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Política
Hay algo liberador en esta clase de vida, tío Mather, algo auténtico y sincero al vivir entre peligros constantes en las fronteras de las así llamadas tierras civilizadas. He observado a Tomás y a sus amigos, muchos de los cuales habían pasado la mayor parte de sus vidas en Palmaris, y he sido testigo del cambio: gradual, pero considerable, si comparo su estado actual con las actitudes que observé en ellos cuando llegaron por vez primera a Caer Tinella. Creo que su forma de guardar las apariencias y sus pretensiones se han ido esfumando paulatinamente, y han salido a la luz los verdaderos rostros de esos hombres y mujeres. Y yo, que crecí en Dundalis y entre los francos —a veces brutalmente francos—, Touel'alfar, prefiero con mucho estos rostros.
La simple supervivencia aquí requiere confianza, y la confianza exige honestidad; sin ella, todo corre riesgo, pues cuando el peligro acecha, la cooperación es la clave de la supervivencia. Conozco a mis amigos, tío Mather, y a mis enemigos, y de buen grado aceptaría una lanza dirigida a un amigo del mismo modo que éste lo haría por mí. Esa idea de mutua ayuda, de auténtica comunidad, ha sido enterrada en las tierras donde la emoción de vivir al borde del peligro ha sido sustituida por la competición de intrigas y la formulación de secretas alianzas. Una vida segura y cómoda, al parecer, permite que emerjan los aspectos más tenebrosos del ser humano.
He pasado muchas horas pensando en eso desde mi viaje por las tierras pobladas, por Palmaris y hasta Saint Mere Abelle. Tal vez la gente se aburra allí, pues casi todos los riesgos de la vida y las aventuras se han eliminado, y por eso las personas se han inventado sus propias aventuras, falsas aventuras. El grado de intrigas que he encontrado en las pobladas regiones del sur, en particular entre los miembros de la Iglesia, me ha abrumado. Casi se diría que esa gente tiene demasiado tiempo para pensar y que se sienta a sacar improbables conclusiones de creencias equivocadas.
No podría sobrevivir en ese mundo y no me dignaría a intentarlo. Quiero dejar que las salidas y las puestas del sol y de la luna guíen mis horas, y que el tiempo y las estaciones guíen mis acciones. Quiero comer lo suficiente para mi sustento y no caer nunca en la glotonería, y siempre me acordaré de apreciar a los animales y plantas que contribuyen a mi alimentación. Quiero conservar la naturaleza en un estado de gracia y situarme humildemente por debajo de ella, teniendo siempre presente que podría destruirme en un abrir y cerrar de ojos. Toleraré las debilidades ajenas, pues en ellas veré las mías propias. Y levantaré mi espada o mi arco sólo en defensa propia, jamás por un beneficio personal.
Éstos son los votos que se me ocurrieron durante mis meditaciones, tío Mather, y sé que serán las pautas de conducta del guardabosque. Elegí vivir con sencillez y honestidad, tal como hizo mi padre y tal como hiciste tú, tío Mather, y también tal como me enseñaron los Touel'alfar, aunque los de los reinos más cultos y civilizados parecen haberlo olvidado.
La idea de un mundo insípido me hace estremecer.
Elbryan Wyndon
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16
Lecciones
Durante las dos semanas que siguieron al discurso del nuevo obispo, Palmaris cambió sensiblemente. Cada cuatro días, Saint Precious se llenaba hasta rebosar: más de dos mil personas celebraban a la vez los ritos sagrados. Pocos se atrevían a cuestionar por qué esos ritos incluían la colecta de monedas del reino de plata y oro con un oso grabado o, incluso, si las personas no tenían dinero, de joyas o ropa.
Aparentemente, había pocas muestras de descontento. La exhibición de fuerza del obispo —monjes y soldados patrullando diariamente por las calles— mantenía la paz y dibujaba unas sonrisas, a menudo forzadas, en los rostros de todos los fieles allí reunidos. En palabras de Pony, era «fe por intimidación».
La situación empeoró para los behreneses de los alrededores de los muelles. Desde que De'Unnero había tomado posesión del cargo, los soldados y los monjes tenían mano libre para hostigarlos, pero incluso los ciudadanos comunes y corrientes de Palmaris insultaban, escupía y arrojaban piedras a los «extranjeros». Los behreneses, con su piel oscura y sus distintas costumbres, eran fácilmente identificables. Pony advirtió que eran una perfecta cabeza de turco para De'Unnero. La joven pasó muchos días en los muelles para observarlos y analizarlos; le pareció obvio que los behreneses, aunque no parecían dar señales de ello, habían empezado a establecer un plan orientado a su seguridad colectiva. Todos los días, antes de que llegaran los soldados y los monjes, aunque no seguían ninguna planificación, la mayoría de los behreneses más débiles —ancianos, enfermos, mujeres con niños— desaparecían.
Y según observó Pony, siempre andaba por allí el mismo puñado de hombres y un par de mujeres, dispuestos a recibir los ataques a su dignidad y a su cuerpo.
Un tipo atrajo especialmente su atención, y lo observó con sumo cuidado. Era un marinero alto, de piel oscura, que estaba al mando de un barco llamado Saudi Jacintha; parecía un hombre de cierto renombre, alguien a quien los monjes no molestaban. Pony sabía que se llamaba capitán Al'u'met, pues había sido él quien los había transportado en transbordador a ella, Elbryan, Bradwarden y Juraviel a través del Masur Delaval cuando regresaron de Saint Mere Abelle. Habían acudido a él por recomendación de maese Jojonah y, con el escrito del monje en la mano, tuvieron el transporte asegurado sin preguntas indiscretas.
Al'u'met era mucho más que un pirata, advirtieron Pony y los demás, y mucho más que el capitán de un transbordador de alquiler. Era amigo de Jojonah; la recomendación del padre había sido del más alto nivel, unas palabras que se basaban más en los principios que en el pragmatismo. En ese momento, parecía que el capitán estaba dando otra vez pruebas de coraje. Se diría que se mantenía al margen del tumulto mientras paseaba por la cubierta de su barco, pero Pony lo vio en varias ocasiones intercambiando señales con el líder de los behreneses.
El trabajo de Pony con Belster iba muy bien. La mayor parte de los miembros de la tupida red no simpatizaban en absoluto, para alivio de Pony, con el nuevo obispo. Ella soñaba con vincular el grupo a los behreneses, pero sabía que eso resultaría una tarea más difícil.
El capitán del Saudi Jacintha podría ser la pieza clave.
—Hoy os acompañaré personalmente —explicó un agitado De'Unnero al hermano Jollenue y a varios soldados.
Se preparaban para salir de la abadía con objeto de realizar su ronda diaria por el barrio de los mercaderes y proseguir la incansable búsqueda de gemas. La noche anterior, el obispo, mediante el granate, había detectado que en una mansión particular utilizaban una poderosa piedra, una casa que los monjes ya habían visitado. El mercader les había jurado que no tenía piedras mágicas.
El hermano Jollenue echó un vistazo lleno de sospechas y miedos a De'Unnero. Jollenue había sido nombrado jefe de la requisa de gemas emprendida por De'Unnero. En la abadía habían circulado rumores —aunque la mayoría provenían de hermanos celosos de las atenciones que el nuevo obispo le otorgaba— de que Jollenue había estado haciendo tratos con los mercaderes y les había permitido conservar las gemas de más valor y entregar sólo las piedras menos poderosas.
—No fallaré, mi señor —comentó el monje, un hermano de quinto año—. He sido muy riguroso.
La mirada de De'Unnero fue de incredulidad.
—No..., no me gusta importunar a un hombre tan importante y ocupado como tú —tartamudeó el hermano Jollenue, derritiéndose bajo aquella mirada—. Procuro cumplir con mi deber.
De'Unnero continuó con la vista clavada en él; disfrutaba contemplando el sufrimiento de su subordinado. Su decisión de acompañar al monje no había tenido nada que ver con la falta de confianza en él, sino que se debía a su aburrimiento... y a la oportunidad de darle un escarmiento al mercader mentiroso.
—Si has oído algo poco ejemplar respecto a mi forma de desempeñar esta misión de vital importancia que me has asignado... —empezó a decir un nervioso Jollenue.
—¿Debería de haberlo oído? —lo interrumpió De'Unnero, incapaz de resistir.
El joven hermano temblaba, y el sudor le goteaba por la frente.
—No, no, mi señor —respondió el hombre inmediatamente—. Quiero decir... que sólo son acusaciones falsas de algunos hermanos celosos.
De'Unnero se lo estaba pasando bien; en realidad, no había oído la menor queja contra Jollenue.
—Recogí todas las piedras —prosiguió Jollenue, con un punto de desesperanza en la voz. Luego se fue animando a medida que hablaba, mientras agitaba las manos—: Jamás permitiría que un hombre ajeno a la Iglesia tuviera ni siquiera un diminuto diamante, aunque su casa estuviera desprovista de velas —afirmó Jollenue—. Reza en la oscuridad, le diría; confiésate los pecados a ti mismo. Deja que Dios...
Las palabras del monje se convirtieron en un gruñido cuando De'Unnero le agarró una de sus oscilantes manos y le dobló el pulgar hacia atrás. Antes de que el hermano pudiera reaccionar, el obispo se situó al lado de Jollenue, puso el dedo índice debajo de la oreja del pobre hombre y le apretó en el punto más sensible.
Paralizado por el dolor, el pobre Jollenue, sólo pudo gemir e implorar gracia.
—Vaya, querido hermano Jollenue —comentó el obispo De'Unnero—, jamás se me ocurrió que pudieras estar defraudándome y defraudando a la Iglesia.
—Por favor, mi señor —jadeó Jollenue—. No he hecho tal cosa.
—¿Me estás mintiendo? —preguntó, tranquilamente, De'Unnero mientras apretaba el dedo con tanta fuerza que las piernas del monje se doblaron.
—¡No, mi señor!
—Sé muy bien la verdad —afirmó De'Unnero—. Te voy a dar una última oportunidad de confesarla; si mientes, apretaré hasta que el dedo te llegue al cerebro. Es una muerte muy dolorosa, te lo aseguro —añadió. Jollenue iba a contestar, pero De'Unnero apretó aún más—. Una última oportunidad —repitió De'Unnero—: ¿Me has engañado?
—No —consiguió decir Jollenue, y De'Unnero lo soltó.
El monje se desplomó y se arrolló en el suelo mientras gruñía y se llevaba la mano a un lado de la cabeza.
De'Unnero escudriñó con la vista a los soldados, y todos retrocedieron respetuosamente.
La reacción complació inmensamente al nuevo obispo.
Una vez recuperado Jollenue, emprendieron la marcha: media docena de soldados y dos monjes. Al principio, Jollenue iba a un paso por detrás de De'Unnero, pero el obispo le hizo señas para que se pusiera a su lado.
—Has estado ya antes en esta casa, o quizás estaba asignada a otro grupo —explicó De'Unnero—. No importa —añadió enseguida, al ver que el monje se ponía muy nervioso, mientras trataba de encontrar alguna excusa para aquel fallo—. Al parecer, ese mercader es astuto. No estoy seguro de si entregó algunas gemas y se guardó las más preciadas, o si de alguna manera se las apañó para eludirnos.
—Pero por poco tiempo, al parecer —dijo, esperanzado, Jollenue.
Los labios de De'Unnero dibujaron algo que igual podía ser una sonrisa que un gruñido, echó un vistazo a Jollenue y apretó el paso, caminando con determinación. No tardaron en llegar al barrio de los mercaderes. Recorrieron una calle empedrada con guijarros, setos pulcramente recortados a ambos lados e imponentes mansiones de piedra separadas unas de otras; parecían fortalezas individuales, pues disponían de un muro que las rodeaba.
—Ésa —exclamó De'Unnero, señalando una vivienda más bien austera, de piedra marrón.
El hermano Jollenue asintió con la cabeza y bajó la vista.
—¿La inspeccionaste? —inquirió De'Unnero.
—Aloysius Crump —respondió el monje—; un hombre jovial, fuerte de cuerpo y de espíritu. Se trata de un comerciante de lujosas ropas y pieles.
—¿Se opuso a tu derecho a registrar?
—Nos permitió entrar —explicó uno de los soldados—; cooperó perfectamente, mi señor, tanto como un hombre orgulloso como maese Crump puede cooperar ante algo tan indigno como una inspección.
—Hablas como si lo conocieras —lo acusó.
—Vigilé una caravana en la que él era uno de los jefes —admitió el soldado—; un viaje a las Tierras Boscosas.
—Ya —dijo el obispo—; háblame de maese Crump.
—Es un guerrero —repuso el soldado, evidentemente impresionado por el mercader—. Ha participado en muchas batallas y nunca ha evitado la pelea, sin que le importara estar en inferioridad de condiciones. En dos ocasiones fue dado por muerto en el campo de batalla, pero regresó horas después vivito y coleando, y buscando venganza. Lo llaman Crump el Tejón, y te aseguro que es un apodo bien merecido.
—Desde luego —dijo de nuevo el obispo, evidentemente poco impresionado—. ¿Confías y respetas a ese hombre?
—Sí —admitió el soldado.
—Y en consecuencia, tal vez tu opinión sobre él entorpeció la inspección del hermano Jollenue —insinuó el obispo, poniendo al soldado en guardia.
Cuando iba a protestar, De'Unnero alzó la mano.
—Nuestra charla sobre este tema la reemprenderemos en otro momento más oportuno —dijo—; pero te aviso: no entorpezcas mi inspección. Por supuesto, vas a esperarte aquí, en medio de la calle.
El soldado se puso rígido, enderezó los hombros e hinchó el pecho. De'Unnero tomó buena nota de su actitud desafiante y se le ocurrió que podría ser divertido poner a prueba ese orgullo más adelante.
—Venid, enseguida —ordenó el obispo a los demás—. Vamos a visitar al mercader antes de que tenga tiempo de esconder sus preciosas gemas.
—Maese Crump tiene perros —avisó el hermano Jollenue, pero De'Unnero apenas aflojó el paso.
Se precipitó hacia la verja, dio un salto, se agarró a la parte superior y se impulsó para pasar por encima con un ágil movimiento. Pocos segundos después, los sabuesos empezaron a ladrar y la verja se abrió por completo. Jollenue y los soldados entraron corriendo para reunirse con el obispo, pero De'Unnero no los esperó y se precipitó hacia un patio abierto, sin hacer caso de los gritos de un guardia ni de los ladridos de dos perros de negro y reluciente pelo corto y blancos dientes brillantes.
El perro que iba en cabeza corrió hacia el obispo y, a apenas tres metros de distancia, le saltó a la garganta.
De'Unnero se agachó súbita y rápidamente. El perro se lanzó sobre su cabeza y la mano de De'Unnero salió disparada hacia arriba para agarrarle la pata trasera; el obispo se irguió y, con la otra mano, atrapó la otra pata trasera. Tenía las manos cruzadas: la izquierda sujetaba la pata derecha del perro y la derecha sujetaba la izquierda. Lo obligó a apoyarse en las patas delanteras mientras el animal trataba de darse la vuelta y morderlo.
De'Unnero echó los brazos hacia atrás y forzó las patas del perro para que se abrieran más de lo que permitían los huesos de la pelvis. Al oír el crujido, De'Unnero dejó caer al suelo al lisiado y aullante animal, y se dio la vuelta a tiempo para reaccionar ante el segundo perro, que se le había lanzado como una flecha hacia la garganta.
El antebrazo del obispo propinó un golpe hacia arriba contra la mandíbula del animal y lo volteó en el aire; la bestia chocó contra él y se las apañó para desgarrarle el antebrazo, pero De'Unnero, con un movimiento brusco de la mano libre, le agarró la garganta.
Con un gruñido bestial, el obispo mantuvo apartado en el aire los casi cincuenta kilos, sin esfuerzo aparente.
Detrás de él, el hermano Jollenue y los guardias se habían quedado sin aliento a causa de la sorpresa. Delante, el único guardia aminoró la carga y avanzó al paso, boquiabierto.
De'Unnero mantuvo su posición un instante, y luego aplastó la tráquea del animal y arrojó a la agonizante criatura a los pies del guardia de Crump.
El hombre musitó una amenaza y dio un cauteloso paso hacia adelante con la espada extendida.
—¡Alto! —le gritó el hermano Jollenue—. Es Marcalo De'Unnero, el obispo de Palmaris.
El guardia miró fija y duramente al obispo; era evidente que no sabía qué hacer. De'Unnero decidió por él, pues avanzó majestuoso hacía el guardia y, con lentitud lo apartó a un lado.
—No hace falta que me presentes a maese Crump —le explicó el obispo—; me conocerá muy pronto.
Se encaminó a la puerta, seguido por una fila de soldados encabezada por el hermano Jollenue, mientras el guardia permanecía en el patio y miraba, perplejo, a los intrusos. El obispo abrió la puerta de par en par con una patada y entró.
Algunos sirvientes que habían acudido al vestíbulo para averiguar la causa del tumulto, se apresuraron a alejarse de las peligrosas maneras de aquel hombre. Entonces, otro hombre, un tipo enorme y lozano, con un rizado y espeso cabello negro salpicado de gris, entró por una puerta situada al otro lado. Su rostro era la viva estampa del ultraje.
—¿Qué significa todo esto? —exigió.
De'Unnero echó un vistazo hacia atrás, hacia el hermano Jollenue.
—Aloysius Crump —le confirmó el joven monje.
Mientras en el rostro se le dibujaba una amplia sonrisa, De'Unnero se dio la vuelta lentamente para observar a aquel hombre que se le acercaba como si pretendiera levantar en vilo al obispo y arrojarlo a la calle. Ciertamente, el tal Crump era un ejemplar impresionante, más cerca de los ciento treinta kilos que de los noventa, calculó De'Unnero. Tenía varias y llamativas cicatrices, entre ellas una costra a un lado del cuello debida a una herida muy reciente.
—¿Qué significa? —repitió con suavidad De'Unnero, riéndose entre dientes—. Significado es una palabra de muchas connotaciones: el significado de una cosa, el significado de la vida. Tal vez, la palabra propósito habría expresado de forma más precisa lo que querías decir.
—Pero ¿qué son estas tonterías? —replicó, con aspereza, Crump.
—¿Acaso el verdadero significado no proviene de lo que es sagrado? —le preguntó De'Unnero.
El guardia del patio entró precipitadamente, pasó por donde se hallaban De'Unnero y los que estaban en torno a él, y se apostó junto a su amo. El obispo sabía que era para susurrarle la identidad del intruso.
—Mi señor —dijo Crump un momento después con una reverencia—, deberías haberme prevenido de tu visita, para que, de forma adecuada, pudiera haber...
—¿Esconder tus gemas? —dijo De'Unnero para terminar la frase.
Al escuchar aquellas palabras, poco faltó para que a Aloysius Crump le diera un colapso. Era un hombre fuerte, un luchador que se había forjado en las duras regiones de las Tierras Boscosas y de las Tierras Agrestes. Había sido trampero, pero se dio cuenta de que podía ganar mucho más dinero como intermediario de otros tramperos en los mercados de Palmaris y de otras tierras civilizadas.
—Ya contesté las preguntas que me hicieron los de tu Iglesia —insistió Crump.
—Palabras —dijo con calma De'Unnero mientras agitaba el brazo—. ¡Qué útiles pueden llegar a ser las palabras! Palabras que expresan significados, que sirven para mentir.
El rostro de Crump se arrugó ante tan desconcertante respuesta. No era un hombre de muchas letras, pero se dio perfecta cuenta de que se estaban burlando de él y apretó con fuerza los puños que le colgaban a cada lado.
Pero entonces, sin previo aviso, De'Unnero recorrió el metro y medio que los separaba en un abrir y cerrar de ojos, y situó el extremo del dedo índice por debajo de la mandíbula del mercader.
—Estuve aquí la pasada noche, estúpido Crump —gruñó en la cara del hombretón.
Crump agarró la muñeca de De'Unnero, pero advirtió que apartar aquel dedo punzante no era nada fácil.
—Palabras —dijo de nuevo el obispo—. «Ten a bien enterarte de que esas piedras, caídas en la sagrada tierra de Pimaninicuit, son el don del único Dios verdadero a los elegidos de su grey.» ¿Conoces esas palabras, mercader Crump? —empujó con el dedo.
Crump se tambaleó hacia atrás un par de pasos.
—Son del Libro de Abelle, el Salmo de las Gemas —le explicó De'Unnero—. «Y así Dios dio a conocer a sus elegidos que se haría un buen uso de las piedras, y todo el mundo se alegró, pues vieron que eso era bueno.»
El obispo hizo una pausa lo bastante larga como para comprobar que los puños del hombretón se habían aflojado.
—¿Conoces estas palabras? —le preguntó a Crump.
El hombre sacudió la cabeza.
—¿Hermano Jollenue? —preguntó De'Unnero.
—El Libro de los Hechos —contestó el joven monje—, escrito por el hermano Yensis en el quinto año de la Iglesia.
—¡Palabras! —le gritó De'Unnero a Crump en su velluda cara—. ¡Las palabras de la Iglesia..., de tu Iglesia! Y a pesar de todo, crees que las comprendes mejor que quienes administran la palabra de Dios.
Crump sacudió la cabeza, obviamente confuso e intimidado.
—Mi edicto era claro —explicó De'Unnero—; no, mío no, ya que de hecho eran las palabras del mismísimo padre abad: la posesión de piedras hechizadas por parte de alguien ajeno a la Iglesia está prohibida por la doctrina eclesiástica.
—Incluso si fue la Iglesia la que vendió...
—¡Prohibido! —rugió De'Unnero—, sin excepción alguna. Te lo dijeron, y con todo no devolviste las piedras que posees.
—No tengo...
—Tienes piedras de ésas —le cortó De'Unnero, y un gruñido bestial acompañaba cada palabra—. La pasada noche estuve aquí —dijo—, y sentí que alguien utilizaba magia. Tu negativa no sirve de nada, porque yo mismo percibí esa magia.
Durante un largo momento, los dos hombres estuvieron al borde del desastre. Nadie podía saber si Crump iba a atacar al obispo. El orgulloso grandullón no parpadeaba, pero tampoco lo hacía De'Unnero, cuya mirada acerada invitaba a pelear.
—Puedo quemarte la casa hasta reducirla a cenizas y cribarlas —le prometió De'Unnero.
Aloysius Crump se pasó la lengua por los labios.
—Si no colaboras, serás tachado de hereje —le aseguró De'Unnero.
—No tienes ningún derecho a irrumpir en mi casa —dijo el hombre con toda la intención—; yo fui amigo personal del barón Rochefort Bildeborough.
—Está muerto —dijo De'Unnero con una risa sofocada, cosa que no gustó a los soldados que estaban detrás de él.
De nuevo, ambos se miraron fija y duramente el uno al otro. La tensión se rompió cuando Crump se dio la vuelta y asintió con la cabeza hacia su guarda personal. El hombre lo miró con escepticismo.
—¡Ve! —chilló Crump, y el hombre salió corriendo.
—Una sabia decisión, maese Crump —empezó a decir el hermano Jollenue, pero el obispo lo hizo callar con una terrible mirada.
El guardia regresó al cabo de unos instantes con una pequeña bolsa de seda y se la entregó a Crump, el cual se la lanzó a De'Unnero. El obispo extendió la mano con rapidez y la atrapó en el aire y, sin dejar de mirar fijamente a Crump, se la pasó a Jollenue.
—Confío en que no seas tan insensato como para obligarme a mí o a alguno de mis emisarios a volver aquí por tercera vez —dijo.
Crump lo miró con dureza.
—Dime, buen mercader —prosiguió De'Unnero mientras cambiaba bruscamente de actitud—, ¿qué piedra utilizaste anoche?
El hombre se encogió de hombros con impaciencia.
—Ninguna —dijo con voz bronca—. No entiendo de piedras.
—¡Ah!, pero se diría que anoche te peleaste un poco —observó De'Unnero mientras señalaba la costra.
—Me peleo muchas noches —repuso Crump. Se esforzó para mantener el mismo nivel de voz cuando De'Unnero extendió la mano hacia atrás para coger la bolsa—. Me mantiene en forma para mis viajes al norte.
De'Unnero abrió la bolsa y vació las gemas sobre su mano: un ámbar, un diamante, un ágata ojo de gato y un par de pequeñas celestitas. Durante un instante, las contempló con curiosidad y, luego, con expresión recelosa, volvió a mirar hacia el cuello de Crump.
—Si hay alguna más, estás perdido para siempre —afirmó con rotundidad.
Los soldados, tanto los que estaban detrás como el guardia de Crump, sostuvieron el aliento al oírlo.
