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Segunda Parte
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La imagen del espejo
Incluso la esperanza puede verse defraudada. Jamás pensé en la aparentemente eterna lucha entre el bien y el mal en estos términos, tío Mather, y con toda sinceridad me da miedo pensarlo. Pero ahora sé que es así, y me temo que éste es el verdadero peligro del mundo de los hombres.
El demonio Dáctilo era una criatura terrorífica; su horror poco menos que sobrepasaba la capacidad de comprensión. Cuando me enfrenté a la bestia en las entrañas de la montaña de Aida, necesité toda mi fuerza de voluntad para avanzar, aunque fuera un solo paso, hacia Bestesbulzibar. Era abrumadoramente malo; la maldad personificada.
Pero antes había dicho, y ahora sé, pues ya me he enfrentado a la fiera, que el demonio Dáctilo, al final, no podía vencer. Semejante fuerza de auténtico y reconocible mal siempre encontraría enemigos entre los hombres de Corona; siempre habría alguien que desenvainaría la espada y lucharía. Tan sólo barriendo a todos los hombres y mujeres del mundo de los vivos podría Bestesbulzibar estar seguro de una victoria incuestionable; sería una victoria hueca para una criatura tan acostumbrada a la dominación. Sus secuaces, los trasgos, los gigantes y los powris, podrían erradicar la raza humana, pero nunca podrían, ni ellos ni Bestesbulzibar, capturar la verdadera presa: el alma humana.
¿Podría la sutilidad vencer donde fracasó la fuerza bruta?
Eso es lo que me da miedo, pues mucho más peligrosos que los demonios y sus monstruosos secuaces son los impostores, y creo que el padre abad Markwart lo es, quizás el más importante del mundo. Él y su Iglesia parecen dominar perfectamente el arte de la coacción, y me horroriza y me entristece pensar que podrían pretender la presa que se le escapó a Bestesbulzibar. ¡Qué astutos y taimados! Públicamente hablan de lo que está bien y sacan conclusiones lógicas para dar credibilidad a otras filosofías, que, si se las examinara separada y cuidadosamente, no se sostendrían. Enmascaran la falsedad con una encubridora red de verdad y excusan la inmoralidad con el pretexto de la urgencia, o escondiéndola debajo de oportunas tradiciones que no tienen ningún sentido en el mundo de hoy.
¿Por qué no fletan un barco tripulado por monjes para el viaje destinado a recoger las piedras sagradas? ¿Por qué no utilizan esas piedras para mejorar la vida del pueblo llano?
Tienen respuestas, tío Mather. Siempre hay respuestas.
Pero cuando una madre enferma aparece en las rejas de Saint Mere Abelle e implora que la curen para que su hijo no se quede huérfano...
Entonces, no hay excusas; en ese momento, todas las justificaciones que se apoyan en la tradición o en un supuesto «bien superior» se desvanecen, demuestran su auténtica falsedad.
Pero son padres esos traidores, y me asustan. Cuentan suficientes verdades como para calmar al pueblo y ofrecen los bocados necesarios para tener a la gente sencilla bajo su control, para conseguir que aquellos que tienen que luchar diariamente para encontrar comida crean que su vida continuará mejorando, o por lo menos que sus hijos encontrarán un mundo mejor. Pues ése, tío Mather, en el fondo, es el mayor y más común deseo de la humanidad.
El padre abad Markwart lo sabe.
Aludí, medio en broma, a que el espíritu de Bestesbulzibar podía permanecer en unas huestes más peligrosas aún. Hablaba de forma metafórica, desde luego, o eso creía. Pero ahora que esta lucha mía, de Pony y de todos los otros seguidores de Avelyn contra la Iglesia abellicana —la Iglesia del padre abad Markwart— se ha intensificado he llegado a preguntarme si el espíritu de Bestesbulzibar no está realmente enraizado en los corazones de algunos hombres. ¿Hay entre nosotros personas infectadas por el desalmado diablo? Y en tal caso, ¿conseguirán los hombres de bien, los hombres piadosos, vencer al fin, o la marea de la humanidad seguirá la corriente de las palabras tranquilizadoras, enmarañadas con verdades, pero basadas, esencialmente, en la mentira?
Incluso la esperanza puede verse defraudada.
Elbryan Wyndon
11
La hegemonía de la Iglesia
Mientras se acercaba a la puerta norte de Palmaris, únicamente la cólera impedía a Marcalo De'Unnero sentir temor ante la reacción del padre abad Markwart cuando viera que el obispo no había conseguido atrapar al Pájaro de la Noche. Tuvo que pararse en la puerta para responder a las preguntas de los guardias que no lo habían reconocido. El monje los fulminó con la mirada, y ellos vacilaron. Al fin, un soldado que conocía al obispo se les acercó, aterrorizado, y se llevó al ofendido y encolerizado De'Unnero. Durante el rápido trayecto hasta Chasewind Manor, De'Unnero se enteró de todas las novedades: el intento de asesinato del padre abad Markwart, los rumores de continuas peleas entre el rey Danube —que se alojaba en la mansión de Aloysius Crump— y el padre abad, que había tomado como residencia la más lujosa de Chasewind Manor, y algo más que no gustó a De'Unnero: el efusivo soporte popular recibido por el nuevo obispo, Francis Dellacourt.
De'Unnero entró, raudo, en Chasewind Manor, y ni siquiera esperó a que lo anunciaran debidamente para irrumpir bruscamente en el jardín acristalado donde el padre abad tomaba la comida de la mañana con el hermano —¿o había que llamarlo padre, o abad, o bien obispo?— Francis a su lado.
—La cara que pones me basta para saber que el Pájaro de la Noche sigue tan esquivo como siempre —observó el padre abad con no poco sarcasmo en el tono de voz.
El padre abad se había instalado confortablemente. Había ido a Chasewind Manor el día siguiente a su inesperada reunión con el rey Danube en Saint Precious, la mañana después de que dejara maltrecha a Jill en un campo fuera de Palmaris, pues era consciente de que, si no establecía su residencia allí, lo iba a hacer el rey.
—Lo atrapé —repuso De'Unnero con ira— en las Tierras Agrestes, mucho más al norte de las Tierras Boscosas, camino de Barbacan.
—¿Barbacan? —repitió Francis con incredulidad.
La expresión de Francis fue fiel reflejo de lo que Markwart sentía, sin embargo el anciano padre abad mantuvo un gesto sereno e impasible.
—El Pájaro de la Noche se salvó gracias a sus amigos —prosiguió De'Unnero—. Luché con él en un combate limpio, y soy el más fuerte.
—Y con todo, sigue libre —dijo secamente Markwart.
De'Unnero se calmó un poco y asintió con la cabeza, sin saber qué decir.
—¿Y qué hay de aquella mujer llamada Jill? —preguntó poco después el padre abad.
—Quizás estaba entre los que me forzaron a irme antes de que pudiera completar mi victoria —mintió De'Unnero.
—En tal caso, tiene los brazos largos, amigo mío, para que pueda extenderlos a lo largo del camino que va de Palmaris a las Tierras Agrestes —dijo Markwart.
De'Unnero reflexionó un largo momento para analizar la frase, y entonces abrió mucho los ojos, pues se imaginó lo que significaba.
—¿La has visto?
El padre abad sonrió y asintió con un gesto de cabeza.
—¿Dónde está? —prosiguió, frenético, De'Unnero—. Conseguiré toda la información que quieras, padre abad. Te prometo que...
—No la tenemos —admitió Markwart—; pero ha sido neutralizada. Aunque conserva las gemas, creo que jamás representará un peligro para nosotros; con toda probabilidad, a partir de ahora, se limitará a cuidar de sí misma. Nosotros debemos concentrar nuestra atención en la ciudad y, por supuesto, debemos apaciguar al rey. El monarca, ahora mismo, está tomando su comida de la mañana en la casa del mercader que ejecutaste. Pero mientras apaciguamos a Danube, tenemos que estrechar el cerco sobre Palmaris —añadió.
Hizo una seña a De'Unnero para que se sentara; luego, agitó la mano hacia el monje que los servía para que trajera la comida de la mañana al recién llegado.
—La situación en Palmaris ha cambiado —prosiguió Markwart.
—Un guardia de la ciudad me ha contado que fuiste gravemente herido —comentó De'Unnero mientras trataba por todos los medios de no mirar la llamativa cicatriz que se extendía a lo largo de la cara marchita de Markwart—. Un ataque mágico, según me explicó el guardia, y, por consiguiente, eso me llevó a creer que la mujer estaba implicada.
—Ha recibido su merecido con creces —respondió Markwart—. La encontré y la dejé destrozada, y, del mismo modo que con tu enemigo en las tierras del norte, únicamente la acción de sus amigos impidió el éxito completo de la caza. Pero la situación no tardará en solucionarse, no lo dudes. Militares y monjes patrullan fuera y dentro de la ciudad. Esta vez no se nos escapará.
—Y entonces, recuperaremos las piedras —puntualizó Francis con cierta timidez.
Era evidente que Francis se sentía incómodo junto a de De'Unnero, el obispo a quien había sustituido.
—Es buena cosa que hayas regresado —afirmó el padre abad, como si se le acabara de ocurrir—. Aunque habría preferido que hubieras traído contigo al traidor, pues, ahora, el llamado Pájaro de la Noche se habrá convertido en un poderoso símbolo.
—Ese símbolo puede interpretarse de dos maneras distintas —osó comentar Francis.
—¡Ah, sí!, lo que se percibe es la única verdad —asintió Markwart—; pero si atrapamos a ese hombre o conseguimos su cabeza, controlaremos la imaginación de los campesinos y llegarán a comprender la verdadera amenaza para sus vidas, la verdadera maldad de Avelyn y de sus seguidores. Pero no importa. El rey Danube, ahora, no se nos opondrá, después del modo como me atacó la mujer y después de tu labor, obispo Francis, para apaciguar a las masas. Lo puse a prueba cuando vino a visitarme: le dije que todas las gemas del reino tenían que ser confiscadas por la Iglesia y no se opuso a mi pretensión. Palmaris está en nuestras manos para que la gobernemos sabia y generosamente.
Los ojos negros de De'Unnero se abrieron con desmesura. ¿Obispo Francis? ¿Apaciguando las masas? ¡El último acto oficial de De'Unnero antes de salir de la ciudad había sido la ejecución de Aloysius Crump!
—La situación ha cambiado —dijo de nuevo Markwart—. La Iglesia se ha convertido en una generosa benefactora guiada por el obispo Francis —levantó la mano para silenciar a De'Unnero antes de que pudiera empezar a soltar el previsible torrente de protestas—. El cargo que otorgué a nuestro joven hermano tenía carácter temporal, pero he llegado a la conclusión de que lo voy a convertir en permanente. Ya he hablado del tema con el abad Je'howith, que también se encuentra en Palmaris, y no se va a oponer.
El peligroso De'Unnero fulminó a Francis con la mirada.
—¿Crees que tú mereces el cargo? —le preguntó Markwart bruscamente.
—Hice lo que me mandaron —repuso De'Unnero.
Entonces, empezó a comprender, por vez primera, que las explícitas instrucciones de Markwart, incluida la pública ejecución de Crump, habían determinado que su cargo de obispo sería temporal. Markwart lo había erigido y lo había utilizado de forma tan siniestra que Francis siempre saldría beneficiado cuando lo compararan con su tenebroso antecesor.
—Admirable —asintió Markwart con una amplia sonrisa—. No criticaré jamás, en modo alguno, el mandato del obispo De'Unnero; eras exactamente lo que Palmaris necesitaba en aquellos días oscuros e inciertos. Pero la situación ha cambiado. Ha llegado el momento de emplear manos menos duras, manos que el rey Danube no pueda apartar con una palmada.
—¿Ése era el plan desde el principio? —preguntó De'Unnero.
Francis se movió, incómodo, echándose hacía atrás en su silla, como si temiera una explosión.
Pero Markwart se limitó a asentir con la cabeza.
—Como tenía que ser.
—¿Y ahora tengo que recibir un castigo? —preguntó De'Unnero, acompañando cada palabra con un gruñido.
—¿Cómo?
El anterior obispo levantó las manos con incredulidad y miró en torno, como si quisiera expresar que lo había perdido todo: el lugar, el cargo, la ciudad.
Pero Markwart permaneció en un estado de imperturbable calma.
—¿Crees que no voy a compensarte por tu lealtad y diligencia? —le preguntó con una carcajada—. Amigo mío, hay muchos puestos por asignar, y tengo planes para ti, no lo dudes, planes que satisfarán todos tus deseos. Mientras la Iglesia se abre paso en el mundo de la política civil, es de esperar que nos granjeemos enemistades de hombres poderosos, como Targon Bree Kalas, duque de Wester-Honce, a quien no le gusta que la mayor ciudad de su ducado haya caído en manos de la Iglesia. Me siento viejo y cansado; necesitaré un paladín. ¿Quién mejor que Marcalo De'Unnero?
—¿Maese De'Unnero? —le preguntó todavía al borde de la cólera— ¿O simplemente hermano De'Unnero?
Markwart rió sonoramente.
—Abad de Saint Precious —decidió allí y entonces—. El obispo Francis ya tiene demasiados asuntos que atender. Él será la mano del Estado en Palmaris, y tú, la de la Iglesia, aunque te prometo que no voy a limitar tu influencia y tus obligaciones a esta única ciudad.
—¿Y quién responde ante quién? —preguntó De'Unnero clavando una dura mirada en Francis mientras escupía aquellas palabras.
—Mano del Estado, mano de la Iglesia —reiteró Markwart—: ambas responden ante mí. Y basta ya de discrepancias. Tenemos un oponente común: el rey Danube Brock Ursal. Hemos de estar atentos a él y a sus consejeros civiles, en particular a Kalas, el cual, según el abad Je'howith, no será un enemigo fácil. En otro tiempo, Kalas ostentó el mando de la brigada Todo Corazón y ganó dos grandes penachos para su casco. De hecho, un gran contingente de esa luchadora unidad de elite ha acompañado al rey Danube hasta Palmaris. Así pues, aunque nuestra posición parece sólida por el momento, un fallo podría dar a ese duque arribista el impulso necesario para hacerse con el poder.
Markwart miró a sus interlocutores, uno tras otro. Su fría mirada se clavó en ellos de tal modo que Francis sintió escalofríos y De'Unnero se encendió con impacientes llamas.
—Debemos contemplar todas las posibilidades —dijo con severidad el padre abad.
—¡Juega contigo como si tocara el laúd! —rugió el duque Targon Bree Kalas, en el tono de voz más alto y enojado que jamás había utilizado para hablar con el rey.
La dura mirada de Danube sobrecogió al excitable hombre y le recordó cuál era su lugar.
—¿Y tú qué cuerda tratas de pulsar? —replicó con sarcasmo.
—Perdona, mi rey —interrumpió Constance Pemblebury, interponiéndose entre los dos—. Creo que el duque Kalas está preocupado por los posibles problemas de la corona —añadió, y miró con dureza a Kalas; de ningún modo pretendía ofenderla.
Danube soltó una risita, y la tensión disminuyó. Todos se daban cuenta del estado de ánimo de la ciudad. El padre abad Markwart se había convertido en una especie de héroe para la gente sencilla. Eso, en combinación con la labor del obispo Francis, que estaba demostrando ser un gobernante generoso y digno, debilitaría la posición del rey, en el caso de que Danube decidiera la supresión del cargo de obispo.
—Permitiste que proclamara su proyecto de recuperar todas las piedras mágicas —se atrevió a insistir Kalas—. ¿Cuán poderosa será la Iglesia y cuán mutilada se verá la corona?
—En la reunión, le seguí la corriente al padre abad por deferencia a su delicado estado —replicó el rey, que no parecía enfadado en absoluto, según observó con alivio Constance Pemblebury—. Sus palabras en aquella reunión no oficial no tienen ninguna fuerza legal. Y aunque Markwart proclamara, pública y abiertamente, que todas las gemas deben ser devueltas a la Iglesia, ¿cómo lo llevaría a la práctica en Ursal? ¿O en Entel, o en cualquier otra ciudad del sur donde la Iglesia dista de contar con tanta influencia como en estos lugares poco propicios del norte?
—Pero aquí, en Palmaris, en el lugar donde fue atacado y milagrosamente salvado, es un enemigo temible —comentó Constance Pemblebury.
Incluso el duque Kalas, tan obviamente frustrado, lo comprendió.
—Evidentemente —respondió el rey Danube, y aún lo encontraba más evidente que Constance o Kalas, pues era él el único que había recibido la horripilante visita del espíritu de Markwart en sus aposentos privados de Ursal.
—El carruaje, mi rey —anunció el guardaespaldas favorito de Danube.
—Debería ser él quien viniera a visitarnos —gruñó Kalas—, y nosotros deberíamos estar en Chasewind Manor y no aquí.
Danube y Constance no le hicieron caso, recogieron sus capas de viaje y se dirigieron hacia la puerta.
El abad Je'howith salió a su encuentro a las puertas de Chasewind Manor. El anciano parecía tranquilo y dio la bienvenida al rey con una amplia sonrisa y una amable palmada en la espalda.
—El obispo De'Unnero acaba de regresar a Palmaris —informó al rey—. Está a la mesa con el padre abad Markwart y con el hermano..., con maese Francis Dellacourt, a quien el padre abad ha decidido encargar que desempeñe un gran papel en la continuada labor de mejorar la situación de Palmaris.
—¡De'Unnero! —espetó el duque Kalas—. Debería cortarle la cabeza.
El abad Je'howith se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza, sin ganas de discutir aquel tema y convencido de que, si el duque Kalas, que sin duda no era un mal luchador, alguna vez trataba de hacerlo, el peligroso monje lo destrozaría en mil pedazos. «Los guerreros del ejército del rey no comprenden cuál es la auténtica realidad», musitaba el anciano abad mientras conducía al rey y a su cortejo a la sala de reuniones. ¡Un hombre podría alcanzar el grado más alto en el ejército, podría llegar a jefe de la brigada Todo Corazón, pero aun así estaría lejos de conseguir la destreza de un hermano justicia y, desde luego, no podría albergar la menor esperanza frente a alguien como De'Unnero, que adiestraba a los hermanos justicia!
Markwart, De'Unnero y Francis estaban sentados a un extremo de una gran mesa de roble cuando el abad Je'howith guió a la comitiva hasta la sala. «El padre abad ha planificado astutamente la disposición», observó Je'howith enseguida. Por supuesto había dejado un asiento vacante en un extremo para el rey Danube, pero frente a la ventana del lado este, de forma que el rey tendría la mala suerte de tener el sol matinal de cara. Al lado del rey, a lo largo de la mesa, había seis sillas vacías, tres a cada lado; Constance Pemblebury y el duque Kalas se apresuraron a ocupar las que estaban junto al rey, a derecha e izquierda.
El abad Je'howith miró fijamente las cuatro sillas vacías, sorprendido de que Markwart hubiese previsto tantas plazas en torno a la mesa y conocedor de que el rey Danube vendría tan sólo acompañado por dos consejeros. Pero entonces Je'howith descubrió la razón, y miró al padre abad aún con mayor respeto. Era una prueba: ¿dónde se sentaría él, más cerca de los consejeros del rey, o bien al lado de los de Markwart?
Con una nerviosa ojeada al rey Danube, el viejo abad se sentó al lado de De'Unnero.
Kalas resopló. Los frentes de la batalla habían sido delimitados.
—Voy a mantenerme firme en este asunto —empezó a decir el rey Danube, interrumpiendo al padre abad cuando el anciano iniciaba las salutaciones de rigor—. He venido aquí para ver si los ciudadanos de Palmaris, mis ciudadanos, reciben el trato adecuado y si la ciudad está bajo el debido control y la debida protección.
Markwart lo miró con dureza. Suponía que su imagen sería aún más intimidante con la luz del sol iluminándolo desde atrás.
—¿Conocéis al obispo De'Unnero? —preguntó mientras movía la mano derecha para señalar al poderoso monje.
Kalas y De'Unnero cruzaron sus miradas, y ambos percibieron que compartían una posición y un objetivo similar en relación con sus respectivos jefes y que aquello les convertía en rivales directos.
—Y éste es Francis Dellacourt —prosiguió Markwart mientras alargaba la mano izquierda—. Hasta esta mañana, el hermano Francis era el padre director de Saint Precious, pero ahora me he propuesto promocionarlo a obispo de Palmaris.
Aquellas palabras provocaron miradas de curiosidad de todos los sentados en el extremo de la mesa del rey Danube, incluido Je'howith, que no había sido informado de que Markwart pensara promocionar a tan alto cargo al joven hermano Francis.
—Según tus presentaciones, el obispo está sentado a tu derecha —afirmó el rey Danube.
—El obispo anterior —le explicó el padre abad Markwart—. Maese De'Unnero sirvió con acierto a Palmaris en el desempeño de su cargo...
Se oyó otro sonoro bufido del duque Kalas.
—Pues la ciudad estaba sumida en el caos —finalizó Markwart, sin prestar atención al impertinente duque—. Ahora esos tiempos se han acabado y también su mandato. Será abad de Saint Precious.
Constance Pemblebury llamó la atención del rey, y Danube inclinó ligeramente la cabeza para indicarle que podía hablar en su lugar.
—¿Acaso el obispo de Palmaris no es también el abad de Saint Precious? —le preguntó.
Era una cuestión que los cuatro de Ursal tenían en la cabeza. En la voz de la mujer había no poca inquietud, una señal de que a ella, al igual que a los demás, aquel nombramiento la preocupaba. ¿Se proponía Markwart mantener dos poderosos jerarcas de la Iglesia en Palmaris?
—En estos momentos, tengo algunos proyectos para Saint Precious —les explicó Markwart—. La repoblación de los pueblos del norte y de las Tierras Boscosas requerirá mucha atención por parte de la Iglesia. El obispo Francis no tendrá tiempo de ocuparse del norte, con la cantidad de cuestiones pendientes que todavía quedan en Palmaris.
El rey Danube se recostó en el asiento para tratar de asimilar la sorprendente y, en cierto modo, molesta información.
—En ese caso, tal vez ha llegado el momento de reinstaurar un abad y un barón —dijo el rey, y en la cara de Kalas se dibujó una ancha sonrisa al escuchar las palabras que tan desesperadamente quería oír.
—Tal vez, no —repuso el padre abad Markwart inmediatamente, sin ni siquiera parpadear.
Aquello provocó algunos movimientos de pies en el extremo de la mesa donde estaba el rey, que reflejaban la incómoda situación: ¡el padre abad se había opuesto abiertamente al rey Danube!
—Padre abad —empezó a decir el rey con firmeza, pero con calma—, estuve de acuerdo en que se recuperara la figura del obispo de forma provisional, pero según los informes que he visto la experiencia ha sido un completo fracaso.
—Eso quiere decir que no has visto bastante —replicó Markwart—. ¿Vas a juzgar esa solución teniendo en cuenta tan sólo las primeras semanas, cuando la ciudad estaba revuelta y en grave peligro?
—Exageras —comentó el rey.
Markwart saltó de la silla, se inclinó hacia adelante apoyado en la mesa y movió la cabeza para que su cicatriz resultara bien visible.
—¿Yo? —chilló.
También Kalas se puso en pie de un salto, mientras miraba a De'Unnero, pero el anterior obispo permanecía tranquilamente sentado.
—Esto basta para demostrar que las gemas sagradas no deben estar en manos de estúpidos civiles —salmodió el padre abad.
El rey se recostó de nuevo en el asiento mientras procuraba mantener la calma.
—¿Acaso no fue el propio padre abad Markwart quien vendió esas piedras a «estúpidos civiles»? —preguntó—. Tus palabras no se corresponden con tus actos, padre abad, y por esta razón ahora nos encontramos en una difícil situación. No puedo permitir que toda la clase de los mercaderes esté enojada conmigo.
Markwart lo miró con fiereza, la misma mirada intimidatoria que su espíritu había clavado en el rey cuando lo había visitado en Ursal. Y el rey, internamente, se sintió aplastado bajo el fulgor de aquellos ojos. Pero era el rey, después de todo, de modo que siguió insistiendo.
—Mi buen padre abad —afirmó mientras luchaba por eliminar el temblor de su voz—, no puedo mantener relaciones adecuadas con Behren, ni puedo satisfacer las necesidades de las importantes familias de mercaderes, que proporcionan múltiples suministros vitales a Honce el Oso, mientras tú te dedicas a perseguir a esos hombres por la ciudad. No lo voy a tolerar, padre abad. ¡No puedo tolerarlo!
—La mayor amenaza para la corona la representan los que tienen gemas en su poder —puntualizó De'Unnero—; son civiles que no merecen semejantes dones sagrados de Dios y que no comprenden el poder y la responsabilidad que conlleva el uso de esas piedras.
El padre abad Markwart, que estaba a punto de responder al rey, se tragó sus palabras y dirigió una dura y colérica mirada a De'Unnero, pues al anterior obispo no le correspondía hablar en aquel momento; en absoluto. Pero no quería mostrar desacuerdos en sus filas y dejó que continuara.
—Son discípulos de Avelyn Desbris, el hereje, y no dudes de su poder ni de sus intenciones de destruir Iglesia y Estado —prosiguió De'Unnero—. Uno de ellos fue el que atentó contra el padre abad Markwart, y ten por seguro que se proponen un atentado semejante contra el rey Danube.
—El rey Danube está bien protegido —indicó el duque Kalas, volviéndose a sentar. Esa vez, le tocó al rey Danube dirigir una dura y colérica mirada a uno de sus subordinados, pero luego el rey apoyó el mentón en las manos, y Markwart se recostó de nuevo en la silla; ambos parecían más divertidos que inquietos.
—Te ruego que continúes, duque Kalas —dijo Danube.
—Y tú también, abad De'Unnero —añadió Markwart.
—No os dais cuenta del poder de esos discípulos del hereje y eso podría significar vuestra ruina —afirmó De'Unnero antes de que Kalas pudiera cortarlo.
El duque Kalas se levantó de nuevo y se apoyó amenazadoramente sobre la mesa en dirección al anterior obispo, pero Constance le cogió del brazo y lo contuvo.
—Habla —le pidió el rey.
Markwart cruzó una mirada con De'Unnero para recordarle que en aquel punto tenían que andar con pies de plomo. ¡Después de todo, hablaba de la muerte del rey y de la monarquía, y eso no era algo baladí!
—El jefe de la banda, un guerrero muy peligroso llamado Pájaro de la Noche, está en estos momentos en las tierras del norte, exactamente en la región de Barbacan, según creo, y sin duda debe estar movilizando monstruos para su causa —explicó el nuevo abad de Saint Precious—. Y no obstante, todo eso podría haberse evitado, pues los tuve en mis manos, a él y a todos sus compañeros de conspiración. Podría haberlos atrapado, haberlos matado allí mismo, en aquel momento, o llevarlos a Palmaris para que un tribunal presidido por el rey Danube y el padre abad Markwart los juzgara públicamente, de forma que su alianza, la gloria de su unión, se evidenciara ante el asediado pueblo de Palmaris.
—¿Asediado? —repitió el duque Kalas mientras resoplaba para mostrar lo irónico que encontraba que el tiránico De'Unnero hablara de aquella manera del pueblo de Palmaris—. Bonita palabra.
Pero el rey Danube no estaba de humor para las bromas de Kalas, pues advertía que De'Unnero era un temible enemigo.
—Dijiste que los tuviste en tus manos —le dijo a De'Unnero—, pero ¿no pudiste atraparlos?
—No —admitió De'Unnero—. El llamado Pájaro de la Noche y sus compañeros de conspiración huyeron hacia las tierras del norte, y todo a causa del comportamiento de los soldados de la corona.
—Si uno de mis soldados se equivocó... —empezó a decir el rey.
—¿Equivocarse? —repitió De'Unnero con incredulidad, mientras recibía la mirada que, con el ceño fruncido, le dirigió el rey, que no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran, y otra dura mirada de Markwart, que le indicaba una vez más que se anduviera con pies de plomo—. El jefe y sus soldados no se equivocaron, mi rey —explicó De'Unnero—. En el momento más crítico, cuando la rebelión podría haberse dominado, se volvieron contra la corona.
Aquella afirmación hizo que el rey alzara la cabeza y calmó al duque Kalas considerablemente, pues lo que había parecido una jactanciosa divagación de un hombre sin mayor importancia, súbitamente se llenaba de mucho contenido.
—Es cierto —prosiguió De'Unnero mientras miraba con ceño a Kalas—. En las tierras del norte, más al norte de las Tierras Boscosas, tuve en mis manos al Pájaro de la Noche, pero un oficial de los Hombres del Rey y sus insensatos soldados no me apoyaron. Se volvieron contra mí y ayudaron al rebelde Pájaro de la Noche en su lucha contra su legítimo superior, el obispo de Palmaris, nombrado por el rey y por el padre abad.
—Un cargo que ya no ostentas —le recordó con cierto énfasis Kalas.
—En aquellos momentos, para el capitán Kilronney y sus hombres, yo era el obispo —replicó con aspereza De'Unnero, sin ceder ni un ápice de terreno. Sabía que el rey era vulnerable en este punto—. Y a pesar de todo, ese capitán de los Hombres del Rey, ese oficial de la corona, se alzó contra mí. Por su culpa, el más peligroso criminal del mundo sigue libre en las tierras del norte.
—Sus compañeros de conspiración medran en Palmaris —precisó incisivamente Markwart.
El padre abad le dedicó a De'Unnero un gesto de asentimiento para mostrarle que aprobaba su intervención. De'Unnero había representado su papel a la perfección y había inclinado la reunión sensiblemente a favor de Markwart.
Y así ocurrió el resto de la mañana. El padre abad Markwart detalló los peligros en Palmaris: el peligro real que representaba el movimiento clandestino de los behreneses y Jill, la aspirante a asesina que continuaba en libertad, la compañera del Pájaro de la Noche y discípula como él de Avelyn Desbris
El rey permaneció sentado, escuchando aquellas palabras. Siempre que Kalas trataba de interrumpirlas, el rey agitaba la mano con impaciencia para que el duque se sentara y callara la boca.
Después, durante el regreso en el carruaje hacia la mansión de Crump, el rey, Kalas y Constance permanecieron en silencio. Los tres sabían que aquel día Markwart había ganado la partida. La protesta de De'Unnero porque un oficial de la corona había ayudado al compañero de la mujer que había intentado matar al padre abad había proporcionado ventaja a Markwart, una ventaja que no cedió durante el resto de las conversaciones.
En Chasewind Manor, el abad Je'howith escuchaba atentamente mientras Markwart felicitaba a De'Unnero.
—Has mostrado tu valía de una forma que me ha sorprendido —observó el padre abad, asintiendo con la cabeza e incluso dándole unas palmadas en la espalda.
—¿Bastará para que me restituyas el cargo de obispo de Palmaris? —le preguntó De'Unnero mientras dirigía su siempre peligrosa mirada hacia Francis.
—No —se apresuró a contestar Markwart—. La importancia de este cargo ahora ha disminuido mucho; el deber del obispo ya no será apaciguar a las masas y a los impertinentes mercaderes. Será un trabajo menos grato, en el que se malgastaría el talento de Marcalo De'Unnero.
Aquellas palabras dibujaron una sonrisa en el rostro de De'Unnero y una mueca de dolor en el de Francis.
—No, amigo mío, paladín mío —susurró Markwart—, tenemos que forjar otros proyectos y conquistar otras regiones.
«La confianza no es inmerecida», creyó Je'howith, que además sintió temor, pues durante esa conversación, sorprendentemente, no le hicieron el menor caso y tuvo que limitarse a ser espectador de la celebración de la victoria y nada más.
Pero el sensato anciano se tragó el enfado y se recordó a sí mismo que estaba mejor allí que con el desagradable Kalas y con el nervioso rey. Je'howith comprendía que Markwart había ganado la partida del día, que la Iglesia había prevalecido sobre el Estado y que la posición del obispo como gobernador de Palmaris estaba muy consolidada.
Se marcharon poco después. Je'howith se dirigió a la habitación privada que le había reservado Francis en Saint Precious con objeto de reconsiderar su posición. Quería estar del lado de los ganadores, fuera el que fuese. Había previsto ver los toros desde la barrera y no enfadarse ni con el padre abad ni con el rey. En aquellos momentos, se inclinaba por Markwart, pues veía con terrible claridad que el padre abad era el más fuerte.
