuando Fay
estaba metiéndose otra chocolatina en la boca.
-Mira, Fay -le dije-, sé que quieres salvar el
mundo, pero ¿no puedes empezar por la cocina?
-Las cocinas no son importantes -dijo ella.
Era difícil pegar a una mujer con el pelo gris,
así que opté por irme al baño y abrir el grifo de la bañera. Un baño hirviente
podría enfriarme los nervios. Cuando la bañera quedó llena me dio miedo entrar.
Mi dolorido cuerpo se había agarrotado por entonces de tal forma que temía
hundirme y ahogarme.
Salí a la sala y después de grandes esfuerzos
conseguí quitarme la camisa, los pantalones, los zapatos, los calcetines. Entré
en el dormitorio y me tumbé en la cama junto a Fay. No podía acomodarme. Cada
vez que me movía, me costaba un infierno.
.El único momento en que estás solo; Chinaski,
pensé, es cuando conduces camino del trabajo o de vuelta a casa.
Finalmente conseguí adoptar una posición boca
abajo.
Me dolía todo. Pronto estaría de nuevo en el
trabajo. Si pudiera conseguir dormirme, algo ayudarla. Cada dos por tres oía
pasar páginas, el sonido de una chocolatina siendo deglutida. Había sido una de
sus noches en el taller de escritores. Si al menos pudiera apagar las luces...
-¿Cómo ha ido en el taller? -pregunté boca abajo.
-Estoy preocupada por Robby.
-Oh -dije-, ¿qué le pasa?
Robby era un tipo que andaba por los cuarenta y
que había vivido toda su vida con su madre. Sólo escribía, según me habían
dicho, historias terriblemente divertidas sobre la Iglesia Católica. Robby
hacía realmente trizas a los católicos. Las revistas no estaban preparadas para
Robby, aunque una vez le habían publicado algo en un periódico canadiense. Yo
había visto a Robby en una ocasión en una de mis noches libres. Llevé a Fay a
esta mansión donde todos se reunían a leerse sus pijadas los unos a los otros.
-¡Oh! ¡Ahí está Robby! -dijo Fay-. ¡Escribe unas
historias divertidísimas sobre la Iglesia Católica!
Me lo señaló. Robby nos daba la espalda. Su culo
era ancho, grande y blando; se le caía de los pantalones. ¿Es que acaso no lo veían?
pensé yo.
-¿No vas a entrar? -me preguntó Fay.
-Quizá la semana que viene...
Fay se metió otra chocolatina en la. boca.
-Robby está preocupado. Ha perdido su trabajo en
la camioneta de repartos. Dice que no puede escribir sin tener un trabajo.
Necesita sentirse seguro. Dice que no podrá escribir hasta que encuentre un
nuevo trabajo.
-Coño -dije-, yo puedo conseguirle un trabajo.
-¿Dónde? ¿Cómo?
-Están haciendo una ampliación de personal en la
Oficina de Correos. La paga no está mal.'
-¡LA OFICINA DE CORREOS! ¡ROBBY ES DEMASIADO
SENSIBLE PARA TRABAJAR EN LA OFICINA DE CORREO!
-Lo siento -dije-, mi intención era buena. Buenas
noches.
Fay no me contestó. Estaba furiosa.
8
Tenía los viernes y sábados libres, lo que hacía
el domingo el día más duro. Aparte que los domingos tenía que presentarme a las
3 :30 de la tarde en vez de mi usual hora de las 6:18.
Un domingo llegué y me destinaron a la sección de
periódicos, como era habitual los domingos, y esto significaba por lo menos
ocho horas de pie.
Aparte de los dolores, estaba empezando a sufrir
mareos. Todo empezaba a dar vueltas, y cuando estaba a punto de desvanecerme,
conseguía mantenerme y recuperarme.
Había sido un domingo brutal. Habían venido
algunos amigos de Fay, se habían instalado en el sofá y habían empezado a
cacarear lo grandes escritores que eran, realmente lo mejor de la nación. La
única razón de que no fueran publicados era, decían, porque no enseñaban su
obra a los editores.
Yo los había mirado. Si escribían conforme a su
aspecto, tomando sus cafés, soltando risitas y mojando sus rosquillas, daba
igual que enseñasen su obra a los editores o que se la guardasen metida en el
culo.
Estaba clasificando revistas. Necesitaba un café,
dos cafés, un bocado para comer. Pero todos los supervisores estaban vigilando
junto a la salida. Podía salir por atrás. Tenía que recuperarme. La cafetería
estaba en el segundo piso. Yo estaba en el cuarto. Había una puertecilla que
daba a unas escaleras en los lavabos. Miré el cartel que había en ella.
¡ATENCION!
¡NO USEN ESTA ESCALERA!
Vaya imbéciles. Yo era más listo que esos
comemierdas. Ponían ese cartel para evitar que los tipos inteligentes como
Chinaski bajaran a la cafetería. Abrí la puerta y empecé a bajar. La puerta se
cerró tras de mí. Bajé hasta el segundo piso. Hice girar el picaporte. ¡Qué
carajo! ¡La puerta no se abría! Estaba cerrada. Subí arriba. Pasé la puerta del
tercer piso. No intenté abrirla. Sabía que estaba cerrada, igual que la del
piso primero. Conocía la Oficina de Correos bastante bien a esas alturas.
Cuando ponían una trampa, eran concienzudos. Me quedaba una última y
pequeñísima oportunidad. Estaba en el cuarto piso. Probé con el picaporte.
Estaba cerrada.
Al menos, la puerta estaba cerca de los lavabos.
Siempre había alguien entrando y saliendo para echar una meada. Esperé. 10
minutos. 15 minutos. ¡20 minutos! ¿Es que. NADIE tenia ganas de cagar, mear o
hacerse una paja? Entonces vi una cara. Di unos golpes en el cristal.
-¡Eh, compadre! ¡EH, COMPADRE!
No me oía, o pretendía que no me ola. Entró en un
water. 5 minutos. Entonces apareció otra cara.
Grité fuerte.
-¡EH, COMPADRE! ¡EH, SOPLAPOLLAS!
Pareció oírme. Me miró desde detrás del cristal
alambrado.
-¡ABRE LA PUERTA! ¿ES QUE NO ME VES? ¡ESTOY
ENCERRADO, IDIOTA! ¡ABRE LA PUERTA!
Abrió la puerta. Entré. El tío estaba como en
estado de trance.
Le di un apretón en el hombro.
-Gracias, chico.
Volví a los cajones de revistas.
Entonces pasó el super. Se paró y me miró. Yo
bajé mi ritmo.
-¿Cómo va, señor Chinaski?
Le gruñí, agité una revista en el aire como si
estuviera perdiendo la razón, me dije algo a mí mismo y él siguió su camino.
9
Fay estaba preñada. Pero eso no la hizo cambiar y
tampoco hizo cambiar a la Oficina de Correos.
Los mismos empleados hacían todo el trabajo
mientras otro grupo holgazaneaba y discutía sobre deportes. Todos eran grandes
hotentotes negros, con cuerpos de luchador profesional. Cuando uno nuevo
entraba en servicio pasaba a unirse a este grupo. Eso evitaba que asesinasen a
algún supervisor. No parecía que tuviesen un supervisor, o si lo tenían, nunca
se le veía el pelo. Su único trabajo consistía en entrar sacos de correo que
llegaban por un ascensor. Esto suponía 5 minutos en una hora de trabajo. A
veces contaban el correo, o pretendían que lo hacían. Tenían un aspecto muy
tranquilo e intelectual, haciendo sus cuentas con largos lápices que llevaban
detrás de la oreja. Pero la mayor parte del tiempo se dedicaban a discutir
violentamente sobre la actualidad deportiva. Todos eran expertos, todos leían a
los mismos comentaristas deportivos.
-Está bien, tío. ¿Cuál es para ti el mejor
lanzador de todos los tiempos?
-Bueno, Willie Mays, Ted Williams, Cobb...
-¿Qué? ¿Qué?
-¡Son los mejores, chico!
-¿Y qué me dices de Babe? ¿Dónde te dejas al
Babe?
-Bueno, bueno, ¿cuál es para ti el mejor lanzador
que tenemos?
-¿De todos los tiempos?
-Bueno, bueno, ya sabes a lo que me refiero,
chico, ya sabes a lo que me refiero.
-¡Me quedo con Mays, Ruth y Di Maj!
-¡Los dos estáis tarados! ¿Qué me dices de Hank
Aaron, chico? ¿Qué me dices de Hank?
