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jueves, 12 de mayo de 2011

Jack London La Sombra Y El Destello








Jack London

La Sombra Y El Destello

The shadow and the flash





Jack London, quien tantas veces empeñara al hom­bre contra la Naturaleza, lo enfrenta ahora contra su prójimo y contra sí mismo en un descabellado afán de superación. El resultado, huelga decirlo, es trágico.

Cuando pienso en ello, reparo de nuevo en cuan peculiar era aquella amistad. En primer lugar, Lloyd Inwood, alto, enjuto, de sólida constitución, nervioso, y moreno. Luego, Paul Tichlorne, alto, enjuto, de sólida constitución, nervioso, y rubio. Uno era la ré­plica del otro, salvo en cuanto al color. Los ojos de Lloyd eran negros; los de Paul, azules. Bajo los efec­tos de la excitación, la sangre ponía un tono aceitu­nado en la tez de Lloyd; carmín, en la de Paul. Pero, fuera de esta peculiaridad respectiva, eran tan pa­recidos como un guisante a otro. Ambos eran enér­gicos, prestos a toda tensión y resistencia desmesu­rada, y siempre en forma óptima.
Pero esa particular relación amistosa la compo­nía un trío, y el tercero en escena era de poca es­tatura, más bien tirando a grueso, rechoncho, en fin, y perezoso; y, me revienta decirlo, era yo. Paul y Lloyd parecían haber nacido para mantener entre sí una rivalidad constante; yo, para mediar como moderador entre los dos. Crecimos juntos, y más de una vez me tocó recibir los golpes que uno u otro se habían destinado. No paraban de competir, de intentar superarse el uno al otro; y cuando se em­peñaban en semejante esfuerzo, no había límite para su empeño o su pasión.
Este intenso espíritu de emulación se reflejaba y mejoraba sus estudios y juegos. Si Paul memorizaba una estrofa del Marmion, Lloyd aprendía dos, Paul volvía con tres, y el otro con cuatro, hasta que ambos conocían el poema al dedillo. Recuerdo ahora un incidente en la charca, suceso trágicamente sig­nificativo de la constante pugna que libraban. Los chicos solían organizarse un juego consistente en lanzarse y bucear hasta el fondo de un estanque de tres metros de profundidad, donde se asían a unas raíces sumergidas para comprobar su respec­tivo aguante en aquellas condiciones. Está claro que el perdedor era el que primero subía a la superficie en busca de aire. Paul y Lloyd permitieron que los demás los opusieran en semejante empeño. Cuando vi desaparecer en aquellas aguas sus rostros, resuel­tos y tensos, sentí una especie de premonición desa­gradable. Pasaron unos segundos, desaparecieron las burbujas, la superficie de la charca recobró su pla­cidez y lisura, y no hubo cabeza morena o rubia que la rompiera en busca de aire. La ansiedad de los de arriba iba en aumento. El registro máximo del más resistente de todos nosotros había sido su­perado con creces y seguíamos, no obstante, sin per­cibir la menor señal. Unas burbujillas habían hecho su camino lentamente hacia arriba, revelando que todo el aliento de los contendientes había sido ex­pulsado ya de sus pulmones, y se hizo de nuevo la paz. Cada segundo se nos hacía interminable; incapaz de soportar más aquella tensa espera, me lan­cé al agua.
Los hallé en el fondo, fuertemente asidos a unas lianas, con las cabezas tan próximas que no media­rían ni dos palmos entre ellas, con los ojos desmesuradamente abiertos y con la mirada fija cada uno en el otro. Era evidente que sufrían un verdadero tormento, agitándose y retorciéndose en la agonía de aquella asfixia voluntaria; pues ninguno de los dos pensaba en claudicar, ni mucho menos en reco­nocerse vencido por el otro. Intenté desasir a Paul de su raíz, pero se me resistió con fiereza. Me faltó aire y volví a la superficie francamente asustado. Expuse rápidamente la situación; media docena de nosotros descendimos, y por puro número, logramos poner fin a aquella locura. Cuando los hubimos ex­traído, ambos se hallaban inconscientes, y nos llevó una barbaridad de tiempo y no menor medida de masajes, cachetes y revolcones sobre un tronco el conseguir que al fin recobraran los sentidos. Se ha­brían ahogado, ciertamente, de no acudir nadie a su rescate.
