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miércoles, 26 de junio de 2013

LAS ESPADAS DE LANKHMAR

LAS ESPADAS DE
LANKHMAR
Fafhrd y el Ratonero Gris/5
Fritz Leiber




1
—Veo que nos esperan —dijo el hombre menudo mientras avanzaba hacia la gran
puerta abierta en la larga, elevada y antigua muralla.
Su mano, como por azar, rozó la empuñadura de su largo y delgado estoque.
—No sé cómo puedes verlo cuando todavía estamos a tiro de flecha... —replicó el
hombretón—. Ah, ya lo entiendo. Es por el turbante color naranja de Bashabeck. Destaca
como una furcia en una iglesia. Y donde está Bashabeck, están sus matones. Deberías
haber pagado tus deudas con el Gremio de los Ladrones.
—Las deudas son lo de menos —dijo el hombrecillo—. Se me olvidó repartir el botín
con ellos después del último trabajo, cuando me llevé aquellos ocho diamantes del templo
del dios Araña.
El hombre corpulento chascó la lengua con desaprobación.
—A veces me pregunto por qué me asocio con un pícaro sin fe como tú.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Tenía prisa; el dios Araña me pisaba los talones.
—Sí, creo recordar que le chupó la sangre a tu centinela. Supongo que tienes los
diamantes para hacer el pago.
—Mi bolsa abulta tanto como la tuya —afirmó el hombrecillo—, exactamente como el
odre de vino de un borracho a la mañana siguiente, a menos que me ocultes algún
secreto, cosa que sospecho desde hace tiempo. Por cierto, ¿no es aquel gordo con cara
de idiota, el que está entre los dos matones de anchos hombros, el patrono de la taberna
La Anguila de Plata?
El hombretón entrecerró los ojos, asintió y meneó la cabeza con expresión de disgusto.
—Armar semejante escándalo por una factura de aguardiente...
—Sobre todo cuando no debía tener más de una vara de largo —convino el
hombrecillo—. Claro que también están los dos barriles de aguardiente que destrozaste y
a los que prendiste fuego la última noche que tuviste una pendencia en La Anguila.
—Cuando las probabilidades son de diez contra una en una pelea de taberna, tienes
que ganar con lo que tengas a mano —protestó su compañero—. Eso hace que uno actúe
a veces con cierta extravagancia. —Entrecerró de nuevo los ojos para mirar el grupo
reunido en la plaza, al otro lado del portal abierto. Al cabo de un rato añadió—: También
distingo a Rivis Rightby, el espadero..., y más o menos todos los demás acreedores que
dos hombres cualesquiera podrían tener en Lankhmar, cada uno de ellos con uno, dos o
tres matones alquilados. —Con un gesto impremeditado, aflojó su voluminoso acero en su
vaina; tenía forma de estoque, pero era casi tan pesado como un espadón—. ¿No
pagaste ninguna de las deudas que compartimos antes de nuestra última salida de
Lankhmar? Yo estaba sin blanca, desde luego, pero tú debías de tener dinero, con todos
los trabajitos que hiciste para el Gremio de los Ladrones.
—Le pagué a Nattick Dedoságiles por remendarme la capa y un nuevo jubón de seda
gris —se apresuró a responder el hombrecillo. Entonces frunció el ceño y añadió—. Debí
de pagar a otros..., sí, estoy seguro de que lo hice, pero en este momento no puedo
recordarles. Por cierto, ¿no es aquella moza alta y esbelta, la que está detrás de aquel
elegante sujeto vestido de negro, la que te creó ciertos problemas? Su cabello rojizo es
como..., como una llamarada del infierno. Y esas otras muchachas..., cada una mirando
por encima del hombro de su alcahuete armado como la primera..., ¿no tuviste también
problemas con ellas la última vez que nos fuimos de Lankhmar?
—No sé a qué problemas te refieres —replicó el hombretón—. Las rescaté de sus
protectores, que abusaban terriblemente de ellas. Créeme, zurré a esos sinvergüenzas y
las muchachas se rieron. Luego las traté como si fueran princesas.
—Eso es indudable..., y te gastaste todo nuestro capital en joyas para ellas, motivo por
el cual estabas sin blanca. Pero hay una sola cosa que no hiciste por ellas: convertirte a tu
vez en su mecenas, de modo que tuvieron que volver con sus anteriores protectores, cosa
que las ha enojado justificadamente contigo.
—¿Qué querías, que me convirtiera en un proxeneta? —objetó el hombretón—.
¡Mujeres! —Hizo una pausa y añadió—: Vaya, veo algunas de tus amigas en el grupo.
¿Es que descuidaste pagarles?
—No, les pedí dinero prestado y olvidé devolvérselo —explicó el otro—. ¡Cáspita!,
ciertamente parece que se ha reunido el comité de recepción en pleno.
—Te dije que deberíamos haber entrado en la ciudad por la Puerta Grande, donde
habríamos pasado desapercibidos entre la multitud —gruñó el hombre corpulento—. Pero
tuve que dejarme convencer y entrar por esta condenada Puerta Terminal.
—Te equivocas —dijo el otro—. En la Puerta Grande no habríamos podido distinguir a
nuestros enemigos del resto de la gente. Aquí, por lo menos, sabemos que todo el mundo
está contra nosotros, excepto los centinelas del Señor Supremo, y tampoco estoy muy
seguro de ellos..., pues es posible que les hayan sobornado para que no intervengan si
quieren asesinarnos.
—¿Por qué habrían de tener tantas ganas de matarnos? —objetó el fornido—. Tal vez
crean que venimos cargados de magníficos tesoros conseguidos durante nuestras
grandes aventuras en los confines de la tierra. Admito que tres o cuatro de ellos pueden
tener también una queja personal, pero...
—Pueden comprobar que no llevamos porteadores ni muías muy cargadas —le
interrumpió el hombrecillo—. En cualquier caso, saben que después de matarnos y
apoderarse de nuestras posesiones, pueden recuperar lo que les debemos y repartirse el
resto. Es el procedimiento racional que siguen todos los hombres civilizados.
—¡Civilización! —exclamó su fornido compañero soltando un bufido—. A veces me
pregunto...
—... por qué abandonaste las montañas Trollstep para ir al sur, te arreglaste la barba y
descubriste que existían muchachas sin pelo en el pecho —concluyó el hombrecillo—.
Oye, me temo que nuestros acreedores y otros enemigos han recurrido a un tercer medio,
además de las espadas y las estacas, para tratar con nosotros.
—¿La brujería?
El hombre menudo sacó de su bolsa un rollo de fino alambre amarillo.
—Si esos dos tipos de barba gris asomados a las ventanas del segundo piso no son
brujos, las expresiones de sus caras no deberían ser tan feroces —comentó—. Además,
distingo signos astrológicos en la túnica de uno de ellos y veo los destellos de la varita del
otro.
Ya estaban lo bastante cerca de la Puerta Terminal para que un hombre con buena
vista pudiera distinguir tales detalles. Los guardianes, enfundados en sus oscuras cotas
de malla, se apoyaban impasibles en las picas. Los rostros de las personas que
aguardaban en la pequeña plaza, al otro lado del portal, también eran impasibles, pero
severos, con excepción de las muchachas, que sonreían con malicia y júbilo.
El hombretón no ocultó su malhumor.
—Así que nos matarán con hechizos y encantamientos, y, si eso les falla, recurrirán a
los palos y a las cuchillas para destripar animales. —Meneó la cabeza—. Tanto odio por
un poco de dinero... Los lankhmarianos son ingratos, no se dan cuenta del tono que
damos a su ciudad, la excitación que les proporcionamos.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Esta vez son ellos los que proporcionan la excitación. Ejercen de anfitriones, por así
decirlo. —Sus dedos hacían con destreza un nudo corredizo en un extremo del alambre
flexible, y sus pasos eran ahora más lentos—. Claro que no tenemos obligación de
regresar a Lankhmar —musitó.
Estas últimas palabras irritaron al hombretón.
—¡No digas tonterías! Volvernos ahora de espaldas sería una cobardía. Por otro lado,
ya hemos hecho todo lo demás.
—Debe de haber alguna aventura por vivir fuera de Lankhmar —objetó prudentemente
el hombre menudo—, aunque sólo sean pequeñas aventuras, adecuadas para cobardes.
—Tal vez —concedió su compañero—, pero grandes o pequeñas, de algún modo todas
ellas empiezan en Lankhmar. ¿Qué te propones hacer con ese alambre?
El hombrecillo había atado el nudo corredizo en la empuñadura de su estoque,
arrastrando el alambre tras él, flexible como un látigo.
—He conectado mi espada con la tierra —explicó—. Ahora cualquier hechizo mortífero
lanzado contra mí, golpeará primero a mi espada desenvainada y se descargará en el
suelo.
—Haciéndole cosquillas a la Madre Tierra, ¿eh? Vigila, no vayas a tropezar con eso.
La advertencia era prudente, pues el alambre tenía unas diez varas de largo.
—Y tú no lo pises. Sheelba me enseñó este truco.
—¡Tú y ese mago que es como una rata de ciénaga! —se burló el hombretón—. ¿Por
qué no está ahora a tu lado, haciendo algunos conjuros que nos sean útiles?
—¿Y por qué no está Ningauble al tuyo, haciendo lo mismo? —replicó el hombre
menudo.
—Está demasiado gordo para viajar.
En aquel momento pasaban junto a los centinelas de semblante impasible. La
atmósfera de la plaza se percibía cargada de amenaza, densa como una tormenta. De
súbito, el hombretón miró a su amigo con una amplia sonrisa.
—No hagamos demasiado daño a ninguno de ellos, ¿de acuerdo? —le dijo alzando un
tanto la voz—. No queremos que nuestro regreso a Lankhmar esté ensombrecido.
Al entrar en el espacio abierto rodeado de rostros hostiles, la tormenta estalló sin
dilación. El mago con la túnica que lucía símbolos astrológicos aulló como un lobo y,
alzando los brazos muy por encima de la cabeza, los dirigió hacia el hombrecillo con tanta
fuerza que pareció como si sus manos fuesen a salir despedidas. Se mantuvieron en su
sitio, pero un rayo de fuego azulado, espectral bajo la luz del sol, surgió de sus dedos
extendidos. El hombrecillo había desenvainado su estoque, apuntando con él al mago. El
rayo azul crepitó a lo largo de la delgada hoja y se descargó, evidentemente, en el suelo,
puesto que el espadachín sólo notó una ligera sacudida en la mano.
El mago, sin duda poco imaginativo, repitió su táctica, con el mismo resultado, y volvió
a alzar las manos para descargar un tercer rayo. Por entonces el hombrecillo había
captado el ritmo de sus acciones, y en el momento justo en que las manos descendían,
dio un tirón al alambre, de tal manera que onduló contra los pechos y los rostros de los
matones que rodeaban a Bashabeck, cuya cabeza adornaba un turbante anaranjado. La
sustancia azulada, fuera lo que fuese, saltó crepitando del alambre y les alcanzó a todos.
Con un grito unánime, cayeron al suelo y se contorsionaron.
Entretanto, el otro brujo lanzó su varita al hombretón, e inmediatamente le arrojó otras
dos, que pareció arrancar del aire. Con una rapidez sorprendente, el hombre fornido había
desenvainado su enorme espada, esperando la llegada de la primera varita. Le asombró
observar que, durante el vuelo, ésta adquiría la forma de un halcón de alas plateadas,
abatiéndose con los espolones por delante para atacar. Mientras el espadachín seguía
contemplándolo, su aspecto se trocó en el de un largo y plateado cuchillo, con la salvedad
de que tenía un ala plateada a cada lado.
Sin dejarse amilanar por este prodigio y manejando su gran espada como si fuese un
florete de esgrima, el hombretón desvió diestramente la primera daga volante, que
atravesó el hombro de uno de los matones que flanqueaban al patrón de La Anguila de
Plata. De la misma manera trató a la segunda y la tercera dagas, cuyos dolorosos
picotazos, aunque no fatales, recibieron otros dos enemigos.
Los matones gritaron y rayeron al suelo, aunque más por el terror que les producían
aquellas armas sobrenaturales que por la gravedad de sus heridas. Antes de que se
desplomaran sobre los adoquines, el hombretón había sacado velozmente un cuchillo que
llevaba al cinto, lanzándolo con la mano izquierda contra su enemigo brujo. Tanto si el
arma alcanzó al hombre de la barba gris, como si éste logró esquivarla, lo cierto es que
desapareció de la vista.
Entretanto, el otro mago seguía haciendo gala de su falta de imaginación, o quizá era
sólo testarudez, y enviaba un cuarto rayo al hombrecillo, quien esta vez dirigió hacia
arriba el alambre que conectaba su espada con el suelo, de modo que alcanzó la misma
ventana de donde procedía el rayo azul. Tanto pudo alcanzar al mago como al marco de
la ventana: lo cierto es que hubo una gran crepitación, se oyó un grito lastimero y también
aquel mago se perdió de vista.
Cabe decir, en honor de los matones y bravucones allí presentes, que apenas vacilaron
ante esta exhibición de mortíferos hechizos desviados, sino que instados por quienes les
empleaban —y los proxenetas por sus prostitutas— se abalanzaron contra los dos
hombres, blandiendo sus diversas armas. Es cierto que tenían una ventaja de cincuenta
contra dos, pero, aun así, hacía falta cierto valor para enfrentarse a aquellos dos diestros
espadachines.
Los dos amigos se colocaron al instante espalda contra espalda y, dando tajos con la
velocidad del rayo, resistieron la primera embestida, procurando ocasionar cortes a tantas
caras y brazos como pudieran, en vez de asestar golpes profundos y mortales. Ahora el
hombretón blandía un hacha de mango corto, con cuya hoja plana golpeó algunos
cráneos para variar, mientras el hombrecillo complementaba su afilado estoque con un
largo cuchillo que manejaba con tanta rapidez como un gato mueve sus garras.
Al principio la enorme diferencia numérica entre ellos y sus atacantes constituyó un
obstáculo considerable para los últimos, pues unos se interponían en el camino de otros,
mientras que el mayor peligro de los dos espadachines que luchaban espalda contra
espalda era que podía arrollarles la misma masa de sus enemigos heridos, empujados
briosamente hacia adelante por sus compañeros que estaban detrás. Durante un rato la
confusión se aclaró un poco, y pareció como si los dos amigos se vieran obligados a
asestar unos golpes más mortíferos, ante su casi inevitable caída. El estrépito del hierro
templado y de las botas, los gruñidos de los luchadores y los gritos excitados de las
mujeres armaban un ruido infernal, haciendo que los centinelas de la puerta mirasen
nerviosos a su alrededor.
Pero entonces el señorial Bashabeck, que por fin se había dignado intervenir en la
contienda, recibió un hachazo del hombretón, que le cortó una oreja y le partió la clavícula
del mismo lado, mientras las muchachas, a quienes la batalla había despertado su
emoción ante las gestas legendarias, empezaron a vitorear a los dos espadachines, cosa
que desanimó a matones y proxenetas.
Los atacantes titubearon, al borde del pánico. Se oyó un súbito trompeteo procedente
de la calle más ancha entre las que desembocaban en la plaza, y aquel sonido agudo
bastó para romper unos nervios por aquel entonces muy debilitados. Los atacantes y sus
patronos echaron a correr en todas las demás direcciones, los proxenetas tirando de sus
veleidosas rameras, mientras los que habían sido alcanzados por el rayo azulado y las
dagas aladas se arrastraban tras ellos.
En un momento la plaza quedó desierta, con excepción de los dos espadachines
victoriosos, la hilera de trompeteros a la entrada de la calle, la de guardianes al otro lado
del portal, que ahora desviaban la vista de la plaza, como si nada hubiera ocurrido..., y
más de un centenar de pares de ojos diminutos y negros con destellos rojizos, como
cerezas silvestres, que miraban atentamente a través de las rejillas de los desagües
callejeros y los diversos agujeros en las paredes e incluso en los tejados. Pero ¿quién
cuenta a las ratas o repara siquiera en ellas? Sobre todo en una ciudad tan antigua e
infestada de sabandijas como Lankhmar.
Los dos espadachines permanecieron un rato más mirando a su alrededor. Entonces,
recobrando el aliento, rompieron a reír estrepitosamente, envainaron sus aceros y miraron
a los trompeteros con una curiosidad cautelosa y relajada a la vez.
Los trompeteros giraron a cada lado. Una hilera de lanceros que estaban detrás de
aquéllos ejecutaron el mismo movimiento, y entonces avanzó hacia ellos un hombre
venerable, bien afeitado, de rostro severo, vestido con una toga negra de estrecho borde
plateado.
El recién llegado alzó la mano en un solemne ademán de saludo y dijo en tono grave:
—Soy el chambelán de Glipkerio Kistomerces, Señor Supremo de Lankhmar, y he aquí
mi vara de autoridad.
Mostró una varita de plata, con un emblema de bronce, que tenía forma de estrella de
mar en el extremo.
Los dos hombres asintieron con un ligero movimiento de cabeza, como dando a
entender que aceptaban aquella afirmación pero que no les impresionaba en especial.
El chambelán miró al hombretón. Sacó un pergamino de entre los pliegues de su toga,
lo desenrolló, le echó un breve vistazo y alzó la vista:
—¿Eres tú Fafhrd, el bárbaro norteño y pendenciero?
El interpelado reflexionó un instante antes de responder:
—¿Y si lo soy...?
El chambelán se volvió entonces hacia el hombre menudo. Consultó de nuevo su
pergamino.
—¿Y eres tú..., te pido disculpas, pero así está escrito aquí..., ese mestizo, sospechoso
de robo con allanamiento desde hace largo tiempo, ratero, estafador y asesino, llamado el
Ratonero Gris?
El hombrecillo ahuecó su capa y dijo:
—Si tienes algún interés en saberlo..., bien, es posible que él y yo tengamos cierta
relación.
Como si aquellas vagas respuestas fuesen suficientes, el chambelán enrolló su
pergamino y lo guardó bajo su toga.
—Entonces mi amo desea veros. Hay un servicio que podéis prestarle, con un
considerable beneficio para vosotros.
El Ratonero Gris preguntó entonces:
—Si el todopoderoso Glipkerio Kistomerces nos necesita, ¿por qué entonces ha
permitido que nos atacara ese grupo de bellacos que acaba de huir y que podría haber
puesto fin a nuestras vidas?
—Si fuerais la clase de hombres que se dejarían matar por esa chusma —replicó el
chambelán—, no seríais los hombres adecuados para llevar a cabo la misión que desea
encargaros mi amo. Pero el tiempo apremia. Seguidme.
Fafhrd y el Ratonero Gris intercambiaron una mirada, y un instante después se
encogieron de hombros a un tiempo y asintieron. Contoneándose ligeramente, se situaron
al lado del chambelán, los lanceros y trompeteros se pusieron detrás de ellos y el cortejo
se puso en marcha por donde había llegado, dejando la plaza completamente vacía.
Con excepción, claro está, de las ratas.
2
Con el viento del oeste, solícito como una madre, hinchando las oscuras velas
triangulares, la esbelta galera de combate y los cinco anchos cargueros de grano, que
habían zarpado hacía dos noches de Lankhmar, avanzaban en hilera hacia el norte, a
través del Mar Interior del antiguo mundo de Nehwon.
Caía la tarde de uno de esos días suaves y azules en los que el mar y el cielo tienen la
misma tonalidad, proporcionando una prueba evidente de la hipótesis hoy predilecta de
los filósofos lankhmarianos; que Nehwon es una gigantesca burbuja que se alza a través
de las aguas de la eternidad, con continentes, islas y grandes joyas, que por la noche son
las estrellas flotando ordenadamente en la superficie interior de la burbuja.
En la cubierta de popa del último de los cargueros, que era también el más grande, el
Ratonero Gris escupió una piel de ciruela a sotavento y exclamó:
—¡Corren buenos tiempos en Lankhmar! Ni tan sólo había transcurrido un día desde
nuestra llegada a la Ciudad de la Toga Negra tras varios meses de aventuras lejos de
ella, cuando obtenemos este agradable encargo del Señor Supremo en persona..., y con
un anticipo de la paga.
—Siempre he desconfiado de los encargos agradables —replicó Fafhrd bostezando, al
tiempo que abría su jubón adornado con pieles para que el viento suave acariciara su
pecho tras penetrar entre la maraña del vello—. Y nos ha hecho salir tan rápidamente de
Lankhmar que ni siquiera hemos tenido tiempo de presentar nuestros respetos a las
damas. No obstante, debo confesar que las cosas nos podrían haber ido peor. Una bolsa
llena es el mejor lastre para contener los impulsos viriles, sobre todo cuando quien los
experimenta tiene patente de corso con las damas.
Slinoor, el capitán del barco, se volvió para mirar al ágil hombrecillo vestido de gris y a
su alto camarada bárbaro, que llevaba un atuendo más llamativo. El capitán de la
Calamar era un hombre de media edad, vestido con una túnica negra. Estaba de pie,
entre dos fornidos marineros también vestidos de negro y con las piernas desnudas, los
cuales mantenían firme el gran timón arqueado que guiaba la Calamar.
—Eh, bribones —les dijo Slinoor sin levantar apenas la voz—. ¿Qué sabéis realmente
de vuestro agradable encargo? Mejor dicho, ¿qué es lo que el archinoble Glipkerio decidió
deciros sobre el objetivo y los oscuros antecedentes de esta travesía?
Dos jornadas de navegación placentera parecían haber animado finalmente al taciturno
capitán del barco a intercambiar confidencias, o por lo menos a un trueque de
interrogantes y mentiras.
El Ratonero introdujo su daga, a la que llamaba Garra de Gato, en una bolsa de mallas
que colgaba del pasamano de la borda y la extrajo con una ciruela morada como un
crepúsculo clavada en su punta.
—Lo que sabemos —respondió sin inmutarse— es que esta flota lleva una carga de
grano, regalo del Señor Supremo Glipkerio a Movarl de las Ocho Ciudades, como
agradecimiento a éste por haber expulsado a los piratas mingoles del Mar Interior y tal vez
impedir que los mingoles esteparios asaltaran Lankhmar a través del Reino Hundido.
Movarl necesita el grano para sus granjeros y cazadores que se han convertido en
soldados y ciudadanos, y, sobre todo, para abastecer al ejército que socorre a su ciudad
de Klelg Nar, bajo asedio mingol. Podríamos decir que Fafhrd y yo somos una pequeña
pero poderosa retaguardia que protege el grano y ciertos artículos más delicados que
forman parte del regalo de Glipkerio.
—¿Te refieres a ésos? —Slinoor señaló con el pulgar hacia babor.
A lo largo de la borda se alineaban cuatro jaulas de barrotes plateados, cada una de las
cuales contenía tres grandes ratas blancas. Con sus pelajes sedosos, sus ojos azul claro
y, sobre todo, los labios superiores cortos y arqueados, bajo los que exhibían dos
incisivos enormes, parecían una camarilla de aristócratas altivos, hastiados, endógamos,
y aristocrática era asimismo la manera desinteresada con que observaban a un flaco
gatito negro que, con las garras escondidas, se había encaramado al pasamano de la
borda, como para alejarse todo lo posible de las ratas, a las que miraba con mucha
preocupación.
Fafhrd estiró el brazo y deslizó un dedo por el lomo del gatito, el cual arqueó el
espinazo, sumido por un instante en un placer sensual; pero en seguida se apartó y siguió
observando preocupado a las ratas, actividad compartida por los dos pilotos vestidos de
negro, que parecían a la vez molestos y temerosos a causa de los pasajeros enjaulados
en la cubierta de popa.
El Ratonero se chupó los dedos bañados en jugo de ciruela y sacó la lengua para
capturar con precisión una gota que amenazaba con escurrirse por la barbilla.
—No, no me refiero principalmente a esas ratas de alta cuna —le dijo a Slinoor, y,
arrodillándose de improviso, tocó significativamente con dos dedos la cubierta de roble y
añadió—: Me refiero a la dama que está abajo, la cual te ha echado de tu camarote de
capitán y ahora insiste en que las ratas necesitan sol y aire fresco..., extraña manera, a mi
modo de ver, de mimar a unas alimañas acostumbradas a vivir en la oscuridad
subterránea.
Slinoor enarcó sus pobladas cejas. Se acercó más a su interlocutor y le susurró:
—¿Crees que la damisela Hisvet tal vez no sea simplemente la encargada de velar por
las ratas, sino que también forme parte del regalo de Glipkerio a Movarl? Demontre, es la
hija del mercader de grano más importante de Lankhmar, el cual se ha enriquecido
vendiéndole cereal tostado a Glipkerio.
El Ratonero sonrió crípticamente, pero no dijo nada.
Slinoor frunció el ceño y luego susurró, en voz aún más baja:
—Ciertamente, he oído el rumor de que Hisvet ya fue el regalo de su padre a Glipkerio
para comprar su patrocinio.
Fafhrd, que había intentado acariciar al gato de nuevo, sin más éxito que el de hacerle
trepar por el mástil de popa, se volvió al oír las palabras del capitán.
—Pero Hisvet es una niña —dijo casi en tono de reproche—, una doncella de lo más
recatada y decente. No lo sé en lo que concierne a Glipkerio, pues parece un decadente
—esa palabra no era un insulto en Lankhmar—, pero, sin duda, a Movarl, un norteño de
los bosques, sólo le gustan las mujeres fuertes, maduras y completas.
—Sin duda, ésos son tus propios gustos —observó el Ratonero, mirando a Fafhrd con
los ojos entrecerrados—. ¿No te interesan las relaciones con mujeres de aspecto
aniñado?
Fafhrd parpadeó como si el Ratonero le hubiera hundido los dedos en el costado.
Entonces se encogió de hombros y cambió de tema.
—¿Por qué son tan especiales estas ratas? ¿Es que saben hacer trucos?
—Así es —replicó Slinoor, evidenciando con su tono la repugnancia que sentía hacia
los roedores—. Actúan como si fuesen hombres. Hisvet las ha amaestrado para que
bailen al son de una música, beban de copas, sujeten pequeñas lanzas y espadas e
incluso practiquen la esgrima. Yo no lo he visto... ni tengo el menor interés en ello.
La fantasía del Ratonero se puso en marcha. Se imaginó pequeño como una rata,
batiéndose con otras ratas que llevaban encajes en el cuello y las patas delanteras,
deslizándose por los laberínticos túneles de sus ciudades subterráneas, convirtiéndose en
un gran experto en quesos y carnes ahumadas, tal vez cortejando a una esbelta reina
roedora, sorprendido por el rey roedor y teniendo que combatir con él en la oscuridad.
Entonces observó que una de las ratas blancas le miraba fijamente con sus fríos e
inhumanos ojos azules, y de improviso esa idea no le pareció en absoluto divertida. A
pesar de que el calor del sol era intenso, se estremeció.
—No es bueno para los animales que intenten ser como los hombres —decía Slinoor,
mirando sombríamente a los silenciosos aristócratas blancos—. ¿Habéis oído hablar de la
leyenda de...? —empezó a decir, pero titubeó y no siguió adelante, meneando la cabeza,
como si creyera que había estado a punto de hablar demasiado.
—¡Una vela! —gritó el vigía, desde la cofa—. ¡Una vela negra a barlovento!
—¿Qué clase de barco? —gritó Slinoor. —No lo sé, capitán, sólo veo lo alto de la vela.
—No lo pierdas de vista, muchacho —le ordenó el capitán.
—Así lo haré, capitán.
Slinoor fue a la barandilla de estribor y luego regresó.
—Las velas de Movarl son verdes —dijo Fafhrd, pensativo.
Slinoor asintió.
—Las velas de Movarl son blancas. Las de los piratas eran rojas en su mayoría. Las de
Lankhmar fueron negras en otro tiempo, pero ahora ese color es sólo para las barcazas
funerarias, que procuran no alejarse demasiado de la costa. Al menos jamás he
conocido...
El Ratonero le interrumpió:
—Has hablado de oscuros antecedentes de esta travesía. ¿Por qué oscuros?
Slinoor les llevó junto al coronamiento de popa, a distancia de los fornidos timoneles.
Fafhrd se agachó un poco para pasar por debajo de la arqueada caña del timón. Los tres
miraron la ondulante estela que dejaba la nave, con las cabezas muy juntas.
—Habéis estado lejos de Lankhmar —dijo Slinoor—. ¿No sabíais que éste no es el
primer regalo de grano a Movarl?
El Ratonero asintió.
—Nos dijeron que hubo otro, pero que, por alguna razón, se perdió. Creo que fue
durante una tormenta. Glipkerio lo comentó.
—Hubo dos —dijo concisamente Slinoor—, y ambos se perdieron sin dejar rastro. No
hubo ninguna tormenta.
—¿Qué fue entonces? —preguntó Fafhrd, mirando a su alrededor, pues las ratas
habían empezado a ponerse nerviosas—. ¿Piratas?
—Movarl ya había expulsado a los piratas, enviándolos al este. Cada una de las dos
flotas estaba protegida por galeras como la nuestra, zarparon con buen tiempo y un viento
del oeste adecuado. —Slinoor sonrió vagamente—. Sin duda, Glipkerio no os contó estas
cosas por temor a que os excusarais. Nosotros, los marinos, y los lankhmarianos
obedecemos por deber y por el honor de la Ciudad, pero últimamente Glipkerio ha tenido
dificultades para contratar a la clase de agentes especiales que le gusta emplear en sus
misiones también especiales. Nuestro señor es inteligente, qué duda cabe, pero emplea la
mayor parte de esa inteligencia en sus proyectos para visitar otros mundos encerrados en
burbujas, en una gran campana de inmersión o un barco sumergible metálico
herméticamente cerrado, mientras se sienta con muchachas amaestradas para
contemplar la actuación de unas ratas igualmente amaestradas, compra a los enemigos
de Lankhmar con oro y recompensa a los cada vez más codiciosos amigos de Lankhmar
con grano, no con soldados. —Slinoor soltó entonces un gruñido —. Movarl se está
impacientando demasiado, ¿sabes? Si el grano no llega, ha amenazado con llamar a su
patrulla de piratas, aliarse con los mingoles terrestres y lanzarlos contra Lankhmar.
—¿Norteños, aunque no sean habitantes de las regiones nevadas, aliados con
mingoles? —objetó Fafhrd—. ¡No es posible!
Slinoor le miró con fijeza.
—Sólo te diré una cosa, norteño comedor de hielo. Si no creyera que tal alianza es
tanto posible como probable y, en consecuencia, Lankhmar corre peligro, no habría
zarpado con esta flota, al margen del honor y del deber. Puedes estar seguro de que ésta
es la misma postura que la de Lukeen, el comandante de la galera. Tampoco creo que, de
no ser como te digo, Glipkerio enviase a Kvarch Nar, donde está Movarl, sus mejores
ratas actoras y a la primorosa Hisvet.
Fafhrd rezongó un poco.
—¿Dices que ambas flotas se perdieron sin dejar rastro? —preguntó, incrédulo.
Slinoor meneó la cabeza.
—Así ocurrió con la primera. En cuanto a la segunda, un mercader ilthmariano que se
dirigía a Lankhmar avistó algunos restos del naufragio, entre ellos la cubierta de una nave
de transporte. Había sido arrancada de cuajo del casco, tan astillada estaba... El
ilthmariano no se atrevió a conjeturar cómo lo habían hecho. Atado a un trozo de
barandilla estaba el capitán del barco, que llevaba muerto algunas horas. Su rostro
aparecía mordisqueado y todo su cuerpo roído.
—¿Peces? —preguntó el Ratonero.
—¿Aves marinas? —inquirió Fafhrd.
—¿Dragones? —sugirió una tercera voz, aguda, jadeante y tan alegre como la de una
colegiala.
Los tres hombres se volvieron, Slinoor con la rapidez de quien se sabe culpable.
La damisela Hisvet era tan alta como el Ratonero, pero a juzgar por su rostro, muñecas
y tobillos era mucho más esbelta. Tenía la tez delicada, con el mentón afilado, la boca
pequeña y un labio superior fruncido que se levantaba lo suficiente para revelar una doble
línea de dientes perlinos. Su cutis era de una palidez cremosa, a excepción de los
pómulos, que eran de color subido. Su cabello liso y sedoso, de un blanco puro con un
toque plateado, lo llevaba recogido en la nuca con una arandela de plata, colgándole sin
trenzar, como la cola de un unicornio. El blanco de sus ojos parecía de porcelana, y los
iris eran de un rosa oscuro alrededor de las negras pupilas. Su cuerpo se ocultaba bajo
una amplia túnica de seda violeta, excepto cuando el viento modelaba una grácil curva de
su anatomía juvenil. Llevaba una capucha violeta, echada a medias hacia atrás. Las
mangas eran anchas, pero ceñidas en las muñecas, iba descalza, y la piel de los pies era
de un tono tan suave como el del rostro, con excepción de una coloración rosada en los
dedos.
Miró rápidamente a los tres hombres, uno tras otro.
—Estabas hablando de las flotas que desaparecieron —dijo acusadora—. ¡Qué
vergüenza, capitán Slinoor! Todos debemos tener valor.
—Así es —convino Fafhrd, encontrando de su agrado el ejemplo que daba la
muchacha—. Ni siquiera los dragones tienen que amilanar a un hombre. Con frecuencia
he visto los monstruos marinos, con crestas, cuernos y algunos incluso bicéfalos,
retozando en las aguas del océano exterior que rompen en esas rocas a las que los
marinos llaman las Garras. No eran de temer, si uno no se olvidaba de mirarles con una
expresión autoritaria. Se comportaban de un modo lujurioso, los machos perseguían a las
hembras, decían... —Fafhrd aspiró hondo y a continuación soltó un rugido tan tuerte y
lastimero que los dos timoneles se sobresaltaron —: ¡Hoongk! ¡Hoongk!
—¿No te da vergüenza, espadachín Fafhrd? —dijo Hisvet pudorosamente, con las
mejillas y la frente cubiertas de rubor—. Eres de lo más indecoroso. El sexo de los
dragones...
Pero Slinoor se había vuelto hacia Fafhrd, cogiéndole de la muñeca, y ahora gritaba:
—¡Calla, necio monstruoso! ¿No sabes que esta noche navegamos a la luz de la luna
ante las Rocas de los Dragones? ¡Los estás llamando!
—En el Mar Interior no hay dragones —le aseguró Fafhrd riendo.
—Hay algo que destroza los barcos —afirmó Slinoor con testarudez.
El Ratonero aprovechó este breve intercambio para acercarse más a Hisvet, haciendo
tres rápidas reverencias mientras se aproximaba.
—Nos hemos perdido el gran placer de vuestra compañía en cubierta, señorita —le dijo
cortésmente.
—¡Ay, señor, no soy del agrado del sol! —replicó ella con coquetería—. Ahora que se
dispone a hundirse, sus rayos se han dulcificado. Además —añadió con un ligero
estremecimiento—, esos rudos marinos... —se interrumpió al ver que Fafhrd y el capitán
de la Calamar habían dejado de discutir y se habían vuelto hacia ella—. Oh, no me refería
a ti, querido capitán Slinoor —le aseguró, extendiendo la mano y casi tocando su túnica
negra.
—¿Le apetece a la señorita una ciruela negra de Sarheenmar, calentada por el sol y
refrescada por el viento? —sugirió el Ratonero, disponiéndose a ensartar otro fruto con su
delgada daga.
—No lo sé —dijo Hisvet, mirando la punta finísima de la daga—. Tengo que llevar abajo
a las Sombras Blancas antes deque se instale el frío de la noche.
—Cierto —convino Fafhrd con una risa halagadora, comprendiendo que se refería a las
ratas blancas—, pero habéis sido muy prudente al permitirles pasar el día en cubierta,
donde, sin duda, no tienen oportunidad de jugar con las Sombras Negras..., me refiero,
claro está, a sus hermanas negras más comunes y libres, escondidas aquí y allá en la
bodega.
—No hay ratas en mi barco, ni juguetonas ni de otra clase —afirmó de inmediato
Slinoor, en tono airado—. ¿Crees que dirijo un burdel de ratas? Perdonad, señorita —
añadió rápidamente, dirigiéndose a Hisvet—. Quiero decir que no hay ratas corrientes a
bordo de la Calamar.
—Entonces vuestro barco de transporte de grano debe de ser el primero así bendecido
—le dijo Fafhrd con indulgente razonamiento.
El disco bermejo del sol tocó el mar en el oeste y se aplanó como una mandarina.
Hisvet se apoyó contra el coronamiento de popa, bajo la caña arqueada del timón. Fafhrd
estaba a su derecha, el Ratonero a su izquierda, con la bolsa de ciruelas al alcance de la
mano, cerca de las jaulas de plata. Slinoor hablaba con los timoneles, o fingía hacerlo.
—Acepto gustosa esa ciruela que me habéis ofrecido, espadachín Ratonero —dijo en
voz queda la muchacha.
El Ratonero se apresuró a satisfacer de inmediato a la damisela, y mientras se volvía y
palpaba la bolsa de mallas en busca del fruto más tierno, Hisvet extendió su brazo
derecho y sin mirar ni una sola vez a Fafhrd deslizó lentamente la mano por el pecho
masculino, se detuvo al llegar al extremo para coger un puñado de vello y darle un fuerte
tirón, y pasó de nuevo la mano livianamente sobre el vello que acababa de alborotar.
Retiró la mano en el mismo momento en que el Ratonero se volvía, besó largamente su
palma y estiró el brazo para coger la fruta negra clavada en la punta de la daga. Succionó
delicadamente el orificio abierto por el arma y se estremeció al contacto con la fruta.
—Qué vergüenza, señor —dijo haciendo una mueca—. Dijisteis que el sol la habría
calentado y no es así. Esta fruta contiene ya el frío nocturno en su carne. —Miró a su
alrededor, pensativa—. Mirad, el espadachín Fafhrd tiene la carne de gallina —observó, y
entonces, ruborizada, se tapó los labios con un gesto de reprobación—. Cerraos el jubón,
señor. Eso os librará del catarro y quizá no seguiréis azorando a una muchacha que no
está acostumbrada a ver hombres desnudos, salvo los esclavos.
—Aquí tenéis una ciruela más caliente —dijo el Ratonero tras buscar de nuevo en la
bolsa.
Hisvet sonrió y le lanzó con el revés de la mano la ciruela que había probado. El
Ratonero la tiró por encima de la borda y lanzó la segunda ciruela a la muchacha. Ella la
cogió diestramente, la exprimió un poco, se la llevó a los labios, meneó la cabeza
tristemente, aunque sin dejar de sonreír, y se la devolvió. El Ratonero, también sonriente,
cogió la ciruela, la tiró por encima de la borda y le lanzó a la muchacha una tercera.
Jugaron así durante cierto tiempo. Un tiburón que seguía la estela de la nave sufrió dolor
de estómago.
La gatita negra avanzó sobre la barandilla de estribor, mirando fijamente las jaulas
alineadas a babor. Fafhrd la cogió al instante, como un buen general aprovecha una
oportunidad en el calor del combate. Se acercó a la muchacha con el animalito casi oculto
entre sus manazas.
—¿Habéis visto a la gatita del barco, señorita? O tal vez deberíamos llamar a la
Calamar el barco de la gatita, pues ella lo adoptó, saltando a bordo cuando zarpábamos.
Tomadlo, señorita. Ha tomado bien el sol y su cuerpecillo es más cálido que el de
cualquier ciruela.
Le tendió la palma sobre la que estaba sentada la gatita, sin tener en cuenta la opinión
del animal. Cuando éste vio que le llevaban hacia las ratas e Hisvet se disponía a cogerlo
diciendo «pobre huerfanilla», el pelo se le erizó y agitó una rígida pata con las garras
extendidas.
Hisvet se sobresaltó y apartó la mano. Antes de que Fafhrd pudiera arrojar la gata al
suelo o hacerla a un lado, el felino saltó a su cabeza y de allí trepó al punto más alto de la
caña del timón.
El Ratonero corrió hacia Hisvet, al tiempo que le gritaba a Fafhrd:
—¡Bobo! ¡Zafio! ¡Sabías que esa bestia es semisalvaje! —Entonces se dirigió a
Hisvet—: ¿Os ha lastimado, señorita?
Fafhrd dio un airado manotazo al gatito, y uno de los timoneles retrocedió para echarle
de allí, quizá porque le pareció indecoroso que los gatos pasearan por la caña del timón.
El animal dio un largo salto hasta la barandilla de estribor, resbaló y quedó colgando
sobre el agua, sujeto por dos garras.
Hisvet apartó su mano del Ratonero mientras éste le decía:
—Será mejor que echemos un vistazo, señorita. Incluso el más leve arañazo de un
sucio gato de barco puede ser peligroso.
—No, no —replicó ella—, os digo que no es nada.
Fafhrd cruzó a estribor, con la intención de arrojar la gata al agua, pero en el último
instante se apiadó y rescató al animalito. En cuanto éste se vio a salvo sobre la borda,
clavó sus dientes en el pulgar del norteño y trepó velozmente por el mástil. Fafhrd ahogó
a duras penas un aullido. Slinoor se echó a reír.
—De todos modos, la examinaré —dijo el Ratonero en tono autoritario, y cogió a la
fuerza la mano de Hisvet.
Ésta le dejó hacer por un momento y luego retiró la mano bruscamente, se puso en pie
y le espetó con frialdad:
—Estáis perdiendo la compostura. Ni siquiera su propio médico toca a una dama noble
de Lankhmar, sino que se limita a palpar el cuerpo de su doncella, sobre el que la dama
señala sus dolores y síntomas. Dejadme, espadachín.
Irritado, el Ratonero se apoyó en el coronamiento de popa. Fafhrd se lamía el pulgar
herido. Hisvet se acercó al Ratonero y, sin mirarle, le dijo en voz baja:
—Deberíais haberme pedido que llamara a mi doncella. Es muy bonita.
En el horizonte sólo quedaba una estrecha franja de sol rojizo, como una uña cortada.
Slinoor se dirigió al vigía de la cofa:
—¿Qué hay de esa vela negra, muchacho?
—Mantiene la distancia, señor. Sigue navegando a nuestro través.
El sol se hundió con un leve destello verdoso. Hisvet inclinó la cabeza y besó al
Ratonero en el cuello, debajo de la oreja. Su lengua le hizo cosquillas.
—¡Ahora la he perdido, señor! —gritó el vigía—. Hay niebla al noroeste, y al nordeste...,
una pequeña nube negra..., como un barco negro moteado de luz... que se desliza por el
aire. Ahora también se desvanece. No hay nada más, señor.
Hisvet irguió la cabeza. Slinoor se acercó a ellos.
—Ese vigía ve demasiadas cosas —murmuró. Hisvet se estremeció y dijo:
—Las Sombras Blancas van a enfriarse. Son muy delicadas, señor Ratonero.
—Vos sois la sombra blanca del éxtasis, señorita —susurró el Ratonero. Entonces se
aproximó a las jaulas de plata, diciendo en voz alta para que le oyera Slinoor—: ¿No
podríamos tener el privilegio de verlas actuar, señorita? Mañana, por ejemplo, aquí, en la
cubierta de popa. Sería altamente instructivo ver cómo hacéis que os obedezcan estos
animales. —Acarició el aire por encima de las jaulas y, mintiendo descaradamente,
añadió—: ¡Ah, qué preciosidad de criaturas!
En realidad, miraba con aprensión a través de los barrotes, temeroso de las pequeñas
lanzas o espadas que Slinoor había mencionado. Las doce ratas le miraban sin
curiosidad. Una de ellas incluso parecía bostezar.
—No os aconsejo que hagáis eso, señorita —dijo fríamente Slinoor—. Los marineros
temen y detestan a todas las ratas. Sería mejor no despertar en ellos tales sentimientos.
—Pero estos roedores pertenecen a la aristocracia de su especie —objetó el Ratonero.
—Si siguen aquí van a enfriarse —se limitó a repetir Hisvet.
Al oír esto, Fafhrd dejó de lamerse la mano y se acercó rápidamente a Hisvet,
diciéndole:
—¿Puedo llevarlas abajo, señorita? Seré tan cuidadoso como un aya kleshite.
Con los dedos pulgar y corazón levantó una jaula que contenía dos ratas. Hisvet le
obsequió con una sonrisa.
—Desearía que lo hicierais, cortés guerrero, pues los marineros las tratan con
demasiada rudeza. Pero sólo podéis llevar con seguridad dos jaulas. Necesitaréis ayuda
adecuada.
Al decir esto miró al Ratonero y a Slinoor.
Así pues, el capitán de la nave y el Ratonero, este último con mucha repugnancia y
aprensión, cogieron con suma cautela sendas jaulas de plata, mientras Fafhrd cogía dos,
y siguieron a Hisvet hasta su camarote, bajo la cubierta de popa. El Ratonero no pudo
contenerse y le susurró a su compañero:
—¡Henos aquí convertidos en cuidadores de ratas! ¡Ojalá recibas unas cuantas
mordeduras de roedor que complementen a la del felino!
Frix, la morena doncella de Hisvet, estaba en la puerta del camarote, y se hizo cargo de
las jaulas. Hisvet dio las gracias a los tres hombres del modo más frío y distante, y Frix
cerró la puerta tras ellas. Se oyó el ruido amortiguado de una tranca detrás de la puerta y
el tintineo de una cadena, todo lo cual certificaba la inexpugnabilidad del camarote.
La oscuridad se fue extendiendo sobre las aguas. Encendieron un farol amarillo y lo
alzaron hasta la cofa. La negra galera de combate Tiburón, con su oscura vela
temporalmente aferrada y movida a fuerza de remos, se aproximó a la Almeja, situada
delante de la Calamar, para reconvenir a los marinos por tardar en encender la luz en lo
alto del mástil. Tras esto se situó al lado de la Calamar y los dos capitanes, Lukeen y
Slinoor, hablaron a gritos acerca de una vela negra, la niebla, unas pequeñas nubes
negras en forma de barcos y las rocas de los dragones. Finalmente, la galera partió veloz,
con sus marinos de Lankhmar enfundados en negras cotas de malla, para ocupar su
posición a la cabeza de la columna. Centellearon las primeras estrellas, prueba de que el
sol no había huido, a través de las aguas de la eternidad, a alguna otra burbuja
contenedora de un mundo, sino que nadaba como de costumbre hacia el este, bajo el
océano azul, y los rayos errantes que emitía al pasar iluminaban las flotantes joyas
estelares.
Aquella noche, después de que saliera la luna, tanto Fafhrd como el Ratonero
encontraron por separado ocasión para ir a llamar a la puerta de Hisvet, pero ninguno de
los dos consiguió gran cosa. Al oír los golpes de Fafhrd, Hisvet en persona abrió la rejilla
y, al ver al hombretón, exclamó:
—¡Qué vergüenza, señor! ¿No veis que me estoy desnudando?
Dicho esto cerró la rejilla al instante.
Cuando el Ratonero pidió en voz baja permiso para ver un momento a la «sombra
blanca del éxtasis», el alegre rostro de la doncella morena apareció detrás de la rejilla.
—Mi señora me ha ordenado que os dé las buenas noches lanzándoos un beso con la
mano.
Tras llevarse la mano a los labios, cerró la rejilla.
Fafhrd, que había estado espiando, saludó a su alicaído compañero de un modo
sardónico:
—¡La blanca sombra del éxtasis!
—¡Señorita por aquí, señorita por allá! —replicó acerbamente el Ratonero.
—¡Ciruela negra de Sarheenmar!
—¡Aya kleshite!
Ninguno de los dos aventureros durmió profundamente aquella noche, y cuando habían
transcurrido dos tercios de la misma, el gong de la nave empezó a sonar a intervalos,
mientras que los gongs de los demás barcos replicaban o llamaban débilmente. Al
amanecer, cuando los dos salieron a cubierta, la Calamar avanzaba lentamente a través
de una niebla que ocultaba la parte superior del velamen. Los dos timoneles miraban
nerviosos a su alrededor, como si esperasen ver fantasmas. Las velas apenas estaban
hinchadas. Slinoor, con ojeras a causa de la fatiga y la inquietud, explicó brevemente que
la niebla no sólo había aminorado la velocidad de la flota de transportes, sino que también
la había desordenado.
—La nave que va delante de nosotros es la. Atún, lo sé por el sonido de su gong. Y
más allá de la Atún está la Carpa. ¿Y la Almeja? ¿Dónde para la Tiburón? ¡Y todavía no
hemos rebasado las Rocas de los Dragones! Cierto que no tengo ningún deseo de verlas.
—¿No les llaman algunos capitanes las Rocas de las Ratas? —observó Fafhrd—. He
oído decir que, tras un naufragio, se estableció ahí una colonia de ratas.
—Es cierto —concedió Slinoor y, sonriendo con acritud al Ratonero, comentó—: No es
el mejor día para un espectáculo de roedores amaestrados en la cubierta de popa, ¿no es
cierto? Pero gracias a esta niebla nos libraremos de eso. No puedo soportar a esas
bestias blancas. Aunque sólo son doce me recuerdan demasiado a los Trece. ¿Habéis
oído hablar de la leyenda de los Trece?
—Sí, la conozco —dijo Fafhrd—. Una mujer sabia del Yermo Frío me contó cierta vez
que en cada especie de animal (lobos, murciélagos, ballenas, es algo común a todos
ellos) existe siempre un grupo de trece individuos que se comportan con una sabiduría y
una habilidad casi humanas (¡o demoníacas!). Aquella mujer sabia decía que si uno
lograba encontrar y amaestrar a los individuos de ese círculo interno, gracias a ellos
podría dominar a todos los animales de esa especie.
Slinoor miró a Fafhrd con los ojos entrecerrados.
—Esa mujer no era estúpida del todo —comentó.
El Ratonero se preguntó si también para los hombres existiría un círculo interno de
trece individuos.
La gatita salió como un espectro de entre la niebla y avanzó por la cubierta hacia
Fafhrd, con un maullido impaciente. Entonces titubeó y miró al hombre, dubitativa.
—Fijaos en los gatos, por ejemplo —dijo Fafhrd con una sonrisa—. Hoy mismo, en
algún lugar de Nehwon, tal vez diseminados pero más probablemente agrupados, hay
trece gatos de una sagacidad felina extraordinaria, que de alguna manera perciben y
controlan el destino de toda la especie gatuna.
—¿Qué es lo que percibe ahora esta gata? —preguntó Slinoor en voz baja.
La gatita negra miraba hacia babor, husmeando. De súbito su delgado cuerpo se puso
rígido y se le erizaron los pelos a lo largo del espinazo y la cola.
—¡Hoongk!
Slinoor se volvió hacia Fafhrd, a punto de soltar un juramento, pero vio que el norteño
miraba algo, boquiabierto y asombrado. Era evidente que él no había gritado.
3
Por babor emergió de la niebla una verde cabeza de serpiente, grande como la de un
caballo, cuyos colmillos semejantes a dagas se erguían en la boca roja, horriblemente
abierta. Con una celeridad increíble, aquella cabeza, en el extremo de un interminable
cuello amarillo, se deslizó por el lado de Fafhrd, la mandíbula inferior rozando
estrepitosamente la cubierta, y las dagas blancas se cerraron sobre la gatita.
O más bien en el lugar que había ocupado el animal, pues éste subió de un salto
prodigioso a la barandilla de estribor, desde donde se desvaneció en la niebla que
envolvía la arboladura de la nave.
Los pilotos echaron a correr, mientras Slinoor y el Ratonero se apoyaban en el
pasamano de estribor. La caña del timón, abandonada por sus servidores, se movía
lentamente por encima de sus cabezas, proporcionándoles cierta protección contra el
monstruo, el cual alzaba ahora su horrenda cabeza, que oscilaba de un lado a otro, y
cada vez que la acercaba a Fafhrd, se detenía a poca distancia de éste. Al parecer
buscaba a la gatita o a otros animales similares.
Fafhrd se quedó inmóvil, al principio a causa del asombro, y luego al pensar que aquel
monstruo le arrancaría cualquier parte del cuerpo que moviese primero.
Sin embargo, estaba a punto de atacar a aquel horror marino —su hedor, como remate
de todo lo demás, era abominable— cuando una segunda cabeza de dragón, que
cuadruplicaba el tamaño de la primera, con unos colmillos como cimitarras, surgió de la
niebla. Montado en aquella cabeza había un hombre vestido de naranja y púrpura, como
un heraldo de las Tierras Orientales, con botas rojas, capa y yelmo, este último provisto
de una ventanilla azul que parecía de cristal opaco.
Hay un punto en lo grotesco más allá del cual el horror no puede seguir aumentando,
sino que se desliza en el delirio, y Fafhrd había llegado a ese punto. Empezó a tener la
sensación de que estaba sumido en un sueño producido por el opio. Todo era
inequívocamente real, pero había perdido su poder de horrorizarle intensamente.
Observó entonces, como uno más de los absurdos detalles, que los dos cuellos
amarilloverdosos surgían de un tronco común. Además, el hombre o demonio
pintorescamente ataviado y montado en la cabeza mayor parecía muy seguro de sí
mismo, sin que ello permitiera augurar nada bueno ni malo. En aquel momento se
dedicaba a empujar la cabeza más pequeña, que parecía reacia a obedecerle, con la
punta ahorquillada y roma de una pica que llevaba, y por debajo o a través de su yelmo
azulrojizo rugía en una jerigonza que podríamos reproducir así:
—Gottverdammter Ungeheuer!
La cabeza más pequeña retrocedió, gimoteando como diecisiete cachorros. El
demoníaco jinete sacó de debajo de su capa un pequeño libro y, tras consultar sus
páginas dos veces (al parecer podía ver el exterior a través de su ventanilla azul), gritó en
lankhmarés chapurreando, con un extraño acento:
—¿Qué mundo es éste, amigo?
Nadie, ni siquiera un bebedor de aguardiente al despertar de su borrachera, había
formulado jamás a Fafhrd semejante pregunta. Sin embargo, en el estado de ensoñación
narcótica en que se hallaba, respondió con bastante naturalidad:
—¡Éste es el mundo de Nehwon, oh, brujo!
—Got sei dank! —exclamó el hombre demoníaco.
—¿De qué mundo procedes? —quiso saber Fafhrd.
La pregunta pareció confundir al jinete del monstruo. Consultó apresuradamente su
libro y replicó:
—¿Acaso conoces otros mundos? No crees que las estrellas son sólo joyas enormes.
—Cualquier idiota puede ver que las luces celestes son joyas —respondió Fafhrd—,
pero nosotros no somos sandios y sabemos que existen otros mundos. Los lankhmareses
creen que son burbujas en aguas infinitas. Mi opinión es que vivimos en el cráneo de un
dios muerto, cuya bóveda está tachonada de joyas. Pero, sin duda, existen otros cráneos
semejantes, y el universo que contiene a todos los universos es un gran campo de batalla
helado.
El gualdrapeo de la vela balanceó a la Calamar, haciendo oscilar la caña del timón, que
golpeó la cabeza más pequeña del monstruo, cuya boca se cerró sobre el madero. Un
instante después la apartó, agitándola para desprenderse de las astillas introducidas entre
los dientes.
Slinoor se estremeció.
—¡Dile al brujo que aparte a ese monstruo del barco! —le gritó.
El hombre demoníaco se apresuró a consultar de nuevo su libro, y entonces dijo:
—No os preocupéis, pues el monstruo sólo come ratas. Lo capturé junto a una
pequeña isla rocosa donde viven muchas ratas. Ha confundido a vuestro gatito negro con
un roedor.
Todavía en su estado de lucidez narcótica, Fafhrd le gritó:
—¿Tienes la intención, oh, brujo, de conjurar al monstruo para llevarlo a tu propio
mundo craneano o globular?
Esta pregunta pareció confundir y excitar al mismo tiempo al hombre demoníaco, como
si creyera que Fafhrd tenía la facultad de leer la mente. Tras consultar frenéticamente las
páginas del libro, explicó que procedía de un mundo llamado simplemente Mañana y que
estaba visitando diversos mundos a fin de recoger monstruos que se destinarían a una
especie de museo o zoológico, al que llamó en su jerigonza Hagenbeck's Zeit-garten. En
aquella expedición en particular buscaba un monstruo que pudiera ser un facsímil
razonable de un monstruo marino de seis cabezas, totalmente mítico, que devoraba a los
hombres arrebatándolos de las cubiertas de sus naves, y al que un antiguo escritor de
literatura fantástica, un tal Hornero, llamó Escila.
—Jamás ha existido en Lankhmar un poeta llamado Hornero —musitó Slinoor.
—Sin duda, fue algún escriba de Quarmall o de las Tierras Orientales —aseguró el
Ratonero a Slinoor. Entonces, menos temeroso de las dos cabezas y un poco celoso del
protagonismo de Fafhrd, saltó a lo alto del coronamiento de popa y gritó—: Dime, oh,
brujo, ¿con qué encantamientos conjurarás a tu pequeño Escila para ir, o para volver, a tu
burbuja Mañana? Algo sé de brujería. ¡Desiste, sabandija!
Dirigió esta última observación, con un gesto de señorial desprecio a la cabeza más
pequeña, que se había acercado con curiosidad al Ratonero. Slinoor aferró el tobillo del
pequeño espadachín.
El hombre demoníaco reaccionó a la pregunta del Ratonero golpeándose un lado de la
cabeza, sobre el yelmo rojo, como si hubiera olvidado algo de la mayor importancia, y
empezó a explicar apresuradamente que había viajado entre los mundos en una nave (o
un artilugio espaciotemporal, cuyo significado desconocían por completo sus
interlocutores) que normalmente se mantenía en el aire, casi a ras de agua —«una nave
negra con lucecitas y mástiles»— y que esa nave se había alejado de él en otra niebla, el
día anterior, cuando estaba absorto en la doma del monstruo marino recién capturado.
Desde entonces, el hombre demoníaco, montado en su monstruo ahora dócil, había
buscado infructuosamente su vehículo perdido.
La descripción evocó un recuerdo en Slinoor, el cual hizo acopio de valor para explicar
audiblemente que durante la última puesta de sol, el vigía de la Calamar había avistado
una de tales naves flotando o volando hacia el nordeste.
El hombre demoníaco agradeció profusamente esta información, y, tras interrogar a
Slinoor, anunció (para alivio de todos) que estaba dispuesto a emprender su búsqueda
hacia el este, con renovada esperanza.
—Probablemente nunca tendré ocasión de recompensaros por vuestra cortesía —les
dijo antes de partir—, pero al proseguir vuestra travesía por las aguas de la eternidad,
llevad con vosotros por lo menos mi nombre: Karl Treuherz, de Hagenbeck.
Hisvet, que había estado escuchando desde el centro de la cubierta, eligió aquel
momento para subir la corta escalera que conducía a la cubierta de popa. Llevaba un
vestido de armiño y una capucha, para protegerse de la fría niebla.
Cuando su cabello plateado y su encantador y pálido rostro emergieron por encima del
nivel de la cubierta, la cabeza más pequeña del dragón, que se había retirado
decorosamente, se lanzó hacia ella con la velocidad con que ataca una serpiente. La
muchacha cayó escalera abajo y se oyó el estrépito de su cuerpo al golpear contra la
madera.
Karl Treuherz, que estaba penetrando en la niebla montado en la cabeza más grande,
cuyos ojos tenían una expresión bastante benigna, soltó una retahíla de palabras
incomprensibles, en tono claramente airado, y golpeó sin piedad con su pica a la cabeza
más pequeña, mientras ésta se retiraba.
Entonces pudo verse, difuminado entre la niebla, al monstruo bicéfalo con su domador
vestido de naranja y púrpura, deslizándose alrededor de la popa, con rumbo al este, hacia
donde la niebla se espesaba más. El hombre demoníaco decía algo en un tono más
amable, algo que podría ser una excusa y una despedida: «Es tut mir sehr leid! Aber
dankeschoen, dankes-choen!».
Con un último y suave «Hoongk!», el hombre demoníaco y el dragón marino que le
servía de montura desaparecieron en la niebla.
Fafhrd y el Ratonero corrieron al lado de Hisvet, saltando por encima de la astillada
barandilla, pero ella rechazó desdeñosa su ayuda mientras se levantaba en la cubierta
central, frotándose delicadamente la cadera y cojeando un poco.
—No os acerquéis a mí, simplones —les dijo en tono airado—. Es una vergüenza que
una damisela haya de librarse de una atroz perdición cayendo precipitadamente sobre
esa parte de su cuerpo que casi me avergonzaría mostraros en el de Frix. No sois gentiles
caballeros, y por eso las cabezas de los dragones han ensuciado la cubierta de popa.
¡Qué oprobio!
Entretanto, retazos de cielo claro y agua empezaron a aparecer al oeste, y llegó un
fresco viento desde la misma dirección. Slinoor se lanzó adelante, gritando a su
contramaestre que hiciera salir a los asustados marinos del castillo de proa antes de que
la Calamar embarrancase.
Aunque el peligro de que eso ocurriera era todavía remoto, el Ratonero permanecía al
lado del timón y Fafhrd observaba la vela principal. Entonces, Slinoor, que había
regresado rápidamente a popa seguido por algunos marineros pálidos, saltó al
coronamiento de popa con un grito.
El banco de niebla se deslizaba lentamente hacia el este, y las aguas claras se
extendían hasta el horizonte occidental. A dos tiros de flecha al norte de la Calamar, otras
cuatro naves aparecieron en un grupo desordenado: la galera de combate Tiburón y los
transportes Atún, Carpa y Mero. La galera, impulsada por los ágiles remeros, se dirigió
hacia la Calamar.
Pero Slinoor estaba mirando hacia el sur. Allí, apenas a un tiro de flecha, había dos
naves, una de ellas fuera del banco de niebla, la otra medio oculta por éste.
La que estaba fuera de la niebla era la Almeja, a punto de irse a pique, con las bordas
inundadas. La vela mayor se había desprendido y yacía en el agua. La cubierta se
arqueaba de un modo extraño hacia arriba.
La nave envuelta en la niebla parecía ser una balandra negra, con la vela del mismo
color.
Entre las dos naves, desde la Almeja hacia la balandra, se movía una multitud de
pequeñas ondulaciones, cada una de ellas con una cabeza oscura.
Fafhrd se reunió con Slinoor. Éste, sin apartar la vista, se limitó a decir:
—Ratas.
Fafhrd enarcó las cejas. El Ratonero se le unió.
—La Almeja tiene una vía de agua, y ésta hincha el grano, que presiona fuertemente la
cubierta.
Slinoor asintió y señaló hacia la balandra. Se veían vagamente las diminutas formas
oscuras —¡ratas con toda seguridad!— que salían del agua y emergían por el costado de
la nave.
—He aquí los causantes de la vía de agua en la Almeja —dijo Slinoor.
Entonces el capitán señaló un punto entre las naves, cerca de la balandra. Entre los
últimos individuos de aquel ejército roedor había una cabeza blanca. Un instante después,
pudo verse una pequeña forma blanca que trepaba velozmente por el costado de la
balandra.
—He aquí al jefe de los roedores causantes de esa desgracia —comentó Slinoor.
Con un sordo ruido de madera astillada, la arqueada cubierta de la Almeja reventó
expulsando una nube marrón.
—¡El grano! —exclamó Slinoor.
—Ahora ya sabes qué es lo que destroza las naves —dijo el Ratonero.
La balandra negra se fue difuminando, moviéndose hacia el oeste con la niebla en
retirada.
La galera Tiburón pasó velozmente junto a la popa de la Calamar, sus remos
moviéndose como las patas de un ciempiés prodigioso.
—¡Ha sido una trampa mortífera! —gritó Lukeen—. ¡Durante la noche se llevaron a VA.
Almeja con algún señuelo!
La balandra negra ganó la carrera con la niebla que se deslizaba hacia el este, y
desapareció en la blancura.
La Almeja, con su cubierta partida, se fue a pique sin originar apenas un remolino,
hundiéndose en las negras y salobres profundidades, arrastrada por su pesada quilla.
Con un agudo trompeteo de combate, la Tiburón se introdujo en el blanco muro de
niebla, en pos de la balandra.
El palo mayor de la Almeja abrió un pequeño surco en el agua y se hundió. Todo lo que
ahora se veía en las aguas al sur de la Calamar era una gran mancha de grano tostado
que se iba extendiendo.
Slinoor volvió su rostro adusto hacia el maestre.
—Que la damisela Hisvet entre en su camarote, a la fuerza si es preciso —ordenó—.
¡Contad sus ratas blancas!
Fafhrd y el Ratonero intercambiaron una mirada.
Asustados Lukeen y Slinoor, a cuyo alrededor corretearían pajes y funcionarios
ratoniles y detrás de los cuales se apostarían lanceros roedores con media armadura,
sujetando armas con fantásticas púas y hojas curvas.
El maestre permanecía agachado junto a la rejilla abierta de la puerta cerrada, en parte
para procurar que ningún otro marinero pudiera oírles.
La damisela Hisvet estaba sentada con las piernas cruzadas sobre el camastro, con el
vestido de armiño decorosamente doblado bajo las rodillas, e incluso en aquella actitud
parecía muy reservada y elegante. De vez en cuando acariciaba el cabello negro y
ondulado de Frix, que estaba arrodillada sobre las tablas.
El maderamen crujía mientras la nave Calamar avanzaba hacia el norte. De vez en
cuando se oía el débil ruido que hacían los marineros al moverse en la cubierta de popa.
Alrededor de las pequeñas escotillas, que daban acceso a la bodega y a través de las
mismas grietas de las tablas, llegaba el olor omnipresente del grano, un aroma
astringente, a tostado.
Lukeen habló entonces. Era un hombre delgado, de hombros caídos, músculos
alargados y casi tan alto como Fafhrd. Llevaba una cota de mallas corta, de finísimos
eslabones, sobre una sencilla blusa negra. Una cinta dorada recogía su cabello oscuro y
sujetaba en su frente la estrella de mar de cinco brazos, con los bordes curvados, de
hierro parduzco, que era el emblema de Lankhmar.
—¿Cómo sé que se llevaron la Almeja con un señuelo? Dos horas antes del alba oí por
dos veces la nota del gong de la Tiburón a lo lejos, aunque en aquel momento me
encontraba junto al gong silencioso de la Tiburón. Tres de mis marinos lo oyeron también.
Fue algo de lo más misterioso. Caballeros, conozco las notas de gong de las galeras de
Lankhmar mejor que las voces de mis hijos. La que oímos era tan idéntica a la de la
Tiburón, que no podía pertenecer de ningún modo a otra nave... Supuse que era algún
siniestro eco espectral o una ilusión de nuestras mentes, y no pensé que el asunto
mereciera más atención. Si hubiera tenido la menor sospecha de que... —Lukeen frunció
el ceño, meneó la cabeza y prosiguió—: Ahora sé que la balandra negra debe de tener un
gong que produce exactamente la nota del de la Tiburón. Lo utilizaron, probablemente
imitando también mi voz, para desviar a la Almeja de la alineación, en la niebla, y alejarla
lo suficiente para que la horda de ratas, capitaneadas por la blanca, pudieran trabajar a
placer en la nave sin que se oyeran los gritos de la tripulación. Debieron de abrir veinte
agujeros en el fondo para que el agua penetrara con tamaña rapidez en la Almeja y el
grano se hinchara así. ¡Ah, esas fieras con dientes como pequeñas palas son mucho más
astutas y más perseverantes que los hombres!
—¡Eso es un ataque de enajenación marina! —le interrumpió Fafhrd—. ¿Desde cuándo
las ratas hacen gritar a los hombres y acaban con ellos? ¿Ratas que se apoderan de un
barco y lo hunden? ¿Ratas que mandan y obedecen? ¡Ésa es la más vulgar de las
supersticiones!
—No eres la persona más apropiada para hablar de supersticiones e imposibles,
Fafhrd —le dijo Slinoor—, cuando esta misma mañana has hablado con un demonio
enmascarado y farfullante montado en un dragón de dos cabezas.
Lukeen miró a Slinoor enarcando las cejas. Aquélla era la primera noticia que tenía del
episodio de Hagenbeck.
—Eso no tiene nada que ver —replicó Fafhrd—. Se trata del viaje entre los mundos, y
no interviene la superstición.
Slinoor se mostró escéptico.
—Supongo que tampoco intervino la superstición cuando me hablaste de lo que te dijo
la mujer sabia acerca de los Trece, ¿me equivoco?
Fafhrd se echó a reír.
—Jamás he creído una sola de las palabras que me dijo la mujer sabia, que era una
bruja vieja y absurda. He repetido la tontería que me contó como una simple curiosidad.
Slinoor miró a Fafhrd con los ojos entrecerrados, evidentemente incrédulo, y entonces
pidió a Lukeen que prosiguiera.
—Poco más puedo decir. Vi a los batallones de ratas nadando desde la Almeja a la
balandra negra, y vi, como vosotros, a su capitana blanca. —Al decir esto dirigió una
mirada iracunda a Fafhrd—. Luego perseguí infructuosamente a la nave negra durante
dos horas, bajo la niebla, hasta que mis remeros se acalambraron. ¡De haberla hallado,
no la habría abordado, sino prendido fuego! ¡Y hubiera rechazado a las ratas con aceite
hirviendo si hubiesen tratado nuevamente de cambiar de nave! ¡Y cómo me habría reído
viendo freírse a esos asesinos peludos!
—Habría sido perfecto —dijo Slinoor de modo concluyente—. ¿Y qué crees que, a tu
juicio, comandante Lukeen, deberíamos hacer ahora?
—Hundir a esos malditos roedores enjaulados —respondió Lukeen al instante—, antes
de que dirijan el rapto de más naves, o nuestros marinos enloquezcan de terror.
Estas palabras provocaron de inmediato una respuesta airada de Hisvet.
—¡Tendréis que hundirme a mí primero, encadenada a unas pesas de plata,
comandante!
La mirada de Lukeen se posó más allá de la muchacha, en una serie de jarras de plata
con grandes asas, que contenían ungüento, así como varias pesadas cadenas también de
plata que reposaban en un estante, junto al camastro.
—Tampoco eso es imposible, señorita —dijo el hombre, con apenas un esbozo de
sonrisa.
—¡No hay una sola prueba contra ella! —exclamó Fafhrd—. Este hombre está loco.
—¿Ninguna prueba? —rugió Lukeen—. Ayer había doce ratas blancas. Ahora sólo hay
once. —Tendió una mano hacia las jaulas alineadas y sus altivos ocupantes de ojos
azules—. Todos las habéis contado. ¿Quién si no esta diabólica damisela envió a la rata
blanca para que dirigiera a las roedoras asesinas que han destruido a la. Almeja? ¿Qué
otra prueba quieres?
—¡Sí, en efecto! —intervino el Ratonero, en un tono vibrante que llamó la atención de
los demás—. La prueba sería suficiente... si ayer hubiera habido doce ratas en las cuatro
jaulas. —Entonces añadió con naturalidad pero muy claramente—: Recuerdo que eran
once las ratas.
Slinoor miró al Ratonero como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
—¡Mientes! —le espetó—. Es más, mientes insensatamente. ¡Pero si tú, Fafhrd y yo
hablamos de que había una docena de ratas blancas!
El Ratonero menó la cabeza.
—Fafhrd y yo no dijimos palabra sobre el número exacto de ratas. Fuiste tú quien dijo
que había doce. No doce, sino... una docena. Supuse que utilizabas ese término como un
número redondo, una aproximación. —El Ratonero chascó los dedos—. Ahora recuerdo
que cuando dijiste una docena sentí curiosidad y las conté. Eran once. Pero me pareció
que no valía la pena discutir por esa menudencia.
—No, ayer había doce ratas —afirmó solemnemente Slinoor, con una gran
convicción—. Estás equivocado, Ratonero Gris.
—Creo a mi amigo Slinoor antes que a una docena de vosotros —terció Lukeen.
—No debemos dividirnos, amigos —dijo el Ratonero con una sonrisa—. Ayer conté
esas ratas regalo de Glipkerio y eran once. Cualquier hombre puede errar en sus
recuerdos de vez en cuando, capitán Slinoor. Analicemos esto. Doce ratas repartidas en
cuatro jaulas es igual a tres ratas por jaula. Ahora veamos... ¡Ya lo tengo! Ayer hubo un
momento en el que con toda seguridad cada uno de nosotros contó a las ratas... cuando
las bajamos a este camarote. ¿Cuántas había en la jaula que llevaste, Slinoor?
