Jack London
LA LEY DE LA VIDA
El viejo Koshkoosh escuchaba con avidez. Aunque hacía tiempo que se le había debilitado la vista, su oído seguía siendo agudo, y el menor sonido penetraba en la parpadeante inteligencia que aún moraba detrás de la arrugada frente, pero que ya no examinaba las cosas del mundo. ¡Ah! Era Sit-cum-to-ha, que anatematizaba, chillona, a los perros, mientras los golpeaba y empujaba para que se dejaran poner los arreos. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija, pero se hallaba demasiado ocupada para derrochar un pensamiento en su quebrantado abuelo, sentado, solo, allí, en la nieve, abandonado e indefenso. Era preciso levantar campamento. La larga senda esperaba, en tanto que el breve día se negaba a demorarse. La vida la llamaba, y también los deberes de la vida, si no la muerte. Y él se encontraba ya muy cerca de la muerte.
El pensamiento hizo que el viejo experimentase pánico por un momento, y extendió una mano paralítica, que vagó, temblorosa, sobre el reducido montículo de leña seca que tenía a su lado. Seguro de que en verdad estaba allí, su mano volvió al refugio de sus pieles sarnosas, y una vez más se dedicó a escuchar. El hosco crujido de cueros semicongelados le dijo que se había desarmado el alojamiento de piel de alce del jefe, y que en ese momento se plegaba y reducía a dimensiones portátiles. El jefe era su hijo, fornido y fuerte, cabeza de la tribu y poderoso cazador. Mientras las mujeres trajinaban con el equipaje del campamento, su voz se elevó, para burlarse de ellas por su lentitud. El viejo Koshkoosh aguzó el oído. Era la última vez que escucharía esa voz. ¡Ya se iba la vivienda de Geehow! ¡Y la de Tusken! Siete, ocho, nueve; sólo la del chamán podía quedar todavía en pie. ¡Ah! Ya trabajaban en ella. Oyó el gruñido del chamán cuando la cargaba sobre el trineo. Un niño gimoteó, y una mujer lo calmó con guturales suaves, canturreantes. El pequeño Koo-tee, pensó el anciano, un chico inquieto, y no muy fuerte. Quizá moriría pronto, y abrirían un hoyo, con fuego, en la tundra helada, y apilarían rocas encima, para que no se acercasen los glotones. Bien, ¿qué importaba? Unos pocos años, cuando mucho, y tantos con el estómago vacío como con él lleno. Y al final esperaba la muerte, siempre hambrienta, la más hambrienta de todos ellos.
¿Qué era eso? Ah, los hombres atando los trineos y poniendo tensas las correas. Escuchó, él, que ya no oiría más. Los látigos aullaban y mordían entre los perros. ¡Cómo gemía! ¡Cómo odiaban el trabajo v la senda! ¡Y ya partían! Trineo tras trineo removió la nieve y se alejó con lentitud, hacia el silencio. Ya no estaban. Se habían ido de su vida, y él encaraba, solo, la última hora amarga.
No. La nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se erguía ante él; sobre su cabeza se posó con suavidad una mano. Su hijo era bueno, al hacer eso. Recordaba a otros viejos cuyos hijos no esperaron después que se fue la tribu. Pero su hijo sí. Se alejó hacia el pasado, hasta que la voz del joven lo llevó al presente.
-¿Estás bien? -le preguntó.
Y el anciano respondió
-Estoy bien.
-Hay leña a tu lado -continuó el más joven-,
y el fuego arde bien. La mañana es gris, y empezó la helada. Pronto nevará. Ya está nevando.
-Sí, ya está nevando.
-Los de la tribu se van de prisa. Sus fardos son pesados, y tienen el vientre chato por el ayuno. La senda es larga, y viajan con rapidez. Ahora me voy. ¿Está bien?
-Está bien. Soy la hoja del año pasado que se aferra con ligereza al tallo. Al primer soplo, caeré. Mi voz se ha vuelto como la de una vieja. Mis ojos ya no me muestran el camino de mis pies, y éstos están pesados, y me canso. Está bien.
