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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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lunes, 25 de octubre de 2010

La Sombra -- Benito Pérez Galdós





LA SOMBRA
 Benito Pérez Galdós
**
CAPITULO PRIMERO
--
El doctor Anselmo
I
Conviene principiar por el principio, es decir, por informar al lector de quién es este
don Anselmo; por contarle su vida, sus costumbres, y hablar de su carácter y figura, sin
omitir la opinión de loco rematado de que gozaba entre todos los que le conocían. Esta era
general, unánime, profundamente arraigada, sin que bastaran a desmentirla los frecuentes
rasgos de genio de aquel hombre incomparable, sus momentos de buen sentido y
elocuencia, la afable cortesía con que se prestaba a relatar los más curiosos hechos de su
vida, haciendo en sus narraciones uso discreto de su prodigiosa facultad imaginativa.
Contaban de él que hacía grandes simplezas, que era su vida una serie de extravagancias
sin cuento, y que se atareaba en raras e incomprensibles ocupaciones no intentadas de otro
alguno; en fin, que era un ente a quien jamás se vio hacer cosa alguna a derechos ni
conforme a lo que todos hacemos en nuestra ordinaria vida.
Pocos le trataban; apenas había un escaso número de personas que se llamaran sus
amigos; desdeñábanle los más, y todos los que no conocían algún antecedente de su vida
ni sabían ver lo que de singular y extraordinario había en aquel espíritu, le miraban con
desdén y hasta con repugnancia. Si habla en esto justicia, no es cosa fácil de decir, así como
no es empresa llana hacer una exacta calificación de aquel hombre, poniéndole entre los
más grandes o señalándole un lugar junto a los mayores mentecatos nacidos de madre. El
mismo nos revelará en el curso de esta narración una porción de cosas, que serán otros
tantos datos útiles para juzgarle como merezca.
Vivía en el cuarto piso de un endiablado caserón, de donde nunca salía, a no ser que
asuntos urgentes le llamaran fuera de la casa. Esta era de tal condición, que, en otro siglo
menos preocupado, la fantasía popular hubiera puesto en ella todas las brujas de un
aquelarre.
En la época presente no había más bruja que una tal doña Mónica, ama de llaves,
criada e intendente. La habitación del doctor parecía laboratorio de esos que hemos visto
en más de una novela, y que han servido para fondo de multitud de cuadros holandeses.
Alumbrábala la misma lámpara melancólica con que en teatros y pinturas vemos
iluminada la faz cadavérica del doctor Fausto, del maestro Klaes, de los sopladores de la
Edad Media, del buen marqués de Villena y de los fabricantes de venenos y drogas en las
Repúblicas italianas. Esto hacía parecer a nuestro héroe punto menos que nigromante o
judío, pero no lo era ciertamente, aunque en su casa, originalísima, como después
veremos, se velan, colgados del techo, aquellos animales estrambóticos que parecen
realizar un sueño de Teniers, revoloteando en confusa falange por todo el ámbito de la
bóveda.
Aquí no había bóveda gótica, ni ventana con primorosas labores, ni el fondo oscuro,
los misteriosos efectos de luz con que el artificio de la pintura nos presenta los escondrijos
de esos químicos aburridos que, envueltos en ilustres telarañas, se inclinan perpetuamente
sobre un mamotreto lleno de garabatos. El gabinete del doctor Anselmo era una habitación
vulgar, de estas en que todos vivimos, compuesta de cuatro mal niveladas paredes y un
despedazado techo, en cuya superficie el yeso, cayéndose por la incuria del tiempo y el
descuido de los habitantes, había dejado muchos y grandes agujeros. No había papel, ni
más tapicería que la de las arañas, tendiendo de rincón a rincón sus complicadas
urdimbres.
En el principal testero veíase un esqueleto que no había perdido el buen humor del
sepulcro, de tal modo se rasgaban en espantosa risa sus desdentadas mandíbulas, y
aumentaba la singularidad de su aspecto el caldero que el doctor le había puesto en el
cráneo, sin duda por no tener sitio mejor donde colocarlo.
Al lado había un estante de madera con innumerables baratijas, entre las cuales no
hacían el peor papel algunos rotos vasos de inestimable mérito, y piezas del más tosco
barro doméstico. Algún ave disecada y medio podrida daba realce con el brillante color de
sus últimas plumas a este armatoste, junto al cual una culebra llena de paja se extendía
dibujando sobre la pared las curvas de su cuerpo, en cuyas escamas quedaba un débil
tornasol. No lejos de esto pendía una armadura, tan roñosa como si desde el tiempo de
Roldán —su dueño tal vez— no se hubiera limpiado. Algunas otras armas blancas y de
fuego colgaban por allí en unión con una gran sartén, cuyo mango tocaba los pies de un
Santo Cristo, de esos que, con el cuerpo lívido, los miembros retorcidos, el rostro
angustioso, negras las manos, llenos de sangre el sudario y la cruz, ha creado el arte
español para terror de devotas y pasmo de sacristanes. El Cristo era amarillo, obscuro,
lustroso, rígido como un animal disecado: no tenía formas; la cara, desfigurada por el
bermellón, y los pies se perdían entre los pliegues de un gran lazo, que, sin duda, fue lugar
de romería para todas las moscas del barrio, porque allí habían dejado indelebles muestras
de su paso. Por otro lado asomaban unos caracoles, una estampa de no sabemos qué
mártir, conchas de madreperla, dos pistolas y un rosario de cuentas marinas enredado en
una rama de coral, ennegrecida por el polvo. Dos grandes espuelas de caballero y una silla
de montar colgaban de otra escarpia junto a mugrientas ropas, por entre cuyos pliegues se
veía el mango de una guitarra con finísimas incrustaciones de nácar y marfil,
Estaba abollada, y una sola cuerda, testigo mudo hoy de su anterior grandeza, podía
dar a la actual generación un eco de las pasadas armonías. Unas botas de militar rodaban
por el suelo junto a la guitarra, y en la parte de enfrente pendían casaca y chupa del último
siglo, entrambas piezas llenas de agujeros y manchas. Un sombrero tricornio aparecía
puesto sobre un botijo que hacía las veces de cabeza, y un deforme candil, en forma de
tenebrario, manchaba con los restos de su aceite secular un reclinatorio de primorosas
labores, pero tan estropeado que apenas tenía figura. En la pared cercana había un reloj
parado desde hace 50 años: su máquina era el cuartel general de las arañas, y sus enormes
pesas de plomo, caídas con estrépito hace 25.000 noches, habían roto un taburete; un
cántaro, un Niño Jesús, yacían en el suelo inmóviles con la majestad de dos aerolitos.
No se libraba de cierta impresión de estupor el que entraba en aquella habitación,
donde la escasa luz de la lámpara producía extrañísimos efectos; porque, además de los
cachivaches que hemos descrito, ocupaban la estancia sinnúmero de aparatos de
complicadas y rarísimas formas. Alambiques que parecían culebras de vidrio proyectaban
su espiral sobre enormes retortas, cuyo vientre calentaba un hornillo en perenne
combustión. Reverberaba el disco de una máquina eléctrica, y todo el aparato nos
amenazaba constantemente con sus ingratas manifestaciones. El sordo rumor de la llama
del hogar, el chirrido del ascua, semejantes a la vibración lejana de misterioso instrumento;
el olor de los ácidos, la emanación de los gases, el asmático soplar del fuelle, que
funcionaba con ansia y fatiga, como un pulmón enfermo, todo esto producía en el
espectador ansia y mareo imposibles de describir.
Cuando el que esto escribe tuvo el honor de penetrar en el estudio, gabinete o
laboratorio del doctor Anselmo, su asombro fue grande, y no podrá menos de confesar
que, mezclado al asombro, sintió cierto terror, sólo calmado por la idea de que aquel
hombre era el más afable e inofensivo de los seres. Además, ¿quién ignoraba que don
Anselmo no era nigromante ni profesaba ninguna de las endiabladas artes de la
antigüedad? Apenas hubo quien tomara en serio sus trabajos, y más bien le tenían en la
vecindad por loco o mentecato que por hombre medianamente sabio, con asomos siquiera
de sentido común. Él, sin embargo, se enfrascaba en aquella tarea incesante, de que nunca
se vio resultado alguno, y a juzgar por la gravedad con que soplaba sus hornillos y la
atención ansiosa con que hacía circular los líquidos verdes y rojos al través el vidrio de los
alambiques, grandes y trascendentales problemas traía entre manos.
Su afición a la Química era en él cosa nueva, no habiendo hasta hace poco parado las
mientes en simples combinaciones. Casi siempre había empleado en la lectura, en toda
clase de libros, la mayor parte de su tiempo, siempre que algún indiscreto no iba a
entretenerse con él oyéndole sus narraciones pintorescas, en que se admiraban la brillantez
y vuelo de su grande inventiva. Su conversación versaba siempre sobre hechos de su
propia vida, que él sacaba a colación en todo y por todo. Nunca se hacía de rogar, y lo que
contaba era, por lo común, tan peregrino, que muchos lo juzgaban todo pura invención de
su fantasía. Al recordar su pasado, miraba todas aquellas baratijas que allí tenía colgadas,
y se reía con efusión de dulce tristeza, diciendo:
—Yo también he sido joven; he sido cortesano, artista, pintor, músico; he viajado
mucho, he sido galanteador, me han perseguido, he tenido desafíos conozco el mundo, he
amado la vida y la he despreciado, he amado y aborrecido con mucha violencia.
En cierta ocasión, después de hablar de esta manera, aplicó su dedo amarillo, flaco y
rígido a la única cuerda de la guitarra, que vibró con sordo quejido, despidiendo en su
oscilación todo el polvo que 20 años de quietud habían acumulado en ella. Y calló,
permaneciendo largo rato pensativo y mirando con fijeza la circulación del líquido rojo a
lo largo del intestino de vidrio, que trasegaba de un depósito a otro una esencia sutil.
En aquellos momentos de silencio, interrumpido sólo por la tenue vibración de la
cuerda, el rumor de la llama y ese sonido incomprensible y solemne de todo lugar
misterioso, era cuando más terror producían en mí los singulares objetos de la vivienda
del sabio. Parecía que todo aquello tenía vida y movimiento: que la casaca se movía, como
si sus faldones cubrieran un cuerpo, cual si las mangas tuvieran dentro brazos.
También creía ver el sombrero tricornio meneándose a un lado y a otro, como si el
botijo que le sustentaba tuviera sesos llenos de inteligencia y buen humor: creía ver las
botas espoleando al reclinatorio, y las conchas golpeándose unas a otras, como si a manera
de castañuelas estuvieran amarradas a los dedos de una mano andaluza. El esqueleto me
parecía que bostezaba, y el caldero le caía hasta los ojos, inclinándose a un lado para darle
expresión chusca; me parecía verle adelantar el pie izquierdo, como quien rompe a bailar,
y cuadrarse ambas manos a la cintura, que le cabía en dos dedos.
Se me figuraba asimismo que andaba el reloj con la precipitación y diligencia de una
máquina que quiere recorrer en minutos los años que se ha estado mano sobre mano, es
decir, rueda sobre rueda; sentía el tictac de las piezas, y creía ver oscilar el péndulo dando
bofetones a un lado y a otro a todos los pájaros disecados, los cuales se empeñaban en
volar moviendo con trabajo las escasas plumas de sus alas podridas, y, por último, en
medio de esta baraúnda, me pareció que el Cristo estiraba los brazos y el cuello,
desperezándose con expresión de supremo fastidio.
II
Demos a conocer a la persona.
Parecerá que don Anselmo es tipo poco común, de estos que más se ven en el
artificioso mundo de la novela y el teatro que en la escena de la vida, donde estamos todos
formando este gran grupo social que hoy nos parece una vulgaridad insigne y quizás lo es.
Don Anselmo, al ser presentado, en la singular escena que hemos descrito, en medio de
tantos rarísimos trastos, con este aparato de la Edad Media y sus ribetes de brujo o
buscador de la piedra filosofal, parecerá un personaje enteramente ajeno a la actual
Sociedad, una creación ideológica, sin ningún sentido ni aplicación, más bien que retrato
fiel de cualquier prójimo. Estas creencias se desvanecerán cuando se sepa que el doctor
Anselmo era hombre de aspecto tan poco romántico, tan del día y de por acá, que nadie
fijara en él la atención, a no ser renombrado por sus nunca vistas manías y ridiculeces y
por su disparatada conversación.
Era un viejo mal conservado, flaco y como enfermizo, más bien pequeño que alto,
con uno de esos rostros insignificantes que no se diferencian del vecino si una observación
formal no se fija en él con particular interés. Sólo cuando hablaba se veían en su rostro los
rasgos de una vivacidad nada común. Sus ojuelos pequeños y hundidos tenían entonces
mucho brillo, y la boca, dotada de la movilidad más grande que hemos conocido,
empleaba un sistema de signos más variados y expresivos que la misma palabra. Cojeaba
de un pie, no sabemos por qué causa, y la mano izquierda no era del todo expedita; tenía
muy bronca y alterada la voz, y al andar marchaba tan derecho en su camino, tan fijo y
abstraído, que iba dando tropezones con todo el mundo. Parecía tener una tenaz idea
clavada en la mente, idea que no le daba respiro, impidiéndole dirigir la atención a
cualquier otro punto, y en su marcha se le veía agitarse, mudar de color, gesticular,
alterando todos los músculos de su cara como el que sostiene una conversación acalorada
con interlocutores invisibles. El hablar consigo mismo era en él, más que hábito, una
función en perenne ejercicio; su vida, un monólogo sin fin.
El vestido no llamaba la atención aquí, donde hay un museo de ridiculeces en
perpetua exhibición por esas calles. Si fue su levita objeto de curiosidad, a causa de la
exorbitante altura de la solapa, charolada por la grasa y el roce de 15 años, no hallamos en
ninguno de los cronistas que han tratado de este hombre extraordinario datos que
induzcan a creer que el público se fijara en la holgura de su chaleco, donde cabían cuatro
doctores, ni en la nunca vista forma de su corbata, que a veces, por una particularidad
frecuente en muchos sabios y en todos los que hablan solos, se le rodaba, poniéndose el
lazo en el cogote.
Era en sus costumbres de una sencillez y una pureza ejemplares: comía poco, bebía
menos y dormía, en las pocas horas que le dejaba libres la fantasía, con bastante
desasosiego, y soñando siempre tanto como cuando estaba despierto. La mayor parte del
tiempo la dedicaba al estudio del cual, al decir de muchos, no sacó jamás ningún
provecho, sino que, por el contrario, se le enredara más la madeja de desatinos que en la
cabeza tenía.
Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde y de los cuartejos
que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna. Parecía, en resumen uno
de esos eremitas de la Ciencia que se aniquilan, víctimas de su celo, y se espiritualizan,
perdiendo poco a poco hasta la vulgar corteza de hombres corrientes y haciéndose unos
majaderos que sirven para pocas cosas útiles y, entre ellas, para hacer reír a los
desocupados. Su hábito, su temperamento, su personalidad, era la narración. Cuando
contaba algo, era él, era el doctor Anselmo en su genuina forma y exacta expresión. Sus
narraciones eran, por lo general, parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la
caballería andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la vida actual,
que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía.
Al contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía en juego los
más caprichosos recursos de la Retórica y un copioso caudal de retazos eruditos que
desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su estilo no carecía de arte, siendo, por lo
general, difuso, vivo y pintoresco.
Esto hará creer al lector que tenemos que habérnoslas con algún literato desahuciado
de la crítica, desheredado de los favores populares, uno de esos que entregan a la miseria
y al hastío una vida incapaz de emplearse en el ejercicio del arte y en el pleno goce de la
gloria. No; el doctor Anselmo no era literato, ni sabemos que de su pluma saliera nunca
otra cosa que unas cuentas mal pergeñadas de las pérdidas de su casa y algún memorial
para hacer valer sus derechos a la pensión; era un hombre que tenía metida en la cabeza
una idea insana. Tal vez conociendo algunos detalles de su vida y prestando atención al
incidente que él mismo nos va a referir, sepamos cómo llegó aquel entendimiento a tal
grado de desbarajuste y cómo se aposentaron en su cerebro tantas y tan locas imágenes
mezcladas de discretos juicios, tanta necedad unida a grandes concepciones, que parecen
fruto del más sano y cultivado entendimiento.
Tuvo el tal una juventud muy borrascosa, y desde su primera edad se notó en él gran
violencia de sentimientos, desbarajuste en la imaginación, mucha veleidad en su conducta,
y alternativas de marasmo y actividad que le dieron fama de hombre destartalado y de
poco seso. Cuentan que se pasaba semanas enteras retirado de las gentes, triste, aburrido
como un santo, perdido en vanos éxtasis, de que no salía ni aun solicitado por sus amigos;
otras veces era tal su animación y alegría, que rayaba en delirio, siendo difícil sustraerse a
sus travesuras. Pero esto duraba poco, y a lo mejor le veían otra vez solitario y abstraído,
hecho un santo de palo, de esos que miran al cielo y estiran un dedo como en expectación
de alguna voz de arriba. De esta manera le encontró la muerte de su padre, el cual le dejó
considerable fortuna, y entre otras cosas, una casa magnífica, donde el vicio, gran
coleccionador de obras de arte, había reunido infinidad de primores del Renacimiento. Su
familia era de las más nobles de Andalucía: llevaba el apellido de Afán de Ribera, siendo,
por la línea materna, de la casta de los Silíceos, por lo cual se enorgullecía de ser pariente
del arzobispo de este nombre.
Al describir el palacio que le dejó su padre, el doctor empleaba los más brillantes
colores; daba a su relato tales visos de cosa fantástica, que no era posible creerlo ni dejar de
pensar que la imaginación del narrador era el principal arquitecto de tan hermosa
vivienda.
Casóse mi hombre con una joven de cuya hermosura hablaba siempre
pomposamente. Lo que pasó en este matrimonio nadie lo sabe, y si es verdad lo que de
boca del mismo doctor vamos a oír, fuerza es confesar que el caso es raro y merece ser
puesto entre las más curiosas aventuras que han ocurrido en el mundo. Cuentan personas
autorizadas que, en los meses que estuvo casado, la enajenación, la extravagancia de
nuestro personaje, llegaron a su último extremo: se le veía entonces apartado de todo trato
humano, buscando sitios solitarios, a veces dominado por cólera inextinguible, a veces
sumergido en profunda melancolía, especie de somnolencia que le daba todo el aspecto de
un hombre sin sentido. Pocas veces le vieron con su mujer, para quien no tenía ni aun las
más ligeras amabilidades que el más adusto marido tiene con la suya. Renegaba de sus
suegros, hacía mil tonterías, hasta el punto de que la maledicencia, afanosa por saber lo
que allí pasaba, entró en su casa y no dejó a nadie con honra.
La verdad no se sabe; murió Elena, que así se llamaba su esposa, a los pocos meses
de casada, y entonces empezó Anselmo a ser el absurdo personaje que ahora conocemos.
No volvió a tener reposado y claro el juicio, siendo desde entonces el hombre de las cosas
estrafalarias e inconexas, cada vez más incomprensible, enfrascado en sus diálogos
internos y agitado siempre por la idea insana que llegó, poco a poco, a formar parte de su
naturaleza moral.
Perdió su fortuna, no sólo por abandono, sino porque, suscitado un pleito
insignificante por un pariente suyo, supo la curia aprovecharse tan bien, que en poco
tiempo quedaron todos los litigantes en la miseria. Hubo quien dijo: «Es un gran filósofo;
ved con qué resignación resiste los golpes de la suerte.» Otros decían: «Es un loco; mirad
con qué indiferencia olvida sus asuntos.» Su estoicismo era objeto de burlas. Alguien quiso
favorecerle, compadecido de su desgracia; pero parece que le encontraron orgulloso y
poco dispuesto a admitir limosnas. También hubo jóvenes de candidez tan extremada que
le creyeron iniciador de un nuevo sistema filosófico que había de pasmar al urbe. Esto
provenía de que después de su pobreza se había remontado a las alturas del guardillón,
donde encendió una lámpara y se puso a devorar libros noche tras noche sin darse reposo.
