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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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jueves, 31 de octubre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - UN MUNDO DE TALENTOS

UN MUNDO DE TALENTOS
Philip K. Dick
 
 
 
I
 
Cuando entró en el apartamento, un gran número de personas estaban produciendo
ruidos y colores relampagueantes. La repentina cacofonía le confundió. Se detuvo en la
puerta, consciente de la oleada de formas, sonidos, olores y retazos oblicuos
tridimensionales, con la intención de profundizar su campo de visión. Consiguió eliminar la
mancha borrosa con un acto de voluntad; la frenética y absurda actividad humana adquirió
poco a poco una pauta casi racional.
—¿Qué ocurre? —le preguntó su padre con brusquedad.
—Lo que anticipamos hace media hora —dijo la madre, cuando el niño de ocho años no
contestó—. Ojalá permitieras que un Guardia le sondeara.
—No confío para nada en los Guardias, y aún nos quedan doce años para solucionar el
problema. Si no nos hemos separado para entonces...
—Más tarde. —La mujer se agachó y ordenó con voz crispada—: Adelante, Tim. Di hola
a la gente.
—Intenta adoptar una orientación objetiva —añadió su padre con voz afable—. Sólo por
esta noche, hasta el final de la fiesta.
Tim atravesó en silencio la abarrotada sala de estar sin hacer caso de las diversas
formas oblicuas, el cuerpo inclinado hacia adelante, la cabeza ladeada. Sus padres no le
siguieron; su anfitrión les interceptó y pronto se vieron rodeados de invitados Norm y Psi.
En la confusión, se olvidaron del niño. Efectuó un breve circuito en la sala de estar,
satisfecho de no encontrar nada en ella, y después buscó un pasillo lateral. Un criado
mecánico le abrió la puerta de un dormitorio y el chico entró.
El dormitorio estaba vacío; la fiesta acababa de empezar. Dejó que las voces y los
movimientos que percibía a sus espaldas se difuminaran hasta formar un telón de fondo
indistinto. El aire artificial, similar al de la Tierra, que bombeaban los conductos centrales
de la ciudad, transportaba débiles perfumes de mujer, que invadían el lujosísimo
apartamento. Se estiró e inhaló los dulces aromas, flores, frutas, especias..., y algo más.
Tuvo que adentrarse en el dormitorio para aislarlo. Ya lo tenía: amargo, como leche
pasada. Cálido. Y estaba en el dormitorio.
Abrió un armario con cautela. El selector mecánico intentó ofrecerle una prenda, pero el
chico no hizo caso. Con la puerta del armario abierta, el perfume era más intenso. El Otro
estaba cerca del ropero, si no dentro.
¿Debajo de la cama?
Se agachó y miró. Allí no. Se tendió sobre el suelo y miró debajo del escritorio metálico
de Fairchild, un mueble típico de las viviendas habitadas por oficiales coloniales. El olor
era aún más intenso. Se sintió invadido de temor y entusiasmo. Se puso en pie de un salto
y apartó el escritorio de la suave superficie de plástico de la pared.
El Otro estaba aplastado contra la pared, en las sombras, donde el escritorio se había
apoyado.
Era un Otro Derecho, por supuesto. Sólo había identificado a un Izquierdo, y apenas
durante una fracción de segundo. El Otro no había conseguido proyectarse por completo.
Tim retrocedió con cautela, consciente que, sin su colaboración, el ente había llegado lo
más lejos posible. El Otro le contempló con calma y captó sus acciones negativas, pero no
podía hacer nada. No trató de comunicarse, porque nunca daba resultado.
 
Tim estaba a salvo. Se detuvo y dedicó un largo momento a examinar al Otro. Tenía la
oportunidad de aprender algo más. Un espacio les separaba, que sólo salvaban la imagen
visual y el olor (pequeñas partículas vaporizadas) del Otro.
Era imposible identificar a este Otro. Muchos eran tan similares que parecían múltiplos
de la misma unidad. En ocasiones, el Otro era radicalmente diferente. ¿Existía la
posibilidad que se hubieran elegido varias selecciones, métodos alternos de hacerse
entender?
Una idea obsesiva le asaltó de nuevo. Las personas de la sala de estar, tanto de la
clase Norm como de la Psi (e incluso la clase Muda, a la que él pertenecía), parecían
haber llegado a un equilibrio práctico con sus Otros. Era extraño, puesto que sus
Izquierdos habían superado al suyo..., a menos que la procesión de Derechos disminuyera
a medida que el grupo de Izquierdos aumentaba.
¿Existía un conjunto finito de Otros?
Regresó a la frenética sala de estar. La gente murmuraba y deambulaba por todas
partes, chillonas formas opacas omnipresentes, intensos olores que le abrumaban a causa
de su cercanía. Estaba claro que debía recabar información de sus padres. Ya había dado
vuelta a los índices de investigación acoplados a la transmisión educativa del Sistema
Solar..., sin resultado, porque el circuito no funcionaba.
—¿Dónde estabas? —preguntó su madre, interrumpiendo la animada conversación que
tenía lugar entre un grupo de ejecutivos de la clase Norm que bloqueaba una parte de la
sala. Comprendió la expresión de su rostro.
—Oh —dijo—. ¿Aquí también?
La pregunta sorprendió al niño. El lugar daba igual. ¿Acaso no lo sabía ella? Se replegó
en sí mismo para reflexionar. Necesitaba ayuda. No podía comprender sin ayuda externa,
pero existía un muro verbal vacilante. ¿Se trataba, simplemente, de un problema de
terminología, o había algo más?
Mientras paseaba por la sala de estar, el vago olor mohoso se filtró hasta su olfato a
través de la pesada cortina de olores corporales. El Otro seguía acurrucado en la
oscuridad, donde había estado el escritorio, en las sombras del dormitorio vacío.
Esperando para saltar. Esperando a que avanzara dos pasitos más.
 
