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jueves, 12 de mayo de 2011

Jack London LAS MIL DOCENAS






Jack London



LAS MIL DOCENAS





David Rasmunsen era un buscavidas, y como muchos hombres de mayor estatura, un hombre de una sola idea. Por lo tanto, cuando la clarinada del norte resonó en sus oídos, concibió una aventura relacionada con huevos, y dedicó todas sus energías a concretarla. Calculó brevemente, y en términos palpables, y la aventura se volvió iridiscente, esplén­dida. La de que los huevos se venderían en Dawson a cinco dólares la docena era una premisa segura. Por lo cual resultaba indiscutible que mil docenas equi­valdrían, en la Metrópoli Dorada, a cinco mil dólares.
Por otro lado, era preciso tener en cuenta los gastos, y los tuvo bien en cuenta, porque era un hombre cuidadoso, agudamente práctico, de pensa­mientos racionales y un corazón que la imaginación jamás enardecía. A quince centavos la docena, el cos­to inicial de sus mil docenas sería de ciento cincuen­ta dólares, una simple bagatela en comparación con la enorme ganancia. Y supongamos, supongamos, na­da más, para mostrar alguna vez una alocada ex­travagancia, que el trasporte para él y los huevos ascendiera a ochocientos cincuenta más; todavía le quedarían cuatro mil limpios en efectivo, cuando hubiera vendido el último huevo y el último polvo cayera en su saco.
-¿Entiendes, Alma -lo calculaba con su es­posa, el cómodo comedor hundido en un mar de ma­pas, investigaciones del gobierno, guías e itinerarios de Alaska-, entiendes?, los gastos no comienzan en verdad hasta llegar a Dyea; cincuenta dólares alcanzan, incluido un pasaje de primera. Ahora bien, des­de Dyea hasta lago Linderman, los porteadores in­dios acarrean las mercancías por doce centavos el medio kilo, doce dólares los cincuenta kilos, o sea, ciento veinte dólares los quinientos. Digamos que tengo setecientos cincuenta kilos; me costarán cien­to ochenta dólares... pongamos doscientos, para ma­yor seguridad. Un hombre del Klondike, que acaba de llegar, me informa con certeza que puedo com­prar un barco por trescientos. Pero el mismo hom­bre me dice que con seguridad conseguiré un par de pasajeros por ciento cincuenta cada uno, con lo cual el barco me saldrá gratis, y además podrán ayudar­me a gobernarlo. Y. . . eso es todo. Desembarcaré los huevos en Dawson.
-Cincuenta dólares de San Francisco a Dyea, doscientos de Dyea a Linderman, los pasajeros pa­gan el barco... doscientos cincuenta en total -su­mó ella con rapidez.
-Y ciento cincuenta para mis ropas y equipo personal -continuó él, feliz-; eso deja un margen de quinientos para emergencias. ¿Y qué emergen­cias pueden surgir?
Alma se encogió de hombros y enarcó las cejas. Si esas vastas tierras del norte eran capaces de tra­garse a un hombre y mil docenas de huevos, no ca­bía duda de que existía lugar de sobra para cual­quier otra cosa que él poseyera. Así lo pensó, pero nada dijo. Conocía demasiado bien a David Rasmun­sen, para decir nada.
-Si duplico el tiempo, para tener en cuenta las demoras casuales, puedo hacer el viaje en dos meses. ¡Piensa en eso, Alma! ¡Cuatro mil en dos meses! Mucho más que los míseros cien mensuales que gano ahora. Ampliaremos las construcciones donde tenga­mos espacio, gas en todas las habitaciones, y una vis­ta, y el alquiler de la choza pagará los impuestos, el seguro y el agua, y dejará algo de sobra. Y además, siempre existe la posibilidad de que encuentre algo y regrese millonario. Y ahora dime, Alma, ¿no te pa­rece que soy demasiado moderado?
Y Alma no podía opinar lo contrario. Además, ¿acaso su propio primo -aunque remoto y lejano, por cierto, la oveja negra, el inútil, el irreflexivo, ­no había vuelto de esas fantásticas tierras del norte con cien mil en polvo amarillo, para no hablar de la propiedad de la mitad del depósito del cual lo ex­trajo?
El vendedor de comestibles de David Rasmun­sen se sorprendió cuando lo encontró pesando hue­vos en la balanza, al extremo del mostrador, y el propio Rasmunsen se sorprendió más cuando descu­brió que una docena de huevos pesaba casi setecien­tos gramos, ¡setecientos kilos para sus mil docenas! No quedaría peso libre para sus ropas, mantas, uten­silios de cocina, para no hablar de los alimentos que por fuerza debía consumir. Sus cálculos quedaban anulados, y estaba a punto de rehacerlos, cuando se le ocurrió la idea de pesar huevos pequeños. "Pues sean grandes o pequeños, una docena de huevos es una docena de huevos", se dijo con sabiduría; y vio que una docena de huevos de tamaño reducido pesa­ba apenas quinientos treinta gramos. En consecuen­cia, la ciudad de San Francisco fue invadida por emisarios de expresión ansiosa, y las casas de comi­siones y las asociaciones de granjeros asaltadas por una repentina demanda de huevos que no pesaran más de quinientos cincuenta gramos la docena.