Pero viendo todos la ninguna sustancia de aquel trabajo incesante, encontrábanle cada vez
más loco. Huyeron de él los que antes le tenían afecto o lástima, y sólo había un reducido
número de personas que iban a oírle contar peregrinas aventuras, soñadas por él, sin
duda, pues no existía un ser cuyo papel en la Sociedad hubiera sido más pasivo.
El calificativo de doctor no provenía de ningún grado académico, como en la mayor
parte de los sabios; fue más bien un apodo con que los amigos gustaban de satirizar sus
hábitos de erudito. Los que iban a oírle contar sus historias no carecían de gusto, porque
éstas eran un tejido asombroso de hechos inverosímiles, pero de gran interés, hechos
amenizados por pintorescas digresiones y que, tratados y escritos por pluma un poco
diestra, tal vez serán leídos. Referíanse por lo general, a apariciones de alguna sombra que
venía a pasearse por este mundo con el mayor desparpajo, y él la presentaba como
representación simbólica de alguna idea; tenía afición a toda clase de símbolos, y en sus
cuentos había siempre multitud de seres sobrenaturales que formaban como una mitología
moderna.
En todo esto entraba por mucho la erudición adquirida en sus asiduas lecturas, que
era en él como los archivos, en que todo está revuelto, sin concierto ni orden ¡Quién sabe,
gran Dios! Tal vez si en aquella cabeza hubiera habido un catálogo, el doctor Anselmo
sería uno de los más extraordinarios talentos conocidos.
III
El doctor continuaba mirando aquel diabólico aparato con ese abandono o
negligencia que se pintan en el semblante cuando el pensamiento está muy lejos del sitio
en que se fija la vista.
Creeríase que le importaba poco el resultado de tal experimento y que no le había de
dar ni disgusto la verdad científica que con el líquido circulaba por el tubo.
—Pero ¿cómo se ha dedicado usted a la Química? —le dije, seguro de que el sabio no
daría contestación categórica.
—Para atar la loca —contestó—; para contenerla y obligarla a que no me martirice
más. Yo necesito estar siempre ocupado en algo: la lectura me distrajo un poco, pero, al
fin, llegué a cansarme de leer. Hace poco vi en ciertos libros cosas que me llamaron la
atención y no comprendí. «Voy a ver lo que es eso» —dije, «yo necesito meterme en
experimentos.» Compré esos trebejos y me puse a soplar y a observar. Una nomenclatura
y un manual me han bastado para distraerme unos días. Pero aquí no hay nada más que
un pasatiempo: cultivo la curiosidad, aunque sin fruto positivo. Que nadie espere de esto
ningún adelanto científico. La verdad es que mientras caliento mi máquina y
descompongo esos aguachirles, no pienso en otra cosa, y así me va tal cual.
—¡La loca, siempre la loca! —le contesté—. La verdad es, que la imaginación, a quien
con mucha propiedad llama usted de ese modo, si usted la sujetase un poco, lejos de
atormentarle, podría ser fuente fecundísima de creaciones, cuya importancia usted más
que nadie puede conocer. ¿Por qué no se ha dedicado a las artes?
—¡Oh! Para el cultivo de las artes —dijo, volviendo la espalda al aparato— se
necesita una imaginación cuyo ardor y abundancia se contenga en los límites naturales,
una imaginación que sea una facultad con sus atributos de tal y no enfermedad, como en
mí, aberración, vicio orgánico. Esa preciosa facultad, aunque exuberante en algunos, no
llega a dominar al individuo hasta el punto de imponerle una segunda vida; no es, como
en mí, la mitad completa de la naturaleza. Yo no sé por qué vine al mundo con esta
monstruosidad; yo no soy un hombre, o, más bien dicho, soy como esos hombres
repugnantes y deformes que andan por ahí mostrando miembros inverosímiles que
escarnecen al Criador. Mi imaginación no es la potencia que crea, que da vida a seres
intelectuales organizados y completos; es una potencia frenética en continuo ejercicio, que
está produciendo sin cesar visiones y más visiones. Su trabajo semeja al del tornillo sin fin.
Lo que de ella sale es como el hilo que sale del vellón y se tuerce, es girar infinito, sin
concluir nunca. Este hilo no se acaba, y mientras yo tenga vida, llevaré esa devanadera en
la cabeza, máquina de dolor que da vueltas sin cesar.
—Es verdad —dije maquinalmente, admirado de que en su locura hubiera podido
expresar tan bien y de un modo tan pintoresco el deplorable estado de su cabeza.
—Yo soy esclavo de esto —continuó—. Desde niño vengo padeciendo los estragos de
mi imaginación. Ella, en 50 años, me ha hecho vivir 300. Sí, las falsas sensaciones que yo,
aunque apartado del mundo, he experimentado en mi vida, suman las vidas, de seis
hombres, he vivido demasiado, porque la fantasía ha puesto en mi tiempo millones de
días.
«Vamos —dije para mí mientras hacía con la cabeza una respetuosa señal de
asentimiento—, ya te engolfaste en tus manías y eres hombre perdido por esta noche.»
—Soy muy desgraciado, el más desgraciado de los hombres —prosiguió el doctor—
Mis desdichas no tienen igual en el mundo ni se parecen a nada de lo que leemos. Otros
hombres son mortificados dentro de su naturaleza, mientras yo me salgo en esto de la
común ley de los dolores humanos; porque soy un ser doble: yo tengo otro dentro de mí,
otro que me acompaña a todas partes y me está siempre contando mil cosas que me tienen
estremecido y en estado de perenne fiebre moral. Y lo peor es que esta fiebre no me
consume como las fiebres del cuerpo. Al contrario, esto me vivifica; yo siento que esta
llama interior parece como que regenera mi naturaleza, poniéndola en disposición de ser
mortificada cada día.
—Es particular —dije, no comprendiendo nada de aquello de la llama interior y el ser
doble, y el tornillo.
—No encuentro mi semejante en ninguna arte —prosiguió—. Únicamente puedo
llamar prójimos a los místicos españoles que han vivido una vida ideal completa, paralela
a su vida efectiva. Estos tenían una obsesión, un otro yo metido en la cabeza. A veces he
pensado en la existencia de un entozoario que ocupa la región de nuestro cerebro, que
vive aquí dentro, alimentándose con nuestra savia y pensando con nuestro pensamiento.
—¡Oh!, explique usted eso un poco más —dije, satisfecho de ver entrar a don
Anselmo por el camino de una extravagancia que parecía ser muy divertida.
—No es más que una idea vaga... Si yo pudiera exteriorizarme, expresar todo esto
que hay en mí, de seguro se pasmarían muchos que hoy se ríen de mis cosas.
—¡Oh! Si usted escribiera sus memorias, don Anselmo —dije, afectando mucha
seriedad, para que no desconfiase—, no habría en antiguos ni modernos quien le igualara.
—Es verdad —contestó don Anselmo, cuyos ojos se animaron con repentino fulgor—
. Nadie me igualaría. Mi vida ha sido universal compendio de toda la vida humana, ¿no es
verdad?
—¡Ah! Sin duda. ¿Quién puede dudar eso?
—Usted, que me ha oído contar algunos sucesos, lo comprenderá. ¿No es verdad que
no hay nada más maravilloso que mi matrimonio? ¿Usted no recuerda aquel original
suceso que le he contado, cuando me encontré en presencia del más extraño fenómeno que
se ha ofrecido a la observación humana?
—No recuerdo de qué habla usted.
—Mi matrimonio, sí; yo se lo he contado a usted. Lo que entonces se habló fue un
embuste. Nadie supo la verdad de tan singular acontecimiento.
—A mí no me ha contado usted maldita de Dios la cosa —le dije, recordando que, a
pesar de su franqueza y locuacidad, no había hablado nunca, sino muy obscuramente, de
aquel misterioso asunto.
—¿Que no se lo he contado? juraría que se lo referí punto por punto la otra noche.
—Aseguro a usted, que no sé una palabra.
—¿No le conté a usted aquello de mi mujer, de aquel hombre..., de aquel demonio...?
—Nada de eso sé.
—¿Yo no he hablado con usted de mi palacio?
—Del palacio, sí, aunque ligeramente —dije, recordando la fantástica pintura que de
su casa hacía con frecuencia el doctor.
—¡Oh, estupendo, maravilloso! Mi padre tenía un grande amor a las artes. ¡Que
preciosidades, qué joyas!
—Sí, debía de ser magnífico —repetí para incitarle a hablar y recrearme en el
desborde siempre majestuoso de su verbosidad fecunda.
—Aún me parece que estoy allí —dijo con una especie de éxtasis—, y veo a mi mujer
andando lentamente y con majestad, como ella andaba; entrar allí, cerrar la puerta; me
figuro que siento el ruido de sus vestidos al caer, el sonido de su grueso collar de ámbar al
ser puesto en el platillo del guardajoyas.
—¡Oh!, siga usted, siga.
—La media noche es fecunda en imaginaciones. Ella pasaba por delante de mí,
dejando como un rastro de luz. Yo no dormía, porque estaba alerta, siempre con el oído
atento a aquella voz abominable.
—¿A la voz de Elena?
—No, no —dijo con furor—; a la voz de... La sangre corrió de su herida...
—La señora estaba herida, sin duda.
—No, él; lo cual no impedía que me mostrara su infame sonrisa y su mirada de
demonio.
—Veo que ése es asunto complicado. ¿Anda en él alguna persona de quien yo no
tengo noticia?
—Sí; usted le conoce, todos le conocen; anda por ahí. Yo le veo todos los días; hace
pocas noches estuvo aquí.
—¿Quién?
—Ese... Pero voy a contárselo a usted formalmente —dijo, como quien se decide,
después de dudar mucho tiempo, a hacer una importante revelación— Usted oiría hablar
entonces de mi esposa, de mí; oiría mil necedades que distan mucho de la verdad. La
verdad pura es lo que voy a contar ahora.
El doctor Anselmo empezó a hablar, refiriendo su extraño suceso con prolijidad
encantadora: no perdonaba recurso alguno de elocuencia; describía los sitios del modo
más minucioso y tan al vivo, que seducía su lenguaje. Había, sin embargo, cierta vaguedad
y confusión en el relato, y era preciso acostumbrarse a su peculiar estilo para encontrar el
método misterioso que sin duda tenía. Al principio, como su fantasía estaba más suelta,
divagaba de aquí para allí, entremezclaba la relación con sentencias de su cosecha, con
apreciaciones que tenían a veces pasmosa originalidad y a veces una candidez cercana a la
estulticia. Inútil es decir que había mucho de novelesco en todo aquello y que en las
descripciones, sobre todo, dejaba correr muy descuidadamente la lengua. Risa causaba
oírle describir su palacio, que, a ser como él decía, no tendría igual en los más florecientes
tiempos de las artes. Dejaba afluir la vena de su erudición en llegando a este punto, y ni la
razón le contenía ni el temor de parecer mentiroso le refrenaba. No sabemos si las mentiras
que contó, y que vamos a transcribir, pueden tener, arregladas y metodizadas, algún
interés y visos de sentido común. Tal vez resulten menos locas de lo que a primera vista
parece; tal vez aparezca un rayo de lógica en ellas, si se las considera como creación
metafísica; tal vez, sin saberlo el mismo doctor, había hecho un regular apólogo sacado del
más amargo trance de su vida, y él, sin sospecharlo siquiera, al agregar a su cuento mil
mentiras y exageraciones, había producido una pequeña obra de arte, propia para distraer
y aun enseñar.
Poco antes de haber empezado, entró doña Mónica, a quien atraía el calor del
hornillo, único rescoldo que había en la casa en las noches de invierno. Franqueza digna
de los tiempos patriarcales reinaba entre los dos: ella tenía costumbre de arrimarse el
aparato químico, y allí, si no hacía media, se quedaba dormida con una beatitud, que el
sabio no podía ver sin admiración. El escuálido gato, que parecía alimentado con cloruros
y bromuros, dio algunos pasos por la habitación, como quien busca alguna cosa; probó
varios sitios, se instaló primero en un libro, y después entre dos pilas de Volta, y, al fin, no
gustándole ninguna de estas cosas, vino a tenderse perezosamente entre los pies de la
dueña.
El doctor Anselmo habló de esta manera:
IV
—Lo primero que voy a hacer es darle a usted una idea de cómo era mi palacio,
aquel palacio que heredé de mi padre, el más entusiasta coleccionador de obras de arte
que ha existido. Comprenderá usted, al conocer por mi relato aquella vivienda, que bien
podía esperar la felicidad quien tales medios tuvo de satisfacerla, y, al mismo tiempo, le
causará asombro que yo, joven, rico, dotado, aunque me esté mal el decirlo, de cualidades
apreciables, fuera el más desgraciado ser de la Tierra. Yo me casé muy a gusto; me casé
satisfecho, lleno de entusiasmo, enamorado como un mozalbete; mi mujer habitó conmigo
aquella casa hasta que murió. Verá usted cuántas cosas pasaron en tan pocos meses. ¡Qué
inquisición, qué tormentos, qué horrible tortura moral! Mi casa estaba construida muy
misteriosamente; al exterior no aparentaba nada de notable, pues no era más que un
caserón de estos que han quedado en Madrid del siglo pasado. Interiormente estaban
todas sus maravillas: como los alcázares de los árabes, fue construida por un gran egoísmo
o una extremada reserva, mi padre realizó allí un sueño, expresó todo lo que sabía o todo
lo que había soñado. No sé qué medios empleó para ello ni qué artífices trabajaron en la
obra: parecía más bien cosa forjado por fuerzas superiores, obra salida de las entrañas de
la Tierra al empuje de una voluntad diabólica. Examinada detenidamente, se veía allí
como la historia y el proceso del Arte en todos los tiempos. Mi padre era gran admirador
de la antigüedad y había querido representarla allí; más que delirio de un poderoso, era su
casa la realización de un sueño de artista, delirio simbolizado en la opulencia, verdadera
estética del millón. El jaspe, las estatuas, los relieves, las líneas entrantes y salientes, las
molduras y reflejos, la tersa superficie del mármol del piso, que proyectaba a la inversa la
construcción toda; la concavidad, mitad sombría, mitad luminosa, de las bóvedas; la
comunicación de las arquerías, el corte geométrico de las luces, la amplitud, la extensión,
la altura, deslumbraban a todo el que por primera vez entraba en aquel recinto. A medida
que se avanzaba, era más grandioso el espectáculo y se ofrecían a la contemplación
espacios mayores y más bellos. Cada arquería abría paso a otro recinto, se entrecortaban
sus cornisas, engendrando en sus choques curvas más atrevidas; los arcos se transmitían
sucesivamente la luz, y esa luz, corriendo de nave en nave para iluminar espacios cada vez
mayores, parecía reproducir en escala creciente un sencillo plantel, como si obrara allí la
potencia refractiva de enormes y disimulados espejos.
—Bueno, debía de ser eso —dije en un instante en que el doctor se detuvo para tomar
aliento.
—No he hablado todavía más que del vestíbulo —afirmó—; lo demás...
—Pues si esto no es más que el vestíbulo, lo demás será cosa tan bella que excederá a
todo encarecimiento —observé, sin poder contener mi asombro, al ver que las mentiras e
hipérboles de mi amigo no tenían límite y superaban a todo lo que en las cabezas más
extraviadas y llenas de necedad estamos acostumbrados a ver.
—Internándose —continuó—, se veía que la arquitectura antigua dominaba allí,
variando sus más hermosos estilos. El decorado era cada vez más bello, sin que la
profusión perjudicara la pureza y armonía. Primero se reflejaba allí toda la graciosa
sencillez de los antiguos templos de Atenas; las mismas formas adquirían después esbeltez
y gallardía, modificadas por la mano del arte jónico. Más adelante la monótona tersura del
mármol desaparecía entre los colores del jaspe, el dorado brillaba en los acantos del capitel
corintio, en las dentículas y en las grecas. La figura humana principiaba a manifestarse en
las claves del arco, en los relieves triangulares de las pechinas, en los monstruos híbridos
que galopaban sobre el friso, en las cabezas de sátiro, en las máscaras grotescas, cuyas
bocas, contraídas por la hilaridad anacreóntica, vomitaban flores y festones. Más allá, las
hijas de la Caria soportaban el arquitrabe, adornado con severidad, y ya la figura humana
aparecía completa en el muro: los centauros a un lado, las amazonas a otro, sostenían sus
luchas encarnizadas. Las ninfas, agrupadas en el frontón, coronaban de rosas la cabeza de
la víctima propiciatoria; los atlantes sostenían, encorvados, el techo, mientras en los
relieves se desarrollaban, magníficamente esculpidas, las fábulas todas de los grandes
desfacedores de agravios de la Grecia, Hércules y Teseo. Las figuras eran mayores aquí, y
las actitudes y formas tocaban el límite de perfección del ideal antiguo. Todas las figuras
eran divinas, desde Prometeo a Deyanira; todos los monstruos eran hombres, desde
Polifemo hasta Briareo... El cuadrúpedo mismo, modelado por tan hábil cincel, tenía una
especie de humana expresión. Allí Pegaso era un rey que trota y vuela, y Cerbero, un
esclavo que ladra por tres bocas.
—Pero diga usted: para que hubiera tantas cosas era preciso un espacio inmenso —le
dije, picado ya de las enormes bolas que me quería hacer tragar el bueno de don Anselmo,
y deseoso de hacerle comprender, por si quería burlarse de mí, que no era tan crédulo para
embucharme aquella máquina de desatinos.
La verdad era que ya estaba mareado con la pomposa descripción de columnas,
jaspes, cariátides y otras mil baratijas engendradas en la mente de mi amigo. Yo sabía, por
lo que oí referir a algunos viejos, que el tal palacio no tenia de particular más que algunos
cuadrejos, algunos vasos y dos o tres estanterías vetustas que el padre de don Anselmo
había comprado en una almoneda. No podía menos de extrañar que a la riqueza artística
del palacio diera tales proporciones el alucinado narrador. Hícele algunos argumentos,
extrañando que aquí, en Madrid, existiese tan copioso caudal de obras de arte; pero él no
se dio por entendido y siguió en sus trece.
—En lo que parecía ser centro del edificio —añadió con cierta gravedad que no se
podía ver sin ser tentado a risa—, y bajo elevadísima bóveda, veíanse innumerables obras
de estatuaria. Había grupos representando los hechos más famosos de la fábula helénica y
figuras típicas de incomparable hermosura, significadas con los nombres de las
divinidades que tienen atributos y representación más generales. Con los desastres de
Ayax y Oileo y los horrores de Tántalo y Prometeo formaba juego una serie de esculturas
que expresaban las aventuras igualmente célebres del don Juan del Olimpo. Las pobres
víctimas de su intemperancia eran gallardísimas figuras en quienes se podían ver los
efectos de una misma pasión con rasgos distintos según el distinto aspecto con que se les
presentaba el burlador inmortal. Todas eran igualmente bellas, sin que Europa se
pareciese en nada a Latona, ni Leda tuviera semejanza alguna con Sémele. Júpiter era
siempre el mismo dios de concupiscencia y descaro, ya cuando aparecía en toda su
majestad olímpica, ya convertido en toro o disfrazado con las plumas del palmípedo.
—¡Qué diablo de Júpiter! Ese señor no perdonó casada ni doncella —observé yo, a
ver si por las burlas le obligaba a cortar el vuelo de su disparatada fantasía.
Ni por ésas. Don Anselmo continuó:
—Esto que he descrito no es, en realidad, más que un museo, la parte visible de la
casa. La parte interior, lo habitable, era más curioso aún.
«¡Más curioso aún! —dije para mi capote—-. ¡Más curioso aún! ¡Medrados estamos!
¿Adónde vamos a parar? Pues si todavía falta palacio, este hombre me va a marear esta
noche.»
—¡Lo que he descrito no es más que galerías!
—¡Nada más que galerías! ¡Qué horror! ¡Qué habrá en las salas y en las alcobas! —
exclamé alarmado.
—La gran sala no se parecía en nada a aquellas magníficas construcciones donde
imperaba la Arquitectura. En sus paredes no había estilo: dominaba el detalle, y eran
tantas y tan diversas las preciosidades allí acumuladas, que en vano intentaría describirlas
y enumerarlas el más cachazudo clasificador.
