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jueves, 12 de mayo de 2011

Jack London La Quimera del Oro









Jack London
La Quimera del Oro





Los buscadores de oro del Norte


«Donde las luces del Norte bajan por la noche
para bailar sobre la nieve deshabitada.»


-Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán. Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta la muerte.
Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores de oro de estirpe anglosajo­na. Por tanto, se calló la noticia, igual que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar en los tesoros que ocultaba.
Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra america­na, miles de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los «días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían que la veta de oro que corría a través de América desde el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica. Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del
océano Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena con madera de deriva.
Pero, para que se pueda comprender en toda su extensión esta colosal aventura, debe destacarse primero la novedad y el aislamiento de Alaska. El interior de Alaska y el territorio contiguo de Canadá eran una inmensa soledad. Sus cientos de miles de millas cuadradas eran tan oscuras e inexploradas como el África negra. En 1847, cuando los primeros agentes de la compañía de la Bahía de Hudson llegaron de las Montañas Rocosas por el río Mackenzie para cazar ilegalmente en la reserva del Oso Ruso, se creía que el Yukón corría hacia el norte y desembocaba en el Ártico. Cientos de millas más abajo se encontraban los puestos más avanzados de los comerciantes rusos. Estos tampoco sabían dónde nacía el Yukón, y fue mucho más tarde cuando rusos y sajones descubrieron que ocupaban el mismo gran río. Poco más de diez años más tarde, Frederick Whymper subió por el Gran Bend hasta Fuerte Yukón, debajo del Círculo Ártico.
Los comerciantes ingleses transportaban sus mercancías de fuerte en fuerte, desde la factoría York, en la bahía de Hudson, hasta Fuerte Yukón, en Alaska -un viaje entero exigía entre un año y año y medio—. Uno de sus desertores fue en 1867, al esca­par por el Yukón y alcanzar el mar de Bering, el primer homble blanco que cruzó el pasaje del noroeste por tierra, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Fue por entonces cuando se publicó la primera descripción acertada de buena parte del Yukón, efectuada por el doctor W. H. Ball, de la Smithsonian Institution. Pero nunca vio su nacimiento ni pudo apreciar la maravilla de aquella autopista natural.
No hay en el mundo río más extraordinario que éste. Nace en el lago Crater, a treinta millas del océano, y fluye a lo largo de 2.500 millas por el corazón del continente, para vaciarse en el mar. Un porteo de treinta millas y, luego, una autopista que mide una décima parte del perímetro terrestre.
En 1869, Frederick Whymper, miembro de la Royal Geographical Society, confirmó los rumores de que los indios chilcat hacían breves portes a través de la cadena de montañas costeras, desde el mar hasta el Yukón. Pero fue un buscador de oro que se dirigía al norte, siempre al norte, el primer hombre blanco que cruzó el terrible paso de Chilcoot y pisó la cabeza del Yukón. Ocurrió hace poco tiempo, pero el hombre se ha convertido en un pequeño héroe legendario. Se llamaba Holt, y la fecha de su hazaña se pierde ya en la bruma de la duda. 1872, 1874 y 1878 son algunas de las fechas indicadas, confusión que no se aclarará con el tiempo.
Holt penetró hasta Hootalinqua y, en su vuelta a la costa, informó acerca de la existencia de oro bruto. El aventurero siguiente del que se tiene noticia es Edward Bean, que encabezó una cuadrilla de veinticinco mineros desde Sitka hasta la tierra desconocida en 1880. Y en ese mismo año, otras cuadrillas (ahora olvidadas, pues, ¿quién recuerda ya los viajes de los buscadores de oro?) cruzaron el paso, construyeron barcazas con los troncos de los árboles y navegaron por el Yukón e incluso más al norte.
Y luego, durante un cuarto de siglo, los héroes desconocidos y sin elogiar lucharon contra el frío y buscaron a tientas el oro que intuían entre las sombras del polo. En su lucha contra las fuerzas terribles y despiadadas de la naturaleza volvieron a los tiempos primitivos, se vistieron con las pieles de animales salvajes y se calzaron con el mucluc1 de morsa y con mocasines de piel de alce. Se olvidaron del mundo y sus costumbres, igual que el mundo se olvidó de ellos. Se alimentaban de caza cuando la encontraban, comían hasta hartarse en tiempos de abundancia y pasaban hambre en tiempos de escasez, en su incesante búsqueda del tesoro amarillo. Cruzaron la tierra en todas las direcciones. Atravesaron, innumerables ríos desconocidos en precarias canoas de corteza, y con raquetas de nieve y perros abrieron caminos por miles de millas de silencio blanco, donde jamás había pisado el hombre. Avanzaron a duras penas, bajo la aurora boreal o el sol de medianoche, con temperaturas que oscilaban entre los cien grados sobre cero y ochenta bajo cero2, viviendo, en el severo humor de la tierra, de «huellas de conejo y tripas de salmón».
Hoy día, un hombre puede desviarse de la ruta durante cien días y, cuando se felicita de pisar por fin tierra virgen, se encontrará con alguna cabaña vieja y derrumbada, y olvidará su desencanto al admirar al hombre que puso los troncos. No obstante, si uno se desvía de la ruta la distancia suficiente y toma senderos suficientemente tortuosos, puede dar por casualidad con unos cuantos miles de millas cuadradas para él solo. Por otra parte, por mucho que se desvíe por senderos tortuosos, siempre queda la posibilidad de tropezar no sólo con una cabaña abandonada, sino con una habitada.
No hay mejor ejemplo de esto y de la vastedad de la tierra que el caso de Harry Maxwell. Marinero experto, natural de New Bedford, Massachusetts, encalló su barco, el velero Fannie E. Lee, en el hielo ártico. Pasó de un ballenero a otro y terminó en Point Barrow en el verano de 1880. Se hallaba al norte de la región septentrional y, desde esta ventajosa posición, decidió partir hacia el sur por el interior en busca de oro. Al otro lado de las mon­tañas de Fuerte Macpherson y a unos centenares de millas al oeste del Mackenzie, levantó una cabaña y estableció su cuartel general. Y aquí, durante nueve años ininterrumpidos, se buscó la vida y prosperó. Recorrió las tierras que van desde los hielos permanentes del norte hasta el gran lago Slave. Aquí conoció a Warburton Pike, escritor y explorador, uno de los pocos inciden­tes de su solitaria vida.
Cuando el marinero-minero acumuló veinte mil dólares en oro, llegó a la conclusión de que la civilización valía la pena para él, empezó a «partir para el exterior». Desde el Mackenzie subió por el Little Peel hasta su nacimiento, encontró un paso a través de las montañas, casi se murió de hambre al cruzar las Porcupine Hills, y finalmente alcanzó el río Yukón, donde se enteró por primera vez de la existencia de los buscadores de oro del Yukón y sus descubrimientos. Habían estado trabajando allí durante veinte años, siendo prácticamente vecinos en una tierra tan vasta. En Victoria, en la Columbia Británica, antes de partir hacia el oeste por el Pacífico canadiense (de cuya existencia se acababa de enterar), comentó lleno de emoción que tenía fe en la cuenca del Mackenzie y que pensaba volver después de visitar la feria mundial y de tomar un par de bocanadas de civilización.
¡La fe! No podrá mover montañas, pero sí ha levantado el Norte. Ningún mártir cristiano tuvo jamás tanta fe como los pioneros de Alaska. Nunca dudaron de la estéril y desierta tierra. Los que llegaron se quedaron, y cada vez llegaban más y más. No podían marcharse. «Sabían» que el oro estaba allí, y persistieron en su empeño. De algún modo, el romanticismo de la tierra y la prospección se les había metido en las venas, y el hechizo de todo aquello los retenía sin poder soltarlos. Uno tras otro, después de sufrir las más terribles privaciones, se sacudían el barro de los mocasines y se marchaban para siempre. Pero la primavera siguiente los encontraba siempre navegando por el Yukón, entre las acumulaciones de hielo.

Jack McQuestion justifica acertadamente la atracción del Norte. Después de "residir allí durante treinta años, insiste en que el clima es delicioso y declara que cuando hace un viaje a los Estados Unidos sufre de nostalgia. Es evidente que el Norte lo ha atrapado y lo tendrá bien sujeto hasta que muera. De hecho, para él, morir en otro lugar sería antiestético y poco sincero. De los tres pioneros «pioneros», sólo vive Jack McQuestion. En 1871, de uno a siete años antes de que Holt cruzase el paso de Chilcoot, McQuestion llegó al Yukón en compañía de Al Mayo y Arthur Harper, por la ruta de la compañía de la Bahía de Hudson, desde el Mackenzie hasta Fuerte Yukón. Los nombres de estos tres hombres y sus vidas van unidos a la historia del país, y, mientras existan historias y mapas, se recordarán los ríos Mayo y McQuestion, así como los pueblos de Harper y Ladue, cerca de Dawson. Como agente de la compañía Comercial de Alaska, McQuestion construyó en 1873 Fuerte Reliance, a seis millas más abajo del río Klondike. En 1898 este escritor conoció a Jack McQuestion en Minook, en el bajo Yukón. El viejo pionero, aunque canoso, estaba sano y fuerte, y tan optimista como cuando hizo su primer viaje a la tierra del Círculo Ártico. No hay hombre más querido en tOdo el norte. Dejará una gran tristeza cuando su alma indaga­dora cruce la Ultima Divisoria «más al norte», tal vez, ¿quién sabe?
Frank Dinsmore es un buen ejemplo de los hombres que levantaron el territorio del Yukón. Era un yanqui nacido en Auburn, Maine, al que la Wanderlust3 había agarrado pronto por los talones, y a los dieciséis años se hallaba de camino hacia el oeste, con rumbo «más al norte». Buscó oro en las Black Hills, Montana, y en Coeur d'Alene. Luego escuchó la llamada del Norte y subió hasta Juneau, en la frontera de Alaska. Pero el Norte seguía llamando cada vez con más insistencia, y no descansó hasta llegar a Chilcoot y a la misteriosa Tierra Silenciosa. Esto ocurrió en 1882, y siguió la cadena de lagos, bajando por el Yukón y subiendo por el Pelly, y probó suerte en las barras del río McMillan. En el otoño, hecho un esqueleto deambulante, volvió del Paso en medio de una tormenta, con una camisa desgarrada, un mono roto y un puñado de harina cruda.
Pero no tenía miedo. Ese invierno trabajó a jornal en Juneau y a la primavera siguiente se encontró con los talones de sus mocasines vueltos hacia el agua salada, de cara a Chilcoot. Esto se repitió la primavera siguiente, y la que siguió a ésta, hasta que en 1885 cruzó el Paso para siempre. No volvería hasta dar con el oro que buscaba.
Pasaron los años, pero permaneció fiel a su decisión. Durante once largos años, con raquetas de nieve y una canoa, un pico y una criba, escribió su vida en la superficie de la tierra. Buscó detenidamente oro en el alto, en el medio y en el bajo Yukón. Hacía la cama en cualquier parte. Ni en invierno ni en verano portaba tienda de campaña ni hornillo, y su manta de piel de liebre ártica, de seis libras de peso, era la cubierta más caliente que jamás le vieron. Su dieta consistía principalmente en «huellas de conejo y tripas de salmón», ya que dependía, en gran parte, de su rifle y de su aparejo de pescar. Su resistencia era tan grande como su valentía. Una vez levantó, en una apuesta, trece sacos de harina de cincuenta libras cada uno, y se fue caminando con ellos. Después de terminar un viaje de setecientas millas de hielo a cuarenta millas por hora, llegó al campamento a las seis de la tarde y halló que se estaba celebrando un baile. Debía estar agotado. De todos modos sus muclucs estaban helados, pero Se los quitó de una patada y estuvo bailando toda la noche en calcetines.
Mas, al fin, le llegó la suerte. La búsqueda había terminado, recogió su oro y partió para el exterior. Y Su propio fin fue tan digno como el de su búsqueda. En San FranciSco le atacó una enfermedad y su espléndida vida se extinguió paulatinamente mientraS permanecía sentado en un sillón del hotel comercial, la «casa de los del Yukón». Los médicos le visitaban, discutían y consultaban, mientras que él preparaba más planes para sus aventuras en el Norte, pues todavía lo aferraba el Norte, sin querer Soltarlo. Cada día se debilitaba más y más, y todos los días repetía lo mismo: mañana eStaré bien. Otros viejos «de permiSo» iban a viSitarlo. Se limpiaban los ojos y maldecían en voz baja, luego entraban y converSaban alegremente largo rato sobre su vuelta conjunta, cuando llegaSe la primavera. Pero su largo camino terminó allí, en el gran sillón, y la vida le abandOnó con el «máS al norte» fijo todavía en Su mente.
El hambre amenazaba negra y temible desde los tiempos del primer hombre blanco. Era ya crónica para los indios y los esquimales, y también llegó a serlo para los buscadores de oro. Siempre estaba presente y la vida llegó a expresarse en términos de «comida», midiéndose en tazas de harina. Todos los inviernos, de ocho meses de duración, los héroes del frío Se enfrentaban al hambre. Al avanzar el otoño, se hizo costumbre el que los compañeros cortasen la baraja o sacasen pajitas para decidir quién tomaría el peligroso camino hacia el agua salada y quién permanecería y resistiría en la peligrosa oscuridad de la noche ártica.
Nunca quedaba comida Suficiente para que toda la población sobreviviera el invierno. La compañía A. C. hacía grandes esfuerzos para conseguir los alimentos, pero los buscadores de oro llegaban cada vez con mayor rapidez y se arriesgaban con mayor audacia. Cuando la compañía A. C. añadió un nuevo buque de vapor a su flota, los hombres dijeron:
Ahora tendremos en abundancia.
Pero acudieron más buscadores de oro que cruzaban hacia el sur, más voyageurs4 y comerciantes de pieles que se abrían forzosamente paso hacia el eSte por las montañas Rocosas, más cazadores del mar y aventureros de la costa que llegaban del oeste, del mar de Bering, más marineros, desertores de los balleneros, por el norte, y todos compartían el hambre de una manera fraternal. Se sumaron otros buques de vapor, pero la ola de buscadores de oro era siempre superior. Entonces apareció en escena la compañía N. A. T. & T., y ambas compañías aumenta­ron progresivamente sus flotas. Pero siempre era el mismo cuento: el hambre no desaparecía. De hecho, el hambre aumenta­ba a medida que lo hacía la población, hasta que en el invierno de 1897 al 1898 el gobierno de los Estados Unidos se vio obligado a enviar una expedición de socorro. Pero, como siempre, los compañeros seguían cortando la baraja y sacando pajitas, y permanecían o partían hacia el agua salada según decidiera la suerte. La experiencia los había hecho sabios, y les había enseñado a no confiar en las expediciones de socorro. Habían oído hablar de esas cosas, pero ningún mortal les había echado el ojo encima.
La mala suerte de otras regiones mineras no es nada en comparación con la mala suerte del norte. En cuanto a los sufrimientos y penalidades no pueden describirse en suficientes páginas de imprenta ni contarse de boca en boca. Nadie que no las haya padecido puede saberlo. Y quienes las han sufrido afirman que, cuando Dios hizo el mundo, se cansó y, cuando llegó a su última carretilla, «la tiró de cualquier manera». Así surgió Alaska. No hay ningún concepto de la vida que pueda explicárselo al que se queda en casa, pero son los mismos hombres los que, a veces, nos dan la pista acerca de sus rigores. Un viejo minero de Minook atestiguó lo siguiente:
-¿No has observado la expresión de nuestras caras? Puedes distinguir a un recién llegado en cuanto lo veas. Parece una persona vivaz, entusiasta, tal vez alegre. Nosotros, los viejos mineros, siempre estamos serios, a no ser que estemos bebiendo.
Otro viejo, en medio de la amargura de una «nostalgia por el hogar», se imaginaba como un marciano que le explica a un amigo las instituciones de la tierra con ayuda de un poderoso telescopio.
-Ahí están los continentes -indicó- y allí, cerca del polo, existe un país helado, ardiente, solitario y apartado llamado Alaska. En otros países y estados hay grandes asilos para locos y, aunque estén repletos de gente, no son suficientes. Y a Alaska se mandan los casos más difíciles. De vez en cuando alguna criatura loca recupera la razón en aquellas terribles soledades y, con sorprendente alegría, huye de esas tierras y vuelve a toda prisa a su hogar. Pero la mayoría de los casos son incurables. Los pobres diablos siguen penando, se olvidan de su vida anterior o la recuerdan como un sueño. El Norte vuelve a aferrarlos y no los deja marchar, pues la mayoría de los casos son incurables.
La batalla contra el frío y el hambre duró un cuarto de siglo. La propia severidad de la lucha contra la naturaleza parecía convertir a los buscadores de oro en personas amables para consigo mismos. Las puertas estaban siempre abiertas y la mano abierta estaba a la orden del día. Se desconocía la desconfianza y no era hiperbólico el que un hombre se desprendiera de su camisa para dársela a un compañero. En relación con esto, lo más significativo de todo tal vez fuese la costumbre, vigente por aquellos días, de que, cuando llegaba el primero de agosto, se les permitía a los buscadores de oro que no habían hallado grava aurífera ir a las tierras de sus compañeros más afortunados y obtener lo suficiente para la comida del próximo año.
En 1885 se llevaban a cabo unas extracciones muy ricas en el río Stewart, y en 1886 se descubrió la Barra de Cassiar, justo por debajo de la desembocadura del Hootalinqua. Fue por entonces cuando se efectuó el primer descubrimiento mediano en el arroyo Cuarenta Millas, llamado así porque se calculaba que esa era la distancia que lo separaba de Fuerte Reliance, construido por Jack McQuestion. Un buscador de oro llamado Williams partió para el exterior con perros e indios para llevar la noticia, pero sufrió tales penalidades en la cumbre de Chilcoot, que le llevaron moribundo a la tienda del capitán John Healy, en Dyea. Pero había llevado la noticia: ¡oro bruto! En menos de tres meses, más de doscientos mineros cruzaron en estampida Chilcoot, desde Cuarenta Millas.
Un hallazgo siguió a otro: Sesenta Millas, Miller, Glacier Birch, Franklin y el Koyokuk. Pero todos fueron descubrimientos modestos, y los mineros seguían soñando y buscando la corriente fabulosa, «Demasiado Oro», donde el oro era tan abundante que había que echar la grava en las esclusas para lavarla.
Y durante todo este tiempo, el Norte preparaba su propia broma. Fue una gran burla, aunque sumamente amarga, e indujo a los viejos a creer que la tierra se queda a oscuras la mayor parte del año, porque Dios se marcha y la abandona a su suerte. Después de todos los riesgos, de tanto faenar y esforzarse, el destino quiso que tan sólo unos cuantos héroes llegasen hasta el final, cuando Demasiado Oro entregó a la luz su tesoro amarillo.
En primer lugar estaba Robert Henderson, y se trata de una historia verdadera. Henderson tenía fe en el distrito de Río Indio. Durante tres años, dependiendo únicamente de su rifle y viviendo de carne la mayor parte del tiempo, prospectó él solo muchos de los afluentes del río Indio, faltándole poco para descubrir los ricos riachuelos, Sulphur y Dominion, y consiguió sacarse un jornal (un pobre jornal) de los arroyos Quartz y Australia. Luego cruzó la divisoria entre Río Indio y el Klondike, y en uno de los «afluentes» de este último encontró ocho centavos por criba. Este producto se consideraba excelente en aquellos días. Bautizó el arroyo con el nombre, de «Fondo Dorado», volvió a cruzar la divisoria y convenció a tres hombres, Munson, Dalton y Swanson, para que regresaran con él. Entre los cuatro sacaron setecientos cincuenta dólares. Permítasenos subrayar una y otra vez que este fue el primer oro que jamás se sacó y lavó en el Klondike. Y resaltemos también que Robert Henderson fue el descubridor del Klondike, pese a todas las mentiras y cuentos en contrario.
Al quedarse sin comida, Henderson volvió a cruzar la divisoria, bajó por el río Indio y subió por el Yukón hasta Sesenta Millas. Aquí llevaba la factoría Joe Ladue, y aquí fue donde inicialmente Joe Ladue había abastecido de comida a Henderson. Este contó su historia y una docena de hombres (todos los que había) desertaron de la factoría para marcharse al escenario del hallazgo. Henderson convenció también a una partida de busca­dores de oro que se encaminaban al río Stewart para que renunciasen a su viaje y se fuesen a trabajar con él. Cargó su bote de provisiones, navegó corriente abajo por el Yukón hasta la desembocadura del Klondike y lo remolcó y remó contra corriente hasta llegar a Fondo Dorado. Pero en la desembocadura del Klondike conoció a George Carmack, y aquí es donde empieza la historia.
George Carmack era un squawman5. Se le conocía familarmente por el nombre de «Siwash George» -término despectivo que circulaba por su simpatía hacia los indios-. Cuando Henderson lo encontró, estaba pescando salmón con su mujer india y sus familiares en el lugar que luego se convertiría en Dawson, la dorada ciudad de las nieves. Henderson, rebosante de buena voluntad y con las manos abiertas, le contó a Carmack su hallazgo. Pero éste se sentía a gusto en su situación. No lo poseía el deseo imperioso de llevar una vida tan difícil. Los salmones le bastaban. Henderson, empero, lo animó a seguirle, haSta que, una vez convencido, se quiso llevar a toda la tribu con él. Henderson se negó a ello y le dijo que sus amigos de Sesenta Millas tenían preferencia sobre los siwashes. Y se rumorea que dijo algunas cosas nada agradables acerca de los siwashes.

A la mañana siguiente Henderson subió solo el Klondike hasta Fondo Dorado. Carmack, ya despierto, tomó un atajo a pie que conducía al mismo lugar. Acompañado de sus dos cuñados indios, Skookum Jim y Tagish Charley, subió por el arroyo Rabbit (llamado ahora Bonanza), cruzó Fondo Dorado y limitó su concesión, situada junto al descubrimiento de Henderson. Por el camino había sacado unas paladas de tierra en el arroyo Rabbit y le enseñó a Henderson sus resultados. Henderson le hizo prome­ter que, si encontraba algo a su regreso, le enviaría a uno de los indios con la noticia. Henderson accedió asimismo a pagarle sus servicios, pues presentía que se hallaba tras la pista de algo grande y quería estar seguro de ella.
Carmack regresó por el arroyo Rabbit. Mientras dormitaba a su orilla, a una media milla más abajo de la desembocadura de lo que más tarde se conocería como Eldorado, Skookum Jim probó suerte y sacó entre diez centavos y un dólar por criba en excavaciones superficiales. Carmack y su cuñado deslindaron las zonas altas de Cuarenta Millas, cumplimentaron las concesiones ante el capitán Constantine, y rebautizó el arroyo con el nombre de Bonanza. Se olvidaron de Henderson. No le llegó ni una palabra. Carmack había roto su promesa.
Semanas más tarde, cuando Bonanza y Eldorado estaban deslindados de punta a punta y ya no quedaba terreno libre, una expedición de tardíos cruzó la divisoria hasta Fondo Dorado, donde todavía trabajaba Henderson. Cuando le dijeron que venían de Bonanza, se quedó perplejo. Nunca había oído hablar de semejante lugar. Pero, cuando se lo describieron, reconoció en él al arroyo Rabbit. Luego le hablaron de sus maravillosas riquezas, y según la versión de Tappan Adney, cuando Henderson se percató de lo que había perdido por la traición de Carmack, «arrojó la pala y se sentó en la orilla tan apesadumbrado, que tardó cierto tiempo en recuperar el habla».
Quedaba el resto de los veteranos, los hombres de Cuarenta Millas y de Circle City. Cuando dieron con el hallazgo, casi todos ellos estaban al oeste, trabajando en las viejas prospecciones o buscando otras nuevas. Como ellos mismos decían, eran el tipo de hombres que siempre los cogía con el tenedor cuando llovía sopa. Muy pocos mineros viejos tomaron parte en la estampida que siguió a las noticias del hallazgo de Carmack. No estaban allí para tomar parte. Pero los que sí participaron en la estampida eran mayormente los inútiles, los recién llegados y los que siempre andaban en los campamentos. Y mientras Bob Henderson siguió trabajando a pesar de todo, hacia el este, y los héroes siguieron hacia el oeste, los novatos y los derrochadores deslindaron el Bonanza.
Pero el Norte no había terminado aún su broma. Cuando llegó el otoño y los héroes volvieron a Cuarenta Millas y Circle City, escucharon tranquilos los relatos acerca de los hallazgos de los siwashes y las exploraciones de los gandules, y negaron con la cabeza. juzgaban por el calibre de los hombres implicados en ellos y lo calificaban de estafa. Pero del Yukón seguían llegando noticias doradas y algunos veteranos subieron a investigar. Observaron el suelo y concluyeron que era la tierra menos apropiada para el oro que jamás vieran en su vida. Bajaron de nuevo al río, «dejándolo para los suecos».
El Norte les devolvió la pelota. El buscador de oro de Alaska es proverbial no tanto por su poca credibilidad como por su incapacidad para contar la verdad exacta. En una tierra de exageraciones tiende a hacer una descripción hiperbólica de los hechos. Pero, cuando llegó al Klondike, no pudo exagerar la verdad más de lo que ésta era. Al principio Carmack logró cribas de un dólar. Mintió cuando dijo que eran de dos dólares y medio. Y, cuando quienes lo ponían en duda sí consiguieron cribas de dos dólares y medio, decían que obtenían cribas de una onza. Y he aquí que, cuando la especie empezaba a circular, no sacaban una onza sino cinco. Entonces decían que eran de seis onzas, pero, al llenar una criba para demostrar que era falso, lavaron doce onzas. Y así continuaron las cosas. Mentían valientemente, pero la realidad siempre excedía a sus relatos.
Mas la broma ártica del Norte todavía no había concluido. Una vez deslindadas todas las concesiones del Bonanza, desde su desembocadura a su nacimiento, quienes habían fracasado en sus intentos de «entrar» subieron tristes y disgustados por los afluentes. Eldorado era uno de estos afluentes, y, después de localizarlo, muchos hombres le volvieron la espalda y no le otorgaron un segundo pensamiento. Un hombre vendió su media participación de 500 pies por un saco de harina. Otros dueños vagaban de un lado a otro intentando estafar a los demás sus concesiones por una canción. Entonces «apareció» Eldorado. Era mucho, muchísimo más rico que Bonanza, con un valor medio de mil dólares por pie cuadrado.
Un sueco llamado Charley Anderson había trabajado en el arroyo Miller el año del hallazgo y llegó a Dawson con unos cientos de dólares. Dos mineros, que habían registrado el número 29 Eldorado, decidieron que era el hombre apropiado para largarle la concesión. Era demasiado avispado para conven­cerlo en estado sobrio y, por tanto, lo emborracharon con un gasto considerable. Aun así resultaba un trabajo difícil, pero lo mantuvieron ebrio durante algunos días y, finalmente, lo persua­dieron para que les comprase el número 29 por setecientos cincuenta dólares. Cuando Anderson se despejó, lloró su locura y les suplicó que le devolvieran su dinero. Pero quienes le habían engañado eran de corazón duro. Se rieron de él y se maldijeron por no haberle sacado unos cientos de dólares más. A Anderson no le quedaba más remedio que trabajar la tierra baldía. Así lo hizo y le sacó más de tres cuartos de millón de dólares.
Los veteranos no creyeron en las nuevas excavaciones hasta que Frank Dinsmore, que ya poseía grandes concesiones en el arroyo Birch, tomó parte en ellas. Dinsmore recibió una carta de un hombre del lugar, diciéndole que era «lo más grande del mundo». Así que ató sus perros y subió a investigar. Cuando escribió a casa diciendo que nunca había visto «cosa igual», Circle City se lo creyó por primera vez y se precipitó de repente en una de las estampidas más salvajes que jamás viera la región. Se llevaron todos los perros, muchos se fueron sin ellos y hasta las mujeres, los niños y los enfermos emprendieron un camino de trescientas millas de hielo a través de la larga noche ártica tras la cosa más grande del mundo. Se dice que sólo quedaron en Circle City veinte personas cuando el humo del último trineo desapare­ció por el Yukón, casi todas ellas inválidas e incapaces de viajar.
Desde ese momento se descubrió oro en toda clase de lugares, bajo las raíces de la hierba de las laderas, en el fondo de la isla de Montecristo y en las arenas del mar de Nome. Y ahora, el buscador de oro conocedor de su oficio elude los lugares de «aspecto favorable», confiado en que la sabiduría que tanto le ha costado adquirir lo llevará a encontrar más oro en los sitios que parecen menos apropiados. A veces se alegan estas razones para sustentar la teoría de que serán los buscadores de oro y no los exploradores los hombres que, en última instancia, conquistarán el polo. ¡Quién sabe! Lo llevan en la sangre y son capaces de ello.


El silencio blanco


-Carmen no durará más de un par de días.
Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.
-Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo -dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal-. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Echale una ojeada a Shookum, es...
¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.
-Conque sí, ¿eh?
Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.
Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.
-Yo añadiré otra apuesta contra ésa -contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse . Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?
La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.
-A partir de hoy no habrá más almuerzos -dijo Malemute Kid-. Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto puedan.
-Y pensar que yo fui una vez presidente de una congrega­ción metodista y enseñaba en la catequesis... -habiéndose desembarazado distraídamente de esto, Mason se dedicó a con­templar sus humeantes mocasines, pero Ruth le sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso-. ¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tennessee. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo más, ni tampoco llevarás mocasines.
Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco que había visto..., el primer hombre que había conocido que trataba a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga.
-Sí, Ruth -continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica en la que sólo se podían entender-. Espera a que recojamos y partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas..., grandes montañas que danzan subiendo y bajan­do todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos, tan lejos... viajas diez­jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas -enumeró gráfica- j mente los días con sus dedos-; siempre agua, malas aguas. Entonces llegas a un gran poblado, mucha gente, tanta como los mosquitos del próximo verano. Tiendas tan altas... como diez, veinte pinos. ¡Hi yu skookum!6
Se detuvo impotente, echándole una mirada suplicante a Malemute Kid, y laboriosamente colocó por señas los veinte pinos, punta sobre punta. Malemute Kid sonrió con alegre cinismo; pero los ojos de Ruth se abrieron con asombro y placer; creía a medias que le estaba engañando, y tal condescendencia halagaba su pobre corazón de mujer.
-Y luego entras en una... caja, y ¡zas!, subes hacia arriba -lanzó su taza vacía al aire para ilustrarlo, y mientras la cogía hábilmente gritó : Y ¡paf!, bajas de nuevo. ¡Ah, grandes hechiceros! Tú vas a Fort Yukón, yo voy a Artic City... veinticinco jornadas... Entre los dos cable muy largo, todo seguido... cojo el cable... Yo digo: «¡Hola, Ruth! ¿Cómo estás?»... y tú dices: «¿Eres mi buen esposo?»... y yo digo: «Sí»... y tú dices: «No puedo hacer buen pan, no queda levadura.» Entonces digo: «Mira en el escondrijo, bajo la harina; adiós.» Tú miras y encuentras mucha levadura. Todo el tiempo tú en Fort Yukón y yo en Artic City. ¡Gran hechicero!
Ruth sonrió tan ingenuamente con el cuento de hadas, que los hombres estallaron en carcajadas. Una pelea entre los perros vino a cortar por lo sano las maravillas de El Exterior, y para cuando separaron a los combatientes, Ruth había amarrado los trineos y estaba lista para el camino.
-¡Arre! ¡Baldy! ¡Arre!
Mason restalló diestramente el látigo y, mientras los perros aullaban débilmente en sus correas, abrió la marcha tirando de la vara del trineo. Ruth le seguía con el segundo grupo de perros, dejando a Malemute Kid, que la había ayudado a partir, cerrar la marcha. Un hombre fuerte, una bestia, capaz de derrumbar a un buey de un golpe, no podía soportar pegar a los pobres animales, y los mimaba como raramente hace un conductor de perros..., es más, casi lloraba con ellos en su miseria.
-¡Venga, adelante, pobres bestias doloridas! -murmuró, después de varios intentos infructuosos por arrancar. Pero su paciencia se vio recompensada al fin, y, aunque gimiendo de dolor, se apresuraron a reunirse con sus compañeros.
Ya no hubo más conversación; la dificultad del camino no permite tales lujos. Y entre todas las faenas, la de la ruta del Norte es la peor. Dichoso el hombre que puede soportar una jornada de viaje a base de silencio, y eso en una ruta ya abierta. Pues de todas las descorazonadoras tareas, la de abrir camino es la peor. A cada paso las grandes raquetas se hunden hasta que la nieve llega a la altura de las rodillas. Luego, hacia arriba, derecho hacia arriba, pues la desviación de una fracción de pulgada es anuncio cierto del desastre; la raqueta se eleva hasta que la superficie queda limpia; luego adelante, abajo, el otro pie se eleva perpendicular a media yarda. El que lo intenta por primera vez puede sentirse feliz, si evita colocar las botas en esa peligrosa cercanía y caer sobre la traicionera superficie, se rendirá exhausto después de cien yardas; el que puede mantenerse alejado de los perros por un día entero puede muy bien meterse en su saco de dormir con la conciencia tranquila y un orgullo fuera de toda comprensión. Y el que viaja veinte jornadas sobre la larga ruta es un hombre que merece la envidia de los dioses.
La tarde pasó, y con el respeto nacido del silencio blanco, los i silenciosos viajeros se aplicaron a su trabajo. La naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. Única señal de vida que viaja a través de las espectrales inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia, se da cuenta de que su vida no vale más que la de un gusano. Surgen extraños pensamientos no llamados, y el misterio de todas las cosas pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Entonces, si alguna vez ocurre, el hombre camina solo con Dios.
Así pasó lentamente el día. El río trazaba un gran meandro y Mason dirigió su partida hacia él a través del estrecho cuello de tierra. Pero los perros retrocedieron ante la empinada ribera. Una y otra vez, a pesar de que Ruth y Malemute Kid empujaban el trineo, resbalaban de nuevo hasta el fondo. Entonces vino el esfuerzo supremo. Las miserables criaturas, debilitadas por el hambre, reunieron sus últimas fuerzas. Arriba, arriba... El trineo
se detuvo en la cima de la ladera, pero el perro que iba a la cabeza giró toda la reata hacia la derecha, enredando las raquetas de Mason. El resultado fue desastroso. Mason cayó de repente al suelo; uno de los perros se derrumbó sobre sus arneses; y el trineo se volcó hacia atrás, arrastrando de nuevo todo hasta el fondo.
¡Zas! El látigo cayó sobre los perros salvajemente, sobre todo en el que había tropezado.
-¡No, Mason! -suplicó Malemute Kid-. El pobre diablo no puede más. Espera y engancharemos mis perros.
Mason retuvo el látigo intencionadamente hasta que se apagó la última palabra, entonces restalló el largo látigo, rodeando completamente el cuerpo de la criatura culpable. Carmen por­que de Carmen se trataba- se agazapó en la nieve, lloró lastimosa y se volvió sobre el costado.
Era un momento trágico, un patético incidente del camino: un perro agonizante.y dos compañeros enfurecidos. Ruth miró ansiosamente de un hombre al otro. Pero Malemute Kid se contuvo, aunque había un mundo de reproche en sus ojos, e inclinándose sobre el perro cortó las correas. No pronunciaron ni una palabra. Ataron a los perros en doble hilera y superaron la dificultad; los trineos estaban de nuevo en camino, con el perro moribundo arrastrándose detrás. Mientras el animal pueda viajar no se le sacrifica, se le ofrece esta última oportunidad, arrastrarse hasta el campamento si puede, con la esperanza de que allí se mate un alce.
Arrepentido ya de su ataque de ira, pero demasiado terco para enmendarse, Mason faenaba a la cabeza de la cabalgata, sin imaginarse que el peligro flotaba en el aire. La leña caída se apilaba densamente en el protegido suelo, y a través de ella se abrieron paso. A cincuenta pies o más del camino se alzaba un alto pino. Durante generaciones había permanecido allí, y durante generaciones el destino había tenido este único fin previsto. Quizás se había decretado lo mismo para Mason.
Se agachó para atarse el cordón del mocasín. Los trineos se detuvieron y los perros se tumbaron en la nieve sin un gemido. La quietud era extraña; ni un soplo hacía crujir el bosque cubierto de escarcha. El frío y el silencio del espacio habían helado el corazón y apagado los temblorosos labios de la naturaleza. Un suspiro latió en el aire. No lo oyeron, más bien lo sintieron, como la premonición de un movimiento en el vacío inmóvil. Entonces el gran árbol, cargado con su peso de años y nieve, representó su papel en la tragedia de la vida. Oyó el estrépito de advertencia e intentó saltar, pero, casi en pie, recibió el golpe de lleno en el hombro.
El súbito peligro, la muerte repentina... ¡Cuán a menudo se había enfrentado a ella Malemute Kid! Las ramas del pino aún temblaban mientras daba órdenes y entraba en acción. Tampoco se desmayó ni elevó la voz en lamentos inútiles la muchacha india, como podían haber hecho sus hermanas blancas. Cumplien­do las órdenes del hombre, echó su peso sobre el extremo de una palanca improvisada, aliviando el peso y escuchando los gemidos de su esposo, mientras Malemute Kid atacaba el árbol con el hacha. El acero repicaba alegremente al morder el tronco helado, cada golpe acompañado por una respiración audible y forzada, el «¡huh!» «¡huh!» del leñador.
Al fin Kid tendió sobre la nieve a la lastimosa criatura que una vez fuera hombre. Pero peor que el dolor de su compañero era la muda angustia reflejada en la cara de la mujer, la mirada mezcla de esperanza y desesperación. Se cruzaron pocas palabras. Los de las tierras del Norte aprenden pronto la futilidad de las palabras y el valor inestimable de los hechos. Con la temperatura a sesenta y cinco bajo cero, un hombre no puede permanecer tumbado en la nieve por muchos minutos y sobrevivir. Por tanto, cortaron las correas del trineo y tendieron a la víctima, envuelta en pieles, en un lecho de ramas. Ante él ardía un fuego, hecho de la misma madera que había provocado la desgracia. Detrás de él, y cubriéndolo parcialmente, estaba extendido un toldo primitivo, un trozo de lona que captaba las radiaciones de calor y las devolvía hacia él, un truco que conocen los hombres que estudian física en sus fuentes.
Los hombres que han compartido su lecho con la muerte saben cuándo les llama. Mason estaba terriblemente machacado. El examen más superficial así lo revelaba. Tenía rotos el brazo derecho, la pierna y la espalda; sus miembros estaban paralizados desde las caderas; y la probabilidad de heridas internas era grande. El único signo de vida era un gemido ocasional.
Ninguna esperanza; no había nada que hacer. La noche implacable se deslizó lentamente sobre ellos. Ruth sufría con el desesperado estoicismo de su raza, y nuevas arrugas acudían al rostro de bronce de Malemute Kid. De hecho, Mason sufría menos que ninguno, pues estaba al este de Tennessee, en las grandes montañas Smokey, reviviendo escenas de su niñez. Y lo más patético era la melodía de su ya olvidado nativo dialecto sureño, mientras deliraba sobre las charcas en que nadaba, las cazas de mapache y robos de sandías. A Ruth le sonaba a chino, pero Kid comprendía, y sentía, sentía como sólo puede sentir alguien aislado durante años de la civilización.
La mañana devolvió la consciencia al hombre postrado, y Malemute Kid se inclinó sobre él para captar sus susurros.
¿Recuerdas cuando nos encontramos en el Tanana, hará cuatro años en el próximo deshielo? No me importaba mucho entonces. Creo más bien que era bonita, y había un toque de - emoción en todo ello. Pero, sabes, he llegado a tenerle un gran , afecto. Ha sido una buena esposa para mí, siempre a mi lado en las dificultades. Y cuando llega la
hora de comerciar, no hay otra igual. ¿Recuerdas aquella vez que disparó a los rápidos de Moosehorn para sacarnos a ti y a mí de esa roca, y las balas azotaban el agua como granizo? ¿Y cuando el hambre en Nukluyeto? ¿O cuando se adelantó al deshielo para traernos la noticia? Sí, ha sido una buena esposa para mí, mejor que la otra. ¿No sabías que antes estuve casado? Nunca te lo dije, ¿verdad? Pues lo ensayé otra vez, en Estados Unidos. Por eso estoy aquí. Habíamos crecido juntos. Me vine para. darle una oportunidad de que le concedieran el divorcio. Lo consiguió.
»Pero eso no tiene nada que ver con Ruth. Pensé en recoger todo y salir para El Exterior el año que viene, ella y yo, pero es demasiado tarde. No la mandes de nuevo con su gente, Kid. Es muy duro tener que volver. ¡Piénsalo! Casi cuatro años a base de nuestro bacon, judías, harina y fruta seca, y volver a su pescado y caribú. No es bueno que haya conocido nuestras costumbres, llegar a ver que son mejores que las de su pueblo, y luego volver a ellas. Cuida de ella, Kid, ¿lo harás? No, no lo harás. Tú siempre la eludiste. Y nunca me dijiste por qué viniste a estas tierras. Sé bueno con ella, y mándala a Estados Unidos en cuanto puedas. Pero arréglalo de manera que pueda volver, quizás eche esto de menos.
»Y el niño... Nos ha acercado más, Kid. Espero que sea un chico. ¡Piénsalo! Carne de mi carne, Kid. No debe quedarse en este país. Y, si es una chica, pues tampoco. Vende mis pieles; conseguirás al menos cinco mil, y tengo otras tantas en la compañía. Y administra mis intereses junto con los tuyos. Creo que se resolverá la demanda del tribunal. Cuida de que reciba una buena educación; y Kid, sobre todo, no le dejes volver. Este país no es para hombres blancos.
»Soy un hombre perdido, Kid. Tres o cuatro jornadas más a lo sumo. ¡Debéis seguir! Recuerda, es mi mujer, es mi hijo... ¡Dios mío! ¡Espero que sea un chico! No puedes permanecer a mi lado... Y yo, un moribundo, te ordeno seguir.
-Dame tres días -suplicó Malemute Kid-. Puedes mejo­rar; algo puede pasar.
-No.
-Sólo tres días.
-Debéis seguir.
-Dos días.
-Son mi mujer y mi hijo, Kid. Tú no lo pedirías.
-Un día.
-¡No, no! Te ordeno...
-Sólo un día, lo podemos ahorrar de la comida, y quizás mate un alce.
-No. Bueno, un día, pero ni un minuto más. Y Kid, no, no me dejes solo para enfrentarme a ella. Sólo un disparo, un apretón de gatillo. Tú lo entiendes. ¡Piénsalo! ¡Carne de mi carne, y no viviré para verle!
»Mándame a Ruth. Quiero despedirme y decirle que piense en el niño y que no espere a que me muera. De lo contrario, podría negarse a marchar contigo. Adiós, amigo, adiós.
»Kid, quería decir... Cava un hoyo por encima de la señal, cer­ca de la falla. Saqué unos cuarenta centavos de oro con mi pala allí.
»Y ¡Kid! -se agachó aún más para oír sus últimas palabras, la rendición del orgullo de un moribundo-. Siento lo de..., ya sabes..., lo de Carmen.
Dejó a la muchacha llorando suavemente sobre su hombre. Malemute Kid se puso la parka y las raquetas de nieve, guardó el rifle bajo el brazo y silenciosamente salió al bosque. No era ningún novato en las severas penas de las tierras del Norte, pero nunca se había enfrentado a un problema como éste. En lo abstracto estaba claro, tres posibles vidas contra una y-a . condenada. Pero dudaba. Durante cinco años, hombro con hombro, en los ríos y en los caminos, en los campamentos y en las minas, haciendo frente a la muerte por congelación, inunda­ciones y hambre, habían atado los lazos de su compañerismo. Tan apretado era el nudo, que a menudo se había dado cuenta de unos vagos celos de Ruth, desde la primera vez que entró entre ellos. Y ahora tenía que cortarlo con sus propias manos.
Aunque rezó por un alce, un solo alce, toda la caza parecía haber abandonado la tierra, y el anochecer halló al hombre exhausto, arrastrándose hacia el campamento, con las manos vacías y un gran peso en el corazón. Un alboroto de los perros y los gritos agudos de Ruth le hicieron apresurarse.
Al irrumpir en el campamento, vio a la muchacha, en medio de la jauría aullante, golpeando con el hacha. Los perros habían roto el férreo mandato de sus dueños y devoraban la comida. Se unió a la contienda con la culata del rifle, y el antiguo proceso de la selección natural tuvo lugar de nuevo con la brutalidad de aquel primitivo ambiente. Rifle y hacha subían y bajaban, acertaban o fallaban con una regularidad monótona; cuerpos elásticos destellaron, con ojos salvajes y fauces babosas; y hombre y bestia lucharon por la supremacía hasta el más amargo término.. Luego, las apaleadas bestias se arrastraron hasta el borde de la luz de la hoguera, lamiéndose las heridas, elevando sus quejas a las estrellas.
Habían devorado toda la provisión de salmón seco, y quizás quedasen cinco libras de harina para sostenerlos a lo largo de doscientas millas de páramos. Ruth regresó junto a su esposo, mientras Malemute Kid cortaba en pedazos el cuerpo caliente de uno de los perros, cuyo cráneo había sido aplastado por el hacha. Guardó cada trozo cuidadosamente, excepto la piel y las entrañas, que echó a los que momentos antes fueran sus compañeros.
La mañana trajo nuevos problemas. Los animales se volvían unos contra otros. Carmen, que aún se aferraba a su delgado hilo de vida, acabó devorada por la jauría. El látigo cavó sin miramientos sobre ellos. Se agachaban y aullaban bajo los golpes, pero se negaron a dispersarse hasta que el último miserable trozo hubo desaparecido: huesos, piel, pelo, todo.
Malemute Kid realizó sus tareas, escuchando a Mason que estaba de nuevo en Tennessee, pronunciando discursos enredados y violentas exhortaciones a sus hermanos de otros tiempos.
Aprovechando los pinos cercanos, trabajó rápidamente, y Ruth le observó mientras construía un escondrijo parecido a los que a veces utilizan los cazadores para guardar la carne fuera del alcance de lobos y perros. Una tras otra dobló las copas de los pinos pequeños acercándolas casi hasta el suelo y atándolas con correas de piel de alce. Entonces sometió a golpes a los perros y los amarró a dos de los trineos, cargando éstos con todo menos las pieles que cubrían a Mason. Las envolvió y sujetó con fuerza en torno a su cuerpo, atando cada extremo de sus vestimentas a los pinos doblados. Un solo golpe con el cuchillo de caza enviaría el cuerpo a lo alto.
Ruth había recibido la última voluntad de su esposo y no ofreció resistencia. ¡Pobre muchacha, había aprendido bien la lección de obediencia! Desde niña se había inclinado y había visto a todas las mujeres inclinarse ante los señores de la creación, y no parecía natural que una mujer se resistiera. Kid le permitió una sola expresión de dolor, mientras besaba a su esposo (su pueblo no tenía esa costumbre), luego la condujo al primer trineo y la ayudó a ponerse las raquetas de nieve. Ciega, instintivamente, tomó la vara y el látigo y azuzó a los perros hacia el camino. Entonces volvió junto a Mason, que había entrado en coma, y, mucho después de que ella se perdiera de vista, agazapado junto al fuego, esperando, deseando, rezando para que muriera su compañero.
No es agradable estar solo con pensamientos lúgubres en el silencio blanco. El sonido de la oscuridad es piadoso, amortaján­dole a uno como para protegerle, y exhalando mil consuelos intangibles: pero el brillante silencio blanco, claro y frío bajo cielos de acero, es despiadado.
Pasó una hora, dos horas, pero el hombre no moría. A media tarde el sol, sin elevar su cerco sobre el horizonte meridional, lanzó una insinuación de fuego a través de los cielos, y rápida­mente la retiró. Malemute Kid se levantó y se arrastró al lado de su compañero. Lanzó una mirada a su alrededor. El silencio blanco pareció burlarse y un gran temor se apoderó de él. Sonó un disparo agudo: Mason voló a su sepulcro aéreo, y Malemute Kid obligó a los perros a latigazos a emprender una salvaje carrera mientras huía veloz sobre la nieve.