—Me pediste mis gemas, unas piedras que compré legalmente, y te las he dado —respondió Crump—. ¿Insinúas que no soy un hombre de honor?
—No insinúo nada —contestó sin vacilar el obispo—. Te digo abiertamente que eres un mentiroso.
Tal como era de esperar, Crump avanzó precipitadamente, pero De'Unnero se dio la vuelta y le propinó una patada que lo hizo tambalear hacia atrás, hasta ir a parar a los brazos de su asombrado guardia.
De'Unnero se metió la bolsa con las gemas en un bolsillo del hábito, y luego giró sobre sus talones y salió a toda prisa de la casa, seguido de cerca por sus hombres. Llegaron a la calle, pero De'Unnero se detuvo allí de forma súbita.
—¿Tenemos otros asuntos para hoy en este distrito? —se atrevió a preguntar el hermano Jollenue después de que transcurrieran varios largos minutos.
—¿No lo entendéis? —repuso De'Unnero—. Maese Crump nos ha mentido.
—¿Y vamos a registrar la casa? —preguntó uno de los soldados.
—Las ruinas de su casa —replicó con aspereza De'Unnero, y todos comprendieron que no bromeaba—. Pero quizá no haga falta llegar a eso —añadió.
De'Unnero creía sinceramente en lo que acababa de decir, pues el perspicaz monje había descubierto muchas más cosas de las que Aloysius Crump se había propuesto contarle. El mercader había participado en una pelea la noche precedente, eso era evidente por la herida del cuello. Y era igualmente evidente para De'Unnero que la herida había sido tratada con alguna hierba potente o con magia. Una piedra del alma no habría dejado ni rastro de la herida, pues no hubiera consumido demasiada energía mágica para sanar por completo un corte de poca importancia como aquél.
Por consiguiente, tal vez se utilizó una poción mágica; tal vez.
—Seguidme —mandó De'Unnero mientras se disponía a regresar a la casa y sacaba un granate de otro bolsillo del hábito—. Y aprended —añadió. El obispo se detuvo frente a la verja, que un sirviente había vuelto a cerrar, el tiempo necesario para concentrarse en el granate y dejar que en su cara se pintara una ancha sonrisa. Antes de que sus compañeros lo hubieran alcanzado, De'Unnero saltó por encima del muro y, esa vez, no se molestó en abrir la verja tras de él.
Atravesó el patio corriendo, sin hacer caso de los gritos del guardia, que había vuelto a salir. Se fue directamente a la puerta, la cruzó y allí, en el vestíbulo, estaba un atónito Aloysius Crump, flanqueado por varias sirvientas, que le frotaban la herida que De'Unnero le había infligido, una herida que, observó el obispo, ya estaba mejorando.
De'Unnero, completamente tranquilo, inspiró una gran bocanada de aire: ningún olor, ningún rastro de hierbas. El obispo no necesitó utilizar de nuevo el granate para descifrar el misterio, pues no era novato en descubrir los trucos que a menudo los mercaderes realizaban con las piedras sagradas.
—Quítate las botas —le ordenó a Crump.
El hombre arrugó la frente.
—¿Delante de señoras? —preguntó, sarcástico, levantando una ceja ligeramente al mirar por encima del hombro de De'Unnero.
Pocos se hubieran dado cuenta de aquella pista, pero para De'Unnero fue tan nítida como el sonido de una de las enormes campanas de Saint Precious. Se dio la vuelta, advirtió el movimiento del guardia que se acercaba con la espada extendida y golpeó con el brazo la parte lateral de la hoja. El borde le cortó la manga del hábito e hizo que por el antebrazo le bajara un hilillo de sangre, pero había conseguido que el hombre quedara con la guardia baja. La mano de De'Unnero salió disparada y agarró la del guardia, que empuñaba la espada. El obispo tiró del brazo hacia atrás y le hundió el hombro en el pecho.
Entonces, podría haber propinado una lluvia de golpes a la cara y al pecho del guardia, pero el interés de De'Unnero se centraba en la mano que empuñaba la espada. Agarró al guardia por la muñeca con su otra mano y dobló la mano del hombre como si quisiera prolongar su muñeca exageradamente; sintió que el agarrón del guardia flaqueaba y, con una perfecta sincronización, lo soltó a tiempo para asir la empuñadura del arma. Un diestro giro de la muñeca, un paso atrás y luego una estocada hicieron que la espada se hundiera profundamente en la barriga del guardia.
Un empujón hizo rodar por el suelo al hombre agonizante, y entonces el obispo soltó la empuñadura de la espada y se volvió para encararse con Crump, que apenas se había movido.
De'Unnero se echó a reír. Oyó el zumbido de sus compañeros en el vestíbulo detrás de él, pero levantó la mano para mantenerlos a raya.
—Pero, mi señor... —protestó el hermano Jollenue.
No pocos soldados retuvieron el aliento al ver al hombre, que gruñía en el suelo, en medio de un charco de sangre.
—¡Soy yo quien tiene que darle una lección! —pronunció De'Unnero en un tono tan frío como la muerte, que silenció al joven monje.
»Te lo voy a pedir otra vez —dijo De'Unnero a Crump—, como deferencia a tu posición. Sácate las botas.
—¡Perro asesino! —repuso el mercader. Se precipitó hacia la pared situada tras él y descolgó una vieja lanza para cazar jabalís—. ¡Es a ti a quien te quitarán las botas de los pegajosos pies, para no desperdiciar un par tan bonito en un cadáver sin ningún valor!
—Obispo De'Unnero —dijo uno de los guardaespaldas de la ciudad.
—¡Quédate dónde estás! —gritó De'Unnero a sus compañeros—. Yo soy el profesor, y Crump el alumno.
—Coge su espada —le ofreció Crump, mientras la señalaba con su lanza, una negra pieza metálica con una segunda hoja en forma de garfio debajo de la punta para impedir que el animal empalado pudiera deslizarse por el arma y escapar—. Nunca permitiré que se diga que Aloysius Crump ha matado a un hombre desarmado.
De'Unnero estalló en carcajadas.
—¿Desarmado? —repitió—. Parece que tu soldado cometió el mismo error.
Crump bajó la lanza y dio un cauteloso paso, lo cual demostraba el debido respeto que le infundía el peligroso obispo. Hizo oscilar lentamente la lanza hacia adelante y hacia atrás, y mostró un perfecto control de esos movimientos, como si quisiera dejar claro que el obispo no podía escabullirse de su punta mortal, algo que podría haber intentado si hubiera empuñado la espada del guardia.
De'Unnero, de repente, empezó a avanzar, pero se retiró bruscamente dos pasos cuando Crump soltó un aullido y apuñaló con decisión. La embestida quedó corta, y el enojado mercader volvió a la carga; su apuñalamiento se dirigió de nuevo a la cabeza del obispo De'Unnero.
El obispo se agachó, se dio la vuelta y rodó para alejarse de la hoja. Al creer que llevaba ventaja, Crump lo persiguió con una nueva embestida.
De'Unnero se apartó rápidamente hacia un lado, dio un golpe plano con el antebrazo contra la hoja y medio desvió el golpe. No obstante, Crump fue rápido y lo bastante fuerte como para invertir el impulso en un sorprendente abrir y cerrar de ojos, e hizo volar la lanza por los aires.
De'Unnero apenas pareció moverse de cintura para arriba. Encogió las piernas con tanta eficacia que la silbante hoja le pasó debajo de los pies antes de que Crump o cualquier otro observador pudiera darse cuenta de que la había esquivado. Cuando al fin comprendió su obvia vulnerabilidad, Crump pegó un chillido y retrocedió desesperadamente; se sorprendió al ver que el obispo no pegaba un brinco para alcanzar el arma, sino que permanecía cautelosamente apoyado en una pierna, con una mueca de dolor, como si se hubiera herido a sí mismo.
Crump pegó otro grito, en esa ocasión de victoria y no de temor, y derrapó para detenerse. Volvió a avanzar una vez más, con la lanza por delante, dirigida contra el aparentemente vulnerable obispo.
De'Unnero se dobló ante el ataque de la lanza. Detrás de él, el hermano Jollenue chilló al creer que el mercader lo había empalado.
Pero la punta del arma jamás lo alcanzó. De'Unnero dio una vuelta de campana por encima de la lanza que lo atacaba; bajó la mano, empujó el arma hacia abajo y pegó una palmada al mango. Luego, aprovechó el impulso hacia adelante de Crump y lanzó ambos pies hacia afuera: uno de los talones aplastó la cara del mercader, y el otro, el pecho.
Crump se quedo paralizado, con los brazos colgándole inertes. La lanza hubiera caído al suelo de no ser porque De'Unnero se apresuró a cogerla. Con agilidad acrobática, el obispo se separó de Crump con tanta limpieza como si hubiera saltado un muro y se volteó para tomar tierra con suma gracilidad, al mismo tiempo que el maltrecho Crump caía de las rodillas.
De'Unnero arrojó la lanza a un lado. Agarró a Crump por los cabellos, le dobló la cabeza hacia atrás, con lo que le quedó el cuello al descubierto, y puso en tensión los dedos de la otra mano, prestos a golpear. Podría haberle roto el cuello con los dedos, pero lo pensó mejor y decidió simplemente dejarlo jadeante por falta de aire, pero con vida.
De'Unnero miró a los que habían contemplado la escena y saboreó la victoria. Puso el pie en el hombro de Crump y, de forma nada ceremoniosa, lo pateó para que cayera al suelo. Fue hacia él y se le arrodilló encima.
—Te advertí que no me obligaras a volver —le dijo al todavía jadeante mercader—. ¿Había alguna otra forma más clara de avisarte? ¡Ah, sí!, claro; pero no son más que palabras.
De'Unnero se movió para cogerle una bota, pero el terco mercader le propinó una patada. De'Unnero se puso en pie y le dio, a su vez, una patada en la ingle.
Crump aulló y se dobló a causa del dolor.
—Si me das otra patada, te castraré, aquí y ahora —le prometió De'Unnero con calma.
Crump no ofreció resistencia mientras el obispo le quitaba las botas. En el segundo dedo del pie izquierdo de Crump estaba lo que el obispo había sospechado: un anillo de oro, con una pequeña hematites montada.
—Sé testigo de la resistencia e imaginación de los mercaderes —dijo De'Unnero a Jollenue mientras alargaba el brazo y estiraba el anillo del dedo de Crump—. Era una simple piedra del alma, de las que, sólo en Saint Precious, hay a docenas; pero gracias a la inteligencia de un alquimista y poderoso monje de algún remoto siglo pasado se ha convertido en esto: un anillo que facilitará un lento pero seguro proceso de curación de las heridas de quien lo lleve. Un pequeño y valioso objeto que ha permitido a nuestro maese Crump, aquí presente, labrarse la impresionante reputación de salir con vida de campos de batalla en los que había sido abandonado por estar, al parecer, mortalmente herido.
»Aquí termina la leyenda, una vez descubierto el misterio —dijo el obispo al soldado que antes le había contado las hazañas de Crump y que después había seguido a los demás hasta el interior de la casa.
El soldado echó un vistazo a sus compañeros, evidentemente nervioso, como todos cuantos estaban en el vestíbulo, sin saber lo que el imprevisible obispo iba a hacer a continuación.
De'Unnero los dejó en esa incertidumbre largos instantes.
—¡Llevadlo a Saint Precious! —dijo súbitamente—. ¡A la misma mazmorra en donde encerramos al centauro proscrito!
Dos soldados obedecieron al instante. Se precipitaron hacia Crump, pasaron los brazos por debajo de los anchos hombros del mercader y lo pusieron en pie. De'Unnero se apresuró a unirse a ellos.
—La menor resistencia —lo avisó, alzando la mano, que entonces era la zarpa de un tigre con las uñas extendidas— y te castro.
Poco faltó para que Crump se desmayase. Luego, se puso en marcha penosamente, empujado por los dos soldados.
De'Unnero miró al guardia derribado en el suelo.
—Enterrad a vuestro muerto —ordenó a los sirvientes—; boca abajo y en tierra no consagrada.
Una mujer se echó a llorar. De'Unnero les acababa de ordenar que infligieran a aquel hombre y a sus familiares la mayor afrenta que la Iglesia podía decretar.
—Cubrid por completo su tumba con una gran roca —continuó el inmisericorde obispo, llevando aún más lejos la ofensa—, para que su espíritu lleno de demonios no pueda escapar del mundo subterráneo.
De'Unnero frunció el ceño mientras observaba a los sirvientes, y les dio a entender que correrían la misma suerte si desobedecían.
Luego, abandonó la casa, llevándose con él al hermano Jollenue y a los restantes soldados.
Sabía que les había dado una lección y que cuantos la habían recibido tardarían en olvidarla.
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17
Una medida de la verdad
—¿Estás seguro de que están ahí? —preguntó, por tercera vez, el hermano Viscenti.
El nervioso monje trató de escrutar la oscuridad que se extendía más allá del resplandor de la fogata y se estremeció, pues el viento nocturno, que bajaba del norte, era frío.
—Ten fe —respondió Roger—. Los Touel'alfar dijeron que nos acompañarían al norte, y así lo harán.
—No lo hemos visto desde que pasamos por Caer Tinella —comentó el hermano Castinagis—. Tal vez era el punto más lejano que pretendían alcanzar en su búsqueda del Pájaro de la Noche.
—Fueron los Touel'alfar los que nos contaron que lo encontraríamos en Dundalis y nos aseguraron que iban a acompañarnos —se apresuró a recordarles Roger—. Y allí lo encontraremos, quizá mañana mismo.
—¿Estamos cerca? —preguntó Braumin Herde—. ¿Te resulta familiar el paisaje?
—No he estado nunca en Dundalis —admitió Roger—, pero hay una sola carretera hacia el norte que va a las Tierras Boscosas y, dado que los árboles son cada vez más altos en torno a nosotros, es lógico pensar que nos acercamos a nuestro destino.
Los cinco monjes se miraron incrédulos unos a otros. Más de uno entornó los ojos preocupado.
—El sendero es bastante fácil —dijo Roger con firmeza—, y los Touel'alfar rondan por ahí, no temáis. Que no los veamos no significa absolutamente nada, pues nunca veríamos el menor rastro de ellos aunque un centenar de elfos siguieran todos nuestros movimientos, a menos que ellos decidieran dejarse ver.
»Y aunque no estuvieran con nosotros, no me preocuparía —añadió—, pues dado que estamos cerca de Dundalis, aunque nos desviáramos del pueblo varios kilómetros del lugar, el Pájaro de la Noche daría con nosotros, o lo haría Bradwarden. Éste es su bosque, y nadie se mueve en él sin que lo sepan.
—Salvo los Touel'alfar —dijo alegremente el hermano Braumin con una amplia sonrisa, y los otros monjes también mostraron su júbilo.
—Ni siquiera los Touel'alfar —dijo Roger con seriedad.
Tenía el firme propósito de dejar claro a sus realmente nerviosos compañeros el profundo respeto que sentía por el guardabosque.
—Cuanto antes nos durmamos, antes podremos levantar el campamento —comentó el hermano Braumin.
Hizo una seña a Dellman, el cual, como era habitual, se dispuso para hacer la primera guardia con Roger. Vigilaban la posible presencia de humanos, pero no de monstruos, tal como les había indicado la señora Dasslerond.
Los cuatro monjes instalaron sus sacos de dormir tan cerca de la fogata como pudieron, pues parecía que el aire se hacía más frío a cada minuto que pasaba. Roger y Dellman se situaron cerca del fuego y permanecieron en silencio un buen rato, hasta que Roger se dio cuenta de que la rítmica respiración de sus dormidos compañeros estaba empezando a ponerlo en una situación de peligrosa relajación.
Se levantó bruscamente y empezó a pasear de un lado a otro, mientras se frotaba los brazos enérgicamente para protegérselos del frío.
—¿Estás planeando otra incursión por el bosque? —preguntó, bostezando, el hermano Dellman.
Roger lo miró, le sonrió y sacudió la cabeza, como si la sola idea de aventurarse en el bosque, en las remotas regiones del norte, fuera absurda.
—En ese caso, estás más preocupado de lo que confiesas —observó el perspicaz Dellman.
—¿Preocupado? —repitió Roger en tono festivo—. ¿O sencillamente helado? Sin duda, me moriría congelado en la oscuridad del bosque, lejos del fuego.
—Preocupado —dijo con toda seriedad Dellman—. La noche es fría, pero con este viento incluso el fuego protege poco. Con todo, no quieres arriesgarte solo y de noche en los bosques, ni lo has vuelto a hacer desde que hace más de una semana salimos de Caer Tinella.
Roger desvió la mirada, hacia la negrura del bosque. Durante muchos meses después de la invasión de los powris, el joven había considerado el bosque como su hogar y había vagado por él solo, en la oscuridad de la noche, sin sentir temor alguno. Pero tuvo que admitir que Dellman era perspicaz. Aquellos bosques le daban miedo. Roger apenas podía creer cuánto más oscuros parecían que los que estaban tan sólo a sesenta kilómetros más al sur. Los árboles eran mucho más altos y gruesos, preñados de extraños ruidos. «No, no es miedo —decidió Roger—, sino respeto, un prudente respeto ante un bosque que lo merece.» Aunque todos los gigantes, powris y trasgos fueran barridos hasta el extremo más alejado del mundo, las Tierras Boscosas seguirían siendo impresionantes.
El hecho de haber llegado a esa conclusión, aumentó la admiración que sentía por Elbryan y Pony. En comparación con los bosques de los alrededores de Caer Tinella, aquel lugar era virgen.
—¿Crees, de verdad, que estamos cerca? —le preguntó Dellman.
—Sí —respondió Roger—. Sé que la distancia de Caer Tinella a Dundalis es, más o menos, la misma que la de Caer Tinella a Palmaris, y poco falta para que la hayamos recorrido. Y no es posible que nos hayamos extraviado, pues la ruta está muy bien indicada. Incluso hemos visto señales del paso de caravanas, huellas profundas que sólo pueden haber causado los carros cargados de provisiones que el Pájaro de la Noche ha escoltado.
—Bien deducido, Roger Descerrajador —pronunció una voz desde un lado, una voz que Roger reconoció.
—¡Pájaro de la Noche! —gritó el joven, corriendo hasta el límite de la zona iluminada por el fuego.
Una vez allí, se detuvo para que la vista se le acostumbrara a la oscuridad y, gradualmente, descubrió la forma de un hombre corpulento, sentado con toda comodidad en la rama más baja de un grueso árbol, a apenas cinco metros del campamento. A Roger le pareció claro que llevaba allí bastante tiempo.
El hermano Dellman se precipitó hacia los demás para despertarlos, susurrándoles que había llegado el Pájaro de la Noche. Los cinco monjes, con ojos como platos, no tardaron en reunirse con Roger.
—Os dijo que Bradwarden y yo os encontraríamos —les explicó el guardabosque.
Mientras pronunciaba esas palabras, el centauro emergió de la oscuridad y se detuvo junto a un árbol. Naturalmente, los monjes ya habían visto antes a Bradwarden, cuando estaba prisionero en Saint Mere Abelle, pero aquella criatura parecía el esqueleto del formidable centauro que entonces tenían delante, con casi quinientos kilos de músculos y una mirada brava e intensa.
Y naturalmente, Roger, que hasta entonces sólo había tenido la ocasión de entrever a Bradwarden, quedó asombrado. En tono jactancioso, había comentado a los monjes que se quedarían atónitos ante el poder del centauro cuando estuviera completamente repuesto, pero sus palabras se basaban en lo que le habían contado Elbryan, Pony y Juraviel. En ese momento, contemplaba a Bradwarden —un Bradwarden obviamente restablecido— por primera vez, y aquella descripción, por muy impresionante que hubiera sido, parecía palidecer ante la realidad de la magnífica criatura.
El Pájaro de la Noche saltó al suelo. Alargó la mano hacia Roger, pero el joven se le echó encima de un salto y le dio un fuerte abrazo. El guardabosque se lo devolvió, pero por encima del hombro de Roger miró y sonrió a Braumin Herde.
Al fin, Roger Descerrajador lo soltó, dio otro salto y le dio la mano a Bradwarden.
—Un tipo emotivo —le dijo el centauro a Elbryan.
—El camino ha sido largo y trágico —dijo Roger con toda seriedad—. Hemos venido al norte en vuestra búsqueda y lo hemos conseguido; ahora, sólo ahora, puedo respirar tranquilo.
—Os hemos estado vigilando durante dos días —explicó el guardabosque.
Los ojos de Roger se abrieron desmesuradamente.
—¿Dos días? —repitió, como si lo hubieran insultado—. ¿Y por qué no os habéis decidido a mostraros antes?
—Porque tus compañeros son monjes, se vistan como se vistan, y los monjes y yo no nos queremos mucho, precisamente.
—¿Cómo podéis conocer nuestra verdadera identidad? —inquirió el hermano Braumin.
Mientras, observó sus vulgares ropas de campesino, en las que no se apreciaba ningún detalle que revelara que él o sus compañeros fueran miembros de la Iglesia. ¡Tanto él como sus compañeros empezaban a estar hartos de semejantes encuentros, primero con los elfos y luego con aquellos dos, y siempre los otros parecían saberlo todo sobre ellos antes de que ni siquiera se hubieran hecho las presentaciones!
—Os hemos dicho que os hemos estado vigilando —respondió Bradwarden—, y eso quiere decir que hemos oído lo que decíais, no lo dudes, hermano Braumin Herde.
La expresión del monje era incrédula.
—¡Oh!, oí tu nombre, y te conozco del viaje de vuelta de Aida —comentó el centauro.
De repente, Braumin pareció turbado, al recordar el horrible trato que había recibido el centauro de sus compañeros de expedición.
—Pero viajo con ellos sin tapujos —protestó Roger—. ¿Acaso creéis que os traería enemigos?
—Tenemos que estar seguros —explicó Elbryan—. Confiamos en ti; no lo dudes en modo alguno. Pero con todo, hemos tenido suficientes tratos con la Iglesia abellicana como para saber que son hábiles coaccionando para así conseguir aliados en las filas enemigas.
—Te aseguro... —empezó a protestar Castinagis.
—No es necesario —repuso el guardabosque—. Bradwarden ha hablado muy bien del hermano Braumin; lo recuerda perfectamente de aquel viaje, y ha mencionado que era amigo de Jojonah, el cual era amigo de Avelyn, y éste, a su vez, lo era de Elbryan y Bradwarden. Y sabemos que vais disfrazados para esconderos de vuestros propios hermanos abellicanos.
—Una situación que ya habéis conocido antes —observó el hermano Braumin—; con Avelyn Desbris, quiero decir.
—Vaya, vaya, ¿qué pasa? —rugió Bradwarden, imitando perfectamente la voz de Avelyn con la muletilla típica del monje.
Elbryan le echó una mirada de soslayo poco satisfecha.
—Tenía que hacerlo —dijo el centauro, secamente.
El guardabosque se limitó a suspirar y a rezar para que aquello no se convirtiera en una costumbre. Luego, le dirigió a Braumin un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Salvo que Avelyn nunca dejó de llevar el hábito —repuso—, incluso cuando toda vuestra Iglesia lo perseguía.
Braumin sonrió, pero Castinagis hinchó el pecho y enderezó los hombros al considerar que las palabras de Elbryan eran insultantes. El guardabosque pensó que el monje era demasiado orgulloso, un rasgo de carácter muy peligroso. Se acercó a él con la mano abierta, a modo de presentación formal.
Entonces, al acordarse de los buenos modales, Roger se dirigió a cada uno de los otros cuatro monjes acompañado de Elbryan y del centauro para hacer las presentaciones.
—Otro amigo de Jojonah —comentó Bradwarden al llegar junto a Dellman, pues el centauro también lo conocía de los días que pasaron juntos en la carretera—. Pero no es amigo de un tal Francis, el lacayo de Markwart.
—Y con todo, fue el hermano Francis el que nos facilitó la salida secreta de Saint Mere Abelle —comentó el hermano Braumin, y su puntualización atrajo las miradas curiosas de Elbryan y Bradwarden.
—Creo que ya va siendo hora de que nos lo contéis todo —dijo el centauro. Echó una ojeada al campamento, más en concreto a los restos de comida que los monjes habían dejado cerca de la fogata—. Después de que cenemos un poco, naturalmente —añadió, y se fue hacia el fuego al trote.
Los demás no tardaron en unírsele; si no lo hubieran hecho así, el centauro no les habría dejado ni una migaja. Cuando hubieron acabado, se sentaron y dejaron que el hermano Braumin y Roger les relataran todo lo ocurrido. Empezó Roger con los pormenores de la muerte del barón Bildeborough. El hermano Viscenti consiguió, al fin, recobrar la voz, a pesar de sus nervios, y explicó que sospechaba que Marcalo De'Unnero podía estar implicado en ella.
