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Por un camino sombrío
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En estos tiempos en que el Dáctilo ha despertado y el mundo ha conocido el caos, parece que muchos han llegado a cuestionarse la auténtica esencia del mal. ¿Quién soy yo —o quién es cualquiera—, podrían argüir, para juzgar si un hombre puede considerarse malo o bueno? Cuando me pregunto si el hombre malo es intrínsecamente malo, doy por supuesta una distinción absoluta que muchos se niegan a admitir. Su concepto de moralidad es relativo y, aunque acepto que las implicaciones morales de muchos actos pueden depender de ciertas circunstancias, la distinción moral global es independiente de ellas.
En efecto, en el seno de esa verdad, sé que existe otra de mayor alcance. Sé que, por supuesto, existe una diferencia absoluta entre el bien y el mal, sin que eso signifique oponerse a justificaciones y perspectivas individuales. Para los Touel'alfar, el bien común es la vara de medir, y anteponen siempre el bien del pueblo élfico, aunque también tienen en cuenta los intereses particulares de todos los demás. Aunque a los elfos les gusta poco la relación con los humanos, desde hace siglos han tomado humanos bajo su tutela y los han adiestrado como guardabosques, no con objeto de conseguir ventajas para Andur'Blough Inninness, ya que esa tierra está lejos de la influencia de los guardabosques, sino para mejorar el mundo en general. El pueblo élfico jamás es agresivo. Pelean cuando es necesario, para defenderse y contra el imperialismo. Si los trasgos no hubieran ido a Dundalis, los elfos nunca los habrían perseguido, pues, aunque no sienten la menor simpatía por trasgos, powris o gigantes, y desde luego consideran que esas tres razas son una auténtica calamidad para el mundo, los elfos los habrían dejado tranquilos. Ir a las montañas y atacar a esos monstruos, según las normas de los elfos, rebajaría a los Touel'alfar al nivel de aquellos a quienes desprecian por encima de todo.
Por el contrario, los powris y los trasgos han demostrado ser criaturas guerreras y perversas. Atacan siempre que cuentan con ventaja, y poco puede sorprender que el demonio Dáctilo los escogiera como secuaces. Tengo tendencia a considerar que los gigantes son un poco distintos, y me pregunto si son malos por naturaleza o si, simplemente, miran el mundo de forma distinta. Un gigante puede mirar a un humano y, al igual que un felino cazador hambriento, ver en él sólo un suculento manjar. Pero, lo mismo que me sucede con trasgos y powris, no tengo remordimientos por matar gigantes.
En absoluto.
De las cinco razas de Corona, considero a la de los humanos la más misteriosa. Algunos de los mejores seres del mundo —el hermano Avelyn sería el primer ejemplo— eran humanos, igual que lo fueron, y posiblemente lo son, algunos de los mayores tiranos de la historia. En general, mi propia raza es buena, pero ciertamente no es tan predecible y disciplinada como la de los Touel'alfar. No obstante, nuestro temperamento y nuestras creencias están en general mucho más cerca de los elfos que de las razas de powris, trasgos y gigantes.
Pero esos tonos grises...
Tal vez en ningún otro lugar el desconcertante concepto del mal es más evidente que en el seno de la iglesia abellicana, la autoridad moral aceptada por la mayor parte de la humanidad.
Probablemente ello se deba a que se ha confiado a esa orden la misión más elevada, nada menos que servir de vanguardia a las almas humanas. Un error de perspectiva entre los jerarcas de la iglesia puede tener consecuencias desastrosas, como demuestra el caso del hermano Avelyn. Para estos jerarcas él era un hereje, aunque, en realidad, dudo de que haya existido alguien más piadoso, caritativo, generoso y más dispuesto a sacrificarse hasta donde hiciera falta por el bien común.
Quizás el padre abad, que envió al hermano Justicia contra Avelyn, pueda justificar sus actos —ante él mismo, por lo menos— con el pretexto de que pretenden alcanzar un bien mayor. Al fin y al cabo, un padre resultó muerto durante la fuga de Avelyn, y éste no tenía ningún amparo legal para llevarse las gemas.
Pero afirmo que el padre abad no tiene razón, puesto que, aunque Avelyn podría legalmente ser tachado de ladrón, las piedras eran suyas en términos estrictamente morales. Al analizar lo que hizo, incluso antes de sacrificarse él mismo para liberar al mundo del demonio Dáctilo, me reafirmo en ello.
La capacidad de todos los individuos para justificar sus actos particulares me temo que siempre me sorprenderá.
Elbryan Wyndon
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8
La decisión de Roger
Mientras se aproximaba a la puerta norte de la ciudad de Palmaris, Roger Descerrajador y su fúnebre equipaje habían llamado considerablemente la atención. Varios granjeros y sus familias, siempre alerta en aquellos tiempos peligrosos, ante el menor movimiento que se produjera en las cercanías, habían advertido el paso del joven y lo habían seguido, abrumándolo con múltiples preguntas.
Durante el camino hacia la puerta, Roger dio pocas explicaciones y contestó con gruñidos a las preguntas de carácter general, como «¿Viene del norte?» o «¿Hay trasgos por allá arriba?». Los granjeros aceptaron las vagas respuestas sin protestar, pero los guardianes de la puerta resultaron ser mucho más insistentes. En cuanto Roger se acercó y quedó claro que transportaba dos cuerpos humanos atravesados sobre el caballo renqueante, una de las dos grandes verjas de la ciudad crujió y dos soldados con armaduras se apresuraron a cerrarle el paso.
Roger estaba mucho más preocupado por el hecho de que otros guardianes lo vigilaban desde la muralla, con los arcos preparados apuntando a su cabeza.
—¿Te los has cargado tú? —le espetó uno de los soldados avanzando para inspeccionar los cuerpos.
—A ése, no —se apresuró a contestar Roger cuando el soldado levantó la cabeza de Connor y sus ojos se desorbitaron de horror al reconocerlo.
Al instante el otro soldado se acercó a Roger con la espada desenvainada y se la puso a la altura del cuello.
—¿Crees que entraría a plena luz del día en Palmaris con el cuerpo del sobrino del barón si lo hubiera matado yo? —preguntó Roger sin inmutarse, deseando que los soldados comprendieran que conocía la identidad del noble—. Me han llamado de muchas maneras, pero jamás me han tratado de bobo. Y, además, Connor Bildeborough era un buen amigo. Ésta es la razón por la cual, aunque tengo otros asuntos urgentes, no podía abandonarlo en la carretera para que trasgos y aves depredadoras picotearan su cadáver.
—¿Y de dónde sale ése? —inquirió el soldado que estaba junto al caballo—. Es de la abadía, ¿no?
—No de Saint Precious —respondió Roger—. Es de Saint Mere Abelle.
Los dos soldados, visiblemente turbados, se miraron; a ninguno de ellos lo habían enviado a Saint Precious al iniciarse el conflicto con el padre abad, pero ambos habían oído hablar ampliamente del asunto; aquello daba sin duda un siniestro giro a las sospechas suscitadas por los dos cuerpos tumbados sobre el caballo de Roger.
—¿Mataste a ese otro? —preguntó el soldado.
—Sí, lo hice —replicó Roger prontamente.
—¿Te reconoces culpable? —se apresuró a interrumpir el otro soldado.
—Si no lo hubiera matado, me habría matado él a mí —concluyó por decir Roger, sin perder la calma, mientras miraba al soldado acusador directamente a los ojos—. Dada la identidad de los dos cadáveres, sugiero que lo más adecuado es sostener esta conversación en casa del barón. —Al ver que los soldados se miraban, sin saber qué hacer, Roger añadió con un deje cortante en la voz—: A menos que creáis más adecuado que el pueblo llano empiece a manosear a Connor Bildeborough. Tal vez alguien juzgue que es una buena ocasión para utilizar a Defensora. O podría ocurrir que los rumores de la turba llegaran hasta el barón o hasta el abad de Saint Precious; ¿quién puede predecir las intrigas que eso ocasionaría?
—Abrid las verjas —gritó el soldado que se hallaba junto al caballo a los guardianes de la muralla. Hizo una seña a su compañero, y éste apartó la espada—. Volved a vuestros hogares —reprendió a los excitados y murmuradores curiosos. Él y su compañero escoltaron a Roger hacia la ciudad, seguidos por la fúnebre carga. Se detuvieron después de traspasar la puerta, mientras otros guardianes cerraban la verja tras ellos. Lejos de la vista de los granjeros, pues suponían que el extranjero podía contar con algún aliado entre ellos, agarraron bruscamente a Roger, lo lanzaron contra el muro, lo cachearon sin olvidar un milímetro de su cuerpo y le quitaron todo lo que remotamente pudiera parecer un arma.
Un tercer guardián cubrió los cuerpos con unas mantas y, a continuación, cogió las riendas del caballo y guió al animal, mientras los dos primeros agarraban sin contemplaciones a Roger por los codos y, medio a rastras medio a cuestas, lo conducían por las calles de la ciudad.
Roger pasó un buen rato solo en Chasewind Manor, el palacio que servía de hogar al barón Rochefort Bildeborough. No estaba físicamente solo, pero los dos soldados de rostro severo que habían destinado para vigilarlo no parecían tener ganas de charla. Así que permaneció sentado y esperó: se cantaba canciones a sí mismo e incluso llegó a contar tres veces las tablas del suelo de madera, mientras pasaban las horas.
Cuando el barón entró por fin, Roger comprendió el retraso. El hombre tenía la cara hinchada, los ojos hundidos y un estado general de profundo abatimiento. La noticia de la muerte de Connor le había producido un dolor intenso, muy intenso; Connor no exageraba cuando se enorgullecía de la alta consideración en que lo tenía su tío.
—¿Quién ha matado a mi sobrino? —preguntó el barón Bildeborough incluso antes de tomar asiento en la silla situada frente a la de Roger.
—Su asesino le ha sido entregado —repuso Roger.
—El monje —afirmó, más que preguntó el barón Bildeborough, como si aquel hecho apenas le sorprendiera.
—Ese hombre y otro, también de Saint Mere Abelle, nos atacaron —empezó a decir Roger.
—¿Nos?
—A Connor y a mí, y... —vaciló Roger.
—Continúa con tu historia sobre Connor —interrumpió el barón con impaciencia—. Los detalles pueden esperar.
—Durante la lucha, el compañero del monje resultó muerto —explicó Roger—, y a él lo hicimos prisionero. Connor y yo se lo traíamos a usted. Ya estábamos en las afueras de la ciudad, pero consiguió librarse de sus ataduras y matar a su sobrino con un simple golpe de sus dedos en la garganta.
—Mi médico me ha dicho que Connor lleva muerto más tiempo del que sugiere tu historia —puntualizó el barón—, si es cierto que tú mataste al monje en las afueras de mi ciudad.
—No ocurrió exactamente así —tartamudeó Roger—. Connor murió inmediatamente; lo vi con mis propios ojos y, como no podía medirme cara a cara con el monje, cogí su caballo y huí.
—Piedra Gris —indicó Rochefort—. El caballo se llama Piedra Gris.
Roger asintió con la cabeza.
—El monje me persiguió y, cuando Piedra Gris perdió una herradura, supe que me iba a atrapar. Pero le gané con astucia, ya que con fuerza no podía, y aunque me había propuesto sólo hacerlo prisionero para que no pudiera seguir su carrera criminal, resultó muerto en la trampa que le tendí.
—He sido informado de que eres muy ingenioso para preparar toda clase de argucias, Roger Billingsbury —dijo el barón—. ¿O prefieres que te llame Descerrajador?
El asombrado joven se quedó sin palabras.
—No temas —lo tranquilizó el barón Bildeborough—. He hablado con uno de tus antiguos compañeros, un hombre que te tiene en la más alta consideración y no me ocultó tus hazañas contra los powris en Caer Tinella.
Sin poder articular palabra, Roger se limitó a sacudir la cabeza.
—Por una simple coincidencia, una empleada mía es hija de la señora Kelso —explicó Rochefort.
Roger se tranquilizó e incluso fue capaz de sonreír. Si el barón Bildeborough confiaba en la señora Kelso, entonces él no tenía nada que temer.
—Previne a Connor. ¡Pero era un joven tan impetuoso y atrevido! —susurró Rochefort, cabizbajo—. Si los powris pudieron llegar hasta Dobrinion, ninguno de nosotros estaba a salvo, le dije; pero ese monje renegado... —añadió, sacudiendo la cabeza— ¿cómo podía mi sobrino haber sospechado un asesino semejante? No tiene sentido.
—No fueron powris quienes mataron al abad Dobrinion —repuso Roger con firmeza, captando la atención del barón—, y ese monje no era un renegado.
El rostro del barón expresaba en parte ira y en parte confusión mientras miraba fijamente al sorprendente Roger.
—Ésa es la razón por la cual Connor y yo veníamos a verlo a usted a toda prisa —explicó Roger—. Connor sabía que fueron monjes y no powris los que asesinaron al abad Dobrinion. Creía que podría demostrarlo trayendo prisionero al monje.
—¿Un monje de la orden abellicana mató a Dobrinion? —preguntó Rochefort con escepticismo.
—Es algo mucho más grave que la muerte del abad Dobrinion —intentó explicar Roger; sabía que debía tener cuidado de no irse demasiado de la lengua contando cosas de sus tres compañeros—. Se trata de gemas robadas y de la lucha por el poder en el seno de la iglesia. Todo esto me sobrepasa —admitió—, es demasiado complicado y se relaciona con asuntos de los cuales conozco muy poco. Pero los dos monjes que en el norte nos atacaron a mis amigos y a mí fueron los mismos que dieron muerte al abad Dobrinion. Connor estaba seguro de ello.
—¿Qué estaba haciendo en el norte? —quiso saber Rochefort—. ¿Lo conocías antes de este incidente?
—Yo no, pero sí alguien del grupo —declaró Roger. Respiró profundamente y se arriesgó—: Una mujer que estuvo casada con Connor durante muy poco tiempo.
—Jilly —susurró Rochefort con un suspiro.
—No puedo decirle más, y le ruego que por ella, por mí mismo, por todos nosotros, no me pregunte nada más —dijo Roger—. Connor fue en nuestra búsqueda para prevenirnos, es todo lo que necesita saber. Y al salvarnos a nosotros, perdió su propia vida.
El barón Bildeborough se recostó en la silla; iba asimilando todo lo que acababa de oír y lo relacionaba con los recientes disturbios en Saint Precious concernientes al padre abad y a sus hombres de Saint Mere Abelle. Al cabo de un buen rato, miró de nuevo a Roger y luego pegó una patada a una silla vacía que estaba a su lado.
—Ven, siéntate junto a mí como un amigo —propuso con sinceridad—. Quiero saberlo todo sobre los últimos días de Connor, y quiero saberlo todo sobre Roger Billingsbury para que entre los dos podamos decidir mejor qué conviene hacer.
Roger acercó tímidamente la silla a la del barón, esperanzado porque el barón se había referido a ellos dos como un equipo.
—Es él —insistió Juraviel, oteando desde el altozano con sus agudos ojos—. Puedo asegurártelo por la desgarbada manera de sentarse en la silla —añadió el elfo con una risa disimulada—; me asombra que una persona tan ágil como Roger pueda montar de forma tan desmañada.
—No ha entendido al animal —explicó Elbryan.
—Porque no ha querido —replicó el elfo.
—No todo el mundo ha sido adiestrado por los Touel'alfar —declaró el guardabosque con una sonrisa.
—Ni tampoco a todo el mundo se le ha concedido una piedra turquesa para que pueda guiar el corazón de su caballo —intervino Pony, mientras daba un amable golpecito en el cuello de Sinfonía.
El caballo relinchó suavemente.
Los tres amigos y Sinfonía bajaron desde el altozano en diagonal para salir al encuentro de Roger.
—¡Todo fue bien! —gritó el joven, emocionado y contento por haberlos encontrado. Espoleó el caballo para que trotara más aprisa y tiró con fuerza de las riendas del caballo que corría detrás de él, un caballo que sus compañeros habían visto antes.
—Te reuniste con el barón Bildeborough —dedujo Elbryan.
—Me dio los caballos —explicó Roger—, incluso éste, Fielder —añadió, dando una palmada al caballo que había sido el favorito de Rochefort. A Roger le había sorprendido la generosidad del barón, una generosidad más bien propia de un mentor.
—Piedra Gris es para ti —anunció Roger a Pony, tirando hacia adelante del hermoso corcel dorado—. El barón de Bildeborough insistió en que Connor quería que tú te quedaras con él, y también esto —añadió mientras sacaba una espada de un costado de la silla: Defensora, la magnífica arma de Connor.
Pony se volvió hacia Elbryan con una mirada atónita; éste se limitó a encogerse de hombros y a decir:
—Parece lógico.
—Pero eso significa que le has hablado de nosotros al barón —dedujo Juraviel en un tono menos eufórico— o, por lo menos, de Pony.
—No le dije gran cosa —replicó Roger—, lo juro, pero el barón necesitaba respuestas. Connor era como un hijo para él y, cuando lo vio muerto, poco faltó para que se derrumbara. —Hizo una pausa y, dirigiéndose a Elbryan, pues creía que sería quien lo iba a juzgar con más severidad, añadió—: He llegado a apreciarlo y me fío de él: no creo que sea nuestro enemigo, en especial si tenemos en cuenta la identidad del asesino de Connor.
—Parece que el barón también ha llegado a apreciar a Roger Descerrajador —observó el guardabosque— y a confiar en él: no se trata de regalos cualesquiera.
—Comprendió el mensaje y el propósito del mensajero —respondió Roger—. El barón Bildeborough sabe que se encuentra en una situación apurada pues tendrá que medir sus fuerzas contra las de la iglesia abellicana; necesita aliados tanto como nosotros.
—¿Qué le has contado exactamente de nosotros? —lo interrumpió Juraviel, en un tono todavía serio.
—No preguntó gran cosa, ni mucho menos —respondió Roger sin inmutarse—. Pasó a considerarme un amigo y un enemigo de sus enemigos. No preguntó quiénes éramos y sólo sabe lo que le conté sobre ti —dijo, señalando a Pony.
—Hiciste bien —decidió Elbryan al cabo de unos instantes—. ¿Y ahora cómo están las cosas?
Roger se encogió de hombros, temiendo enfrentarse a aquella pregunta.
—El barón no se olvidará del asunto, de eso estoy seguro —afirmó—. Me prometió que nosotros informaríamos al rey, si es preciso; aunque creo que tiene miedo de provocar una guerra entre la corona y la iglesia.
—¿Nosotros? —preguntó Pony extrañada.
—Quiere que yo haga de testigo —explicó Roger—. Me pidió que vuelva con él para planificar un viaje a Ursal, en el caso de que sus conversaciones privadas con ciertos monjes de confianza de Saint Precious no resulten satisfactorias. —Al ver la expresión de curiosidad de sus amigos, añadió—: Desde luego le dije que no podía.
Roger permaneció en silencio, confuso al ver que la expresión de curiosidad de sus amigos se transformaba en desaprobación.
—Nos vamos a Saint Mere Abelle, ¿verdad? —dijo Roger—. El barón Bildeborough quiere estar en Ursal antes del cambio de estación, pues se ha enterado de que se celebrará una asamblea de abades a mitad de Calember y está decidido a hablar con el rey antes de que el abad Je'howith de Saint Honce emprenda viaje al norte. No hay manera alguna de que pueda ir con vosotros a Saint Mere Abelle, hacer lo que tengamos que hacer y regresar a Palmaris a tiempo para salir de viaje con el barón.
A juzgar por sus expresiones, seguían dudando.
—¡No queréis que vaya con vosotros! —dedujo horrorizado Roger.
—Claro que queremos —respondió Pony.
—Pero si es más útil que permanezcas junto al barón Bildeborough, deberías quedarte a su lado —añadió Elbryan, y tanto Pony como Juraviel movieron la cabeza para mostrar su conformidad.
—Me he ganado mi lugar a vuestro lado —protestó Roger reaccionando de nuevo como un niño. El orgullo infantil lo llevaba a considerar que no ir con ellos era una afrenta—. Hemos conseguido luchar muy bien juntos. ¡Yo maté al hermano Justicia!
—Todo lo que dices es verdad —convino Pony, mientras se acercaba al joven y lo rodeaba con el brazo—. Absolutamente todo —insistió—. Te has ganado tu lugar, y nos sentimos contentos y agradecidos por tenerte a nuestro lado. Seguro que nos sería más fácil entrar en Saint Mere Abelle gracias a tus especiales habilidades.
—Pero... —objetó Roger.
—Pero no creemos que podamos ganar —lo interrumpió Pony, y su franqueza cogió a Roger desprevenido.
—Pero vais a ir a pesar de todo.
—Son amigos nuestros —explicó Elbryan—. Debemos ir. Debemos intentar por todos los medios posibles liberar a Bradwarden y los Chilichunk de las garras del padre abad.
—Por todos los medios —enfatizó Juraviel.
Roger se disponía a discutir, pero se detuvo en seco y cerró con firmeza los ojos y la boca hasta que por fin pudo expresar lo que quería:
—Y si no podéis rescatarlos por la fuerza, entonces vuestra única oportunidad será la intervención del rey o de otras fuerzas de la iglesia que no estén bajo la influencia perversa del padre abad —razonó.
—Puedes venir con nosotros si lo deseas —dijo Elbryan sinceramente—. Y nos alegraremos de tenerte a nuestro lado. Pero eres tú quien ha hablado con el barón Bildeborough y, por consiguiente, sólo tú puedes decidir cuál es la misión más importante para Roger Descerrajador.
—Sólo yo puedo decidir cuál es la misión más importante para Bradwarden y los Chilichunk —corrigió Roger. Luego permaneció en silencio, y lo mismo hicieron los demás para dejarlo reflexionar con tranquilidad. Quería ir a Saint Mere Abelle para tomar parte en aquella gran aventura. Lo deseaba desesperadamente.
Pero su razón superó ese deseo. El barón Bildeborough lo necesitaba más que Elbryan, Pony y Juraviel. Juraviel podía sustituirlo de sobra en las tareas de exploración y, si entraban en combate, cualquier cosa que él pudiera hacer sería de poca monta, en el mejor de los casos, al lado de la espada de Elbryan y la magia de Pony.
—Tenéis que prometerme que me buscaréis cuando volváis a pasar por Palmaris —dijo el joven atragantándose a cada palabra.
—¿Cómo puedes dudarlo? —dijo Elbryan sonriendo—. Juraviel debe pasar por Palmaris de vuelta hacia su hogar.
—Lo mismo que Elbryan y yo —añadió Pony—. Pues cuando esto se haya acabado, cuando por fin encontremos la paz, volveremos a Dundalis, nuestro hogar y el de Bradwarden. Y por el camino, dejaremos a mi familia de nuevo en Palmaris, en el Camino de la Amistad. —Pony le dedicó una serena sonrisa, mientras lo abrazaba estrechamente hasta casi hacerlo caer de la silla—. Y aunque nuestro destino hubiera estado en la dirección opuesta, tampoco habríamos abandonado a Roger Descerrajador.
Pony le dio un beso en la mejilla, y el joven se ruborizó.
—Todos nosotros tenemos delante un deber que cumplir —prosiguió Pony—. Dos caminos para derrotar a un enemigo común. Ganaremos y luego lo celebraremos juntos.
Emocionado y demasiado abrumado para responder con palabras, Roger asintió con la cabeza. Elbryan se le acercó y le dio una palmada en el hombro; el muchacho miró más allá del guardabosque y vio que Juraviel le dedicaba una aprobatoria inclinación de cabeza. ¡No quería separarse de ellos! ¿Cómo podía alejarse de los primeros amigos verdaderos que tenía, los primeros amigos que se habían preocupado por igual de poner de relieve sus errores y alabar sus cualidades?
Y, sin embargo, precisamente por aquella razón, porque sus auténticos amigos se encontraban en un grave conflicto con la poderosa iglesia abellicana, sabía que tenía que volver con el barón Bildeborough. Había tenido que pasar por muchas dificultades en su vida, pero jamás hasta aquel momento su conciencia le había exigido sacrificar tanto voluntariamente. En aquella ocasión, a diferencia de su incursión en Caer Tinella antes del asalto de Elbryan, su decisión estaba dictada por el altruismo, y no por celos, ni por miedo a ser superado por el guardabosque. En aquella ocasión Roger actuaba movido por su amistad hacia Pony, hacia Elbryan y hacia Juraviel, el amigo más franco de los tres.
Sin pronunciar una sola palabra, tomó la mano de Elbryan para estrechársela, pero acabó abrazándolo; luego cogió las riendas de Fielder y se alejó.
—Ha madurado —señaló Belli'mar Juraviel.
Pony y Elbryan asintieron en silencio; ambos estaban tan trastornados por la despedida como Roger. Pony desmontó de Sinfonía y se acercó a Piedra Gris; el guardabosque tomó a Sinfonía por la brida y condujo de nuevo a los caballos al pequeño campamento.
Prepararon los escasos suministros que necesitaban y marcharon hacia el sur. Juraviel iba envuelto en una manta para esconder sus alas y sus armas; parecía un muchacho montado en Piedra Gris, detrás de Pony. Decidieron entrar en Palmaris por la puerta norte, pues, dado que los monstruos se batían en retirada, la ciudad en los últimos tiempos se había vuelto más franqueable y no esperaban que les impidieran el paso.
Apenas hablaron entre ellos mientras cruzaban las afueras del norte de la ciudad; la mayoría de las casas permanecían vacías, aunque algunas familias ya habían regresado a sus hogares. En varias ocasiones divisaron a Roger, que los precedía en la carretera, pero creyeron que era preferible dejarlo solo. Teniendo en cuenta lo que acababa de suceder entre Roger y el barón Bildeborough, si se acercaban a la puerta junto al muchacho, podían despertar curiosidades no deseables.
De modo que, siguiendo el consejo de Juraviel, aquella noche decidieron instalar el campamento fuera de la ciudad, esperar un día y dejar que los guardianes de la ciudad se olvidaran por completo de Roger Descerrajador.
Pero seguían muy callados, en particular Elbryan, que parecía muy taciturno.
—¿Es por Bradwarden? —le preguntó Pony mientras cenaban un suculento estofado de conejo que Juraviel había cazado.
El guardabosque asintió con la cabeza.
—Me acuerdo de los días en Dundalis, antes de que volvieras. O incluso antes de eso, cuando tú y yo estábamos en la ladera norte esperando que nuestros padres regresaran de la cacería y oímos la música del fantasma del bosque.
Pony sonrió al evocar aquel remoto pasado, aquel tiempo inocente. Sin embargo, comprendió que la melancolía de Elbryan no se debía sólo a la nostalgia; comprendió y compartió el agudo dolor de la culpa que resonaba en cada palabra de su amado.
Sentado en un rincón, Juraviel también lo advirtió y se apresuró a intervenir en la conversación.
—Creísteis que estaba muerto —señaló el elfo.
Tanto Pony como Elbryan lo miraron.
—Es estúpido que os sintáis culpables —prosiguió Juraviel—. Creísteis que la montaña se le había caído encima. ¿Qué podíais hacer? ¿Empezar a excavar con sólo vuestras manos para abrir un camino de vuelta? ¿Y tú, Pájaro de la Noche, con un brazo desgarrado y roto?
—Claro que no nos sentimos culpables —arguyó Pony, pero sus palabras sonaron vacías, incluso para ella.
—¡Claro que sí! —replicó Juraviel con un ataque de risa burlona—. Así ocurre con los humanos. Y demasiado a menudo, para mi gusto, su sentimiento de culpa está justificado. Pero no en esta ocasión, y no con vosotros dos. Hicisteis todo lo que pudisteis, con lealtad y valor. Incluso con todo lo que habéis oído, no dudáis de que sea Bradwarden.
—Las pruebas parecen claras —declaró Elbryan.
—Pero también lo eran las que indicaban que el centauro había muerto —replicó Juraviel—. Hay algo en este asunto que no comprendéis, y con razón. Si se trata realmente de Bradwarden, alguna fuerza más allá de vuestra comprensión lo ha mantenido con vida o se la ha devuelto después de muerto, ¿no es cierto?
Elbryan miró a Pony, y luego ambos se volvieron hacia Juraviel e inclinaron la cabeza para mostrar su acuerdo.
—Ese solo hecho debería mitigar vuestra culpa —dedujo el elfo aprisionándolos en su propia trampa lógica—. Si estabais tan seguros de que Bradwarden estaba muerto, ¿cómo es posible que alguien, vosotros mismos incluidos, pueda culparos por haber abandonado aquel horrible lugar?
—También en esto tienes razón —admitió Elbryan esbozando una sonrisa y, desde luego, contento de que la sabiduría del Touel'alfar siguiera ayudándolo.
—Entonces no mires hacia atrás —dijo Juraviel—, sino hacia adelante. Si realmente se trata de Bradwarden, si realmente está vivo, te necesita. Y cuando hayamos acabado, cuando el centauro esté libre, todo será mucho mejor.
—Y podremos volver a Dundalis con él —puntualizó Pony—. Y todos los hijos de aquellos que vuelvan al pueblo para reconstruirlo conocerán la magia de la canción del fantasma del bosque.
Por fin se sentían aliviados; acabaron de cenar, hablaron de los días que disfrutarían cuando aquel siniestro viaje hubiera acabado y hubiera quedado atrás e hicieron planes para cuando la paz reinara de nuevo en Honce el Oso, para cuando las Tierras Boscosas estuvieran reconquistadas, para cuando la iglesia hubiera recobrado el recto camino.
Luego se fueron a dormir y se prometieron cruzar la puerta antes de romper el alba; tanto Pony como Elbryan durmieron a pierna suelta, mientras su amigo elfo montaba una estricta vigilancia.
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9
El recién nombrado abad
Un frustrado y furioso maese Jojonah caminaba arrastrando los pies por el corredor principal del nivel más alto de Saint Mere Abelle, un largo y amplio pasillo que recorría la parte superior de la muralla que daba al acantilado y desde la que se dominaba la bahía de Todos los Santos. A la derecha del monje había ventanas cada pocos palmos orientadas al este; en la pared de la izquierda había de vez en cuando puertas de madera en cuyos cuarterones se habían realizado tallas con intrincados detalles; cada una de las puertas narraba una historia distinta, leyendas que constituían la base de la iglesia abellicana. En otro momento Jojonah, que sólo había examinado en profundidad una veintena de las cincuenta puertas durante los años que llevaba en Saint Mere Abelle, se habría detenido a observar alguna de las que todavía le faltaban; después de una hora de cuidadoso examen, habría analizado concienzudamente un cuarterón de unos cuarenta centímetros cuadrados y habría reflexionado acerca de todos sus ocultos significados. No obstante, aquel día se sentía particularmente espeso y sin humor para reflexionar sobre su extraviada orden; por eso se limitó a bajar la cabeza y a seguir adelante, mientras se mordía los labios para evitar refunfuñar en voz alta.
Sumido en sus pensamientos, el hombre que le salió al paso lo cogió totalmente desprevenido. Jojonah dio un brinco hacia atrás, alarmado; al alzar la mirada vio la cara sonriente del hermano Braumin Herde.
—El hermano Dellman está evolucionando bien —le informó el joven monje—. Creo que vivirá y podrá andar de nuevo, aunque no con agilidad.
Maese Jojonah no parpadeó; sus ojos conservaban una expresión enojada y, casi sin quererlo, se clavaron en el hermano Braumin.
—¿Algo va mal? —inquirió Braumin.
—¿Por qué tendría que preocuparme? —dijo sin pensar, antes de poder meditar una respuesta.
Inmediatamente se culpó en silencio a sí mismo. Su áspera e irreflexiva respuesta le sirvió como lección personal, pues indicaba el nivel de descontrol y de cólera que había llegado a alcanzar. Había incurrido en un grave error porque aquella cólera y aquella frustración habían lanzado a Markwart demasiado lejos. ¡Naturalmente que estaba preocupado por el hermano Dellman! Naturalmente que se alegraba de que el sincero y joven monje se encontrara mejor. Y, por supuesto, maese Jojonah no quería que su malhumor explotara contra el hermano Braumin, que era, en efecto, su mejor amigo. Contempló la expresión herida y sorprendida de Braumin y le pidió perdón.
Sin embargo, maese Jojonah no tardó en interrumpir su discurso al recordar otra imagen del hermano Braumin: la de un hombre que yacía sin vida en una caja de madera. Aquella imagen sin duda impresionó al anciano con un dolor comparable al que un padre sentiría por un hijo.
—Hermano Braumin, asumes demasiadas responsabilidades —prosiguió Jojonah en voz alta e incisiva.
Braumin miró alrededor nerviosamente temiendo que alguien los estuviera escuchando a hurtadillas, pues, por supuesto, había otros monjes en el largo corredor, aunque ninguno cerca de ellos.
—El hermano Dellman sufrió heridas de mucha consideración —admitió Jojonah—. Por culpa de su propia insensatez, me han dicho. Bueno, los hombres mueren, hermano Braumin: ésta es la mayor verdad, el único hecho inapelable de nuestra existencia. Y si el hermano Dellman hubiera muerto... bueno, así sea. Hombres mejores que él se han muerto antes.
—¿Qué despropósitos son ésos? —se atrevió a preguntar el hermano Braumin, tranquilo, con calma.
—El despropósito de tu propio engreimiento —le espetó Jojonah con crudeza—. El despropósito de creer que cualquier hombre puede influir, influir de verdad, en el desarrollo de los acontecimientos humanos. —El padre soltó un bufido y agitó la mano en señal de despedida y se dispuso a partir. El hermano Braumin extendió el brazo para detenerlo, pero Jojonah con brusquedad lo rechazó—. Ocúpate de tu vida, hermano Braumin —lo reprendió—. ¡Encuentra el modo de asegurarte tu propio rinconcito en ese mundo demasiado grande!
Los pasos de Jojonah sonaron pesadamente en el corredor, mientras el pobre Braumin Herde se quedaba perplejo y con el corazón herido.
Y maese Jojonah también se sentía herido; a mitad de su breve discurso, poco había faltado para que sucumbiera a la desesperación que escupían sus palabras. Pero todo aquello lo hacía por una noble causa, se recordó entonces, recuperando de nuevo su punto de armonía interior y eliminando todas sus jactancias y buena parte de su cólera gracias a un ímprobo esfuerzo mental. Había reñido a Braumin, en voz alta, en público, porque lo apreciaba, porque quería mantenerlo suficientemente apartado de él para que el joven monje ni siquiera se imaginara que él se había ido cuando emprendiera el viaje con maese De'Unnero.
Jojonah sabía que era lo más prudente, dada la siniestra actitud de Markwart y su creciente paranoia. Braumin tenía que mantenerse en un segundo plano durante los próximos días, tal vez durante muchos días. Habida cuenta del «accidente» sufrido por el hermano Dellman, el rumbo que había hecho tomar a Braumin —al hablarle de Avelyn y de los errores de la iglesia y de su visita a la sagrada tumba de aquel monje—, de repente, le pareció una muestra increíble de egoísmo. Atormentado por su propia conciencia, había necesitado el soporte de Braumin, y así, en su desesperación, lo había implicado de lleno en su pequeña guerra secreta.
Las consecuencias para el hermano Braumin Herde que de ello podrían derivarse aguijoneaban a Jojonah profundamente. Markwart había ganado, y eso parecía, y él había sido un insensato al pensar que podría derrotar a un hombre tan poderoso.
La negrura de la desesperación lo invadió de nuevo. Se sintió débil y enfermo, aquejado de la misma enfermedad que había padecido en su viaje a Ursal, cuando lo abandonaron la energía y la justa determinación.
No estaba seguro de vivir para volver a ver las grandes puertas de Saint Precious.
En el largo corredor, el trato brutal de maese Jojonah dejó al hermano Braumin paralizado por la perplejidad. ¿Qué había ocurrido para que se produjera un cambio tan brusco de actitud?
Los ojos del hermano Braumin aún estaban abiertos como platos. Llegó a preguntarse si realmente había estado hablando con maese Jojonah o si tal vez Markwart o incluso Francis habían tomado el control del cuerpo del anciano.
Braumin se calmó enseguida y descartó aquella posibilidad: la posesión ya era bastante difícil de llevar a cabo con personas desprevenidas que jamás habían sido adiestradas en el uso de las piedras, y dado que Jojonah podía utilizar la piedra del alma y sabía hacerlo bien, sin duda habría aprendido a manipular su espíritu con el fin de impedir cualquier intrusión.
Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Por qué el padre, después de todos aquellos días, le había hablado de forma tan colérica y ruda? ¿Por qué el padre había prácticamente abdicado de todo lo que ambos habían intentado conseguir, de todo lo que consideraban la herencia de Avelyn?
Braumin pensó en el pobre Dellman y en el desgraciado «accidente». Entre los monjes más jóvenes corrían rumores de que no había sido un accidente en absoluto, sino una maniobra coordinada por De'Unnero y los otros dos monjes que estaban trabajando en la rueda junto a Dellman. Siguiendo el hilo de este pensamiento, Braumin llegó a la única respuesta posible: tal vez Jojonah intentaba protegerlo.
Braumin era lo bastante sensato y comprendía suficientemente la sensibilidad de Jojonah para pasar por alto su enfado y creer que aquélla era la causa real de la conducta del anciano. Pero seguía sin encontrarle sentido. ¿Por qué maese Jojonah había cambiado de opinión, precisamente en esos momentos? Habían hablado ampliamente del rumbo que la rebelión silenciosa tenía que tomar, y ese rumbo no suponía un gran riesgo para el hermano Braumin.
El monje seguía en el largo corredor mirando a través de una ventana las oscuras aguas de la fría bahía que se abría debajo, mientras pensaba qué hacer, cuando se alarmó al oír una voz aguda por detrás. Se dio la vuelta y se encontró frente al hermano Francis; al echar un vistazo alrededor, tuvo el presentimiento de que el monje había estado merodeando por allí desde hacía un buen rato. Quizá Jojonah había advertido que Francis los espiaba, confiaba Braumin.