Julie siguió con la mirada a su hijo de ocho años con expresión preocupada.
—Habrá que vigilarle —dijo a su marido—. Preveo que la situación se va a complicar.
Curt también lo había captado, pero seguía hablando con los ejecutivos de clase Norm
que se habían congregado alrededor de los dos Precogs.
—¿Qué harían si nos atacaran? —preguntó—. Ya saben que Tontorrón no puede hacer
frente a una lluvia continua de proyectiles robot. Un puñado de vez en cuando entra en la
naturaleza de los experimentos..., y cuenta con las previsiones que Julie y yo
comunicamos cada media hora.
—Es verdad. —Fairchild se rascó su nariz gris y se acarició la barba que crecía bajo su
labio—. Sin embargo, no creo que nos declaren una guerra abierta. Equivaldría a admitir
que estamos logrando algo. Nos legalizaría y desataría otras consecuencias. Podríamos
reunir a toda la gente de clase Psi y... —sonrió—, enviar al Sistema Solar más allá de la
Nebulosa Andrómeda, con la sola fuerza de sus mentes trabajando al unísono.
Curt escuchaba sin resentimiento, porque las palabras de su interlocutor no le
sorprendían. Mientras Julie y él iban en coche a la fiesta, habían anticipado la fiesta, sus
infructuosas discusiones, las crecientes aberraciones de su hijo. En este momento, Julie
ya estaba viendo acontecimientos posteriores. Se preguntó qué indicaba la expresión
preocupada de su cara.
—Tengo miedo —dijo Julie con voz tensa— que haya una pelea antes que volvamos a
casa.
Bueno, él también lo había visto.
—Es la situación —dijo, rechazando el tema—. Todos los presentes están nerviosos.
No seremos los únicos en pelearnos.
Fairchild les escuchaba con atención.
—Y sabiendo que van a sostener una disputa, ¿no pueden alterar el rumbo de los
acontecimientos?
—Claro —respondió Curt—, del mismo modo que nosotros le proporcionamos
preinformación y usted la utiliza para alterar la situación con Terra. De todos modos, ni a
Julie ni a mí nos preocupa mucho. Evitar algo semejante exige un tremendo esfuerzo
mental..., y ninguno de los dos tiene muchas energías.
—Ojalá me dejaras entregarlo a la Guardia —susurró Julie—. No soporto verle vagar
sin rumbo, mirando debajo de los muebles, buscando Dios sabe qué en los armarios.
—Busca Otros —dijo Curt.
—Lo que sea.
Fairchild, un moderador por naturaleza, trató de terciar.
—Les quedan doce años —empezó—. No es una desgracia que Tim esté en la clase
Muda. Todos ustedes empiezan igual. Si tiene poderes Psi, lo demostrará.
—Habla como un Precog infinito —dijo Julie, divertida—. ¿Cómo sabe que lo
demostrará?
El rostro bondadoso de Fairchild se retorció a causa del esfuerzo. Curt sintió pena por
él. Tenía demasiadas responsabilidades, demasiadas decisiones dependían de él, como
también demasiadas vidas. Antes de la segregación de Terra, era un oficial destacado, un
burócrata acostumbrado a un trabajo y una rutina claramente definidos. Ahora, ya nadie le
enviaba instrucciones los lunes por la mañana. Las instrucciones debía dictarlas él.
—Enséñenos ese artilugio —dijo Curt—. Tengo curiosidad por ver cómo funciona.
Fairchild se quedó atónito.
—¿Cómo demonios...? —Entonces, recordó—. Claro, ya lo habrá visto por adelantado.
—Rebuscó en su chaqueta—. Iba a ser la sorpresa de la fiesta, pero no puede haber
sorpresas con dos Precogs cerca.
Los demás oficiales de clase Norm se reunieron alrededor de su jefe mientras éste
desenvolvía un paquete y extraía de su interior una pequeña piedra brillante. El silencio se
hizo en la sala mientras Fairchild examinaba la piedra, con los ojos muy próximos, como
un joyero que inspeccionara una piedra preciosa.
—Un objeto ingenioso —comentó Curt.
—Gracias —dijo Fairchild—. Empezarán a llegar de un momento a otro. El brillo es para
atraer a los niños y a gente de condición humilde que quiera adquirir una chuchería, algo
de valor, ya saben. Y a mujeres, desde luego. A cualquiera que se detuviera a tomar lo
que considerase un diamante: todo el mundo, excepto la clase Tec. Se lo enseñaré.
Paseó la mirada por los invitados, ataviados con alegres colores. A un lado, Tim estaba
de pie con la cabeza ladeada en un ángulo. Fairchild titubeó y lanzó la piedra por encima
de la alfombra, casi a los pies del niño. Los ojos de Tim no se movieron. Estaba mirando a
la lejanía, sin ver el objeto brillante que tenía a sus pies.
Curt avanzó, decidido a animar la reunión.
—Haría falta algo del tamaño de un transporte a reacción. —Se agachó y tomó la
piedra—. No es culpa suya que Tim se muestre indiferente a cosas tan mundanas como
un diamante de cincuenta quilates.
Fairchild estaba afligido por el fracaso de su demostración.
—Lo había olvidado. —Se animó—. Pero en Terra ya no quedan mutantes. Escuche la
propaganda. Me costó mucho redactarla.
La piedra descansaba en la mano de Curt. Un leve zumbido, como el de un mosquito,
sonó en sus oídos, una cadencia modulada y controlada que provocó una oleada de
murmullos en la sala.
—Amigos —proclamó la voz enlatada—, las causas del conflicto entre Terra y las
colonias centaurianas han sido falseadas por la prensa.
—¿Va dirigido en serio a los niños? —preguntó Julie.
—Quizá piense que los niños terranos están más adelantados que los nuestros —dijo
un oficial de clase Psi, y las carcajadas estremecieron la sala.
El leve zumbido continuó desgranando su mezcla de argumentos legales, idealismo y
casi patéticas súplicas, las cuales molestaron a Curt. ¿Por qué tenía Fairchild que ponerse
de rodillas y suplicar a los terranos? Mientras escuchaba, Fairchild fumaba en pipa, los
brazos cruzados, una expresión de satisfacción en su rostro rotundo. Evidentemente,
Fairchild no era consciente de la precaria levedad de sus palabras grabadas.
Curt pensó que ninguno de los presentes, incluido él, veía la fragilidad de su
movimiento segregacionista. Era absurdo culpar a las poco convincentes palabras que
surgían de la falsa joya. Cualquier descripción de su situación conducía a reflejar el
afligido temor que dominaba a las colonias.
—Es patente desde hace mucho tiempo —aseguró la piedra— que la condición natural
del hombre es la libertad. La servidumbre, la sumisión de un hombre o un grupo de
hombres a otro, es un residuo del pasado, un anacronismo depravado. Los hombres
deben autogobernarse.
—Resulta extraño oír a una piedra decir eso —observó Julie con cierta ironía—. Un
trozo de roca muerta.
—Se les ha dicho que el movimiento secesionista colonial pondrá en peligro sus vidas y
su nivel de vida. No es verdad. El nivel de vida de toda la Humanidad aumentará si los
planetas colonizados acceden a su autogobierno y encuentran nuevos mercados
económicos. El sistema mercantil impuesto por el gobierno terrano a los terranos que
viven fuera del Sistema Solar...
—Los niños llevarán este objeto a sus casas —dijo Fairchild—. Sus padres también lo
escucharán.
La piedra continuó su perorata.
—Las colonias no podían seguir siendo simples bases de aprovisionamiento de Terra,
fuentes de materias primas y trabajo barato. Los colonos no podían seguir siendo
ciudadanos de segunda clase. Los colonos tienen tanto derecho a construir su sociedad
como los habitantes del Sistema Solar. Por ello, el gobierno colonial ha solicitado al
gobierno terrano la eliminación de los vínculos que nos impiden alcanzar nuestro destino
manifiesto.
Curt y Julie intercambiaron una mirada. La disertación académica pendía como un peso
muerto sobre la sala. ¿Era éste el hombre que la colonia había elegido para dirigir el
movimiento de resistencia? Un pedante, un oficial asalariado, un burócrata y (Curt no pudo
evitar el pensamiento) un hombre carente de poderes Psi. Un Normal.
Existía la posibilidad que algún malentendido trivial en una directriz rutinaria hubiera
impelido a Fairchild a romper con Terra. Nadie, excepto tal vez la Guardia telépata,
conocía sus motivos o cuánto tiempo mantendría resueltamente su opinión.
—¿Qué opinan? —preguntó Fairchild, cuando la piedra finalizó su monólogo—. Millones
de estos mensajes esparcidos por todo el grupo de Sol. Ya saben lo que la prensa terrana
dice de nosotros; un montón de viles calumnias. Afirma que queremos apoderarnos de
Sol, que somos crueles invasores del espacio exterior, monstruos, mutantes, fenómenos.
Debemos contrarrestar esa propaganda.
—Bien —dijo Julie—, un tercio de nosotros somos fenómenos, no se puede negar. Sé
que mi hijo es un fenómeno inútil.
Curt la tomó del brazo.
—¡Nadie llama fenómeno a Tim, ni siquiera tú!
—¡Pero si es verdad! —La mujer se soltó—. Si viviéramos en el Sistema Solar, si no
nos hubiéramos segregado, tú y yo estaríamos en un campo de concentración, a la espera
de ser... Ya sabes a qué me refiero. —Señaló a su hijo—. Tim no existiría.
Un hombre de rostro afilado habló desde un rincón.
—No estaríamos en el Sistema Solar. Nos las habríamos arreglado sin ayuda de nadie.
Fairchild no tuvo nada que ver con ello; nosotros le abrimos el camino. ¡No lo olviden
nunca!
Curt dirigió una mirada hostil al hombre. Reynolds, jefe de la Guardia telépata, borracho
de nuevo. Borracho y escupiendo su odio vitriólico hacia los Normales.
—Es posible —admitió Curt—, pero nos habría costado mucho.
—Usted y yo sabemos qué mantiene con vida a esta colonia —respondió Reynolds, con
una expresión arrogante y desdeñosa en su rostro colorado—. ¿Cuánto tiempo podrían
continuar adelante estos burócratas sin Tontorrón y Sally, sin dos Precogs como ustedes,
la Guardia y el resto de nosotros? Enfréntense a los hechos; no necesitamos esta pantalla
legalista. No vamos a vencer gracias a ridículas apelaciones a la libertad y la igualdad.
Vamos a vencer porque en Terra no hay Psis.
El buen humor de la reunión se apagó. Murmullos encolerizados se elevaron de los
invitados Normales.
—Escuche —dijo Fairchild a Reynolds—, usted sigue siendo un ser humano, a pesar
que lee las mentes. Poseer un talento no...
—No me sermonee —le interrumpió Reynolds—. Ningún cabeza-dormida me va a decir
lo que debo hacer.
—Se está excediendo —dijo Curt a Reynolds—. Alguien le va partir la cara un día de
estos. Si Fairchild no lo hace, es posible que yo sí.
—Usted y su Guardia entrometida —dijo a Reynolds un Resurreccionista de clase Psi,
agarrándole por el cuello—. Se cree superior a nosotros porque pueden espiar con la
mente. Se creen...
—Quíteme las manos de encima —dijo Reynolds con voz rasposa.
Un vaso cayó al suelo; una mujer tuvo un ataque de histeria. Dos hombres se
enzarzaron en una pelea; un tercero se les unió y, al instante, un torbellino de
resentimiento se formó en el centro de la sala.
Fairchild pidió orden a gritos.
—Por el amor de Dios, si peleamos entre nosotros, estamos perdidos. ¿Es que no lo
entienden? ¡Debemos trabajar juntos!
El tumulto tardó un rato en apaciguarse. Reynolds pasó como un rayo junto a Curt,
pálido y mascullando para sí.
—Me largo de aquí.
Los demás telépatas le siguieron con aire beligerante.
 
Mientras Julie y él volvían lentamente a casa a través de la oscuridad azulina, unos
fragmentos de la propaganda de Fairchild se repetían una y otra vez en el cerebro de Curt.
«Les han dicho que una victoria de los colonos significa una victoria de los Psis sobre los
seres humanos Normales. ¡Eso no es verdad! La segregación no fue planeada, ni es
dirigida, por Psis o Mutantes. La rebelión fue una reacción espontánea de todos los
colonos, sin distinción de clases.»
—Me pregunto si Fairchild está en un error —musitó Curt—. Me pregunto si los Psis le
estarán manipulando sin que él se dé cuenta. Me cae bien, aunque es un estúpido.
—Sí, es estúpido —admitió Julie.
En la oscuridad de la cabina del vehículo, su cigarrillo era una brasa luminosa de cólera.
En el asiento trasero, Tim dormía hecho un ovillo, mecido por el calor del motor. El paisaje
rocoso y desolado de Próxima III se extendía ante el pequeño coche de superficie,
apagado, hostil y extraño. Entre los campos y depósitos de cosechas se veían algunas
carreteras y edificios construidos por el hombre.
—No confío en Reynolds —prosiguió Curt, sabiendo que estaba dando paso a la
escena anticipada, pero no deseaba soslayar la discusión—. Reynolds es inteligente,
ambicioso y carece de escrúpulos. Quiere prestigio y posición social, pero Fairchild piensa
en el bienestar de la colonia. Piensa lo que afirma en esa grabación de las piedras.
—Menudas tonterías —dijo con desdén Julie—. Los terranos se morirán de risa. No sé
cómo logré escucharlas impávida, y Dios sabe que nuestras vidas dependen de esto.
—Bueno —dijo Curt con cautela, a sabiendas de lo que hacía—, tal vez haya terranos
con más sentido de la justicia que tú y Reynolds. —Se volvió hacia ella—. Veo lo que vas
a hacer y tú también. Quizá tengas razón, quizá deberíamos acabar de una vez. Diez años
es mucho tiempo cuando el sentimiento ha desaparecido. Además, no fue idea nuestra.
—No —admitió Julie. Apagó el cigarrillo con dedos temblorosos y encendió otro—.
Ojalá hubiera existido otro macho Precog, aparte de ti. Es algo que nunca perdonaré a
Reynolds. La idea partió de él. Nunca tendría que haber accedido. ¡Por la gloria de la raza!
¡Ondeemos la bandera Psi! El acoplamiento místico de los primeros Precogs auténticos de
la historia... ¡Mira el resultado!
—Cierra el pico —dijo Curt—. No está dormido y puede oírte.
—Puede oírme, sí, pero entenderme no —dijo Julie con amargura—. Queríamos saber
cómo sería la segunda generación... Bien, ya lo sabemos. Precog más Precog igual a
fenómeno. Mudo inútil. Un monstruo. Enfrentémonos a la realidad: la M de su tarjeta es la
M de monstruo.
Las manos de Curt se tensaron sobre el volante.
—Es una palabra que ni tú ni nadie va a utilizar.
—¡Monstruo! —Se inclinó hacia él, los blancos dientes realzados por la luz del tablero
de instrumentos, echando chispas por los ojos—. Quizá los terranos tengan razón... Quizá
sea mejor esterilizar y exterminar a los Precogs. Borrados por completo. Creo que...
Se calló, incapaz de continuar.
—Adelante —dijo Curt—. Crees que cuando la rebelión triunfe y controlemos las
colonias, quizá debamos pasar una prueba selectiva. Con la Guardia a la cabeza, por
supuesto.
—Separar la cizaña del buen grano. Primero, las colonias de Terra. Después, nosotros
de ellos. Y cuando le toque a él, aunque sea mi hijo...
—Lo que estás haciendo es juzgar a la gente por su utilidad. Tim es un inútil, luego es
absurdo dejarle vivir, ¿verdad? —Su tensión sanguínea había aumentado, pero ya no le
importaba—. Criar a personas como si fueran ganado. Un humano no tiene derecho a
vivir; es un privilegio que concedemos a nuestro capricho.
Curt aceleró el coche por la desierta autopista.
—Ya oíste a Fairchild pontificar sobre la libertad y la igualdad. Cree en ello, y yo
también. Y creo que Tim, o cualquier otra persona, tiene derecho a existir, tanto si posee
talento como si carece de él.
—Tiene derecho a vivir, pero recuerda que no es como nosotros. Es una rareza. No
posee nuestras capacidades, nuestras... —articuló las palabras con aire triunfal—,
nuestras capacidades superiores.
Curt desvió el coche hacia el borde de la autopista. Frenó y abrió la puerta. Un aire seco
y cortante se introdujo en el vehículo.
—Ya te puedes ir. —Despertó a Tim—. Arriba, muchacho. Nos bajamos.
Julie se sentó detrás del volante.
—¿Cuándo volverás a casa? ¿O ya lo tienes todo decidido? Será mejor que investigues
antes. Esa chica puede tener a otros haciendo cola.
Curt bajó del coche y cerró la puerta. Tomó a su hijo de la mano y le guió hacia el
cuadrado negro de una rampa que ascendía hacia la oscuridad de la noche. Mientras
subían los peldaños, oyó que el coche arrancaba y se alejaba por la autopista.
—¿Dónde estamos? —preguntó Tim.
—Ya conoces este sitio. Venimos cada semana. Es el colegio donde preparan a gente
como tú y yo..., donde los Psis nos educamos.
 
