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Iglesia y Estado
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Pero apenas tenemos noticias del rey o de alguno de sus emisarios.
En el sureño reino de Behren, la Iglesia y el Estado son casi lo mismo. El rey Chezru de Behren es también el sacerdote yatol de más alto rango, una peligrosa situación que adolece de falta de equilibrio de poderes, algo imprescindible para impedir las tiranías. El jefe Chezru es todopoderoso y puede, y a menudo lo hace, matar por capricho, sin miedo a posibles consecuencias. ¿Podría pretender lo mismo el rey Ursal de Honce el Oso? Creo que no, aunque sólo sea por razones egoístas, pues en Honce el Oso los actos del rey están controlados por los abades de la Iglesia, que podrían divulgar cualquier delito del Estado y debilitar al rey considerablemente a los ojos de sus súbditos.
Pero ¿qué ocurre con los delitos de la Iglesia, tío Mather? Lógicamente el rey debería actuar como contrapeso, pero todavía no he oído ninguna protesta del rey Danube por el trato infligido por la Iglesia a los Chilichunk. Tal vez sea una cuestión de pragmatismo: el rey Danube y sus nobles sopesan el valor de las vidas de los Chilichunk comparándolo con los problemas que les acarrearía desenmascarar a la Iglesia. A propósito, ¿atacaría con fuerza el rey Danube a la Iglesia, si conociera la causa real de la muerte del barón Bildeborough?
¿O tal vez el equilibrio de poder se ha desplazado?
Eso es lo que temo, tío Mather, y no creo que se trate simplemente de una reacción exagerada, provocada por una pérdida personal. Estoy convencido de que la Iglesia abellicana ha dominado siempre la situación en esta rivalidad. Las costumbres cotidianas de los súbditos de Honce el Oso, sin duda, se ven más influidas por el Estado que por la Iglesia. Impuestos, cuestiones militares, construcción de carreteras y peajes son competencia del rey Danube.
Pero en último término, la Iglesia abellicana detenta el poder. En último término, en el lecho de muerte, es la fe y no la riqueza material lo que cuenta. En último término, no son los edictos del rey Danube ni de ningún otro líder seglar, sino las palabras —de consuelo o de amenaza— del abad local o de un fraile lo que verdaderamente importa. El rey Danube tiene las llaves de la caja, pero el padre abad Markwart tiene las del alma, y eso, con mucho, es el mayor tesoro y el mayor poder. El rey tiene poder sobre la vida de la gente y sobre su sustento, pero la Iglesia anuncia algo peor que la muerte. La Iglesia amenaza con la condenación eterna, y no hay pena en esta vida que pueda compararse con eso.
La Iglesia detenta el verdadero poder, tío Mather, y si, tal como he visto en estos últimos meses, la Iglesia convierte ese poder en algo maligno, entonces nos esperan días más tenebrosos aún, aunque todos los powris, los trasgos y los gigantes hayan sido eliminados, e incluso aunque el demonio Dáctilo haya sido destruido.
¿Destruido?
O tal vez no, tío Mather. Quizás el espíritu del demonio Dáctilo esté vivo y en perfectas condiciones, y se halle dentro de un huésped aún más peligroso.
Elbryan Wyndon
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7
Vientos cambiantes
La fogata ardía con llamas bajas. Eran fugitivos y tenían que tomar precauciones, pero la noche era fría. Braumin había permitido a Dellman que encendiera un pequeño fuego.
Braumin sentía un cierto consuelo al pensar en sus cuatro compañeros. No era algo de poca monta que todos hubieran estado de acuerdo en huir de Saint Mere Abelle y, por consiguiente, en abandonar la orden abellicana. Incluso el más joven había sido miembro de la orden durante una década, sin mencionar los ocho años de preparación necesarios para entrar en Saint Mere Abelle, y lanzar todo aquello por la borda...
Braumin advirtió que no era sólo el miedo a la reacción de Markwart lo que los había empujado a desertar, y el hecho de saberlo lo confortaba. Ahogó una risita al pensar en Marlboro Viscenti, el nervioso monje que entonces estaba agazapado junto al fuego mientras movía la cabeza sin cesar para explorar la oscuridad que se abría más allá de la fogata; tal vez para Viscenti el miedo a Markwart había sido causa suficiente.
Braumin recordó las reacciones de los demás cuando les había dicho que se tenían que ir de Saint Mere Abelle con el ayudante de cocina que estaba relacionado, de alguna manera que desconocían, con los que habían ofrecido su amistad a Avelyn Desbris y a maese Jojonah. Sus cuatro amigos aún se mostraron más incrédulos cuando les contó cómo había conocido a aquel hombre: ¡pensar que había sido el hermano Francis quien lo había puesto en su camino! Y sin embargo, al confiar en la decisión de Braumin, al abandonar Saint Mere Abelle con él, los cuatro jóvenes monjes habían superado la prueba más importante y difícil de sus vidas. Mucho antes de esa última crisis, se habían unido a Braumin para favorecer la causa de Avelyn y Jojonah, pero hasta aquella misma mañana su actividad no había consistido más que en una serie de conversaciones y reuniones secretas llenas de quejas, en las que incluso ocultaban las sensaciones que habían experimentado al ver a Jojonah en la hoguera. Markwart se disponía a ir tras ellos. Todos habrían tenido que enfrentarse a un dilema desesperado: o apretar filas junto a Braumin y ser ejecutados, o traicionar la palabra y el espíritu de Jojonah.
Braumin no estaba seguro de qué camino podrían haber tomado sus amigos si ese crítico momento hubiera llegado. Quería creer que se habrían quedado a su lado y habrían aceptado el juicio inmoral de Markwart, tal como hizo Jojonah. Quería creer que también él se habría mantenido firme. Pero afortunadamente el hermano Francis les había propuesto una tercera opción y, por lo menos, había pospuesto aquella suprema prueba de fe.
Pues Braumin Herde no dudaba que Markwart los perseguiría y, si los atrapaba, estaban definitivamente perdidos.
Braumin decidió que en ese momento tenía que pensar en lo que les aguardaba en la carretera, tenía que centrarse en la esperanza de encontrar a los misteriosos amigos de Avelyn Desbris y corroborar todo lo más querido por él.
Miró hacia Roger Billingsbury, que estaba sentado solo, al otro lado del campamento, dibujando en el suelo con un palo. Braumin no se sorprendió al comprobar que el joven había dibujado un rudimentario mapa de la zona, en el que unos guijarros representaban Saint Mere Abelle, el Masur Delaval, Palmaris y algunos otros puntos más al norte.
—¿Tu casa? —preguntó Braumin mientras señalaba aquellos últimos lugares.
—Caer Tinella —respondió Roger— y Tierras Bajas. Dos pueblos del extremo norte de Honce el Oso. Fue en Caer Tinella donde encontré por primera vez a Elbryan, conocido como el Pájaro de la Noche.
—Amigo de Bradwarden —dijo Braumin.
—Nunca he coincidido con el centauro —admitió Roger—, aunque lo vi una vez, atado a la parte de atrás de una veloz caravana que se dirigía hacia el sur, a Palmaris.
Braumin Herde inclinó la cabeza para asentir. Él iba en aquella caravana que regresaba de la montaña de Aida.
—¿Y ese Pájaro de la Noche es un discípulo de Avelyn Desbris? —preguntó.
—Era amigo de Avelyn —contestó Roger—, pero, en realidad, su compañera, Jilseponie, a la que él llama Pony, es la verdadera discípula del monje. Nadie en todo el mundo puede convocar mayores poderes mágicos.
Braumin lo miró con escepticismo.
—Comprendo las dudas de alguien que se ha pasado la mayor parte de su vida en una abadía —respondió, sereno, Roger—, pero ya lo comprobarás.
Braumin estaba impaciente por conseguirlo. Esperaba con suma inquietud conocer a la discípula de Avelyn.
El hermano Dellman, que parecía tranquilo en comparación con los otros, se les acercó y se agachó para examinar el mapa de Roger.
—¿A qué distancia de Palmaris se encuentran esos pueblos? —preguntó Braumin.
—A una semana a paso rápido —respondió Roger.
—¿Y allí encontraremos a los amigos de Jojonah? —dijo Dellman.
Roger se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Con el tiempo templado, es posible que ya hayan salido hacia Dundalis, su antiguo hogar, en las Tierras Boscosas —añadió, y mientras hablaba señaló un punto en el mapa, al norte de Caer Tinella.
—¿Otra semana, entonces? —preguntó Dellman.
—Por lo menos —respondió Roger—. Dundalis está aproximadamente a la misma distancia, hacia el norte, de Caer Tinella que Palmaris lo está hacia el sur. Sólo hay una carretera de Caer Tinella hacia el norte, no muy buena precisamente, y no sé si estará practicable. Incluso antes de los monstruos y del demonio Dáctilo, la carretera a las Tierras Boscosas se consideraba peligrosa.
—Si allí es donde podemos encontrar al Pájaro de la Noche y a Jilseponie, allí tenemos que ir —declaró Braumin.
—Tengo tanto interés en dar con ellos como tú —le aseguró Roger—, pero no podemos estar seguros de dónde se encuentran. Son fugitivos de la Iglesia abellicana, y no es para tomárselo a broma. Podrían estar en el norte o podrían estar en Palmaris. Me aventuraría a hacer una suposición razonable: Bradwarden, por lo menos, estará en el norte, ya que un centauro no se puede esconder fácilmente por las calles de una ciudad...
En el rostro de Braumin se dibujó una sonrisa, pero Dellman miraba a su alrededor.
—¿Es prudente hablar abiertamente de todo esto? —preguntó, nervioso.
—¿Tienes miedo de que tengamos visitantes espirituales? —le preguntó Braumin.
—Es posible que el hermano Francis nos haya dejado salir con Roger de Saint Mere Abelle para seguir nuestros movimientos y encontrar a esos dos amigos de Avelyn —explicó Dellman.
Roger frunció el entrecejo, pero Braumin no se inmutó.
—Confío en Francis en este asunto —respondió—, aunque no sé muy bien por qué. Ciertamente, hasta ahora, no me ha dado ningún motivo de confianza, pero en esta ocasión parece sincero.
—Para disimular que es un agente al servicio de Markwart —dijo Dellman.
Braumin Herde sacudió la cabeza.
—El padre abad podría haber conseguido lo que temes utilizando sólo a Roger. De hecho, la empresa hubiera resultado más simple, pues Roger, que no está versado en el conocimiento de las gemas, jamás habría sospechado que los monjes lo podían seguir espiritualmente.
Dellman sonrió admitiendo el argumento.
—Por lo que respecta a Francis —prosiguió Braumin—, creo que la historia del perdón de maese Jojonah es verdad, pues el anciano pasó ante él cuando lo sacaron a rastras de la asamblea de abades. Realmente es muy posible que el bondadoso maese Jojonah lo perdonara.
—¿Acaso no es ése el núcleo de lo que nosotros somos? —preguntó el hermano Dellman.
Braumin asintió con un gesto.
—Y por eso —añadió— trastornó tanto al hermano Francis mirar cómo maese Jojonah moría de forma tan horrible. Quizá sacudió los cimientos de su mundo.
—Tu premisa es correcta, hermano, pero tus conclusiones... —repuso Dellman mientras sacudía la cabeza para expresar su falta de convencimiento—. Francis odiaba a maese Jojonah; quedó muy claro en nuestro viaje a la montaña de Aida, y creo que aún te odia más a ti.
—Tal vez a quien odia más es a sí mismo —contestó Braumin, que miraba fijamente el vacío nocturno, seguro de que se trataba de un vacío real.
El hermano Dellman siguió aquella mirada dirigida a la oscuridad. No estaba tan seguro como Braumin, pero, en realidad, no tenía importancia. Todos sabían que el padre abad los habría ejecutado si se hubieran quedado, o los habría forzado a terribles confesiones y retractaciones: el precio que habrían pagado para salvar sus cuerpos hubieran sido sus almas. Tanto si Markwart los pillaba en la carretera como si se les hubiera echado encima en Saint Mere Abelle, el final sería el mismo.
Dellman y los demás sólo podían esperar que la opinión de Braumin sobre Francis fuera acertada.
Maese Theorelle Engress era probablemente el monje más bondadoso y amable que el hermano Francis jamás había conocido. De una modestia absoluta, Engress era tan anciano como Markwart y había vivido en Saint Mere Abelle durante más de cinco décadas. No era un hombre ambicioso y había conseguido su categoría simplemente por antigüedad y no por algún mérito especial. Humilde, generoso y muy respetado por todos los monjes de Saint Mere Abelle y de toda la orden abellicana, Engress se ocupaba de sus quehaceres cotidianos discretamente, sin hablar más que cuando le tocaba hacerlo. Se había sentido muy afligido, decían los rumores, por el proceso y la ejecución de Jojonah, pero, como en todos los asuntos, se guardaba las opiniones para él mismo y sólo discutía si lo consideraba necesario, tal como había ocurrido con la prematura promoción del hermano Francis al rango de inmaculado.
Tal vez por esa razón, el hermano Francis se hallaba al otro lado de la puerta del bondadoso padre a una hora avanzada de la misma noche en que propició la salida de los conspiradores de Saint Mere Abelle.
Maese Engress, en camisa de dormir, no se sorprendió cuando al abrir la puerta se encontró con el hermano Francis en el vestíbulo.
—Tú dirás, hermano —le invitó con educación mientras esbozaba una sonrisa tranquila, aunque era evidente que Francis lo había despertado.
Francis, como entumecido, miró al anciano.
—¿Hay algún problema? —insinuó el padre—. ¿Se trata del padre abad? ¿Acaso quiere verme?
—No se trata de él —dijo Francis, tragando saliva—, sino de mí.
Engress examinó a Francis largo rato. No era ningún secreto que se había opuesto, de forma serena, a la promoción a inmaculado de Francis y que también había hablado recientemente con el padre abad para mostrarle su desacuerdo con los obvios planes de Markwart para elevar al joven monje a la categoría de padre. Engress retrocedió un paso e invitó a Francis a entrar en la habitación.
Francis se sentó en una silla junto a la pequeña mesita de noche, suspiró profundamente y apoyó la barbilla en la mano.
—Comprende que no tiene nada que ver con tus aptitudes —le dijo maese Engress—, ni tampoco con tu carácter.
Francis miró al anciano: los ojos amables, que expresaban una profunda sensatez; la melena de espeso pelo blanco —tan distinta de la cabeza recién rapada de Markwart—; la perplejidad de su rostro.
—No —explicó—; no se trata de mi rango ni de la promoción que me hayan dado o que me vayan a conceder pronto. No tiene nada que ver con la jerarquía de Saint Mere Abelle ni con su política. Se trata de... mí.
Al principio, Engress miró con recelo al sorprendente joven monje, pero, al parecer, llegó a la conclusión de que no era ningún truco de Francis para asegurarse la promoción. El amable padre se sentó en la silla situada frente al preocupado monje, e incluso posó una de sus manos, curtidas por los años, sobre Francis.
—Estás angustiado, hermano —le dijo Engress—. Rezar aliviará tu pesar.
Francis levantó la vista y miró con fijeza y profundidad los sensatos ojos oscuros del anciano.
—Quiero confesarme —dijo.
El asombro de Engress fue obvio.
—¿No sería más adecuado que te confesaras con el padre abad? —le preguntó con calma—. Después de todo, es tu mentor...
—En algunos temas, sí —le interrumpió Francis—, pero no en éste.
—Entonces, habla, hermano —dijo gentilmente Engress—. Por supuesto, te daré de buen grado mi bendición si estás realmente arrepentido.
Francis asintió con la cabeza y titubeó de nuevo, tratando de encontrar las palabras correctas; pero no tardó en darse cuenta de que para aquello no las había.
—Maté a un hombre —reveló.
Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para permanecer erguido y con los hombros rectos mientras realizaba tal confesión.
Los ojos de Engress se desorbitaron, pero también supo controlar sus emociones.
—Quieres decir que tus actos contribuyeron a la muerte de un hombre.
—Quiero decir que yo lo golpeé y que murió a consecuencia del golpe —dijo Francis. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo y se mordió el labio para que no le temblara—. En la carretera —explicó—, de regreso desde Saint Precious. La víctima fue Grady, el más joven de los Chilichunk.
—Algo he oído sobre ello —respondió Engress—, aunque me contaron que Grady Chilichunk había muerto simplemente a causa de las rigurosas condiciones del viaje.
—Murió porque lo golpeé... duramente —dijo Francis—. No me proponía hacerlo, por lo menos no quería matarlo —añadió.
Francis, entonces, narró la historia completa; fue un gran alivio. Le contó a Engress que Grady había escupido al padre abad y que él, Francis, sólo había querido proteger a Markwart; sólo había exigido que Grady lo respetara.
Engress permaneció sereno y aseguró a Francis que los delitos contra Dios se cometen con el corazón, no con el cuerpo, y que por tanto, si fue realmente un accidente, la conciencia de Francis podía estar tranquila.
Pero el atormentado Francis no se detuvo allí. Le habló de Jojonah, de la asamblea de abades y de cómo Jojonah lo había perdonado antes de ser arrastrado hasta la muerte. Maese Engress permanecía en actitud serena e indulgente, pero Francis todavía no había terminado. Le explicó lo de Braumin Herde y los demás herejes.
—Los dejé marchar, padre —admitió Francis—. He ido contra los deseos del padre abad Markwart y le he facilitado al hermano Braumin la forma de salir.
—¿Por qué lo hiciste? —inquirió Engress, evidentemente asombrado y no menos intrigado.
Francis sacudió la cabeza, pues no se había contestado esa pregunta ni siquiera a sí mismo.
—No quería que los mataran —admitió—. Parece tan brutal... demasiado brutal para castigar errores de opinión.
—El padre abad no tolerará ninguna herejía —razonó maese Engress—. Hay una larga tradición de tolerancia en la orden abellicana, pero raramente se ha hecho extensiva a aquellos que amenazan sus cimientos más profundos.
—Eso es precisamente lo que me aflige —explicó Francis—, pues comprendo la importancia de mantener la orden segura y unida. Estoy de acuerdo con el padre abad e incluso, aunque no lo estuviera, no me opondría a él; eso, jamás.
—Pero no puedes soportar la contemplación de ejecuciones de monjes compañeros tuyos —afirmó Engress.
Francis no supo qué responder.
—¿Crees que lo que hiciste estaba mal?
—¿A qué acción te refieres? —preguntó Francis.
—Eso lo debes decidir tú —repuso maese Engress—. Has venido aquí para recibir el sacramento de la penitencia y tal vez pueda absolverte de tus pecados, pero para ello es preciso que los confieses claramente.
Francis levantó las manos, completamente perdido.
—Te lo he contado todo —dijo.
—Desde luego que sí —asintió Engress—, pero tu relato fluctúa como un péndulo: unos actos a favor del padre abad y otros en contra.
—¿Y él es la medida de los delitos contra la piedad?
—De nuevo, hermano, eres tú quien tiene que decidirlo. Si viniste aquí en busca de perdón por tus actos en contra del padre abad Markwart, siento decirte que no estás hablando con la persona adecuada. A menos que esas acciones, en tu corazón, sean delitos contra Dios, tendrás que implorar perdón al padre abad, pues yo no puedo hablar en su nombre. Si has venido a pedir perdón por tu conducta en la carretera, entonces yo, como Jojonah, te otorgaré mi bendición, porque es obvio que estás verdaderamente arrepentido de tales actos y porque sólo eres culpable en parte. Si has venido a confesar tus actos en relación con el hermano Braumin, entonces debo pedirte que vuelvas al punto donde tenías que decidir si esos actos eran un delito contra Dios, y en caso afirmativo, si fueron provocados por maldad o por cobardía.
El hermano Francis permaneció sentado en silencio un buen rato. Trataba de asimilar lo que Engress le había dicho y de decidir cuáles habían sido realmente los motivos que lo movieron a actuar. Al fin, demasiado confuso para dilucidarlo, miró a maese Engress con aire desvalido.
—He venido por el ataque a Grady Chilichunk —musitó, pues era lo único que podía contestar con sinceridad.
—Ya te he dado la absolución —respondió maese Engress, levantándose de la silla y ayudando a Francis a hacer otro tanto—. Así pues, que tu corazón se libere de ese pesar. Si crees que hay otras cargas de las que necesitas liberarte, vuelve y habla conmigo. Pero date prisa en escuchar a tu corazón, joven hermano —le dijo mientras le sonreía—, pues soy un hombre viejo, muy viejo, y podría ocurrir que me hubiera ido de este mundo antes de que te aclarases.
Le dio a Francis una palmada en la espalda en tanto lo acompañaba al pasadizo.
—Confío en que esto será confidencial —insinuó Francis, que se volvió para encararse con Engress.
Engress lo tranquilizó.
—Es un sacramento, un pacto entre tú y Dios. Yo no puedo hablar de lo que has confesado porque el mortal maese Engress ni siquiera estaba presente durante tu confesión.
Francis inclinó la cabeza para asentir y se fue.
Engress permaneció en el umbral de la puerta y lo miró hasta que el monje dobló la esquina del pasadizo. El anciano estaba abrumado por la información que Francis le había dado. Había representado su parte en el sacramento a la perfección, distante y sereno: había sido los ojos y los oídos de Dios.
«Casi a la perfección», tuvo que reconocer instantes después. Pensó que había que llevar a cabo actos de expiación, un método de contrición y compensación a la sociedad, por la muerte de Grady Chilichunk. Engress, entonces, tuvo que reprenderse a sí mismo —y prometer sus propios actos de expiación— porque el motivo por el cual no había mandado ningún acto al hermano Francis era simplemente porque no quería llamar la atención sobre aquella entrevista. Si el padre abad Markwart, que siempre tenía a Francis pegado a él, veía al monje realizando actos de expiación, podría preguntar muchas cuestiones espinosas. Engress no se había comportado exactamente tal como le exigía su religión, y eso lo turbaba, como siempre le ocurría cuando daba a cuestiones prácticas más prioridad que al puro ejercicio religioso.
Y además tenía otro problema, pues aunque Engress, como monje, no le contaría a nadie lo que Francis le había dicho, Engress, como hombre, estaba conmocionado. ¡Pensar que semejante conspiración había nacido en Saint Mere Abelle! ¡Pensar que jóvenes hermanos de la orden abellicana, todos buenas personas, se habían reunido en secreto para cuestionar las decisiones del padre abad, quizás incluso para conspirar contra él!
Pero al pensar en la guerra, en lo ocurrido en Saint Precious y en las mazmorras de Saint Mere Abelle, y, por encima de todo, en la horrorosa ejecución de maese Jojonah, Engress se hacía cargo de que hombres de conciencias rectas se unieran para oponerse a la mismísima orden. Engress había sido amigo de Jojonah y, aunque no tenía pruebas para rebatir los cargos que Markwart había lanzado contra él, en el fondo del corazón no podía reconocer al Jojonah que había conocido en el hereje que Markwart pretendía que era.
—Te agarras al poder con demasiada avidez, Dalebert Markwart —murmuró el anciano monje—, y por esa razón aplastas a muchos de tus seguidores entre los dedos.
Maese Theorelle Engress se sentía muy débil y muy viejo. Cerró la puerta, se arrodilló junto a la cama y rezó para pedir consejo.
Después, rezó por el hermano Francis.
Por último, rezó por el hermano Braumin y sus compañeros.
—La marcha de Jilseponie nos ha afectado mucho a todos —dijo Tomás, sombríamente—, al igual que la marcha de Shamus Kilronney y de sus valiosos soldados. Pero ninguno de esos dos acontecimientos ha cambiado nuestro destino, especialmente desde que has afirmado que sigues con la intención de acompañarnos.
—Por supuesto —respondió el guardabosque con un suspiro exasperado, que rozaba la frustración.
Tomás había estado dando vueltas en torno a aquel punto durante mucho rato, tanteando a Elbryan con sumo cuidado.
—Y el tiempo ha sido favorable —prosiguió Tomás—, salvo la tormenta, pero ahora la nieve se está fundiendo rápidamente.
Elbryan sacudió la cabeza y miró a Tomás con fijeza, cuya expresión dejaba bien a las claras que iba a seguir insistiendo.
—Algunos murmuran que deberíamos empezar el viaje —admitió el hombretón finalmente, lo que no causó la menor sorpresa en el guardabosque—. Dicen que ya podríamos haber llegado a Dundalis y tener una buena parte de las cabañas construidas si hubiéramos salido poco después de que Comli y los otros nos dieran las provisiones.
El guardabosque soltó una risita ante la previsible consideración a toro pasado. En efecto, podrían haber llegado a Dundalis hacía días, y a menos que hubieran encontrado muchos monstruos que les bloquearan el paso, podrían haber alzado bastantes cabañas y almacenado suficiente leña como para resistir el más crudo de los inviernos. Pero no podían saber que el tiempo templado iba a durar tanto. Las tormentas de invierno, a menudo, se formaban en la costa, se establecían durante bastante tiempo en el golfo de Corona y provocaban aguanieve y lluvia abundantes en las zonas costeras, y muchos palmos de nieve en las tierras del interior. Si una tormenta hubiera atrapado a la caravana de Tomás en la carretera, Elbryan, que había pasado la mayor parte de su vida en la región, sabía que los pocos que hubieran sobrevivido se habrían visto obligados a regresar a Caer Tinella.
—El suelo apenas está helado —razonó Tomás—, y sigue sin nieve.
—Por lo menos aquí abajo —dijo el guardabosque—. No sabemos lo que podríamos encontrarnos ciento cincuenta kilómetros al norte.
—Probablemente, algo parecido —respondió Tomás sin vacilar—; lo admitiste tú mismo.
Elbryan asintió con un gesto de cabeza, dándole la razón en aquel punto. Él, Juraviel y Bradwarden no habían encontrado señales de tiempo inclemente más al norte.
—Y si esperamos hasta Bafway, es probable que las ruedas de nuestros carruajes se hundan profundamente en el barro de la primavera —continuó Tomás.
—¿Y si nos vamos ahora y se levanta sobre nosotros una gran tormenta? —dijo Elbryan de modo terminante.
—¿Y quién nos asegura que semejante tormenta no pueda asaltarnos en primavera? —arguyó Tomás.
Elbryan quería discutir, quería recordarle que las tormentas de primavera, si bien podían aumentar la capa de nieve, raramente eran tan peligrosas como las de invierno, dado que el tiempo una vez acabada la tormenta casi siempre se templaba y, en cuestión de horas, podía fundirse un palmo de nieve. Y no sólo era la nieve lo que Tomás y los demás debían temer, ya que la temperatura podía bajar bruscamente en invierno y un hombre podía quedarse congelado en el suelo..., aunque ese suelo no estuviera cubierto de nieve.
—Si nos hubiéramos ido después de la primera tormenta de la estación, la única tormenta de la temporada —prosiguió Tomás—, ahora estaríamos confortablemente instalados en Dundalis. Creo, y eso creen muchos otros, que vale la pena intentarlo ahora. El tiempo se mantiene bueno y nada indica que vaya a cambiar. Con el terreno firme y el Pájaro de la Noche como guía, en una semana podemos estar en Dundalis con la madera suficiente como para construir algunas cabañas, reservando una parte para los fuegos que nos protegerán de las inclemencias del invierno, llegado el caso.
Elbryan clavó la mirada en Tomás. Sabía que podía esgrimir en contra muchas razones de tipo práctico, pero también sabía que su amigo haría oídos sordos. Además, en realidad, no estaba muy seguro de que quisiera disuadirlo.
En aquella ocasión, no.
Pony se había ido y lo único que Elbryan deseaba era volver a estar en sus brazos. Tal vez si accedía a los deseos de Tomás y salían inmediatamente hacia Dundalis, antes de que acabara Decambria y de que el año iniciara el mes de Progros, se vería libre de sus responsabilidades con la caravana mucho antes de que el invierno hubiera terminado. El guardabosque sonrió al imaginarse en Palmaris dando una sorpresa a Pony antes del inicio de la primavera.
La sonrisa se desvaneció cuando miró a Tomás y sintió el temor de que su consentimiento se basara sólo en razones egoístas, quizás en detrimento de aquellos rudos hombres dispuestos a ir hacia el norte.
No obstante, aquella misma mañana tanto Bradwarden como Juraviel, en realidad, le habían formulado argumentos similares para salir de una vez hacia las tierras del norte. Ambos se habían dado cuenta de que Tomás quería hablar con él precisamente con tal propósito.
—¿Comprendes que no puedo garantizar nada? —preguntó el guardabosque.
Tomás sonrió ampliamente.
—Si nos pilla una tormenta...
—Somos más duros de lo que supones —repuso Tomás.
El guardabosque exhaló un profundo y derrotado suspiro, y Tomás le correspondió con una efusiva y sonora carcajada.
—No puedo garantizar nada —repitió Elbryan con expresión sombría—. Creo que podemos encontrar, y destruir o evitar, no importa cuántos monstruos, pero no puedo pretender lo mismo con los caprichos de la naturaleza.
—Seguirá en calma y propicia —le aseguró Tomás—; lo noto en mis viejos huesos.
Elbryan asintió con un movimiento cabeza y, a continuación, pronunció las palabras que Tomás Gingerwart y muchos otros se morían por oír desde hacía muchos días.
—Preparad el equipaje.
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8
Las iniciativas del obispo
Pony se agazapó en un rincón de la casa del guarda y contempló el espectáculo de los muelles de Palmaris. El transbordador acababa de llegar, repleto de gente, del pueblo de Amvoy, al otro lado del Masur Delaval, y los soldados de la ciudad de Palmaris y un par de monjes de Saint Precious empujaban a los recién llegados para registrarles lo que llevaban y para interrogarlos con brusquedad. Cada día era peor.
Pony ya llevaba más de una semana en la ciudad. Después de haber detectado problemas similares en la puerta norte cuando había llegado, entró en la ciudad de noche, secretamente. Con ayuda de la malaquita, había conseguido que ella y Piedra Gris se elevaran y pasaran por encima de una posición poco vigilada de la muralla de la ciudad. Había sido una cabalgada muy emocionante: había puesto a Piedra Gris a medio galope para que diera un gran salto y había utilizado los poderes levitatorios de la gema para superar con holgura la muralla de más de tres metros y aterrizar al otro lado.
Tras conseguir alojamiento para Piedra Gris en los establos del extremo norte de la ciudad, Pony se había encaminado directamente a la próspera posada El Camino de la Amistad. Allí había encontrado a Belster O'Comely con una mujer, Dainsey Aucomb, que, años antes, había ido a ayudar los Chilichunk, cuando Pony se había alistado en el ejército. En El Camino de la Amistad también había gente del norte: algunos eran trabajadores, y otros, clientes. Al principio, Pony había tenido miedo de que muchos la reconocieran y de que aquello le causara problemas graves. Sin embargo, Belster se había ocupado del asunto, la había llamado aparte enseguida y la había ayudado a cambiar de identidad. Ahora Pony se llamaba Caralee dan Aubrey, una combinación de los nombres de una persona amiga y de su pequeña sobrina, ambas muertas durante el primer ataque de los trasgos a Dundalis, muchos años antes.
Así, Pony pudo comprobar lo organizados que estaban Belster y sus amigos. El hombre le explicó que semejante hermandad secreta había sido necesaria debido a las normas del nuevo jerarca de la abadía de Saint Precious, el abad De'Unnero. Algunos ya murmuraban que, además de abad de Saint Precious, era también obispo de Palmaris, un título que le confería tanto los poderes del abad como los del barón. Tal idea aterrorizó a Pony, ya que en un mundo en el que los edictos del rey y del padre abad podían tardar semanas en llegar, el cargo ponía en manos de De'Unnero, de hecho, los poderes de un dictador.