—¿Te estabas despidiendo? —inquirió Francis, con un sonrisa afectada subrayando cada palabra.
Braumin miró de nuevo hacia la ventana.
—¿De quién? —preguntó—. ¿O de qué? ¿Del mundo? ¿Acaso crees que tengo intención de saltar? ¿O tal vez esperabas que lo hiciera?
El hermano Francis se rió.
—Ahora ven, hermano Braumin —dijo—. Realmente, no deberíamos discutir entre nosotros, no ahora que se vislumbran grandes posibilidades en un horizonte muy cercano.
—Admito que jamás te había visto de tan buen humor, hermano Francis —replicó Braumin—. ¿Se ha muerto alguien?
Francis hizo oídos sordos al sarcasmo.
—Es probable que tú y yo colaboremos juntos en los próximos años —manifestó—. Sin duda tendremos que conocernos mejor si queremos coordinar adecuadamente la formación de los estudiantes de primer año.
—¿Estudiantes de primer año? —repitió Braumin—. Ése es un trabajo de los padres, no de los inmaculados... —Tan pronto como oyó sus propias palabras, advirtió a dónde conducía todo aquello y no le preocupó en absoluto el camino por recorrer—. ¿Qué es lo que sabes? —preguntó.
—Sé que pronto habrá dos plazas de padre vacantes en Saint Mere Abelle —repuso Francis con aire de suficiencia—. Dado que pocos del grupo actual parecen merecer el cargo, el padre abad se encontrará con dificultades para decidir; quizás incluso espere hasta que aquellos de mi clase, que sí lo merecen, promocionen a inmaculados en primavera. Yo había creído que tu ascenso a padre era seguro, ya que eres el inmaculado de mayor rango y fuiste elegido segundo en la importantísima expedición a Aida; pero, sinceramente, parece un tanto dudoso —acabó por decir, soltó otra risita y se dio la vuelta para irse. Pero Braumin no quería dejarlo marchar tan fácilmente; lo agarró bruscamente por el hombro y lo obligó a girar—. ¿Otra marca en tu contra? —preguntó, mirando la mano de Braumin que lo sostenía por el hombro.
—¿Quiénes son los dos padres? —exigió Braumin; no era difícil adivinar que una de las vacantes sería la correspondiente a Jojonah.
—¿No te lo ha dicho tu mentor? —repuso el hermano Francis—. Te he visto hablando con él, ¿no es cierto?
—¿Quiénes son los dos padres? —exigió Braumin con más premura, tirando fuerte del hábito de Francis mientras hablaba.
—Jojonah —respondió Francis mientras lo apartaba.
—¿Cómo?
—Se va mañana a Saint Precious para acompañar a maese De'Unnero, que se convertirá en el nuevo abad —explicó Francis exultante de alegría, que aumentó al ver la alicaída expresión del hermano Braumin.
—¡Mientes! —gritó Braumin. Se esforzaba mucho para no perder el control, recordándose a sí mismo que no debía manifestar abiertamente su aflicción por la marcha de Jojonah, pero aquello era más de lo que podía soportar—. ¡Mientes! —repitió dándole un empujón que por poco lo tumba en el suelo.
—Ah, mi temperamental inmaculado hermano Braumin —lo reprendió Francis—. Me temo que esto significa otra marca en contra de tu hipotética promoción.
Braumin ni siquiera lo escuchaba. Empujó a Francis y avanzó por el corredor en dirección hacia donde Jojonah se había ido, pero, demasiado herido y ofuscado para pensar en una discusión con él, no tardó en dar media vuelta y dirigirse con paso rápido y luego a la carrera hacia su habitación.
El hermano Francis se relamió de gusto al ver su confusión.
A pesar de sus protestas, el hermano Braumin sabía que Francis no mentía; parecía que el padre abad había propinado un buen golpe a Jojonah, de una manera por lo menos tan efectiva como el accidente del hermano Dellman. Con maese Jojonah lejos, en Saint Precious, una abadía cuyo prestigio había disminuido muchísimo con la muerte del respetado abad Dobrinion, y bajo el ojo avizor del perverso De'Unnero, el padre abad Markwart lo tenía casi neutralizado.
Ahora Braumin comprendía mejor por qué maese Jojonah lo había tratado de aquella manera en el corredor y se explicaba la brusca abdicación de lo que ambos habían esperado conseguir. Consciente de que el anciano estaba derrotado y desesperado, Braumin hizo caso omiso de sus propias heridas y de su enfado y salió a buscarlo. Lo encontró en sus habitaciones particulares.
—Me cuesta trabajo creer que puedas ser tan estúpido como para venir aquí —dijo Jojonah con frialdad a modo de saludo.
—¿Debería abandonar a mis amigos cuando más me necesitan? —preguntó Braumin con escepticismo.
—¿Te necesitan? —repitió, incrédulo, Jojonah.
—Tu corazón y tu espíritu se han llenado de tinieblas —insistió Braumin—. Veo tu aflicción claramente dibujada en tu rostro, pues yo, mucho mejor que nadie, conozco ese rostro.
—Tú no conoces nada y parloteas como un tonto —lo riñó Jojonah. En verdad le dolía muchísimo hablarle así. Se recordó a sí mismo que era por el propio bien del joven monje y siguió insistiendo—. Ahora vete, vuelve a tus obligaciones antes de que informe de ti al padre abad y él te ponga aún más abajo en la lista de promocionables.
El hermano Braumin reflexionó y consideró aquellas palabras cuidadosamente; entonces comprendió algo nuevo: Jojonah le hablaba de la lista de promocionables y de su situación en ella, y relacionando esto con su última conversación antes de que se encontraran en el corredor, el hermano Braumin entendió que el anciano había emprendido un nuevo rumbo.
—Había creído que te había vencido la desesperanza —dijo con calma—. Sólo he venido a verte por esta razón.
El cambio de tono afectó profundamente a Jojonah.
—No se trata de desesperanza, amigo mío —dijo para reconfortarlo—. Es puro pragmatismo; al parecer, mi estancia aquí ha llegado a su fin y mi camino hacia el hermano Avelyn ha tomado un giro imprevisto. Este cambio puede hacer que mi viaje sea más largo, pero no dejaré de caminar. No obstante, nuestra oportunidad de caminar juntos parece que se ha terminado.
—Entonces ¿qué tengo que hacer? —preguntó Braumin.
—Nada —repuso maese Jojonah sombríamente pero sin vacilar, pues había meditado esa cuestión con sumo cuidado.
El hermano Braumin soltó un bufido incrédulo, incluso burlón.
—La situación ha cambiado —explicó maese Jojonah—. Ah, Braumin, amigo mío, es culpa mía. Cuando me enteré del inquietante estado de los desgraciados prisioneros del padre abad, no pude mantenerme al margen.
—¿Fuiste a visitarlos?
—Lo intenté, pero me impidieron el paso de forma brusca —explicó Jojonah—. Subestimé la reacción del padre abad; en mi insensata osadía he ido mucho más allá de los límites del sentido común y he empujado a Markwart a hacerlo también.
—Jamás la compasión puede calificarse de insensata osadía —se apresuró a puntualizar Braumin.
—Sin embargo, mis acciones han forzado a Markwart a actuar —respondió Jojonah—. El padre abad es demasiado poderoso y está bien atrincherado; no he perdido el coraje ni el propósito, te lo aseguro, y me lanzaré abiertamente contra el padre abad cuando lo considere oportuno, pero debes prometerme aquí y ahora que no tomarás parte en esta batalla.
—¿Cómo podría hacerte semejante promesa? —repuso con firmeza el hermano Braumin.
—Si alguna vez me has querido, encontrarás el modo —replicó maese Jojonah—. Si crees en lo que Avelyn nos dijo desde su tumba, encontrarás algún modo. Porque si no puedes prometerme eso, has de saber que mi viaje ha llegado a su fin, has de saber que no continuaré mi tarea de oposición a Markwart. Debo estar solo en esta misión; debo saber que nadie sufrirá a causa de mis actos.
Se hizo un largo silencio y, al fin, el hermano Braumin asintió con la cabeza.
—No voy a interferir, aunque me parece que tu exigencia es ridícula.
—No es ridícula, amigo mío, sino práctica —respondió Jojonah—. Iré contra Markwart, pero no puedo ganar. Lo sé, y tú también lo sabes, si eres capaz de apartar tu envalentonamiento y ser sincero contigo mismo.
—Si no puedes ganar, ¿para qué empezar la lucha?
Jojonah rió entre dientes.
—Porque eso debilitará a Markwart —explicó—, y saldrán a la luz cuestiones que pueden hacer germinar la verdad en los corazones de muchos miembros de la orden. Imagínate que soy el hermano Allabarnet plantando semillas con la esperanza de que un día, cuando ya no esté, vivan y fructifiquen para todos los que siguieron mis pasos. Imagínate que soy uno de los primeros constructores de Saint Mere Abelle, que eran conscientes de que no vivirían lo suficiente para ver terminada la abadía, pero que, a pesar de ello, se entregaron a su trabajo con enorme dedicación; algunos se pasaron la vida entera decorando los intrincados labrados de una sola puerta o cortando la piedra para los cimientos originales de esta magnífica construcción.
Aquellas poéticas palabras impresionaron profundamente a Braumin, pero no impidieron ni su deseo de participar en la batalla ni su aspiración a ganarla.
—Si creemos de verdad en el mensaje del hermano Avelyn, no podemos quedarnos aislados. Debemos emprender la lucha...
—Claro que creemos, y al final ganaremos —lo interrumpió maese Jojonah, al ver a dónde conducía aquel razonamiento y sabiendo que era una insensatez acabar de aquel modo—. Tengo que mantener mi fe en ese mensaje; pero si ahora ambos nos lanzamos contra Markwart, perjudicaríamos mucho, muchísimo, nuestra causa, tal vez para siempre. Soy un anciano y cada día me siento más viejo, te lo aseguro. Empezaré la guerra contra Markwart y contra el actual rumbo de la iglesia misma; eso hará, tal vez, que algunos miembros de la orden empiecen a mirar nuestras costumbres, nuestras supuestas tradiciones bajo una nueva luz.
—¿Y cuál es mi lugar en esta guerra sin esperanza? —preguntó Braumin intentando eliminar de su voz cualquier vestigio de sarcasmo.
—Eres joven y, sin duda, sobrevivirás a Dalebert Markwart —explicó maese Jojonah con calma—, si consigues evitar desafortunados accidentes, claro. —No le hizo falta mencionar el nombre de Dellman para conjurar en la mente de Braumin aquellas horribles imágenes.
—¿Y entonces? —preguntó Braumin en un tono cada vez más tranquilo.
—Difundirás serenamente el mensaje —respondió maese Jojonah—. A Viscenti Marlboro, al hermano Dellman, a todos los que quieran escucharlo. Despacito y con buena letra; así encontrarás aliados donde te hagan falta. Pero pon mucho cuidado en no crearte enemigos. Y por encima de todo —dijo Jojonah, mientras se dirigía hacia una esquina de la alfombra situada junto al escritorio y tiraba de ella para desvelar un secreto compartimiento en el suelo—, protegerás esto. —Sacó el antiguo texto del lugar donde lo había escondido y se lo entregó a Braumin, cuyos ojos estaban abiertos de par en par.
—¿Qué es esto? —preguntó el joven monje sin aliento. Comprendió que se trataba de algo de suma importancia, que aquel viejo libro tenía que ver con las sorprendentes decisiones de maese Jojonah.
—Es la respuesta —dijo crípticamente maese Jojonah—. Léelo tranquila y secretamente. Luego ponlo a buen recaudo y bórralo de tu mente, pero no de tu corazón —añadió, mientras le daba una palmada en su fuerte hombro—. Sigue la corriente al padre abad Markwart, si es preciso, incluso al ambicioso hermano Francis.
Braumin frunció el entrecejo.
—Cuento contigo para que llegues a ser padre de Saint Mere Abelle —declaró con firmeza maese Jojonah a la mirada del joven—. Y pronto, tal vez incluso como sustituto mío. No está descartado, porque Markwart quiere hacer ver que no está enzarzado en ninguna batalla contra mí, y nuestra amistad es ampliamente conocida. Debes encontrar la manera de alcanzar ese objetivo y dedicar tus años a consolidar tu posición de forma que tengas posibilidades de llegar a abad de alguna de las otras abadías o, quizás, incluso de llegar a padre abad. Apunta alto, joven amigo, porque los obstáculos son trágicamente altos. Tu reputación permanece intachable y excelente fuera de la camarilla de Markwart. Una vez que hayas alcanzado la cumbre de tu poder, por alta que haya sido, conserva a tus amigos y decide cómo continuar la sagrada guerra que empezó el hermano Avelyn. Esto puede significar que tengas que entregar el libro y los sueños a otro joven aliado tuyo, y que tengas que tomar un rumbo similar al mío. O, quizá, la situación puede llamaros a ti y a tus aliados a emprender la batalla abiertamente en el seno de la iglesia; sólo tú podrás juzgarlo.
—Me exiges mucho.
—No más de lo que me he exigido a mí mismo —repuso Jojonah con una risita sofocada y con aire de quitar importancia al asunto—. ¡Y creo que eres un hombre mejor de lo que Jojonah ha sido jamás!
El hermano Braumin se burló de aquel comentario, pero Jojonah sacudió la cabeza y no se retractó.
—A mí me costó seis décadas aprender lo que tú ya tienes sólidamente asentado en el corazón —explicó el anciano padre.
—Pero he tenido un buen maestro —replicó el hermano Braumin con una sonrisa.
Eso provocó otra sonrisa en la fláccida cara del angustiado Jojonah.
Braumin fijó su atención en el libro y lo alzó entre él y el padre.
—Cuéntame más cosas —insistió—, ¿qué es lo que contiene?
—La esencia del pensamiento del hermano Avelyn —respondió Jojonah—. Y la verdad sobre lo que ocurrió en otros tiempos.
Braumin bajó el libro y lo escondió debajo de su voluminoso hábito, cerca de su corazón.
—Recuerda todo lo que te he contado acerca del destino del Corredor del Viento, y compáralo con las normas de los primeros tiempos de nuestra orden —indicó Jojonah.
Braumin apretó el libro con más fuerza todavía e inclinó la cabeza con solemnidad.
—Adiós, amigo y maestro —dijo a Jojonah, temiendo que jamás volvería a verlo.
—No temas por mí —repuso maese Jojonah—, pues si tuviera que morirme hoy, me moriría contento; he encontrado mi esencia y mi verdad y he transferido esa verdad a manos muy capaces. Al final, la victoria será nuestra.
El hermano Braumin se adelantó de repente y lo estrechó con un fuerte abrazo que se prolongó durante mucho, mucho rato. Luego se dio la vuelta bruscamente, pues no quería que maese Jojonah viera la humedad que impregnaba sus ojos, y salió apresuradamente de la habitación.
Jojonah se enjugó las lágrimas y, en silencio, cerró la puerta de la habitación. Aquel mismo día, más tarde, él, De'Unnero y veinticinco monjes escoltas cruzaban la gran puerta de Saint Mere Abelle y se ponían en camino. Era una fuerza formidable para acompañar al futuro abad, advirtió Jojonah: veinticinco monjes —estudiantes de cuarto y quinto año, con pesadas protecciones de piel y armados con espadas y potentes arcos. El anciano suspiró al verlos; sabía que aquel grupo se dedicaría más a asegurar el dominio inmediato y absoluto de De'Unnero en Saint Precious que a proteger al futuro abad durante el viaje.
Pero ¿qué más daba? Jojonah no se sentía con mucha capacidad de lucha; el solo hecho de viajar a Saint Precious ya era suficiente para abrumarlo.
Mientras las puertas de la abadía giraban y se cerraban tras él, dudaba y se preguntaba si debía volver y enfrentarse abiertamente a Markwart, si debía aprovechar su última oportunidad y acabar con todo, porque aquel día se sentía por encima de todo, como si estuviera viviendo fuera del tiempo.
Pero también se sentía débil y enfermo, y no se dio la vuelta para ir al encuentro de Markwart.
Bajó la cabeza, avergonzado y abatido, y gradualmente fue prestando atención al discurso que la afilada lengua de De'Unnero dirigía a todo el grupo, incluido él mismo. El hombre estaba dando con brusquedad instrucciones acerca de cómo actuarían, del orden de la marcha, del protocolo del viaje, e insistía para que todos y cada uno de ellos, y particularmente Jojonah, pues acababa de avanzar hasta situarse frente al anciano, se dirigieran a él con el tratamiento de abad De'Unnero.
Aquello hirió profundamente la sensibilidad de Jojonah.
—Aún no eres abad —le recordó.
—Pero quizás alguno de vosotros necesite practicar para poder darme ese tratamiento —replicó con aspereza De'Unnero. Jojonah se mantuvo firme mientras el hombre se le acercaba agresivamente—. Es una disposición que viene directamente del padre abad —precisó De'Unnero, mientras desplegaba un pergamino con un gesto brusco. Allí estaba escrito el último edicto de Markwart, que proclamaba que en lo sucesivo, el hermano Marcalo De'Unnero sería llamado abad De'Unnero—. ¿Tienes algo más que objetar, maese Jojonah? —preguntó el hombre con presunción.
—No.
—¿Sólo no?
Maese Jojonah no contestó y tampoco parpadeó al perforar con la mirada aquel infausto documento.
—¿Maese Jojonah? —exclamó De'Unnero, en un tono que evidenciaba lo que estaba esperando.
Maese Jojonah levantó la vista y vio su perversa sonrisa. Comprendió el propósito de De'Unnero: ponerlo a prueba delante de los monjes jóvenes.
—No, abad De'Unnero —repuso Jojonah por fin, maldiciendo cada palabra pero consciente de que aquélla no era la lucha que tenía que librar.
Una vez hubo puesto en su sitio a Jojonah, De'Unnero hizo una señal a la comitiva para que emprendiera la marcha, y en perfecto orden se dirigieron hacia el oeste.
A maese Jojonah le pareció que la carretera se había hecho muchísimo más larga.
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10
La escapada
—¿Se han ido? —preguntó el padre abad Markwart al hermano Francis aquella misma tarde.
El anciano había permanecido en su habitación privada la mayor parte del día, pues no quería discutir con maese Jojonah, al que creía a punto de explotar. Él mismo lo había llevado a ese estado adrede y luego lo había quitado de en medio, pues temía que al anciano padre aún le quedara cierta capacidad de lucha, y lo que el abad no quería en modo alguno era una confrontación pública. ¡Que Jojonah se fuera a Palmaris y se peleara con De'Unnero!
—El padre... el abad De'Unnero encabezaba la marcha —explicó el hermano Francis.
—Tal vez ahora podamos empezar el interrogatorio a fondo de los prisioneros —dijo Markwart, con tal frialdad que el hermano Francis sintió que un escalofrío le recorría el espinazo—. ¿Tienes el brazal encantado que le quitamos al centauro?
El hermano Francis se metió la mano en un bolsillo y sacó la cinta élfica.
—Bien —señaló Markwart mientras inclinaba la cabeza—. Lo necesitará para sobrevivir al interrogatorio.
El padre abad se dirigió hacia la puerta, mientras Francis se apresuraba tras él para no rezagarse.
—Me temo que los otros prisioneros lo necesitarán aún más —explicó el joven monje—, en particular la mujer, pues parece gravemente enferma.
—Ellos lo necesitan, pero nosotros no los necesitamos a ellos —declaró Markwart con tono feroz, mientras se daba la vuelta hacia el joven.
—Quizás alguien podría atenderlos con la piedra del alma —tartamudeó Francis.
La carcajada de Markwart le rompió el corazón.
—¿Es que no me has oído? —le preguntó—. No los necesitamos.
—Sin embargo, todavía no los dejaremos marchar —razonó el hermano Francis.
—Por supuesto que sí —corrigió Markwart. Antes de que se dibujara una sonrisa en el rostro del joven hermano, añadió—: Dejaremos que se marchen a enfrentarse con la cólera de Dios; los abandonaremos en sus oscuros agujeros.
—Pero padre abad...
La mirada de Markwart le impuso silencio.
—Te preocupas por unos simples individuos, cuando está en juego la iglesia entera —lo reprendió el anciano.
—Si no los necesitamos, ¿por qué los mantenemos en prisión?
—Porque si la mujer que buscamos cree que los tenemos en nuestro poder, quizá venga en su busca y caiga en nuestras manos —explicó Markwart—. Poco importa que estén vivos o muertos si la mujer que buscamos cree que están vivos.
—En tal caso, ¿por qué no los mantenemos con vida?
—¡Porque podrían contar lo que han vivido! —gruñó el padre abad, mientras acercaba su arrugada cara a la del hermano Francis, de forma que sus narices casi se tocaban—. ¿Cómo sería interpretado su relato? ¿Comprenderían quienes los escucharan que sus sufrimientos servían a un interés superior? ¿Y qué ocurriría cuando se conociera el destino del hijo de la mujer? ¿Acaso te gustaría tener que defenderte de todos esos cargos?
El hermano Francis dejó escapar un profundo suspiro e intentó tranquilizarse; una vez más recordó la magnitud de la obsesión del anciano padre abad y la de su propia implicación. De nuevo el joven monje se encontraba en una encrucijada, ya que en su corazón, a pesar de lo que le dictaba la obediencia al padre abad y a la iglesia, sabía que las torturas infligidas a los Chilichunk y al centauro eran algo perverso. Pero él mismo también formaba parte insoslayablemente de esa perversidad y, a menos que Markwart triunfara, su complicidad sería desvelada ante los ojos de todo el mundo. La mujer estaba enferma como consecuencia de la muerte de su hijo durante el viaje, que le había destrozado el corazón.
—Lo único que importa es lo que crea la joven —prosiguió Markwart—; tanto da que sus padres estén realmente vivos o muertos.
—Que estén vivos o hayan sido asesinados —corrigió Francis tartamudeando y en un tono demasiado bajo como para que el padre abad, que se dirigía con paso airado hacia las escaleras, pudiera oírlo.
El joven monje suspiró una vez más, pero, al exhalar el aire, la vacilante llama de la compasión que había brillado en su corazón ya se volvió a apagar. Era un asunto desagradable y repugnante, decidió, pero el fin que se perseguía era bueno, y él se limitaba a cumplir los edictos del padre abad de la iglesia abellicana, el hombre más cercano a Dios de todo el mundo.
El hermano Francis avivó el paso y se adelantó a Markwart para abrirle la puerta que daba al hueco de la escalera.
—¿Pettibwa? ¡Oh, Pettibwa!, ¿por qué no me respondes? —gritaba Graevis Chilichunk una y otra vez. La noche anterior había hablado con su esposa a través de los muros de sus celdas contiguas y, aunque no había podido verla pues la oscuridad era absoluta, su voz le había servido de consuelo.
No habían sido las palabras de Pettibwa las que lo habían consolado, sino el simple hecho de oírla; en efecto, Graevis sabía que la pena por la muerte de Grady había crecido como un cáncer en el corazón y en el alma de su mujer, y aunque a él le había tocado la peor parte de las torturas, aunque se encontraba maltrecho y medio muerto de hambre y le dolían los huesos al menor movimiento —estaba seguro de que tenía varios rotos—, su esposa se encontraba sin duda en mucho peor estado.
La llamó una y otra vez, implorando una respuesta.
Pettibwa no podía oírlo, pues sus pensamientos y su sensibilidad se habían replegado en su interior, se habían bloqueado con la imagen de un largo túnel y una luz brillante al final de él: la imagen de Grady de pie a la salida del túnel, saludándola con la mano.
—¡Lo veo! —gritó la mujer—. Es Grady, mi hijo.
—Pettibwa —repitió Graevis de nuevo.
—¡Me está indicando el camino! —exclamó Pettibwa con una energía mayor que la que había mostrado durante muchos, muchísimos días.
Graevis comprendió lo que ocurría y, presa del pánico, abrió los ojos desmesuradamente. ¡Pettibwa se estaba muriendo, estaba abandonándolo de buen grado, a él y a todo aquel horrible mundo! Su primera idea fue llamarla a gritos, hacer que regresara a él, implorarle que no lo dejara.
Pero permaneció en silencio; acertó a darse cuenta que tal conducta habría sido muy egoísta por su parte. Pettibwa estaba lista para irse, y eso es lo que debía hacer, pues seguro que la otra vida sería un lugar mejor que aquél.
—Vete con él, Pettibwa —gritó el anciano con voz temblorosa, mientras de sus ojos embotados corrían lágrimas de dolor—. Vete con Grady y abrázalo y dile que yo también lo quiero.
Luego se quedó tranquilo; el mundo entero parecía guardar silencio para que Grady pudiera oír la respiración rítmica de la mujer en la celda contigua.
—Grady —murmuró Pettibwa una o dos veces más. Luego se oyó un gran suspiro, y luego...
Silencio.
El magullado cuerpo del anciano se vio sacudido por los sollozos. Tiró de las cadenas con todas sus fuerzas hasta que una de las muñecas se descoyuntó y el intenso dolor lo obligó a apoyarse contra la pared. Se llevó una mano a la cara para enjugarse las lágrimas y los mocos. Luego, con una energía que jamás hubiera creído conservar, se irguió por completo. Comprendió que sería su último acto de rebeldía.
Se concentró conjurando imágenes de su mujer muerta para darse ánimos y tiró con toda su alma del grillete que le aprisionaba la mano herida; haciendo caso omiso del dolor, intentó deslizar la mano por el interior del grillete con reiterada insistencia. Ni siquiera oyó el crujido del hueso, sino que se limitó a seguir tirando como un animal salvaje, mientras la piel se le desgarraba y la mano se le aplastaba contra el grillete.
Al fin, después de unos minutos de horrendo dolor, la mano quedó libre; entonces, las piernas empezaron a flaquearle.
—No lo hagáis —las riñó, incorporándose para emprenderla con la cadena que aún lo sujetaba.
Mediante un solo movimiento saltó por encima de la mano extendida, se torció y giró y se pasó el brazo con el grillete por encima de la cabeza, de forma que cuando hubo terminado el salto, la cadena le quedó enlazada en el cuello. Como quedó de pie, de puntillas, la cadena no le oprimía la garganta.
Pero no por mucho rato, pues de nuevo empezaron a flaquearle las piernas. Su cuerpo se desplomó y la cadena lo estranguló.
Quería encontrar aquel túnel, quería ver a Pettibwa y a Grady haciéndole señas.
—¡Te dije que era un malvado! —rugió el padre abad Markwart al hermano Francis cuando llegaron junto al hombre colgado—. Pero, por lo visto, ni siquiera supe comprender hasta qué punto. ¡Quitarse la vida! ¡Qué cobardía!
El hermano Francis quería manifestar su más sincero acuerdo, pero una persistente parte de su conciencia no se dejaba neutralizar tan fácilmente. En la celda contigua habían encontrado a la mujer, Pettibwa, muerta, y no por sus propias manos. Francis no pudo menos que suponer que el anciano y maltrecho Graevis se había enterado de la muerte de su mujer; aquello había sido superior a sus fuerzas y lo había llevado más allá de los límites de la cordura.
—No importa —manifestó Markwart con desdén, algo calmado ahora que la primera impresión había menguado un poco. ¿Acaso no habían hablado, él y Francis, precisamente de aquella probabilidad?—. Tal como te expliqué arriba, ninguno de los dos tenía nada importante que decirnos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —se atrevió a preguntar Francis.
—Porque eran débiles —le espetó Markwart—. Y esto... —señaló con la mano la inerte figura colgada junto al muro— lo demuestra. Débiles. Si hubieran tenido alguna cosa que decirnos, habrían cedido a la presión de nuestros interrogatorios hace mucho tiempo.
—Y ahora están muertos, los tres, la familia de esa mujer, de Pony —dijo con tono sombrío el hermano Francis.
—Pero mientras ella no sepa que han muerto, siguen siéndonos útiles —dijo el padre abad con total insensibilidad—. No hablarás a nadie de su muerte.
—¿A nadie? —repitió Francis con incredulidad— ¿Tendré que enterrarlos yo solo? ¿Como hice con Grady en la carretera?
—Grady Chilichunk fue responsabilidad tuya por tus propias acciones —le espetó Markwart.
El hermano Francis tartamudeó, mientras buscaba sin éxito una respuesta.
—Dejémoslos donde están —añadió Markwart tras considerar que el joven monje ya había sufrido bastante—. Los gusanos se los comerán aquí igual que si estuvieran bajo tierra.
Francis se disponía a intervenir para mencionar el problema del hedor, pero se detuvo en seco al considerar las características del lugar. En aquellas olvidadas mazmorras el olor de un par de cadáveres putrefactos apenas sería percibido y, ciertamente no alteraría el repugnante ambiente. Pero la idea de dejar a aquellos dos seres sin enterrar y sin la pertinente ceremonia, en particular a la mujer, que no había hecho nada para propiciar su muerte, causaba en Francis una fuerte impresión.
Pero el monje se dijo también que él ya no estaba en un pedestal sagrado. No tenía las manos limpias y, por lo tanto, al igual que hizo con otras contradicciones que asaltaron al hombre que sería el protegido de Markwart, quitó importancia al asunto, lo apartó de la mente y apagó una vez más la vela de la compasión.
Markwart señaló hacia la puerta y Francis notó que lo hacía con cierto nerviosismo. Primero habían ido a las celdas de los Chilichunk y, por lo tanto, les quedaba por comprobar si aún estaba vivo Bradwarden, que según la opinión de Markwart era el prisionero más importante. Francis se apresuró a salir de la celda y a bajar por el ahumado y sucio corredor de piedra rebuscando entre sus llaves al acercarse a la celda del centauro.
—¡Vete maldito perro! ¡No voy a decirte nada! —gritó una voz desde dentro en tono desafiante, mientras Francis, un Francis muy aliviado, ponía la llave en el cerrojo.
—Ya veremos, centauro —murmuró con voz tranquila y perversa. Se dirigió a Francis y preguntó—: ¿Trajiste el brazal?
Francis empezó a sacar la prenda de su bolsillo y, de repente, vaciló.
Pero demasiado tarde, pues Markwart vio el gesto y alargó el brazo para coger el brazal.
—Ocupémonos de nuestro deber —dijo el padre abad, al parecer muy divertido.
Su tono festivo produjo un escalofrío al hermano Francis, pues sabía que con la cinta encantada atada en torno al brazo, el centauro sufriría una larga y terrible experiencia.
11
Cuando el deber llama
El viento soplaba con fuerza por las extensas aguas del Masur Delaval cuando Elbryan, Pony y un disfrazado Juraviel embarcaron en el transbordador de Palmaris; el elfo provocaba miradas de curiosidad entre los viajeros. Sin embargo, Pony se mantenía junto a él y simulaba que era hijo suyo, su hijo enfermo; como las enfermedades eran algo muy común y muy temido en Honce el Oso, nadie se atrevía a acercárseles demasiado.
De hecho, los gemidos de Juraviel eran convincentes, puesto que la pesada manta que le envolvía le doblaba dolorosamente las alas.
Las enormes velas se desplegaron y el barco de cuatro cubiertas zarpó del puerto de Palmaris mientras las maderas crujían y las olas chocaban contra la parte baja de los costados de la embarcación. En la amplia y plana cubierta había más de cincuenta pasajeros y siete tripulantes que trabajaban lenta y metódicamente: habían realizado aquel trayecto dos veces por día, siempre que el tiempo lo permitía, durante muchos años.
—Dicen que un transbordador es un buen sitio para obtener información —susurró Juraviel a Elbryan y a Pony—. La gente que cruza el río a menudo está asustada, y la gente que tiene miedo con frecuencia repite en voz alta sus propios temores con la esperanza de que otro le ofrezca palabras de consuelo.
—Me voy a pasear entre ellos —propuso Elbryan, y se alejó de su «familia».
—¿Tu chico está enfermo? —le preguntó casi inmediatamente una voz cuando el guardabosque se acercó a un grupo de cinco adultos, tres hombres y dos mujeres, que por el aspecto parecían pescadores.
—Hemos estado en el norte —explicó el guardabosque—. Saquearon nuestra casa, así como todo el pueblo; durante más de un mes hemos estado ocultándonos de powris y trasgos, comiendo lo que podíamos, pasando hambre la mayoría de las veces. Mi hijo Belli... Belli comió algo malo, supongo que una seta, y todavía no se ha recuperado y puede que no lo haga nunca.
Aquello provocó comprensivas inclinaciones de cabeza, particularmente en las mujeres.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó el mismo hombre.
—Al este —contestó crípticamente Elbryan—. ¿Y vosotros? —se apresuró a preguntar antes de que el hombre le pidiera más precisiones sobre su destino.
—Hasta Amvoy —respondió el hombre refiriéndose a la ciudad situada al otro lado del río, el puerto de llegada del transbordador.
—Todos nosotros vivimos en Amvoy —puntualizó una de las mujeres.
—Sólo hemos ido a visitar a unos amigos en Palmaris, ahora que ya todo está en calma —añadió el hombre.
Elbryan asintió con la cabeza y dirigió la vista hacia las extensas aguas; los muelles de Palmaris se iban alejando deprisa mientras el pesado barco encontraba fuertes y favorables vientos.
—Tened cuidado si vais más allá de Amvoy —indicó la mujer.
—Vamos más allá.
—A Saint Mere Abelle —dedujo el pescador.
Elbryan lanzó una mirada de incredulidad hacia el hombre, pero fue suficientemente prudente para disimular enseguida, pues no quería revelar nada concreto.
—Allí es donde iría si tuviera un hijo enfermo —prosiguió el hombre; ni él ni sus compañeros habían advertido la expresión del guardabosque—. ¡Dicen que los monjes disponen de remedios para todo, aunque no se dan mucha prisa en distribuirlos!
Aquel comentario provocó risas entre sus compañeros, excepto en la mujer que había estado hablando, que permaneció mirando al guardabosque con aire severo.
—Ten cuidado si vas al este de Amvoy —dijo de nuevo, con mayor énfasis—. Hay noticias de bandas de powris que recorren esas tierras, y no lo dudes, a esos monstruos les trae sin cuidado si tu hijo está enfermo.
—Y una repugnante banda de trasgos —añadió el hombre—. Según se rumorea, fueron abandonados por los powris y ahora huyen asustados.
—No hay nada más peligroso que trasgos asustados —intervino otro hombre.
—Os aseguro —dijo el guardabosque sonriendo agradecido— que he tenido abundantes encontronazos con powris y trasgos.
Dicho esto, se inclinó y se alejó por la cubierta. Oyó de nuevo cómo la gente expresaba su preocupación acerca de las bandas que recorrían el este, pero no consiguió ninguna información verdaderamente interesante.
Completó su vuelta y se reunió de nuevo con Pony y Juraviel; el elfo estaba recostado, cobijado en la manta, mientras Pony se ocupaba de atender a los caballos, en especial a Piedra Gris pues el nervioso corcel se encontraba muy incómodo en el transbordador que surcaba las encrespadas aguas. El caballo pateó repetidas veces, soltó bufidos y relinchó en varias ocasiones, y el musculoso cuello empezó a empaparse de sudor.
Elbryan fue hacia él y lo cogió con firmeza por la brida. Le dio un poderoso tirón hacia abajo y consiguió calmarlo. No obstante, Piedra Gris tardó poco en volver a patear y a sacudir la cabeza.
Entretanto, Sinfonía permanecía bastante tranquilo. Elbryan observó al semental y a Pony, que estaba inclinada sobre el cuello del caballo con la mejilla junto a la turquesa mágica, y comprendió la razón. Pony había establecido comunicación con Sinfonía, una especie de empatía, y se las había arreglado para infundir al bravo semental la calma necesaria.
Piedra Gris dio un tirón brusco y poco faltó para que Elbryan saliera despedido; el caballo intentó piafar, pero el guardabosque le retuvo y tiró de él con todas sus fuerzas.
Otras personas, entre ellas un par de tripulantes, se acercaron con intención de ayudarlo a calmar al animal, pues el nervioso caballo en la cubierta abierta de un barco era sin duda un peligroso compañero.
Pero entonces Sinfonía se hizo cargo de la situación; se abrió paso hasta situarse ante Elbryan y apoyó su cabeza sobre la parte superior del cuello de Piedra Gris. Los dos caballos resoplaron y relincharon; Piedra Gris pateó de nuevo la cubierta e intentó piafar, pero Sinfonía no estaba dispuesto a permitírselo y lo empujó hacia abajo con fuerza e incluso puso una pata delantera sobre el lomo del semental, con objeto de mantenerlo en su sitio.
A continuación, para asombro de todos los curiosos, Elbryan y Pony incluidos, Sinfonía bajó la pata del lomo de Piedra Gris y lo acarició con el hocico, resoplando y sacudiendo la cabeza. Piedra Gris emitió algunas protestas, pero sonaron poco convincentes.
Y entonces ambos caballos se quedaron calmados.
—Buen caballo —murmuró un hombre a Elbryan mientras se disponía a alejarse.
Otro preguntó al guardabosque si quería venderle a Sinfonía.
—Las piedras de Avelyn demuestran su utilidad de vez en cuando —comentó Pony cuando los tres amigos se quedaron de nuevo solos con los caballos.
—Comprendo la comunicación entre Sinfonía y tú, pues ya lo hemos conseguido anteriormente cada uno por nuestro lado —declaró el guardabosque—, pero ¿me equivoco si creo que realmente Sinfonía transmitió tu mensaje a Piedra Gris?
—Algo por el estilo, me parece —respondió Pony, sacudiendo la cabeza, pues realmente no sabía qué contestarle.
—¡Qué arrogantes podéis llegar a ser los humanos! —observó Juraviel, atrayendo las miradas de ambos— ¿Qué tiene de sorprendente que los caballos puedan comunicarse entre ellos, al menos de forma rudimentaria? ¿Cómo habrían sobrevivido durante tantos siglos de no ser así?