—Tres —dijo el interpelado al instante.
—Y tres en la mía —dijo el Ratonero.
—Y tres en cada una de las otras dos —intervino Lukeen con impaciencia—. ¡Estamos
perdiendo el tiempo!
—Estoy de acuerdo —convino Slinoor, moviendo la cabeza.
—¡Esperad! —dijo el Ratonero, alzando la mano con el índice extendido—. Hubo un
momento en que todos debimos reparar en el número de ratas que contenía una de las
jaulas que Fafhrd llevaba... cuando él la levantó por primera vez, mientras hablaba con
Hisvet. Recordadlo. La levantó así. —El Ratonero juntó los dedos pulgar y corazón—.
¿Cuántas ratas había en esa jaula, Slinoor?
Un surco profundo apareció en la frente de Slinoor.
—Dos —respondió, y añadió al instante—: y cuatro en la otra.
—Acabas de decir que había tres en cada una —le recordó el Ratonero.
—¡No es verdad! —negó Slinoor—. Lukeen ha dicho eso, noyó.
—Sí, pero has asentido, le has dado la razón —dijo el Ratonero.
Con las cejas levantadas, parecía la personificación de la inocente búsqueda de la
verdad.
—En lo único que me he mostrado de acuerdo con él es en que estábamos perdiendo
el tiempo —dijo Slinoor—. Y sigo creyéndolo así.
De todos modos, el surco de la frente no desapareció por completo, y su voz había
perdido el tono de certeza absoluta.
—Ya veo —dijo dubitativo el Ratonero. Poco a poco había adoptado la actitud de un
abogado que elucida un caso en la sala de justicia, e iba de un lado a otro con el ceño
fruncido, como lo haría un profesional. De improviso hizo una pregunta—: Fafhrd,
¿cuántas ratas llevaste?
—Cinco —respondió audazmente el norteño, el cual no estaba muy fuerte en
aritmética, pero había tenido tiempo para contar disimuladamente con los dedos y pensar
en lo que se proponía el Ratonero—. Dos en una jaula y tres en la otra.
—¡Una falsedad insostenible! —dijo burlonamente Lukeen—. El vil bárbaro juraría
cualquier cosa para conseguir una sonrisa de la damisela, que coquetea con él.
—¡Eso es una mentira abominable! —rugió Fafhrd, levantándose bruscamente y
dándose un golpe tan violento con una viga de la cubierta que se llevó ambas manos a la
cabeza, en una mueca de dolor.
—¡Siéntate, Fafhrd, antes de que te ordene que le pidas disculpas a la cubierta! —le
exigió el Ratonero con cruel dureza—. —Esto es un juicio solemne y civilizado, no un
altercado entre bárbaros! Veamos..., tres más tres más cinco hacen... once. ¡Señorita
Hisvet! —Apuntó un dedo acusador entre sus ojos de iris rojizos y le preguntó con la
mayor severidad—: ¿Cuántas ratas blancas trajisteis a bordo de la nave Calamar! ¡Decid
la verdad y nada más que la verdad!
—Once —respondió ella tímidamente—. Me alegro de que por fin alguien se haya
dignado preguntármelo.
—¡Sé que eso no es cierto! —dijo bruscamente Slinoor, ya con la frente lisa—. ¿Por
qué no habré pensado antes en ello? Nos habríamos ahorrado esta molesta sesión de
preguntas y recuentos. En este mismo camarote guardo la carta de comisión de Glipkerio,
en la que dice literalmente que me confía a la damisela Hisvet, hija de Hisvin, y veinte
ratas blancas amaestradas. ¡Esperad, os pondré ese documento probatorio ante vuestras
narices!
—No es necesario, capitán —intervino Hisvet—. He visto ese escrito y puedo atestiguar
que tus citas son exactas. Pero, por desgracia, entre el envío de la carta y el día en que
subí a bordo de la Calamar, la pobre Tchy fue devorada por Bimbat, el dogo gigante de
Glippy—. Se llevó un fino dedo al rabillo de un ojo y aspiró—. La pobre Tchy era la más
graciosa de las doce. Por eso no salí del camarote durante los dos primeros días de la
travesía.
Cada vez que pronunciaba el nombre de Tchy, las once ratas enjauladas emitían un
sonido lastimero.
—¿Llamáis Glippy a nuestro Señor Supremo? —balbuceó Slinoor, realmente
asombrado —. ¡No tenéis vergüenza!
—Es cierto, señorita, debéis vigilar vuestro lenguaje —le advirtió severamente el
Ratonero, manteniendo hasta el extremo su nuevo papel de inquisidor austero—.
Cualquier relación familiar entre vos y nuestro Señor Supremo, el archinoble Glipkerio
Kistomerces, es totalmente ajena a esta sala de justicia.
—¡Miente como una arpía astuta y sutil! —afirmó Lukeen airado—. La empulguera o el
potro, o quizá tan sólo retorcerle un brazo en la espalda, le arrancaría la verdad con
rapidez.
Hisvet se volvió y le miró orgullosamente.
—Acepto vuestro desafío, comandante —dijo en tono neutro, posando la mano derecha
sobre la oscura cabeza de su doncella—. Frix, tiende tu mano, o cualquier otra parte de tu
cuerpo que los valientes caballeros deseen torturar. —La doncella enderezó la espalda.
Su rostro permanecía impasible y apretaba los labios con firmeza, pero sus ojos miraban
frenéticamente a uno y otro lado. Hisvet se dirigió de nuevo a Slinoor y Lukeen—: Si
conocéis las leyes de Lankhmar, sabréis que a una virgen de mi rango sólo se la tortura
en la persona de su doncella, la cual demuestra, por su inmutabilidad bajo un dolor
extremo, la inocencia de su ama.
—¿Qué os he dicho de ella? —preguntó Lukeen a los demás—. ¡Sutil es un término
demasiado grosero para calificar sus manejos, propios de una araña! —Miró a Hisvet y
dijo en tono desdeñoso—: ¡Virgen!
Una leve sonrisa de resignación apareció en los labios de Hisvet. Fafhrd sonrió y,
aunque todavía se sujetaba la cabeza dolorida, tuvo que hacer un esfuerzo para no
erguirse bruscamente de nuevo. Lukeen le miraba divertido, seguro de que podía
provocarle a voluntad y de que el bárbaro carecía del ingenio civilizado para replicarle con
un insulto intolerable.
Fafhrd miró pensativo a Lukeen.
—Sí, eres muy valiente, vestido con cota de mallas, amenazando a las muchachas e
imaginando atroces torturas, ¡pero si no llevaras armadura y tuvieses que demostrar tu
virilidad con una sola muchacha valiente, caerías como un gusano!
Lukeen se levantó airado y se dio tal golpe con una viga de la cubierta que soltó un
grito estremecido y se tambaleó. No obstante, palpó a ciegas en busca de la empuñadura
de su espada. Slinoor le cogió la muñeca y le obligó a sentarse de nuevo.
—Domínate, comandante —le imploró con severidad Slinoor, cuya resolución parecía ir
en aumento mientras los otros discutían y se querellaban—. Basta de insultos, Fafhrd.
Ratonero (iris, ésta no es tu sala de justicia, sino la mía, y no nos hemos reunido para
debatir el alcance de las leyes, sino para enfrentarnos a un peligro. Esta flota de
transporte se encuentra ahora en grave peligro. Nuestras vidas corren riesgo y, lo que es
mucho peor, Lankhmar estará en peligro si Movarl no recibe su grano con esta tercera
expedición. Anoche la Almeja fue engañada y destruida. Esta noche podría ser la Mero, la
Calamar, tal vez la Tiburón, e incluso todas nuestras naves. Las dos flotas anteriores
zarparon bien advertidas y custodiadas, y no obstante sufrieron una pérdida total.
Hizo una pausa para que los demás aquilataran debidamente sus palabras.
—Ratonero —siguió diciendo—, tu recuento de las ratas me ha hecho dudar un poco,
pero las pequeñas dudas no son nada cuando vidas y ciudades corren peligro. Por la
seguridad de la flota y de Lankhmar, hundiremos a las ratas sin dilación y vigilaremos
estrechamente a la damisela Hisvet hasta el mismo muelle de Kvarch Nar.
—¡Muy bien! —exclamó el Ratonero, adelantándose a Hisvet. Pero en seguida añadió,
como si hubiera tenido una inspiración repentina—: O mejor todavía..., nombradnos a
Fafhrd y a mí para que vigilemos sin cesar no sólo a Hisvet, sino también a las once ratas
blancas. De ese modo no perdemos el regalo de Glipkerio, con el riesgo de ofender a
Movarl.
—No confiaría a nadie la mera vigilancia de las ratas —le replicó Slinoor—. Son
demasiado tramposas. Tengo la intención de trasladar a la damisela a la nave Tiburón,
donde estará mejor controlada. Lo que Movarl desea es el grano, no las ratas. No sabe
nada de ellas, por lo que no podrá enojarse al no recibirlas.
—Claro que lo sabe —intervino Hisvet—. Glipkerio y Movarl intercambian
semanalmente cartas por medio de albatros mensajeros. Nehwon es más pequeño cada
año, capitán, y las naves son como caracoles comparadas con esas aves mensajeras de
grandes alas. Glipkerio le escribió a Movarl sobre las ratas, y éste expresó un gran placer
por el regalo e intensos deseos de contemplar la actuación de las Sombras Blancas..., y a
mí misma —añadió, inclinando recatadamente la cabeza.
El Ratonero intervino al instante:
—Slinoor, también debo oponerme con firmeza, y sintiéndolo mucho, al traslado de
Hisvet a otra nave. El encargo que Glipkerio nos hizo a Fafhrd y a mí, y cuyo escrito
puedo mostrarte cuando quieras, dice con claridad que hemos de proteger a la damisela
siempre que esté fuera de sus aposentos privados. Nos hace absolutamente
responsables de su seguridad..., así como la de esas Sombras Blancas. Nuestro Señor
Supremo indica asimismo con toda claridad que aprecia a esas criaturas más que a su
peso en joyas.
—Podéis protegerla en la nave Tiburón —dijo secamente Slinoor.
—¡No aceptaré al bárbaro en mi nave! —rugió Lukeen, el cual aún miraba con los ojos
entrecerrados a causa del dolor producido por el golpe.
—No me dignaría viajar en semejante embarcación o gusano con remos —replicó
Fafhrd, expresando el desprecio de todos los bárbaros hacia las galeras.
—Además —intervino el Ratonero, haciendo a Fafhrd un gesto admonitorio—, tengo el
deber de advertirte, Slinoor, como amigo tuyo que soy, que con tus imprudentes
amenazas contra las Sombras Blancas y la misma damisela corres el riesgo de provocar
el enojo, no sólo de nuestro Señor Supremo, sino también del mercader de granos más
poderoso de Lankhmar.
—Sólo pienso en la ciudad y la flota de transporte —se limitó a decir Slinoor—, y tú lo
sabes.
—¡Aja! —exclamó Lukeen, sulfurado, y añadió en tono despectivo—: ¡Este necio aún
no ha comprendido que es Hisvin, el padre de Hisvet, quien está detrás de esos
hundimientos por medio de ratas, puesto que se enriquece con las nuevas ventas de
grano a Glipkerio!
—¡Basta, Lukeen! —le ordenó Slinoor aprensivamente—. Esa dudosa suposición tuya
es del todo improcedente.
—¿Suposición? ¡Y mía! —estalló Lukeen—. Tú lo sugeriste, Slinoor... Tú dijiste que
Hisvin planea derrocar a Glipkerio... ¡y que incluso está aliado con los mingoles! ¡Digamos
la verdad aunque sea por una sola vez!
—Entonces habla sólo por ti, comandante —dijo Slinoor, sin alterarse pero con
firmeza—. Me temo que ese golpe te ha trastocado el cerebro. Ratonero Gris, eres un
hombre juicioso. ¿No puedes comprender que sólo hay una cosa que me preocupa por
encima de todo? Estamos aislados en alta mar, corriendo el peligro de un asesinato en
masa. Debemos tomar las medidas necesarias. ¿Es que ninguno de vosotros va a
mostrar una pizca de cordura?
—Yo lo haré, capitán, puesto que lo pides —dijo vivamente Hisvet, arrodillándose sobre
el camastro mientras se volvía hacia Slinoor. Las luz que se filtraba a través de una
celosía arrancaba destellos de su cabello plateado y la anilla de plata que lo sujetaba—
Soy sólo una muchacha y no estoy ducha en los problemas de la guerra y la rapiña, pero
tengo una idea sencilla, capaz de explicarlo todo, y he esperado en vano que la expresara
cualquiera de vosotros, caballeros, expertos en las múltiples formas de la violencia.
«Anoche, destruyeron una nave. Achacáis el delito a las ratas..., animalitos que, en
cualquier caso, abandonarían una nave a punto de irse a pique, que, aunque de color gris
oscuro en general, a menudo cuentan entre ellas con algunas blancas y a las que sólo
una imaginación desaforada podría considerar capaces de matar a toda una tripulación y
hacer desaparecer sus cuerpos. Para llenar las grandes lagunas de esta extraña teoría,
me consideráis una siniestra reina de las ratas, que puede obrar sombríos milagros, y
ahora incluso, parecéis hacer de mi pobre y amoroso padre una especie de todopoderoso
emperador de las ratas.
»No obstante, esta mañana os habéis encontrado con un destructor de naves como
probablemente no hay otro, y, ¡ay!, habéis dejado que se alejara sin protestar, pero el
hombre demoníaco incluso confesó que iba en busca de un monstruo de varias cabezas
capaz de arrebatar a los tripulantes de la cubierta de sus naves y devorarlos. Sin duda,
mintió cuando dijo que la bestia hallada en este mundo comía tan sólo pequeñas
criaturas, pues se abalanzó contra mí para devorarme..., ¡y anteriormente podría haber
atacado a cualquiera de vosotros! Si no lo hizo fue porque entonces estaba saciado.
»Lo más probable es que el dragón de dos cabezas y largos cuellos arrebatara a los
marineros de la Almeja de su cubierta, o del castillo de popa y la bodega, si se habían
refugiado allí, como si fuesen dulces de una caja de confites con varios compartimientos,
y luego abrió boquetes en el maderamen de la nave. Incluso sería aún más probable que
el fondo de la Almeja se hubiera desgarrado al chocar con las Rocas de los Dragones, en
medio de la niebla, y que al mismo tiempo la hubiese atacado el dragón marino. Éstas son
posibilidades serias, caballeros, evidentes incluso para una tierna muchacha y que no
exigen demasiado raciocinio.
Este sorprendente discurso provocó una mezcolanza de reacciones.
—Una joya de ingenio principesco, señorita —dijo el Ratonero, aplaudiendo—. Seríais
una excelente estratega.
—Lúcidas palabras —comentó Fafhrd resueltamente—, pero Karl Treuherz me pareció
un demonio honesto.
—Mi ama os supera a todos como pensadora —dijo con orgullo la doncella Frix.
El maestre miró a la muchacha desde la puerta, con los ojos que parecían salírsele de
las órbitas, y le hizo el signo de la estrella de mar.
Lukeen gruñó:
—Naturalmente, se olvida de la balandra negra, porque le conviene.
—¿Habéis dicho en broma lo de reina de las ratas? —exclamó Slinoor—. ¡Eso es lo
que sois, en efecto!
Mientras los demás guardaban silencio ante esta horrenda acusación, Slinoor, mirando
sombría y temerosamente a Hisvet, añadió con rapidez:
—La damisela me ha recordado con su discurso el punto más negativo en su contra.
Karl Treuherz dijo que su dragón, que vivía junto a las rocas de las ratas, sólo comía
roedores. El monstruo no hizo el menor movimiento para devorarnos, para lo cual tenía
todas las oportunidades y, sin embargo, en cuanto apareció Hisvet, la atacó de inmediato.
Sabía cuál es su verdadera raza. —Entonces la voz de Slinoor se estremeció—. Trece
ratas con mentes humanas dirigen a toda la especie ratonil. Los más sabios adivinos de
Lankhmar han conservado esta antigua sabiduría. Once son esas silenciosas bestias de
pelaje plateado que están escuchando nuestras palabras. La duodécima celebra en la
negra balandra su conquista de la Almeja. La decimotercera —señaló con un dedo
extendido— ¡es la misma damisela de cabello plateado y ojos rojizos!
Al oír esto, Lukeen se puso cautelosamente en pie y exclamó:
—¡Oh, Slinoor, acabas de hacer gala del razonamiento más perspicaz! ¿Y por qué lleva
esta mujer tan recatado atavío si no para ocultar mejor las demás pruebas de su atroz
parentesco? ¡Déjame que le quite ese vestido de armiño y te mostraré un cuerpo cubierto
de blanco pelaje y diez pequeños hoyuelos negros en vez de unos hermosos senos de
doncella!
Rodeó la mesa a hurtadillas con la intención de aproximarse a la muchacha, pero
Fafhrd se levantó, con no menos cautela, e inmovilizó los brazos de Lukeen a los
costados con un abrazo de oso, al tiempo que le decía:
—¡Ni hablar! ¡Si la tocas, eres hombre muerto! Frix intervino entonces, gritando:
—¡El dragón se había saciado con la tripulación de la Almeja, como os ha dicho mi
ama! ¡No quería más hombres de carne áspera, pero intentó apoderarse ávidamente de
mi tierna señorita, que sin duda era para él un bocado exquisito como postre!
Lukeen forcejeó hasta que pudo volverse y sus ojos negros miraron furibundos a los
verdes de Fafhrd, a pocos centímetros de distancia.
—¡Oh, execrable bárbaro! —le espetó—. Prescindo de mi rango y dignidad y te desafío
ahora mismo a un combate en la cubierta central. Demostraré que Hisvet te ha
corrompido mediante el juicio del combate. ¡Es decir, si te atreves a sostener una lucha
civilizada, gran mono hediondo!
Dicho esto, escupió en el rostro burlón de Fafhrd.
La única reacción de Fafhrd a esta afrenta fue sonreír ampliamente, a pesar de que la
saliva se deslizaba viscosa por su mejilla, sin soltar a Lukeen y prevenido por si al airado
comandante se le ocurría morderle la nariz como último recurso para soltarse.
Aceptado el desafío, Slinoor, que no hacía más que menear la cabeza y elevar los ojos
al cielo, no tuvo más remedio que apresurar los preparativos para el combate o duelo, a
fin de que tuviera lugar antes de la puesta del sol y quedara algún tiempo con luz
suficiente para tomar medidas de seguridad de la flota antes de que anocheciera.
Cuando Slinoor, el Ratonero y el maestre les rodearon, Fafhrd soltó a Lukeen, el cual,
desviando desdeñosamente la mirada, subió a cubierta para ordenar a varios marineros
de la Tiburón que le sirvieran como padrinos y atestiguaran la limpieza del combate.
Slinoor habló con el maestre y otros oficiales. El Ratonero, tras intercambiar unas
palabras con Fafhrd, se dirigió a proa y pudo vérsele charlar animadamente con el
contramaestre y los miembros ordinarios de la tripulación, hasta el cocinero y el grumete.
De vez en cuando, parecía como si algo pasara desde la mano del Ratonero hasta la del
marinero con el que estaba hablando.
4
A pesar de las exhortaciones de Slinoor, el sol descendía en el cielo occidental antes
de que el gong de la nave Calamar resonara con la nota rápida que señalaba la
inminencia del combate. El cielo estaba despejado hacia el oeste y por encima de las
naves, pero el siniestro banco de niebla reposaba todavía a una legua lankhmaresa
(veinte tiros de flecha) al este, paralelo al rumbo norte de la flota, y parecía casi tan sólido
y deslumbrante como el muro de un glaciar bajo los rayos inclinados del sol. Resultaba en
verdad misterioso que ni el calor del sol ni el viento del oeste lo hubieran disipado.
Los soldados vestidos de negro, con cotas de mallas pardas y cascos broncíneos,
miraban a popa y formaban una pared humana sobre la cubierta de la nave, a cada lado
del palo mayor. Sostenían sus lanzas horizontales y al través, en el extremo de los brazos
extendidos, constituyendo una valla baja adicional. Los marineros, con blusas negras,
atisbaban entre los hombros y las botas de los soldados, o se sentaban con las piernas
colgando en el lado de babor de la cubierta de proa, donde la gran vela no les impedía
ver. Unos pocos se habían encaramado al aparejo.
Habían eliminado la barandilla rota en la cubierta de popa, y allí, alrededor del palo de
popa, se sentaban los tres jueces: Slinoor, el Ratonero y el lugarteniente de Lukeen. En
torno a ellos, sobre todo a babor de los dos timoneles, se agrupaban los oficiales de la
Calamar y ciertos oficiales de la otra nave sobre cuya presencia el Ratonero había
insistido con testarudez, a pesar del tiempo requerido para su transbordo.
Hisvet y Frix estaban en el camarote con la puerta cerrada. La damisela había querido
contemplar el duelo a través de la puerta abierta, o incluso desde la cubierta de popa,
pero Lukeen protestó, diciendo que así le sería más fácil lanzarle en encantamiento
maligno, y los jueces fallaron a favor de Lukeen. No obstante, la rejilla estaba abierta y de
vez en cuando los rayos del sol arrancaban destellos de un ojo o una uña plateada.
Entre el muro oscuro de soldados con picas y la cubierta de popa se extendía un gran
cuadrado de blanca cubierta de roble, sin más estorbo que los herrajes para sujetar las
grúas y similares piezas fijas, y liso con excepción de la escotilla principal, que elevaba un
cuadrado central de la cubierta un palmo por encima del resto. Cada ángulo del cuadrado
mayor había sido marcado con un arco, trazado con tiza negra. El contendiente que
entrara en la zona delimitada por aquellos arcos tras el inicio del duelo (saltara a la
barandilla, se aferrara al aparejo o cayera por el costado) perdería de inmediato el asalto.
Dentro del arco delantero a babor estaba Lukeen, vestido con camisa y calzón negros.
El emblema de la estrella de mar sujeto por una cinta dorada seguía en su frente. Junto a
él estaba su segundo, su propio lugarteniente de rostro aguileño. Lukeen cogió su pica
con la mano derecha, cuyo pesado mango de roble era tan alto como él y grueso como la
muñeca de Hisvet. Alzándola por encima de su cabeza, la hizo girar hasta que zumbó en
el aire, al tiempo que sonreía diabólicamente.
Dentro del arco trasero a estribor, junto a la puerta del camarote, estaba Fafhrd y su
segundo, el maestre de la Carpa, un hombre grueso y basto, cuyas facciones cetrinas
tenían un aire mingol. El Ratonero no podía ser juez y segundo al mismo tiempo, pero
confiaba en aquel hombre, pues Fafhrd y él habían jugado a los dados más de una vez
con el maestre de la Carpa en Lankhmar, en los viejos tiempos... y les había ganado
bastante dinero, lo cual indicaba que por lo menos podría ser un hombre de recursos.
Fafhrd cogió la pica que le ofrecía su segundo, aferrándola con las manos cruzadas
cerca de un extremo. Hizo unos cuantos pases lentos para practicar y luego se la devolvió
al maestre de la Carpa y se quitó el jubón.
Los soldados de Lukeen se miraron y rieron con disimulo al ver que el norteño
empuñaba una pica como si fuese un espadón para dos manos, pero cuando Fafhrd
descubrió su pecho velludo los marineros de la Calamar le vitorearon con entusiasmo.
—¿Qué te dije? —comentó Lukeen en voz alta a su segundo—. No hay duda de que es
un gran mono peludo.
Hizo girar de nuevo su pica, pero los marineros le abuchearon vigorosamente.
—Es extraño —observó Slinoor—. Creía que Lukeen era popular entre los marineros.
Al oír esto, el lugarteniente de Lukeen miró a su alrededor con incredulidad. El
Ratonero se limitó a encogerse de hombros. Slinoor siguió diciendo:
—Si los marineros supieran que tu camarada lucha en el bando de las ratas, no le
aplaudirían.
El Ratonero se limitó a sonreír. El gong sonó de nuevo. Slinoor se levantó y dijo a
gritos:
—¡Combate con picas sin ningún descanso! El comandante Lukeen quiere demostrar al
mercenario del Señor Supremo, Fafhrd, ciertas alegaciones contra una damisela de
Lankhmar. El primer hombre que caiga inconsciente o quede a merced de su contrincante
pierde. ¡Preparaos!
Dos grumetes corrieron por la cubierta central, esparciendo puñados de arena blanca.
Slinoor tomó asiento y le dijo al Ratonero:
—¡Maldito sea este estúpido duelo! Retrasa nuestra acción contra Hisvet y las ratas.
Lukeen ha cometido una necedad enfrentándose al bárbaro. Con todo, cuando le haya
derrotado aún nos quedará bastante tiempo. —Al ver que el Ratonero enarcaba una ceja,
el capitán añadió con naturalidad—. Ah, ¿es que no lo sabías? Lukeen ganará, sin duda
alguna.
El lugarteniente confirmó estas palabras, asintiendo sereno:
—El comandante es un maestro en el manejo de la pica. Esto no es un juego para
bárbaros.
El gong sonó por tercera vez.
Lukeen saltó ágilmente desde su ángulo y hacia la escotilla, gritando:
—¡Vamos, mono peludo! ¿Estás preparado para darle un doble beso al roble? Primero
a mi pica y luego a mi cubierta.
Fafhrd avanzó arrastrando los pies y aferrando su pica.
—Tu saliva me ha envenenado el ojo izquierdo, Lukeen —le desafió—, pero con el
derecho veo algún blanco civilizado.
Lleno de júbilo, Lukeen se abalanzó contra él, amagando sendos golpes en un codo y
la cabeza, para dirigir de inmediato el otro extremo de la pica a una rodilla de Fafhrd, con
la intención de derribarle o lisiarle.
Fafhrd adoptó bruscamente la postura convencional, paró el golpe y lanzó un veloz
contragolpe a la mandíbula de Lukeen. Éste alzó su pica a tiempo, de modo que el arma
de su contrario sólo le rozó la mejilla, pero el golpe le turbó y Fafhrd aprovechó aquel
instante de indecisión para hacerle retroceder bajo una lluvia de golpes, mientras los
marineros le vitoreaban.
Slinoor y el lugarteniente le miraban boquiabiertos, pero el Ratonero se limitaba a
apretar los puños y murmurar:
—No tan rápido, Fafhrd.
Cuando el norteño se disponía a poner fuera de combate a su enemigo, tropezó con la
escotilla y se tambaleó; el golpe rápido dirigido a la cabeza se trocó en un golpe lento a
los tobillos. Lukeen dio un salto, la pica de Fafhrd pasó bajo sus pies y, mientras estaba
todavía en el aire, golpeó a Fafhrd en la cabeza.
Los marineros expresaron su consternación, al tiempo que los soldados animaban con
voces roncas a su comandante.
El golpe, propinado sin que Lukeen tuviera los pies bien afianzados en el suelo, no fue
de los más fuertes, pero sí lo suficiente para aturdir al norteño, al cual le tocó el turno de
retroceder bajo un frenético aguacero de palos. Durante un rato no se oyó más sonido
que el producido por las suelas blandas de las botas sobre la madera enarenada y el
ruido rápido, seco, musical de las varas de roble al entrechocar.
Fafhrd recuperó de súbito la plenitud de sus facultades, en el instante en que un golpe
violento le hizo caer. El atisbo de algo negro junto a sus talones le indicó que si daba otro
paso atrás entraría inevitablemente en su ángulo marcado y perdería.
Los marineros gritaron llenos de excitación. Los jueces y oficiales que estaban en la
cubierta de popa se arrodillaron como jugadores de dados mirando por encima del borde.
Fafhrd tuvo que alzar el brazo izquierdo para protegerse la cabeza. Recibió un golpe en
el codo y aquel brazo le quedó colgando fláccido al costado. Entonces no tuvo más
remedio que manejar la pica como si realmente fuese un espadón, blandiéndola con una
sola mano para parar los golpes de su adversario y asestar los suyos.
Lukeen se rezagó y procedió con más cautela, pues sabía que la única muñeca hábil
de Fafhrd se cansaría antes que si dispusiera de las dos. Dirigió unos cuantos golpes
rápidos contra el norteño y luego saltó hacia atrás.
Fafhrd, sin tiempo apenas para evitar el tercero de aquellos ataques, contraatacó
temerariamente, no con un adecuado golpe lateral, sino tan sólo agarrando el extremo de
su pica y acometiendo. La longitud combinada de Fafhrd y su pica dio alcance a Lukeen, y
la punta de la pica golpeó al comandante en el pecho, precisamente sobre el nervio. El
impacto hizo que le bajara la mandíbula y se quedó con la boca muy abierta,
tambaleándose. Fafhrd se apresuró a quitarle la vara de las manos y, mientras caía con
estrépito al suelo, derribó a Lukeen con una segunda embestida que pareció casi
improvisada.
Los marineros gritaron hasta enronquecer. Los soldados gruñeron acremente y uno de
ellos gritó: «¡Trampa!». El segundo de Lukeen se arrodilló a su lado, mirando enfurecido a
Fafhrd. El maestre de la Carpa se acercó saltando a Fafhrd y le cogió la pica. En la
cubierta de popa de la Calamar, los oficiales estaban sombríos, aunque los de los otros
transportes parecían extrañamente jubilosos. El Ratonero cogió a Slinoor por el codo y le
instó:
—Declara a Fafhrd vencedor.
El lugarteniente frunció el ceño y, con una mano en la sien, empezó a decir:
—Que yo sepa, no hay nada en las reglas que...
En aquel momento se abrió la puerta del camarote y salió Hisvet, vestida con una larga
túnica de seda escarlata y capucha del mismo color. El Ratonero, percibiendo la
inminencia del momento culminante, saltó a estribor, donde estaba el gong de la Calamar,
arrebató el maculo al servidor y golpeó con todas sus fuerzas el disco metálico.
El silencio se hizo en la nave. Los tripulantes señalaron a la muchacha y lanzaron gritos
inquisitivos. Hisvet se llevó una flauta dulce de plata a los labios y se dirigió hacia Fafhrd,
danzando lánguidamente y tocando con suavidad una seductora tonada de siete notas en
clave menor. Acompañaba a este sonido el melódico tintineo de unas campanillas, cuya
procedencia no fue visible hasta que Hisvet giró a un lado, encarándose a Fafhrd mientras
se movía a su alrededor. Los gritos inquisitivos se trocaron por otros de admiración y
asombro, y los marineros se apiñaron en el máximo espacio de popa posible y subieron al
aparejo, mientras se hacía visible la procesión encabezada por Hisvet.
Eran once ratas que caminaban en fila sobre sus patas traseras, vestidas con
diminutas túnicas y gorros escarlata. Las cuatro primeras sujetaban con las patas
delanteras unos manojos de campanillas que agitaban rítmicamente. Las cinco siguientes
llevaban sobre los cuartos delanteros, colgando un poco entre ellas, un trozo de cadena
de plata brillante; eran como cinco diminutos marineros que tirasen de una cadena de
ancla. Cada una de las dos últimas llevaba oblicuamente una delgada vara de plata, tan
alta como ella y caminaban erguidas, con la cola muy curvada hacia arriba.
Las primeras cuatro se detuvieron en fila, una al lado de la otra mirando a Fafhrd y
haciendo sonar sus campanillas que armonizaban con la flauta de Hisvet.
Las cinco siguientes desfilaron hasta el pie derecho de Fafhrd. Allí se detuvieron, y la
primera alzó la cabeza hacia el rostro del hombre, con una pata levantada, y chilló tres
veces. Entonces, cogiendo su extremo de la cadena con una pata, usó las otras tres para
trepar a la bota de Fafhrd. Sus cuatro compañeras la imitaron, y subieron poco a poco por
los calzones y el pecho velludo del norteño.
Fafhrd contempló la cadena y las ratas vestidas de escarlata que subían por su cuerpo
sin mover un solo músculo, aunque en su frente apareció un ligero surco cuando las patas
tiraron inevitablemente de algunos pelos de su pecho.
La primera rata subió al hombro derecho de Fafhrd y cruzó por la espalda hacia el
hombro izquierdo. Las otras cuatro la siguieron, sin soltar en ningún momento la cadena.
Cuando las cinco ratas estuvieron posadas en los hombros de Fafhrd, alzaron un cabo
de la cadena de plata y lo pasaron con destreza por encima de su cabeza. Entretanto, el
norteño miraba directamente a Hisvet, la cual le había rodeado por completo y ahora
estaba detrás de las ratas campanilleras, tocando su flauta.
Las cinco ratas dejaron caer el cabo, de modo que la cadena colgó formando un óvalo
brillante sobre el pecho de Fafhrd. Al mismo tiempo cada rata alzó su gorro escarlata por
encima de su cabeza, tan alto como se lo permitía su pata delantera.
—¡Vencedor! —exclamó alguien.
Las cinco ratas bajaron sus gorros y volvieron a alzarlos, y, como un solo hombre,
todos los marineros y la mayoría de los soldados y oficiales gritaron a voz en grito:
—¡Vencedor!
Las cinco ratas incitaron otros dos vítores para Fafhrd, y los hombres a bordo de la
Calamar obedecieron como si estuvieran hipnotizados, ya fuera por algún poder mágico o
por la admiración que les producía la increíble conducta de las ratas. No habría sido fácil
determinar la causa con exactitud.
Hisvet terminó de tocar su tonada con un alegre floreo y las dos ratas provistas de
varitas de plata corrieron a la cubierta de popa y se irguieron al pie del mástil, donde todos
podían verlas. Entonces empezaron a pelearse, en el más puro estilo del combate con
picas, sus varas centelleando y emitiendo dulces sonidos cada vez que entrechocaban.
Los gritos de admiración y las risas rompieron el silencio. Las cinco ratas bajaron de
Fafhrd y fueron a reunirse con las campanilleras para apiñarse alrededor del borde de la
falda de Hisvet. El Ratonero y varios oficiales saltaron desde la cubierta de popa para
estrechar la mano de Fafhrd o palmetearle la espalda. Los soldados tuvieron gran
dificultad para contener a los marineros, los cuales hacían apuestas sobre la rata que
resultaría vencedora en aquel nuevo combate.
Fafhrd acarició su cadena y dijo al Ratonero:
—Es extraño que los marineros estuvieran de mi parte desde el principio.
El Ratonero, aprovechando que la algarabía impedía que nadie más oyera sus
palabras, le confesó sonriente:
—Les di dinero para que apostaran por ti contra los soldados. También dejé caer
alguna indirecta e hice unos préstamos con la misma finalidad a los oficiales de las otras
naves..., cuanto mayor sea la claque de un combatiente, tanto mejor. Además hice correr
la especie de que los roedores blancos son antirratas, adiestrados exterminadores de sus
propios congéneres, ejemplo de la última invención de Glipkerio para la seguridad de sus
flotas de transporte..., los marineros se tragan con placer tales disparates.
—¿Fuiste tú el primero que me proclamó victorioso? —le preguntó Fafhrd.
El Ratonero sonrió.
—¿Un juez tomando partido? ¿En un combate civilizado? Estaba dispuesto a eso, pero
la verdad es que no fue necesario.
En aquel momento Fafhrd sintió un pequeño tirón en sus calzones, y al bajar la vista vio
que la gatita negra se había acercado valientemente a través de la selva de piernas y
ahora trepaba con decisión como lo habían hecho los roedores. Conmovido por esta
nueva demostración de homenaje animal, Fafhrd murmuró suavemente cuando la gatita
estaba a la altura de su cinto:
—Has decidido reconciliarte conmigo, ¿eh, pequeña?
Apenas había terminado de decir estas palabras, cuando la gata le saltó al pecho, le
hundió las pequeñas garras en el hombro desnudo y, mirándole fieramente, como un
verdugo negro, le arañó la mandíbula. De inmediato, aprovechando el apoyo de dos
cabezas paralizadas por la sorpresa, saltó a la vela mayor y trepó rápidamente por su
parda, cóncava y tensa superficie. Alguien lanzó una cabilla contra el punto negro en la
vela, pero no apuntó bien y la gata llegó sana y salva a lo alto del mástil.
—¡Repudio a todos los gatos! —exclamó Fafhrd airado, tocándose el mentón
ensangrentado—. De ahora en adelante, las ratas son mis animales preferidos.
—¡Muy bien dicho, espadachín! —exclamó alegremente Hisvet desde su propio círculo
de admiradores, y añadió—: Me complacerá tu compañía y la de tu camarada durante la
cena en mi camarote, una hora después de la puesta del sol. Nos atendremos
exactamente a las instrucciones de Slinoor, y tanto yo como las Sombras Blancas
estaremos estrechamente vigiladas.
Lanzó un tenue silbido con su flauta de plata y regresó a su camarote, con las nueve
ratas pisándole los talones. La pareja que combatía en la cubierta de popa puso fin a su
pelea, sin que nadie resultara vencedor, y corrieron tras la muchacha. Los admirados
tripulantes se apartaron para dejarles pasar.
Slinoor se adelantó apresuradamente para mirar el desfile. El capitán de la Calamar
estaba meditabundo. Durante la última media hora las ratas blancas habían pasado de
ser unos misteriosos monstruos de dientes venenosos que amenazaban la flota, a unos
saltimbanquis animales populares, inteligentes e inofensivos, a los que los marineros de la
Calamar parecían considerar como un grupo de mascotas blancas. Slinoor parecía
empeñado, en vano pero incesantemente, en descubrir cómo y por qué.
Lukeen, con el semblante todavía muy pálido, siguió al último de sus malhumorados
marineros (sus bolsas aligeradas de muchos smerduks de plata, pues les habían inducido
a apostar) y saltó por la borda al largo bote de la Tiburón, tras apartar bruscamente a
Slinoor cuando éste se le acercó para hablarle.
Slinoor descargó su enojo ordenando severamente a sus marineros que pusieran fin a
su diversión, pero ellos le obedecieron de buen humor y cada uno se dirigió a su puesto
con una sonrisa de satisfacción en los labios. Los que pasaban junto al Ratonero le
guiñaban un ojo y se tocaban con disimulo el pelo sobre la frente. La Calamar avanzaba
briosamente hacia el norte, a medio tiro de flecha tras la Atún, como había hecho durante
todo el duelo, pero ahora empezó a surcar la aguas con más rapidez, pues se había
desatado un viento del oeste y la vela de popa estaba desplegada. De hecho, la flota
empezó a navegar tan velozmente que el bote de la Tiburón no podía llegar a la cabeza
de la alineación, aunque podía verse a Lukeen intimidando a sus soldados convertidos en
remeros para que hicieran esfuerzos capaces de deslomarlos, y finalmente el bote tuvo
que hacer señales a la Tiburón para que regresara a recogerla, cosa que la galera hizo
con dificultad, cabeceando peligrosamente en las aguas agitadas, y no logró volver a la
cabeza de la formación, con la ayuda de velas y remos, hasta la puesta del sol.
—No tendrá ganas de venir en ayuda de la Calamar esta noche —comentó Fafhrd al
Ratonero, junto a la barandilla de babor en la cubierta central—, ni tampoco estará en
condiciones de hacerlo.
No había habido una ruptura abierta entre ellos y Slinoor, pero no se sentían inclinados
a reunirse con él en la cubierta de popa, donde estaba, más allá de los timoneles,
conversando con sus tres oficiales, los cuales habían perdido dinero al apostar por
Lukeen y desde entonces no se separaban de su capitán.
—No esperarás todavía esa clase de peligro esta noche, ¿verdad, Fafhrd? —le
preguntó el Ratonero riendo ligeramente—. Hemos dejado muy atrás las rocas de las
ratas.
Fafhrd se encogió de hombros y frunció el ceño. —Tal vez nos hemos excedido un
poco al respaldar a las ratas.
—Es posible —convino el Ratonero—, pero su encantadora ama bien vale alguna
mentirijilla, ¿no crees?
—Es una moza valiente y lista —dijo Fafhrd, sopesando sus palabras.
—Lo es, y su doncella tampoco está nada mal. He observado que Frix te miraba con
adoración desde el camarote, después de tu victoria. Una joven muy voluptuosa. Algunos
hombres incluso preferirían la doncella al ama. ¿Me escuchas, Fafhrd?
Sin volverse para mirarle, el norteño movió la cabeza.
El Ratonero le miró pensativo, preguntándose si sería oportuno hacerle cierta
proposición que se le había ocurrido. No estaba completamente seguro de los
sentimientos de Fafhrd hacia Hisvet. Sabía que el norteño era un hombre bastante
lujurioso, y el día anterior pareció obsesionado por los encuentros amorosos que se
habían perdido en Lankhmar, pero sabía también que su camarada tenía una veleidosa
vena romántica que a veces era delgada como un hilo, pero otras veces se convertía en
una cinta de seda y leguas de anchura con la que ejércitos enteros podrían tropezar y
perderse.
Slinoor permanecía en la cubierta de popa conversando animadamente con el cocinero
y el Ratonero supuso que lo hacía acerca de Hisvet y la cena que ésta les había ofrecido.
La idea de que Slinoor tuviera que ocuparse de los placeres de tres personas que aquel
mismo día le habían contrariado hizo reír al Ratonero y, de algún modo, también le alentó
a dar el paso problemático que había estado considerando.
—Fafhrd —susurró—, juguémonos a los dados los favores de Hisvet.
—Pero Hisvet es sólo una niña... —Empezó a decir Fafhrd, en tono de rechazo.
Entonces cerró los ojos y permaneció unos instantes meditando. Cuando volvió a abrirlos,
miró al Ratonero y sonrió—. No, pues en verdad creo que esta Hisvet es una damisela tan
sagaz y fantástica que necesitaremos aunar nuestros mejores esfuerzos para persuadirla.
Y, además, ¿quién sabe?, jugarnos los favores de una muchacha así a los dados sería
como apostar por el momento en que se abrirá un lirio nocturno de Lankhmar y si lo hará
hacia el norte o el sur.
El Ratonero rió entre dientes y dio un cariñoso codazo a Fafhrd en las costillas.
—¡Éste es mi astuto y fiel camarada!
Fafhrd miró al Ratonero con una súbita suspicacia.
—Oye, no intentes emborracharme esta noche —le advirtió— o echarme opio en la
bebida.
—Vamos, Fafhrd, me conoces demasiado bien para creer que haría semejante cosa —
replicó el Ratonero en un jovial tono de reproche.
—Te conozco, en efecto —convino Fafhrd sardónicamente.
De nuevo el sol se hundió con un resplandor verdoso, lo cual indicaba que la atmósfera
en el oeste era transparente como el cristal, aunque el extraño banco de niebla, ahora un
siniestro muro oscuro, seguía paralelo a su rumbo, casi a una legua al este.
El cocinero pasó corriendo por su lado, en dirección a la cocina, de donde provenía un
delicioso aroma, gritando:
—¡Mi carnero!
—Todavía nos queda una hora —dijo el Ratonero —, Vamos, Fafhrd. Cuando nos
disponíamos a subir a bordo, compré una botella de vino de Quarmall en La Anguila de
Plata. Todavía no la he abierto.
Por encima de sus cabezas, en los flechastes, la gata negra les bufó. Tanto podía ser
una airada amenaza como una advertencia.
5
Dos horas después, la damisela Hisvet le dijo al Ratonero:
—Un rilk de oro por tus pensamientos.
Volvía a estar en el camastro de su camarote, medio recostada. La larga mesa, ahora
cubierta de viandas tentadoras y altas copas de plata, había sido colocada contra el
camastro. Fafhrd se sentaba ante Hisvet, con las jaulas de plata vacías a su espalda,
mientras el Ratonero lo hacía en el extremo de popa de la mesa. Frix les servía desde la
puerta, donde recogía las bandejas que traían los pinches de cocina, sin mirar siquiera su
contenido. Tenía a su lado un pequeño brasero para calentar los alimentos que lo
necesitaran, y probaba cada plato dejándolo aparte un rato antes de servirlo. Unas
gruesas velas de color rosa oscuro en candelabros de plata emitían una luz pálida.
Las ratas blancas se agazapaban de un modo bastante desordenado alrededor de una
mesita propia, colocada en el suelo cerca de la pared entre el camastro y la puerta, detrás
de una de las escotillas que daban acceso a la bodega con su olorosa carga de grano.
Llevaban pequeñas chaquetas abiertas por delante y unos diminutos cinturones negros.
Con los pedacitos de alimento que Frix ponía ante ellas en sus tres o cuatro platos
minúsculos más parecían jugar que comer, y no levantaban sus pequeños cuencos para
beber el agua teñida de vino, sino que los lamían con muy poco entusiasmo. Una o dos
de ellas se escabullían continuamente a la cama para estar con Hisvet, lo cual dificultaba
su recuento, incluso a Fafhrd, que por su posición podía verlas mejor. Unas veces
contaba once y otras diez. De vez en vez una de ellas se levantaba sobre el cubrecama
rosa junto a las rodillas de Hisvet y le chillaba con unas cadencias tan similares a las del
habla humana, que Fafhrd y el Ratonero no podían evitar reírse.
—¡Dos rilks por tus pensamientos, ensimismado cabellera! —repitió Hisvet,
aumentando su oferta—. Y con la mayor inmodestia apostaré un tercer rilk a que se
centran en mí.
El Ratonero sonrió y alzó las cejas. Se sentía aturdido y un poco inquieto, sobre todo
porque contrariamente a sus intenciones, había bebido mucho más que Fafhrd. Frix
acababa de servirles el plato principal, un magistral curry amarillo muy sazonado con
especias e inicialmente adornado con la palabra «victorioso» trazada con alcaparras
negras. Fafhrd lo comía con gusto, aunque no vorazmente, y el Ratonero lo hacía con
más lentitud, mientras que Hisvet apenas había probado bocado.
—Aceptaré tus dos rilks, princesa blanca —replicó gentilmente el Ratonero—, pues
necesitaré uno para pagar la apuesta que acabas de ganar y el otro para pagarte por
decirme lo que pensaba de ti.
—Mi segundo rilk no te durará mucho —dijo Hisvet jovial—, porque mientras pensabas
en mí no me mirabas el rostro sino, con el mayor descaro, algo más abajo. Pensabas en
esas repugnantes sospechas expresadas por Lukeen acerca de mis intimidades físicas.
¡Vamos, confiésalo!
El Ratonero sólo pudo inclinar la cabeza y encogerse de hombros, pues en verdad la
muchacha había adivinado sus pensamientos, Hisvet se echó a reír y, fingiéndose airada,
le dijo:
—¡Muy poco delicado por tu parte, mi querido caballero! Sin embargo, por lo menos
puedes ver que Frix, aunque sin duda es un mamífero, no tiene nada en común con las
ratas.
Esta afirmación era del todo cierta, pues la doncella de Hisvet exhibía una piel suave y
morena, excepto en los senos y las caderas, ocultos bajo unos pañuelos de seda negra.
Una redecilla de plata recogía su negro cabello, y en cada muñeca llevaba numerosas
pulseras de plata. Aunque ataviada como una esclava, Frix no parecía tal aquella noche,
sino más bien una dama de compañía que jugaba expertamente a ser una sierva,
atendiéndoles a todos con una obediencia perfecta pero en modo alguno servil.
Hisvet, en cambio, llevaba otro de sus largos vestidos, de seda negra ribeteado de
encaje también negro y una capucha medio echada hacia atrás. Su cabello plateado
estaba peinado de modo que alcanzaba una altura considerable y caía en grandes y
suaves guedejas. Fafhrd la miró desde el otro lado de la mesa y comentó:
—Estoy seguro de que la señorita nos parecería bellísima en cualquier forma que
eligiera para presentarse al mundo..., totalmente humana o de otro modo.
—Galantes palabras, diestro guerrero —dijo Hisvet, un tanto asombrada—. Debo
recompensarte por ellas. Ven aquí, Frix.
Cuando la esbelta doncella se inclinó hacia ella, Hisvet entrelazó su morena cadera y le
besó lentamente en los labios. Luego se irguió y dio un golpecito en el hombro a Frix, la
cual rodeó sonriente la mesa y, medio arrodillándose junto a Fafhrd, le besó tal como ella
había sido besada. Él recibió la caricia con elegancia, sin una excitación indecorosa, pero
en el momento en que Frix se disponía a retirarse, prolongó el beso, tras lo cual explicó
con voz algo ronca:
—Es un pequeño recargo para devolver el envío.
Ella le sonrió con picardía y se dirigió a la mesa de servicio, al lado de la puerta,
diciéndole:
—Primero he de desmenuzar la carne de las ratas, travieso bárbaro.
—No te hagas muchas ilusiones, audaz espadachín —le dijo Hisvet—. Eso no ha sido
más que una pequeña recompensa por unas frases galantes, una recompensa con la
boca por palabras pronunciadas con la boca. Recompensarte por haber zurrado a Lukeen
y defendido mi honor sería un asunto mucho más serio, que no es posible abordar a la
ligera. Pensaré en ello.
En aquel momento, el Ratonero, quien debería decir algo pero cuyo aturdido cerebro
estaba temporalmente vacío de apropiado ingenio atrevido pero cortés, se dirigió a Frix:
—¿Por qué troceas el carnero de las ratas, moza morena? Sería divertido ver cómo lo
hacen ellas mismas.
Frix no hizo más que mirarle arrugando la nariz, pero Hisvet le explicó seriamente:
—Sólo Skwee tiene habilidad para cortar la carne. Las otras podrían lastimarse, sobre
todo cuando la carne se desliza en el curry resbaladizo. Frix, reserva un solo pedazo para
que Skwee demuestre su habilidad, y desmenuza bien el resto. Skwee! —llamó, alzando
el tono de voz—. Skwee, Skwee, Skwee!
Una gran rata saltó sobre la cama y permaneció obediente junto a la muchacha, con las
patas delanteras cruzadas sobre el pecho. Hisvet le dio instrucciones y luego sacó de una
caja de plata que estaba detrás de ella unos diminutos cubiertos también de plata,
tenedor, cuchillo y acero de afilar, en una triple vaina que le ató al cinto. Entonces Skwee
le hizo una reverencia y saltó ágilmente a la mesa de las ratas.
El Ratonero contemplaba la escena con admiración amortiguada por el vino, con la
sensación de que estaba cayendo presa de un hechizo. A veces unas sombras densas
cruzaban el camarote; en ocasiones, Skwee se volvía tan alta como Hisvet o quizá era
ésta la que se empequeñecía hasta adquirir el tamaño de Skivee, y entonces el Ratonero
también se volvía tan pequeño como Skwee, corría bajo la cama y caía por un tobogán
que le llevaba velozmente, no a una oscura bodega llena de delicioso grano en sacos o
suelto, sino a una placentera metrópoli subterránea ratonil, con una iluminación de
fósforo, donde ratas con túnicas y faldas largas, con capuchas que ocultaban sus largas
caras, iban de un lado a otro misteriosamente, donde las minúsculas espadas de las ratas
entrechocaban detrás de las columnas, tintineaba el dinero ratonil y lascivas ratas
hembras danzaban con su pelaje al descubierto a cambio de unas monedas, donde
acechaban espías enmascarados e informadores ratoniles, donde todo el mundo —cada
roedor— era temeroso del sobrenatural Consejo de los Trece y donde un Ratonero ratonil
buscaba por todas partes a una esbelta rata principesca llamada Hisvet-sur-Hisvin.
El Ratonero despertó de esta ensoñación con un sobresalto. Sin duda, se dijo
entrecortadamente, tomó más copas de las que había contado. Vio que Skwee había
regresado a la mesa de las ratas y estaba de pie ante el pedazo de carne cubierta de
salsa amarilla que Frix había puesto en el platito de plata. Mientras las otras ratas la
miraban. Skwee desenvainó el cuchillo y el acero de afilar con una fioritura. El Ratonero
terminó de despertarse con otra sacudida y se sintió inspirado para decir:
—¡Ojalá fuese yo una rata, princesa blanca, de modo que pudiera acercarme tanto a ti
y servirte!
—¡Un bello tributo, ciertamente! —exclamó la damisela Hisvet, y rió con placer,
mostrando (le pareció al Ratonero) una delgada lengua rosa con manchas azules y el
interior de la boca con idéntica coloración. Entonces añadió con bastante seriedad—: Ten
cuidado con lo que deseas, pues ciertos deseos han sido concedidos —pero en seguida
continuó jovialmente—: Sin embargo, lo que has dicho ha sido muy galante, caballero.
Debo recompensarte. Frix, ven y siéntate a mi derecha.
El Ratonero no podía ver lo que ocurría entre ellas, pues el cuerpo de Hisvet,
enfundado en el amplio vestido, le ocultaba a Frix; pero los alegres ojos de la doncella le
miraban por encima del hombro de Hisvet, centelleando como la seda negra. Hisvet
parecía susurrar algo en el oído de Frix mientras la restregaba con la nariz
juguetonamente.
Entretanto empezaron a oírse débiles chirridos, mientras Skwee afilaba el cuchillo con
el acero. El Ratonero apenas podía ver la cabeza, los cuartos delanteros y el leve destello
del metal, debido al obstáculo de la mesa mayor. Sentía deseos de levantarse y acercarse
para observar el prodigio —y para vislumbrar tal vez las interesantes actividades de
Hisvet y Frix—, pero le acometió un profundo letargo, que tanto podía deberse al vino
como a la expectación sensual o a la pura magia.
Tenía una sola preocupación: que a Fafhrd se le ocurriese un cumplido más ingenioso
que el suyo, tanto que incluso pudiera desviar el encargo que Frix debía cumplir en él.
Pero entonces observó que la barbilla de Fafhrd le tocaba el pecho y llegó a sus oídos,
junto con el leve chirrido del minúsculo cubierto de plata, el ruido rítmico de unos
ronquidos.
La primera reacción del Ratonero fue de puro y malévolo alivio. Recordó con
satisfacción maliciosa los tiempos pasados en los que retozaba con muchachas
generosas y alegres mientras su camarada roncaba, tras haber bebido más de la cuenta.
Fafhrd debía de haber tomado muchos tragos a hurtadillas.
Frix se echó a reír convulsivamente. Hisvet siguió susurrándole al oído, mientras Frix
reía y emitía arrullos de vez en cuando, sin dejar de mirar con picardía al Ratonero.
Skwee introdujo el acero de afilar en su funda, extrajo el tenedor, lo aplicó al pedacito
de carne, que para ella era tan grande como un asado, y empezó a cortarlo con gran
destreza.
Frix se levantó por fin, recibió una palmadita de Hisvet y rodeó la mesa, sonriendo al
Ratonero.
Skwee había cortado una loncha de carne fina como un papel y, atravesándola con el
tenedor, la enarboló a uno y otro lado para que todos la vieran, tras lo cual se la acercó al
hocico, la husmeó y la probó.
El Ratonero, que yacía lánguidamente, como si le hubiera fatigado su curiosa
ensoñación, se sintió aprensivo de súbito. Se le había ocurrido que era imposible que
Fafhrd hubiera trasegado tanto vino. Al fin y al cabo, no había perdido de vista al norteño
en las dos últimas horas. Claro que, a veces, los golpes en la cabeza tienen un efecto
retardado.
De todos modos, su primera reacción fue de celos y cólera cuando Frix se detuvo al
lado de Fafhrd, se inclinó por encima de su hombro y le miró a la cara.
En aquel momento Skwee lanzó un gran chillido de indignación y alarma, y la rata
blanca saltó a la cama, todavía sujetando el tenedor, del que colgaba la loncha de
carnero, y el cuchillo.
Los párpados del Ratonero le pesaban, insistían en cerrarse, pero haciendo un
esfuerzo para mantenerlos abiertos vio que Skwee gesticulaba con sus diminutos
cubiertos, mientras chillaba dramáticamente a Hisvet con cadencias muy humanas, y por
último se llevó la lámina de cordero a la boca con un chillido acusador.
Entonces, débiles pero audibles entre los chillidos del roedor, el Ratonero percibió una
serie de pasos sigilosos que cruzaban la cubierta central y convergían en el camarote.
Intentó llamar la atención de Hisvet, pero sus labios y su lengua estaban insensibles y no
le obedecían.
De repente Frix agarró a Fafhrd por el pelo y tiró de su cabeza arriba y atrás. La
mandíbula del norteño estaba relajada y tenía los ojos abiertos y en blanco.
Se oyeron unos tenues golpes en la puerta, exactamente iguales a los de los pinches
de cocina cuando trajeron los platos.
Hisvet y Frix intercambiaron una mirada. La última dejó caer la cabeza de Fafhrd, corrió
a la puerta, la atrancó y fijó la barra con la cadena (la rejilla ya estaba cerrada) en el
momento en que algo (parecía un hombro masculino) golpeaba pesadamente los grueso
maderos.
Aquellas embestidas continuaron y, unos pocos latidos de corazón después, se
hicieron mucho más estrepitosas, como si golpearan la puerta con un ariete, logrando que
cediera visiblemente a cada golpe.
Por fin el Ratonero se dio cuenta, a su pesar, de que estaba sucediendo algo contra lo
que debería tomar alguna medida. Hizo un gran esfuerzo para sacudirse su letargo e
incorporarse.
Descubrió que ni siquiera podía mover un dedo. De hecho, su esfuerzo apenas bastaba
para evitar que sus ojos se cerraran del todo y vieran, borrosamente, a través de las
ranuras cubiertas por las pestañas, cómo Hisvet, Frix y las ratas se entregaban a un
torbellino de actividad silenciosa.
Frix empujó su mesa de servicio contra la puerta vibrante bajo las embestidas e
inmediatamente empezó a amontonar otros muebles.
Hisvet sacó de debajo del camastro varias cajas oscuras y largas y empezó a abrirlas.
Con tanta rapidez como las iba abriendo, las ratas blancas se surtían de las pequeñas
armas de hierro azulado que contenían; espadas, lanzas, incluso ballestas de aspecto
maligno, con cananas de dardos. Cogieron más armas de las que podían usar
eficazmente. Skwee se apresuró a ponerse un yelmo con un penacho de plumas negras,
que encajaba en sus peludas mejillas. El número de ratas que se afanaban alrededor de
las cajas era de diez; el Ratonero lo vio claramente.
Una hendidura apareció en medio de la puerta. Sin embargo, Frix saltó desde allí a la
escotilla de babor que conducía a la bodega y levantó la trampilla. Hisvet se arrojó al
suelo, e introdujo la cabeza en el oscuro cuadrado.
Había algo terriblemente animal en los movimientos de las dos mujeres. La sensación
podría deberse a lo atestado de la estancia y el techo bajo, pero al Ratonero le pareció
que se movían con preferencia a gatas.
Entretanto, el pecho de Fafhrd subía muy lentamente y bajaba con una sacudida,
mientras seguía roncando.
Hisvet se levantó e hizo una seña a las diez ratas blancas. Encabezadas por Skwee,
bajaron por la escotilla, sus armas de hierro azulado destellaron y tintinearon un par de
veces, y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Frix cogió unos atuendos negros de
una hornacina cubierta por una cortina. Hisvet aferró la muñeca de la doncella, le hizo
bajar la escotilla por delante de ella y la siguió de inmediato. Cuando sus ojos rojizos se
fijaron brevemente en el Ratonero, éste tuvo la impresión de que la frente y las mejillas de
la muchacha estaban cubiertas de un sedoso vello blanco, pero eso podría deberse a una
combinación de su visión borrosa y el cabello desordenado de Hisvet, cuyas guedejas le
caían ahora sobre la cara.
La puerta del camarote se partió, y un trozo de mástil de la longitud de un hombre
penetró por la brecha, derribando la mesa y esparciendo los muebles amontonados. Tras
el mástil entraron tres aprensivos marinos, seguidos por Slinoor, armado con un machete,
y el oficial de navegación, con una ballesta tensada.
Slinoor avanzó un poco y examinó la escena, rápida pero detalladamente.
—El polvo de adormidera en el curry ha puesto fuera de combate a los dos bellacos
embrutecidos por la lujuria —comentó—, pero Hisvet se ha ocultado con esa ninfa que
tiene por esclava. Las ratas están fuera de sus jaulas. ¡Buscad, marineros! ¡Cúbrenos,
oficial!
Cautelosos al principio, pero pronto apresuradamente, los marineros registraron el
camarote, tiraron al suelo las cajas vacías, quitaron las ropas de cama y el colchón del
camastro, levantaron éste para ver qué había debajo, apartaron los baúles de las
paredes, abrieron los que estaban cerrados y sacaron las ropas de seda de Hisvet de las
hornacinas tras cuyas cortinas habían estado colgadas.
El Ratonero volvió a hacer un esfuerzo para hablar o moverse, pero lo único que logró
fue abrir un poco más los ojos. Un marinero tropezó con él y le hizo ladearse contra un
brazo de su silla, sin caer por completo de ella. A Fafhrd le empujaron por detrás y se
derrumbó de bruces sobre la mesa, el rostro en un plato de ciruelas cocidas y los grandes
brazos extendidos, derribando inconscientemente copas y platos.
El oficial de navegación apuntaba con su ballesta cada nuevo espacio descubierto.
Slinoor miraba con ojos de águila, apartando perifollos de seda con la punta de su
machete y usando éste para volcar la mesita de las ratas, sin dejar de escudriñar a su
alrededor.
—Ahí es donde las sabandijas se daban un banquete como si fueran hombres —
observó con repugnancia—. Ojalá se hubieran atracado hasta quedar sin sentido.
—Probablemente notaron la droga, a pesar de las especias del curry que la
enmascaraban, y advirtieron a las mujeres —comentó el oficial de navegación—. Las
ratas tienen una capacidad prodigiosa para distinguir los venenos.
Cuando se cercioraron de que ni las muchachas ni las ratas estaban en el camarote,
Slinoor exclamó con airada inquietud:
—No pueden haber escapado a la cubierta..., la trampilla está cerrada y arriba está
nuestra guardia. El grupo del maestre vigila la bodega de popa. Tal vez en las luces de
alcance...
En aquel instante el Ratonero oyó que uno de los ventanucos a sus espaldas se abría y
un oficial decía desde allí:
—Aquí no hay nada, capitán. ¿Dónde están?
—Pregúntaselo a alguien más listo que yo —replicó Slinoor con aspereza—. Desde
luego, no están aquí.
—Si hablaran esos dos... —dijo el oficial de navegación, señalando al Ratonero y
Fafhrd.
—No —replicó Slinoor, malhumorado—. Mentirían. Cubre la trampilla de la bodega a
babor. Hablaré con el maestre.
Se oyeron unos pasos apresurados en la cubierta central, y el maestre, con el rostro
ensangrentado, entró por la puerta rota, medio arrastrando, medio sujetando a un
marinero que parecía tener clavado un palito en la mejilla ensangrentada.
—¿Por qué habéis abandonado la bodega? —preguntó Slinoor al primero—. Deberíais
estar abajo con vuestro grupo.
—Las ratas nos tendieron una emboscada cuando nos dirigíamos a la bodega de popa
—dijo el maestre con voz entrecortada—. Docenas de ratas negras dirigidas por una
blanca, algunas armadas como hombres. Una de ellas, colgada de una viga, estuvo a
punto de hundirme un ojo con su pequeña espada. Otras dos, con la boca espumeante,
saltaron sobre nuestro farol y lo apagaron. Habría sido una locura seguir avanzando en la
oscuridad. Apenas hay un hombre de mi grupo que no haya recibido una mordedura, un
corte o un pinchazo. Les he dejado custodiando la entrada de la bodega. Dicen que sus
heridas están envenenadas y hablan de clavetear la escotilla.
—¡Oh, monstruosa cobardía! —exclamó Slinoor—. Habéis estropeado la trampa que
habría acabado con ellas desde el principio. Ahora todo está por hacer y lleno de
dificultades. ¡Gallinas! ¡Miedicas!
—¡Te digo que estaban armadas! —protestó el maestre, e hizo adelantarse al
marinero—. He aquí mi prueba, con una pequeña lanza clavada en la mejilla.
—No me la quitéis, capitán —rogó el marinero cuando Slinoor se acercó a él para
examinarle el rostro—. Estoy seguro de que también está envenenada.
—Quédate quieto, muchacho —le ordenó Slinoor—, y quítate las manos de la cara, que
la tengo bien cogida. La punta está cerca de la piel. La sacaré empujándola hacia
adelante, para que las púas no desgarren la carne. Cógele los brazos, maestre. No
muevas la cabeza, muchacho, o te haré más daño. Si está envenenada, hay que sacarla
lo antes posible. ¡Ya está!
El marinero gritó, mientras la sangre corría de nuevo por su mejilla.
—Desde luego, es una fea aguja —comentó Slinoor, examinando la punta—, pero no
parece envenenada. Maestre, corta con cuidado el mango detrás de la herida y extrae el
resto empujándolo hacia adelante.
—He aquí nuevas pruebas de su malignidad —dijo el oficial de navegación, que había
registrado la litera, y ofreció a Slinoor una diminuta ballesta.
El capitán la levantó para mirarla. A la pálida luz de las velas emitía destellos azulados,
mientras que los ojos de Slinoor, rodeados de círculos oscuros, eran como ágatas.
—¡Esto sólo puede ser obra de un espíritu maligno! —exclamó—. Tal vez esa
emboscada en la bodega ha sido útil, pues enseñará a cada marinero a odiar y temer a
las ratas de nuevo, como corresponde a todo buen tripulante de una nave transportadora
de grano. Y ahora una rápida matanza de todas las ratas a bordo de la Calamar
compensará la traidora necedad de hoy, cuando las aplaudisteis, seducidos por una
muchacha vestida de escarlata y sobornados por ese Ratonero, indigno de tal nombre.
El Ratonero, que todavía estaba paralizado y veía de soslayo a Slinoor que le
señalaba, tuvo que admitir que la referencia del capitán era acertada.
—Ante todo, llevad a estos dos bribones a cubierta —dijo Slinoor—. Atadlos a un mástil
o a una barandilla. No quiero que estropeen mi victoria cuando despierten.
—¿Pongo una trampa en la bodega de popa y luego las coso a flechazos? —preguntó
ansioso el oficial de navegación.
—Discurre un poco más —se limitó a decir Slinoor.
—¿Aviso con el gong a la galera y enciendo un farol rojo? —sugirió el maestre.
Slinoor permaneció silencioso durante un par de latidos de corazón, y luego dijo:
—No, debemos hacerlos solos, para borrar la vergüenza que hoy ha caído sobre la
Calamar. Además, Lukeen es un atolondrado y podría estropearlo todo. Olvidad lo que
acabo de decir, pero es así.
—No obstante, estaríamos más seguros con la galera a nuestro lado —insistió el
maestre—. Es posible que en este mismo momento las ratas estén abriendo agujeros en
el casco.
—Eso es improbable, estando a bordo la reina de las ratas —replicó Slinoor—. Lo que
nos salvará es la velocidad, no el tener barcos a nuestro lado. Ahora, escuchadme bien.
Vigilad todos los accesos a la bodega, mantened trampillas y escotillas cerradas. Avisad a
todos los centinelas, armad a cada hombre y reunid en la cubierta central a todos los que
no sean imprescindibles para la navegación. ¡Moveos!
El Ratonero deseó que Slinoor no hubiera proferido su última orden con tanta
vehemencia, pues al instante los dos marineros le cogieron de los tobillos y le arrastraron
con brusquedad fuera del camarote y a lo largo de la cubierta central. Durante este
trayecto su cabeza recibió varios golpes, aunque no pudo sentirlos sino tan sólo oír el
ruido que producían.
Al oeste la bóveda celeste estaba estrellada, mientras que al este había una masa de
niebla por debajo de la bruma menos espesa, a través de la que brillaba la luna gibosa
como una lámpara deforme de luz plateada, espectral. La fuerza del viento había
disminuido mucho, y la Calamar navegaba suavemente.
Un marinero colocó al Ratonero contra el palo mayor, de cara a popa, y el otro le rodeó
con una soga. Mientras los marineros le ataban con los brazos pegados a los costados, el
Ratonero sintió un cosquilleo en la garganta y notó que ya podía mover la lengua, pero
decidió no hablar todavía, pues, dado el estado de ánimo de Slinoor, probablemente
ordenaría que le amordazaran.
Poco después vio algo que le divirtió, a pesar de la situación nada halagüeña en que se
encontraba. Cuatro marineros habían sacado a Fafhrd del camarote a rastras, y le
estaban atando en posición horizontal y boca abajo, con la cabeza hacia la popa y más
alta que los pies, sobre la borda de babor. La escena era de lo más cómica, pero el
norteño no se daba cuenta de nada y no hacía más que roncar.
Entonces los marineros empezaron a reunirse en la cubierta central, algunos pálidos y
silenciosos, pero la mayoría mofándose en voz baja. Las picas y los machetes les daban
valor. Varios de ellos tenían redes y tridentes de afiladas púas. Incluso el cocinero estaba
provisto de una gran cuchilla, con la que señalaba juguetonamente al Ratonero.
—Te has quedado mudo de admiración por mi curry soporífero, ¿eh?
Entretanto el Ratonero observó que ya podía mover los dedos. Nadie se había
molestado en desarmarle, pero por desgracia su daga Garra de Gato estaba a demasiada
altura en su costado para poder tocarla y mucho menos desenvainarla. Palpó el borde de
su blusa hasta que, a través de la tela, tocó un pequeño objeto plano y redondo, más
delgado a lo largo de un canto que en el otro. Cogiéndolo por el canto grueso, entre la
tela, empezó a rascar con el canto delgado el tejido que lo confinaba.
Los marineros se reunieron en la popa, mientras Slinoor salía del camarote con sus
oficiales y empezaban a impartir órdenes en voz baja.
El Ratonero le oyó decir:
—Matad a Hisvet o a su doncella en cuanto las veáis. No son mujeres, sino que
pertenecen a la especie de las ratas o algo peor. —También llegaron a sus oídos las
últimas órdenes del capitán—: Apostad vuestros grupos debajo de la escotilla o trampilla
por la que entréis. En cuanto oigáis el silbato del contramaestre, ¡moveos!
El efecto de esta última orden quedó momentáneamente en suspenso a causa de un
tenue silbido, al que siguió el grito desgarrador del oficial de armas, al tiempo que se
llevaba las manos a un ojo. Entonces los marineros se pusieron en movimiento y los
machetes atacaron a una forma pálida que se escabullía a lo largo de la cubierta. Por un
instante una rata con una ballesta en las patas delanteras se silueteó sobre la borda de
estribor contra la niebla iluminada por la luna. El oficial de navegación disparó su ballesta
y el dardo, ya fuera gracias a una puntería excepcional, ya por pura suerte, derribó a la
rata por encima de la borda y la arrojó al mar.
—¡Ésa era una blanca, amigos! —gritó Slinoor—. ¡Un buen augurio!
Entonces se produjo cierta confusión, pero cesó pronto, sobre todo cuando se
descubrió que el oficial de armas no había sido alcanzado en el globo del ojo, sino en sus
cercanías, y los grupos armados partieron, uno al camarote y dos hacia el palo mayor,
dejando en cubierta sólo cuatro hombres.
Por fin el Ratonero rompió la tela que había estado raspando y, con sumo cuidado,
extrajo por el borde deshilachado un tik de hierro (la moneda lankhmaresa de menor
valor), con medio canto limado hasta darle la agudeza de una navaja de afeitar, y con
aquel objeto empezó a cortar pacientemente el trozo de soga más próximo. Miró
esperanzado a Fafhrd, pero la cabeza de éste seguía colgando en un ángulo que
evidenciaba su falta de conocimiento.
Un silbato sonó débilmente, seguido poco después por otro más fuerte que parecía
proceder de otro lugar de la bodega. Se oyeron voces apagadas y dos gritos, algo golpeó
la cubierta desde abajo, y un marinero, sujetando una red dentro de la que chillaba una
rata, pasó corriendo ante el Ratonero.
Éste comprobó por el tacto que casi había cortado la primera lazada de la soga.
Dejándola unida por unas pocas hebras, empezó a cortar la siguiente lazada, doblando
mucho la muñeca para hacerlo.
Una explosión estremeció la cubierta e hizo estremecerse a su vez al Ratonero. Éste
no podía conjeturar su naturaleza, y siguió cortando briosamente con la moneda de borde
afilado. La pequeña dotación que había quedado en cubierta irrumpió en gritos, y uno de
los timoneles cayó de bruces, pero el otro se mantuvo aferrado a la caña del timón. El
gong sonó una vez, aunque nadie lo había golpeado.