II
 
Las luces se encendieron a su alrededor. Desde la entrada se bifurcaban una serie de
pasadizos, como enredaderas metálicas.
—Te quedarás aquí unos cuantos días —dijo Curt a su hijo—. ¿Podrás aguantar sin ver
a tu madre tanto tiempo?
Tim no contestó. Se había sumido en su silencio habitual y caminaba al lado de su
padre. Curt se preguntó una vez más cómo podía ser el chico tan retraído y, al mismo
tiempo, tan despierto. La respuesta estaba escrita sobre cada milímetro del joven y enjuto
cuerpo. Tim sólo evitaba el contacto con seres humanos. Se mantenía ajeno de una forma
casi compulsiva del mundo exterior, mejor dicho, de un mundo exterior. Fuera cual fuese,
no incluía a los humanos, si bien estaba compuesto de objetos externos y reales.
Como ya había anticipado, el niño se alejó repentinamente de él. Curt dejó que Tim se
escabullera por un pasadizo lateral. Vio que tiraba con nerviosismo de un armario de
suministros, intentando abrirlo.
—Muy bien —dijo Curt, resignado. Le siguió y abrió el armario con la llave maestra—.
¿Lo ves? Dentro no hay nada.
La oleada de alivio que inundó la cara del niño demostró bien a las claras su falta de
precognición. El corazón le dio a Curt un vuelco. No había heredado el precioso talento
que Julie y él poseían. Fuera lo que fuese el muchacho, no era un Precog.
Eran más de las dos de la mañana, pero los departamentos interiores del colegio bullían
de actividad. Curt saludó con un cabeceo a un par de Guardias que holgazaneaban ante la
barra, rodeados de cervezas y ceniceros.
—¿Dónde está Sally? —preguntó—. Quiero ver a Tontorrón.
Uno de los telépatas movió el pulgar con movimientos perezosos.
—Está por ahí. En los aposentos de los niños, durmiendo. Es tarde. —Escrutó a Curt,
cuyos pensamientos no se apartaban de Julie—. Deberías dejar a una esposa como ésa.
Además, es demasiado vieja y delgada. Seguro que te apetece más un pimpollo bien
relleno...
Curt lanzó una andanada mental de desagrado y obtuvo cierta satisfacción cuando vio
que el rostro sonriente expresaba hostilidad. El otro telépata se enderezó y gritó a Curt.
—Cuando le des la patada a tu mujer, nos la envías.
—Yo diría que te apetece una chica de unos veinte años —dijo otro telépata, cuando
dejó entrar a Curt en el ala de los niños—. Cabello oscuro (corrígeme si me equivoco) y
ojos oscuros. Te has formado ya una imagen completa. Quizá exista una chica concreta.
Veamos, es baja, muy guapa y se llama...
Curt maldijo la situación que les obligaba a abrir sus mentes a los Guardias. Los
telépatas se comunicaban entre sí a través de las colonias y, en particular, a través del
colegio y las oficinas del gobierno colonial. Apretó la mano de Tim y entró.
—Ese hijo tuyo parece un poco raro —dijo el telépata cuando Tim pasó a su lado—.
¿Te importa que le sondee un poco?
—Aléjate de su mente —ordenó con brusquedad Curt.
Cerró la puerta de golpe, a sabiendas que daba igual, pero disfrutó la sensación del
metal al encajarse en el hueco. Empujó a Tim por un angosto pasillo, hasta desembocar
en una pequeña habitación. Tim se desvió hacia una puerta lateral; Curt tiró de él con
violencia.
—¡Ahí dentro no hay nada! —le regañó—. Es un cuarto de baño.
Tim continuó debatiéndose. Entonces, apareció Sally, atándose el cinturón de la bata, el
rostro anegado en sueño.
—Hola, señor Purcell —saludó—. Hola, Tim. —Bostezó, encendió una lámpara de pie y
se derrumbó sobre una silla—. ¿Qué puedo hacer por usted, a estas horas de la noche?
Tenía trece años, era alta y desgarbada, de cabello amarillento y piel pecosa. Se
mordisqueó el pulgar y volvió a bostezar cuando el niño se sentó frente a ella. Para
divertirle, animó un par de guantes tirados sobre una mesa. Tim rió complacido cuando los
guantes reptaron hacia el borde de la mesa, agitaron sus dedos y procedieron a un
cauteloso descenso.
—Estupendo —dijo Curt—. Vas mejorando. Yo diría que no te saltas ninguna clase.
Sally se encogió de hombros.
—El colegio no puede enseñarme nada, señor Purcell. Usted sabe bien que soy la Psi
con poderes de animación más avanzados. Me dejan trabajar a mis anchas. De hecho,
doy clase a un puñado de niños, todavía Mudos, que podrían tener algo. Creo que un par
de ellos, con práctica, saldrán adelante. Lo único que pueden darme son estímulos; ya
sabe, ayuda psicológica, montones de vitaminas y aire puro. Pero no pueden enseñarme
nada.
—Pueden enseñarte lo importante que eres —respondió Curt. Ya había anticipado la
conversación, por supuesto. Durante la última media hora había seleccionado cierto
número de posibles enfoques, los había descartado uno tras otro y, por fin, se había
decantado por éste—. He venido a ver a Tontorrón, lo cual significa que debía despertarte.
¿Sabes por qué?
—Claro —contestó Sally—. Le tiene miedo. Y como Tontorrón me tiene miedo, necesita
que yo le acompañe. —Dejó que los guantes se inmovilizaran y se levantó—. Bien, vamos.
Había visto a Tontorrón muchas veces, pero nunca se acostumbraba a la visión.
Atemorizado, a pesar de haber anticipado la escena, Curt se detuvo en el espacio abierto
ante la plataforma y levantó la vista, silencioso e impresionado como siempre.
—Está gordo —comentó Sally—. Si no adelgaza, le queda poco tiempo de vida.
Tontorrón estaba desparramado como un budín gris y tembloroso en la inmensa silla
que el departamento Tec le había fabricado. Tenía los ojos entornados y los brazos
pulposos caídos a los costados. Rollos de masa rezumante colgaban sobre los brazos y
lados de la silla. El cráneo de Tontorrón, parecido a un huevo, estaba coronado por una
mata de cabello grasiento y enmarañado, como algas podridas. Sus uñas se perdían en
los dedos gruesos como salchichas. Tenía los dientes ennegrecidos y con caries. Sus
diminutos ojos azules relampaguearon cuando identificó a Curt y Sally, pero su obeso
cuerpo no se movió.
—Está descansando —explicó Sally—. Acaba de comer.
—Hola —dijo Curt.
A modo de respuesta, un gruñido surgió de sus rollizos labios rosados.
—No le gusta que le molesten a horas intempestivas —bostezó Sally—. No me extraña.
Paseó por la sala y se divirtió animando brazos de lámparas adosados a las paredes.
Los brazos lucharon por liberarse del plástico caliente en que estaban encajados.
—Si no le importa que se lo diga, señor Purcell, todo esto me parece una estupidez. Los
telépatas impiden que los terranos infiltrados entren aquí, y este montaje suyo va dirigido
contra ellos. Eso significa que está ayudando a Terra, ¿no es cierto? Si los Guardias no
nos protegieran...
—Mantengo alejados a los terranos —farfulló Tontorrón—. Tengo mi escudo y lo
rechazo todo.
—Rechazas los proyectiles —corrigió Sally—, pero no puedes mantener alejados a los
infiltrados. Si un infiltrado terrano entrara ahora en esta habitación, ni te enterarías. No
eres más que un estúpido montón de grasa.
Su descripción era correcta, pero el inmenso montón de grasa era la pieza clave de la
defensa colonial, el más capacitado de los Psis. Tontorrón era el núcleo del movimiento
separatista..., y el símbolo viviente de su gran problema.
Tontorrón poseía un poder paraquinético casi infinito, y la mente de un mongólico de
tres años. Era, en concreto, un sabio idiota. Sus legendarios poderes habían absorbido,
degradado y anulado toda su personalidad, en lugar de expandirla. Habría podido borrar
del mapa a la colonia muchos años antes si sus deseos y temores hubieran ido
acompañados de astucia. Sin embargo, Tontorrón estaba indefenso, dependía totalmente
de las instrucciones del gobierno colonial, y estaba reducido a una hosca pasividad por su
terror a Sally.
—Me he comido un cerdo entero. —Tontorrón se removió en su silla, eructó y se secó
la barbilla—. Dos cerdos, de hecho. Aquí mismo, hace un ratito. Podría haber seguido
comiendo.
La dieta del colono consistía sobre todo en proteínas artificiales. Tontorrón se lo pasaba
en grande a sus expensas.
—El cerdo era de Terra —continuó Tontorrón, muy animado—. Anoche cené una
bandada de patos salvajes. Y antes, me zampé un animal de Betelgeuse IV. No tiene
nombre; corre por ahí y come.
—Igual que tú —replicó Sally—. Sólo que tú no corres.
Tontorrón lanzó una risita. El orgullo alejó por un momento su miedo a la muchacha.
—Coman un poco de dulce —dijo.
Una lluvia de chocolate surgió de la nada. Curt y Sally retrocedieron cuando el suelo de
la sala desapareció bajo el diluvio. El chocolate vino acompañado de fragmentos de
maquinaria, cajas de cartón, secciones de un escaparate y un buen trozo de hormigón.
—Una fábrica de golosinas terrana —explicó Tontorrón, muy contento—. He apuntado
con mucha precisión.
Tim había despertado de su ensueño. Se agachó y recogió un puñado de chocolatinas.
—Adelante —le invitó Curt—. Toma lo que quieras.
—Yo soy el único que se come los dulces —aulló Tontorrón, indignado. El chocolate
desapareció—. Lo he enviado de vuelta —explicó, malhumorado—. Es mío.
No había nada de malvado en Tontorrón, tan sólo un infinito egoísmo infantil. Gracias a
su poder, todos los objetos del Universo se hallaban a su alcance. Nada podía escapar a
sus brazos gordezuelos. Si tal era su deseo, podía tomar la Luna. Por fortuna, la mayor
parte de las cosas estaban fuera de su comprensión. No le interesaban.
—Basta de juegos —dijo Curt—. ¿Puedes decirnos si hay telépatas lo bastante cerca
para sondearnos?
Tontorrón procedió a una búsqueda desganada. Era consciente de los objetos, donde
fuera que estuvieran. Por mediación de su talento estaba en contacto con el contenido
físico del Universo.
—No hay ninguno cerca —afirmó al cabo de un rato—. Detecto uno a treinta metros de
distancia. Le enviaré algo más atrás. Odio que los telépatas invadan mi intimidad.
—Todo el mundo odia a los Teps —dijo Sally—. Es un talento sucio y repugnante. Leer
las mentes de las personas es como mirarlas cuando se bañan, se visten o comen. Es
anormal.
Curt sonrió.
—¿En qué se diferencian de los Precogs? No dirás que eso es normal.
—La precognición tiene que ver con los acontecimientos, no con las personas —
contestó Sally—. Saber lo que va a ocurrir no es peor que saber lo que ya ha ocurrido.
—Pero podría ser mejor —señaló Curt.
—No —le contradijo Sally—. Nos ha metido en este lío. Debo vigilar siempre lo que
pienso por su culpa. Cada vez que veo a un Tep se me pone la piel de gallina, y por más
que me esfuerzo no puedo dejar de pensar en ella, sólo por saber que no debo.
—Mi facultad precog no tiene nada que ver con Pat —protestó Curt—. Precognición no
implica fatalidad. Localizar a Pat fue un trabajo complicado. Fue una elección deliberada
por mi parte.
—¿Lo lamentas? —preguntó Sally.
—No.
—De no ser por mí —interrumpió Tontorrón—, nunca habrías localizado a Pat.
—Ojalá no hubiera ocurrido —dijo Sally de todo corazón—. De no ser por Pat, no nos
habríamos visto mezclados en este lío. —Lanzó una mirada hostil a Curt—. Y no creo que
sea guapa.
—¿Qué sugieres? —preguntó Curt a la niña, con más paciencia de lo normal. Había
anticipado la inutilidad de intentar explicar lo de Pat a una cría y a un idiota—. No
podemos fingir que no la encontramos.
—Ya lo sé —admitió Sally—, y los Teps ya han extraído algo de nuestras mentes. Por
eso hay tantos en las cercanías. Es estupendo ignorar su paradero.
—Yo sé dónde está —dijo Tontorrón—. Sé el lugar exacto.
—No, no es verdad —replicó Sally—. Sólo sabes cómo llegar a ella que no es lo mismo.
Eres incapaz de explicarlo; nos envías allí y nos traes de regreso.
—Es un planeta —dijo Tontorrón, irritado—, con plantas raras y un montón de cosas
verdes. Y el aire está enrarecido. Vive en un campamento. La gente trabaja la tierra todo
el día. Hay muy poca gente. Viven muchos animales tontos. Hace frío.
—¿Dónde está? —preguntó Curt.
—Está... —farfulló Tontorrón. Agitó sus brazos pulposos—. En algún lugar cerca de...
Se rindió, lanzó un bufido de rencor en dirección a Sally y materializó un depósito de
agua sucia sobre la cabeza de la muchacha. Cuando el agua se derramó sobre ella, Sally
efectuó rápidos movimientos con las manos.
Tontorrón chilló de terror y el agua se desvaneció. Se quedó tembloroso y jadeante,
mientras Sally secaba su ropa mojada. Había animado los dedos de la mano izquierda de
Tontorrón.
—Será mejor que no lo vuelvas a hacer —le advirtió Curt—. Puedes paralizarle el
corazón.
—El muy patán. —Sally rebuscó en un armario de suministros—. Bien, si ya ha tomado
una decisión, terminemos de una vez. No se quede mucho rato. Cuando haya conseguido
hablar con Pat, salgan los dos y no vuelvan hasta dentro de muchas horas. De noche hace
frío y no tienen estufas. —Sacó una manta del ropero—. Me la voy a llevar.
—No vamos a ir —dijo Curt—. Esta vez será diferente.
Sally parpadeó.
—¿Diferente? ¿En qué sentido?
Hasta Tontorrón se sorprendió.
—Estaba a punto de trasladarte —se quejó.
—Lo sé —dijo Curt—, pero esta vez quiero traer aquí a Pat. Traerla a esta sala,
¿entiendes? Ésta es la ocasión de la que habíamos hablado. El gran momento ha llegado.
 