Rasmunsen hipotecó la chocita en mil dólares, dispuso que su esposa hiciese una prolongada estadía con sus padres, abandonó su trabajo y partió rum­bo al norte. Para no salirse de su programa, se conformó con un pasaje de segunda, que debido a la prisa era peor que un pasaje de proa; y a finales del verano, pálido y tambaleante, desembarcó con sus huevos en la playa de Dyea. Pero no le llevó mu­cho tiempo recuperar su fortaleza y apetito. Su pri­mera entrevista con los porteadores chilkoot lo hizo erguirse y poner rígida la espalda. Pedían cuarenta centavos el medio kilo por el porteo de cuarenta y cinco kilómetros, y mientras recobraba el aliento y tragaba saliva, el precio subió a cuarenta y tres. Quince fornidos indios pusieron las correas a sus ca­jones por cuarenta y cinco, pero las sacaron ante un ofrecimiento de cuarenta y siete, de un Creso de Skaguay, de camisa sucia y overol andrajoso, que había perdido sus caballos en la Senda del Paso Blanco y ahora iniciaba una última y desesperada acometida de la región por la de Chilkoot.
Pero Rasmunsen era pura perseverancia, y a cin­cuenta centavos encontró candidatos quienes dos días después depositaron sus huevos, intactos, en Linder­man. Pero cincuenta centavos el medio kilo son mil dólares la tonelada, y sus setecientos cincuenta kilos habían agotado su fondo de emergencia, y lo deja­ron varado en la punta Tantalus, donde todos los días veía los barcos recién aserrados que partían rumbo a Dawson. Además, en el campamento donde se los construía reinaba una gran ansiedad. Los hom­bres trabajaban con frenesí, temprano y tarde, al ca­bo de su resistencia, calafateaban, clavaban y em­breaban en una locura de prisa, para encontrar una explicación adecuada de la cual no era preciso ir muy lejos. Todos los días la línea del borde de la nieve descendía un poco más en los picos pelados, pétreos, y un ventarrón seguía a otro, con cellisca y fango y nieve, y en los remolinos y lugares tranquilos se for­maban hielos, que engrosaban a lo largo de las fu­gaces horas. Y todas las mañanas, hombres envara­dos por el trajín volvían un rostro pálido hacia el lago, para ver si había llegado el congelamiento. Pues éste era el heraldo de la muerte de sus espe­ranzas: la esperanza de flotar río abajo, a toda ve­locidad, antes que se cerrase la navegación en la ca­dena de lagos.
Para atormentar aun más el alma de Rasmun­sen, descubrió tres competidores en el negocio de los huevos. Es cierto que uno, un pequeño alemán, es­taba en bancarrota y él mismo intentaba, desolado, recorrer el último tramo del porteo; pero los otros dos teñían botes casi terminados y todos los días re­zaban al dios de los mercaderes y comerciantes que detuviese un día más la férrea mano del invierno. Pero la mano de hierro se cerró sobre la región. Los hombres se helaban en la tormenta que barría a Chil­koot, y a Rasmunsen se le congelaron los dedos de los pies antes que se diese cuenta. Descubrió una posibilidad de viajar como pasajero, con su carga, en un bote que en ese momento partía, pero hacían falta doscientos dólares en efectivo, y él carecía de dinero.
-Creo que puede esperar un poco más -dijo el sueco constructor de barcos, quien había encon­trado su Klondike allí mismo, y tenía la suficiente prudencia como para saberlo-. Un poco más, y le haré un magnífico esquife, con toda seguridad. Con esta promesa no jurada como base, Ras­munsen se internó por la senda que llevaba a lago Crater, donde se unió a dos corresponsales de pren­sa cuyo enmarañado equipaje se hallaba disperso desde Casa de Piedra hasta Campamento Feliz, al otro lado del Paso.
-Sí -dijo con coherencia-, tengo mil doce­nas de huevos en Linderman, y están a punto de calafatear la última juntura de mi bote. Me considero afortunado de tenerlo. Los botes son imposibles de conseguir, como sabrán, y casi no existen.
Entonces, y con violencia casi física, los corres­ponsales le pidieron a gritos que los llevasen, agitaron billetes de banco ante sus ojos y derramaron muchas monedas amarillas, de veinte, de mano en mano. Él no quiso ni oír hablar de eso, pero ellos lo conven­cieron, y consintió, a desgana, en llevarlos a tres­cientos cada uno. Además lo obligaron a aceptar por anticipado el dinero del pasaje. Y mientras escri­bían a sus respectivos periódicos acerca del buen sa­maritano de las mil docenas de huevos, el buen samaritano corría de vuelta a ver al sueco de Lin­derman.
-¡Eh, usted! ¡Déme ese bote! -fue su saludo; su mano hizo tintinear las monedas de oro de los co­rresponsales, y su mirada se clavó, hambrienta, en la embarcación terminada.
El sueco lo miró, ó, imperturbable, y meneó la ca­beza.
-¿Cuánto pagan los otros tipos? ¿Trescientos? Bueno, aquí hay cuatrocientos. Tómelos.
Trató de metérselos en las manos, pero el hom­bre retrocedió.
-Creo que no. Le dije que le daría el esquife. Espere un poco...
-Aquí hay seiscientos. Última oferta. Tómelos o déjelos. Dígales que es un error.
El sueco vaciló.
-Creo que sí -dijo al cabo, y la última vez que Rasmunsen lo vio, su vocabulario se hacía trizas en un vano esfuerzo de explicar el error a los otros in­dividuos.