Después, Roger, de forma solemne, habló del triste fin de maese Jojonah; tanto el centauro como Elbryan quedaron tan impresionados como los monjes por la austera narración. Cuando había salido de Saint Mere Abelle, después de rescatar a Bradwarden, Elbryan había considerado que Jojonah era tal vez la mayor esperanza de justicia en el seno de la Iglesia. No se sorprendió lo más mínimo al saber que lo habían ejecutado, pero se sintió profundamente apenado.
Llegó finalmente la historia más reciente —y la más relevante— por boca del hermano Braumin, que explicó los acontecimientos en la abadía que habían conducido a los cinco monjes a su exilio forzoso. Volvió a contar que fue Francis el que había conseguido deslizarlos entre los dedos del apretado puño de Markwart, pero no supo explicar los motivos que lo habían impulsado a hacerlo, sólo sus actos.
Los demás monjes, por turno, relataron sus aventuras en la carretera, y el guardabosque y el centauro fingieron prestar interés ante lo que era un viaje sin nada destacable, aunque ambos se sintieron no poco preocupados al enterarse del continuo y estrecho control de la Iglesia sobre Palmaris, y muy sorprendidos al oír que los Touel'alfar, incluida la señora Dasslerond, habían estado siguiendo de cerca al grupo. Elbryan y Bradwarden intercambiaron miradas de extrañeza; encontraban muy raro que tan considerable contingente de elfos entrara en la región sin establecer contacto con uno de ellos. ¡Más de una docena de elfos viajando juntos fuera de Andur'Blough Inninness era, sin duda, un evento excepcional!
—Y de este modo, hemos llegado a tu tierra, Pájaro de la Noche —acabó diciendo el hermano Braumin—, con la esperanza de que nos brindaras refugio y amistad, tal como se los ofreciste a nuestro perdido hermano Avelyn cuando lo necesitó.
Elbryan se recostó hacia atrás y analizó aquellas palabras cuidadosamente.
—Éstas son las Tierras Boscosas —dijo al fin—. Son tierras salvajes, en las que los hombres tienen que agruparse para sobrevivir; todos los hombres de buena voluntad son bienvenidos.
—Y más de uno con inclinaciones no tan buenas —añadió el centauro, cuyo estallido de carcajadas rompió la tensión.
—Por la mañana, os acompañaré a Dundalis —les aseguró Elbryan—. Tomás Gingerwart, que está al frente de los colonos, aceptará con agrado seis pares de fuertes brazos para que lo ayuden en la reconstrucción.
—Cinco reconstructores —corrigió Roger con una sonrisa—, y el Pájaro de la Noche y Bradwarden podrán contar con un nuevo explorador.
—Entonces, quizá, tú y yo podamos hablar en privado —dijo el hermano Braumin al guardabosque, sin hacer caso de Roger y atrayendo curiosas miradas de sus compañeros y, muy en especial, del muchacho.
Elbryan se dio cuenta de la intensidad de la mirada y de la voz del monje, y se apresuró a asentir.
Como el trabajo de un reloj ursulano meticulosamente construido, o así se lo pareció a Pony al contemplar y maravillarse con los movimientos de los behreneses tan pronto como sus vigías divisaban guardias de la ciudad bajando por la avenida principal que conducía a su enclave. Pony, durante los últimos días, había observado con mucho cuidado a la gente del sur. Los behreneses ya estaban acostumbrados a la opresión en Honce el Oso, pero en aquellos momentos, bajo la opresión adicional del reino del terror implantado por el obispo De'Unnero, parecía que habían refinado su capacidad de resistencia pacífica hasta convertirla en expresión artística.
Pony observó con temor y respeto cómo la noticia pasaba de boca en boca, cómo golpeaban las paredes con señales convenidas e, incluso, cómo bajaban sutilmente una bandera en un barco vecino. A cada detalle observado, aumentaba su respeto por aquella gente.
Un grupo se dirigía al sur: los mayores y los más jóvenes, una mujer embarazada y un hombre que había perdido los dos brazos.
Pony había visto muchas veces esa maniobra, pero nunca había sido capaz de seguirlos para averiguar adónde iban. Cada vez que los soldados llegaban a un enclave de los behreneses cerca de los muelles, eran muy pocos los que recibían sus malos tratos. En una ocasión, habían organizado una búsqueda más exhaustiva, y los soldados incluso habían inspeccionado los barcos en el puerto, pero tampoco habían encontrado nada.
Entonces, al fin, después de horas de búsqueda, Pony pensó que había resuelto el enigma. Avanzó despacio y con sumo cuidado por callejuelas y tejados, hacia el sur, siempre detrás de la cola de la columna de behreneses. Silenciosamente, a la sombra de los edificios, la procesión pasó por los muelles; siguió la orilla del río, por delante de largos y bajos tinglados; dobló un recodo en el Masur Delaval, justo al norte de la muralla sur de la ciudad. Allí, la ribera del río era escarpada, de blanca piedra caliza. Había unas pocas construcciones que dominaban el río; pero Pony descubrió que eran invisibles para cualquiera situado al borde del agua, justo por debajo de ellos. Además, impedía verlos una larga valla de madera construida cerca del borde, muy probablemente para evitar que los niños cayeran al río. Entonces, Pony recorrió la valla, arrastrándose entre ella y el acantilado, sin dejar de mirar hacia abajo, y sus sospechas se vieron confirmadas.
El Masur Delaval, cerca del golfo de Corona, se veía muy afectado por las mareas, y la profundidad del agua variaba más de tres metros. Con las mareas más bajas, se podían ver grietas oscuras en la roca caliza justo por encima del nivel del agua: al subir la marea, esas entradas a las cuevas quedaban sumergidas.
Pony asintió con la cabeza cuando el grupo de behreneses bajó hasta el borde del agua y uno tras otro, sujetos a una cuerda, se fueron sumergiendo en las frías aguas y desaparecieron de la vista.
Al parecer, las cuevas situadas tras aquellas entradas no quedaban debajo del agua.
—Estupendo —comentó con un tono lleno de respeto.
La había asombrado aquella demostración de ingenio. Los behreneses habían encontrado un medio tranquilo y seguro de escapar a la persecución con el único coste de un frío remojón y unas pocas horas de incomodidad en una cueva.
«¿O ni siquiera es incómoda?», se preguntó Pony. ¿Cómo habían acondicionado los behreneses sus hogares secretos?
Quería ir allá abajo, echarse al agua y nadar hasta aquel peculiar barrio privado de los behreneses. Pensar lo que ese pueblo había conseguido la reconfortó y le hizo confiar en que la ciudad entera encontraría el modo de resistir a la perversidad del obispo De'Unnero y de su Iglesia. La constatación de que los behreneses —sólo uno o dos centenares de personas claramente distinguibles por el color de la piel— podían eludir con tanta facilidad la persecución hizo pensar a Pony que también cinco mil lo podrían hacer si se ponían de su parte y en contra de De'Unnero. Sí, el mirar hacia abajo, al borde del agua situado a más de treinta metros, por donde en aquel instante desaparecía el último del grupo, la animó profundamente.
El frufrú de la hierba detrás de ella la puso en guardia. Echó un vistazo hacia atrás y vio que se acercaba un guerrero behrenés. Era un hombre bajo y delgado, pero iba armado con una cimitarra, el arma predilecta de la gente del sur. Avanzó sin decir palabra, sin mostrar en su rostro oscuro la menor intención de dialogar y con la hoja dirigida contra Pony.
Pony agarró la empuñadura de su espada y puso la barbilla contra el pecho con objeto de dar una voltereta hacia adelante, justo enfrente del guerrero que se le acercaba. Desenvainó Defensora y situó la espada por encima de ella mientras aterrizaba sobre la espalda. La pieza en forma de cruz de la empuñadura de Defensora tenía magnetitas encantadas, y Pony, a toda prisa, convocó su poder para atraer la hoja del atacante hacia la suya, mientras el hombre se precipitaba hacia ella.
La sorpresa se pintó de forma inequívoca en la cara del behrenés cuando su hoja se desvió hacia abajo y quedó pegada a la de Pony. Ese momento de confusión le bastó a Pony para rodar, ponerse de rodillas y luego de pie frente al atacante.
El guerrero behrenés pegó un tirón para despegar su hoja y dio un salto para agacharse, en una posición defensiva. Al ver que Pony no proseguía el ataque, se incorporó gradualmente, y una brillante sonrisa fue apareciendo en su negra cara. Empezó a balancear la curvada hoja con movimientos circulares, equilibrados y armoniosos, de forma que el recorrido de los brazos complementaba perfectamente la grácil línea de la cimitarra.
De repente, se lanzó en un brusco ataque —no era ningún novato, precisamente—, con la cimitarra baja, después alta, y luego en diagonal, y dirigida al costado del cuello de Pony.
La mujer se dio cuenta de que su atacante era inteligente al observar el ángulo de ataque y advertir que la manera normal de esquivarlo —desplazar la espada por el pecho hasta el hombro izquierdo— no serviría en aquel caso. La hoja curvilínea resbalaría sobre la hoja plana de su espada, apartándosela del hombro y permitiría a la cimitarra asestar un buen golpe.
Así pues, Pony lanzó Defensora en diagonal, hacia arriba, para interceptar la trayectoria descendente de la cimitarra, y lo hizo con tal celeridad que antes de que la hoja curvilínea pudiera rechazar su espada, topó con la empuñadura de Defensora. Un brusco giro de la muñeca de Pony desvió la cimitarra por encima de ella y la hoja silbó inofensivamente lejos del objetivo.
El guerrero behrenés se pasó la cimitarra a la mano izquierda, le dio la vuelta y atacó a Pony a media altura.
La mujer metió el vientre —poco faltó para que se desmayara de terror al pensar en el hijo— y brincó hacia atrás. Luego, golpeó Defensora contra el filo posterior de la curva de la hoja que la atacaba y la empujó en sentido contrario. Enseguida, se retiró un paso. Su cabeza era un torbellino: trataba de averiguar el estilo de su oponente, de buscar sus puntos débiles. El guerrero behrenés pegó un latigazo de través con la hoja, después la levantó hasta muy arriba y la bajó muy abajo, incluso por detrás de él; la agarró con la mano derecha y volvió a la carga de nuevo desde la dirección opuesta. Aquella exhibición tenía por objeto impresionar, desmoralizar a su oponente, pero a la experta Pony le sirvió para obtener información del rival.
Entonces, comprendió. El estilo de aquel hombre resultaría innegablemente efectivo contra la típica táctica espada-y-escudo, habitual en el país. Pero Pony no peleaba de aquella manera.
Peleaba de la forma en que lo hacía Elbryan, de la forma en que lo hacían los elfos, y su confianza aumentó cuando pensó que su estilo, la bi'nelle dasada, sería aún más eficaz contra una hoja curvada. Encontró su postura para luchar, el punto de equilibrio: el pie izquierdo atrás, el derecho adelante, las rodillas dobladas y el peso perfectamente distribuido sobre los dos pies. Con el codo doblado y la muñeca girada, apuntó Defensora hacia el hombre y mantuvo en alto el brazo que tenía más atrás para que le sirviera de contrapeso.
Entonces, su mayor problema era conseguir ganar la pelea sin matarlo, algo nada fácil dado el poco espacio de que disponían al borde del acantilado.
El guerrero de piel negra cargó con furiosos tajos de cimitarra.
Pony hizo ondular a Defensora frente a la hoja que blandía su rival, mientras ejecutaba una perfecta retirada con un pequeño salto. Allí estaba la diferencia entre ellos: el estilo de lucha del país, y también el de los behreneses, se basaba en tajos y fluidos movimientos de uno a otro lado, pero la bi'nelle dasada era mucho más eficaz, era un estilo basado en ataques y retiradas hacia adelante y hacia atrás.
El behrenés dio un paso hacia atrás, alzó la hoja a la altura de la cara y atisbó a Pony parapetado tras el arma, como si sintiera un nuevo respeto, como si intentara tomarle las medidas.
La joven no le dio la oportunidad. Avanzó y brincó. La cimitarra fue hacia adelante para asestar un corte defensivo, pero los pies de Pony ya estaban de nuevo en movimiento para adoptar la posición correcta. Al asombrado behrenés le pareció que apenas habían acabado de tocar el suelo, pero de pronto la mujer se le echó encima, tan deprisa que ni la vio, y el hombre tenía todavía la hoja en posición demasiado abierta.
Lo podría haber alcanzado en muchos puntos: en la garganta, en el corazón, o incluso en un ojo; pero lo pinchó en un hombro para debilitarle el brazo armado. No le clavó Defensora profundamente, cosa que podría haber hecho, sino que enseguida recuperó el equilibrio y se retiró dos pasos. La cimitarra continuó su ataque, pero sin fuerza ni energía, y Pony pasó Defensora por arriba y por debajo de la hoja y la hizo saltar limpiamente de las manos del guerrero.
Éste se quedó con la mirada fija en ella, incrédulo, mientras se apretaba el hombro que le sangraba.
Pony le dirigió un rápido saludo, se dio la vuelta y se fue corriendo.
Pero no llegó muy lejos, pues en dirección contraria se le acercaba otro guerrero behrenés. Pony frenó bruscamente y echó un vistazo a cada lado. Luego, nerviosa, volvió a mirar al primer atacante, que, obstinado, empuñaba la cimitarra con la mano izquierda. No le preocupaba si podía derrotar al nuevo rival o acabar con el que tenía detrás, pero entablar una batalla y no enviar a ninguno de los dos a una muerte segura acantilado abajo no sería una tarea fácil. Y fuera lo que fuera lo que ocurriera allá arriba, no tenía intención de matar a ninguno de aquellos hombres, pues sabía perfectamente que lo único que pretendían era defender a sus familias.
Saltó hacia un lado, se agarró a la parte superior de la valla, que crujió precariamente y pareció como si fuera a precipitarse con Pony acantilado abajo. A toda prisa, se encaramó a ella y pasó al otro lado, antes de que la cimitarra del segundo atacante la alcanzara. Entonces, se encontró en una zona despejada. Pensó que eso podría protegerla de los behreneses, pero se trataba de un barrio muy poco poblado de Palmaris, con numerosos edificios deshabitados. Parecía que los sureños eran meticulosos al proteger su secreto y su seguridad. Un tercer guerrero apareció ante su vista, por detrás de un edificio cercano, y luego divisó a otro que venía en la otra dirección, desde el sur, y se movía cautelosa pero decididamente entre las sombras de la base de la muralla de la ciudad.
Pony murmuró una maldición en voz baja y se llevó la mano izquierda al bolsillo oculto, lleno de gemas. Creía que podría salir del apuro con las piedras. Podía invocar los poderes de la hematites para poseer a uno de los atacantes y usarlo como portavoz para despistar a los demás. O podía actuar de modo más expeditivo y utilizar el grafito para provocar la descarga de un rayo cuando el grupo se le acercara, y así quedar libre para huir sin problemas. O tal vez la malaquita, para levitar lejos de su alcance, posarse en lo alto de un edificio y escapar por los tejados.
Pero Pony sabía que utilizar las piedras comportaba un riesgo específico y se recordó a sí misma que aquellos hombres no eran enemigos y que los que podía atraer al utilizar las piedras sí lo eran.
Al cabo de un instante, llegó a una callejuela. Echó un vistazo hacia atrás y tuvo tiempo de ver que ambos atacantes saltaban la valla. Murmuró otra maldición y avanzó con suma cautela, pero se dio cuenta de que la huida había llegado a su fin. En torno a ella, por todas partes, había muchos más guerreros.
Dos behreneses bloquearon la salida del extremo de la callejuela; otro par cerró la única salida lateral. Oyó que alguien arrastraba los pies y comprobó que otros tres guerreros la miraban desde el tejado situado encima de ella. Sin pronunciar palabra, el cuarto de los que estaban en el suelo se le acercó, y uno de los del tejado bajó ágilmente a unos tres metros detrás de la mujer.
Pony apretó con fuerza el grafito que tenía en la mano. Sabía que sería muy fácil, pero también se daba cuenta de que tenía un margen muy estrecho, ya que debería liberar la suficiente energía como para aturdir a los guerreros, pero no demasiada para no acabar con ellos. No podía estar segura.
—No soy enemiga vuestra —empezó a decir, pero fue cortada en seco por el hombre situado tras de ella, que la atacó de repente con su hoja curvilínea.
Pony se echó a un lado para evitar la estocada, y luego desvió el golpe hacia abajo, lo que provocó que la hoja del guerrero chocara contra la pared del edificio. Después, se dio la vuelta, avanzó, levantó el codo y consiguió golpearlo dos veces en la cara. Mientras se tambaleaba hacia atrás, Pony le dirigió la rodilla contra el codo y apretó codo y arma contra la pared. Un golpe hacia abajo del pomo de Defensora forzó al guerrero a soltar la cimitarra, y ésta cayó al suelo.
Pony, con ágiles movimientos, colocó la mano libre en el mentón del hombre, le empujó la cabeza hacia atrás y le puso Defensora en la garganta de forma inequívocamente mortal. Empujó al behrenés hasta que la espalda le quedó contra la pared para que su apurada situación fuera patente para los demás. Pony vio cómo se acercaban los otros guerreros y confió en que el hecho de ver a su desvalido compañero los mantendría a raya.
Ellos redujeron la marcha por unos instantes, y luego empezaron a hablar a gritos unos con otros en su propia lengua. Al fin, decididos claramente a sacrificar a su compañero, siguieron adelante.
Mil temores asaltaron a Pony: temía tener que matarlos; temía por su hijo no nacido, pues se preguntaba si podía permitirse morir a manos de esos guerreros cuando estaba en juego la vida del hijo de Elbryan; temía que su única alternativa fueran las piedras y que aquello ocasionara mayores problemas a todos, a ella y a su inocente hijo, y también a todos los inocentes behreneses, gente que sencillamente trataba de sobrevivir.
Transcurrió un largo, confuso y horrible momento. Al fin, al constatar que los soldados se acercaban sin mostrar signos de vacilación alguna, Pony tuvo que recordarse que no eran malas personas.
Soltó al prisionero y saltó hacia atrás, miró a ambos lados y arrojó la espada al suelo.
—No soy enemiga vuestra —afirmó con voz segura.
El hombre al que ella había herido en el acantilado gritó algo, y entonces, un segundo soldado saltó desde el tejado, cayó sobre Pony y la derribó. La mujer chocó violentamente contra el suelo sin aliento y se las apañó para rodar en el preciso momento en que una cimitarra bajaba hacia su cara.
Sus últimos pensamientos fueron para el hijo que esperaba.
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18
El jardín de la reina Vivian
El hombre alto de piel negra gritaba enojado al rey Danube mientras aparecían tras unos grandes arbustos floridos en el magnífico jardín situado en la parte posterior del castillo de Ursal.
El abad Je'howith sabía que aquello no era una buena señal. El embajador de los behreneses debía de estar ofendido, y debía de tener razón para que el rey Danube aceptara que lo tratara de aquel modo.
—Encontraré un barón que desdeñará tu Iglesia tanto como yo —prometió el duque Targon Bree Kalas, que se había inclinado para susurrar su promesa al oído del anciano abad.
—Y yo te mostraré un Dios que te recordará esas palabras cuando tus restos mortales se pudran en la tierra —respondió el anciano abad con calma.
El duque Kalas, joven, fuerte y lleno de vida, se limitó a reírse de aquella ocurrencia, pero si las amenazas de Je'howith no hicieron mella en el joven Kalas, las burlas del duque no afectaron para nada al anciano clérigo. Je'howith lo miró con total serenidad, mientras con su silencio le aseguraba que ya aprendería con el paso de los años, cuando los huesos empezaran a dolerle los días de tormenta y cuando le costara recobrar el aliento después de jugar en el césped, de cabalgar o incluso de pasear por el jardín.
Kalas adivinó claramente los sentenciosos pensamientos del abad; su risa se cortó en seco, y su sonrisa se convirtió en un fruncimiento.
—Sí, un Dios —dijo—; tu Dios, el todopoderoso ser que no pudo salvar a la reina Vivian. ¿O tal vez fue culpa de la debilidad de carácter de la persona que tu Dios decidió utilizar en aquella lamentable ocasión?
Entonces, le tocó a Je'howith fruncir el entrecejo, pues el comentario de Kalas le había herido profundamente, en especial, allí, en el jardín que la reina Vivian había diseñado, en el jardín por donde el rey Danube paseaba cada mañana para rendir tributo a su difunta esposa. ¡Eran tan jóvenes y tan llenos de vida, en aquellos días, el rey y la reina de Honce el Oso! Danube apenas había pasado de los veinte años, era fuerte y gallardo. Vivian tenía diecisiete y era una dulce y hermosa flor, de cabello negro como el azabache que le colgaba hasta la cintura, de misteriosos ojos grises que cautivaban las almas de cuantos los miraban y de piel tan brillante como los pétalos de las rosas que trepaban en torno a la puerta del castillo. Todo el reino los adoraba, y todo el mundo parecía suyo.
Pero Vivian se vio afectada por la enfermedad del sudor, una extraña y rápida asesina. Por la mañana del fatídico día, casi veinte años antes, mientras paseaba por el jardín se había quejado de dolor de cabeza. Al mediodía, se había acostado con algo de fiebre. Y a la hora de la cena, cuando por fin había llegado Je'howith para aliviar su dolor, estaba delirando y tenía el cuerpo pálido y empapado de sudor. El abad se esforzó furiosamente junto a su cama y convocó a los más expertos empleadores de gemas de Saint Honce.
La reina Vivian había muerto antes de la llegada de los otros monjes.
El rey Danube no culpó a Je'howith; incluso, había agradecido al anciano abad sus heroicos esfuerzos en repetidas ocasiones. De hecho, muchos de los consejeros de la corte habían observado a menudo la gran afabilidad del rey en los días que siguieron al fallecimiento de la reina Vivian. Pero Je'howith, que había pasado muchas horas con la pareja y que había oficiado la ceremonia de su boda, nunca había estado convencido de la profundidad del amor de Danube por Vivian, a pesar de aquellos diarios paseos por el jardín. El abad pensaba que era mucho más probable que los paseos se debieran al placer personal que Danube sentía al darlos, que al respeto por el recuerdo de su desaparecida esposa. El rey y la reina habían sido felices juntos, había sido una relación aparentemente maravillosa, pero no era un secreto que Danube había tenido muchas amantes durante los tres años de matrimonio, lo cual permitía comprender a mucha gente la razón por la que Constance Pemblebury, que no era de linaje noble, había alcanzado el cargo de consejera oficial de la corte, y se rumoreaba que estaba en primera línea sucesoria del ducado de Entel cuando muriera el duque Prescott, que había tenido la profunda desgracia de casarse con seis mujeres estériles, según su versión de los hechos.
Se rumoreaba, y Je'howith sabía que eran algo más que rumores, que también Vivian había encontrado un compañero de cama.
Ese hombre, el duque Targon Bree Kalas nunca había simpatizado con la Iglesia abellicana, pero su sarcástico desprecio por todo lo abellicano se había convertido en odio abierto hacia la Iglesia y, en particular, hacia Je'howith, la noche en que murió la reina Vivian.
—Basta de querellas personales —les ordenó Constance Pemblebury mientras se interponía entre los dos—. El yatol Rahib Daibe en persona ha venido a visitar al rey Danube esta mañana y su conducta ha sido muy poco respetuosa.
—Una consecuencia de lo de Palmaris —dijo Targon Bree Kalas—; de los turbios manejos de la Iglesia de Palmaris —añadió, agresivo.
—¡Basta! —pidió Constance—. Eso no lo sabes, e incluso si tus sospechas resultaran ciertas, te debes al rey Danube; debes permanecer fuerte y unido a los demás, junto a él y contra el embajador de los behreneses.
—Sí —asintió Kalas, con los ojos medio cerrados mientras miraba a Je'howith—; cada cosa a su tiempo.
El grupo permaneció en silencio mientras el yatol Rahib Daibe pasaba ante ellos con aire majestuoso y les lanzaba una mirada poco afable, en particular al anciano abad, que vestía el hábito abellicano, al que además dedicó un despreciativo gesto.
—Sospechas confirmadas —murmuró en voz baja Targon Bree Kalas, y se dio la vuelta para saludar al rey Danube, que se les acercaba sacudiendo la cabeza.
—Nuestros amigos del reino del sur no están contentos —les informó el rey a los tres—, en absoluto.
—A causa del comportamiento de la Iglesia en Palmaris —dijo con sumo placer Kalas.
—¿Qué significa esa persecución de behreneses? —preguntó el rey Danube a Je'howith—. ¿Estamos en guerra con Behren? Y si así es, ¿por qué no me han informado?