Sólo una persona acompañaba a Curt cuando entró en el despacho de Fairchild. Sally
estaba en la cama, de vuelta al colegio. Tontorrón nunca se movía de su habitación. Tim
continuaba en el colegio, pero no en manos de los telépatas, sino de las autoridades de
clase Psi.
Pat le siguió con paso vacilante, asustada y nerviosa cuando los hombres sentados en
el despacho levantaron la vista, preocupados.
Tenía unos diecinueve años. Era esbelta y de piel cobriza. Sus ojos eran grandes y
oscuros. Llevaba una camisa de lona, tejanos y gruesos zapatos manchados de barro. Su
masa de rizos negros estaba sujeta en un moño con una cinta roja. Las mangas subidas
dejaban al descubierto unos brazos bronceados y fuertes. En el cinturón de piel llevaba un
cuchillo, un teléfono y un paquete de raciones alimenticias y agua.
—Ésta es la chica —dijo Curt—. Mírenla bien.
—¿De dónde eres? —preguntó Fairchild a Pat. Apartó una montaña de papeles y
memocintas para buscar su pipa.
Pat vaciló.
—Yo... —empezó. Se volvió hacia Curt, indecisa—. Me indicaste que nunca se lo dijera
a nadie, incluido tú.
—Está bien —la tranquilizó Curt—. Ahora nos lo puedes decir. Anticipo lo que va a decir
—explicó a Fairchild—, pero antes nunca lo hice. No quería que los Guardias me lo
extrajeran del cerebro.  
—Nací en Próxima VI —dijo Pat en voz baja—. Me crié allí. Es la primera vez que salgo
del planeta.
Fairchild abrió los ojos de par en par.
—Un lugar salvaje. De hecho, nuestra región más primitiva.
El grupo de consejeros Norm y Psi se acercaron. Un hombre ancho de hombros, de
rostro curtido por la intemperie y ojos astutos, levantó la mano.
—¿Debemos suponer que Tontorrón te ha traído aquí?
Pat asintió.
—Yo no lo sabía. Quiero decir que fue inesperado. —Dio unos golpecitos sobre su
cinturón—. Estaba despejando de rastrojos la tierra... Estamos intentando aprovechar más
terreno.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Fairchild.
—Patricia Ann Connley.
—¿A qué clase perteneces?
Los labios de la muchacha, agrietados por el sol, se movieron.
—Clase Muda.
Los oficiales se agitaron.
—¿Eres una Mutante sin poderes Psi? —preguntó el anciano—. ¿En qué difieres
exactamente de los Norm?
Pat dirigió una mirada a Curt y éste se adelantó para responder por ella.
—Esta chica cumplirá veintiún años dentro de dos. Ya sabe lo que eso significa. Si
continúa todavía en la clase Muda, será esterilizada y confinada en un campamento. Es
nuestra política colonial. Y si Terra nos vence, será esterilizada de todas formas, como los
demás Psis y Mutantes.
—¿Está intentando decir que posee un talento? —preguntó Fairchild—. ¿Quiere que la
pasemos de Muda a Psi? —Sus manos juguetearon con los papeles de la mesa—. Cada
día recibimos un millar de peticiones como ésa. ¿Ha venido a las cuatro de la madrugada
sólo para eso? Llene un formulario, el procedimiento administrativo habitual.
El anciano carraspeó y preguntó de súbito:
—¿Esta chica es amiga suya?
—Exacto —contestó Curt—. Tengo un interés personal.
—¿Cómo la conoció? Si nunca ha salido de Próxima VI...
—Tontorrón me ha enviado al planeta unas veinte veces. Ignoraba que fuera Próxima
VI, por supuesto. Sólo sabía que era un planeta de las colonias, primitivo, en estado
salvaje. Todo empezó cuando tropecé en nuestros archivos de la clase Muda con un
análisis de su personalidad y características neurológicas. En cuanto me di cuenta de la
verdad, entregué a Tontorrón su pauta cerebral identificativa y le pedí que me enviara al
planeta.
—¿Cuál es esa pauta? —preguntó Fairchild—. ¿Qué tiene de diferente?
—El talento de Pat jamás ha sido reconocido como Psi. En cierto modo no lo es, pero
se convertirá en uno de los talentos más útiles que hayamos descubierto. Tendríamos que
haberlo previsto. Donde se desarrolla un organismo, aparece otro antagónico.
—Vaya al grano —dijo Fairchild. Se acarició la barba incipiente del mentón—. Cuando
me llamó, sólo dijo que...
—Considere los diversos talentos Psi como armas de supervivencia. Considere que la
capacidad telepática ha evolucionado para defender un organismo. El telépata tiene
ventaja sobre sus enemigos. ¿Continuará siempre así? ¿No suele aparecer siempre un
elemento de equilibrio?
El anciano fue el primero en entender.
—Claro —dijo, con una sonrisa de irónica admiración—. La chica es opaca a los
sondeos telepáticos.
—Exacto. Es la primera, pero habrá más. Y no se tratará tan sólo de una defensa
contra los sondeos telepáticos. Existirán organismos resistentes a los Paraquinéticos, a los
Precogs como yo, a los Resurreccionistas, a los Animadores, a todos los poderes Psi. Ya
tenemos una cuarta clase: la clase Anti-Psi. Era inevitable que apareciera.
 