«Buena me espera», pensé.
—Era un museo de artes de ornamentación, y aquí cada objeto era una maravilla, y la
excelencia de cada uno disimulaba la abigarrada, pero sorprendente, perspectiva del
conjunto. Muebles soberbios del Renacimiento, fecundo en prodigios de ebanistería;
cornucopias venecianas, relojes del tiempo de Luis XV adornados con figuras mitológicas;
relieves de finísimo estuco representando cacerías y bailes campestres; candelabros,
bustos, trípodes y medallones se hallaban aglomerados en la pared; y junto a ella, dejando
entrever apenas la rica tapicería flamenca, cuyos colores, siempre frescos, revelaban el
cartón de Teniers o de Brueghel. No faltaban esas caprichosas papeleras cuyos diminutos
repartimientos ostentan pequeñas figuras de consumado gusto, mosaicos e incrustaciones
con palos de diferentes colores, y al lado de estas piezas, veladores con planchas de
porcelana en las cuales un delicado pincel había representado infinidad de célebres
cortesanas. No lejos de estas bellezas terribles había vasos antiguos y modernos, ánforas
doradas con la filigrana del cincel arábigo y jarros de la India y Oceanía, donde se
enroscaban lagartos verdosos y alimañas de imaginación, toscamente labradas. Ídolos
malabares de vientre hinchado, ombligo profundo y orejas descomunales se reían en un
rincón con hilaridad de beodo o de simple, y más allá, vistosos pájaros de América
disecados alternaban con conchas africanas, ramos de coral, un tríptico de la Edad Media,
una cruz bizantina y relicarios egipcios, que...
—Baste, basta —grité levantándome—; basta, que ya se me trastorna la cabeza. Esa
diabólica confusión de cosas que usted tenía no es para contada.
Sin duda, todos los calderos y cachivaches de su casa se le antojaban al doctor vasos
egipcios y cruces bizantinas. El no se dio por ofendido con mi brusca interrupción y, muy
entusiasmado, prosiguió:
—Buscar la simetría en este museo hubiera sido destruir su principal encanto, que
era la heterogeneidad y el desorden. Después de los primores geométricos de las galerías;
después de la simetría cruel del dórico y de la regularidad deslumbradora del corintio,
aquella mezcolanza de objetos diversos...
«No es tan grande como la que tú tienes en la cabeza», dije para mí, envidiando la
suerte del gato, que dormía tranquilamente sin verse obligado a admirar las maravillas del
Renacimiento.
—Aquella mezcolanza de objetos, en algunos de los cuales se observaban órdenes
multiplicados, la aglomeración de, piezas, muebles, vasos, adornos, con el sello de países
distintos y artes diferentes, la amalgama de cosas bellas, curiosas o raras halagaban el
entendimiento, oprimido hasta entonces por la simetría, y daba libertad a la vista, antes
subyugada por la línea. Aquí los objetos reunidos con acertado desorden, las infinitas
soluciones de continuidad, la ausencia completa de proporciones, producían inmenso
agrado, y borrando todo punto de partida, evitaban al espectador la fatiga que produce el
involuntario medir a que se entrega la vista en presencia de la Arquitectura. Los interiores,
cuando son bellos, son como los abismos: fascinan la vista, y el espectador no puede
prescindir de arrojar mentalmente una plomada y trazar en el espacio multiplicadas líneas
con que su imaginación trata de sondear el diámetro del arco, la altura del fuste y el radio
de la bóveda. En este involuntario trabajo mental, producido por la armonía, la simetría, la
proporción y la esbeltez, se fatiga la mente y flaquea entre el cansancio y el asombro.
Cuando no hay estilo y si detalles; cuando no hay punto de vista ni clave, la mirada no se
fatiga, se espacia, se balancea, se pierde; pero permanece serena, porque no trata de medir
ni de comparar; se entrega a la confusión del espectáculo y, extraviándose, se salva.
Al decir esto calló para tomar aliento. Traguéme la lección de perspectiva como Dios
me dio a entender: la lección me parecía el colmo de lo confuso y embrollado, pero no
puedo menos de confesar que el doctor me infundía respeto, y no me atreví a decir cosa
alguna que pudiera ofenderle. Así es que, a pesar de mi aburrimiento, tuve que inclinar la
cabeza. Después de descansar un momento, prosiguió:
—De este salón se pasaba a otros aposentos llenos de cuadros.
—Sí..., ya comprendo: cuadros muy bonitos. Yo he visto muchos cuadros —indiqué,
para obligarle a apartar de mí la nueva tormenta que ya sentía venir encima.
—En una de estas habitaciones hallábase la clave del acontecimiento que voy a
referir. Aún me parece que le veo y que está allí todavía, con su elocuente mirada, su
sonrisa llena de perfidias y engaños.
—¿Quién estaba allí?
—Diré a usted; mi padre poseía una buena colección de cuadros un tanto licenciosos.
Abundaban las desnudeces provocativas, casi deshonestas; había jardines de amor
bacanales, festines campestres y tocadores de Venus. El fundador de tal galería fue gran
epicúreo y gustaba de recrearse en aquellos mudos testigos y compañeros de sus orgías.
Entre estas pinturas, había una que sobresalía y cautivaba la atención más que las otras;
representaba a Paris y Helena reposando en una fresca gruta de la isla de Cranae.
Hermoso era el rostro de la mujer de Menciao; pero el del joven troyano era más hermoso
aún. Habíale dado tal animación el pincel, que parecía que hablaba y que infundía a
Helena sus pérfidos pensamientos. Siempre creí ver algo de viviente en aquella figura, que
a veces, por una ilusión inexplicable, parecía moverse y reír. A todos impresionaba, y
especialmente a mí. Recuerde usted bien esto, para que no le sea difícil comprender la
narración que va a seguir. Voy a contar la espantosa historia.
—¿Conque en este cuadrito de Paris comienza la historia? Debe de ser bonita.
—Ahora verá usted: yo me casé. Mi mujer vivía allí conmigo. ¡Cuánto la amaba! Al
principio asaltábame el sentimiento de que mi vida sería corta y apenas podría disfrutar
de tanta felicidad; pero al poco tiempo de casado me entraron melancolías, di en cavilar...
Yo soy un cavilador sempiterno. Adoraba a mi esposa y tenía celos hasta del aire que
respiraba.
«Ya se empieza a embrollar el asunto —dije entre mí—; el casamiento, el cuadro de
Paris, el amor caviloso que tenia usted a su esposa... Esto es más confuso que el salón de
antigüedades.»
Y en verdad, ya me pesaba haber provocado la enfadosa relación del doctor, en la
cual no encontraba interés alguno. Digresiones, extravagancias: a esto se reducía todo. Me
resigné, sin embargo, a escuchar.
—Hubo en los primeros días de mi matrimonio —continúa— momentos de inefable
felicidad: me creí elevado, espiritualizado, loco; sentía como una inflamación cerebral e
impulsos de correr, gritar, hablar a todo el mundo. Mas de pronto caía en el abismo de mis
cavilaciones, sumergiéndome en mi propia tristeza. Nadie me hacía decir palabra. Tenía
clavada en el pensamiento mi idea, mi tormento. ¿No sabe usted lo que era?
—¡Qué he de saber, por mis pecados!
—¡Oh! —exclamó, cerrando los puños, inflamado el rostro y con un vivísimo fulgor
en sus ojos—; era que yo pensaba... Un día entré tarde en mi casa, entré y vi...
El doctor se paró un momento, absorto, ocultando la cabeza entre las manos, y
permaneció un rato en silencio.
Este silencio me permitió un momento de descanso y miré en derredor mío, donde
todo era tranquilidad. Un gruñido sordo turbaba el silencio de la habitación: era doña
Mónica, que roncaba, la cabeza como enterrada en el pecho, libre de cuidados, feliz, dando
rienda suelta a su espíritu, que volaba libremente quién sabe por dónde. Sus labios,
sombreados por un bigotillo, se extendían formando hocico, y por allí y por su aplastada y
carnosa nariz, convertida por la violencia de la respiración en verdadero caño de órgano,
salía la ruidosa sinfonía que turbaba el profundo silencio del laboratorio. El doctor,
alzando de nuevo la cabeza, continuó:
—Mi boda fue repentina: no habían precedido esas relaciones íntimas, furtivas, que
enlazan las almas moralmente antes de ser atadas las personas por el nudo religioso y
civil. Yo no había sido su novio; y aquello fue más bien cosa concertada por los padres,
guiados por la conveniencia que unión espontánea de dos amantes que se cansan de la
vida platónica. Nos casamos no muchos días después de habernos conocido; y de aquí
creo yo que provinieron todos mis males. Yo, no obstante, la amé mucho desde que resolví
unirme a ella. Pero llegó el día, y, no sé por qué, creí ver en su semblante más bien las
señales de la resignación que las de la alegría, lo que me contristó sobremanera y me hizo
meditar; mas cuando vine a sospechar si habría hecho mal, ya estaba casado. Esto no
impidió que tuviera momentos de felicidad, como antes he dicho; pero pasaban
rápidamente, dejándome después sumergido en mis meditaciones. ¿Sabe usted cuál fue el
tema de mi eterno cavilar? Pensaba de continuo en mi esposa, sospechando de su
fidelidad para lo futuro; esta idea se clavó con tanta tenacidad en mi cerebro, que no me
dejaba reposar. Me ocurrió que debía ser un tirano para ella, encerrarla, evitar todas las
ocasiones de que pudiera engañarme: a veces fijaba mis ojos en los suyos, y quería leerle el
pensamiento. El asombro con que ella veía estas cosas mías, precisamente al poco tiempo
de casados, no es para referido: por último, empezó a tenerme miedo; y a la verdad, yo lo
infundía a cualquiera con mi siniestra austeridad y reconcentración. Pugnaba por echar de
mí aquella idea; llamaba a la razón, pero ésta parecíame a veces más loca que la fantasía, y
entre las dos me llevaban al último grado de tormento.
—Pero ¿en qué se fundaba usted, hombre de Barrabás, para esa descabellada
sospecha? —le pregunté, buscando un rayo de lógica en las cavilaciones del doctor
Anselmo.
—En nada positivo por de pronto. Luego verá usted. Ella me tenía miedo; yo lo
conocía. Pero esto es inexplicable, usted no puede comprenderlo.
Y, en efecto, nada comprendía de semejante jerigonza, de aquellos hechos en que
todo era confusión.
—Nada puede usted comprender por ahora, sino después, cuando le explique todo
lo que me pasó. Un día estaba ella en esa habitación que he descrito últimamente;
hallábase en pie delante del magnífico lienzo de Paris y Helena de que hablé a usted.
«¡Qué hermosa figura!» dijo, señalando a Paris. Sí, repliqué yo, mirándola también. Y los
dos contemplamos un rato la belleza singular del incomparable mancebo. Después ella se
marchó, y yo tras ella...
«Cada vez entiendo menos», dije para mis adentros.
—Esto que acabo de contar explicará un poco mi sorpresa, mi terror, cuando una
noche entré en casa y vi...
—Pero ¿qué? —pregunté, deseando saber lo que vio el doctor alucinado.
—Para que usted se haga cargo bien de esto, debo ponerle en antecedentes de
muchas cosas que influyeron mucho en el nunca visto estado de mi espíritu. Aún recuerdo
su alcoba, iluminada por misteriosa luz. Entro y veo allí sus ropas arrojadas en desorden,
sus joyas... Presto atención y siento el ruido de su aliento; me acerco, tomo con trémula
mano la cortina del lecho, la levanto, la veo..., me siento junto a la cama...; sus labios se
mueven, me parece que va a hablar...; no dice nada, nada; pero a mí me parece que sus
labios han articulado silenciosamente una palabra que no llega a mi oído...; me acerco
más...; me parece que frunce las cejas y que después las dilata...; fijo más la atención...; me
parece que se sonríe.
—Todo eso no explica nada —observé, con cierto enojo, al ver que de la boca del
sabio no salían más que embrollos.
—Todo eso, amigo mío, sirve para explicarle a usted cuál seria mi estupor, mi
espanto, cuando vi...
—¿Qué vio usted, hombre? Sepamos —dije con impaciencia.
—Vi, vi...
El doctor no pudo continuar, porque un ruido instantáneo, horroroso, una
detonación tremenda, resonó en la habitación, y claridad vivísima, rojiza, infernal, nos
iluminó a todos. Lanzamos un grito de terror. Era que una de las retortas que se
calentaban en el hornillo reventó con estrépito: el doctor, con su narración, había olvidado
el experimento, y el líquido, dilatándose considerablemente y no encontrando salida, se
abrió espacio, inflamándose al contacto del fuego. Hubo un instante en que aquello
parecía un infierno y todos unos demonios.
Doña Mónica despertó despavorida, gritando:
—¡Fuego, fuego!
Y se desmayó enseguida, cayendo como un saco y aplastando con su cabeza la
guitarra que muy cerca de ella estaba. El gato, que recibió en su cuerpo una gran cantidad
del líquido hirviente, saltó de donde estaba lanzando chillidos de desesperación: el pobre
mayaba, corría con el pelo inflamado, los ojos como llamas, quemados los bigotes; corría
por toda la pieza con velocidad vertiginosa; subió, bajó, encaramóse al Cristo, saltándole
de los pies a la cabeza, de un brazo a otro brazo; cayó sobre un caracol, resbaló por las
botas de montar, enredóse en las ramas de coral, brincó sobre el esqueleto, cuyos huesos
sonaron rasguñados frenéticamente; cayó de nuevo al suelo, se abalanzó sobre un ave
disecada, cuyas plumas volaron por primera vez después de un siglo de quietud; se estiró,
se dobló, se retorció el infeliz, porque sus carnes rechinaban como si estuviera puesto en
parrillas; corría, corría sin cesar, huyendo de sí mismo y de sus propios dolores, y, por
último, fue a caer, hinchado, dolorido, convulso, sediento, erizado, rabioso, en medio de la
sala, donde pateo, mayó, clavó las uñas, azotó el suelo con el rabo y dio mil vueltas en su
lenta y horrorosa agonía.
CAPITULO II
LA OBSESIÓN
I
Por fin sofocamos el fuego con gran trabajo, impidiendo que se propagara la llama y
nos consumiera a todos. La única víctima fue el infeliz animal, que, habiendo recibido en
su piel el líquido hirviente, ardió como una mecha y pereció según dijimos, con dolores
espantosos. Igual suerte cupo a una buena parte del delantal de doña Mónica, donde abrió
la llama un boquete, después de haberle quemado a la señora los dedos al tratar de
apagarlo. El sabio no tuvo más serio percance que la total pérdida de un mechón de
cabellos que con inveterada tenacidad, más rebelde a la acción del tiempo que a la de la
pomada, se adelantaba sobre su sien derecha. Por fin se apagó el incendio, y habiéndose
marchado la vieja hecha un veneno a causa del percance, que atribuía a las brujerías del
amo, y dolorida por el triste fin del micho, a quien apreciaba de corazón, el doctor
continuó de esta manera:
—Yo no sé en qué fundaba mis sospechas: yo sé que las tenía. Entraron en mí como
entran las ideas innatas; mejor dicho, estaban en mí, según creo, desde el nacer, ¡qué sé
yo!, desde el principio, desde más allá. Yo no sé qué espíritu diabólico es el que viene a
decirnos ciertas cosas al oído cuando estamos entregados a la meditación; yo no sé quién
forja esos raciocinios que entran en nuestro cerebro ya hechos, firmes, exactos, con su
lógica infernal y su evidencia terrible. Un día entraba yo (escuche usted bien), entraba yo
en mi casa, dominado por estos pensamientos; cuando me acerqué a la habitación de
Elena, creí sentir una voz de hombre que hablaba muy quedo allí dentro; la voz calló de
pronto. Advertían mi llegada... Después me pareció sentir pasos precipitados, como quien
huye, procurando hacer el menor ruido posible. No puedo dar idea del repentino furor
que se apoderó de mí; me cegué, corrí, me abalancé a la puerta, la empujé fuertemente, la
abrí de un golpe, con tanto estrépito, que las paredes se estremecieron con esa convulsión
intensa de los edificios cuando los combate la tempestad o tiembla la tierra en que están
cimentados.
—Terribles fuerzas tiene usted —dije irónicamente, reparando cuán poca semejanza
había entre mi desdichado amigo y el tipo que de Sansón nos hemos figurado.
—Sí, la puerta se abrió, y Elena se presentó ante mí despavorida, trémula, con tan
marcadas señales de espanto, que me detuve sobrecogido yo a mi vez. Mi primera mirada
escudriñó la habitación en un segundo. No había allí ningún hombre; la ventana no estaba
abierta; la puerta interior, cerrada también; era imposible que en el instante que medió
entre el ruido de la voz y mi entrada pudieran ser echadas las llaves y cerrojos, no
habiendo tiempo material tampoco de que una persona saliese por la puerta o saltara por
la ventana. Registré todo: no vi nada. Pero yo había oído aquella voz, estaba seguro de
ello, y no era fácil que me convencieran de lo contrario ni la evidencia de no encontrar allí
hombre alguno, ni las ardientes protestas de Elena, que en su dolor halló palabras bastante
fuertes para increparme y me llamó visionario y loco. Juróme que estaba sola; que al entrar
yo de aquella manera creyó morirse de miedo, y que no podía explicarse mi conducta sino
por una completa alteración de mis facultades intelectuales.
—¡Qué extrañas ideas! —dije yo, considerando cuál debía de ser el terror de aquella
infeliz al ver entrar repentinamente a su marido, furioso y extraviado, asegurando que
había oído la voz de un hombre dentro de la habitación.
—Extrañas, sí —contestó el doctor—; pero cada vez más vivas y más claras. Yo no
podía desechar mi idea; la impresión que en mi oído había hecho la voz era tal, que aún
me dura, y entonces, sólo dudando de mi existencia, sólo creyendo que yo no era persona
real, podía tomar aquello por ilusión. No lo era ciertamente, y mucho más me confirmé en
ello cuando a la noche siguiente...
—¡Pobre mujer! ¡Qué noche! Sin duda volvió usted a hacer la noche siguiente otras
atrocidades por el estilo.
—Sí —continuó—; a la noche siguiente presencié un fenómeno que ya me quitó la
esperanza de ver claro en aquel asunto. Lo que me pasó, amigo, excede ya los límites de lo
natural, y aun hoy es para mí la confusión de las confusiones. Entré en mi casa, y vagué
largo rato solo y abstraído por aquellos salones, donde todo me causaba pesadumbre y
hastío: pasé por aquella sala que he descrito, donde se hallaba el cuadro de Paris y Helena,
y me helé de asombro al ver... Es el fenómeno más estupendo que puede concebirse. La
figura de Paris no estaba en el lienzo. Creí equivocarme, me acerqué, toqué la tela, encendí
muchas luces, miré, remiré... La figura de Paris, ¡ay!, había desaparecido; estaba sola
Helena, y la expresión de su cara había cambiado por completo, siendo triste y
desconsolada la que antes aparecía satisfecha y feliz. ¿Qué infernal pintura era aquella en
que una figura se evaporaba, se borraba, se iba como si tuviera cuerpo y vida? No podía
yo dejar de contemplar el maldito cuadro, y decía: «Pero ¿dónde está este diablo de
hombre?»
—Sí; ¿dónde estaba ese diablo de hombre? —pregunté a mi vez, sorprendido de que
la alucinación del doctor llegara a tal extremo. ¿Dónde estaba ese diablo de hombre?