Tras adaptarse a las costumbres de El Camino de la Amistad, Pony salía cada día para observar lo que sucedía en la ciudad, en particular cerca de las puertas y los muelles, en donde los cambios parecían ser más acusados.
Palmaris era una ciudad fortificada, pero sobre todo era una ciudad comercial, un puerto situado en la desembocadura de un gran río, el centro de operaciones de todos los mercantes que comerciaban con el noroeste de Honce el Oso. Consiguientemente, las puertas de la ciudad habían tenido siempre una vigilancia relativa, pero en aquellos tiempos...
La razón dada para justificar el incremento de medidas de seguridad eran las muertes del abad Dobrinion y del barón Bildeborough; pero según lo que Elbryan le había contado, según lo que ella misma había observado en De'Unnero y a juzgar por lo que le había dicho Jojonah, la mujer sabía que el propio De'Unnero conocía que la Iglesia había estado estrechamente implicada también en el asesinato del barón Bildeborough. Ese hecho dejaba claro a Pony que De'Unnero usaba el miedo del pueblo de Palmaris con el único fin de aumentar su poder: utilizaba los asesinatos como una excusa para fortalecer su posición.
Pony reflexionó un buen rato sobre las consecuencias que podía tener el nuevo título de De'Unnero. Iglesia y Estado quedaban concentrados en un solo hombre. Y al contemplar a los soldados y a los monjes trabajando juntos en el transbordador, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Cuando se hubo autorizado la entrada en Palmaris a aproximadamente la mitad de los pasajeros y se hubo devuelto a la otra mitad a bordo para obligarla a regresar a Amvoy, la atención de soldados y monjes se dirigió hacia otro lugar. De camino hacia la salida de los muelles, se detuvieron bastante rato para molestar con preguntas, insultar e incluso escupir a un grupo de jóvenes behreneses que jugaban en la calle. La parte sur de los muelles de Palmaris era, desde hacía muchas décadas, un enclave de los behreneses. Durante todos los años que Pony había vivido en Palmaris, la gente de la ciudad miraba a los behreneses, incluso a los sacerdotes yatoles, con compasión y fraternidad; en especial, los monjes de Saint Precious, a los cuales se les veía a menudo por los muelles con paquetes de comida y ropa para ayudar a los behreneses recién llegados a instalarse con cierta comodidad en una ciudad extraña.
¡Cómo habían cambiado los tiempos! Pero no era sólo la pobre gente que vivía en los muelles o los viajeros con menos relaciones que trataban de entrar en la ciudad los que tenían problemas con las nuevas normas.
Pony cruzó Palmaris a toda prisa y entró en la zona de pronunciadas pendientes situada en la parte oeste de la ciudad, donde residían los ciudadanos más ricos. En El Camino de la Amistad, la noche anterior, uno de los contactos de Belster había mencionado que ocurría algo extraño en aquel barrio, y el rumor fue confirmado por lo que Pony oyó por casualidad a un hombre en el muelle del transbordador.
Pony no tardó en ver aquello de lo que hablaban el informador de Belster y el hombre del muelle. Observó a un grupo de aproximadamente una docena de soldados de la ciudad y tres monjes abellicanos que paseaban descaradamente por el Camino Bildeborough, la avenida principal de aquel barrio de Palmaris. Afortunadamente, Pony los vio antes de que ellos la divisaran y se agachó tras uno de los numerosos setos que había en el barrio. Sin apenas atreverse a respirar, la joven se reprochaba a sí misma haber ido allí de forma física en lugar de haber utilizado la piedra del alma para espiar espiritualmente la zona.
Entonces, mientras el grupo se acercaba, se dio cuenta de que uno de los monjes estaba usando una gema roja.
—Granate —susurró en voz baja.
Granate, la vista del dragón, era la piedra que se empleaba para detectar emanaciones mágicas. ¡El grupo estaba intentando localizar gemas mágicas!
Pony los vio detenerse ante una puerta. Uno de los soldados golpeó con el guantelete metálico la gran campana de la entrada. Un par de guardias de la casa aparecieron casi inmediatamente. En cuestión de segundos, la conversación alcanzó un volumen suficiente como para que Pony pudiera entenderla, pese a estar a varias puertas de distancia.
—No vamos a seguir discutiendo con simples guardaespaldas de un mercader —afirmó el soldado que había golpeado la campana—. Abrid la puerta de par en par por orden del obispo de Palmaris, o la derribaremos, y haremos lo mismo con cuantos se nos pongan delante.
—Y no creas que vuestro amo os va a proteger con sus trucos de magia —indicó otro soldado—. Con nosotros vienen hermanos de Saint Precious que sabrán de sobra repeler tales ataques.
Tras unos pocos empujones más y unos pocos gritos más, los guardias de la casa abrieron la puerta. Pidieron que sólo entraran uno o dos de los hombres para hablar con su amo, pero el grupo entero se abrió paso con brusquedad. Al cabo de unos minutos, salieron rodeando a un hombre de mediana edad, vestido con ricas ropas. Uno de los monjes llamó la atención de Pony, pues llevaba en la mano un vistoso tocado, una corona con resplandecientes gemas incrustadas.
La mujer dedujo que algunas de esas piedras debían de tener propiedades mágicas, pues había oído decir que los mercaderes compraban piedras a la Iglesia y que mediante alquimia u otras gemas las convertían en objetos mágicos. Aquella corona del mercader, sin duda, contenía mucha energía mágica. Pony creía que eso era lo que había atraído a aquel grupo hasta aquella puerta. ¡Cómo se alegraba de no haber ido allí espiritualmente!
El grupo se fue —y Pony suspiró algo más aliviada— en dirección oeste; bajó por una calle ancha que llevaba a Chasewind Manor, el antiguo hogar de la gobernante familia Bildeborough, pero que entonces, a decir de todos, era la residencia del abad, el obispo De'Unnero.
—¡Qué raro! —murmuró Pony para sí mientras regresaba a zonas más céntricas y concurridas de la ciudad.
La joven se dijo a sí misma que De'Unnero podría tener muchas razones para detectar el uso de magia en aquellos tiempos peligrosos, pues la guerra había terminado hacía muy poco y todavía eran recientes las muertes de los dos anteriores líderes de la ciudad. Pero sospechaba que aquella búsqueda constante por toda la ciudad tenía otro propósito.
El obispo la estaba buscando a ella.
—Prima, si eres sensata, aunque sé que no lo eres, depondrás tu enfado antes de llegar a Chasewind Manor —dijo Shamus Kilronney a Colleen.
Todavía no habían acabado de cruzar la puerta norte de Palmaris cuando unos centinelas empezaron a chismear sobre los numerosos cambios que habían tenido lugar en la ciudad. Shamus y Colleen se habían dirigido directamente a Saint Precious para hablar con el nuevo abad, pero los habían obligado a darse la vuelta, regresar al cuartel y esperar a que los convocaran.
La espera fue larga, y entretanto lo único que Shamus pudo hacer fue simplemente mantener a raya a Colleen. Rumores y más rumores iban filtrándose hasta ellos: el abad había sido nombrado obispo, lo que le confería poderes de abad y de barón; el nuevo obispo había fijado su residencia en Chasewind Manor; utilizaban a los soldados de Colleen como escoltas en misiones de la Iglesia. A cada rumor la intranquilidad de Shamus y Colleen iba en aumento; especialmente, la de la mujer, que seguía muy alterada por la muerte de su adorado barón, y aquella serie de novedades era más de lo que podía resistir.
Por fin, después de más de una semana de haber regresado a Palmaris, la pareja fue convocada a Chasewind Manor para informar al obispo Marcalo De'Unnero. Una hueste de monjes los recibió en el patio, donde tuvieron que esperar durante más de una hora. Entraron otros soldados de aspecto imponente y un magnífico carruaje. Shamus reconoció que era uno de los del rey; el capitán no conocía a los dos hombres que bajaron del vehículo, pero sabía que venían de la corte del rey Danube y que, desde luego, eran importantes emisarios.
Pasaron ante de ellos sin decir palabra, ni siquiera dedicaron una inclinación de cabeza al capitán de los Hombres del Rey.
—¿Cuánto tiempo tienen intención de hacer que esperemos? —preguntó Colleen en voz alta antes de que aquellos dos hombres hubieran entrado en la casa; pero ellos no le hicieron caso alguno, ni tampoco los monjes. De hecho, la única respuesta que recibió llegó de su nervioso primo.
—Nos tendrán esperando tanto tiempo como convenga a los nobles —la reprendió Shamus—. No has entendido el lugar que nos han asignado o el posible castigo si nos salimos de él.
—¡Bah! —resopló Colleen—. Acabarás obligándome a hacer reverencias y formular súplicas. Y a decir «sí, señor» y «no, señor», y «¿me permitiría limpiarle la baba de la barbilla, señor?».
—No entiendes a la nobleza.
—He servido al barón durante diez años —arguyó Colleen.
—Pero Rochefort Bildeborough era un hombre de Palmaris, no de la corte de Danube Brock Ursal —puntualizó Shamus—. ¡Esos nobles tendrán tu respeto o tendrán tu lengua, o algo peor!
Colleen escupió al suelo, muy cerca de los pies de uno de los monjes. Miró a sus compañeros soldados, muchos de los cuales habían sido guardias de la casa de la familia Bildeborough, y se consoló al ver sus expresiones ceñudas y comprender que se debían a que tampoco ellos estaban contentos. Todos habían servido a Rochefort Bildeborough durante años; todos habían llegado a respetar a aquel hombre como líder, e incluso a quererlo.
Apareció un monje por la puerta frontal de la casa señorial, con un rollo de pergamino en la mano.
—¡Shamus Kilronney —exclamó—, capitán de los Hombres del Rey! ¡Y Colleen Kilronney, de la guardia de la ciudad!
—Procura que no te traicione tu temperamento —susurró Shamus mientras él y Colleen avanzaban hacia aquel hombre.
—Si no me controlo, querido primo, estoy segura de que me pegarás un corte —repuso con un gruñido—. Espero ser capaz de fingir antes de que lo hagas.
Shamus la miró con dureza y enojo.
—Ya verás cómo lo hago —dijo, tozuda, la mujer, como si lo desafiara.
La discusión acabó ahí, y Shamus respiró algo más tranquilo, porque en el interior de la casa se les acercó un grupo de soldados armados, a los que Colleen no conocía, y muchos monjes abellicanos, de rostros severos, que les exigieron sus armas. Shamus obedeció con presteza, pues sabía que en la corte del rey sólo se permitía llevar armas a unos guardias especialmente asignados. Colleen dio una palmada en la mano del monje que se disponía a cogerle el arma y desenvainó la espada de forma amenazadora. El monje saltó hacia atrás y se preparó para pelear, y varios soldados echaron mano a las empuñaduras de sus espadas.
Pero Colleen se limitó a sonreír. Luego, soltó una carcajada y lanzó al aire la espada, la atrapó a media hoja y la entregó.
—No voy a pelear a tu lado —la avisó Shamus en voz baja mientras se dirigían, escoltados, hacia la sala de audiencias.
—¿Acaso te crees que no lo sé? —repuso Colleen secamente.
La sala de audiencias era amplia, pero a ellos dos no se lo pareció, ya que se apelotonaban allí numerosos monjes y soldados, además de visitantes nobles y mercaderes, todos con la mirada puesta en el joven y fornido obispo. Muchas cabezas se dieron la vuelta para echar un vistazo distraído a los dos soldados: Shamus llevaba el espléndido uniforme de los Hombres del Rey, y Colleen, su desgastada ropa de viaje.
—Te aseguro que no es difícil saber cuál de esos dos viene de la corte del rey —dijo uno de los visitantes, un noble de Ursal, con expresión despectiva.
El obispo le hizo un gesto al noble para que se callara, y su mirada penetrante se encontró primero con la de Shamus y luego con la de Colleen.
Colleen no pudo menos que admitir que el obispo era impresionante, y su mirada, potente e intensa. Aquel primer encuentro se convirtió enseguida en una lucha de voluntades, y ambos permanecieron con la vista clavada uno en el otro, sin parpadear, durante un buen rato.
Al fin, el obispo De'Unnero desvió los ojos para mirar al Hombre del Rey.
—¿Eres Shamus Kilronney? —preguntó—. ¿El capitán Kilronney?
El aludido enderezó los hombros.
—Lo soy, señor —contestó.
—Muy bien —dijo De'Unnero—. ¿Estás al corriente de mi nuevo cargo?
Shamus asintió con un gesto de cabeza.
—Y los dos, tanto uno como otro —agregó enseguida, dando una ojeada a Colleen—, ¿comprendéis lo que significa mi título?
—Creo que quiere decir que no hay más Bildeborough —comentó Colleen, mientras recibía un fuerte codazo de Shamus en las costillas.
Pero De'Unnero se limitó a reír.
—Por supuesto, no los hay —dijo con una risita—; ni tampoco había nadie más digno del cargo. Por consiguiente, ahora yo sirvo tanto al rey como al padre abad, en calidad de abad y de barón, es decir, de obispo, mi nuevo título.
—Nos han informado de ello, obispo De'Unnero —se apresuró a decir Shamus, antes de que Colleen se descolgara con algún comentario sarcástico.
—Y dado el desorden que reina en la ciudad, el rey Danube ha considerado necesario prestarme un contingente de sus soldados —explicó el obispo.
—Comprendo —respondió Shamus—. Y por supuesto, mis hombres y yo estamos a tu completa disposición —continuó para expresarle de forma protocolaria la debida obediencia.
—Por supuesto —repitió el obispo—. ¿Y tú qué dices, Colleen Kilronney? He oído a muchos de los guardias de Chasewind Manor hablar en tono elogioso de ti. Desde luego, también he oído muchos rumores acerca de que Colleen Kilronney no estaría de buen humor al volver del norte y descubrir los cambios ocurridos en la ciudad.
Los ojos de Colleen se abrieron desmesuradamente, sorprendida de la forma tan directa con que el nuevo obispo había puesto la cuestión sobre la mesa. Se dispuso a contestar, pero De'Unnero la detuvo.
—Comprendo tu enfado —le dijo—. Me han dicho que no había nadie más leal al barón Rochefort Bildeborough. Naturalmente, ese sentimiento persistirá durante un cierto tiempo después de su muerte. Aplaudo tu lealtad —añadió, y se inclinó hacia adelante en su butaca, de forma que sólo ella y tal vez Shamus pudieran oírlo—, pero no toleraré la menor deslealtad con el sucesor de tu querido barón.
Colleen frunció el entrecejo de forma amenazadora mientras De'Unnero volvía a recostarse en la butaca. Ambos volvieron a mirarse con dureza, y esa vez fue Colleen la que bajó finalmente la vista.
—Necesitaré un completo informe de vuestros viajes al norte —prosiguió De'Unnero sin apartar su imponente mirada de la mujer guerrero—. Lamentablemente, en estos momentos, tengo que ocuparme de otros asuntos.
—Volveremos cuando nos llames —respondió Shamus, y se dispuso a hacer una reverencia, creyendo que había llegado el momento de retirarse.
—No, os quedaréis y esperaréis —le corrigió De'Unnero. Hizo un gesto a uno de los monjes—. Encuéntrales algún lugar, una habitación lateral en alguna parte —le ordenó el obispo con aire ausente.
—¿Estás segura de que era en este ojo? —preguntó Dainsey Aucomb por tercera vez, extendiendo la mano para ajustar el parche en el ojo de Pony.
—El ojo derecho —respondió Pony con un suspiro y creciente impaciencia.
Pony se esforzó por disimular su frustración. Dainsey no era una lumbrera, pero tanto la idea como la realización del disfraz habían nacido de ella, y era lo único que permitiría a Pony salir de El Camino de la Amistad. Además, Dainsey había sido una leal trabajadora de Graevis y Pettibwa, una especie de hija, que había llenado el vacío de sus vidas cuando Pony fue enviada al ejército por el abad Dobrinion como castigo por agredir a su marido, Connor Bildeborough. Y más recientemente, Dainsey había resultado de gran ayuda a Belster, le había cedido de buen grado el control de la taberna —que había quedado a su cuidado cuando los Chilichunk habían sido secuestrados por la Iglesia— y se había quedado con él sin queja alguna para ayudarlo a llevar el negocio.
Así pues, Pony, a pesar de su frustración y temor, procuró que no se le notara el enfado.
—¿Dices que era el derecho? —preguntó Dainsey, sinceramente perpleja.
—¡Yo creía que era el izquierdo! —exclamó la voz de Belster, que en ese momento entraba en la habitación.
Pony lo miró con su único ojo y vio en el rostro jovial del posadero una sonrisa más ancha que de costumbre, que se transformó en una sonora carcajada cuando Dainsey, obstinadamente, alargó la mano hacia el parche.
—Era el derecho —dijo Pony con firmeza, apartando la mano de Dainsey.
Se sentía más enojada con Belster que con la mujer, pues sabía que el posadero le estaba tomando el pelo. Dejó de mirarlo, ya que su evidente malhumor todavía lo hacía reír más a gusto. Miró a Dainsey, la agarró con fuerza por la muñeca y le empujó la mano hacia abajo.
—Bueno, el ojo derecho —asintió, al fin, Dainsey—. Tu cuello delgado ya va bien; sin embargo, déjame que te ponga algunos polvos más. No se puede ver ningún cabello dorado, ni el más mínimo destello.
La simple mención del polvo gris hizo que Pony se rascara la sien y se pasara la mano por la tupida melena; sabía que Dainsey tenía razón. Su ayuda le permitía ir cada noche a El Camino de la Amistad como si fuera Caralee dan Aubrey O'Comely, esposa de Belster, forrada con almohadillas para parecer más gorda y vestida con ropa pasada de moda, de forma que parecía veinte años mayor que Jilseponie Ault.
—¿Alguna novedad? —preguntó Pony.
—Nada importante —respondió Belster—. Es como si a nuestro querido Roger Descerrajador se lo hubiera tragado el maldito Masur Delaval —añadió sacudiendo la cabeza con expresión frustrada. Luego, esperó a que Dainsey se hubiera marchado—. ¿Qué hay de los soldados? —preguntó en voz baja Belster— ¿Estás segura de que andaban buscando las gemas?
—Si no fuera así, ¿por qué había monjes con ellos? —repuso Pony—. Y los monjes empleaban el granate, la piedra conocida también como la vista del dragón porque confiere a quien la utiliza el poder de detectar magia.
—Pero para que se puedan detectar las piedras, alguien tiene que estar usándolas, ¿no? —preguntó, nervioso, Belster.
Pony asintió, y el gordo posadero suspiró, aliviado.
—No he utilizado ninguna gema desde que he vuelto —añadió ella—. El hermano Avelyn me dijo en una ocasión que muchos mercaderes compraban gemas a la Iglesia.
—Y ahora el obispo las recupera —dedujo Belster.
—Puede ser verdad en parte —asintió Pony—, pero por encima de todo está buscando gemas porque el hecho de encontrarlas puede conducirlo hasta los amigos de Avelyn Desbris.
—Eso no lo dudo —dijo Belster—, aunque puede tratarse de algo más que de seguir buscándote a ti y al Pájaro de la Noche. No me gustan mucho los rumores que oigo de Saint Precious o de Chasewind Manor, desde que el nuevo obispo ha fijado allí su residencia.
Dainsey regresó entonces cantando una canción —Pony hubiera preferido que se la guardara para ella—, y los dos se callaron. Unos pocos polvos más, un poco de pasta grisácea en la hermosa cara de Pony, y la mujer se retiró unos pasos para admirar su trabajo.
—¿La mujer de Belster? —preguntó Pony mientras saltaba del taburete y se daba lentamente la vuelta con los brazos separados para que pudieran contemplarla mejor.
—¡Vaya, me gustas más con el otro aspecto! —dijo Belster con una risa maliciosa, una risa que se vio cortada en seco por el golpe de alguien que llamaba a la puerta.
—¡Soldados en El Camino de la Amistad! —exclamó, en voz muy baja, Heathcomb Mallory, otro amigo de las tierras del norte que trabajaba en la posada las pocas noches que no bebía allí.
—¿Estás segura de que no utilizaste las piedras? —preguntó otra vez Belster mientras se dirigía hacia la puerta.
Dainsey salió con él de la habitación, pero Pony se limitó a atisbar.
El Camino de la Amistad aquella noche estaba a rebosar, como casi todas las noches, pero el posadero no tuvo ningún problema para localizar a los soldados. Según observó, no sólo iban vestidos con su uniforme completo, sino que además llevaban espadas al costado. Belster se dirigió inmediatamente al extremo de la larga barra más próximo a los tres soldados y empezó a pasarle el trapo, mientras una ancha sonrisa se dibujaba en su cara.
—¡Caballeros! —exclamó—. Es raro ver por aquí a nuestros protectores. ¡Demasiado raro, diría! ¡Pedid lo que os apetezca, paga la casa!
Uno de los soldados se relamió y se apoyó en la barra. Se disponía a decir algo, pero otro le dio un manotazo en el pecho para cortarlo de golpe.
—No nos apetece nada —dijo ese segundo soldado—; esta noche, no.
Si el primer soldado tenía alguna intención de discutir, se le pasaron las ganas cuando un monje de Saint Precious se abrió paso entre la muchedumbre, llegó a donde estaban los soldados y se encaró con Belster.
—¿Eres O'Comely? —preguntó el monje de modo terminante.
—Belster O'Comely —respondió el posadero, cuya voz sonó tan amable como siempre, aunque la falta de respeto de aquel hombre, que apenas tenía la mitad de sus años, le hizo apretar los dientes.
—¿Y cómo adquiriste la taberna? —preguntó el monje—. ¿Conocías a los antiguos propietarios?
Antes de que Belster pudiera responder, se acercó Dainsey contoneándose.
—Se la cedí yo —afirmó—. Y bien se la podía ceder, ya que, a decir de todos, los Chilichunk no van a regresar pronto, precisamente.
El monje observó con cuidado a Dainsey, y luego echó un vistazo a los tres soldados.
—¡Oh, no sea tan malpensado! —protestó Dainsey—; ya me habéis llevado en tres ocasiones a vuestras prisiones. ¿Cuántas veces tendréis que oír que yo no soy la mujer que robó las apestosas piedras?
El monje la observó una vez más, y luego volvió a mirar a sus compañeros.
—Ha estado allí —admitió uno de los soldados, y su rubor mostró que había sido uno de los muchos que habían interrogado a Dainsey.
—¿Han robado alguna piedra preciosa? —preguntó Belster con aire inocente mientras miraba a Dainsey como si no tuviera ni idea de lo que ella estaba hablando.
El monje lo miró atentamente.
—Había en el norte un hombre y una mujer de los que se decía que tenían ciertos poderes mágicos —admitió Belster.
El posadero sabía que las historias sobre las hazañas del Pájaro de la Noche y de Pony en aquellos días eran populares en Palmaris, e indudablemente el obispo y sus lacayos las habían oído.
—¿Eso quiere decir que eres del norte? —preguntó el monje.
—De Caer Tinella —mintió Belster, pues creyó que vincularse a Dundalis era peligroso—. Pensaba volverme allí hasta que la señorita Dainsey, aquí presente, nos ofreció a mí y a mi mujer una nueva vida en Palmaris, en El Camino de la Amistad.
—¿Y qué sabes de ese hombre y de esa mujer del norte? —preguntó el monje.
Belster se encogió de hombros.
—No mucho. Huíamos hacia el sur y oímos que nos habían ayudado a escapar de los monstruos, eso es todo. Realmente, no los he visto nunca; quizás haya visto al hombre, aunque de muy lejos, majestuosamente montado en un imponente caballo negro.
—¿Majestuosamente? —repitió el monje con sarcasmo—. Es un ladrón, maese O'Comely; deberías elegir mejor a tus compañeros.
—No era un compañero —insistió Belster—; sólo alguien que me ayudó, a mí y a muchos otros, a huir de los monstruos —agregó.
Mientras hablaba con respeto del supuesto proscrito, advirtió las expresiones de los cuatro hombres, que oscilaban entre el desdén y la intriga. El posadero se alegró de tener la ocasión de aumentar la fama de su amigo Elbryan y de sembrar la semilla de la duda entre los fieles peones del obispo.
Pony salió, entonces, de la trastienda y se situó, con audacia, junto a Belster.
—¿Les ofreciste alguna bebida? —le preguntó al voluminoso hombretón mientras le agarraba el brazo.
—Mi esposa Caralee —explicó Belster.
—¡Ah, padre! —dijo Pony al monje—, ¿no llevarás alguna piedra maravillosa contigo? ¿Crees que podrías curarme el ojo? Me lo desgarró la punta de una lanza de un trasgo, ¿sabes?
Una expresión agria se dibujó en el rostro del monje.
—Ven a la abadía —dijo hipócritamente—; tal vez uno de los veteranos... —añadió. Luego, agitó la mano para despedirse y, con un gesto, indicó a los soldados que lo siguieran.
—En mi opinión, te arriesgaste bastante —le dijo Belster a Pony en voz baja cuando los soldados y el monje hubieron dado la vuelta para irse.
—No tanto —repuso Pony, serenamente, mientras miraba cómo se alejaban—. Si me hubieran reconocido, habría tenido que matarlos.
Dainsey jadeó.
—¿Y si te hubieran invitado a ir con ellos a Saint Precious? —preguntó Belster con calma.
—¿Para curarme el ojo? —se burló Pony—. Eso no lo hace la Iglesia de la cual se escapó Avelyn; la Iglesia que asesinó a mi familia y torturó a Bradwarden. Los abellicanos ayudan cuando necesitan ayuda, y sólo la prestan a aquellos que pueden devolverles el favor con oro o poder.
La frialdad de su voz produjo escalofríos a Belster y trató de cambiar de tema.
—Y una vez más tenemos que dar las gracias a Dainsey —comentó en tanto se volvía hacia aquella mujer más bien pequeña, que hizo una reverencia bastante torpe.
—Es cierto, Dainsey —dijo Pony con sinceridad—. Desde mi llegada me has ayudado mucho; ahora comprendo por qué Graevis y Pettibwa te querían tanto.
Dainsey se sonrojó intensamente, soltó una risita tonta, se dio la vuelta para recoger una bandeja y se dirigió a unos clientes que la llamaban con señas desde una mesa cercana.
—Es una buena chica —observó Belster.
—Y eso, desgraciadamente, puede matarla —dijo Pony.
Belster tenía ganas de reprenderla por su osadía, pero no pudo. Parecía que en los últimos días, los hombres del nuevo obispo, tanto soldados como monjes, estaban en todas partes; era como si husmearan en torno a Pony y, por supuesto, en todo Palmaris.
El monje dejó a Shamus y a Colleen en una habitación lateral, provista sólo de tres pequeñas sillas y de una diminuta chimenea. No estaba encendida y por ella se colaba un aire muy frío.
Shamus se sentó en una silla, se puso las manos detrás de la cabeza, se inclinó para apoyarse en la pared y cerró los ojos. Habituado a las costumbres de los nobles, el capitán sabía que la espera podía ser muy larga.
Colleen, como era previsible, estaba mucho más inquieta; iba de un lado para otro de la habitación, se sentaba y se volvía a levantar de un salto. A pesar del ruido que hacía, a pesar de la fuerza con que pateaba con sus pesadas botas en el piso de madera, no podía conseguir la menor reacción de su primo, lo cual, naturalmente, no hacía más que aumentar su enojo e impaciencia.
Al fin, después de haber transcurrido más de una hora, se sentó: apoyó una silla en la pared y se quedó mirando la puerta con suma atención.
Pasó otra hora. Colleen empezó a quejarse, pero Shamus se limitó a abrir un ojo soñoliento y a recordarle que el obispo De'Unnero era el que mandaba en la ciudad, tanto en el aspecto seglar como en el espiritual, y que ciertamente ellos dos no figuraban entre sus mayores prioridades.
Colleen soltó otro gruñido y se inclinó hacia atrás con los brazos cruzados sobre el pecho y las mandíbulas apretadas.
Transcurrió otra hora, y luego otra más. Colleen se levantó y se puso a pasear para volver a sentarse al poco rato en repetidas ocasiones. Pero se ahorró sus sonoros gruñidos, ya que eran inútiles: Shamus dormía profundamente.
Finalmente, la manecilla de la puerta empezó a moverse. Colleen se levantó de un salto y se apresuró a pegarle una patada a Shamus. Éste abrió los ojos mientras la puerta giraba y, con gran sorpresa, ambos vieron que no se trataba de un mensajero, sino del obispo De'Unnero en persona.
—Quédate sentado —le ordenó a Shamus, e hizo una seña a Colleen para que también se sentara; pero el obispo no se sentó, sino que permaneció encumbrado sobre ellos.
—Quiero que me contéis con todo detalle vuestra estancia en las tierras del norte —explicó De'Unnero—. No necesito saber nada de las batallas contra los monstruos, ni ninguna característica del entorno. Me preocupa más saber con quién os habéis aliado en esas latitudes; sobre todo, guerreros que pudieran ayudarnos si las tinieblas volvieran a cernirse sobre nosotros.
—Nada más fácil —respondió, diligente, Shamus—: el Pájaro de la Noche y Pony dominaron las batallas en los bosques.
De'Unnero se echó a reír de repente, divertido, al ver cuán sencillo había sido obtener tan codiciada información. Con una simple pregunta había averiguado el paradero de las dos personas más buscadas por la Iglesia abellicana.
—Sí, el Pájaro de la Noche y Pony —ronroneó. Entonces, se fijó en la otra silla y la arrastró para acercársela—. Habladme de ellos. Quiero saberlo todo.
Shamus miró a Colleen con el rabillo del ojo, con expresión tan curiosa y preocupada como la de la mujer, pues ambos detectaron algo extraño en el tono del obispo. A Colleen le pareció que aquel hombre sentía una avidez desmesurada por la información, que estaba demasiado impaciente por saber cosas de los dos héroes, habida cuenta de la razón aducida.
—¿Estaban los dos en Caer Tinella cuando llegasteis? —urgió De'Unnero a Shamus—. ¿O llegaron después?
—Ambas cosas —contestó el soldado con sinceridad—. Los dos estaban en el norte mucho ante de nuestra llegada, pero no se hallaban realmente en Caer Tinella cuando mis soldados entraron en el pueblo.
—Hasta... —insistió el ansioso obispo.
Shamus se llevó la mano a la barbilla mientras trataba de recordar la primera vez que se había encontrado con el Pájaro de la Noche y su hermosa compañera. No podía acordarse exactamente de la fecha, pero sabía que había sido a principios de Calember.
De'Unnero lo acució en varias ocasiones y, a los ojos de los dos perspicaces soldados, se puso claramente en evidencia que el obispo tenía por los dos héroes más interés del que podría derivarse de hipotéticas alianzas.
Al fin, el obispo creyó haber oído lo suficiente acerca de la fecha en que había tenido lugar el primer encuentro y empezó a urgir a Shamus, y después a Colleen, con mayor insistencia sobre el comportamiento de la pareja. Incluso habló de un centauro: ¿lo habían visto? Y cuando Shamus explicó que habían oído rumores de semejante criatura pero que no la habían visto personalmente, De'Unnero se alegró en grado sumo.