III
 
El café era artificial, pero caliente y sabroso. Al igual que los huevos y el tocino, era una
mezcla sintética de harinas y proteínas cultivadas en depósitos, con una dosis
cuidadosamente regulada de fibras vegetales nativas. Mientras comían, salió el sol. El
paisaje gris y desolado de Próxima III se tiñó de un rojo muy suave.
—Es bonito —dijo Pat con timidez, mirando por la ventana de la cocina—. Echaré un
vistazo a sus herramientas de cultivo. Tienen muchas más que nosotros.
—Hemos tenido más tiempo —le recordó Curt—. Este planeta fue colonizado un siglo
antes que el de ustedes. Ya nos atraparán. En muchos sentidos, Próxima VI es más rico y
fértil.
Julie no estaba sentada a la mesa, sino de pie, apoyada en la nevera, con los brazos
cruzados y una expresión severa en el rostro.
—¿Se va a quedar aquí? —preguntó con voz tensa—. ¿En esta casa, con nosotros?
—Exacto —contestó Curt.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos días. Una semana. Hasta que Fairchild se ponga en acción.
Fuera de la casa se escucharon leves ruidos. Los habitantes del complejo residencial
empezaban a levantarse. La temperatura de la cocina era muy agradable; una ventana de
plástico transparente la separaba del paisaje de rocas caídas, árboles y plantas raquíticos
que se extendían hasta cientos de kilómetros de distancia. El viento frío de la mañana
diseminaba la basura que sembraba el desierto espaciopuerto, enclavado al borde del
complejo.
—Esa pista era el vínculo entre nosotros y el Sistema Solar —dijo Curt—. El cordón
umbilical. Ahora se ha cortado, al menos por un tiempo.
—Es hermoso —afirmó Pat.
—¿La pista?
La joven señaló las torres de un complejo de minería y fundición que se veían detrás de
las filas de casas.
—Me refiero a eso. El paisaje es igual que el nuestro, desolado y terrible, pero las
instalaciones simbolizan la lucha por vencer a ese paisaje. —Se estremeció—. Me he
pasado toda la vida luchando contra árboles y rocas, intentando aprovechar el suelo,
intentando construir un lugar donde vivir. En Prox VI no tenemos maquinaria, sólo
herramientas manuales y nuestras espaldas. Ya has visto nuestras aldeas.
Curt bebió café.
—¿Hay muchos Psis en Prox VI?
—Algunos, la mayoría de escasa entidad. Unos cuantos Resurreccionistas, un puñado
de Animadores. Ninguno tan bueno como Sally. —Lanzó una carcajada y dejó sus dientes
al descubierto—. Somos unos patanes de pueblo, comparados con esa metrópoli urbana.
Ya has visto cómo vivimos. Aldeas dispersas, granjas, unos pocos centros de
aprovisionamiento aislados, una pista de aterrizaje miserable... Has visto a mi familia, a
mis hermanos y a mi padre, nuestra vida hogareña, si se puede llamar hogar a aquella
cabaña. Tres siglos de retraso respecto a Terra.
—¿Aprendiste muchas cosas sobre Terra?
—Oh, sí. Hasta la segregación nos llegaban cintas directamente desde el Sistema
Solar. No es que lamente que nos hayamos separado. Tendríamos que haber trabajado
más, en lugar de mirar cintas, pero era interesante ver el mundo madre, las grandes
ciudades, sus millones y millones de habitantes, las primeras colonias de Marte y Venus.
Era fascinante. —Su voz vibró de entusiasmo—. En otro tiempo, aquellas colonias fueron
como la nuestra. Tuvieron que despejar Marte, al igual que nosotros estamos limpiando
Prox VI. Limpiaremos Prox VI, levantaremos ciudades, allanaremos campos. Y todos
colaboraremos.
Julie se apartó de la nevera y empezó a recoger los platos de la mesa, sin mirar a Pat.
—Tal vez soy un poco ingenua —dijo a Curt—, pero, ¿dónde va a dormir?
—Ya sabes la respuesta —respondió Curt con paciencia—. Lo has anticipado todo.
Como Tim está en el colegio, ocupará su habitación.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Alimentarla, servirla, ser su criada? ¿Qué se
supone que debo decir a la gente cuando la vea? —Julie elevó el tono de voz—. ¿Debo
decir que es mi hermana?
Pat sonrió a Curt, mientras jugueteaba con un botón de su camisa. En apariencia, la voz
áspera de Julie no le afectaba, como si no la oyera. Tal vez por ese motivo, la Guardia no
podía sondearla. Indiferente, casi autista, daba la impresión que era impermeable al rencor
y la violencia.
—No necesita que nadie le sirva —contestó Curt a su mujer—. Déjala en paz.
Julie encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.
—Me encantará dejarla en paz, pero no puede ir por ahí vestida con esa ropa de
presidiaria.
—Préstale ropa tuya —sugirió Curt.
Julie hizo una mueca.
—Mi ropa no le sentará bien; es demasiado fornida —dijo a Pat con deliberada
crueldad—. ¿Qué talla usas, una 44? Dios mío, ¿te dedicas a tirar de un arado? Fíjate en
su cuello y hombros... Parece un percherón.
Curt se levantó con brusquedad y apartó su silla de la mesa.
—Ven —ordenó a Pat. Era vital enseñarle algo que no fuera esa corriente subterránea
de odio—. Voy a enseñarte los alrededores.
Pat se puso en pie de un salto, las mejillas encendidas.
—Quiero verlo todo. —Corrió tras Curt; mientras éste tomaba el abrigo y se encaminaba
hacia la puerta—. ¿Me enseñarás el colegio donde adiestran a los Psis? Quiero ver cómo
desarrollan sus capacidades. ¿Me enseñarás la organización del gobierno colonial?
Quiero ver a Fairchild; trabajar con los Psis.
Julie siguió a los dos hasta el porche. El gélido aire matinal remolineó a su alrededor,
mezclado con el ruido de los coches que salían de la zona residencial en dirección a la
ciudad.
—En mi habitación encontrarás faldas y blusas —dijo Julie a Pat—. Toma algo ligero.
Aquí hace más calor que en Prox VI.
—Gracias —contestó Pat.
Entró a toda prisa en la casa.
—Es guapa —dijo Julie a Curt—. Cuando se haya lavado y vestido, tendrá buen
aspecto. Su figura no está mal, aunque algo robusta. ¿Su mente, su personalidad, son
atrayentes?
—Por supuesto —dijo Curt.
Julie se encogió de hombros.
—Bueno, es joven. Mucho más joven que yo. —Sonrió con tristeza—. ¿Recuerdas
cuando nos conocimos? Hace diez años... Yo tenía muchas ganas de verte, de hablar
contigo. Eras el único otro Precog, aparte de mí. Abrigaba muchos sueños y esperanzas
acerca de nosotros. Tenía su edad. ¿Tal vez un poco más joven?
—Era difícil saber cómo iba a funcionar —dijo Curt—. Incluso para nosotros. Una
anticipación de media hora no es mucho, en estas cosas.
—¿Desde cuándo dura? —preguntó Julie.
—No mucho.
—¿Ha habido otras mujeres?
—No. Sólo Pat.
—Cuando descubrí que había otra, confié en que fuera buena para ti. Si estuviera
segura que esa chica tiene algo que ofrecerte... Supongo que es su introspección lo que
da impresión de vaciedad. Tú te entiendes mejor con ella que conmigo. Es probable que
no captes la falta, si se trata de una falta. Puede que esté relacionado con su talento, su
opacidad.
Curt se anudó los cordones de sus zapatos.
—Creo que es una especie de inocencia. No ha sido afectada por cosas propias de
nuestra sociedad urbana e industrial. Cuando hablabas de ella, ni siquiera parecía darse
cuenta.
Julie rozó su brazo.
—Cuídala bien. Va a necesitarlo. Me pregunto cuál será la reacción de Reynolds.
—¿Ves algo?
—Sobre ella, nada. Te vas a marchar... Yo me quedaré sola durante el próximo
intervalo, hasta donde alcanzo a ver, trabajando en la casa. Ahora, me iré a la ciudad a
comprar ropa. Quizá le encuentre algo.
—Le compraremos cosas —dijo Curt—. Debería llevar ropa nueva.
Pat apareció con una blusa color crema y una falda amarilla larga hasta los tobillos, sus
negros ojos brillantes y el cabello mojado de rocío.
—¡Estoy lista! ¿Nos vamos?
El sol se derramó sobre ellos cuando salieron al nivel del suelo.
—Primero, iremos al colegio y recogeremos a mi hijo.
 
Los tres caminaron con parsimonia por el sendero de grava que corría entre el edificio
de hormigón blanco del colegio y el césped mojado, que con tanto empeño defendían del
clima hostil del planeta. Tim precedía a Pat y Curt, escuchando y escrutando los objetos
que le rodeaban, el cuerpo tenso inclinado hacia adelante, ágil y alerta.  
—No habla mucho —observó Pat.
—Está demasiado ocupado para prestarnos atención.
Tim se detuvo detrás de un matorral. Pat le siguió, curiosa.
—¿Qué busca? Es un niño muy guapo... Tiene el cabello de Julie, es muy bonito.
—Mira allí —indicó Curt a su hijo—. Hay muchos niños. Ve a jugar con ellos.
Ante la entrada del edificio principal se habían congregado grupos de padres con sus
hijos. Oficiales uniformados del colegio se movían entre ellos, eligiendo, verificando,
dividiendo a los niños en diversos subgrupos. De vez en cuando, permitían que uno de los
subgrupos pasara el sistema de control y entrara en el edificio. Las madres aguardaban
fuera, atemorizadas y patéticamente esperanzadas.
—Es igual que en Prox VI —dijo Pat—, cuando los equipos escolares vienen a realizar
el censo y la inspección. Todo el mundo quiere que los niños sin clasificar pasen a la clase
Psi. Mi padre intentó durante años sacarme de los Mudos. Al final se rindió. Aquel informe
que viste era una de sus solicitudes periódicas. Se traspapeló, ¿verdad? Acumuló polvo
en un cajón.
—Si esto sale bien —contestó Curt—, muchos más niños tendrán la posibilidad de
abandonar la clase Muda. Tú no serás la única, sino la primera de una larga lista,
confiemos.
Pat dio una patada a una piedra.
—No me siento tan original, tan radicalmente diferente. No siento nada en absoluto.
Dices que soy opaca a la invasión telepática, pero sólo me han sondeado una o dos veces
en toda mi vida. —Se tocó la cabeza con sus dedos cobrizos y sonrió—. Si ningún Guardia
me sondea, soy como todo el mundo.
—Tu capacidad es un contratalento —señaló Curt—. Es necesario despertar el talento
dormido. No eres consciente de él durante tu rutinaria vida cotidiana, por supuesto.
—Un contratalento. Parece tan..., tan negativo. No hago nada, al contrario que ustedes.
No muevo objetos, ni convierto piedras en pan, ni doy a luz sin necesidad de fecundación,
ni resucito a los muertos. Anulo la capacidad de otros, nada más. Se me antoja una
capacidad hostil, absurda: anular el factor telepático.
—Puede ser tan útil como el propio factor telepático, especialmente para nosotros, los
no Teps.
—Supón que aparece alguien que anula tu capacidad, Curt. —Hablaba con gran
seriedad, en un tono desalentado y afligido—. Gente que anule todos los talentos Psi.
Volveremos al punto de partida. Será como si no tuviéramos poderes Psi.
—No lo creo. El factor Anti-Psi es una restauración natural del equilibrio. Un insecto
aprende a volar; por lo tanto, otro aprende a tejer telarañas para atraparlo. ¿Es lo mismo
que no volar? Las almejas desarrollan conchas duras para protegerse; por lo tanto, las
aves aprendieron a volar para elevarlas en el aire y dejarlas caer sobre una roca. En cierto
sentido, eres una forma de vida depredadora de los Psis, y los Psis son una forma de vida
depredadora de los Norms. Eso te convierte en amiga de la clase Norm. Equilibrio, el
círculo cerrado, depredador y presa. Es un sistema eterno y, francamente, no se me
ocurre la manera de mejorarlo.
—Te podrían considerar un traidor.
—Sí. Supongo que sí.
—¿No te preocupa?
—Me preocupa que la gente sienta hostilidad hacia mí, pero es imposible vivir mucho
tiempo sin despertar hostilidad. Julie siente hostilidad hacia ti. Reynolds siente hostilidad
hacia mí. Es imposible complacer a todo el mundo, porque cada persona desea cosas
diferentes. Si complaces a uno, desagradas a otro. En la vida hay que decidir a quién se
quiere complacer. Yo prefiero complacer a Fairchild.
—Estará contento.
—Si se da cuenta de lo que está pasando. Fairchild es un burócrata saturado de
trabajo. Tal vez decida que me he excedido en mis funciones al actuar a petición de tu
padre. Tal vez se incline por devolverte a Prox VI. Incluso está la posibilidad que me
aplique una sanción.
 