—No me consta ninguna persecución —repuso Je'howith mientras bajaba la cabeza con respeto.
—Pues ahora ya te consta —replicó el rey Danube con voz potente y áspera—. Parece ser que a tu nuevo obispo no le gustan nuestros vecinos sureños de piel morena, y ha emprendido contra ellos una persecución sistemática en Palmaris.
—No son abellicanos —dijo Je'howith, como si aquello fuera una excusa.
El rey Danube rugió.
—Pero son poderosos —repuso—. ¿Queréis empezar una guerra contra Behren por el simple hecho de que no son abellicanos?
—Naturalmente, no deseamos ninguna guerra con Behren —dijo Je'howith.
—Quizá seas tan estúpido que no adviertas que una cosa puede conducir a la otra —puntualizó Targon Bree Kalas—. Quizá...
Constance Pemblebury agarró al explosivo duque por el antebrazo y le clavó una mirada tan ceñuda y dura que el hombre soltó un gruñido y se calló mientras agitaba el brazo despreciativamente hacia Je'howith. Después, se marchó con paso altivo.
—Behren no nos declarará la guerra, ocurra lo que ocurra en Palmaris —afirmó Je'howith de modo terminante.
No quería que la discusión fuera por aquellos derroteros; no tenía las menores ganas de comentar la posibilidad de que los actos temerarios de De'Unnero pudieran causar problemas al rey. Aún en el caso de que la situación en Palmaris no condujera a la guerra, podía complicar otros delicados asuntos.
El rey Danube le había contado confidencialmente a Je'howith que había enviado una orden al duque Tetrafel, el duque de las Tierras Agrestes. Normalmente, se trataba de un título meramente honorífico, uno de los muchos títulos vacíos de contenido otorgados para que las familias ricas estuvieran contentas y apoyaran a la corona. Pero entonces el rey Danube tenía un plan. El rey estaba interesado por los robustos ponis pintos de los miembros de la tribu To-gai del oeste de Behren. En tiempos, To-gai-ru había sido un reino independiente, pero lo habían conquistado los yatoles hacía un siglo, y por eso el comercio de los peludos pintos To-gai tenía que realizarse a través de la corte del jefe Chezru en Jacintha. Danube imaginaba que si Tetrafel, de alguna manera, podía encontrar un paso hacia las estepas To-Gai a través de los encumbrados picos del oeste de la cordillera de Cinturón y Hebilla, podrían secretamente negociar en condiciones mucho mejores para obtener los codiciados caballos.
Desde luego, tales negocios implicarían sustanciales sobornos al siempre vigilante yatol Rahib Daibe.
Con todo, Je'howith tenía que defender a su Iglesia y recordar al rey que los behreneses no creían en el mismo Dios. Y tuvo que asegurar al rey que las acciones del obispo en Palmaris no conducirían a nada serio, pues una guerra contra la brava gente de Behren podía resultar desastrosa para Honce el Oso, especialmente tan poco tiempo después del final del conflicto con los secuaces del demonio Dáctilo.
—No, pero seguro que harán que los viajes de nuestros barcos mercantes resulten complicados —repuso el rey Danube—. El yatol Daibe destacó este punto en concreto, y se preguntó cómo nuestros barcos conseguirán navegar con tantos piratas en las costas de Behren sin la protección de la flota del jefe Chezru. También habló de tarifas y otras cosas desagradables, incluida una moratoria del comercio de los pintos To-gai. ¿Acaso ha declarado tu Iglesia la guerra a los mercaderes de Honce el Oso, abad Je'howith? Primero, exige que los mercaderes devuelvan sus gemas, unas gemas por las que pagaron un generoso precio a tu propia Iglesia, y ahora, esto.
—¿Qué pasa con las gemas? —preguntó Targon Bree Kalas, mientras se les acercaba, obviamente preocupado.
El rey Danube lo alejó con un gesto.
—Me temo que esa medida ha resultado desastrosa, abad Je'howith —dijo el monarca.
—Concédenos un poco más de tiempo —respondió Je'howith, pero sus palabras parecieron más una fórmula de cortesía que un ruego sincero, como si Je'howith hablara como simple representante de la Iglesia, pero no expresara sus propias convicciones—. La ciudad está cada día más controlada; es un primer paso imprescindible después de una guerra tan difícil.
El rey Danube sacudió la cabeza.
—Honce el Oso no puede permitirse conceder más tiempo al obispo De'Unnero —dijo.
Je'howith se disponía a protestar, pero el rey levantó la mano, y se dirigió hacia la puerta orlada de rosas, seguido por Constance Pemblebury y Targon Bree Kalas.
—Un barón que desdeñe a la Iglesia —murmuró el duque a Je'howith cuando pasaba—; te lo prometo —añadió.
Y Je'howith sabía que no era una amenaza infundada, ya que Palmaris estaba dentro de los límites del ducado de Kalas.
La imagen del anciano abad sentado al borde de la cama, con la cara inyectada en sangre y las manos temblorosas, tranquilizó al padre abad Markwart y le recordó el poder de su aura. Allí, en Ursal, era tan sólo una presencia espiritual y, con todo, la insustancial niebla de su espíritu podía evocar un terror primario en alguien de tanta edad y experiencia como el abad Je'howith.
¿Qué podría esa aura evocar en alguien que no había estudiado la historia de las gemas, en alguien que no sabía obtener nada espectacular con la magia? Había llegado la hora de que el rey de Honce el Oso conociera la verdad del poder.
Markwart atravesó las murallas y siguió la dirección que Je'howith le había indicado. Pasó delante de los confiados soldados con apenas un pensamiento. Luego recorrió las grandes salas privadas del rey, cruzó el enorme salón de audiencias, las habitaciones para reuniones privadas, el comedor particular y, al fin, entró en el dormitorio del rey Danube.
El corpulento hombretón yacía profundamente dormido en una cama en la que podrían haberse acostado cinco hombres cómodamente. Tal opulencia no ofendió a Markwart; sólo aguzó su afán de mayores riquezas. Y mientras movía una fría y espectral mano hacia el rostro de Danube y lo llamaba suavemente, cayó en la cuenta de que aquellas riquezas estaban a su alcance. El monarca se revolvió, emitió un gruñido ininteligible y trató de darse la vuelta.
Pero, de repente, la ojerosa cara de Markwart invadió los sueños de Danube; se abría paso a la fuerza en el interior de su conciencia. El rey se despertó asustado, se incorporó rápidamente y miró a su alrededor, por todas partes, mientras un sudor frío le cubría la frente.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
Markwart se concentró y forzó la magia al máximo para conseguir que su figura apareciera más nítida en la oscura habitación.
—No me conoces, rey Danube Brock Ursal —le dijo el padre abad con voz firme y potente, como si su forma corpórea estuviera realmente en la habitación—. Pero has oído hablar de mí; soy el padre abad Markwart, de la orden abellicana.
—¿Có..., cómo es posible? —tartamudeó el rey—. ¿Cómo has podido pasar por delante de mis guardias?
Markwart se echó a reír antes de que el rey acabara la pregunta. A medida que se iba despertando y que adquiría conciencia de la realidad del espectro, también el rey Danube se dio cuenta de lo absurdo de la pregunta. Entonces, se recostó y se deslizó hacia abajo mientras agarraba el grueso edredón y lo tiraba hacia arriba para taparse.
Pero el frío que sentía no era de los que un grueso edredón puede vencer.
—¿Por qué estás tan sorprendido, mi rey? —preguntó Markwart con calma—. Has sido testigo de los milagros de las gemas; conoces de sobra su poder. ¿Acaso te sorprende que yo, el líder de la Iglesia, pueda establecer semejante contacto?
—Jamás había oído hablar de nada parecido —respondió el conmocionado rey—. Si querías una audiencia, el abad Je'howith podía haberla concertado...
—No tengo tiempo para trámites inútiles —le interrumpió Markwart—; quería una audiencia, y aquí estoy.
El rey empezó a protestar hablando de protocolo y cortesía, y, cuando vio que el espíritu de Markwart no se inmutaba, intentó otra táctica y amenazó con avisar a los guardias.
Markwart se rió de él.
—Pero si no estoy aquí, mi rey —dijo—; sólo he venido a verte en espíritu, y todas las armas de Ursal no podrían causar el menor daño a lo que tienes ante ti.
El rey reunió todo su coraje y soltó un gruñido hacia Markwart. Se desprendió del edredón, saltó de la cama y avanzó con decisión hacia la puerta.
—Ya lo veremos —exclamó con firmeza.
El brazo del espectro se proyectó hacia adelante y los pensamientos de Markwart también lo hicieron: una descarga de órdenes insinuantes penetraron en la mente de Danube Brock Ursal y lo coaccionaron para que volviera a la cama. El hombre se resistió y, aunque temblaba, dio con determinación otro paso hacia la puerta.
El espectro de Markwart alargó aún más la mano hacia él, pero se cerró en el aire. La orden «¡Vuelve!» resonó en la cabeza de Danube. Entonces, el rey se detuvo, aunque seguía luchando contra la tangible voluntad del padre abad. Luego, dio un paso hacia atrás y después otro; por fin, se dio la vuelta, se acercó tambaleándose a la cama y se dejó caer sobre ella.
—Te aviso —farfulló.
—No, mi rey; el único que avisa aquí soy yo —explicó Markwart, en un tono mortalmente sereno y monótono—. La recuperación de Palmaris va muy bien; el trabajo del obispo De'Unnero ha sido excelente, y la ciudad está funcionando incluso de forma más eficiente que antes de la guerra. Sean cuales sean las amenazas que los behreneses puedan proferir, sean cuales sean las quejas de los insensatos mercaderes, el destino de Palmaris está determinado. Y tú no vas a hacer nada para estropearlo.
»Y desde luego, mi rey —prosiguió Markwart en un tono que de nuevo era de tranquila obediencia—, te ruego que te reúnas conmigo en Palmaris para que puedas conocer la realidad de lo que allí ocurre, en lugar de escuchar los ridículos rumores que te cuentan los que sólo quieren medrar.
El rey Danube, tenazmente, rodó para salir de la cama, se puso en pie y se dio la vuelta para encararse con el padre abad, decidido a hacer valer su autoridad. Pero cuando lo hubo hecho, se dio cuenta de que la habitación estaba vacía y de que el espíritu de Markwart se había ido. Echó un vistazo por todas partes, incluso inspeccionó en su frenética búsqueda todos los rincones de la habitación, pero no encontró el menor rastro de que el padre abad hubiera estado allí. ¿Había estado allí realmente?
El rey trató de convencerse de que sólo había sido un sueño. Después de todo, la situación en Palmaris lo había estado preocupando profundamente cuando aquella noche se había ido a la cama.
El rey se acostó de nuevo y se relajó bajo el grueso edredón. Era imposible catalogar como un sueño la horrible sensación causada por la invasión de Markwart en su mente, y pasó mucho tiempo antes de que el rey Danube osara cerrar los ojos otra vez y se dejara vencer por el sueño.
Markwart salió de la sala de los conjuros, exhausto pero satisfecho. Tenía previsto ir a visitar a De'Unnero para repetirle que fuera más despacio. Iría a Palmaris, como también haría Danube, y era importante que el rey viera la ciudad tranquila.
¿Lo era? Al recordar las palabras de aquella voz interior afirmando que el sol brillaba con mayor intensidad después de la oscuridad de la noche, Markwart ya no estaba seguro. Tal vez debería incitar a De'Unnero a adoptar una posición aún más tenebrosa, dejarle que apretara el puño todavía más y dar rienda suelta a su deseo de perseguir al Pájaro de la Noche y Pony.
¡Entonces, él, el sol resplandeciente, tendría muchas más cosas que salvar!
Markwart se metió lentamente en la cama y se acostó de lado con un gruñido. El viaje para establecer un contacto tan completo con un hombre que no tenía ninguna piedra del alma, y que por tanto no propiciaba la comunicación, y que ni siquiera tenía experiencia en el uso de piedras mágicas o en ejercicios de concentración mental, le había hecho consumir ingentes cantidades de energía. Se dio cuenta de que, aunque tenía muchas ganas de hacerlo, en aquel momento no podía visitar a De'Unnero. Pero el padre abad decidió que no importaba. Dado el grado de terror que había infundido al rey Danube, aquel paso ya no era necesario. El rey no se le opondría, fuera cual fuera la situación en Palmaris.
Al día siguiente, una soleada mañana, el rey Danube celebró su audiencia diaria con sus tres principales consejeros, seculares y religiosos, en el pequeño jardín del lado este del castillo de Ursal. El jardín estaba situado debajo del castillo, sobre el acantilado que dominaba la gran ciudad, al abrigo de la muralla del castillo y rodeado por su propia muralla, más baja. Era muy seguro gracias a que se había construido en la parte más escarpada del acantilado, de casi setenta metros de altura.
El abad Je'howith avanzaba despacio, inseguro, y se tambaleaba al mirar fijamente hacia la impresionante ciudad que tenía debajo. La cautela le impedía mirar a Targon Bree Kalas. Aquella mañana, el duque parecía muy pagado de sí mismo, pues estaba convencido de que, por fin, tenía bien planteada la batalla contra Je'howith y, a pesar de la visita del padre abad de la noche anterior, Je'howith no estaba seguro de que la confianza del duque fuera infundada. Danube todavía no había llegado. Je'howith tenía miedo de lo que podría ocurrir cuando lo hiciera.
—Así que la guerra se ha prolongado un poco más de lo que habíamos previsto —decía Targon Bree Kalas a Constance Pemblebury—. ¿Cómo podíamos prever que nos saldrían enemigos de nuestras propias filas?
—Estás exagerando, amigo mío —repuso la calmada mujer—. No se trata de ninguna guerra, sino de una simple disputa entre grandes jerarcas.
Kalas resopló al oírlo.
—Si dejamos que el insensato de De'Unnero continúe con su política en Palmaris, no tardaremos en tener, de nuevo, una auténtica guerra, no lo dudes —afirmó—, según las mismísimas palabras del yatol Rahib Daibe.
—Palabras que interpretas a tu conveniencia, duque Kalas —osó decir Je'howith; mejor dicho, tuvo que decir, mientras se daba la vuelta para mirarlo cara a cara.
—Preveo las consecuencias lógicas —empezó a protestar Kalas.
La ira del duque se desvaneció cuando la puerta del castillo crujió y el rey Danube hizo su entrada en el jardín acompañado por un par de soldados. Se sentó a una mesa, en la parte umbría del jardín y esperó a que los tres se reunieran con él.
—Debemos considerar cuidadosamente las palabras del obispo De'Unnero —dijo con franqueza, yendo directamente al grano—. La transición en Palmaris no está exenta de dificultades.
—Tengo una lista de candidatos que he elaborado para ti, mi rey —dijo el duque Kalas—, cada uno de ellos con sus propias cualidades y ventajas.
—¿Una lista? —preguntó el rey Danube en un tono que parecía sinceramente sorprendido.
—Una lista de candidatos a la baronía —explicó Kalas.
El rey Danube pareció más enfadado que intrigado, algo que confundió a Kalas y a Constance, pero no a Je'howith, que precisamente empezaba a preguntarse qué había ocurrido después de que Markwart abandonara sus aposentos.
—Es prematuro —decretó el rey Danube, mientras sacudía la mano y terminaba el debate antes de que el obstinado Kalas pudiera ni siquiera intervenir—. No; primero debemos, con mayor objetividad, enjuiciar el trabajo llevado a cabo por el obispo De'Unnero.
—Has..., has oído los informes —tartamudeó Kalas.
—He oído lo que otros decían —repuso Danube con frialdad—; otros, que sin duda alguna tienen sus propios planes respecto a Palmaris. No, este asunto es demasiado importante; iré a Palmaris personalmente para evaluar la situación. Y sólo entonces —siguió el rey en un tono secante, que cortó de golpe la inminente protesta de Kalas—, y sólo en el caso de que no esté satisfecho, aceptaré hablar de posibles sustitutos.
Kalas farfulló algo, y se fue. La decisión del rey era totalmente contradictoria con lo que Danube había decretado tan sólo la mañana anterior.
Pero era el rey, después de todo, y podía cambiar de idea a su antojo, si el destino de todo el reino estaba en juego.
O, como comprendió Je'howith, aunque no los otros dos consejeros, si el padre abad podía hacer que cambiara de idea.
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19
Aliados por elección y por necesidad
Elbryan estaba sentado a horcajadas sobre Sinfonía, al borde de una hilera de árboles situada en la parte superior de la ladera de un ancho prado. Se protegía los ojos de la gris y deslumbradora luz. La noche anterior había habido una gran tormenta de invierno y el viento había acumulado nieve en algunos lugares con espesores más altos que un hombre de considerable estatura. No obstante, la gente de Dundalis la había soportado bien, ya que habían construido cabañas adecuadas, que, afortunadamente, habían resistido el tremendo peso de la nieve y el empuje del viento.
Pero entonces tenían otro problema, según habían descubierto Elbryan y Bradwarden el día anterior, justo antes de que se desencadenara la tormenta. En la zona había muchos trasgos; vivían entre las ruinas de Prado de Mala Hierba, a sólo un día de marcha hacia el oeste.
—Cuando la señora Dasslerond y los elfos aparezcan, me alegraré —comentó el guardabosque.
Elbryan apenas podía creer que un grupo tan nutrido de elfos, según Roger más de una docena, estuviera rondando por la zona sin establecer contacto con él.
—Con esa gente menuda nunca se sabe —respondió Bradwarden—. Podrían estar en un árbol, justo encima de nosotros, sin que el mejor adiestrado de los humanos llegara a descubrirlo.
El guardabosque miró al centauro con el rabillo del ojo, observó que tenía una expresión extraña, y entonces captó el sentido de lo que acababa de decir y miró hacia arriba. Allí, instalada en una rama a unos siete metros de su cabeza, se veía la inequívoca figura alada de un elfo.
—Hola, guardabosque. Ha pasado mucho tiempo desde que compartimos una canción —le dijo el elfo.
—¡Ni'estiel! —exclamó Elbryan, al reconocer la voz aunque todavía no podía distinguir más que una silueta que destacaba apenas sobre un cielo de tono un poco más gris y brillante a través de los copos que seguían cayendo—. ¿Dónde están tu señora, Juraviel y todos los demás?
—Por ahí —mintió Ni'estiel—; he venido para avisarte que los trasgos se han puesto en marcha.
—¿En qué dirección? —preguntó el guardabosque—. ¿Tal vez hacia el oeste, hacia Fin del Mundo? ¿O hacia el este?
El elfo se encogió de hombros.
—No están donde estaban; eso es todo lo que he, mejor dicho, hemos podido averiguar hasta ahora.
—Roger ha salido a explorar —recordó Bradwarden en un tono que expresaba una cierta preocupación por su amigo.
El guardabosque compartía aquella preocupación. Roger era un explorador astuto, bien capacitado para ocultarse y para correr, pero la espesa capa de nieve podía neutralizar sus habilidades: podía hacer que fuera divisado y atrapado mucho más fácilmente.
—Y hay otra fuerza en marcha —gritó Ni'estiel desde arriba—; se nos está acercando desde el sur.
El guardabosque se disponía a preguntar más detalles al elfo, pero éste se alejó ágilmente por las ramas y revoloteó hacia un árbol cercano hasta desaparecer.
—¿Quiénes crees que pueden ser? —preguntó Bradwarden.
Ambos tenían que asimilar demasiadas cosas. Elbryan espoleó a Sinfonía al trote a lo largo de la cresta de la sierra barrida por el viento. Luego, se hundió de nuevo en la nieve y se esforzó en conducir el caballo hacia otra cresta cercana, que ofrecía una mejor perspectiva sobre las pistas del sur. Tan pronto como él y Bradwarden llegaron arriba, divisaron la fuerza: era un grupo de soldados, que por sus relucientes yelmos y puntas de lanza, tenían que ser Hombres del Rey. Avanzaban despacio por la nieve; era un grupo obviamente maltrecho y fatigado.
—Han pasado la tormenta de esta noche al raso —comentó Bradwarden—. ¡Oh, pero apuesto a que hoy están de muy buen humor!
El guardabosque sonrió y soltó una risita, pero esa expresión, cuando la banda se les acercó, se borró de su rostro, sustituida por otra que reflejaba curiosidad.
—¡Shamus Kilronney! —dijo alegremente Elbryan—. Reconozco su manera de montar y los andares de su caballo. Es Shamus el que marcha a la cabeza de los soldados.
—¡Oh!, los dioses deben de habernos bendecido —murmuró Bradwarden con sarcasmo y en voz baja, pero, sin duda, lo suficientemente fuerte como para que Elbryan lo oyera.
—Es un hombre bueno —repuso el guardabosque.
—Y alguien que podría andar buscando a tus nuevos amigos monjes —le avisó Bradwarden.
Sus palabras borraron la sonrisa de Elbryan, pero sólo un minuto. Shamus y sus soldados demostrarían, sin duda, ser de gran ayuda en la lucha contra la numerosa banda de trasgos que habían localizado en Prado de Mala Hierba.
—No debe de haber venido a perseguirlos —dijo al fin—, y aunque así fuera, no tardará en darse cuenta de la verdad y dejará que los monjes se escapen por el bosque.
—Me alegraré mucho de su compañía —comentó secamente Bradwarden.
Entonces, Elbryan comprendió que el malhumor del centauro tenía poco que ver con la potencialmente comprometida situación de los cinco monjes. Bradwarden se había dejado ver hacía poco tiempo y era conocido y aceptado sin problemas por la gente de Tomás Gingerwart. Pero sería más difícil, mucho más difícil, justificar su presencia ante los Hombres del Rey, unos soldados que probablemente, al menos en apariencia, eran aliados de la Iglesia abellicana. En cualquier caso el problema no era que a Bradwarden le importara mucho la compañía de los humanos, con la excepción de Elbryan y Pony, pero hacía tiempo que estaba harto de tener que esconderse de ellos.
—No tardarán en vernos —observó el centauro—, así que yo me las piro —añadió, y pateando el suelo se dispuso a lanzar su enorme cuerpo hacia la profundidad del bosque.
—Shamus es un hombre bueno —dijo Elbryan, antes de que hubiera dado un solo paso.
Bradwarden se detuvo y miró hacia atrás y por encima de su ancho hombro a los sinceros ojos verdes de su amigo.
—Te aceptará y no te juzgará —afirmó el guardabosque.
—Serías un estúpido si se lo dijeras —replicó el centauro—, pues entonces quedaría claro que tú fuiste el que me rescató. Libra tus propias batallas con la Iglesia, muchacho, pero yo no tengo el más mínimo deseo de poner los pies en Saint Mere Abelle.
Elbryan no supo qué contestar.
—Por tanto, ve y haz tus propios planes respecto a los trasgos —continuó Bradwarden—, pero no tardes si es que piensas matar alguno. Yo voy a cazar de nuevo por mi cuenta y es seguro que me dolerá la barriga por causa de la carne de trasgo.
Soltó una afectuosa carcajada y se perdió entre las sombras.
Por encima de todo, Elbryan oyó la profunda resonancia de aquella carcajada. Los primitivos habitantes de Dundalis habían bautizado acertadamente a Bradwarden con el nombre de Fantasma de los Bosques; y hasta el regreso del Pájaro de la Noche a la región, después de ser adiestrado por los elfos, el centauro había sido un personaje solitario. Pero Bradwarden había llegado a pasarlo bien en compañía de Elbryan y de los demás durante los últimos meses; eso le resultó evidente al guardabosque más por el tono de aquella carcajada que por el malhumor del centauro al ver a Shamus y a los soldados.
Elbryan suspiró y llevó a Sinfonía al trote por la sierra, en dirección a su amigo Hombre del Rey. Estaría muy bien pelear de nuevo junto a Shamus y a sus bien adiestrados soldados, aunque hubiera sido preferible que la situación no fuera tan complicada.
Pony se despertó en la oscuridad y se dispuso a levantarse, pero la cabeza le chocó contra una rígida madera a poco más de cinco centímetros por encima de ella. En aquella opresiva oscuridad, una sorprendida y asustadísima Pony trató de extender los brazos: las manos golpearon la madera, dura y firme, y no encontraron asidero alguno.
Le subió un grito a la garganta; pateó hacia arriba y se contusionaron las rodillas y los dedos de los pies.
La madera parecía definitivamente cerrada sobre ella.
Estaba encerrada, bloqueada, enterrada viva. Desesperada, rebuscó en su bolsa, pero alguien le había quitado las gemas y su arma había desaparecido. No había nada más: un ataúd, a oscuras.