El alemán resbaló y se fracturó el tobillo en la empinada loma de lago Profundo, vendió su mercan­cía por un dólar la docena y con lo obtenido contra­tó a porteadores indios para que lo llevasen de vuel­ta a Dyea. Pero en la mañana en que Rasmunsen partió con sus corresponsales, sus dos rivales lo si­guieron.
-¿Cuántos tienes? -preguntó a gritos uno de ellos, un delgado hombrecito de Nueva Inglaterra.
-Mil docenas -respondió Rasmunsen con or­gullo.
-¡Ja! Te apuesto a que te gano de mano con mis ochocientas.
Los corresponsales se ofrecieron a prestarle el dinero, pero Rasmunsen rechazó el ofrecimiento, y el yanqui cerró trato con su rival restante, un mus­culoso hijo del mar y marinero de barcos y cosas, quien prometió darles un par de lecciones cuando llegase el momento. Y puso manos a la obra, con una gran vela cuadra de lona, que en cada salto hundía a medias la proa. Fue el primero en salir de Linder­man, pero desdeñó el porteo y enfiló su bote carga­do sobre las rocas de los hirvientes rápidos. Ras­munsen y el yanqui, quien también tenía dos pasa­jeros, transportaron sus cargas a hombros y luego arrastraron sus botes vacíos a través del tramo más turbulento, hasta Bennett.
Bennett era un lago de cuarenta kilómetros, an­gosto y profundo, un embudo entre montañas, a tra­vés del cual las tormentas correteaban eternamente. Rasmunsen acampó en la lengua arenosa del naci­miento, donde había muchos hombres y botes que se dirigían al norte, haciendo frente al invierno ár­tico. Por la mañana despertó y descubrió un sibilan­te ventarrón del sur, que recogía el frío de los picos blancos y los valles glaciales, y soplaba tan helado como jamás había soplado el aquilón. Pero el tiem­po era bueno, y también vio al yanqui pasar bamboleándose ante el primer promontorio, con velas desplegadas. Bote tras bote comenzaron a zarpar, y los corresponsales se plegaron al entusiasmo general.
-Lo alcanzaremos antes del Cruce Caribú -aseguraron a Rasmunsen, mientras izaban las ve­las y el Alma recibía su primera espuma helada por encima de la proa.
Ahora bien, Rasmunsen había tenido propensión, toda la vida, a la cobardía en el agua, pero se aferró al timón que pateaba, con expresión concentrada y mandíbula decidida. Sus mil docenas se encontraban en el bote, ante sus ojos, a salvo debajo del equipa­je de los corresponsales, y en cierto modo tenía an­te la vista la chocita y la hipoteca por mil dólares.
Hacía un frío intenso. De vez en cuando subía el remo del timón y ponía otro, mientras sus pasaje­ros desprendían el hielo de la pala. Por todas partes salpicaba la espuma, se convertía en el acto en es­carcha, y el chorreante botalón de la vela de abanico se orló muy pronto de carámbanos. El Alma force­jeaba y cabeceaba a través de las grandes olas, hasta que las junturas y empalmes comenzaron a separar­se, pero en lugar de achicar, los corresponsales pica­ban el hielo y lo arrojaban por la borda. No había tregua. Se había iniciado la loca carrera con el in­vierno, y los botes se precipitaban en desesperada hilera.
-¡ N-n-no podemos detenernos ni siquiera para salvar nuestra alma! -tartamudeó uno de los co­rresponsales, de frío, no de miedo.
-¡Es cierto! ¡Manténlo en el centro, viejo! -alentó el otro.
Rasmunsen respondió con una sonrisa idiota. Las férreas costas se encontraban cubiertas de espuma, y aun en el centro la única esperanza consistía en seguir corriendo delante de las gigantescas olas.
Arriar velas era ser alcanzados y anegados. Una y otra vez pasaron ante embarcaciones que golpeaban contra las rocas, y en una ocasión vieron una al bor­de de las rompientes, a punto de embestir. Una pe­queña embarcación, detrás de ellos, con dos hombres, se inclinó y se volcó con el fondo hacia arriba.
-¡C-c-cuidado, viejo! -gritó el de los dientes castañeteantes.
Rasmunsen sonrió y acentuó su dolorido apre­tón del timón. Veintenas de veces el empuje de las aguas chocó contra la gran zona cuadrada del Alma y la desvió de su rumbo; la relinga de caída de la vela aleteaba, floja, y en cada ocasión sólo mediante el empleo de todas sus fuerzas, consiguió poner de nuevo proa al rumbo. Para entonces su sonrisa se había vuelto fija, y a los corresponsales les dolía mirarlo.
Pasaron rugiendo ante una roca aislada, a cien metros de la costa. Desde su cima barrida por las olas un hombre chilló, enloquecido, y por un instan­te tajeó la tormenta con su voz. Pero al momento siguiente el Alma había pasado, y la roca se conver­tía en un punto negro en las arremolinadas aguas.
-¡Eso liquida al yanqui! ¿Dónde está el mari­nero? -gritó uno de sus pasajeros.
Rasmunsen lanzó una mirada sobre el hombro, hacia una vela cuadra negra. La había visto sal­tar fuera del torbellino gris, hacia barlovento, y du­rante una hora, una y otra vez, la vio crecer. Era evidente que el marinero había reparado los daños sufridos, y recuperaba el tiempo perdido.
-¡Miren cómo viene!