Vencidos ante tan simple lógica, Elbryan y Pony se limitaron a reír y dejar la cuestión en aquel punto. La expresión del guardabosque, no obstante, cambió rápidamente para volverse seria de nuevo.
—Se dice que hay una banda de powris que recorre las tierras más orientales del reino —explicó— y una banda de trasgos particularmente conflictiva.
—¿Qué menos podíamos esperar? —replicó Juraviel.
—Por lo que he averiguado, nuestros enemigos al este del río se encuentran en la misma situación caótica que los del norte —prosiguió el guardabosque—. Se rumorea con insistencia que los powris abandonan a los trasgos, y que éstos están desbocados tanto por miedo como por su propia naturaleza perversa.
Juraviel asintió con la cabeza, pero Pony añadió enseguida:
—Hablas como si algunos de nuestros enemigos estuvieran desorganizados. Y, por lo que yo creo, ni trasgos ni powris en este momento se cuentan entre nuestros principales enemigos.
El doloroso recuerdo de su destino y el posible desastre que podían encontrar en aquel lugar los dejó sin palabras y tendió un manto sombrío sobre los tres. Pasaron la siguiente y última hora de viaje en relativo silencio, atendiendo a las necesidades de los caballos, y se alegraron cuando el transbordador atracó al fin en la pequeña ciudad de Amvoy.
El capitán del barco, de pie junto a la plancha de acceso, reiteraba las advertencias relativas a trasgos y powris a todos los pasajeros mientras desembarcaban y les pedía que tuvieran mucho cuidado si salían fuera de la ciudad.
Dado que no necesitaban provisiones, los tres amigos atravesaron la amurallada ciudad hacia la puerta este, donde de nuevo los alertaron del peligro que representaba aventurarse por aquellas tierras. No obstante, no les impidieron el paso; por consiguiente, salieron de Amvoy aquella misma tarde y en poco tiempo los dos caballos se habían alejado muchos quilómetros.
El terreno era mucho menos boscoso que al norte de Palmaris. La tierra estaba más cultivada, surcada por anchas carreteras, algunas cubiertas de guijarros, aunque realmente no hacían falta en ningún caso, pues los campos herbosos eran fáciles de atravesar. Aquel mismo día pasaron por un pueblo avanzando en paralelo a la carretera pero a una distancia prudencial de ella; aunque el pueblo no estaba amurallado, comprobaron que se encontraba bien defendido, ya que disponía de arqueros en los tejados e incluso de una catapulta en la plaza.
Los campesinos que trabajaban estoicamente en los campos hacían una pausa al verlos pasar; algunos incluso agitaban la mano o les gritaban para invitarlos a comer. Pero los tres amigos no se detuvieron y, cuando el sol empezaba a declinar, apareció ante su vista otro pueblo; era mucho más pequeño que el anterior, pues la región estaba menos poblada a medida que se alejaban del gran río.
Viraron hacia el este de aquel enclave y acamparon en un lugar desde donde se distinguían las negras siluetas de los edificios en lontananza, decididos a montar guardia aquella noche para proteger a los aldeanos.
—¿Cuánto nos queda de viaje? —preguntó Juraviel cuando se sentaron a cenar en torno a una fogata.
Elbryan miró a Pony, que había pasado varios años en aquella región.
—No más de un par de días —respondió. Cogió una rama del fuego y esbozó un tosco mapa en el suelo en el que se veían el Masur Delaval y la bahía de Todos los Santos—. Saint Mere Abelle está a unos ciento sesenta quilómetros del río, si recuerdo bien —explicó. Dibujó una zona más al este e hizo una marca para señalar la aldea de Macomber y, finalmente, otra para Pireth Tulme—. Estuve aquí, en Pireth Tulme, pero después de encontrarme con Avelyn nos volvimos al río por un itinerario al sur de la abadía, evitando pasar cerca de Saint Mere Abelle.
—Dos días —refunfuñó Elbryan—, tal vez tres. Deberíamos empezar a trazar planes.
—Hay poco que decidir —dijo Juraviel con arrogante intuición—. ¡Llegaremos a las puertas de la abadía y exigiremos que nos devuelvan a nuestros amigos. Y, si no lo hacen enseguida, la derribaremos!
Aquel conato de humor provocó sonrisas, pero nada más, pues todos, incluido Juraviel, empezaban a reconocer lo arriesgado de su empresa. Sabían que Saint Mere Abelle era el hogar de cientos de monjes, muchos de ellos expertos en el uso de las gemas mágicas. Si Elbryan y sobre todo Pony eran descubiertos y reconocidos, la expedición fracasaría enseguida.
—No deberíamos entrar en la abadía con las gemas —sugirió Elbryan.
Pony lo miró boquiabierta; su habilidad con las piedras era una de sus mejores armas, y también un eficaz medio de exploración e infiltración.
—Pueden detectar el menor uso que hagamos de ellas —explicó el guardabosque—; podrían incluso ser capaces de percibir la presencia de las piedras aunque no las utilizásemos.
—Un ataque por sorpresa es nuestra única posibilidad —declaró Juraviel.
Pony inclinó la cabeza para manifestar su acuerdo; en aquellos momentos no quería discutir ese punto.
—Y si nos descubren —prosiguió el guardabosque en tono severo, dedicando su observación especialmente a Pony—, tú y yo nos rendiremos, de forma pública y notoria, y pediremos un canje.
—Nosotros dos a cambio de la libertad de los Chilichunk y de Bradwarden —dedujo Pony.
—Entonces Juraviel recuperará las piedras de Avelyn y conducirá a todos hacia el oeste —continuó Elbryan—; luego volverá a Dundalis con Bradwarden y llevará las piedras a Andur'Blough Inninness y le pedirá a la señora Dasslerond que las ponga a buen recaudo.
Juraviel sacudió la cabeza antes de que Elbryan acabara.
—Los Touel'alfar no se involucrarán en el asunto de las piedras —dijo.
—¡Ya estáis involucrados! —insistió Pony.
—No es así —contradijo Juraviel—; yo ayudo a mis amigos para pagar deudas pendientes, nada más.
—Entonces, ayúdanos en este asunto —continuó Pony, pero Elbryan, que comprendía mejor las reservas de los elfos, no quiso entrar en la discusión.
—Exiges un compromiso político —explicó Juraviel—; eso no podemos hacerlo.
—Te pido que defiendas la memoria de Avelyn —arguyó Pony.
—Ése es un tema que la iglesia tiene que resolver —respondió enseguida Juraviel—. Ellos, y no los Touel'alfar, deben decidir su propio rumbo.
—Es, en efecto, un tema que tienen que resolver los humanos —asintió Elbryan, poniendo la mano sobre el brazo de Pony para tranquilizarla. La mujer lo miró fijamente a los ojos y él sacudió la cabeza lentamente, de forma deliberada, admitiendo la desesperanza de semejante argumento. El guardabosque se dirigió entonces al elfo y añadió—: Tengo que pedirte, pues, que recuperes las piedras y se las des a Bradwarden. Que él se las lleve lejos y las entierre a mucha profundidad.
Juraviel inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo.
—Y luego devuelve Piedra Gris a Roger —prosiguió Pony—, y Sinfonía al bosque allende Dundalis, su hogar.
De nuevo el elfo inclinó la cabeza. Se produjo un largo silencio, que no se quebró hasta que Juraviel de repente se echó a reír.
—¡Ah, vaya moral de victoria tenemos! —dijo el elfo—. Estamos planificando nuestra derrota, no nuestro triunfo. ¿Esto es lo que te enseñamos, Pájaro de la Noche?
La barba de tres días ensombreció la amplia sonrisa de Elbryan.
—Me enseñasteis a ganar —afirmó— y encontraremos la manera de entrar en Saint Mere Abelle y salir con Bradwarden y los Chilichunk antes de que los monjes se enteren siquiera de que hemos estado allí.
Festejaron aquel pronóstico con una ración extra de comida y bebida; luego terminaron de cenar y organizaron el campamento y su defensa; Juraviel salió para efectuar una exploración nocturna y dejó solos a Pony y Elbryan.
—Tengo miedo —admitió Pony—. Siento como si fuera el final de un largo viaje que empecé cuando encontré a Avelyn Desbris por primera vez.
A pesar de su reciente bravuconada, Elbryan no pudo discrepar. Pony se le acercó y él la rodeó con los brazos. La mujer lo miró a los ojos, se puso de puntillas y lo besó con ternura. Luego Pony, retrocedió paralizándolo con su mirada, mientras la excitación crecía; se le acercó y lo besó de nuevo, de modo más apremiante, y él le devolvió el beso: deslizó sus labios sobre los de ella y sintió la firme espalda de la mujer bajo la presión de sus brazos, mientras sus manos le acariciaban los músculos.
—¿Qué pasa con nuestro pacto? —empezó a preguntar el hombre. Pony puso un dedo sobre los labios para acallarlo. Lo besó de nuevo, una y otra vez, y suavemente lo empujó hacia el suelo hasta recostarlo junto a ella.
A Elbryan le pareció que estaban los dos solos en el ancho mundo, bajo las estrellas titilantes mientras la suave brisa del verano soplaba a través de sus cuerpos, les acariciaba la piel, les hacía cosquillas y los refrescaba.
Al día siguiente se pusieron en marcha temprano; sus caballos ya corrían raudos cuando el alba teñía de rosa la parte este del cielo, a sus espaldas. Las discusiones sobre cómo entrarían en Saint Mere Abelle fueron aplazadas tácitamente, puesto que no tendrían un conocimiento empírico del lugar hasta que echaran una ojeada a la abadía y vieran sus fortificaciones y el grado de alerta de la vigilancia. ¿Estaban abiertas las puertas para los refugiados de los pueblos cercanos, o estaban cerradas a cal y canto y disponía la abadía de docenas de vigilantes armados que patrullaban las murallas?
No podían saberlo y, por consiguiente, aplazaron la discusión hasta que de ella se pudiera derivar alguna conclusión práctica; apretaron el paso, decididos a llegar a la abadía a la mañana siguiente.
Pero entonces vieron humo que emergía como los dedos del demonio por encima de una sierra coronada por una hilera de árboles. Los tres habían visto semejantes penachos anteriormente y sabían que no se trataba de fuegos de campamento ni de chimeneas.
A pesar de la urgencia de su misión y de la dificultad de la empresa, ninguno de ellos dudó ni un segundo. Elbryan y Pony dirigieron sus monturas hacia el sur y corrieron a toda prisa hacia la sierra; luego subieron por la pendiente herbosa hasta una hilera de árboles. Juraviel, con el arco en la mano, agitó las alas y despegó de Piedra Gris tan pronto como llegaron para ganar altura y explorar mejor la zona.
Elbryan y Pony aminoraron la marcha, desmontaron y echaron a andar por el borde de la sierra con gran cautela. Allá abajo, esparcidos a lo largo de la carretera que atravesaba un valle en forma de cuenco, vieron los carruajes de una caravana, cargados de mercancías y dispuestos en una formación defensiva, vagamente circular. Varios carruajes estaban ardiendo, y Elbryan y Pony oyeron los gritos de hombres pidiendo agua o tratando de organizar la defensa. La pareja vio, también, mucha gente en el suelo: los chillidos de dolor de los heridos resonaban en todo el valle.
—Mercaderes —comentó el guardabosque.
—Deberíamos bajar e intentar ayudarlos —dijo Pony—. O, por lo menos, debería ir yo con la piedra del alma.
Elbryan la miró con aire escéptico; no quería que utilizara aquella piedra ni ninguna otra tan cerca de Saint Mere Abelle.
—Espera a que regrese Juraviel —le pidió—. No veo monstruos muertos en torno al anillo y, por lo tanto, es probable que la lucha no haya hecho más que empezar.
Pony movió la cabeza en un gesto de asentimiento, aunque los gemidos de los heridos la apenaban profundamente.
Juraviel no tardó en regresar agitando las alas sobre la rama de un árbol justo encima de sus cabezas.
—El panorama es a la vez bueno y malo —explicó—. En primer lugar, y como punto más importante, los atacantes son trasgos y no powris, un enemigo mucho menos temible. Pero son unos ochenta y preparan un segundo asalto —añadió señalando al otro lado del vallecito, hacia la sierra sur—. Más allá de los árboles.
Elbryan, siempre encargado de la táctica y buen conocedor de las artimañas de los trasgos, exploró la zona.
—¿Están confiados? —preguntó al elfo.
Juraviel asintió con la cabeza.
—He visto pocos heridos, y nadie parece oponerse a un ulterior asalto.
—Entonces atacarán justo por encima de aquella sierra —dedujo el guardabosque— y bajarán por la ladera para cargar con más violencia contra los mercaderes. Los trasgos nunca se han preocupado de sus bajas. No van a perder el tiempo en coordinarse para efectuar un ataque más eficaz.
—Ni falta que les hace —añadió Juraviel mientras observaba los carruajes y los lamentables intentos defensivos.
—Los mercaderes y sus guardias no tienen ninguna posibilidad de rechazarlos.
—A menos que los ayudemos —se apresuró a puntualizar Pony, mientras su mano se deslizaba inconscientemente por el interior de la bolsa de las piedras, gesto que no pasó inadvertido a Elbryan.
El guardabosque miró a Pony a los ojos y negó con la cabeza.
—No utilices las piedras a menos que sea estrictamente imprescindible —ordenó.
—Son ochenta —señaló Juraviel.
—Pero son sólo trasgos —dijo el guardabosque—. Si podemos matar a uno de cada cuatro, los demás seguramente huirán enseguida. Vamos a prepararnos para la batalla.
—Me voy a vigilar a los trasgos —dijo el elfo, y desapareció de la vista tan rápidamente que Elbryan y Pony parpadearon con incredulidad.
Los dos condujeron a los caballos dando un rodeo: bajaron y atravesaron la carretera fuera de la vista de los carruajes de los mercaderes y luego subieron por la ladera sur hasta la hilera de árboles.
—Tienen hambre y miedo —observó Elbryan.
—¿Los mercaderes o los trasgos?
—Ambos, probablemente —repuso el guardabosque—. Pero me refería a los trasgos; están hambrientos, asustados y desesperados, lo cual los hace doblemente peligrosos.
—Bueno, pero si matamos a uno de cuatro, los demás huirán, ¿no? —preguntó Pony.
El guardabosque se encogió de hombros.
—Están demasiado lejos de su casa y sin perspectivas de regresar; sospecho que los rumores son ciertos y que los powris los han abandonado aquí, en unas tierras llenas de enemigos.
—¿Pretendes perdonarlos? —preguntó Pony, mirándolo de soslayo.
El guardabosque soltó una risita ante la pregunta.
—No hay perdón para los trasgos —repuso con firmeza—. No después del desastre de Dundalis. Ojalá no puedan huir, pues vivirían para causar más desgracias; que los ochenta vengan por encima de la colina y que los ochenta mueran en nuestras manos.
Por aquel entonces ya habían alcanzado la parte superior de la sierra y los trasgos ya estaban ante su vista, amontonados en una ladera a algo menos de un quilómetro hacia el sur. No había muchos árboles entre ellos y los trasgos, pero tanto Pony como Elbryan enseguida descartaron cualquier posibilidad de ver al elfo mientras bajaba hacia ellos. Se dieron la vuelta hacia la hilera de árboles, para ver qué sorpresas podrían preparar los dos juntos contra la horda que no tardaría en atacar. Pony se dirigió hacia el sotobosque en busca de árboles jóvenes que fueran adecuados para construir trampas, mientras el guardabosque centró su atención en un grueso olmo muerto, precariamente colgado del mismo borde de la sierra.
—Si pudiéramos arrojarlo encima de ellos, causaríamos una gran confusión —comentó el guardabosque cuando Pony se reunió con él.
—Si tuviéramos un equipo de caballos de tiro, sin duda lo conseguiríamos —respondió Pony con sarcasmo, pues el árbol muerto era desde luego enorme.
Pero Elbryan tenía una respuesta: introdujo su mano en el bolsillo y sacó un paquete de gel de color rojo.
—Un regalo de los elfos —explicó—. Y creo que el tronco estará suficientemente podrido para que esto funcione.
Pony asintió con la cabeza. Ya había visto a Elbryan utilizar el mismo gel en Aida para debilitar una barra metálica y luego partirla limpiamente con un simple corte de su espada.
—Ya he preparado una trampa, y veo factible preparar algunas más —anunció la mujer—. Asimismo, algunos palos afilados ocultos entre la maleza podrían causarles algún disgusto.
El guardabosque asintió con aire ausente, demasiado inmerso en su propio trabajo para darse cuenta siquiera de que Pony había vuelto al suyo.
Elbryan encontró el punto más débil del tronco y examinó su anchura y resistencia. Estaba convencido de que con varios golpes enérgicos de Tempestad podía abatir el árbol, pero aquello no bastaría, pues no tendría tiempo de lanzarlo en medio de la horda de trasgos. Pero, si antes pudiera prepararlo adecuadamente...
Levantó la espada y propinó un golpe ligero; con cautela se agachó para escuchar los crujidos de la madera al ceder. De nuevo encontró el lugar más adecuado y pegó un golpe cortante, y luego otro. Después tomó el paquete, lo abrió y untó con la sustancia rojiza —una mezcla que los elfos utilizaban para debilitar objetos— la zona crítica, alineándola con un par de árboles situados ladera abajo.
Cuando estaba acabando, Pony regresó junto a él, montada en Piedra Gris.
—Deberíamos avisarles —dijo la mujer, señalando hacia la caravana de mercaderes.
—Ya saben que hay alguien aquí arriba —respondió el guardabosque.
—Pero deberían conocer nuestros planes para ayudarlos —razonó Pony—, para preparar adecuadamente una defensa complementaria; no podemos confiar en que detendremos a todos los trasgos, independientemente de la eficacia de nuestras trampas y nuestras espadas —añadió, mientras señalaba hacia la parte baja de la ladera, donde había un tocón que apenas emergía por encima de la hierba alta—. La pendiente allí es pronunciada, y los trasgos bajarán de cabeza a toda velocidad y estarán al alcance de los arcos que los mercaderes puedan tener —explicó—. Ése es un punto crítico; si pudiera tender una cuerda de viaje, podríamos aminorar la velocidad de los trasgos y permitir que los mercaderes tengan ocasión de efectuar más disparos.
—Unos cien metros —respondió Elbryan calculando la distancia entre el tocón y el lugar protegido más cercano.
—Es muy probable que los mercaderes dispongan de una cuerda de esa longitud —razonó Pony; esperó a que el hombre asintiera, volvió grupas a Piedra Gris y bajó con cautela por la ladera. Había recorrido dos tercios del camino y se encontraba desprotegida en medio del prado, a menos de cincuenta metros de la caravana, cuando advirtió muchos arcos apuntados hacia ella, pero uno tras otro fueron bajando al darse cuenta los arqueros de que no se trataba de un trasgo.
—Buenos días —saludó la mujer, mientras se acercaba a los carruajes y se dirigía hacia un hombre robusto elegantemente vestido que parecía por su actitud uno de los jefes del grupo de batalla—. No soy enemiga vuestra, sino aliada.
El hombre inclinó la cabeza con cautela, pero no respondió.
—Los trasgos no están lejos y se están preparando para volver —anunció Pony dándose la vuelta para señalar hacia lo alto de la ladera—. Desde allí —explicó—. Mi amigo y yo les estamos preparando algunas trampas, pero me temo que no podremos detenerlos del todo.
—¿Desde cuándo habéis considerado esta batalla como propia? —preguntó, desconfiado, el mercader.
—Siempre consideramos como propias las batallas contra trasgos —respondió la joven sin vacilar—. A menos que prefiráis que no os ayudemos y dejemos que los ochenta trasgos caigan sobre vosotros.
Aquella respuesta eliminó buena parte de la jactancia del hombre.
—¿Cómo sabéis que vendrán desde el sur? —preguntó el desconfiado mercader.
—Conocemos a los trasgos —repuso Pony—. Conocemos sus tácticas, y también su falta de tácticas. Se han reunido en el sur y no tienen paciencia para dar un rodeo y coordinar un ataque desde diferentes direcciones; no cuando están convencidos de que su presa está acorralada y derrotada.
—¡Les haremos frente! —declaró un arquero, mientras agitaba el arco en el aire. Ese movimiento fue seguido con poco entusiasmo por los aproximadamente diez hombres que disponían de arcos.
En resumidas cuentas, la caravana contaba con menos de cuarenta hombres capaces de pelear, supuso Pony, y con unos veinte arcos, aunque manejados por arqueros sin adiestramiento ni experiencia, por lo que apenas harían mella en la embestida de los trasgos antes de que el combate cuerpo a cuerpo se iniciara en torno a los carruajes. Elbryan podía luchar contra tres trasgos a la vez, incluso contra cuatro, con una razonable esperanza de vencerlos, pero para mujeres y hombres normales un solo trasgo podía resultar un enemigo demasiado duro.
Pony lo sabía y, al parecer, también el mercader, pues se le hundieron los hombros de abatimiento.
—¿Qué nos propones? —preguntó.
—¿Tenéis una cuerda?
El mercader hizo una señal hacia un hombre que estaba cerca, y éste corrió hasta un carruaje y apartó la lona: apareció un considerable acopio de cuerda enrollada, de buena calidad, delgada y fuerte. Pony le indicó que la trajera.
—Intentaremos equilibrar las fuerzas —explicó—. Frenaré su carga allí, a la altura de aquel tocón, al alcance de vuestros arcos. Disparad bien.
Cogió la cuerda que le llevó el hombre, la puso en la silla, detrás de ella, e hizo que Piedra Gris se pusiera en marcha.
—Mujer, ¿cómo te llamas? —preguntó el mercader.
—Ya tendremos tiempo de hablar de eso más adelante —respondió ella espoleando al caballo para que se dirigiera a medio galope hacia el tocón.
En lo alto de la colina, Elbryan daba los últimos toques a su conjunto de trampas. Hizo un lazo y lo pasó por la parte superior de las ramas del árbol muerto, consiguiendo con gran destreza enlazarlo con la cuerda; luego la ató en la silla de Sinfonía. Seguidamente, el guardabosque guió al caballo hasta un espeso bosquecillo bastante apartado y se dispuso a disimular la cuerda, pues no quería que los trasgos la vieran.
—Tenemos más compañía —oyó la voz de Juraviel desde lo alto cuando Elbryan ultimaba su trabajo.
Miró hacia arriba explorando con atención y, al fin, descubrió la ligera figura del elfo.
—Por el este —explicó Juraviel—. Un grupo de monjes, tal vez una docena, se acercan cautelosamente.
—¿Llegarán a tiempo para la batalla?
Juraviel echó una ojeada hacia el sur.
—Los trasgos ya han empezado a moverse —comunicó—. Quizá los monjes llegarían a tiempo si se dieran prisa, pero no creo que se propongan hacerlo. No pueden no haber visto el humo, pero no sé si están muy ansiosos por entrar en combate.
Elbryan sonrió sin sorprenderse en cierto modo.
—Avísale a Pony —le pidió—. Dile que mantenga las piedras bien guardadas y que no las utilice.
—Si la situación lo exige, no dejará de hacerlo —razonó Juraviel—, ni debería dejar de hacerlo.
—Pero si las utiliza, me temo que poco después de haber despachado a los trasgos, nos tocará pelear con una docena de monjes —replicó el guardabosque con un gesto severo.
El elfo se apresuró a lo largo del borde de la sierra procurando quedar fuera de la vista de los hombres del círculo de carruajes. Comunicó el mensaje a Pony y luego corrió hasta alcanzar una posición adecuada en un árbol —medio volando y medio trepando, pues sus alas delgadas y frágiles estaban cada vez más fatigadas—, mientras los trasgos de cabeza se iban aproximando. Con cierto alivio, aunque con escasa sorpresa, Juraviel se dio cuenta de su caótica formación: no eran más que una turba impaciente por entrar en combate. Como habían imaginado los tres amigos, los trasgos no se detuvieron al coronar la sierra, sino que siguieron adelante e iniciaron la carga ladera abajo, sin preocuparse ni siquiera por evaluar las defensas de la presa que codiciaban.
Y sin apenas darse cuenta de sus propios infortunios, ya que uno de los trasgos, advirtió el elfo, cayó en una de las trampas de Pony al pisar y liberar el arbolito inclinado. El chillido del monstruo apenas se oyó en medio de los gritos de batalla de sus compañeros, y el trasgo fue lanzado al aire girando cabeza abajo hasta quedar colgado e indefenso a poco más de un metro del suelo.
Varios trasgos pasaron por delante de su compañero atrapado sin hacerle caso, mientras otros se burlaron de su infortunio.
En otro lugar, un trasgo chilló de susto y dolor mientras caía en una de las pequeñas y peligrosas zanjas que Pony había excavado y disimulado a toda prisa. La pierna de la criatura se puso súbitamente rígida y luego se dobló hacia adelante, quebrándole el hueso justo por debajo de la rótula. El trasgo cayó hacia atrás mientras con las manos intentaba detener el temblor de la pierna y aullaba furiosamente, pero tampoco esta vez sus camaradas se detuvieron a auxiliarlo.
Un tercero quedó atrapado rugiendo de dolor al clavarse en el pie una puntiaguda estaca cuidadosamente escondida.
Confiado en la falta de atención de los trasgos, Juraviel tomó el pequeño arco y empezó a disparar sus flechas. Un infortunado trasgo se detuvo justo al pie del árbol del elfo y se apoyó en el tronco mientras recobraba el aliento; la flecha de Juraviel lo alcanzó en pleno cráneo y, tras dejarlo sin sentido, lo hizo caer de rodillas agarrado todavía con una mano al tronco. Murió en esa posición.
Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, sólo habían conseguido frenar a uno de cada veinte trasgos y los que corrían en cabeza continuaban avanzando por la ladera herbosa. Juraviel disparó de nuevo y paralizó a otro trasgo que se le puso a tiro; miró entonces hacia el oeste, a cierta distancia, donde había un par de árboles en la parte baja de la colina y donde el Pájaro de la Noche preparaba la mayor de las sorpresas.
Con una rodilla apoyada en tierra, detrás de la protección que le proporcionaban los árboles, el guardabosque sostenía el arco en posición horizontal, entre los troncos. Dejó que los trasgos de cabeza rebasaran la trampa, pues quería atrapar al grueso del grupo. Además de causarles un daño mayor, esperaba que tal estrategia pondría a los trasgos al alcance de los mercaderes de forma más repartida, unos pocos cada vez.
Una docena de trasgos pasó a la vez por los árboles y, detrás de ellos, seguían otros doce.
El Pájaro de la Noche disparó, pero su acertada flecha fue interceptada en el último momento por un desprevenido trasgo que fue alcanzado en el costado. Impertérrito, pues había previsto que ocurriera algo por el estilo, el Pájaro de la Noche disparó inmediatamente una segunda flecha, que esta vez atravesó la multitud y fue a clavarse con fuerza en el tronco preparado.
En ese preciso momento, el guardabosque llamó con un silbido al caballo, en quien tanto confiaba; Sinfonía dio un brusco salto hacia adelante y la cuerda se tensó.
El árbol muerto emitió una serie de tremendos crujidos, como si protestara sonoramente, y muchos trasgos se quedaron paralizados por el pánico.
Entonces, toneladas de madera con docenas de largas y gruesas ramas puntiagudas se precipitaron sobre ellos.
Los trasgos se echaron de cabeza a derecha e izquierda, chillaron e intentaron escapar, pero la sincronización del guardabosque había sido perfecta. Tres murieron en el acto, y muchos más, unos dieciséis, sufrieron graves heridas a causa de las astillas o resultaron aplastados contra el suelo y aprisionados por intrincadas ramas. Aproximadamente una cuarta parte de los trasgos ya había conseguido rebasar la zona de la trampa y seguía avanzando hacia los carruajes a todo correr. La mayoría de los trasgos que habían quedado atrapados por el árbol caído o se hallaban detrás de él se limitaron a saltar aquel obstáculo surgido de súbito, demasiado sedientos de sangre humana para ni siquiera pararse a considerar que podía tratarse de una emboscada; otros, confusos y cautos, se dispersaban por doquier o intentaban ponerse a cubierto. Aquella confusión, aquella falta de cohesión en las filas enemigas, era exactamente el resultado esperado por el Pájaro de la Noche.
Dispuesto a aprovechar la oportunidad, el guardabosque tomó de nuevo Ala de Halcón y disparó una flecha a un trasgo que se había aventurado demasiado cerca; acto seguido el guardabosque disparó otra vez y alcanzó a un trasgo que trataba de librarse de las punzantes ramas.
En lo alto de la colina, Sinfonía dio repetidos tirones hasta conseguir romper la parte del tronco enlazada por la cuerda. Un trasgo se acercó a la espesa maleza que ocultaba al imponente semental para averiguar la causa del estruendo, pero el Pájaro de la Noche de un solo tiro lo abatió al instante.
Sinfonía salió del bosquecillo, pero varios trasgos lo avistaron y se pusieron a aullar. El caballo se lanzó ladera abajo, deseoso de reunirse con el guardabosque.
El Pájaro de la Noche, blandiendo Tempestad, salió corriendo al encuentro del semental, llegó junto a la cuerda y la cortó de un solo tajo con la espada mágica. Se encaramó a la silla, cruzó Tempestad sobre el regazo, empuñó de nuevo Ala de Halcón y le puso una flecha mientras se acomodaba en la silla.
¡Había que ver cómo salieron corriendo los trasgos más cercanos cuando vieron que el arco se levantaba de nuevo!
El Pájaro de la Noche derribó a uno y, con un rugido de desafío, espoleó a Sinfonía para que se lanzara a una corta carrera que le llevó a campo abierto; sobre la marcha, el guardabosque hizo volar otra flecha y consiguió otra diana.
Los trasgos más cercanos se detuvieron bruscamente; algunos le arrojaron lanzas, pero el Pájaro de la Noche era demasiado rápido para ser alcanzado: hizo girar Ala de Halcón en sus manos y lo utilizó como un palo, moviéndolo de un lado a otro para desviar los proyectiles de los trasgos que, sin causar daño alguno, iban cayendo a los lados.
Con un rápido gesto, levantó el arco sujetándolo firmemente por el centro con la mano izquierda, mientras con la derecha colocaba otra flecha. Una fracción de segundo después, otro trasgo se retorcía en el suelo.
El guardabosque se lanzó a la carga. Disparó una vez más, luego colgó Ala de Halcón en la silla, empuñó Tempestad y avanzó amenazadoramente hacia un grupo de tres enemigos.
En el último segundo hizo virar a Sinfonía bruscamente hacia un lado y saltó de la silla; aterrizó dando una voltereta, cargó con una corta carrera y aprovechó el tremendo impulso para atravesar con la espada el palo que un trasgo le interpuso y luego hundirla hasta la mitad en la cabeza de la criatura.
Un brusco movimiento de muñeca hizo volar al trasgo por los aires y devolvió Tempestad a la mano del Pájaro de la Noche tras describir un repentino giro. Inmediatamente, el hombre apuñaló hacia adelante y consiguió matar al segundo enemigo; luego desclavó la espada y la movió justo a tiempo para desviar un corte de la espada del tercero.
En una pelea singular, el trasgo no era rival para el Pájaro de la Noche. El guardabosque rechazó otro ataque, luego un tercero, al tiempo que golpeaba con tanta fuerza la espada del trasgo que la desvió hacia arriba. Aprovechando la ocasión, el Pájaro de la Noche avanzó un paso y, utilizando Tempestad para retener la espada del trasgo por encima de la cabeza del monstruo, con la mano libre lo agarró por el escuálido cuello.
El guardabosque forzó al trasgo a doblarse hacia atrás, y los poderosos músculos del brazo se le hincharon y se le pusieron tensos. Con un gruñido y una súbita y brusca sacudida, el Pájaro de la Noche rompió el cuello del monstruo, que cayó muerto al suelo.
Se le acercaron más trasgos; el guardabosque les dio la bienvenida.
El grupo de vanguardia de los trasgos oyó el fragor del combate, pero en ningún momento se molestó en mirar hacia atrás, ansioso por conseguir la aparentemente fácil presa que constituía la caravana de mercaderes. Bajaron corriendo por la ladera a toda velocidad, ululando ávida y salvajemente. Las flechas que les llovían —uno de ellos fue alcanzado— apenas consiguieron aminorar su marcha.
Pero entonces, de repente, los que iban delante fueron derribados; los que los seguían se tambalearon y el grupo entero se convirtió en un amasijo atascado en el lodo.
A un lado, en la maleza, Pony incitaba a Piedra Gris a avanzar manteniendo la cuerda tirante mientras un trasgo tras otro iban tropezando con ella. La muchacha había atado un extremo de la cuerda al tocón, y luego la había tendido por el prado hacia los árboles calculando el ángulo cuidadosamente para que, cuando el caballo tirara, la cuerda quedara justo a la altura de las rodillas de los trasgos. Antes de atar el otro extremo a su montura, la había enlazado a una raíz que sobresalía para impedir que los tirones de los trasgos atrapados en ella afectaran a Piedra Gris directamente. Ahora, el poderoso semental tiraba hacia adelante y mantenía la cuerda tensa.
Desde abajo, los cuarenta arqueros de la caravana tenían más tiempo para preparar los disparos y buscar objetivos relativamente fijos; la descarga siguiente fue mucho más efectiva. La situación se complicó aún más para los trasgos, pues los que conseguían levantarse habían perdido su impulso y tenían que empezar a correr a menos de cuarenta metros de los arqueros.
Aunque no eran verdaderos guerreros, los mercaderes y sus vigilantes no eran tontos, y varios de ellos no participaban en la lluvia de flechas, sino que reservaban sus disparos para los trasgos que lograban aventurarse demasiado cerca. Los monstruos llegaban a los carruajes de forma aleatoria, uno o dos a la vez, y sin inspirar el pánico de una llegada masiva. Por consiguiente, los arqueros eran capaces de concentrarse mucho más y la mayoría de sus tiros daban en el blanco.
Pony comprendió que allí ya había terminado el trabajo. Tomó de nuevo la espada y cortó la cuerda de la que tiraba Piedra Gris. Hizo dar la vuelta al caballo con la intención de cargar contra los trasgos que todavía se debatían entre la hierba, pero entonces miró hacia lo alto de la colina y vio a su amado en medio de un grupo de monstruos. Resistiendo la tentación de utilizar las gemas mágicas, hundió los talones en los flancos de Piedra Gris y el caballo salió corriendo, disparado hacia lo alto de la colina.
Mientras el grueso de la horda de trasgos avanzaba más allá de la sierra dejando tras de sí unos pocos muertos y heridos, Juraviel pudo seleccionar sus tiros con mayor libertad. Al principio se dedicó a las criaturas que luchaban con el guardabosque, pero cuando la magnitud del desastre empezó a hacer mella en los trasgos, varios se dieron la vuelta e intentaron huir. Se dirigieron de nuevo hacia lo alto de la colina y pasaron justo por debajo de la posición del elfo sin intención de detenerse ni de aminorar la marcha.
El arco de Juraviel silbaba sin parar: una flecha tras otra aguijoneaba a los monstruos que huían asustados. Disparó a todos los trasgos que vio y, cuando casi había vaciado su carcaj, una criatura se detuvo bruscamente al pie de su árbol y se puso a dar brincos con gran excitación y a señalarlo.
Juraviel se apresuró a disparar una flecha contra su repugnante cara, y el trasgo cayó derribado junto al cadáver de su compañero arrodillado. A continuación disparó contra otras dos criaturas que se habían acercado para averiguar por qué había gritado el trasgo.
Juraviel rebuscó metódicamente en su carcaj y comprobó que sólo le quedaba una flecha. Se encogió de hombros y disparó contra otro monstruo; luego colgó el arco en un saliente de una rama, desenvainó su ligera espada y bajó del árbol, buscando el momento adecuado para atacar con fuerza.
Sin embargo, se dio cuenta de que la pelea ya estaba tocando a su fin, pues más de veinte trasgos yacían muertos en la colina, otros veinte agonizaban frente a la caravana de los mercaderes, varios habían huido al otro lado de la sierra y otro grupo considerable bajaba corriendo por la ladera pero desviándose hacia el este. Al contemplar aquel panorama Juraviel se sintió lleno de esperanza, pues aquéllos eran los trasgos de antaño: unos cobardes enemigos a los que era fácil desconcertar y que eran incapaces de mantener una formación ordenada ante una resistencia inesperada; aquéllos eran los trasgos que, aunque mucho más numerosos que los humanos y los elfos de Corona, jamás habían supuesto una auténtica amenaza.
La impaciencia de los trasgos por abatir al guerrero que luchaba a campo abierto no tardó en desvanecerse, pues uno tras otro fueron cayendo muertos bajo la deslumbrante espada del Pájaro de la Noche.
Rodeado por cinco monstruos, el guardabosque avanzó con decisión; al ver que los que tenía delante retrocedían, se volvió bruscamente pues sabía que los que estaban detrás se abalanzarían sobre él; al girar sobre sí mismo, propinó un violento barrido con la espada y desvió hacia un lado un palo y una lanza dirigidos contra él. Con el perfecto equilibrio conseguido a lo largo de años de bi'nelle dasada, los pies del guardabosque se deslizaron con rapidez antes de que los trasgos que ahora habían quedado detrás de él pudieran atacarlo por la espalda y, al coger por sorpresa a los dos que tenía delante con su repentino desplazamiento, consiguió propinar un potente golpe de espada en el pecho del que llevaba el palo.
Mientras la criatura caía apretándose la herida en un vano intento de retener la vida que se le escapaba con la sangre que le brotaba a borbotones, su compañero echó la lanza hacia atrás y se la arrojó.
Fue un buen lanzamiento, bien dirigido a la cabeza del Pájaro de la Noche, pero el guardabosque torció y agachó la cabeza con gran astucia; su gesto, combinado con el movimiento transversal de Tempestad, hizo que la lanza se desviara por encima de su hombro y pasara sin rozarlo; el proyectil continuó su recorrido y obligó a los trasgos situados tras el guardabosque a echarse a un lado frenéticamente, lo cual frenó su avance y proporcionó al hombre tiempo suficiente para preparar un nuevo ataque.