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12
A muchos kilómetros
Se había despertado lo suficiente como para darse cuenta de que había perdido a su hijo. Aunque debería haber vuelto a dormirse, pues tenía el cuerpo terriblemente castigado, no pudo. Estaba sentada en la silenciosa oscuridad de la bodega del Saudi Jacintha.
Colleen Kilronney entró en la pequeña sala poco después, pero Pony no dio señal alguna de verla; se limitaba a permanecer sentada, balanceándose, con la mirada perdida en la oscuridad.
—¡Qué bien que estés despierta! —le dijo Colleen.
No hubo respuesta.
—¡Ah!, es el mismísimo diablo —exclamó la mujer guerrero, furiosa—. ¿El padre abad? ¡Bah! ¡Es un diablo y le haré pagar lo que te ha hecho, no lo dudes!
No hubo respuesta.
—Y mi propio primo —prosiguió Colleen—, capitán de los soldados del rey, hermoso y reluciente por fuera, y por dentro con un corazón tan tenebroso como el del maldito obispo. ¡Oh, pero a él también le voy a dar su merecido!
Tampoco hubo respuesta. Pony ni siquiera la miró, y Colleen se rindió y salió de la bodega.
—Está grave, sin duda —dijo la pelirroja a Belster y al capitán Al'u'met cuando se reunió con ellos en el camarote de este último—. El diablo se lo sacó y le dejó un vacío que tardará mucho tiempo en llenarse.
—Traté de aconsejarle que no luchara con él —intervino Belster.
—Su causa era justa —insistió Al'u'met.
—Claro, eso no lo discuto —repuso el posadero—; pero no se puede librar una batalla sin esperanzas de ganarla. Ese Markwart es demasiado fuerte, y también lo es el obispo.
—Eso no significa que intentarlo fuera un error —arguyó Al'u'met.
—Tal vez no fuera un error, pero sin duda fue una insensatez —comentó Belster, volviendo la cabeza.
Sabía que no convencería al marino behrenés, pero tampoco tenía intención de cambiar su postura.
—A lo mejor crees que su causa no merecía correr riesgos —observó Al'u'met sin tapujos.
Belster hizo una mueca de disgusto; sabía que su punto flaco era la gente como los behreneses de piel negra. De hecho, tenía que admitir que se habría inclinado más a librar una batalla contra la Iglesia si los perseguidos hubieran sido amigos suyos: hombres oso, tal como a veces se llamaba a los ciudadanos de Honce el Oso, y de un linaje equiparable al del propio Belster. Consideró la posibilidad de no hacer caso del capitán, pero, al pensar en Pony, se dio cuenta de que había llegado el momento de enfrentarse a la verdad.
Miró a Al'u'met a los ojos.
—Tal vez tu manera de pensar tenga sentido —dijo—; al igual que muchos otros en Palmaris, no he simpatizado nunca con los de tu raza, capitán Al'u'met.
—Pony se pondría muy triste si viera cómo os peleáis —comentó Colleen secamente.
Nadie le hizo el menor caso; los dos hombres siguieron mirándose fijamente el uno al otro. No se trataba de ver quién resistía más, sino que cada uno quería formarse una idea veraz del otro.
Al'u'met bajó la vista el primero y soltó una risita.
—Bueno, maese O'Comely, tendremos que enseñarte nuestra verdadera naturaleza, para que nos puedas conocer mejor.
Belster sonrió y asintió con la cabeza; tal vez, había llegado la hora de que dedicara una mirada más limpia y sincera a las gentes del reino del sur.
Pero ambos consideraron oportuno aplazar aquella cuestión para otro día. Entonces, la puerta se abrió inesperada y bruscamente, y una Pony de rostro ojeroso apareció en el umbral.
—Necesito ver a Elbryan —susurró.
—Está lejos, en el norte —le respondió Belster, mientras se le acercaba y le ponía el brazo alrededor de la cintura para ayudarla.
Pony, que parecía necesitar aquella ayuda, sacudió la cabeza.
—Necesito ver a Elbryan —repitió impasiblemente, como si la distancia no importara—; ahora mismo.
La mirada de Belster pasó de la chica a Colleen y a Al'u'met.
—Recupera las fuerzas, muchacha —le dijo Colleen con determinación—; recupera las fuerzas y, entonces, te llevaré al norte para que te reúnas con tu amado.
—Colleen... —se dispuso a protestar Belster, pero Al'u'met lo cortó de golpe.
—Las puedo llevar por mar al norte de la ciudad —dijo el capitán.
—¿Qué tonterías estáis diciendo? —preguntó Belster—. ¿Estaba poco menos que muerta, y ahora estáis planeando que haga un largo viaje cuando el invierno todavía no ha terminado?
—¿Crees que está más segura en Palmaris? —repuso Colleen—. Estará mejor con su amado, digo yo, que si permanece aquí, donde, con toda seguridad, el diabólico Markwart la encontrará.
—Puedo hablar por mí misma —dijo Pony con frialdad— y elegir mi propio camino. Me quedaré un día o dos, pero no más. Y entonces, me iré junto a Elbryan, sea lo que sea lo que vosotros tres hayáis decidido hacer conmigo —añadió.
Dicho eso, se dio la vuelta y se fue.
—¡Oh, yo iré con ella! —exclamó Colleen, cuya cólera parecía a punto de estallar—. ¡Le debo una visita a mi querido primo Shamus; una visita que no desea, sin ninguna duda!
Belster y Al'u'met se miraron el uno al otro. Ambos comprendían el peligro que comportaba la actual situación en Palmaris, ambos temían que pronto las cosas podían ir muchísimo peor.
No era propiamente un refugio, tan sólo montones de piedras con haces de arbustos esparcidos en la parte superior. Pero aunque otra tormenta había enterrado Barbacan bajo una capa de nieve de varios palmos y aunque los puertos de montaña hacia el sur estaban prácticamente intransitables, el refugio en el sagrado altiplano, junto a la tumba de Avelyn, no necesitaba ser resistente ni cálido. Parecía que la mano del invierno, como la de los trasgos, no podía tocar aquel lugar, y en él todas las criaturas, ya fueran hombres o elfos, centauros o caballos, no sólo se sentían cómodas, sino incluso en perfectas condiciones. Los hombres que habían resultado malheridos en el combate con los trasgos —incluso el soldado que estuvo a punto de morir, y Bradwarden, tan destrozado y maltrecho— mejoraron rápidamente, y Tiel'marawee se había curado por completo.
Elbryan no se lo explicaba, ni tampoco los demás, a menos que, llenos de gozo, lo consideraran un milagro.
Y aunque estaba contento de que hubieran sobrevivido, Elbryan pasaba muchas horas con una melancólica mirada fija en los bloqueados senderos del sur, y sus pensamientos se consagraban a Pony y al hijo que esperaba.
—Poco después del inicio de la primavera, diría yo —le explicó a Bradwarden, cuando el centauro le preguntó para cuándo esperaban el hijo.
—Conseguiremos llevarte allí antes —insistió el centauro.
Pero si no podían salir de Barbacan en dos semanas —y nadie creía que eso fuera a ser posible—, difícilmente podrían recorrer los casi mil kilómetros de regreso a Palmaris y llegar a tiempo.
Elbryan no podía hacer otra cosa más que permanecer con la mirada fija y esperar que su querida Pony estuviera bien y que el hijo naciera sin problemas.
No sabía que su mujer ya había perdido el hijo.
—Me voy —anunció Tiel'marawee, acercándoseles.
—Hay mucha nieve, espesores más altos que un elfo —repuso Bradwarden.
Tiel'marawee arrugó la cara con escepticismo. ¡La nieve nunca había sido obstáculo para los pies ligeros de los Touel'alfar!
—¿Cuál es tu destino? —le preguntó el guardabosque con sincero interés—. ¿Palmaris?
—Tengo que informar a la señora Dasslerond del obispo De'Unnero y de la amenaza que se cierne sobre los Touel'alfar —explicó la elfa—. Probablemente, la encontraré en Palmaris.
—Iré contigo —dijo, de repente, el guardabosque.
La elfa se burló de aquella idea.
—Ahora no puedes llevar a tu caballo por los desfiladeros —dijo—; ni siquiera podrías lograr que bajara del altiplano hasta el valle.
—Iré a pie.
—No tengo tiempo para esperarte, guardabosque —respondió Tiel'marawee con aire severo.
Dicho eso, saltó del altiplano, batió las alas y alcanzó un saliente situado diez metros por debajo de ellos, un punto al que Elbryan hubiera tardado media hora en llegar.
La elfa no se molestó en mirar atrás.
—Pronto volverás a estar con Pony —dijo Bradwarden para consolarlo mientras la elfa se alejaba hasta desaparecer por el telón mineral de la enorme montaña devastada.
—No lo bastante pronto —respondió Elbryan.
—¿Y que pasará con ellos? —le preguntó el centauro, en tanto con la cabeza señalaba en dirección a los monjes y a los soldados.
—Creo que el hermano Braumin y los otros monjes han decidido quedarse a vivir aquí —contestó el guardabosque—. Estoy seguro de que Roger vendrá conmigo.
—La temperatura es buena y no hay monstruos —dijo el centauro—, aunque deberán darse prisa para conseguir comida.
—No sé muy bien lo que piensan hacer Shamus y los soldados —admitió el guardabosque—; dudo que quieran regresar a Palmaris, por lo menos hasta que hayan establecido algún contacto con otro emisario del rey o del padre abad, para que puedan hacerse una idea más precisa de la situación en que se encuentran.
—No hay mucho que precisar —dijo el centauro—; si vuelven, los colgarán. O los quemarán. Parece que los monjes sienten predilección por las hogueras.
—Shamus tendrá que decidir su propio camino —dijo el guardabosque, encogiéndose de hombros—; el mío conduce hacia Pony.
—Y ella se pondrá muy contenta al verte —dijo Bradwarden.
—¿De veras?
La pregunta cogió al centauro con la guardia baja, hasta que consideró lo que Tiel'marawee le había contado sobre la reacción de Elbryan ante la marcha de Pony: el guardabosque temía que ella le hubiera dejado sabiendo que esperaba un hijo y hubiera decidido no decírselo.
—Es la mujer más valiente que he visto en mi vida —comentó el centauro—, y aún más valiente si son ciertos tus temores de que te dejó a pesar de saber que esperaba un hijo.
Elbryan se quedó perplejo.
—Sabía que a ti te aguardaba un camino distinto, muchacho —le explicó Bradwarden—; sabía que tenías que seguirlo, y también sabía que ella no podía hacerlo.
—Te comportas como si ella también te lo hubiera contado a ti —le acusó el guardabosque.
—¿Y tú la valoras tan poco como para creer tal cosa? —le contestó el centauro—. La conoces mejor, y sabes que, haya hecho lo que haya hecho, lo ha hecho de corazón y por tu bien.
Elbryan no supo qué responder, y de hecho, en aquel momento buena parte de su enfado se desvaneció, mientras se recordaba a sí mismo todo lo que Pony había tenido que pasar durante los últimos meses. Siguió esperando con apremiante impaciencia el regreso al sur desde Barbacan, pero entonces esa impaciencia se debía al cúmulo de emociones provocadas por el miedo que sentía por Pony.
Fiel a su palabra, el capitán Al'u'met, al día siguiente, hizo salir el Saudi Jacintha de Palmaris, a pesar de los fuertes vientos y de las aguas agitadas.
Pony y Colleen Kilronney subieron a cubierta cuando el barco hubo zarpado del puerto, a tiempo para distinguir la solitaria figura de Belster O'Comely de pie en el muelle, con la mirada fija en el bajel que se alejaba.
—Creo que le has destrozado el corazón —le comentó Colleen a Pony—. Tal vez se tomó demasiado en serio tu caracterización como su esposa.
La broma aportó poco consuelo a la afligida Pony. No le contestó, y permaneció en la borda, mirando hacia Palmaris y preguntándose si regresaría algún día, e incluso si querría hacerlo. Todavía quería vengarse de Markwart, más que nunca, pero se sentía impotente. La había derrotado, y entonces todo lo que ella deseaba era encontrarse de nuevo en brazos de Elbryan, lejos, muy lejos, de la desgraciada Palmaris.
—Maese O'Comely sólo tenía miedo por ti —observó el capitán Al'u'met mientras se acercaba a ellas dos—. No está en desacuerdo con tu decisión de dejar Palmaris, pero teme que aún no te encuentres en condiciones de viajar, en especial teniendo en cuenta que es posible que el tiempo invernal no haya terminado del todo.
—Tiene demasiado miedo —repuso Pony con cierta frialdad—. Durante muchos años he vivido en las fronteras de las tierras civilizadas: ¿tengo que temer más al invierno que a la Iglesia abellicana?
—Un saludable respeto para ambos sería lo más conveniente —comentó el capitán—; pero no eches las culpas sobre las espaldas de Belster O'Comely. Es un buen amigo, por lo que yo sé.
—Claro que lo es —admitió Pony—, y no creas que no me preocupo por él. Se ha quedado en Palmaris, y ese lugar, me temo, es muchísimo más peligroso que la más salvaje de las estribaciones de las Tierras Agrestes.
Nadie le discutió aquella opinión.
El capitán Al'u'met desembarcó a Pony y a Colleen con sus caballos en la costa norte de la ciudad, les deseó suerte y les prometió que velaría por Belster y los demás.
—Realmente, ese hombre ruega por la paz —comentó Pony cuando las dos se pusieron en marcha por un fangoso sendero.
—Una buena plegaria, en mi opinión —respondió Colleen.
—Una paz que dejaría en el poder a De'Unnero y Markwart —dijo Pony.
Colleen dejó la conversación en aquel punto, pues sabía que podrían enfadarse más que nunca. La mujer guerrera odiaba a los jerarcas de la Iglesia, a los hombres responsables de la muerte de su querido barón, tanto como Pony. ¡Y cuánto le habría gustado que el atentado de Pony contra el horrible Markwart hubiera salido bien!
Pero sabía que la realidad era muy distinta y confiaba en que Pony llegaría a comprenderlo. Si había que pelear, Colleen pelearía duro y esperaría la oportunidad de bajarle los humos a su ostentoso primo antes de que ella y sus aliados fueran inevitablemente vencidos. Pero a diferencia de Pony, la mujer guerrera no estaba segura de desear esa pelea, no en aquellos momentos, no después de haber visto el poder de Markwart, el cual, según decían los soldados destacados en Chasewind Manor y en la mansión de Aloysius Crump, tenía la sartén por el mango en las negociaciones con el rey Danube. No, Colleen reconocía —aunque Pony fuera incapaz de hacerlo— que, en aquellos momentos, ninguna rebelión de campesinos en Palmaris tenía posibilidades de éxito.
Cabalgaron durante el resto del día y aceptaron la invitación de un granjero para cenar y dormir en un lugar cálido y seco.
Ignoraban que en aquellos momentos se estaba planeando otra expedición que saldría de Palmaris: el padre abad estaba organizando con sus subordinados un viaje hacia el norte para llevar al infame Pájaro de la Noche ante el simulacro de justicia por el que se regía entonces la Iglesia abellicana.
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13
Una ventaja psicológica
El rey Danube miraba fijamente por la ventana de su residencia temporal en Palmaris; el hecho de que aquella casa fuera mucho menos espectacular que Chasewind Manor le servía para recordarle que su autoridad sobre la ciudad corría peligro. En realidad, para el rey —que gobernaba en Honce el Oso desde hacía más de un cuarto de siglo, más de la mitad de su vida—, el conflicto con Markwart parecía muy amenazador, incluso más que la guerra contra los secuaces del demonio Dáctilo.
Sólo después de enfrentarse a Markwart y a sus consejeros, Danube empezaba a darse cuenta de la profundidad de aquella amenaza. La Iglesia abellicana siempre había tenido una gran influencia en el reino, y a menudo había sido mayor que la de la corona. Al principio de su reinado, cuando no era más que un joven de menos de veinte años, la Iglesia había ostentado un gran poder; de hecho, el abad Je'howith de Saint Honce había representado un papel más importante en el gobierno de Ursal que Danube. Eso había sido sólo algo temporal. Danube y sus consejeros habían comprendido que se trataba de una ayuda necesaria para un hombre que se había visto convertido en monarca antes de tener la adecuada preparación. Y cuando Danube hubo madurado, después de aprender las sutilezas de conducir suavemente a la gente a someterse de buen grado, y de negociar con el embajador de Behren garantizándole beneficios particulares a cambio de políticas que favorecerían a Honce el Oso, el poder de la Iglesia había retrocedido. El abad Je'howith parecía satisfecho con su cómoda posición entre bastidores.
Pero en aquellos momentos, Danube comprendía que la situación había cambiado sustancialmente. Y no se trataba de un poder temporal ostentado por el padre abad Markwart y por su viejo amigo Je'howith, se recordaba constantemente a sí mismo, pues había sido Je'howith quien lo había persuadido para que pusiera un obispo en lugar de un barón al frente del gobierno de Palmaris. De ese modo, había dado a la Iglesia un asidero firme, y desmontarlo no resultaría tarea fácil.
Sabía que tenía que revocar ese cargo de inmediato y que tenía que hablar en privado con Markwart para recordarle cuál era su lugar y que allí debía quedarse, si no quería correr el riesgo de que una guerra enfrentara el poder del reino con la Iglesia abellicana. Danube estaba convencido de ganar esa guerra. Tal vez no podría conquistar Saint Mere Abelle, aquella vasta e imponente fortaleza, pero sus ejércitos —veinte mil hombres, incluida la poderosa brigada Todo Corazón— podrían, sin duda, forzar a los monjes a recluirse en su monasterio y mantenerlos allí encerrados.
Danube se decía que la guerra no llegaría a estallar jamás, pues el padre abad, que no era ningún insensato, se daría cuenta, sin duda, de la locura de semejante decisión y se echaría atrás.
Pero el rey sabía que había algo más. Markwart lo había visitado en su dormitorio privado en Ursal, pasando ante guardias y cruzando muros de piedra. El rey Danube no dudaba que el reino podía ganar, o por lo menos forzar con la Iglesia abellicana un armisticio en condiciones favorables; pero aquella guerra podía convertirse en una batalla personal entre él y Markwart, y ésa, lo admitía, no podía ganarla.
Así pues, permaneció con la mirada fija en la ventana, asustado como nunca lo había estado y sintiéndose desvalido por vez primera en su vida adulta.
—Me has convocado, mi rey —dijo detrás de él la voz amable de Constance Pemblebury.
Danube se dio la vuelta para mirar a la mujer. «Constance es todavía muy atractiva», advirtió. Su cabello rubio rosáceo había perdido cierto esplendor, pero los treinta y cinco inviernos no habían quitado el brillo de sus centelleantes ojos azules, o la suavidad de sus mejillas adornadas con sendos hoyuelos. Hacía muchos años había sido amante de Danube —eso no era ningún secreto en la corte de Ursal— y muchos suponían que esa relación era la única razón por la que Constance había sido catapultada a tan alta posición como consejera personal, y que por eso estaba en buena situación para conseguir un ducado especial para ella. Pero aquella relación personal no había tenido nada que ver con su promoción. El rey la respetaba por su inteligencia y por su perspicacia. Constance era la mejor conocedora de la personalidad humana que el rey Danube jamás había encontrado y, por supuesto, mejor que Kalas.
—Tengo que ir hacia el norte con el duque Kalas —le explicó Danube.
Constance frunció el entrecejo ante aquella evidente exclusión.
—El padre abad Markwart sabe dónde está escondido ese hombre llamado Pájaro de la Noche y, por consiguiente, ha decidido perseguirlo personalmente con un contingente de cien monjes abellicanos, el anterior obispo entre ellos —le explicó Danube.
—Y desde luego, no puedes menos que ir —asintió Constance—. Si el padre abad regresara a Palmaris con el fugitivo apresado, entonces su popularidad aumentaría sensiblemente, en detrimento del rey Danube.
—Así parece —admitió el rey.
—Te llevas a Kalas como contrapeso de De'Unnero —continuó la perspicaz Constance—. ¿Tu paladín contra el de Markwart?
El rey se estremeció.
—Procura que ese combate no se produzca —le avisó Constance—. Respeto al duque Kalas y todo lo que ha conseguido, como guerrero y como noble, pero creo que De'Unnero es muy superior, y el orgullo de Kalas siempre le impedirá aceptar ese hecho. Si Kalas se enfrenta a De'Unnero, la corona estará perdida.
El rey Danube comprendió que era un buen consejo, y aquello no hizo más que reafirmar su confianza en ella. Entonces, atravesó la sala hasta situarse frente a la mujer y levantó la mano para darle una cariñosa palmadita en la mejilla.
—Ahora te necesito —le explicó—; tal vez, más que nunca.
Inesperadamente, ella lo besó, aunque no fue un beso apasionado. Después, la mujer se retiró un poco y asintió con la cabeza.
—En efecto —dijo ella—, el abad Je'howith no es amigo de la corona y estará a tu lado mientras crea que tienes una posición hegemónica frente a Markwart. ¿Te fijaste dónde decidió sentarse en la mesa?
—¿Qué debo hacer? —le preguntó Danube.
—Suprime el cargo de obispo —le aconsejó—. Echa a Markwart de Chasewind Manor y nombra al duque Kalas barón provisional, hasta que encontremos el sustituto adecuado de Bildeborough.
Danube sabía que eran palabras muy sensatas, pero imposibles de llevar a la práctica debido a su reunión privada con el espectro de Markwart.
—El padre abad Markwart ya ha decidido que Saint Precious tendrá de nuevo un abad convencional —prosiguió Constance—. Eso otorga mucho poder en Palmaris a la Iglesia abellicana.
—No discrepo, pero no es tan fácil como parece —repuso Danube, volviendo la cabeza.
Estuvo a punto de contarle la verdad, pero se sintió incapaz de confesar su miedo.
—¿Por qué? —insistió Constance.
Danube, de repente, volvió la cabeza hacia ella y agitó la mano como para dar el tema por zanjado.
—Discutiremos la estructura del gobierno de Palmaris cuando regrese del viaje al norte —le explicó—. Ahora te necesito en la ciudad para que te conviertas en mis ojos y en mis oídos. Creo que mis fuerzas en esa cruzada del norte no deben ser inferiores a las del padre abad. Kalas y la brigada Todo Corazón me acompañarán: será una espléndida demostración de poder. Tú te quedarás con un fuerte contingente de soldados del rey y de marineros para que te sirvan de fuerza base a partir de la cual consolidar un dominio aún mayor. A los ojos de todos, vas a ser mi vista y mis oídos, verás y escucharás los edictos del obispo Francis, el cual, según he entendido, se quedará en Saint Precious.
—¿No en Chasewind Manor? —inquirió Constance, que se preguntaba si aquello tenía algún significado.
—En Saint Precious, por lo que me han contado —respondió el rey—. Quizá Markwart no está todavía decidido a confiar al obispo Francis tanta responsabilidad como aparentemente proclama.
—En ese caso, es probable que el nuevo obispo no vaya a hacer gran cosa en ausencia del padre abad —dedujo Constance.
—Eso espero —respondió el rey—. Y en ausencia de Markwart y de De'Unnero, del rey y del duque Kalas, la voz más poderosa en Palmaris debe ser la de Constance Pemblebury.
—Y con todo, todavía no me has dicho que también tendré que ser tu boca —razonó la mujer.
—No de forma pública —le explicó el rey—. Más bien debemos pasar desapercibidos. Encárgate de vigilar al obispo Francis y asegúrate de que no realiza ninguna maniobra para ampliar el poder de la Iglesia. En este asunto, voy a dejar que decidas por ti misma. Lanza la guarnición contra Saint Precious en caso de que lo creas conveniente.
Constance retrocedió, boquiabierta, sin dar crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Me pides que desencadene una guerra contra la Iglesia abellicana?
—No, no te pido nada de eso —replicó el rey—. Pero tengo plena confianza en tu criterio. Si la Iglesia pretende dar un zarpazo al poder en mi ausencia, Constance Pemblebury debe detenerla.
La mujer asintió con un movimiento de cabeza.
—Te necesito, Constance —le dijo Danube con sinceridad mientras se acercaba a la mujer y la cogía por los hombros—. Si me fallas en esto, ten por seguro que la corona lo pagará caro; ten por seguro que pasaremos el resto de nuestras vidas amenazados por la Iglesia abellicana.
El peso de aquellas palabras la dejó sin aliento. Luego, el rey Danube se le acercó aún más, puso sus labios sobre los de la mujer y la besó apasionadamente. Intentó llevar las cosas más lejos, pero Constance lo detuvo, retrocediendo.
—Cuando regrese de las tierras del norte, tú y yo tendremos mucho que hablar —dijo con serenidad el rey Danube.
—Soy demasiado mayor para ser una amante —insistió la mujer.
El rey asintió con la cabeza, dándole a entender que sus planes iban más allá.
Luego, la soltó después de darle un beso rápido en la mejilla y de prometerle que volvería antes del verano.
Durante un buen rato, Constance se quedó en el silencio de la sala vacía. Recordó la primera vez que ella y el rey Danube habían hecho el amor, cuando él acababa de cumplir veinte años y ella era una chica de diecisiete. La misma edad que Vivian, con quien Danube se había casado a la mañana siguiente.
Su relación amorosa había durado varios meses, poco menos de un año de pasión y emociones. Vivian lo sabía —¡tenía que saberlo!—, pero no se enfrentó ni una sola vez a Constance. Por supuesto, si Vivian hubiera tenido que enfrentarse a todas las amantes de su marido habría tenido muy poco tiempo para ocuparse de su propio amante.
Al cabo de bastantes años, mucho después de la muerte de Vivian, Danube había vuelto a Constance, y ella le había dejado compartir su cama. Las pasiones del rey, por aquel entonces, se habían calmado. Constance estaba muy segura de que fue su única amante durante los meses que duró la relación; pero él no quería casarse con ella: decía que no podía, que su sangre no era lo bastante pura como para satisfacer a los nobles. Constance sabía que estaba en lo cierto. Únicamente, grandes logros personales podían convertirla en una adecuada reina de Honce el Oso. Entonces, después de tantos años, cuando el rey, algo envejecido, soportaba mucha presión para que tuviera un heredero —que fuera legítimo, pues se rumoreaba que Danube había engendrado por lo menos dos hijos ilegítimos—, Constance ya había conseguido aquellos logros personales y sería considerada adecuada.
Pero estaba tan cerca de los cuarenta como de los treinta, y próxima al fin de sus años fértiles, y la razón más importante del rey para casarse era tener un heredero.
Constance consideró la realidad de la situación, analizó los posibles riesgos y la angustia que sentiría si no podía quedar embarazada. ¡El rey Danube anularía enseguida el matrimonio —si tenía suerte— o, si la Iglesia no concedía la anulación, tal vez incluso se vería obligado a hacer que la mataran!
Pero las posibles ventajas eran demasiado tentadoras para que Constance Pemblebury rechazara la idea. Le gustaría ser reina, aunque no se hacía ilusiones de que ese título le fuera a otorgar verdadero poder. La ley en Ursal era muy explícita: la esposa de Danube sería reina mientras Danube fuera rey, pero si moría sin descendencia, entonces asumiría el trono su hermano, Midalis Brock Ursal, príncipe de Vanguard. Y Constance también comprendía que, incluso en vida del rey, ninguna reina ostentaría mucho poder al lado del enérgico Danube Brock Ursal. Pero, con todo, las posibilidades...
A Constance le gustaba la idea de tener al rey pendiente de sus consejos, de ser capaz de influir en el problemático Kalas y en todos los demás; pero, por encima de todo, le fascinaba la idea de ser la madre del futuro rey, de ser capaz de moldear el niño a su manera, de prepararlo para gobernar del modo como ella habría querido hacerlo si el destino le hubiera deparado el linaje apropiado.
«Por consiguiente, sí —murmuró—, me ocuparé de Palmaris con toda la sensatez de que sea capaz.» Decidió que su conducta agradaría en grado sumo al rey Danube a su retorno. Y entonces, cuando se acercara a ella, insistiría sobre la cuestión y lo obligaría a entrar en detalles sobre lo que él le había insinuado aquella mañana antes de irse.
Desde la ventana, Constance contempló la impresionante comitiva: el rey Danube y el duque Kalas, a la cabeza, cruzaban las puertas de la mansión, seguidos por cien espléndidos soldados de la brigada Todo Corazón; las cotas de malla, las puntas de las lanzas y los grandes cascos relucían bajo el sol matinal. Era, tal vez, la brigada más poderosa del mundo, la guardia personal del rey de Honce el Oso.
«Y —musitó Constante— la guardia personal de la reina de Honce el Oso.»
—Te dejo ingentes recursos —le dijo el padre abad Markwart al obispo Francis, entregándole una bolsa de gemas. La mayor parte eran grafitos y otras potentes piedras ofensivas, según observó Francis—. Tus obligaciones, aquí, serán críticas durante las semanas en que el abad De'Unnero y yo estemos fuera.
—Dime qué quieres que haga y lo haré —afirmó, disciplinado, Francis.
—En el mejor de los casos, no tendrás que hacer nada —le respondió Markwart—; mantén la situación actual, no emprendas ninguna acción pública que pueda molestar a la gente o a quienquiera que el rey Danube haya dejado como portavoz en la ciudad. Probablemente, será Constance Pemblebury; no la infravalores. El abad Je'howith la tiene en alta consideración. También es posible que, dada la gravedad de la situación, algunos otros duques vengan a Palmaris, tal vez, el duque del Miriánico.
—Maese Engress será tu segundo —prosiguió Markwart—; no esperes gran cosa de él. Es viejo y, al parecer, está cansado de todo, y habría sido mejor que se hubiera quedado en Saint Mere Abelle, donde, ahora lo veo, debería haberlo dejado; debería haber traído en su lugar un hombre joven y fuerte. No obstante, Engress conserva la categoría de padre y, dado que está aquí, debemos tener cuidado y tratarlo con respeto. Pero no te apures, pues la situación se solucionará, nuestras filas se van a reforzar por la base: un contingente de ochenta hermanos salió de la abadía y ya está en camino para consolidar tus fuerzas.
—Pero no tengo que hacer nada —se atrevió a comentar Francis.
—En el mejor de los casos —le recordó Markwart—. A mi vuelta, deseo encontrar el mismo equilibrio de poder que existe ahora en Palmaris. Si regreso y encuentro Palmaris tal como la dejé, ten por seguro que me habrás rendido un gran servicio. Con todo, me temo que no resulte tarea fácil. Podría ser que el rey Danube aprovechara mi ausencia para mejorar su posición en la ciudad, y eso no debes permitirlo.
—¿Cómo podría mejorarla? —preguntó Francis—. No dispondrá de una figura oficial de entidad, dado que él no estará y en la ciudad no hay barón.
—El campo de batalla será los corazones de los soldados de la ciudad —respondió Markwart—, muchos de los cuales ya están en la corte del rey. Debes controlar bien a los leales a la Iglesia.
—No te fallaré, padre abad —dijo Francis, consciente de su deber.
Markwart asintió con la cabeza y se dispuso a irse, pero se detuvo.
—Y trasládate a Chasewind Manor —añadió casi como si se le acabara de ocurrir—. Deja a maese Engress a cargo de Saint Precious en ausencia del abad De'Unnero, junto con el hermano Talumus, que apaciguará a los monjes de Palmaris. No quiero romper la tradición de alojar al obispo en aquella gran mansión.
Francis no replicó, pero no pudo ocultar su sorpresa ante aquel uso de la palabra tradición.
—Todas las tradiciones deben empezar en algún lugar y en algún momento —dijo, astutamente, el padre abad—. Vivirás allí, de ahora en adelante, y también alojarás a los monjes que lleguen de Saint Mere Abelle en esa gran mansión, en vez de hacerlo en la abadía. Conserva asimismo a muchos de los guardianes de la ciudad; trátalos bien, fortalece su confianza y su lealtad, pero bajo ningún concepto les confíes nada de importancia.
Mientras el padre abad Markwart salía de la habitación, Francis miraba fijamente por la ventana con la misma expresión decidida que había mostrado Constance Pemblebury aquella misma mañana, y su determinación no era menos firme que la de la ambiciosa mujer.