Inclinó la cabeza, satisfecho, hasta que murió el último ruido de la nieve que se quejaba, y supo que ya no podía llamar a su hijo. Luego su mano reptó, de prisa, hacia la leña. Era lo que se interponía entre él y la eternidad que se abría ante él. Al cabo, la medida de su vida era un puñado de ramas. Una a una alimentarían el fuego, y así, paso a paso, la muerte se insinuaría sobre él. Cuando la última rama hubiese entregado su calor, la helada empezaría a adquirir fuerzas. Primero se rendirían los pies, luego las manos; y el embotamiento recorrería, poco a poco, desde las extremidades hasta el resto del cuerpo. La cabeza se le caería sobre las rodillas, y descansaría. Era fácil. Todos los hombres deben morir.
No se quejaba. Era el modo de vida, y era justo. Había nacido cerca de la tierra, de la tierra en que vivió, y la ley de ésta no era nueva para él.
Era la ley de toda la carne. La naturaleza no era bondadosa con la carne. No le preocupaba esa cosa concreta que se denomina individuo. Su interés se concentraba en la especie, la raza. Esa era la abstracción más profunda de que era capaz el cerebro bárbaro del viejo Koshkoosh, pero la captaba con firmeza. La veía ejemplificada en toda la vida. El ascenso de la savia, el verde estallido de la yema del sauce, la caída de la hoja amarilla: en eso solo se narraba toda la historia. Pero la naturaleza le fijaba una tarea al individuo. Si no la cumplía, moría. A la naturaleza no le importaba; abundaban los obedientes, y lo que vivía, y vivía siempre, era la obediencia en ese asunto, no los obedientes. La tribu de Koshkoosh era muy antigua. Los ancianos que conoció de joven habían conocido a otros ancianos, a su vez. Por lo tanto era cierto que la tribu vivía, que representaba la obediencia de todos sus miembros, hasta el pasado olvidado, cuyos propios lugares de reposo ya no se recordaban. No contaban; eran episodios. Habían desaparecido como nubes en un cielo de verano. Él también era un episodio, y también se disiparía. A la naturaleza no le importaba. Imponía una tarea a la vida, le dictaba una ley. Perpetuar era la misión de la vida, y su ley la muerte. Una doncella era una criatura digna de mirarse, fuerte, de pechos plenos, con elasticidad en los pasos y luz en los ojos. Pero aún tenía su tarea ante sí. La luz de sus ojos se avivaba, sus pasos se hacían más rápidos, ahora era osada con los jóvenes, y les comunicaba su propia inquietud. Y cada vez se hacía más hermosa de ver, hasta que un cazador, incapaz de contenerse, la llevaba a su morada para cocinar y trabajar para él, y para convertirse en la madre de sus hijos. Y con la llegada de sus descendientes, la belleza la abandonaba. Sus miembros se arrastraban y pesaban, los ojos se apagaban y se volvían legañosos, y sólo los chiquillos encontraban gozo contra la mejilla arrugada de la vieja, junto al fuego. Su tarea estaba concluida. Un poco después, con el primer mordisco del hambre o la primera senda larga, sería abandonada como lo fue él, en la nieve, con un pequeño haz de leña. Tal era la ley.
Colocó un palo con cuidado, en el fuego, y reanudó sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes, con todas las cosas. Los mosquitos se desvanecían con la primera escarcha. La diminuta ardilla de árbol se alejaba arrastrándose, para morir. Cuando la vejez caía sobre el conejo, se volvía lento y pesado, y ya no podía distanciarse de sus enemigos. Y hasta el gigantesco reno de cara blanca se volvía torpe y ciego y pendenciero, y a la larga era derribado por un puñado de perros esquimales ladradores. Recordó cómo había abandonado a su propio padre en el tramo superior del Klondike, un invierno, el invierno anterior al momento en que llegó el misionero con sus libros que hablaban y su caja de medicinas. Muchas veces Koshkoosh hizo chasquear los labios al recordar la caja, aunque ahora la boca se negaba a humedecérsele. Lo que "mataba el dolor" era en especial bueno. Pero en fin de cuentas el misionero era un engorro, porque no llevaba carne al campamento, comía con voracidad, y los cazadores gruñían. Pero se heló los pulmones en la divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se pelearon por sus huesos.