Salieron del colegio y se dirigieron por la autopista hacia la orilla del océano. Tim gritó
de felicidad en la inmensa playa desierta, mientras corría agitando los brazos. Sus chillidos
se perdieron en el murmullo de las olas que lamían la orilla. El sol rojizo se alzaba sobre
ellos. Los tres estaban completamente aislados por el océano, el cielo y la playa. No se
veía a ningún otro ser humano, tan sólo una bandada de aves indígenas que buscaban
crustáceos en la arena.
—Es maravilloso —dijo Pat, impresionada—. Creo que los océanos de Terra son como
éste, grandes, brillantes y rojos.
—Azules —corrigió Curt.
Estaba tendido sobre la arena caliente, fumaba en pipa y contemplaba con semblante
sombrío las olas que acariciaban la playa a unos metros de distancia. Las olas dejaban
sobre la arena montones de algas marinas.
Tim volvió corriendo con los brazos cargados de hierbas que chorreaban. Las dejó caer
ante Pat y su padre.
—Le gusta el océano —dijo Pat.
—Aquí no se pueden esconder los Otros —respondió Curt—. Puede ver a kilómetros de
distancia, y así saber que no se están arrastrando hacia él.
—¿Los Otros? Es un niño muy extraño. Siempre ensimismado y ocupado. Se toma muy
en serio su mundo alternativo. Supongo que es un mundo desagradable. Demasiadas
responsabilidades.
El tono del cielo aumentó de intensidad. Tim se puso a construir una complicada
estructura con arena sacada del borde del agua.
Pat, descalza, se reunió con Tim. Los dos se aplicaron a añadir infinitos muros, edificios
auxiliares y torres. Los hombros y la espalda desnuda de la muchacha se perlaron de
sudor. Se incorporó por fin, jadeante y exhausta, se apartó el cabello de los ojos y se puso
en pie.
—Hace demasiado calor —dijo con voz ahogada, y se tendió al lado de Curt—. El clima
es muy diferente aquí. Tengo sueño.
Tim siguió trabajando en la estructura. Los dos le contemplaron amodorrados, mientras
el niño rompía grumos de arena seca entre los dedos.
—Supongo que no queda mucho de tu matrimonio —dijo Pat al cabo de un rato—. He
destruido vuestra convivencia.
—No ha sido culpa tuya. En realidad, nunca estuvimos juntos. Sólo teníamos en común
nuestro talento, y eso no tiene nada que ver con la personalidad global, con el individuo
total.
Pat se quitó la falda y avanzó hacia la orilla del agua. Se acuclilló entre la espuma
rosada y procedió a lavarse el pelo. Su cuerpo esbelto y bronceado, medio sepultado entre
las montañas de espuma, brillaba bajo el sol.
—¡Ven! —gritó a Curt—. Está muy fría.
Curt tiró las cenizas de la pipa en la arena seca.
—Debemos volver. Tarde o temprano debo discutirlo con Fairchild. Hay que tomar una
decisión.
Pat salió del agua con el cuerpo chorreando, la cabeza echada hacia atrás y el cabello
caído sobre los hombros. Tim atrajo su atención y la joven se detuvo para examinar su
edificio de arena.
—Tienes razón —dijo a Curt—. No deberíamos estar aquí, bañándonos, dormitando y
construyendo castillos de arena. Fairchild se está esforzando por llevar a cabo la
separación, y nosotros debemos construir cosas auténticas en las colonias.
Mientras se secaba con la chaqueta de Curt, le habló de Próxima VI.
—Es como en la Edad Media de Terra. La mayor parte de nuestro pueblo cree que los
poderes Psi son milagros. Creen que los Psis son santos.
—Supongo que eso eran los santos —admitió Curt—. Resucitaban a los muertos,
convertían material inorgánico en orgánico y movían objetos a voluntad. Es probable que
los poderes Psi siempre hayan estado presentes en la raza humana. El individuo de clase
Psi no es nuevo. Siempre ha estado con nosotros, ayudando aquí y allá, perjudicando a la
Humanidad cuando explotaba su talento en beneficio propio.
Pat se calzó las sandalias.
—Cerca de nuestro pueblo vive una anciana, una Resurreccionista de primera. No se
irá de Prox VI; no se sumará a los equipos gubernamentales ni se integrará en el colegio.
Quiere quedarse donde está, ser una bruja y una sabia. La gente acude a ella y cura a los
enfermos.
Pat se abotonó la blusa y caminó hacia el coche.
—Cuando tenía siete años me rompí el brazo. Posó sus manos viejas y arrugadas
sobre el miembro y la fractura se soldó. Por lo visto, sus manos irradian una especie de
campo generativo que afecta a la velocidad de crecimiento de las células. Recuerdo que
una vez un chico se ahogó y le devolvió a la vida.
—Consigue a una vieja que cure y a otra que pueda predecir el futuro, y tu pueblo ya lo
tiene todo. Los Psis venimos ayudando desde hace mucho más tiempo del que creemos.
—¡Vámonos, Tim! —gritó Pat, llevándose sus bronceadas manos a los labios—. ¡Es
hora de irnos!
El chico se agachó por última vez para examinar las profundidades de su estructura, las
complicadas secciones interiores y su edificio de arena.
De repente lanzó un chillido, retrocedió de un salto y corrió hacia el coche como un
poseso.
Pat le abrazó y el niño se aferró a ella, el rostro deformado de terror.
—¿Qué pasa? —Pat se había asustado—. Curt, ¿qué ha ocurrido?
Curt se arrodilló junto a su hijo.
—¿Qué había allí dentro? —preguntó con suavidad—. Tú lo construiste.
Los labios del niño se movieron.
—Un Izquierdo —murmuró, con voz casi inaudible—. Había un Izquierdo, lo sé. El
primer Izquierdo real. Y no se desvaneció.
Pat y Curt intercambiaron una mirada de preocupación.
—¿De qué está hablando? —preguntó Pat.
Curt se sentó al volante y abrió las puertas del coche.
—No lo sé, pero creo que lo mejor será regresar a la ciudad. Hablaré con Fairchild y
aclararé de una vez por todas este asunto de los Anti-Psi. Después, tú y yo podremos
dedicarnos a Tim durante el resto de nuestras vidas.
 
Fairchild estaba pálido y cansado cuando se sentó ante el escritorio de su despacho,
con las manos enlazadas frente a él. Unos pocos consejeros de clase Norm escuchaban
con suma atención. Círculos oscuros habían aparecido bajo los ojos de Fairchild. Mientras
seguía en silencio las palabras de Curt, bebió un vaso de zumo de tomate.
—En definitiva —murmuró Fairchild—, está diciendo que no podemos confiar en
ustedes, los Psis. Es una paradoja. —Su voz tembló de desesperación—. Viene un Psi y
me dice «todos los Psis mienten». ¿Qué demonios debo hacer?
—No todos los Psis. —Como había visto por anticipado la escena, Curt desplegaba una
notable serenidad—. Estoy diciendo que, en cierto sentido, Terra tiene razón... La
existencia de humanos con supertalentos plantea un problema a los humanos sin
supertalentos. Sin embargo, la reacción de Terra constituye una equivocación: la
esterilización es perversa y absurda. De todos modos, la cooperación no es tan fácil como
usted imagina. Ustedes dependen de nuestros talentos para sobrevivir, y eso significa que
les tenemos donde nosotros queremos. Podemos darles órdenes porque, sin nosotros,
Terra nos invadiría y les metería a todos ustedes en una prisión militar.
—Y les destruirían a todos ustedes —indicó el anciano—. No lo olvide.
Curt contempló al viejo. Era el mismo individuo canoso y ancho de espaldas del día
anterior. Había algo familiar en él, Curt se zambulló en su interior y dio un respingo, a
pesar de su presciencia.
—Usted es un Psi —dijo.
El viejo efectuó una breve inclinación.
—Evidentemente.
—Basta —dijo Fairchild—. Muy bien, hemos visto a esa chica y aceptaremos su teoría
del Anti-Psi. ¿Qué quiere que hagamos? —Se secó la frente, abrumado—. Sé que
Reynolds es una amenaza, pero los infiltrados terranos pulularían por todas partes de no
ser por la Guardia.
—Quiero crear una cuarta clase legal —declaró Curt—. La clase Anti-Psi. Quiero
concederle la inmunidad contra la esterilización. Quiero que lo haga público. Aquí acuden
mujeres procedentes de todas partes de las colonias con sus hijos, para intentar
convencerles que no les ofrecen Mudos, sino Psis. Quiero que sitúe a los talentos Anti-Psi
donde nos sean de utilidad.
Fairchild se humedeció sus labios resecos.
—¿Cree que ya existen más?
—Es muy posible. Descubrí a Pat por accidente, pero hay que proceder a su búsqueda.
Deje que las mujeres acudan en tropel... Necesitaremos todos los que podamos
conseguir.
Se hizo el silencio.
—Reflexione en lo que está haciendo el señor Purcell —dijo por fin el anciano—. Puede
aparecer un Anti-Precog, una persona cuyos actos futuros sea imposible ver por
anticipado. Una especie de partícula indeterminada de Heisenberg... Un hombre que
desbarate todas las predicciones Precog. Sin embargo, el señor Purcell nos ha ofrecido
sus sugerencias. No está pensando en sí mismo, sino en la separación.
Los dedos de Fairchild se retorcieron.
—¡Reynolds se pondrá hecho una furia!
—Ya está hecho una furia —dijo Curt—. No queda duda que ya se ha enterado de esta
conversación.
—¡Protestará!
Curt lanzó una carcajada y algunos oficiales sonrieron.
—Pues claro que protestará. ¿No lo entiende? Ustedes van a ser eliminados. ¿Cree
que los Norm van a durar mucho tiempo más? La caridad escasea mucho en este
universo. Ustedes, los Normales, miran a los Psis como patanes en un carnaval.
Maravilloso, mágico. Alentaron a los Psis, fundaron el colegio, nos dieron la oportunidad
de vivir en las colonias. Dentro de cincuenta años, serán nuestros esclavos. Realizarán
nuestras tareas manuales..., a menos que tengan el sentido común de crear la cuarta
clase, la clase Anti-Psi. Tienen que enfrentarse a Reynolds.
—Detesto enfrentarme con él —masculló Fairchild—. ¿Por qué demonios no podemos
trabajar juntos? —Apeló a los demás presentes—. ¿Por qué no podemos ser hermanos?
—Porque no lo somos —contestó Curt—. Enfréntese a la realidad. La hermandad es
una idea muy hermosa, pero será más fácil de lograr si llegamos a un equilibrio de las
fuerzas sociales.
—¿Existe la posibilidad que, cuando se conozca en Terra el concepto de Anti-Psi, el
programa de esterilización sea modificado? —sugirió el anciano—. Esta idea quizá elimine
el terror irracional de los no mutantes, su fobia a que somos unos monstruos dispuestos a
invadirles y apoderarnos de su planeta. Sentarnos a su lado en los cines. Casarnos con
sus hermanas.
—Muy bien —se rindió Fairchild—. Redactaré una directriz oficial. Denme una hora. No
quiero dejar nada al azar.
Curt se levantó. Todo había terminado. Tal como había anticipado, Fairchild había
accedido.
—Tendríamos que empezar cuanto antes a recibir informes —dijo—, en cuanto se inicie
la comprobación rutinaria de los expedientes.
Fairchild asintió.
—Sí, casi de inmediato.
—Supongo que me mantendrá informado.
Curt experimentó un súbito acceso de temor. Había triunfado..., ¿o no? Examinó la
siguiente media hora. No vio nada negativo. Captó una fugaz escena de él con Pat, de él
con Julie y Tim. Sin embargo no se desprendió de su inquietud, una intuición más
profunda que su precognición.
Todo parecía marchar viento en popa, pero sabía que algo básico y aterrador había
salido mal.
 