Entonces los marineros de la Calamar empezaron a salir de la bodega, la mitad de
ellos desarmados y presa de un temor frenético. El Ratonero les oyó correr de un lado a
otro y bajar los botes, que estaban delante del palo mayor, al costado de la nave. Supuso
que las cosas les habían ido muy mal allá abajo, asaltados por batallones de ratas negras,
confundidos por falsos silbidos, recibiendo cortes y pinchazos en los rincones oscuros y
asaetados con dardos que podían cegarles si se clavaban en los ojos. Remató su derrota
el hecho de que el grano no estaba contenido en sacos, sino simplemente amontonado en
la bodega, y la atmósfera estaba llena de polvo de grano levantado por los recientes
movimientos de una horda de ratas mientras que Frix había arrojado fuego desde algún
lugar seguro, haciendo estallar el grano y derribando a los hombres, pero sin incendiar la
nave.
Al mismo tiempo que los aterrados marineros, llegó también a cubierta otro grupo,
observado tan sólo por el Ratonero: una hilera silenciosa y ordenada de ratas negras que
le rodearon y treparon al palo mayor. El Ratonero sopesó la conveniencia de dar la alarma
a gritos, aunque no habría dado un tik por sus posibilidades de sobrevivir con aquellos
marineros histéricos dando machetazos a las ratas a su alrededor.
En cualquier caso, Skwee tomó la decisión por él, una decisión negativa, al trepar en
aquel momento a su hombro izquierdo. Sujetándose de un mechón de su cabello, la rata
blanca se inclinó ante él, mirándole el ojo izquierdo con sus ojillos azules, bajo el yelmo de
plata con penacho de plumas negras. Se llevó una pata a la boca de dientes salientes,
haciéndole entender que debía callarse, y entonces golpeó la minúscula espada que
llevaba a un costado y pasó el pulgar de la pata a través de la garganta, para indicar lo
que le ocurriría si no guardaba silencio. Entonces se ocultó en las sombras, junto a la
oreja del Ratonero, presumiblemente para vigilar a los marineros derrotados y dar
órdenes mediante gestos a sus huestes..., al tiempo que se mantenía cerca de la vena
yugular del Ratonero. Éste siguió cortando la soga con su moneda.
El oficial de navegación apareció en la popa seguido de tres marineros, cada uno de
ellos provisto de un farol. Skwee se agazapó mejor entre el Ratonero y el mástil, pero
aplicó la fría hoja de su espada al cuello del hombre atado, debajo de la oreja, a modo de
recordatorio. El Ratonero recordó el beso de Hisvet. El ceñudo oficial de navegación evitó
el palo mayor y ordenó a los marineros que colgaran sus faroles del mástil de popa, los
soportes de la grúa y la bitadura, mostrándose muy quisquilloso con respecto a las
posiciones exactas. Afirmó a voz en grito que la luz era la defensa militar y arma de
contraataque perfecta, y se enzarzó en un brioso discurso sobre trincheras y empalizadas
iluminadas. Estaba a punto de enviar a los marineros en busca de más faroles cuando
Slinoor salió cojeando del camarote, con la frente ensangrentada, y miró a su alrededor.
—¡Valor, muchachos! —gritó con voz ronca—. En cubierta todavía somos los amos.
Arriad los botes ordenadamente, muchachos, pues los necesitaremos para recoger a los
soldados. ¡Subid el farol rojo! ¡Eh, tú, haz sonar el gong!
—El gong ha caído por la borda —replicó alguien—. Las cuerdas de las que colgaba...
¡han sido roídas!
En aquel momento llegaron desde el este unas espesas oleadas de niebla que
envolvieron a la Calamar en una deletérea luz, de plata lunar. Un marinero gimió al ver
aquella extraña niebla, que parecía aumentar en vez de disminuir la luz de la luna y del
farol del oficial de navegación. Los colores resaltaban, aunque pronto no hubo más que
paredes blancas más allá de las bordas.
—¡Traed el gong de repuesto! —ordenó Slinoor—. Cocinero, trae tus cazos y ollas más
grandes..., ¡todo lo que sirva para dar la alarma!
Por dos veces se oyó un ruido sordo, cuando los botes de la Cala mar golpearon el
agua.
Alguien lanzó un grito agónico en el camarote.
Entonces sucedieron dos cosas al mismo tiempo. La vela mayor se separó del mástil,
cayendo a estribor como el techo de una catedral bajo una terrible tormenta: los cables
que la unían al mástil habían sido roídos o cortados con espadas diminutas. Ahora la vela
era una extensión oscura que flotaba en el agua, arrastrando la botavara. La Calamar
escoró a estribor.
Una horda de ratas negras invadió la nave: unas aparecieron en la puerta del
camarote, otras lo hicieron por el coronamiento de popa, al que se habían encaramado
probablemente escalando las luces de popa. Se abalanzaron contra los hombres con
idéntico ímpetu y resolución, sin importarles si aterrizaban sobre las puntas de las picas o
en narices y gargantas, a las que se aferraban con los dientes.
Los marineros se separaron y corrieron a los botes, perseguidos por las ratas que se
les pegaban a la espalda o les mordisqueaban los talones. Los oficiales también huyeron,
arrastrando en su desbandada a Slinoor, el cual gritaba para que siguieran en sus
puestos. Encaramada en el hombro del Ratonero, Skwee, sin dejar su minúscula espada,
hacía gestos a su ejército de roedores suicidas para que siguieran adelante, chillando
agudamente, y entonces saltó para seguirles. Cuatro ratas blancas armadas con ballestas
se arrodillaron sobre los soportes de la grúa y empezaron a tensarlas, cargarlas y disparar
los dardos con gran eficacia.
Empezaron a oírse chapoteos, primero dos y luego tres, a los que siguieron los de seis
o más hombres juntos, mezclados con gritos. El Ratonero volvió la cabeza, y por el rabillo
del ojo vio que los dos últimos marineros de la Calamar saltaban por la borda. Haciendo
un esfuerzo, volvió la cabeza un poco más y vio que Slinoor seguía a los marineros con
dos ratas aferradas a su pecho. Los cuatro ballesteros peludos saltaron de los soportes
de la grúa y corrieron hacia una nueva posición de tiro en la proa. Desde el agua se
elevaban roncos gritos humanos que se desvanecían en seguida. El silencio cayó sobre la
Calamar como la niebla, tan sólo roto por los inevitables chillidos de las ratas, que ahora
eran escasos.
Cuando el Ratonero volvió de nuevo la cabeza hacia la popa, Hisvet estaba de pie ante
él, enfundada en un vestido de cuero negro muy ajustado, desde el cuello a los codos y
las rodillas, que le daba el aspecto de un muchacho esbelto. Encajado en las sienes y las
mejillas, llevaba un yelmo de cuero similar al plateado de Skwee, detrás del cual se
extendía su cabello blanco, formando una cola. Del costado izquierdo pendía una
estrecha daga en su vaina.
—Ah, mi querido caballero —le dijo sonriente—, por lo menos tú no me has
abandonado. —Alargó su mano y casi le rozó la mejilla con los dedos—. ¡Pero estás
atado! —exclamó, como si viera la soga por primera vez, y retiró su mano—. Tenemos
que remediar esto de inmediato.
—Os estaré muy agradecido, princesa blanca —dijo humildemente el Ratonero.
Sin embargo, no soltó su moneda afilada, la cual, aunque ya estaba embotada, había
cortado casi la mitad de la tercera lazada.
—Tenemos que remediar esto —repitió Hisvet un poco distraída, su mirada perdida
más allá del Ratonero—. Pero mis dedos son demasiado débiles y torpes para deshacer
unos nudos tan fuertes. Frix te liberará. Ahora debo escuchar el informe de Skwee en la
cubierta de popa. Skwee, Skwee, Skwee!
Cuando la muchacha dio media vuelta y se encaminó a la cubierta de popa, el
Ratonero vio que su cabello pasaba por un orificio ribeteado de plata en la parte posterior
del yelmo. Skwee pasó corriendo ante el Ratonero y, cuando casi había llegado a la altura
de Hisvet, se situó a su derecha y a tres pasos de rata detrás de ella, pavoneándose con
la pata en la empuñadura de la espada y la cabeza alta, como un capitán general detrás
de su emperatriz.
Mientras el Ratonero empezaba a cortar de nuevo la soga, miró a Fafhrd, atado a la
borda, y vio que la gatita negra estaba agazapada sobre el cuello del norteño, que seguía
roncando ruidosamente, arañándole con lentitud la cara con las garras de una pata.
Entonces la gata agachó la cabeza y le mordió la oreja. Fafhrd emitió un gemido
lastimero, pero al que siguió de inmediato otro potente ronquido. La gata continuó
arañándole la cara. Dos ratas, una blanca y otra negra, pasaron por su lado y el felino les
dirigió un maullido débil pero amenazante. Las ratas se detuvieron y se quedaron
mirándola, pero en seguida se escabulleron hacia la cubierta de popa, presumiblemente
para informar a Skwee o Hisvet sobre la malsana condición.
El Ratonero decidió soltarse sin más demora, pero en aquel preciso instante
aparecieron los cuatro ballesteros, arrastrando una jaula metálica en cuyo interior unos
abadejos piaban asustados. El Ratonero recordaba haber visto aquella jaula colgada junto
a la litera de un marinero, en el castillo de proa. Se detuvieron junto a los soportes de la
grúa y empezaron a disparar a las aves. Soltaban una y, cuando se elevaba aleteando, la
derribaban con un certero dardo..., a distancias de cinco o seis varas, sin fallar ni una sola
vez. En una o dos ocasiones, uno de los ballesteros roedores miró al Ratonero con los
ojillos entrecerrados y tocando la punta del dardo.
Frix bajó por la escalera de la cubierta de popa. Ahora vestía como su ama, pero no
llevaba casco, sino sólo la redecilla de plata que le recogía el pelo. Tampoco llevaba los
brazaletes.
—¡Señora Frix! —exclamó el Ratonero, casi con júbilo.
No era fácil saber cómo debería hablar uno en una nave mandada por ratas, pero un
tono agudo parecía el más indicado.
Ella se le acercó sonriendo.
—Llámame Frix —le dijo—. Señora es un título tan asfixiante como un corsé.
—Frix, entonces —replicó el Ratonero—. Al pasar por ahí, ¿querrás apartar a esa gata
negra de mi narcotizado amigo? Le va a arrancar un ojo.
Frix miró de soslayo para ver a qué se refería el Ratonero, pero siguió avanzando hacia
él.
—Nunca me meto en los placeres o los dolores de otra persona, dado que es difícil
determinar con seguridad cuáles son unos y otros —le informó mientras se le acercaba—.
Sólo cumplo las instrucciones de mi ama. Ahora desea que te diga que has de ser
paciente y tomar las cosas con calma, pues tus penalidades pronto habrán terminado.
Además, te envía este recordatorio.
Besó suavemente al Ratonero en cada uno de sus párpados.
—Éste es el beso con el que las sacerdotisas verdes de Djil cierran los ojos de los que
van a partir de este mundo —comentó el Ratonero.
—¿Ah, sí? —preguntó ella en voz baja.
—Cierto —dijo el Ratonero, estremeciéndose ligeramente—. Anda, Frix, quítame estas
ataduras; es una de las instrucciones de tu ama. Y luego, si quieres, dame un beso más
animado..., después de que me haya ocupado de Fafhrd.
—Sólo cumplo las instrucciones que me da mi ama con su propia boca —dijo Frix,
meneando la cabeza con cierta expresión de tristeza—. No me ha dicho que te quitara tus
ataduras, pero sin duda me lo ordenará dentro de poco.
—Sin duda —convino el Ratonero, un poco sombrío, absteniéndose de seguir cortando
la soga mientras Frix le miraba.
Se dijo que si podía cortar en seguida tres lazadas, sería capaz de liberarse de las
demás en un número de latidos del corazón no demasiado grande.
En aquel momento, Hisvet bajó apresuradamente la escala.
—Mi querida ama, ¿me ordenáis que libere a este caballero de sus ataduras? —le
preguntó Frix de inmediato, casi como si deseara que se lo pidiera.
—Yo arreglaré las cosas aquí —replicó Hisvet—. Ve a la cubierta de popa, Frix, y
estate atenta por si oyes o ves a mi padre. Esta noche se retrasa demasiado.
También ordenó a las ratas blancas armadas con ballestas, que habían derribado al
último abadejo, que se retirasen a la cubierta de popa.
6
Cuando Frix y las ratas se marcharon, Hisvet miró al Ratonero durante una veintena de
latidos del corazón, con el ceño un poco fruncido, fijos en él sus ojos de iris rojizos.
—Ojalá pudiera estar segura —dijo finalmente con un suspiro.
—¿Segura de qué, alteza blanca? —le preguntó el Ratonero.
—De que me amas realmente —respondió ella en voz baja pero llana, como si él lo
supiera sin ninguna duda—. Muchos hombres, así como mujeres, demonios y bestias, me
han dicho que me amaban de veras, pero no creo que ninguno de ellos me amara en
verdad por mí misma (salvo Frix, cuya felicidad radica en ser una sombra), sino sólo
porque era joven o bella o una damisela de Lankhmar o muy lista o con un padre rico y
poderoso, emparentado con las ratas, lo cual es cierto signo de poder en otros mundos
aparte de Nehwon. ¿Me amas realmente por mí misma, Ratonero Gris?
—No dudes de mi amor, princesa de las sombras —dijo el Ratonero sin apenas un
instante de vacilación—. Te amo realmente por ti misma, Hisvet, más que a cualquier otra
persona en Nehwon y en todos los demás mundos, en el cielo y el infierno juntos.
En aquel momento, Fafhrd, a quien la gata había arañado o mordido cruelmente, emitió
un agudo lamento y el Ratonero dijo impulsivo:
—Querida princesa, primero apartad ese gato de mi amigo, pues temo que le ciegue o
incluso acabe con su vida, y luego hablaremos de nuestros grandes amores hasta el fin
de la eternidad.
—A eso precisamente me refería —dijo Hisvet en voz baja y con tono de reproche—. Si
me quisieras realmente por mí misma, Ratonero Gris, no te importaría un ardite que a tu
amigo más íntimo o a tu esposa, tu madre o tu hijo les torturasen y dieran muerte ante tus
ojos, mientras los míos estuvieran fijos en ti y yo te tocara con las yemas de mis dedos.
Con mis labios en tu boca y mis esbeltas manos acariciándote, con toda mi persona
aceptándote y ansiando recibirte, verías a tu amigo cegado o muerto por un gato, o tal vez
incluso devorado por las ratas, y te sentirías satisfecho. He tocado pocas cosas en este
mundo, Ratonero Gris, pero desde luego no he tocado a ningún hombre ni demonio ni
bestia masculinos, excepto por delegación en Frix. No lo olvides.
—¡Por supuesto, querida luz de mi vida! —replicó el Ratonero con vehemencia, seguro
ahora de que tenía que habérselas con una especie de narcisismo desaforado, pues
como él tenía una vena de la misma manía, sabía reconocerla—. ¡Que los pinchazos
desangren al bárbaro hasta matarlo! ¡Que la gata le arranque los ojos! ¡Que las ratas lo
devoren y sólo dejen los huesos! ¡Qué importa mientras nosotros intercambiamos dulces
palabras y caricias, comunicándonos con los cuerpos y las almas por igual!
Entretanto había seguido cortando la soga con la moneda, cuyo filo ya se había
embotado, sin que le disuadiera la mirada que Hisvet fijaba en él. Le animaba notar su
daga Garra de Gato contra las costillas.
—Así habla mi auténtico Ratonero —dijo Hisvet en el tono más tierno, deslizando los
dedos tan cerca de su mejilla que él pudo notar el tenue frío de céfiro que levantaron a su
paso. Entonces se volvió y gritó—: ¡Aquí, Frix! Enviamos a Skwee y la Compañía Blanca.
Que cada una traiga a dos compañeras negras de su elección. Tengo una recompensa
para ellas, un banquete especial. Skwee, Skwee, Skwee!
Sería imposible conjeturar lo que habría sucedido entonces, pues en aquel momento
Frix exclamó:
—¡Una vela negra! ¡Oh, mi dichosa ama, es vuestro padre! Por estribor surgió de la
niebla nacarada el triángulo, similar a una aleta de tiburón, de la parte superior de una
vela negra, que avanzaba paralela a la parda vela mayor de la Calamar, extendida en el
agua. Dos garfios, separados uno del otro por la longitud de una nave pequeña, se
alzaron y aferraron en la borda de la cubierta central, mientras la vela negra
gualdrapeaba. Frix echó a correr y aseguró en la borda, entre los garfios, el extremo de
una escala de cuerda enviada desde la balandra (pues tal debía de ser, supuso el
Ratonero, la misteriosa embarcación).
Por aquella escala subió ágilmente un anciano que, al saltar por la borda, se reveló
como un lankhmarés vestido de cuero negro, con una rata blanca sobre el hombro
izquierdo, la cual se sujetaba de una orejera de su gorro, también de cuero negro. Le
siguieron rápidamente dos mingoles delgados y calvos de rostros amarillos parduscos
como limones pasados, cada uno con una gran rata negra sobre el hombro, que se
sujetaba de una oreja cetrina.
Quiso la casualidad que en aquel instante Fafhrd volviera a quejarse, esta vez con más
fuerza, y, abriendo los ojos, exclamó con la voz incierta del fumador de opio que sale de
su ensoñación:
—¡Millones de monos negros! ¡Quitádmelos de encima! ¡Este monstruo del infierno me
está atormentando! ¡Quitádmelo os digo!
Al oír esto la gatita negra se irguió, estiró su carita maligna y mordió a Fafhrd en la
nariz. Hisvet no hizo caso de esta interrupción, saludó a los recién llegados alzando la
mano y dijo:
—¡Bienvenido, padre mío y comandante! ¡Saludos sin par, capitán de las ratas Grig!
Habéis conquistado la Almeja y ahora la Calamar ha caído en mi poder. Esta misma
noche, cuando haya resuelto ciertos asuntos personales, me encargaré de la perdición
definitiva de esta última flota, lo cual ocasionará la enemistad de Movarl, los mingoles
cruzarán el Reino Hundido, derrocarán a Glipkerio ¡y las ratas dominarán en Lankhmar
bajo tu autoridad y la mía!
El Ratonero, que seguía cortando la soga, reparó entonces en el hocico de Skwee. La
pequeña capitana blanca había bajado de la cubierta de popa, obedeciendo la orden de
Hisvet, junto con ocho compañeras blancas, dos de ellas vendadas, y ahora dirigió a
Hisvet una mirada silenciosa con la que parecía poner en duda la última afirmación
jactanciosa de la muchacha, una vez las ratas dominaran Lankhmar.
Hisvin, el padre de Hisvet, tenía la nariz larga, el rostro muy arrugado y cubierto de un
rastrojo blanco de siete días, una barba de anciano. A pesar de que se encorvaba mucho,
sus movimientos eran rápidos y ágiles. Respondió al discurso grandilocuente de su hija
acercando su guante negro al pecho, con gesto petulante, y haciendo chascar la lengua
con impaciencia, expresando así su desaprobación. Rodeó entonces la cubierta con su
curioso paso apresurado, mientras los mingoles aguardaban al lado de la escala. Pasó
junto a Fafhrd y la gata negra, que le estaba atormentando, chascando la lengua, cosa
que hizo también al pasar ante el Ratonero, y, deteniéndose frente a Hisvet, encorvado y
moviendo un poco los pies, como si no pudiera estarse quieto, le dijo en tono rápido y
airado:
—¡Hay mucha confusión esta noche! ¡Coqueteando con hombres atados...! ¡Lo sé, lo
sé! ¡La luna está saliendo demasiado! ¡Haré que le arranquen el hígado a mi astrólogo!
¡La Tiburón está remando como una sepia loca a través de la niebla blanca! ¡Un globo
negro con lucecitas se desliza sobre las aguas! Y poco antes de que te encontráramos, un
gran monstruo marino nadando en círculos con un monstruo farfullante en su cabeza... se
nos acercó husmeando como si quisiera devorarnos, pero lo evadimos.
»Hija, tú con la doncella y tus pequeñas guerreras debéis transbordar en seguida a la
balandra, deteniéndoos sólo el tiempo necesario para matar a esos dos y dejando un
pelotón suicida de roedores para que hundan la Calamar.
—¡Zí, hundí la Clamá!.
El Ratonero habría jurado que la rata sobre el hombro de Hisvin había pronunciado
esas palabras en un extraño y agudo lankhmarés.
—¿Hundir la Calamar! —replicó Hisvet—. El plan consistía en llevarla a Ilthmar con una
pequeña dotación y vender allí su carga.
—¡Los planes cambian! —le espetó Hisvin—. Hija, si no bajamos de este barco antes
de cuarenta exhalaciones, la Tiburón nos embestirá, o el monstruo con ese loco vestido
de payaso nos devorará mientras seguimos aquí, impotentes. ¡Da órdenes a Skwee!
¡Luego coge tu cuchillo y degüella a esos dos necios! ¡Vamos, rápido!
—Pero, papá —objetó Hisvet—. Había pensado algo totalmente distinto para ellos,
aunque no la muerte, por lo menos no del todo. Algo mucho más creativo, incluso
cariñoso...
—¡Te concedo treinta exhalaciones para que les tortures a ambos antes de matarles!
¡Treinta exhalaciones, ni una más! ¡Te conozco muy bien!
—¡No seas rudo! Estamos entre nuevos amigos. ¿Por qué siempre has de dar a la
gente una mala impresión de mí? ¡No voy a seguir soportándolo!
—Eres más liosa y afectada que tu madre. —Pero te digo que no voy a soportarlo. Para
cambiar, esta vez vamos a hacer las cosas a mi manera.
—¡Silencio! —le ordenó su padre, encorvándose todavía más y aplicando la mano a la
oreja izquierda, mientras su rata blanca Grig imitaba su gesto en el otro lado.
Débilmente surgió de entre la niebla una jerigonza. —Gottverdammter Nebel! Freunde,
wo sind Sie?
—¡Es ese demonio farfullante! —susurró Hisvin—. ¡El monstruo nos atacará! ¡Rápido,
hija, pásalos a cuchillos, o haré que mis mingoles los despachen!
Hisvet alzó la mano, rechazando esa villana posibilidad. Su cabeza, orgullosamente
empenachada, se inclinó ante lo inevitable.
—Yo lo haré —dijo—. Skwee, carga tu ballesta con plata y dámela.
La capitana blanca cruzó las patas delanteras sobre el pecho y se dirigió a ella con
agudos chillidos que parecían imperiosos.
—No, no puedes hacerlo tú —respondió la muchacha bruscamente—. No puedes
ocuparte de ninguno de ellos. Ahora son míos.
La rata siguió chillando.
—Muy bien, tu gente puede quedarse con el pequeño negro. ¡Ahora date prisa con la
ballesta o te maldeciré! Recuerda, sólo un suave dardo de plata.
Hisvin se había reunido con sus mingoles y ahora daba vueltas, trazando un pequeño
círculo. Frix, sonriente, se le acercó y le tocó un brazo, pero él la apartó de sí con gesto
airado.
Skwee intentaba sacar de su pequeña aljaba, con movimientos frenéticos, un dardo de
plata. Sus ocho compañeras se desplegaron por la cubierta hacia Fafhrd, gruñonamente
desafiantes.
El norteño miraba la escena con el rostro ensangrentado, pero por fin lúcido,
aquilatando la situación desesperada. El mordisco que la gata le había dado en la nariz
había disipado los restos del sopor inducido por la adormidera.
En aquel momento se oyó otra exclamación incomprensible entre la niebla:
—Gottverdammter Nirgendswelt!
Una súbita inspiración hizo que los ojos inyectados en sangre de Fafhrd se
ensancharan y brillaran. Aspiró hondo y lanzó un aullido retumbante.
—Hoongk! Hoongk!
De la niebla surgió una ansiosa respuesta, gradualmente más sonora:
—Hoongk! Hoongk! Hoongk!
Siete de las ocho ratas blancas que habían cruzado la cubierta regresaron llevando
entre ellas a la gatita negra. Ésta todavía maullaba mientras los roedores la sujetaban,
una de cada pata y oreja, en tanto la séptima trataba de coger en vano la cola, que se
movía sin cesar. La octava rata avanzaba detrás cojeando, con una pata paralizada por
una profunda mordedura de la gata.
Desde el camarote y el castillo de proa, desde todos los rincones de la cubierta, las
ratas negras salieron para disfrutar contemplando a su tradicional enemigo, dominado y
entregado al tormento. Los negros cuerpos peludos llegaron a tapar toda la cubierta
central.
Hisvin dio una orden a sus mingoles, y éstos sacaron unos cuchillos de filo ondulado.
Uno de ellos se dirigió a Fafhrd y el otro al Ratonero. La negra masa de las ratas
ocultaban sus pies.
Skwee volcó sus diminutos dardos sobre la cubierta. Su pata aferró uno que tenía un
brillo pálido, y lo colocó en la ballesta, que ofreció apresuradamente a su ama. Ésta la
cogió con la mano derecha, apuntando a Fafhrd, pero en aquel momento el mingol que se
dirigía hacia el Ratonero pasó por delante de ella, blandiendo el cuchillo de hoja ondulada.
Hisvet cogió la ballesta con la mano izquierda, desenvainó su daga y corrió
adelantándose al mingol.
Entretanto, el Ratonero había arrancado de un tirón tres lazadas de la soga. Las otras
aún le retenían los tobillos y el cuello, pero se movió hacia un lado, desenvainó a Garra de
Gato y propinó un tajo al mingol, cuando Hisvet empujó al hombre cetrino a un lado. La
daga cortó su pálida mejilla desde la mandíbula hasta la nariz.
El otro mingol, que avanzaba hacia Fafhrd dispuesto a degollarle con su cuchillo, cayó
bruscamente al suelo y empezó a retroceder, rodando, mientras las ratas negras,
sorprendidas, chillaban y le mordisqueaban.
—Hoongk!
Una gran cabeza de dragón verde había surgido de la niebla nacarada por encima de
la borda a babor, en el lugar donde Fafhrd estaba atado. De las mandíbulas provistas de
dientes como dagas se desprendió una baba que cubrió el cuerpo del norteño.
Como un gigantesco muñeco de resorte, la cabeza de fauces rojas se agachó y avanzó
hacia adelante, la mandíbula inferior rastrilló la cubierta de roble y recogió un montón de
ratas negras. Entonces las mandíbulas se cerraron sobre los aterrados roedores, a
escasa distancia de la cabeza del mingol, que seguía rodando. Acto seguido, la cabeza
verde se irguió y una horrenda hinchazón recorrió el largo cuello verdeamarillento.
Pero mientras permanecía erguida para un segundo ataque, salió de la niebla otra
cabeza mucho más grande, una segunda cabeza de dragón que cuadruplicaba el tamaño
de la primera y tenía una fantástica cresta roja, anaranjada y purpúrea (pues a primera
vista el jinete parecía formar parte del monstruo). Esta cabeza se adelantó entonces como
si fuese la del padre de todos los dragones, recogiendo un montón de ratas que doblaba
en número al anterior, coronando el monstruoso bocado con las dos ratas blancas, detrás
de las que transportaban a la gata negra.
La cabeza puso fin a su primer ataque con tanta brusquedad (quizá para no comerse a
la gatita) que su jinete multicolor, que había blandido inútilmente su pica, fue lanzado
hacia adelante, pasó a baja altura junto al palo mayor, derribó al mingol que se disponía a
atacar al Ratonero y resbaló por la cubierta hasta la borda de estribor.
Las ratas blancas soltaron a la gatita, que se dirigió corriendo al palo mayor.
Entonces las dos cabezas verdes, hambrientas tras dos días sin ingerir más que algún
pescado, desde su última comida verdadera en las rocas de las ratas, empezaron a barrer
metódicamente la cubierta de la Calamar, limpiándola de ratas y evitando en general a los
humanos, aunque con no demasiado cuidado. Las ratas, cuyo mismo apiñamiento les
impedía escabullirse, poco pudieron hacer para librarse de aquel terrible destino. Tal vez
por mor de los esfuerzos para dominar el mundo, las ratas se habían humanizado y
civilizado lo suficiente para experimentar un pánico imaginativo, capaz de paralizarlas, y
habían adquirido hasta cierto punto el talento humano para invitar y soportar la
destrucción. Tal vez consideraban las cabezas de los dragones como las fauces rojas,
gemelas de la guerra y el infierno, en las que debían caer de buen o mal grado. Sea como
fuere, fueron barridas y tragadas por docenas. Las ratas blancas, excepto tres de ellas,
fueron también devoradas.
Entretanto, los humanos a bordo de la Calamar se enfrentaban de diversas maneras a
la alterada situación.
El viejo Hisvin agitó un puño y escupió a la cara mayor del dragón cuando, después de
su primer bocado enorme, se volvió inquisitiva hacia él, como si tratara de decidir si aquel
ser negro y encorvado era un hombre muy raro (cosa repulsiva) o una rata muy grande
(una delicia). Pero cuando la hedionda aparición siguió avanzando hacia él, Hisvin saltó
ágilmente a la borda, con tanta naturalidad como si se metiera en la cama, y bajó raudo
por la escala de cuerda, emitiendo unos grititos de consternación, mientras Grig se
aferraba a su cuello de cuero negro para salvar la vida.
Los dos mingoles de Hisvin se levantaron y le siguieron, prometiéndose volver a sus
acogedoras estepas heladas tan pronto como fuese mingolmente posible.
Fafhrd y Karl Treuherz observaban la confusión desde distintos lados de la cubierta,
uno atado con cuerdas, el otro paralizado por el asombro.
Skwee y una rata blanca llamada Siss corrieron sobre las cabezas de sus apiñados y
apáticos congéneres negros y saltaron a la borda de estribor, desde donde miraron atrás.
Siss parpadeó, horrorizada. Pero Skwee, con el yelmo de negro penacho encasquetado y
cubriéndole el ojo izquierdo, amenazó con su minúscula espada y chilló desafiante.
Frix corrió al lado de Hisvet y le urgió para ir a la borda de estribor. Cuando se
aproximaban al inicio de la escala de cuerda, Skwee, a fin de hacer sitio a su emperatriz,
bajó arrastrando a Siss consigo. En aquel instante, Hisvet se volvió como si estuviera
hipnotizada. La cabeza más pequeña del dragón se acercó a ella con intenciones
malignas. Frix se interpuso, con los brazos abiertos y sonriente, casi como una bailarina
llamada a escena al final de la representación de un ballet. Tal vez fue la rapidez o la
aparente agresividad de su gesto lo que hizo que el dragón se retirara, entrechocando los
colmillos. las dos muchachas subieron a la borda.
Hisvet se volvió de nuevo, y Garra de Gato trazó una línea roja en su mejilla. Ella
apuntó su ballesta hacia el Ratonero y disparó. Fue un ligero destello plateado. Hisvet
arrojó la ballesta al agua y siguió a Frix escala abajo. Los garfios se soltaron, la vela negra
se hinchó y la oscura balandra se desvaneció en la niebla. El Ratonero sintió un leve
escozor en la sien izquierda, pero lo olvidó mientras se libraba de las últimas lazadas de
la soga. Entonces cruzó corriendo la cubierta, haciendo caso omiso de las verdes
cabezas que buscaban, perezosas, las últimas ratas, y cortó las ataduras de Fafhrd.
—Irá por las aguas infinitas hacia la burbuja Mañana de Karl —afirmó el Ratonero Gris
crédulamente—. ¡Por Ning y por Sheel, ese alemán es un mago magistral!
Fafhrd parpadeó, frunció el ceño y se limitó a encogerse de hombros.
La gatita negra se restregó contra su tobillo. Fafhrd la cogió suavemente y la levantó
hasta el nivel de sus ojos.
—Me pregunto, minino, si eres uno de los Trece gatos o quizá su pequeño agente,
enviado para despertarme cuando era más necesario.
La gatita miró orgullosa el rostro de Fafhrd, cruelmente arañado y mordido, y ronroneó.
El alba de color gris claro se extendía sobre las aguas del Mar Interior, mostrándoles
primero los dos botes de la Calamar, atestados de hombres, y a Slinoor sentado en la
popa del más cercano, con expresión abatida. Al reconocer las figuras del Ratonero y
Fafhrd se puso en pie y alzó una mano; más allá estaban la galera de combate Tiburón y
los otros tres transportes de grano. Atún, Carpa y Mero. Finalmente, muy pequeñas en el
horizonte septentrional, se veían las velas verdes de dos naves-dragones de Movarl.
El Ratonero se pasó la mano izquierda por el cabello y notó una protuberancia
redondeada bajo la piel de la sien. Supo que era el suave dardo de plata de Hisvet, y que
no sería fácil sacarlo de allí.
7
Fafhrd se despertó, consumido por la sed y el deseo amoroso, y con la certeza de que
ya era muy tarde. Sabía dónde estaba y, en general, lo que había sucedido, pero su
recuerdo del día anterior era momentáneamente brumoso. Su situación era la de un
hombre ubicado en un terreno rodeado de altas montañas recortadas contra el cielo, pero
cuya visión le impide un mar blanco de niebla que se desliza por el suelo.
Estaba en la frondosa Kvarch Nar, la principal de las llamadas Ocho Ciudades, aunque
ninguna de ellas podía compararse con Lankhmar, la única ciudad digna de tal nombre en
el Mar Interior. Y se hallaba en su habitación, en el desordenado, bajo, sin muros, pero
aun así hermoso palacio de madera de Movarl. Cuatro días antes el Ratonero había
zarpado hacia Lankhmar a bordo de la Calamar, con una carga de madera que el
ahorrativo Slinoor había enviado, a fin de informar a Glipkerio de la entrega de cuatro
quintas partes del grano, las pavorosas traiciones de Hisvin e Hisvet y los extraños
acontecimientos durante la travesía. Sin embargo, Fafhrd había preferido quedarse algún
tiempo más en Kvarch Nar, puesto que para él era un lugar de diversión. Uno de los
motivos para permanecer allí; quizá el más importante, era el haber encontrado allí a una
muchacha bella y amante de los placeres, llamada Hrenlet.
Esto es lo que a grandes rasgos había sucedido. En cuanto a los detalles menores,
digamos que Fafhrd estaba cómodo en la cama, aunque se sentía un tanto agobiado...
porque no se había quitado las botas ni ninguna de sus prendas de vestir, ni siquiera se
había desprendido de su hacha de mango corto, cuya hoja, afortunadamente cubierta por
su gruesa funda de cuero, le oprimía un costado. No obstante, también le embargaba la
sensación de haber coronado una hazaña gloriosa. Todavía no estaba seguro de cuáles
eran sus motivos, pero era una magnífica sensación.
Se orientó sin abrir los ojos ni mover un solo músculo. A su izquierda, al alcance de la
mano, sobre una maciza mesilla de noche, encontraría un gran jarro de peltre lleno de
vino ligero. Incluso sin tocarlo podía notar su frescura.
A su derecha, todavía más al alcance de su mano, estaría Hrenlet. Podía notar el calor
que irradiaba y sus ronquidos..., muy sonoros, francamente.
Pero ¿se trataba realmente de Hrenlet? ¿O, en cualquier caso, sólo de Hrenlet? La
noche anterior, antes de que él fuera a la mesa de juego, la muchacha se mostró muy
alegre, amenazando juguetonamente con presentarle a una prima suya, pelirroja e
impetuosa, de Ool Hrusp, donde tenían una gran riqueza en ganado. ¿Sería posible
que...? Si así fuera, todavía mejor.
Mientras su cabeza seguía hundida en las mullidas almohadas... ¡Ah, por fin se le
ocurrió el motivo de su creciente sensación de bienestar! La noche anterior había limpiado
a la mayoría de rilks lankhmarianos de oro, gronts de oro de Kvarch Nar, ¡de todas las
monedas de oro de las Tierras Orientales, de Quarmall y los demás lugares! Sí, ahora lo
recordaba bien: los había vencido a todos, y en el sencillo juego de los seis y los sietes,
donde el que tiene la banca gana si iguala el número de monedas que el jugador oculta
en su puño cerrado. Aquellos necios de las Ocho Ciudades no se daban cuenta de que
intentaban agrandar sus puños cuando tenían seis monedas de oro y los estrechaban
cuando tenían siete. Sí, les había dejado sin blanca..., y al final había cometido la locura
de hacer juego con una cuarta parte de sus ganancias, contra un delgado silbato de
hojalata con extraños grabados y supuestamente dotado de propiedades mágicas..., ¡y
también lo había ganado! Entonces los saludó a todos y se marchó feliz, bien lastrado de
oro como el galeón que transporta un tesoro, para acostarse con Hrenlet. ¿Había hecho el
amor con ella? No estaba seguro.
Se permitió un bostezo que puso de manifiesto lo seca y rasposa que tenía la garganta.
¿Existió alguna vez un hombre más afortunado? A su izquierda tenía vino; a su derecha,
una muchacha hermosa, o tal vez dos, puesto que llegaba hasta él, desde debajo de las
sábanas, un dulce y fuerte aroma a granja. ¿Y qué podía ser más apetitoso que la hija
pelirroja de un granjero o ganadero? Movió perezosamente la cabeza y el cuello. No
podía notar el bulto de la bolsa llena de monedas de oro, pues las almohadas eran
numerosas y gruesas, pero podía imaginarlo.
Intentó recordar por qué había hecho aquella última apuesta temeraria que por fortuna
había ganado. El fanfarrón de barba rizada había afirmado que poseía el delgado silbato
de hojalata de una mujer sabia y que servía para convocar a trece animales de cierta
especie. Al oír esto, Fafhrd se acordó de la mujer sabia que muchos años antes le dijo
que cada especie animal estaba gobernada por un grupo de trece. Así pues, su
sentimentalismo se despertó y quiso conseguir el silbato para regalárselo al Ratonero
Gris, que se pirraba por los pequeños artefactos mágicos... ¡Sí, tal había sido el motivo!
Con los ojos todavía cerrados, Fafhrd trazó su curso de acción. Extendió de repente el
brazo izquierdo y, sin necesidad de tantear, cogió la jarra de vino (¡todavía estaba
fresco!), bebió la mitad (¡puro néctar!) y volvió a dejarla sobre la mesilla.
Entonces acarició con la mano derecha a la muchacha (¿Hrenlet o su prima?) desde el
hombro hasta la cadera.
Estaba cubierta de un pelo corto y cerdoso, y respondió a la caricia amorosa con un
mugido.
Fafhrd abrió los ojos y se irguió en la cama. La luz del sol, que penetraba en la estancia
a través de la pequeña ventana sin cristal, le cubrió con una luminosidad amarilla a la vez
que arrancaba una miríada de destellos de la madera pulimentada de la habitación, con
su infinidad de variados arabescos. A su lado, sobre otro montón de almohadas y
posiblemente drogada, había una ternera de color castaño rojizo, grandes orejas y morro
rosado. De súbito, Fafhrd pudo notar sus cascos a través de las botas, y apartó
bruscamente los pies. Más allá de la ternera no había ninguna muchacha, ni siquiera otra
ternera.
Introdujo la mano bajo las almohadas. Sus dedos tocaron el cuero con doble sutura de
su bolsa, pero en vez de estar llena de monedas de oro y tensa a reventar, estaba tan
aplanada como una torta de Sarheenmar sin levadura, con excepción de un estrecho
cilindro, el delgado silbato de hojalata.
Apartó las ropas de cama, que se agitaron en el aire como una vela arrancada durante
una tormenta. Se metió bajo el cinto la bolsa vacía de oro, saltó de la cama, cogió su larga
espada por la peluda vaina, con la intención de usarla como un garrote, y, haciendo una
breve pausa para apurar el vino, salió apresuradamente de la habitación a través de la
puerta cubierta por pesadas cortinas dobles.
A pesar de lo furioso que estaba con Hrenlet, tuvo que admitir que la muchacha había
sido sincera con él hasta cierto punto: su compañera de cama era una hembra pelirroja
que sin duda procedía de una granja y, dentro de los cánones de la belleza vacuna, era
un animal hermoso, mientras que su mugido, ahora de alarma, tenía una evidente
cualidad amorosa.
La sala común era otra maravilla de madera pulimentada, pues el reino de Movarl era
tan joven que sus bosques constituían aún su principal riqueza. A través de las ventanas
se veía una vegetación exuberante. De los muros y el techo sobresalían fantásticos
demonios y doncellas guerreras aladas, todos ellos de madera tallada. Aquí y allá,
apoyados en la pared, había arcos y lanzas bellamente pulimentados. Una ancha puerta
daba acceso a un patio estrecho, donde un semental bayo se movía inquieto bajo un
techo vegetal irregular. La ciudad de Kvach Nar tenía por cada casa veinte árboles
frondosos.
En la sala común había una docena de hombres vestidos de verde y marrón, bebiendo
vino, jugando ante tableros y conversando. Todos ellos eran fornidos, de barba oscura,
ligeramente más bajos que Fafhrd.
El norteño observó al instante que eran los mismos tipos a los que había despojado de
su oro la noche anterior, y esto, airado como estaba y encendido por el vino que acababa
de tomar, le hizo cometer una indiscreción casi fatal.
—¿Dónde está esa Hrenlet, ladrona y mal nacida? —rugió, blandiendo la espada
envainada por encima de su cabeza—. ¡Me ha robado todas mis ganancias, que
guardaba bajo las almohadas!
Los doces hombres se pusieron en pie al instante, las manos en las empuñaduras de
sus espadas. El más corpulento dio un paso hacia Fafhrd y le dijo en tono glacial:
—¿Te atreves a sugerir que una doncella noble de Kvarch Nar ha compartido tu lecho,
bárbaro?
Fafhrd se dio cuenta del error que había cometido. Su relación con Hrenlet, aunque era
evidente para todos, no había sido comentada en ningún momento, porque los hombres
de las Ocho Ciudades reverencian a sus mujeres y les permiten hacer lo que deseen, por
licencioso que sea. Pero ¡ay del forastero que se atreva a mencionar tal cosa!
Sin embargo, la ira de Fafhrd se impuso a su razón.
—¿Noble dices? —gritó—. ¡Es una embustera y una puta! Sus brazos son dos
serpientes blancas que se retuercen bajo las mantas... ¡en busca de oro, no de un ser
humano! ¡Y a pesar de eso, también es una pastora de lujuria y ha hecho que su rebaño
paste entre mis sábanas!
Una docena de espadas salieron chirriando de sus vainas, al tiempo que los hombres
se precipitaban hacia él. Fafhrd recuperó la lógica casi demasiado tarde. Parecía quedarle
tan sólo una posibilidad de supervivencia. Saltó hacia la gran puerta, parando con su
espada todavía enfundada los golpes precipitados de los esbirros de Movarl, corrió a
través del patio, subió de un salto al caballo ensillado y le espoleó con los talones para
que emprendiera el galope.
Se arriesgó a mirar atrás mientras los cascos herrados del caballo empezaban a
arrancar chispas del estrecho camino enlosado que discurría entre árboles, y pudo ver a
Hrenlet, la muchacha de cabello dorado, apoyada en una ventana, con los brazos
desnudos y riendo alegremente.
Media docena de flechas pasaron zumbando a su alrededor, y azuzó al caballo para
que corriera más. Había recorrido tres leguas por el serpenteante camino de Klelg Nar,
que discurre hacia el este a través del espeso bosque, hasta la costa del Mar Interior,
cuando decidió que todo lo ocurrido había sido un truco, maquinado la noche anterior por
los perdedores aliados con Hrenlet para recuperar su oro, y quizá uno de ellos a su
muchacha, y que habían arrojado las flechas con la intención de que fallaran el blanco.
Detuvo su montura y escuchó. No oyó que nadie le persiguiera, lo cual confirmaba sus
suposiciones.
Sin embargo, ahora no podía volver atrás. Ni siquiera Movarl podría protegerle tras lo
que había dicho de una dama de Lankhmar.
No existía ningún puerto entre Nvarch Nar y Klelg Nar. Tendría que recorrer por lo
menos esa distancia a lomo de caballo alrededor del Mar Interior, eludiendo de alguna
manera a los mingoles que asediaban Klelg Nar, si quería regresar a Lankhmar y cobrar
su recompensa por haber hecho llegar sanas y salvas a puerto todas las naves de
transporte de grano excepto la Almeja. Era muy fastidioso.
Sin embargo, a pesar de lo ocurrido, no podía odiar a Hrenlet. El caballo era robusto y
de su silla colgaba una bolsa de gran tamaño con comida y una cantimplora llena de vino.
Además, el tono rojizo de su pelaje era similar al de la ternera. Una broma pesada, pero
buena.
Por otro lado, no podía negar que Hrenlet se había revelado magnífica entre las
sábanas..., una clase superior de vaca esbelta y sin pelaje, y además ingeniosa.
Abrió su bolsa delgada como una torta y examinó el silbato de hojalata, el cual, aparte
de sus recuerdos, era ahora lo único que le quedaba del botín obtenido en Kvarch Nar. A
lo largo de uno de sus lados presentaba una serie de caracteres indescifrables, y en el
otro la figura de una delgada bestia felina acostada. Fafhrd meneó la cabeza, dibujando
una ancha sonrisa en los labios. ¡Qué necio podía llegar a ser un jugador borracho!
Estuvo a punto de tirar el silbato, pero recordó que al Ratonero le gustaría poseerlo y lo
guardó de nuevo en la bolsa.
Espoleó al caballo con los talones y siguió avanzando a paso largo hacia Klelg Nar,
silbando una marcha mingola, misteriosa pero estimulante.
Nehwon..., una vasta burbuja ascendiendo sin cesar a través de las aguas de la
eternidad, como ligero vino espumoso... o, para ciertos moralistas, como un globo de gas
hediondo procedente de la marisma más legamosa e infestada de gusanos.
Lankhmar..., un continente firmemente asentado en el sólido interior acuoso de la
burbuja llamada Nehwon, con montañas, colinas, ciudades, llanuras, una costa recortada,
desiertos, lagos, también marismas y campos de cereales..., sobre todo campos de
cereales, fuente de la riqueza continental, extendidos a cada lado de Hlal, el mayor de los
ríos.
En el extremo septentrional del continente, en la orilla oriental del Hlal, señora de los
campos de cereales y su riqueza, estaba la ciudad de Lankhmar, la más antigua del
mundo. Lankhmar, protegida por gruesas murallas contra bárbaros y bestias, con sus
suelos cubiertos de gruesas losas contra toda clase de seres rastreros y roedores.
En el sur de la ciudad de Lankhmar estaba la Puerta del Grano, de seis metros de
grosor por nueve de anchura, formando una especie de túnel en el que se oía con
frecuencia el eco de las carretas tiradas por bueyes que llevaban a Lankhmar el tesoro
leonado, seco, comestible. También estaba allí la Gran Puerta, aún más grande e
imponente, y la Puerta Terminal, de menor tamaño. Estaban también los Cuarteles del
Sur, que alojaban a los soldados uniformados de negro, el barrio de los Ricoshombres, el
parque del Placer y la plaza de las Delicias Oscuras. Seguían la calle de las Hetairas y las
calles dedicadas a los demás oficios. Más allá, cruzando la ciudad desde la Puerta de la
Marisma hasta los muelles, se extendía la calle de los Dioses, con sus muchos santuarios
altos y ostentosos, dedicados a los dioses en Lankhmar y su único templo achaparrado y
negro, el de los dioses de Lankhmar, más parecido a una tumba antigua que a un templo,
excepto por su alto campanario, eternamente silencioso. Seguían entonces los barrios
pobres, las casas sin ventanas, hechas con gruesos troncos de árbol, y finalmente, de
cara al Mar Interior por el norte y al río Hlal por el oeste, se encontraban los Cuarteles del
Norte y, sobre una colina de sólida roca esculpida por el mar, la Ciudadela y el Palacio del
Arco Iris del Señor Supremo Glipkerio Kistomerces.
Una sirvienta adolescente, que con la ayuda de una diadema de plata llevaba en
equilibrio sobre su cabeza rapada una gran bandeja con dulces y copas de plata, avanzó
como una funámbula por la antecámara de losetas verdes que daba acceso a la Cámara
Azul de Audiencias del palacio. Llevaba collares de cuero negro alrededor del cuello, las
muñecas y la delgada cintura. Unas cadenas de plata, algo más cortas que sus
antebrazos, unían los collares de las muñecas con el de la cintura. Esto obedecía a un
capricho de Glipkerio: los dedos de las sirvientas no debían tocar la comida, ni siquiera la
bandeja, y el equilibrio de aquellas muchachas debía ser perfecto. Aparte de los collares,
iba desnuda y, a excepción de las pestañas, muy cortas, estaba totalmente depilada. Ése
era otro de los extraños caprichos del monarca, pues no podía tolerar que un solo pelo
cayera en su sopa. La muchacha parecía una muñeca antes de que la vistieran, le
pusieran una peluca y le pintaran las cejas.
Las losetas de color azul marino que cubrían las paredes de la cámara eran
hexagonales y del tamaño de una mano grande. La mayoría eran lisas, pero aquí y allá
había algunas con figuras de criaturas marinas: un molusco, un bacalao, un pulpo, un
caballito de mar...
La sirvienta estaba casi a medio camino de la arcada estrecha y cubierta con una
cortina que daba a la cámara, cuando su mirada se fijó en una loseta del suelo, a un paso
largo de la arcada pero un poco a la izquierda. Estaba decorada con un león marino. Se
había levantado un poco, la anchura de un dedo pulgar, como una pequeña trampilla, y
unos ojos de un brillante negro azabache, separados por la longitud de una falange de
dedo, observaban a la muchacha.
Ésta se estremeció de la cabeza a los pies, pero sus labios apretados no emitieron
ningún sonido. Las copas tintinearon ligeramente, la bandeja empezó a deslizarse, pero la
sirvienta volvió a colocarla en el centro de su cabeza con un rápido movimiento lateral y
prosiguió su camino con largos y temerosos pasos, rodeando la horrible loseta lo más
lejos que pudo a la derecha, de modo que el borde de la bandeja pasó apenas a un dedo
de distancia de la pared.
Por debajo del borde de la bandeja, como si fuera el tejado de un porche, una loseta
verde y lisa de la pared se abrió como una puerta, y la negra cara de una rata se asomó,
enseñando unos dientes como azadas.
La muchacha se apartó de un salto convulsivo, todavía en absoluto silencio. La bandeja
saltó de su cabeza, pero ella intentó recobrar el equilibrio. El suelo de losetas se abrió con
un chasquido y de la abertura salió una larga rata negra. La bandeja golpeó el hombro de
la muchacha, ésta intentó sujetarla inútilmente con las manos encadenadas, cayó al suelo
con un estrépito infernal y todas las copas tintinearon, una vez derramado su contenido.
Cuando cesaron las reverberaciones de la plata, sólo se oyó el ruido rápido y sordo de
los pies descalzos de la muchacha que desandaba sus pasos corriendo. Una copa rodó
por última vez. Luego volvió a la antecámara verde el silencio y la inmovilidad del desierto.
Doscientos sonidos de corazón más tarde, rompió el silencio otro rumor sordo de pies
descalzos, esta vez los de un grupo que regresaba por donde se había ido corriendo la
muchacha. Entraron primero, en actitud vigilante, dos cocineros morenos, con la cabeza
afeitada y vestidos de blanco, cada uno armado con una cuchilla de carnicero en una
mano y un largo tenedor de tostar en la otra. Les seguían dos pinches de cocina
desnudos y rapados, que llevaban muchos trapos húmedos y secos y una escoba de
plumas negras. Tras ellos entró la sirvienta, con las cadenas de plata recogidas en las
manos, de modo que su temblor no las hiciera tintinear. Detrás de ella, una mujer
monstruosamente gorda con un vestido de gruesa lana negra que le llegaba a la papada y
los rollizos nudillos, y ocultaba unos pies y tobillos que sin duda eran monstruosos. Su
pelo negro formaba una gran colmena redonda, atravesada por largos alfileres de cabeza
negra, y parecía como si llevara un planeta erizado en la cabeza. Tal parecía ser el caso,
pues su rostro hinchado parecía cargado con un mundo de malhumor y odio. Sus ojos
negros miraban severos y desconfiados entre pliegues de grasa, mientras que los pelos
ralos de un bigote negro, como el espectro de un ciempiés, le cruzaban el labio superior.
Llevaba alrededor del inmenso abdomen un ancho cinturón de cuero, del que colgaban
llaves, correas, cadenas y látigos. Los pinches de cocina creían que había engordado a
propósito, para evitar que todos aquellos objetos entrechocaran y revelar así su presencia
cuando les espiaba.
La obesa reina de la cocina y señora del palacio dirigió a su alrededor una mirada
penetrante y extendió sus palmas rollizas, mirando furibunda a la muchacha. Ni una sola
loseta estaba desplazada.
Haciendo un uso semejante de la mímica, la muchacha asintió con vehemencia,
señalando desde su cintura la loseta con la figura de un león marino, y entonces avanzó
temblorosa entre la comida y las copas esparcidas por el suelo y la tocó con el pie.
Uno de los cocineros se arrodilló raudo y golpeó suavemente aquella loseta y las
vecinas con los nudillos. Cada una de las veces el débil sonido era igualmente sordo.
Intentó introducir las púas de su tenedor bajo todos los lados de la loseta del león marino,
pero no lo consiguió.
La sirvienta corrió al muro donde la otra loseta se había abierto como una portezuela
vidriada y revisó frenéticamente las losetas lisas, apretándolas en vano. El otro cocinero
golpeó las losetas que ella iba indicando sin obtener ningún sonido hueco.
La expresión de la señora del palacio pasó de la sospecha a la certeza. Avanzó hacia
la muchacha como una nube de tormenta, con los ojos como relámpagos, y de repente
extendió sus brazos como jamones y enganchó una correa a una anilla de plata en el
collar de la sirvienta. El chasquido que produjo fue el ruido más fuerte que se había hecho
hasta entonces.
La sirvienta meneó vigorosamente la cabeza tres veces. Su temblor aumentó y
entonces cesó súbitamente por completo. Mientras la señora del palacio la conducía de
regreso por donde habían llegado, agachó la cabeza, le cayeron los hombros y, al primer
tirón vengativo de la correa, se puso a gatas y avanzó rápidamente como si fuera un
perro.
El Ratonero Gris, de pie en la proa de la Calamar, que cabeceaba suavemente, avistó
la alta Ciudadela de Lankhmar a través de la niebla dispersa. Más allá, al este, pronto se
revelaron los minaretes de cima cuadrada que señalaban el palacio del Señor Supremo,
cada uno construido con piedra de una tonalidad distinta, y hacia el sur los grisáceos
graneros, como enormes chimeneas. Saludó al primer esquife que vio al lado de la
Calamar. Mientras la gatita negra le dirigía una mirada de reproche, y, contra la orden de
Slinoor, pero antes de que éste pudiera ordenar que se lo impidieran a la fuerza,
descendió por el largo cabo con el que el tripulante en la proa del esquife había amarrado
éste a la borda de la nave. Una vez a bordo del bote, dio una aprobadora palmada en el
hombro al tripulante y entonces le ordenó, prometiendo pagarle espléndidamente, que le
llevara a toda prisa al muelle de palacio. Embarcaron el gancho, el Ratonero se dirigió a la
estrecha popa del bote, los tres tripulantes empezaron a remar briosamente y el esquife
avanzó velozmente hacia el este por las aguas cenagosas, marrones a causa del barro
vertido por el Hlal.
El Ratonero gritó consoladoramente a Slinoor:
—¡No temas nada, pues le daré a Glipkerio un informe maravilloso, te alabaré
poniéndote por los cielos..., e incluso pondré a Lukeen a la altura de una nube baja de
lluvia!
Entonces miró adelante, con una vaga sonrisa y el ceño fruncido, entregado a sus
pensamientos. Lamentaba un poco haber tenido que abandonar a Fafhrd, el cual se había
dedicado, de un modo al parecer interminable, a beber y a jugar con los esbirros de
Movarl mientras la Calamar zarpaba de Kvarch Nar... Los grandes palurdos morían a
causa del vino y de sus pérdidas cada amanecer, pero resucitaban por la tarde, con la sed
restaurada y sus bolsas milagrosamente llenas otra vez de dinero.
Aún le complacía más ser ahora el único que transmitiría a Glipkerio el agradecimiento
de Movarl por la carga de grano y podría contar la historia maravillosa del dragón, las
ratas y sus amos, o colegas, humanos. Cuando Fafhrd regresara de Kvarch Nar, sin
blanca y, probablemente, también sin mollera, el Ratonero ocuparía un buen aposento en
el palacio de Glipkerio y podría fastidiar de manera sutil a su fornido camarada,
ofreciéndole hospitalidad y favores.
Se preguntó ociosamente dónde estarían Hisvin, Hisvet y su pequeño séquito. Quizá
en Sarheenmar, o más probablemente en Ilthmar, o avanzando ya en caravana de
camellos desde esa ciudad a algún retiro en las Tierras Orientales, bien lejos de Glipkerio
y del vengativo Movarl. Sin proponérselo, se llevó la mano izquierda a la sien y masajeó
suavemente la pequeña protuberancia del dardo. Desde luego, ya no podía odiar a Hisvet
ni a Frix, la valerosa criatura que actuaba como su delegada. Sin duda, las malévolas
amenazas de Hisvet habían formado parte de una especie de juego amoroso. Estaba
seguro de que la muchacha se había enamorado de él. Por otro lado, la había marcado
mucho peor que ella a él. Tal vez la volvería a encontrar en algún rincón lejano del
mundo.
Estos pensamientos del Ratonero, tan benevolentes y olvidadizos, se debían en parte
al anhelo de conseguir a cualquier muchacha aceptable. Bajo el gobierno de Movarl,
Kvarch Nar se había convertido en una ciudad muy puritana, desde el punto de vista del
Ratonero, y durante su breve estancia la única muchacha descarriada con la que había
trabado conocimiento, una tal Hrenlet, había preferido descarriarse más con Fafhrd. Claro
que Hrenlet era una gigantona, aunque más esbelta, y él estaba ahora en Lankhmar,
donde conocía varias docenas de lugares en los que podría mitigar su sed de amor.
El color marrón fangoso del agua cedió bruscamente el paso a un verde intenso. El
esquife cruzó la desembocadura del Hlal y avanzó velozmente por la insondable Sima de
Lankhmar, entre acantilados escarpados, al mismo pie de la gran roca horadada por el
oleaje, sobre la que se levantaba la ciudadela y el palacio. Los tripulantes del esquife
tuvieron que remar alrededor de una extraña obstrucción: un tobogán de cobre de
anchura equivalente a la altura de un hombre, que, reforzado con grandes vigas,
descendía desde un porche del palacio casi hasta la superficie del mar. El Ratonero se
preguntó si el caprichoso Glipkerio se habría aficionado a los deportes náuticos durante
su ausencia. O quizá era aquélla una nueva forma de eliminar a los servidores y esclavos
insatisfactorios, deslizándolos al agua convenientemente lastrados. Entonces vio un
vehículo (si era tal cosa) en forma de huso, cuya longitud triplicaba la de un hombre,
construido con algún metal gris mate, encaramado en lo alto del tobogán. Era un enigma.
Al Ratonero le encantaban los enigmas, aunque sólo fuese para explayarse con ellos,
no para resolverlos. Pero no tenía tiempo para entretenerse con aquél. El esquife había
atracado en el muelle real, y el aventurero exhibía altivamente a los eunucos y guardianes
vociferantes el anillo de correo con el emblema de la estrella de mar que le había dado
Glipkerio y su pergamino con el sello, una cruz de espadas, de Movarl.
Este último pareció impresionar más al personal del palacio. Con grandes reverencias,
le hicieron subir por una larguísima escalera de madera pintada de vivos colores, y se
encontró en la cámara de audiencias de Glipkerio, una magnífica sala que daba al mar,
cubierta de losetas azules triangulares, cada una de ellas con un emblema marino en
bajorrelieve.
La habitación era enorme, a pesar de las cortinas azules que ahora la dividían en dos
mitades. Dos pajes desnudos y rapados se inclinaron ante el Ratonero y apartaron las
cortinas para que pasara. Los movimientos silenciosos y ondulantes de aquellos
muchachos contra el fondo azul le hicieron pensar en sirenas masculinas. Cruzó la
estrecha abertura triangular..., y le saludó un distante pero imperioso «¡Chitón!».
Dado que la orden procedía de los labios fruncidos del mismo Glipkerio, y dado que
ahora uno de los dedos larguiruchos del monarca se alzó y cruzó aquellos labios, el
Ratonero se paró en seco. Las cortinas azules se cerraron a sus espaldas con un leve
siseo.
La escena que se presentó ante su vista era de lo más extraño y sorprendente. Su
corazón se perdió un latido, y se sulfuró consigo mismo porque su imaginación no había
considerado en absoluto la extraña posibilidad que ahora presenciaba.
Tres anchas arcadas daban acceso al porche en el que descansaba el puntiagudo
vehículo gris que había visto en equilibrio en lo alto del tobogán. Ahora pudo ver que
hacia la proa había una portezuela con goznes.
En un extremo de la sala había una jaula grande, de fondo grueso, con los barrotes
muy juntos, que contenía por lo menos una veintena de ratas negras que chillaban, se
movían sin cesar y a veces golpeaban los barrotes de un modo amenazante.
En otro extremo de la sala azul marino, cerca de la escalera circular que conducía al
minarete más alto del palacio, Glipkerio se había levantado de su sillón dorado de
audiencias, que tenía la forma de una concha marina. Parecía excitado. El fantástico
Señor Supremo era una cabeza más alto que Fafhrd, pero tan delgado como un mingol
desnutrido. Su toga negra le daba el aspecto de un ciprés fúnebre. Tal vez para
compensar este efecto deprimente, llevaba una guirnalda de pequeñas violetas alrededor
de la cabeza rubia, cuyo cabello se agrupaba en bucles dorados.
Junto a él estaba una muchacha que apenas le llegaba a la cintura, colgada de su
brazo como un trasgo ingrávido y vestida con una amplia túnica de seda color amarillo
pálido. Era Hisvet. El corte que le hiciera el Ratonero con su daga aún era visible, una
línea rosada que se extendía desde la fosa nasal izquierda hasta la mandíbula. Aquella
cicatriz le habría dado una expresión sardónica si no fuese porque, al ver al Ratonero, le
sonrió dulcemente.
A medio camino entre el sillón de audiencias y las ratas enjauladas se encontraba
Hisvin, el padre de Hisvet, enfundado en una toga negra y todavía con el ajustado gorro
de cuero negro provisto de orejeras. Miraba fijamente a las ratas enjauladas y extendía
hacia ellas sus dedos huesudos, moviéndolos hipnóticamente.
—Oscuros roedores de lo más profundo... —empezó a decir con voz quebrada por la
edad pero con una estridencia autoritaria.
En aquel instante, una joven sirvienta apareció por una estrecha arcada cerca del sillón
de audiencias, llevando sobre la cabeza rapada una gran bandeja de plata, cargada de
copas y platos llenos de tentadoras golosinas. Tenía las muñecas encadenadas a la
cintura, mientras que una fina cadena de plata entre las estrechas ajorcas negras en los
tobillos le impedían dar pasos más largos que el doble de sus pies de dedos rosados.
Sin decir «¡Chitón!» esta vez, Glipkerio alzó una palma estrecha hacia la muchacha, y
de nuevo se llevó un largo y delgado dedo a los labios. Los movimientos de la esbelta
muchacha cesaron imperceptiblemente y permaneció inmóvil como un abedul un día sin
viento.
El Ratonero estaba a punto de decir: «¡Poderoso Señor Supremo, eso es un
encantamiento maligno! ¡Estáis asociado con vuestros peores enemigos!», pero en aquel
instante Hisvet le sonrió de nuevo, y él sintió que un delicioso cosquilleo descendía por su
mejilla y sus encías, desde el dardo de plata incrustado en su sien izquierda hasta la
lengua, impidiéndole hablar.
Hisvin recitó en su imperioso lankhmarés, con una breve traza del ceceo de Ilthmar y
que le recordó al Ratonero la manera de hablar de la rata llamada Grig:
Oscuros roedores de lo más profundo,
¡debéis ir ahora a la tumba ratonil!
¡Enturbiad los ojos y arrastrad la cola!
¡Que se os caiga el pelaje y deje de latiros el corazón!
Todas las ratas negras se amontonaron en el ángulo de su jaula más alejado de Hisvin,
chillando como si estuvieran presas de terror. La mayoría de ellas estaban levantadas
sobre las patas traseras, mientras con las delanteras arañaban los barrotes, como una
muchedumbre humana sobrecogida de pánico.
El anciano movió entonces sus dedos, trazando unas líneas complicadas y misteriosas,
y continuó implacablemente:
¡Que se os empañe la vista y cese vuestro aliento!
¡Por el hechizo corruptor de la muerte!
¡Vuestros sesos son de queso, la vida huye de vosotros!
¡Girad una vez y caed muertas!
¡Y las ratas negras hicieron precisamente lo que les ordenaba el mago! Giraron como
actores aficionados, para facilitar y dramatizar a la vez sus caídas, pero cayeron del modo
más convincente con un ruido sordo sobre el suelo de la jaula o sobre los cuerpos de las
que habían caído antes, y yacieron rígidas y quietas, los ojos cerrados, las colas
distendidas, los pies de afiladas garras tiesos y al aire.
Glipkerio aplaudió lentamente con sus estrechas manos, que eran casi tan largas como
unos pies humanos. Entonces el flaco monarca corrió apresuradamente a la jaula, con
unas zancadas tan largas, que los dos tercios inferiores de su toga parecían la silueta de
una tienda de campaña. Hisvet brincó alegre a su lado, mientras Hisvin se aproximaba
rápidamente.
—¿Has visto esa maravilla, Ratonero Gris? —preguntó Glipkerio con voz aflautada,
haciendo un gesto a su correo para que se acercara más—. Hay una plaga de ratas en
Lankhmar. Tú, de quien, por tu nombre, podría esperarse que nos protegieras, has
llegado un poco tarde. Pero ¡benditos sean los dioses de huesos negros!, mi formidable
servidor Hisvin y su incomparable hija Hisvet, aprendiza de maga, tras vencer a las ratas
que amenazaban la flota de grano, regresaron apresuradamente a tiempo de tomar
medidas contra la plaga de roedores que nos invade..., medidas mágicas que sin duda
tendrán éxito, como se acaba de demostrar plenamente.
Al llegar a este punto el fantástico Señor Supremo extendió un brazo desnudo, largo y
delgado de entre los pliegues de su túnica y cogió al Ratonero del mentón, con notable
repugnancia para éste, aunque no opuso la menor resistencia.
—Hisvin e Hisvet me han dicho —observó Glipkerio con una risita— que incluso
sospecharon durante cierto tiempo que estabas confabulado con las ratas. ¿Quién no
tendría tales sospechas, dado tu atuendo gris y tu pequeña y agazapada figura? Por ese
motivo te mantuvieron atado. Pero bien está lo que bien acaba, y te perdono.
El Ratonero inició una polémica refutación y acusación..., pero sólo en su mente, pues
se oyó a sí mismo decir:
—Os traigo, señor, una misiva urgente del rey de las Ocho Ciudades. Por cierto, nos
encontramos con un dragón...
—¡Ah, ese dragón de dos cabezas! —le interrumpió Glipkerio con otra risa aflautada y
agitando un dedo con gesto malicioso. Se guardó el manuscrito bajo el pectoral de su
toga sin echarle un vistazo siquiera—. Movarl me ha informado por un albatros mensajero
de la extraña ilusión en masa que sufrió mi flota. Hisvin e Hisvet, duchos ambos en las
ensoñaciones que es capaz de fabricar la mente humana, lo confirman. Los marineros
son las gentes más supersticiosas, Ratonero Gris, y es evidente que sus fantasías son
mucho más contagiosas de lo que creía..., ¡pues incluso a ti te han infectado! Lo habría
esperado de tu compañero bárbaro..., ¿Favner?, ¿Fafrah?..., o incluso de Slinoor y
Lukeen, pues ¿qué son los capitanes sino marineros que han ascendido? Pero tú, que
tienes por lo menos una pátina de civilización... No obstante, te perdono eso también. ¡Ah,
qué magnífico ha sido que el sabio Hisvin, aquí presente, pensara en vigilar a la flota
desde su balandra!
El Ratonero se dio cuenta de que estaba asintiendo... y de que Hisvet y el arrugado
Hisvin sonreían taimadamente. Miró el montón de ratas rígidas que acababan de sufrir
aquella muerte teatral. ¡Que Issek se las llevara, pero sus ojos, a través de la estrecha
abertura de los párpados semicerrados incluso parecían vidriosos!
—El pelaje no se les ha caído —se atrevió a objetar.
—Eres demasiado literal —respondió Glipkerio riendo—. No comprendes la licencia
poética.
—O los mecanismos de la sugestión tanto humana como animal —añadió Hisvin con
solemnidad.
El Ratonero pisó con fuerza, y, según creyó, furtivamente, una larga cola que había
caído desde el fondo de la jaula al suelo enlosado. No hubo ninguna respuesta por parte
del roedor.
Pero Hisvin observó su acción y chasqueó ligeramente los dedos. Al Ratonero le
pareció que se producía un leve movimiento en el montón de ratas. De repente, un hedor
nauseabundo surgió de la jaula. Glipkerio tragó saliva, Hisvin se apretó delicadamente la
nariz con los dedos pulgar y anular.
—¿Tienes algo que objetar sobre la eficacia de mi hechizo? —preguntó Hisvin al
Ratonero en el tono más cortés.
—¿No crees que las ratas se están pudriendo con demasiada rapidez? —preguntó el
Ratonero.
Se le había ocurrido que podría haber una puerta corrediza herméticamente cerrada en
el fondo de la jaula y una docena de ratas que llevaban bastante tiempo muertas, o un
filete de carne bien podrida en el grueso fondo, bajo el suelo.
—Hisvin las mata doblemente —afirmó Glipkerio con voz algo débil, oprimiéndose el
estrecho estómago con su larga mano—. ¡Todos los procesos de corrupción se aceleran!
Hisvin se apresuró a agitar la mano y señaló hacia una ventana abierta, más allá de las
arcadas que daban al porche. Un fornido y cetrino mingol con un taparrabos negro saltó
desde el rincón en el que esperaba en cuclillas, cogió la jaula y corrió con ella para
arrojarla al mar. El Ratonero le siguió. Apartó al mingol de un codazo en las rodillas, se
asomó cuanto pudo, sujetándose con la otra mano en el lado de la ventana embaldosada
y vio que la jaula se precipitaba contra las aguas azules, con las que chocó levantando
espuma blanca.
En el mismo instante notó que Hisvet, que le había seguido rápidamente, apretaba
contra él su costado sedoso.
El Ratonero creyó ver unas pequeñas formas oscuras que abandonaban la jaula y
nadaban briosamente bajo el agua hacia la roca, mientras su prisión de hierro se hundía
hasta perderse de vista.
Hisvet le susurró al oído:
—Esta noche, cuando el lucero de la tarde se vaya a dormir, en la plaza de las Delicias
Oscuras. En el bosquecillo del salón arbóreo.
Volviéndose rápidamente, la delicada hija de Hisvin ordenó a la sirvienta con el collar
negro y la cadena de plata:
—¡Vino ligero de Ilthmar para su majestad! Luego sírvenos a los demás.
Glipkerio apuró una copa de vino de centelleante fermento incoloro y pareció como si
su coloración verdosa se aclarase un poco. El Ratonero seleccionó una copa de un
brebaje más oscuro y potente, así como una tierna loncha de carne de borde negro,
mientras la sirvienta se arrodillaba con elegancia, la parte superior del cuerpo
perfectamente erguida.
Al levantarse con una ondulación que no parecía costarle ningún esfuerzo y avanzar a
pasitos hacia Hisvet, pasos cortos obligados por las cadenas de plata en sus tobillos, el
Ratonero observó que si bien su frente carecía de cualquier adorno, su espalda desnuda
estaba cruzada por unas líneas rosadas que formaban una especie de estructura de
diamante e iban desde la nuca a los talones.