Cuando Paul Tichlorne entró en la Universidad hizo partícipe a quien quiso oírle que iba a dedicar­se a las ciencias sociales. Lloyd Inwood, quien ini­ciara sus estudios superiores al mismo tiempo, de­cidió emprender la misma vía. Pero Paul había venido abrigando todo el tiempo el secreto deseo de volcarse en las ciencias naturales, para especializar­se en Química. En el último momento, pues, varió de orientación. Aunque Lloyd había establecido ya su programa anual de trabajo y asistido incluso a las primeras clases, inmediatamente siguió el ejemplo de Paul, eligiendo asimismo la especialidad de Químicas. La rivalidad de los dos jóvenes fue pronto la comi­dilla del Centro. Uno era más que sobrado estímulo para el otro, y ambos profundizaron así en sus es­tudios mucho más de lo común y, desde luego, de lo que antes lo habían hecho sus compañeros. Y fue tal su dedicación e interés, que antes de graduarse en la disciplina, y de haber resuelto desprenderse de su aire de simples estudiantes, podían vérselas con cualquier problema de su especialidad y sorprender a los diferentes profesores que la impartían, salvo quizá al «viejo» Moss, jefe del departamento, a quien, no obstante, asombraron e ilustraron más de una vez. El descubrimiento por parte de Lloyd del «ba­cilo mortal» del sapo marino y los experimentos a que los sometió con cianuro potásico hicieron que su nombre y el de su Universidad se conocieran en el Mundo entero; pero no quedó Paul un ápice por detrás, cuando logró producir coloides de laborato­rio que revelaban actividades similares a las de las amebas, y al arrojar una nueva luz sobre el proceso de la fecundación mediante sus brillantes y origi­nales experimentos con simples soluciones clorura­das de sodio y magnesio, como medio vital para de­terminados seres marinos inferiores.
Fue antes de graduarse, y en pleno fervor por adentrarse en los misterios de la química orgánica, cuando Doris van Benschoten hizo aparición en sus vidas. Lloyd fue el primero en conocerla, pero a las veinticuatro horas Paul se las había compuesto para serle asimismo presentado. Naturalmente, ambos se enamoraron de ella, quien pasó a ser lo único en la vida que hacía a ésta digna de ser vivida. La corte­jaban con igual ardor y vehemencia, y se hizo tan intensa su pugna, que la mitad de sus compañeros dieron por apostar salvajemente acerca del resul­tado. No se libró de culpa siquiera el «viejo» Moss, quien, un día, después de una asombrosa demostra­ción de Paul en su laboratorio particular, llegó hasta el extremo de jugarse un mes de sueldo por la can­didatura de aquél al gozo de los favores de Doris van Benschoten.
Al final, la muchacha resolvió el problema a su manera y al gusto y satisfacción de todos, salvo de Paul y de Lloyd. Habiéndolos reunido dijo que real­mente no se sentía capaz dé elegir entre los dos por­que los quería en igual medida; y que, dado que la­mentablemente la poliandria no estaba permitida en los Estados Unidos, se veía obligada a renunciar al honor y a la felicidad de casarse con ellos. Está cla­ro que uno y otro se culparon recíprocamente de este lamentable resultado, y su mutuo resquemor se hizo más amargo.
Sin embargo, aquella situación vería pronto su fin. Fue en mi casa, después de que ambos se hubie­ran graduado con todos los honores y hubieran de­saparecido de la vista de todos, cuando dio comien­zo el desenlace. Ambos poseían medios y no tenían muchos deseos ni necesidad alguna de ejercer profesionalmente. Mi amistad y la animosidad mutua que abrigaban eran las dos cosas que en cierto modo los unían. Aunque menudeaban por mi casa, ponían fastidioso cuidado en evitarse, aunque era inevitable, y ellos no podían ignorarlo, que dadas las circuns­tancias tropezaran un día u otro.
En aquella fecha Paul Tichlorne se había pasado toda la mañana en mi estudio leyendo una noticia científica de actualidad. Aquella circunstancia me había dejado libre para atender a mis propios asun­tos; me encontraba en medio de mis rosas cuando hizo su llegada Lloyd Inwood. Recortando, podando, escardando y clavando soportes en el porche para mis trepadoras, con mi boca llena de tachuelas y Lloyd siempre a la zaga y echándome una mano de vez en cuando, nos pusimos a discutir al fin acerca de esa mítica raza de seres invisibles, esos pueblos extraños y errantes cuyas tradiciones han llegado hasta nosotros a través de innumerables generaciones y no menos leyendas. Lloyd fue animándose poco a poco y su expresión adquirió aquel cariz nervioso y entrecortado que la caracterizaba siempre que vol­caba su interés en un tema; pronto se puso a dis­cutir sobre las propiedades físicas y posibilidades inherentes al fenómeno de la invisibilidad. Un objeto perfectamente negro, decía, engañaría a la vista más aguda eludiendo toda detección.
El color es una sensación –repetía–. Carece de realidad objetiva. Sin la luz no podemos ver los colores ni siquiera los objetos. Todos son negros en la obscuridad, y en ella es imposible verlos. Si no hay luz que incida en ellos y, por tanto, que se refleje hasta el ojo, carecemos de constatación visual de su presencia.
Pero vemos objetos negros a la luz del día –ob­jeté.
Cierto –admitió prestamente–. Y ello se debe a que no son perfectamente negros. De serlo, abso­lutamente, no podríamos verlos... ¡Ni siquiera al fulgor de mil soles! Así que, pienso yo, con los pig­mentos adecuados y en combinación apropiada debería ser posible producir una pintura absolutamente negra que hiciese invisible aquello sobre lo que fuese aplicada.
Sería un descubrimiento notable –dije yo sin entrar en más honduras, pues el asunto me parecía demasiado, fantástico para concederle más interés que el propio de un aventurado tópico de conversa­ción.