En un país lejano

Cuando un hombre viaja a un país lejano debe prepararse para olvidar muchas de las cosas que ha aprendido y para adquirir las costumbres inherentes a la vida del nuevo país. Debe abandonar los viejos ideales y los antiguos dioses, y, a menudo, debe invertir los mismos códigos por los que se ha afirmado su conducta. Para quienes tienen la facultad proteica de adaptarse, la novedad de semejante cambio puede constituir incluso una fuente de placer. Pero a quienes se han anquilosado en los senderos que los crearon les resulta insoportable la presión de un entorno modificado y se irritan en cuerpo y alma bajo las nuevas restricciones que no entienden. Esta irritación tiende a actuar y reaccionar, produce varios males y termina en desgracias. Para el hombre que no sabe adaptarse al nuevo surco sería mejor volver a su país, pues, si lo retrasa demasiado, es seguro que muera.
El hombre que vuelve la espalda a las comodidades de una vieja civilización para enfrentarse a la juventud salvaje, a la primitiva sencillez del Norte, puede valorar su triunfo en proporción inversa a la cantidad y calidad de sus hábitos firmemente enraizados. Si es un candidato adecuado, descubrirá pronto que los hábitos materiales son los menos importantes. El cambio de cosas, corno un delicado menú, por una comida cruda; los duros zapatos de cuero, por el blando y deforme mocasín; la cama de colchón de plumas, por una manta en la nieve; es, después de todo, una cosa fácil. Pero sus apuros vendrán al aprender a modelar su actitud mental ante todas las cosas, y especialmente ante su prójimo. Debe sustituir las gentilezas de la vida corriente por el desinterés, la indulgencia y la tolerancia. Así, y sólo así, puede ganarse lo más preciado de todo: la verdadera camaradería. No debe decir «gracias», sino indicarlo sin abrir la boca, y demostrarlo correspondiendo de la misma manera. En suma, debe sustituir la palabra por el hecho, la letra por el espíritu.
Cuando el mundo se conmovió con la historia del oro ártico v el señuelo del Norte se apoderó de los corazones de los hombres, Carter Weatherbee abandonó su cómodo trabajo ele dependiente, entregó a su mujer la mitad de los ahorros v se compró un equipo con el resto. No había nada romántico en su naturaleza, la esclavitud del comercio lo había destruido todo. Estaba sencilla­mente harto de la incesante rutina y deseaba correr grandes riesgos en espera de grandes recompensas. Al igual que otros muchos locos que desdeñan los viejos caminos utilizados durante años por los pioneros del Norte, se apresuró a llegar a Edmonton en primavera. Y allí, para desgracia de su alma, se unió a una partida de hombres.
No había nada extraño en esta partida, salvo sus planes. Hasta su meta, como la de todas las demás partidas, era el Klondike. Pero la ruta que habían escogido para alcanzar la meta dejaba sin resuello al nativo más duro, nacido y criado en las vicisitudes del noroeste. Quedó sorprendido el mismo Jacques Baptiste, hijo de una mujer chippewa7 y de un renegado voyageur8 (había lanzado sus primeros lloriqueos en una tienda de piel de ciervo, al norte del paralelo sesenta y cinco, y lo habían callado con deliciosos chupetones de sebo crudo). Aunque les vendió sus servicios y aceptó viajar hasta los hielos permanentes, sacudía ominosamente la cabeza cada vez que le pedían consejo.
La mala estrella de Percy Cuthfert debía estar ascendiendo, puesto que también él se unió a este grupo de argonautas. Era un hombre corriente, con una cuenta bancaria tan honda como su cultura, que ya es decir. No tenía ninguna razón para embarcarse en una aventura semejante, ninguna en absoluto, salvo que padecía de un desarrollo anormal de sentimentalismo. Y lo confundió con el verdadero espíritu de romanticismo y aventura.
Á muchos otros les ha pasado lo mismo y han cometido el mismo error fatal.
Los primeros deshielos de la primavera encontraron al grupo siguiendo el curso helado del río Elk. Era una flota imponente, pues el equipo era grande e iban acompañados por un contingen­te escandaloso de voyageurs mestizos con sus mujeres y niños. Día tras día faenaron con los bateaux9 y canoas, combatieron los mosquitos y otras plagas semejantes, o sudaban y maldecían en los porteos. Un trabajo duro como éste pone al descubierto las raíces mismas del alma y, antes de que el lago Athabasca se perdiera en el sur, cada miembro de la expedición había revelado su verdadero carácter.
Los dos gandules y gruñones constantes eran Carter Weatherbee y Percy Cuthfert. Todo el resto de la expedición se quejaba menos de sus dolores y sufrimientos que cada uno de ellos. Ni una vez se ofrecieron voluntarios para alguna de las mil pequeñas tareas del campamento. Acarrear un cubo de agua, cortar una brazada extra de madera, lavar y secar los platos, buscar entre el equipo algún artículo indispensable para el momento; y estos dos decadentes vástagos de la civilización descubrían torceduras y ampollas que exigían atención inmediata. Eran los primeros en acostarse por la noche, antes de haber terminado todavía toda una serie de tareas; los últimos en salir por la mañana, cuando la salida debía estar lista antes de empezar el desayuno. Eran los primeros en caer a la hora de comer, los últimos en echar una mano en la cocina; los primeros en lanzarse a una pequeña golosina, los últimos en descubrir que habían añadido a la suya la ración de otro. Si remaban, cortaban astutamente el agua a cada golpe y permitían que el impulso de la barca eludiera la pala. Creían que nadie lo notaba, pero sus compañeros los maldecían por lo bajo y llegaron a odiarlos, mientras que Jacques Baptiste los despreciaba abiertamente y los maldecía desde por la mañana hasta por la noche. Pero Jacques Baptiste no era un caballero.
En el Gran Esclavo compraron perros de la Hudson Bay y la flota se hundió hasta el último con su carga adicional de pescado seco y pemmican10. Canoas y bateaux respondían a la rápida corriente del Mackenzie y penetraron en los Grandes Yermos. Investigaron todo afluente de buen aspecto, pero la esquiva «tierra aurífera» se escurría cada vez más hacia el norte. En el Gran Oso, dominados por el terror normal de las Tierras Desconocidas, sus voyageurs empezaron a desertar, y el Fuerte de Buena Esperanza vio doblarse a los últimos y más valientes bajo las sirgas, mientras bajaban a saltos la corriente que tan peligrosa­mente habían remontado. Sólo quedaba Jacques Baptiste. ¿No había jurado viajar hasta los hielos eternos?
Consultaban constantemente los mapas falsos, trazados en su mayor parte a base de rumores. Y sintieron la necesidad de apresurarse, pues el sol había pasado ya del solsticio del norte y volvía a dirigir el invierno hacia el sur. Bordearon las costas de la bahía donde el Mackenzie desemboca en el océano Ártico y entraron en la boca del río Little Peel. Allí empezó la ardua tarea de navegar contra corriente, y los dos inútiles lo pasaron peor que nunca. Sirgas y varas, remos y correas, rápidos y porteos: semejantes torturas sirvieron para producirle a uno un asco profundo a los grandes riesgos, y para imprimir en el otro un texto feroz sobre el verdadero romanticismo de la aventura. Un día se mostraron rebeldes y, ante las maldiciones de Jacques Baptiste, se revolvieron contra él como gusanos. Pero el mestizo azotó a los dos y los envió, heridos y sangrantes, a su trabajo. Era la primera vez que los habían maltratado.
Abandonaron su barcaza en el nacimiento del Little Peel y pasaron el resto del verano en el largo porteo que los llevó por la cuenca del Mackenzie hasta West Rat. Esta pequeña corriente desembocaba en el Porcupine, que, a su vez, se unía al Yukón por donde esta grandiosa carretera del norte cruza el Círculo Ártico. Pero habían perdido la carrera contra el invierno y un buen día amarraron sus balsas al espeso hielo de los remolinos y desembar­caron a toda prisa sus bienes. Esa noche el río se heló y desheló varias veces, y, a la mañana siguiente, se había dormido para siempre.
-No podemos estar a más de cuatrocientas millas del Yukón -concluyó Sloper, mientras multiplicaba las uñas del pulgar por la escala del mapa.
El consejo en el que los dos inútiles habían expresado su desacuerdo se acercaba al fin.
-Factoría de la Hudson Bay hace mucho tiempo. No la utilizan ahora.
El padre de Jacques Baptiste había hecho el viaje para la Compañía de Pieles en los viejos tiempos, y había marcado casualmente el camino con un par de dedos del pie congelados.
-¡Santo Dios! -gritó uno de la partida-. ¿No hay blancos?
-Ningún blanco -sentenció Sloper-. Pero sólo hay qui­nientas millas más por el Yukón hasta Dawson. Digamos que unas mil desde aquí.
Weatherbee y Cuthfert gruñeron a la vez: -¿Cuánto crees que tardaremos, Baptiste? El mestizo calculó por un momento:
-Trabajando como demonios, sin que nadie escurra el bul­to, diez, veinte, cuarenta, cincuenta días. Si vienen esos bebés -señaló a los inútiles-, no se sabe. Tal vez cuando se congele el infierno, o tal vez no.
Cesó la fabricación de raquetas de nieve y de mocasines. Alguien llamó a un miembro ausente, que salió de una vieja cabaña situada al borde de la hoguera y se unió a ellos. La cabaña era uno de los muchos misterios que acechaban en los vastos descansos del norte. Nadie podía decir cuándo ni quién la había construido. Dos tumbas cavadas al aire libre cubiertas por un montón de piedras encerraban quizás el secreto de estos primeros exploradores. ¿Pero qué manos habían amontonado las piedras?
Había llegado el momento. Jacques Baptiste se detuvo en el arreglo de un arnés y amarró al perro inquieto a la nieve. El cocinero protestó en silencio por el retraso, tiró un puñado de tocino a una ruidosa perola de judías y prestó atención. Sloper se levantó. Su cuerpo contrastaba ridículamente con el sano físico de' los inútiles.
Amarillo y débil, huido de unas fiebres suramericanas, no había interrumpido su vuelo por las distintas regiones y todavía era capaz de trabajar con los hombres. Tal vez pesara noventa libras, incluyendo su pesado cuchillo de monte, y su canoso pelo hablaba de una edad viril que ya no existía. Los músculos frescos y jóvenes de Weatherbee o Cuthfert equivalían a diez veces la fuerza de los suyos. Sin embargo, podía dejarlos tirados en el suelo en la caminata de un día. Y durante todo el día había estado animando a sus camaradas más fuertes a aventurarse por las mil millas de las peores penalidades que imaginarse pueda. Era la encarnación de la inquietud de su raza, y la vieja tozudez teutónica, salpicada de la rapidez y la acción del yankee, mantenía la carne sometida al espíritu.
-Todos los que estén a favor de seguir con los perros tan pronto como endurezca el hielo, que digan sí.
-¡Sí! -exclamaron ocho voces, voces destinadas a ensartar un sendero de juramentos a lo largo de cientos de millas de sufrimientos.
-¿Quiénes están en contra?
-¡No!
Por primera vez los inútiles se unieron sin ningún compromi­so de intereses personales.
-¿Y qué pensáis hacer? -añadió en tono beligerante Weatherbee.
-¡La mayoría decide! ¡La mayoría decide! -clamó el resto de la partida.
-Sé que la expedición puede fracasar, si no venís -replicó suavemente Sloper-, pero creo que, si hacemos un gran esfuerzo, podemos arreglárnoslas sin vosotros. ¿Qué decís, mu­chachos?
Los demás se hicieron eco de este sentimiento.
-Ya lo sabéis -se atrevió a decir Cuthfert-. ¿Qué va a hacer un tipo como yo?
-¿No vienes con nosotros?
-Nooo.
-Entonces haz lo que te plazca. No hay más que decir.
-Calculo que podrás arreglarlo con ese compañero tuyo -sugirió un hombre grueso de Dakota, al tiempo que señalaba a Weatherbee-. Seguro que te preguntará qué piensas hacer a la hora de cocinar y recoger madera.
-Entonces consideramos que todo está arreglado -concluyó Sloper-. Partiremos mañana y acamparemos a cinco millas, sólo para preparar las cosas y ver si se nos ha olvidado algo.
Los trineos crujieron en sus patines metálicos y los perros estiraron los arneses en los que habían de morir. Jacques Baptiste se detuvo junto a Sloper para echar un último vistazo a la cabaña. El humo ascendía en volutas patéticas por el tubo de la estufa del Yukón. Los dos inútiles los miraban desde la puerta.
Sloper apoyó una mano en el hombro del otro.
-Jacques Baptiste, ¿has oído hablar alguna vez de los gatos de Kilkenny?
El mestizo negó con la cabeza.
-Bueno, mi buen amigo y camarada, los gatos de Kilkenny lucharon hasta que no quedó ni pellejo ni pelo ni maullido. ¿Entiendes? Hasta que no quedó nada. Muy bien. Ahora a estos dos no les gusta trabajar. No trabajarán. Lo sabemos. Estarán solos en la cabaña todo el invierno, un largo y oscuro invierno. Gatos de Kilkenny, ¿eh?
El francés que Baptiste llevaba dentro se encogió de hombros, pero el indio guardó silencio. Sin embargo era un gesto elocuen­te, preñado de presagios.
Al principio las cosas marchaban bien en la pequeña cabaña. Las toscas burlas de sus compañeros habían hecho que Weatherbee y Cuthfert tomasen conciencia de la responsabilidad mutua que les incumbía. Además, después de todo, no había tanto trabajo que hacer para dos hombres sanos. Y la ausencia del cruel látigo, o en otras palabras, del arrollante mestizo, había producido una reacción jocosa. Al principio cada uno se esforzaba por superar al otro, y ejecutaban pequeñas tareas con una afectación que hubiera asombrado a sus compañeros, los cuales desgastaban ahora cuerpos y almas en el largo camino.
Se despreocuparon por completo. El bosque que los rodeaba por tres lados constituía una leñera inagotable. A unas yardas de su puerta dormía el Porcupine y un agujero hecho con su ropaje de invierno creaba una fuente de agua cristalina y dolorosamente fría. Pero pronto encontraron faltas hasta en eso. El agujero persistía en congelarse, lo que les hacía gastar muchas horas picando hielo. Los desconocidos constructores de la cabaña habían extendido los troncos laterales para sujetar un escondrijo en la parte trasera. Aquí se almacenaban la mayor parte de las provisiones. Sin restricciones, había comida para el triple de los hombres que iban a vivir de ella. La mayor cantidad era de la que daba fuerza muscular y resistencia, pero no estimulaba el paladar. Cierto, había azúcar abundante para dos hombres normales, pero estos dos eran poco menos que niños. Descubrieron pronto las virtudes del agua caliente saturada de azúcar y sumergían pródigamente las tortas y mojaban las cortezas en el rico y blanco almíbar. Luego vinieron las desastrosas incursiones al café, té y, especialmente, a los frutos secos. Las primeras discusiones fueron por la cuestión del azúcar. Y es algo realmente serio que empiecen a reñir dos hombres enteramente dependientes el uno del otro.
A Weatherbee le encantaba lanzar brillantes discursos políti­cos, mientras que Cuthfert, que se había pasado la vida cortando cupones y había dejado que la Mancomunidad siguiera lo mejor posible, ignoraba el' tema o se enfrascaba en sorprendentes epigramas. El dependiente era demasiado obtuso para apreciar estos inteligentes pensamientos, y a Cuthfert le irritaba este despilfarro de munición. Estaba acostumbrado a ofuscar a la gente con su brillantez y le resultaba difícil aceptar esta pérdida de público. Se sentía personalmente ofendido e inconscientemente hacía responsable de ello al cabeza-cuadrada de su compañero.
Salvo su existencia, no tenían nada en común, no coincidían en un solo punto. Weatherbee era un empleado que no había conocido otra cosa en toda su vida; Cuthfert era licenciado en filosofía y letras, aficionado a la pintura y había escrito bastante. Uno era hombre de clase baja que se consideraba caballero, y el otro era un caballero que se sabía tal. Aquí puede destacarse que se puede ser caballero sin tener el primitivo instinto de la verdadera camaradería. El dependiente era tan sensual como el otro era esteticista, y sus aventuras amorosas, contadas con todo detalle y sacadas mayormente de su imaginación, afectaban al ultrasensible licenciado de la misma manera que otras tantas bocanadas de gases de cloaca. Consideraba al dependiente bruto, obsceno e ignorante, cuyo lugar estaba en el barro con los cerdos, y así se lo dijo. El, a su vez, recibió la información de que era un mariquita debilucho y un canalla. Weatherbee no hubiera podido definir «canalla» en toda su vida, pero le bastaba para sus intenciones, lo cual, en última instancia, parece ser lo principal.
Weatherbee desafinaba una nota sí y otra no, y, a veces, , durante horas enteras cantaba canciones como «El Ladrón de Boston» y «El Efebo de la Cabaña», mientras Cuthfert lloraba de a rabia hasta que ya no podía aguantarlo más y huía al frío externo. Pero no había escapatoria. El intenso frío no podía soportarse por mucho tiempo, y la pequeña cabaña los agobiaba -camas, estufa, mesa, y todo- en un espacio de diez por doce. La presencia misma de cada uno de ellos resultaba una afrenta personal para el otro, y se sumergían en silencios taciturnos que aumentaban, al pasar los días, en duración e intensidad. De vez en cuando se lanzaban una mirada furtiva o levantaban un labio, aunque se esforzaban por ignorarse por completo durante estos períodos mudos. En sus pechos brotó la gran maravilla de cómo Dios llegó a crear al otro.
Como había poco que hacer, el tiempo les resultaba una carga intolerable. Esto, naturalmente, los hizo aún más perezosos. Se hundieron en un letargo físico del que no había escape posible y que los hacía rebelarse ante la tarea más insignificante. Una mañana en que le tocaba preparar el desayuno común, Weatherbee salió de entre las mantas y, entre los ronquidos de su compañero, encendió primero el candil y luego la lumbre. Las perolas estaban heladas y no había agua con que lavarlas. Pero esto no le importó. Mientras esperaba a que se deshelaran, cortó el tocino y se dedicó a la odiosa tarea de hacer pan. Cuthfert lo había estado observando astutamente con los ojos entornados. Como consecuencia de ello tuvieron una disputa, en la que se bendijeron fervientemente el uno al otro y se pusieron de acuerdo en que desde ese momento cada uno se cocinaría lo suyo. Una semana más tarde Cuthfert se olvidó de hacer su lavado matutino, pero se comió complaciente la comida que había preparado. Weatherbee se sonrió. Después de eso perdieron la necia costum­bre de lavar.
A medida que menguaba el azúcar y otros lujos, empezaron a temer que no recibían las raciones debidas, y, para que no les robasen, empezaron a atracarse. Los lujos sufrieron con esta competición glotona lo mismo que sufrieron los hombres. Con la falta de verduras frescas y ejercicio se les empobreció la sangre y una repugnante erupción morada les invadió el cuerpo. Sin embargo, no hicieron caso de la advertencia. A continuación se les empezaron a hinchar los músculos y las articulaciones, se les ennegreció la carne, mientras que sus bocas, encías y labios se volvieron de color crema. En vez de unirse en su miseria, cada uno se recreaba con los síntomas del otro, a medida que avanzaba el escorbuto.
Se despreocuparon por completo de su aspecto personal y, por así decirlo, del pudor común. La cabaña se convirtió en una pocilga y nunca más volvieron a hacerse las camas ni a colocar debajo de ellas ramas frescas de pino. Sin embargo no podían permanecer entre las mantas como les hubiera gustado, pues el hielo era inexorable y la lumbre consumía demasiada leña. El pelo de sus cabezas y caras era largo y desaliñado, mientras que sus ropas habrían asqueado a un trapero. Pero no les importaba. Estaban enfermos y nadie los podía ver; además, resultaba muy doloroso moverse.
A todo esto se sumó un nuevo problema: el miedo del Norte. Este miedo era hijo del gran frío y del gran silencio y nació en la oscuridad de diciembre, cuando el sol se hunde para siempre bajo el horizonte sur. A cada uno le afectó según su naturaleza. Weatherbee cayó víctima de groseras supersticiones y hacía todo lo que podía por resucitar a los espíritus que dormían en las olvidadas tumbas. Era algo fascinante. En sus sueños se le acercaban desde el frío y se le metían entre las mantas y le contaban los trabajos y sufrimientos que les había causado la muerte. Se encogía a su contacto viscoso y enredaban en él sus miembros helados y, cuando le susurraban al oído las cosas que todavía habían de venir, la cabaña retumbaba con sus gritos de horror. Cuthfert no entendía, pues hacía tiempo que no se hablaban y, cuando se desperta­ba, agarraba invariablemente el revólver. Luego se sentaba en la cama, tiritando nerviosa­mente, apuntando el arma al soñador inconsciente. Cuthfert pensaba que el hombre se esta­ba volviendo loco y temió por su vida.
Su propia enfermedad adop­tó una forma menos concreta.
El misterioso artesano que había construido la cabaña tronco a tronco había clavado una veleta a la viga maestra. Cuthfert la veía apuntar siempre al sur, y un día, irritado por su fijación, la giró hacia el este. Observó atento, sin que la moviera un solo soplo. Luego giró la veleta hacia el norte, jurando no volver a tocarla hasta que soplase el viento. Pero lo asustó la calma sobrenatural del aire y se levantaba con frecuencia en mitad de la noche para ver si la veleta había girado: se habría contentado con diez grados. Pero se cernía sobre él tan invariable como el destino. Se le desató la. imaginación, hasta que la veleta se convirtió en un fetiche. A veces seguía la dirección que marcaba por los sombríos dominios y dejaba que su espíritu se saturase de miedo. Meditaba acerca de lo invisible y lo desconocido, hasta que el peso de la eternidad parecía aplastarlo. Todo el norte parecía sucumbir bajo ese peso: la ausencia de vida y movimiento, la oscuridad, la paz infinita de la tierra triste, el espantoso silencio, que convertía en sacrilegio el eco de cada latido del corazón, el bosque solemne que parecía esconder algo horrible e inexpresable que no podían comprender la palabra ni el pensamiento.
Parecía muy lejano el mundo que acababa de dejar con sus naciones laboriosas y sus grandes empresas. Los recuerdos se entremezclaban de vez en cuando, recuerdos de mercados, y galerías y calles llenas de gente, de trajes de noche y actos sociales, de hombres buenos y mujeres queridas que había conocido.

Pero eran recuerdos confusos de una vida que había vivido hacía muchos siglos en otro planeta.
Este fantasma era la realidad. Estando de pie bajo la veleta, con los ojos fijos en los cielos polares, no podía creerse que el sur existía realmente y que en ese mismo instante bullía reple­to de vida y de acción. No existía el sur, ni hombres nacidos de mujeres, ni matrimonios que se daban y recibían. Más allá de ese horizonte inhóspito se extendían vastas soledades y, más allá de ellas, soledades todavía más vastas. No había tierras bañadas por el sol, cargadas con el perfume de las flores. Esas cosas no eran más que viejos sueños del paraíso. Las tierras soleadas del oeste, las de las especias del este, las arcadias alegres, las felices islas de los bienaventurados.
-¡Ja, ja! -su risa desgarró el vacío y le sorprendió con su inusitado sonido.
No había sol. Este era el universo, muerto, frío y oscuro, y él, su único habitante. ¿Weatherbee? En tales momentos Weatherbee no contaba. Era un calibán, un monstruoso fantasma encadenado a él para toda una eternidad, castigo de algún crimen olvidado.
Vivía con la muerte entre los muertos, mutilado por el sentimiento de su propia insignificancia, aplastado por el dominio pasivo de las edades soñolientas. La magnitud de todo le horrorizaba. Todo era superlativo menos él: la perfecta ausencia de viento y de movimiento, la inmensidad de la desolación cubierta de nieve, la altitud del cielo y la profundidad del silencio. Esa veleta: ¡si sólo se moviera! Si cayera un rayo o si el bosque ardiera en llamas. Si los cielos se enrollaran como un pergamino, si estallara el juicio final: ¡cualquier cosa, cualquier cosa! Pero no, nada se movía. El silencio lo acorralaba y el miedo del Norte se apoderó de su corazón con dedos helados.
Una vez, cual otro Robinsón Crusoe, encontró unas huellas a la orilla del río: una débil huella de liebre de las nieves sobre la delicada corteza de la nieve. Fue una revelación. Existía vida en el norte. La seguiría, la contemplaría, se recrearía en ella. Se olvidó de sus músculos hinchados al lanzarse por la honda nieve en un éxtasis de anticipación. El bosque se lo tragó y el breve crepúsculo de mediodía desapareció, pero persistió en su búsque­da hasta que su exhausta naturaleza se agotó y lo tumbó indefenso en la nieve. ¡Ay!, se quejó, y maldijo su locura. Entonces supo que la huella había sido fruto de su imaginación. Esa noche, ya tarde, se arrastró a gatas hasta la cabaña, con las mejillas heladas y un extraño entumecimiento en los pies. Weatherbee le sonrió malévolamente, pero no se ofreció a ayudarle. Se introdujo agujas en los dedos de los pies y se los descongeló junto a la estufa. Una semana más tarde vino la mortificación.
El dependiente andaba con sus propios problemas. Los muertos salían ahora de sus tumbas con más frecuencia y rara vez lo abandonaban, ya estuviera despierto o dormido. Llegó a esperar y temer su visita, sin poder pasar cerca de los dos montones de piedras y no sentir un escalofrío. Una noche se le acercaron en sueños y le asignaron una tarea. Sobrecogido por un horror mudo, se despertó entre los dos montones de piedras y huyó alocadamente hacia la cabaña. Pero había estado allí cierto tiempo, ya que también se le habían congelado los pies y las mejillas.
A veces se ponía frenético ante su insistente presencia, y bailaba por la cabaña cortando el aire con un hacha y rompiendo todo lo que estaba a su alcance. Durante estos encuentros fantasmagóricos, Cuthfert, se acurrucaba entre las mantas y seguía al hombre con el revólver amartillado, dispuesto a matarlo, si se acercaba demasiado. Al recobrarse una vez de estos ataques, el dependiente descubrió el arma que lo encañonaba. Se despertaron sospechas en él y desde entonces también empezó a temer por su vida. Después de eso se observaban de cerca, se miraban de frente y se sobrecogían cada vez que uno se ponía a la espalda del otro. Esta aprehensión se convirtió en una manía que los dominaba hasta en sueños. Por miedo recíproco, dejaron tácitamente que el candil ardiera toda la noche y comprobaban si había una abundante reserva de grasa de tocino antes de retirarse. El menor movimiento de uno bastaba para despertar al otro, y, durante muchas vigilias, sus miradas se cruzaron mientras temblaban bajo las mantas con el dedo en el gatillo.
Con el miedo del Norte, la tensión mental y los estragos de la enfermedad perdieron toda semejanza humana, adoptando la apariencia de bestias salvajes, cazadas y desesperadas. Como consecuencia de la congelación, se les habían puesto negras las mejillas y las narices. Se les empezaron a caer los dedos congelados por las primeras y segundas articulaciones. Cada movimiento les producía dolor, pero la lumbre era insaciable y sacaba a sus cuerpos miserables toda una serie de torturas. Día tras día exigían su alimento, una verdadera libra de carne, y se arrastraban de rodillas hasta el bosque para cortar leña. Una vez, gateando de esta manera en busca de ramas secas, sin saberlo ninguno de ellos, rodearon el mismo arbusto por lados opuestos. De repente, sin previo aviso, se enfrentaron dos cabezas cadavéricas. Los sufri­mientos los habían transformado de tal manera, que era imposible reconocerse. Se levantaron de un salto, gritando aterrorizados, corriendo con sus mutilados muñones y, tropezando en la puerta de la cabaña, se arañaron y clavaron las uñas como demonios hasta que descubrieron su error.
De vez en cuando tenían momentos de lucidez y, durante uno de estos intervalos, dividieron equitativamente la manzana de la discordia: el azúcar. Vigilaban sus respectivos sacos, guardados en el escondrijo, con verdadero celo, pues sólo quedaban unas cuantas tazas y no se fiaban en absoluto el uno del otro. Pero un día Cuthfert se equivocó. Casi incapaz de moverse, enfermó de dolor, mareado y ciego, se deslizó hacia el escondrijo con el bote del azúcar en la mano, y confundió el saco de Weatherbee con el suyo.
Cuando esto ocurrió, hacía unos días que había nacido enero. Hacía algún tiempo que el sol había remontado su punto más bajo por el sur y, situado ahora en el meridiano, lanzaba ostentosos rayos de luz amarilla contra el cielo del norte. Al día siguiente de su equivocación con el saco del azúcar, Cuthfert se sintió mejor tanto física como espiritualmente. Al aproximarse la tarde e iluminarse el día, se arrastró afuera para regalarse con el brillo evanescente, que para él significaba la señal de las intencio­nes futuras del sol. Weatherbee también se sentía algo mejor y se arrastró a su lado. Se sentaron en la nieve, bajo la inmóvil veleta, y esperaron.
La quietud de la muerte rondaba a su alrededor. En otros climas, cuando la naturaleza cae en tales estados de ánimo, hay un suave aire de expectación, una esperanza de que alguna pequeña voz rompa la tensión. No ocurre así en el Norte. Los dos hom­bres habían vivido eternidades aparentes en esta paz fantasmal. No recordaban ninguna canción del pasado, ni podían conjurar ninguna canción del futuro. Siempre había existido esta calma extraterrena, el tranquilo silencio de la eternidad.
Sus ojos estaban fijos en el norte. Invisible, a sus espaldas, tras las montañas del sur, el sol marchaba hacia el cenit de otro cielo distinto al suyo. Espectadores únicos del poderoso lienzo, con­templaban el paulatino crecimiento del falso crepúsculo. Empezó a arder una débil llama. Aumentó en intensidad, cambiando enérgicamente del amarillo rojizo al morado y al azafranado. Se hizo tan brillante, que Cuthfert creyó que el sol debía estar tras ella. ¡Un milagro, el sol amanecía en el norte! De repente, sin avisar y sin apagarse gradualmente, el manto desapareció. No quedó ningún color en el cielo. El día se había quedado sin luz. Retuvieron la respiración en un medio sollozo. ¡Y he aquí el resultado! El aire brillaba con partículas de hielo centelleante, y allí, al norte, la veleta trazaba un vago perfil en la nieve. ¡Una sombra, una sombra! Era exactamente mediodía. Giraron apresuradamente las cabezas hacia el sur. Un aro dorado asomó por encima de una montaña nevada, les sonrió por un instante y volvió a desaparecer de su vista.
Tenían lágrimas en los ojos, cuando se miraron. Los invadió una extraña suavidad. Se sintieron irresistiblemente unidos el uno al otro. El sol volvía de nuevo. Estaría con ellos mañana, pasado mañana y al otro. Y cada visita sería más larga, y llegaría el día en que remontaría los cielos día y noche, sin ocultarse una sola vez' por debajo del horizonte. No habría noche. Se rompería el invierno helado, soplarían los vientos y responderían los bosques; la tierra se bañaría en los benditos rayos solares y la vida renacería. Cogidos de la mano, abandonarían este horrible sueño y volverían a las tierras del sur. Avanzaron ciegos y tambaleantes y sus manos se encontraron, sus pobres manos mutiladas, hinchadas r deformadas bajo las manoplas.
Pero la promesa no llegaría a cumplirse. El Norte es el Norte los hombres se desgastan el alma con leyes extrañas que no pueden comprender otros hombres que no hayan viajado a tierras extrañas.

Una hora más tarde Cuthfert introdujo una sartén de pan en el horno y especuló acerca de lo que podían hacer los médicos con sus pies cuando regresara. El hogar no parecía ahora tan lejano. Weatherbee rebuscaba en el escondrijo. De repente lanzó un torbellino de blasfemias, que, a su vez, cesaron con sorprendente brusquedad. El otro le había robado su saco de azúcar. Las cosas podían haber ocurrido de otra manera distinta si los dos muertos no hubieran salido de debajo de las piedras y hubieran acallado las ardientes palabras en su garganta. Lo sacaron suavemente del escondrijo, que se olvidó de cerrar. Los hechos se habían consumado; estaba a punto de ocurrir lo que le habían susurrado en sueños. Lo condujeron suavemente, muy suavemente, hacia el montón de leña y le colocaron el hacha en las manos. Luego le ayudaron a abrir la puerta de la cabaña, estando seguro de que la habían cerrado tras él: al menos oyó el portazo y la cerradura al ajustarse en su sitio. Sabía que estaban esperando fuera, esperando a que realizase su tarea.
-¡Carter! ¡Oye, Carter!
Percy Cuthfert se asustó al ver la cara del dependiente y se apresuró a interponer la mesa entre ellos.
Carter Weatherbee lo siguió sin prisas y sin entusiasmo. Su rostro no mostraba la menor piedad ni cólera, sino la mirada paciente e imperturbable del que tiene una tarea que realizar y la hace metódicamente.
-¡Oye! ¿Qué ocurre?
El dependiente se echó hacia atrás, cortándole la retirada de la puerta, pero sin abrir la boca.
-¡Escucha, Carter! ¡Escucha! ¡Hablemos! ¡Eres un buen chico!
El licenciado pensaba rápidamente, trazando un hábil movi­miento lateral hacia la cama, donde guardaba su Smith & Wesson. Sin apartar los ojos del loco, rodó sobre el camastro al tiempo que empuñaba la pistola.
-¡Carter!
La pólvora le dio de lleno a Weatherbee en la cara, pero blandió su arma y dio un salto adelante. El hacha se hundió en la' base de la espina dorsal y Percy Cuthfert sintió cómo le abandonaba toda conciencia en sus extremidades inferiores. El' dependiente cayó pesadamente sobre él, agarrándolo de la gargan­ta con dedos débiles. El agudo mordisco del hacha había obligado a Cuthfert a soltar la pistola y, mientras sus pulmones pugnaban por atrapar el aire, la buscó revolviendo entre las mantas. Luego recordó. Deslizó una mano por el cinturón del empleado hasta dar con el cuchillo de monte. Se acercaron mucho en ese último abrazo.
Percy Cuthfert sintió que las fuerzas lo abandonaban. La parte . inferior de su cuerpo era inservible. El peso inerte de Weatherbee lo aplastaba, lo aplastaba y lo retenía como un oso en una trampa. La cabaña se llenó de un olor familiar y supo que se estaba quemando el pan. Sin embargo, ¿qué importaba? Ya no lo necesitaría. Y todavía quedaban seis tazas de azúcar en el escondrijo: de haberlo sabido no habría sido tan ahorrativo en los últimos días. ¿Se movería alguna vez la veleta? Quizás girase en esos momentos. ¿Por qué no? ¿No había visto hoy el sol? Iría a ver. No, era imposible moverse. No creía que el dependiente, fuera tan pesado.
¡Con qué rapidez se enfriaba la cabaña! El fuego debía haberse apagado. El frío se abría camino. Ya debían estar bajo cero. El. hielo estaría deslizándose por la rendija de la puerta. No podía verlo, pero su pasada experiencia le permitía calcular su avance por la temperatura de la cabaña. La bisagra inferior estaría ya blanca. ¿Llegaría esta historia alguna vez al mundo? ¿Cómo se lo tomarían sus amigos? Lo más probable es que lo leyeran al tomarse el café y lo comentasen en los clubs.

Los veía contodaclaridad¡Pobre Cuthfert!,murmurarían. ¡Después de todo no era mal chico! Sonrió ante los elogios y luego siguió en busca de un baño turco. Siempre había la misma multitud en las calles. ¡Qué extraño! No notaba sus mocasines de piel de alce ni sus deshilachados calcetines alemanes. Tomaría un taxi. Después de todo, no le vendría mal un baño y un afeitado. No. Primero comería. Filetes, patatas, verdura: ¡qué fresco era todo! ¿Y qué era eso? Miel, ¡ámbar líquido y chorreante! ¿Por qué le traían tanta? ¡Ja, ja! Nunca se la podría comer toda. ¡Limpia! Por supuesto. Colocó el pie encima de la caja. El limpiabotas lo miró con curiosidad, recordó sus mocasines de piel de alce y se marchó a toda prisa.
¡Escucha! La veleta giraba, seguro que giraba. No, era un mero zumbido de sus oídos. Eso era todo, un simple zumbido. Para entonces, el hielo debía haber rebasado la cerradura. Lo más seguro es que hubiera cubierto ya la bisagra superior. Entre los resquicios musgosos de los troncos del techo empezaron a aparecer pequeñas puntas de hielo. ¡Con qué lentitud crecían! No, no tan lentamente. Ahí estaba otra nueva, y allí otra. Dos, tres, cuatro, aparecían demasiado deprisa para poderlas contar. Ahí se habían juntado dos. Y allí se había unido una tercera. Ya no quedaban resquicios. Se habían unido todas para formar una, sábana.
Bueno, estaría acompañado. Si San Gabriel rompía alguna vez el silencio del Norte, estarían juntos, cogidos de la mano, ante el gran trono blanco. Y Dios los juzgaría. ¡Dios los juzgaría! Luego Percy Cuthfert cerró los ojos y se durmió.


El hombre de la cicatriz


Jacob Kent había sentido avaricia todos las días de su vida. Esto, a su vez, había engendrado una desconfianza crónica y su mente y su carácter se habían vuelto tan perversos, que era un hombre de trato muy desagradable. También era víctima de tendencias sonámbulas y era muy tozudo en sus ideas. Había sido tejedor de nacimiento, hasta que la fiebre del Klondike entró en su sangre y lo separó de su telar. Su cabaña se alzaba a medio camino entre Sesenta Millas y el río Stuart. Los hombres que tenían costumbre de transitar esa ruta de Dawson le tenían por un ladrón potentado, sentado en su fortaleza y cobrando peaje a las caravanas que usaban sus mal conservados caminos. Como se requería cierta cantidad de historia para construir esta figura, los viajeros menos cultos eran dados a describirle de una manera más primitiva, en la cual destacaban los adjetivos fuertes.
Por cierto, la cabaña no era suya, pues hacía siete años que la levantaron un par de mineros que habían construido una balsa de troncos para sacarse un jornal en ese lugar. Habían sido unos chicos muy hospitalarios, y, después de abandonar la cabaña, los viajeros que conocían la ruta se pusieron por meta llegar allí al anochecer. Era muy útil, por ahorrarles el tiempo y el trabajo de levantar el campamento; y era regla no escrita que el último hombre dejara un hermoso montón de leña para el siguiente. Raramente pasaba una noche sin que de media docena a una veintena de hombres se apretujaran bajo su cobijo. Jacob Kent anotó estos hechos, ejercitó una soberanía usurpadora y se instaló en ella. Desde entonces los viajeros fatigados eran multados con un dólar por cabeza por el derecho a dormir en el suelo, mientras Jacob Kent pesaba el oro y no perdía ocasión de pesar de más. Además, se las ingeniaba para que los viajeros le cortaran la leña y le llevaran el agua. Esto era piratería manifiesta, pero sus víctimas eran una casta indolente, y, aunque le detestaban, le permitían prosperar en sus pecados.
Una tarde de abril se encontraba sentado a la puerta -igual que una araña depredadora- maravillándose del calor del sol recurrente, y escudriñando posibles moscas en el camino. El Yukón yacía a sus pies, como un mar de hielo, desapareciendo tras dos grandes meandros hacia el norte y el sur, y extendiéndose dos buenas millas de orilla a orilla. Sobre su duro pecho corría la ruta de los trineos, una linea fina y hundida, con más maldiciones distribuidas a lo largo del pie lineal, que cualquier otra carretera fuera o dentro de la cristiandad.
Jacob Kent se sentía especialmente a gusto esa tarde. Había batido el récord la noche anterior, pues había vendido su hospitalidad nada menos que a veintiocho visitantes. Había sido algo incómodo, es verdad, cuatro habían roncado toda la noche bajo su camastro, pero, por otra parte, había añadido un peso apreciable al saco en que guardaba su polvo dorado. Este saco, con su brillante tesoro amarillo, se convirtió en seguida en su principal delicia y en su razón de ser. El cielo y el infierno yacían bajo su esbelta boca. Sin ninguna zona privada en su cabaña de una habitación, se torturaba con el miedo constante a ser robado. Sería muy fácil llevárselo para estos extraños barbudos, de mirada desesperada. A menudo soñaba que así era, y despertaba en medio de una pesadilla. Un número determinado de estos ladrones le obsesionaban en sus sueños y llegó a conocerlos bastante bien, especialmente al jefe bronceado con una cicatriz en su mejilla derecha. Este tipo era el más persistente del grupo, y debido a él había ingeniado en sus momentos de lucidez varias veintenas de escondrijos dentro y alrededor de la cabaña. Tras cada ocultamiento respiraba tranquilo durante unas noches, sólo para sorprender al Hombre de la Cicatriz en el momento de desente­rrar el saco. Entonces, se despertaba en medio de la lucha habitual, se levantaba apresuradamente y cambiaba la bolsa a otro escondrijo más ingenioso. No es que fuera la víctima directa de estos fantasmas; pero creía en los presagios y en la transmisión del -F pensamiento, y creía que estos ladrones soñados eran una proyección astral de personajes reales en esos momentos particu­lares, sin importar dónde estuvieran en carne, y que albergaban designios ocultos, en espíritu, sobre sus riquezas. Por tanto, siguió sangrando a los desafortunados que cruzaban su umbral, y a la vez aumentando sus problemas con cada onza que entraba en el saco.
Mientras tomaba el sol, le vino a Jacob Kent una idea que le hizo saltar de la silla. Los placeres de la vida habían culminado con el continuo pesar del nuevo oro; pero una sombra se había proyectado sobre esta agradable distracción, de la que hasta entonces no había podido deshacerse. Sus pesas eran de hecho pequeñas, su máximo era una libra y media -diez y ocho onzas-, mientras que su tesoro se elevaba a algo así como tres veces y un tercio más. Nunca había podido pesarlo todo en una sola operación, y, por tanto, consideraba que le estaban privando de una forma nueva y sumamente edificante de contemplación. Sin esta posibilidad, había perdido la mitad del placer de posesión. La solución a este problema de su mente era lo que le acababa de levantar de la silla. Observó cuidadosamente el camino en ambas direcciones. No había nada a la vista y por tanto entró.
En unos segundos había despejado la mesa y montado la balanza. A un lado colocó las aplanadas pesas de quince onzas, y lo equilibró con oro al otro lado. Sustituyendo las pesas por oro, tenía entonces treinta onzas exactas equilibradas. Estas las colocó a su vez a un lado, y de nuevo la equilibró con más oro. Para entonces se había agotado el oro y sudaba generosamente. Temblaba de éxtasis, enormemente embelesado. No obstante, limpió a fondo el saco, hasta el último grano, hasta que se desequilibró y un lado de la balanza cayó sobre la mesa. Restauró el equilibrio de nuevo, añadiendo una pesa de una onza y otra de cinco al lado opuesto. Se levantó, con la cabeza echada atrás, pasmado. El saco estaba vacío, pero la potencia de la balanza ya no tenía limite. Con ella podría pesar cualquier cantidad, desde el grano más pequeño hasta libras y libras. Mammon11 se apoderó de su corazón. El sol continuó su camino hacia el oeste, hasta que sus rayos penetraron por la puerta abierta, dando de lleno sobre las balanzas cargadas de amarillo. Los preciados montones devolvieron la luz con un brillo suave. Tiempo y espacio se confundieron.
-¡Caray! Ahí tienes, por lo menos, varias libras, ¿verdad?
Jacob Kent giró sobre sus talones, alcanzando a la vez su escopeta de doble cañón, que tenía a mano. Pero, cuando sus ojos tropezaron con la cara del intruso, dio un paso atrás mareado. ¡Era la cara del Hombre de la Cicatriz!
El hombre lo miró con curiosidad.
-¡Oh!, no te preocupes -le dijo, moviendo su mano con un gesto de desaprobación-. No pienses que te voy a hacer daño ni a ti ni a tu dichoso oro. Debes ser un contrabandista -añadió 1 pensativo, mientras contemplaba el sudor que chorreaba por la cara de Kent y el temblor de sus rodillas-. ¿Por qué no dices algo? -siguió, mientras el otro se esforzaba por respirar-. ? ¿Qué le pasa a tu lengua? ¿Algo va mal?
-¿Do... do... dónde te la hicieron? -consiguió articular por fin Kent, levantando un tembloroso dedo hacia la horrible cicatriz f que surcaba la mejilla del otro.
-Un compañero de barco me la hizo con un pasador. Y ahora que tienes tu mascarón de proa recortado, lo que yo quiero saber es qué te ocurre. Eso es lo que quiero saber, ¿qué te ocurre? .Í ¡Santo Dios! ¿Te hace daño? ¿No te gusta? ¡Eso quiero saber!
-No, no -contestó Kent, dejándose caer en una banqueta al -4, tiempo que esbozaba una débil sonrisa-. Sólo preguntaba.
-¿Alguna vez viste otra igual? -siguió el otro agresivo.
-No.
-¿No es una maravilla?
-Sí -asintió Kent con la cabeza, intentando congraciarse con el extraño visitante, pero completamente desprevenido ante el estallido que seguiría a estos esfuerzos.
-¡Maldito, condenado, mal hijo de marinero! ¿Qué quieres decir con eso de que la cosa más fea que Dios Todopoderoso jamás puso en la cara de un hombre es una maravilla? ¿Qué quieres decir, so...?
Y en ese momento el ardiente lobo de mar soltó una larga hilera de blasfemias orientales, mezclando dioses y demonios, linajes y hombres, metáforas y monstruos, con virilidad tan salvaje, que Jacob Kent se quedó paralizado. Se echó hacia atrás, levantando los brazos como para defenderse de un ataque físico. Tan acobardado estaba, que el otro se detuvo en medio de su hermosa perorata y estalló en carcajadas.
-El sol ha llegado al final de su recorrido -dijo el Hombre de la Cicatriz entre paroxismos de hilaridad-. Y lo único que deseo es que aprecies la oportunidad de asociarte con un tipo de mi calaña. Echale leña a esa chimenea tuya. Voy a desatar a los perros y a darles de comer. Y no seas tacaño con la leña, muchacho; hay mucha más donde has recogido ésa, y tienes tiempo para blandir el hacha. Y, ya que te has puesto, trae un cubo de agua. ¡Apresúrate! ¡O te daré tu merecido!
Nunca se vio cosa igual. ¡Jacob Kent encendía el fuego, cortaba leña, acarreaba agua, y hasta hacía tareas domésticas para un huésped! Cuando Jim Cardegee abandonó Dawson, iba con la cabeza llena de las iniquidades de este Shylock12 de los caminos; y a lo largo de éstos, las numerosas víctimas aumentaron su lista de crímenes. Ahora, Jim Cardegee, con el gusto del marinero por los chistes marineros, decidió, al entrar en la cabaña, bajar los humos de su inquilino. No podía sino observar que había triunfado más de lo que esperaba, aunque ignoraba el papel que representaba en ello la cicatriz de su mejilla. Pero, aunque no lo comprendía, notaba el terror que producía. Y decidió explotarla tan despiada­damente como haría cualquier comerciante moderno con una mercancía.
-¡Que me maten, estás hecho un usurero! -dijo admirado, con la cabeza ladeada, mientras su anfitrión iba y venía-. Nunca debiste venir al Klondike. Tú naciste para ser dueño de una taberna. He oído hablar mucho de ti a los chicos río arriba y río abajo, pero no tenía idea de que fueras tan encantador.
Jacob Kent sintió unos deseos tremendos de probar su rifle con él, pero la fascinación que le producía la cicatriz era demasiado fuerte. Este era el auténtico Hombre de la Cicatriz, el hombre que tantas veces le robara en sueños. Este era,. entonces, el cuerpo del ser cuya forma espiritual se había proyectado en sus sueños. Por tanto -no había más conclusión-, este Hombre de la Cicatriz había venido en persona para robarle. ¡Esa cicatriz! No podía separar los ojos de ella como tampoco podía detener los latidos de su corazón. Hiciera lo que hiciera, siempre confluían inevitablemente en aquel punto fijo, como la aguja de una brújula se dirige hacia el polo norte.
-Je hace daño? -tronó repentinamente Jim Cardegee, alzando los ojos de sus mantas extendidas y chocando con la mirada fija del otro-. Me parece que lo mejor que puedes hacer es preparar tu catre, apagar la luz y acostarte, viendo como te preocupa. Hazme caso, marinero, o, si no, echaré mano a tus cosas.
Kent estaba tan nervioso, que tuvo que soplar tres veces hasta apagar el candil de barro, y se metió entre las mantas sin quitarse siquiera los mocasines. Al poco rato el marinero roncaba tranqui­lamente en su dura cama del suelo, pero Kent yacía con la mirada fija en la oscuridad, con una mano en el rifle y decidido a no pegar ojo en toda la noche. No había tenido ocasión de esconder sus cinco libras de oro, depositadas en la caja de municiones que había colocado en la cabecera de su camastro. Pero, por mucho que se esforzó, al fin acabó por dormirse, con el peso de su oro oprimiéndole el alma. Si no se hubiese dormido, sin quererlo, y en tal estado mental, el demonio sonámbulo no habría aparecido, m Cardegee no habría ido a buscar oro al día siguiente.
El fuego luchó una batalla perdida y por fin se apagó, mientras la escarcha penetraba por las grietas del musgo que había entre los troncos y enfrió la atmósfera interior. Los perros en el exterior dejaron de ladrar, y, acurrucados en la nieve, soñaban con cielos plagados de salmón, donde no existían ni conductores de perros ni amos. Dentro, el marinero dormía como uno de los perros, mientras su anfitrión se removía inquieto, víctima de extrañas fantasías. Al llegar la medianoche, repentinamente echó a un lado las mantas y se levantó. Era extraordinario que pudiera hacer aquello sin encender ni una luz. Quizás fue debido a la oscuridad por lo que mantuvo sus ojos cerrados, y quizás fuera por temor a ver la terrible cicatriz en la mejilla de su huésped; el caso es que, a oscuras, abrió la caja de municiones, metió una gran carga de pólvora por la boca del rifle sin derramar ni una partícula, la apisonó, guardó todo de nuevo y volvió a la cama.
Al colocar el día sus dedos de color gris metálico sobre la ventana, Jacob Kent despertó. Apoyándose sobre un codo, levantó la tapadera y se asomó a la caja de municiones. Lo que vio o lo que no vio le produjo un efecto muy extraño, teniendo en cuenta su temperamento neurótico. Lanzó una mirada al hombre dormido en el suelo, bajó la tapadera suavemente y giró sobre su espalda. En su rostro había una expresión de calma imperturbable. No había el más mínimo rastro de excitación o perturbación. Permaneció así un buen rato, pensativo, y, cuando se levantó, comenzó a ir de un lado a otro sin ruido y sin prisa, de un modo frío y calculador.
Resulta que, clavada en la parhilera, había una estaca de madera justo por encima de la cabeza de Jim Cardegee. Jacob
Kent, trabajando en silencio, pasó un trozo de manila de media pulgada de diámetro sobre la estaca, tirando de los dos cabos hasta el suelo. Ató un extremo alrededor de su cintura e hizo un nudo corredizo en el otro. Luego amartilló el rifle y lo dejó al alcance de su mano junto con numerosas correas de piel de alce. Con un gran esfuerzo de voluntad, soportó la presencia de la cicatriz, deslizó el nudo sobre la cabeza del hombre dormido, lo ajustó echando su propio peso hacia atrás, a la vez que cogía el rifle y apuntaba.
Jim Cardegee despertó, sin respiración y sorprendido, con los ojos fijos en el doble cañón metálico.
-¿Dónde está? -preguntó Kent, al mismo tiempo que tiraba de la cuerda.
-Maldito... ugh...
Kent sencillamente echó atrás su peso y cortó la respiración del otro.
-Condenado... ah... ah...
-¿Dónde está? -repitió Kent.
-¿Qué? -preguntó Cardegee.
-El oro.
-¿Qué oro? -exigió el perplejo marinero.
-Lo sabes muy bien, el mío.
-No lo he visto, ¿por quién me has tomado? ¿Por una caja fuerte? De todos modos, ¿qué tengo yo que ver en todo esto?
-Quizás lo sepas, quizás no, pero de todos modos voy a cortarte la respiración hasta que lo sepas. Y si levantas una sola mano, ¡te volaré la cabeza!
-¡Santo cielo! -rugió Cardegee, cuando sintió que la cuerda se apretaba.
Kent aflojó por un instante, y el marinero, retorciendo su
cuello como si fuera debido a la presión, consiguió aflojar un poco el nudo y llevarlo al punto justo por debajo de su barbilla.
-¿Y bien? -interrogó Kent, esperando la confesión.
Pero Cardegee se sonrió.
-Adelante con-tu ejecución, viejo condenado. Entonces, como había supuesto el marinero, la tragedia se
convirtió en una farsa. Al ser Cardegee más pesado, Kent, echando su peso hacia atrás y hacia abajo, no le pudo levantar del suelo. Pero, por mucho que se afanó, los pies del marinero aún permanecían en el suelo y soportaban parte de su peso, mientras el resto lo soportaba la barbilla. Incapaz de levantarlo, Kent seguía aferrado a la cuerda, resuelto a ahogarlo lentamente u obligarlo a confesar qué había hecho con el botín. Pero el Hombre de la Cicatriz no se ahogaba. Pasaron cinco, diez, quince minutos y, al final, desesperado, Kent dejó caer a su prisionero.
-Está bien -dijo, limpiándose el sudor-. Si no te puedo colgar, sí puedo pegarte un tiro. Algunos hombres no han nacido para ser colgados.
-Harás un estropicio en este suelo tan bonito
-Cardegee se afanaba por ganar tiempo-. Escucha, te diré lo que vamos a hacer. Juntaremos nuestras cabezas y razonaremos. Tú has perdido cierta cantidad de oro. Tú dices que yo sé algo y yo digo que no. Hagamos un examen y tracemos un camino a seguir...
-¡Cielo santo! -le espetó Kent, imitando maliciosamente las palabras del otro-. Seré yo quien trace todos los caminos que deban seguirse en este asunto; y si haces alguna cosa más, te juro que te mato.
-Por mi madre...
-Que Dios se apiade de ella, si te quiere. ¡Ah! ¿Conque sí? -reprimió un gesto hostil del otro al tiempo que apretaba contra su frente la fría boca del rifle-. ¡Estáte quieto! ¡Como muevas un solo pelo, te la ganas!
Era un trabajo arduo atarlo a la vez que tenía que sujetar el rifle. Pero Kent había sido tejedor y en unos minutos tuvo al marinero atado de pies y manos. Lo arrastró fuera y lo tumbó al lado de la cabaña, donde podía vigilar el río y observar la subida del sol hacia el meridiano.
-Te daré hasta mediodía y entonces...
-¿Qué?
-Emprenderás la marcha al infierno. Pero, si hablas, te retendré hasta que pase la próxima patrulla de la Policía Montada.
-¡Pues, caray, vaya elección! Aquí me tienes, inocente como un cordero, y aquí estás tú, echo un lío y sin razones, volviéndo­me loco y dispuesto a mandarme al infierno. ¡Maldito pirata!...
Jim Cardegee soltó su sarta de blasfemias y se superó a sí mismo. Jacob Kent sacó un taburete para divertirse cómodamen­te. Tras agotar todas las combinaciones posibles de su vocabula­rio, el marinero se calló y se dispuso a pensar en serio. Medía constantemente el avance del sol con sus ojos, el cual ascendía velozmente por el este con una prisa asombrosa. Sus perros, sorprendidos de que no los hubiera atado hacía tiempo a sus arneses, se arremolinaron a su alrededor. Su impotencia atraía a los animales. Presentían que algo iba mal, aunque no sabían exactamente qué era, y demostraban su solidaridad con tristes aullidos.
-¡Largo! ¡Fuera de aquí, banda de siwashes13! -gritó, inten­tando a rastras darles un puntapié, al tiempo que descubría que se hallaba tambaleante al borde de un declive.
Cuando se dispersaron los animales, se dedicó a ponderar la importancia del declive, que presentía pero no podía ver. No tardó mucho en llegar a una conclusión correcta. El hombre, pensó, es perezoso por naturaleza. No hace más esfuerzo del necesario. Cuando construye una cabaña, necesita tierra para el tejado. De esta premisa era lógico deducir que no transportase esa tierra más allá de lo estrictamente necesario. Por tanto, se hallaba al borde de un barranco de donde se había sacado tierra para techar la cabaña de Jacob Kent. Este conocimiento, utilizado adecuadamente, podría prolongar los acontecimientos, reflexionó. Entonces dirigió su atención a las correas de piel de alce que lo sujetaban. Sus manos estaban atadas a su espalda, apoyadas en la nieve y mojadas con su contacto. Sabía que este humedecimiento del cuerpo tendería a estirarlo, y, sin aparentarlo, se esforzó por estirarlo más y más.
Contempló el camino con ansiedad y, cuando en dirección a Sesenta Millas apareció por un instante una mancha negra sobre el fondo blanco de un amontonamiento de hielo, lanzó una mirada inquieta al sol. Casi había alcanzado el cenit. De vez en cuando veía la mancha negra saltando sobre los montículos d hielo y desapareciendo en los hoyos intermedios. Pero no se atrevía a permitirse más que unas miradas rápidas y curiosas por temor a levantar las sospechas del enemigo. Por una vez, cuando Jacob Kent se levantó y escudriñó el camino, Cardegee sintió miedo. Pero el trineo pasaba por un trecho de sendero que discurría paralelo a una colina y estuvo oculto hasta que pasó el peligro.
-Haré que te cuelguen por esto -amenazó Cardegee, en un intento de llamar la atención del otro-. Y te pudrirás en el infierno, te lo aseguro.
-¡Escucha! -gritó tras otra pausa-. ¿Crees en los fantas­mas? -el repentino sobresalto de Kent le indicó que pisaba terreno firme, y siguió-: El fantasma tiene derecho a perseguir al hombre que no le obedece, y no me puedes matar hasta que pase la guardia de cuatro horas, lo que significa hasta las doce en punto, ¿verdad? Porque, si lo haces, ocurrirá que te perseguiré, ¿me oyes? Un minuto, un segundo antes de su hora, y te perseguiré, por Dios que lo haré.
Jacob Kent parecía dudar, pero no contestó.
-¿Cómo va tu cronómetro? ¿Cuál es tu longitud? ¿Cómo sabes que tu hora es correcta? -persistió Cardegee esperando en vano ganarle unos minutos a su ejecutor—. ¿Tienes la hora de Barrack o la de la Compañía? Porque si lo haces antes de la hora, no descansaré. Te hago una buena advertencia. Volveré. Y si no tienes hora, ¿cómo lo vas a saber? Eso es lo que quiero, ¿cómo lo vas a saber?
-Te mataré a tiempo -replicó Kent.
¿Tienes un reloj de sol?
No sirve, la aguja tiene una desviación de treinta y dos grados. Las estaquillas están bien puestas.
-¿Cómo las pusiste? ¿Con una brújula?
-No, alineadas con la estrella polar.
-¿Estás seguro?
-Seguro.
Cardegee lanzó un quejido y echó una mirada furtiva al camino. El trineo saltaba sobre una colina, a una milla escasa de distancia, y los perros iban a pleno trote, corriendo ligeros.
-¿A qué distancia está la sombra de la línea?
Kent se acercó al primitivo reloj y lo miró detenidamente.
-A tres pulgadas -anunció, tras un meticuloso estudio.
-Oye, canta la hora del relevo antes de apretar el gatillo, ¿lo harás?
Kent accedió, y se quedaron callados. Las correas que sujetaban las muñecas de Cardegee se estiraban lentamente, y había empezado a pasárselas por las manos.
-Oye, ¿cuánto le falta a la sombra?
-Una pulgada.
El marinero se retorció ligeramente para asegurarse de que caería en el momento justo y deslizó la primera vuelta de las manos.
-¿Cuánto falta?
-Media pulgada.
En ese momento, Kent oyó el estridente batir de los patines y tornó la vista hacia el camino. El conductor iba tumbado en el trineo y los perros bajaban derechos hacia la cabaña. Kent se volvió echándose el rifle a la cara.
-Todavía no son las doce -le reprochó Cardegee . Te perseguiré, puedes estar seguro.
Jacob Kent vaciló. Estaba junto al reloj de sol, a unos diez pasos de su víctima. El hombre del trineo debió ver que algo extraño estaba ocurriendo, pues se había puesto de rodillas, mientras su látigo restallaba furiosamente entre los perros.
Las sombras se alinearon. Kent miró a su alrededor.
-Prepárate -ordenó solemnemente-. Las do...
Pero una fracción de segundo antes, Cardegee rodó hacia el barranco. Kent no disparó y se acercó corriendo al borde. ¡Pum! El rifle le estalló en plena cara al marinero mientras se levantaba, pero del cañón no salió humo, sino una llama que estalló por la culata y Jacob Kent cayó al suelo. Los perros remontaron la orilla, arrastrando el trineo por encima de su cuerpo, y el conductor saltó al suelo, mientras Cardegee liberaba sus manos y salía del barranco.
-¡Jim! -el recién venido lo reconoció-. ¿Qué ocurre?
-¿Que qué ocurre? ¡Oh, nada! Sencillamente hago estas pequeñeces por mi salud. ¿Que qué ocurre? ¡Maldito idiota! ¿Qué qué ocurre? ¡Suéltame y te lo diré! ¡Date prisa, o te acompañaré a limpiar las cubiertas con piedra bendita! ¡Ah! -añadió, mientras el otro empezó a trajinar con su cuchillo de monte-. ¿Qué ocurre? Quiero saberlo. Dímelo, ¿quieres? ¿Qué pasa, eh?
Kent estaba bien muerto cuando le dieron la vuelta. El rifle, un arma vieja y pesada que se cargaba por la boca, yacía a su lado. Acero y madera se habían separado. Junto al extremo del cañón derecho, con los labios hacia afuera, se abría una fisura de varias pulgadas de longitud. El marinero lo recogió curioso. Un chorro brillante de polvo amarillo se salía por la rendija. Entonces se le esclareció el caso a Jim Cardegee.
-¡Por todos los diablos! -rugió-. ¡Mira esto! ¡Aquí está su maldito oro! ¡Que Dios me condene, y a ti también, Charley, si no traes corriendo la criba!