—Un momento, ¿acaso no fue un hombre caballo el que fue arrastrado a través de Palmaris por tus compañeros monjes de aquella ruidosa caravana de Saint Mere Abelle? —preguntó Colleen.
—Sería prudente que tuvieras más cuidado al referirte a mis sagrados colegas —la avisó De'Unnero, pero volvió a animarse en cuanto se ocupó otra vez de los fugitivos—. ¿Y esos dos, el Pájaro de la Noche y Pony, están todavía en Caer Tinella?
—Allí deben de estar, o justo al norte de ese lugar —admitió Shamus—. Tenían la intención de guiar una caravana hacia las Tierras Boscosas, aunque el viaje estaba planificado para poco antes del inicio de la primavera.
—Interesante —musitó De'Unnero mientras se acariciaba la barbilla y su mirada adquiría una expresión ausente.
Luego, se puso en pie, levantó la mano para que los otros dos no lo hicieran y se encaminó hacia la puerta.
—Podéis iros —explicó—. Volved a vuestros cuarteles y no habléis de esta conversación con nadie; con nadie, ¿me oís bien?
Y luego, se marchó, dejando a Shamus y Colleen perplejos y sentados en las sillas.
—Así que tu amigo y su chica son unos proscritos para la Iglesia —comentó Colleen después de un buen rato—. ¡Vaya palo para ti!
Shamus no contestó y se limitó a mirar nerviosamente hacia la puerta.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Colleen en tanto se ponía de pie y prácticamente lo obligaba a levantarse de la silla.
Una vez recuperada la calma, Shamus se alisó la chaqueta e irguió los hombros.
—No sabemos nada de eso —dijo con firmeza—. Ni una sola vez el obispo ha indicado que el Pájaro de la Noche y Pony sean proscritos.
—¡Ah!, pero queda el pequeño detalle del centauro —observó Colleen, obviamente divertida con la angustia de su presumido primo—. El centauro tachado de proscrito por la Iglesia, hecho prisionero por la Iglesia, y luego arrebatado de las manos de la Iglesia. Parece que tus amigos tomaron parte en todo eso, de modo que ¿qué piensa hacer el capitán Shamus, de los Hombres del Rey?
—Serviré a mi rey —respondió con frialdad, dirigiéndose hacia la puerta—, y tú harás lo mismo.
—¿A tu rey..., o al obispo? —inquirió Colleen mientras lo seguía.
—El obispo habla en nombre del rey —fue la breve réplica.
Colleen aflojó el paso y dejó que se alejara de ella para tener la ocasión de observarlo detenidamente. Sus movimientos mostraban una perceptible angustia y pensó que Shamus, por su ciega devoción, tenía bien merecido un poco de inquietud. Sabía que en su primo había ido creciendo un sincero afecto y un profundo respeto por el Pájaro de la Noche y por Pony, y que entonces estaba pasando un mal momento al tener que digerir la idea de que aquellos dos no eran, en absoluto, lo que le habían parecido, o tal vez que eran mucho más de lo que le habían parecido.
Para Colleen, las sensaciones eran más viscerales. No le importaba que el Pájaro de la Noche fuera un proscrito a los ojos del obispo De'Unnero. De hecho, su respeto por aquel hombre y por Pony había aumentado. Ella era un soldado del barón, no del rey, y dado que su querido barón había chocado con la Iglesia justo antes de su muerte, los asombrosos cambios en Palmaris no eran, en modo alguno, de su gusto.
«Cualquier problema que puedan causar el Pájaro de la Noche y su amiga me complacerá en gran medida», pensó mientras sonreía, satisfecha.
En Shamus, la reunión con De'Unnero había despertado pensamientos mucho más perturbadores. En las historias que la gente de Caer Tinella le había contado sobre el guardabosque y durante el tiempo que pasó al lado del Pájaro de la Noche, sólo había visto bondad en él; era un verdadero héroe para la asediada gente de las tierras del norte. ¡Sin duda, había algún error! ¡Aquel hombre no podía ser un proscrito!
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9
Abriendo nuevas rutas
El Pájaro de la Noche no había dado nombre a su caballo. El nombre le había llegado de forma mágica, como una prolongación o una donación, como la única gualdrapa adecuada para el magnífico semental negro. Y Sinfonía, en total consonancia con aquel nombre, corría por el bosque envuelto en niebla con la misma facilidad con que la mayoría de los caballos corren a campo abierto. El caballo galopaba raudo como el rayo, saltando por encima de árboles derribados por la pesada nieve de los primeros días del invierno y esquivando con holgura las ramas bajas. El Pájaro de la Noche no lo guiaba; en lugar de eso, dejaba que sus deseos fueran conocidos por Sinfonía y confiaba por completo en el caballo.
Y ambos iban acortando distancias respecto al trasgo que tenían delante.
Bordearon una pequeña hilera de gruesas píceas, y los cascos de Sinfonía se hundieron profundamente en el césped.
Delante, entre la niebla, el Pájaro de la Noche vio algo que se movía: el trasgo montado en el pequeño caballo galopaba a todo correr.
Sinfonía se apresuró en su persecución, recortó aún más la distancia, y el trasgo no tardó en quedar al alcance del guardabosque, que se aprestó a alzar Ala de Halcón.
El trasgo, frenético, espoleó con más fuerza los flancos del pequeño caballo, y el animal bajó la cabeza y arreció la marcha. Pero el trasgo, intuyendo que iban a alcanzarlo y que su enemigo se le acercaba muy deprisa, miró hacia atrás; cuando volvió la vista hacia adelante sólo vio una gruesa rama a pocos centímetros de su cara.
El caballo, sin jinete, continuó la marcha, pero la fue aminorando paso a paso.
El Pájaro de la Noche y Sinfonía trotaron hasta alcanzar al trasgo que se retorcía y chillaba, mientras rodaba por el suelo con las manos en la cara destrozada. El guardabosque desenvainó Tempestad y lo golpeó dura y certeramente. La desgraciada criatura se quedó inmóvil.
El Pájaro de la Noche limpió la espada con la capa del trasgo y la deslizó en la vaina situada al costado de la silla de Sinfonía. Miró a su alrededor, hacia el bosque cubierto de niebla, y luego apretó las piernas sobre el caballo. Sinfonía se dio la vuelta y salió disparado en dirección contraria. En cuestión de segundos, los dos avistaron a otro trasgo que huía, y Sinfonía se dispuso a perseguirlo.
El trasgo corría a pie y se protegía parapetándose de árbol en árbol, pero cometió el error de cruzarse en la trayectoria del guardabosque a tan sólo una docena de metros delante del veloz caballo. El Pájaro de la Noche vio la pequeña y encorvada silueta; Ala de Halcón zumbó, la flecha alcanzó el costado de la desgraciada criatura, le perforó ambos pulmones y la lanzó, muerta, al suelo.
Un ruido hizo que el guardabosque echara un vistazo hacia atrás; divisó a otro trasgo que salía corriendo de la maleza y emprendía una loca carrera en dirección opuesta. El Pájaro de la Noche ni siquiera pensó en hacer que Sinfonía girara, sino que se dio la vuelta él mismo, pasando una pierna por encima de la silla; quedó encarado hacia atrás y disparó una flecha.
Por tercera vez en medio minuto, un trasgo cayó muerto.
En lo alto de un árbol no lejos de allí, Belli'mar Juraviel evaluó el disparo del guardabosque con algo más que respeto, algo lindante con un temor reverencial. Los elfos habían adiestrado al Pájaro de la Noche, pero Juraviel era consciente de que afirmar que le habían enseñado todo lo que sabía hubiera sido una tremenda falsedad. Los elfos habían enseñado al Pájaro de la Noche a tener rápidos reflejos mentales y a situar el cuerpo en función de sus objetivos; pero era asombroso el aprovechamiento que de esos conocimientos había conseguido la creatividad de Elbryan.
«Como lo era la técnica del guardabosque», pensó Juraviel al mirar la cabeza del trasgo alcanzada por el tiro: un impacto perfecto, conseguido por el guardabosque mientras su caballo iba al galope tendido en dirección contraria.
Los penetrantes ojos de Juraviel seguían explorando a través de la niebla mientras sacudía la cabeza. De repente, vio, entre la misma maleza de la que había surgido el último trasgo, otra criatura, escondida, encogida, hecha un ovillo. El elfo levantó el arco. Quería matarlo limpiamente, pero apenas podía vislumbrar entre las ramas y la niebla algún punto vital en la arrebujada criatura. Por eso, disparó al centro del bulto, y su diminuta flecha desapareció en la negra figura.
Con un grito de dolor, el trasgo pegó un salto. Juraviel se aprestó a dispararle de nuevo, y aún una tercera vez, antes de que apareciera al descubierto en el camino. Entonces, le disparó por cuarta vez mientras el trasgo daba sus primeros pasos tratando de huir. Alzó el arco para disparar su quinto tiro, pero vio que el monstruo se tambaleaba y supo que su tarea había terminado.
Fríamente, Juraviel concentró su atención en explorar el resto de la zona y se lamentó de que casi le hubiera costado cinco flechas matar a un solo trasgo. Pero Juraviel sabía que se podía hacer de otra manera; por tanto, se dispuso a volver a su procedimiento original y revoloteó de árbol en árbol hasta encontrar un lugar adecuado en una gruesa rama baja que atravesaba el camino justo por encima de la altura de la cabeza de alguien a caballo. Dejó el arco a un lado, con una flecha preparada, y quitó del arco la fina y resistente cuerda.
También el centauro andaba corriendo por el bosque y no dejaba de proferir insultos contra los aterrorizados trasgos. Cuando descubrió que algunos de ellos montaban a caballo, algo muy poco frecuente, Bradwarden cogió la gaita y tocó una melodía distinta, una música reposada y apacible, en vez de mofarse de los trasgos a gritos. Tuvo que realizar un gran esfuerzo para concentrarse en la melodía; durante décadas, había recorrido los bosques de las Tierras Boscosas para proteger a los caballos salvajes y, entonces, el solo hecho de pensar que un apestoso trasgo podía montar una criatura tan grácil y bella era para él un auténtico ultraje.
Sin apenas hacer caso de los trasgos que corrían a pie en desordenada huida, el centauro eligió su próximo objetivo y emprendió la caza. Sabía cómo hablar con su gaita a un caballo, a cualquier caballo, y en lugar de flechas, utilizó música en su persecución. Una sonrisa se dibujó en los labios de Bradwarden, que tuvo que dominar las imperiosas ganas de soltar una carcajada para ser capaz de seguir llenando de aire los tubos, mientras se agachaba por debajo de una rama y se abría paso con dificultad entre la maleza hasta ir a dar a un pequeño claro lleno de barro. Allí, unos tres metros más adelante, estaba sentado un frenético trasgo, pateando de manera desesperada los flancos del caballo y azuzándolo violentamente con una improvisada brida de cuerda.
Pero el caballo había oído la llamada del centauro y no se movería.
Aunque le hizo falta cierta habilidad manual, Bradwarden siguió con la melodía, tocando la gaita con una mano, mientras con la otra empuñaba su pesada porra y avanzaba silenciosa y metódicamente. El trasgo, durante un breve instante, miró hacia atrás, pero enseguida volvió a espolear al caballo y a pegarle más desesperadamente, mientras daba brincos en la silla.
El caballo relinchó con suavidad, pero no se movió.
El centauro soltó una sonora carcajada y guardó la gaita debajo del brazo.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó flemáticamente.
El trasgo dejó de pegar al caballo y, con lentitud, giró su fea cabeza para mirar al poderoso centauro, que estaba justo a su lado. El monstruo se puso a chillar, pero su grito se cortó en seco cuando la porra le aplastó el cráneo y le rompió el pescuezo. El trasgo perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo; en los últimos instantes de su vida se retorció de dolor.
Bradwarden no le hizo el menor caso.
—Ahora, vete y escóndete en el bosque —le dijo al caballo, en tanto le quitaba la brida y lo incitaba a correr con una firme palmada en la grupa—. Ya te llamaré cuando llegue el momento de marcharse.
Luego, miró al trasgo caído, que seguía retorciéndose, y sacudió la cabeza con incredulidad. Era el segundo trasgo que había atrapado tratando de huir a caballo, pero por lo menos el primero había tenido la sensatez de saltar en cuanto el animal se había detenido.
El Pájaro de la Noche, mientras Sinfonía se esforzaba para acortar distancias, se dio cuenta de que se trataba de un buen jinete para ser un trasgo. Además, el guardabosque descubrió que el monstruo conocía bien el terreno, ya que se desplazaba por el exterior de los caminos sólo por breves momentos, y después volvía a tomar otro estrecho sendero; incluso forzando el galope del caballo, el trasgo sabía cuándo era preciso agacharse y cuándo inclinarse a un lado.
Sinfonía estaba más que preparado para afrontar el desafío y el gran semental pisaba con gracilidad mientras acortaba distancias.
El trasgo era una fantasmal forma gris recortada en la niebla. El Pájaro de la Noche alzó Ala de Halcón, tensó la cuerda y disparó, pero el caballo del trasgo viró y la flecha se perdió sin causar daño alguno.
El Pájaro de la Noche tuvo que agacharse bruscamente cuando Sinfonía tomó la misma curva a la velocidad del rayo. El camino volvió a enderezarse, y el guardabosque alzó de nuevo Ala de Halcón; pero justo antes de que pudiera disparar, el trasgo se agachó por debajo de una rama baja que cruzaba el camino, y el disparo volvió a perderse.
El guardabosque soltó un gruñido de frustración y pasó también por debajo de la rama. Temía que sería una persecución larga, pues el camino era cualquier cosa menos recto. Al fin, volvió a tener al trasgo al alcance de la vista, cabalgando a todo correr. El monstruo se enderezó un momento para echar un vistazo hacia atrás.
Y entonces, de repente, fue expulsado de la silla y voló por los aires mientras el caballo continuaba su galope.
Los brazos y las piernas de la criatura se agitaron violentamente durante un segundo, y luego colgaron fláccidos en el aire, retorciéndose lentamente. El Pájaro de la Noche comprendió lo ocurrido al acercarse y ver a Juraviel situado en una rama por encima de la cabeza del trasgo; un extremo de su cuerda élfica estaba atado en la rama, y el otro, en torno al escuálido cuello del trasgo.
—¿Qué?, ¿ahorrando flechas? —le preguntó el guardabosque con sarcasmo.
Antes de que Juraviel pudiera responder, una conmoción en el bosque hizo que el elfo revoloteara hasta lo alto del árbol. Incluso desde aquel privilegiado mirador, no podía ver gran cosa a través de la niebla, pero su agudo oído le proporcionó la información que necesitaba.
—Parece que el efecto sorpresa se nos ha acabado —avisó—. Los trasgos se están reagrupando.
Tan pronto como sus palabras hubieron salido de su boca, otra voz sonó clara y potente en el aire de la mañana.
—¡Qué amable por vuestra parte hacerme tal favor! —rugió Bradwarden—. ¡Os ponéis todos juntitos para facilitarme el trabajo!
Y, previsiblemente, resonó a continuación un estruendo de renovadas peleas.
—Bradwarden decidió atacarlos a todos juntos —dijo Juraviel secamente. Después, el elfo se marchó saltando y volando de rama en rama.
Sinfonía, a instancias del Pájaro de la Noche, se desvió con un salto del camino y se dirigió en línea recta, a través de la maleza, hacia el lugar de donde procedía la voz del centauro. Debido a la velocidad, ni jinete ni caballo podían evitar buena parte del sotobosque, y ambos sufrieron los arañazos de ramas agudas y maleza. Al tomar una curva demasiado cerrada en torno a un grueso árbol, el caballo hizo crujir la pierna del Pájaro de la Noche. Sin embargo, el guardabosque no se quejó y se limitó a llevarse la mano a los ojos para protegérselos, a agarrarse bien, a apretar las piernas sobre los costados de Sinfonía tan fuerte como pudo y a pegarse al cuello del caballo.
Percibiendo la urgencia, comprendiendo con su inteligencia que un amigo corría peligro, también Sinfonía encajó los leves desgarrones y no aminoró la marcha. En breves instantes, salvaron el último sotobosque y alcanzaron el borde de una depresión en forma de cuenco.
Allá abajo había un trasgo con la cabeza partida por la mitad. Otro rodaba por el suelo y aullaba de dolor mientras se apretaba el hombro aplastado. Pero ocho criaturas más rodeaban a Bradwarden y lo acosaban con espadas y lanzas; obligaban al centauro a un denodado esfuerzo para mantenerlos a raya, con objeto de que no pudieran avanzar y herirlo con sus armas. Bradwarden propinaba patadas en todas direcciones y movía peligrosamente el enorme palo entre tremendas amenazas. No obstante, no confiaba en ser capaz de prolongar aquella frenética actividad y, cada vez que aflojaba el ritmo, los trasgos se las apañaban para acercársele y azuzarlo un poco más.
En una de esas ocasiones, el centauro divisó al Pájaro de la Noche y a Sinfonía, que saltaban para unirse al combate.
—¡Ya habéis disfrutado bastante! —rugió Bradwarden.
Con la esperanza renovada le llegó una renovada energía. Se dio la vuelta en el otro sentido y cargó hacia adelante. Los trasgos allí situados se vieron obligados a ceder terreno y, por otra parte, el ataque distrajo la atención de los de atrás, por lo que no advirtieron la carga del guardabosque.
El Pájaro de la Noche pasó la pierna izquierda por encima de la silla, sacó el pie derecho del estribo y lo sustituyó por el izquierdo, con lo que siguió medio montado sobre el caballo, que continuaba su avance. Cuando jinete y caballo estuvieron encima de los primeros trasgos, las criaturas, al fin, se dieron la vuelta para hacer frente a la carga. El guardabosque saltó del caballo, y Sinfonía hundió los cascos en el suelo y viró bruscamente a la izquierda.
Sin perder el impulso hacia adelante, el guardabosque se lanzó en línea recta, apuñalando con Tempestad. Un trasgo trató con destreza de detener el ataque, pero no podía imaginar la velocidad a la que se le acercaba el arma.
El Pájaro de la Noche, sobre la marcha, arrancó Tempestad del pecho del trasgo. Dio una voltereta para disminuir la velocidad y, rodilla en tierra, dedicó un recital de temibles tajos contra la punzante lanza de otro trasgo.
El trasgo perdió el equilibrio al ser cercenada la parte delantera de su arma y avanzó dando traspiés hacia el guardabosque, el cual lo pinchó certeramente y le hundió la espada en el pecho. Con un poderoso esfuerzo, el Pájaro de la Noche levantó a la empalada criatura y la arrojó al suelo detrás de él; luego, se levantó enseguida y golpeó con su hoja la espada de otro trasgo que se le aproximaba. Con gran destreza —era un buen guerrero, según los estándares de los trasgos— el monstruo avanzó la espada repetidas veces: una, dos, tres; pero los ataques fueron hábilmente rechazados por la centelleante espada del guardabosque. Una vez perdido el impulso inicial, el trasgo trató de retroceder, pero eso dio al hombre la oportunidad de atacar.
Entonces, Tempestad pasó a la ofensiva: una, dos, tres veces. El trasgo se las apañó para rechazar los dos primeros golpes.
Espoleado por la aparición de su aliado, Bradwarden no había permanecido inactivo, aunque no había conseguido propinar ningún golpe definitivo. Pero tampoco lo habían conseguido los trasgos, evidentemente aturdidos por la aparición del guardabosque, del Pájaro de la Noche, un nombre que habían oído susurrar en sus peores pesadillas. Cuando el tercer monstruo fue abatido por las cuchilladas de Tempestad, los otros cinco consideraron que ya bastaba con lo que habían visto: se dieron la vuelta y se dispersaron para camuflarse entre los árboles.
El Pájaro de la Noche se dispuso a seguirlos, pero se detuvo en seco, asustado, ante algo que le pasó silbando frente a la cara. Comprendió lo que ocurría cuando aquel objeto —una de las pequeñas flechas de Juraviel— se clavó profundamente en los tendones de la parte posterior de la rodilla de un trasgo y convirtió su huida en un incierto tambaleo. Pasó volando otra flecha y alcanzó al siguiente trasgo de la fila, pero el elfo había apuntado algo más arriba de lo debido y la criatura siguió huyendo a todo correr con la flecha clavada en las nalgas.
—¡Oh, no corráis, estoy harto de correr! —protestó Bradwarden.
Lleno de furia, lanzó su palo contra la más cercana de las criaturas que huían. El arma voló sin causar el menor daño, pero el trasgo se detuvo para saber qué había pasado y, al mirar hacia atrás, se dio cuenta de que el Pájaro de la Noche había desaparecido entre los arbustos, en busca del monstruo que Juraviel había dejado tullido. Detrás del trasgo, el palo de Bradwarden yacía entre la maleza.
Una malvada sonrisa se pintó en el rostro repugnante del trasgo.
—Ahora no tienes ningún arma —razonó, mientras levantaba la espada y volvía a la carga contra Bradwarden.
—Idiota —murmuró el centauro—. ¿Era tu hermano el estúpido que montaba a caballo? —le preguntó.
Con un gran salto, Bradwarden pivotó y lanzó la grupa en la dirección del ataque del trasgo. Se afianzó en el suelo; luego, brincó y pateó. Las musculosas patas salieron disparadas por encima del canijo brazo del trasgo y de su canija arma; uno de los cascos lo alcanzó en el hombro, y otro, en el pecho. Con la distensión de los músculos, la patada del centauro lanzó al trasgo siete metros atrás. La criatura agitó con violencia brazos y piernas antes de estrellarse pesadamente en la maleza.
El centauro pasó de manera tranquila junto al maltrecho y aturdido trasgo para recuperar el palo. Luego, regresó y se inclinó hacia el trasgo.
—¿Con que no tenía arma, eh? —se burló, y le descargó un tremendo porrazo.
En la depresión en forma de cuenco, Juraviel remataba a los que se retorcían en tierra; después, se internó en la maleza para localizar al que había alcanzado en los tendones de la rodilla. El monstruo yacía muerto en un charco de sangre a causa de una única y eficiente estocada en la nuca.
—¿Dónde está el guardabosque? —preguntó el centauro a Juraviel cuando éste apareció.
Sinfonía estaba junto al centauro y pateó el suelo con fuerza.
—Cazando, supongo —replicó el elfo, despreocupadamente.
Bradwarden miró hacia el bosque envuelto en la niebla y sonrió.
El trasgo estaba apoyado en un árbol; se daba palmaditas a un lado de la nalga en un vano intento por aliviar el dolor, sin atreverse a tocar la flecha que Juraviel le había clavado en el culo. La criatura se quedó helada al oír un sonido cercano y los ojos se le desorbitaron del terror, pero se tranquilizó al ver que se trataba de dos apresurados compañeros suyos.
Uno agarró el astil de la flecha y comenzó a extraérsela, pero el trasgo gritó de dolor, y entonces el otro se detuvo y le dio una palmada en la mano.
—¡Silencio! —dijo el tercero en un susurro imperioso—. ¿Quieres que se nos echen encima el Pájaro de la Noche y el hombre caballo? Ya les has dejado un rastro de sangre...
La voz del trasgo se desvaneció poco a poco, y los tres pudieron ver el inconfundible rastro que revelaba el paso del trasgo herido.
Los tres pares de ojos levantaron la vista: los aterrorizados trasgos se miraban unos a otros, sin atreverse a hablar.
El Pájaro de la Noche saltó desde una rama y se plantó en medio de ellos. Su puño voló para atizar a un trasgo, atacó con el pomo de la espada, e inmediatamente después con la centelleante hoja. Un golpe de revés, que lo alcanzó en diagonal desde el hombro hasta la cadera, derribó al segundo trasgo, que se tambaleaba por el impacto del pomo que había recibido; después, el guardabosque se dio la vuelta y propinó un tajo al primer trasgo, que trataba de recuperarse del puñetazo en la cara y apenas podía sostener su pesada lanza.
Le costó más trabajo al guardabosque extraer Tempestad de la cabeza partida del trasgo que matarlos a los tres.
Poco después, Elbryan se reunió con sus amigos, que le esperaban en el camino; ambos estaban descansando cómodamente bajo un cálido sol impropio de la época, mientras se pasaban el uno al otro el pesado pellejo de vino de Bradwarden, que Elbryan sabía repleto de questel ni'touel, el sabroso vino élfico más comúnmente conocido como pasmo.
—¿Me tocará cazar solo, entonces? —exclamó el guardabosque con fingido enfado—. Se nos escapan tres, somos tres para darles caza, y tengo que apañármelas yo solo en el bosque.
—¿Y a cuántos atrapaste, guardabosque? —le preguntó el centauro.
—Iban juntos —explicó Elbryan.
—Bastante fácil, entonces —dedujo Juraviel.
—Y todavía te quejas —comentó Bradwarden.
Bebió otro trago del fuerte licor, y luego se lo ofreció al guardabosque. Elbryan declinó la invitación con una sonrisa.
—No acostumbro a beber pasmo —dijo—. Siempre que trato de llevarme un frasco de ese vino a la boca, me duelen terriblemente los brazos —les explicó.
Era una obvia referencia a sus primeros tiempos de adiestramiento con los Touel'alfar, cuando tenía que ir cada mañana a la ciénaga a recoger piedras de leche y luego llevarlas al recipiente donde debía estrujarlas para sacarles su aromático zumo, hasta que el dolor de los brazos le resultaba insoportable.
Naturalmente, lo dijo para bromear, pero Bradwarden era un maestro en volver la broma en contra del que la había hecho.
—Ya está quejándose otra vez —protestó—. Sabes, elfo, tú y los de tu especie haríais bien en tomar a los de mi raza para adiestrarlos como guardabosques.
—Lo hemos probado, buen Bradwarden —dijo Juraviel, cogiendo otra vez el pellejo de vino—. Y desde luego, un centauro adiestrado es un fiero luchador, aunque me temo que sea poco ingenioso.
Bradwarden soltó un sordo gruñido.
—Me insulta y encima me roba mi pasmo —le dijo a Elbryan, que se disponía a envainar la espada en la silla de Sinfonía.
A continuación, Elbryan inspeccionó el caballo con sumo cuidado y observó un arañazo de aspecto especialmente doloroso en el costado del poderoso cuello de Sinfonía; pero se alegró al comprobar que la herida ya había sido atendida por amables manos élficas.
—¿Así es como voy a pasar el resto de mi vida? —preguntó, de repente, en un tono grave, que atrajo la atención tanto del elfo como del centauro—. ¿Recorriendo caminos forestales y cazando monstruos canallescos?
—A este ritmo, conseguirás limpiar bastante pronto toda la región —dijo Juraviel con una sonrisa. Pero sus palabras despertaron una mirada de horror en los rostros de los otros dos.
—¡Espero que no, desde luego! —repuso Elbryan, con una carcajada, mientras se le acercaba y le quitaba el pellejo de vino.
Los otros dos también se echaron a reír, pues, cuando reflexionaron, comprendieron el razonamiento del guardabosque. La presencia de trasgos, gigantes y powris había sido ciertamente una terrible experiencia para la gente de la región, una guerra amarga que había destruido casas y familias, y que había causado la muerte de muchos inocentes. Pero algo más había llegado con las tinieblas y la tragedia: un sentido del deber y de la camaradería, una necesaria solidaridad entre gentes que, en otras circunstancias, no hubieran sido ni siquiera amigos. Y también, innegablemente, aquella última fase de la guerra, la persecución de los monstruos, la reconquista de tierras cuando la gente desvalida e inocente estaba fuera de peligro, resultaba verdaderamente hilarante. Así había sucedido aquella misma mañana, cuando, mientras cabalgaban hacia la caravana de Tomás Gingerwart, los tres amigos habían divisado un campamento de unos doce trasgos. No tardaron en organizarse y en emprender la lucha y la caza.
Elbryan —con mucho, el más joven de los tres— sintió una emoción más intensa. En las ocasiones en que podía poner en acción lo que había aprendido con los elfos y convertirse en esa otra persona, en el Pájaro de la Noche, se sentía más vivo.
—Gingerwart —comentó Bradwarden al ver que se alzaba humo en la carretera hacia el sur.
Al fin la niebla comenzaba a abrirse.
Elbryan contempló aquella lejana señal. El camino estaba despejado para un nuevo día de viaje. Estarían en Dundalis, o en lo que quedara del lugar, en cuestión de un par o tres de jornadas.
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10
El humanista
—Pondré orden en la ciudad —dijo el nuevo obispo, con determinación.
De'Unnero hablaba con su boca real, no mediante la comunicación telepática del espíritu. Markwart le oyó con toda claridad, a pesar de que la forma corporal del padre abad estaba a cientos de kilómetros de distancia, en sus aposentos privados de Saint Mere Abelle.
—Ya he tomado alguna medida en ese sentido —continuó De'Unnero, recuperada ya la serenidad que había alterado el inesperado aspecto de la consistente aparición del padre abad.
Markwart asintió con la cabeza, lo cual era algo insólito teniendo en cuenta que aquel lenguaje no verbal se expresaba mediante comunicación espiritual. La última vez que había visitado a De'Unnero mediante la piedra del alma, sólo había sido capaz de establecer una comunicación rudimentaria, que le había servido para ordenar al abad de Saint Precious que cogiera su piedra del alma a fin de que pudieran relacionarse de forma más completa estando ambos en estado espiritual. En aquella ocasión, no obstante, ese segundo paso resultó innecesario, pues Markwart había transportado su espíritu a Chasewind Manor de forma tan plena que podía hablar directamente con la forma física de De'Unnero, lo cual representaba un nivel de comunicación muy superior al que antes habían logrado, a pesar de que entonces De'Unnero no tenía ninguna piedra del alma para complementar la acción de la de Markwart. El abad de Saint Mere Abelle casi sintió que su forma física podía pasar simplemente a través de la conexión, es decir que él mismo podía trasladarse por entero a aquel lejano lugar.
De'Unnero, de forma ostensible, también estaba impresionado.
Markwart lo observó estrechamente, y advirtió la avidez de su rostro. Marcalo De'Unnero siempre había sido un hombre apasionado; en especial, cuando estaba en juego alguna parcela de poder. Sin embargo, siempre había mantenido el control sobre sí mismo. Incluso cuando se plantaba de un salto en medio de un grupo de trasgos, siempre había mantenido la cabeza clara, siempre había conseguido que la mente le guiara el cuerpo.
—Debes tener cuidado de no pasarte de la raya —explicó Markwart—. El rey estará observando de cerca lo que hagas, para ver hasta qué punto un obispo que sustituye a uno de sus barones conviene a sus intereses.
—Entonces, tengo que tener mucho cuidado con los emisarios de Ursal —respondió De'Unnero—. Te aseguro que los soldados del rey, mandados por el capitán Kilronney, estarán dispensados de las tareas más enojosas que debo realizar para conseguir mis fines; bastarán los guardias de la ciudad.
»Me he propuesto recuperar todas las gemas de la ciudad —le siguió explicando el obispo—, y por tanto, si los amigos del hereje están por aquí, los cazaré.
—Deberías tener en cuenta que los mercaderes se quejarán al rey —lo avisó Markwart.