—¿Dónde estaba? Atraído por una fuerza irresistible, por mis pensamientos, por mis
celos, corrí al cuarto de mi esposa. Al acercarme sentí la misma voz que la noche anterior,
los mismos pasos. No puedo describir mi furor. «Era cierto lo de anoche», pensé, y me
arrojé hacia la puerta. «¡0h, han cerrado!», exclamé, y golpeándola fuertemente, mejor
dicho, arrojando sobre ella todo el peso de mi cuerpo, la abrí, rompiéndola. Al entrar vi
que la ventana que da al jardín estaba abierta, y que una sombra, un bulto, un hombre
saltaba por ella. Esto fue tan rápido, que apenas lo vi; no vi más que su cabeza en el
momento de desaparecer, sus manos en el instante de desasirse del antepecho. Corrí, me
asomé y no vi nada; la noche era obscurísima. Sólo creí sentir el golpe de un cuerpo que
cae. Elena me miraba atónita, con un pavor indescriptible; perdió el sentido, y esta vez no
pudo decirme que era visionario y loco, porque le faltó el habla y cayó a mis pies como
una muerta. Mi afán era perseguir a aquel hombre hasta encontrarle, hasta matarle. Bajé
precipitadamente al jardín, y lo recorrí con ansiedad imposible de describir: las tapias eran
muy altas, y por diestro y ágil que fuera un hombre no podía saltarlas en el breve espacio
de tiempo que yo tardé en bajar. Registré todo: en el jardín no había nadie; pero éste se
comunicaba con un patio solitario de elevadísimas paredes; fui allá, y apenas había dado
algunos pasos cuando vi una sombra que se deslizaba cautelosamente por entre los
montones de piedras que allí había para construir uno de los pabellones del palacio. Me
puse en acecho a ver si, efectivamente, era un hombre o una imagen de esas que crean,
confabulándose, la noche y la imaginación. Era un hombre; le vi andar agachándose para
no ser descubierto, y no sé por qué me parecía que, a pesar de la oscuridad de la noche,
distinguía en su rostro las facciones de aquella figura pintada, cuya desaparición del
cuadro me daba tanta inquietud y confusión. La sombra, el hombre o lo que fuera, se
acercó muy despacio, y siempre recatándose, a un pozo sin brocal que allí había, de esos
que abren los albañiles durante una construcción para tener el agua más a mano. Con
asombro mío se introdujo en el pozo lentamente; vi su cuerpo bajar poco a poco y
desaparecer; después no vi más que el busto, después la cabeza tan sólo; por fin, una mano
que permaneció agarrada al borde. Estuve un rato indeciso y mirando atentamente
aquello. Un momento después sacó con lentitud y cautela la cabeza, como para ver si yo le
observaba, y enseguida la escondió repentinamente. La mano desapareció al fin.
Acerquéme entonces, y vino a mi imaginación una venganza terrible. Como si mi cuerpo
obedeciera todo a mi desenfrenada pasión, sentí duplicarse mis fuerzas y adquirí un vigor
extraordinario; cogí la piedra más grande que podía levantar, la alcé con ambos manos a la
altura de mi cabeza, me puse de un salto en la orilla del pozo y la arrojé dentro,
impeliéndola vigorosa, porque me parecía que su propio peso no bastaba. Cogí después
otra mayor, y con la misma furia la arrojé también, no deteniéndome hasta asir la tercera,
porque el furor me redoblaba las fuerzas. En diez minutos arrojé dentro más de 50 piedras.
Esto no me parecía bastante; empuñé una pala que allí cerca había, y eché tierra por
espacio de media hora. Volví a arrojar piedras, y dos horas después de un trabajo
incesante el pozo había desaparecido y el piso quedó perfectamente nivelado. Aún me
pareció poco, y me senté sobre mi obra exaltado, trémulo de fatiga, permaneciendo allí
toda la noche como centinela de mi victoria, convertido en cenotafio de aquella tumba
para velarla y cubrirla. A veces parecíame que un Titán levantaba desde abajo todas las
piedras y toda la tierra que yo arrojé. Hubiera querido ser estatua y ser de plomo para
pesar sobre mi víctima eternamente. La aurora vino a dar alguna luz a mi entendimiento.
«¿Qué he hecho, Dios mío?» dije, retirándome y buscando en los recursos ordinarios de la
lógica la solución de aquel enigma; ¿era realmente un hombre o no?
—Es preciso confesar, amigo —dije sin poderme contener—, que si era hombre, fue
usted un bárbaro, y si era sombra, fue usted un necio.
—No me juzgue sin conocer el resto —continuó— Cuando subí, mi primera
diligencia fue mirar de nuevo el cuadro de Paris. La figura del hombre estaba en su sitio.
Pero no pude contener un estremecimiento de terror y un frió glacial cuando el rostro
pintado de troyano se volvió hacia mi, me miró y se rió el maldito con expresión tal de
burla, que se me erizaron los cabellos.
—Eso si que es particular —dije yo—, y excede en rareza a todo lo anterior.
—¿No es verdad, amigo, que esto parece un cuento inverosímil?
—¡Ya lo creo! Es tan inverosímil!
—Aquel día —prosiguió— la consternación reinaba en el cuarto de mi mujer.
Rodeábanla sus padres y algunos parientes oficiosos, de esos que acuden a todos los
trances, aun cuando no sean llamados. Lloraba ella, y el iracundo conde Torbellino, su
padre, aseguraba que había casado a su hija con el más fiero de los monstruos
imaginables. Su madre, que era una vieja coqueta, procuraba consolarla, diciendo que no
hiciese caso de mis extravagancias y tomara con calma aquellos arrebatos de frenesí que
tanto la mortificaban. Cuando quedamos solos, Elena, arrojada a mis plantas, protestó de
su inocencia, añadiendo que todo era una pura aprensión mía; que allí no había entrado
hombre alguno, que por el balcón no había bajado nadie, que la puerta estaba abierta; en
fin, tantas y tales cosas, que yo, aferrado siempre a mi idea, y seguro de la realidad de lo
que habla visto, fluctuando en las más atroces dudas, porque su voz tenía el acento de
profunda entereza, creí volverme loco, y a ello me conducía sin remedio aquella fatal y
nunca vista situación.
—Pero, hombre de Dios —le dije—, ¿no había algún medio de adquirir una completa
certidumbre?
—Ninguno, porque todo se volvía en mi daño, porque cada día me llevaba a un
nuevo suplicio, siendo tales los sucesos anormales que no me daban tiempo de reposar,
buscando serenidad y luz. Los acontecimientos que he referido a usted no son más que la
preparación o el prólogo de los que ahora le voy a contar, que es cosa sin igual en la vida,
pues no tengo noticia de que a ningún ser humano le haya acaecido tan extraordinaria y
profundísima desventura. En algunos momentos hallábame satisfecho de mí mismo,
porque creía haber puesto, con mi decisiva acción de la noche, término a aquel incidente
funesto. Dábalo todo por concluido; y cuando tal pensaba, ni la idea de haber cometido un
gran crimen bastaba a colmar el gozo que por tal consideración sentía. Pero, oiga usted
esto, que es el colmo de lo maravilloso. Paseábame en mi cuarto, entregado a mis normales
meditaciones, cuando dieron unos golpecitos en la puerta: me admiró que alguien entrara
sin ser anunciado, y dije: «Adelante.» Figúrese usted, amigo, cuál sería mi estupor cuando
vi entrar en mi aposento.... ¿a quién cree usted?: al mismo Paris, la misma figura del
cuadro, pero animado, vivo; un hombre, en fin, un semidiós con levita, sombrero, guantes
y bastón; un bello ideal convertido en caballero del día, como otros muchos que van por
ahí. Era su rostro malicioso y agraciado, irónica su sonrisa, la mirada penetrante y viva, el
mismo Paris, la misma persona del lienzo hecha un ser real, un hombre del siglo XIX
juzgue usted de mi turbación: creí soñar, retrocedí espantado, quise llamar, ocurrióseme
huir; pero él, descubriéndose respetuosamente y haciéndome algunas cortesías, acabó de
convencerme de que tenía ante la vista a un caballero real y positivo, a quien por de
pronto debía tratar como tal, correspondiendo a su mucha urbanidad y finura.

II
—¿Sabe usted, amigo don Anselmo, que eso ya pasa de maravilloso? —le dije—, Pero
¿es posible que la imaginación, por ardiente que sea, tenga fuerza bastante para dar
cuerpo a una idea de este modo?
—Yo no sé, amigo mío —contestó—; yo no sé lo que era aquello; no sé sino que yo le
veía como le estoy viendo a usted ahora. Era hermoso, de una belleza no común, un
conjunto de todas las perfecciones físicas tal como yo no lo había visto nunca, a no en las
obras del arte antiguo. Vestía con elegancia correcta y sería, como todos los que tienen el
verdadero sentido y la exacto noción del bien vestir; era, en fin, perfecto en su rostro, en su
cuerpo, en su traje, en sus modales, en todo.
—¡Cosa más particular! —exclamé—. Pero ¿usted no le tocó, no trató de cerciorarse si
era sueño, aparición, uno de esos singulares e incomprensibles fenómenos ópticos que,
cuando hay fantasía preparada para recibirlos, produce la reflexión de la luz?
—Yo no sé lo que aquello era; lo que le puedo asegurar es que tenía cuerpo real,
como el de usted, como el mío, y una voz cuyo timbre no era parecido a otro alguno.
—Pues qué, ¿también habló? —dije, asombrado—. Yo creí que se iba a marchar
después de saludar a usted, como hacen todas las apariciones.
—¡Marcharse!, nada de eso. Verá usted. Al principio no sabía yo qué hacer; no sabía
si llamar o huir, temiendo que de aquella visita no resultara cosa buena; pero, por último,
me esforcé en tener serenidad, y después de balbucir algunas palabras le señalé un asiento.
Resolvíme a hablar claro, y dije:
—¿Puedo saber...
—¿A qué vengo? —contestó— Sí, señor; vengo a hacerle a usted un señalado favor.
—¿Un favor? Tenga usted la bondad de explicarse, porque no estoy al cabo… No
tengo el gusto de conocerle.
—Sí, me conoce usted, y no hace mucho —dijo con maligna sonrisa—; anoche, sin ir
más lejos...
—¡Anoche!
—Sí, anoche. ¿No se acuerda usted de aquel furor con que arrojaba piedras en un
pozo, consiguiendo llenarlo al fin?
—Estas palabras y su sonrisa me helaron la sangre en las venas. El no parecía
preocuparse de mi turbación, y continuó:
—Precisamente venía a hablar con usted y decirle que son inútiles todas esas armas
que ha tratado de emplear contra mí. Ha de saber usted, caballero, que yo soy inmortal.
—No puedo pintar a usted la turbación que en mi produjo esta palabra: ¡Inmortal!
«Pero ¡este hombre es el demonio!», me dije yo para mí, y no podía hablar palabra, porque
se me había hecho un nudo en la garganta.
—Sí, señor, inmortal —repitió con desenfado.
—¿Y quién es usted? —pregunté, haciendo un esfuerzo.
—Yo soy Paris.
—¡Paris! Yo creí que eso era cosa de mitología o historia heroica.
—Así es, efectivamente; pero ahora no hagamos una disertación sobre mi nombre y
origen; yo tengo prisa, y no puedo detenerme aquí mucho tiempo. El objeto de mi visita es
decir a usted que se cansa en vano persiguiéndome; a mí no se me mata con puñales ni
pistolas, ni enterrándome vivo. Resígnese usted, ¡oh don Anselmo! Todo es inútil: no hay
más remedio que bajar la cabeza y callar. Alguien allá arriba ha dispuesto las cosas de este
modo.
—Caballero —dije en el colmo de la ansiedad y procurando dominar tan singular
situación—: advierto a usted que no puedo tolerar burlas de esta clase. Tenga usted la
bondad de salir.
—Poco a poco, señor mío; usted tiene mal genio; usted es insoportable; así ha
inspirado tanto horror a la pobre Elena.
—¿Cómo se atreve usted a nombrarla?
—¿Por qué no? ¡Si ella me ama! —exclamó, sonriendo.
—¡Monstruo! —grité, levantándome con furia y amenazándole—; calla, o si no, aquí
mismo...
—¡Cuidado! —dije a mi vez, haciéndome un paso atrás, al ver que don Anselmo,
contando aquel pasaje, se levantó, dirigiéndose a mi con los puños cerrados, como si yo
fuera la infernal aparición que tanto le había atormentado.
—Recordando aquello —prosiguió, más sereno, el doctor— me exaspero de tal modo
que no me puedo contener. Cuando yo le amenacé, él se quedó tan frío como si tal cosa. Se
sonrió y me miró con esa compasión desdeñosa y un tanto burlona que inspiran los hechos
y palabras de locos. Su serenidad me desesperaba más, su sonrisa me mataba; no sé qué
hubiera dado por poder estrangularle. Después, como si mi cólera tuviera tanto valor
como las rabietas de un niño, Paris continuó:
—Ella me ama; nos amamos nos presentimos, nos acercamos por ley fatal, usted me
pregunta que quién soy: voy a ver si puedo hacérselo comprender. Yo soy lo que usted
teme, lo que usted piensa. Esta idea fija que tiene usted en el entendimiento soy yo. Esa
pena íntima, esa desazón inexplicable soy yo. Pero existo desde el principio del mundo. Mi
edad es la del género humano, y he recorrido todos los países del mundo donde los
hombres han instituido una sociedad, una familia, una tribu. En algunas partes me han
llamado Demonio de felicidad conyugal; pero yo he despreciado siempre este apodo y
otros parecidos, y me he resuelto a no llevar nombre fijo; así es que me llamo Paris, Egipto,
Norris, Paolo, Buckingham, Beltrán de la Cueva, etcétera, según la tierra que piso y las
personas con quienes trato En cuanto a mi influencia en los altos destinos de la
Humanidad, diré que he encendido guerras atroces, dando ocasión a los mayores
desastres públicos y domésticos. En todas las religiones hay un decretito contra mí, sobre
todo en la vuestra, que me consagra entero el último de sus mandamientos. Los moralistas
se han atrevido a desafiarme, y los filósofos han tenido el mal gusto de publicar unos
libelos impertinentes contra mi humilde persona, permitiéndose algunos hasta la tentativa
de emplear medios para extirparme de raíz, ¡imbéciles!, como si yo fuera un callo o un
absceso. Han pretendido acabar conmigo, como si yo pudiera perecer, como si la
inmortalidad estuviera sujeta a la acción de los agentes mortíferos de que disponen. Así es
que por decoro y amor propio me veo en la precisión de continuar desempeñando mi
papel de plaga con toda la diligencia y recursos de que mi doble naturaleza es capaz. Aquí
me ve usted siempre activo, siempre eficaz; los grandes centros de población son mi
residencia preferida, porque ha de saber usted que los campos, las aldeas, los villorrios,
me son antipáticos, y sólo de tiempo en tiempo me tomo la molestia de visitarlos por pura
curiosidad. En las capitales es donde me gusta vivir. ¡Oh!, siempre he amado estos sitios,
donde la comodidad, la refinada cultura y la elegante holgazanería me ofrecen sus
invencibles armas y eficacísimos medios. La esplendidez y la voluptuosidad me gustan:
soy tan sibarita como mi antigua amiga Semíramis, a quien di la inmortalidad. Crea usted,
amigo, que Babilonia valía más que estas poblaciones de que están ustedes tan
envanecidos; sí, valía más. Y en cuanto a vestidos, prefiero los ligeros cendales de los
antiguos tiempos, y me molesta el tener que doblegarme a las exigencias del pudor
moderno, ente maligno a quien no he podido sobornar sino a medias en punto a trajes. Por
lo demás, no me va mal; los moralistas me vituperan y los filosofastros me tratan como si
fuera un mal sofista; pero me importa poco. Los que no son suficientemente tontos ni han
perdido el seso necesario para ser filósofos me aplauden, me miman me señalan cuando
me ven; las mujeres son mis más sinceras amigas, aunque algunas me tratan con cierta
desconfianza, producida más bien por las calumnias de los sabios que por mi propio
carácter; otras se muestran un tanto benignas conmigo, y algunas me hablan de sus
maridos en un estilo que me hace reír. Esa es mi literatura. Por otra parte, yo no soy
ambicioso; soy de los que dicen tengo lo que me basta, y detesto la anarquía conyugal,
procurando aplacarla siempre, en unión con algunos moralistas domésticos, que saben el
modo de no provocar esa anarquía, cultivando mi amistad, siempre desinteresada. No me
gusta el escándalo, y siempre pongo en práctica los más silenciosos medios para llegar a
un fin más silencioso aún; ya he abandonado el medio antiguo y desacreditado de los
escarmientos, de las sorpresas, de los sobornos, por distinguirme de cierta falsificación mía
que anda por el mundo, un tal Don Juan, que es un usurpador insolente y, además, una
plaga poco temible. Conque, amigo, no asustarse y concluyamos pronto. Sepa que está
escrito, como diría un musulmán. Soy como la muerte: suena la hora y vengo. Evitarme es
tan imposible como evitar a mi cofrade.
Cuando oí esta relación, resolví hacer un esfuerzo a ver si podía descifrar el
espantoso enigma. Afectando una serenidad que no tenía, y tomando el asunto con la
calma decorosa que me pareció conveniente, me levanté y dije:
—Caballero, sepa usted que estoy dispuesto a no tolerar sus inconveniencias. Sepa
usted que tengo la edad suficiente para no creer en brujerías, ni la paciencia que se
necesita para sufrir las locuras de usted.
—Este hombre no me quiere entender. ¿Sabe usted que Elena es mía? —dijo, después
de reír con estrépito, con la expresión de desahogo que da la resolución de no alterarse por
nada.
—No pronuncie usted más ese nombre grité sin poder contener mi cólera.
—Pero si precisamente vengo por ella... —dijo Paris con una acentuación maligna
que me erizó el. cabello.
—¡Infame! ¿Qué dices? ¡Por ella! exclamé, arrebatado.
—Si, por ella; anoche quedamos de acuerdo, y...
—¿Anoche? ¡Ay, yo estoy loco! Demonio, hombre infernal o lo que seas, explícame
este obscuro enigma; yo no puedo vivir así; yo quiero saber qué es esto... Pero Elena es
inocente; ella me ha jurado, que no te ha visto jamás.
—Sí, me ha visto.
—¿Cuándo?
—Siempre, a todas horas. Pero usted no entiende estas cosas; voy a explicárselo
claramente.
III
Descansó mi don Anselmo un rato, porque la relación anterior, con sus diálogos
entrecortados, le había fatigado mucho. Cuando reposó un momento, procurando calmar
la agitación que le devoraba, siguió el relato del modo siguiente:
—La sombra, el demonio, el semidiós, la pintura o lo que fuera, me miró un rato con
aquella sonrisa maliciosa que tan bien ejecutara el artista en el cuadro donde
anteriormente estaba, y después me dijo:
—Ella me ha visto, sí; me ve en todas partes. Cuando pronunció aquel sí, copulativo,
que tan envanecido tiene a su esposo, me vio en el altar, en las luces, en el blanco ropaje de
su vestido, en los negros paños del fraque de usted. Desde entonces me encuentra en todas
partes; en todos los reflejos halla la luz de mis miradas, en todos los ecos oye mi voz, en su
propia sombra ve la mía... Abre su libro de oraciones, y las letras se mueven para formar
mi nombre: habla con Dios, y sin querer me habla; cree escuchar el ruido del aire, el sonido
profundo y perenne de la Naturaleza, y escucha mis palabras; está despierta, y me espera;
está sola, y me recuerda; duerme, y me invoca. Su imaginación vuela agitada en busca mía
sin reposar nunca. Yo vivo en su conciencia, donde estoy tejiendo sin cesar una tela sin fin;
vivo en su entendimiento, donde he encendido una llama de alimento sin tregua. Sus
sentimientos, sus ideas, todo eso soy yo; conque a ver si tengo motivos para decir que me
ha visto.
—¡Espíritu infernal! —grité aturdido y como fascinado—, yo no comprendo una
palabra de esa jerigonza. ¿No dices que vienes por ella?
—Sí.
—¡Infame!, sal al punto de mi casa —exclamé, procurando sacudir mi aturdimiento.
—No me iré sin ella.
—¡Maldito! ¿Pues no dices que pasó la época de los raptos?
—Me explicaré: lo que yo quiero llevarme no es la persona de Elena; lo que yo quiero
llevarme es tu mujer.
—Sofista, embrollón, ¿y qué diferencia encuentras entre mi mujer y la persona de
Elena?
—Mucha, señor don Anselmo amigo —contestó.