Ley de vida


El viejo Koskoosh escuchó ávidamente. Aunque su vista se había apagado hacía ya largo tiempo, su oído aún era agudo, y el más leve sonido penetraba en la trémula inteligencia, que, aunque ya no contemplaba las cosas del mundo, todavía alentaba tras su arrugada frente. Sí, ésa era Sit-cum-to-ha, maldiciendo a gritos a los perros mientras los golpeaba y azotaba empujándolos hacia los arneses. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija, pero andaba demasiado ocupada para desperdiciar un pensamiento en su quebrado abuelo, sentado solo en la nieve, abandonado e indefenso. Tenían que levantar el campamento. Esperaba un largo camino y el corto día se negaba a rezagarse. La vida le llamaba, y las tareas de la vida, y no la muerte. Y él se hallaba muy cerca de la muerte.
Este pensamiento aterrorizó por un instante al viejo, y extendió una mano paralítica, que vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que tenía a su lado. Segura de que realmente estaba allí, la mano volvió a su refugio de pieles andrajosas, y él se puso de nuevo a escuchar. El bronco crujir de pieles medio heladas le notificó que ya habían levantado la tienda del jefe, apretada y reducida a dimensiones transportables. El jefe era su hijo, fuerte y robusto, cabeza de la tribu y poderoso cazador. Mientras las mujeres se afanaban con el equipaje del campamento, se alzó su voz, reprendiéndolas por su lentitud. Koskoosh aguzó el oído. Era la última vez que escucharía esa voz. ¡Allá iba la tienda de Geehow! ¡Y la de Tusken! Siete, ocho, nueve, ya sólo quedaría en pie la del hechicero: ¡Ah!, se afanaban con ella ahora. Podía oír cómo jadeaba el hechicero al colocarla en el trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo calmaba con suaves canturreos guturales. Se trata del pequeño Koo-tee, pensó el viejo, una criatura inquieta y no muy fuerte. Quizás muriese pronto y con el fuego abrirían un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre él para mantener alejados a los carcayús. Bueno, ¿qué importaba? Viviría unos cuantos años más, en el mejor de los casos, y con la barriga tantas veces vacía como llena. Y al final esperaba la muerte, insaciable, la más hambrienta de todos ellos.
¿Qué era eso? Ah, los hombres enganchaban los trineos y tensaban las correas. Y él, que nunca más volvería a escuchar, aguzó el oído. Los látigos gruñeron, trabándose entre los perros. ¡Cómo aullaban! ¡Cómo odiaban el trabajo y el camino! Ya emprendían la marcha. Trineo tras trineo se hundieron lentamen­te en el silencio. Habían marchado, habían salido de su vida, y él se enfrentaba solo ante la última hora amarga. No. La nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se erguía a su lado y posaba ; suavemente una mano sobre su cabeza. Era un buen gesto de su hijo. Recordó a otros viejos, cuyos hijos no habían esperado a que partiera la tribu. Pero su hijo había esperado. Vagó hacia el pasado hasta que la voz del joven lo devolvió a la rea­lidad.
-¿Estás bien? -preguntó.
Y el viejo respondió:
-Estoy bien.
-Hay leña a tu lado -continuó el joven-, y el fuego arde vivamente. La mañana es gris y ha comenzado el frío. Nevara pronto. Ya nieva.
-Sí, ya nieva.
La tribu tiene prisa. Sus fardos son pesados y sus barrigas van encogidas por falta de comida. El camino es largo y viajan velozmente. Me voy. ¿Estás bien?
-Estoy bien. Soy como una hoja seca, débilmente adherida al tallo. Al primer viento ' que sople caeré. Mi voz es ahora como la de una anciana. Mis ojos ya no señalan el camino a mis pies, éstos me pesan, y estoy cansado. Está bien.
Inclinó la cabeza con resignación, hasta -que se apagaron los últimos quejidos de la nieve y supo que el hijo ya no oiría su llamada. Luego alargó precipitadamente su mano hacia la leña. Sólo ésta se alzaba ante él y la eternidad, que le abría ya las fauces. Por fin su vida se reducía a un puñado de astillas. Una a una alimentarían el fuego, y así, paso a paso, la muerte se deslizaría sobre él. Cuando la última astilla hubiera entregado su calor, empezaría el hielo a recobrar sus fuerzas. Primero sucumbirían sus pies, luego las manos, y el entumecimiento se extendería lenta­mente desde las extremidades al cuerpo. La cabeza caería sobre sus rodillas, y descansaría. Era fácil. A todo hombre le llega su hora.
No se quejaba. Era ley de vida, y era justo. Había nacido cerca de la tierra, había vivido apegado a ella y, por consiguiente, no le era ninguna ley nueva. Era la ley de toda carne. La naturaleza no era benévola con la carne. No se preocupaba en absoluto de esa cosa concreta llamada individuo. Su interés residía en la especie, en la raza. Esa era la abstracción más profunda a la que podía elevarse la mente del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella con firmeza. La había visto evidenciarse en todo ser vivo. En el fluir de la savia, en el estallido de verdor del brote de sauce, en la caída de la hoja amarilla, en cosas como éstas se contenía toda la historia. Una única tarea le había encomendado la naturaleza al individuo. Si no la cumplía, moría. Y si la realizaba, también moría. A la naturaleza no le importaba. Había muchos que obedecían, y sólo esta obediencia en sí, no los obedientes, se mantenía siempre viva. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que conoció de niño habían conocido de niños a otros ancianos. Por tanto, era cierto que la tribu vivía, demos­trando la obediencia de todos sus miembros, allá en un pasado ya olvidado, cuyos lugares de reposo ya nadie recordaba. Ellos mismos no significaban nada, no suponían más que meros episodios. Habían pasado como nubes en un cielo de verano. El también era un episodio, y pasaría. A la naturaleza no le importaba. A la vida le asignaba una sola tarea, le daba una sola ley. Perpetuar era la tarea de la vida; la muerte, su ley. La mujer joven era una buena criatura para mirar, de pechos duros y fuertes, de andar ligero y brillo en la mirada. Pero su cometido aún estaba por realizar. La luz de su mirada brillaría cada vez más, su paso se haría más rápido, unas veces atrevida con los jóvenes, otras tímida, transmitiéndoles parte de su propia inquietud. Aumentaría más y más su belleza, hasta que algún cazador, incapaz ya de resistirse, la llevase a su tienda a cocinar y a trabajar para él y la convirtiese en madre de sus hijos. Y con la llegada de la prole, su belleza desaparece. Sus miembros languidecen, sus ojos se apagan, y sólo los niños encuentran placer en la arrugada mejilla de la anciana, al calor del fuego. Su misión había concluido. Pero al poco tiempo, con el primer pellizco del hambre o el primer viaje largo, la abandonarían como a él, en la nieve, con un montoncillo de astillas. Esa era la ley.
Colocó cuidadosamente una astilla en el fuego y volvió a sus meditaciones. Era lo mismo en todas partes, con todas las cosas. Los mosquitos desaparecían con las primeras heladas. Las peque­ñas ardillas se escabullían para morir. Con la edad, el conejo se volvía lento y pesado y ya no podía correr más que sus enemigos. Hasta el enorme oso se tornaba torpe, ciego y pendenciero, para sucumbir al foral ante un puñado de perros. Recordó cómo había abandonado un invierno a su propio padre, en un cerro del Klondike, el invierno anterior a la llegada del misionero, con sus libros de sermones y su caja de medicinas. Cuántas veces se había relamido los labios recordando aquella caja, aunque ahora su boca se negaba a humedecerse. La medicina contra el dolor había sido especialmente buena. Pero, después de todo, el misionero era una molestia. No traía carne al campamento y comía mucho, y los cazadores protestaban. Pero se le helaron los pulmones en la divisoria del Mayo14, y los perros levantaron las piedras con los hocicos y pelearon por sus huesos.
Koskoosh colocó otra rama en el fuego y se hundió aún más en el pasado. Hubo un tiempo de gran hambre, cuando los viejos se agazapaban con las barrigas vacías junto al fuego y dejaban caer de sus labios oscuros relatos de los días en que las aguas del Yukón corrieron libres durante tres inviernos, y luego estuvieron heladas otros tres veranos. En aquella hambre perdió a su madre. En el verano falló la subida del salmón y la tribu esperó con ansiedad el invierno y la llegada del caribú. Llegó el invierno y con él no vino el caribú. Nunca se había conocido cosa igual, ni en las vidas de los ancianos. Pero los caribús no llegaron, y era el séptimo año, y los conejos no habían vuelto a reproducirse, y los perros no eran sino fardos de huesos. A través de la larga oscuridad, los niños sollozaban y morían, así como las mujeres y los viejos, y ni siquiera uno de cada diez miembros de la tribu vivió para ver el sol cuando volvió la primavera. ¡Aquello sí que fue hambre!
Mas también había visto tiempos de abundancia, cuando la carne se les pudría en las manos y los perros estaban gordos y perezosos de tanto comer, tiempos en los que dejaban escapar la caza sin matarla, y las mujeres eran fértiles, y las tiendas llenas de pequeños niños-hombres y niñas-mujeres. Entonces, cuando los hombres tenían estómagos prominentes, reavivaron viejas dispu­tas, y cruzaron la divisoria hacia el sur para matar a los pellys, y hacia el norte, para sentarse junto a las hogueras apagadas de los tananas. Recordó cómo, siendo niño, en días de plétora, vio un alce derribado por los lobos. Zing-ha le acompañaba, tumbado junto a él en la nieve, vigilante. Zing-ha, que luego sería el más diestro de los cazadores y que, al final, caería dentro de una bolsa de aire en el Yukón. Lo encontraron un mes después, congelado, con medio cuerpo fuera del agujero.
El alce. Zing-ha y él habían salido ese día a jugar a la caza a la manera de sus padres. En la orilla del riachuelo encontraron las huellas frescas de un alce, y, entre ellas, las huellas de muchos lobos.
-Uno viejo -había dicho Zing-ha, más rápido en leer señales-, uno viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos le han separado de sus hermanos, y ya no lo abandonarán.
Y así fue. Era su manera. De día, de noche, sin descansar nunca, gruñendo tras sus pezuñas, acosándolo hasta el final. ¡Cómo sintieron Zing-ha y él hervir en sus venas la sed de sangre! ¡El final sería digno de verse!
Ansiosos, siguieron el rastro, e incluso él, Koskoosh, de vista torpe y rastreador inexperto, lo hubiera seguido a ciegas. ¡Era tan ancho! Iban ávidos siguiendo de cerca la caza, leyendo la encarnizada tragedia, recién escrita, a cada paso. Llegaron donde el alce había hecho una parada. La nieve había sido pisoteada y removida en todas las direcciones, en una extensión equivalente a tres veces la longitud de un cuerpo humano. En medio había huellas de pezuñas, y alrededor, por todas partes, las huellas más ligeras de los lobos. Algunos, mientras sus hermanos acosaban a la presa, se habían tumbado a descansar. La impronta de sus cuerpos en la nieve era tan perfecta, como si la hubieran hecho momentos antes. Uno de los lobos había caído atrapado en una salvaje embestida de su enloquecida víctima, que lo había pisoteado hasta la muerte. Unos cuantos huesos, bien roídos, lo atestiguaban.
Por segunda vez dejaron de levantar sus raquetas de nieve. Aquí, el poderoso animal había luchado desesperadamente. Dos veces le habían tirado, la nieve lo atestiguaba, y otras tantas se había sacudido de sus agresores y había logrado reincorporarse. Su tarea la había realizado largo tiempo atrás, pero aun así la vida le era preciosa. Zing-ha dijo que era cosa extraña que un alce, una vez derribado, volviera a liberarse, pero éste lo había logrado. El hechicero vería augurios y maravillas en ello cuando se lo contaran.
Y otra vez más llegaron donde el alce había intentado trepar la orilla y ganar el bosque. Pero sus adversarios lo acorralaron por detrás, hasta que retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos contra la nieve. Estaba claro que la matanza era inminente, sus hermanos no los habían tocado. Pasaron aprisa dos paradas más, breves y muy cercanas entre sí. El sendero estaba manchado de rojo y las limpias zancadas de la gran bestia se tornaron cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros sonidos de la batalla, no el coro de aullidos de la persecución, sino los breves, vigorosos ladridos que denunciaban la presencia de cuerpos apretujados mordiendo la carne. Gateando contra el viento, Zing-ha se arras­tró por la nieve, y junto a él, Koskoosh, que llegaría a ser el jefe de la tribu en los años venideros. Juntos apartaron las ramas bajas de un joven arbusto y se asomaron. Lo que vieron era el final.
La imagen,' como toda impresión de juventud, no había perdido su fuerza, y sus apagados ojos vieron el final con la misma viveza que aquel lejano día. Koskoosh se maravillaba de esto, ya que en los días que siguieron, cuando era líder de hombres y cabeza de consejeros, realizó grandes hazañas y consiguió que su nombre fuese una maldición en boca de los pellys, sin mencionar al extraño hombre blanco que había matado, cuchillo contra cuchillo, en lucha abierta.
Estuvo mucho tiempo meditando sobre los días de su juventud, hasta que se amortiguó el fuego y sintió el mordisco de la helada. Lo alimentó con dos astillas y midió su vida por las que le quedaban. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo y hubiera reunido un montón mayor, sus horas serían más largas. Hubiera sido fácil. Pero era una niña muy negligente y había dejado de honrar a sus antepasados desde el día en que Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso sus ojos en ella. ¡Bueno, qué importaba! ¿No había hecho él lo mismo en su rápida juventud? Por unos momentos escuchó el silencio. Quizás el corazón de su hijo se ablandase y volviera con los perros para llevarse a su viejo padre junto a la tribu, donde los caribús abundaban y la grasa colgaba pesadamente de sus cuerpos.
Aguzó el oído, su mente agitada se detuvo. Ni un ruido, nada. Sólo él respiraba en medio del gran silencio. Se sentía muy solitario. ¡Escucha! ¿Qué era aquello? Un escalofrío recorrió su cuerpo. El aullido prolongado y familiar rompió el vacío, se acercaba. En sus oscurecidos ojos se proyectó entonces la imagen del alce -el viejo alce-, los desgarrados flancos y los costados ensangrentados, la melena revuelta y los grandes cuernos ramifi­cados, bajos, embistiendo hasta lo último. Vio las relampaguean­tes formas grises, los ojos brillantes, las lenguas colgantes, los babeantes colmillos. Y vio cerrarse el círculo inexorable hasta convertirse en un punto oscuro en medio de la pisoteada nieve.
Un hocico frío le rozó la mejilla, y, a su contacto, su alma brincó de nuevo al presente. Su mano se disparó hacia el fuego y sacó una astilla ardiendo. Dominado de momento por el miedo hereditario al hombre, la bestia retrocedió, elevando una prolon­gada llamada a sus hermanos, que respondieron ávidos, hasta que le rodeó un anillo de agazapadas formas grises de fauces babeantes. El viejo escuchó el estrechamiento del círculo. Agitó violenta­mente su tizón, y los olisqueos se tornaron gruñidos. Pero las jadeantes bestias se negaban a dispersarse. Una de ellas se adelantó, agazapada, arrastrando las ancas, y luego dos, tres; pero ninguna retrocedía. ¿Por qué se aferraba a la vida?, se preguntó, dejando caer la astilla encendida sobre la nieve. Chisporroteó y se apagó. El círculo gruñó inquieto, pero se mantuvo firme. Otra vez vio la parada del alce. Koskoosh dejó caer cansadamente su cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba después de todo? ¿No era ley de vida?


Las mil docenas


A David Rasmunsen le gustaba el dinero fácil y, como muchos grandes hombres, tenía una idea fija. Por eso, cuando resonó en sus oídos la llamada del Norte, pensó en un negocio de huevos y concentró toda su energía en la empresa. Hizo cálculos rápidos y concisos y el negocio resultó brillante, espléndido. Vender los huevos a cinco dólares la docena era trabajar sobre seguro. Por tanto, era indiscutible que la venta de mil docenas produciría cinco mil dólares en la Metrópolis Dorada.
Por otro lado, había que tener en cuenta los gastos, y los calculó bien, pues era un hombre meticuloso, muy práctico, de cabeza dura y corazón jamás calentado por la imaginación. A quince centavos la docena, el coste inicial de sus mil docenas sumaría ciento cincuenta dólares, una bagatela en comparación con los enormes beneficios. Y supongamos, sólo supongamos, si se nos permite la extravagancia, que el transporte para él y los huevos subiera ochocientos cincuenta más. Todavía le quedarían cuatro mil limpios, tras deshacerse del último huevo y meter en la talega la última pepita de oro.
-Lo ves, Alma -calculó con su mujer en la acogedora salita sumergida en un mar de mapas, estudios del gobierno, guías e itinerarios de Alaska , como ves, los gastos no empiezan hasta llegar a Dyea. Con cincuenta dólares nos pagaremos hasta un pasaje en primera. Desde Dyea hasta el lago Linderman, los portadores indios llevarán las mercancías a doce centavos la libra, doce dólares el ciento o ciento veinte dólares las mil. Suponga­mos que tengo mil quinientas libras. Nos costarán ciento ochenta dólares. Digamos doscientos para estar seguros. Uno que acaba de volver del Klondike me ha informado con toda confianza que se puede comprar un bote por trescientos. Pero el mismo hombre me asegura que puedo conseguir un par de pasajeros por ciento cincuenta cada uno, con lo que el bote me saldrá gratis, y, además, pueden ayudarme a manejarlo. Y... eso es todo: desem­barco los huevos en Dawson. ¿Cuánto hace todo eso?
-Cincuenta dólares desde San Francisco hasta Dyea, doscien­tos desde Dyea hasta Linderman, los pasajeros pagan el bote, doscientos cincuenta en total sumó rápidamente---. Y cien más para mi ropa y equipo personal continuó alegremente , lo que deja un margen de quinientos para los imprevistos. ¿Y qué imprevistos pueden surgir?
Alma se encogió de hombros y levantó las cejas. Si ese vasto norte era capaz de tragarse a un hombre y a mil docenas (le huevos, seguramente- habría sitio para cualquier otra cosa que poseyera. Esto era lo que pensaba, pero no dijo nada. Conocía demasiado bien a David Rasmunsen como para abrir la boca.
--Doblando el tiempo por los retrasos fortuitos, haría el viaje en dos meses. ¡Piénsalo, Alma! ¡Cuatro mil en dos meses! Supera en mucho a los miserables cien al mes que gano ahora. Nos haremos otra casa en la que tendremos más espacio, con gas en todas las habitaciones, una bonita vista y el alquiler de la casita pagará los impuestos, el seguro, el agua, y aún quedará algo. Además, siempre existe la posibilidad de que tenga suerte y vuelva millonario. Dime, Alma, ¿no crees que soy muy modesto?
Alma apenas podía pensar otra cosa. Además, ¿no había vuelto su primo, un primo lejano, sí, la oveja negra, el taramba­na, el perdulario, no había vuelto de ese extraño país del norte con cien mil en polvo amarillo, sin contar la mitad de la participación del agujero de donde había salido?
El tendero de David Rasmunsen se sorprendió al verlo pesar huevos en la balanza que había al fondo del mostrador. Y el mismo Rasmunsen se sorprendió aún más de que una docena de huevos pesara libra y media: ¡mil quinientas libras las mil docenas! No quedaba peso para la ropa, mantas, utensilios de cocina, sin mencionar la comida que necesariamente tendría que consumir por el camino. Sus cálculos se le vinieron abajo y estaba a punto de rehacerlos, cuando se le ocurrió la idea de pesar huevos pequeños.
-Sean grandes o pequeños, una docena de huevos es una docena de huevos -observó sagazmente.
Y descubrió que la docena de los pequeños pesaba una libra y cuarto. Desde ese momento la ciudad de San Francisco se vio invadida por emisarios perspicaces, y almacenes y lecherías se sorprendieron ante la repentina demanda de huevos que no pesaran más de veinte onzas la docena.
Rasmunsen hipotecó la casita por mil dólares, arregló las cosas para que su mujer pasara una larga temporada con sus familiares, dejó el trabajo y partió hacia el Norte. Para poder cumplir el horario se conformó con un pasaje de segunda clase, que, debido a las prisas, era peor que el de tercera. Y a finales del verano, pálido y tambaleante, desembarcó con los huevos en la playa de '° Dyea. Pero no tardó mucho en recuperar el paso firme y el apetito. Su primera entrevista con los porteadores chilkoot15 lo enderezó y lo puso rígido. Pedían cuarenta centavos la libra por veintiocho millas de porteo y, mientras retenía la respiración y tragaba saliva, el precio subió a cuarenta y tres. Quince indios fornidos ataron las correas a sus fardos por cuarenta y cinco, pero las desataron ante la oferta de cuarenta y siete que les hizo un Creso de Skaguay, de camisa sucia y mono raído, que había perdido los caballos en el camino del White Pass, y ahora hacía un último y desesperado intento por atravesar el país con ayuda de los chilkoots.
Pero Rasmunsen era pura firmeza y, por cincuenta centavos, encontró porteadores que, dos días más tarde, depositaron los huevos intactos en Linderman. Cincuenta dólares la libra hacían un millar la tonelada y sus mil quinientas libras habían agotado el fondo de emergencia y lo habían abandonado en el punto de Tántalo, donde cada día veía partir para Dawson botes recién construidos. Es más, el campo donde se construían las barcas bullía con una gran ansiedad. Los hombres trabajaban frenética­mente, de la mañana a la noche, hasta el límite de sus fuerzas, calafateando, clavando y entregándose a un frenesí que no era difícil de explicar. Cada día la línea de nieve se deslizaba más abajo por los inhóspitos picos rocosos, y una tormenta seguía a otra, con aguanieve y nieve, y el primer hielo empezó a formarse y engrosar en los remolinos y lugares tranquilos a medida que pasaban las horas. Cada mañana los hombres endurecidos por el trabajo miraban tristemente al lago para ver si se había helado. Pues la helada anunciaba la muerte de su esperanza, la esperanza de que navegarían río abajo antes de que se cerrase la cadena de lagos.
Para mayor angustia de su alma, descubrió tres competidores en el negocio de los huevos. Era cierto que uno de ellos, un pequeño alemán, se había arruinado y él mismo cargaba triste­mente el último fardo del porteo. Pero los otros dos disponían de botes casi terminados y suplicaban diariamente al dios de los comerciantes y mercaderes que retuviera un día más la férrea mano del invierno. Pero la férrea mano cayó sobre la tierra. Los hombres se helaban en la tormenta que barrió a los chilkoots, y a Rasmunsen se le helaron los dedos de los pies antes de que se diera cuenta. Tuvo la oportunidad de ir de pasajero con su carga en un bote que partía en ese momento, pero le exigieron doscientos dólares contantes y sonantes y él carecía de dinero.
-Creo que, si esperas un poquito -dijo el carpintero sueco que había dado con su Klondike allí mismo y era lo bastante listo para saberlo-, un poquito, verás cómo te hago una bonita barca.
Sin promesa firme de continuar, Rasmunsen emprendió la vuelta al lago Crater, donde se encontró con dos corresponsales de prensa, cuyo equipaje yacía desparramado por Stone House, el Paso y Happy Camp.
-Sí -dijo con segunda intención-. Tengo mil docenas de huevos en Linderman y mi barca casi tiene ya la última junta calafateada. He tenido la suerte de conseguirla. Las barcas están muy solicitadas, sabéis, y quedan pocas.
Acto seguido, y casi con violencia física, los corresponsales le suplicaron que los llevara con él, le mostraron billetes verdes y pasaron piezas amarillas de veinte de una mano a otra. No quería oír hablar de ello, pero lo persuadieron y aceptó de mala gana llevarlos por trescientos cada uno. Le pagaron el pasaje por
adelantado. Y mientras escribían a sus respectivos periódicos acerca del Buen Samaritano de las mil docenas de huevos, el Buen Samaritano volvió corriendo al sueco de Linderman.
-¡Eh, tú! ¡Dame la barca! -dijo a modo de saludo, agitando en sus manos las piezas de oro de los corresponsales y sin apartar la vista de la barca terminada.
El sueco lo contempló impertérrito y negó con la cabeza.
-¿Cuánto te ofrece el otro tipo? ¿Trescientos? Bien, aquí tienes cuatrocientos. Tómalos.
Intentó dárselos, pero el hombre retrocedió.
-Creo que no. Le he prometido la barca. Espera...
-Aquí hay seiscientos, mi última oferta. O lo tomas o lo dejas. Dile que te has equivocado.
El sueco vaciló:
-Creo que sí -dijo finalmente, y lo último que vio de él Rasmunsen fue cómo se esforzaba en vano por explicarle al otro la equivocación.
El alemán se escurrió y se rompió un tobillo en la pronuncia­da cuesta del lago Deep. Vendió sus existencias a dólar la doce­na y, con el producto, contrató a porteadores indios para que lo llevaran de nuevo a Dyea. Pero la mañana en que Rasmunsen partió con los corresponsales, sus dos rivales lo siguieron.
-¿Cuántos tienes? -le preguntó un hombrecillo de Nueva Inglaterra.
-Mil docenas -le respondió orgulloso Rasmunsen.
-¡Bah! Apuesto a que te gano con mis ochocientas.
Los corresponsales se ofrecieron a prestarle el dinero, pero Rasmunsen lo rechazó y el yanqui cerró el trato con el rival que quedaba, fornido lobo de mar y marinero de barcos y otras cosas, que prometió enseñarles un par de trucos a la hora de ponerse a trabajar. Y bien que se puso, con una gran vela cuadrada y alquitranada, que sumergía media proa a cada salto. Fue el primero en salir de Linderman, pero, por desdeñar el porteo, terminó con un bote cargado contra las rocas de los rápidos. Rasmunsen y el yanqui, que también llevaba dos pasajeros, cruzaron las mercancías a sus espaldas y luego enfilaron sus barcas vacías, aguas abajo hasta el Bennett.
El Bennett era un lago de veinticinco millas, estrecho y profundo, que formaba un embudo entre las montañas y por el que siempre se agitaban las tormentas. Rasmunsen acampó en el banco de arena de la cabecera, donde había muchos hombres y botes que se dirigían al Norte, apunto de ser atrapados por el invierno ártico. A la mañana siguiente se despertó con una inesperada ventisca del sur, que traía el frío de los picos nevados y los valles glaciales, soplando con el mismo frío que cualquier viento del norte. Pero estaba despejado y también vio al yanqui pasar tambaleante y a toda vela el primer promontorio pelado. Las barcas se ponían en camino una tras otra y los corresponsales se entusiasmaron.
-Los alcanzaremos antes del cruce del Caribú -le asegura­ron a Rasmunsen mientras izaban la vela y el Alma recibió en la proa el primer riego helado.
Rasmunsen había sido durante toda su vida un cobarde en el agua, pero se agarró firmemente al alborotado timón, apretando los dientes y sin mover un músculo de la cara. Sus mil docenas estaban en la barca, ante su vista, bien seguras bajo el equipaje de los corresponsales y, de alguna manera, veía ante él la casita y la hipoteca de mil dólares.
Hacía mucho frío. De vez en cuando sacaba el timón y colocaba otro nuevo, mientras los pasajeros arrancaban el hielo de la pala. La espuma del agua se congelaba inmediatamente donde golpeaba y el botalón se orlaba rápidamente de carámbanos. El Alma se tensaba y batía los grandes mares hasta que empeza­ron a dilatarse las juntas y los cabos, pero, en vez de achicar, los corresponsales rompían el hielo y lo tiraban por la borda. No había un momento de descanso. La loca carrera contra el invierno estaba en marcha y los botes se precipitaron desesperadamente en ella.
-¡N-n-no podemos detenernos a salvar el alma! -tiritó, de frío, no de miedo, uno de los corresponsales.
-¡Eso es! ¡Mantenla en el centro, viejo! -animó el otro.
Rasmunsen replicó con una sonrisa idiota. Las aherrojadas costas estaban cubiertas de espuma e, incluso en el centro, la única esperanza era seguir huyendo de los grandes mares. Arriar las velas significaba volcar la barca y hundirse. Con frecuencia pasaron barcas chocando contra las rocas. Y una vez vieron una a punto de estrellarse contra el borde de los rompientes. Una pequeña balsa que venía detrás, ocupada por dos hombres, volcó y se dio la vuelta.
-Cuidado, viejo -gritó el que castañeteaba los dientes.
Rasmunsen sonrió y se aferró con más fuerza al timón. Muchas veces el ímpetu del mar había cogido la gran popa cuadrada del Alma y la había sacado de la calma chicha hasta que s se agitaba la botavara y cada vez la había vuelto a su sitio a base de aplicar todas sus fuerzas. Para entonces se le había helado la sonrisa y a los corresponsales les molestaba mirarlo.
Pasaron a toda velocidad una roca aislada a cien yardas de la playa. Desde lo alto de la roca, bañada por las olas, gritaba salvajemente un hombre, interrumpiendo por un momento la tormenta con su voz. Pero un instante más tarde el Alma lo dejó atrás y la roca se convirtió en una mancha negra entre la turbulenta espuma.
-¡Ahí queda el yanqui! ¿Dónde está el marinero? -gritó uno de los pasajeros.
Rasmunsen lanzó un vistazo a la vela negra. La había visto saltar del gris en la dirección del viento y crecer a intervalos durante una hora. Evidentemente el marinero había reparado los daños y estaba recuperando el tiempo perdido.
-¡Ahí viene!
Los dos pasajeros dejaron de romper hielo para mirar. Habían recorrido veinte millas del Bennett: espacio de sobra para que el mar lanzase sus montañas al cielo. El marinero los adelantó bajando y subiendo como un dios de las tormentas. La enorme vela parecía prender el bote a las crestas de las olas y arrancarla físicamente del agua para luego lanzarla con estrépito a las abiertas profundidades.
-¡El mar nunca lo atrapará!
-Pero meterá sus narices en él.
Mientras hablaban, la lona negra se perdió de vista tras una gran ola. Pasaron una y otra ola, pero el bote no reapareció. El Alma pasó a toda velocidad por aquel lugar. Vieron pequeños trozos de remos y cajas desperdigados por el mar. Asomó un brazo y una cabeza peluda emergió a unas cuantas yardas de distancia.
Durante cierto tiempo hubo silencio. Cuando se divisó el fin del lago, las olas empezaron a entrar en la barca con tal frecuencia, que los corresponsales ya no rompían el hielo sino que achicaban el agua con cubos. Ni siquiera esto bastaba y, tras consultarlo a voces con Rasmunsen, atacaron al equipaje. Harina, tocino, judías, mantas, hornillo, sogas, cachivaches, cualquier cosa que estuviera al alcance de sus manos, volaron por la borda. La barca lo agradeció al momento, dejando entrar menos agua y elevándose más.
-¡Ya basta! -les advirtió severamente Rasmunsen al verlos atacar la primera caja de huevos.
-¡Al infierno con ellos! -le contestó salvajemente el que tiritaba.
Habían sacrificado todo su equipo a excepción de las notas, carretes y cámaras. Se agachó, agarró una caja de huevos y empezó a sacarla de entre las correas.
-¡Déjala! ¡Déjala te digo!
Rasmunsen había conseguido sacar el revólver y apuntaba por encima del timón con el brazo doblado. El corresponsal estaba de pie en la bancada, intentando guardar el equilibrio, crispado de amenaza y furia muda.
-¡Dios mío!
Esto gritó su compañero abalanzándose de cabeza al fondo de la barca. Ante la distracción de Rasmunsen, una gran masa de agua había entrado en el Alma y remolineaba dentro del bote. El aparejo se soltó, la vela se aflojó y descontroló, y el botalón barrió con una fuerza terrible el bote y se llevó al furioso corresponsal por la borda con la espalda rota. El mástil y la vela también habían caído al agua. Vino luego un mar torrencial, el bote dejó de avanzar y Rasmunsen se lanzó al cubo de achicar.
Durante la media hora siguiente los adelantaron varios botes: botes pequeños, botes como el suyo, atemorizados, incapaces de hacer otra cosa que correr como locos. Una barcaza, ante el inminente peligro de destrucción, bajó las velas y se precipitó contra ellos.
-¡Alejaos! ¡Alejaos! -les gritó Rasmunsen.
Pero su borde chocó contra la pesada barca y el corresponsal que quedaba cayó por la borda. Rasmunsen se lanzó como un gato sobre los huevos y se afanaba en la proa del Alma para atar las cuerdas de remolque con sus entumecidos dedos.
-¡Vamos! -le gritó un hombre de bigotes rojos.
-Tengo aquí mil docenas de huevos -les respondió-. Remolcadme. ¡Os lo pagaré!
-¡Vamos! -le gritaron a coro.
Una gran cresta blanca rompió a su lado, bañando la barcaza y medio hundiendo el Alma. Los hombres se alejaron, maldiciéndo­lo lo mientras izaban la vela. Rasmunsen les devolvió las maldicio­nes y empezó a achicar el agua. El mástil y la vela, enredados en las drizas, sujetaban la barca al viento y al mar y le dieron la oportunidad de achicar el agua.
Tres horas más tarde, entumecido, exhausto, disparatando como un lunático, pero sin dejar de achicar, desembarcó en una playa helada del Cruce del Caribú. Dos hombres, un agente del gobierno y un voyageur mestizo, lo sacaron de las olas, salvaron la carga y encallaron el Alma. Salían del interior en una canoa Peterborough y esa noche le dieron cobijo en su campamento azotado por las tormentas. A la mañana siguiente partieron, pero él prefirió quedarse con los huevos. Y desde ese momento empezaron a extenderse por el país el nombre y la fama del hombre de las mil docenas de huevos. Buscadores de oro que entraron antes de la helada difundieron la noticia de su llegada. Canosos veteranos de Cuarenta Millas y Circle City, viejos de mandíbulas secas y estómagos curtidos por las judías, evocaban sueños de pollos y verduras al oír su nombre. Dyea y Skaguay se interesaban por su suerte y preguntaban por él a cada uno de los que cruzaban los pasos, mientras que Dawson -la Dawson dorada y sin tortillas- se impacientaba y preocupaba y salía al paso de cada recién llegado para averiguar algo de él.
Rasmunsen, en cambio, ignoraba todo eso. Al día siguiente del naufragio reparó el Alma y emprendió la marcha. Soplaba desde Tagish un cruel viento del este, pero hundió los remos en el agua y se enfrentó a él valientemente, aunque pasó la mitad del tiempo flotando hacia atrás y rompiendo hielo. Según cuentan, naufragó en la playa de Windy Arm; tres veces lo vieron hundirse y encallar en Tagish; y el lago Marsh lo detuvo con la helada. El Alma terminó aplastado entre dos témpanos de hielo, pero los huevos seguían intactos. Los transportó a través de dos millas de hielo hasta la playa, donde construyó un refugio, que se mantuvo en pie durante años y señalaban los hombres que lo conocían.
Entre él y Dawson mediaba una distancia de quinientas millas y la vía por el agua estaba cerrada. Pero Rasmunsen volvió por los lagos a pie, con una expresión peculiar y tensa en la cara. Lo que sufrió en ese viaje solitario, con una sola manta, un hacha y
un puñado de judías, es algo que no pueden comprender los simples mortales. Tan sólo pueden entenderlo los aventureros del ártico. Baste decir que lo sorprendió una ventisca en Chilkoot y se dejó dos dedos de los pies en el médico de Sheep Camp. No obstante, siguió en pie y lavó platos en la cocina del Pawona, durante el viaje a Puget Sound, y desde allí cargó carbón desde Puget Sound hasta San Francisco.
Un hombre ojeroso y descuidado cruzó cojeando el pulido suelo de la oficina para solicitar a los banqueros una segunda hipoteca. Sus hundidas mejillas se insinuaban por entre la espesa barba, y los ojos parecían haberse retirado al interior de profundas cavernas donde ardían con un fuego frío. Tenía las manos desgastadas por las inclemencias del tiempo y el duro trabajo, y las uñas estaban sucias de tierra y polvo de carbón. Habló vagamente de huevos y de hielo, de vientos y mareas, pero, cuando se negaron a prestarle más de otros mil, empezó a hablar incoherentemente del precio de los perros y de la comida de éstos, . y de cosas como raquetas de nieve, mocasines, rutas de invierno. Le prestaron mil quinientos, más de lo que valía la casita, y se sintieron aliviados tras garrapatear su firma y cruzar la puerta.
Dos semanas más tarde remontó Chilkoot con tres trineos de cinco perros cada uno. El conducía una partida, y dos indios que lo acompañaban, el resto. En el lago Marsh abrieron el refugio y cargaron. Pero no había camino. Era el primero en cruzar el hielo y en él recayó la tarea de apartar la nieve y abrirse paso por las acumulaciones de hielo del río. A su espalda observaba a menudo cómo ascendía por el aire en calma el humo de algunas hogueras, y se preguntaba por qué no lo adelantaban. Era un extraño en el país y no comprendía. Ni podía entender a los indios, cuando intentaban explicárselo. Lo concebían como un trabajo duro, y, cuando se resistían y se negaban a levantar el campamento por las mañanas, los obligaba a trabajar a punta de pistola.
Cuando cayó en un puente de hielo cerca de White Horse y se le congeló el pie, aún tierno y ultrasensible a causa de la helada anterior, los indios intentaron convencerlo de que descansara. Pero sacrificó una manta y, con el pie envuelto en un enorme mocasín, tan grande como un cubo, continuó su turno normal en el trineo de cabeza. Este era el trabajo más cruel y lo respetaban, aunque a espaldas suyas se golpeaban la frente con los nudillos y sacudían la cabeza significativamente. Una noche intentaron escapar, pero el siseo de las balas sobre la nieve los hizo volver atrás a regañadientes, aunque convencidos. Luego, como chilkoots salvajes que eran, se unieron para matarlo, pero dormía como un gato y nunca se les presentó la oportunidad de hacerlo, ya estuviera despierto o dormido. A menudo intentaron explicarle el significado del humo que se elevaba a sus espaldas, pero no entendía y sospechaba de ellos. Y cuando refunfuñaban o intentaban escabullirse, los apuntaba rápidamente al entrecejo y enfriaba sus ardientes espíritus con la vista del revólver amar­tillado.
Y así continuaron las cosas: hombres amotinados, perros salvajes y una ruta que partía el corazón. Luchó para que los hombres se quedaran con él, luchó para que los perros se mantuvieran alejados de los huevos, combatió el hielo, el frío y el dolor del pie, que no quería sanar. Con la misma rapidez que se renovaba el tejido, lo volvía a atacar y quemar el hielo, de suerte que se le formó una honda cicatriz, en la que casi le cabía el puño. Por las mañanas, al apoyarse por primera vez en él, le daba vueltas la cabeza y estaba a punto de desmayarse a causa del dolor. Pero, a medida que avanzaba el día, se le solía entumecer para comenzar de nuevo al meterse entre las mantas e intentar dormir. El, que había sido un empleado sentado todos los días a una mesa, trabajaba hasta que los indios caían exhaustos e incluso excedía a los perros. No sabía lo mucho que trabajaba ni lo mucho que sufría. Al ser hombre de una sola idea ahora que había llegado, la idea lo dominaba. El primer plano de su conciencia lo ocupaba Dawson; el trasfondo, sus mil docenas de huevos, y, a mitad de camino entre estas dos, se agitaba su ego, en un esfuerzo constante por unirlas en un punto dorado y brillante. Este punto dorado eran los cinco mil dólares, la culminación de la idea y el punto de partida para cualquier idea nueva que se presentase. Para todo lo demás era un mero autómata. No se daba cuenta de otras cosas, como si las viera a través de un cristal oscuro y sin pensar en ellas. Ejecutaba el trabajo manual con sabiduría maquinal, y otro tanto ocurría con el trabajo mental. Por tanto, la expresión de su cara se tornó muy tensa, hasta que los mismos indios se asustaron de ella y se maravillaban del extraño hombre blanco que los había esclavizado y los forzaba a ,trabajar tan estúpidamente.
Luego vino una ola de frío en el lago Le Barge, cuando el frío del espacio castigó la punta del planeta y las temperaturas bajaron a unos sesenta grados bajo cero. Aquí, faenando con la boca abierta para respirar con más facilidad, se le helaron los pulmones y, durante el resto del viaje, se vio molestado por una tos seca, especialmente irritable con el humo del campamento o bajo la tensión del trabajo duro. En el río de Treinta Millas dio con agua sin helar salpicada de precarios puentes de hielo y bordeada de una capa de hielo fina, traicionera e incierta. El hielo de las orillas era imposible de calcular y entró en él sin pensarlo, echando mano al revólver cada vez que sus conductores se negaban a seguir. Pero en los puentes de hielo podían tomar precauciones, aunque estaban cubiertos de nieve. Los cruzaron en raquetas de ', nieve, con varas largas cruzadas en las manos, y a las que poder agarrarse en caso de accidente. Una vez al otro lado, llamaron a los perros. Y uno de los indios acabó sus días en uno de estos puentes, donde la nieve ocultaba la falta del hielo del centro. Lo atravesó tan limpiamente como el cuchillo atraviesa la nata, y la corriente lo perdió por debajo del hielo.
Esa noche su compañero huyó a la pálida luz de la luna y Rasmunsen puntuó inútilmente el silencio con su revólver, cosa que manejaba con más celeridad que inteligencia. Treinta y seis horas más tarde el indio llegó al cuartel de la policía de Big Salmon.
-Un hombre raro, ¿cómo se dice?, con la tapa de la cabeza suelta -le explicó el intérprete al perplejo capitán-. ¿Eh? Sí, loco, muy loco. Huevos, huevos, siempre huevos. ¿Comprende? Acompáñeme.
Rasmunsen tardó varios días en llegar con los tres trineos unidos y todos los perros en un solo tiro. Fue difícil, pues, donde la marcha iba mal, se veía obligado a volver atrás trineo a trineo, aunque se las arregló para llevar todo de una vez, gracias a esfuerzos hercúleos. No pareció inmutarse cuando el capitán de la policía le dijo que su nombre se iba haciendo famoso en dirección a Dawson y que, en ese momento, probablemente estuviera a me­dio camino entre Selkirk y Stewart. Tampoco pareció interesar­se cuando le informó que la policía había abierto camino hasta Pelly, ya que había llegado a aceptar con fatalismo todos los designios de la naturaleza, buenos o malos. Pero cuando le dijeron que Dawson padecía una aguda epidemia de hambre, se sonrió, enganchó los arneses a los perros y emprendió la marcha.
Fue a la siguiente parada cuando se explicó el misterio del humo. Con la noticia, dada en Big Salmon, de que el camino estaba abierto hasta Pelly, ya no había necesidad de que el penacho de humo se retrasase más; y Rasmunsen, acurrucado junto a su solitaria hoguera, vio pasar una variada hilera de trineos. Primero pasaron el agente del gobierno y el mestizo que lo habían sacado de Bennett; dos trineos de carteros que iban a Circle City, seguidos por otros muchos que iban al Klondike. Hombres y perros estaban frescos y gordos, mientras Rasmunsen y sus bestias estaban agotados y en los huesos. Los del penacho de humo habían viajado cada tercer día, descansando y conservando sus fuerzas para la carrera que emprenderían al llegar al camino abierto. El, por el contrario, había avanzado a trancas y barrancas, haciendo trizas la energía y el vigor de los perros.
Por lo que a él mismo se refería, era inabatible. Le agradecie­ron amablemente sus esfuerzos aquellos hombres gordos y frescos, con anchas sonrisas y burlonas carcajadas; y ahora que comprendió, no dio ninguna respuesta. Tampoco se recreó en su silenciosa amargura. No importaba. La idea, el hecho que la sustentaba no había cambiado. Aquí estaban él y sus mil docenas, allí Dawson: el problema seguía siendo el mismo.
En Little Salmon, al no tener comida para los perros, éstos se comieron la suya, y desde ahí hasta Selkirk vivió a base de judías -judías pintas, bastas y grandes, poco nutritivas, que se le aga­rraban al estómago y le hacían doblarse a intervalos de dos ho­ras-. Pero el agente de Selkirk tenía una nota en la puerta de la factoría anunciando que desde hacía dos años ningún vapor había subido por el Yukón y, por consiguiente, la comida estaba por las nubes. Sin embargo, ofreció cambiar harina al precio de una taza por huevo, pero Rasmunsen negó con la cabeza y emprendió la marcha. Más abajo de la factoría consiguió comprar pellejos helados de caballo para los perros; los vaqueros de Chilkat habían matado los caballos y los indios habían guardado los restos. El también atacó la piel, pero los pelos se le introducían en las llagas que las judías le habían producido en la boca y no podía aguantarlo.
En Selkirk encontró la avanzadilla del éxodo hambriento de Dawson, y desde allí se arrastraban en triste multitud.
-¡No hay comida! -era lo único que cantaban-. ¡No hay comida y tenemos que proseguir! Todos encienden velas para que llegue la primavera. La harina está a dólar y medio la libra, y no hay vendedores.
-¿Huevos? -respondió uno de ellos-. A dólar la unidad, pero no hay ninguno.
Rasmunsen hizo un cálculo rápido.
-Doce mil dólares -dijo en voz alta.
-¿Cómo? -preguntó el hombre.
-Nada -contestó, y azuzó a los perros.
Cuando llegó al río Stewart, a setenta millas de Dawson, habían muerto cinco de los perros y el resto estaba en las últimas. También él estaba en las últimas, avanzando con la poca fuerza que le quedaba. Aun así, no avanzaba más de diez millas al día. Sus pómulos y nariz habían ennegrecido de helarse una y otra vez y tenían un aspecto horrible. El dedo pulgar, separado de los otros dedos por la guía, también se le había helado y le dolía mucho. El monstruoso mocasín le envolvía todavía el pie y extraños dolores empezaban a molestarle la pierna. En Sesenta Millas se le acabaron las últimas judías, racionadas desde hacía algún tiempo, pero se negaba tenazmente a tocar los huevos. No podía hacerse a la idea de considerarlo una acción legítima y, dando tumbos, llegó hasta Río Indio. Aquí un alce recién cazado y la generosidad de un veterano le dieron a él y a sus perros nuevas fuerzas, y en Anslie se sintió recompensado, cuando una estampida recién llegada de Dawson, cinco horas antes, le aseguró que podría obtener un dólar y cuarto por cada huevo que llevara.
Subió la empinada cuesta que conducía a las barracas de Dawson con el corazón agitado y las rodillas temblorosas. Los perros estaban tan debilitados, que se vio obligado a dejarlos descansar y, mientras esperaba, se apoyó desfallecido en la guía. Un hombre de aspecto muy correcto se le acercó vestido con un abrigo de piel de oso. Le lanzó una mirada curiosa a Rasmunsen, se paró y observó especulativamente a los perros y a los tres trineos atados.
-¿Qué llevas? -le preguntó.
-Huevos -le contestó roncamente Rasmunsen, casi incapaz de elevar su voz más allá de un susurro.
-¡Huevos! ¡Bravo! ¡Bravo! -Saltó en el aire, giró como un loco y terminó con una docena de pasos de guerra-. ¿No querrás
decir todos?
-Todos.
-Eh, tú debes de ser el hombre de los huevos -giró y observó a Rasmunsen desde el otro lado-. Vamos, ¿no eres tú el hombre de los huevos?
Rasmunsen no lo sabía, pero suponía que sí, y el hombre se calmó un poco.
-¿Cuánto esperas conseguir por ellos? -preguntó cauteloso.
Rasmunsen se volvió audaz.
-Un dólar y medio -dijo.
-¡Hecho! -le contestó al momento el hombre-. Dame una docena.
-He dicho un dólar y medio cada uno -explicó vacilante Rasmunsen.
-Claro, ya te he oído. Que sean dos docenas. Aquí tienes el polvo.
El hombre sacó una saludable bolsa de oro del tamaño de una pequeña salchicha y la sacudió descuidadamente contra la guía. Rasmunsen sintió un extraño temblor en la boca del estómago, un cosquilleo en la nariz y un fuerte deseo de sentarse y llorar. Al poco rato se reunió una multitud curiosa, asombrada, y, uno tras otro, los hombres iban pidiendo huevos. No tenía pesas, pero el hombre del abrigo de oso le consiguió unas y pesaba gustoso el polvo, mientras Rasmunsen despachaba la mercancía. Pronto
empezaron a empujarse, a darse con el codo y se elevó un gran clamor. Todos querían comprar y ser los primeros. A medida que aumentaba el alboroto, Rasmunsen se fue tranquilizando. Eso no podía ser. Tenía que haber algo tras el hecho de que comprasen con tanta avidez. Sería más prudente descansar y valorar el mercado. Tal vez los huevos valieran a dos dólares la pieza. De todos modos, siempre que quisiera estaba seguro de venderlos a dólar y medio.
-¡Alto! gritó, tras haber vendido un par de cientos-. No hay más por ahora. Estoy rendido. Necesito una cabaña y luego podéis venir a verme.
A esto se levantó una gran protesta, pero el hombre del abrigo de oso aprobó la decisión de Rasmunsen. Veinticuatro huevos helados resonaban en sus grandes bolsillos y no le importaba si el resto del pueblo comía o no. Además, podía ver que Rasmunsen estaba en las últimas.
-Allí, a la vuelta de la esquina del Montecarlo, hay una cabaña le dijo-, la de la ventana de césped. No es mía, pero estoy al cargo de ella. Se alquila por diez dólares al día y es barata. Acomódate en ella y te veré luego. No olvides, la ventana de césped.
-Tra-la-lá -clamó un momento después-. Me subo a comer huevos y a soñar con mi casa.
De camino a la cabaña Rasmunsen recordó que tenía hambre y compró unas cuantas provisiones en la tienda de N.A.T. & T., así como un filete en la carnicería y salmón seco para los perros. Encontró fácilmente la cabaña y dejó a los perros con los arneses, mientras encendía el fuego y preparaba el café.
-¡A dólar y medio la pieza, mil docenas, dieciocho mil dólares! -se repetía entre dientes, mientras realizaba el trabajo.
Al echar el filete en la sartén, se abrió la puerta. Volvió la cabeza. Era el hombre del abrigo de oso. Parecía decidido, como si trajera un encargo explícito, y, al mirar a Rasmunsen, su cara reflejaba una expresión de perplejidad.
-Bueno... -empezó, y se detuvo.
Rasmunsen se preguntaba si querría el alquiler.
-Bueno, maldita sea, sabes, los huevos están malos.
Rasmunsen se tambaleó. Sintió como si alguien le hubiera dado un puñetazo en la frente. Las paredes de la cabaña parecían venirse abajo. Extendió una mano para guardar el equilibrio y la apoyó en la estufa. El agudo dolor y el olor a carne quemada lo volvieron a la realidad.
-Ya entiendo -dijo lentamente, buscando el oro en el bolsillo . Quieres que te devuelva el dinero.
No es el dinero -dijo el hombre . ¿No tienes huevos buenos?
Rasmunsen negó con la cabeza.
-Es mejor que tomes el dinero.
El hombre se negó y retrocedió.
-Volveré -dijo, cuando hayas hecho tus cálculos y consideres lo que se te avecina.
Rasmunsen empujó el leño de cortar dentro de la cabaña y metió los huevos. Lo hizo muy tranquilo. Agarró el hacha y, uno a uno, partió los huevos por la mitad. Examinaba cuidadosamente cada mitad y las dejaba caer al suelo. Al principio tomaba muestras de las distintas cajas, luego las fue vaciando deliberada­mente una por una. El montón del suelo crecía cada vez más. El café rebosó y el humo del filete quemado llenaba la cabaña. Partió firme y monótonamente hasta que hubo acabado con la última caja.
Alguien llamó a la puerta, volvió a llamar, y pasó.
-¡Qué asco! exclamó, mientras se detenía y contemplaba la escena.
Los huevos podridos empezaron a derretirse con el calor de la estufa, levantándose un olor fétido cada vez más fuerte.
Debió ocurrir en el barco de vapor sugirió.
Rasmunsen lo miró largamente, sin comprenderlo.
-Soy Murray, el gran Jim Murray, todos me conocen -se ofreció el hombre-. Acabo de oír que los huevos están podridos y te ofrezco doscientos dólares por el lote. No son tan buenos como el salmón, pero están bien para los perros.
Rasmunsen parecía petrificado. No se movió.
-¡Vete al infierno! -le dijo tranquilo.
-Razona, hombre. Estoy seguro de que es un precio decente
por una porquería como ésta, y es mejor que nada. Doscientos. ¿Qué me dices?
-Vete al infierno -repitió suavemente Rasmunsen-. ¡Sal de aquí!
Murray lo miró boquiabierto, luego salió poco a poco, sin dejar de mirar la cara del otro.
Rasmunsen lo siguió afuera y soltó los perros. Les arrojó todo el salmón que había comprado y se enrolló una correa del trineo en la mano. Volvió a la cabaña y echó el picaporte. El humo del filete carbonizado le producía escozor en los ojos. Se subió al camastro, pasó la correa por la viga maestra y calculó a ojo el vaivén. No pareció satisfecho, puesto que puso la silla en la litera y se subió a la silla. Hizo un nudo en el extremo de la correa y metió la cabeza por él. Aseguró el otro extremo. Luego retiró la silla de un puntapié.