Pony pegó violentos puñetazos contra la madera y gritó tan fuerte como pudo. Hizo caso omiso del dolor y golpeó una y otra vez, pateó y arañó. Quizá conseguiría perforarla, pero entonces la tierra entraría en el ataúd, la ahogaría y la aplastaría; con todo, era mejor luchar por la libertad que una muerte lenta y angustiosa. Chilló de nuevo, aunque era consciente de que no había esperanzas de que alguien la oyese.
Pero entonces... se produjo una respuesta. Y no desde arriba, sino desde un lado. Y de repente, ya no estaba a oscuras sino bañada por la suave luz de un fanal, un fanal situado en la puerta de un camarote. ¡Un camarote! Y no estaba tumbada en un ataúd, sino en la cama superior de una litera, con la cara pegada al techo.
Pony cerró los ojos, suspiró profundamente y sintió una gran sensación de alivio por todo el cuerpo. Entonces, se dio cuenta de que estaba en un barco, pues allá abajo era perceptible el ligero vaivén de las aguas del río, y no la inmovilidad de la tierra firme.
Pony se fijó en el hombre, un hombre que conocía, un hombre que en una ocasión les había permitido cruzar el río, sin formular preguntas a ella, Elbryan, Bradwarden y Juraviel.
—Capitán Al'u'met —comentó—, parece que el azar nos ha hecho coincidir de nuevo.
Al'u'met la miró con curiosidad durante un momento, y después, al reconocerla, los ojos oscuros le brillaron de un modo especial.
—La amiga de Jojonah —dijo en voz baja, calmado—. ¡Ah!, eso sólo ya explica muchas cosas.
—No soy enemiga de los behreneses —afirmó Pony con franqueza—, ni amiga de la Iglesia abellicana.
—Ni de la ciudad, ya que ahora ciudad e Iglesia son la misma cosa.
Pony bajó la cabeza para mostrar su acuerdo, pero con cuidado, pues le dolía todo el cuerpo a causa de los golpes que había recibido. Deslizó los pies hacia un lado, salió de la litera y, con un estremecimiento, bajó al suelo. Al'u'met se precipitó a su lado en un instante, y la sostuvo con su fuerte brazo.
—Hablas mal de esa unión —insinuó Pony—; sin embargo, eres amigo de maese Jojonah de la orden abellicana.
La sonrisa de Al'u'met sólo ocultó hasta cierto punto una mueca de dolor, y Pony lo atribuyó a que él se había dado cuenta de su ardid. Cuando Al'u'met respondió, ella se dio cuenta de que algo mucho más terrible lo apesadumbraba.
—Jojonah no estaba de acuerdo con su Iglesia —dijo con toda franqueza.
Pony se disponía a asentir con la cabeza, pero de repente el tiempo del verbo de la frase de Al'u'met la dejó muy intrigada. ¿Habrían cambiado las creencias de Jojonah?
—Sólo hablé con él una vez —explicó Al'u'met mientras se iba hacia un lado y colgaba el fanal en un gancho—; remontamos el Masur Delaval hasta Amvoy, de regreso a Saint Mere Abelle. Entonces me dijo que recordara el nombre de Avelyn Desbris, y así lo hice. Y ahora que he oído cómo la Iglesia de Palmaris blasfemaba públicamente utilizando ese nombre, he llegado a entender la preocupación de Jojonah. Ahora me doy cuenta de que quería muchísimo a Avelyn y de que temía por su legado.
De nuevo, usó el verbo en tiempo pasado al referirse a Jojonah, y la expresión de Pony reflejó su creciente temor.
—Maese Jojonah fue ejecutado por hereje —le explicó Al'u'met—, por conspirar con intrusos que rescataron al prisionero más codiciado por el padre abad, un centauro del que se dice que presenció la destrucción de la montaña de Aida y del demonio Dáctilo.
Pony retrocedió dos pasos y se sentó al borde de la cama inferior de la litera.
—¿Tal vez sabes algo de esa conspiración? —preguntó Al'u'met, tímidamente.
La mujer lo miró con dureza, pues no le gustó aquella pregunta.
Al'u'met la correspondió con una inclinación de cabeza.
—Confundes culpa con pena —comentó.
—Viste a mis compañeros cuando cruzamos el río.
—Desde luego —dijo el capitán—, y no tengo la menor duda de que los cargos contra Jojonah por conspiración estaban bastante fundamentados. Por lo que respecta a la acusación de herejía...
—Jojonah estaba más cerca de la verdad y de la bondad de la Iglesia que ningún hombre que haya conocido jamás —afirmó Pony—, con la excepción del hermano Avelyn Desbris.
Una segunda inclinación de cabeza de Al'u'met fue la respuesta.
—¿Qué ocurrió, entonces, con el centauro? —preguntó el capitán.
Pony lo observó con mucho cuidado durante unos instantes para tratar de calibrar su sinceridad. ¿Sería un agente de la Iglesia? Tan pronto como recordó las circunstancias de su captura, se dio cuenta de que no era nada probable. Al'u'met y sus sureños behreneses de piel oscura, obviamente, no eran sus enemigos.
—Bradwarden está libre, en las tierras del norte —dijo con sinceridad. Con ello le demostró su confianza, al contestar a su pregunta y, además, darle el nombre del centauro—. Una buena recompensa para un héroe.
—¿Estuvo en la montaña de Aida, durante el famoso fin del demonio Dáctilo?
—Más que famoso —respondió Pony con una risa sofocada. Se pasó una mano por su espesa melena rubia, sacudiéndose los últimos vestigios de su aturdimiento—. Yo estaba allí cuando el hermano Avelyn destruyó al demonio y su guarida, y también la otra persona que estaba conmigo cuando cruzamos en tu barco el Masur Delaval.
Vaciló mientras hablaba. Se preguntó si no estaba yendo demasiado lejos, pero decidió por pura intuición que había mucho en juego y que el tiempo era vital. Se daba cuenta de que si iba a emprender una acción contra el obispo De'Unnero; tenía que implicar a aquel hombre.
—Creíamos que Bradwarden había dado la vida para salvarnos, pero gracias a un golpe de suerte y a la magia élfica sobrevivió, aunque después se lo llevaron a Saint Mere Abelle y lo encerraron en las mazmorras.
—¿Lo encerraron porque el padre abad no creyó lo que contó del demonio Dáctilo?
—Porque el padre abad tiene miedo de la verdad de Avelyn Desbris —corrigió Pony.
Al'u'met evaluó durante unos instantes la profundidad de aquellas palabras y las consecuencias que de ellas se derivaban, y se sentó en la cama junto a Pony.
—Por esa razón, el pobre Jojonah fue condenado y eliminado —comentó.
—Y por esa razón, nombraron a De'Unnero obispo de Palmaris —respondió Pony—. ¿Y qué vamos a hacer nosotros dos al respecto? —añadió mientras lo miraba fijamente.
La sonrisa decidida de Al'u'met le demostró que ambos pensaban lo mismo.
Entonces, el behrenés le devolvió la bolsa de gemas sagradas.
Desde las sombras de unas espesas ramas, Bradwarden contempló cómo Elbryan conducía a Sinfonía hacia el grupo. El centauro observó que los soldados estaban bien adiestrados, pues al escuchar el sonido de un caballo que se acercaba, adoptaron enseguida una formación defensiva. La formación se rompió cuando reconocieron al jinete, y el centauro vio cómo Elbryan se detenía junto al jefe —Shamus Kilronney, claro— y ambos se daban un afectuoso apretón de manos y palmadas en el hombro.
El centauro frunció el ceño y musitó varias maldiciones. Tenía un mal presentimiento en relación con el regreso de los soldados, pero quería convencerse a sí mismo de que se debía a su enfado por tener que esconderse otra vez entre las sombras. Por consiguiente, refunfuñando de frustración, se dio la vuelta para irse.
No estaba solo; lo supo inmediatamente. Algo se movía despacio entre la maleza, se hundía en la nieve y producía el característico ruido de la nieve al ser pisada. Bradwarden estimó enseguida la dirección y la distancia, y afinó el cálculo teniendo en cuenta la visibilidad del oscuro bosque.
Se dio la vuelta y puso su revelador torso de aspecto humano detrás de un árbol, de forma que las partes visibles para un recién llegado serían sólo los cuartos traseros de un caballo.
—Ack, caballito —dijo una rechinante voz de trasgo—; procúrame algo de comida antes de que nos decidamos por los huesos de los hombres.
Bradwarden reprimió las ganas que tenía de darse la vuelta y derribar a aquel ser, y esperó pacientemente a que el repugnante trasgo se le acercara.
—Ahora no te muevas, así podré matarte rápidamente —dijo el trasgo con calma, aproximándose al centauro.
¡De qué modo se le desorbitaron los ojos cuando Bradwarden retrocedió y reveló su verdadera naturaleza! La criatura quedó tan asustada, tan cogida de improviso, que arrojó la lanza —en realidad, sólo un palo terminado en punta— al suelo. Aunque trató de escapar por todos los medios, el centauro lo atrapó por la garganta y se la apretó con fuerza, mientras levantaba su pesada porra con la otra mano.
Arriba, muy arriba, y de repente hacia abajo, en todo lo alto de la cabeza del trasgo, que trataba de escabullirse. Luego, sólo el poderoso agarro de Bradwarden mantuvo de pie a aquel ser muerto.
—De modo que salís de vuestros agujeros —dijo con calma el centauro.
Estaba sorprendido, pues desde que la guerra había acabado en desbandada, pocos monstruos habían dado muestras de querer pelea, y la mayoría sólo trataban de huir cuanto antes lo más lejos posible. El aviso de Ni'estiel de que los trasgos estaban en marcha le hizo pensar en un primer momento que los monstruos habían oído hablar del asentamiento de humanos y habían decidido huir en dirección contraria, hacia el oeste, más allá de los pueblos. Pero al reflexionar unos instantes sobre ello, Bradwarden comprendió que tenía sentido que se encaminaran hacia el este. Aquel trasgo y los de su especie se habían atrincherado en Prado de Mala Hierba el tiempo suficiente como para recuperar la claridad de ideas. Probablemente hacía mucho que los powris y los gigantes se habían ido, de modo que los trasgos, con toda seguridad, habían apretado filas en torno a un solo líder o a un par de figuras destacadas.
Y con la llegada del invierno, los tragos habían planeado aproximarse furtivamente a los humanos y atacarlos duramente, tal vez para robarles provisiones.
El centauro permaneció en absoluto silencio, con todos los sentidos atentos al bosque que lo rodeaba. Gradualmente, fue distinguiendo los reveladores sonidos de los monstruos al moverse: un suave frufrú ahí, la rotura de una ramita allá. Sí, habían venido desde Prado de Mala Hierba, en dirección este, hacia Dundalis, con ganas de pelearse con los nuevos pobladores.
Y como los elfos, como Elbryan y como él mismo, habían avistado a los soldados que se aproximaban.
El centauro echó una ojeada por encima del hombro. Si lo que suponía respecto al número de trasgos en Prado de Mala Hierba era correcto, Elbryan y los soldados se encontrarían con una desagradable mañana.
—Hemos recuperado Dundalis —dijo Elbryan a Shamus Kilronney, tan pronto como hubieron terminado las bromas. El guardabosque conocía a los soldados que acompañaban a Shamus, y ellos a él, por lo que no hicieron falta presentaciones—. Pronto podrás informar a tu rey de que las Tierras Boscosas están seguras.
—¿Mi rey? —repuso Shamus en tono ligero, pero con una punta de intención camuflada en la pregunta—. ¿Acaso no es también Danube Brock Ursal el rey del Pájaro de la Noche?
Era la primera vez que le formulaban aquella pregunta al guardabosque y, francamente, no tenía ni idea de cómo responder.
—Mis raíces están en Honce el Oso —admitió, mientras ponderaba atentamente las reacciones de los hombres de Shamus a cada una de sus palabras—. Con todo, nací y he vivido toda mi vida fuera de los dominios del rey Danube.
Hizo una pausa para reflexionar cuidadosamente sobre la cuestión. ¿Era un ciudadano de Honce el Oso, o..., o qué? ¿Un canalla sin techo? Difícilmente. Pero jamás había considerado que Danube fuera su rey, ni, en el mismo sentido, que la señora Dasslerond fuera su reina. Se encogió de hombros, confuso, con expresión perpleja.
—Lo mires como lo mires, parece que el rey Danube y yo, en este conflicto, estamos en el mismo bando —añadió con una risita.
Shamus lo imitó, aunque el guardabosque no dejó de advertir que la risa del capitán parecía un poco forzada.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó el militar al cabo de un momento—. Habéis recuperado Dundalis, pero hay otro pueblo, ¿no?
—Dos más —corrigió Elbryan—. Prado de Mala Hierba, actualmente en poder de una banda de trasgos, un contingente importante, según creo, y Fin del Mundo, el tercer pueblo, el que se encuentra más al oeste y, por lo que sé, desierto.
Como hecho adrede, una enorme flecha se clavó en el suelo entre los dos jinetes, y ambos caballos se revolvieron y relincharon. Los soldados desplegaron una frenética actividad: gritaron sin cesar «¡A las armas!» y «¡Desenvainad!», y se esforzaron en llevar los caballos a una posición defensiva.
Y menos mal que lo hicieron así, pues antes de que se hubieran reagrupado adecuadamente, los trasgos cargaron: docenas de perversas criaturas como surgidas de una niebla intangible se precipitaron hacia el grupo, mientras chillaban, maldecían y les arrojaban lanzas con una agresividad que Elbryan no había visto desde que él y Pony, camino de Saint Mere Abelle, se habían encontrado con una aparentemente desprotegida caravana de mercaderes al este del Masur Delaval.
Antes de que los soldados de Kilronney estuvieran preparados, un hombre fue derribado bajo el peso de dos lanzas, y otro perdió su caballo, pues el pobre animal fue alcanzado varias veces. Otro soldado recibió un rasguño, y el Pájaro de la Noche evitó que una lanza le alcanzara en la cara gracias a que se las apañó para situar Tempestad en la posición adecuada para desviarla en el último momento.
Shamus Kilronney se dio cuenta de que la maniobra más ventajosa hubiera sido una violenta carga dirigida contra la parte más débil del círculo de trasgos, pero no tenían tiempo para conseguir el impulso necesario a causa de la espesa capa de nieve, ya que los trasgos estarían encima de ellos casi antes de que se hubieran recuperado de la inesperada lluvia de lanzas.
El Pájaro de la Noche hizo dar una brusca carrera a Sinfonía, y el poderoso semental enterró al trasgo más cercano bajo el peso de sus cascos, mientras el guardabosque propinaba una estocada a otra criatura al pasar corriendo junto a ella. Shamus estuvo a punto de protestar a gritos, pues le pareció que el guardabosque se proponía abandonar el campo de batalla. Pero tan pronto como hubo despejado la primera línea, el Pájaro de la Noche hizo dar la vuelta a Sinfonía y miró a su alrededor para ver por dónde convenía atacar.
Shamus se sintió aliviado y admitió que su temor se debía más a las advertencias que le había hecho De'Unnero sobre el Pájaro de la Noche que a alguna acción que el guardabosque hubiera realizado en su presencia. Pero no era un momento para reflexionar, se dijo el capitán, y una bien dirigida lanza de un trasgo se encargó de recordárselo de forma elocuente. Apartó la lanza de un golpe y se inclinó para atacar, pero tuvo que retirar la espada para esquivar el vuelo de un palo con pinchos. Lo alcanzó con éxito entre dos pinchos y lo hizo girar hacia un lado, pero cayó en la cuenta de que tenía un problema: el pivote siguiente del trasgo le impediría desclavar la hoja con facilidad y lo dejaría desprotegido ante el nuevo ataque de la lanza del primer monstruo.
Shamus dio un fuerte grito y cerró los ojos, y...
Nada.
Los ojos de Shamus se abrieron de golpe y vieron cómo el trasgo se desplomaba bajo el ataque de un soldado: la reluciente hoja rajó la cabeza del monstruo y un surtidor de sangre carmesí salpicó la nieve. Para ese soldado, sin embargo, la maniobra resultó desastrosa, porque un par de trasgos saltaron desde un lado, lo atraparon con sus fuertes manos y lo derribaron de la silla.
Shamus liberó la espada e hizo brincar al caballo por delante del trasgo que empuñaba el palo. La criatura le propinó un duro tajo en la grupa mientras pasaba causándole un profundo corte, pero el herido animal respondió con una fuerte coz contra el pecho del monstruo y lo envió volando al suelo.
Shamus trató desesperadamente de acercarse a su salvador, pero la horda trasga en torno a ellos era tupida, y el capitán hizo todo lo que pudo para mantener a raya manos y armas que se les venían encima.
Los cascos de Sinfonía excavaban profundas huellas en la nieve mientras el guardabosque hacía virar al caballo de forma imperiosa. Divisó a un soldado en situación muy apurada y se dispuso a ir en aquella dirección, pero se detuvo antes de que Sinfonía diera un solo paso y, con una mueca de dolor, desvió al semental para ir hacia otro lado. El soldado, ensartado por el pecho por una lanza de un trasgo, se derrumbó al suelo.
Otro hombre, que había perdido su montura en la primera lluvia de lanzas, estaba en el suelo. El guardabosque atacó, blandiendo Tempestad, e hizo retroceder a los trasgos con temibles estocadas. Pasó la pierna por encima del lomo de Sinfonía y saltó al suelo sobre la marcha, utilizando la turquesa incrustada en el pecho de Sinfonía, el enlace telepático con el magnífico semental, para guiarlo.
Un trasgo trató de asestar un latigazo transversal con su palo, pero el Pájaro de la Noche ya se le había acercado demasiado. Trabó con el antebrazo los brazos del monstruo y lo inmovilizó antes de que pudiera realmente empezar el movimiento. Luego lo dobló hacia adelante y, con un golpe, lo dejó fuera de combate.
Después se precipitó hacia el soldado. Tempestad se movió para esquivar los ataques de tres trasgos, tan deprisa que no se podía ver con nitidez. La hoja iba de izquierda a derecha: desvió la estocada de una lanza y el tajo de una espada. El guardabosque hundió un pie y dio un giro, y Tempestad llegó a tiempo de atajar la afilada punta de otra punzante lanza.
El Pájaro de la Noche pensó en ir hacia adelante para terminar con el trasgo desarmado, e incluso empezó a hacerlo, pero sólo como una estratagema contra los dos monstruos que tenía detrás.
Se dio la vuelta y se desplazó a un lado, y con la mano libre agarró la lanza mientras ésta trataba de apuñalarlo y la desvió hacia afuera sin que causara el menor daño, mientras él iba hacia adelante. Tempestad describió un círculo con la punta hacia abajo delante del guardabosque y alcanzó la tajante espada del trasgo por debajo de la hoja, la levantó por encima de la cabeza del trasgo, y luego la deslizó por debajo para arrojarla lejos. Un diestro giro de la muñeca del guardabosque inclinó la punta de Tempestad hacia abajo en la posición adecuada, y entonces, avanzó; un repentino ataque según los cánones de la bi'nelle dasada derribó al trasgo mientras chillaba y se apretaba el pecho desgarrado.
El Pájaro de la Noche volvió a la carga y agarró la lanza que el trasgo todavía sujetaba. El obstinado monstruo no quería soltarla, y aún mantenía las dos manos sobre ella cuando Tempestad le propinó un tajo en plena cara.
El guardabosque, raudo, se dio la vuelta, y respiró algo más aliviado al ver al soldado otra vez de pie que acababa de liquidar al de la lanza rota.
Pero más monstruos se acercaban por doquier, contentos de poder atacar a dos humanos sin montura.
Sinfonía acudió veloz en ayuda del Pájaro de la Noche, que se agarró a la silla y con un solo y ágil movimiento consiguió montar a horcajadas. Luego, extendió el brazo y cogió la mano del soldado y tiró de él para montarlo en la grupa.
Los trasgos, sorprendidos, se pararon en seco, pero el Pájaro de la Noche no les hizo el menor caso. Pasaron ante ellos a toda velocidad y el soldado saltó del lomo de Sinfonía a su propio caballo y se agarró como pudo a la silla mientras el Pájaro de la Noche mantenía ocupados a los monstruos.
Entonces, el guardabosque regresó al núcleo de la batalla y vio que los hombres de Shamus estaban ganando, incluso a pie, a los agresores. Se sintió lleno de esperanza, que pronto se desvaneció, pues el guardabosque divisó un par de trasgos que se mantenían al margen de la lucha, con las lanzas preparadas y con varias más en el suelo, a sus pies. Sinfonía saltó hacia ellos, pero un trasgo levantó el brazo para lanzar su arma a un soldado que peleaba furiosamente de espaldas al monstruo, y el Pájaro de la Noche se dio cuenta de que no tenía tiempo de impedirlo.
Gritó para intentar que el trasgo le arrojara la lanza a él.
El trasgo, de repente, huyó. Poco faltó para que el guardabosque hiciera perder el paso a Sinfonía al erguirse sobre los estribos a causa del asombro, pero en un instante ya estaba de nuevo en posición normal, con la cabeza baja y gritando para llamar la atención del otro trasgo.
La criatura se dio la vuelta y trató desesperadamente de huir, mientras intentaba arrojar la lanza. El arma voló lejos del blanco. El guardabosque ni siquiera aminoró la marcha y despachó al vulnerable monstruo con una brutal estocada mientras Sinfonía seguía corriendo.
En aquel momento advirtió que el trasgo había sido alcanzado por una pequeña flecha que le sobresalía de la parte baja de la espalda. Entonces, se sintió más confiado; si habían llegado la señora Dasslerond y los elfos, la lucha no tardaría en convertirse en una desbandada.
De nuevo, hundió profundamente los cascos del caballo, y Sinfonía pivotó en dirección a la batalla. El Pájaro de la Noche sonrió al pasar por delante del primer arrojador de lanzas muerto; tenía una enorme flecha clavada en el costado.
Echó un vistazo a la hilera de árboles, pero no vio ni a los elfos ni a Bradwarden. Luego, el Pájaro de la Noche se fijó en Shamus Kilronney y condujo a Sinfonía por la espesa maraña de trasgos para situarse junto a su amigo.
El capitán estaba cubierto de sangre, pero Elbryan comprobó, con gran alivio, que casi toda era de sus enemigos.
—¡El día es nuestro! —gritó Shamus, espoleando el caballo para derribar a un trasgo y golpear a otro hasta hacerle perder el equilibrio.
Tempestad alcanzó a la aturdida criatura a un lado de la cabeza y la tumbó patas arriba sobre la nieve ensangrentada.
—¡El día es nuestro! —gritó de nuevo Shamus, más fuerte, mientras alzaba la espada para que sus hombres se reunieran en torno a él.
Y desde luego, la suerte de la batalla cambió en contra los trasgos: los jinetes mejor armados y adiestrados conseguían mayor ventaja segundo a segundo.
Otro trasgo cayó bajó la acción frenética de espadas y de patadas de cascos, y otro más huyó, corriendo y chillando, y sus gritos de terror ayudaron a minar aún más la moral de la desfallecida horda trasga. Con gran alegría del guardabosque, la criatura se tambaleó una vez, luego otra, y aún otra más: tres flechas élficas dieron con él en el suelo.
El Pájaro de la Noche se enfrascó de nuevo en el combate: Sinfonía derribó a otro trasgo al suelo, y el guardabosque, que agitaba Tempestad con furia, desvió un débil ataque de un palo y después tajó hacia abajo por segunda vez y rajó la cara del monstruo. Luego, alzó la hoja en el otro sentido y propinó una estocada a un trasgo que atacaba a otro jinete. El golpe no lo alcanzó, pues el monstruo chilló y se agachó, pero su desesperado movimiento lo desequilibró, y el Pájaro de la Noche aprovechó la ocasión: sobre la marcha lo apuñaló en el hombro con mano firme y segura, y la criatura cayó al suelo retorciéndose; allí la remató con facilidad el otro soldado a caballo.
La batalla terminó tan bruscamente como había empezado. Los trasgos que quedaban rompieron filas y se dispersaron por las brumas y el bosque. Varios soldados los persiguieron un poco para asegurarse de que no regresarían, pero la mayoría, incluido el guardabosque, desmontaron tranquilamente y se precipitaron hacia los compañeros caídos.
En cualquier caso, el Pájaro de la Noche se imaginaba que los trasgos estarían muertos en cuestión de segundos: Bradwarden y más de una docena de elfos rondaban cerca, escondidos en el bosque.
