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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 26 de junio de 2013

ESPADAS CONTRA LA MAGIA

ESPADAS
CONTRA LA
MAGIA
Fafhrd y el Ratonero Gris/4
Fritz Leiber




1 - En la tienda de la bruja
La bruja se inclinó sobre el brasero, cuyo humo gris se entrelazaba en su ascensión
con las hebras de la enmarañada cabellera negra. La luz de las brasas reveló el rostro
moreno, de facciones irregulares y sucio como las raíces de un manzano negro recién
arrancado. Medio siglo de calor y humo de brasero lo habían curtido, y era tan negro,
arrugado y correoso como el tocino mingol.
A través de las anchas fosas nasales y la boca entreabierta, con la mandíbula caída, en
la que se veían unos pocos dientes parduscos, como viejos tocones de árboles que
vallaban irregularmente el campo grisáceo de su lengua, la vieja inhalaba gargarizando y
expelía con un borboteo aquella humareda.
El humo que escapaba a sus pulmones ávidos se dirigía tortuosamente al combado
techo de la tienda, que descansaba en siete nervaduras curvadas hacia abajo desde el
poste central, y depositaba sobre el viejo cuero sin curtir su pequeña limosna de resina y
hollín. Dicen que el cuero de esas tiendas, si se hierve tras décadas, o mejor aún, siglos
de uso, produce un líquido nauseabundo que proporciona a quien lo toma extrañas y
peligrosas visiones.
Desde el lugar donde se levantaba la tienda irradiaban los oscuros y retorcidos
callejones de Illik-Ving, una ciudad que había crecido demasiado y era ruda y ruidosa, la
octava y más pequeña metrópolis de la Tierra de las Ocho Ciudades.
Soplaba un viento helado, y en el cielo brillaban las extrañas estrellas del mundo de
Nehwon, que es tan parecido y tan distinto al nuestro.
Dentro de la tienda, dos hombres con atuendo bárbaro contemplaban a la vieja
encorvada sobre el brasero. El más corpulento, rubio con destellos rojizos, miraba
atentamente y con expresión sombría. El de menor estatura, totalmente vestido de gris,
entrecerró los ojos, ahogó un bostezo y frunció la nariz.
—No sé qué apesta más, si ella o el brasero —murmuró—. O quizá es toda la tienda, o
esta inmundicia sobre la que nos sentamos. O a lo mejor vive con una mofeta. Mira,
Fafhrd, si era preciso consultar a alguien con dotes mágicas, deberíamos haber buscado
a Sheelba o Ningauble antes de haber zarpado de Lankhmar para cruzar hacia el norte el
mar Interior.
—No estaban disponibles —respondió el hombre robusto en un susurro entrecortado—.
Chitón, Ratonero Gris, creo que está entrando en trance.
—Querrás decir que se está durmiendo —replicó jocosamente su compañero.
La respiración gargarizante de la bruja empezó a parecer un estertor agónico. Movió
ligeramente los párpados, mostrando dos líneas blancas. El viento agitó las oscuras
paredes de la tienda..., o tal vez lo hacían invisibles presencias que se revolvían en la
penumbra.
El hombrecillo no estaba impresionado.
—No veo por qué tenemos que consultar con nadie —comentó—. No vamos a
abandonar Nehwon, como hicimos en nuestra última aventura. Tenemos los papeles...,
quiero decir el trozo de pergamino... y sabemos adónde vamos, o al menos tú afirmas
saberlo.
—¡Chitón! —repitió el hombre corpulento. Y añadió en tono áspero—: Antes de que
uno se embarque en cualquier empresa importante, es costumbre consultar con un mago
o una bruja.
El hombrecillo, ahora también susurrante, replicó:
—En ese caso, ¿por qué no hemos consultado con alguien civilizado? Cualquier
miembro del Gremio de Brujos de Lankhmar con buena reputación, quien, por lo menos,
habría tenido a su lado una o dos muchachas desnudas con las que solazar los ojos
cuando empezaran a lagrimear por fijarlos tanto en los enmarañados jeroglíficos y
horóscopos.
—Una buena bruja vulgar es más honesta que esos pícaros de la ciudad disfrazados
con una túnica llena de estrellas y un cono negro en la cabeza —arguyó el hombretón—.
Además, ésta se halla más cerca de nuestro helado objetivo y sus influencias. ¡Tú y tu
gusto por los lujos urbanos! ¡Convertirías la sala de un brujo en un burdel!
—¿Por qué? —respondió el hombrecillo—. ¡Dos clases de hechizos a la vez! —
Entonces, señalando a la vieja con un dedo, añadió—: ¿Vulgar, dices? Sería más exacto
decir asquerosa.
—Calla, Ratonero, o interrumpirás su trance.
—¿Trance?
El hombrecillo miró de nuevo a la bruja, la cual había cerrado la boca y respiraba con
dificultad sólo por la nariz, cuya punta sucia de hollín trataba de reunirse con el mentón
sobresaliente. Se oían unos aullidos muy tenues, como de lobos remotos, o de fantasmas
cercanos, o quizá no era más que una nota curiosa del jadeo de la bruja.
El hombrecillo hizo un mohín despectivo y meneó la cabeza. Le temblaban un poco las
manos, pero lo disimulaba.
—Lo único que le ocurre es que está narcotizada —comentó juiciosamente—. Le has
dado demasiada goma de adormidera.
—Pero ése es el propósito del trance —protestó el hombretón—. Narcotizar al espíritu
para que ascienda a las montañas místicas y desde sus cumbres pueda ver las tierras del
pasado y él futuro, y quizá el otro mundo.
—Ojalá las montañas que nos esperan fuesen simplemente místicas —musitó el
hombrecillo—. Mira, Fafhrd, estoy dispuesto a permanecer aquí en cuclillas toda la noche,
o el tiempo que haga falta delante de esta vieja apestosa, para satisfacer tu antojo. Pero
¿no se te ha ocurrido pensar que dentro de esta tienda corremos peligro? Y no me refiero
tan sólo a los espíritus. Hay otros pillos aparte de nosotros en Illik-Ving, algunos quizá
empeñados en la misma empresa que nosotros, y a quienes les encantaría destruirnos. Y
aquí, tras estas paredes de cuero, somos ciervos silueteados contra el horizonte..., unos
blancos perfectos.
En aquel instante el viento volvió a manosear la tienda, y se le añadió un garrapateo
que podría ser de puntas de ramas agitadas por el viento o de largas uñas de muertos
rascando el cuero. También se oían débiles gruñidos y aullidos, acompañados de pisadas
sigilosas. Los dos hombres pensaron en la última advertencia del Ratonero, ambos
miraron hacia la entrada oscura de la tienda y aflojaron las espadas en sus vainas.
La ruidosa respiración de la bruja se detuvo, y con ella los demás sonidos. Abrió los
ojos, mostrando sólo los blancos, unos óvalos lechosos que resaltaban espectrales en el
rostro oscuro y rugoso y la maraña del pelo. La punta gris de la lengua recorrió los labios
como un gusano enorme.
El Ratonero iba a seguir hablando, pero Fafhrd le conminó a callar tocándole con su
manaza.
En voz baja, pero muy clara, casi la voz de una muchacha, la bruja entonó:
Por razones brujeriles de sentido profundo
viajaréis hacia el borde helado del mundo...
«De sentido profundo —pensó el Ratonero—, una manera de no decir nada propio de
las brujas. Está claro que no sabe nada de nosotros, salvo que nos dirigimos al norte,
cosa que puede haberle dicho cualquier indiscreto.»
El norte, siempre el norte, será vuestro destino,
sin que os arredre el hielo y la nieve del camino.
«Y dale con lo mismo —comentó el Ratonero para sus adentros—. ¿Por qué ha de
recordarnos eso, incluso la nieve? ¡Brrr!»
Y muchos rivales, cegados por la envidia,
os seguirán, dispuestos a quitaros la vida...
«Ajá, el inevitable sobresalto, sin el que no está completa ninguna adivinanza.»
Pero tras el fuego limpiador del peligro,
vuestro deseo por fin veréis cumplido...
«¡Y ahora el final feliz! Dioses, hasta la prostituta de Ilthmar más torpe en interpretar la
palma podría...»
Y entonces encontraréis...
Algo de color gris plateado pasó volando ante los ojos del Ratonero, tan cerca que no
pudo distinguir su forma con claridad. Al instante se agachó y desenvainó a Escalpelo.
La hoja de la lanza, afilada como una navaja, que había penetrado a través de la pared
de la tienda como si fuese de papel, se detuvo a pocos centímetros de la cabeza de
Fafhrd y retrocedió.
La punta de una jabalina penetró rasgando el cuero de la tienda. El Ratonero la desvió
con su espada.
Fuera de la tienda se alzó entonces una algarabía. Unos gritaban: «¡Muerte a los
extranjeros!». Otros: «¡Salid, perros, que os vamos a matar!».
El Ratonero miró la entrada, cubierta por un pellejo. Fafhrd, casi tan rápido en
reaccionar como el Ratonero, pensó en una solución un tanto irregular para su difícil
problema táctico, la de hombres sitiados en una fortaleza cuyos muros ni les protegen ni
les permiten ver lo que hay en el exterior. Se abalanzó contra el poste central de la tienda
y, con un tirón formidable, lo arrancó del suelo.
La bruja, que reaccionó también con buen sentido, se tendió en el suelo.
—¡Levantamos el campamento! —gritó Fafhrd —. ¡Ratonero, defiende nuestro frente y
guíame!
Dicho esto, corrió hacia la entrada, llevando toda la tienda consigo. Se oyó una rápida
serie de pequeñas explosiones, a medida que se rompían las viejas correas que unían las
paredes de cuero a unas estacas. El brasero volcó, esparciendo las brasas. Pasaron por
el lado de la bruja. El Ratonero, que corría delante de Fafhrd, abrió el pellejo de la
entrada. En seguida tuvo que hacer uso de Escalpelo, para detener una estocada que
surgió de la oscuridad, pero con la otra mano mantuvo la entrada abierta.
El otro espadachín había caído al suelo, quizá un tanto alarmado al ver que le atacaba
la tienda. El Ratonero pasó por encima de él, y creyó oír el ruido de las costillas al
romperse cuando Fafhrd hizo lo mismo, amable detalle, aunque brutal.
—¡Gira a la izquierda, Fafhrd! ¡Ahora un poco a la derecha! A nuestra izquierda
desemboca un callejón. Prepárate para girar en cuanto te lo diga. ¡Ahora!
Cogiendo los bordes de cuero de la entrada, el Ratonero ayudó a orientar la tienda bajo
la que Fafhrd giraba sobre sus talones.
Detrás de ellos se oían gritos de furor y sorpresa, así como un chillido que parecía la
voz de la bruja, enfurecida por el robo de su hogar.
El callejón era tan estrecho que los lados de la tienda rozaban edificios y vallas. En
cuanto Fafhrd notó un lugar blando en el sucio suelo, clavó en él el poste y ambos
hombres salieron de la tienda, dejando que ésta bloqueara el callejón.
Los gritos a sus espaldas se intensificaron cuando sus perseguidores entraron en el
callejón, pero Fafhrd y el Ratonero no aceleraron su huida, pues era evidente que sus
atacantes perderían un tiempo considerable tanteando y asaltando la tienda vacía.
Corriendo, pero no tanto como para fatigarse, avanzaron por las afueras de la ciudad
dormida, hacia el lugar bien oculto donde habían acampado, aspirando el aire frío y
vigorizante que rodeaba las montañas Trollstep, una escarpada cadena que separaba la
Tierra de las Ocho Ciudades de la amplia llanura conocida como el Yermo Frío.
—Es una lástima que interrumpieran a la vieja cuando estaba a punto de decirnos algo
importante —observó Fafhrd.
—Ya había cantado su canción —respondió el Ratonero con ¡in bufido de enojo—, y la
suma de todo lo que dijo era igual a cero.
—¿Quiénes serían esos matones y cuáles sus motivos? —preguntó Fafhrd—. Me ha
parecido reconocer la voz de ese bebedor de cerveza, Gnarfi, que siente aversión por la
carne de oso.
—Unos canallas que se han comportado tan estúpidamente como nosotros —replicó el
Ratonero—. ¿Motivos? ¡Son como borregos! Diez imbéciles que siguen a un guía idiota.
—No sé, parece que no le gustamos a alguien —opinó Fafhrd.
—¿Y eso es alguna novedad? —respondió el Ratonero Gris.
2 - Stardock
Unas semanas después de estos acontecimientos, un atardecer, la gris armadura
nubosa del cielo se alejaba hacia el sur, aplastada y disuelta como por los golpes de un
mazo empapado de ácido. El mismo potente viento del nordeste empujaba despectivo la
hasta entonces inexpugnable muralla nubosa al este, revelando la cordillera severa y
majestuosa que iba de norte a sur y se levantaba abruptamente desde la llanura, de dos
leguas de altura, del Yermo Frío, como un dragón de cincuenta leguas de longitud cuya
espina dorsal erizada de púas sobresaliera de su helada sepultura.
Fafhrd, quien conocía bien el Yermo Frío, había nacido al pie de aquellas mismas
montañas y, en su infancia, había escalado sus cimas inferiores, iba diciendo sus
nombres al Ratonero Gris. Los dos hombres estaban de pie en el borde occidental, helado
y quebradizo, de la hondonada donde habían acampado. El sol poniente todavía brillaba a
sus espaldas e iluminaba las vertientes occidentales de los picos más altos, pero no era
un romántico resplandor rosado, sino más bien una luz clara, fría, que resaltaba los
detalles y la imponente soledad de los picos.
—Mira la primera gran elevación al norte —le dijo al Ratonero—, esa falange de lanzas
de hielo que amenazan al cielo, de rocas oscuras con destellos verdosos... Eso es el
Ripsaw. Luego, empequeñeciéndolas, un diente aislado blanco como el marfil, que no se
atrevería a escalar nadie en su sano juicio. Se llama la Muela. Sigue otro pico inescalable,
todavía más alto y cuya pared meridional es un precipicio de una milla que se curva hacia
afuera, hacia la punta de la aguja: es el Colmillo Blanco, donde murió mi padre, el canino
de las Montañas de los Gigantes.
»Ahora empecemos de nuevo con la primera cúpula nevada al sur de la cadena —
siguió diciendo el hombre alto, cubierto por un manto de piel, la cabellera y la barba
cobrizas, pero ninguna otra protección en la cabeza contra el aire gélido, cine estaba tan
quieto al nivel del suelo como las profundidades marinas bajo una tormenta—. Le llaman
el Indicio, o el Señuelo. No tiene un gran aspecto, pero muchos hombres que pernoctaron
en sus laderas murieron congelados o sepultados por sus tremendas y caprichosas
avalanchas. Sigue otra cúpula nevada mucho mayor, verdadera reina con respecto a la
princesa que es, Indicio, un hemisferio del blanco más puro, lo bastante espacioso como
para albergar la sala del consejo de todos los dioses que han existido o existirán... Es el
Gran Hanack, al que mi padre fue el primero en dominar. Nuestra ciudad de tiendas se
instaló ahí, cerca de su base. Supongo que ya no deben quedar rastros, ni siquiera un
muladar.
»Después del Gran Hanack y más cercano a nosotros, una enorme columna de cima
plana, casi un pedestal del cielo, que parece de nieve entreverada de verde, pero que en
realidad es de granito blanco como la nieve, pulido por las tormentas: es el obelisco
Polaris.
»Finalmente —continuó Fafhrd, bajando la voz y rodeando el hombro de su pequeño
compañero— deja que tu mirada se deslice por ese pico con su cabellera y su casquete
de nieve, situado entre el Obelisco y el Colmillo Blanco, cuya falda nevada oculta un poco
el primero, pero más alto que los dos, del mismo modo que éstos son más altos que el
Yermo Frío. Ahora la luna creciente se oculta tras él: es Stardock, el objetivo de nuestra
búsqueda.
—Una verruga bastante bonita, alta y esbelta en esta zona helada de la superficie de
Nehwon —concedió el Ratonero, al tiempo que movía el hombro para zafarse del abrazo
de Fafhrd—. Y ahora, amigo, dime por fin por qué nunca escalaste ese Stardock en tu
juventud para hacerte con el tesoro que hay ahí, sino que debiste esperar hasta que
encontramos una pista en aquella torre desierta, polvorienta, calurosa y llena de
escorpiones, a un cuarto de mundo de distancia... y perdiste medio año para llegar aquí.
Cuando Fafhrd le respondió, había una nota de inseguridad en su voz.
—Mi padre nunca escaló esa cumbre. ¿Cómo iba a hacerlo yo? Además, en el clan de
mi padre no había leyendas de tesoros escondidos en la cima de Stardock..., aunque sí
otras muchas leyendas sobre el mismo pico, todas las cuales prohibían la ascensión.
Consideraban a mi padre un violador de leyendas, y cuando murió en el Colmillo Blanco
se encogieron de hombros, pensando que se lo tenía bien merecido... La verdad es que
no recuerdo bien aquellos tiempos, Ratonero... Recibí demasiados golpes tremendos en
la cabeza antes de aprender a guardarme de ellos... y, además, apenas era un chiquillo
cuando el clan abandonó el Yermo Frío, aunque los ásperos muros del obelisco Polaris
fueron mi terreno de juego...
El Ratonero asintió, dubitativo. Sólo interrumpía el silencio el ruido que hacían los
caballos al comer la hierba helada de la hondonada, y luego un leve gruñido de Hrissa, el
gato polar, acurrucado entre la pequeña fogata y el montón de equipaje... Probablemente
uno de los caballos se le había acercado demasiado mientras pacía. Nada se movía en la
gran llanura helada a su alrededor... o casi nada.
El Ratonero introdujo la mano enfundada en un guante gris de piel de cordero en la
faltriquera y extrajo un pequeño fragmento oblongo de pergamino. Apenas leyó su
contenido al recitar:
Quien suba al blanco Stardock,
el Árbol de la Luna,
sorteando gusanos, gnomos y peligros ocultos,
conseguirá la llave de la riqueza:
el Corazón de la Luz, una bolsa de estrellas.
—Dicen que los dioses moraron en Stardock, donde tenían sus fraguas, y desde ahí,
entre chorros de fuego y lluvia de chispas, lanzaron las estrellas al cielo —explicó Fafhrd,
sumido en una ensoñación—. Dicen que los diamantes, los rubíes, las esmeraldas...,
todas las grandes gemas, son los pequeños modelos que usaron para hacer las
estrellas... y luego las arrojaron con indiferencia al mundo, una vez realizada su gran obra.
—Nunca me habías dicho eso —observó el mensajero, mirándole severamente.
Fafhrd parpadeó y frunció el ceño, desconcertado.
—Estoy empezando a recordar cosas de mi infancia.
El Ratonero sonrió levemente antes de volver a guardar el trozo de pergamino.
—La suposición de que una bolsa de estrellas podría ser una bolsa de piedras
preciosas, la anécdota de que el diamante más grande de Nehwon se llama el Corazón
de la Luz, unas pocas palabras en un trozo de pergamino encontrado en una torre
desierta, donde estuvo encerrado durante siglos..., indicios poco consistentes para hacer
que dos hombres crucen este atroz y monótono Yermo Frío. Dime, viejo jaco, ¿sentías
nostalgia de las míseras praderas blancas donde naciste y fingiste creer todo eso?
—Esos pequeños indicios —dijo Fafhrd, mirando ahora hacia el Colmillo Blanco—,
atrajeron a otros hombres a través de Nehwon. Sin duda existen otros fragmentos de
pergamino, aunque no sé si han sido descubiertos al mismo tiempo.
—Hemos dejado a todos esos individuos detrás, en Illik-Ving, o incluso en Lankhmar,
antes de que subiéramos a los Trollsteps —afirmó el Ratonero con una seguridad
absoluta—. Gente sin agallas, que huele el botín pero retrocede ante las penalidades para
conseguirlo.
Fafhrd hizo un ademán con la cabeza, señalando una tenue columna de humo negro
que se alzaba entre ellos y el Colmillo Blanco.
—¿Acaso son gente sin agallas Gnarfi y Kranarch, por nombrar sólo a dos de los
demás buscadores? —preguntó el Ratonero que atisbó por fin el humo.
—Quizá sean ellos —convino el Ratonero sombríamente—. Pero ¿es que no pasan
viajeros ordinarios por este yermo? Claro que no hemos visto a ninguna criatura de forma
humana salvo el mingol.
—Podría ser un campamento de los gnomos polares —dijo pensativamente Fafhrd—,
aunque no suelen salir de sus cuevas excepto en pleno verano, y éste hace un mes que
quedó atrás... —Se interrumpió y frunció el ceño—. Pero bueno, ¿cómo he sabido eso?
—¿Otro recuerdo de la infancia liberado de pronto en tu mollera? —aventuró el
Ratonero. Fafhrd se encogió de hombros, dubitativo—. Entonces digamos que se trata de
Kranarch y Gnarfi —concluyó el hombrecillo—. Son dos hermanos fuertes, desde luego.
Quizá deberíamos habernos enfrentado a ellos en Illik-Ving, o tal vez incluso ahora..., un
avance sigiloso por la noche..., un ataque repentino...
Fafhrd meneó la cabeza.
—Ahora somos escaladores, no asesinos. Un hombre ha de concentrar todas sus
energías en la escalada, si se atreve a desafiar a Stardock. —Volvió a señalar la montaña
más alta—. Será mejor que estudiemos la pared occidental mientras haya luz.
»Empecemos por abajo. Esa falda brillante que desciende desde sus caderas nevadas,
casi tan altas como el obelisco... Eso es la Catarata Blanca, donde nadie puede vivir.
Ahora volvamos a la cima. Desde el casquete de nieve ladeado cuelgan dos grandes
trenzas de nieve que producen continuas avalanchas, como si se las peinara día y noche.
Son las Trenzas. Entre ellas hay una ancha escala de roca oscura, señalada en tres
puntos por sendos salientes. El saliente más alto es el Rostro... ¿Ves los salientes más
oscuros que parecen los ojos y labios? El del medio es la Percha, y el inferior, el que está
al mismo nivel que la ancha cima del obelisco, se llama la Guarida.
—¿A qué vienen esos nombres de Percha y Guarida? —quiso saber el Ratonero.
—Nadie podría decirlo, pues nadie ha subido por la Escala —replicó Fafhrd—. En
cuanto a la ruta que vamos a seguir, es muy simple. Escalaremos el obelisco Polaris, una
montaña segura como pocas, luego pasaremos a Stardock por una garganta inclinada
cubierta de nieve (¡ésa será la parte peligrosa de nuestra ascensión!) y, por la Escala,
treparemos hasta la cima.
—¿Cómo subiremos por la Escala en los largos espacios lisos entre los salientes? —
preguntó el Ratonero con una inocencia casi infantil—. Es decir, si no tropezamos con
ningún obstáculo en la Guarida y la Escala.
Fafhrd se encogió de hombros.
—Tiene que haber alguna manera entre las rocas.
—¿Por qué no hay nieve en la Escala?
—Es demasiado empinada.
—Supongamos que subimos hasta la cima —dijo entonces el Ratonero—. ¿Cómo
vamos a pasar sobre el borde del casquete nevado de Stardock, que parece curvarse
hacia abajo con tanta elegancia?
—En algún lugar hay un agujero triangular llamado el Ojo de la Aguja —respondió
Fafhrd con indiferencia—. O eso he oído decir. Pero no temas, Ratonero, lo
encontraremos.
—Por supuesto que sí —convino el hombrecillo en un tono de certeza que casi parecía
sincero—. Lo encontraremos saltando sobre frágiles puentes de nieve y subiendo por las
fantásticas paredes verticales sin poner las manos siquiera sobre el granito. Recuérdame
que lleve un cuchillo largo para grabar nuestras iniciales en el cielo cuando celebremos el
final de nuestra pequeña excursión a las cumbres. —Su mirada se posó en algún punto
del norte y, en otro tono, añadió—: La vertiente umbría septentrional de Stardock... parece
muy empinada, desde luego, pero está libre de nieve hasta la misma cima. ¿Por qué no
seguimos esa ruta? Todo es roca y, como tú dices, tiene que haber alguna manera para
escalar.
Fafhrd se rió de esta sugerencia.
—¿No ves esa especie de gallardete largo y blanco que ondea hacia el sur de la cima?
Y otro más pequeño debajo... ¿Lo ves bien? ¡Ese segundo sale del Ojo de la Aguja! Pues
bien, esos gallardetes en lo alto de Stardock se llaman Gran Flámula y Pequeña Flámula,
y consisten en nieve en polvo que arranca de Stardock el viento del noreste, el cual sopla
por lo menos seis de cada ocho días y jamás es predecible. Ese viento arrancaría al
escalador más fornido de la pared norte con tanta facilidad como tú puedes arrancar de su
tallo, con un soplido, los pétalos de un diente de león. Pero la masa de Stardock protege a
la Escala del viento.
—¿Es que el viento nunca gira para atacar la Escala? —preguntó el Ratonero.
—Sólo en ocasiones.
—Magnífico —dijo el Ratonero con una sinceridad arrolladora, y habría regresado al
lado del fuego si algo no hubiera llamado su atención en aquel momento..
La oscuridad empezó a cubrir rápidamente las montañas de los Gigantes, mientras el
sol se hundía definitivamente en el oeste, y el hombrecillo vestido de gris se quedó para
contemplar el magnífico espectáculo.
Era como si extendieran una manta negra, que ocultó primero la falda brillante de la
Catarata Blanca, luego la Guarida, en la Escala, y finalmente la Percha. Todos los demás
picos habían desaparecido, incluso las puntas brillantes de la Muela y el Colmillo Blanco,
así como el techo blancoverdoso del obelisco Polaris. Ahora sólo quedaba la nieve del
casquete de Stardock, y bajo ésta el Rostro entre las Trenzas plateadas. Por un instante
brillaron los salientes llamados los Ojos, o parecieron brillar. Luego oscureció por
completo.
No obstante, había en el ambiente un pálido resplandor crepuscular. A su alrededor, el
Yermo Frío parecía extenderse sin fin al norte, al oeste y al sur.
Y en aquel silencio, algo se deslizaba como un susurro a través del aire quieto, con el
leve sonido de una vela bajo una brisa moderada. Fafhrd y el Ratonero miraron en
derredor, alarmados, pero no vieron nada. Más allá de la pequeña fogata, Hrissa, el gato
polar, se incorporó de un salto, pero seguía sin haber nada. Entonces el sonido, fuera cual
fuese su origen, se extinguió.
Fafhrd empezó a hablar en voz muy baja.
—Hay una leyenda... —Hizo una larga pausa. Luego meneó la cabeza y añadió—:Los
recuerdos son resbaladizos, Ratonero. Mi mente no consigue aferrarlos. Vamos a hacer
una última ronda por estos alrededores y a dormir.
El Ratonero despertó con tanta suavidad que ni siquiera Hrissa, de espaldas a él, ante
el fuego, apretado contra su cuerpo desde las rodillas hasta el pecho, se movió.
La luna llena había salido por detrás de Stardock, cuyas trenzas meridionales
iluminaba, y parecía realmente un fruto del Árbol de la Luna. El Ratonero pensó en lo
curioso que era el pequeño tamaño de la luna comparado con la enorme montaña
Stardock, silueteada contra el cielo pálido.
Entonces, por debajo de la cima plana, atisbó un centelleo brillante, azulado. Recordó
que Ashsha, la más brillante de las estrellas de Nehwon, estaba aquella noche cerca de la
luna, y se preguntó si, por una rara casualidad, la estaba viendo a través del Ojo de la
Aguja, lo que demostraría la existencia de éste. También se preguntó qué gran zafiro o
diamante azulado —¿tal vez el Corazón de la Luz?— había sido el modelo utilizado por
los dioses para crear Ashsha, y mientras así divagaba, somnoliento, se reía interiormente
de sí mismo por acariciar un mito tan absurdo y encantador. Entonces, abrazando el mito
por completo, se preguntó si los dioses habrían dejado en Stardock alguna de sus
estrellas a tamaño natural, sin lanzarla al cielo. Ashsha parpadeó en aquel momento,
como si fuera una de ellas.
El Ratonero se sentía a gusto dentro de su manto forrado de piel de oveja y ahora
convertido en un saco, atado con pequeñas correas mediante unos ganchos de cuerno a
lo largo del dobladillo. Se quedó mirando larga y soñadoramente a Stardock, hasta que la
luna se separó de la montaña y una joya azulada titiló sobre el casquete y se separó
también..., seguramente Ashsha. Pensó. sin temor alguno, en el extraño ruido que él y
Fafhrd habían oído en el aire quieto, y se dijo que quizá había sido sólo la larga lengua de
una tormenta lamiendo brevemente aquellos parajes. Si la tormenta duraba, se meterían
en ella.
Hrissa se agitó en su sueño. Fafhrd emitió un gruñido bajo y siguió durmiendo envuelto
en su propio manto relleno de plumón.
El Ratonero miró las tenues llamas del fuego, que se extinguía, deseoso de volver a
conciliar el sueño. Las llamas adquirían la forma de cuerpos de muchachas, luego de
rostros. Entonces apareció el rostro espectral, verdoso pálido de una muchacha, más allá
del fuego. Al principio le pareció una ilusión visual —le miraba con los ojos entrecerrados
al otro lado de las llamas—, pero mientras la miraba, los rasgos se fueron haciendo más
claros, aunque no se veían rastros de cuerpo o de cabello, sino que colgaba en la
oscuridad como una máscara.
Era un rostro de belleza misteriosa: el mentón estrecho, los pómulos altos, los labios
oscuros como el vino, algo fruncidos, la nariz recta y la frente ancha..., y el misterio de
aquellos ojos entornados que parecían mirarle a través de las negras pestañas. Y todo,
excepto pestañas y labios, del verde más pálido, como jade.
El Ratonero no dijo nada ni movió un solo músculo, simplemente porque el rostro le
parecía muy hermoso, como el hombre que desea eternizar el momento en que su
amante desnuda, a propósito o de modo inconsciente, adopta una actitud especialmente
encantadora.
Por otro lado, en el desolado Yermo Frío cualquier hombre atesora ilusiones, aunque
sepa casi con toda certeza que son sólo eso.
De improviso los ojos se abrieron, revelando sólo la oscuridad de detrás, como si el
rostro fuese realmente una máscara. Entonces el Ratonero se sobresaltó, pero aún no lo
suficiente para despertar a Hrissa. En seguida los ojos se cerraron y los labios se
fruncieron, expresando una burlona invitación; el rostro empezó a disolverse rápidamente,
como si lo borrasen literalmente. Primero desapareció el lado derecho, luego el izquierdo,
a continuación el centro y finalmente los labios oscuros y los ojos. Por un instante el
Ratonero imaginó que percibía un olor a vino; entonces todo se esfumó.
Pensó en la posibilidad de despertar a Fafhrd y casi se rió al pensar en las agrias
reacciones de su camarada. Se preguntó si el rostro había sido una señal de los dioses, o
el envío de algún mago negro encastillado en Stardock, o quizá la misma alma de la
montaña, aunque en ese caso, ¿dónde había dejado sus trenzas brillantes, su casquete y
el ojo de Ashsha? O quizá había sido tan sólo una creación casual de su propio cerebro,
estimulación por la abstinencia sexual y, aquella noche, por las hermosas, aunque
diabólicamente malignas, montañas. Decidió rápidamente que esta última era la mejor
explicación y volvió a dormirse.
Dos noches después, a la misma hora, Fafhrd y el Ratonero Gris se hallaban apenas a
tiro de piedra de la pared occidental del obelisco Polaris, levantando un hito con
fragmentos de roca verde pálido caídos a lo largo de milenios. Sobre la ladera había
algunos huesos, la mayor parte rotos, de ovejas o cabras.
Como antes, el aire estaba quieto, aunque era muy frío, el Yermo estaba desierto y el
sol poniente brillaba en las vertientes de las montañas.
Desde aquel punto cercano, el obelisco se veía escorzado, como una pirámide que
parecía elevarse indefinidamente. Por suerte, su roca era dura como el diamante,
mientras que la base de la pared estaba llena de entrantes y saledizos. Hacia el sur, el
Gran Hanack y el Indicio estaban ocultos. Al norte se alzaba, monstruoso, el Colmillo
Blanco, de un blanco amarillento a la luz del sol, como si se dispusiera a cubrir un
boquete en el cielo gris. El Ratonero recordó que allí había sucumbido el padre de Fafhrd.
De Stardock se veía el oscuro comienzo de la pared norte, barrida por el viento, y el
extremo septentrional de la mortífera Catarata Blanca. El obelisco ocultaba todo el resto
del pico, con una sola excepción: casi por encima de sus cabezas, como si ahora saliera
del mismo obelisco Polaris, la espectral Gran Flámula tremolaba hacia el sudoeste.
Mientras Fafhrd y el Ratonero acumulaban piedras, les llegaba desde detrás el aroma
tentador de dos liebres polares que se asaban en el fuego, ante cuyas llamas Hrissa daba
cuenta de un tercer roedor que había cazado. El gato polar tenía más o menos el tamaño
de un leopardo, aunque con un pelaje formado por largos mechones blancos. El Ratonero
se lo había comprado a un cazador de pieles mingol, al norte de los Trollsteps.
A cierta distancia del fuego, los caballos comían los últimos granos, alimento reforzante
que no probaban desde hacía una semana.
Fafhrd envolvió su larga espada Vara Gris, envainada, en un paño de seda aceitado y
la depositó sobre el hito. Entonces tendió su manaza al Ratonero.
—¿Escalpelo?
—No pienso desprenderme de mi espada —dijo el hombrecillo. Y añadió como
justificación—: No es más que una pluma comparada con la tuya.
—Mañana descubrirás lo que pesa una pluma —predijo Fafhrd.
El hombretón se encogió de hombros y colocó al lado de Vara Gris su yelmo, una piel
de oso, una tienda plegada, una pala y un zapapico, los brazaletes de oro que se había
quitado de las muñecas y los brazos, plumas, tintero, papiros, un gran cazo de cobre y
varios libros y pergaminos. El Ratonero añadió algunas bolsas, ninguna llena y varias casi
vacías, dos venablos de caza, unos esquís, un arco sin tensar con una aljaba de flechas,
unos frascos pequeños de pintura al óleo, cuadrados de pergamino y todo el equipo de
los caballos. Muchos de los objetos estaban envueltos como la espada de Fafhrd, para
protegerlos de la humedad.
El olor del asado aumentaba su apetito, y los dos camaradas se apresuraron a cubrir
los objetos con piedras, cerrando el túmulo.
En el instante en que se volvían para ir a cenar, de cara al horizonte occidental,
irregular y plano, con el borde dorado, volvieron a oír el ruido como de vela a la que
embiste el viento, esta vez más débil, pero dos veces: primero hacia el norte y, casi
simultáneamente, al sur.
Volvieron a mirar a su alrededor, rápida pero minuciosamente, pero no se veía nada
sospechoso, excepto —nuevamente Fafhrd lo vio primero— una tenue columna de humo
negro muy cerca del Colmillo Blanco, que se alzaba desde un punto del glaciar entre
aquella montaña y Stardock.
—Si ésos son Gnarfi y Kranarch, han elegido para su ascenso la pared norte rocosa —
observó el Ratonero.
—Y será su perdición —predijo Fafhrd, señalando con el pulgar la Flámula.
El Ratonero asintió, con menos certidumbre, y preguntó:
—¿Qué era ese ruido, Fafhrd? Tú has vivido aquí...
El alto bárbaro arrugó la frente y casi cerró los ojos.
—Hay una leyenda sobre unas aves enormes... —musitó indeciso—... o grandes
peces... no, eso no podría ser cierto.
—¿Todavía resbalan los recuerdos en tu viscosa memoria?
Fafhrd asintió.
Antes de abandonar el hito, el nórdico colocó a su lado un gran trozo de sal.
—Esto, junto con el estanque y el prado por donde acabamos de pasar, bastará para
mantener a los caballos durante una semana. Si no regresamos... bueno, por lo menos
les hemos mostrado el camino desde aquí hasta Illik-Ving.
Hrissa dejó de devorar su presa y les miró, con una expresión que quizá era risueña,
como si les dijera: «No tenéis que preocupares por mí o mis raciones».
Una vez más, el Ratonero se despertó poco después de conciliar el sueño, esta vez
con una sensación de placer, como quien recuerda una cita. Y una vez más, esta vez sin
necesidad de contemplar primero las estrellas o las llamas, la máscara se le apareció al
otro lado de la fogata. La expresión y los rasgos eran idénticos, los labios breves, la nariz
y los labios formando una línea recta, excepto que ahora era de un blanco marfileño, con
labios, párpados y pestañas verdosos.
El Ratonero se llevó un considerable sobresalto, pues la noche anterior había
permanecido despierto, esperando que apareciese el rostro espectral de muchacha —e
incluso hacer que regresara— hasta que la luna llena se alzó tres palmos por encima de
Stardock... sin lograr nada. Su mente le decía que aquel rostro había sido una
alucinación, pero sus sentimientos habían porfiado en otra dirección, lo cual le había
ocasionado un disgusto considerable y la pérdida de varias horas de sueño.
Durante el día había consultado en secreto la última de las cuatro estrofas escritas en
el pedazo de pergamino que guardaba en su faltriquera:
Quien escale la ciudadela del Rey de las Nieves
engendrará a los hijos de sus dos hijas;
aunque se enfrente a feroces enemigos y caiga,
su simiente persistirá mientras el mundo exista.
El día anterior, estas palabras le habían parecido bastante prometedoras —por lo
menos lo que hacía referencia a engendrar y a las hijas—, pero hoy, tras haber perdido el
sueño, lo había considerado una burla.
Sin embargo, la máscara viviente había vuelto a hacer acto de presencia y le
obsequiaba de nuevo con las mismas muecas burlonas, incluido el truco estremecedor
pero, a su manera, emocionante de abrir los párpados no para revelar unos ojos, sino Aria
oscuridad igual que la noche. El Ratonero estaba encantado, aunque no las tenía todas
consigo, pero, al contrario que la noche anterior, estaba totalmente en guardia y trataba
de averiguar si sufría una ilusión parpadeando y entrecerrando los ojos, y moviendo en
silencio su cabeza encapuchada, cosa que no surtía el menor efecto sobre la máscara
viviente. Entonces se desabrochó las correíllas superiores del manto —aquella noche
Hrissa dormía apoyado en Fafhrd— y lentamente extendió la mano, cogió un guijarro y lo
lanzó por encima de las débiles llamas, a un punto situado por debajo de la máscara.