Diablo


El perro era un diablo. Todo el Norte lo sabía. Muchos lo llamaban Engendro del Infierno, pero su dueño, Black Leclére, escogió el vergonzoso nombre de Diablo. Black Leclére también era un demonio, y ambos hacían buena pareja. La primera vez que se vieron, Diablo era un cachorro delgado, hambriento v de ojos amargos. Se conocieron con un mordisco, un gruñido y unas miradas malévolas, pues el labio superior de Leclére se alzaba como el de un lobo, enseñando sus crueles dientes blancos. Se elevó en esos momentos, y sus ojos brillaron perversamente al extender la mano hacia Diablo y arrastrarlo fuera de la camada. Estaba claro que se adivinaron las intenciones, pues en el instante en que Diablo hundió sus colmillos de cachorro en la mano de Leclére, éste lo ahogaba impertérrito con el dedo índice y el pulgar.
-¡Sacrédam!16 -dijo el francés suavemente, sacudiéndose la sangre de la mano mordida y contemplando cómo tosía y jadeaba el cachorrillo en la nieve.
Leclére se volvió hacia John Hamlin, el tendero de Sesenta Millas:
-Para eso lo quiero. ¿Cuánto es, m'sieu17? ¿Cuánto es? Se lo compro ahora mismo.
Y compró a Diablo porque lo odiaba con un odio terrible e implacable. Luego, durante cinco años, los dos se aventuraron por toda la tierra del Norte, desde St. Michael y el delta del Yukón, hasta los límites de la tierra de Pelly, y hasta tan lejos como el río Peace, Athabaska y el Great Slave. Adquirieron la peor fama de intransigente maldad que jamás se había conocido en un hombre y en un perro.
El padre de Diablo era un gran lobo del bosque, pero su madre, tal v como él vagamente la recordaba, era una husky18, siempre dispuesta a la pelea, de pecho fuerte, mirada maligna, aferrada a la vida como un gato, v de astucia v maldad geniales. Uno no se podía fiar de ella. En los progenitores de Diablo había mucha crueldad y fuerza y, sangre de su sangre, lo había heredado todo. Luego llegó Black Leclére para añadirle lo suyo a ese trocito de vida palpitante, para apretarlo, pincharlo y moldearlo hasta convertirlo en una gran bestia erizada, lista para cualquier bellaquería, rebosante de odio, siniestra, malévola, diabólica. Con un dueño normal el cachorro hubiera llegado a ser un perro de trineo corriente y bastante eficaz. Pero nunca tuvo oportunidad para ello. Leclére reforzó aún más su iniquidad congénita.
La historia de Leclére y el perro fue la de una guerra de cinco crueles e implacables años, de los que su primer encuentro es un buen resumen. Para empezar, Leclére tenía la culpa, pues lo odiaba con conocimiento e inteligencia, mientras el cachorro patilargo odiaba instintivamente, sin método ni razón. Al princi­pio la crueldad se manifestaba sin ningún refinamiento (éstos vendrían más tarde), sólo simples palizas y rudas brutalidades. En una de éstas, Diablo se hirió una oreja. Nunca volvió a controlar los músculos rasgados y desde ese día la oreja le colgaba lánguidamente para recordarle a su atormentador. Y nunca lo olvidó.
Su infancia fue un período de rebelión insensata. Siempre salía perdiendo, pero se defendía porque era natural en él defenderse. Era inconquistable. Entre sus gruñidos estridentes por el dolor del látigo y del palo introducía siempre un gruñido desafiante, implacable y rencorosa amenaza de su espíritu, que le acarreaban infaliblemente más golpes y palizas. Pero así se había aferrado su madre a la vida. No había nada que pudiera matarlo. Prosperaba en la desgracia, engordaba con el hambre, y, debido a su terrible lucha por la vida, desarrolló una inteligencia fuera de lo común.
Poseía la cautela y la astucia de su madre y la ferocidad y el valor de su padre lobo.
Probablemente le venía del padre el que nunca llorase. Sus gruñidos de cachorro desaparecieron al mismo tiempo que sus piernas desgarbadas, convirtiéndose en un animal severo y taciturno, de paso rápido y advertencia lenta. Respondía a los juramentos con gruñidos y a los golpes con mordiscos, mostran­do siempre su odio implacable con una sonrisa. Leclére nunca volvió a arrancarle un grito de miedo o de dolor, ni siquiera bajo los castigos más extremos. Esta imposibilidad de doblegarlo no hacía sino estimular la cólera de Leclére y despertar en él mayores diabluras. Si Leclére le daba a Diablo medio pescado y a sus compañeros se los daba enteros, Diablo les robaba el pescado a otros perros. También robaba víveres y cometía mil picardías, hasta que se convirtió en el terror de todos los perros y dueños de perros. Leclére golpeaba a Diablo y acariciaba a Babette, que no era ni la mitad de trabajadora que él; pues bien, Diablo la tiró al suelo y le rompió la pata trasera con sus fuertes mandíbulas, de modo que Leclére se vio obligado a matarla. Diablo dominaba a sus compañeros en todas las batallas, y él era quien imponía la ley del camino y de la comida y los hacía vivir bajo su ley.
En cinco años no escuchó más que una sola palabra amable, no recibió más que una sola caricia, y, cuando las recibió, no supo de qué se trataba. Saltó como la bestia indomable que era y cerró sus mandíbulas con la rapidez de un rayo. Fue el misionero de Sunrise, un recién llegado a la región, el que le dijo la palabra amable y le hizo la caricia. Y durante los seis meses siguientes no volvió a escribir a su casa de Estados Unidos. El cirujano de McQuestion tuvo que viajar a lo largo de doscientas millas de hielo para evitar el envenenamiento de la sangre.
Hombres y perros miraban con recelo a Diablo, cuando entraba en sus campamentos y almacenes, y le saludaban con los pies levantados, listos para el puntapié, o con el pelo erizado y los dientes descubiertos. Una vez un hombre le propinó un puntapié, y Diablo, con un rápido mordisco de lobo, cerró las mandíbulas como una correa de acero en la pierna del hombre, clavándole los dientes hasta el hueso. Como consecuencia, el hombre quiso matarlo, pero se interpuso Black Leclére, con los ojos amenazan­tes y blandiendo el cuchillo de monte. Matar a Diablo -¡ah, sacrédam!-, eso era un placer que Leclére se reservaba para sí mismo. Algún día ocurriría o ¡bah!, ¿quién sabe? En cualquier caso, ya se resolvería el problema.
El hombre y la bestia se habían convertido en un problema mutuo, o, mejor dicho, ambos se habían convertido en un problema en sí. Hasta el aire que respiraban era un desafío y una amenaza para el otro. Su odio los unía cómo jamás los hubiera unido el amor. Leclére vivía esperando el día en que Diablo doblegase su espíritu y llorase y gimiese a sus pies. Y Diablo... Leclére sabía lo que encerraba su mente y más de una vez lo había leído en sus ojos. Lo había leído con tanta claridad, que, cuando el perro estaba a sus espaldas, tenía la costumbre de mirar a menudo de reojo.
Los hombres se extrañaban, cuando Leclére rechazaba grandes sumas de dinero que le ofrecían por el perro.
-Algún día lo matarás y perderás lo que te ofrecen por él -le dijo una vez John Hamlin, mientras Diablo yacía jadeante en la nieve, adonde Leclére lo había mandado de un puntapié, y nadie sabía si tenía las costillas rotas ni se atrevía a compro­barlo.
-Eso -dijo secamente Leclére- es asunto mío, m'sieu.
Los hombres se maravillaban de que Diablo no huyera. No lo comprendían. Pero Leclére sí lo entendía. Era un hombre que había vivido mucho tiempo al aire libre, más allá del sonido de cualquier voz humana y había aprendido el lenguaje del viento y de la tormenta, los suspiros de la noche, el susurro del amanecer y el fragor del día. De una manera difusa oía crecer las plantas, el correr de la savia, el estallido de los capullos. Conocía el habla sutil de todo lo que se movía, de la liebre en la trampa, del cuervo al batir el aire con sus alas, del cara pelada a la luz de la luna, del lobo que se desliza como una sombra gris en el crepúsculo y en la oscuridad. Y Diablo le hablaba clara y directamente. De sobra comprendía por qué no huía. Y miraba más a menudo por encima del hombro.
Cuando se encolerizaba, el aspecto de Diablo no era nada agradable. Más de una vez había saltado contra la garganta de Leclére, para que éste lo tumbara en la nieve con la empuñadura del látigo. Así aprendió a esperar Diablo. Cuando alcanzó toda la Í fuerza y el esplendor de su juventud, creyó que le había llegado la hora. De tórax ancho, musculatura vigorosa, tamaño muy supe- - rior al normal, cuello cubierto de pelo erizado, se parecía por completo a un auténtico lobo. Cuando Diablo juzgó que había ; llegado su hora, Leclére dormía envuelto en las mantas. Se arrastró sigilosamente hacia él, con la cabeza pegada al suelo y su única oreja aplastada contra ella, con un paso felino tan suave, que ni el delicado tímpano de Leclére pudo captarlo. Se detuvo un momento a contemplar el dorado cuello de toro, descubierto,nudoso e hinchado por un pulso regular y profundo. Al verlo, la saliva le goteaba por las fauces y la lengua, y en ,` ese momento recordó la oreja herida, los incontables golpes e ," injusticias y, sin hacer el menor ruido, se abalanzó sobre el dur­miente.
Leclére despertó ante el dolor que le produjo el colmillo en la garganta y, como perfecto animal que era, se despertó despejado y consciente de todo lo que ocurría. Cerró las manos alrededor de la garganta del perro y salió rodando de entre las mantas para echarse encima del adversario. Pero los miles de antepasados de 1 Diablo se habían aferrado antes a las gargantas de alces y caribús para abatirlos y había heredado la sabiduría de esos antepasados. Cuando sintió el peso de Leclére encima de él, levantó las patas traseras y le arañó el pecho y el abdomen, rasgando y desgarrando piel y músculos. Al sentir que el cuerpo del hombre se estremecía Í y alzaba, le mordió y sacudió la garganta. Sus compañeros los rodearon en un círculo gruñente y baboso, y Diablo, sin aliento y ,' desvanecido, sabía que deseaban comérselo. Pero eso no importa­ba. Lo que realmente importaba era el hombre que tenía encima, y arañó, rasgó y sacudió la garganta del hombre hasta que agotó sus últimas fuerzas. Leclére, sin embargo, le apretó la garganta con las manos hasta que el pecho de Diablo empezó a agitarse en busca del aire que le faltaba, hasta que sus ojos se pusieron vidriosos, sus mandíbulas se aflojaron lentamente y sacó la lengua negra e hinchada.
-¿Eh? ¡Bon19, demonio! -barbotó Leclére con la boca y la garganta atascadas por su propia sangre, al tiempo que apartaba al perro.
Luego alejó a maldiciones a los demás perros, cuando cayeron sobre Diablo. Se retiraron y formaron un círculo más ancho, agazapados y atentos sobre sus ancas y relamiéndose, con todos los pelos del cuello erizados.
Diablo se recuperó pronto y, al oír la voz de Leclére, se lanzó contra la cara de éste, le fallaron los pies y se tambaleó.
-¡Ah, demonio! -farfulló Leclére-. Ya te arreglaré, pero bien, sí, señor.
Diablo, sintiendo el aire en sus pulmones como si le entrase vino en ellos, se abalanzó de lleno a la cara del hombre, pero falló y las mandíbulas produjeron un chasquido metálico al cerrarse. Volvieron a rodar por la nieve, mientras Leclére lo golpeaba salvajemente con los puños. Luego se separaron y dieron vueltas mirándose de frente a la espera de una oportunidad para lanzarse contra el adversario. Leclére podía haber sacado el cuchillo. Tenía el rifle a los pies. Pero la bestia que llevaba dentro se despertó furiosa. El perro saltó, pero Leclére lo echó al suelo de un Puñetazo, cayó sobre él y le hundió los dientes en el lomo.
Se desarrollaba una escena primitiva en un escenario primiti­vo, como podía haberse desarrollado en los primeros tiempos del mundo. Un espacio abierto en un bosque oscuro, un círculo de perros lobos y dos bestias en el centro mordiéndose y gruñendo con pasión salvaje, jadeantes, sollozantes, maldiciendo, luchando, con ciega vehemencia, furiosos por matar, rasgando, desgarrando y arañando con una brutalidad primigenia.
Pero Leclére le propinó al perro un puñetazo detrás de la oreja y lo tiró al suelo, aturdiéndolo por unos instantes. Luego se abalanzó sobre el animal y empezó a saltar sobre su cuerpo, intentando aplastarlo contra el suelo. Diablo tenía rotas las dos y patas traseras, cuando Leclére se detuvo a recobrar el aliento.
-¡Ah, ah! -gritó, incapaz de articular una sola palabra, sacudiendo el puño ante la impotencia de su garganta y de su laringe.
Pero Diablo era indomable. Yacía como una horrible masa 1 indefensa, mientras levantaba débilmente un labio tembloroso para apuntar un gruñido que no podía emitir. Leclére comenzó a darle puntapiés y las fatigadas mandíbulas se cerraron en torno al tobillo, aunque sin poder atravesar la piel.
Luego recogió el látigo y casi lo hizo pedazos. A cada latigazo gritaba:
-¡Esta vez sí que te voy a doblegar! ¿Eh? ¡Por Dios que te voy a doblegar!
Al final, exhausto y a punto de desmayarse por la pérdida de sangre, se desplomó al lado de su víctima y, cuando los demás perros se acercaron para vengarse, se arrastró, en su último destello de conciencia, para cubrir el cuerpo de Diablo y protegerlo de sus fauces.
Esto ocurrió no muy lejos de Sunrise y, cuando el misionero le abrió la puerta a Leclére unas horas más tarde, se sorprendió al observar la ausencia de Diablo a la cabeza del tiro de perros. Su sorpresa no cedió, cuando Leclére quitó las mantas del trineo, cogió a Diablo en brazos y cruzó tambaleante el umbral. El médico de McQuestion estaba de visita y, entre ambos, procedie­ron a curar a Leclére.
-Merci20, non -les dijo-. Arreglen primero al perro.
¿Morirse? Non. No es bueno. Porque todavía tengo que domarlo. Por eso no tiene que morir.
El médico calificó de maravilla el hecho de que Leclére viviera y el misionero dijo que era un milagro. Estaba tan débil, que le dio la fiebre de primavera y de nuevo tuvo que guardar cama. El perro lo pasó todavía peor, pero se impuso su ansia de vivir y se soldaron los huesos de sus patas traseras y se le sanaron los órganos internos durante las semanas que yació amarrado al suelo. Y para cuando Leclére, convaleciente al fin, delgado y tembloroso, tomaba el sol a la puerta de la cabaña, Diablo había restablecido su supremacía y había sometido no sólo a sus propios compañeros, sino también a los perros del misionero.
Cuando Leclére salió por primera vez del brazo del misionero y se sentó lentamente y con infinita precaución en el taburete de tres patas, Diablo no crispó un solo músculo ni movió un pelo.
-¡Bon! -dijo—. ¡Bon! ¡Hace un bonito sol!
Extendió sus desgastadas manos y las bañó en su calor.
Luego su mirada tropezó con el perro y el viejo brillo volvió a relucir en sus ojos. Tocó suavemente el brazo del misio­nero.
-Mon père21, ése es un gran demonio, ese Diablo. Tráigame una pistola para que pueda tomar el sol en paz.
Desde ese momento, y durante muchos días, se sentó a tomar el sol en la puerta de la cabaña. No se dormía nunca y mantenía siempre la pistola en las rodillas. Lo primero que hacía el perro todas las mañanas era buscar el arma en su lugar de costumbre. Al verla, levantaba de un modo casi imperceptible el labio como señal de que entendía, y Leclére levantaba el suyo a modo de respuesta. El misionero se fijó un día en este detalle.
-¡Dios me bendiga! -dijo—. Creo realmente que esta bestia comprende.
Leclére se rió suavemente.
-¡Escuche, mon père! Dígale algo para que le pueda escuchar.
A manera de confirmación, Diablo movió perceptiblemente su única oreja para captar el sonido.
-Y diga «matar...».
Diablo gruñó en lo más profundo de su garganta, erizó el pelo del cuello y tensó expectante cada uno de sus músculos. -Y levante el arma, así...
Y acomodando la acción a la palabra, apuntó la pistola al perro.
Diablo dio un salto de lado y desapareció tras la esquina de la cabaña.
¡Dios me bendiga! -comentó el misionero-. ¡Dios me bendiga! -repetía a intervalos, inconsciente de la pobreza de su vocabulario.
Leclére sonreía orgulloso.
-¿Pero por qué no huye?
Los hombros del francés se encogieron en un gesto que podía
significar desde la total ignorancia a la infinita sabiduría.
-¿Por qué no lo matas, entonces? Volvió a encogerse de hombros.
-Mon pére -dijo tras una pausa-. Todavía no ha llegado la hora. Es un gran demonio. Algún día lo haré pedazos. ¿Eh? Algún día. Bon.
Llegó el día en que Leclére reunió a sus perros y navegó en un batean hasta Cuarenta Millas y Porcupine, donde se hizo con una comisión de la compañía P. C. y se fue a explorar durante la mayor parte del año. Luego remontó el Koyukuk hasta llegar a la desierta Artic City y después volvió por el Yukón, de campamen­to en campamento. Diablo aprendió mucho durante esos largos meses. Conoció muchas torturas, la del hambre, la de la sed, la del fuego y, la peor de todas, la tortura de la música.
Como al resto de su especie, no le gustaba la música. Le producía una angustia infinita, lo desquiciaba nervio a nervio, desgarrando cada una de sus fibras. Lo hacía aullar como aúllan los lobos en las noches frías a las estrellas. No podía evitarlo. Era la única debilidad que mostraba en su contienda con Leclére, y también su vergüenza. A Leclére, por otra parte, le gustaba la música con verdadera pasión, tanto como la bebida. Y cuando su alma quería manifestarse, lo hacía de una o de ambas maneras. Y cuando bebía, no demasiado, lo justo para alcanzar un perfecto porte de exaltación, encendida la mente con canciones mudas, despierto y rampante el demonio que llevaba dentro, su alma hallaba su expresión suprema en desafiar a Diablo.
-Ahora vamos a tener un poco de música -diría-. ¿Eh? ¿Qué me dices, Diablo?
No era más que una armónica vieja y rota, atesorada con ternura y reparada pacientemente. Pero era lo mejor que podía comprarse, y le arrancaba a sus plateadas lengüetas aires extraños, vagos, jamás oídos por ningún hombre. En esos momentos, con la garganta muda y los dientes apretados, el perro retrocedía pulgada a pulgada hasta el rincón más apartado de la cabaña. Y Leclére, sin dejar de tocar, con un palo escondido bajo el brazo, seguía al animal, pulgada a pulgada, paso a paso, hasta que no podía retroceder más.
Al principio, Diablo se encogía en el menor espacio posible, arrastrándose por el suelo y, al aproximarse la música, se levantaba sobre las patas traseras, apoyaba el lomo contra los troncos y sacudía las patas delanteras en el aire como si quisiera alejar las ondas susurrantes del sonido. Todavía apretaba los dientes, fuertes contracciones musculares le atacaban el cuerpo en sacudidas extrañas. A medida que perdía el control, se le abrían las fauces en espasmos profundos y le salían de la garganta unas vibraciones demasiado bajas para que el oído humano pudiera captarlas. Luego, mientras permanecía en esta posición con las narices distendidas, los ojos dilatados, goteando saliva, el pelo erizado por la rabia, emitía el largo aullido del lobo. Llegaba con un vertiginoso ímpetu, creciendo hasta convertirse en una lastimera explosión, y se desvanecía en un dolor cadencioso y triste. Le sucedía otro ímpetu vertiginoso, octava tras octava, el estallido del corazón, la tristeza y la pena infinitas, que se apagaban, desvanecían, caían y morían lentamente.
Era un tormento infernal. Y Leclére, con comprensión diabólica, parecía adivinar cada nervio y cada fibra del corazón y lo obligaba a entregar la última pizca de aflicción con largos aullidos, temblores y pequeños sollozos. Era algo horrible y, durante las veinticuatro horas siguientes, el perro se quedaba nervioso y trastornado, se sobresaltaba ante cualquier ruido, tropezaba con su propia sombra y, a pesar de todo, seguía cruel y dominante con sus compañeros. Tampoco daba señales de doblegar su espíritu. Más bien se tornaba más porfiado y taciturno, esperando su hora con una paciencia inescrutable, que empezaba a confundir y preocupar a Leclére. El perro se echaba al lado de la lumbre y permanecía inmóvil horas y horas, con la mirada fija en Leclére, odiándolo con sus amargos ojos.
A veces el hombre sentía que se había enfrentado a la esencia misma de la vida, a la inconquistable esencia que hacía descender precipitadamente al halcón del cielo como un rayo emplumado, que dirigía al gran ganso gris a través de las zonas, que impulsaba al salmón en desove a lo largo de dos mil millas del bullente Yukón. En esos momentos se sentía impulsado a expresar su propia esencia inconquistable y, acompañado de una bebida fuerte, música salvaje y Diablo, se entregaba a grandes orgías, en las que oponía su débil fuerza a todas las cosas y desafiaba a todo lo que era, había sido y sería.
-Hay algo ahí -afirmaba, cuando los caprichos rítmicos de su mente tocaban las cuerdas secretas del perro y le arrancaba el largo y lúgubre aullido-. Se lo arranco con mis dos manos, así. ¡Ah, ah! ¡Es gracioso! ¡Es muy gracioso! El hombre maldice, los pajaritos pían, Diablo aúlla, y todo es lo mismo.
El padre Gautier, un sacerdote respetable, le recriminó una vez que se perdería por completo. Nunca volvió a recriminarlo.
-Tal vez sea así, mon pére -contestó-. Y creo que iré a parar al infierno, como la cicuta al fuego. ¿Eh, mon pére?
Pero todas las cosas malas llegan a su fin, lo mismo que las buenas, y así ocurrió con Black Leclére. En las aguas bajas del verano dejó el poblado de Macdougall para Sunrise en una barca de remos. Salió de Macdougall en compañía de Timothy Brown y llegó a Sunrise solo. Es más, se sabía que habían reñido antes de partir, pues el Lizzie, un vapor de diez toneladas que había salido veinticuatro horas después que ellos, les había sacado tres días de ventaja. Cuando llegó Leclére, lo hizo con un agujero de bala en el hombro y una historia de emboscadas y asesinatos.
Se había descubierto oro en Sunrise y las cosas habían cambiado mucho. La llegada de varios cientos de buscadores, una cantidad de whisky y media docena de jugadores bien equipados barrieron las páginas de años de trabajo del misionero con los indios. Cuando las squaws22 empezaron a preocuparse de preparar las judías y mantener encendido el fuego para los mineros sin esposa y los hombretones cambiaban sus abrigos calientes por botellas negras y relojes rotos, se metió en la cama, dijo: «¡Bendito sea Dios!», y emprendió el viaje final en una tosca caja oblonga. Acto seguido, los jugadores trasladaron la ruleta y las mesas de faro a la casa misional, y el ruido de las fichas y el tintineo de los vasos se oía desde el amanecer hasta el anochecer y de nuevo hasta el amanecer.
Timothy Brown era muy querido entre estos aventureros del Norte. Lo único que le reprochaban eran sus repentinos enfados y la rapidez con que hacía uso de los puños. Poca cosa, pues quedaban compensados con su corazón amable y su mano generosa. Por otro lado, no había nada que exculpase a Black Leclére. Era «negro», como atestiguaban algunas de sus hazañas, por lo que se le odiaba tanto como se quería al otro. Así que los hombres de Sunrise le vendaron la herida y lo llevaron ante el juez Lynch.
Se trataba de un asunto bien sencillo. Había reñido con Timothy Brown en Macdougall. Había abandonado Macdougall con Timothy Brown. Había llegado a Sunrise sin Timothy Brown. Considerado a la luz de su maldad, se había llegado a la conclusión unánime de que había matado a Timothy Brown. Por otro lado, Leclére admitió los hechos, pero rechazó la conclusión y dio su propia explicación. A veinte millas de Sunrise, él y Timothy Brown empujaban el bote por una ribera rocosa. De ella salieron dos disparos de rifle. Timothy Brown cayó fuera del bote y se hundió entre burbujas rojas, y ese fue el final de Timothy Brown. El, Leclére, cayó al fondo del bote con un escozor en el hombro. Se quedó tumbado, muy quieto, asomándose a la orilla al poco tiempo aparecieron las cabezas de dos indios, que se acercaron hasta el borde del agua, llevando entre los dos una canoa de corteza de sauce. Mientras la metían en el agua, Leclére disparó. Alcanzó a uno, que cayó fuera de la canoa, lo mismo que antes Timothy Brown. El otro se agazapó en el fondo y canoa y barca flotaron corriente abajo en una batalla naval. Se separaron en una bifurcación de la corriente, la canoa pasó por un lado de la isla y el bote por el otro. Eso fue lo último que vio de la canoa, y él prosiguió hasta Sunrise. Sí, por la forma en que el indio saltó de la canoa, estaba seguro de que le había dado. Eso era todo.
La explicación no les pareció adecuada. Le concedieron diez horas de gracia, mientras el Lizzie bajaba a investigar. Diez horas más tarde volvió a Sunrise. No había nada que investigar. No se había encontrado ninguna prueba que respaldase su explicación. Le aconsejaron que redactase su testamento, pues disponía de una concesión de cincuenta mil dólares en Sunrise y eran tan observadores de la ley como ejecutores de la misma.
Leclére se encogió de hombros.
-Pero sólo una cosa -dijo-, una cosa pequeña, lo que ustedes llaman un favor, un pequeño favor, eso es. Legaré mis cincuenta mil dólares a la iglesia. Por lo que se refiere a mi perro, Diablo, quiero dárselo al infierno. ¿El pequeño favor? Que lo cuelguen primero a él y luego a mí. ¿De acuerdo?
Bueno, estaban de acuerdo en que el Engendro del Infierno le abriera camino a su amo a lo largo de la última divisoria, y el tribunal se trasladó a la orilla del río, donde se alzaba una picea solitaria. Slackwater Charley hizo un nudo corredizo en la punta de una soga de arrastrar barcos, lo echó al cuello de Leclére y lo apretó con fuerza. Tenía las manos atadas a la espalda y le ayudaron a subir a una caja de galletas. Luego pasaron la otra punta de la soga por una rama, la sujetaron y aceleraron el proceso.
-Ahora le toca al perro -dijo Webster Shaw, quien a veces hacía de ingeniero de minas-. Tendrás que atarlo, Slackwater.
Leclére se sonrió. Slackwater se echó un poco de tabaco de mascar, se limpió la nariz y procedió tranquilamente a enrollarse unas vueltas en la mano. Se detuvo una o dos veces a sacudirse los mosquitos de la cara. Todo el mundo se sacudía los mosqui­tos, excepto Leclére, sobre cuya cabeza se distinguía claramente una nube de mosquitos. Incluso Diablo, que yacía tendido en el suelo, se los quitaba de los ojos y del hocico con as patas delanteras.
Pero mientras Slackwater esperaba a que Diablo levantase la cabeza, llegó una tenue llamada a través del aire en calma y apareció un hombre que agitaba los brazos y corría por el llano desde Sunrise. Era el tendero.
-Alto, muchachos -jadeó, cuando llegó junto a ellos-. El pequeño Sandy y Bernadotte acaban de llegar -explicó, cuando recuperó el resuello—. Acaban de desembarcar y vienen por el atajo. Traen al Beaver con ellos. Lo agarraron en su canoa, varada en un canal, con un par de agujeros de bala en ella. El otro era Klok-Kutz, el que dejó sin sentido a su squaw y se largó.
-¿Eh? ¿Qué os dije? ¿Eh? -gritó exultante Leclére-. ¡Ese es, seguro! Ahora podéis ver que digo la verdad.
-Lo que hay que hacer es enseñarles buenos 'modales a estos siwashes -dijo Webster Shaw-. Se están poniendo gordos y descarados, y tenemos que bajarles los humos. Reunid a los hombres y atad al Beaver para darle una lección. Eso es lo que haremos. Vamos a ver lo que se cuenta.
-¡Eh, m'sieu! --gritó Leclére, cuando el grupo empezó a disolverse en la penumbra del crepúsculo en dirección a Sunrise . Me gustaría mucho presenciar la juerga.
-Sí, ya te soltaremos cuando volvamos -le gritó Webster Shaw volviendo la cabeza—. En tanto medita sobre tus pecados y los caminos de la Providencia. Te hará bien, así que agradécelo.
Como ocurre con los hombres acostumbrados a los grandes riesgos, cuyos nervios son fuertes y entrenados para la paciencia; Leclére se dispuso a esperar largo rato, lo que significaba disponer la mente para ello. No había manera de acomodar el cuerpo, pues la soga le obligaba a mantenerse rígidamente erecto. El más pequeño relajamiento de los músculos de la pierna le presionaba el nudo fibroso que tenía alrededor del cuello, mientras que la posición erecta le producía dolor en el hombro herido. Sacó el labio inferior para soplar y espantar a los mosquitos de sus ojos. Pero la situación exigía su recompensa. Valía la pena aguantar un poco más de dolor para escapar de las fauces de la muerte, aunque sentía perderse el ahorcamiento del Beaver.
Y siguió meditando hasta que sus ojos chocaron con Dia­blo, que dormía estirado en el suelo y con la cabeza entre las patas delanteras. En ese instan­te Leclére dejó de meditar. Es­tudió atentamente al animal, esforzándose por saber si dor­mía o se hacía el dormido. Los costados del perro se movían con regularidad, pero Leclére sintió que la respiración iba y venía con una rapidez ligera­mente elevada. También notó que en cada pelo, aparentemen­te dormido, había cierta vigi­lancia o alerta. Apostaría su concesión de Sunrise a que el perro no estaba despierto, y una vez, cuando resonó una de sus mandíbulas, miró rápida­mente y con un sentimiento de culpa a Diablo para ver si se había levantado.
No se irguió en ese mo­mento, pero se levantó unos minutos después, lento y pere­zoso, se estiró y miró cuidado­samente a su alrededor.
-¡Sacrédam! -dijo Leclére en un respiro.
Cuando estuvo seguro de que no veía ni oía a nadie, Diablo se sentó, levantó el la­bio superior casi en una son­risa, miró a Leclére y se rela­mió el hocico.
-He aquí mi fin -dijo el hombre, riendo sardónicamente en voz alta.
Diablo se acercó, con la oreja inútil bamboleándose y la buena extendida hacia adelante en comprensión diabólica. Echó la cabeza a un lado, burlonamente, y avanzó con pasos menudos, juguetones. Se frotó suavemente el cuerpo en la caja hasta que ésta empezó a moverse. Leclére se balanceó ligeramente para mantener el equilibrio.
-Diablo -dijo con calma-, mira, te voy a matar.
Diablo gruñó al oír la palabra y sacudió la caja con más fuerza. Luego se irguió y empujó con sus patas delanteras. Leclére le tiró una patada con un pie, pero la soga le mordió el cuello y casi le hizo perder el equilibrio.
-¡Oye, tú!, ¡Lárgate! -gritó.
Diablo se retiró unos veinte pies, con una frivolidad diabólica que no le podía pasar desapercibida a Leclére. Recordó cómo el perro rompía a veces la capa de hielo de un agujero de agua levantándose y descargando su peso contra ella, y, al recordarlo, comprendió lo que fraguaba en su mente. Diablo levantó la cara y se detuvo. Mostró sus blancos dientes en una mueca, a la que respondió Leclére, y luego lanzó el cuerpo directamente contra la caja.
Quince minutos más tarde, ya de vuelta, Slackwater Charle- y Webster Shaw vieron un péndulo fantasmal balanceándose en la penumbra. Cuando se acercaron a toda prisa, distinguieron el cuerpo inerte del hombre y un ser vivo que se aferraba a él y lo sacudía y empujaba, produciéndole el movimiento pendular.
-¡Eh, tú! ¡Engendro del Infierno! -gritó Webster Shaw.
Diablo lo miró con los ojos muy abiertos y gruñó amenazadoramente, sin aflojar las mandíbulas.
Slackwater Charley sacó el revólver, pero le temblaba la mano y no atinaba a hablar.
Webster Shaw rió brevemente, apuntó entre los relucientes ojos y apretó el gatillo. El cuerpo de Diablo se contrajo con el golpe, sacudió el suelo espasmódicamente por un momento, y se quedó fláccido de repente. Pero sus dientes todavía se quedaron a medio cerrar.
Demasiado Oro

Tratándose de un cuento de mineros -y, a decir verdad, de uno más verdadero de lo que pueda parecer- es de esperar que sea un cuento de mala suerte. Pero eso depende del punto de vista con que se mire. Mala suerte es una manera suave de llamarlo por lo que se refiere a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill. En las tierras del Yukón todo el mundo sabe que tienen una opinión bien clara al respecto.
Fue en el otoño de .1896 cuando los dos socios llegaron a la margen oriental del Yukón y sacaron una canoa peterborough de un escondrijo cubierto de musgo. No eran tipos de aspecto agradable que digamos. Un verano buscando oro, lleno de dificultades y bastante escaso de comida, había dejado sus ropas hechas jirones y los había desgastado hasta darles un aspecto cadavérico. Una nube de mosquitos zumbaba sobre sus cabezas. Llevaban la cara cubierta de barro azul. Cada uno de ellos llevaba un pegote de este barro húmedo, y, cuando se secaba y se les caía de la cara, se volvían a untar más. Sus voces reflejaban cierta queja, había cierta irritabilidad en sus movimientos y gestos, lo cual denunciaba la falta de sueño y la batalla perdida contra los mosquitos.
-Estos bichos acabarán conmigo -gimió Kink Mitchell al tiempo que la canoa sintió la corriente en la proa y abandonó la orilla.
-Alégrate, alégrate. Casi hemos terminado -respondió Hootchinoo Bill aparentando franqueza en su tono fúnebre y horrible-. Llegaremos a Cuarenta Millas dentro de cuarenta minutos, y entonces, ¡maldito diablo!
Una de las manos soltó el remo y aterrizó en la nuca con un fuerte golpe. Se untó barro fresco en la parte herida al tiempo que lanzaba maldiciones. A Kink Mitchell no le hizo ni pizca de gracia. Simplemente aprovechó la ocasión para untarse una capa más gruesa de barro en el cuello.
Cruzaron a la orilla occidental del Yukón, navegaron veloz­mente río abajo, a buen ritmo, y a los cuarenta minutos bordearon por la izquierda la punta de una isla. Cuarenta Millas se abrió ante sus ojos. Los dos hombres se enderezaron y contempla­ron el paisaje. Lo contemplaron larga y detenidamente, dejándose llevar por la corriente, mientras que poco a poco aumentaba en sus caras una expresión mezcla de sorpresa y consternación. No salía un solo hilo de humo de los cientos de cabañas de troncos. No se oía el ruido de las hachas al morder la madera, ni el de los martillos o las sierras. Ningún perro, ningún hombre holgazanea­ba por delante del gran almacén. Ningún barco de vapor estaba atracado en el muelle, ni canoas, ni gabarras, ni barcazas. Las embarcaciones estaban tan ausentes del río, como la vida lo estaba del pueblo.
-Parece como si el arcángel San Gabriel hubiera tocado la trompeta y sólo faltáramos tú y yo -observó Hootchinoo Bill.
Su observación fue despreocupada, como si nada raro ocurrie­ra. La respuesta de Kink Mitchell fue tan intrascendente, como si tampoco percibiera nada extraño.
-Parece como si todos fuesen baptistas23 y se hubiesen llevado los barcos para irse por agua -adujo.
-Mi viejo era baptista -añadió Hootchinoo . Y era de la opinión de que así se acortaba el camino en cuarenta mil millas.
Aquí terminaron sus bromas. Amarraron la canoa y escalaron el alto terraplén. Un sentimiento de pavor los sobrecogió al recorrer las calles desiertas. La luz del sol bañaba apaciblemente el pueblo. Una suave brisa movía las drizas del mástil de la bandera colocada ante el salón de Baile Caledonia. Los mosquitos zumba­ban, los petirrojos cantaban y los pájaros-alce correteaban ham­brientos entre las cabañas; pero no había ninguna vida humana ni señal de ella.
-Me muero por un trago -dijo Hootchinoo Bill, e incons­cientemente bajó el tono de su voz hasta convertirla en un ronco susurro.
Su compañero asintió con la cabeza, temiendo romper la quietud con su voz. Avanzaron penosamente, guardando un silencio incómodo, hasta que se sorprendieron al dar con una puerta abierta. Por encima de ella, a lo ancho de todo el edificio, un letrero anunciaba «El Montecarlo». Al lado de la puerta, con los ojos tapados por el sombrero, tomaba el sol un hombre. Era un viejo. Tenía el pelo y la barba largos y blancos, lo cual le daba un aspecto patriarcal.
-¡Pero si es el viejo Jim Cummings, que, como nosotros, ha llegado tarde a la resurrección! -dijo Kink Mitchell.
-Lo más probable es que no oyera la trompeta del arcángel San Gabriel -sugirió Hootchinoo Bill.
-¡Hola, Jim! ¡Despierta! -gritó.
El viejo se desperezó lentamente, parpadeando mientras murmuraba como un autómata:
-¿Qué van a tomar, caballeros, qué van a tomar?
Le siguieron dentro y se acercaron a la barra, donde antaño apenas podían andarse por las ramas media docena de camareros ágiles. La gran sala, normalmente repleta de vida, se hallaba quieta y lúgubre como una tumba. No se oía el traqueteo de las fichas ni el zumbido de la bola de marfil. Las mesas de ruleta y de faro parecían lápidas cubiertas de lona. Las alegres voces femeni­nas estaban ausentes en la pista de baile posterior. El viejo Jim Cummings limpió un vaso con su temblorosa mano y Kink Mitchell inscribió sus iniciales en el mostrador cubierto de polvo.
-¿Dónde están las chicas? -gritó Hootchinoo Bill con afectada simpatía.
-Se han ido -fue la respuesta del viejo camarero, con una voz tan fina y vieja como él y tan insegura como su mano.
-¿Dónde están Bidwell y Barrow?
-Se han ido.
-¿Y Sweetwater Charley?
-Se ha ido.
-¿Y tu hermana?
-También se ha ido.
-¿Y tu hija Sally y su pequeño?
-Se ha ido, todos se han ido -sacudió el viejo la cabeza con tristeza al tiempo que removía con gesto ausente las botellas polvorientas.
-¡Por todos los santos! ¿Adónde? -estalló Kink Mitchell, in­capaz ya de contenerse-. ¡No me dirás que habéis tenido la peste!
-Pues, ¿no lo sabéis? -se rió el viejo entre dientes-. Todos se han marchado a Dawson.
-¿Qué es eso? -preguntó Bill-. ¿Un arroyo? ¿O un bar? ¿O acaso un lugar?
-Nunca has oído hablar de Dawson, ¿eh? -se reía el viejo de una manera irritante-. Pues Dawson es un pueblo, una ciudad, más grande que Cuarenta Millas. Sí, señor, más grande que Cuarenta Millas.
-Llevo siete años en estas tierras -le anunció Bill con cierto énfasis- y te aseguro que nunca oí mencionar ese pueblo. ¡Espera! ¡Danos otro trago de whisky! Tu información me ha dejado pasmado. ¿Por dónde queda ese Dawson del que hablas?
-En la gran llanura que hay justo por debajo de la desembocadura del Klondike -respondió el viejo Jim-. Pero, ¿dónde habéis andado vosotros este verano?
-No te preocupes por saber dónde hemos estado -le 11 respondió enojado Kink Mitchell-. Hemos estado en un sitio donde hay tantos mosquitos, que tienes que dar palos en el aire para poder ver el sol y saber qué hora es. ¿No es cierto, Bill?
-Una onza por criba en un riachuelo llamado Bonanza, y' aún no han llegado a Roca Sólida.
-¿Quién lo descubrió?
-Carmack.
Al mencionar el nombre del descubridor, los socios hicieron un gesto de repugnancia. Luego se guiñaron un ojo con gran solemnidad.
-Siwash George -dijo Hootchinoo Bill con desdén.
-Ese squawman24 -comentó despectivamente Kink Mitchell.
-No me calzaría los mocasines para salir en estampida tras
nada de lo que él encuentre -dijo Bill.
-Lo mismo digo -anunció su socio-. Es un tipo demasia­do vago para pescarse su salmón. Por eso se marchó con los
indios. Me imagino que ese cuñado negro suyo, ¿cómo se llama? Skokoom Jim, ¿no?, también estará metido en el asunto.
El viejo camarero asintió con la cabeza:
-Claro; y lo que es más, todo el pueblo de Cuarenta Millas, salvo yo y algunos inválidos.
-Y borrachos -añadió Kink Mitchell.
-¡No, señor! -gritó enfáticamente el viejo.
-¡Me apuesto las copas contigo a que Honkins no tiene nada
que ver con esto! -gritó Hootchinoo Bill, seguro de sí mismo. La cara del viejo Jim se iluminó: -Acepto, Bill. Y te advierto que vas a perder.
-¿Cómo fueron capaces de sacar a ese viejo borracho de
Cuarenta Millas? -preguntó Mitchell.
-Lo ataron y lo arrojaron al fondo de una barcaza –explicó el viejo Jim-. Vinieron aquí y lo sacaron de esa silla que veis en ese rincón, y a otros tres borrachos más que encontraron bajo el piano. Os digo que todo el pueblo remontó el Yukón en dirección a Dawson como si los persiguiera el demonio: mujeres, niños,, recién nacidos, todo el mundo. Bidwell se me acercó y me dijo: «Jim, me marcho. Quiero que cuides el Montecarlo».
«¿Dónde está Barlow?», le pregunto yo. «Se ha ido», me contes­ta mientras le sigo con una carga de whisky. Y así, sin esperar mi negativa, salió corriendo hacia su barca y se marchó, remando como un loco. Así que aquí me tenéis, y éstas son las primeras
bebidas que despacho en tres días.
Los socios se miraron.
-¡Qué mala suerte! -dijo Hootchinoo Bill-. Parece que tú y yo, Kink, somos de esas personas que, cuando llueve sopa, nos sorprende siempre con el tenedor.
-¿No te parece denigrante? -replicó Kink Mitchell-. Una estampida de locos, borrachos y holgazanes.
-Y squawmen -añadió Bill-. Ni un solo minero auténtico en todo el grupo.
-Auténticos mineros como tú y yo, Kink -prosiguió en tono académico-. Todos están fuera afanándose por Birch Creek. En todo este alocado asunto de Dawson no hay ni un verdadero minero y, te lo digo yo, no daré un solo paso por el descubrimiento de Carmack. Primero tengo que ver el color del polvo.
-Lo mismo digo -asintió Mitchell-. Tomemos otro trago.
Una vez mojada esta decisión, subieron la canoa a tierra, pasaron su contenido a la cabaña y prepararon la cena. Pero a medida que transcurría la tarde se inquietaban cada vez más. Eran hombres acostumbrados al silencio de las grandes soledades, pero les preocupaba este silencio sepulcral del pueblo. Se sorprendie­ron buscando sonidos familiares, «esperando que algo hiciera un ruido, pero sabiendo que no lo iba a hacen>, como decía Bill. Deambularon por las calles desiertas y volvieron al Montecarlo para tomar otras copas. Pasearon por la orilla del río hasta el atracadero del vapor, donde gorgoteaba el agua al llenarse y vaciarse el remolino y, de vez en cuando, saltaba un salmón a reluciente con los rayos del sol.
Se sentaron a la sombra, delante del almacén, y charlaron con el tendero tísico, cuya tendencia a las hemorragias justificaba su presencia en el pueblo. Bill y Kink le comunicaron sus intencio­nes de gandulear en la cabaña y descansar tras un verano de trabajo duro. Le insistieron, entre súplicas, para que los creyera y le desafiaron a que les contradijera en lo mucho que iban a disfrutar de su ocio. El tendero, sin embargo, no les prestaba la menor atención. Volvió de nuevo la conversación al descubri­miento del Klondike, sin poder apartarlo de este tema fijo. No podía pensar ni hablar de otra cosa, hasta que Hootchinoo Bill se levantó furioso y asqueado.
-¡Maldito sea Dawson! -gritó.
-Lo mismo digo -añadió Mitchell con la cara radiante-. ­Cualquiera pensaría que de verdad ocurre algo allí arriba, en vez de tratarse de una estampida de novatos y locos.
Apareció una barca subiendo el río. Era larga y esbelta. Se aproximó a la orilla y sus tres ocupantes, en pie, la impulsaban contra la fuerte corriente con largas varas.
-Un equipo de Circle City -dijo el tendero-. Los esperaba a últimas horas de la tarde. Cuarenta Millas les saca una ventaja de ciento setenta millas. ¡Pero, vaya! ¡No pierden el tiempo!
-Nos sentaremos aquí y los veremos tranquilamente desfilar -dijo Bill complacido.
-Mientras hablaba, apareció otra barcaza, seguida, tras un corto intervalo, por otras dos. Para entonces, la barca había llegado a la altura de los hombres que estaban en la orilla. Sus ocupantes no cesaban de manipular las varas mientras intercam­biaban saludos, y, aunque avanzaban lentamente, en media hora se perdieron de vista río arriba.
La procesión de barcas parecía no tener fin. El nerviosismo de Kink y Bill aumentaba de un momento a otro. Se lanzaron miradas especulativas como de tanteo, y cuando sus ojos se encontraban, los retiraban avergonzados. Pero, por fin, sus miradas chocaron y ninguno de ellos la retiró.
Kink abrió la boca para hablar, pero las palabras no le salieron de la garganta, permaneciendo con la boca abierta y contemplan­do a su compañero.
-Lo mismo que estaba pensando -dijo Bill.
Se sonrieron avergonzados y, de tácito acuerdo, se alejaron a pie. El ritmo de su paso iba en aumento y, cuando llegaron a la cabaña, iban a la carrera.
-No podemos perder el tiempo con toda esa gente río arriba -farfulló Kink, mientras metía de un golpe la lata de masa agria en el cazo de las judías con una mano y con la otra recogía la sartén y la cafetera.
-Desde luego que no -jadeó Bill con la cabeza y los hombros ocultos en un saco de ropa, en la que metió calcetines de invierno y ropa interior-. ¡Oye, Kink, no olvides el bicarbonato, está detrás del horno, en el estante del rincón!
Media hora más tarde lanzaban la canoa al agua y la cargaban, mientras el tendero hacía comentarios jocosos acerca de los pobres y débiles mortales y de lo contagiosa que era la «fiebre de la estampida». Pero, cuando Bill y Kink hundieron las largas varas hasta el fondo y empujaron la canoa contra corriente, les gritó:
-¡Adiós, y buena suerte! ¡No os olvidéis de marcar una concesión o dos para mí!
Asintieron vigorosamente con las cabezas y sintieron lástima del pobre diablo que se quedaba atrás a la fuerza.
Kink y Bill sudaban copiosamente. Según la ley del Norte, la estampida es para los veloces, el deslinde de concesiones es para los fuertes, y la corona se queda con todo en derechos. Bill y Kink eran veloces y fuertes. Emprendieron el húmedo camino a un ritmo largo y alegre, que rompió los corazones de un par de novatos que intentaban seguirlos. Detrás, extendida entre ellos y Dawson (donde se abandonaban las barcas y se iniciaba el viaje por tierra), quedaba la vanguardia del grupo de Circle City. En la carrera de Cuarenta Millas, los socios adelantaron a todas las barcas, sacándole un cuerpo de ventaja en el remolino de Dawson a la que iba a la cabeza, y dejando atrás a sus ocupantes en el momento en que pusieron los pies en el camino.
-¡Ja! No verán ni el polvo que levantemos por el camino -rió Hootchinoo Bill al tiempo que se limpiaba el sudor picante de la frente y lanzaba una mirada al camino por el que habían llegado.
Por la parte del sendero que se abría entre los árboles emergieron tres hombres. Otros dos los seguían pegados a los talones y luego aparecieron una mujer y un hombre.
-¡Date prisa, Kink! ¡Date prisa! ¡Date prisa!
Bill aceleró el paso. Mitchell miró atrás más tranquilo.
-Juraría que se alejan a paso largo.
-Y aquí hay uno que se ha derrumbado del cansancio -dijo Bill señalando una orilla del camino.
Había un hombre tumbado de espaldas, jadeando en las fases culminantes de un violento agotamiento. Tenía una cara horrible, con los ojos inyectados de sangre y vidriosos, igual que un moribundo.
-¡Chechaquo25! -gruñó Kink Mitchell. Era el gruñido de un experto veterano hacia un novato, hacia el que se abastecía de harina fina y utilizaba polvos de levadura en sus galletas.
Fieles a su vieja costumbre, los socios tenían la intención de marcar la concesión por debajo de donde se había efectuado el descubrimiento, pero cambiaron de opinión, cuando vieron la señal «81 Abajo» clavada en un árbol, lo cual significaba ocho millas por debajo del descubrimiento. Cubrieron las ocho millas en menos de dos horas. Era un ritmo mortal en un terreno tan irregular, y rebasaron a muchos hombres agotados, que habían sucumbido a orillas del camino.
En Discovery averiguaron que río arriba ocurría lo mismo. El cuñado indio de Carmack, Skokoom Jim, tenía la ligera noción de que -el arroyo estaba ya marcado hasta los «30». Pero, cuando Kink y Bill vieron los postes de «79 Arriba», tiraron sus mochilas al suelo y se sentaron a fumar. Todos sus esfuerzos habían sido en vano. El Bonanza estaba marcado desde su nacimiento hasta su desembocadura, «más allá de lo que alcanza la vista y de la próxima divisoria», se quejó Bill aquella noche, mientras freían el tocino y calentaban el café en el fuego de Carmack, en Discovery.
-Probad aquel afluente -les sugirió Carmack a la mañana siguiente.
«Aquel afluente» era un ancho arroyo que desembocaba en el Bonanza por «7 Arriba». Los socios recibieron el consejo con el desprecio que siente el veterano por el squawman y se pasaron el día en el arroyo Adam, otro tributario del Bonanza y de mejor aspecto. La historia volvió a repetirse una vez más: estaba marcado hasta el horizonte.
Carmack les repitió el consejo durante tres días, y durante los mismos días lo recibieron con desdén. Pero, al cuarto, al no haber - otro sitio donde ir, remontaron «aquel afluente». Sabían que estaba prácticamente sin reclamar, aunque no llevaban intención de hacerlo. Más que nada hicieron el viaje por desahogar el mal r humor. Se habían vuelto muy cínicos y escépticos. Se burlaban y mofaban de todo, e insultaban a todo chechaquo con que tropeza­ban por el camino.
En el «Número 23» cesaban las señales. El resto del arroyo estaba libre.
-Pasto para alces -dijo desdeñosamente Kink Mitchell.
No obstante, Bill marcó solemnemente quinientos pasos y levantó los postes en los rincones. Recogió del suelo el fondo de una caja de velas y, en su cara lisa, escribió una nota para colocarla en el poste central:

Este pasto de alces está reservado a suecos y chechaquos.
BILL RADER

Kink lo leyó con aprobación y dijo:
-Lo mismo siento, creo que yo también debería firmar. De este modo se añadió a la nota el nombre de Charles
Mitchell, y muchos veteranos alegraron sus caras ese día al ver la obra que habían colocado unos espíritus afines.
-¿Cómo está el afluente? -inquirió Carmack cuando regre­saron al campamento.
-¡Al infierno con los afluentes! -respondió Hootchinoo Bill-. Kink y yo iremos a buscar Demasiado Oro cuando descansemos.
Demasiado Oro era el arroyo legendario con el que soñaban todos los veteranos y del que se decía que el oro era tan abundante, que, para lavarlo, había que apartar la grava a paladas. Pero los pocos días de descanso que pasaron antes de salir a buscar Demasiado Oro introdujeron un ligero cambio en sus planes, lo mismo que hicieron con Ans Handerson, un sueco.
Ans Handerson había trabajado a jornal en Miller Creek durante todo el verano, cerca de Sesenta Millas, y, pasado el verano, se descolgó en Bonanza como otros muchos descarriados que vagaban a merced de las mareas doradas que barrían el país. Era alto y desgarbado. Tenía los brazos largos, como los de un hombre prehistórico, y las manos, torcidas y nudosas, parecían dos tazones, con los nudillos deformados por el trabajo. De palabra y movimientos lentos, de pelo amarillento, tenía unos ojos azul pálido que parecían albergar sueños inmortales, asuntos que ningún hombre conocía y él menos que nadie. Tal vez su apariencia de soñador perenne se debía a una suprema y necia ingenuidad. De cualquier modo, ésa era la impresión que tenían de él los hombres normales, y Hootchinoo Bill y Kink Mitchell no eran nada extraordinario.
Los socios llevaban un día de visitas y cotilleo, y por la tarde se reunieron en los locales provisionales del Montecarlo: una gran tienda donde los hombres de la estampida descansaban de su agotamiento y un trago de whisky malo costaba un dólar. Como el único dinero circulante era el oro en polvo, y la casa era quien lo pesaba, el trago costaba algo más de un dólar. Bill y Kink se abstenían de beber, debido, sobre todo, a que su flaca bolsa no Podía aguantar muchas visitas a la balanza.
-¡Oye, Bill! Tengo a un chechaquo que picará por un saco de harina -le anunció jubiloso Mitchell.
Bill parecía interesado y satisfecho. La comida escaseaba y no les sobraban provisiones tras la búsqueda de Demasiado Oro.
-La harina vale un dólar y medio la libra -contestó ¿Cómo piensas conseguirlo?
-A cambio de media participación en esa concesión nuestra -contestó Kink.
-¿Qué concesión? -se sorprendió Bill, pues recordaba la reserva que había marcado para los suecos, y dijo:
-¡Oh!
-Yo no estaría tan seguro -añadió-. Dale todo, ya que te has puesto, y sé generoso.
Kink sacudió la cabeza:
-Sí así lo hiciese, se asustaría y echaría a correr. Le estoy convenciendo de que el terreno es valioso y de que nos desprendemos de la mitad, porque estamos muy mal de comida. Cuando pique, podemos regalarle todo el negocio.
-Si nadie se ha pasado por alto nuestra nota -objetó Bill, aunque estaba muy satisfecho ante la perspectiva de cambiar la . concesión por un saco de harina.
-No nos la han quitado -le aseguró Kink-. Es la número 24 y allí sigue. Los chechaquos lo han tomado en serio y han empezado a marcar donde tú lo dejaste. También se ha demarcado más allá de la divisoria. He estado hablando con uno de ellos, uno que acaba de volver con calambres en las piernas.
Fue entonces cuando por primera vez oyeron la expresión torpe y lenta de Ans Handerson.
-Me gusta su aspecto -decía al camarero-. Creo que compraré una concesión.
Los socios se guiñaron el ojo y unos minutos más tarde el sorprendido y agradecido sueco bebía whisky malo con dos extraños de corazón duro. Pero él era tan duro-de cabeza como ellos de corazón. La bolsa hizo muchos viajes al peso, seguida solícitamente por los ojos de Kink Mitchell, pero Ans Handerson no cedía. En sus ojos azul pálido como los mares de verano nadaban y ardían sueños eternos, pero nadaban y ardían a causa de los cuentos que oía acerca del oro y no por el whisky que tan fácilmente dejaba caer por su garganta.
Los socios se desesperaban, aunque aparentaban estar bullicio­sos y joviales en sus palabras y actos.
-No me hagas caso, amigo -dijo en un hipo Hootchinoo Bill, poniendo la mano en el hombro de Ans Handerson-. Tómate otro trago. Estamos celebrando el cumpleaños de Kink. Este es mi compañero, Kink, Kink Mitchell. ¿Y tú cómo te llamas?
Una vez enterado de esto, dio un sonoro manotazo en la espalda de Kink y éste simuló estar confundido al verse en el centro de la fiesta, mientras Ans Handerson parecía satisfecho y los invitaba a un trago. Era la primera y última vez que invitaba, hasta que se tornaron los papeles y su elevado espíritu alcanzó una generosidad inusitada. Pagaba la bebida con una bolsa de aspecto sano.
-Por lo menos lleva en ella ochocientos -calculó Kink con ojo de lince. Y al verlo, aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para mantener una conversación privada con Bidwell, propietario del whisky malo y de la tienda.
-Aquí tienes mi bolsa, Bidwell -dijo Kink, con la intimi­dad y confianza de un veterano a otro-. Añádele unos 50 dólares y te lo agradeceremos Bill y yo.
A partir de ese momento, los viajes de la bolsa a la balanza se hicieron más frecuentes, y la fiesta del cumpleaños de Kink se alegró más. Hasta intentó arrancarse con la canción clásica de los veteranos: «Zumo de Fruta Prohibida», pero no la pudo terminar y ahogó su vergüenza en otra ronda. Hasta Bidwell le honró con un par de rondas a cuenta de la casa, y él y Bill estaban bien borrachos, cuando los párpados de Ans Handerson empezaron a caer y la lengua daba señales de soltarse.
Bill se volvió afectuoso, luego confidencial, contó sus proble­mas y su mala suerte al camarero y al mundo en general, y a Ans Handerson en particular. No necesitaba poderes extraordinarios para representar el papel. De eso se encargaba el mal whisky. Exaltó la gran tristeza que le afligía a él y a Kink, y sus lágrimas eran sinceras cuando le contó cómo él y su socio estaban pensando en vender la mitad de una buena concesión, porque andaban escasos de comida. Hasta el mismo Kink se lo creía.
Los ojos de Ans Handerson brillaban impíamente al pregun­tarles por cuánto lo vendían.
Bill y Kink no lo oyeron y se vio obligado a repetir la pregunta. Aparentaron estar poco dispuestos a hacerlo. Se tomó
más perspicaz. Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, mientras, agarrado a la barra, escuchaba con los oídos bien abiertos las riñas y disputas acerca de si debían venderla o no, y, en susurros bastante altos, discutían entre sí el precio que impondrían.
-Doscientos, hip, cincuenta -anunció por fin Bill-. Pero creemos que no vamos a vender.
-Lo que es enormemente inteligente, si me permitís dar mi opinión -le secundó Bidwell.
-Sí, señor -añadió Kink-. No somos ninguna institución benéfica que reparta gratuitamente lo que tiene a suecos y ) blancos.
-Vamos a tomar otro trago -hipó astutamente Ans Handerson, cambiando de tema en espera de una ocasión más propicia.
Y desde ese momento, para atraer esa ocasión más propicia, su bolsa iba y venía del bolsillo a la balanza. Bill y Kink se mostraban tímidos, pero por fin sucumbieron a sus lisonjas. Ante esto se volvió reservado y apartó a un lado a Bidwell. Se tambaleó exageradamente y se tuvo que agarrar a Bidwell para no caerse mientras le preguntaba:
-¿Crees tú que estos hombres son de fiar?
-Por supuesto -le contestó cordialmente-. Los conozco desde hace años. Son viejos veteranos. Cuando venden una concesión, la venden. No son estafadores.
-Creo que voy a comprar -anunció Ans Handerson, volviéndose tambaleante hacia los dos hombres.
Para entonces soñaba profundamente y proclamó que o adquiría todo el terreno o no había nada que hacer. Esto le ocasionó un gran dolor a Hootchinoo Bill. Habló grandilocuente­mente de la rapacidad de chechaquos y suecos, aunque a ratos se dormía y su voz se desvanecía hasta convertirse en un gorgoteo y la cabeza se le hundía sobre el pecho. Pero cuando recibía un codazo de Kink o de Bidwell, explotaba siempre en una descarga de injurias e insultos.
Ans Handerson se sentía tranquilo a pesar de todo. Cada insulto aumentaba el valor de la concesión. Tanta desgana por vender no le indicaba más que una cosa, y sintió un gran alivio cuando Hootchinoo Bill cayó entre ronquidos al suelo, quedando el camino expedito para centrar su atención en el socio menos difícil de tratar.
A Kink Mitchell se le podía persuadir más fácilmente, pero era un mal matemático. Lloró lastimosamente, pero estaba dispuesto a vender media concesión por 250 dólares o toda ella por 750. Ans Handerson se esforzaba por quitarle estas ideas erróneas de la cabeza, pero sus esfuerzos fueron en vano. Vertió lágrimas y reproches sobre la barra y sobre sus hombros. Las lágrimas, empero, no se llevaron su opinión de que, si una mitad valía 250, dos mitades valían el triple.
Al final (ni siquiera Bidwell recuerda cómo acabó la noche) se firmó un recibo de venta en el que Bill Rader y Charles Mitchell cedían todos los derechos y títulos de una concesión llamada «24 Eldorado», tal era el nombre que había recibido el arroyo de
algún chechaguo optimista.
Cuando Kink lo firmó, tuvieron que despertar a Bill entre los tres. Se balanceó largo rato sobre el documento con la pluma en la mano y cada vez que se inclinaba hacia adelante o hacia atrás brillaba y se desvanecía en los ojos de Ans Handerson un maravilloso sueño dorado.
El día era frío y gris. Se sentía mal. Su primer acto inconsciente e instintivo fue palpar la bolsa del dinero. Le extrañó su ligereza. Luego, lentamente, se apiñaron en su mente los recuerdos de la noche anterior. Le molestaron unas voces fuertes. Abrió los ojos y se asomó por debajo de la mesa. Un par de madrugadores, que habían viajado durante toda la noche, vociferaban la total pobreza del arroyo Eldorado. Se amedrentó, rebuscó en sus bolsillos y encontró la escritura de «24 Eldorado».
Diez minutos más tarde un sueco de ojos desorbitados sacaba de entre las mantas a Hootchinoo Bill y Kink Mitchell, mientras se esforzaba por mostrarles un papel lleno de tachones y manchas de tinta.
-Devolvedme mi dinero -balbuceó-, devolvedme mi dinero.
Tenía lágrimas en los ojos y en la garganta. Corrían por sus mejillas mientras se arrodillaba ante ellos y les rogaba y suplicaba. Sin embargo Bill y Kink no se rieron. No eran tan duros de corazón.
-Es la primera vez que veo llorar a un hombre por un asunto de mineros -dijo Bill-, y me atrevo a asegurar que es demasiado extraño para mis entendederas.
-Lo mismo digo -comentó Kink Mitchell-. Los negocios de las minas son como los de caballos.
Su asombro era verdadero. No se podían concebir a ellos mismos llorando por una transacción y, por tanto, tampoco se lo podían imaginar en otro hombre.
-Pobre chechaquo -murmuró Hootchinoo Bill, mientras j veían desaparecer por el camino al sueco afligido.
-Pero esto no es Demasiado Oro -dijo alegremente Kink Mitchell.
Y antes de que terminase el día, compraron harina y tocino a precios desorbitantes con el oro de Ans Handerson, y cruzaron la divisoria en dirección a los riachuelos que había entre el Klondike y el Indio.
Tres meses más tarde volvieron a cruzar la divisoria en medio de una tormenta de nieve y tomaron el camino que conducía a «24 Eldorado». Lo tomaron por casualidad. No buscaban la concesión. Ni tampoco podían ver mucho a través de la nieve, hasta que pisaron la propia concesión. En ese momento se aclaró el aire y pudieron contemplar un vertedero coronado por un tomo, al que daba vueltas un hombre. Le vieron sacar un cubo de grava del agujero y vaciarlo en el borde del vertedero. También vieron a otro hombre, extrañamente familiar, llenar una criba con la grava fresca. Sus manos eran grandes; el pelo, amarillo pálido. Poco antes de que llegaran adonde estaba, se volvió con la criba y salió disparado hacia la cabaña. No llevaba sombrero y la nieve que le caía del cuello denotaba su prisa. Bill y Kink corrieron tras él y lo alcanzaron en la cabaña, arrodillado junto a un horno y lavando la criba de grava en un barreño de agua.
Estaba demasiado enfrascado en su tarea para notar que alguien había entrado en su cabaña. Se acercaron y miraron por encima del hombro. Le dio a la criba un hábil movimiento circular, deteniéndose una o dos veces para sacar los granos más grandes de grava con los dedos. El agua estaba turbia y, con la criba metida en ella, no podían ver su contenido. De repente levantó la criba y tiró de una sacudida el agua que había dentro. En el fondo apareció una masa amarilla, que lo cubría como una capa de mantequilla.
Hootchinoo Bill tragó saliva. En su vida había soñado con una criba tan rica.
-Bastante espesa, amigo -dijo con ronca voz-. ¿Cuánto calculas que puede contener?
Ans Handerson contestó sin levantar la cabeza: -Creo que unas cincuenta onzas. -Debe ser riquísimo, ¿no?
Ans Handerson siguió con la cabeza agachada, absorto en dar los finos toques que lavan las últimas partículas de escoria, aunque contestó:
-Creo que unos quinientos mil dólares.
-¡Caray! -exclamó Hootchinoo Bill, y lo dijo con reveren­cia.
-¡Sí, Bill, caray! -dijo Kink Mitchell, al tiempo que salían suavemente y cerraban la puerta.




El filón de oro

Era el corazón verde del cañón, donde las paredes se alejaban del plan rígido y aliviaban sus severas lineas formando un pequeño rincón cubierto y llenándolo hasta el borde de dulzura, redondez y suavidad. Aquí todo estaba tranquilo. Hasta la estrecha corriente cesaba en su turbulento fluir el tiempo suficien­te para formar una silenciosa charca. Hundido hasta las rodillas en el agua, con la cabeza agachada y los ojos entornados, dormitaba un gamo de piel roja y copiosa cornamenta.
A un lado, al borde mismo de la charca, había una pequeña pradera, una superficie fresca y elástica de verdor, que se extendía hasta la base de la tosca pared. Más allá de la charca, una suave ladera se elevaba paulatinamente hasta el muro opuesto. La ladera estaba cubierta de una hierba fina, hierba salpicada de flores acá y allá, con manchas de color naranja, púrpura y dorado. El cañón se cerraba por abajo. No había ningún pasaje. Las paredes se unían abruptamente en un caos de piedras recubiertas de musgo y escondidas bajo una cortina de hiedra, enredaderas y ramas de árboles. Por encima del cañón se elevaban colinas y altos picos, las grandes faldas de las montañas cubiertas de pinos y remotas. Y allá, a lo lejos, cual nubes en el confín de los cielos, se alzaban blancos minaretes donde las eternas nieves de la sierra reflejaban austeramente los rayos del sol.
No había polvo en el cañón. Las hojas y flores eran limpias y puras. La hierba parecía un terciopelo suave. Tres semillas de álamo flotaban sus níveas pelusas en la quietud del aire. En la ladera, las flores de la manzanita26 llenaban el aire con las fragancias de la primavera, mientras las hojas, ricas en experiencia, habían iniciado ya su torsión vertical contra la aridez del próximo verano. En los claros, más allá de la sombra de la manzanita, se posaban los lirios mariposa27 cual otros tantos vuelos de mariposas enjoyadas, repentinamente detenidas y a punto de reiniciar su tembloroso vuelo. De trecho en trecho, el arlequín del bosque, la madroña28, que se dejaba sorprender en el acto de cambiar su tronco verdeguisante por un rojo furioso, exhalaba su fragancia al aire desde sus ramilletes de campanillas enceradas. Estas campani­llas eran de un blanco cremoso, con la forma de las azucenas del valle y con la dulzura de la fragancia primaveral.
No corría el menor soplo de viento. El aire estaba adormecido con su peso de perfume. Una dulzura que resultaría empalagosa de haber sido el aire pesado y húmedo. Era una luz estelar convertida en atmósfera, atravesada y calentada por el sol y empapada de dulzura.
De vez en cuando una mariposa volaba entre las manchas de sombra y luz. Por todas las direcciones se elevaba el quedo y soñoliento zumbido de las abejas de montaña -sibaritas comilo­nas, que se empujaban unas a otras, entre bromas y sin tiempo para rudas descortesías-. El arroyo goteaba y murmuraba a través del cañón tan silenciosamente, que hablaba sólo en gorgoteos débiles y ocasionales. La voz de la corriente era un susurro adormecido, interrumpido por sueños y silencios, elevado de nuevo al despertarse.
La noción de las cosas flotaba en el corazón del cañón. La luz y las mariposas flotaban entre los árboles. El zumbido de las abejas y el susurro de la corriente eran sonidos flotantes. Sonidos y colores flotantes parecían formar juntos la urdimbre de una tela delicada e indefinida, que era el espíritu del lugar. Se trataba de un espíritu pacífico, no de muerte, sino de vida tranquila, de una quietud que no era silencio, de un movimiento que no era acción, de reposo pleno de existencia sin ser violento con lucha y trabajo. El espíritu del lugar era el de la paz de los vivos, soñoliento con la comodidad y satisfacción que da la prosperidad, libre de rumores de guerras lejanas.
El gamo de piel roja y abundante cornamenta conocía el señorío del espíritu del lugar y dormía, hundido hasta las rodillas, en la charca fresca y sombreada. Parecía no haber moscas que lo molestasen, y descansaba lánguidamente. A veces sus orejas se movían, cuando el arroyo despertaba y susurraba. Pero se movían perezosamente, sabiendo de antemano que no era más que el arroyo que se despertaba en gorgoteos, al descubrir que se había dormido.
Llegó, sin embargo, un momento en que las orejas del gamo se levantaron y tensaron, buscando ávidamente el sonido. Su cabeza estaba vuelta hacia el cañón. Su nariz, temblorosa y sensitiva, olfateó el aire. Sus ojos no podían atravesar la cortina verde tras la que desaparecía la corriente, pero a sus oídos llegó la voz de un hombre. Era una voz regular, monótona y cantarina. De pronto, el gamo oyó el duro golpeteo del metal sobre la piedra. Ante este sonido resopló y dio un salto en el aire, saliendo del agua y cayendo en el prado. Se escabulló por la pequeña ladera, deteniéndose de vez en cuando a escuchar, y desapareció del cañón como un fantasma, con pisadas suaves y calladas. Comenzó a oírse el choque de los zapatos de herradura contra las rocas y la voz se hizo más potente. Se elevó en una especie de cántico y, al acercarse, se pudieron distinguir las palabras:

Date la vuelta y vuelve la cara
hacia las dulces colinas de gracia.
(A las fueras del pecado estás despreciando.) Mira a tu alrededor.
Arroja tus pecados al suelo.
(Te encontrarás con el Señor por la mañana)

El ruido del ascenso acompañaba la canción y el espíritu del lugar huyó tras las pezuñas del gamo rojo. La cortina verde se partió en dos y un hombre se asomó a la pradera, la charca y la colina. Era un hombre prudente. Abarcó la escena de una sola mirada y luego recorrió con la vista los detalles para verificar su impresión general. Entonces, y no antes, abrió la boca en una aprobación vívida y solemne.
-¡Sapos y culebras del infierno! ¡Mira esto! ¡Madera, y agua, y hierba, y una ladera! ¡Las delicias de un cazador y el paraíso de un cayuse29! ¡Verdor fresco para los ojos cansados! ¡Laderas rosadas para personas pálidas! ¡Una pradera secreta para buscadores de oro y un lugar de descanso para burros fatigados!
Era un hombre de tez arenosa, cuyos rasgos faciales más destacados parecían ser el humor y la cordialidad. Tenía un rostro movido, que cambiaba rápidamente con los pensamientos inter­nos y la cavilación. El pensamiento era en él un proceso visible. Las ideas le cruzaban por la cara como un soplo de viento por la superficie de un lago. Su pelo, escaso y descuidado, era tan indefinido y sin color como su tez. Parecía que todo el color de su cuerpo se había centrado en sus ojos, pues eran de un azul sorprendente. Eran alegres y sonrientes, con la ingenuidad y la admiración de un niño; y, sin embargo, contenían gran parte de la tranquila autoconfianza y la fuerza de voluntad basadas en el conocimiento de sí mismo y en la experiencia del mundo.
Tiró un pico de minero, una pala y una criba tras la cortina de hiedras y enredaderas. Luego se arrastró él mismo hacia el claro. Iba vestido con un mono descolorido y una camisa negra de algodón, botas herradas en los pies, y en la cabeza un sombrero cuyas deformaciones y manchas denunciaban el duro trato del viento, la lluvia, el sol y el humo de los campamentos. Se irguió, contemplando con los ojos muy abiertos el misterio del paisaje e inhalando sensualmente el dulce y cálido aliento del jardín del cañón a través de su nariz, dilatada y temblorosa de placer. Sus ojos se entornaron en risueños resquicios azules, la cara se arrugó de gozo y la boca sonrió al gritar en voz alta:
-¡Por todos los ángeles del cielo! ¡Pero qué bien huele! ¡Para que hablen luego de jardines de rosas y fábricas de colonia! ¡No saben lo que dicen!
Tenía la costumbre de hablar a solas. Las rápidas y variadas expresiones de su cara traslucían cada pensamiento y cavilación, pero la lengua le seguía a la fuerza, como un segundo Boswell30.
El hombre se sentó a la orilla de la charca y bebió profunda y largamente de su agua.
-A mí me sabe bien -murmuró, levantando la cabeza y contemplando la ladera, mientras se limpiaba la boca con el revés de la mano. La ladera atrajo su atención. Todavía tumbado de bruces, estudió su estructura larga y cuidadosamente. Era un ojo experto el que recorrió la inclinación hasta la pared del cañón y bajó de nuevo al borde de la charca. Se levantó rápidamente y brindó a la ladera una segunda observación.
-Me parece buena -concluyó, recogiendo su pico, pala y criba.
Cruzó el arroyo más abajo de la charca, saltando ágilmente de piedra en piedra. Allí donde la ladera tocaba el agua sacó una palada de tierra y la echó en la criba. Se agachó sujetando la criba entre las manos y la sumergió parcialmente en el agua. Luego le dio a la criba un diestro movimiento circular que removía el agua fuera y dentro atravesando tierra y gravilla. Las partículas más grandes y ligeras subían a la superficie y, con un hábil movimien­to inclinado, las vertía por el borde. De vez en cuando, para acelerar la tarea, reposaba la criba en el suelo y sacaba las chinas más grandes y los trozos de piedra con los dedos.
El contenido de la criba disminuyó rápidamente hasta que sólo quedó tierra fina y la gravilla más menuda. En este momento empezó a trabajar concienzuda y cuidadosamente. Era un lava­do fino, cada vez más delicado, con un agudo escrutinio y un toque sutil y fastidioso. Al fin la criba parecía haberse vaciado de todo menos del agua, pero con un movimiento rápido y semicircular que envió volando el agua contra la orilla del arroyo, descubrió una capa de arena negra en el fondo de la criba. Tan fina era la capa, que parecía una pincelada de pintura. La examinó de cerca. En medio había una partícula dorada. Echó un poco de agua por el borde de la criba. Con una rápida sacudida el agua regó el fondo, volteando una y otra vez los granos de arena negra. Vio recompensado su esfuerzo con una segunda partícula dorada.
El lavado se hizo muy fino, más de lo que suponían las necesidades de un buscador corriente. Poco a poco dejó escurrir la arena negra por el borde somero de la criba. Examinaba perspicazmente cada pequeña porción, analizando cada grano antes de dejarlo caer por el borde. Una partícula dorada, no mayor que la punta de un alfiler, apareció en el canto y, manipulando el agua, volvió al fondo de la criba. De esta manera descubrió otra partícula, y otra más. Tenía un gran cuidado con ellas. Lo mismo que hace un pastor con su rebaño, reunió su grupo de partículas doradas para que ninguna se perdiera. Al final, lo único que quedó de su criba de barro fue su rebaño dorado. Las contó y luego, tras todo su trabajo, las arrojó volando fuera del agua, en un giro final.
Sus azules ojos resplandecían de deseo mientras se levantaba.
-Siete -murmuró en voz alta, sumando las partículas por las que tanto se había afanado y que tan sin razón había desechado-. Siete -repitió con el énfasis de quien intenta grabar un número en la memoria.
Se quedó quieto durante mucho tiempo observando la ladera. En sus ojos brillaba una curiosidad nueva. Su rostro mostraba cierto regocijo y agudeza, como la del depredador que retiene el rastro fresco de su pieza.
Bajó unos pasos por el arroyo y sacó una segunda criba de tierra.
De nuevo comenzó a lavar cuidadosamente, a reunir las partículas doradas y a arrojarlas con desprecio al agua después de contarlas.
-Cinco -murmuró, y repitió-: cinco.
No pudo reprimir el lanzar una nueva mirada prospectiva a la ladera antes de volver a llenar la criba un poco más abajo. Sus rebaños dorados disminuían.
Cuatro, tres, dos, una.
Esos eran sus cálculos mientras descendía por la orilla del arroyo. Cuando sus lavados le recompensaron solamente con una partícula de polvo, se detuvo y encendió una hoguera de ramas secas. Colocó sobre ella la criba y la quemó hasta dejarla de un color negro azulado. La levantó y la observó críticamente.
Asintió con la cabeza. Desafiaba a la más pequeña partícula amarilla a que se le perdiera contra semejante fondo coloreado.
Algo más abajo volvió a llenar la criba. Su recompensa fue una sola partícula. La tercera no dio nada de oro. No satisfecho con esto, recogió tierra otras tres veces más, sacando paladas a un j pie de distancia una de otra. Las tres resultaron en vano, y esto, j en vez de desanimarlo, parecía satisfacerlo. Su regocijo aumentaba con cada lavado estéril, hasta que se alzó en una exclamación de júbilo:
-¡Que me lleven todos los diablos si no es cierto!
Empezó de nuevo a cribar corriente arriba, partiendo del punto inicial. Sus rebaños dorados aumentaron al principio, y lo hicieron prodigiosamente.
-Catorce, dieciocho, veintiuna, veintiséis -corrían los cálculos por su mente.
Justo por encima de la charca dio con la criba más rica: treinta y cinco.
-Casi las suficientes para guardarlas -observó pesaroso, mientras permitía que el agua se las llevase.
El sol escaló hasta lo más alto del cielo. El hombre siguió trabajando. Criba a criba remontó el arroyo, mientras los resultados decrecían con regularidad.
-Es vergonzosa la manera en que van disminuyendo -ex­clamó con júbilo, cuando una palada de tierra sólo contenía una partícula de oro.
Y cuando no consiguió sacar ninguna más, se irguió y obsequió a la ladera con una mirada confidencial.
-¡Ajá, señor Pocket! -gritó como si hubiera un auditorio escondido debajo de la ladera-. ¡Ajá, señor Pocket! ¡Ya voy, ya voy, y voy a por ti! ¿Me escuchas, señor Pocket? ¡Voy a por ti tan cierto como que las calabazas no son coliflores!
Se volvió y lanzó una mirada calculadora al sol, colocado encima de él en el azul de un cielo despejado. Luego descendió por el cañón siguiendo la fila de agujeros que había cavado al llenar las cribas. Cruzó la corriente más abajo de la charca y desapareció tras la cortina verde. Poca oportunidad le quedaba ya al espíritu del lugar para volver a su quietud, pues la voz del hombre, elevada en una canción sincopada, se hizo dueña del cañón.
Al rato volvió resonando más fuerte el herraje de sus zapatos contra las piedras. La cortina verde se agitó violentamente. Se balanceaba en una lucha agónica. Hubo un gran estruendo y ruidos metálicos. La voz del hombre subió de tono y se tomó aguda e imperativa. Un gran cuerpo irrumpió jadeante. Tras unos chasquidos y desgajes, un caballo atravesó la cortina entre una ducha de hojas. En el lomo llevaba un fardo del que colgaban hiedras y enredaderas rotas. El animal contempló con admiración el paisaje al que le habían empujado. Bajó su cabeza a la hierba y se puso a pastar con satisfacción. Otro caballo surgió a la vista, tropezando en las rocas cubiertas de musgo y recuperando el equilibrio, cuando sus cascos se hundieron en la blanda pradera. Iba sin jinete, aunque llevaba una silla de montar mejicana, marcada y descolorida por el prolongado uso.
El hombre llegó el último. Descargó el fardo y quitó la silla de montar, al tiempo que buscaba con la vista un lugar donde acampar. Luego soltó a los animales para que pastasen. Desempa­quetó la comida y sacó la sartén y la cafetera. Recogió un brazado de leña seca y con unas cuantas piedras preparó un hogar para la lumbre.
-¡Dios! -exclamó-. ¡Vaya apetito que tengo! ¡Me comería trozos de hierro y clavos de herraduras, y hasta pediría una segunda ración!
Se estiró y, mientras buscaba las cerillas en los bolsillos del mono, sus ojos recorrieron la charca en dirección a la ladera. Los dedos asieron la caja de cerillas, pero se relajaron y la mano salió vacía. El hombre vaciló de manera visible. Observó los preparati­vos para comer y volvió la vista hacia la ladera.
-Voy a darle otra vuelta -concluyó, mientras empezaba a cruzar la corriente.
-No tiene sentido. Lo sé -murmuró a modo de disculpa—. Mas, si espero otra hora para comer, no creo hacer daño a nadie.
Inició una segunda serie de hoyos a unos cuantos pies por detrás de la primera. El sol descendía por el oeste del cielo, las sombras se alargaban, pero el hombre seguía trabajando. Abrió una tercera línea de paladas prospectivas, cruzando la ladera línea a linea, mientras ascendía. Las cribas más ricas las obtenía en el centro de cada fila. Al subir por la ladera, las lineas se cortaban. La regularidad con que disminuía su longitud indicaba que, en alguna parte de la ladera, la última línea sería tan corta, que casi no mediría nada, y que más allá de ella sólo quedaría un punto. El dibujo resultaba una uve invertida. Las líneas convergentes de esta uve señalaban los límites del suelo aurífero.
Evidentemente, la meta del hombre estaba en el vértice de la uve. Recorrió varias veces con la vista las lineas convergentes y la ladera en un intento por localizar el vértice y el punto en el que podía cesar el suelo aurífero. Aquí era donde residía el señor Pocket, pues éste era el nombre que le daba al punto imaginario, gritándole:
-¡Baja de ahí, señor Pocket! ¡Sé bueno y complaciente, y baja!
-Está bien añadió más tarde, con voz resignada y resuel­ta-. Está bien, señor Pocket. Está claro que tendré que subir y agarrarte de la calva. ¡Y lo conseguiré! ¡Vaya si lo conseguiré! -amenazó luego.
Bajaba a lavar cada criba y, a medida que ascendía por la ladera, cada vez eran más ricas, hasta que empezó a guardar el oro en una lata vacía de levadura, que llevaba en el bolsillo. Tan enfrascado estaba con su faena, que no notó el largo crepúsculo de la noche que se le echaba encima. No se dio cuenta del paso del tiempo hasta que intentó en vano distinguir el color dorado del fondo de la criba. Se levantó de repente. Su cara se cubrió con una expresión de asombro fantástico y respeto, mientras decía k lentamente:
-¡Que me lleven todos los diablos! ¡Me olvidé por completo de la cena!
Cruzó a tropezones el arroyo en la oscuridad y, con mucho retraso, encendió la hoguera. Su cena la formaban tortas, tocino y ,j judías recalentadas. Luego se fumó una pipa al rescoldo de las ascuas, mientras escuchaba los ruidos de la noche y contemplaba la luz de la luna, que entraba como un torrente en el cañón. Luego extendió su cama, se quitó los pesados zapatos y se arropó con las mantas hasta la barbilla. Su cara blanqueaba, como la de un cadáver, a la luz de la luna. Pero se trataba de un cadáver que resucitaba, pues se reclinó de repente en un codo y observó fijamente su ladera.
-Buenas noches, señor Pocket -balbuceó adormecido-. Buenas noches.
Durmió hasta bien entrada la mañana, hasta que los rayos directos del sol le golpearon los párpados cerrados. Entonces despertó de un salto y miró a su alrededor hasta que restableció la continuidad de su existencia e identificó su estado actual con los días vividos anteriormente.
Para vestirse, sólo tuvo que abrocharse los zapatos. Lanzó una mirada a la hoguera y otra a la colina, titubeó, pero resistió la tentación y encendió el fuego.
-Tranquilo, Bill, tranquilo -se reprendió a sí mismo-. ¿Qué vas a conseguir con prisas? De nada sirve calentarse y sudar. El señor Pocket te espera. No va a huir antes de que desayunes. Lo que tú necesitas, Bill, es algo fresco en tu menú. De ti depende el conseguirlo.
Cortó una vara a la orilla del agua, sacó de un bolsillo un trozo de cuerda y una mosca mojada y sucia que en sus días había pertenecido a un cochero real.
-Tal vez piquen por la mañana temprano -murmuró mientras la echaba por primera vez a la charca. Y un momento más tarde gritaba alegremente-: ¿Qué te dije, eh? ¿Qué te dije?
No tenía carrete ni ganas de perder el tiempo, y a base de fuerza y velocidad sacó del agua una brillante trucha de diez pulgadas. Con tres o cuatro más pescadas en poco rato reunió el desayuno. Cuando llegó a las pasaderas, de camino a la colina, se le ocurrió una idea repentina y se detuvo.
-Debía de dar una vuelta arroyo abajo -dijo-. Nunca se sabe qué tipos puede haber husmeando por aquí.
Mas cruzó las pasaderas y con un «debía de dar una vuelta» se olvidó de la necesidad de tomar precauciones y empezó a trabajar.
Al anochecer se enderezó. Tenía la espalda rígida de trabajar encorvado y, al ponerse la mano en ella para aliviar los músculos doloridos, dijo:
-¡Qué te parece! ¡Otra vez me olvidé de la cena! Como no tenga más cuidado, me voy a convertir en una maniático de dos comidas al día.
-Pocket es la cosa más condenada que jamás haya visto para despistar a un hombre -se dijo esa noche mientras se metía entre las mantas. No se olvidó de gritarle a la ladera-: Buenas noches, señor Pocket. Buenas noches.
Se levantó con el sol y, tras tomar un desayuno precipitado, se puso a trabajar temprano. Parecía haberse apoderado de él cierta fiebre y la riqueza cada vez mayor de las cribas no la calmaban. Sus mejillas mostraban un rubor distinto del que produce el calor del sol, y se olvidaba del cansancio y del paso del tiempo. Cuando llenaba la criba de tierra, corría cuesta abajo para lavarla, sin poder evitar correr de nuevo cuesta arriba jadeando y tropezando, para volverla a llenar.
Ahora se hallaba a cien yardas del agua y la uve invertida empezaba a tomar proporciones definidas. La anchura de la grava útil decrecía regularmente y, con la mente, extendió las líneas convergentes de la uve hasta su lugar de encuentro en la cima de la colina. Esta era su meta, el vértice de la uve, y cavó muchas cribas de tierra para localizarlo.
-A unas dos yardas por encima de la mata de manzanita y una yarda a la derecha -concluyó al fin.
Entonces se apoderó de él la tentación.
-Está todo más claro que el agua -dijo al abandonar su esforzada labor y subió al vértice indicado.
Llenó la criba y bajó la cuesta para lavarla. No contenía ni rastro de oro. Cavó hondo y menos hondo, llenando y lavando una docena de cribas, sin siquiera obtener la recompensa de una sola partícula dorada. Se enfureció consigo mismo por haber sucumbido a la tentación y se maldijo en medio de blasfemias e indignación. Después bajó la colina y siguió cruzándola.
-Lento y seguro, Bill, lento y seguro -canturreaba-. Lo tuyo no es llegar a la fortuna por atajos. Ya es hora de que te enteres. Aprende, Bill, aprende. Lento y seguro, es la única baza que puedes jugar. Así que manos a la obra.
Al disminuir las líneas, se acercaba el vértice y aumentaba la profundidad. El rastro del oro se adentraba en la colina. Sólo lo sacaba ya a treinta pulgadas de la superficie. La tierra que encontró a veinticinco pulgadas de profundidad, y a treinta y cinco, produjeron cribas vacías. En la base de la uve, cerca de la orilla del agua, había encontrado pepitas en las raíces de la hierba. Cuanto más ascendía la cuesta más hondo se hallaba el oro. Cavar un agujero de tres pies de profundidad para conseguir una criba de prueba no era tarea pequeña. Y entre el vértice y el hombre aún quedaban por cavar un número indefinido de tales agujeros.
-¡Y quién sabe hasta dónde se hundirá! -suspiró en un corto descanso, mientras se frotaba con los dedos la dolorida espalda.
Con un deseo febril, con la espalda dolorida y los músculos rígidos, excavando y destrozando la blanda tierra marrón con el pico y la pala, el hombre se afanaba cuesta arriba. Ante él se alzaba la suave ladera salpicada de flores y dulces fragancias. Tras él quedaba la destrucción. Parecía como si a la suave piel de la colina le hubiera salido una terrible erupción. Avanzaba al paso lento de una babosa, manchando la belleza con un monstruoso sendero. A pesar de hundirse el rastro del oro y aumentar el trabajo del hombre, éste se consolaba con la riqueza creciente de las cribas. Veinte centavos, treinta, cincuenta, sesenta..., y al anochecer, la última criba le proporcionó el valor de un dólar de oro en polvo en una sola palada.
-Apuesto a que algún tipo intrigante aparece por mi pradera metiendo las narices donde no le importa -murmuró soñoliento esa noche al taparse con las mantas hasta la barbilla.
De repente se sentó.
-¡Bill , escucha, Bill! -gritó-. ¿Me oyes? De ti depende que mañana por la mañana husmees por ahí y veas lo que hay. ¿Me entiendes? Mañana por la mañana. ¡No lo olvides!
Bostezó y lanzó un vistazo a la ladera.
-Buenas noches, señor Pocket -le dijo.
Por la mañana se adelantó al sol, pues ya había desayunado cuando le dieron sus primeros rayos, y escalaba la pared del cañón por donde se deshacía y se podía pisar. Desde la atalaya de la cima descubrió que se hallaba inmerso en la soledad. Hasta donde
alcanzaba su vista se alzaban una cadena tras otra de montañas. Al este, tras saltar millas y millas de cadenas y cadenas, sus ojos dieron por fin con las sierras de blancos picos -la cima principal donde la columna vertebral del mundo del oeste se alzaba contra el cielo-. Al norte y al sur podía distinguir mejor los sistemas transversales que rompían la dirección principal del océano de montañas. Al oeste seguían disminuyendo las cadenas una tras otra hasta perderse de vista en suaves colinas, que, a su vez, descendían al gran valle que él no podía ver.
En toda esa inmensa extensión de tierra no vio ninguna señal de hombre, ni de la mano del hombre, salvo el desgarramiento de la ladera que tenía a sus pies. Observó larga y cuidadosamente. Una vez, a lo lejos de su cañón, creyó distinguir en el aire una tenue insinuación de humo. Miró de nuevo y decidió que era la bruma púrpura de las colinas, oscurecida por una circunvalación de la pared del cañón que tenía a su espalda.
-¡Eh, tú, señor Pocket! -le gritó al cañón-. ¡Sal de donde estés! ¡Voy a por ti, ya voy!
Sus pesadas botas le daban un aspecto de torpeza, pero bajó las vertiginosas alturas tan ligero y airoso como una cabra montesa. Una piedra se balanceó bajo su pie en el borde del precipicio, pero no se desconcertó. Parecía conocer el tiempo justo que requería ese balanceo para culminar en desastre y, mientras tanto, aprovechó el terreno movedizo para establecer el breve contacto con la tierra que le llevaría a la seguridad del terreno firme. Cuando el suelo se inclinó de tal manera que resultaba imposible seguir erguido un segundo más, el hombre no vaciló. Apoyó el pie en la resbaladiza superficie durante una fracción de segundo y se dio el impulso que lo llevó adelante. De nuevo, sin poder pisar siquiera por una fracción de segundo, torcería el cuerpo para agarrarse por un instante al saliente de una roca, a una grieta o a un matorral poco firme. Por fin, tras un salto salvaje y un grito, pasó de la pared a un terraplén y terminó el descenso entre varias toneladas de tierra removida y grava.
Esa mañana, la primera criba le proporcionó más de dos dólares de oro bruto. Provenía del centro de la uve. A ambos lados disminuían rápidamente los valores de las cribas. Las filas de agujeros se acortaban mucho. Las líneas convergentes de la uve invertida apenas estaban separadas por unas yardas. El vértice se hallaba tan sólo a unas yardas por encima de él. A primeras horas de la tarde, los hoyos de prueba se hundían a cinco pies bajo tierra antes de que las cribas produjeran algún rastro de oro.
En cuanto a éste, el rastro se había convertido en algo más, era una verdadera mina, y decidió volver después de dar con la bolsa para trabajar el terreno. Pero la riqueza iba en constante aumento y empezó a preocuparse. A últimas horas de la tarde el valor de cada criba había llegado a tres o cuatro dólares. Se rascó la cabeza perplejo y lanzó una mirada a la ladera, a unos pies del matorral de manzanita que marcaba aproximadamente el vértice de la uve. Asintió con la cabeza.
-Una de dos, Bill, una de dos. O el señor Pocket se ha derramado por toda la cuesta, o es tan rico que tal vez no puedas llevártelo todo de una vez. Y eso sería demasiado, ¿verdad? -se rió al ponderar tan agradable dilema.
La noche lo encontró a la orilla de la corriente con los ojos luchando contra la creciente oscuridad, mientras lavaba una criba de cinco dólares.
-¡Ojalá tuviera una luz eléctrica para seguir trabajando! -dijo.
Le costó trabajo dormirse esa noche. Muchas veces se preparó y cerró los ojos para que el sueño le venciera, pero su sangre bullía con un deseo demasiado fuerte y a menudo se le abrían los ojos al tiempo que murmuraba:
-¡Ojalá amaneciera!
Al fin le venció el sueño, pero abrió los ojos al palidecer las primeras estrellas y el gris del amanecer lo encontró con el desayuno terminado y subiendo la cuesta en dirección a la morada secreta del señor Pocket.
Debido a la estrechez de la veta y a la cercanía del arroyo dorado, que había estado persiguiendo durante cuatro días, la primera fila que excavó sólo consistió en tres hoyos.
-Cálmate, Bill, cálmate -se reprendía al cavar el hoyo final, donde se unieron las líneas de la uve-. Te tengo bien sujeto, señor Pocket, y no te librarás de mí -repitió muchas veces, mientras cavaba más profundamente en la tierra.
Cuatro, cinco, seis pies. Cada vez le resultaba más difícil cavar. á Su pico rechinaba contra piedras rotas. Examinó las piedras. '
-Cuarzo podrido -concluyó, mientras limpiaba con la pala la tierra suelta del fondo del hoyo.
Atacó el cuarzo desmenuzado con el pico, desintegrando la tierra a cada golpe.
Hundió su pala en la masa suelta. Su ojo captó un destello amarillo. Soltó la pala y se agazapó de repente sobre los talones. Limpió un trozo de cuarzo podrido, igual que hace un granjero t con la tierra de las primeras patatas.
-¡Santo cielo! -gritó-. ¡Terrones y terrones de oro!
La mitad de lo que tenía en sus manos era piedra, y la otra mitad, oro puro. Lo dejó caer en la criba y examinó otro trozo. A primera vista había poco amarillo, pero desmenuzó con sus fuertes dedos el cuarzo podrido hasta que sus manos se llenaron de amarillo reluciente. Les limpió la tierra pedazo a pedazo, echándolos luego a la criba. Aquello era un tesoro. Tanto se había podrido el cuarzo, que había menos que oro. De vez en cuando daba con un trozo que no contenía piedra alguna, trozos que eran ,# oro puro. Uno de ellos, donde el pico partió el corazón del oro, :j brilló como un puñado de joyas amarillas. Ladeó la cabeza y le dio vueltas lentamente para contemplar el rico juego de luces que reflejaba.
-¡Para que luego hablen de las excavaciones de Demasiado Oro!31 -exclamó en un bufido desdeñoso-. Este hallazgo convierte a las otras en excavaciones de treinta centavos. Esto es oro puro. Aquí mismo y en este momento nombro a este cañón Cañón del Oro, sí señor.
Todavía en cuclillas, continuó analizando los fragmentos y echándolos a la criba. De pronto le vino una premonición de peligro. Parecía como si una sombra se hubiera proyectado sobre él, pero no había ninguna. El corazón se le puso en la garganta y lo sofocaba. La sangre se le heló en las venas y sintió el sudor frío 1 de la camisa contra la piel.
No se levantó de un salto ni miró a su alrededor. No se movió. Reflexionó acerca de la naturaleza de la premonición recibida, intentando localizar la fuente de la fuerza misteriosa que le había avisado, buscando con ansiedad la presencia física de la fuerza invisible que le amenazaba. Lo hostil está rodeado por una aureola puesta de manifiesto por mensajeros demasiado sutiles para que los reconozcan los sentidos. Y él sentía esa aureola, aunque no supiera cómo. El suyo era un sentimiento semejante al de una nube que se interpone ante el sol. Parecía como si entre él y la vida se interpusiese algo oscuro, amenazante y sofocador; una tiniebla que se tragaba la vida y preparaba la muerte -su propia muerte-. Todas las fuerzas de su ser le impelían a levantarse de un salto y enfrentarse al peligro invisible. Pero su espíritu dominó el pánico y permaneció agazapado con un trozo de oro entre las manos. No se atrevía a mirar a su alrededor. Sabía que había algo detrás de él. Fingió estar interesado en el oro que tenía entre las manos. Lo examinó críticamente, dándole vueltas y limpiándole la tierra. Y durante todo este tiempo sabía que algo detrás de él observaba el oro por encima de su hombro.
Fingiendo todavía interés en el trozo de oro que tenía en la mano, escuchó atentamente y oyó la respiración de lo que tenía detrás. Escudriñó el suelo que tenía delante, buscando la sombra de un arma, pero no vio más que el oro desmenuzado, inútil en estos momentos extremos. Tenía el pico, arma útil en algunas ocasiones; pero ésta no era una de esas ocasiones. Se daba cuenta de su situación. Se encontraba metido en un estrecho hoyo de siete pies de profundidad. Su cabeza no llegaba a la superficie del suelo. Estaba metido en una trampa.
Siguió en cuclillas. Estaba tranquilo y sosegado, pero el análisis que su mente hacía de cada factor sólo le mostraba su impotencia. Continuó limpiando los fragmentos de cuarzo y echando el oro en la criba. No había otra cosa que hacer. Sin embargo, sabía que tarde o temprano se tendría que levantar y enfrentarse al peligro que respiraba a sus espaldas. Pasaron los minutos, y al paso de cada minuto sabía que se iba acercando el momento en que tendría que levantarse -la camisa mojada se le enfrió con este pensamiento- o recibiría la muerte mientras se inclinaba sobre su tesoro.
Permanecía todavía en cuclillas, limpiando el oro y deliberan­do la manera en que se levantaría. Podía hacerlo de un salto y enfrentarse a lo que le amenazaba desde el terreno firme que esta­ba encima. O podía levantarse lenta y descuidadamente y fingir que descubría casualmente lo que estaba a sus espaldas. Su instin­to y cada fibra de su cuerpo lo inducían a salir alocadamente a la superficie. Su mente y la astucia de ésta se inclinaban por el encuentro lento y cauteloso con la amenaza que no podía ver. Mientras lo debatía, un ruido fuerte y estrepitoso le explotó en el oído. En ese mismo instante recibió un golpe en el costado izquierdo, que lo dejó aturdido, y desde el punto del impacto sintió cómo le corría una llama por la carne. Se levantó de un salto, pero a mitad de camino se desplomó. El cuerpo se derrumbó como una hoja que se marchita con un calor repentino. Cayó de bruces sobre la criba de oro, con la cara sobre la tierra y las piedras, y las piernas enredadas y torcidas por la estrechez del fondo del hoyo. Sus piernas dieron unas cuantas sacudidas convulsivas. Su cuerpo se agitó con una poderosa fiebre. Hubo una lenta expansión de los pulmones, acompañada de un hondo suspiro. Exhaló el aire lenta, muy lentamente, y el cuerpo quedó inerte.
Sobre él, revólver en mano, se asomaba un hombre al borde del hoyo. Contempló durante largo rato el cuerpo postrado e inmóvil que tenía bajo él. Durante cierto tiempo, el extraño se sentó en el borde del hoyo, de manera que podía asomarse a él, y descansó el revólver sobre las rodillas. Metió la mano en el ' bolsillo y sacó un trozo de papel marrón. Lo llenó de unas briznas de tabaco. Esta combinación se convirtió en un cigarrillo marrón, achatado y de puntas curvas. No separó la vista ni un momento del cuerpo que yacía en el fondo del hoyo. Encendió el cigarrillo r y aspiró el humo hasta los pulmones en una acariciante chupada. Fumó despacio. Una vez se le apagó el cigarrillo y lo volvió a encender. Durante todo el rato estuvo observando el cuerpo que tenía debajo.
Por fin tiró la colilla y se levantó. Se acercó al borde del hoyo. Midiéndolo con una mano en cada lado y sosteniendo todavía el revólver en la mano derecha, baló a pulso al fondo del hoyo.
Cuando los pies se hallaban a una yarda del fondo, soltó las manos y cayó.
En el instante en que sus pies tocaron el fondo, vio extenderse el brazo del minero y sintió en las piernas una sacudida rápida y brusca que le arrojó al suelo. En el salto la mano del revólver estaba por encima de su cabeza. El revólver bajó con la misma velocidad que la sacudida de las piernas. Apretó el gatillo, cuando todavía se encontraba en el aire. La explosión fue ensordecedora en un espacio tan reducido. El humo llenó el hoyo y le impidió ver nada. Cayó de espaldas al fondo y el cuerpo del minero se abalanzó sobre él como un gato. Al pasar por encima de él, el extraño dobló el brazo derecho para disparar, y en ese instante el minero le dio un codazo en la muñeca. El cañón apuntó hacia arriba y la bala se incrustó en la tierra de la pared del hoyo.
Un instante más tarde el extraño sintió la mano del minero apretándole la muñeca. La lucha era ahora por el revólver. Cada uno de los dos hombres pugnaba por dirigirlo al cuerpo del contrario. El humo del hoyo se aclaraba. El extraño, tumbado de espaldas, comenzaba a ver borrosamente. Pero, de repente, se cegó con un puñado de tierra, que su adversario le había echado deliberadamente en los ojos. En ese momento de sorpresa se olvidó del revólver y al momento siguiente sintió un estallido de oscuridad, que descendía sobre su mente, y, en medio de la oscuridad, hasta esta misma cesó.
Pero el minero siguió disparando el revólver hasta vaciarlo. Luego lo lanzó lejos de sí y, respirando con dificultad, se sentó en las piernas del muerto.
El minero lloraba y se esforzaba por respirar.
¡Maldito cerdo! -jadeó-. ¡Acampa en mi camino y me deja hacer todo el trabajo, para dispararme luego por la espalda!
Estaba medio llorando de rabia y cansancio. Observó la cara del muerto. Estaba salpicada de tierra y grava suelta, y resultaba difícil distinguir las facciones.
Nunca en mi vida lo he visto dijo el minero al concluir su examen—. Tan sólo un ladrón vulgar y corriente. ¡Maldita sea! ¡Y me disparó por la espalda! ¡Me disparó por la espalda!
Se desabrochó la camisa y se palpó el costado izquierdo por atrás y por delante.
-¡Me atravesó limpiamente, sin hacerme ningún daño! -ex­clamó con júbilo-. Apuesto a que apuntó bien, pero se le movió el revólver al apretar el gatillo. ¡Qué tío! ¡Pero ya lo he arreglado! ¡Vaya si lo he arreglado!
Sus dedos reconocieron la herida del costado y por su cara pasó una sombra de reproche.
-Me voy a quedar rígido --dijo- y de mí depende poner remedio y salir de aquí.
Salió a gatas del hoyo y bajó la cuesta que conducía al campamento. Media hora más tarde volvió con su caballo de montar. La camisa abierta mostraba los rudos vendajes con que había revestido la herida. Los movimientos de la mano izquierda eran lentos y torpes, pero eso no le impedía utilizar el brazo.
Pasó una cuerda por debajo de los hombros del muerto y lo arrastró fuera del hoyo. Luego se puso a recoger el oro. Trabajó firmemente durante varias horas, deteniéndose a menudo para descansar su hombro rígido y para exclamar:
-¡Me disparó por la espalda el muy cerdo! ¡Me disparó por la espalda!
Cuando recogió todo su tesoro y lo empaquetó en varios fardos cubiertos de mantas, hizo una estimación de su valor.
-¡Que me lleven los diablos si no hay cuatrocientas libras! -concluyó-. Digamos unas doscientas libras de cuarzo y tierra, lo que deja doscientas libras de oro. ¡Bill! ¡Despierta! ¡Doscien­tas libras de oro! ¡Cuarenta mil dólares! ¡Y es tuyo, todo tuyo!
Se rascó la cabeza encantado y los dedos tropezaron con un surco desconocido. Lo recorrieron a lo largo de varias pulgadas. Se trataba del surco que le había dejado en el cuero cabelludo el roce de la segunda bala.
Se acercó enfurecido al muerto.
-¡Conque sí, eh! -le espetó-. ¡Conque . sí, eh! ¡Pues te he arreglado de una vez por todas, y te haré un entierro decente! Más de lo que hubieras hecho tú por mí.
Arrastró el cuerpo hasta el borde del hoyo y lo dejó caer dentro. Dio en el fondo con un sonido sordo, sobre un costado,
con la cara vuelta hacia la luz. El minero se asomó para verlo.
¡Y me disparaste por la espalda! -le acusó.
Rellenó el hoyo con el pico y la pala. Luego cargó el oro en el caballo. Era una carga demasiado pesada para el animal y, cuando llegó al campamento, transfirió parte del oro a su caballo de carga. Aun así se vio obligado a abandonar parte de su equipo -el pico, la pala y la criba, comida extra y los útiles de cocina, así como diversos materiales sobrantes.
El sol se hallaba en el cenit cuando el hombre obligó a los caballos a atravesar la cortina de hiedra y enredaderas. Para escalar las rocas, tuvieron que alzarse y avanzar a ciegas entre la maraña de vegetación. El caballo de montar se cayó una vez y el hombre le quitó el fardo para que se pudiera volver a levantar. Antes de reemprender la marcha, el hombre asomó la cabeza por entre las hojas y contempló la colina.
-¡El muy cerdo! -dijo, y desapareció.
Se oyó el chasquido y desgaje de hiedras y ramas. Los árboles ' se balanceaban marcando el paso de los animales a través de ellos. Los cascos herrados resonaban contra las piedras y, de vez en cuando, algún juramento o alguna orden. Luego, la voz del hombres se elevó en una canción:


Date la vuelta y vuelve la cara
hacia las dulces colinas de gracia.
(A las fuerzas del pecado estás despreciando.) Mira a tu alrededor.
Arroja tus pecados al suelo.
(Te encontrarás con el Señor por la mañana)


La canción se hizo cada vez más débil y a través del silencio volvió lentamente el espíritu del lugar. La corriente se adormeció y volvió a susurrar, y se elevó soñoliento el zumbido de las abejas de montaña. En el aire flotaban las níveas pelusas de las semillas de álamo. Las mariposas revoloteaban entre los árboles, reflejan­do la quieta luz solar. Sólo quedaban las huellas de los cascos en la pradera y la desgarrada ladera como indicio del paso turbulento de la vida que había roto la paz del lugar y pasado por él.