—Hízome una relación sutil y laberíntica que acabó de llevar mi pobre cabeza al
último grado de turbación. No puedo menos de confesar que su voz me fascinaba, y que
me parecía distinta de todas las voces que estamos acostumbrados a oír. Y si dijera que en
medio del espanto, del trastorno que yo sentía, causábanme sus lucubraciones cierto
asombro parecido al agrado, no mentiría ciertamente.
—Confieso, señor don Anselmo —dije—, que nunca he oído narrar cosa alguna que
se parezca a ese singular caso de usted. La aparición que se presenta de ese modo, su
lenguaje, la familiaridad con que habla, todo me parece tan absurdo que, a no ser usted el
que lo cuenta, lo juzgaría pura invención, obra de escritorzuelos y demás gente enemiga
de la verdad.
—Pues es tan cierto que le vi y le hablé y me dijo lo que he referido, como es cierto
que usted y yo existimos y estamos aquí charlando.
—En verdad, es cosa inaudita —apunté yo— que la imaginación, sin ninguna
influencia externa, pueda dar vida y cuerpo a seres como ese diablo de Paris que a usted se
le presentó tan a deshora. Es indudable que ese caballero no era otra cosa que la
personificación de una idea, de aquella idea constante, tenaz, que usted desde tiempo
atrás, y principalmente desde su boda, tenía encajada en el cerebro. Lo que no puedo
explicarme es cómo adquirió existencia material y corpórea esa idea; ni sé a qué clase de
generaciones espontáneas se debió ese fenómeno sin precedentes en la historia de las
alucinaciones. Pero siga contando a ver en qué para eso.
—Lo que él me dijo se ha quedado grabado en mi memoria de un modo indeleble —
continuó el doctor, dando un suspiro—. Nada tengo tan presente como lo que me contestó
cuando le pregunté qué diferencia había para él entre la persona de Elena y mi mujer.
Habló de este modo:
—Yo no quiero la persona de tu mujer. La esposa, amigo mío, la esposa es lo que
busco; quiero cargar con la mitad de su lecho de usted y enseñarlo a todo el mundo. No
quiero romper por eso la institución: yo respeto el sacramento; pero he de llevarme una
cosa que excede en valor a la institución y está por encima del sacramento... Tres poderes
establecen el matrimonio: el civil, el eclesiástico y otro que no está en manos del vicario ni
del cura y si en manos de eso que llamáis vulgo, sociedad, gente, público, canalla, vecinos,
amigos, mundo, en fin. Ya sabe usted que el mundo rompe ciertos lazos que parecen
inquebrantables. Pues bien: yo quiero llevarme de aquí lo que el mundo necesita para
quebrantar estos lazos; quiero llevarme la abdicación de la personalidad de marido el
consentimiento de su flaqueza. Así daré alimento al vulgo, a la gente que vive de esto.
Todos me preguntarán por ti y por ella; mas mi sola presencia es respuesta definitiva,
porque yo soy por mí mismo la negación del lazo que os une. Quiero llevar fuera el amor
que ella me profesa; hacer público lo que hoy está sólo en su imaginación, un mal
pensamiento; lo que hoy está sólo en tu cabeza, una sospecha. Quiero hacer de tus dudas,
de tus celos, de tus decepciones, de tus tonterías, de tus deseos, de tus locas ilusiones, un
gran libro que pasará de mano en mano y será leído y releído con afán. Quiero sacar de
aquí los dolores que padeces, la repugnancia y el horror que le inspiras. Quédate con su
persona: yo no la apetezco. Lo que llevaré y sacaré a pública plaza es: las miradas que me
dirige, las citas que me da, los favores que me concede, los desaires que te hace, las
reticencias que deja escapar hablando de ti, el epíteto de bueno que te propinará de vez en
cuando. Lo que me llevaré es la opinión de su doncella, de tu lacayo, prontos a contar por
dinero una historia; me llevaré la clave de tus distracciones oportunas, de mis entradas a
tiempo. Quédate con tu esposa: yo no haré más que pasearme ante ella y ante todos,
recibir la exhalación de sus ojos en presencia de centenares de personas, difundir por mi
cuerpo su perfume favorito, recorrer las calles de modo que en cualquier parte parezco
que salgo de aquí, y en la obscuridad de la noche proyectar mi sombra sobre las tapias de
tu jardín. Eso es lo que yo quiero.
—Cuando escuché esto, amigo mío, mi furor fue tan grande, que hice algún
movimiento para pegarle; y lo habría conseguido si una fuerza secreta, una especie de
terror como respetuoso, no me contuviera.
—Veo que ese Paris, que se presentó cortésmente en su casa de usted, acabó por
tratarle con familiaridad irreverente —le dije—. He notado que al fin le tuteaba a usted.
—Sí; aquel maldito, a poco de estar hablando conmigo, se dejó de composturas;
tomaba en sillón posiciones cómodas; me tuteaba; a veces se paseaba por el cuarto con las
manos en los bolsillos, y, por último, sacó un cigarro y se puso a fumar con toda
franqueza.
—Pero, hombre —le dije—, ¿por qué no probó usted a ver si con una buena paliza se
disipaba la sombra?
—Vea usted lo que hice. Mi situación era tan terrible, que resolví tomar una
determinación enérgica. «Es preciso acabar de una vez», pensé; y plantándome delante de
él, le dije:
—Caballero, esto es una superchería y usted un farsante que ha venido aquí a
burlarse de mí. ¿Piensa usted que creo en las tonterías que ha contado de su doble
naturaleza, de que es inmortal, etcétera? Yo no soy ningún loco para creer esa. Voy a
romperle a usted la crisma hoy mismo, ¿lo entiende usted bien?
—¿Quieres batirte conmigo? —dijo con familiaridad burlesca— Bueno, nos
batiremos; te mataré, que es lo mismo.
—¡Oh! Me batiré con una legión como tú —grité en el colmo de la rabia—; te mataré,
te degollaré con más deleite que si venciera a un tigre, a una boa.
—Pues lo dicho, dicho.
—Te mataré —continué con redoblada furia—, aunque te protejan todas las
potencias infernales. No sé manejar ningún arma, pero Dios vendrá en mi ayuda. Dices
que has venido a quitarme mi honor. Pues yo prevaleceré contra ti, malvado de todos los
tiempos, genio protervo de todos los países. En vano tratas de desarmarme con tu ironía
sangrienta, de infundirme espanto con la relación de lo que eres y de lo que puedes. Si eres
un hombre, te mataré; yo estoy seguro de ello. Si eres un espíritu, te aniquilaré también,
porque Dios vendrá en mi ayuda; hará de mi su instrumento para extirpar tamaña
monstruosidad y aberración
—Bien —replicó Paris, arrojando la colilla del cigarro—; nos batiremos esta noche,
—¿Cómo esta noche? Hoy mismo, ahora mismo.
—El odio me había hecho elocuente. En cuanto a mi determinación de batirme con
aquel ente sobrenatural, se explica por la situación de mi espíritu. La muerte no me daba
espanto; antes al contrario, me parecía un consuelo. Si me mataba, concluían todas mis
penas; si él era un hombre, yo podía tener la suerte de acabar con él. Si era un espíritu..., en
fin, ¿a qué razonar en aquel momento? Mi determinación estaba tomada, y por razón
ninguna hubiera desistido de ella.
—Pero, hombre —le dije—, ¿no era temeridad dar ese paso, arriesgarse a morir?
—Yo no sé lo que era. Yo quería concluir-repuso el doctor-, y no veía otra manera de
despejar la incógnita.
—¿Y se batieron ustedes?
—Sí; yo no quería padrinos; quería que aquel duelo fuese solitario como mi pena.
Nada me importaba morir. Resuelto a no prolongar mi agonía, nos dirigimos aquella
misma tarde a un sitio cercano a la capital.
—Pero, hombre, ¡sin testigos!
—Llevamos dos pistolas; ambos fuimos en mi coche, y su buen humor era tal
durante el camino, que me aseguró más en la inminencia segura de mi muerte. Para mí
aquello era en realidad un suicidio que yo realizaba en forma inusitada y nueva.
—¿Y cuál fue el resultado? Tengo curiosidad por saber cómo se portó usted delante
de un adversario tan temible.
—¡Oh, amigo! —dijo el doctor—; el resultado es lo más singular de la aventura; y de
ningún modo puede usted sospecharlo. Yo le aseguro que es enteramente distinto de lo
que usted se ha figurado.
IV
Confieso que la narración del doctor Anselmo me iba interesando un poco, por pura
curiosidad se entiende, pues no podía ver en ella realidad ni verosimilitud.
Había, sin embargo, una pequeña dosis de sentido en el fondo de todos aquellos
desatinos, porque la figura de Paris, ente de imaginación, a quien había dado aparente
existencia la gran fantasía de mi amigo, podía pasar muy bien como la personificación de
uno de los vicios capitales de la Sociedad. Si el doctor inventó aquello, fuerza es confesar
que no carecía de algún intríngulis su invención; si, por el contrario, creía real lo que
contaba, indudablemente era uno de los mayores iluminados que han visto los tiempos.
Deseoso de saber en qué había parado aquel duelo extraordinario, le incité a seguir; él no
se hizo de rogar.
—Paris y yo nos dirigimos en mi coche al sitio que habíamos elegido. por el camino
hablamos poco, aunque él procuraba entablar conversación incitándome con dichos
ingeniosos y agudezas, que no quiero recordar. Yo no pensaba más que en la muerte, que
creía cercana, inspirándome más regocijo que pena. Mi serenidad no era la serenidad del
valor, sino la de la resignación; en aquel momento el mundo, mis riquezas, mi esposa, me
daban hastío y repugnancia. Veía cerca el término de tantos dolores, y aquel hombre,
aquel monstruo diabólico en forma de ser humano, más que enemigo, me parecía una
salvación.
Cuando llegamos al sitio del duelo la tarde caía y el Occidente se iluminaba con
espléndidos colores y reflejos. Era fresco y húmedo el aire, y tan apacible, que apenas se
movían las hojas de los árboles, amarillas y débiles ya por los fríos del otoño. Sin
necesidad de ser agitadas, se caían por su propio peso, muertas y lívidas antes de
abandonar el árbol. Me acuerdo de esa tarde como si hubiera sido ayer. Paró el coche,
bajamos y anduvimos un buen trecho solos.
—¡Ay, amigo don Anselmo! —exclamé yo—, reconozcamos que los procedimientos
de ese duelo son de una inverosimilitud incomprensible. ¡Ir a matarse sin testigos, llevar
usted al contrario en su mismo coche!... Eso no pasará en ninguna parte, y estoy seguro de
que es el primer ejemplo que se ve en las sociedades modernas.
—¡Inverosimilitud! —exclamó don Anselmo—; ¿quién habla de eso tratándose de un
caso que está fuera de los límites de lo humano? No busque usted aquí la regularidad; si
esto fuera como lo que pasa ordinariamente no lo contaría.
Esta razón no dejaba de tener fuerza y callé.
—Cuando elegimos el sitio, Paris me dijo:
—¿A ver las pistolas?
—Son buenas —repliqué yo, entregándoselas.
L a Sombra B enito Pérez Galdós
—Lo mismo me da —contestó sin examinarlas— para mí todas las armas son buenas.
Cárgalas delante de mí, y después echaremos suertes a ver cuál tira primero.
—Ya están cargadas.
—A ver de qué modo echamos suertes —dijo Paris, paseándose por el campo con el
mismo desenfado y franqueza con que se había paseado en mi habitación.
—Con un pañuelo —dije yo— Hagamos un nudo en una de las puntas y el que...
—Me parece que eres un poco fullero —indicó Paris, riendo con todo el aplomo del
que sabe que va a matar a su contrario.
—Arrojemos una moneda al suelo —añadí yo con impaciencia, porque aquellos
preparativos para llegar a un fin para mi incuestionable me molestaban.
—Bien; pues si sale cara, tiro yo.
—Si sale cruz, me toca a mí.
—Vamos, echa la moneda de una vez.
—Arrojé la moneda, cayó al suelo y ambos nos inclinamos para poder distinguir la
señal. Salió cruz: a mí me tocaba tirar primero. Nos colocamos a 10 pasos. Yo apunté o, por
lo menos, levanté el brazo, procurando dirigir el cañón de la pistola hacia el pecho de mi
enemigo. El se reía al ver que el cañón del arma describía curvas en el aire, y allí me soltó
unas cuantas agudezas que me desconcertaron más, obligándome a bajar la mano, pues
habiéndose enfriado los dedos con el aire de la tarde, ni aun tenía fuerzas para disparar el
tiro. Pero pronto apunté de nuevo para no irme al otro mundo sin desempeñar mal o bien
el papel que mi honor me había impuesto en aquel lance. Apunté sin procurar dirigir la
bala, y cerré los ojos; el tiro salió, y Paris cayó en el suelo sin dar un grito, porque la bala le
había atravesado de parte a parte el pecho.
—¡ Demonio! —exclamé al ver el inesperado fin del lance—. ¿Conque muerto?
—La contemplación de un milagro —continuó el doctor— no me hubiera causado
tanto asombro como aquella victoria adquirida sobre tan terrible adversario. Matar a
semejante hombre, vencer a aquel genio maligno, era más de lo que podía esperar quien
nunca manejó un arma, ni aprendido a luchar con antagonistas del otro mundo. Había
vencido al mayor enemigo de la paz conyugal. Si era hombre, había librado al mundo de
un malvado; si era la personificación de un vicio, una plaga humana, una calamidad social
encarnada en arrogante cuerpo, había yo quitado a la Sociedad la mitad de sus escándalos.
Yo creí que alguna divinidad celeste había venido en mi ayuda. Q¡0h!, mi honor —pensé—
, mi honor, este sentimiento puro, acrisolado, ha sido para mí la divinidad protectora que
ha dirigido mi brazo; ha infundido un soplo de vida en esta bala, para que volara
consciente e irritada hacia aquel pecho y partiera aquel corazón, centro de perfidias y
engaños. ¡Dios mío!, si el duelo es un crimen; si lo que acabo de hacer es un asesinato,
perdona esta falta, precursora de bienes sin cuento. Tú, que has permitido la presencia de
este monstruo; tú, que eres dueño y regulador sabio de los beneficios y los castigos; tú, que
das la lluvia benéfica, el rocío, el sol, el maná, y permites la peste, el hambre y el incendio,
perdonarás, perdonarás la inmolación de este que creaste para nuestro castigo,
imponiéndonos el trabajo de vencerle.»
Examiné atentamente el cuerpo de Paris, y vi que de su herida brotaba un torrente de
sangre; pero estaba vivo aún; respiraba, movía lentamente los ojos y me miraba con una
expresión que no podía yo definir bien.
Su mirada no era de tristeza ni de dolor. El singular estado de mi cabeza me hacía ver
en sus labios una sonrisa burlona. Pero a pesar de esto, su rostro estaba lívido, y su
cuerpo, desmayado y flojo. ¿Creéis que al verle así me dio lástima, y hubo un momento en
que se aplacó mi odio? Somos hombres al fin. Además, al tocarle, al cerciorarme por mis
propios sentidos de que era cuerpo humano, desapareció de mi pensamiento la creencia
de que fuese una sombra, un ente de razón; en aquel momento no pensé sino que era un
joven que, habiendo adivinado mis pensamientos, quiso darme una broma o burlarse de
mí, haciéndose pasar ante mis ojos como un ser sobrenatural. En resumen: al ver aquel
hombre herido por mí, que se desangraba en un campo solitario, sin auxilio de nadie, sin
alivio corporal ni espiritual que suavizara un poco su muerte ya segura, me dio tanta
lástima, que resolví meterle en el coche y llevarle a mi casa para darle el auxilio que
necesitaba.
—Pero ¿no comprendió usted —le dije— que se exponía a que le descubrieran?
—Habríale abandonado si hubiese estado muerto; pero vivía, respiraba. ¿Cómo
dejarle allí? Eso no cabía en mis sentimientos; además, mi odio se habla disipado ante la
victoria. No cejé en mi resolución; le metí en el coche con ayuda de mis criados y... a casa.
—Pero ¿no podía usted depositarle en otra parte?...
—No; en mi casa no le descubrirían, porque había de tomar todas las precauciones
imaginables. Abandonado o entregado a alguien, sí seria descubierto inmediatamente. Así
pensaba yo, camino de mi casa. Llegamos ya muy entrada la noche. Nadie nos vio entrar;
le subimos con mucho cuidado y le pusimos en un lecho. Cuando quedé solo con él, le
examiné con mucha atención: aún vivía. Mucha sorpresa me causó el que, lejos de estar
más extenuado, más débil, más cercano a la muerte, por ser la herida profundísima,
parecía más animado, y clavaba la vista serena y observadora en los objetos que
adornaban la habitación. Cuando me sintió cerca, fijó en mí los ojos con una tenacidad que
me hizo temblar. Parecía sondarme hasta el fondo del alma. Aquellos no eran los ojos de
un moribundo. Después de que me miró largo rato sin pestañear, su mano, fría como el
mármol, tocó mi mano, comunicándome una corriente glacial, que circuló por todo mi
cuerpo, haciéndome estremecer con una impresión para mí desconocida; sus labios se
movieron como para articular un quejido, y una voz, que parecía salir no de su boca, sino
de una profundidad invisible, una voz de inmensa resonancia y gravedad, dijo estas
palabras, que no puedo recordar sin espanto:
—Majadero, yo soy inmortal.

V
—Aún me parece que le estoy mirando y que le estoy oyendo —continuó el doctor,
un poco abstraído.
Después se puso a mirar atentamente al techo, como si allí arriba hubiera alguna cosa
escrita. Abandonado a la meditación, los ojos se le iban al cielo, tomando todo él aquella
actitud de santo que le era peculiar. Después prosiguió la historia como sigue.
—No sé qué pensé entonces. Me ocurrió encerrarle allí, y esperar días, semanas y
meses a ver si herido, solo, sin comer ni beber, podía existir aquel ser maldito. Entretanto
salía la sangre de su herida, sin que por eso se postrara más su cuerpo; por el contrario,
animábase cada vez más, aumentando mi desesperación. Diga usted si el caso no era para
volverse loco. ¡Estar constantemente perseguido por aquel demonio, que tampoco había
podido matarme, y que concluía por instalarse en mi casa, junto a mí, siempre a mi vista,
como mi conciencia, como mi pensamiento, como mi miedo! Mi rabia no tuvo límites
cuando le vi incorporarse en el lecho, y exclamar:
—Ya ves de qué modo has conseguido que no salga de tu casa. ¿Te atreverás a arrojar
de ella a un hombre que has herido, a un hombre que se desangra y se muere? Si me echas
de aquí, no es posible que te libres de la nota de asesino. Se descubrirá que has intentado
matar a un hombre, vendrá la Justicia, habrá escándalo... Dirán que el bueno de don
Anselmo encontró a un galán en el cuarto de su esposa y le pegó un tiro. Ya ves, ¡qué
escándalo! Si quieres que me marche, me marcharé; pero bien te dije que al salir de esta
casa me llevaría tu honor. Necio, en vano quieres prevalecer contra mí, contra lo inmortal,
contra lo omnipotente, contra lo divino. Yo soy superior a los hombres; yo soy parte de ese
mal que desde el principio pesa sobre vuestra existencia, y del cual no os podéis librar,
porque una ley suprema le pone sobre vosotros y en vosotros como una faz de la vida.
Aquí estoy, en tu casa; eso es lo que yo quería. Ella sabe que estoy aquí; muchos de fuera
lo saben también. Pero esto es ahora un secreto guardado por muchos. Si quieres que haya
escándalo, si quieres que mil voces hablen de mí, si quieres que esto se publique por calles
y plazas, échame de aquí; yo me voy gustoso, pero ya sabes todo lo que me llevo.
—Pero ¿qué fuerzas se han de emplear contra ti? —exclamé en el colmo de la
turbación— Sean morales o materiales, algunas fuerzas habrá que te venzan, demonio
incomprensible, más fatal que cuantos se emplean en tentar a los hombres, llevándolos por
los caminos de todos los vicios.