Los dos pasajeros dejaron de picar hielo para mirar. Detrás de ellos había treinta kilómetros de Bennett, espacio de sobra para que el mar levantara sus montañas hasta el cielo. Hundiéndose y elevándose como un dios de la borrasca, el marinero pasó junto a ellos. La enorme vela parecía levantar la em­barcación de la cresta de las olas, arrancarla en vilo del agua y lanzarla, crujiente y ahogada, a los po­zos que se abrían delante.
-¡La ola nunca lo alcanzará!
-¡Pero se c-c-clavará de proa!
Y en el momento en que hablaban la lona negra desapareció de la vista detrás de una ola encrestada. La siguiente rodó sobre el mismo punto, y la otra, pero el barco no reapareció. El Alma voló al costa­do. Se vio un pequeño desperdicio de remos y cajo­nes. Un brazo surgió y una cabeza desgreñada que­bró la superficie a una veintena de metros.
Durante un tiempo reinó el silencio. Cuando el extremo del lago apareció a la vista, las olas comen­zaron a saltar a bordo con tan firme repetición, que los corresponsales ya no picaban hielo, sino que achi­caban el agua con cubos. Ni siquiera eso sirvió, y luego de una conferencia a gritos con Rasmunsen, atacaron el equipaje. Harina, tocino, habas, mantas, cocina, cuerdas, objetos varios, todo lo que tenían a su alcance, saltó por la borda. La embarcación lo reconoció en seguida, recibió menos agua y se elevó con más vigor.
-¡Basta ya! -gritó Rasmunsen con severidad, en el momento en que se dedicaban a la capa supe­rior de huevos.
-¡Un e-c-cuerno, basta! -respondió con sal­vajismo el tembloroso. Con excepción de sus notas, películas y cámaras, habían sacrificado todo su equi­po. Se inclinó, se apoderó de un cajón de huevos y comenzó a tironear de él para sacarlo de su amarre. -¡Déjelo! ¡Déjelo, le digo!
Rasmunsen había conseguido extraer su revól­ver, y apuntaba con el codo apoyado en la barra del timón. El corresponsal se puso de pie sobre el banco de remo, balanceándose hacia atrás y hacia adelante, el rostro contraído de amenazas y muda cólera.
-¡Dios mío!
Así exclamó su colega, el otro corresponsal, y se lanzó de bruces al fondo del bote. El Alma, bajo la atención descuidada de Rasmunsen, fue alcanzado por una gran masa de agua que lo hizo girar en re­dondo. La relinga de caída se ahuecó, la vela se va­ció y aleteó y la botavara, que barrió la embarcación con terrible fuerza, lanzó por la borda al colérico corresponsal, con la columna vertebral quebrada. Mástil y vela también cayeron por el costado. Siguió una ola que lo empapó todo, cuando la barca dejó de avanzar, y Rasmunsen se precipitó hacia el cubo de desaguar.
Varias naves pasaron junto a ellos a toda velo­cidad, en la media hora siguiente, algunas pequeñas, otras de sus mismas dimensiones, naves temerosas, incapaces de hacer más que avanzar enloquecidas. Luego una barcaza de diez toneladas, en inminente peligro de destrucción, arrió velas a barlovento y se lanzó hacia ellos.
-¡Apártense! ¡Apártense! -bramó Rasmun­sen.
Pero su borda baja se estrelló contra la pesada embarcación, y el corresponsal restante trepó a bor­do. Rasmunsen se arrojó sobre los huevos como un gato, y en la proa del Alma se esforzó, con dedos entumecidos, por unir las espías.
-¡Vamos! -le gritó un hombre de bigotes rojos.
-Aquí tengo mil docenas de huevos -respon­dió él a gritos-. ¡Remólquenme! ¡Les pagaré!
-¡Vamos! -le gritaron en coro.
Una enorme ola coronada de espuma se quebró un poco más allá, barrió la barcaza y dejó al Alma semihundido. Los hombres se apartaron, maldicién­dolo mientras izaban su vela. Rasmunsen los maldi­jo a su vez y se dedicó a desagotar. El mástil y la vela, como anclas marinas, aún unidas por las dri­zas, mantenían la embarcación de proa al viento y a las olas, y le daban así una oportunidad de sacar el agua.
Tres horas más tarde, entumecido, agotado, far­fullando como un lunático, pero todavía achicando, bajó a tierra en una playa cubierta de hielo, cerca del Cruce Caribú. Dos hombres, un correo del gobier­no y un viajero mestizo, lo arrastraron fuera de las rompientes, salvaron su cargamento y encallaron el Alma. Salían de la región remando en una canoa, y le
dieron alojamiento durante la noche, en su campa­mento acosado por la tormenta. A la mañana si­guiente partieron, pero él decidió quedarse junto a sus huevos. Y a partir de entonces el nombre y la fama del hombre de las mil docenas de huevos co­menzó a difundirse por la comarca. Los buscadores de oro que habían llegado antes del congelamiento difundieron las noticias de su llegada. Canosos ve­teranos de Circle City y Cuarenta Millas, hombres recios, de mandíbulas correosas y estómagos encalle­cidos con fríjoles, veían visiones de sueños, de galli­nas y cosas verdes, ante la sola mención de su nombre. Dyea y Skaguay mostraron interés en sus activida­des e interrogaban respecto de su avance a todos los hombres que llegaban por los pasos, en tanto que Dawson -la dorada Dawson, carente de tortillas ­se inquietaba y preocupaba, y acosaba a todos los recién llegados para averiguar acerca de su paradero.