Amor a la vida


Entre todas las cosas, sólo ésta quedará.
Han vivido y apostado.
Parte del juego serán ganancias.
Pero el oro de los dados se ha perdido.


Bajaron la ribera cojeando dolorosamente, y el hombre que iba en cabeza tropezó una vez contra las piedras toscamente esparcidas. Estaban fatigados y débiles, y sus caras tenían la expresión de cansancio por esa paciencia nacida de penalidades durante tanto tiempo soportadas. Iban cargados con pesados fardos de mantas atados a sus hombros. Correas que cruzaban la frente ayudaban a soportar estos fardos. Cada hombre portaba un rifle. Caminaban encorvados, los hombros caídos hacia adelante, la cabeza aún más adelante, la vista clavada en el suelo.
Ojalá tuviéramos sólo dos de esos cartuchos que quedan en nuestro escondrijo -dijo el segundo hombre.
Su voz era totalmente inexpresiva y monótona. Hablaba sin entusiasmo; y el primer hombre, cojeando en el arroyo lechoso que espumeaba en las rocas, no se dignó responder.
El otro hombre lo seguía pegado a sus talones. No se descalzaron, aunque el agua estaba fría como el hielo, tan fría que les dolían los talones y se les entumecieron los pies. En algunos sitios el agua se precipitaba contra sus rodillas, y ambos se tambaleaban para mantenerse en pie.
El hombre que seguía resbaló sobre una piedra lisa, estuvo a punto de caer, se recuperó con un esfuerzo violento al mismo tiempo que daba una aguda exclamación de dolor. Se sentía débil y mareado, y extendió la mano libre mientras se tambaleaba, como buscando apoyo en el aire. Se equilibró y dio un paso adelante, pero se tambaleó de nuevo y casi cayó. Luego se quedó inmóvil mirando al otro hom­bre, que no había vuelto la cabeza ni una sola vez.
El hombre se quedó inmó­vil durante un largo minuto, deliberando consigo mismo. Luego gritó:
-¡Bill, me he torcido el tobillo!
Bill siguió tambaleante a través del agua lechosa. No volvió la cabeza. El hombre lo vio marchar, y, aunque su cara seguía tan inexpresiva como siempre, sus ojos eran como los de un ciervo herido.
El otro hombre subió co­jeando la ribera opuesta y si­guió hacia adelante sin mirar atrás. El hombre del arroyo lo miraba. Sus labios temblaron un poco, y el burdo mechón de pelo marrón que los cubría se agitó visiblemente. Su lengua salió para humedecerlos.
-¡Bill! -gritó.
Era el grito suplicante de un hombre fuerte en peligro, pero la cabeza de Bill no se volvió. El hombre lo vio mar­charse, cojeando grotescamente y dando tumbos con paso vaci­lante cuesta arriba hacia el sua­ve horizonte de la pequeña co­lina. Lo vio marchar hasta que pasó la cima y desapareció. Volvió la vista v lentamente abarcó el círculo del mundo que le quedaba ahora que Bill se había ido.
Cerca del horizonte el sol ardía débilmente, casi oscurecido por nieblas y vapores sin forma, que daban sensación de masa y densidad desdibujadas e intangibles. El hombre sacó su reloj, mientras apoyaba el peso sobre una pierna. Eran las cuatro, y, como estaba a últimos de julio o primeros de agosto -no conocía la fecha precisa sino con un margen de error de dos semanas-, sabía que el sol señalaba el noroeste. Miró hacia el sur y supo que en algún lugar más allá de aquellas colinas desoladas yacía el lago Gran Oso; también sabía que en esa dirección el Círculo Ártico trazaba su terrible camino a través de los yermos canadienses. El riachuelo en el que se encontraba era un afluente del río Coppermine, que a su vez fluía hacia el norte y se vaciaba en el golfo Coronation y el océano Ártico. Nunca había estado allí, pero lo había visto una vez en un mapa de la compañía de la Bahía de Hudson.
De nuevo recorrió con la mirada el círculo del mundo a su alrededor. No era un espectáculo alentador. Por todas partes estaba el horizonte. Las colinas eran todas bajas. No había árboles, ni matojos, ni hierbas -sólo una tremenda y terrible desolación, que atrajo inmediatamente el miedo a sus ojos.
-¡Bill! -susurró una y dos veces-, ¡Bill!
Se agazapó en medio del agua lechosa como si la inmensidad lo presionara con una fuerza avasalladora y lo aplastase brutal­mente con su complaciente horror. Comenzó a temblar como un palúdico, hasta que el arma se le cayó de la mano salpicándole. Esto sirvió para despertarle. Combatió su miedo y se dominó buscando a tientas bajo el agua y recuperando el arma. Se aseguró
el fardo en el hombro izquierdo para aliviar algo de peso a su tobillo herido. Luego avanzó lenta y cautelosamente hacia la orilla, encogiéndose de dolor.
No se detuvo. Con una desesperación rayana en la locura, sin hacer caso alguno del dolor, subió presuroso la ladera hasta llegar a la cima de la colina donde había desaparecido su compañero.
Mucho más grotesco y cómico que su cojo y tambaleante compañero. Pero en la cima vio un somero valle desprovisto de vida. Luchó de nuevo contra el miedo, lo venció, aseguró todavía más el fardo en el hombro izquierdo y bajó a trompicones la pendiente. El fondo del valle estaba encharcado de agua que el musgo mantenía como una esponja cerca de la superficie. A cada paso el agua saltaba a chorros bajo sus pies, y cada vez que levantaba uno la acción culminaba en un ruido de succión al soltar de mala gana el musgo su presa. Escogió cuidadosamente el camino de ciénaga en ciénaga, siguiendo las huellas del otro hombre por los abruptos salientes de las rocas que asomaban como islotes en un mar de musgo.
Aunque solo, no estaba perdido. Sabía que más adelante llegaría a un sitio donde piceas muertas y pinos pequeños y marchitos bordeaban la orilla de una laguna, el titchinnichilie, la «tierra de los palitos» en el idioma de la región. En esa laguna desembocaba un pequeño arroyo, cuyas aguas no eran lechosas. Había juncos en él, lo recordaba muy bien, pero no existían árboles, y lo seguiría hasta que sus primeras gotas se detuvieran en una bifurcación. Cruzaría ésta hasta el principio de otro riachuelo que fluía hacia el oeste, y al que seguiría hasta que se vaciara en el río Dease, y aquí encontraría un escondrijo bajo una canoa volcada y tapada con piedras. En este escondrijo hallaría munición para el rifle vacío, anzuelos, cañas y una pequeña red: todos los útiles necesarios para cazar y atrapar alimentos. Y también encontraría harina -no mucha-, un trozo de tocino y unas pocas judías.
Bill lo estaría esperando allí, y remaría en dirección sur, bajando por el Dease hasta llegar al lago del Gran Oso. Lo cruzarían hacia el sur, siempre hacia el sur, hasta llegar al Mackenzie. Viajarían hacia el sur, más al sur, mientras el invierno los perseguiría en vano, se formaría hielo en los remolinos y los días se tornarían fríos y transparentes, hacia el sur, a alguna factoría de la compañía de la Bahía Hudson, donde los árboles crecían altos y abundantes y había comida sin fin.
Así pensaba el hombre mientras avanzaba. Por mucho que se esforzaba con el cuerpo, otro tanto hacía con la mente, intentando imaginarse que Bill no lo había abandonado, que, sin duda, lo esperaría en el escondrijo. Se vio obligado a pensarlo, pues, de otro modo, no tendría sentido luchar y se habría tumbado a esperar la muerte. Y mientras la bola opaca del sol se hundía lentamente en el noroeste, recorrió de nuevo cada detalle de la huida que emprenderían Bill y él hacia el sur, antes de que llegase el invierno. Y una y otra vez vio ante sí la comida del escondrijo y la de la compañía Hudson. No había comido desde hacía dos días, y, desde hacía muchos más, no había comido todo lo que le hubiera gustado. Se agachaba a menudo para recoger pálidas bayas de pantano, metérselas en la boca, masticarlas y tragarlas. Una baya de pantano es una diminuta semilla envuelta en una gotita de agua. El agua se disuelve en la boca y la semilla se queda amarga y punzante. El hombre sabía que las bayas no alimenta­ban, pero las masticaba con paciencia, con una esperanza superior a su conocimiento y desafiadora de la experiencia.
A las nueve tropezó con el saliente de una roca y se tambaleó y cayó de puro cansancio y debilidad. Permaneció tumbado cierto tiempo sobre un costado, sin moverse. Luego se desembarazó de las correas del fardo y consiguió sentarse arrastrándose con torpeza. Todavía no había oscurecido y, en el lánguido crepúscu­lo, buscó a tientas briznas de musgo seco entre las piedras. Cuando reunió un montón, encendió una hoguera, sucia y sin llama, y colocó en ella una lata de agua para hervirla.
Desató el fardo y lo primero que hizo fue contar las cerillas. Había sesenta y siete. Las contó tres veces para estar seguro. Las dividió en varias porciones y las envolvió en papel de cera, metiendo una de ellas en la petaca vacía, otra en la cinta de su raído sombrero y una tercera porción en el pecho, debajo de la camisa. Terminado esto, le invadió el pánica, las desenvolvió todas y las contó de nuevo. Seguía habiendo sesenta y siete.
Secó el calzado mojado al lado del fuego. Los mocasines eran unos jirones empapados. Los calcetines, hechos con trozos de manta, estaban rotos por algunas partes, y tenía los pies en carne viva y sangrando. El tobillo le producía fuertes punzadas de dolor y lo examinó. Se había hinchado hasta adquirir el grosor de la rodilla. Rasgó una tira de una de las dos mantas y se lo vendó firmemente. Sacó otras tiras y se las lió en los pies para que le sirvieran de mocasines y de calcetines a la vez. Luego se bebió la
lata de agua hirviendo, dio cuerda al reloj y se metió entre las mantas.
Durmió como un muerto. La breve oscuridad de la mediano­che vino y se fue. El sol salió por el nordeste, al menos el día amaneció en ese cuadrante, pues el sol se ocultaba tras unas nubes grises.
Se despertó a las seis, temblando silenciosamente boca arriba. Fijó los ojos en el cielo gris y sabía que tenía hambre. Mientras se reclinaba sobre un codo, le sorprendió un fuerte bufido y vio un caribú, que lo contemplaba con curiosidad. El animal no se hallaba a más de cincuenta pies de distancia y al instante le cruzó por la mente la imagen y el sabor de una chuleta de caribú chisporroteando y asándose en una hoguera. Buscó mecánicamen­te el rifle sin balas, apuntó y apretó el gatillo. El caribú dio un bufido y escapó de un salto, mientras sus pezuñas resonaban sobre las rocas al tiempo que huía.
El hombre profirió una maldición y arrojó el rifle vacío. Se quejó en voz alta mientras intentaba ponerse de pie. Era una tarea lenta y ardua. Sus articulaciones parecían bisagras oxidadas. Rozaban duramente en los goznes, y cada flexión y estiramiento se conseguían a base de un esfuerzo supremo de voluntad. Cuando, por fin, logró ponerse de pie, tardó otro minuto u otros dos en enderezarse, para erguirse como debe hacerlo un hombre.
Subió a gatas a una pequeña colina y contempló el panorama. No había árboles, ni arbustos, nada excepto un océano gris de musgo, apenas salpicado de piedras grises, lagunas grises y arroyos grises. El cielo era gris. No había sol ni el menor indicio de él. No tenía idea de dónde estaba el norte y se había olvidado de cómo había llegado a ese lugar la noche anterior. Pero no estaba perdido. Lo sabía. Pronto llegaría a la tierra de los palitos. Intuyó que quedaba a la izquierda, no muy lejos, tal vez al otro lado de la próxima colina.
Volvió a cargarse de nuevo el fardo. Se aseguró de la existencia de los tres paquetes de cerillas, aunque no se detuvo a contarlas. Pero sí se detuvo a deliberar sobre la bolsa de piel de alce. No era grande. La podía tapar con las manos. Sabía que pesaba quince libras -tanto como el resto del fardo-, y esto le preocupaba. Finalmente la puso a un lado y empezó a liar el fardo. Se detuvo para contemplar la bolsa de piel de alce. La recogió apresuradamente lanzando una mirada desafiante a su alrededor, como si la desolación intentara robársela; y cuando se levantó para adentrarse en el día con paso vacilante, iba metida en el fardo que llevaba a la espalda.
Se dirigió a la izquierda, deteniéndose de vez en cuando a comer bayas de pantano. El tobillo estaba rígido, la cojera era más pronunciada, pero el dolor que le producía no era nada en comparación con el dolor de estómago. Las punzadas del hambre eran agudas. Roían y roían hasta que no pudo fijar más la mente en el camino que debía seguir para llegar a la tierra de los palitos. Las bayas de pantano no aplacaban el dolor, al tiempo que le dejaban la lengua y el cielo de la boca heridos con su sabor irritante.
Llegó a un valle donde las perdices blancas se echaban a volar desde las rocas y ciénagas. «Ker-ker-ker», graznaban. Les tiraba piedras, pero no las alcanzaba. Dejó el fardo en el suelo y se puso a acecharlas lo mismo que un gato acecha a una golondrina. Las piedras afiladas le rompieron las piernas del pantalón hasta hacerle sangrar por las rodillas. Pero el dolor del hambre le hacía olvidar este otro. Se arrastró por el musgo mojándose la ropa y enfriándose, pero no se daba cuenta de ello, tan alta era la fiebre que sentía por comer. Mas la perdiz siempre echaba a volar, agitándose ante él hasta que el ker-ker-ker se convirtió en una burla. Las maldecía y les gritaba en voz alta con su propio graznido.
En una ocasión se arrastró sobre una que debía de estar dormi­da. No la vio hasta que se le lanzó a la cara desde su escondrijo rocoso. Intentó agarrarla, con la misma sorpresa que la del animal, quedándole en las manos tres plumas de la cola. Mientras contemplaba su vuelo, la odió como si le hubiera causado un mal terrible. Luego volvió y se echó el fardo al hombro.
Conforme avanzaba el día, atravesó valles y llanuras de caza abundante. Una manada de unos veinte caribús pasó cerca, tentadoramente a tiro. Sintió unos deseos locos de correr tras ellos, seguro de que los alcanzaría. Un zorro negro se le acercó
con una perdiz en la boca. El hombre le gritó. Fue un grito espantoso, pero el zorro huyó de un salto sin soltar la perdiz.
Á últimas horas de la tarde siguió un riachuelo lechoso de limo, que corría entre islotes desparramados de juncos. Tirando de los juncos a ras del suelo consiguió sacar algo parecido a una cebollita, no mayor que la cabeza de un clavo. Estaba tierna y hundió en ella los dientes, en un crujido que prometía una deliciosa comida. Pero sus fibras eran ásperas. Se componían de filamentos saturados de agua, como las bayas, y carecía de alimento. Tiró al suelo el fardo y se abalanzó sobre los juncos, apoyándose en las manos y en las rodillas, masticando como un bovino.
Estaba muy cansado y sentía la frecuente necesidad de descansar, tumbarse y dormir. Pero seguía adelante sin cesar, impulsado no tanto por el deseo de llegar a la tierra de los palitos, como por el hambre. Buscó ranas en las charcas y excavó la tierra con las uñas en busca de lombrices, aunque sabía que no se criaban ranas ni lombrices tan al norte.
Buscaba en vano en cada charca de agua, hasta que, al llegar el largo crepúsculo, descubrió un diminuto pececito solitario en una de las charcas. Hundió el brazo hasta el hombro, pero el pez se escapó. Lo buscó con ambas manos, removiendo el barro lechoso del fondo. En su emoción se cayó al agua, mojándose hasta la cintura. El agua se hallaba demasiado turbia para poder ver al i pez, y tuvo que esperar a que se aclarase. La persecución se reanudaba hasta que el agua se enturbiaba de nuevo. Pero no podía esperar. Desató el cubo de latón y empezó a achicar el agua de la charca. Achicó alocadamente al principio, mojándose él mismo y tirando el agua tan cerca que volvía a afluir a la charca. Trabajó luego con más cuidado, luchando por conservar la calma, aunque el corazón le latía con fuerza y le temblaban las manos. A la media hora la charca estaba casi seca. No quedaba ni una lata de agua, pero no había ningún pez. Encontró una grieta entre las piedras, a través de la cual se había escapado a la charca siguiente, una charca que no sería capaz de vaciar en todo un día y una noche. De haber sabido la existencia de la grieta, la hubiera tapado con una piedra desde el principio y ahora el pez sería suyo.
Así pensaba y se derrumbó sobre la tierra mojada. Al principio lloró quedamente para sí mismo, luego lo hizo en alto para la implacable desolación que lo rodeaba y durante un largo rato se sacudió en profundos y secos sollozos.
Encendió una hoguera y se calentó bebiendo vasos de agua caliente y acampó de la misma manera que la vez anterior. Lo último que hizo fue comprobar si las cerillas estaban secas y darle cuerda al reloj. Las mantas estaban frías y húmedas. El tobillo le latía de dolor. Pero sólo sabía que tenía hambre y durante su dormir inquieto soñó con banquetes y festines, con comida servida y distribuida de todas las maneras imaginables.
Se despertó helado y enfermo. No hacía sol. El gris de la tierra y del cielo se había hecho más intenso y profundo. Soplaba un viento crudo y los primeros copos de nieve blanqueaban las cimas de las colinas. El aire que lo rodeaba se espesaba y se volvía blanco mientras encendía una hoguera y hervía más agua. Se trataba de nieve húmeda, de aguanieve, y los copos eran grandes y acuosos. Al principio se derretían al tomar contacto con la tierra, pero seguían cayendo, cubriendo el suelo, apagando el fuego, y estropeando su provisión de musgo.
Esto significaba que tenía que liar el fardo y seguir adelante sin saber adónde. No le preocupaban la tierra de los palitos, ni Bill, ni el escondrijo de la canoa en el río Dease. Era esclavo del verbo «comer». Estaba enloquecido por el hambre. No prestaba atención al rumbo que seguía mientras ese rumbo le llevase por el fondo del valle. Buscó a tientas el camino que, a través de la nieve, llevaba a las bayas, y arrancó a tientas los juncos por su raíz. Pero se trataba de una materia insípida, que no le satisfacía. Dio con una hierba de sabor amargo y comió toda la que pudo encontrar, que no fue mucha, pues crecía a ras del suelo y se ocultaba con facilidad bajo unas cuantas pulgadas de nieve.
Esa noche no tuvo fuego, ni agua caliente y se metió entre las mantas para dormir el corto sueño del hambre. La nieve se convirtió en una lluvia fría. Despertó muchas veces para sentirla en el rostro. Llegó el día, un día gris y sin sol. Había dejado de llover. Le habían abandonado las punzadas del hambre. Había perdido la sensibilidad para la comida. Sentía un dolor sordo y pesado en el estómago, pero no le molestaba dando. Era más racional y volvió a interesarse principalmente por la tierra de los palitos y el escondrijo de la orilla del Dease.
Rasgó en tiras lo que le quedaba de una de las mandas y se vendó los ensangrentados pies. Vendó también el tobillo torcido y se preparó para un día de camino. Cuando llegó al fardo, se detuvo largo rato ande la bolsa de piel de alce, pero, al final, se la llevó consigo.
La nieve se había derretido con la lluvia y sólo blanqueaban las cimas de las colinas. Salió el sol y consiguió localizar los puntos cardinales, aunque ahora sabía que estaba perdido. Tal vez, en los días que había vagado sin rumbo, se había desviado demasiado a la izquierda. Ahora se encaminó a la derecha para compensar la posible desviación de la verdadera ruda.
Aunque las punzadas del hambre no eran ya dan agudas, notó que estaba débil. Tenía que descansar con frecuencia, momentos en que atacaba las bayas y los islotes de juncos. Sentía la lengua grande y seca, como si estuviera recubierta de una capa de pelo y notaba un sabor amargo en la boca. El corazón le ocasionaba muchos problemas. Tras caminar unos minutos, empezaba un implacable tum-tum-tum para brincar luego en una dolorosa agitación de latidos que le sofocaban y le producían debilidad y mareo.
A mediodía encontró dos pececillos en una gran charca. Era imposible vaciarla, pero estaba más tranquilo y consiguió captu­rarlos con su cubo de latón. No eran mayores que su dedo meñique, pero no sentía demasiada hambre. El dolor sordo del estómago era cada vez más tenue y apagado. Parecía como si durmiera. Se comió los pececillos crudos, masticándolos con concienzudo detenimiento, pues comer era un acto de pura razón. No sentía deseo ninguno de comer, pero sabía que tenía que hacerlo para sobrevivir.
Por la tarde cogió otros tres pececillos, se comió dos y guardó el tercero para el desayuno. El sol había secado muchas briznas de musgo y pudo calentarse con agua hervida. Ese día no anduvo más de diez millas, y al día siguiente, viajando dan sólo cuando se lo permitía el corazón, no hizo más de cinco millas de camino. Pero el estómago no le molestaba lo más mínimo. Se había dormido. Estaba en una tierra extraña donde abundaban los caribús y los lobos. Sus aullidos flotaban a menudo en la desolación y una vez vio cómo tres de ellos se escabullían delante de él.
Otra noche más y, por la mañana, en un momento de mayor lucidez, desató el cordón de cuero que cerraba la bolsa de piel de alce. De su boca salió un chorro de oro en polvo y pepitas. Lo dividió a ojo en dos mitades y escondió una, envuelta en un trozo de manda, bajo una roca, devolviendo la otra mitad a la bolsa. También empezó a utilizar tiras de la manda que le quedaba para ponérselas en los pies. Seguía todavía aferrado al rifle, pues quedaban cartuchos en el escondrijo del Dease.
Ese día hubo niebla, y el hambre volvió a despertar en él. Estaba muy débil y padecía desvanecimientos que a veces le cegaban. No era raro que tropezase y cayera y, en uno de los tropezones, dio de bruces con un nido de perdiz. Tenía cuadro crías nacidas el día anterior, pequeñas porciones de vida palpitan­te, no más de un bocado, y las devoró vorazmente, metiéndoselas vivas en la boca y triturándolas como si fueran cáscara de huevo. La perdiz madre agitó las alas a su alrededor lanzando grandes gritos. Utilizó el rifle de garrote para abatirla, pero voló fuera de su alcance. Le tiró piedras y con una de ellas le rompió, por casualidad, un ala. Entonces huyó con el ala rota y perseguida por el hombre. Los polluelos no habían hecho sino abrirle el apetito. Saldó y se tambaleó torpemente con el tobillo herido arrojándole piedras, gritando roncamente unas veces y saldando y balanceán­dose en silencio otras, levantándose sombrío y paciente cuando caía o frotándose los ojos con la mano cuando el desvanecimiento amenazaba con apoderarse de él.
La persecución lo llevó por los suelos pantanosos del fondo del valle y encontró pisadas humanas en el musgo húmedo. No eran las suyas, eso era evidente. Debían ser de Bill. Pero no podía detenerse, pues la perdiz madre seguía corriendo. Primero la cazaría, luego volvería para investigar.
Consiguió agotar a la perdiz madre, pero también él quedó agotado. Ella yacía jadeante sobre un costado. El yacía jadeante sobre un costado, a unos doce pies de distancia, e incapaz de arrastrarse hasta ella. Y cuando él se recuperó, también se recuperó ella, saltando fuera de su alcance, al extender una mano hambrienta. Se reanudó la persecución. Llegó la noche y ella escapó. Tropezó exhausto y cayó de cabeza, cortándose la mejilla con el fardo de la espalda. Permaneció inmóvil largo rato, luego se volvió sobre un costado, le dio cuerda al reloj y se quedó allí hasta la mañana siguiente.
Otro día de niebla. La mitad de la manta había desaparecido en el vendaje de los pies. No fue capaz de dar con las huellas de Bill. No importaba. El hambre le impulsaba a seguir adelante y se preguntaba si Bill también estaría perdido. A mediodía el peso del fardo se hizo demasiado opresivo. Volvió a dividir el oro, pero esta vez tiró sencillamente la mitad al suelo. Por la tarde tiró el resto, quedándose solamente con media manta, el cubo y el rifle.
Comenzó a torturarle una alucinación. Tenía la seguridad de que le quedaba un cartucho. Estaba en la recámara del rifle y se le había pasado por alto. Por otro lado sabía que la recámara estaba vacía. Pero la alucinación persistía. Luchó contra ella durante horas, luego abrió de golpe el rifle y se enfrentó con el vacío. Su desilusión fue tan amarga como si en realidad esperase encontrar el cartucho.
Avanzó penosamente durante media hora y volvió a presen­tarse la alucinación. Luchó otra vez contra ella, hasta que, sin poderse desprender de ella, por puro alivio abrió el rifle para convencerse de su error. La mente vagaba a veces por extraños caminos, pero él avanzaba penosamente como un autómata, mientras extrañas ideas y fantasías le roían como gusanos el cerebro. Pero estos delirios eran breves, ya que las punzadas del hambre lo retraían a la realidad. Una vez salió de golpe de uno de ellos al contemplar un espectáculo que casi lo hizo desmayarse. Se tambaleó como un borracho para no caer al suelo. Ante él había un caballo. ¡Un caballo! No podía creérselo. Una densa niebla le cubría los ojos y le salpicaba con brillantes puntitos de luz. Se los frotó salvajemente para aclarar la vista, y vio, no un caballo, ,sino un gran oso marrón. El animal lo contemplaba con belicosa curiosidad.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, el hombre casi se había llevado el rifle al hombro. Lo bajó y desenfundó el cuchillo de monte, metido en una funda de cuerdas que llevaba en la cadera. Recorrió el borde del cuchillo con el pulgar. Estaba afilado. La punta también estaba afilada. Se lanzaría contra el oso y lo mataría. Pero su corazón inició el amenazante tum-tum-tum. Siguieron los alocados saltos y la agitación de latidos, la opresión en la frente, como si tuviera un cincho de hierro, y el vértigo que se deslizaba en el cerebro.
Su desesperada valentía sucumbió ante una gran ola de miedo. ¿Y si le atacaba el animal, con lo débil que estaba? Se irguió todo lo que pudo, sujetó con fuerza el cuchillo y miró fijamente al oso. Este avanzó torpemente unos pasos. Se levantó sobre sus patas traseras y ensayó un gruñido. Si el hombre echaba a correr, él lo perseguiría. Pero el hombre no se movió. Lo animaba el valor que da el miedo. También éste gruñía de manera salvaje, terrible, expresando en voz alta el terror inherente a la vida, afincado en las raíces más profundas de la vida misma.
El oso se hizo a un lado, gruñendo de modo amenazador, horrorizado ante aquella misteriosa criatura que se alzaba viva y sin temor. Pero el hombre no se movió. Se quedó quieto como una estatua hasta que pasó el peligro y luego se derrumbó en el musgo húmedo de un ataque de temblores.
Se tranquilizó y siguió adelante con un nuevo temor. No era el miedo a morir pasivamente de hambre, sino a morir violenta­mente antes de que el hambre agotara la última pizca de fuerza que le impulsaba a sobrevivir. Había lobos. Sus aullidos cruzaban la desolación de un lado a otro, tejiendo en el aire una red amenazadora, tan tangible que se encontró con los brazos levantados en un intento por apartarla, como si se tratase de las paredes de una tienda de campaña azotada por el viento.
Los lobos se le cruzaron por el camino una y otra vez, en manadas de dos o tres. Pero se mantenían alejados. No eran suficientes y, además, buscaban caribú, que no luchaba, mientras que esta extraña criatura que andaba erecta podría morder y arañar.
Á últimas horas de la tarde se encontró unos huesos desperdi­gados donde los lobos habían efectuado una matanza. Una hora antes, esos restos habían sido una cría de caribú que coceaba y S corría llena de vida. Contempló los huesos limpios y pulidos, rosados por las células de vida que aún no habían muerto. ¡Tal vez le ocurriera lo mismo a él antes de que finalizase el día! Así era la vida, ¿no? Algo vano y pasajero. Sólo la vida sentía el do­lor. En la muerte no existía el dolor. Morir era dormirse. Signi­ficaba el fin, el descanso. Entonces, ¿por qué se negaba a morir?
Pero no moralizó por mucho tiempo. Se agazapó en el musgo con un hueso en la boca, chupando las briznas de vida que aún lo teñían de rosa pálido. El dulce sabor a carne, tenue y esquivo, casi un recuerdo, lo enloquecía. Apretaba las mandíbulas contra los huesos y masticaba. Unas veces era el hueso el que se rompía, otras veces se rompían sus dientes. Luego machacó los huesos con piedras, hasta convertirlos en pulpa, y se los tragó. En las prisas, también se golpeó los dedos y, por un momento, se sorprendió ante el hecho de que los dedos no le dolieran mucho al pillárselos con la piedra.
Vinieron días terribles de nieve y lluvia. No sabía cuándo acampaba ni cuándo levantaba el campamento. Viajaba de noche tanto como de día. Descansaba cuando caía, se arrastraba cuando la poca vida que le quedaba ardía con menos fuerza. Ya no avanzaba como un ser humano. Lo que lo impulsaba era la vida que se negaba a morir en él. Ya no sufría. Los nervios se le habían embotado, entumecido, mientras que su mente se llenaba de extrañas fantasías y sueños deliciosos.
Siguió chupando y masticando los huesos de la ternera de t caribú, cuyos últimos restos había recogido y llevado con él. No cruzó más colinas ni divisorias, sino que seguía automáticamente una gran corriente que discurría por un valle ancho y somero. No P veía la corriente ni el valle. Sólo veía visiones. Alma y cuerpo andaban o se arrastraban juntos, pero separados, tan fino era el hilo que los unía.
Despertó lúcido, tumbado de espaldas en una repisa rocosa.
El sol lucía radiante y cálido. Oyó a lo lejos el mujido de las crías de caribú. Tenía conciencia de unos vagos recuerdos de lluvia, viento y nieve, pero no sabía si la tormenta le había azotado m durante dos días o dos semanas.
Durante cierto tiempo yació quieto, mientras el afable sol se vertía sobre él y saturaba de calor su miserable cuerpo. Bonito día, pensó. Tal vez lograra situarse. Con un penoso esfuerzo rodó sobre un costado. A sus pies fluía un río ancho y perezoso. Le sorprendió el hecho de que le fuera desconocido. Lo siguió con la vista, torciéndose en grandes meandros entre las colinas yermas y desoladas, más yermas, desoladas y bajas que ninguna de las colinas que había visto en su vida. Lenta, deliberadamente, sin la menor excitación, con un interés muy casual, siguió el curso de una extraña corriente que se extendía hacia el horizonte y desembocaba en un mar brillante. Seguía sin excitarse. Qué extraño, pensó, sería una visión o un espejismo, más bien una visión, una burla de su mente trastornada. Se lo confirmaba la vista de un barco anclado en medio del brillante mar. Cerró los ojos durante un rato y luego los abrió. ¡Era extraño cómo persistía la imagen! Y, sin embargo, no lo era. Sabía que no había mares ni barcos en el centro de tierras desoladas, lo mismo que sabía que no quedaba ningún cartucho en el rifle vacío.
Oyó un resoplido a sus espaldas, un jadeo o tos medio contenida. Muy despacio, debido a su extrema debilidad y rigidez, se volvió sobre el otro costado. No veía nada cerca, pero esperó pacientemente. Volvió a oír el jadeo y la tos, y entre dos abruptas rocas, a pocos pies de distancia, distinguió la cabeza gris de un lobo. Las agudas orejas no eran tan puntiagudas como las de otros lobos que había visto. Tenía los ojos opacos e inyectados de sangre, la cabeza parecía colgarle flácida y triste. El animal parpadeaba continuamente con el sol. Parecía enfermo. Mientras le observaba, jadeó y tosió de nuevo.
Esto, al menos, era real, pensó, y se volvió del otro lado para poder ver la realidad del mundo que antes le había ocultado el espejismo. Pero el mar aún brillaba a lo lejos y el barco se distinguía perfectamente. ¿Era una realidad después de todo? Cerró los ojos durante un largo rato y meditó, y entonces comprendió. Había avanzado hacia el noreste, alejándose de la divisoria del río Dease y adentrándose en el valle del Coppermine. Este río ancho y perezoso era el Coppermine. Ese mar brillante era el océano Ártico. Ese barco era un ballenero, que se había desviado hacia el este, muy hacia el este de la desembocadura del Mackenzie, y yacía anclado en el golfo de Coronation. Recordó el mapa que había visto hacía mucho tiempo en la compañía de la Bahía de Hudson, y todo le pareció claro y razonable.
Se sentó y volvió la atención a los asuntos inmediatos. Había desgastado las tiras de manta y los pies eran muñones informes en carne viva. Su última manta había desaparecido. Le faltaban el rifle y el cuchillo. Había perdido el sombrero en alguna parte, con el paquete de cerillas bajo la cinta, pero las cerillas que llevaba en el pecho estaban a salvo y secas dentro de la bolsa de tabaco y envueltas en el papel de cera. Miró el reloj. Marcaba las once y media y aún funcionaba. Evidentemente no había dejado de darle cuerda.
Estaba tranquilo y sosegado. Aunque extremadamente débil, no sentía dolor. No sentía hambre. Ni siquiera le agradaba la idea de comida, y todo lo que hacía era por puro razonamiento. Rasgó las perneras del pantalón hasta las rodillas y se vendó los pies. De algún modo se las había arreglado para conservar el cubo. Bebería un poco de agua caliente antes de comenzar lo que preveía que iba a ser un viaje terrible hasta el barco.
Sus movimientos eran lentos. Temblaba como un palúdico. Cuando comenzó a recoger musgo seco, descubrió que no podía levantarse. Lo intentó una y otra vez y al final se conformó con moverse a gatas. Una vez se acercó al lobo enfermo. El animal se arrastró con desgana hacia un lado, lamiéndose el hocico con una lengua que apenas parecía tener fuerzas para enrollarse. El hombre notó que la lengua no era del color rojo normal y sano. Era de un color marrón amarillento, y parecía recubierta de una mucosa áspera y medio seca.
Después de beberse un cuartillo de agua caliente, descubrió que era capaz de levantarse, e incluso andar como se puede suponer que anda un moribundo. Cada minuto, poco más o menos, se veía obligado a descansar. Sus pasos eran débiles y vacilantes, y esa noche, cuando el mar brillante desapareció en la oscuridad, sabía que no se había acercado a él más de cuatro millas.
Durante toda la noche escuchó la tos del lobo enfermo y de vez en cuando, los mugidos de las crías de caribú. Existía vida a su alrededor, pero se trataba de una vida fuerte, muy sana y vigorosa, y sabía que el lobo enfermo se pegaba al rastro del hombre enfermo con la esperanza de que éste muriera primero. Por la mañana, al abrir los ojos, lo encontró contemplándolo con una mirada hambrienta y anhelante. Permanecía agazapado con el rabo entre las piernas como un perro miserable y angustiado. Tiritaba con el viento frío de la mañana e hizo una mueca triste, cuando el hombre le habló con una voz que no pasó de un ronco susurro.
El sol se elevó radiante y durante toda la mañana el hombre avanzó a tropezones hacia el barco que flotaba en el brillante mar. La temperatura era perfecta. Lucía el breve veranillo indio32 de las altas latitudes. Podía durar una semana. Podía terminar mañana o pasado mañana.
Por la tarde el hombre dio con unas huellas. Eran de otro hombre que no caminaba, sino que se arrastraba a cuatro patas. Pensó que podría tratarse de Bill, pero lo pensó de una forma vaga e indiferente. No sentía ninguna curiosidad. De hecho ya había perdido toda capacidad de sentir o emocionarse. Ya no era susceptible al dolor. Su estómago y sus nervios se habían dormido. Pero la vida que latía en su interior le impulsaba a seguir. Estaba agotado, pero se negaba a morir. Y porque se negaba a morir comía bayas y pececillos, bebía agua caliente y no apartaba la vista del lobo enfermo.
Siguió las huellas del otro hombre que se arrastraba y pronto llegó al final: un montón de huesos mondos esparcidos sobre el musgo húmedo, marcado con las huellas de muchos lobos. Vio una bolsa de piel de alce igual que la suya, desgarrada por dientes afilados. La recogió, pero pesaba demasiado para sus débiles dedos. Bill la había llevado hasta el final. ¡Ja, ja! Ahora se reiría de Bill. El sobreviviría y la llevaría hasta el barco del mar brillante. Su carcajada resonó ronca y terrible, como el graznido de un cuervo, y el lobo enfermo le acompañó aullando lúgubremente. El hombre se detuvo de repente. ¿Cómo podía reírse de Bill, si es que eso era Bill, si esos huesos rosados y mondos eran Bill?
Se volvió. Y, bien, Bill lo había abandonado. Pero él no podía llevarse el oro, ni chuparía los huesos de Bu. Bill sí lo hubiera hecho, si las cosas hubieran sido al revés, musitaba mientras se apartaba del lugar con paso vacilante.
Llegó a una charca de agua. Ál inclinarse para buscar pececillos, echó atrás la cabeza de una sacudida como si le hubieran picado. Había visto el reflejo de su cara. Era tan horripilante, que despertó su sensibilidad el tiempo suficiente para sobresaltarse. Había tres pececillos en la charca, demasiado grande para vaciarla, y, tras varios intentos infructuosos para cogerlos con el cubo, desistió. Tenía miedo de que, por su gran debilidad, cayera y se ahogara. Por eso mismo no se fió de sí mismo para subirse a uno de los troncos que llenaban los bancos de arena y dejarse arrastrar corriente abajo.
Aquel día redujo en tres millas la distancia que lo separaba del barco. Al día siguiente, dos, pues ahora iba a rastras, lo mismo que Bill, y al final del quinto día descubrió que el barco se hallaba aún a siete millas de distancia y que era incapaz de recorrer una milla por día. Pero el verano indio continuaba y siguió arrastrán­dose, desvaneciéndose y rodando, con el lobo enfermo tosiendo y jadeando siempre a sus talones. Tenía las rodillas en carne viva, lo mismo que los pies. Y aunque las envolvía con la camisa, dejaba tras él un rastro rojo sobre las piedras y el musgo. Una vez, al mirar atrás, vio al lobo lamer ansiosamente su rastro sangriento y, de repente, vio lo que podría ser su propio fin, a menos que... a menos que matara al lobo. Comenzó entonces la tragedia más inexorable que jamás se haya representado... Un hombre enfermo que se arrastra, un lobo enfermo que cojea, dos criaturas que arrastran sus cuerpos cadavéricos a través de la desolación acechándose mutuamente.
De haber sido un lobo sano, no le habría importado tanto al hombre, pero le asqueaba la idea de ser alimento para el estómago de aquel bulto tan repugnante y medio muerto. Todavía le quedaban remilgos. Su mente había comenzado a vagar de nuevo y a distraerse con alucinaciones, mientras sus intervalos de lucidez eran más escasos y breves.
Una vez se despertó de un desvanecimiento al oír un resopli­do cerca de su oído. El lobo dio un salto para atrás, perdió el equilibrio y se cayó a causa de su debilidad. Era ridículo, pero no le divertía. Ni siquiera sentía miedo. Estaba demasiado cansado para eso. Pero su mente seguía lúcida por el momento, y se puso a pensarlo. El barco no se hallaba a más de cuatro millas. Podía distinguirlo claramente, cuando se frotaba los ojos para deshacer­se de la niebla que los cubría, y podía ver la vela de una pequeña barca que surcaba el agua del mar brillante. Pero nunca podría recorrer a rastras esas cuatro millas. Lo sabía y aceptaba este hecho con toda tranquilidad. Sin embargo quería vivir. No era lógico . que tuviera que morir después de todo lo que había sufrido. El destino le pedía demasiado. Y, en cuanto a morir, se negaba a ello. Tal vez fuese una completa locura, pero desafiaba a la muerte en sus mismas garras y se negaba a morir.
Cerró los ojos y se tranquilizó tomando infinitas precauciones. Se revistió de fuerza para mantenerse a flote en la sofocante languidez que lo inundaba como una marea ascendente por todos los poros de su ser. Era algo muy parecido a un mar, esa languidez mortal que se alzaba y se alzaba y ahogaba paulatina­mente su conciencia. A veces se veía sumergido en él, nadando con torpes brazadas a través del olvido, y, de nuevo, por alguna extraña alquimia del espíritu, encontraría otra brizna de voluntad y resurgiría reforzado.
Permaneció de espaldas e inmóvil y podía oír cómo cada vez se acercaba más la jadeante respiración del lobo enfermo. Se acercaba cada vez más, durante una infinidad de tiempo, pero seguía inmóvil. Lo sentía junto a su oreja. La lengua seca le rozó la mejilla, como si fuese un papel de lija. Lanzó las manos contra el lobo, o al menos ése fue su intento. Los dedos se curvaron como garras, pero sólo atraparon el aire. La velocidad y la exactitud necesitan fuerza, y el hombre carecía de ella.
La paciencia del lobo era terrible. Pero la del hombre no lo era menos. Durante medio día yació inmóvil, luchando contra la inconsciencia y esperando la cosa que quería alimentarse de él y de la que él quería alimentarse. Á veces, el lánguido mar le invadía y soñaba largos sueños, pero en todo momento, en el sueño y en la vigilia, esperaba la jadeante respiración y la áspera caricia de la lengua.
Dejó de oír la respiración y se deslizó lentamente de algún sueño para sentir la lengua en su mano. Esperó. Los colmillos le oprimieron suavemente, aumentó la presión, el lobo aplicaba sus últimas fuerzas en su afán por hundir los dientes en la comida por la que tanto había esperado. Pero el hombre había esperado mucho, y la mano lacerada se cerró en las mandíbulas. Poco a poco, mientras el lobo luchaba débilmente y la mano le aferraba débilmente, la otra mano se acercó para agarrarlo. Cinco minutos más tarde todo el peso del hombre estaba encima del lobo.
Carecía de fuerza suficiente para ahogarlo, pero su cara se apretaba contra la garganta del lobo y la boca del hombre estaba llena de aire. Al cabo de media hora sintió un cálido goteo en su garganta. No era nada agradable. Era como si plomo derretido le entrase a la fuerza en el estómago. Y esa fuerza sólo se debía a su voluntad. Más tarde el hombre se tendió boca arriba v durmió.

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El ballenero Bedford albergaba a algunos miembros de una expedición científica. Desde la cubierta divisaron un objeto extraño en la costa. Se movía por la playa hacia el agua. Eran incapaces de clasificarlo y, siendo hombres de ciencia, se metieron en una chalupa y se acercaron a investigar. Se encontraron con un ser vivo que apenas podía denominarse hombre. Estaba ciego e inconsciente. Se arrastraba por el suelo como una monstruosa lombriz. La mayor parte de sus esfuerzos eran infructuosos, pero persistía en ellos. Se contorsionaba, retorcía y, en el mejor de los casos, avanzaba unos cuantos pies por hora.

Tres semanas más tarde el hombre yacía en una litera del ballenero Bedford y, con las lágrimas surcándole las enjutas mejillas, contó quién era y lo que había sufrido. También balbuceó algunas incoherencias acerca de su madre, del soleado sur de California, y de un hogar entre naranjos y flores.
No transcurrieron muchos días antes de que pudiera sentarse a la mesa con los científicos y los oficiales del barco. Se regocijaba ante el espectáculo de tanta comida, observándola ansiosamente, mientras desaparecía en las bocas de los demás. A cada bocado se reflejaba en sus ojos una expresión de profundo pesar. Estaba bastante cuerdo y, sin embargo, a la hora de comer, odiaba a todos los hombres. Le perseguía el temor de que la comida no duraría. Le preguntaba al cocinero, al camarero de a bordo, al capitán, por las provisiones. Lo tranquilizaron incontables veces, pero no los podía creer y fisgoneó astutamente por la despensa para comprobarlo por sí mismo.
Notaron que el hombre engordaba. Cada día se le notaba más.
Los científicos negaban con la cabeza y teorizaban. Le limitaron la comida, pero seguía engordando y se hinchó prodigiosamente por debajo de la camisa.
Los marineros se sonreían. Ellos lo sabían. Y cuando los científicos se pusieron a vigilarlo, también lo supieron. Le vieron deslizarse después del desayuno hacia un marinero con la mano extendida como un mendigo. El marinero le sonrió y le dio un trozo de galleta, lo cogió codiciosamente, lo miró como un avaro hace con el oro y se lo metió debajo de la camisa. Otros marineros hicieron lo mismo.
Los científicos fueron prudentes. Le dejaron solo. Registraron a escondidas su litera. Estaba llena de galletas, el colchón estaba relleno de galletas, cada hueco y cada grieta estaban llenos de galletas. Sin embargo estaba cuerdo. No hacía sino tomar precauciones contra otra posible hambre, eso era todo. Ya se restablecerá, decían los científicos. Y se restableció antes de que el ancla del Bedford se hundiera en la bahía de San Francisco.