El rey Danube, el duque Kalas y el centenar de soldados de la brigada Todo Corazón salieron a toda prisa por la puerta norte de la ciudad.
Flanqueándolos, avanzaba la comitiva abellicana; en medio iba el padre abad Markwart, en el carruaje de caballos, que todavía tenía el agujero que le había perforado la gema y que, a pesar de los mejores esfuerzos de los hermanos de Saint Precious, aún estaba manchado con la sangre seca de Markwart. El abad De'Unnero y un centenar de monjes, algunos de Saint Mere Abelle, pero la mayoría de Saint Precious, iban junto al carruaje y ofrecían un aspecto poco llamativo con sus hábitos marrones.
Inmediatamente después de cruzar las puertas de la ciudad, el duque Kalas hizo detener a la brigada Todo Corazón, y el rey se fue a hablar con Markwart.
—Habías indicado que avanzaríamos a toda velocidad —comentó Danube mientras daba un fuerte tirón a las riendas de su exuberante semental, un To-gai-ru, pues el impaciente caballo tenía evidentes ganas de salir al galope.
—Claro —repuso el padre abad, en tanto se encogía de hombros como si quisiera dar a entender a Danube que no sabía a cuento de qué venía la pregunta.
El rey miró a su alrededor, hacia los monjes, y le respondió encogiendo los hombros a su vez.
—¿Van a ir al mismo paso que los caballos? —preguntó.
—Solamente si mis hermanos deciden andar despacio —repuso Markwart.
El rey Danube volvió a medio galope junto a Kalas.
—Creen que pueden seguir nuestro ritmo —le dijo al duque mientras sonreía lleno de ironía—. Ya lo veremos.
El duque Kalas estuvo más que contento de complacerlo y los soldados de la brigada Todo Corazón emprendieron un veloz trote.
Y también los monjes abellicanos, soberbiamente adiestrados y entrenados, caminaron con un trote suelto. De forma sorprendente, al cabo de media hora, no se habían quedado rezagados; de forma sorprendente, mantenían la velocidad con unas zancadas increíblemente rápidas y largas.
El rey echó un enojado vistazo al duque, pero Kalas, sin saber qué hacer, se limitó a encogerse de hombros. ¡Nadie podía mantener una marcha tan rápida durante tanto tiempo! El duque Kalas calculó que aquella jornada recorrerían unos cincuenta kilómetros si mantenían aquel ritmo; representaba un esfuerzo brutal para un caballo, algo prácticamente imposible para un hombre y, sin duda, algo que nadie podía repetir al día siguiente ni al otro.
Hicieron una pausa para la comida del mediodía y, luego, trotaron de nuevo. Sin ninguna dificultad, los monjes, que apenas parecían cansados, mantenían el mismo ritmo que los soldados a caballo de la brigada Todo Corazón.
Aquella noche, cuando acamparon, habían dejado atrás unos cincuenta kilómetros, pero a Kalas y a Danube les pareció como si los soldados y los caballos estuvieran más fatigados que los monjes.
—No es posible —le comentó el duque al rey.
Aunque deseaba contestarle que aquello era obviamente posible, el rey Danube se limitó a sentarse y a sacudir la cabeza como si negara la realidad.
En efecto, nadie comprendió lo sucedido: el padre abad Markwart, ayudado por su voz interior, había descubierto un nuevo uso de la malaquita, la piedra de la levitación. Sentado cómodamente en su carruaje, utilizó una piedra del alma para conectarse mentalmente con todos sus hermanos. Luego, junto con varios monjes, usó la piedra para que todos los monjes que iban a pie pudieran correr poco menos que en condiciones de ingravidez. Sus pies, cuando se detuvieron en el campamento para pasar la noche, no tenían ampollas, y sus músculos no estaban más cansados que si, simplemente, hubieran dado un buen paseo.
El padre abad y De'Unnero se sentaron juntos a un lado del campamento, disfrutando ambos con la evidente preocupación del rey y sus hombres. Al principio, Markwart había planeado que los hermanos irían a caballo, pero los monjes abellicanos, que nunca tuvieron fama de buenos jinetes, no tenían cuadras. Markwart era consciente de que su grupo jamás sería capaz de mantener el ritmo impuesto por los caballos To-gai-ru y los soberbiamente adiestrados jinetes de la brigada Todo Corazón. Tanto a Markwart como a De'Unnero les habría fastidiado mucho pensar que aquel viaje al norte demostrara que los hombres del rey eran superiores a los suyos.
Pero entonces la voz interior le enseñó una nueva forma de usar una vieja piedra.
De ese modo, los derrotados eran Danube y Kalas. Aunque sus hombres parecían tan espléndidos y vistosos con sus armaduras relucientes y montaban impresionantes corceles, los monjes a pie los habían humillado.
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14
El olor de la presa
—No están tan atrás —observó Pony nada convencida.
Ella y Colleen, dos días antes, habían divisado las fuerzas de Markwart y del rey Danube, que se dirigían al norte; por aquel entonces estaban a muchos kilómetros de distancia, pero, al parecer, cada día se acercaban más. Desde luego, las dos mujeres ignoraban la composición de aquel ejército, pero el mero hecho de que tan nutrido contingente les ganara terreno indicaba que no se trataba de gente normal, ni siquiera de Hombres del Rey corrientes.
—No tenemos elección —respondió Colleen—. Tú montas ese magnífico caballo de Connor, pero mi pobre rocín ya no está en condiciones de aguantar mucho más. Además, quizá tu Pájaro de la Noche esté en Caer Tinella.
Pony sacudió la cabeza. Sabía que Elbryan hacía tiempo que se había ido y que estaba como mínimo en Dundalis, y, probablemente, aún más lejos. La mujer rubia lanzó una mirada hacia atrás por encima del hombro, hacia el camino del sur. Llevaban tan sólo unas horas de ventaja al ejército, que iba acortando distancias, y la preocupaba la idea de que Colleen se detuviera para conseguir un caballo de repuesto y hablar con los aldeanos, a quienes era probable que después interrogaran. Pero al ver la montura de su compañera, una yegua empapada en sudor que marchaba lastimosamente, pues había perdido un casco, Pony juzgó que no podía negarse. Tendrían que conseguir un nuevo caballo, o Colleen tendría que ir a pie muy pronto.
—Quizá podamos encontrar a alguien en los alrededores que pueda ayudarnos —sugirió Pony—; un granjero, que esté preparando un campo o recogiendo leña.
Colleen asintió con la cabeza, y Pony encabezó la marcha. Rodearon la aldea de Tierras Bajas y luego Caer Tinella, hacia el este. Divisaron a un par de hombres que cortaban leña y pasaron algún tiempo observándolos desde las sombras de la linde del bosque. Pero entonces oyeron el retumbo de un carro y los relinchos de un caballo.
Las dos mujeres avanzaron entre los árboles y no tardaron en llegar a un altozano que dominaba el sendero que conducía hacia el este, y allí, retumbando por el camino, con dos caballos que tiraban de su carro y otros atados detrás, apareció un grandullón de pelo negro y espeso, cantando y riendo.
Llevaba el hábito de un monje abellicano.
—¿No piensas matarlo? —susurró Colleen.
Pony le dirigió una mirada de asombro.
—¿Matarlo? —repitió— ¡Ni siquiera lo conozco!
—Conoces su hábito —dijo Colleen con calma.
Pony hizo una mueca de dolor, bajó la vista y suspiró. No era una asesina; jamás golpearía a alguien que no se lo mereciera. Se preguntó, entonces, si aquella distinción tenía validez moral. Después de todo, ¿quién era ella para decidir quién merecía vivir, y quién, no? Aunque su odio por Markwart no había menguado, aunque creía que, en caso de volverlo a tener delante, vulnerable, trataría de abatirlo de nuevo, a Pony le preocupaba haber perdido su propia alma.
Apartó aquellos pensamientos. Entonces era preciso conseguir uno de los caballos, preferentemente sin que el monje se enterara de nada. Pero ¿cómo? Pony analizó las gemas que tenía. Podía emplear el diamante, tal vez para proyectar una zona oscura que cegaría los ojos del monje, y luego con la malaquita lo levantaría en el aire. No se enteraría del robo hasta que Pony lo hiciera aterrizar y lo librara de la ceguera, e incluso era posible que no advirtiera enseguida que le habían cambiado uno de los caballos que llevaba atados al carro.
No obstante, el hombre descubriría que habían utilizado magia contra él, la magia de las gemas. Tal vez sería capaz de saber qué piedras habían usado, ¿y no sería eso una buena pista para los secuaces de Markwart?
No, tenía que ser más sutil.
—Vete camino abajo, un centenar de metros por delante de él —le dijo a Colleen—; desmonta y desensilla tu caballo. Cuando pase, en un momento de distracción, rápida y silenciosamente, le cambias uno de los caballos atados detrás del carro por el tuyo.
—Preferiría uno de los de delante —repuso la mujer guerrera, pero cuando Pony le lanzó una dura mirada, vio que Colleen estaba sonriendo.
—Vete de una vez —dijo secamente.
A pesar de su malhumor, Pony esbozó una débil sonrisa cuando Colleen se dispuso a alejarse con su montura. Se habían convertido en verdaderas amigas. Pony se sentía bien con ella, pues Colleen era una persona que sabía comprender su estado de ánimo y encontrar la palabra justa para disiparle el malhumor o concentrarla en el presente. Pony rebuscó en su bolsa y sacó su piedra del alma; luego rebuscó en su mente y conjuró una imagen, el reflejo de sí misma junto a un lago después de la bi'nelle dasada. Manipuló esa imagen en su mente y la cambió de tal modo que nadie la pudiera reconocer, cubriendo parte de su cuerpo desnudo con diáfanos velos.
Pony apretó con fuerza la hematites, mientras se preguntaba si realmente sería capaz de extraer aquella imagen. Advirtió que tenía que hacerlo a la perfección: el menor desliz mostraría al monje la realidad del contacto, y entonces todo estaría perdido.
Se sumergió en la piedra, invocó de nuevo aquella imagen y la envió a la mente del monje.
El fraile Pembleton iba silbando y cantando; disfrutaba del magnífico tiempo que hacía y pensaba que cualquier día iba a empezar la primavera.
—¡Cualquier día! —gritó fuerte— ¡Ha, ha! —exclamó y dio un golpecito seco y sacudió las riendas para que los caballos se dieran prisa.
Quería estar en Caer Tinella antes de media mañana. Janine del Lago le había prometido una excelente comida si llegaba antes de que la mujer hubiera limpiado la mesa. Quería...
Le llegó de repente una imagen; parecía salida de ninguna parte, seductora y asombrosa. El fraile dejó de acuciar a los caballos. El carro aminoró la marcha hasta casi detenerse, pero el aturdido hombre apenas se dio cuenta. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados; trataba de encontrar algún sentido a la abrumadora imagen de una bella y tentadora mujer que tan inesperadamente había surgido en su mente.
Trató de eliminarla, incluso murmuró el comienzo de una plegaria.
Pero fue inútil. Allí estaba la mujer, hermosísima, y no podía ahuyentarla ni, por supuesto, dejar de mirarla.
El carro estaba casi parado.
Colleen Kilronney salió de la maleza por detrás llevando de la brida a su caballo e hizo el cambiazo, asombrada y confusa, mientras se preguntaba qué debía de haberle hecho Pony a aquel hombre.
Cuando, al cabo de unos minutos, volvió a reunirse con Pony con el caballo de refresco, la encontró aún en un estado de profunda concentración y con la piedra del alma en la mano. Colleen miró camino abajo y vio que el carro avanzaba a paso de tortuga mientras el fraile se bamboleaba.
—Bueno, ¿qué le hiciste? —le preguntó la pelirroja, arrancando a Pony de la magia de la piedra.
—Le dejé ver algo más interesante —respondió, crípticamente, Pony.
Colleen la miró, confusa, durante un instante, pero luego en su cara se dibujó una maliciosa sonrisa.
—¡Ah, pero si eres una perversa! —exclamó riendo.
Ambas se pusieron en marcha a la vez. Avanzaron camino abajo y, luego, lo siguieron hacia el este, lejos ya del monje, todavía muy distraído.
El fraile Pembleton continuó la marcha con lentitud. De camino hacia la granja de Janine del Lago trató de recuperar aquella imagen. No se dio cuenta de que uno de los caballos atados detrás del carro —uno de los dos que había previsto vender en la aldea— había sido reemplazado, hasta que fue a desatarlos ante la puerta de Janine.
Cruzaron Caer Tinella y Tierras Bajas con poca fanfarria, pero sin duda las doscientas personas que habían repoblado la región quedaron asombradas ante el esplendor de la comitiva, ante la fabulosa brigada Todo Corazón, montada en sus famosos caballos pintos To-gai-ru.
El ejército se detuvo en Caer Tinella para que los soldados pudieran dar descanso a los caballos, verificar el estado de cascos y sillas, y engrasar armaduras y armas. Markwart y Danube se pusieron de acuerdo en que no debían detenerse más de una hora, aunque sólo les quedarían un par de horas de camino antes de que la puesta de sol les obligara a acampar.
—¡Hermano Simple! —exclamó Janine del Lago, al ver a De'Unnero entre los jefes reunidos en la casa comunal de Caer Tinella—. ¿De nuevo tan pronto en el sur? Creí que habías ido a Dundalis, a llevar a tu Dios a las Tierras Boscosas.
De'Unnero se limitó a mirar a otro lado, sin ganas de hablar con la campesina.
—Parece que muchos se van hacia el norte esta temporada —comentó Janine, mientras se encaminaba hacia la puerta.
Markwart pescó aquellas palabras y enseguida salió al paso de la mujer.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó—. ¿A quiénes te refieres?
La mujer se encogió de hombros.
—Un amigo me ha dicho que ha visto un par de jinetes que cabalgaban hacia el norte esta misma mañana, menos de seis horas antes de vuestra llegada a Caer Tinella. Eso es todo —respondió—; eso y el hecho de que el hermano Simple apareciera por aquí hace un par de semanas.
—¿Dos jinetes? —le preguntó Markwart—. ¿Y uno de ellos, o tal vez los dos, era una mujer?
De nuevo, la campesina se encogió de hombros.
—Sólo dijo que había visto un par de jinetes a mucha distancia, por lo que no podía distinguir nada más. Ha sido un día curioso. El fraile Pembleton, por otro lado, llegó esta mañana para vender caballos, y anda soltando maldiciones porque uno de los que traía para vender no parecía suyo; el animal había cambiado de aspecto durante el viaje, casi estaba cojo y había perdido un casco, que esta misma mañana estaba en perfectas condiciones.
—¿Hay un fraile abellicano en el pueblo? —le preguntó Markwart.
Su voz interior le indujo a pensar que allí podía haber algo significativo.
—¡Si acabo de decirlo! —respondió Janine—. Está conmocionado por vuestra llegada, claro. Se está lavando y supongo que estará aquí en un segundo.
Mientras la aldeana hablaba, el fraile Pembleton entró caminando a saltitos, mirando nerviosamente a su alrededor y retorciéndose las manos. Divisó al padre abad junto a Janine, y a De'Unnero, no lejos de ellos, y se les acercó arrastrando los pies e inclinándose a cada paso.
—No sabía que iba a venir, padre abad —farfulló—. Si lo hubiera sabido...
Markwart levantó la mano para calmarlo.
—Me han dicho que has tenido problemas con un caballo —le dijo.
Los ojos del fraile Pembleton se abrieron desmesuradamente y miró a Janine; parecía horrorizado porque el padre abad estuviera enterado del incidente. ¿Le iba a tomar por loco aquel gran hombre?
—Me..., me confundí...; me confundo, estoy seguro —tartamudeó—. Es cierto que no se parece a mi caballo, pero tengo muchos e intercambié muchos con los de la caravana que enviaste al norte el año pasado desde Saint Mere Abelle, padre abad.
Markwart alzó de nuevo la mano para tranquilizarlo.
—¿Cojeaba ese caballo?
Pembleton se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé qué contestarte —le respondió—. No recuerdo ningún...
—¿Tratabas de estafar a esa gente, buen fraile? —le preguntó Markwart. De'Unnero se acercó al fraile y se detuvo junto a él, y aunque Pembleton pesaba unos cuarenta y cinco kilos más, se acobardó ante su intimidadora presencia.
—¡No, padre abad, eso nunca! —gritó—. Desde hace muchos años estoy en tratos con Caer Tinella y jamás les he estafado...
—Es un buen hombre; sus precios son correctos y sus productos también —intercedió Janine.
—¿Qué ocurrió, Pembleton? —le preguntó con calma Markwart—. ¿Es el mismo caballo con el que saliste de tu capilla?
El fraile parecía perdido y no cesaba de mirar a su alrededor.
—Tiene que serlo —murmuró—; tiene que serlo. Después de todo, no se puede cambiar un caballo en la parte de atrás de un carro sin que el conductor se entere. Lo único que pasa es que no lo reconozco...
—¿Es el mismo caballo? —insistió Markwart.
Pembleton miró nerviosamente en derredor.
—¡Mírame! —le exigió Markwart, y le clavó la vista en los ojos—. Dime la verdad.
—No es mi caballo —respondió Pembleton.
Janine resopló y puso los ojos en blanco.
—Con franqueza, padre abad —dijo el fraile frenéticamente—, tengo los mismos caballos en el establo desde hace meses, desde que llegó la caravana de Saint Mere Abelle, y los conozco a todos, y ése no es mío. Yo mismo los he herrado, y ése lleva unos cascos que no conozco.
Markwart miró a De'Unnero.
—Elige a varios de tus monjes de Saint Precious y ve con ellos a observar ese caballo —le indicó—, a ver si reconocen los cascos.
Luego, se volvió de nuevo hacia Pembleton procurando tranquilizarlo. Le pidió que le contara los pormenores de cada parte del viaje desde la capilla hasta el pueblo. Pembleton le obedeció sin vacilar, pero tartamudeó en un punto; de nuevo, la voz interior de Markwart le indicó que aquello podía ser significativo.
Entonces, condujo al monje a un lugar apartado, y el hombre confesó su pecado de pensamiento.
«Es mucho más que eso», advirtió el padre abad, y sus sospechas se vieron confirmadas cuando De'Unnero regresó y le contó que uno de los monjes había reconocido los cascos. Los había hecho el herrero del anterior barón, que marcaba todos los cascos que hacía con una señal especial, una combinación de sus iniciales.
El caballo, que de forma tan misteriosa había sustituido al que el fraile Pembleton había atado en la parte posterior de su carro —un carro que no había abandonado ni un momento durante todo el viaje a Caer Tinella, según insistía el fraile—, había salido de Palmaris y, por lo que decía De'Unnero, lo habían obligado a cabalgar duro hasta hacía poco.
Intrigado, Markwart no volvió a hablar del tema. Más tarde, después de que el grupo hubiera acampado a unas dos horas al norte de Caer Tinella, el padre abad regresó a su tienda y tomó su piedra del alma con impaciencia. Se dirigió raudo hacia el norte, registró la región y encontró su recompensa: un campamento instalado bajo las ramas inclinadas de un viejo pino; los caballos estaban atados cerca. Markwart reconoció uno de los caballos —lo había visto en el campo, cerca de Palmaris, y por tanto, su sorpresa no fue tan grande cuando su espíritu se deslizó por las ramas del pino y encontró a su suprema enemiga, que descansaba con la espalda recostada en el árbol, y a otra mujer, más corpulenta y vestida con el uniforme de los guardias de la ciudad de Palmaris, tumbada cerca de ella.
Markwart pensó en realizar una intrusión inmediatamente; pero se dio cuenta de que la mujer podía estar más prevenida y de que en esa ocasión él no dispondría de su hijo no nacido como arma contra la innegablemente sólida fuerza de voluntad de la chica. Y tampoco podía estar seguro de si Dasslerond rondaba por allí.
Su espíritu regresó con celeridad a su forma corporal. Salió de la tienda y llamó a Marcalo De'Unnero.
El tigre partió poco después a toda velocidad hacia el pino de ramas inclinadas.
O eso creía De'Unnero. Encontró muchos obstáculos que el espíritu de Markwart había obviado y, cuando llegó a aquel lugar, ya había amanecido y las mujeres se habían ido. La frustración de De'Unnero duró el tiempo que tardó en advertir que no estaba solo, que el espíritu del padre abad estaba con él.
—Escúchame a través de la piedra del alma de tu anillo —le ordenó el padre abad—. Sintoniza tus pensamientos con mi espíritu y te guiaré.
Markwart salió zumbando, más rápidamente que el viento del norte.
Localizó a las mujeres y volvió a llamar a De'Unnero. La caza, aunque Pony y Colleen lo ignoraban, proseguía.
A media mañana, el infatigable De'Unnero las divisó, mientras Markwart, cuya forma corporal confortablemente instalada en una litera era transportada por veloces monjes, estaba suspendido en el aire allí cerca. Markwart era consciente del poder de Pony y temía que pudiera batir a De'Unnero si éste no la pillaba desprevenida, si Pony tenía las piedras a mano.
Por tanto, se adelantó telepáticamente y gritó en el interior de la mente del caballo de la chica.
Piedra Gris se encabritó, levantó las patas delanteras, y Pony pudo sostenerse en la silla a duras penas. El caballo se dio la vuelta y pateó en el aire. Colleen soltó un grito, mientras trataba de encontrar una explicación a aquello.
Pony salió despedida de la silla y se quedó sin aliento al chocar de espaldas contra el suelo. Tuvo la presencia de ánimo suficiente para rodar y evitar ser pateada por los cascos de Piedra Gris.
—¿Qué le has hecho al pobre animal? —le gritó Colleen.
Sus palabras, sin embargo, se vieron bruscamente interrumpidas por algo enorme que chocó con ella y la derribó de la silla. Le costó no poco recuperarse, concentrarse y limpiarse el barro y la sangre de los ojos. Entonces vio una figura monstruosa junto a Pony. Trató de gritar, pero no pudo, pues no podía dar crédito a lo que estaba viendo. La criatura, de cintura para arriba, era un hombre fuerte y tenía la cara medio humana, pues era una extraña mezcla de hombre y felino. Estaba agachado sobre Pony, mirándola fijamente, se apoyaba en unas patas de tigre y agitaba una cola rayada. Pony trató de defenderse con los brazos, pero De'Unnero le pegó un puñetazo en pleno pecho y la dejó sin aliento. Pony dio un tirón brusco y lanzó los brazos de un lado a otro para tratar de rechazarlo, pero estaba aturdida: las fuerzas la habían abandonado.
Colleen se obligó a ponerse en pie y se dispuso a desenvainar la espada.
De un salto, la criatura se apartó de Pony y se encaró con la mujer soldado.
—¡Vas a pagar por lo que has hecho! —le gritó Colleen, y se lanzó hacia adelante, dando terribles cortes con la espada.
De'Unnero se incorporó, brincó en el aire por encima de la tajante espada, se abalanzó con fuerza sobre la mujer y concentró todo su peso en un tremendo puñetazo, que se estrelló en el esternón de Colleen y la hizo tambalear hacia atrás, hasta derribarla.
La mujer pegó un débil barrido con la espada y se quedó con la vista fija mientras su oponente rechazaba la hoja con un movimiento de la mano mucho más rápido que el que había hecho ella para dirigir el golpe. La mano agarró la hoja y la acabó de apartar. Luego, se dio la vuelta hacia Colleen y la abofeteó, haciéndola retroceder varios pasos.
Siguió acosándola, le retorció el brazo que sujetaba la espada, le dobló la muñeca y la desarmó con facilidad.
Después dio un salto, cayó rodando sobre ella, sin darle respiro, la arrastró, la torció y aprovechó su posición para arrojarla bajo las patas de su nervioso caballo.
—¡Huye! —oyó que Pony le gritaba.
Vio que el tigre se daba la vuelta para mirar a su amiga y observó cómo se tambaleaba hacia atrás, alcanzado por la explosión de la descarga de un rayo.
Pero la vigorosa criatura soltó un gruñido, corrió de nuevo hacia Pony y se abalanzó sobre ella antes de que pudiera dispararle otra descarga mágica.
Colleen se puso en pie trabajosamente, al otro lado del caballo, y azuzó a la bestia a la carrera, antes incluso de acomodarse en la silla, pues el tigre se lanzó a perseguirla.
El caballo se internó en el bosque, chocando con todo. Las ramas golpearon a la pobre Colleen hasta dejarla casi sin sentido. Oyó la fiera tras ella y, entonces, comprendió lo que realmente había ocurrido cuando murió su querido barón.
El caballo dobló un cerrado recodo, y ella no pudo sujetarse. Se cayó sobre unos arbustos de hoja perenne y, luego, resbaló por la nieve y el barro de la pronunciada pendiente de un barranco. Rebotó y tropezó repetidas veces hasta perder el conocimiento, mucho antes de estrellarse contra un tocón situado muy abajo.
Oyó los agónicos sonidos que emitió su caballo cuando el tigre se le echó encima.
Tan sólo el enojado espectro del padre abad Markwart arrancó a De'Unnero del festín de carne de caballo que se estaba dando. Entonces, abandonó por completo su naturaleza de tigre; decir que su transformación se debía a la gema ya no tenía sentido, pues ni siquiera estaba seguro de dónde estaba la mágica zarpa de tigre. No la tenía en la mano ni en la bolsa, pero ya no la necesitaba: era como si de alguna manera él y la piedra se hubieran fusionado.
Pero entonces dejó por completo su naturaleza felina, pues se dio cuenta de que Markwart estaba enfadado, y su temor era mayor que su avidez por la sensación de muerte. Poco menos que borracho de la energía vital del caballo, volvió hacia donde estaba Pony, se inclinó sobre ella y vio que todavía estaba viva. Confiaba en no haberla golpeado demasiado fuerte después de que la chica lo hubiera alcanzado con la descarga del rayo. Las instrucciones de Markwart habían sido muy estrictas: De'Unnero tenía que entregarle a Pony viva, junto con las gemas robadas. A Markwart, la otra mujer le importaba un comino.
Mucho tiempo después, Pony recuperó el conocimiento. Se hallaba en pie, con la espalda contra un árbol y las manos atadas dolorosamente alrededor del tronco.
Y ante ella, estaba Marcalo De'Unnero, con el ceño fruncido y la vista clavada en sus ojos.
—¿Te has enterado ya del poder de tus enemigos? —le preguntó mientras se le acercaba tanto que su cara quedó a muy pocos centímetros de la de ella.
Pony apartó la vista, incapaz de seguir mirándolo a los ojos. De'Unnero la tomó por el mentón y, con brusquedad, la obligó a encararse de nuevo con él. Por un instante, la mujer creyó que la iba a estrangular, o que le aplastaría la cara hasta hacérsela papilla; pero entonces una perversa sonrisa se dibujó en la dura cara del monje.
Poco faltó para que Pony se desmayara; estaba totalmente indefensa frente a él. Le podía hacer cualquier cosa, la podía poseer allí mismo y en aquel momento.
—Eres tan bella —observó De'Unnero, y de repente le golpeó la mejilla con una actitud totalmente distinta. ¡Pony hubiera preferido que la matara!
De nuevo, apartó la vista, pero la mano del hombro se posó de inmediato sobre su mentón y otra vez la obligó a mirarlo.
—Tan bella y tan poderosa —dijo De'Unnero—; me han contado que eres diestra con las gemas y con la espada, y que tienes una gran fuerza de voluntad.
Pony apretó la mandíbula y entrecerró sus ojos azules.
—¿Tienes miedo de que te posea? —inquirió De'Unnero, sonriendo perversamente mientras le agarraba la parte delantera de la camisa—. ¿Tienes miedo de que desgarre tus ropas y te deje desnuda frente a mí?
Pony lo miró, obstinada, y no le respondió.
—Ni siquiera has empezado a comprenderme —le dijo De'Unnero con la cara muy cerca de la de ella. Pero entonces, retrocedió y soltó su camisa—. Pelearía contigo a campo abierto y te mataría a gusto si te enfrentaras a mí, del mismo modo como mataré a tu amante, ese que llaman el Pájaro de la Noche —le explicó—; pero no quiero placeres carnales con una mujer que no los desea. Soy un hombre de Dios.
Pony resopló y desvió la mirada. Creía que De'Unnero la volvería a agarrar por la barbilla y le torcería de nuevo la cabeza.
—¡Estúpida chiquilla! —exclamó De'Unnero mientras se alejaba—. No tienes ni la menor idea de cómo son aquellos a quienes has llamado enemigos.
Pony no supo qué decir.
Entonces, oyó caballos, un regimiento que se acercaba; no tardaron en llegar. Markwart, los monjes, los soldados con sus relucientes cotas de malla y el rey de Honce el Oso la rodearon por todas partes.
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15
Un mal recibimiento
Piedra Gris la encontró maltrecha y ensangrentada, demasiado aturdida incluso para pensar en tratar de trepar para ayudar a su amiga.
¡Su amiga! Colleen sintió más dolor en el corazón que en el cuerpo cuando miró pendiente arriba, hacia donde Pony yacía a merced de aquella extraña bestia. Pero no podía llegar hasta ella e incluso, aunque se las hubiera apañado para trepar por la pendiente, el tigre simplemente la habría despeñado de nuevo.
Sin embargo, era un punto discutible, y Colleen lo sabía. Con gran dificultad, montó a lomos de Piedra Gris y se limitó a guiarlo como pudo hacia el norte y a azuzarlo para que se diera prisa. En el transcurso de la hora que siguió, perdió el conocimiento en varias ocasiones, pero había conservado la suficiente presencia de ánimo como para atarse a la silla.
Así pues, continuó sola y con la convicción de que aquel terrible tigre la perseguía de cerca.
Por la noche, no acampó. Ni tan sólo pudo hacer acopio de la energía suficiente para desmontar. Piedra Gris siguió adelante: comía sobre la marcha, se detenía de vez en cuando y dormía mientras la mujer dormía sobre su lomo.
Si Pony había pensado alguna vez en tener la posibilidad de hablar con el rey Danube, sus esperanzas se desvanecieron enseguida. Por orden del padre abad Markwart —y sin una palabra de protesta de Danube ni de su comitiva—, una hueste de monjes rodeó a Pony, cortó las ataduras del árbol y se la llevaron. Pony vio cómo Markwart mostraba las gemas de Avelyn al rey y oyó un comentario acerca de que faltaba una piedra imán. El rey Danube la miró con expresión medio compasiva y medio molesta.
Y después, apartó la vista, y Pony supo que estaba perdida.
Instantes más tarde, De'Unnero se unió a los que la escoltaban y pasó delante de ella.
—Vas a correr —le explicó—. Los hermanos te ayudarán; te llevarán a peso cuando te fallen las piernas —agregó.
Dos forzudos monjes se acercaron a Pony mientras el abad hablaba y pasaron los brazos de ella por encima de los suyos, de tal modo que los pies apenas le tocaban el suelo.
—Deberías reconsiderar tu situación antes de que volvamos a Palmaris —le dijo De'Unnero—. ¡Qué lástima que alguien tan fuerte de cuerpo y alma como tú sea públicamente ejecutada de forma tan horrible!
Dicho esto, se dio la vuelta y se alejó con paso ágil y rápido.
Pony no supo cómo interpretar aquellas palabras. ¿Era sincera la preocupación que demostraba el monje? ¿O jugaba con ella, y se burlaba al fingir preocupación? ¿O era tal vez algo más siniestro? ¿Acaso De'Unnero simulaba ser amigo suyo, oponiéndose al padre abad, para tenerla con la guardia baja?
Fuera lo que fuese, Pony decidió que no le seguiría la corriente. La habían golpeado —eso parecía—, se lo habían quitado todo, pero se enfrentaría a la muerte con una cosa intacta: sus convicciones.
Y pensó que tenía que alegrarse de ver a De'Unnero. Si aquel peligroso hombre estaba allí, quería decir que no perseguía a Colleen, aunque Pony ni siquiera sabía con seguridad si su amiga estaba viva ni si De'Unnero la había matado antes de haber vuelto a por ella.
—Mantendré mis convicciones y mi esperanza —susurró, pues necesitaba oír esas palabras.