¡Notable! –repitió Lloyd dándome una palma­da en el hombro–. Y que lo digas. ¡Vamos! Si yo me recubriese de tal pintura, tendría el Mundo a mis pies. Serían míos los secretos de reyes, las ma­quinaciones de los diplomáticos y políticos, los jue­gos de la Bolsa, los planes de compañías y corpora­ciones, etc.. Pondría mi mano en todos los entresijos de la vida y sería el poder más grande del Mundo. Y yo... –se interrumpió de pronto, para añadir– he empezado mis experimentos y no me importa de­cirte que creo hallarme en buen camino.
Una sonora carcajada nos sobresaltó. Paul Tichlorne, junto al umbral, nos miraba con una sonrisa de burla en sus labios.
Te olvidas de algo, querido Lloyd –dijo.
¿Me olvido? ¿De qué?
Te olvidas... –Paul siguió diciendo– ah, te olvidas de la sombra.
Vi cómo el rostro de Lloyd se demudaba, aunque respondió inmediatamente y de forma sarcástica:
Puedo hacerme con un parasol, ¿sabes? –luego se encaró directamente con aquél–. Mira, Paul, te guardarás de intervenir en esto si sabes lo que te conviene.
La ruptura parecía inminente, pero Paul se echó a reír con toda naturalidad.
No pondría mis manos por nada del Mundo en tus sucios pigmentos. Que tengas un éxito mucho mayor que el que puedas soñar; sin embargo, siem­pre tropezarás con la sombra. No puedes evitarla. Yo, en cambio, seguiré un curso opuesto. En la natu­raleza misma de mis postulados, la sombra será eliminada...
¡Transparencia! –exclamó Lloyd al instante–. Pero ¡no puede conseguirse!
Oh, no; claro que no –Paul se encogió de hom­bros y girando sobre sus talones desapareció por la senda de los rosales.
Ahí empezó todo. Ambos hombres atacaron el pro­blema con toda la tremenda energía que les caracte­rizaba y con un rencor y una amargura que hacían que tan sólo la posibilidad de éxito por parte de uno u otro resultara estremecedora. Ambos tenían plena confianza en mí, y en el curso de las largas semanas de experimentación que siguieron me hicieron par­tícipe de sus confidencias, hube de escuchar sus com­plejas teorías y presidir sus demostraciones. Jamás, de palabra, por escrito o mediante signos revelé a uno el progreso del otro, en atención a lo cual su respeto por mí aumentó considerablemente.
Tras prolongada y continua aplicación a su em­peño, cuando la tensión de su mente y cuerpo se hacía insoportable, Lloyd Inwood tenía un extraño método para relajarse. Le daba por asistir a com­bates de boxeo. Y fue con ocasión de una de estas brutales exhibiciones, adonde me había llevado para hacerme participe de sus últimos resultados, cuando su teoría recibió una sorprendente confirmación.
¿Ves a ese sujeto de patillas rojas? –preguntó, al tiempo que señalaba más allá del cuadrilátero ha­cia la cuarta y quinta fila de asientos del lado opues­to–. ¿Y ves también a su vecino del sombrero blan­co? Bien, media un espacio entre los dos, ¿no es así?
En efecto –respondí–. Hay una plaza vacía entre ambos. El espacio, pues, corresponde a este asiento desocupado.
Se inclinó hacia mí y me habló con toda seriedad.
Entre el individuo de patillas rojas y el de sombrero blanco está Ben Wasson. Me has oído ha­blar de él. Es el púgil más inteligente de su peso en el país. Es también un negro caribeño, sin mezcla de sangre alguna y el más obscuro de los Estados Unidos. Lleva un abrigo negro hasta el cuello. Le vi cuando hizo su entrada en la sala y fue a ocupar su asiento. Tan pronto como lo hizo, desapareció. Observa atentamente; quizá sonría.
Me disponía a cruzar al otro lado para verificar la declaración de Lloyd, pero éste me retuvo.
Espera –dijo.
Así lo hice, con la mirada fija en el lugar señala­do, hasta que el sujeto de patillas rojas se volvió como para dirigirse en animada charla al asiento de­socupado; y entonces, en aquel espacio vacío, vi el blanco de un par de ojos y del doble arco de unas piezas dentarias, y por un instante creí poder dis­tinguir efectivamente el rostro de un negro. Extin­guida la sonrisa, no obstante, aquella visibilidad se perdió y la plaza volvió a parecerme vacante.
Si fuera perfectamente negro, podrías sentarte a su lado y, sin embargo, no lo verías –dijo Lloyd; y confieso que la ilustración recién apreciada había sido lo suficiente impresionante como para conven­cerme del todo.
Después de esto visité el laboratorio de Lloyd en repetidas ocasiones, y le hallé siempre profundamen­te enfrascado en su búsqueda del negro absoluto. Sus experimentos le llevaban a tratar con toda clase de pigmentos, hollines, breas, materias vegetales car­bonizadas, tiznes de aceites y grasas, y toda suerte de substancias animales incineradas.