El ahora desarmado trasgo levantó los brazos en una débil posición defensiva. Tempestad golpeó tres veces seguidas: la primera lo hirió en un brazo, la segunda en el otro hombro, inutilizándoselo para una posible defensa, y la tercera lo alcanzó en la garganta.
El Pájaro de la Noche se dio la vuelta a tiempo para rechazar la carga de los tres trasgos que quedaban y se agachó todo lo que pudo, pero en perfecto equilibrio, para adoptar una posición defensiva; entretanto, dos nuevos camaradas que sustituían a los caídos rodearon de nuevo al guardabosque, pero en esta ocasión parecían tener menos prisa en lanzar el primer ataque.
El Pájaro de la Noche continuó su giro, preparado para defenderse desde todos los ángulos. De vez en cuando atacaba de forma controlada con Tempestad, no para herirlos sino con objeto de provocar el ataque de los trasgos objeto de su embestida. Pensaba jugar con sus errores, dejar que dominaran y que, inevitablemente, cometieran alguna equivocación; pero entonces vio otra posibilidad y en su rostro se dibujó una amplia sonrisa de confianza, lo cual desconcertó a los trasgos.
Comprendieron el motivo de su alegría poco después, cuando Piedra Gris irrumpió en medio de ellos con violencia y los arrojó hacia un lado, mientras Pony les provocaba terribles heridas con la espada y los derribaba al suelo uno tras otro. Al principio la mujer se dirigió apresuradamente hacia su amado e incluso soltó las riendas para tenderle la mano y ayudarlo a montar sobre el caballo, detrás de ella.
Pero el guardabosque le hizo señas para que desmontara y se uniera a la fiesta.
Pony pasó la pierna por encima de la silla y, con un movimiento rápido, intercambió la posición de los pies de forma que el pie más pegado al caballo fuera el que tenía metido en el estribo. Esperó a que otros dos trasgos se arrojaran de cabeza a un lado ante la temible embestida de Piedra Gris y entonces pegó una palmada al caballo para que continuara corriendo y saltó al suelo cargando con fiereza.
Entre ella y el Pájaro de la Noche había un trasgo con la espada preparada para atacar.
La embestida de Pony fue rapidísima. Se agachó y se levantó con la velocidad de un rayo y, blandiendo su espada, lanzó la del trasgo muy arriba y la hizo volar junto con dos dedos del monstruo. Continuó su carrera junto a la criatura y varió el ángulo de la espada para que se hundiera en el pecho del trasgo mientras lo adelantaba.
El trasgo pegó un chillido agudo y se tambaleó cuando Pony desclavó la espada; la mujer prosiguió la carga acuchillando con furia con la espada ensangrentada.
El Pájaro de la Noche no había estado ocioso, sino que, moviéndose con ferocidad, para asombro de sus enemigos, consiguió abrirse paso y alcanzar una posición a la que Pony podía llegar sin mayores dificultades. Al cabo de unos segundos, los dos amantes estaban espalda contra espalda.
—Creí que pelearías en la parte baja de la colina para ayudar a los mercaderes —dijo el Pájaro de la Noche, al parecer no demasiado contento de que Pony se encontrara con él en aquella peligrosa situación.
—Y yo pensé que ya era hora de que probara esa danza de la espada que me has estado enseñando —respondió ella con aire indiferente.
—¿Tienes las piedras preparadas?
—No las necesitaremos.
La determinación de su voz animó al guardabosque que, incluso, esbozó una sonrisa en su cara.
Los trasgos los rodearon con objeto de tantearlos. Los muchos compañeros muertos que yacían por doquier les recordaban las consecuencias de un ataque temerario. Pero seguían siendo superiores en número: ahora en una proporción de cinco a uno.
Una criatura ululó, avanzó precipitadamente y arrojó una lanza a Pony; la muchacha alzó su espada en el último momento y el arma del monstruo se desvió hacia arriba, por encima del hombro de la mujer, después de haber perdido casi todo el impulso. Pony no había gritado en absoluto, pero no era necesario, pues el Pájaro de la Noche sintió los músculos de la chica sobre su espalda y se dio cuenta de lo que hacía como si lo hubiera hecho él mismo. Dio media vuelta mientras la lanza rebotaba por encima del hombro de Pony y la atrapó con un rápido golpe seco de la mano; aprovechó el ágil movimiento para hacer que la lanza pasara por delante de él y arrojarla con fuerza contra el pecho de un trasgo que había osado acercarse demasiado.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Pony, aunque en ningún momento había mirado hacia atrás para ver qué hacía el guardabosque.
El Pájaro de la Noche se limitó a negar con la cabeza; Pony captó el gesto y también guardó silencio mientras ambos iban sintiéndose más cómodos en su postura defensiva. Notaban que entre ellos se desarrollaba una asombrosa simbiosis, como si a través de los músculos pudieran comunicarse con la misma claridad que con el lenguaje hablado. Pony percibía la mínima contracción, el mínimo cambio de posición del Pájaro de la Noche.
El guardabosque tenía la misma percepción y, sin duda, se sorprendía de aquella compenetración. A pesar de los lógicos temores, Elbryan sabía lo suficiente como para confiar en aquella extraña extensión de la bi'nelle dasada. Se preguntó si los elfos sabrían que la danza de la espada podía llevarse hasta aquel extremo. Su reflexión duró sólo un instante, pues los trasgos se estaban poniendo nerviosos, y algunos se iban acercando. Uno de ellos preparó una lanza para arrojarla, aunque a los trasgos del otro lado del camino, que habían sido testigos del desastre del primer intento, no pareció gustarles la idea.
Pony comprendió que el Pájaro de la Noche quería que ella fuera hacia la izquierda. Tras una rápida ojeada hacia allí, comprendió la razón: un trasgo particularmente atrevido necesitaba recibir una rápida y contundente lección. Respiró profundamente para eliminar cualquier vestigio de duda en su mente, pues sabía que la duda conllevaba vacilación y que la vacilación conducía al desastre. Se dio cuenta de que ése era el auténtico significado del rito matutino, una danza tan íntima como hacer el amor; había llegado el momento de poner a prueba su fe en aquella danza. Su amado quería que fuese hacia la izquierda.
El Pájaro de la Noche percibió la tensión en la espalda de Pony y luego el repentino empuje; mientras ella se movía, él se dio la vuelta en torno al pie más atrasado de ella, un giro completo que cogió totalmente desprevenidos a los trasgos que se apresuraban a atacar aprovechando la oportunidad. El trasgo más cercano dirigía una lanza contra Pony cuando Tempestad le cortó ambos brazos a la altura de los codos.
El segundo trasgo se las apañó para orientar su palo en la dirección adecuada, pero el guardabosque se limitó a apartar a un lado el arma que pretendía bloquearlo y apuñaló al monstruo en el vientre.
Luego Pony se dio la vuelta en torno al pie más atrasado del Pájaro de la Noche, del mismo modo que él lo había hecho antes alrededor del de la mujer. De nuevo, los trasgos que atacaban ante la aparente desprotección que les proporcionaba el movimiento del Pájaro de la Noche fueron cogidos por sorpresa y por la cortante espada de Pony. Uno de ellos cayó al suelo cubriéndose la desgarrada garganta con las manos, mientras otros dos pegaron un brinco y emprendieron una brusca y apresurada retirada.
Pony y el Pájaro de la Noche quedaron de nuevo espalda contra espalda, agachados en una perfecta postura defensiva y en perfecta armonía.
Desde la hilera de árboles, Belli'mar Juraviel observaba con satisfacción cómo Sinfonía llevaba a Piedra Gris, que iba sin jinete, a un lugar seguro. Muchas veces el elfo había sido testigo de la inteligencia de Sinfonía, y siempre, como en esa ocasión, experimentaba un gran respeto y una profunda emoción ante tal constatación.
Aún más impresionante fue el espectáculo que presenció Juraviel al mirar hacia atrás, hacia el lugar donde sus amigos humanos hacían gala de la armonía de sus movimientos: Pony y el Pájaro de la Noche se complementaban con absoluta perfección. Para el Touel'alfar, la bi'nelle dasada era una danza personal, la meditación privada de un guerrero, pero ahora, al verlos, Juraviel comprendió enseguida por qué el Pájaro de la Noche se la había enseñado a Pony y por qué danzaban juntos.
En aquel momento, en la herbosa ladera —una pendiente que se estaba tiñendo de rojo con la sangre derramada de los trasgos—, Pony y el Pájaro de la Noche eran como un único y singular guerrero.
Juraviel advirtió que su arco no podía descansar y que tenía que ayudar a sus amigos. No obstante, ellos apenas parecían necesitarlo, ya que sus movimientos eran tan ágiles y sincronizados que el círculo de trasgos se iba ensanchando en lugar de estrecharse, pues aquellas repugnantes criaturas iban cediendo más y más terreno.
Juraviel salió al fin de su pasmo con tiempo suficiente para coger una flecha: su disparo alcanzó a un trasgo en la nuca, justo debajo del cráneo.
La circunferencia de trasgos en torno al Pájaro de la Noche y a Pony era cada vez más delgada, y cada vez eran más numerosos los trasgos que se daban la vuelta y huían que los que caían ante la danza armoniosa de la pareja. Pony consiguió matar a uno, y el guardabosque derribó a otro que estúpidamente intentó atacarla de nuevo por la espalda cuando la mujer se dio la vuelta; luego todo pareció quedar en calma, sin monstruos dispuestos a atacarlos.
El Pájaro de la Noche percibió la tensión y el miedo crecientes de los trasgos, que miraban hacia atrás y hacia adelante. Todos, sin excepción, querían abandonar el ataque y huir; la batalla estaba a punto de entrar en la fase más crítica. Se dispuso a comunicárselo a Pony, pero, apenas hubo empezado, ella lo interrumpió enseguida:
—Ya lo sé —dijo simplemente.
El Pájaro de la Noche se dio cuenta de que, en efecto, lo sabía por los sutiles movimientos de los músculos de la chica al agacharse, buscar una postura equilibrada y preparar las piernas para un rápido desplazamiento.
Las lanzas les llovieron sin coordinación alguna; el primer trasgo arrojó una, se dio la vuelta y huyó; luego sobrevino una lluvia de proyectiles que los monstruos utilizaron para cubrir su retirada.
El Pájaro de la Noche y Pony giraron, se agacharon y luego se levantaron empuñando las espadas para desviar y esquivar las lanzas. No hubo un instante de tregua para el guardabosque ni para su compañera mientras se abrían paso a través de aquella peligrosa lluvia sin sufrir daño alguno, atacando a los trasgos más cercanos y derribándolos con certeros golpes para, acto seguido, avanzar hasta la siguiente hilera de enemigos. No tardaron en dejar de luchar de forma concertada, pero tampoco lo hacían los trasgos, por lo que la batalla se convirtió en una sucesión de peleas individuales. Pony manejaba la espada maravillosamente bien, dibujando círculos en torno a su oponente hasta encontrar una abertura; entonces atacaba con precisión con una firme estocada y su segundo o tercer golpe casi siempre acababa el trabajo.
El Pájaro de la Noche, más fuerte y más experto, iba más al grano y aprovechaba su impresionante fortaleza. Los trasgos levantaban las armas para rechazar su ataque y el hombre se limitaba a golpearlas; generalmente el mismo golpe fatal le permitía alcanzar al monstruo. Se lanzaba hacia atrás y hacia adelante, corría precipitadamente y daba vueltas completas, es decir, hacía todo lo necesario para alcanzar a su siguiente víctima; los trasgos hubieran tenido que serenarse y organizar una resistencia coordinada, pero eran seres estúpidos y, además, estaban asustados.
Pronto sucumbieron.
Los pocos que consiguieron llegar a lo alto de la colina, hasta la hilera de árboles situada frente al guardabosque, se encontraron con un enemigo inesperado, una criatura pequeña y ágil, apenas de la estatura de un trasgo, que empuñaba una espada tan diminuta que parecía más adecuada para una mesa de comedor que para el campo de batalla.
El trasgo que iba en cabeza se desvió bruscamente para enfrentarse a aquel nuevo enemigo creyendo que era un cachorro humano, convencido de que acabaría con él enseguida.
La espada de Juraviel golpeó la punta de la hoja del trasgo hasta cuatro veces seguidas con tal rapidez que el monstruo no tuvo tiempo de reaccionar; con cada golpe, el elfo avanzaba unos centímetros, de forma que cuando el asombrado trasgo tuvo que defenderse del cuarto golpe, Juraviel estaba sólo a un palmo y medio de él.
La espada del elfo se movió de nuevo con una serie rápida de golpes: uno, dos, tres; en el pecho del trasgo aparecieron tres mortales agujeros.
Juraviel siguió a la carga y alcanzó al siguiente; iba desarmado pues había tirado la lanza contra el guardabosque. El trasgo levantó las manos.
Pero Belli'mar Juraviel de los Touel'alfar no tenía piedad con los trasgos.
La fuga desordenada por la ladera terminó casi al mismo tiempo que la que se produjo junto a los carruajes. El grupo de cabeza de los trasgos, a los que Pony había hecho tropezar, cayeron muertos uno tras otro sin siquiera conseguir entrar en el anillo.
Sin embargo, el grupo más nutrido que quedaba, corrió carretera abajo hacia el este para salir del valle.
Pony divisó primero a Juraviel: estaba sentado tranquilamente en una rama baja en lo alto de la colina, limpiando la sangre de la espada con un trozo de vestido de un trasgo.
—He contado hasta cuatro que han pasado por delante de mí —les gritó a sus amigos—. Huían a todo correr por la ladera al otro lado de la sierra.
El Pájaro de la Noche silbó, pero Sinfonía ya iba hacia él antes de que lo hiciera.
—¿No dejaremos escapar a nadie para propagar la leyenda del Pájaro de la Noche? —bromeó Pony mientras el hombre se disponía a agarrarse a la silla. En la guerra del norte, el Pájaro de la Noche a menudo había dejado escapar a uno o dos monstruos, para que susurraran su nombre con pavor.
—Esos trasgos sólo causarán más desgracias —explicó el guardabosque, montando con un solo movimiento—. Hay demasiados inocentes por doquier a los que podrían causar daño.
Pony lo miró burlona, luego dirigió la vista hacia Piedra Gris, mientras se preguntaba si debería acompañarlo.
—Cuida de los mercaderes —indicó el guardabosque—. Probablemente necesitarán tus habilidades curativas.
—Si veo alguno en peligro de muerte utilizaré la piedra del alma —explicó Pony.
El guardabosque accedió.
—¿Y qué pasará con ésos? —preguntó Pony, señalando a la banda que huía hacia el este—. Deben de ser como mínimo una veintena de criaturas, quizá treinta o incluso más.
El guardabosque examinó las alternativas y sonrió.
—Me parece que los monjes pueden encargarse de ellos —repuso—. Si no, daremos caza a la banda cuando acabemos aquí; en cualquier caso nuestro camino es hacia el este.
Antes de que Pony asintiera con la cabeza, el guardabosque ya se había marchado. Sinfonía coronó la sierra y bajó por el otro lado a la velocidad del rayo, mientras el hombre preparaba Ala de Halcón sobre la marcha. Divisó al primero de los trasgos, que corría entre la hierba; pronto acortó distancias con él, con la intención de rebasarlo y atacarlo con la espada. Entonces vio a un segundo monstruo que huía en otra dirección completamente distinta: el grupo se había dispersado.
No había tiempo para utilizar Tempestad, decidió el guardabosque, y levantó el arco.
Sólo quedaban tres.
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12
Hambrientos de lucha
—Si rezamos juntos, una sola descarga del rayo de la mano de Dios los destruirá —propuso un joven monje que había participado en la expedición a Aida y también en la batalla a las afueras de la aldea alpinadorana.
Maese De'Unnero frunció el entrecejo mientras observaba al joven y los gestos de asentimiento de los otros monjes, hombres que habían oído el relato de la gran victoria en las tierras del norte, el relato de dedos chispeantes que emergían de las filas de los monjes para derrotar a los enemigos.
De'Unnero reconocía que había algo más que inspiraba aquellos gestos: el miedo. Querían un ataque limpio y rápido contra la fuerza de los trasgos que se iban acercando, porque temían enzarzarse con aquellos seres relativamente desconocidos en una lucha cuerpo a cuerpo. El futuro abad se acercó resueltamente al monje que había tomado la palabra y lo miró de tal forma que lo dejó sobrecogido y con las mejillas sin color.
—Sólo maese Jojonah utilizará la magia —espetó; torció la cabeza de un lado a otro para que todos pudieran ver su expresión, para que nadie se atreviera a rechistar—. Es demasiado viejo y está demasiado enfermo para pelear.
Al mirar al perverso monje, Jojonah sintió un deseo poco menos que irresistible de lanzarse contra él y demostrarle que estaba equivocado.
—Por lo que concierne a los demás —prosiguió De'Unnero en un tono muy brusco—, considerémoslo como un ejercicio de gran valor formativo; es posible que todavía tengamos que luchar en nuestro nuevo hogar de Palmaris.
—Ese «ejercicio» podría resultar mortal —puntualizó maese Jojonah, subrayando el sarcasmo con la serenidad de su pausada voz.
—En tal caso, mayor será su valor formativo —repuso sin vacilar De'Unnero. Al ver que Jojonah negaba con la cabeza, se precipitó hacia él en actitud desafiante cruzando sus poderosos brazos sobre su bien torneado pecho.
Maese Jojonah se repitió a sí mismo que no era momento de enfrentamientos, pues no deseaba poner a De'Unnero en una situación embarazosa que sólo hubiera servido para que su enemigo se empecinara aún más.
—Te pido que actuemos frente a esa banda que se acerca con eficacia y destreza —dijo Jojonah—. Derribémosla con una sola descarga de un rayo y veamos quién está al otro lado de esa ladera —señaló por detrás de De'Unnero un penacho de humo negro que se elevaba perezosamente en el aire.
Como respuesta, De'Unnero le entregó una sola piedra, un trozo de grafito.
—Utilízala bien, hermano —ordenó—, pero no demasiado bien, pues quiero que mis nuevos asistentes reciban un entrenamiento adecuado con los placeres de la batalla.
—¿Placeres de la batalla? —repitió Jojonah pero en voz baja, mientras De'Unnero se alejaba precipitadamente y gritaba a los hermanos que prepararan los arcos.
El anciano padre se limitó a mover la cabeza con incredulidad. Frotó el grafito sobre la palma de la mano con intención de atacar violenta y rápidamente a la horda de trasgos, a fin de matarlos o ponerlos en fuga, para que sólo unos pocos jóvenes monjes, o ninguno, se vieran envueltos en un verdadero combate. Cuando el explorador delantero hizo señas de que los trasgos se estaban acercando, maese Jojonah frotó la piedra con mayor insistencia pues todavía no sentía el poder del grafito.
El padre se concentró para buscar el lugar especial de la magia en su mente, aquel lugar especial de Dios. Procuró no pensar en De'Unnero, convencido de que tales pensamientos negativos podrían tener un efecto adverso. Frotó el grafito entre los dedos y percibió hasta el menor de sus surcos.
Pero no su magia. Jojonah abrió los ojos y vio que estaba solo en la carretera. Al borde del pánico, echó un vistazo alrededor y se tranquilizó en cierto modo al ver que De'Unnero había dispuesto a los demás entre la maleza que había a los lados. Avistó a los trasgos de cabeza que aparecieron corriendo por un viraje de la carretera. Jojonah miró el grafito, con incredulidad, sintiéndose traicionado.
Los trasgos atacaban; su carrera dejó de ser una huida para convertirse en una hambrienta carga.
Jojonah levantó el brazo y cerró los ojos invocando a la piedra.
Nada, ningún rayo se descargó, ni siquiera una chispa; los trasgos ya estaban muy cerca: Jojonah lo intentó otra vez, pero no encontró ninguna fuente de magia en el grafito. Entonces comprendió qué ocurría: aquella piedra no estaba encantada, era sólo un vulgar pedrusco. El miedo lo paralizó; ¡De'Unnero lo había enviado a la muerte, allí en la carretera! Era un anciano desarmado y no tenía la menor posibilidad de hacerles frente! Soltó un grito, se dio la vuelta y echó a andar, cojeando, tan rápido como le permitieron las gruesas piernas que lo sostenían.
Oía los gritos de los trasgos que se acercaban más y más. Sabía que en cualquier momento una lanza se le clavaría en la espalda.
Pero entonces De'Unnero y los hermanos atacaron con decisión a la turba de trasgos: los monjes saltaron desde la maleza que había a ambos lados de la carretera disparando pesadas ballestas, diseñadas para abatir powris, o incluso gigantes, a corta distancia. Gruesos cuadrillos desgarraron la carne de los trasgos, abrieron agujeros en aquellos seres pequeñajos y, algunas veces, incluso en trasgos situados detrás de la primera víctima. La turba de trasgos saltaba, giraba, caía; los gritos de ataque de los monstruos no tardaron en convertirse en chillidos de sorpresa y dolor.
Jojonah se atrevió a aminorar el paso y a echar una ojeada hacia atrás: la mitad de los trasgos habían sido derribados; algunos se retorcían, otros estaban muertos, y maese De'Unnero había saltado a la carretera justo en medio de los que quedaban. Se había convertido en una perfecta máquina de matar y daba saltos y giros con gran precisión. Con los dedos extendidos y la mano rígida pegó un golpe seco en la garganta de un trasgo. Se dio la vuelta cuando otro enemigo intentaba partirle la cabeza con un palo: De'Unnero levantó los brazos y formó con ellos una firme cruz por encima de la cabeza, deteniendo el golpe con los antebrazos. Lanzó los brazos hacia fuera y consiguió que el asustado trasgo soltara el palo; se apoderó del arma mientras giraba y la descargó con fuerza contra la cara de la criatura; el segundo golpe fue un revés potente, aún más demoledor que el primero.
De'Unnero siguió corriendo y, sirviéndose del palo, desvió una lanza dirigida contra él; luego se dio la vuelta de nuevo para atizar por tercera vez al primer trasgo, que aún estaba de pie pero casi inconsciente, y lo derribó al suelo.
Volvió a la carga, arrojó el palo contra el portador de la lanza y, siguiendo el vuelo del arma con un rápido desplazamiento, se coló en el radio de acción de la lanza, la apartó y con la mano libre descargó una pesada lluvia de golpes sobre la cara y la garganta de la criatura.
Ya había otros monjes en la carretera, que arrollaron a los trasgos y dividieron al grupo. Unos pocos monstruos, gimoteando, huyeron precipitadamente hacia un lado, pero De'Unnero había apostado allí a varios guerreros que ya tenían las ballestas perfectamente preparadas.
Y entonces, con la horda de trasgos ya muy desmoronada, sobrevino quizás el peor ataque de todos. El brutal De'Unnero se sumergió en su gema favorita, la zarpa de tigre, y sus brazos, normalmente ya temibles, se transformaron en los terribles miembros de un tigre y empezaron a destrozar a los trasgos más cercanos.
Antes de que maese Jojonah llegara a reunirse con sus compañeros, todo había acabado.
Cuando regresó, resoplando ostensiblemente, encontró a De'Unnero en un estado de gran excitación, casi frenético; el hombre iba de un lado a otro de la hilera de jóvenes monjes, dándoles fuertes palmadas en la espalda, realmente trastornado por la gran victoria.
Sólo unos pocos monjes habían resultado heridos; el más grave había recibido un cuadrillo desde el otro lado de la carretera, disparado por un monje que no calculó bien el ángulo de tiro. Varios trasgos todavía permanecían con vida en la carretera, pero no estaban en condiciones de continuar la lucha, y un grupo más numeroso había escapado a toda carrera por los prados a ambos lados del camino.
A De'Unnero no parecía importarle. El hombre incluso fue capaz de sonreír a Jojonah.
—No podía haber sido más rápido, ni siquiera con la utilización de magia —dijo el futuro abad.
—Algo que obviamente nunca te propusiste hacer, exceptuando, claro está, tu piedra personal —replicó Jojonah en tono áspero, mientras le tiraba el grafito inservible—. No me gusta servir de cebo, maese De'Unnero.
De'Unnero echó una ojeada a los jóvenes monjes, y a Jojonah no le pasó inadvertida la sonrisa burlona que apareció en su cara.
—Desempeñaste un papel necesario —arguyó De'Unnero, sin molestarse en reprenderlo por haberse referido a él como a un simple maese.
—Con una gema auténtica podría haber sido más útil.
—No es cierto —replicó De'Unnero—. La descarga de tu rayo podía haber matado a unos pocos, pero el resto habría huido y habría hecho mucho más difícil nuestra tarea.
—También ha habido monstruos que han conseguido escapar —le recordó Jojonah.
—No los suficientes como para causar daños sustanciales —repuso De'Unnero rechazando su argumento.
—O sea que querías verme asustado y corriendo.
—Para atraerlos —argumentó De'Unnero.
—¿A mí? ¿Un padre de Saint Mere Abelle? —insistió Jojonah, comprendiendo el verdadero y sutil motivo de Marcalo De'Unnero. El hombre lo había humillado delante de los monjes jóvenes y, de esa forma, reforzaba su propio rango entre ellos; mientras Jojonah había corrido como un chiquillo asustado, De'Unnero había saltado en medio de los enemigos y había matado como mínimo a un buen puñado con sus propias manos.
—Perdóname, hermano —dijo De'Unnero sin ninguna sinceridad—. Eres el único que tiene un aspecto suficientemente achacoso para atraer a los trasgos. Si hubieran visto a un hombre más joven y vigoroso, como yo mismo, habrían huido.
Jojonah se calló y lo miró fijamente: sería su venganza. Un acto semejante, una humillación semejante a un padre abellicano, podía llevarse ante autoridades superiores; sin duda, como resultado, De'Unnero sería severamente castigado por su presunción y por haberlo humillado de aquel modo. Pero ¿a qué autoridades superiores podía acudir?, se preguntó maese Jojonah. ¿Al padre abad Markwart? Desde luego que no.
De'Unnero aquel día había ganado, aceptó Jojonah, pero allí y en aquel preciso momento también decidió que su batalla personal sería una lucha larga, muy larga.
—La hematites, por favor —pidió a De'Unnero—. Los heridos necesitan asistencia.
De'Unnero echó un vistazo alrededor; no parecía impresionado por la gravedad de las heridas.
—De nuevo demuestras servir para algo —dijo, mientras entregaba la piedra a Jojonah.
El padre Jojonah se limitó a alejarse.
—Se la enseñaste —declaró Juraviel, sentado en un árbol, en tono acusador cuando Elbryan volvió de la sierra después de completar satisfactoriamente su cacería.
Al guardabosque no le hizo falta preguntar de qué estaba hablando el elfo, pues sabía que Juraviel había contemplado su danza con Pony y que ninguna pareja de humanos podía alcanzar aquel grado de gracia y armonía sin la bi'nelle dasada. Sin réplica alguna, Elbryan pasó por alto la acusación. Miró al círculo de carruajes y vio a Pony que se movía entre los mercaderes para ayudarlos.
Juraviel dejó escapar un profundo suspiro y se apoyó en el tronco.
—¿Ni siquiera vas a admitirlo? —preguntó.
Ahora el guardabosque clavó la mirada en el elfo.
—¿Admitirlo? —repitió con incredulidad—. Hablas como si se tratara de un delito.
—¿Acaso no lo es?
—¿No es digna de ello? —disparó Elbryan como respuesta, mientras señalaba con la mano hacia los carruajes donde estaba Pony.
El enfado del elfo disminuyó en cierto modo; pero siguió insistiendo:
—¿Y quién es Elbryan para juzgar quién es digno y quién no lo es? —argumentó—. ¿Es Elbryan, entonces, el que se ha convertido en profesor en lugar de los Touel'alfar, que perfeccionaron la bi'nelle dasada cuando el mundo todavía era joven?
—No —repuso con severidad el guardabosque—, Elbryan no, pero sí el Pájaro de la Noche.
—Eso es mucho suponer —replicó Juraviel.
—Vosotros me disteis ese nombre.
—Te dimos la vida y mucho más —dijo con aspereza el elfo—. Ten cuidado de no abusar de los dones que te hemos dado, Pájaro de la Noche. La señora Dasslerond no toleraría semejante afrenta.
—¿Afrenta? —repitió el guardabosque, como si todo aquello fuera ridículo—. Considera la situación en la que yo, mejor dicho, nosotros nos encontramos. Pony y yo habíamos destruido al Dáctilo y, para abrirnos paso, tuvimos que luchar contra hordas de monstruos, eso sólo para poder llegar hasta Dundalis. Por lo tanto, sí, compartí con ella el don que me disteis, tanto en su honor como en el vuestro, del mismo modo que ella compartió conmigo el don que le había dado Avelyn, en honor de ambos.
—Te enseñó a utilizar las piedras —dedujo Juraviel.
—Estoy muy lejos del grado de conocimiento que ella tiene —admitió el guardabosque.
—También ella está muy lejos de tu capacidad de lucha —dijo el elfo.
Elbryan estuvo a punto de responder con agresividad, pues no podía tolerar semejante insulto a Pony, especialmente uno tan ridículo, pero Juraviel continuó hablando.
—No obstante, un humano que puede moverse con tanta gracia, que puede acoplarse tan maravillosamente con otro adiestrado por los Touel'alfar, es desde luego algo insólito —prosiguió el elfo—. Jilseponie danza como si hubiera pasado años en Caer'alfar.
La cara de Elbryan se iluminó con una sonrisa.
—La enseñó un experto —dijo con expresión burlona.
Juraviel ni siquiera hizo caso de aquella broma jactanciosa.
—Hiciste bien —decidió el elfo—. Sí, Jilseponie es digna de la danza, tan digna como el humano que más lo haya sido.
Satisfecho con el resultado de la charla, el guardabosque miró valle abajo hacia el este.
—Un grupo numeroso se va por allí —comentó.
—Probablemente se encontrarán con los monjes que vienen en dirección contraria.
—A menos que los monjes decidan esconderse y dejar que los trasgos pasen de largo —sugirió Elbryan.
Juraviel comprendió la indicación.
—Reúnete con tu compañera y cuida de los mercaderes —propuso—. Iré a explorar por el este y averiguaré qué ha sido de nuestros amigos trasgos.
El guardabosque condujo a Sinfonía ladera abajo hasta los carruajes. Un hombre asustado alzó un arma como si quisiera hacer retroceder al recién llegado, pero otro le pegó un cachete.
—¡Eh, estúpido! —exclamó el segundo hombre—. Precisamente este tipo ha salvado tu apestosa vida. ¡Él solito se ha cargado a la mitad de los trasgos!
El otro tiró el arma al suelo e inició una serie de ridículas reverencias. Elbryan se limitó a sonreír e hizo que Sinfonía pasara por delante de él y entrara en el anillo de los carruajes. De repente vio a Pony y bajó del caballo; confió las riendas a una mujer joven, casi una chiquilla, que se le acercó apresuradamente para ayudarlo.
—Hay muchos con heridas graves —explicó Pony, sin dejar de ocuparse de un hombre que parecía herido de muerte—. Lo hirieron en la primera lucha, no en la última.
Elbryan levantó la vista y dirigió una mirada inquieta hacia el este.
—Los monjes no están lejos, me temo —dijo con calma. Cuando volvió la vista hacia Pony, advirtió que la joven se mordía el carnoso labio superior y lo interrogaba con sus ojos azules muy abiertos. Sabía qué se proponía hacer su amada, tanto si él argumentaba en contra como si no, y se dio cuenta de que ella sólo esperaba que él le expusiera su punto de vista sobre la cuestión.
—Deja la piedra del alma —le indicó—. Cuida las heridas de forma convencional, y utiliza la gema sólo...
Elbryan se detuvo al ver cómo cambiaba la expresión de Pony. La mujer quería saber su opinión, por respeto, pero no necesitaba sus órdenes. Entonces el guardabosque se calló y bajó la cabeza para mostrar que confiaba en su criterio.
La miró mientras ella sacaba la piedra gris de la bolsa, la apretaba con fuerza y se inclinaba sobre el hombre herido. El guardabosque se agachó, tomó una venda y empezó a envolver la herida del hombre: una cuchillada en el costado derecho del pecho, entre las costillas, bastante profunda, que quizás incluso afectaba al pulmón. Elbryan vendó firmemente la herida; no quería causar más dolor a aquel hombre, pero era necesario que llorara un poco para disimular el trabajo secreto de Pony.
El hombre jadeaba, y Elbryan le dirigía palabras de consuelo. En cuestión de segundos, el hombre se tranquilizó y miró hacia el guardabosque con aire burlón.
—¿Cómo? —preguntó sin aliento.
—Tu herida no era tan mala como parecía —mintió Elbryan—. La hoja no atravesó el hueso de la costilla.
El hombre lo miró con incredulidad, pero lo dejó correr, aliviado por la desaparición del dolor, o poco menos, y porque empezaba a respirar con normalidad.
Elbryan y Pony recorrieron luego el campamento en busca de heridos a los que no bastaran los métodos convencionales. Sólo encontraron otro más, una anciana herida en la cabeza; tenía la mirada perdida y la boca babeante.
—Está sin sentido —dijo un hombre que la atendía—. Lo he visto antes; el trasgo le rompió la cabeza con el palo. Morirá esta noche mientras duerma.
Pony se inclinó y examinó la herida.
—No ocurrirá tal cosa —replicó—. No, si la vendamos adecuadamente.
—¿Qué? —preguntó con escepticismo el hombre, pero se calló enseguida cuando vio que Pony y Elbryan se ponían a trabajar.
El guardabosque aplicó unos vendajes alrededor de la cabeza de la mujer, mientras Pony, con la piedra del alma escondida bajo la palma de la mano, colocaba las manos cerca de la herida como si estuviera sujetando la cabeza mientras se la vendaban.
Pony cerró los ojos, se concentró en la piedra y envió la magia curativa a través de sus dedos. Sintió las punzadas de dolor, las partes sensibilizadas y tumefactas, pero se había ocupado de heridas mucho peores en las batallas del norte.
Cuando salió del trance, al cabo de unos instantes, la herida se había reducido hasta el punto de no representar un peligro para la vida de la mujer. Entonces se oyeron gritos:
—¡Se acercan! ¡Por el este!
—¡Trasgos! —chilló un mercader asustado.
—¡No! —gritó otro— ¡Hermanos! ¡Saint Mere Abelle ha venido en nuestra ayuda!
Elbryan lanzó una mirada nerviosa a Pony, que enseguida guardó la gema.
—No sé cómo lo hiciste, pero has salvado la vida a Timmy —dijo una mujer, precipitándose hacia Elbryan. El guardabosque y Pony siguieron la mirada de la mujer que se dirigía al hombre herido en el pecho, que ahora estaba de pie hablando tranquilamente e, incluso, sonriendo.
—No era tan grave —indicó Pony.
—Llegaba hasta el pulmón —insistió la mujer—. Yo misma lo comprobé, y estaba convencida de que no llegaría a la cena.
—Estabas nerviosa y sobresaltada —sugirió Pony— y, además, angustiada pues sabías que los trasgos volverían.
La cara de la mujer se iluminó con una sonrisa conciliadora. Era mayor que ellos dos, tal vez de unos treinta y cinco años, con el porte fatigado pero agradable de una trabajadora honrada que había tenido una vida dura pero satisfactoria. Dejó de mirarlos para dirigir la vista hacia la anciana herida, que estaba sentada en el suelo y cuyos ojos ya mostraban de nuevo señales de vida.
—No tan sobresaltada —repuso con suavidad—. He visto muchas cosas en las batallas estas últimas semanas, y he perdido a un hijo, aunque mis otros cinco están bien, gracias a Dios. Me pidieron que me uniera a la caravana que se dirige a Amvoy sólo por mi fama en reparar huesos rotos.
El guardabosque y Pony intercambiaron miradas de preocupación, algo que no pasó inadvertido a la mujer.
—Ignoro lo que estáis ocultando —siguió diciendo con calma—. Pero no me voy a ir de la lengua. Os he visto en lo alto de la colina luchando por nosotros, aunque, por lo que he oído, no conocéis a nadie del grupo. No os traicionaré.
Para acabar, les guiñó el ojo y se alejó para unirse al tumulto que se había formado ante la inminente llegada de los monjes por la carretera del este.
—¿Dónde está nuestro hijo? —preguntó Pony a Elbryan con una sonrisa satisfecha.
El guardabosque miró alrededor, aunque, naturalmente, no se veía a Juraviel por ningún lado.
—Probablemente detrás de los monjes —contestó secamente—, o debajo de uno de sus hábitos.
Pony, nerviosa al pensar que el empleo de las piedras podía haber atraído a aquellos monjes y que la búsqueda podía pronto llegar a su fin, agradeció la broma. Puso la mano en la de su amado y lo condujo hacia donde estaba todo el mundo.
—Soy el abad De'Unnero, en viaje de Saint Mere Abelle a Saint Precious —dijo el monje que encabezaba el grupo, un hombre rebosante de energía, como expresaba claramente el brillo de sus ojos—. ¿Quién manda aquí? —inquirió.
Antes de que nadie pudiera contestar, la perspicaz mirada de De'Unnero se fijó en Elbryan y en Pony. Su modo de andar, a grandes zancadas, y sus armas los distinguían del resto. El futuro abad se dirigió hacia ellos, mirándolos con insistencia.
—Somos unos recién llegados al grupo como vosotros, querido fraile —dijo el guardabosque con humildad.
—¿Y os encontrasteis con ellos por pura casualidad? —preguntó De'Unnero con aire de sospecha.
—Vimos la columna de humo, del mismo modo que vosotros la habéis visto en el este —respondió Pony en tono cortante y mostrando con claridad que no estaba intimidada—. Y como somos gente de buen corazón, nos apresuramos para ver si podíamos ayudarlos; cuando llegamos se estaba preparando la segunda lucha, de modo que participamos en ella como si fuera nuestra propia batalla.