Sin embargo, tan pronto como hubo pronunciado aquello, temió haber provocado algún comentario jocoso por parte de los monjes que la sostenían. Nadie dijo nada, aunque uno volvió la cabeza hacia ella con una mirada no exenta de un cierto respeto.
Pony lo miró a su vez y se sintió más fuerte. Si bien morir con valentía no resultaba una gran proeza, era lo único que le habían dejado.
Al día siguiente, el dolor de Colleen no era tan agudo y había sido reemplazado por una severa determinación: tenía que ir al encuentro del Pájaro de la Noche, costara lo que costara, y contarle el destino de su amada. Se sabía herida de consideración: tenía un brazo roto y un tobillo tan hinchado que tuvo que quitarse la bota; había perdido sangre, y estaba muy fría.
Pero Colleen se concentraba exclusivamente en el camino y urgía a Piedra Gris, al maravilloso Piedra Gris, para que se apresurara a cada paso.
Los días se confundían con las noches durante aquella larga y dolorosa marcha. Al tercer día después del ataque de De'Unnero, llovió, pero Colleen, delirante, ni siquiera lo advirtió. Los soldados y los monjes cada día acortaban distancias, pese a que ella también viajaba de noche; pero la mujer tampoco lo advirtió.
Lo único que veía era el camino que tenía ante ella; el camino a Dundalis; el camino que iba al lugar donde al fin podría permitirse descansar.
La tarde del cuarto día, al borde del sendero no pudo resistir más: resbaló de la silla de Piedra Gris y quedó colgada de las ataduras, arrastrando por el suelo hombros y cabeza, hasta que el caballo advirtió que tenía que detenerse, aunque poco más podían hacer ni ella ni Piedra Gris. En una ocasión, la mujer intentó enderezarse, pero sólo consiguió volver a caer y arañarse la parte lateral de la cara con la nieve dura.
El sol se hundió por el horizonte del oeste. La oscuridad la envolvió.
Tiel'marawee avanzaba con una agilidad y una velocidad que nadie, salvo los Touel'alfar, podía igualar: brincaba por encima de montones de nieve ventada justo al sur de Barbacan; luego corría con gran facilidad, o medio volaba, por las estribaciones de los prados abiertos del sur. En aquella ocasión no iba serpenteando a pesar de su pasión por el canto y la danza, ya que su corazón seguía triste por la pérdida de Ni'estiel.
La señora Dasslerond tenía que enterarse de la muerte del elfo, de la existencia del obispo asesino y, sobre todo, de la extraña magia que había salvado al Pájaro de la Noche en el altiplano de la montaña de Aida.
Como una exhalación, la elfa atravesó Dundalis precipitadamente, pasando bajo la torre de la pendiente norte sin inquietar a los dos centinelas. Sabía que pronto tendría que desviarse hacia el oeste si quería ir a Andur'Blough Inninness, pero sospechaba que su señora podía estar todavía en Palmaris, o que iría primero al norte antes de volver a casa.
Con toda atención, trataba de escuchar la tiest-tiel, la canción favorita.
Lo que oyó en su lugar fue el débil relincho de un caballo y los gemidos de una mujer.
Tiel'marawee no conocía a Colleen Kilronney, ni tampoco reconoció al caballo de Pony; pero aunque tenía mucha prisa, la elfa no podía abandonar a una mujer en aquel estado: colgaba cabeza abajo por debajo de la barriga del caballo. La elfa, con su elegante hoja élfica, cortó las ataduras e hizo lo que pudo para amortiguar la caída de Colleen al suelo. En el último momento, decidió desensillar al pobre animal, pues tenía inflamaciones ulcerosas causadas por los cantos de cuero, y envolver a la mujer en una manta, para que pudiera morir menos penosamente.
Colleen se las apañó para abrir un ojo, aunque el otro siguió completamente cerrado, pegado con la sangre seca.
—Pájaro de la Noche —susurró entre los labios resecos y agrietados—. Pony, atrapada.
Los ojos de Tiel'marawee se desorbitaron cuando comprendió lo que acababa de oír.
—¿Pony? —le preguntó mientras le daba ligeras palmaditas en las mejillas—. ¿Jilseponie? ¿Atrapada por quién? ¿Por la Iglesia abellicana?
Convencida de que su mensaje había sido escuchado, la delirante Colleen se desmayó.
Tiel'marawee no sabía adónde dirigirse. No le gustaba la idea de demorar su avance hacia el sur, pero comprendía que aquello podía tener mucha importancia. Corrió de nuevo hacia el norte, llegó a Dundalis y se dirigió al pie de las torres de vigía.
—Una mujer en el camino —gritó.
Los guardias se pusieron en movimiento. Tiel'marawee oyó sus botas y el estrépito que hacían al coger las armas.
—Una mujer en el camino —gritó de nuevo—. Está gravemente herida. ¡Hacia el sur!
—¿Quién anda por ahí? —gritó un guardia.
Pero Tiel'marawee ya se había ido.
Poco después, la elfa observó, aliviada, cómo un grupo de hombres corría por uno de los senderos hacia el sur. No hubieran encontrado a Colleen, pero la elfa los guió imitando los quejidos de dolor de una mujer.
—Es una guardia de Palmaris —comentó un hombre.
Se acercó corriendo a Colleen y, delicadamente, le dio la vuelta para ponerla boca arriba. Un compañero suyo tomó las riendas de Piedra Gris y apartó el caballo hacia un lado.
—Es la prima de Shamus Kilronney —puntualizó otro, un hombre robusto de oscuro pelo negro—; se llama Colleen. Vino a Caer Tinella a comunicarnos la muerte del barón.
—No tardará en estar con él —observó un tercer hombre.
El primero, al inspeccionar las heridas, sacudió la cabeza.
—No es tan grave —dijo—; nada le irá mejor que un poco de comida y una cama caliente. Ha estado en el camino, herida, varios días, como mínimo; probablemente, ha ido atada a la silla de montar todo el tiempo.
—Buen caballo —observó el tercer hombre.
No fue hasta entonces cuando el hombre robusto de pelo negro tuvo un momento para examinar al animal, que parecía exhausto y estaba lleno de llagas abiertas. Los ojos del hombre se desorbitaron.
—Pero ¿quién desensilló la montura? —preguntó uno de los hombres mientras se inclinaba hacia Colleen.
—¿Y quién nos avisó que había una mujer herida? —agregó el tercero.
Tomás Gingerwart apenas podía contestar a causa del nudo que tenía en la garganta. Sabía perfectamente de quién era aquel animal, maltrecho y fatigado: ¡era Piedra Gris, la montura de Pony!
—Llevadla al pueblo, deprisa —ordenó a sus compañeros—. Procuradle abrigo y procurad que coma, y por encima de todo, procurad que pueda hablar. ¡Ahora, idos!
Los otros dos obedecieron al instante. Con sumo cuidado levantaron a Colleen y la tumbaron transversalmente sobre el lomo de Piedra Gris; luego, guiaron al caballo hacia el pueblo.
Tomás se quedó detrás. Miraba a su alrededor, hacia el bosque y por el sendero, con visible angustia.
Tiel'marawee decidió arriesgarse y salió de la espesura.
Inmediatamente, el corpulento hombre alzó las manos, con las palmas abiertas hacia afuera para demostrar que no llevaba armas ni pretendía realizar ningún movimiento amenazante.
—No soy enemigo de los elfos —dijo sin mostrar sorpresa ante la aparición de uno de aquellos diminutos seres.
—Nos conoces, y sabes algo de la mujer herida —dedujo Tiel'marawee.
—Soy Tomás Gingerwart —le explicó—, amigo del Pájaro de la Noche, amigo de Jilseponie, cuyo caballo ha transportado hasta aquí a la maltrecha mujer.
Tiel'marawee consiguió ocultar su preocupación con gran habilidad. Si aquél era el caballo de Pony, ¿qué le habría sucedido a la señora Dasslerond?
—Amigo de Belli'mar Juraviel —dijo para terminar Tomás—, o por lo menos compañero suyo, ya que él nos acompañó hasta este lugar antes de regresar a casa.
—Soy Tiel'marawee —respondió la elfa, con una reverencia—. Estoy segura de que la mujer sabe cosas de Jilseponie.
—En ese caso, te ruego que vengas conmigo —le propuso Tomás mientras se volvía hacia Dundalis.
La elfa sopesó la invitación y, asintiendo con la cabeza, lo siguió.
Muchas miradas se clavaron en la elfa, pero ninguna amenazante, cuando ella y Tomás cruzaron el pueblo a toda prisa y se encaminaron hasta el lecho de Colleen.
Encontraron a la pobre Colleen medio inconsciente; todavía murmuraba que Pony había sido capturada y que había que avisar al Pájaro de la Noche.
—Dejé al Pájaro de la Noche en Barbacan —explicó Tiel'marawee—, bloqueado por una tormenta invernal. Deberá permanecer allí durante varios días más, como mínimo, y mucho más tiempo si el invierno ataca de nuevo las tierras del norte.
—Pero tú has conseguido llegar —razonó Tomás—, y puedes volver.
La elfa lo miró largo y tendido.
—Si Pony está en apuros, el Pájaro de la Noche tiene que saberlo —dijo el hombretón.
—Entonces, ve tú a avisarlo —dijo con frialdad Tiel'marawee en un tono que daba a entender con toda claridad que, en su opinión, su papel había llegado a su fin.
Tomás la miró.
—Acabas de decir que el Pájaro de la Noche no puede regresar —le respondió—. Si eso es así, ¿cómo podría alguno de nosotros llegar hasta él?
Antes de que Tiel'marawee pudiera contestar, la puerta se abrió de golpe y entró precipitadamente en la habitación una conmocionada mujer.
—Vienen soldados —dijo sin aliento—, y detrás, monjes. Muchos monjes.
Tomás se volvió hacia Tiel'marawee y vio que la elfa salía con dificultad por una ventana lateral.
—¡Por todos los dioses! —murmuró el hombretón con aire severo—, escondedla —ordenó a los que estaban en la sala—. Por nuestra amistad con el Pájaro de la Noche: no sabemos nada de ella.
Salió precipitadamente de la casa y corrió para reunirse con la gente que se había agrupado al sur del pueblo para esperar a los soldados. Miró en torno varias veces con la esperanza de atisbar a la elfa, aunque, con razón, sospechó que Tiel'marawee ya estaba muy lejos.
—Y ahora, ¿qué se supone que querrán de nosotros los militares? —preguntó un hombre.
—¿O los monjes? —añadió otro con evidente desdén, pues estaba en el bosque con Tomás cuando había aparecido el peligroso y perverso monje con la zarpa de tigre, y además era amigo del hombre cuya túnica el monje había destrozado de un solo barrido.
—Son de la brigada Todo Corazón —susurró otro a Tomás cuando la unidad pudo divisarse con claridad: los fuertes y musculosos caballos pateaban la hierba—. Algunos llevan plumas en el casco.
—Adornos de categoría —comentó otro gravemente—; propios del rey.
—Y tan lejos de Ursal —apuntó otro hombre.
Era un panorama espectacular, pero Tomás prestaba más atención al grupo que vestía hábitos marrones de la Iglesia abellicana y corría junto a los soldados montados a caballo. Uno de ellos, en particular, le llamó la atención; era el monje que había encontrado en el bosque a las afueras del pueblo hacía un par de semanas, el monje que les había llamado a Tomás y a sus compañeros amigos del Pájaro de la Noche y, por consiguiente, enemigos de la Iglesia.
Apareció, después, el carruaje en que viajaba Markwart, y en torno a Tomás se oyeron gritos sofocados.
Tomás no había visto nunca al padre abad de la Iglesia abellicana, pero con facilidad adivinó su rango, incluso antes de que uno de los espectadores, que había visto a Markwart, se refiriera al anciano monje como supremo jerarca de la Iglesia.
—¿Qué habremos hecho para llamarles tanto la atención? —preguntó alguien.
—Deberías preguntárselo al Pájaro de la Noche, no a nosotros —le contestó otro.
Tomás no estaba en desacuerdo, pero no se molestó en comentar nada; estaba muy concentrado en la comitiva que se iba acercando. Y entonces, vio a Pony, sucia y apoyada en dos monjes, y el corazón le dio un vuelco. Pensó en todos los meses que aquella mujer y su amado los habían mantenido con vida, a él y a sus amigos; recordó la pelea con el gran líder de los gigantes, cuando la enorme criatura cometió el error de seguir hasta el bosque al Pájaro de la Noche. Sólo entonces, al ver a Pony tan desvalida, Tomás se dio cuenta de cuánto los quería, a ella y al Pájaro de la Noche, de cómo se habían convertido en sus auténticos héroes.
La comitiva se detuvo a unos siete metros de la gente de Dundalis. Los soldados formaron dos hileras, con los caballos uno al lado de otro y tan juntos que Tomás y los demás no podían distinguir a los de la segunda hilera.
—Es la brigada Todo Corazón —susurró otro hombre de nuevo. Sentía una obvia mezcla de temor y respeto—. Es la mejor del mundo.
A juzgar por quienes aquel día la acompañaban, Tomás no estaba tan seguro de que así fuera.
Un hombre de unos cuarenta años, guapo y fuerte, montando con elegancia un brioso corcel, salió al trote del grupo. Inmediatamente, uno de los monjes se apresuró a acompañarlo, y Tomás apretó los dientes cuando reconoció al hombre del hábito.
—Soy el duque Targon Bree Kalas —dijo el jinete.
—Y yo el abad De'Unnero, de Saint Precious —añadió el monje—. ¿Sigues considerándote el jefe de la gente de Dundalis, Tomás Gingerwart?
La familiaridad de De'Unnero con aquel hombre, obviamente, cogió al duque con la guardia baja; desde su silla, lanzó una dura mirada al monje.
—Os habríamos recibido mejor si hubiéramos sabido que tan importantes personalidades iban a visitarnos —respondió Tomás dedicándoles una profunda reverencia.
—Estoy muy al corriente de tus recibimientos —dijo el abad.
Tomás levantó las manos.
—Un forastero se nos acercó en el bosque sin previo aviso —repuso—; éstas no son tierras civilizadas, buen abad.
—¿Buen? —repitió con expresión escéptica De'Unnero.
—Ya basta de chanzas —dijo el duque, mientras desmontaba y se interponía entre Tomás y el monje.
De'Unnero se apresuró a adelantarse al duque, mientras éste se quitaba el casco con dos plumas.
—Hemos viajado hacia el norte desde Palmaris en busca del llamado Pájaro de la Noche —les explicó Kalas—. ¿Lo conocéis?
—Lo conoce muy bien —replicó De'Unnero antes de que Tomás tuviera tiempo de abrir la boca—. Es un aliado de ese hombre y de nuestra huésped, Jilseponie, la discípula de Avelyn que intentó asesinar al padre abad Markwart.
Kalas clavó una dura mirada en el monje, pero De'Unnero no se amilanó lo más mínimo.
—Te aviso, Tomás Gingerwart —le dijo el abad en un tono bajo y amenazante—, pero es la última vez.
—Conozco al hombre llamado Pájaro de la Noche —admitió Tomás—; es un gran héroe.
De'Unnero mostró una expresión burlona.
—Fueron el Pájaro de la Noche —prosiguió con obstinación Tomás— y Pony, la mujer maltrecha y cautiva que lleváis, quienes nos salvaron a todos nosotros antes de que los secuaces del demonio Dáctilo fueran expulsados de esta región. Y ahora finges que lo buscas. ¡Lo que quieres es cazarlo! ¿Y yo y todos los que le debemos la vida tendríamos que abriros nuestros brazos y nuestras casas para ayudar a un enemigo de nuestro amigo?
—Tendrás que hacer lo que se te mande —comentó De'Unnero, y avanzó un paso hacia Tomás como si se propusiera golpearlo.
—Mi buen maese Gingerwart —intervino el duque Kalas—; hablo en nombre del mismísimo rey Danube. El Pájaro de la Noche y la mujer han sido declarados proscritos por sus delitos contra la Iglesia y contra el Estado. Lo encontraremos y lo llevaremos a juicio en Palmaris, con o sin la ayuda de la gente de Dundalis.
—Éstas son las Tierras Boscosas, no el reino de Honce el Oso —comentó un hombre que estaba junto a Tomás.
—Podría cortarte la lengua por eso —le aseguró Kalas.
—No forman parte del dominio de nuestro rey —se atrevió a decir Tomás.
—Del mismo modo que insistes en que tampoco forman parte del dominio de la Iglesia —puntualizó De'Unnero—. Deberías tener un poco más de cuidado con los enemigos que te granjeas, maese Gingerwart.
—No deseo tener ningún enemigo —respondió, sereno, Tomás.
—Entonces, entérate de esto —le contestó Kalas con energía, cortando en seco a De'Unnero, que se disponía a intervenir una vez más—: los que no nos ayudan, ayudan al Pájaro de la Noche, y si lo encuentran culpable de los delitos de los que se le acusa, entonces los que lo ayudaron no encontrarán en Danube a un rey clemente.
Dejó flotar aquellas palabras en el aire durante unos instantes mientras clavaba sus ojos en los de Tomás, demostrándole que no había lugar para compromisos y que en aquella cuestión compartía el punto de vista de De'Unnero.
—¿Está aquí? —le preguntó con calma Kalas.
—No —respondió Tomás—. Se marchó hace muchos días; ahora sé adónde.
—Claro que lo sabes —comentó De'Unnero—; se fue hacia el norte, a Barbacan, pero puede haber vuelto.
—No está aquí —insistió Tomás.
—¡Registrad el pueblo! —gritó De'Unnero, y se dio la vuelta e hizo señas para que los monjes se pusieran en acción.
Para no ser menos, Kalas hizo otro tanto. La brigada Todo Corazón movió los caballos por entre los edificios de la aldea.
—Y el que se resista será pasado por las armas —le informó Kalas a Tomás.
Al hombretón no le hizo ninguna falta oír una promesa similar de la perversa boca de De'Unnero para saber que los monjes serían aún menos compasivos.
La gente había hecho un buen trabajo al esconder a Colleen Kilronney, tan bueno, de hecho, que no la habrían encontrado de no ser por Piedra Gris. De'Unnero divisó al fatigado caballo, lo señaló con el dedo y soltó una carcajada.
—Así que habéis encontrado el caballo de Jilseponie —gritó—. Bueno; te ruego, mi buen maese Gingerwart, que me digas dónde está el jinete que trajo a esta bestia.
—Vino por iniciativa propia —contestó Tomás, apretando las mandíbulas.
—¡Claro! —exclamó De'Unnero teatralmente—. ¡Todo el camino desde Caer Tinella! ¡Qué criatura más inteligente! —frunció peligrosamente el entrecejo y se le acercó, de repente, hasta situar la cara frente a la de Tomás—. Está aquí; la puedo oler.
—¡Encontrad a la pelirroja! —gritó De'Unnero a sus monjes—. Es una guardia de Palmaris, y estoy seguro de que está herida.
Para no ser menos, el duque Kalas dio órdenes similares a sus hombres. Monjes y soldados entraron a empujones en todas las casas y derribaron a los que ofrecieron resistencia.
Tomás Gingerwart, el jefe, el único al que la gente miraba en busca de respuestas, se había hartado. Empezó a gritar a De'Unnero, pero el monje se lo quitó de encima con un empujón y se puso a registrar el pueblo por su cuenta. Entonces, Tomás dirigió su ira contra el duque Kalas, pero su protesta duró poco, pues se desvaneció en el asombrado silencio que se produjo cuando se destacó un hombre de entre las filas de la brigada Todo Corazón.
—Tomás Gingerwart —dijo con severidad el rey Danube mientras avanzaba para situarse frente al hombretón—; no vas a interferirte más ni pronunciarás palabra alguna. No habría venido hasta aquí si no se tratara de un asunto de la máxima urgencia. Manténte al margen y manda a tu gente que haga otro tanto.
—M..., mi rey —tartamudeó Tomás mientras le ofrecía una profunda reverencia.
—Incluso en las Tierras Boscosas —comentó Danube astutamente.
Miró con fijeza al hombre que había proclamado que las Tierras Boscosas no formaban parte del dominio del rey. Tomás se echó a temblar ante el poder de Danube, se arrodilló e imploró clemencia.
Pero entonces el abad De'Unnero regresó seguido por dos monjes que arrastraban a Colleen Kilronney.
Tomás Gingerwart cerró los ojos y sintió que le abandonaban las fuerzas; apenas oyó las declaraciones del abad De'Unnero o la voz de Markwart. Ambos le consideraban un delincuente, un conspirador implicado en un complot contra la Iglesia y el Estado.
—¡Contra el Estado, no! —osó replicar otro hombre de Dundalis o, mejor dicho, intentó hacerlo, pues sus palabras fueron bruscamente interrumpidas por el ruido de un golpe.
Tomás abrió los ojos y vio al hombre a su lado, cabizbajo. El abad De'Unnero estaba detrás de él. Gingerwart miró al rey Danube en busca de indulgencia, pero el rey se alejó.
Cuando De'Unnero completó su interrogatorio, Tomás, cinco hombres más y dos mujeres habían sido hechos prisioneros. El padre abad confiscó nueve caballos, y los nuevos prisioneros y Pony fueron obligados, sin contemplaciones, a tumbarse de través sobre el lomo de los animales y fueron atados con correas que les sujetaban las muñecas y los tobillos, y se anudaban por debajo de la barriga de los animales.
La comitiva atravesó Dundalis y avanzó por el sendero del norte, el mismo camino que habían tomado el Pájaro de la Noche y sus compañeros.
Tanto la herida mujer soldado como el jefe de Dundalis habían encargado a Tiel'marawee que fuera a Barbacan para contarle al Pájaro de la Noche la difícil situación en la que Pony se encontraba. Si el guardabosque hubiera sido un Touel'alfar, la elfa ya habría estado muy lejos en su viaje al norte cuando los soldados y los monjes cruzaron el pequeño pueblo de las Tierras Boscosas.
Pero el Pájaro de la Noche era un n'Touel'alfar, lo mismo que Pony, y Tiel'marawee se había encaminado hacia el sur. Su decisión se vio reafirmada aquella misma noche cuando escuchó, transportada por la brisa del atardecer, la tiest-tiel.
Al final del segundo día, la elfa había encontrado a la señora Dasslerond y a los demás. Como era de prever, lo que les contó acerca del infortunio de Pony y del inminente peligro que se cernía sobre el Pájaro de la Noche pesó como una losa sobre los hombros de los de su raza, de modo especial sobre Belli'mar Juraviel.
—No podemos permitirlo —le dijo a la señora de Andur'Blough Inninness.
—Tanto el rey de Honce el Oso como el padre abad de la Iglesia abellicana encabezan la marcha —le recordó la señora Dasslerond—. ¿Vamos a emprender una guerra contra todos los humanos del mundo?
Juraviel reconoció que tenía razón e inclinó la cabeza.
—Pero estos acontecimientos no nos son ajenos —le recordó a su vez—. Los planes del Pájaro de la Noche pueden tener consecuencias para los Touel'alfar.
La señora Dasslerond, muy fatigada de todo aquello y deseando sólo volver a Andur'Blough Inninness, no pudo contradecir aquellas palabras de Juraviel. Miró a su gente, que se les acercaba para no perderse ni la menor palabra que se dijera.
—Ya es hora de que los Touel'alfar vuelvan a casa —proclamó Dasslerond. Todas las cabezas de los elfos, incluida la de Juraviel, se inclinaron para expresar su acuerdo—. La situación se ha vuelto demasiado peligrosa y excesivamente complicada. Por consiguiente, nos vamos a ir a casa y cerraremos nuestro valle y nuestros ojos a los asuntos de los humanos.
—Pero no nuestros oídos —continuó Dasslerond después de una larga y cavilosa pausa—. Nos vamos todos a casa, salvo tú, Belli'mar Juraviel.
Juraviel le dirigió una mirada llena de sorpresa.
—Te has declarado a ti mismo amigo del Pájaro de la Noche y de la mujer —explicó Dasslerond.
—Todos nos hemos declarado amigos del Pájaro de la Noche —repuso el elfo.
—Pero no tan íntimos como Belli'mar Juraviel —prosiguió Dasslerond—. Tú, que luchaste junto al Pájaro de la Noche y la mujer durante tanto tiempo, ahora debes ser testigo de su destino.
—Te lo agradezco, mi señora —respondió Juraviel.
—Testigo —repitió con firmeza la señora Dasslerond—. Ese conflicto no nos incumbe, Belli'mar Juraviel. El Pájaro de la Noche y Pony deben seguir su propio camino o caerán. Sé testimonio de lo que les ocurra y regresa.
Belli'mar Juraviel, en todo momento, apreció en lo que valía el gran honor y la muestra de confianza que la señora Dasslerond acababa de otorgarle. La señora sabía cuáles eran sus sentimientos hacia el Pájaro de la Noche y hacia Pony, y sabía que el amor que sentía le induciría a intervenir, pues Belli'mar Juraviel era amigo íntimo de ambos.
Pero ante todo, Belli'mar Juraviel era un Touel'alfar.
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16
¿Un milagro durante la espera?
Desde hacía varios días ya no nevaba y el aire era relativamente más templado, incluso lejos del brazo de Avelyn, incluso en las altas cumbres de las montañas que rodeaban Barbacan. Elbryan, Roger y varios hombres de Shamus habían bajado para cazar en el fondo del valle y, en varias ocasiones, incluso hasta las estribaciones. El guardabosque buscaba un sendero despejado hacia el sur. No habían encontrado gran cosa, pero, al regreso, el ánimo del guardabosque estaba más fortalecido, pues cada nueva incursión les había permitido adentrarse más en las montañas, y Elbryan creía que el momento de partir se iba acercando.
—Será hoy —había dicho Elbryan a primera hora de la mañana, cuando salió a inspeccionar los senderos.
Pero Bradwarden descubrió en la expresión que tenía el rostro del guardabosque, mientras trepaba de regreso al altiplano, que tampoco entonces había encontrado un camino despejado para salir de Barbacan. El guardabosque quería montar a Sinfonía y cabalgar duro hacia el sur, hacia Pony, pero si bien él, con su adiestramiento élfico, seguramente podría atravesar los puertos de montaña nevados, el caballo no podría conseguirlo.
—¿Hay mucha nieve arriba? —le preguntó Bradwarden.
—No me he acercado por allí —repuso, taciturno, Elbryan—. Todas las pendientes pronunciadas están bloqueadas por la nieve desprendida de las cornisas.
—Bueno, pero eso quiere decir que se está fundiendo —dijo Bradwarden, esperanzado.
—No lo bastante rápido —repuso el guardabosque mientras miraba fijamente hacia las montañas del sur—. Y si se pone a helar, todo quedará cubierto de hielo y nos veremos atrapados otro mes en este lugar.
—No habrá más heladas ni más nieve —insistió Bradwarden—, y si hiela o cae alguna nevada, todo desaparecerá con el sol de la mañana.
—Lo peor de todo es que no estoy seguro de que el terreno esté despejado al sur de las montañas —dijo Elbryan—; si pudiera atravesarlo, el viaje hasta Palmaris sería rápido.
—La chica está bien, muchacho —dijo el centauro—. Sé que estás preocupado, y con razón. Pero tienes que confiar en ella; puedes apostar a que Pony ha conseguido rodearse de aliados. Sabrá manejarse con Markwart, y también con De'Unnero, o será lo bastante lista como para pasar desapercibida. Necesitas recuperar la confianza. Si la nieve va de baja, cabe esperar que sólo tendrás que quedarte aquí unos pocos días más. Si se produce otra tormenta importante, deberás esperar algo más. Sinfonía es un magnífico caballo, el mejor que he visto en mi vida, pero no puede recorrer senderos de montaña ocultos bajo la nieve amontonada. Ni yo tampoco. ¿Acaso has visto hacerlo a Bradwarden durante alguna de tus cacerías, eh? No, muchacho, debes tener más confianza y más paciencia. Aquí estaremos hasta que el invierno decida dejarnos marchar.
Elbryan asintió con la cabeza, y su sonrisa mostró que había comprendido la lección del centauro.
—¡Por lo menos tenemos comida suficiente! —afirmó Bradwarden.
«Es cierto», tuvo que admitir Elbryan. Tenían muchas provisiones, buena temperatura gracias al brazo de Avelyn y también seguridad, pues, después de la matanza de los trasgos, ningún monstruo había osado acercarse a aquel lugar, ni siquiera se habían atrevido a aproximarse a donde Elbryan y los demás habían ido a cazar.
O sea que podría haber sido peor, mucho peor; pero a Elbryan le parecía que también podía haber sido mejor. En ese momento, podría estar en los brazos de Pony, o le podría dar la mano y ayudarla a dar a luz a su hijo; sabía que se acercaba ese instante y, que si no salía pronto de Barbacan, ni siquiera el impresionante Sinfonía llegaría a tiempo a Palmaris.
En cambio, Markwart, Danube y sus subordinados no encontraron obstáculos. Los senderos al norte de Dundalis estaban despejados y la expedición avanzaba a un ritmo tremendo. Durante el día sólo se detenían un poco para comer y descansar y para que los caballos pastaran; no desataban a los prisioneros hasta que acampaban para pasar la noche.
Por aquel entonces, Tomás y los demás apenas podían erguirse. La pobre Pony, que acababa de sobrevivir al trauma de pelear con Markwart y de perder a su hijo, ni siquiera podía sostenerse en pie. Se hacía un ovillo en el suelo y se apretaba el vientre.
Tomás suplicó a sus captores que al día siguiente les permitieran, o por lo menos a Pony, montar a caballo. Markwart no quiso ni oír hablar de ello y dijo que la chica se lo había buscado y que no merecía miramiento alguno. Pero entonces, De'Unnero le hizo ver que, si el estado de la mujer se deterioraba, los demoraría y también que una Jilseponie viva les sería de enorme utilidad cuando llegara el momento de enfrentarse al Pájaro de la Noche.
Al día siguiente, Pony cabalgó montada normalmente en la silla, aunque se sentía muy incómoda, y el estómago le ardía y le dolía mucho. Intentó disimularlo, pues no quería dar al padre abad y a los demás el placer de ver su sufrimiento. Miró al pobre Tomás y a los demás prisioneros, atados sobre los lomos de los caballos como si fueran cadáveres o alforjas, y se repitió a sí misma que ellos estaban muchísimo peor que ella.
Como pudo, resistió todo el día, y por la noche, cuando acamparon, se las apañó para sentarse erguida y olvidarse del persistente dolor. No obstante, pudo comer poco; lo suficiente, eso esperaba, para conservar las energías.
Estaba sentada en el suelo, con la mirada baja, cuando se le acercó un hombre. Reconoció la rígida manera de andar propia de la edad y adivinó que se trataba de Markwart antes de que hablara.
—Si mueres por el camino, convocaré un espíritu para que habite en tu cuerpo —le dijo—, y tu linda vocecita conducirá al desprevenido Pájaro de la Noche hasta mí.
Pony hizo acopio de todas sus energías y endureció la mirada que le lanzó con tanto odio como el que había en los ojos del viejo.
—Un demonio, querrás decir —le espetó; luego, escupió—. Puedes emplear una bonita palabra como espíritu, pero será una repugnante bestia del infierno.
—Recuerdas el espectáculo de un cuerpo poseído, ¿no es cierto? —comentó Markwart, sin desconcertarse por la acusación de la mujer.
Pony volvió la cabeza. En aquel momento no quería más que pelear de nuevo con él, a puñetazos o con una piedra del alma, como él quisiera. Lo vencería, lo sabía, a pesar del dolor y de la debilidad que sentía. Aquella vez lo destruiría y les mostraría a todos la verdadera naturaleza del viejo. ¡Haría ver al rey Danube el negro corazón del padre abad Markwart, y así ganaría un poderoso aliado en su lucha contra la Iglesia abellicana!
—Este atardecer, he salido más temprano para explorar la ruta que nos aguarda —comentó Markwart—; la encontré, ¿sabes? —Añadió.
Decía la verdad, pero omitía un hecho perturbador de su viaje espiritual: algo le había impedido subir al altiplano de la montaña de Aida, aunque había visto al guardabosque y a sus compañeros desde lejos.
A pesar de que no quería hacerlo, Pony volvió a mirarlo.