La luz blanca se compone de los siete colores del arco iris –me explicó–. Pero por sí misma es invisible. Sólo al ser reflejada por los objetos resulta, al igual que éstos, apreciable por nuestros sentidos. Por ejemplo, he aquí una caja de tabaco de color azul. La luz blanca incide sobre ella y, con una ex­cepción, todos los colores que la componen (vio­leta, añil, verde, amarillo, rojo y naranja) son ab­sorbidos. La excepción es el azul. No es absorbido, sino reflejado. Por ello la caja de tabaco nos trans­mite esta sensación particular. No vemos los otros colores porque son absorbidos. Vemos tan sólo el azul. Y por igual razón, la hierba es verde. Las on­das verdes de la luz blanca son las que inciden en nuestros ojos.
Cuando pintamos nuestras casas, no les aplica­mos color –me dijo en otra ocasión–. Lo que ha­cemos es aplicarles ciertas substancias que tienen la propiedad de absorber de la luz blanca todos los colores excepto aquellos que deseamos para nues­tra casa. Cuando una substancia refleja todos los colores al ojo, nos parece blanca. Cuando los absor­be, negra. Pero, como he dicho antes, carecemos to­davía del negro perfecto. Todos los colores no son absorbidos. El negro absoluto, perfecto, será total­mente invisible. Mira esto, por ejemplo.
Señaló una paleta que yacía encima de su mesa de trabajo. En su superficie observé diferentes tona­lidades de pigmentos de color negro. Uno, en parti­cular, me costó mucho verlo. Producía a mis ojos una sensación vaporosa, que me hizo restregármelos y mirar de nuevo.
Este –dijo sentenciosa e imponentemente– es el negro más negro que tú o cualquier otro mortal haya visto nunca. Pero espera tan sólo y lograré un negro tan negro que no habrá mortal alguno capaz de mirarlo... ¡y verlo!
No menos extraordinario era lo que, por otra par­te, me ocurría con Paul Tichlorne, quien con igual grado de devoción y esfuerzo se había volcado en el estudio de la polarización, difracción, interferencia, refracción simple y doble de la luz, y todo ello en relación con extraños compuestos orgánicos.
Transparencia: estado o cualidad de un cuerpo que permite que todos los rayos de la luz lo atravie­sen –definió para mí–. Esto es lo que busco. Lloyd se equivoca en lo de la sombra con su opacidad per­fecta. Pero yo eludo este problema. Un cuerpo trans­parente no tiene sombra alguna; tampoco refleja las ondas luminosas; es decir, el que es perfecta­mente transparente. De manera que no sólo este cuerpo no arrojará sombra alguna, sino que, al no reflejar la luz, será también invisible.
En otra ocasión nos hallábamos junto a la ventana. Paul estaba ocupado puliendo cierto número de lentes que había alineado sobre el vano. De pron­to, tras una pausa en nuestra conversación, dijo:
¡Oh! Se me ha caído una lente. Agáchate, ¿quie­res?, y mira dónde ha caído.
Así lo hice, pero un fuerte golpe en la frente me hizo retroceder. Me restregué el lugar dolorido y miré inquisitiva y condenatoriamente a Paul, quien había estallado en una franca y resonante carcajada.
¿Y bien? –dijo.
¿Bien? –repetí.
¿Por qué no investigas? –preguntó.
Y eso es lo que hice. Antes de avanzar mi cabeza, mis sentidos, automáticamente activos, me habían dicho que no había nada allá, que nada se inter­ponía entre mi persona y el exterior, que la aber­tura de la ventana estaba totalmente vacía. Extendí la mano y noté un objeto duro, liso, frío y plano, que al tacto se me antojó vidrio. Miré de nuevo, pero no pude ver absolutamente nada.
Arena de cuarzo blanca –sentenció Paul–, car­bonato sódico, cal apagada, escorias de vidrio, peróxi­do de manganeso... eso es, la mejor placa de cristal francés creada por la gran compañía Saint Gobain, productora de las mejores piezas del Mundo. Y ésta es su muestra óptima. Vale una fortuna, pero ¡mí­rala!, no puedes verla. No sabes que se encuentra allí hasta que das con ella con la frente.
¡Qué me dices, viejo amigo! Eso es meramente una lección objetiva: ciertos elementos, opacos por sí mismos, dan combinadamente un cuerpo transpa­rente.