El padre abad, no obstante, estaba pensando en otra cosa: reflexionaba sobre la última frase de De'Unnero y sobre las respuestas no verbales del obispo mientras él le había hablado. Markwart tuvo la impresión de que aquel hombre estaba fingiendo, pues advirtió que De'Unnero no creía realmente que el hecho de confiscar las gemas de la ciudad llevaría a capturar a los antiguos compañeros de Avelyn. Markwart se dio cuenta de que De'Unnero había dicho aquello sólo para calmarlo. Pese a todo, el engaño le agradó, pues si De'Unnero sabía algo más de lo que decía, era posible que tuviera una buena pista del paradero de los fugitivos.
En el rostro de De'Unnero se dibujó una amplia sonrisa y llevó al padre abad a reemprender la conversación que mantenían.
—Los mercaderes harán lo que les diga —explicó el obispo—. Aún me temen demasiado para quejarse al rey Danube.
Markwart sabía que De'Unnero estaba jugando un juego muy peligroso. No podía seguir la pista de todos los mercaderes y de los muchos guardias y exploradores que les servían. Las acciones del obispo contra la clase de los mercaderes serían, con toda seguridad, un chisme que se extendería por Ursal en poco tiempo, si es que no se había extendido ya. Pero, con todo, el padre abad dudaba si debía pedirle a su peón que cesara tales acciones. Le intrigaban las posibles alternativas. ¿Y si la Iglesia reclamaba todas las gemas sagradas bajo pretexto de que era una orden divina directamente emanada de Dios? En tanto el rey no se opusiera, los mercaderes serían incapaces de ofrecer resistencia.
—E incluso si informan al rey —prosiguió De'Unnero mientras la sonrisa de su rostro se ensanchaba aún más—, tenemos una excusa para esa iniciativa. El rey Danube está al corriente de las gemas robadas. ¿Acaso no fueron sus propias tropas los que llevaron al traidor Jojonah a la pira? Así pues, si presentamos el asunto de las gemas robadas como una amenaza para él y su reino...
El obispo se detuvo y dejó la tentadora idea en el aire.
Y de hecho, era tentadora para el padre abad Markwart. Quizás había llegado la hora de que la Iglesia abellicana volviera a poseer las gemas, todas las gemas. Las recuperadas de los mercaderes harían algo más que completar las robadas por Avelyn; tal vez había llegado la hora de que la Iglesia hiciera valer sus derechos, de que después de la guerra se convirtiera en la fuerza dominante de las vidas de todas las personas del mundo civilizado.
¿Qué legado dejaría, entonces, Dalebert Markwart?
—El enclave de los behreneses en Palmaris es considerable —dijo Markwart en una repentina inspiración.
—Abajo, hacia el río —confirmó De'Unnero.
—Hazles la vida particularmente difícil —le ordenó Markwart—. Crearemos tantos enemigos comunes a la Iglesia y al Estado como sea posible.
La sonrisa de De'Unnero demostró que aquella perspectiva no lo disgustaba en absoluto.
—¿Y qué hago con las gemas? —le preguntó—. ¿Puedo continuar?
Entonces, le tocó sonreír a Markwart, pues comprendió que el insolente obispo continuaría con o sin su permiso.
—Sí, hazlo —dijo Markwart—, pero sin pasarte de la raya. Estoy seguro de que sólo podremos mantener a nuestro lado al rey Danube si no encolerizamos al clan de los mercaderes.
Markwart, entonces, dejó que la conexión se cortara, y su espíritu voló de Chasewind Manor hasta el cuerpo que yacía en Saint Mere Abelle. En realidad, no estaba demasiado preocupado por el hecho de molestar a los mercaderes, o incluso al rey. Estaba empezando a sentir la medida de su verdadero poder. Creía que la guerra había cambiado el equilibrio en el interior del reino a favor de la Iglesia. Nombrar obispo a De'Unnero había abierto muchos pasadizos para las intrigas del padre abad.
Posibilidades..., posibilidades. ¿Hasta dónde podría llegar?
De vuelta a su habitación en Saint Mere Abelle, el padre abad miró la hematites que tenía en la mano. Pensó de nuevo en lo completo que había resultado su último viaje espiritual, en la sensación experimentada: como si realmente hubiese sido capaz de llevar su forma corporal con él en lugar de haber tenido que hacer que su espíritu regresara a ella. ¡Qué poder comportaba eso! Estar en cualquier lugar en cualquier momento, y sin dejar el menor rastro.
Posibilidades..., posibilidades. Quizá podía recorrer el camino hasta Ursal, el camino hasta la corte del rey Danube, el camino hasta el mismísimo rey.
Aquel día el hermano Francis había encontrado al padre abad de buen humor, y eso le había dado esperanzas de que recibiría con cierta tranquilidad las noticias relativas a Braumin y a los demás. En efecto, después de un breve momento en el que la cara de Markwart se había puesto colorada y parecía a punto de explotar, el padre abad se había calmado considerablemente, e incluso había esbozado una torcida sonrisa.
—¿Y han huido los cinco? —preguntó, sereno.
Francis asintió con la cabeza.
—¿Estás seguro de que Braumin Herde y los otros conspiradores han abandonado Saint Mere Abelle?
—Se han ido, padre abad —contestó un vacilante Francis mientras bajaba la vista.
—Saint Mere Abelle es un lugar muy grande —comentó Markwart—; hay muchos sitios oscuros.
—Creo que se han ido —respondió Francis—. Han salido juntos de la abadía y dudo que tengan intención de volver.
—¿Y qué se llevaron con ellos? —preguntó Markwart con una voz que parecía un gruñido de cólera creciente.
Francis se encogió de hombros, sorprendido por la pregunta.
—¿Gemas? —clarificó Markwart, ladrando aquella palabra—. ¿Se llevaron alguna piedra sagrada?
—No, padre abad —dijo, a bulto, Francis—. No, estoy seguro de que no.
—Necedades —replicó con aspereza Markwart—. Pon a una docena de hermanos a hacer inventario de las piedras sagradas.
—Sí, padre abad —respondió Francis.
Se dio la vuelta para irse pensando que había sido un necio por no prever que Markwart temería otro robo. Realmente, era probable que la noticia de que otros herejes habían huido de la abadía hiciera que el padre abad se preguntara si la maldición de Avelyn lo había visitado de nuevo.
—¿Adónde vas? —le gritó Markwart a Francis cuando éste se hubo alejado un paso.
—Dijiste que me ocupara del inventario —protestó el aturdido hermano.
—¡Cuando hayamos acabado!
Francis se acercó apresuradamente al escritorio y permaneció erguido, como un reo que esperara sentencia.
Markwart reflexionó un buen rato, mientras se frotaba la arrugada cara de viejo. A medida que transcurría el tiempo y mientras analizaba todas las posibles derivaciones, el rostro pareció que se le iluminaba un tanto.
—Padre abad, me temo que un ayudante de cocina llamado Roger Billingsbury —continuó Francis— también ha huido de la abadía.
—Y debería preocuparme por eso porque... —advirtió Markwart.
El hermano Francis miró largo y tendido a aquel hombre sorprendente. ¿Acaso Markwart no le hizo confeccionar una lista de todos los trabajadores de la abadía? ¿Acaso Markwart no le había dicho que creía que podía haber un espía entre esos trabajadores? De repente, Francis se preguntó si había sido sensato mencionar a Roger. Había asumido que el padre abad había revisado la lista y que había llegado a la misma conclusión que él; pues, dada la ausencia de otros posibles enemigos, no había sido difícil para Francis averiguar que Roger era el candidato más probable.
—Los campesinos que contratamos nos dejan a menudo —le recordó Markwart—, según me has contado tú mismo. Es una queja que expusiste cuando elaboraste la lista, si recuerdo bien.
Francis analizó aquellas palabras con mucho cuidado, sorprendido de que Markwart tratara de descartar la idea de una conspiración entre el grupo de Braumin y el sospechoso ayudante de cocina. Hasta entonces, las sospechas de Markwart habían rayado la paranoia o, por lo menos, parecían el resultado de un plan esmeradamente construido para echarles la culpa de todo lo ocurrido en Saint Mere Abelle en los últimos años a Avelyn, Jojonah y sus seguidores.
—No entiendo, padre abad —repuso Francis.
Markwart lo miró, burlón.
—Tu actitud actual —le explicó Francis—. Había pensado que te sentirías ofendido por esa deserción.
—¿Ofendido? —repitió Markwart con incredulidad—. ¿Ofendido porque nuestros enemigos emprendan una acción tan favorable para nuestra causa? ¿No lo entiendes, joven hermano? La deserción de Braumin Herde representa el final de la pequeña conspiración de Jojonah; es una forma tan clara de admitir la culpabilidad como la que más.
—O de admitir que se tiene miedo, padre abad —se atrevió a decir Francis.
Se alejó un paso del gran escritorio mientras Markwart clavaba la vista en él.
—No habría habido nada que temer si hubieran seguido las reglas de la orden —estableció Markwart con una sonrisa irónica—. Me produce un gran placer saber que inspiro temor a los herejes. Tal vez cuando los atrapen, y lo harán, no lo dudes, podríamos analizarlos detenidamente para medir y anotar sus niveles de terror.
Francis se apoyó alternativamente sobre uno y otro pie, incómodo al pensar en los castigos que Markwart podía llevar a cabo y en el destino al que, sin querer, podía haber mandado a Braumin y a sus compañeros.
—Pareces apenado, hermano —observó Markwart.
Francis sintió como si la mirada escrutadora del anciano padre abad lo estuviera aplastando.
—Sólo tenía miedo de que... —empezó a decir, pero se detuvo para buscar una manera distinta y mejor de argumentar—. El hermano Braumin se ha extraviado, no lo dudo —dijo al fin—, al igual que los otros.
—Pero... —indicó Markwart.
—Pero una vez en sus corazones hubo una vocación auténtica, por lo menos en el del hermano Braumin —explicó Francis.
—¿Y crees que podríamos ayudarlos a encontrar la forma de regresar al buen camino?
Francis asintió con un movimiento de cabeza.
—Tal vez con indulgencia —dijo—, tal vez con generosidad. ¿No sería mejor para la Iglesia y para tu legado que pudieras atraer a los protegidos de Jojonah y llevarlos de nuevo al rebaño? ¿No convendría más a nuestro Dios que alguien del talento del hermano Braumin fuera conducido de nuevo al buen camino? Entonces, con toda probabilidad, se convertiría en un fiable y fanático crítico de Jojonah y Avelyn; sería un supremo ejemplo de alguien que, después de haberse hundido en las tinieblas, sube de nuevo hasta la luz.
Francis estaba improvisando desesperadamente, pues no quería ver más ejecuciones de hermanos de la orden. Sin embargo, aunque le gustaba la claridad de su lógica y juzgaba que sus palabras sonaban bien, comprendió que era como querer alcanzar la luna. Aún en el caso de que Markwart estuviera de acuerdo, ¿lo estaría Braumin Herde? Francis lo dudaba. Era mucho más probable que aquel insensato de principios inamovibles siguiera denunciando a Markwart mientras lo llevaban a la estaca. Pero, con todo, Francis, estaba más desesperado por esa cuestión de lo que había supuesto.
—Únicamente me pregunto si no podríamos darle la vuelta a la situación en beneficio nuestro —insistió.
—No, hermano Francis, no es eso lo que te preguntas —dijo con solemnidad el padre abad mientras se ponía en pie y daba la vuelta al escritorio—. En tus palabras advierto compasión en vez de pragmatismo.
—La compasión es una virtud —dijo Francis en voz baja.
—Es verdad —asintió Markwart, pasando el brazo sobre los hombros de Francis, un gesto infrecuente en una persona normalmente distante y que hizo que Francis se sintiera bastante incómodo.
—Pero sólo es verdad si ese sentimiento se destina a quien se lo merece —prosiguió Markwart—. ¿Acaso serías indulgente con un trasgo o con un powri?
—Pero es que no son humanos —empezó a argüir Francis.
Su voz, que al principio había ganado fuerza, se debilitó progresivamente ante la carcajada de Markwart.
—Ni tampoco herejes humanos —replicó con aspereza y súbitamente Markwart. Su cólera duró poco, se calmó de nuevo y continuó de forma fría y controlada—: De hecho, los herejes valen menos que los trasgos y los powris porque originalmente eran seres humanos y, por consiguiente, poseían un alma; pero arrojaron por la borda el don divino e insultaron a aquel que los había creado. Afirmo que antes merece piedad un powri que un hereje, ya que los powris están privados de ese don y son seres horribles. Powris y trasgos son malos porque el mal es su naturaleza, pero el auténtico hereje, aquel que da la espalda a Dios, elige libremente ser malo. Eso, hermano mío, es el epítome del pecado.
—Pero si alguien se pierde, padre abad, ¿no podemos rescatar su alma? —adujo Francis.
Esa vez el padre abad no se burló de aquella idea con una carcajada, sino que silenció a Francis con una severa e intransigente mirada.
—Ten cuidado, hermano Francis —le advirtió en tono grave—, estás a punto de aceptar los mismos principios que ocasionaron la caída de Jojonah, y la de Avelyn antes que él; los muy idealistas e insensatos juicios que obligaron a Braumin Herde y a sus compañeros de conspiración a abandonar Saint Mere Abelle.
—Según las palabras de santa Gwendolyn, ¿no es el amor lo que engendra amor? —respondió Francis, procurando con denuedo controlar el tono para que sonara como si simplemente estuviera buscando clarificación y guía, y no pretendiera discrepar del padre abad.
—Santa Gwendolyn era una necia —dijo Markwart, con indiferencia.
Francis tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para controlar su expresión, pero los ojos se le abrieron más de lo normal y tuvo que morderse el labio inferior para no jadear. No se permitían palabras insultantes contra los santos. Francis lo sabía perfectamente desde sus años de estudiante, era un principio enunciado una y otra vez en el dogma de la Iglesia.
—No te sorprendas tanto —dijo Markwart—. Quizás es pronto para que te conviertas en padre... —añadió maliciosamente mientras le lanzaba una mirada por el rabillo del ojo—. Y si pensaras como un padre, comprenderías y admitirías la verdad: Gwendolyn era una necia. La mayoría de mis colegas lo saben sin ninguna duda.
—El proceso de canonización se realizó sin protesta alguna —arguyó Francis.
—El pragmatismo, de nuevo —le explicó Markwart—. Gwendolyn era la única candidata posible entre las mujeres de la Iglesia y, si lees con detenimiento la historia de aquellos tiempos problemáticos, comprenderás que era necesario aplacar a las mujeres. Por consiguiente, nació una santa. No me interpretes mal, querido discípulo: Gwendolyn poseía un corazón generoso y una naturaleza bondadosa, pero nunca, nunca, supo apreciar la suprema verdad de nuestro objetivo, al igual que Jojonah. Ten cuidado —repitió Markwart—, no vaya a ser que te conviertas en un humanista.
—No conozco esa palabra —admitió Francis.
—Vigila para no anteponer los derechos de los individuos al bien superior —explicó Markwart—. Creía que ya había eliminado esas debilidades de tu interior durante nuestra relación con los Chilichunk, pero parece ser que las tienes profundamente enraizadas. Y por tanto, quiero que te quede muy claro, pues es mi último aviso. Hay quienes creen, Avelyn y Jojonah entre ellos, y ése es su mayor pecado, que la Iglesia abellicana debería ser el guardián del rebaño, el sanador de todas las heridas, tanto físicas como espirituales. Esa gente querría que viviéramos como los pobres y que anduviéramos entre los campesinos con las piedras sagradas para mejorar la vida de todos ellos.
Francis ladeó la cabeza con curiosidad, pues aquello no le sonaba precisamente como un pecado.
—¡Necios! —espetó Markwart en tono cortante—. No es misión de la Iglesia sanar las enfermedades del mundo. La responsabilidad de la Iglesia consiste en ofrecer una esperanza mayor en un mundo más allá de éste. ¿Conmovería a alguien Saint Mere Abelle si sólo fuera un conjunto de casuchas? ¡Claro está que no! Es nuestro esplendor, nuestra gloria, nuestro poder el que proporciona esperanza a la multitud. El simple temor hacia nosotros, emisarios de un Dios vengativo, es lo que los mantiene en el camino de la luz verdadera. Nunca te enfatizaré lo suficiente esta verdad y te aconsejo que jamás la destierres de tus pensamientos. ¿Deberíamos abrir las puertas de nuestra abadía? ¿Deberíamos entregar las gemas a los campesinos? ¿Dónde radicaría el misterio, entonces, joven hermano? Y sin el misterio, ¿dónde estaría la esperanza?
Francis trataba desesperadamente de asimilar aquel sorprendente discurso. Era seguro que algunos de los argumentos de Markwart resonaban profundamente en su interior, pero no se le escapaban ciertas inconsistencias.
—Pero entregamos gemas, padre abad —osó recordarle—, a mercaderes y nobles.
—Es un equilibrio —admitió Markwart—. Vendemos, e incluso damos, algunas piedras, pero sólo a cambio de mayor riqueza y poder. De nuevo, tengo que recordarte que tenemos que mantener un nivel alto para que los campesinos encuentren en nosotros la esperanza que buscan. Es una obligación solemne mantener la Iglesia por encima de la masa vulgar, y a veces, desgraciadamente, eso nos obliga a trabajar junto al poder seglar del Estado y junto a la clase de los mercaderes —añadió, y soltó una risita que pretendía ser irónica, pero que al hermano Francis, en cierto modo, le sonó siniestra.
—Pero no temas, joven hermano —dijo, para acabar, el padre abad, mientras acompañaba a Francis a la puerta—, pues ahora la orden abellicana está bendecida con un jerarca que tiene tanta voluntad como capacidad para corregir algunas de las más desagradables necesidades del pasado.
Abrumado, el hermano Francis inclinó la cabeza ante su superior y se marchó, lleno de estupor. Tenía miedo sinceramente por el hermano Braumin y los demás, pero aún le daba más miedo que tuviera que presenciar su castigo final, y aún más si Braumin o, probablemente, sus compañeros, que eran más débiles, fueran conducidos de nuevo a Saint Mere Abelle y, derrotados por la inevitable tortura, confesaran que había sido Francis quien los había ayudado a marchar de la abadía.
¿Tendría en cuenta, entonces, el padre abad Markwart la lealtad que Francis siempre le había demostrado y sería indulgente, o «el bien superior» lo llevaría a actuar de forma muy distinta?
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11
Amigos en el bosque
Aquel día el Masur Delaval brillaba excepcionalmente bajo un sol agradable. Siempre que una nube hinchada tapaba el sol, Roger y sus cinco compañeros se acordaban de que el invierno acababa de empezar. El aire no era cálido, y tampoco lo eran las salpicaduras que levantaba el enorme transbordador, cuando su proa cuadrada chocaba con violencia contra las olas.
El grupo había seguido una ruta que daba un rodeo para llegar a aquel punto, pues temían que los de Saint Mere Abelle los persiguiesen y, además, querían cambiar de aspecto: dejar que les creciera la barba y comprarse ropa menos reveladora que los hábitos marrones. Entonces, al fin, Palmaris estaba a la vista y era algo más que emoción lo que sentían mientras se acercaban a la ciudad de Marcalo De'Unnero. Sin ninguna duda, el abad de Saint Precious había sido informado de su deserción y, a pesar de que habían hecho cuanto habían podido por disfrazarse, Braumin y los demás estaban seguros de que aquel peligroso sujeto los reconocería si los viera.
Por tanto, a pesar de los deseos de Roger de buscar algunos de los compañeros que había conocido en el norte y que todavía estaban probablemente en Palmaris, el grupo saltó del transbordador al muelle de la ciudad con el propósito de ir directamente al norte. Encontraron pocas dificultades al recorrer las silenciosas calles y sólo en alguna ocasión tuvieron que meterse en un callejón para evitar toparse con soldados.
No obstante, al cabo de menos de media hora, cuando tenían a la vista una de las puertas del norte, se toparon con otro problema, pues nadie salía ni entraba de la ciudad sin ser sometido a un concienzudo registro a cargo de unos guardias de rostro severo.
—Quizá deberíamos habernos llevado una o dos piedras —comentó el hermano Castinagis—; por lo menos, el ámbar nos hubiera permitido cruzar el río a pie por encima de las aguas, al norte de la ciudad.
Otros dos monjes —de forma más ostensible, el hermano Viscenti— asintieron con movimientos de cabeza.
—El robo de las piedras hubiera provocado que Markwart nos persiguiera incansablemente —les recordó el hermano Braumin.
Las inclinaciones de cabeza de Viscenti se trocaron inmediatamente en movimientos de uno a otro lado.
—Entonces, ¿cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Castinagis.
Braumin no supo qué contestar y por esa razón miró a Roger.
Roger aceptó la responsabilidad sin protesta alguna; de hecho, lo tomó como un gran honor. Tras ese reconocimiento de su reputación, el joven empezó a analizar el problema. En definitiva, su plan era realmente muy sencillo. Dado que el tiempo había sido bastante suave, por las puertas salían muchos carros. Granjeros del sur de la ciudad cruzaban Palmaris hacia el norte, llevando heno y otras provisiones a los granjeros que recientemente habían reconquistado sus tierras a los monstruos.
Roger condujo a los cinco monjes por una calle repleta de tabernas y de carros, cuyos arrieros se habían detenido para tomar una última copa antes de dirigirse al norte.
Se metieron entre el heno, dos hombres por carro. Era húmedo, sofocante e incómodo, pero los carros no tardaron en ponerse en marcha, y ellos estuvieron a salvo de un posible registro. Oyeron cómo los guardias de la puerta interrogaban a los granjeros, pero fue algo rutinario.
El primer carro que salió por la carretera del norte fue el que transportaba a los hermanos Castinagis y Mullahy. Se arrastraron por debajo del heno mientras el desprevenido granjero conducía, saltaron del carro y trotaron detrás un trecho; luego, se apartaron a un lado de la carretera y se dispusieron a esperar.
Pasaron varios carros, algunos hacia el norte, y otros, de vuelta a la ciudad. Entonces, divisaron a Dellman y a Viscenti, que bajaban por la carretera, y poco después, los cuatro encontraron a Roger y a Braumin Herde.
—Una vez más has demostrado que eres hombre de recursos —felicitó el hermano Dellman a Roger.
—No hay para tanto, en realidad —repuso Roger, aunque estaba emocionado por el cumplido—. El camino debería ser fácil el resto del viaje. Durante los primeros kilómetros tendremos encima los ojos de muchos granjeros, estoy seguro; pero después las casas están dispersas, a mucha distancia unas de otras, y viajaremos hasta Caer Tinella sin tener que contestar demasiadas preguntas.
—¿Y allí encontraremos a los amigos de Avelyn? —preguntó Braumin.
Era una pregunta que Roger había oído un centenar de veces desde que habían salido de Saint Mere Abelle y que no había sido capaz de contestar. Suponía que Pony y Elbryan habían vuelto a Caer Tinella, en especial teniendo en cuenta que los acompañaba Bradwarden, pero no podía estar seguro. Miró a su alrededor, a los cinco monjes que aguardaban esperanzados su respuesta, como siempre que se planteaba la cuestión. Sus expresiones recordaron a Roger el grado de desesperación en que se hallaban. Eran inteligentes, y todos mayores de veinte años, de treinta, en el caso de Braumin Herde. Pero en esa cuestión, casi parecían niños que necesitasen la guía de un padre: Roger, en aquellos momentos.
—Los encontraremos o encontraremos la manera de llegar hasta ellos —les prometió Roger.
La sonrisa de los monjes se ensanchó. El hermano Viscenti empezó inmediatamente a hablar de forma imparable de esperanzadoras posibilidades, dando por sentado lo mucho que los amigos de Avelyn los ayudarían a poner el mundo en orden.
Roger permitió aquellas ridículas fantasías sin decir nada. Aquel hombre le daba pena y también los demás, o por lo menos los comprendía. Lo habían tirado todo por la borda y se habían proclamado ellos mismos herejes, así que conocían el castigo que eso conllevaba. Lo único que les quedaba eran sus principios. Roger sabía que no era poco.
Pero uno no puede alimentarse de principios.
Y los principios no pueden detener la estocada de una espada, ni sofocar el calor de una pira ardiente.
Caminaron hasta bien entrada la noche para alejarse lo más posible de Palmaris. Con todo, cuando se instalaron en un altozano silencioso y solitario, todavía se veían las luces de Palmaris a muchos kilómetros de distancia.
Roger seguía mirando las últimas luces que quedaban por el sur cuando, ya avanzada la noche, Braumin Herde se reunió con él. Permanecieron en silencio durante algún tiempo: dos figuras solitarias en un mundo que se había vuelto loco.
—Tal vez deberíamos haber corrido el riesgo de quedarnos un tiempo en Palmaris —indicó Braumin—. Podrías haber encontrado a alguno de tus amigos.
Roger sacudió la cabeza antes de que su compañero hubiera acabado de hablar.
—Habría sido un placer volverlos a ver —dijo—, pero apruebo la decisión de abandonar la ciudad inmediatamente. Ese lugar no me inspira confianza.
—¿Quieres decir que no confías en los que gobiernan allí? —dijo Braumin con una risa sofocada—. Con todo, son los mismos que gobiernan en Saint Mere Abelle.
—Estaba con el barón Bildeborough cuando lo asesinaron —confesó Roger con la mirada clavada en las lejanas luces, y ni siquiera se volvió hacia Braumin al oír el jadeo del monje—. Nos encaminábamos hacia el sur, a Ursal, para hablar del asesinato del abad Dobrinion con el rey Danube —explicó Roger.
—Asesinado por un powri —dijo Braumin, repitiendo la versión comúnmente aceptada.
—Asesinado por un monje —repuso áspera y gravemente Roger, encarándose con Braumin—. No fue un powri, sino un monje, un par de monjes, en realidad, los que asesinaron a Dobrinion; miembros de vuestra Iglesia llamados hermanos Justicia.
Roger vio cómo la expresión de Braumin pasaba de la desconcertada negación a algo que rayaba en la cólera.
—No puedes estar seguro de eso —dijo Braumin.
Era evidente que se había esforzado mucho para aparentar convicción.
—Connor Bildeborough, el sobrino del barón, descubrió la verdad —respondió Roger, volviendo a mirar las luces distantes.
—Pero el joven Bildeborough fue detenido e interrogado por el padre abad Markwart —razonó Braumin—. Tenía motivos para odiar a la Iglesia.
—Su prueba era sólida —contestó con calma Roger—, y para mayor credibilidad, esos mismos hermanos Justicia lo persiguieron fuera de Palmaris con la intención de matarlo. Así fue como toparon conmigo, con el Pájaro de la Noche y con Pony, y así fue como ambos toparon con su fin, aunque antes uno de ellos consiguiera asesinar a Connor.
—Descríbemelos —le pidió Braumin Herde con un claro temblor en la voz.
—Uno era un hombre enorme y fuerte —respondió Roger—; el otro, con mucho el más peligroso, en mi opinión, no era corpulento, pero sí muy rápido y letal.
Braumin Herde se sobresaltó ante tal confirmación, pues él iba en la caravana cuando habían encontrado a Markwart en Palmaris, cuando Connor había sido hecho prisionero y posteriormente liberado. Junto a Markwart había dos hombres muy peligrosos, los hermanos Youseff y Dandelion; ambos habían dejado la caravana en la carretera, al este de Palmaris, y nadie los había visto desde entonces.
—La prueba de Connor fue suficiente como para convencer al barón —prosiguió Roger—, y cuando Rochefort Bildeborough no pudo obtener satisfacción alguna del nuevo jerarca de Saint Precious, decidió llevar el caso, apoyado por mi testimonio, a la corte del rey Danube Brock Ursal. Durante nuestra primera noche de viaje, el carruaje fue atacado y los mataron a todos excepto a mí.
—¿Y cómo tuviste tanta suerte?
—Estaba fuera, en el bosque, cuando el enorme felino nos atacó —explicó Roger—. Sólo vi el final de la pelea, aunque realmente fue más bien una carnicería que una pelea.
—Descríbeme el felino —pidió Braumin, en cuyo rostro se pintó la sensación de que todo se hundía.
—No era muy grande —respondió Roger—, pero sí ágil y perverso. Y estaba guiado por un firme propósito, de eso estoy seguro.
—¿Y no pudo ser un ataque casual de un animal salvaje?
Roger se encogió de hombros sin saber qué decir.
—Parecía algo más —trató de explicar—. Conozco los grandes felinos de esa región, sobre todo panteras leonadas; pero ese felino era anaranjado con tiras negras. Un tigre, creo, aunque jamás he visto nada semejante, y tan sólo he oído hablar de esos felinos a viajeros que se han internado en el oeste, en las Tierras Agrestes.
Roger se interrumpió bruscamente al mirar a Braumin, ya que el monje tenía los ojos cerrados y los puños apretados, y temblaba.
Para Braumin, entonces, todo tenía sentido: un sentido terrible y brutal. Conocía bien al nuevo abad de Saint Precious, el nuevo obispo de Palmaris, y sabía cuál era su piedra favorita, la zarpa de tigre, con la cual podía transformar partes de su cuerpo en las de un gran felino.
—Espesas tinieblas se extienden por el mundo —comentó Braumin, al fin.
—Creí que acabábamos de librarnos de ellas —respondió Roger.
—Hay otras que pueden ser aún más oscuras.
Roger, que había sido testigo de los asesinatos de Connor Bildeborough, del barón Bildeborough y de Jojonah no encontró ningún argumento lógico para rebatir esa convicción.
El fuego había quedado reducido a brasas. Soplaba un viento frío, y los cuatro monjes dormían acurrucados junto a la fogata, estrechamente envueltos en mantas. A poca distancia, el hermano Dellman, tranquilo y en silencio, estaba sentado al lado de Roger, y ambos cumplían con su turno de guardia.
Varias veces, Roger trató de iniciar una conversación con el fervoroso y sensible joven monje, pero era evidente que Dellman no estaba de humor para charlas. Roger comprendía los turbulentos sentimientos del monje, por lo que no insistió. Pero sentado allí, en silencio, mientras los minutos se convertían en una hora y luego en dos, Roger tenía que esforzarse para mantener los ojos abiertos.
—No podré continuar la vigilancia —anunció, mientras se ponía en pie y se frotaba enérgicamente brazos y piernas—. El fuego invita a dormir; un paseo me ayudará.
—¿Por el bosque? —preguntó, escéptico, Dellman.
Roger con un gesto de la mano lo tranquilizó.
—Me pasé meses en estos bosques —dijo con jactancia—, y en aquellos tiempos estaban infestados de powris y trasgos, e incluso de enormes gigantes —añadió con la esperanza de ver alguna señal que revelara que sus palabras habían impresionado al joven monje; pero Dellman se limitó a asentir con la cabeza.
—No vayas muy lejos —le pidió a Roger—. Compartimos la guardia y, por tanto, la responsabilidad.
—No voy a tener problemas en pleno bosque —repuso Roger.
—No dudo de tus habilidades, maese Billingsbury —contestó Dellman—. Sólo tengo miedo de dormirme y de que el hermano Braumin se despierte y me sorprenda así —añadió sonriendo, y Roger le correspondió con otra sonrisa.
—No me alejaré —le prometió Roger mientras bajaba por un lado de la colina. Cuando quedó fuera del alcance de la luz de la fogata se detuvo para ajustar los ojos a la oscuridad. Luego, se internó entre las sombras, pues Roger se sentía seguro en el bosque. Confiaba en sus sentidos y sabía que podía confundirse con las sombras para evitar cualquier enemigo.