Un día, los trabajos variados que hacían los
negros fueron puestos en disposición de solicitud. Las solicitudes se hacían en
base a la veteranía y años de servicio. El grupo de negros fue y arrancó todas
las solicitudes del libro de órdenes. Nadie levantó una queja. Por la noche
había un largo camino a oscuras hasta el aparcamiento.
10
Mis mareos se fueron haciendo más continuos. Los
sentía llegar. La caja del correo empezaba a dar vueltas. Duraban alrededor de
un minuto. No podía entenderlo. Las cartas se iban haciendo cada vez más y más
pesadas. Los empleados comenzaban a adquirir aquel aspecto gris mortecino.
Empezaba a deslizarme por mi taburete. Mis piernas apenas podían sostenerme. El
trabajo me estaba matando.
Fui al doctor y le expliqué mi caso. Me tomó la
presión sanguínea.
-No, no, su presión sanguínea está bien.
Entonces me puso el estetoscopio y me pesó.
-No puedo encontrar nada mal.
Entonces pasó a hacerme un análisis especial de
sangre. Tenía que sacarme sangre del brazo tres veces con intervalos, con un
tiempo cada vez más largo entre medias.
-¿Le importa esperar en la otra sala?
-No, no, mejor saldré a dar un paseo y volveré en
el momento de la segunda extracción.
-Está bien, pero vuelva a tiempo.
Llegué a tiempo para la segunda extracción. Luego
había una pausa más larga hasta la tercera, unos 20 o 25 minutos. Salí a la
calle. No pasaba gran cosa. Entré en un drugstore y leí una revista. La dejé,
miré el reloj y salí fuera. Vi a una mujer sentada en la parada del autobús.
Era una de las especiales. Enseñaba mucha pierna. No podía apartar mis ojos de
ella. Crucé la calle y me puse a unos diez metros de ella.
Entonces se levantó. Tenia que seguirla. Aquel
culo me llamaba. Me tenía hipnotizado. Entró en una oficina postal y yo entré
detrás de ella. Se puso en una cola y yo me puse detrás suyo. Compró 2
postales. Yo compré 12 postales para vía aérea y dos dólares en sellos.
Cuando salí, ella estaba subiéndose al autobús.
Vi el resto de aquel delicioso culo y piernas desaparecer dentro del autobús y
éste se la llevó.
El doctor estaba esperando.
-¿Qué le ha ocurrido? ¡Llega 5 minutos tarde! -No
sé. El reloj debe estar averiado.
-¡ESTA PRUEBA TIENE QUE SER EXACTA! -Venga,
sáqueme la sangre de todas formas.
Me metió la aguja...
Un par de días más tarde, los análisis dijeron
que no me pasaba nada malo. No sabia si era por culpa de los 5 minutos de
diferencia o por qué, pero el caso es que
los mareos eran cada vez peores. Empecé a fichar
en el reloj de salida después de 4 horas de trabajo sin rellenar los
justificantes necesarios.
Llegaba hacia las 11 de la noche y allí estaba
Fay. La pobre y preñada Fay.
-¿Qué ha pasado?
-No he podido aguantar más -decía yo-, soy
demasiado sensible...
11
Los chicos de la estafeta Dorsey no conocían mis
problemas.
Cada noche llegaba por la entrada trasera, metía
mi jersey en una taquilla y me acercaba a recoger mi ficha.
-¡Hermanos y hermanas! -decía.
-¡Hermano Hank!
-¡Hola, hermano Hank!
Teníamos un juego, el juego del blanco y el
negro, y a ellos les gustaba jugarlo. Moyer se acercaba a mí, me tocaba en el
brazo y decía:
-¡Tío, si tuviera tu pinturita sería millonario!
-Ya lo creo, Boyer. Eso es todo lo que se
necesita: una piel blanca.
Entonces el pequeño Haddley se acercaba a
nosotros.
-Había un cocinero negro en un barco. Era el
único negro a bordo. Hacía pudín de tapioca 2 o 3 veces por semana y entonces
echaba una cagada en él. A los muchachitos blancos realmente les encantaba su
pudín de tapioca. ¡Jejejejeje! Le preguntaban cómo lo hacía y él les
contestaba que tenía su propia receta secreta.
¡Jejejejeje! Nos reíamos. No sé cuántas veces tuve que oír la historia del
pudín de tapioca...
-¡Eh, basurita blanca! ¡Eh, chico!
-Mira, tío, si yo te llamara «chico. a ti,
probablemente me harías probar acero, así que no me llames «chico».
-Oye, hombre blanco, ¿qué te parece si salimos
juntos este sábado por la noche? Me he conseguido una pájara blanca con el pelo
rubio.
-Yo me conseguí una bonita pájara negra, y ya
sabes de qué color es su pelo.
-Vosotros os habéis estado jodiendo a nuestras
mujeres durante siglos. Ahora estamos tratando de igualar la cosa. ¿Te importa
que le meta mi enorme picha negra a la chiquita blanca hasta el fondo?
-Si ella lo quiere, todo para ella.
-Les robásteis la tierra a los indios.
-Pues claro.
-Tú no me invitarías a tu casa. Si lo hicieras,
me pedirías que entrara por detrás a oscuras, para que nadie pudiera ver el
color de mi piel...
-Pero dejaría algún farolito encendido.
Se hacía aburrido, pero no había manera de
librarse.
12
Fay llevaba bien el embarazo. Para ser una mujer
de su edad, no tenia grandes problemas. Esperábamos en casa. Finalmente, llegó
el momento.
-No será una cosa muy larga -dijo ella-. No
quiero ingresar allí demasiado pronto.
Salí a mirar el coche. Volví.
-Oooh, oh -dijo ella-. No, espera.
Quizás pudiera realmente salvar el mundo. Yo
estaba orgulloso de su calma. La perdoné por los platos sucios v el New Yorker
y su taller de escritores. La vieja era solamente otra criatura solitaria en un
mundo al que nada importaba.
-Mejor que nos vayamos ahora -dije.
-No -dijo Fay-, no quiero hacerte esperar
demasiado. Sé que no te sientes bien últimamente.
-Al diablo conmigo. Vámonos.
-No, por favor, Hank.
Seguía allí sentada.
-¿Qué puedo hacer por ti? -pregunté.
-Nada.
Siguió allí sentada durante diez minutos. Entré a
la cocina a por un vaso de agua. Cuando sal(, me dijo:
-¿Estás listo para conducir?
-Claro.
-¿Sabes dónde está el hospital?
-Por supuesto.
La ayudé a subir al coche. Había hecho dos
carreritas de práctica la semana anterior. Pero cuando llegamos allí, no tenia
la menor idea de dónde aparcar. Fay señaló un camino.
-Entra por allí. Aparca ahí mismo. Iremos
andando.
-Sí, mamá -dije yo...
Estaba en la cama en una habitación trasera que
daba a la calle. Su cara se crispó.
-Cógeme de la mano -me dijo.
Lo hice.
-¿De verdad va a ocurrir? -pregunté.
-Sí.
-Haces que parezca fácil -dije.
-Eres tan amable. Eso ayuda.
-Me gustaría ser siempre amable, pero es esa
maldita Oficina de Correos...
-Lo sé, lo sé.
Estábamos mirando por la ventana.
-Mira a toda aquella gente allá abajo -dije-. No
tienen la menor idea de lo que está ocurriendo aquí arriba. Sólo caminan por la
acera. Aun así, es divertido... también ellos una vez nacieron, todos y cada
uno de ellos.
-Sí, es divertido.
Podía sentir los movimientos de su cuerpo a
través de su mano.
-Aprieta más -dijo ella.
-Sí.
-Odiaré que te vayas.
-¿Dónde está el doctor? ¿Dónde está todo el
mundo? ¡Qué demonios!
-Ya llegarán.
Justo entonces entró una enfermera. Era un
hospital católico y ella una enfermera muy guapa, morena, español* o
portuguesa.
-Usted... debe irse... ahora -me dijo.
Crucé los dedos ante Fay y le sonreí. No sé si me
vio. Cogí el ascensor para bajar.
13
Llegó mi doctor alemán. Aquel que me había hecho
los análisis de sangre.
-Le felicito -dijo, estrechándome la mano-, es
una niña. Cuatro kilos y medio.
-¿Y la madre?
-La madre está bien. No ha habido problemas.
-¿Cuándo podré verla?
-Ya se lo harán saber. Siéntese y ya le avisarán.
Luego se fue.