Koshkoosh depositó otra rama en el fuego y rebuscó más a fondo en el pasado. Estaba la época del Gran Hambre, en que los ancianos se acurrucaban, con el estómago vacío, al lado del fuego y dejaban caer de los labios vagas tradiciones sobre la época lejana en que el Yukón corrió libre durante tres inviernos y luego permaneció helado durante tres veranos. Perdió a su madre en esa época de hambre. En el verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba con ansias el invierno y la aparición del caribú. Y llegó el invierno, pero el caribú no vino con él. Nunca se conoció nada parecido, ni siquiera en vida de los ancianos. Pero el caribú no apareció, y era el séptimo año, y los conejos no se habían reproducido, y los perros no eran otra cosa que sacos de huesos. Y durante la larga oscuridad los niños gemían y morían, y las mujeres, y los ancianos; y apenas uno de cada diez miembros de la tribu sobrevivió para saludar el sol, cuando regresó, en la primavera. ¡Ese fue hambre!
Pero también conoció épocas de abundancia, en que la carne se les arruinaba entre las manos, y los perros estaban gordos e inútiles por el exceso de comida; períodos en que dejaban que la caza se alejara, sin matarla, y las mujeres eran fértiles, y las viviendas se encontraban atestadas de niños y niñas que gateaban. Y entonces los hombres vieron crecer su vientre, y revivieron antiguas pendencias, y cruzaron las vertientes, hacia el sur, para matar a los pelly, y hacia el oeste, para poder sentarse ante los fuegos apagados de los tanana. Recordaba, de joven, una época de abundancia, en que vio un alce abatido por los lobos. Zing-ha yacía con él en la nieve y miraba; Zing-ha, quien más tarde se convirtió en el más astuto de los cazadores y que a la larga cayó en un pozo del Yukón. Lo encontraron un mes más tarde, tal como había salido arrastrándose a medias, rígido, sobre el hielo.
Pero el alce. Zing-ha y él salieron ese día a jugar y cazar, como lo hacían sus padres. En el lecho del arroyo encontraron las huellas recientes de un alce, y con ellas las de muchos lobos.
-Uno viejo -dijo Zing-ha, más rápido para leer las señales-, uno viejo, que no puede seguir con la manada. Los lobos lo separaron de sus hermanos, y ya no lo dejarán.
Y así fue. Era su manera de ser. De día y de noche, sin descansar, tirándole mordiscos a las patas, al hocico, seguirían con él hasta el final. ¡Zingha y él sintieron que el ansia de sangre se les acentuaba! ¡ El remate sería un espectáculo digno de verse!
Con pies ávidos, se internaron en la senda, y aun él, Koshkoosh, lento de visión y rastreador no versado, habría podido seguirla a ciegas, tan ancha era. Se encontraban sobre las huellas de la pieza perseguida, y a cada paso leían la torva tragedia, recién escrita. Llegaron a un lugar en que el alce se detuvo para defenderse. La nieve había sido pisoteada y revuelta en todas direcciones, a una distancia del triple del cuerpo de un hombre maduro. En el centro se veían las impresiones del animal de cascos hendidos, y en derredor, por todas partes, las pisadas más ligeras de los lobos. Algunos, mientras sus hermanos acosaban a la presa, se echaron a un costado y descansaron. La extendida impresión de su cuerpo en la nieve era tan perfecta, como si hubiera sido hecha un momento antes. Un lobo fue sorprendido en una salvaje acometida de la víctima enloquecida, y pisoteado a muerte. Unos pocos huesos mondados eran testimonio de ello.
En un segundo lugar de detención detuvieron el alzar de sus raquetas para la nieve. Allí el gran animal había luchado con desesperación. En dos ocasiones fue derribado, como lo atestiguaba la nieve, y dos veces se quitó de encima a sus atacantes y logró erguirse. Hacía tiempo que había llevado a cabo su tarea, pero la vida seguía siéndole cara. Zing-ha dijo que era raro que un alce, una vez derribado, volviera a ponerse de pie; pero por cierto que ese lo había hecho. Cuando se lo contaran, el chamán vería en ello signos y prodigios.