Entonces se dio cuenta de que no eran estrechas líneas pintadas, sino marcas de
latigazos. ¡Así pues, la fornida Samanda conservaba sus disciplinas artísticas! La
conspiración atormentadora entre el flaco y afeminado Glipkerio y la oronda señora del
palacio era a la vez psicológicamente instructiva y repulsiva. El Ratonero se preguntó qué
falta habría cometido la sirvienta. También imaginó a Samanda chisporroteando a través
de su negro atuendo de lana chamuscada en un enorme horno al rojo blanco, o
deslizándose con una carga de plomo atada a sus gruesos tobillos por el tobogán de
cobre desde el porche hasta el agua.
Glipkerio le estaba diciendo a Hisvin:
—Así pues, ¿sólo es necesario atraer con un señuelo a todas las ratas para que salgan
a la calle y dirigirles tu encantamiento?
—Ciertamente, oh, sapiente majestad —le aseguró Hisvin—, aunque debemos esperar
un poco hasta que las estrellas hayan navegado hasta sus posiciones más potentes en el
océano del cielo. Sólo entonces mi magia matará a las ratas a distancia. Pronunciaré mi
encantamiento desde el minarete azul y acabaré con todas ellas.
—Confío en que esas estrellas zarpen a toda vela y avancen con la máxima celeridad
—dijo Glipkerio; la preocupación había nublado momentáneamente el placer infantil que
expresaba su rostro largo y de facciones vulgares—. Mi gente está inquieta y quieren que
haga algo para dispersar a las ratas o hacer que vuelvan a sus madrigueras. Conseguir
que salgan es todo lo contrario y contradice sus deseos, ¿no crees?
—No turbes a tu potente cerebro con esa preocupación —le propuso Hisvin—. A las
ratas no se las asusta fácilmente. Toma contra ellas las medidas que creas necesarias
según la situación, y entretanto di a tu Consejo que dispones de un arma todopoderosa en
reserva.
—¿Por qué no hacer que un millar de pajes memoricen el mortífero encantamiento de
Hisvin y lo griten desde las bocas de sus madrigueras? —sugirió el Ratonero —. Como
las ratas viven bajo tierra, no sabrán que las estrellas no están en el lugar adecuado.
—Pero es necesario que las bestezuelas vean los movimientos de la mano de Hisvin.
No entiendes tales refinamientos, Ratonero. Ya has entregado la misiva de Movarl. Ahora
déjanos.
»Pero ten en cuenta esto —añadió, haciendo ondear su toga, los ojos de iris amarillos
como monedas de oro en su estrecha cabeza—. Te he perdonado una vez tus retrasos,
hombrecillo gris, tus fantasías de dragones y tus dudas sobre los poderes mágicos de
Hisvin, pero no te perdonaré una segunda vez. No vuelvas a mencionar jamás tales
asuntos.
El Ratonero saludó con una reverencia y se dispuso a salir. Al pasar por el lado de la
escultural sirvienta con la espalda llena de cicatrices, le susurró:
—¿Cómo te llamas?
—Reetha —respondió ella en voz baja.
Hisvet se acercó para servirse caviar con un tenedor de plata. Reetha se arrodilló
automáticamente.
—Delicias oscuras —murmuró la hija de Hisvin, y deslizó los diminutos y negros
huevos de pescado entre el labio superior y la lengua rosa y azul.
Cuando el Ratonero se hubo marchado, Glipkerio se inclinó ante Hisvin y le dijo al oído:
—Voy a hacerte una confidencia. A veces las ratas incluso me ponen..., en fin,
nervioso.
—Son unas bestias temibles —convino sombríamente Hisvin—, e intimidarían incluso a
los dioses.
Fafhrd cabalgó hacia el sur, por el camino empedrado que enlazaba Klelg Nar con
Sarheenmar y discurría entre escarpadas montañas rocosas y el Mar Interior. El negro
oleaje rompía fragorósamente a pocas varas por debajo del camino, húmedo y
resbaladizo a causa de la constante rociada. El cielo estaba encapotado, con unas nubes
oscuras y bajas que no parecían tanto vapor de agua como el humo de volcanes o
ciudades incendiadas.
El norteño estaba más delgado (sus últimas fatigas le habían hecho perder peso), su
semblante era torvo y tenía los ojos inyectados en sangre. El rostro y el cabello estaban
cubiertos de polvo. Cabalgaba una yegua gris, alta, potente y magra, con los ojos, de
mirada amenazante, también inyectados en sangre; un animal que parecía tan maldito
como el paisaje que les rodeaba.
Fafhrd había hecho un trueque con los mingoles, dándoles su bayo a cambio de
aquella montura, y a pesar del mal genio de la yegua salió ganando con el cambio, pues
el bayo estaba herido de una lanzada recibida en el momento del trueque. Cuando se
aproximaba a Klelg Nar por la senda del bosque, observó que tres enjutos mingoles se
disponían a violar a unas esbeltas gemelas. Consiguió frustrar tan cruel y antiestética
acción no dando tiempo a los mingoles para que usaran sus arcos, sino sólo la lanza,
mientras que sus cortas y estrechas cimitarras no habían podido competir con Vara Gris.
Cuando el último de los tres asaltantes mordió el polvo, escupiendo maldiciones y sangre,
Fafhrd se volvió hacia las muchachas vestidas de igual manera y descubrió que sólo
había rescatado a una... Un mingol había cometido la vileza de degollar a la otra antes de
dirigir su cimitarra contra Fafhrd. Entonces éste se apoderó de uno de los caballos
mingoles, que estaban atados a unos troncos, a pesar de sus malignas mordeduras y
coces.
La muchacha superviviente reveló, entre sus gritos, que su familia aún podría estar viva
entre los defensores de Klelg Nar, por lo que Fafhrd la montó en el fuste de la silla,
aunque ella se debatía y trataba de morderle. Cuando se tranquilizó un poco, la
proximidad de sus miembros esbeltos, sus grandes ojos de lémur y su repetida
afirmación, reforzada con horrendas maldiciones y una extraña jerga infantil, de que todos
los hombres sin excepción son bestias peludas, cosa que decía en tono de mofa, mirando
el espeso vello del pecho de Fafhrd, todo ello excitó a Fafhrd, pero aunque sintió la
tentación de ceder al impulso erótico, se dominó en consideración a la edad de la
muchacha (no parecía tener más de doce años, aunque era alta) y la tragedia que
acababa de sufrir. Sin embargo, cuando la entregó a su no muy agradecida y
extrañamente suspicaz familia, ella replicó a su cortés promesa de que volvería al cabo de
uno o dos años arrugando su nariz chata, una mirada y un movimiento de hombros que
rezumaban sarcasmo, dejando a Fafhrd un poco dubitativo sobre lo acertado de haberle
ahorrado sus arrullos amorosos y también de haberla salvado en primer lugar. Sin
embargo, había conseguido una montura de refresco y un buen arco min-gol con su
aljaba de dardos.
En Klelg Nar se luchaba encarnizadamente de casa en casa y de árbol en árbol,
mientras las fogatas de los mingoles brillaban todas las noches formando un semicírculo
hacia el este. Fafhrd se consternó al enterarse de que desde hacía semanas no entraba
ningún barco en el puerto de Klelg Nar, la mitad de cuyo perímetro estaba en poder de los
mingoles. Éstos no habían incendiado la ciudad porque la madera era una riqueza para
los magros habitantes de las estepas sin árboles, y cuyos esclavos desmantelaban y
arrancaban de sus cimientos las casas en cuanto las conquistaba, para trasladar sus
preciosas maderas y hermosas tallas hacia el este, en carretas o, más a menudo,
arrastrándolas con narrias.
Así pues, a pesar del rumor de que un ala de la horda mingola se había desplazado al
sur, Fafhrd partió en esa dirección, a lomo de su irritable montura, algo domada con el
látigo y pedazos de panal. Ahora, a juzgar por el humo que se deslizaba por encima del
camino, parecía que los mingoles no habían librado a Sarheenmar de las antorchas, como
lo habían hecho con Klelg Nar. También empezó a parecer evidente que los mingoles
habían tomado Sarheenmar, por los refugiados de mirada extraviada, desesperados,
harapientos y cubiertos de polvo que empezaron a llenar el camino en su huida hacia el
norte, obligando a Fafhrd a desviarse una y otra vez por las laderas de las colinas, para
evitar que les atropellaran los cascos de su yegua salvaje. Interrogó a algunos de los
refugiados, pero el terror les hacía responder de un modo incoherente, y balbuceaban con
tanto desatino como si él tratara de hacerles salir de una pesadilla. El estado de aquellas
pobres gentes no sorprendió demasiado a Fafhrd, pues conocía bien la inclinación de los
mingoles por la tortura.
Entonces una tropa desordenada de caballería mingola llegó galopando en la misma
dirección que seguían los que huían de Sarheenmar. Sus caballos estaban empapados
de sudor, y sus rostros enjutos contorsionados por el terror. No parecieron ver a Fafhrd, ni
mucho menos se les ocurrió atacarle, y si atropellaban a los refugiados que encontraban
en su camino, más parecía que lo hacían a causa del pánico que a propósito.
Fafhrd siguió cabalgando, con el semblante sombrío y el ceño fruncido, todavía contra
aquel farfullante torrente humano, preguntándose qué horror sobrecogía por igual a los
mingoles y los habitantes de Sarheenmar.
Las ratas negras seguían mostrándose en Lankhmar por el día: no robaban ni mordían,
gritaban o se escabullían; simplemente se mostraban. Se asomaban a los desagües y los
agujeros recién abiertos por su actividad roedora, se sentaban en los alféizares de las
ventanas, se agazapaban en los interiores de las casas con tanta calma y confianza como
si fuesen gatos, y con la misma frecuencia, proporcionadamente, en los tocadores de las
damas de alcurnia y en los chamizos de los pobres.
Cada vez que la gente las veía, allegaban un grito, corrían y arrojaban contra los
roedores recipientes negros, brazaletes cuajados de gemas, cuchillos, piedras, fichas de
ajedrez o cualquier otra cosa que tuvieran a mano. Pero a menudo transcurría algún
tiempo antes de que reparasen en las ratas, tan serenas y a sus anchas parecían.
Algunas trotaban tranquilamente entre los tobillos y las amplias togas negras de las
multitudes en las calles enlosadas o adoquinadas, como perros enanos domésticos, y
causaban violentos torbellinos humanos cuando las reconocían. Cinco de ellas
permanecieron, como frascos negros con ojos brillantes, en un estante alto de la tienda
del comerciante más rico de Lankhmar, hasta que las descubrieron y bombardearon
histéricamente con raíces aromáticas, pesadas nueces de Hrusp e incluso tarros de
caviar, ante lo cual las ratas desaparecieron tranquilamente por un orificio de borde
astillado detrás del estante, que no estaba allí el día anterior. Entre las esculturas de
mármol negro alineadas en las paredes del Templo de las Bestias, otra docena de ratas
posaron sobre dos patas como si fueran tallas hasta que llegó el punto culminante del
ritual, y entonces emitieron unos gritos que parecían notas de pífanos y empezaron a
desfilar lentamente entre las hornacinas. Tres de ellas se acurrucaron en el bordillo, al
lado del mendigo ciego Naph, y las confundieron con su zurrón renegrido, hasta que un
ladrón intentó robarlo. Otra reposó en el cojín enjoyado del negro tití de Elakeria, sobrina
del Señor Supremo y gran devoradora de amantes, hasta que la mujer extendió
distraídamente la mano para acariciar a la bestezuela, y sus dedos de uñas doradas no
encontraron un pelaje aterciopelado, sino unas cerdas cortas y erizadas.
A veces, durante inundaciones y epidemias de la temible enfermedad negra, las ratas
habían invadido las calles y casas de Lankhmar, pero siempre se las había visto correr,
escabullirse y titubear en las esquinas, nunca moverse de un modo tan desafiante e
impúdico.
Su comportamiento hacía que los ancianos, los cronistas y los eruditos barbudos y
bizqueantes recordaran temerosos las fábulas del remoto pasado, según las cuales donde
ahora se levantaba la imperial ciudad de Lankhmar hubo muchos siglos atrás una ciudad
de ratas tan grandes como seres humanos, que las ratas tuvieron en otro tiempo un
lenguaje y un gobierno propios y que su imperio se extendía hasta los límites del mundo
desconocido, coexistente con muchas ciudades humanas pero más unido, y que debajo
de las bien cimentadas piedras de Lankhmar, muy por debajo de sus madrigueras
habituales y de cualquier habitación humana, existía una metrópoli de roedores, de techo
bajo, con calles, hogares, luces propias y graneros repletos de grano robado.
Ahora parecía como si las ratas no sólo poseyeran esa legendaria Lankhmar roedora
submetropolitana, sino también la Lankhmar por encima del suelo, a juzgar por la
arrogancia con que se exhibían y deambulaban.
Los marineros de la Calamar, dispuestos a deslumbrar a los parroquianos de las
tabernas con sus relatos del terrible ataque de las ratas sufrido por su nave, descubrieron
que los habitantes de Lankhmar sólo se interesaban en su propia plaga de ratas, y
estaban decepcionados y temerosos. Algunos buscaron refugio en la Calamar, cuyas
defensas habían sido reparadas, y Slinoor y la gatita negra paseaban preocupados bajo la
toldilla.
8
Glipkerio Kistomerces ordenó que encendieran velas cuando el resplandor del sol
poniente todavía iluminaba su elevado salón de banquetes, delante del mar. No obstante,
el espigado monarca parecía muy alegre mientras aseguraba jovialmente a sus serios y
nerviosos consejeros que tenía un arma secreta para eliminar a las ratas en el punto más
alto de su invasión insolente, y que Lankhmar se libraría de ellas bastante antes de la
próxima luna llena. Se burló de su capitán general, Olegnya Matamingoles, un hombre de
rostro surcado de arrugas que quería llamar a las tropas acuarteladas en las poblaciones
más remotas para acabar con los atacantes peludos. A Glipkerio no parecían importarle
los leves golpecitos que procedían de detrás de los espléndidos cortinajes y se oían cada
vez que se hacía una pausa en la conversación y el tintineo de los cubiertos, ni las
pequeñas sombras gibosas y de cuatro patas que arrojaba de vez en cuando la luz de las
velas. A medida que avanzaba el copioso banquete, el Señor Supremo parecía más
alegre y libre de cuidados. Sin embargo, algunos comensales susurraban al oído de sus
vecinos lo extravagante de su proceder. Por dos veces su mano derecha tembló al
levantar su alta copa de vino, mientras por debajo de la mesa los dedos nudosos de sus
pies se estremecían continuamente; había doblado sus largas y flacas piernas, y apoyado
los tacones de sus botas doradas en un travesaño de su silla de plata, para mantener los
pies apartados del suelo.
En el exterior, la gibosa luna menguante revelaba unas formas pequeñas, bajas,
jorobadas, moviéndose a lo largo de todos los tejados, excepto en la calle de los Dioses,
tanto en los numerosos templos de las deidades entronizadas en Lankhmar como en las
sombrías cornisas del templo de los dioses de Lankhmar y su campanario alto y
cuadrado, cuya campana nunca sonaba.
El Ratonero Gris paseaba malhumorado por el sendero enarenado que serpenteaba
alrededor del bosquecillo del perfumado salón arbóreo. Cada árbol era como un cesto
enorme, vertical y hemisférico, su fondo y los lados formados por las ramas delgadas,
flexibles y muy juntas, de las que pendían hojas verde oscuro y flores muy blancas, y que
se curvaban ampliamente hacia afuera y abajo, de modo que el interior era una habitación
en forma de campana, con las paredes formadas por hojas y flores, un recinto muy íntimo.
Cocuyos, avispas luminosas y abejas nocturnas succionaban el néctar de las flores, y su
leve resplandor dorado, violeta y rosado delineaba tenuemente aquellas tiendas naturales.
Del interior de dos o tres de las bóvedas de suave iridiscencia surgía ya el leve
murmullo de los amantes, o quizá, pensó maliciosamente el Ratonero, de ladrones que
habían elegido aquellos lugares inocentes y tradicionalmente venerados para tramar sus
fechorías nocturnas. De haber sido más joven o en otra noche, el Ratonero habría
escuchado furtivamente a esa segunda clase de buscadores de intimidad, a fin de robar a
las víctimas antes que ellos. Pero ahora tenía otras cosas en que pensar.
Al este unos edificios altos ocultaban la luna, por lo que más allá del resplandor titilante
del salón arbóreo, el resto de la plaza de las Delicias Oscuras estaba casi totalmente a
oscuras. Sólo quebraban la negrura las mortecinas iluminaciones de algunas tiendas y
puestecillos callejeros, el brillo de las ascuas en las cocinas de las casas de comidas, el
oscilante farolillo escarlata de una hetaira callejera.
Esas últimas luces irritaron intensamente al Ratonero en aquel momento, aunque no
eran pocas las ocasiones en que le habían atraído, como las flores de aquellos árboles
acampanados atraían a la abeja nocturna, y por dos veces su resplandor rojizo había
cruzado por sus sueños mientras navegaba de regreso a casa a bordo de la Calamar.
Pero varias visitas embarazosas que había efectuado por la tarde, primero a elegantes
amigas y luego a los más lujosos burdeles de la ciudad, le habían demostrado que su
virilidad, que tan exaltada le había parecido en Kvarch Nar y a bordo de la Calamar,
estaba muy aletargada, con excepción, supuso primero y luego esperó con toda su alma,
por lo que respectaba a Hisvet. Cada vez que había abrazado a una muchacha durante
aquella desastrosa media jornada, el armonioso rostro ovalado de la hija de Hisvin se
había interpuesto espectralmente en su camino, haciendo que el de su compañera del
momento le pareciera vulgar en comparación, mientras que desde el diminuto dardo de
plata incrustado en su sien irradiaba a todo su cuerpo una sensación de hastío y saciedad
insatisfactoria.
Como un movimiento reflejo, esa sensación saltaba desde su cuerpo a su mente. Era
consciente de que las ratas, a pesar de las grandes pérdidas que habían sufrido a bordo
de la Calamar, amenazaban Lankhmar. Las pérdidas numéricas refrenaban a los
roedores todavía menos que a los hombres, y las compensaban con mayor rapidez. Y
aquella horrible amenaza se cernía sobre Lankhmar, una ciudad hacia la que el Ratonero
sentía cierto afecto, como el de un hombre hacia un animalito doméstico de gran tamaño.
Sin embargo, las ratas que la amenazaban, ya fuese gracias al adiestramiento de Hisvet o
por algún otro motivo, poseían una inteligencia y una organización que producían pavor y
maravilla. Imaginaba tropas de ratas negras recorriendo la ciudad sin ser vistas, por los
jardines y a lo largo de los senderos de la plaza, más allá del resplandeciente salón
arbóreo, rodeándole y tendiéndole una emboscada, fila tras fila de enemigos negros.
También era consciente de que había perdido la confianza que el veleidoso Glipkerio
depositara en él, y que Hisvin e Hisvet, tras su derrota en apariencia total, habían vuelto
las tornas y él tenía que enfrentarse a ellos y derrotarles de nuevo, del mismo modo que
debía recuperar el favor de Glipkerio.
Pero Hisvet, lejos de ser un enemigo a derrotar, era la muchacha de la que estaba
prendado, la única mujer que podía devolverle la plenitud de sus facultades. Tocó con las
yemas de los dedos la pequeña protuberancia que el dardo había levantado en su sien.
No le costaría nada extraerlo a través de su delgada cubierta de piel, pero temía lo que
pudiera ocurrirle entonces: tal vez no sólo perdería su saciedad hastiada, sino también el
jugo de todas las sensaciones, o incluso la vida misma. Además, no quería abandonar
aquel vínculo de plata con Hisvet.
Un crujido en la grava del sendero, un tenue ruido de pisadas que, no obstante,
correspondía a más de un par de pies, le hizo alzar la vista. Dos esbeltas monjas,
enfundadas en las túnicas negras de los dioses de Lankhmar y tocadas con las habituales
capuchas estrechas y picudas que les ocultaban por completo el rostro, se aproximaban a
él, cogidas del brazo.
El Ratonero había conocido cortesanas en la plaza de las Delicias Oscuras capaces de
ponerse cualquier atuendo para inflamar a sus clientes, nuevos o regulares, y captar o
reavivar su interés: el vestido roto de una mendiga, los calzones, el jubón corto y el pelo
casi cortado al rape de un paje, las cuentas y ajorcas de una esclava de las Tierras
Orientales, la fina cota de mallas, el yelmo con visera y la delgada espada de un príncipe
guerrero de aquellas mismas regiones de Nehwon, el crujiente follaje de una ninfa de los
bosques, las algas verdes o purpúreas de una ninfa marina, el vestido recatado de una
colegiala, el traje bordado de una sacerdotisa de cualquiera de los dioses en Lankhmar...,
los habitantes de la ciudad de la Toga Negra nunca suelen molestarse por las blasfemias
contra tales dioses, puesto que los hay a millares y se les sustituye con facilidad.
Pero había un solo atuendo con el que ninguna cortesana se habría atrevido a
disfrazarse: la túnica negra, sencilla, recta, y la capucha de una monja de los dioses de
Lankhmar.
Y, sin embargo...
Cuando estaban a una docena de pasos de él, las dos esbeltas figuras negras se
desviaron del sendero hacia el árbol más cercano del salón arbóreo. Mientras una de ellas
separaba las ramas, la manga negra colgando de su brazo como un ala de murciélago, la
otra se internó bajo el ramaje. La primera la siguió rápidamente, pero no antes de que su
capucha se deslizara un poco hacia atrás, mostrando, por un instante, al tenue resplandor
violeta de una avispa, el rostro sonriente de Frix.
Al Ratonero le dio un vuelco el corazón y se dirigió corriendo al árbol.
Cuando entró, bajo una lluvia de flores blancas arrancadas, como si el mismo árbol le
diese la bienvenida arrojándoselas, las dos esbeltas figuras vestidas de negro se
volvieron hacia él y echaron atrás sus capuchas. Al igual que el Ratonero había visto a
bordo de la Calamar, Frix tenía el oscuro cabello recogido con una redecilla de plata. Aún
sonreía, aunque su expresión era grave y distante. Pero la cabellera de Hisvet se
expandía en todo su esplendor rubio plateado, tenía los labios fruncidos de un modo
encantador, como si le enviara un beso, y su mirada recorría la figura del Ratonero con
travieso regocijo.
Éste dio un paso hacia ella.
Con un rugido de felicidad que sólo él podía oír, la sangre corrió impetuosa por sus
arterias, reanimando su virilidad adormecida en un instante, como un genio invocado
mágicamente construye una torre sin el menor esfuerzo.
El Ratonero imitó a su sangre y corrió ciegamente hacia Hisvet para abrazarla. Pero
con un movimiento concertado, como el trazado de un semicírculo en una danza rápida,
las dos muchachas habían cambiado sus lugares respectivos, por lo que se encontró
abrazando a Frix y con su mejilla contra la de ella, pues en el último momento la joven
había ladeado la cabeza.
El Ratonero podría haberse separado entonces, murmurando excusas corteses y casi
sinceras, pues a través de su túnica el cuerpo de Frix se percibía esbelto y con relieves
interesantes, pero en aquel momento Hisvet asomó su cabeza por encima del hombro de
Frix y, ladeando su rostro encantador, aplicó sus labios entreabiertos a los del Ratonero,
los cuales empezaron a imitar al instante a los de la industriosa abeja cuando sorbe el
néctar.
Le pareció que estaba en el Séptimo Cielo, reservado sólo para los dioses más jóvenes
y hermosos.
Cuando por fin Hisvet separó sus labios y permaneció con el rostro tan cerca que la
cicatriz de la herida producida por Garra de Gato era una cinta rosa de bordes azulados
desde la nariz hasta la mandíbula delicada, le musitó:
—Alégrate, afortunado guerrero, pues has besado con tus labios los de una damisela
de Lankhmar, lo cual es una familiaridad casi inimaginable, y has besado mis labios,
intimidad que está por encima de toda comprensión. Y ahora abraza a Frix estrechamente
mientras yo soy el blanco de tu mirada y doy solaz a tu rostro, que es en verdad la región
más noble de la piel, la auténtica hechicera del alma. Sin duda, es una tarea degradante
para mí, como si una diosa frotara y diese brillo a las sucias botas de un soldado raso,
pero has de saber que lo hago satisfecha.
Entretanto, los ágiles dedos de Frix estaban desatando su cinturón de piel de rata, el
cual, llevando consigo a Escalpelo y Garra de Gato, cayó con un ligero ruido sordo sobre
la hierba tupida y corta, a la que la sombra perpetua del árbol acampanado había vuelto
casi blanca.
—Recuerda que tus ojos sólo han de estar fijos en mí —le susurró Hisvet con una leve
pero firme nota de reproche—. No sentiré celos de Frix si no le haces el menor caso.
Aunque la luz era todavía suave como el terciopelo, bajo el espeso ramaje del árbol
parecía más brillante que en el exterior.
Tal se había levantado la luna gibosa, quizá el resplandor de los cocuyos, las avispas
luminosas y las abejas nocturnas se concentraba allí. Unos pocos insectos giraban
perezosamente dentro de la cúpula vegetal, titilando como diminutas lunas hechas de
piedras preciosas.
El Ratonero rodeó con más fuerza la delgada cintura de Frix, mientras musitaba a
Hisvet:
—Oh, princesa blanca..., oh, gélida directora del deseo..., oh, diosa helada del impulso
erótico..., oh, virgen satánica...
Entretanto, ella estampaba ligeros besos en sus párpados, mejillas y la oreja libre,
rastrillándolos con las largas pestañas plateadas de sus ojos parpadeantes, y así la planta
del amor, cultivada con tanta ternura, crecía más y más. El Ratonero quería devolver
estos favores, pero ella le cerraba la boca con la suya. Mientras acariciaba los dientes de
la muchacha con la lengua, observó que los dos incisivos eran demasiado largos, pero en
su estado de apasionamiento esa diferencia sólo parecía resaltar aún más la belleza de
Hisvet. Aunque ésta tuviera algunos de los atributos de un dragón o una araña blanca
gigante..., o una rata, lo mismo daba..., su amor habría seguido incólume y no habría
disminuido la intensidad de sus caricias. Aun cuando se alzara por encima de su cabeza
el blanco aguijón articulado de un escorpión, él le haría los honores con un beso
amoroso... O quizá no llegaría tan lejos, decidió bruscamente..., aunque por otro lado casi
podría hacerlo, pues en aquel momento las pestañas de Hisvet rozaron la protuberancia
cutánea sobre el dardo de plata en su sien.
Sin duda alguna, aquella sensación correspondía a lo que suele llamarse éxtasis. Le
pareció que ahora se encontraba en el Noveno Cielo, el más alto de todos, donde gozan
unos pocos héroes selectos, sueñan y se entregan a placeres casi insoportables, mirando
de vez en cuando, ociosamente divertidos, a todos los dioses que se afanan duramente
atalayando los mundos desde sus alturas, aspirando incienso y dirigiendo el destino de
las multitudes de mortales.
El Ratonero podría haber ignorado para siempre lo que sucedió a continuación —y,
además, lo ocurrido podría haber sido un acontecimiento espantosamente distinto— de no
haber sido porque, como jamás se daba por satisfecho ni siquiera con el más supremo de
los éxtasis, decidió una vez más desobedecer la orden explícita de Hisvet y mirar a
hurtadillas a Frix. Hasta aquel momento había hecho caso omiso de la hermosa sirvienta,
sin mirarla ni escucharla, pero ahora se le ocurrió que si observaba los dos rostros de su,
en cierto modo, amante bicéfala caprichosa y voluble, eso tensaría un poco más las
cuerdas de lanzamiento de la catapulta del placer.
Así pues, cuando Hisvet le acarició de nuevo la oreja con su lengua rosa y azul, y
mientras él la alentaba a proseguir con ligeros movimientos de cabeza y tenues gemidos
de placer, dirigió la vista en la otra dirección y miró de soslayo el rostro de Frix.
Su primer pensamiento fue que la muchacha tenía el cuello doblado en un ángulo que
por fuerza debía resultarle incómodo, a fin de mantener la cabeza apartada del Ratonero
y de su ama. Su segundo pensamiento fue que, si bien las mejillas de la muchacha
estaban inflamadas por la pasión y jadeaba a través de sus labios entreabiertos, su
mirada tenía una frialdad triste, una melancolía distante, perdida en algo que se hallaba a
mundos de distancia, tal vez un juego de ajedrez en el que ella, el Ratonero e incluso
Hisvet eran menos que peones; quizá una escena de una infancia inimaginablemente
remota, quizá...
O quizá contemplaba algo que estaba un poco más cerca, algo situado detrás de él y
no a mundos de distancia...
Aunque tuvo que apartar la oreja de la lengua enloquecedora de Hisvet, volvió toda la
cabeza en la dirección de sus ojos y, mirando por encima del hombro, vio el borde de una
silueta agazapada, oscuramente recortada contra la pálida y pulsante pared de flores, con
un brazo semiextendido cuyo extremo se prolongaba en un objeto brillante grisazulado.
El Ratonero se agachó, apartándose bruscamente de Frix, y entonces dio media vuelta
y soltó un revés con el brazo izquierdo, que un momento antes abrazaba a la sirvienta de
Hisvet.
No pudo ser un golpe descargado a tiempo y su puntería fue inevitablemente
imperfecta. Cuando el dorso de su puño chocó con la delgada muñeca de la otra mano
que empuñaba un cuchillo, notó el pinchazo de la punta en el antebrazo, pero entonces
descargó el puño derecho en el rostro del mingol, haciéndole salir, al menos por un
momento, de la impasibilidad a la que contribuía su piel muy tensa.
Cuando la figura enfundada en un ceñido traje negro se tambaleó hacia atrás bajo el
impacto, pareció dividirse en dos, como una criatura del légamo reproducida por
bipartición, y un segundo mingol armado con una daga salió de detrás del primero y
avanzó hacia el Ratonero, que recogía su cinto con las armas envainadas al tiempo que
soltaba maldiciones. Desenvainó a Garra de Gato porque su empuñadura era la más
cercana.
Frix, que seguía de pie y como hipnotizada, decía en voz ronca y abstraída:
—Alarma..., desviación... Han entrado dos mingoles.
Y detrás de ella, Hisvet exclamaba con petulancia:
—¡Oh, mi condenado y aguafiestas padre! Siempre arruina mis creaciones más
estéticas en los dominios del placer, ya sea por celos viles e impropios de un padre, ya
por...
El primer mingol ya se había recuperado y los dos asaltantes se aproximaron con
cautela al Ratonero, empuñando los cuchillos por delante de sus rostros cetrinos, de
ojillos entrecerrados. El Ratonero, blandiendo a Garra de Gato un poco por delante del
pecho, les hizo retroceder con un rápido trallazo del cinturón que sujetaba con la otra
mano. La pesada Escalpelo envainada alcanzó a uno de ellos en una oreja, haciéndole
aullar de dolor. Era el momento de saltar adelante y acabar con ellos... mediante un solo
golpe de daga asestado a cada uno de ellos, si tenía suerte.
Pero el Ratonero no lo hizo. No podía saber si los mingoles que le atacaban eran
solamente dos, ni si Hisvet y Frix dejarían de actuar —si tal era lo que habían estado
haciendo— y se lanzarían sobre él armadas con sus propios cuchillos mientras él atacaba
a los enjutos asesinos de negro. Además, la sangre le fluía del brazo izquierdo y aún no
podía saber cuál era la gravedad de la herida. Por último, empezaba a admitir a
regañadientes que los peligros a los que se enfrentaba podrían ser excesivos, incluso
para su gran astucia, que estaba actuando a ciegas en una situación que no comprendía
bien, que en aquellos momentos, con los sentidos embriagados, arriesgaba su vida por un
éxtasis que, ciertamente, no era habitual, que no se atrevería a seguir dependiendo de la
suerte veleidosa y que —sobre todo en ausencia del fornido Fafhrd— necesitaba
desesperadamente un consejo juicioso.
En menos de dos latidos de corazón, dio la espalda a sus asaltantes, pasó corriendo
junto a Frix e Hisvet, ambas un tanto sorprendidas a juzgar por su aspecto, y atravesó la
frondosa pared del árbol acampanado, bajo una segunda y aún más intensa lluvia de
flores blancas.
Al cabo de otros cinco latidos de corazón, mientras se escabullía hacia el norte a través
de la plaza de las Delicias Oscuras, a la luz de la luna que acababa de salir, se había
puesto el cinturón y extraído de una pequeña bolsa que colgaba de él una venda que
empezó a enrollar diestramente alrededor de su herida.
Otros cinco latidos de corazón, y se apresuraba por un callejón adoquinado en
dirección a la Puerta de la Marisma.
Había decidido que, por mucho que detestara admitirlo, había llegado el momento que
debía aventurarse a través de la traidora y maloliente Gran Marisma Salada y buscar el
consejo de su mentor hechicero, Sheelba del Rostro sin Ojos.
Fafhrd espoleó su yegua a través de las humeantes calles de Sarheenmar, puesto que
ninguna carretera rodeaba a aquella ciudad situada ante el Mar Interior, al pie de unas
montañas desiertas. A través de las colinas secas y abruptas, un único camino conducía
al este, hasta el mar llamado de los Monstruos, junto al que se levantaba la solitaria
Ciudad de los Espectros, evitada por todos los demás hombres.
La oscuridad de la noche se había intensificado a causa del humo, y la única luz era la
de las llamas rugientes que se alzaban de los tejados, puertas y ventanas de los edificios.
Éstos, que se habían caracterizado por su frescor, ahora calentaban al rojo sus paredes
de ladrillos de arcilla, dándoles una bella y ondulante pátina, parecida a la porcelana,
cuando no las fundían y demolían por completo.
Aunque la ancha calle estaba vacía, los ojos inyectados en sangre de Fafhrd
permanecían vigilantes en su rostro demacrado, tiznado por el humo y sudoroso. Había
aflojado la espada en su vaina y el hacha de mango corto en su amplia funda, tensado el
arco mingol, que sostenía con la mano izquierda, y colgado la aljaba y las flechas del
hombro derecho. El zurrón aligerado que pendía de la silla y la cantimplora medio llena
golpeaban las costillas de su montura, mientras que su bolsa plana, aún vacía, con
excepción del ridículo silbato de hojalata, ondeaba como un estandarte al viento levantado
por el galope.
Extrañamente, el pánico no se apoderó de la yegua cuando vio el fuego a su alrededor.
Fafhrd había oído decir que los mingoles sometían a sus caballos a duras pruebas y los
inmunizaban contra toda clase de horrores, casi tan severamente como ellos mismos se
ejercitaban, matando sin piedad a los que todavía vacilaban en el séptimo intento, si era
un animal, o el segundo, si se trataba de un hombre.
Sin embargo, la montura de Fafhrd se paró en seco súbitamente frente a una calle
estrecha, hinchando las fosas nasales y mirando a su alrededor con ojos todavía más
inyectados en sangre que los de su jinete. Los taconazos en sus costados no le hicieron
reanudar la marcha, por lo que Fafhrd desmontó y empezó a tirar de ella, arrastrándola a
la fuerza hasta el centro de la calle inundada de humo y con las fachadas de las casas
envueltas en llamas.
Entonces, alrededor de la esquina en llamas, apareció un desfile de lo que en principio
parecía un grupo de esqueletos excepcionalmente altos y con una fosforescencia rojiza,
cada uno provisto de un tosco arnés y blandiendo en cada mano esquelética una espada
corta de doble filo con la punta fina como una aguja. Tras la sorpresa inicial, Fafhrd se dio
cuenta de que aquellos extraños seres debían de ser los Espectros, cuya carne y órganos
internos, según había oído decir, con un escepticismo que ahora la realidad le obligaba a
abandonar, eran transparentes, excepto allí donde la piel adquiría una coloración
amarillenta o rosada, en los órganos genitales y en los labios y pequeños senos de sus
mujeres.
Se decía también que sólo comían carne, preferentemente humana, y era realmente
extraño contemplar cómo los fragmentos que engullían bajaban y se agitaban detrás de la
caja torácica, se convertían gradualmente en una papilla y desaparecían de la vista
mientras su sangre invisible asimilaba y transformaba el alimento..., suponiendo que un
hombre normal pudiera tener la oportunidad de observar el festín de los Espectros sin
convertirse a su vez en un suministrador de bocados.
A Fafhrd le embargó el temor, pero también se sintió indignado porque él, claramente
neutral en la guerra entre los Espectros, los habitantes de Sarheenmar y los mingoles, se
veía sometido a semejante emboscada, pues ahora el Espectro que iba en cabeza arrojó
la espada que blandía en la mano derecha y Fafhrd tuvo que hacerse rápidamente a un
lado para esquivar el arma, que voló girando por el aire lleno de humo.
El norteño extendió un brazo por encima del hombro, sacó una flecha, la puso
velozmente en el arco y derribó al primer Espectro de un flechazo, que atravesó sus
costillas a la izquierda del esternón. Para su sorpresa, descubrió que tener un esqueleto
por enemigo y blanco facilitaba apuntar a una parte vital. Ahora, a medida que los
Espectros se aproximaban, lanzando horribles gritos de guerra, reparó en el resplandor de
las llamas aquí y allá, en sus flancos vítreos y comprendió que, incluso considerando su
carne como sólida, eran unos seres de una delgadez excepcional.
Derribó a otros dos atacantes, al último con un dardo que le atravesó la negra órbita de
un ojo, y entonces dejó caer el arco, desenvainó con un veloz movimiento el hacha corta y
la espada y, blandiendo ésta, atacó a los cuatro Espectros restantes, los cuales se
abalanzaban contra él sin que les arredrase lo ocurrido a sus compañeros.
Vara Gris alcanzó a un Espectro por debajo del mentón, haciendo que se desplomara
agonizante. Resultaba extraño ver a un esqueleto derrumbarse sin estrépito de huesos al
chocar contra el suelo. Entonces el hacha corta decapitó a otro enemigo, cuyo cráneo
rodeado de carne vítrea salió girando, pero cuyo torso cayó lentamente hacia adelante y
empapó el hacha del norteño de un fluido invisible, cálido y sedoso.
Estos espantosos acontecimientos dieron tiempo al tercer Espectro para rodear a sus
camaradas caídos y descargar en Fafhrd un golpe que, al proceder afortunadamente de
arriba, le rozó el costado sin herirle de gravedad.
Sin embargo, el largo rasguño producido por la espada transformó la indignación de
Fafhrd en furor, y golpeó al Espectro con tal violencia que el hacha corta se quedó
incrustada en el cráneo. Su furor se convirtió en una rabia casi cegadora, no desprovista
de matices sexuales, por lo que cuando observó que el cuarto y último Espectro tenía
unos senos pálidos sobre las costillas blancas, como dos rosas allí prendidas, le desarmó
con unos golpes de la hoja plana de su espada y, mientras se tambaleaba, le derribó de
un certero puñetazo en la mandíbula.
Jadeante, Fafhrd se quedó mirando los esqueletos desparramados por el suelo,
esperando ver algún movimiento, pero permanecieron totalmente inmóviles. Entonces
miró a su alrededor, por si atisbaba otros grupos de Espectros. No vio ninguno.
La yegua gris, inmunizada contra el horror, apenas había cambiado de sitio un herrado
casco durante la refriega. Ahora meneó la esbelta cabeza, descubrió sus dientes enormes
y lanzó un relincho lastimero.
Fafhrd envainó a Vara Gris, se inclinó con cautela junto al esqueleto femenino y apretó
con dos dedos la carne invisible bajo las articulaciones de la mandíbula. Percibió un pulso
lento. La levantó sin ningún miramiento, cogiéndola por la cintura. Pesaba algo más de lo
que él había previsto, por lo que su delgadez le sorprendió, lo mismo que la flexibilidad y
la textura suave de su piel invisible. Refrenando sus impulsos vengativos, la tendió sobre
el arzón de la silla, de modo que las piernas le colgaron a un lado y el tronco en el otro. La
yegua miró atrás, por encima de los cuartos delanteros, y descubrió de nuevo los dientes
amarillentos, pero no volvió a relinchar.
Fafhrd se vendó el rasguño, extrajo el hacha de la trampa ósea que la retenía, recogió
el arco y, montando la yegua, emprendió el galope por la calle en llamas, a través de las
espirales de humo. Se mantenía ojo avizor por si le tendían más emboscadas, aunque
una vez bajó la vista y le desconcertó la imagen de aquella pelvis blanca sobre el arzón
de la silla, nada más que un hueso en apariencia suelto, pero en realidad unido en cada
lado por medio de músculos y tendones nebulosos al resto del esqueleto y apoyó una
mano en las nalgas delgadas, cálidas e invisibles, para asegurarse de que allí había una
mujer.
Las ratas saqueaban Lankhmar por la noche. Toda la antiquísima ciudad era escenario
de sus robos, y no sólo de comida. Robaron las verdosas y dobladas monedas de cobre
que cubrían los ojos de un carretero muerto, el platino para adornar la nariz y las orejas, y
las joyas para los labios guardadas en el joyero con tres cerraduras de la tía de Glipkerio,
flaca como un ánima en pena, royendo en la gruesa madera de roble una portezuela
trasera, pulcra como un cuento de hadas. El tendero más rico perdió todas sus nueces de
Hrusp, el caviar gris del soleado y marítimo Ool Plerns, los corazones secos de alondra, la
carne de tigre, alimento muy apreciado por sus propiedades vigorizantes, los dedos de
espectro azucarados y las obleas de ambrosía, mientras que no tocaron exquisiteces
menos costosas. Se llevaron de la Gran Biblioteca valiosos pergaminos, entre ellos las
escrituras originales del sistema de alcantarillado y los derechos para abrir túneles en las
zonas más antiguas de la ciudad. Los dulces colocados sobre las mesillas de noche
desaparecían, así como los juguetes de las habitaciones de los príncipes, los bocados de
las bandejas de plata taraceada y el duro grano de los sacos de comida para los caballos.
Arrancaban las pulseras de las muñecas mientras los amantes se abrazaban, robaban las
bolsas y bolsillos de los vigilantes armados con ballestas, los cuales no se enteraban de
que las mismas ratas, cuya presencia tenían que detectar, les estaban esquilmando, y
robaban la comida bajo los hocicos de gatos y hurones.
Lo más terrible era que las ratas sólo roían allí donde les era necesario para penetrar,
no dejaban desechos, huellas de sus pisadas o marcas de sus dientes, y no ensuciaban
nada, sino que depositaban sus oscuros excrementos en pulcras pirámides, como si al
cuidar de la casa de un dueño ausente decidieran ocuparla de manera permanente.
Se tendieron las trampas más astutas, se esparcieron venenos sutiles e invitadores, se
taparon los orificios de las madrigueras con plomo y placas de latón, se encendieron
bujías en lugares oscuros y se montó guardia en todos los lugares donde era probable
que se avistara a las ratas. Todo fue en vano.
Era estremecedor, pero las ratas mostraban una sagacidad humana en muchas de sus
acciones. Entre las pocas entradas a sus escondites que se descubrieron, algunas
parecían aserradas más que roídas, y el trozo desprendido al aserrar había sido colocado
en su sitio como una pequeña puerta. Ponían a buen recaudo las golosinas en lugares
altos, y utilizaban cordeles hechos por ellas mismas para saltar y cogerlas. Algunos
testigos aterrados afirmaban haberles visto arrojar tales cordeles como si fueran lazos
corredizos, o incluso enganchados a dardos y disparados con minúsculas ballestas.
Parecían practicar una división del trabajo, y algunas actuaban como vigías, otras como
dirigentes y guardianes, otros como hábiles roturadores y mecánicos, e incluso había
simples porteadores de cargas, dóciles al chillido de mando.
Lo peor de todo era que los seres humanos que oían sus extraños chillidos afirmaban
que éstos no eran meros sonidos animales, sino el lenguaje de Lankhmar, aunque
hablado con tanta rapidez y en un tono tan agudo que generalmente era imposible
seguirlo.
Los temores de Lankhmar fueron en aumento. Se recordaron las profecías sobre un
oscuro conquistador al mando de una horda de innumerables y crueles seguidores que
imitaban las costumbres civilizadas, pero eran brutos y llevaban sucias pieles, y que algún
día se apoderarían de la ciudad. Había supuesto que esta profecía se refería a los
mingoles, pero también podía interpretarse que la horda aludida era una plaga de ratas.
Incluso la obesa Samanda estaba aterrada por la depredación de las despensas y
almacenes de alimentos del Señor Supremo, y por el ruido incesante de patas invisibles.
Ordenó que todas las sirvientas y los pajes abandonaran sus catres dos horas antes del
alba, y en la cocina cavernosa y ante la chimenea rugiente, lo bastante grande para asar
en ella dos bueyes y calentar dos docenas de hornos, llevó a cabo un interrogatorio en
masa y una sesión de azotes para calmar sus nervios y desviar su pensamiento de los
verdaderos culpables. A la luz anaranjada, cada una de las víctimas rapadas parecía una
estatua cobriza, de pie, doblada, arrodillada o tendida de bruces ante Samanda, mientras
sufría el interrogatorio y soportaba la artística flagelación. Luego besaba el dobladillo de la
falda negra de Samanda o le enjugaba suavemente el rostro y el cuello con una toalla
blanca como un lirio, enfriada con agua helada y escurrida, pues la opresa manejaba el
látigo hasta que el sudor descendía en riachuelos desde la esfera negra de su pelo y se
desprendía en gotas de su bigote. La esbelta Reetha recibió nuevos azotes, pero se
vengó echando un puñado de pimienta blanca finamente molida en la jofaina de agua
helada, al sumergir en ella la toalla. Desde luego, esto determinó que el castigo de la
siguiente víctima fuese cuádruple, pero cuando uno logra vengarse es forzoso que sufra
algún inocente.
Presenciaba el espectáculo un público selecto de cocineros vestidos de blanco y
sonrientes barberos, no pocos de los cuales eran precisos para rapar al ejército de
servidores del palacio, y demostraban lo mucho que se divertían soltando carcajadas y
sonriendo apreciativamente. También Glipkerio era testigo de aquellas crueldades, oculto
detrás de unos cortinajes, en una galería. El flaco Señor Supremo estaba entusiasmado, y
sus largos y aristocráticos nervios tan calmados como los de Samanda..., hasta que
observó en los estantes más altos de la penumbrosa cocina el centenar de pares de
puntitos brillantes que eran los ojos de los espectadores no invitados. Regresó corriendo a
sus bien vigilados aposentos privados, con su toga negra aleteando como una vela
arrancada del alto mástil de un barco durante una tormenta. Pensó en lo maravilloso que
sería que Hisvin pusiera en práctica su magistral encantamiento, pero el viejo mercader
de grano y brujo le había dicho que había un planeta que no se encontraba todavía en la
configuración adecuada para que su magia surtiera efecto. Los acontecimientos de
Lankhmar habían empezado a tomar el aspecto de una carrera entre alguna estrella y las
ratas. Mientras se alejaba, a la vez risueño y jadeante, Glipkerio se dijo que, en el peor de
los casos, tenía una manera infalible de huir de Lankhmar e incluso de Nehwon, e ir a otro
mundo, donde sin duda no tardaría en ser proclamado monarca universal o, en cualquier
caso, de un extenso territorio para empezar (creía ser un Señor Supremo muy razonable)
y, en consecuencia, tendría un pequeño consuelo por la pérdida de Lankhmar.
9
Sheelba del Rostro sin Ojos llegó a la choza y entró sin volver la cabeza encapuchada.
En seguida Cogió un pequeño objeto y lo tendió.
—He aquí tu respuesta a la plaga de ratas de Lankhmar —dijo en un tono profundo,
resonante, rápido y chirriante, como el sonido de cantos rodados entrechocando en un
oleaje moderado—. Si resuelves ese problema, los habrás resuelto todos.
A más de una vara por debajo de él, el Ratonero Gris vio silueteado contra el cielo
pálido un pequeño frasco sujeto entre el negro tejido de la larguísima manga de Sheelba,
quien nunca mostraba los dedos, si tales eran. La luz plateada del alba temblaba a través
del tapón de cristal del frasco.
El Ratonero no se había impresionado. Estaba muy cansado y cubierto de barro desde
las axilas hasta las botas, las cuales estaban ahora inmersas hasta los tobillos en el barro
succionante e iban hundiéndose sin cesar. Sus medias de seda gris estaban sucias y
desgarradas, y temía que ni el mejor de los sastres podría remendarlas. Las partes de su
piel que estaban secas presentaban desgarrones y le escocían a causa de la sal que
contenía el barro de la marisma. Le dolía la herida del brazo izquierdo, que aún llevaba
vendado, y ahora también había empezado a dolerle el cuello, porque tenía que forzarlo
demasiado para mirar arriba.
A su alrededor se extendía la lóbrega Gran Marisma Salada. El suelo, hasta donde
alcanzaba la vista, estaba cubierto de una hierba marina de bordes cortantes, que
ocultaba grietas traicioneras y mortíferas hondonadas, llena de pequeñas elevaciones con
retorcidos espinos enanos y cactus achaparrados. Su fauna cubría una extensa gama de
animales nocivos, desde sanguijuelas marinas, gusanos gigantes, anguilas venenosas y
cobras acuáticas, hasta aves carroñeras de pico en forma de sierra que aleteaban a poca
altura y arañas de la sal con garras en las patas. La choza de Sheelba era una cúpula
negra tan grande como el árbol acampanado, en cuyo interior el Ratonero había vivido la
noche anterior el éxtasis y el intento de asesinato. Se alzaba por encima de la marisma
sobre cinco postes retorcidos o patas, cuatro de ellas espaciadas regularmente alrededor
del borde y la quinta en el centro. Cada pata descansaba sobre una placa redonda del
tamaño del escudo que usan los guerreros provistos de alfanjes, cóncavo hacia arriba y
aparentemente envenenado, pues cada una de las placas estaba rodeada por una
colección de cadáveres pertenecientes a la mortífera fauna de la marisma.
La choza tenía una sola puerta, baja y con la parte superior redondeada, como la
entrada de una madriguera. Allí estaba ahora tendido Sheelba, el mentón sobre el codo
izquierdo doblado, si podía considerarse un codo, tendiendo el frasco y, al parecer,
mirando al Ratonero que estaba allá abajo, sin que a éste le importara la falta de lógica de
que alguien llamado Sin Ojos mirase. Ni aun con el hecho de que el borde del cielo
empezaba a teñirse de rosa por el este, el Ratonero pudo ver ninguna traza de rostro bajo
la honda capucha, sino tan sólo una oscuridad de noche cerrada. Fatigado, y quizá por
milésima vez, se preguntó si a Sheelba le llamaban Sin Ojos porque era ciego a la
manera ordinaria, porque sólo tenía piel correosa entre la nariz y la cabellera, porque su
cabeza sólo se reducía al cráneo o quizá porque tenía unas antenas temblorosas donde
deberían estar los ojos. La especulación no le produjo ningún escalofrío de temor, pues
estaba demasiado enojado y cansado para eso..., y el frasco seguía sin impresionarle.
Con una mano enfundada en el guantelete apartó a una araña de la sal y gritó hacia
arriba:
—Ese frasco es demasiado pequeño para que el veneno que contiene pueda acabar
con todas las ratas de Lankhmar. Eh, tú, el del saco negro, ¿es que no vas a invitarme a
subir para que tome un trago y un bocado y me seque un poco? ¡De lo contrario te
maldeciré con hechizos que te he robado sin que te enterases!
—¡No soy tu madre, tu querida o tu aya, sino tu mago! —replicó Sheelba con su áspera
voz retumbante—. ¡Termina con tus amenazas infantiles y endereza la espalda,
hombrecillo gris!
La última parte de la orden le pareció excesivamente indignante al Ratonero, que tenía
el cuello rígido y la espina dorsal tensa. Pensó en las penalidades de la noche pasada.
Había salido de Lankhmar por la Puerta de la Marisma, ante el asombro de los asustados
centinelas, los cuales advertían de los peligros de las salidas en solitario a la Marisma
incluso de día. Luego recorrió el serpenteante camino a la luz de la luna, hasta el grisáceo
Árbol del Halcón Marino, alcanzado por un rayo pero aún imponente. Allí, después de
pasar largo tiempo escrutando, localizó la choza de Sheelba por el resplandor azulado
pulsátil que procedía de su puerta baja, y avanzó audazmente hacia ella a través del
cortante mar de hierba. Entonces comenzó la pesadilla: aparecieron grietas profundas y
montículos cubiertos de espinos donde menos los esperaba, y no tardó en perder su
sentido de la orientación, que de ordinario era infalible. El leve resplandor azulado se
desvaneció y finalmente reapareció a gran distancia a su derecha; a partir de entonces
parecía aproximarse y retroceder una y otra vez, del modo más desconcertante. Se dio
cuenta de que estaba andando en círculos alrededor de la choza y supuso que Sheelba
había lanzado un encantamiento en la zona, tal vez para evitar que le interrumpieran
mientras trabajaba en alguna magia especialmente laboriosa y horrenda. Sólo después de
haber estado por dos veces a punto de hundirse en las arenas movedizas y de ser
acechado por un zancudo leopardo de las marismas, cuyos brillantes ojos azulados el
Ratonero confundió en una ocasión con la choza, porque el animal parecía tener el hábito
de parpadear, llegó por fin a su destino cuando las estrellas se estaban desvaneciendo.
Por fin le contó a Sheelba todas sus recientes vejaciones, sugiriendo respuestas
adecuadas para cada problema: un filtro de amor para Hisvet, pociones amistosas para
Frix e Hisvin, una poción para convertir a Glipkerio en un mecenas, ungüento repelente
contra los mingoles, un albatros negro para buscar a Fafhrd y decirle que regresara a toda
prisa y quizá también algo para acabar con las ratas. Ahora el mago sólo le ofrecía lo
último.
Movió la cabeza a un lado y otro para aligerar la tensión del cuello, alejó una cobra
marina con la punta del Escalpelo en su vaina y miró sombríamente el pequeño frasco.
—¿Cómo tengo que administrarlo? —preguntó—. ¿Una gota en cada madriguera? ¿O
se lo doy con una cucharilla a unas ratas seleccionadas y luego las suelto? Te advierto
que si contiene las semillas de la Enfermedad Negra, enviaré a todo Lankhmar para que
te arrojen de la marisma.
—Nada de eso —gruñó Sheelba despectivamente—. Buscas un lugar donde se
congreguen las ratas, y entonces te lo bebes tú mismo.
El Ratonero enarcó las cejas. Al cabo de un rato, inquirió:
—¿Y eso qué hará? ¿Me dará el mal de ojo contra las ratas, de modo que me baste
mirarlas para acabar con ellas? ¿Me hará clarividente, a fin de poder espiar sus
madrigueras principales a través del suelo y la roca? ¿O aumentará de un modo
maravilloso mi astucia y mis poderes mentales?
Con respecto a esto último, dudaba de que tal cosa fuese posible en un grado
considerable.
—Un poco de todo eso —replicó Sheelba, meneando la capucha como si asintiera—.
Te pondré en la condición apropiada para enfrentarte al problema, te otorgaré un poder
para tratar con las ratas y también para producirles la muerte, que ningún hombre ha
poseído en la tierra hasta ahora. Toma. —Soltó el frasco y el Ratonero lo cogió al vuelo.
Sheelba añadió al instante—: Los efectos de la poción sólo duran nueve horas, hasta la
última pulsación exacta, que calculo en un décimo de millón al día, por lo que debes
procurar que tu trabajo esté terminado en tres octavos de ese tiempo. No dejes de
informarme en seguida de todas las circunstancias de tu aventura. Y ahora, adiós. No me
sigas.
Sheelba se retiró al interior de su choza, la cual dobló al instante sus patas y alzó los
pies en forma de escudos con unos sonidos de succión, alejándose..., al principio un tanto
pesadamente, pero luego con más rapidez, avanzando como un gran escarabajo negro o
insecto acuático, sus placas deslizándose sobre la hierba marina, que aplastaban.
El Ratonero miró cómo se alejaba, con ira y asombro. Ahora comprendía por qué la
choza había sido tan elusiva, así como que su sentido de la orientación seguía incólume y
por qué el alto árbol del Halcón Marino no se veía por ninguna parte. Durante la noche
pasada el mago le había obligado a una larga persecución, sin duda muy divertida desde
el punto de vista de Sheelba.
Y cuando al fatigado y enfangado Ratonero se le ocurrió que a Sheelba no le habría
costado nada transportarle hasta las inmediaciones de la Puerta de la Marisma en su
choza ambulante, se sintió tentado de arrojar el frasquito que había recibido contra la
vivienda móvil que se alejaba.
Sin embargo, ató fuertemente un trozo de venda alrededor del pequeño recipiente
negro, de arriba abajo, para asegurar el tapón, lo guardó en el centro de su bolsa y la ató
cuidadosamente. Se prometió que si la poción no resolvía sus problemas, haría sentir a
Sheelba que toda la ciudad de Lankhmar se había levantado sobre una miríada de
piernas robustas y avanzaba a través de la Gran Marisma Salada para aplastar al mago
dentro de su choza. Entonces, haciendo un gran esfuerzo, tiró de un pie después del otro
para salir del fango en el que se había hundido casi hasta las rodillas, utilizó a Garra de
Gato para arrancar un par de pulsantes babosas marinas que se habían adherido a su
bota izquierda y para matar a un gusano gigante que se enrollaba con fuerza a su tobillo
derecho, apuró el último sorbo de vino picante que contenía su pequeño odre, se libró de
éste y se encaminó hacia las diminutas torres de Lankhmar, ahora apenas visibles en el
brumoso oeste, directamente debajo de la luna gibosa, que se hundía y difuminaba.
Las ratas estaban causando estragos en Lankhmar, infligiendo dolor y heridas. Los
perros se acercaban aullando a sus amos para que les extrajeran de la cabeza dardos
finos como agujas. Los gatos se escondían en espera de que pasara la plaga, mientras
las mordeduras de los roedores se infectaban y curaban. Se encontraba a los hurones
chillando en ratoneras que lesionaban la carne y rompían los huesos. El tití negro de
Elakeria estuvo a punto de ahogarse en el agua aceitosa y perfumada de la honda bañera
de plata de su ama, cuyo borde era resbaladizo y adonde el animalito había ido impulsado
por algo que le aterraba más que el agua.
La gente despertaba gritando de su sueño, mordida por las ratas, y a veces veía una
pequeña forma negra que se escabullía por la manta y saltaba de la cama. Las mujeres
hermosas, o simplemente aterradas, adquirieron la costumbre de ponerse al acostarse
por la noche unas máscaras de filigrana de plata o de duro cuero. En la mayor parte de
las viviendas, desde las de más alcurnia hasta las más humildes, se mantenían velas
encendidas durante la noche y sus moradores hacían turnos, de modo que siempre
hubiera un centinela. Esto ocasionó una escasez de velas, mientras que los candiles y
faroles fueron objeto de acaparamiento y casi desaparecieron de la vista. A los viandantes
les mordían los tobillos, y por la mayor parte de las calles apenas transitaban unas pocas
figuras apresuradas, mientras que los callejones estaban desiertos. Sólo la calle de los
Dioses, que se extendía desde la Puerta de la Marisma hasta los graneros junto al Hlal,
estaba libre de ratas, por cuyo motivo la calle y sus templos rebosaban de fieles, ricos y
pobres, creyentes y ateos hasta entonces, todos los cuales oraban para que terminara la
plaga de ratas a los diez mil y un dioses en Lankhmar e incluso a los atroces y altivos
dioses de Lankhmar, cuyo templo con el campanario, siempre cerrado, se alzaba en el
extremo de la calle que daba a los graneros, frente a la estrecha casa de Hisvin, el
mercader de granos.
Se llevaron a cabo frenéticas represalias, y así se inundaron las madrigueras, a veces
con agua envenenada. Se introdujeron vapores de fósforo y azufre ardientes, por medio
de fuelles. Por orden del Consejo Supremo y con la curiosa aprobación ambivalente de
Glipkerio, que no dejaba de referirse a sus armas secretas, se convocó a una multitud de
cazadores profesionales de ratas, procedentes de los campos de cereales al sur y el
oeste, al otro lado del río Hlal. Al mando de Olegnya Matamingoles, actuando sin
consultar con su Señor Supremo, regimientos de soldados uniformados de negro fueron
enviados apresuradamente desde Tovilyis, Kartishla e incluso el Fin de la Tierra, y se les
dieron armas y uniformes que les dejaron perplejos y les hicieron burlarse más que nunca
de sus superiores y de la afeminada y fantasiosa burocracia militar de Lankhmar: tridentes
de largo mango, bolas arrojadizas atravesadas por muchas púas delgadas de doble
punta, redes provistas de pesos de plomo, hoces, pesados guanteletes de cuero y
máscaras del mismo material.
En el lugar donde estaba amarrada la Calamar, junto a los altos graneros, cerca del
final de la calle de los Dioses, esperando con una carga nueva, Slinoor paseaba nervioso
por la cubierta. Había ordenado que colocaran unos discos de cobre, de más de una vara
de diámetro en medio de cada cable de amarre, para impedir que las ratas trepasen por
ellos. La gatita negra solía permanecer en lo alto del palo mayor, desde donde
escudriñaba preocupada la ciudad, y sólo bajaba en busca de comida. Ningún gato de
muelle subía a bordo de la Calamar para husmear, ni se les veía merodear por el puerto.
En una sala con losetas verdes del Palacio del Arco Iris de Glipkerio Kistomerces, y en
medio de un círculo de pajes armados con tridentes y oficiales de la guardia con las dagas
desenvainadas y pequeñas ballestas manejables con una sola mano, preparadas para
dispararlas en cualquier momento, Hisvin intentaba hacer frente a la histeria del alto y
flaco monarca de Lankhmar, a quien media docena de esbeltas sirvientas desnudas
simultáneamente acariciaban la frente, apretaban los dedos de las manos y le besaban
los de los pies, dándole para beber vino con píldoras de opio negro diminutas como
semillas de adormidera, todo ello con la intención de serenarle.
Apartándose de sus deliciosas servidoras, que moderaron pero no interrumpieron sus
atenciones, Glipkerio dijo en tono quejumbroso y petulante:
—Hisvin, Hisvin, tienes que apresurar las cosas. Mis gentes refunfuñan, mi Consejo y
el capitán general toman medidas sin consultarme. Incluso hay rumores de un loco plan
para suplantarme en mi trono de concha marina, y nada menos que por mi primo idiota,
Radomix Kistomerces-Null. Hisvin, ahora tienes a las ratas día y noche en las calles, y
sólo falta que las destruyas con tus encantamientos. ¿Cuándo, dime, cuándo ese planeta
tuyo va a llegar al lugar adecuado en el escenario estelar de modo que puedas recitar y
hacer tus gestos mágicos que acabarán con los roedores? ¿Qué es lo que retrasa ese
momento, Hisvet? ¡Ordeno a ese planeta que se mueva más rápido! ¡De lo contrario
enviaré una expedición naval a través del desconocido Mar Exterior para hundirlo!
El mercader de granos, flaco y de hombros redondeados, siempre con su negro gorro
de cuero con orejeras, adoptó una expresión compungida, alzó sus ojillos hacia el techo y
dijo:
—¡Ay, mi valeroso Señor Supremo! El rumbo de esa estrella aún no se puede predecir
con una certeza absoluta. Pronto llegará a su lugar, no temáis por eso, pero el momento
exacto no puede saberlo ni el astrólogo más sabio. Unas olas benignas lo impulsan hacia
adelante, pero, por otro lado, un maligno oleaje celestial lo hace retroceder. Se encuentra
en el ojo de una tormenta celeste. Como una joya del tamaño de un iceberg que flota en
las aguas azules de los cielos, está sometido a sus corrientes y sus furores. Recuerda
también lo que te dije sobre tu correo traidor, el Ratonero Gris, el cual aparece ahora
confabulado con brujos poderosos y manipuladores de fetiches que obran contra
nosotros.
Glipkerio tiró de su toga negra y desvió con sus largos dedos la mano rosada de una
muchacha que trataba de recomponer la prenda.
—Ahora el Ratonero —dijo malhumorado—. Antes las estrellas. ¿Qué clase de brujo
impotente eres? Me temo que las ratas gobiernan las estrellas así como las calles y
corredores de Lankhmar.
Reetha, que era la sirvienta rechazada, emitió un filosófico suspiro silencioso, y, con la
suavidad de un ratón, insertó la mano que el Señor Supremo acababa de retirarle bajo la
toga de éste y empezó a rascarle el estómago, mientras se imaginaba con el cinturón de
Samanda rodeando su cintura con tres vueltas y sus llaves, correas, cadenas y látigos,
mientras la oronda señora del palacio se arrodillaba desnuda y temblorosa ante ella.
—Contra ese pernicioso pensamiento —dijo Hisvin—, te recuerdo que las ratas no
pueden vivir bajo el influjo de una estrella maligna. Repite este aserto cada vez que el
imperioso deseo de acabar con tus peludos enemigos te haga sucumbir a la melancolía,
oh, muy valiente comandante en jefe.
—Me das palabras cuando lo que quiero es acción —se quejó Glipkerio.
—Te enviaré a mi hija Hisvet para que te atienda. Ha enseñado unas instructivas
cabriolas eróticas a otra docena de ratas blancas en jaulas de plata.
—¡Ratas, ratas, ratas! —exclamó Glipkerio airado—. ¿Es que quieres volverme loco?
—Le ordenaré de inmediato que destruya a sus inofensivos roedores domésticos,
aunque son excelentes aprendices —respondió Hisvin con suavidad, al tiempo que
inclinaba mucho la cabeza, de modo que no se viera la mueca desagradable que hizo—.
Entonces, si lo desea tu suprema señoría, vendrá para apaciguar tus nervios irritados por
la dura batalla con ritmos místicos aprendidos en las Tierras Orientales. Su sirvienta, Frix,
es ducha en sutiles masajes que sólo conoce ella y ciertas personas que los practican en
Quarmall, Kokgnab y Klesh.
Glipkerio alzó los hombros, frunció los labios y emitió un ligero gruñido a medio camino
entre la indiferencia y una satisfacción renuente.
En aquel instante, media docena de los oficiales y pajes se agazaparon y dirigieron sus
miradas y sus armas hacia una puerta en la que había aparecido una pequeña sombra
baja.
En el mismo momento, Reetha, totalmente embebida en la ensoñación de Samanda
chillando y gruñendo, obligada a arrastrarse por el suelo de la cocina, mediante tirones de
su pelo negro peinado en forma de globo y los pinchazos de largas agujas extraídas del
mismo, sin darse cuenta tiró del vello corporal de Glipkerio, con el que sus dedos habían
topado mientras le rascaba suavemente.
El monarca se retorció como si le hubieran pinchado y emitió un agudo chillido.
Un gatito blanco había cruzado nerviosamente la puerta y miraba atrás con sus
inquietos ojos rosados. Cuando Glipkerio gritó, desapareció como si le hubieran golpeado
con una escoba invisible.
Glipkerio resolló y meneó un dedo extendido bajo la nariz de Reetha. La muchacha
tuvo que reprimirse para no morder el objeto suave y perfumado, que le parecía tan largo
y odioso como la oruga blanca de una mariposa lunar gigante.
—¡Preséntate a Samanda! —le ordenó—. Cuéntale con todo detalle tu ofensa. Dile que
me informe de antemano sobre la hora de castigo a la que te someterá.
A su pesar, Hisvin se permitió una ligera y velada expresión de desprecio por los
caprichos del Señor Supremo. Con su solemne voz profesional le dijo:
—Para obtener el mejor efecto, recita mi afirmación sobre el influjo de las estrellas en
las ratas, como una letanía penitencial.
El Ratonero roncaba apaciblemente echado en un grueso colchón, en un pequeño
dormitorio sobre la tienda de Nattick Dedoságiles, el sastre, el cual trabajaba febrilmente
en la planta baja, lavando y remendando las ropas y demás efectos del aventurero. Una
jarra de vino llena y otra medio vacía reposaban en el suelo al lado del colchón, mientras
que debajo de la almohada, sujeto en el puño para mayor seguridad, estaba el pequeño
frasco negro que le había dado Sheelba.
La luna estaba alta cuando por fin salió de la Gran Marisma Salada y cruzó con pasos
lentos y pesados la Puerta de la Marisma, profundamente fatigado. Nattick le había
proporcionado un baño, vino y una cama..., así como la sensación de seguridad que le
procuraba hallarse bajo el techo de un viejo amigo.
Ahora se sumía en el sopor, y empezaban a desfilar por su mente sueños de la gloria
que alcanzaría cuando, ante los ojos de Glipkerio, se revelara superior a Hisvin en la difícil
tarea de acabar con las ratas. Sus sueños no tuvieron en cuenta que a Hisvin no se le
podía considerar un azote de ratas, sino más bien su aliado..., a menos que el taimado
mercader de granos hubiera decidido que ya era hora de cambiar de bando.
Fafhrd estaba tendido en una oquedad en la ladera de una colina cubierta de hierba,
iluminada por la luz de la luna y una fogata, y conversaba con un esqueleto recostado, de
largos miembros, llamado Kreeshkra, pero a quien él ahora llamaba con el cariñoso apodo
de Huesitos. La escena era moderadamente extraña, aunque conmovería a los amantes
imaginativos y a los enemigos de la discriminación racial en todos los numerosos
universos.
La pareja un tanto peculiar intercambiaba tiernas miradas. El vello rizado y abundante
de Fafhrd que resaltaba en su piel pálida, donde lo revelaba el jubón entreabierto, hallaba
su encantador contrapunto en los curvos destellos de la fogata reflejados en diversos
puntos de la piel de Kreeshkra, contra el fondo de sus huesos marfileños. Como dos
pececillos escarlata unidos por la cabeza y la cola, sus móviles labios se agitaban o
permanecían temblorosos uno al lado del otro, revelando y ocultando alternativamente
sus dientes perlinos. Sus senos, montados sobre la caja torácica, eran como mitades de
peras, con unas tonalidades que oscilaban entre el rosado y el escarlata.
Fafhrd contemplaba pensativo aquellos pintorescos adornos.
—¿Porqué? —preguntó finalmente.
La risa de la mujer ondeó como el sonido de unas campanillas de cristal.
—¡Ah, mi querido y estúpido hombre de barro! —dijo en un lankhmarés con fuerte
acento—. Las mujeres que no son Espectros..., supongo que todas tus mujeres
anteriores, ¡que las despedacen en el infierno y que cada uno de los fragmentos conserve
su sensibilidad...!, esas mujeres llaman la atención hacia sus puntos atractivos
ocultándolos con ricas telas o metales preciosos. Nosotras, que tenemos la carne
transparente y desdeñamos todo atavío, debemos acicalarnos de otra manera,
empleando cosméticos.
Fafhrd replicó a esto con una risa perezosa. Ahora su mirada iba y venía entre su
querida compañera de blancas costillas y la luna vista a través de las leves ramas gris
pálido del espino muerto en el borde de la oquedad, y ese contrapunto le producía una
satisfacción maravillosa. Pensó en lo extraño que era, aunque en realidad no tanto, que
sus sentimientos hacia Kreeshkra hubieran cambiado con tanta rapidez. La noche
anterior, cuando la muchacha volvió en sí a cosa de una milla más allá de la incendiada
Sarheenmar, Fafhrd estuvo a punto de matarla, pero ella se comportó con tanto valor y,
más tarde, se reveló como una compañera tan animosa y simpática, poseedora de un
agudo ingenio, aunque un tanto seco, como correspondía a un esqueleto, que cuando
apareció el alba rosada y las llamas de la ciudad se perdieron de vista, le pareció natural
que montara en la grupa, detrás de él, mientras proseguía el viaje hacia el sur. Pensó,
además, que semejante compañera intimidaría, sin necesidad de luchar, a los bandidos
que merodeaban alrededor de Ilthmar y creían que los Espectros eran un mito. Le había
ofrecido pan y vino; ella rechazó el primero y bebió un poco del segundo. Hacia el
anochecer derribó un antílope de un flechazo y se dieron un festín. Ella devoró cruda su
ración. Era cierto lo que se decía sobre la digestión de aquellos seres espectrales. Al
principio, Fafhrd se sintió molesto porque la mujer no parecía airada por la muerte de sus
compañeros, y sospechaba que tal vez su extrema sociabilidad era un truco para cogerle
desprevenido y acabar con él, pero luego llegó a la conclusión de que los Espectros no
daban demasiada importancia a la vida. No en vano físicamente apenas parecían poco
más que esqueletos.