—El Pájaro de la Noche, el centauro y sus amigos, incluidos los cinco monjes traidores —continuó el anciano, disfrutando evidentemente del momento—, están en lo alto de la montaña de Aida, bloqueados por la nieve en el interior de Barbacan, como si esperaran nuestra llegada. Tres días, querida muchacha, y tu amigo el Pájaro de la Noche se reunirá contigo. ¡Cuántas ganas tengo de verlo en el camino de regreso a Palmaris, tumbado y atado a lomos de un caballo! Vaya un héroe para la gente cuando lo exhibamos por las calles...
Pony desvió la mirada.
—¡Oh!, les encantan las ejecuciones, ¿sabes? —prosiguió Markwart mientras se inclinaba para que Pony tuviera que mirarlo—. A los campesinos. Adoran ver a un hombre colgado o aplastado por piedras o quemado, sí, especialmente, quemado. Al ver la muerte tan real ante ellos, se refuerza su instinto vital, ¿sabes? Les confiere una sensación de inmortalidad.
»O tal vez simplemente les gusta ver el dolor ajeno —acabó diciendo el marchito anciano.
—¡Vaya un hombre de Dios! —murmuró con sarcasmo Pony.
Markwart la agarró bruscamente por la barbilla y le torció la cabeza hacia atrás.
—Sí, un hombre de Dios —dijo en tono de burla, echando el aliento caliente sobre la cara de la chica—; un Dios compasivo para los que merecen compasión, y un Dios vengador para los que no la merecen. He observado tus manejos, Jilseponie. Imaginas que eres una especie de heroína para la gente sencilla, alguien que posee la verdad que los demás no pueden ver. Pero no eres una heroína. Tú y tu amigo sólo lleváis miseria a los que pretendéis conducir, y vuestra verdad no es más que ridícula piedad sin ninguna disciplina ni grandes proyectos, salvo el alivio del sufrimiento temporal.
Pony se desembarazó de su presa, pero no desvió la mirada. Por un momento, las palabras del anciano tenían un cierto sabor a verdad, y sintió miedo. Pero entonces consideró con más atención el curso de su vida y se recordó a sí misma la labor que Elbryan y ella habían llevado a cabo en beneficio de mucha gente durante la guerra, mientras los monjes se habían quedado en la seguridad de sus abadías fortificadas. Y pensó en la danza de la espada que Elbryan le había enseñado, el sumo pináculo de la disciplina.
Allí estaba su verdad; allí residía su fuerza. A la luz de todo eso, analizó con mayor atención las palabras del anciano, trató de espigar cualquier información que pudiera serle de ayuda, cualquier reflexión sobre aquel peligroso enemigo. Por encima de todo, comprendió que Elbryan no podría escapar y que el tiempo se acababa.
El día siguiente lo pasó en profunda meditación; se concentró en su dolor y en encontrar una posición encima del caballo que se lo aliviara. Se sentía más fuerte, como si la conversación con Markwart hubiera hecho revivir sus convicciones; trató de que su estado de ánimo pasara desapercibido, pues De'Unnero se había vuelto muy observador y casi siempre corría junto a su montura.
Decidió utilizar ese interés y, mientras aparecían a su vista las encumbradas montañas del borde meridional de Barbacan, empezó a trazar un plan.
Aquella noche se mostró como si se encontrara muy mal a los ojos de todos, aunque, en realidad, sabía que estaba mejor que los demás prisioneros que todavía seguían obligados a montar tumbados y atados con correas a los caballos. Los débiles gemidos de la mujer aumentaban cuando De'Unnero se le acercaba.
A media mañana del día siguiente, en el que los monjes y los soldados confiaban alcanzar las estribaciones del sur de Barbacan, la caravana avanzaba a paso uniforme. De'Unnero corría cerca del caballo de Pony. La joven echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la miraba y se mordió con fuerza el interior de la mejilla. Cuando probó su propia sangre, pegó una sacudida repentina, tan violenta que se deslizó por el costado del caballo.
De'Unnero acudió a su lado, la empujó con fuerza para ayudarla y consiguió subirla de nuevo sobre la montura. Pony se bamboleó y pareció que iba a caerse otra vez.
—Deja que me caiga y me muera —dijo Pony con una débil voz lastimera y los labios brillantes de sangre.
El abad de Saint Precious la miró con fijeza al ver la sangre.
—¿Ya te rindes? —le dijo—. Markwart ni siquiera ha empezado contigo y ya imploras que te maten.
—No imploro nada —repuso Pony, desfallecida, mientras sacudía la cabeza y estaba a punto de caerse nuevamente—. Pero ha llegado mi hora, lo sé. Tengo una terrible hemorragia interna y no pasaré de hoy.
De'Unnero la miró, realmente preocupado. No la quería muerta, todavía no; no, mientras el Pájaro de la Noche y los demás los esperaran allá arriba. Si no contaban con Pony, temía que el guardabosque y sus amigos lucharían contra ellos. Los soldados de la brigada Todo Corazón y los monjes los matarían con facilidad. Pero De'Unnero no quería resolverlo de aquella manera y, desde luego, Markwart tampoco. En efecto, entonces, el rey podría atribuirse parte del mérito de haber derrotado al Pájaro de la Noche y la conspiración que amenazaba la Iglesia. Más importante aún: la traicionera conducta de Shamus y de los Hombres del Rey sería olvidada.
No, necesitaba a Pony viva y lo suficientemente bien como para coaccionar al Pájaro de la Noche y a los demás, y en la medida que deseaba enfrentarse de nuevo con el guardabosque en una pelea singular, De'Unnero comprendió que una captura simple y limpia era la mejor solución.
El abad echó un vistazo a Markwart y vio que estaba cómodamente sentado en el carruaje, con los ojos cerrados para concentrarse mejor en las piedras y poder así enviar energía y ligereza a los otros monjes. No quería molestarlo, por lo que De'Unnero siguió su intuición, confió en su propio criterio, levantó la mano del anillo con la piedra del alma y tocó el vientre de Pony; luego, envió sus pensamientos al anillo para activar la magia.
Inmediatamente, Pony sintió la conexión, y percibió las incitantes profundidades de la piedra del alma. Su espíritu se sumergió en la gema, voló por la mano curativa de De'Unnero, salió del cuerpo de la mujer y recorrió como una exhalación los kilómetros que la separaban de las montañas y siguió adelante.
Vio la cima achatada de Aida y voló hacia ella. Vio a Elbryan, al querido Elbryan, y se precipitó hacia él. «¡Markwart! —le dictó telepáticamente, desesperadamente—. ¡Markwart y el rey Danube se acercan! ¡Huid! ¡Alejaos, por lo que más queráis!»
—¿Qué? —preguntó el guardabosque a Bradwarden, que andaba por allí cerca.
Pero tan pronto como el centauro le dirigió una mirada burlona, Elbryan descubrió el origen de la comunicación, supo que Pony había ido a verlo.
—¡Pony! —gritó tratando de agarrarse a algo.
Sin embargo, la joven ya se había ido, ya había regresado a su cuerpo, que entonces estaba tumbado en el suelo. El abad De'Unnero estaba sobre ella y uno de los puños del hombre se veía lleno de sangre de la chica.
Aturdida, Pony lo miró y sonrió a pesar del dolor y de la sangre que le manaba de la nariz. «Una pequeña victoria», se dijo cuando el monje extendió el brazo y la golpeó en la cara. Luego, la levantó con brusquedad y la lanzó de través sobre la silla de montar, y ordenó a los monjes que la ataran como habían hecho con los demás prisioneros.
Pony lo aceptó sin quejarse. Su única esperanza era que Elbryan la hubiera oído, que su amado pudiera escapar.
—¿Qué pasa aquí? —le preguntó Markwart a De'Unnero mientras corría a su lado y miraba nerviosamente hacia atrás para ver si el rey Danube había advertido el altercado.
—Trató de poseerme —mintió el monje—. Sumergió su espíritu en la piedra del alma mientras yo trataba de curarle sus heridas, unas heridas mucho menos graves de lo que ella me dio a entender.
Markwart dejó caer una durísima mirada sobre Pony. «No para poseer, sino para escapar —le dictó su voz interior, y entonces sus ojos se desorbitaron—. Para enviar su espíritu a sus aliados.»
—¿Cuánto tiempo estuvo sumergida en el poder de la piedra antes de que lo advirtieras? —le preguntó Markwart.
De'Unnero se encogió de hombros.
—Tan sólo unos instantes.
Unos instantes, musitó Markwart. Buen conocedor de los viajes espirituales, comprendió lo lejos que Pony podía haber ido en aquellos escasos instantes.
—No va a tener el menor contacto con gemas aunque esté a punto de morir —le ordenó.
Entonces, regresó precipitadamente a su carruaje y sacó su piedra del alma. Imaginó el recorrido que habría efectuado Pony y siguió el mismo trayecto, flotó por encima de las montañas, bajó al fondo del valle y ascendió por la ladera de la montaña de Aida. Sabía que el Pájaro de la Noche y los demás conspiradores todavía estarían allí. Entonces los vería, observaría sus preparativos para determinar si la mujer había conseguido avisarlos o no; tal vez, incluso poseería a uno de ellos.
Pero de nuevo su espíritu se vio detenido al borde del altiplano con la misma contundencia con que su forma corporal se habría estrellado contra un muro de piedra.
Markwart trató de romper aquella barrera, pero estaba bloqueado por una fuerza más poderosa —muchísimo más poderosa— que la de Dasslerond, cuando ésta lo había enviado rápidamente de vuelta a su forma corporal en Palmaris.
No comprendía la causa, pero supo —y su voz interior también— que no sería capaz de derribar aquella barrera. Se imaginó que Braumin y los otros monjes debían de haber conseguido una piedra solar muy poderosa, pero, a menos que se tratara de una piedra muchísimas veces más potente que cualquier otra que el padre abad hubiera conocido, no podía creer que incluso los cinco juntos pudieran impedirle el acceso de forma tan rotunda.
Alterado, el padre abad regresó a su forma corporal en el carruaje. Al ver que sus monjes se estaban quedando atrás, tomó la malaquita de nuevo para proporcionarles más energía.
Durante aquel día, pensó a menudo en el misterioso poder de la cima de la montaña devastada y se alegró de contar con poderosos aliados.
—Están acampados al otro lado del puerto, aunque tienen problemas para manejarse en la nieve con sus pesados caballos y armaduras —les explicó el diligente Roger Descerrajador aquella noche, cuando regresó de su misión exploratoria.
Elbryan lo comprendió: el padre abad y el rey iban a por él, y probablemente De'Unnero los acompañaba.
—Dile a Shamus que mantenga una estrecha vigilancia esta noche —le dijo el guardabosque a Bradwarden—. El obispo podría decidir visitarnos prematuramente.
—¡Ojalá lo hiciera! —respondió el centauro—. Tal vez sea la única posibilidad que tengamos de atizarle, antes de que todo el maldito ejército se nos eche encima.
—¿Nos vamos a quedar aquí arriba? —preguntó Roger con incredulidad.
—¿Adónde podríamos ir? —repuso Elbryan—. Los trasgos todavía controlan el circo en torno a Barbacan, salvo los puertos del sur. Markwart, con sus gemas, nos encontrará vayamos a donde vayamos. Quedarnos aquí arriba, con la ayuda del poder de Avelyn, es la mejor opción.
—Como mínimo, deberías decir a los monjes que se fueran —razonó Bradwarden—; no tienen ninguna necesidad de morir aquí arriba. Si Markwart sólo quiere capturar al Pájaro de la Noche y a Bradwarden, dejemos que se vayan.
—Ya se lo he propuesto —repuso el guardabosque—. El hermano Braumin no quiere ni oír hablar de ello. Está impaciente por regresar a Palmaris como prisionero del padre abad; está impaciente por hablar del milagro de la montaña de Aida.
—Lo tendrá muy difícil para contarlo cuando le hayan cortado la lengua —dijo secamente el centauro.
Elbryan no lo dudaba; Markwart nunca permitiría a Braumin ni a nadie contar la verdad. El guardabosque sabía que allí, en Aida, junto al brazo alzado de Avelyn, lo ganarían o lo perderían absolutamente todo. Conocía el poder de las gemas, la potencia exploradora de la piedra del alma y sabía que no había ninguna forma de escapar entonces que Markwart estaba sobre su pista.
No, ganarían allí con la ayuda de Avelyn, o allí lo perderían todo.
«No —advirtió el guardabosque al analizar la situación—. Todo, no.»
—Vete —le dijo a Roger—. Ahora, esta misma noche, montado en Sinfonía. Vete al sur, hacia los puertos y encuentra un agujero para esconderte. Cuando las fuerzas de Markwart te hayan pasado por delante, corre hacia el sur a toda velocidad. Busca a Pony y dile la verdad; háblale del milagro y de nuestra última situación. Esto no debe morir con nosotros.
—No os quieren muertos —dedujo Roger, evidentemente poco satisfecho por el cambio de planes—; quieren haceros prisioneros.
—En ese caso, todavía es más importante que huyas —repuso el guardabosque—. Toma esto —añadió casi como si lo acabara de pensar.
Alzó la mano y se quitó el aro que llevaba en torno a la cabeza, la única gema, aparte de la del pomo de Tempestad y de la turquesa del pecho de Sinfonía, que Pony le había dejado al irse.
Roger sacudió la cabeza, mientras miraba el aro con horror, como si el hecho de aceptarlo significara el fin de su relación con el Pájaro de la Noche, como si significara que él podría escapar mientras el guardabosque moría.
—Vine al norte contigo; de hecho, fui yo quien te insistió para que vinieras al norte y, por tanto, me voy a quedar a tu lado. Si hay que morir, moriremos juntos.
—Nobles palabras —dijo Elbryan—, pero insensatas. No te digo que huyas y te ocultes porque tenga miedo por ti, Roger Descerrajador. ¡De hecho, tu misión puede resultar más peligrosa que la mía! Una vez que Markwart me tenga en su poder, muerto o prisionero, y también a Bradwarden y a los monjes, y una vez que el rey, si realmente está con el padre abad, tenga en su poder a Shamus Kilronney, ya no buscarán más. Sólo tú tienes recursos y gozas de un cierto anonimato para salir adelante. No pienso discutir este punto. Cuando vinimos al norte, quedamos de acuerdo en que yo sería el jefe. Coge a Sinfonía y vete. Consigue quedarte detrás de las fuerzas de Markwart y llegar junto a Pony a Palmaris.
Roger miró a Bradwarden en busca de ayuda, pero vio que el centauro estaba totalmente de acuerdo con la decisión del guardabosque.
—¿Crees que el poder de Avelyn derrotará al padre abad? —preguntó Roger con voz temblorosa.
Mientras hablaba le tendió la mano y cogió el aro, y el guardabosque se encogió de hombros.
—Aquí arriba, en otra ocasión, ya creí que íbamos a morir —respondió—. ¿Quién sabe qué milagros nos concederá todavía el espíritu de Avelyn?
Roger y Sinfonía partieron poco después. El hombre llevaba el aro con el ojo de gato que le capacitaba para ver en la oscuridad. Los caminos seguían siendo traicioneros para un caballo, pero Sinfonía se las apañó muy bien y, mucho antes del alba, Roger estaba lejos, en las montañas, en un sendero próximo al previsible itinerario de Markwart, tumbado, escondido y en silencio, y, como los que se habían quedado en la cima de la montaña de Aida, en una tensa espera.
No podrían haber cruzado las montañas, pues los senderos en los pasos elevados seguían con mucha nieve, pero Markwart envió unos monjes provistos de rubíes y les suministró parte de su propia energía. Las piedras provocaron llamaradas que derritieron grandes montones de nieve, hasta convertirlos en charcos y vapor.
Poco después del mediodía, divisaron la montaña de Aida. Llegarían antes de la puesta del sol.
Curioso como siempre, Roger dejó a Sinfonía y se arrastró para acercarse más; observó, asombrado, aquel despliegue de poder. La sensación de pavor no hizo más que aumentar al escuchar el estrépito de toda la tropa, encabezada por la orgullosa brigada Todo Corazón.
Y entonces, le dio un vuelco el corazón, pues divisó a los prisioneros y no le quedó la menor duda al ver el espeso cabello dorado de su amiga más querida. Echó un vistazo a su alrededor, nerviosamente, próximo al pánico. ¡Tenía que volver con Elbryan y contárselo! ¡Tenía que decírselo a sus amigos, o tratar, de alguna manera, de rescatar a Pony!
Pero la velocidad de aquel ejército lo intimidó. No podía llegar antes que ellos a Barbacan; no, sin ser visto. Y si lo veían, sabía que Markwart o algún otro monje lo atacaría con la magia y lo dejaría frito de golpe.
Además, comprendió que cualquier intento de acercarse para salvar a Pony era ridículo.
Roger Descerrajador sólo podía quedarse sentado y observar sin esperanzas.
—Son de la brigada Todo Corazón —gruñó Shamus Kilronney cuando el ejército atravesó el suelo fangoso de Barbacan.
—Estamos perdidos.
No pocos soldados se hicieron eco de esa opinión.
—Confiemos en el hermano Avelyn —les recordó a todos Braumin Herde.
—Y confiemos en tu rey —añadió Bradwarden—. Dijiste que era un buen hombre, y un buen hombre escuchará tu relato y no lo juzgará invención de un delincuente.
Elbryan, mientras miraba cómo se aproximaba el ejército, oyó aquellas palabras y analizó lo que implicaban. Si Bradwarden tenía razón, ¿deberían tratar de resistir, y disparar flechas a los soldados y a los monjes mientras éstos intentaban subir al altiplano? ¿Qué podría pensar el rey Danube de su relato, de cualquier relato, si algunos de sus guardias yacían muertos en las laderas de Aida?
El guardabosque tomó una decisión. Aunque a muchos otros, a Bradwarden en particular, no les gustó oír que no iban a pelear, todos aceptaron la decisión cuando el guardabosque les explicó lo que había pensado.
Así pues, al igual que Roger Descerrajador, se sentaron y observaron. A última hora de la tarde, la cabecera del poderoso ejército se acercó al altiplano.
—¡Esto no forma parte de Honce el Oso! —les gritó el hermano Castinagis—. ¡Aquí no tenéis ninguna legitimidad!
La respuesta llegó en forma de la mayor cortina de rayos que jamás habían visto: muchas rocas estallaron en mil pedazos, que saltaron en torno a ellos, y les forzaron a retroceder hasta la misma posición que tenían cuando los atacaron los trasgos.
—Parece que vuestro rey no está para charlas —comentó Bradwarden con severidad mientras tensaba el arco.
—Vamos a verlo —dijo Elbryan, que le agarró el arco para impedir que disparara la primera flecha.
Entretanto, los soldados y los monjes de cabeza trepaban por la última ladera. Los soldados subían por la derecha, el único lugar accesible donde los caballos podían apañárselas por el sendero, y los monjes por la izquierda, por donde Elbryan y Bradwarden habían subido la primera vez retrocediendo ante el acoso trasgo.
Y a la cabeza de los monjes, estaba Marcalo De'Unnero.
—¡Oh, al menos dejaréis que me cargue a ése! —gritó Bradwarden.
—Ya ves que nos volvemos a encontrar, Pájaro de la Noche —dijo De'Unnero sin hacer caso del centauro.
—Tengo ganas de enfrentarme de nuevo contigo —repuso el guardabosque.
El abad se sintió tentado, pero recordó su posición y su deber.
—Algún día, tal vez —le respondió—, antes de que te ejecuten.
Bradwarden se desembarazó del guardabosque y levantó el arco.
—Me han enviado aquí para advertirte que si ofreces resistencia, Pájaro de la Noche, tu amiga Pony, que ahora está con el padre abad en esa ladera detrás de nosotros, morirá de la forma más horrible.
El guardabosque lo miró amenazadoramente, sin saber si creérselo o no. Aquellas palabras detuvieron a Bradwarden.
—Soy Targon Bree Kalas, duque de Wester-Honce —declaró uno de los militares, mientras hacía avanzar su montura—. El abad De'Unnero dice la verdad, Pájaro de la Noche. No pelees aquí y te haremos prisionero sin malos tratos. Ríndete a la corona y, a cambio, te prometo un juicio justo ante el rey.
El guardabosque miró a sus amigos, se colgó Ala de Halcón al hombro e hizo una señal a los soldados de Kilronney para que arrojaran las armas al suelo. Sin embargo, no pensaba rendirse; confiaba en atraer a los que querían capturarlos hasta el altiplano, con la esperanza de que el poder de Avelyn los salvaría una vez más. Luego, según decidió, se acercaría rápidamente hacia Markwart y, si el rey se interponía en su camino, Honce el Oso necesitaría buscar otro rey.
—Tú me conoces, capitán Kilronney —prosiguió el duque Kalas—; explícaselo a tu amigo, pues me estoy impacientando. Hemos recorrido casi mil kilómetros para encontraros y muchos de mis soldados tienen ganas de pelea después de un viaje tan largo y pesado.
—Es quien dice ser —dijo Shamus al guardabosque.
Elbryan asintió.
—Tranquilos —les dijo a sus compañeros.
El cerco se estrechaba en torno a ellos más y más.
Pero de la montaña no salía ningún zumbido, ni ninguna poderosa vibración del brazo de Avelyn.
—La magia debe de estar agotada —susurró Shamus.
—No —advirtió Braumin—; éstos no son monstruos, ni secuaces del demonio Dáctilo.
—Tal vez lo son sin saberlo —dijo secamente Elbryan.
De nuevo los miró a todos y se dio cuenta de que estaban esperando su reacción. Si desenvainaba Tempestad y luchaba, todos ellos se le unirían de buen grado y morirían con él.
Pero eso no podía hacerlo, no, si Markwart tenía prisionera a Pony.
—¡No! —gritó un aterrorizado y ofendido hermano Mullahy, un hombre normalmente tranquilo pero que entonces parecía fuera de sí—. ¡No! No voy a consentir que mi muerte sirva de espectáculo a unos imbéciles que no comprenden la auténtica perversidad de Markwart.
—¡Calma, hermano! —le gritó Braumin Herde.
El hermano Castinagis se acercó a su amigo, lo agarró y lo empujó hacia atrás.
—Hazlo callar —ordenó De'Unnero a un monje que estaba junto a él, un monje que tenía un grafito.
—¡No! —gritó de nuevo Mullahy. Se desembarazó de Castinagis y se lanzó a todo correr por el único punto no cubierto por las líneas enemigas, un lugar en donde el altiplano terminaba en un profundo abismo.
—¡Detenedlo! —gritó De'Unnero.
Pero antes de que los otros pudieran reaccionar, el hermano Romeo Mullahy pronunció una frase, la más profunda y conmovedora frase que jamás había pronunciado, una frase que llegó al corazón y al alma tanto de amigos como de enemigos.
Invocando a Avelyn Desbris, el joven monje saltó por encima del borde y se desplomó más de treinta metros y murió estrellado contra unas abruptas rocas.
De'Unnero y otros muchos emitieron un largo suspiro de desaprobación.
El duque Kalas hizo que su caballo y los soldados de la brigada Todo Corazón se acercaran aún más. De'Unnero hizo avanzar a los monjes.
—¿Qué me contestas, Pájaro de la Noche? —le preguntó el duque—. ¿Tú o tus amigos nos vais a ofrecer más sorpresas?
—Me has prometido un juicio justo —repuso el Pájaro de la Noche.
El duque Kalas asintió con la cabeza y lo miró con fijeza a los ojos.
El guardabosque desenvainó Tempestad y la arrojó al suelo junto al caballo del duque.
El abad De'Unnero fue el primero en reaccionar, recogió la espada rápidamente y se puso enseguida al frente de sus monjes. Dejó que Kalas y los soldados de la brigada Todo Corazón detuvieran a Shamus y a los otros Hombres del Rey, pero se aseguró de que Bradwarden, los monjes renegados y, sobre todo, el Pájaro de la Noche estuvieran a su cargo cuando abandonaran el altiplano.
El padre abad Markwart observaba cómo la comitiva bajaba por la ladera de la montaña de Aida con una mezcla de emociones. De nuevo, había intentado llegar hasta arriba en espíritu y, de nuevo, se lo habían impedido.
Su confusión y su cólera aumentaron al comprender que el guardabosque, los monjes y sus amigos no habían puesto ninguna barrera mágica para bloquearle el paso.
Ahora que la banda de proscritos había sido hecha prisionera, Markwart intentó otra vez alcanzar el altiplano.
Y fracasó una vez más.
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17
Un sacrificio de conciencia
No era un buen jinete, pero a lomos de Sinfonía no le hacía falta serlo. Roger viró hacia el sur tan pronto como comprendió la realidad del desastre en el altiplano: el poder de Avelyn no se había manifestado, y todos sus amigos habían sido hechos prisioneros.
Roger no tenía idea de lo que debía hacer.
Pensó en intentar deslizarse en el campamento y liberar a Elbryan o a Pony; después de todo, había realizado una operación parecida en Caer Tinella contra los powris: había robado prisioneros y comida bajo las narices de los centinelas. Pero descartó aquella idea. Entonces no se trataba de powris. Eran el rey de Honce el Oso y su unidad de elite, la más temible fuerza de choque. Aún peor, eran el padre abad Markwart y el obispo De'Unnero, y una hueste de monjes abellicanos provistos de gemas. Roger podría quizá llegar al campamento, pero sabía, sin la menor duda, que jamás podría salir de allí. Y aunque consiguiera liberar a Elbryan o a Pony, o incluso a los dos, y recuperara sus armas y las gemas, de poco serviría. ¡Al fin y al cabo, sus amigos estaban bien armados cuando se habían enfrentado por primera vez al ejército, y, no obstante, a Roger le había parecido que ninguno de los subordinados del rey o del padre abad había recibido herida alguna!
Así pues, cabalgó, dura y rápidamente, y el gran semental no tardó en dejar atrás a la tropa. Entró en Dundalis y se enteró, con gran pesar, de que Tomás también había sido hecho prisionero.
Siguió su cabalgada, pasó por Caer Tinella y Tierras Bajas, y tomó el camino que bajaba hacia Palmaris, aunque no sabía lo que podría hacer allí. Perdido y solo, el pobre hombre pasaba una noche en una pineda, y no fue hasta entonces cuando se enteró de que no todos sus amigos estaban apresados o muertos. En efecto, allí lo encontró Belli'mar Juraviel o, mejor dicho, encontró a Sinfonía y se le acercó con la esperanza de que el Pájaro de la Noche habría hallado algún modo de eludir al padre abad y que incluso estaría preparando la contraofensiva.
Con el corazón cada vez más apenado, a medida que su inicial alegría y consuelo al ver a Juraviel se iban disipando, Roger relató lo sucedido en Barbacan. El elfo lo escuchó con creciente y profunda tristeza, pues le pareció que todo estaba perdido.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Roger una vez que hubo terminado, pues Juraviel no había hecho ningún comentario y se había limitado a cerrar sus ojos dorados.
El elfo lo miró y sacudió la cabeza.
—Daremos testimonio de lo que ocurra —respondió, haciéndose eco de las instrucciones de la señora Dasslerond.
—¿Testimonio? —dijo Roger con incredulidad—. ¿Testimonio de qué? ¿De una ejecución en masa?
—Quizás —admitió Juraviel—. ¿Han pasado por Caer Tinella?
—No lo sé —confesó Roger—. Pasaron por Dundalis sólo un día después que yo, pues los divisé en un sendero situado debajo de donde estaba; con todo, eso ocurrió hace casi una semana. Supongo que se dirigían hacia el sur, a Palmaris. Pero no pueden ir al ritmo de Sinfonía, de modo que no sé lo atrás que puedan estar.
—¿Y el Pájaro de la Noche y Pony viven todavía? —le preguntó Juraviel.
Roger hizo una mueca de dolor, pues también él se había planteado a menudo la misma cuestión en los últimos días.
—Es probable que el rey quiera llevarlos a Palmaris para juzgarlos —prosiguió el elfo.
—En ese caso, tenemos que ir allí —dedujo Roger.
—Extramuros —respondió Juraviel—; quiero presenciar su entrada en la ciudad para que podamos averiguar si nuestros amigos están todavía con ellos, si aún viven e, incluso, si somos listos y rápidos, dónde pretenden encerrarlos.
En respuesta, Roger Descerrajador miró apesadumbrado hacia el norte. La pesadilla se había desencadenado, y el pobre hombre se sentía impotente para tratar de cambiar su curso.
Cuando la larga comitiva, con los prisioneros a la cola, atravesó la puerta norte de Palmaris, la primavera florecía. La única concesión que el rey Danube había arrancado de Markwart durante el viaje hacía el sur había sido que los prisioneros cabalgaran erguidos, concediéndoles de ese modo una cierta dignidad, hasta que empezara el proceso y fueran formalmente condenados.
No obstante, la posición erguida trajo poco consuelo a Elbryan. Markwart puso buen empeño en que el peligroso guardabosque y su igualmente peligrosa mujer estuvieran muy separados, tanto durante las marchas diurnas como cuando acampaban por las noches, para que no tuvieran ocasión de hablar. De vez en cuando cruzaban miradas, y el guardabosque aprovechaba esos escasos instantes para contemplar a Pony con ojos enamorados, para dibujar con los labios las palabras «Te quiero», para sonreír...; para hacerle comprender que no estaba enfadado con ella, que no sólo la había perdonado, sino que él había comprendido que no había nada que perdonar.
Sin embargo, algo le causó una gran perplejidad, y le preocupó no poco. Era evidente que Pony no estaba embarazada. Al guardabosque le asaltaron muchísimas cuestiones, aún más frustrantes porque sabía que tardaría mucho en conocer las respuestas. ¿Ya había nacido su hijo? ¿Había perdido el niño? Si estaba vivo, ¿con quién estaba? Y si no lo estaba, ¿quién lo había matado?
No tenía forma de saberlo, pues nadie podía hablar con él. Lo habían puesto bajo la custodia de las filas de la brigada Todo Corazón, muy lejos de Pony, y Markwart y Danube habían dado instrucciones muy precisas a los soldados que lo vigilaban. No tenían que hablar con él, ni avisarlo de nada a menos que ocurriera una emergencia, y para disgusto del guardabosque no se produjo la menor emergencia en todo el trayecto hasta Palmaris.
Al menos, le alivió un tanto el hecho de que Markwart ganara la discusión que siguió a su entrada en la ciudad. Pony, los cinco monjes, Bradwarden y él serían encarcelados en Saint Precious. Colleen y Shamus Kilronney y los otros Hombres del Rey traidores, junto con Tomás y la gente de Dundalis, quedaron bajo custodia del duque Kalas en la casa de Aloysius Crump.
Durante el descenso a las mazmorras de la abadía, vio a Pony brevemente; fue la vez que pasó más cerca de ella.
—Te quiero —le dijo rápidamente, antes de que el monje más próximo le obligara a callarse—; estaremos juntos.
Entonces, dos monjes se abalanzaron sobre él, lo derribaron al suelo, y uno de ellos le envolvió la boca con una mordaza y se la apretó con fuerza.
—Te quiero —oyó que le decía Pony.
Y también oyó cómo acusaba a Markwart de la muerte de su hijo.
Luego, el guardabosque fue arrastrado hasta una celda y arrojado dentro; después, le cerraron de un portazo la pesada puerta en las narices.
Al cabo de un rato, el guardabosque se había recuperado lo suficiente como para arrastrarse por el inmundo suelo hasta la puerta y llamar a Pony.
Con gran sorpresa oyó que una voz le respondía.
—¿Pony? —preguntó Elbryan desesperadamente.
—Soy el hermano Braumin —pronunció una lejana voz—. Pony está en el fondo del corredor, en la celda más alejada de la tuya; bueno, excepto la de Bradwarden, que está en otro pasadizo, pues no cabía en ninguna de estas celdas.
Elbryan suspiró y apoyó la cara sobre la puerta, completamente destrozado.
—Mis hermanos y yo estamos en celdas contiguas entre la tuya y la de Pony, amigo mío —dijo la voz de Braumin—. Le llevaremos tus mensajes a Pony, y los suyos a ti, si no os importa que los escuchemos.
Elbryan soltó una risita ante lo absurdo que era todo, pero aceptó el ofrecimiento de Braumin. Le contó a Pony todas sus aventuras desde que ella le había dejado en Caer Tinella, y escuchó la respuesta de Pony a través de Braumin, en especial, el relato del desastre en el campo que rodeaba a Palmaris, cuando había perdido a su hijo, al hijo de ambos.