Miré a través del cristal. La enfermera me señaló
a mi hija. Su cara estaba muy roja y lloraba más fuerte que ningún otro bebé.
La sala estaba llena de bebés pegando berridos. ¡Tantos nacimientos! La
enfermera parecía sentirse muy orgullosa de mi bebé. Al menos esperaba que
fuera el mío. Levantó a la niña en alto para que pudiera verla mejor. Yo sonreí
a través del cristal. No sabía qué hacer. La niña simplemente lloraba delante
mío. Pobre cosa, pensé, pobre y condenada cosita. No sabía entonces que algún
día llegaría a ser una hermosa muchacha con la misma jeta que yo, jajaja.
Le hice señas a la enfermera para que dejara a la
niña en su cuna, entonces me despedí con la mano de ambas. Era una bonita
enfermera. Buenas piernas, buenas caderas. Tetas adorables.
Fay tenía una mancha de sangre en la comisura
izquierda de su boca y yo se la limpié con un pañuelo mojado. Las mujeres
estaban hechas para sufrir, a pesar de eso pedían constantes declaraciones de
amor.
-Me gustaría que me dieran el bebé -dijo Fay-, no
hay derecho a separarnos de esta manera.
-Lo sé, pero supongo que hay alguna razón médica.
-Sí, pero no parece justo.
-No, no lo parece, pero la niña tiene buena
pinta. Haré lo que pueda para que la suban lo más pronto posible. Debe haber 40
bebés allá abajo. Están haciendo esperar a todas las madres. Supongo que es
para dejarlas que recobren fuerzas. Nuestro bebé parece muy fuerte, te lo
aseguro. Por favor, no te preocupes.
-Voy a ser tan feliz con mi bebé.
-Lo sé, lo sé, no durará mucho.
-Señor -dijo una gorda enfermera mexicana
entrando-, voy a tener que pedirle que se vaya ahora.
-Pero yo soy el padre.
-Lo sabemos, pero su esposa debe descansar.
Apreté la mano de Fay y la besé en la frente.
Ella cerró los ojos y pareció quedarse dormida. No era una mujer joven. Quizás
no había salvado el mundo, pero habla hecho una importante mejora. Un diez para
Fay.
14
Marina Louise, as¡ llamó Fay a la niña. O sea que
allí estaba, Marina Louise Chinaski, en la cuna junto a la ventana, mirando a
las hojas y otras figuras que colgaban del techo dando vueltas. Entonces se
ponía a llorar. A pasear al bebé, a mecerlo y hablarle. La nena quería lose
pechos de mamá, pero mamá no siempre estaba en condiciones y yo no tenia los
pechos de mamá. Y el trabajo seguía allí. Y ahora había motines. Una décima
parte de la ciudad estaba en llamas...
15
Subiendo en el ascensor, era el único blanco.
Parecía extraño. Hablaban sobre los motines, sin tan siquiera mirarme.
-Jesús -dijo un tipo negro como el carbón-,
verdaderamente es algo tremendo. Todos estos tíos caminando por las calles
borrachos con medios de whisky en las manos. Los policías pasan a su lado, pero
no se bajan del coche, no les importan los borrachos. Es de día. La gente anda
por ahí con televisores, aspiradoras, todo eso. Es algo grande...
-Sí, tío.
-Los sitios con propietario negro han puesto
carteles, «HERMANOS DE SANGRE». Y los de propietarios blancos también. Pero no
pueden engañar a la gente. Ellos saben qué sitios pertenecen a los
blanquitos...
-Sí, hermano.
Entonces se paró el ascensor en el cuarto piso y
todos salieron juntos. Pensé que era mejor para mí no hacer ningún comentario.
Poco tiempo más tarde, el director de Correos de
la ciudad habló por los altavoces:
-¡Atención! El área sureste está con barricadas.
Sólo aquellos con la adecuada identificación podrán atravesarla. Se ha ordenado
el toque de queda a las 7 de la tarde. Después de las 7, nadie podrá pasar. Las
barricadas se extienden desde la calle Indiana a !a calle Hoover, y del Bulevar
Washington a la plaza 135. Cualquiera que viva en esta zona queda excusado de
trabajar.
Me levanté y fui a coger mi ficha.
-¡Eh! ¿Adónde va? -me preguntó el supervisor.
-Ya ha oído el anuncio.
-Sí, pero usted no es...
Me metí la mano izquierda dentro del bolsillo.
-¿Yo no soy QUÉ? ¿Yo no soy QUÉ?
Me miró.
-¿Qué sabrás tú, BLANQUITO? -dije.
Cogí mi ficha, la metí en el reloj y salí.
16
Los jaleos acabaron, el bebé se calmó y yo
encontré el modo de evitar a Janko. Pero los mareos persistían. El doctor me
hizo una receta para unas cápsulas verdes y blancas de librium y éstas me
ayudaron algo.
Una noche me levanté a tomar un trago de agua.
Luego regresé, trabajé media hora y me tomé los diez minutos de descanso.
Cuando volví a sentarme, el supervisor Chambers,
un mulato amarillento, vino corriendo.
-¡Chinaski! ¡Finalmente la has cagado! ¡Has
estado fuera 40 minutos!
Chambers se había derrumbado una noche sobre el
suelo, retorciéndose y echando espumarajos por la boca. A la noche siguiente
había regresado como si no hubiese ocurrido nada, con corbata y camisa nuevas.
Ahora me venía con la vieja coña de la fuente de agua.
-Mira, Chambers, trata de darte un poco cuenta de
las cosas. Fui a beber un trago de agua, me senté, trabajé 30 minutos y
entonces me he tomado mis 10 minutos de descanso. Eso es todo lo que he estado
fuera.
-¡La has cagado, Chinaski! ¡Has estado fuera 40
minutos! ¡Tengo 7 testigos!
-¿7 testigos?
-¡SÍ! ¡71
-Te digo que fueron diez minutos.
-¡Ca, te hemos atrapado, Chinaski! ¡Esta vez sí
que te hemos atrapado!
Finalmente acabé hartándome. No quería soportar
su cara por más tiempo.
-Está bien, entonces. He estado fuera 40 minutos.
¿Te quedas contento? Escríbeme una amonestación.
Chambers se fue corriendo.
Clasifiqué unas cuantas cartas más. Entonces
apareció el superintendente general. Un hombre blanco y flaco con mechones de
pelo canoso que le colgaban por encima de las orejas. Le miré y luego volví a
mi tarea de clasificar cartas.
-Señor Chinaski, estoy seguro de que usted
comprende las reglas de la Oficina de Correos. A cada empleado se le permiten
dos descansos de diez minutos, uno antes de cenar y otro después. El privilegio
del descanso es otorgado por la dirección: son diez minutos. Diez minutos
que...
-¡AL CARAJO! -tiré las cartas que tenía en la
mano-. Mire, he admitido haber estado fuera 40 minutos sólo para dejarles
contentos y que me dejen en paz. ¡Pero siguen viniendo! ¡Pues ahora me mantengo
en mis trece! ¡Me he tomado sólo diez minutos! ¡Quiero ver a sus 7 testigos! ¡A
ver de dónde los saca!
Dos días más tarde estaba en el hipódromo. Miré
hacia arriba y vi todos aquellos dientes, aquella gran sonrisa y los ojos
radiantes, reluciendo amigablemente. ¿Qué era aquello, con todos aquellos
dientes? Me fijé mejor. Era Chambers mirándome, sonriendo y haciendo cola para
un café. Yo llevaba una cerveza en la mano. Me acerqué a una papelera y, sin
dejar de mirarle, escupí. Luego me fui. Chambers nunca volvió a molestarme.
17
El bebé andaba a gatas, descubriendo el mundo.
Por la noche, Marina dormía en la cama con nosotros. Allí nos poníamos Marina,
Fay, el gato y yo. El gato también dormía en la cama. Vaya, pensaba yo, tengo
tres bocas que dependen de mí. Qué extraño. Me quedaba sentado y los miraba
mientras dormían.
Entonces, dos madrugadas seguidas que llegué a
casa después del trabajo me encontré a Fay leyendo los anuncios por palabras.
-Todos estos apartamentos son tan caros -dijo
ella.
-Ya lo creo -dije yo.
A la siguiente noche le pregunté mientras leía el
periódico
-¿Te vas?
-Sí.
-Está bien. Te ayudaré mañana a encontrar casa.
Daremos una vuelta con el coche.
Accedí a pagarle una suma todos los meses.
-Muy bien -dijo.
Fay se quedó con la niña. Yo me quedé con el
gato.