Esa es una cuestión de química inorgánica, dices. Muy cierto. Pero me atrevo a afirmar, tan cuerdo y con tanto realismo como mi presencia aquí, que en lo orgánico puedo duplicar cualquier cosa per­teneciente a lo inorgánico. ¡Aquí! –levantó un tuvo de ensayo, que me mos­tró a la luz, y pude apreciar el líquido turbio que contenía; vació el contenido de otra probeta en él, y casi al instante se hizo absolutamente claro y re­fulgente–. ¡O aquí! –con rápidos y nerviosos movi­mientos entre su batería de tubos de ensayo hizo que una solución blanca adquiriera un color vinoso, y que otra levemente amarilla se convirtiera en pardo obscuro; dejó caer un papel de tornasol en un ácido, y aquél se coloreó instantáneamente de rojo, para volverse con igual rapidez azul al depositarlo en un ál­cali–. El papel tornasol sigue siendo lo que es –enun­ció con el aire formal de un conferenciante–. No lo he cambiado en otra cosa; entonces, ¿qué es lo que hice? Sólo alteré la disposición relativa de sus moléculas. Donde, al principio, absorbía todos los co­lores de la luz menos el rojo, la estructura fue cam­biada de manera tal que pasó a absorber el rojo y los demás colores menos el azul. Y así se puede proceder ad infinitum. Ahora bien, ¿qué objeto tie­ne todo eso? –se permitió una pequeña pausa an­tes de seguir–. Me propongo buscar, ¡qué digo!, en­contrar los reactivos adecuados que, actuando sobre el organismo viviente, determinen cambios moleculares análogos a los que has presenciado. Pero estos reactivos que he de encontrar y, por cierto, estoy a punto de conseguirlo, no harán que el cuerpo viviente se vuelva azul, rojo o negro, sino transparente. La luz lo atravesará sin dificultad alguna. Será invisible. No tendrá sombra.
Unas semanas más tarde fui de caza con Paul. Durante algún tiempo éste me había venido prome­tiendo el placer de salir a cazar con un perro mara­villoso, el más sorprendente y prodigioso que hubie­ra conocido cazador alguno nunca, así decía él in­sistentemente, ponderando hasta tal extremo las ex­celencias del animal que, ciertamente, logró excitar poderosamente mi curiosidad. Llegado el día en cues­tión, mi decepción fue por tanto notable, pues no había perro alguno a la vista.
¡Vaya, no lo veo! –observó Paul despreocupa­damente, iniciando la marcha por el campo.
No podía imaginarme por entonces qué podía ser lo que me estaba ocurriendo, cuyos efectos, no obstante, sí apreciaba con gran aprensión. Tenía la vaga impresión de ser acechado por una enfermedad inminente y fatal. Mis nervios estaban consiguiente­mente alterados y, por las malas pasadas que, dada su tensión, me jugaban, se diría que mis sentidos es­taban totalmente desquiciados. En ocasiones creía percibir extraños ruidos. En aquellos momentos, por no decir más, habría jurado que la hierba producía un sonido como el de algo que la cruzara impulsiva­mente apartándola a su paso; más tarde fue la sen­sación de chapoteo la que llegó a mis oídos al pasar cerca de una charca que ambos, claro está, rodeamos para no mojarnos.
¿Has oído algo, Paul? –pregunté.
Negó con la cabeza y, sin darle más importancia al asunto, procedió adelante resueltamente.
Al trasponer una cerca creí oír el jadeo agitado y sonoro de un perro, al parecer a pocos metros de mí, pero el examen atento de los alrededores no evidenció la presencia por parte alguna de aquel presunto acompañante.
Dejé de caminar y me senté en el suelo, temblo­roso y exhausto.
Paul –dije–, mejor será volver a casa. Mucho me temo que voy a enfermar.
¡Tonterías! –respondió–. El Sol se te ha subi­do a la cabeza como si fuera vino. No te pasará nada. Es cosa sabida y frecuente por estos parajes.
Sin embargo, al atravesar una estrecha senda abierta en un denso bosquecillo, un objeto rozó fuer­temente contra mis piernas haciéndome trastabillar y dar casi de bruces. Miré a Paul lleno de ansiedad.
¿Qué te ocurre? –preguntó–. Tropezando pon tus propios pies, ¿eh?
Apreté los labios y me abstuve de todo comenta­rio, decidido a seguir pese a la perplejidad e insatis­facción que me producía lo que yo estimaba ya, sin duda alguna, como misteriosa enfermedad que había atacado mis nervios. El único sentido que de mo­mento parecía librarse de los efectos del mal era el de la vista; pero, de vuelta a los campos abiertos, incluso aquél empezó a jugarme malas pasadas. Ex­traños destellos abigarrados, como de un repentino arco iris, que apareciera y se esfumara delante de mí, empezaron a plagarme. Con todo, me resistí a toda nueva flaqueza, y resolví controlarme hasta que aquel fenómeno persistió durante unos veinte segundos, haciéndose y deshaciéndose ininterrumpidamente an­te mis propios ojos. Finalmente fui a sentarme sobre una piedra, débil y asustado de golpe.
¡No puedo más! Ha afectado ya a todo mi orga­nismo –exclamé en voz entrecortada y falto de re­suello, al tiempo que me cubría el rostro con las manos–. Me ha atacado la vista. Paul, llévame a casa.
Pero entonces mi amigo rompió en estentóreas carcajadas.
¿Qué te había dicho...? ¡El perro más maravi­lloso!, ¿eh? Bien, ¿qué me dices ahora?
Se volvió y empezó a silbar. Oí el ruido de patas martilleando rápidamente el terreno, los jadeos de un animal a la carrera y el inconfundible ladrido de un perro. Seguidamente, Paul se inclinó e hizo ade­mán de acariciar el aire vacío.
¡Aquí! ¡Dame la mano!