La yegua gris mingola, atada al espino en el borde de la oquedad, alzó la cabeza y
relinchó.
A unos mil metros o quizá más por encima de su cabeza, en la oscuridad azotada por
el viento, un murciélago se lanzó desde el lomo de un albatros negro, que batía
poderosamente las alas, y planeó hacia el suelo como una gran hoja negra animada.
Fafhrd extendió un brazo y deslizó los dedos por el cabello invisible de Kreeshkra, que
le llegaba hasta los hombros.
—Huesitos —le dijo —. ¿Por qué me llamas «hombre de barro»?
Ella le respondió pausadamente:
—Todos los seres de tu especie nos parecen de barro, pues nuestra carne es tan clara
como el agua de un torrente que no enturbian las lluvias ni el hombre. Los huesos son
bellos, están hechos para exhibirlos. —Alzó una mano de aspecto esquelético pero de
tacto suave, y jugueteó con el vello pectoral de Fafhrd. Entonces prosiguió seriamente,
con la mirada puesta en las estrellas—: Nosotros, los Espectros, sentimos tal desagrado
estético por la carne de barro que consideramos como un deber sagrado devorarla para
que se vuelva cristalina. Pero no la tuya, hombre de barro —añadió, haciendo tintinear
una ajorca de cobre—. Por lo menos, no esta noche.
Él la cogió suavemente de la muñeca.
—Entonces tu amor hacia mí es muy antinatural —observó, como si tuviera el vago
propósito de iniciar una discusión—. Por lo menos desde el punto de vista de los
Espectros.
—Si tú lo dices, mi amo... —replicó ella, con una sardónica nota de sumisión ficticia.
—Retiro lo dicho —murmuró Fafhrd—. Yo soy el afortunado, cualquiera que sea tu
motivación. —La gravedad con que acababa de pronunciar estas palabras cedió el paso a
un tono más ligero—: Dime, Huesitos, ¿cómo has llegado a dominar el idioma
lankhmarés?
—Ah, qué tonto eres, hombre de barro —replicó ella con indulgencia—. ¿No sabías
que ésta es nuestra lengua nativa? —Su voz adquirió una entonación soñadora—. Se
remonta a la época, hace más de un milenio, en que el imperio de Lankhmar se extendía
desde Quarmall a los montes Trollstep y desde el Extremo de la Tierra al mar de los
Monstruos, cuando Kvarch Nar se llamaba Hwarshmar y los solitarios Espectros no eran
más que ladrones de callejas y cementerios. Teníamos otro idioma, pero el lankhmarés
era más fácil.
Él devolvió la mano de la mujer a su costado, para apoyar la suya más allá de ella y
mirarle a las negras cuencas de los ojos. Ella exhaló un leve gemido y deslizó
suavemente los dedos por sus flancos. Él refrenó el impulso que sentía y le preguntó:
—Dime, Huesitos, ¿cómo te las arreglas para ver cuando la luz te atraviesa? ¿Acaso
ves con el interior de la parte trasera del cráneo?
—Preguntas, preguntas y más preguntas —replicó ella en tono quejumbroso.
—Sólo pretendo ser un poco menos tonto —le explicó él humildemente.
—Pero si me gusta que seas tonto. —Kreeshkra suspiró. Entonces, alzándose sobre el
codo para quedar frente a la fogata, que aún ardía, pues la dura madera de espino
quemaba lenta e intensamente, le dijo—: Mírame a los ojos. No, sin interponerte entre
ellos y el fuego. ¿No ves un pequeño arco iris en cada uno? Ahí es donde se refracta la
luz hacia la parte de mi cerebro que se encarga de la visión, y se forma una imagen real
muy pequeña.
Fafhrd reconoció que podía ver los diminutos arco iris y añadió con vehemencia:
—Sigue mirando al fuego, pues quiero enseñarte algo. —Formó un cilindro con una
mano, aplicó un extremo al ojo más próximo de la mujer y cubrió el otro extremo con los
dedos de la otra mano—. ¡Ya está! ¿No es cierto que puedes ver el resplandor del fuego
a través de mis dedos? Así pues, soy en parte transparente. También mi carne tiene un
elemento cristalino.
—Puedo verlo, es cierto —le aseguró ella con un sonsonete de fatiga. Desvió la vista
de sus manos, el rostro iluminado por el fuego y el pecho velludo—. Pero me gusta que tú
seas de barro. —Puso las manos sobre sus hombros—. ¡Vamos, cariño, sé el barro más
sucio!
Él miró el cráneo que resplandecía a la luz de la luna, con sus dientes perlinos, las
negras cuencas de los ojos, cada una con un arco lunar de leve opalescencia, y recordó
que cierta vez una mujer sabia del norte les había dicho, al Ratonero y a él, que ambos
estaban enamorados de la muerte. Ahora, mientras los brazos de Kreeshkra le
estrechaban, tuvo que admitir que aquella mujer había acertado, al menos con respecto a
él.
En aquel instante oyeron un ligero silbido, tan agudo que era casi inaudible, pero
atravesaba el oído como una aguja más fina que un cabello. Fafhrd se volvió
bruscamente.
Ambos alzaron la cabeza y vieron que no sólo les observaba la yegua mingola, sino
también un murciélago negro que colgaba con la cabeza hacia abajo de una de las ramas
grises de espino.
Impulsado por una premonición, Fafhrd tendió un dedo hacia el negro roedor volante, el
cual descendió en seguida y se posó en la carnosa percha que le ofrecían. Fafhrd retiró
un diminuto pergamino negro que llevaba atado a una pata, flexible como una finísima
lámina de hierro templado, depositó de nuevo al murciélago en la rama y, desenrollando
el pergamino negro, se lo acercó a los ojos y a la luz de la fogata leyó la siguiente misiva
escrita con letras blancas:
El Ratonero corre un peligro terrible, al igual que Lankhmar. Consulta a Ningauble de
los Siete Ojos. La rapidez es esencial. No pierdas el silbato de hojalata.
La firma era un pequeño óvalo sin ningún rasgo distintivo, pero Fafhrd sabía que era
uno de los sellos de Sheelba del Rostro sin Ojos.
Con la blanca mandíbula apoyada en los nudillos, Kreeshkra contempló al norteño, que
estaba ciñéndose la espada, desde los inescrutables hoyos negros de sus ojos.
—Me abandonas —observó en tono neutro.
—Sí, Huesitos, debo cabalgar hacia el sur veloz como el viento —admitió
apresuradamente Fafhrd—. Un amigo de toda la vida corre grave peligro.
—Un hombre, claro —dijo ella con la misma inexpresividad—. Incluso los hombres de
nuestra raza reservan sus mejores afectos para sus compañeros de armas.
—Es una clase distinta de afecto —replicó Fafhrd mientras desataba a la yegua y
palpaba la bolsa aplanada que colgaba del arzón de la silla, para asegurarse de que el
delgado cilindro seguía allí. Entonces añadió de un modo más práctico—: Todavía te
queda la mitad del antílope para cobrar fuerzas durante el viaje de regreso a tu casa..., y,
además, está crudo.
—De modo que, según tú, somos devoradores de carroña. ¿Es esa mitad de antílope
muerto una prueba de lo que significo para ti?
—Bueno, siempre he oído decir que los Espectros... No, claro, no trato de
recompensarte... Mira, Huesitos..., no voy a discutir contigo, eres demasiado experta en
eso. Conténtate con saber que debo correr como un rayo a Lankhmar, haciendo sólo una
pausa para consultar a mi maestro brujo. No podría llevarte en ese viaje... ¡Ni a ti ni a
nadie!
Kreeshkra miró a su alrededor con curiosidad.
—¿Quién te ha pedido que le lleves contigo? ¿El murciélago?
Fafhrd se mordió el labio.
—Toma, aquí tienes mi cuchillo de caza. —Como ella no hizo intención de cogerlo, lo
depositó junto a su mano—. ¿Sabes usar el arco?
La muchacha esquelética se dirigió a algún espectador invisible:
—Ahora el hombre de barro me preguntará si sé rebanar un hígado. Ah, de haber
seguido juntos otra noche, sin duda me habría cansado de él y, con el pretexto de besarle
el cuello, le habría mordido la gran arteria por debajo de la oreja, para beber su sangre y
devorar su carroña de barro, dejando sólo su estúpido cerebro para que no contaminara al
mío y lo redujera a la imbecilidad.
Fafhrd se abstuvo de replicar y dejó el arco mingol con su aljaba de flechas junto al
cuchillo de caza. Entonces se arrodilló para dar al Espectro femenino un beso de
despedida, pero en el último momento ella volvió la cabeza, de modo que los labios de
Fafhrd sólo encontraron su fría mejilla.
—Tanto si lo crees como si no, volveré a buscarte —le dijo al incorporarse.
—No lo harás, y aunque lo hicieras, no me encontrarías en ninguna parte.
—De todos modos te buscaré —insistió él mientras desataba a la yegua—. Me has
proporcionado el éxtasis más misterioso y extraordinario que ninguna mujer me había
hecho sentir jamás.
La muchacha Espectro tenía la mirada perdida en la noche.
—Felicidad, Kreeshkra —musitó—. He aquí tu regalo a la humanidad: emociones
misteriosas. Echa a correr como un rayo, hombre de barro. A mí también me encantan las
emociones.
Fafhrd apretó los labios y la miró de nuevo. Luego, al ponerse la capa, el murciélago
echó a volar y se aferró a sus pliegues.
—El murciélago, como he dicho —afirmó Kreeshkra, meneando la cabeza.
Fafhrd montó la yegua y se alejó al trote por la ladera de la colina.
Kreeshkra se levantó de un salto, cogió el arco y las flechas, corrió al borde de la
hondonada cubierta de hierba y apuntó a la espalda de Fafhrd, mantuvo la cuerda del
arco tensa durante tres latidos de corazón y luego se volvió bruscamente y lanzó la flecha
contra el árbol espinoso. El dardo se clavó en el centro del tronco gris y se quedó allí
vibrando.
Fafhrd volvió rápidamente la cabeza al oír el disparo del arco, el zumbido de la flecha y
el sonido del impacto. Vio que la mujer agitaba un brazo esquelético, saludándole, y siguió
haciéndolo hasta que él llegó al camino al pie de la colina, donde espoleó a la yegua y
partió al galope.
En lo alto de la colina, Kreeshkra permaneció inmóvil y pensativa durante dos
exhalaciones. Luego se sacó del cinto un objeto invisible, que arrojó al centro de la fogata
moribunda. Hubo un chisporroteo seguido de una lluvia de chispas, y una llamarada azul
brillante se alzó en línea recta a una docena de varas y ardió durante otros dos latidos de
corazón antes de extinguirse. Los huesos de Kreeshkra parecían de hierro azulado, su
carne cristalina destellante como jirones de cielo nocturno tropical, pero no había nadie
para contemplar tal belleza.
Fafhrd vio la llamarada vertical y delgada por encima del hombro, y siguió cabalgando
con el ceño fruncido.
Aquella noche las ratas asolaban Lankhmar. Los gatos morían a causa de los veloces
dardos de ballesta, que les atravesaban los ojos y se alojaban en el cerebro. Los roedores
arrojaron astutamente el raticida en los cuencos de comida de los perros. El tití de
Elakeria murió, crucificado en la cabecera de la cama de sándalo de aquella mujer obesa,
frente a su espejo de plata bruñida que llegaba hasta el techo. Los niños aparecían sin
vida en sus cunas, muertos a dentelladas. Algunos adultos recibieron dardos impregnados
de una sustancia negra, y murieron entre convulsiones tras varias horas de agonía.
Muchos se entregaron a la bebida para aplacar sus temores, pero los borrachos que
perdían el sentido en las calles solitarias, sin que nadie les viera, morían desangrados a
causa de los cortes que los roedores les practicaban en las arterias. La tía de Glipkerio,
que era también la madre de Elakeria, murió ahorcada con un lazo corredizo colgado
sobre una escalera empinada y oscura, resbaladiza a causa del aceite derramado por las
ratas. A una prostituta temeraria la derribaron en la plaza de las Delicias Oscuras y se la
comieron viva sin que nadie hiciera caso de sus gritos.
Tan ingeniosas eran algunas de las trampas tendidas por las ratas y, según los testigos
presenciales, blandían sus armas con tanta destreza, que muchas personas empezaron a
insistir en que algunas de ellas, sobre todo las albinas, escasas y elusivas, tenían en las
patas unas manos diminutas con garras, mientras corrían muchos rumores de que ciertas
ratas andaban erguidas sobre las patas traseras.
Los lankhmarianos introdujeron hurones en las madrigueras, pero ninguno de ellos
regresó. Los soldados, con la cabeza protegida con una especie de sacos que les daban
un aspecto misterioso y enfundados en sus uniformes pardos, corrían de un lado a otro en
pelotones, buscando en vano blancos para sus nuevas y muy alabadas armas.
Envenenaron los pozos más profundos de la ciudad, suponiendo que la ciudad de las
ratas se encontraba a la misma profundidad, y utilizaban aquellos pozos para su
suministro de agua. Cometieron la imprudencia de verter azufre ardiendo en las
madrigueras, y fue preciso desviar a los soldados de su tarea principal a fin de combatir
los incendios resultantes.
El éxodo, iniciado de día, prosiguió durante la noche, por medio de falúas, gabarras,
botes de remos y balsas. También emprendieron la huida hacia el sur, en carreta, en
carro o a pie, a través de la Puerta del Grano, e incluso hacia el este, por la Puerta de la
Marisma, hasta que se lo impidieron sangrientamente por orden de Glipkerio, a quien
aconsejaron Hisvin y el rígido y anciano capitán general Olegnya Matamingoles. La galera
de guerra de Lukeen era una de las varias que rodearon a las embarcaciones civiles en
huida y las hicieron volver a los muelles..., es decir, a todos menos a las falúas más
cargadas de oro y cuyos tripulantes estaban en condiciones de sobornar.
Poco después, y con tanta rapidez como la noticia de un nuevo pecado, se extendió el
rumor de que existía una conspiración para asesinar a Glipkerio y a su muy admirado
primo, que gustaba de hacerse pasar por pobre, Radomix Kistomerces-Null, el cual
poseía diecisiete gatos domésticos. Una nutrida tropa, formada por guardias vestidos de
paisano y civiles, partió del Palacio del Arco Iris y atravesó la ciudad a oscuras,
alumbrándose con antorchas, con la intención de apoderarse de Radomix; pero éste fue
advertido a tiempo y se perdió con sus gatos en los barrios bajos, donde tanto uno como
los otros tenían muchos amigos, humanos y felinos.
A medida que avanzaba lentamente la noche de terror, las calles se iban quedando
desiertas, silenciosas y oscuras, puesto que todos los sótanos y muchas plantas bajas
habían sido abandonados, cerrados, atrancados y rodeados de barricadas. Sólo la calle
de los Dioses seguía atestada de gente, pues las ratas aún no la habían atacado y las
gentes encontraban allí cierto consuelo contra sus temores. En todos los demás lugares
no se oía más ruido que las pisadas rápidas de los pelotones de guardias y de soldados
nerviosos, los chillidos y el tamborileo de las patitas, que iban haciéndose cada vez más
audaces y numerosos.
Reetha yacía ante la gran chimenea de la cocina, procurando ignorar a Samanda, que
estaba sentada en su enorme sillón de señora del palacio e inspeccionaba sus látigos,
varillas, paletas y otros instrumentos de corrección, y en ocasiones hacía restallar de
súbito uno de sus temibles látigos en el aire. Una cadena muy larga y fina, sujeta al collar
que Reetha llevaba al cuello, la ataba a una anilla de hierro fijada en el suelo enlosado,
más o menos en el centro de la cocina. De vez en cuando, Samanda la miraba
pensativamente, y cada vez que la campana daba la media hora, ordenaba a la
muchacha que se pusiera en posición de firmes e hiciera alguna tarea trivial, como llenar
la gran copa de vino de Samanda. No obstante, aún no le había azotado ni, por lo que
Reetha sabía, había enviado un mensaje a Glipkerio, informándole de la hora en que la
sirvienta recibiría el correctivo.
Reetha se daba cuenta de que la mujerona la estaba sometiendo expresamente al
tormento del castigo diferido y trataba de obnubilar su mente con el sueño y las fantasías.
Pero en las pocas ocasiones en que logró conciliar el sueño tuvo pesadillas que hicieron
más violento su despertar cada media hora, mientras que las fantasías de dominar
cruelmente a Samanda eran demasiado patéticas en su situación actual. Procuró
entretenerse con pensamientos amorosos, pero el material del que disponía era muy
escaso. Entre otros retazos, estaba el menudo espadachín vestido de gris, que le
preguntó su nombre el día que la azotaron por haber dejado caer la bandeja al suelo,
asustada por las ratas. Por lo menos aquel hombre se mostró cortés con ella y pareció
considerarla como algo más que una bandeja ambulante, pero seguramente ni siquiera se
acordaría de ella.
De improviso, se le ocurrió que si lograba engatusar a Samanda para que se
aproximara más a ella, un movimiento rápido le permitiría estrangularla con la cadena...,
pero esta idea sólo le hizo temblar. Al final se consoló haciendo recuento de sus ventajas,
como la de carecer de cabello que pudieran arrancarle o prenderle fuego.
Una hora después de la medianoche, el Ratonero se despertó sintiéndose en forma y
preparado para la acción. La herida vendada no le molestaba, aunque aún tenía un poco
rígido el antebrazo izquierdo; pero puesto que no podía entrar en contacto con Glipkerio
antes del alba, y al no tener intención de poner en práctica la magia contra las ratas que le
había proporcionado Sheelba, excepto en presencia del asombrado Señor Supremo,
decidió dormirse de nuevo con la ayuda del vino restante.
Moviéndose con sigilo para no molestar a Nattick Dedoságiles, a quien oía roncar en un
camastro cerca de él, apuró rápidamente la jarra mediada de vino y empezó a tomar la
llena con más lentitud. Sin embargo, el sopor, y mucho menos el sueño, se negaban
perversamente a visitarle. Por el contrario, cuanto más bebía, más despierto estaba, hasta
que al final, encogiéndose de hombros y sonriendo, tomó a Escalpelo y a Garra de Gato
sin hacer el menor ruido y bajó silenciosamente la escalera.
A la débil luz de un candil con pantalla de cuerno vio sus ropas y objetos personales
dispuestos ordenadamente sobre la limpia mesa de trabajo de Nattick. Sus botas y otros
objetos de cuero habían sido cepillados, restregados y lubricados con grasa de vaca, y su
blusa y capa de seda gris lavadas, secadas y pulcramente remendadas, cada costura y
parche bien repasados y zurcidos. Mirando agradecido hacia el techo, se vistió
rápidamente, cogió una de las dos grandes llaves aceitadas idénticas que colgaban de un
gancho oculto en un lugar que él conocía, abrió la puerta, que giró sin producir ningún
chirrido sobre sus goznes bien engrasados, salió a la calle y cerró la puerta tras él.
Se quedó un momento inmóvil, envuelto en las sombras profundas. La luna plateaba
imparcialmente los viejos muros de las casas de enfrente, sus manchas, las pequeñas
ventanas bajas, herméticamente cerradas, las puertas con umbrales de piedra ahuecados
por las pisadas de innumerables generaciones, los desgastados adoquines, las rejillas de
los desagües con bordes de bronce y la basura diseminada. La calle estaba silenciosa y
desierta hasta donde se curvaba, perdiéndose de vista. El Ratonero pensó que aquél era
el aspecto que debía de tener la Ciudad de los Espectros por la noche, aunque allí había
esqueletos que se deslizaban con sus pies marfileños sin emitir ningún crujir de huesos.
Moviéndose como un felino, salió de las sombras. La luna hinchada pero deforme le
miraba casi cegadoramente por encima del tejado de Nattick. Entonces él mismo entró a
formar parte del mundo plateado, y echó a andar con largas y silenciosas zancadas,
gracias a sus botas de suela esponjosa, por el centro de la calle de las Baratijas, hacia
sus cruces, ocultos por las curvas, con la calle de los Pensadores y la de los Dioses. La
calle de las Rameras era paralela a la de las Baratijas, a la izquierda, y las calles de los
Carreteros y del Muro, a la derecha, y las cuatro seguían a la curva Muralla de la
Marisma, más allá de la calle del Muro.
Al principio sólo había silencio, y cuando el Ratonero se deslizó como un felino no lo
rompió en absoluto. Pero al cabo de un rato empezó a oírlo..., un leve tamborileo, casi
como el que producen las primeras gotas, todavía escasas, de lluvia, o el hálito inicial de
una tormenta a través de un árbol de hojas pequeñas. Se detuvo y miró a su alrededor. El
tamborileo cesó. Sus ojos escrutaron las sombras y no distinguieron más que dos
destellos muy juntos en la basura, que podrían ser gotas de agua, rubíes o... cualquier
cosa.
Volvió a ponerse en marcha y en seguida se reanudó el tamborileo, sólo que ahora era
más intenso, como si la tormenta estuviera a punto de estallar. Apresuró el paso y, de
súbito, cayeron sobre él: dos hileras irregulares de pequeñas formas plateadas que
emergieron de las sombras a su derecha, desde detrás de los montones de basura y
entre las rejas de los desagües a su izquierda. Algunas incluso pasaron por debajo de las
puertas, gracias a la oquedad en la piedra desgastada del umbral.
El Ratonero echó a correr en zigzag y, con mucha más rapidez que sus enemigos,
empuñando a Escalpelo, que parecía una lengua de sapo plateada extendida para
pinchar a un roedor tras otro en alguna parte vital, como si fuera un fantástico recolector
de basura y las ratas fragmentos de porquería animados. Siguieron acercándose a él por
delante, pero burló a la mayoría en su carrera y ensartó a las restantes. El vino que había
ingerido le proporcionaba una confianza absoluta, y el combate casi se convirtió en una
danza..., una danza de la muerte en la que las ratas hacían el papel de la humanidad y su
fúnebre Señor Supremo estaba armado con un estoque en vez de una guadaña.
La caite se curvó, y las sombras y la pared plateada cambiaron de lugar. Una gran rata
rebasó la barrera de Escalpelo y se lanzó contra la cintura del Ratonero, pero éste la
alcanzó con la punta de Garra de Gato, mientras con la espada atravesaba a las otras
dos. Jamás en toda su vida, se dijo jubiloso, había sido el Ratonero Gris tan real y
literalmente, diezmando a la presa natural de un ratonero.
Entonces algo pasó zumbando ante su nariz, como una avispa airada, y todo cambió.
Recordó en un vivido destello aquella noche a bordo de la nave Calamar —extraña y
decisiva noche que casi se había convertido en un recuerdo fantástico para él— y las
ratas armadas con ballestas, Skwee con una espada minúscula aplicada a su yugular, y
por primera vez desde que estaba en Lankhmar comprendió plenamente que no se las
había con ratas ordinarias, ni siquiera extraordinarias, sino con una misteriosa y hostil
cultura de seres inteligentes, pequeños, ciertamente, pero quizá más listos, sin duda
prolíficos e incluso con tendencias más criminales que los mismos hombres.
Dejó de zigzaguear y echó a correr tan rápido como pudo, repartiendo mandobles con
Escalpelo, al tiempo que se metía la daga en el cinto y cogía la bolsa para sacar el frasco
negro con la pócima de Sheelba.
No lo encontró allí. Descorazonado y maldiciéndose a sí mismo, recordó que, aturdido
por el vino, lo había dejado bajo la almohada en casa de Nattick.
Pasó raudo ante la negra calle de los Pensadores, cuyos altos edificios ocultaban la
luna. Aparecieron más ratas, pisó una y estuvo a punto de resbalar. Otras dos avispas de
acero zumbaron ante su rostro y —jamás lo habría creído si se lo hubieran contado— una
pequeña saeta con una llama azulada. Dejó atrás el largo y oscuro muro del edificio que
albergaba al Gremio de Ladrones, pensando sobre todo en poner tierra por medio y
apenas en acabar con más ratas.
Poco después, tras una curva cerrada de la calle de las Baratijas, vio luces brillantes y
muchos transeúntes: unos pasos más y se encontró entre ellos. Todas las ratas habían
desaparecido.
En un puesto callejero compró una pequeña jarra de cerveza calentada al carbón para
entretenerse mientras recobraba el aliento y se disipaba su temor. Cuando el líquido
amargo humedeció tibiamente su garganta, miró hacia el este, a lo largo de la calle de los
Dioses, hasta la Puerta de la Marisma, y luego al oeste, donde las casas iluminadas se
extendían hasta perderse de vista.
Le pareció que todo Lankhmar se había dado cita allí aquella noche, a la luz de las
antorchas, los faroles y las velas bajo pantallas de cuerno, cuchicheando con temerosos
susurros. Se preguntó por qué las ratas habían evitado solamente aquella calle. ¿Acaso
temían más que los mismos hombres a los dioses de éstos?
En un extremo de la calle de los Dioses que daba a la Puerta de la Marisma sólo
estaban las moradas modestas de los dioses más nuevos, pobres y adecuados a los
barrios bajos entre todos los dioses en Lankhmar. Allí, la mayor parte de las
congregaciones de fieles eran meros grupos reunidos en la acera alrededor de un
zarrapastroso ermitaño o un flaco sacerdote de piel correosa, procedentes de los
desiertos de las Tierras Orientales.
El Ratonero giró al otro lado y emprendió un lento y serpenteante paseo entre la
muchedumbre que hablaba en voz baja, saludando aquí a un viejo conocido,
deteniéndose allá para tomar un vaso de vino o una copita de aguardiente en un puesto
callejero, pues los lankhmarianos creen que la religión y la mente medio abotargada, o por
lo menos amortiguada por la bebida, armonizan a la perfección.
A pesar de la tentación momentánea, logró pasar de largo ante la calle de las Rameras,
tocándose el bulto del dardo en la sien para recordarse que la experiencia erótica
terminaría en la futilidad. Aunque la calle de las Rameras estaba a oscuras, todas las
mujeres, jóvenes y viejas, habían salido aquella noche y practicaban su oficio en los
pórticos sombríos, proporcionando a los hombres el tercer remedio más potente contra
sus temores, después de las plegarias y el vino.
Cuanto más se alejaba de la Puerta de la Marisma, más ricos eran los dioses en
Lankhmar y mejor servidos estaban. Había iglesias y templos que incluso tenían
columnas revestidas de plata, y sacerdotes con cadenas y vestimentas de oro. Desde las
puertas abiertas se filtraba una potente luz amarilla, el fuerte aroma del incienso y el
rumor de las maldiciones cantadas y las plegarias..., todo ello contra las ratas, por lo que
podía entender el Ratonero.
Sin embargo, empezó a observar que la ausencia de las ratas no era total en la calle de
los Dioses. De vez en cuando se asomaban a los tejados pequeñas cabezas negras, y en
más de una ocasión vio unos ojillos rojos y ambarinos, muy juntos, tras la rejilla de un
desagüe, en el bordillo.
Pero el Ratonero ya había ingerido suficiente vino y aguardiente para que tales
pequeñeces no le inmutaran, pese al pavor que había experimentado recientemente, y su
memoria retrocedió a la extraña temporada, años atrás, en que Fafhrd, sin blanca y con la
cabeza rapada, fue acólito de Bwadres, único sacerdote de Issek de la Jarra, mientras
que él mismo fue lugarteniente del estafador Pulg, quien desplumaba a todos los
sacerdotes y fieles por igual.
Salió de la ensoñación en que le habían sumido estos recuerdos cerca del extremo de
la calle de los Dioses que daba al río Hlal, donde los templos tienen las puertas de oro,
sus torres puntiagudas se elevan al cielo y las túnicas de los sacerdotes, recamadas de
joyas, tienen todos los colores del arco iris. A su alrededor había una multitud de personas
ataviadas casi con la misma riqueza, y, entre ellas, percibió de súbito, bajo una capucha
de terciopelo verde que le cubría la negra cabellera, con su peinado alto sujeto con una
redecilla de plata, el rostro de Frix que le miraba con una expresión alegre y melancólica a
la vez. Algo de color marrón claro, pequeño y de forma irregular, se deslizó en silencio
desde su mano al suelo, que allí era de ladrillos de cerámica ensamblados con metal.
Entonces dio media vuelta y desapareció. El Ratonero corrió tras ella, recogiendo de paso
el trozo de pergamino arrugado que la muchacha había dejado caer, pero dos aristócratas
con sus cortesanos y un mercader de paño de oro se interpusieron en su camino, y,
cuando se libró de ellos, haciendo un esfuerzo para no ceder a sus impulsos
aguijoneados por el vino y evitar un duelo, no vio por ningún lado la túnica de terciopelo
verde con capucha, ni a ninguna mujer con un atuendo que se pareciera ni remotamente
al de Frix.
Alisó el arrugado pergamino y, a la luz de un farol con pantalla de cuerno que colgaba a
baja altura en una esquina, leyó:
Ten la paciencia y el valor de un héroe.
Tu mayor deseo se satisfará muy por encima
de tus más atrevidas esperanzas,
y todos los encantamientos cesarán.
HISVET
El Ratonero alzó la vista y vio que había rebasado el último de los altos y
resplandecientes templos de los dioses en Lankhmar y se hallaba ante el oscuro edificio
cuadrado, con su campanario silencioso, que era el templo de los dioses de Lankhmar,
aquellas antiguas deidades de huesos pardos y togas negras, a quienes los
lankhmarianos nunca rendían culto en congregación, pero a los que temían y
reverenciaban en lo más profundo de su mente, por encima de todos los demás dioses y
demonios de Nehwon.
La excitación que había engendrado en él la nota de Hisvet se extinguió de inmediato
al ver aquel templo, y avanzó desde el último farol encendido hasta la calle a oscuras que
se extendía ante el templo envuelto en las sombras. En su mente abotargada por el licor
desfiló sin orden ni concierto todo lo que había oído decir sobre los temibles dioses de
Lankhmar: no les importaban los sacerdotes ni la riqueza, ni siquiera los fieles. Se
contentaba con su destartalado templo «siempre que no les molestaran» y, en un mundo
en que prácticamente todos los demás dioses, incluidos los dioses en Lankhmar, sólo
parecían desear más fieles, más riquezas, más difusión de su credo hasta los lugares
más apartados, aquello era muy raro, incluso siniestro. Sólo se manifestaban cuando
Lankhmar corría un peligro directo, y ni siquiera lo hacían en todas las ocasiones;
rescataban y luego castigaban..., no a los enemigos de Lankhmar, sino a sus propios
ciudadanos, y luego se retiraban con la mayor rapidez posible a su tétrica morada y sus
camastros putrefactos.
En el tejado de aquel templo no había sombra de roedores ni tampoco en la oscuridad,
que iba espesándose a su alrededor.
Con un estremecimiento, el Ratonero le volvió la espalda, y allí, al otro lado de la calle,
con los grandes y borrosos cilindros de los silos a un lado y al fondo el palacio de
Glipkerio, con sus minaretes de colores que adquirían tonos pastel a la luz de la luna, se
alzaba la casa estrecha, de piedra gris, de Hisvin, el mercader de grano. Sólo una
ventana del piso superior estaba iluminada.
Los intensos deseos que la nota de Hisvet había despertado en el Ratonero brotaron
de nuevo en él, y sintió la fuerte tentación de escalar el negro muro hasta aquella ventana,
por muy lisa y sin asideros que pareciese, pero el sentido común prevaleció a pesar de los
efectos del vino. Al fin y al cabo, Hisvet había escrito «paciencia» antes que «valor».
Lanzando un suspiro y encogiéndose de hombros, se volvió hacia el tramo
brillantemente iluminado de la calle de los Dioses, dio la mayor parte de las monedas que
contenía su bolsa a una enjoyada y remilgada esclava a cambio de un botellín de
aguardiente lechoso, un licor especial que la muchacha llevaba en una bandeja colgada
de sus hombros, por debajo de los senos desnudos, tomó un trago de fuerte licor y así se
sintió lo bastante audaz para pasar por la calle de las Monjas, con la intención de ir a una
plaza más allá de la calle de los Pensadores y, a través de la calle de los Oficios, regresar
a la de las Baratijas, donde estaba la casa de Nattick.
A bordo de la nave Calamar, acurrucado en la cofa, la gatita negra se agitó y gimió en
su sueño, como si le acosaran pesadillas en las que le atacaba un gato grande, o quizá
incluso un tigre.
10
Al amanecer, Fafhrd robó un cordero y entró en un maizal al norte de Ilthmar, a fin de
procurarse el desayuno para él y su montura. Las gruesas costillas, asadas o por lo
menos bien tostadas sobre un pequeño fuego, estaban deliciosas, pero la yegua, mientras
mascaba, miraba sombríamente a su nuevo amo con lo que a él le parecía una
aprobación con reservas, como si dijera: «Me comeré este maíz, aunque es un condumio
suave, lechoso y afeminado en comparación con el grano mingol, duro como el pedernal,
con el que me criaron y que me procuró mi valor de acero, que se debe al duro esfuerzo
de triturar el grano con los dientes».
Terminaron de comer, pero se pusieron en marcha apresuradamente cuando unos
pastores y campesinos airados se acercaron a ellos gritando a través del campo. Una
piedra lanzada con honda por un pastor, que probablemente había descerebrado a unas
cuantas docenas de lobos en su juventud, pasó zumbando cerca de la cabeza agachada
de Fafhrd. Éste no intentó responder al ataque, sino que emprendió el galope, poniéndose
fuera del alcance de sus perseguidores, y entonces tiró de las riendas e hizo que la yegua
avanzara a un trote lento, a fin de tener tiempo para pensar, antes de cruzar Ilthmar, a
cuyo alrededor no había caminos y cuyas torres achaparradas ya eran visibles al frente,
brillando con destellos engañosamente dorados bajo los rayos del sol naciente.
Ilthmar, situada frente al mar Interior, un poco al norte del llamado Reino Hundido,
región que se extendía al oeste, hasta Lankhmar, era una ciudad de gentes malignas,
traicioneras, que sólo pensaban en el dinero. Aunque era la población más cercana a
Lankhmar, se hallaba en el cruce de caminos del mundo conocido, aproximadamente
equidistante de las Tierras Orientales, protegidas por el desierto, el boscoso reino de las
Ocho Ciudades y las estepas de los implacables mingoles. Debido a su situación, Ilthmar
siempre intentaba, mediante la astucia o el empleo de fuerzas secretas, cobrar impuestos
a todos los viajeros. Sus piratas terrestres o bandidos marinos, que dividían su botín con
sus ariscos señores feudales, eran muy temidos, pero las grandes potencias nunca
permitirían que una de ellas dominara en exclusiva un punto tan estratégico, por lo que
Ilthmar mantenía la independencia de un intermediario, aunque de lo más rapaz e indigno
de confianza.
La situación central de la ciudad, donde los chismorreos de todo Nehwon se daban cita
con los viajeros del mundo, sin duda era también el motivo por el que Ningauble de los
Siete Ojos se había establecido en una cueva laberíntica, protegida contra los
encantamientos, al pie de los montes que se extendían al sur de Lankhmar.
Fafhrd no vio rastro de mingoles, cosa que no le satisfizo demasiado. Le sería más fácil
pasar desapercibido a través de una Ilthmar alarmada, que por una Ilthmar que fingía
dormitar al sol, pero llena de ojos porcinos siempre vigilantes, en busca de botín. Deseó
haber llevado a Kreeshkra consigo, como había planeado anteriormente. Sus huesos
aterradores habrían sido una mejor garantía de tránsito más seguro que un pasaporte del
Rey de Oriente, estampado con su famoso sello de cera dorada. ¡Qué estúpido se volvía
un hombre cuando se acostaba por primera vez con una mujer, tanto si se encandilaba
con ella como si luego huía! También lamentaba haberle dado su arco, y se decía que
ojalá se hubiera quedado con otro de repuesto.
Sin embargo, había recorrido tres cuartas partes del camino a través de la ciudad
cubierta de basura, con sus posadas repletas de chinches y sus pequeñas tabernas,
donde servían un vino resinoso, muy a menudo mezclado con opio para adormecer a los
desprevenidos, antes de que tuviera un tropiezo. Una grande y vistosa caravana que se
preparaba para su viaje de regreso a las Tierras Orientales le llamó la atención. La única
decoración de los feos edificios a su alrededor era el emblema del dios rata de Lankhmar,
repetido interminablemente.
El tropiezo ocurrió dos manzanas más allá de donde estaba la caravana, y consistió en
siete bribones con los rostros llenos de cicatrices y picados de viruela, todos ellos con
botas, calzones muy ajustados, jubones y capas con las capuchas hacia atrás. Todas
estas ropas, así como el casquete con que se cubrían la cabeza, eran de color negro. Un
momento antes la calle estaba desierta, pero de improviso los siete matones rodearon al
norteño amenazándole con sus espadas de filo en forma de sierra y otras armas, y
conminándole a desmontar.
Uno de ellos hizo ademán de coger la brida de la yegua cerca del bocado, lo cual fue
un grave error. Con la pericia de un duelista, el animal se encabritó, burló la guardia del
bandido y le golpeó el cráneo con un casco herrado. Fafhrd desenvainó a Vara Gris y con
el mismo movimiento degolló al bandido más cercano. La yegua bajó los cascos
delanteros y de una coz destrozó el vientre de un descortés individuo que se disponía a
arrojar una jabalina corta contra la espada de Fafhrd. Luego montura y jinete se alejaron
galopando hacia las afueras, al sur de la ciudad, y rebasaron la guardia de los barones de
Ilthmar antes de que los bandidos vestidos de negro, no mucho más respetables,
pudieran recobrarse y partir en su persecución.
A media legua de distancia, Fafhrd miró atrás. Aún no había señal de los bandidos,
pero no por ello se sintió más tranquilo, pues sabía que los bandidos de Ilthmar eran
pertinaces. Impulsados ahora por el deseo de venganza así como apetito de botín, sin
duda, los cuatro bandidos restantes no tardarían en pisarle los talones, y esta vez
tendrían flechas o por lo menos más jabalinas, y las usarían a prudente distancia. Empezó
a explorar las cuestas que se alzaban ante él, en busca del sendero, apenas perceptible,
que conducía a la morada subterránea de Ningauble.
La reunión del Consejo de Emergencia puso a prueba la capacidad de aguante de
Glipkerio Kistomerces. Estaba formado por el Consejo Interior y el Consejo de la Guerra,
pero los miembros de ambos consejos eran los mismos, más algunos notables, entre ellos
Hisvin, quien hasta entonces no había pronunciado palabra, aunque sus ojillos de iris
negros estaban alerta. Pero todos los demás, realzando sus palabras con movimientos de
los brazos que hacían ondear las anchas mangas de sus togas, no hacían más que
hablar, hablar, y hablar..., ¡y las ratas eran su tema exclusivo!
El flaco Señor Supremo, que no parecía alto cuando estaba sentado, puesto que su
altura se debía a la longitud de sus piernas, hacía rato que había puesto las manos
debajo de la mesa para ocultar su temblor, que les daba el aspecto de un nido de
serpientes blancas, pero quizá por ese motivo se le había declarado un violento tic facial
que sacudía su guirnalda de narcisos, haciendo que le cayera sobre los ojos a cada
decimotercera exhalación... Había llevado la cuenta y ese número le parecía
decididamente ominoso.
Por otro lado, había almorzado poco y a toda prisa, no había contemplado la sesión de
azotes a una sirvienta o un paje, ni siquiera un reparto de bofetadas, desde antes del
desayuno, y sus largos nervios, de textura más fina que los de los hombres corrientes,
debido a su superioridad aristocrática y la notable longitud de sus miembros, se hallaban
en un estado lamentable. Recordó que el día anterior había enviado una remilgada
sirvienta a Samanda para que la castigara y aún no había recibido ningún informe de su
oronda señora del palacio. Glipkerio conocía bien el tormento del castigo diferido, pero en
este caso parecía haberse convertido en un tormento de placer diferido... para él mismo.
¡Aquella mujerona debería tener más imaginación! ¿Por qué la mera contemplación de los
azotes le serenaba? Era un hombre realmente maltratado por el destino.
Ahora un idiota vestido con toga negra enumeraba nueve argumentos para solicitar que
todo el cuerpo sacerdotal del dios rata de Ilthmar se trasladara a Lankhmar y ofreciera las
plegarias adecuadas. Glipkerio se había vuelto tan nervioso e impaciente que incluso le
exasperaban los prolijos cumplidos que cada miembro del consejo le dirigía antes de
iniciar su exposición, y cada vez que uno de ellos hacía una breve pausa para respirar o
para que sus palabras causaran más efecto, se apresuraba a decir «sí» o «no» al azar,
confiando en que de esta manera aceleraría el final de la reunión; pero lo cierto era que
parecía causar el efecto contrario. Olegnya Matamingoles aún tenía que hablar y era el
orador más tedioso, lento y pagado de sí mismo de todos ellos.
Un paje se aproximó y se arrodilló a su lado, tendiéndole en actitud respetuosa un
sucio pergamino con dos dobleces y sellado con sebo de vela. El jerarca se lo arrebató,
echó un vistazo a la gran huella de dedo pulgar, inequívocamente de Samanda, impresa
en la sucia grasa, lo abrió y leyó la escritura negra:
La muchacha será azotada con alambre al rojo blanco cuando den las tres. No te
retrases, mi pequeño Señor Supremo, porque no te esperaré.
Glipkerio se levantó de un salto, pues hacía largo rato que había oído sonar las
campanadas que daban las dos.
Volvió a doblar la nota y agitó ante los miembros de su consejo —o quizá se debía al
temblor de su mano— y mirándoles con expresión desafiante les dijo:
—¡Noticias importantes de mi arma secreta! Tengo que reunirme de inmediato con su
remitente.
Y sin esperar sus reacciones, pero con un último tic tan violento que lanzó la diadema
de narcisos hacia adelante, hasta que quedó apoyada en su nariz, el Señor Supremo de
Lankhmar salió corriendo de la Cámara del Consejo a través de una arcada de madera
purpúrea con bordes de plata.
Hisvin se levantó de su silla, hizo una breve reverencia al consejo y salió en pos de su
amo con tanta rapidez como si en lugar de pies tuviera ruedas bajo la toga. Alcanzó a
Glipkerio en el pasillo, cogió con firmeza su flaco codo, a la altura del casquete negro con
que se tocaba, y, tras echar un vistazo a uno y otro lado para asegurarse de que nadie les
oía, alzó el rostro y le dijo en voz baja pero incitante:
—¡Regocíjate, oh, mente poderosa que eres el cerebro mismo de Lankhmar, pues el
planeta rezagado ha llegado por fin al lugar que le corresponde, se ha encontrado con su
flota estelar, y esta noche pronunciaré el hechizo que salvará a tu ciudad de las ratas!
—¿Qué dices? —replicó el otro, procurando ante todo liberarse de la mano que le asía,
aunque al mismo tiempo subía su guirnalda amarilla, dejándola de nuevo en lo alto de su
estrecho cráneo cubierto de bucles dorados—. Ahora tengo mucha prisa.
—Ella esperará sus azotes —le susurró Hisvin sin ocultar su desprecio—. He dicho que
esta noche, cuando den las doce, pronunciaré el hechizo que salvará a Lankhmar de las
ratas y, al mismo tiempo, salvará tu trono de Señor Supremo, el cual sin duda deberás
perder antes del alba si no derrotamos a las ratas esta misma noche.
—Pero ésa es precisamente la cuestión, que ella no esperará —adujo Glipkerio, presa
de una angustiosa agitación—. ¿A las doce, dices? Pero eso no puede ser. Aún no son
las tres..., ¿no es cierto?
—Oh, el más sabio y paciente, amo del tiempo y de las aguas del espacio —gruñó
Hisvin de puntillas, adulador. Entonces hundió las uñas en el brazo de Glipkerio y dijo con
lentitud, recalcando cada palabra—: He dicho que ésta será la noche. Mis agentes
demoníacos me aseguran que las ratas planean permanecer quietas esta tarde, hacer
que se relaje la vigilancia de la ciudad, y entonces, a medianoche, llevar a cabo un gran
asalto. Para asegurarnos de que todas están en las calles y permanecen en ellas
mientras yo recibo mi encantamiento letal desde el minarete más alto de este palacio,
debes ordenar, con una hora de antelación, que todos los soldados se retiren a los
cuarteles meridionales, así como tus guardias. Dile al capitán general Olegnya que
deseas que él les dirija una arenga para reforzar su moral..., ese viejo necio será incapaz
de resistir ese cebo. ¿Me comprendes..., mi... Señor Supremo?
—¡Sí, sí, claro que sí! —balbuceó Glipkerio ansiosamente, haciendo una mueca por el
dolor que le causaba el apretón de Hisvin, aunque no estaba enojado, sino que sólo
deseaba zafarse—. Esta noche, a las once..., todos los soldados y guardias fuera de las
calles... Olegnya les dirigirá una arenga. Y ahora, por favor, Hisvin, tengo que ir en
seguida a...
—...a contemplar cómo azotan a una sirvienta —concluyó Hisvin en tono neutro. Clavó
de nuevo sus uñas en el brazo de Glipkerio y añadió—: Espérame sin falta a las doce
menos cuarto en tu Cámara Azul de Audiencias, desde donde subiré al minarete azul para
pronunciar mi hechizo. Debes estar allí en persona..., con varios de tus pajes para que
transmitan un mensaje de tranquilidad a tu pueblo. Procura que les provean de varas de
autoridad. Yo traeré a mi hija y su sirvienta para que te serenen..., y' también a una
compañía de mis esclavos mingoles para que refuercen a tus pajes si es necesario. Será
mejor que ellos también dispongan de varas de autoridad, y además...
—Sí, sí, mi querido Hisvin —le interrumpió Glipkerio balbuceando con desesperación—
. Te estoy muy agradecido... Frix e Hisvet son inmejorables... A las doce menos cuarto...,
la Cámara Azul..., pajes..., varas..., varas para los mingoles. Y ahora debo apresurarme...
—Además —continuó Hisvin implacablemente, sus dedos como una trampa con
púas—. ¡Ten cuidado con el Ratonero Gris! ¡Ordena a tus guardias que estén prevenidos!
Y ahora... ve a disfrutar de tus pasatiempos flagelatorios —añadió en tono ligero,
separando sus córneas uñas del brazo de Glipkerio.
El Señor Supremo se frotó el brazo magullado, sin darse apenas cuenta de que estaba
libre, y siguió balbuceando:
—Ah, sí, el Ratonero..., ¡mal tipo! Pero los demás..., ¡bien, muy bien! ¡Muchísimas
gracias, Hisvin! Y ahora debo darme prisa...
Se volvió y dio un paso increíblemente largo.
—... a ver una sirvienta... —repitió Hisvin sin poder resistirse.
Como si estas palabras se le hubieran clavado en la espalda, Glipkerio dio media
vuelta y replicó con cierta energía:
—¡Voy a ocuparme de asuntos de la mayor importancia! Tengo más armas secretas
que la tuya, anciano..., ¡y también otros hechiceros!
Dicho esto, se envolvió en su toga negra y partió a grandes zancadas.
Hisvin ahuecó las manos alrededor de sus labios arrugados y le gritó en tono zalamero:
—¡Confío en que tu asunto se retuerza deliciosamente y chille del modo más relajante,
valiente Señor Supremo!
El Ratonero Gris mostró su anillo de correo a los guardianes en la entrada del palacio
por la parte de tierra, ante la puerta en el muro de losetas opalescentes. Había temido que
el anillo no le sirviera de nada, pues Hisvin muy bien podría haber puesto en su contra al
bobo de Glip durante los dos últimos días. En cualquier caso, los guardianes le miraron de
soslayo y le hicieron esperar lo suficiente para que el menudo aventurero experimentara a
fondo su resaca y se jurase que nunca volvería a beber tanto y con tales mezclas de
licores. También se maravilló de su estupidez y su buena suerte la noche anterior, cuando
se aventuró a través de las calles más oscuras infestadas de ratas y regresó
tambaleándose, completamente borracho, a casa de Nattick, sin caer en otra emboscada
de las ratas. Por fin encontró el frasco de Sheelba en casa de Nattick, resistió el impulso
de beber su contenido mientras estaba achispado y recibió aquella nota alentadora y
excitante de Hisvet. En cuanto hubiera concluido el asunto que le había llevado allí, iría
directamente a casa de Hisvin y...
Un guardián regresó de alguna parte y asintió ásperamente, franqueándole la entrada.
El sarcástico tercer mayordomo, que era un viejo camarada de chismorreo del
Ratonero, le informó que el Señor Supremo de Lankhmar estaba reunido con su Consejo
de Emergencia, del que ahora formaba parte Hisvin. El Ratonero resistió el potente
impulso de exhibir su magia sheelbiana contra las ratas ante los notables de Lankhmar y
en presencia de su rival, el hechicero más poderoso de la ciudad, aunque acarició
confiadamente el frasco negro que guardaba en su bolsa. Al fin y al cabo necesitaba que
las ratas se hubieran reunido previamente en un lugar para que el hechizo surtiera efecto,
y era preciso, sobre todo, que Glipkerio estuviera a solas para que surtiese efecto en él.
Así pues, avanzó por los laberínticos corredores del palacio para pasar una hora
escuchando o charlando, según se presentara la oportunidad.
Como solía ocurrirle cuando mataba el tiempo, el Ratonero pronto se encaminó hacia la
cocina. Aunque detestaba a Samanda con todas sus fuerzas, se había propuesto
astutamente cortejarla, pues conocía el poder de aquella oronda dama y le gustaban sus
setas rellenas y su vino con especias.
Los corredores por los que pasaba ahora, de losetas sin ningún diseño pero
impecables, estaban desiertos. Era ese momento de la tarde en que la comida ya se ha
digerido y la cena aún no ha dado comienzo, y todo sirviente fatigado que puede
permitírselo se deja caer en un jergón o se tiende en el suelo. Por otro lado, la amenaza
de las ratas, sin duda, influía tanto en los criados como en su amo, los cuales preferían
abstenerse de paseos. Una vez creyó oír un ligero crujido de pisadas a su espalda, pero
se disipó cuando volvió la cabeza y no vio a nadie. Cuando empezaron a llegarle los
olores que se desprendían de la comida, el fuego, las cacerolas, el jabón y el agua
usados para fregar los platos y el suelo, el silencio casi había llegado a parecer
sobrenatural. Entonces, en algún lugar, una campana repicó rápidamente tres veces y la
áspera voz de Samanda rugió de improviso: «¡Fuera de aquí!». El Ratonero retrocedió a
su pesar. Unas cortinas de cuero se abrieron a pocos pasos de él y tres pinches de cocina
y una sirvienta salieron silenciosamente al corredor, sin que sus pies produjeran el menor
ruido a pesar de su apresuramiento. A la luz que se filtraba por las pequeñas y altas
ventanas, parecían figuras de cera. Aunque evitaron al Ratonero, no parecieron verle, o
quizá obedecían a alguna disciplina inculcada a latigazos que les exigía mirar al frente.
Con tanto silencio como ellos, que ni siquiera podían hacer el ruido de un pelo al caer,
puesto que por la mañana el barbero les había dejado sin ninguno, el Ratonero se
adelantó y miró por la ranura en las cortinas de cuero.
Las otras cuatro entradas a la cocina, incluso la de la galería, tenían también las
cortinas corridas. En la sala grande y calurosa sólo había dos ocupantes. La obesa
Samanda, empapada en sudor bajo su vestido de seda negra y el erizado budín que
formaba su peinado, calentaba en las llamas de las chimeneas las siete colas metálicas
de su látigo de mango largo. Lo retiró un poco, observó el color rojo apagado de las colas
y lo introdujo de nuevo. Pareció relamerse mientras sus ojos, rodeados de bolsones de
grasa, miraban a Reetha, quien permanecía con los brazos a los lados y la cara alta, casi
en el centro de la sala, sin más atavío que su collar de cuero negro. Las huellas de los
últimos latigazos, aquellas líneas que parecían el dibujo de un diamante, aún se percibían
débilmente en su espalda.
—Ponte más recta, dulzura —le dijo Samanda en un tono parecido al mugido de una
vaca—. ¿O estarías más cómoda con las muñecas atadas a una viga y los tobillos en la
aldaba de la puerta del sótano?
Ahora el olor de agua de fregar sucia era más intenso. El Ratonero miró a un lado, a
través de la abertura en las cortinas, y vio un gran cubo de madera, lleno casi hasta el
borde, y una enorme fregona sumergida en el agua gris y jabonosa.
Samanda volvió a inspeccionar las siete colas del látigo. Tenían un color rojo brillante.
—Ahora prepárate, cachorro mío —le dijo a la muchacha.
El Ratonero traspuso sigilosamente la cortina, cogió la fregona por el mango grueso y
astillado y corrió hacia Samanda, procurando ocultar la cara tras las tiras goteantes como
una cabeza de Medusa, con la esperanza de que así la mujerona no pudiera identificar a
su atacante. Al mismo tiempo que las colas metálicas del látigo al rojo vivo silbaban
débilmente en el aire, el Ratonero alcanzó a Samanda en pleno rostro con la húmeda
fregona y la hizo retroceder una vara antes de que tropezara con un largo tenedor de asar
y cayera hacia atrás sobre su trasero acolchado de grasa.
Dejando la fregona sobre la cara de la gorda, con el mango en medio de su frente, el
Ratonero giró sobre sus talones y, al mismo tiempo, reparó en un ojo amarillo y acuoso en
la abertura de la cortina más próxima, así como el último destello rojizo de las colas
metálicas del látigo antes de que se apagaran, a medio camino entre la chimenea y
Reetha, quien seguía quieta y rígida, con los ojos cerrados y los músculos tensos, en
espera del golpe con las varillas al rojo vivo.
El Ratonero la cogió del brazo y ella gritó a causa de la sorpresa y la tensión
acumulada, mas él hizo caso omiso de su reacción y la empujó hacia el umbral por donde
había entrado, pero se detuvo en seco al oír el ruido de numerosas pisadas al otro lado.
Entonces empujó a la muchacha hacia las otras dos entradas con cortinas de cuero y en
cuyas aberturas no se veía ningún ojo. El ruido de pisadas se intensificó. El Ratonero
regresó corriendo al centro de la sala, sujetando con firmeza a Reetha.
Samanda, que seguía tendida boca arriba, se había librado de la fregona y se
restregaba frenéticamente los ojos con sus gruesos dedos, chillando a causa del escozor
y la ira.
Al ojo amarillo y acuoso se le unió su pareja, y Glipkerio entró hecho una furia, con la
guirnalda de narcisos ladeada, la toga ondeando y a cada lado un guardián que apuntaba
al Ratonero con la brillante hoja de acero de una pica, mientras detrás de él se reunían
más guardianes. Otros, con las picas preparadas, llenaban las tres entradas restantes e
incluso aparecían en la galería.
Señalando al aventurero con sus dedos largos y blancos, Glipkerio dijo entre dientes:
—¡Oh, falsario Ratonero Gris! ¡Hisvin me ha sugerido que tramabas algo contra mí y
ahora te he descubierto!
De repente, el Ratonero se acuclilló y tiró con ambas manos de una gran anilla de
hierro camuflada en una cavidad del suelo. Una gruesa trampilla de pesada madera
recubierta de losetas se levantó sobre sus goznes.
—¡Abajo! —ordenó a Reetha, quien le obedeció con una celeridad digna de encomio.
El Ratonero se agachó y la siguió de inmediato, dejando caer la trampilla, que se cerró
a tiempo de atrapar las puntas de dos picas dirigidas contra los fugitivos y,
presumiblemente, arrebatadas con una brusca sacudida de las manos de quienes la
sujetaban. El Ratonero se dijo que aquellas hojas de acero bruñido serían admirables
cuñas que mantendrían la trampilla cerrada.
Ahora le envolvía una oscuridad total, pero un momento antes había visto la forma y la
longitud de la escalera de piedra y, debajo, una superficie vacía, con el suelo enlosado,
que terminaba en un muro cubierto de salitre. Cogiendo de nuevo a Reetha del brazo, la
guió escalera abajo y a través del áspero suelo hasta un par de varas de la pared, ahora
invisible. Entonces soltó a la muchacha y palpó su bolsa en busca de pedernal, acero,
yesca y una vela corta de pabilo grueso.
Llegó desde arriba un chasquido apagado, producido sin duda por la rotura del asta de
una pica cuando alguien trató de extraer la punta metálica atrapada. Entonces una voz
también apagada ordenó: «¡Tirad!», y el Ratonero sonrió en la oscuridad, al pensar en
que así apretarían más las cuñas de hierro bruñido.
Brotaron chispas minúsculas, una llama espectral se alzó en un extremo de la yesca y
una llamita redondeada, como una cochinilla de la humedad dorada con un centro de
zafiro apareció en el extremo del pabilo y empezó a crecer. El Ratonero recogió la yesca y
sostuvo la vela por encima de su cabeza. De repente la llama se hizo grande y brillante.
Un instante después, Reetha se aferró a su cuello, jadeando de terror.
Rodeándoles por tres lados y acorralándoles contra el antiguo muro de piedra con
pálidas manchas cristalinas, había una docena de hileras de ratas silenciosas, colocadas
en semicírculo, a una lanza de distancia..., centenares, quizá millares de largas colas
negras, a las que se iban sumando otras muchas que salían de una veintena de agujeros
en la base de las paredes del largo sótano, en el que estaban diseminados montones de
barriles, toneles y sacos de grano.
El Ratonero no pareció inmutarse. Se apresuró a guardar la yesca, el acero y el
pedernal en su bolsa, y palpó ésta en busca de otra cosa.
Entretanto reparó en un agujero alto y estrecho que aparecía a su lado, abierto
recientemente con dientes de roedor..., o quizá con cinceles o picos, a juzgar por los
fragmentos de mortero y los diminutos cascotes de piedra desparramados delante de la
abertura. Por allí no salía ninguna rata, pero el Ratonero no le quitaba el ojo de encima.
Encontró el frasco negro de Sheelba, le quitó la venda que lo envolvía y retiró el tapón de
vidrio.
Arriba, en la cocina, aquellos patanes estaban aporreando la trampilla... ¡Otro intento
inútil!
Las ratas continuaban saliendo de los agujeros, en tales cantidades que amenazaban
con convertirse en una alfombra móvil que cubría todo el suelo del sótano, excepto la
pequeña zona donde Reetha se aferraba al Ratonero. La sonrisa de éste se ensanchó; se
llevó el frasco a los labios, tomó un sorbo, lo paladeó despacio y luego tragó el resto del
contenido, ligeramente amargo.
Reetha se desprendió de él y, en un tono que tenía algo de reproche, le dijo:
—También a mí me iría bien un poco de vino.
El Ratonero la miró jovialmente, enarcando las cejas.
—¡No es vino, sino magia! —le explicó.
Si ella no hubiera llevado las cejas depiladas, también las habría arqueado, perpleja.
El Ratonero le guiñó un ojo, tiró el frasco y aguardó confiado la aparición de sus
poderes contra las ratas, cualesquiera que fuesen.
Llegó desde arriba un sonido metálico y el lento crujido de madera dura. Ahora estaban
haciendo bien las cosas, con palancas metálicas. Probablemente la trampa se abriría a
tiempo para que Glipkerio fuese testigo de la desaparición del ejército de ratas. Todo se
iba desarrollando a la perfección.
El negro mar de ratas, hasta entonces silenciosas, empezó a agitarse y a ondularse, y
su airado griterío se mezcló con el entrechocar de minúsculos dientes. ¡Mejor que
mejor...! Aquel espectáculo guerrero daría cierta animación a su derrota.
El Ratonero observó que estaba de pie en el centro de un charco de limo rosado,
bordeado de gris, que le había pasado desapercibido anteriormente a causa de su
apresuramiento y excitación. Jamás había visto un moho de sótano como aquél.
Le pareció que los ojos se le hinchaban y le ardían, y de improviso sintió que tenía los
poderes de un dios. Miró a Reetha para advertirle que no se asustara de nada de lo que
pudiese ocurrir; por ejemplo, que su cuerpo brillara con una luz dorada o que surgiesen de
sus ojos dos rayos de intenso color escarlata que encogerían a las ratas o las calentarían
hasta que reventaran.
Entonces observó que ocurría algo raro. El charco rosado había aumentado mucho de
tamaño y lamía viscósamente sus botas.
Se oyó un estrépito, al que siguió una lluvia de astillas, y la luz de la cocina se derramó
sobre la masa de ratas.
El Ratonero las miró horrorizado. ¡Eran tan grandes como gatos! ¡No, como lobos
negros! ¡No, como hombres cubiertos de pelaje y a cuatro patas! Se aferró a Reetha..., y
se encontró tratando en vano de rodear con sus brazos una pantorrilla blanca y suave, tan
gruesa como una columna de templo. Alzó la vista hacia el rostro asombrado de la
temerosa y ahora gigantesca Reetha, que parecía estar a una altura de dos pisos por
encima de él. Recordó que Sheelba le había dicho, malévola y ambiguamente, que le
pondría en las condiciones adecuadas para enfrentarse a la situación... ¡y la primera era
adoptar el tamaño de sus enemigos!
El charco viscoso de borde grisáceo se había ensanchado todavía más, y ahora el
líquido le llegaba a los tobillos.
Se aferró a la pierna de Reetha un momento más, con la débil y poco elegante
esperanza de que, como sus armas y ropas, que estaban en contacto con él, se habían
reducido de tamaño, también ella podría reducirse cuando la tocara. Así, por lo menos
tendría una compañera. Que no se le ocurriera gritarle a la muchacha que le cogiese en
brazos, quizá representaba un punto a su favor.
Lo único que ocurrió fue que una voz tan profunda que era casi inaudible atronó desde
la boca de Reetha, cuyo tamaño era el de un escudo de bordes rojos:
—¿Qué haces? Estoy asustada. ¡Practica esa magia!
El Ratonero se apartó de un salto de aquella columna de carne, chapoteando en el
repugnante líquido rosado y resbaladizo, al tiempo que desenvainaba su espada
Escalpelo, que era apenas más grande que una aguja de remendar velas, mientras que la
bujía que sostenía con la mano izquierda tenía el tamaño apropiado para iluminar una
habitación pequeña en una casa de muñecas.
Oyó el estrépito confuso de múltiples pisadas y roce de garras en el suelo, y vio que las
enormes ratas negras huían de él en las tres direcciones, con un griterío ensordecedor,
levantando el borde gris del charco como si fuese polvo y chapoteando en el viscoso
líquido rosado, cuya superficie ondeó.
La aterrada Reetha vio cómo su rescatador, inexplicablemente reducido de tamaño,
giraba sobre sus talones, saltaba por encima de un guijarro, aterrizando con un chapoteo
en el charco rosado y, blandiendo su espada, penetraba en el agujero practicado en el
muro, detrás de ella, y desaparecía. Las ratas que huían le rozaron los tobillos y se
pelearon entre sí a dentelladas, para ser las primeras en penetrar en el agujero en pos del
Ratonero. Muchos otros roedores desaparecían velozmente por los restantes agujeros,
pero uno de ellos se quedó el tiempo suficiente para morder a Reetha en un pie.
La muchacha perdió los nervios. Echó a correr gritando y sus primeros pasos
levantaron una rociada de viscoso líquido rosado y polvo gris. Las ratas la esquivaban
mientras subía a toda prisa la escalera. Una vez arriba, se abrió paso arañando a varios
guardianes asombrados, entró en la cocina y se derrumbó, sollozando y jadeante sobre
las losas del suelo. Samanda fijó una cadena a su collar.
Fafhrd formó un círculo con los brazos por encima y delante de su cabeza para
protegerla de los salientes rocosos, las telarañas y los insectos, y por fin se vio ante un
resplandor verdoso, circular, de borde mellado. No tardó en salir del negro túnel y se
encontró en una gran caverna dotada de numerosos accesos, cuyo suelo rocoso estaba
levemente iluminado en su centro por una fogata de llamas verdes, alimentada con
troncos rojos como la sangre por dos muchachos flacos, de mirada viva, vestidos con
unas blusas harapientas y que parecían típicos pilluelos de las calles de Lankhmar.
Ilthmar o cualquier otra ciudad decadente. Uno de ellos tenía una cicatriz bajo el ojo
izquierdo. Al otro lado de la fogata, sobre una piedra baja y ancha, estaba sentado un
personaje obscenamente obeso, tan bien cubierto con un manto y una capucha que
parecía carecer de rostro y manos. Estaba examinando un gran montón de fragmentos de
pergamino y cerámica, cogiéndolos con la tela oscura de sus mangas demasiado largas y
colgantes, y los examinaba de cerca, casi metiéndolos dentro de la capucha.
—Bienvenido, gentil hijo mío —le dijo a Fafhrd, con una voz que recordaba las notas
trémulas de una flauta dulce—. ¿Qué dichosa ocasión te ha traído aquí?
— ¡Bien lo sabes! —replicó Fafhrd en tono áspero, avanzando hasta la fogata verde y
mirando el óvalo negro definido por el borde de la capucha—. ¿Cómo voy a salvar al
Ratonero? ¿Qué ocurre en Lankhmar? ¿Y por qué, en nombre de todos los dioses de la
muerte y la destrucción, es tan importante el silbato de hojalata?
—Te expresas con acertijos, gentil hijo mío —respondió plácidamente la voz aflautada,
cuyo emisor siguió examinando sus fragmentos—. ¿De qué silbato de hojalata me
hablas? ¿Qué peligro corre ahora el Ratonero...? ¡Ah, ese joven temerario! ¿Y qué
sucede en Lankhmar?
Fafhrd soltó un torrente de maldiciones, que resonaron vanamente entre las estalactitas
del techo. Entonces sacó de su bolsa el pequeño mensaje oblongo y negro de Sheelba y
lo sostuvo entre los dedos índice y pulgar, temblando de ira.
—Mira, grandísimo ignorante, he dejado a una muchacha encantadora para responder
a este mensaje y ahora...
Pero el personaje encapuchado había lanzado un silbido gorjeante, a cuya señal el
murciélago negro posado en su hombro, del que Fafhrd se había olvidado, se abalanzó
hacia él, le arrebató con sus dientes afilados la nota que sujetaba y sobrevoló las llamas
verdes para aterrizar en la mano, tentáculo o lo que fuera, pues estaba oculta por la
manga, de la panzuda figura «Lo que fuera» acercó el murciélago a la boca de la
capucha, y el animal, obediente, penetró y desapareció en aquella negrura de carbón.
Siguió un diálogo graznado, ininteligible, amortiguado en la oquedad de la capucha,
mientras Fafhrd permanecía sentado con las manos en las caderas, presa de una intensa
irritación. Los dos muchachos flacos le sonrieron con socarronería y cuchichearon
impúdicamente, sin dejar de mirarle. Por fin la voz aflautada dijo:
—Ahora lo veo con claridad cristalina, oh, hijo paciente. Sheelba del Rostro sin Ojos y
yo hemos estado distanciados..., una querella entre amigos, ¿sabes? Y ahora intenta
hacer las paces conmigo. Bien, bien, bien. Sheelba es quien da los primeros pasos. Ja, ja,
ja!
— Muy divertido —gruñó Fafhrd—. La rapidez es el tuétano de nuestra alianza. El
Reino Hundido se alzó, separando sus aguas, cuando entré en tus cavernas. Mi veloz
pero extenuada montura pace tu áspera hierba ahí afuera. He de partir antes de media
hora, pues pasado ese tiempo el Reino Hundido volverá a sumergirse. ¿Qué debo hacer
con respecto al Ratonero, Lankhmar y el silbato de hojalata?
—Pero gentil hijo mío, no sé nada de esas cosas —replicó el encapuchado en un tono
de sinceridad absoluta—. Lo único que veo con claridad cristalina son los motivos de
Sheelba. Ja, pensar que él... ¡Espera, Fafhrd, espera un momento! No hagas resonar de
nuevo las estalactitas. Las he encantado para que no se caigan, pero no hay ningún
encantamiento que un individuo gigantesco no pueda romper alguna vez. Te aconsejaré,
no temas, pero primero debo utilizar mi clarividencia. Esparcid el polvo dorado,
muchachos..., con mesura ahora, no lo desperdiciéis, pues vale diez veces su peso en
diamantes.
Los dos rapaces metieron las manos en un saco que tenían al lado y echaron a las
llamas verdes sendos puñados de un polvo brillante. Las llamas se oscurecieron al
instante, aunque alcanzaron una altura considerable y no soltaron humo. Mientras las
contemplaba en la caverna, ahora casi tan oscura como la noche, Fafhrd creyó distinguir
las sombras transitorias y siempre distorsionadas de torres torcidas, feos árboles,
hombres altos y encorvados, bestias rastreras, bellas mujeres de cera fundiéndose y
cosas similares, pero nada estaba claro ni sugería la continuidad de un relato.
Entonces, de la gran capucha surgieron dos óvalos verdosos que avanzaron hacia el
fuego oscurecido, cada uno de ellos con una línea negra vertical, como un ojo de gato. Se
detuvieron a media vara de la capucha y permanecieron inmóviles. Rápidamente se les
unieron otros dos que divergieron al mismo tiempo que iban más lejos. Apareció entonces
un solo óvalo que se arqueó por encima del fuego hasta dar la impresión de que corría
gran peligro de chamuscarse. Finalmente, salieron dos que flotaron en direcciones
opuestas a una distancia increíble alrededor del fuego y luego se aproximaron para
observarlo desde puntos cercanos a Fafhrd.
La voz aflautada sentenció:
—Siempre es mejor considerar un problema desde todos los ángulos.
Fafhrd se encogió de hombros, aunque reprimió un escalofrío. Nunca dejaba de ser
desconcertante observar cómo Ningauble extendía sus siete ojos en los extremos de unos
tallos dotados de una elasticidad en apariencia indefinida, sobre todo en ciertas ocasiones
en que se mostraba tan tímido como una virgen.
Transcurrió tanto tiempo que Fafhrd empezó a chascar los dedos con impaciencia, al
principio suavemente, luego de un modo más ruidoso, y dejó de mirar las llamas, en las
que no había nada más que aquellas exasperantes sombras agitadas.
Por fin los ojos verdes regresaron al interior de la capucha, como una flota mística que
vuelve a su puerto. Las llamas volvieron a adquirir un tono verde brillante, y Ningauble
dijo:
—Gentil hijo mío, ahora comprendo tu problema y la solución que tiene. He visto
mucho, pero todavía no puedo explicarlo todo. En cuanto al Ratonero Gris, ahora se
encuentra exactamente a unos ocho metros por debajo del sótano más profundo en el
palacio de Glipkerio Kistomerces. Pero no está enterrado ahí, ni siquiera muerto...,
aunque veinticuatro de sus partes de cada veinticinco están muertas, en el sótano que he
mencionado, pero él sigue vivo.
—¿Cómo es posible? —balbuceó Fafhrd, extendiendo sus grandes manos.
—No tengo la menor idea. Está rodeado de enemigos, pero cerca de él hay amigos...,
en cierto modo. Ahora bien, lo de Lankhmar está más claro. Ha sido invadida, han abierto
numerosas brechas en sus murallas y en sus calles se libran combates desesperados...
Sus feroces enemigos superan a sus habitantes en..., por las fuerzas sobrenaturales...,
una proporción de cincuenta a uno..., y están equipados con todas las armas modernas.
»Sin embargo, tú puedes salvar la ciudad, puedes cambiar el curso de la batalla..., eso
lo he visto muy claramente..., siempre que te apresures a ir al templo de los dioses de
Lankhmar, subas al campanario y hagas repicar las campanas, que llevan innumerables
siglos en silencio. Es de suponer que eso servirá para despertar a los dioses, pero no es
más que una suposición.
—No me gusta la idea de tener tratos con ese hatajo de fantoches polvorientos —se
quejó Fafhrd—. Por lo que he oído decir de ellos, más parecen momias ambulantes que
auténticos dioses, y más desagradable todavía me resulta verme convertido en un cedazo
a través del cual se filtran, como arena, sus malignos caprichos seniles.