Los oscuros ojos de De'Unnero centellearon, y tanto a Pony como a Elbryan les pareció que el abad ardía en deseos de pegar a la chica por la acusación implícita. En efecto, era evidente que Pony había preguntado al monje por qué él y sus compañeros no se habían dado prisa para reunirse con ellos.
—Nesk Reaches —dijo la voz de un hombre corpulento, vestido elegantemente, el mismo que había hablado con Pony cuando la muchacha se había acercado por primera vez a la caravana antes de la lucha. El mercader avanzó con presteza y extendió la mano izquierda, pues la derecha la llevaba vendada—. Nesk Reaches, del municipio de Dillaman —dijo—. Ésta es mi caravana, y nos alegramos de veros.
De'Unnero hizo caso omiso de la mano que le tendía el hombre; su mirada afilada todavía escrutaba a Elbryan y a Pony.
—Maese De'Unnero —interrumpió un anciano y gordo fraile, mientras se acercaba para situarse junto al forzudo hombre—, hay personas heridas; te ruego me des la piedra del alma para poder atenderlos.
Elbryan y Pony se dieron perfecta cuenta del destello de desprecio que cruzó por el rostro aguileño de De'Unnero; era obvio que no le había gustado que el otro monje ofreciera ayuda tan abiertamente y, además, ayuda mágica. Pero, para evitar ser puesto en evidencia delante de todos los mercaderes y de su propia comitiva, De'Unnero no tuvo más remedio que meter la mano en su bolsa, sacar una hematites y entregársela.
—Abad De'Unnero —corrigió.
El monje gordo se inclinó y se apartó de él; miró y sonrió a Pony y a Elbryan mientras avanzaba en medio del grupo.
Como Pony había previsto, pues ya se había formado una idea de la personalidad de aquel hombre, Nesk Reaches se dirigió hacia el monje gordo y levantó la mano levemente contusionada, fingiendo que la herida requería los mayores cuidados.
De'Unnero, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar marchar al jefe de los mercaderes tan fácilmente; agarró a Reaches bruscamente por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.
—¿Admites que ésta es tu caravana? —preguntó el abad. El mercader bajó la cabeza con humildad—. ¿Cómo puedes ser tan insensato para exponer a tu gente a semejante peligro? —lo riñó De'Unnero—. Esta zona está infectada de monstruos, y son cazadores hambrientos. Se ha avisado por todo el país, y aquí estáis vosotros, solitarios y sin apenas protección.
—Por favor, buen hermano —tartamudeó Nesk Reaches—, necesitábamos provisiones; no teníamos muchas alternativas.
—Probablemente lo que necesitabas eran unas buenas ganancias —le espetó De'Unnero—. Pensabas obtener algunas monedas de oro en unos tiempos en que circulan pocas caravanas y las provisiones son más caras.
Las murmuraciones de la gente indicaron a Elbryan y Pony, y también a De'Unnero, que aquel razonamiento estaba bien fundado.
Entonces De'Unnero dejó que Nesk Reaches se fuera y llamó al monje gordo.
—¡Date prisa! Ya nos hemos retrasado demasiado —dijo. Se dirigió a Reaches y añadió—: ¿Adónde vais?
—A Amvoy —tartamudeó el mercader completamente intimidado.
—Pronto seré consagrado abad de Saint Precious —explicó De'Unnero en voz alta.
—¿Saint Precious? —repitió Nesk Reaches—. Pero el abad Dobrinion...
—El abad Dobrinion murió —aclaró con crudeza De'Unnero—. Y yo lo sustituiré. Dado que estáis en deuda conmigo, mercader Reaches, espero que tú y tu caravana asistáis a la ceremonia. Insisto en ello, y te recuerdo que sería prudente que fueras generoso con tus ofrendas.
Se dirigió hacia su comitiva e hizo seña a los monjes para que abandonaran el anillo de carruajes.
—Apresúrate —ordenó a maese Jojonah dándose la vuelta—. No voy a perder un día entero en esto.
Elbryan aprovechó la distracción para dirigirse hacia los caballos, pues se acordó de que Sinfonía llevaba una gema en el pecho que podría ser altamente significativa y reveladora para los monjes de Saint Mere Abelle.
Entretanto, Pony no apartaba la vista del monje gordo que atendía cuidadosamente a los numerosos heridos. Cuando el grupo de De'Unnero estuvo lo bastante lejos, la mujer se acercó a aquel hombre y le ofreció ayuda con métodos convencionales como vendajes y cosas por el estilo.
El monje miró la espada de la chica y la sangre que le salpicaba los pantalones y las botas.
—Tal vez deberías descansar —sugirió—. Por hoy, tú y tu compañero habéis trabajado bastante, por lo que he oído.
—No estoy cansada —respondió Pony con una sonrisa, mientras experimentaba una creciente simpatía hacia aquel hombre, inversamente equiparable a la progresiva antipatía que le había suscitado De'Unnero. No pudo menos que establecer una comparación entre él y el abad Dobrinion, al que al parecer iba a sustituir, y el contraste le produjo un escalofrío en la espalda. En cambio, aquel otro monje, tan sinceramente entregado a su trabajo para aliviar el dolor de los heridos, le pareció mucho más parecido al antiguo abad de Saint Precious, con quien Pony había coincidido en un par de ocasiones. Se inclinó y tomó la mano del hombre que el fraile estaba atendiendo, apretando en el punto exacto para detener la pérdida de sangre de su mano desgarrada.
Observó que el monje no la miraba ni tampoco miraba al hombre herido, sino que observaba a Elbryan y a los caballos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó a Pony, mirándola fijamente.
—Carralee —mintió Pony, utilizando el nombre de una prima suya que había muerto en el primer asalto a Dundalis.
—Soy maese Jojonah —repuso el monje—. Me parece que ha sido un feliz encuentro. Esa pobre gente ha tenido suerte de que nosotros, y en particular tú y tu compañero, pasáramos por aquí en el momento preciso.
Pony apenas oyó las últimas palabras. Miró fijamente al monje gordo. Jojonah. Conocía aquel nombre, el nombre de uno de los padres de quien Avelyn le había hablado con cariño, la única persona de Saint Mere Abelle, a juicio de Avelyn, que lo había comprendido. Avelyn no había hablado mucho con Pony sobre sus colegas de la abadía, pero aquél había sido el tema de conversación una noche después de demasiadas «pociones de coraje», como Avelyn llamaba a su licor. La conversación se había centrado exclusivamente en Jojonah. Ese solo hecho revelaba a la mujer lo mucho que Avelyn había llegado a querer al anciano.
—Tu trabajo es realmente asombroso, padre —observó mientras maese Jojonah utilizaba una piedra del alma con un hombre herido.
En realidad, Pony había advertido enseguida que ella tenía más poder con las gemas que aquel padre de la abadía, cosa que le recordó vivamente lo poderoso que Avelyn Desbris había sido con las gemas.
—Es una herida de poca monta —respondió maese Jojonah cuando la cuchillada del hombre estuvo curada.
—No para mí —dijo el hombre, y se rió aunque más bien pareció que tosiera.
—¡Qué bondadoso eres al dedicarte a estas tareas! —exclamó Pony con entusiasmo. Se comportaba con total espontaneidad, seguía los dictados de su corazón, aunque su razón le gritaba que fuera prudente y se callara. Echó una ojeada nerviosa alrededor para asegurarse de que ningún otro monje andaba dentro del círculo de carruajes, y continuó en voz baja.
—En una ocasión encontré a otro miembro de tu iglesia... Saint Mere Abelle, ¿no es cierto?
—Así es —respondió maese Jojonah con aire ausente, mientras miraba en derredor en busca de algún otro que necesitara sus habilidades curativas.
—Era un buen hombre —prosiguió Pony—. ¡Oh, qué hombre más bondadoso!
Maese Jojonah sonrió con educación, pero se dispuso a marcharse.
—Se llamaba Aberly, creo —dijo Pony.
El monje de detuvo en seco y se dio la vuelta para mirarla mientras su expresión cambiaba de educada tolerancia a sincera intriga.
—No, Avenbrook —fingió Pony—. ¡Oh!, me temo que no conseguiré recordar su nombre; hace muchos años, ¿sabe? Y aunque no puedo recordar su nombre, jamás olvidaré al monje. Lo conocí en una oportunidad en que estaba ayudando a un pobre pordiosero en las calles de Palmaris, como tú has ayudado a ese hombre. Y cuando el pobre hombre quiso pagarle con unas monedas que sacó del bolsillo de sus harapos, Aberly o Avenbrook, o cualquiera que fuera su nombre, aceptó gentilmente, pero se las apañó para que aquellas monedas, junto con algunas suyas, volvieran al pordiosero de forma apenas visible.
—Vaya —murmuró Jojonah, que había asentido con la cabeza a cada palabra de la chica.
—Le pregunté por qué lo había hecho, lo de las monedas, quiero decir —prosiguió Pony—. Podía simplemente haber rehusado que le pagara, después de todo. Me respondió que era tan importante preservar la dignidad del hombre como su salud —añadió, y acabó su relato con una amplia sonrisa. La historia era auténtica, aunque había ocurrido en una pequeña aldea lejana del sur, y no en Palmaris.
—¿Estás segura de que no puedes recordar el nombre del hermano? —preguntó Jojonah.
—Aberly, Aberlyn, algo así —respondió Pony sacudiendo la cabeza.
—¿Avelyn? —inquirió Jojonah.
—Podría ser, padre —replicó Pony, sin querer ser todavía demasiado explícita. Sin embargo, se sentía animada por la cálida expresión del rostro de Jojonah.
—¡Dije que te dieras prisa! —ladró ásperamente la voz del nuevo abad de Saint Precious desde fuera del anillo de los carruajes.
—Avelyn —repitió maese Jojonah a Pony—. Era Avelyn. —Echó a andar y, dándole una palmada en el hombro, añadió—: Nunca olvides ese nombre.
Pony lo observó mientras se iba y, por alguna misteriosa razón, se sintió un poco más reconciliada con el mundo. Entonces se dirigió hacia donde estaba Elbryan; el guardabosque se hallaba todavía junto a Sinfonía para ocultar la reveladora turquesa.
—¿Ya podemos irnos? —preguntó con impaciencia a la mujer.
Pony asintió con la cabeza y montó a Piedra Gris; la pareja agitó las manos para despedirse de los mercaderes y salió trotando del círculo de carruajes. Se dirigían de nuevo hacia el sur, ladera arriba, alejándose de los monjes, que habían vuelto a la carretera y se encaminaban hacia el oeste. Una vez en lo alto de la sierra, Elbryan y Pony encontraron a Juraviel; enseguida se encaminaron hacia el este y pusieron entre ellos y los monjes la mayor distancia posible.
De'Unnero empezó a reprender a maese Jojonah tan pronto como el anciano se unió a la comitiva de monjes. La diatriba se prolongó muchísimo, hasta mucho después de que el grupo saliera del valle.
Jojonah la olvidó casi inmediatamente, pues sus pensamientos seguían con la mujer que lo había ayudado a atender a los heridos. En su interior se sentía reconfortado, en calma y lleno de confianza en que el mensaje de Avelyn sin duda había sido escuchado. El relato de la mujer lo había impresionado profundamente, había reforzado la buena opinión que tenía de Avelyn, le había recordado una vez más todo lo que era justo —o todo lo que podría serlo— en su iglesia.
Mientras consideraba aquel relato, su sonrisa, naturalmente, no hizo más que enfurecer aún más a De'Unnero, pero a Jojonah no le importaba en absoluto. Al menos, con aquella diatriba —que parecía rozar la anormalidad psíquica— De'Unnero mostraba abiertamente su temperamento a los impresionables monjes más jóvenes. Podían sentir respeto ante las proezas del hombre en las batallas, incluso Jojonah estaba asombrado por ello, pero sus latigazos verbales contra un anciano impasible probablemente habían agriado no pocos estómagos.
Por fin, al advertir que la serenidad de Jojonah era demasiado firme como para alterarla, el inestable abad abandonó sus improperios y la comitiva prosiguió su camino; maese Jojonah se situó a la cola de la hilera de monjes con aire ausente, mientras intentaba conjurar las imágenes de la labor del hermano Avelyn con aquel pobre enfermo. Pensó de nuevo en la mujer y se alegró; pero a medida que analizaba lo que ella le había contado, a medida que consideraba el temible papel que aquella chica y su compañero habían tenido en la batalla, su alegría se transformó en curiosidad. Tenía poco sentido que un hombre y una mujer, que sin duda eran poderosos guerreros, se encaminaran hacia el este desde Palmaris, en lugar de formar parte de la vigilancia de alguna de las escasas y valiosas caravanas que intentaban cruzar el país. La mayoría de los héroes conseguían fama y renombre en el norte, donde los frentes de batalla estaban más definidos. Maese Jojonah pensó que aquella circunstancia necesitaba una ulterior investigación.
—¡La piedra! —le gritó el abad De'Unnero desde la cabeza de la comitiva.
Como el hombre apenas le prestaba atención, Jojonah se agachó y, tranquilamente, recogió una piedra de tamaño similar y la metió en la bolsa, en lugar de la hematites. A continuación, se apresuró a reunirse con De'Unnero con aire obediente y le entregó la bolsa. Suspiró aliviado cuando el perverso monje, al que no le importaba otra magia más que la zarpa de tigre, cogió la bolsa sin mirarla.
Continuaron la marcha hasta la puesta de sol; cuando montaron el campamento, habían recorrido bastantes quilómetros. Plantaron una tienda individual para De'Unnero, y éste, inmediatamente después de comer, entró en ella con pergaminos y tinta, con objeto de ultimar los planes para la gran ceremonia de su nombramiento como abad.
Maese Jojonah casi no habló con sus compañeros; se apartó en silencio y se acomodó entre unas cuantas mantas gruesas. Esperó hasta que el campamento estuviera totalmente tranquilo, hasta que los hermanos roncaran a gusto, y entonces sacó la hematites de su bolsillo. Echó un último vistazo alrededor para estar seguro de que nadie lo observaba y se concentró en la piedra; conectó su espíritu a la magia de la gema y luego utilizó esa magia para liberar su espíritu de su forma corpórea.
Desprovisto de las limitaciones físicas de su viejo y pesado cuerpo, el padre recorrió una gran distancia en cuestión de minutos. Pasó por delante de la caravana de mercaderes, que seguía todavía formando un círculo en el valle.
La mujer y su compañero no estaban allí. El espíritu de Jojonah no se quedó con los mercaderes, sino que se elevó en el aire por encima de los altozanos. Atisbó un par de fuegos de campamento, uno en el norte y otro en el este, y por puro azar decidió investigar primero el del este.
En absoluto silencio y totalmente invisible, el espíritu se escurrió hacia allí. No tardó en divisar dos caballos, el gran semental negro y otro caballo musculoso y dorado; más allá de las monturas, en torno al fuego, vio a los dos guerreros que hablaban con alguien que no conocía. Con suma cautela y con el debido respeto se acercó aún más y describió un círculo en torno al campamento para observar mejor al tercer personaje del grupo.
Si hubiera estado con su forma corporal, el grito sofocado de Jojonah al ver la diminuta figura de facciones angulosas y alas translúcidas, sin duda, habría sido perceptible.
¡Un elfo! ¡Un Touel'alfar! Jojonah había visto esculturas y dibujos de aquellos diminutos seres en Saint Mere Abelle, pero los escritos sobre los Touel'alfar que había en la abadía eran poco precisos en cuanto a sus características reales e, incluso, llegaban a preguntarse si no eran más que una leyenda. Después de haber tropezado con trasgos y powris y de oír historias sobre gigantes fomorianos, Jojonah no se sorprendió lógicamente de la existencia real de los Touel'alfar, pero ver a uno de ellos le causó una profunda impresión. Pasó un buen rato rondando el campamento sin dejar de mirar ni un momento a Juraviel ni de escuchar la conversación.
Estaban hablando de Saint Mere Abelle, de los prisioneros que Markwart tenía encerrados, y en particular del centauro.
—El hombre era eficiente con la hematites —estaba diciendo la mujer.
—¿Podrías ganarle en una batalla con magia? —preguntó el corpulento hombre.
Jojonah tuvo que tragarse su orgullo cuando la mujer asintió con la cabeza confiadamente; pero la menor expresión de enfado que hubiera podido tener desapareció tan pronto como ella empezó a explicarse:
—Avelyn me enseñó bien, mejor de lo que me había imaginado —dijo—. Ese hombre era un padre, sin duda el que Avelyn consideraba su mentor, la única persona a quien Avelyn había querido en Saint Mere Abelle; Avelyn hablaba siempre con grandes elogios de maese Jojonah, pero, en realidad, la destreza del hombre con las piedras no era tanta, por lo menos comparada con la de Avelyn o con la mía.
No lo había dicho con altivez, sino como una simple constatación de hechos, por lo que Jojonah no se sintió ofendido. En lugar de eso, consideró las interesantes y profundas implicaciones de todo aquello. ¡Avelyn la había adiestrado! Y bajo su tutela, aquella mujer, que todavía parecía estar lejos de cumplir los treinta, era más poderosa que un padre de Saint Mere Abelle. Aquella constatación —el tono de la mujer reflejaba sin la menor duda que creía en lo que decía— le sirvió para fortalecer el respeto que sentía por Avelyn, un sentimiento que no cesaba de crecer.
Sintió deseos de quedarse allí y continuar escuchando a escondidas, pero se le había acabado el tiempo y aún tenía que recorrer un buen trecho antes del amanecer. Su espíritu se sumergió de nuevo en su cuerpo; cuando recuperó otra vez su forma corporal, suspiró aliviado al comprobar que su excursión espiritual no había sido advertida. El campamento estaba absolutamente en calma.
Jojonah miró la piedra del alma y se preguntó cómo proceder. Podría necesitarla, pero, si se quedaba con ella, De'Unnero probablemente consideraría su persecución una prioridad aún mayor que la del viaje a Saint Precious. Por otra parte, si no se la llevaba, podrían utilizarla de forma similar a como él lo había hecho esa noche, para buscarlo.
Jojonah encontró una tercera opción. Sacó un pergamino y tinta de entre los pliegues de su voluminoso hábito y se puso a escribir una breve nota, donde explicaba que había decidido regresar con la caravana de mercaderes para escoltarlos hasta Palmaris. Explicó que se llevaba la piedra del alma pues, sin duda, la necesitarían mucho más que los monjes, especialmente —Jojonah puso gran esmero en que esa idea quedara bien destacada— porque los monjes tenían a la cabeza a maese De'Unnero, seguramente el mejor guerrero salido de Saint Mere Abelle. Asimismo, Jojonah aseguraba a De'Unnero que se encargaría de conseguir que los mercaderes y el mayor número de compatriotas posible asistieran a la ceremonia de Saint Precious y aportaran valiosas ofrendas. Para terminar, escribió: «Mi conciencia no me permite dejar a esas personas solas allí. Es un deber de la iglesia ayudar al necesitado y, al hacerlo, ganamos para la grey colaboradores bien dispuestos».
Esperaba que aquel énfasis en la riqueza y el poder calmaría la reacción previsible del malvado De'Unnero. En realidad, ahora ya no tenía que preocuparse porque estaba muy cerca de aquellas tres personas tan importantes para conseguir cualquiera de sus objetivos más queridos. Cogió sólo la piedra del alma y un pequeño cuchillo y abandonó sigilosamente el campamento para que nadie advirtiera su marcha; se dirigió de nuevo hacia el este, tan rápidamente como le permitía su viejo corpachón.
Su primer destino era el valle donde los mercaderes se habían instalado, para conseguir orientarse y también por un deseo sincero de incorporarse a la maltrecha caravana. Cuando llegó cerca del lugar, se le ocurrió otra posible ventaja. Cortó un trozo de tela de su hábito, cosa que no le resultó difícil dado el desgaste que había sufrido después de tantos días de viaje. Rompió unas ramas bajas y arrastró los pies de un lado a otro para simular que se había producido una pelea; seguidamente se hizo un corte en el dedo y, con mucho cuidado, empapó de sangre la tela cortada y procuró que el lugar quedara salpicado de manchas rojas por todas partes. Enseguida cerró la herida con la hematites. Coronando la sierra, se dirigió hacia la ladera que dominaba el valle. El campamento parecía bastante tranquilo; había un par de fuegos ardiendo y varias figuras se movían de un lado a otro en perfecta calma, por lo que el monje se detuvo un momento para calibrar su situación; acto seguido reemprendió la marcha.
Antes del amanecer apareció ante su vista el mortecino fuego del campamento, al que se acercó sigilosamente. No quería asustar a aquella gente, ni mucho menos alarmarlos, pero pensó que lo mejor que podía hacer era aproximarse lo suficiente para que la mujer pudiera reconocerlo.
No tardó en llegar a los arbustos que rodeaban el pequeño campamento; el fuego apareció claramente ante su vista. Creía no haber hecho el menor ruido y se alegró al ver los dos sacos de dormir llenos con figuras humanas. ¿Cómo despertarlos, se preguntó, sin alarmarlos peligrosamente?
Decidió esperar hasta el alba y dejar que se despertaran por su cuenta, pero en el preciso instante en que se disponía a instalarse para esperar tal vez durante una hora, se dio cuenta de que alguien lo vigilaba.
Maese Jojonah se dio la vuelta mientras una figura enorme chocaba contra él. Aunque maese Jojonah, al igual que todos los monjes de Saint Mere Abelle, era un diestro luchador, en un abrir y cerrar de ojos se encontró tumbado de espaldas y con la punta de una afilada espada contra la garganta; el forzudo guerrero que tenía encima lo sujetaba sin dejarle posibilidad de réplica.
Jojonah no se resistió y el hombre, después de reconocerlo, retrocedió unos pasos.
—No hay nadie más —pronunció una voz melódica.
Jojonah supuso que era el elfo.
—Maese Jojonah —dijo la mujer apareciendo ante él. Se acercó con presteza y puso una mano sobre el poderoso hombro del guardabosque; con una mirada y una inclinación de cabeza, Elbryan se separó del monje y le tendió la mano.
Jojonah la cogió y se encontró de pie con tal facilidad que quedó asombrado de la fuerza y la agilidad de aquel hombre.
—¿Qué haces aquí? —preguntó la mujer.
Jojonah la miró fijamente a los ojos, cuya belleza y profundidad no habían disminuido bajo aquella incipiente luz.
—¿Y vosotros? —preguntó.
Su tono, lleno de comprensión, dio que pensar tanto a Elbryan como a Pony.
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13
En busca de respuestas
—Hermano Talumus —prosiguió el barón de Bildeborough lenta y pausadamente en un tono que intentaba en vano ocultar la agitación que hervía en su interior—, cuéntame otra vez la visita de Connor a este lugar, dime exactamente dónde se detuvo, todo lo que examinó.
El joven monje, completamente confuso, pues era evidente que no estaba facilitando al barón la información que quería, empezó a hablar tan rápido y de tantas cosas a la vez que sólo emitió un revoltijo de palabras incomprensible. Una palmada del barón para calmarlo le permitió hacer una pausa y respirar profunda y regularmente.
—Primero estuvo en la habitación del abad —dijo despacio Talumus —. No le gustó que la hubiéramos limpiado, pero ¿qué podíamos hacer? —Mientras acababa la frase, volvió a elevar la voz a causa de la excitación—. El abad debe ser una dignidad accesible, la tradición así lo exige. Y si teníamos que recibir invitados en la abadía, ¡montones de invitados!, no podíamos dejar la habitación ensangrentada y revuelta.
—Desde luego que no. Desde luego que no —repitió el barón Bildeborough con ánimo de tranquilizar al monje.
Roger observaba detalladamente a su nuevo mentor; le impresionaba su paciencia, su forma de mantener controlado de algún modo al lloriqueante monje. Pero Roger percibía la tensión que subyacía en el rostro de Rochefort, pues el hombre ahora comprendía, al igual que Roger, que en la abadía iban a obtener pocas respuestas y satisfacciones a sus inquietudes. En Saint Precious, sin ningún padre que pudiera suceder al abad Dobrinion, reinaba un absoluto desorden; los monjes iban cada uno por su lado y discutían sobre tal o cual rumor incluso en las horas de oración. Una noticia confirmada había resultado especialmente preocupante para Roger y Rochefort: Saint Precious no tardaría en disponer de un nuevo abad, un padre de Saint Mere Abelle.
Para Roger y Rochefort aquel hecho parecía otorgar mayor credibilidad a las sospechas de Connor de que el padre abad en persona había estado detrás del asesinato.
—No obstante, dejamos al powri —prosiguió Talumus—, al menos hasta que se hubiera ido maese Connor.
—¿Y después Connor se fue a la cocina? —inquirió Rochefort amablemente.
—Sí, donde estaba Keleigh Leigh —respondió Talumus—. Pobre chica.
—¿Y no tenía otras lesiones aparte de las causadas por el ahogamiento? —osó preguntar Roger sin dejar de mirar a Rochefort, aunque era obvio que la pregunta iba dirigida a Talumus. Roger había explicado previamente a Rochefort que la ausencia de cortes en el cuerpo de Keleigh Leigh había sido una pista básica para Connor, que le indicó que los powris no habían cometido aquellos crímenes, puesto que ello significaba que no habían cumplido el rito de empapar con sangre sus gorras.
—No —respondió Talumus.
—¿No había sangre de la mujer por ningún lado?
—No.
—Vete y busca a la persona que descubrió el cuerpo —ordenó el barón Bildeborough—. Y date prisa.
El hermano Talumus se apresuró a ponerse en pie, saludó, se inclinó y salió corriendo de la habitación.
—El monje que descubrió el cadáver de la chica probablemente tendrá poco que decirnos —comentó Roger, sorprendido por la petición del barón.
—Olvídate del monje —repuso Rochefort—. Sólo quería que el hermano Talumus nos dejara solos unos minutos. Tenemos que decidir qué vamos a hacer, amigo mío, y sin tardanza.
—No deberíamos mencionarles las sospechas de Connor, ni tampoco su muerte —señaló Roger tras una breve pausa. Mientras el barón Bildeborough hacía un gesto de asentimiento, el joven prosiguió—: Frente a este asunto se encuentran desvalidos. Ni un solo monje, si Talumus es el de mayor rango de los que quedan, puede hacer nada contra el padre que venga de Saint Mere Abelle.
—Al parecer, el abad Dobrinion descuidó el desarrollo de las cualidades de sus inferiores —declaró Rochefort soltando un bufido—. Aunque me gustaría ver el tremendo alboroto que se produciría si les contáramos a Talumus y a los demás que Saint Mere Abelle asesinó a su querido abad.
—No se armaría demasiado barullo —puntualizó Roger secamente—. Por lo que Connor me contó sobre la iglesia, Saint Mere Abelle desmantelaría enseguida la orden en Saint Precious y, después, el padre abad se atrincheraría en Palmaris aún más de lo que estará cuando llegue el nuevo abad.
—Es cierto —admitió el barón Bildeborough con un suspiro.
Su mirada se iluminó inmediatamente al ver que entraban en la habitación dos monjes inquietos, Talumus y el primer testigo. Decidió seguir con el interrogatorio, pero sólo para guardar las apariencias, ya que tanto él como Roger sabían que no sacarían nada en claro ni de aquel monje ni de ningún otro de Saint Precious.
Poco después, ambos estaban de regreso en Chasewind Manor; Rochefort paseaba de un lado a otro, mientras Roger permanecía sentado en su silla acolchada favorita.
—El viaje a Ursal es largo —dijo Rochefort—. Desde luego, quiero que vengas conmigo.
—¿Es cierto que nos reuniremos con el rey? —preguntó Roger un poco desbordado ante tal posibilidad.
—No te preocupes, Roger, el rey Danube Brock Ursal es muy amigo mío —respondió el barón—. Un buen amigo. Me concederá audiencia y me creerá, no lo dudes. Si será capaz, o no, de emprender alguna acción pública dada la ausencia de pruebas...
—¡Yo fui testigo! —protestó Roger—. Vi cómo el monje mataba a Connor.
—Quizá tu testimonio sea falso.
—¿Acaso no me cree?
—¡Claro que te creo! —replicó el barón, y otra vez dio su habitual palmada en el aire con su rechoncha mano—. Por supuesto, muchacho. En caso contrario, ¿por qué me habría buscado tantos problemas? ¿Por qué te habría dado Piedra Gris y Defensora? Si no confiara en ti, muchacho, estarías encadenado y te torturaría hasta convencerme de que decías la verdad. —El barón hizo una pausa. Miró a Roger con mayor atención y luego preguntó—: ¿Dónde está la espada? —preguntó.
Roger se rebulló incómodo. ¿Había traicionado aquella confianza?, se preguntó.
—Tanto la espada como el caballo están en buenas manos —explicó.
—¿En manos de quién? —exigió el barón.
—De Jilly —se apresuró a contestar Roger—. Su viaje es todavía más tenebroso que el nuestro y, me temo, plagado de batallas. Se los entregué pues no soy ni un buen jinete ni un buen espadachín.
—Las dos cosas pueden aprenderse —gruñó el barón.
—Pero no tenemos tiempo —respondió Roger—. Y Jilly puede utilizarlos a la perfección enseguida. No dude de su destreza... —Roger hizo una pausa para evaluar la reacción del hombre.
—Una vez más confío en tu buen criterio —dijo el barón al fin—. De modo que no volveremos a hablar de este tema. Ocupémonos ahora de lo que nos importa de verdad. Te creo, por supuesto que te creo. Pero la aceptación de Danube Brock Ursal será más cautelosa, no lo dudes. ¿Te das cuenta de lo que implica nuestra denuncia? Si el rey Danube la acepta como verdadera y la hace pública, podría empezar una guerra entre la iglesia y el estado, un baño de sangre no deseado por ningún bando.
—Pero que el padre abad Markwart habría iniciado —recordó Roger.
El rostro del barón Bildeborough se ensombreció y Roger lo encontró muy viejo y cansado.
—Así pues, parece que tenemos que ir hacia el sur —admitió el noble.
Alguien llamó a la puerta e interrumpió en seco la respuesta de Roger.
—Barón —dijo un asistente mientras entraba—, acabamos de saber que el nuevo abad de Saint Precious ha llegado; se llama De'Unnero.
—¿Sabes algo de él? —preguntó el barón a Roger, que se limitó a negar con la cabeza.
—Ya ha solicitado audiencia —prosiguió el asistente—. En Saint Precious esta misma tarde, para tomar una merienda-cena.
Bildeborough hizo un gesto de asentimiento y el asistente salió de la habitación.
—Parece que debo darme prisa —observó el barón, mientras echaba un vistazo por la ventana hacia un sol ya ubicado en el oeste.
—Lo acompañaré —anunció Roger, mientras se levantaba de la silla acolchada.
—No —respondió Bildeborough—. Aunque por supuesto me gustaría conocer qué impresión te causa ese hombre, si el alcance de su atroz conspiración es tan amplio como me temo, es mejor que vaya solo. Dejemos que el nombre y la cara de Roger Billingsbury permanezcan desconocidos para el abad De'Unnero.
Roger sintió deseos de discutir, pero sabía que el noble tenía razón, y también sabía que la respuesta de Bildeborough para no llevarlo con él expresaba sólo la mitad de sus motivos. Roger comprendió que era todavía muy joven y falto de experiencia en asuntos políticos, y que Bildeborough temía —y Roger sabía honestamente que sus temores no eran errados— que el nuevo abad obtuviera demasiados datos de la merienda-cena.
Así pues, Roger se sentó y esperó en Chasewind Manor durante el resto de la tarde.
Faltaba poco para llegar a mitad de Calember cuando el padre abad Markwart comenzó los preparativos necesarios para la trascendental proclamación que se había propuesto. El anciano y arrugado hombre iba de un lado a otro de su despacho en Saint Mere Abelle y cada vez que pasaba ante la ventana se detenía para ver el verdor estival. Los acontecimientos de las últimas semanas, en particular el descubrimiento de Barbacan y los problemas en Palmaris, lo habían obligado a cambiar de idea en muchos temas o, por lo menos, a acelerar las maniobras tendentes a la consecución de sus objetivos a largo plazo.
Una vez eliminado Dobrinion, la composición de la asamblea de abades había cambiado sustancialmente. Aunque De'Unnero sería un abad novato, por el mero hecho de presidir Saint Precious contaría con una voz potente en la asamblea, posiblemente la tercera, por detrás sólo de Markwart y de Je'howith de Saint Honce. Eso daría a Markwart un gran poder para atacar a fondo.
El anciano clérigo sonreía perversamente mientras fantaseaba con aquella reunión. En la asamblea de abades desacreditaría a Avelyn Desbris para siempre, lo tacharía inexorablemente de hereje. Sí, se trataba de algo importante, advirtió Markwart, pues si no sancionaba a Avelyn de ese modo, los actos del monje quedarían sujetos a múltiples interpretaciones. Mientras no fuera formalmente acusado de hereje, todos los monjes, incluidos los hermanos de primer año, serían libres de discutir lo sucedido en ocasión de la huida de Avelyn, y aquello era algo peligroso. ¿Se mostraría alguien comprensivo con él? ¿Se pronunciaría la palabra «escapada» en tales discusiones en lugar de las habituales de robo y asesinato?
Sí, cuanto antes hiciera la declaración de herejía y consiguiera la aprobación de los jerarcas de la iglesia, mucho mejor. Una vez formalizada la acusación, no se toleraría discusión alguna sobre Avelyn Desbris en términos no condenatorios en ninguna abadía ni en ningún templo. Una vez que Avelyn fuera declarado hereje, su mención en los anales de la historia de la iglesia se habría completado con una condena definitiva.
Markwart suspiró al considerar el camino por recorrer hasta aquel codiciado objetivo. Suponía que tropezaría con la oposición del tozudo maese Jojonah, si es que todavía estaba vivo.
Markwart descartó la posibilidad de un asesinato más; si todos sus enemigos conocidos empezaban a morir, probablemente comenzarían a lloverle sospechas. Además, sabía que más de uno compartía los principios de Jojonah. No podía atacar tan duramente. Todavía no.
No obstante, tenía que estar preparado por si estallaba la batalla. Tenía que ser capaz de demostrar su tesis acerca de la herejía de Avelyn, pues la devastación de Barbacan ciertamente se prestaba a múltiples interpretaciones. Era una verdad indiscutible que habían matado a Siherton la noche que Avelyn huyó de Saint Mere Abelle, pero también en ese punto Jojonah podría ser capaz de encontrar algún argumento. La intención, y no sólo la pura acción, determinaba qué era pecado, y sólo un auténtico pecado podía hacer que se tachara a un hombre de hereje.
Por consiguiente, Markwart se dio cuenta de que tenía que demostrar algo más que su interpretación de los hechos ocurridos la noche en que Avelyn se fugó con las piedras. Para conseguir una completa confirmación de la acusación —una acusación que la iglesia jamás había llevado a cabo con rapidez— tendría que demostrar que Avelyn había utilizado posteriormente aquellas piedras con propósitos malignos y había caído en el abismo más tenebroso de la naturaleza humana. Pero Markwart era consciente de que nunca conseguiría hacer callar a Jojonah. En la cuestión de Avelyn Desbris, Jojonah lucharía contra él, rechazaría hasta el último de sus planes. Sí, lo veía claro; Jojonah volvería a la asamblea de abades y se enfrentaría con él. Hacía mucho tiempo que tenían aquella confrontación pendiente. De modo que Markwart decidió que tendría que destruir al padre, y no sólo sus argumentos.
Sabía exactamente dónde podía encontrar aliados para aquella causa, para asestar un golpe a Jojonah con objeto de impedir su posterior ataque. El abad Je'howith, de Saint Honce, ostentaba el cargo de asesor de confianza del rey y tenía acceso a ese poder a través de la fanática Brigada Todo Corazón. Lo único que tenía que hacer, pensaba Markwart, era preparar adecuadamente a Je'howith, hacerle aportar unos cuantos de aquellos despiadados guerreros...
Satisfecho, el padre abad volvió sus pensamientos a la cuestión de Avelyn. Disponía de un testimonio de los actos del monje: Bradwarden; sin embargo, tras los interrogatorios del centauro, tanto verbales como mediante la piedra del alma, concluyó que aquella bestia tenía una considerable fuerza de voluntad y, probablemente, no cedería, por brutales que fueran las torturas a que lo sometiera.
Con esa idea en la cabeza, el padre abad se dirigió a su escritorio y preparó una nota para el hermano Francis, en la que le indicaba que debería trabajar sin cesar con el centauro hasta que fuera convocada la asamblea. Si no podían conseguir doblegar a Bradwarden y hacer que dijera lo que ellos querían, entonces tendrían que matar al centauro antes de la llegada de los distinguidos invitados.
Mientras escribía aquella nota, Markwart se dio cuenta de otro problema: Francis era un hermano del noveno año, pero sólo inmaculados y abades estaban autorizados a asistir a la asamblea. Y Markwart quería que Francis participara en ella; era un hombre con algunas limitaciones, pero muy leal.
El padre abad rompió una esquina del pergamino, anotó un recordatorio para sí mismo, «HFI», y luego lo ocultó. Así como se había saltado el protocolo a causa de la emergencia de la guerra al nombrar abad de Saint Precious a De'Unnero y al enviar a Jojonah a la abadía de Palmaris para servirle de segundo, promocionaría al hermano Francis a la dignidad de inmaculado.
El inmaculado hermano Francis.
A Markwart le gustaba cómo sonaba, le gustaba pensar en el creciente poder de aquellos que lo obedecían sin cuestionar nada. Su explicación ante ese nombramiento prematuro sería sencilla y, sin duda, aceptada: al haber enviado dos padres a Saint Precious, Saint Mere Abelle se había quedado desguarnecida en los rangos más altos de la jerarquía. Aunque la abadía contaba con numerosos inmaculados, pocos habían conseguido los requisitos necesarios para promocionar a la dignidad de padres, e incluso pocos continuaban esforzándose para alcanzar tal rango; Francis, dado el trabajo de vital importancia que había desempeñado en la caravana a Barbacan, fortalecería aquella categoría considerablemente.