Aunque sabía que no había nada más allá del fuego, salvo piedras diseminadas y tierra
endurecida, el guijarro no pareció chocar contra nada, pues no se oyó el menor sonido.
Era como si lo Hubiese arrojado fuera de Nehwon.
Casi en el mismo instante la máscara le sonrió burlonamente.
Inmediatamente el Ratonero se desprendió de su manto y se puso en pie. Pero todavía
con mayor celeridad la máscara se disolvió, esta vez en un solo movimiento rápido, desde
la frente hasta el mentón.
El hombrecillo se precipitó al lugar donde la máscara había parecido colgar, y examinó
minuciosamente la zona. No había nada, excepto un aroma muy tenue de vino, o espíritu
de vino. Agitó las brasas y volvió a mirar a su alrededor. Siguió sin ver nada, salvo que
Hrissa había despertado al lado de Fafhrd, con los bigotes erizados, y miraba con
solemnidad, tal vez con desdén, al Ratonero, quien empezaba a sentirse bastante necio.
Se preguntó si su mente y sus deseos estarían enzarzados en un juego estúpido.
Entonces tropezó con algo. Pensó que era el guijarro que había lanzado, pero cuando
recogió el objeto vio que era un frasco pequeño. Podría haber sido uno de sus frascos de
pigmento, pero era demasiado pequeño, apenas mayor que la falange de su dedo pulgar,
y no estaba hecho de piedra ahuecada, sino de alguna clase de marfil u otro tipo de
diente.
Se arrodilló al lado del fuego, examinó el frasquito y luego introdujo la punta del dedo
meñique y la restregó contra la sustancia que contenía, bastante dura. Era una grasa de
color marfileño, que emitía un olor aceitoso, no a vino.
El Ratonero se quedó pensativo al lado de las brasas durante algún tiempo. Luego miró
a Hrissa, que había cerrado los ojos y retraído los pelos del bigote, y a Fafhrd, el cual
roncaba quedamente, y se metió de nuevo en su manto convertido en saco de dormir.
No le había dicho a Fafhrd ni una sola palabra sobre su visión anterior de la máscara
viviente. Su motivo superficial era que Fafhrd se reiría de semejante tontería; la razón más
profunda era la que impide a un hombre mencionar que ha conocido a una bella
muchacha incluso a su amigo más íntimo.
Tal vez por esa misma razón, a la mañana siguiente Fafhrd no le contó lo que le había
sucedido más tarde, aquella misma noche. Soñó que acariciaba el rostro de una
muchacha, que no podía ver porque estaba sumido en una oscuridad absoluta, mientras
que las esbeltas manos de ella acariciaban su cuerpo. La muchacha tenía la frente
redondeada, las pestañas muy largas, el puente de la nariz hacia adentro, las mejillas
prominentes y la nariz respingona y descarada —¡daba la sensación de descaro!—, los
labios alargados, cuya sonrisa, los dedos grandes y suaves del nórdico podían percibir
claramente.
Se despertó y vio que estaba bañado por la luz sesgada de la luna, entonces en el sur,
que cubría de plata la pared interminable del obelisco. Se sentía decepcionado porque lo
que acababa de soñar no había sido más que un sueño. Entonces creyó notar las yemas
de unos dedos que le acariciaban brevemente el rostro y oír una leve risa cristalina que se
desvanecía con rapidez. Se irguió como una momia, enfundado en el manto abrochado, y
miró a su alrededor. De la fogata sólo quedaban unas ascuas, pero la luz de la luna era
brillante y Fafhrd no vio nada en absoluto.
Hrissa le dirigió un gruñido de reproche por haberla despertado, y el hombretón se
maldijo por haber confundido la imagen de un sueño con la realidad, maldijo al Yermo
Frío, aquel desierto sin mujeres pero que engendraba visiones sensuales. El frío de la
noche se deslizó por su cuello, y se dijo que debería dormirse en seguida, como lo hacía
el prudente Ratonero, descansando para el gran esfuerzo del día siguiente. Se acostó y,
poco después, estaba dormido.
Los dos camaradas se despertaron al rayar el alba, cuando la luna todavía brillaba
como una bola de nieve en el oeste, desayunaron rápidamente y se prepararon para
partir. Antes de ponerse en marcha contemplaron el obelisco Polaris, bajo el frío cortante.
Ya no pensaban en muchachas y su virilidad se dirigía exclusivamente a la montaña.
Fafhrd llevaba botas altas, provistas de gruesos clavos recién afilados. Vestía una
túnica de piel de lobo, con el pelaje hacia adentro, pero ahora abierta desde el cuello
hasta el abdomen. Tenía desnudos brazos y piernas. Se cubría las manos con unos
guantes de cuero sin curtir. Atado en lo alto de la espalda, llevaba un bulto pequeño,
envuelto en su manto, y una cuerda enrollada de cañameño negro. De su grueso y liso
cinturón, pendía, a la derecha, un hacha enfundada, y a la izquierda, un cuchillo, un
pequeño odre y una bolsa llena de escarpias con anillas en las cabezas.
El Ratonero llevaba su capucha de piel de carnero, ceñida ahora al rostro mediante un
cordón, y vestía una túnica de seda gris y triple capa. Sus guantes eran más largos que
los de Fafhrd y estaban forrados de piel, lo mismo que sus esbeltas botas, cuyas suelas
estaban confeccionadas con la piel arrugada de una bestia monstruosa. Del cinto pendía
su daga Garra de Gato, y un odre equilibraba el peso de su espada Escalpelo, cuya vaina
llevaba atada al muslo. En su bulto, envuelto en el manto, llevaba una curiosa vara de
bambú gruesa, corta y negra, con una púa en un extremo, y en el otro una púa y un
gancho grande, parecido a un cayado de pastor.
Ambos hombres tenían la piel curtida por la vida al aire libre, sus cuerpos musculosos
desconocían la adiposidad y se hallaban en la mejor forma para escalar, fortalecidos por
los aires puros de los Trollsteps y el Yermo Frío, que habían ensanchado un poco más
sus pechos.
No era preciso buscar la mejor ruta de ascenso, pues Fafhrd lo había hecho el día
anterior, cuando se aproximaban al obelisco.
Los caballos pacían de nuevo; uno de ellos había encontrado la sal y la lamía con su
gruesa lengua. El Ratonero miró a su alrededor, en busca de Hrissa, para darle unas
palmaditas de despedida, pero el gato polar estaba husmeando una pista más allá del
lugar de acampada, con las orejas erguidas.
—Bueno, se despide como un felino —comentó Fafhrd.
Una leve tonalidad rosada cubrió el cielo y el glaciar junto al Colmillo Blanco. El
Ratonero miró hacia este último con los ojos entrecerrados y reteniendo el aliento,
mientras Fafhrd lo contemplaba bajo la visera de su palma.
—Unas figuras marrones —dijo por fin el Ratonero—. Kranarch y Gnarfi siempre
vestían de cuero marrón, si mal no recuerdo. Pero veo más de dos.
—Yo veo cuatro —dijo Fafhrd—. Dos de ellos muy velludos...; sin duda visten prendas
de piel marrón. Y los cuatro trepan por la pared rocosa desde el glaciar.
—Donde el viento... —empezó a decir el Ratonero, pero se interrumpió y alzó la vista.
Fafhrd hizo lo mismo. La Gran Flámula había desaparecido.
—Has dicho que a veces...
—Olvídate del viento y de esos dos y sus rudos refuerzos, Ratonero —dijo Fafhrd
secamente.
Los dos volvieron a mirar el obelisco Polaris. El Ratonero escudriñó la vertiente blanca
y verdosa, con la cabeza muy echada hacia atrás.
—Esta mañana parece más empinado incluso que esa pared norte. Hay demasiada
distancia hasta la cima.
—¡Bah! —replicó Fafhrd—. De niño lo escalaba antes del desayuno..., a menudo. —
Alzó el puño enguantado como si tuviera un bastón de mando y gritó—: ¡Adelante?
Dicho esto, avanzó a grandes zancadas y, sin detenerse, empezó a subir por la nudosa
superficie... o así lo parecía, pues aunque utilizaba asideros, mantenía el cuerpo muy
separado de la roca, como debe hacer un buen escalador.
El Ratonero siguió sus pasos, utilizando los mismos asideros, estirando más las
piernas y manteniéndose algo más cerca de la pared rocosa.
A media mañana seguían escalando sin pausa. El Ratonero sentía dolores y escozor
en todo el cuerpo. El bulto que llevaba a la espalda parecía tan pesado como un hombre
gordo, y Escalpelo un niño rollizo aferrado a su cinto. Y en cinco ocasiones había
experimentado un desagradable chasquido en los oídos.
Por encima de él, las botas de Fafhrd chocaban con protuberancias rocosas y se
introducían en grietas o entrantes, con un ritmo mecánico ininterrumpido que el Ratonero
había empezado a detestar. Sin embargo, mantenía la vista fija en aquellas botas. Una
vez se le había ocurrido mirar abajo, entre sus piernas, y decidió no hacer tal cosa de
nuevo, pues no es conveniente ver el azul de la distancia, o incluso el gris azulado de la
media distancia, por debajo de uno.
Por este motivo se llevó una sorpresa cuando un rostro blanco y peludo, con el hocico
ensangrentado, pasó por su lado y siguió ascendiendo.
Hrissa se detuvo en un pequeño saliente, junto a Fafhrd. Emitía un silbido al respirar, y
la peluda piel de su abdomen presionaba contra la espina dorsal con cada exhalación.
Sólo respiraba a través de las fosas nasales rosadas, porque tenía la boca tapada por dos
liebres, cuyas cabezas y cuartos traseros colgaban a cada lado.
Fafhrd cogió las presas, las metió en su bolsa y la cerró. Entonces, en un tono algo
grandilocuente, dijo:
—Ha demostrado resistencia y habilidad, y se ha ganado su puesto entre nosotros.
El Ratonero no tenía ninguna duda al respecto, y aceptó con toda naturalidad el hecho
de que ahora eran tres camaradas los que escalaban el obelisco Polaris. Además, le
estaba muy agradecido a Hrissa porque su repentina presencia había significado una
pausa en la ascensión. En parte para prolongarlo, extrajo un poco de agua de su odre y
se la ofreció al gato polar para que la bebiera. Luego, él y Fafhrd también bebieron un
poco.
Durante todo el largo día de verano escalaron la pared occidental de aquel obelisco
inclemente pero seguro. Fafhrd parecía incansable. El Ratonero recuperó el aliento, lo
perdió de nuevo y ya no volvió a recuperarlo. Tenía la sensación de que su cuerpo era de
plomo y el dolor irradiaba desde los huesos, filtrándose en todos sus órganos como un
veneno refinado. Ya no veía más que protuberancias rocosas, reales y recordadas,
mientras que la necesidad de no perder un sólo asidero o lugar donde apoyar los pies
parecía la obligación impuesta por un maestro de escuela divino y loco. Maldecía en
silencio el proyecto maníaco de escalar Stardock, diciéndose que la idea de que las
estrofas escritas en el fragmento de pergamino podían tener algún significado era
absurda. Puros castillos en el aire. Sin embargo, no podía renunciar o intentar prolongar
de nuevo los breves descansos que se tomaban.
La agilidad con que Hrissa ascendía a su lado le había maravillado, pero hacia media
tarde observó que el felino renqueaba y una vez vio una huella sanguinolenta en el lugar
donde había apoyado una pata.
Acamparon por fin casi dos horas antes de la puesta del sol, porque habían encontrado
un saledizo bastante ancho... y porque había empezado a caer una ligera nevada.
Prepararon el pequeño brasero que Fafhrd había llevado consigo, alimentado con
bolitas de resina, y pusieron agua a calentar en su único cazo alto y estrecho, para hacer
un te de hierbas. El agua tardó mucho tiempo en calentarse. Utilizando su daga Garra de
Gato, el Ratonero añadió dos porciones de miel.
El saledizo tenía la longitud de tres hombres estirados y la anchura de uno, pero en la
lisa superficie del obelisco Polaris, aquel espacio parecía una gran extensión.
Hrissa se tendió detrás del minúsculo fuego. Fafhrd y el Ratonero se acurrucaron a los
lados, enfundados en sus mantos, demasiado cansados para mirar a su alrededor, hablar
e incluso pensar.
Los copos de nieve engrosaron un poco, lo suficiente para ocultar el Yermo Frío, allá
abajo.
Tras un par de tragos del té azucarado, Fafhrd afirmó que por lo menos habían
escalado dos tercios del obelisco. El Ratonero no comprendía cómo su amigo podía decir
tal cosa, de la misma manera que un hombre que navegara por las aguas del Mar Interior,
sin ver la costa, no podría saber la distancia recorrida. Para el Ratonero, se hallaban en el
centro exacto de una superficie de granito claro, veteado de verde y ahora cubierto de
nieve, y que se inclinaba vertiginosamente en su extremo. Aún estaba demasiado
cansado para expresar su idea a Fafhrd, pero le dijo:
—Así que de niño subías y bajabas el obelisco antes del desayuno, ¿eh?
—En aquella época desayunábamos bastante tarde —rezongó Fafhrd.
—Sin duda en la tarde del quinto día —concluyó el Ratonero.
Una vez tomado el té, calentaron más agua y echaron en el cazo los trozos cortados de
una de las liebres, los dejaron hervir y luego los masticaron lentamente y tomaron la
insípida sopa. Hrissa también se interesó por el cadáver desollado de la otra liebre, que
habían puesto ante su hocico, junto al brasero, para evitar que se congelara. La
descuartizó con los colmillos y fue comiéndola poco a poco.
El Ratonero examinó las patas del felino. Estaban desgastadas y presentaban varios
cortes, y el pelaje blanco entre las garras estaba manchado de color rosa intenso. Con
mucho cuidado, el Ratonero aplicó un ungüento a las heridas, meneando la cabeza
mientras lo hacía. Luego sacó de su bolsa una larga aguja, un carrete de cordel fino y un
rollito de cuero delgado y fuerte. Recortó este último con Garra de Gato, en forma de
gruesa pera, y lo cosió: Hrissa ya tenía una bota.
Cuando enfundó en ella la pata trasera del gato polar, éste permaneció un momento sin
reaccionar, y luego empezó a morder el cuero, mirando al Ratonero de un modo extraño.
El hombrecillo reflexionó y, con mucho cuidado, abrió unos orificios en la piel para las
garras no retráctiles, volvió a calzar la bota, hasta que las garras sobresalieron totalmente,
y la ató con un bramante a través de unas ranuras en la parte superior.
Hrissa no volvió a mordisquear la bota. El Ratonero hizo otras, ayudado por Fafhrd,
quien cortó y cosió una de ellas.
Cuando Hrissa estuvo completamente calzado, olió las botitas una tras otra, se levantó
y recorrió varias veces la longitud del saliente, adelante y atrás, hasta que se estiró al lado
del brasero aún caliente y apoyó la cabeza en el tobillo del Ratonero.
Los pequeños copos de nieve seguían cayendo, tan verticales como si los trazaran con
una regla, cubriendo el saliente rocoso y el cabello cobrizo de Fafhrd. Los dos camaradas
se pusieron las capuchas y se ataron los mantos, para pasar la noche al raso. El sol
brillaba todavía a través de la nieve, pero su luz blanca no aportaba ningún calor.
El obelisco Polaris no era una montaña ruidosa, como lo son tantas en las que gotea el
agua glacial, traquetean las piedras desprendidas y los estratos rocosos crujen a causa
de una pérdida de masa o un aumento de calor. Allí el silencio era profundo.
El Ratonero sintió el impulso de hablarle a Fafhrd sobre aquella máscara de muchacha,
real o ilusoria, que había visto de noche, al mismo tiempo que Fafhrd pensaba en
comunicarle su propio sueño erótico.
En aquel momento, sin ningún preámbulo, el ya familiar sonido rasgó de nuevo el aire
silencioso, y vieron claramente delineada por la nieve que caía una gran forma plana y
ondulante.
Pasó ante ellos con bastante lentitud, a unas dos lanzas de, distancia del saliente
rocoso. No se veía más que el espacio liso, sin copos de nieve, que ocupaba aquella
cosa, y los remolinos que levantaba; no oscurecía de ningún modo la nieve que caía más
allá. Sin embargo, los dos hombres notaron el movimiento del aire a su paso.
La forma de aquel objeto invisible era la de una raya gigante, de cuatro metros de largo
y tres de ancho; incluso parecía tener una aleta vertical y una larga y flagelante cola.
—¡El gran pez invisible! —susurró el Ratonero, al tiempo que introducía la mano entre
los pliegues de su manto a medio cerrar y sacaba a Escalpelo en un solo movimiento—.
¡Tenías toda la razón, Fafhrd, cuando creías estar equivocado!
Cuando la aparición esbozada en la nieve se perdió de vista tras el extremo meridional
del saliente, llegó hasta ellos una risa burlona en dos tonos, uno de contralto y otro de
soprano.
—Un pez invisible que ríe como unas muchachas... ¡es de lo más monstruoso! —
comentó Fafhrd con voz entrecortada, alzando el hacha, que también había sacado con
celeridad, a pesar de que seguía adosada a su cinturón mediante una larga correa.
Permanecieron un rato agazapados, se despojaron de sus mantos y, con las armas
preparadas, aguardaron el retorno del monstruo invisible, mientras Hrissa permanecía
entre ellos con el pelaje erizado. Pero no tardaron en echarse a temblar a causa del frío, y
se vieron obligados a abrigarse de nuevo con los mantos, aunque blandiendo las armas y
preparados para deshacer de inmediato los lazos superiores. Entonces comentaron
brevemente el carácter misterioso de lo que acababan de presenciar y cada uno confesó
sus anteriores visiones o sueños de muchachas.
—Las chicas debían de montar esa cosa invisible —dijo el Ratonero— tendidas en su
lomo..., ¡y también invisibles! Pero ¿qué es exactamente ese fenómeno?
Estas palabras avivaron tenuemente los recuerdos de Fafhrd, el cual dijo con
renuencia:
—Recuerdo que, cuando era niño, desperté una noche y oí que mi padre le decía a mi
madre: «... como unas velas grandes y temblorosas, pero las que no puedes ver son las
peores». Entonces se interrumpieron, sin duda porque oyeron mis movimientos.
—¿Habló tu padre alguna vez de haber visto muchachas en las altas montañas... tanto
de carne y hueso como apariciones, o brujas, que son una mezcla de las dos, visibles o
invisibles?
—De haberlas visto, no las habría mencionado —replicó Fafhrd—. Mi madre era una
mujer muy celosa y manejaba endiabladamente bien la cuchilla de cortar carne.
La blancura que habían estado escudriñando, no tardó en adquirir un color gris oscuro.
El sol se había puesto y ya no podían ver la nieve que caía. Se pusieron las capuchas, se
ataron los mantos y se acurrucaron en el fondo del saliente, con Hrissa entre los dos.
Apenas había amanecido, dieron comienzo los problemas. Se levantaron con las
primeras luces, sintiéndose fatigados tras una noche de pesadillas, y se desentumecieron
con dificultad, mientras la ración matinal de fuerte té de hierbas y carne en polio mezclada
con nieve se cocía en el mismo cazo, hasta formar unas gachas aromáticas, apenas
calientes. Hrissa roía los huesos de liebre recalentados, y aceptó la grasa de oso y el
agua que le ofreció el Ratonero.
Durante la noche había cesado de nevar, pero la superficie del obelisco estaba
totalmente cubierta de nieve, que ocultaba los salientes y asideros, mientras que debajo
de la nieve había una capa de hielo: la primera nieve caída fundida por el ligero calor de la
tarde anterior sobre la roca y que se había vuelto a helar rápidamente.
Fafhrd y el Ratonero se ataron con una cuerda, y el segundo preparó un arnés para
Hrissa, haciendo dos agujeros en el lado largo de un trozo de cuero oblongo. El felino
protestó un poco cuando le hicieron pasar las patas delanteras por aquellos agujeros y los
extremos cosidos del trozo de cuero sobre los brazuelos. Pero cuando ataron un cabo de
cuerda negra alrededor del arnés, donde estaban las costuras, el animal se limitó a
tenderse en el lugar caliente donde había estado el brasero, como si dijera: «No voy a
aceptar esa cuerda humillante, aunque lo hagan los humanos».
Sin embargo, cuando Fafhrd empezó a escalar la pared, seguido por el Ratonero, y la
cuerda se tensó sobre Hrissa, y cuando éste alzó la vista y les vio atados como lo estaba
él mismo, les siguió a regañadientes. Poco después resbaló en una protuberancia —sin
duda al no estar acostumbrado a las botas— y permaneció oscilando unos instantes,
hasta que logró sostener de nuevo su peso. Por suerte, en aquel momento el Ratonero se
sujetaba con firmeza.
Tras este incidente, Hrissa avanzó con más vivacidad, y a veces incluso rebasaba al
Ratonero y volvía la cabeza para mirarle. El Ratonero imaginaba que le sonreía
sardónicamente.
La ascensión era más empinada que el día anterior, y era preciso poner mucho cuidado
para no dar un paso en falso. Los dedos enguantados debían aferrar roca, no hielo; los
clavos debían penetrar a través de la sustancia quebradiza hasta la roca. Fafhrd se ató el
hacha en la muñeca derecha y usó el extremo en forma de martillo para romper placas de
hielo traicioneras.
El esfuerzo era más agotador porque resultaba más difícil evitar la tensión. Incluso
mirando de soslayo la escarpadura de la pared, el Ratonero sentía un calambre de pavor
en las entrañas. Se preguntaba qué ocurriría si el viento soplara de repente y luchaba
contra el impulso de apretarse contra la pared del precipicio. Al mismo tiempo, el sudor
empezó a deslizarse por el rostro y el pecho, y tuvo que quitarse la capucha y aflojarse la
túnica hasta el vientre para evitar la humedad de las ropas.
Pero lo peor no había llegado todavía. Les había parecido que la pendiente superior
era suave, pero ahora, al aproximarse, vieron que a unos siete metros de donde se
hallaban había una protuberancia de dos metros de anchura. Por debajo de esta repisa la
pendiente presentaba varios hoyos, que eran buenos asideros, pero inútiles bajo aquel
techo que impedía el paso. La protuberancia se extendía a ambos lados hasta donde
alcanzaba la vista, y en muchos puntos parecía todavía más ancha.
Buscaron los mejores y más altos asideros que pudieron encontrar, se reunieron y
consideraron su problema. Incluso Hrissa, aferrada a la pared al lado del Ratonero,
parecía alicaída.
—Recuerdo haber oído decir que existía un resalto alrededor de la cumbre del obelisco
—dijo Fafhrd—. Creo que mi padre lo llamaba la Corona. No sé si...
—¿No lo sabes? —preguntó el Ratonero, con cierta suavidad.
Permanecía rígido en sus asideros, y brazos y piernas le dolían más que nunca.
—Verás, Ratonero —confesó Fafhrd—, en mi adolescencia nunca escalé el obelisco
Polaris más allá de la mitad del camino que escalamos ayer. Me jacté tan sólo para
animarte.
Como no había nada qué decir, el Ratonero cerró los labios, aunque apretándolos un
tanto. Fafhrd empezó a silbar una tonada y cuidadosamente extrajo de su bolsa un rezón
con cinco uñas afiladas como navajas y lo ató en el extremo de la cuerda negra que
seguía enrollada en su espalda. Entonces, extendiendo el brazo derecho cuanto pudo,
hizo girar el rezón en un pequeño círculo, cada vez con mayor rapidez, y finalmente lo
lanzó hacia arriba. Lo oyeron golpear contra una roca; en algún punto por encima de la
protuberancia, pero no se fijó en ninguna grieta o saliente, resbaló en seguida y cayó. El
Ratonero tuvo la sensación de que no le había golpeado de milagro.
Fafhrd recuperó el rezón —bastante despacio, pues tendía a aferrarse en todas las
grietas o salientes por debajo de ellos—, lo hizo girar y lo lanzó de nuevo. Los
lanzamientos se sucedieron sin éxito. Una vez quedó prendido, pero en cuanto Fafhrd tiró
con cuidado de la cuerda, se vino abajo.
El sexto lanzamiento de Fafhrd fue el primero realmente malo. El rezón no se perdió de
vista, y al llegar a lo alto de su trayectoria centelleó por un instante.
—¡La luz del sol! —exclamó Fafhrd con entusiasmo—. ¡Estamos casi en la cima!
—Pero ese «casi» es extraordinario —comentó el Ratonero, aunque no pudo evitar una
nota de alegría en su tono.
Cuando fallaron otros siete lanzamientos de Fafhrd, su compañero ya no sentía la
menor alegría. Sus dolores eran horribles, el frío le atería manos y pies, y su cerebro
también estaba aterido, de modo que la próxima vez que el lanzamiento de Fafhrd
fracasó, cometió la imprudencia de seguir con la mirada la caída del rezón.
Por primera vez en aquella jornada miró hacia abajo. El Yermo Frío era una extensión
de color azul claro, casi como el cielo, y parecía incluso más distante que éste, todos sus
sotos, montículos y lagos diminutos se habían ido empequeñeciendo hasta desaparecer.
Muchas leguas al oeste, casi en el horizonte, una franja mellada de oro pálido aparecía
donde terminaban las sombras de las montañas. Hacia la mitad de la franja había una
brecha azulada, la sombra de Stardock, que continuaba sobre el borde del mundo.
Presa del vértigo, el Ratonero miró de nuevo el obelisco Polaris... y aunque aún podía
ver el granito, éste ya no parecía contar para nada..., no había más que cuatro asideros
inseguros sobre una especie de nada verde pálido. Su mente ya no podía aceptar la
escarpadura del obelisco.
Sintió el impulso de precipitarse hacia abajo, pero de algún modo lo transformó en un
bufido sarcástico y se oyó a sí mismo decir con punzante desprecio:
—¡Abandona tus necios intentos de pesca, Fafhrd! Te voy a enseñar cómo la ciencia
montañera lankhmariana resuelve una insignificancia ante la que es impotente tu bárbara
destreza.
Dicho esto, con temeraria celeridad extrajo del bulto que llevaba a la espalda la gruesa
vara de bambú, y con dedos ateridos empezó a sacar y montar sus secciones
telescópicas, hasta que se cuadriplicó su longitud inicial.
Este instrumento de escalada técnica, que el Ratonero había traído realmente desde
Lankhmar, había sido tema de discusión entre ellos durante todo el viaje. Para Fafhrd, la
vara era un mero juguete y no valía la pena llevarla con el equipaje.
Sin embargo, ahora el nórdico no hizo ningún comentario, limitándose a recoger su
rezón y apretarse las manos contra el jubón de piel de lobo para calentarlas, mientras
observaba la frenética actividad del Ratonero. Hrissa ocupó un lugar más cercano a
Fafhrd y se agachó estoicamente.
Cuando el Ratonero alzó el extremo más estrecho de su negro instrumento hacia el
saledizo, Fafhrd tendió una mano para ayudarle a afirmarlo, pero no pudo evitar decirle:
—Si crees que vas a conseguir que el garfio se fije bien en el borde para trepar por
este palo...
—¡Calla, aguafiestas! —gruñó el Ratonero, y con la ayuda de su camarada introdujo el
extremo puntiagudo en un hueco de la roca, apenas a un dedo de distancia del borde.
A continuación fijó el otro extremo de la vara en una oquedad pequeña y profunda por
encima de su cabeza. Luego extrajo dos palancas cortas ocultas en unas ranuras de la
base y empezó a hacerlas girar. Pronto resultó claro que controlaban un gran tornillo
escondido en el interior de la vara, pues ésta se alargó hasta quedar fijada con firmeza
entre los dos huecos en la roca.
En aquel instante, un fragmento de roca, presionado por la vara, se desprendió del
borde. La vara, hasta entonces algo combada, vibró al enderezarse, y el Ratonero,
soltando una maldición, se deslizó de sus asideros y cayó.
Por suerte la cuerda entre los dos camaradas era corta y los clavos de las botas de
Fafhrd estaban apoyados con firmeza en la roca, como otras tantas puntas de daga
forjadas por un demonio, pues cuando se produjo el súbito tirón del cinto de Fafhrd y la
mano con la que sujetaba la cuerda, pudo resistirlo sin caer tras el Ratonero, sólo
doblando un poco las rodillas y gruñendo levemente, mientras cogía con la otra mano la
vara vibrante e impedía que se perdiera.
La caída del Ratonero no había sido lo bastante prolongada para arrastrar a Hrissa
desde el lugar que ocupaba, aunque la cuerda casi se tensó entre ambos. El gato polar
inclinó el peludo cuello entre la pata delantera y el pecho y miró con gran curiosidad al
hombre que pendía de la cuerda.
El Ratonero había palidecido. Fafhrd no hizo ningún comentario al respecto, y se limitó
a tenderle la vara negra, diciendo:
—Es una buena herramienta. La he acortado. Fíjala en otro hueco e inténtalo de nuevo.
Pronto la vara estuvo firmemente fijada entre el hueco junto a la cabeza del Ratonero y
un hueco a un palmo del borde. La vara se curvaba hacia abajo, cómo un arco. El
Ratonero fue el primero en trepar, con la espalda hacia abajo, usando las junturas de la
vara como diminutos apoyos para sus botas, ascendiendo por el espacio gris y azul claro
que últimamente le había producido vértigo.
La vara empezó a inclinarse un poco más con el peso del Ratonero, y el extremo
puntiagudo se deslizó unos centímetros en el hueco superior, con un horrible ruido
chirriante, pero Fafhrd hizo girar las palancas y la vara se mantuvo firme.
Durante unos momentos interminables sólo vio la mitad inferior del Ratonero, sus botas
de suela oscura y rugosa entrelazadas en el extremo de la vara. Luego, con bastante
lentitud, como un caracol gris, y con un último impulso de un pie contra el extremo del
garfio, desapareció por completo de la vista.
Lentamente, Fafhrd arrió el cabo tras él.
Al cabo de algún tiempo, la voz del Ratonero, espectral pero clara, llegó hasta el
nórdico y el felino.
—¡Hola! He atado la cuerda alrededor de una protuberancia grande como un tocón de
árbol. Envía a Hrissa.
Fafhrd obedeció y puso a Hrissa en la cuerda por delante de él, atándola a su arnés
con un nudo de margarita.
El felino se debatió desesperadamente por un momento, aterrado de pender en el
vacío, pero en cuanto empezó a ascender se quedó quieto. Mientras subía con lentitud, el
nudo de Fafhrd empezó a deslizarse. El gato polar aferró la cuerda con los dientes y la
retuvo entre las mandíbulas. En cuanto llegó al borde, se aferró con las garras y
desapareció.
En seguida el Ratonero comunicó a su amigo que Hrissa estaba a salvo y que podía
seguirles. El nórdico frunció el ceño, giró de nuevo las palancas para atornillar más la
vara, aunque ésta crujió de un modo amenazante, y emprendió la ascensión con muchas
precauciones. Ahora el Ratonero mantenía la cuerda tensa desde arriba, pero en el primer
tramo apenas pudo tirar de Fafhrd, cuyo peso era excesivo.
El extremo superior de la vara volvió a crujir de un modo horrible en el hueco, pero se
mantuvo firme. Más ayudado entonces por la cuerda, Fafhrd apoyó las manos en el borde
y asomó la cabeza.
Vio una cuesta rocosa de inclinación suave, que podía escalarse por fricción, y en lo
alto al Ratonero y Hrissa de pie, silueteados contra el cielo azul y dorados por el sol.
Pronto el nórdico llegó a su lado.
—Fafhrd —dijo el Ratonero—. Cuando regresemos a Lankhmar recuérdame que le dé
a Glinthi el Artífice treinta diamantes de los que vamos a encontrar en el casquete de
Stardock: uno por cada sección y juntura de mi vara de escalar, uno por cada escarpia de
los extremos y dos por cada tornillo.
—¿Es que hay dos tornillos? —le preguntó Fafhrd respetuosamente.
—Sí, uno en cada extremo —dijo el Ratonero, e hizo que Fafhrd sujetara la cuerda
para que él pudiese bajar la cuesta e, inclinándose sobre el borde, acortar la vara
haciendo girar el tornillo superior, hasta que pudo recogerla.
Mientras el Ratonero guardaba las secciones desmontadas de la vara, Fafhrd le dijo en
serio:
—Debes atártela al cinto como hago yo con mi hacha. No debemos correr el riesgo de
perder la ayuda de Glinthi durante el resto de este viaje.
Los dos amigos se quitaron las capuchas y abrieron sus túnicas, pues el sol era
intenso, y miraron a su alrededor, mientras Hrissa se estiraba y restregaba sus esbeltos
miembros, el cuello y el cuerpo, cuyos moretones ocultaba el pelaje blanco.
El aire diáfano exaltaba a los dos hombres, y les embargaba la tranquilidad de mente y
espíritu que se experimenta tras haber sorteado hábilmente un gran peligro.
Estaban bastante sorprendidos porque el sol, que se deslizaba hacia el sur, apenas
había recorrido la mitad de la distancia hasta su cenit. Los peligros que habían parecido
prolongarse durante horas sólo habían durado unos minutos.
La cima del obelisco Polaris era un gran campo ondulante de rocas pálidas, demasiado
grande para medirlo por acres de Lankhmar. Habían llegado cerca del ángulo
sudoccidental, y el gran prado rocoso grisáceo parecía extenderse al este y al norte casi
indefinidamente. Aquí y allá había elevaciones y depresiones, pero ninguna era muy alta
ni muy profunda. Había algunas rocas grandes aisladas, no muchas, mientras que al este
se distinguían unas formas más oscuras, quizá arbustos y árboles pequeños, que habían
arraigado en grietas rellenadas por la tierra que arrastraba el viento.
—¿Qué hay al este de la cadena montañosa? —preguntó el Ratonero—. ¿Sigue el
Yermo Frío?
—Nuestro clan nunca viajó ahí —respondió Fafhrd, con el ceño fruncido—. Creo que
había algún tabú sobre toda esa zona.
En las grandes escaladas de mi padre, el este siempre estaba oculto por la niebla..., o
eso era lo que nos decía.
—Ahora podríamos echar un vistazo —sugirió el Ratonero.
Fafhrd meneó la cabeza.
—Nuestra ruta está por ahí —dijo señalando al nordeste, donde Stardock se levantaba
como una giganta, enorme pero dormida, o fingiendo que lo estaba, y parecía siete veces
más grande y alta de lo que había parecido antes de que el obelisco ocultara la cima dos
días antes.
—Todo nuestro esfuerzo por escalar el obelisco sólo ha servido para que Stardock
parezca una montaña más alta —dijo el Ratonero, algo entristecido—. ¿Estás seguro de
que no hay otro pico, quizá invisible, en la cima?
Fafhrd asintió sin apartar la vista de la montaña, que era la emperatriz sin consorte de
las Montañas de los Gigantes. Sus Trenzas se habían engrosado, formando grandes ríos
de nieve, y ahora los dos aventureros podían ver en ellas unos leves movimientos que, en
realidad, eran avalanchas.
La Trenza meridional descendía en una gran curva doble hacia el lado noroeste de la
cumbre rocosa en la que estaban ahora.
En lo alto, el casquete nevado de Stardock, cuyo borde superior brillaba bajo la luz del
sol como si estuviera tachonado de diamantes, parecía saludarles con una leve
inclinación de cabeza. Era una impresión que ya habían tenido cuando la distancia que
les separaba de la montaña era mayor, pero más intensa. El Rostro, con sus ojos
recatados, les saludaba también, como una gran señora que diera a entender posibles
favores.
Pero los largos, finos y vaporosos velos de la Gran Flámula y la Pequeña Flámula ya
no ondeaban desde el Casquete. El aire por encima de Stardock debía de estar tan quieto
en aquel momento como lo estaba en la cima del obelisco, donde se hallaban los dos
amigos.
—¡También es mala suerte que Kranarch y Gnarfi aborden la pared norte precisamente
el día en que no sopla el viento! —exclamó Fafhrd—. Pero eso será su perdición..., sí, y la
de esos dos sicarios cubiertos de pieles. Esta calma no puede durar.
El Ratonero observó:
—Ahora recuerdo que cuando nos corrimos la juerga en Illik-Ving, Gnarfi, que estaba
borracho, aseguró que podía atraer a los vientos con su silbido... su abuela le había
enseñado ese truco... y también podía hacerlos desaparecer, lo cual ahora viene más al
caso.
—¡Razón de más para que nos apresuremos! —dijo Fafhrd, al tiempo que cogía su
bulto y deslizaba sus grandes brazos bajo las anchas correas que lo sujetaban—.
¡Vamos, Ratonero! ¡Arriba, Hrissa! Tomaremos un bocado antes de subir esa cresta
nevada.
—¿Quieres decir que hoy mismo hemos de abordar ese problema gélido y traicionero?
—objetó el Ratonero, a quien le habría encantado desnudarse y tostarse al sol.
—¡Antes del mediodía! —decretó Fafhrd.
Dicho esto se echó a andar hacia el norte, manteniéndose cerca del borde occidental
de la cumbre, como para anular desde el principio los deseos que pudiera tener el
Ratonero de echar un vistazo al este. El hombrecillo le siguió rezongando por lo bajo;
Hrissa cojeaba y al principio se quedó muy rezagado, pero pronto estuvo a la altura de
sus amos, superada la cojera e impulsado por el interés que la novedad despierta en los
felinos.
Avanzaron por aquella llanura granítica, extraña, grande y ondulante, en la cima del
obelisco, salpicada aquí y allá con extensiones de piedra caliza blanca como el mármol. Al
cabo de un rato, el silencio y la uniformidad adquirieron una cualidad misteriosa. La
profundidad de las depresiones era engañosa: Fafhrd observó varias en las que podrían
haberse ocultado, agazapados, varios batallones de hombres, sin que nadie los viera
hasta llegar a tiro de lanza.
Fafhrd estudiaba con creciente atención la roca que pisaban sus suelas claveteadas.
Finalmente se detuvo para señalar una zona que presentaba unas extrañas ondulaciones.
—Juraría que en otro tiempo esto fue un fondo marino —dijo en voz baja.
El Ratonero entrecerró los ojos, pensó en el extraño objeto volante invisible, semejante
a un pez fantasmal, que había pasado junto a ellos la tarde anterior, y se le puso la carne
de gallina.
Hrissa se deslizó por su lado, en actitud sigilosa. Pronto rebasaron la última gran roca
solitaria, y atisbaron el resplandor de la nieve, escasamente a un tiro de flecha de
distancia.