Y una vez más llegaron a un lugar en que el alce intentó trepar y llegar a los bosques. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás, hasta que retrocedió y cayó sobre ellos, y hundió en la nieve, profundamente, a dos. Resultaba evidente que el final estaba cerca, porque sus hermanos los dejaron intactos. Siguieron de largo con rapidez ante dos enfrentamientos más, breves en el tiempo y muy cercanos. Ahora la senda estaba roja, y los limpios pasos del animal se habían vuelto cortos y descuidados. Y entonces oyeron los primeros ruidos del combate... no el coro pleno de la cacería, sino el rápido ladrido seco que hablaba de lucha cuerpo a cuerpo y de dientes hundidos en la carne. Arrastrándose contra el viento, Zing-ha reptó sobre la nieve, y con él también Koshkoosh, quien en los años por venir llegaría a ser jefe de la tribu. Juntos apartaron las ramas inferiores de un abeto joven y atisbaron. Vieron el final.
La imagen, como todas las impresiones de la juventud, seguía grabada con fuerza en él, y sus ojos turbios contemplaron la culminación con tanta vividez como en aquella época tan lejana. Koshkoosh se asombró de ello, porque en los días que siguieron, cuando era un dirigente de hombres y jefe de consejeros, llevó a cabo grandes hazañas e hizo que su nombre fuese una maldición en boca de los pelly, para no hablar del extraño hombre blanco a quien mató, cuchillo contra cuchillo, en lucha franca.
Durante mucho tiempo caviló acerca de los días de su juventud, hasta que el fuego disminuyó y la helada mordió más a fondo. Esa vez lo alimentó con dos ramitas y calculó su asidero sobre la vida por las que le quedaban. Si Sit-cum-to-ha se hubiese acordado de su abuelo y recogido un brazado más grande, sus horas se habrían prolongado. Habría resultado fácil. Pero ella siempre fue una niña descuidada, y no honraba a sus antepasados desde el momento en que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, posó por primera vez su mirada sobre ella. Bien, ¿qué importaba? ¿Acaso no hizo él lo mismo en su propia juventud apresurada? Durante un momento escuchó el silencio. Tal vez el corazón de su hijo se ablandara y volviese con los perros para llevar a su anciano padre con la tribu, hacia donde el caribú abundaba y la grasa le colgaba, espesa.
Aguzó los oídos, su inquieto cerebro se calmó un momento. Nada se agitaba, nada. Sólo él respiraba en medio del gran silencio. Reinaba una gran soledad. ¡Ah!, ¿qué era eso? Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. El aullido familiar, prolongado, quebró el vacío, muy cerca. Entonces, sobre sus ojos oscurecidos se proyectó la visión del alce -el viejo alce macho-, los flancos desgarrados y los costados sangrantes, el pelo revuelto, los grandes cuernos ramosos, bajos y embistiendo hasta el final. Vio las relampagueantes formas grises, los ojos llameantes, las lenguas colgantes, los colmillos babeantes. Y vio que el inexorable circulo se cerraba, hasta convertirse en un punto oscuro en medio de la nieve pisoteada.
Un hocico frío le rozó la mejilla, y ante el con, tacto su alma saltó hacia el presente. Su mano se precipitó al fuego y arrastró una rama encendida. Abrumado un momento por su hereditario temor al hombre, el animal retrocedió; lanzó un prolongado llamado a sus hermanos y éstos respondieron con ansia, hasta que un anillo gris, acurrucado, con hilos de babas en las mandíbulas, se extendió en torno de él. El anciano escuchó el cerrarse del círculo. Agitó su rama con energía, y los olfateos se convirtieron en bufidos; pero las fieras jadeantes se negaron a dispersarse. De pronto uno adelantó el pecho, arrastrándose, y luego los cuartos traseros; después un segundo, en seguida otro. Pero ni uno solo retrocedió. ¿Por qué habría de aferrarse él a la vida?, se preguntó, y dejó caer en la nieve la rama ardiente. Siseó y se apagó. El círculo gruñó, inquieto, pero se mantuvo firme. Koshkoosh volvió a ver el último enfrentamiento del viejo alce macho, y dejó caer la fatigada cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba, en definitiva? ¿No era esa la ley de la vida?
No hay comentarios:
Publicar un comentario