—Juzgarán primero con los monjes —informó Constance Pemblebury a su rey a la mañana siguiente.
Todo Palmaris era un hervidero de chismes; nadie se cruzaba con alguien en la calle sin intercambiar las últimas novedades.
—Los cuatro que quedan serán tratados discreta y eficientemente —dedujo el rey Danube—; sin duda, Markwart los condenará, aunque es probable que no los ejecute hasta que tenga segura la sentencia de muerte contra el Pájaro de la Noche y la mujer.
—Es un asunto muy desagradable y feo —se atrevió a decir Constance.
El rey Danube no disintió.
—¿Podemos hacer algo? —le preguntó la mujer.
El rey soltó una risa sofocada y desesperanzada.
—Tenemos que celebrar nuestros propios procesos —le explicó—, y nuestras sentencias probablemente no serán menos duras que las del padre abad. Tanto esa mujer llamada Kilronney, soldado del anterior barón, como Shamus, de los Hombres del Rey, están perdidos sin remedio, condenados justamente por sus propios actos.
—Con todo, actuaron de acuerdo con su conciencia, en contra de lo que consideraban una injusticia —comentó Constance.
De nuevo, apareció la risa sofocada.
—¿Desde cuándo tenían permiso para hacerlo? —preguntó.
—¿Vamos a juzgarlos a ellos primero? —prosiguió Constance—. ¿Al mismo tiempo que los monjes, o tal vez inmediatamente después?
El rey Danube se recostó en el sillón y meditó un buen rato la cuestión.
—No, al final —decidió, aunque no estaba seguro de mantener aquella decisión—. Tal vez por entonces los campesinos estén saturados de sangre y, por lo menos, algunos de los soldados de Shamus Kilronney podrán salvar la vida.
Constance volvió la cabeza. Quería gritarle, recordarle que era el rey, que podía rechazar los cargos contra todos ellos, incluso contra el Pájaro de la Noche y Pony. «¿O no puede? —se preguntó de repente—. ¿Cuál será el coste de una acción semejante, añadido a la obvia enemistad de la Iglesia abellicana?»
—El monje que se lanzó al abismo desde Aida —comentó el rey Danube mientras sacudía la cabeza—, cayó justo delante de mí, ¿sabes? Le vi la cara mientras caía, en todo momento, hasta que se estrelló contra las rocas.
—Lo siento, mi rey —repuso ella.
—¿Lo sientes? —se burló Danube—. Aquel hombre no tenía miedo. Sonreía, sonreía pese a ser consciente de que breves instantes lo separaban de la muerte. Jamás comprenderé a esos monjes abellicanos, Constance, tan fanáticos que ni siquiera temen a la muerte.
—Pero debes comprenderlos —repuso Constance con severidad, y la idea gravitó pesadamente sobre los hombros tanto del rey como de la mujer.
No cabían muchas dudas de que entonces Markwart tenía la sartén por el mango. ¡Markwart, el que se alzó de la tumba! ¡Markwart, el valeroso padre abad, tan anciano y todavía lo bastante fuerte como para viajar hasta Barbacan en pos del más peligroso de los delincuentes del mundo! ¡Markwart! Todos hablaban de Markwart, el héroe de la gente sencilla. Aunque Danube tenía un poderoso ejército en Palmaris, su posición parecía débil comparada con la del padre abad.
Entonces, entró en la sala el duque Kalas, con evidente enfado.
—El centauro no es un delincuente —afirmó inmediatamente.
—¿Lo has interrogado? —le preguntó Danube con los ojos muy abiertos.
—Se llama Bradwarden —explicó Kalas—, pero no lo he interrogado, pues los monjes no me dejan hablar con ninguno de los prisioneros que tienen en Saint Precious.
El rey Danube golpeó con el puño el brazo del sillón. Había enviado a Kalas a la abadía para pedir una entrevista con cualquiera que pudiera contar algo relevante para el proceso de Shamus y de los otros soldados. Le había entregado una orden personal, con el sello de la corona, pidiendo la entrevista.
Y Markwart se la había denegado.
—Me encontré al abad Je'howith que iba de Saint Precious a Chasewind Manor —explicó Kalas.
—Je'howith —repitió el rey Danube en tono despectivo, pues el rey no estaba satisfecho del anciano abad.
—¡No se dignaba a hablar conmigo! —gritó el duque—; también habría denegado mi demanda.
El rey lo miró lleno de curiosidad.
—Pero le advertí que o bien usaba la lengua para hablarme, o se la cortaría en el acto —prosiguió el irascible Kalas—. Disponía de diez soldados Todo Corazón, mientras que a Je'howith sólo lo acompañaban un par de monjes.
—¿Amenazaste al abad de Saint Honce? —le preguntó, incrédula, Constance, aunque ella, también llena de frustración, no pareció impresionarse demasiado por la actitud del duque.
—Me entraron ganas de matarlo —respondió Kalas con franqueza— allí mismo, en plena calle, y que luego el padre abad Markwart me declarara fuera de la ley y tratara de llevarme a su excesivamente usada horca.
—Pero no lo hiciste —puntualizó el rey.
—Habló conmigo —repuso Kalas—, y también lo hicieron los otros monjes. Uno de ellos había ido a la montaña de Aida en el primer viaje, en el que Markwart capturó por vez primera al centauro, lo llevó encadenado a Palmaris y lo arrojó a las mazmorras de Saint Mere Abelle.
—Y el Pájaro de la Noche y Pony lo rescataron —dedujo Constance.
Kalas asintió con la cabeza.
—Y de ese modo sellaron su destino de delincuentes —explicó—. Sin embargo, esta premisa sólo es válida si se considera que el centauro es un delincuente, y por lo que he averiguado, eso no está nada claro. Bradwarden fue a la montaña de Aida con el Pájaro de la Noche y Pony y algunos más; entre ellos estaba el monje Avelyn Desbris, a quien la asamblea de abades del último Calember declaró formalmente hereje.
—Por consiguiente, son delincuentes por estar asociados a ese hereje —razonó Danube.
—Fueron, eso pretende el centauro, a destruir al demonio Dáctilo, que había organizado un ejército contra Honce el Oso —explicó Kalas—. ¡Y de hecho, incluso la Iglesia admite que el demonio Dáctilo fue destruido!
—Salvaron el país, pero son delincuentes a los ojos de la Iglesia —observó Constance, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kalas.
El rey Danube desvió los ojos y fijó la vista en un punto lejano y, entonces, dejó que ese punto se fundiera en la nada mientras analizaba la situación. Comprendía la llamada de Kalas a la acción, pues en buena medida él también era partidario de denunciar abiertamente la falsedad de la Iglesia y de exigir la liberación de los prisioneros. Pero Danube también comprendía la situación real, una terrible realidad que se veía reforzada por lo que la señora de Andur'Blough Inninness le había contado en secreto, y doblemente reforzada por su recuerdo del poderoso espectro de Markwart. Entonces, podía luchar contra él, con palabras si no con soldados; pero si iba demasiado lejos, Markwart contraatacaría perversamente.
—Acabo de informar a Constance de que postergaremos los procesos de Shamus y los demás hasta que la Iglesia complete su inquisición y haya dictado sentencia —contestó Danube al fin—. Y deberemos ser compasivos con nuestros prisioneros; quizá incluso encontraremos el modo de absolver a algunos por completo, y así echaremos una oscura sombra sobre los recientes actos vengativos de la Iglesia.
—¿Y qué pasará con el Pájaro de la Noche, Pony y Bradwarden? —preguntó Kalas—. ¿Y con los monjes encarcelados?
—Los monjes no son cosa nuestra —contestó enseguida el rey Danube—. Si Markwart decide ejecutarlos, y estoy seguro de que lo hará, que el pueblo juzgue sus actos.
—¿Y los demás? —preguntó Constance.
El rey reflexionó un buen rato.
—De nuevo, dejaremos que Markwart haga con ellos lo que estime oportuno —respondió.
Constance sacudió la cabeza y el duque Kalas refunfuñó y pegó un puñetazo en la pared.
—Si los ejecuta... —empezó a decir el rey.
—Seguro que lo hará —dijo Constance.
El rey asintió con la cabeza.
—Pero si en esos momentos empieza a circular la verdadera historia de la montaña de Aida, si después de las ejecuciones la gente llega a ver al Pájaro de la Noche, a Pony y a Bradwarden no como delincuentes sino como héroes, entonces, sin duda, caerá sobre los hombros del padre abad Markwart la pesada carga de la culpa.
Tanto Constance como Kalas asintieron con la cabeza, aunque sus expresiones seguían siendo severas. A ninguno de los dos les agradaba la idea de sacrificar gente inocente, pero ambos comprendían el pragmatismo del punto de vista del rey Danube.
—Entretanto —prosiguió el rey—, nombraré barón de Palmaris a Targon Bree Kalas, duque de Wester-Honce.
—Pero ya hay un obispo —razonó Kalas.
—Si Markwart puede proclamar un obispo y además un abad de Saint Precious, también yo puedo justificar el nombramiento de un barón —respondió el rey—. Markwart no puede oponérseme en este punto, ni puede desatender la petición de que el nuevo barón resida en Chasewind Manor.
—¿Y el obispo? —preguntó astutamente el duque Kalas, al que cada vez le gustaba más aquel plan.
—Buscaremos un mercader poderoso, que nos deba un favor, y haremos que alegue ser pariente de Aloysius Crump. Veremos si así podemos obligar a la Iglesia a abandonar ambas mansiones y a recluirse en Saint Precious como le corresponde.
Aquello mereció la aprobación de ambos consejeros. El rey se opondría a Markwart, pero discretamente, y aunque a nadie le gustaba la idea de que varios que parecían inocentes fueran sacrificados en aras del pragmatismo, los tres comprendían que el rumbo que había tomado Markwart podía hacer que mucha gente se volviera contra él.
Aquella posición se vio consolidada aquel mismo día, cuando el capitán Al'u'met llegó a casa de Crump. En la audiencia que se le concedió inmediatamente con el rey y sus consejeros, imploró la intervención real a favor de Pony y de sus amigos, y declaró que eran inocentes y que, de hecho, eran unos héroes.
Nadie en la sala dudó de la veracidad de sus palabras, pero tampoco hubo nadie que creyera que Al'u'met encontraría la manera de conseguir que esos argumentos se oyeran en el proceso de los supuestos conspiradores contra la Iglesia. Con todo, cuando el marino abandonó finalmente la sala, lleno de frustración, Danube y sus consejeros estaban más convencidos si cabe de que Markwart se equivocaba y de que la Iglesia acabaría por perder el favor de la gente de Palmaris.
Pero esas esperanzas, incluso si llegaban a hacerse realidad, de poco servirían a Elbryan, Pony y sus amigos.
El corazón de Roger todavía latió más despacio al ver El Camino de la Amistad. Lo que había sido una de las más respetadas tabernas de Palmaris, era entonces un lugar silencioso y oscuro, sin clientes ni camareros. Roger había confiado que Belster le proporcionaría alguna información de interés para él y Juraviel, tal vez, algún modo de llegar hasta sus amigos.
Pero Belster no estaba allí. No había nadie.
El hombre sacudió, apenado, la cabeza, bajó por la calle y entró en la callejuela donde debía encontrarse con Belli'mar Juraviel después de que éste hubiera explorado Saint Precious.
Prim O'Bryen y Heathcomb Mallory, simulando estar borrachos perdidos, vigilaban a Roger.
—¿Crees que es ése? —preguntó Mallory.
Belster, que sospechaba y esperaba que Roger aparecería por allí, los había apostado en aquel lugar. Ambos conocían a Roger de la época que pasaron juntos en el norte, antes de la derrota del ejército del Dáctilo, aunque no pudieron distinguir con suficiente claridad la pequeña forma que se alejaba precipitadamente.
—Vale la pena hablar con él —respondió Prim O'Bryen.
Ambos miraron en torno para estar seguros de que no había ni soldados ni monjes por los alrededores, y luego lo siguieron. Se detuvieron al final del callejón y atisbaron con sumo cuidado. No vieron a nadie más, por lo que aprovecharon la oportunidad y se le acercaron.
La cara de Roger se iluminó, pues recordó haber visto en el norte a los dos hombres, y ellos también lo reconocieron. Menos de una hora después, el joven estaba en presencia de Belster O'Comely a bordo del Saudi Jacintha.
—Markwart los ha apresado a ambos —le explicó Roger.
El posadero asentía con la cabeza a cada palabra, pues su red de espionaje le había suministrado todos los detalles sobre la situación de los prisioneros.
—El capitán Al'u'met fue a hablar con el rey —respondió Belster mientras señalaba a un negro de notable estatura.
Roger miró al amigo de Belster, al que acababa de conocer.
—Creo que el rey es comprensivo —dijo Al'u'met—, pero no irá contra el padre abad. Nuestros amigos no recibirán ninguna ayuda de la corona.
—Están perdidos —agregó Belster.
—Tenemos que sacarlos de allí —dijo Roger con determinación, pero el tono de voz no hizo mucho para robustecer la confianza de sus compañeros.
—Si consiguiéramos reunir a todos nuestros aliados, les convenciéramos de nuestra causa y marcháramos todos juntos contra Saint Precious, en pocos momentos estaríamos todos muertos en la calle —contestó Al'u'met—. Me temo que cometes el mismo error que Jilseponie. Crees que podemos luchar abiertamente contra la Iglesia; pero, eso, amigo mío, sólo puede llevarnos al desastre.
—¿Vamos a dejarlos morir? —preguntó Roger, y dirigió la angustiosa cuestión a Belster.
—Si perdemos la vida al tratar de salvarlos, tienes que saber que su propia muerte les parecerá aún mucho más dolorosa —repuso el posadero.
—Su destino todavía no está decidido —gruñó Roger—. He venido a Palmaris con Belli'mar Juraviel; no se quedará con los brazos cruzados mientras asesinan a sus amigos.
El nombre de Juraviel aportó una chispa de esperanza a los entristecidos ojos de Belster. El posadero miró a Al'u'met.
—Juraviel, de los Touel'alfar —le explicó—, un elfo amigo del Pájaro de la Noche y Pony.
—Un elfo —repitió Al'u'met, y también él se las apañó para esbozar una esperanzada sonrisa.
El capitán Al'u'met conocía a Juraviel, o por lo menos lo había visto en compañía del Pájaro de la Noche, Pony y Bradwarden, cuando los había transportado en el transbordador a través del Masur Delaval. El capitán no conocía a los Touel'alfar, no sabía prácticamente nada de ellos, salvo el aspecto de Juraviel, pero a partir de la determinación de Roger y de la, de alguna manera esperanzada, sonrisa de Belster, también él se atrevía a pensar que quizá no todo estaba perdido.
Al mismo tiempo que tenía lugar aquella reunión a bordo del Saudi Jacintha, Belli'mar Juraviel recorría los pasadizos de la casa de Aloysius Crump. Para llegar hasta allí, había tomado el mismo camino secreto que había utilizado la señora Dasslerond para encontrarse con el rey, y una vez dentro, el elfo consideró la opción de hablar con el rey Danube en privado.
Pero se dio cuenta de que aquello no lo podía hacer, pues la señora le había prohibido que interfiriese. Con todo, como sentía que tenía que hacer algo por sus amigos, el elfo no se había ido de allí, sino que se había metido en las entrañas de la vieja mansión. Un truco élfico le permitió salvar la vigilancia de los guardianes medio dormidos, y su reducido tamaño, meterse en una chimenea y colarse por la red de tubos. Se dirigió a la mohosa bodega y a la amplia sala donde estaban cautivos Colleen, Shamus y los otros soldados.
Los prisioneros deambulaban de un lado a otro de la bodega, sin cadenas, pero también sin armas y sin ninguna posibilidad de escapar. Una única escalera subía hasta una pesada puerta que, como Juraviel sabía, estaba firmemente atrancada.
El elfo permaneció oculto cierto tiempo para escuchar y hacerse una idea del grupo, particularmente de Colleen, de quien había sabido que era amiga de Pony. Los otros soldados conocían a Tiel'marawee, así que, confiando en su reacción, Juraviel salió de la chimenea y anunció su presencia sigilosamente.
—Soy Belli'mar Juraviel —les explicó—, un amigo del Pájaro de la Noche y —añadió mientras miraba a Colleen a los ojos— de Pony.
Los soldados se apresuraron a rodear al elfo.
—¿La has visto? —le preguntó Colleen.
La mujer era la más asustada del grupo, pues aunque había oído hablar mucho de los Touel'alfar, de hecho, de Juraviel, nunca hasta entonces había visto un elfo.
—¿O al Pájaro de la Noche? —agregó Shamus—. ¿Cómo le va?
—Están en Saint Precious —explicó Juraviel—, y allí todavía no me he atrevido a ir. Tengo miedo del poder de los monjes y de sus gemas.
—No hay nadie en quien confiar —dijo Shamus con expresión grave—; ya que los que creen en nosotros no tienen ni el poder ni el valor de estar a nuestro lado. Sólo espero que el rey Danube me deje hablar antes de dictar sentencia contra mí y mis hombres, y confío en que así lo hará. ¡Pero, ay, del Pájaro de la Noche, de Pony y de los demás que están bajo las garras del padre abad Markwart!
—En ese caso, habla tan alto como puedas —insistió Juraviel—; pues, aunque tus palabras no ayuden a nuestros amigos, contribuirán a que el Pájaro de la Noche y Pony no hayan muerto en vano.
—Cuéntale lo del milagro —indicó otro soldado, y Shamus Kilronney le explicó lo ocurrido durante la batalla con los trasgos en la parte superior de la montaña de Aida, la misma historia que Roger había relatado al elfo durante su viaje a Palmaris.
—Grábala bien en tu memoria —le respondió Juraviel y, dado que oyó ruidos del exterior, regresó a la chimenea.
Colleen Kilronney fue con él.
—El hermano Talumus —le susurró mientras el elfo se deslizaba por el interior de la chimenea—, un monje de Saint Precious, tal vez sea un buen amigo.
Se interrumpió antes de darle una adecuada descripción, pues la puerta se abrió de golpe y una hueste de soldados Todo Corazón bajó las escaleras con bandejas de comida.
Cuando Roger encontró a Juraviel en el callejón vecino a El Camino de la Amistad, el elfo ya había visitado Saint Precious, aunque no se había aventurado en el interior ni había encontrado al hermano Talumus. Ambos volvieron al Saudi Jacintha, y Belster O'Comely les aseguró que no resultaría difícil encontrar al monje. No obstante, el posadero agregó una severa advertencia: si aquel monje abellicano descubría demasiadas cosas sobre ellos y no era de fiar, no lo dejaría salir.
La noche siguiente, Roger se encontró con el hermano Talumus, mientras Juraviel se unía a la conversación desde las sombras de los lados del callejón. El monje se mostró reacio a emprender una acción abierta contra la Iglesia, aunque admitió su incomodidad con el proceso y las previsibles ejecuciones; incluso, cuando Juraviel le insistió lo suficiente, llegó a declarar que el padre abad estaba equivocado en aquel asunto.
—Entonces, desmárcate un poco —le pidió el elfo—. Encuentra algún modo de ayudarnos. Si nos pillan, nadie pronunciará tu nombre, te lo aseguro. Tanto si triunfamos como si no, el hermano Talumus podrá dormir tranquilo.
—Tus palabras suenan muy bien —repuso el monje, mirando las sombras con fijeza, aunque no consiguió distinguir al escurridizo Juraviel—. Con todo, me interpretas mal. Crees que tengo miedo por mi propia vida, pero no se trata de eso. Lo que temo es perjudicar a mi Iglesia, puesto que es algo que no tolero. No soy el único que cree que esta situación se ha convertido en algo terrible que tiene poco que ver con la religión. Al menos un padre... —dijo el monje, pero se interrumpió de forma brusca: era obvio que no quería desvelar un secreto.
—No quieres perjudicar a tu Iglesia —dijo Juraviel desde las sombras—; con todo, ¿qué perjuicio puedes causar ayudando a seres inocentes? Si la Iglesia es digna de pervivir, ¿esta iniciativa no debería fortalecerla?
—Tergiversas mis palabras —arguyó Talumus.
Sin embargo, estaba empezando a comprender con toda claridad que no podía permanecer con los brazos cruzados y dejar que se produjeran aquellas horribles ejecuciones.
Cuando llegó la hora de abandonar el callejón, el plan estaba trazado.
Pero cuando el hermano Talumus entró por las imponentes puertas de la abadía de Saint Precious, se dio cuenta de que no tendría el coraje de soportarlo. Atormentado por el remordimiento, el confundido joven se dirigió hacia el único superior en quien podía confiar en busca de la bendición de la Penitencia, traicionándose a sí mismo y, de paso, a sus amigos.
El hermano Talumus se sintió mejor cuando salió de la reunión, pero el estado de ánimo del padre que le dio la bendición, maese Theorelle Engress, era muy distinto. Por dos veces en un par de meses, Engress había oído un relato sobre conspiraciones y complicidades, un desgarramiento entre sentimientos y órdenes emanadas de Markwart, entre conciencia y jerarquía. Durante semanas, el bondadoso padre había permanecido cruzado de brazos y había observado cómo el padre abad llevaba a la Iglesia en una nueva e imperiosa dirección, de forma que arrollaba violentamente a cualquiera que encontrara delante. Entonces, estaban llegando al punto culminante de ese ascenso de la Iglesia, y esa cumbre se alzaría sobre víctimas inocentes.
Engress ya estaba harto. Aquella misma noche, volvió junto al hermano Talumus y el joven monje se quedó asombrado al ver lo que el anciano padre tenía en mente.
—Markwart concede una amnistía a Castinagis, Dellman y Viscenti si se prestan a hablar contra nosotros en el proceso —le dijo el hermano Braumin a Elbryan aquella misma noche cuando el monje volvió a su celda después de un rápido y brutal interrogatorio del padre abad.
—¿Y qué le ocurriría al hermano Braumin? —preguntó el guardabosque.
—Para mí no hay amnistía —respondió el monje, y a Elbryan le pareció que su voz no sonaba con fuerza—; confesaré y os implicaré, a ti, a Pony y a Bradwarden, porque me torturarán hasta que lo haga. Pero al margen de lo que diga, moriré inmediatamente después de que vosotros tres seáis condenados. Markwart me ofreció una muerte rápida si declaraba en contra de vosotros, pero nada más.
El guardabosque se compadeció del monje, aunque comprendió que su propio final sería igualmente terrible.
—Pero los tres han prometido no declarar contra vosotros —agregó Braumin con firmeza—. Tanto ellos como yo comprendemos, tal como Jojonah comprendió en su día, que renegar de nuestra causa y de nuestros principios sería fortalecer a Markwart.
—La alternativa para ellos tres es la muerte —recordó el guardabosque—, pero podrían salvar la vida con unas pocas palabras.
—Moriremos todos, Pájaro de la Noche —respondió el monje con calma—; todos los hombres y todas las mujeres. Mejor morir jóvenes, con los principios intactos, que vivir una vida que sería un engaño. ¿Qué culpa acarrearía durante años un hombre que hubiera actuado tan directamente contra los dictados de su corazón? ¿Qué vida digna de vivirse podría encontrar? Tienes que comprender el proceso que nos lleva a convertirnos en monjes abellicanos, la dedicación y la fe. Nadie que tenga miedo de la muerte ha cruzado nunca las puertas de Saint Mere Abelle vestido con el hábito de un abellicano iniciado.
El guardabosque se sintió aliviado. Le causaba mucha pena que murieran los hermanos, del mismo modo que todos sentían dolor por la gloriosa muerte del hermano Mullahy, y no obstante, tanto él como los demás comprendían que mantenerse fiel a los principios era con mucho la empresa más noble.
Un ruido de pasos en el vestíbulo acabó bruscamente la conversación. Se produjo un tintineo en la puerta de Elbryan, como si alguien estuviera manoseando llaves. Instantes después, la puerta, finalmente, se abrió, y el guardabosque se sorprendió al ver un solo monje ya que habitualmente se presentaban tres.
El guardabosque utilizaba la pared para apoyarse mientras estaba de pie, pues tenía las piernas débiles. Consideró la posibilidad de atacarlo, pero como la capucha del monje estaba bajada no le podía ver la cara y temió que fuera el temible De'Unnero, que tal vez había bajado para desafiarlo de nuevo.
Y entonces, poco faltó para que Elbryan se cayera de espaldas al ver cómo el monje se quitaba la capucha y aparecía la cara de Roger Descerrajador mostrando una amplia sonrisa.
—Lo sé —se disculpó—, debería de haber venido mucho antes; pero hubo problemas.
Elbryan lo estrechó en un abrazo tan apretado que poco faltó para que los dos hombres rodaran por el suelo.
—¿Cómo? —le preguntó el guardabosque.
—Me retrasé por culpa de esto —respondió Roger, mientras se abría el hábito.
Allí, colgada del cinto del joven, estaba la bolsa de las gemas de Pony.
—Por fortuna, guardaban en el mismo lugar la mayoría de las pruebas —le explicó Roger—. Juraviel nos espera fuera, aunque está preocupado, pues no hemos sido capaces de encontrar la espada élfica y el arco.
Entonces, otro hombre penetró en el corredor, un padre abellicano de alto rango, a juzgar por el cinto de oro que llevaba atado en torno a su hábito marrón. Tenía la cara surcada de arrugas y los ojos apagados.
—Reúne a tus amigos y salid enseguida —le dijo a Elbryan—. Huid tan lejos como puedan llevaros los caballos, aunque me temo que incluso esa distancia no será suficiente.
—¿Quién eres? —le preguntó el guardabosque—. ¿Cómo es posible?
—Es maese Engress —le explicó Roger mientras empezaba a rebuscar en un gran manojo de llaves ante la puerta de Braumin—. Un buen amigo.
—Un buen amigo que vendrá con nosotros hacia el norte —decidió Elbryan, pero el anciano se rió de aquella idea antes de que el guardabosque hubiera acabado de expresarla.
—Me atraparán, y no voy a negar mi papel en vuestra huida —explicó Engress—; soy viejo y estoy cerca de la muerte en cualquier caso. Dar mi vida para que otros siete, más jóvenes y merecedores de futuro que yo, puedan vivir, no debe ser causa de tristeza.
Elbryan todavía no lo comprendía, pero no había tiempo para más preguntas, pues Roger había liberado a Braumin y se dirigía a la siguiente puerta. Además, el guardabosque oyó una voz en el fondo del corredor que no pudo pasar por alto. Se precipitó hacia la puerta de Pony y la examinó con las manos tratando de ver si podía sacarla de los goznes. Roger lo vio y se acercó a la puerta. Un instante después, los amantes estaban juntos, uno en los brazos del otro, juntos al fin tras una separación que a sus ojos había durado muchos años. Elbryan la apretó contra él, mientras le susurraba al oído que estuviera tranquila, que entonces todo iría bien.
Naturalmente, aquello estaba muy lejos de ser verdad, pero poco después Roger y los demás se reunieron con Juraviel en la callejuela situada fuera de Saint Precious y se internaron en la oscuridad.
Personas amigas se reunieron con ellos en los callejones y los separaron, pues evidentemente Bradwarden no podía pasar por las aberturas sumergidas de las cuevas. Elbryan sugirió que continuaran todos juntos hacia las tierras salvajes del norte, pero los exploradores le explicaron que no era factible, ya que los soldados Todo Corazón y una hueste de monjes controlaban la muralla norte.
Faltaba demasiado poco para el amanecer y, por tanto, no había posibilidad de salir de la ciudad; además, la noticia de su fuga se difundiría rápidamente desde Saint Precious. Era preferible esconder a los fugitivos antes de que descubrieran una manera clara de salir de la ciudad.
Poco después del alba, Elbryan, Pony y los cuatro monjes estaban en las cuevas secretas de la ribera del Masur Delaval.
Por aquel entonces, soldados y monjes recorrían las calles en una frenética búsqueda. Los soldados, mandados por el duque Kalas, estaban tan impacientes como los monjes por capturar a los fugitivos, pues Kalas planeaba llevarlos a la mansión de Crump y no a Saint Precious, si los soldados lograban encontrarlos.
—Pégame hasta matarme —le dijo maese Engress a Markwart, mientras abría los brazos en total sumisión—; no lo podía permitir, Dalebert Markwart. Vi cómo quemabas a Jojonah y cómo, injustamente, proclamabas hereje a Avelyn...
Las palabras se ahogaron en la garganta del anciano cuando el espíritu de Markwart surgió de la hematites y lo agarró.
Engress cayó de rodillas, pero de alguna manera se las apañó para volver a hablar.
—Avelyn destruyó a Bestesbulzibar —jadeó—. Ellos no son delincuentes.
Después murió en el suelo de Chasewind Manor, asesinado por Markwart, mientras los abades De'Unnero y Je'howith, el obispo Francis y otros monjes, incluyendo un muy asustado hermano Talumus, lo contemplaban.
Pero Engress había muerto feliz. Había ido al encuentro del ofendido Markwart y había admitido su delito; a continuación lo había provocado para que Markwart lo matara enseguida, antes de que pudiera descubrir que el hermano Talumus también había intervenido en la fuga.
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18
Choque de filosofías
La cueva era cómoda y disponía de suficiente ventilación para varias pequeñas fogatas, aunque la única salida suficientemente grande para una persona estaba debajo del agua. Aquellas hogueras eran necesarias para quitarse el frío de los huesos y secar la humedad de los vestidos empapados en las heladas aguas del Masur Delaval.
Elbryan y Pony pasaron toda la noche acurrucados bajo una manta; el guardabosque la animaba, le recordaba lo mucho que la quería y trataba con todo su corazón de hacerle comprender que no le guardaba ningún rencor por su decisión de abandonarlo y que, por supuesto, no la culpaba de la pérdida del hijo.
Siempre que hablaba del hijo, notaba que Pony se ponía rígida, percibía la tensión en sus extremidades, normalmente fatigadas.
Nadie en la cueva durmió demasiado, aunque no tenían manera de saber qué hora del día o de la noche era. Sólo contaban con la luz de las fogatas, que mantenían bajas, pues no disponían de mucha leña y tenían que conservarla, ya que ignoraban cuánto tiempo tendrían que permanecer allí.
Elbryan se despertó primero y se quedó tumbado, contemplando a Pony. La hermosa joven a la que había besado por primera vez en la ladera al norte de Dundalis, el día en que habían llegado los trasgos, el día en que ambos se habían quedado huérfanos, parecía dormir con mucha tranquilidad. Recordó la primera vez que la había vuelto a ver después de su larga separación, cuando ella había regresado con Avelyn a Dundalis.
Entonces no le parecía menos bella, y aquello le sorprendió al considerar todas las pruebas y tragedias que habían presenciado, todas las pérdidas que Pony, en particular, había sufrido. Extendió el brazo para tocar aquella cara suave, y Pony, medio dormida, abrió un ojo para mirarlo. Elbryan rodó hacia ella, pretendió abrazarla, pero la mujer de repente se sentó, y Elbryan sintió cómo se tensaban los músculos del brazo de la chica.
—Libérate de tu cólera —le pidió con suavidad.
Pony lo miró como si la hubiera traicionado.
—La lucha ha terminado por el momento —trató de explicarle el guardabosque—; nos escabulliremos...
—No —le interrumpió Pony, mientras sacudía la cabeza.
—No podemos ganar.
—Quizá no necesite ganar —replicó Pony con tal frialdad que hizo reflexionar al guardabosque.
El hombre sacudió la cabeza y se dispuso a abrazarla de nuevo, pero otra vez la mujer lo rechazó.
—Llevaba un hijo en mi seno —le explicó—; tu hijo, nuestro hijo. Y Markwart lo asesinó, del mismo modo que asesinó a mis padres.
El hermano Braumin, entonces, se les acercó a rastras, y Elbryan y Pony se dieron cuenta de que los demás los habían estado escuchando.
—Ven conmigo —le propuso a Pony, mientras le daba la mano—. Te daré la bendición de la plegaria comunitaria y verás cómo te encontrarás mejor.
Pony no aceptó la mano que le tendía el monje y lo miró con incredulidad.