Ningauble encogió sus bulbosos hombros cubiertos por el manto.
—Creía que eras un valiente, entusiasta de las hazañas temerarias.
Fafhrd soltó una risa sardónica.
—Pero aunque vaya a Lankhmar para hacer que doblen las oxidadas campanas,
¿cómo podrá resistir la ciudad hasta entonces, con las brechas en sus murallas y unas
posibilidades de cincuenta a uno en su contra?
—Eso mismo me gustaría saber a mí —le aseguró Ningauble.
—¿Y cómo llegaré al templo si en las calles se libran combates encarnizados?
Ningauble volvió a encogerse de hombros.
—Eres un héroe y deberías saberlo.
—¿Qué me dices entonces del silbato de hojalata? —inquirió Fafhrd con voz ronca.
—Lo siento, pero no he obtenido ninguna información sobre eso. ¿Lo llevas encima?
¿Podría verlo?
Rezongando, Fafhrd sacó el silbato de su bolsa aplanada y, rodeando el fuego, lo
ofreció al mago.
—¿Lo has tocado alguna vez? —le preguntó el encapuchado.
—No —respondió Fafhrd, sorprendido, llevándoselo a los labios.
—¡No lo hagas! —chilló Ningauble—. ¡No lo hagas bajo ningún concepto! No toques
nunca un silbato desconocido, pues podría invocar cosas mucho peores que mastines
salvajes o los esbirros de un tirano. A ver, dámelo.
Con un doble pliegue de su manga animada le arrebató a Fafhrd el silbato y lo acercó a
su capucha, lo movió en el sentido de las agujas del reloj y viceversa y, finalmente,
deslizó al exterior cuatro de sus ojos y lo sometió a un escrutinio concienzudo.
Cuando retiró los ojos, suspiró y dijo:
—La verdad es que no estoy seguro, pero la inscripción tiene trece caracteres... No soy
capaz de descifrarlos, desde luego, pero hay trece. Ahora bien, si conectas este hecho
con la esbelta figura de felino tendido en el otro lado... En fin, creo que este silbato sirve
para invocar a los Felinos Bélicos. Claro que esto no es más que una mera deducción, un
paso entre otros varios, cada uno de ellos incierto.
—¿Quiénes son los Felinos Bélicos? —preguntó Fafhrd.
Ningauble encogió sus gruesos hombros bajo el manto.
—Nunca lo he sabido con certeza, pero según ciertos rumores y leyendas..., ah, sí, y
unos dibujos en las cavernas al norte del Yermo Frío y el sur de Quarmall..., he llegado a
la conclusión provisional de que constituyen una aristocracia militar de todas las tribus
felinas, un sanguinario Círculo Interno de trece miembros..., en una palabra, una docena
de feroces guerreros telúricos más uno. Yo diría..., aunque a título provisional, desde
luego, que se presentarán cuando les invoquen, quizá con este silbato, y atacarán al
instante a cualquier criatura, animal o humana, que se atreva a amenazar a las tribus
felinas. Por eso te aconsejo que no lo toques, salvo en presencia de enemigos de los
felinos más dignos de ser atacados que tú mismo, pues supongo que habrás matado a
unos cuantos tigres y leopardos en tus tiempos. Toma, guárdatelo.
Fafhrd recogió el silbato y lo guardó en la bolsa, al tiempo que preguntaba:
—Pero por el cráneo bordeado de hielo del gran dios, ¿cuándo voy a tocarlo? ¿Cómo
es posible que el Ratonero esté vivo en dos partes de cincuenta cuando se encuentra
enterrado a ocho varas de profundidad? ¿Qué ejército tan vasto, que supera en una
proporción de cincuenta a uno a los habitantes de Lankhmar, puede haber asaltado la
ciudad sin que su aproximación haya estado precedida de rumores y noticias durante
meses? ¿Qué flota podría transportar...?
—¡Basta de preguntas! —le interrumpió Ningauble en tono agudo—. Tu media hora
está a punto de concluir. Si quieres cruzar el Reino Hundido y llegar a tiempo para salvar
la ciudad, debes partir en seguida al galope hacia Lankhmar. Así que basta de palabras.
Fafhrd insistió un poco más, pero Ningauble mantuvo un silencio obstinado, por lo que
el norteño le dirigió una maldición en voz atronadora, haciendo caer una pequeña
estalactita que no le abrió la cabeza por poco, y se marchó, haciendo caso omiso de los
dos rapaces y sus risitas irritantes.
Al salir de la caverna, montó la yegua mingola y partió al trote, levantando una nube de
polvo, por la pendiente amarillenta y seca, hacia el istmo que se extendía al oeste, una
tierra rocosa y salobre, con numerosas charcas de agua marina, conocida como el Reino
Hundido. Al sur brillaban las plácidas aguas azules del mar Oriental, al norte las inquietas
aguas grises del mar Interior y las destellantes y achaparradas torres de Ilthmar. También
hacia el norte reparó en cuatro pequeñas nubes que parecían de polvo, como la que él
mismo levantaba con su montura, que bajaban por el camino de Ilthmar, por el que él
había viajado anteriormente. Tal como había supuesto, por fin los cuatro bandidos
vestidos de negro iban en su busca, ansiosos de vengar a sus tres compañeros muertos
o, por lo menos, malheridos. Fafhrd entrecerró los ojos y acució a la yegua para que
emprendiera un veloz galope.
11
El Ratonero avanzaba contra una fuerte corriente de aire, húmeda y fría, por un amplio
pasillo de techo bajo, con las paredes apuntaladas, como las de una mina, mediante
columnas de ladrillos verticales, fragmentos de picas y mangos de escoba, e iluminado
por escarabajos de fuego y gusanos brillantes enjaulados, así como alguna antorcha
chisporroteante sostenida por un paje roedor vestido con jubón y calzones de tartán, que
alumbraban el camino a una o varias «personas» de alcurnia enmascaradas. Unas ratas
cubiertas de joyas, o monstruosamente gordas, viajaban en literas transportadas por dos
o cuatro ratas achaparradas, musculosas, casi desnudas. Una rata vieja y coja que
llevaba dos bolsas cuyo contenido se movía un poco, extraía de sus jaulas a los
escarabajos de fuego fatigados y poco luminosos, sustituyéndolos por otros frescos y
brillantes.
El Ratonero avanzó de puntillas, con las rodillas siempre dobladas, el cuerpo
encorvado hacia adelante, el mentón saliente. Esta postura hacía que las piernas le
dolieran de un modo abominable, pero confiaba en que así presentaría la silueta y el
modo de andar de una rata caminando a dos patas. Se cubría la cabeza con una máscara
cilíndrica, que había recortado de la parte inferior de su manto, provista tan sólo de
orificios para los ojos y que, tensada por medio de un alambre que anteriormente había
tensado la vaina de Escalpelo, se extendía varias pulgadas por debajo de su barbilla para
dar la impresión de que cubría el largo morro de una rata.
Le preocupaba lo que ocurriría si alguien se le acercaba y era lo bastante observador
para reparar en que su máscara, así como el manto, estaban hechos con pequeñas pieles
de rata cosidas. Confiaba en que los roedores sufrieran el acoso de otras ratas
proporcionalmente más pequeñas, aunque hasta entonces no había visto ningún agujero
minúsculo que pudiera ser el acceso de una madriguera; al fin y al cabo, según un
proverbio, los bichos fastidian a otros bichos más pequeños y así sucesivamente. En
cualquier caso, si se viera apurado diría que procedía de una lejana ciudad de ratas
donde ese proverbio respondía a la realidad. A fin de mantener a distancia a los curiosos
y vigilantes, mantenía sus manos enguantadas sobre las empuñaduras de Escalpelo y
Garra de Gato, y chillaba furiosamente o musitaba juramentos tan extraños como «¡Que
se pudran todos los cazadores de ratas!» o «¡Por el sebo de bujía y la corteza de tocino!»
en lengua lankhmariana, pues ahora que tenía unos oídos lo bastante pequeños y finos
para poder escucharlo, sabía que el idioma se hablaba en aquel mundo subterráneo,
cuyos aristócratas lo dominaban especialmente bien. ¿No era acaso lo más natural que
las ratas, parásitos en las granjas, las naves y las ciudades de los hombres, copiaran su
lenguaje junto con muchos otros aspectos de sus hábitos y su cultura? Ya había
observado que estas ratas solitarias y armadas —presumiblemente matones o feroces
guerreros— se comportaban de la misma manera irritante y peligrosa con que él actuaba
ahora.
Había logrado huir del sótano de las ratas gracias a su sangre fría y a la torpe ansiedad
de sus perseguidores, quienes se habían peleado por ser los primeros, por lo que el túnel
quedó bloqueado brevemente a sus espaldas. La vela le había sido muy útil en su
descenso por los pasadizos, primero en pendiente muy áspera y pronunciada y luego
abiertos a gran profundidad, por los que había avanzado deslizándose y saltando,
aferrándose a un saliente o hundiendo los tacones en la tierra sólo cuando su velocidad
era tan grande que corría el peligro de una caída desastrosa. El primer pasillo con las
paredes apuntaladas también había estado casi por completo a oscuras. Allí se había
embozado con el manto, pues la vela le había mostrado numerosas ratas, la mayoría de
ellas desnudas y a cuatro patas, pero algunas de pie, encorvadas y vestidas con ropas
oscuras y ásperas, aunque sólo fuera un jubón, unos calzones, un sombrero ladeado, una
bata o un cinto del que pendía una espada de hoja corta. Algunas llevaban zapapicos,
palas o palancas al hombro. También había visto una rata totalmente vestida de negro,
armada con espada y daga y con un antifaz de borde plateado que le cubría toda la cara.
Por lo menos el Ratonero había supuesto que se trataba de una rata.
Había seguido el primer pasadizo que conducía abajo —allí encontró unos escalones,
esculpidos en la roca o la grava— y se detuvo en un recodo, junto a una especie de nicho
curioso pero hediondo, que contenía el primero de los faroles alimentados por
escarabajos de fuego que había visto y también media docena de pequeños
compartimientos, cada uno de ellos con una puerta cerrada que dejaba espacio por arriba
y por abajo. Tras un momento de vacilación, se dirigió rápidamente al único que no
mostraba negras patas delanteras o botas por debajo y, cerrando la puerta con la aldaba,
se puso a confeccionar a toda prisa la máscara de piel de rata. Confirmó su suposición
instintiva sobre la función de los compartimientos al ver un gran cubo con dos asas casi
lleno de heces de rata y otro de orina maloliente.
Tras fabricar y ponerse su antifaz alargado, apagó la bujía, la guardó en la bolsa e hizo
sus necesidades, y por fin se permitió maravillarse por el hecho asombroso de que todas
sus ropas y pertenencias se hubieran reducido de tamaño proporcionalmente al de su
cuerpo. Pensó que eso explicaba el ancho borde gris del charco rosado que había
aparecido alrededor de sus botas, en el sótano. Cuando su tamaño se redujo por arte de
magia, las motas o átomos sobrantes de su carne, sangre y huesos cayeron al suelo y
formaron el charco rosado, mientras que los de sus ropas grises y sus armas de hierro
templado se habían cernido para formar el borde gris del charco que, naturalmente, era
de polvo en vez de líquido viscoso, porque el metal o la tela contienen poco o ningún
líquido en comparación con la carne. Se le ocurrió que en aquel patético charco pisoteado
debía de haber una cantidad de Ratonero veinte veces superior a su pequeña forma
actual y, por un momento, se sintió melancólico.
Una vez satisfechas sus necesidades, se disponía a proseguir su descanso cuando oyó
un ruido de pisadas al que siguieron de inmediato unos golpes en la puerta de su
compartimiento. Sin un instante de vacilación, descorrió el cerrojo y abrió bruscamente la
puerta. Ante él estaba la rata vestida de negro, con una máscara negra y plateada, que
había visto en el nivel superior, y detrás de ella tres ratas sin enmascarar, con estoques
desenvainados que parecían, y probablemente eran, más afilados que cualquier arma
fabricada por rudos dedos humanos.
Tras el primer vistazo, el Ratonero bajó la cabeza para que estuviera por debajo de las
caras de sus perseguidores, pues temía que el color, la forma y, sobre todo, la situación
de sus ojos le delataran.
La rata enmascarada le preguntó rápida y claramente, en un lankhmarés perfecto:
—¿Has visto u oído a alguien por la escalera..., en particular un humano armado
reducido mágicamente a un tamaño decente y normal?
Sin vacilar, el Ratonero lanzó un grito airado y, apartando con brusquedad a la rata que
le interrogaba y a las que permanecían detrás, exclamó:
—¡Idiotas! ¡Masticadores de cáñamo! ¡Fuera de mi vista! —Se detuvo en la escalera
para mirar atrás brevemente y gritar en tono alto y despectivo—: ¡No, claro que no lo he
visto!
Entonces bajó la escalera con dignidad, aunque saltando los escalones de dos en dos.
En el siguiente nivel, que olía a grano, no vio rastro alguno de ratas. Había recipientes
con trigo, cebada, mijo, algas secas y arroz silvestre del río Tilth. Tal vez era un buen
lugar para ocultarse, pero ¿qué ganaría escondiéndose?
En el tercer nivel hacia abajo había un estrépito de pertrechos militares y hedía a ratas.
Allí el Ratonero vio varios roedores provistos de corazas y yelmos de bronce que se
adiestraban con picas, mientras otro pelotón hacía instrucción con arcos. Otros roedores
estaban sentados alrededor de una mesa sobre la cual había un gran mapa, y uno de
ellos señalaba rutas. El aventurero incluso se permitió quedarse allí un momento.
A mitad de la escalera encontró un nicho con compartimientos, similar al primero que
había usado, y tomó nota mental de su situación.
Un aire húmedo, refrescantemente limpio, surgió del cuarto nivel, que estaba mejor
iluminado y donde la mayoría de las ratas paseaban, muy bien ataviadas y
enmascaradas. El Ratonero entró allí de inmediato, avanzando contra la brisa húmeda,
puesto que ésta muy bien podría proceder del mundo exterior y señalar una ruta de huida,
y continuó con airados chillidos y maldiciones, jugando el papel que había adoptado
impulsivamente de rata bravucona y medio loca.
Tanto empeño puso en parecer una rata convincente que, sin proponérselo, sus ojos
siguieron con libidinoso interés a una pequeña y remilgada rata hembra, enfundada en un
vestido de seda rosa con perlas, las cuales también adornaban su máscara, que llevaba
sujeto con una traílla; lo que al principio le había parecido una rata infantil, resultó ser un
ratón muy menudo, bien acicalado y con una expresión de temor en los ojos.
También vio una ratesa muy alta, vestida con una túnica de seda de color verde oscuro
y recamada con láminas de rubíes, quien llevaba un látigo en una mano y con la otra
sujetaba las cortas correas de dos comadrejas de fiera mirada y respiración rápida, que
parecían grandes como mastines y, sin duda, estaban incluso más sedientas de sangre.
Mientras miraba lujuriosamente a esta criatura de porte asombroso, que pasó altiva por
su lado con la lujosa máscara muy alta, tropezó con una rata de lenta andadura y ademán
autoritario, ataviada con túnica y máscara de armiño, cuyo pelo parecía ahora muy
áspero, con una larga cadena de oro colgada del cuello y un cinto tachonado también de
oro alrededor de la ancha cintura, del que pendía una pesada bolsa que tintineó al recibir
el impacto del Ratonero.
—¡Perdona, mercader! —le dijo el Ratonero al individuo que chillaba
entrecortadamente, y prosiguió su camino sin mirar atrás.
Sonrió satisfecho bajo su máscara. ¡Qué fácil era engañar a las ratas! Además, quizá la
reducción de tamaño había agudizado más su ingenio, ya de por sí agudo.
Pensó un momento en la posibilidad de regresar, atraer con un señuelo a aquella rata
gorda y atacarla, pero comprendió en seguida que en el mundo humano las tintineantes
monedas de oro serían más pequeñas que lentejuelas.
Esto le hizo pensar en un problema que le aterraba inconscientemente desde que
penetró en el mundo de las ratas. Sheelba le había dicho que los efectos del bebedizo
durarían nueve horas, a cuyo término era de suponer que recobraría su tamaño normal
tan rápidamente como lo había perdido. Si sucedía tal cosa en una madriguera, o incluso
en el pasillo apuntalado de unos cincuenta centímetros de altura, sería desastroso. El
mero pensamiento de que pudiera ocurrir tal cosa le hizo estremecerse.
Ahora bien, el Ratonero no tenía la menor intención de permanecer nueve horas en el
mundo de las ratas. Por otro lado, tampoco quería huir de inmediato. Deambular con
cautela por Lankhmar durante la mitad de la noche, como un muñeco gris ágilmente
animado, no le atraía. Sería vergonzoso, aun en el caso —o quizá especialmente en el
caso— de que mientras se hallara en aquel estado de reducción física tuviera que
informar de sus importantes descubrimientos sobre el mundo de las ratas a Glipkerio y
Olegnya Matamingoles, y tal vez observado por Hisvet. Además, en su mente bullían ya
los planes para asesinar al rey de las ratas, si lo tenían, o desbaratar su evidente proyecto
de conquista de alguna manera aún más espectacular en su propio terreno. En aquellos
momentos tenía una gran confianza en sí mismo, cosa más que notable en su situación, y
no se daba cuenta de que se debía a que su altura igualaba a la de las ratas más altas
que le rodeaban; era tan alto, relativamente, como Fafhrd, y ya no era el hombre menudo
que había sido toda su vida.
Sin embargo, siempre existía la posibilidad de que a causa de algún contratiempo
imprevisible fuese capturado, desenmascarado y encerrado en una celda minúscula. Era
una idea aterradora, pero aún era más terrible el problema crucial del tiempo.
¿Transcurría más rápido o más lento en el mundo de las ratas? Tenía la impresión de que
la vida y todos sus procesos tenían un ritmo más rápido allá abajo, pero ¿era eso cierto?
¿Oía ahora claramente el lankhmarés de las ratas, que antes no le había parecido más
que un conjunto de chillidos, porque su oído era más rápido, o simplemente más
pequeño, o porque la voz de una rata, en general, era demasiado aguda para que el oído
humano pudiera discernir sus inflexiones o incluso porque las ratas sólo hablaban
lankhmarés en sus madrigueras? Se tomó el pulso con disimulo y le pareció que era el
mismo de siempre, pero ¿sería posible que estuviera muy acelerado, en la misma medida
que sus sentidos y su mente, de modo que no notaba la diferencia? Sheelba le había
dicho que un día tenía la décima parte de un millón de pulsaciones. ¿Se trataba del pulso
humano o del ratonil? ¿Eran las horas de las ratas tan cortas que podían transcurrir nueve
en unos cien minutos de tiempo humano? Casi se sintió tentado de cubrir a toda prisa las
primeras escaleras que vio, pero reflexionó en que si el tiempo se contaba en pulsaciones
y las suyas le parecían normales, ¿no tendría necesidad de dormir mientras estuviera allí
abajo? Todo aquello era de lo más confuso, y lanzó una maldición que le sorprendió a él
mismo: «¡Por las salchichas de tripa de gato y los ojos de perro asado!».
Sin embargo, varias cosas estaban claras. Antes de que se atreviera a descansar o
echar una cabezada, y no digamos dormir, tenía que descubrir alguna manera de evaluar
desde allí el paso del tiempo en el mundo superior. Además, para conocer la verdad sobre
la noche y el día de las ratas, tenía que enterarse rápidamente de cuáles eran los hábitos
de sueño de los roedores. Por alguna razón volvió a pensar en la alta ratesa que llevaba
sujetas a unas comadrejas, pero se dijo que eso era ridículo. Había diversas clases de
sueño, y unas no tenían nada que ver con las otras.
Dejó de lado estas reflexiones al darse cuenta plenamente de algo que sus sentidos le
estaban diciendo desde hacía algún tiempo: que el número de transeúntes había
disminuido, la brisa era más húmeda y fresca, con cierto olor marino, y las columnas
situadas delante eran de roca natural, mientras que a través de las aberturas abiertas a
cincel entre ellas penetraba una luz amarillenta, que no brillaba pero oscilaba y titilaba y
era muy distinta a la emitida por los campos, las avispas luminosas y las minúsculas
antorchas.
Pasó ante una abertura enmarcada en mármol y vio que desde allí descendían unos
escalones también de mármol. Entonces penetró entre dos de las columnas de roca y se
detuvo en el borde de un lugar maravilloso.
Era una caverna de roca natural más o menos circular, cuya ^altura la conformaban
numerosas ratas en hilera y su longitud y anchura la de muchas más, llena de agua que
ondulaba ligeramente y emitía una débil luminosidad amarillenta, procedente de un
agujero grande y ancho situado bajo el agua, con una longitud más o menos como la de
una pica de rata, en el otro extremo de la caverna de techo reluciente. Alrededor de aquel
lago marino, a unas dos picas de rata por encima del agua, discurría el camino de roca,
bastante estrecho, que parecía en parte natural y en parte tallado con cinceles y picos,
donde ahora se encontraba el Ratonero. En su extremo más alejado, en las sombras por
encima del gran agujero subacuático, pudo distinguir vagamente las formas y las armas
destellantes de una media docena de ratas inmóviles que con toda evidencia montaban
guardia.
Mientras el Ratonero observaba, la luz amarillenta se hizo más amarilla todavía, y
comprendió que debía de ser la luz de la tarde madura, seguramente la tarde del día en
que había entrado en el mundo de las ratas. Puesto que el sol se ponía a las seis de la
tarde y él había penetrado en aquel mundo pasadas las tres, apenas habían transcurrido
tres de sus nueve horas. Más importante todavía era el hecho de que había vinculado el
paso del tiempo en el mundo de las ratas con el del gran mundo superior, y el alivio que
esto le produjo le sorprendió un poco.
También creyó haber descubierto el secreto de la brisa húmeda. Sabía que ahora la
marea estaba subiendo, más o menos una hora antes de alcanzar su máxima altura, y al
hacerlo lanzaba el aire atrapado en la caverna a través del pasadizo. Con la marea baja,
el gran agujero negro estaría en parte por encima del agua, permitiendo que el aire de la
caverna se refrescara desde el exterior. Era un sistema de ventilación bastante logrado
aunque intermitente. Tal vez algunas de aquellas ratas eran un poco más ingeniosas de lo
que él había supuesto.
En aquel instante notó un toque ligero, inhumano, en el hombro derecho. Al volverse,
vio que se apartaba de él, con el estoque desenvainado y algo ladeado, la rata vestida y
enmascarada de negro que le había molestado antes en el retrete.
—¿Qué significa esto? —chilló —. Por la cola sin pelos del dios rata, ¿por qué me
persigues como un gato a un hurón? ¡Responde, perro negro!
En un lankhmarés mucho menos ratonil que el del Ratonero, el otro le preguntó con
sosiego:
—¿Qué hacéis en esta zona restringida? Debo pediros que os quitéis la máscara,
señor.
—¿Que me quite la máscara? ¡Primero veré de qué color tienes el hígado, ratita! —se
jactó el Ratonero temerariamente, sabiendo que ahora sería inútil cambiar de actitud.
—¿Debo llamar a mis subordinados para que os desenmascaren a la fuerza? —inquirió
el otro en el mismo tono suave—. Pero no es necesario. Tu renuencia a desenmascararte
es la confirmación definitiva de que eres, en efecto, el humano reducido de tamaño por
medios mágicos que ha venido a espiar en Lankhmar Subterráneo.
—¿Otra vez ese espectro creado por el opio? —replicó el Ratonero, dejando caer la
mano sobre la empuñadura de Escalpelo—. ¡Lárgate, ratón loco teñido con tinta, antes de
que te corte en pedazos!
—Tanto vuestras amenazas como vuestras fanfarronadas son inútiles, señor —
respondió el otro con una risa baja y carente de humor—. ¿Os preguntáis cómo he
llegado a asegurarme de vuestra identidad? Supongo que os creéis muy listo, pero en
realidad os habéis delatado más de una vez. En primer lugar, al aliviaros en aquel retrete
donde os encontré por primera vez. Vuestro excremento era de una forma, color,
consistencia y olor distintos a los de mis compatriotas. Deberíais haber buscado un
excusado con agua. En segundo lugar, aunque procurasteis ocultar los ojos, los agujeros
de vuestra máscara están demasiado juntos, como corresponde a unos ojos humanos. En
tercer lugar, vuestras botas están hechas, con toda evidencia, más para unos pies
humanos que de roedor, aunque hayáis tomado la precaución de andar de puntillas para
imitar nuestras patas y andadura.
El Ratonero observó que las botas del otro tenían unas suelas mucho más delgadas
que las suyas y eran de cuero blando.
El otro continuó:
—Y desde el principio supe que debíais de ser un forastero, pues de lo contrario no os
habríais atrevido a empujar e insultar al mejor espadachín de Lankhmar Subterráneo. —
Con la pata izquierda enguantada se quitó la máscara de borde plateado, revelando unas
orejas ovales y erectas, el rostro largo, peludo, y unos ojos negros enormes,
protuberantes y muy espaciados. Sonrió, mostrando sus grandes incisivos blancos y
cruzándose el pecho con la máscara, al tiempo que hacía una reverencia breve y
sardónica, concluyó—: Svivomilo, a vuestro servicio.
Ahora, por lo menos, el Ratonero comprendió la vasta vanidad, ¡casi tan grande como
la suya!, que había impulsado a su perseguidor a prescindir de sus subordinados en el
pasillo mientras él iba solo a detenerle. Desenvainó simultáneamente a Escalpelo y Garra
de Gato, sin quitarse la máscara a propósito, y atacó al instante, dirigiendo una precisa
estocada al cuello de su adversario. Le pareció que jamás en toda su vida se había
movido con tanta rapidez... Desde luego, la talla pequeña tenía sus ventajas.
Svivomilo desenvainó su daga con la celeridad del rayo. AI destello de la hoja siguió el
ruido del choque con el otro acero. Entonces Svivomilo atacó con su estoque y el
Ratonero apenas pudo evitarlo mediante rápidas paradas y retrocediendo peligrosamente
a lo largo del estrecho sendero al borde del agua. Se le ocurrió que su enemigo tenía
aquel pequeño tamaño desde mucho antes que él y había podido practicar la rapidez que
esa circunstancia permitía, mientras que en su caso la máscara le dificultaba la visión y, si
se deslizaba un poco, le cegaría por completo. Sin embargo, los ataques incesantes de
Svivomilo no le daban tiempo para quitársela. Presa de una súbita desesperación, se
abalanzó, logrando trabar el estoque de su contrario con Escalpelo, de modo que ambas
quedaron momentáneamente fuera de combate. Un instante después atacó con Garra de
Gato la pata de Svivomilo que sujetaba la daga: gracias a la exactitud de su vista y a la
buena suerte, logró cortarle los tendones.
Mientras Svivomilo vacilaba y se echaba atrás, el Ratonero destrabó a Escalpelo y
atacó de nuevo, introduciendo por tres veces la punta de su acero bajo las paradas doble
y luego circular de Svivomilo, asestando un golpe final que cortó el cuello de la rata e hizo
que la punta de acero le rozara las vértebras.
La sangre escarlata se vertió sobre el negro encaje que adornaba la garganta del
roedor y se deslizó por su pecho, y con un grito breve, borboteante y sofocado, pues la
estocada del Ratonero le había seccionado la tráquea y las arterias, la rata, que tenía
motivos para ser jactanciosa aunque había sido estúpidamente temeraria, cayó de bruces
al suelo y agonizó entre convulsiones.
El Ratonero cometió el error de intentar envainar su espada ensangrentada, olvidando
que la vaina de Escalpelo ya no estaba rígida por medio de alambres, lo cual dificultaba la
acción. Maldijo la vaina, ahora fláccida como la cola sin vida de Svivomilo.
Cuatro ratas provistas de corazas y yelmos, con picas en ristre, aparecieron en dos de
las aberturas practicadas en la roca. El Ratonero, blandiendo su espada que goteaba
sangre y su daga reluciente, corrió a través de la abertura libre y, gritando para despejar
el camino, avanzó a toda velocidad por el pasadizo hasta el portal festoneado de mármol
que había visto antes, y bajó por la blanca escalera.
El nicho habitual en el recodo de la escalera sólo tenía tres compartimientos, cada uno
de ellos con una puerta de marfil y herrajes de plata. En el del centro entraba en aquel
momento una rata con botas blancas, y un voluminoso manto blanco con capucha. Su
mano derecha, enguantada también de blanco, sujetaba un bastón de marfil con un gran
zafiro engastado en la empuñadura.
Sin detenerse un solo instante en su descenso, el Ratonero se abalanzó hacia el nicho.
Empujó a la rata vestida de blanco y cerró tras ellos la puerta de marfil.
La víctima se recobró del susto y, volviéndose y blandiendo su bastón, preguntó a
través de la máscara engastada de diamante, en tono ofendido y ceceante:
—¿Quién se atreve a moleztar tan rudamente al conzejero Grig del Círculo Interno de
loz Trece? ¡Dezcreído!
Mientras una parte del cerebro del Ratonero comprendía que aquélla era la rata blanca
ceceante que había visto a bordo de la nave Calamar sobre el hombro de Hisvet, sus ojos
le informaban de que en aquel compartimiento no había una caja para las heces, sino un
retrete de plata elevado, a través del cual llegaba el sonido y el olor de las aguas de un
mar agitado. Debía de ser uno de los excusados con agua que Svivomilo había
mencionado.
El Ratonero bajó a Escalpelo, echó atrás la capucha de Grig, pasando la máscara por
encima de la cabeza, hizo la zancadilla al farfullante consejero y le empujó la cabeza
contra el borde de plata del retrete. Acto seguido cortó con Garra de Gato la blanca y
peluda garganta de Grig casi de oreja a oreja. El borbotón de sangre fue a mezclarse con
el agua que rugía abajo. En cuanto cesaron las convulsiones de su víctima, el Ratonero
despojó a Grig del manto blanco y la capucha, poniendo mucho cuidado para no
mancharlo de sangre.
En aquel momento oyó el ruido de numerosas pisadas de botas que bajaban por la
escalera. Actuando con una rapidez demoníaca, el Ratonero puso a Escalpelo, el bastón
de marfil, la máscara, la capucha y el manto blancos tras el asiento del excusado y, a
continuación, levantó el cadáver, sentándolo en el mismo, y se agazapó sobre el borde de
plata, ante la puerta cerrada, manteniendo erecto el tronco de la rata muerta. Entonces
oró en silencio y con gran sinceridad a Issek de la Jarra, el primer dios que pasó por su
mente, aquel a quien Fafhrd sirvió en otro tiempo.
Por encima de las puertas brillaron, ondulantes y ganchudas, las picas de hierro
bruñido. Las dos puertas de los lados se abrieron con estrépito. Entonces, tras una pausa,
durante la cual el Ratonero confió en que alguien hubiera mirado por debajo de la puerta
central el tiempo suficiente para ver las botas blancas, sonaron unos golpes ligeros a los
que siguió una voz que preguntaba en tono respetuoso:
—Perdonad, Vuestra Nobleza, pero ¿habéis visto recientemente a una persona vestida
de gris con manto y máscara de la piel más fina y armado con un estoque y una daga?
El Ratonero procuró responder en un tono sosegado y dignamente benévolo.
—No he visto nada, zeñor. Hace unaz treinta inzpiracionez he oído que alguien bajaba
a toda priza la ezcalera.
—Os estamos humildemente agradecidos, Vuestra Nobleza —replicó el interrogador, y
las pisadas prosiguieron raudas hacia el quinto nivel.
El Ratonero emitió un largo suspiro e interrumpió su plegaria. Entonces se puso a
trabajar con ahínco, pues sabía que la tarea a realizar era considerable y, en parte,
repulsiva. Limpió y envainó a Escalpelo y Garra de Gato, luego examinó el manto, la
capucha y la máscara de su víctima, comprobó que apenas estaban manchados de
sangre y los dejó a un lado. Observó que el manto podía abrocharse por delante con unos
botones de marfil. Entonces descalzó a Grig, cuyas altas botas eran del ante más fino, y
se las probó. A pesar de su flexibilidad, le sentaban muy mal, pues las suelas cubrían
poco más que la zona bajo los dedos. No obstante, eso le ayudaría a recordar que debía
andar como una rata en todo momento. También se probó los largos guantes blancos de
Grig, que le sentaban peor, si era posible tal cosa. No obstante, pudo ponérselos, y
seguidamente aseguró sus propias botas y guanteletes bajo el cinto gris.
A continuación desvistió a Grig y arrojó sus prendas al agua, una tras otra, quedándose
sólo con una daga afilada como una navaja de afeitar con incrustaciones de marfil y oro,
varios pergaminos de pequeño tamaño, la camiseta de Grig y una bolsa llena de monedas
de oro. Se la guardó bajo el cinto, al cual también fijó la daga mediante un gancho dorado
y, sin mirar los pergaminos, los guardó en su propia bolsa.
Entonces, con un gruñido de repugnancia, se arremangó y, utilizando la daga con
mango de marfil, procedió a descuartizar el cadáver de la rata, cortándolo en trozos lo
bastante pequeños para arrojarlos por encima del borde de plata, de modo que cayeran al
agua y la corriente se los llevara.
Una vez terminada esta horrible tarea, revisó cuidadosamente el cubículo en busca de
manchas de sangre, limpió las que había en la camiseta de Grig, que usó también para
limpiar el borde de plata, y luego la arrojó con las demás prendas.
Sin tomarse un respiro, volvió a ponerse las botas de ante y se cubrió con el manto
blanco, que era de la lana más fina, y lo abrochó de arriba abajo, sacando los brazos por
las aberturas a cada lado. Entonces se probó la máscara y tuvo que usar la daga para
extender las ranuras para los ojos desde sus extremos interiores, a fin de poder ver algo
con sus ojos humanos demasiado juntos. A continuación se ató la capucha, inclinándola
hacia adelante cuanto pudo para ocultar las mutilaciones de la máscara y la ausencia de
orejas peludas de rata. Finalmente se puso los largos guantes.
Acertó al actuar con tanta rapidez, sin detenerse para descansar, pues volvió a oír
pisadas que subían por la escalera y las picas de repulsiva hoja ganchuda ondularon de
nuevo, mientras que por debajo de la puerta de su compartimiento aparecieron varios
pares de botas, de la piel negra más fina con incrustaciones de oro.
Entonces alguien golpeó fuertemente la puerta y una voz rasposa, cortés pero
perentoria, dijo:
—Perdonad, consejero. Soy Hreest. Como jefe de guardia del quinto nivel, debo
pediros que abráis la puerta. Lleváis ahí encerrado largo tiempo, y debo asegurarme de
que el espía que buscamos no os retiene con un cuchillo en vuestra garganta.
El Ratonero tosió, cogió el bastón de marfil con un zafiro en su extremo, abrió la puerta
y salió cojeando ligeramente. Reanudar con sus piernas fatigadas la incómoda andadura
de las ratas, le ocasionó un súbito y doloroso calambre en la pierna izquierda.
Las ratas armadas con picas se arrodillaron, mientras que las que calzaban
espléndidas botas, cuyas ropas, máscara, guanteletes y vainas de la espada, todo ello de
color negro y cubiertos de finos arabescos dorados, retrocedieron dos pasos.
El Ratonero le dirigió una breve mirada y dijo con frialdad:
—¿Oz atrevéiz a moleztar y apremiar al concejero Grig cuando eztá haciendo zuz
nezecidadez? Bien, quizá tengáiz buenaz razonez para ello. Veamoz.
Hreest se quitó el sombrero de ala ancha, adornado con un penacho de plumas
arrancadas de las pechugas de canarios negros.
—Sin duda las tenemos, Vuestra Nobleza. Anda suelto por Lankhmar Subterráneo un
espía humano, transformado mágicamente a nuestra talla, el cual ya ha asesinado al hábil
aunque indisciplinado y engreído espadachín Svivomilo.
—¡Lamentablez noticiaz, en efecto! —exclamó el Ratonero—. Buzcad a eze ezpía en
zeguida! No ezcatiméiz perzonal ni ezfuerzoz. Informaré al Consejo, Hreest, zi tú no lo
haz hecho.
Y mientras la voz de Hreest le seguía para darle excusas, agradecimientos y
seguridades, el Ratonero descendió señorialmente la blanca escalera de mármol. Su
cojera apenas era visible gracias al apoyo proporcionado por el bastón de marfil, cuyo
zafiro destellaba como la estrella azul Ashsha. Se sentía como un rey.
Fafhrd cabalgaba hacia el oeste, en el crepúsculo cada vez más oscuro. Los cascos de
hierro de la yegua mingola levantaban chispas en la superficie pétrea del Reino Hundido.
Las chispas empezaban a ser débilmente visibles, al igual que algunas de las estrellas
más grandes. El camino de herraduras se iba difuminando en la oscuridad. Al norte y al
sur, el mar Interior y el mar Oriental eran sombrías extensiones grises, el primero agitado
por el oleaje. Y ahora, finalmente, contra la última cinta de color rosa sucio que el sol
extendía en el oeste, distinguió la negra banda ondulante de árboles achaparrados y altos
cactus que señalaban el inicio de la Gran Marisma Salada.
Era una visión tranquilizadora, pero Fafhrd tenía el ceño fruncido: dos líneas verticales
que se alzaban desde el extremo interior de cada ceja.
Podría decirse que el frunce izquierdo era por sus perseguidores. Mirando por encima
del hombro, vio que los cuatro jinetes a los que había visto por primera vez en el camino
de Sarheenmar estaban ahora tan sólo a tiro y medio de arco detrás de él. Sus caballos
eran negros, y los jinetes vestían mantos y capuchas también negros. Fafhrd sabía ahora
con certeza que eran los cuatro bandidos ilthmarianos. Se decía que los piratas terrestres
de Ilthmar, sólo sedientos de botín, por no decir nada de la venganza, habían perseguido
a su presa hasta la misma Puerta de la Marisma de Lankhmar.
El frunce derecho, que era más profundo, se debía a una inclinación casi imperceptible:
el sur se alzaba por encima del norte en el horizonte oscuro e irregular. Se trataba
realmente de una ligera inclinación del Reino Hundido en la dirección contraria, como lo
demostraba el hecho de que la yegua mingola giró bruscamente a la izquierda. Fafhrd la
espoleó y emprendió el galope. Sería difícil que llegara al camino de la Marisma antes de
que se lo tragase la tierra.
Los filósofos de Lankhmar creen que el Reino Hundido es un inmenso y largo escudo,
cóncavo en el reverso, de roca dura en la superficie y tan porosa por debajo que tiene
exactamente el mismo peso que el agua. Los gases volcánicos procedentes de las
entrañas de los montes de Ilthmar, así como los vapores mefíticos de la inaudita, profunda
y hedionda Gran Marisma Salada, llenan gradualmente la concavidad y alzan el gran
escudo por encima de la superficie del mar. Pero entonces se produce una inestabilidad,
debido a la mayor densidad de la superficie del escudo, y éste empieza a oscilar. Los
gases y vapores que lo sostienen escapan en grandes eructos alternos por el norte y el
sur. Luego el escudo se hunde bajo las olas y todo el proceso lento y rítmico vuelve a
empezar.
Así pues, la inclinación le indicó a Fafhrd que el Reino Hundido estaba a punto de
sumergirse una vez más. La inclinación había aumentado tanto que tuvo que tirar un poco
de la rienda a la derecha para mantener la yegua en el camino. Miró por encima de su
hombro derecho y vio que los cuatro jinetes negros también avanzaban rápidamente,
incluso con más rapidez que él.
Cuando miró el objetivo de su seguridad, la marisma, vio que las aguas cercanas al
mar Interior se alzaban en una línea de géiseres grises y espumosos —el primer escape
de vapores— mientras que las aguas del mar Oriental se aproximaban súbitamente.
Entonces, con mucha lentitud, la roca sobre la que cabalgaba empezó a inclinarse en
dirección contraria, hasta que finalmente tiró de la brida izquierda de la yegua para que no
se desviara del camino. Sé alegró de montar un animal mingol, adiestrado para no
asustarse ante nada, ni siquiera ante un terremoto.
Y ahora fueron las aguas tranquilas del mar Oriental las que estallaron y ascendieron
en una larga, sucia y burbujeante pared de gases, mientras que las aguas del mar Interior
llegaban espumeando casi hasta el camino.
Pero la Marisma estaba muy cerca. Fafhrd pudo distinguir espinos y cactus aislados,
así como espesuras de hierba marina gigante que se delineaban contra el oeste, ahora
totalmente rojo. De pronto vio delante de él una brecha que, ¡por el bendito Issek!, debía
de ser el camino elevado.
La respiración de la yegua era jadeante y sus herraduras arrancaban chispas de la
roca.
Entonces se produjo un cambio perturbador en el paisaje, aunque muy ligero. De una
manera imperceptible, toda la Gran Marisma Salada empezaba a levantarse.
El Reino Hundido iniciaba su inmersión periódica. Desde cada lado, por el norte y el
sur, unos muros grises convergían en Fafhrd; las aguas agitadas y espumeantes del mar
Interior y el mar Oriental se precipitaban para hundir el gran escudo de piedra, ahora que
su apoyo gaseoso había desaparecido.
Una barrera negra de una vara de altura apareció delante de él. Fafhrd se agachó en la
silla, hundiendo los talones en los flancos de la yegua, y ésta, dando un gran salto, pasó
por encima de la barrera, volvió a tocar terreno firme y, sin detenerse, prosiguió su galope.
Ahora, en vez de chocar con la roca, sus cascos golpeaban en silencio la fina y
apelmazada gravilla del camino.
Desde atrás llegó un rugido creciente que de súbito se convirtió en estruendo. Fafhrd
se volvió y contempló una gran explosión acuática, que ya no era gris, sino de un blanco
espectral bajo la difuminada luz del oeste, donde las aguas del mar Interior se habían
encontrado con las del mar Oriental, exactamente en el camino.
Estaba a punto de mirar de nuevo hacia adelante y reducir la velocidad de su montura,
cuando de aquella pálida explosión surgió un caballo y un jinete negros, seguidos de otro
jinete y un tercero. Pero no había nadie más: era evidente que el cuarto había sido
engullido. A Fafhrd se le erizó el cabello al pensar en los saltos que habían dado las tres
monturas con sus jinetes, y maldijo a la yegua mingola para que corriera más, pues sabía
que desconocía las palabras amables.
12
Lankhmar se preparaba para otra noche de terror, mientras las sombras se alargaban
hacia el infinito y la luz del sol adquiría una intensa tonalidad anaranjada. La disminución
del número de ratas no había tranquilizado a sus habitantes, quienes husmeaban la calma
eléctrica antes de la tormenta y se encerraban en los pisos altos, como habían hecho la
noche anterior. Soldados y guardianes, cada uno según su carácter, sonrieron con alivio o
se aferraron a las minucias burocráticas meridionales una hora antes de medianoche,
donde las arengaría Olegnya Matamingoles, quien tenía la reputación de hacer los
discursos más largos, tediosos y húmedos (por la abundante saliva que partía de su boca
al mismo tiempo que sus palabras) que cualquier otro capitán general en la historia de
Nehwon, y además despedía el olor agrio de la senilidad.
A bordo de la Calamar, Slinoor ordenó que las luces permanecieran encendidas
durante la noche y que todos los hombres disponibles hiciesen guardia. Entretanto, la
gatita negra había abandonado la cofa y paseaba por la borda más cercana al muelle,
lanzando de vez en cuando un maullido lastimero y mirando las calles oscuras con una
expresión que quizá era una mezcla de tentación y temor.
Durante algún tiempo, Glipkerio aplacó su nerviosismo observando la sutil tortura de
Reetha, cuyo principal objetivo era destrozar sus nervios más que su carne, y escuchando
los interrogatorios a que le sometían los inquisidores durante horas hábiles, los cuales
intentaban hacerle confesar que el Ratonero Gris era el jefe de las ratas, como parecía
demostrar palmariamente el hecho de que su tamaño se hubiera reducido al de un roedor,
así como obligarle a divulgar todo un manual de información sobre los métodos mágicos y
las estratagemas brujeriles del Ratonero. La muchacha encantaba realmente a Glipkerio:
reaccionaba a las amenazas y a un dolor más o menos soportable de un modo
vehemente e inquietante.
No obstante, al cabo de un rato el Señor Supremo empezó a aburrirse y pidió que le
sirvieran una cena ligera a la luz rojiza del sol poniente, en el porche que daba al mar,
junto a la Cámara Azul de Audiencias, en el inicio del gran tobogán de cobre, el cual
tocaba de vez en cuando para sentirse seguro. Se dijo complacido que no había mentido
a Hisvin, pues por lo menos tenía otra arma secreta, aunque no era un arma ofensiva,
sino más bien todo lo contrario. ¡Pero ojalá no tuviera que usarla! Hisvin le había
prometido que a medianoche pondría en práctica su hechizo contra las ratas atacantes, y
hasta entonces Hisvin nunca le había fallado... ¿Acaso no había vencido a las ratas de la
flota de grano? Además, su hija y la doncella de ésta conocían maneras de sosegar a
Glipkerio que, sorprendentemente, no requerían azotes. Había visto con sus propios ojos
como Hisvin mataba ratas con aquel hechizo, mientras que él, por su parte, había
dispuesto que todos los soldados y guardianes se presentaran en los cuarteles
meridionales a medianoche, para escuchar al tedioso Olegnya Matamingoles. Pensó que
había cumplido con su parte; Hisvin cumpliría con la suya y, a medianoche, los problemas
y las vejaciones habrían terminado.
¡Pero faltaba tanto para la medianoche! Una vez más el aburrimiento se apoderó del
flaco monarca, con su guirnalda de trinitarias purpúreas y su toga negra, y empezó a
pensar con nostalgia en los azotes y en Reetha. Se dijo que, al contrario que los demás
hombres, un Señor Supremo, abrumado por la administración y las ceremonias, no tenía
tiempo ni siquiera para las aficiones más sencillas y las diversiones inocentes.
Entretanto, los interrogadores de Reetha dieron por finalizada la sesión de aquel día y
dejaron a la muchacha bajo el cuidado de Samanda, quien de vez en cuando le describía
con placer maligno las diversas clases de azotes y otros tormentos a los que le sometería
la señora del palacio en cuanto sus inquisidores hubieran terminado con ella. La tan
maltratada muchacha trató de consolarse con la idea de que su alocado rescatador
vestido de gris podría recuperar de algún modo su verdadero tamaño y volver para
procurar de nuevo la huida. Seguramente, y a pesar de todas las repugnantes
insinuaciones que ella había soportado, el Ratonero Gris había adoptado el tamaño de
una rata contra su voluntad. Recordó los muchos cuentos de hadas que había oído sobre
príncipes convertidos en lagartos, y ranas que habían recobrado su apostura y su altura
apropiada gracias al beso amoroso de una doncella, y, pese a sus desgracias, en sus ojos
sin pestañas apareció una expresión soñadora.
A través de la máscara de Gríg, con sus aberturas espaciadas, el Ratonero atisbo la
Cámara del Consejo y a los demás miembros de los Trece Supremos. La escena le
resultaba ya opresivamente familiar, y estaba harto de cecear. Sin embargo, se dispuso a
hacer un gran esfuerzo, para el que tendría que usar todo su ingenio.
Le había resultado muy fácil llegar hasta allí. En el quinto nivel, tras dejar a Hreest y
sus ratas armadas con picas, unos pajes ratoniles se pusieron a su lado, al pie de la
escalera de mármol blanco, y un chambelán se colocó solemnemente delante de él,
haciendo sonar una campanilla de plata repujada que sin duda había tintineado en el
tobillo de alguna bailarina de templo en la calle de los Dioses del mundo superior. Así,
andando con paso majestuoso, a pesar de su leve cojera, gracias a la ayuda del bastón
de marfil rematado con un zafiro, le condujeron en silencio a la Cámara del Consejo y a la
misma silla que ahora ocupaba.
La cámara era baja pero amplia, con columnas que representaban candelabros de oro
y plata, sin duda, robados en los palacios e iglesias de arriba. Había entre ellos algunos
que parecían cetros enjoyados y bastones de mando. Al fondo, hacia las paredes
distantes y semiocultas por las columnas, se agrupaban ratas armadas con picas,
camareros y otros servidores, portadores de literas con sus vehículos y miembros de
oficios similares.
La sala estaba iluminada con jaulas de oro y plata que contenían insectos luminosos
grandes como águilas, y en tal cantidad que apenas se percibía la pulsación de su luz. El
Ratonero había decidido que, si fuera necesario provocar una diversión, soltaría algunas
avispas luminosas.
Dentro de un círculo central formado por columnas especialmente preciosas había una
gran mesa redonda, alrededor de la cual se sentaban, espaciados con regularidad, los
Trece, todos ellos enmascarados y vestidos con túnicas y capuchas blancas, de las que
emergían manos de rata enfundadas en guantes blancos.
Delante del Ratonero, y en una silla más alta, se sentaba Skwee, a la que recordaba
bien desde la ocasión en que se agazapó sobre su hombro, amenazándole con cortarle la
arteria debajo de la oreja. A la derecha de Skwee estaba Siss, mientras que a su
izquierda se sentaba un roedor taciturno a quien los demás llamaban lord Nuil. Aquel
individuo rezongón era el único de los Trece que vestía túnica, capucha, máscara y
guantes negros. Había en él algo inquietantemente familiar, tal vez porque el tono de su
atuendo le recordaba a Svivomilo y también a Hreest.
Las nueve ratas restantes eran claramente miembros en período de aprendizaje,
promovidos para ocupar los puestos en el Círculo de los Trece que habían dejado
vacantes las ratas blancas muertas a bordo de la Calamar, pues nunca hablaban y,
cuando se procedía a las votaciones, se limitaban a aceptar con un movimiento de cabeza
la opinión mayoritaria de Skwee, Siss, lord Nuil y Gríg —es decir, el Ratonero—, o, si esa
opinión estaba dividida, se abstenían.
La superficie de la mesa estaba oculta bajo un mapa circular confeccionado con lo que
parecía ser piel humana bien curtida y alisada, de fina y delicada porosidad. El mapa en sí
consistía en innumerables puntos: dorados, plateados, rojos y negros, espesos como
motas de mosca en el tenderete de un vendedor de frutas en un suburbio. Al principio, al
Ratonero sólo se le ocurrió pensar en un campo estelar misterioso y denso. Luego
comprendió, por las referencias de los demás, ¡que era ni más ni menos un mapa de
todas las madrigueras de ratas de Lankhmar!
Saber esto no le facilitó de inmediato la comprensión del mapa, pero gradualmente
empezó a ver, en los puntos que parecían agrupados al azar y en las líneas
serpenteantes entre unos grupos y otros, los contornos de, por lo menos, los principales
edificios y calles de Lankhmar. Desde luego, todo el trazado de la ciudad estaba invertido,
puesto que estaba visto desde abajo y no por arriba.
Poco después, el Ratonero supo que los puntos dorados correspondían a madrigueras
que los humanos desconocían y las ratas usaban; los rojos, a madrigueras que los
humanos conocían pero, con todo, las ratas seguían usando; los plateados, a
madrigueras desconocidas por los humanos, pero que no utilizaban actualmente los
habitantes subterráneos, mientras que los puntos negros designaban las madrigueras que
conocían los humanos y evitaban los roedores de Lankhmar Subterráneo.
Durante la sesión del Consejo, el Ratonero se había enterado, sencilla y horriblemente,
del plan general para lanzar el asalto masivo a Lankhmar superior, que tendría lugar
media hora antes de aquella misma medianoche: una información detallada sobre la
disposición de las compañías de lanceros, destacamentos de ballesteros, grupos de
soldados con dagas, brigadas con armas envenenadas, incendiarios, criminales solitarios,
asesinos de niños, ratas provocadoras de pánico, ratas hediondas, arrancadoras de
genitales, mordedoras de senos y otros guerreros salvajes, ratas especializadas en tender
trampas, como cuerdas tensadas, abrojos finos como agujas y lazos corredizos, brigadas
de artillería que llevarían armas desmontadas para montarlas en la superficie..., hasta que
su cerebro ya no pudo seguir reteniendo todos los datos.
También se enteró de que los ataques prioritarios serían contra los cuarteles
meridionales y, sobre todo, contra la calle de los Dioses, que hasta entonces se había
librado del asalto de las ratas.
Finalmente supo que el objetivo de las ratas no consistía en exterminar a los humanos
o expulsarlos de Lankhmar, sino obligar a Glipkerio a una rendición incondicional y
esclavizar a los súbditos del Señor Supremo mediante ese acuerdo y un terror continuo,
de modo que la vida en Lankhmar seguiría como siempre, con sus placeres y sus
negocios, sus compras y ventas, nacimientos y muertes, envíos de barcos y caravanas,
recolección de grano —¡sobre todo grano!—, pero bajo el gobierno de las ratas.
Por suerte, toda esta información la habían proporcionado Skwee y Siss. Nada pidieron
al Ratonero —es decir, a Grig— ni a lord Nuil, excepto sus opiniones sobre problemas
complejos. Luego les invitaron a dirigir la votación, y esto también procuró al Ratonero
tiempo para imaginar el modo de echar un gato a los planes de las ratas.
Por fin finalizó la parte informativa de la sesión y Skwee solicitó a los reunidos ideas
para mejorar el gran asalto, pero era evidente por su tono que no esperaba obtener
ninguno. Entonces el Ratonero se levantó, con alguna dificultad, pues las botas ratoniles
de Grig, inadecuadas para sus pies, aún le producían calambres, y cogiendo su bastón de
marfil apuntó certeramente un grupo de puntos plateados en el extremo occidental de la
calle de los Dioses.
—¿Por qué no lanzamoz aquí el azalto? —preguntó—. Zugiero que en plena batalla un
grupo de rataz veztidaz con togaz ne-graz zalgan del templo de loz diozez de Lankhmar.
Ezto convencerá a loz humanoz como nada máz podría hacerlo de que zu mizmo dioz, el
dioz de zu ciudad, ze ha vuelto contra ellos..., ¡de hecho, ze han tranzformado en rataz!
Tragó saliva para suavizar la irritación de su garganta. ¿Por qué aquella condenada
Grig tenía que cecear?
Por un momento, su sugerencia pareció dejar estupefactos a los demás miembros del
consejo. Entonces Siss habló en tono admirativo y envidioso, como si lo hiciera contra su
voluntad:
—Nunca había pensado en eso.
—Como bien sabes, Grig, el templo de los dioses de Lankhmar ha sido evitado desde
hace mucho tiempo, tanto por los hombres como por las ratas —comentó Skwee—. Sin
embargo...
—Me opongo —terció malhumorado lord Nuil—. ¿Por qué meternos con lo
desconocido? Los humanos de Lankhmar temen y evitan el templo de los dioses de su
ciudad. Lo mismo deberíamos hacer nosotros.
El Ratonero dirigió una mirada furibunda, a través de las ranuras de su máscara, a la
rata vestida con una túnica negra.
—¿Zomoz ratoncilloz o rataz verdaderaz? ¿O tal vez zomoz hombrez cobardez y
zuperzticiozoz? ¿Dónde eztá vueztro valor de rata, lord Nuil? ¿O la razón zoberana y
ezcéptica de laz rataz? ¡Mi eztratagema azuztará a loz humanoz y demoztrará de una vez
por todaz la valentía zuperior de laz rataz! ¿No ez cierto, Zkweej Zizzí?
La propuesta se sometió a votación. El voto de lord Nuil fue negativo, los de Siss, el
Ratonero y, tras una pausa, Skwee, fueron positivos, mientras que las otras nueve ratas
asintieron, y así la Operación Toga Negra, como Skwee la denominó, fue añadida
apresuradamente a los planes bélicos.
—Tenemos más de cuatro horas para organizarlo —recordó Skwee a sus nerviosos
colegas.
El Ratonero sonrió detrás de la máscara. Tenía la sensación de que si los dioses de
Lankhmar se despertaban alguna vez, se pondrían al lado de los habitantes humanos de
la ciudad... Tardíamente pasó por su cabeza la posibilidad de que ocurriera lo contrario.
En cualquier caso, ahora su actividad y su deseo se centraban en salir de la Cámara
del Consejo lo antes posible. En seguida se le ocurrió una estratagema e hizo una señal a
un paje.
—Llama una litera —le ordenó—. Ezta deliberación me ha fatigado. Eztoy mareado y
tengo una pierna acalambrada. Iré un rato a cazar para dezcanzar con mi mujer.
Skwee se volvió para mirarle.
—¿Mujer? —le preguntó en tono incrédulo.
El Ratonero respondió sin la menor vacilación:
—Zi tengo el capricho de llamar ezpoza a mi querida, no creo que zea azunto tuyo.
Skwee se quedó un rato mirándole y luego se encogió de hombros.
La litera llegó en seguida, transportada por dos ratas muy musculosas semidesnudas.
El Ratonero se acomodó en ella, agradecido, colocó el bastón de marfil a su lado, y
ordenó: «¡A mi caza!», despidiéndose de Skwee y lord Nuil, agitando la mano mientras se
lo llevaban de allí al trote corto. En aquellos momentos el pequeño aventurero se sentía
en posesión de la mente más brillante del universo y merecedor de un descanso, aunque
fuese en una madriguera de ratas. Recordó que le quedaban por lo menos cuatro horas
antes de que se disipara el hechizo de Sheelba y recobrase la talla humana. Había hecho
cuanto estaba en su mano por Lankhmar y ahora debía pensar en sí mismo. Se preguntó
ociosamente cuáles serían las comodidades del hogar de una rata. Tenía que probarlas
antes de huir al mundo superior. Aquella sesión del consejo había sido realmente
agotadora, como colofón de todo lo que había ocurrido antes.
Mientras la litera iba desapareciendo gradualmente más allá de las columnas, Skwee
se volvió hacia lord Nuil y le dijo a través de su máscara con diamantes engastados:
—¡Así que ese viejo misógino de Grig tiene una querida! Tal vez sea ella quien ha
aguzado su inteligencia para que invente cosas tan brillantes como la operación Toga
Negra.
—Eso sigue sin gustarme, aunque lo habéis votado y no tengo más remedio que
aceptarlo —chilló el otro irritado, desde detrás de su antifaz negro—. Esta noche flota
demasiada incertidumbre en el ambiente. La batalla final está próxima. Se dice que un
espía humano transformado mágicamente se ha introducido en Lankhmar Subterráneo.
Luego está ese cambio en el carácter de Grig, y ese ratón rabioso que entró corriendo en
la Cámara, sacando espuma por la boca y que chilló tres veces cuando le mataste..., las
extrañas vibraciones de las abejas nocturnas en los aposentos de Siss... Y ahora esta
operación adoptada con tal premura...
Skwee dio unas palmadas amistosas en el hombro de lord Nuil.
—Esta noche estás turbado, camarada, y ves malos augurios en cada bicho nocturno.
En todo caso, Grig ha tenido una idea muy buena. A todos nos iría bien un poco de
descanso, sobre todo a ti, antes de tu importantísima misión. Ven conmigo.
Delegando la presidencia de la mesa en Siss, Skwee y lord Nuil se retiraron a una
alcoba con una cortina en la puerta, pero antes de entrar ordenaron que les sirvieran
comida y bebida.
Cuando las cortinas se corrieron tras ellos, Skwee se sentó en una de las dos sillas al
lado de la mesa pequeña y se quitó la máscara. A la pulsátil luz violeta de las tres avispas
luminosas que alumbraban la alcoba, su largo hocico, cubierto de pelo blanco, y sus ojos
azules, parecían notablemente siniestros.
—Pensar que mañana mi pueblo será el amo de Lankhmar Superior... —musitó—.
Durante milenios, las ratas hemos trazado planos y construido, hemos abierto túneles y
realizado toda clase de esfuerzos, y ahora, antes de que transcurran seis horas... ¡Esto
bien merece un trago! Lo cual me recuerda, camarada, que ya debe de ser la hora de
tomar tu pócima.
Lord Nuil exhaló un suspiro consternado, empezó a levantar lentamente su máscara
negra, metió la pata derecha cubierta con un guante negro en su bolsa, y extrajo un frasco
diminuto.
—¡Alto! —le ordenó Skwee, horrorizado, cogiendo de súbito la pata enguantada del
otro—. Si tomaras ahora el contenido de ese frasco...
—Esta noche estoy nervioso, lleno de agitación —admitió lord Nuil, guardándose de
nuevo el frasco blanco y sacando uno negro.
Antes de tomar el contenido del frasco, alzó del todo su máscara negra. El rostro que
apareció no era el de una rata, sino la cara arrugada, reducida al tamaño de la de una
rata, con los ojos como cuentas de vidrio, de Hisvin, el mercader de grano.
Tras beber la droga negra, pareció experimentar alivio y un descenso de la tensión. Las
arrugas de preocupación en su rostro fueron sustituidas por las de la reflexión.
—¿Quién es la querida de Grig, Skwee? —preguntó de improviso—. Juraría que no es
una pelandusca ni una cortesana hinchada de vanidad.
Skwee encogió sus hombros gibosos y se limitó a responder:
—Cuanto más inteligente es el macho encantado, más estúpida es la hembra
encantadora.
—¡No! —exclamó Hisvin con impaciencia—. Percibo en él una mente brillante y rapaz
que no es la de Grig. Ya sabes que en otro tiempo fue ambicioso y quiso ocupar tu
posición, pero luego sus llamas se redujeron a brasas que brillan a través de cenizas
invernales.
—Eso es cierto —convino Skwee pensativamente.
—¿Quién ha vuelto a avivar sus llamas? —inquirió Hisvin, ahora presa de inquietantes
sospechas—. ¿Quién es esa querida Skwee?
Fafhrd detuvo la yegua mingola antes de que el animal, adiestrado para resistir los más
atroces sufrimientos, cayeran a causa del cansancio..., y le costó lograrlo, tan resuelta a
morir estaba la sombría criatura. No obstante, una vez parada, el jinete notó que sus
patas cedían y se apresuró a bajar de la silla para evitar que se derrumbara bajo su peso.
Estaba empapada de sudor, la cabeza le colgaba entre las temblorosas patas delanteras
y sus costillas se movían como fuelles, siguiendo el ritmo de su respiración jadeante.
Fafhrd apoyó ligeramente la mano en los temblorosos cuartos delanteros del animal.
Sabía que nunca habría podido llegar a Lankhmar, pues apenas había recorrido la mitad
de la Gran Marisma Salada.
La luna baja, a sus espaldas, bañaba con un resplandor dorado la grava del camino
elevado y teñía de amarillo los extremos de los espinos y los cactus, pero aún no estaba
lo bastante inclinada para llegar al suelo herbáceo de la marisma y los negros fondos de
los charcos.
Con excepción de los zumbidos y chirridos de los insectos y el ulular de las aves
nocturnas, la zona bañada por la luz lunar estaba en silencio..., pero, como sabía el
estremecido Fafhrd, no sería por mucho tiempo.
Desde la salida casi sobrenatural de los tres jinetes negros de entre las rugientes olas
que entrechocaban sobre el Reino Hundido y su persecución incansable en la noche cada
vez más profunda, le había sido gradualmente más difícil considerarlos como simples
bandidos de Ilthmar en busca de venganza, y cada vez más le parecía un mortífero trío
sobrenatural. Además, a lo largo de varias millas, algo enorme, de largas patas,
agazapado, aunque nunca directamente visible, le había perseguido a través de la
marisma, manteniéndose a la distancia de una lanzada. Parecía, con toda probabilidad,
algún gigante familiar o genio obediente de los jinetes negros.
Sus temores se habían vuelto tan insistentes que lanzó la yegua a todo galope,
dejando atrás el ruido de cascos de sus perseguidores, aunque sin que este esfuerzo
surtiera el mismo efecto en la forma agazapada y con el inevitable resultado presente.
Desenvainó a Vara Gris y se volvió hacia la luna gibosa que acababa de levantarse.
Entonces, muy débilmente, empezó a oír el apagado y rítmico tamborileo de los cascos
sobre la grava. Sus perseguidores se acercaban.
Al mismo tiempo, desde las sombras profundas donde debía de encontrarse el gigante,
oyó que el Ratonero Gris le gritaba con voz ronca:
—¡Por aquí, Fafhrd! Hacia la luz azul. Conduce tu montura.
¡Vamos, rápido!
Sonriente, aunque se le había erizado el pelo de la nuca, Fafhrd miró hacia el sur y vio
un resplandor azulado, como una ventana pequeña, redondeada en la parte superior, que
emitía una luminosidad azul en la negrura de la marisma. Bajó por el sendero, llevando a
la yegua de la rienda y desviándose hacia el sur, y se encontró al pie de una pequeña
elevación. Avanzó ansioso en la oscuridad, hundiendo los tacones en el barro e
inclinándose hacia adelante mientras tiraba de su exhausta montura. Ahora la ventana
azul parecía estar a poca altura por encima de su cabeza. El tamborileo procedente del
este era más intenso.
—¡Muévete, perezoso! —oyó que le gritaba el Ratonero con la misma voz ronca.
El tipejo gris debía de haberse resfriado a causa de la humedad de la marisma o, ¡no lo
quisiera el destino!, una fiebre debida a las miasmas.
—Ata tu montura al espino —siguió gruñendo el Ratonero—. Allí hay follaje para ella y
un charco de agua. Luego ven aquí. ¡Venga, rápido!
Fafhrd obedeció sin decir palabra ni desperdiciar un solo movimiento, pues el ruido de
los cascos era mucho más intenso.
Dio un salto, sujetándose en la parte inferior de la ventana y alzó a pulso. Entonces el
resplandor azulado se extinguió.
Fafhrd penetró en el oscuro recinto, cuyo suelo estaba cubierto con una alfombra de
juncos, y se volvió rápidamente, de modo que quedó mirando hacia el lugar por donde
había entrado.
La yegua mingola era invisible en la oscuridad exterior. El tramo más elevado del
sendero brillaba débilmente a la luz de la luna. Entonces, alrededor de un grupo de
arbustos espinosos, aparecieron los tres jinetes negros, los doce cascos de sus monturas
ahora estruendosos. Fafhrd creyó distinguir un diabólico resplandor fosforescente que
rodeaba las fosas nasales y los ojos de los altos caballeros negros, y pudo discernir con
vaguedad las capuchas y los mantos negros de los jinetes, ropajes que hacía ondear el
viento levantado por su velocidad. Sin detenerse, pasaron por el lugar donde el norteño se
había desviado del sendero y desaparecieron tras otro grupo de espinos, al oeste. Fafhrd
soltó un suspiro que había retenido durante largo tiempo.
—Ahora apártate de la puerta y sujétate bien —le dijo por encima de su hombro una
voz rasposa que no era la del Ratonero—. Tengo que pilotar este trasto.
El vello en la nuca de Fafhrd, que había vuelto a la normalidad, se le erizó de nuevo.
Más de una vez había oído la voz de Sheelba del Rostro sin Ojos, aunque nunca había
visto su cabaña fabulosa ni, por supuesto, había entrado en ella. Rápidamente se hizo a
un lado, apoyándose en la pared. Algo suave, redondo y frío le tocó la nuca. Pensó que
debía tratarse de una calavera colgada del muro.
Una figura negra se arrastró y ocupó el espacio que él acababa de dejar libre.
Vagamente silueteada en la abertura de la puerta, su perfil iluminado por la luna, llevaba
una capucha negra. —¿Dónde está el Ratonero? —preguntó Fafhrd con ansiedad. La
cabaña se agitó con violencia. Fafhrd palpó a su alrededor, en busca de un asidero, y por
fortuna encontró dos postes de sujeción en la pared.
—Tiene problemas, graves problemas —se limitó a decir Sheelba—. He imitado su voz
para hacerte reaccionar con rapidez. En cuanto hayas cumplido con la tarea que te ha
impuesto Ningauble, sea cual fuere, debes ir al instante en su ayuda.
La cabaña se agitó por segunda y tercera vez, y luego empezó a bambolearse y
cabecear un poco como un barco, pero con un ritmo rápido y más agitado, como si uno
estuviera en una barquilla colocada en la pendiente del lomo de una jirafa gigante
borracha.
—Dices que vaya al instante, pero ¿adonde? —preguntó Fafhrd con cierta humildad.
—¿Cómo podría saberlo y por qué habría de decírtelo aunque lo supiera? No soy tu
mago. Tan sólo te llevo a Lankhmar por medios secretos, como un favor que le hago a
ese brujo aficionado y panzudo, ese parlanchín de siete ojos, el cual se cree mi colega y
te ha engatusado para que le tomes como mentor. —La áspera voz había resonado en la
oscura oquedad de la capucha. Entonces añadió en un tono algo más gruñón—: Lo más
probable es que esté en el palacio del Señor Supremo. Ahora cállate.
El bamboleo de la cabaña aumentó, al igual que su velocidad. El viento penetraba por
la abertura, haciendo aletear los flancos de la capucha de Sheelba. De vez en cuando se
veían retazos de la marisma iluminados por la luna.
—¿Quiénes eran esos jinetes que me perseguían? —preguntó Fafhrd, aferrándose a
los postes de la pared—. ¿Bandidos de Ilthmar? ¿Acólitos de la tétrica dama armada con
una guadaña?
El mago no respondió.
—¿A qué viene todo esto? —insistió Fafhrd—. Un gran ataque contra Lankhmar
efectuado por un enemigo casi innumerable pero innominado. Unos jinetes negros
también sin identificar. El Ratonero enterrado profundamente y encogido de un modo
lamentable, pero de todos modos vivo. Un silbato de hojalata que quizá invoca a los
Felinos Bélicos, los cuales son peligrosos para quien lo haga... Nada de esto tiene
sentido.
La cabaña sufrió una sacudida especialmente violenta. Sheelba siguió sin decir
palabra. Fafhrd empezó a sentirse mareado y se concentró en sujetarse.
Glipkerio asomó la cabeza adornada con una guirnalda de trinitarias sobre los rizos
dorados, a través de las cortinas de cuero de la cocina, parpadeó a causa del resplandor
del fuego y sonrió estúpidamente.
Reetha, de nuevo encadenada por el collar, estaba sentada con las piernas cruzadas
delante del fuego, la cabeza gacha. Samanda, rodeada por otras cuatro sirvientas en
cuclillas, dormitaba apoltronada en su enorme sillón. Ahora, sin embargo, aunque no se
había oído ningún ruido, sus ronquidos cesaron, abrió los ojos porcinos para mirar a
Glipkerio y le dijo cariñosamente:
—Entra, pequeño Señor Supremo, no te quedes ahí como una jirafa avergonzada. ¿Es
que también te han asustado las ratas? Id a vuestros camastros, muchachas.
Tres sirvientas se levantaron en seguida. Samanda extrajo una larga aguja de su pelo
recogido en una esfera y pinchó ligeramente a la cuarta, que se había dormido sobre sus
talones.
En silencio, salvo por el único chillido, sofocado de inmediato, de la muchacha que
acababa de recibir el pinchazo, las cuatro sirvientas hicieron una reverencia a Glipkerio y
dos a Samanda, y salieron corriendo como otras tantas figuras de cera animadas.
—¿Te pica el gusanillo de la inquietud, pequeño Señor Supremo? —le preguntó
Samanda—. ¿Quieres que te prepare un ponche de adormidera? ¿O preferirías
contemplar cómo azoto a esta chica? —añadió, señalando a Reetha con el pulgar—. Los
inquisidores me han ordenado que no lo haga, pero, naturalmente, si tú quieres...
—Oh, no, no, no, claro que no —protestó Glipkerio—, pero ya que hablamos de azotes,
tengo algunos látigos nuevos en mi colección privada que me gustaría enseñarte, querida
Samanda, entre ellos uno que al parecer procede del Kiraay Lejano, revestido de áspero
vidrio pulverizado. Te lo enseñaría con gusto si vinieras conmigo. También tengo una pica
para toros con seis puntas de plata repujada, hecha en...
—De modo que es mi compañía lo que deseas, como todos los demás a quienes no les
cabe el alma en el cuerpo —replicó Samanda—. De acuerdo, te complaceré gustoso,
pequeño Señor Supremo, pero los inquisidores me dijeron que vigilara durante toda la
noche a esta malvada muchacha, quien está aliada con el jefe de las ratas.