Shamus Kilronney se sentó a horcajadas en el caballo, hipnotizado por la imagen de los hermanos Jierdan y Tymoth Thayer, que habían estado a su servicio durante toda la guerra. Jierdan, cubierto de sangre, casi toda suya, estaba arrodillado junto a su postrado hermano y se esforzaba furiosamente por taponarle una herida. Pero el desgarrón que le cruzaba el vientre era demasiado grande, y sangre e intestinos se esparcían por las manos de Jierdan. Llamó repetidas veces a su hermano, se debatió con la herida un poco más, y, entonces, echó la cabeza hacia atrás y chilló desvalidamente. Entre jadeos, Jierdan se abalanzó sobre Tymoth, le meció la cabeza, y acercó la cara a la de su hermano como si quisiera insuflarle vida.
—No te mueras —repetía una y otra vez, mientras lo acunaba hacia atrás y hacia adelante—. ¡No te mueras!
Shamus estaba enfurecido. Miró en derredor, en busca de alguna salida.
—Cabalga hasta el pueblo y encuentra a un hombre llamado Braumin Herde —oyó que decía el Pájaro de la Noche. Sólo después de que el guardabosque se lo repitiera, Shamus se dio cuenta de que estaba hablándole a él. En aquel momento, el capitán había encontrado un modo de descargar su furia: un par de trasgos que corrían por la cresta de la sierra y hacia los árboles. Shamus hundió los talones con fuerza, y el caballo salió disparado.
—¡Shamus! —le gritó el Pájaro de la Noche, pero era inútil, pues el capitán ni siquiera miró hacia atrás.
El guardabosque ordenó a otro hombre que fuera a buscar a Braumin y, después, se fue corriendo hacia Sinfonía, montó y salió en pos de su amigo.
Shamus chocó con la hilera de árboles. Apartó las ramas y sin hacer caso de rasguños y arañazos obligó al caballo a seguir hacia adelante. No volvió a avistar a los trasgos, pero sabía que continuaban corriendo y que se alejaban en línea recta del campo de batalla. La maleza se espesaba en torno a la montura. El caballo se resistió a pasar por una maraña de ramas de pino, de forma que Shamus desmontó de un salto y, espada en mano, cargó. Llegó al borde de una estrecha garganta de más de tres metros de profundidad, a menos que la nieve fuera más espesa de lo que parecía, y tal vez el doble de ancha; los márgenes eran demasiado inclinados para retener mucha nieve.
Un único y nuevo sendero bajaba por la nieve, así que el capitán bajó por allí, tambaleándose y cayendo; pero a gatas consiguió trepar por el otro lado. Tras alcanzar la parte opuesta de la garganta, tropezó con un tocón, pero —a rastras, apoyado en manos y rodillas, en manos y pies, y luego, de nuevo a la carrera— continuó la salvaje persecución sin hacer caso alguno de los cortes ensangrentados de los nudillos de la mano que empuñaba la espada, ni del frío que le entumecía los dedos. Ante él apareció otro bosquecillo de pinos. Bajó la cabeza y cargó con intención de avanzar en línea recta.
Pero, entonces, oyó un gruñido y el agudo crujido de un hueso, y avanzó con cautela, mientras apartaba las ramas y trataba de ver entre las sombras.
Un trasgo voló por los aires y se estrelló contra un árbol. Los ojos de Shamus se abrieron desmesuradamente cuando miró hacia el otro lado y distinguió la enorme figura de un centauro, que con una mano apretaba estrechamente la garganta de un monstruo y lo inclinaba hacia atrás, mientras con la otra empuñaba una enorme porra que alzaba por encima de su cabeza.
Shamus hizo una mueca de dolor cuando vio que la porra caía para propinar un golpe brusco y violento que partió el cráneo del trasgo. Con un movimiento de muñeca aparentemente ligero y rápido, el centauro hizo volar a un segundo monstruo. Luego, cogió un enorme arco —el mayor arco que Shamus jamás había visto y que explicaba la gran flecha que había contemplado como preludio del ataque de los trasgos— y trotó hacia el bosque en dirección opuesta, sin mirar atrás.
Una mano agarró el hombro de Shamus y, atemorizado por el espectáculo del centauro, poco le faltó para saltar fuera de sus botas. Se dio la vuelta y vio al Pájaro de la Noche junto a él, con Ala de Halcón en la mano.
—Hay otro enemigo en el bosque —afirmó Shamus.
—Hay muchos, probablemente —respondió el guardabosque—, pues los trasgos se han dispersado. Que corran, amigo mío. Si se quedan en la zona, no tardaremos en encontrarlos, aunque mucho me parece que los supervivientes no dejarán de correr hasta llegar a sus oscuras madrigueras en las montañas.
—Un enemigo de otra especie —dijo el capitán con más energía, lo cual provocó que Elbryan lo mirara lleno de curiosidad—. Es un adversario de mayor tamaño y mucho más peligroso.
—¿Un gigante?
—Un centauro —dijo Shamus, frunciendo el ceño.
El guardabosque se sobresaltó. Miró detrás del capitán y divisó al trasgo muerto más cercano. Shamus había visto a Bradwarden, y por tanto, el secreto se había desvelado incluso antes de que los soldados entraran en Dundalis.
—No es un enemigo —corrigió con voz firme Elbryan.
—Se dice que hay un centauro proscrito —dijo Shamus—, y parece ser que ha venido a esta región. Diría que en estos tiempos quedan pocos centauros.
Shamus y Elbryan intercambiaron duras y fijas miradas durante un buen rato. El guardabosque era consciente de que empezaba a adoptar una posición que podía destruir su amistad con el capitán, que incluso les podía hacer llegar a las manos y que lo señalaba claramente como un proscrito. Pero también comprendía que adoptaba esa posición por Bradwarden, tan injustamente acusado; Bradwarden, que se contaba entre sus amigos más íntimos y más queridos.
—Es él —gruñó con la mandíbula firme—. El centauro que acabas de ver es Bradwarden, que estuvo prisionero injustamente en Saint Mere Abelle. El centauro que disparó la flecha que se clavó en medio de nosotros para avisarnos del ataque era el mismo Bradwarden del que se rumorea que es un enemigo de la Iglesia abellicana.
—Su conducta contra una banda de trasgos, un enemigo común, no es excusa para... —empezó a decir Shamus.
—Tengo que ir a atender a los heridos —le interrumpió Elbryan, y se dio la vuelta y se marchó.
Shamus Kilronney permaneció entre los árboles un buen rato, tratando de entender lo que había visto. Era un oficial del rey, y un oficial del obispo, y ciertamente no estaba autorizado para juzgar la justicia o la injusticia ejercida sobre aquel centauro.
El capitán cerró los ojos y recordó las instrucciones y las advertencias de De'Unnero. Realmente, la simple presencia de Bradwarden en la región y el hecho evidente de que fuera amigo de Elbryan daba credibilidad a las palabras del obispo.
Aquel guerrero, el Pájaro de la Noche, aquel hombre al que había conocido como aliado y amigo, era sin duda el proscrito que había entrado furtivamente en Saint Mere Abelle.
Mientras Elbryan volvía por la cresta, la lucha había acabado, y los trasgos heridos habían sido pasados a cuchillo. Los soldados se estaban curando sus heridas, pero el guardabosque se detuvo y exhaló un profundo suspiro al ver tres cuerpos cubiertos por mantas.
Advirtió que había muchos más trasgos muertos esparcidos en el suelo. Aunque no era la primera vez que veía morir hombres que habían peleado a su lado, el coste de aquella batalla había sido demasiado alto, según su apreciación, y seguramente hubiera sido mucho peor de no ser por el aviso de Bradwarden, que les había dado unos segundos de ventaja.
«Pero ¿dónde se han metido los elfos?», se preguntó Elbryan. Al inspeccionar el campo de batalla, sólo vio un par de trasgos heridos por flechas élficas. Más de una veintena de monstruos les habían tendido una emboscada, pero la banda de la señora Dasslerond, si era tan numerosa como Roger había asegurado con insistencia, podía haber acabado con ellos antes de que el primero de los trasgos se hubiera acercado a los jinetes.
No tenía sentido, y para Elbryan tampoco lo tenía que los elfos —los mejores exploradores del mundo, seres que conocían los caminos y los sonidos del bosque mejor que nadie, incluidos el centauro y el guardabosque— se hubieran limitado a dar un simple aviso.
Con todo, Elbryan se culpaba a sí mismo. Tenía conocimiento de la existencia del campamento trasgo, pero no había creído que los monstruos pudieran atacar, ni siquiera después de que Ni'estiel les avisara que los trasgos se habían puesto en marcha. Por esa razón, él y los soldados recién llegados fueron cogidos por sorpresa.
Y habían pagado un precio muy caro.
Al poco rato, Roger Descerrajador, Braumin Herde y los otros monjes aparecieron por la carretera con el jinete que el guardabosque había destacado.
Para entonces había fallecido un cuarto soldado.
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20
Lamentos
—No piensas con claridad, muchacha —le dijo Belster en voz más alta que la que hubiera querido.
Se puso el dedo sobre los labios fruncidos y echó una ojeada en torno nerviosamente. Aquella noche El Camino de la Amistad estaba a rebosar, había una ruidosa algarabía y, aparentemente, nadie lo había oído.
Pony se inclinó pesadamente sobre la barra mientras volteaba los pulgares con impaciencia.
—¿Cuántos de éstos crees que se unirán a los de piel oscura? —le preguntó Belster con la mayor seriedad y empleando el sinónimo habitual para referirse a los behreneses.
—Por supuesto —replicó con sarcasmo Pony—, estamos en una posición lo bastante segura como para rechazar aliados. Después de todo, nos encontramos en una situación tan abrumadoramente favorable...
—Sabes perfectamente lo que quiero decir —refunfuñó Belster—. Los behreneses no cuentan, ni nunca han contado, con las simpatías de la gente de Palmaris. En este punto, más que en ningún otro, el obispo De'Unnero ha demostrado ser un hábil conspirador. No sería difícil convertirlos en enemigos. Y ahora te descuelgas con que podrían luchar a nuestro lado. No, te digo que es un error. Perderemos más aliados de los que ganaremos si sigues en esa línea junto al capitán Almet.
—Al'u'met —corrigió Pony—; un hombre tan honorable como el que más.
—El color de la piel bastará para que mucha gente no lo crea así.
—Están equivocados —insistió Pony, y miró a Belster de forma interrogativa—. ¿Es eso lo que realmente te da miedo, o tienes prejuicios injustificados contra los behreneses?
—Bueno... —murmuró Belster, cogido desprevenido por la directa acusación—. Bueno, no los conozco lo bastante como para juzgarlos; una vez me tropecé con uno, pero sólo durante un corto...
—Ya has dicho bastante —dijo secamente Pony.
—¡Oh, estás distorsionando mis palabras y mis ideas! —protestó el posadero.
—Solamente porque sabes bien que esas ideas no tienen ninguna validez —respondió con aspereza Pony—. Al'u'met estará con nosotros, si llega el caso, y lo mismo harán los behreneses. Son aliados que no podemos despreciar.
—¿Confías en ese hombre? —le preguntó Belster por cuarta vez desde que empezaron la conversación.
—Me podría haber matado —respondió Pony.
—Y eligió lo correcto al dejarte libre —asintió Belster—, pero, en mi opinión, en provecho propio.
—Me devolvió todas y cada una de las gemas —añadió Pony.
Belster exhaló un profundo suspiro y levantó las manos, derrotado. Sacudió la cabeza, pero una amplia sonrisa se le dibujó en la cara y, al fin, miró a Pony desvalidamente.
Advirtió que la joven ni siquiera lo miraba, sino que dirigía la vista más allá, con expresión preocupada. Belster se volvió hacia la puerta y vio que entraba un par de soldados: eran guardias de la ciudad y no guerreros del rey. Había muchos, demasiados, en Palmaris últimamente. Belster se dio cuenta de que uno de ellos, una mujer, un oficial con el cabello de un vivo color rojo, llamaba la atención de Pony.
—¿La conoces?
—Luchamos juntas en las tierras del norte —respondió Pony, suavemente—. Se llama Colleen Kilronney; la conozco y me conoce.
—Tu camuflaje esta noche está muy bien logrado —respondió Belster, con intención de aliviar el pánico que invadió a la chica.
Sin embargo, tanto él como Pony sabían que aquellas palabras eran mentira, ya que Pony acababa de llegar, Dainsey Aucomb no estaba, y tuvo que ser Belster quien la ayudó con los últimos toques.
Pony, en silencio, maldijo su imbecilidad; sabía que aquella situación apurada no era fruto de la mala suerte, sino el resultado de una peligrosa tendencia. A medida que la situación en Palmaris se iba haciendo más crítica y a medida que Pony se iba implicando más en la organización de la resistencia contra De'Unnero, había ido desatendiendo su propia seguridad. Se había vuelto descuidada, y en aquel momento comprendía con toda claridad que semejante descuido podía dar al traste con todo.
La chica se volvió hacia la barra y bajó la cabeza mientras Colleen y su compañero se acercaban y pasaban ante ella. La mujer guerrero se detuvo un instante para observarla, pero luego continuó adelante.
—Sería preferible que salieras a tomar un poco el aire de la noche —le susurró Belster.
Pony echó un vistazo, llena de dudas, a la atiborrada sala.
—Haré que me ayude Prim O'Bryen —le dijo Belster, refiriéndose a un cliente habitual, un contador de monedas empleado en Chasewind Manor—. Tiene una deuda de poco menos de cuarenta monedas de oro y estará encantado de poderla disminuir, dado que De'Unnero no es tan generoso como el barón Bildeborough. Además Mallory está por aquí, o pronto lo estará.
Su intento de disminuir la tensión provocó un esbozo de sonrisa en Pony. La chica miró a su alrededor de nuevo con la cabeza agachada; luego, se irguió y se volvió bruscamente hacia la puerta, dando la espalda a Colleen, y se dirigió a la salida a buen paso.
Belster se dio cuenta de que su marcha no pasó inadvertida, pues vio que la mujer pelirroja se levantaba de la silla y avanzaba en dirección a Pony. El posadero trató de cruzarse en su camino mientras sonreía de oreja a oreja.
—Buen soldado, ¿te vas a ir tan pronto? —le preguntó, y luego se volvió hacia la barra—. ¡Prim O'Bryen! —exclamó—, vete allí atrás y trae una bebida para esta mujer soldado, una de las heroínas de Palmaris.
Aquello provocó un par de brindis y algunos vasos en alto de gente cercana, pero cuando Belster extendía el brazo para pasarlo en torno a la mujer, comprobó que su maniobra de distracción no funcionaría. Ella lo apartó de un brusco manotazo y se abrió paso con la vista clavada en la puerta y en Pony.
Belster sonrió tímidamente al soldado que acompañaba a la mujer. Por un instante, pensó en ir tras la mujer, pero se dio cuenta de que aquello no haría más que provocar un revuelo que aún llamaría más la atención. «No», decidió. Pony sabía cuidarse.
—Bueno, continúa, Prim —le ordenó en voz alta—; seguramente hay otros en El Camino de la Amistad que esta noche merecen nuestra bebida.
—Demasiados para que Belster pueda atenderlos —comentó Prim O'Bryen, gateando de mala gana por encima de la barra—. A ver si consigo rebajar alguna moneda de oro de mi deuda.
Belster le hizo señales con la mano mientras Prim pasaba por encima de la barra, procurando otra vez por todos los medios hacer el menor alboroto posible. A pesar de su determinación, en más de una ocasión lanzó miradas hacia la puerta.
Ninguna casualidad ni ninguna coincidencia habían llevado a Colleen Kilronney a El Camino de la Amistad aquella noche. La mujer no era estúpida en absoluto, y siempre había estado entre los guardias más eficientes de la casa del barón Bildeborough. Aunque no era amiga del sobrino del barón, Connor, lo había visto en muchas ocasiones, una de ellas el día de su boda.
Y había visto a la novia.
Algo familiar había impresionado a Colleen cuando vio a la compañera del llamado Pájaro de la Noche, aunque la boda de Connor había tenido lugar hacía años. Al principio, Colleen había supuesto que simplemente Pony se parecía a la novia de Connor, Jill, la hija de los antiguos propietarios de El Camino de la Amistad.
Con el tiempo, otras pistas habían empezado a encajar en su mente; de modo especial, el aspecto familiar de la empuñadura de la espada que Pony llevaba al cinto. Colleen apenas se había fijado cuando había estado en el norte, pero al evocar el encuentro y reproducirlo en su aguda mente, la empuñadura de la espada se fue convirtiendo en algo cada vez más intrigante.
Se parecía, y no poco, a la espada de Connor Bildeborough, una celebrada arma de la familia, llamada Defensora.
Después, en El Camino de la Amistad, el parecido entre la esposa de Belster y la mujer llamada Pony era aún más difícil de negar. Aunque la esposa de Belster parecía mayor, la forma como se movía lo desmentía. Se movía como un guerrero, como la mujer que había acompañado al Pájaro de la Noche, como la mujer que se parecía a la esposa de Connor Bildeborough.
Colleen, una vez en la calle, ante El Camino de la Amistad, trató de ordenar sus ideas, de encajar todas las piezas. La calle estaba tranquila y oscura, salvo por un farol encendido y por un par de hombres sentados que se apoyaban en la pared del edificio vecino.
—Una mujer —les preguntó Colleen—, una mujer que acaba de salir de la posada, ¿la habéis visto?
Los dos hombres se encogieron de hombros y prosiguieron su conversación.
«No tiene sentido —pensó Colleen—; no es posible que la mujer de Belster me haya sacado semejante ventaja.» Se volvió hacia la puerta de la taberna y se preguntó si la mujer habría realmente abandonado el lugar. Incluso echó a andar hacia allí, pero se detuvo al recordar algo relativo a la mujer de Connor, algo que una vez había escuchado a hurtadillas. Connor estado hablando con un amigo, otro guardia de la casa del barón, y en un momento dado mencionó un lugar especial que había compartido con su Jill, un lugar tranquilo en la ciudad, pero apartado del tumulto...
Pony estaba sentada en el tejado posterior de El Camino de la Amistad; miraba las estrellas y se preguntaba si Elbryan estaría mirando el mismo cielo nocturno. Echaba mucho de menos a su amado y pensaba, llena de ilusión, en cuándo lo volvería a ver, en su cita concertada para principios de primavera. Por entonces su vientre habría engordado; ya había empezado a hacerlo, y cuando se encontraran tendría que compartir su secreto con él. Tal pensamiento le producía un placer inmenso, pues deseaba fervientemente darle la noticia. Sentada y mirando el cielo nocturno, se pasaba los dedos suavemente por los lados del vientre; era una sensación realmente reconfortante y anhelaba que también las manos de Elbryan se posaran allí para tocar a su hijo, tal vez para notar sus primeros movimientos.
Pero Pony, en su interior, sabía que no era posible. Los sucesos de Palmaris habían cambiado sus planes, ya que no podía pensar en abandonar la ciudad en aquellos tiempos tan críticos. Tenía muy claro cuál era su deber: de alguna manera tenía que agrupar todas las facciones, incluidos los behreneses, que se oponían a De'Unnero y a la Iglesia. El simple hecho de pensar en tal deber sustituyó la sensación de contento por otra de rabia. La imagen de sus padres adoptivos muertos, mejor dicho, asesinados, de sus cuerpos hinchados incorporándose por inspiración demoníaca, se cernió sobre ella y la obligó a cubrirse la cara con las manos. Pagaría con la misma moneda a los demonios que se paseaban como líderes de la Iglesia abellicana, a todos y cada uno de ellos. Se vengaría del mismísimo padre abad y le haría responder por los crímenes contra Graevis y Pettibwa, contra Grady y Connor. Se...
La invadió una gran tristeza, una abrumadora desesperanza, y no pudo ahogar los sollozos.
En consecuencia, no oyó que alguien se acercaba y trepaba por el canalón hasta el tejado por detrás de ella.
La tristeza se le pasó pronto —Dainsey la había advertido de esos bruscos cambios de ánimo durante el embarazo— gracias a la renovada determinación de que encontraría el modo de vengarse. Se apoyó sobre los calientes ladrillos de la chimenea y observó el cielo nocturno una vez más, con la esperanza de echar un vistazo al Halo, con la esperanza de que su belleza volvería a llevarla a un lugar apacible.
—No está mal la escalada para la esposa de Belster —dijo una voz tras ella.
Pony se quedó helada en cuerpo y alma. Conocía aquella voz demasiado bien y cada vez estaba más harta de acosos furtivos.
—No hay para tanto —repuso con el marcado acento popular de Palmaris. Y Pony pensó que era una buena imitación del de Pettibwa Chilichunk.
—No para la compañera del Pájaro de la Noche, no —dijo Colleen—, que, de alguna manera, se ha hecho daño en un ojo, desde que la vi por última vez en el norte.
El corazón de Pony pegó un brinco. Deslizó una mano en el bolsillo, donde guardaba varias gemas, entre otras la mortal piedra imán y el grafito. Reunió todo el coraje que pudo y se dio la vuelta. Vio a Colleen de pie a un metro de distancia, con la mano apoyada en el pomo de la espada. Pony la contempló cautelosamente. Pensó en levantarse; si podía enfrentarse, bien equilibrada, con la mujer soldado, estaba casi segura de que podría derribarla, a pesar de que la mujer, más corpulenta que ella, tenía un arma.
Pero cuando Pony se movió como si fuera a levantarse, Colleen se le acercó más con la mano apretada sobre la empuñadura.
Pony se deslizó hacia atrás para adoptar una posición menos amenazada.
—No hay pájaros nocturnos por aquí, por lo que he visto —respondió—; pero si has visto alguno, a lo mejor tengo algunas migajas para darles.
—No hay pájaros nocturnos —replicó con firmeza Colleen—. Hay uno mucho más al norte, en los bosques, pero no vuela sino que corre.
Transcurrió un largo e incómodo momento.
—¡Ah!, he dejado a mi Belster totalmente solo en El Camino de la Amistad —exclamó Pony—; se pondrá a chillarme como un loco cuando regrese.
—Belster tiene ayuda —repuso Colleen—, tal como acordasteis.
Pony dibujó una expresión de profundo asombro en su rostro, pero empezó a comprender, a juzgar por la posición presta al ataque de la mujer, que aquella mascarada llegaba a su fin. Apretó la magnetita, sabedora de que con un pensamiento podía proyectarla contra el peto metálico de la mujer, pero, entonces, movió los dedos para cambiar de piedra. Tomó el grafito para provocar una sorprendente descarga de un rayo, con la convicción de que no sería mortal.
—Ya basta de chanzas —afirmó Colleen—; sé quién eres: Pony, la amiga del Pájaro de la Noche, y Jill, la esposa de Connor. No soy imbécil, y he oído y visto lo suficiente como para saber quién eres.
Pony se disponía a protestar, pero se detuvo en seco, sacó la mano del bolsillo y la extendió en dirección a Colleen.
—¿Lo suficiente? —le preguntó, sin forzar el acento—. ¿Sabes lo suficiente de mí como para comprender que puedo quitarte la vida con un simple pensamiento?
Aquello sobresaltó a Colleen, pero sólo por un instante. Era una guerrera, forjada en mil batallas, y con una bien ganada fama de no dejarse intimidar.
—Verdaderamente eres esa canalla que De'Unnero describió —le espetó.
Pony advirtió una inflexión en la voz de Colleen, no exactamente lisonjera, cuando pronunció el nombre del obispo.
—Quieres decir el obispo De'Unnero —puntualizó para incitarla—, el buen y justo gobernador de Palmaris.
Colleen no contestó, pero su expresión agria fue muy elocuente.
—Entonces, ¿vamos a tener que pelearnos? —preguntó Pony, de modo terminante—. ¿Quieres que utilice la magia y te destruya, o prefieres y consideras más noble que pueda ir a buscar mi espada?
—La espada de Connor, quieres decir.
La perspicacia de la mujer sorprendió a Pony, pero no la desconcertó.
—Era de Connor —admitió—, hasta que emisarios de la Iglesia lo asesinaron e hicieron lo propio con su tío.
Los ojos de Colleen se desorbitaron.
—Y también con el abad —insistió Pony, escupiendo las palabras—. ¿Crees que lo hizo un powri? ¿Acaso un desgraciado enanito pudo entrar en Palmaris, en el mismísimo Saint Precious y matar a aquel gran hombre?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque Connor me lo contó cuando fue al norte a buscarme, cuando se enteró de que yo era el siguiente objetivo de la Iglesia abellicana.
Colleen se quedó completamente inmóvil, y por un momento, Pony llegó a creer que ni siquiera respiraba.
Pony bajó la mano y dejó la piedra en el bolsillo.
—Si utilizara la magia que me enseñó un verdadero hombre de Dios, no sería una lucha noble —dijo—. Deja que recoja mi espada, Colleen Kilronney y me complacerá darte una lección que tardarás mucho en olvidar.
El orgullo de Colleen la obligó a enderezar los hombros ante el abierto y descarado desafío. No obstante, no mantuvo la posición mucho rato, impresionada por el valor y las sorprendentes palabras de aquella mujer.