«Excepto los sabuesos Craggoth», se recordó en silencio al evocar los enormes y terribles perros que a veces tenían los powris, las perversas criaturas que habían seguido su rastro en una incursión por Caer Tinella cuando estaba ocupada por los powris. Roger tenía todavía muchas cicatrices de cuando lo capturaron y estuvo en prisión; la mayoría estaban causadas por mordiscos de aquellos sabuesos salvajes.
Con todo, se sentía seguro mientras se internaba en el bosque y se alejaba de la colina; estaba en su elemento, como si formara parte del paisaje. En cuestión de minutos, el lejano fuego del campamento no fue más que un punto luminoso. Roger se instaló en una gran roca erosionada y contempló fijamente las estrellas. Se preguntaba qué habría sido de Elbryan y de Juraviel, y sobre todo de Pony. ¡Cómo echaba de menos a aquellos amigos tan especiales, los primeros amigos de verdad que había tenido! No sólo le dieron soporte cuando los necesitó, sino que además no tuvieron miedo de señalar sus fallos y lo ayudaron a superarlos. Gracias a ellos tres, Roger realmente había aprendido a sobrevivir, había aprendido a moderar su cólera y su orgullo, a mantener la cabeza serena por desesperada que fuera la situación.
Un escalofrío lo recorrió de arriba abajo al pensar cómo podía haber actuado en ocasión del asesinato de Bildeborough si no hubiera aprendido tantas cosas del Pájaro de la Noche y de sus amigos. El orgullo le habría empujado a involucrarse en la pelea, y el felino, sin duda, lo habría matado. O en el caso de que hubiera huido, probablemente habría llegado a Palmaris, habría contado a gritos su violenta historia y se habría granjeado la enemistad de gente demasiado poderosa para que él pudiera vencerla. Sí, gracias al trabajo de sus queridos amigos, Roger había aprendido a analizar lo que era más conveniente antes de actuar.
Ansiaba ver de nuevo a sus amigos, ansiaba contar al guardabosque todo lo que sabía y mostrarle al Pájaro de la Noche el hombre en el que se había convertido. Quería volver a ver a Juraviel, pues sabía que también el elfo aprobaría su conducta, y Roger anhelaba desesperadamente esa aprobación.
Pero por encima de todo, Roger quería ver de nuevo a Pony, el destello de sus ojos azules, el destello de su hermosa sonrisa. Deseaba contemplar las ondulaciones del cabello en torno a sus hombros y sentir el placer del olor a flores de su lustrosa melena. Roger sabía que la chica no podía ser suya. El amor de la mujer era para Elbryan, y hacia Roger sólo sentía una profunda amistad. Pero, de alguna manera, a Roger aquello no le importaba. No sentía celos de Elbryan, ya no, y experimentaba un gran placer por el solo hecho de estar cerca de ella, de hablarle o de admirar sus gráciles movimientos.
Permaneció largo rato tumbado en la roca, con la mirada perdida en las estrellas, pero viendo solamente a su hermosa Pony. Sí, Pony y los demás ayudarían a Roger a poner el mundo, o por lo menos su pequeño rincón, en orden.
Encontraba enorme consuelo al pensar en sus poderosos amigos, al creer que no tardaría en reunirse con ellos. Entonces, se acordó de la responsabilidad que tenía en aquel momento, se sentó en la roca y miró de nuevo hacia la distante colina. Todo parecía quieto y en calma, así que Roger se puso en marcha a paso tranquilo.
No obstante, apenas había recorrido unos pasos, se detuvo y lanzó un vistazo en derredor: una inquietante sensación flotaba sobre él. En perfecto equilibrio, en completo silencio, en alerta, el joven desplazó la mirada lentamente y avanzó de sombra en sombra mientras trataba de detectar el menor movimiento.
En cierto modo, sabía que allí había algo que lo miraba.
Roger sintió que se le tensaban los músculos, que el corazón súbitamente le latía más deprisa. No podía evitar la imagen de la muerte brutal del barón Bildeborough, y temía que aquel mismo tigre, oculto tras un arbusto o encaramado en un árbol, lo estuviera mirando a él.
Le llevó mucho tiempo dar otro paso. Bajó la punta del pie y, suavemente, desplazó el peso con objeto de no hacer el menor ruido. Satisfecho, avanzó otro paso.
Un movimiento a un lado atrajo su atención: alguna criatura rápida y sigilosa.
A pesar de sus intenciones, Roger pegó un grito y echó a correr.
Algo silbó junto a él, lo asustó y lo hizo tambalear. Sin embargo, no se cayó, pues un cordel delgado, pero resistente, apareció tirante frente a él y lo sostuvo. Silbó otra flecha, y luego otra a su espalda. Roger daba vueltas frenéticamente, mientras trataba de encontrar alguna explicación a todo aquello a medida que más y más filamentos se le cruzaban en todas las direcciones imaginables. Moviéndose sólo conseguía enmarañarse más y no tardó en quedar desvalidamente aprisionado.
Entonces, el adiestramiento de Roger, su capacidad mental fría y clara en una situación aparentemente desesperada, entró en acción. Se enderezó, apoyó los pies con firmeza, extrajo un filamento y empezó a tirar.
Acababa de empezar cuando oyó que algo se movía arriba, hacia un lado. Roger se quedó helado a la espera de que un enemigo se abalanzara sobre él. Transcurridos unos segundos, el joven se atrevió a mirar por encima del hombro y poco faltó para que no se derrumbara, aliviado al ver no un tigre o una araña gigante, sino una forma familiar, sentada en una rama que lo miraba.
—Juraviel —jadeó.
—¿Dónde está? —preguntó el elfo. Por la voz, una voz de mujer, Roger se dio cuenta de que no se trataba de su amigo elfo, sino de otro de los Touel'alfar.
—¿Dón..., dónde está quién? —tartamudeó el joven. Luego se dio la vuelta y se tambaleó al ver que aparecían más elfos a su alrededor, algunos en el suelo y otros en las ramas.
—Acabas de pronunciar su nombre —dijo el elfo con impaciencia—. Belli'mar Juraviel.
—No lo sé —tartamudeó Roger, abrumado y bastante asustado.
Los elfos no parecían amistosos, y todos ellos llevaban un pequeño arco. Roger sabía que no había que fiarse del pequeño tamaño de aquellos arcos, pues había visto muchas veces cómo Juraviel usaba el suyo con efectos fatales.
—Eres Roger Billingsbury —afirmó otro elfo—. Roger Descerrajador.
El joven se disponía a contestar, pero fue cortado en seco por otro elfo.
—Y buscas a tus amigos, nuestros hermanos Juraviel y Pájaro de la Noche, el guardabosque.
De nuevo, iba Roger a responder, pero otro de los elfos lo interrumpió.
—Y a Jilseponie Ault.
—¡Sí, sí y sí! —gritó Roger—. ¿Por qué preguntáis si no queréis...?
—No preguntamos —puntualizó el primer elfo—; afirmamos lo que sabemos.
Roger no intentó contestar, pues suponía que aquel elfo, u otro, lo iba a interrumpir.
—Sospechamos que Belli'mar Juraviel fue hacia el este —añadió el elfo de la rama con una voz más melodiosa que la de los demás—, al gran monasterio.
—A Saint Mere Abelle —asintió Roger—. Bueno, no sé si Juraviel estuvo allí, pero el Pájaro de la Noche y Pony...
—Cuéntanoslo todo —dijo otro elfo en tono brusco.
—Todo lo que sepas —chirrió otro.
—¡Precisamente es lo que estoy tratando de hacer! —gritó, exasperado, Roger.
El elfo de la rama pidió silencio a todos los demás.
—Te ruego que nos relates la historia completa, Roger Descerrajador —le pidió con calma—. Es muy importante.
Roger miró con escepticismo los poco menos que invisibles hilos, y luego levantó las manos con aire desvalido.
A una inclinación de cabeza del elfo de la rama, que parecía ser el líder, varios elfos se apresuraron junto a Roger y lo ayudaron a librarse de las ataduras.
Entonces, Roger estuvo encantado de atender la petición de contarles la historia. Sabía, por su relación con Juraviel, que los Touel'alfar no eran enemigos y que, sin lugar a dudas, podían ser poderosos aliados. Habló de todo cuanto se había enterado en la abadía: de cómo el centauro Bradwarden, al parecer, había sido rescatado de las entrañas de la destrozada montaña, que fue la guarida del demonio Dáctilo, y de cómo, luego, fue hecho prisionero; de cómo, después, el guardabosque y Pony, y posiblemente Juraviel, se habían introducido en la imponente abadía y habían rescatado al centauro. Habló de Jojonah, un monje que los había ayudado a rescatarlo, y del terrible destino que sus actos le habían acarreado.
—¿Quiénes son tus compañeros? —le preguntó el elfo—. Son monjes de Saint Mere Abelle, ¿no?
—Son discípulos de Jojonah —les explicó Roger—, y antes lo fueron de otro monje, el hermano Avelyn, un gran héroe amigo del Pájaro de la Noche y de Jura...
—Conocemos la historia de Avelyn Desbris —le aseguró el elfo—. Una de nuestras hermanas viajó con él a Aida y sacrificó voluntariamente la vida para que el Pájaro de la Noche, Avelyn y los demás pudieran destruir al demonio Dáctilo.
—¡Tuntun! —exclamó Roger, pues Pony le había contado aquella historia. No obstante, su sonrisa se desvaneció al ver las caras serias de los elfos.
—La idea de tu amigo puede resultar dolorosamente cierta —prosiguió el elfo en tono grave.
Roger lo miró con curiosidad.
—El monje —explicó el elfo—, el hermano Braumin; su idea sobre el camino lleno de tinieblas puede resultar profética, teniendo en cuenta que los acontecimientos de Palmaris son inquietantes.
—¿Cómo es que conoces a Braumin? —le preguntó Roger.
Tras reflexionar al respecto, sin embargo, consideró las proezas exploratorias de los Touel'alfar, ejemplificadas por Belli'mar Juraviel, y se dio cuenta de que no le debería sorprender que los elfos los hubieran estado vigilando.
—¿Estás al corriente de los cambios en Palmaris? —le preguntó Roger.
—Estamos al corriente de muchas cosas, Roger Descerrajador —le explicó el elfo—; estamos al corriente de tu desgraciado viaje hacia el sur con el barón Bildeborough, y también de que De'Unnero es el nuevo obispo de Palmaris. No es frecuente que los Touel'alfar nos preocupemos de los asuntos de los humanos, pero te aseguro que cuando lo hacemos tenemos manera de saber todo lo que queremos.
Roger no lo dudó ni un instante.
—Vuelve con tus amigos —le ordenó el elfo—. ¿Vais hacia el norte para encontrar al Pájaro de la Noche?
—Creo que debe de estar en algún lado cerca de Caer Tinella —respondió Roger.
—¿Y qué hay de nuestro hermano Juraviel?
—Por lo que sé, está con el Pájaro de la Noche —contestó Roger.
El elfo miró a sus compañeros. Todos inclinaron la cabeza para asentir.
—Viaja con la certeza de que los Touel'alfar no estarán lejos, Roger Descerrajador —le dijo, para terminar, la elfo hembra situada en una rama.
Roger vio cómo los elfos se desvanecían silenciosamente entre las sombras; simplemente, uno tras otro desaparecieron, y Roger se quedó solo. Regresó al campamento y encontró al hermano Dellman sentado en la misma posición en que lo había dejado, salvo que tenía los ojos cerrados.
Roger iba a despertarlo, pero cambió de idea. Antes se había sentido lo bastante seguro como para irse a pasear por el bosque; entonces, sabiendo que los Touel'alfar andaban por allí, Roger comprendió que no hacía falta vigilancia alguna. Se dirigió a un lugar despejado cerca del fuego, se tumbó con las manos tras la cabeza, miró fijamente las estrellas y no se resistió cuando lo invadió el sueño.
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12
En marcha
—No toleraré tus mentiras —afirmó el espíritu de Markwart de modo terminante y con expresión amenazadora.
Tanto a Markwart como a De'Unnero les asombraba la perfección lograda en la comunicación. Aquella vez no hubo mensajes telepáticos, ni siquiera para el saludo inicial: ¡el espíritu de Markwart, que parecía tangible, casi físico, había ido simplemente a la habitación privada de De'Unnero y había empezado a conversar con el obispo!
A pesar de la imponente presencia de Markwart, Marcalo De'Unnero, seguro de sí mismo, se limitó a sonreír y permaneció recostado en su cómodo sillón.
—No dudes que puedo pillarte —lo avisó Markwart.
—Claro está que no lo dudo, padre abad —respondió el obispo—. Sólo dudo que desees asestarme un golpe, dado que nuestros objetivos son los mismos y yo no soy ninguna amenaza para ti. Tal vez son simplemente mis métodos los que te enojan.
—Son tus mentiras —gruñó Markwart.
De'Unnero alzó las manos en señal de inocencia, como si no supiera de qué le estaba hablando.
—Me refiero a la confiscación de gemas —aclaró Markwart—; al pretexto que aduces para llevarla a cabo. No desapruebo tus gestiones con los mercaderes, pues no son hombres de la Iglesia y, por consiguiente, no deberían estar en posesión de piedras sagradas; en ese punto, estamos de acuerdo.
De'Unnero observó al abad con todo detalle. Sabía que a ambos les gustaba la perspectiva de fortalecer el poder y el control de la Iglesia sobre el reino, pero pensaba, y era lo bastante agudo como para comprender que, si bien el padre abad compartía ese punto de vista, sus motivos y los de Markwart podían no ser los mismos.
—No pretendas que tu labor en Palmaris está directamente relacionada con los amigos de Avelyn Desbris —continuó Markwart—. Sabes perfectamente que no se encuentran en la ciudad.
De'Unnero le dio la razón en aquel punto, asintiendo con la cabeza.
—Mi centro de atención cambiará cuando sepa más cosas de su paradero —le prometió.
—Tu centro de atención seguirá siendo Palmaris —le ordenó Markwart—. Tu trabajo aquí es incluso más importante que capturar a los fugitivos.
De repente, la expresión de De'Unnero se endureció. La última orden de Markwart lo había cogido obviamente desprevenido.
—Padre abad —dijo prudentemente—, mientras he consolidado mi..., mejor dicho, nuestro control sobre Palmaris, he ido recabando información relativa a los fugitivos; están al norte de la ciudad, pero no fuera de mi alcance.
—¿Tu alcance? —repitió Markwart—. ¿Ya volvemos a eso, maese De'Unnero?
De'Unnero bajó la vista; no quería que aquel hombre viera la explosiva rabia que reflejaba. ¿Maese De'Unnero? Aquella palabra le hizo subir la bilis a la garganta. ¡Qué cruda manera de recordarle quién era el amo y quién el sirviente! En la orden abellicana, el hecho de dirigirse a un miembro con su título anterior se consideraba uno de los peores insultos.
—¿Cuántas veces tendremos que librar esa batalla? —preguntó Markwart—. ¿Cuántas veces debo decirte que otros se ocuparán del asunto del legado de Avelyn Desbris y que las responsabilidades de Marcalo De'Unnero son de mayor nivel?
—¿Y cuántos tendrán que fracasar antes de que me permitas acabar con el asunto del legado de Avelyn? —se atrevió a preguntar De'Unnero—. Primero, Quintall; luego, los imbéciles de Youseff y Dandelion.
—Imbéciles adiestrados por De'Unnero —comentó Markwart.
—Y De'Unnero te dijo que fracasarían —replicó con aspereza el obispo—. Esos amigos de Avelyn han demostrado ser unos enemigos con muchos recursos y muy peligrosos. Han sobrevivido, no simplemente huyendo y escondiéndose, sino que se han enfrentado y han derrotado a cuantos hemos interpuesto en su camino. ¡Y no olvidemos que estamos firmemente convencidos de que esos fugitivos viajaron a la montaña de Aida, se enfrentaron a Bestesbulzibar y lo vencieron!
Markwart emitió un gruñido grave, bestial.
—No podemos infravalorarlos —prosiguió De'Unnero—. Según dicen todos, la mujer es muy eficiente con las gemas, enormemente poderosa, y el hombre...
La súbita carcajada de Markwart cortó de golpe al obispo, y De'Unnero advirtió que se estaba burlando de él.
—Me divierte mucho la avidez de tus ojos cuando hablas de contrincantes dignos —explicó Markwart, que al fin había captado lo que realmente quería decir el obispo.
—Exigen nuestro respeto —insistió De'Unnero.
—Te intrigan —corrigió Markwart—. Has llegado a ver en ese hombre, el Pájaro de la Noche, un desafío personal. ¿Es posible que Marcalo De'Unnero no sea el mejor guerrero del mundo?
—¿Tenemos o no que recuperar las gemas robadas? —preguntó De'Unnero secamente, tratando de cambiar de tema, lo cual no hizo más que confirmar las sospechas de Markwart.
—Por supuesto, obispo —susurró el padre abad—. Con todo, me parece que las gemas robadas no son tu principal motivo, dada la implicación en el asunto de ese que llaman el Pájaro de la Noche.
»Te aseguro que no te estoy reprendiendo —añadió Markwart cuando De'Unnero se inclinaba hacia adelante para responder—. De hecho, admiro tu aspiración. Desde que llegaste por primera vez a Saint Mere Abelle, estabas decidido a demostrar la supremacía de tu capacidad de lucha; has oído los rumores de que eres el mejor guerrero que jamás ha dado la orden abellicana, y esos rumores te incomodan mucho.
—¿Cómo es posible? —preguntó De'Unnero—. Si soy un gran vanidoso como pareces creer, ¿no deberían esos rumores llenarme de satisfacción?
—No —contestó, de forma terminante, Markwart—, porque son sólo rumores, y porque no todo el mundo está de acuerdo. Y sobre todo, porque hablan de ti como del más grande de los guerreros abellicanos. Tú no quieres ver tu fama limitada a ese ámbito.
—Orgullo —respondió De'Unnero—. El pecado más grave de todos.
De nuevo, Markwart se echó a reír.
—El hombre que no tiene orgullo no tiene ambición, y el hombre sin ambición no es mejor que una bestia de carga. No, Marcalo De'Unnero, obispo de Palmaris, el mundo te reserva grandes conquistas. Quizás el Pájaro de la Noche sea uno de esos retos. Pero sólo... —añadió el padre abad, e hizo una pausa para levantar un escuálido y amenazador dedo—, sólo si tu combate se integra en el curso natural de otros acontecimientos más importantes. El mundo está cambiando, y nosotros somos los precursores de ese cambio. No voy a arriesgar mi legado y la posible hegemonía de la Iglesia abellicana por culpa del orgullo de mi subordinado.
—Pero ¿acaso no seremos mucho más poderosos cuando el Pájaro de la Noche no exista? —protestó, sonoramente, De'Unnero—. Sé dónde encontrar a los ladrones; destruirlos y recuperar lo robado será una tarea de poca monta.
—¡No! —replicó incisiva y ásperamente Markwart. El poder de la voz del padre abad hizo retroceder a De'Unnero en su sillón mientras, en silencio, miraba fijamente al espectro.
—No —dijo, de nuevo, Markwart—. Ahora no hay ninguna necesidad de que corras semejante riesgo. Tienes que concentrar toda tu atención en tu vital trabajo en Palmaris.
—Pero...
—Tus maquinaciones deben ser más cuidadosas, amigo mío —continuó Markwart—. Hay modos mejores de actuar: gánate la confianza del Pájaro de la Noche y de la mujer para atraparlos desprevenidos.
—Dudo que los discípulos de Avelyn Desbris confíen alguna vez en la Iglesia de Dalebert Markwart —repuso De'Unnero con franqueza.
—Eres afortunado, sirviente mío —respondió Markwart—, pues sé que eres más inteligente de lo que indican tus palabras. Tienes recursos más adecuados para conseguir la muerte de los seguidores de Avelyn. Para descubrirlos, te bastará mirar con atención.
Mientras aquellas intrigantes palabras resonaban en la oscuridad de la sala, el espíritu de Markwart desapareció.
De'Unnero, sentado en el sillón con las manos ante él y entrechocando los dedos, analizaba las alternativas que tenía. La reunión no había sido lo que esperaba, ya que Markwart había demostrado ser más astuto de lo que el obispo jamás hubiera pensado. De'Unnero había creído que su asignación a Palmaris, y en particular, el hecho de verse elevado a la categoría de obispo, le daría alguna autonomía; pero los nuevos trucos de Markwart con la piedra del alma lo habían puesto bajo el dominio del padre abad aún más que cuando estaba en Saint Mere Abelle.
Tal constatación no hizo más que aumentar su cólera; de un salto se levantó del sillón y empezó a deambular nerviosamente por la habitación. Poco le faltó para coger la zarpa de tigre y sumergirse en su magia con objeto de imaginar que se iba hacia el norte convertido en un gran felino. Si eliminaba a los dos principales enemigos de la Iglesia, ¿seguiría Markwart enfadado con él?
Pero De'Unnero se dio cuenta de que si fracasaba, si su intento sólo servía para advertir al Pájaro de la Noche de que la Iglesia todavía lo vigilaba y, en consecuencia, lo forzaba a ocultarse aún más, en tal caso sería preferible que el peligroso guerrero acabara con él en el bosque.
Eso sería preferible a enfrentarse a la ira de Markwart.
—¿Quién es ese hombre? —se preguntó el obispo, y no pensaba en el Pájaro de la Noche.
Hacía más de una década que De'Unnero conocía a Dalebert Markwart y había sido uno de sus consejeros durante varios años, desde que había adiestrado al primer hermano Justicia, Quintall, para que persiguiera a Avelyn Desbris. No obstante, en ese momento, al hablar con el espíritu del padre abad, al percibir en él una fuerza de voluntad aún más poderosa, De'Unnero tenía la impresión de que no lo conocía en absoluto... o, por lo menos, de que lo había infravalorado durante todos aquellos años.
Tal constatación le hizo considerar cuidadosamente el aviso que Markwart le había dado, y le llevó, después de una noche en vela deambulando por la habitación, a trazar un plan alternativo.
Markwart se dirigió hacia su forma corporal, que lo esperaba tumbada en la cama de Saint Mere Abelle. Le satisfizo comprobar, mientras atravesaba la sala exterior, que nadie había entrado.
Su cuerpo experimentó escalofríos cuando el espíritu entró de nuevo en él, y el padre abad, aunque era muy tarde, saltó de la cama. Sí, era bueno que Saint Mere Abelle se hubiera librado del hermano Braumin y de sus seguidores, musitó, pues, desde Ursal y Palmaris, muchas cuestiones urgentes requerían su atención.
De forma automática, el padre abad se dirigió al escritorio y tomó un pequeño rubí y una hematites, y se encaminó hacia la sala de las conjuras. Dio la vuelta a la estrella de cinco puntas y, al llegar a cada una de ellas, se agachó para, con un pensamiento enviado al rubí, producir una pequeña llama capaz de encender los cirios. Luego, se situó en el centro exacto de la estrella y se sentó con las piernas cruzadas, posición y lugar habituales para meditaciones profundas.
La voz del interior de su cabeza se lo había enseñado. Al principio, Markwart se había resistido. Nada de lo que había leído, incluso en el libro Encantamientos de brujería, mencionaba que tuviera que sentarse dentro de la estrella. Aquella posición normalmente se prescribía con objeto de conjurar y confinar seres de otro mundo y, de hecho, Markwart la había utilizado precisamente con esa intención cuando llamó a un par de demonios menores a fin de que entraran en los cadáveres de los Chilichunk.
Pero después, en su nueva introspección, Markwart había encontrado una segunda y tal vez todavía más importante utilización de la estrella. Empleó la piedra del alma para sumergirse en el interior de sí mismo, en los lugares más recónditos de su mente: el más alto nivel de contemplación.
En efecto, con tal combinación de piedras y posición, el padre abad Markwart podía hallar respuestas a los mayores misterios del universo, a dilemas personales y a acontecimientos trascendentales que sacudirían los cimientos tanto de la Iglesia como del Estado. Se concentró en las gemas de tal modo, alcanzó un nivel de soledad tan grande, que quedó muy lejos de él cualquier distracción del mundo material, y en el seno de esa soledad, Markwart encontró a Dios.
La voz, aquella noche, era más potente que antes, del mismo modo que su última conexión con De'Unnero, también aquella misma noche, había alcanzado un desconocido nivel de perfección. Markwart expuso las cuestiones que lo preocupaban, y la voz, como siempre, le dio las respuestas. Tenía que conseguir que el hermano Francis trabajara aún más duro. Debía consolidar la base de su poder en Saint Mere Abelle, y para ello lograr que todos los monjes cerraran filas tras él, de manera que, cuando él extendiera los brazos para apoderarse del resto del reino, no tuviera que preocuparse de traiciones internas. Las demás abadías, aunque podrían cuestionar o, incluso, oponerse verbalmente a su política, no emprenderían ninguna acción directa contra él sin contar con posibles aliados, dispuestos a apoyarlas, dentro de Saint Mere Abelle, que era la mayor de las abadías, mayor incluso que todas las demás juntas. Y su principal rival sería, sin lugar a dudas, Saint Honce, la abadía más vinculada al poder seglar del reino.
Sí, ahora que él y De'Unnero habían llegado a un buen nivel de entendimiento, ahora que Palmaris estaba pasando al control de la Iglesia, Markwart tendría que prepararse para enfrentarse a la previsible oposición de Ursal, si no del rey, sí ciertamente de los consejeros de Danube.
Paso a paso, se recordó a sí mismo: «Confía en De'Unnero, pues el obispo hablaba sinceramente al afirmar que sus objetivos y los tuyos son los mismos; haz que el hermano Francis trabaje duro para descubrir la menor discrepancia, la menor queja entre la gente de aquí».
Los ojos de Markwart se cerraron y suavemente se sumergió en una profunda meditación. Sus pensamientos regresaron a De'Unnero, el impaciente guerrero. Empezaba a pensar que tal vez aquel hombre no ocupaba el lugar adecuado. Un obispo debía ser un político sutil y astuto, no un guerrero impetuoso. Pero Markwart estaba lejos de desmoralizarse por tal constatación y empezó a diseñar un nuevo papel para su obispo.
«¿Acaso no luce el sol con más brillo después de la noche más oscura?», dijo la voz en su interior.
¿Tal vez De'Unnero, tan imponente, tan brutal, resultaría esa noche?
«¿Y no tiene el guerrero mayor sed de batalla cuando sus enemigos le hacen frente, pero están todavía fuera de su alcance?», preguntó la voz.
Podía retener a De'Unnero, como se tensa un arco en Y, el arma mortal empleada por los nómadas To-gai del oeste de Behren. Markwart sabía que ofreciéndole al obispo el Pájaro de la Noche tensaría la cuerda al máximo y, cuando al fin dejara libre al obispo, éste saldría disparado como una flecha.
Y su ausencia permitiría a Markwart brillar como el sol de la mañana.
Todas las respuestas aparecían ante él. Satisfecho, el padre abad abrió los ojos y se distendió. Estaba contento, y también lo estaba su voz interior, la voz que él tomaba por intuiciones de Dios.
Después de que Avelyn hubiese desencadenado la magia blanca de la amatista y hubiese destruido la montaña de Aida, el demonio Dáctilo Bestesbulzibar había perdido su asidero en Corona, había perdido su forma corporal. Tan sólo la desesperación del aterrorizado padre abad Dalebert Markwart, que le llevó a establecer inadvertidamente contacto con el espíritu del demonio mediante un casual uso del libro Encantamientos de brujería, le había permitido a éste mantener alguna esperanza de que no había perdido de manera definitiva su última oportunidad para determinar el destino del mundo.
Markwart era el padre abad de la Iglesia abellicana; tenía que haber sido el enemigo más odiado del demonio Dáctilo.
Tal hecho convertía las sesiones de consulta en algo realmente grotesco.
El capitán Shamus Kilronney fue convocado a Chasewind Manor a primera hora de la mañana. Encontró al obispo De'Unnero en un estado de excitación rayano en el frenesí, a pesar de que admitía no haber dormido en absoluto la noche pasada.
—Son tiempos demasiado importantes para dedicarlos a cosas tan triviales como dormir —le explicó el obispo mientras le indicaba un sillón frente a él, en su elegante mesa de jardín en la que se habían dispuesto dos desayunos.
Shamus inclinó la cabeza y tomó asiento.
—Sin duda, has llegado a la conclusión de que nuestra conversación sobre tus amigos del norte era de la mayor importancia para mí —empezó diciendo De'Unnero, antes de que Shamus hubiera tenido tiempo de hincar el tenedor en la gruesa tortilla.
—No me incumbe sacar conclusiones relativas a los asuntos de mis superiores —respondió el capitán.
De'Unnero sonrió. Le gustaba aquella obediencia ciega.
—Esos dos, el Pájaro de la Noche y Pony, ¿eran amigos tuyos?
—Aliados —corrigió Shamus—. Luché a su lado y, tal como te expliqué, quedamos satisfechos con su ayuda.
—¿Y nunca viste al centauro?
Shamus sacudió la cabeza y alzó las manos.
—De hecho, lo que recordaba tu prima era cierto —explicó De'Unnero—. Había un centauro con la caravana que cruzó Palmaris; se llama Bradwarden y está considerado uno de los fugitivos más peligrosos del mundo, un conspirador integrado en un plan para robar las sagradas gemas de Saint Mere Abelle. Lo tuvimos en nuestras manos y estábamos preparando el aplastamiento de la conspiración cuando tus amigos, capitán Kilronney, lo sacaron de la prisión de Saint Mere Abelle.
Shamus exhaló un suspiro. Así pues, era cierto: tal como Colleen había supuesto, el Pájaro de la Noche y Pony eran unos proscritos para la Iglesia.
—No los he llamado amigos —explicó al obispo—, no los conozco lo suficiente como para otorgarles ese título.
—Me parece que, de hecho, no los conocías en absoluto —dijo con sarcasmo De'Unnero—. Pero los llamaste aliados, y eso no constará en tu expediente como un mérito precisamente. Si el padre abad se entera de esa complicidad, hablará con toda seguridad con el rey de tu graduación y de la continuidad de tu carrera.
Shamus no supo qué contestar. Tenía la clara impresión de que De'Unnero pretendía que negara toda relación con los proscritos, pero su honor le impedía semejante embuste. No, había luchado junto a los dos y sufriría las consecuencias que le esperaban, cualesquiera que fueran.
—Tienes que considerarte muy afortunado —prosiguió el obispo—, pues eres un oficial de la corte del rey, un representante de la ley en Honce el Oso.
Shamus lo miró, lleno de curiosidad, sin entender nada.
—No hay duda de que el centauro es peligroso —dijo De'Unnero—, pero los otros dos, el Pájaro de La Noche y Pony, son quizá los criminales más peligrosos del mundo; de modo que, sí, eres afortunado, capitán Kilronney, pues has coincidido con ellos y sigues con vida. Cualquiera de ellos te podría haber matado, desprevenido como estabas.
—¿Por qué iban a hacerlo? —se atrevió a preguntar Shamus.
No sabía qué responder a las acusaciones de De'Unnero, ya que no tenía conocimiento alguno de la supuesta conspiración ni de la irrupción de Pony y del Pájaro de la Noche en Saint Mere Abelle. A Shamus le costó bastante relacionar las acusaciones de De'Unnero con los dos compañeros que había conocido en las tierras del norte.
De'Unnero se limitó a reír ante la pregunta.
—Cuando dispongamos de más tiempo —dijo—, tú y yo hablaremos de la naturaleza del mal.
—Soy un soldado del ejército del rey y he participado en batallas durante meses —repuso Shamus.