Glipkerio permaneció un momento indeciso y finalmente dijo:
—Bueno, supongo que si es necesario puedes traerla contigo.
—Estupendo —convino Samanda con entusiasmo, levantándose por fin del sillón—.
Podemos probar los nuevos látigos con ella.
—Oh, no, no, no —protestó de nuevo Glipkerio. Entonces, frunciendo el ceño y
agitando sus hombros estrechos, añadió pensativo —: Aunque hay ocasiones en que para
conocer las posibilidades de un nuevo instrumento uno no tiene más remedio que...
—Es cierto, uno no tiene más remedio —dijo Samanda, mientras desenganchaba la
cadena de plata del collar de Reetha y enganchaba una correa corta—. Después de ti,
pequeño Señor Supremo.
—Ven primero a mi dormitorio —le dijo él—. Yo iré delante para quitar de en medio a
mis guardianes.
Dicho esto, se alejó dando las zancadas más largas que permitía su toga ceñida.
—No es necesario, pequeño Señor Supremo, pues conocen perfectamente tus hábitos
—le gritó Samanda, y dio un tirón a la correa para que Reetha se levantase—. ¡Vamos,
chiquilla! Eres objeto de un gran honor. Alégrate de que no soy Glipkerio, o te untarían
con queso fundido y te arrojarían a las ratas para que te devorasen.
Cuando, tras recorrer los pasillos desiertos, decorados con colgaduras de seda,
llegaron por fin al dormitorio de Glipkerio, éste se hallaba en pie, presa de una mezcla de
agitación e irritación, ante la gruesa puerta de roble, taraceada con materiales preciosos,
y su temblor nervioso hacía crujir la toga negra.
—Quise advertir a mis guardianes, pero no hay uno solo —se quejó—. Parece ser que
mis órdenes han sido estúpidamente mal interpretadas, las han tomado demasiado al pie
de la letra y todos mis guardianes se han ido con los soldados y demás fuerzas del orden
a los cuarteles meridionales.
—¿Para qué necesitas guardianes si me tienes a mí, pequeño Señor Supremo? —
replicó Samanda con jactancia, palmoteando una porra que pendía de su cinto—. ¿Quién
te protegería mejor?
—Es cierto —convino él, apenas con una sombra de duda, y de entre los pliegues de
su toga sacó una llave de oro grande y complicada—. Ahora, Samanda, si te parece bien
encerraremos aquí a la muchacha mientras inspeccionamos mis nuevas adquisiciones.
—¿Y decidir lo que vamos a usar con ella? —le preguntó Samanda con su voz
estentórea y áspera.
Glipkerio meneó la cabeza como si, sorprendido por estas palabras, las desaprobara, y,
mirando por fin a Reetha, dijo en tono grave y paternal:
—No, claro que no, simplemente supongo que a la pobre criatura le aburriría nuestra
pericia.
Sin embargo, no pudo evitar un súbito tono de ansiedad en su voz ni un brillo furtivo en
sus ojos.
Samanda soltó la correa y empujó a Reetha al interior de la habitación.
En el último momento, Glipkerio reveló su aprensión.
—Ahora no toques mi pócima nocturna —dijo señalando la mesilla de noche, sobre la
cual había una bandeja de plata que contenía varios frascos de cristal y una copa de vino
de color albaricoque claro.
—No toques nada, o haré que supliques la muerte por piedad —añadió Samanda, con
una súbita brutalidad—. Arrodíllate al pie de la cama con la cabeza agachada, en la
postura servil número tres, y no muevas un solo músculo hasta que regresemos.
En cuanto se cerró la gruesa puerta, su cerrojo se deslizó con un ruido sordo y desde el
otro lado retiraron de la cerradura la tintineante llave de oro. Reetha se dirigió a la mesilla
de noche, movió un poco la boca, escupió en la pócima nocturna y contempló cómo
giraba lentamente la espuma burbujeante. Deseó tener algunos pelos para echarlos
también, pero no parecía que en la habitación hubiera algún objeto de piel o lana, y a ella
la habían depilado aquella misma mañana.
Cogió el más tentador de los frascos de cristal y lo destapó, bebiendo su contenido a
pequeños sorbos mientras examinaba la habitación, cuyas paredes estaban revestidas
con maderas preciosas de las Ocho Ciudades, y sus tesoros más preciosos todavía. Se
demoró algo más ante un pesado cofre de oro lleno de piedras preciosas talladas pero sin
engastar, amatistas, aguamarinas, zafiros, jades, topacios, ópalos y esmeraldas, que
centelleaban como los fragmentos de un arco iris hecho añicos.
Vio también un ropero con prendas femeninas, confeccionadas para una persona muy
alta y delgada, y también, cosa sorprendente junto a aquellas prendas, un armero que
contenía diversas armas de hierro.
Miró varios estantes en los que había figuritas de cristal soplado, el tiempo suficiente
para decidir que la más delicada y costosa era, naturalmente, la de una muchacha esbelta
con botas y una blusa corta, que blandía un largo látigo. La derribó del estante, haciendo
que se estrellara contra el suelo y el látigo se convirtiese en polvo de cristal.
Con una sonrisa tensa, se preguntó qué podrían hacerle que aún no le hubieran hecho.
Se tendió en la cama y se estiró y contorsionó a placer, gozando al máximo de la
sensación que le producían las sábanas limpias contra su cuerpo torturado, y tomando de
vez en cuando un trago del néctar que contenía el frasco. Estaba dispuesta a beber lo
suficiente para emborracharse hasta perder el sentido. Entonces Samanda y Glipkerio
tendrían que torturar un cuerpo inerte y una mente inconsciente, cosa que no les
produciría mucho placer.
13
Mientras viajaba recostado en la litera, con la cola de una de las ratas delanteras
moviéndose a respetuosa distancia de su cabeza, el Ratonero observó que, sin
abandonar el quinto nivel, habían llegado a un ancho corredor a cuyos lados se alineaban
lanceros que montaban rígidamente guardia y que tenía trece entradas de las que
colgaban pesadas cortinas. Las nueve primeras eran blancas y plateadas, la siguiente
negra y dorada y las tres últimas blancas y doradas.
A pesar de su cansancio y su descomunal sensación de seguridad, el Ratonero había
permanecido bastante vigilante durante el viaje, pues no descartaba del todo la posibilidad
de que Skwee o lord Nuil le hubieran seguido. Además, tenía que contar con Hreest,
quien podría haber descubierto alguna pista en el retrete acuático, a pesar del trabajo
altamente artístico que el Ratonero creía haber hecho. De vez en cuando había visto ratas
que quizá siguieron su litera, pero al final todas ellas tomaron otras direcciones en los
laberínticos corredores. Las últimas que despertaron sus perezosas sospechas fueron dos
ratas esbeltas vestidas con mantos, capuchas, máscaras y guantes de seda negra, pero
éstas, sin dirigirle siquiera una mirada, desaparecieron cogidas de una pata a través de
las cortinas negras y doradas, hablando entre ellas en cuchicheantes susurros.
La litera del Ratonero se detuvo en la entrada contigua, la tercera empezando por el
final. Así pues, Skwee y Siss eran superiores en rango a Grig, pero ésta superaba a lord
Nuil. Esta información podría ser útil, aunque sólo confirmaba la impresión que él había
obtenido en el Consejo.
Se sentó en el borde de la litera y un instante después se incorporó con la ayuda del
bastón, exagerando bastante los efectos de su pierna acalambrada; dio a la rata delantera
una moneda de plata que había seleccionado del monedero de Grig, suponiendo que las
propinas eran una costumbre que practicaba toda clase de seres y, en particular, las
ratas. Entonces, sin mirar atrás, entró cojeando a través de las pesadas cortinas,
observando de pasada que estaban tejidas con hilos de oro y seda blanca trenzados.
Había un pasillo corto y escasamente iluminado, con unas cortinas similares en el otro
extremo. Las descorrió y entró en una pieza cuadrada, acogedora pero bastante
destartalada, con puertas cubiertas por cortinas en las tres paredes restantes e iluminada
por un cocuyo en una jaula de bronce encima de cada puerta. El mobiliario consistía en
dos armarios cerrados, un escritorio con un taburete, muchos pergaminos en recipientes
de plata que parecían sospechosamente dedales humanos, espadas cruzadas y un hacha
de combate colgada de la sucia pared. Había una chimenea en la que ardía un solo trozo
de carbón gigante que despedía un resplandor rojizo a través de su capa de cenizas
blancas. Por encima de la chimenea, que más bien era un brasero colocado en un hueco
y adherido a la pared, había un hemisferio con el borde del bronce, casi tan grande como
la propia cabeza del Ratonero reducida al tamaño de la de una rata. El hemisferio era
amarillento, con un gran círculo pardo y verdoso, en cuyo centro había otro círculo negro.
Con un estremecimiento de horror, el Ratonero lo reconoció como un ojo humano
momificado.
En el centro de la habitación había un sofá con cojines y un alto respaldo abatido, sin
duda usado por alguien que leía mucho, y a su lado una mesa baja de tamaño
considerable sobre la que sólo había tres campanillas, de cobre, plata y oro,
respectivamente.
Sobreponiéndose a su horror, puesto que es una emoción de evidente inutilidad, el
Ratonero cogió la campanilla de plata y la agitó vigorosamente. Había decidido ver cuál
sería el resultado si seguía el camino del medio.
Apenas había llegado a la conclusión de que aquél era el cuarto de un soltero rudo y
con ciertas inclinaciones intelectuales, cuando entró de espaldas, a través de las cortinas
en la pared del fondo, una rata vieja y gruesa con un vestido largo e impecable y un gorro
blanco en la cabeza. Al volverse reveló su hocico plateado, sus ojos turbios y la bandeja
de plata que acarreaba, sobre la que había platos humeantes y una gran jarra de plata
que también humeaba.
El Ratonero le señaló la mesa con un gesto breve e imperioso. El cocinero, pues tal
parecía ser, depositó allí la bandeja y luego se acercó vacilante al Ratonero, como si
quisiera ayudarle a quitarse la túnica. El hombrecillo enmascarado rechazó su ayuda
agitando la mano y señaló severamente la puerta del fondo. No estaba dispuesto a
tomarse la molestia de cecear en la propia casa de Grig. Además, los servidores podrían
tener mejor oído que los colegas para percibir una voz falsificada. El cocinero hizo una
torpe reverencia y se marchó.
El Ratonero se acomodó en el sofá, sin quitarse todavía los guantes y las botas. Una
vez recostado, éstas apenas le molestaban. No obstante se quitó la máscara (era
agradable ver las cosas sin aquel obstáculo) y la dejó al alcance de la mano.
La jarra humeante contenía vino caliente con especias, que suavizó su garganta
dolorida y seca y sus nervios fatigados, aunque era en exceso aromático; el único clavo
negro que flotaba en el líquido era grande como una lima, y el palito de canela tenía el
tamaño de un rollo de pergamino. Entonces, utilizando a Garra de Gato y el tenedor de
dos púas que le habían facilitado, empezó a cortar y devorar las humeantes lonchas de
carne de vaca, pues su olfato le dijo que de eso se trataba y no, por ejemplo, de bebé
humano. De otro de los platos eligió uno de los objetos que parecían boniatos pequeños y
que resultó ser un solo grano de trigo hervido. Del mismo modo, uno de los cubos
amarillentos del tamaño de un dado se reveló como un áspero grano de azúcar, mientras
que las bolas negras grandes como la segunda falange de su dedo pulgar eran de caviar.
Las pinchó una tras otra con el tenedor y las mordisqueó, alternándolas con pedazos de
carne. Resultaba muy extraño comer buena y tierna carne de vaca, cuyas fibras eran tan
gruesas como sus dedos.
Tras haber consumido las abundantes porciones de la cena de Grig y apurado el vino,
el Ratonero se colocó de nuevo la máscara y se dispuso a planear su huida a Lankhmar
Superior. Pero la campana de oro seguía atrayéndole y desviando sus pensamientos de
las cuestiones prácticas, y no resistió la tentación de cogerla y hacerla sonar. Ceder a la
curiosidad sin dar tiempo a que la mente se irrite era uno de sus lemas.
Apenas se había disipado el tintineo, cuando las pesadas cortinas de una de las
puertas laterales se corrieron y apareció una rata esbelta, hembra sin duda, vestida con
túnica, capucha, máscara, zapatillas y guantes, todo ello de fina seda de color amarillo
limón.
La recién llegada mantuvo las cortinas separadas, miró al Ratonero y le dijo en voz
baja:
—Vuestra dama os espera, señor Grig.
La primera reacción del Ratonero Gris fue de engreída satisfacción. De modo que Grig
tenía, en efecto, una querida, y su respuesta impulsiva a la pregunta del sorprendido
Skwee («¿esposa?») en el consejo había sido una brillante muestra de intuición. Tanto si
su talla era humana como si tenía la pequeñez de una rata, su inteligencia superaba a la
de cualquiera. Poseía una mente de Ratonero, sin parangón en el universo.
Entonces se levantó y se acercó a la esbelta figura vestida de amarillo. Había en ella
algo extrañamente familiar. Se preguntó si sería la misma ratesa de verde atavío a la que
había visto llevando unas comadrejas sujetas con correas cortas.
Utilizando la misma estratagema que había empleado con el cocinero, le señaló en
silencio la puerta para que le precediera. Ella asintió y él la siguió de cerca a lo largo de
un corredor serpenteante y mal iluminado.
Mientras miraba su esbelta silueta y olía su perfume almizcleño, se dijo que tenía un
enorme atractivo. Algo tardíamente recordó que era una rata y debería provocarle una
repugnancia extrema. Pero ¿era en realidad una rata? Si él se había reducido de tamaño,
no era imposible que lo mismo les ocurriera a otras personas. Y si aquélla no era más que
la doncella, ¿cómo sería su ama? Sin duda, un fardo de grasa, o peluda como una vieja
bruja, se dijo cínicamente. Aun así, su expectación fue en aumento.
Dedicó un momento a orientarse y descubrió que la puerta lateral por la que habían
salido de la habitación presumiblemente daba acceso a los aposentos de lord Nuil y no a
los de Siss y Skwee.
Finalmente, la ratesa vestida de amarillo separó unas pesadas colgaduras negras
recamadas de oro y luego otras de fina seda violeta. El Ratonero pasó por delante de la
doncella y, a través de las aberturas oculares en la máscara de Grig, vio un dormitorio de
grandes proporciones, bellamente amueblado pero, al mismo tiempo, el más extraño y
quizá el más aterrador que había visto jamás. En cortinas, alfombras y tapicería se
combinaban los colores plateado y violeta, este último exactamente igual que el del
vestido de la doncella. El dormitorio estaba iluminado indirectamente desde abajo con
estrechos y hondos recipientes de viscosos gusanos de luz, grandes como anguilas,
colocados contra las paredes. Junto a los recipientes luminosos había varios tocadores,
cada uno con un gran espejo de plata, por lo que el Ratonero vio más de un reflejo de su
propia figura y la de su guía, quien acababa de correr las cortinas violeta. Los tocadores
estaban llenos de cosméticos e instrumental de belleza, elixires de diversos colores y
vasitos, todos excepto uno, que se hallaba junto a una segunda puerta cubierta con una
cortina plateada, y que sólo contenía una veintena, más o menos, de frascos blancos y
negros.
Pero entre los tocadores, colgadas de cadenas de plata cerca de las paredes y
brillantemente iluminadas por el resplandor de los gusanos de luz, había grandes jaulas
de plata que contenían escorpiones, arañas, mantis religiosas y otras alimañas similares,
todas ellas tan grandes como cachorros de perro o canguros pequeños. En una jaula
espaciosa estaba enrollada una víbora de Quarmall que tenía las proporciones de una
serpiente pitón. Todas estas sabandijas entrechocaban sus colmillos o siseaban, según
su especie; un escorpión golpeaba airado con un aguijón los brillantes barrotes de la
jaula, y la víbora lanzaba su lengua trífida entre los de la suya.
Sin embargo, había una pared sin nada más que dos cuadros tan altos y anchos como
puertas. Uno de ellos representaba, contra un fondo oscuro, a una muchacha y un
cocodrilo amorosamente abrazados, mientras que el motivo del otro cuadro era un
hombre y una hembra de leopardo en actitud similar.
Casi en el centro de la habitación había una gran cama cubierta tan sólo por una
sábana blanca, perfectamente lisa, cuyo tejido parecía tan áspero como arpillera, pero de
todos modos invitadora, y que tenía una gruesa almohada blanca.
Tendida boca arriba en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada para examinar
al Ratonero a través de los orificios de su máscara, había una figura algo más ligera que
la de su guía, pero por lo demás idéntica y vestida del mismo modo, pero la seda de su
atuendo era más fina, y violeta en vez de amarilla.
—Bienvenido al mundo subterráneo, Ratonero Gris —dijo la mujer, con una voz
cantarina y familiar. Entonces, mirando más allá de él, ordenó—: Haz que nuestro
huésped se encuentre cómodo, mi dulce esclava.
Se aproximaron unas tenues pisadas. El Ratonero se volvió un poco y vio que su guía
se había quitado la máscara amarilla, revelando el rostro moreno de Frix, de expresión
alegre aunque la melancolía anidaba en sus ojos. El negro cabello le colgaba en dos
largas trenzas, sujeto con fino alambre de cobre.
Sin más reacción que una sonrisa, empezó a desabrochar lentamente la larga túnica
blanca de Grig. El Ratonero levantó un poco los brazos y se dejó desnudar con tanta
facilidad como si estuviera soñando y sin prestar atención a lo que le hacían, pues miraba
ansiosamente el rostro oculto por la máscara violeta de la mujer tendida en la cama.
Sabía con certeza quién era, aparte de las demás evidencias, por el dardo de plata que
latía en su sien, y el apetito que le había acosado durante días le acometió con renovado
ímpetu.
La situación era extraña y casi incomprensible. Aunque suponía que Frix y la otra
debían de haber tomado un elixir como el de Sheelba, el Ratonero habría jurado que los
tres eran de tamaño humano, salvo por la presencia de unas sabandijas comunes tan
enormes.
La diestra extracción de sus estrechas botas ratoniles, mientras levantaba una pierna y
luego la otra, le hizo experimentar un gran alivio. Sin embargo, aunque se sometió tan
dócilmente a las manipulaciones de Frix, retuvo su espada Escalpelo, junto con el cinto de
la que pendía, y también, obedeciendo a algún oscuro impulso, se quedó con la máscara
de Grig. Notó que la vaina más pequeña estaba vacía y se dio cuenta con una punzada
de aprensión de que se había olvidado a Garra de Gato en el aposento de Grig, así como
el bastón de marfil de este último. Pero estas preocupaciones se desvanecieron como las
últimas nieves en primavera, cuando la figura acostada le preguntó en tono lisonjero:
—¿Querrás tomar un refresco, querido invitado? —y cuando él respondió que lo
tomaría con mucho gusto, la figura alzó una mano enfundada en un guante violeta y
ordenó—: Tráenos dulces y vino, querida Frix.
Mientras Frix se afanaba ante una mesa en un extremo de la estancia, el Ratonero,
cuyo corazón latía con violencia, susurró:
—Ah, deliciosa Hisvet..., pues sin duda lo eres, ¿verdad?
—Eso debes juzgarlo por ti mismo —respondió coquetonamente la voz cantarina.
—Entonces te llamaré Hisvet —dijo el audaz Ratonero —, pues reconozco en ti a mi
adorable princesa. Quiero que sepas que desde nuestro encuentro íntimo bajo el frondoso
árbol, tan rudamente interrumpido por la aparición de los mingoles, no he podido apartar
de ti mi pensamiento, hasta el punto de que eres mi única obsesión.
—Eso sería un agradable cumplido —concedió ella, recostándose sensualmente—, si
pudiera creerlo.
—Debes creerlo —afirmó el Ratonero en tono imperioso, dando un paso adelante —.
Además, debes saber que en esta ocasión no estoy dispuesto a conversar contigo por
encima del hombro de Frix, por buena compañera que sea, sino desde más cerca. Estoy
deseoso de todos los refrescos, sin omitir ninguno.
—¡No puedes creer que soy Hisvet! —exclamó ella, incorporándose sobresaltada, en
un tono que el Ratonero confió que fuera de indignación fingida—. ¡De lo contrario jamás
te habrías atrevido a decir semejante blasfemia!
—¡Me atrevo a mucho más! —afirmó el Ratonero con un leve gruñido de ansiedad
amorosa, y dio otro rápido paso hacia ella.
Las sabandijas en las jaulas que colgaban del techo se agitaron airadas, golpeando los
barrotes de plata, haciendo que las jaulas se bambolearan un poco, y los ruidos de sus
articulaciones y apéndices y sus siseos se intensificaron. Sin embargo, el Ratonero dejó
su cinto con la espada en el borde de la cama y, apoyando una rodilla en el mismo lugar,
se habría arrojado directamente sobre Hisvet si Frix no hubiese llegado en aquel
momento e interpuesto entre ellos, sobre la áspera sábana, una gran bandeja de plata
que contenía jarritas de vino dulce, copas de cristal y platos con golosinas azucaradas.
A fin de evitar una frustración total, el Ratonero alargó la mano y arrancó el antifaz de
seda violeta que cubría el rostro de la mujer tendida. Una mano cubierta con un guante
violeta le arrebató al instante la máscara, pero no volvió a ponérsela. Ante él estaba, en
efecto, el rostro delgado y triangular de Hisvet, con las mejillas arreboladas y los ojos de
iris rojizos destellantes, pero sus labios sonreían y revelaban los perlinos incisivos
superiores, algo más grandes de lo normal, la cabeza enmarcada por el cabello rubio
plateado, entrelazado como el de Frix, pero con un hilo de plata aún más fino, en dos
trenzas que le llegaban a la cintura.
—Ni hablar —dijo riendo—. Veo que eres un pícaro presuntuoso y debo protegerme. —
Llevó una mano a un lado de la cama y cogió una daga de hoja larga y delgada, con la
empuñadura de oro. Blandiéndola juguetonamente ante el Ratonero, añadió—: Ahora
solázate con lo que nos ha traído Frix, pero guárdate bien de probar otros refrescos,
querido invitado.
El Ratonero obedeció y vertió vino en las copas para los dos. Por el rabillo del ojo vio
que Frix, que se movía silenciosamente, vestida con su túnica de seda, había envuelto las
botas y guantes blancos de Grig en su túnica y capucha blancas, dejándolos sobre un
taburete, cerca de la pintura que cubría la pared desde el techo hasta el suelo, del hombre
y la hembra de leopardo, y había hecho un hatillo igualmente pulcro con el resto de sus
prendas, casi todo su propio atuendo, colocándolo sobre otro taburete al lado del primero.
Pensó que la doncella era muy eficiente y previsora, y estaba muy entregada a su ama,
incluso en exceso, pues en aquellos momentos él deseaba que la muchacha se marchara
y le dejase a solas con Hisvet.
Pero Frix no parecía dispuesta a irse, ni Hisvet a ordenarle que lo hiciera, por lo que,
sin más discusión, el Ratonero empezó a cortejar suavemente a la dama, cogiendo los
dedos enguantados de la mano izquierda de Hisvet mientras descendían hacia los dulces,
o tiraba de las cintas y los bordes de su túnica violeta, en este último caso recordándole la
discrepancia entre sus respectivos grados de vestimenta y sugiriéndole la conveniencia
de corregirla mediante la eliminación de una o dos prendas. Hisvet, a su vez, le rozaba
diestramente la mano con la punta de su daga, como si quisiera atravesarla y dejarla
clavada en la bandeja o la cama, y él apenas podía retirarla velozmente a tiempo. Aquella
danza de la daga fina como una aguja y la mano era un juego divertido, o por lo menos
así se lo parecía al Ratonero, sobre todo después de haber tomado una o dos copas de
vino ardiente e incoloro; y así, cuando Hisvet le preguntó cómo había llegado al mundo de
las ratas, él le contó alegremente la historia de la poción negra de Sheelba y cómo, al
principio, él había creído que sus efectos eran una pesada broma brujeril, pero ahora los
consideraba como el mayor bien que le habían hecho en su vida..., pues amañó un poco
el relato para que pareciera que su único objetivo, desde el principio, había sido el de
ganarse un lugar en la cama junto a ella.
Mientras separaba los dedos para que la daga de Hisvet golpeara entre ellos, le
preguntó:
—¿Cómo habéis supuesto tú y Frix que estaba representando a Grig>
—Muy fácilmente, sagaz caballero. Fuimos al Consejo en busca de mi padre, pues Frix
y yo tenemos que emprender un importante viaje con él esta noche. Te vimos hablar
desde cierta distancia y reconocí tu voz a pesar de tu diestro ceceo. Entonces te
seguimos.
—Ah, sin duda, puedo confiar en que me amas de veras, puesto que me conoces tan
bien —gorjeó fatuamente el Ratonero, apartando la mano para evitar un corte certero—.
Pero, dime, adivinadora, ¿cómo es posible que tú, Frix y tu padre podáis vivir y tener un
gran poder en el mundo de las ratas?
Con cierta languidez, ella dirigió la punta de su daga hacia el tocador sobre el que se
alineaban los frascos negros y blancos y le dijo:
—Durante innumerables siglos, mi familia ha utilizado el mismo brebaje de Sheelba, así
como la poción blanca, que nos devuelve de inmediato al tamaño humano. Durante esos
mismos siglos nos hemos cruzado con las ratas, y el resultado ha sido monstruos de
belleza tan divina como la mía, pero también monstruos horrorosos, por lo menos desde
el punto de vista humano. Estos últimos miembros de mi familia nunca salen del mundo
subterráneo, pero los demás disfrutamos de las ventajas y los placeres de vivir en dos
mundos. El cruce también ha producido muchas ratas con manos y mentes similares a las
humanas. Somos en gran parte los responsables de que la civilización se haya extendido
a las ratas, y gobernaremos como los dirigentes superiores, o incluso como dioses,
cuando los roedores dominen a los hombres.
Estas palabras sobre cruces y monstruos sobresaltaron un tanto al Ratonero y le dieron
que pensar, aunque seguía intacto el embribo a. que le había sometido Hisvet. Recordó la
sugerencia que le hiciera Lukeen a bordo de la Calamar, que Hisvet ocultaba su cuerpo
de rata bajo ropajes de doncella, y se preguntó, con cierto temor pero con gran curiosidad,
qué partes del esbelto cuerpo de Hisvet corresponderían a su condición de rata. ¿Tendría
cola, por ejemplo? Pero, en conjunto, estaba seguro de que cuanto descubriera bajo la
túnica violeta le complacería enormemente, puesto que ahora su enamoramiento de la
hija del mercader de granos había aumentado hasta superar casi todos los límites.
Sin embargo, ninguna manifestación externa acompañó a estas reflexiones, sino que
se limitó a preguntar, como de pasada: —¿Así que tu padre es también lord Nuil, y tú, él y
Frix viajáis regularmente entre el mundo grande y el pequeño?
—Muéstraselo, querida Frix —ordenó Hisvet perezosamente, alzando sus delgados
dedos para ocultar un bostezo, como si el juego de la mano y la daga hubiera empezado
a aburrirle.
Frix retrocedió hacia la pared hasta que su cabeza, con la cabellera negro azabache y
las trenzas que emitían destellos cobrizos, pues se había echado atrás la capucha,
quedaron entre las jaulas de la víbora y el escorpión más airado. Sus ojos oscuros eran
los de una sonámbula, fijos en cosas infinitamente remotas. El escorpión se apresuró a
meter su húmedo aguijón entre los barrotes, a escasas pulgadas de la oreja de Frix, la
lengua trífida de la víbora vibró airadamente contra su mejilla, mientras que los colmillos
golpeaban los barrotes de plata y segregaban veneno que humedeció aceitosamente la
seda amarilla que cubría el hombro de la muchacha, pero ella no pareció reparar en nada
de esto. Sin embargo, los dedos de su mano derecha se movieron a lo largo de una hilera
de medallones que decoraban el depósito de gusanos luminosos a su espalda y, sin bajar
la vista, apretó dos de ellos.
El cuadro de la muchacha y el cocodrilo se movió rápidamente hacia arriba, revelando
el pie de una escalera empinada y oscura.
—Por ahí se va directamente a la casa de mi padre y mía —le explicó Hisvet.
El cuadro descendió. Frix apretó otros dos medallones y la otra pintura del hombre y la
hembra de leopardo se levantó y reveló una escalera parecida.
—Mientras que esa otra asciende directamente, a través de una madriguera dorada,
hasta los aposentos privados de quienquiera que sea el aparente Señor Supremo de
Lankhmar, en la actualidad Glipkerio Kistomerces —le dijo Hisvet al Ratonero, mientras la
segunda pintura regresaba a su lugar—. Como ves, querido, nuestro poder llega a todas
partes.
Hisvet alzó la daga y le tocó ligeramente la garganta. El Ratonero permitió que el acero
permaneciera allí un rato, antes de coger la punta entre los dedos y apartarla a un lado.
Entonces, con la misma suavidad, cogió el extremo de una de las trenzas de Hisvet, quien
no opuso resistencia, y empezó a separar los finos hilos de plata de los cabellos
plateados aún más finos.
Frix seguía inmóvil como una estatua entre los colmillos de una alimaña y el aguijón de
la otra, como si viera cosas que estaban más allá de la realidad.
—¿Pertenece Frix a tu raza, combinando en cierto modo las mejores cualidades
humanas y las de los roedores? —le preguntó el Ratonero en voz baja, mientras
proseguía la tarea que, a su parecer, tras mucho trajinar con los hilos de plata, acabaría
por permitirle ver realizado el que en aquellos momentos era su mayor deseo.
Hisvet meneó la cabeza lánguidamente y dejó la daga a un lado.
—Frix es mi esclava más querida, casi mi hermana, pero no pertenece a mi linaje. En
realidad, es la esclava de más alcurnia en todo Nehwon, pues es una princesa y tal vez
ahora la reina de su propio mundo. Cuando viajaba entre los mundos, sufrió un naufragio
y fue atacada por demonios, de los que mi padre la rescató, a condición de que me
sirviera para siempre.
En aquel momento Frix rompió su silencio, aunque sólo movió los labios y la lengua y
no se dignó mirarles.
—O hasta que por tres veces te salve la vida con riesgo de la mía, mi dulce ama. Y eso
ya ha sucedido una vez, a bordo de la nave Calamar, cuando el dragón estuvo a punto de
engullirte.
—Jamás me abandonarías, querida Frix —replicó Hisvet, sin la menor sombra de duda.
—Te amo con todo mi corazón y te sirvo fielmente —replicó Frix—. No obstante, todas
las cosas tienen un final, mi ama bendita.
—Entonces tendré al Ratonero Gris para protegerme y no te necesitaré —dijo Hisvet
con cierta displicencia, irguiéndose sobre un codo—. Déjanos ahora, Frix, para que pueda
hablar en privado con él.
Sonriente, Frix abandonó su lugar entre las jaulas de las mortíferas alimañas, hizo una
breve reverencia, se puso de nuevo la máscara amarilla y salió rápidamente por la
segunda de las puertas no secretas, cubierta por una fina cortina plateada.
Todavía apoyada en el codo, la esbelta Hisvet se volvió hacia el Ratonero. Él se le
acercó ansioso, con ánimo de acariciar su pequeño y bello rostro triangular, pero ella le
cogió las manos con sus fríos dedos y le miró a los ojos.
—Me querrás siempre, ¿verdad? Te has atrevido a aventurarte en los oscuros y
temibles túneles del mundo de las ratas para conseguirme.
—No tengas la menor duda, oh, emperatriz de las delicias infinitas —respondió
ardientemente el Ratonero, enloquecido por el deseo y casi convencido por completo de
la sinceridad de sus sentimientos.
—Entonces creo que lo más apropiado será que te libre de esto —le dijo Hisvet,
aplicándole ambas manos a la sien—, pues sería un insulto hacia mí misma y mi suprema
belleza depender de un hechizo cuando ahora puedo fiarme por entero de ti.
Sin producirle más qué un ligerísimo dolor, oprimió diestramente con las uñas el dardo
de plata, extrayéndolo de la piel del Ratonero, como cualquier mujer podría extraer un
barrillo o una espinilla del cutis de su amante, y le mostró el dardo reluciente en la palma
extendida. Él, por su parte, no percibió la menor variación en sus sentimientos. Aún la
adoraba como a una divinidad, y el hecho de que hasta entonces no hubiera confiado ni
un solo instante en ninguna divinidad parecía carecer de importancia, por lo menos en
aquel momento.
Hisvet puso una mano fría en el costado del Ratonero, pero sus ojos rojizos ya no
estaban lánguidamente nebulosos, sino que centelleaban. Pero cuando él quiso tocarla de
la misma manera, la muchacha se lo impidió, diciéndole con apresuramiento:
—No, no, no, ¡todavía no! Primero hemos de trazar un plan, amor mío..., puedes hacer
por mí cosas que no están al alcance de Frix. Para empezar, tienes que matar a mi padre,
quien se entromete en mi vida de un modo insoportable, para que pueda ser la emperatriz
de todos y tú mi consorte y favorito. Nuestros poderes serán ilimitados. ¡Esta noche
Lankhmar! ¡Mañana todo Nehwon! Luego... ¡la conquista de otros universos más allá de
las aguas del espacio! ¡La subyugación de los ángeles y los demonios, del mismo cielo y
el infierno! Al principio quizá sea conveniente que adoptes el papel de mi padre, como
hiciste con Grig..., y soy testigo de que lo has hecho de un modo admirable, corazón mío.
Te pareces a mí en tu habilidad para engañar, cariño. Así pues... —Algo, tal vez la
expresión del Ratonero, le hizo interrumpirse —. Me obedecerás en todo, ¿no es cierto?
—dijo bruscamente, más como una afirmación que como una pregunta.
—Bueno... —empezó a decir el Ratonero.
La cortina plateada se levantó hasta el techo y Frix, calzada con unas zapatillas
sedosas, irrumpió apresurada y silenciosamente en la estancia, su túnica y capucha
amarillas ondeando tras ella.
—¡Poneos las máscaras! —exclamó—. ¡Precaveos! —Les echó por encima una colcha
violeta, ocultando a Hisvet, al Ratonero desnudo y la bandeja entre ambos—. ¡Tu padre
viene hacia aquí con servidores armados, mi ama!
Se arrodilló a la cabecera de la cama, junto a Hisvet, y agachó la cabeza cubierta con
la máscara amarilla, adoptando una postura servil.
Apenas las máscaras blanca y violeta habían vuelto a ocupar sus lugares y las cortinas
plateadas llegaban de nuevo al suelo, cuando apartaron rudamente estas últimas y
aparecieron Hisvin y Skwee, ambos sin máscara, seguidos de tres ratas armadas con
picas. A pesar de las enormes sabandijas enjauladas, al Ratonero le costó disipar la
ilusión de que todas las ratas medían metro y medio o más de altura.
El rostro de Hisvin se ensombreció mientras contemplaba la escena.
—¡Qué monstruosidad! —le gritó a Hisvet—. ¡Yaciendo con mi propio colega!
—No dramatices, padre —replicó Hisvet, y le susurró al Ratonero—: Mátale ahora. Te
libraré de Skwee y los demás.
Bajo la colcha, el Ratonero tanteó el borde de la cama en busca de Escalpelo, mientras
presentaba a Hisvet una máscara blanca tachonada de diamantes.
—Cálmate, conzejero —dijo en tono sosegado—. Zi tu divina hija me ha elegido por
encima de todoz loz demáz hombrez y rataz, ¿tengo la culpa, Hizvin? ¿Acazo la tiene
ella? El amor no conoce reglaz.
—Haré que esto le cueste la cabeza, Grig —le gritó Hisvin, acercándose a la cama.
—Te has convertido en un viejo chocho puritano, papá —le dijo Hisvet en tono
ofendido, casi con recato—. Coger una rabieta por semejante motivo en la noche de tu
gran conquista... Tu jornada ha terminado y he de ocupar tu sitio en el Consejo. Díselo,
Skwee. Creo, querido papá, que has enloquecido de celos por no hallarte en el lugar de
Grig.
—¡Oh, inmundicia que una vez fue mi hija! —gritó Hisvin, y sacando con juvenil
celeridad un estilete que llevaba al cinto, lo dirigió al cuello de Hisvet, entre la máscara
violeta y la colcha.
Pero Frix, incorporándose de súbito, interpuso su mano izquierda entre el acero y su
ama, como quien batea una pelota.
La hoja, fina como una aguja, atravesó la palma hasta la empuñadura de la daga, e
Hisvin la perdió.
Apoyándose todavía en una rodilla, con la hoja brillante atravesando la palma izquierda
extendida, de la que caían algunas gotas de sangre, Frix se volvió hacia Hisvin y,
tendiendo grácilmente la otra mano, le dijo en tono claro y cautivador:
—Domina tu ira por el bien de todos nosotros, querido padre de mi ama. Sin duda, la
razón puede hallar medios para resolver estos asuntos. No debéis querellaros en esta
noche magna.
Hisvin palideció y retrocedió un paso, probablemente sorprendido por la compostura
sobrenatural de Frix, que sin duda bastaba para producir escalofríos a un hombre e
incluso a una rata.
La mano del Ratonero se había cerrado por fin alrededor de la empuñadura de
Escalpelo. Se dispuso a levantarse de un salte y correr de nuevo al aposento de Grig,
cogiendo de pasada el bulto de sus ropas. En algún momento, más o menos durante la
última veintena de latidos de su corazón, su intenso y perenne amor hacia Hisvet había
fenecido en silencio y ahora empezaba a apestar.
Pero en aquel momento abrieron las cortinas con violencia y por la ruta de huida que
había elegido el Ratonero entraron la rata Hreest, con su atuendo negro adornado con oro
y blandiendo un estoque y una daga, seguida de tres ratas guardianas uniformadas de
verde, cada una con una espada desenvainada. El Ratonero reconoció la daga que
blandía Hreest: era su propia Garra de Gato.
Frix rodeó rápidamente la cabecera de la cama y volvió al sitio que había ocupado
antes entre las jaulas de la víbora y el escorpión, con la mano izquierda todavía
atravesada por el estilete, como un gran alfiler. El Ratonero le oyó murmurar con rapidez:
—La intriga se complica. Entran ratas armadas por todas las puertas. El momento
crucial se aproxima.
Hreest se detuvo de súbito y, mirando a Skwee e Hisvin, gritó desgarradoramente:
—¡Los restos desmembrados del consejero Grig han sido descubiertos en la rejilla de
desagüe del quinto nivel! ¡El espía humano está asumiendo la personalidad de Grig,
vestido con sus propias ropas!
El Ratonero pensó que no era así en aquel momento, con excepción de la máscara, y,
haciendo un último esfuerzo desesperado, exclamó:
—¡Ezo ez una tontería, una locura producida por el calor del verano! ¡Yo zoy Grig! Ha
zido a otra rata blanca a quien han azezinado tan horriblemente!
Hreest, con Garra de Gato en la mano y los ojos fijos en el Ratonero, continuó:
—He descubierto esta daga de factura humana en el aposento de Grig. Es evidente
que el espía se encuentra aquí.
—¡Matadle en la cama! —ordenó Skwee con voz ronca.
Pero el Ratonero, anticipándose un poco a lo inevitable, había saltado de la cama y,
desnudo, adoptaba la posición de guardia, la máscara blanca arrojada a un lado,
Escalpelo, su mortífera hoja, destellante en la mano derecha, mientras la izquierda, en
lugar de la daga, sujetaba su cinto y la vaina de Escalpelo, ambos doblados.
Con una risa un poco extraña, Hreest se abalanzó contra él, blandiendo su estoque,
mientras Skwee desenvainaba su espada y saltaba sobre la cama. Sus botas trituraron
las copas de cristal contra la bandeja que estaba debajo de la colcha.
Hreest trabó su acero con Escalpelo, llevando ambas espadas a un lado, dio un paso
adelante y atacó con Garra de Gato. El Ratonero desvió su propia daga con el cinto
doblado y golpeó el pecho de Hreest con el hombro izquierdo, empujándole hacia atrás,
contra dos de las ratas uniformadas de verde, que también se vieron obligadas a ceder
terreno. Casi al mismo tiempo, el Ratonero alzó a Escalpelo lateralmente, desviando el
estoque de Skwee cuando su punta estaba a escasas pulgadas de su cuello. Entonces,
cambiando rápidamente de frente, se batió un momento con Skwee, desvió el acero de la
rata y atacó briosamente. El roedor vestido de blanco se retiraba ya al pie de la cama,
desde cuya cabecera, Hisvet, ahora sin máscara, observaba la escena críticamente,
aunque un tanto malhumorada, pero en cualquier caso la hoja del Ratonero alcanzó a
Skwee en la muñeca de la mano armada, causándole un corte profundo.
Pero esta vez la tercera rata vestida de verde y estatura gigantesca, que había cruzado
la puerta agachándose, atacó ferozmente pero con cierta lentitud. Entretanto, Hreest se
levantaba del suelo, al tiempo que Skwee soltaba la daga y cogía el estoque con la mano
indemne.
El Ratonero paró la estocada del gigante, cuya hoja pasó rozándole el pecho, y atacó a
su vez. El gigante paró la estocada a tiempo, pero el Ratonero empujó la punta de
Escalpelo por debajo de la hoja de su adversario y le atravesó el corazón.
El gigante abrió la boca, mostrando sus grandes incisivos, y sus ojos se enturbiaron.
Incluso su pelaje pareció oscurecerse. Las armas se desprendieron de sus manos
fláccidas y permaneció en pie, ya muerto, por un momento, antes de empezar a
desplomarse. En aquel instante, el Ratonero, doblando un poco la pierna derecha, dio una
fuerte patada con la izquierda. El talón golpeó al gigante en el esternón y, al tiempo que
extraía a Escalpelo, el espadachín lanzó el cadáver contra Hreest y sus dos ratas
armadas vestidas de verde.
Uno de los roedores que empuñaban picas alzó su arma para lanzarla contra el
Ratonero, pero en aquel momento Skwee ordenó a voz en grito:
—¡Basta de ataques individuales! ¡Formad un círculo a su alrededor!
Los otros se apresuraron a obedecer, pero en aquella breve pausa Frix abrió la
portezuela con barrotes de plata, que estaba en un extremo de la jaula del escorpión y, a
pesar de la mano atravesada por la daga, alzó la jaula y la agitó fuertemente, arrojando al
suelo a su temible ocupante, que se retorció al pie de la cama, tan grande, en
comparación, como un gato de gran tamaño, entrechocando sus mandíbulas, haciendo
sonar los quelíceros y amenazando con el aguijón por encima de su cabeza.
Casi todas las ratas dirigieron sus armas contra la alimaña. Hisvet empuñó su daga y
se agazapó en el lado contrario, preparándose para defenderse de su mortífero animalito
doméstico. Hisvin se ocultó detrás de Skwee.
Al mismo tiempo, Frix llevó la mano indemne a los medallones en el depósito de
gusanos luminosos. La pintura del hombre y la hembra de leopardo se levantó, y el
Ratonero no necesitó el acicate de la sonrisa y el brillo de los ojos de la bella esclava.
Cogió el bulto gris de sus ropas y se abalanzó hacia la escalera oscura y empinada, cuyos
escalones subió de tres en tres. Algo pasó silbando junto a su cabeza, golpeó un escalón
de piedra y cayó con estrépito. Era la larga daga de Hisvet y había golpeado de; punta. La
oscuridad de la escalera aumentó y el Ratonero siguió subiendo los escalones de dos en
dos, agazapándose cuanto podía y abriendo mucho los ojos para ver qué había delante.
Oyó débilmente la aguda orden de Skwee:
— ¡Id tras él!
Con una mueca de dolor, Frix extrajo de su palma el estilete que le había clavado
Hisvin, se besó ligeramente la herida sangrante y, con una breve reverencia, la ofreció a
su dueño.
Hisvet se arrebujaba en su túnica violeta, mientras Skwee, valiéndose de sus dientes
en forma de pala, ataba diestramente un vendaje en su muñeca herida.
Atravesado por una docena de lanzadas y derramando sangre oscura sobre la
alfombra violeta, el escorpión aún se retorcía panza arriba, las patas y las grandes
mandíbulas temblorosas, el aguijón deslizándose un poco adelante y atrás.
Hreest, las dos ratas vestidas de verde y las tres ratas con picas habían ido en
persecución del Ratonero, y el ruido de sus botas en la empinada escalera se había
extinguido.
—Debería matarte —dijo Hisvin a su hija, frunciendo el ceño.
—Ah, querido padre, no comprendes en absoluto lo que ha ocurrido —replicó Hisvet
con voz trémula—. El Ratonero Gris me forzó a punta de espada, ha sido una violación...,
y a punta de espada, bajo la colcha, me ha obligado a decirte cosas horribles. Ya has
visto que, al final, he hecho lo posible para matarle.
—¡Bah! —dijo Hisvin, volviéndose de lado.
—Ella es quien merece la muerte —declaró Skwee, señalando a Frix—. Ha facilitado la
huida al espía.
—Muy cierto, poderoso consejero —convino la muchacha—, de lo contrario habría
matado por lo menos a la mitad de vosotros, y vuestros cerebros son muy necesarios,
realmente indispensables, ¿no es cierto?, para dirigir el gran asalto de esta noche contra
Lankhmar Superior. —Tendió a Hisvet su mano sangrante y le dijo en voz baja—: Ya te
he salvado la vida dos veces.
—Serás recompensada por ello —replicó Hisvet, apretando los labios—. Y por ayudar
al espía en su huida, ¡y no impedir mi violación!, serás azotada..., mañana..., hasta que ya
no puedas gritar.
—Perfectamente, mi ama —dijo Frix, con un asomo de regocijo—. Castígame mañana,
pero esta noche hay otras urgencias, en el palacio de Glipkerio, en la Cámara Azul de
Audiencias. Hay trabajo para nosotros tres, y creo que apremia, señor —concluyó en tono
deferente, volviéndose hacia Hisvin.
—Es verdad —dijo el mercader de granos, sobresaltado. Con el ceño fruncido miró a
su hija y a la esclava de ésta, y finalmente se encogió de hombros—. Vamos —añadió.
—¿Cómo puedes confiar en ella? —le preguntó Skwee.
—Es preciso. Son necesarias para poder controlar debidamente a Glipkerio. Entretanto,
tu puesto es el del mando supremo en la mesa del Consejo. Siss te necesitará. ¡Vamos!
—repitió a las muchachas.
Frix pulsó los medallones y la segunda pintura se levantó. Los tres subieron la
escalera.
Skwee se quedó solo en el dormitorio y paseó de un lado al otro, con la cabeza gacha,
sumido en airados pensamientos, pasando automáticamente por encima del cadáver de la
rata gigantesca y rodeando al escorpión que aún se retorcía. Cuando por fin se detuvo y
alzó la vista, se fijó en el tocador con los frascos negros y blancos de la pócima para
cambiar de tamaño. Se acercó al mueble con la actitud de un sonámbulo o de quien
camina sobre las aguas. Durante algún tiempo jugueteó con los frascos, moviéndolos en
una dirección y otra. Entonces habló en voz alta consigo mismo.
—¿Cómo es posible que uno pueda ser sabio, mandar sobre un vasto ejército,
esforzarse sin desmayo y razonar con brillantez diamantina y, sin embargo, ser tan
pequeño como un lepisma y ciego como una oruga nocturna? Lo evidente está siempre
ante nuestros hocicos dentados y nunca lo vemos..., porque las ratas hemos aceptado
nuestra pequeñez, nos hemos hipnotizado con nuestro enanismo, incapacidad e
imposibilidad de evadirnos de nuestros atestados túneles en los que vivimos prisioneros,
saltar del surco que nos aprisiona, somero pero mortífero, cuyas paredes bajas sólo nos
conducen al hediondo montón de basura o la estrecha cripta funeraria.
Alzó sus ojos de un azul gélido y contempló fríamente su imagen peluda en el espejo
de plata.
—A pesar de tu grandeza, Skwee —siguió diciéndose—, no has tenido ambiciones
durante toda tu vida de rata. ¡Ahora, aunque sea por una sola vez, piensa en ti mismo!
Y con esta vehemente orden a sí mismo, cogió uno de los frascos blancos y se lo
embolsó, titubeó un poco, metió todos los demás frascos en su bolsa, volvió a titubear y,
con un encogimiento de hombros y una mueca sardónica, cogió también los frascos
negros y salió apresuradamente de la habitación.
El escorpión sobre la alfombra violeta aún movía débilmente las patas.
14
A la luz de la luna baja, Fafhrd trepó rápidamente a la alta muralla de Lankhmar, en el
lugar donde Sheelba le había dejado, a tiro de arco al sur de la Puerta de la Marisma.
Sheelba le había dicho que en la puerta podría tropezar con sus tres perseguidores
vestidos de negro, pero Fafhrd lo dudaba. Era cierto que los jinetes negros habían
avanzado como una tormenta de verano, pero la cabaña de Sheelba corrió a través del
mar de hierba como un huracán que se desplaza veloz a baja altura. Sin embargo, no
discutió con el mago, pues tal especie se halla por encima de los vendedores más
persuasivos, tanto si le inundan a uno con palabras, como Ningauble, como si le
manipulan con silencios significativos, que era el caso de Sheelba.
Por lo demás, el mago de la marisma había mantenido su excéntrico silencio durante
todo el viaje, caracterizado por los balanceos y los movimientos bruscos, y el norteño aún
experimentaba una sensación de angustia. Fafhrd había encontrado muchos asideros
para las manos y los pies en el muro antiguo. La escalada fue un juego de niños para
quien en su juventud trepó al obelisco Polaris en las heladas Montañas de los Gigantes.
Le preocupaba mucho más lo que podría encontrar en lo alto del muro, donde por un
instante sería incapaz de defenderse de un enemigo situado por encima de él.
Pero por encima de todo, y cada vez más, le extrañaba la oscuridad y el silencio que
envolvían la ciudad. ¿Dónde estaba el fragor de la batalla, dónde las llamas? O bien, si
Lankhmar ya había sido sometida, lo cual, a pesar del optimismo de Ningauble, parecía lo
más probable, dadas las posibilidades de cincuenta a uno contra ella, ¿dónde estaban los
gritos de los torturados, los aullidos de las mujeres violadas, así como el alegre estrépito y
el griterío de los vencedores?
Llegó a lo alto de la muralla y, de repente, se irguió y saltó a través de un ancho alféizar
al parapeto, preparado para desenvainar en cualquier momento a Vara Gris y empuñar el
hacha. Pero, por lo que podía ver, el parapeto estaba desierto en ambas direcciones.
Abajo, la calle de la Muralla estaba oscura y vacía. La calle del Dinero, que se extendía
al oeste, a su espalda, y estaba bañada por la luz de la luna, apenas era transitada,
mientras que el silencio era incluso más profundo que cuando había trepado. Parecía
llenar la gran ciudad amurallada, como agua que llega al borde de una copa.
Fafhrd se sintió atemorizado. ¿Acaso se habían ido ya los conquistadores de
Lankhmar? ¿Se habían llevado todos sus tesoros y sus habitantes en alguna flota enorme
o caravana inimaginable? ¿Se habrían encerrado en las casas silenciosas con sus
víctimas amordazadas, a fin de practicar algún rito de tortura masiva en la oscuridad?
¿Era un demonio y no un ejército humano lo que había acosado a la ciudad y hecho
desaparecer a sus habitantes? ¿Se había abierto la tierra para tragarse a vencedores y
vencidos por igual y luego había vuelto a cerrarse? ¿O era toda la historia del mago
Ningauble una pura filfa? No obstante, incluso esta explicación, la menos improbable de
todas, dejaba sin explicar la desolación fantasmal de la ciudad.
¿O se estaría librando una feroz batalla bajo sus ojos en aquel mismo momento y él,
por algún hechizo de Ningauble o Sheelba, no podía verla, oírla, ni siquiera olería? ¿Tal
vez hasta que hubiera cumplido la misión en el campanario que le había encargado
Ningauble? Esa misión seguía sin gustarle. Imaginaba a los dioses de Lankhmar
descansando con sus pardas envolturas de momia y sus putrefactas togas negras, sus
ojos negros y brillantes mirando a través de vendas impregnadas de resina, y sus
mortíferos y negros bastones de mando a su lado, esperando otra llamada de la ciudad
que les había olvidado, pero que, con todo, les temía, y a la que ellos, a su vez, odiaban
aunque, no obstante, protegían. Despertar con la mano desnuda a un montón de arañas
en una oquedad entre las rocas del desierto parecía más juicioso que despertar a tales
deidades. No obstante, una misión era una misión y tenía que cumplirla.
Bajó corriendo la oscura escalera de piedra y se encaminó al este, hacia la calle del
Dinero, que discurría paralela a la calle de los Oficios, a una manzana de distancia. Tuvo
la sensación de que se rozaba con unas figuras invisibles. Al cruzar la serpenteante calle
de las Baratijas, tan oscura y desierta como las otras, creyó oír un murmullo y un cántico
procedentes del norte, tan débiles que debían provenir por lo menos de la calle de los
Dioses, pero mantuvo la ruta que había decidido de antemano, siguiendo la calle del
Dinero hasta la calle de las Monjas y luego tres manzanas al norte hasta el maldito
campanario.
La calle de las Rameras, que era incluso más serpenteante que la de las Baratijas,
también parecía desierta, pero Fafhrd se hallaba apenas a unas manzanas más allá de
ella cuando oyó ruido de botas y el tintineo de armaduras a sus espaldas. Ocultándose en
las sombras, observó un doble pelotón de guardianes que cruzaba a toda prisa bajo la luz
de la luna, hacia el sur de la calle de las Rameras, en dirección a los cuarteles
meridionales. Los soldados avanzaban en formación cerrada, vigilaban todas las
direcciones y tenían sus armas dispuestas, a pesar de la aparente ausencia de enemigos.
Esto parecía confirmar la idea que se había hecho Fafhrd de que un ejército de seres
invisibles asediaba la ciudad. Sintiéndose aún más atemorizado, prosiguió rápidamente su
camino.
Entonces empezó a observar, aquí y allá, la luz que se filtraba por los bordes de una
ventana alta y cerrada, lo cual no hizo más que aumentar su temor de una presencia
sobrenatural, y se dijo que cualquier cosa sería mejor que aquel intenso silencio, ahora
sólo quebrado por el débil eco de sus propias botas sobre los guijarros iluminados por la
luna, ¡y al final de aquel recorrido le esperaban unas momias!
En algún lugar, unas campanadas débiles, apagadas, dieron las doce. Entonces, de
improviso, al cruzar la estrecha y negra calle de la Plata, oyó el rumor de innumerables
pisadas, un tamborileo como de lluvia, pero las estrellas brillaban en el cielo, su
resplandor un tanto diluido en el de la luna, y no goteaba. Echó a correr.
A bordo de la Calamar, la gatita, como si hubiera recibido una llamada que no podía
desoír a pesar de todos sus temores, saltó desde los imbornales de la nave al muelle y
echó a correr en la oscuridad, su pelo negro erizado y los ojos verde esmeralda brillantes
de temor y disposición a enfrentarse al peligro.
Glipkerio y Samanda estaban sentados en la Sala de los Azotes, entregados a sus
recuerdos y trasegando vino, a fin de lograr el estado de ánimo adecuado para azotar a
Reetha. La oronda señora del palacio había tomado oscuro vino de Tovilyis hasta que su
vestido de lana negra quedó empapado de sudor y en cada pelo de su difuminado bigote
negro había gotas saladas, mientras que su Señor Supremo sorbía vino violeta de Kiraay,
que ella trajo de la despensa cuando ningún mayordomo o paje respondió a la llamada
con la campanilla de plata y ni siquiera la de bronce utilizada para convocar a los
servidores.
—Temen moverse desde que tus guardianes se marcharon —dijo ella—. Les castigaré
como es debido..., pero sólo cuando hayas disfrutado de tu diversión especial, mi
pequeño amo.
Ahora, rehusando por una vez todos los curiosos y preciosos (por tener joyas
engastadas) instrumentos de tortura y relegando al olvido la amenaza de los roedores que
asediaban Lankhmar, sus pensamientos habían vuelto a días menos complicados y más
felices. Glipkerio, con su guirnalda de trinitarias ladeada y algo marchita, le decía risueño:
—¿Recuerdas cuando te traje mi primer gatito para que lo arrojaras al fuego de la
cocina?
—¿Si me acuerdo de eso? —replicó la mujerona con afectuoso desdén—. Hombre, mi
querido amo, recuerdo cuando me trajiste tu primera mosca para enseñarme con qué
pulcritud podías arrancarle las alas y las patas. Aún andabas a gatas, pero ya eras alto y
delgado.
—Sí, pero aquel gatito... —insistió Glipkerio, el vino violeta deslizándose por su barbilla
mientras tomaba un trago apresurado con mano temblorosa—. Era negro; con ojos azules
que acababan de abrirse a la luz. Radomix intentó impedírmelo —por entonces vivía en el
palacio—, pero tú le echaste a gritos.
—Le eché, en efecto —convino Samanda—. ¡Aquel rapaz de corazón blando! Y
recuerdo cómo el gatito chillaba y se chamuscaba, y cómo lloraste luego porque ya no lo
tenías para volverlo a echar al fuego. A fin de distraerte y animarte, desnudé y azoté a
una doncella aprendiza, tan delgada y alta como tú y con largas trenzas rubias. Eso fue
antes de que te entrara la manía de los pelos e hicieras afeitar a muchachos y doncellas
por igual. Pensé que había llegado el momento de que te dedicaras a placeres más
viriles, ¡y bien que mostraste tu excitación!
Con una risotada, tendió la mano y le manoseó sin la menor delicadeza.
Excitado por el cosquilleo y sus propios pensamientos, el Señor Supremo de Lankhmar
se irguió, alto como un ciprés, envuelto en su toga negra, aunque ningún ciprés se
retorcía jamás como él lo hacía, excepto, tal vez, en el transcurso de un terremoto o bajo
el hechizo más potente.
—¡Vamos! —exclamó—. Han dado las once. Apenas tenemos tiempo antes de que
deba ir rápidamente a la cámara azul de audiencias para reunirme con Hisvin y salvar la
ciudad.
—Tienes razón —dijo Samanda, y apoyando sus rollizos antebrazos en las rodillas, se
levantó y empujó el sillón en el que se había encajado su gran trasero —. ¿Qué látigo has
elegido para la traviesa y traidora moza?
—¡Ninguno, ninguno! —exclamó Glipkerio con júbilo e impaciencia—. Al final, ese viejo
y bien aceitado látigo negro para perros siempre me parece el mejor. ¡De prisa, querida
Samanda, de prisa!
Reetha se incorporó en la cama de sábanas crujientes en cuanto oyó los ruidos.
Meneando la suave cabeza monda para eliminar los restos de sus pesadillas, tanteó
frenéticamente en busca del frasco cuyo contenido le procuraría un olvido protector.
Se lo llevó a los labios, pero se detuvo un momento antes de beber. La puerta aún no
se había abierto y los crujidos habían sido extrañamente breves y agudos. Miró por
encima del borde de la cama y vio que otra puerta de menos de un pie de altura se había
abierto hacia afuera a nivel del suelo en el revestimiento de madera que parecía continuo.
Por allí entró, rápidamente y en silencio, agachando la cabeza, un hombrecillo bien
formado, magro y musculoso, que llevaba en una mano un bulto gris y en la otra lo que
parecía una larga espada de juguete, tan desnuda como él mismo.
Cerró la puerta tras él, de modo que la pared volvió a parecer lisa y miró
inquisitivamente a su alrededor.
—¡Ratonero Gris! —gritó Reetha, saltando de la cama para arrodillarse a su lado—.
¡Has vuelto en mi busca!
Él retrocedió y se llevó las manos cargadas a los oídos.
—Reetha —le rogó—, no vuelvas a gritarme así. Me va a estallar el cerebro.
Habló lentamente y en el tono más profundo de que fue capaz, pero a ella su voz le
pareció aguda y rápida, aunque inteligible.
—Lo siento —murmuró ella contritamente, reprimiendo el impulso de cogerle en brazos
y arrullarle contra su pecho.
—Es lo menos que puedes hacer —replicó el hombrecillo con brusquedad —. Ahora
busca algo pesado y colócalo contra esa puerta. Vienen hacia aquí personas a las que no
tienes ningún deseo de ver. ¡Vamos, muchacha, rápido!
Ella no se movió de su postura arrodillada, pero le sugirió ansiosamente:
—¿Por qué no practicas tu magia y recuperas tu talla normal? —No tengo la sustancia
necesaria para hacerlo —respondió él, exasperado—. Tuve la ocasión de conseguir un
frasco y, como cualquier necio atontado por el sexo no pensé en birlarlo. ¡Vamos, Reetha,
levántate!
La muchacha comprendió de súbito la fuerza que le procuraba su posición y se limitó a
inclinarse hacia él. Sonriéndole taimada aunque cariñosamente, le preguntó:
—¿Con qué zorrita pequeña como una muñeca te has asociado ahora? No, no es
necesario que me respondas a eso, pero antes de que mueva un dedo para ayudarte,
debes darme seis cabellos de tu preciosa cabeza. Tengo una buena razón para pedirte tal
cosa.
Prescindiendo por un momento de su buen juicio, el Ratonero empezó a discutir con
ella, pero entonces lo pensó mejor y utilizó a Escalpelo para cortarse algunos pelos que
depositó en la palma enorme, cruzada por surcos y brillante, donde eran tan finos como
cabellos de bebé, aunque algo más largos y oscuros.
La muchacha se levantó en seguida, se dirigió a la mesilla de noche y echó los cabellos
en la pócima nocturna de Glipkerio. Luego, sacudiendo las manos encima de la copa,
miró a su alrededor. El objeto más adecuado que había para satisfacer la petición del
Ratonero era el cofre dorado lleno de piedras preciosas. Lo empujó hasta colocarlo contra
la pequeña puerta, fiándose de la palabra del Ratonero, quien le indicó dónde estaba
exactamente dicha puerta.
—Esto los detendrá durante un rato —le dijo, contemplando ávidamente, para futura
referencia, las piedras irisadas, más grandes que sus puños—. Pero sería mejor que
trajeras... Ella se arrodilló y le preguntó con cierto anhelo: —¿Es que nunca vas a
recuperar tu verdadero tamaño?— ¡No golpees el suelo de esa manera! ¡Sí, claro que
volveré a ser como antes! Dentro de una o dos horas, si puedo confiar en mi tramposo y
traicionero mago. Ahora, Reetha, mientras me visto, te ruego que traigas...
Una llave tintineó con un sonido melifluo y se oyó el ruido sordo del cerrojo al correr por
su canal. El Ratonero sintió que le alzaban del suelo, y un instante después aterrizó en la
muelle cama blanca, junto a Reetha, y les cubrió una sábana blanca translúcida.
Oyó el ruido de la gran puerta al abrirse.
En aquel momento, una mano sobre su cabeza le obligó a agacharse, y cuando estaba
a punto de protestar, Reetha, con un susurro que era como el de un oleaje suave, le dijo:
—No formes un bulto bajo la sábana. Pase lo que pase, quédate quieto y ocúltate, por
tu vida.
La voz que se oyó entonces, como trompetas de combate, hizo que el Ratonero se
alegrara del refugio que la sábana proporcionaba a sus oídos.
—¡Esa repugnante chiquilla se ha subido a mi cama! ¡Qué asco! Me siento desfallecer.
¡Vino! ¡Ah! ¡Aaaaaaaaagggghhh! —Siguió el ruido de las arcadas, gargajeos y
escupitajos, y entonces sonaron de nuevo las trompetas de combate, un tanto apagadas,
como si estuvieran envueltas en franela, aunque su tono era aún más airado—: ¡Esa
perra sucia y demoníaca ha echado pelos en mi bebida! ¡Oh, Samanda, azótala hasta
dejarla en carne viva! ¡Golpéala hasta que me lama los pies y me bese cada dedo
pidiendo misericordia!
Entonces se oyó otra voz, como una docena de enormes timbales que atronaran a
través de la sábana y golpearan los tímpanos del Ratonero, delgados como hoja de oro:
—Así lo haré, pequeño amo, y no te haré caso si me pides que desista. Ven aquí,
muchacha, ¿o debo hacerte saltar de la cama a latigazos?
Reetha se arrastró hacia la cabecera de la cama, alejándose de aquella voz. El
Ratonero la siguió, agazapado tras ella, aunque el colchón se movía como un barco de
cubierta blanca bajo una tormenta y la sábana parecía un dosel de niebla que casi rozara
la cubierta. Entonces, de súbito, aquella niebla se levantó como si la arrastrara un viento
sobrenatural, y apareció brillante el doble sol gigantesco rojo y negro del rostro de
Samanda, inflamado por el licor y la ira, y de su cabello peinado en forma de globo,
atravesado por una aguja negra. Y aquel sol tenía una cola también negra..., el látigo
alzado de Samanda.
El Ratonero saltó hacia ella por encima de la cama en desorden, blandiendo a
Escalpelo y sujetando todavía bajo el otro brazo el bulto gris de sus ropas.
El látigo, que iba dirigido a Reetha, cambió de dirección y avanzó restallando hacia él.
El Ratonero saltó con todas sus fuerzas y el látigo pasó justo por debajo de sus pies
descalzos, como la cola de un dragón negro. El tono del restallido descendió
bruscamente. Por suerte pudo mantenerse de pie al caer y saltó de nuevo hacia
Samanda, clavó a Escalpelo en su enorme rótula envuelta en lana negra y saltó al suelo
de madera.
Como un rayo de hierro pardo, una gran hoja de hacha mordió la madera cerca de él,
estremeciéndole de la cabeza a los pies. Glipkerio había cogido de su armero un hacha
ligera de combate con sorprendente velocidad y la esgrimía con una destreza inverosímil.
El Ratonero se arrojó bajo la cama, y corrió por lo que para él era un oscuro y ancho
pórtico de techo bajo, hasta salir al otro lado y girar rápidamente alrededor del pie de la
cama para golpear con su arma el tobillo de Glipkerio.
Pero aquel ataque dirigido al tendón de la corva falló porque Glipkerio dio media vuelta.
Samanda, cojeando un poco, acudió al lado de su Señor Supremo. El hacha gigantesca y
el látigo se alzaron de nuevo contra el Ratonero.
Lanzando un grito histérico que casi destrozó de manera definitiva los tímpanos del
Ratonero, Reetha arrojó el frasco de vino, que pasó cerca de las cabezas de Samanda y
Glipkerio, sin alcanzar a ninguno de ellos, pero detuvo momentáneamente sus ataques
contra el hombrecillo.
Durante todo este alboroto, el joyero dorado se había movido, poco a poco, de la
pared, y ahora la puerta detrás de él se abrió lo suficiente para permitir el paso de una
rata, y apareció Hreest seguida de su grupo armado, en total tres ratas enmascaradas, las
otras dos uniformadas de verde y tres ratas con picas y sin máscaras, provistas de yelmos
de hierro pardo y cotas de mallas.
Aterrado por esta irrupción, Glipkerio salió huyendo de la estancia, seguido algo más
lentamente por Samanda, cuyas poderosas pisadas agitaban el suelo de madera como un
terremoto.
Furioso y a la vez muy aliviado porque se enfrentaba a enemigos de su propio tamaño,
el Ratonero se puso en guardia, utilizando el bulto de sus ropas como una especie de
escudo y gritando desaforadamente:
—¡Ven aquí y muere, Hreest!
Pero en aquel instante sintió que volvían a alzarle del suelo, a una velocidad
vertiginosa y se encontró pegado a los senos de Reetha.
—¡Bájame, bájame! —gritó, todavía enfurecido y ansioso por combatir.
Pero fue inútil, pues la muchacha, ebria, cruzó tambaleándose la puerta y la cerró de
golpe tras ella, con otro tremendo ataque a los tímpanos del Ratonero.
Samanda y Glipkerio corrían hacia una cortina azul y ancha, pero Reetha lo hacía en la
otra dirección, hacia la cocina y los aposentos de los sirvientes, llevando al Ratonero con
ella. El bulto gris de sus ropas rebotaba, su espada, pequeña como un alfiler, era inútil, lo
mismo que sus agudos gritos de protesta y sus lágrimas de ira.
Media hora después de la medianoche, las ratas lanzaron su asalto masivo contra
Lankhmar Superior, deslizándose principalmente a través de conductos de oro. Hicieron
algunas incursiones prematuras, en sitios como la calle de la Plata, y en otros lugares se
retrasaron, pues los humanos, en el último momento, descubrieron y bloquearon los
orificios de salida, pero en conjunto el ataque fue simultáneo.
Las primeras ratas que salieron de Lankhmar Subterráneo eran tropas de cuadrúpedos,
una fiera caballería sin jinetes, formada por ratas procedentes de los túneles y las
madrigueras hediondas bajo los barrios pobres y superpoblados de Lankhmar, roedores
que conocían pocos modales civilizados, o quizá ninguno, y que hablaban como mucho
un lankhmarés chapurreado, ayudándose con chillidos. Algunas sólo luchaban con
dientes y garras como auténticos seres primitivos, aunque entre ellas había feroces
guerreros y grupos para misiones especiales.
Seguían las ratas asesinas y las incendiarias con sus antorchas, resinas y aceites,
pues el fuego como arma, que hasta entonces no había sido usada, formaba parte del
formidable plan, aun cuando así amenazaran los túneles de las ratas del nivel superior.
Calculaban que vencerían a los humanos con la rapidez suficiente para obligarles a
extinguir las llamas.
Finalmente avanzaban las ratas armadas y provistas de armaduras, todas ellas
bípedas, excepto las que acarreaban proyectiles de reserva y piezas de artillería ligera
para ensamblarlas en el nivel superior.
Previamente habían realizado incursiones, casi en su totalidad a través de sus túneles,
desagües y vías similares, en plantas bajas y sótanos, pero el asalto general de aquella
noche se realizaba, en la medida de lo posible, a través de los orificios en los pisos
superiores y vías que llegaban a las buhardillas, sorprendiendo a los humanos en las
habitaciones supuestamente seguras en las que se habían encerrado, haciéndoles huir
aterrados a las calles.
Se producía un cambio de posición con respecto a los días anteriores, cuando las ratas
salieron del subsuelo en negras oleadas y arroyos. Ahora caían como una lluvia negra
que penetraba en las casas y se filtraba a través de las paredes consideradas firmes,
acarreando confusión y temor. Aquí y allá, sobre todo bajo los aleros, empezaron a
crepitar las llamas.
Las ratas emergieron dentro de la mayoría de los templos y lugares de culto alineados
a lo largo de la calle de los Dioses, expulsando a los fieles, hasta que aquella ancha
avenida hirvió de humanos demasiado aterrados para atreverse a caminar por las oscuras
calles laterales o crear algo más que unas pocas bolsas de resistencia organizada.
En la sala de reunión de los cuarteles meridionales, con sus altas ventanas, Olegnya
Matamingoles se dirigía en voz resonante, barboteante y trémula, a un auditorio
amedrentado que, siguiendo la costumbre, había dejado sus armas en el exterior..., pues
se habían dado casos de ataques por parte de los soldados de Lankhmar contra oradores
irritantes o meramente aburridos. —Que a vosotros, que habéis luchado contra monstruos
terribles, que no habéis cedido un palmo de terreno a mingoles y mirphianos, que habéis
roto los cuadrados formados con lanzas del rey Krimaxius y derrotado a sus elefantes
fortificados... ¡Que a vosotros precisamente os asusten esas sucias alimañas...!
Mientras peroraba así, ocho grandes orificios se abrieron en la pared del fondo y desde
ellos una batería enmascarada de ballesteros lanzó sus zumbantes proyectiles contra el
viejo y apasionado general. Cinco de ellos le alcanzaron, uno en el gaznate, y
gargarizando horriblemente cayó desde la tribuna.
Entonces las ballestas se volvieron contra el público sorprendido pero todavía letárgico,
algunos de cuyos miembros habían aplaudido la muerte de Olegnya como si se tratara de
un número de carnaval. Desde otros orificios altos arrojaron fósforo blanco y haces de
trapos empapados en aceite que envolvían un núcleo de resina, mientras que desde
varios orificios bajos y por medio de fuelles enviaban vapores dañinos recogidos en las
alcantarillas.