—A decir verdad, habría preferido que te hubieras quedado abajo —concedió Pony—, pues no estoy convencida de que tú y yo estemos en bandos opuestos.
—Entonces, ¿qué se supone que tenemos que hacer? —preguntó Colleen.
Pony reflexionó un buen rato sobre aquellas palabras. ¿Qué hacer? El esquema de un plan empezó a dibujarse en su mente: una coalición que abarcaría la red subterránea de Belster, a los perseguidos behreneses y, entonces, a Colleen y otros soldados, y Pony suponía que no serían pocos. Una coalición que les permitiría saber quiénes estaban, aunque no lo confesaran abiertamente, en contra del perverso obispo. Pero no se atrevía aún a compartir aquel plan, no se atrevía a confiar en la mujer soldado una información relativa a sus camaradas.
—Vuelve a El Camino de la Amistad dentro de tres días —le propuso—; hablaremos de nuevo.
—¿Dónde está tu amigo, el Pájaro de la Noche? —preguntó, de improviso, Colleen.
Pony la miró, con curiosidad, pues se temía una trampa.
—Bueno, no contestes —concedió Colleen—; si ha venido contigo a Palmaris, procura que permanezca oculto y seguro, pues De'Unnero quiere atraparlo. Y si está en el norte, tal como hemos oído, envíale un mensajero, pues Shamus ha vuelto allí. Y aunque le dirá que ha ido a ayudarlos, en realidad ha ido a vigilar a tu amigo, a ponérselo en bandeja para que De'Unnero pueda cazarlo.
La franqueza demostrada al facilitarle tan valiosa información hizo que Pony reconsiderara la situación y se limitó a asentir con la cabeza, sin decir palabra para asimilar todo aquello.
—Voy a recoger a mi amigo y a continuar mi camino —dijo Colleen.
La mujer se volvió hacia el canalón, y pasó por encima del borde del tejado sin la menor vacilación.
—Tres días —confirmó. Miró una sola vez a Pony, y bajó rápidamente a la callejuela.
Pony se quedó inmóvil en la misma posición durante largo rato y, luego, volvió a contemplar el cielo nocturno en busca del esquivo y reluciente anillo celeste de Corona.
Sin embargo, de repente, lo dejó correr, pues se dio cuenta que aquella noche no encontraría un momento de paz.
En las chimeneas de El Camino de la Amistad sólo quedaban brasas, que eran como los brillantes ojos anaranjados de los únicos y vigilantes clientes, que veían cómo las horas de oscuridad dejaban paso a las primeras luces del alba. Afuera, en la calle, tres hombres borrachos, entre los que estaban un satisfecho Prim O'Bryen y Heathcomb Mallory, dormían profundamente, y una docena más ocupaban las habitaciones de arriba, mientras Dainsey y un pretendiente se habían instalado, por fin, en una habitación tranquila en el ala del propietario. Belster roncaba, satisfecho, en otra, y en el tercer dormitorio del ala del primer piso Pony estaba cómodamente sentada en la cama; llevaba una fina camisa de dormir y, en la mano, tenía una piedra del alma.
Shamus Kilronney iba al encuentro de Elbryan y su amado no sospechaba que aquel hombre era un agente del obispo De'Unnero.
Pony confiaba en Elbryan y se repetía que él contaba con poderosos aliados: Bradwarden y Juraviel. A pesar de ello, si lo pillaban desprevenido...
Pony suspiró profundamente y miró la piedra gris, una mancha oscura en su pálida mano bajo la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Había elegido ir a Palmaris, había seguido el rumbo determinado por su sed de venganza, pero ya no estaba segura de haber tomado la decisión correcta. Sabía que su labor era peligrosa —y que la de Elbryan también lo era—, pero de repente el peligro le pareció más inminente y amenazante. De repente, Elbryan podía estar en un trance apurado, y ella estaba demasiado lejos para ayudarlo.
—¿O no?
Permaneció con la vista fija en la piedra del alma, preguntándose qué ayuda podía brindarle. No necesitaba recordar el peligro que representaba utilizar esa piedra, mejor dicho, cualquier piedra, en aquella ciudad llena de sabuesos oledores de magia patrullando por las calles. Pero, con todo, después de la conversación con Colleen, después de conocer la verdad, ¿acaso podía quedarse tranquilamente sentada y confiar en que Elbryan sobreviviría?
Pero en la cabeza de Pony había algo más, un temor soterrado. ¿Qué prodigios podría mostrarle un viaje al reino de los espíritus? ¿Qué verdades saltarían en pedazos? Pero en aquellos momentos no podía pensar en ello, habida cuenta del peligro que acechaba a sus amigos en el norte.
Se sumergió en la piedra con el corazón y con el alma. Su espíritu se adentró profundamente en las incitantes interioridades de la gema. En aquel estado espiritual sintió una extraña energía, separada pero a la vez unida a ella. Pony se dio cuenta de lo que era, pero bruscamente desvió su atención de aquella energía y la concentró en el exterior. En un instante, se liberó de su forma corporal, se deslizó a través de la pared exterior de la posada y se encontró afuera, en la noche, en las tranquilas calles de Palmaris. Cruzó la puerta norte de la ciudad —donde los guardias jugaban a dados— y se limitó a echar un distraído vistazo a la desierta carretera que se dirigía al norte. Luego, pasó ante granjas sin luces y siguió avanzando por la carretera. Con un pensamiento, adelantó al pájaro más veloz y al viento más fuerte. Atravesó Caer Tinella a una velocidad vertiginosa y sólo aflojó la marcha para detectar algún signo de la presencia de Elbryan o de Shamus. Pero no, no estaban allí; echó en falta a muchos y tampoco vio los carros que habían sido preparados para la caravana a las Tierras Boscosas. Ya se habían ido; estaban más hacia el norte. Y hacia el norte, también, se dirigió Pony surcando el aire por encima de la carretera sin apenas darse cuenta del borroso paisaje, hasta que hubo llegado a regiones más familiares, al país donde había nacido. Entonces, su espíritu aminoró otra vez la velocidad, pues aunque comprendía la importancia de encontrar a Elbryan y dejar de utilizar las reveladoras gemas cuanto antes, no pudo resistir la tentación de contemplar los paisajes de su infancia: la ladera al norte de Dundalis y, más allá, el valle de pinos y musgo caribú.
De pronto, vio que Shamus Kilronney y sus soldados estaban en el pueblo y observó el estilo militar del campamento situado en la parte oeste del grupo principal. Pony se dirigió hacia los soldados y pasó entre los barracones, y sintió un gran alivio al comprobar que Elbryan no estaba por allí. Pero su alivio se convirtió en desesperación cuando después de buscar por todo el pueblo, no encontró ni rastro de su amado; su espíritu se quedó solo, en medio de la plaza de la aldea, mientras ponderaba el ingente trabajo que la esperaba. Comprendió que el guardabosque podía estar en cualquier parte, y aunque ella podía desplazarse a la velocidad de un rayo de luna, Elbryan, el Pájaro de la Noche, no sería fácil de encontrar en aquellos bosques.
Se obligó a sí misma a permanecer en calma, eliminó la menor distracción de su cabeza y dejó que sus sentidos se entregaran a la contemplación de la noche serena.
Y entonces, llevada por la brisa, llegó la respuesta: una familiar melodía interpretada por una gaita, la canción de Bradwarden.
Poco después, encontró al centauro, solo, en una peña redondeada; estaba tocando con su gaita la melancólica canción. Pensó en acercarse y tratar de comunicarse con él de alguna manera, ya que podría conducirla hasta Elbryan, pero, entonces, al pie de aquel altozano, divisó a Sinfonía. El caballo estaba muy tranquilo, como si la canción del centauro lo hubiera hechizado. En una rama baja, no lejos del magnífico semental, había una conocida silla de montar.
Al acercarse más, escuchó un suave relincho, pero sus sentidos percibieron algo más, algo aún más familiar, algo cálido y maravilloso.
Sintió intensamente la presencia de su amado, como si, en cierto modo, ella y Elbryan estuvieran unidos de forma espiritual. Estaba tan segura del lugar exacto donde se encontraba el guardabosque como si él mismo la hubiera llamado.
Con completa tranquilidad, al saber que Sinfonía y Bradwarden andaban por allí cerca, el guardabosque estaba tumbado y dormía apaciblemente en un lecho de heno y mantas, debajo del cual había colocado piedras calentadas. Sus dos armas, Tempestad y Ala de Halcón, yacían a su lado, al alcance de la mano.
A pesar de la prisa, Pony se detuvo para empaparse de aquella imagen y, de nuevo, dudó de lo que había decidido. ¿Cómo pudo no contarle que estaba esperando un hijo? ¿Cómo pudo separarse de Elbryan?
Debió admitir que pudo hacerlo porque el ultraje había sacado lo mejor de sí misma, pero, verdaderamente, tuvo la sensación de que en aquel momento se había equivocado. Poco faltó para que se viera sobrepasada y dejara que su espíritu obedeciera su deseo de volver a Palmaris a todo correr, ir a los establos a buscar a Piedra Gris y emprender una rápida y dura cabalgada para llegar al norte lo antes posible.
Pero no podía hacerlo; entonces, no. Ya había tomado una decisión, tal vez errónea, y esa decisión había comportado nuevas circunstancias y responsabilidades. En ese momento, no podía abandonar Palmaris, del mismo modo que Elbryan tampoco podía trasladarse a allí.
Pero ¿qué ocurría con el niño? ¡Oh, quería decírselo! ¡Oh, cómo deseaba sentir sus cariñosos dedos acariciando su hinchado vientre!
Transcurrió un largo momento durante el cual trató de serenarse, de dejar hablar a la razón y al sentido del deber. Durante un buen rato miró largo y tendido a Elbryan, sin saber muy bien qué tenía que hacer, o incluso qué podía hacer. Pero entonces, la magia de la piedra del alma se le hizo más patente y, con un pensamiento, se posó sobre su amado, en su interior, y se unió a él en sus sueños.
Elbryan se despertó empapado en sudor frío, se sentó en la cama, muy erguido, con la impresión de que algo indefinible rondaba por allí.
La luna, Sheila, estaba cerca del horizonte, por el oeste. Bradwarden había dejado de tocar, pero Sinfonía seguía calmado por allí cerca. Eso le bastaba al guardabosque para saber que no le acechaba ningún enemigo.
Pero sabía que algo, mejor dicho, que alguien había estado allí, aunque todo quizá no había sido más que una combinación de sueños y conciencia. Respiró profundamente varias veces para serenarse, apoyó la cabeza en las manos y reflexionó.
Y entonces, lo descubrió. De alguna manera, a través de la magia, Pony había ido a verlo.
¡Pony! El solo hecho de pensar en ella lo hizo estremecerse, y su corazón dio un vuelco. Pero se trataba de Pony; de eso, de repente, estaba muy seguro. Y la mujer se encontraba bien, en Palmaris, a salvo.
Ella tenía que quedarse allí, y él no podría ir en su busca; eso también resultaba claro e inequívoco. El previsto encuentro a principios de primavera no podría tener lugar, pues Palmaris andaba revuelta y Pony no podía abandonar a la gente que la necesitaba. Ni él podía ir allí, ni debía hacerlo, pues...
Algo más rebullía en la conciencia del guardabosque, un aviso que él intuía que tenía que atender. Pero no podía; no, en aquel momento, pues el hecho de pensar en Pony, la imagen de Pony, la pena por estar tan lejos de Pony, todo eso era demasiado voraz, demasiado absorbente. Así que se sentó en la oscuridad y placidez del bosque mientras los minutos se convertían en una hora. Elbryan pensaba en ella y recordaba abrazos y besos, el sabor de su cuello y la intensidad de su mirada.
Su única esperanza era que sus caminos no tardarían en cruzarse, que el deber, el implacable deber, no los mantendría separados por mucho tiempo.
Mientras su espíritu regresaba a Palmaris, Pony se lamentaba de forma parecida. Recorrió las todavía silenciosas calles y entró en la oscura sala común de El Camino de la Amistad. Se fue directamente a su puerta, convencida de que ya era hora de volver a su forma corporal y de abandonar la energía mágica, pero, mientras se deslizaba por el vestíbulo, se detuvo. Escuchó y advirtió algunos ruidos detrás de la otra puerta. Sin pensarlo dos veces, Pony la atravesó y entró en la habitación de Dainsey.
La mujer y su compañero hacían el amor; entrelazados, emitían quejidos apasionadamente.
Una avergonzada Pony se retiró de golpe, pero se detuvo, hechizada, porque la energía y el calor de Dainsey y de aquel hombre le trajeron a la memoria los abrazos de Elbryan el día en que rompieron su voto de castidad al creer que el mundo volvía ya a estar a salvo.
Y engendraron a su hijo.
Había sido algo maravilloso, unos instantes de puro éxtasis, de plenitud y seguridad.
Pero quizá no había sido más que eso. Quizás había sido la satisfacción de algo más básico, de una necesidad física. Y ceder a esa necesidad había llevado a...
«¿A qué?», tuvo que preguntarse Pony con sinceridad. El grito que oyó en su interior fue una respuesta que la cogió completamente desprevenida.
Había llevado a una complicada situación, complicada y peligrosa.
El espíritu de Pony abandonó la habitación y se dirigió hacia su forma corpórea; lo hizo a toda velocidad, con la convicción de que podía regresar al mundo material y salir de la magia de la gema en un instante, sin tiempo para pensar o ver nada.
Pero advirtió otra presencia, otro espíritu dentro de su ser físico.
Trató de darse prisa, pero no pudo evitar rozar aquella nueva vida.
Apenas transcurrió un segundo antes de que su cuerpo recuperara la conciencia, pero fue un segundo muy largo para Pony. Entonces sabía, sin la menor duda, que llevaba un hijo en su seno, una criatura viva, que se formaba, crecía y se hacía más fuerte cada día. Por supuesto, ya hacía tiempo que sabía que estaba embarazada, pero esa palabra no había significado mucho para ella. Cuando le había dicho a Juraviel que tal vez no sería capaz de llevar el embarazo a término, hablaba en serio. En algún rincón de su mente, se había imaginado que el niño nacería muerto, o que tendría un aborto, ya que la idea de que se trataba de algo real, de que iba a ser madre le parecía improbable e, incluso, imposible.
Pero entonces sabía que era verdad, que era algo real: el hijo —su hijo, el hijo de Elbryan— estaba vivo.
Abundantes lágrimas le brotaron de los ojos y le empaparon las mejillas. Se sentía muy sola e incapaz de controlar la situación. Se puso la mano en el vientre, pero no encontró consuelo, sólo vulnerabilidad.
—¡Maldita seas! —refunfuñó Pony en la oscuridad, jurando contra sí misma. Sin ni siquiera ser consciente de moverse, se levantó y empezó deambular por la habitación—. ¡Maldita seas! —repitió con los puños apretados en los costados.
¿Por qué no había esperado? ¿Por qué había seducido a Elbryan y le había prácticamente obligado a hacerle el amor, con tantas probabilidades de que aquello acabara en un desastre?
Pony gruñó y dio una palmada a la bandeja de la mesita de noche, que se estrelló contra el suelo sin que ella apenas lo advirtiera.
—¡Qué idiota soy por haber hecho semejante cosa! —exclamó en voz alta. De nuevo, se puso la mano en el vientre, pero entonces no se lo acariciaba con suavidad sino que se apretaba la piel—. El mundo entero está en peligro y, en nombre y en recuerdo de Avelyn, tengo la responsabilidad de luchar. ¿Y, con todo, cómo voy a hacerlo? ¿Qué clase de guerrera soy con un ser en mi vientre?
De nuevo alargó el brazo hacia la mesita, en esa ocasión para asirla por la parte superior con la intención de levantarla y arrojarla contra la pared a través de la ventana. Pero se detuvo, pues hasta aquel momento no se había dado cuenta del ruido que había hecho. Entonces, oyó los pasos de alguien que se acercaba por el vestíbulo, arrastrando los pies, el suave golpe que dio al llamar a la puerta y el crujido de ésta al abrirse. Una asustada Dainsey Aucomb apareció en el umbral mirándola fijamente con los ojos desorbitados.
—¿Te encuentras mal, Pony? —le preguntó la mujer con timidez.
Pony aflojó su agarro, demasiado avergonzada como para continuar su rabieta, pero todavía dominada por la cólera y el arrepentimiento. Se enderezó y se dio la vuelta para encararse con Dainsey.
—¿Quieres que te traiga algo para calmarte? —le propuso Dainsey.
—Estoy embarazada —afirmó Pony de forma terminante.
—Bueno, eso ya lo sabía desde hace algún tiempo —repuso Dainsey.
Pony resopló irónicamente.
—¿De veras? —le preguntó con explícito sarcasmo—. Has descubierto esa simple realidad, pero ¿tienes idea de lo que significa realmente?
—Creo que significa que darás a luz a un bebé dentro de pocos meses —dijo Dainsey con una esperanzada risita—; en el sexto mes del año, supongo, o tal vez a finales del quinto.
Un brusco movimiento del brazo de Pony derribó la mesita al suelo, y Dainsey pegó un brinco hacia atrás.
—Significa que habéis perdido a un importante aliado en esta crítica guerra —refunfuñó Pony—; significa que cuando Palmaris esté en el punto álgido de la revolución, si eso llega a ocurrir, Pony se encontrará en el punto álgido de los dolores de parto.
La cara de Pony se destensó y miró a la mujer.
—Significa que he fracasado —añadió en voz baja.
—¡Pony! —dijo Dainsey, mientras pateaba el suelo de madera con los pies descalzos.
—¡Qué imbécil he sido! —exclamó Pony.
—¡Qué imbécil eres ahora, querrás decir! —le espetó Dainsey—. ¿Acaso te arrepientes del hijo que llevas en tus entrañas?
Pony no contestó, pero su expresión era la confirmación que Dainsey quería.
—Pues cometes un error —osó decir Dainsey, mientras daba un cauteloso paso—; no debes pensar nada malo del hijo que llevas en el vientre. No, eso nunca, pues se daría cuenta, Pony; oiría tus pensamientos, no lo dudes, y entonces...
—¡Cierra el pico! —le espetó Pony, y dio un paso hacia adelante.
Dainsey se disponía a retroceder, pero se detuvo bruscamente y adoptó una actitud desafiante.
—No pienso hacerlo —afirmó con decisión—. Echas de menos a tu amado y estás asustada por él y por tu hijo, pero te comportas como una estúpida y no sería tu amiga si no te lo dijera.
Mientras hablaba, Pony se fue hacia ella, y la empujó hacia la puerta. Dainsey trató de resistirse, pero Pony no tardó en obligarla a salir al vestíbulo. Dainsey se recuperó enseguida y trató de volver, pero Pony le cerró la puerta en las narices.
Inasequible al desaliento, Dainsey golpeó la madera.
—¡Escúchame, Pony! —dijo—. Escúchame bien. Te das cuenta de la vida que llevas en tu seno y sabes que cuidar de ella, y no de esa estúpida lucha, es tu deber más importante. Escucha a tu corazón... —añadió y, con un último y frustrado golpe en la puerta, se retiró por el vestíbulo.
Pony se acostó otra vez, con la cara húmeda entre las manos. Toda su vida le parecía tumultuosa y confusa. Quería que Elbryan estuviera allí para que le diera ánimos. Y no quería estar embarazada.
El darse cuenta de lo último que había pensado, el escuchar sus propias palabras en su mente, la hizo ponerse en pie, con los ojos desmesuradamente abiertos, sin apenas advertir que respiraba con dificultad.
—¡Por Dios! —murmuró.
Las manos se le fueron frenéticamente hacia el vientre, se lo acarició con mucho más énfasis, tratando de desdecirse de todo lo que había dicho antes y de asegurar al bebé de su seno que no había querido decir nada de todo aquello.
Se abrió la puerta de la habitación y apareció Dainsey; tenía la vista fija en Pony.
—¿Pony? —preguntó amablemente la mujer.
Pony se desvaneció y poco faltó para que se cayera, pero Dainsey la sostuvo, la abrazó estrechamente y le susurró al oído que todo iba perfectamente bien.
Pony ansiaba ser capaz de creerlo.
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21
El destino
—¿Estás seguro de que estamos solos? —preguntó el hermano Braumin cuando él y Elbryan se internaron al atardecer en las sombras del bosque situado en las afueras de Dundalis.
Una miríada de formas caprichosas salpicaban el suelo, mientras la luz del sol serpenteaba entre las desnudas ramas. El espesor de nieve se había reducido bastantes centímetros durante la semana que siguió a la tormenta, pero todavía tenían que caminar penosamente por algunas incómodas zonas en las que la nieve se había ido acumulando.
El guardabosque se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? —admitió—. Bradwarden no anda por aquí, de eso estoy seguro. Y no hay ningún otro hombre cerca, a menos que sea algún hombre del bosque capaz de avanzar en silencio, sin alarmar siquiera al más asustadizo de los pájaros. Tal vez Roger Descerrajador, pues tiene fama de oír lo que no debe y de ver lo que no debe.
—Y por supuesto, los elfos —añadió el hermano Braumin—. Supongo que pueden estar tan sólo a un cuerpo de distancia y, si ellos no quieren, no se entera ni el Pájaro de la Noche.
Elbryan manifestó su acuerdo con una inclinación de cabeza. De hecho, apenas había percibido ningún signo de la presencia de Ni'estiel ni de los demás elfos desde la batalla, aunque había oído cómo un par de voces élficas entonaban una canción en una noche silenciosa. Todavía andaban por allí, pero el guardabosque no tenía claro lo que su presencia significaba. ¿Por qué no los habían avisado y por qué no se habían implicado más en una lucha que había costado la vida de cuatro hombres? Y lo que quizás era lo más inquietante de todo, ¿por qué no habían ido después a ver al Pájaro de la Noche para, por lo menos, darle alguna explicación? El guardabosque esperaba con impaciencia el encuentro, si es que llegaba a tener lugar, pues, aunque entre las filas élficas estuviera la señora Dasslerond, tenía intención de hablar claro y no precisamente en tono elogioso.
—Pero al parecer estamos tan seguros como podíamos esperar —dijo Braumin. Aminoró el paso y miró a Elbryan largo y tendido, lo cual provocó que éste también fijara la vista en él—. Necesito algo —dijo con gran solemnidad.
Elbryan continuó con la vista clavada en el monje sin saber qué iba a ocurrir. Temía que Braumin le preguntase por las gemas robadas, las gemas de Pony, y estaba en su derecho, a juicio de Elbryan. En tal caso, se vería obligado a contarle alguna excusa.
—Mis amigos y yo nos sentimos muy solos —afirmó Braumin—. Al abandonar Saint Mere Abelle, rompimos nuestros lazos con la Iglesia abellicana.
—Eso parece obvio —respondió Elbryan—, aunque dada la sed de venganza de vuestro padre abad, diría que debéis confiar y rezar para que esos lazos estén realmente rotos.
Braumin se las apañó para esbozar una breve sonrisa en respuesta al sarcasmo del guardabosque.
—Por lo menos, están rotos por nuestra parte —aclaró—, y por esa razón, nos hemos convertido en hombres sin hogar y en algo aún peor, Pájaro de la Noche, nos hemos convertido en hombres sin ningún objetivo.
—Aquí, en Dundalis, habéis encontrado amigos y un anonimato en la vastedad de las selvas de las Tierras Boscosas —respondió el guardabosque—. No creo que Shamus ni los soldados sepan quiénes sois, ni que tengan la menor idea de que pertenecíais a la Iglesia. Por consiguiente, tal vez hayáis encontrado una existencia plácida; hay destinos peores.
—Es cierto, pero no olvides que somos hombres que tenemos un objetivo, que hemos dedicado nuestras vidas, desde los últimos días de la infancia, al estudio de Dios —le explicó Braumin—. Todos nosotros creemos que ésa era nuestra vocación, una vocación divina, pues sólo unas convicciones tan profundamente arraigadas permiten alcanzar el grado de piedad necesario para ingresar en Saint Mere Abelle.
El guardabosque abrió los ojos desmesuradamente ante aquella orgullosa declaración.
—Hablo con humildad —añadió, enseguida, Braumin—; me limito a contarte la verdad. Se requiere una absoluta dedicación para aspirar a ser estudiante de la orden abellicana.
—Y con todo, habéis abandonado la orden.
—Porque hemos descubierto la auténtica realidad de la interpretación que el padre abad Dalebert Markwart hace de la orden abellicana —dijo Braumin mientras elevaba la voz. Miró en torno, nerviosamente, y luego bajó la voz hasta convertirla en un débil murmullo—. Porque maese Jojonah nos lo enseñó, del mismo modo que a él se lo enseñó tu amigo Avelyn Desbris.