De'Unnero resopló con desprecio.
—Has luchado contra trasgos y powris, y tal vez contra uno o dos gigantes —dijo—, pero ¿qué son comparados con la verdadera maldad del Pájaro de la Noche y de Pony? No, amigo mío, ni siquiera puedes imaginarte la buena fortuna que te permite seguir respirando. Pero no importa; ahora estás sobre aviso y, por consiguiente, cuando vuelvas al norte, hoy mismo, tú y tus hombres tomaréis las debidas precauciones.
—¿Volver al norte? —repitió, escéptico, el capitán.
—Toma una docena..., unos veinte, o bien pensado, unos cuarenta de tus mejores soldados —le ordenó el obispo—. Cabalgad duro hasta Caer Tinella, o más allá si, como me temo, el Pájaro de la Noche y la mujer ya han salido para las Tierras Boscosas.
—¿Y tengo que hacerlos prisioneros? —le preguntó Shamus, esforzándose en pronunciar aquellas palabras.
—¡En absoluto! —rugió De'Unnero, horrorizado al pensar en otro atentado fallido contra el Pájaro de la Noche perpetrado por subordinados—. ¡No! Vas a ayudarlo a reconquistar las Tierras Boscosas. Quiero que estés junto al Pájaro de la Noche cuando yo llegue. Entonces, se hará justicia.
Poco después, Shamus Kilronney, visiblemente alterado, abandonaba Chasewind Manor. Pensó en visitar a Colleen, pero, antes de dar el primer paso hacia sus barracones, concluyó que allí no encontraría más que dolor, y problemas, pues Colleen se limitaría a reírse y quizás a hablar mal de De'Unnero en público. Shamus estaba pasando un infierno para convencerse de que el Pájaro de la Noche y Pony eran tan malvados como pretendía el obispo, pero se dijo con determinación que tenía que sobreponerse a sus sentimientos personales y servir a su rey.
No quería pensar en el futuro encuentro con el obispo De'Unnero, en el norte.
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13
Despedidas y bienvenidas
Elbryan suspiró profundamente. No estaba nada satisfecho con lo que había oído, pero era incapaz de discutir el razonamiento del elfo. Había sospechado que Juraviel tenía intención de marcharse tan pronto como hubieran recuperado Dundalis, pero que el elfo quisiera irse entonces que estaban a medio camino entre Caer Tinella y las Tierras Boscosas constituía una sorpresa.
—Tengo ganas de regresar a mi hogar —explicó Juraviel—. Es la vez que he estado más tiempo alejado de Andur'Blough Inninness en todos los siglos de mi vida.
—Regresaste allí no hace mucho —le recordó Elbryan—, cuando diste escolta a la gente que encontramos en las Tierras Agrestes. Fue a las puertas de Andur'Blough Inninness donde Pony y yo te encontramos.
—Fue una corta estancia —repuso Juraviel— y un corto respiro para la nostalgia de mi corazón. Es la forma de ser de mi pueblo, Pájaro de la Noche. Tú que estás por encima de los demás hombres deberías comprenderlo. Vivimos para el valle, para las noches de danza bajo los cielos más claros y para el placer de sentirnos juntos.
—Lo entiendo —admitió el guardabosque—, y no estoy en desacuerdo contigo. Tomás trajo guerreros, todos ellos bien preparados, y dado que Bradwarden pronto estará explorando sus lugares familiares en los bosques en torno a los tres pueblos de las Tierras Boscosas, no nos pillarán por sorpresa. Permíteme ser egoísta, amigo mío, pues voy a echarte muchísimo de menos, tanto como a Pony.
—No compartimos el mismo lugar en tu corazón —dijo Juraviel, secamente.
—Un lugar diferente —asintió Elbryan—, pero hay un lugar para cada uno. Eres como un hermano para mí, Belli'mar Juraviel. Lo sabes, y cuando Tuntun se hundió en la lava fundida, perdí una hermana.
—Yo también.
—Y estoy seguro de que mi mundo no será tan radiante sin Belli'mar Juraviel a mi lado.
—No me voy para siempre; ni siquiera para siempre tal como lo entienden los humanos —le prometió Juraviel—. Déjame un tiempo con mi gente, y luego volveré a las Tierras Boscosas para visitar a mi hermano de adopción.
—Te tomo la palabra —dijo Elbryan—. ¡Y si no te veo antes de que haya estallado por completo la floración de la próxima primavera, puedes estar seguro de que me pondré en camino hacia Andur'Blough Inninness! Y Pony vendrá conmigo, y no dudo que incluso será menos indulgente que yo si el elfo llegara a olvidarnos.
Lo dijo en broma, claro estaba, y Juraviel le devolvió la sonrisa. No obstante, el elfo sabía algo más. Elbryan, y sobre todo Pony, no emprenderían el difícil y peligroso viaje al hogar de los elfos la siguiente primavera; no con un bebé que cuidar. Poco faltó para que Juraviel se lo dijera al guardabosque, pero resistió la tentación.
—¿Cuándo te vas? —le preguntó Elbryan.
—Tomás tiene previsto levantar el campamento mañana al amanecer —respondió Juraviel—; para entonces, ya me habré ido.
—¿Se lo has dicho a Bradwarden?
El elfo asintió con la cabeza.
—No ha sido difícil —le explicó—. El centauro ha vivido mucho, amigo mío, y sobrevivirá a los hijos de tus hijos a menos que el arma de un enemigo acabe con él. Hace mucho que se relaciona con los Touel'alfar y conoce nuestras costumbres. Confesó que lo había sorprendido que me quedara tanto tiempo con vosotros, y aún lo sorprendió más que fuera contigo a la gran abadía.
—¿Bradwarden no esperaba que su amigo iría a rescatarlo?
—Bradwarden aprendió hace mucho a no esperar demasiado de los Touel'alfar —dijo Juraviel muy serio—. Tenemos nuestra propia manera de ser y nuestras propias razones. Deberías recibir clases del centauro.
—No espero nada de los elfos —respondió Elbryan—, excepto de Belli'mar Juraviel, mi amigo, mi hermano.
De nuevo, Juraviel sonrió al guardabosque, aunque no estaba totalmente de acuerdo.
—Hasta la vista —dijo el elfo—. Recuerda todo lo que te hemos enseñado y comprende las responsabilidades de tu posición. Tienes a Tempestad, forjada por los elfos, y Ala de Halcón, un regalo de mi propio padre. Tus actos, buenos o malos, también nos afectan a nosotros, Pájaro de la Noche; tendrás que rendir cuentas ante la señora Dasslerond, ante todos los elfos y, sobre todo, ante mí.
El guardabosque comprendió que Juraviel no hablaba en broma. Irguió los hombros; la determinación reflejada en su rostro expresó que aceptaba complacido aquella carga. Elbryan sabía lo que significaba ser guardabosque, había aprendido la lección con demasiada claridad a lo largo del último año y estaba convencido de no defraudar a quienes lo habían adiestrado, a quienes le habían ofrecido aquellos maravillosos regalos, en especial, el del nombre de Pájaro de la Noche.
—Hasta la vista —repitió Juraviel, y se alejó fundiéndose entre las densas sombras del crepúsculo.
—Allí —dijo Elbryan mientras señalaba pendiente abajo y entre los arbustos.
Tomás Gingerwart se detuvo y observó atentamente. Percibía ruidos de lucha allá abajo y el fuerte acento irlandés de un entusiasta guerrero, que, obviamente, estaba disfrutando con la batalla; pero no pudo entender lo que decía. Algo centelleó en su limitado campo visual; podría haber sido un jinete.
—Ven —le ordenó el guardabosque.
Cogió a Tomás por el brazo y lo condujo rápidamente por la cresta hacia una zona más abierta. No quería perderse el espectáculo de la lucha y pensó que sería mejor si Tomás tampoco se la perdía. Unos cuantos pasos más les permitieron ver la escena: Bradwarden describía rápidos círculos en torno a un maltrecho y, evidentemente, aturdido gigante.
Tomás abrió los ojos desmesuradamente y se quedó boquiabierto, pero Elbryan sabía que no era por el hecho de ver a un gigante, ya que Tomás había visto a muchos fomorianos. No, era Bradwarden, el enorme y poderoso centauro, el que lo había llenado de asombro.
—¡Ja, ja! ¡Ya no ves gran cosa, eh, tú, gran vaca gorda! —rugía Bradwarden.
Mientras se mofaba del gigante, se levantó sobre las patas traseras, y las delanteras patearon violentamente el vientre y el pecho de la enorme criatura. Y cuando el fomoriano bajó los enormes brazos para protegerse, el centauro le golpeó con la porra la parte superior de la cabeza.
El bruto se tambaleó hacia atrás, y Bradwarden se apresuró a perseguirlo; luego, se paró de golpe, se dio la vuelta y le propinó coces con ambos cascos traseros, lo que provocó que el gigante se doblara por la mitad. Con una carcajada, Bradwarden volvió a la carga e hizo volar el palo.
A Tomás se le escapó una mueca de dolor al ver que la pesada porra chocaba contra la parte lateral de la cara de la criatura. La cabeza se le torció violentamente hacia un lado, mientras de la boca le caían los dientes entre borbotones de sangre.
—Bradwarden —le explicó Elbryan—, un poderoso aliado.
—Y no es un débil enemigo —comentó Tomás.
Otra mueca de dolor se pintó en su rostro cuando el centauro aplastó el otro lado de la cara del monstruo; luego, atacó al bruto con otro golpe en la cabeza, que lo obligó a caer de rodillas.
—¡Corta por lo sano y acaba de una vez el trabajo, me repito siempre! —aulló el centauro.
Otro giro le permitió patearlo de nuevo: cada casco acertó en un ojo del monstruo. El fomoriano, con la cabeza que le estallaba, se tambaleó hacia atrás de tal modo que poco faltó para que los hombros le llegaran al suelo, y entonces, estúpidamente, se puso otra vez de rodillas.
Bradwarden le golpeó nuevamente en la cara.
Entonces, el gigante se derrumbó. Bradwarden, despreocupado, balanceó el palo de atrás hacia adelante, dio la vuelta en torno al enorme corpachón y se quedó mirando la cara desgarrada del aturdido gigante.
En lo alto de la sierra, Elbryan hizo un gesto con la cabeza a Tomás, y ambos se dieron la vuelta y se pusieron en marcha. Apenas habían dado un par de pasos cuando sonó el primer golpe agudo del palo de Bradwarden contra el cráneo del gigante.
No miraron hacia atrás, ni pronunciaron palabra alguna, hasta estar cerca del campamento de los valientes que seguían a Tomás de vuelta a las Tierras Boscosas.
—No es un enemigo, te lo aseguro —le dijo Elbryan, al ver la cara de preocupación de Tomás.
—Nunca lo he dudado —respondió el hombretón—. He aprendido a confiar en la palabra y en el criterio del Pájaro de la Noche. Pero... —añadió, aunque hizo una pausa, evidentemente incómodo— cuando estábamos en Caer Tinella, algunos de los últimos que llegaron, los que lo hicieron justo antes o después que tú y Pony, contaron muchas cosas del sur. Naturalmente, tras una guerra, los rumores abundan...
—¿Y hay algún rumor que te perturba especialmente, amigo mío? —le preguntó el guardabosque.
—No, hasta hace unos pocos minutos —admitió Tomás—. Se trata de un rumor que habla de un centauro proscrito; como sé que hay muy pocos centauros, tengo miedo de que sea tu amigo Bradwarden.
—¿Y esos rumores hablaban de otros proscritos? —le preguntó.
—No —respondió Tomás—, no he oído hablar de ninguno más.
—¿Los que contaban esos rumores no te han dicho que la Iglesia abellicana también busca a una mujer? —le urgió Elbryan—. ¿Y que la buscan más desesperadamente que al centauro? Es muy poderosa con las piedras sagradas, ¿sabes?, y tiene un buen lote en su poder.
Los ojos de Tomás se abrieron desmesuradamente al darse cuenta de la realidad. Hacía cierto tiempo que sabía que Elbryan y Pony temían estar en conflicto con la Iglesia, pero el guardabosque le estaba dando unas pistas que iban mucho más allá de lo que Tomás podía haber imaginado nunca.
—Es verdad —prosiguió Elbryan—. La buscan a ella y también a su compañero, un guerrero de las Tierras Boscosas, conocido por montar un semental negro con una mancha blanca en forma de diamante entre los ojos. Parece ser que los dos se internaron en el mismísimo centro de poder de la Iglesia, en la imponente abadía de Saint Mere Abelle, y que liberaron al centauro que se hallaba injustamente encarcelado allí. Tomás Gingerwart, ¿podría ser ésa la descripción de alguien que conoces?
En el rostro de Tomás se dibujó una ancha sonrisa y se rió a pesar de sus muy reales temores.
—No —contestó inocentemente—. No he encontrado en las Tierras Boscosas a nadie que corresponda a esa descripción, y aunque hubiera visto a alguno, sin duda sería condenadamente feo para los gustos de la mujer que persigue la Iglesia.
Elbryan le sonrió, le dio una palmada en el hombro y se encaminaron juntos al campamento. Cuando se acercaban al borde del mismo, Tomás se detuvo en seco y miró con toda seriedad al guardabosque.
—¿Qué pasa con Bradwarden? —le preguntó—. ¿Un secreto entre tú y yo?
—Y Belli'mar Juraviel —le corrigió Elbryan—. Aunque me temo que nuestro pequeño amigo no se quedará mucho tiempo con nosotros, pues su camino se desvía hacia el oeste. Sin él, Bradwarden es para nosotros todavía más importante, pues tiene amigos en el bosque y es tan buen explorador como el mejor.
—Buen explorador y buen luchador —comentó Tomás en tono amistoso—. ¡Creo que lo voy a contratar! —añadió. Su sonrisa se desvaneció—. ¿Qué debo hacer, entonces? ¿Tengo que mantener en secreto la existencia del medio caballo y atribuir al Pájaro de la Noche las hazañas de Bradwarden?
Elbryan miró hacia el campamento. Había más de ochenta personas, todas adultas, físicamente bien capacitadas, todas dispuestas a correr cualquier riesgo para recuperar las Tierras Boscosas.
—El centauro no es un secreto —decidió—, pero Bradwarden tampoco es un tema para comentar abiertamente. Haz lo que te parezca, Tomás.
El hombretón reflexionó unos instantes.
—Todos merecen nuestra confianza —dijo—. Han venido al norte porque confiaban en nosotros y, en consecuencia, debemos corresponderles como es debido.
—Con todo, creo que es preferible que Bradwarden permanezca fuera del campamento —repuso el guardabosque—. El solo hecho de verlo puede inquietar a más de uno, y cuanto menos se hable de él, mejor.
—Tienes miedo de que la Iglesia venga de nuevo tras él —dedujo Tomás.
—Nunca fueron en su busca —explicó Elbryan—. Su único delito consistió en encontrarse en las entrañas de Aida cuando los monjes fueron al norte a investigar.
—¿Delito? —repitió con incredulidad Tomás—. Considerando los gloriosos acontecimientos de la montaña de Aida, parece que al encontrarlo allí tenían que haberlo convertido en héroe y no en delincuente.
—Estoy de acuerdo —dijo el guardabosque—; no puedo entender el comportamiento de la Iglesia y dejé de intentarlo hace mucho tiempo. Llaman proscrito a Avelyn, pero te doy mi palabra de que era uno de los mejores y más piadosos hombres que jamás he conocido. Arrestaron a Bradwarden y lo arrojaron a una oscura mazmorra por el solo hecho de que creían que podía proporcionarles alguna información sobre Avelyn, y sobre mí y Pony. Por consiguiente, los tres somos proscritos y también lo sería Juraviel si la Iglesia conociera su existencia, pues también él fue a Saint Mere Abelle para rescatar a nuestro amigo.
Tomás asintió con la cabeza y suspiró.
—¿Y qué será de Pony? —le preguntó—. Me acabas de decir que es una proscrita, pero ha vuelto a Palmaris, donde la Iglesia es todavía más fuerte, sin duda, desde la muerte del barón Bildeborough.
—Pony tiene muchos recursos —dijo Elbryan con firmeza, aunque Tomás se dio cuenta de que estaba muy preocupado—. No la cogerán desprevenida; es decir, no la cogerán.
Lo dejaron correr en aquel punto. Tenían que mirar hacia adelante, no hacia atrás, pues todavía les quedaban duros días de viaje, y aunque la guerra estaba ganada, en la zona aún había peligrosos monstruos, como el malvado gigante al que Bradwarden acababa de vencer.
Colgado en las protectoras ramas de un pino alto y grueso, Juraviel contempló cómo el Pájaro de la Noche y Tomás entraban en el campamento. Observó las miradas de admiración que hombres y mujeres dirigían al guardabosque a su paso, y le alegró comprobar que la gente se ponía a trabajar en cuanto el Pájaro de la Noche o Tomás se lo mandaba. Era un grupo eficiente, resistente, fuerte y bien seleccionado. Juraviel no dudaba que las Tierras Boscosas no tardarían en volver a quedar bajo el control de los humanos.
Aquélla no era una cuestión de poca importancia para los Touel'alfar. Los elfos tenían un plan para los reinos de los humanos; les gustaba mantener ordenado el mundo al otro lado de Andur'Blough Inninness. Ésa era la verdadera razón por la que adiestraban guardabosques, aunque no se lo decían a los humanos que adiestraban. Los guardabosques actuaban como agentes de los elfos sin saberlo: patrullaban las fronteras de los tres reinos humanos y protegían los asentamientos humanos de las Tierras Boscosas y de las Tierras Agrestes. De ese modo, los elfos no sólo mantenían segura la región frente a invasiones de monstruos —el magnífico trabajo del Pájaro de la Noche durante la última guerra era buena prueba de ello—, sino que también disponían de ventanas a través de las que podían otear las principales áreas de hipotéticos avances de los humanos.
Por consiguiente, todos los eventos derivados de la guerra interesaban a los Touel'alfar, y Juraviel estaba seguro de que podía volver a su hogar con la noticia de que la reconquista de las Tierras Boscosas a cargo de los hombres de Honce el Oso, incluido el Pájaro de la Noche, era inminente. Juraviel sabía que la señora Dasslerond estaba preocupada por si los alpinadoranos aprovechaban la oportunidad para pasar los límites de la rica región forestal. Juraviel se había adelantado a la caravana de Tomás, ya había estado en la zona de los tres pueblos y había quedado satisfecho al constatar que los bárbaros bajo el ojo vigilante de Andacanavar no andaban por allí.
El camino más corto que tenía que seguir Juraviel para regresar a casa era casi siempre hacia el oeste, pero cuando abandonó su atalaya sobre el campamento de los humanos, el elfo se dirigió hacia el sur. La noche anterior había oído algo, una lejana melodía que le llevaba el viento, y pensó que tal vez era la tiest-tiel, la canción predilecta de sus hermanos. Por supuesto, no había sido un sonido audible, pero los Touel'alfar disponían de su propia magia, una magia independiente de las gemas. Los elfos podían tranquilizar con sus melodías, incluso podían sosegar a enemigos desprevenidos hasta dormirlos. Podían hablar a los animales y leer los signos de la naturaleza con toda claridad, casi siempre lo bastante bien como para averiguar la historia reciente de cualquier zona.
Pero la principal magia innata de los Touel'alfar era su facultad de comprender las emociones de sus compañeros, una empatía casi telepática. Cuando Tuntun había muerto en las remotas entrañas de la montaña de Aida, los elfos en Andur'Blough Inninness habían percibido su muerte. Eran un grupo reducido y muy unido, y cada uno podía sentir los movimientos de los demás. Un elfo que se acercara a un lugar por donde hubiera pasado recientemente uno de sus hermanos era capaz de advertirlo.
Juraviel percibió algo hacia el sur, y por tanto se dirigió hacia esa favorita canción lejana.
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14
La posesión del alma
—Mercaderes que venían del norte me han contado algunas historias muy inquietantes —afirmó, con franqueza, el rey Danube Brock Ursal tan pronto como llegó el abad de Saint Honce.
Excepcionalmente, la conversación entre los dos jerarcas era privada; en la sala, sólo había tres hombres más: un guardaespaldas, un archivero del rey Danube y un monje que estaba junto a Je'howith.
—Sin duda, la transición será difícil —repuso Je'howith—. La Iglesia te pide que tengas paciencia.
—Hay rumores de que vuestro obispo ha decretado que todas las gemas sean devueltas a la Iglesia —insistió Danube, sin andarse con chiquitas.
La familia gobernante de Honce el Oso poseía una importante colección de tales gemas, regalos de abades que databan de siglos pasados, e incluso varios «regalos propios del cargo», de los períodos en que el rey disfrutaba también del título de padre abad.
—No puedo hablar en nombre del padre abad —admitió Je'howith—, pues realmente tus palabras me han cogido por sorpresa. Supongo que la situación en Palmaris es excepcional, dado que se cree que los seguidores del ladrón y hereje Avelyn Desbris están en esa región.
El rey Danube asintió con un gesto de cabeza y emitió sonidos interjectivos que evidenciaban que en absoluto estaba convencido.
—No pienso decretar lo mismo en Ursal —dijo, con franqueza, Je'howith.
—No sería aconsejable —comentó Danube en un tono que indicaba que sus palabras eran una clara amenaza—. ¿Y hasta dónde esperas que llegue tu Iglesia en estos tiempos de incertidumbre? No dudo que la orden abellicana puede ser un consuelo y una ayuda para la gente, especialmente después de la devastación de las estribaciones del norte causada por la guerra, pero ahora te prevengo de que es lo máximo que voy a tolerar.
—Nos has encargado una misión muy vital —repuso Je'howith—. Apaciguar y restablecer el orden en Palmaris no es una tarea menor. Pero te pido que tengas paciencia; deja que sean los resultados el factor determinante, no los desagradables detalles del período de transición.
—¿Debo hacer caso omiso de las quejas de algunas de mis predilectas familias de mercaderes? —preguntó el rey con escepticismo—. ¿Debo rehuir hombres cuyos padres sirvieron a mi padre, cuyos abuelos sirvieron a mi abuelo?
—Dales largas —le sugirió Je'howith—. Explícales que vivimos un momento crítico y que dentro de poco todo volverá a su cauce.
El rey Danube, dubitativo, miró con fijeza al anciano abad durante un buen rato.
—Sabes bien que incluso Constance Pemblebury sería instada a dar soporte a tu orden en esta cuestión —soltó una risita y miró la sala vacía en la que estaban—. Y conoces de sobra, naturalmente, la segura reacción del duque Targon Bree Kalas. Permití a tu Iglesia que gobernara Palmaris, pero sólo durante un período de prueba. Otorgué el título de obispo, y puedo revocarlo —añadió, chasqueando los dedos— con este simple gesto. Y también debes comprender, e informar a tu padre abad, que si me veo obligado a revocar el título y el privilegio, la posición de tu Iglesia en mi reino se verá sensiblemente rebajada. ¿Nos vamos entendiendo el uno al otro, abad Je'howith? Me disgustaría profundamente que te fueras de aquí sin haber comprendido la gravedad de la situación. Me pedías paciencia, y por tanto voy a ser paciente, pero sólo durante un breve periodo.
Al abad se le ocurrieron varias respuestas, pero ninguna parecía ser práctica o adecuada. El rey lo había pillado con la guardia bajada; Je'howith no tenía ni idea de que el ambicioso De'Unnero se hubiera movido con tanta celeridad y contundencia para consolidar su posición en Palmaris. ¿Estaría enterado el padre abad Markwart de sus manejos?
Je'howith sonrió ligeramente al pensar en eso. Recordaba la espeluznante comunicación espiritual con Markwart y estaba seguro de que el padre abad había mantenido contactos regulares con De'Unnero. No; era consciente de que la situación podría desencadenar una auténtica crisis entre Iglesia y Estado, pues si el mismísimo padre abad había decidido la política de Palmaris, entonces Markwart y el rey Danube estaban cabalgando uno hacia el otro por un sendero muy estrecho.
El abad se preguntó, entonces, si debía empezar su propia campaña. ¿Había llegado el momento de distanciarse de la actual jerarquía de la Iglesia? Si susurraba al rey Danube una sutil denuncia contra el padre abad en general y contra aquélla, su estrategia, en particular, tal vez estaría poniendo los cimientos de una posición más fuerte para él mismo, en caso de conflicto abierto entre el padre abad y el rey.
Pero evocó el desagradable contacto espiritual con Markwart, la sensación de poder que había captado en él. «Debo tener mucho cuidado», advirtió, pues si la situación entre el rey y el padre abad se deterioraba, Je'howith estaba lejos de saber quién de los dos ganaría, y sabía que equivocarse de bando en semejante conflicto era muy peligroso.
—Me enteraré de todo lo que pueda y te informaré de forma exhaustiva, mi rey —dijo el abad con una reverencia.
—No lo dudo —repuso, secamente, Danube.
Pony se inclinó sobre una palangana y vomitó. Trataba de mantener aquel síntoma revelador en secreto, aunque Dainsey Aucomb últimamente le había lanzado sospechosas miradas.
Pony tomó un sorbo de un vaso de agua, se enjuagó la boca y se inclinó para escupir.
Oyó pasos detrás y el chirriar de la puerta al abrirse.
—Dainsey —empezó a decir, mientras se incorporaba y se daba la vuelta, pero se detuvo de golpe, sorprendida al ver a Belster O'Comely en el umbral.
—Cada mañana te encuentras mal —le comentó el posadero.
Pony lo miró firme y fijamente.
—No me encuentro bien —mintió—, pero no estoy tan mal como para que no pueda trabajar.
—Siempre y cuando aflojes las cintas de tu delantal para dejar sitio a tu vientre —respondió con malicia Belster.
Pony bajó la vista de forma automática, un poco confusa, pues el estómago ya le había empezado a engordar.
—Bueno, todavía no, quizá —dijo Belster.
—Supones demasiadas cosas —repuso Pony con una punta de ira en la voz.
Se fue hacia la puerta y apartó a Belster para pasar. Éste la detuvo por el hombro y la obligó a darse la vuelta de forma que quedara frente a él.
—Yo tuve tres —dijo.
—Hablas con acertijos.
—Resuelvo acertijos —corrigió el posadero con una ancha sonrisa en el rostro—. Sé que has pasado mucho tiempo junto a tu amado; sé que habían disminuido las exigencias de la guerra y sé lo que hacen los jóvenes enamorados. Y, reservada amiga mía, también sé lo que indican esos mareos matinales... Esperas una criatura —añadió con franqueza Belster.
La sombra de desconfianza se desvaneció de los brillantes ojos azules de Pony, que asintió con una ligera inclinación de cabeza.
La sonrisa de Belster se amplió tanto que poco faltó para que le llegara a las orejas.
—Entonces, ¿por qué te has alejado de Pájaro de la Noche? —le preguntó, y de forma súbita frunció el entrecejo—. Él es el padre, por supuesto.
Entonces fue Pony la que sonrió y rió sonoramente.
—¿Por qué has venido aquí, muchacha, mientras el Pájaro de la Noche se ha quedado en el norte? —le preguntó Belster—. Debería encontrarse a tu lado, para estar pendiente de lo que necesites y desees.
—Ni siquiera lo sabe —confesó Pony, y le contó una pequeña mentira—. No lo sabía ni yo, cuando salí de Caer Tinella.
—En ese caso, debes reunirte con él.
—¿Para que me pille una ventisca? —preguntó, escéptica, Pony—. Supones que Elbryan está en Caer Tinella; dado que el tiempo se ha suavizado, ya podría estar camino de las Tierras Boscosas —añadió. Alzó la mano para calmar a Belster, que cada vez estaba más agitado—. Pronto volveremos a estar juntos: a principios de la primavera, a tiempo para decírselo —le explicó Pony—. No temas, mi buen amigo; nuestros caminos se han separado, pero no para siempre ni para mucho tiempo.
Belster reflexionó sobre las palabras de la mujer durante unos instantes; luego, estalló en una carcajada y estrechó a Pony en un fuerte abrazo.
—¡Ah, deberíamos estar celebrándolo! —rugió mientras la levantaba del suelo y le hacía dar vueltas—. ¡Esta noche vamos a celebrar una gran fiesta en El Camino de la Amistad!
Para Pony era un momento agridulce, y no sólo porque sabía que aquella fiesta, o cualquier otra manifestación de su estado, era improcedente. Sobre todo, fue la reacción de Belster lo que se le clavó en el corazón. Debería haber sido Elbryan el que la levantara y el que le hiciera dar vueltas: era Elbryan quien tenía que compartir su alegría. No era la primera vez que la mujer lamentaba la decisión de no habérselo contado a su marido.
—No habrá ninguna fiesta —dijo, con firmeza, Pony cuando Belster la posó en el suelo—. No serviría más que para suscitar preguntas inconvenientes; nadie lo sabe excepto tú, y lo prefiero así.
—¿Ni siquiera Dainsey? —le preguntó Belster—. A ella deberías decírselo; es una amiga buena y leal. Y aunque no es rápida para ciertas cosas, para otras, como ésta, es sin duda muy lista.
—Quizá se lo diga —asintió Pony—, pero cuándo y cómo yo quiera.
Belster sonrió y asintió con la cabeza, satisfecho. Luego, de repente, estalló en carcajadas y abrazó a Pony de nuevo y le hizo dar rápidos giros.
—¡Es hora de irse! —dijo una voz desde la sala principal.
—¡Ah, sí! —comentó Belster, mientras posaba delicadamente a Pony en el suelo y adoptaba una expresión seria—. Con la emoción de alzarte, poco ha faltado para que se me olvidara; un pregonero, un monje de Saint Precious, bajaba por la calle y convocaba a los buenos abellicanos para que se reunieran en la plaza de la ciudad, frente a las puertas de Saint Precious. Parece que el nuevo obispo quiere hacer un discurso.
—No estoy segura de que me consideren una buena abellicana —dijo Pony—, pero no pienso perderme esa concentración.
—¿Una oportunidad para conocer mejor a tus enemigos? —preguntó Belster con sarcasmo.
Pony asintió con un gesto de cabeza, pero su expresión era seria.
—Y para saber más cosas de los disturbios en Palmaris —dijo.
—Deja tus gemas —le previno Belster.
Pony se mostró absolutamente de acuerdo. Después de todo lo que había presenciado aquellos últimos días, no le sorprendería que registraran a todo el mundo en la plaza de la ciudad. El nuevo jerarca de Palmaris no parecía muy interesado en los derechos de los ciudadanos.
—Dainsey se ocupará de tu cara —comentó Belster—, a menos que te atrevas a pasearte sin maquillaje entre la muchedumbre.
Pony reflexionó unos instantes.
—Un poco de maquillaje, tal vez —decidió, pues no quería sufrir la penosa experiencia de transformarse en la anciana mujer de Belster, ni tampoco creía que iba a tener problemas mezclada entre la muchedumbre.
Poco después, Pony, Belster y Dainsey abandonaron El Camino de la Amistad, y se unieron a cientos de personas que bajaban por las calles hacia la gran plaza. Tal como Belster había sugerido, Pony no llevaba ninguna gema, una decisión que le daba una cierta tranquilidad mientras entraba en la concurrida plaza y observaba que el lugar estaba rodeado por completo de soldados bien armados intercalados con monjes. Todos vigilaban atentamente a la multitud.