E hizo que acariciara yo también el frío hocico y la mandíbula de un perro, pues perro era ¡sin lu­gar a dudas! Aún más, con la forma y el suave pelo corto de un pointer.
Baste decir que inmediatamente recobré mi áni­mo y control. Paul le pasó una correa alrededor del cuello y tuvo incluso la humorada de sujetarle un pañuelo al rabo.
Así gozamos del sorprendente espectáculo de un collar vacío y un pañuelo flotante en el aire retozan­do por los campos. ¡Era algo digno de ver y de ad­mirar cuando, de pronto, collar y pañuelo se que­daron totalmente inmóviles, como para señalar la presencia de una codorniz al lado de un grupo de saltamontes. La pétrea rigidez se mantuvo hasta que levantamos el ave.
De vez en cuando el perro emitía aquellos abi­garrados centelleos que he mencionado anteriormen­te. La única cosa, explicó Paul, que no había previsto y que dudaba de poder superar.
Es una nutrida familia de fenómenos extraños: halos, parhelios, irisaciones, espejismos, etc.. Se pro­ducen por difracción de la luz en cristales minera­les y de hielo, de la lluvia o de la bruma, de gotitas de agua pulverizadas, y de un sinfín de cosas. Y mu­cho me temo que es el precio que he de pagar por la transparencia. He eliminado la sombra de Lloyd para tropezar, no obstante, con estos destellos irisados.
Unos cuantos días más tarde, frente a la entrada del laboratorio de Paul, me sorprendió un terrible hedor. Era tan penetrante y desagradable que no me fue difícil descubrir su origen. Una masa de mate­ria en descomposición cuyas líneas generales suge­rían una forma canina.
Paul estaba totalmente confundido cuando se pu­so a investigar mi hallazgo. Se trataba de su perro invisible, o más bien del que había sido tal, pues ahora se podía ver a la perfección. Unos minutos antes había estado jugando en pleno vigor y salud. Un examen más detenido reveló que su cráneo había sido hundido por efecto de un tremendo golpe. Y si resultaba extraño que el animal hubiera sido muer­to de aquella manera tan brutal, lo verdaderamente inexplicable era que se descompusiera con tanta ra­pidez.
Los reactivos que le inyecté eran inocuos –afir­mó Paul–. Poderosos, bien es verdad, hasta el ex­tremo de que, al parecer, cuando llega la muerte de­terminan una desintegración prácticamente instan­tánea. ¡Notable! ¡Muy notable! Bueno, todo estriba en no morirse. No causan daño alguno mientras uno vive. Con todo, pregunto quién habrá sido el autor de ese tremendo golpe.
Algo de luz vino a hacerse en aquel asunto cuan­do una atemorizada doncella nos trajo las noticias de que Gaffer Bedshaw se había vuelto total y re­pentinamente loco aquella misma mañana, no más de una hora antes, y con carácter tan violento que ha­bía sido necesario sujetarlo con correas. Afirmaba haber tenido que librar una batalla durísima con una bestia feroz y gigantesca que le había salido al paso en los pastos de Tichlorne. Insistía en que aque­lla cosa, o lo que fuera, era invisible; decía que así lo había comprobado ¡con sus propios ojos! Huelga decir que ante esas declaraciones, su desolada espo­sa e hijas sacudieron lastimeramente la cabeza, hecho que no hizo sino enfurecerle aún más, con lo que el jardinero y el cochero estimaron oportuno cerrar las correas uno o dos puntos más.
Mientras Paul Tichlorne iba dominando poco a poco el problema de la invisibilidad, Lloyd Inwood proseguía con igual éxito sus experimentos con vis­tas a conseguir igual efecto, aunque por vía distinta. Acudí a su casa en respuesta a su mensaje que re­clamaba mi presencia como juez de sus progresos. Su laboratorio ocupaba un lugar bastante aislado dentro de su vasta finca. Lo había construido en un agradable claro rodeado de densa vegetación, al que se ganaba acceso por una difícil y sinuosa senda. Sin embargo, yo la había recorrido ya en tantas ocasiones que a decir verdad la conocía tan bien como la palma de mi mano, de manera que no fue poca sorpresa cuando, llegado a mi punto de destino, no vi laboratorio ni nada que se le pareciera por parte alguna. Aquella coquetona estructura con una chi­menea de granito rojo, que tan bien conocía, había desaparecido. Y el caso es que tampoco se podía decir que hubiera existido nunca. No se veía señal alguna de cascotes, de ruinas, de restos de derribo... en fin, de nada.
Decidí darme una vuelta por el lugar.
«Aquí –me dije– debiera hallarse el escalón que daba acceso a la puerta.»
Apenas habían salido las palabras de mi boca cuando tropecé con un obstáculo que me hizo caer hacia adelante y dar con mi cabeza en algo que se diría una puerta. Extendí el brazo con ánimo de protegerme. Era una puerta. Di con el pomo y lo hice girar. E inmediatamente, una vez la puerta hubo girado hacia adentro sobre sus goznes, apare­ció ante mi vista el laboratorio todo. Después de saludar a Lloyd cerré la puerta y retrocedí unos pa­sos. No logré ver nada de la edificación, pero repi­tiendo la maniobra previa, se me hizo visible el in­terior hasta en sus más mínimos detalles. Era cierta­mente asombrosa aquella súbita transición de la nada a la luz, a la forma y al color.