—Lo peor de escalar montañas es que las partes fáciles terminan en seguida —
comentó el Ratonero.
—¡Calla! —le ordenó Fafhrd, y se tendió de súbito como un enorme ditisco de cuatro
patas, apoyando la mejilla en la roca—. ¡Escucha esto, Ratonero!
Hrissa gruñó, miró en derredor y su pelaje blanco se erizó.
El Ratonero empezó a agacharse, pero se dio cuenta de que no era necesario, tal era
la rapidez con que se aproximaba el sonido: un redoble de tambor estridente, como si
quinientos diablos golpearan con sus uñas gruesas y enormes la superficie de un gran
tambor de piedra.
Entonces, sin transición, apareció avanzando directamente hacia ellos, por encima de
la roca más próxima, una inmensa estampida de cabras, tan juntas y con un pelaje de un
blanco tan brillante que por un instante parecieron un alud de nieve. Hasta los grandes
cuernos curvados de los jefes de la manada tenían una tonalidad marfileña. El Ratonero
observó que el aire por encima de los animales adquiría un resplandor tenue y oscilaba,
como si estuviera encima de un fuego. Entonces los dos amigos, precedidos por Hrissa,
echaron a correr para protegerse tras la última roca solitaria.
A sus espaldas, el estruendo de la infernal estampida era cada vez más intenso.
Alcanzaron la roca y subieron de un salto a su cima, donde Hrissa ya se había
agazapado, apenas un latido de corazón antes de que les rodeara la horda blanca. Fue
una suerte que Fafhrd desenfundara su hacha en el mismo instante en que llegaron allí,
pues uno de los machos cabríos dio un salto, con las patas delanteras dobladas y la
cabeza gacha para presentar su cremosa cornamenta, tan cerca que Fafhrd pudo ver sus
puntas astilladas. Pero en aquel mismo momento, Fafhrd le alcanzó en los cuatro
delanteros con un golpe certero, tan fuerte que la bestia cayó a un lado, sobre la corta
cuesta que conducía al borde de la pared occidental.
La gran estampida se dividió alrededor de la gran roca, los animales tan cerca y
apretados que no tenían espacio para saltar. El estrépito de sus cascos, el jadeo y ahora
los balidos de temor eran horrendos, el hedor caprino era asfixiante, y su paso hacía
oscilar la roca.
Cuando más intenso era el estruendo, se produjo una momentánea corriente de aire
que eliminó brevemente el hedor, mientras algo se deslizaba a baja altura por encima de
sus cabezas, agitando el aire como una larga manta aleteante de cristal fluido, mientras
se oía entre el estrépito una risa áspera, detestable.
La porción menos numerosa de la estampida pasó entre la roca y el borde, y muchas
de aquellas cabras cayeron por el borde, emitiendo balidos que eran como gritos de
condenados, llevando consigo el cuerpo del gran macho cabrío al que Fafhrd había
herido.
Entonces, con la celeridad con que una tormenta de nieve desarbola un barco en el
Mar Helado, la estampida dejó atrás la roca donde estaban los dos amigos y siguió hacia
el sur, con las últimas cabras, en general animales muy viejos o muy jóvenes, saltando
alocadas tras las otras.
Alzando un brazo hacia el sol, como si fuese a lanzar una estocada, el Ratonero gritó
enfurecido:
—¡Mira ahí, donde los rayos del sol se bifurcan encima del ganado! Es el mismo objeto
volante que acaba de pasar por encima de nosotros y que anoche vimos bajo la nevada...
¡Es eso lo que ha provocado la estampida, y sus jinetes la han guiado hacia nosotros!
¡Malditas sean esas dos brujas fantasmales y traidoras que nos han atraído hacia una
destrucción caprina más hedionda que una orgía en un templo de la Ciudad de los
Necrófagos!
—Creo que esa risa era mucho más profunda —objetó Fafhrd—. No eran las chicas.
—Entonces tienen un proxeneta de voz profunda... ¿Acaso eso las hace mejores a
nuestros ojos? ¿O a tus oídos embelesados por el amor?
El estruendo de la estampida se había extinguido por completo, y en el silencio
recuperado oyeron ahora un entrecortado gruñido de satisfacción. Hrissa había saltado de
la roca cuando sólo quedaban algunas reses rezagadas, se había apoderado de un gordo
cabrito y ahora estaba desgarrando su cuello blanco ensangrentado.
—¡Ah, ya puedo oler esa carne asada! —exclamó el Ratonero con una sonrisa
radiante. En un instante habían desaparecido sus preocupaciones—. ¡Muy bien, Hrissa!
Oye, Fafhrd, si eso que hay al este es vegetación, y debe de serlo, pues de lo contrario,
qué comerían esas cabras?, tiene que haber leña... ¡A lo mejor hasta encontramos unas
hojas de menta! Podríamos...
—¡Comerás la carne cruda o te quedarás sin comer! —replicó el nórdico en tono
inflexible—. ¿Vamos a correr el riesgo de que nos sorprenda de nuevo esa estampida?
¿O le daremos a esa cosa volante la oportunidad de dirigir unos leones de nieve contra
nosotros? Seguro que los hay por aquí, con tanta cabra suelta. vamos a regalar a
Kranarch y Gnarfi la cima de Stardock en bandeja de plata con diamantes engastados? Si
esta calma maligna se mantiene también mañana y son escaladores fuertes y diligentes, y
no unos perezosos triperos como alguien que podría nombrar...
El Ratonero refunfuñó un poco, pero ayudó a desangrar, destripar y desollar el cabrito,
y a empaquetar parte del lomo y los cuartos traseros para la cena. Hrissa tomó más
sangre y comió la mitad del hígado, y luego siguió a los dos hombres hacia el norte, en
dirección a la cresta nevada. Los dos masticaban finas tiras de cabrito crudo con pimienta,
pero avanzaban a grandes zancadas y ojo avizor por si aparecía otra estampida.
El Ratonero esperaba ver al fin las profundidades orientales, mirando al este a lo largo
de la pared norte del obelisco Polaris, pero se lo impidió la primera gran ondulación de la
garganta nevada. En cambio, el panorama septentrional era de una severa
majestuosidad. A media legua por debajo y visto casi verticalmente, la Cascada Blanca
tenía un aspecto misterioso y centelleaba incluso en la parte umbría.
La cresta que debían recorrer se curvaba primero hacia arriba, una veintena de metros,
luego descendía con suavidad hasta una larga garganta nevada, a otros veinte metros por
debajo de ellos y ascendía lentamente por la Trenza meridional, cuyas avalanchas ahora
podían ver con claridad.
Era fácil ver cómo el viento del nordeste, que soplaba casi continuamente pero no
afectaba a la Escala, amontonaría nieve entre la montaña más alta y el obelisco..., pero
era imposible saber si la conexión rocosa entre las dos montañas se extendía por debajo
de la nieve sólo a lo largo de unos metros o de un cuarto de legua.
—Tendremos que hacer otra cordada —dijo Fafhrd —. Yo iré primero y cortaré unos
escalones para cruzar la vertiente occidental.
—¿Para qué necesitamos escalones con esta calina? —preguntó el Ratonero—. ¿Y
para qué ir por la vertiente occidental? Es que no quieres que vea lo que hay al este,
¿verdad? La cima de la cresta es lo bastante ancha para que puedan pasar dos carros
juntos.
—Es casi seguro que la cima de la cresta por la parte donde sopla el viento pende
sobre el vacío —le explicó Fafhrd—. Vamos a ver, Ratonero, ¿tengo más conocimientos
que tú sobre la nieve y el hielo o no?
—Una vez crucé los Huesos de los Antiguos contigo —replicó el Ratonero,
encogiéndose de hombros—. Recuerdo que allí había nieve.
—¡Bah! Aquello era como el contenido de la polvera de una dama en comparación con
esto. No, Ratonero, en esta región mi palabra es ley.
El Ratonero estuvo de acuerdo.
Se ataron dejando una distancia corta entre cada uno, Fafhrd primero seguido del
Ratonero y Hrissa, y sin más discusión Fafhrd se puso los guantes, se ató el hacha a la
muñeca y empezó a tallar escalones en el resalto cubierto de nieve. El trabajo era
bastante lento, pues bajo el polvo de nieve el hielo era duro, y Fafhrd debía efectuar por lo
menos dos cortes para cada escalón: primero tenía que cortar hacia adentro, y luego
hacia abajo, y como la cuesta era cada vez más empinada, los escalones debían estar
gradualmente más juntos. Eran muy pequeños, por lo menos para sus grandes botas,
pero seguros.
Pronto la cresta y el obelisco ocultaron el sol y empezó a hacer mucho frío. El Ratonero
se abrochó la túnica y se puso la capucha, mientras Hrissa, entre sus cortos saltos de un
escalón a otro, agitaba las patas para evitar que se congelaran a pesar de las botas. El
Ratonero se dijo que debería rellenarlas con un poco de lana de cordero cuando renovara
el ungüento. Ahora llevaba la vara de bambú recogida y atada a la muñeca.
Rebasaron el montículo y se encontraron frente al inicio de la garganta nevada, pero
Fafhrd no talló escalones en aquella dirección, sino que descendían más que la garganta,
aunque la cuesta que estaban cruzando era cada vez más empinada.
—Fafhrd —protestó el Ratonero en voz baja—, nos dirigimos a la cumbre de Stardock,
no a la Catarata Blanca.
—Has aceptado que yo soy quien conoce estos parajes —replicó Fafhrd, mientras
cortaba el hielo—. Además, ¿quién hace el trabajo?
—Mira, Fafhrd, hay dos cabras que cruzan esa garganta hacia Stardock. No, son tres.
—¿Y debemos confiar en las cabras? Pregúntate por qué las han enviado.
Apareció el sol, que seguía su ruta hacia el sur, alargando mucho las sombras de los
escaladores. El gris pálido de la nieve se convertía en un blanco destellante. El Ratonero
se quitó la capucha. Por unos instantes, el placer del calor de los rayos en su nuca le
ayudó a mantener la boca cerrada, pero luego la cuesta se hizo aún más empinada y
Fafhrd seguía tallando escalones hacia abajo.
—Creo recordar que teníamos el propósito de escalar Stardock, pero mi memoria debe
de estar desordenada —observó el Ratonero—. Fafhrd, acepto tu palabra de que
debemos mantenernos alejados de la cresta, pero ¿es preciso que nos alejemos tanto? Y
las tres cabras han cruzado sin problemas.
—Has aceptado mi experiencia —se limitó a decir Fafhrd, en tono cortante.
El Ratonero se encogió de hombros. Ahora se apoyaba continuamente en su vara,
mientras que Hrissa hacía una larga pausa antes de cada salto.
Ahora la longitud de sus sombras era inferior a un tiro de lanza, y el sol había
empezado a fundir la nieve superficial. Los regueros de agua humedecían sus guantes y
hacían que el apoyo de los pies fuesen inseguros.
No obstante, Fafhrd seguía tallando los escalones hacia abajo. De repente empezó a
tallarlos más empinados, añadiendo, con unos golpecitos de su hacha, un minúsculo
asidero encima de cada escalón... ¡y aquellos asideros eran necesarios!
—Fafhrd —dijo en tono paciente el Ratonero—, tal vez un duende de los hielos te ha
susurrado el secreto de la levitación, de modo que puedas lanzarte desde aquí y hacer
piruetas aéreas hasta llegar a la cima de Stardock. En ese caso, espero que nos enseñes
a mí y a Hrissa qué se hace para tener alas en un instante.
—¡Silencio! —dijo Fafhrd en voz baja pero con energía—. Tengo un presentimiento.
Algo se aproxima. Apóyate bien y vigila detrás de nosotros.
El Ratonero clavó profundamente su vara en la nieve y volvió la cabeza. Hrissa saltó
desde el último escalón hasta aquel en donde estaba el Ratonero, y lo hizo con tanta
destreza que éste no tuvo que moverse.
—No veo nada —informó el Ratonero, el cual, con la vista levantada, casi miraba
directamente al sol. Entonces añadió con voz entrecortada—: ¡Otra vez se bifurcan los
rayos y hay unos destellos ondulantes! ¡Es esa cosa voladora que vuelve! ¡Agárrate!
Volvió a oírse el sonido impetuoso, más intenso que en las ocasiones anteriores y en
rápido aumento, y una gran oleada de aire, como de un cuerpo enorme que pasara raudo
a unos palmos de distancia, les azotó las ropas y el pelaje de Hrissa, obligándoles a
aferrarse a sus asideros, aunque Fafhrd blandió su hacha y la descargó en el aire. Hrissa
soltó un gruñido. El impulso de su movimiento estuvo a punto de hacer perder el equilibrio
a Fafhrd.
—Juraría que le he tocado, Ratonero —dijo el nórdico cuando volvió a estar bien
aferrado a su asidero—. Mi hacha ha tocado algo además de aire.
—¡Cabeza de chorlito! —gritó el Ratonero—. Tus arañazos le irritarán y volverá aquí.
Soltó el asidero de hielo y, apoyándose en su vara, escudriñó la atmósfera soleada, en
busca de ondulaciones.
—Es más probable que le haya asustado —dijo Fafhrd, haciendo lo mismo.
El extraño sonido se desvaneció y no se volvió a oír, la atmósfera quedó quieta y se
hizo el silencio en la cuesta empinada. Incluso dejó de oírse el goteo del agua.
El Ratonero suspiró aliviado y se volvió hacia la pared: ésta había cedido el paso al
vacío. Le sobrecogió un frío de muerte mientras comprobaba que a partir de un punto a la
altura de sus rodillas, toda la cresta nevada ascendente había desaparecido, toda la
garganta entre las dos cimas y una parte del montículo a cada lado de la misma, como si
un dios hubiera tendido su mano mientras el Ratonero estaba de espaldas para arrancar
aquel trozo de realidad.
Presa del vértigo, se apoyó en su vara. Ahora se encontraba en lo alto de una garganta
de nieve recién creada. Por la blanca pendiente oriental, la cornisa de nieve que se había
desprendido en silencio caía con velocidad creciente, todavía en un pedazo del tamaño
de un risco.
Detrás de él, los escalones que Fafhrd había tallado ascendían hasta un nuevo borde
nevado y desaparecían.
—¿Te das cuenta? —gruñó Fafhrd—. Hemos bajado lo suficiente por los pelos. Mi
cálculo estaba equivocado.
La cornisa desprendida se perdió de vista, y así el Ratonero y Fafhrd pudieron ver por
fin lo que había al este de las Montañas de los Gigantes: una verde y ondulante extensión
que podría estar formada por copas de árboles, pero desde aquella altura incluso los
árboles gigantes serían más pequeños que briznas de hierba..., una extensión que estaba
mucho más abajo que el Yermo Frío a sus espaldas. Más allá de la depresión tapizada de
verde, se alzaba otra espectral cadena montañosa.
—He oído contar leyendas sobre el valle de la Gran Hendidura —murmuró Fafhrd—.
Es como un cuenco inmenso que recibe la luz del sol y cuyo suelo cálido se encuentra a
una legua por debajo del Yermo.
Ambos escudriñaron la lejanía.
—Fíjate en esos árboles que crecen en la vertiente oriental del obelisco y llegan casi
hasta la cima —dijo el Ratonero—. Ahora la presencia de las cabras no parece tan
extraña.
Sin embargo, no podían ver nada en la vertiente oriental de Stardock.
—¡Vamos! —ordenó Fafhrd—. Si nos entretenemos, esa cosa voladora, gruñona y
riente puede envalentonarse y volver, a pesar de la caricia de mi hacha.
Sin más palabras, el nórdico se puso resueltamente a tallar escalones hacia adelante...
y todavía un poco abajo.
Hrissa siguió mirando por encima del borde, casi apoyando en él su mentón peludo con
el hocico tembloroso, como si percibiera un tenue olor de carne procedente de la verde
lejanía, pero cuando la cuerda se tensó sobre su arnés, siguió a los hombres.
Los riesgos se multiplicaban. Llegaron a las oscuras rocas de la Escala, tras un difícil
avance a lo largo de una pared de hielo casi vertical, en la penumbra, bajo una cascada
de nieve que caía desde una prominencia de hielo, por encima de sus cabezas, tal vez
una versión en miniatura de la Catarata Blanca que constituía la falda de Stardock.
Cuando por fin, ateridos de frío y sin atreverse apenas a creer que lo habían logrado,
llegaron a un ancho saliente, vieron en la nieve una mezcolanza de huellas
sanguinolentas de cabras.
Sin más advertencia, un largo banco de nieve entre aquel escalón y el siguiente alzó su
extremo más próximo a unos doce pies de altura y siseó de un modo alarmante. Era una
enorme serpiente con la cabeza tan grande como la de un alce, y toda ella cubierta de un
pelaje blanco. Sus grandes ojos violáceos brillaban como los de un caballo loco, y sus
mandíbulas abiertas mostraban dos hileras de dientes como los de un tiburón y dos
grandes colmillos de los que salía una especie de humo pálido.
La serpiente peluda vaciló entre el hombre más próximo, el más alto, que blandía un
hacha, y el hombre de menor estatura, que estaba más alejado y sostenía una vara
negra. Hrissa aprovechó la pausa y, con siseantes gruñidos, saltó hacia el ofidio, el cual
atacó a este nuevo y más activo enemigo.
Fafhrd recibió una vaharada de su acre aliento, y el vapor emitido por el colmillo más
próximo envolvió su codo izquierdo.
El Ratonero había fijado su atención en uno de los ojos violáceos del monstruo, tan
grande como el puño de una muchacha.
Hrissa miró las fauces que se abrían bajo él, de un rojo oscuro y ribeteadas de hojas
marfileñas bañadas en baba y los dos colmillos que no dejaban de lanzar vapor.
El Ratonero hundió el extremo puntiagudo de su vara en el brillante ojo violáceo.
Blandiendo el hacha con ambas manos, Fafhrd golpeó el cuello peludo, precisamente
por debajo del cráneo grande como el de un caballo, y brotó sangre roja que humeaba al
contacto con la nieve.
Entonces los tres escaladores reanudaron apresuradamente su ascensión, mientras el
monstruo se retorcía en convulsiones que agitaban las rocas y rociaban de sangre tanto la
nieve como el pelaje blanco.
Al llegar a una distancia que juzgaron segura, los escaladores se detuvieron y
contemplaron la agonía del monstruo, aunque no sin mirar con frecuencia a su alrededor
por si les acechaban criaturas similares o más peligrosas.
—Una serpiente de sangre caliente, un ofidio con pelaje —comentó Fafhrd—. Es algo
contrario a toda experiencia. Mi padre jamás me habló de tales seres. Dudo que tropezara
alguna vez con ellos.
—Seguramente encuentran sus presas en la vertiente oriental de Stardock y vienen
aquí sólo para guarecerse o tener sus crías —dijo el Ratonero—. A lo mejor esa cosa
volante invisible atrajo a las tres cabras por aquella garganta de nieve como un señuelo
para ese bicho... O quizá existe un mundo secreto dentro de Stardock.
Fafhrd meneó la cabeza, como para eliminar semejantes productos de la imaginación.
—Nuestra ruta es hacia arriba, y será mejor que estemos por encima de la Guarida
antes de que anochezca. Dame un poco de miel cuando beba —añadió, al tiempo que
desataba su odre de agua y exploraba la parte superior de la Escala.
Vista desde su base, la Escala era un triángulo estrecho y oscuro que ascendía hacia
el cielo azul entre las Trenzas nevadas. Primero estaban los salientes donde se
encontraban, fáciles al principio, pero que iban haciéndose cada vez más empinados y
estrechos. Seguía una extensión casi lisa, punteada aquí y allá por sombras y
ondulaciones que sugerían rutas de escalada fragmentarias, pero ninguna de ellas estaba
conectada. Seguía otra franja de salientes, la Percha, y a continuación una extensión aún
más lisa que la anterior. Finalmente, otra franja de salientes, más corta y estrecha, el
Rostro, y en lo más alto lo que parecía un pequeño trazo de tinta blanca: el borde del
casquete nevado de Stardock.
El Ratonero volvió a experimentar todos sus dolores y su fatiga mientras alzaba la vista
Escala arriba y palpaba su bolsa en busca del frasco de miel. Estaba seguro de que
jamás había visto semejante distancia comprimida en tan escaso espacio por el escorzo
vertical. Era como si los dioses hubieran construido una escala para llegar al cielo y,
después de usarla, se hubieran desprendido de la mayor parte de los escalones. Pero
apretó los dientes y se dispuso a seguir a Fafhrd.
Toda la escalada anterior empezó a parecer cosa de niños en comparación con el
esfuerzo que debían realizar ahora, un escalón tras otro, durante la larga tarde de verano.
Si el obelisco Polaris había sido un maestro de escuela severo, Stardock era una reina
loca, que preparaba incansable sus conmociones y sorpresas y cuyos caprichos eran
impredecibles.
Los salientes de la Guarida estaban hechos de roca que a veces se quebraba al
tocarla, y una lluvia de grava caía sobre los escaladores. Éstos conocieron las avalanchas
de piedras de Stardock, que se producían de improviso, por lo que tenían que aferrarse a
las paredes. Fafhrd lamentaba haber dejado su casco en el túmulo. Al principio Hrissa
gruñía a cada piedra que caía cerca de él, pero cuando al fin un pequeño guijarro le
golpeó en un costado sintió miedo y se acercó al Ratonero, tratando de pasar entre las
piernas de éste y la pared, hasta que su amo le hizo desistir.
En una ocasión vieron un pariente del gusano blanco que habían matado. Se irguió
hasta la altura de un hombre y les miró fijamente desde un saliente, pero no atacó.
Tuvieron que abrirse paso hasta el punto más septentrional del saliente más elevado
antes de que encontraran, en el mismo borde de la Trenza situada al norte, casi por
debajo de su torrente de nieve, un barranco lleno de piedras que se estrechaba hacia el
norte formando una ancha estría vertical, o chimenea, como la llamó Fafhrd.
Cuando remontaron por fin la traidora superficie pedregosa, el Ratonero descubrió que
el siguiente tramo de la escalada era realmente como subir por el interior de una
chimenea rectangular de anchura variable y sin una de las cuatro paredes. Su roca era
más firme que la de las Guaridas, pero eso era todo lo positivo que podía decirse de ella.
La escalada de aquel pozo requería mucha habilidad y fuerza. A veces se alzaban
utilizando asideros apenas lo bastante anchos para apoyar los dedos de las manos o lo
pies si una de las grietas que necesitaban era demasiado estrecha, Fafhrd introducía en
ella una de sus escarpias para hacer un asidero, y luego, si había alguna posibilidad, era
preciso recuperarla. En ocasiones, la chimenea se estrechaba tanto que tenían
dificultades para ascender, apoyando los hombros en una pared y las botas en la otra. Por
dos veces se ensanchó y presentó unas paredes tan suaves, que hubieron de usar la vara
extensible del Ratonero como asidero imprescindible.
En cinco ocasiones, la chimenea apareció bloqueada por una roca enorme que, al caer,
había quedado trabada, y era preciso trepar alrededor de aquellos temibles obstáculos,
generalmente con la ayuda de una o más de las escarpias de Fafhrd, colocadas entre la
roca y la pared, o bien lanzando su rezón.
—Hubo un tiempo en que Stardock lloraba y sus lágrimas eran piedras de molino —
comentó el Ratonero, hurtando el cuerpo para evitar una piedra que pasó zumbando por
su lado.
Hrissa no podía escalar la mayor parte de los tramos, y el Ratonero tenía que
cargárselo a la espalda o dejarlo sobre una de las rocas obstructoras o en un saliente y
alzarlo cuando hubiera ocasión. A medida que les invadía la fatiga, se intensificaba la
tentación de abandonar al felino, pero no podían olvidar con qué valentía les había
salvado del primer ataque del gusano blanco.
Durante toda la ascensión, y sobre todo al escalar las rocas obstructoras, tuvieron que
soportar las avalanchas de piedras, y cada nueva roca por encima de ellos les brindaba la
protección de un techo, hasta que era preciso remontarla. Por otro lado, a veces la nieve,
que rebosaba de alguna de las avalanchas producidas continuamente en la Trenza del
norte, penetraba en la chimenea, y era un peligro más contra el que debían protegerse.
También de vez en cuando bajaba agua helada por la chimenea, y les humedecía los
guantes y las botas, al tiempo que restaba seguridad a todos los asideros.
El aire estaba enrarecido, y a menudo tenían que detenerse y aspirar profundamente,
hasta que sus pulmones quedaban satisfechos. El brazo de Fafhrd empezó a hincharse a
causa del vapor venenoso expelido por el colmillo del gusano, y llegó al extremo de no
poder doblar los dedos hinchados para aferrarse a las grietas o la cuerda. Además, le
picaba y escocía, y aunque lo introducía una y otra vez en la nieve, era en vano.
Sus únicos aliados en aquella difícil ascensión eran el sol, cuyo brillo les animaba y
compensaba la frialdad creciente (leí aire inmóvil, y la misma dificultad y variedad de la
escalada, que por lo menos mantenía su mente alejada del vacío a su alrededor y por
debajo de ellos, mucho más vertiginoso que en el obelisco. El Yermo Frío parecía otro
mundo, separado de Stardock en el espacio.
En un momento determinado hicieron un esfuerzo para comer un bocado y tomar
varios tragos de agua, y en una ocasión el Ratonero se sintió presa de náuseas, que sólo
cesaron cuando vomitó, aunque quedó muy debilitado.
El único incidente de la escalada no relacionado con el carácter lunático de Stardock
tuvo lugar cuando trepaban alrededor del quinto obstáculo, lentamente, como dos grandes
babosas, esta vez el Ratonero en primer lugar, con Hrissa a cuestas y Fafhrd siguiéndole
de cerca. En aquel punto la Trenza del norte se estrechaba tanto que era visible una
protuberancia de la pared septentrional al otro lado del torrente de nieve.
Se oyó entonces un chirrido que no podía haberlo producido ninguna roca, al que
siguió otro chirrido y, finalmente, un sonido vibrante. Cuando Fafhrd trepó a lo alto de la
roca obstructora, se refugió en el ángulo que formaba con la pared de la chimenea. El
bulto que llevaba a la espalda tenía clavada una flecha, cruelmente armada de lengüetas.
El Ratonero asomó la cabeza por el lado norte, e inmediatamente una tercera flecha
pasó zumbando cerca de su cabeza. Fafhrd, aferrado a sus talones, le hizo retroceder.
—Era Kranarch, no hay duda —le informó el Ratonero—, le he visto disparar el arco.
No hay señal de Gnarfi, pero uno de sus nuevos camaradas, vestido con pieles marrones,
estaba agazapado detrás de Kranarch, apoyado en la misma roca. No he podido verle la
cara, pero es un tipo muy fornido y paticorto.
—Siguen delante de nosotros —masculló Fafhrd.
—Y no tienen escrúpulos en mezclar la escalada con el asesinato —observó el
Ratonero, mientras rompía la cola de la flecha que había perforado el bulto de Fafhrd y
extraía el astil—. ¡Ah, amigo mío, me temo que tu manto de dormir tiene dieciséis
agujeros! Y esa pequeña vejiga con linimento de pinto... también está perforada. ¡Oh, qué
fragancia!
—Estoy empezando a creer que esos dos hombres del Illik-Ving no son deportistas —
dijo Fafhrd—. Así que... ¡arriba y adelante!
Estaban muertos de cansancio, y el sol era apenas como diez dedos al final de un
brazo extendido por encima del horizonte llano del Yermo. Algo en el aire había dado al
sol una blancura de plata, y ya no enviaba sus rayos con los que combatir el frío. Pero
ahora los salientes de la Percha estaban más cerca, y podían confiar en que les ofrecería
un sitio mejor para acampar que la chimenea.
Así pues, aunque todos sus músculos protestaban, obedecieron a la orden de Fafhrd.
Cuando se encontraban a medio camino de la Percha, empezó a nevar, una nieve
pulverulenta que caía vertical como una flecha, igual que la noche anterior, pero más
espesa.
La silenciosa nevada proporcionaba una sensación de serenidad y seguridad que era
falsa, puesto que enmascaraba los desprendimientos de piedras que seguían
produciéndose en la chimenea, como la artillería del Dios del Azar.
A cinco metros de la cumbre, un pedrusco del tamaño de un puño alcanzó a Fafhrd en
el hombro derecho, y así su único brazo sano quedó entumecido, colgando límpido e
inútil, pero el pequeño trecho que quedaba por escalar era tan fácil que pudo hacerlo
apoyándose con las botas y ayudándose de la mano izquierda, inflamada y apenas
utilizable.
Al llegar a la parte superior de la chimenea se asomó con cautela, pero allí la Trenza
volvía a ser espesa y ocultaba la vista (le la pared septentrional. Por suerte, el primer
saliente era ancho y con un dosel de roca que había impedido la acumulación de nieve e
incluso de piedras en su mitad interior. Fafhrd avanzó ansiosamente, seguido por el
Ratonero y Hrissa.
Pero cuando se sentaron para descansar en el fondo del saliente, después de que el
Ratonero se desprendiera de su pesado bulto y cuando empezaba a desatar la vara
extensible que le colgaba de la muñeca —pues incluso eso se había convertido en una
carga torturante—, oyeron el ya familiar susurro en el aire y apareció una gran forma
plana que se acercaba lentamente a través de la nieve que el sol plateaba y que
contorneaba sus líneas. Se dirigió en línea recta al saliente y esta vez no pasó de largo,
sino que se detuvo y permaneció allí colgada, como un gigantesco pez demoníaco,
hocicando el borde del mar, mientras diez marcas estrechas, cada una con ventosas
alineadas, aparecían sobre la nieve en el borde del saliente, como de diez tentáculos
cortos aferrados allí.
Desde el centro de aquella invisibilidad monstruosa se alzó una invisibilidad más
pequeña, contorneada por la nieve, de la altura y envergadura de un hombre. En el centro
de esta forma cabía un objeto visible: una espada delgada de hoja gris oscuro y Pomo
plateado, la cual apuntaba directamente al pecho del Ratonero.
La espada avanzó de súbito, casi con tanta rapidez como si la hubieran lanzado, pero
no del todo, y tras ella, con la misma celeridad, la columna del tamaño de un hombre, de
cuya parte superior salía ahora una áspera risa.
El Ratonero aferró la vara que aún no había desatado de su mano y lanzó una
estocada contra la figura esbozada por la nieve, detrás de la espada.
La espada gris esquivó la vara y, con un súbito movimiento le torsión, la arrebató de los
dedos del Ratonero, entorpecidos por la fatiga. El negro instrumento, en el que Glinthi el
Artífice había invertido todas las noches del mes de la Comadreja tres años atrás, se
perdió en el espacio bajo la nieve plateada.
Hrissa retrocedió contra la pared, gruñendo y echando espumarajos por la boca, con
todos sus miembros en tensión.
Fafhrd intentó sacar el hacha, con gestos frenéticos, pero sus ledos hinchados ni
siquiera le permitían desatar la funda adosada al cinto.
El Ratonero, enfurecido por la pérdida de su preciosa vara de escalar, hasta tal punto
que no le importaba que su enemigo fuese invisible, desenvainó a Escalpelo y desvió el
nuevo ataque de a espada gris.
Tuvo que parar otras doce estocadas, recibió dos cortes en in brazo y tuvo que
apoyarse contra la pared casi como Hrissa, entes de tomar la medida a su enemigo, el
cual se había apartado le la nieve y ahora era totalmente invisible.
Entonces, con la mirada fija en un punto situado a dos palmos por encima de la espada
gris —un punto donde juzgó que estarían los ojos de su enemigo (si éste los tenía en la
cabeza)— avanzó con pasos pesados, golpeó la espada gris, deslizó a Escalpelo a su
alrededor, con minúsculas fintas, tratando de trabarla con sus propia espada, y todo ello
mientras empujaba impetuosamente un brazo y un tronco invisibles.
Por tres veces notó que su hoja se clavaba en carne, y una vez se arqueó brevemente
contra un hueso invisible.
Su enemigo volvió de un salto al invisible objeto volante, dejando estrechas huellas de
pies en el aguanieve allí acumulada. El objeto se balanceaba.
En un arrebato de furor, el Ratonero estuvo a punto de seguir a su enemigo hasta
aquella plataforma invisible, viviente, pulsátil, pero tuvo la prudencia de detenerse en el
borde.
Esa prudencia fue providencial, pues el objeto volante partió como una cometa atada a
un tiburón. Su brusco aleteo desprendió la nieve acumulada mientras esperaba, la cual
formó remolinos y se confundió con los copos que caían. Se oyó una última trinada, que
quizá era un lamento, y se desvaneció en la lobreguez plateada.
El Ratonero empezó a reírse, con un dejo de histeria, y se pegó a la pared. Allí limpió la
hoja de su espada y notó la viscosidad de la sangre invisible. Sus risotadas fueron en
aumento.
El pelaje de Hrissa seguía erizado... y aún tardaría largo tiempo en volver a la
normalidad. Fafhrd abandonó el intento de desenfundar su hacha.
—Las chicas no podían estar con él, pues habríamos visto sus armas o sus huellas en
esa cosa volante con el lomo cubierto de nieve. Creo que ese tipo está celoso de nosotros
y actúa contra las.
Aunque Fafhrd había hablado en serio, el Ratonero siguió subiendo.
El lóbrego ambiente había adquirido una tonalidad grisácea bando los dos amigos
encendieron el brasero y se prepararon gira pasar la noche. A pesar de sus lesiones y su
fatiga extrema, las emociones experimentadas por el último encuentro habían renovado
sus energías y ahora estaban exaltados y hambrientos. Se dieron un festín de cabrito
asado sobre las llamas alimentadas por resina o cocido en un agua que, curiosamente,
podían beber sin quemarse aun cuando casi estuviera hirviendo.
—Debemos de estar cerca del reino de los dioses —musitó Fafhrd—. Dicen que ellos
toman alegremente vino hirviendo y que caminan sin lastimarse sobre las llamas.
—Pero el fuego es tan caliente aquí como en cualquier otra arte —comentó el
Ratonero—. Sin embargo, el aire parece enrarecido. ¿Con qué crees que se alimentan los
dioses?
—Son etéreos y no necesitan aire ni alimento —sugirió Fafhrd ras pensarlo un rato.
—Pero acabas de decir que toman vino.
—Todo el mundo toma vino —replicó Fafhrd, bostezando y terminando así con la
discusión y también con la especulación allí expresada por el Ratonero, sobre la
posibilidad de que el aire más débil, al presionar con menos fuerza el líquido que se
calienta, puede hacer que sus burbujas escapen más fácilmente.
El brazo derecho de Fafhrd empezó a recuperar la capacidad de movimiento, mientras
que la hinchazón del izquierdo se había detenido. El Ratonero aplicó ungüento a sus
pequeñas lesiones y las vendó. Entonces recordó que debía cuidar de las patas de
Hrissa, e introdujo en las minúsculas botas un poco de plumón con aroma de pino,
extraído de los agujeros que las flechas habían abierto en el manto de Fafhrd.
Cuando estaban enfundados en sus mantos, Hrissa cómodamente entre los dos, y tras
echar unas cuantas bolas de resina en el brasero, Fafhrd sacó un frasco de vino de
Ilthmar y lo compartió con su camarada, mientras imaginaban los soleados viñedos y
aquel sol espléndido tan al sur.
A la luz del brasero vieron que la nieve seguía cayendo. Algunas piedras desprendidas
chocaron con estrépito en las cercanías, y oyeron el retumbar de una avalancha de nieve.
Luego Stardock guardó silencio en la gélida noche. Los escaladores tenían una sensación
de extrañeza en aquella especie de nido de águilas, por encima de cualquier otro pico en
las Montañas de los Gigantes, y probablemente en todo Nehwon, pero rodeado de
oscuridad, como una pequeña habitación de paredes negras.
—Ahora sabemos lo que anida en estas alturas. ¿Crees que puede haber docenas de
esas rayas invisibles, tendidas en salientes como éste o colgadas de ellos? ¿Por qué no
se congelan? ¿O acaso alguien los guarda en una cuadra? ¿Y qué me dices de esa gente
invisible? Ya no puedes considerarlos un espejismo...; has visto la espada, y alguien
invisible la blandía. ¡Invisible! ¿Cómo es posible tal cosa?
Fafhrd se encogió de hombros y dio un respingo, porque el gesto le produjo un dolor
intenso.
—Deben de estar hechos de alguna materia parecida al agua o el cristal —aventuró—,
pero flexible y capaz de refractar la luz... y sin resplandor superficial. Ya sabes que la
arena y las cenizas pueden volverse transparentes mediante la cocción. Quizá existe
algún modo de producir hombres y monstruos como se fabrican ladrillos, cociéndolos
hasta que se hacen invisibles.
—Pero ¿cómo pueden hacerlos lo bastante ligeros para volar? —inquirió el Ratonero.
—Deben de tener una constitución adecuada al aire de estas alturas —supuso el
nórdico, somnoliento.
—Yesos gusanos mortíferos... —dijo el Ratonero—... y vete a saber los peligros que
nos aguardan todavía. ¿Por qué tenemos que subir hasta la cumbre de Stardock?
—Para vencer a Kranarch y Gnarfi... —dijo Fafhrd en un susurro—..., para superar a mi
padre..., el misterio de la montaña..., muchachas... Oh, Ratonero, ¿cómo podríamos
detenernos aquí? ¿Acaso podrías hacerlo tras haber acariciado la mitad del cuerpo de
una mujer?
—Ya no mencionas los diamantes —observó el Ratonero—. Crees que no los
encontraremos?
Fafhrd empezó a encogerse de hombros, pero musitó una adición que terminó en un
bostezo.
El Ratonero buscó en su faltriquera, sacó el fragmento de pergamino y leyó todo su
contenido al resplandor de las brasas resina:
Quien suba al blanco Stardock,
el Árbol de la Luna,
sorteando gusanos,
gnomos y peligros ocultos,
conseguirá la llave de la riqueza:
el Corazón de la Luz, una bolsa de estrellas.
Los dioses que otrora reinaron en el mundo
tienen su ciudadela en ese pico,
desde donde lanzaron antaño las estrellas
y hay sendas que llevan al infierno y al cielo.
Venid, héroes, a través de los rocosos Trollstep.
Acudid, hombres valientes, cruzando el Yermo.
Para vosotros la gloria abre cada puerta.
Yo os rezaguéis, subid, apresuraos.
Quien escale la ciudadela del Rey de las Nieves
engendrará a los hijos de sus dos hijas;
aunque se enfrente a feroces enemigos
y caiga, su simiente persistirá mientras el mundo exista.