Encontramos un sitio a 8 o 10 manzanas de
distancia. La ayudé a mudarse, me despedí de la niña y conduje de vuelta.
Iba a ver a Marina 2 ó 3 veces por semana. Sabía
que mientras pudiese ver a la niña me sentiría bien.
Fay todavía iba de luto para protestar por la
guerra. Se ocupaba de organizar mítines pacifistas de carácter local, celebraciones
amorosas, iba a recitales poéticos, al taller literario, a actos del Partido
Comunista, y frecuentaba un café hippy. Siempre llevaba a la niña con ella. Si
no salía, se sentaba en un sillón a fumar cigarrillo tras cigarrillo y leer.
Llevaba chapas de protesta en su blusa negra. Pero lo más normal es que
estuviese siempre fuera con la niña cuando yo iba a visitarlas.
Un día finalmente las encontré. Fay estaba
comiendo semillas de girasol con yogurt. Cocía su propio pan, pero no era muy
bueno.
-He conocido a Andy, un camionero -me dijo-.
También es pintor. Esta es una de sus pinturas. -Fay señaló a la pared.
Yo estaba jugando con la niña. Miré el cuadro. No
dije nada.
-Tiene una polla enorme --dijo Fay-. El otro día
estábamos juntos y me preguntó: «¿Te gustaría ser follada con una gran polla?»
y yo le dije: «Me gustaría ser follada con amor.»
-Parece ser un hombre de mundo -le dije.
Jugué con la niña un poco más y luego me fui. Se
me avecinaba un examen de esquemas.
Poco tiempo más tarde recibí una carta de Fay.
Ella y la niña estaban viviendo en una comuna hippy en Nuevo México. Era un
bonito sitio, decía. Marina podría respirar. Incluía un pequeño dibujo que la
niña había hecho para mí.
CAPÍTULO V
1
DEPARTAMENTO DE CORREOS
ASUNTO: Carta de Apercibimiento.
A: Sr. Henry Chinaski.
Se ha recibido información en esta Oficina
indicando que usted fue arrestado por el Departamento de Policía de Los Angeles
el 12 de Marzo de 1969, acusado de embriaguez alcohólica.
A este respecto, se le invita a que preste
atención a la Sección 744.12 del Manual de Correos, que dice:
«Los empleados de Correos son servidores
públicos, y su conducta, en muchos casos, debe estar sujeta a más restricciones
y a exigencias más altas que la de los empleados privados. Se espera de los
empleados una conducta, tanto dentro como fuera del trabajo, que refleje
favorablemente al Servicio de Correos. Aunque no es política del Departamento
de Correos la de interferir en las vidas privadas de sus empleados, se exige
que el personal de Correos sea honesto, formal y digno de confianza, y así
mismo goce de un buen carácter y reputación.»
Aunque su detención fue por un cargo
relativamente menor, constituye una evidencia de su fallo a la hora de conducirse
de una forma que refleje favorablemente al Servicio de Correos. Queda usted
apercibido de que una repetición en esta ofensa, o cualquier otro incidente con
las autoridades policiales, no dejará a esta Oficina otra alternativa que tomar
acciones disciplinarias.
Puede entregarnos una explicación por escrito si
así lo desea.
2
DEPARTAMENTO DE CORREOS
ASUNTO: Anuncio de propuesta de Acción
Disciplinaria.
A: Sr. Henry Chinaski.
Por la presente se le anuncia que hay una
propuesta para suspenderle de trabajo por 3 días sin paga o de tomar alguna
otra medida disciplinaria apropiada. La acción propuesta tiene el fin de
promover la eficiencia en el servicio v no será efectuada antes de 35 días tras
recibir esta carta.
La acusación contra usted, y las razones que
sostienen esta acusación son:
ACUSACION N.° 1
Se le acusa de haberse ausentado sin notificarlo
previamente el 13 de Mayo de 1969, 14 de Mayo de 1969 y 15 de Mayo de 1969.
Sumándose a lo reseñado arriba, el siguiente dato
de su expediente personal se considera determinante para la obligación de tomar
medidas disciplinarias:
Se le envió una carta de apercibimiento por
ausentarse del trabajo sin notificarlo previamente el 1 de Abril de 1969.
Tiene derecho a apelar en persona o por escrito,
o de ambas formas, y acompañarse de un abogado de su elección. Su réplica ha de
hacerse antes de los diez (10) días hábiles tras el recibo de esta carta.
También puede incluir declaraciones juradas en apoyo de su respuesta. Cualquier
réplica escrita* será dirigida al Director de Correos, Los Angeles, California
90052. Si necesita tiempo adicional para completar su apelación, será
considerado tras una petición escrita exponiendo la necesidad.
Si desea apelar en persona, puede pedir una cita
con Ellen Normell, Jefe de Empleados y Sección de Servicio, o K. T. Shamus,
Oficial de Servicios de Empleo, telefoneando al 289-2222.
Después de que expire el plazo de diez días para
la réplica, todos los hechos de su caso, incluida la apelación que pueda hacer,
pasarán a ser completamente considerados antes de tomar una decisión. La
decisión le será enviada por escrito. Si la decisión es adversa, la carta le
explicará la razón, o razones, que han llevado a tomar la decisión.
3
DEPARTAMENTO DE CORREOS
ASUNTO: Anuncio de Decisión.
A: Sr. Henry Chinaski.
La presente carta es continuación de la recibida
por usted con fecha del 17 de Agosto de 1969, con una propuesta de suspensión
sin paga por tres días o alguna medida disciplinaria, basada en la acusación N
° 1 que allí se especificaba. Pasado el plazo no se ha recibido réplica alguna
a esta carta. Después de considerar cuidadosamente la acusación, se 'ha
decidido que la acusación N." 1, que es sostenida por una evidencia sustancial,
es irrefutable y exige su suspensión. De acuerdo a esto, será suspendido de
trabajo sin paga por un periodo de tres (3) días.
Su primer día de suspensión será el 17 de
Noviembre de 1969, y el último el 19 de Noviembre de 1969.
E1 dato anterior de su expediente que se
especificaba en la otra carta ha sido también considerado a la hora de decidir
la pena que debía ser impuesta.
Tiene derecho a apelar esta decisión tanto en el
Departamento de Correos como en la Comisión de Servicio Civil de los Estados
Unidos, o primero en el Departamento de Correos y después en la Comisión de
Servicio Civil, de acuerdo con las siguientes normas:
Si apela primero ante la Comisión de Servicio
Civil, no tendrá derecho a apelar ante el Departamento de Correos. Una
apelación hecha ante la Comisión de Servicio Civil debe ser dirigida al
Director Regional, Región de San Francisco, Comisión de Servicio Civil de los
Estados Unidos, Avenida Golden Gate 450, Buzón 36010, San Francisco, California
4102. Su apelación debe (a) ir por escrito, (b) exponer sus razones para
replicar ante la suspensión, lo que incluirá todas las pruebas y documentos que
pueda ofrecer, y (c) ser enviada no más tarde de 15 días después de la fecha
efectiva de su suspensión. La Comisión, tras recibir una apelación correcta,
revisará su caso sólo para determinar si se han seguido los procedimientos
adecuados, a no ser que incluya una declaración jurada alegando que la acción
fue motivada por razones políticas, excepto las castigadas por la ley, o por
causa de una discriminación racial o por handicap físico. Si apela ante el
Departamento de Correos, no podrá apelar ante la Comisión hasta que una primera
decisión sobre su apelación haya sido tomada por el Departamento. En este momento,
usted tendrá la oportunidad de continuar con su apelación' a través de
instancias más altas en el Departamento de Correos o apelar ante la Comisión.
De todas formas, si no se toma una primera decisión en menos de 60 días desde
que es entregada la apelación, usted puede, si lo desea, llevarla a la
Comisión.
Si apela ante el Departamento de Correos antes de
diez (10) días tras recibir esta carta de decisión, su suspensión no se hará
efectiva hasta que reciba usted una decisión sobre su apelación del Director
Regional. Aún más, si apela ante el Departamento, tiene el derecho de ser
acompañado, representado y aconsejado por un abogado de su propia elección.
Usted y su abogado estarán libres de represión, interferencia, coacción,
discriminación o represalias. Usted y su abogado también tendrán a su
disposición una cantidad razonable de tiempo oficial para preparar su
apelación.