¿Qué opinas, eh? –me preguntó Lloyd estre­chando nuevamente mi mano–. Le di un par de ma­nos de negro absoluto al exterior, anoche, para ver qué tal resultaba. ¿Qué tal tu cabeza? ¡Vaya porrazo te has dado, me imagino! ¡Bah, déjate de eso! –aña­dió luego interrumpiendo mis elogios y felicitaciones por el éxito de sus trabajos–. Tengo para ti algo mejor.
Mientras hablábamos empezó a desnudarse, y cuando hubo terminado de hacerlo, puso de pronto un bote de pintura y una brocha en mis manos, al tiempo que me decía:
¡Aquí, dame una mano de eso!
Se trataba de una especie de laca oleosa que se extendía con facilidad sobre la piel, secándose casi al instante.
Puro preliminar por precaución –me explicó cuando hube terminado–, ahora, ¡vamos con la de verdad!
Tomé otro bote que me indicó y miré en su inte­rior, pero no vi nada.
Está vacío –dije.
Introduce en él tu dedo.
Así lo hice, experimentando una sensación de fría humedad. Al retirar la mano llevé la mirada al índice, dedo que había sumergido antes, pero había desaparecido. Nervioso, hice algunos movimientos rápidos y supe que, en efecto, lo había movido; de otro modo no se explicaban la tensión y relajación alternantes que sentí en los músculos. Pero el dedo en cuestión seguía oculto a mi vista. En apariencia me había sido amputado un dedo, que tampoco logré ver llevando mi mano a la luz, pese a que me fue dado percibir su sombra.
Lloyd ahogó una risa burlona.
Ahora cúbreme y mantén los ojos abiertos.
Hundí la brocha en aquel recipiente al parecer vacío y la hice correr por encima de su pecho; a su paso desaparecía la carne recubierta. Volqué mi atención en su pierna derecha, y al poco me vi ante un hombre que por sus movimientos sobre un solo pie desafiaba todas las leyes de la gravitación. Y así, pincelada tras pincelada, miembro a miembro, hice que Lloyd Inwood se perdiera en la nada. Fue una experiencia sobrecogedora; y sólo volvió a mí el áni­mo cuando en medio de aquel vacío pude apreciar por lo menos el brillo de sus negros ojos, que pare­cían flotar en el aire.
He logrado refinar una solución especial e in­nocua para ellos –dijo–. Se trata de una pulveriza­ción finísima y ¡presto! ahora estoy... ahora ya no estoy.
Y así fue. Ejecutada la operación, añadió:
Voy a moverme por la estancia; te ruego que me digas qué impresión te causa.
En primer lugar, no puedo verte –dije, aunque oía su alborozada risa cerca de mí–. Naturalmente –seguí– no puedes eludir tu sombra, pero eso era de esperar. Cuando pasas entre mí y un objeto al que estoy mirando, éste desaparece; pero el hecho me resulta tan extraño e insólito que me da la sen­sación de que me falla por un instante la vista. Así, cuando te mueves rápidamente, me parece ver una aturdidora sucesión de imágenes borrosas, que hacen que me duelan los ojos y se me fatigue la cabeza.
¿Alguna otra constancia de mi presencia? –pre­guntó.
No y sí –respondí–. Cuando estás cerca de mi me sobrecoge el mismo sentimiento que cuando me encuentro en los húmedos tinglados del muelle, por ejemplo, en una sombría cripta o en el interior de una mina. Y al igual que los marineros presienten con aprensión la presencia próxima de la tierra en las noches obscuras, yo acuso desagradablemente la proximidad de tu cuerpo. Pero todo eso es muy vago e intangible.
Hablamos y hablamos largo tiempo, aquella últi­ma mañana en su laboratorio; y cuando resolví des­pedirme, puso su mano fuertemente en mi brazo y dijo:
¡Ahora conquistaré el Mundo!
Huelga decir que no me atreví a hablarle del éxito logrado asimismo por Paul Tichlorne.
En casa di con una nota de este último. Me pedía que fuera a verle sin pérdida de tiempo. Era ya me­diodía cuando enfilé con mi bicicleta el último tramo del camino de su casa. Paul me llamó desde la pista de tenis. Desmonté, pues, y me encaminé hacia allá. Pero el lugar estaba desierto. Mientras permanecía indeciso y perplejo, una pelota de tenis vino a dar­me con fuerza en el brazo, y al volverme, otra me pasó silbando junto al oído. Por lo que alcanzaba a ver de mi atacante, se diría que surgían del propio espacio, y pronto me vi verdaderamente asaeteado con ellas. Pero cuando las pelotas que me habían sido lanzadas empezaron a sucederse en un nuevo ataque, comprendí la situación. Tomando una raque­ta y escudriñando bien el terreno pronto descubrí un destello irisado que aparecía y desaparecía en diferentes lugares, ¡e hice resueltamente por él!