La resina se quemó del todo mientras el Ratonero leía.
—Bueno, nos hemos tropezado con un gusano, un individuo posible que quería
impedirnos el paso y dos brujas sin ojos que trían ser las hijas del rey. En cuanto a los
gnomos... Recuerdo dijiste algo sobre esos gnomos, Fafhrd. ¿Qué era?
Aguardó la respuesta de su amigo con una ansiedad poco natural. Al cabo de un rato
empezó a oírla: unos ronquidos suaves y regulares.
El Ratonero le contempló con envidia, pues estaba tan inquieto que no podía dormir.
No debería haber pensado en mujeres o más bien en una sola muchacha que no era más
que una máscara burlona con los labios fruncidos y una negrura misteriosa donde
deberían estar los ojos, vista al otro lado del fuego.
Experimentó una súbita sensación de ahogo. Se desató rápidamente el manto y, a
pesar del maullido inquisitivo de lirissa, lanzó a tientas hacia el sur del saliente. Pronto la
nieve, que caía como agujas de hielo sobre su rostro enrojecido, te indicó que estaba más
allá del voladizo. Entonces dejó de nevar. Pensó que estaba bajo otro voladizo..., pero él
no se había movido. Alzó la cabeza y atisbó la negra cima de Stardock silueteada contra
pina franja de cielo tenuemente iluminada por la luna oculta y punteada por unas pocas
estrellas tenues. Tras él, al oeste, la tormenta de nieve aún oscurecía el cielo.
Parpadeó y soltó un juramento en voz baja, pues ahora el negro precipicio que debían
escalar al día siguiente estaba iluminado por luces tenues y dispersas, violetas, rosadas,
verde pálido y ámbar. Las más próximas, que estaban todavía a mucha altura, parecían
rectángulos diminutos, como ventanas iluminadas vistas desde abajo.
Era como si Stardock fuese una gran hostería.
Sintió de nuevo en el rostro los copos helados y la franja de cielo se fue estrechando
hasta que desapareció. Nevaba de nuevo sobre Stardock, y la espesa cortina de copos
ocultaba todas las estrellas y las demás luces.
La inquietud del Ratonero fue remitiendo. De repente se sintió muy pequeño y
temerario, y el frío intenso le sobrecogió. La misteriosa visión de las luces persistía en su
mente, pero apaga: ta, como si formara parte de un sueño. Desanduvo sus pasos con
cautela y percibió el calor de Fafhrd, Hrissa y el brasero extinguido un instante antes de
que palpara su manto. Se enfundó en ni prenda y permaneció largo tiempo encogido
como un bebé, su mente vacía de todo excepto de la frígida negrura. Y por fin se durmió.
Amaneció un día encapotado. Todavía tendidos, los dos lumbres se restregaron y
forcejearon para eliminar parte de su rigidez y entrar en calor lo suficiente para levantarse.
Hrissa se apartó de ellos, cojo y taciturno.
Por lo menos, los brazos de Fafhrd ya no estaban hinchados y ateridos, mientras que el
Ratonero había olvidado las pequeñas heridas de los suyos.
Desayunaron té de hierbas con miel y emprendieron la escalada de la Percha bajo una
ligera nevada. La nieve les acosó durante toda la mañana, excepto cuando las ráfagas de
viento cambiaban la dirección de los copos. En tales ocasiones podían ver el precipicio
grande y liso que separaba la Percha de los salientes del Rostro. Por lo que pudieron
atisbar, el precipicio no parecía presentar ninguna ruta de escalada, ni cualquier otra
marca. Fafhrd se rió del sueño que le había contado el Ratonero —las ventanas con luces
de colores— pero al fin, cuando se aproximaban a la base del precipicio, distinguieron una
grieta estrecha —una línea delgada desde la perspectiva de los rescatadores que recorría
su centro.
No tropezaron con ninguno de aquellos volantes invisibles, ni volando ni tendido en un
saliente, pero cada vez que las ráfagas de viento abrían extrañas brechas en la cortina de
nieve, los dos aventureros se apoyaban con firmeza en sus asideros y empuñaban sus
armas mientras que Hrissa gruñía.
El viento no redujo el ritmo de su ascenso, aunque les dejaba helados. Tenían que
seguir vigilantes por si se desprendían rocas, pero éstas caían con mucha menos
frecuencia que el día anterior, quizá porque ahora la mayor parte de Stardock quedaba
por debajo de ellos.
Alcanzaron la base del gran precipicio en el punto donde se iniciaba la grieta, lo cual
fue muy conveniente, puesto que ta nieve era ahora tan espesa que habrían tenido
dificultades para localizarla.
Les alegró comprobar que la grieta en cuestión era otra chimenea, de apenas un metro
de anchura y no mucho más profunda, y su interior presentaba innumerables
protuberancias que servirían como asideros, en contraste con la lisa superficie exterior. Al
contrario que la chimenea anterior, parecía extenderse hacia arriba indefinidamente, sin
variaciones de anchura y, hasta donde alcanzaba su vista, no había rocas obstructoras.
En cierto modo, era una especie de escala rocosa que ofrecía un semiabrigo de la nieve.
Incluso Hrissa podría trepar por allí, como en el obelisco Polaris.
Almorzaron alimentos que habían calentado al contacto con sus epidermis. La
ansiedad les devoraba, pero se obligaron a tomarse el tiempo necesario para masticar y
beber. Cuando entraron en la chimenea, Fafhrd el primero, se oyó por tres veces un
retumbar, de truenos, quizá, y ciertamente amenazantes, y el Ratonero se echó a reír.
Como los asideros eran abundantes y disponían de la pared opuesta para apoyarse, la
escalada era relativamente fácil, y lo habría sido más si el cansancio acumulado no
hubiera disminuido sus energías, lo cual les obligaba a detenerse a menudo para llenarse
los pulmones de aquel aire poco oxigenado. Sólo en dos ocasiones la chimenea se
estrechó tanto que Fafhrd tuvo que escalar un trecho por fuera del pozo. El Ratonero,
gracias a su constitución ligera, pudo seguir dentro.
La experiencia era casi intoxicante. A pesar de que la oscuridad iba en aumento,
debido al espesor creciente de la nieve, y de que los estampidos eran más intensos —
ahora estaban seguros de que eran truenos, puesto que los anunciaban débiles y breves
resplandores a lo largo de la chimenea, como relámpagos cuya luz difuminaba la nieve—
el Ratonero y Fafhrd se sentían alegres como niños subiendo por una misteriosa escalera
de caracol en un castillo encantado, y, a pesar de su fatiga, se entregaron por unos
momentos al juego infantil de dar voces cuyo eco reverberaba en la chimenea iluminada
por la cárdena y mortecina luz de los relámpagos.
Poco después, las paredes del pozo fueron haciéndose casi tan lisas como la superficie
exterior del precipicio, y al mismo tiempo empezaron a ensancharse gradualmente,
primero un palmo, luego otro, a continuación un dedo más, por lo que el peligro de la
ascensión fue en aumento. Tenían que apoyar los hombros en una pared y las botas en la
otra, «caminando» así con empujones y sacudidas. El Ratonero recogió a Hrissa y el fe—.
lino se acurrucó sobre su pecho jadeante, lo cual suponía una carga considerable. Pero a
pesar de todos estos inconvenientes los dos hombres seguían sintiéndose exaltados, y el
Ratonero empezó a preguntarse si la atmósfera cercana al cielo tendría algún
componente tóxico.
Fafhrd, que era bastante más alto que su camarada, estaba mejor equipado para
aquella clase de escalada, y aún podía seguir adelante cuando el Ratonero se dio cuenta
de que su cuerpo estaba extendido casi horizontalmente entre los hombros y las suelas
de las botas, con Hrissa encima de él como un viajero sobre un puentecillo. No podía
ascender más, y no comprendía cómo había podido llegar hasta allí.
Fafhrd descendió como una gran araña al oír la llamada del Ratonero, y la situación de
su amigo no pareció impresionarle demasiado. Incluso sonreía, como reveló en aquel
momento la luz de un relámpago.
—Quédate un rato aquí —le dijo—. No estamos lejos de la cima. Creo haberla
vislumbrado hace un par de relámpagos. Yo subiré y tiraré de ti, colocando toda la cuerda
entre los dos. Hay una grieta al lado de tu cabeza... Introduciré una escarpia para que
estés más seguro. Entretanto, descansa.
Tal fue la rapidez con que Fafhrd llevó a cabo todo lo que había dicho, y tan pronto
emprendió de nuevo la escalada, que el Ratonero guardó para sí las observaciones
sardónicas que bullían dentro de sus rígidas entrañas.
Los relámpagos sucesivos mostraron la figura del nórdico que empequeñecía a una
velocidad gratificante, hasta que apenas pareció más grande que una araña trampera en
el extremo de su tubo. Al siguiente relámpago había desaparecido, pero el Ratonero no
podía estar seguro de si había alcanzado la cima o rebasado un recodo de la chimenea.
Sin embargo, la cuerda siguió ascendiendo, hasta que sólo quedó un pequeño trecho
por debajo del Ratonero, el cual ahora era presa de intensos dolores y sentía mucho frío,
inconvenientes contra los que sólo podía apretar los dientes. Hrissa eligió aquel momento
para desplazarse, inquieto, sobre su pequeño puente humano. Hubo un relámpago
cegador seguido de un trueno que sacudió la montaña. Hrissa se agazapó, asustado.
La cuerda se puso tensa y tiró del cinto del Ratonero, el cual aferró a Hrissa contra su
pecho, mientras esperaba el aviso de Fafhrd.
Hacerlo así, en vez de proseguir de inmediato la escalada, fue una buena decisión,
pues en aquel mismo momento la cuerda se aflojó y empezó a caer sobre el vientre del
Ratonero como un torrente de agua negra. Hrissa se apartó, acurrucándose sobre la cara
de su amo. La caída de la cuerda pareció interminable, pero por fin su extremo superior
golpeó la clavícula del Ratonero. Por suerte, Fafhrd no cayó tras ella. Otro relámpago
deslumbrante, seguido por un estampido, mostró que la parte superior la chimenea estaba
vacía.
—¡Fafhrd! —gritó el Ratonero—. ¡Faaafhrd!
No se oyó más que el eco.
El Ratonero reflexionó un momento, luego se enderezó y palpó la pared en busca de la
escarpia que Fafhrd había introducido en la grieta con un solo golpe de su hacha-martillo.
Al margen de lo que le hubiese ocurrido a su compañero, lo único que el pequeño
aventurero podía hacer era atar la cuerda a la escarpia y descender por ella hasta él
trecho más fácil de la chimenea.
En cuanto la tocó, la escarpia cayó tintineando chimenea abajo, hasta que un nuevo
trueno ahogó el pequeño ruido metálico.
El Ratonero decidió bajar por la chimenea «caminando». Después de todo, así era
como había subido a lo largo del último trecho.
El primer intento de mover una pierna le reveló que sus músculos estaban
acalambrados. No habría podido doblar la pierna y estirarla de nuevo sin perder su
asidero y caer.
Pensó en la vara extensible de Glinthi, perdida en el espacio blanco, y ahogó ese
pensamiento.
Hrissa se agazapó sobre su pecho y le miró a la cara con una expresión que, revelada
por el siguiente resplandor cárdeno, parecía triste pero crítica, como si preguntara:
«¿Dónde está ese ingenio humano tan cacareado?».
Apenas Fafhrd hubo salido por el extremo de la chimenea al ancho y profundo saliente
rocoso, cuando una puerta de dos metros de altura, uno de anchura y dos palmos de
grosor se abrió silenciosamente en la roca, al fondo del saliente.
Había un contraste notable entre la aspereza de aquella roca y la superficie lisa y
suave de la piedra oscura que formaba los gruesos lados de la puerta así como el dintel,
las jambas y el umbral.
La abertura vertía al exterior una suave luz rosa y un perfume intenso cuyas vaharadas
evocaban sueños de placer que flotaban en un mar ondulante en el que se ponía el sol.
Aquellas vaharadas almizcleñas narcóticas, junto con la embriaguez provocada por el
aire enrarecido, casi hicieron que Fafhrd olvidara su objetivo, pero tocar la cuerda negra
era como tocar a Hrissa y el Ratonero en su otro extremo. La desató de su cinto y se
dispuso a asegurarla alrededor de una gruesa columna junto a la puerta abierta. A fin de
conseguir suficiente cuerda para hacer un buen nudo, tenía que tirar de la cuerda tensa.
Pero las vaharadas embriagadoras se hicieron más densas, y el nórdico dejó de notar el
peso del Ratonero y Hrissa en la cuerda. De hecho, empezó a olvidar a sus dos
camaradas por entero.
Entonces una voz argentina —una voz que conocía bien por haberla oído reír en un par
de ocasiones— le dijo:
—Entra, bárbaro. Ven a mí.
El extremo de la cuerda negra se deslizó de sus dedos sin que él se diera cuenta, siseó
tenuemente sobre la roca y cayó por la chimenea.
Agachándose un poco, Fafhrd cruzó el umbral y la puerta se cerró de inmediato tras él,
impidiéndole oír la llamada desesperada del Ratonero.
Estaba en una cámara iluminada por globos rosados que colgaban al nivel de su
cabeza, cuya cálida luminosidad coloreaba las colgaduras y las alfombras de la sala, pero
sobre todo la colcha de la gran cama que era su único mueble.
Al lado de la cama estaba una mujer esbelta, cuya túnica de seda negra ocultaba todo
su cuerpo con excepción del rostro, pero no disimulaba sus hermosas curvas. Una
máscara de encaje negro ocultaba el resto de su persona.
La mujer miró a Fafhrd durante siete violentos latidos de corazón y luego se sentó en la
cama. Un brazo y una mano bien torneados y enfundados en encaje negro salieron de
debajo de la túnica. La mano dio unas suaves e invitadoras palmadas sobre la colcha,
mientras la máscara seguía mirando fijamente al recién llegado.
Fafhrd se desprendió del bulto atado a su espalda y se desabrochó el cinto del que
pendía el hacha.
El Ratonero terminó de introducir toda la delgada hoja de su daga en la grieta junto a
su oreja, utilizando como martillo el pedernal que guardaba en su bolsa. Cada golpe de la
piedra contra el pomo hacía saltar chispas, pequeños resplandores que reproducían en
miniatura los grandes resplandores de los relámpagos que seguían iluminando a
intervalos la chimenea, mientras que los truenos constituían un tremendo obligado
musical con respecto a los golpes del Ratonero. Hrissa se agazapaba sobre los tobillos de
éste, y él le miraba de vez en cuando, como si preguntara al felino su parecer.
Una ráfaga de viento cargado de nieve que ascendió de improviso por la chimenea
levantó a la esbelta y velluda bestia un palmo por encima del Ratonero, y casi levantó
también a éste, pero el hombrecillo tensó aún más sus músculos y el puente, un poco
arqueado hacia arriba, se mantuvo firme.
Había terminado de anudar un extremo de la negra cuerda alrededor del mango de la
daga —y la fatiga de sus dedos y antebrazos los hacía casi inútiles— cuando una ventana
de dos pies de altura y cinco de anchura, cuya gruesa contraventana de roca se deslizó a
un lado, apenas a un palmo por encima del hombro del Ratonero situado junto a la pared,
se abrió. De aquella ventana salió un débil resplandor rojizo, que iluminó algo cuatro
rostros con negros ojos porcinos y unas cúpulas calvas por cabeza.
El Ratonero los examinó, llegando a la conclusión de que los cuatro eran de una
fealdad extrema. Sólo sus anchos dientes blancos, que aparecían entre los labios
sonrientes, los cuales casi unían las orejas tan porcinas como los ojos, podían
considerarse bonitos.
Hrissa saltó en seguida a través de la ventana y desapareció. Los dos rostros entre los
que pasó ni siquiera parpadearon.
Entonces ocho brazos cortos y musculosos aferraron al Ratonero y le alzaron al
interior. Los movimientos intensificaron el dolor de sus calambres, y se quejó débilmente.
Veía a su alrededor los gruesos cuerpos enanos, vestidos con jubones y calzones de
pelaje negro (uno de ellos llevaba una falda del mismo material), pero todos ellos
descalzos, mostrando unos pies de uñas grandes y gruesas. Entonces el dolor se hizo
insoportable y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, vio que le estaban dando masaje sobre una mesa dura, desnudo y
con el cuerpo embadurnado de aceite. Se hallaba en una cámara de techo bajo, mal
iluminada, y le rodeaban los cuatro enanos, cosa que supo incluso antes de abrir los ojos
por los apretones y golpes que daban a sus músculos ocho manos ásperas.
El enano que le masajeaba el hombro derecho y le golpeaba la parte superior de la
espalda arrugó sus párpados cubiertos de verrugas y mostró sus hermosos y blancos
dientes, más grandes que los de un gigante, haciendo una mueca que quizá era una
sonrisa amistosa. Entonces dijo en una atroz jerga mingol:
—Soy Rompehuesos y ésta es mi esposa, Sebochirlón. Mimando tu cuerpo por el lado
de babor, están mis hermanos Aplastapiés y Cascatestas. Ahora bebe este vino y
sígueme.
El vino tenía un sabor picante, pero disipó el mareo del Ratonero, y fue un alivio verse
libre del violento masaje, así como de los dolorosos calambres musculares.
Rompehuesos y Sebochirlón le ayudaron a levantarse, mientras Aplastapiés y
Cascatestas le frotaban enérgicamente con ásperas toallas. Una vez en pie sobre las frías
losas, al Ratonero le pareció por un instante que la habitación giraba a su alrededor, pero
en seguida recuperó el sentido del equilibrio y experimentó una sensación deliciosa, como
si le hubieran quitado el fardo de su fatiga.
Con andares de pato, Rompehuesos penetró en la penumbra más allá de las antorchas
humeantes, y el Ratonero le siguió sin preguntar nada, aunque en su fuero interno se
decía si aquéllos serían los Gnomos del Hielo de los que le había hablado Fafhrd.
Rompehuesos descorrió un pesado cortinaje en la oscuridad, revelando un espacio de
luz ambarina. El Ratonero pasó de la aspereza de la roca a la suavidad de aquel
ambiente. Los cortinajes se cerraron tras él.
Estaba solo en una cámara tenuemente iluminada por globos colgantes como grandes
topacios, pero supuso que si los tocaba brincarían como cuescos de lobo. Había un diván
grande y ancho, y más allá una mesa baja apoyada en la pared de la que colgaban
tapices y un taburete de marfil. Colgado de la pared, por encima de la mesa, había un
espejo de plata, y sobre la mesa se alineaban cantidades increíbles de botellas pequeñas
y muchos frascos de marfil.
No, la habitación no estaba totalmente vacía. Hrissa, recién atusado, estaba
agazapado en un rincón, pero no miraba al Ratonero, sino a un punto por encima del
taburete.
El Ratonero sintió un escalofrío, pero no era totalmente de miedo.
Una pizca de una sustancia verde muy claro saltó de uno de los frascos hasta el punto
que Hrissa contemplaba, y se desvaneció allí, pero una franja de aquella sustancia verde
se reflejó en el espejo. La extraña maniobra se repitió, y pronto en el espejo de plata se
vio una máscara verde, algo difuminada por la opacidad del metal.
Entonces la máscara desapareció del espejo y simultáneamente reapareció nítida,
colgando en el aire, encima del taburete de marfil. Era la máscara que el Ratonero
conocía bien, el mentón estrecho, los pómulos altos y arqueados, la nariz y la frente
rectas.
Los labios fruncidos, oscuros como el vino, se entreabrieron la voz suave y gangosa
preguntó:
—¿Te desagrada mi semblante, hombre de Lankhmar?
—Bromeáis cruelmente, oh princesa —replicó el Ratonero. confiando en su sangre fría,
al tiempo que hacía una reverencia—. Sois la Belleza personificada.
Unos dedos delgados, ahora delineados a medias por el verde claro, se introdujeron en
el frasco de ungüento y extrajeron a cantidad más generosa.
La suave voz gangosa, que tan bien coincidía con la mitad de la risa que el Ratonero
oyera bajo la nevada, le dijo entonces:
—Me juzgarás en mi integridad.
Fafhrd despertó en la oscuridad y tocó a la muchacha tendida a su lado. En cuanto
supo que ella también estaba despierta, la cogió por las caderas. Al notar que su cuerpo
se ponía rígido, la alzó en el aire, mientras él permanecía tendido boca arriba. La
muchacha era sorprendentemente liviana, como si estuviera hecha de hojaldre o plumón,
pero cuando volvió a depositarla a su lado, su carne era tan firme como la de cualquier
otra mujer, aunque más suave que la de la mayoría.
—Encendamos una luz, Hirriwi, te lo ruego —le dijo Fafhrd.
—Eso sería imprudente, Faffy —respondió ella en una voz que era como una cortina de
diminutas campanillas de plata levemente agitadas—, ¿has olvidado que ahora soy
totalmente invisible, lo cual podría atraer a ciertos hombres, pero me temo que a ti...?
—De acuerdo, de acuerdo, me gustas real —respondió él, cogiéndola con vehemencia
de los hombros para demostrar sus sentimientos, pero en seguida apartó las manos,
sintiéndose culpable al pensar en lo delicada que ella debía de ser.
La muchacha se echó a reír: todas las campanillas de plata sonaron al unísono, como
si alguien hubiera apartado la cortina con un movimiento brusco.
—No temas —le dijo—, mis huesos ligeros están hechos de una materia más fuerte
que el acero. Es un enigma que no acertarían a solucionar vuestros filósofos y que se
relaciona con la invisibilidad de mi raza y la de los animales de los que surgió. Piensa en
lo fuerte que puede ser el vidrio templado y, sin embargo, la luz puede atravesarlo. Mi
maldito hermano Faroomfar tiene la fuerza de un oso, a pesar de su esbeltez, mientras
que mi padre, Oomforafor, es todo un león pese a sus siglos de edad. El encuentro de tu
amigo con Faroomfar no fue una prueba definitiva... ¡pero cómo le hizo aullar!... Mi padre
se enfureció con él. Y luego están mis primos. En cuanto termine esta noche —que no
será pronto, querido, pues la luna aún está ascendiendo— debes regresar a Stardock.
Prométemelo. Se me encoge el corazón al pensar en los peligros a los que ya has hecho
frente, y en estos últimos tres días no sé cuántas veces me he sentido terriblemente
asustada por lo que pudiera pasarte.
—Sin embargo, no nos has advertido —musitó él—, sino que me has atraído hasta
aquí.
—¿Es que tienes alguna duda sobre el motivo? —Ahora él palpaba su nariz
respingona, sus mejillas como manzanas, y podía notar que estaba sonriendo—. ¿O
quizá te enoja que te permitiera arriesgar un poco tu vida para que ganaras tu puesto en
este lecho?
Él la beso en sus anchos labios para mostrarle que sus últimas palabras no eran
ciertas, pero ella le rechazó con un empujón.
—Espera, Faffy, querido. ¡No, te digo que esperes! Sé que eres codicioso e impetuoso,
pero por lo menos puedes esperar hasta que la luna recorra la anchura de una estrella. Te
he pedido tu promesa de que al alba descenderás a Stardock.
Se hizo un largo silencio en la oscuridad.
—¿Y bien? —le acució ella—. ¿Qué es lo que cierra tu boca? No te has mostrado tan
indeciso en otros aspectos. El tiempo pasa, la luna avanza.
—Hirriwi —dijo Fafhrd en voz baja—. Debo escalar Stardock.
—¿Por qué? —le preguntó ella en su tono campanilleante—. La profecía del poema se
ha cumplido. Has tenido tu recompensa.
Si sigues adelante, sólo encontrarás gélidos y estériles peligros. Si regresas, te
protegeré del aire..., sí, y a tu compañero también... hasta el mismo Yermo. —Su dulce
voz vaciló un poco—. Oh, Faffy, ¿es que no basto para hacerte olvidar la conquista de:a
montaña cruel? Aparte de todo lo demás, te amo... si entiendo bien lo que los mortales
quieren decir con esa palabra.
—No —respondió él solemnemente en la oscuridad—. Eres maravillosa, más que
cualquier muchacha que haya conocido... y atrio, cosa que no suelo decir a nadie con
frecuencia..., pero la verdad es que sólo haces que desee todavía más conquistar
Stardock. ¿Puedes comprenderme?
Ahora hubo una larga pausa de silencio en la otra dirección.
—Bien —dijo ella por fin—. Eres voluntarioso y harás lo que tengas que hacer, pero te
he advertido. Podría decirte más, ofrecerte razones para que desistas, discutir más, pero
sé que al final se impondría tu testarudez... y el tiempo galopa. Tenemos que montar
nuestros corceles y alcanzar a la luna. Bésame de nuevo, despacio, así.
El Ratonero estaba tendido al pie de la cama, bajo los globos ambarinos, y
contemplaba a Keyaira, la cual yacía en sentido longitudinal, con los esbeltos hombros de
color verde manzana y su rostro sereno y dormido apoyados en varias almohadas.
El aventurero cogió el extremo de una sábana y lo humedeció en el vino de una copa
que estaba junto a su rodilla, y frotó con él el delgado tobillo derecho de Keyaira, tan
suavemente que no hubo ningún cambio en el lento movimiento de su estrecho seno. El
Ratonero acababa de limpiar todo el ungüento verdoso de un fragmento tan grande como
la palma de su mano, y se inclinó para examinar su obra. Esta vez esperaba ver piel, o
por lo menos el cosmético verde en la parte trasera del tobillo, pero no, lo que vio a través
del pequeño rectángulo irregular que había limpiado era sólo el cubrecama que reflejaba
la luz ambarina de los globos. Era aquél un misterio fascinante y desconcertante.
Dirigió una mirada inquisitiva a Hrissa, el cual yacía ahora en un extremo de la mesa
baja, rodeado de los fantásticos frascos de perfume, mientras contemplaba a los
ocupantes de la cama, con el hocico peludo apoyado en las patas. Al Ratonero le pareció
que le miraba con desaprobación, por lo que se apresuró a recoger ungüento de otras
partes de la pierna de Keyaira y embadurnar de nuevo la zona que había limpiado hasta
que quedó más o menos cubierta de verde.
Se oyó entonces una risa tenue. Keyaira, ahora apoyada sobre los codos, le miraba a
través de los párpados entrecerrados y provistos de largas pestañas.
Cuando habló, lo hizo en tono jocoso, pero con una voz somnolienta, aunque habría
sido difícil decir si era real o fingida.
—Nosotros, los invisibles, sólo mostramos el lado externo de cualquier cosmético o
atuendo que nos ponemos. Es un misterio que no pueden comprender quienes nos ven.
—Eres la reina del Misterio que camina entre las estrellas —dijo Ratonero, acariciando
ligeramente los dedos de los pies verdes—, y yo soy el más afortunado de los hombres.
Temo que esto sea un sueño y me despierte en los helados salientes de Stardock. ¿Por
qué estoy aquí?
—Nuestra raza se extingue —dijo ella—, nuestros hombres se han vuelto estériles.
Hirriwi y yo somos las únicas princesas que quedamos. Nuestro hermano Faroomfar tenía
grandes deseos de ser nuestro consorte, pues todavía se jacta de su virilidad... fue él con
quien te batiste... pero nuestro padre Oomforafor dijo: «Debe ser nueva sangre, la sangre
de los héroes», y así los primos y Faroomfar, aunque este último muy en contra de su
voluntad, deben volar de aquí para allá y dejar esos señuelos poéticos escritos en
pergamino en lugares solitarios y peligrosos, donde es posible que tienten a los héroes.
—Pero ¿cómo pueden acoplarse los seres visibles y los invisibles? —preguntó el
Ratonero.
Ella se rió complacida.
—¿Tan corta es tu memoria, Ratón?
—Quiero decir tener progenie —se corrigió él, un poco molesto porque ella había
usado el apodo de su adolescencia—. Además, ¿no serían tales vástagos unos seres
nebulosos, una mezcla de materia visible e invisible?
La máscara verde de Keyaira se agitó un poco de un lado a otro.
—Mi padre cree que semejante acoplamiento será fértil y que los niños engendrados
serán invisibles, porque este rasgo es dominante con respecto a la visibilidad, pero que,
sin embargo, se beneficiarán de otras maneras con la mezcla de sangre caliente y
heroica.
—Entonces, ¿te ordenó tu padre que te acoplaras conmigo? —le preguntó el Ratonero,
un poco decepcionado.
—De ninguna manera, Ratón —le aseguró ella—. Se pondría furioso si supiera que
estás aquí, y Faroomfar se volvería loco de ira. No, me encapriché de ti, como le ocurrió a
Hirriwi con tu camarada, la primera vez que te espié en el Yermo... Has tenido mucha
suerte de que haya sucedido así, porque, si hubieras llegado a la cima de Stardock, mi
padre habría obtenido tu simiente de un modo muy distinto... lo cual me recuerda, Ratón,
que has de prometerme bajar de Stardock al alba.
—No es una promesa fácil de hacer —dijo el Ratonero—. Fafhrd no querrá. Es
testarudo, ¿sabes? Y además está ese otro asunto de la bolsa de diamantes, si eso es lo
que significa una bolsa de estrellas... Claro que son naderías en comparación con las
caricias de una mujer como tú, pero...
—¿Y si digo que te amo, que es la pura verdad...?
El Ratonero deslizó la mano hasta la rodilla de la muchacha y suspiró.
—Oh, princesa. ¿Cómo puedo abandonarte al alba? Una sola noche...
—¿Por qué, Ratonero? —le interrumpió ella, sonriendo maliciosamente y moviendo un
poco su forma verde—. ¿No sabes que cada noche es una eternidad? ¿Todavía no te ha
enseñado eso ninguna muchacha, Ratón? Estoy asombrada. Piensa que todavía nos
queda media eternidad... que es también una eternidad, como tu geómetra, tanto si lleva
barba blanca como si usa un peto exquisito, debería haberte enseñado.
—Pero si voy a engendrar muchos hijos... —empezó a decir el Ratonero.
—Hirriwi y yo somos, de alguna manera, como abejas reinas —le explicó Keyaira—,
pero no pienses en eso. Es cierto que esta noche disponemos de una eternidad, pero sólo
si hacemos que sea así. Acércate más.
Poco después, el Ratonero, plagiándose un poco, dijo en voz baja:
—Lo único negativo de escalar montañas es que las mejores partes se acaban tan
rápidamente.
—Pueden durar una eternidad —susurró Keyaira en su oído—. Haz que duren, Ratón.
Fafhrd se despertó temblando de frío. Los globos rosados eran de color gris y los
agitaban las ráfagas de viento que entraban por la puerta abierta. También la nieve había
penetrado, cubriendo sus ropas y su equipo, esparcido por el suelo, y se había apilado en
el umbral, por donde penetraba también la única iluminación, la luz plomiza del amanecer.
La gran alegría que sentía hizo que no le afectara aquel ambiente gris y lóbrego.
Sin embargo, estaba desnudo y temblaba. Se levantó de un salto, golpeó sus ropas
extendidas sobre la cama y se las puso, aunque estaban heladas y rígidas.
Mientras se abrochaba el cinto con el hacha, recordó al Ratonero, allá en la chimenea,
desamparado. Era realmente extraño que durante toda la noche, incluso cuando le habló
a Hirriwi de su camarada, no hubiera pensado ni por un instante en la situación de éste.
Recogió su bulto y salió al saliente rocoso. Por el rabillo del ojo vio algo que se movía
detrás de él. Era la puerta maciza que se cerraba.
Una ráfaga titánica de viento se abatió sobre él, y tuvo que aferrarse a la áspera
columna rocosa a la que, la noche anterior, había pensado atar la cuerda. ¡Que los dioses
ayudaran al Ratonero allá abajo! Alguien llegó deslizándose, casi volando, a lo largo del
saliente, bajo el viento y la nieve, y se aferró a la columna, más abajo de donde estaba el
nórdico.
Cesó el viento. Fafhrd miró hacia la puerta, pero no vio ni rastro de ella. Toda la nieve
amontonada había cambiado de lugar. Sujetando la columna y el bulto con una mano,
palpó con la otra la áspera pared. Las uñas no eran más hábiles que los ojos para
descubrir la menor ranura.
—¿Así que te han echado también? —le dijo una voz familiar—. A mí me han echado
los Gnomos del Hielo, por si no lo sabías.
—¡Ratonero! —exclamó Fafhrd—. Entonces, ¿no estabas...?
—Estoy seguro de que no has pensado en mí durante toda la noche —dijo el
Ratonero—. Keyaira me aseguró que estabas sano y salvo, y algo más que eso. Hirriwi
podría haberte dicho lo mismo de mí, si se lo hubieras preguntado. Pero, naturalmente, no
lo hiciste.
—¿De modo que tú también...? —preguntó Fafhrd, encantado y sonriente.
—Sí, Príncipe Cuñado —respondió el Ratonero, sonriendo a su vez.
Se dieron sendas y vigorosas palmadas alrededor de la columna, un poco para
combatir el frío, pero también impulsados por su alegría.
—¿Y Hrissa? —preguntó Fafhrd.
—Está dentro, bien caliente. Aquí no echan a los gatos, sólo a los hombres. Pero me
pregunto... ¿Crees posible que Hrissa haya pertenecido a Keyaira antes de que yo lo
comprara y que ella previera y planeara...?
No siguió elucubrando. El viento había cesado y la nieve era tan ligera que podían ver
casi a una legua de distancia... hasta el Casquete, por encima de los salientes cubiertos
de nieve, del Rostro y más abajo, hasta donde se desvanecía la Escala.
Una vez más llenaba sus mentes, casi las abrumaba, la vastedad de Stardock y su
propia situación difícil: eran como dos garrapatas minúsculas y semicongeladas,
encaramadas a un mundo helado y vertical que sólo tenía un vínculo lejano con Nehwon.
Hacia el sur, había en el cielo un disco de plata pálida: el sol. Habían permanecido en
cama hasta el mediodía.
—Es más fácil imaginar la eternidad tras una noche de dieciocho horas —observó el
Ratonero.
—Galopamos con la luna por el fondo del mar —musitó Fafhrd.
—¿Tu chica te hizo prometer que bajarías? —le preguntó el Ratonero.
—Lo intentó.
—La mía también, y no es una mala idea. A juzgar por lo que dijo, la cima huele mal.
Pero la chimenea parece estar llena de nieve. Sujétame los tobillos mientras me asomo.
Sí, todo el pozo está lleno de nieve. ¿Cómo...?
—Ratonero —dijo Fafhrd, casi sombríamente—, tanto si hay un camino de descenso
como si no, debo escalar Stardock.
—¿Sabes? Estoy empezando a encontrar cierto interés a esa locura. Además, en la
pared este de Stardock puede que haya una ruta más fácil hacia ese Valle de la
Hendidura que parece tan frondoso. Veamos pues qué podemos hacer durante las siete
horas escasas de luz que nos quedan. La vigilia no es material adecuado para formar
eternidades.
Ascender por los salientes del Rostro era el tramo de escalada al mismo tiempo más
fácil y más duro que les quedaba por hacer. Los salientes eran anchos, pero algunos de
ellos se inclinaban hacia afuera y estaban cubiertos de fragmentos de pizarra que se
deslizaban al vacío en cuanto los dedos los tocaban, y de vez en cuando había breves
tramos que debían superar utilizando pequeñas grietas y pura fuerza muscular, a veces
balanceándose en el vacío, tan sólo suspendidos de las manos.
El cansancio,— el frío e incluso una debilidad aturdidora les acosaban con más rapidez
a tanta altura. Con frecuencia debían hacer un alto para aspirar aire y frotarse para entrar
en calor. Tuvieron que refugiarse en el fondo de un saliente profundo, que les pareció el
ojo derecho de Stardock, y encender el brasero para consumir las últimas bolitas de
resina, en parte para calentar alimentos y bebida, pero sobre todo para calentar sus
cuerpos ateridos.
A veces pensaban que los esfuerzos de la noche anterior les habían debilitado, pero
entonces el recuerdo de tales esfuerzos les devolvía la fortaleza.
Aquella parte de la ascensión se complicó a causa de las súbitas y traicioneras ráfagas
de viento y la nevada constante, aunque variable, que en ocasiones ocultaba la cima y
otras veces les permitía verla claramente contra el cielo plateado, con el gran borde
blanco y curvado hacia afuera del Casquete, ahora situado amenazadoramente sobre
ellos, una cornisa como la que había en la garganta nevada, sólo que ahora los
escaladores se hallaban en el lado peligroso.
Por momentos aumentaba la ilusión de que Stardock era un mundo independiente de
Nehwon en un espacio lleno de nieve.
Finalmente apareció el cielo azul y los dos amigos notaron el sol a sus espaldas —por
fin habían dejado la nevada atrás—, y Fafhrd señaló una pequeña muesca de color azul
intenso en el borde del Casquete, una muesca apenas visible por encima de la siguiente
protuberancia rocosa cubierta de nieve.
—¡La Cúspide del Ojo de la Aguja! —exclamó.
En aquel momento, algo cayó en un banco de nieve a su lado, N se oyó el sonido
amortiguado del metal contra la roca, mientras de la nieve sobresalía el extremo
emplumado de una flecha.
Los dos amigos se pusieron a cubierto bajo el techo protector de una roca más grande,
y una segunda flecha y una tercera se estrellaron contra la roca desnuda en la que habían
estado un momento antes.
—Malditos sean —siseó Fafhrd—. Gnarfi y Kranarch nos han adelantado y tendido una
emboscada en el Ojo, el lugar más apropiado. Tenemos que dar un rodeo y dejarlos atrás.
—¿No esperarán que hagamos tal cosa?
—Han sido lo bastante idiotas como para tendernos una emboscada demasiado pronto.
Además, no tenemos otra táctica.
Así pues, empezaron a avanzar en dirección sur, aunque todavía hacia arriba,
procurando siempre que hubiera rocas o trechos nevados entre ellos y el lugar donde
juzgaban que estaría el cejo de la Aguja. Por fin, cuando el sol descendía rápidamente
hacia el horizonte occidental, regresaron rápidamente de nuevo lacia el norte y todavía
arriba, dejando ahora sus huellas en el empinado banco de nieve que invertía su curva
por encima de ellos para formar el borde del Casquete, que ahora se extendía
amenazante por encima de ellos, cubriendo dos tercios del cielo. Sudaban y se
estremecían de frío alternativamente, y se esforzaban para superar los accesos de vértigo
casi continuos, sin dejar de moverse tan silenciosa y cautelosamente como podían.