Sí, rumió el padre abad. Promocionaría a Francis antes de la asamblea, y luego otra vez, poco después, lo promocionaría al rango de padre, para sustituir a...
A Jojonah, decidió, en lugar de a De'Unnero. Para sustituir a De'Unnero elegiría alguno de los numerosos inmaculados, tal vez incluso se decidiría por Braumin Herde, que se lo merecía, a pesar de que la elección de sus mentores había dejado mucho que desear. Pero, dado que Jojonah se hallaba tan lejos y que su retorno no era nada probable —salvo para las tres semanas de la asamblea—, Markwart imaginaba que podría atraerse a Braumin tentándolo con aquella dignidad tan codiciada.
Los pasos del padre abad se agilizaban a medida que vadeaba los problemas y se iban clarificando las soluciones. Aquella nueva introspección que había alcanzado, aquel nuevo nivel de guía interior, parecía tener algo de milagroso. Los muros de incertidumbre parecían haberse derrumbado proporcionándole respuestas de pureza cristalina.
«Excepto en la cuestión de la acusación rápida de Avelyn», se recordó a sí mismo, y pegó una palmada de frustración sobre el escritorio. No, Bradwarden no cedería, permanecería desafiante hasta el amargo final. Por primera vez, Markwart lamentó la pérdida de los Chilichunk, pues le constaba que ellos habrían sido mucho más fáciles de controlar.
Entonces le apareció la imagen de un librito en el que Jojonah había estado buscando información sobre el hermano Allabarnet. Markwart vio con toda claridad aquella habitación en su imaginación y no pudo comprender por qué... hasta que un lugar en la esquina del fondo, una repisa alejada y recóndita, se hizo claramente perceptible en la imagen.
Markwart siguió sus instintos, siguió su guía interior; primero se dirigió a su escritorio para buscar algunas gemas, y luego bajó desde su despacho por la escalera húmeda y oscura que conducía a la antigua biblioteca. Ya no había ningún guarda apostado allí, pues se suponía que Jojonah estaba muy lejos; Markwart, con un reluciente diamante en la mano, entró cautelosamente en la sala. Pasó delante de los estantes de libros y se dirigió hacia una repisa situada en la esquina del fondo, donde se hallaban los libros que la iglesia había prohibido muchos años antes. Sabía, lógicamente, que incluso él, el padre abad, no debía examinarlos, pero aquella voz interior le prometía respuestas a su dilema.
Examinó la repisa durante unos minutos; echó un vistazo a todos los tomos, a las etiquetas de todos los pergaminos enrollados, y luego cerró los ojos y reprodujo aquellas imágenes.
Permaneció con los ojos cerrados, pero levantó la mano confiando que había sido guiado hasta el libro que necesitaba. Lo cogió delicada pero firmemente, lo ocultó debajo del brazo y se fue arrastrando los pies; llegó de nuevo a la intimidad de su despacho sin siquiera haber ojeado la obra, Los encantamientos de brujería.
Roger suponía que el barón estaría fuera hasta última hora de la tarde, por lo que le sorprendió bastante verlo de regreso mucho antes de que el sol hubiera tocado la línea del horizonte. Fue a su encuentro confiando plenamente en que todo habría ido bien, pero sus esperanzas se desvanecieron de inmediato al ver al corpulento hombre resoplando, con la cara roja y a punto de explotar de rabia.
—¡En toda mi vida jamás me he encontrado con un hombre, y mucho menos con un supuesto hombre de Dios, más desagradable! —exclamó enfurecido Rochefort Bildeborough, abandonando bruscamente el vestíbulo para entrar en la sala de audiencias.
Roger fue tras él, aunque en aquella ocasión tuvo que buscarse otra silla pues el barón se instaló en la acolchada, favorita del muchacho. Pero el corpulento noble no tardó en ponerse de nuevo en pie y andar de un lado a otro ansiosamente; Roger se apresuró a ocupar el que se estaba convirtiendo en su asiento habitual.
—¡Se atrevió a hacerme advertencias! —exclamó enfurecido el barón Bildeborough—. ¡A mí! ¡El barón de Palmaris, amigo del mismísimo Danube Brock Ursal!
—¿Qué dijo?
—Oh, empezó bien —explicó Bildeborough dando una palmada con las dos manos—. Con mucha corrección, De'Unnero expresó su confianza en que el período transitorio mientras él se hacía cargo de la abadía de Saint Precious sería muy tranquilo. Dijo que podríamos trabajar juntos... —Bildeborough hizo una pausa y Roger contuvo el aliento al presentir que estaba a punto de formular una declaración importante—, a pesar de los evidentes defectos y de la conducta delictiva de mi sobrino —acabó diciendo de forma explosiva el barón, mientras pateaba el suelo con rabia y daba puñetazos en el aire.
No tardó en verse desbordado por la excitación, por lo que Roger se apresuró a acudir a su lado y lo ayudó a acomodarse en la confortable silla.
—¡Perro sarnoso! —prosiguió Bildeborough— Estoy seguro de que ignora que Connor ha muerto, aunque sin duda no tardará en saberlo. Prometió perdonar a Connor, si yo le daba mi palabra de que mi sobrino enmendaría su conducta en el futuro. ¡Perdonarlo!
Roger intentó calmar al noble, pues temía que aquel ataque de cólera le ocasionara la muerte. El noble tenía la cara congestionada y enrojecida de sangre, y los ojos desorbitados.
—Lo mejor que podemos hacer es ir a visitar al rey —dijo Roger con calma—. Contamos con aliados que el nuevo abad no puede superar; podemos limpiar el nombre de Connor y, por supuesto, culpar de todos esos desastres a quien realmente corresponde.
La exposición clara de los hechos calmó considerablemente al barón.
—Vámonos —dijo—. Hacia el sur, a toda marcha; diles a mis asistentes que preparen mi carruaje.
De'Unnero no subestimó en absoluto al barón Bildeborough. En la reunión había mantenido deliberadamente una actitud implacable con objeto de obtener información acerca del barón y de sus posibles apoyos políticos, y para la aguda perspicacia de De'Unnero la conversación había sido en extremo provechosa en ambos aspectos. La era de Bildeborough demostraba que también él podría ser un enemigo declarado de la iglesia, más temible incluso que su sobrino o que el abad Dobrinion.
Y De'Unnero era suficientemente inteligente para darse cuenta de quién era el verdadero responsable de aquellos problemas.
Pues, a pesar de lo que dijo en la reunión, De'Unnero por supuesto sabía que Connor Bildeborough había muerto y también sabía que un joven había llevado su cuerpo a Palmaris junto con el de un hombre vestido con el hábito de los monjes abellicanos. De nuevo, el airado abad se lamentó de que el padre abad Markwart hubiera cometido el error de no enviarlo a él a la misión más importante para la recuperación de las piedras. Si él hubiera ido en busca de Avelyn, aquel asunto se habría solucionado mucho tiempo atrás, habrían sido recuperadas las gemas y Avelyn y todos sus amigos estarían muertos. ¡Qué insignificante problema sería entonces Bildeborough para él y para la iglesia!
Pues ahora, en opinión de De'Unnero, Markwart y la iglesia tenían un problema, un gran problema. Según los monjes de Saint Precious con quienes De'Unnero ya había hablado, y según los de Saint Mere Abelle que habían sido testigos del conato de pelea en el patio de Saint Precious, el barón Bildeborough había reaccionado como si Connor fuera su hijo. La acusación de asesinato había caído, sin duda alguna, sobre la iglesia, y Bildeborough, cuya influencia iba mucho más allá de Palmaris, no permanecería de brazos cruzados en aquel asunto.
El nuevo abad no se sorprendió cuando uno de los suyos, un monje que había hecho el viaje con él desde Saint Mere Abelle, regresó de su puesto de explorador para informar de que un carruaje había salido de Chasewind Manor, se dirigía hacia el sur y abandonaba Palmaris por la carretera del río.
Pronto regresaron otros espías del nuevo abad y confirmaron el relato; uno de ellos insistía en que el barón Bildeborough en persona iba en el carruaje.
De'Unnero no dejó que lo traicionaran las emociones; permaneció en calma y se ocupó de los pocos ritos pendientes de la tarde como si nada importante sucediera. Se retiró temprano a su habitación con la excusa de que estaba fatigado por el viaje, un pretexto perfectamente verosímil.
—Ésta es la razón por la que incluso tengo ventaja sobre ti, padre abad —dijo el abad de Saint Precious mientras miraba por la ventana hacia la noche de Palmaris—. No necesito lacayos para mis trabajos sucios.
Se quitó el revelador hábito y se puso un traje holgado de tela negra, luego empujó e hizo rechinar la ventana para abrirla, se deslizó muro abajo y desapareció en la noche. Momentos después, el nuevo abad de Saint Precious se encontraba agazapado en un callejón; en la mano tenía su piedra favorita.
De'Unnero se sumergió en la piedra, sintió el exquisito dolor en los huesos mientras las manos y los brazos empezaban a cambiar de forma y a torcerse. Espoleado por la absoluta excitación de la inmediata cacería, por el absoluto éxtasis que le producía pensar que al fin iba a entrar en acción, se sumergió más profundamente, y rápidamente se quitó los zapatos con los pies, mientras también las piernas y los pies se transformaban en las patas traseras y en las zarpas de un tigre. Se sintió como si él mismo se hubiera perdido dentro de la magia, como si él y la piedra fueran una misma cosa. Todo el cuerpo se retorció y se contrajo espasmódicamente. Se pasó una zarpa por el pecho causándose un gran desgarrón en la ropa.
Entonces se encontró en cuatro patas y, cuando iba a protestar, un gran gruñido salió de sus felinas fauces.
¡Jamás había llegado tan lejos!
¡Pero era maravilloso!
¡El poder, oh, el poder! Su cuerpo era el de un tigre cazador y todo aquel enorme poder estaba bajo su absoluto control. No tardó en echar a correr silenciosamente con sus pies mullidos. Saltó la alta muralla de Palmaris con facilidad y se lanzó a la carrera por la carretera del sur.
Bastaron las primeras páginas, el resumen global del libro, para que el padre abad comprendiera. Sólo unos meses antes, el padre abad Dalebert Markwart se habría horrorizado al pensarlo.
Pero eso era antes de que hubiera encontrado la «guía interior» de Bestesbulzibar.
Con gran reverencia colocó en libro en el cajón inferior de su escritorio y lo cerró con llave.
—Procedamos por orden —dijo en voz alta, mientras sacaba de un cajón un pergamino sin usar y, de otro, un frasco de tinta negra. Desenrolló el pergamino, fijó sus esquinas con pesos y se quedó mirándolo fijamente intentando determinar la mejor manera de redactar el escrito. Tras un gesto de asentimiento escribió el siguiente título:
Promoción del hermano Francis Dellacourt a hermano inmaculado de la orden de Saint Mere Abelle
Markwart pasó mucho rato en la preparación de aquel importante documento, aunque la versión definitiva no tenía más de trescientas palabras. Cuando acabó, el día estaba llegando a su fin y los monjes se reunían para cenar. Markwart salió rápidamente de su despacho y se fue hacia el ala de Saint Mere Abelle que servía de residencia a los estudiantes más nuevos. Encontró a los tres que quería y se los llevó a una habitación privada.
—Cada uno de vosotros me proporcionará cinco copias de este documento —explicó; uno de los jóvenes hermanos se movía nerviosamente.
»Di lo que piensas —indicó Markwart.
—No estoy muy versado, ni soy muy hábil en iluminación, padre abad —tartamudeó el hombre con la cabeza inclinada. De hecho, los tres estaban abrumados por aquel encargo. Saint Mere Abelle contaba con muchos de los mejores copistas de todo el mundo. La mayoría de los inmaculados que no alcanzarían nunca la dignidad de padres habían elegido la carrera de copistas.
—No os he preguntado si sois hábiles —replicó Markwart dirigiéndose a los tres—. ¿Sabéis leer y escribir?
—Desde luego, padre abad —afirmaron.
—Entonces haced lo que os he pedido —dijo el anciano—. Sin rechistar.
—Sí, padre abad.
Markwart dirigió una mirada agresiva a cada uno de ellos, uno tras otro, y entonces, después de lo que parecieron largos minutos de silencio, los amenazó:
—Si alguno de vosotros dice una sola palabra de esto, si alguno se atreve a la mínima insinuación sobre el contenido de este documento, los tres seréis quemados en la hoguera.
De nuevo se hizo un profundo silencio, mientras Markwart los observaba fijamente. Había decidido utilizar estudiantes del primer año, y en concreto a aquellos tres, porque estaba seguro de que tales amenazas producían un efecto considerable. Luego se marchó con la convicción de que no se atreverían a desobedecer su mandato.
La siguiente parada de Markwart fue la habitación del hermano Francis. El monje ya se había ido a cenar, pero el anciano no se desalentó y deslizó por debajo de la puerta las instrucciones relativas a Bradwarden.
Poco después, de nuevo en sus aposentos particulares, en una sala poco usada al lado del dormitorio, el padre abad se dispuso a preparar su próxima acción. En primer lugar quitó de la habitación todos los objetos, incluidos los muebles. Luego fue en busca del libro antiguo, un cuchillo y velas de colores y regresó a la sala; allí empezó a trazar en el suelo de madera un dibujo que estaba descrito con gran detalle en el viejo tomo.
El bosque parecía un lugar tranquilo, lleno de calma y paz, pensó Roger. Había algo en el aire que era distinto allí que en las tierras del norte, una serenidad, como si todos los animales de las tierras boscosas, todos los árboles y todas las flores supieran que no había monstruos alrededor.
Roger se había apartado del pequeño campamento al lado del carruaje para hacer sus necesidades, pero se había demorado mientras transcurrían los minutos, ensimismado en sus pensamientos, bajo el firmamento repleto de estrellas. Intentó no pensar en la próxima reunión con el rey Danube; ya había ensayado muchas veces su discurso. Intentó no preocuparse por sus amigos, aunque sospechaba que en aquellos momentos probablemente debían de estar muy cerca de Saint Mere Abelle, tal vez ya habían entrado en combate con la iglesia a causa de los prisioneros. Por el momento, Roger tenía ganas de descansar, de gozar de la calmada paz de una noche de verano.
¿Cuántas veces había apoyado la cabeza en una rama en el bosque cercano a Caer Tinella, solo, en la quietud de la noche? Muchas veces, si el tiempo era agradable. La señora Kelso lo veía a la hora de la cena y después volvía a verlo durante el desayuno, y aunque la mujer creía que pasaba la noche confortablemente acurrucado en el granero, a menudo el chico pasaba la noche en el bosque.
Pero ahora Roger no pudo encontrar, por mucho que lo intentó, aquella calma, aquella profundidad, aquella serenidad introspectiva. En los rincones de la conciencia se arrastraban demasiadas preocupaciones: había visto y vivido demasiado.
Se apoyó pesadamente contra un árbol y miró las estrellas lamentando la pérdida de la inocencia. Durante el tiempo que había estado con Elbryan, Pony y Juraviel, ellos habían celebrado su maduración, le habían mostrado su aprobación a medida que sus decisiones iban siendo más responsables. Ahora Roger comprendía que, al aceptar esas responsabilidades, había pagado un peaje, pues las estrellas ya no titilaban con tanto brillo y su corazón sin duda se había vuelto menos ligero.
Suspiró de nuevo y se dijo a sí mismo que las cosas irían mejor, que el rey Danube enderezaría el rumbo del mundo, que los monstruos serían expulsados muy lejos y que podría volver a su hogar y a su vida anterior en Caer Tinella.
Pero no lo creía. Se encogió de hombros y se dispuso a regresar al carruaje para discutir otra vez de temas importantes, para retomar otra vez sus responsabilidades.
Antes de llegar al campamento se detuvo; se le erizaron los pelos de la nuca.
El bosque se había quedado extrañamente tranquilo y misterioso.
Entonces llegó hasta él un grave y atronador gruñido, como jamás había oído. El joven se quedó helado, escuchando con suma atención, para intentar determinar su dirección, aunque el sonoro rugido parecía llenar el aire, como si llegara a la vez de todas partes. Roger permaneció inmóvil y contuvo el aliento.
Oyó que desenvainaban una espada, oyó otro rugido, en esta ocasión más enérgico, y luego unos chillidos horribles. Echó a correr a ciegas, tropezó con raíces y muchas ramas le golpearon la cara. Vio el resplandor del fuego del campamento, y unas siluetas que se movían precipitadamente delante del fuego de un lado a otro.
Los chillidos continuaban: gritos de miedo y después de dolor.
Roger se acercó al campamento y vio a los guardianes: los tres yacían en torno al fuego desgarrados y destrozados. Sin embargo, apenas se fijó en ellos, pues el barón estaba con medio cuerpo dentro del carruaje y medio cuerpo fuera, haciendo denodados esfuerzos para conseguir entrar del todo y así poder cerrar la puerta.
Aunque lo hubiera logrado, Roger sabía que la puerta no serviría para nada frente a aquel ser, un felino gigantesco anaranjado con rayas negras, que había clavado su garra en la bota del noble.
El barón se dio la vuelta y pegó una patada, y el tigre le dejó el tiempo suficiente para que el hombre consiguiera entrar. Pero nunca iba a conseguir cerrar la puerta del carruaje, pues el felino sólo lo había soltado para afirmarse sobre sus patas; antes de que Bildeborough hubiera cruzado siquiera el umbral de la puerta, el tigre saltó al interior del carruaje y se le echó encima con las garras extendidas.
El carruaje sufrió una violenta sacudida y el barón soltó un horrible chillido, mientras Roger miraba sin poder hacer nada. Tenía un arma, una pequeña espada, apenas mayor que una daga, pero sabía que no podía llegar hasta Bildeborough a tiempo de salvarle la vida, y que en cualquier caso tampoco podría vencer, ni siquiera herir de gravedad, al enorme felino.
Se dio la vuelta y echó a correr; por su cara bajaban torrentes de lágrimas y su respiración se convirtió en difíciles y forzados jadeos. ¡Había vuelto a ocurrir! ¡Exactamente igual que en el caso de Connor! De nuevo se vio reducido al papel de impotente espectador, de testigo de la muerte de un amigo. Corrió a ciegas tropezando con ramas y arbustos durante interminables minutos; después de más de una hora cayó rendido e incluso entonces continuó avanzando a rastras, demasiado aterrorizado para mirar atrás con objeto de comprobar si lo perseguían.
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14
Rutas alternativas
Iluminada desde atrás por el sol naciente y envuelta por un velo de niebla matinal, la imponente fortaleza de Saint Mere Abelle surgió en la lejanía extendiéndose por el acantilado que dominaba la bahía de Todos los Santos. Sólo entonces, al contemplar las enormes dimensiones y la solidez antigua del lugar, Elbryan, Pony y Juraviel llegaron a apreciar realmente el poder de sus enemigos y la magnitud de su tarea. Habían informado a Jojonah de su empresa al rato de que llegara al campamento.
Y entonces el anciano había contado a Pony la muerte de Grady, su hermano.
La noticia la impresionó mucho, pues había pasado muchos años a su lado, aunque ella y el joven nunca estuvieron muy unidos. Aquella noche no durmió bien, pero antes del alba estaba perfectamente preparada para el viaje, un viaje que los había llevado hasta allí, hasta aquella fortaleza que parecía inexpugnable y que ahora servía de prisión a sus padres y a su amigo el centauro.
Las grandes puertas estaban cerradas a cal y canto, las murallas eran altas y gruesas.
—¿Cuántos vivirán aquí? —preguntó Pony a Jojonah sin aliento.
—Sólo los hermanos ya llegan a setecientos —respondió—. E incluso los de la última promoción, la que entró la pasada primavera, han sido adiestrados en la lucha. No entraríais en Saint Mere Abelle utilizando la fuerza, ni aunque contarais con el apoyo del ejército del rey. En tiempos más tranquilos, quizá podríais encontrar la manera de entrar fingiendo ser campesinos o trabajadores, pero ahora, eso no es posible.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó el guardabosque, pues parecía evidente que si maese Jojonah no conseguía hacerlos entrar, su misión no saldría adelante.
Después de reunirse con ellos en el bosque, Jojonah les había prometido precisamente hacer eso, y les había asegurado que él no era enemigo suyo sino un muy valioso aliado. Los cuatro habían partido muy temprano al día siguiente; Jojonah encabezó la marcha hacia el este, hacia el lugar que había considerado su hogar durante muchas décadas.
—Hay pocas maneras de entrar en una construcción de esas dimensiones —respondió Jojonah—. Yo conozco una.
El monje los condujo hacia el norte; era un camino tortuoso que los llevó lejos, hacia el extremo norte de la gran construcción, y luego hacia abajo, a través de un saliente rocoso castigado por el viento, hasta una estrecha playa. El agua llegaba hasta las rocas, las olas lamían la base de las piedras, una danza que continuaba desde tiempos inmemoriales. Pero la playa era sin duda transitable, por lo que el guardabosque metió un pie en el agua para comprobar la profundidad.
—Ahora no —explicó el monje—; la marea está subiendo y, aunque podríamos pasar antes de que el agua llegara muy arriba, dudo de que tuviéramos tiempo de regresar. Cuando la marea baje, hoy mismo pero más tarde, podremos recorrer la orilla hasta la zona del muelle de la abadía, un lugar poco utilizado y poco vigilado.
—¿Y entretanto? —preguntó el elfo.
Jojonah señaló una concavidad junto a la que habían pasado, y los cuatro estuvieron de acuerdo en que podía servirles de refugio para descansar después de un largo día y una larga noche de duro viaje. Montaron un pequeño campamento al abrigo de la fría brisa marina, y Juraviel preparó la comida, su primera comida en muchas horas.
La conversación en aquellas circunstancias fue ágil; Pony era la que más hablaba para contar al impaciente padre detalles de su viaje con Avelyn y para repetir episodios una y otra vez a petición de Jojonah. El monje parecía no cansarse nunca de escuchar sus historias, pues se entretenía con el menor detalle y no cesaba de solicitar a la mujer que profundizara más y más con objeto de añadir sus propios sentimientos y observaciones, para que le contara todo sobre Avelyn Desbris. Cuando Pony al fin llegó al punto en que ella y Avelyn se habían encontrado con Elbryan, el guardabosque la ayudó con sus propias observaciones, y también Juraviel añadió abundantes pormenores sobre las luchas contra los monstruos en Dundalis y sobre el inicio del viaje a Barbacan.
Jojonah se estremeció cuando el elfo describió su encuentro con Bestesbulzibar, y luego otra vez cuando Pony y Elbryan le relataron la batalla en el monte Aida, la caída de Tuntun y la final y brutal confrontación con el demonio Dáctilo.
Entonces le tocó a Jojonah el turno de hablar, entre bocado y bocado, pues el elfo había preparado una suculenta comida. Habló de cuando descubrieron a Bradwarden, del lastimoso estado en que se encontraba el centauro, que, sin embargo, se había recuperado increíblemente bien gracias a la influencia del brazal élfico.
—Ni siquiera yo, y sospecho que ni siquiera la señora Dasslerond, conocía el poder real de ese brazal —admitió Juraviel—. Se trata de una magia muy rara, de lo contrario todos nosotros llevaríamos uno.
—¿Como éste? —dijo Elbryan con una sonrisa, y se dio la vuelta para mostrar claramente su brazo izquierdo con el brazal élfico de color verde que le ceñía los músculos.
Por toda respuesta, Juraviel se limitó a sonreír.
—Hay una cosa que todavía no he entendido —interrumpió Jojonah, mientras dirigía su mirada a Pony—. ¿Avelyn te ofreció su amistad?
—Tal como te dije —respondió la mujer.
—Y cuando murió, ¿cogiste las gemas?
Pony se sintió incómoda y miró a Elbryan.
—Sé que las piedras se las había llevado Avelyn —prosiguió el monje—. Cuando buscaba su cuerpo...
—¿Lo exhumasteis? —preguntó, horrorizado, Elbryan.
—¡Jamás! —exclamó Jojonah—. Lo busqué con la piedra del alma y con el granate.
—Para detectar la magia —dedujo Pony.
—Y había muy poca magia en torno —dijo Jojonah—, aunque estoy seguro, y más aún después de vuestros relatos sobre el viaje, de que fue a aquel lugar con un buen alijo de gemas. Sé por qué tenía la mano levantada hacia lo alto y sé quiénes fueron los primeros en encontrarlo.
De nuevo Pony miró a Elbryan; la expresión de su amado no era menos insegura que la suya.
—Me gustaría verlas —indicó Jojonah de forma terminante—. Quizá para llevarlas en la próxima batalla, si la hay. Soy muy diestro con las gemas y las utilizaré con mucha eficacia, os lo aseguro.
—No tanta como Pony —replicó Elbryan, y provocó una mirada de sorpresa del monje.
A pesar de todo, Pony cogió su bolsa, sacó una bolsita de su interior y la abrió.
Los ojos de Jojonah chispearon al contemplar las piedras: el rubí, el grafito, el granate —que habían cogido del hermano Youseff—, la serpentina y todas las demás. Extendió la mano hacia ellas, pero Pony apartó la suya para poner la bolsita fuera del alcance del monje.
—Avelyn me las dio y, por consiguiente, son responsabilidad mía —explicó la mujer.
—¿Y si puedo utilizarlas mejor que tú en la próxima lucha?
—No puedes —repuso Pony sin inmutarse—. Avelyn en persona fue mi maestro.
—He pasado años... —empezó a protestar Jojonah.
—Vi cómo te desenvolvías en la caravana de mercaderes —le recordó Pony—. Las heridas no eran de consideración, pero te costó un esfuerzo tremendo curarlas. He medido tus poderes, maese Jojonah, y te hablo sin la menor intención de ofenderte o de fanfarronear. Pero soy más poderosa con las piedras, no lo dudes, pues Avelyn y yo encontramos una conexión, una unión de nuestros espíritus, y en ese enlace llegué a un altísimo grado de conocimiento.
—Gracias al uso de la magia Pony me salvó la vida y salvó la de muchos otros en repetidas ocasiones —añadió Elbryan—. No está alardeando; se limita a decir la pura verdad.
Jojonah los miró, uno después de otro, y luego miró a Juraviel, que asentía con la cabeza.
—No las utilicé para defender la caravana de mercaderes porque sabíamos que había muchos monjes en la zona y temíamos que nos detectaran —explicó Pony.
Jojonah alzó la mano para indicar que no necesitaba más explicaciones; había oído aquella misma historia antes, cuando espiritualmente estuvo espiándolos.
—Muy bien —admitió—, pero no creo que debas llevarlas al interior de Saint Mere Abelle, por lo menos no todas.
Pony miró otra vez a Elbryan; el joven se encogió de hombros y luego asintió con la cabeza; pensaba que el razonamiento del monje, que se basaba en los mismos argumentos que Juraviel y él mismo habían explicado a Pony, era sensato.
—No sabemos si podremos salir de nuevo —razonó Juraviel—. Pero ¿es preferible que las piedras estén escondidas aquí que en manos de los monjes de tu abadía? —preguntó a Jojonah.
Jojonah ni siquiera había pensado en ello.
—Sí —dijo con firmeza—. Es preferible lanzarlas al fondo del mar que permitir que caigan en manos del padre abad Markwart. Por lo tanto, os ruego que las dejéis aquí, del mismo modo que abandonaremos a esos magníficos caballos.
—Ya veremos —fue todo lo que Pony prometió.
La conversación giró entonces en torno a cuestiones más prácticas e inmediatas; el guardabosque preguntó qué cabía esperar de los guardianes en la puerta del lado mar.
—Dudo que haya alguno allí abajo —respondió Jojonah con confianza. Prosiguió con la descripción de la puerta maciza, protegida por un enorme rastrillo e incluso por otra puerta maciza, aunque esta última habitualmente se dejaba abierta.
—No parece precisamente una entrada para nosotros —comentó Juraviel.
—Es posible que por aquí haya accesos más pequeños —repuso Jojonah—, dado que ésta es una parte muy antigua de la abadía y antes los muelles se utilizaban con mucha frecuencia. Las puertas grandes son bastante recientes, no tienen más de dos siglos, pero en otros tiempos había muchas otras maneras de entrar en el edificio desde los muelles.
—Y tú esperas encontrar una de esas maneras en una noche oscura como ésta —dijo, incrédulo, el elfo.
—Es posible que pueda abrir las puertas grandes con las gemas —dijo Jojonah, mientras miraba a Pony—. Saint Mere Abelle no ha tomado muchas precauciones frente a ataques mágicos. Si estuvieran esperando un barco, el rastrillo, que constituye el único obstáculo ante una utilización satisfactoria de las piedras, podría estar abierto.
Pony no contestó.
—Tenemos la barriga llena y la hoguera nos calienta —dijo el guardabosque—. Intentemos descansar un poco hasta que llegue la hora.
Jojonah miró a Sheila, la brillante luna, e hizo esfuerzos por recordar lo último que había oído relativo a las mareas. Se levantó y pidió al guardabosque que lo acompañara a la orilla del mar; una vez allí, vieron que el agua estaba mucho más calmada y casi al nivel de la base de las rocas.
—Dos horas —dedujo Jojonah—. Y entonces dispondremos del tiempo suficiente para entrar en Saint Mere Abelle y acabar nuestro trabajo.
Elbryan observó que en boca del anciano todo parecía muy fácil.
—No deberías venir aquí —dijo Markwart al hermano Francis cuando el hombre se presentó en las habitaciones privadas del padre abad, un lugar que había frecuentado a menudo en las últimas semanas—. Todavía no.
El hermano Francis abrió y extendió las brazos, realmente perplejo por aquella actitud hostil.
—Debemos concentrar toda nuestra atención en la asamblea de abades —explicó Markwart—. Estarás allí, y también estará el centauro, si tenemos éxito.
La cara del hermano Francis se arrugó todavía más por la confusión.
—¿Yo? —preguntó—, pero si no tengo derecho a ello, padre abad. Ni siquiera soy inmaculado y no voy a conseguir esa dignidad hasta la próxima primavera, cuando todos los abades hayan regresado a sus respectivas abadías.
En el arrugado y marchito rostro del padre abad se dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Qué ocurre? —preguntó el hermano Francis en un tono que reflejaba excitación.
—Estarás allí —dijo de nuevo Markwart—. El hermano inmaculado Francis estará junto a mí.
—Pero... pero... —tartamudeó Francis, abrumadísimo—. Pero no he llegado a mis diez años. Mi preparación para promocionar a hermano inmaculado es correcta, te lo aseguro, pero esa dignidad no puede alcanzarla alguien que no lleve una década completa...
—Del mismo modo que maese De'Unnero se convirtió en el abad más joven de la iglesia moderna, tú te convertirás en el hermano inmaculado más joven —repuso, flemático, Markwart—. Vivimos tiempos peligrosos, y a veces las reglas deben flexibilizarse para adaptarse a las necesidades inmediatas de la iglesia.
—¿Qué pasará con los demás de mi promoción? —preguntó Francis—. ¿Qué pasará con el hermano Viscenti?
Markwart se rió ante aquella idea.
—Muchos alcanzarán la nueva categoría en primavera, como estaba previsto. En cuanto al hermano Viscenti... —hizo una pausa y su sonrisa se ensanchó aún más—. Bueno, digamos simplemente que las compañías que tiene bien podrían determinar su futuro. Pero por lo que a ti concierne —prosiguió el padre abad—, no puede haber demoras. Debo promocionarte a inmaculado antes de que pueda ascenderte a padre; la doctrina de la iglesia es inflexible en este punto, independientemente de cualquier circunstancia.
Francis se tambaleó y se sintió desfallecer. Por supuesto, había pronosticado aquello a Braumin Herde aquel día en el corredor de la muralla del lado mar, pero no tenía la menor idea de que su mentor fuera a darse tanta prisa. Y ahora que había oído su nombramiento de viva voz, que había oído de labios del padre abad Markwart que en efecto tenía intención de promocionarlo a una de las dos plazas de padre vacantes, estaba ciertamente abrumado.
El hermano Francis se sintió como si estuviera reconstruyendo el pedestal de la santidad que había roto al matar a Grady Chilichunk, como si, por el mero hecho de ascender dentro de la orden, se estuviera redimiendo a sí mismo o, incluso, no tuviera necesidad de redención alguna, como si aquella muerte no hubiera sido más que un infortunado accidente.
—Pero debes permanecer alejado de mí hasta que finalice tu promoción —explicó el padre abad Markwart—. Es mejor para el protocolo. En cualquier caso, tengo para ti un trabajo muy importante: vencer la resistencia de Bradwarden. El centauro hablará a nuestro favor, en contra de Avelyn y en contra de esa mujer que ahora tiene las gemas.
El hermano Francis negó con la cabeza.
—Los considera como si fueran familiares suyos —dijo atreviéndose a discrepar.
Markwart echó por tierra esa idea.
—Todos los hombres, todas las bestias, tienen un límite —insistió—; dado que Bradwarden dispone del brazal mágico puedes infligirle torturas tan horrorosas que implorará que lo mates y considerará a sus amigos como enemigos de la iglesia ante la simple promesa de que lo matarás enseguida. ¡Ten imaginación, hermano inmaculado!
Aquel título era en efecto incitante, pero la cara de Francis, en cualquier caso, se ensombreció ante la perspectiva de aquel desagradable trabajo.
—No me falles en esto —dijo con tono severo Markwart— Esa bestia horrible puede ser la piedra angular de nuestra declaración contra Avelyn, y no dudes que esa declaración es vital para la supervivencia de la iglesia abellicana.
Francis se mordió el labio, visiblemente angustiado por sus emociones.
—Sin el testimonio del centauro contra Avelyn, maese Jojonah y otros se nos opondrán y, en el mejor de los casos, podremos esperar que el proceso de confirmación como hereje de Avelyn Desbris se tome en consideración —explicó Markwart—. Tal «consideración» significará un proceso que se prolongará durante años antes de llegar a su fin.
—Pero si realmente fuera un hereje, y lo era —añadió enseguida Francis, al ver los ojos del padre abad desorbitados por la cólera—, el tiempo es nuestro aliado. Las propias acciones de Avelyn lo condenarán tanto a los ojos de Dios como a los de la iglesia.
—¡Imbécil! —le espetó Markwart. El padre abad se dio la vuelta como si no pudiera soportar verlo, gesto que causó un gran impacto en el joven monje—. Cada día que pasa juega en nuestra contra, en mi contra, si no recuperamos las gemas. Y si Avelyn no es públicamente declarado hereje, entonces el populacho y el ejército del rey no nos ayudarán en nuestra búsqueda para encontrar a la mujer y llevarla ante los tribunales.
Francis escuchó aquel razonamiento; cualquiera oficialmente tachado de hereje se convertía en un proscrito no sólo para la iglesia sino también para el reino.
—¡Tendré de nuevo las gemas! —exclamó Markwart—. No soy un hombre joven; ¿te gustaría que me fuera a la tumba sin resolver este asunto? ¿Te gustaría ver mi mandato en Saint Mere Abelle mancillado por esa mancha negra?
—Por supuesto que no, padre abad —respondió Francis.
—Entonces, ocúpate del centauro —dijo Markwart con tal frialdad que a Francis se le pusieron los pelos de punta—. Reclútalo.
El hermano Francis salió tambaleándose de la habitación, estremecido como si Markwart le hubiera pegado físicamente. Se pasó la mano por los cabellos y bajó a las mazmorras inferiores, decidido a no defraudar al padre abad.
Markwart fue hasta la puerta y la cerró con llave; se reprendió a sí mismo en silencio por haber dejado su despacho abierto con aquel secreto y revelador dibujo en el suelo de la sala adjunta. Se dirigió a aquella sala y admiró su obra. La estrella de cinco puntas era perfecta, exactamente igual a la que aparecía en el libro; estaba grabada en el suelo y las rayas estaban rellenas de ceras de colores.
El padre abad hacía más de un día que no dormía, dedicado por completo al trabajo y a los misterios que el extraño tomo le revelaba. Tal vez los Chilichunk también podrían asistir a la asamblea de abades; Markwart podía invocar espíritus y conseguir que volvieran a sus cuerpos, y con la hematites casi podía eliminar la natural putrefacción.
Sabía que era una jugada arriesgada, pero había precedentes. Los encantamientos de brujería explicaba con todo detalle una argucia similar utilizada contra la segunda abadesa de Saint Gwendolyn. Dos de los padres de Saint Gwendolyn se habían alzado contra la abadesa, arguyendo que ninguna mujer podía detentar semejante posición de poder; en efecto, con excepción de la abadía de Saint Gwendolyn, las mujeres tenían puestos de poca importancia en la iglesia. Cuando uno de esos padres se encontró con que el otro había muerto de viejo, comprendió que se hallaba en serios apuros, pues sabía que en solitario no podía enfrentarse a la abadesa. Sin embargo, gracias a la utilización prudente de Los encantamientos de brujería, el padre no había estado solo. Había invocado un espíritu malévolo menor para que habitara el cuerpo de su amigo, y juntos habían emprendido una guerra contra la abadesa durante casi un año.
Markwart regresó al escritorio, pues necesitaba estar sentado para analizar la situación. Bastaba con que los falsos Chilichunk estuvieran un breve lapso de tiempo ante la asamblea; era factible que el engaño surtiera efecto, ya que sólo él y Francis sabían con certeza que la pareja había muerto; eso significaría que dispondrían de dos sólidos testigos contra la mujer.
¿Pero cuál sería el precio que deberían pagar si la argucia salía mal? Markwart no pudo menos que preguntárselo y, en efecto, las posibles consecuencias presentaban mal cariz.
—Pero no las conoceré hasta que vea cómo se mueven los cuerpos —dijo en voz alta asintiendo con la cabeza.