El guardabosque no tenía nada que objetar; se daba cuenta de que Avelyn también le había enseñado a él muchas cosas sobre la verdad de Dios.
—No hemos abandonado la orden —puntualizó Braumin—; seguimos el auténtico espíritu de los abellicanos, y esa elección nos ha obligado a huir de Saint Mere Abelle.
—Y así habéis llegado hasta Dundalis —dedujo el Pájaro de la Noche—, y con todo, encontráis que no habéis llegado al final del camino, que la vida sencilla de esta región no llena vuestras necesidades espirituales.
Entonces, le tocó a Braumin detenerse y mirar fijamente, ya que la terminante afirmación del guardabosque lo había atrapado por sorpresa.
—¿No podríais construir una Iglesia aquí y enseñar los cánticos divinos tal como vosotros los sentís? —preguntó el guardabosque.
—¿Y durante cuánto tiempo duraría esa Iglesia tan cerca de Honce el Oso y de la orden abellicana? —preguntó Braumin con escepticismo.
—En ese caso, lo que os impele a ir más lejos es el miedo y no la falta de objetivo.
El rostro del monje se arrugó por la confusión y, entonces, al imaginarse que el guardabosque se estaba burlando de él, soltó de repente una sonora carcajada.
—Fue el miedo lo que nos hizo huir de Saint Mere Abelle —admitió al cabo de unos instantes—, y sin embargo, en cierto sentido, estábamos más asustados de irnos que de quedarnos.
Elbryan asintió con la cabeza.
—Dijiste que necesitabas algo —dijo el guardabosque—. ¿Qué quieres de mí?
Braumin exhaló un profundo suspiro y luego otro, lo cual indicó a Elbryan que su petición no era cosa de poca monta.
—Quisiera que nos condujeras, a mis amigos y a mí, hasta Barbacan —dijo precipitadamente.
Elbryan se preguntó qué asustaba más a Braumin: pedir ayuda, o formular sus intenciones en voz alta.
—¿A Barbacan? —repitió el guardabosque con incredulidad.
—He visto la gloria de la tumba de Avelyn —dijo con sinceridad el hermano Braumin—; ahora, sé que debo volver allí. El hermano Dellman también siente que debe volver a ese lugar. Los demás hermanos deben verlo. Es una peregrinación necesaria si los cinco queremos verdaderamente llegar a tener unas mismas convicciones y un mismo objetivo.
—¿Y ese objetivo es...?
—Espero que la peregrinación me lo enseñará —admitió Braumin.
—Barbacan es aún una tierra hostil —precisó el guardabosque en voz alta—. La destrucción del demonio Dáctilo y la derrota del ejército de monstruos en poco ha cambiado la dureza del lugar. Es posible que os pueda llevar hasta allí, pero, entonces, ¿qué? ¿Estaríais allí sólo unos días, o tal vez unas horas, y luego emprenderíais el viaje de regreso a Dundalis?
—Quizá sí —dijo sinceramente Braumin—, o quizá no. Creo en lo más profundo de mi corazón que Avelyn nos mostrará el camino de la verdad. Entregó su vida por el bien del mundo y, al morir, señaló hacia el cielo; hay algo mágico en aquel lugar, algo curativo y piadoso. En seguida me di cuenta con toda claridad cuando contemplé la tumba.
—Casi quinientos kilómetros de tierra salvaje es un largo camino en pos de la inspiración —dijo el guardabosque, secamente.
—No obstante, es el único camino que nos queda —respondió Braumin—. Soy consciente de lo mucho que te pido, pero lo hago en nombre de Avelyn y con la esperanza de que él y Jojonah no hayan muerto en vano.
Eso hizo reflexionar al guardabosque. No estaba seguro de si el viaje a Barbacan serviría sólo para llevarlos a todos a la muerte o para devolverlos a Dundalis, maltrechos y humillados. Sin embargo, parecía haber un alto grado de sinceridad en aquel monje y una enorme determinación. Braumin había vivido como monje durante años y entendía el funcionamiento de la iglesia abellicana mucho mejor que Elbryan. ¿Podía Elbryan negar la posibilidad de que semejante inspiración llegara a un hombre que de buen grado había consagrado su vida a la búsqueda de Dios y del bien? Por otra parte, el guardabosque también había visto el lugar donde quedó enterrado Avelyn poco después de la explosión. Aunque sabía que Avelyn había extendido el brazo hacia arriba con la esperanza de poner a salvo la bolsa con las gemas sagradas y a Tempestad, había algo místico o, por lo menos, una afortunada coincidencia en el hecho de que el brazo extendido de Avelyn, de alguna manera, había escapado de la destrucción.
—¿Eres consciente de los riesgos? —preguntó el guardabosque.
—Soy consciente de que no ir es absurdo —repuso Braumin—; pues entonces los cinco estaríamos espiritualmente muertos, aunque no lo estuviéramos físicamente. Y quizá peor que la muerte física es la sensación de impotencia espiritual, de que nuestras voces han sido ahogadas bajo la capa de fuego lento del padre abad Markwart.
—¿Y Barbacan va a cambiar eso?
Braumin se encogió de hombros.
—Sé que debo ir a la tumba de Avelyn, y que también deben hacerlo mis compañeros, y vamos a ir con o sin el Pájaro de la Noche.
El guardabosque no lo puso en duda.
—Estamos a mitad de Progos —razonó Elbryan—; ya tenemos el invierno encima. Hemos visto su furia, y te aseguro que la nieve que cayó la noche antes de la llegada de Shamus Kilronney no era una tormenta inhabitual en esta parte del mundo. Ignoro cuándo estarán despejados los senderos del norte. E, incluso, aunque lo estén, tienes que saber que el viento en las montañas que rodean Aida y la sepultura de Avelyn puede helarte la sangre en poco tiempo.
—No ignoramos los peligros —le aseguró Braumin—, pero no dejaremos que nos detengan.
Elbryan lo miró con firmeza y, al ver la determinación que reflejaba su rostro a pesar del posible desastre, quedó impresionado.
—Hablaré con Bradwarden —le propuso—. El centauro conoce el terreno del norte mejor que yo, y hay animales amigos suyos que podrían darnos una cierta idea de lo que nos vamos a encontrar.
—¿Nos? —observó, esperanzado, Braumin.
—No te prometo nada, hermano Braumin —respondió el guardabosque, pero a ambos les pareció claro que el Pájaro de la Noche iba a guiar al grupo.
Aquella impresión conmocionó al guardabosque, ya que, hasta aquel momento, no había tenido intención ni deseos de volver jamás a las devastadas ruinas de Aida; de hecho, hasta su extraño sueño con Pony, hacía poco más de una semana, había creído que su camino iba en dirección contraria. No, no podía considerar que había sido un sueño. Pony lo había visitado mientras él dormía —estaba completamente seguro—, y sus respectivos caminos todavía tardarían en cruzarse.
¿Acaso pensaba irse al lejano norte por despecho, por un cierto enfado con Pony? No sabía cómo responder a aquella pregunta, pero se dio cuenta de que necesitaba sentarse a reflexionar y resolver la cuestión antes de comprometerse a emprender el viaje.
—Deberías ir —afirmó Roger, mientras caminaba junto al guardabosque en la oscuridad del bosque—; es buena gente.
Elbryan no le contestó. Ya le había contado a Roger todas las dificultades de un viaje semejante y la menor de ellas no era que, si se iba, abdicaría de sus responsabilidades hacia Tomás Gingerwart durante un mes o más.
—Trabajé en Saint Mere Abelle —continuó Roger—, y puedo dar fe del coraje demostrado por el hermano Braumin y por sus compañeros al abandonar aquel lugar. Lo que le hicieron a Jojonah...
Elbryan levantó la mano, pues ya había oído antes aquella historia; en realidad, hacía pocos minutos.
—Veamos qué opina Bradwarden de semejante viaje —dijo—; no pongo en duda la sinceridad del hermano Braumin, ni siquiera su buen criterio al pretender que él y sus compañeros deban ir a la montaña de Aida. Si dudara de ello, ni tan sólo iría a hablar con Bradwarden esta noche. Pero hay que considerar cuestiones más cruciales.
—Como Pony —comentó Roger.
—Es una de ellas, y la estación es otra —admitió el Pájaro de la Noche.
Pasó bajo una rama, rodeó un castaño y apareció en el lindero de un claro, ante el centauro.
—Llegáis tarde —dijo en tono severo Bradwarden.
Un instante después, el guardabosque percibió un frufrú en un árbol situado encima de él y comprendió la causa del descontento de su amigo. Cuando miró hacia arriba, entre las sombras, un par de elfos estaban bajando y se dejaron ver al saltar a la rama más baja. Los ojos del guardabosque se abrieron ostensiblemente por la sorpresa.
—¿Por qué pareces tan asombrado, Pájaro de la Noche? —le preguntó la hembra de la pareja.
La elfa se llamaba Tiel'marawee, mejor dicho, ése era su apodo, pues el guardabosque no conocía su verdadero nombre. De hecho, el nombre auténtico se había perdido en la noche de los tiempos, había contado Juraviel a un joven Elbryan durante su estancia en Andur'Blough Inninness. Todos los Touel'alfar la llamaban Tiel'marawee, «canto de pájaro», un apelativo muy adecuado para alguien cuya melodiosa voz era legendaria incluso entre las hermosas voces de los elfos.
—Creía que nuestra alianza había terminado —respondió el guardabosque con aire severo—, y que los Touel'alfar se habían ido por otros derroteros. Han pasado muchos días.
—Sólo la impaciencia de los humanos puede considerar que ha transcurrido mucho tiempo —dijo Ni'estiel con actitud desafiante, desde lo alto de una rama.
Después de unos tensos instantes, durante los cuales el guardabosque y el elfo intercambiaron explosivas miradas, Ni'estiel se puso en pie en la rama e hizo una profunda reverencia, mientras sonreía de oreja a oreja.
El guardabosque no correspondió a la sonrisa.
—Como tú digas —concedió Elbryan—, y con todo, los hijos de Caer'alfar no encontraron modo de avisar al Pájaro de la Noche del inminente ataque trasgo, y poco hicieron para eliminar aquellos monstruos, con lo bien que nos hubieran venido sus arcos.
—O tal vez ignoraban que el Pájaro de la Noche estaba con los soldados —repuso Tiel'marawee.
—¿Y eso excusa...? —empezó a cuestionar Elbryan, pero se detuvo al recordar la verdadera naturaleza de aquellos seres.
Los elfos no eran humanos, aunque Elbryan pudiera desear que lo fueran. Su visión del mundo no contemplaba la compasión y la solidaridad, unas cualidades que Elbryan esperaba encontrar en los humanos. No obstante, el guardabosque no podía excusar del todo que no los hubieran avisado ni ayudado, pues elegir entre aliarse con trasgos o con humanos no debería ser una decisión difícil desde ningún punto de vista.
—Murieron cuatro hombres —dijo severamente—, y otros tres fueron gravemente...
Pero, de nuevo, lo dejó correr al contemplar a su auditorio, al darse cuenta de que las expresiones de los elfos no habían cambiado ni iban a hacerlo. La vida de un humano no era importante para seres que probablemente sobrevivían a veinte generaciones de hombres.
Y aquellos dos, Tiel'marawee y Ni'estiel, si Elbryan recordaba bien sus tiempos en Andur'Blough Inninness, se contaban entre los elfos menos sensibles con los n'Touel'alfar, es decir, con los que no eran elfos. Aquel pensamiento le impresionó profundamente, pues, habida cuenta de tal actitud, ¿por qué entonces aparecían sólo aquellos dos allí para hablar con él? ¿Dónde estaba Juraviel? ¿Y la señora Dasslerond?
Al guardabosque no le gustó lo que aquello implicaba.
—Bueno, el caso es que el Pájaro de la Noche estaba entre los soldados y también a él lo podrían haber matado —dijo el guardabosque al fin, con ánimo de acabar aquella parte de la conversación.
Ni'estiel no le iba a permitir terminar tan fácilmente.
—Pero si lo hubieran matado unos vulgares trasgos, quizá se habría demostrado que no era digno del nombre de Tai'marawe, el nombre que confiadamente le dieron los Touel'alfar —dijo el elfo con una carcajada sarcástica, y Tiel'marawee se unió a su regocijo.
A Elbryan le pareció que la pareja sólo bromeaba a medias.
—Pero eso ya pasó y ahora necesitamos mirar el camino que tenemos delante —comentó Tiel'marawee de forma taxativa.
Elbryan se volvió y, lleno de curiosidad, miró a Bradwarden.
—¿Lo saben?
—Tienen oídos élficos —respondió el centauro.
—Pensáis emprender un viaje a Barbacan —dijo sin más preámbulos Ni'estiel—, el lugar donde el demonio Dáctilo fue destruido.
—A la tumba del hermano Avelyn Desbris —dijo con solemnidad Roger.
Los elfos no parecieron muy impresionados.
—¿Y qué piensan de ese viaje los Touel'alfar? —preguntó el Pájaro de la Noche.
—¿Por qué deberían los Touel'alfar interesarse por él? —inquirió Ni'estiel.
—La elección de tu camino es cosa tuya, Pájaro de la Noche —añadió Tiel'marawee—; ayudaremos donde podamos.
—Y si así lo decidís —precisó Bradwarden secamente.
—Como siempre —admitió Ni'estiel.
—¿Has conseguido que esa región sea segura? —preguntó el guardabosque a Bradwarden.
Aquel mismo día había hablado con el centauro; le había explicado la petición del hermano Braumin y también le había recordado su deber hacia Tomás Gingerwart, así como su promesa de contribuir a la reconstrucción de los pueblos de las Tierras Boscosas.
—No hay ni rastro de trasgos ni de ningún otro hediondo monstruo en la zona —dijo el centauro—; en mi opinión, los que sobrevivieron a la batalla todavía deben estar corriendo.
—Ni nada que presagie problemas en ninguna parte de la región —añadió Tiel'marawee.
—¿Y se supone que tenemos que creeros? —preguntó el centauro.
Pero fue Elbryan el que contestó; dejó muy claro que confiaba en lo que habían dicho los elfos. Los comprendía, y también los habría comprendido Bradwarden de ser capaz de olvidar su enfado con aquel par. Aunque los Touel'alfar podían en algún caso permanecer al margen y permitir el asesinato de humanos —así habían actuado, por ejemplo, durante la primera destrucción de Dundalis, cuando la propia familia de Elbryan había sido asesinada—, nunca favorecerían a los trasgos ni a ninguna otra clase de monstruos en perjuicio de los humanos. Si aquellos dos afirmaban que no había ni rastro de monstruos en la región, Elbryan los creía sin vacilar, al igual que Bradwarden, que exteriorizó su convicción con un despreciativo bufido y un ondulante movimiento de sus enormes brazos.
—¿Qué tengo que hacer, entonces? —preguntó Elbryan—. Realmente, no tengo ganas de ir a Barbacan, ni ahora ni nunca, pero esos hombres me han demostrado su enorme confianza al venir al norte en mi busca. Y son discípulos de Avelyn, de todo corazón y con toda el alma; de eso, no tengo la menor duda.
—En ese caso, por lo menos le debes este favor a tu difunto amigo —dijo, esperanzado, Roger.
—Creo que ese viaje al norte podría no ser una mala cosa —comentó Bradwarden—; además, no he visto esa tumba de la que todos hablan.
—Ni yo —exclamó Roger.
Elbryan asintió con la cabeza mientras hablaban; el camino que les aguardaba parecía que se iba despejando.
El centauro miró a los elfos.
—¿Y qué pasa con vosotros dos? —preguntó.
—Podemos ir —dijo Tiel'marawee.
—O no —añadió, enseguida, Ni'estiel.
Elbryan comprendió que tenían su propia lista de tareas pendientes, una lista que les había dado la señora Dasslerond y que, según creía, le afectaba a él. Todavía no podía entender por qué la señora Dasslerond no había ido a hablar con él personalmente de un asunto tan importante. O Juraviel... ¿Dónde estaban sus amigos más queridos entre los Touel'alfar en aquellos momentos tan críticos? Entonces, se le ocurrió una preocupante posibilidad: tal vez, la señora Dasslerond, Juraviel y los demás elfos no habían seguido a los monjes hasta el norte, tal vez sólo los habían escoltado aquellos dos hasta las Tierras Boscosas.
—Lo único que tenemos que hacer es esperar a que el tiempo lo permita —observó Bradwarden—. ¡Creo que será una espera larga y frustrante!
El guardabosque no disintió. Sabía lo que el invierno significaba en las Tierras Boscosas: días y semanas sentados a la débil luz de un fuego mortecino, con la leña imprescindible para mantener la habitación lo bastante caliente como para no morir de frío; días y semanas contemplando las mismas paredes desnudas y a unos compañeros cuyos nervios se van destrozando sin cesar.
El guardabosque y Roger regresaron al pueblo y se dirigieron a una pesada tienda sujeta con estacas a la pared sur de la amplia casa de reuniones. Braumin y los otros cuatro monjes ya estaban dentro; unos estaban sentados y todos parecían muy nerviosos.
—Si podemos conseguir que Tomás Gingerwart y los soldados estén de acuerdo en que esta zona ya está segura, os conduciré a Barbacan —anunció Elbryan de repente, y la tensión se disipó.
Se oyó un coro de tranquilos aplausos y de excitados murmullos.
—Son unos quinientos kilómetros —les advirtió el guardabosque en tono severo—; un viaje más largo y más difícil que el que os trajo desde Palmaris hasta aquí.
—No tan difícil —comentó el tranquilo hermano Mullahy con voz apenas audible.
—Ni tan largo —añadió un casi atolondrado hermano Viscenti.
—Seguramente, sabremos más detalles del estado de la zona más próxima mañana al mediodía —le aseguró Elbryan al hermano Braumin—, a fin de que se puedan empezar los preparativos.
—¿Y cuándo nos iríamos? —preguntó un impaciente hermano Castinagis.
—Cuando el viento no nos mate, ni la nieve nos entierre —replicó con firmeza el guardabosque—; a principios de Bafway, o tal vez a finales.
Ante tal previsión, los impacientes monjes parecieron disgustarse, pero el guardabosque no estaba dispuesto a dejarse influir por sus insensatas esperanzas.
—Salir prematuramente no serviría más que para abocarnos al desastre —dijo—. Habéis visto la nieve, y habéis oído y padecido los mordiscos del viento. Y eso que estamos al sur, muy al sur de la tumba de Avelyn y a mucha menor altitud. Allá arriba, en el norte, entre las montañas, la nieve alcanza espesores mucho mayores y los mordiscos del viento devoran a los hombres más resistentes. No dudéis de lo que os digo. De momento, la estación ha sido templada y, si continúa así, podremos empezar el viaje poco antes de Bafway. ¡Pero no antes, ni siquiera en el caso de que el sol saliera cada mañana con tal fuerza que pudiéramos quitarnos la ropa y quedarnos desnudos para tostarnos bajo sus rayos!
Dicho esto, el guardabosque hizo una reverencia y salió de la tienda, pero Roger no le siguió; prefirió quedarse y compartir aquellos momentos con sus nuevos amigos, unos instantes de felicidad que apenas había empañado la última y severa advertencia del guardabosque.
Elbryan se disponía a ir a la tienda de Tomás Gingerwart, pero cambió de idea. Tomás no sería difícil de convencer. El aliado más importante en aquel asunto era el hombre que probablemente le iba a sustituir como primer protector de los nuevos pobladores.
Encontró a Shamus despierto; deambulaba por el borde del campamento de los Hombres del Rey con la mirada dirigida hacia las estrellas, las manos entrelazadas a la espalda y una expresión preocupada en el rostro. Esa expresión cambió, pero de forma nada convincente, cuando vio que Elbryan se le acercaba.
—A finales de invierno, emprenderé un viaje que me mantendrá alejado de aquí varias semanas —dijo, sin preámbulos, el guardabosque—. Iré al norte con algunos hombres.
—¿Al norte? —preguntó, con sorpresa, Shamus—, pero si nuestro deber está aquí, reconstruyendo las Tierras Boscosas...
—No me iré hasta tener la certeza de que la región está segura —respondió el guardabosque—, y no estaré fuera mucho tiempo, un mes, como mucho. Además, dejo a Tomás Gingerwart y a sus hombres en las expertas manos del capitán Shamus Kilronney y de un contingente de Hombres del Rey. ¿Qué papel puedo desempeñar yo con compañeros tan capaces?
—Me halagas —dijo Shamus con una sonrisa—, pero si la región está ya segura para entonces, quizá podría acompañarte.
—No hace falta —repuso Elbryan en un tono que demostró a Shamus que no merecía la pena discutir.
—¿Qué interés pueden tener esos hombres en las tierras del norte? —inquirió Shamus—. Esta región posee bosques abundantes y valiosos, en los que, sin duda, hay gruesos troncos para proporcionar mástiles a mil millares de grandes barcos de vela.
—Van al norte en busca de otro tipo de bienes —repuso Elbryan de modo críptico—, y creo que encontrarán lo que buscan.
—¿Así que el Pájaro de la Noche se ha propuesto hacerse rico? —le preguntó Shamus con una risita.
—Tal vez —respondió con toda seriedad el guardabosque. Su voz se había contagiado del tono festivo de su interlocutor.
—Tu camino es asunto tuyo —le dijo el capitán sombríamente, y entonces su tono sonó muy parecido al del distante Tiel'marawee—. Espero que no estés fuera mucho tiempo... y que reconsideres mi propuesta de acompañarte en el viaje.
—Haré ambas cosas —dijo Elbryan y, después de dar las buenas noches al capitán, se internó en el bosque.
Tras la marcha de Elbryan, Shamus permaneció fuera un buen rato, analizando con sumo cuidado lo que le había dicho el guardabosque y lo que implicaba. Le había inquietado no poco ver al fugitivo Bradwarden, y también enterarse de que el Pájaro de la Noche se había propuesto acompañar a los seis hombres que recientemente se habían unido a los pobladores. Bastantes pistas le habían indicado a Shamus que se trataba de hombres que eran, o habían sido, monjes abellicanos; entre ellas, el tratamiento de «hermano» que uno de ellos había dado en voz baja a otro miembro del grupo y que se había apresurado enseguida a corregir.
¿Se habría imaginado el Pájaro de la Noche que Shamus era un agente de De'Unnero?
Mientras consideraba tal posibilidad y llegaba a la conclusión de que era infundada, Shamus oyó que se acercaba el menos corpulento de aquellos seis hombres.
Roger caminaba aprisa y saludó al capitán con una simple inclinación de cabeza.
—El Pájaro de la Noche me ha contado que acompañará a tu grupo al norte —le dijo Shamus, logrando que se detuviera en seco.
Roger giró sobre sus talones y miró al capitán; estaba sorprendido, pero no recelaba nada, pues, a su juicio, los soldados del barón y, por consiguiente, los Hombres del Rey estaban en contra de la Iglesia.
—Sí —respondió Roger—. Los seis nos alegramos mucho de que nos acompañe.
—Un valioso aliado para tan peligroso viaje —comentó Shamus.
—Probablemente, la primera parte será la más peligrosa —afirmó Roger—; si los rumores sobre el alcance de la catástrofe de la montaña de Aida resultan ciertos, es muy dudoso que algún monstruo haya vuelto a aquel devastado lugar.
Shamus disimuló muy bien su sorpresa. ¡Así que iban a Barbacan!
—Con todo, no lo entiendo —dijo—. ¿Por qué os arriesgáis a ir a un lugar tan desamparado como ése?
Entonces, Roger se puso en guardia. No desconfiaba del capitán, pero comprendió que los monjes necesitaban la máxima confidencialidad y temió que había dicho demasiado, aunque supuso que Elbryan ya le había hablado a Shamus del destino del viaje.
—Realmente, no sabría explicar la causa —repuso Roger—; hay muchos lugares en el mundo que no he visto y que deseo ver. Algunos simplemente me atraen más que otros —añadió.
Confiando en que había disimulado aceptablemente, Roger bostezó de forma ostensible y explicó que se le había hecho tarde y que tenía que acostarse.
Poco después, Shamus Kilronney entregaba un pergamino enrollado al jinete de mayor confianza y le ordenaba que cabalgara hacia el sur, desafiando las inclemencias del tiempo y los caminos bloqueados por la nieve, y que al llegar a Palmaris entregara aquel rollo al obispo De'Unnero. Shamus creía estar cumpliendo simplemente con su deber como oficial que había jurado lealtad al rey —y así se lo repitió numerosas veces—, pero se sentía inquieto por haber traicionado al Pájaro de la Noche, aun en el caso de que se tratara de un conocido delincuente.
FIN
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