Cuando le hube descargado mi raqueta como media docena de veces se oyó, al fin, la voz de Paul:
¡Basta, basta! ¡Ay, ay! ¡Para ya! Me estás dan­do en plena cabeza, ¿sabes? ¡Uy! ¡Para, te digo! ¡No volveré a incomodarte! ¡Tan sólo quería que apre­ciaras mi metamorfosis! –concluyó en tono burlón que, no obstante, no llegaba a ocultar por su deje el efecto causado por mi decidida respuesta.
Unos minutos después jugábamos al tenis; con desventaja para mí, que no acertaba a localizar su posición a menos que todos los ángulos entre su per­sona, la mía y el Sol se hallaran en determinada con­junción. Sólo entonces, me era dado percibir un des­tello fugaz, cuya calidad, no obstante, era más rica que la del propio arco iris, pletórica de azules purísimos, delicados violetas, refulgentes amarillos, y todos los tonos intermedios, con un brillo y una lumi­nosidad que no lograría diamante alguno.
Pero en mitad de nuestro juego me sobrevino un súbito y gélido estremecimiento, evocador de som­brías criptas y profundas simas, tal como el que ex­perimentara horas antes, aquella misma mañana. Instantes después vi rebotar junto a la red una pe­lota y un destello irisado a una decena de pasos más atrás. Comprendí que no podía haber sido Paul Tichlorne el autor de aquel envío, y con verdadero pánico llegué a la conclusión de que Lloyd Inwood había hecho su aparición en la escena. Para consta­tarlo traté de descubrir su sombra y, efectivamente, ¡allí estaba! Una mancha, apenas mayor que su cin­tura (el Sol estaba en todo lo alto) se desplazaba rápidamente por el terreno de juego. Recordé su reciente amenaza y tuve la seguridad de que todos aquellos años de rivalidad estaban a punto de cul­minar en una horrible batalla.
Grité una advertencia a Paul y dos desgarrados alaridos en sucesión, uno de reto y el otro su res­puesta, pusieron eco a mi voz de alarma. La mancha obscura atravesaba la pista a la carrera; un destello irisado se precipitó con igual velocidad a su encuen­tro. Sombra y destello se reunieron violentamente y llegó a mis oídos el sonar de los invisibles golpes.
Cayó la red ante mis asustados ojos. Corrí hacia los contendientes, gritando:
¡Por el amor de Dios!
Pero sus enzarzados cuerpos chocaron contra mis rodillas dando conmigo en tierra.
¡Tú no te metas en esto, viejo! –sonó la voz de Lloyd Inwood en mitad del vacío.
¡Sí, basta ya de componendas pacificadoras! –espetó Paul igualmente ilocalizable.
Por el sonido de sus voces me di cuenta de que se habían separado. No lograba situar a Paul, pero me acerqué a la sombra de Lloyd. Recibí entonces un tremendo golpe desde un lado, al tiempo que oía a Paul gritar desaforadamente:
¡Y ahora!, ¿te apartarás de una vez?
Se enzarzaron de nuevo, y el sordo impacto de sus golpes, sus ahogadas exclamaciones de rabia y lo agitado de su respiración hablaban a las claras de la violencia extrema ¡y última! de su pugna.
Grité una vez más en demanda de auxilio y Gaffer Bedshaw entró en la pista a la carrera. Leí el desvarío en su mirada, pero no lo hizo por mí; en su avance chocó contra los combatientes y fue a dar cabeza por delante contra el suelo. Con un alarido desesperado y la exclamación:
«¡Oh, Dios, los ten­go!»
Se incorporó al instante y desapareció del lugar como alma que lleva el diablo.
En cuanto a mí, incapaz de intervenir, me senté para observar la pelea, a la vez fascinado e impo­tente. El Sol del mediodía caía a plomo sobre la pis­ta desnuda; desnuda, sí. Todo lo que yo alcanzaba a ver era una leve sombra y un fugaz destello, el polvo levantado por invisibles pies, la tierra desgarrada por frenético pisar y la ocasional turgencia de las paredes de tela metálica del recinto cuando aquellos cuerpos chocaban contra ellas. Eso era todo, y aun, al poco, también cesó. No hubo más destellos y la sombra se había vuelto alargada y estacionaria... Recordé unos rostros juveniles de gesto insoborna­ble y resuelto, y unas manos firmemente asidas a unas raíces subacuáticas...
Me encontraron al cabo de una hora. Una mínima idea de lo ocurrido hizo que la servidumbre de Tichlorne abandonara la casa unánimemente. Gaffer Bedshaw no se recobró jamás de su segundo acciden­te y vive ahora confinado en un manicomio, irremi­siblemente ido. Los secretos de aquellos asombrosos descubrimientos murieron con Paul y Lloyd, cuyos laboratorios fueron al poco destruidos por sus deso­lados parientes. En cuanto a mí, ha dejado de inte­resarme por completo la investigación química, y todo lo que tiene que ver con la ciencia es tema tabú en mi casa. He vuelto a mis rosas. Me bastan los colores de la Naturaleza.


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