Una apelación al Departamento de Correos puede
ser hecha en cualquier momento después de que usted reciba esta carta, pero no
más tarde de 15 días después de la fecha efectiva de suspensión. Su cartadebe
incluir una petición de audiencia o una declaración especificando que no desea
audiencia. La apelación debe dirigirse a:
Director Regional
Departamento de Correos
Calle Howard 631
San Francisco, California
94106
Si hace una apelación, ya sea ante el Director
Regional, ya sea ante la Comisión del Servicio Civil, mándeme a mí al mismo
tiempo una copia de la apelación.
Si tiene alguna pregunta que hacer acerca del
procedimiento de las apelaciones, puede contactar con Richard N. Marth,
Asistente de Servicios para Empleados y Beneficios, en la Sección de Empleo y
Servicios, Oficina de Personal, Habitación 2205, Edificio Federal, Calle Los
Angeles Norte 300, entre las 8:30 de la mañana y las 4 de la tarde, de Lunes a
Viernes.
4
DEPARTAMENTO DE CORREOS
ASUNTO: Anuncio de propuesta de Acción
Disciplinaria
A: Henry Chinaski.
Por la presente se le anuncia que hay una
propuesta para apartarle del Servicio de Correos o para tomar alguna otra
medida disciplinaria apropiada que se determine. La acción propuesta tiene el
fin de promover la eficiencia en el servicio y no será efectuada antes de 35
días tras recibir esta carta.
La acusación contra usted, y las razones que
sostienen esta acusación son:
ACUSACION N.° 1
Se le acusa de haberse ausentado sin notificarlo
previamente en las siguientes fechas:
25 de Septiembre de 1969:4 hrs
28 de Septiembre de 1969: 8 hrs
29 de Septiembre de 1969:8 hrs
5 de Octubre de 1969:8 hrs
6 de Octubre de 1969: 4 hrs
7 de Octubre de 1969:4 hrs
13 de Octubre de 1969: 5 hrs
15 de Octubre de 1969:4 hrs
16 de Octubre de 1969: 8 hrs
19 de Octubre de 1969: 8 hrs
23 de Octubre de 1969:4 hrs
29 de Octubre de 1969:4 hrs
4 de Noviembre de 1969: 8 hrs
6 de Noviembre de 1969: 4 hrs
12 de Noviembre de 1969:4 hrs
13 de Noviembre de 1969; 8 hrs.
Sumándose a lo arriba reseñado, los siguientes
datos de su expediente personal serán considerados determinantes para la
obligación de tomar medidas disciplinarias:
Se le envió una carta de apercibimiento por
ausentarse del trabajo sin notificarlo previamente el 1 de Abril de 1969.
Se le envió un anuncio de propuesta de acción
disciplinaria el 17 de Agosto de 1969, por ausentarse del trabajo sin
notificarlo previamente. Como resultado de aquella acusación se le suspendió
sin paga durante tres días del 17 de Noviembre de 1969, al 19 de Noviembre de
1969.
Tiene derecho a apelar la acusación en persona o
por escrito, o de ambas formas, y acompañarse de un abogado de .su elección. Su
réplica ha de hacerse antes de diez (10) días hábiles tras el recibo de esta
carta. También puede incluir declaraciones juradas en apoyo de su respuesta.
Cualquier réplica escrita será dirigida al Director de Correos, Los Angeles,
California 90052. Si necesita tiempo adicional para completar su apelación,
será considerado tras una petición escrita exponiendo la necesidad.
Si desea apelar en persona, puede pedir una cita
con Ellen Normell, Jefe de Empleados y sección de Servicio, o K. T. Shamus,
Oficial de Servicios de Empleo, telefoneando al 2892222.
Después de que expire el plazo de 10 días para la
réplica, todos los hechos de su caso, incluida la apelación si la hubiera,
pasarán a ser completamente considerados antes de tomar una decisión. La
decisión le será enviada por escrito. Si la decisión es adversa, la carta le
explicará la razón, o razones, que han llevado a tomar la decisión.
CAPÍTULO VI
1
Estaba sentado al lado de una joven que no se
sabia su esquema muy bien.
-¿Adónde va el 2.900 de Roteford? -me preguntó.
-Prueba a meterlo en el 33 -le dije.
Su supervisor estaba hablando con ella.
-¿Y dices que eres de Kansas City? Mis padres
nacieron en Kansas City.
-¿Ah, sí? -dijo la chica.
Entonces me preguntó:
-¿Qué me dices del 8.400 de Meyers?
-Ponlo en el 18.
Estaba un poco gorda, pero a punto. Yo pasaba de
todo. Ya había tenido bastantes problemas con señoras últimamente.
El supervisor estaba completamente pegado a ella.
-¿Vives lejos del trabajo?
-No.
-¿Te gusta tu empleo?
-Oh, sí.
Se volvió hacia mí.
-¿Y el 6.200 de Albany?
-En el 16.
Cuando acabé mi cesta, el supervisor me dijo:
-Chinaski, te he estado cronometrando. Has
tardado 28 minutos.
Yo no contesté.
-¿Sabes cuál es el tiempo fijado para esa cesta?
-No, no lo sé.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí?
-Once años.
-¿Llevas aquí once años y no conoces el tiempo
fijado?
-En efecto.
-Clasificas el correo como si te importara tres
pepinos.
La chica todavía tenia la cesta llena delante
suyo. Habíamos empezado a la vez.
Y has estado hablando con la señorita que tienes
aquí al lado.
Encendí un cigarrillo.
-Chinaski, ven aquí un minuto.
Se paró enfrente de los pupitres y señaló. Todos
los empleados trabajaban ahora muy rápido. Les vi mover sus brazos derechos de
forma frenética. Incluso la gordita estaba dándole duro.
-¿Ves estos números pintados al final de la caja?
-Sí.
-Estos números indican el número de cartas que
deben clasificarse por minuto. Una cesta de medio metro debe ser clasificada en
23 minutos. Te has pasado por 5 minutos.
Señaló al 23.
-23 es lo fijado.
-Ese 23 no significa nada -dije yo.
-¿Qué coño estás diciendo?
-Quiero decir que un tipo vino con un bote de
pintura y pintó ese número ahí.
-No, no, esto ha sido cronometrado y comprobado a
lo largo de los años.
No contesté. ¿Qué sentido tenía?
-Voy a tener que escribirte una amonestaión,
Chinaski. Tienes que aprenderte las reglas.
Volví a sentarme. ¡Once años! No tenia una perra
más en el bolsillo que cuando entré por vez primera. Once años. Aunque las noches
habían sido largas, los días habían pasado velozmente. Quizás era el trabajo
nocturno, o hacer las mismas cosas una y otra vez, siempre igual. Al menos con
la Roca nunca había sabido lo que me iba a suceder. Aquí en cambio no había
lugar para sorpresas.
Once años pasaron por mi cabeza. Había visto al
trabajo devorar a hombres hechos y derechos. Parecían derretirse. Estaba Jimmy
Potts, de la estafeta Dorsey. Cuando llegué, Jimmy era un tío fuerte y bien
parecido con una camiseta blanca. Ahora había desaparecido. Había puesto su
asiento lo más cerca del suelo posible para sostenerse mejor con las piernas y
no caer redondo. Estaba demasiado cansado para cortarse el pelo y había llevado
el mismo par de pantalones durante 3 años. Se cambiaba de camisa un par de
veces por semana y caminaba muy lentamente. Lo habían matado. Tenia 55 años. Le
faltaban 7 para el retiro.
-Nunca lo conseguiré -me dijo.
O bien se consumían o se ponían gordos, anchos,
especialmente alrededor' del culo y el vientre. Era por el taburete y los
mismos movimientos y la misma conversación. Y allí estaba yo, con mareos y
dolores en los brazos, cuello, pecho, en todas partes. Dormía todo el día para
descansar del trabajo. Los fines de semana tenia que beber para olvidarlo.
Había entrado pesando 92 kilos. Ahora pesaba 110. Todo el ejercicio que hacías
era mover tu brazo derecho.
2
Entré en la oficina del consejero. Allí estaba
Eddie Beaver, sentado detrás del escritorio. Los empleados le llamaban «Castor
huesudo»*. Tenía una cabeza puntiaguda, nariz puntiaguda, mentón puntiagudo.
Todo él eran puntas, hasta su alma estaba hecha de púas.
-Siéntese, Chinaski.
Beaver tenía algunos papeles en su mano. Los
leyó.
-Chinaski, tardó 28 minutos en clasificar una
cesta de 23 minutos.
-Oh, déjese de rollos. Estoy cansado.
-¿Qué?