Grupos de soldados y guardianes corrieron las puertas y descubrieron que las habían
cerrado por fuera; era uno de los logros más sorprendentes de los grupos para misiones
especiales, gracias a que Lankhmar había dispuesto las cosas de tal manera que pudiera,
de ser necesario, exterminar a sus propios soldados en caso de motín. Usando armas
pasadas de contrabando más las de los oficiales, contraatacaron a los roedores, pero los
orificios de éstos eran blancos difíciles y la mayoría de los guerreros se arremolinaban tan
inútilmente como los fieles que pululaban por la calle de los Dioses, tosiendo y gritando,
más turbados de momento por los hediondos vapores y el humo asfixiante de los
pequeños fuegos encendidos aquí y allá que por el peligro de un incendio generalizado.
Entretanto, la gatita negra estaba agazapada sobre un tonel, en la zona de los
graneros, mientras un grupo de ratas armadas desfilaba por debajo. El pequeño felino
temblaba de miedo, pero, aun así, se sentía atraído cada vez más hacia la ciudad por un
impulso misterioso que no comprendía, pero al que no podía hacer caso omiso.
En lo alto de la casa de Hisvin había una pequeña habitación, cuya puerta y postigos
de las ventanas estaban cerrados con barrotes por dentro, de manera que si un testigo
hubiera podido estar allí se habría preguntado perplejo cómo habían podido cerrar así la
estancia y luego abandonarla.
Una sola vela gruesa, con una llama azulada que había enrarecido un tanto el
ambiente, no revelaba ningún mueble en la habitación y tan sólo mostraba seis
palanganas anchas y poco profundas llenas de un espeso líquido rosado, al que de vez
en cuando recorría una trepidación. Cada uno de aquellos charcos rosados tenía un borde
de polvo negro que no se mezclaba con el líquido. A lo largo de una pared había estantes
con frascos pequeños, los blancos cerca del suelo, los negros más altos.
Una puertecilla se abrió en el nivel del suelo, y por ella salieron en silencio Hisvin,
Hisvet y Frix. Cada uno de ellos cogió un frasco blanco, se dirigió a un charco rosado y,
sin vacilar, se sumergieron en él. La trepidación del líquido y el polvo se hizo más lenta,
pero ellos siguieron avanzando. El líquido se desplazaba en ondas perezosas desde sus
rodillas. Pronto cada uno estuvo sumergido hasta los muslos en el centro de un charco.
En aquel momento bebieron el contenido de los frascos.
Durante largo rato no se produjo cambio alguno, y las ondas se entrecruzaban y
extinguían a la débil luz de la vela.
Entonces, cada figura empezó a crecer, al tiempo que el líquido de los recipientes
disminuía de un modo visible. Al cabo de una docena de latidos cardíacos, tanto el líquido
como el polvo habían desaparecido, mientras que Hisvin, Hisvet y Frix habían recuperado
su estatura humana y estaban secos y vestidos de negro.
Hisvin retiró los barrotes de una ventana que daba a la calle de los Dioses, abrió de par
en par los postigos, aspiró hondo, se asomó al exterior breve y cautamente y se volvió
hacia las muchachas.
—Ha empezado —dijo sombríamente—. Vayamos de inmediato a la Cámara Azul de
Audiencias. El tiempo apremia. Alentaré a nuestros mingoles para que se reúnan y nos
sigan. —Se deslizó junto a ellas hacia la puerta—. ¡Vamos!
Fafhrd escaló el templo de los dioses de Lankhmar y, uña vez en el tejado, hizo una
pausa para mirar atrás y abajo antes de abordar el campanario, aunque hasta entonces
aquella escalada había sido incluso más fácil que la de la muralla de la ciudad.
Quería saber a qué obedecía aquel griterío.
Al otro lado de la calle se alzaban varias casas oscuras, la de Hisvin entre ellas, y más
allá estaba el Palacio del Arco Iris de Glipkerio, con sus minaretes de varios tonos pastel
iluminados por la luz de la luna, el más alto de ellos de color azul, como un grupo de altas
y esbeltas bailarinas tras una falange de sacerdotes rechonchos vestidos con túnicas
negras.
Inmediatamente debajo de este minarete estaba el porche anterior del templo, cuya
carencia de tejado no disminuía su oscuridad, y los escalones bajos y anchos que
conducían a él desde la calle. Fafhrd ni siquiera había comprobado si se abrían las
puertas con goznes de cobre, cubiertas de verdín y comidas por la carcoma. No se había
atrevido a andar a ciegas, tanteando en busca de una escalera en aquel oscuro y
polvoriento recinto, donde sus manos podrían posarse sobre formas togadas y envueltas
en vendajes de momia que quizá no permanecerían inmóviles como los demás muertos,
sino que se agitarían con una ira caprichosa e ilimitada, como antiguos pero no del todo
seniles reyes a quienes no les gusta que alguien turbe su sueño a medianoche. En
definitiva, trepar por el exterior había parecido más seguro, mientras que, por otro lado, si
era preciso despertar a los dioses de Lankhmar, sería mejor hacerlo mediante una
campana distante que tocando un hombro esquelético envuelto en lino deshilachado o un
pie huesudo.
Cuando Fafhrd inició su breve escalada, aquel extremo de la calle de los Dioses estaba
desierto, aunque a través de las puertas abiertas de sus magníficos templos —los templos
de los dioses en Lankhmar— surgía una luz amarilla y el lúgubre sonido de muchas
letanías, mezclado con los acentos más agudos de plegarias improvisadas y ruegos.
Pero ahora la calle estaba rebosante de gentes pálidas, mientras que otros seguían
saliendo de los templos, lanzando gritos. Fafhrd aún no podía ver de qué huían, y una vez
más pensó en un ejército de seres invisibles —al fin y al cabo sólo tenía que imaginar
Espectros con huesos invisibles—, pero entonces observó que la mayoría de aquellas
personas que gritaban enloquecidas miraban abajo, hacia sus pies y los adoquines.
Recordó el misterioso ruido sordo que le había hecho huir de la calle de la Plata. Recordó
lo que le había asegurado Ningauble sobre los enormes efectivos y la fuente oculta del
ejército que asediaba Lankhmar, y recordó, en fin, que la Almeja había sido hundida y la
Calamar capturada por ratas que actuaban generalmente solas. Una terrible sospecha
floreció rápidamente en su interior.
Entretanto, algunos de los refugiados del templo se habían arrodillado ante el sucio
santuario a cuyo tejado él había trepado, y se golpeaban las cabezas contra los
adoquines y los escalones más bajos, al tiempo que lanzaban frenéticas peticiones de
ayuda. Como de costumbre, Lankhmar apelaba a sus propios dioses sombríos sólo en un
momento de extrema necesidad, cuando todo lo demás fallaba. Unos pocos audaces,
directamente debajo de Fafhrd, habían subido al porche oscuro y golpeaban las antiguas
puertas o tiraban de ellas.
Se oyó un fuerte crujido, chirridos y el sonido de madera quebrada. Por un momento,
Fafhrd pensó que quienes estaban por debajo de él, tras haber roto las puertas, entrarían
apresuradamente, pero vio que retrocedían y bajaban corriendo los escalones, temerosos,
y se postraban lo mismo que los otros.
Las grandes puertas se abrieron hasta que quedó entre sus hojas la anchura de una
mano. Entonces, a través de aquella estrecha abertura, iluminada con antorchas, salió del
templo una procesión de figuras diminutas que avanzaron y se situaron a lo largo del
borde delantero del porche.
Eran unas cuarenta ratas grandes que vestían togas negras y caminaban erguidas.
Cuatro de ellas transportaban antorchas altas como lanzas, cuyos extremos ardían con
brillantes llamas blancas y azuladas. Cada una de las otras llevaba algo que Fafhrd,
desde su posición elevada, no pudo discernir con claridad. ¿Sería quizá un pequeño
bastón negro? Tres de estas últimas ratas eran blancas y todas las demás negras.
Se hizo el silencio en la calle de los Dioses, como si, obedeciendo a alguna señal
secreta, los torturadores de los lankhmarianos hubieran cesado en sus persecuciones.
Las ratas vestidas con togas negras gritaron agudamente al unísono:
—¡Hemos matado a vuestros dioses, oh, lankhmarianos, y ahora nosotros, los
sustituimos! Someteos a nuestros hermanos mundanos y no se os hará daño alguno.
Obedeced sus órdenes. ¡Vuestros dioses han muerto, lankhmarianos! ¡Nosotros somos
ahora vuestros dioses!
Los humanos que se habían humillado siguieron haciéndolo y golpearon sus cabezas
contra el suelo. Otros miembros de la multitud les imitaron.
Fafhrd pensó por un instante en buscar algún objeto para arrojarlo contra aquella
sombría hilera de negros roedores que habían hecho retroceder despavoridos a los
humanos, pero entonces se le ocurrió que si el Ratonero había sido reducido a una
fracción de sí mismo y podía vivir muy por debajo del sótano más profundo, ¿qué podía
eso significar sino que había sido transformado en una rata mediante una magia maligna,
probablemente la de Hisvin? Si mataba a una rata, corría el riesgo de matar a su
compañero.
Decidió seguir al pie de la letra las instrucciones de Ningauble. Empezó a trepar al
campanario, con grandes extensiones y flexiones de sus largos brazos, así como
encogimientos y estiramientos de sus piernas aún más largas.
La gatita negra dobló una esquina del mismo templo y miró fijamente la hórrida
estampa de las ratas con togas negras. Sintió la tentación de huir, pero no movió un solo
músculo, como un soldado que sabe que debe cumplir con su deber, aunque haya
olvidado o no conozca todavía la naturaleza de ese deber.
15
El nervioso Glipkerio estaba sentado en el borde de su diván de oro en forma de
concha marina. El hacha ligera de combate yacía olvidada sobre el suelo azul, a su lado.
Cogió una delicada vara de autoridad que estaba sobre una mesa baja, una entre varias
docenas, con una estrella de mar de bronce en un extremo, e intentó entretenerse con
ella, pero estaba demasiado nervioso y al cabo de unos instantes ésta se deslizó de sus
manos y cayó tintineando sobre el suelo de losetas azules, a un par de metros de
distancia. Entrelazó sus dedos largos como varas y se balanceó, presa de agitación.
La Cámara Azul de Audiencias estaba iluminada solamente por unas velas
chisporroteantes que emitían un humo negro. Las cortinas centrales estaban levantadas,
pero aquella duplicación de la longitud de la sala sólo incrementaba su atmósfera
sombría. Más allá de las oscuras arcadas que conducían al porche, el gran huso gris que
se balanceaba sobre el tobogán de cobre resplandecía misteriosamente a la luz de la
luna. Una estrecha escala de plata conducía a su cabina, que permanecía abierta.
Las velas arrojaban sobre la pared interior, cubierta de losetas azules, varias sombras
monstruosas de una figura bulbosa que parecía tener dos cabezas, una encima de la otra.
Era la sombra de Samanda, que permanecía inmóvil, mirando fijamente a Glipkerio, como
quien contempla a un lunático.
Finalmente, Glipkerio, cuya propia mirada nunca dejaba de posarse en el suelo, sobre
todo al pie de las cortinas azules que enmascaraban las puertas azules arqueadas,
empezó a musitar, al principio en voz baja, pero cada vez más sonoramente:
—No puedo soportarlo más. Ratas armadas campan por sus respetos en el palacio, los
guardianes se han ido, tengo pelos en | la garganta..., esa muchacha horrible, ese
indecente títere peludo que tiene la cara del Ratonero, ningún mayordomo ni doncella
responden a mi llamada, ni siquiera hay un paje que cuide las velas. E Hisvin no ha
venido. ¡Hisvin no ha venido! No tengo a ; nadie. ¡Todo está perdido! ¡No puedo
soportarlo! ¡Me voy! ¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! ¡Busco un universo más feliz!
Dicho esto se dirigió apresuradamente al porche. De su toga negra se desprendió un
último pétalo de trinitaria.
Samanda avanzó tras él pesadamente y le dio alcance antes de que pudiera subir la
escala de plata, en gran parte porque el Señor Supremo no logró desenlazar los dedos
para coger los escalones. Le rodeó con un brazo enorme y le condujo de nuevo al diván
de audiencias, mientras le enderezaba los dedos y le decía:
—Vamos, vamos, mi pequeño señor, ésta no es noche para viajar en barco. Estamos
en tierra firme, en tu propio querido palacio. Piensa tan sólo que mañana, cuando haya
terminado toda esta tontería, nos divertiremos de lo lindo azotando. Entretanto, me tienes
a mí para protegerte, bien mío, que valgo por todo un regimiento. ¡Quédate con Samanda!
Glipkerio, que había intentado confusamente apartarse, arrojó de súbito los brazos al
cuello de la mujerona y casi logró sentarse sobre su gran abdomen.
Ondeó entonces una cortina azul, pero era sólo la sobrina de Glipkerio, Elakeria, con
un vestido de seda gris cuyas costuras amenazaban con reventar de un momento a otro.
La rolliza y lasciva muchacha había engordado mucho en los últimos días, a causa de una
desmedida ingestión de dulces para mitigar su aflicción porque su madre se había roto el
cuello y la crucifixión de su tití, y más aún para apaciguar los temores por su propia
seguridad. Pero en aquel momento una débil cólera parecía suplir el papel de la miel y el
azúcar.
—¡Tío! —exclamó—. ¡Tienes que hacer algo en seguida! Los guardianes se han ido, no
hay sirvienta ni paje que respondan a mis llamadas y, cuando he ido en su busca, he
descubierto a esa insolente Reetha —¿no había que azotarla?— incitando a todos los
pajes y doncellas para que se levanten contra ti o hagan algo igualmente violento. Y
llevaba bajo el brazo un muñeco vivo, vestido de gris, que blandía una pequeña y cruel
espada... ¡Sin duda, fue él quien crucificó a Kwe-Kwe...! Y ese monstruo diminuto incitaba
a más desmanes. Me alejé de allí sin ser vista.
—Una rebelión, ¿eh? —gruñó Samanda, dejando a Glipkerio y sacando de su cinto el
látigo y la porra—. Elakeria, cuida de tu tío. Ya sabes, viajes en barco... —añadió en un
áspero susurro, al tiempo que se llevaba un dedo a la sien, en un ademán significativo—.
Entretanto, les daré a esas marranas y esbirros desnudos una contrarrevolución que no
olvidarán.
—¡No me abandones! —le imploró Glipkerio, arrojándose de nuevo a su cuello —.
Ahora que Hisvin me ha olvidado, tú eres mi única protección.
Un reloj dio el cuarto de hora. Las cortinas azules se abrieron y entró Hisvin con pasos
comedidos, en vez de andar a toda prisa como de costumbre.
—Para bien o para mal, ha llegado mi momento —afirmó.
Llevaba su gorro y toga negros, y sobre la última un cinturón del que colgaba un tintero,
un estuche con plumas de ave y una bolsa de pergaminos. Le seguían Hisvet y Frix,
vestidas con sobrias túnicas de seda negra y estolas. Las cortinas azules se cerraron tras
ellos. Las expresiones de los tres rostros eran graves.
Hisvin se dirigió a Glipkerio, quien, avergonzado por la ordenada conducta de los recién
llegados, había recuperado su compostura y permanecía de pie, tras alisar un poco los
desordenados pliegues de su toga y enderezar alrededor de sus bucles dorados la tira de
fláccida materia vegetal que era todo lo que quedaba de su guirnalda de trinitarias.
—¡Oh, glorioso Señor Supremo! —entonó Hisvin con solemnidad—. Te traigo las
peores noticias. —Al oír esto Glipkerio palideció y empezó a temblar de nuevo—. Pero
también te traigo las mejores. —Glipkerio se recobró un poco—. Primero te diré las
peores. La estrella cuya llegada esperábamos se ha extinguido, como una vela apagada
por un demonio negro, sus fuegos consumidos por el oscuro oleaje del océano celeste.
En una palabra, se ha hundido sin dejar rastro, por lo que no puedo efectuar mi hechizo
contra las ratas. Además, tengo el triste deber de informaros que las ratas ya han
conquistado Lankhmar a todos los efectos prácticos. Vuestros soldados están siendo
diezmados en los cuarteles meridionales. Todos los templos han sido invadidos y los
mismos dioses de Lankhmar asesinados sorpresivamente en sus polvorientos lechos. Las
ratas sólo están haciendo una pausa, debido a cierta cortesía que os explicaré, antes de
capturar vuestro palacio.
—Entonces todo está perdido —dijo Glipkerio con voz temblorosa, blanco como la cera,
y volviendo la cabeza añadió obstinadamente—: ¡Te lo dije, Samanda! No me queda más
recurso que el de emprender una última travesía. ¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! Busco
un universo más feliz...
Pero esta vez, su rolliza sobrina y la gigantesca señora del palacio impidieron a la vez
su huida hacia el porche, sujetándole cada una por un lado.
—Ahora escucha la mejor —siguió diciendo Hisvin en un tono más vivo—. Corriendo un
gran peligro personal, me he puesto en contacto con las ratas. Resulta que tienen una
civilización excelente, mejor en muchos aspectos que la humana... De hecho, han guiado
secretamente los intereses y el crecimiento del hombre durante cierto tiempo... Sí, esos
sabios roedores disfrutan de una acogedora y dulce civilización, que te parecerá muy
idónea cuando la conozcas mejor. En cualquier caso, las ratas, que ahora me tienen en
gran estima... ¡Ah, qué difíciles maniobras diplomáticas he realizado por ti, mi señor...!
¡Las ratas me han confiado sus condiciones de rendición, que son inesperadamente
generosas!
Sacó uno de los pergaminos de la bolsa.
—Te las resumiré... —dijo, y leyó —: Las hostilidades cesarán de inmediato... por orden
de Glipkerio, transmitida por sus agentes provistos de varas de autoridad... Los
lankhmarianos extinguirán los incendios y repararán los daños causados a la ciudad, bajo
la dirección de..., etcétera, etcétera. Los humanos repararán los daños causados a
túneles, arcadas, lugares de recreo, excusados y otras dependencias de las ratas. Aquí
habrá que añadir: «apropiadamente reducidos de tamaño». Todos los soldados
desarmados, atados, confinados..., etcétera. Todos los gatos, hurones y otras
sabandijas..., claro, es natural. Todas las naves y los lankhmarianos que se hallen en
ultramar..., eso está bastante claro. ¡Ah, aquí está lo que buscaba! Escucha bien.
Posteriormente cada lankhmariano se dedicará a su actividad acostumbrada, libre en
todas sus acciones y posesiones..., libre, ¿has oído bien?..., sometido tan sólo a las
órdenes de su rata o ratas personales, las cuales se agazaparán en su hombro o se
acomodarán de otro modo encima o debajo de sus ropas, como lo consideren
conveniente, y compartirán su lecho. Pero tus ratas —se apresuró a añadir, señalando a
Glipkerio, quien se había puesto muy pálido, y cuyo cuerpo y miembros habían empezado
de nuevo a temblar, mientras los tics nerviosos volvían a tomar posesión de sus
facciones—, tus ratas, como digo, por deferencia a tu elevada posición, ¡no serán ratas en
absoluto!, sino mi hija Hisvet y, temporalmente, su doncella Frix, quienes te atenderán día
y noche, velarán por tu seguridad, te servirán en todos tus deseos, con la insignificante
condición de que obedezcas sus órdenes. ¿Qué podría ser más justo, mi querido señor?
Pero Glipkerio ya había vuelto a las andadas, y exclamó: «¡Adiós, mundo, adiós,
Nehwon! Busco un...», mientras trataba de dirigirse al porche, convulsionándose en sus
esfuerzos por zafarse de los brazos de Samanda y Elakeria. Sin embargo, de pronto se
detuvo y exclamó:
—¡Claro que firmaré!
Cogió el pergamino. Hisvin le condujo ansiosamente al diván y a la mesa, mientras
preparaba el material de escritura. Pero entonces surgió una dificultad. Glipkerio temblaba
de tal manera que apenas podía sostener la pluma, y no digamos escribir. Su primer
intento de manejarla envió una cola de cometa formada por gotas de tinta a las ropas de
quienes le rodeaban y al rostro correoso de Hisvin. Todos los esfuerzos para guiar su
mano, primero con suavidad y luego a viva fuerza, fracasaron.
Hisvin chascó los dedos con desesperada impaciencia y entonces, de improviso,
señaló con un dedo a su hija. Ésta sacó una flauta que llevaba oculta bajo su túnica de
seda negra y empezó a tocar una dulce pero soporífera melodía. Samanda y Elakeria
pusieron a Glipkerio de bruces sobre el diván, una sujetándole de los hombros y la otra de
los tobillos, mientras que Frix, aplicando una rodilla en la parte inferior de su espalda,
empezó a acariciarle la espina dorsal desde el cráneo hasta la rabadilla, al ritmo de la
música de Hisvet, utilizando la mano izquierda, con la palma vendada.
Glipkerio siguió convulsionándose a intervalos regulares, y trató de levantarse, pero
poco a poco la violencia de aquellos terremotos corporales disminuyó y Frix pudo
transferir algunas de las rítmicas caricias a los brazos agitados del Señor Supremo.
Hisvin paseaba de un lado a otro de la estancia y sus sombras desfilaban como las de
ratas gigantescas moviéndose confusamente y cambiando de tamaño, unas contra otras,
a lo largo de las losetas azules. De repente reparó en las varas de autoridad y, chascando
los dedos, preguntó:
—¿Dónde están los pajes que prometiste tener aquí?
—En sus aposentos —respondió Glipkerio en tono apagado—. Se han rebelado, y tú te
llevaste a los guardianes que podrían haberlos controlado. ¿Dónde están tus mingoles?
Hisvin se detuvo en seco y frunció el ceño, dirigiendo una mirada inquisitiva a las
cortinas azules que cubrían la puerta por la que había entrado.
Respirando con cierta dificultad, Fafhrd se encaramó a una de las ocho ventanas del
campanario, se sentó en el alféizar y contempló las campanas.
Eran ocho en total, todas ellas grandes: cinco de bronce, tres de hierro pardo,
revestidas de verdín pálido y el óxido acumulado desde tiempo inmemorial. Las cuerdas
se habían podrido y desaparecido, probablemente siglos atrás. Debajo de ellas había un
vacío oscuro limitado por cuatro estrechos arcos de piedra. Probó la resistencia de uno de
ellos empujando con un pie. Aguantaba.
Empujó la campana más pequeña, una de las de bronce. No produjo más sonido que
un lúgubre crujido.
Primero echó un vistazo y luego palpó el interior de la campana. El badajo había
desaparecido, el óxido había devorado el eslabón que lo sostenía.
También faltaban los badajos de todas las demás campanas, los cuales seguramente
habían caído al fondo de la torre.
Se dispuso a usar su hacha para dar la alarma, pero entonces vio uno de los badajos
caídos, que estaba sobre un arco de piedra.
Lo alzó con ambas manos, como si fuera una pesada porra, y, moviéndose
temerariamente sobre los arcos, golpeó una campana tras otra. El óxido se desprendió de
las de hierro y cayó sobre él como lluvia.
El sonido de todas las campanas juntas fue más intenso que el de los truenos en un
paraje montañoso, cuando las nubes cercanas entrechocan y producen relámpagos. Eran
las campanas menos musicales que Fafhrd había oído jamás. Algunas producían a la vez
un sonido creciente que periódicamente torturaba el oído. Debían de haber sido
diseñadas y fundidas por un maestro de la discordancia. Las campanas de bronce
chillaban, retumbaban, chocaban entre sí, rugían, tañían, cencerreaban y reñían
chillonamente. Las de hierro gruñían con gargantas oxidadas, sollozaban como el
Leviatán, latían como el corazón de la muerte universal y ondulaban como una ola negra
que rompe contra una suave costa rocosa. Por lo que Fafhrd estaba oyendo, eran
exactamente apropiadas para los dioses de Lankhmar.
El estruendo metálico empezó a desvanecerse ligeramente y se dio cuenta de que se
estaba volviendo sordo. No obstante, siguió golpeando las campanas hasta completar tres
veces. Entonces se asomó a la ventana por donde había entrado.
Su primera impresión fue que la mitad de la muchedumbre humana le miraba
directamente a él. Entonces comprendió que debía de ser el ruido de las campanas lo que
había levantado aquellos rostros iluminados por la luna.
Ahora había muchas más personas arrodilladas delante del templo. Otros
lankhmarianos subían por la calle de los Dioses, procedentes del este, como si les
empujaran hacia allí.
Las ratas erguidas, vestidas con togas negras, seguían formando la misma línea
debajo de él, aureoladas por una sombría autoridad a pesar de su tamaño, y ahora
estaban flanqueadas por dos pelotones de ratas provistas de armadura, cada una de ellas
con una pequeña arma que extrañó a Fafhrd y le hizo forzar la vista, hasta que recordó
las minúsculas ballestas que habían usado a bordo de la Calamar.
Las reverberaciones de las campanas se habían extinguido, o habían descendido
demasiado para que las oyeran sus oídos ensordecidos, pero entonces empezó a
escuchar, débilmente al principio, murmullos y gritos desesperados de horror procedentes
de abajo.
Miró de nuevo a lo largo de la muchedumbre y vio que las negras ratas trepaban por
algunas de las personas arrodilladas, mientras que muchas otras ya tenían roedores
negros agazapados sobre el hombro derecho.
Directamente desde abajo llegaba el ruido de crujidos, gruñidos y madera hendida.
Estaban abriendo de par en par las antiguas puertas del templo de los dioses de
Lankhmar.
Los rostros pálidos que habían mirado hacia arriba dirigieron ahora sus ojos hacia el
porche.
Las ratas con togas negras y su soldadesca se volvieron.
Por la ancha puerta abierta salió, en fila de a cuatro, una compañía de figuras pardas
terriblemente delgadas, también enfundadas en togas negras. Cada una de ellas llevaba
un bastón negro. El color pardo era de tres clases: el del lino viejo de los vendajes de
momia, el de la piel quebradiza como pergamino, que se extendía tensa sobre los huesos
y el de los mismos huesos, con la pátina marrón de su antigüedad.
Las ratas armadas con ballestas lanzaron una andanada. Las pardas y esqueléticas
figuras siguieron avanzando. Las ratas con togas negras se mantuvieron en sus puestos,
chillando imperiosamente. Las diminutas ballestas lanzaron otra inútil andanada.
Entonces, como otros tantos estoques, los bastones negros se alzaron. Cada rata a la
que tocaban se encogía en el lugar donde estaba y no volvía a moverse. Otras ratas que
estaban entre la multitud llegaron corriendo y fueron inmovilizadas de manera similar. La
compañía de seres pardos avanzó al mismo paso, como el desfile de la muerte.
Entonces se oyeron gritos y la muchedumbre humana delante del templo empezó a
disgregarse, corriendo por las calles adyacentes e incluso entrando de nuevo en los
templos de los que habían huido. Como era predecible, los habitantes de Lankhmar
temían más que sus propios dioses acudieran a rescatarlos que a sus enemigos.
Un tanto horrorizado por lo que había desencadenado al tocar las campanas, Fafhrd
descendió del campanario, diciéndose que debía evitar la espectral batalla que tenía lugar
abajo y buscar al Ratonero en el vasto palacio de Glipkerio.
En una esquina del templo, la gatita negra reparó en el hombre encaramado allá arriba,
le reconoció como el gigante al que había arañado y estimado, y comprendió que la
fuerza que le retenía allí tenía algo que ver con aquel hombre.
El Ratonero Gris se alejó a grandes zancadas de la cocina de palacio y avanzó por un
pasillo que conducía a los aposentos reales. Aunque seguía siendo minúsculo, por lo
menos estaba ya vestido. A su lado avanzaba Reetha, armada con un espetón largo y
puntiagudo para asar trozos de carne en hilera. Les seguía de cerca y en desorden una
multitud de pajes armados con cuchillas de carnicero y mazos, así como sirvientas con
cuchillos y tenedores de asar.
El Ratonero había insistido para que Reetha no le cogiera en brazos durante aquella
incursión, y la muchacha cedió a sus deseos. Realmente se sentía más viril andando
sobre sus dos pies y blandiendo amenazadoramente a. Escalpelo.
Aunque tenía que admitir que se sentiría mucho mejor si recuperara su tamaño normal
y Fafhrd estuviese a su lado. Sheelba le había dicho que los efectos de la poción negra
durarían nueve horas. La había tomado pocos minutos después de las tres, por lo que, si
Sheelba no le había mentido, debería recuperar su verdadero tamaño poco después de
medianoche.
Alzó la vista hacia el rostro de Reetha, más enorme que cualquier giganta y con una
brillante arma de acero alta como el mástil de un laúd, y se sintió más tranquilizado.
—¡Adelante! —gritó a su ejército desnudo, aunque procuró mantener el tono de su voz
lo más bajo posible —. ¡Adelante, salvemos de las ratas a Lankhmar y a su Señor
Supremo!
Fafhrd completó su descenso desde el tejado del templo y miró a su alrededor. La
situación allí se había alterado de un modo considerable.
Los humanos se habían ido..., es decir, los humanos vivos.
Todas las pardas y esqueléticas figuras habían cruzado la puerta del templo y
marchaban al oeste por la calle de los Dioses, una procesión de horrendos espectros,
salvo que aquellos seres de ultratumba eran opacos y sus pies huesudos producían un
ruido áspero contra los adoquines. El porche, los escalones y las losas detrás de ellos,
iluminados por la luz de la luna, estaban festoneados de ratas muertas.
Pero ahora las figuras avanzaban con más lentitud y les rodeaban sombras más negras
de las que podía arrojar la luna, un verdadero mar de ratas negras que rompían como
olas contra los pies de los seres espectrales y surgían de todas partes con más rapidez
que la de las estacas negras al golpearlas.
Desde las dos zonas al frente, a cada lado de la calle de los Dioses, unos dardos
llameantes volaron arqueándose y alcanzaron a las filas delanteras de los sombríos
seres. Al contrario que los dardos de las ballestas, estos proyectiles surtieron efecto.
Cada vez que golpeaban, el lino viejo y la piel impregnada de resina empezaban a arder.
Los seres se detenían, dejaban de matar roedores y se dedicaban a arrancarse los
dardos ardientes y apagar las llamas que habían prendido en ellos.
Otra oleada de ratas llegó corriendo por la calle de los Dioses, desde el extremo de la
Puerta de la Marisma, y tras ellas, en tres grandes corceles, tres jinetes inclinados en sus
sillas de montar, dirigían mandobles a las bestezuelas. Tanto los caballos como los
mantos y capuchas de los jinetes eran negros como la tinta. Fafhrd, que se sentía incapaz
de nuevos estremecimientos, experimentó otro. Era como si la misma Muerte, en tres
personas, hubiera entrado en la escena.
La artillería de los roedores giró parcialmente y soltó otra andanada de dardos
ardientes, que fallaron el blanco.
A su vez, los jinetes negros cargaron contra las dos zonas ocupadas por la artillería,
atacándolas a la vez con los cascos de sus caballos y sus espadas. Entonces se
enfrentaron a los seres esqueléticos, varios de los cuales aún ardían, y se quitaron sus
capuchas y mantos negros.
El rostro de Fafhrd se iluminó con una sonrisa que habría parecido totalmente
inadecuada a quien supiera que temía una aparición de la Muerte, pero desconociese sus
experiencias de los últimos días.
Montados en los tres caballos negros, había tres altos esqueletos resplandecientes a la
luz de la luna, y con la certeza de un amante reconoció que el primero de ellos era
Kreeshkra.
Desde luego, tal vez le buscaba para castigarle con la muerte por su infidelidad. No
obstante, como casi cualquier otro amante en iguales circunstancias (aunque rara vez,
ciertamente, en medio de una batalla con aspectos sobrenaturales), sus labios dibujaron
una sonrisa bastante egoísta.
No perdió un momento en iniciar su descenso.
Entretanto, Kreeshkra, pues realmente era ella, pensaba mientras contemplaba a los
dioses de Lankhmar: «En fin, supongo que tener unos huesos pardos es mejor que no
tener ninguno. Con todo, parecen demasiado vulnerables al fuego. ¡Vaya, ahí vienen más
ratas! ¡Qué ciudad tan sucia! ¿Y dónde, oh, dónde se encuentra mi abominable hombre
de barro?».
La gatita negra maulló ansiosamente al pie del templo, donde esperaba la llegada de
Fafhrd.
Glipkerio, ahora completamente calmado, sosegado por el masaje de Frix y la música
de flauta de Hisvet, estaba estampando su firma, formando las letras decorativamente y
más seguro que jamás en toda su vida, cuando las cortinas azules de la arcada mayor se
abrieron de pronto y entraron en la gran cámara, sin hacer ruido, puesto que iban
descalzos, las fuerzas del Ratonero y Reetha.
Glipkerio se convulsionó, derramando el tintero sobre el pergamino que contenía las
condiciones de rendición, y haciendo volar como una flecha su pluma de ave.
Hisvin, Hisvet e incluso Samanda retrocedieron hacia el porche, intimidados, al menos
temporalmente, por los recién llegados..., y por cierto que había algo temible en la actitud
de aquel ejército de jóvenes depilados y desnudos, armados con instrumentos de cocina,
el furor reflejado en sus miradas y en los labios, de los que se escapaban gruñidos o que
apretaban firmemente. Hisvet había esperado que por fin llegaran sus mingoles, y por eso
su conmoción fue doble. Elakeria corrió tras ella, gritando:
—¡Han venido a matarnos! ¡Es la revolución! Frix se mantuvo en su sitio, sonriendo
excitada.
El Ratonero Gris corrió a través del suelo de losetas azules, saltó sobre el diván de
Glipkerio y se mantuvo en equilibrio sobre su respaldo de oro. Reetha le siguió rauda y se
puso a su lado, blandiendo el espetón en actitud amenazante.
Sin importarle que Glipkerio retrocediera, sus ojos amarillo claro mirando temerosos a
través de la rejilla que formaban sus dedos cruzados, el Ratonero Gris gritó sonoramente:
—¡Esto no es ninguna revolución, oh, poderoso señor, sino que hemos venido para
salvaros de vuestros enemigos! Ése de allí —añadió señalando a Hisvin— está aliado con
las ratas. Bajo su toga encontrarás una cola. Le he visto en los túneles subterráneos,
como un miembro del Consejo de los Trece que dirige a la especie de las ratas, tramando
tu derrocamiento. Es él quien...
Entretanto, Samanda había recobrado su valor, y cargó contra sus subordinados como
un rinoceronte negro; su peinado en forma de globo, atravesado por un alfiler de cabeza,
era un cuerno más que suficiente. Haciendo restallar el látigo, atronó:
—Queréis rebelaros, ¿en? ¡De rodillas, sollastres y suripantas! ¡Decid vuestras
plegarias!
Sorprendidos, cayendo fácilmente en un hábito bien consolidado, sus ardientes
esperanzas frustradas por el maltrato familiar, los esbeltos jóvenes desnudos se apartaron
temerosos de ella.
Reetha, en cambio, enrojeció de ira. Olvidándose del Ratonero y de todo lo demás
excepto su furor, emponzoñada por muchos agravios, corrió hacia Samanda, gritando a
sus compañeros esclavos:
—¡Arriba y a por ella, cobardes! ¿Qué puede hacer contra todos nosotros?
Y dicho esto se abalanzó con un espetón enarbolado y alcanzó a Samanda por la
espalda.
La señora del palacio dio un formidable salto adelante, sus llaves y cadenas
balanceándose frenéticamente, colgadas de su cinturón de cuero negro. Apartó a
latigazos a las últimas doncellas y corrió hacia los aposentos de los sirvientes.
—¡Todos tras ella! —exclamó Reetha por encima del hombro—. ¡Antes de que recurra
a la ayuda de cocineros y barberos!
Partió corriendo en persecución de la mujerona. Las doncellas y pajes apenas
titubearon, pues Reetha había refinado sus odios tan fácilmente como Samanda los había
extinguido. Jugar a los héroes y heroínas que rescataban Lankhmar eran pamplinas, pero
vengarse de su vieja torturadora era una magnífica posibilidad. Todos corrieron tras
Reetha.
El Ratonero, todavía en equilibrio sobre el respaldo dorado del diván de Glipkerio, se
dio cuenta un poco tarde de que había perdido a su ejército y seguía teniendo el tamaño
de un muñeco. Hisvin e Hisvet, sacando largos cuchillos que habían ocultado bajo sus
togas negras, se interpusieron rápidamente entre él y la puerta por la que habían huido
sus fuerzas. Hisvin tenía un aspecto maligno e Hisvet se parecía desagradablemente a su
padre. Hasta entonces el Ratonero no se había fijado en aquel sorprendente parecido
familiar. Empezaron a aproximarse a él.
Elakeria, a su izquierda, cogió un puñado de varas de mando y las alzó en actitud
amenazante. Para el Ratonero, incluso aquellas finas varitas eran enormes como picas.
A su derecha, Glipkerio, que aún retrocedía, se agachó con disimulo para coger su
hacha de combate. Era evidente que no había oído los leales chillidos del Ratonero, o no
le había creído.
El hombrecillo se preguntó por qué lado saltaría.
Detrás de él, Frix murmuró en voz baja, aunque bastante sonora para sus minúsculos
oídos:
—Ahí va la tirana de la cocina perseguida por pajes y doncellas desnudos, dejando a
nuestro héroe asediado por un ogro y dos..., ¿o son tres?..., ogresas.
16
Aunque Fafhrd había descendido rápidamente por la pared del templo, cuando llegó
abajo descubrió que, una vez más, la batalla había cambiado de un modo considerable.
Los dioses de Lankhmar, aunque no habían sufrido exactamente una derrota, se
retiraban hacia la puerta abierta de su templo, dirigiendo de vez en cuando sus estacas
hacia la horda de ratas que seguía acosándoles. De algunos de ellos todavía se alzaban
espirales de humo, como pendones fantasmales iluminados por la luna. Tosían, o más
probablemente lanzaban maldiciones que parecían toses. Sus pardas caras esqueléticas
eran sombrías, tenían la expresión de los viejos derrotados que intentan ocultar con
dignidad su rabia impotente y farfullante.
Fafhrd se apartó raudo de su camino.
Kreeshkra y sus dos Espectros masculinos repartían mandobles desde sus sillas de
montar a otra oleada de ratas ante la casa de Hisvin, mientras sus negros caballos
aplastaban roedores bajo sus cascos.
Fafhrd se dirigió a ellos, pero en aquel momento un grupo de ratas corrió hacia él y
tuvo que desenvainar a Vara Gris. Utilizando la gran espada como una guadaña, con tres
golpes limpió un espacio a su alrededor y avanzó de nuevo hacia los espectros.
Las puertas de la casa de Hisvin se abrieron con brusquedad y por ellas salió corriendo
una multitud de esclavos mingoles con el terror reflejado en sus rostros, pero más
asombroso era el hecho de que casi habían rebasado el límite de la extenuación. Sus
uniformes negros, en otro tiempo bien ajustados, les venían demasiado grandes, sus
manos eran esqueléticas, sus rostros calaveras cubiertas de piel amarilla.
Tres grupos de esqueletos: pardos, marfileños y amarillos... Aquel prodigio de la gama
ósea maravilló a Fafhrd.
Detrás de los mingoles y persiguiéndolos, no tanto para matarlos como para apartarlos
del camino, salió un grupo de hombres enmascarados, encogidos pero robustos, algunos
con armadura y todos blandiendo armas, espadas y ballestas. Había algo horriblemente
familiar en su manera de correr, cojeando un poco. Entonces aparecieron varios con picas
y yelmos, pero sin máscaras. Los rostros, o más bien hocicos, eran de roedor. Todos los
recién llegados, enmascarados o sin cubrir su rostro peludo, se dirigieron hacia los tres
jinetes espectrales.
Fafhrd saltó hacia delante. Blandiendo a Vara Gris por encima de su cabeza, sin
pensar en la nueva oleada de ratas ordinarias que iba hacia él..., se detuvo abruptamente.
En aquel instante sintió que unas garras se clavaban en su pierna. Alzó la mano
izquierda para sacudirse de encima lo que ahora le atacaba..., y vio que trepaba por su
muslo la gatita negra de la Calamar.
Pensó que aquella cabeza de chorlito no debía participar en el terrible combate. Abrió
su bolsa vacía para meter en ella al animalillo y vio en su fondo el brillo apagado del
silbato de hojalata. Entonces se dio cuenta de que tenía un clavo ardiente al que
aferrarse.
Lo sacó de la bolsa, se lo llevó a los labios y sopló. Cuando uno golpea ociosamente un
tambor de juguete, no espera que se produzca un ruido atronador. Fafhrd dio un grito
sofocado y casi se tragó el silbato. Hizo ademán de arrojarlo lejos de sí, pero volvió a
llevárselo a los labios, se tapó lo oídos con las manos, por alguna razón cerró los ojos con
fuerza y sopló una vez más.
De nuevo el estrépito horrendo ascendió hacia la luna y descendió sobre las sombrías
calles de Lankhmar.
Imaginemos el grito de un leopardo, el rugir de un tigre y un león mezclados y
tendremos una ligera idea del sonido que producía el silbato de hojalata.
En todas partes las hordas de ratas pequeñas se inmovilizaron, los mingoles
esqueléticos cesaron en su huida tambaleante, las grandes ratas armadas, enmascaradas
o provistas de yelmo interrumpieron su ataque contra los Espectros. Incluso éstos y sus
caballos permanecían inmóviles. Los pelos de la gatita negra, que seguía aferrada al
muslo de Fafhrd, se erizaron, y sus ojos verdes se hicieron enormes.
Entonces el terrible sonido se extinguió, una campana distante señalaba la medianoche
y todos los combatientes entraron de nuevo en acción.
Pero unas formas negras se estaban plasmando a la luz de la luna alrededor de Fafhrd.
Formas que al principio no eran más que sombras con una pátina brillante; luego se
oscurecieron, como un cuerno negro translúcido y pulimentado, y a continuación se
hicieron macizas y aterciopeladas, sus patas descansando sobre las losas que
abrillantaba la luna. Sus formas eran esbeltas, con largas patas, como el leopardo, pero
del tamaño de tigres o leones. En cuanto a altura, casi llegaban a los brazuelos de los
caballos. Sus cabezas algo pequeñas, con las orejas puntiagudas, se movían lentamente,
al igual que sus largas colas. Sus colmillos eran como agujas de hielo tenuemente verde.
Sus ojos, que eran como esmeraldas heladas, miraban fijamente a Fafhrd: veintiséis ojos,
pues eran en total trece bestias.
Entonces, Fafhrd se dio cuenta de que no miraban su cabeza, sino su cintura.
La gatita negra, que estaba aferrada allí, lanzó un grito agudo y lastimero que era a la
vez la primera llamada al combate de un gato joven, y también un saludo.
Lanzando un feroz rugido, como trece silbatos de hojalata soplados a la vez, los
Felinos Bélicos se lanzaron a la carrera y la gatita negra, con una agilidad sobrenatural,
saltó tras un grupo de cuatro de ellos.
las ratas pequeñas huyeron hacia muros, arroyos y puertas, allá donde pudiera haber
agujeros. Los mingoles se arrojaron al suelo. Las puertas semiastilladas del templo de los
dioses de Lankhmar chirriaron al cerrarse con rapidez.
Los cuatro Gatos Bélicos a los que se había adherido la gatita corrieron hacia las ratas
de tamaño humano procedentes de la casa de Hisvin. Dos de los Espectros habían sido
derribados de sus sillas con picas o espadas. El tercero —era Kreeshkra— paró el golpe
de un estoque y espoleó a su caballo, emprendiendo el galope más allá de la casa de
Hisvin, hacia el Palacio del Arco Iris. Los dos caballos negros sin jinete la siguieron.
Fafhrd se dispuso a seguirla, pero en aquel instante un loro negro descendió
rápidamente ante él, batiendo sus alas, mientras que un chiquillo muy flaco, con una
cicatriz bajo el ojo izquierdo, le tiraba de la muñeca.
—¡Ratonero, Ratonero! —chilló el loro—. ¡Peligro, peligro! ¡Cámara Azul de
Audiencias!
—Te traigo el mismo mensaje, hombre grande —le dijo el chiquillo con una sonrisa.
Así pues, Fafhrd, rodeando la batalla entre ratas armadas y Felinos Bélicos —una
vertiginosa mezcolanza de espadas plateadas y garras brillantes, de fríos ojos verdes y
cálidos ojos rojos—, partió de todos modos en pos de Kreeshkra, puesto que ésta había
ido en la misma dirección.
Largas picas derribaron a un Felino Bélico, pero la gatita saltó como un brillante cometa
negro al rostro del roedor gigante más cercano, mientras los otros tres felinos se
acercaban dando un rodeo.
El Ratonero Gris saltó del respaldo del diván dorado cuando Hisvin e Hisvet se
aproximaron demasiado. Entonces, como ambos avanzaban rodeando el diván, se metió
debajo de éste y corrió hacia la mesita baja. Durante un breve trecho al descubierto, el
hacha de Glipkerio se estrelló contra las baldosas, a un lado, mientras el manojo de
varitas de Elakeria caía estrepitosamente al otro. El hombrecillo hizo una pausa bajo el
centro de la mesa, planeando su próxima acción.
Glipkerio se alejó prudentemente, dejando su hacha donde la había dejado caer a
causa del golpe, pero la obesa Elakeria perdió el equilibrio al descargar su torpe golpe, y
ahora tanto su corpachón espatarrado como el hacha estaban muy cerca del Ratonero.
La mesa ofrecía un cómodo techo, a una altura más o menos equivalente a la longitud
de una rata, por encima de su cabeza..., pero, un instante después, sin haberse movido,
su cabeza chocó con la mesa y en seguida la volcó, sin tocarla con las manos y a pesar
de que se había sentado en el suelo.
Elakeria ya no era una mujerona obesa embutida en un prieto vestido gris, sino una
ninfa esbelta totalmente desnuda, y la hoja del hacha de Glipkerio, a la que tocaba ahora
la delgada hoja de Escalpelo, se había encogido hasta quedar convertida en una rodaja
metálica mellada, como si la hubiera corroído un ácido invisible.
El Ratonero se dio cuenta de que había recuperado su tamaño original, tal como le
había dicho Sheelba. Cruzó por su mente la idea de que, como nada puede proceder de
nada, los átomos desprendidos de Escalpelo en el sótano habían sido reemplazados con
los de la hoja del hacha, mientras que para reponer su carne y sus ropas había utilizado
partes de las de Elakeria. Decidió que, ciertamente, ésta había salido beneficiada de la
transacción.
Pero no era el momento para entregarse a la metafísica o para moralizar. Se puso en
pie y avanzó hacia sus torturadores, que parecían haber encogido, amenazándoles con
Escalpelo.
—¡Tirad vuestras armas! —les ordenó.
Glipkerio, Elakeria y Frix no estaban armados. Hisvet soltó en seguida su larga daga,
probablemente recordando que el Ratonero conocía su habilidad en el manejo de aquella
arma. Pero Hisvin, ahora lleno de rabia y frustración, se aferró a la suya. El Ratonero
dirigió la punta de Escalpelo hacia su delgada garganta.
—¡Despide a tus ratas, lord Nuil, o morirás! —le ordenó.
—¡No lo haré! —le espetó Hisvin, golpeando inútilmente a Escalpelo con su daga.
Entonces recobró un poco de lucidez y añadió—: ¡Y aunque deseara hacerlo, no podría!
El Ratonero, quien sabía que eso era cierto por su sesión en el Consejo de los Trece,
titubeó.
Al verse desnuda, Elakeria cogió un cobertor ligero que estaba sobre el diván y se lo
ciñó, pero de inmediato volvió a dejarlo a un lado para admirar su nuevo y esbelto cuerpo.
Frix seguía sonriendo, excitada pero con cierta compostura, como si todo aquello fuese
una escena teatral y ella el público.
Glipkerio había tratado de mantener el equilibrio, abrazando una columna en espiral
entre la cámara alumbrada por velas y el porche iluminado por la luna, pero volvía a ser
presa de intensas convulsiones periódicas. En los intervalos, su estrecho rostro reflejaba
consternación y agotamiento nervioso.
—¡Caballero gris! —exclamó Hisvet—. ¡Mata a ese viejo necio que es mi padre! Acaba
con Glipkerio y todos los demás, a menos que desees a Frix como concubina. Entonces
gobernarás en todo Lankhmar Superior y Subterráneo, con la colaboración que te
prestaré de buen grado. Has ganado, querido. Me confieso derrotada. Seré tu más
humilde esclava, y mi única esperanza es que algún día también sea tu favorita.
Tan sincera era su voz y tan dulce el tono con que hacía sus promesas que, a pesar de
la experiencia que tenía de sus traiciones y crueldades, y pese a la frialdad asesina de
algunas de sus palabras, el Ratonero se sintió realmente tentado. Miró a la muchacha —
su expresión era la de un jugador que apuesta fuerte— y en aquel instante Hisvin atacó.
El Ratonero desvió la daga y retrocedió dos pasos, maldiciéndose por aquel lapsus de
atención. Hisvin siguió arremetiendo contra él desesperadamente, y sólo desistió cuando
la punta del Escalpelo le pinchó la garganta, hinchada de maldiciones.
—¡Mantén tu promesa y muestra tu valor! —gritó Hisvet al Ratonero—. ¡Mátale!
Hisvin empezó a dirigir también a ella sus maldiciones ininteligibles.
El Ratonero nunca supo con certeza qué habría hecho a continuación, pues las
cortinas azules más cercanas se abrieron para dejar paso a Skwee y Hreest, ambas de
tamaño humano, enmascaradas y con los estoques desenvainados, ambas con porte
señorial y expresión autoritaria, el blanco y el negro de la aristocracia de las ratas.
Sin decir palabra, Skwee avanzó un paso y apuntó con su espada al Ratonero. Hreest
le imitó con tal celeridad que parecía un doble perfecto. Las dos ratas uniformadas de
verde y armadas con espadas, que estaban detrás de ellas, se apostaron a los lados. Por
detrás de estas ratas, las tres armadas con picas, también de tamaño humano, como las
restantes, se situaron aún más lejos en el flanco, dos hacia el extremo de la habitación y
una hacia el diván dorado, junto al cual ahora Hisvet estaba de pie cerca de Frix.
Llevándose una mano a la garganta, Hisvin se sobrepuso al asombro y, señalando a su
hija, gruñó imperiosamente:
—¡Mátala también!
La rata aislada armada con una pica reaccionó obedientemente, alzando su arma y
echando a correr. Cuando la gran hoja ondulante pasó cerca de ella, Frix se abalanzó y
aferró el asta. La hoja pasó casi rozando a Hisvet, y Frix cayó. De un tirón, la rata se hizo
con su arma y la alzó para ensartar a Frix en el suelo.
—¡Detente! —gritó Skwee—. No matéis a nadie todavía, excepto al hombre de gris.
¡Vamos, avanzad todos!
La rata armada con pica giró obedientemente y volvió a alzar su arma contra el
Ratonero.
Frix se levantó y, musitando al oído de Hisvet: «Ya son tres veces, mi querida ama», se
volvió para contemplar el resto del drama.
El Ratonero pensó en lanzarse al agua desde el porche, pero en vez de hacer eso
corrió hacia el extremo de la habitación. Tal vez fue un error. Las dos ratas armadas con
picas estaban en la puerta más distante, hacia la que él se dirigía, mientras que las ratas
provistas de espadas que le pisaban los talones no le dieron tiempo para hacer una finta
alrededor de las picas, matar a las ratas que las sujetaban y pasar alrededor de ellas.
Esquivó a sus perseguidoras tras una pesada mesa y, volviéndose bruscamente,
consiguió herir en el muslo a una rata con uniforme gris, que había corrido un poco por
delante de las demás. Pero aquella rata le eludió y el Ratonero se vio enfrentado a cuatro
estoques y dos picas..., y muy probablemente a la muerte, tuvo que admitir al observar la
seguridad con que Skwee dirigía y controlaba el ataque.
Así pues, tajo, salto, revés, estocada, quite, patada a la mesa..., tenía que atacar a
Skwee..., estocada, quite, estocada de contragolpe, retirada..., pero Skwee lo había
previsto, de modo que..., tajo, salto, estocada y salto, salto de nuevo, golpe contra la
pared, estocada..., ¡lo que iba a hacer, fuera lo que fuese, tenía que hacerlo muy pronto!
Una cabeza de rata, seccionada del cuerpo, rodó a lo largo de su campo de visión, y
oyó un grito animoso, familiar.
Fafhrd acababa de entrar en la sala, decapitando desde atrás a la tercera rata con pica,
la cual había actuado como una especie de reserva, y acosaba a las demás.
A una rápida señal de Skwee, las dos ratas más pequeñas, armadas con espadas, y
las dos que quedaban armadas con picas se volvieron. Estas últimas movieron con
lentitud sus largas dagas. Fafhrd cortó la hoja de una pica y a continuación la cabeza de
su propietaria, paró la segunda pica y atravesó la garganta de la rata que la sujetaba, para
enfrentarse seguidamente al ataque de las dos ratas menores, mientras Skwee y Hreest
redoblaban su ataque contra el Ratonero. Su pelaje erizado, sus incisivos descubiertos,
sus peludos hocicos largos y planos, sus ojos enormes azules y negros eran casi tan
intimidadores como la rapidez con que manejaban la espada, mientras que Fafhrd
descubrió idéntica amenaza en el par al que se enfrentaba.
Cuando Fafhrd hizo su entrada, Glipkerio dijo en voz muy baja: «No, no puedo
soportarlo más», salió corriendo al porche y subió por la escalera de plata hasta llegar a la
portezuela del vehículo gris en forma de huso. Su peso lo desequilibró, de modo que se
inclinó lentamente en el tobogán de cobre.
En un tono algo más alto, exclamó:
—¡Adiós, mundo, adiós, Nehwon! Voy en busca de un universo más feliz. —
Lamentarás mi marcha, Lankhmar! ¡Llora, oh, ciudad que miste mía!
El vehículo gris se deslizó por el tobogán cada vez más veloz. Glipkerio se introdujo en
la cabina y cerró herméticamente la escotilla. Con un breve y sombrío chapoteo, el
vehículo desapareció bajo las oscuras aguas.
Tan sólo Elakeria y Frix, cuyos ojos y oídos no se perdían nada, fueron testigos de la
marcha de Glipkerio y oyeron su discurso de despedida.
Con un súbito esfuerzo concertado, Skwee y Hreest empujaron la mesa hacia el
Ratonero, para inmovilizarle contra la pared. Justo a tiempo, el espadachín saltó sobre la
mesa, esquivó la estocada de Skwee, paró la de Hreest y, con una afortunada estocada
de contragolpe, clavó la punta de Escalpelo en el ojo derecho de Hreest, alcanzándole el
cerebro, y extrajo el acero con el tiempo justo para evitar la siguiente estocada de Skwee.
Skwee retrocedió dos pasos. Gracias a la visión casi panorámica de sus ojos azules
ampliamente espaciados, observó que Fafhrd estaba acabando con la segunda de sus
dos ratas espadachinas, desbaratando por medio de su fuerza los quites de las espadas
más ligeras, sin que sufriera más que ligeros rasguños y leves pinchazos.
Skwee dio media vuelta y echó a correr. El Ratonero saltó de la mesa en su
persecución. En el centro de la estancia algo caía desde el techo, en pliegues azules.
Hisvet, en medio de la pared, había cortado con su daga los cordones que sujetaban las
cortinas que podían dividir la habitación en dos partes. Skwee corrió agazapada bajo la
tela, pero el Ratonero estuvo a punto de tropezar y retrocedió en seguida mientras el
estoque de Skwee atravesaba el pesado tejido, a pocas pulgadas de su garganta.
Instantes después, el Ratonero y Fafhrd localizaron la abertura central en los cortinajes
y la abrieron con las puntas de sus espadas, ojo avizor por si otro estoque salía
súbitamente de la tela o les lanzaban una daga.
Entonces vieron a Hisvin, Hisvet y Skwee de pie ante el diván de audiencias, en actitud
de desafío, pero con su tamaño reducido, como el de unos niños..., si tal cosa puede
decirse de una rata. El Ratonero avanzó hacia ellos, pero antes de que hubiera recorrido
la mitad de la distancia, se habían vuelto pequeños como ratas y rápidamente se
introdujeron en una trampilla del tamaño de una loseta. Skwee, que entró en último lugar,
se volvió para chillar airadamente una vez más al Ratonero, agitar de nuevo su estoque,
que ahora parecía de juguete, antes de cerrar la loseta sobre su cabeza.
El Ratonero soltó una maldición y luego se echó a reír. Fafhrd le coreó, pero miraba
cautamente a Frix, quien no se había reducido de tamaño y estaba en pie detrás del
diván. Tampoco perdía de vista a Elakeria, sentada en el diván y mirando asustada, por
debajo del cobertor, al tiempo que exhibía, inadvertidamente o no, una pierna esbelta.
Todavía riendo a mandíbula abierta, el Ratonero avanzó tambaleándose hacia Fafhrd,
le rodeó los hombros con el brazo y, golpeándole juguetonamente en el pecho, le
preguntó:
—¿Por qué has tenido que presentarte, mi zafio amigo? Estaba a punto de morir
heroicamente, o quizá de matar en múltiple combate a las siete ratas más grandes de
Lankhmar Subterráneo. ¡Me has robado el papel!
. Con los ojos todavía fijos en Frix, Fafhrd restregó afectuosamente con el puño el
mentón del Ratonero, y luego le dio un codazo lo bastante fuerte para dejarle casi sin
respiración y detener su risa.
—Tres de esas ratas eran simples lanceros —comentó, y entonces se quejó
ásperamente—: Galopo durante dos noches y un día... rodeando la mitad del Mar
Interior... para salvar tu pellejo encogido, ¡y lo consigo! Sólo para que me digas que soy
un actor.
El Ratonero, jadeando y sin abandonar por completo la risa, replicó:
—¡No sabes hasta qué punto me encogí! Dices que has rodeado la mitad del Mar
Interior... ¡y, sin embargo, has entrado en el instante oportuno! ¡Vamos, eres el más
grande de todos los actores! —Se arrodilló ante la loseta que había servido como
trampilla y dijo con una mezcla de filosofía, humor e histeria—: Entretanto, yo debo
perder, supongo que para siempre, al amor más grande de mi vida. —Golpeó la loseta,
que parecía muy sólida, y bajando la cabeza llamó suavemente—: ¡Yuju! ¡Hisvet!
Fafhrd le hizo incorporarse.
Frix levantó una mano. El Ratonero la miró, pero Fafhrd no había dejado de vigilarla ni
un solo instante.
—¡Toma, hombrecillo, cógelo! —le dijo sonriente al Ratonero, al tiempo que le arrojaba
un frasquito negro. Él lo cogió y se quedó mirándolo aturdido—. Úsalo si vuelves a ser tan
necio que deseas ver de nuevo a mi antigua ama. Ya no lo necesito. Me he librado de mi
esclavitud en este mundo. Le he prestado sus tres servicios a la diabólica damisela. ¡Soy
libre!
Mientras decía la última palabra, sus ojos se encendieron como lámparas. Echó atrás
su capucha negra y aspiró hondo, tanto que casi pareció levitar. Sus ojos estaban fijos en
el infinito. Su cabello oscuro se alzó sobre su cabeza. Unos minúsculos relámpagos
crepitaron en su cabellera, que formó un nimbo, y se derramó como un manto azul por su
cuerpo, encima y a través de su vestido de seda negra.
Se volvió y corrió rápidamente hacia el porche. Fafhrd y el Ratonero fueron tras ella. El
halo azul que envolvía a la muchacha se hizo más intenso.
—¡Libre! ¡Libre! —gritó—. ¡Libre! ¡Regreso a Arilia! Vuelvo al Mundo del Aire.
Y tras decir esto se lanzó por el borde.
No pareció sumergirse en el agua, sino que voló rozando las crestas de las olas como
un pequeño cometa azulado, y luego ascendió, cada vez más alto, se convirtió en una
tenue estrella azul y desapareció.
—¿Dónde está Arilia? —preguntó el Ratonero.
—Creía que éste era el Mundo del Aire —musitó Fafhrd.
17
Tras sufrir enormes pérdidas, en todo Lankhmar las ratas regresaron a sus
madrigueras y atrancaron las puertas de aquellas que las tenían. Esto sucedió también en
las habitaciones con los charcos rosados en el tercer piso de la casa de Hisvin, adonde
los Felinos Bélicos empujaron a las últimas ratas que habían obtenido su tamaño humano
bebiendo el contenido de los frascos blancos y a expensas de la carne de los mingoles de
Hisvin. Ahora engulleron el líquido de los frascos negros aún más ávidamente, a fin de
emprender la huida por sus túneles.
Las ratas también sufrieron una derrota total en los cuarteles meridionales, devastados
por los Felinos Bélicos tras destrozar sus puertas con una fuerza sobrenatural.
Una vez cumplida su misión, los Felinos Bélicos volvieron a reunirse en el lugar donde
Fafhrd les había invocado, y allí se desvanecieron tal como anteriormente se habían
materializado. Seguían siendo trece, aunque habían perdido a uno de los suyos, pues la
gatita negra se desvaneció con ellos, comportándose como un miembro aprendiz de su
gremio. En lo sucesivo, la mayoría de los lankhmarianos creyeron que los Felinos Bélicos
y los esqueletos blancos habían sido invocados por los dioses de Lankhmar, cuya
reputación de horrorosos poderes y temibles actividades se incrementó de ese modo, a
pesar de ciertos recuerdos culpables de su derrota temporal por parte de las ratas. En
grupos de dos, tres y seis, las gentes de Lankhmar emergieron de los lugares donde se
habían ocultado, supieron que la plaga de las ratas había terminado y lloraron, rezaron y
se regocijaron. Hicieron salir de su retiro en los bajos fondos al gentil Radomix
Kistomerces-Null y, en compañía de sus diecisiete gatos, le transportaron triunfalmente al
Palacio del Arco Iris.
La nave de Glipkerio, cuyas paredes de metal blando cedían bajo el peso del agua,
hasta el punto de que se había convertido en una segunda piel de plomo amoldada a su
forma, un ataúd hermoso de veras, siguió hundiéndose en las profundidades marinas de
Lankhmar, pero ¿quién podría decir si era para llegar a un fondo sólido o sólo un lugar de
equilibrio entre las burbujas de los mundos en las aguas del infinito?
El Ratonero Gris recuperó a Garra de Gato, que Hreest llevaba al cinto, un tanto
sorprendido de que todos los cadáveres de ratas conservaran su tamaño humano. Se dijo
que probablemente la muerte inmovilizaba todas las magias.
Fafhrd observó con repugnancia los tres charcos de viscoso líquido rosado ante el
diván dorado de audiencias, y buscó algo para cubrirlos. Elakeria se arrebujó
púdicamente en su cobertor. El norteño arrastró desde un rincón una colorida alfombra
que valía el rescate de un duque, y la echó sobre los charcos.
Se oyó ruido de cascos sobre las losetas. En la alta y ancha arcada de la que habían
sido arrancadas las cortinas apareció Kreeshkra, todavía a lomo de caballo y tirando de
las otras dos monturas sin jinete. Fafhrd cogió a la muchacha esquelética por la cintura, la
bajó de la silla y la abrazó cariñosamente, lo cual sorprendió bastante al Ratonero y
Elakeria, pero en seguida le dijo:
—Amor mío, será mejor que vuelvas a ponerte el manto y la capucha. Tus huesos
mondos son para mí el summum de la belleza, pero hay aquí otras personas a las que
pueden turbar.
—Ya estás avergonzado de mí, ¿verdad? ¡Oh, puritana gente de barro con mente
sucia!
Kreeshkra pronunció estas palabras acompañándolas con una risa áspera, pero de
todos modos obedeció, mientras los arco iris en las órbitas de sus ojos centelleaban.
Las otras personas a las que se había referido Fafhrd eran los consejeros, soldados y
varios parientes del anterior Señor Supremo, entre ellos el gentil Radomix Kistomerces-
Null y sus diecisiete gatos, cada uno de ellos transportado y mimado por algún noble,
confiando en ganarse el favor del más probable candidato a Señor Supremo de
Lankhmar.
Entre todos los recién llegados había algunos sorprendentes, como la yegua mingola
de Fafhrd, que había partido con los dientes la cuerda que la sujetaba. Se detuvo al lado
de Fafhrd y le miró con los ojos inyectados en sangre, como si dijera: «No es fácil librarse
de mí. ¿Por qué me has escatimado una batalla?».
Kreeshkra acarició el morro de la bestia, y observó a Fafhrd:
—Con toda evidencia, eres un hombre que despierta una profunda lealtad en los
demás. Confío en que tú mismo tengas la misma cualidad.
—Jamás dudes de mí, querida —respondió Fafhrd sinceramente.
Entre los recién llegados también estaba Reetha, quien parecía tan feliz como un gato
que ha lamido leche, o una pantera un líquido más vital, y desnuda con excepción de tres
anchas lazadas de cuero alrededor de su cintura. Echó los brazos al cuello del Ratonero.
—¡Vuelves a ser grande! —exclamó regocijada—. ¡Y los has vencido a todos!
El Ratonero aceptó el abrazo, aunque su rostro expresaba insatisfacción.
—¡Buena ayuda me has prestado! —dijo en tono áspero—. ¡Tú y tu ejército desnudo,
abandonándome cuando más apurado estaba. Supongo que habéis acabado con
Samanda.
—¡Naturalmente! —Reetha sonrió como una tigresa saciada—. ¡Cómo chisporroteó!
Mira, muñeco, me he rodeado la cintura tres veces con su cinturón de autoridad. Oh, sí, la
acorralamos en la cocina y la derribamos al suelo. Cada uno de nosotros cogió una aguja
de su pelo, y entonces...
—Ahórrame los detalles, cariño —le interrumpió el Ratonero—. Esta noche he sido rata
durante nueve horas, con todas las repugnantes sensaciones de una rata, y eso ha sido
más que suficiente. Ven conmigo, amor; hay algo que debemos hacer antes de que se
reúna aquí demasiada gente.
Poco después, cuando regresaron, el Ratonero llevaba una caja envuelta en su manto,
mientras que Reetha llevaba una túnica violeta, alrededor de la cual seguía, en tres
lazadas, el cinturón de Samanda. La multitud había aumentado, en efecto. Radomix
Kistomerces ya había sido investido de manera informal con el cargo de Señor Supremo
de Lankhmar, y estaba sentado, un tanto divertido, en el diván de audiencias en forma de
concha marina dorada, junto con sus diecisiete gatos, y también la sonriente Elakeria, que
se había envuelto con el cobertor, como un sari que realzaba su figura de sílfide.
El Ratonero hizo un aparte con Fafhrd.
—Vaya, veo que has conseguido una chica estupenda —observó sobre Kreeshkra, de
un modo poco adecuado.
—Sí que lo es, ¿verdad? —convino Fafhrd, imperturbable.
—Deberías haber visto la mía —se jactó el Ratonero—. No me refiero a Reetha, sino a
la rara, la que tenía.
—Procura que Kreeshkra no oiga esa palabra —le advirtió Fafhrd en voz baja.
—Bueno, en cualquier caso —siguió diciendo el Ratonero en tono de conspiración—
sólo tengo que tomar el contenido de este frasco negro y...
—Yo me ocuparé de eso —dijo Reetha bruscamente a su espalda, al tiempo que le
arrebataba el frasco.
Se quedó un momento mirándolo y luego lo arrojó expertamente al Mar Interior a través
de una ventana.
La mirada furibunda del Ratonero no tardó en ceder el paso a una sonrisa
congraciadora.
Agitando su túnica negra para refrescarse, Kreeshkra se acercó a Fafhrd por detrás.
Entretanto, alrededor del diván dorado se espesaba la muchedumbre de cortesanos,
nobles, consejeros y funcionarios. Nuevos títulos se otorgaban por docenas a los primeros
que llegaban. Se promulgaban sentencias de destierro perpetuo contra Hisvin y todos los
demás ausentes, tanto si eran culpables como si no. Llegaban informes alentadores de la
ciudad: los incendios se sofocaban con éxito y las ratas habían desaparecido por
completo de las calles. Se trazaban planes para la completa extirpación de toda la
metrópoli de roedores, el Lankhmar Subterráneo, planes sutiles y complejos que al
Ratonero no le parecían totalmente prácticos. Empezaba a estar claro que, bajo el mando
del bonachón Radomix Kistomerces, Lankhmar estaría dirigida más que nunca por la
fantasía absurda y la codicia desvergonzada. En momentos así, era fácil comprender por
qué los dioses de Lankhmar estaban tan exasperados con su ciudad.
El Ratonero y Fafhrd recibieron diversos y cálidos agradecimientos, aunque la mayoría
de los recién llegados no parecían tener claro el papel que habían jugado los dos héroes
en la derrota de las ratas, a pesar de que Elakeria contaba una vez tras otra la batalla final
y la desaparición de Glipkerio bajo las aguas. Era evidente que pronto se confabularían
contra el Ratonero y Fafhrd, convencerían al simplón de Kistomerces y sus brillantes
papeles heroicos se irían oscureciendo imperceptiblemente hasta convertirse en negras
villanías.
Al mismo tiempo, resultó evidente que a la nueva corte le molestaba la presencia de los
cuatro temibles caballos de combate, tres pertenecientes a los Espectros y uno mingol, y
que asimismo la presencia de un esqueleto animado les turbaba cada vez más, pues
Kreeshkra seguía sin ocultarse completamente bajo la túnica y la capucha. Fafhrd y el
Ratonero intercambiaron una mirada, luego miraron a Kreeshkra y Reetha y comprobaron
que los cuatro estaban de acuerdo. El norteño montó la yegua mingola, el Ratonero y
Reetha las dos monturas de los Espectros que habían quedado sin jinete, y los cuatro
salieron del Palacio del Arco Iris tan silenciosamente como es posible cuando unos
cascos golpean un suelo de losetas.
Desde entonces empezó a formarse en Lankhmar una nueva leyenda del Ratonero
Gris y Fafhrd: un hombrecillo pequeño como una rata y un gigante alto como un
campanario habían salvado a Lankhmar de las ratas, pero al precio de ser invocados y
escoltados al Más Allá por la Muerte en persona. Los lankhmarianos consideraban a la
Muerte como un ser masculino, y recordaban el esqueleto de Kreeshkra como el de un
hombre, cosa que sin duda habría exasperado enormemente a la muchacha.
Sin embargo, cuando a la mañana siguiente los cuatro cabalgaban bajo las pálidas
estrellas, hacia el este, a lo largo del serpenteante camino que cruzaba la Gran Marisma
Salada, todos estaban alegres, cada uno a su manera. Se habían procurado tres asnos,
que cargaron con el cofre de joyas que el Ratonero sustrajo del dormitorio de Glipkerio y
con alimentos y bebidas para un largo viaje, aunque aún no habían convenido adonde les
llevaría aquel viaje. Fafhrd quería ir a su querido Yermo Frío, haciendo una larga parada
durante el camino, en la ciudad de los Espectros. El Ratonero, por su parte, se
entusiasmaba con la idea de ir a las Tierras Orientales, y le explicaba furtivamente a
Reetha que era un lugar ideal para tomar el sol desnudo.
Reetha se mostró de acuerdo, y se quitó su túnica violeta para sentirse más cómoda.
—Las ropas producen picores —comentó—. Apenas puedo soportarlas. Me gustaría
cabalgar desnuda. Claro que el pelo pica más todavía, y noto que el mío está creciendo.
Tendrás que depilarme a diario, querido —añadió.
El le dijo que aceptaba esa tarea, pero mostró su desacuerdo en el otro extremo.
—No puedo complacerte por completo, cariño. Además de protegerte contra las zarzas
y el polvo, las ropas te dan una cierta dignidad.
—Creo que hay mucha más dignidad en el cuerpo desnudo —replicó Reetha
agriamente.
—Bah, chiquilla —terció Kreeshkra—. ¿Qué puede compararse con la dignidad de los
huesos desnudos? —Pero mirando la barba rojiza de Fafhrd y el vello rizado de su pecho,
añadió—. No obstante, hay que convenir en que el pelo tampoco está tan mal.
FIN

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