—Contra mí no hay nada que prevalezca —contestó, recobrando poco a poco su
habitual buen humor y ligereza— Ningún arma me puede herir; no tomes en serio lo que
ha pasado; no creas que me has vencido, pobre loco; lo que has visto no ha sido más que
un incidente preparado con objeto de atraparte mejor. Esta casa ya es mía; ya he penetrado
en ella y no me puedes arrojar; todo el mundo sabe que Paris ha entrado en tu casa, y tú,
aunque emplees todas tus facultades, todo tu dinero, cuanto existe y cuanto vale en la
Tierra, no podrás convencer a nadie de lo contrario...
—¡Oh!, yo no sé lo que haré! —grité desesperado—; yo voy a pegar fuego a esta casa
para que perezcamos todos.
—¡Fuego! —dijo él, riendo diabólicamente e incorporándose en el lecho—, ¡fuego! Si
ése es mi alimento, si vivo en él; fuego es mi sangre, mi aliento, mi mirada, mi palabra;
quemo, devoro, aniquilo. No opongas a mi poder esos elementos venales que a un signo
mío obedecen sumisos. Yo digo al aire: «Agita sus cabellos, lleva a su oído ecos que la
sumerjan en esas meditaciones vagas, de cuya confusión sale luminoso, inexorable, el
primer mal pensamiento.» Y el aire me obedece. Yo digo al agua: «Ve y acaricia con
irritante frialdad o calor suave su cuerpo, que en las ondas del baño se abandona
indolente; difunde en ese cuerpo la languidez y altera la serenidad de su cabeza,
produciendo el marco voluptuoso que engaña la conciencia y hace accesible la fortaleza
del recato.» Y el agua me obedece. Yo digo al fuego: «Corre por sus venas, enardece su
corazón, y haz brotar en su pensamiento esa chispa incendiaria que es la abdicación
postrera de la voluntad.» Y el fuego me obedece. Yo digo a la luz: «Refleja en el espejo las
hermosas líneas de su rostro, y lleva de su espejo a sus ojos la imagen del cuello, del labio,
de la cabellera, del talle, para que aumente su amor propio, baluarte formidable que me
defiende.» Y la luz me obedece. Aún más: yo soy ese aire murmurador, esa agua
voluptuosa, ese fuego que inflama, esa luz que adula. Ciego: me estás viendo, crees que
estoy aquí. No; yo estoy allá, junto a ella; yo no la abandono nunca, porque soy su idea, su
mal pensamiento, su mal deseo yo no me separo de ella jamás. En vano tratas de perseguir
ese mal pensamiento, ese anhelo, cuando por un singular fenómeno se te presenta en
forma humana. Torpe, ¿no comprendes que yo no puedo ser enterrado bajo un montón de
piedras? ¿No ves que es imposible matarme de un tiro como se mata a un pájaro, a un
ladrón?
—Calla, por piedad, monstruo —exclamé, angustiado—. ¿Qué delito he cometido
para tan gran tormento? Porque esto es castigo, sí, de algún crimen ignorado. Yo, que soy
la probidad, el pundonor, la lealtad, la sobriedad, ¿por qué he merecido esta tortura, que
produce un trastorno en todas mis facultades y acabará por volverme loco?
—Tú tienes la culpa —dijo Paris con serenidad, sin dar ya señales de postración, y
como si un médico sobrenatural hubiera sanado por encanto su herida—; tú tienes la
culpa, tú, que me has llamado, que me has traído, que me evocaste con la fuerza de tu
entendimiento y de tu fantasía.
—Pues yo, con esa misma fuerza, te conjuro para que me dejes en paz. Yo no puedo
vivir así, diablo, espíritu, pensamiento o lo que seas. Vete; yo te arrojo de mi cabeza; yo te
expulso de mí, ya que no has querido darme la muerte; vete, porque esto es mil veces peor
que morir.
—¡Irme! No puede ser —contestó mi enemigo, encendiendo un cigarrillo de papel—.
Ni yo, aunque quisiera, tengo poder para abandonarte. Mientras tú tengas ideas y
sensaciones, yo estaré aquí. Renuncia a todo eso y me iré; resígnate a ser, en vez de
hombre inteligente y sensible, una máquina automática, sin ninguna vida espiritual;
resígnate a ser un bulto vivo, y entonces me marcho.
—Me resignaré. Yo quiero morir y no pensar; yo quiero ser una bestia y no sentir en
mi cabeza esto que llevo desde el nacer para tormento mío.
—No lo tomes así, tan a pechos —repuso; estas cosas deben considerarse con alma; sé
filósofo; ten esa grandiosa serenidad que ha hecho célebres a muchos maridos, y no
quieras sobreponer un falso pundonor a ciertas leyes sociales que nadie puede contrariar.
—No me trastornes más; yo quiero morir; quiero ser sacrificado a este pensamiento
que me ha devorado, consumiéndome todo.
Decía yo esto con la mayor sinceridad, amigo deseaba morir, o vivir sin conciencia ni
entendimiento; si esto era vivir, había en mí como un delirio, una excitación tal, que nunca
después he vuelto a experimentar cosa parecida. Fijaba mi vista en aquel hombre, le
tocaba, le veía, tenía todos los fundamentos necesarios para creer en su existencia, y aún
me parecía todo un sueño.
¿A usted no le ha pasado que al sufrir los tormentos de una pesadilla se muestra
íntimamente incrédulo ante tantos dolores, y dice: «Esto es sueño, como si una chispa de
razón velara cuando todas las facultades se nublan, menos la fantasía, que lo domina todo
a sus anchas? Pues lo mismo yo, en aquel delirio angustioso, decía para mí a veces: «Esto
es un sueño.» Pero la realidad me desmentía: hallábame en mi casa; me reconocía
despierto, como ahora me reconozco vivo. Iba y venía, presa de una horrible ansiedad, y
todo lo que me rodeaba era real: las personas, las mismas; idénticos los objetos. Salía de mi
cuarto a ver si la impresión de cosas externas me daba alguna luz; pero nada lograba. Por
fin, determiné ausentarme de allí: cerré el cuarto, dejando dentro al herido, y fui a la
habitación de Elena. Cuando entré, mi mujer se sobrecogió de espanto, tembló, y después
me dijo algunas palabras mal articuladas, porque el terror le embargaba la voz. No sé qué
íntimo convencimiento me obligó a mirar todo, a registrar todo, agitado, convulso,
demente. La infeliz gemía: creo que la maltraté. Después, andando de un lado para otro,
registraba con afán, y era tal mi trastorno, que hasta debajo de las sillas, dentro de los
vasos de su tocador y entre las hojas de los libros quería encontrar lo que buscaba. Allí no
había nada; yo nada vi; pero tenía la convicción profunda de que allí estaba; en el aire, en
la sombra, en el perfume, en el eco de nuestras voces, en todo me parecía sentir la
presencia de aquel maldecido, «¿Dónde está? —grité—; ¡aquí hay alguno!» «¿Quién?», dijo
ella, desesperada. «¡Ese —contesté yo—, ese monstruo, ese espíritu de hombre! Yo sé que
está aquí, yo le siento, yo le oigo. Sí, Elena, está aquí; tú le tienes. Le veo en tus ojos, le oigo
en tu voz; está aquí.»
Y, en efecto, la sombra de todos los objetos me parecía su sombra, el eco de nuestras
voces parecíame su voz, y en los vagos accidentes de la luz, del sonido, del tacto, me
parecía encontrar algo de la persona, del aliento de aquel genio execrable. Elena lloraba
con tanto desconsuelo, que fue imposible recriminarla. Únicamente le decía: «Sí, aquí está,
aquí está… Por fin, salí de allí porque me trastornaba cada vez, y volví a mi cuarto, donde
le había dejado cerrado con llave. Al entrar di un grito: el herido no estaba allí. Mi espanto
fue tal, que no pude dar un paso, y me dejé caer en un sillón. Las fuerzas me faltaban ya
por efecto de las continuas y dolorosas impresiones de aquel día; me desvanecí, me
desmayé, y a no haberse entregado espontáneamente mi naturaleza al reposo no sé que
hubiera sido de mí. Quedé inactivo y como muerto durante largas horas. En el momento
de recobrar el tino, amanecía. Sentí ruido en la puerta, miré, y era Paris que entraba de
bata, pantuflas y con el cabello en desorden, como quien se levanta de la cama. Pasó
delante de mí, mirándome con la diabólica sonrisa que era en él constante. Yo le miré
también largo rato, y el estupor, cierto marasmo moral que yo sentía, impidiéronme dirigir
la palabra en mucho tiempo.
Cuando esto decía, el doctor hallábase también poseído de aquel marasmo moral que
refería. Tenía turbios los ojos, lenta la voz, difícil el aliento, estaba fatigado, y, sin duda, el
recuerdo de los sucesos referidos le producía muy fuerte emoción. Por eso, y considerando
lo que padecía el infeliz al traer a la memoria su insana idea, no me atreví a hacerle las mil
observaciones que sobre el caso se me ocurrían, reflexiones que hubieran entibiado mucho
el entusiasmo y fe con que refería tales locuras.
CAPITULO III
Alejandro
I
Aquella noche no pudo continuar el doctor su curiosa narración, que, a fuerza de
extravagante, me había inspirado algún interés. Yo deseaba saber cuál sería la hazaña final
del travieso héroe de la antigüedad que se propuso quitar el juicio a mi pobre amigo, si es
que alguno tenía. Bien se echaba de ver que aquello había de concluir pronto de cualquier
modo, pues no era posible que semejante invención, o lo que fuese, se prolongara por más
tiempo del que la ley del Arte exige, y además, según lo último que refirió mi amigo, se
comprendía que el desenlace no podía estar lejos. Pero aquella noche, como he dicho, no le
fue posible satisfacer mi deseo: hubiéralo hecho él, a pesar de su cansancio y de lo
impresionado que estaba con el recuerdo de sus desventuras; mas no le insté a que
siguiera, quedando de acuerdo para celebrar nueva sesión la noche siguiente, como lo
hicimos. Reanudando el interrumpido hilo de su discurso, el sabio continuó así:
—¿En qué quedamos? Porque de anoche acá me he trascordado; y siempre que
recuerdo aquello hay un desquiciamiento en mis facultades, de ordinario no muy sanas.
—Quedamos en un incidente interesantísimo. Usted se había desvanecido, se había
dormido, abandonándose a un profundísimo sueño, que yo tengo para mí fue obra de
algún sortilegio de aquel ente infernal, y al despertar, ya casi de día, vio aparecer a Paris,
de bata y pantuflas, como si se levantara de la cama.
—Así es, en efecto —dijo—, y yo, según indiqué a usted, en mi estupor no pude
decirle palabra en mucho tiempo; le miraba, sintiendo en mí algo de ese marco que
precede a un letargo profundo; le miraba pasearse por el cuarto con las manos en los
bolsillos de la bata, sacar un cigarro, encender un fósforo, raspándolo en la caja, y después
fumar tan tranquilo.
—¿Y no hablaron ustedes?
—Sí, hablamos. Lo particular es que aquella bata era la mía, y le caía tan bien que ni
pintada; como si se la hubieran hecho a su medida.
—Está visto que ese farsante quería apropiarse todo lo que era de usted —observé; y
me arrepentí al poco rato de haber hecho tal observación.
—Sí —dijo tristemente Por fin, viendo que nada podía hacer contra aquel miserable;
viendo que no lo podía vencer, que no le podía matar, que no le podía arrojar de mi case,
resolví entregarme al dolor, rendirme, incapaz ya de resistir más tiempo. No injurié a
Paris, no le maldije ni intenté maltratarle, porque nada valía contra él. Di tregua a la ira,
trocándola por una resignación serena, que fue en mí entonces de algún alivio.
—Yo me voy —le dije—, puesto que nada puedo contra ti. Demonio invulnerable, yo
te abandono todo: mi casa, mis riquezas, mi posición, mí esposa; todo queda en tus manos,
incluso mi honor, que no he podido librar de ti. Hablo de mi honor en la opinión de las
gentes, que mi honor en mi conciencia, eso va siempre conmigo y no me lo puedes quitar
con tus malas artes. Prefiero andar errante lejos de aquí, en país desconocido, despreciado
de todos, a soportar este suplicio en que vivo, privado de los más inocentes goces del
hogar. Quiero huir; quédate aquí en posesión de todo: me considero vencido.
—¡Necio! —contestó, mirándome—. ¿Adónde has de ir que yo no pueda seguirte?
Recuerda lo que te dije anoche: Si al marcharte te dejas aquí el entendimiento y la fantasía,
lo que hay en ti de divino, lo que te distingue de la bestia, puedes marcharte tranquilo, no
te molestaré; pero si no, no cantes victoria, que yo iré contigo en esta o en otra forma; pues
cuando me encariño con una persona no la abandono fácilmente.
—Pero si ahí te dejo todo —repliqué—, ¿qué más quieres? Ya no temo la deshonra,
no temo el escándalo, no temo nada. Puedes gozarte de tu obra; no me importa que hablen
de mí, que me señalen, que me injurien con los más denigrantes apodos. ¿Qué más quieres
de mí?
—Sosiégate, ¡oh Anselmo! —exclamó Paris. ¿Adónde vas solo, errante por esos
mundos, perseguido siempre por mí, aunque en distinta forma. Ten calma; reflexiona,
medita la gravedad de tu determinación. ¿No ves que eso es cobardía indigna de un
hombre de corazón? Acepta el martirio y resístelo hasta el fin, como cumple a quien
blasona de temple de espíritu, y de una entereza que enaltece a los hombres más que el
valor frenético y temerario. Aquí es donde debes estar siempre, en presencia de tu dolor,
siempre en tu puesto, soportando una tras otra las angustias de su crisis, que no es nueva
en el mundo y que ya ha trastornado a muchos. Aquí, amigo, aquí. No dirás que no soy
concienzudo, que no razono con la madurez que distingue a las personas graves de los
mozalbetes casquivanos y presumidos.
—¡Oh, esto ya es demasiado! —dije—. ¿No he de salir de aquí, no he de abandonar
esta casa? ¿También me has de perseguir lejos de estos sitios? Eso no puede ser; y si así
fuera, yo me embruteceré, no penaré, como has dicho; seré un animal de los más torpes y
groseros. Si esto es ser hombre, maldigo mi condición, y me río de esa pomposa palabrería
con que la enaltecen algunos, diciendo que somos los reyes de lo creado. ¡Qué imbecilidad!
—Sí; ¡eso es ser hombre! —afirmó él—, y eso es ser rey de la Creación. Yo he vivido
desde el principio del mundo, y he presenciado multitud de sucesos terribles, individuales
y sociales. Sé lo que son esos dolores, cuya importancia es tal en la esfera de la vida, que
algunos han traspasado los límites de lo personal para conmover al mundo, como sucedió
en la guerra de Troya, cuyos pormenores recuerdo como si hubieran pasado ayer. Por lo
que he visto desde entonces, comprendo que se engaña el que crea poder eximirse de ese
gaje de angustias con que pagáis el orgullo de ser la flor y nata de lo creado; comprendo la
inmensa verdad que encierra el dicho de Goethe: «El que no está preparado a la
desesperación, no está preparado a la vida.» Animo; no eres tú el primero de los que se
aniquilan, quemándose en la llama de la vida, como se quema la mariposa en la luz ; tú no
eres el primero, eres un ejemplar de esa rica colección de mártires que han hecho del vivir
una bella y sorprendente epopeya.
—¿Sabe usted que no dejaba de explicarse con juicio? —dije, observando que Paris
disertaba sobre la vida con una seriedad que, aunque no exenta de extravagancia, le hacía,
sin embargo, mucho honor.
—Aquel endiablado se había puesto a filosofar dejando su cínica desenvoltura para
hacer reflexiones en un tono que me parecía más burlesco que sus chanzas del día anterior.
—Y después, ¿qué hizo? —pregunté, esperando que el aparecido se quitara, al fin, la
bata y las pantuflas de mi amigo para vestirse y arreglarse.
—Verá usted —agregó el doctor— Yo no permitía que nadie entrara allí pero entró,
cuando yo estaba descuidado, un criado a anunciarme a mi suegro, el conde del
Torbellino, y no manifestó haber visto la sombra. El criado, al parecer, creyó que yo estaba
solo. Iba yo a salir con objeto de recibir a mi suegro, cuando éste, que no se andaba en
ceremonias, entró. Yo temblé pensando que pudiera ver a Paris, pero no. Paris estaba junto
a mí, y el Conde no le vio. Para él, lo mismo que para el criado, hallábame solo en la
habitación. ¡Cosa más particular! Varias veces el aparecido pasó entre él y yo, sin ser visto
más que de mí. Yo sólo sentía sus pasos, yo sólo recibía el rayo de su mirada, de una
viveza imposible de pintar. Mas a poco de estar allí el conde del Torbellino, Paris
desapareció; yo miraba a diestra y siniestra por ver si se ocultaba en algún rincón pero
nada, había desaparecido. No vi más que mi bata y mis pantuflas, arrojadas sobre una
silla. Mi diálogo con mi ilustre suegro fue importantísimo, y es de gran utilidad el referirlo
para mejor inteligencia de esta sin igual historia. Pero antes voy a dar a usted algunas
noticias de tan respetable personaje.
II
—El conde del Torbellino —continuó don Anselmo— era un hombre tempestuoso, y
no porque tuviera carácter irascible, violento y amigo de pendencias, sino porque su
espíritu, esencialmente tranquilo, se manifestaba al exterior de la manera más resonante y
ampulosa. Cuando decía alguna tontería, caso frecuente en él, su voz, bronca por
naturaleza, se ahuecaba hasta lo más bajo del diapasón; cuando quería convencer a
alguien de que era hombre importante y de que los negocios le traían loco, su palabra
llegaba al último grado de la vana grandilocuencia; si no decía nada, su respiración
semejaba a un vendaval lejano. Locuaz y retumbante, parecía el símbolo de la tormenta, la
explosión hecha hombre. Sus oyentes eran muchos; complacíanse sus tertulios en escuchar
el estrépito de su voz descomunal; pero en tocando a reír, la turba de interlocutores se
dispersaba más que deprisa, porque la carcajada del buen señor trastornaba y aturdía. La
caja sonora que tan atroces ruidos producía era proporcionada al sonido mismo.
Corpulento, pesado, cavernoso, monumental, el señor Conde era una pieza estimable que
podía honrar a cualquier cantera. A semejante mastodonte no faltaban dignidad ni
donaire; antes al contrario, su crasitud cuadrilonga le daba cierto aspecto cesáreo y
dictatorial.
Su rostro era más bien hermoso que feo, adornado lateralmente de espesas patillas
blanquinegras; la nariz tenía algo de la voluta corintia; la boca, grande, de labios carnosos
y retorcidos, se asemejaba a las bocas de esas máscaras griegas que vomitaban lesiones y
emblemas. Dos grandes contracciones sostenían en los extremos de esta boca una
hilaridad presuntuosa, tan constante en él y tan grabada en su rostro, que podía decirse
que en él la sonrisa era una ficción. Sus lentes eran algo más: eran un órgano; la frente, en
que algunos pelos aplastados por el sombrero y pegados por el sudor dibujaban una
especie de leyenda jeroglífica, era pequeña, deprimida y roja; pero de un rojo intenso y
como transparente, cual si los sesos de aquel buen señor fuesen de bermellón o cinabrio.
Su cuerpo era un prodigio de solidez arquitectónica; cada extremidad, un portento de
equilibrio; y sus hombros, su abdomen y su espalda, otras tantas obras maestras de
estereonomía muscular; sus pies, dos ladrillos. A pesar de tanta solidez, este monolito se
movía con bastante soltura; y cuando hablaba, los brazos daban vueltas como dos aspas de
molino, amenazando descabezar al que tenía la desdicha de escucharle.