Decidió seguir adelante con su idea. Haría que los Chilichunk volvieran —por lo menos, sus cuerpos—, bajo su control, y comprobaría la verosimilitud del truco. Entonces podría decidir, en función de los progresos del interrogatorio de Bradwarden, si los presentaba o no ante la asamblea.
Sonriendo y frotándose las manos con impaciencia, Markwart se levantó, tomó el libro negro y un par de velas y se dirigió a la sala contigua. Colocó las velas en las posiciones adecuadas y las encendió; luego utilizó la magia del diamante para cambiar su resplandor y consiguió que produjeran una luz negra en lugar de la amarilla. Se sentó entre las dos luces, dentro de la estrella, con las piernas cruzadas.
En una mano tenía la piedra del alma, y en la otra, Los encantamientos de brujería; a continuación se liberó de su cuerpo.
La sala adquirió unas dimensiones raras: con sus ojos espirituales la veía alabeada y torcida. Vio la salida física, luego otra: una trampilla en el suelo que conducía a una galería larga, en pendiente.
Tomó aquel oscuro pasadizo; su alma bajaba más y más.
Sheila se hallaba en línea recta por encima de la abadía y el agua estaba lejos, pues el nivel había bajado, cuando Jojonah condujo al guardabosque y a sus compañeros hacia los muelles y las puertas inferiores. Habían dejado a Sinfonía y a Piedra Gris muy atrás, al igual que la mayor parte de las gemas; Pony había cogido sólo las que podrían ser imprescindibles. Se quedó con la malaquita, la piedra de la levitación y la telequinesia, y con una piedra imán.
Jojonah abría la marcha hacia las grandes puertas frente a los muelles; tras examinarlas con detalle tomó la espada del guardabosque y la deslizó por debajo de una parte desgastada; mientras movía la hoja hacia atrás y hacia adelante percibió la barrera: el rastrillo estaba bajado.
—Deberíamos buscar por el sur a lo largo de la parte frontal del acantilado —razonó Jojonah, hablando con susurros y señalando la posible presencia de vigilantes en lo alto de la muralla, aunque ésta se encontraba muchas decenas de metros por encima de ellos—. Es el lugar más adecuado para encontrar una puerta más accesible.
—¿No temes que haya algún vigilante en ese portal? —preguntó Pony.
—A esta hora de la noche no creo que haya ninguno por debajo del segundo nivel de la abadía —replicó con confianza Jojonah—. Salvo, tal vez, los vigilantes que Markwart haya apostado cerca de los prisioneros.
—En ese caso vamos a intentarlo por aquí —repuso Pony.
—El rastrillo está bajado —explicó Jojonah, intentando por todos los medios, pero vanamente, mantener una punta de esperanza en su voz.
Pony sacó la malaquita, pero la expresión del monje fue de completa incredulidad.
—Demasiado grande —explicó—, quizá mil cuatrocientos quilos; ésa es la razón por la que esta entrada apenas está vigilada. Las hojas de la puerta frontal se abren hacia dentro, pero no pueden hacerlo si el rastrillo está bajado. Y, desde luego, mientras la sólida puerta esté cerrada, el rastrillo es inaccesible a cualquier palanca que pudiéramos construir.
—Pero no inaccesible a la magia —argumentó Pony. Antes de que el padre pudiera protestar, extrajo la piedra del alma y no tardó en salir del cuerpo y colarse por la rendija que había entre las dos hojas para inspeccionar el rastrillo. Enseguida regresó a su soporte corporal, pues no quería gastar demasiada energía—. Ése es el camino —anunció—. La puerta interior no está cerrada, y no he visto ningún vigilante en el vestíbulo situado más allá.
Jojonah no dudó de sus palabras; había practicado suficientes salidas espirituales para conocer su poder y saber que incluso en los túneles más oscuros la mujer era capaz de «ver» con bastante claridad.
—Además del rastrillo, las puertas frontales están protegidas con una barra —explicó Pony—. Preparad una antorcha, acercaos a la puerta y escuchad con suma atención para percibir cuando se levanten la barra y el rastrillo; cuando oigáis que suben, tenéis que daros prisa pues no sé cuánto podré resistir.
—No podrás levantarlo... —empezó a protestar Jojonah, pero Pony ya había alzado la mano con la malaquita y se había sumergido en las profundidades de la piedra verdosa.
Elbryan se acercó al padre y apoyó la mano en su hombro invitándolo a estar tranquilo y a observar.
—Oigo cómo sube el rastrillo —susurró Juraviel al cabo de unos instantes; el elfo tenía el oído pegado contra la enorme puerta.
Elbryan y un asombrado Jojonah se apresuraron a acudir a su lado y, a pesar de las protestas de incredulidad del monje, él mismo pudo oír el chirriante ruido de la gran verja subiendo hacia el techo.
Pony experimentaba una tremenda tensión. Antes había levantado gigantes, pero nada parecido a aquello. Se concentró en su imagen de aquel rastrillo y descendió profundamente, muy profundamente, dentro del poder de la piedra, para encauzar su energía. Le pareció que el rastrillo se levantaba lo suficiente, por encima de la parte superior de las dos hojas de la puerta; pero todavía tenía que concentrarse más profundamente para agarrar la barra que las bloqueaba y, de alguna manera, levantarla.
Su cuerpo temblaba; el sudor le bañaba la frente, y los ojos le empezaron a parpadear aceleradamente. Se imaginó la barra, la encontró en su representación mental y la agarró con toda la fuerza que le quedaba.
Juraviel apretó aún más la oreja contra la puerta y oyó el desplazamiento de la barra y cómo se levantaba por uno de los extremos.
—¡Ahora, Pájaro de la Noche! —dijo.
El guardabosque apoyó el hombro contra la enorme puerta y empujó con todas sus fuerzas. La barra ya no la bloqueaba y las hojas giraron; Elbryan se introdujo en el pasadizo apoyando una rodilla en el suelo y se dispuso a encender su antorcha.
—El mecanismo de bloqueo está en un chiribitil a la derecha —dijo el monje al elfo, mientras Juraviel se adelantaba a Elbryan.
Un instante después, la antorcha reapareció y el elfo anunció que el rastrillo estaba fijado. Jojonah, de nuevo al lado de Pony, sacudió bruscamente a la mujer para sacarla del trance. La muchacha lo consiguió y empezó a tambalearse e incluso estuvo a punto de caerse, falta de fuerzas.
—No he visto jamás a nadie con semejante poder, salvo a una persona —admitió Jojonah mientras la conducía por el pasadizo.
—Esa persona está conmigo —respondió con calma Pony.
El padre sonrió sin dudar de aquella afirmación, sintiéndose reconfortado ante tal posibilidad. En silencio, cerró las puertas interiores y explicó que el agua llegaría a alcanzar gran profundidad en el interior de la abadía si el pasadizo se dejaba abierto al mar.
—¿Adónde vamos? —preguntó el guardabosque.
—Puedo llevaros a las mazmorras —dijo Jojonah tras reflexionar un momento—, pero hay que subir varias plantas para luego en otro punto volver a bajar.
—Llévanos allí —dijo Elbryan.
Pero el monje sacudió la cabeza.
—El riesgo es grande —explicó—. Si encontramos a cualquier hermano, dará la alarma.
La idea de toparse con gente de Saint Mere Abelle le produjo auténtico pánico, no por los tres duros luchadores y por su misión, sino por los infortunados hermanos con los que podían tropezarse.
—Os pido que no matéis a nadie —dijo de pronto Jojonah. Al ver las miradas de curiosidad de Elbryan y Pony se apresuró a explicar—: A ningún hermano, quiero decir. La mayoría de ellos son, en el peor de los casos, peones de Markwart sin saberlo y no se merecen...
—No hemos venido aquí a matar a nadie —le interrumpió Elbryan—, y no lo vamos a hacer, te doy mi palabra.
Pony asintió con la cabeza y Juraviel hizo otro tanto, aunque el elfo no estaba demasiado seguro de que el guardabosque hubiera hablado con sensatez.
—Puede haber un camino mejor para llegar a las mazmorras —dijo Jojonah—. Hay antiguos túneles laterales, a unos treinta metros; casi todos están bloqueados, pero podemos cruzar esas barreras.
—¿Y sabes cuáles hay que tomar? —preguntó el guardabosque.
—No —admitió Jojonah—, pero todos comunican las zonas más antiguas de la abadía, y estoy convencido de que cualquier itinerario que elijamos acabará conduciéndonos bastante pronto a un lugar que podré reconocer.
Elbryan miró a sus amigos en busca de una confirmación, y ambos asintieron con la cabeza, pues preferían recorrer pasadizos en desuso a una alternativa que probablemente los haría topar con otros monjes. De entrada, a indicación de Juraviel, también cerraron el rastrillo para no dejar señal alguna de que la seguridad de la abadía había sido vulnerada.
No tardaron en encontrar el antiguo pasadizo y, como Jojonah había pronosticado, no tuvieron problema alguno para atravesar la barrera que los monjes habían construido. Pronto se encontraron recorriendo los antiguos pasadizos y salas de Saint Mere Abelle, unas zonas que no se habían utilizado durante siglos. Los suelos y los muros estaban en pésimo estado: desiguales ángulos de piedra proyectaban grandes y alargadas sombras a la luz de la antorcha. En muchos lugares el agua les llegaba hasta la pantorrilla, y las lagartijas corrían con sus patitas mullidas por muros y techos. En un momento dado, Elbryan tuvo que desenvainar Tempestad para abrirse paso a través de miríadas de espesas telarañas.
Eran unos intrusos, como cualquier otra persona lo hubiera sido en aquel lugar, pues aquella zona había sido abandonada a las lagartijas y a las arañas, a la humedad y al mayor adversario: el tiempo. Pero los compañeros siguieron avanzando penosamente a través de los a menudo estrechos y siempre tortuosos corredores, espoleados por la preocupación por Bradwarden y los Chilichunk.
El túnel era oscuro y no podía distinguirse detalle alguno, sólo una masa arremolinada, gris y negra. Alrededor del espíritu del errante Markwart se levantaba una espesa niebla y, a pesar de su estado no corpóreo, sintió el frío contacto de la bruma.
Por primera vez en mucho, muchísimo rato, Markwart consideró su rumbo y se preguntó si no se estaría alejando demasiado de la luz. Recordó la ocasión en que, siendo muy joven, entró por vez primera en Saint Mere Abelle hacía medio siglo. Había alcanzado tal plenitud de idealismo y fe que esas cualidades lo llevaron a ascender por las distintas categorías y a conseguir la dignidad de inmaculado en el décimo aniversario de su entrada en la orden, y la de padre apenas tres años después. A diferencia de muchos padres abades anteriores, Markwart nunca había abandonado Saint Mere Abelle para ejercer de abad en otras abadías, y había pasado todos aquellos años en presencia de las gemas, en la más sagrada de las casas de la iglesia abellicana.
Y ahora, razonaba, las gemas le habían mostrado un nuevo e impresionante camino. Había sobrepasado los límites de sus predecesores, vagando por regiones inexploradas e inexplotadas. Y así, después de un breve instante de duda, se sintió de nuevo lleno de orgullo, animado por su inexorable confianza en sí mismo, y continuó su descenso por el oscuro y frío túnel. Comprendió los peligros que allí acechaban, pero estaba seguro de que sería capaz de aprovechar cualquier maldad que encontrara y transformarla para la gracia del bien, convencido de que el fin justificaba los medios.
El túnel se ensanchó en una zona plana y negra llena de arremolinada niebla gris, y por entre aquellas masas onduladas y brumas hediondas, Markwart vio unas formas amontonadas, unas sombras encorvadas y retorcidas que destacaban por su mayor negrura en aquella oscuridad.
Varias sombras cercanas percibieron el espíritu de Markwart y se le aproximaron con cara de hambre, extendiendo hacia él sus garras.
Markwart levantó la mano y les ordenó que retrocedieran; con gran satisfacción comprobó que le obedecían; luego, formaron un semicírculo en torno a él y sus ojos voraces y de brillo rojizo lo miraron fijamente.
—¿Queréis volver a ver el mundo de los vivos? —preguntó el espíritu a los dos que tenía más cerca.
Ellos saltaron hacia adelante y con sus manos frías agarraron las fantasmales muñecas de Markwart.
Un sentimiento jubiloso llenó el espíritu del padre abad. ¡Qué fácil! Se dio la vuelta y ascendió por el túnel, seguido de cerca por los espíritus de los demonios. Luego abrió los ojos, los ojos físicos, parpadeó ante la repentina luz de las dos velas gemelas que resplandecían con rara intensidad; todavía conservaban su brillo negro, pero no por mucho tiempo, pues de repente se volvieron rojas y enormes: grandes llamaradas que surgían de las pequeñas velas oscilando, danzando, llenando toda la sala con una luz rojiza que aguijoneaba los ojos de Markwart.
Pero él no apartó la vista, no podía apartar la vista de allí, hechizado por aquellas formas negras que componían, dentro de las llamas, figuras humanoides, encorvadas y retorcidas.
Las dos hediondas figuras emergieron, una junto a otra, con sus ojos voraces de resplandor rojizo clavados en el padre abad. Las velas llamearon por última vez y volvieron a su estado normal; toda la sala quedó en absoluto silencio.
Markwart sintió que aquellos seres demoníacos podían abalanzarse sobre él y destrozarlo, pero no tenía miedo.
—Venid —les ordenó—. Os mostraré a vuestros nuevos huéspedes.
Se sumergió de nuevo en la hematites y su espíritu se liberó del cuerpo otra vez.
15
La pesadilla de Pony
El guardabosque marcaba con sumo cuidado los muros de cada cruce, y había un gran número de ellos en aquel laberinto de antiguos corredores en desuso. Los cuatro vagaron durante más de una hora; en un momento dado tuvieron que pegar golpes cortantes contra una puerta y derribar una barrera de ladrillo para abrirse paso; al fin llegaron a una zona que maese Jojonah creyó reconocer.
—Estamos cerca del centro de la abadía —explicó el monje—. Al sur se hallan la cantera y las bibliotecas y criptas antiguas; al norte, los corredores que servían como habitaciones para los hermanos, pero que ahora sirven a Markwart como celdas para los prisioneros.
Sin más indicaciones, el padre prosiguió la marcha avanzando con cuidado y sigilo.
Poco después, Elbryan apagó la antorcha pues desde lejos les llegó el brillo mortecino de una llama.
—Algunas de las celdas están por allí —explicó Jojonah.
—¿Vigiladas? —preguntó el guardabosque.
—Es probable —respondió el monje—. Es posible que el padre abad en persona, o alguno de sus poderosos lacayos, esté allí, interrogando a los prisioneros.
Elbryan hizo una seña a Juraviel para que se adelantara a inspeccionar. El elfo se alejó y al cabo de unos instantes regresó y les contó que había dos hombres jóvenes montando guardia tranquilamente en la zona donde ardía la antorcha.
—No están alerta —explicó Juraviel.
—No sospechan que pueda haber algún problema aquí abajo —dijo con confianza maese Jojonah.
—Quédate aquí —le dijo Elbryan al monje—. No sería prudente que te vieran; Pony y yo despejaremos el camino.
Jojonah posó una angustiada mano en el antebrazo del guardabosque.
—No los mataremos —prometió Elbryan.
—Son luchadores bien adiestrados —advirtió Jojonah, pero el guardabosque apenas lo oyó, pues ya había echado a andar junto a Juraviel y Pony.
Cuando se hubieron acercado a la zona, Elbryan se adelantó, luego hincó una rodilla en el suelo y atisbó por el recodo.
Allí estaban los dos monjes jóvenes: uno desperezándose y bostezando, y el otro apoyado pesadamente en la pared, medio dormido.
De repente, el guardabosque apareció entre los dos y, con el codo, propinó un latigazo al monje medio dormido que lo estrelló contra la pared. Por el otro lado, Elbryan pegó un golpe de revés que derribó al monje que bostezaba sin ni siquiera darle tiempo a abrir los ojos ni a rechistar. El guardabosque se dio la vuelta de nuevo para encararse con el que había quedado tumbado contra el muro; lo rodeó con los brazos, le hizo dar la vuelta y lo puso boca abajo en el suelo, mientras Pony y Juraviel se ocupaban del otro, que estaba demasiado aturdido por el violento golpe para ofrecer resistencia alguna. Con el eficaz hilo élfico los ataron, los amordazaron y les vendaron los ojos empleando jirones de sus propios hábitos; luego el guardabosque los arrastró hasta dejarlos en un oscuro pasadizo lateral.
Cuando Elbryan regresó, Jojonah ya se había unido otra vez al grupo, y Pony examinaba atentamente la parte exterior de una puerta de madera. Tan pronto como Jojonah reconoció que era la celda de Pettibwa, Pony se precipitó hacia la puerta con la intención de abrirla de golpe. Pero no pudo.
El hedor le hizo ver la verdad, el mismo olor que había percibido en el saqueo de Dundalis hacía tantos años.
Elbryan acudió enseguida a su lado para calmarla; la mujer al fin levantó el pestillo y empujó la puerta para abrirla.
La antorcha desparramó su luz en la inmunda estancia: allí, en medio de sus propios desechos, yacía Pettibwa; la piel de sus gruesos brazos colgaba inerte, tenía la cara pálida y enormemente abotargada. Al verla, Pony se tambaleó, cayó de rodillas junto a ella y se dispuso a mover la cabeza de la mujer, pero el cuerpo no se flexionó; entonces Pony inclinó la cabeza hacia Pettibwa, mientras todo su cuerpo se estremecía por los sollozos.
La chica sentía un profundo amor hacia su madre adoptiva, la mujer que la había conducido a la edad adulta, que le había enseñado tantas cosas sobre la vida, sobre el amor y sobre la generosidad. Cuando la había recogido, hacía tanto tiempo, ningún interés material había inducido a Pettibwa a hacerse cargo de la huérfana Pony. Más aún, la había aceptado en su familia sin limitaciones, le había ofrecido tanto amor y soporte como a su propio hijo.
Y ahora estaba muerta, en gran parte a causa de aquel amor generoso. Pettibwa había muerto porque había sido buena con su chiquilla huérfana, porque había hecho de madre de quien se convirtió en una proscrita para la iglesia.
Elbryan se acercó a Pony y trató de contener las variadas emociones que se arremolinaban en su corazón: culpa y dolor, absoluta tristeza y una gran sensación de vacío.
—Necesito hablar con ella —no cesaba de repetir Pony; las palabras brotaban entre jadeos y sollozos—. Necesito...
Elbryan intentó consolarla, intentó que conservara la calma, y la agarró por el brazo cuando la joven se disponía a coger la piedra del alma.
—Se ha ido demasiado lejos —dijo el guardabosque.
—Puedo encontrar su espíritu y decirle adiós —razonó Pony.
—Aquí no, ahora no —respondió Elbryan suavemente.
Pony se disponía a protestar, pero, al fin, con mano temblorosa, devolvió la piedra a la bolsa, aunque no apartó la mano de la gema.
—Necesito hablar con ella —dijo con tono resuelto, y apartando la vista del guardabosque se volvió de nuevo hacia el cadáver; se inclinó sobre el cuerpo y susurró palabras de despedida a su segunda madre.
Jojonah y Juraviel observaban desde el umbral de la puerta; el monje estaba horrorizado, aunque seguramente no demasiado sorprendido de que la mujer no hubiera sobrevivido a la crueldad de Markwart. Asimismo, estaba avergonzado de que alguien de su orden, de hecho el más alto jerarca de su orden, hubiese hecho aquello a una mujer inocente.
—¿Dónde está el otro humano? —preguntó Juraviel.
Jojonah hizo un gesto con la cabeza para indicar la siguiente celda, y ambos se dirigieron rápidamente hacia allí; encontraron a Graevis muerto, colgado con la cadena todavía enlazada alrededor del cuello.
—Se escapó de la única manera que pudo —dijo sombríamente Jojonah.
Juraviel se acercó raudo hacia el ahorcado y, con cuidado, lo liberó de la cadena que lo oprimía. El cuerpo de Graevis se deformó de un modo raro al caer, el que le permitía la cadena que pendía de un solo grillete, pero era preferible que Pony lo viera así, y no en la posición en que encontró la muerte.
—Necesita estar sola —les dijo Elbryan reuniéndose con Jojonah en el umbral de la puerta.
—Qué tremendo golpe —señaló Juraviel.
—¿Dónde está Bradwarden? —preguntó el guardabosque a Jojonah en tono severo, lo que provocó que el monje, dominado por la culpa, diera un paso atrás. Elbryan se dio cuenta enseguida del horror de Jojonah y puso una mano en el ancho hombro del monje para reconfortarlo—. Son tiempos difíciles para todos nosotros —dijo en tono amable.
—El centauro está bastante lejos, siguiendo el corredor —explicó Jojonah.
—Si todavía vive —puntualizó Juraviel.
—Vamos a verlo —dijo el guardabosque al elfo, al tiempo que hacía una seña a Jojonah para que lo guiara—. Quédate con Pony; protégela de los enemigos y de su propia conmoción.
Juraviel asintió con la cabeza y salió de la celda, mientras Elbryan y Jojonah avanzaban sigilosamente por el corredor. Juraviel regresó junto a Pony y le dijo con delicadeza que también Graevis había muerto; luego la abrazó mientras la mujer rompía a sollozar.
Jojonah seguía al guardabosque por el corredor; lo guiaba a cada cruce con contenidos susurros. Tomaron una última curva y alcanzaron otra zona sombría iluminada por una antorcha, en la que vieron dos puertas: una en el muro situado a la mano izquierda y otra al final del corredor.
—¡Crees que ya se ha acabado, pero esto sólo es el principio! —gritó un hombre. Acto seguido oyeron el ruido de un latigazo y un ronco y bestial gruñido.
—Es el hermano Francis —explicó Jojonah—. Un lacayo del padre abad.
El guardabosque se disponía a avanzar, pero se detuvo en seco mientras Jojonah se camuflaba entre las sombras al advertir que la puerta empezaba a abrirse.
El monje, un hombre de aproximadamente la misma edad que Elbryan, avanzó látigo en mano y con una expresión agria en la cara. Se quedó helado y los ojos se le desorbitaron cuando advirtió la presencia de Elbryan, un desconocido que lo miraba impasible con la espada todavía envainada.
—¿Dónde están los guardianes? —preguntó el monje—. ¿Y tú quién eres?
—Un amigo de Avelyn Desbris —replicó Elbryan severamente y en voz alta—. Y un amigo de Bradwarden.
—¡Oh, por todos los dioses, bravo! —gritó una voz desde el interior de la celda. El corazón de Elbryan saltó de alegría al oír de nuevo la retumbante voz de su amigo centauro—. ¡Ahora te vas a llevar tu merecido, estúpido Francis!
—¡Cállate! —ordenó Francis al centauro. Se frotó las manos y extendió totalmente el látigo mientras Elbryan avanzaba un paso sin haberse molestado aún en desenvainar la espada.
Francis levantó el látigo de forma amenazadora.
—Tus amistades bastan para demostrar que eres un proscrito —dijo con un deje nervioso en la voz a pesar de que se esforzaba por aparentar tranquilidad.
El guardabosque se dio cuenta de sus esfuerzos, pero apenas le importaba si aquel hombre se sentía seguro o no. La voz de Bradwarden y el hecho de saber que el monje había utilizado el látigo contra su amigo el centauro consternaron al guardabosque y despertaron vertiginosamente su ardor guerrero. Continuó adelante.
Francis agitaba el brazo pero no llegaba a descargar ningún latigazo; se movía inquieto y miraba por encima del hombro tan a menudo como hacia adelante.
El Pájaro de la Noche siguió avanzando con Tempestad todavía en la cadera.
Entonces, un asustado Francis intentó descargar un latigazo, pero el Pájaro de la Noche se apresuró a meterse en el interior de la órbita del látigo y lo apartó hacia un lado. El monje arrojó el arma, se dio la vuelta y echó a correr hacia la puerta situada al final del corredor. Agarró la manilla y tiró con fuerza; la puerta se abrió un palmo y medio antes de que la mano del Pájaro de la Noche cayera encima de ella y la inmovilizara.
Con una férrea energía el guardabosque empujó la puerta hasta cerrarla.
Advirtiendo la situación desprotegida del guardabosque, Francis se dio la vuelta y lanzó un puñetazo, un directo de derecha, a las costillas del hombre.
Pero al tiempo que con la mano derecha empujaba la puerta, el Pájaro de la Noche puso rígida la mano izquierda, con los dedos extendidos y perpendiculares al cuerpo y a un palmo y medio de distancia de éste. Un simple y ágil desplazamiento, perfectamente sincronizado, apartó con brusquedad la mano de Francis, y la izquierda del monje se desvió inofensivamente por debajo del brazo derecho del guardabosque.
Francis intentó conectar otro derechazo, pero de nuevo el guardabosque lo desvió apartándolo con la misma mano; en esta ocasión hizo continuar el movimiento manteniendo la parte posterior de los dedos en contacto con el brazo de Francis. A Francis todo le pareció demasiado lento y demasiado fácil, pero de repente el ritmo cambió: el Pájaro de la Noche pasó la mano por encima del antebrazo de Francis, lo agarró con fuerza y tiró de él hacia atrás. Lo cogió por la muñeca, abarcándosela con la mano derecha, y tiró con energía, con una temible e innegable potencia.
Francis dio un bandazo hacia un lado; tenía el brazo cruzado sobre el cuerpo y hacia abajo, y había perdido el aliento a causa de un golpe rápido que Elbryan le propinó sin extender el brazo, un puñetazo de increíble contundencia, dado que el puño recorrió menos de un palmo. Francis rebotó violentamente contra la puerta e intentó recuperarse, pero el Pájaro de la Noche, que sujetaba con fuerza el puño del monje, levantó su brazo por debajo del de Francis. Aquel súbito movimiento con un ángulo tan insólito provocó un sonoro crujido de los huesos del codo de Francis, y el monje se retorció de dolor. El brazo roto se torció hacia arriba mientras el monje se estrellaba de nuevo contra la puerta; el fornido guardabosque arremetió contra él y le golpeó el estómago con un derechazo que lo obligó a doblarse hacia adelante; a continuación, con un golpe de izquierda, de abajo arriba, contra el pecho, lo levantó en el aire.
Acto seguido un devastador vendaval de golpes, de izquierda y de derecha en rápida sucesión, arreció sobre Francis, que tan pronto se veía lanzado contra la puerta como volando por los aires.
Aquel vendaval finalizó con la misma brusquedad con la que había empezado: el Pájaro de la Noche dio un paso atrás y abandonó a Francis doblado ante la puerta; con una mano se sujetaba la barriga y la otra le colgaba inerte. Miró al guardabosque con el tiempo justo para ver el amplio gancho de izquierda que lo alcanzó en la parte lateral de la mandíbula, le desplazó con violencia la cabeza hacia un lado y lo derribó de espaldas sobre el duro suelo.
Francis se vio inmerso en una negrura que daba vueltas, mientras la corpulenta figura se le venía encima.
—¡No lo mates! —dijo una voz desde lejos, muy lejos.
El Pájaro de la Noche acalló a Jojonah inmediatamente, pues no quería que se reconociera su voz. Se tranquilizó cuando observó a su víctima con más detenimiento y comprobó que estaba inconsciente. Con movimientos rápidos, el guardabosque le puso un saco en la cabeza y pidió a Jojonah que se lo atara; luego se precipitó hacia la celda de Bradwarden.
—Te ha costado bastante encontrarme —dijo alegremente el centauro.
Elbryan se quedó abrumado al verlo, y conmovido, pues Bradwarden estaba bien vivo y en unas condiciones físicas que el guardabosque jamás hubiera sospechado.
—El brazal —explicó el centauro—. ¡Vaya pedazo de magia!
Elbryan corrió a abrazar a su amigo y luego, al recordar que el tiempo no jugaba precisamente a su favor, se ocupó de los grandes grilletes y cadenas.
—Espero que encuentres una llave —comentó el centauro—. ¡No podrías romperlos!
Elbryan metió la mano en su bolsa y sacó un paquete de una gelatina roja, la misma sustancia que había empleado en el árbol contra los asaltantes trasgos. Abrió el paquete y aplicó la gelatina rojiza sobre las cuatro cadenas que aprisionaban al centauro.
—Ah, todavía te queda sustancia de la que utilizaste en Aida —dijo, encantado, el centauro.
—Debemos darnos prisa —advirtió Jojonah al entrar en la celda. Al verlo Bradwarden se alarmó, pero Elbryan se apresuró a explicarle que no se trataba de un enemigo.
—Estaba con los que me cogieron en Aida —explicó Bradwarden—. Con los que me encadenaron.
—Y con los que tratan de liberarte de estas cadenas —se dio prisa en contestar el guardabosque.
El rostro de Bradwarden se suavizó.
—Bueno, es cierto —admitió—. Y me devolvió las gaitas durante el largo viaje.
—No soy tu enemigo, noble Bradwarden —dijo Jojonah con una reverencia.
El centauro inclinó la cabeza para mostrar su acuerdo, y luego la giró y parpadeó extrañado cuando su brazo derecho se soltó del muro. Elbryan, empuñando Tempestad, se disponía a golpear la cadena que sujetaba la pata derecha trasera del centauro.
—Buena espada —observó Bradwarden, y con un solo movimiento su pata se vio de nuevo libre.
—Vete a ver cómo le va a Elbryan —dijo Pony, arrodillada todavía junto al cuerpo de Pettibwa, pero manteniendo erguida la espalda con resolución.
—No creo que necesite ayuda alguna —respondió el elfo.
Pony suspiró profundamente.
—Yo tampoco —dijo.
Juraviel comprendió que la chica quería estar sola. Observó que Pony había metido otra vez la mano en la bolsa y que apretaba una piedra, lo cual era sin duda alarmante, pero comprendió que tenía que confiar en ella. Le dio un amable beso en la parte superior de la cabeza, pasó por detrás de ella, se fue hacia la puerta y salió de la celda; pero no se alejó demasiado sino que se quedó de guardia en el corredor iluminado por la mortecina luz de una antorcha.
Pony trató de mantener la calma. Puso la mano sobre el pecho hinchado de Pettibwa y le dio unos golpecitos tiernos, cariñosos; entonces tuvo la impresión de que la muerta se sentía mejor, como si el pálido color de la muerte no fuera tan patente.
Entonces, sintió algo, una sensación, una urgencia, un cosquilleo. Confusa, se preguntó si en su ferviente anhelo por llegar hasta Pettibwa no había invocado sin querer el poder de la piedra del alma al poner la mano sobre la gema que apretaba con fuerza una vez más. Siguiendo con esa idea cerró los ojos e intentó concentrarse. Entonces los vio, o creyó verlos: tres espíritus, uno de ellos el de un anciano, revoloteaban por la habitación.
Tres espíritus: ¿Pettibwa, Graevis y Grady?
Pensar semejante posibilidad la sobrecogió tanto como la intrigó, pero seguía sin comprender; se asustó tanto que prudentemente rompió la conexión con la piedra del alma. Abrió los ojos y miró a Pettibwa..., y entonces vio que la mujer le devolvía la mirada.
—¿De qué magia puede tratarse? —murmuró Pony en voz alta. ¿Acaso de forma subconsciente había alcanzado tal poder con la piedra del alma que había atrapado el espíritu sin cuerpo de Pettibwa? ¿Era posible semejante resurrección?
Obtuvo una terrorífica respuesta al ver que los ojos de Pettibwa refulgían con rojas llamas demoníacas y la cara de la mujer se contorsionaba y de su boca abierta salía un gruñido gutural.
Pony se echó hacia atrás, demasiado confusa, demasiado abrumada, para poder reaccionar, y su horror no hizo más que aumentar cuando los dientes del cadáver se prolongaron hasta convertirse en afilados colmillos.
El cadáver se incorporó y se sentó bruscamente con los brazos rollizos extendidos hacia adelante, dirigidos con decisión y fuerza sobrehumana hacia la garganta de Pony. La horrorizada joven agitó los brazos con violencia, movió las manos en todas las direcciones posibles para asir algo, pero no consiguió desembarazarse de las poderosas garras del demonio.
Pero Juraviel no tardó en aparecer. Su ligera espada acuchilló con fuerza el hinchado antebrazo de Pettibwa, y de los amplios cortes manó pus y sangre.
Elbryan se disponía precisamente a cortar la última de las cadenas de Bradwarden cuando los gritos de Pony llegaron a sus oídos. Cortó violentamente la cadena con Tempestad, giró sobre sus talones y dio varias zancadas antes de que la cadena llegara al suelo; Jojonah lo seguía de cerca. El guardabosque dobló el recodo a toda velocidad, oyó ruido dentro de la celda donde estaba el cuerpo de Graevis y abrió la puerta de una patada.
Se detuvo, azorado: el cadáver estaba moviéndose. Se había mordido la muñeca encadenada hasta cortársela y avanzaba hacia él con un brillante fuego rojo en los ojos y con el brazo amputado por delante, chorreando sangre.
Elbryan quería reunirse con Pony —quería estar a su lado por encima de todo— pero no podría hacerlo inmediatamente, por lo que se consoló un tanto cuando vio a Jojonah corriendo a toda prisa hacia la celda de Pettibwa. El guardabosque desenvainó Tempestad y atacó; fue al encuentro de la criatura demoníaca acuchillando despiadadamente los brazos que trataban de alcanzarlo.
—Mamá —repitió Pony muchas veces, mientras retrocedía pegada al muro.
Juraviel seguía atacando a la criatura. La joven sabía, racionalmente, que debía acudir en ayuda de Juraviel o utilizar las piedras, quizá la piedra del alma, para expulsar el espíritu maligno del cuerpo de Pettibwa. Pero no podía hacer nada, no podía superar el horror de ver a Pettibwa, su madre adoptiva, en aquel estado.
Se obligó a sí misma a calmarse y se dijo repetidas veces que, si conseguía concentrarse en la piedra del alma, podría conocer la verdadera naturaleza de aquella criatura. Sin embargo, antes de que se hubiera empezado a mover, Juraviel lanzó una poderosa estocada por entre los brazos levantados del cadáver y le hundió profundamente la espada en el corazón; Pony se quedó helada al verlo.
El demonio soltó una salvaje carcajada y golpeó la mano del elfo que empuñaba la espada, consiguiendo que la soltara; luego golpeó a Juraviel con un revés que lo lanzó cabeza abajo.
El elfo encajó el golpe, pues se había movido antes de que se lo propinara, con lo que consiguió amortiguar el impacto en buena medida. Batió las alas, efectuó un perfecto giro en el aire y aterrizó de pie sin problemas frente a la demoníaca criatura, que aún tenía la espada clavada en el pecho.
Alguien más entró a la carga en la pequeña celda pasando veloz delante del elfo. Sin frenar su impulso, Jojonah se abalanzó violentamente contra el demonio enterrándolo bajo su inmenso corpachón y lo estrelló pesadamente contra el muro.
Y entonces entró Bradwarden, quedando la celda repleta hasta los topes.
—¿Qué pasa aquí? —masculló el centauro.
Con un rugido de ultratumba, el demonio se libró de Jojonah, pero Bradwarden no tardó en encontrar la forma de responderle; mientras la criatura se precipitaba hacia adelante, el centauro se dio la vuelta y le propinó una doble patada que la estrelló impetuosamente de nuevo contra la pared. Enseguida Bradwarden se encaró con aquel ser: los cascos delanteros lanzaron golpes por doquier y los puños pegaron con dureza; fue una lluvia de golpes tan repentina y brutal que no le permitió al demonio la menor ocasión de atacar.
—Sácala de aquí —indicó Juraviel a Jojonah y, mientras el monje se llevaba a Pony en brazos, el elfo apuntó el arco y esperó el momento de poder efectuar un buen disparo.
Todos los meses de frustración que Bradwarden había padecido afloraron en los siguientes segundos, durante los cuales el centauro descargó golpe tras golpe sobre el diabólico ser, machacándolo, desgarrando su carne hinchada, reduciendo sus huesos a pulpa. Pero, aunque realmente estaba destrozándolo, aquel ser no parecía afectado por los golpes y se limitaba a intentar agarrar al centauro.
Pero entonces una flecha se hundió en uno de aquellos ojos de rojo resplandor... y ¡cómo se puso a aullar el demonio!
—No te ha gustado esa flecha, ¿eh? —dijo el centauro, y aprovechó la oportunidad para girar sobre sí mismo y proyectar sus patas traseras contra la cara del demonio. Como el repugnante ser ya tenía la cabeza apoyada en el muro de piedra, el cráneo le estalló en una lluvia de sangre, pero el cuerpo seguía aún luchando y agitando los brazos salvajemente.
Jojonah llevó a Pony al vestíbulo y la recostó contra la pared.
—¡Maldito ser, cae y muérete! —dijo la voz de Elbryan en la celda vecina.
El monje corrió hacia la puerta; luego miró hacia atrás con expresión de asco e hizo señas a Pony para que no se acercara.
En la celda, Elbryan acuchillaba vigorosamente con Tempestad; había abandonado su habitual estilo de esgrima, ya que había pinchado a la criatura en diversas ocasiones, hundiéndole la punta de la espada profundamente en la carne y los órganos con escasas consecuencias. Por lo tanto, se había decidido por un estilo más convencional; empuñaba la temible espada con las dos manos y la movía propinando devastadores tajos. Uno de los brazos del demonio resultó amputado a la altura del codo, y un golpe de arriba abajo de Tempestad le cortó el otro por el hombro.
No obstante, la criatura volvió al ataque; pero un corte cruzado de Tempestad detuvo el impulso que llevaba y dio al guardabosque tiempo suficiente para equilibrarse y propinar un golpe de revés.
Jojonah desvió la mirada al comprender que el recorrido fulgurante de la enorme espada decapitaría a la criatura. Cuando el monje volvió a mirar, su repulsión fue todavía mayor, pues la cabeza, que yacía a un lado junto a la pared, aún estaba mordiendo el aire y tenía fuego en los ojos. Y el cuerpo continuaba luchando.