—Markwart —dijo—, el padre abad de tu Iglesia, asesinó a mi niño, mi inocente hijo, en mi vientre.
—No es mi padre abad —trató de explicarle el hermano Braumin, pero Pony, rebosante de veneno, no lo escuchaba.
—No comprendes la profundidad de su maldad —prosiguió la mujer—; en una ocasión anterior sentí esa misma presencia, en las entrañas de una montaña del lejano norte, la misma montaña donde Markwart os cogió prisioneros a todos vosotros.
Miró a Elbryan, que parecía sorprendido.
—Sí —dijo la mujer, mientras asentía con la cabeza—. Es tan fuerte y tan perverso como puede haberlo sido Bestesbulzibar.
—Es un hombre —razonó Braumin.
—¡Es mucho más que un hombre! —le espetó Pony—; mucho más, te lo digo yo. Y del mismo modo que Avelyn penetró en las profundidades de Aida para enfrentarse al demonio Dáctilo, convencido de que no podía ganar, yo voy a luchar contra Markwart una vez más, para hacerle pagar el crimen que cometió contra mi hijo y para librar al mundo de su vil presencia.
—Pero otro día —insistió el guardabosque—; un día en que no esté preparado para enfrentarse a nosotros: cuando no esté rodeado por De'Unnero y las huestes de monjes, por el rey y la brigada Todo Corazón.
Pony lo miró sin parpadear, pero no le contestó. El grupo permaneció sentado y silencioso mientras transcurría la mañana, si realmente era por la mañana. Elbryan se quedó junto a Pony, pero no le hizo más preguntas. Jamás la había visto tan fuera de sí, ni siquiera después de rescatar a Bradwarden al final del verano, cuando trató de volver atrás y penetrar de nuevo en Saint Mere Abelle. En ese momento, todo lo que podía hacer por Pony era darle ánimos, confiar en ella y tratar desesperadamente de mantenerla tan alejada como fuera posible de los imbatibles enemigos que se habían granjeado.
La tarea pareció complicarse cuando un hombre behrenés apareció en la superficie del agua de la cueva aquella misma mañana.
—Están registrando la ciudad de forma exhaustiva —farfulló, mientras se arrastraba para salir del agua helada y se sentaba sobre el suelo de piedra—. El Saudi Jacintha zarpó del puerto, pero una flotilla de barcos de guerra le dio alcance y le destruyó las velas; luego, la remolcaron otra vez hasta el puerto. El capitán Al'u'met y muchos de los míos han sido hechos prisioneros.
—¿Por el rey o por la Iglesia? —preguntó Elbryan.
El hombre de piel oscura lo miró con fijeza, como si no comprendiera el significado de la pregunta.
—Los barcos de guerra eran de la flota del rey Danube —respondió el hombre—, pero también los monjes han arrastrado a mucha gente por las calles, y fue una hueste de monjes... —añadió y se interrumpió para mirar a Pony con expresión comprensiva, algo que no pasó desapercibido a los demás.
—Tu amiguito nos lo contó —tartamudeó el hombre.
—¿Os contó qué? —preguntó Pony, irritada.
—La taberna donde vivíais —explicó el behrenés—; la quemaron hasta derribarla. Todavía deben de estar escudriñando las cenizas.
Pony cerró los ojos y un sonido sordo, mitad gemido mitad gruñido, escapó de sus labios.
—¿Qué le pasó a Belster? —preguntó, preocupado, Elbryan.
—Está escondido —le contestó el hombre—, junto con las otras personas que trabajaban allí. Pero tienen miedo; todos tenemos miedo. No tardarán en atraparnos.
—Traedlos aquí —dijo el hermano Braumin muy dispuesto a ayudar.
—No podemos —le explicó el hombre de piel oscura—. Incluso para mí fue peligroso llegar hasta aquí, pues hay soldados y monjes por todas partes. Debemos advertiros que tenéis que huir, como podáis. Han detenido a mucha gente y se rumorea que es posible que el secreto de las cuevas ya haya sido revelado a uno de los carceleros que interrogaba a los presos. Tened mucho cuidado con las visitas —añadió con expresión grave—, y no sólo las de carne y hueso, ya que los monjes disponen de magia maligna para enviar sus chezchus... —agregó, e hizo una pausa para buscar la correcta traducción de aquella palabra yatol—. ¿Sus espíritus? —preguntó.
Pony asintió con la cabeza.
—Son espíritus andantes —le explicó.
—Atraviesan paredes —añadió el behrenés—. ¡Nadie está seguro!
—Tenemos que irnos —razonó el hermano Castinagis.
—Pero sin duda la ciudad está patas arriba —repuso el hermano Dellman.
—Soldados, a centenares, y monjes patrullan a lo largo de las murallas —agregó el behrenés.
—En tal caso, tenemos que ir por el río —comentó el guardabosque—; en la oscuridad de la noche, saldremos de la cueva, y nos quedaremos en el agua, flotaremos, nadaremos y dejaremos que nos arrastre la corriente, confiando en poder trepar por la ribera en algún punto lejano al sur de Palmaris.
—También el río está rigurosamente vigilado —les advirtió el behrenés—. Está lleno de barcos de guerra del rey.
—No verán una cabeza balanceándose en las aguas nocturnas —respondió Elbryan—. ¿Y tú qué harás? ¿Nos dejas otra vez? ¿Tienes algún lugar adonde ir?
El hombre hizo una reverencia, pues se dio cuenta y agradeció el ofrecimiento del guardabosque para que se quedara con ellos.
—Me debo a mi pueblo —le explicó—; sólo he venido a avisaros. El sol ya ha rebasado el cenit, aunque no ha llegado a medio camino del oeste. ¡Que Chezru sea con vosotros!
Incluso los monjes abellicanos, hombres que negaban la divinidad de Chezru, aceptaron la intención de aquella bendición con gratitud.
—Cuéntale nuestro plan a Belster —le pidió Elbryan al behrenés— e informa a nuestros amigos, al hombre bajo y delgado y su compañero aún más pequeño, si consigues comunicarte con ellos.
El hombre asintió y se sumergió de nuevo en el agua.
Si aquella mañana el ánimo en la cueva había sido sombrío, entonces había empeorado y la esperanza se desvanecía a pasos agigantados. Tenían que aceptar todos y cada uno de ellos que su enfrentamiento con Markwart les estaba costando muy caro a otros muchos ciudadanos de Palmaris.
Elbryan siguió atento a Pony, que no podía estarse quieta. La joven tomó su bolsa de gemas; el guardabosque trató de impedírselo, pero la dura y fija mirada de Pony le hizo retirar la mano.
Pony abrió la bolsa y esparció las piedras sobre la manta que tenía delante. Enseguida, advirtió que estaban todas, incluso la magnetita que había lanzado contra la repugnante cara de Markwart. Tal como Roger había dicho, habían guardado todas las pruebas en el mismo sitio.
Cogió la piedra del alma en la mano y apretó el puño con fuerza, mientras el guardabosque tendía su mano para agarrárselo. Pero la cogió por la muñeca, se la sujetó con firmeza y se la movió hasta ponérsela ante la cara.
—¿Adónde pretendes volar? —le preguntó.
—Hasta donde se encuentre el perro de Markwart —respondió ella con frialdad.
—¿Quieres ir a verlo ahora, mientras todos nosotros estamos atrapados en este lugar? —le preguntó el guardabosque—. Si te sigue a tu regreso, todos nosotros pagaremos por el riesgo que has corrido.
Pony abrió el puño y entonces dejó caer la piedra sobre la manta, derrotada.
—Podría salir con mucha cautela, para explorar —propuso, mientras Elbryan empezaba a guardar de nuevo las piedras en la bolsa y sacudía la cabeza antes de que ella terminara de hablar.
Así pues, ambos se sentaron y guardaron silencio. Los monjes formaron un círculo y empezaron a rezar, y preguntaron a Elbryan y a Pony si querían unirse a sus plegarias. El guardabosque dirigió una esperanzada mirada a Pony, pensando que la plegaria podría ser lo que necesitaba, pero la mujer sacudió la cabeza y apartó la vista.
Elbryan esperó un rato, dejó que la rítmica y dulce salmodia llenara la pequeña cueva, y luego se situó de nuevo frente a su esposa, atrayendo su mirada con una sonrisa desprovista de amenazas, conciliadora, asombrosamente apacible.
—¿Te he hablado del milagro de Avelyn? —le preguntó con calma.
La mujer asintió con la cabeza. Se lo había contado por los pasadizos que conducían a las celdas.
—No sólo lo que ocurrió —le explicó el guardabosque—, sino también cómo ocurrió; de qué manera el espíritu de nuestro querido amigo llegó hasta mí en el altiplano y me aportó paz y consuelo.
Pony correspondió a su sonrisa con una mueca irónica.
—¿Dónde estaba cuando llegó Markwart? —le preguntó, llena de sarcasmo.
Elbryan encajó el golpe sin pestañear, pues se recordó a sí mismo la profundidad de la pena de su mujer. Empezó a contarle de nuevo la batalla de los trasgos, le explicó sus reflexiones en los momentos críticos y destacó que esas reflexiones habían sido inspiradas por Avelyn. Sabía que cualquier recuerdo de los tiempos anteriores a su primer viaje a la montaña de Aida, cuando sus vidas parecían mucho más sencillas y su proyecto común, muy claro, la ayudaría a alcanzar un estado emocional mejor.
Parecía que daba resultado, y Pony incluso esbozó una sonrisa, pero entonces el agua se revolvió y apareció Roger Descerrajador.
—¡No deberías haber venido! —le reprendió el guardabosque, mientras tiraba de él para ayudarlo a salir del agua—. Te dije que te mantuvieras alejado...
—Por nuestra amistad tenía que venir —replicó con firmeza Roger—. Juraviel me ha contado que os han descubierto, que Markwart conoce la existencia de las cuevas, y, ahora mismo, un ejército se dirige al Masur Delaval!
Todos en la cueva se apresuraron, reunieron sus pertenencias, se quitaron las ropas y las ataron en apretados fardos.
—¡Salid! ¡Salid! —gritaba frenético Roger—. ¡Deprisa!
—El camino va hacia el norte, pero no es hacia allí a donde iremos ahora —les indicó Elbryan a todos—. ¡Permaneced bien hundidos en el agua y dirigíos en la otra dirección, a lo largo de la ribera, hacia el sur! ¡Pegaos a las rocas, utilizadlas para ocultaros y no hagáis ruido!
Braumin se metió en el agua; luego, uno tras otro, Viscenti, Castinagis y Dellman. Roger se sumergió, después de agarrar la muñeca de Elbryan y de apretársela con fuerza.
—Te quiero —le dijo Elbryan a Pony mientras ella avanzaba junto a él hasta el borde del agua.
La mujer le devolvió la mirada y consiguió esbozar una afectuosa sonrisa.
—Lo sé —le dijo, y se sumergió.
Siguieron las cuerdas que habían instalado los behreneses para orientarse, de forma que los siete nadaron sin dificultad hasta la entrada de la cueva y salieron a las aguas abiertas del Masur Delaval. Los primeros en hacerlo, Braumin y Viscenti, se dirigieron hacia el sur tal como les había indicado el guardabosque; los otros dos monjes y Roger los seguían de cerca.
Cuando Pony llegó a la superficie, sin embargo, salió del agua y siguió ascendiendo en el aire frente a la pared del acantilado utilizando la mano libre para guiarse.
Tan pronto como Elbryan sacó la cabeza del agua, lo comprendió. Su mujer había invocado los poderes de la malaquita. ¡Su mujer iba en busca de Markwart!
—¡Pony! —le gritó, pero ella no volvió la vista atrás.
Elbryan se arrastró por la ribera, salió del agua y se apresuró a vestirse. Roger y los monjes lo siguieron.
—¡Marchaos, marchaos! —les ordenó Elbryan—; huid para salvaros y poder dar fe de lo ocurrido.
Pero nadie le hizo caso. El guardabosque tenía que ir en pos de Pony por amor, y los demás también se sentían vinculados a ambos de forma parecida.
Pony llegó a la parte superior del acantilado, casi en el mismo lugar del cercado en el que había peleado con los exploradores behreneses. Se detuvo el tiempo necesario para vestirse, para revisar las gemas que tenía y para analizar el intimidante futuro que la esperaba. Sabía que Markwart estaría en Chasewind Manor —jamás había ido a Saint Precious mientras Pony estuvo en Palmaris— y también sabía cómo ir a la casa Bildeborough. Pero era evidente, incluso desde aquel apartado rincón de la ciudad, que no encontraría el camino despejado. Oía el tumulto en la ciudad, el estruendo de los cascos de los caballos, los gritos, y también veía penachos de humo negro meciéndose en el aire del atardecer.
Pony miró hacia el oeste, al otro lado de la ciudad, donde el sol ya estaba bastante bajo. La oscuridad se estaba apoderando de la ciudad, pero aún había luz suficiente como para no pasar inadvertida. Con todo, no podía esperar hasta la noche.
«¿Qué hacer?», se preguntó, mientras observaba de nuevo las gemas. Tal vez debería ir al encuentro de Markwart espiritualmente, mediante la hematites.
Pony echó una ojeada hacia el fondo del acantilado y vio a Elbryan y a los otros en la ribera; se dio cuenta de que no podía abandonar su forma corporal igualmente vulnerable a amigos y enemigos. Miró fijamente la piedra imán, la magnetita, la piedra que había utilizado contra Markwart, la maldita prueba que, sin duda, firmaría su condena si alguna vez tenía que ir a juicio.
Recordó que Bradwarden le había indicado otro posible uso de aquella gema, basado también en su capacidad para atraer objetos metálicos. Recordó las propiedades del diamante, una gema capaz de proporcionar una luz intensa, pero que también se podía emplear para crear ausencia de luz, tal como había aprendido en una batalla en Caer Tinella.
La mujer apretó la piedra imán en una mano y varias piedras en la otra: rubí, serpentina, grafito, malaquita y hematites. Empezó a avanzar con determinación, no de sombra en sombra, bajo los aleros de los edificios, sino en línea recta, orgullosa y desafiante.
El camino no fue precisamente una línea recta para Elbryan y los demás, ya que las calles que bajaban hasta los muelles estaban llenas de soldados a caballo y más de dos docenas de barcos de guerra de Ursal, con sus tripulaciones completas, estaban atados a los norayes.
Avanzaron de sombra en sombra, tan aprisa como el guardabosque podía. Roger se precipitó hacia un lado, e indicó a Elbryan su intención de explorar por allí, y siguieron corriendo. Encontraron aliados, entre ellos Prim O'Bryen, que propuso a Elbryan conducirlos a un lugar seguro, pero el guardabosque siguió corriendo y los monjes lo siguieron sin vacilar.
Enseguida, otros también se pusieron a correr en la misma dirección: Belster, y Prim, Heathcomb Mallory y Dainsey Aucomb y otros muchos —amigos de Elbryan y Pony, o amigos de Markwart— al ver que otros corrían, e incluso personas neutrales en aquella guerra, movidos simplemente por la curiosidad que les despertaba aquella multitud en movimiento.
Tan pronto como entró en la ciudad, justo al oeste de los muelles, Pony encontró soldados Todo Corazón por todas partes. Siguió avanzando con determinación y trató de no parecer sospechosa, pues, dado el caos reinante aquel día, la quema de edificios y la expulsión de inocentes de sus hogares, las calles estaban repletas de aldeanos que corrían de un lado para otro.
Pero la vieron y la reconocieron, y corrió la voz.
Pony logró concentrarse, dio con su cólera y la lanzó furiosamente al interior de la piedra imán.
Invirtió la magia, tal como había hecho en Caer Tinella con el diamante una lejana noche, y, por consiguiente, en lugar de focalizar los poderes de atracción de la piedra en un solo objeto, como había ocurrido con el diente de Markwart, propagó una fuerza repelente general. Aunque conocía el orden de magnitud de la energía que enviaba a la piedra, no tenía ni idea de lo potente que esa fuerza podía resultar, hasta que un par de jinetes Todo Corazón cargaron hacia ella para impedirle el paso. ¡A unos siete metros de distancia, los caballos empezaron a impacientarse y a encabritarse, y luego resbalaron hacia atrás! Los jinetes, con los ojos desorbitados por la confusión, se contorsionaron de forma extraña y se agarraron con firmeza a las riendas antes de volar por los aires.
Los carros de los vendedores ambulantes se alzaron y las puertas con agarradores metálicos se abrieron de par en par, y lo hicieron hacia adentro, incluso si estaban hechas para abrirse hacia fuera. Pony oía los gritos de sorpresa de las mujeres en el interior de las casas, al ver que sus cacerolas volaban vertiginosamente.
Era una locura, algo fuera de control. Se acercaron más soldados: algunos corrían a pie, otros a caballo. Más soldados volaron por los aires. Más caballos resbalaron hacia atrás, y algunos cayeron y siguieron deslizándose de lado.
Pony se mantuvo concentrada: pensaba en sus padres muertos, en su hijo muerto. Echó a correr con la cabeza baja, mirando únicamente el camino despejado ante ella y esforzándose por no hacer caso del estruendo producido por la confusión y la destrucción que sembraba a su paso.
—¡Caos, mi rey! ¡Caos! —gritó el soldado precipitándose en la sala donde Danube y Constance hablaban tranquilamente.
El duque Kalas entró pisando los talones al mensajero.
—Es la mujer, Jilseponie —explicó el frenético soldado—. ¡Va por en medio de la calle con un poder que no comprendemos, y nos lanza por los aires antes de que podamos acercarnos a ella!
—¿Por la calle? —repitió el rey—. ¿Hacia dónde va?
—Cruza la ciudad hacia el oeste —gritó el hombre—. ¡Hacia ti, mi rey!
Kalas se disponía a gritar, pero Danube le cortó en seco. Levantó la mano y sacudió la cabeza.
—Es más probable que vaya a Chasewind Manor —razonó Constance.
—Va a por Markwart —asintió el rey—; preparad mi carruaje.
Constance trató de decirle que debería quedarse a cubierto, pero Danube, al igual que muchos otros en Palmaris en aquella última hora de la tarde, se daba cuenta de que algo trascendente había empezado en aquel lugar y no quería perdérselo.
Desde la alta muralla que rodeaba el tejado de Saint Precious, el hermano Talumus observaba la conmoción con horror creciente. Divisó a Jilseponie, que avanzaba con paso firme por una lejana calle; vio cómo un par de soldados, y luego un monje, volaban por los aires, como si les hubiera pillado un huracán.
Aquel nivel de magia lo asustó. Se preguntó qué había hecho al ir a hablar con maese Engress y desencadenar así los acontecimientos que habían conducido a la libertad de aquella mujer y de sus peligrosos compañeros. Se suponía que iban a huir, que se esconderían en profundas cuevas de las montañas, que jamás los volverían a ver.
Pero Talumus se daba cuenta de que Jilseponie no estaba huyendo y de forma intuitiva adivinó hacia dónde se dirigía.
Talumus salió de la abadía, y también salieron otros muchos monjes, para acudir a toda prisa al lado del padre abad.
En una oscura sala, en el corazón de Saint Precious, Belli'mar Juraviel mantenía la cabeza baja y esperaba que el tumulto amainara. Había entrado a escondidas por una chimenea en desuso, después de haber ordenado a Roger que fuera a avisar a sus amigos. Se proponía recuperar Tempestad y Ala de Halcón, las armas élficas a las que no correspondía estar en manos de la Iglesia abellicana de Markwart.
Había confiado encontrar de nuevo a sus amigos en los campos tranquilos al norte de la ciudad; pero al escuchar las palabras de los apresurados monjes que salieron precipitadamente por la puerta de la pequeña sala, el elfo adivinó que no tendría aquella alegría.
Y entonces, lo peor de todo: Juraviel tenía que quedarse sentado y en silencio, y esperar hasta que pudiera escapar de la fortificada abadía.
En un cruce, no lejos de la abadía, el hermano Talumus y su grupo encontraron otra hueste de monjes que seguían su mismo camino. En efecto, De'Unnero y algunos de los monjes de Saint Mere Abelle habían salido a los campos del norte de Palmaris en busca de pistas de los prisioneros fugados, y, como todo el mundo en la ciudad, según parecía, habían vuelto para enterarse del desastre que se había organizado.
—Es la mujer —explicó Talumus cuando el abad se le acercó corriendo.
De'Unnero observó la conmoción que reinaba por doquier —dedos extendidos señalando algo, soldados y campesinos apresurados—, y se dirigió hacia el oeste, hacia el barrio más rico de Palmaris, hacia Chasewind Manor, corriendo a toda velocidad.
Y toda la ciudad se arremolinó detrás de él, y de Pony, hasta converger en la gran mansión que había albergado al querido barón y que entonces era la residencia de los altos dignatarios de la Iglesia abellicana.
Demasiados soldados y demasiados monjes. Todavía no habían llegado al barrio de los mercaderes, cuando se oyó un grito y una hueste de monjes cargó contra ellos. Obedeciendo las órdenes del guardabosque el grupo se dividió. El hermano Castinagis fue atrapado casi de inmediato, aunque luchó denodadamente y se las apañó para derribar a dos monjes antes de caer al suelo.
El hermano Viscenti, rodeado por armas que le impedían el paso, alzó los brazos para rendirse. Después Braumin se entregó sin ofrecer resistencia; sólo imploraba que sus compañeros monjes fueran testigos de lo que ocurría y descubrieran así la verdadera naturaleza de Markwart.
Un monje saltó frente al Pájaro de la Noche, se agachó bruscamente y giró sobre sí mismo con una pierna muy levantada.
El guardabosque hurtó el cuerpo y golpeó al insensato con un puñetazo en el pecho, que pareció partirlo por la mitad, haciendo que se estremeciera y rodara por los suelos.
Otro monje saltó desde de un lado, apuntando a la cabeza del guardabosque. El Pájaro de la Noche lo cogió a medio vuelo y aprovechó su impulso para lanzarlo hacia un lado, de forma que no se detuvo hasta chocar contra el carro de un vendedor de pescado.
El guardabosque echó a correr, aunque sentía pena de sus amigos caídos detrás de él. Sólo Dellman seguía corriendo, pero, en aquel momento, también él tuvo que detenerse y rendirse ante la punta de una lanza de un soldado Todo Corazón.
El Pájaro de la Noche oyó un clamor de caballos que bajaba por una calle lateral y, al temer que se tratara de una patrulla de soldados, torció repentinamente por un callejón.
Pero entonces oyó el grito de Roger que le pedía que volviera, y divisó a su amigo que le hacía señales desde un tejado.
Los caballos iban sin jinete; era una estampida que parecía muy adecuada a los salvajes momentos que se vivían. El Pájaro de la Noche le hizo una seña a Roger y se dispuso a atrapar un caballo.
—¡Eh!, yo puedo ofrecerte una mejor montura que ese viejo rocín —exclamó una voz familiar, una voz muy bien recibida.
El Pájaro de la Noche estaba prestándole toda su atención cuando Bradwarden se quitó la manta que cubría su revelador torso humano.
Pasó raudo y el guardabosque saltó sobre su lomo.
—¡A Chasewind Manor! —gritó el guardabosque.
—¿Te crees que no lo sé? —le gritó en respuesta el centauro—. Hasta lo saben los malditos caballos.
Las puertas de Chasewind Manor, las imponentes puertas de metal de Chasewind Manor, estaban cerradas y aseguradas con cadenas.
Pony hizo una mueca de dolor, pues un monje se puso justo detrás de las puertas mientras la mujer se acercaba, y, cuando su magia repelente empujó las puertas y rompió las cadenas, el pobre hombre recibió un tremendo golpe y cayó de espaldas.
Cuando Pony pasó, el monje yacía en el suelo, gimiendo.
Otros tres salieron a enfrentarse con ella. El primero llevaba una lanza de punta metálica, que rápidamente fue proyectada contra su cara, lo derribó y luego lo hizo volar como arrojado por la más temible de las catapultas. El segundo monje, que tenía la desgracia de llevar un anillo metálico, adoptó una posición de lucha, pero empezó a debatirse violentamente al comenzar a seguir la trayectoria de la lanza.
Pero el tercero no llevaba nada metálico y no cedió ni un ápice de terreno, hasta que Pony con rostro severo le lanzó tranquilamente con la otra mano la descarga de un rayo y lo derribó al instante.
En el interior de la gran mansión, el obispo Francis y el abad Je'howith corrieron a avisar al padre abad; lo encontraron sentado cómodamente en su trono, en la gran sala de audiencias.
Trataron de decirle que huyera.
Markwart, que deseaba aquel enfrentamiento tanto como Pony, se rió de ellos.
—No le impidáis el paso —les mandó—; y sabed que cuando este día llegue a su fin, nuestro poder en Honce el Oso aún será mayor. ¡Idos!
Los dos monjes, confusos y asustados, se miraron nerviosamente el uno al otro y se fueron.
El carruaje del rey, rodeado de jinetes Todo Corazón, pasó como un rayo por las destrozadas puertas en el preciso momento en que Pony entraba en la mansión.
—¡Allí! —gritó el duque Kalas a sus soldados, mientras señalaba a la mujer—. ¡Detenedla!
—¡No! —fue la contraorden del rey, y entonces le indicó a Kalas que se sentara a su lado—. Veamos cómo se desarrolla esto —le explicó Danube al sorprendido duque—; desde el principio ha sido la batalla de Markwart.
Más soldados, más monjes e incluso gente sencilla entraban precipitadamente en el patio.
—¡La muralla! —gritó un soldado.
Todos los ojos se volvieron y vieron al enorme centauro chocar contra la valla de la parte superior de la muralla de casi tres metros de alta. Bradwarden no pudo saltarla limpiamente, aunque se las apañó para conseguir situar las patas delanteras y su voluminoso torso sobre la barrera antes del choque. Entonces, él y su jinete rodaron por encima y cayeron al suelo; el Pájaro de la Noche fue a parar lejos del desplomado centauro.
—Vaya torta —gruñó Bradwarden, mientras se esforzaba para levantarse.
El Pájaro de la Noche se le acercó, pero el centauro, al ver que soldados y monjes se precipitaban hacia ellos a toda prisa, le hizo señas para que se alejara.
—¡Ve con ella! —le gritó.
El guardabosque se dio la vuelta y vio que un soldado lo atacaba con la espada levantada por encima de la cabeza con la intención de partírsela por la mitad.
Los brazos cruzados del Pájaro de la Noche se alzaron, dio un paso hacia adelante y atrapó las manos del agresor mientras bajaban. Dejó que la espada descendiera un poco más, y entonces la lanzó hacia arriba y alcanzó al soldado en la cara. Luego, agarró los brazos de su rival, volvió a impulsar la espada hacia abajo y metió la mano entre las del soldado para quitarle la espada; con ese mismo movimiento devastador y brutalmente eficiente, la mano libre del guardabosque golpeó la parte lateral de la cara de su enemigo y lo hizo caer al suelo de costado.
Entonces el Pájaro de la Noche tenía una espada y a la vista la puerta de la gran mansión. Pero una docena de soldados y el doble de monjes le cerraban el paso.
—¡Dejadlo pasar! —gritó el rey Danube, de pie en su carruaje.
Nadie, ni soldado ni monje, se atrevió a desafiar la orden y abrieron filas cuando el guardabosque avanzó.
—¡Sólo a él! —gritó Danube—. ¡Rodead la casa y que no entre nadie más!
—Corres un gran riesgo —observó Constance.
La mirada que Danube les dirigió a ella y a Kalas fue una de las más frías que habían visto en su vida.
—Maldito Markwart —espetó en voz baja Danube—. Ojalá el Pájaro de la Noche y Pony salgan victoriosos y con la cabeza del padre abad en la mano.
Los ojos de Constance se abrieron desmesuradamente ante aquella tremenda afirmación, pero el duque Kalas sonrió y tuvo que esforzarse mucho para controlarse y no dar a su rey un fuerte abrazo.
El Pájaro de la Noche llegó a la puerta en el preciso momento en que Je'howith y Francis salían. Francis se dispuso a agarrar al guardabosque, pero enseguida fue lanzado hacia un lado por un terrible puñetazo que lo hizo caer de espaldas sobre la hierba.
El anciano abad Je'howith alzó las manos y se hizo a un lado.
—Tan diplomático como siempre —comentó el rey Danube, secamente.
La muchedumbre convergía hacia Chasewind Manor desde todos los rincones de Palmaris: ricos mercaderes y humildes campesinos; muchísimos monjes de Saint Precious, confusos y algunos llorando; e incluso un grupo de behreneses que salmodiaban en voz alta por la liberación del capitán Al'u'met.
El duque Kalas dispuso sus fuerzas, soldados y monjes, en una formación defensiva con objeto de retener a la multitud, pues comprendió que aquella situación podía producir el estallido de una rebelión. En tal caso, informó a sus soldados, la seguridad del rey estaba por encima de todo, sin que importara para nada quién tuviera que morder el polvo.
La mayor parte de la gente permaneció retirada, aunque los gritos se intensificaban. Un hombre, un monje abellicano, corrió por la hilera de soldados y se dirigió a toda prisa hacia la mansión.
Los soldados lo detuvieron antes de que llegara a las puertas.
—¿Sabéis quién soy? —gritó el monje.
Los nerviosos soldados reconocieron al obispo anterior y miraron, inquietos, a Kalas, que estaba lejos, hacia un lado. A pesar de la insistencia y de las amenazas de De'Unnero, el duque sacudió la cabeza y los soldados no cedieron.
De'Unnero se volvió hacia el carruaje del rey.
—Te pido... —empezó a decir.
—Tú a mí no me pides nada —le cortó en seco el rey Danube—. ¡Mantened la casa aislada! —les gritó a los soldados—. ¡No puede entrar nadie!
De'Unnero echó a correr en dirección a la puerta. Cuando los soldados le ordenaron que se detuviera, siguió avanzando por la parte frontal de la casa, y luego dobló la esquina y siguió por la parte lateral.
El duque Kalas ordenó a varios hombres que lo siguieran, pero no se mostró preocupado, pues Chasewind Manor sólo disponía de dos puertas, la gran entrada frontal y una pequeña, también muy vigilada, en la parte opuesta a la elegida por el obispo anterior.
Frustrado, De'Unnero recorrió la parte posterior de la casa y frenó de golpe al ver una ventana lo suficientemente amplia como para permitir el paso de un hombre.
Pero la ventana estaba a unos diez metros de altura.
Frente a la mansión, el hermano Braumin y los otros tres monjes apresados fueron arrastrados a través de la puerta por soldados Todo Corazón. Kalas ordenó a sus hombres que se los llevaran a una prisión, pero el rey Danube le contradijo.
—Que se queden —decidió el rey—; lo que aquí ocurra puede perfectamente determinar su destino. Vigiladlos bien, pero que sean testigos de lo que pase.
También otro hombre se deslizó por allí, fácilmente confundido entre la multitud. Roger divisó a Bradwarden inmediatamente, pues el centauro estaba en pie, aunque visiblemente herido, y permanecía inmóvil entre dos soldados Todo Corazón a caballo.
Roger se encontró tan atrapado como su amigo, pues no había forma de entrar en la mansión: lo único que podía hacer era esperar y mirar.
Una vez en el interior de la mansión, el guardabosque no tuvo problema para seguir a Pony, pues había dejado un rastro de devastación: metales retorcidos, puertas destrozadas, cristales hechos trizas y más de un monje gimiendo.
Bajó por un pasillo, entró en un gran vestíbulo provisto de columnas y subió por una amplia y majestuosa escalera. Luego, bajó a otro estrecho vestíbulo y entró en el pasillo mejor decorado de la casa. Y al final de ese largo corredor, divisó una puerta esculpida y decorada, y supo sin ninguna duda que Pony estaba detrás de aquel portal.
Y Markwart también.
Los soldados doblaron la esquina posterior y gritaron al monje que se detuviera.
De'Unnero no les hizo caso y transformó la parte inferior de su torso en la de un tigre. Echó un vistazo a los soldados y gruñó. Los hombres tropezaron unos con otros tratando de hacerse a un lado.
De'Unnero miró la ventana.
—¡No puedes escapar! —exclamó un soldado, y entonces el monje voló alto, muy alto.