Lo inesperado


Es cosa fácil ver lo evidente, hacer lo esperado. La vida individual tiende a ser estática en vez de dinámica, y a esta tendencia la civilización la ha convertido en una propulsión, donde sólo se ve lo evidente, y lo inesperado raramente ocurre. Sin embargo, cuando lo inesperado ocurre, y es de una importan­cia lo suficientemente grave, los ineptos perecen. No ven que no es obvio, son incapaces de hacer lo inesperado, son impotentes para ajustar sus bien surcadas vidas a otros extraños surcos. En resumen, cuando llegan al final de su propio camino, mueren.
Por otro lado, están aquellos que se disponen a sobrevivir, los individuos aptos, que escapan a la regla de lo evidente y ajustan su vida a no importa qué extraño surco, donde se pueden extraviar o puedan verse obligados a tomar. Un individuo así era Edith Whittlesey. Nació en un distrito rural de Inglaterra, donde la vida transcurre rutinariamente y lo inesperado es tan inespera­do, que, cuando ocurre, se lo mira como algo inmortal. Empezó a servir pronto, y siendo aún jovencita, con la marcha rutinaria de los acontecimientos, se hizo doncella.
El efecto de la civilización es imponer la ley humana en el ambiente hasta que llega a ser de una regularidad maquinal. Se elimina lo reprensible, se prevé lo inevitable. Uno ni siquiera se moja con la lluvia, ni tiene frío con la escarcha; mientras la muerte, en vez de acechar horrible y accidental, se convierte en una procesión preparada de antemano, moviéndose por un surco bien engrasado hacia la cripta familiar, donde se evita que se oxiden las bisagras y se limpia continuamente el polvo del aire.
Tal era el ambiente de Edith Whittlesey. Nada ocurría. Casi no se podía llamar acontecimiento que, a los veinticinco años, acompañara a su ama en un corto viaje a Estados Unidos. El surco simplemente cambió de dirección. Seguía siendo el mismo surco, y bien engrasado. Era un surco que tendía un puente sobre el Atlántico sin incidentes, de tal manera que el barco no era un barco en medio del mar, sino un espacioso hotel, con muchos corredores, que se movía rápida y plácidamente, sometiendo las olas con su colosal masa hasta que el mar era una alberca, monótona y quieta. Y al otro lado, el surco continuaba por encima de la tierra, un surco bien dispuesto, respetable y que suministraba hoteles en cada parada y hoteles con ruedas entre las paradas.
En Chicago, mientras su ama vio una cara de la vida social, Edith Whittlesey vio la otra; y cuando dejó su servicio y se convirtió en Edith Nelson, traicionó, quizás imperceptiblemente, su habilidad de forcejear con lo inesperado y dominarlo. Hans Nelson, inmigrante, sueco de nacimiento, y carpintero de profe­sión, tenía dentro esa inquietud teutona que dirigía a su raza, siempre hacia el oeste, en su gran aventura. Era un hombre robusto, de músculos fuertes, en quien la poca imaginación iba emparejada con una inmensa iniciativa, y que poseía, además, lealtad y afecto tan robustos como su propia fuerza.
-Cuando haya trabajado duramente y ahorrado algún dinero, iré a Colorado le había dicho a Edith el día después de la boda.
Un año más tarde estaban en Colorado, donde Hans Nelson trabajó por primera vez en una mina y le entró también la fiebre minera. Sus prospecciones lo llevaron, a través de Dakota, Idaho, al este de Oregón y a las montañas de la Columbia británica. En el campamento y en el camino Edith Nelson siempre estaba con él, compartiendo su suerte, sus penalidades y sus trabajos. El paso corto de la mujer que había sido educada en casa lo cambió por la zancada larga del montañero. Aprendió a mirar el peligro de frente y con comprensión, perdiendo para siempre ese miedo que nace de la ignorancia, y que aflige a los educados en la ciudad, haciéndolos tan necios como un caballo necio, de modo que esperan el destino helados de miedo, en vez de forcejear con él, o salen en estampida con un terror ciego y autodestructivo, que entorpece el paso con sus aplastados cadáveres.
Edith Nelson se encontró con lo inesperado a cada vuelta del camino, y adiestró la vista de modo que veía en el paisaje no lo evidente, sino lo oculto. Ella, que en su vida había cocinado, aprendió a preparar pan sin la mediación de lúpulos, levaduras o polvos, y cocer pan, por arriba y por abajo, en una sartén, ante una lumbre. Y cuando desaparecía la última taza de harina y la última corteza de tocino, era capaz de ponerse a la altura de las circunstancias, y de mocasines y de los trozos más blandos del cuero de los trajes hacer un sustituto de comida, que de alguna manera mantenía el alma de un hombre en el cuerpo y le permitía seguir trabajando. Aprendió a cargar un caballo tan bien como un hombre, tarea que rompería el corazón y el orgullo de cualquier habitante de ciudad, y sabía echar la amarra más apropiada para cualquier tipo de carga. También podía encender una hoguera con madera mojada, en medio de un chaparrón, y no perder la paciencia. En resumen, de todos los aspectos dominaba lo inesperado. Pero el Gran Inesperado aún estaba por llegar en su vida y ponerla a prueba.
La ola de buscadores de oro estaba desbordándose hacia el Norte, Alaska, y era inevitable que Hans Nelson y su mujer fueran cogidos por la corriente y arrastrados hacia el Klondike. El otoño de 1897 los encontró en Dyea, pero sin dinero suficiente para llevar un equipo a través del Paso Chilcoot y río abajo hasta Dawson. Así, ese invierno Hans Nelson trabajó en su comercio y ayudó a crear el pueblo de Skaguay, surgido de la noche a la mañana.
Estaba en el filo de las cosas, y durante el invierno oyó cómo lo llamaba toda Alaska. Latuyn Bay llamó más fuerte, por tanto ese verano de 1898 lo encontró a él, y a su esposa, abriéndose paso por los laberintos de la quebrada costa en canoas siwash33 de siete pies de largo. Con ellos iban indios y otros tres hombres. Los indios los desembarcaron a ellos y a sus provisiones en una ensenada solitaria, a unas cien millas de Latuyn Bay, y volvieron a Skaguay. Pero los otros tres hombres se quedaron, ya que eran miembros de la partida organizada. Cada uno había puesto una participación igual de capital en el equipamiento y los beneficios se habían de repartir equitativamente. Edith Nelson se compro­metió a cocinar para el equipo, la parte de un hombre sería su retribución.
Primero, cortaron las piceas y construyeron una cabaña de tres habitaciones. Llevar la cabaña era el trabajo de Edith Nelson; la tarea de los hombres consistía en buscar oro, cosa que hicieron; y dar con él, lo cual también hicieron. No fue un hallazgo sorprendente, simplemente un empleo de bajo sueldo, donde ' largas horas de trabajo duro granjeaban a cada hombre entre quince y veinte dólares al día. El breve verano de Alaska se ' alargó más de su normal duración, y aprovecharon la oportuni­dad, demorando su vuelta a Skaguay hasta el último momento. Y entonces fue demasiado tarde. Se habían tomado medidas para acompañar a unas docenas de indios locales en su viaje comercial de otoño por la costa. Los siwashes34 habían esperado a los hombres blancos hasta la onceava hora, y luego se marcharon. No le quedaba otra cosa que hacer a la expedición más que esperar un transporte fortuito. Mientras tanto, limpiaron la concesión y se abastecieron de leña.
El verano indio había soñado incansablemente y, de repente, con la agudeza de los clarines, llegó el invierno. Llegó en una sola noche, y los mineros despertaron al aullido del viento, a la nieve y al agua helada. Una tormenta seguía a otra, y entre las tormentas había un silencio, roto tan sólo por el sonido de la resaca en la desolada costa, donde la espuma salada bordeaba la playa de un helado blanco.
Todo iba bien en la cabaña. Su polvo de oro había pesado unos ocho mil dólares, y no podían sino estar satisfechos. Los hombres hicieron raquetas de nieve, cazaron carne fresca para la despensa, y en las largas tardes jugaron interminables partidas de whist y pedro35. Ahora que había terminado la minería, Edith Nelson pasó a los hombres el encender el fuego y el lavar los platos, mientras ella zurcía los calcetines y arreglaba la ropa.
No había quejas, rencillas, ni mezquinas disputas en la pequeña cabaña, y se felicitaban a menudo de la alegría general de la expedición. Hans Nelson era imperturbable, acomodadizo, mientras Edith hacía tiempo que se había ganado su ilimitada admiración por su capacidad de llevarse bien con la gente. Harkey, un tejano alto y flaco, era por lo general amistoso con quienes tuvieran disposición saturnina, y, si no se ponía en duda su teoría de que el oro crecía, era bastante sociable. El cuarto miembro de la expedición, Michael Dennin, contribuía con su ingenio irlandés a la animación de la cabaña. Era un hombre grande y poderoso, propenso a repentinos ataques de cólera, ante pequeños problemas, y de un buen humor infalible pese a las presiones y tensiones de los grandes problemas. El quinto y último miembro de la expedición, Dutchy, era el extremo voluntarioso de la expedición. Hasta se esforzaba por levantar una carcajada a costa suya para mantener el ambiente alegre. El objetivo de su vida parecía ser el de hacer reír. Ninguna disputa seria había contrariado la serenidad de la expedición y ahora que cada uno tenía mil seiscientos dólares por el trabajo de un corto verano, reinaba el espíritu satisfecho y contento de la prosperidad.
Y entonces ocurrió lo inesperado. Se acababan de sentar a desayunar. Aunque eran ya las ocho (normalmente al cese de un trabajo estable de minería seguían desayunos tardíos), una vela, colocada en el cuello de una botella, iluminaba la mesa. Edith y Hans se encontraban sentados a cada extremo de la mesa. A un lado, de espaldas a la puerta, se sentaban Harkey y Dutchy. El otro lado estaba desocupado, Dennin no había entrado aún.
Hans Nelson miró la silla vacía, movió la cabeza lentamente y, en un intento de humor, dijo:
-Siempre es el primero para comer. Es muy extraño. Quizás esté enfermo.
-¿Dónde está Michael? -preguntó Edith.
-Se levantó un poco antes que nosotros y salió fuera -contestó Harkey.
La cara de Dutchy brilló pícaramente. Fingió conocer la ausencia de Dennin, y adoptó un aire misterioso, mientras reclamaban información. Edith, después de una ojeada al dormi­torio de los hombres, volvió a la mesa. Hans la miró y ella movió negativamente la cabeza.
-Nunca había llegado tarde a comer -comentó.
-No puedo comprenderlo -dijo Hans-. Siempre ha tenido el apetito de un caballo.
-Es una lástima -dijo Dutchy con un movimiento triste de cabeza.
Estaban empezando a divertirse con la ausencia de su compañero.
-Es una gran pena -adelantó Dutchy.
-¿Qué? -exigieron a coro.
-Pobre Michael -fue la lastimosa respuesta.
-Bueno, ¿qué le pasa a Michael? -preguntó Harkey.
-Ya no tiene hambre -gimió Dutchy-. Ha perdido el apetito. No le gusta la comida.
-No por la manera en que cae encima de ella, llenándose hasta las orejas -observó Harkey.
-Eso sólo lo hace para ser educado con la señora Nelson -fue la rápida respuesta de Dutchy-. Yo lo sé, yo lo sé, y es una pena. ¿Por qué no está aquí? Porque ha salido. ¿Por qué ha salido? Para desarrollar su apetito. ¿Cómo desarrolla su apetito? Anda descalzo por la nieve. ¡Ah!, si lo sabré yo. Es la forma en que los ricos persiguen su apetito cuando ya no está y huye. Michael tiene mil seiscientos dólares. Es rico. No tiene apetito. Por tanto, está persiguiendo su apetito. Abre la puerta, y lo verás descalzo en la nieve. No, no verás su apetito. Ese es el problema. Cuando vea su apetito, lo cojerá y vendrá a desayunar.
Todos soltaron una gran carcajada con los disparates de Dutchy. El sonido se acababa de disipar cuando la puerta se abrió y entró Dennin. Todos se volvieron para mirarle; llevaba una escopeta. Mientras miraban, la elevó hasta el hombro y disparó dos veces. Al primer disparo, Dutchy se hundió sobre la mesa, vertiendo su tazón de café, mojando su mata amarilla de pelo en el plato de gachas. Harkey estaba en el aire, levantándose de un salto, al segundo disparo, y cayó de cabeza en el suelo, al tiempo que barbotaba un ahogado ¡Dios mío! en la garganta.
Era lo inesperado. Hans y Edith estaban pasmados. Sentados en la mesa, con los cuerpos en tensión, sus ojos fijos miraban fascinados al asesino, lo veían confusamente a través del humo de la pólvora, y en el silencio sólo se oía el gotear del café de Dutchy en el suelo. Dennin abrió la recámara de la escopeta, arrojando los cartuchos vacíos. Sujetando la escopeta con una mano, alargó la otra a su bolsillo para poner cartuchos de
refresco.
Estaba introduciendo las balas en la escopeta, cuando Edith entró en acción. Estaba claro que intentaba matarlos a Hans y a ella. Por un espacio de tiempo de unos tres segundos había estado ' aturdida y paralizada por la horrible e inconcebible manera en que había hecho su aparición lo inesperado. Entonces se enfrentó y forcejeó con ello. Concretamente forcejeó con él, dando un salto gatuno hacia el asesino y aferrando su pañuelo de cuello con las dos manos. El impacto de su cuerpo lo hizo tambalearse hacia ? atrás varios pasos. Intentó sacudírsela y a la vez sujetar la escopeta. Esto era difícil, ya que su cuerpo de carnes apretadas se había convertido en el de un gato. Se lanzó a un lado, y con las manos agarradas a la garganta de Dennin casi lo tiró al suelo. El s se irguió y giró velozmente. Ella, aferrada a su asidero, siguió con i su cuerpo el círculo del giro, de modo que sus pies se levantaron i del suelo y osciló por el aire asida a su garganta. El remolino culminó en una colisión con una silla, y hombre y mujer se estrellaron en el suelo en una salvaje caída que se extendió por media habitación.
Hans Nelson tardó medio segundo más que su esposa en en­frentarse a lo inesperado.
Sus procesos nerviosos y mentales eran más lentos que los de ella. Su organismo era mayor y le había llevado medio segundo más para comprender, determinar y actuar. Ella ya se había tirado hacia Dennin y aferrado a su garganta cuando Hans se levantó de un salto. Pero la serenidad de Edith no era la suya. Lo suyo era una furia ciega, una rabia descontrolada. En el instante en que saltó de la silla, su boca se abrió y salió de ella un sonido mitad rugido, mitad bramido. El remolino de los dos cuerpos ya había comenzado, y aún rugiendo, persiguió el remolino por la habitación, alcanzándolo cuando cayó al suelo.
Hans se lanzó sobre el hombre postrado, pegándole salvaje­mente con los puños. Sus golpes eran mazazos, y cuando Edith sintió relajarse el cuerpo de Dennin, lo soltó y se separó rodando.
Se tumbó en el suelo, jadeante y atenta. La furia de golpes seguía lloviendo. A Dennin parecían no importarle los golpes. Ni siquiera se movía. Entonces cayó en la cuenta de que estaba inconsciente. Le gritó a Hans que cesara. Le gritó otra vez. Pero hizo caso omiso a su voz. Lo cogió por el brazo, pero su abrazo sólo estorbaba el esfuerzo.
Lo que la movió a aquello no era un impulso razonado. Ni una sensación de lástima, ni obediencia al «No matarás» de la religión. Más bien era el sentido de la ley, la ética de su raza y de su primer ambiente lo que la obligaba a interponer su cuerpo entre el de su marido y el del asesino indefenso. Hans no cesó hasta que supo que golpeaba a su mujer. Se dejó arrastrar por ella de la misma forma que un perro feroz, pero obediente, se deja arrastrar por su dueño. La analogía fue más lejos aún. De una manera animal, la rabia de Hans aún retumbaba profundamente en su garganta. Varias veces había intentado saltar otra vez sobre su presa, y sólo se lo impedía el rápido cuerpo femenino que se interponía entre ellos.
Edith arrastró a su marido cada vez más atrás. Nunca lo había visto en tal estado, estaba más asustada de él que de Dennin en lo más duro de la lucha. No podía creer que esa bestia rabiosa era su Hans, y con un sobresalto se dio cuenta repentinamente de un sobrecogedor e instintivo miedo de que le mordiera la mano como cualquier animal salvaje. Por unos segundos, poco dispues­to a herirla, y sin embargo empeñado en su deseo de volver al ataque, Hans saltaba hacia detrás y hacia delante. Pero ella lo esquivó resueltamente, hasta que volvieron los primeros destellos de razón y él cedió.
Ambos se levantaron. Hans se tambaleó contra la pared, donde se apoyó, con la cara afanosa, mientras resonaba en su garganta el profundo y continuo rumor que se apagó con los segundos y por fin cesó. Había llegado el momento de reaccionar. Edith se erguía en el suelo retorciéndose las manos, jadeante, anhelante, con violentos temblores en todo el cuerpo.
Hans no miraba nada, pero los ojos de Edith vagaron salvajemente tras los detalles de lo que había ocurrido. Dennin no se movía. La silla volcada, lanzada en el furioso remolino, yacía cerca de él. Medio escondida bajo su cuerpo estaba la escopeta, aún abierta por la recámara. Cayéndose de su mano derecha estaban los dos cartuchos que no había podido meter en la escopeta y que había sujetado hasta que la conciencia lo había abandonado. Harkey yacía en el suelo, boca abajo, donde había caído; mientras Dutchy se apoyaba en la mesa, con su mata amarilla de pelo enterrada en el plato de gachas, aún inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Este plato inclinado la fascinaba. ¿Por qué no caía? Era ridículo. No está en la naturaleza de las cosas el que un plato de gachas se vuelque así en la mesa, aunque un hombre haya sido asesinado.
Miró de nuevo a Dennin, pero sus ojos volvieron al plato. ¡Era tan ridículo! Sintió un impulso histérico de reírse. Entonces notó el silencio, y olvidó el plato en su deseo de que algo ocurriera.
El monótono gotear del café en el suelo solamente acentuaba más el silencio. ¿Por qué no hacía algo Hans? ¿O decía algo? Lo miró y estuvo a punto de hablar, cuando descubrió que la lengua se negaba a realizar su acostumbrada tarea. Sentía un extraño dolor en la garganta, y su boca estaba seca y pegajosa. Sólo podía mirar a Hans, que a su vez la miraba a ella.
De pronto se rompió el silencio con un ruido agudo y metálico. Gritó, volviendo bruscamente los ojos a la mesa. El plato se había caído. Hans suspiró como si despertara de un sueño. El ruido del plato los había despertado a la vida en un nuevo mundo. La cabaña resumía el nuevo mundo en el que desde ahora deberían vivir y moverse. La vieja cabaña se había ido para siempre. El horizonte de la vida era totalmente nuevo y desconocido, lo inesperado había esparcido su hechizo sobre las cosas, cambiando la perspectiva, falseando los valores, barajando lo real y lo irreal en una confusión perpleja.
-¡Dios mío, Hans! -fueron las primeras palabras de Edith.
No le contestó, pero la miró con horror. Lentamente sus ojos
vagaron por la habitación, abarcando sus detalles por primera
vez. Después se puso la capa y se acercó a la puerta.
-¿Dónde vas? -exigió Edith, en una agonía de temor.
Su mano estaba sobre el pomo de la puerta mientras daba media vuelta y contestaba:
-A cavar unas fosas.
-Hans, no me dejes con... -sus ojos barrieron la habita­ción-, con esto.
-Alguna vez habrá que cavar las fosas -dijo él.
-Pero no sabes cuántas -opuso desesperadamente.
Notó su indecisión y añadió:
-Además, iré contigo y te ayudaré.
Hans volvió a la mesa y apagó la vela mecánicamente. Entre los dos hicieron un examen. Tanto Harkey como Dutchy estaban muertos, terriblemente muertos, por la proximidad del rifle. Hans se negó a acercarse a Dennin, y Edith se vio obligada a llevar esta parte de la investigación sola.
-No está muerto dijo a Hans.
Se acercó y observó al asesino.
-¿Qué has dicho? -preguntó Edith, tras captar un rumor de palabras sin vocalizar en la garganta de su esposo.
-He dicho que es una maldita lástima que no esté muerto -fue la respuesta.
Edith se estaba inclinando sobre el cuerpo.
-Déjalo -ordenó duramente Hans, con voz extraña. Lo miró con un repentino miedo. Había recogido la escopeta abandonada por Dennin y estaba cargándola con los cartuchos.
-¿Qué vas a hacer? -le gritó ella, levantándose rápidamente de su posición.
Hans no contestó, pero vio como levantaba la escopeta hacia el hombro. Ella sujetó con fuerza el cañón y lo elevó.
¡Déjame! -gritó él con voz ronca.
Bruscamente intentó separarla del arma, pero ella se acercó más y se aferró a él.
-¡Hans! ¡Hans! ¡Despierta! -gritó-. ¡No seas loco!
-¡Mató a Dutchy y a Harkey! -fue la respuesta de su esposo-. Y yo lo voy a matar a él.
-Pero eso está mal -objetó ella-. Está la ley.
El desdeñó incrédulamente el poder de la ley en una región como aquélla, pero sólo reiteró desapasionada y esquivamente:
-Mató a Dutchy y a Harkey.
Durante mucho tiempo lo discutió con él, pero la discusión era unilateral, ya que él se contentaba con repetir una y otra vez: «Mató a Dutchy y a Harkey». Pero ella no podía escapar a la .' educación ni a la sangre que llevaba. La herencia de la ley era 1 suya, y la conducta justa era para ella el cumplimiento de la ley. No podía ver otra salida justa. El hecho de que Hans se tomara la justicia por sus manos no era más justificable que el acto de Dennin. No se subsana un error cometiendo otro, afirmó, y sólo había una manera de castigar a Dennin: la forma legal dispuesta por la sociedad. Por fin, Hans cedió.
-Está bien -dijo-. Hazlo a tu manera, y mañana o pasado lo verás matarnos a ti y a mí.
Ella movió la cabeza negativamente y extendió la mano hacia el rifle. Comenzó a dárselo y vaciló.
-Será mejor que me dejes pegarle un tiro -rogó.
De nuevo movió ella negativamente la cabeza y otra vez le fue a pasar el rifle, cuando la puerta se abrió y entró un indio sin llamar. Una bocanada de viento y una ráfaga de nieve entraron con él. Se volvieron y le miraron. Hans aún sujetaba la escopeta. El intruso acogió la escena sin inmutarse. Sus ojos abarcaron los muertos y heridos en una fugaz mirada. Ninguna sorpresa asomó a la cara, ni siquiera curiosidad. Harkey yacía a sus pies, pero no le hizo caso. Para él, el cuerpo muerto de Harkey no existía.
-Mucho viento -observó el indio a modo de saludo-. ¿Todo está bien? ¿Muy bien?
Hans, sujetando aún la escopeta, estaba seguro de que el indio le atribuía los destrozados cadáveres. Miró de modo suplicante a su mujer.
-Buenos días, Negook -dijo, al tiempo que la voz delataba el esfuerzo-. No, no demasiado bien. Muchos problemas.
-Adiós, me marcho, mucha prisa -dijo el indio y sin aparentar prisa, evitando con gran deliberación un charco de sangre en el suelo, abrió la puerta y salió.
Ambos se miraron.
-Piensa que hemos sido nosotros -suspiró Hans-, que he sido yo.
Edith calló por un momento. Entonces, brevemente, dijo en tono práctico:
-No hagas caso de lo que piense. Eso vendrá después. Por ahora tenemos dos fosas que cavar. Pero primero debemos atar a Dennin para que no escape.
Hans se negó a tocar a Dennin, pero Edith lo amarró firmemente de pies y manos. Después, ambos salieron a la nieve. El suelo estaba helado. Era inmutable a los golpes del pico. Primero reunieron leña, a continuación limpiaron de nieve la superficie y encendieron una hoguera. Después de tener encendi­do el fuego una hora se habían deshelado varias pulgadas de tierra. La sacaron con una pala y encendieron una nueva hoguera. Su descenso por la tierra progresaba a un paso de dos o tres pulgadas por hora.
Era un trabajo duro y amargo. Las ráfagas de nieve no le permitían al fuego arder bien, mientras que el viento atravesaba sus ropas y enfriaba sus cuerpos. Sólo mantenían pequeñas conversaciones. El viento estorbaba las palabras. Más allá de preguntarse cuál podía ser el motivo de Dennin, permanecían silenciosos, sobrecogidos por el horror de la tragedia. A la una, mirando hacia la cabaña, Hans anunció que tenía hambre.
-No, ahora no Hans -le contestó Edith-. No podría volver sola a la cabaña tal y como está y hacer una comida.
A las dos Hans se ofreció para ir con ella, pero lo mantuvo en su trabajo, y a las cuatro ya estaban las dos fosas cavadas. Eran poco hondas, no más de dos pies de profundidad, pero servirían. La noche había caído. Hans cogió el trineo y arrastraron los dos muertos a través de la oscuridad y de la tormenta hasta sus helados sepulcros. La procesión fúnebre era cualquier cosa menos pomposa. El trineo se hundía profundamente en la nieve y era difícil tirar de él. El hombre y la mujer no habían comido nada desde el día anterior, y se encontraban débiles por el cansancio y el hambre. No tenían fuerza para resistirse al viento, y a veces sus bocanadas los arrojaban al suelo. En varias ocasiones el trineo volcó y se vieron obligados a cargarlo de nuevo con su tétrica carga. Los últimos cien pies eran una cuesta empinada, y la acometieron a gatas, como perros de trineo, haciendo piernas de sus brazos y hundiendo las manos en la nieve. Aun así, dos veces se vieron arrastrados hacia atrás, y se escurrieron y cayeron cuesta abajo, muertos y vivos, sogas y trineo, en un horripilante enredo.
Mañana pondré una lápida con sus nombres -dijo Hans cuando cubrieron las fosas.
Edith sollozaba. Unas cuantas frases quebradas fueron lo único que pudo articular a modo de funeral, y ahora su esposo se vio obligado a llevarla en brazos a la cabaña.
Dennin estaba consciente. Había rodado de un lado para otro en el suelo, en esfuerzos vanos por liberarse. Observó a Hans Y a Edith con ojos relucientes, pero no hizo intento alguno de hablar. Hans se negó a tocar al asesino y observó sombrío cómo Edith lo arrastró por el suelo hasta el dormitorio de los hombres. Pero, por mucho que se esforzaba, no lo podía colocar sobre su litera.
-Deberías dejarme que lo mate y no tendríamos más problemas -dijo Hans en una súplica final.
Edith negó con la cabeza y se aplicó de nuevo a su tarea. Para sorpresa suya el cuerpo se alzó con facilidad y supo que Hans había cedido y la estaba ayudando. Después vino la limpieza de la cocina. Pero el suelo seguía gritando la tragedia, hasta que Hans lijó la superficie de la madera y encendió un fuego en el hornillo con las virutas.
Los días iban y venían. Había mucha oscuridad y silencio, solamente roto por las tormentas y los truenos en la playa de espuma helada. Hans era obediente a la más pequeña orden de Edith. Toda su espléndida iniciativa había desaparecido. Ella había decidido ocuparse de Dennin a su manera, y por tanto dejó todo el asunto en sus manos.
El asesino era una amenaza constante. Siempre existía la posibilidad de que se liberara de sus ataduras, y se vieron obligados a vigilarle día y noche. El hombre o la mujer siempre se encontraban a su lado, sujetando la escopeta cargada. Al principio Edith intentó guardias de ocho horas, la continua tensión era demasiado grande, y después de esto Hans y ella se relevaban cada cuatro horas. Como tenían que dormir y como las guardias se extendían durante la noche, todo el tiempo libre de que disponían era para vigilar a Dennin. Casi no les quedaba tiempo para preparar las comidas y recoger leña.
Desde la inoportuna visita de Negook, los indios habían evitado la cabaña. Edith mandó a Hans a sus chozas para conseguir que llevasen a Dennin por la costa hasta el primer caserío o factoría, pero el recado fue en vano. Entonces fue ella misma y entrevistó a Negook. Era el jefe de un pequeño poblado, claramente consciente de su responsabilidad, y aclaró perfecta­mente su prudencia en pocas palabras.
-Es problema de hombres blancos –dijo-, no un proble­ma siwash. Mi pueblo te ayuda, entonces será también un problema siwash. Cuando un problema de blancos y un problema siwash se juntan y forman otro problema, es un gran problema, incomprensible y sin fin. Los problemas no son buenos. Mi pueblo no hace mal. ¿Para qué van a ayudar y luego tener problemas?
Así, Edith Nelson volvió a la terrible cabaña con sus interminables guardias alternas de cuatro horas. A veces, cuando le tocaba su turno y se encontraba con el prisionero, la escopeta cargada en su regazo, se le cerraban los ojos y se adormecía. Siempre despertaba de un salto, recogiendo la escopeta y mirán­dolo rápidamente. Estos sobresaltos no eran buenos para ella. Era tal el miedo que tenía a ese hombre, que aunque estuviera bien despierta, si él se movía bajo las mantas, no podía reprimir un sobresalto y la rápida extensión de la mano hacia la escopeta.
Estaba preparándose para una crisis nerviosa y lo sabía. Primero vino la agitación de los ojos, y se vio obligada a cerrarlos para aliviarse. Más tarde sus párpados comenzaron a sufrir unas sacudidas nerviosas que no podía controlar. Para mayor tensión, era incapaz de olvidar la tragedia. Estaba tan cerca del terror como la primera mañana cuando entró en la cabaña lo inesperado y tomó posesión de ella. En sus servicios diarios al prisionero, estaba forzada a apretar los dientes y endurecerse, en cuerpo y alma.
Hans se vio afectado de una forma distinta. Se obsesionó con la idea de que era su deber matar a Dennin, y cada vez que velaba al hombre atado o vigilaba a su lado, Edith estaba afligida con el miedo de que Hans añadiera otra entrada roja al registro de la cabaña. Siempre maldecía salvajemente a Dennin y le trataba con dureza. Hans intentaba ocultar su manía homicida y le decía a su esposa: «Un día de éstos querrás que lo mate, y entonces no lo mataré, me pondría enfermo.» Pero más de una vez, deslizándose en la habitación cuando no le tocaba la guardia, los encontraría mirándose ferozmente como un par de animales salvajes, en la cara de Hans el deseo de matar, en la de Dennin la fiereza y violencia de la rata acorralada. «¡Hans!» le gritaría, «¡despierta!» y , él tomaría conciencia de sí mismo, sorprendido, avergonzado e impenitente.
Y así, Hans se convirtió en otro factor del problema que lo inesperado había dado a Edith Nelson. Al principio sólo había sido cuestión de una conducta justa, y una conducta justa como ella lo concebía, estribaba en mantenerlo prisionero hasta que pudieran entregarlo para ser juzgado por un tribunal. Pero ahora entraba Hans, y vio que también estaban comprometidas su salud y su salvación. Y tampoco tardó mucho en descubrir que su propia fortaleza y resistencia se habían convertido en parte del problema. Estaba cayendo en una crisis bajo la tensión. Su brazo izquierdo había desarrollado sacudidas y contracciones involunta­rias. Se le vertía la comida de la cuchara, y no podía confiar en sus brazos afligidos. Pensó que sería alguna modalidad de baile de San Vito, y temía la amplitud de los estragos que podrían alcanzar. ¿Y si ella se hundía? La visión que tenía de ese posible futuro, cuando la cabaña tan solo contuviese a Dennin y Hans, era un horror más.
Al tercer día Dennin comenzó a hablar. Su primera pregunta había sido: «¿Qué vais a hacer conmigo?». Y esta pregunta la repetía diariamente. Edith siempre le respondía que se le trataría de acuerdo con la ley. Ella, a su vez, le hacía otra pregunta diaria, ¿Por qué lo hiciste?». A esto él nunca respondía. Recibía la pregunta con explosiones de cólera, rabiando y forzando la cuerda que le ataba y amenazándola con lo que haría cuando se soltara, lo que estaba seguro de conseguir tarde o temprano. En tales momentos, amartillaba los dos gatillos de la escopeta, preparada para recibirlo con una muerte de plomo si se soltaba, temblorosa, agitada, mareada por la tensión y el shock.
Pero con el tiempo Dennin se tomó más dócil. A ella le parecía que estaba cansándose de su inalterable posición reclinada. Comenzó a suplicar y rogar que lo soltaran. Hizo promesas salvajes. No les haría ningún daño. El mismo bajaría por la costa y se entregaría a los oficiales de la ley. Les daría su parte del oro. Se marcharía al corazón del bosque para no aparecer más en la civilización. Se quitaría su propia vida si le soltaba. Sus súplicas culminaban normalmente en furias involuntarias, hasta que le parecía que entraba en un síncope; pero ella siempre movía la cabeza y le negaba la libertad que causaba sus arranques de cólera.
Pero pasaron las semanas y cada vez se volvía más dócil. Y durante todo esto, el cansancio se afianzaba más y más. «Estoy tan cansado, tan cansado», murmuraba, moviendo la cabeza de un lado a otro de la almohada como un niño malhumorado. Algún tiempo más tarde comenzó a hacer súplicas apasionadas por la muerte, a rogarle que lo matara, o suplicarle a Hans que lo sacara de su miseria para que, por lo menos, pudiera descansar cómoda­mente.
La situación se estaba volviendo imposible por momentos. El nerviosismo de Edith aumentaba y sabía que su crisis llegaría en cualquier instante. Ni siquiera podía conseguir su propio descan­so, obsesionada con el temor de que Hans sucumbiera a su manía y matase a Dennin mientras ella dormía. Aunque ya había llegado enero, tendrían que pasar meses antes de que algún barco comercial llegara a la bahía. Asimismo, no habían previsto pasar el invierno en la cabaña, la comida empezaba a escasear y Hans no podía aumentar las provisiones cazando. Estaban encadenados a la cabaña por la necesidad de vigilar al prisionero.
Algo había que hacer y lo sabía. Se obligó a sí misma a reconsiderar de nuevo el problema. No podía deshacerse de la legalidad de su raza, la ley que llevaba en la sangre y en cuya disciplina la habían educado. Sabía que lo que hiciera debía estar de acuerdo con la ley, y en las largas horas de vigilancia, con la escopeta en las rodillas, el asesino intranquilo a su lado, y las tormentas y truenos alrededor, hizo investigaciones sociológicas originales, y elaboró por sí misma el desarrollo de la ley. Se le ocurrió que la ley no era otra cosa que el juicio y la voluntad de cualquier grupo de personas. No importaba el tamaño del grupo.
Había pequeños grupos como Suiza, razonaba, y grandes grupos como Estados Unidos. Igualmente, razonó, no importaba lo pequeño que fuese el grupo de personas. Podían existir solamente diez mil personas en un país, y sin embargo su juicio y voluntad colectiva serían la ley de ese país. ¿Por qué, entonces, no podrían mil personas constituir un grupo así?, se preguntaba. Y si mil, ¿por qué no cien? ¿Por qué no cincuenta? ¿Por qué no dos?
Se asustó de sus propias conclusiones y lo habló con Hans. Al principio no la comprendió, y más tarde, cuando lo hizo, añadió una evidencia convincente. Habló de las reuniones de mineros, donde todos los hombres de la localidad se juntaban y dictaban las leyes y las cumplían. Podía haber sólo diez o quince hombres juntos, dijo, pero la voluntad de la mayoría era ley para los diez o quince, y quien violaba la ley era castigado.
Edith al fin vio claro el camino. Debían ahorcar a Dennin. Hans estaba de acuerdo con ella. Entre los dos constituyeron la mayoría de este grupo particular. Fue la voluntad del grupo que se colgase a Dennin. En la ejecución de esta voluntad Edith se r esforzó seriamente por observar las formas acostumbradas, pero el grupo era tan pequeño que Hans y ella tuvieron que servir de testigos, de jurado, de jueces -y también de verdugos-. Acusó formalmente a Dennin del asesinato de Dutchy y Harkey, y el prisionero escuchó desde la cama, primero el testimonio de Hans, y después el de Edith. Se negó a declararse culpable o inocente y permaneció en silencio cuando le preguntó Edith si tenía algo que alegar en defensa propia. Ella y Hans, sin levantarse de sus asientos, pronunciaron el veredicto del jurado: culpable. Luego, como juez, ella impuso la sentencia. Su voz tembló, sus párpados se agitaron, su brazo dio sacudidas, pero lo llevó a cabo.
-Michael Dennin, dentro de tres días serás colgado del cuello hasta que mueras.
Esa fue la sentencia. Inconscientemente, el hombre dio un suspiro de alivio, rió osadamente y dijo:
-Pensar que el maldito camastro no me estará molestando más la espalda es un consuelo.
Con el dictamen de la sentencia, un sentimiento de alivio pareció comunicarse a todos ellos. Era especialmente notable en
Dennin. Toda su hosquedad y rebeldía desaparecieron, y hablaba sociablemente con sus guardianes y hasta con destellos de su antiguo ingenio. Encontró gran satisfacción en que Edith le leyera pasajes de la Biblia. Le leyó pasajes del Nuevo Testamento y él se interesó especialmente por el hijo pródigo y el ladrón en la cruz.
En el día anterior al fijado para la ejecución, cuando Edith, hizo su pregunta rutinaria, «¿Por qué lo hiciste?», Dennin contestó:
-Es muy sencillo. Estaba pensando...
Pero lo hizo callar bruscamente, le pidió que aguardara y corrió a la cama de Hans. Era su turno libre y salió de su sueño restregándose los ojos y gruñendo.
-Ve -le dijo- y trae a Negook y otro indio. Michael va a confesar. Hazlos venir. Llévate el rifle y tráelos a punta de pistola si hace falta.
Media hora más tarde Negook y su tío Hadikwan entraron en el aposento de muerte. Llegaron de mala gana, bajo la guardia del rifle de Hans.
-Negook -dijo Edith-, no habrá problemas para ti ni para tu pueblo. Sólo debes sentarte y no hacer nada, excepto escuchar y comprender.
Y así, Michael Dennin, bajo pena de muerte, confesó pública­mente su crimen. Mientras hablaba, Edith escribió la historia, los indios escucharon y Hans vigiló la puerta por si huían los testigos.
No había vuelto a casa, a su tierra, desde hacía quince años, explicó Dennin, y siempre había sido su intención volver con mucho dinero y darle una vida cómoda a su madre para el resto de sus días.
-¿Y cómo lo iba a conseguir con mil seiscientos? - exigió . Lo que yo quería era todo el oro, los ocho mil dólares. Entonces podría volver con estilo. ¿Qué sería más fácil, pensé para mí mismo, que mataros a todos, denunciarlo en Skaguay como una matanza de indios, y luego salir para Irlanda? Así, empecé a mataros a todos, pero, como Harkey siempre decía, corté un pedazo demasiado grande y me atoré intentando tragármelo todo.
Y esa es mi confesión. Ya cumplí con mi deber para con el diablo, y ahora, Dios mediante, cumpliré con mi deber para con Dios.
-Negook y Hadikwan, habéis oído las palabras del hombre blanco -dijo Edith a los indios-. Sus palabras están aquí en este papel, y ahora debéis hacer una señal en el papel, para que los hombres que vengan después sepan lo que habéis oído.
Los dos siwashes pusieron cruces al lado de sus nombres, recibieron una citación para comparecer al día siguiente con toda la tribu para un mayor testimonio de todo, y se los autorizó a marchar.
Le soltaron las manos a Dennin el tiempo necesario para que firmara el documento. Entonces un silencio cayó sobre la habitación. Hans estaba inquieto y Edith se sentía incómoda. Dennin yacía de espaldas, con los ojos clavados en el agrietado techo de musgo.
-Y ahora cumpliré con mi deber para con Dios -murmu­ró-. Volvió la cabeza hacia Edith.
-Léeme -le dijo- el libro -y añadió con un destello de travesura-: Quizás me ayude a olvidar este camastro.
El día de la ejecución rompió claro y frío. El termómetro marcaba veinticinco bajo cero, y un viento frío soplaba, impul­sando la escarcha a través de la ropa y la carne, hasta calar los huesos. Por primera vez en muchas semanas Dennin se erguía sobre sus pies. Los músculos habían estado inactivos tanto tiempo que había perdido la práctica de mantener la postura erecta, y casi no se tenía en pie. Se tambaleó hacia atrás y hacia adelante, vaciló, y se apoyó en Edith con sus manos atadas.
-Vaya, que mareado estoy -rió débilmente. Un momento más tarde dijo:
-Estoy contento de que haya terminado todo. Ese maldito camastro hubiera sido mi muerte, estoy seguro.
Cuando Edith le puso el gorro en la cabeza y procedió a bajarle las orejeras, se rió y dijo:
-¿Para qué haces eso?
-Hace mucho frío -contestó ella.
-¿Y dentro de diez minutos qué le van a importar una oreja helada o dos al pobre Michael Dennin? -preguntó.
Edith se había esforzado para la última y culminante prueba, y la observación de Dennin fue un golpe para su serenidad. Hasta entonces todo había sido fantasmagórico, como en un sueño, pero la brutalidad de la verdad que dijo le abrió los ojos de una sacudida a la realidad que estaba teniendo lugar. Su angustia no pasó desapercibida para el irlandés.
-Siento preocuparla con mis necias palabras -dijo pesaro­so-. No pretendía nada con ello. Es un gran día para Michael Dennin y está alegre como un pajarillo.
Rompió en un silbido festivo, que rápidamente se tomó lúgubre y cesó.
-Desearía que hubiera un cura -dijo pensativo, para añadir velozmente: -Pero Michael Dennin es demasiado veterano para echar de menos los lujos cuando emprende el camino.
Estaba tan débil y tan poco acostumbrado a andar, que cuando se abrió la puerta y salió el viento casi lo levantó de pies.
Edith y Hans anduvieron a cada lado de él y lo sujetaron, mientras contaba chistes e intentaba alegrarlos, parando una vez lo suficiente para arreglar el envío de su parte del oro a su madre, en Irlanda.
Subieron una pequeña cuesta y llegaron a un claro entre los árboles. Aquí, rodeando solemnemente un barril puesto en pie en la nieve, estaban Negook y Hadikwan, y todos los siwashes, hasta los niños y los perros, para ver la manera de la ley blanca. Cerca había una tumba abierta que Hans había quemado en la tierra helada.
Dennin miró con ojo crítico los preparativos, observando la fosa, el barril, el grosor de la cuerda, y el diámetro de la rama sobre la que estaba atada la cuerda.
-No lo hubiera hecho mejor yo mismo si hubiera sido para ti Hans.
Se rió fuertemente de sus propias salidas, pero la cara de Hans estaba helada en una sombría palidez, a la que nada menos que un golpe del destino podía romper. Además, Hans se sentía muy enfermo. No se había dado cuenta de la enorme tarea que es echar a un prójimo del mundo. Edith por otra parte, se había dado cuenta; pero esto no hacía la tarea más fácil. Dudaba si podría contenerse el tiempo suficiente para finalizarla. Sentía impulsos incesantes de gritar, chillar, desplomarse en la nieve, de taparse los ojos con las manos, volverse y correr ciegamente, al bosque, a cualquier sitio. Sólo mediante un esfuerzo sublime de su alma fue capaz de mantenerse derecha y hacer lo que debía. Y en medio de todo, estaba agradecida a Dennin por la manera en que la ayudaba.
-Dame una mano -le dijo a Hans, con cuya ayuda consiguió subirse al barril.
Se agachó para que Edith pudiera ajustarle la cuerda alrededor del cuello. Se puso en pie mientras Hans tensaba la cuerda en la rama que había encima de su cabeza.
-Michael Dennin, ¿tienes algo que decir? -preguntó Edith con una voz clara que tembló a pesar suyo.
Dennin arrastró los pies en el barril, bajó la mirada con rubor como un hombre al declararse, y aclaró la garganta.
-Me alegro de que todo haya terminado -dijo-. Me habéis tratado como a un cristiano y estoy muy agradecido por vuestra bondad.
-Entonces, que Dios te reciba, pecador penitente -dijo ella.
-Sí, que Dios me reciba, un pecador penitente -contestó con voz profunda en contraste con la voz tenue de ella.
-Adiós, Michael -gritó, y su voz sonó desesperada.
Echó su peso sobre el barril, pero no se volcó.
-¡Hans! ¡Rápido! ¡Ayúdame! -gritó débilmente.
Podía sentir cómo se le iban las últimas fuerzas y el barril se le resistió. Hans corrió hacia ella y el barril salió de debajo de Michael Dennin.
Se dio la vuelta, metiéndose los dedos en los oídos. Entonces comenzó a reír, áspera, aguda, metálicamente; y Hans se horrori­zó como no se había horrorizado en toda la tragedia. La crisis nerviosa de Edith Nelson había llegado. Hasta en su histeria lo supo, y se alegró de haber sido capaz de mantenerse firme bajo la tensión hasta que todo terminó. Se tambaleó hacia Hans.
-Llévame a la cabaña Hans -consiguió articular-. Y déjame descansar –añadió-. Sólo déjame descansar y descansar y descansar.
Con los brazos de Hans a su alrededor, soportando su peso y dirigiendo sus desvalidos pasos, cruzó la nieve. Pero los indios aguardaron solemnes para ver actuar la ley del hombre blanco que obligaba a un hombre a bailar en el aire.