En cuanto a entendimiento, el Conde pasaba por ignorante entre muchos y por
sapientísimo entre algunos; mas no era ni una cosa ni otra. Sin ser ilustrado, sabía lo
bastante para hablar de todo, no disparatando siempre. En algunas cuestiones, sin
embargo, era fuerte, sobre todo en Política y en Hacienda. Ocupábase mucho de la alza y
baja de los fondos públicos, y negociaba con el crédito del Estado, tornando parte con los
primeros capitalistas en las más arriesgadas operaciones mercantiles, lo cual fortalecía sus
conocimientos en Hacienda. La suya le inspiraba serios temores, sobre todo en la época a
que me refiero, y el mal humor que le ocasionaban sus desbarajustados asuntos se hubiera
trocado en hipocondría si mi casamiento con su hija no echara un buen puntal a su
fortuna.
Distinguíale también un notable prurito de agradar a las gentes. Su amabilidad,
aunque tonante y explosiva, le había captado la voluntad de muchas personas. De esta
amabilidad nadie tenía mejores pruebas que yo; siempre fui objeto de su predilección, y
nunca más que en la ocasión de que hablo pude conocerlo. El Conde me probó el gran
interés que yo le inspiraba en aquel diálogo que voy a referir a usted con la puntualidad
que mi memoria me permita.
—Mi querido yerno —dijo él—, ya siento tener que hablarte de este asunto, pero es
necesario. Elena no puede vivir así. No te enfades; nadie mejor que yo conoce tus buenas
prendas; nadie ha tratado de disculparte más que yo; pero han llegado la cosas a un
extremo...; tu carácter...
—Yo no entiendo ni una palabra de lo que usted me quiere decir —le contesté,
presumiendo que algo grave encerraban aquellas indicaciones.
—Todos en la casa dicen que estás loco —añadió el Conde—. Esta opinión, el único
que la ha combatido he sido yo, que desde antes de que entraras en mi familia conocía tu
carácter. Yo sé que no es locura; estos arrebatos que hoy te dan son antiguos en ti, si bien
los agrava actualmente una monomanía, uno de esos estados pasajeros del alma que nos
ponen a veces en tal disposición que no parecemos tener pizca de sentido.
—Pues usted me explicará eso mejor, si quiere que le entienda —dije yo, que ya tenía
demasiadas confusiones en la cabeza para comprender de una vez la nueva serie de
enredos que mi suegro me traía.
—Elena se queja con razón —contestó—; la infeliz ha enflaquecido de tal modo estos
días, que parece un cadáver. Todos procuramos consolarla. ¡Cuidado que eres
extravagante! La atormentas del modo más cruel; la asustas con tus atrocidades sin cuento.
Pero ¿en quién has visto cosa semejante? Según ella refiere, algunas noches entras
despavorido en su cuarto, diciendo que has oído allí la voz de un hombre; otras veces la
maltratas, la injurias, asegurando que has visto a alguien saltar por su ventana al jardín.
Cuando más descuidada y tranquila se halla, entras furioso, profiriendo gritos y amenazas
y preguntando dónde está él; tu aspecto infunde miedo; tus palabras son las de un loco; tu
ademán es descompuesto. Di si hay mujer que tenga la fortaleza y el temple suficientes
para ver con calma estas cosas, y considera también si no hay en tu conducta bastantes
motivos para atraerte, no digo yo la antípoda, sino el horror de tu esposa.
—Sí —repliqué yo—, lo confieso; pero usted no sabe que para obrar así tengo mis
razones.
—¡Razones! No seas tonto. ¿Qué razones puedes tú tener para obrar de esa manera?
Si tuvieras la calma, la filosofía que se necesita para poder vivir en estos tiempos que
alcanzamos, no te sucedería eso. Es que tú te apuras por nada; eres muy puntilloso; tomas
muy a pechos todas las cosas, y, en resumen..., no sabes vivir.
—Suplico a usted, mi querido suegro, que me explique eso, pues quizás me dé
alguna luz en la situación en que me hallo.
—Quiero decir que te cuidas demasiado de la opinión de las gentes, cosa que se debe
despreciar las más de las veces, sobre todo cuando, como en la ocasión presente, no se
funda en nada positivo, sino en esas presunciones vulgares, hijas de una gran decadencia
moral.
—Pero ¿qué dice la opinión de las gentes? —pregunté yo— ¿Alguien se ha atrevido a
hablar de mi casa, de mi familia?...
—Te diré —contestó él enfáticamente—; no debes apurarte por eso, que, además de
no tener importancia, es cosa que se ve con demasiada frecuencia para inspirarnos recelo.
No hay que hacer caso de la opinión de esa gente holgazana que vive de la cháchara y el
escándalo, atisbando siempre en lo más íntimo de las familias... No te apures por eso. Sólo
con el desprecio se corresponde a la vileza de esas infames gentes que nada perdonan, ni
aun lo más santo y respetable.
—Pero ¿qué dicen de mí?
—Mira, nosotros no debernos hablar de esas cosas —contestó—, pues hasta
nombrarlas me parece indecoroso. Dejémoslo, y se acabó... Trata de serenarte.
—No; yo quiero saberlo, y pronto —contesté, muy agitado.
—¡Vaya! —exclamó el conde de Torbellino, poniéndose los lentes, que en el calor de
su elocuencia se le habían caído—. ¿Quieres que te cuente lo que tú sabes mejor que yo, lo
que ha sido causa de las extravagancias que has hecho estos días?
—No; yo no sé nada; quiero saber todo eso que usted me ha indicado para
confundirme más.
—Pues con indignación te informaré, querido Anselmo, de que ha habido personas
tan insolentes, que han puesto en duda..., ha habido quien ha osado difamar a la misma
virtud..., a mi hija Elena. Te aseguro que si conociera yo al infame que...
—Pero ¿quién, en dónde, qué persona ha dicho eso? —vociferé yo, aterrado ante la
horrible confirmación de lo que en mi cabeza pasaba.
—¿Quién lo va a averiguar? Y lo único en que se fundan es en que frecuenta tu casa
ese joven, ese joven..., ese que viene aquí desde hace algunos días.... ese Alejandro no se
cuántos.
—No sé de quién habla usted —dije, estupefacto.
—Sí; ése... Precisamente ayer le vi entrar aquí: varias veces le he visto entrar —
añadió, dándome a continuación las señas de aquel ente infernal, hombre, demonio o
aparición que tanto me había atormentado con el nombre de Paris— La cosa es que como
el chico tiene fama de ser uno de los más grandes perturbadores del hogar doméstico que
han existido desde que se le ha visto entrar aquí.
—¿Y quién ha traído aquí a ese sujeto?
—Yo no sé; tú lo sabrás. Lo cierto es que entra mucho en tu casa, y de seguro Elena le
tratará como a un amigo, sin sospechar la infeliz que, aunque inocente, está labrando su
desdoro admitiéndole aquí. Pero al mismo tiempo, no admitirle sería justificar la perfidia
de los maldicientes y en cierto modo ajustarse a su sistema. Lo mejor es despreciar todo
eso, querido Anselmo. Ya ves cómo sé cuál es la causa de tus locuras, y yo no puedo
menos de reírme al considerar cuánto has atormentado a la pobre Elena por una causa tan
frívola, serénate, hombre; ten calma, como antes te he dicho. Si porque cuatro desalmados
hablan de ti vas a hacer tales atrocidades, asemejándote a los mayores locos que han
existido, ¿qué harías si tuvieras una verdadera causa?
—Así habló el conde del Torbellino, y sus palabras, lejos de darme luz en aquel
asunto, me embrollaron más y más la cabeza. Antes había dudado si la figura de Paris era
real o meramente una creación de mi entendimiento, producida por fenómenos no
comprendidos, esta duda me daba gran tormento. Ahora, según las palabras de mi suegro,
Paris era un ser real, conocido de todos. Entonces, ¿cómo fue herido gravemente por mí,
restableciéndose después por encanto, sin que quedaran en su cuerpo señales de
postración? ¿Cómo aparecía y desaparecía sin saber de qué modo? Esto aumentaba mi
confusión de tal manera, que cuando se fue mi suegro me sumergí en intrincadas y
laberínticas meditaciones, a ver si vislumbraba un rayo de luz en tantas lobregueces. ¡Dios
mío! Aún no era bastante. Para colmo de desdicha, entró mi suegra, que, empleando muy
distintas razones que su esposo, dialogó conmigo un buen espacio de tiempo.
Mi suegra era una vieja coqueta en quien los años no habían amortiguado el deseo de
agradar, base de su carácter.
Habiendo sido hermosísima, en su rostro no quedaban ya más que lástimas, y
únicamente los ojos conservaban en su brillo y expresión algo de aquella belleza que se
había despedido para no volver más. Este desastroso afeamiento era, en parte, remediado
con los complicados afeites que se hacía y las mil cosas que inventaba para disimular los
estragos de su persona. En cuanto a costumbres, las suyas no se distinguían sino por un
continuo callejear, que no le dio muy buena opinión, aunque nunca se dijo claramente que
no fuese honrada. Gustábale divertirse más que a muchas que no pasan de los 20; Y en
este punto jamás determinaron en ella los años ningún progreso visible; pues vieja y todo
no perdonaba baile, ni comedia, ni paseo, ni reunión, ni ceremonia donde hubiera gente
joven y bulliciosa. Parecía que se le reverdecían con esto los años, refrescándosele el
cuerpo con el continuo zarandeo.
Esta dama ilustre, que profesaba en materias de opinión teorías muy peregrinas, fue
la que me habló del modo siguiente:
—Eres, Anselmo, un salvaje, una fiera, un tigre. Pensar que mi hija pueda vivir
mucho tiempo en compañía de una persona como tú, es locura. Verdaderamente sería
risible, si no fuera tan triste lo que está pasando. ¡Vamos, que aquellos sustos que le das,
presentándote de noche en su habitación como un loco, y al parecer, ofuscado el
entendimiento por alguna mala idea...! En verdad no sé cómo vive la infeliz... Está
enferma, y temo que sea de cuidado su mal, porque, francamente, ¿qué persona
impresionable y delicada resiste a las pruebas a que la sujetas? Es preciso que te decidas a
adoptar otro conducto; mi hija no puede vivir así. A ver, ¿qué es lo que te obliga a
proceder? Quiero saberlo. ¡Y pensar que es Elena un modelo de amabilidad, de discreción,
de prudencia! Verdaderamente, Anselmo, ya veo que no puede haber mayor tormento
para una joven que vivir contigo. En tu compañía ninguna puede encontrar esa agradable
confianza que es fundamento del amor; no eres amable, ni mucho menos; por el contrario,
a pesar de tus buenas prendas, te haces repulsivo por los arrebatos de tu carácter, por esa
misantropía que te consume. En ti no hallará mi hija ninguna clase de ternura, ni aun esas
pequeñas fórmulas cariño, que, insignificantes en apariencia, son de una importancia
inmensa para nosotras; créelo. Además, parece que te has propuesto hacerte aborrecer de
ella; pasas los días abstraído, solo, encerrado en ese maldito cuarto, donde a veces se te
siente hablar como si estuvieras en conversación con las ánimas del Purgatorio.
—¿Se me siente? —dije yo, oyendo con terror aquella descripción de mi vida.
—Sí, eso dicen los criados —continuó riendo—, te han oído hablando solo. ¿Es esto
tener razón, es esto ser hombre? Después sales y vas dando feroces gritos al cuarto de
Elena, que, trémula y sobrecogida, te ve registrar la habitación como si persiguieras a
alguna sombra. La pobrecilla ha llegado a tenerte tanto miedo, que tiembla sólo de oír tu
voz. Yo no sé en qué va a parar esto. ¡Qué singular manera tienes de hacerte querer de tu
esposa! Ni la acompañas, ni la mimas, ni procuras distraerla; ella está acostumbrada al
trato de la gentes, a los goces de la sociedad..., ¡y verse aquí sola, encerrada...! Únicamente
yo me intereso por ella; he logrado reunir aquí algunos amigos y amigas, que nos hacen
tertulia, entreteniéndonos un poco. Pero yo no sé qué tiene esta casa; es triste como su
dueño; todos huyen de ella. En los últimos días casi nadie ha venido, y nos hubiéramos
visto muy aburridas, a no habernos acompañado Alejandro X***...
—Señora, ¿a ver? ¿Quién es ese caballero...? ¡Tengo curiosidad ... ! —dije vivamente.
—Vaya, también has perdido la memoria —contestó mi suegra con jovialidad—,
¡Cómo está esa cabeza! ¿Conque tampoco conoces a Alejandro? Precisamente salía de aquí
cuando yo entraba. Si viene todos los días...
—Señora, yo no sé de quién habla usted.
—Pero este hombre está loco; ya desconoce a sus principales amigos, a Alejandro
X***, que tanto frecuenta tu casa; la persona más amable que he tratado en mi vida, amigo
tuyo, como lo es de todo el mundo; porque ese hombre, yo no sé..., es de los que conocen a
todo bicho viviente... Claro, es tan amable, tan listo, de una travesura jovial, discreta y
elegante.
—¿Y dice usted que yo le conozco?
—Pero ¡estás loco! ¡No le has de conocer! Si habéis salido juntos de paseo mil veces, si
habéis comido y almorzado juntos, qué sé yo... Alejandro, hombre de Dios —añadió
alzando la voz, como si hablara con un sordo— Indudablemente has perdido el juicio.
—¿Y dice usted que las acompaña? —pregunté en el colmo del estupor.
—Si no fuera por él, mi hija y yo nos aburriríamos. El nos acompaña, y es tan
amable... Nos divierte mucho contándonos historias íntimas, ¡Ah! No sabes cuánto nos
cautiva su conversación, sobre todo a Elena, que gusta de oír narrar aventuras. Ese
hombre ha viajado mucho, y, aunque joven, conoce el mundo como si hubiera vivido
siglos.
—¿Y dice usted que yo le conozco? —pregunté con ansiedad.
—¡Válgame Dios, qué hombre! Es lo mismo que si preguntaras si me conoces a mi.
Tú no estás bueno. Anselmo, por Dios, esa cabeza...
III
—Estas y otras razones cambiamos mi suegra y yo en aquel diálogo memorable. Ella
se fue, porque le avisaron que Elena estaba con un síncope, y al poco rato, cuando aún no
había yo tenido tiempo de aclarar un poco las ideas que lo indicado por mi suegra me
sugería, entró un amigo mío muy querido, el cual me hablo también cosas que no debo
pasar en silencio, para mejor inteligencia de este raro suceso.
—Venía a saber de tu mujer —dijo—; oí decir que estaba mala.
—Sí —contesté—, no está buena. Desde hace días tiene no sé qué. ¿Por quién lo
supiste?
—No recuerdo dónde lo oí decir.
—Yo sé que hablan de mi por ahí —indiqué, porque había conocido que mi amigo
quería contarme algo, y que esperaba que rodase la conversación sobre aquel punto.
—¿Qué hablan de ti? No sé —dijo vacilando—. Bien, no te lo negaré; al contrario,
obligado por nuestra amistad te hablo de este asunto, y si te digo que no he venido a otra
cosa, no miento, de seguro.
—Vamos a ver.
—Por supuesto, que debes despreciar ciertas cosas; mejor dicho, no despreciarlas del
todo; conviene hacerse cargo de ellas, meditarlas y resolver después maduramente lo que
se debe hacer. Esto no es nuevo. Todo el que vive aquí en cierta posición, como tú, está
expuesto a las hablillas. Hay que resignarse y no enfurecerse, porque si alguna cosa hay
que deba tomarse con calma, es ésa,
—¡Con calma! —repuse yo, perdiéndola completamente—; ¡con calma he de mirar
mi deshonra! Yo buscaré al infame autor de esa calumnia.
—Luego, ¿Ya estás tú enterado?
—Sí —dije—; no sé, lo he presumido, lo he adivinado.
—Pues sí, amigo —repuso él—; no te precipites. Las reputaciones más sólidas no se
libran de esos ataques.
—Te juro —dije— que yo he de matar a quien ha infamado mi casa, y ya sea uno, ya
sean muchos, esa vileza no ha de quedar sin castigo.
—Mal hecho; eso no se hace así. Conviene tratar con la Fama en buena amistad para
que no nos maltrate; conviene capitular con los murmuradores y hacer ciertas concesiones
para que no acaben de deshonrarnos. Para alejar a esa víbora maligna no se ha de luchar
con ella; es preciso adularla con los dulces sonidos de un instrumento músico. El vulgo
viperino es invencible cuerpo a cuerpo, y débil cuando a la defensa ciega se sustituye la
maña astuta.
—Yo no puedo adular a esos infames. Mi honra está sobre ellos.
—Todo eso es muy santo y muy bueno; pero se dice una cosa... Bien... En estos
tiempos es más temible el dicho que el hecho. Ya comprendes la fuerza que tiene un dicen.
Si quieres seguir mis consejos, márchate de aquí por algún tiempo. Cuando vuelvas, todo
está olvidado. Es la mejor manera de que te libres de ese hombre, cuya presencia continua
en tu casa tanto te daño. Es lo mejor; así se acaba sin escándalo, porque el escándalo,
amigo, graba los hechos en la mente del público, y hechos estereotipados de este modo no
se borran fácilmente.
—Pero ¿qué hombre es ése? —pregunté.
—¡Qué hombre! —dijo con estupor, admirado de que yo no le conociera—. Alejandro
X***. Estoy seguro de que sus visitas aquí han sido inocentes; pero le ven entrar, y como
tiene tan mala fama...
—¿De veras? —dije, para obligarle a explicarse mejor.
—Sí —contestó—, es de estos que hacen gala de sus costumbres licenciosas. Buena
figura, gracia, cierta depravación. No tiene más oficio que hacer el amor, ni más aspiración
que ser objeto de las necias alabanzas de la multitud, siempre gozosa por cada honra que
se pierde y cada nombre que se mancha.
—¿Y dices que debo salir de aquí?
—Sí: es urgente. Déjate de medios violentos, Matar, desafiar; todo eso aumenta el
escándalo y las habladurías...
—No; yo quiero matar a ese hombre —grité con furia, olvidando en aquel momento
que Paris era inmortal.
—¡Matar! ¿Y a quién?, ¿a éste? ¿Y estás seguro de que al matarle castigas a un
delincuente? Tú ya das por supuesto que ha habido delito, y no es ésa la cuestión. Se trata
sólo de ciertas voces que debemos suponer no tienen fundamento alguno. Ahora di si esas
voces se acallan matando gente.
—Pues yo no puedo salir de aquí —dije, recordando la amenaza de Paris de
seguirme a todas partes—; él irá tras nosotros.
—¿Cómo puede ir contigo? —dijo mi amigo—. Y si va, en tu mano está evitar que te
siga mucho tiempo. Aquí no es fácil que sin escándalo puedas echarle de tu casa, mientras
que viajando ya es más posible librarte de él por cualquier medio.
—Poco más hablamos; pero lo que he referido fue lo bastante para confundirme más
de lo que estaba. El principal tema de mi cavilación consistía en esto, que repetía sin cesar:
«Luego Paris es un ser real; ese que llaman Alejandro no es una sombra, no es una
aparición, sino un hombre que entra en mi casa y es conocido de todo el mundo. Alejandro
y Paris son dos personas distintas; el que yo he visto es representación o remedo del
primero.» Cansado ya de aquel suplicio, resolví salir, para buscar en la confianza y en el
consejo de personas afectas a mí un alivio a tan terrible pena. Pensé dirigirme a varios
amigos de lealtad probada, y además muy conocedores de las cosas de la vida, esperando
sacar de ellos alguna luz para alumbrar tan pavoroso enigma.
Salí. Según después me han contado, andaba yo por la calle con la vista extraviada, el
andar inseguro y torpe, puestos el sombrero y los vestidos de muy singular manera. Hacía
reír a las gentes; y aun los acostumbrados a ver en mí un hombre no parecido a los demás,
se paraban a mi paso, señalándome como una curiosidad. Aunque había hecho propósito
de consultar con determinadas personas, yo no encaminaba derechamente mis pasos a
lugar alguno. Iba de aquí para allí a la ventura, ciegamente. Figuraos cuál sería mi
sorpresa cuando, al atravesar no sé qué calle, tropecé...; iba a caer, y una mano asió
vigorosamente mi brazo. Me volví, y era Paris, que me sostenía. No sé lo que sentí en
aquel momento. En otra situación de espíritu le hubiera dado de golpes en presencia de
todo el mundo; pero ya la maldecida figura no me inspiraba sino temor: en su presencia,
mi alma se sobrecogía, mi palabra enmudecía, flaqueaban mis fuerzas. Desde que se ponía
a mi lado, mi espíritu se subordinaba al dominio de aquel ser infernal, doblegándose
tristemente como si sintiera su inferioridad. Desde aquel momento yo no me pertenecía:
estaba en sus manos, en su poder. El me tomó el brazo y anduvimos largo trecho por las
calles más concurridas sin hablar una palabra. Mirábamos la gente: muchos conocidos
míos encontramos al paso, y yo observaba que al pasar cuchicheaban, señalándonos. Sin
saber cómo y sin que mi voluntad obrara para nada en ello, el diabólico Paris me arrebató
hacia el Prado, que por ser el día de los más hermosos de otoño, estaba concurridísimo.