-¡He dicho que se deje de rollos! Deme el papel
para que lo firme y en paz. No quiero estar oyendo toda esa coña.
-¡Estoy aquí para aconsejarle, Chinaski!
Suspiré.
-Está bien, adelante, oigámoslo.
-Tenemos que cumplir una cédula de producción,
Chinaski.
-Ya.
-Y cuando usted falla por defecto de producción,
eso significa que algún otro tendrá que trabajar de más por usted. Eso
significa tiempo extra.
-¿Eso quiere decir que yo soy responsable por esas
3 horas y media de tiempo extra que hay que hacer casi todas las noches?
-Mire, usted tardó 28 minutos en una cesta de 23
mi. nutos. Eso es todo.
-Usted lo sabe mejor que nadie. Cada cesta mide
medio metro de longitud: Algunas cestas tienen 3 o 4 veces más cartas que
otras. Los empleados pechan con lo que se llama las cestas «gordas». Yo no me
quejo. Alguien tiene que ocuparse de lo difícil. Pero todo lo que ustedes
piensan es que cada cesta tiene medio metro de longitud y que debe ser
clasificada en 23 minutos. Pero no estamos clasificando cestas, estamos
clasificando cartas.
-¡No, no, esto ha sido escrupulosamente
cronometrado!
-Quizá. Lo dudo, pero si van a cronometrar a un
hombre, no lo juzguen por una sola cesta. Incluso Babe Ruth fallaba de vez en
cuando. Juzguen a un hombre por diez cestas, o por el trabajo de toda una
noche. Sólo utilizan esto para joder a la gente que les resulta molesta.
-Está bien, ya ha dicho lo que tenia que decir,
Chinaski. Ahora, yo LE DIGO: Ha tardado 28 minutos. Nosotros nos atenemos a
eso. AHORA, si se le vuelve a sorprender en una demora de tiempo ¡pasará a un
CONSEJO DISCIPLINARIO!
-¡Está bien! ¿Me permite hacerle una pregunta?
-De acuerdo.
-Supongamos que consigo una cesta fácil. De vez
en cuando ocurre. A veces acabo una cesta en 5 u 8 minutos. Pongamos que acabo
una cesta en 8 minutos. Según el standard de tiempo he ahorrado a la Oficina de
Correos 15 minutos. ¿Puedo entonces coger estos 15 minutos y bajar a la
cafetería, tomarme un pedazo de pastel con nata, ver la televisión y volver?
-¡NO! ¡USTED HA DE COGER UNA CESTA INMEDIATAMENTE
Y SEGUIR ORDENANDO EL CORREO!
Firmé un papel reconociendo que había sido
amonestado. Entonces el Castor Huesudo me firmó el volante, apuntó la hora y me
mandó de nuevo a mi taburete a seguir clasificando correo.
* "Beaver" significa
"Castor". (N. del T.)
3
Pero aun así, todavía había algo de acción de vez
en cuando. A un tío le pillaron en la misma escalera en que yo me había quedado
atrapado una vez. Le pillaron con la cabeza metida debajo de la falda de una
chica. Luego una de las chicas que trabajaban en la cafetería se quejó de que
no le habían pagado lo que le había sido prometido por unos trabajitos de
copulación oral con un supervisor general y 3 empleados. Despidieron a la chica
y a los 3 empleados y degradaron al supervisor general a simple supervisor.
Entonces, yo prendí fuego a la Oficina de
Correos.
Me habían destinado a los papeles de cuarta clase
y me estaba fumando un puro, ordenando un puñado de corleo sacado de una
carretilla cuando alguien entró y gritó:
-¡EH, TU CORREO SE ESTÁ INCENDIANDO!
Miré. Allí estaba, una pequeña llama que se iba
elevando como una serpiente danzarina. Evidentemente, debía haber caído antes
algo de ceniza encendida.
-¡Oh, mierda!
La llama crecía rápidamente. Agarré un catálogo
y, sosteniéndolo plano, golpeé con todas mis fuerzas. Saltaban chispas. Hacía
calor. Tan pronto como lograba apagar una sección, se prendía otra.
Oí una voz:
-¡Eh! !Huelo a fuego!
-¡NO HUELES A FUEGO -le grité-, HUELES A HUMO!
-¡Creo que me voy de aquí!
-¡Que te den por saco, entonces! -grité-. ¡LARGO!
Las llamas me quemaban las manos. Tenía que salvar
el correo de los Estados Unidos. ¡Basura de propaganda y folletos de 4 ` clase!
Finalmente, lo tuve bajo mi control. Pisé con el
pie toda la pila de papeles, que había arrojado sobre el suelo, y apagué hasta
el más mínimo vestigio de rescoldo.
El supervisor subió a decirme algo. Yo me quedé
allí de pie, con el catálogo medio quemado en la mano, y esperé. El me miró y
se fue.
Luego acabé de clasificar todos los papeluchos.
Lo quemado, lo aparté a un lado.
Mi puro se había apagado. No lo volví a encender.
Me empezaban a doler las manos y me acerqué a la
fuente de agua, las puse bajo el grifo. No servia de nada.
Encontré al supervisor y le pedí un volante para
la enfermería.
Era la misma enfermera que solía venir a mi casa
y me decía:
-¿Bueno, y ahora qué le pasa, señor Chinaski?
Cuando entré, me dijo lo mismo.
-¿Se acuerda de mí, eh? -le dije.
-0h, sí, sé que ha pasado muchas malas noches.
-Sí -dije yo.
-¿Todavía tiene mujeres en su apartamento? -me
preguntó.
-Sí. ¿Todavía tiene usted hombres en el suyo?
-Está bien, señor Chinaski, vamos a ver, ¿qué le
pasa?
-Me quemé las manos.
-Venga aquí. ¿Cómo se quemó las manos?
-¿Acaso importa? Están quemadas, ése es el caso.
Me estaba frotando las manos con algo. Una de sus
tetas me rozaba continuamente.
-¿Cómo pasó, Henry?
-Un puro. Estaba sentado junto a una carretilla
de folletos. Ha debido caer algo de ceniza. Ardió en llamas.
La teta estaba de nuevo pegada a mí.
-¡Deje las manos quietas, por favor!
Entonces me pegó todo su flanco mientras extendía
un ungüento sobre mis manos. Yo estaba sentado en un taburete.
-¿Qué le pasa, Henry? Parece nervioso.
-Bueno... ya sabes lo que es, Martha.
-Mi nombre no es Martha. Es Helen.
-Casémonos, Helen.
-¿Qué?
-Quiero decir, ¿cuánto tardaré en poder usar mis
manos de nuevo?
-Las puede usar ahora, si se siente con ganas.
-¿Qué?
-En el trabajo, quiero decir.
Me las envolvió con un poco de gasa.
-Me siento mucho mejor le dije.
-No debería quemar el correo. Era basura de
folletos.
-Todo el correo es importante.
-De acuerdo, Helen.
Se acercó a su escritorio y yo la seguí. Rellenó
mi volante. Tenía una pinta muy atractiva con su gorrito. Tenía que encontrar
la manera de volver allí.
Me vio mirando su cuerpo.
-Está bien, señor Chinaski, creo que es mejor que
se vaya ya.
-Oh, sí... Bueno, gracias por todo.
-Es sólo parte del trabajo.
-Claro.
Una semana más tarde había carteles de NO FUMAR
EN ESTA ZONA por todas partes. Los empleados no podían fumar a no ser que
usaran ceniceros. Alguien había conseguido un contrato para la manufacturación
de todos estos ceniceros. Eran bonitos. Decían PROPIEDAD DEL GOBIERNO DE LOS
ESTADOS UNIDOS. Los empleados robaban la mayoría.
NO FUMAR.
Yo solito, Henry Chinaski, había revolucionado el
sistema postal.
4
Entonces vinieron unos hombres y empezaron a
quitar todas las fuentes de agua.
-¡Eh, mirad! ¿Qué demonios están haciendo?
Nadie pareció interesarse.
Estaba en la sección de tercera clase. Me acerqué
a otro empleado.
-¡Mira! -dije-. ¡Nos están quitando el agua!
Echó un vistazo a la fuente de agua, luego siguió
clasificando su correo. Probé con otros empleados. Mostraron el mismo
desinterés. No podía entenderlo. Busqué a mi representante sindical.
Después de un largo rato, apareció. Parker
Anderson. Parker solía dormir en un viejo coche y se lavaba, afeitaba y cagaba
en las gasolineras que no cerraban sus lavabos. Parker había tratado de ser un
buscavidas y había fracasado. Había acabado yendo a parar a la Oficina Central
de Correos, se había afiliado al sindicato y había ido a los mítines donde se
había convertido en sargento del servicio de orden. Pronto era representante
sindical, y luego fue elegido vicepresidente.