IV
 
Se encontró con Pat en un bar apartado de las afueras de la ciudad. La oscuridad se
agolpaba alrededor de la mesa. La atmósfera estaba enrarecida por la cantidad de clientes
congregados. Sonaron estallidos de carcajadas, apagadas por el rumor constante de las
conversaciones.
—¿Cómo ha ido? —preguntó la joven, cuando Curt se sentó frente a ella—. ¿Fairchild
ha accedido?
Curt pidió un Tom Collins para ella y bourbon con agua para él. Después, resumió lo
ocurrido.
—Así que todo ha salido bien. —Pat le acarició la mano—. ¿Verdad?
Curt sorbió su bebida.
—Eso creo. Se va a fundar la clase Anti-Psi, pero es demasiado fácil. Demasiado
sencillo.
—Puedes ver por anticipado, ¿no? ¿Va a pasar algo?
Al otro lado del oscuro local, la máquina musical creaba vagas pautas de sonido,
melodías y ritmos aleatorios que se derramaban sobre los clientes. Algunas parejas se
movían con languidez, en respuesta a dichas pautas.
Curt le ofreció un cigarrillo y ambos lo encendieron con la vela que ardía en el centro de
la mesa.
—Ahora, ya has conseguido un puesto en la sociedad.
Los ojos oscuros de Pat centellearon.
—Sí, es verdad. La nueva clase Anti-Psi. Ya no tengo de qué preocuparme. Todo ha
terminado.
—Estamos esperando más. Si no aparecen otros, serás miembro de una clase única.
La única Anti-Psi del Universo.
Pat permaneció en silencio unos instantes.
—¿Qué ves después de esto? —preguntó por fin. Bebió un poco de Tom Collins—.
Quiero decir, voy a quedarme aquí, ¿verdad? ¿O tendré que regresar?
—Te quedarás aquí.
—¿Contigo?
—Conmigo. Y con Tim.
—¿Y Julie?
—Los dos firmamos mutuas renuncias hace años. Están archivadas, pero no
informatizadas. Fue un acuerdo que tomamos, para que ninguno de los dos hiciera la vida
imposible al otro más adelante.
—Creo que le caigo bien a Tim. No le importará, ¿verdad?
—En absoluto.
—Puede ser bonito, ¿no es cierto? Los tres juntos. Podemos trabajar con Tim, intentar
descubrir su talento, qué es y qué piensa. Me gustaría... poder estimularle. Y tenemos
mucho tiempo por delante; no hay prisa.
Los dedos de la muchacha se cerraron en torno a los de Curt. Amparada en la
oscuridad, se inclinó hacia él. Curt vaciló un momento, notó que su cálido aliento le
quemaba los labios y la besó.
Pat sonrió.
—Tenemos muchas cosas que hacer. Aquí, y tal vez después en Prox VI. Quiero volver,
algún día. ¿Será posible? Una temporada; no sería necesario quedarnos. Me gustaría ver
cómo progresan las cosas por las que me he esforzado toda mi vida. Volver a ver mi
mundo.
—Por supuesto. Volveremos.
Delante de la pareja, un hombrecillo nervioso había terminado su pan de ajo y su vino.
Se secó la boca, consultó el reloj y se levantó. Mientras pasaba al lado de Curt, hundió la
mano en el bolsillo, tintinearon unas monedas, y volvió a sacar la mano, que aferraba un
tubo delgado. Giró en redondo, se inclinó sobre Pat y apretó el extremo del tubo.
Del tubo surgió una única cápsula, que rozó una fracción de segundo el brillante cabello
de la muchacha y desapareció. El eco de una vibración se propagó a las mesas cercanas.
El hombrecillo nervioso continuó su camino.
Curt se levantó, aturdido por el sobresalto. Seguía con la mirada fija, paralizado, cuando
Reynolds apareció a su lado y le apartó con firmeza.
—Está muerta —dijo Reynolds—. Intente comprenderlo. Murió instantáneamente. No
sufrió el menor dolor. Afecta directamente al sistema nervioso central. Ni siquiera se dio
cuenta.
Ningún cliente del bar se había movido. Estaban sentados a sus mesas, el rostro
impasible, con la vista clavada en Reynolds mientras éste pedía que encendieran más
luces. La oscuridad se disipó y los objetos del local adquirieron mayor definición.
—Paren ese trasto —ordenó Reynolds. La máquina de música se sumió en el silencio—
. Estas personas son Guardias —explicó a Curt—. Sondeamos sus pensamientos acerca
de este lugar en cuanto entró en el despacho de Fairchild.
—No me di cuenta —murmuró Curt—. No lo anticipé.
—El hombre que la ha matado es un Anti-Psi —dijo Reynolds—. Hace años que
conocemos esa categoría. Recuerde que fue necesario un sondeo preliminar para eliminar
el escudo de Patricia Connley.
—Sí —admitió Curt—. Uno de los suyos la sondeó hace años.
—No nos gusta el concepto Anti-Psi. Queríamos eliminar a esa clase, pero nos
interesaba. Durante la pasada década, descubrimos y neutralizamos a catorce Anti-Psis.
En esto, hemos dejado atrás a toda la clase Psi..., excepto a usted. El problema consiste
en que es imposible descubrir un talento Anti-Psi hasta que se enfrenta contra el talento
psiónico que anula.
Curt comprendió.
—Tenían que enfrentar a este hombre con un Precog. Y sólo existe otro, aparte de mí.
—Julie colaboró. Le planteamos el problema hace meses. Contábamos con pruebas
indiscutibles sobre su relación con esa joven. Ignoro cómo esperaba impedir que los
telépatas conocieran sus planes, pero está claro que se lo creyó. En cualquier caso, la
muchacha ha muerto. Y no habrá una clase Anti-Psi. Esperamos lo máximo posible,
porque no nos gusta destruir a individuos con talento, pero Fairchild se disponía a firmar el
decreto de legalización. Tuvimos que actuar cuanto antes.
Curt lanzó sus puños hacia adelante, aun sabiendo que era inútil. Reynolds saltó hacia
atrás; su pie tropezó con la mesa y se tambaleó. Curt rompió el vaso de Pat contra la
mesa y lanzó sus bordes dentados hacia la cara de Reynolds.
Los Guardias le apartaron.
Curt se soltó. Alzó el cuerpo de Pat. Aún estaba caliente; su rostro se veía sereno,
inexpresivo, una cáscara vacía que no reflejaba nada. La sacó del bar y salió a la calle en
sombras. Un momento después, la introdujo en su coche y se puso al volante.
Se dirigió al colegio, estacionó el coche y la trasladó al edificio principal. Se abrió paso
entre los atónitos oficiales, llegó a los aposentos de los niños y empujó con el hombro la
puerta de la habitación de Sally.
Estaba despierta y vestida, sentada en una silla de respaldo alto. La niña le miró con
aire desafiador.
—¿Lo ves? —gritó—. ¿Ves lo que has conseguido?
Estaba demasiado aturdido para responder.
—¡Y todo por tu culpa! Obligaste a Reynolds a intervenir. Tuvo que matarla. —Se puso
en pie de un brinco y corrió hacia él, chillando como una histérica—. ¡Eres nuestro
enemigo! Quieres meternos en problemas a todos. Le conté a Reynolds lo que estabas
haciendo, y él...
Se calló cuando Curt salió de la habitación, cargado con el cuerpo de Pat. Mientras
corría por el pasillo, la muchacha le siguió, fuera de sí.
—Quieres dar el salto... ¡Quieres que obligue a Tontorrón a transportarte!
Le adelantó, corriendo de un lado a otro como un insecto maníaco. Resbalaban
lágrimas sobre sus mejillas; su rostro se había deformado hasta extremos inconcebibles.
Le siguió sin descanso hasta la cámara de Tontorrón.
—¡No pienso ayudarte! ¡Eres nuestro enemigo y no volveré a ayudarte! Me alegro que
haya muerto. ¡Ojalá tú también hubieras muerto! Cuando Reynolds te cace, te matará. Me
lo dijo él. Dijo que ya no existiría otro como tú, que todo seguiría el camino correcto, y que
nadie, ni tú ni ninguno de esos cabezadormidas, nos detendría.
Depositó el cuerpo de Pat sobre el suelo y salió de la cámara. Sally corrió tras él.
—¿Sabes lo que ha hecho con Fairchild? Le ha modificado, para que no pueda volver a
hacer nada nunca más.
Curt abrió una puerta y entró en la habitación de su hijo. La puerta se cerró a su
espalda y los gritos frenéticos de la niña se convirtieron en una vibración apagada. Tim se
incorporó en la cama, sorprendido y aturdido de sueño.
—Vamos —dijo Curt.
Arrancó al niño de la cama, le vistió y salieron al pasillo.
Sally les detuvo cuando volvieron a entrar en la cámara de Tontorrón.
—No lo hará —aulló—. Me tiene miedo y le dije que no lo hiciera. ¿Lo entiendes?
 
Tontorrón estaba desparramado sobre su inmensa silla. Levantó su gran cabeza
cuando Curt se acercó.
—¿Qué quieres? —murmuró—. ¿Qué le pasa? —Indicó el cuerpo inerte de Pat—. ¿Se
ha muerto, o algo así?
—¡Reynolds la ha matado! —chilló Sally, bailando alrededor de Curt y su hijo—. ¡Y
matará al señor Purcell! ¡Matará a todo aquel que intente detenernos!
Las gruesas facciones de Tontorrón se ensombrecieron. Los rollos de carne se tiñeron
de un tono púrpura.
—¿Qué pasa, Curt? —murmuró.
—La Guardia ha tomado el poder.
—¿Han matado a tu chica?
—Sí.
Tontorrón consiguió sentarse y se inclinó hacia adelante.
—¿Reynolds te persigue?
—Sí.
Tontorrón se lamió sus gruesos labios, vacilante.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó con voz ronca—. Puedo trasladarte a donde quieras,
a Terra, tal vez, o...
Sally ejecutó frenéticos movimientos con sus manos. Parte de la silla de Tontorrón se
animó. Los brazos se retorcieron a su alrededor y se hundieron con fuerza en su fofa
barriga. El ser vomitó y cerró los ojos.
—¡Haré que lo lamentes! —canturreó Sally—. ¡Puedo hacerte cosas terribles!
—No quiero ir a Terra —dijo Curt. Recogió el cuerpo de Pat e indicó con un gesto a Tim
que se acercara—. Quiero ir a Próxima VI.
Tontorrón se debatía en un mar de dudas. Oficiales y Guardias se acercaban a la
cámara con sigilo. Una corriente de incertidumbre recorría los pasillos.
La voz chillona de Sally se elevó sobre el estruendo, para atraer la atención de
Tontorrón.
—¡Ya sabes lo que haré! ¡Ya sabes lo que te pasará!
Tontorrón tomó su decisión. Se ocupó de Sally antes de volverse hacia Curt. Una
tonelada de plástico fundido transportado desde alguna fábrica terrana se abatió sobre la
niña, como un torrente siseante. El cuerpo de Sally se disolvió, mientras un brazo se
levantaba y agitaba. El eco de su voz quedó flotando en el aire.
Tontorrón había actuado, pero la deformación que la niña agonizante había lanzado
contra él ya había cobrado existencia. Cuando Curt percibió a su alrededor el aire de la
transportación espacial, captó una breve visión del tormento infligido a Tontorrón. No
había visto con precisión lo que Sally había suspendido sobre la gran cabeza del idiota,
pero ahora lo vio y comprendió las vacilaciones de Tontorrón. Un chillido agudo surgió de
la garganta de éste, mientras la cámara se alejaba. Tontorrón cambió y fluctuó cuando el
cambio operado por Sally le engulló.
Curt comprendió en aquel momento el valor sepultado bajo los rollos de grasa.
Tontorrón conocía el peligro, lo había asumido, y también aceptado (más o menos) las
consecuencias.
El inmenso cuerpo se había transformado en una masa de arañas, una montaña de
seres peludos y agitados, miles de ellos, incontables arañas que se separaban y volvían a
arracimarse.
Y entonces, la cámara desapareció. Estaba en otro sitio.
 
Atardecía. Siguió tendido un rato, medio sepultado en el denso follaje. A su alrededor
zumbaban insectos, que buscaban humedad en los tallos de las flores malolientes. El cielo
teñido de rojo relucía a la luz del sol. A lo lejos, un animal chilló en tono lastimero.
Su hijo se removió a su lado. El niño se levantó, paseó sin rumbo y volvió con su padre.
Curt se incorporó. Tenía la ropa desgarrada. Sobre su mejilla resbalaba sangre, que
mojaba su boca. Meneó la cabeza, se estremeció y paseó la vista en torno suyo.
El cuerpo de Pat yacía a unos metros de distancia. Un objeto roto y desarticulado,
carente de toda vida. Un cascarón vacío y abandonado.
Se arrastró hacia ella. Estuvo acuclillado durante un rato, contemplándola con aire
ausente. Después, la cargó en su espalda y se levantó.
—Vámonos de aquí —dijo a Tim.
Caminaron durante largo tiempo. Tontorrón les había depositado lejos de los lugares
habitados, en el caos palpitante de la selva de Próxima VI. Al llegar a un campo se
detuvieron y descansaron. Una columna de humo azul se alzaba sobre la hilera de
árboles. Una chimenea, tal vez, o alguien que quemaba matojos. Cargó de nuevo a Pat y
prosiguieron su camino.
Cuando salió a la carretera procedente de la espesura, los campesinos se quedaron
paralizados de terror. Algunos huyeron, otros no se movieron, mirando sin comprender al
hombre y al niño.
—¿Quién eres? —preguntó uno, mientras manoseaba un cuchillo—. ¿Qué llevas ahí?
Trajeron una camioneta, dejaron que depositara a Pat entre la madera recién cortada y
les condujeron al pueblo más cercano, situado a unos ciento cincuenta kilómetros de
distancia. Les dieron gruesas prendas de trabajo y comida, procedentes del almacén
general del pueblo. Bañaron y se ocuparon de Tim, y más tarde se convocó una asamblea
general.
Se sentó a una enorme y tosca mesa, sembrada de los restos de la comida anterior.
Sabía cuál iba a ser la decisión de sus anfitriones; la había anticipado sin problemas.
—La vieja no puede recomponer a alguien tan deteriorado —le explicó el líder del
pueblo—. Todos los ganglios superiores, el cerebro y casi toda la columna vertebral de la
muchacha han desaparecido.
Escuchó sin decir nada. Después, consiguió una baqueteada camioneta, cargó en su
interior a Pat y Tim, y emprendió nuevamente el viaje.
 