El nuevo obispo estaba en una plataforma erigida ante las enormes puertas de la abadía. Anteriormente, Pony lo había visto una vez: en el anillo defensivo de una caravana de mercaderes que habían sido asaltados por trasgos invasores. Pony y Elbryan habían ayudado a los mercaderes a salvarse. Aquel hombre y sus compañeros monjes, que se encontraban no muy lejos, carretera abajo, cuando los trasgos habían atacado, no se dejaron ver hasta que la batalla hubo terminado. Pero incluso entonces, el único monje que había ayudado a curar las heridas de los combatientes fue el bondadoso Jojonah, y a Elbryan y Pony les resultó obvio que el obispo De'Unnero no era amigo de Jojonah.
Mientras se abría paso para situarse en primera fila de la multitud que llenaba la plaza, Pony se dio cuenta de que sus primeras impresiones sobre De'Unnero cuadraban perfectamente con lo que entonces veía. El obispo tenía los brazos cruzados sobre el pecho y observaba a la muchedumbre con aires de poderoso conquistador. Pony era una mujer perspicaz y leía las expresiones de De'Unnero con bastante facilidad. La arrogancia lo cubría como un velo; su mirada severa era especialmente peligrosa, dado que aquel hombre lleno de orgullo se había colocado por encima de los demás y era capaz de justificar prácticamente cualquier cosa.
Cuanto más se acercaba a la plataforma, más firmemente creía Pony en sus percepciones iniciales. El aspecto físico de De'Unnero —los músculos tensos, los brazos cruzados con las mangas del hábito remangadas lo suficiente como para mostrar los potentes antebrazos, los ojos de depredador y los cabellos negros, muy cortos— le decía a gritos que tuviera cuidado. Cuando la mirada del obispo exploró la zona donde estaba Pony, la joven estuvo segura de que la estaba mirando a ella, sólo a ella.
El momento de pánico pasó, pues Pony no tardó en darse cuenta de que todo el mundo a su alrededor se había sentido por un breve instante bajo aquella penetrante mirada; todos habían sentido lo mismo.
La multitud continuaba creciendo, mientras circulaba tal o cual rumor.
—He oído decir que está haciendo pagar a los cerdos de los mercaderes por todos los años que nos han estado robando —dijo una mujer anciana.
—Y a los sacerdotes yatol —dijo otro—. Sucia espuma de Behren. ¡Hay que ponerlos en una embarcación y enviarlos al sur, digo yo!
Al oírlos, la preocupación de Pony aumentó. La ambición de De'Unnero iba más allá de la persecución de los seguidores de Avelyn e inventaba cabezas de turco para cualquier insatisfacción de la gente. Había tratado terriblemente mal a los mercaderes, y aún peor a los behreneses, pero «si logra presentarlos como enemigos del pueblo, ¿cómo no va esa gente a ponerse de su parte?», se preguntó, estremeciéndose.
El obispo avanzó unos pasos y abrió los brazos. Luego, con voz potente y resonante, los invitó a rezar.
Miles de cabezas se inclinaron, incluida la de Pony.
—Demos gracias a Dios de que la guerra haya terminado —empezó a decir De'Unnero—. Demos gracias a Dios de que Palmaris haya sobrevivido y haya encontrado el camino de vuelta a los brazos de la Iglesia.
A partir de ahí, prosiguió con el discurso habitual de cualquier ministro abellicano en las grandes concentraciones: invocaciones para que las cosechas fueran buenas y para la ausencia de enfermedades, para la prosperidad y la fertilidad. Dio entrada a la multitud para que entonara cánticos en los momentos adecuados, todo perfectamente sincronizado para mantener y elevar su atención. Luego, De'Unnero empezó a improvisar. Como observó Pony, no hizo mención del barón Bildeborough, observó Pony, ni del rey Danube, aunque invocó con respeto, en repetidas ocasiones, el nombre del padre abad Markwart.
Cuando terminó y les pidió que alzaran los brazos por última vez, todas las manos se extendieron hacia el cielo.
Entonces la multitud empezó a murmurar otra vez y muchos hicieron ademán de irse.
—¡No os he dicho que os vayáis! —gritó De'Unnero de forma cortante.
Todas las cabezas se volvieron hacia él, y las murmuraciones cesaron.
—Tengo que deciros algo más —explicó el obispo—; algo de naturaleza práctica, no mística. Vosotros, ciudadanos de Palmaris, tal vez más que nadie en Honce el Oso, habéis sido testigos de los horrores del demonio Dáctilo, ¿no es cierto?
Un murmullo de «Sí, mi señor» se extendió entre la multitud.
—¿No es cierto? —rugió De'Unnero, tan repentinamente, tan amenazadoramente, que Pony dio un brinco.
Entonces, la respuesta fue tremenda, un grito de asentimiento, nacido del temor.
—¡No culpéis a nadie más que a vosotros mismos de la vuelta de Bestesbulzibar! —les increpó De'Unnero—; pues la negrura de vuestros corazones generó la aparición del demonio Dáctilo: la debilidad de vuestra carne es carne que alimenta a la diabólica criatura. ¡No podéis eludir esa culpa! ¡Tú, no! ¡Ni tú! ¡Ni tú! —gritó, mientras se desplazaba de uno a otro lado del estrado y señalaba a diversos individuos aterrorizados—. ¿De qué cuantía han sido vuestros diezmos a la Iglesia? ¿Cuánta tolerancia habéis tenido con los paganos? Vuestros muelles están llenos de porquería a causa de la suciedad de los no creyentes. ¿Y quién ha sido vuestro líder en estos últimos años? —gritó—. ¿El abad Dobrinion? Lo dudo, pues vosotros, al igual que tantos otros, habéis seguido las palabras de un líder secular.
Se calmó y permaneció en silencio. Los murmullos empezaron de nuevo a pesar del miedo, ya que había hablado mal precisamente del barón Bildeborough, que había sido muy querido por la gente de Palmaris.
—No me interpretéis mal —continuó De'Unnero—. Vuestro barón Bildeborough era una persona de valía, un hombre humilde que no quiso ponerse por encima de Dios. Pero ahora, amigos míos —dijo mientras levantaba el puño en el aire, frente a él, y los músculos del antebrazo se le tensaban como cintas de acero y su cara brillaba con gran intensidad—, ahora, tenemos la oportunidad de arrojar a Bestesbulzibar y a toda su casta de malvados demonios al sueño eterno. Gracias a la prudencia del rey Danube, Palmaris brillará como nunca hasta ahora. Somos la tierra de la frontera, los centinelas del reino. ¡El rey Danube lo sabe, y también sabe que si Palmaris encuentra su alma, Bestesbulzibar no cruzará nuestras puertas!
El ademán que hizo para rubricar la última frase levantó oleadas de aplausos en la muchedumbre. Pero no los de Pony. La joven miró los rostros de la gente sencilla que la rodeaba y vio muchos humedecidos por las lágrimas. Tenía que admitir que era bueno; aquel nuevo obispo comprendía a su rebaño. En primer lugar, la emprendió contra las dos clases que el pueblo llano de Palmaris estaba más que predispuesto a considerar enemigas: los mercaderes y los extranjeros. Y después los llamaba a sus brazos espirituales. Muchos de ellos habían perdido seres queridos en los combates —e, incluso antes de la guerra, muchos se habían tenido que enfrentar diariamente con la muerte—; el mensaje de De'Unnero de que, de alguna manera, podían trascender su pobre existencia poseía un indudable atractivo.
—¡Debéis volver a Dios! —gritó De'Unnero—. Os esperaré a todos y a cada uno de vosotros: a ti, y a ti, y a ti —dijo, señalando de nuevo con el dedo mientras se desplazaba por el estrado—. Nunca más los monjes de Saint Precious ejercerán su ministerio para unos pocos. No, os lo aseguro, porque Dios me ha mostrado la verdad. Y Dios ha hablado a vuestro rey y me ha inspirado para que ponga la ciudad bajo la custodia de la Iglesia abellicana. Por consiguiente, seremos los vigilantes del alma. Derrotaremos a los descendientes de Bestesbulzibar. Os enseñaré cómo.
A cada nueva proclama, los aplausos crecían. Pony analizó a los que estaban en torno a ella: los observó detenidamente en busca de algún signo que demostrara que aquel público asentimiento podía no estar tan enraizado como se temía. Pero vio alzadas hacia el obispo las manos de mucha gente que necesitaba desesperadamente algo en lo que creer; pero también vio a otros muchos que aplaudían simplemente por miedo a los omnipresentes monjes y soldados.
Hasta que De'Unnero no hubo acabado, Pony no volvió a mirar hacia el estrado; allí estaba, de pie, de nuevo con los brazos cruzados. Era un orador elocuente, un hombre que conmovía las almas. Pero Pony sabía la verdad y sabía que sus actos en nombre del ser inmortal, en realidad, estaban destinados a servir a un ser mortal.
«Pero la gente no lo sabe», recordó la mujer mientras observaba la multitud; y su ignorancia podía permitir a De'Unnero ejercer una brutal presión a los que no estuvieran de acuerdo con la Iglesia. Con todo, Pony estaba convencida de que no todos lo creían; eran gentes que esperaban abrazar la verdad.
Lo que entonces ella tenía que hacer era pensar cómo transmitir su mensaje al pueblo llano.
Mientras presidía las plegarias de la mañana de los estudiantes más jóvenes, el padre abad Markwart captó el hormigueo de una comunicación espiritual. Alguien estaba intentando establecer contacto con él mediante el uso de la piedra del alma, pero la intrusión telepática era tan suave que Markwart no pudo reconocer de qué alma se trataba.
El padre abad, bruscamente, se excusó, delegó sus obligaciones en el hermano Francis y se fue corriendo a sus aposentos particulares. Se disponía a retirarse a la sala más privada, pero vaciló, al recordar que el espíritu errante de un monje podía observar el entorno físico. Aun en el caso de que el espíritu de Markwart interceptara al del monje, ¿podría éste deslizarse a través del padre abad y ver la sala?
Markwart soltó una sonora carcajada. No, aquel monje, quienquiera que fuese, era un ser débil, un simple chiquillo. El padre abad mantuvo a raya al espíritu invasor, cogió la piedra del alma y, con apenas un pensamiento, se sumergió en la suavidad grisácea de la hematites y su espíritu se liberó de su cuerpo.
Comprobó que la llamada era de Je'howith y también comprobó que el espíritu del monje ya mostraba signos de flaqueza mágica. El espíritu de Markwart, con un gesto, indicó al abad que se fuera: le dejó claro que quería comunicarse con él en Saint Honce y no en Saint Mere Abelle. Luego, regresó a su cuerpo y se fue a la habitación de la estrella de cinco puntas, donde sintió su poder de forma más intensa.
En cuestión de segundos, el espectro del padre abad apareció en los aposentos de Je'howith y se encaró con la presencia material del abad. A Markwart le resultó evidente que la excursión espiritual de Je'howith a Saint Mere Abelle lo había dejado exhausto. Después de calmar a Je'howith, Markwart le ordenó que hablara clara y rápidamente.
—El rey está molesto por las iniciativas del obispo De'Unnero en Palmaris —explicó Je'howith—. Se apodera de las gemas de los mercaderes; son piedras que nos compraron a nosotros. Es increíble que De'Unnero demuestre tanto descaro cuando hace tan poco tiempo que...
—El obispo De'Unnero cuenta con mi bendición —replicó de forma terminante Markwart.
—Pe..., pero, padre abad —tartamudeó Je'howith—, no podemos enojar al clan de los mercaderes. Es seguro que el rey no permitirá...
—No es un asunto de la incumbencia del rey Danube —explicó Markwart—. Las gemas son dones de Dios y, por tanto, de control exclusivo de la orden abellicana.
—Pero tú mismo las has vendido a mercaderes y nobles —osó responder Je'howith.
Mientras pronunciaba aquellas palabras lo invadió una sensación helada y sintió un pavor como nunca había sentido antes.
—Tal vez no fuera tan sensato como ahora cuando era más joven —repuso Markwart con aparente calma, lo que acobardó aún más al abad—. O quizás estaba demasiado condicionado por la tradición.
Je'howith lo miró con curiosidad. Markwart se había mostrado siempre muy inclinado a las tradiciones; de hecho, siempre que la asamblea de abades le había objetado alguna decisión, casi siempre se había escudado en prácticas del pasado para justificarla.
—¿Ahora has descubierto algo mejor? —preguntó con cautela el abad.
—Al experimentar mi creciente poder con las piedras y comprender que son una forma de penetrar más profundamente en la voluntad de Dios —repuso Markwart—, me he convencido de que vender gemas sagradas era un error —añadió.
Hizo una pausa, pues sus propias palabras le llamaron la atención. Al fin y al cabo, ¿no había Avelyn Desbris expuesto exactamente el mismo argumento? ¿No fue la venta, realizada por la abadía, de muchas de las piedras recogidas por Avelyn en Pimaninicuit una de las primeras causas de su deserción?
A Markwart le hizo gracia aquella ironía del destino; pues, sí, las acciones habían sido, desde luego, las mismas, aunque las razones fueran muy distintas.
—¿Padre abad? —preguntó Je'howith con curiosidad al cabo de unos largos momentos.
—El obispo De'Unnero actúa de acuerdo con mis nuevos puntos de vista —declaró con firmeza Markwart—, y seguirá adelante.
—Pero provoca el enojo del rey —protestó Je'howith—, y no dudes que el rey Danube considera el nombramiento del obispo como algo provisional. Le revocará el título y nombrará un barón para que gobierne Palmaris, y ten por seguro que no será muy proclive a los intereses de la Iglesia.
—Al rey Danube le será más difícil revocar un título que concederlo —respondió Markwart.
—Mucha gente cree que la Iglesia y el Estado son instituciones separadas.
—Son tontos —dijo Markwart—. No podemos pretender el gobierno entero de golpe, ya que eso seguro que incitaría a la asustada chusma a ponerse de parte del rey Danube. No, nuestra dominación será una paulatina adquisición de control por parte de la Iglesia: primero, sobre una ciudad o una región; después, sobre otra, y así sucesivamente.
Los ojos de Je'howith se desorbitaron y apartó la vista hacia un rincón de la sala. Jamás había oído hablar de semejante plan y no tenía ni idea de que las ambiciones de Markwart llegaran tan arriba. Y no le gustaba. El abad Je'howith gozaba de una vida cómoda y segura en la corte del rey en Ursal y no sentía el menor entusiasmo ante la perspectiva de algo que pudiera interrumpir su lujosa existencia. Y no pudo menos que pensar que incluso podría acabar por encontrarse en el lado de los perdedores de una batalla titánica.
El abad miró al espíritu de Markwart y trató de no mostrar sus temores, pues creía que en aquel asunto había alguna posibilidad de compromiso con el padre abad.
—El rey Danube comprenderá mi punto de vista —le aseguró el padre abad.
—¿Y yo qué voy a hacer? —preguntó el sumiso abad.
Markwart soltó una risita.
—Descubrirás que tienes que hacer menos cosas de las que crees —dijo con aire misterioso. Luego, se esfumó de la habitación.
Un momento después, Markwart abría sus ojos físicos. La sala estaba tal como la había dejado; incluso los cirios no se habían consumido de forma apreciable. Antes de que Markwart pudiera ponderar el milagro de aquella comunicación espiritual, tuvo la impresión de que algo estaba fuera de lugar. Exploró lentamente la sala. Nada parecía distinto, pero Markwart percibió que algo había cambiado, que tal vez había entrado alguien en la habitación.
Sí, eso era. Alguien había entrado en la habitación, había presenciado lo que había estado haciendo. Markwart se puso en pie de un salto y se precipitó hacia su despacho.
La habitación tampoco parecía haber sufrido cambios, pero de nuevo Markwart percibió que allí, hacía poco, había habido otra persona: era como si el intruso hubiera dejado un aura palpable tras de sí.
A continuación, Markwart se fue al dormitorio, y en el umbral de la puerta percibió de nuevo aquella sensación. Más asombrado aún, el padre abad advirtió que podía seguir la pista del intruso: el hombre había cruzado el despacho, había ido hasta la puerta del dormitorio, pero había dado la vuelta, y había entrado en la sala de las invocaciones. Todo le parecía notablemente claro... Quizá su trabajo con la hematites le había permitido dejar tras él suficiente conciencia como para que ésta fuera capaz de advertir los eventos que sucedían en torno a su cuerpo.
Markwart asintió con la cabeza al pensar que había descifrado el enigma..., y también al pensar que tenía una idea bastante clara de quién podía ser el intruso.
Belster, Pony y Dainsey volvieron a El Camino de la Amistad.
—Se los metió a todos en el bote. Necesitan creer en algo. Nuestro nuevo obispo lo sabe —comentó Belster.
—Y tratará de sacar tajada de la situación —añadió Pony.
—Pues entonces, pobres behreneses —dijo Dainsey con un bufido—. ¡Si es que los behreneses merecen compasión!
La mujer empezó a reír, pero comprobó que su broma no era bien recibida.
—Ésa es exactamente la actitud que espera que tengamos el obispo De'Unnero —dijo Pony a Belster—, y la actitud que debemos temer.
—Pocos son los behreneses bien considerados en la ciudad —admitió Belster—. Tienen sus propias costumbres, unas costumbres extrañas que hacen que la gente de aquí se sienta incómoda.
—Son fáciles dianas para un tirano —dedujo Pony.
—¿Qué queréis decir? —quiso saber Dainsey—. Nunca me han gustado los hombres de Iglesia, especialmente desde que se me llevaron para interrogarme, pero ese hombre es el obispo, nombrado por el rey y por la Iglesia.
—Dos puntos en contra —dijo Pony secamente.
—¿Y qué creéis que podéis hacer? —preguntó Dainsey.
Al mirar a Belster a Pony le resultó obvio que él estaba pensando lo mismo que Dainsey.
—Tenemos que utilizar las propias iniciativas de De'Unnero en su contra —les explicó Pony, que improvisaba mientras les hablaba.
Su mente era un torbellino: sabía que tenía que hacer algo contra el obispo, que había que intentar alguna cosa para impedir que su poder se afianzara en Palmaris. Pero ¿qué?
—Tenemos que informar a la gente de Palmaris, Belster —decidió.
—¿Informarla de qué? —preguntó Belster con escepticismo—. El obispo les ha explicado todo lo que piensa hacer.
—Tenemos que explicarles los motivos que están detrás de esas acciones —declaró Pony—. A De'Unnero la gente no le importa, ni en esta vida ni en ninguna otra que pueda venir a continuación. Su objetivo, el objetivo de su Iglesia, es el poder, y nada más.
—Son palabras muy duras —respondió Belster—, pero no estoy en desacuerdo contigo.
—Tienes una amplia red de informadores bien situados —razonó Pony—; podríamos utilizarlos para mantener unida a la gente... y para mantenerlos informados de las acciones del obispo De'Unnero.
—¿Estás buscando pelea, entonces? —preguntó, con franqueza, Belster—. ¿Acaso crees que podemos organizar una revuelta en Palmaris capaz de barrer a De'Unnero y a toda la Iglesia..., y a todos los soldados?
La pregunta sobresaltó a Pony. Era exactamente lo que a ella le rondaba por la cabeza en aquellos precisos momentos; pero al oírlo formulado de manera tan rotunda, se dio cuenta de lo desesperado y ridículo que sonaba.
—Claro está que tengo una red —prosiguió Belster—: para proteger a gente que se encuentra en un problema o para ayudarte a preservar tu identidad, pero no para organizar una guerra.
—No lo hagas —añadió Dainsey—. ¡Oh, quisiera pegarles una patada a esos malditos monjes y enviarlos al otro lado del Masur Delaval!, pero si montas un ejército de campesinos, no tardarás en tener un ejército de campesinos muertos.
Belster puso la mano en el hombro de Dainsey y asintió con un gesto y la expresión severa.
—Es una empresa desmesurada ir contra Saint Precious y Chasewind Manor —dijo.
—No más desmesurada que las dificultades a las que nos enfrentamos en Caer Tinella —repuso Pony.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Belster.
—Por lo menos, podemos actuar como portavoces del pueblo —continuó Pony—. Podemos susurrar la verdad, y si la oyen lo bastante pronto y contrastan nuestras palabras con las acciones de De'Unnero, tal vez empezarán a comprender.
—Y entonces se sentirán tan desgraciados como tú —arguyó Dainsey—, y sin nada que puedan hacer para remediarlo.
Pony la miró largo y tendido, y luego clavó los ojos en Belster.
—Tengo algunos amigos —explicó el posadero—, y ellos tienen muchos más. Tal vez podríamos organizar una o dos reuniones y expresar nuestras preocupaciones.
Pony asintió con un gesto de cabeza. Esperaba un poco más de entusiasmo por parte de sus dos mejores compañeros en Palmaris, pero se dio cuenta de que tenía que contentarse con lo que había.
Regresó a su habitación para descansar antes de que empezaran a llegar los clientes de la noche.
Las palabras de Dainsey la siguieron hasta la cama. «Tal vez la actitud de esta mujer sea más pragmática que pesimista», tuvo que admitir Pony; y tal idea la disgustó en grado sumo. Quería enfrentarse a De'Unnero, quería mostrar la Iglesia como la institución maligna en que se había convertido, pero no podía negar el peligro que eso comportaba para ella y para sus aliados. Imaginó que movilizaba a la gente del pueblo, que juntos alzaban sus puños en el aire en actitud desafiante y avanzaban audazmente contra la abadía y contra la casa señorial...
Aquella emocionante imagen se borró de su mente al pensar en el ejército bien adiestrado y equipado que se encontrarían delante, un ejército reforzado con las gemas mágicas que, sin duda, abundaban en Saint Precious.
¿Cuántos miles morirían en las calles antes de que terminara la primera mañana de insurrección?
Pony se desplomó sobre la cama, abrumada, y se dijo a sí misma que tenía que actuar con cautela. Pasara lo que pasara, decidió que encontraría la manera de presentar batalla contra De'Unnero.
El hermano Francis se arrodilló en el suelo en una esquina de su habitación, de cara a la pared. Tenía las manos en el rostro en señal de humillación ante Dios, algo poco frecuente en los últimos tiempos de la Iglesia abellicana. Pero el joven monje creía que todos los gestos eran importantes, como si, en cierto modo, el hecho de entregarse por completo él mismo en sus plegarias pudiera acabar con la confusión que lo desgarraba.
Por un tiempo, Francis casi había conseguido apañárselas para olvidar la muerte de Grady Chilichunk. Creía que haber ayudado al hermano Braumin Herde y a los demás a escapar de Saint Mere Abelle, de alguna manera, había zanjado esa cuestión, por lo menos en parte. No obstante, la imagen de Grady yaciendo sin vida en la tumba que Francis había cavado lo seguía acosando. Se acordaba de Grady. Vio de nuevo la devastada montaña de Aida, con el brazo de Avelyn emergiendo de la tierra. Y lo más vívido de todo: no podía dejar de ver al padre abad Markwart sentado con las piernas cruzadas en medio de una estrella de cinco puntas —¡una estrella de cinco puntas!— con cirios encendidos en cada punta y con un libro perverso, Encantamientos de brujería, abierto en el suelo, a su lado.
Pero por muy horrible que fuera aquella imagen, Francis trataba de agarrarse a ella, tanto para intentar encontrar un sentido a todo aquello como para procurar evitar la todavía más estremecedora imagen de Grady, muerto en el agujero.
Pero el rostro sin vida de Grady no desaparecía.
Los hombros de Francis temblaron por los sollozos, más por miedo a estar perdiendo el juicio que por sentirse culpable. Todo parecía falso, patas arriba. Otra imagen —el torso de Jojonah reventando a causa del calor de la pira— le daba vueltas en la cabeza. Los recuerdos se mezclaban en inmensa y dolorosa confusión.
La imagen de Markwart sentado con las piernas cruzadas no tardó en desvanecerse, mientras las otras tres dejaban paso a otra más: Avelyn y sus amigos contra el padre abad. Francis vio en ese momento que no podía haber paz ni reconciliación entre los dos bandos.
Suspiró; después, se quedó helado. Había oído un ligero frufrú detrás. Siguió concentrado y escuchó atentamente, aterrorizado, pues adivinó quién había entrado.
Transcurrió un largo momento. Francis, de repente, temió que iba a ser brutalmente asesinado.
—No te ocupas de tus obligaciones —dijo Markwart con voz tranquila y agradable.
Francis no osó darse la vuelta y separar la cara de las manos para mirarlo.
—¿Cuáles son tus obligaciones? —le recordó Markwart.
—Yo... —empezó a decir Francis, pero se rindió de golpe, incapaz de recordar siquiera dónde se suponía que tenía que estar.
—Evidentemente tienes problemas —comentó Markwart mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta.
Se sentó en la cama de Francis y lo miró fijamente. Su rostro era una máscara de paz.
—Yo..., yo sólo sentía necesidad de rezar, padre abad —mintió Francis, levantándose.
Markwart, calmado y sereno, siguió con la vista clavada en el monje, sin apenas parpadear. Resultaba demasiado apacible. El pelo de la nuca de Francis se erizó.
—He delegado mis obligaciones en otros —aseguró Francis al padre abad, y se dispuso a ir hacia la puerta—, pero voy a retomarlas personalmente ahora mismo.
—Cálmate, hermano —le dijo Markwart mientras, al pasar, lo agarraba por el brazo.
Francis, instintivamente, trató de soltarse, pero el agarro de Markwart era férreo y lo retuvo con facilidad.
—Cálmate, hermano —repitió, de nuevo, el padre abad—. Claro está que tienes miedo, como yo, y como todo buen abellicano en estos tiempos turbulentos —añadió. Markwart le sonrió, condujo a Francis hasta la cama y le obligó a sentarse—. Sí, turbulentos —prosiguió, colocándose entre Francis y la puerta—, pero con unas perspectivas jamás contempladas en nuestra orden durante siglos.
—Hablas de Palmaris —dijo Francis en tanto trataba de conservar la calma, aunque tenía ganas de gritar y salir corriendo de la habitación, tal vez hasta la muralla del lado mar, tal vez incluso saltándola.
—Palmaris no es más que un experimento —respondió Markwart—, el inicio. Estaba precisamente hablando con el abad Je'howith... —añadió.
El tono era imperativo, lo mismo que el gesto: su brazo apuntaba hacia las antesalas y, en especial, hacia su habitación.
Francis creía no haber cambiado de expresión, pero advirtió en los ojos de Markwart que algo lo había delatado.
—No tenía intención de entrar en tus aposentos sin ser invitado —admitió Francis, bajando la vista—. Sabía que estabas allí, pero no contestaste a mi llamada. Temía que te hubiese pasado algo.
—Tu preocupación es conmovedora, joven amigo mío, protegido mío —le dijo Markwart.
Francis lo miró lleno de curiosidad.
—Temes que De'Unnero te haya sustituido como consejero predilecto —le dijo Markwart.
Francis sabía que el padre abad estaba cambiando de tema, sabía que aquellas palabras eran ridículas. Con todo, pensó que no debía hacer caso omiso de ellas y prestó atención a lo que le estaba diciendo.
El padre abad prosiguió.
—De'Unnero, el obispo De'Unnero, es un instrumento útil —admitió Markwart—, y con su energía y su espíritu dominante es el hombre adecuado para el experimento de Palmaris. Pero está limitado por su excesiva ambición, ya que se deja llevar por objetivos personales. Tú y yo pensamos de manera distinta, amigo mío. Tenemos una visión más amplia del mundo y procuramos las mayores glorias en provecho de nuestra Iglesia.
—Fui yo quien les dijo al hermano Braumin y a los demás que se marcharan —se descolgó diciendo Francis.
—Lo sé —respondió Markwart.
—Tan sólo temía que... —empezó a decir Francis.
—Lo sé —dijo, de nuevo, Markwart con convicción.
—Otra ejecución hubiera dejado a muchos miembros de la orden con mal sabor de boca —intentó explicar Francis.
—Incluso al hermano Francis —dijo Markwart, dejándolo helado.
Francis se derrumbó, incapaz de negar la acusación.
—Y también al padre abad Markwart —dijo el anciano mientras tomaba asiento cerca de Francis—. No me gusta lo que el destino ha cargado sobre mis hombros.
Súbitamente, Francis lo miró, sorprendido.
—Por culpa de los tiempos que corren, el despertar del demonio, la gran guerra y la oportunidad que ahora se ha presentado ante nosotros, me veo forzado a indagarlo todo sobre la orden, sobre el sentido profundo de nuestra Iglesia; incluso el lado oscuro, mi joven amigo —añadió, estremeciéndose—. He convocado algunos demonios menores en mi cámara para aprender de ellos, para cerciorarme de que Bestesbulzibar ha sido realmente desterrado.
—Yo..., yo vi el libro —admitió Francis.
—El libro que Jojonah pensaba utilizar para causar el mal —prosiguió Markwart, sin que al parecer le preocupara que Francis hubiera visto el texto—. Sí, un libro muy perverso, y me sentiré muy feliz el día en que lo pueda volver a relegar al rincón más oscuro de la biblioteca más recóndita. Sería mejor para todos que lo destruyera de una vez.
—¿Por qué no lo haces?
—Conoces los preceptos de nuestra orden —le recordó Markwart—. Todos los ejemplares de un libro, excepto uno, pueden destruirse; pero es nuestra obligación, como protectores del saber, guardar un ejemplar. No temas, pues ese perverso tomo no tardará en volver a su lugar, y nadie lo tocará de allí durante siglos.
—No lo entiendo, padre abad —se atrevió a decir Francis—. ¿Por qué debes tenerlo contigo? ¿Qué puedes aprender en él?
—Más de lo que te imaginas —respondió Markwart con un largo suspiro—. He llegado a averiguar que el despertar del demonio no fue un accidente del destino, sino un acontecimiento provocado por alguien de Saint Mere Abelle. Jojonah, probablemente con Avelyn, consultó furtivamente ese libro. Él, o ellos, tal vez casualmente, debieron de ir a lugares donde no deberían haberse aventurado, y es posible que pudieran haber despertado a una criatura que es mejor dejar dormida.
Aquellas palabras causaron un gran impacto en Francis, lo dejaron sin aliento. ¿Había despertado el demonio Dáctilo a causa de los actos de un monje de Saint Mere Abelle?
—Es posible que Avelyn y Jojonah no fueran tan malos como yo creo —continuó Markwart—. Es posible que empezaran con buenas intenciones. Tal como discutimos en otra ocasión, las bases del humanismo están llenas de buenas intenciones; pero fueron corrompidos o, por lo menos, horriblemente embaucados por el ser que encontraron.
»No importa —añadió el padre abad mientras daba una palmada en la pierna de Francis y se levantaba—. Sea cual sea la causa, son responsables de sus actos y ambos encontraron el fin que se merecían. No me interpretes mal. Puedo sentir compasión por los hermanos extraviados, pero no siento dolor por sus muertes, ni les perdono su insensato orgullo.
—¿Y qué ocurrirá con el hermano Braumin y los demás?
Markwart soltó un bufido.
—Podemos apoderarnos de todo el reino —dijo—; ellos no me preocupan nada. Son ovejas descarriadas, que vagarán por el monte hasta que encuentren un lobo hambriento. Tal vez seré yo ese lobo, tal vez el obispo De'Unnero, o, más probablemente, otro que no tenga nada que ver con la Iglesia. No me importa. Mis ojos miran hacia Palmaris. Y los tuyos también deben hacerlo, hermano Francis. Pienso visitar la ciudad y tú me acompañarás —añadió.