-¿Qué pasa, Hank? ¡Sé que no me necesitas para
manejar a estos supervisores!
-No me vengas con pijadas, nene. Llevo pagando
cuotas sindicales durante casi doce años y nunca he pedido una puñetera cosa.
-Está bien, ¿qué problema hay?
-Son las fuentes de agua.
-¿Están estropeadas?
-No, mecagondiós, las fuentes están bien. Es lo
que están haciendo. Mira.
-¿Que mire? ¿Dónde?
-!Ahí!
-No veo nada.
-Ahí está la razón de mi protesta. Ahí solfa
haber una fuente de agua.
-Así que la quitaron. ¿Y qué coño pasa?
-Mira, Parker, si fuera una, no me importaría.
Pero están quitando todas las fuentes del edificio. Si no los detenemos, dentro
de poco quitarán todos los retretes... y luego, cualquiera sabe...
-Está bien -dijo Parker-. ¿Qué quieres que haga?
-Quiero que muevas el culo y averigües por qué
están quitando las fuentes de agua.
-De acuerdo. Te veré mañana.
-Ya lo puedes hacer. 12 años de cuotas sindicales
suman 312 pavos.
Al día siguiente tuve que buscar a Parker. No
tenla la respuesta. Ni al siguiente ni al otro. Le dije a Parker que estaba
harto de esperar. Le daba un día más.
A1 día siguiente se acercó a mí en la pausa del
café.
-Bueno, Chinaski, ya lo he averiguado.
-¿Sí?
-En 1912, cuando construyeron el edificio...
-¿1912? ¡Hace más de medio siglo! ¡No me extraña
que este sitio parezca la casa de putas del Kaiserl
-Bueno, para un momento. Como te decía, cuando
construyeron este edificio en 1912, el contrato especificaba un número concreto
de fuentes de agua. En una inspección, la Oficina de Correos ha descubierto que
había el doble de fuentes de agua de las que se especificaban en el contrato
original.
-Bueno, está bien -dije yo-. ¿Qué daño puede
hacer el que haya el doble de fuentes? Sólo que los empleados beberán un poco
más de agua.
-Ya. Lo que ocurre es que las fuentes molestaban
un poco. Se interponían en el camino.
-¿Y qué?
-Verás. Suponte que un empleado con un abogado
listo se querellara contra una fuente de agua. Que dijera que se había clavado
contra esa fuente empujado por una carretilla cargada con pesados sacos de
revistas...
-Ya entiendo. Se supone que la fuente no estaba
ahí. Se procesa a la Oficina de Correos por negligencia.
-¡Acertaste!
-Está bien. Gracias, Parker.
-A tu disposición.
Si la historia era suya, creo que valía los 312
dólares. Las había visto mucho peores publicadas en Playboy.
5
Descubrí que la única manera de no caerme
desmayado por los mareos sobre mi caja era levantarme y dar un paseo de vez en
cuando.
Fazzio, un supervisor que habla por entonces en
la estación, me vio levantarme para ir a una de las pocas fuentes de agua que
quedaban.
-Oye, Chinaski, cada vez que te veo estás por ahí
paseando.
-Eso no es nada -dije yo-, cada vez que te veo
también estás por ahí paseando.
-Eso es parte de mi trabajo. Tengo que hacerlo.
-Mira -dije yo-, también es parte de mi trabajo.
Tengo que hacerlo. Si permanezco más tiempo en ese taburete me voy a subir de
un salto a esas cajas de hojalata
y me voy a poner a silbar Dixie por el culo y
Aunque no Tengamos pan, tenemos el amorcito de mamo por el pito.
-Está bien, Chinaski, olvídalo.
6
Una noche, doblaba una esquina tras haber bajado
a la cafetería a por un paquete de cigarrillos, cuando me topé con una cara
conocida.
¡Era Tom Moto! ¡El tío con el que habla servido
de auxiliar a las órdenes de La Roca!
-¡Moto, cabrón -dije.
-¡Hank! -dijo él.
Nos dimos la mano.
-¡Eh, estaba pensando en ti! Jonstone se retira
este mes. Vamos a organizarle una fiesta de despedida. Sabes, a él siempre le
ha gustado la pesca. Lo vamos a levar a dar una vuelta en un bote. A lo mejor
te apetece venir y tirarlo por la borda. Hemos elegido un precioso lago
profundo.
-No, mira, ni siquiera quiero verle la cara.
-Bueno, quedas invitado.
Moto sonreía del culo a las cejas. Entonces miré
su camisa: llevaba una chapa de supervisor.
-Oh, no, Tom.
-Hank, tengo 4 hijos que alimentar.
-Está bien, Tom -dije.
Entonces me fui.
7
No sé como ocurren las cosas. Tenía que mantener
a mi hija, necesitaba algo para beber, pagar el alquiler, zapatos, camisas,
calcetines, todas esas cosas. Como cualquier otro, necesitaba un coche, algo de
comer, por no hablar de todos los pequeños detalles intangibles.
Como mujeres.
O un día en el hipódromo.
Viviendo al día y sin puerta de salida, ni
siquiera pensabas en ello.
Aparqué en la acera de enfrente del Edificio
Federal y esperé a que cambiara el semáforo. Crucé. Empujé la puerta giratoria.
Era como si fuera un pedazo de hierro atraído hacia un imán. No podía hacer
nada.
Era en el 2 ° piso. Abrí la puerta y allí estaban
todos ellos. Los empleados del Edificio Federal. Me fijé en una chica, pobre
cosita, con un solo brazo. Debía llevar allí desde siempre. Era igual que ser
un viejo zarrapastroso como lo. Bueno, como decían los chicos, tenias que
trabajar en algún sitio. Así que aceptaban lo que había. Era la sabiduría del
esclavo.
Una negrita se levantó. Iba bien vestida y se
notaba que su entorno la complacía. Me alegré por ella. Yo me hubiera vuelto
majara con el mismo trabajo.
-¿Si? dijo ella.
-Soy empleado de Correos -dije-. Quiero dimitir.
Buscó debajo del mostrador y se levantó con un
manojo de papeles.
-¿Todos estos?
Ella sonrió.
-¿Está seguro de poder hacerlo?
-No se preocupe -dije-, puedo hacerlo.
8
Tenías que rellenar más papeles para salir que
para entrar.
La primera hoja que te daban era una carta
personal fotocopiada del director de Correos de la ciudad.
Empezaba:
-Siento mucho que deje su empleo en la Oficina de
Correos y... etc., etc., etc.
¿Cómo podía sentirlo? Ni siquiera me conocía.
Había una lista de preguntas.
-¿Ha encontrado a nuestros supervisores
comprensivos? ¿Tenía facilidad para comunicarse con ellos?
Contesté que sí.
-¿Encontró entre los supervisores algún prejuicio
en contra de la raza, religión, clase o cualquier otro factor?
No contesté.
Entonces venía una que decía:
- ¿Recomendaría a sus amigos que buscaran empleo
en la Oficina de Correos?=
Por supuesto, respondí.
-Si tiene alguna reivindicación o queja en contra
de la Oficina de Correos, por favor apúntelo detalladamente en el reverso de
esta hoja.
Ninguna queja, contesté.
Entonces volvió mi negra.
-¿Ya ha acabado?
-Acabado.
-Nunca he visto a nadie rellenar los papeles tan
rápido.
-Abrevie -dije.
-¿Que abrevie? -dijo-. ¿A qué se refiere?
-Quiero decir que qué hay que hacer ahora.
-Entre por aquí, por favor.
Seguí su culo hasta un sitio casi al fondo.
-Siéntese -dijo el hombre.
Se pasó algún tiempo hojeando entre los papeles.
Entonces me miró.
-¿Puedo preguntarle por qué dimite? ¿Es por los
procesos disciplinarios que se han seguido contra usted?
-No.
-¿Entonces cuál es la razón de su dimisión?
-Para hacer carrera.
-¿Para hacer carrera?
Me miró. Me faltaban menos de 8 meses para mi 50
aniversario. Sabía lo que estaba pensando.
-¿Puedo preguntarle cuál va a ser esa «carrera»?
-Bueno, señor, se lo diré. La temporada para los
tramperos en la ribera sólo dura desde diciembre hasta febrero. Ya he perdido
un mes.
-¿Un mes? Pero si usted lleva aquí once años.