Finalmente, rodearon otra prominencia nevada y se encontraron ante una pendiente en
la gran extensión de rocas normalmente batidas por el viento, que soplaba a través del
Ojo de la aguja para formar la Pequeña Flámula.
En el reborde exterior de la roca expuesta había dos hombres, vestidos con trajes de
cuero marrón, muy desgastados y llenos de desgarrones, a través de los cuales se veía el
pelaje vuelto hacia adentro. El delgado Kranarch, con su rostro barbudo parecido al de un
alce, estaba de pie, golpeándose el pecho para entrar en calor. A su lado yacían el arco
tensado y varias flechas. El rechoncho Gnarfi, cuyo rostro recordaba el de un jabalí,
estaba de rodillas, mirando por encima del reborde. Fafhrd se preguntó dónde estarían
sus dos voluminosos servidores vestidos de marrón.
El Ratonero buscó algo en su bolsa. En el mismo momento, Kranarch los vio y cogió su
arma, aunque con mucha más lentitud que si lo hubiera hecho en una atmósfera menos
enrarecida. Con una lentitud similar, el Ratonero sacó la piedra del tamaño de un puño
que había recogido varios salientes más abajo, con la intención de utilizarla en un
momento como aquél.
La flecha de Kranarch pasó silbando entre su cabeza y la de Fafhrd. Un instante
después, la piedra lanzada por el Ratonero alcanzó de pleno a Kranarch en el hombro
izquierdo. El arma cayó de su mano y el brazo le quedó colgando, límpido. Entonces
Fafhrd y el Ratonero cargaron temerariamente bajando por la pendiente nevada a todo
correr, el primero blandiendo su hacha y el segundo con Escalpelo desenvainada.
Kranarch y Gnarfi les recibieron con sus propias espadas, y el último también con una
daga en la mano izquierda. El combate que se entabló tenía la misma lentitud irreal que el
intercambio de proyectiles. Al principio, la acometida de Fafhrd y el Ratonero les dieron
ventaja. Luego, la gran fuerza de Kranarch y Gnarfi —o más bien el hecho de que estaban
descansados— se impuso, y casi arrojaron a sus enemigos por el borde del saliente.
Fafhrd recibió un corte en las costillas que atravesó la túnica de dura piel de lobo,
desgarrando la carne y rozando el hueso.
Pero, como suele ocurrir, al final triunfó la habilidad sobre la fuerza bruta y los dos
hombres vestidos de marrón recibieron heridas que les hicieron desistir de la lucha; se
volvieron de súbito y echaron a correr por la gran arcada blanca, triangular y puntiaguda,
del Ojo de la Aguja. Mientras corría, Gnarfi gritaba: «¡Graah!», «¡Kruk!».
—Sin duda llama a sus servidores o porteadores cubiertos de pieles —conjeturó el
jadeante Ratonero, apoyando el brazo que blandía la espada en la rodilla, casi
extenuado—. Parecían un par de robustos destripaterrones, poco duchos en el manejo de
las armas. No creo que deban inspirarnos mucho cuidado, aun cuando acudan a la
llamada de Gnarfi.
Fafhrd asintió, pero añadió con voz entrecortada:
—Sin embargo, han escalado Stardock....
Su tono era dubitativo.
En aquel instante, corriendo con las patas traseras y las garras arañando la roca
barrida por el viento, las fauces rojas muy abiertas, mostrando los agudos colmillos, y las
patas delantera extendidas, dos enormes osos pardos cruzaron el arco cubierto de nieve.
Con una celeridad de la que habían sido incapaces al enfrentarse con sus enemigos
humanos, el Ratonero empuñó el arco de Kranarch y disparó dos flechas, mientras Fafhrd
hacía girar su hacha en un círculo destellarte y la arrojaba. Entonces los dos camaradas
saltaron velozmente a sus lados respectivos, el Ratonero blandiendo a Escalpelo,
mientras Fafhrd desenvainaba su cuchillo.
Pero no hubo ninguna necesidad de continuar la lucha. La primera flecha del Ratonero
alcanzó en el cuello al oso que iba en cabeza, y la segunda atravesó el velo del paladar y
se alojó en el cerebro. El hacha de Fafhrd se hundió hasta el mango entre dos costillas
del oso rezagado. Los grandes animales cayeron sobre su propia sangre, presa de
agónicas convulsiones, y rodaron hasta caer estrepitosamente por el borde del precipicio.
—Sin duda eran dos hembras —observó el Ratonero, contemplando su caída—. ¡Ah,
esos hombres bestiales de Illik-Ving! Pero, en fin, encantar o adiestrar a tales bestias para
que carguen con bultos, escalen montañas e incluso den sus pobres vidas...
—Kranarch y Gnarfi no son buenos perdedores —dijo Fafhrd—. De eso ya no cabe
ninguna duda. No alabes sus trucos.
Mientras decía esto, el nórdico se introducía un paño bajo la túnica, sobre su herida.
Tenía el rostro congestionado de dolor y soltaba tales juramentos que el Ratonero no le
hizo partícipe del juego de palabras que se le acababa de ocurrir: «En fin, los osos no son
más que porteadores acortados. Siempre tengo razón».
Entonces los dos camaradas avanzaron penosa y lentamente bajo el alto arco de
nieve, en forma de tienda de campaña, para examinar los alrededores, el punto más alto
de todo Nehwon, del que se habían enseñoreado... En aquel momento de triunfo y
extrema fatiga se negaron a pensar en los seres invisibles que eran los verdaderos
señores de Stardock. Caminaban con cautela, pero no excesiva, porque Gnarfi y Kranarch
habían huido asustados, con heridas que no eran triviales..., y el último había perdido su
arco.
La cima de Stardock, detrás de la gran cenefa ondulante de nieve que formaba el
Casquete, era casi tan extensa de norte a sur como el obelisco Polaris, pero el borde
oriental no parecía estar a mayor distancia que un tiro de flecha. La nieve, con una
corteza gruesa bajo una capa más blanda, lo cubría todo, excepto el extremo norte y
algunos fragmentos en el borde oriental, donde aparecía la roca desnuda.
La superficie, tanto de nieve como de roca, era incluso más plana que la del obelisco, y
se inclinaba un tanto de norte a sur. Ninguna estructura, ningún ser se vislumbraba en
torno, ni señal alguna de oquedades donde pudieran estar ocultos unas u otros. A decir
verdad, ni el Ratonero ni Fafhrd recordaban haber visto jamás un lugar más solitario o
desierto.
Los únicos detalles extraños que observaron al principio eran tres agujeros en la nieve,
un poco al sur, cada uno de ellos tan grande como una cabeza de cerdo, pero con la
forma de un triángulo equilátero y que, al parecer, iba hacia abajo a través de la nieve,
hasta la roca. Los tres estaban dispuestos como el vértice de otro triángulo equilátero.
El Ratonero miró de soslayo a su alrededor y luego se encogió de hombros.
—Pero supongo que una bolsa de estrellas sería una cosa bastante pequeña —
comentó—, mientras que un corazón de luz... no se me ocurre cuál puede ser su tamaño.
Toda la cima estaba cubierta por una sombra azulada, con excepción del extremo más
septentrional y una gran franja de luz dorada —la del sol poniente— que iba desde el Ojo
de la Aguja hasta el borde oriental, a lo largo de la nieve nivelada por el viento.
Por el centro de aquella senda solar avanzaban las huellas de Kranarch y Gnarfi, la
nieve punteada aquí y allá con gotas de sangre. Por lo demás, la nieve que se extendía
más adelante carecía de huellas. Fafhrd y el Ratonero persiguieron aquellas huellas,
siguiendo a sus sombras alargadas hacia el este.
—No hay rastro de ellos delante —dijo el Ratonero—. Parece ser que hay alguna ruta
que desciende por la pared oriental, y ellos la han tomado... por lo menos lo bastante lejos
para tendernos otra emboscada.
Cuando se aproximaban al borde oriental, Fafhrd dijo:
—Veo otras huellas que se dirigen al norte... a tiro de lanza de distancia. Tal vez dieron
la vuelta.
—¿Para ir adónde? —inquirió el Ratonero.
Unos pasos más y el misterio quedó horriblemente resuelto llegaron al final de la
extensión nevada y allí, sobre la oscura roca ensangrentada, ocultos hasta aquel
momento por el mar. gen de la nieve acumulada, estaban tendidos los cadáveres de
Gnarfi y Kranarch, con las ropas de cintura para abajo destrozadas y sus cuerpos
obscenamente mutilados.
La náusea se apoderó del Ratonero, al tiempo que recordaba las palabras que Keyaira
había pronunciado tan a la ligera: «Si hubieras llegado a la cima de Stardock, mi padre
habría obtenido tu simiente de un modo muy distinto».
Fafhrd meneó la cabeza, con los ojos brillantes de ira, y rodeó los cuerpos para
asomarse al borde oriental.
Retrocedió un paso, se arrodilló y escudriñó una vez más.
La esperanzada teoría del Ratonero quedó anulada por completo. Jamás en toda su
vida Fafhrd había mirado hacia abajo y visto siquiera la mitad de semejante distancia.
A pocos metros por debajo de donde estaba, la pared oriental se desvanecía hacia
adentro. Era imposible saber cuánto sobresalía de la roca maciza de Stardock el borde
oriental.
Desde aquel punto, el precipicio era recto hasta la penumbra verdosa del Valle de la
Gran Hendidura, a cinco leguas de Lankhor, por lo menos, quizá más.
Fafhrd oyó que el Ratonero decía por encima de su hombro:
—Un camino para pájaros o suicidas, nada más.
De improviso, la extensión verde de abajo se hizo más brillante aunque sin mostrar el
menor accidente, excepto un cabello plateado, que podría ser un gran río y corría por su
centro. Alzan la vista y vieron que el cielo se había teñido de oro con un Mente
resplandor. Los dos amigos se dieron la vuelta y el espectáculo que vieron les dejó
boquiabiertos.
Los últimos rayos solares procedentes del Ojo de la Aguja se afinaban al sur y un poco
hacia arriba, iluminando indirectamente una forma simétrica trasparente y sólida, tan
grande como el roble más voluminoso y que descansaba exactamente ore los tres
agujeros triangulares en la nieve. Aquello sólo podía describirse como una gran estrella
aguzada de unas dieciocho puntas, con tres de las cuales descansaba sobre Stardock, y
semejaba formada por el diamante más puro o por alguna sustancia similar.
Ambos tuvieron el mismo pensamiento: aquélla debía de ser una estrella que los dioses
no habían logrado lanzar. La luz del día había tocado su centro, haciéndolo brillar, pero
sólo por un instante y débilmente, no de un modo incandescente y eterno, como lo habría
hecho en el cielo.
Un agudísimo sonido de trompeta rasgó el silencio de la sima.
Los dos amigos miraron hacia el norte. La misma luz intensamente dorada del sol
silueteaba un alto castillo de muros y torres transparentes en el extremo rocoso de la
cumbre. Era más espectral que la estrella, pero algunas de sus partes podían verse
claramente contra el cielo amarillo. Sus torrecillas más altas no parecían tener fin, sino
desaparecer de la vista hacia arriba.
Entonces se oyó otro sonido..., un gruñido que era como un lamento. Un animal saltó
hacia ellos a través de la nieve, desde el noroeste. Apartándose de los cadáveres
tendidos con otro gruñido, Hrissa corrió hacia el sur, gruñendo a sus amos.
Casi demasiado tarde, éstos vieron el peligro del que el felino había tratado de
advertirles.
Avanzando hacia ellos desde el oeste y el norte, por la extensión de nieve que antes no
presentaba ninguna señal, había una veintena de series de pisadas. Ni los pies ni los
cuerpos que las producían eran visibles, pero seguían avanzando, huella derecha, huella
izquierda, en sucesión y cada vez con más rapidez. Entonces vieron lo que al principio les
había pasado por alto al tener la vista baja: encima de cada par de huellas un venablo
corto y de hoja estrecha que les apuntaba directamente y avanzaba con tanta rapidez
como las huellas.
Los dos amigos, en unión de Hrissa, echaron a correr hacia el sur. Al cabo de doce
largas zancadas, el nórdico, que iba delante, oyó un grito a sus espaldas. Se detuvo y giró
sobre sus talones.
El Ratonero había resbalado en la sangre de sus enemigos anteriores y caído al suelo.
Cuando se levantó, las puntas grises de los venablos le rodeaban por todas partes salvo
el borde del precipicio. Aunque daba tajos defensivos con Escalpelo, las puntas mortíferas
se acercaban implacablemente, y ahora formaban un semicírculo a su alrededor, apenas
a un palmo de distancia, mientras a sus espaldas se abría el vacío. Los venablos
avanzaron más y el Ratonero se vio obligado a dar un paso atrás... y caer.
Se oyó el murmullo de algo que corría, el aire helado acometió a Fafhrd por detrás y
notó el roce de algo velludo en sus pantorrillas. Cuando se disponía a abalanzarse con su
cuchillo y matar a uno o dos de aquellos seres invisibles, unos brazos esbeltos le cogieron
desde atrás y oyó la voz argentina de Hirriwi en el oído:
—Confía en nosotras —le dijo.
Y la voz de cobre dorado de su hermana añadió:
—Vamos a por él.
Tiraron de él y le hicieron tenderse sobre una gran cama pulsante e invisible, a tres
palmos por encima de la nieve.
—¡Sujétate bien! —le dijeron.
Fafhrd se aferró al espeso pelaje invisible y, de súbito el lecho viviente se puso en
marcha sobre la nieve, rebasó el borde del precipicio y se inclinó verticalmente, de modo
que los pies del nórdico apuntaban al cielo y su rostro al gran Valle de la Hendidura...
Entonces la extraña cama descendió en línea recta.
El vertiginoso descenso hacía que el aire rugiente echara atrás la barba y la cabellera
de Fafhrd, pero éste se aferró a los mechones de pelo invisible, mientras que a cada lado
un delgado brazo le sujetaba y presionaba hacia abajo, de modo que podía oír los latidos
del corazón de la invisible criatura sobre la que viajaban. De algún modo, Hrissa se las
había ingeniado para ponerse bajo su brazo, y la cara del felino estaba junto a la suya,
con los ojos entrecerrados, los bigotes y las orejas también echados hacia atrás por el
viento. Notaba también los cuerpos de las dos muchachas invisibles junto al suyo.
Fafhrd se dio cuenta de que si le hubieran observado unos ojos mortales, sólo habrían
visto a un hombre corpulento con un gato blanco y grande bajo el brazo cayendo de
cabeza en el espacio..., pero caería mucho más rápido que cualquier otro hombre, incluso
desde una altura tan enorme.
Hirriwi se echó a reír, como si le hubiera leído el pensamiento, pero la risa se
interrumpió de súbito y el rugido del viento cesó por completo. Fafhrd pensó que esto se
debía a que la veloz entrada en la atmósfera normal le había ensordecido.
Veía borrosas las grandes paredes del precipicio, a doce varas de distancia, pero por
debajo, el gran Valle de la Hendidura era todavía una extensión verde sin rasgos
distintivos... no, los detalles más grandes empezaban a aparecer: bosques y claros,
arroyos serpenteantes que parecían cabellos de plata y pequeños lagos como gotas de
rocío.
Pronto distinguió una mancha oscura entre él y la verde extensión, un borrón que fue
aumentando de tamaño. ¡Era el Ratonero! El hombrecillo caía de cabeza, recto como una
flecha, con las manos entrelazadas por delante y las piernas juntas, probablemente con la
débil esperanza de caer en un lago o río profundo.
La criatura sobre la que volaban igualó su velocidad con la del Ratonero y
gradualmente se deslizó hacia él adoptando la posición horizontal, hasta que el Ratonero
quedó también sobre el pelaje. Unos brazos visibles e invisibles le aferraron, acercándole
más, y así los cinco seres voladores se apretujaron en aquella gran cama viviente.
La criatura se aplanó más todavía, deteniendo su caída —durante un largo momento
todos quedaron como aplastados contra el lomo velludo— y entonces planearon por
encima de las copa de los árboles y descendieron a un claro de grandes proporciones.
Lo que les ocurrió entonces a Fafhrd y el Ratonero tuvo lugar con demasiada rapidez:
la sensación de la hierba bajo sus pies, el aire balsámico que envolvía sus cuerpos, un
rápido intercambio de besos, risas y felicitaciones, voces que seguían sonando
amortiguadas, como de espectros, algo duro e irregular pero cubierto por un material
blando puesto en las manos del Ratonero, un último beso... y entonces Hirriwi y Keyaira
se alejaron y una gran ráfaga de aire aplanó la hierba; el gran ser volador invisible se
había ido, y las muchachas con él.
Se quedaron contemplando su ascenso en espiral durante largo rato, porque Hrissa se
había ido con ellas. El gato polar parecía mirarles desde lo alto, despidiéndose en silencio
de ellos. Luego, también él se desvaneció, mientras el resplandor dorado se extinguía
rápidamente en el cielo.
Los dos amigos permanecieron de pie en el crepúsculo, apoya dos el uno en el otro.
Luego se enderezaron y bostezaron repetidas veces, hasta recuperar el oído. Oyeron
entonces el murmullo del arroyo, el piar de los pájaros y un débil rumor de hojas seca,
agitadas por la brisa, el minúsculo zumbido de un mosquito...
El Ratonero abrió la bolsa invisible que tenía en las manos.
—Las gemas también parecen invisibles, aunque puedo palparlas perfectamente.
Vamos a tener trabajo para venderlas... a menos que encontremos un joyero ciego.
La oscuridad se intensificó. Unos minúsculos fuegos frío empezaron a brillar en sus
palmas: rubí, esmeralda, zafiro, amatista y el blanco más puro.
—¡No, por Issek! —exclamó el Ratonero—. Sólo tenemos que venderlas de noche...
que, sin lugar a dudas, es el momento más apropiado para negociar con piedras
preciosas.
La luna recién salida, ella misma invisible tras las montaña menos elevadas que
cerraban el Valle de la Hendidura por el este, ahora pintaba con barniz de plata la mitad
superior de la gran columna en la pared oriental de Stardock.
Mientras contemplaba aquel panorama majestuoso, Fafhrd comentó:
—Imponentes señoras las cuatro: la luna, la montaña y nuestras amigas.
3 - Los dos mejores ladrones de Lankhmar
A través de las laberínticas calles y callejones de la gran ciudad de Lankhmar, la noche
avanzaba furtivamente, aunque aún no había arrojado al cielo su manto tachonado de
estrellas, y todavía lo cubrían pálidas y altas guirnaldas de sol poniente.
Los vendedores ambulantes de drogas y bebidas fuertes prohibidas durante el día aún
no habían empezado a anunciarse con sus campanilleos y sus gritos para atraer clientes.
Las muchachas del placer aún no habían encendido sus faroles rojos ni deambulaban
descaradamente por la vía pública. Forajidos, criminales peligrosos, alcahuetes, espías,
proxenetas, timadores y otros malhechores bostezaban y se restregaban los ojos todavía
somnolientos. De Hecho, la mayoría de los ciudadanos noctámbulos estaban todavía
tomando el desayuno, mientras que la mayoría de quienes desarrollaban sus actividades
de día estaban cenando. Esta circunstancia explicaba el vacío y el silencio de las calles,
apropiados para el paso escurridizo de la noche. La intersección de la calle de la Plata
con la de los Dioses estaba sumida en la penumbra. Era aquél un cruce donde
habitualmente se reunían los dirigentes más jóvenes y los miembros más diestros del
Gremio de los Ladrones. También se reunían en aquel punto los pocos ladrones
independientes lo bastante audaces e ingeniosos para desafiar al Gremio, así como los
ladrones de cuna aristocrática, a veces aficionados muy brillantes, a los que el Gremio
toleraba e incluso incitaba al oficio, dados sus nobles orígenes, pues así dignificaban una
profesión muy antigua pero con muy mala reputación.
A lo largo del muro que se extendía a uno de los lados del cruce, avanzaban un ladrón
muy alto y otro de baja estatura. El muro era macizo y, convencidos de que nadie podría
oírles, empezaron a conversar con susurros de patio carcelario.
Fafhrd y el Ratonero Gris se habían distanciado durante su largo y plácido viaje hacia
el sur, desde el gran Valle de la Hendidura. Aquel distanciamiento se debía simplemente a
que cada uno estaba un tanto harto del otro y a un desacuerdo cada vez más porfiado
sobre qué podrían hacer con las joyas invisibles, regalo de Hirriwi y Keyaira, de modo que
obtuviesen el máximo beneficio. Finalmente la disputa había llegado a tal extremo de
aspereza, que habían dividido las joyas, y cada uno llevaba su parte. Cuando por fin
llegaron a Lankhmar, se alojaron en posadas diferentes y cada uno entabló contacto por
su cuenta con un joyero, perista o comprador privado. Esta separación había convertido
su relación en algo muy irritante, pero de ninguna manera había disminuido la confianza
absoluta que cada uno tenía depositada en el otro.
—Se te saluda, hombrecillo —gruñó Fafhrd—. ¿Así que has venido para vender tu
parte a Ogo el Ciego, o por lo menos para enseñarle la mercancía... aunque no pueda
verla?
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó el interpelado en tono tenso.
—Es el sistema más fácil —respondió Fafhrd con cierta condescendencia—. Vender
las joyas a un tratante que no puede ver ni su resplandor nocturno ni su invisibilidad
diurna, que deba juzgarlas por el peso, el tacto y su capacidad para rayar determinados
materiales o ser rayadas por otros. Además, estamos frente a la puerta de la guarida de
Ogo. Está muy bien defendida, por cierto... Como mínimo hay diez espadachines
mingoles.
—Por lo menos reconoce que estoy al corriente de tales minucias de conocimiento
común —replicó en tono sardónico el Ratonero—. Bien, tu suposición ha sido acertada.
Parece ser que, gracias a una larga asociación conmigo, has llegado a comprender cómo
funciona mi ingenio, aunque dudo que haya aguzado el tuyo un ápice. Sí, ya he
conferenciado con Ogo, y esta noche cerramos el trato.
—¿Es cierto que Ogo lleva a cabo todas sus entrevistas en la oscuridad más absoluta?
—le preguntó Fafhrd con ecuanimidad.
—¡Vaya! De modo que admites desconocer algunas cosas. Sí, es cierto, y eso hace
que una entrevista con Ogo sea un asunto arriesgado. Pero al insistir en la oscuridad
absoluta, Ogo el Ciego elimina de golpe la ventaja del entrevistador..., en realidad, la
ventaja pasa a Ogo, puesto que está acostumbrado a vivir en una oscuridad total... y
durante mucho tiempo, puesto que, a juzgar por su manera de hablar, es muy viejo. Pero
qué digo, Ogo no sabe qué es la oscuridad, pues nunca la ha conocido. Sin embargo,
tengo un instrumento para engañarle si fuera necesario. En mi bolsa gruesa y bien atada
llevo fragmentos de la más brillante madera luminosa, y puedo esparcirlos por el suelo en
un instante.
Fafhrd asintió, admirado, y entonces le preguntó:
—¿Y qué hay en ese estuche que llevas tan apretado bajo el brazo? ¿Una historia
falsa de cada una de las joyas escrita en pergamino antiguo para que la lean los dedos de
Ogo?
—¡Ahora falla tu intuición! No, son las mismas joyas, guardadas de tal manera que no
me las puedan robar. Mira, echa un vistazo.
Tras mirar rápidamente a cada lado y hacia arriba, el Ratonero abrió un poco el
estuche. Fafhrd vio las joyas que centelleaban con los colores del arcoiris, engastadas en
una disposición artística sobre un lecho de terciopelo negro, pero todas ellas cubiertas por
una fuerte red metálica.
El Ratonero cerró el estuche en seguida.
Durante nuestra primera reunión, saqué dos de las joyas más pequeñas de sus
alvéolos en el estuche, y dejé que Ogo las palpara e hiciera sus pruebas. Quizá piense
birlármelas, pero el estuche y la tela metálica se lo impedirán.
—A menos que te robe el estuche —dijo Fafhrd—. Yo llevo mis joyas encadenadas a
mi cuerpo.
Tras unas miradas de precaución similares a las del Ratonero, se subió la manga
izquierda y mostró un grueso brazalete de oro alrededor de su muñeca, del cual pendía
una cadena corta que a la vez sostenía y mantenía herméticamente cerrada una bolsa
pequeña y abultada. El cuero de la bolsa estaba recorrido en todas direcciones por
costuras de fino alambre bronceado. El nórdico abrió el cierre del brazalete y lo cerró de
nuevo en seguida.
—Ese alambre bronceado es para frustrar a cualquier carterista —explicó mientras se
bajaba la manga.
El Ratonero enarcó las cejas, y su mirada pasó de la muñeca al rostro de Fafhrd. Su
expresión, al principio vagamente aprobatoria, era ahora inquisitiva.
—¿Y confías en que tales trucos eviten que Nemia de la Oscuridad te arrebate tus
gemas?
—¿Cómo te has enterado de mis tratos con Nemia? —preguntó Fafhrd en un ligero
tono de sorpresa.
—Porque es la única perista femenina de Lankhmar, naturalmente. Todos saben que
favoreces a las mujeres siempre que puedes, tanto en los negocios como en las
cuestiones eróticas, lo cual, si no te importa que te lo diga, es uno de tus mayores
defectos. Además, la puerta de Nemia está al lado de la de Ogo, aunque ésa es una pista
trivial. ¿Sabes?, tengo la impresión de que siete estranguladores kleshitas protegen su
persona algo más que madura. En fin, por lo menos sabes hacia qué clase de trampa te
encaminas. ¡Hacer tratos con una mujer! Ésa es la ruta más segura hacia el desastre. Por
cierto, has dicho «tratos». ¿No es ésta tu primera entrevista con ella?
—Como tú con Ogo... ¿Quieres darme a entender que tú confías en los hombres
simplemente porque son hombres? Ése sería un defecto mayor todavía que el que me
imputas. En cualquier caso, lo mismo que tú con Ogo, voy a visitar a Nemia de la
Oscuridad por segunda vez, para cerrar nuestro trato. La primera vez le mostré las gemas
en una habitación penumbrosa, lo cual fue una ventaja, pues brillaron lo suficiente para
parecer absolutamente reales. ¿Sabías, por cierto, que esa mujer siempre trabaja en la
penumbra o con una luz mortecina? Eso explica la segunda parte de su nombre. Sea
como fuere, en cuanto vio las gemas, Nemia sintió grandes deseos de quedárselas,
incluso se le alteró la respiración, y aceptó en seguida el precio que le dije, que no es
precisamente bajo, como una base para seguir negociando. Sin embargo, resulta que
invariablemente sigue la regla, que considero muy apropiada, de no completar jamás una
transacción con un miembro del sexo opuesto sin ponerle primero a prueba en amoroso
comercio. De ahí este segundo encuentro. Si el hombre es viejo o poco agraciado, Nemia
delega la tarea en alguna de sus doncellas, pero en mi caso, como es natural... —Fafhrd
tosió con recato—. Tengo que puntualizar una cosa, «más que madura» es una expresión
inexacta. Querrás decir que está «plenamente florida» o en «el apogeo de la madurez».
—Créeme, estoy seguro de que Nemia está plenamente florida... como una flor tardía
de agosto. Tales mujeres siempre prefieren la luz crepuscular para la exhibición de sus
«encantos perfectamente maduros». —El Ratonero dijo estas palabras un tanto sofocado.
Llevaba algún rato tratando de contener la risa, pero ya no pudo aguantar más—. ¡Pero
mira que llegas a ser necio! ¿Has accedido realmente a acostarte con ella? ¿Y esperas
que no te arrebate tus joyas, incluidas las de la familia?, y no digamos ya estrangularte,
mientras están en esa posición desventajosa. Oh, esto es peor de lo que imaginaba.
—No siempre estoy en una posición tan desventajosa, en la cama, como algunos
pueden pensar —respondió Fafhrd, sin abandonar su tono pausado de recato—. En mi
caso, el juego amoroso agudiza los sentidos, en vez de amortiguarlos. Ojalá tengas tanta
suerte con un hombre en una oscuridad de ébano como yo con una mujer en una suave
penumbra. A propósito, ¿por qué has de reunirte dos veces con Ogo? Supongo que no
será por la misma razón de Nemia...
La sonrisa del Ratonero se esfumó, y se mordió ligeramente el labio.
—Oh, las gemas deben ser examinadas por los Ojos de Ogo —respondió con
premeditada indiferencia—. Tal es su regla invariable... Pero, al margen de lo que intente,
estoy preparado para superar cualquier truco.
Fafhrd permaneció un momento pensativo, y luego preguntó:
—¿A qué cosa o ser corresponde ese apelativo de Ojos de Ogo? ¿Acaso guarda un
par de ojos en su bolsa?
—Es un ser —dijo el Ratonero. Entonces, con una indiferencia más premeditada
todavía añadió—: Creo que es una jovencita, la cual posee, al parecer, una facultad
intuitiva en lo que respecta a las gemas. ¿No es interesante que un hombre como Ogo
crea en tales tonterías supersticiosas, o se sirva de un modo u otro del sexo débil? En fin,
es una mera formalidad.
—Una jovencita —musitó Fafhrd, meneando la cabeza una y otra vez—. Una niña
todavía sin formar, la clase de hembra que parece interesarte en los últimos años. Pero
estoy seguro que el aspecto amoroso no participa para nada en ese trato tuyo.
—Por supuesto que no —replicó el Ratonero, con bastante brusquedad. Miró a su
alrededor y observó—: Tenemos compañía, a pesar de lo temprano de la hora. Ahí está
Dickon, del Gremio de Ladrones, ese viejo chupatintas que dibuja los planos de las casas
a robar... Creo que no ha tenido un trabajo estable desde el Año de la Serpiente. Y ahí
tienes al gordo Grom, su vicetesorero, otro ladrón apoltronado. ¿Quién se aproxima por
ahí con tanto sigilo? ¡Por los Huesos Negros, si es Snarve, el sobrino de nuestro señor
supremo Glipkerio! ¿Quién es ése con quien habla? Ah, sólo Tork, el carterista.
—Y por ahí viene Vlek —dijo Fafhrd—, al parecer el ladrón más famoso del Gremio en
estos tiempos. Observa su sonrisa y oye cómo crujen débilmente sus zapatos. Y ahí está
esa aficionada de ojos grises y pelo negro, Alyx la Ganzúa... Bueno, por lo menos sus
botas no crujen, y admiro el valor que tiene al aventurarse por aquí, donde la animosidad
del gremio hacia las mujeres independientes es tan proverbial como la del Gremio de
Proxenetas. Y por allí, doblando ahora la esquina de la calle de los Dioses, ¿a quién
tenemos si no a la condesa Kronia de los Setenta y Siete Bolsillos Secretos, la cual roba
porque está loca, sin ningún método? jamás he confiado en ese saco de huesos, a pesar
de sus marchitos encantos y la debilidad que, según tú, tengo con las mujeres.
—¡Y a tales vejestorios los consideran la aristocracia de los ladrones! —dijo el
Ratonero—. Con toda sinceridad, debo decir que a pesar de tus debilidades, y me alegro
de que las admitas, uno de los dos mejores ladrones de Lankhmar está ahora a mi lado,
mientras que el otro, ni que decir tiene, calza ahora mismo mis botas.
Fafhrd asintió, aunque cruzó precavidamente dos dedos. El Ratonero reprimió un
bostezo.
—Por cierto, ¿tienes alguna idea de lo que harás después de que te roben esas gemas
de la muñeca, o, aunque es improbable, las hayas vendido y cobrado? He estado
considerando la posibilidad de ir hacia las Tierras Orientales.
—¿Donde hace todavía más calor que en esta sofocante Lankhmar? Ese paseo no me
atrae. La verdad es que he pensado en embarcarme... hacia el norte.
—¿Otra vez hacia el abominable Yermo Frío? ¡No, gracias! —Entonces, mirando hacia
el sur, a lo largo de la calle de la Plata, donde una estrella pálida brillaba cerca del
horizonte, el Ratonero añadió apresuradamente—: Bueno, es la hora de mi entrevista con
Ogo... y su estúpida chiquilla Ojos. Te aconsejo que te acuestes con la espada y estés ojo
avizor para que no te roben a Vara Gris ni a tu hoja más vital en la oscuridad de Nemia.
—Ah, ¿de modo que el primer parpadeo de la estrella Ballena es también la hora de tu
cita? —observó Fafhrd, apartándose del muro—. Dime, ¿conoce alguien el verdadero
aspecto de Ogo? No sé por qué ese nombre me hace pensar en una araña gruesa, vieja y
demasiado grande.
—Refrena tu imaginación, por favor —respondió bruscamente el Ratonero—. O
guárdala para tus propios asuntos, y permíteme recordarte que la única araña peligrosa
es la mujer. Es cierto que nadie conoce el verdadero aspecto de Ogo. ¡Pero quizá esta
noche lo descubriré!
—Deberías reflexionar en que tu defecto dominante es el exceso de curiosidad —dijo
Fafhrd—, y que no puedes confiar siquiera en que la muchacha más estúpida lo sea
siempre.
El Ratonero se volvió impulsivamente y replicó:
—Pase lo que pase en las entrevistas de esta noche, citémonos para luego. ¿En La
Anguila de Plata?
Fafhrd asintió, y los dos se estrecharon la mano. Luego, cada uno se dirigió hacia su
fatídica puerta.
El Ratonero se agazapó, con todos sus sentidos alerta, en la profunda oscuridad.
Sobre una superficie que se extendía ante él, y que la palpación reveló que era una mesa,
descansaba su estuche de joyas cerrado, al que tocaba con la mano izquierda, mientras
con la derecha aferraba nerviosamente la empuñadura de Garra de Gato.
—¡Abre la caja! —le ordenó una voz pastosa y apagada a sus espaldas.
El tono repulsivo de aquella voz hizo que al Ratonero se le pusiera la carne de gallina,
pero obedeció. El resplandor de las joyas protegidas por la tela metálica abrió una tenue
brecha en la oscuridad, mostrando una habitación bastante grande y baja de techo, que
parecía vacía, a excepción de la mesa y, en el extremo izquierdo, a espaldas del visitante,
una forma borrosa, achaparrada, que al Ratonero no le hizo ninguna gracia. Lo mismo
podía ser un almohadón que una almohada gruesa, redondeada y negra. O tal vez... El
Ratonero deseó que Fafhrd no hubiera hecho su última sugerencia.
Por delante de él, una voz suave, murmurante, totalmente distinta a la anterior, le dijo:
—Tus joyas son distintas a todas las que he visto, pues brillan en ausencia de la luz.
El Ratonero escudriñó la oscuridad, más allá de la mesa y el estuche, pero no pudo ver
rastro de la segunda persona. Se esforzó para hablar en un tono neutro, a fin de que su
voz no reflejara aprensión pero tampoco confianza.
—Mis gemas son distintas a todas las demás, pues no proceden del mundo, sino que
son de la misma sustancia que las estrellas. Pero, por las pruebas que has hecho, sabes
que una de ellas es más dura que el diamante.
—Desde luego, son unas joyas misteriosas y bellísimas —replicó la voz suave—. Mi
mente las horada una y otra vez, y son sin duda lo que tú dices que son. Aconsejaré a
Ogo que te pague el precio que pides.
En aquel instante el Ratonero oyó a sus espaldas una ligera tos y un movimiento
apagado y rápido, como de algún pequeño animal al escabullirse. Se volvió en redondo,
con la daga preparada para atacar. No se veía nada, excepto aquel almohadón o lo que
fuera, que no se había movido de su sitio. El ruido se había extinguido.
Se volvió de nuevo y allí, al otro lado de la mesa, con la frente iluminada por las joyas
destellantes, había una esbelta muchacha desnuda, con el cabello claro y lacio, la piel
algo oscura y unos ojos muy grandes que miraban fijamente, como en trance, en un rostro
infantil de mentón minúsculo y labios fruncidos.
De un rápido vistazo, el Ratonero se cercioró de que las joyas seguían en el estuche,
bajo la tela metálica, y no faltaba ninguna. Entonces, con la finísima punta de Garra de
Gato, tocó la piel tensa entre los senos pequeños pero sobresalientes.
—¡No intentes sobresaltarme de nuevo! —susurró—. Más de un hombre... y también
alguna mujer... ha muerto por bastante menos.
La muchacha apenas se movió; no cambió su expresión ni su mirada soñadora pero
concentrada, aunque sus labios pequeños sonrieron y se entreabrieron para decir con una
voz meliflua:
—De modo que eres el Ratonero Gris. Había esperado a un rufián cauteloso e
insensible y encuentro a... un príncipe.
Las mismas joyas parecieron brillar más debido a la dulzura de la voz y la presencia de
su portadora, arrancando destellos opalinos de sus iris claros.
—¡No intentes tampoco halagarme! —le ordenó el Ratonero, al tiempo que cogía su
estuche y lo sujetaba, abierto, a su lado—. Por si no lo sabías, soy inmune a los
encantamientos de todas las coquetas y las ninfas del mundo.
—Sólo digo la verdad, como la he dicho sobre tus joyas —respondió ella en un tono de
inequívoca sinceridad. Sus labios habían permanecido un poco separados y hablaba sin
moverlos.
—¿Eres los Ojos de Ogo? —le preguntó el Ratonero bruscamente, aunque retiró a
Garra de Gato de su seno.
Le inquietó algo, muy poco, que la finísima punta de su daga hubiera rasgado
ligeramente la piel de la muchacha, haciendo brotar unas gotas de sangre que
descendían como un hilo negro.
La muchacha asintió, sin que al parecer le preocupara lo más mínimo la minúscula
herida.
—Puedo ver en tu interior, como en el de las joyas, y no descubro nada en ti más que
nobleza y bondad, excepto ciertos pequeños y sutiles impulsos de violencia y crueldad,
que podrían encantar a una muchacha como yo.
—En eso se equivocan por completo tus grandes ojos que lo penetran todo —replicó
desdeñosamente el Ratonero, aunque en el fondo se sentía halagado—, porque lo cierto
es que soy un gran villano.
Los ojos de la muchacha se ensancharon mientras miraba por encima del hombro del
Ratonero con cierta aprensión, y entonces la voz apagada y áspera a la vez gruñó de
nuevo:
—¡No te andes por las ramas! Sí, te pagaré en oro el precio que pides, una suma que
no podré reunir hasta dentro de unas horas. Vuelve mañana a la misma hora y
cerraremos el trato. Ahora cierra la caja.