La hoguera

El día amaneció gris y frío, extremadamente gris y frío, cuando el hombre dejó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén, donde un sendero pequeño y apenas visible conducía hacia el este entre los bosques de gruesos abetos. Era una ladera pronunciada y en la cima se detuvo a cobrar aliento, disculpándo­se a sí mismo el descanso para mirar el reloj. Eran las nueve. No había sol, ni siquiera un indicio del mismo, a pesar de no haber ni una sola nube en el cielo. Era un día despejado y sin embargo parecía existir un manto intangible sobre la superficie de las cosas, una tenebrosidad sutil que oscurecía el día, debida a la ausencia de sol. Este hecho no le preocupaba al hombre. Estaba acostumbra­do a la falta de sol. Hacía ya días que no veía el sol, y sabía que pasarían unos cuantos más antes de que la alegre esfera, esperada por el sur, se asomase sobre la línea del horizonte y se volviese a .' perder inmediatamente de vista.
El hombre echó una mirada atrás, al camino por el que había llegado. El Yukón, con una milla de ancho, yacía oculto bajo tres pies de hielo. Sobre este hielo, otros tantos pies de nieve. Todo era de un blanco inmaculado, con suaves ondulaciones donde se habían formado las acumulaciones de hielo. De norte a sur, hasta donde alcanzaba la vista, todo era una blancura ininterrumpida, excepto una línea oscura que giraba y se retorcía desde la isla cubierta de bosques hacia el sur, y que giraba y se retorcía hacia el norte, donde desaparecía tras otra isla cubierta de bosques. Esta línea oscura era la ruta, la ruta principal, que conducía a Chilcoot Pass, Dyea, y el agua salada a lo largo de mil millas; y que conducía hacia el norte, tras setenta millas, a Dawson, y aún más hacia el norte, mil millas hasta Nulato, y finalmente a St. Michael, en el mar de Bering, a mil quinientas más.
Pero todo esto -la misteriosa, prolongada y fina ruta, la falta de sol en el cielo, el frío exagerado, y lo extraño y raro de todo aquello- no impresionó al hombre. No era porque estuviera acostumbrado. Era nuevo en esta tierra, un chechaquo36, y éste era su primer invierno. Su problema era que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, no para su significado. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. Tal hecho le impresionaba por tener frío y estar incómodo, eso era todo. No le inducía a meditar sobre su fragilidad como criatura de sangre caliente, y sobre la fragilidad del hombre en general, capaz de vivir únicamente en unos estrechos límites de frío y calor. Y de aquí no pasó al campo de las conjeturas sobre la inmortalidad y el lugar del hombre en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban una quemadura de hielo que dolía y de la que había que protegerse con manoplas, orejeras, mocasines calientes y calcetines gruesos. Cincuenta grados bajo cero eran para él precisamente cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más era un pensamiento que nunca pasó por su imaginación.
Al volverse para seguir adelante, escupió meditabundo. Un chasquido agudo y explosivo le sorprendió. Escupió de nuevo. Y de nuevo, en el aire, antes de caer en la nieve, crujió la saliva. Sabía que a cincuenta bajo cero la saliva cruje en la nieve, pero esta saliva había crujido en el aire. Sin duda hacía más de cincuenta bajo cero. No sabía cuánto más. Pero la temperatura no importaba. El se dirigía a una vieja prospección del ramal izquierdo del arroyo Henderson, donde ya esperaban los mucha­chos. Habían llegado cruzando la divisoria de las tierras del arroyo Indio, mientras él había dado un rodeo para ver las posibilidades de conseguir troncos de las islas del Yukón en la primavera. Llegaría al campamento a las seis. Ya habría oscureci­do, es verdad, pero los muchachos estarían allí, el fuego estaría encendido y habrían preparado una cena caliente. En cuanto a la comida, apretó su mano contra un bulto bajo la chaqueta. También se hallaba bajo la camisa, envuelto en un pañuelo junto a la piel desnuda. Era el único modo de evitar que se congelasen las galletas. Se sonrió con satisfacción al pensar en las galletas, abiertas por la mitad y untadas con grasa de tocino, y cada una con una gran loncha de tocino frito dentro.
Se íntrodujo entre los grandes abetos. El sendero era apenas visible. Un pie de nieve había caído desde que pasara el último trineo, y se alegraba de ir sin trineo, ligero. De hecho, sólo llevaba la comida, envuelta en un pañuelo. Se sorprendió sin embargo del frío. Verdaderamente hacía frío, concluyó, mientras se frotaba los entumecidos pómulos y nariz con la mano enguantada. Era un hombre velludo, pero el vello de su cara no le protegía los pómulos salientes ni la ávida nariz que asomaba agresiva en el aire helado.
A los talones del hombre trotaba un perro, un gran perro esquimal, el auténtico perro lobo, de piel gris y sin diferencias visibles o de temperamento con su hermano, el lobo salvaje. El animal se encontraba abrumado por el tremendo frío. Sabía que no hacía tiempo para viajar. Su instinto le contaba una historia más veraz que la que contaba al hombre su propio juicio. En realidad la temperatura no era de unos cuantos grados más por debajo de cincuenta, era de más de sesenta o de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco bajo cero. Como el punto de congelación está en treinta y dos grados sobre cero, indicaba unos ciento siete grados de congelación37. El perro no entendía de termómetros. En su mente posiblemente no existía una conciencia clara del término «muy frío», como en la mente del hombre. Pero la bestia tenía su instinto. Sentía un vago y amenazante temor que la subyugaba y la obligaba a arrastrarse a los talones del hombre, y que la hacía cuestionarse anhelante cada movimiento inusitado del hombre, como esperando que fuera al campamento, o que buscara refugio en algún sitio y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba, o hundirse bajo la nieve y proteger su propio calor huyendo del aire.
La helada humedad de su respiración se había fijado en la piel en una fina pulverización de escarcha, y especialmente su quija­da, hocico y pestañas blanqueaban con el aliento cristalizado. La barba roja del hombre y su bigote estaban igualmente helados, pero más sólidamente, y el depósito adoptaba la forma de hielo y aumentaba concada exhalación húmeda y caliente. Además, el hombre mascaba tabaco, y el bozal de
hielo mantenía sus labios sellados tan rígidamente, que era incapaz de limpiarse la barbilla al escupir el jugo. El resultado era que una barba cristalizada, del color y la solidez del ámbar, aumentaba de longitud sobre su barbilla. Si caía, se rompía como el cristal, en pequeños fragmen­tos. Pero no le importaba el apéndice. Era el castigo que todos los mascadores de tabaco debían pagar en esas tierras, y ya antes había estado fuera en dos olas de frío. No habían sido tan frías como ésta, lo sabía, pero, por el termómetro de Sesenta Millas, sabía que habían registrado cincuenta y cincuenta y cinco bajo cero.
Siguió durante varias millas entre la llana extensión de bosques, cruzó una ancha llanura de matorrales negros y descen­dió por un terraplén hasta llegar al cauce helado de un arroyo. Era el arroyo Henderson, y sabía que se encontraba a diez millas de la bifurcación. Miró su reloj. Eran las diez. Corría a unas cuatro millas por hora, y calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió celebrar el suceso almorzando allí.
El perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el rabo caído, mientras el hombre reanudaba el camino siguiendo el cauce del arroyo. El surco del viejo sendero se distinguía claramente, pero una docena de pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Hacía un mes que ningún hombre había subido ni bajado por ese arroyo silencioso. El hombre siguió adelante con paso regular. No era muy dado a meditar, y en ese momento no tenía otra cosa en qué pensar, excepto que comería en la bifurcación y que a las seis llegaría al campamento con los muchachos. No tenía con quién hablar; y, de haberlo tenido, la conversación hubiera sido imposible por el bozal de hielo que le tapaba la boca. Por tanto, continuó mascando tabaco monótonamente e incrementando la barba de ámbar.
De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío, y que nunca había experimentado frío semejante. Mientras caminaba, se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su mano enguantada. Lo hacía automáticamente, alternando de vez en cuando las manos. Pero frotara como frotara, en el momento en que cesaba, los pómulos se entumecían, y al momento siguiente la nariz. Estaba seguro de que se le helarían las mejillas; lo sabía y sintió una punzada de pesar por no haber ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en las olas de frío. Tal antifaz se cruzaba también sobre las mejillas y las salvaba. Pero no tenía demasiada importancia. Después de todo, ¿qué son unas mejillas heladas? Un poco de dolor, eso es todo; pero nada serio.
Aunque su mente estaba vacía de pensamientos, el hombre era un agudo observador, y notó los cambios en el arroyo, las curvas y meandros y las acumulaciones de troncos, tomando buena nota de dónde ponía los pies. Una vez, al doblar una curva, se detuvo bruscamente, como un caballo espantado, dio un rodeo evitando el sitio por donde había caminado, y retrocedió unos pasos por el sendero. Sabía que el arroyo estaba helado hasta el fondo -ningún arroyo podía contener agua en el invierno ártico—, pero también sabía que había manantiales que manaban de las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía que las olas más intensas de frío nunca helaban estos manantiales y también conocía su peligro. Eran trampas. Escondían charcas de agua bajo la nieve, que podían tener de tres pulgadas a tres pies de profundidad. A veces estaban cubiertas por una capa de hielo de media pulgada de espesor, que, a su vez, estaba cubierto de nieve. A veces existían capas alternativas de agua y hielo, y, cuando uno caía, seguía bajando por cierto espacio, a veces mojándose hasta la cintura.
Por eso se había detenido con tanto pánico. Había sentido cómo cedía bajo sus pies y había oído el crujido de una capa de hielo cubierta de nieve. Mojarse los pies en este tiempo implicaba problemas y peligro. En el mejor de los casos significaba un retraso, se vería obligado a detenerse y a hacer una hoguera, y, bajo su protección, descalzarse mientras se secaban los calcetines y mocasines. Se detuvo y estudió el cauce del arroyo y sus orillas, y decidió que la corriente de agua venía por la derecha. Reflexionó algún tiempo, frotándose la nariz y los pómulos, y lo bordeó hacia la izquierda, pisando con cautela y probando el terreno a cada pisada. Una vez pasado el peligro, tomó una porción de tabaco y siguió su marcha de cuatro millas por hora.
En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Normalmente, la nieve acumulada sobre las charcas ocultas tenía un aspecto hundido y glaseado, que anuncia­ba el peligro. En una ocasión, sin embargo, tuvo otro desliz; y una vez, intuyendo el peligro, obligó al perro a avanzar. Este se negó. Se resistió hasta que el hombre lo empujó hacia adelante, y cruzó rápidamente la blanca e intacta superficie. De repente se hundió, volcándose hacia un lado y buscando terreno más firme. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida se convirtió en hielo. Hizo unos esfuerzos apresura­dos por lamerse el hielo de las patas, se tumbó en la nieve y mordió el que se había formado entre los dedos. Era cuestión de instinto. Permitir que permaneciera el hielo significaba pies doloridos. El no lo sabía. Simplemente obedecía a un impulso misterioso que se elevaba de lo más recóndito de su ser. Pero el hombre lo sabía, por haberse formado un juicio sobre el tema; se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó a arrancar las partículas de hielo. No expuso sus dedos más de un minuto y se sorprendió del entumecimiento tan veloz que los atacó. ¡Vaya si hacía frío! Se puso la manopla con rapidez y golpeó salvajemente la mano contra el pecho.
A las doce, el día había alcanzado su punto más brillante. Pero el sol se encontraba demasiado al sur, en su viaje invernal, para despejar el horizonte. La tierra se interponía entre él y el arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado y sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación del riachuelo. Estaba satisfecho de la velocidad que llevaba. Si la mantenía, estaría con los muchachos a las seis. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó su comida. Esta acción no le llevó más de un cuarto de minuto, y, sin embargo, en ese instante el entumecimiento se apoderó de sus dedos desabrigados.
No se puso la manopla de nuevo, sino que se golpeó los dedos una docena de veces contra la pierna. Entonces se sentó a comer en un tronco cubierto de nieve. El dolor que siguió tras golpearse los dedos contra la pierna cesó tan deprisa, que se sorprendió. No había tenido ocasión de morder la galleta. Golpeó los dedos repetidamente y los devolvió a la manopla, descubriendo la otra mano para comer. Intentó dar un bocado, pero se lo impidió el bozal de hielo. Se había olvidado de hacer una hoguera y derretirlo. Se rió de su descuido, y, mientras reía, notó cómo se iba apoderando de sus dedos descubiertos el entumecimiento. También notó que ya estaba pasando el dolor que había llegado a sus pies al sentarse. Se preguntó si los dedos estarían calientes o entumecidos. Los movió dentro del mocasín y decidió que estaban insensibles.
Se enfundó apresuradamente la manopla y se puso en pie. Estaba un poco asustado. Dio unos saltos hasta que el dolor volvió a sus pies. Sí que hace frío, pensó. Aquel hombre de Sulphur Creek había dicho la verdad cuando contó cuánto frío podía llegar a hacer en aquellas tierras. ¡Y pensar que durante todo el tiempo se había reído de él! Eso le demostraba que uno no debía estar tan seguro de las cosas. No había equivocación posible, hacía frío. Caminó de un lado a otro, saltando y moviendo sus brazos hasta estar seguro del calor que volvía. Sacó las cerillas y procedió a encender una hoguera. Cogió la leña para su hoguera de la maleza, donde las altas aguas de la primavera anterior habían acumulado una provisión de ramas secas. Trabaando cuidadosamente con unos pequeños chisporroteos, pronto tuvo un gran fuego, sobre el que derritió el hielo de su cara y bajo cuya protección se comió las galletas. Por el momento había vencido al frío del exterior. El perro estaba contento con la hoguera, tumbado lo bastante cerca para calentarse, y lo bastante alejado para no quemarse.
Cuando el hombre terminó, llenó su pipa y la fumó sin prisas. Después se enfundó las manoplas, ajustó con firmeza las orejeras de su gorro y tomó el camino de la bifurcación izquierda. El perro se sintió decepcionado y se resistía a abandonar la hoguera. El hombre no conocía el frío. Posiblemente todas las generaciones de sus antepasados habían desconocido el frío, el verdadero frío, el frío de ciento siete grados bajo el punto de congelación. Pero el perro lo conocía, todos sus antepasados lo conocían, y él había heredado su sabiduría. Y sabía que no era bueno echarse al camino con tan espantoso frío. Era tiempo de yacer abrigado en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes se corriera sobre la faz del espacio exterior de donde procedía semejante frío. Por otra parte, no existía ninguna intimidad penetrante entre el perro y el hombre. Uno era sirviente del otro, y la única caricia que jamás recibió fue la del látigo y unos sonidos guturales, amenazantes y duros, que precedían al látigo. Por tanto el perro no se esforzó por transmitirle al hombre su temor. No le preocupaba la suerte del hombre; era por su propio bien por lo que deseaba volver junto a la hoguera. Pero el hombre silbó y le habló con los sonidos del látigo, y el perro se pegó a sus talones y le siguió detrás.
El hombre tomó una nueva porción de tabaco y empezó una nueva barba de ámbar. Su aliento húmedo le salpicó de blanco velozmente, bigote, cejas y pestañas. No parecía haber tantos manantiales en la bifurcación izquierda del Henderson, y durante media hora el hombre no vio señal de ninguno. Entonces ocurrió. En un lugar donde no había señales, donde la nieve, suave e intacta, parecía indicar solidez debajo, el hombre la atravesó. No era profunda. Se mojó hasta media rodilla antes de conseguir la costra firme.
Se irritó y maldijo su suerte en voz alta. Había esperado llegar al campamento con los muchachos a las seis, y esto le retrasaría una hora, pues tendría que hacer una hoguera y secar su calzado. Era imprescindible a temperaturas tan bajas; eso lo sabía. Se volvió hacia la orilla y la escaló. En la cima, enredados en unos matorrales alrededor de los troncos de varios arbolillos, encontró un depósito de leña seca, llevada allí por las aguas altas, principalmente palos y ramitas, pero también ramas endurecidas y hierba fina y seca del año anterior. Echó algunas piezas grandes sobre la nieve. Servirían de base y evitarían que la joven llama se ahogara en la nieve que se derritiera. Consiguió la llama frotando una cerilla contra un pequeño jirón de corteza de sauce que sacó del bolsillo. Esto ardía aún mejor que el papel. Colocándolo sobre la base, alimentó las llamas con briznas de hierba seca y con las ramitas secas más pequeñas.
Trabajó lenta y cuidadosamente, muy consciente del peligro. Poco a poco, conforme se fortalecían las llamas, aumentó el tamaño de las ramitas con que las alimentaba. Estaba agazapado en la nieve, arrancando las ramitas de entre los matojos y alimentando directamente la llama. Sabía que no debía fracasar. Cuando la temperatura está a setenta y cinco grados bajo cero, un hombre no puede fracasar en su primer intento de hacer una hoguera, o sea, si sus pies están mojados. Si sus pies están secos, y fracasa, puede correr por el camino media milla y restablecer la circulación. Pero la circulación de pies mojados y helados no se puede restablecer corriendo a setenta y cinco grados bajo cero. No importa lo deprisa que se corra, los pies mojados se hielan cada vez más.
Todo esto lo sabía el hombre. El viejo de Sulphur Creek le había hablado de ello el otoño anterior, y ahora agradecía sus consejos. Había desaparecido ya toda sensación de sus pies. Para hacer la hoguera se había visto obligado a quitarse las manoplas, y sus dedos se habían entumecido lentamente. Su marcha de cuatro millas por hora había mantenido el bombeo del corazón, que mandaba sangre a la superficie del cuerpo y a todas las extremida­des. Pero en el momento en que se detuvo, el bombeo había decrecido. El frío exterior castigaba la punta inerme del planeta, y él, por encontrarse en esa zona inerme, recibió el golpe de lleno. La sangre del cuerpo retrocedió ante el frío. La sangre estaba viva, como el perro, y, como éste, quería esconderse y resguardar­se del terrible frío. Mientras estuvo andando a cuatro millas por hora, bombeó esta sangre de buena gana a la superficie; pero ahora bajaba y se hundía en las entrañas de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras en sentir su ausencia. Los pies mojados se helaban cada vez más, y sus dedos desabrigados se entumecían con rapidez, aunque no habían comenzado a helarse. La nariz y las mejillas ya habían empezado a congelarse, mientras que toda la piel se enfriaba al tiempo que la sangre retrocedía.
Pero estaba salvado. Los dedos de los pies, la nariz y las mejillas sólo estarían ligeramente heladas, pues el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramitas del tamaño de un dedo. En un minuto más podría alimentarlo con ramas del tamaño de la muñeca, y entonces se quitaría su calzado mojado, y, mientras se secaba, se calentaría los pies desnudos en la hoguera, por supuesto, frotándolos al principio con hielo. La hoguera era un éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del viejo de Sulphur Creek y sonrió. El viejo se había puesto muy serio al enunciar la ley de que ningún hombre debe viajar solo en el Klondike a temperaturas menores de cincuenta bajo cero. Bien, aquí estaba él, había tenido el accidente, se encontraba solo; y se había salvado. Pensó que algunos de aquellos viejos eran un poco como mujeres. Lo único que un hombre debe hacer es mantener la cabeza en su sitio y todo irá bien. Cualquier hombre que lo fuera podría viajar k solo. Pero era sorprendente la rapidez con que sus mejillas y nariz se helaban. No podía imaginar que sus dedos perdieran la sensación en tan poco tiempo. Y sin sensación estaban, pues casi no los podía juntar para coger una ramita, y parecían ajenos a su cuerpo y a él mismo. Al tocar una rama, tenía que mirar para ver si la había cogido o no. Los hilos que unían los dedos a su cuerpo estaban retraídos.
Todo esto importaba poco. Ahí estaba la hoguera, chisporro- teando y crujiendo, prometiendo la vida en cada llama. Intentó desatarse los mocasines. Se encontraban cubiertos de hielo; los gruesos calcetines alemanes eran como planchas de hierro hasta media rodilla; y los cordones de los mocasines parecían barras de acero, enredadas y anudadas como por una confabulación. Por un momento tiró con sus dedos entumecidos, y luego, viendo la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo de monte.
Pero, antes de que pudiera cortar los cordones, oscureció. Fue culpa suya, o más bien un error suyo. No debió hacer la hoguera bajo el árbol. La debió hacer en un claro. Pero había sido más fácil tirar de las ramitas del matorral y dejarlas caer directamente al fuego. El árbol bajo el cual había hecho esto sostenía una carga de nieve en sus ramas. El viento no había soplado durante semanas, y cada rama estaba cargada por completo. Cada vez que había tirado de una ramita le había transmitido al árbol una leve agitación -una agitación imperceptible, por lo que a él le concernía, pero una agitación suficiente para ocasionar el desas­tre-. En la copa del árbol una rama había dejado caer su carga de nieve. Esta había caído a las ramas de abajo, volcándolas. Este proceso continuó, y se extendió, implicando a todo el árbol. Creció como una avalancha y descendió sin previo aviso sobre el hombre y la hoguera, ¡y el fuego se apagó! Donde hubo fuego, se encontraba ahora una capa de nieve fresca y desordenada.
El hombre estaba conmocionado. Fue como si acabara de escuchar su sentencia de muerte. Por un momento se sentó y fijó los ojos en el lugar donde había estado la hoguera. Entonces se calmó. Quizás el viejo de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera tenido un compañero de viaje, ahora no estaría en peligro. El compañero de viaje podía hacer la hoguera. Bueno, dependía de él hacer una nueva hoguera, y en este segundo intento no debía cometer ningún error. Aunque lo consiguiera, lo más probable es que perdiera algunos dedos. Sus pies debían estar muy congelados para entonces, y pasaría algún tiempo antes de que la segunda hoguera estuviera lista.
Tales eran sus pensamientos, pero no se detuvo a meditarlos. Estaba ocupado durante todo el tiempo en que pasaban por su mente. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en un claro, donde ningún árbol traidor la pudiera apagar. A continuación reunió hierbas secas y pequeñas ramitas del depósito de aguas altas. No podía unir los dedos para sacarlas, pero las pudo reunir a manos llenas. De esta manera cogió muchas ramas podridas y trozos de musgo verde no deseado, pero era lo mejor que podía hacer. Trabajó metódicamente. Hasta reunió un montón de ramas más grandes para utilizarlas más tarde, cuando el fuego ardiera con más fuerza. Mientras tanto el perro permanecía sentado y expectante, con cierto anhelo melancólico en sus ojos, pues le consideraba proveedor de fuego, y el fuego tardaba en llegar.
Cuando todo estuvo preparado, el hombre buscó en sus bolsillos un segundo trozo de corteza de sauce. Sabía que la corteza estaba ahí y, aunque no la podía sentir con sus dedos, podía escuchar el crujido mientras revolvía torpemente en ellos. Por más que se esforzase, no la podía coger. Durante todo este tiempo era plenamente consciente de que a cada instante se le he­laban los pies. Este pensamiento le inducía al pánico, pero luchó contra él y mantuvo la calma. Se puso las manoplas con los dientes y movió los brazos hacia los lados, golpeando las manos con todas sus fuerzas contra sus costados. Esto lo realizó sentado. Luego se levantó, y, durante todo este tiempo, el perro permane­ció sentado en la nieve, con su cola de lobo, igual que un cepillo, enroscada calurosamente entre las patas delanteras, y sus afiladas orejas de lobo aguzadas atentamente hacia delante, mientras observaba al hombre. Y el hombre, mientras golpeaba y sacudía sus brazos y manos, sintió una gran oleada de envidia al contemplar a la criatura, caliente y segura en su cubierta natural.
Después de algún tiempo sintió las primeras y lejanas señales de sensación en sus dedos golpeados. El leve cosquilleo fue haciéndose más fuerte, hasta convertirse en un dolor punzante y atroz, pero al que el hombre recibió con satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y sacó la corteza de sauce. Los dedos sin protección se estaban entumeciendo de nuevo rápidamente. A continuación sacó el puñado de cerillas de azufre. Pero el tremendo frío ya se había llevado toda la vida de los dedos. En su esfuerzo por aislar una de las cerillas, todo el puñado cayó a la nieve. Intentó coger una de la nieve, pero fracasó. Sus dedos muertos no podían tocar ni asir. Fue muy cuidadoso. Ahuyentó de su mente el pensamiento de sus helados pies, nariz y mejillas, consagrando toda su energía a las cerillas. Observó, utilizando la vista, en lugar del tacto, y, cuando vio sus dedos a cada lado del puñado, los cerró, mejor, intentó cerrarlos, pues los dedos no obedecían al estar cortados los hilos. Se puso la manopla sobre la mano derecha y la golpeó fieramente contra la rodilla. Entonces, con ambas manos enfundadas, recogió apresuradamente el puña­do de cerillas, junto con mucha nieve, en su regazo. A pesar de todo no estaba en mejor situación que antes.
Tras alguna manipulación consiguió colocar el puñado entre las palmas de sus manos enguantadas. De este modo se lo llevó a la boca. El hielo crujió y saltó, cuando, con un violento esfuerzo, abrió la boca. Entró la mandíbula inferior, frunció el labio superior para que no molestara, y frotó el puñado contra sus dientes superiores para separar una cerilla. Consiguió coger una, que depositó en su regazo. A pesar de todo no estaba en mejor situación que antes. Entonces ideó una forma. La sujetó con los dientes y la frotó contra la pierna. La tuvo que raspar veinte veces antes de conseguir encenderla. Mientras ardía la acercó con los dientes a la corteza de sauce. Pero el azufre ardiente subió por la nariz hasta los pulmones, haciéndole toser espasmódicamente. La cerilla cayó a la nieve y se apagó.
El viejo de Sulphur Creek tenía razón, pensó en un momento de desesperación controlada que siguió al incidente: a más de cincuenta bajo cero, un hombre debe viajar con un compañero. Golpeó sus manos, pero fracasó en excitar cualquier sensación. De pronto desnudó las dos manos, quitándose las manoplas con los dientes. Cogió el puñado entero entre las palmas de las manos. Los músculos de sus brazos, al no estar helados, le permitieron apretar con fuerza las manos contra las cerillas. Frotó el puñado contra su pierna. Estalló en llamas, ¡setenta cerillas de azufre a la vez! No había viento para apagarlas. Ladeó la cabeza para evitar los asfixiantes humos y acercó el puñado ardiendo a la corteza de sauce. Al sujetarlo así notó una sensación en la mano. Su carne estaba ardiendo. La podía oler. Lo podía sentir profundamente bajo la superficie. La sensación se convirtió en un dolor agudo. Y aún lo soportó, sujetando torpemente la llama de las cerillas cerca de la corteza, que no se encendía, porque sus propias manos ardiendo se lo impedían, absorbiendo la mayor parte de la llama.
Por fin, cuando ya no lo pudo soportar más, separó brusca­mente las manos. Las cerillas encendidas cayeron chisporroteando en la nieve. Pero la corteza de sauce ardía. Comenzó a colocar hierbas secas y las ramitas más pequeñas sobre la llama. No podía escoger las más convenientes, pues tenía que levantar el combus­tible entre las palmas de la mano. Pequeños trozos de madera podrida y musgo verde colgaban de las ramitas, y las separó lo mejor que pudo con sus dientes. Abrigó la llama con cuidado y torpeza. Representaba la vida y no debía perecer. La retirada de la sangre de la superficie de su cuerpo le hizo temblar, y se volvió aún más torpe. Un gran trozo de musgo verde cayó de lleno sobre la pequeña hoguera. Intentó sacarlo con sus dedos y separar el núcleo del fuego, separando y dispersando la hierba y las ramitas encendidas. Intentó juntarlas de nuevo, pero, a pesar de la suavidad con que lo intentó, sus temblores le traicionaron, y las ramitas se dispersaron irremisiblemente. Cada ramita elevó un soplo de humo y se apagó. El proveedor de fuego había fracasado. Mientras miraba apático a su alrededor, sus ojos se detuvieron en el perro, sentado al otro lado de los restos de la hoguera, en la nieve, haciendo movimientos inquietos y encorva­dos, elevando ligeramente una pata delantera y luego otra, cambiando el peso de delante atrás con avidez anhelante.
La imagen del perro le trajo una idea descabellada. Recordó la historia de un hombre, atrapado en una tormenta, que mató un novillo y se metió dentro del cadáver, salvándose así. Mataría al perro e introduciría las manos en su cuerpo caliente hasta que desapareciera el entumecimiento. Entonces podría hacer otra hoguera. Le habló al perro, llamándole; pero en su voz había una ' extraña nota de temor que asustó al animal, que nunca le había oído hablar así. Algo pasaba, y su naturaleza sospechosa intuyó el peligro. No sabía qué peligro, pero algo, en alguna parte de su mente, despertó el recelo hacia el hombre. Aplastó sus orejas al ;3 sonido de la voz del hombre, y sus movimientos inquietos y i encorvados y el cambio de peso sobre sus patas delanteras se ¡ tornaron más pronunciados; pero no se acercó al hombre. Este se apoyó en sus manos y rodillas y se arrastró hacia el perro. Esta postura desacostumbrada levantó de nuevo sospechas y el perro huyó con pasos cortos.
El hombre se sentó en la nieve por un momento y luchó por calmarse. Se colocó las manoplas ayudándose con los dientes y se # irguió sobre sus pies. Primero miró hacia abajo para asegurarse de '; que realmente estaba en pie, pues la insensibilidad de los pies le dejaban desligado de la tierra. La posición erecta empezó a disipar las dudas de la mente del perro; y cuando habló con autoridad, con el sonido del látigo en su voz, el perro tornó a su servilismo acostumbrado y fue hacia él. Al llegar al alcance de sus brazos, el hombre perdió el control. Sus brazos se extendieron hacia él y experimentó una auténtica sorpresa, al descubrir que sus manos { no podían asir, que no existía ni movimiento ni sensación en los dedos. Se había olvidado por el momento de que estaban heladas y que se helaban cada vez más. Todo esto ocurrió con tanta velocidad, que, antes de que el animal pudiera escapar, le rodeó el cuerpo con sus brazos. Se sentó en la nieve y de este modo sujetó al perro, mientras gruñía, gemía y luchaba.
Pero era lo único que podía hacer, sujetar su cuerpo rodeado con los brazos y permanecer allí sentado. Se dio cuenta de que no podía matar al perro. No había forma de hacerlo. Con las manos inutilizadas no podía sacar ni empuñar su cuchillo de monte, ni asfixiar al animal. Lo soltó y huyó alocadamente, con el rabo entre las piernas y aún gruñendo. Se detuvo a cuarenta pies de distancia y lo observó curiosamente, con las orejas aguzadas hacia adelante.
El hombre bajó la vista hacia las manos para localizarlas, y las encontró colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció curioso tener que utilizar los ojos para averiguar dónde tenía las manos. Empezó a sacudir los brazos hacia los lados, golpeando las manos enfundadas contra sus costados. Hizo esto durante cinco minutos, con violencia, y su corazón bombeó la sangre suficiente a la superficie del cuerpo para poner término a sus temblores. Pero no le despertó sensación alguna en las manos. Tenía la impresión de que colgaban como pesas en los extremos de los brazos, pero, cuando intentó localizar la impresión, no la pudo encontrar.
Le sobrevino un temor sordo y opresivo de muerte. Este temor se acentuó velozmente al darse cuenta de que ya no era simplemente cuestión de perder los dedos o de perder las manos y los pies, sino cuestión de vida o muerte, con la suerte contra él. Esto le produjo pánico, y se volvió y echó a correr por el lecho del arroyo a lo largo del viejo y apenas visible camino. El perro se unió a él y le siguió detrás. Corría ciegamente, sin meta, con un miedo que no había conocido en toda su vida. Lentamente, mientras surcaba y daba traspiés a través de la nieve, empezó a ver las cosas de nuevo: la orilla del arroyo, los viejos depósitos de ramas, los álamos desnudos y el cielo. Correr le hizo sentirse mejor. No temblaba. Quizás, si seguía corriendo, sus pies se descongelaran; y de todos modos, si corría bastante, alcanzaría el campamento y a los muchachos. Perdería sin duda algunos dedos y alguna parte de la cara, pero los muchachos le cuidarían y salvarían el resto cuando llegara. Al mismo tiempo había otro pensamiento en su mente, que le decía que nunca llegaría al campamento con los muchachos, que estaba demasiado lejos, que la congelación estaba demasiado avanzada, y que pronto estaría rígido y muerto. Este pensamiento lo apartó de su mente y se negó a considerarlo. A veces pugnaba por hacerse oír, pero lo desechaba y se esforzaba por pensar en otras cosas.
Se le ocurrió que era curioso poder correr con pies tan helados, que no podía sentir cuándo tocaban el suelo y cargaban el peso de su cuerpo. Le parecía que se deslizaba sobre la superficie sin conexión con la tierra. Había visto una vez a un Mercurio alado, y se preguntó si Mercurio sentiría lo mismo, cuando se deslizaba sobre la tierra.
Su teoría de correr hasta alcanzar el campamento y a los muchachos tenía un fallo; carecía de la resistencia necesaria. . Varias veces tropezó, y finalmente se balanceó, se desplomó y cayó. Cuando intentó levantarse, no lo consiguió. Decidió que debía sentarse y descansar, y, luego, sencillamente andaría y seguiría hacia adelante. Mientras se sentaba y recobraba el aliento, notó que se encontraba bastante caliente y cómodo. No tiritaba, y parecía que un calor había entrado en su pecho y tronco. Y, sin embargo, cuando tocaba la nariz o la mejilla no experimentaba sensación alguna. Corriendo no se le iban a descongelar. Ni se le descongelarían las manos ni los pies. Entonces se le ocurrió pensar que las porciones heladas de su cuerpo debían estar ganando terreno. Intentó mantener oculto este pensamiento, olvidarlo, pensar en otra cosa; se daba cuenta del sentimiento de pánico que le producía, y temía el pánico. Pero el pensamiento se sostuvo, persistió hasta que le produjo la visión de su cuerpo completamente helado. No pudo soportarlo y de nuevo corrió alocadamente por el camino. Una vez desaceleró hasta llegar solo a caminar, pero la idea del hielo extendiéndose cada vez más le hizo apresurarse de nuevo.
Durante todo este tiempo el perro corría junto a él, pegado a sus talones. Cuando el hombre cayó por segunda vez, enroscó su rabo en sus patas delanteras y se sentó ante él, de frente, cu­riosamente ávido y atento. El calor y la seguridad del animal lo enojaban, y lo maldijo hasta que agachó las orejas pacífica­mente. Esta vez el temblor in­vadió al hombre con mayor fuerza. Estaba perdiendo la ba­talla contra el frío. Atacaba a su cuerpo por todos lados. La idea le hizo correr de nuevo, pero no por más de un centenar de pies, cuando tropezó y cayó de bruces. Fue su último senti­miento de pánico. Cuando re­cobró el aliento y se controló, se sentó y entretuvo su mente con la idea de enfrentarse a la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó en esos términos. Pensó que había estado haciendo el ridícu­lo, corriendo como una gallina decapitada. Ese era el símil que se le ocurrió. De todos modos se iba a helar, y lo menos que podía hacer era tomarlo con decencia. Con esta nueva paz de espíritu vino el primer sín­toma de sopor. Era una buena idea, pensó, morir durante el sueño. Era como tomar un anes­tésico. Helarse no era tan malo como pensaba la gente. Existían peores formas de morir.
Se imaginó a los muchachos encontrando su cuerpo al día siguiente. De repente se vio junto a ellos, avanzando por el camino, buscando su propio cuerpo. Y, aún junto a ellos, surgía de una revuelta del camino y se encontró a sí mismo tumbado en la nieve. Ya no era parte de sí mismo, pues estaba fuera de su cuerpo, junto a los muchachos y viéndose a sí mismo en la nieve. Sí, hacía frío, pensó. Cuando volviera a Estados Unidos, le contaría a la gente lo que es el verdadero frío. De esto pasó a una imagen del viejo de Sulphur Creek. Lo podía ver con claridad, caliente y cómodo, fumándose una pipa.
Tenías razón, viejo zorro; tenías razón -le murmuró el hombre al viejo de Sulphur Creek.
El hombre se hundió en el sueño más cómodo y satisfactorio que jamás conoció. El perro estaba sentado frente a él, observan­do. El corto día culminó con un lento y prolongado crepúsculo. No había señales de que se preparase una hoguera, y además, nunca había conocido el perro a un hombre que se sentara así en la nieve, sin hacer una hoguera. Mientras el crepúsculo avanzaba, le fue dominando el ávido anhelo de una hoguera, y con una gran agitación de sus patas delanteras gimió suavemente, agachó las orejas, anticipándose al castigo del hombre. Pero el hombre seguía en silencio. Más tarde el perro gimió más fuerte. Y aún más tarde se acercó al hombre y olfateó la muerte. Esto le hizo saltar atrás y retroceder. Se rezagó un poco más, aullando bajo las estrellas que brincaban, danzaban y brillaban en el cielo gélido. Entonces se volvió, tomó al trote el camino del campamento, que conocía, donde esperaban proveedores de comida y proveedores de hogueras.



El Burlado


Era el final. Subienkov había recorrido un largo camino de horror y amargura, como una paloma que volvía a casa, hacia las capitales de Europa, y aquí, más lejos que nunca, en la América rusa, acababa el sendero. Estaba sentado en la nieve, con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad a un enorme cosaco, tumbado en la nieve, gimiendo de dolor, que tenía ante él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo entregaron a las mujeres. Los gritos del hombre atestiguaban que ellas excedían en crueldad a los hombres.
Subienkov miró y se estremeció. No tenía miedo a morir. Había arriesgado demasiado su vida, en el duro camino que iba desde Varsovia a Nulato, para estremecerse ante el simple hecho de morir. Pero se oponía a la tortura. Ofendía su espíritu. Y esta ofensa, a su vez, no se debía al dolor que tenía que soportar, sino al triste espectáculo que el dolor haría de él. Sabía que rezaría y rogaría y suplicaría como Iván y los otros que le habían precedido. No sería nada agradable. Morir valiente y limpiamen­te, con una sonrisa y una burla, ah, ésa hubiera sido la manera. Pero perder el control, trastornar su espíritu con los tormentos de la carne, chillar y farfullar como un simio, convertirse en la mayor de las bestias, ah, eso era lo terrible.
No había tenido ocasión de escapar. Desde el principio, cuando sonó el ardiente sueño de la independencia de Polonia, se convirtió en un títere en manos del destino. Desde el principio, en Varsovia, en San Petersburgo, en las minas de Siberia, en Kamchatka, en los enloquecidos barcos de los ladrones de pieles, el destino lo había encaminado hacia este final. Sin duda, en los comienzos del mundo estaba escrito este final para él, para él, tan fino y sensible, con los nervios a flor de piel, que era un soñador, un poeta, un artista. Antes de que nadie imaginara su existencia, se sentenció que el palpitante manojo de sensibilidad que lo constituía sería condenado a vivir en una brutalidad cruda y aullante, y a morir en esta lejana tierra de la noche, en este oscuro lugar, más allá de los últimos confines del mundo.
Suspiró. Así que eso que tenía ante él era el Gran Iván; Gran Iván, el gigante, el hombre sin nervios, el hombre de hierro, el cosaco convertido en filibustero de los mares,
tan flemático como un buey, con un sistema nervioso tan bajo, que el dolor de un hombre normal apenas era para él un cosquilleo. Bien, bien, confía en estos indios nulatos para encontrar los nervios del Gran Iván y seguirlos hasta la raíz de su espíritu estremecido. Indudablemente lo estaban consiguiendo. El Gran Iván estaba pagando por su bajo estado nervioso. Ya había durado el doble que cualquiera de los otros.
Subienkov sintió que no podría soportar los sufrimientos del cosaco por más tiempo. ¿Por qué no moría Iván? Se volvería loco, si los gritos no cesaban. Pero, cuando cesaran, llegaría su turno. Y ahí estaba Yakaga esperándole, sonriéndole de antema­no; Yakaga, a quien la semana pasada había echado del fuerte, y sobre cuya cara había cruzado su látigo de perros. Yakaga le estaba reservando torturas más refinadas, sus horrores más exquisitos. ¡Ah! Por el modo en que gritó Iván debió ser un buen golpe. Los indios inclinados sobre él dieron un paso atrás con palmas y carcajadas. Subienkov vio la acción monstruosa que había perpetrado y empezó a reír histéricamente. Los indios le miraron, sorprendidos de que se riera. Pero Subienkov no podía dejar de hacerlo.
Esto no podía ser. Se controló, las sacudidas espasmódicas se fueron calmando lentamente. Intentó pensar en otras cosas, y co­menzó a leer en su propio pasado. Recordó a su madre y a su pa­dre, y al pequeño poney moteado, y al tutor francés que le había enseñado a bailar y dejado a hurtadillas una vieja y manoseada copia de Voltaire. De nuevo vio París, y el lúgubre Londres, y la alegre Viena y Roma. Y de nuevo vio al alocado grupo de jóvenes que soñaron, como él, el sueño de una Polonia indepen­diente, con un rey polaco en el trono de Varsovia. Ah, ahí es donde comenzaba el largo camino. Bueno, él había durado más que ninguno. Uno por uno, empezando con los dos ejecutados en San Petersburgo, contó las muertes de aquellos espíritus valientes. Uno había muerto a consecuencia de la paliza que le había propinado un carcelero; otro, en ese sangriento sendero del exilio, que habían recorrido durante meses interminables, golpeados y maltratados por sus guardias cosacos, y otro había caído por el camino. Siempre había habido salvajismo: salvajismo brutal y bestial. Habían muerto de fiebre, en las minas, bajo el knuts38. Los dos últimos murieron después de la huida, en la batalla con los cosacos, y sólo él había conseguido llegar a Kamchatka con los papeles y el dinero de un viajero que había dejado sobre la nieve.
Todo había sido brutalidad. Todos los años, con su corazón en los estudios, los teatros y las cortes, había estado cercado por la brutalidad. Había comprado su vida con sangre. Todos habían pactado. El había matado a aquel viajero por su pasaporte. Había demostrado que era un hombre de talento, batiéndose en duelo con dos oficiales rusos en el mismo día. Había tenido que someterse a prueba para ganarse un puesto entre los ladrones de pieles. Había tenido que ganarse el puesto. Tras él quedaba el largo e interminable camino que cruzaba Siberia y Rusia. No podía escapar por ahí, la única forma era seguir adelante, cruzando el oscuro y helado mar de Bering hasta Alaska. El camino le había llevado de una brutalidad a otra todavía mayor. En los barcos podridos de escorbuto de los ladrones de pieles, sin comida y sin agua, acosados por las interminables tormentas de ese mar tormentoso, los hombres se convirtieron en animales. Tres veces había navegado hacia el este de Kamchatka. Y otras tres, tras todo tipo de penalidades y sufrimientos, los supervivien­tes habían vuelto a Kamchatka. No había posibilidad de escapar, y no podía volver por donde había venido, las minas y el látigo lo esperaban.
De nuevo, por cuarta y última vez, navegó hacia el este. Fue uno de los primeros en encontrar la legendaria Isla de las Focas; pero no volvió con ellos para compartir las riquezas de las pieles en las enloquecidas orgías de Kamchatka. Juró que nunca volvería atrás. Sabía que, para ganar las queridas capitales de Europa, debía seguir adelante. Por tanto, cambió de barco y permaneció en la oscura nueva tierra. Sus compañeros eran cazadores eslavos y aventureros rusos, mongoles y tártaros y aborígenes siberianos, y, a través de los salvajes del Nuevo Mundo, abrieron un camino de sangre. Habían exterminado poblados enteros que se habían negado a pagar el tributo de pieles; y ellos, a su vez, habían sido exterminados por los tripulantes de otros barcos. El y un finlandés habían sido los únicos supervivientes de una de estas tripulaciones. Se pasaron un invierno de soledad y hambre en una desierta isla de las Aleutianas, y su rescate en primavera, por otro barco de pieles, había sido una posibilidad entre mil.
Pero el terrible salvajismo siempre le había cercado. Pasando de un barco a otro, negándose siempre a volver, había llegado a un barco que iba a explorar el sur. Á lo largo de la costa de Alaska no encontraron más que hordas de salvajes. Cada anclaje entre las abruptas islas, o bajo los hoscos acantilados de tierra firme, había significado una batalla o una tormenta. O soplaban temporales, amenazando destrucción, o las canoas de guerra se acercaban, tripuladas por nativos vociferantes con la pintura de guerra en sus rostros, que venían a conocer las virtudes sangrien­tas de la pólvora de los piratas del mar. Al sur, siempre al sur, navegando hasta las míticas tierras de California. Aquí, se decía, vivían aventureros españoles, que habían abierto camino desde México. Había puesto su esperanza en esos aventureros españoles. Encontrándose con ellos, lo demás hubiera sido fácil. ¿Qué importaban un año o dos, más o menos? Y llegaría a México, luego un barco, y Europa sería suya. Pero no había encontrado a ningún español. Sólo habían encontrado el mismo impenetrable muro de salvajismo. Los habitantes de los confines del mundo, pintados para la guerra, los habían expulsado de las costas. Por fin, cuando el barco fue apresado y cada uno de sus hombres muerto, el comandante abandonó la empresa y regresó al norte.
Pasaron los años. Había servido bajo Tebenkoff, cuando se construyó el reducto de Michaelovski. Pasó dos años en la región de Kuskokwim. Dos veranos, en el mes de junio, había consegui­do llegar al estrecho de Kotzebue. Aquí, en esa época, las tribus se reunían para traficar; se encontraban pieles moteadas de venado de Siberia, marfil de las Diomedes, pieles de morsa de las costas del Ártico, extraños candiles de piedra, pasados de tribu en tribu desde tiempos que nadie recordaba, y, una vez, un cuchillo de caza de fabricación inglesa; aquí supo Subienkov que estaba la escuela donde aprender geografía. Conoció a esquimales del estrecho de Norton, de la isla de King y de la isla de San Lorenzo, de Cabo Príncipe de Gales y Punta Barrow. Tales lugares tenían otros nombres, y sus distancias se medían en jornadas.
Era una vasta región de la cual procedían estos salvajes, y una región aún más vasta de donde, por intercambios repetidos, procedían sus candiles de piedra y el cuchillo de acero. Subienkov amenazaba, halagaba y sobornaba. Ante él aparecía todo viajero que viniera de lejos o todo extraño hombre de tribu. Se hablaba de peligros incontables e inimaginables, así como de bestias salvajes, de tribus hostiles, de bosques impenetrables, y de grandes cordilleras montañosas. Pero siempre venía de allende el rumor y la historia de hombres de piel blanca, ojos azules y cabellos rubios que luchaban como demonios y siempre buscaban pieles. Estaban al este, lejos, muy lejos, al este. Nadie los había visto. Era un rumor que había pasado de boca en boca.
Era una escuela difícil. Uno no podía aprender geografía demasiado bien a través de extraños dialectos, de oscuras mentes que mezclaban la realidad con la fábula, y que medían distancias en «dormidas», que variaban según la dificultad del camino. Pero al fin llegó el rumor que envalentonó a Subienkov. Al este se extendía un gran río donde estaban estos hombres de ojos azules. El río se llamaba Yukón. Al sur de fuerte Michaelovski desembo­caba otro gran río que los rusos conocían con el nombre de Kwikpak. Corría el rumor de que estos dos ríos eran el mismo.
Subienkov regresó a Michaelovski. Durante un año insistió en organizar una expedición por el Kwikpak. Entonces apareció Malakoff, el mestizo ruso, para dirigir la más alocada y feroz de las hordas infernales de aventureros mestizos que jamás cruzaron Kamchatka. Subienkov era su teniente. Se abrieron paso por los laberintos del gran delta del Kwikpak, atravesaron las primeras colinas bajas de la orilla norte, y a lo largo de quinientas millas, en canoas de piel cargadas hasta el borde de mercancías y municio­nes, lucharon contra la corriente de cinco nudos de un río que corría de dos a diez millas de ancho en un canal de muchas brazas de profundidad. Malakoff decidió construir el fuerte en Nulato. Subienkov instó a seguir adelante. Pero rápidamente se reconcilió con Nulato. El largo invierno se echaba encima. Sería mejor esperar. A comienzos del año siguiente, cuando se derritiera el hielo, desaparecería por el Kwikpak y lo remontaría hasta las factorías de la compañía de la Bahía de Hudson. Malakoff nunca había oído el rumor de que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkov no se lo dijo.
Vino la construcción del fuerte. Fue una labor obligada. Los muros de hileras de troncos se levantaron con los suspiros y quejidos de los indios nulatos. El látigo restallaba sobre sus espaldas, y era la mano de hierro de los filibusteros del mar la que hacía crujir el látigo. Había indios que huían, y, cuando eran capturados, se los traía de nuevo, y se los tendía de bruces ante el fuerte, donde ellos y su tribu aprendieron la eficacia del látigo. Dos murieron bajo él; otros quedaron mutilados de por vida; y el resto aprendió la lección y no volvieron a escapar. La nieve cayó antes de que el fuerte estuviera terminado, y entonces venía la época de las pieles. Se impuso un fuerte tributo a la tribu. Los golpes y azotes continuaron, y el tributo se pagó. Se tomaron mujeres y niños como rehenes y se los trató con la crueldad que sólo conocían los ladrones de pieles.
Había sido, pues, una siembra de sangre, y ahora había llegado la cosecha. El fuerte había desaparecido. A la luz de sus llamas, la mitad de los ladrones de pieles murieron a cuchillo, la otra mitad había muerto torturada. Sólo quedaba Subienkov, o Subienkov y el Gran Iván, si es que esa masa gimiente y lloriqueante podía llamarse Gran Iván. Subienkov vio a Yakaga. La marca del látigo estaba aún en su cara. Después de todo, Subienkov no le culpaba, pero le disgustaba pensar lo que Yakaga le haría. Pensó en apelar a Makamuk, el jefe de la tribu; pero su sentido común le decía que tal apelación sería inútil. También pensó en romper sus ligaduras y morir luchando. Tal final sería rápido. Pero no podía desatar las ligaduras, las correas de caribú eran más fuertes que él. Y pensando, le vino otra idea. Pidió ver a Makamuk, y que le trajeran un intérprete que conociera el dialecto de la costa.
-Oh, Makamuk dijo-. Yo no estoy destinado a morir. Soy un gran hombre, y sería necedad que yo muriera. De verdad, no moriré. No soy como esa carroña.
Miró la masa gimiente que fuera el Gran Iván, y lo movió despectivamente con un pie.
Soy demasiado sabio para morir. Poseo una gran medicina. Sólo yo conozco esta medicina. Como no voy a morir, cambiaré esta medicina contigo.
-¿Qué medicina es ésa? -exigió Makamuk.
-Es una medicina rara.
Subienkov deliberó consigo mismo por un momento, como si temiera compartir el secreto.
-Te lo diré. Untada la piel con un poco de esta medicina se pone dura como una roca, dura como el hierro, para que ningún arma afilada pueda cortarla. El golpe más fuerte de un arma afilada es inútil contra ella. Un cuchillo se convierte en un pedazo de barro; y doblará el filo de los cuchillos que os hemos traído. :Qué me darás a cambio del secreto de la medicina?
-Te daré la vida -contestó Makamuk a través del intérprete.
Subienkov rió despectivamente.
-Y serás un esclavo en mi casa hasta que mueras. El polaco rió aún más despectivamente.
-Desata mis manos y mis pies y hablemos -dijo.
El jefe hizo una señal. Cuando estuvo libre Subienkov, lió un cigarrillo y lo encendió.
-Eso es una tontería -dijo Makamuk-. No existe tal medicina. No puede ser. Un filo cortante es más fuerte que cualquier medicina.
El jefe no se lo creía, y sin embargo dudaba. Había visto demasiadas diabluras de los ladrones de pieles que funcionaban.
No podía dudar totalmente.
-Te daré la vida, pero no serás un esclavo -anunció. -Más que eso.
Subienkov hizo su papel con la misma frialdad que si
estuviera regateando por una piel de zorro.
-Es una gran medicina. Me ha salvado la vida muchas veces. Quisiera un trineo y perros, y seis de tus cazadores que me acompañen río abajo y me protejan hasta una jornada de distancia del fuerte Michaelovski.
-Debes vivir aquí, y enseñarnos tus diabluras --fue la respuesta.
Subienkov se encogió de hombros y permaneció callado. Exhaló el humo del cigarrillo en el aire helado, y miró curiosa­mente lo que quedaba del gran cosaco.
-¡La cicatriz! -dijo de repente Makamuk señalando el cuello del polaco, donde una lívida marca delataba la cuchillada recibida en una pelea en Kamchatka . La medicina no es buena. El filo cortante fue más fuerte que tu medicina.
-Fue un hombre fuerte quien dirigió el golpe -consideró Subienkov-. Más fuerte que tú, más fuerte que el cazador más
fuerte, más fuerte que él.
De nuevo, con la punta del mocasín, tocó al cosaco, un espectáculo horripilante, ya inconsciente. Y sin embargo, su cuerpo desmembrado aguantaba, se aferraba a la torturada vida y se resistía a marchar.
-Además la medicina todavía era débil. Pues no tenía cierto tipo de bayas, que abundan en esta tierra; aquí la medicina será fuerte.
-Te dejaré ir río abajo -dijo Makamuk-. Y el trineo y los perros y los seis cazadores para protegerte serán tuyos.
-Eres lento -fue la fría respuesta-. Has cometido una ofensa contra mi medicina, al no aceptar inmediatamente mis condiciones. Ahora pido más. Quiero cien pieles de castor -Makamuk hizo una mueca irónica-. Quiero cien libras de pescado seco -Makamuk asintió, el pescado era abundante y barato-. Quiero dos trineos, uno para mí y otro para mis pieles y pescados. Y que se me devuelva mi rifle. Si no te gusta el precio, dentro de poco aumentará.
Yakaga susurró algo al oído del jefe.
-¿Pero como sabré que tu medicina es buena? -preguntó Makamuk.
-Es muy sencillo. Primero iré al bosque.
De nuevo Yakaga le susurró algo al oído de Makamuk, que negó con recelo.
-Puedes mandar a veinte cazadores conmigo -siguió Subienkov-. Como verás, tengo que recoger las bayas y las raíces para hacer la medicina. Después, cuando hayas traído los dos trineos y hayas cargado en ellos el pescado y las pieles de castor y el rifle, y cuando hayas escogido los seis cazadores que irán conmigo, entonces, cuando todo esté preparado, untaré la medicina en mi cuello, y lo apoyaré sobre ese tronco. Entonces tu cazador más fuerte podrá coger el hacha y hundirla tres veces en mi cuello. Tú mismo puedes hundirla tres veces.
Makamuk permaneció ante él con la boca abierta, absorto ante la última y más maravillosa magia de los ladrones de pieles.
-Pero antes -añadió apresuradamente el polaco- entre hachazo y hachazo debo aplicarme la medicina. El hacha es fuerte y afilada, y no quiero equivocaciones.
-Todo lo que has pedido se te concederá -gritó Makamuk, aceptando apresuradamente-. Procede a preparar tu medi­cina.
Subienkov ocultó su júbilo. Estaba jugando una partida
desesperada, y no debía cometer ningún desliz. Habló con arrogancia.
-Has sido lento. Mi medicina se ha ofendido. Para limpiar la ofensa debes darme a tu hija.
Señaló a la muchacha, una criatura indeseable, con una nube en un ojo y afilados dientes de lobo. Makamuk estaba enfadado, pero el polaco seguía imperturbable, liando y encendiendo otro cigarrillo.
-Date prisa -amenazó-. Si no eres rápido, pediré aún más.
En el silencio que siguió se desvaneció ante él la tenebrosa escena nórdica, y vio una vez más su tierra natal, y Francia, y luego, al mirar a la muchacha de dientes de lobo, recordó a otra muchacha, una cantante y bailarina que había conocido de joven en su primer viaje a París.
-¿Qué quieres de la muchacha? -preguntó Makamuk.
Quiero que me acompañe río abajo -Subienkov la miró con ojo crítico-. Será una buena esposa, y es un honor digno de mi medicina casarme con tu sangre.
De nuevo recordó a la cantante y bailarina y tarareó en voz alta una canción que le había enseñado. Revivió su pasado, pero de un modo desprendido e impersonal. Mirando las imágenes de su propia vida como si fuesen imágenes del libro de la vida de cualquier otra persona.
-Así se hará -dijo Makamuk-. La muchacha irá contigo río abajo. Pero queda claro que yo mismo daré los tres hachazos en tu cuello.
-Pero cada vez me aplicaré la medicina -contestó Subienkov con una nota de ansiedad mal disimulada.
-Te aplicarás la medicina entre cada hachazo, y estarán presentes los cazadores, que se encargarán de que no huyas. Ve al bosque y recoge tu medicina.
Makamuk se había convencido de la veracidad de la medicina por la rapacidad del polaco. Sólo la más maravillosa medicina permitiría a un hombre, a punto de morir, levantarse y regatear como una vieja.
-Además -susurró Yakaga, cuando el polaco y su escolta desaparecieron entre los árboles-, cuando hayas conocido la medicina, lo podrás destruir fácilmente.
-¿Pero cómo lo voy a destruir? -razonó Makamuk-. Su medicina no me lo permitirá.
-En alguna parte no se habrá untado de medicina -fue la respuesta de Yakaga-. Lo destruiremos por ahí. Pueden ser sus oídos. Pues bien, clavaremos una lanza en uno de sus oídos y la sacaremos por el otro. O pueden ser sus ojos. Seguramente la medicina será demasiado fuerte para poder untársela en los ojos.
El jefe asintió:
-Eres sabio, Yakaga. Sino posee más diabluras, lo destruiremos.
Subienkov no perdió el tiempo recogiendo los ingredientes para su medicina. Escogió todo lo que le venía a mano, como agujas de abeto, la corteza interna de un sauce, una tira de corteza de abedul, cantidad de bayas, que hizo extraer de la tierra, bajo la nieve, a los cazadores. Unas cuantas raíces heladas completaron sus provisiones, y regresó al campamento.
Makamuk y Yakaga se agazaparon a su lado, anotando las cantidades y especies que añadía a la olla de agua hirviendo.
-Hay que tener cuidado de echar primero las bayas -explicó-. Y, ¡ah!, sí, una cosa más, el dedo de un hombre. A ver, Yakaga, déjame cortarte el dedo.
Yakaga escondió la mano y frunció el ceño.
-Sólo el dedo pequeño -rogó Subienkov.
-Yakaga, dale tu dedo -ordenó Makamuk.
-Hay muchos dedos tirados por ahí -gruñó Yakaga, señalando los restos humanos de las personas torturadas a muerte, esparcidos por la nieve.
-Debe ser el dedo de un hombre vivo -objetó el polaco.
-Entonces tendrás el dedo de un hombre vivo -Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo.
-No está muerto aún -anunció, arrojándole a los pies del polaco el sangriento trofeo-. Además, es un buen dedo, porque es grande.
Subienkov lo arrojó al fuego bajo la olla y comenzó a cantar. Era una canción de amor francesa, que cantó al brebaje con gran solemnidad.
-Sin estas palabras que digo la medicina no tiene valor explicó-; las palabras son la mayor fuerza de la medicina. Mirad, ya está lista.
-Di las palabras despacio, para que las aprenda -ordenó Makamuk.
-Hasta después de la prueba no. Cuando el hacha caiga tres veces en mi cuello, entonces te diré el secreto de las palabras.
-¿Y si la medicina no es buena? -preguntó ansiosamente Makamuk.
Subienkov se volvió furioso hacia él.
-Mi medicina siempre es buena. De todos modos, si no es buena, haz conmigo como has hecho con los demás. Córtame en trocitos como a él -y señaló al cosaco-. La medicina ya está fría. La untaré en mi cuello, pronunciando esta nueva fórmula mágica.
Gravemente entonó una estrofa de «La Marsellesa», mientras se untaba en el cuello el vil brebaje.
Un alarido interrumpió su comedia. El cosaco gigante, con el último impulso de su tremenda vitalidad, se había levantado sobre sus rodillas. Risas y gritos de sorpresa y aplausos se elevaron de los nulatos, mientras el Gran Iván se revolcaba por la nieve con grandes espasmos.
Subienkov enfermó con el espectáculo, pero dominó sus náuseas y fingió enojarse.
-Esto no puede ser -dijo-. Terminad con él y luego haremos la prueba. Tú, Yakaga, encárgate de que cesen esos j ruidos.
Mientras esto se llevaba a cabo, Subienkov se volvió a j Makamuk.
-Y recuerda, debes golpear fuerte. No es un juego de niños. Toma, coge el hacha y golpea el tronco, para que vea que lo haces como un hombre.
Makamuk obedeció, golpeando dos veces, con precisión y vigor, cortando una gran astilla.
-Está bien -Subienkov contempló a su alrededor el círculo de caras salvajes que de algún modo simbolizaban el muro de brutalidad que le había cercado desde que le arrestó la policía del sur por primera vez en Varsovia-. Toma tu hacha, Makamuk, y ponte de pie, así. Yo me tumbaré. Cuando levante mi mano, golpea, y golpea con toda tu fuerza. Y ten cuidado de que nadie esté detrás de ti. La medicina es buena, y el hacha puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos.
Miró los dos trineos, con los perros enganchados, cargados de pieles y pescado. Su rifle descansaba sobre las pieles. Los seis cazadores que debían hacer de escolta esperaban junto a los trineos.
-¿Dónde está la muchacha? -preguntó el polaco-. Traedla a los trineos antes de que siga la prueba.
Cuando hubieron satisfecho su deseo, Subienkov se tumbó en la nieve, reposando la cabeza sobre el tronco, como un niño a punto de dormir. Había vivido tantos años tristes, que estaba verdaderamente cansado.
Me río de ti y de tu fuerza, Makamuk –dijo-. Golpea, y fuerte.
Alzó la mano. Makamuk blandió el hacha, una de filo ancho utilizada para cortar troncos. El brillante acero destelló a través del aire helado, se detuvo por una fracción de segundo sobre la cabeza de Makamuk, y luego descendió sobre el cuello desnudo de Subienkov. Cortó limpiamente a través de la carne y el hueso, hundiéndose profundamente en el tronco. Los salvajes asombra­dos vieron botar la cabeza a una yarda de distancia del tronco sangrante.
Tuvo lugar un gran revuelo y silencio, mientras lentamente se fue abriendo camino en sus mentes la idea de que no había existido tal medicina. El ladrón de pieles se había burlado de ellos. Entre todos los prisioneros, sólo él había escapado a la tortura. Esa había sido su jugada. Una gran oleada de carcajadas se levantó. Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles le había engañado. Se había burlado de él ante su pueblo. Makamuk se volvió y con la cabeza baja se alejó. Sabía que desde ese día ya no le conocerían como Makamuk. Sería «El Burlado». El recuerdo de su venganza le acompañaría hasta la muerte. Y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en verano para traficar, correría de un lado a otro de las hogueras la historia de cómo el ladrón de pieles murió pacífica­mente, de un golpe, a manos de El Burlado.
-¿Quién fue El Burlado? -podía oír preguntar de antemano ; a algún joven-. ¡Oh! ¡El Burlado! -sería la respuesta-. Aquél a quien llamaban Makamuk antes de que cortara la cabeza al ladrón de pieles.



1 Botas de piel de foca o de reno, calzadas por los esquimales
2 Grados Farenheit.

3 Un fuerte deseo o impulso por viajar
4 En francés. viajeros
5 Squawman: término con el que se define a! hombre blanco casado con una india y que vive como uno más de la tribu.
6 Expresión chinook de! oeste canadiense que significa «muy bueno».
7 Tribu india del norte de Canadá.
8 Hombre empleado por una compañía de pieles para transportar bienes y hombres entre las remotas factorías del norte.
9 Del francés. Embarcación pequeña.
10 El pemmican es una comida concentrada, utilizada por los indios de Norteamérica, consistente en carne magra desecada, molida y mezclada con grasa derretida.
11 Personificación del lucro y la codicia en el Nuevo Testamento (Mt 6, 24; Lc 16, 13).

12 Personaje del drama de Shakespeare, El mercader de Venecia. Es el prototipo del usurero cruel, duro, rapaz v vengativo.
13 Tribu india de Alaska.
14 Río de Alaska.
15 Tribu india de Alaska
16 Maldición francesa.
17 Abreviatura de monsieur. Del francés, señor.
18 perro esquimal.
19 Del francés, bien.

20 Del francés, gracias.
21 Del francés, padre.
22 Mujer india.

23 Pertenecientes a la iglesia reformada bautista, que rechaza el bautismo de los niños, relegándolo a la edad adulta.

24 Término con el que se define al hombre blanco casado con una india y que vive como uno más de la tribu.
25 Término con el que se define a los recién llegados al Norte en el idioma del país.
26 Arbusto norteamericano semejante al brezo.
27 Lirios moteados del oeste de Norteamérica.
28 En español en el original.
29 Caballo salvaje de las praderas.
30 Boswell, James (1740-1795), escritor y jurisconsulto escocés, famoso por su biografía del doctor Samuel Johnson. Dícese de aquel que recoge con detalle las conversaciones y actividades de un contemporáneo famoso.

31 Véase Demasiado Oro.
32 Veranillo indio: Veranillo de San Martín.
33 En canoas de los indios siwash.
34 Tribu india de Alaska.
35 Juegos de naipes.
36 Recién llegado.
37 El autor habla de grados de la escala Fahrenheit, en la que el punto de congelación se da en los 32 grados Fahrenheit.
38 Tipo de látigo utilizado en Rusia.

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