El Pájaro de la Noche corría a lo largo del adornado y enorme ventanal que dominaba los jardines de la parte de atrás, pensando en derribar la puerta con el hombro e irrumpir violentamente en la sala. Pero cuando el ventanal saltó en pedazos y De'Unnero aterrizó bruscamente en el vestíbulo, se echó a un lado y pegó un grito de sorpresa.
En un abrir y cerrar de ojos, los dos hombres cruzaron sus miradas.
—Bueno, ya tengo lo que quería —susurró, satisfecho, el anterior obispo.
Allí estaba, engreído, sentado en su gran sillón; era la encarnación de todo lo que Pony odiaba, de todo lo que encontraba perverso en la especie humana.
—Fuiste muy lista al escapar de Saint Precious —la felicitó Markwart—; a maese Engress le costó la vida.
—Intentas matar a todos los que se oponen a ti —replicó ella—, destruirlos a todos.
—Si es preciso —dijo Markwart, y de repente, aunque siguió sentado, se inclinó hacia adelante—; porque tengo razón, imbécil. Hablo con Dios.
—¡Hablas con Bestesbulzibar, y con nadie más! —le espetó Pony en respuesta, mientras avanzaba sin dejarse intimidar.
Levantó el brazo en cuya mano tenía la hematites y se sumergió en la piedra con impaciencia: le abría paso el enorme odio que sentía.
Pero el espíritu de Markwart la esperaba y, aunque ella lo golpeó aprovechando el impulso que le dieron todas sus emociones y se las apañó para hacer que el espíritu volviera a la forma corporal, no fue más que una ventaja provisional.
Markwart, poderoso, la mantuvo a raya, y se vengó con todo el poder de un demonio.
El Pájaro de la Noche conocía lo peligroso que era De'Unnero, sabía que tenía que luchar en una especie de larga y progresiva danza en la que, poco a poco, iría obteniendo minúsculas ventajas. La anterior batalla le había permitido saber que De'Unnero estaba a su altura, o casi, y que cada movimiento tenía que llevarlo a algo más decisivo, pues se trataba de un juego de estrategia, no de una prueba de velocidad.
Una minúscula ventaja conseguida conduciría a la siguiente.
Y con todo, ¿cómo podía el guardabosque resistir una tan prolongada y especulativa danza cuando lo atraía aquella puerta decorada al final del vestíbulo, cuando sabía que Pony estaba al otro lado del portal, frente a Markwart, un enemigo que antes la había derrotado? ¿Cómo iba él a perder tiempo?
Cargó poderosamente contra De'Unnero, ganando terreno y dando estocadas con la desequilibrada espada que le había quitado al guardia del exterior.
De'Unnero brincó hacia arriba y hacia un lado, y, de improviso, se revolvió; forzó al guardabosque a hurtar el cuerpo y a lanzarse contra la pared para sostenerse, y el fuerte golpe cruzado que propinó con la espada no causó el menor daño.
—La está torturando —dijo el monje para incordiarlo, mientras se le acercaba, se echaba a un lado y se quedaba entre el Pájaro de la Noche y la puerta.
El Pájaro de la Noche no mordió el anzuelo. Se apartó de la pared con calma, perfectamente equilibrado y controlado, y se recordó a sí mismo que no le haría ningún bien a Pony si él caía muerto allí fuera. Se deslizó hacia adelante, apuñalando con la espada, y retrocedió cuando De'Unnero, que entonces tenía un brazo de tigre, contraatacó con repentino ímpetu y le lanzó un potente golpe.
El guardabosque avanzó, pero el monje había calculado el alcance del ataque del Pájaro de la Noche y se retiró cautelosamente antes de que la espada pudiera acercarse al objetivo.
Y así continuó la pelea, con avances y retrocesos, sin que ninguno de los dos pudiera preparar un ataque efectivo ni diera la menor oportunidad al otro.
Pero entonces, desde el interior de la sala, Pony gritó.
En el rostro de De'Unnero se dibujó una amplia sonrisa cuando su mirada pasó del guardabosque a la puerta.
El Pájaro de la Noche cargó, apuñalando y tajando.
Y De'Unnero también cargó. Hizo una finta con un salto y, luego, se lanzó al suelo, pues le resultaba cómodo acercarse de ese modo con sus patas de tigre; se escabulló por debajo de la extendida espada y aplastó la parte lateral de la rodilla del guardabosque, le clavó las uñas, se la desgarró y lo hizo caer al suelo.
El Pájaro de la Noche rodó sobre la espalda y alzó la espada, con lo que obligó a De'Unnero a derrapar para frenar de golpe. El guardabosque utilizó la pausa para dar una voltereta hacia atrás, aterrizar ágilmente de pie, avanzar con dos pasos rápidos y lanzar una estocada al hombro de De'Unnero. Si Tempestad hubiera estado en las manos del guardabosque, la hoja lo habría atravesado, habría desgarrado el músculo y habría partido el hueso. Pero aquella espada se desvió.
Con todo, el monje se tambaleó de dolor y retrocedió, mientras se apretaba el brazo humano con la garra de tigre.
El Pájaro de la Noche volvió a la carga, en perfecto equilibrio. Pero no calculó bien el auténtico poder de las patas felinas. De'Unnero pareció tropezar hacia atrás, rápidamente clavó sus garras y se lanzó hacia el guardabosque. Lo atrapó entre dos estocadas, apartó la hoja de una palmada, se le echó encima, chocó con él y bloqueó los brazos del Pájaro de la Noche a los lados con un tremendo abrazo.
Y el abrazo era mucho más mortífero dado que una de las manos del monje era la garra de un enorme felino, con uñas como puñales.
El Pájaro de la Noche sintió cómo aquella garra se le hundía en la espalda, cerca del riñón. Con un denodado esfuerzo, creyó que podría romper aquel abrazo, pero advirtió que, si lo hacía, la zarpa de tigre de De'Unnero ya le habría arrancado media espalda. Soltó la espada y se retorció para conseguir pasar una mano por debajo del estrecho agarro.
De'Unnero apretó tanto como pudo y con la garra extendida le abría profundos agujeros.
Pero el Pájaro de la Noche consiguió pasar la mano derecha por debajo de la zarpa de tigre y, poco a poco, aprovechando su mayor potencia, logró desequilibrar al monje y obligarle a emplear su energía para mantenerse en pie además de usarla para seguir agarrándolo.
Luego, el guardabosque encogió los hombros y así debilitó el abrazo del monje. Músculos como cuerdas se tensaban y empujaban: el guardabosque se movía para que su espalda siguiera la zarpa de tigre del monje, mientras la mano humana se deslizaba más y más allá.
Entonces vio que en la cara humana del hombre iba a ocurrir un cambio: la boca se transformaba en unas grandes fauces provistas de colmillos.
El Pájaro de la Noche lanzó bruscamente la cabeza hacia adelante y aplastó con gran brutalidad la nariz del monje mientras le crecía. De nuevo, el guardabosque hincó su antebrazo, y entonces, al advertir que no tenía tiempo, al observar que la otra mano del monje también se iba a convertir en una zarpa de tigre, rugió y abrió amplia y bruscamente los brazos, encajando el dolor que la garra de De'Unnero le produjo al marcarle profundos surcos en la parte inferior de la espalda y por el costado de la caja torácica.
La mano derecha del guardabosque golpeó la cara que se transformaba, mientras con la otra mano se esforzaba por librarse del abrazo de De'Unnero. Con un firme agarre de ambas manos y, profiriendo gritos sin cesar, el guardabosque se dio la vuelta, levantó a De'Unnero del suelo y lo estrelló contra la pared. Lo empujó y volvió a estrellarlo; y después por tercera vez, a pesar de los salvajes y cortantes zarpazos de De'Unnero, uno de cuyos barridos alcanzó al guardabosque a un lado de la cara y le produjo un corte debajo del ojo.
El Pájaro de la Noche, después del tercer golpe, soltó al monje y lanzó una serie de pesados puñetazos con la derecha y con la izquierda a la cara de De'Unnero y a la parte superior del pecho. Luego, saltó hacia atrás, hizo una pausa y arremetió con la cabeza por delante, dirigida directamente al centro de la desfigurada cara del monje.
Las piernas De'Unnero se doblaron, pero el guardabosque no quería soltarlo tan fácilmente. Una de sus manos lo cogió por la barbilla, otra por la horcajadura, y lo levantó en vilo. El guardabosque se dio la vuelta y corrió por el pasillo, con la evidente idea de dirigirse a la parte del ventanal que no se había roto, y efectivamente arrojó al aturdido monje contra el cristal. De'Unnero se cayó hasta el suelo desde unos diez metros de altura.
El Pájaro de la Noche se tambaleaba de dolor y sentía que sus entrañas le sobresalían por el costado, cuando miró a través de la ventana y vio con satisfacción que aquel peligroso ser yacía inmóvil en el césped, destrozado y ensangrentado encima de un montón de afilados trozos de cristal.
Sin ni siquiera molestarse en recoger la espada, pues sabía que esa arma no le serviría de nada contra Markwart, y consciente de que sus propias fuerzas le estaban abandonado, el Pájaro de la Noche se fue hacia la puerta.
Su lucha, mucho más intensa que la que mantuvieron en el oscurecido campo de Palmaris aquella terrible noche, en aquel momento llegó a ser tan terrible que trascendió el nivel espiritual y se transformó en algo físico.
En el exterior de la mansión, la multitud jadeaba como un solo hombre y retrocedía, pues el edificio vibraba a causa de la energía, las luces se encendían y se apagaban, y las ventanas se salían de sus marcos.
—¡Ojalá que Markwart no gane! —susurró el rey Danube a sus dos amigos, y a Je'howith que había acudido junto al carruaje.
Kalas y Constance deseaban lo mismo, y el anciano abad, horrorizado ante el espectáculo que se desarrollaba ante él, no reprendió al rey.
Incluso Francis, que se hallaba en el césped y era el hombre que estaba más cerca de la casa, no podía hacer más que mirar con impotente fijeza.
La puerta se abrió y un par de monjes salieron tambaleándose, cayeron sobre la hierba y se arrastraron mientras imploraban a gritos la misericordia divina.
El asombrado Francis no se atrevió a entrar en aquel lugar.
Ya no llevaba ningún hijo en las entrañas, ya no era vulnerable y por consiguiente luchó con todas sus fuerzas y con toda su rabia.
Pero no podía ganar; Pony lo sabía. El espíritu del interior de Markwart era demasiado poderoso, inimaginablemente poderoso, y lo más siniestro que había visto jamás. Peleó con coraje, lo golpeó con toda la energía y toda la fuerza de voluntad que pudo reunir, y no cedió ni un ápice de terreno mientras los minutos pasaban uno tras otro.
La fortaleza de Markwart, sorprendida por la energía de la mujer, atacó y atacó, se encumbró por encima del espíritu de la chica, para envolverla como si fuera a tragársela. Pero, con todo, no podía hacerlo, y por eso la pelea proseguía; ambos sabían que el tiempo jugaba en contra de Pony, ya que, a pesar de toda su cólera, se fatigaría antes.
Pero entonces la mujer sintió que alguien le tocaba el hombro físico y la distracción temporal permitió que el espíritu de Markwart la obligara a retroceder. No obstante, era un contacto amable, la palmada de un amigo, de un amante; entonces, de alguna manera, un tercer espíritu se unió a aquellos dos: el espectro del Pájaro de la Noche acudió en ayuda de Pony.
«¡Bueno, pues ambos a la vez! —proclamó Markwart telepáticamente—. Mejor acabar con los dos y liberarme de una vez de tan conflictiva pareja.» Volvió a la carga; de su sombra espiritual emergieron unas grandes alas de murciélago que se alzaron y se encumbraron sobre ellos.
El espíritu de Elbryan cayó sobre Pony, la tocó y se fundieron en el abrazo más íntimo que jamás se hubieran dado.
Markwart volvió a la carga, pero entonces los dos eran uno solo, estaban espiritualmente enlazados del mismo modo que antes, a menudo, lo habían estado físicamente, cuando practicaban la bi'nelle dasada. Juntos detuvieron el avance del padre abad, juntos hicieron retroceder al tenebroso espíritu hacia su huésped. Cada centímetro de terreno les costaba una barbaridad, les devoraba su fuerza vital, les drenaba la energía.
Continuaron empujando. El guardabosque, a la cabeza, detenía con su espíritu los golpes de Markwart y encajaba el castigo, pues Elbryan sabía algo que Pony ignoraba: sabía que su soporte corporal se desvanecía por momentos, que sus entrañas sobresalían, que perdía mucha sangre. Si se lo decía a ella, o incluso si dejaba que ella lo descubriera, la mujer abandonaría la lucha y se precipitaría hacia sus heridas para curarlas con la hematites.
Pero Elbryan era consciente del sacrificio que significaba entrar en aquel combate, y también comprendía que Pony no podía permitirse la retirada necesaria para curarle las heridas, pues entonces Markwart los destruiría a los dos.
Entonces estaban cerca de Markwart, y los tres sabían que empujar el espíritu de nuevo hasta su cuerpo y luego seguirlo, significaba la victoria. El padre abad se atrincheró, les rugió telepáticamente y resistió.
La frialdad invadía el soporte corporal del guardabosque. Sintió y comprendió lo que aquello presagiaba. Sabía que era la prueba de su fe, la prueba de todo su adiestramiento. Aquello, el supremo sacrificio, era lo que significaba ser guardabosque.
Todos sus instintos le ordenaban que se detuviera, que se lo dijera a Pony, que tenía que vivir.
En vez de eso, perseveró.
Markwart chilló, telepática y físicamente. Elbryan lo oyó, pero el sonido le pareció lejano.
El mundo entero le parecía lejano.
Para los que estaban en el exterior, aquello acabó como una gran descarga de luz negra, un gran destello oscuro. Luego la casa se quedó en silencio. Francis se precipitó al interior, y también Danube y sus consejeros; Roger y Bradwarden hicieron lo propio, y nadie se movió para detenerlos. Casi como si se le acabara de ocurrir, el rey Danube, desde el umbral, miró hacia atrás y ordenó a sus soldados que trajeran a los monjes.
—Seguramente sus vidas están en juego —explicó.
En la parte trasera de la casa, Belli'mar Juraviel se detuvo un momento para observar el cuerpo destrozado de De'Unnero; luego voló hasta la ventana y entró en el gran vestíbulo.
Pony percibió el destrozado espíritu de Markwart y supo que estaba acabado. No obstante, su alegría no tardó en disiparse, cuando percibió otro debilitado espíritu, cuando advirtió que la energía vital de Elbryan se desvanecía rápidamente ante ella. La mujer salió de su trance, regresó a su forma corporal y vio a Markwart que se sostenía en unas piernas temblorosas y la miraba sin dar crédito a sus ojos; y también vio a Elbryan tumbado junto a ella, inmóvil y muy pálido en medio de un charco de sangre.
La mujer se abalanzó sobre su amado, lo llamó desesperadamente y trató de ayudarlo con la hematites. Pero mientras se agachaba, consumida toda su energía, sintió como si el suelo se levantara hacia ella y la tragara una profunda negrura.
Markwart miraba, horrorizado. Lo habían derrotado, mejor dicho, no sólo a él sino también a la voz interior que lo había guiado durante tanto tiempo, una voz que, entonces se daba cuenta por vez primera, no emanaba de su propio interior sino de otro ser. En efecto, en aquel momento, el padre abad descubrió toda la verdad y supo que su vida había sido una mentira y su causa, la de la oscuridad y no la de la redención.
Podría haberlos matado, pero eso era lo que estaba más lejos de su mente en aquellos momentos terribles. Se acercó a ellos, confuso, y cuando se dio cuenta de que ya no podía ayudar al hombre y de que se oía ruido de pasos apresurados en la planta de abajo, cogió la mujer en brazos y avanzó hacia la puerta con las piernas rígidas.
Avanzó sin ni siquiera darse cuenta de la diminuta figura del elfo que iba a su lado.
El pobre Juraviel no sabía qué hacer. Oyó el gemido de Pony y se dio cuenta de que el anciano —¡y qué viejo y maltrecho parecía ahora Markwart!— no querría, mejor dicho, no podría causar más daño a la mujer. No, algo le había ocurrido a Markwart; el elfo comprendió que a aquel hombre le quedaba poco tiempo de vida, que había sido vencido. Pensó en hundirle la espada en la espalda, y solamente se contuvo al considerar las terribles consecuencias que semejante acción podría acarrearle a su pueblo. Se disponía a ir hacia Pony con la intención de quitársela a aquel horrendo desgraciado que tanto dolor había causado a la chica, pero entonces descubrió a su amigo, aquel que había sido como su hijo, tumbado inmóvil en el suelo.
Juraviel corrió al lado de Elbryan. Trató de reintroducirle las entrañas en el cuerpo con las manos.
Pero sabía que era demasiado tarde.
El guardabosque abrió sus ojos verdes.
—Pony vive —le dijo Juraviel acercándose mucho al rostro ceniciento del guardabosque.
—Ha ganado —farfulló el guardabosque—; el demonio ha sido eliminado —agregó, sus ojos quedaron en blanco y se cerraron, y exhaló un profundo suspiro.
—¡Vuestro hijo! —le dijo Juraviel, y le obligó a escucharlo en aquellos postreros instantes de su vida—. ¡Vuestro hijo está vivo, en Andur'Blough Inninness, bajo el cuidado de la señora Dasslerond!
Los ojos de Elbryan se abrieron, apretó el brazo del elfo y consiguió esbozar una sonrisa.
Después, murió.
El obispo Francis, el primero en subir las escaleras y el primero en penetrar en el largo pasillo, fue hacia Markwart, que caminaba rígido llevando a Pony en brazos. El monje más joven detuvo a su mentor, lo liberó de su carga y posó suavemente a Pony en el suelo; luego, alcanzó al tambaleante Markwart y le ayudó a bajar.
Los demás se precipitaron en el vestíbulo detrás de él. Roger llamó a Pony a gritos.
—Me equivoqué —le dijo Markwart a Francis, mientras, a duras penas, conseguía sonreír—. Con Jojonah, con Avelyn. Sí, con Avelyn, debería haberme dado cuenta de la verdad.
—No, padre —empezó a decir Francis.
Los oscuros ojos de Markwart se abrieron desmesuradamente y agarró con fuerza a Francis, con un vigor que no correspondía a su destrozado cuerpo.
—¡Sí! —protestó—. ¡Sí! Me equivoqué. Mira mi Iglesia, querido Francis. Conviértete en el pastor del rebaño, no en un dictador. Pero ten cuidado... —añadió, y sufrió una fuerte convulsión que lo soltó del agarro de Francis y lo hizo rodar por el suelo. El monje se apresuró a socorrerlo y le levantó la cabeza.
—¡Ten cuidado! —dijo de nuevo Markwart—. Ten cuidado de que en tu búsqueda del humanismo no olvides el misterio de la espiritualidad.
Sufrió otra dolorosa convulsión y cuando expiró la Iglesia abellicana se quedó sin su máximo jerarca.
—¡Está viva! —oyó el obispo Francis que Roger gritaba detrás de él. Se volvió y vio a Roger que se afanaba furiosamente junto a la mujer; y vio que Roger discretamente se guardaba las gemas en el bolsillo.
Detrás de aquel hombre y de la postrada mujer se hallaban el rey Danube y sus consejeros; tras ellos algunos soldados mantenían los monjes a raya. Pero no a Bradwarden. El centauro, aunque estaba herido, se abrió paso a través de la hilera de los Todo Corazón y pasó de largo junto al rey para dirigirse a la sala situada al final del corredor. Algunos soldados se aprestaron a perseguirlo, pero Danube les hizo una seña para que volvieran atrás.
—¡El padre abad! —gritó el anciano Je'howith, mientras cruzaba la puerta.
—Está muerto —le contestó en voz baja el obispo Francis.
—¡Asesinos! —chilló Je'howith—. ¡La sangre del padre abad clama justicia! ¡Guardias!
—¡Cállate la boca! —exclamó el hermano Braumin soltándose del soldado que lo sujetaba.
El rey Danube hizo una seña al caballero Todo Corazón para que retrocediera y dejara libre al monje.
—¡Si Dalebert Markwart ha muerto se debe al tenebroso camino que escogió! —afirmó Braumin sin tapujos.
—¡Sacrilegio! —le gritó a la cara Je'howith, pero la siguiente orden para hacerlo callar le llegó del más insospechado lugar.
—Ya has oído que este hombre quiere que te calles, buen abad —insistió el obispo Francis—. Discutiremos ampliamente este asunto entre nosotros en una asamblea que tendremos que convocar con urgencia.
—¡Hermano Francis! —empezó a protestar Je'howith.
—Pero te advierto —prosiguió Francis, sin hacerle caso—, que si tomas partido por tu querido Markwart en contra del hermano Braumin y los demás, voy a ir contra ti.
Je'howith tartamudeó y balbuceó, pero no supo qué decir. Miró al rey, pero éste no lo apoyó.
Francis se volvió hacia Pony y hacia Roger, que asintió con la cabeza para indicar que la mujer estaba viva.
—Según las mismísimas palabras del padre abad en su agonía —dijo Francis—, ha llegado el momento de que la Iglesia cambie. Miradla, una discípula de Avelyn, tachada de proscrita. Y no obstante, voy a nombrarla madre abadesa de la nueva Iglesia.
—Pero ¿qué estupidez es ésta? —exclamó Je'howith.
—Al mismo tiempo voy a proponer al hermano Avelyn Desbris para que sea canonizado —agregó el sorprendente obispo.
—¡San Avelyn! —gritó el hermano Viscenti.
—¡Imposible! —gritó Je'howith.
—¿Por qué se lo toleramos, mi rey? —preguntó un molesto duque Kalas.
Danube soltó una risita pues, en realidad, ya empezaba a estar harto de la conflictiva Iglesia abellicana.
—Con efectos inmediatos suprimo el cargo de obispo de Palmaris —dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas—. ¡Y os advierto a todos: poned vuestra casa en orden, de lo contrario lo haré yo por vosotros. ¡Si un monje puede asumir el papel de obispo, parecidos precedentes pueden situar al rey en el papel del padre abad!
Francis miró a Braumin y asintió con determinación.
Je'howith captó aquella señal y se preguntó si podría conservar el cargo de abad.
Entonces, Bradwarden salió de la sala con el cuerpo de Elbryan, y cuantos habían tratado al guardabosque como compañero o amigo ya no tuvieron ganas de celebrar nada.
El hermano Braumin y los demás monjes inclinaron la cabeza en señal de respeto. Roger se dejó caer al suelo, junto a Pony, sollozando por él mismo y por ella.
En el exterior de la mansión, encima de los cristales del ventanal destrozado, Belli'mar Juraviel miró hacia arriba una vez más con el corazón partido. Comprendió que había llegado la hora de regresar a Andur'Blough Inninness, que había llegado la hora de alejarse de los humanos y de sus insensatas batallas.
Sin embargo, lo que no pudo comprender es cómo el cadáver de Marcalo De'Unnero había desaparecido.
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Epílogo
Los oyó discutir en la casa situada detrás de ella, oyó que pronunciaban su nombre en muchas ocasiones, pero aquello carecía de importancia para Pony en aquel día de verano, gris y ventoso. Todo parecía carecer de importancia en aquel momento, salvo dos estelas conmemorativas colocadas en el jardín de Chasewind Manor. Una había sido ofrenda del rey Danube, un gesto simbólico realizado cuando reclamó la gran mansión. La otra provenía del hermano Braumin y, sorprendentemente, del hermano Francis, para expresar el soporte de la nueva Iglesia abellicana.
¿O era la Iglesia abellicana de siempre? Durante las acaloradas discusiones, el hermano Braumin había dejado claro que su grupo y quienquiera que los siguiera —y su oponente, el abad Je'howith, había advertido que la lista de seguidores sería larga— podrían separarse de la Iglesia abellicana y convertirse en la Iglesia de Avelyn.
—Ahora nos quieren —dijo la mujer a la estela.
Sólo era una estela, pues el cuerpo de Elbryan no estaba enterrado allí. Pony no lo habría permitido. Su marido tenía que ser enterrado en el bosquecillo que había detrás de Dundalis, el lugar donde el guardabosque había encontrado la tumba del tío Mather y donde había conseguido Tempestad. Con tal fin, Bradwarden y Roger aquel mismo día salieron de Palmaris; el centauro tiraba de una carreta que llevaba el ataúd de Elbryan.
Pony apenas podía creer que él se hubiera ido para siempre. Se quedó allí, muy quieta, tratando de revivir los sucesos que la habían conducido hasta aquel terrible lugar, pero no podía sacar nada en claro. Le habían arrancado la mitad del alma y se había quedado vacía.
Hablaban de nombrarla madre abadesa, la máxima autoridad de la Iglesia. El rey Danube le había prometido muchas cosas, tal vez incluso la baronía de Palmaris, en honor a los servicios prestados al reino, ya que ahora proclamaban que la derrota de Markwart era una victoria para la corona. En aquel momento, a pesar de sus deseos de hacer el bien, Pony esperaba que nada de todo aquello llegara a suceder, esperaba que la dejaran tranquila con sus recuerdos y su dolor. Quizás ella podía convertirse en un gran líder para la Iglesia y conducirla en la dirección que Avelyn había elegido.
Pero no le importaba.
Pues lo único que sentía era vacío e impotencia, una sensación de irrealidad, como si todo aquel horror no pudiera haber ocurrido. Al pensar en el último otoño, embarazada en Caer Tinella, cuando hizo el amor con Elbryan en el prado, estuvo a punto de perder el equilibrio a causa de la debilidad.
Una mano le tocó amablemente el hombro; se dio la vuelta y vio a Kalas, el barón provisional de Palmaris, y a Constance Pemblebury.
—¿Te vas a ir con ellos al norte? —le preguntó Constance.
—Mañana, tal vez —le respondió Pony sin comprometerse—. O si este asunto con la Iglesia no ha terminado, tal vez lo haga cierto tiempo después.
En realidad, Pony no quería volver a Dundalis, no podía soportar la idea de ver cómo ponían bajo tierra el ataúd de Elbryan.
Andaban con gran solemnidad, con la mirada al frente, sin hacer caso de la muchedumbre que se agolpaba a lo largo de los caminos; muchos lanzaban flores a la carreta. Elbryan, el Pájaro de la Noche, se estaba convirtiendo muy deprisa en una leyenda para la gente de Palmaris, cosa que tanto Bradwarden como Roger aceptaban con cautela. En efecto, aunque sabían que su amigo se merecía cualquier honor que se le otorgase, querían recordarlo tal como era en realidad y no deseaban que esa realidad, lo bastante impresionante en sí misma, se desdibujara por una leyenda ridículamente exagerada.
Aquel momento, el momento de Elbryan, viviría en la memoria de todos los que miraban el cortejo, entre los que no faltaba el mismísimo rey Danube Brock Ursal.
Un contingente de jinetes Todo Corazón abría la marcha y acompañaría el ataúd hasta Dundalis.
Cruzaron la puerta norte de Palmaris y encontraron mucha más gente: todos los granjeros de los campos del norte. En aquel instante, otro espectador se encabritó y gritó desde un altozano no lejos de allí: era el imponente Sinfonía.
—Se da cuenta —le aseguró Bradwarden a Roger.
Como si esperara el comentario, el enorme semental bajó corriendo por la colina para reunirse con ellos pasando a medio galope ante los soldados Todo Corazón, que permanecieron montados en un impresionante silencio ante el magnífico corcel, más fuerte y veloz que cualquiera de sus famosos caballos To-gai-ru.
Sinfonía tocó con la pata el ataúd y Bradwarden, siempre en sintonía con los deseos de los caballos, se quitó los arneses de la cabeza y enjaezó con ellos al semental.
Luego siguieron avanzando, hacia el norte, en silencio.
Desde muy lejos, Belli'mar Juraviel contemplaba el cortejo fúnebre, el último viaje de su querido amigo; luego, emprendió el regreso hacia su hogar.
Sin ser visto por el elfo, aunque no lejos de él, Marcalo De'Unnero también miraba. Sus heridas físicas ya estaban prácticamente curadas gracias al poder de su anillo de hematites, pero las cicatrices emocionales eran profundas. El monje —mejor dicho, el antiguo monje— se planteaba muchas cuestiones mientras contemplaba las efusivas muestras de respeto hacia el Pájaro de la Noche y escuchaba secretamente las conversaciones de los granjeros, que maldecían a Markwart, alababan al guardabosque y hablaban con palabras llenas de esperanza de un importante y milagroso cambio en el seno de la Iglesia abellicana.
De'Unnero apenas podía comprender el rumbo de los acontecimientos, pero tenía demasiados problemas personales para reflexionar y evaluar lo ocurrido. No tenía la menor idea de dónde podía estar su piedra favorita, no la había visto desde hacía semanas, y creía que de alguna manera se había fundido con su alma. En efecto, ahora era hombre y bestia y, aunque podía a menudo adoptar una u otra forma a voluntad, o incluso un aspecto intermedio, habían quedado atrás los días de cólera en los que sentía el olor de la presa, cuando la premura de adoptar la forma de un tigre lo había dominado por completo.
Más avanzado el verano, cuando Belli'mar Juraviel regresó con la noticia de que el Pájaro de la Noche había fallecido, un velo mortuorio se instaló en Andur'Blough Inninness. Aunque la guerra había terminado favorablemente, aunque Juraviel había vuelto a ellos, aunque el hijo del Pájaro de la Noche y Pony crecía fuerte y sano, la pérdida del Pájaro de la Noche y de Ni'estiel gravitaba pesadamente sobre la pequeña y unida familia de los Touel'alfar.
El único punto luminoso parecía ser el niño, siempre sonriente.
Juraviel y la señora Dasslerond se acercaron a la criatura poco después del regreso del elfo y se quedaron mirándola mientras yacía sobre la brillante hierba verde; la señora se inclinó hasta tocar el tierno pecho del niño.
—Crecerá fuerte y de un modo especial —observó Dasslerond—; alcanzará una grandeza aún superior a la de su padre y a la de su madre.
—Su madre está viva —comentó Juraviel.
Dasslerond dirigió al elfo una mirada fija y firme. Naturalmente, estaba enterada de lo que le había sucedido a Pony y también sabía que Juraviel había hecho aquel comentario sólo para poner de relieve que él creía que el niño pertenecía a su madre. La señora Dasslerond no quería oír hablar de ello y siguió con la mirada clavada en Juraviel. Habían cogido al bebé en calidad de protegido, para ellos era hijo del Pájaro de la Noche y no de Elbryan, era el hijo de Andur'Blough Inninness, y para la señora de los elfos el tema estaba zanjado.
—Los ayudé a escapar —admitió Juraviel.
La señora Dasslerond soltó una pequeña carcajada.
—¿Acaso te creíste que no sabía que lo harías cuando te dejé volver con ellos? —le preguntó y consiguió que su compañero se sintiera más tranquilo—. En ese asunto, decidiste bien.
—¿Qué pasará con Jilseponie? —le preguntó Juraviel—. Conoce la bi'nelle dasada; eso no se lo podemos arrebatar.
La señora Dasslerond no pareció preocuparse.
—Jilseponie fue una buena compañera del Pájaro de la Noche —repuso—. La mujer no lo traicionará y no compartirá lo que él le enseñó.
Juraviel confiaba en que la señora tuviera razón, pues sabía que Dasslerond vigilaría a los humanos de cerca durante un buen tiempo y que, si Pony empezaba a enseñar la danza de la espada a los soldados del rey o a los monjes, los Touel'alfar la harían prisionera.
Eso si la muchacha tenía suerte y si Dasslerond se sentía particularmente indulgente.
Una risilla desvió su atención hacia el niño; su sonrisita picarona se parecía a la del joven Elbryan, cuando de muchacho había llegado por vez primera a Andur'Blough Inninness, pero la criatura tenía en los ojos el mismo centelleo azul brillante de su madre.
Pero cuando los elfos lo dejaron solo, entonces apareció detrás de aquellos iris azules un fuego rojo, un rasgo que no había heredado ni de su padre ni de su madre, sino que había sido implantado por el demonio Dáctilo en el niño, cuando aún estaba dentro del vientre de Pony, durante la primera pelea de la mujer con Dalebert Markwart, la forma corporal de Bestesbulziba
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