Elbryan le propinó un puñetazo que lo hizo retroceder, luego tomó Tempestad con las dos manos, dio un giro completo sobre sí mismo con la espada baja y le cortó una pierna. El cadáver se desplomó hacia un lado con una pierna destrozada y dando patadas con la otra, mientras la cabeza, a poco menos de un palmo de distancia, castañeteaba al aire vanamente.
Sin embargo, los ojos iban perdiendo fuego, y Elbryan no tardó en advertir que la lucha había llegado a su fin. Se apresuró a regresar al vestíbulo; al salir de la primera celda pasó ante Jojonah, Bradwarden y Juraviel, y tomó en sus brazos a Pony, que había sufrido un ataque de histeria.
—Todavía patea —explicó Bradwarden a Jojonah cuando el monje vio el cuerpo de Pettibwa; los restos ensangrentados de la cabeza oscilaban sobre los hombros golpeteando aún la pared y arañando la piedra.
—Pero no sabe hacia qué lado debe hacerlo —añadió el centauro, mientras cerraba la puerta.
Jojonah se reunió con el guardabosque y Pony. Sorprendentemente, la joven se estaba recuperando con rapidez.
—Espíritus demoníacos —explicó el monje mirando a Pony fijamente a los ojos—, no eran las almas de Graevis y de Pettibwa.
—Los vi —tartamudeó Pony—, los vi llegar, pero eran tres.
—¿Tres?
—Dos sombras y un anciano —explicó—. Pensé que era Graevis, aunque no pude verlo con claridad.
—Markwart —suspiró Jojonah—. Él los trajo aquí. Y si tú los viste...
—Entonces él también te vio —dedujo Elbryan.
—Debemos abandonar este lugar enseguida —gritó Jojonah—. ¡Markwart estará en camino, no lo dudéis, y con un ejército de hermanos tras de él!
—Corramos —dijo Elbryan mientras empujaba a Jojonah hacia los antiguos corredores que los habían llevado hasta aquel maldito lugar. Echó un vistazo al pasadizo lateral donde habían dejado a los vigilantes y luego se situó en retaguardia junto a Pony. Avanzaban tan rápido como les permitían los a menudo estrechos y retorcidos corredores, y no tardaron en llegar a las puertas del muelle de la abadía; estaban cerradas y con el rastrillo bajado, como las habían dejado.
Maese Jojonah se disponía a utilizar la manivela, pero Pony, ahora más tranquila, con una gran determinación reflejada en su rostro, lo detuvo. Sacó una vez más la malaquita y se sumergió en su magia; aunque se encontraba débil y afectada por las emociones vividas, extrajo de su corazón un enorme caudal de cólera y lo encauzó hacia la piedra. Sin apenas esfuerzo aparente, el rastrillo se deslizó hacia arriba y se encajó en la oquedad del techo.
Elbryan se precipitó raudo hacia la imponente puerta, levantó la barra bloqueadora y consiguió abrir una hoja. Cuando se disponía a apartar la barra, de nuevo intervino Pony, todavía bajo los influjos de la magia levitadora.
—Mantén la barra sobre el soporte —ordenó la joven—. Rápido.
Al percibir el enorme esfuerzo que reflejaba su voz, Bradwarden se apresuró a cruzar el umbral con maese Jojonah mientras Juraviel se quedaba atrás con Pony y, amablemente, también la ayudaba a salir. Mientras atravesaba la puerta y pasaba por delante de Elbryan, Pony puso la otra mano, con la que sostenía la magnetita, sobre la parte exterior de la puerta metálica y se sumergió en la magia de la piedra.
El rastrillo descendía peligrosamente hacia la cabeza de Elbryan, pero Jojonah, al darse cuenta de lo que se proponía la inteligente mujer, se acercó a ella, tomó la magnetita de su mano y fortaleció la atracción magnética, a través de la puerta y sobre la barra bloqueadora. De nuevo, Pony se concentró totalmente en la malaquita, consiguió detener el rastrillo y Elbryan pudo también salir al exterior.
El guardabosque cerró la puerta; Jojonah aflojó la magia magnética y exhaló un suspiro de satisfacción cuando oyó que la barra bloqueadora caía sobre los soportes de ambas puertas. Entonces Pony fue abandonando paulatinamente su magia, el rastrillo bajó con suavidad y, al fin, todo quedó como si por allí no hubiera pasado nadie.
La chica se dio la vuelta y parpadeó repetidas veces, lo mismo que los otros, pues tenía ante ella el sol lateral de la mañana, que les lanzaba rayos de luz a través de la densa niebla que ascendía de la bahía de Todos los Santos. Aunque la marea no estaba alta, estaba subiendo, por lo que se apresuraron a marcharse y, a paso ligero, se dirigieron hacia la playa para después, por el sendero, llegar hasta los caballos.
Gruñendo de rabia y pese a las protestas de las dos docenas de hermanos que corrían con él, el padre abad fue el primero en atravesar violentamente las puertas de la zona de las mazmorras de las plantas inferiores.
Allí encontró a un maltrecho hermano Francis, con la capucha todavía puesta en la cabeza, esforzándose por ponerse en pie con la ayuda de uno de los vigilantes que Elbryan había derrotado. Más adelante, en el corredor, en el interior de sus respectivas celdas yacían los cadáveres destrozados de los Chilichunk; Pettibwa aún se debatía en el suelo mientras el espíritu del demonio luchaba hasta el final.
Markwart naturalmente no se sorprendió, dado que él había visto a la intrusa, a la mujer arrodillada junto a Pettibwa, mientras acompañaba a los demonios; pero los demás monjes no podían esperarse tan horripilante escena. Algunos gritaron y se apresuraron a alejarse, otros se arrodillaron para rezar.
—Nuestros enemigos han enviado demonios contra nosotros —gritó Markwart, agitando la mano hacia el cuerpo rechoncho de la mujer—. ¡Buena pelea, hermano Francis!
Gracias a la ayuda de otro joven hermano, al fin Francis se desembarazó de la capucha y de las ataduras; se disponía a explicar que apenas había podido luchar, cuando la durísima mirada de Markwart le detuvo en seco. Francis no sabía exactamente qué estaba pasando, no había visto los cuerpos animados de los Chilichunk y no estaba seguro de quién había realmente destruido a los demonios. No obstante, tuvo una brillante idea y a partir de ella se le fueron ocurriendo muchas otras cosas.
Elbryan se sentía cada vez más incómodo, incluso asustado, mientras observaba cómo Pony avanzaba por el sendero. Los gruñidos de la mujer no eran de debilidad, aunque sin duda debía estar exhausta después de sus hazañas mágicas, sino de cólera, de rabia primigenia. El guardabosque iba a su lado y, cuando el sendero lo permitía, le cogía la mano, pero ella apenas lo miraba; se limitaba a parpadear para eliminar el menor resto de lágrimas, a mantener la barbilla erguida y la mirada al frente.
Cuando llegaron junto a los caballos, Pony metódicamente buscó las demás piedras.
Jojonah se ofreció para usar la curativa hematites con Bradwarden, si la mujer quería prestarle una, pero el centauro rechazó la idea antes de que Pony pudiera contestar.
—Sólo necesito comer un poco —insistió. Su aspecto era bastante bueno, aunque estaba considerablemente más delgado que la última vez que los otros lo habían visto. Se pasó la mano por el brazo, por el brazal rojo de los elfos que seguía bien atado en su sitio, y guiñándole un ojo al guardabosque dijo—: Me hiciste un buen regalo.
—Nuestro viaje será largo y rápido —avisó Elbryan, pero Bradwarden se limitó a pasarse la mano por su menos voluminosa barriga y se echó a reír.
—Correré todo lo que me permita mi falta de reservas —dijo alegremente.
—Entonces vámonos —ordenó el guardabosque—. Ahora mismo, antes de que los monjes salgan de la abadía en nuestra busca. Acompañaremos a maese Jojonah a Saint Precious para que llegue a tiempo.
—Monta a Piedra Gris —propuso Pony al monje, mientras le daba las riendas.
Jojonah las aceptó sin protestar, pues era lógico que la mujer, más ligera, subiera a lomos del centauro.
Pero Pony cogió a todos por sorpresa, cuando se dio la vuelta, no hacia Bradwarden, sino de nuevo hacia Saint Mere Abelle y echó a correr a toda velocidad con las gemas en la mano.
Elbryan la alcanzó después de unos veinte metros y tuvo que echársele encima para conseguir que se detuviera. La chica lloraba y todo su cuerpo se estremecía con los sollozos, pero luchó furiosamente para librarse de él, para conseguir volver a la abadía y vengarse de alguna manera.
—No podrás derrotarlos —dijo el guardabosque sujetándola con firmeza—. Son demasiados, y demasiado poderosos. Ahora no. —Pony continuaba resistiéndose, e incluso sin querer arañó la cara del hombre—. No puedes deshonrar a Avelyn de este modo.
Aquello la detuvo. Entre jadeos y torrentes de lágrimas que le bajaban por las mejillas, la chica miró a Elbryan con escepticismo.
—Te confió las piedras para que las conserves en lugar seguro —explicó Elbryan—. Pero si vuelves ahora a la abadía, te vencerán y las gemas caerán en manos de nuestros enemigos, de los enemigos de Avelyn. Se quedará con ellas el mismo que causó tanto tormento y dolor a los Chilichunk. ¿Es que quieres entregárselas?
Entonces fue como si todas las fuerzas la abandonaran, y la mujer cayó en brazos de su amado y hundió la cabeza en su pecho. Con ternura, el hombre la condujo de nuevo junto a los demás y la subió a lomos de Bradwarden, mientras Juraviel detrás de ella la ayudaba a mantenerse en equilibrio.
—Dame la piedra solar —pidió a la chica.
En cuanto tuvo la piedra en la mano, Elbryan se la entregó a Jojonah y le explicó que debían desplegar un poco de magia protectora alrededor de ellos para evitar que los localizaran por medios mágicos. Jojonah les aseguró que aquello era bastante fácil, así que el guardabosque se dirigió hacia Sinfonía y se puso a la cabeza del grupo, que se alejó a galope tendido; Saint Mere Abelle quedó atrás, muy atrás, antes de que el sol se elevara por la parte oriental del cielo.
—¡Encontradlos! —rugió el padre abad—. Buscad por todos los corredores y por todas las habitaciones. ¡Todas las puertas están bloqueadas y vigiladas! ¡Ya! ¡Ya!
Los monjes salieron a toda prisa, y algunos volvieron por donde habían venido para alertar a los que estaban en la biblioteca.
Cuando llegó hasta Markwart la noticia de que aparentemente las puertas del muelle no se habían abierto, se intensificó la búsqueda en la biblioteca y a media mañana se había escudriñado casi todos los rincones del gran edificio. El ultrajado Markwart estableció una zona central de información en la enorme iglesia de la abadía, en la que él mismo se instaló rodeado por los padres, cada uno de los cuales era responsable de un grupo de monjes encargados de la búsqueda.
—Tienen que haber entrado y salido a través de las puertas del muelle —dedujo uno de los padres, una opinión que compartieron otros muchos. Su jefe de búsqueda acababa de regresar para informarle de que ninguna otra puerta de la abadía presentaba la menor señal de haber sido forzada.
—Pero las puertas están cerradas y bloqueadas; es una proeza imposible desde fuera de la abadía —dedujo otro padre.
—A menos que utilicen magia —indicó alguien.
—O a menos que alguien desde el interior de la abadía estuviera allí en el momento de su llegada para abrirles las puertas y volver a cerrarlas —dedujo Markwart. Aquella idea provocó una sensación de incomodidad en todos los presentes.
Poco después, cuando ya era evidente que sus enemigos hacía tiempo que se habían ido de la abadía, Markwart ordenó que la mitad de los monjes se organizaran en grupos de búsqueda por el exterior y que otras dos docenas utilizaran la magia del cuarzo y de la hematites.
Sin embargo, el padre abad sabía que sus esfuerzos serían inútiles ya que había comprendido al fin la verdadera astucia y potencia de sus enemigos. Junto con aquella sensación de desesperanza, se sintió hundido en un profundo abismo de rabia, algo que jamás había experimentado y que con toda sinceridad creyó que lo abrumaría para siempre.
No obstante, se sintió reconfortado a media tarde, cuando hubo conversado con Francis y los dos monjes que habían montado guardia cerca de las celdas, y supo más cosas acerca de los intrusos que habían entrado en Saint Mere Abelle, incluyendo a uno que no era un extraño en aquel lugar.
Después de todo, tal vez, ni el centauro ni los Chilichunk le harían falta. Tal vez podría encontrar nuevos culpables, incluso para el robo de las gemas perpetrado por Avelyn, y podría formular la teoría de una gran conspiración en el seno de la orden. Ahora lo entendía todo. Ahora había encontrado una cabeza de turco.
Y Je'howith le aportaría un contingente de soldados de la Brigada Todo Corazón.
Aquella noche Markwart permaneció en sus aposentos privados mirando por la ventana.
—Ya veremos —dijo, y en su cara se insinuó una sonrisa burlona—. Ya veremos.
—¿Ni siquiera vais a preguntar por las piedras? —quiso saber Pony. Se hallaba con Elbryan y maese Jojonah en las calles de Palmaris. El grupo había desembarcado a primera hora de la mañana al norte de la ciudad, después de cruzar el gran río a bordo del Saudi Jacintha del capitán Al'u'met, a quien, por fortuna, todavía habían encontrado atracado en Amvoy. Al'u'met había atendido la petición de ayuda de Jojonah sin hacer preguntas y sin cobrarles nada, y además les prometió que no diría ni una palabra a nadie sobre la apresurada travesía.
Juraviel y Bradwarden se habían quedado en el norte, mientras Elbryan, Pony y Jojonah entraban en Palmaris: el monje para regresar a Saint Precious, y los otros dos para hablar con viejos amigos.
—Las gemas sagradas fueron depositadas en buenas manos —repuso Jojonah con una sonrisa sincera—. Mi iglesia os debe mucho, pero me temo que no conseguiréis recompensa alguna de parte del padre abad Markwart.
—¿Y tú? —preguntó Elbryan.
—Tengo que habérmelas con alguien menos astuto pero igualmente perverso —explicó Jojonah—. Hay que compadecer a los pobres monjes de Saint Precious por tener al abad De'Unnero en lugar del abad Dobrinion.
Luego se separaron amistosamente: Jojonah se retiró a la abadía y los otros dos recorrieron varias calles de la ciudad en busca de alguna información. Por pura casualidad, poco después, se cruzaron con Belster O'Comely, quien se puso a gritar de alegría al verlos vivos a los dos.
—¿Qué sabes de Roger? —preguntó el guardabosque.
—Se fue hacia el sur con el barón —explicó Belster—. Para visitar al rey, según he oído.
Aquella noticia los llenó de alegría y esperanza, puesto que la información de la muerte del barón aún no había llegado al pueblo llano de Palmaris.
Con Pony a la cabeza y Belster cerrando la marcha se dirigieron al Camino de la Amistad, la taberna que había sido el hogar de la joven durante los años difíciles que siguieron al primer saqueo de Dundalis. Pony sintió una pena muy profunda al contemplar aquel lugar; no podía resistirlo y pidió a Elbryan que se la llevara fuera de la ciudad, de nuevo hacia el norte, la tierra a la que ambos pertenecían.
El guardabosque se mostró de acuerdo, pero antes se volvió hacia Belster.
—Entra en el Camino —pidió al posadero—. Tienes intención de quedarte en Palmaris, según me dijiste. Necesitarán ayuda ahí dentro para mantener el negocio abierto y funcionando correctamente. No se me ocurre pensar en nadie mejor que tú para ese trabajo.
Antes de que el posadero rechazara la petición, fue lo bastante prudente como para examinar al guardabosque y advertir la mirada que dirigió a Pony.
Entonces comprendió.
—La mejor taberna en todo Palmaris, eso me han dicho —dijo.
—Lo era —añadió Pony con tristeza.
—¡Y lo será de nuevo! —exclamó Belster con entusiasmo. Dio una palmada a Elbryan en el hombro y un fuerte abrazo a Pony y se dispuso a entrar en la taberna, un hito importante en su vida.
Pony lo miró y consiguió sonreír; luego dirigió la mirada hacia Elbryan.
—Te quiero —dijo suavemente.
El guardabosque le devolvió la sonrisa y la besó con ternura en la frente.
—Ven —dijo—, nos esperan nuestros amigos en la carretera de Caer Tinella.
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Epílogo
La mañana era fresca a pesar de la deslumbrante luz del sol que se derramaba desde el este. La brisa no era fuerte, pero Pony la sentía vivamente en cada centímetro de su piel desnuda mientras danzaba la bi'nelle dasada en medio de una lluvia de hojas multicolores. Aquella mañana no estaba con Elbryan, ni lo había estado durante muchos días, pues ahora prefería danzar sola, por un tiempo, con objeto de aprovechar aquellos momentos de profunda meditación como un medio de alejarse de su dolor y de su culpa.
Veía a Pettibwa y a Graevis, incluso a Grady, mientras realizaba sus piruetas entre la hojarasca amontonada; recordaba los días de su juventud, los contemplaba de frente y los utilizaba para situar en el contexto adecuado los acontecimientos que le habían ocurrido después. A pesar de su fuerte sentimiento de culpa, racionalmente Pony comprendía que no había hecho nada malo, que no había tomado ningún camino que ahora no tomaría si se repitiesen las mismas circunstancias.
Así, todas las mañanas danzaba, y también lloraba; cuando el dolor al fin empezó a disiparse y el sentido común empezó a imponerse frente al sentimiento de culpa, sólo le quedó...
La cólera.
El jerarca máximo de la iglesia abellicana era su enemigo, había iniciado una guerra que Pony no tenía intención de eludir. Avelyn le había dado las gemas y, gracias a aquel acto de fe, se sentía bien armada.
Se apoyó sobre un pie y giró sobre sí misma en perfecto equilibrio, mientras levantaba por los aires la hojarasca con el veloz movimiento del pie. La meditación era profunda e intensa, una sensación parecida a la que sentía cuando se hundía en lo más íntimo de las piedras. Se encontraba cada vez más fuerte.
No tenía intención de sofocar aquel torrente de cólera; tenía intención de utilizar su fuerza destructora.
Aquel año el invierno se adelantó, y a mediados de Calember las charcas al norte de Caer Tinella ya aparecían con una brillante capa de hielo y a menudo las mañanas se adornaban con un manto de nieve.
Por el sur, las nubes se cernían amenazadoras sobre la bahía de Todos los Santos: empezaban a prepararse los temporales de invierno. El mar se había vuelto más oscuro en violento contraste con las crestas blancas que se estrellaban contra los acantilados. Sólo dos de los treinta abades convocados a la asamblea de Saint Mere Abelle —Olin de Saint Bondabruce de Entel y la abadesa Delenia de Saint Gwendolyn— habían ido por mar, y ambos tenían previsto quedarse como invitados de Markwart durante todo el invierno, ya que en aquella época del año, las aguas eran peligrosas y pocos barcos se atrevían a hacerse a la mar.
A pesar de la concurrida reunión de tantos dignatarios de la iglesia y de los informes de que la guerra casi había terminado, el ambiente en la abadía era sombrío, tan gris como la estación. Muchos de los abades habían sido amigos personales de Dobrinion. Además, reinaba la sensación, alimentada por múltiples rumores, de que aquella asamblea sería importantísima, incluso decisiva, para el futuro de la iglesia. El nombramiento de Marcalo De'Unnero para dirigir Saint Precious efectuado por el padre abad y las últimas noticias sobre la promoción a inmaculado de un hermano del noveno año eran temas que suscitaban oposición y debate.
Y todos sabían que otros «invitados» estarían rondando por la asamblea; se trataba de un contingente de soldados de Ursal, hombres de la aguerrida Brigada Todo Corazón, proporcionada, según decían todos, por el rey al abad Je'howith de Saint Honce. La compañía de un ejército semejante no era ciertamente algo sin precedentes en la iglesia, pero casi siempre quería decir que ocurría algo grave.
La tradición obligaba que la asamblea fuera convocada después de vísperas, el decimoquinto día del mes; todos los participantes, abades y padres, tenían que dedicar el día entero a la meditación con objeto de preparar su espíritu para las sucesivas reuniones. Maese Jojonah se tomó aquella obligación muy a pecho: se encerró en la pequeña habitación que le habían destinado y se arrodilló junto a la cama para rogar que le fuera concedida alguna inspiración divina que lo guiase. Había permanecido tranquilo e impasible durante los meses que pasó bajo el mandato de De'Unnero en Saint Precious; no hizo nada que pudiera molestar al nuevo abad o que pudiera delatar la subversión que anidaba en su corazón. Naturalmente, De'Unnero lo había reñido por haberlo abandonado durante el viaje, pero después de una violenta discusión, no se había dicho nada más sobre el asunto, por lo menos que hubiera llegado a oídos de Jojonah.
Sabía que ahora tenía su oportunidad, tal vez su última oportunidad, pero ¿encontraría el coraje necesario para hablar abiertamente contra Markwart? No había oído gran cosa sobre la relación de asuntos que se tratarían en la asamblea, pero mucho se temía que Markwart aprovechara la ocasión para conseguir una acusación formal de herejía contra Avelyn, especialmente considerando los acompañantes que el abad de Saint Honce había traído consigo.
Aparentemente, Markwart contaba con aliados en aquella cuestión, aliados poderosos, pero Jojonah sabía cuál sería el dictado de su conciencia en el caso de que la declaración de Markwart contra Avelyn llegara a aprobarse.
Pero ¿y si no era así?
Como él había solicitado, le dejaban la comida del mediodía al otro lado de la puerta y le avisaban con un solo golpe. Aquella vez, cuando salió a buscar la comida, se sorprendió al abrir la puerta pues se encontró con el hermano Francis de pie en el vestíbulo, con la bandeja de comida en la mano.
—Así que los rumores son ciertos —dijo Jojonah con desagrado—. Felicidades, hermano inmaculado. ¡Qué sorpresa! —Jojonah tomó la bandeja con una mano y con la otra cogió el pomo de la puerta, como si tuviera intención de cerrársela en las narices.
—Te oí —dijo Francis con calma.
Jojonah ladeó la cabeza sin comprender.
—En las mazmorras —comentó Francis.
—Realmente, hermano, no sé de qué me estás hablando —dijo educadamente Jojonah dando un paso atrás. Se dispuso a cerrar la puerta, pero Francis se introdujo en la habitación con gran rapidez.
—Cierra la puerta —indicó Francis sin inmutarse.
El primer impulso de Jojonah fue censurar enérgicamente al presuntuoso joven, pero no podía pasar por alto la acusación de Francis. Por consiguiente, con toda cortesía cerró la puerta y se acercó a la cama para colocar la bandeja en la mesita de noche.
—Sé que nos traicionaste aliándote con los intrusos —dijo Francis ásperamente—. Todavía no he descubierto quién os abrió la puerta del muelle y luego la cerró cuando hubisteis salido pero tengo testigos que apuntan hacia el hermano Braumin Herde.
—Quizá fue Dios quien les franqueó la entrada —repuso Jojonah secamente.
Francis se volvió hacia él y no pareció apreciar demasiado la ocurrencia.
—Querrás decir, quien os franqueó la entrada —puntualizó con firmeza—. Te oí antes de quedar inconsciente y te aseguro que reconocí tu voz.
La sonrisa se desvaneció del rostro de Jojonah para dejar paso a una mirada muy especial.
—Quizás, habrías debido dejar que aquel hombre me matara —indicó Francis.
—Entonces sería precisamente como tú —replicó Jojonah serenamente—. Y eso es peor que cualquier castigo, incluso que la misma muerte.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó Francis temblando de rabia y avanzando un paso, como si fuera a pegarle.
—¿Saber qué? —repitió el padre.
—¡Que yo lo maté! —reveló Francis, mientras retrocedía jadeando—. A Grady Chilichunk. ¿Cómo sabías que fui yo quien lo mató en la carretera?
—No lo sabía —respondió un asqueado y sorprendido Jojonah.
—Pero precisamente acabas de decir... —empezó Francis.
—Estaba hablando de tu conducta en general, no de un acto concreto —lo interrumpió Jojonah. Hizo una pausa para examinar a Francis y advirtió que el hombre se sentía torturado.
—No importa —comentó Francis agitando la mano—. Fue un accidente. No podías saberlo.
Jojonah comprendió que el inmaculado no le había creído y no insistió cuando Francis salió de la habitación tambaleándose.
El padre no se molestó en ingerir la comida, demasiado consternado por las palabras de Francis. Sabía qué ocurriría ahora. Volvió junto a la cama y rezó: su oración era tanto la confesión de un hombre condenado como una petición de guía.
Aquella noche, la asamblea empezó con las largas y previsibles presentaciones de los diferentes abades y de los padres que los acompañaban; la pompa y las ceremonias previstas se prolongaron hasta el amanecer. Era el único acto al que estaban invitados todos los monjes de la abadía sede de la asamblea; así, más de setecientos se habían reunido en la enorme sala, además de los soldados de la Brigada Todo Corazón que habían acudido para acompañar al abad Je'howith.
Jojonah, sentado en las últimas filas, cerca de la salida, no perdía detalle. Trató de no perder de vista a Markwart, quien, después de la plegaria y de los saludos iniciales, se había retirado al extremo más oscuro de la sala. La sesión era interminable y Jojonah incluso pensó en irse en más de una ocasión. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que Markwart y los demás se dieran cuenta de su ausencia?, se preguntaba.
Realmente aquello hubiera sido lo más fácil.
Suponía que la noche resultaría desprovista de incidencias dignas de mención y preveía otro largo día de rezos en su habitación, pero retuvo el aliento cuando, justo antes del alba, el padre abad Markwart ocupó de nuevo el estrado.
—Hay un asunto que debería ser resuelto antes del receso —empezó diciendo el padre abad—. Se trata de una cuestión que de modo especial todos los hermanos jóvenes deberían oír antes de abandonar la asamblea.
Jojonah reaccionó enseguida, dio la vuelta por detrás de la última hilera de asientos y avanzó hacia la zona central. Escogió ese recorrido para pasar junto a Braumin Herde.
—Escucha atentamente —indicó al inmaculado inclinándose al pasar junto a él—. Graba todas las palabras en tu memoria.
—No es un secreto para ninguno de vosotros que un asunto del máximo interés, un gravísimo delito, se ha abatido sobre Saint Mere Abelle y sobre toda nuestra orden desde hace varios años, un delito que muestra la profunda naturaleza de su perversión con la aparición del demonio Dáctilo y de la terrible guerra que tanta miseria y tantos sufrimientos ha ocasionado a nuestras tierras —proseguía Markwart en voz alta y tono dramático.
Jojonah continuó su lento avance hacia la parte frontal del vestíbulo. Muchas cabezas se dieron la vuelta para mirarlo y, a su paso, se suscitaron no pocos comentarios en voz baja, pero el padre no se sorprendió, pues sabía que su simpatía hacia Avelyn no era un secreto, incluso fuera de las murallas de Saint Mere Abelle.
Vio a los soldados de Je'howith, secuaces de Markwart, agrupados a un costado, en actitud impaciente.
—Ésta es la declaración más importante de esta asamblea de abades —anunció el padre abad—: el hombre llamado Avelyn Desbris debe ser condenado formal y públicamente por sus delitos contra la iglesia y el estado —finalizó con toda contundencia.
—¿Una acusación de herejía, padre abad? —preguntó el abad Je'howith de Saint Honce desde la primera fila.
—Ni más ni menos —confirmó Markwart.
De todos los rincones de la sala surgieron rumores; algunos negaban con la cabeza, mientras que otros hacían gestos de asentimiento; los abades y los padres se inclinaban para cambiar impresiones en pequeños grupos.
Jojonah tragó saliva: se daba cuenta de que el paso que iba a dar lo llevaría al borde del abismo.
—¿No se trata del mismo Avelyn Desbris que en una ocasión recibió la mayor distinción de toda la iglesia abellicana? —preguntó en voz alta captando la atención de todos y, en especial, la del hermano Braumin Herde—. ¿Acaso no fue el mismo padre abad Dalebert Markwart quien nombró a Avelyn Desbris preparador de las piedras sagradas?
—Eran otros tiempos —replicó Markwart en tono frío y calmado—. Por eso, mayor es la pena y más dura la caída.
—Más dura la caída, claro —respondió ásperamente Jojonah, mientras avanzaba con paso firme hacia el centro del estrado para afrontar su destino—. Pero no fue Avelyn quien perdió el estado de gracia.
En el fondo de la sala, el hermano Braumin Herde se atrevió a sonreír y a inclinar la cabeza para mostrar su asentimiento; a juzgar por lo que se murmuraba y por las reacciones que observaba alrededor, le pareció que Jojonah lo estaba haciendo bien.
—¡Querrás decir que no fue sólo Avelyn! —dijo Markwart súbitamente, y con gran agresividad.
Aquella simple y brusca interrupción hizo que Jojonah se detuviera, circunstancia que proporcionó a Markwart la oportunidad que necesitaba para difundir su proclama por todo el auditorio.
—Es público y notorio aquí y ahora que la seguridad de Saint Mere Abelle fue de nuevo violada este mismo verano —gritó el padre abad—. A los prisioneros que tenía a buen recaudo para que testimoniaran ante vosotros contra Avelyn me los robaron de mis propias manos.
Entre el auditorio se oyeron más gritos sofocados que murmullos.
—Ahora quiero presentaros al hermano inmaculado Francis —explicó Markwart.
Aquel nombre no resultaba desconocido a los presentes, pues desde luego uno de los esperados puntos conflictivos que iba a discutirse posteriormente en la asamblea era la prematura promoción de aquel hombre.
Braumin Herde se mordió el labio con fuerza al advertir el dolor que se reflejaba en el rostro de Jojonah. No obstante, recordó lo que le había prometido, sin dejar de repetirse angustiosamente una y otra vez que aquélla era exactamente la situación que el anciano había previsto. Por amor y respeto hacia Jojonah tenía que permanecer callado, aunque si hubiera tenido algún indicio de que la asamblea podía inclinarse del lado de Jojonah, no habría vacilado en acudir corriendo a su lado.
Pero tal indicio no se produjo. Las preguntas de Markwart fueron rápidas y precisas al exigir de Francis información relativa a la fuga de los prisioneros. Francis describió a Elbryan con gran detalle y prosiguió explicando que, aparentemente, unos demonios se habían introducido en los cuerpos de los dos Chilichunk.
Y entonces, clavó su vista en Jojonah.
Y entonces, se calló.
¡Jojonah no podía creer que el hombre no lo hubiera traicionado!
Pero Markwart seguía jugando con ventaja mientras daba las gracias al hermano y le indicaba que podía retirarse, pues en realidad sólo lo había utilizado como preámbulo de su siguiente testigo, uno de los vigilantes que Elbryan había conseguido reducir, pero que pudo arrastrarse por el pasadizo lateral y echar un vistazo a los intrusos, y que podía, y desde luego lo hizo, identificar a maese Jojonah como uno de los conspiradores.
Jojonah se mantuvo en silencio; sabía que nadie lo escucharía en aquel momento dijera lo que dijera.
El siguiente testigo fue el abad De'Unnero, quien detalló los sucesos que durante el viaje habían propiciado que Jojonah abandonara la caravana y de ese modo puso de relieve que había tenido tiempo de ir a Saint Mere Abelle.
—Hablé con el mercader, Nesk Reaches —insistió De'Unnero—, quien me confirmó que maese Jojonah no había vuelto a su campamento.
Una rara sensación de calma empezó a inundar a Jojonah, una aceptación de que aquélla era una lucha que no podía ganar. Markwart había acudido a ella muy bien pertrechado.
Miró a los fanáticos soldados de la Brigada Todo Corazón y sonrió.
A continuación Markwart llamó a uno de los compañeros de Jojonah en el viaje a Aida, un monje que explicó sin vacilar a los allí reunidos cómo Jojonah se las había arreglado para alejarlos del cuerpo de Avelyn.
Todas las piezas parecían encajar en contra de él.
—¡Ya basta! —gritó Jojonah afrontando de lleno la situación—. ¡Ya basta! Claro que estuve en tus mazmorras, malvado Markwart.
Los gritos sofocados surgieron con más fuerza, acompañados por más de un grito de cólera.
—Para liberar a los que estaban encarcelados ilegal e inmoralmente —aseveró Jojonah—. He visto demasiadas perversidades tuyas; constaté toda su crudeza al ver cómo tratabas al bueno... sí, al bueno y piadoso Avelyn. Y las vi con toda claridad en el triste destino del Corredor del Viento.
Maese Jojonah se detuvo tras la última frase e incluso se rió sonoramente. Todos los abades, padres e inmaculados de la sala comprendían y aprobaban el destino fatal del Corredor del Viento: todos los líderes de la sala eran cómplices de los asesinatos.
Jojonah sabía que estaba perdido. Tenía ganas de abroncar a Markwart, de enseñarle los textos antiguos que describían los primeros métodos empleados para recoger las piedras y de gritar que el hermano Pellimar, que había participado en aquella expedición en busca de gemas, también había sido asesinado por la iglesia supuestamente sagrada. Pero no valía la pena y no quería tirarlo todo por la borda. Miró al hermano Braumin Herde, el hombre que tomaría el relevo, y sonrió.
Markwart proclamó a gritos, de nuevo, la declaración de que Avelyn era un hereje, y luego añadió que Jojonah, por propia confesión, era un traidor a la iglesia.
Entonces el abad Je'howith, el segundo en la jerarquía de la orden, se levantó y secundó la proposición; tras una inclinación de cabeza de Markwart que indicaba su conformidad, hizo una señal a los soldados.
—De acuerdo con tus propias palabras has traicionado a la iglesia y al rey —proclamó Je'howith, mientras los soldados rodeaban a Jojonah—. ¿Tienes algo que alegar en tu defensa? —se volvió hacia los allí congregados—. ¿Alguien tiene algo que decir en favor de este hombre?
Jojonah contempló a los reunidos y luego miró a Braumin Herde; el hermano, vacilante, permaneció en silencio.
Los soldados de la Brigada Todo Corazón se abalanzaron sobre el padre, y también otros muchos monjes con la bendición de Markwart y de Je'howith; lo golpearon y lo arrastraron hacia la puerta de la sala. Mientras se lo llevaban, Jojonah vio al hermano Francis: el monje estaba en silencio, sin participar, y parecía angustiado y desvalido.
—Te perdono —dijo Jojonah—. Al igual que Avelyn y que Dios.
Poco le faltó para incluir también al hermano Braumin, pero no podía confiar tanto en Francis.
Fue arrastrado al exterior de la sala mientras la multitud se enardecía más y más.
Muchos permanecían todavía en sus asientos, sin moverse, asombrados, entre ellos el hermano Braumin. El joven advirtió que Francis lo estaba mirando fijamente, pero se limitó a corresponderle con una dura mirada.
Más tarde, durante aquel mismo frío día de Calember, maese Jojonah, completamente desnudo y metido en una jaula en la parte trasera de un carro, fue llevado por las calles del pueblo de Saint Mere Abelle, mientras los que lo conducían gritaban sin cesar a los inquietos aldeanos sus múltiples pecados y delitos.
Empezaron a insultarlo y a tirarle piedras. Un hombre corrió hasta el carro con un afilado palo y se lo clavó con fuerza en el vientre causándole una grave herida.
Los hermanos Herde, Viscenti y Dellman, al igual que los demás monjes de Saint Mere Abelle y todos los abades y padres visitantes, contemplaban impresionados el espectáculo, algunos con horror, otros con satisfacción.
Jojonah fue acarreado por las calles durante más de una hora. Cuando los soldados de la Brigada Todo Corazón al fin lo bajaron a rastras del carro y lo ataron a una estaca, era un pobre hombre magullado y destrozado, apenas consciente.
—Tus actos te han condenado —proclamó Markwart por encima del frenesí de la excitada turba—. Que Dios se apiade de ti.
Y encendieron la pira bajo los pies de Jojonah.
El anciano padre sintió el mordisco de las llamas en la piel, sintió que le hervía la sangre, y que los pulmones le ardían cada vez que respiraba. Pero sólo durante unos momentos, pues entonces cerró los ojos y vio...
Al hermano Avelyn que le tendía los brazos abiertos...
Jojonah no chilló, ni gritó en absoluto.
Aquello, para Markwart, fue el mayor disgusto del día.
Braumin Herde miró la ejecución completa: vio cómo las llamas trepaban hasta muy arriba y se tragaban a su amigo más querido. A su lado, Viscenti y Dellman hicieron ademán de irse, pero Herde los retuvo y no les dejó marchar.
—Tenemos que ser testigos —dijo.
Efectivamente, fueron los tres últimos en abandonar el espantoso lugar.
—Venid —les pidió Braumin Herde cuando por fin todo terminó, cuando las llamas se hubieron apagado por completo—. Tengo un libro que tenéis que ver.
En medio de la muchedumbre de aldeanos, Roger Descerrajador también miraba. Había aprendido muchas cosas desde que había logrado escapar de aquel monstruo que había destrozado al barón Bildeborough en la carretera al sur de Palmaris. Hacía sólo unas horas que había sabido de Jojonah y de la liberación del prisionero medio caballo medio hombre, y si bien las noticias le habían infundido esperanzas, aquel espectáculo no había hecho más que causarle desesperación y repugnancia.
Pero lo miró; en aquel momento comprendió que el padre abad de la orden abellicana era, sin duda alguna, su enemigo.
Muy lejos de aquel lugar, en las tierras del norte de Palmaris, Elbryan abrazaba estrechamente a Pony en un solitario altozano, mientras contemplaban la salida de Sheila. La guerra contra los monstruos había terminado, pero ambos sabían que la guerra contra un enemigo mucho peor no había hecho más que empezar.
FIN
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