Pero de todo eso, Rasmunsen nada sabía. Al día siguiente del naufragio, calafateó el Alma y partió. Un cruel viento del este soplaba de lleno sobre él desde Tagish, pero colocó los remos a los costados y puso manos a la obra como un hombre, aunque la mitad del tiempo se la pasaba derivando hacia atrás y arrancando el hielo de las palas. Según la costum­bre de la región, fue empujado hacia la costa en Windy Arm; tres veces, en Tagish, quedó anegado y encallado; y el lago Marsh lo retuvo durante el con­gelamiento. El Alma fue triturado en el atascamien­to de los hielos, pero los huevos estaban intactos. Los trasportó tres kilómetros, sobre el hielo, hasta la costa, donde construyó un refugio que perduró, des­pués, durante años, y era señalado por hombres en­terados.
Ochocientos kilómetros helados se extendían en­tre él y Dawson, y la corriente de agua se hallaba cerrada. Pero Rasmunsen, con una singular expre­sión tensa en el rostro, partió a pie, sobre los lagos. Lo que sufrió en ese viaje solitario, provisto nada más que de una manta, un hacha y un puñado de fríjoles, no pueden conocerlo los mortales comunes. Sólo puede entenderlo el aventurero ártico. Baste con decir que se vio atrapado en una granizada, en Chil­koot, y dejó dos de los dedos de los pies en manos del cirujano de Sheep Camp. Pero se mantuvo en pie, y lavó platos en el fregadero del Pawona, hasta Puget Sound, y desde allí apaleó carbón en un barco que navegaba a San Francisco.
Era un hombre macilento, desgreñado, el que atravesó cojeando el brillante piso de la oficina para pedir una segunda hipoteca a los banqueros. Sus mejillas hundidas se dejaban ver a través de la bar­ba rala, y sus ojos parecían haberse sepultado en profundas cavernas, en donde ardían con fuegos fríos. Tenía las manos agrietadas por la intemperie y el trabajo duro, y las uñas orladas de mugre y pol­vo de carbón apretados. Habló con vaguedad de huevos y montañas de hielo, de vientos y mareas; pero cuando se negaron a darle más de un segundo millar, su conversación se volvió incoherente, se concentró ante todo en el precio de los perros y del alimento para éstos, y en cosas tales como raquetas para la nieve y mocasines y sendas invernales. Le dieron mil quinientos, que era más de lo que garantizaba la choza, y respiraron con más tranquilidad cuando garabateó su firma y salió por la puerta.
Dos semanas después fue a Chilkoot con dos trineos de cinco perros cada uno. Un equipo lo con­ducía él, y los dos indios que lo acompañaban diri­gían el otro. En lago Marsh abrieron el refugio y cargaron. Pero no había senda. Él era el primero en cruzar el hielo, y le correspondió la tarea de apilar la nieve y de abrirse paso a través de los atascamien­tos en los ríos. Detrás de sí observaba a veces el hu­mo de una hoguera de campamento que se elevaba, delgado, en el aire inmóvil, y se preguntaba por qué la gente no lo alcanzaba. Pues no conocía la región, y no entendía. Ni consiguió entender a sus indios, cuando trataron de explicarle. Pensaron que todo era un tormento, pero cuando se rebelaban y se ne­gaban a levantar campamento por la mañana, él los obligaba a trabajar a punta de pistola.
Cuando resbaló a través de un puente de hielo, cerca del Caballo Blanco, y se congeló el pie, dolori­do aún, y sensible por el congelamiento anterior, los indios esperaron que se echase. Pero sacrificó una manta, y con el pie envuelto en un enorme mocasín, grande como un cubo de agua, siguió con sus turnos en el trineo delantero. El suyo era el trabajo más cruel, y lo respetaban, aunque por otro lado se gol­peaban la frente con los nudillos y meneaban la ca­beza en forma significativa. Una noche trataron de huir, pero el zip-zip de las balas de él en la nieve los hizo regresar, furiosos pero convencidos. Por con­siguiente, como sólo eran hombres salvajes chil­kat, unieron las cabezas para asesinarlo; pero él dor­mía como un gato, y despierto o dormido, la ocasión jamás se presentó. A menudo trataban de hacerle conocer el sentido del penacho de humo de la reta­guardia, pero él no podía entender, y se mostraba suspicaz. Y cuando ellos se ponían hoscos o mezqui­naban sus esfuerzos, él era rápido para propinarles un puñetazo entre los ojos, y rápido para refrescar el alma afiebrada de los hombres con la visión de su revólver siempre preparado.