El Ratonero se había dado la vuelta, todavía aferrando el estuche, cuando Ogo empezó
a hablar. Tampoco esta vez pudo distinguir el lugar de donde procedía la voz, aunque
escudriñó minuciosamente la estancia. La voz parecía surgir de la pared.
Vio entonces, con cierta decepción, que la muchacha desnuda había desaparecido.
Miró debajo de la mesa, pero allí no había nada. Sin duda había utilizado alguna trampilla,
o algún ardid hipnótico...
Tan suspicaz todavía como una serpiente, regresó por donde había venido. Visto de
cerca, el almohadón no parecía ser más que eso. Entonces, cuando la puerta exterior se
abrió silenciosamente, obedeció la última orden de Ogo, cerró el estuche y se marchó.
Fafhrd miró con ternura a Nemia, tendida a su lado en la penumbra perfumada, sin
perder de vista su robusta muñeca y la bolsa que pendía de ella, mientras la mujer
acariciaba a ambas ociosamente.
Para hacer justicia a Nemia, aun a riesgo de achacar cierta malicia al Ratonero, sus
encantos no eran ni muy maduros ni excesivos, sino sólo... suficientes.
Fafhrd oyó un siseo detrás de su hombro izquierdo. Volvió rápidamente la cabeza y vio
ante él el rostro de un gato blanco que estaba sobre la mesilla de noche, junto a un
cuenco con crisantemos de bronce.
—¡lxy! —exclamó Nemia, en un tono de lánguida reconvención.
A pesar de su voz, Fafhrd oyó, en rápida sucesión, el chasquido de un brazalete al
abrirse y un chasquido algo más fuerte al cerrarse.
Se volvió al instante y descubrió que Nemia le había colocado en la muñeca, junto al
brazalete de hierro, otro de oro cubierto de zafiros y rubíes.
Mirándoles entre los mechones de su larga cabellera oscura, le dijo con voz ronca.
—Es sólo un pequeño obsequio que hago a quienes me satisfacen... mucho.
Fafhrd acercó la muñeca a sus ojos para admirar el premio, pero sobre todo para
palpar su bolsa con los dedos de la otra mano y asegurarse de que estaba tan
herméticamente cerrada como antes. Tras comprobar que así era, se sintió
repentinamente generoso.
—Permíteme que te regale una de mis gemas por el mismo motivo —dijo a la mujer, y
empezó a abrir la bolsa.
Nemia extendió una mano de largos dedos para impedírselo.
—No, no dejemos jamás que las gemas del negocio se mezclen con las del placer.
Ahora bien, si mañana por la noche me traes algún pequeño regalo, cuando intercambies
tus joyas por mi oro y mis cartas de crédito avaladas por Glipkerio y suscritas por Hisvin,
el mercader de granos...
—De acuerdo —dijo Fafhrd secamente, ocultando el alivio que experimentaba.
Aquel gesto de regalar una gema a Nemia había sido una idiotez, pues durante el día
ella habría tenido ocasión de descubrir las anormalidades de la piedra preciosa.
—Hasta mañana —le dijo Nemia, abriéndole los brazos.
—Hasta mañana entonces —respondió Fafhrd, y la abrazó con vehemencia, pero
manteniendo la bolsa bien sujeta con la mano a la que estaba encadenada... y ya
deseoso de marcharse.
Sólo la mitad de las mesas estaban ocupadas en La Anguila de Plata, había pocas
velas encendidas y los escanciadores se adormilaban cuando Fafhrd y el Ratonero Gris
entraron simultáneamente por puertas distintas y se dirigieron a uno de los reservados
vacíos.
Sólo un ojo les observó atentamente, un ojo gris sobre un fragmento de mejilla pálida
enmarcada en pelo negro, que miraba por un resquicio de la cortina en el reservado del
fondo.
Cuando encendieron las gruesas velas y colocaron ante ellos unas copas y una jarra
de fuerte vino, y después de que echaran unos carbones al brasero situado en el extremo
de la mesa, el Ratonero colocó su estuche sobre ésta, y sonriendo, le dijo a su amigo:
—Todo arreglado. Las joyas superaron la prueba de los Ojos, una chiquilla atractiva...
Ya hablaremos de ella más tarde. Recibiré el dinero mañana por la noche..., ¡exactamente
el precio que pedí! En cuanto a ti, si te digo la verdad, no esperaba verte de nuevo con
vida. ¡Bebamos por nuestra suerte! Veo que has escapado del diván de Nemia con todos
tus órganos y miembros intactos... Pero ¿y las joyas?
—También las he colocado —respondió Fafhrd, sacándose de la manga un extremo de
la bolsa para que su amigo lo viera, y volviendo a guardarlo con rapidez—. Y recibiré mi
dinero mañana por la noche..., el total de lo que pedí, igual que tú.
Una expresión pensativa apareció en sus ojos mientras expresaba estas coincidencias.
Tomó dos largos tragos de vino sin abandonar aquella expresión. El Ratonero le miraba
con curiosidad.
—En un momento determinado —musitó finalmente el nórdico— pensé que iba a
intentar el viejo truco de sustituir mi bolsa por otra idéntica pero con un contenido sin
valor. Como había visto la bolsa durante nuestro primer encuentro, podría haber
preparado una similar, con la cadena y el brazalete.
—Pero ¿lo hizo...?
—Oh, no, resultó ser algo totalmente distinto —dijo Fafhrd jovialmente, aunque algún
pensamiento seguía manteniendo dos surcos profundos en su frente.
—Es curioso —observó el Ratonero—. También en cierto momento, aunque muy
breve, los Ojos de Ogo, si hubiera sido rápida, diestra y silenciosa en extremo, podría
haberme cambiado el estuche. —Fafhrd enarcó las cejas, y el Ratonero se apresuró a
añadir—: Es decir, si hubiera tenido el estuche cerrado, pero estaba abierto, en la
oscuridad, y no habría sido posible reproducir el centelleo multicolor de las gemas.
¿Fósforos de madera luminosa? Su luz habría sido demasiado mortecina. ¿Carbones
ardientes? No, pues habría notado el calor. Además, ¿cómo obtener así el resplandor
puro y blanco de un diamante? Habría sido imposible.
Fafhrd asintió, pero siguió mirando por encima del hombro de su compañero.
El Ratonero empezó a alargar la mano hacia su estuche, pero se retuvo y, desdeñando
su propia reacción con una risita, cogió la jarra y empezó a servirse otra copa de vino.
Finalmente, Fafhrd se encogió de hombros, empujó su copa con el dorso de los dedos,
para que su camarada volviera a llenarla, y bostezó, recostándose un poco y, al mismo
tiempo, extendiendo las manos a los lados de la mesa, como si apartara de sí todas sus
pequeñas dudas e incertidumbres.
Los dedos de su mano izquierda tocaron el estuche del Ratonero. Palideció y miró la
caja. Entonces, con gran asombro del Ratonero, que había empezado a llenar de nuevo la
copa de Fafhrd, éste se inclinó hacia adelante y aplicó el oído al estuche.
—Ratonero —le dijo en voz baja—, tu caja está vibrando.
La copa de Fafhrd estaba llena, pero su amigo siguió vertiendo vino en ella. El líquido,
de fuerte fragancia, se derramó sobre la mesa y empezó a correr hacia el brasero
ardiente.
—Al tocar el estuche he notado una vibración —siguió diciendo Fafhrd, perplejo—.
Mira, todavía está vibrando.
Reprimiendo un juramento, el Ratonero dejó la jarra sobre la mesa y arrebató el
estuche bajo la cabeza de Fafhrd. El vino alcanzó la base caliente del brasero y siseó.
Abrió bruscamente el estuche y separó la tela metálica. Ambos se agacharon para
examinar de cerca el contenido.
La luz de las velas reducía, pero de ningún modo extinguía, los destellos amarillo,
violeta, rojizo y blanco que surgían de varios puntos sobre el fondo de terciopelo negro.
Pero la luz era lo bastante intensa para mostrar también, en cada uno de aquellos
puntos, armonizando con los colores enumerados, un escarabajo de luz, una avispa
luminosa, una abeja nocturna o una mosca diamantina, cada uno de los insectos vivo
pero fijado delicadamente a la tela de terciopelo con un finísimo hilo de plata. De vez en
cuando, las alas o los élitros de algunos de ellos vibraban.
Sin vacilación, Fafhrd se quitó el brazalete de hierro de la muñeca, desenganchó la
bolsa y depositó su contenido sobre la mesa. Joyas de diversos tamaños, todas ellas
bellamente cortadas, formaron un montoncito... Pero todas eran completamente negras.
Fafhrd cogió una grande, la rozó con una uña y luego sacó su cuchillo de caza y con su
filo rayó fácilmente la gema. Entonces la arrojó con cuidado al centro ardiente del brasero.
Al cabo de un rato, la gema desprendió unas llamas amarillas y azules.
—Carbón —dijo Fafhrd.
El Ratonero aferró el estuche que destellaba débilmente, como si se dispusiera a
arrojarlo a través de la pared y por encima del Mar Interior. Pero soltó su presa y dejó que
las manos le colgaran decorosamente a los lados.
—Me marcho —anunció en voz baja pero muy clara, y al instante se puso en pie y salió
del local.
Fafhrd no alzó la vista. Estaba echando una segunda gema al brasero.
Se quitó el brazalete que Nemia le había dado y lo acercó a sus ojos.
—Latón y vidrio... —musitó, y extendió los dedos para dejarlo caer sobre el vino
derramado.
Entonces tomó su copa, apuró la del Ratonero, la llenó de nuevo y siguió bebiendo,
mientras iba arrojando una tras otra las negras piedras al brasero.
Nemia y los Ojos de Ogo estaban sentadas cómodamente en un lujoso diván. Se
habían puesto saltos de cama. Las llamas de unas velas amarilleaban en la penumbra.
Sobre una mesa baja había delicados fiascos de vino y licores, copas de cristal tallado,
bandejas de oro con dulces y aperitivos y, en el centro, dos montones iguales de gemas
que brillaban con todos los colores del arcoiris.
—Qué pelmazos son los bárbaros —observó Nemia, reprimiendo delicadamente un
bostezo—, aunque no están mal para pasar un buen rato en la cama de vez en cuando.
Éste era algo más listo que la mayoría. Creo que podría haberse dado cuenta, pero hice
que los dos chasquidos sonaran exactamente al mismo tiempo cuando le puse en la
muñeca el brazalete con la bolsa falsa, y al mismo tiempo, mi regalo de latón. Es
asombroso cómo el latón hipnotiza a los bárbaros, junto con los fragmentos de vidrio
coloreados como rubíes y zafiros... Creo que los tres colores primarios paralizan sus
cerebros primitivos.
—Ah, qué lista eres, Nemia —le dijo Ojos de Ogo, acariciándola tiernamente—.
También mi hombrecillo estuvo a punto de darse cuenta cuando le di el cambiazo, pero
entonces se interesó por amenazarme con su cuchillo, incluso me pinchó un poco entre
los senos. Creo que tiene una mente sucia.
—Déjame que te bese la sangre, querida Ojos —sugirió Nemia—. Oh, es terrible...
terrible.
Mientras se estremecía bajo su tratamiento, pues Nemia tenía una lengua ligeramente
rasposa, Ojos le dijo:
—Por algún motivo, Ogo le ponía muy nervioso.
Fijó la mirada, su rostro sin ninguna expresión y entreabrió sus labios fruncidos.
En la pared opuesta, cubierta por ricas colgaduras, se produjo un movimiento
apresurado, como de un animal que se escabullera, y entonces se oyó una voz pastosa y
apagada: «Abre tu caja, Ratonero Gris. Ahora ciérrala. ¡Chicas, chicas! ¡Dejad vuestros
juegos lascivos!».
Nemia y Ojos se abrazaron riendo. Ojos dijo con su voz natural, si la tenía:
—Y se marchó creyendo que existe un auténtico Ogo. Estoy segura de ello. A estas
alturas deben de estar retorciéndose de rabia.
—Supongo que deberemos tomar precauciones especiales por si nos asaltan para
recuperar sus joyas.
Ojos se encogió de hombros.
—Tengo a mis cinco espadachines mingoles.
—Y yo tengo a mis tres estranguladores kleshitas y medio.
—¿Medio?
—Contaba también a Ixy... Pero lo digo en serio.
Ojos frunció el ceño durante medio latido de corazón, pero entonces meneó la cabeza
vigorosamente.
—No creo que deba preocuparnos la posibilidad de que Fafhrd y el Ratonero Gris nos
ataquen. Como somos mujeres, se sentirán heridos en su orgullo, estarán enfurruñados
durante algún tiempo y luego huirán a los confines de la tierra, para emprender alguna de
esas aventuras suyas...
—¡Aventuras! —exclamó Nemia, como si dijera: «¡Letrinas y retretes!».
—¿Te das cuenta? En realidad son débiles —siguió diciendo Ojos—. No tienen impulso
ni ambición ni una pasión verdadera por el dinero. Si la tuvieran, y si no pasaran tanto
tiempo en lugares remotos, habrían sabido, por ejemplo, que el rey de Ilthmar tiene una
manía por las gemas que son invisibles de día pero relucen de noche, y que ha ofrecido la
mitad de su reino por un saco de joyas estelares. De haberlo sabido, no se les habría
ocurrido la idiotez de recurrir a nosotras para vender su mercancía.
—¿Qué crees que hará con ellas? Me refiero al rey.
Ojos se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá construya un planetario..., o tal vez se las coma. —Se quedó un
momento pensativa—. Bien mirado, quizá nos convenga irnos de Lankhmar por algún
tiempo. Nos merecemos unas vacaciones.
Nemia asintió, con los ojos cerrados.
—Debería ser exactamente en las antípodas del lugar donde el Ratonero y Fafhrd
tengan su... ¡ul?... su aventura.
Ojos asintió también y enumeró con expresión soñadora:
—Cielos azules, aguas ondulantes, una playa impecable, una brisa suave, flores y
esbeltas esclavas por doquier...
—Siempre he deseado un lugar donde no exista el mal tiempo, donde el clima sea
perfecto —dijo Nemia—. ¿Sabes qué mitad del reino de Ilthmar es la que tiene el mejor
clima?
—Preciosa Nemia —murmuró Ojos—. Eres tan civilizada... y tan, tan inteligente.
Después de otro, eres, desde luego, el mejor ladrón de Lankhmar.
—¿Y quién es el otro? —quiso saber Nemia.
—Yo, naturalmente —replicó Ojos con recato.
Nemia extendió el brazo y dio un tirón de oreja a su compañera... no demasiado
doloroso, pero bastante fuerte.
—Si de ello dependiera cualquier cantidad de dinero —le dijo en voz baja pero con
firmeza—, te demostraría que no es exactamente tal como dices, pero como esto no es
más que una charla...
—Queridísima Nemia...
—Dulcísima Ojos...
Las dos mujeres se abrazaron y besaron cariñosamente.
El Ratonero tenía los labios apretados y los ojos brillantes de ira, sentado ante una
mesa en un reservado cerrado por una cortina en La Lamprea de Oro, una taberna
parecida a La Anguila de Plata.
Con la punta de un dedo golpeó la madera de teca e hizo vibrar el aire rancio con su
voz:
—Dobla esas veinte piezas de oro y haré el viaje para escuchar la proposición del
príncipe Gwaay.
El pálido hombre sentado ante él, que tenía los ojos entornados, como si le molestara
la luz de la vela, respondió en voz baja:
—Veinticinco... y te pondrás a su servicio al día siguiente al de tu llegada.
—¿Por qué clase de asno me tomas? —preguntó el Ratonero en un tono
amenazante—. Podría solucionar todos sus problemas en un solo día.... como suelo
hacer... ¿y entonces, qué? No, no, ningún servicio acordado de antemano. Sólo
escucharé su proposición, y... treinta y cinco piezas de oro de anticipo.
—Muy bien, que sean treinta piezas de oro... veinte de las cuales habrás de devolver si
te niegas a servir a mi amo, cosa que sería un paso arriesgado, te lo advierto.
—El riesgo es mi compañero inseparable —replicó secamente el Ratonero—. Sólo
devolvería diez piezas.
El otro asintió y empezó a contar lentamente los rilks sobre la mesa.
—Diez ahora —le dijo—, otros diez cuando te unas a nuestra caravana mañana por la
mañana, en la Puerta del Grano, y diez cuando lleguemos a Quarmall.
—Cuando tengamos el primer atisbo de las torres de Quarmall —insistió el Ratonero.
Su interlocutor asintió de nuevo. El Ratonero recogió malhumorado las diez monedas
de oro y se levantó. Cerró el puño y tuvo la sensación de que las monedas aprisionadas
allí eran muy poca cosa. Por un momento pensó en volver al lado de Fafhrd e idear con él
planes contra Ogo y Nemia.
Pero no, jamás. Comprendió que en aquel estado de miseria e ira contra sí mismo ni
siquiera podría mirar a su viejo amigo a la cara.
Además, era indudable que el nórdico estaría borracho como una cuba.
Y con dos o tres rilks podría obtener ciertos placeres tolerables y hasta interesantes
con los que llenar las horas antes de que el alba le liberase de aquella odiosa ciudad.
Fafhrd estaba borracho, en efecto, pues iba ya por la tercera jarra de vino. Había
arrojado al brasero todas las gemas negras y ahora, con la mayor delicadeza, usaba la
punta de su cuchillo para liberar sin hacerles daño a los insectos luminosos, los cuales
zumbaban de un lado a otro, erráticamente.
Esta actividad le había valido las protestas de dos escanciadores y el apagabroncas del
local, y ahora se acercó a él Slevyas en persona, frotándose el cuello bovino, pues uno de
los bichos le había picado, lo mismo que a un parroquiano. También Fafhrd había recibido
dos picaduras, pero ni siquiera se había dado cuenta. Tampoco prestaba la menor
atención a los cuatro hombres que le reprendían.
Soltó a la última abeja nocturna, la cual pasó silenciosamente junto al cuello de
Slevyas, quien la esquivó soltando un juramento. Fafhrd se recostó en su silla, al parecer
muy afligido. El dueño de la taberna se encogió de hombros y se alejó de él con sus tres
servidores, uno de los escanciadores dando manotadas en el aire.
Fafhrd lanzó al aire su cuchillo, el cual cayó casi de punta, pero no se clavó en la
madera de la mesa. Lo envainó con dificultad y tomó un último sorbo de vino.
Como si alguien fuese a salir del último reservado, se movieron sus pesadas cortinas
que, como todas las demás, tenía cosidas una cadenas y unas láminas metálicas, a fin de
que un parroquiano no pudiera acuchillar a otro a través de ellas, excepto si tenía suerte y
un finísimo estilete.
Pero en aquel momento, un hombre muy pálido, embozado en su capa para protegerse
los ojos de la luz de la vela, entró por la puerta lateral y se dirigió a la mesa de Fafhrd.
—Vengo en busca de tu respuesta, nórdico —dijo en un tono suave pero siniestro. Miró
las jarras volcadas y el vino derramado—. Es decir, si te acuerdas de mi proposición.
—Siéntate y toma un trago —le dijo Fafhrd—. Ten cuidado, que vuelan por aquí
avispas de luz... y son feroces. —Entonces añadió desdeñosamente—: ¡Si me acuerdo...!
El príncipe Hasjarl de Marquall... o Quarmall, la travesía en barco, una montaña de rilks
de oro. ¡Si me acuerdo, dices...!
El recién llegado, que seguía en pie, le corrigió:
—Veinticinco rilks, siempre que embarques conmigo en seguida y prometas servir a mi
príncipe durante un día. Luego, dependerá del acuerdo al que llegues con él.
El hombre embozado puso sobre la mesa una torrecilla de monedas de oro ya
contadas.
—¡Muy generoso! —dijo Fafhrd, mientras cogía el dinero y se ponía en pie,
tambaleante.
Dejó cinco monedas sobre la mesa y se guardó el resto en su bolsa, excepto tres, que
tintinearon en el suelo. Descorchó la tercera jarra de vino y se apartó de la mesa.
—Detrás de ti, camarada —dijo al otro, dándole un empujón hacia la puerta lateral, y
salió haciendo eses tras él.
Dentro del reservado al fondo de la sala, Alyx la Ganzúa frunció los labios y meneó la
cabeza con desaprobación.
4 - Los señores de Quarmall
La habitación era penumbrosa, estaba irritantemente oscura para quien gustaba de la
nitidez en los detalles y del sol resplandeciente. Las pocas antorchas fijadas en las
paredes emitían una luz macilenta, más propia de fuegos fatuos que de llamas
verdaderas, aunque liberaban un agradable aroma a incienso. Daba la impresión de que
los habitantes de aquellos lugares eran reacios a la luz y sólo la toleraban en pequeña
cantidad para beneficio de los extranjeros.
A pesar de su tamaño considerable, la habitación había sido tallada en sólida y oscura
roca —el suelo liso, las paredes curvadas y pulimentadas y el techo en forma de cúpula—
y o bien era una cueva natural arreglada por el hombre, o bien había sido tallada y
bruñida totalmente por medio del esfuerzo humano, aunque semejante trabajo era casi
increíble. Entre las antorchas había numerosas hornacinas hondas, en las que brillaban
estatuillas metálicas, máscaras y objetos de orfebrería.
Cruzaba la estancia una corriente perpetua de aire frío, que inclinaba las débiles llamas
azuladas y traía olores ácidos de tierra mojada y roca húmeda a los que nunca
enmascaraba del todo el aroma dulzón y picante de las antorchas.
Los únicos sonidos eran los producidos de vez en cuando por el roce de la piedra sobre
madera, en el otro extremo de la mesa, donde tenía lugar una partida con fichas de
piedras negras y blancas, y al otro lado de la habitación el pesado suspiro de los grandes
ventiladores que succionaban el aire fresco en el ahora, por lo que sólo sabía de él que
era un joven pálido, apuesto, de hablar reposado, no más real para el aventurero, a causa
de la penumbra constante y la distancia invariable entre ellos, que un fantasma.
El Ratonero jamás había presenciado aquella clase de juego, que era muy extraño en
diversos aspectos.
El tablero parecía verde, aunque era imposible discernir claramente los colores en el
interminable crepúsculo de las antorchas, y carecía de cuadros o marcas perceptibles,
excepto una línea fosforescente que dividía el tablero en dos campos iguales.
Cada jugador iniciaba el juego con doce fichas circulares y planas colocadas en su lado
del tablero. Las fichas de Gwaay eran negras como la obsidiana, y las de su viejo
oponente blancas como el mármol, de modo que el Ratonero podía distinguirlas a pesar
de la penumbra.
El objeto del juego parecía consistir en mover las fichas al azar, hacia adelante, a lo
largo de distancias desiguales, y conseguir introducir primero en el campo contrario por lo
menos siete de ellas.
Lo más extraño de todo era que el jugador movía las fichas no con los dedos, sino
mirándolas fijamente. Al parecer, si uno miraba una sola ficha, podía moverla con
bastante rapidez, y si miraba varias podía moverlas todas juntas, en línea o agrupadas,
pero con más lentitud.
El Ratonero aún no estaba totalmente convencido de que presenciaba una exhibición
de poder mental. Aún sospechaba que había hilos invisibles, soplidos silenciosos,
manipulaciones ocultas del tablero por debajo de la mesa, potentes escarabajos debajo
de las fichas o imanes escondidos, pues las piezas de Gwaay podían ser, por su color,
una especie de calamita.
En aquel momento, las fichas negras de Gwaay y las blancas del anciano estaban
agrupadas en la línea central, y sólo se movían un poco de vez en cuando, cuando el
esfuerzo de los jugadores hacía que avanzaran la distancia equivalente a la anchura de
una uña en un sentido y luego en el otro. De súbito, la ficha más rezagada de Gwaay giró
velozmente hacia atrás y avanzó hacia un espacio libre en el borde del tablero. Dos de las
fichas del anciano formaron una cuña y avanzaron a lo largo de la línea central, a través
del punto débil así creado. Cuando las dos fichas del anciano que se habían separado
regresaron para enfrentarse a las otras, la ficha rezagada de Gwaay se apresuró a cruzar
la línea. El juego había terminado... Gwaay no hizo ningún gesto que así lo indicara, pero
el anciano empezó a colocar de nuevo con los dedos las fichas en sus posiciones de
partida.
—¡Vaya, Gwaay, poco te ha costado ganar ese juego! —dijo el Ratonero con
petulancia—. ¿Por qué no juegas con dos a la vez? Ese viejo debe de ser un brujo del
Segundo Rango para tener un juego tan flojo... o quizá un aprendiz decrépito del
Tercero...
El anciano dirigió una mirada maligna al Ratonero.
—Los doce que estamos aquí somos brujos del Primer Rango, y lo somos desde
nuestra juventud —afirmó en un tono siniestro—. Saldrías rápidamente de dudas si uno
de nosotros te señala incluso con su dedo meñique.
—Ya has oído lo que ha dicho —dijo Gwaay en voz alta al Ratonero, sin mirarle.
El Ratonero, en absoluto intimidado, por lo menos exteriormente, replicó:
—Sigo creyendo que podrías vencer a dos de ellos a la vez, o a siete... ¡o a toda la
docena decrépita! Si ellos pertenecen al Primer Rango, tú debes ser de la Magnitud Cero
o Negativa.
Los labios del anciano se movieron en silencio y se llenaron de espuma en las
comisuras, pero Gwaay se limitó a decir afablemente:
—Si sólo tres de mis fieles amigos abandonaran sus concentraciones brujeriles, los
envíos de mi hermano Hasjarl penetrarían a través de los Niveles Superiores y me
atacarían todas las enfermedades que figuran en el compendio del mal, y algunas otras
que sólo existen en la corrompida imaginación de Hasjarl... o quizá me haría desaparecer
por completo.
—Si nueve de los doce tienen que protegerte continuamente, no podrán dormir mucho
—observó el Ratonero.
—Los tiempos no son siempre tan turbulentos —replicó Gwaay tranquilamente—. En
ocasiones, la costumbre o mi padre imponen una tregua, a veces el oscuro mar interior
está en calma. Pero hoy sé por ciertos signos que están organizando un gran ataque
contra el hígado, los pulmones, la sangre, los huesos y el resto de mi organismo. El
querido Hasjarl tiene una doble asamblea de brujos que apenas son inferiores a los míos,
de Segundo Rango, pero de primera clase dentro del mismo, y los azuza para que tramen
mi desgracia. Soy tan desagradable para Hasjarl, oh, Ratonero, como lo son para tus
labios los sencillos frutos de nuestros lechos de estiércol. Además, esta noche mi padre
Quarmall hace su horóscopo en la torre del homenaje, muy por encima de los Niveles
Superiores de Hasjarl, por lo que es conveniente que vigile bien todas las ratoneras.
—Si lo que te falta es ayuda mágica —replicó audazmente el Ratonero— tengo uno o
dos hechizos que podrían dejar pequeños a los brujos y magos de tu hermano.
A decir verdad, el Ratonero tenía en su bolsa un hechizo escrito en crujiente
pergamino, aunque sólo uno, que tenía vivos deseos de poner a prueba. Se lo había dado
su propio mentor brujeril y maestro, Sheelba del Rostro sin Ojos.
Cuando habló Gwaay, lo hizo en el tono más bajo posible, y el Ratonero tuvo la
impresión de que si hubiera habido una vara más de distancia entre ellos, no le habría
oído.
—Tu misión es protegerme de los espadachines enviados por mi hermano, en
particular ese campeón que, según parece, ha contratado. Mis brujos del Primer Rango
me guardarán de las «esquelas amorosas» de Hasjarl. Que cada uno se ocupe de lo
suyo.
Dicho esto, Gwaay dio una ligera palmada, y una esbelta muchacha esclava apareció
silenciosamente en la arcada que daba acceso a la estancia. Sin mirarla siquiera, el señor
le ordenó:
—Vino fuerte para nuestro guerrero.
La muchacha desapareció.
Por fin el anciano había colocado de nuevo trabajosamente las fichas blancas y negras
en sus posiciones de partida, y Gwaay contempló las suyas pensativamente, pero antes
de hacer ningún movimiento se dirigió de nuevo al Ratonero:
—Si todavía te resulta difícil matar el tiempo, dedícate a seleccionar la recompensa que
te llevarás cuando hayas terminado tu trabajo. Y en tu búsqueda no descartes a la
doncella que te trae el vino. Se llama Ivivis.
El Ratonero no dijo nada. Ya había elegido más de una docena de bellos y lujosos
objetos que tenía Gwaay en cajones y hornacinas, y los había guardado en un cuarto
pequeño que encontró dos niveles más abajo. Si descubrían el escondrijo, explicaría que
se había limitado a hacer una inocente selección previa, en espera de la definitiva, pero
quizá no convencería a Gwaay, pues era agudo, a juzgar por la sutileza con que había
observado que rechazaba la seta y otros detalles.
No se le había ocurrido al Ratonero apropiarse de una o dos muchachas encerrándolas
también en el cuarto, aunque desde luego la idea era atractiva.
El anciano se aclaró la garganta y rió entre dientes.
—Señor Gwaay, permitid que este ambicioso espadachín ponga a prueba sus trucos.
¡Dejadle que los pruebe conmigo!
El Ratonero empezó a animarse, pero Gwaay se limitó a alzar la palma de la mano y
menear la cabeza, señalando con un dedo el tablero. El anciano obedeció y se concentró
en una ficha para moverla.
La decepción se apoderó del Ratonero, el cual empezaba a sentirse muy solo en aquel
penumbroso inframundo donde los movimientos y las palabras eran susurrantes. Era
cierto que cuando el emisario de Gwaay le abordó en Lankhmar, el Ratonero aceptó
encantado aquel trabajo en solitario. Si una noche el pequeño camarada (¡y cerebro!) gris
del vocinglero Fafhrd desaparecía sin decir palabra... y regresaba quizá un año después
con un cofre lleno de tesoros y una sonrisa burlona, ello sería toda una lección para el
bárbaro nórdico.
El Ratonero se había sentido muy eufórico durante el largo viaje en caravana hacia el
sur, desde Lankhmar a Quarmall, a lo largo del río Hlal, pasando por los lagos de Pleea y
atravesando las Montañas del Hambre. Había sido un auténtico placer cabalgar en un
camello, libre de la presencia gigantesca, la cháchara y la jactancia de Fafhrd, mientras
las noches eran cada vez más azules y cálidas, y extrañas estrellas como joyas
llameantes se asomaban sobre el horizonte meridional.
Llevaba tres noches en Quarmall desde su llegada secreta a los Niveles Inferiores, tres
noches con sus días, o más bien ciento cuarenta y cuatro interminables medias horas de
crepúsculo subterráneo, y en el fondo de su mente ya empezaba a desear que Fafhrd
estuviera allí, en vez de hallarse a medio continente de distancia, en Lankhmar, o incluso
más lejos, si había llevado a cabo sus vagos planes de visitar de nuevo su tierra natal en
el norte. En cualquier caso, alguien con quien beber, e incluso una ruidosa pelea, sería
muy refrescante tras setenta y dos horas de no hacer nada, rodeado de servidores
silenciosos, brujos en trance, setas cocidas y la indestructible ecuanimidad de Gwaay.
Además, parecía que lo único que Gwaay deseaba era un hábil espadachín que
contrarrestara la amenaza de aquel campeón que, al parecer, había contratado Hasjarl,
de una manera tan secreta como la empleada por Gwaay para introducir allí al Ratonero.
Si Fafhrd estuviera presente, podría ser el espadachín de Gwaay, mientras que el
Ratonero tendría más oportunidad de venderle a Gwaay su talento mágico. El único
hechizo que guardaba en su bolsa —Sheelba se lo había dado a cambio del relato de las
perversiones de Clutho— establecería para siempre su reputación como un archimago
dotado de increíbles poderes. De eso no tenía duda.
El Ratonero salió de sus ensoñaciones y vio que la esclava, Ivivis, estaba arrodillada
ante él —no habría podido decir cuánto tiempo llevaba allí— ofreciéndole una bandeja de
ébano sobre la que había una jarra de piedra y una copa de cobre.
La muchacha se arrodillaba con una pierna doblada y la otra extendida tras ella, como
para lanzar una estocada, estirando así la falda corta de su túnica verde, mientras
adelantaba los brazos, que sostenían la bandeja. Su cuerpo esbelto era muy flexible y
mantenía sin esfuerzo aquella postura difícil. El cabello lacio y fino era claro como su piel,
del color que podrían tener los espectros. El Ratonero pensó que la joven tendría un gran
aspecto en su armario, quizá acariciando contra su seno el collar de grandes perlas
negras que había encontrado tras una estatuilla de peltre en una de las hornacinas de
Gwaay.
Sin embargo, estaba arrodillada tan lejos de él como podía sin dejar de ofrecerle la
bandeja, y bajaba la mirada recatadamente, ni siquiera parpadeaba al oír los galantes
murmullos del invitado, lo único que éste consideró apropiado en aquel momento.
Cogió la jarra y la taza. Ivivis agachó todavía más la cabeza y se alejó en silencio.
El Ratonero se sirvió un dedo de vino rojo y espeso como la sangre y tomó un sorbo.
Tenía un sabor dulzón, pero con un dejo amargo. Se preguntó si era una fermentación de
hongos escarlata.
Las fichas negras y blancas se movían sobre el tablero obedeciendo a las miradas
concentradas de Gwaay y el anciano. La incesante brisa fría doblaba las llamas de las
antorchas, mientras los esclavos descalzos sobre las cintas de cuero y los grandes
ventiladores al girar sobre sus ejes, musitaban sin cesar: «Quarmall... Quarmall es
profundo... Quarmall es todo...».
En una sala igualmente amplia, a muchos niveles más arriba, pero también subterránea
—una habitación sin ventanas donde las llamas de las antorchas eran más rojas y
brillantes, pero la ocre humareda del incienso anulaba su brillantez, por lo que también allí
el efecto final era una penumbra exasperante. Fafhrd estaba sentado al extremo de la
mesa.
El nórdico era de costumbre un hombre de una tranquilidad casi monstruosa, pero
ahora estaba inquieto, al borde de admitir que deseaba que su viejo amigo, el Ratonero,
estuviera a su lado y no en Lankhmar o quizá viajando por las desérticas Tierras
Orientales.
Sin duda el Ratonero habría tenido más paciencia para resolver los enigmas y
comprender la extraña conducta de aquellos quarmallianos que vivían bajo tierra. Al
Ratonero le sería más fácil soportar el odioso gusto de Hasjarl por la tortura, y por lo
menos aquel pequeño necio vestido de gris sería otro ser humano con el que beber.
Cuando el agente de Hasjarl se puso en contacto con él en Lankhmar, prometiéndole
una suma considerable si iba a Quarmall al instante, secretamente y en solitario, a Fafhrd
le alegró muchísimo alejarse del Ratonero, sus ardides y su charla maliciosa. Incluso
había sugerido al pequeño individuo que quizá embarcaría con algunos de sus paisanos
nórdicos que navegaban por el Mar Interior.
Lo que Fafhrd no le explicó al Ratonero era que, en cuanto subió a bordo, la larga nave
zarpó no hacia el norte sino al sur, costeando por el vasto Mar Exterior, a lo largo del
litoral occidental de Lankhmar.
La travesía había sido idílica... Piratearon un poco de vez en cuando, a pesar de las
ásperas objeciones del agente de Hasjari, habían capeado grandes tormentas y batallado
con sepias, rayas y serpientes gigantescas, cuyo número iba en aumento cuanto más al
sur del Mar Exterior se internaban los navegantes. El recuerdo de aquellas aventuras hizo
sonreír a Fafhrd.
¡Qué distinta era la vida en Quarmall! ¡Aquella interminable y apestosa brujería! ¡Aquel
Hasjarl, embrutecido por la tortura! Fafhrd empezó a golpear la mesa con el puño.
Y las reglas...! No debía explorar hacia abajo, pues allí estaban los Niveles Inferiores y
el enemigo. Tampoco debía explorar hacia arriba, donde estaban los sacrosantos
aposentos del padre Quarmall. Nadie debía conocer la presencia de Fafhrd, y éste tenía
que contentarse con la bebida y las mozas inferiores disponibles en los limitados Niveles
Superiores de Hasjarl. (¡Llamaban superiores a aquellos laberintos y criptas!)
¡Las demoras...! No debían reunir sus fuerzas e ir abajo para aplastar al hermano y
enemigo Gwaay; eso sería una temeridad impensable. No debían parar los enormes
ventiladores cuya crepitación perpetua atormentaba el oído de Fafhrd y que enviaban el
aire vital en las primeras etapas de su viaje al submundo de Gwaay y, a través de otros
pozos practicados en la roca, succionaban el aire rancio... No, aquellos ventiladores
nunca debían detenerse, pues el padre Quarmall estaría en desacuerdo con toda táctica
de combate que sofocara a valiosos esclavos, y los hijos de Quarmall prescindían por
completo de todo aquello con lo que su padre no estaba de acuerdo.
En vez de intentar algo radical, el consejo de guerra de Hasjarl debía planear
campañas que duraban años enteros, cuyas principales armas eran encantamientos
brujeriles y sin más ambición que conquistar un cuarto de túnel, o la cuarta parte de un
campo de setas, en los Niveles Inferiores de Gwaay.
¡Las supercherías...! Tenían que servir setas en todas las comidas, pero no para
comerlas, ni siquiera saborearlas. Por otro lado, la rata asada era una exquisitez para
relamerse. Aquella noche el padre Quarmall haría su horóscopo y, por alguna razón,
aquella contemplación supersticiosa de las estrellas y aquellos garabatos tendrían una
importancia críptica incalculable. Todas las doncellas debían gritar dos veces cuando se
les sugería familiaridades, al margen de su conducta posterior. Fafhrd nunca debía
acercarse a Hasjarl a menos de un tiro de daga, y esa regla le impedía descubrir cómo se
las arreglaba Hasjarl para no perder nunca detalle de lo que ocurría a su alrededor,
aunque casi siempre tenía los ojos cerrados. Quizá disponía de una segunda visión de
corto alcance, o tal vez el esclavo más próximo a él le susurraba incesantemente todo lo
que ocurría, o quizá...; en fin, Fafhrd no tenía manera de saberlo.
Pero de algún modo Hasjarl era capaz de ver con los ojos cerrados.
Este mezquino truco de Hasjarl indudablemente ahorraba a sus ojos la irritación del
humo del incienso, mientras que los brujos de Hasjarl y el mismo Fafhrd siempre los
tenían enrojecidos y lagrimeantes. No obstante, Hasjarl era por lo demás un príncipe de lo
más enérgico e incansable; su cuerpo patizambo y deforme y sus brazos mal
emparejados siempre en movimiento, su feo rostro siempre haciendo muecas y por ello el
detalle de los ojos tranquilamente cerrados era especialmente irritante y estremecedor.