Los grupos se apartaban para dejarnos pasar, y muchos se sonreían con disimulo, fijando
la vista en los dos. En aquel instante Paris era visible para todos; ya no era aquella sombra,
sólo percibida por mí, que en mi habitación surgía de la tela de un cuadro; era un sujeto
real, y todos le veían, le saludaban, nos saludaban, observando con malignidad, mas no
con sorpresa, que anduviéramos juntos.
Así atravesamos el Prado; seguimos hacia Recoletos, sin que yo pudiera detenerme.
Arrastrábame de tal modo, que a veces parecía que una fuerza extraña movía mis pies. La
gente era en mayor número cada vez, y la malignidad la misma en todos los semblantes
conocidos.
Parábanse algunas personas y nos miraban un buen rato; otras parecióme que se
reían, y, en tanto, nosotros siempre andando, andando. Yo estaba rojo de vergüenza; el
rostro me quemaba como si tuviera en él carbones encendidos, y en el fondo de mi
corazón latía un odio terrible, una pena profunda, una sombría angustia que no podía
estallar, porque aquel demonio me lo tenía oprimido. Dentro del pecho sentía yo como
una mano de fuego que me apretaba con fuerza, conteniendo en su puño ardiente cuanto
en mí había de vida y sentimiento... Andábamos siempre sin descanso: gruesas gotas de
sudor corrían de mi frente, y sentía una gran fatiga, aunque puramente moral, pues mi
cuerpo no estaba cansado, y marchaba movido por una fuerza en mi desconocida.
Atravesamos toda la Castellana, donde había más gente aún, mayor número de conocidos
y más insistencia en mirarnos, sonriendo con malicia que rayaba en insolencia.
Caminábamos siempre, recorriendo el paseo de un extremo a otro, varias veces, hasta que
la tarde iba cayendo, la gente se retiraba, y mi alma se cubrió de luto; nublándose mis ojos,
no vi más que sombras, y glacial frío corrió por todo mi cuerpo. No pude menos de
detenerme: estábamos en el extremo del paseo; a nuestra espalda se oía el ruido de los
coches alejándose y las pisadas de algún paseante rezagado. Entonces parece como que
recobré el uso de la palabra, y sentí dentro de mí una especie de libertad, algo como
descanso, como si la acción infernal de aquel ser abominable dejara de obrar sobre mí. No
sé por qué atrajo mis miradas la extraordinaria brillantez de la luz crepuscular que por
Occidente teñía el cielo de vivísima púrpura.
Miré aquello con cierto deleite, no experimentado por mí desde algún tiempo, y
cuando volví los ojos hacia mi lado, Paris ya no estaba allí: se había desvanecido como el
humo. Por una ilusión fácil de explicar, volviendo a mirar hacia el Ocaso, me pareció ver
dibujada, con ráfagas de luz rojiza y cárdenas nubes, su faz aborrecida. Hallábame solo,
enteramente solo; había recobrado el dominio de mí mismo; pero entonces el cansancio
moral que antes experimenté se extendió a mi cuerpo, y caí sobre un banco aturdido y
exánime.

IV
—Pues si he de hablar a usted francamente, amigo don Anselmo —dije—, esa
aventura, lejos de aclararse a medida que se acerca el desenlace, se embrolla y obscurece
más. Al principio, cuando la figura de Paris se apareció a usted en su cuarto, el caso podía
pasar por una creación de la fantasía de usted, un extravío de su entendimiento. Aunque
rarísimos, suele haber casos en que una imaginación enferma produce esos fenómenos que
no tienen realidad externa sino únicamente dentro del individuo que los produce. La
figura desaparecida del lienzo, la voz que usted creyó escuchar en el cuarto de Elena, la
sombra que vio ocultarse en el pozo, todo eso puede explicarse por una obsesión que,
aunque rara, no es imposible. Pero después resulta que hay un ente real, un tal Alejandro,
persona visible para todos y que frecuenta la casa de usted; persona exactamente igual a la
sombra entrometida y que parece destinada a turbar la paz de los matrimonios, no con
medios fantásticos, sino reales, según se desprende del diálogo de usted con su suegra y
con su amigo. ¿En qué quedamos? ¿Qué relación existe entre Paris y Alejandro? Por una
coincidencia que no creo casual, estos dos nombres son los que lleva el robador de Helena
en la fábula heroica.
Ahora bien: usted dice que no conocía a ese Alejandro. Si usted le hubiera conocido,
si antes de todas las apariciones usted hubiera tenido celos de él, se comprende que su
imaginación, dominada por tal idea, llegara a ese período patológico que origina tan
grandes extravíos. Pero aquí lo primero ha sido la obsesión, y después ha venido la
realidad a confirmarla. ¿No sería más lógico que precediera la realidad, y que después, a
consecuencia de un estado real de su ánimo, aparecieran las visiones que tanto le
atormentaron?
—Precisamente lo que usted dice fue lo que yo pensé cuando, serenado algún tanto,
quise explicarme lo que me pasaba, de regreso a mi casa. He de advertir que desde muy
antes de ocurrir lo que he referido, mi cabeza se hallaba en un estado deplorable. Además
de perder la memoria casi por completo, había tal extravío en mis juicios, que no acertaba
a pensar con acierto ni a decir cosa alguna derechamente. Todo esto lo he observado
después y he venido a descubrirlo cuando, sondando cuidadosamente lo pasado, he
podido descubrir algo de lo que existía en mi cabeza en aquel período. Transcurrido algún
tiempo, pude, a fuerza de recapacitar, a fuerza de atar cabos, restablecer los hechos,
aunque no con la claridad que requerían. Por último, pude recordar que, efectivamente, yo
había conocido a aquel Alejandro de que hablaban mis suegros, mi amigo y, por fin,
Madrid entero.
—Pues entonces todo está explicado —dije yo—. Preocupóse usted con aquel
hombre, tuvo celos, pensó en eso noche y día, y ese pensamiento fue dominándole hasta el
punto de ocupar todo su espíritu: la continua fijeza del pensamiento en una idea dio gran
vuelo a su fantasía, debilitáronse sus fuerzas corporales, con el predominio absoluto del
espíritu, y de aquí ese estado morboso que le mortificó tanto. Eso, aunque raro, pasa todos
los días. Los místicos que han hablado de sus visiones con tanta fe, creyendo que han
conversado con Jesús y la Virgen, son prueba de ese estado patológico que da
preponderancia inmensa a la imaginación sobre todas sus facultades.
Ahora bien, don Anselmo; piénselo usted bien y procure hacer memoria: antes de la
aparición de Paris, ¿no ocurrió algún hecho que pudiera ser la primera causa determinante
de esa serie de fenómenos que tanto le trastornaron a usted? La verdad es que aquel
trastorno fue consecuencia de una perturbación anterior. Es preciso que usted diga lo que
pasó antes de que viera desaparecer del lienzo la figura pintada.
—Antes de contar a usted el fin de la aventura —respondió el doctor Anselmo—,
referiré lo que me dijo un cierto amigo antiguo de mi familia, un vicio de quien yo, pasada
mi niñez, me había olvidado un poco. Según él, mi padre había sufrido iguales tormentos,
siendo de notar, entre ellos, uno en que estuvo a punto de perder la vida, porque las
obsesiones le quitaron hasta el hábito y las ganas de comer, sumergiéndole en hondas
melancolías. Díjome que mi padre fue perseguido también por una sombra, si bien aquélla
no era un perturbador del matrimonio, sino un acreedor fantástico que venía a pedirle
gruesas sumas, hablándole de un litigio que no terminaba nunca. Mi padre tenía desde
antes de eso un horror extraordinario a los pleitos: era su manía, su tema, su locura.
—Veo que es mal de familia —añadí—. Cuando se tiene propensión natural a la vida
de fantasía, no seguir la carrera de santo es errar la vocación. Para el Arte no es fecundo ni
útil esa facultad desenfrenada, esa furia rebelde que no se sujeta a las leyes de la razón ni
se templa con la influencia del buen sentido. Sólo sirve para producir los deliquios y
alucinaciones del misticismo: hace del hombre un ser fuera de sí, que no está nunca en sí
mismo, sino en otro mundo que él puebla, a su antojo, de seres, dándoles vida
incongruente e ilógica, como la suya; poniéndolos en acción, atribuyéndoles hechos raros,
disparatados, absurdos, como los suyos.
—Pues otro amigo mío —continuó el doctor—, un sabio ilustre a quien yo conocía
también desde muy atrás, me dijo que esto no era más que una enfermedad, y me habló de
dislocación encefálica, de cierta disposición que tomaban los ejes de las celulillas del
cerebro, polarizadas de un modo especial: me dijo también que los arseniatos obraban con
eficacia en tal estado patológico, que los nervios ópticos sufrían una alteración sensible y
que producen las imágenes por un procedimiento a la inversa del ordinario, partiendo la
primera sensación del cerebro y verificándose después la impresión externa.
—Yo no entiendo de Medicina —dije—; pero que se trata aquí de un estado morboso,
no puede dudarse. Yo he leído en el prólogo de un libro de Neuropatía, que cayó al azar
en mis manos, consideraciones muy razonables sobre los efectos de las ideas fijas en
nuestro organismo. Aquel autor disertaba sobre las aprensiones de los enfermos, de un
modo raro, pero, a mi ver, no destituido de fundamento. Decía que la atención fija
constantemente en una parte del cuerpo produce en ella la alteración del tejido, y de este
modo explicaba las célebres llagas de San Francisco, las cuales no eran otra cosa, según él,
que una lesión producida por la convergencia de todas las facultades, de todas las fuerzas
del espíritu hacia el punto en que aparecieron. Si estos efectos, tan palpables, producen las
ideas fijas en la economía animal; si tienen poder bastante para alterar los tejidos, para
L a Sombra B enito Pérez Galdós
trastornar lo que les es menos afín, la materia, ¿qué no harán en la vida espiritual, donde
todas las facultades están en perpetuo y estrechísimo enlace? Yo me explico la obsesión de
usted y sus diálogos con ese ser incomprensible; me explico el duelo, que fue el último
grado de la alucinación. Todo lo comprendo menos la falta de antecedentes reales, de
hechos que favorecieran esa predisposición de usted, determinando la serie de fenómenos
psicológicos que ha referido.
—Hechos, sí; yo creo que los hubo —contestó—. Lo último de que conservaba
memoria es haber oído hablar a mi mujer de aquel joven. Yo pienso que también le vi y le
hablé. Pero no recuerdo más. Después, lo que mi memoria conserva de un modo indeleble
es la noche en que oí la voz en su cuarto, la desaparición de la figura del cuadro; en fin,
todo lo que he referido.
—¿Y no reparó usted si volvió Paris a su sitio?
—Seguiré contando. Cuando volví a mi casa conocí, desde que entré, que algo pasaba
en ella. Iban y venían los criados con agitación; oí la voz de mi suegra, penetrante y aguda,
y alternando con ella, la del conde del Torbellino, bronca y sonora.
Al punto me enteraron de que mi esposa estaba gravemente enferma, y así lo
demostró la presencia de dos afamados médicos y la consternación de cuantos la
rodeaban. Su malestar se había agravado repentinamente, determinándose una congestión
cerebral, cuyas consecuencias, al decir de los médicos, no serían nada lisonjeras. Yacía en
su lecho con muestras de una profunda alteración, inquieta y delirante a veces, exánime y
como muerta otras. Su madre no cesaba de hablar, lamentando aquella desventura en el
tono más destemplado y chillón. «¿Cuál otra puede ser la causa de este funesto ataque
sino las extravagancias de Anselmo, que la lleva al sepulcro con las mortificaciones
incesantes a que la tiene sujeta? Es imposible que una naturaleza delicada resista a esa
lenta inquisición.»Y después lloraba con sinceras lágrimas, porque, a pesar de ser una vieja
desenvuelta y coqueta, no carecía de sentimientos maternales. Elena se ponía cada vez
peor. Los auxilios de la Ciencia parecían ineficaces, y, por fin, después de verla padecer
horriblemente por mucho espacio de tiempo, todos comprendimos que se moría sin
remedio, a no ser que un milagro la salvara.
—¿Y Paris? —pregunté, porque me parecía extraño que el endiablado burlador no se
presentase en aquel cuadro final, donde le correspondía uno de los principales papeles.
—¿Paris? Ya verá usted. Aquel demonio no debía tardar en presentarse para decir la
última palabra. El espectáculo de la agonía de Elena me daba tanta pesadumbre, que no
pude permanecer mucho tiempo en su cuarto. Erame imposible fijar los ojos en ella sin
estremecerme, sintiendo un gran dolor, unido a cierto remordimiento intensísimo que mi
razón no podía dominar. Al ver cómo expiraba tan hermosa, en la flor de la edad, en lo
más risueño de la vida, pensaba si yo, como dijo mi suegra entre sollozos, era el único
autor de tan triste fin, que ella seguramente no merecía. Yo consideraba que la muerte está
sobre todos y nos elige, sin atender a las razones que contra ella podamos tener; pero, aun
así, yo creía que, no estando unida a mí, Elena no hubiera muerto tan pronto. No
pudiendo resistir aquel espectáculo, como he dicho, me retiré a mi cuarto, traspasado de
dolor, Allí estaba Paris, sentado, fumando y golpeándose con el bastón en la suela de la
bota, con ademán distraído y algo descortés, impropio de la situación en que se hallaba mi
casa. Cuando entré se volvió hacia mí y me dijo:
—Me voy; al fin, lo has conseguido; pero ¡a qué precio! ¡Para librarte de mí has
tenido que matarla!
—¡Yo! —repuse, sin poder contener mi ira—. ¡Yo!... ¡Dices que yo la he matado!
—Sí, tú, que la has traído al estado en que se halla con tus violencias, con tus
acometidas, con esos bruscos allanamientos de morada que has hecho en su cuarto, con el
horror que le inspiraste, con la turbación moral que has producido en ella. Yo he leído, no
sé dónde, que estos sacudimientos, causados por fuertes impresiones y sorpresas, si se
repiten con alguna frecuencia, alteran de tal modo las funciones del cuerpo, lo desquician
y desequilibran de tal modo, que, al fin, el estado normal no puede restablecerse, y la
muerte es segura.
—No he sido yo, demonio aborrecido —exclamé—; no he sido yo quien la ha
matado; has sido tú, tú, que has traído el desorden a esta casa, que me has vuelto loco. Tu
misión es luto y vergüenza; tú me has deshonrado, me has perdido, me has lastimado en
lo que para mí había de más caro; has pisoteado mi corazón, has hecho escarnio de mis
sentimientos; me has hecho aborrecible lo que más amaba en el mundo, y de aquello que
era para mí de más valor que la misma vida, mi honor, tú has hecho una burla, un
epigrama, una gacetilla, puesta en boca de los ociosos y de los libertinos.
—Ese es mi destino —dijo, sin alterarse por los improperios que le dirigí, y en
verdad, yo estaba furioso y elocuente.
Sin saber por qué, iba desapareciendo el terror que aquel demonio me causaba...
Después le dije:
—Tú eres la más grande aberración de la Sociedad; eres una de esas
monstruosidades que acompañan al hombre como un duro castigo de no sé qué delito
que, perennemente y sin conciencia de ello, estamos cometiendo.
—¡Necio! —exclamó—; tú me has llamado, tú me has dado vida: yo soy tu obra. Te
haré recordar, aunque la comparación sea desigual, la fábula antigua del nacimiento de
Minerva. Pues bien: yo he salido de tu cerebro como salió aquella buena señora del
cerebro de Júpiter; yo soy tu idea hecha hombre. Mas no creas por eso que no tengo
existencia real: yo ando por ahí como tú, me conoce todo el mundo, soy un Fulano de Tal,
como cualquiera. Para el mundo hay un Alejandro, persona muy conocida y nombrada;
para ti hay este Paris que te atormenta, esta sombra que te persigue, esta idea que te
tortura. Adiós. Ya nada tengo que hacer aquí; tu esposa se muere. ¡Abur!
En aquel momento sentí gritos agudísimos en el interior de la casa. Elena había
muerto, Paris desapareció, yo me sentí libre, respiré. Parecíame que no había respirado en
tres días; de tal modo se complacía mi pecho en aquella expansión descansada y
reparadora. Al mismo tiempo, una pena profundísima me llenaba el alma, al considerar la
existencia que había de menos en mi casa, aquel espíritu que se había ido huyendo de mí.
En aquel momento de supremo dolor me pareció que la vi pasar como ráfaga, como nube
ligera, no tan tenue ni tan rápida que me impidiera ver sus facciones alteradas por ese
misterioso sello que pone la muerte en las caras más hermosas. Aquello pasó por delante
de mis ojos, dejándolos deslumbrados un momento.
—¿Y Alejandro? —pregunté en el mismo tono y con la misma intención con que
antes había preguntado— ¿Y Paris?
—Aquel Alejandro fue inmediatamente a casa cuando supo la muerte de Elena, y
según oí decir, estaba, el pobre, muy consternado y algo lloroso. Fue al entierro, presenció
la inhumación y hasta me dijeron que había llevado luto algunos días.
—Ese cabal caballerito dije yo —era la verdadera expresión material de aquel Paris
odioso que le martirizó a usted. Ese es el verdadero Paris.
—Sí —afirmó él—; le he visto muchas veces después, aunque jamás he querido
saludarle. Siempre que le encuentro me estremezco. Hoy es un viejo verde, lleno de
lamparones y algo cojo. En resumen: los celos que me inspiró ese hombre tomaron en mi
cabeza aquella forma de visión que he referido a usted. La cosa es rara, bien dije a usted
que mi fantasía era una potencia frenética y salvaje, una enfermedad más bien que una
facultad.
—El orden lógico del cuento —dije— es el siguiente: usted conoció que ese joven
galanteaba a su esposa; usted pensó mucho en aquello, se reconcentró, se aisló, la idea fija
le fue dominando, y, por último se volvió loco, porque otro nombre no merece tan
horrendo delirio.
—Así es —contestó el doctor—; sólo que yo, para dar a mi aventura más verdad, la
cuento como me pasó, es decir, al revés. En mi cabeza se verificó una desorganización
completa; así es que cuando ocurrió la primera de mis alucinaciones, yo no recordaba los
antecedentes de aquella dolorosa enfermedad moral.
—¿Y Elena ...? —le dije con intención de hacer una pregunta atrevida; pero me
contuve por temor de herir la delicadeza del doctor.
—Ya sé lo que usted me quiere preguntar —contestó—: usted quiere saber lo que
creo acerca de su conducta, si fue infiel o no. Sobre este punto arrojo un velo; no me lo
haga usted levantar. Nada sé ni he querido averiguarlo; prefiero la duda.
Después de decir esto, el doctor calló, sumergiéndose en sus ordinarias cavilaciones.
Yo no quise hacerle más preguntas, y después de saludarle me retiré, porque, a pesar del
interés que él querría imprimir a su narración, yo tenia un sueño que no podía vencer sin
dificultad. Al bajar la escalera me acordé de que no le había preguntado una cosa
importante y que merecía ser aclarada, esto es, si la figura de Paris había vuelto a
presentarse en el lienzo como parecía natural. Pensé subir a que me sacara de dudas,
satisfaciendo mi curiosidad; pero no había andado dos escalones cuando me ocurrió que el
casi no merecía la pena, porque a mí no me importa mucho saberlo, ni al lector tampoco.

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