Y así siguió aquello, con hombres amotinados, perros salvajes y una senda que rompía el corazón. Luchó con los hombres para que se quedaran con él, con los perros para apartarlos de los huevos, con el hielo, el frío y el dolor del pie, que no quería cu­rarse. A medida que aparecía el nuevo tejido, el hie­lo lo mordía y quemaba, de manera que creció una llaga supurante, en la cual casi le cabía el puño. Por la mañana, cuando apoyaba por primera vez su pe­so en él, la cabeza le daba vueltas, y casi se desma­yaba del dolor; pero por lo general, a medida que avanzaba el día se le entumecía, y lo atacaba de nue­vo cuando se introducía entre las mantas y trataba de dormir. Pero él, que había sido un empleado y se la pasaba sentado todo el día ante un escritorio, tra­jinaba hasta que los indios quedaban agotados, e in­clusive agotaba a los perros. No sabía cuánto traba­jaba, cuánto sufría. Como era un hombre de una so­la idea, ahora que la idea había surgido, lo domina­ba. En el primer plano de su conciencia estaba Daw­son, en el fondo sus mil docenas de huevos, y entre los dos aleteaba su yo, esforzándose siempre por unirlos en un único punto resplandeciente. Ese pun­to dorado eran los cinco mil dólares, consumación de la idea y punto de partida de cualquier nueva idea que pudiese presentarse. Por lo demás, era un sim­ple autómata. No tenía conciencia de las otras cosas, las veía como a través de un vidrio oscuro, y no les prestaba atención. El trabajo manual lo hacía con sabiduría maquinal; lo mismo ocurría con el traba­jo de la cabeza. De modo que la expresión de su ros­tro se volvió muy tensa, hasta que los indios llega­ron a tenerle miedo, y se asombraban del extraño hombre blanco que los convertía en esclavos y los obligaba a trabajar en forma tan tonta.
Luego llegó el golpe del lago Le Barge, cuan­do el frío del espacio exterior cayó sobre la punta del planeta, y llegó a los quince grados bajo cero. Allí, trabajando con la boca abierta para respirar con más libertad, se heló los pulmones, y durante el resto del viaje lo acosó una tos seca, desgarrada, en especial irritable con el humo del campamento y ba­jo la tensión de un esfuerzo exagerado. En el río Treinta Millas encontró muchas aguas abiertas, fran­queadas por precarios puentes de hielo y orladas de un angosto cinturón de hielo, engañoso e inseguro. Era imposible contar con el borde de hielo, y lo usó con audacia y sin cálculo, y de nuevo recurrió a su revólver cuando sus ayudantes remolonearon. Pero en los puentes de hielo, si bien estaban cubiertos de nieve, se podían adoptar precauciones. Los cruzaron con sus raquetas para la nieve, con largas pértigas sostenidas en las manos, horizontales, a las cuales aferrarse en caso de accidente. Una vez que cruza­ron, se llamó a los perros para que siguieran. Y en uno de esos puentes, donde la falta de hielo central la disimulaba la nieve, uno de los indios encontró su fin. Lo atravesó con tanta rapidez y limpieza como un cuchillo atraviesa la crema, y la corriente lo arrastró por debajo del hielo.
Esa noche su compañero huyó bajo la pálida luz de la luna, y Rasmunsen perforó en vano el si­lencio con su revólver, arma que manejaba con más celeridad que inteligencia. Treinta y seis horas des­pués el indio llegó a un campamento policial en el Salmón Grande.
-Hum ... hum. . . hum. . . hombre raro... ;. có­mo se dice? ... parte de arriba de la cabeza floja -explicó el intérprete al desconcertado capitán-. ¿Eh? Sí, loco, hombre muy loco. Huevos, huevos, todo el tiempo huevos... ¿entiende? Venir conmigo.
Pasaron varios días antes que Rasmunsen llega­ra, los tres trineos atados, juntos, y todos los perros en un solo equipo. Era engorroso, y donde la marcha resultaba difícil se veía obligado a cargar trineo por trineo, a la espalda, aunque casi siempre se las arre­gló, por medio de hercúleos esfuerzos, a llevarlo todo adelante de una sola vez. No pareció conmoverse cuando el capitán de policía le informó que su hom­bre iba por las tierras altas rumbo a Dawson, y que para entonces ya se encontraba a mitad de camino entre Selkirk y Stewart. Ni pareció interesarle la in­formación de que la policía había abierto la senda hasta Pelly, pues había llegado a una aceptación fa­talista de todos los acontecimientos, buenos o malos. Pero cuando le dijeron que Dawson se hallaba presa de las amargas garras del hambre, sonrió, colocó los arreos a sus perros y partió.
Pero el misterio del humo se explicó en su para­da siguiente. Con la noticia, en Salmón Grande, de que la senda se encontraba abierta hasta Pelly, ya no hacía falta que el penacho de humo se demorase detrás de él; y Rasmunsen, acurrucado sobre su fue­go solitario, vio pasar una abigarrada hilera de tri­neos. Primero iban el correo y el mestizo que lo sa­caron del Bennett; después portadores de correspondencia para Ciudad Circle, con dos trineos, y un sé­quito mixto de hombres del Klondike. Perros y hom­bres parecían vigorosos y obesos, en tanto que Ras­munsen y sus animales estaban fatigados y molidos, eran sólo huesos y piel. Los del penacho de humo habían viajado un día de cada tres, descansando y reservando las fuerzas para la carrera que se produ­ciría cuando se encontrasen con la senda abierta, en tanto que, día tras día, él se precipitaba y se agotaba, quebrando el espíritu de los perros y despojándolos de su fortaleza.
En cuanto a él, era inquebrantable. Le agrade­cieron sus esfuerzos en favor de ellos -esos hombres gordos y descansados-, le agradecieron con amabi­lidad, con anchas sonrisas y estrepitosas carcajadas; y entonces, cuando entendió, no respondió. No atesoró un silencio amargo. No venía al caso. La idea -el hecho que había detrás de la idea- no se había mo­dificado. Ahí estaban, él y sus mil docenas de huevos; allí estaba Dawson ; el problema seguía en pie.