Habían avisado al pueblo de Pat mediante una radio de onda corta. Manos salvajes la
sacaron de la camioneta; un pandemónium de gritos y furia se alzó alrededor de Curt,
rostros deformados por la pena y el horror. Gritos, empujones, preguntas, una confusión
de hombres y mujeres, hasta que los hermanos de Pat abrieron un camino entre la
multitud para llevarle a casa.
—Es inútil —le dijo su padre—. Y la vieja se fue hace años, según creo. —El hombre
indicó las montañas—. Vivía allí. Bajaba con frecuencia, pero hace años que no la vemos.
—Aferró con rudeza a Curt—. ¡Es demasiado tarde, maldita sea! ¡Está muerta! ¡No puede
resucitarla!
Escuchó las palabras en silencio. No le interesaban las predicciones de ningún tipo.
Cuando terminaron de hablar con él, tomó el cuerpo de Pat, lo cargó hasta el camión,
llamó a su hijo y se marcharon.
El camión ascendió en silencio por la carretera que serpenteaba hacia las montañas. El
aire frío mordió la carne de Curt. Densas nubes de niebla que se elevaban del suelo
cretoso ocultaban la carretera. Más adelante, un animal bloqueó su camino hasta que lo
alejó a base de tirarle piedras. Por fin, el camión agotó la gasolina y se detuvo. Saltó al
suelo, permaneció de pie un rato, despertó a su hijo y siguieron a pie.
Casi había anochecido cuando encontró la cabaña, colgada sobre un saliente rocoso.
Un fétido hedor a asaduras y pellejos secos hirió su nariz, mientras se abría paso entre
montones de escombros, latas y cajas, telas podridas y madera infestada de termitas.
La vieja estaba regando un pequeño huerto de verduras paupérrimas. Cuando Curt se
acercó, la anciana bajó la regadera y se volvió hacia él. Su rostro arrugado expresó
suspicacia y asombro.
—No puedo hacerlo —dijo, agachada sobre el cuerpo inerte de Pat. Palpó con sus
manos resecas y correosas el rostro de la muchacha, le abrió la camisa, apretó la piel de
la nuca, apartó la masa de cabello negro y aferró el cráneo con sus fuertes dedos—. No,
no puedo hacer nada. —Su voz resonó con aspereza en la niebla nocturna que
remolineaba a su alrededor—. Está consumida. No queda tejido que sanar.
Curt consiguió mover sus labios agrietados.
—¿Hay algún otro Resurreccionista por los alrededores? —preguntó.
La vieja se puso en pie con un esfuerzo.
—Nadie puede ayudarte, ¿no lo entiendes? ¡Está muerta!
Curt permaneció inmóvil. Interrogó a la mujer una y otra vez. Por fin, obtuvo una
respuesta desganada. Al otro lado del planeta creía que había un competidor. Entregó a la
anciana sus cigarrillos, encendedor y estilográfica, cargó con el cuerpo muerto y volvió
sobre sus pasos. Tim le siguió con la cabeza gacha y el cuerpo encorvado de cansancio.
—Vamos —le ordenó Curt con aspereza.
La anciana les observó en silencio mientras se alejaban bajo la luz de las dos tristes
lunas amarillentas de Próxima VI.
 
Sólo consiguió avanzar medio kilómetro. De alguna forma, sin previa advertencia, el
cuerpo de la muchacha había desaparecido. La había perdido, dejado caer en algún
momento, entre las rocas sembradas de basura y las malas hierbas que cubrían el
sendero. Tal vez en uno de los profundos barrancos que bordeaban el mellado costado de
la montaña.
Se sentó en el suelo y descansó. No quedaba nada. Fairchild había caído en manos de
la Guardia. Sally había destruido a Tontorrón. Sally también había desaparecido. Las
colonias estaban a merced de Terra; su escudo protector contra los proyectiles se había
disuelto cuando Tontorrón murió. Y Pat.
Oyó un ruido a su espalda. Se volvió apenas, abrumado de desesperación y
agotamiento. Por un momento pensó que era Tim. Forzó la vista. La sombra surgida de la
oscuridad era demasiado alta, caminaba con demasiada seguridad. Era una sombra
familiar.
—Tiene razón —dijo el anciano, el viejo Psi que se encontraba en el despacho de
Fairchild. Hizo su aparición, inmenso y aterrador, a la luz amarillenta de la luna—. Es inútil
intentar devolverle la vida. Podría conseguirse, pero es demasiado difícil. Y usted y yo
debemos pensar en otras cosas.
Curt huyó. Cayó, resbaló y bajó ciegamente por la senda. Por fin, llegó a la planicie.
Cuando se detuvo, vio que era Tim quien le seguía. Por un momento, pensó que había
sufrido una alucinación, un engaño de su imaginación. El viejo había desaparecido.
No lo comprendió del todo hasta presenciar el cambio que tenía lugar ante sus ojos. Y
esta vez fue al revés. Comprendió que éste era un Izquierdo. Y era una silueta familiar,
pero diferente. Una silueta que recordaba del pasado.
Donde se había erguido el niño de ocho años, apareció un lloroso y asustado niño de
dieciséis meses. Ahora, la sustitución se había producido en el otro sentido..., y no pudo
negar lo que sus ojos veían.
—Muy bien —dijo, cuando su hijo de ocho años volvió a materializarse y el bebé
desapareció.
Sin embargo, el niño sólo permaneció un momento. Se desvaneció casi al instante, y
esta vez apareció una forma nueva. Un hombre de poco más de treinta años, un hombre
que Curt nunca había visto.
Un hombre que le resultó familiar.
—Eres mi hijo —dijo Curt.
—Exacto. —El hombre le examinó a la mortecina luz—. Te das cuenta que es imposible
resucitarla, ¿verdad? Debemos dejar esto en claro antes de continuar.
Curt asintió.
—Lo sé.
—Estupendo. —Tim avanzó hacia él con la mano extendida—. Entonces, regresemos.
Tenemos mucho que hacer. Los Derechos del medio y el extremo hemos intentado
emerger durante mucho tiempo. Es difícil aflorar sin permiso del Central. Y en estos casos,
el Central es demasiado joven para comprender.
—De modo que se refería a eso —murmuró Curt, mientras los dos se encaminaban al
pueblo—. Los Otros son él mismo, en diversos puntos de su pista temporal.
—El Izquierdo son los Otros anteriores —contestó Tim—. El Derecho es el futuro, por
supuesto. Tú decías que Precog más Precog igual a nada. Ahora, ya sabes la verdad. Dan
lugar al Precog definitivo: la capacidad de viajar por el tiempo.
—Los Otros trataban de emerger. Él les veía y se asustaba.
—Era muy difícil, pero sabíamos que al final maduraría lo suficiente para comprender.
Elaboró una complicada mitología. Nosotros, quiero decir. Yo. —Tim rió—. Aún no
tenemos una terminología adecuada. Nunca existe un acontecimiento único.
—Yo podía cambiar el futuro, porque lo veía de antemano —dijo Curt—, pero no podía
cambiar el presente. Tú puedes cambiar el presente, retrocediendo al pasado. Por eso
aquel Otro Derecho extremo, el viejo, iba siempre pegado a Fairchild.
—Fue nuestra primera travesía lograda. Por fin pudimos inducir al Central a aceptar a
sus dos Derechos. Eso concretó a los dos, pero tardó tiempo.
—¿Qué ocurrirá ahora? ¿La guerra, la separación? ¿Qué pasará con Reynolds?
—Como ya sabes, podemos alterar la situación volviendo al pasado. Es peligroso. Un
simple cambio en el pasado puede alterar por completo el presente. El talento de viajar por
el tiempo es el más delicado..., y el más prometeico. Cualquier otro talento, sin excepción,
puede cambiar lo que va a ocurrir. Yo podría borrar todo lo que existe. Precedo a todo y a
todos. Nada puede utilizarse contra mí. Siempre estoy antes. Siempre he estado.
Curt guardó silencio mientras pasaban junto al camión abandonado.
—¿Qué es un Anti-Psi? —preguntó por fin—. ¿Qué tienes que ver con ella?
—No mucho. A ti se debe el que se haya descubierto, porque hace pocas horas que
nosotros hemos empezado a intervenir. Llegamos a tiempo de echar una mano... Ya nos
viste con Fairchild. Somos los patrocinadores del Anti-Psi. Te sorprendería ver algunos
senderos temporales alternativos en los que el Anti-Psi no logra arrancar. Tu precognición
era correcta: no son muy agradables.
—De modo que he recibido ayuda en los últimos tiempos.
—Te seguimos de cerca, sí, y a partir de ahora aumentaremos nuestra ayuda. En este
momento, Reynolds está un poco desequilibrado, pero ya se han tomado medidas.
Nuestro poder no es infinito, por supuesto. La duración media de nuestras vidas, unos
setenta años, nos limita. Estar fuera del tiempo produce una sensación extraña, porque los
cambios no nos afectan, y no estamos sujetos a ley alguna.
»Es como flotar sobre el tablero de ajedrez y ver a todo el mundo como piezas, ver el
Universo como un tablero de casillas blancas y negras, con todas las personas y todos los
objetos atados a su punto espacio-temporal. Nosotros estamos fuera del tablero;
movemos las piezas desde arriba. Realizamos ajustes, alteramos la posición de los
hombres, cambiamos la partida sin que las piezas se enteren. Desde fuera.
—¿No la vas a resucitar? —suplicó Curt.
—No esperarás que sienta demasiada compasión por esa chica —dijo su hijo—. Al fin y
al cabo, Julie es mi madre. Ahora entiendo el significado de la expresión «molino de los
dioses». Ojalá pudiéramos moler más grueso... Ojalá pudiéramos salvar a algunos de los
que caen atrapados entre los engranajes. Si compartieras nuestro punto de vista lo
comprenderías. Debemos mantener en equilibrio todo un Universo; el tablero es
gigantesco.
—Un tablero tan gigantesco que, tal vez, una persona no cuente —insinuó Curt, loco de
dolor.
Su hijo adoptó una expresión preocupada. Curt recordó que ése era su aspecto cuando
intentaba explicar al niño algo que estaba más allá de su comprensión. Confió en que Tim
se las pudiera arreglar mejor que él.
—No es eso —explicó Tim—. Para nosotros, ella no ha desaparecido. Sigue ahí, en
otra parte del tablero que tú no puedes ver. Siempre estuvo allí. Siempre lo estará.
Ninguna pieza, por pequeña que sea, se sale jamás del tablero.
—Para ustedes.
—Sí. Estamos fuera del tablero. Es posible que nuestro talento llegue a ser compartido
por todo el mundo. Cuando eso ocurra, ni la tragedia ni la muerte se malinterpretarán.
—¿Y entretanto? —Curt ardía en deseos que Tim accediera—. Yo no poseo el talento.
Para mí, ella está muerta. El lugar que ocupaba en el tablero está vacío. Julie no puede
llenarlo. Nadie puede.
Tim reflexionó. Parecía sumido en sus pensamientos, pero Curt presintió que su hijo se
desplazaba incesantemente por los senderos temporales, en busca de una refutación. Sus
ojos se clavaron otra vez en su padre y asintió con tristeza.
—No puedo enseñarte el lugar que ocupa en el tablero —respondió—. Y tu vida está
vacía en todos los senderos temporales, excepto en uno.
Curt oyó que alguien se acercaba por los arbustos. Se volvió..., y entonces, Pat cayó en
sus brazos.
—Éste —dijo Tim.
 
 
FIN
 
.

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