En una palabra, Fafhrd estaba completamente harto de los Niveles Superiores de
Quarmall, aunque apenas llevaba una semana en ellos. Incluso había acariciado la idea
de traicionar a Hasjarl y trabajar para el hermano de éste o actuar como informador del
padre... aunque, como patronos, aquellos personajes no supondrían mejora alguna.
Pero lo que el nórdico ansiaba sobre todo era trabar combate con el campeón de
Gwaay del que se hablaba tanto...; quería conocerle, matarle y luego cargarse al hombro
la recompensa (preferiblemente una hermosa doncella con una bolsa de oro en cada
mano) y volver la espalda para siempre a la maldita colina de Quarmall, perforada por
túneles lóbregos y llena de misteriosos susurros.
En un exceso de exasperación, aferró el pomo de su larga espada Vara Gris.
El gesto no le pasó desapercibido a Hasjarl, aunque tenía los ojos cerrados, pues
volvió su rostro deforme en la dirección de Fafhrd, entre las filas de los veinticuatro brujos
de luengas barbas y vestidos con pesadas túnicas, sentados a la mesa hombro contra
hombro. Entonces, con los párpados todavía cerrados, Hasjarl empezó a torcer la boca
como un preámbulo del habla, y con un trino tembloroso a modo de obertura dijo:
—Vaya, ardes en deseos de combatir, ¿eh, Fafhrd, muchacho?
¡Guarda tu espada envainada! Pero dime, ¿qué clase de hombre crees que es ese
guerrero, del que me proteges, el sombrío asesino al servicio de Gwaay? Dicen que tiene
más fuerza que un elefante y es más mañoso que los mismos Zobolds.
Con un espasmo final, Hasjarl logró mirar expectante a Fafhrd, aun sin abrir los ojos.
Durante la última semana, Fafhrd había oído aquella clase de preocupación una y otra
vez, por lo que se limitó a responder con un bufido:
—¡Bah! Siempre dicen eso de cualquiera. Exageraciones. Pero a menos que pueda
entrar en acción y pierda de vista a estos vejestorios con las barbas comidas por las
pulgas...
El nórdico se interrumpió antes de seguir desbarrando, apuró su vino y golpeó en la
mesa con la jarra de peltre, pidiendo más, pues aunque Hasjarl podía tener el porte de un
idiota y el carácter de un ocelote, servía un excelente fermento de uva madurado en las
cálidas y pardas pendientes meridionales de la colina de Quarmall... y no iba a ganar
nada aguijoneándole.
Hasjarl no pareció ofenderse.... o, si lo hizo, transmitió su enojo a sus barbudos
consejeros, pues al instante empezó a instruir a uno para que enunciara con más claridad
sus signos rúnicos, preguntó a otro si sus hierbas estaban lo bastante trituradas, recordó
a un tercero que era el momento de hacer sonar cierta campanilla tres veces y, en
general, trató a las dos docenas de ancianos como si fuesen una clase de escolares y él
su pedagogo con vista de águila, si bien Fafhrd tenía entendido que todos ellos eran
magos del Primer Rango.
La doble asamblea de brujos empezó, a su vez, a moverse con más nerviosismo, cada
uno dedicado a su hechizo particular: provocaban hedores, vertían negras gotas de
líquidos contenidos en sucias probetas, agitaban varillas, atravesaban con agujas figuritas
de cera, trazaban con los dedos misteriosos símbolos en el aire, sacaban de sus bolsas
ruidosos fetiches y hacían otras cosas igualmente extravagantes para el ojo profano.
Después de tantas horas sentado al extremo de la mesa, Fafhrd ya sabía que la mayor
parte de los hechizos estaban destinados a infligir a Gwaay alguna enfermedad terrible: la
peste negra o roja, la consunción, la gangrena lenta o rápida, la gangrena verde, la tos
sanguinolenta, la licuación abdominal, la fiebre palúdica, la fatiga perniciosa y hasta el
trivial goteo de la nariz. El nórdico había comprendido que los propios brujos de Gwaay
rechazaban estos encantamientos maléficos con contrahechizos, pero se trataba de
seguir enviándolos con la esperanza de que algún día la oposición bajara la guardia,
aunque sólo fuera por unos momentos.
No estaría nada mal, se decía Fafhrd, que la banda de Gwaay fuese capaz de devolver
los maléficos hechizos contra quienes los enviaban. Incluso estaba harto de los abstrusos
signos astrológicos cosidos en oro y plata en las túnicas de los brujos, así como de las
cintas y los alambres de metales preciosos anudados cabalísticamente en sus luengas
barbas.
Una vez disciplinados los magos, todos ellos entregados frenéticamente a sus tareas,
Hasjarl, quizá para cambiar, abrió los ojos y, con una sola distorsión preliminar de los
labios, le dijo al aventurero:
—De modo que quieres acción, ¿eh, Fafhrd, muchacho?
Fafhrd, muy molesto por aquella familiaridad, apoyó un codo en la mesa y apuntó con
un dedo a Hasjarl.
—Así es. Mis músculos están deseando entrar en movimiento. Tenéis fuertes brazos,
señor Hasjarl. ¿Qué os parece si echamos un pulso?
Hasjarl rió entre dientes.
—Ahora tengo que jugar a otra cosa con una doncella sospechosa de comercio con
uno de los pajes de Gwaay. No gritó ni una sola vez... antes. ¿Quieres acompañarme y
contemplar la acción, Fafhrd?
Cerró los ojos de nuevo, como si se pusiera dos finas máscaras de piel..., pero los
cerró con tanta firmeza que no podía haber duda de que veía a través de los párpados.
Fafhrd se recostó en su silla, un tanto sonrojado. Hasjarl había adivinado la
repugnancia del nórdico por la tortura la primera noche de su estancia en los Niveles
Superiores de Quarmall, y desde entonces nunca había perdido una oportunidad de
recrearse con lo que seguramente consideraba una debilidad de Fafhrd.
Para disimular su azoramiento, Fafhrd sacó de un bolsillo interior de su túnica un librito
de páginas de pergamino cosidas. Habría jurado que Hasjarl no había parpadeado ni una
sola vez desde que cerró los ojos, pero ahora el repulsivo individuo comentó:
—El sello en la tapa de ese paquete me dice que es algo de Ningauble de los Siete
Ojos. ¿De qué se trata, Fafhrd?
—Asuntos particulares —replicó con firmeza el interpelado.
A decir verdad, estaba algo alarmado. No se atrevía a permitir que Hasjarl viera el
contenido del «paquete». Y como aquel villano sabía de algún modo misterioso, en el
pergamino de la cubierta estaba estampada la figura de una mano de siete dedos, cada
uno de los cuales tenía un ojo en vez de uña..., uno de los muchos signos del patrono
brujeril de Fafhrd.
Hasjarl emitió una tos seca.
—Ningún servidor de Hasjarl tiene asuntos particulares —sentenció—, pero ya
hablaremos de eso en otra ocasión. El deber me llama. —Se puso en pie de un salto y,
mirando ferozmente a sus brujos, les dijo en tono desabrido—: ¡Si encuentro a alguno de
vosotros dormitando cuando regrese, mejor habría sido para él, y para su madre también,
haber nacido con cadenas de esclavo en los tobillos!
Hizo una pausa, se volvió para salir y, dirigiéndose de nuevo a Fafhrd, le dijo en tono
persuasivo:
—La muchacha se llama Friska y sólo tiene diecisiete años. Sin duda participará en el
juego con mucha destreza y abundancia de exclamaciones encantadoras. Voy a
conversar largamente con ella. La interrogaré mientras hago girar la manivela, muy
lentamente. Y ella responderá, comentará, describirá sus sentimientos, con sonidos si no
con palabras. ¿De veras no quieres venir?
Riendo malignamente entre dientes, Hasjarl salió a grandes zancadas de la estancia.
Las llamas rojizas de las antorchas en la arcada delinearon con el color de la sangre su
monstruosa forma patizamba.
Fafhrd apretó las mandíbulas. Nada podía hacer en aquel momento. La cámara de
tortura de Hasjarl era también el cuartel de su guardia. Pero el nórdico tomó nota mental
de una intención, o quizá una obligación.
Para alejar de su mente las imaginaciones desagradables y debilitantes, empezó a
releer el librito de pergamino que Ningauble le había dado como una especie de
recompensa por servicios pasados, o para asegurarse los futuros, la noche en que el
nórdico partió de Lankhmar.
No le preocupaba que los brujos de Hasjarl vieran lo que estaba leyendo. Tras la última
amenaza de su amo, todos estaban tan atareados con sus hechizos como otras tantas
hormigas barbudas.
He aquí lo que decía la diminuta caligrafía de Ningauble, que lo mismo podía haber
sido trazada por una mano que por un tentáculo:
«Lo primero que llamó mi atención sobre Quarmall fue el informe de que algunos de
sus pasadizos subterráneos se extendían bajo el Mar y llegaban a ciertas cavernas en las
que podrían habitar algunos supervivientes de los Antiguos. Naturalmente, despaché
agentes para que comprobaran la verdad del informe: fueron allá dos espías bien
adiestrados y valiosos (y también otros dos para vigilarlos) a fin de descubrir los hechos
reales y lo que sólo era chismorrería acumulada. Ninguna de las dos parejas regresó, ni
tampoco enviaron mensajes o señales que explicaran su desaparición, ni palabra alguna.
Yo estaba interesado, pero como por aquel entonces no podía destinar un material valioso
a una indagación tan incierta y peligrosa, esperé mi oportunidad hasta que me facilitaran
información (como suele suceder).
»Al cabo de veinte años recibí la recompensa por mi discreción. Un anciano,
horriblemente desfigurado y de una palidez peculiar, vino a verme. Se llamaba Tamorg, y
lo que me contó, a pesar de su incoherencia, era interesante de veras. Afirmaba haber
sido capturado de pequeño, cuando viajaba en una caravana, y llevado como cautivo a
Quarmall, donde sirvió como esclavo en los Niveles Inferiores, muy por debajo de la
superficie. Allí no había luz natural, y el aire se impulsaba en las laberínticas cavernas
mediante unos grandes ventiladores movidos por tracción humana. De ahí su palidez y su
aspecto en general extraño.
»Tamorg estaba muy resentido con respecto a aquellos ventiladores, pues había
estado encadenado a una de las cintas de tracción durante más tiempo del que podía
recordar. (No sabía cuánto, pues no existía ninguna medida del tiempo en los Niveles
Inferiores.) Finalmente le liberaron de aquella dura tarea, según pude deducir de su
embrollado relato, gracias a la invención o crianza de un tipo de esclavo especializado
que cumplía mejor aquel cometido.
»Esto permite conjeturar que los Amos de Quarmall están lo bastante interesados en la
economía de sus posesiones para mejorarlas, lo cual constituye una rareza entre los
grandes señores. Además, si a esos esclavos especializados se les criaba, la vida de los
señores debía ser, por fuerza, más larga que de ordinario, o bien la cooperación entre
padre e hijo es más perfecta que cualquier otra relación filial conocida.
»Tamorg relató entonces que le hicieron cavar, junto con otros ocho esclavos que,
como él, habían sido separados de los ventiladores. Les obligaron a ampliar y extender
determinados pasadizos y cámaras, y así, durante otro período, se dedicó a zapar y
apuntalar. Este tiempo debió de haber sido largo, pues, tras un minucioso interrogatorio,
me enteré de que Tamorg había cavado y amurallado él solo un pasadizo de mil veinte
pasos de largo. Estos esclavos no estaban encadenados, a menos que fueran maníacos,
ni era necesario vigilarles para que no escaparan, pues esos Niveles Inferiores parecen
ser un laberinto dentro de otro laberinto, y un esclavo desdichado que se alejaba de los
caminos conocidos, tenía muy pocas posibilidades de desandar sus pasos. No obstante,
se rumorea, según dijo Tamorg, que los Señores de Quarmall hacen memorizar a ciertos
esclavos una porción del laberinto cada vez más extenso, y así pueden recorrer los
túneles con seguridad y comunicar un nivel con otro.
»Tamorg escapó al fin por el sencillo expediente de traspasar accidentalmente la pared
mientras cavaba. Ensanchó la abertura con su mazo y se agachó para mirar. En aquel
momento un compañero le empujó sin querer y Tamorg cayó de cabeza por la abertura
que había practicado. Por suerte, en el fondo del abismo al que cayó había un rápido pero
profundo arroyo subterráneo. Como nadar es un arte que no se olvida con facilidad, logró
mantenerse a flote hasta llegar al mundo exterior. Durante varios días le cegaron los
rayos del sol, y sólo se sentía cómodo a la luz mortecina de una antorcha.
»Le interrogué con detalle sobre los muchos fenómenos interesantes que debió de
presentar constantemente durante su cautiverio, pero sus respuestas fueron muy
insatisfactorias, pues ignoraba todos los métodos de observación. Le coloqué como
guardián en el palacio de D... cuyas idas y vueltas deseaba controlar. Eso es todo lo que
conseguí de esa fuente de información.
»Estos hechos escasos habían agudizado el interés que sentía por Quarmall, y me
propuse conseguir más datos. A través de mi conexión con Sheelba, me puse en contacto
con Eeack, el Señor de las Ratas. Mediante el señuelo de pasadizos secretos hasta los
graneros de Lankhmar, le persuadí para que me visitara. Su visita fue tan estéril como
embarazosa. Estéril porque resultó que en Quarmall las ratas son una exquisitez y las
cazan con fines culinarios mediante comadrejas bien adiestradas. Naturalmente, en tales
circunstancias, cualquier rata dentro de los límites de Quarmall tenía escasas
posibilidades de llevar a cabo una labor de enlace, excepto desde su situación,
dudosamente ventajosa, en una cacerola. La cohorte personal de Eeack, formada por
innumerables ratas, consumió todos los comestibles al alcance de sus agudos dientes, y
apesadumbrado por la penosa situación en que me dejaba, Eeack me hizo el favor de
engatusar a Scraa para que despertara y hablase conmigo.
»Scraa es una de esas antiquísimas cucarachas que ya existían en la era de los
reptiles monstruosos que en el pasado dominaron en el mundo, y cuya memoria racial se
hunde en la nebulosidad del tiempo antes de que los Antiguos se retirasen de la
superficie. Scraa me ofreció el siguiente resumen histórico de Quarmall, escrito en un
peculiar pergamino compuesto por élitros aplanados, mañosamente soldados y alisados
de la manera más sutil. Adjunto este documento y pido disculpas por su estilo más bien
seco y tedioso.
»La ciudad-estado de Quarmall alberga una civilización casi insólita en la esfera de la
organización antropoide. Quizá la analogía más exacta que podría hacerse es la de las
hormigas que utilizan esclavos. El dominio de Quarmall está actualmente limitado a la
pequeña montaña, o gran colina, que lo señala, pero, como un rábano, su porción
principal permanece enterrada bajo la superficie. Esto no siempre fue así.
»En otro tiempo, los señores de Quarmall impusieron su ley sobre anchas praderas y
vastos mares; sus innumerables naves navegaban entre todos los puertos conocidos y
sus caravanas cubrían las rutas de un mar a otro. Lentamente, desde los valles fértiles y
los yermos acantilados, desde las extensiones desérticas y el mar abierto, fue
reduciéndose el poderío de Quarmall, cuyos señores fueron retirándose no
voluntariamente, sino siempre obligados a hacerlo. Año tras año, generación tras
generación, fueron perdiendo todas sus posesiones y derechos, hasta que, finalmente, se
vieron confinados a esa última y sólida fortaleza, el invulnerable castillo de Quarmall. La
causa de estos acontecimientos se pierde en la vaguedad de las fábulas, pero
probablemente se debió a las horrendas prácticas que incluso hoy persuaden a la
población de los campos circundantes de que Quarmall es un lugar sucio y maldito.
»Cuando los Señores de Quarmall fueron despojados de sus posesiones, empujados a
pesar de sus conocimientos de brujería y su valor, se escondieron en aquella última y
vasta fortaleza, cada vez más profunda y más grande. Cada Señor sucesivo cavaba más
profundamente en las entrañas de la pequeña montaña en cuya cima se alzaba el castillo
de Quarmall. Finalmente, el recuerdo de las glorias pasadas se disipó, fue olvidado y los
Señores de Quarmall se concentraron en su laberinto de túneles, que les separaba del
mundo exterior, al cual habrían olvidado por completo de no ser por su constante
necesidad de esclavos y el mantenimiento de los mismos.»
»Los Señores de Quarmall son magos de gran reputación y adeptos de la práctica del
Arte. Se dice que tienen la habilidad de encantar a los hombres para que sean sus
esclavos en cuerpo y alma.»
»Esto es lo que había escrito Scraa, en conjunto, una chismorrería muy insatisfactoria:
apenas dice una sola palabra sobre esos intrigantes pasadizos que, en principio,
despertaron mi interés, no dice nada sobre la conformación del reino y sus habitantes, ¡ni
siquiera incluye un mapa! Pero hay que tener en cuenta que el pobre Scraa vive casi por
entero en el pasado, y el presente no será importante para él hasta dentro de muchos
siglos.
»Sin embargo, creo conocer a dos individuos a los que podría persuadir para que
fueran allí...»
Así finalizaban las notas de Ningauble, para irritación, asombro y suspicacia de
Fafhrd... así como incomodidad e inquietud, pues ahora debía pensar de nuevo en la
desconocida muchacha a la que Hasjarl estaba torturando.
En el exterior del monte de Quarmall, el sol había rebasado el meridiano y empezaba a
oscurecer. Los grandes bueyes blancos echaban su peso contra el yugo, sabedores de
que no era la primera vez ni sería la última. Cada mes, cuando se aproximaban a aquel
sucio trecho de la carretera, su amo les azotaba frenéticamente, intentando que
avanzaran a una velocidad que ellos, dada su naturaleza, no podían alcanzar. Tirando del
arnés hasta que crujía, obedecían en la medida de sus posibilidades, pues sabían que
una vez rebasado aquel punto su amo les recompensaría con un poco de sal, una áspera
caricia y una breve pausa en el trabajo. Era lamentable que aquel trecho del camino
siguiera encharcado y sucio mucho después de que las lluvias hubieran cesado, casi de
una estación a la siguiente, y que se tardara tanto en pasar por allí.
Su amo tenía motivos para azuzarles, pues se decía que aquellos contornos estaban
malditos. Desde aquella eminente curva podían verse las torres de Quarmall, y, lo que era
más importante, desde aquellas torres se dominaba perfectamente la carretera. No era
saludable mirar hacia las torres de Quarmall, o que a uno le mirasen desde ellas, y esta
sensación no era gratuita, sino que se fundamentaba en diversos motivos. El amo de los
bueyes escupió disimuladamente, cruzó los dedos y miró temeroso por encima del
hombro a las torres coronadas de pétreo encaje que se alzaban hacia el cielo, al tiempo
que atravesaban el último charco enfangado. Aquel breve vistazo le bastó para captar un
destello, una titilación en la torre más alta. Estremeciéndose, el hombre llegó a la
agradable cobertura de los árboles y agradeció a los dioses de su credo que le hubieran
permitido llegar hasta allí sano y salvo.
Aquella noche tendría mucho de qué hablar en la taberna. Los hombres le comprarían
cuencos de vino para emborracharse y amarga cerveza de hierbas. Por una noche
mandaría como un señor. Pero ¡ah!, si no fuera por su celeridad, en aquellos mismos
momentos podría estar avanzando penosamente, con el alma en vilo, hacia las
imponentes puertas de Quarmall, para servir allí hasta que su cuerpo desapareciera e
incluso después, pues los viejos del lugar hablaban de tales encantamientos y de otras
cosas, cuentos que no tenían moraleja pero a los que todos hacían caso. ¿No fue la
última víspera de la Serpiente cuado el joven Twelm desapareció sin dejar rastro y nadie
había vuelto a verle? ¿No se había burlado de aquellos mismos cuentos y un día,
borracho, se atrevió a subir por los terraplenes de Quarmall? ¡Claro, así había sido! Y
también era cierto que su compañero menos valiente le había visto pavonearse con
jactancia en el terraplén más alto, casi en el foso; entonces, cuando Twelm, alarmado por
alguna causa desconocida, se volvió para echar a correr, su cuerpo, a medias girado, fue
absorbido de buen o mal grado por la oscuridad. No se oyó ni siquiera un grito que
señalara la desaparición de Twelm de esta tierra y del conocimiento de sus semejantes.
Juln, aquel compañero de Twelm menos valiente o temerario, había permanecido desde
entonces en una especie de estupor beodo, y jamás salía de noche.
Durante todo el camino hasta el pueblo, el amo de los bueyes se entregó a estas
reflexiones y trató de formular en su escaso intelecto campesino un método que le
permitiera presentarse como un héroe. Pero al tiempo que ideaba un relato exagerado de
su viaje, pensó en el destino de uno que se atrevió a jactarse de haber robado en los
viñedos de Quarmall, aquel cuyo nombre se pronunciaba sólo en un susurro,
secretamente. Y así el carretero decidió limitarse a los hechos, por simples que fueran, y
confiar en la atmósfera de horror que despertaría toda manifestación de actividad en
Quarmall.
Mientras el carretero todavía azotaba a sus bueyes, el Ratonero contemplaba el juego
mental de dos hombres espectrales, y Fafhrd bebía vino para ahogar el pensamiento de
una muchacha desconocida torturada, en aquel mismo momento. Quarmall, el Señor de
Quarmall, hacía su horóscopo para el año siguiente. Trabajaba en la torre más alta de la
fortaleza, poniendo en orden el enorme astrolabio y los demás instrumentos necesarios
para sus observaciones minuciosas.
A través de las cortinas de encaje, el sol de la tarde inundaba la pequeña habitación;
los rayos incidían en las superficies pulimentadas y se descomponían en los colores del
arcoiris al ser reflejados oblicuamente. Hacía calor, incluso para un anciano vestido con
prendas ligeras, y Quarmall se acercó a las ventanas opuestas al lado del sol y descorrió
las cortinas, dejando que la fresca brisa del páramo refrescara su observatorio.
Miró ociosamente por las anchas troneras. A lo lejos, más allá de las laderas
aterraplenadas, podía ver el tramo curvo de la carretera que conducía al pueblo.
Las pequeñas figuras que avanzaban por el camino parecían hormigas que se
esforzaban por librarse de alguna trampa viscosa; y como hormigas, incluso mientras
Quarmall las contemplaba, insistieron en su avance y finalmente desaparecieron.
Quarmall se apartó de las ventanas y suspiró, con una leve decepción, pues lamentaba
no haber mirado un poco antes. Los esclavos siempre eran necesarios. Además, habría
tenido la oportunidad de probar uno o dos instrumentos recientemente inventados.
Pero Quarmall jamás lamentaba lo pasado y, encogiéndose de hombros, volvió a sus
asuntos.
El anciano Quarmall no era especialmente repulsivo hasta que uno reparaba en sus
ojos, de forma peculiar y con el globo de color rojo rubí. El iris era blanco, con la pátina de
iridiscencia perlina que, entre las criaturas vivientes, sólo se encuentra en los moradores
del mar, rasgo que había heredado de su madre, una sirena. Las pupilas, como motas de
cristal negro, brillaban con una increíble inteligencia malevolente. Su calvicie estaba
acentuada por los mechones de áspero pelo negro que le crecían simétricamente sobre
cada oreja. Tenía la piel pálida y fofa en las mandíbulas, pero muy tensa sobre los altos
pómulos. Delgado como una hoja de acero afilada, su nariz larga y prominente le daba el
aspecto de un viejo halcón o un cernícalo.
Si los ojos de Quarmall eran el rasgo más imponente de su aspecto, su boca era el
más hermoso. Tenía los labios llenos y rojos, cosa notable en un hombre de edad tan
avanzada, y dotados de esa movilidad peculiar que sólo se encuentra en ciertos
recitadores, oradores y actores. Si Quarmall hubiese podido saber lo que es la vanidad,
podría haberse sentido orgulloso de la belleza de su boca; pero aquella boca
perfectamente moldeada sólo servía para acentuar el horror de sus ojos.
Miró veladamente a través de los redondeles de hierro del astrolabio a la réplica de su
rostro, colgada de la pared opuesta: era su propia máscara en cera, obtenida aquel
mismo año y pintada realistamente por su mejor artista. Los ojos de iris blancos estaban
cerrados por necesidad, pero aun así la máscara daba la sensación de estar mirando. Era
la última de una serie de tales máscaras, cada una algo más oscurecida por el tiempo que
la siguiente. Aunque algunas eran feas y muchas reflejaban una apostura provecta, había
un gran parecido entre los rostros de ojos cerrados, pues pocas habían sido, quizá
ninguna, las intrusiones en el linaje masculino de Quarmall.
El número de máscaras era, tal vez, inferior a lo que podría haberse esperado, pues la
mayoría de los Señores de Quarmall fueron longevos y tuvieron hijos a edad avanzada.
En cualquier caso, su número era considerable, puesto que la dinastía de Quarmall era
muy antigua. Las máscaras más viejas eran de un color pardo negruzco y no estaban
hechas de cera, sino de piel curtida y momificada de aquellos antiguos autócratas. Las
artes de desollar y curtir habían alcanzado muy temprano un grado exquisito de
perfección en Quarmall, y todavía se practicaban con celosa y orgullosa habilidad.
Quarmall apartó su mirada de la máscara y la posó en su cuerpo cubierto por una
túnica ligera. Era un hombre esbelto, y sus caderas y hombros indicaban todavía que en
otro tiempo había practicado la cetrería, la caza y la esgrima con los mejores. Sus pies
eran ágiles y su paso todavía ligero. Largos y espatulados eran sus dedos, de nudillos
prominentes, mientras que sus palmas carnosas evidenciaban su maña y destreza,
elementos imprescindibles para un hombre de su vocación, pues Quarmall era brujo,
como lo habían sido todos los Señores de Quarmall desde el pasado más remoto. A todos
los varones de su linaje se les adiestraba para esta vocación desde su infancia, del mismo
modo que se engatusa a ciertas cepas para que se retuercen y desarrollen en un bancal
difícil.
Al reanudar su tarea, Quarmall reflexionó en el adiestramiento que había recibido. Era
un infortunio para la Casa de Quarmall que tuviera dos en lugar del único heredero
habitual. Cada uno de sus hijos era un nigromante acreditado y muy versado en otras
ciencias pertenecientes al Arte; ambos rebosaban ambición y estaban llenos de odio, no
sólo entre ellos sino también hacia Quarmal, su padre.
Quarmall imaginó a Hasjarl en sus Niveles Superiores, por debajo de la fortaleza, y a
Gwaay, en la región más profunda de sus Niveles Inferiores... Hasjarl cultivaba sus
pasiones como si viviera en un ardiente círculo infernal, haciendo de la energía, el
movimiento y la lógica llevados a sus últimas consecuencias los bienes supremos,
amenazando constantemente con latigazos y torturas y llevando a cabo tales amenazas, y
ahora había contratado a un forzudo pendenciero para que le defendiera con su espada...
Gwaay, entretanto, se mantenía en estado latente, como si habitara el círculo más frío del
infierno, y procuraba limitar su vida al arte y el pensamiento intuitivo, tratando de lograr
que, mediante la fuerza de su meditación, la roca inerte le obedeciera, refrenando a la
muerte con el poder de su voluntad, y ahora había contratado a un hombrecillo gris que
era como el hermano menor de la Muerte para que le defendiera con su cuchillo...
Quarmall pensó en Hasjarl y Gwaay y por un momento una extraña sonrisa de orgullo
paternal apareció en sus labios. Entonces agitó la cabeza y su sonrisa se hizo aún más
extraña, al tiempo que le recorría un débil estremecimiento.
Tenía la suerte de haber llegado a viejo, se decía, habiendo dejado muy atrás la
plenitud de su vida, que en el caso de los magos era muy extensa, pues habría sido
desagradable dejar de vivir en esa plenitud o incluso en el inicio de su crepúsculo vital, y
sabía que tarde o temprano, a pesar de todos sus encantamientos protectores y sus
precauciones, la Muerte se le acercaría en silencio o saltaría sobre él en cualquier
momento, desde algún rincón desprotegido. Aquella misma noche su horóscopo podría
señalar la llegada inevitable de la Muerte, y aunque los hombres vivían de mentiras,
tratando a la misma verdad como una mentira que se puede explotar, las estrellas
seguían siendo estrellas.
Sabía que cada día sus hijos utilizaban con más inteligencia y sutileza el Arte que les
había enseñado, y Quarmall no podía protegerse matándolos. El hermano podía asesinar
al hermano, o el hijo a su progenitor, pero desde los tiempos más antiguos estaba
prohibido que el padre matara a su hijo. Era una costumbre para la que no existían
buenas razones, ni hacían falta. La costumbre, en la Casa de Quarmall, permanecía
inalterable, y no se la desafiaba a la ligera.
Quarmall pensó en el bebé que germinaba en el vientre de Kewissa, la concubina
aniñada que era la favorita en su vejez. En la medida en que su vigilancia y sus
precauciones hubieran surtido efecto, aquel niño era suyo con toda seguridad..., y
Quarmall era el más despierto y cínicamente realista de los hombres. Si aquel bebé vivía
y era varón, como habían predicho los augurios, y si Quarmall disponía como mínimo de
doce años más de vida para adiestrarle, y si Hasjarl y Gwaay eran arrebatados por los
hados o se destruían entre sí...
Quarmall abandonó estas especulaciones. Esperar doce o más años de vida cuando
Hasjarl y Gwaay eran cada día más sutiles en sus brujerías... o confiar en la extinción de
dos vástagos tan cautos, salidos de su propia carne... ¡hacía falta una buena dosis de
vanidad e irrealismo para alimentar tales pensamientos!
Miró a su alrededor. Había completado los preliminares para hacer el horóscopo, los
instrumentos estaban preparados y alineados, y ahora sólo hacían falta las observaciones
finales y su interpretación. Quarmall cogió un pequeño martillo dé plomo y golpeó
ligeramente un gong de bronce. Apenas se había desvanecido la resonancia cuando
apareció en la arcada un hombre alto, vestido lujosamente.
Flindach era el jefe de los magos, y sus tareas, aunque numerosas, no eran fácilmente
visibles. Su poder, cuidadosamente oculto, sólo estaba por debajo del de Quarmall. La
cautela y la crueldad se asentaban en su rostro, dándole un aire de hastío que
armonizaba mal con el enorme interés que sentía por los asuntos ajenos. Flindach no era
un hombre atractivo: una señal purpúrea le cubría la mejilla izquierda y tres grandes
verrugas formaban un triángulo isósceles en la derecha, mientras que la nariz y el mentón
sobresalían como los de una vieja bruja. Sorprendentemente, sus ojos eran de color rojo
rubí donde deberían ser blancos y tenían el iris perlino, como los de su señor, lo cual
producía un efecto de burlona irreverencia. Era un vástago más joven de la misma sirena
que parió a Quarmall... después de que el padre de éste, siguiendo las extrañas
costumbres de Quarmall, la entregara a su propio jefe de los magos.
Ahora los grandes ojos de Flindach, de mirada hipnótica, se movieron inquietos
mientras Quarmall hablaba:
—Mis hijos Gwaay y Hasjarl trabajan hoy en sus Niveles respectivos. Sería conveniente
que se les convocara a la sala del consejo esta noche, pues es la noche en la que se
predecirá mi destino, y tengo la premonición de que ese horóscopo no será favorable.
Dejémosles que cenen juntos y se diviertan planeando mi muerte... o intentando cada uno
la del otro.
Cerró los ojos al pronunciar la última palabra y pareció más maligno de lo que debería
parecer un hombre que espera la muerte. Aunque, dado su cometido, Flindach estaba
acostumbrado a los terrores, apenas pudo reprimir un estremecimiento ante la mirada que
le dirigía su amo tras los párpados cerrados, pero, recordando su posición, hizo la señal
de obediencia y, sin una palabra ni una mirada atrás, salió de la estancia.
El Ratonero Gris no apartó la vista de Flindach mientras éste cruzaba la penumbrosa
sala abovedada donde se llevaban a cabo las actividades brujeriles en los Niveles
Inferiores hasta que llegó al lado de Gwaay. El pequeño aventurero se sintió muy intrigado
por las verrugas y la señal púrpura en las mejillas de aquel hombre ricamente ataviado y
con cara de brujo, y por sus misteriosos ojos de un rojo intenso, y al instante otorgó a
aquel rostro encantador un lugar de honor en el abultado catálogo de caras monstruosas
que almacenaba en las criptas de su memoria.
Aunque aguzó el oído, no entendió lo que Flindach decía a Gwaay ni lo que éste le
respondía.
Gwaay terminó el juego telecinético con el que se entretenía enviando todas sus fichas
negras más allá de la línea central, con una gran embestida que derribó la mitad de las
fichas blancas de su contrario sobre su regazo apenas cubierto por el taparrabos.
Entonces se levantó pausadamente de su taburete.
—Esta noche ceno con ni¡querido hermano en los aposentos de mi reverenciado padre
—dijo con voz melosa a todos los presentes—. Mientras esté allí y protegido por la escolta
del gran Flindach, ningún hechizo podrá perjudicarme. Así pues, podéis descansar
durante algún tiempo en vuestras concentraciones protectoras, oh, mis gentiles magos del
Primer Rango.
Dicho esto, se volvió para salir.
El Ratonero, excitado por la oportunidad de ver de nuevo el cielo, aunque sólo fuera en
la gélida noche, se levantó rápidamente de su silla.
—¡Escuchad, príncipe Gwaay! Aunque estéis a salvo de encantamientos, ¿no querréis
la protección de mis aceros durante la cena? Muchos grandes príncipes nunca llegaron a
reyes porque les sirvieron una fría hoja clavada en su pecho entre la sopa y el pescado.
También sé hacer juegos malabares y bonitos trucos de magia.
Gwaay se volvió a medias.
—Tampoco el acero puede dañarme mientras la mano de mi padre esté extendida
arriba —dijo con tanta suavidad que el Ratonero tuvo la sensación de que las palabras
eran como bolas emplumadas lanzadas hacia sus oídos—. Quédate aquí, Ratonero Gris.
Su tono era de inequívoco rechazo, pero el Ratonero, temiendo una velada aburrida,
insistió:
—También quisiera explicaros con más detalle ese hechizo mío del que os hablé..., un
hechizo muy eficaz contra los magos del Segundo Rango e inferiores, como los que
emplea cierto hermano dañino. Ahora sería un buen momento...
—¡Nada de hechizos esta noche! —le interrumpió severamente Gwaay, aunque sin
elevar apenas su tono—. Eso sería un insulto a mi padre y a su gran servidor Flindach,
maestro de magos aquí presente. Quédate aquí, amigo, manteniendo la paz, y no hables
más. —Su voz adquirió entonces un dejo reverente—. Ya habrá tiempo suficiente para la
brujería y el manejo de la espada, si es preciso matar.
Flindach asintió solemnemente al oír esto, y los dos hombres partieron en silencio. El
Ratonero se sentó y observó con sorpresa que los doce viejos hechiceros ya estaban
enroscados como cochinillas en los grandes sillones y roncaban sonoramente. Ni siquiera
podría matar el tiempo desafiando a uno de ellos en aquel juego de concentración mental,
o una partida de ajedrez convencional. La velada prometía ser realmente plúmbea.
Entonces una idea iluminó su rostro atezado. Alzó las manos y dio una ligera palmada,
como había visto hacer a Gwaay.
Al instante apareció en la arcada la esbelta esclava, Ivivis, cuyos ojos, cuando vio que
Gwaay se había ido y los brujos estaban durmiendo, se abrillantaron como los de un
gatito. Corrió hacia el Ratonero, se sentó en su regazo y le rodeó con sus ligeros brazos.
Fafhrd se ocultó en un oscuro pasillo lateral, al ver que Hasjarl avanzaba
apresuradamente por el corredor que iluminaban las antorchas, junto a un funcionario
ricamente ataviado, de rostro repugnante a causa de las verrugas y una fea cicatriz y los
globos oculares de color rojo, y al otro lado un joven pálido y apuesto cuyos ojos daban
una sensación extraña de vejez. Fafhrd no había visto nunca a Flindach ni, por supuesto,
a Gwaay.
Hasjarl estaba claramente enojado, pues su rostro se contorsionaba y se retorcía las
manos furiosamente, como empeñadas en una batalla a muerte. Sin embargo, sus ojos
estaban completamente cerrados. Cuando pasó velozmente ante la boca del pasillo
donde estaba Fafhrd, éste creyó atisbar un fragmento de tatuaje en el párpado más
próximo a él.
El hombre de los ojos rojos decía:
—No es necesario que acudáis corriendo al banquete de vuestro padre, señor Hasjarl.
Tenemos tiempo.
Hasjarl se limitó a responder con un gruñido, pero el joven pálido dijo dulcemente:
—Mi hermano siempre es un dechado de puntualidad.
Fafhrd salió de su escondrijo, contempló a los tres hombres que se perdían de vista y
entonces giró sobre sus talones y siguió al aroma de hierro caliente que conducía a la
cámara de tortura de Hasjarl.
Era una cámara ancha, de techo bajo abovedado y la más iluminada que Fafhrd había
visto hasta entonces en aquellos sombríos y mal llamados Niveles Superiores.
A la derecha había una mesa baja, alrededor de la cual se agazapaban cinco hombres
fornidos y rechonchos, más patizambos que Hasjarl y todos ellos enmascarados desde el
labio superior para arriba. Roían ruidosamente huesos que cogían de una fuente enorme,
al tiempo que tomaban una especie de cerveza, directamente de unos pellejos de cuero.
Cuatro de las máscaras eran negras y una roja.
Cerca de ellos había una torre circular de ladrillo, alta como un hombre, en la parte
superior de la cual ardía un fuego de brasas. La parrilla de hierro colocada encima estaba
al rojo. El brillo de las brasas era casi blanco, pero una vieja medio calva, encorvada y
vestida con harapos accionó lentamente un fuelle y las brasas volvieron a adquirir un rojo
intenso.
A lo largo de las paredes estaban apoyados o colgaban diversos instrumentos de metal
y cuero, que evidenciaban su maligna finalidad por su parecido con diversas superficies
exteriores y orificios del cuerpo humano: botas, collares, máscaras, doncellas de hierro,
embudos, etcétera.