Se fue hacia la puerta, pero antes de irse le lanzó una última y tentadora golosina.
—Mi séquito va a ser reducido: un solo padre, y ese hombre vas a ser tú —dijo Markwart, y se fue.
Francis permaneció largo rato sentado en la cama mientras trataba de asimilar aquellas palabras. Las evocaba y las veía como una explicación del libro maldito y de la estrella de cinco puntas. Aquellas imágenes horribles se arremolinaron en su interior, pero entonces la de Markwart no parecía tan perturbadora. A Francis le sorprendió comprobar que el padre abad fuera tan increíblemente corajudo y estoico al aceptar tan pesada carga por el mayor bien de la Iglesia y, por consiguiente, de todo el mundo. Sí, esa batalla era algo terrible, y en ese contexto, Francis encontró que era mucho más fácil perdonarse a sí mismo por la muerte de Grady. La lucha era necesaria, y cuando teólogos e historiadores contemplaran esos tiempos turbulentos, reconocerían que, a pesar de las dolorosas tragedias personales, el mundo resultante había sido un lugar mejor y más piadoso.
Francis miró de nuevo hacia adelante.
—¿Maese Francis? —preguntó en voz alta y sin apenas atreverse a decirlo abiertamente.
El padre abad Markwart estaba satisfecho de sí mismo cuando regresó a sus aposentos. Comprendió que la verdadera naturaleza del auténtico poder no se medía en términos de destrucción, sino de control.
¡Qué fácil le había resultado jugar con las debilidades de Francis! Con la culpa y los miedos, con el vacilante punto donde chocan la compasión y la ambición desesperada.
Muy fácil.
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15
La visión élfica del mundo
El aire de la noche era vigorizante y sólo unas pocas nubes oscuras, arrastradas en las alturas por el viento, manchaban el cielo. Un millón de estrellas brillaban a pesar del resplandor de la luna llena que aparecía por el este. Juraviel pensó que era una buena noche para el halo, pero ¡ay! la cinta de color no quiso aparecer.
El elfo se encontraba en ese momento muy al sur, en la región donde vallecitos rodeados estrechamente por árboles se esparcían entre campos cultivados, separados unos de otros por paredes secas. Avanzaba entre las sombras, corriendo y bailando, pues, aunque sabía que tenía que darse prisa, no podía resistir el gusto de pegar un brinco y de girar en el aire, lo cual lo desviaba del camino que había elegido. Y aunque a menudo veía velas encendidas en las ventanas de granjas recuperadas hacía poco tiempo, Juraviel iba cantando reposadas y cautivadoras melodías que le recordaban Andur'Blough Inninness.
Tan ensimismado estaba que transcurrieron muchos segundos antes de que percibiera otros cantos, cuya armonía llegaba hasta él a través del aire encalmado.
La canción no lo puso en guardia, sino que lo tranquilizó e hizo que arrancara a correr. Comprobó que su instinto y la percepción de la canción predilecta lo habían guiado bien. El corazón se le llenó de júbilo, pues realmente ansiaba ver de nuevo a sus hermanos. Los encontró en un bosquecillo de robles y de pinos esparcidos aquí y allá. En las caras de una docena de elfos se dibujaron amplias sonrisas. La presencia de un Touel'alfar, como Tallareyish Issinshine, al cual, a pesar de su avanzada edad, le encantaba salir del valle de los elfos, no sorprendió a Juraviel. Pero la presencia de una elfa en concreto lo dejó asombrado. Al principio, apenas se dio cuenta, pues llevaba la capucha puesta de forma que sólo se le veía el brillo de los ojos.
—Te hemos echado de menos, Belli'mar Juraviel —dijo la elfa.
Su voz, una voz especial, potente y melódica a la vez incluso en comparación con las de los elfos, detuvo la danza de Juraviel.
—Mi señora —dijo sin aliento, sorprendido, incluso asombrado, al descubrir que la señora Dasslerond en persona había salido del valle.
Juraviel se precipitó hacia ella y se arrodilló, tomó la mano que la elfa le ofrecía y la besó suavemente.
—La canción de Caer'alfar pierde sin tu voz —respondió la señora Dasslerond.
Ése era uno de los mayores cumplidos que un elfo podía decir a otro.
—Perdóname, señora, pero no lo entiendo —dijo Juraviel—. Has venido hasta aquí, pero sé que te necesitan en Andur'Blough Inninness. La huella del demonio Dáctilo...
—Sigue allí —respondió la señora Dasslerond—. Me temo que la señal dejada por Bestesbulzibar en nuestro valle sea profunda, y por tanto, la putrefacción ya ha empezado, una putrefacción que puede echarnos de nuestros hogares, del mismísimo mundo. Pero eso es algo que tardará décadas, tal vez siglos, en llegar, y ahora me temo que hay necesidades más urgentes.
—La guerra fue bien. Anímate, pues el Pájaro de la Noche está de nuevo en su sitio, o lo estará pronto —le contó Juraviel—. El país conocerá la paz una vez más, aunque su recuperación haya tenido un alto coste.
—No —repuso la señora Dasslerond—; todavía no, me temo. Es una constante en la historia de los humanos que las posguerras ocasionen los desórdenes mayores; sus jerarquías e instituciones están conmocionadas. Inevitablemente alguien pretende el liderazgo y, a menudo, es uno que no lo merece.
—¿Has oído hablar de la muerte del barón de Palmaris? —comentó Tallareyish—. ¿Y de la del abad Dobrinion, que estaba al frente de la Iglesia en Palmaris?
Juraviel asintió con la cabeza.
—Nos llegó la noticia antes de que el Pájaro de la Noche se fuera hacia el norte, a las Tierras Boscosas —explicó.
—Ambos eran buenos y dignos de confianza, para lo que son los humanos —explicó la señora Dasslerond—. Palmaris es un lugar importante para nosotros, dado que es la principal ciudad y la que dispone de mayor guarnición entre nuestro hogar y las tierras más pobladas de los humanos.
Juraviel sabía que Palmaris era una ciudad importante para los elfos, pero no podían ir allí abiertamente. Pocos humanos conocían su existencia; de hecho, a causa del trabajo de Juraviel en la guerra al lado del Pájaro de la Noche, el número de humanos que podían en verdad pretender que habían visto un elfo probablemente se había doblado durante aquellos últimos meses. Pero las acciones de los humanos interesaban a los elfos, y la señora Dasslerond había enviado elfos a Palmaris, de vez en cuando, durante las últimas décadas.
—No nos gustan los rumores que vienen de la ciudad —comentó Tallareyish—. Hay una lucha en el seno de la Iglesia de los humanos, en la que nosotros, mejor dicho, tú, inadvertidamente, has representado un papel.
—No tan inadvertidamente —repuso Juraviel. Le sorprendió que le dirigieran unas miradas, en cierto modo, acusadoras, y levantó las manos—. ¿Acaso no fue la mismísima señora Dasslerond la que me ordenó que fuera a la montaña de Aida? —preguntó—. ¿Y no fue ella la que salió de Caer'alfar para venir en mi ayuda cuando Bestesbulzibar descendió sobre mí y los humanos refugiados?
—Tienes razón —asintió la señora Dasslerond—, y fue Tuntun, no Juraviel, la que completó nuestro destacado papel en el viaje a la montaña de Aida.
—Incluso llevaste el demonio a nuestro hogar —respondió Juraviel—. Y no estoy en desacuerdo con tu decisión —añadió enseguida al ver cómo ella fruncía el ceño—; de hecho, de no ser por esa decisión, yo habría sido destruido al norte de nuestro valle.
—Y ahí debería haber acabado el asunto —explicó la señora Dasslerond—, en Andur'Blough Inninness para nosotros y en la montaña de Aida para Tuntun. Nuestra participación en ese conflicto había terminado con la destrucción del demonio Dáctilo.
La fuerza de sus palabras impresionó a Juraviel. De hecho, los elfos habían dado por concluida su intervención en el conflicto hasta que el Pájaro de la Noche y Pony llegaron a las laderas montañosas situadas sobre el valle de los elfos. Un encantamiento les impedía la entrada, así que Juraviel había salido a su encuentro. Entonces, con la bendición otorgada de mala gana por la señora Dasslerond, Juraviel se había ido con la pareja para participar en la batalla contra los restos dispersos del ejército del demonio Dáctilo.
—Si me hubieras mandado que me quedara en Andur'Blough Inninness —dijo Juraviel, con suavidad, a la señora del valle—, habría obedecido sin quejarme. Me limité a seguir la iniciativa que me pareció más válida.
—¿Hasta llegar a Saint Mere Abelle? —comentó Tallareyish en un tono no precisamente suave.
«Ahí está —advirtió Juraviel— el límite de la tolerancia de los elfos.» La señora Dasslerond le había encargado que, junto al Pájaro de la Noche y Pony, se ocupara del progreso de la guerra contra trasgos, gigantes y powris, pero él había seguido al guardabosque y se había mezclado en asuntos estrictamente humanos.
Juraviel bajó la vista al suelo ante la gran señora élfica.
—Fui a Saint Mere Abelle para rescatar al centauro Bradwarden, que es amigo de los elfos desde hace muchos, muchos años —dijo con humildad.
—Lo sabemos —respondió la señora Dasslerond.
Tras un buen rato, todos los elfos empezaron a hablar a la vez: susurraban el nombre del centauro. Juraviel oyó que pronunciaban varias veces la palabra justificado, y al final reunió el coraje necesario para mirar a los ojos de la señora.
La señora Dasslerond lo examinó con atención durante unos momentos, y luego asintió lentamente con la cabeza.
—No puedo, en conciencia, discutir tu decisión —admitió—, pues no entendiste del todo las consecuencias de involucrarte en semejantes asuntos. Bueno, ¿qué novedades hay de Bradwarden?
—Está en el norte, con el Pájaro de la Noche —respondió Juraviel.
Antes de que entrara en detalles, uno de los elfos, desde lo alto de una rama de un árbol vecino, indicó que alguien se acercaba, y en un instante todos los elfos desaparecieron en el sotobosque.
Poco después, pudieron ver la luz de una antorcha que serpenteaba entre los árboles, y Juraviel sonrió al reconocer a uno de los dos humanos que aparecieron ante su vista.
—Conoces a ése —afirmó la señora Dasslerond mientras señalaba hacia Roger.
Entretanto, varios elfos empezaron a cantar suavemente, y sus voces se fundieron con los sonidos naturales del bosque nocturno. Con su canción predilecta, urdieron un muro sónico, una barrera mágica, a través de la cual no pasaban las voces de los elfos, que podían continuar sus conversaciones sin temor a que los oyeran los humanos que se acercaban.
—Roger Billingsbury —confirmó Juraviel—, aunque es más conocido como Roger Descerrajador, un apodo bien ganado.
La inclinación de cabeza de la señora Dasslerond demostró que también ella había oído hablar de las hazañas de Roger Descerrajador.
—¿Y el otro? —preguntó—. ¿Lo conoces?
Juraviel observó al hombre con todo detalle para tratar de recordar si lo había visto durante algunas de las raras ocasiones en que él y sus dos compañeros se habían cruzado con monjes camino de Saint Mere Abelle.
—No —contestó—; creo que no lo he visto nunca.
—Se llama Braumin Herde —le explicó Dasslerond—. Es un discípulo del hermano Avelyn.
—¿Discípulo? —repitió Juraviel con escepticismo.
—Hay cinco hombres con Roger —explicó la señora—; todos son hermanos de la orden abellicana y devotos de tu antiguo compañero Avelyn. Roger los conduce hacia el norte en busca del Pájaro de la Noche, pues ahora son unos proscritos para la Iglesia, hombres sin hogar.
La expresión de Juraviel dejaba entrever algunas dudas.
—¿O son hermanos Justicia —preguntó— que hacen ver que son amigos para localizar a Jilseponie y las gemas que Avelyn sacó de Saint Mere Abelle?
—Son sinceros —le aseguró la señora Dasslerond—. Los hemos vigilado cuidadosamente durante estos últimos días y hemos escuchado todas sus conversaciones.
—¿Os han visto?
—Sólo Roger —dijo la señora—. Se lo ha contado a los demás, pero no le han creído —añadió.
Echó una ojeada a Juraviel, y luego observó a los dos hombres que se acercaban.
—Tal vez ha llegado el momento de las presentaciones formales —dijo la señora Dasslerond.
Ostensiblemente, salió al paso de los hombres de la antorcha. ¡Cómo se desorbitaron los ojos de Braumin Herde al ver a la señora Dasslerond, y cómo los ojos y la sonrisa de Roger se iluminaron cuando Belli'mar Juraviel avanzó junto a la señora de Andur'Blough Inninness!
—¡Juraviel! —exclamó Roger mientras corría a saludar a su amigo—. ¡Cuánto tiempo sin vernos! —comentó.
Sin embargo, la emoción de Roger disminuyó al mirar a su compañero y ver que Braumin Herde retrocedía y temblaba a cada paso, mientras la luz de la antorcha le iluminaba un rostro cada vez más pálido.
—¡Calma, hermano Braumin! —le dijo la señora Dasslerond.
En su voz había una sensación imperativa superior a todo lo que el monje había oído hasta entonces, incluso superior al poder del severo tono de Markwart en las últimas reuniones en la abadía. Braumin se detuvo en seco.
—¿No te ha hablado Roger Descerrajador de nosotros? —preguntó con franqueza—. ¿Acaso no te dijo que probablemente encontraríais al hombre que buscáis en compañía de Belli'mar Juraviel, de los Touel'alfar?
—Yo..., yo había pensado... —tartamudeó Braumin.
—Somos exactamente tal como Roger nos ha descrito —prosiguió la señora Dasslerond.
—¿Descerrajador? —repitió Braumin mirando a su amigo.
—Un apodo más que un nombre —repuso Roger.
—Lo sabemos porque mientras os hablaba de nosotros, estábamos en los árboles encima de vosotros —prosiguió la señora Dasslerond—. Así pues, sorpréndete de que semejantes leyendas sean verdad, pero deja que se te pase pronto la sorpresa, pues tenemos mucho de que hablar.
El hermano Braumin exhaló un profundo suspiro y se serenó tanto como pudo. Roger, atrapado por sorpresa, miró con expresión interrogante a Juraviel. Trató de acercarse una vez más a él, pero su amigo, cauteloso ante el temperamento de la señora Dasslerond, lo mantuvo a raya.
—Condúcenos a tu campamento para que nos reunamos con tus compañeros —ordenó la señora Dasslerond—; no me gusta contestar dos veces a las mismas preguntas.
La reacción en el campamento fue la esperada: los cuatro monjes quedaron absolutamente asombrados al comprobar que las inverosímiles historias de Roger eran ciertas. El hermano Castinagis consiguió controlarse con un decidido esfuerzo, al igual que Dellman; pero Mullahy se quedó mudo, sentado en el suelo con la mirada fija, y Viscenti se tambaleó de la emoción y tropezó varias veces, y en una de ellas poco faltó para que se cayera al fuego tan largo como era.
—Belli'mar Juraviel nos trae buenas noticias —empezó diciendo la señora Dasslerond cuando al fin los monjes se calmaron—, pues el Pájaro de la Noche no está lejos de aquí, aunque se dirige hacia el norte como nosotros. Lo encontraremos en Dundalis, en las Tierras Boscosas.
—Y al centauro —comentó Roger—. Os vais a quedar asombrados de lo fuerte que es, si se ha restablecido totalmente de sus heridas.
—Se ha restablecido —le aseguró Juraviel, mientras sonreía a Braumin y a Dellman, los cuales ya se habían encontrado antes con Bradwarden.
—Y a Pony —comentó Roger, obviamente encantado con el solo hecho de pronunciar su nombre—. Jilseponie Ault —explicó—; entre las amistades de Avelyn, era su mejor amiga y su mejor discípula.
Juraviel no dijo nada, pero la observadora señora Dasslerond captó la mirada que por un instante apareció en la cara del elfo y se dio cuenta de que éste tenía alguna información que contradecía la afirmación de Roger.
—Es única con vuestras gemas —prosiguió Roger.
La sorprendente confesión llamó la atención de la señora Dasslerond e hizo que fijara su atención en los cinco monjes para analizar sus reacciones. No vio ningún indicio de intenciones ocultas, y dado que habitualmente leía con facilidad los corazones de los humanos, se quedó tranquila.
—Tal vez si constituimos nuestra propia Iglesia, Jilseponie Ault se avendrá a devolver las gemas —comentó Castinagis.
Roger se rió de aquella idea.
—Si constituís vuestra propia Iglesia, una Iglesia basada en la vida de Avelyn Desbris, deberéis pedir a Pony que sea vuestra madre abadesa —dijo.
—Una petición que ella, sin duda, consideraría muy halagadora —dijo la señora Dasslerond—; pero veamos el camino que nos aguarda en vez pensar en lo que podamos encontrar al final del mismo.
—De hecho, el camino parece menos tenebroso ahora que hemos encontrado semejantes aliados —dijo Braumin Herde con una profunda reverencia.
—Compañeros de viaje —le corrigió severamente la señora Dasslerond—; no interpretes mal nuestra relación —continuó diciendo la señora de Andur'Blough Inninness con voz aguda y clara—. Parece que vuestro camino y el nuestro, por el momento, coinciden, y por consiguiente nos beneficiará ir juntos. Seremos vuestros exploradores desde el bosque, y vosotros os enteraréis de lo que podáis con los humanos que encontremos por el camino. Pero la conveniencia no siempre constituye una alianza; no obstante, si nos tropezamos con un enemigo común, gigante, trasgo o powri, mi gente y yo lo destruiremos, y por tanto, en esa situación concreta podéis considerarnos aliados.
Roger miraba fijamente a Juraviel mientras la señora hablaba, desconcertado por su tono distante e incluso áspero. La expresión de Juraviel no le sirvió de mucho. El elfo comprendía la sorpresa de Roger; hasta entonces, el único elfo que el joven había conocido era el propio Juraviel. Pero la señora Dasslerond hablaba como responsable del destino de los Touel'alfar. Juraviel sabía que aquella actitud hacia los humanos no era infrecuente.
—Sin embargo —continuó la señora Dasslerond mientras miraba a todos y a cada uno de los seis hombres—, podríamos toparnos con enemigos exclusivamente vuestros: soldados del rey, tal vez, u hombres de vuestra Iglesia. En ese caso, la batalla es problema vuestro únicamente. Los Touel'alfar no deben implicarse en asuntos humanos.
A Juraviel esa última frase lo afectó profundamente, pues sabía que la señora Dasslerond la había formulado de aquella manera para que él se diera por aludido.
—Sólo quería... —trató de explicar el pobre Braumin.
—Sé lo que querías —le aseguró la señora Dasslerond—. Y sé lo que supones.
—No quería molestarte.
La señora Dasslerond se rió ante tal idea y no disimuló su aire de superioridad.
—Simplemente, te muestro las cosas tal como son —dijo en tono flemático—, ya que los malentendidos respecto de nuestra relación resultarían fatales.
Dirigió una señal hacia los árboles que los rodeaban. Las ramas se movieron ligeramente cuando los elfos se internaron en la oscura noche del bosque.
—Debéis montar guardia esta y todas las noches —les explicó la señora Dasslerond a los hombres—. Nosotros estaremos preparados para dar la alerta si algún monstruo merodea por los alrededores, pero si el intruso es un humano, únicamente os protegerá vuestra propia vigilancia.
Dicho esto, se dio la vuelta seguida por Juraviel y se alejó lentamente. No se perdió en las sombras enseguida, como los demás elfos, sino que permitió que los hombres la contemplaran el mayor tiempo posible para que le tomaran las medidas.
También Juraviel tomó buena nota de la actitud de la señora: fue un buen recordatorio de la naturaleza de las relaciones entre elfos y humanos. Juraviel tenía grandes amigos entres los hombres, pero se le había recordado inequívocamente que aquello se apartaba de la norma.
Una vez en el bosque, la señora Dasslerond ordenó a Tallareyish que situara a los demás elfos en lugares de vigilancia y que se distribuyeran de tal forma que también pudieran observar el campamento de los humanos. Juraviel se ofreció voluntario para ocupar uno de esos lugares, pero la señora Dasslerond lo dispensó de esa obligación.
—¿Crees que no tendremos demasiados problemas en encontrar al Pájaro de la Noche? —le preguntó cuando Tallareyish y los demás se hubieron ido.
—No está escondido —respondió Juraviel—, y aunque lo esté, su lugar predilecto es el bosque.
—El guardabosque ahora es importante para nosotros —dijo la señora Dasslerond—; he tenido gente destacada en Palmaris, Tallareyish entre ellos, desde que emprendiste viaje al este. Sobre todo hemos vigilado a la Iglesia, y no estoy precisamente animada con todo lo que hemos visto.
Juraviel asintió con un movimiento de cabeza.
—El Pájaro de la Noche puede representar en todo esto un papel importante —explicó la señora Dasslerond—, de manera que nos aseguremos que el resultado sea el que más nos convenga.
—Y también Jilseponie —comentó Juraviel.
—Sí, la mujer —dijo la señora Dasslerond—; háblame de ella. No está con el Pájaro de la Noche, eso quedó muy claro a la vista de tu reacción ante las afirmaciones de Roger.
—Está en Palmaris —dijo Juraviel—, o debería estarlo.
—¿Tienes miedo por ella?
—La Iglesia la busca desesperadamente —respondió Juraviel—, pero Jilseponie es una guerrera experta, y su poder con las gemas es, desde luego, considerable.
—Pero no es de nuestra incumbencia —puntualizó la señora Dasslerond.
—El Pájaro de la Noche le enseñó la bi'nelle dasada —confesó Juraviel—, y es maravillosa.
La señora Dasslerond apretó las mandíbulas y se puso muy rígida. En los árboles vecinos, los elfos jadearon y murmuraron, obviamente ofendidos. Juraviel no se sorprendió por esa reacción, pues también él se había molestado cuando por primera vez supo que el Pájaro de la Noche había compartido semejante don, un don que tan sólo los Touel'alfar podían otorgar. Pero entonces contempló cómo Pony entretejía bellísimas evoluciones con el Pájaro de la Noche, como si lucharan juntos contra múltiples trasgos, y no pudo negar que era merecedora de aquel don y que el Pájaro de la Noche la había enseñado bien.
—Te pido, señora mía, que reserves tu juicio hasta que veas bailar a Jilseponie —imploró—; o mejor aún, que la veas danzar al lado del Pájaro de la Noche. La armonía de sus pasos es...
—Ya es suficiente, Belli'mar Juraviel —lo interrumpió la señora Dasslerond, con frialdad—. Ya nos ocuparemos de eso otro día; ahora tenemos que pensar en el guardabosque y en si utiliza los dones que le concedimos de la manera más conveniente para los intereses de los Touel'alfar.
—Deberíamos también ocuparnos de Jilseponie —se atrevió a discrepar Juraviel.
—¿Lo dices por lo de las gemas? —preguntó la señora—. ¿Por haber aprendido la bi'nelle dasada? Eso no la convierte en amiga de los Touel...
—Porque está esperando un hijo —la cortó Juraviel—, un hijo del Pájaro de la Noche.
La señora Dasslerond se quedó intrigada. ¡El hijo de un guardabosque! No era algo sin precedentes, pero sí raro.
—Entonces, el linaje de Mather continuará —exclamó Tallareyish desde debajo de la cubierta vegetal—. ¡Qué bien!
—Estará bien si Jilseponie demuestra ser digna —repuso la señora Dasslerond, mirando con expresión dura a Juraviel.
—Superará todas tus expectativas —le contestó el elfo—. Es excepcional que dos humanos tan dignos vayan a tener un hijo —añadió sin saber si la señora de Andur'Blough Inninness se alegraba o no.
—¿Ibas a Palmaris a velar por ella? —preguntó.
—Pensé hacerlo —admitió Juraviel—; pero, no, preferí volver a casa, a Caer'alfar, pues anhelaba la amable compañía de los míos.
—La has encontrado —dijo la señora Dasslerond—. ¿Estás satisfecho?
Juraviel comprendió el honor que le había conferido la señora Dasslerond al haberle dado la opción de elegir.
—Estoy satisfecho —dijo—, y por tanto, con tu permiso, decido quedarme contigo para tomar la carretera del norte en busca del Pájaro de la Noche.
—No —repuso la señora Dasslerond, lo que sorprendió no poco a Juraviel—. Dos continuarán hacia el norte para escoltar a los humanos, pero mi rumbo, y también el tuyo, ahora va hacia el sur.
—¿Hacia Jilseponie? —preguntó Juraviel.
—Quiero conocer bien a esa mujer que tendrá un hijo del Pájaro de la Noche —explicó la señora Dasslerond—, a esa mujer que ha aprendido la bi'nelle dasada, aunque no fueran los Touel'alfar quienes se la enseñaran.
Juraviel sonrió, pues estaba seguro de que la señora quedaría satisfecha.
Aquella mañana, sólo un par de elfos siguieron los movimientos de Roger y de los monjes, mientras los demás se dirigían rápidamente hacia el sur entre danzas y carreras.
—Lo levantamos, lo derribaron, así que lo levantamos de nuevo, y lo volvieron a derribar —se lamentó Tomás Gingerwart mientras miraba fijamente las ruinas carbonizadas de Dundalis.
El lugar había sido completamente devastado, ni una sola tabla se había salvado de la quema o de la destrucción.
—Y aquí estamos otra vez, tercos, insensatos, dispuestos a reconstruirlo de nuevo —añadió.
Se disponía a soltar una risita, pero se contuvo al ver el profundo dolor reflejado en el rostro de Elbryan.
—Cuando Dundalis fue saqueado por primera vez, yo era un muchacho —explicó el guardabosque. Señaló los restos calcinados de un edificio cerca del centro—. Ésa era la taberna de Belster O'Comely —explicó—. El Aullido de Sheila. Pero antes, mucho antes de que Belster y los demás que conociste hubieran venido al norte, era mi casa.
—¡Ah!, era un bonito pueblo en aquellos viejos tiempos —comentó Bradwarden, que sorprendió a Elbryan y a Tomás al salir de unos arbustos y dejarse ver ante todos.
Tomás les había hablado a los demás del centauro, y muchos lo habían visto de forma muy fugaz, pero todo el mundo emitió un grito sofocado.
—Me gustaba más aquel primer pueblo que el segundo —dijo Bradwarden—; se escuchaban más canciones de niños, como las tuyas y las de Pony.
—¿También Pony era de Dundalis? —preguntó Tomás—. No conozco la historia.
—Y ahora no tenemos tiempo para contártela —repuso Elbryan—; tal vez esta noche, cuando hayamos acabado el trabajo y estemos reunidos en torno al fuego.
—Pero ¿por qué la antigua aldea estaba llena de chiquillos y la segunda no? —insistió un hombre.
—El segundo grupo, compañeros de Belster, fue hacia el norte, a un pueblo que había sido destruido —explicó Elbryan—; al igual que nuestra caravana, conocían la historia reciente de Dundalis y no llevaban niños con ellos. Era gente más fuerte que los que vivían en el primitivo pueblo.
—Y sin embargo, también los habrían matado a todos de no ser por un guardabosque que velaba por ellos —observó el centauro.
Elbryan no dio mucha importancia al cumplido, pero, en realidad, se sentía muy orgulloso por haber ayudado a salvar a la mayoría de los habitantes de Dundalis antes de la llegada del ejército de Bestesbulzibar. La gente se encontraba en la misma situación que había costado la vida a su propia familia y a sus amigos, y mediante los dones de los Touel'alfar, había conseguido que las cosas sucedieran de forma sustancialmente distinta.
—Y aquí estamos, dispuestos a reconstruir de nuevo este lugar —comentó Tomás.
—¡Ah!, pero contarás con el guardabosque —dijo el centauro.
Tomás miró largo y tendido a Elbryan, y vio que la sombra de dolor no había desaparecido de sus ojos verde oliva.
—Vamos a reconstruirlo —propuso mientras posaba una mano en el hombro del guardabosque—, pero no tiene por qué ser en el mismo lugar; hay otros sitios adecuados.
Elbryan lo miró sinceramente impresionado por su delicadeza y por su propuesta.
—Aquí —respondió—. Dundalis se alzará de nuevo para desafiar a trasgos y a demonios, y a quienquiera que intente detenernos. Aquí mismo, un pueblo como el de antes, y cuando la región esté apaciguada, traeremos gente, mayores y niños, para que llenen el aire con sus canciones.
El grupo se convirtió en un hervidero de murmullos de asentimiento.
—Pero ¿por dónde empezamos? —preguntó una mujer.
—Por esa colina —contestó Elbryan sin vacilar, mientras señalaba la ladera del norte—. Una torre allá arriba permitirá otear todos los senderos del norte. Y aquí abajo, empezaremos con una resistente casa común: un lugar para beber y cantar en tiempos de paz, un refugio cuando llegue el invierno, y una fortaleza si volviese a amenazar la guerra.
—Parece como si lo tuvieras todo planificado —comentó Tomás.
—Miles de veces —repuso Elbryan—, todos y cada uno de los días desde que me vi obligado a correr y a esconderme en el bosque. Dundalis renacerá de sus cenizas, y en esta ocasión, para persistir.
Aquella manifestación provocó sonrisas, murmullos de entusiasmo e incluso aplausos.
—¿Y los otros pueblos? —preguntó Tomás.
—De momento, no tenemos los recursos humanos necesarios para recuperar Prado de Mala Hierba ni Fin del Mundo —explicó Elbryan—. Bradwarden y yo mismo vamos a ir a explorarlos, pero por ahora los dejaremos como están. Una vez que Dundalis haya revivido y progresado de nuevo, acudirán más pobladores, y les ayudaremos a recuperar esas dos aldeas.
—¿Ambas con una casa común que sirva de fortaleza? —preguntó Tomás con una risita.
—Y una torre —repuso Elbryan.
—Y un guardabosque —dijo Bradwarden con una carcajada—. ¡Ah, vas a correr por todas partes, Pájaro de la Noche!
Así pues, aquel mismo día se pusieron manos a la obra. Recogieron escombros y marcaron líneas para algunas de las futuras construcciones. Aquella misma tarde hicieron los cimientos del edificio central, perfilaron las paredes y las primeras vigas de la estructura de la base de la torre que Elbryan quería levantar y desde la que se dominaría el valle de musgo caribú.
Arriba, en la cresta de la ladera norte, el guardabosque revivió alguno de los más vívidos e intensos recuerdos de su juventud: su padre a la cabeza de los cazadores que regresaban con el trasgo muerto, el primer signo inquietante; los muchos días pasados con Pony, mientras contemplaban el hermoso manto blanco de los arbustos que cubrían el campo en torno a las hileras de abetos; la noche en que Pony y él subieron allí y quedaron paralizados por la espectacular visión del halo multicolor de Corona, que brillaba en el sur, de una a otra parte del firmamento, como un arco iris celestial.
Y tal vez el recuerdo más vívido de todos y el más doloroso: su primer beso a Pony, la deliciosa y cálida sensación destruida por gritos cuando los trasgos saquearon el pueblo.
Aquella noche en torno a la fogata del campamento, les contó esos recuerdos a Tomás y a todos los demás. Estaban cansados después de la dura jornada de trabajo y sabían que les esperaba otro tanto el día siguiente, pero nadie se durmió, fascinados por el relato que el guardabosque les iba urdiendo. La luna ya se había puesto cuando acabó su narración, y todos se pusieron a dormir aún más convencidos de que Dundalis se levantaría de nuevo
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