En el Salmón Pequeño, escaso de alimentos para perros, éstos incursionaron en su comida, y desde allí hasta Selkirk vivió de fríjoles; fríjoles toscos, pardos, grandes, groseramente nutritivos, que le atenaceaban el estómago y lo doblaban sobre sí mismo en inter­valos de dos horas. Pero en Selkirk el factor tenía en la puerta del puesto una noticia en el sentido de que vapor alguno había subido por el Yukón desde hacía dos años, y que en consecuencia los alimentos no tenían precio. Pero se ofrecía a trocar harina a razón de una taza por huevo; Rasmunsen sacudió la cabeza y se lanzó a la senda. Más allá del puesto consiguió comprar cuero de caballo helado para los perros. Los caballos habían sido muertos por los ganaderos chil­kat, y los restos y desperdicios conservados por los indios. Él mismo se precipitó sobre el cuero, pero el pelo se le metía en las llagas de la boca, provocadas por los fríjoles, y resultaba insoportable.
Allí, en Selkirk, se encontró con los precursores del hambriento éxodo de Dawson, y de allí en ade­lante se arrastraron apenas por la senda, en lúgubre apiñamiento.
-¡ No hay comida! -era la canción que ento­naban-. No hay comida, y tuvimos que irnos. -Todos encienden una vela para una mejoría en la primavera.
-Cuatro dólares y medio el medio kilo, y no hay compradores.
-¿Huevos? -respondió uno de ellos-. A un dólar cada uno, pero no existen.
Rasmunsen hizo un rápido cálculo. -Doce mil dólares -dijo en voz alta.
-¿Eh? -preguntó el hombre.
-Nada -respondió, y dio prisa a los perros.
Cuando llegó a río Stewart, a ciento quince kiló­metros de Dawson, cinco de sus perros habían muer­to, y los demás se caían de extenuación. También él seguía en la huella, tirando con las pocas fuerzas que le restaban. Y aun así, apenas hacía quince kilóme­tros diarios. Los pómulos y la nariz, quemados una y otra vez por la helada, estaban negros por la san­gre, repugnantes. El pulgar, separado de los demás dedos por la pértiga utilizada para arrear a los ani­males, también había sido mordido por el frío, y le causaba un gran dolor. El monstruoso mocasín aún le envolvía el pie, y extraños dolores comenzaban a atenacearle la pierna. En Sesenta Millas se termi­naron los últimos fríjoles, que hacía tiempo que ra­cionaba, pero se negó, con firmeza, a tocar los huevos. No podía reconciliar sus pensamientos con la legiti­midad del acto, y trastabilló y cayó a lo largo del camino hacia la senda India. Allí un alce recién muerto y un veterano generoso dieron nuevas fuerzas, a él y a sus perros, y en Ainslie se sintió recompensado cuando una oleada de fugitivos, salidos de Dawson hacía cinco horas, le aseguraron que podría conse­guir un dólar y cuarto por cada huevo que tenía en su poder.
Llegó a las empinadas orillas, frente a las ca­bañas de Dawson, con el corazón palpitante y las rodillas flojas. Los perros estaban tan débiles, que se vio obligado a hacerlos descansar, y mientras es­peraba, se apoyó, flojo, contra la pértiga. Un hom­bre, un hombre de aspecto eminentemente decoroso, se acercó a pasos medidos, envuelto en un gran abrigo de piel de oso. Miró a Rasmunsen con curiosidad, luego se detuvo y paseó una mirada especulativa so­bre los perros y los tres trineos amarrados.
-¿Qué tiene? -inquirió.
-Huevos -contestó Rasmunsen con voz ronca; apenas podía elevar la voz por encima de un susurro.
-¡ Huevos! ¡Viva! ¡ Viva! -Saltó en el aire, gi­ró como un enloquecido, y terminó con media docena de pasos de una danza de guerra.
- No me diga... ¿Todo eso?
-Todo.
-Oiga, usted debe de ser el Hombre de los Hue­vos. -Caminó en torno y contempló a Rasmunsen desde el otro lado.- Vamos, ¿no es el Hombre de los Huevos?
Rasmunsen no lo sabía, pero suponía que sí, y el otro se tranquilizó un tanto.
-¿Qué espera obtener por ellos? -preguntó con cautela.
Rasmunsen se volvió audaz. -Un dólar y medio -respondió.
-¡Hecho! -exclamó el hombre con rapidez-. Déme una docena.
-Quiero... quiero decir un dólar y medio cada uno -explicó Rasmunsen, vacilante.
-Por supuesto. Ya le entendí. Que sean dos do­cenas. Aquí está el polvo.
El hombre extrajo un saludable saco de oro, del tamaño de una salchicha pequeña, y lo golpeó con ne­gligencia contra la pértiga. Rasmunsen experimentó un extraño temblor en la boca del estómago, un cos­quilleo en las fosas nasales y un deseo casi abrumador de sentarse y llorar. Pero empezaba a reunirse una muchedumbre curiosa, de ojos muy abiertos, y hombre tras hombre, pedía huevos. Él no tenía ba­lanza, pero el hombre del abrigo de piel de oso le con­siguió una, y con gran amabilidad pesó el polvo, mien­tras Rasmunsen entregaba las mercancías. Pronto hu­bo empellones, y codazos y hombros que empujaban, y un gran clamor. Todos querían comprar, y que se los sirviese primero. Y a medida que crecía la exci­tación, Rasmunsen se serenaba. Eso no servía. Tenía que haber algo detrás del hecho de que compraran con tanta avidez. Sería más prudente que primero descansase y estudiara el mercado. De cualquier mo­do, cuando quisiese vender, estaba seguro de obtener un dólar y medio.