-De acuerdo, entonces he desperdiciado once años.
Puedo conseguir de 10 a 20 de los grandes después de tres meses de trampear en
la ribera de Bayou La Fourche.
-¿Qué va a hacer?
-!Trampear! Ratas almizcleras, nutrias, visones,
castores... mapaches. Todo lo que necesito es una piragua. Doy un 20 por ciento
de mis beneficios por el uso de la tierra. Me pagan un dólar y un cuarto por
piel de rata almizclera, 3 pavos por visón, 4 por marta y 24 por nutria. Vendo
el cuerpo de las ratas almizcleras, que mide alrededor de 30 centímetros, a una
fábrica de comida para gatos por 5 centavos. Por el cuerpo pelado de las
nutrias me dan 25 centavos. Crío cerdos, pollos y patos. Pesco peces-gato. Y
eso no es nada. Yo...
-No se moleste, señor Chinaski, ya es suficiente.
Puso algunos papeles en su máquina de .escribir y
escribió algo.
Entonces levanté la mirada y allí estaba Parker
Anderson. Mi enlace sindical, el bueno de Parker, que cagaba y se afeitaba en gasolineras,
ofreciéndome su mejor sonrisa de político.
-¿Estás renunciando, Hank? Sé que te han tratado
mal durante once años...
-Ya, me voy a ir al sur de Louisiana para cogerme
un buen pellizco de dinero.
-¿Allí hay hipódromo?
-¿Acaso bromeas? ¡El Fair Grounds es uno de los
hipódromos más cascajos del país!
Parker llevaba con él a un pálido muchacho, uno
de la tribu neurótica de los perdidos, y los ojos del chico estaban empañados
de lágrimas. Una gran lágrima en cada ojo. No se derramaban. Era fascinante.
Había visto mujeres sentarse y mirarme con esos ojos antes de volverse locas y
empezar a chillarme lo hijoputa que yo era, Evidentemente, el chico había caído
en alguna do las múltiples trampas y había ido corriendo a buscar a Parker.
Parker salvaría su trabajo.
El hombre me dio un papel más para firmar §
entonces me marché de allí.
Parker dijo:
-Suerte, viejo -mientras me iba.
-Gracias, chico -contesté yo.
No notaba ninguna diferencia. Pero sabia que
pronto, como el hombre que sale rápidamente del fondo del mar, sufriría un caso
particular de aeroembolismo. Era como los malditos periquitos de Joyce. Después
de vivir en una jaula había cogido la puertecilla abierta y salido volando como
un disparo hacia el cielo. ¿El cielo?
9
Empecé a notar la falta de descompresión. Me
emborrachaba y me quedaba más borracho que una mierda podrida en el purgatorio.
Incluso una noche estaba ya con un cuchillo de carnicero puesto en la garganta
cuando pensé, tranquilo, viejo, a tu niñita le gustaría que la llevaras al zoo.
Helados, chimpancés, tigres, aves verdes y rojas y el sol descendiendo sobre la
cabeza de ella, el sol descendiendo y colándose entre los pelos de tus brazos.
Tranquilo, viejo.
Otro día estaba en la sala de estar de mi
apartamento, escupiendo sobre la alfombra, apagándome cigarrillos so. bre las
muñecas, riendo. Loco como un cencerro. Levanté la vista y allí estaba un
estudiante de medicina. Junto a nosotros, había un corazón humano en un frasco
colocado sobre la mesa. Alrededor del corazón humano, que llevaba una etiqueta
que ponía «Francis", había un montón de botellas vacías de whisky, latas
de cerveza, ceniceros, basura. Cogí una lata y tragué una asquerosa mezcla de
cerveza y cenizas. No había comido desde hacia 2 semanas. Un interminable
aluvión de gente había venido y se había ido. Había habido 7 u 8 fiestas
salvajes en las que yo no había parado de exclamar:
-¡Más bebida! ¡Más bebida! ¡Más bebidal
Estaba volando hasta el cielo. Los demás sólo
hablaban y se manoseaban.
-Bueno -le dije al estudiante de medicina-. ¿Qué
quieres de mi?
-Voy a ser tu propio médico de cabecera.
-¡Está bien, doctor, lo primero que quiero que
hagas es quitar ese condenado corazón de ahí!
-Uh, uh.
¿Qué?
-El corazón se queda donde está.
-Mira, muchacho, no recuerdo como te llamas...
-Wilbert.
-Bueno, Wilbert, no sé quién eres ni cómo has
llegado hasta aquí, ¡pero quiero que te lleves a tu «Francis»!
-Nó, se queda contigo.
Entonces sacó su maletín y el brazalete de goma
para el brazo y empezó a bombear con la perilla.
-Tienes la presión sanguínea de un chico de 19
años -me dijo:
-Déjate de gilipolleces. ¿Oye, no va contra la
ley el abandonar por ahí tirados corazones humanos?
-Ya volveré a por él. Ahora, respira.
-Pensaba que en la Oficina de Correos me iban a
hacer perder la razón. Ahora apareces tú.
-¡Quieto! ¡Respira!
-Necesito un buen pedazo de culo joven, doctor.
Ese es mi problema.
-Tu espina dorsal está descolocada en 14 sitios,
Chinaski. Eso conduce a la tensión, imbecilidad y, a menudo, a la locura.
-¡Cojones! -dije yo...
No recuerdo haberlo visto irse. Me desperté en el
sofá a la 1:10 de la tarde, muerte en la tarde, y hacia calor, el sol entraba a
degüello a través de los huecos de la persiana para ir a parar al frasco que
había en el centro de la mesa de café. «Francis» había pasado toda la noche
conmigo, cociéndose en una salmuera alcohólica, nadando en la extensión mucosa
del fenecido diástole. Sentado allí, dentro del frasco.
Parecía pollo frito. Quiero decir, antes de
freírlo. Exacto.
Lo cogí, lo metí en el armario y lo cubrí con una
camisa. Luego fui al baño y vomité. Acabé, pegué la cara al espejo. Largos
pelos negros me salían por toda la cara. De repente, tuve que sentarme y cagar.
Fue una de las buenas, bien cálida.
Sonó el timbre. Acabé de limpiarme el culo, me
puse algo de ropa y fui a abrir la puerta. ,
-¿Hola?
Había un joven con largo pelo rubio cayéndole
sobre la cara y una chica negra que no paraba de sonreír como si estuviese
loca.
-¿Hank?
-¿Quiénes sois, muchachos?
-Ella es una chica. ¿No nos recuerdas? ¿De la
fiesta? Hemos comprado una flor.
-Oh, coño, entrad.
Entraron con la flor, una especie-de cosa
roja-araran. jada con un tallo rojo. Parecía tener más sentido que la mayoría
de las cosas, excepto que había sido asesinada. Encontré un jarrón, puse la
flor, saqué algo de vino y lo puse sobre la mesa.
-¿No te acuerdas de ella? -dijo el chico-.
Dijiste que querías tirártela.
Ella se rió.
-Una buena idea, pero no ahora.
-Chinaski, ¿cómo te las vas a arreglar sin la
Oficina de Correos?
-No sé. Puede que te joda. O deje que me jodas
tú. Carajos, no lo sé.
-Puedes dormir en nuestro suelo siempre que
quieras.
-¿Os podré mirar mientras jodáis?
-Claro.
Bebimos. Me había olvidado de sus nombres. Les
enseñé el corazón. Les pedí que se llevaran aquella cosa horripilante. No me
atrevía a tirarlo a la basura, el estudiante de medicina lo necesitaba para un
examen y lo tenia qué devolver al laboratorio o lo que fuera.
Así que salimos y fuimos a ver un show erótico,
bebiendo y gritando y riéndonos. No sé quién tenía dinero, pero creo que debía
ser él, lo que estaba bien, y yo no paraba de reír y pellizcaba el culo de la
chica y sus muslos y la besaba, y a nadie le importaba. Mientras durase el
dinero, durabas tú.
Me llevaron de vuelta a casa y se fueron los dos,
Yo abrí la puerta; dije adiós, puse la radio, encontré media pinta de escocés,
me la bebí, riéndome, sintiéndome bien, relajado finalmente, libre, quemándome
los dedos con apuradas colillas de cigarrillos, hasta que finalmente me fui a
la cama, llegue hasta el borde, me tiré, caí, caí sobre el colchón, dormí,
dormí, dormí...
* * *
Por la mañama era de día y yo seguía vivo.
Quizás escriba una novela, pensé.
Y eso hice...