-¡Basta! -gritó cuando hubo vendido un par de cientos-. Por ahora no hay más. Estoy agotado. Necesito conseguir una cabaña, y después pueden ir a verme.
Al escuchar esto se elevó un gemido, pero el hom­bre del abrigo de piel de oso aprobó. Veinticuatro de los huevos congelados repiqueteaban en sus amplios bolsillos, y no le importaba si el resto del pueblo co­mía o no. Además, leía con claridad que Rasmunsen se hallaba al cabo de sus fuerzas.
-Hay una cabaña a la vuelta de la segunda es­quina, a contar del Monte Carlo -le dijo-, la que tiene la ventana de botellas de soda. No es mía, pero soy el encargado de ella. El alquiler es de diez diarios, y por ese dinero es barata. Múdese en seguida, y lo veré más tarde. No se olvide de la ventana de botellas de soda. -Un momento después gritó.- ¡Hasta. luego! Me voy colina arriba, a comer huevos y soñar con mi hogar.
Camino de la cabaña, Rasmunsen recordó que es­taba hambriento, y compró unas pocas provisiones en la tienda, además de un biftec en la carnicería, y sal­món seco para los perros. Encontró la cabaña sin di­ficultades, y dejó a los perros enjaezados, mientras encendía el fuego y preparaba el café.
-Un dólar y medio cada uno... mil docenas... ¡dieciocho mil dólares! -mascullaba una y otra vez, mientras se dedicaba a sus labores.
Cuando dejó caer el biftec en la sartén, se abrió la puerta. Era el hombre del abrigo de piel de oso. Parecía llegar con decisión, como con alguna inten­ción explícita, pero cuando miró a Rasmunsen se aso­mó a su rostro Una expresión de perplejidad.
-Digo... es decir, digo.. . -comenzó a decir, y se interrumpió.
Rasmunsen se preguntó si quería el alquiler.
-Digo, maldita sea, ¿sabe?, los huevos están mal.
Rasmunsen se tambaleó. Le pareció que alguien le había asestado, por sorpresa, un golpe entre los ojos. Las paredes de la cabaña se movieron y se in­clinaron. Extendió la mano para sostenerse, y la apo­yó en la cocina. El intenso dolor y el olor a carne quemada lo volvieron en sí.
-Entiendo -dijo con lentitud, buscando el sa­co en el bolsillo-. Quiere que le devuelva el dinero.
-No se trata del dinero -replicó el hombre-. ¿Pero no tiene ningún huevo... bueno?
Rasmunsen meneó la cabeza. -Será mejor que tome el dinero.
Pero el hombre se negó y retrocedió.
-Volveré -dijo- cuando haya hecho su in­ventario y reciba lo que le corresponde. Rasmunsen arrastró a la cabaña el tajadero y llevó los huevos. Se dedicó al trabajo con calma. To­mó el hacha de mano y, uno por uno, cortó los hue­vos por la mitad. Examinó con cuidado las mitades y las dejó caer al suelo. Al principio tomó muestras de distintos cajones, pero luego, en forma delibera­da, vació un cajón por vez. En el piso, el montículo crecía. El café hirvió y se derramó, y el humo del biftec quemado inundó la cabaña. Cortó huevos con movimientos continuados y monótonos, hasta termi­nar con el último cajón.
Alguien golpeó a la puerta, tras un instante gol­peó de nuevo y entró.
-¡Qué porquería! -señaló, deteniéndose y ob­servando el escenario.
Los huevos partidos comenzaban a descongelar­se al calor de la cocina, y un olor pestilente se ha­cía cada vez más intenso.
-Debe de haber sucedido en el vapor -sugirió el otro.
Rasmunsen le lanzó una mirada prolongada y vacía.
-Soy Murray. El Gran Jim Murray ; todos me conocen -se presentó el hombre-. Acabo de ente­rarme de que sus huevos están podridos, y le ofrez­co doscientos por el total. No son tan buenos como el salmón, pero siguen siendo aceptables para los perros.
Rasmunsen parecía convertido en piedra. No se movió.
-Váyase al demonio -dijo sin apasionamiento.
-Piénselo. Me jacto de ofrecerle un precio de­cente por ese revoltillo, y es mejor que nada. Dos­cientos. ¿Qué me dice?
-Váyase al diablo -repitió Rasmunsen con suavidad-, y salga de aquí.
Murray abrió la boca con gran consternación, y luego salió con cuidado, hacia atrás, con la mirada fija en la cara del otro.
Rasmunsen lo siguió y soltó los perros. Les arro­jó todo el salmón que había comprado y se enrolló en la mano una correa de un trineo. Después vol­vió a entrar en la cabaña y corrió el cerrojo. El hu­mo del biftec convertido en cenizas le hizo arder los ojos. Se trepó al camastro, pasó la correa por la cum­bre y midió la caída con la vista. No pareció satis­facerle, pues colocó el taburete sobre el camastro y trepó a aquél. Formó un dogal al extremo de la co­rrea y metió la cabeza dentro de él. Aseguró el otro extremo. Después pateó el taburete.


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