A la izquierda, atada a un potro de tormento, estaba una muchacha rubia y
agradablemente llenita, enfundada en una túnica blanca. Su mano derecha, introducida
en una especie de guante de hierro, estaba tensada hacia una máquina con una
manivela. Aunque las lágrimas humedecían su rostro, en aquel momento no parecía sufrir
dolores.
Fafhrd se acercó a ella, al tiempo que sacaba apresuradamente de su faltriquera y se
ponía en el dedo anular de la mano derecha el anillo macizo que le había dado Lankhmar,
el emisario de Hasjarl, como una insignia de su amo. Era de plata y tenía un gran sello
negro en el que estaba acuñado el signo de Hasjarl: un puño cerrado.
La muchacha abrió mucho los ojos, presa de nuevos temores, al ver la aproximación de
Fafhrd.
Sin mirarla apenas al detenerse junto al potro de tortura, Fafhrd se volvió hacia la mesa
a la que se sentaban los comensales enmascarados, los cuales le miraban ahora
boquiabiertos. Tendiendo hacia ellos el dorso de su mano derecha, les dijo con dureza
pero tranquilamente:
—Por la autoridad que me confiere este sello, liberad a Friska. —Inmediatamente
musitó a la muchacha, por la comisura de la boca—: ¡Valor!
El personaje enmascarado que correteó hacia él como un terrier, no pareció reconocer
en seguida el sello de Hasjarl, o no ser consciente de su importancia, pues se limitó a
decir, agitando un dedo grasiento:
—Lárgate, bárbaro. Este bocado exquisito no es para ti. No pienses en satisfacer aquí
tu brutal lujuria. Nuestro amo...
—Si no aceptas de una manera la autoridad del Puño Cerrado, tendrás que aceptarla
de otra —le interrumpió Fafhrd, y cerrando el puño en el que exhibía el anillo, lo descargó
contra la sebosa mandíbula del torturador, el cual cayó al suelo y quedó inmóvil.
Fafhrd se volvió en seguida hacia los demás comensales, levantados a medias de sus
asientos, y empuñando a Vara Gris, pero sin desenvainarla, apoyó el otro puño en la
cadera y se dirigió al de la máscara roja, gritando de un modo similar al de Hasjarl:
—Nuestro Amo del Puño se lo ha pensado mejor y me ha ordenado que venga en
busca de Friska, a fin de que pueda seguir actuando con ella durante la cena para
entretener a quienes le acompañan. ¿Acaso queréis que un nuevo servidor, como yo
mismo, informe a Hasjarl de vuestra negligencia y demora? Soltadla en seguida y no diré
nada. —Apuntó con un dedo a la bruja que estaba al lado del fuelle—. ¡Tú! Trae su
vestido.
Los enmascarados se incorporaron de inmediato dispuestos a obedecer, con las
máscaras caídas sobre la boca y el mentón. Musitaron excusas, pero el nórdico hizo caso
omiso. Incluso aquel al que había golpeado se puso en pie tambaleándose y trató de
ayudar.
Bajo la supervisión de Fafhrd, le muchacha había sido liberada del dispositivo que le
retorcía la muñeca, y estaba sentada en el borde del potro cuando llegó la bruja con un
vestido y unas zapatillas muy adornadas. Antes de que la joven pudiera coger sus ropas,
Fafhrd se apoderó de ellas, la tomó del brazo izquierdo y le hizo incorporarse
bruscamente.
—Ahora no hay tiempo para eso —le dijo—. Dejaremos que Hasjarl decida cómo
quiere que vistas para el juego. —Dicho esto, salió de la cámara de tortura, tirando de la
muchacha, aunque otra vez musitó por la comisura de la boca—: Valor.
Cuando doblaron la primera curva del corredor y llegaron a una bifurcación oscura, el
nórdico se detuvo y miró a la joven con el ceño fruncido. El miedo se reflejaba en sus ojos
y se apartaba de él, pero se sobrepuso y le dijo con voz clara aunque temblorosa:
—Si me violas por el camino se lo diré a Hasjarl.
—No tengo intención de violarte sino de rescatarte, Friska —se apresuró a asegurarle
Fafhrd—. Eso de que Hasjarl me ha enviado a buscarte no ha sido más que un truco.
¿Conoces algún lugar secreto donde pueda ocultarte durante unos días? ¡Hasta que
huyamos de estas criptas mohosas para siempre! Te procuraré alimento y bebida.
Al oír esto, Friska pareció más asustada.
—¿Quieres decir que Hasjarl no ha ordenado esto? ¿Y que piensas huir de Quarmall?
Oh, extranjero, Hasjarl sólo me habría retorcido la muñeca un poco más, quizá no me
habría lisiado mucho, sólo habría acumulado unas cuantas indignidades más y,
ciertamente no me habría quitado la vida. Pero si llegara a sospechar que he intentado
huir de Quarmall... ¡Vuelve a llevarme a la cámara de tortura!
—No haré tal cosa —dijo Fafhrd, irritado—. Ten valor, muchacha. Quarmall no es el
mundo entero, no es las estrellas y el mar. ¿Dónde hay una habitación secreta?
—Es inútil —dijo ella con voz temblorosa—. Jamás podríamos escapar. Las estrellas
son un mito. Llévame a la cámara.
—¿Y quedar como un idiota? No —replicó ásperamente Fafhrd—. Te voy a rescatar de
Hasjarl y también de Quarmall. hazte a la idea, Friska, pues es una decisión inamovible.
Si intentas gritar, haré que te calles. Vamos, ¿dónde hay una habitación secreta? —
Estaba tan exasperado que casi le retorció la muñeca, pero se detuvo a tiempo y se limitó
a acercarle su rostro y ordenarle—: ¡Piensa!
La muchacha tenía un aroma como de brezo que se imponía al olor salobre del sudor y
las lágrimas.
Con la mirada perdida y un hilo de voz, la muchacha dijo entonces:
—Entre los Niveles Superior e Inferior hay un gran salón con muchas habitaciones
anexas. Dicen que en otro tiempo fue una parte de Quarmall llena de vida, pero ahora es
un terreno disputado entre Hasjarl y Gwaay. Ambos lo reclaman, pero ninguno lo cuida, ni
siquiera le limpian el polvo. Se conoce como el Salón Espectral. —Su voz se hizo más
tenue todavía—. Cierta vez el paje de Gwaay me rogó que nos encontráramos allí, pero
no me atreví.
—Ajá, ése es el lugar que necesitamos —dijo Fafhrd, sonriente—. Vamos allá.
—Pero no recuerdo el camino —protestó Friska—. El paje de Gwaay me lo dijo, pero
intenté olvidarlo...
Fafhrd había visto una escalera de caracol en el pasillo que se bifurcaba, y se dirigió a
ella, llevando a Friska cogida de la mano.
—Sabemos que lo primero que hemos de hacer es bajar. Tu memoria mejorará con el
movimiento, Friska.
El Ratonero Gris e Ivivis se habían solazado con tantos besos y caricias como parecía
prudente en la Sala de Brujería de Gwaay, que ahora era más bien la Sala de los Brujos
Durmientes. Luego, inducido sobre todo por Ivivis, habían visitado una cocina cercana,
donde consiguió con sus halagos que la rolliza cocinera le diera tres rodajas grandes y
delgadas de inequívoca chuleta de buey poco hecha, que devoró con gran satisfacción.
Aplacado por lo menos uno de sus apetitos, el Ratonero consintió en seguir el pequeño
paseo e incluso detenerse a mirar una plantación de setas. Aquella visión de las hileras
de hongos blancos que se extendían entre las columnas de roca, se difuminaban,
estrechaban y convergían hacia el infinito, en la oscuridad con olor a amoníaco, fue de lo
más extraño.
Por entonces el Ratonero y la muchacha habían intimado tanto que las bromas
presidían su conversación. Él la acusaba de tener muchos amantes a los que atraía con
su gracia y su belleza, mientras que ella lo negaba con firmeza, pero finalmente admitió
que había un cierto Ivivis, paje de Gwaay, por quien en otro tiempo su corazón había
latido una o dos veces con más rapidez.
—Y será mejor que te andes con cuidado, Invitado Gris —le advirtió, agitando ante él
un esbelto dedo—, pues sin duda es el más impetuoso y el más hábil de los espadachines
de Gwaay.
Entonces, para cambiar de tema y recompensar al Ratonero por su paciencia al
contemplar la plantación de setas, le cogió de la mano y le llevó a una bodega, donde
rogó mimosa al viejo e irritable despensero que le diera a su compañero una gran vasija
de fluido ambarino. El Ratonero comprobó encantado que era la más pura y potente
esencia de uvas sin ninguna mezcla amarga.
Con dos de sus apetitos ahora satisfechos, el tercero volvió a acometer al Ratonero
con más vehemencia. Ya no podía contentarse con coger a la joven de la mano, y la
túnica verde claro de ésta ya no era un objeto de admiración y cumplidos, sino sólo una
barrera de la que debía prescindir lo antes posible y con el menor decoro posible.
Tomando la iniciativa, la llevó directamente como le permitía su recuerdo de la ruta
hacia el que había elegido para ocultar su botín, a dos niveles por debajo de la Sala de
Brujería de Gwaay. Finalmente, encontró el corredor que buscaba, en una de cuyas
paredes colgaban gruesos tapices purpúreos e iluminado por unos escasos candelabros
de cobre que colgaban del techo de roca con tres gruesas cadenas del mismo metal y
sujetaban tres velas negras.
Ivivis le había seguido hasta allí fingiendo de vez en cuando una coqueta resistencia y
haciendo un mínimo de preguntas aparentemente inocentes sobre lo que él se proponía
hacer y por qué era necesario tal apresuramiento. Pero entonces sus vacilaciones se
hicieron convincentes, sus ojos empezaron a reflejar una inquietud verdadera, incluso
temor, y cuando el aventurero se detuvo junto a la ranura entre los tapices, ante la puerta
de su cuarto, y con la sonrisa más cortesana y lasciva le indicó que habían llegado a su
destino, ella retrocedió, ahogando una exclamación con el dorso de la mano.
—Ratonero Gris —susurró rápidamente, su expresión a la vez asustada e implorante—
. Hay algo que debí haberte confesado antes y que he de decirte en seguida. Por una de
esas malignas y burlonas coincidencias tan frecuentes en Quarmall, has elegido para
escondrijo la misma cámara donde...
Fue una suerte para el Ratonero que tomara en serio la expresión y el tono de Ivivis,
que fuese por naturaleza sensible y desconfiado y, en particular, que notara en los tobillos
una ligera pero extraña corriente de aire que salía de debajo del tapiz, pues, sin otra
advertencia, un puño que sostenía una daga atravesó la ranura entre los tapices en
dirección a su garganta.
Con el borde de su mano izquierda, que había levantado para indicar a Ivivis el lugar
donde iban a acostarse, el Ratonero desvió a un lado el brazo enfundado en una manga
negra.
—¡Klevis! —exclamó la muchacha, con voz ahogada.
Con la mano derecha, el Ratonero cogió la muñeca de su atacante y la torció, mientras,
simultáneamente, con la mano izquierda extendida le embestía por la axila.
Pero la presa del Ratonero, hecha apresuradamente, era imperfecta. Además, Klevis
no estaba dispuesto a resistir y sufrir la rotura o dislocación del brazo de aquella manera.
Girando con el movimiento de torsión del Ratonero, dio una voltereta hacia adelante.
El resultado fue que Klevis perdió su daga, que cayó con un ruido apagado sobre la
gruesa alfombra, pero se liberó indemne de su oponente y, tras otras dos volteretas, se
puso en pie sin esfuerzo, dándose la vuelta al tiempo que blandía un estoque.
Por entonces, el Ratonero había desenvainado Escalpelo y también su daga, Garra de
Gato, pero mantenía esta última a su espalda. Atacó cautamente, con fintas de sondeo.
Cuando Klevis contraatacó fuertemente se retiró, parando cada fiera estocada en el último
momento, de modo que una y otra vez la hoja enemiga zumbaba cerca de él.
Klevis atacaba con saña. El Ratonero paraba las estocadas, esta vez sin retirarse. Un
instante después quedaron cuerpo a cuerpo, sus estoques entrelazados cerca de las
empuñaduras y por encima de sus cabezas.
Volviéndose un poco, el Ratonero detuvo la rodilla de Klevis dirigida contra su ingle,
mientras que con la daga que Klevis no había visto, le hería desde abajo. Garra de Gato
penetró bajo el esternón de Klevis, perforándole el hígado, las entrañas y el corazón.
Soltando su daga, el Ratonero empujó el cuerpo para apartarlo de sí y se volvió.
Ivivis estaba ante ellos, con la daga de Klevis en la mano, preparada para golpear.
El cuerpo cayó pesadamente al suelo.
—¿A cuál de nosotros te proponías atravesar? —preguntó el Ratonero a la muchacha.
—No lo sé —dijo ella con una voz sorda—. Supongo que a ti.
El Ratonero asintió.
—Un momento antes de esta interrupción estabas diciendo: «La cámara donde...»
¿qué?
—Donde a menudo me encontraba con Klevis, para estar con él.
El Ratonero asintió de nuevo.
—De modo que le querías y...
—¡Calla, estúpido! —le interrumpió ella—. ¿Está muerto?
Su voz reflejaba tanto una preocupación profunda como exasperación.
El Ratonero retrocedió a lo largo del cuerpo hasta llegar a la cabeza. Mirándole, dijo:
—Como un carnero. Era un joven apuesto.
Durante un largo momento se miraron como leopardos. Luego, desviando un poco el
rostro, Ivivis dijo:
—Oculta el cadáver, imbécil. Verlo ahí me destroza el corazón.
Asintiendo, el Ratonero se agachó, hizo rodar el cadáver y lo ocultó junto con su
estoque tras la colgadura situada ante la puerta del pequeño cuarto. Luego extrajo a
Garra de Gato del cuerpo, del que sólo salió un poco de sangre negra. Limpió con la
colgadura la hoja de su daga.
Arrebató luego la daga que sostenía la muchacha y también la ocultó bajo la colgadura.
Con una mano ensanchó la abertura entre los tapices y con la otra cogió a Ivivis por el
hombro y le hizo avanzar hacia la puerta que Klevis había dejado abierta para su
perdición. Ella se zafó en seguida de su brazo, pero cruzó la puerta. El Ratonero la siguió.
La mirada de ambos seguía siendo la de un felino.
Una única antorcha iluminaba la pequeña habitación. El Ratonero cerró la puerta y la
atrancó.
—Mucho es lo que me debes, Extranjero Gris —le dijo Ivivis en tono áspero.
El Ratonero sonrió levemente, mostrando los dientes. No se detuvo a ver si alguien
había tocado las piezas de su botín. En aquel momento ni le pasó por la cabeza hacer tal
cosa.
Fafhrd se sintió aliviado cuando Friska le dijo que la abertura más oscura al fondo del
corredor negro, largo y recto en el que acababan de entrar era la puerta del Salón
Espectral. El recorrido hasta allí había sido apresurado, nervioso, con atisbos continuos
antes de doblar las esquinas y rápidos saltos a los huecos oscuros para ocultarse cuando
pasaba alguien. El descenso vertical había sido más largo de lo que Fafhrd había
previsto. ¡Si sólo habían llegado al inicio de los Niveles Inferiores, Quarmall debía de tener
una profundidad insondable! No obstante, el ánimo de Friska había mejorado
considerablemente. Ahora casi brincaba por el corredor, haciendo que revolotearan a su
alrededor los pliegues de su túnica blanca. Fafhrd caminaba a grandes zancadas, con el
vestido y las zapatillas de la muchacha en la mano izquierda y su hacha en la derecha.
El alivio que experimentaba el nórdico no disminuía su cansancio y así, cuando alguien
salió precipitadamente de la negra boca de un túnel junto a la que pasaban, golpeó casi
con indiferencia, y notó y oyó que su hacha se incrustaba hasta la mitad de la pala en una
cabeza.
Fafhrd vio a un joven rubio y apuesto, ahora lamentablemente muerto y con su
apostura bastante estropeada por el hacha, que sobresalía de la gran herida causada. La
mano del joven se había abierto y la espada que sostenía había caído al suelo.
—¡Hovis! —exclamó Friska—. ¡Oh, dioses! Oh, dioses que no estáis aquí. ¡Hovis!
Fafhrd alzó un pie calzado con la bota y empujó de costado el pecho del joven, a la vez
liberando el hacha y enviando el cadáver al túnel oscuro del que aquel hombre había
salido con tanta temeridad.
Tras un rápido vistazo a su alrededor, con el oído atento a cualquier ruido extraño, se
volvió hacia Friska, la cual estaba pálida, con la mirada perdida.
—¿Quién era ese Hovis? —le preguntó, y, al ver que ella no reaccionaba, le agitó
ligeramente los hombros.
Por dos veces ella abrió y cerró la boca, mientras su rostro seguía tan inexpresivo
como el de un pez. Luego, tras un pequeño gemido, le dijo:
—Te he mentido, bárbaro. Aquí me he encontrado con el paje de Gwaay, más de una
vez.
—¿Por qué no me advertiste entonces, muchacha? —inquirió Fafhrd—. ¿Creíste que te
iba a reñir por tu moral, como un puritano de la ciudad? ¿O es que no tienes ninguna
consideración hacia tus hombres?
—Oh, no te enojes conmigo, por favor —le rogó Friska compungida—. No me riñas, te
lo suplico.
Fafhrd le dio unas palmaditas en el hombro.
—Vamos, vamos. He olvidado que hace poco te torturaron y no estabas en condiciones
para acordarte de todo. Sigamos adelante.
Habían dado una docena de pasos cuando Friska empezó a estremecerse y sollozar
con creciente intensidad. Se volvió y echó a correr, gritando: «¡Hovis! ¡Perdóname,
Hovis!».
Fafhrd la detuvo en seguida. La agitó de nuevo y, al ver que sus sollozos no cesaban,
la abofeteó dos veces. La muchacha se quedó mirándole en silencio.
—Friska —le dijo serena pero sombríamente—. Hovis está donde tus palabras y tus
lágrimas jamás podrán alcanzarle. Está muerto y es inútil que le llames. Yo le he matado,
y eso es algo que tampoco tiene remedio. Pero tú sigues viva y puedes ocultarte de
Hasjarl. Tanto si lo crees como si no, incluso podrás huir conmigo de Quarmall. Ahora
acompáñame y no mires atrás.
Ella le obedeció ciegamente, sólo con un débil lamento.
El Ratonero Gris se estiró perezosamente sobre la piel de oso que había extendido
sobre el suelo del cuartito. Se incorporó apoyándose en un codo, buscó el collar de perlas
negras que había birlado y lo colocó sobre el seno de Ivivis, a la luz pálida y fría de la
única antorcha. Tal como imaginaba, las perlas le sentaban muy bien a la muchacha, y
empezó a rodearle el cuello con ellas.
—No, Ratonero —objetó ella perezosamente—. Despiertan en mí un recuerdo
desagradable.
Él no insistió, pero, tendiéndose de nuevo, dijo incautamente:
—Ah, Ivivis, soy un hombre muy afortunado. Te tengo a ti y tengo un patrono que,
aunque resulte algo tedioso con sus brujerías y su manera de hablar siempre tan suave,
parece un individuo inofensivo y, desde luego, mucho más soportable que su hermano
Hasjarl, si son ciertas la mitad de las cosas que he oído decir de éste.
—¿Crees que Gwaay es inofensivo? —replicó ella en tono vivo—. ¿Y más amable que
Hasjarl? Qué idea tan peregrina. Mira, hace sólo una semana llamó a mi mejor amiga,
Divis, que era su concubina favorita, y diciéndole que era un collar de las mismas piedras,
le colgó del cuello una víbora esmeralda, cuya picadura es mortal de necesidad.
El Ratonero volvió la cabeza y se quedó mirando a Ivivis.
—¿Por qué hizo Gwaay tal cosa? —quiso saber.
Ella le devolvió la mirada, inexpresiva.
—Por ningún motivo en particular —replicó—. Gwaay es así, como todo el mundo
sabe.
—¿Quieres decir que, en vez de comunicarle que estaba cansado de ella, la mató?
Ivivis asintió.
—Creo que Gwaay no puede soportar la idea de herir los sentimientos de alguien
rechazándole, del mismo modo que no soporta los gritos.
—¿Es mejor ser asesinado que rechazado? —inquirió el Ratonero cándidamente.
—No, pero Gwaay se siente mejor matando a uno que rechazándole. Aquí, en
Quarmall, la muerte está en todas partes.
El Ratonero tuvo una visión huidiza del cadáver de Klevis poniéndose rígido detrás del
tapiz.
—Aquí, en los Niveles Inferiores —siguió diciendo Ivivis—, estamos enterrados antes
de nacer. Vivimos, amamos y morimos enterrados. Incluso cuando nos desnudamos,
seguimos llevando una prenda de moho invisible.
—Empiezo a comprender por qué es necesario cultivar cierta insensibilidad en
Quarmall, para poder disfrutar de algún momento de placer arrancado a la vida, o quizá
debería decir a la muerte.
—Eso es muy cierto, Ratonero Gris —dijo Ivivis muy seriamente, apretándose contra él.
Fafhrd empezó a apartar las telarañas que unían los dos lados polvorientos de la
puerta alta, tachonada de clavos, entreabierta, pero prefirió agacharse mucho y pasar por
debajo de ellos.
—Agáchate también —le dijo a Friska—. Es mejor que no dejemos señales de nuestra
entrada. Luego me ocuparé de nuestras huellas en el polvo, si es necesario.
Avanzaron unos pasos y se detuvieron, cogidos de la mano, esperando que sus ojos se
acostumbraran a la oscuridad. Fafhrd seguía llevando en la otra mano el vestido y las
zapatillas de Friska.
—¿Esto es el Salón Espectral? —preguntó Fafhrd.
—Sí —susurró Friska a su oído, temerosa—. Algunos dicen que Gwaay y Hasjarl
envían aquí a sus muertos para que luchen. Muchos aseguran que unos demonios que no
deben fidelidad a ninguno de ellos...
—Dejemos eso, chiquilla —le ordenó Fafhrd bruscamente— he de batirme con
demonios o difuntos, debo tener intactos mi oído y mi valor.
Permanecieron un rato en silencio, mientras la llama de la Última antorcha, veinte
pasos más allá de la puerta entreabierta, ¡es reveló lentamente una vasta cámara de
techo bajo y abovedado, formado por enormes y ásperos bloques unidos con argamasa.
Tenía algunos muebles cubiertos con fundas andrajosas y numerosas puertas cerradas. A
cada lado había anchas tribunas que se alzaban algunos pies sobre el nivel del suelo, y
hacia el centro se veía el detalle sorprendente de un surtidor seco.
—Algunos dicen que el Salón Espectral fue en otro tiempo el harén de los señores de
Quarmall, los cuales habitaron durante siglos bajo tierra, entre los Niveles, hasta que el
padre de Quarmall, persuadido por su esposa marina, regresó a la fortaleza. Mira, se
marcharon con tanta rapidez que dejaron el nuevo techo sin acabar: no está pulido, ni
cementado ni adornado con dibujos.
Fafhrd asintió. No le gustaba aquel techo sin columnas y pensó que el lugar parecía
bastante más primitivo que las cámaras de Hasjarl, con los muros de roca pulimentada y
colgaduras de cuero. Aquello le dio una idea.
—Dime, Friska. ¿Cómo es que Hasjarl puede ver con los ojos cerrados? ¿Acaso...?
—¿Cómo? ¿No sabes eso? —le preguntó ella sorprendida—. —No conoces el secreto
de su horrible mirada? Simplemente...
Una borrosa forma aterciopelada que producía un sonido casi inaudible se deslizó ante
ellos. Friska emitió un leve grito, ocultó el rostro en el pecho de Fafhrd y se aferró a él con
todas sus fuerzas.
Fafhrd pasó sus dedos por el cabello de la muchacha, oloroso a brezo, para mostrarle
que ningún murciélago se había alojado allí, y le acarició los hombros desnudos y la
espalda, continuando su demostración. Mientras lo hacía, el nórdico empezó a olvidarse
de Hasjarl y el enigma de su segunda visión... y también de sus dudas sobre la posibilidad
de que el techo se les viniera encima.
Siguiendo la costumbre, Friska gritó dos veces, muy suavemente.
Lánguidamente, Gwaay batió palmas y, con un leve gesto, indicó a los esclavos que se
llevaran los platos. Se recostó en su mullido asiento y, a través de los párpados
semicerrados, miró a su compañero por un momento, antes de hablar. Su hermano,
sentado en el otro extremo de la mesa, no estaba de buen humor. En cualquier caso, era
raro que Hasjarl no estuviese enojado, furioso o lo que era más frecuente, taciturno y
arisco. Esto tal vez se debiera a que Hasjarl era un hombre muy feo y deforme, y tenía un
carácter amoldado a su físico; o quizá ocurriera exactamente al revés. Ambas teorías
dejaban indiferente a Gwaay, el cual corroboró de una sola mirada todo lo que su
memoria almacenaba sobre Hasjarl, y una vez más se dio cuenta de la enorme magnitud
del odio que sentía hacia su hermano. Sin embargo, cuando habló lo hizo a media voz, en
un tono agradable:
—Bien, mi querido hermano, ¿qué te parece si jugamos al ajedrez, ese juego
demoníaco que, según dicen, existe en todos los mundos? Así tendrás ocasión de
vencerme de nuevo. Siempre ganas al ajedrez, excepto cuando abandonas. ¿Hago que
nos traigan el tablero? —Halagadoramente, añadió—: ¡Te daré un peón!
Alzó una mano, como si se dispusiera a batir palmas de nuevo para que pusieran en
práctica su sugerencia.
Con el látigo que llevaba colgando de la muñeca, Hasjarl golpeó el rostro del esclavo
que tenía más cerca y señaló en silencio el tablero macizo y ornamentado al otro lado de
la sala. Esta actitud era muy característica de Hasjarl, hombre de acción y pocas
palabras, por lo menos cuando estaba fuera de su territorio.
Además, Hasjarl tenía un humor de perros. Flindach le había hecho abandonar la
diversión que más le interesaba y excitaba: ¡la tortura! ¿Y para qué? Para que jugara al
ajedrez con su pedante hermano, para estar allí sentado, contemplando el hermoso rostro
de su hermano, para tomar una comida que le desagradaba, pata esperar la respuesta del
horóscopo, que ya conocía, que sabía desde años atrás, y finalmente para verse obligado
a sonreír ante los horribles ojos ensangrentados de su padre, únicos en Quarmall con
excepción de los de Flindach, y brindar por la Casa de Quarmall y su prosperidad durante
el año siguiente. Todo esto era de lo más desagradable para Hasjarl, y lo mostraba sin
ambages.
El esclavo, con un cardenal ensangrentado en el rostro que se hinchaba rápidamente,
depositó con cuidado el tablero de ajedrez entre los dos. Gwaay sonrió mientras otro
esclavo colocaba las piezas en sus casillas, pues se le había ocurrido un ardid para
incomodar a su hermano. Había elegido las negras, como siempre, y planeado un
gambito que sin duda su avaricioso contrario no podría rechazar, uno que Hasjarl
aceptaría para su perdición.
Hasjarl se había arrellanado en su asiento con expresión torva y los brazos cruzados.
—Debería haberte obligado a coger las blancas —se quejó—. Conozco los elles trucos
que eres capaz de hacer con las piedras negras... Te he visto cuando eras un crío pálido
como una niña, arrojándolas al aire para asustar a los hijos de los esclavos.
¿Cómo puedo saber que no me engañarás moviendo tus piezas sin tocarlas con los
dedos, mientras yo reflexiono profundamente?
—Mis viles trucos, como los valoras justamente, hermano —respondió Gwaay con
suavidad—, sólo son útiles con fragmentos de basalto, obsidiana y otras rocas propias de
mi nivel inferior, pero estas piezas son de azabache, que, como sabes sin duda por tu
gran erudición, no es más que una clase de carbón, una materia vegetal prensada que ni
siquiera forma parte de los pocos materiales sometidos a mi humilde magia. Además,
hermano, sería muy extraño que tus extraordinarios ojos pasaran por alto el menor truco.
Hasjarl refunfuñó, pero no se movió hasta que todo estuvo dispuesto. Entonces, veloz
como la picadura de una víbora, cogió del tablero un peón de torre negro y rió entre
dientes.
—¿Recuerdas, hermano? ¡Es el peón que me has prometido! ¡Juega!
Gwaay hizo una seña al esclavo que estaba a su lado para que avanzara su peón de
rey. Hasjarl replicó de la misma manera. Tras una pausa, Gwaay ofreció su gambito:
¡peón por el cuarto alfil del rey! Hasjarl aprovechó ansiosamente la ventaja aparente, y el
juego empezó de veras.
Gwaay, con su sonrisa imperturbable, parecía menos interesado en la partida que en el
juego de sombras de las llamas oscilantes de los candiles sobre las tapicerías de piel de
ternera, cordero, serpiente e incluso piel de esclavo y de ser humano más noble; sus
jugadas parecían espontáneas, sin un plan determinado, pero con una confianza
absoluta. Hasjarl, profundamente concentrado en el tablero, movía sus fichas tras largas
reflexiones. Su concentración le hacía olvidarse momentáneamente de su hermano y de
cuanto le rodeaba, pues Hasjarl ansiaba ganar por encima de todo.
Siempre había sido así, e incluso en su niñez el contraste era evidente. Hasjarl era el
mayor, aunque sólo por unos meses, a los que su aspecto y su conducta transformaban
en años. Sus piernas cortas y patizambas daban la impresión de que apenas podían
sostener el torso largo y deforme. Su brazo izquierdo era visiblemente más largo que el
derecho, y sus dedos, curiosamente provistos de una membrana hasta el primer nudillo,
eran deformes y rechonchos, con frágiles uñas estriadas. Era como si Hasjarl fuese un
rompecabezas con las piezas mal colocadas.
Esto se veía aún con mayor claridad en sus facciones. Tenía la nariz de su padre,
aunque gruesa y llena de feos poros, pero este rasgo no armonizaba con la boca de finos
labios, continuamente fruncida, hasta que había llegado a adoptar el aspecto de un
esfínter. El cabello, lacio y deslustrado, le brotaba incluso en la frente, y los pómulos,
bajos y aplanados, constituían otra contradicción.
De joven, impulsado por algún capricho perverso, Hasjarl había sobornado, persuadido
o más probablemente obligado a uno de los esclavos versados en cirugía para que
realizara una pequeña operación en sus párpados. Era una intervención insignificante,
pero sus implicaciones y resultados habían afectado de un modo desagradable a las vidas
de muchos hombres, y nunca habían dejado de satisfacer a Hasjarl.
Era increíble que dos pequeños agujeros centrados sobre las pupilas cuando los ojos
estaban cerrados pudieran producir tal inquietud en los demás, pero tal era la realidad.
Unas arandelas del oro más fino, jade o —como ahora— marfil, ligeras como plumas,
impedían que los agujeros se cerraran.
Cuando Hasjarl miraba a través de aquellas diminutas aberturas producía el efecto de
una emboscada y hacía que el objeto de su mirada se sintiera espiado; pero éste era el
menos molesto de sus muchos hábitos irritantes.
A pesar de las dificultades debidas a su físico, Hasjarl lo hacía todo bien. Incluso en
esgrima, su práctica constante y su brazo izquierdo demasiado largo le ponían en
igualdad de condiciones con el atlético Gwaay. Su administración de los Niveles
Superiores sobre los que gobernaba era económica y ágil, pues, ¡ay del esclavo que
errara en el más pequeño detalle de sus deberes! Hasjarl lo veía y castigaba.
Estaba casi a la altura de su hermano en la práctica del Arte, y había reunido a su
alrededor un grupo de magos cuyos poderes casi igualaban a los de Flindach. Pero no le
hacía feliz la destreza tan duramente conseguida, pues entre el poder absoluto que
deseaba y la realización de ese deseo se interponían dos obstáculos: el Señor de
Quarmall, a quien temía por encima de todas las cosas, y su hermano Gwaay, a quien
odiaba con un odio producido por la envidia y alimentado por sus propios deseos
frustrados.
Gwaay era la antítesis de su hermano, de miembros ágiles, bien formado y apuesto.
Sus ojos, grandes y claros, daban una impresión de gentileza y amabilidad engañosa,
pues enmascaraban una voluntad tan fuerte y capaz de acción como un cable de acero
enrollado. Su continua residencia en los Niveles Inferiores sobre los que gobernaba daba
a su piel suave y pálida un peculiar lustre céreo.
Gwaay poseía la envidiable habilidad de hacer todas las cosas bien, con poco esfuerzo
y menos práctica. En cierta manera, era mucho peor que su hermano, pues mientras
Hasjarl mataba con torturas, dolor lento y una evidente satisfacción personal, por lo
menos daba cierta importancia a la vida, ya que era tan meticuloso para arrebatarla,
mientras que Gwaay podía matar sin ninguna razón, como si bromeara y sin dejar de
sonreír amablemente. Incluso el grupo de brujos que había reunido a su alrededor para
que le protegiera y divirtiera no estaba a salvo de sus estados de ánimo, rápidamente
cambiantes y fatales.
Algunos pensaban que Gwaay desconocía el temor, pero esto no era cierto. Temía al
Señor de Quarmall y a su hermano, o más bien temía que su hermano le matara antes de
que él tuviera ocasión de liquidar a Hasjarl. Sin embargo, sabía ocultar tan bien su temor y
su odio que podía permanecer relajado a menos de dos varas de Hasjarl y sonreír
divertido, disfrutando de la velada. Gwaay estaba orgulloso de su control perfecto de las
emociones.
La partida de ajedrez había rebasado la etapa inicial y las jugadas eran ahora más
lentas. Hasjarl colocó una torre en el séptimo casillero.
—Tu guerrero en su torre se adentra en mi territorio, hermano —observó Gwaay a
media voz—. Corre el rumor de que has contratado a un fuerte campeón del norte, y me
pregunto con qué propósito, en nuestro mundo cavernoso donde impera la paz. ¿No
podría ser una especie de torre viviente?
Puso la mano por encima de uno de sus caballos y la mantuvo inmóvil.
Hasjarl rió entre dientes.
—¿Y si su objetivo es cortar bellas gargantas, qué te importa eso? No sé nada de ese
guerrero en su torre, pero se dice..., cháchara de esclavos, sin duda..., que has traído a
un hábil espadachín de Lankhmar. ¿Debería considerarle un caballo?
—Sí, dos pueden jugar una partida —observó Gwaay con prosaica filosofía y, alzando
su caballo, lo colocó con gesto suave pero firme junto al rey.
—No retrocederé —gruñó Hasjarl—. No ganarás distrayendo mi mente.
E inclinando la cabeza sobre el tablero, se sumió de nuevo en sus profundas
cavilaciones.
Los esclavos se movían en silencio, cuidando de los candiles y reponiendo su aceite.
Eran necesarios muchos candiles para iluminar la sala del consejo, pues ésta era de
techo bajo con vigas macizas, y las paredes, cubiertas de tapices, apenas reflejaban los
rayos amarillos, mientras que el suelo de mosaico estaba desgastado y descolorido por
las innumerables pisadas en el transcurso del tiempo. La sala había sido excavada en la
roca viva; unos obreros muertos hacía mucho tiempo habían colocado las enormes vigas
de ciprés y entarimado el suelo con tanta maña. Aquellos tapices, cuyos vivos colores
originales había desvanecido el tiempo, fueron colgados por los esclavos de algún antiguo
Señor de Quarmall, quien los había arrebatado a alguna caravana transeúnte, lo mismo
que los ricos ornamentos. Los tableros de ajedrez, los sillones, los candelabros de pared,
el aceite que alimentaba los candiles y los esclavos que los atendían...; todo era botín, un
botín conseguido varias generaciones atrás, cuando los Señores de Quarmall saqueaban
los territorios circundantes y cobraban su tributo a todas las caravanas que pasaban por
allí.
Muy por encima de aquella cámara caliente y lujosamente amueblada donde Gwaay y
Hasjarl jugaban al ajedrez, el Señor de Quarmall terminó los últimos cálculos de su
horóscopo. Unos pesados cortinajes ocultaban las estrellas que emitían sus bendiciones y
fatalidades. La única luz en aquella sala llena de instrumentos era la pequeña llama de
una sola vela. Quería la costumbre que el horóscopo se leyera con tan escasa
iluminación, y Quarmall tuvo que esforzar su vista excelente para ver bien los Signos y las
Casas.
Al revisar los resultados finales, sus labios se contorsionaron en una mueca de desdén.
«Esta noche o mañana —pensó, con un escalofrío—. Al final del día de mañana como
mucho.» Desde luego, le quedaba poco tiempo.
Entonces, como si le complaciera alguna gracia sutil, sonrió e hizo un gesto de
asentimiento. Su delgada sombra realizó giros monstruosos sobre las cortinas y la pared.
Finalmente, Quarmall soltó el carboncillo y, con la única vela encendida, prendió otras
siete más grandes. Con la ayuda de esta mejor iluminación leyó una vez más el
horóscopo. Esta vez no hubo señal alguna de placer o de cualquier otra emoción, sino
que lentamente enrolló el pergamino con intrincados diagramas e inscripciones hasta
formar un tubo delgado que sujetó bajo su cinturón. Luego se frotó las manos y sonrió de
nuevo. Sobre una mesa cercana estaban los materiales que necesitaba para el éxito de
su plan: polvos, aceites, pequeños cuchillos y otros ingredientes e instrumentos.
El tiempo apremiaba. Los expertos dedos espatulados del mago trabajaban con
celeridad. El Señor de Quarmall no cometía errores, no podía permitírselos.
Poco después había completado la tarea a su satisfacción. Tras apagar las últimas
velas que había encendido, Quarmall se sentó en su sillón y, a la única luz de la pequeña
vela, llamó a Flindach para que anunciara su horóscopo a los que esperaban abajo.
Como de costumbre, Flindach se presentó casi de inmediato, y se acercó a su amo con
los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, con gesto sumiso. Flindach
nunca obraba presuntuosamente. Su figura estaba iluminada sólo hasta la cintura, y las
sombras ocultaban cualquier expresión de interés o hastío que pudiera mostrar su rostro
verrugoso y marcado por la cicatriz. También el rostro de Quarmall estaba oscurecido y
sólo sus iris pálidos tenían un brillo fosforescente en la penumbra, como dos pequeñas
lunas en un cielo oscuro y ensangrentado.
Como si tanteara a Flindach o le viera por primera vez, Quarmall le miró lentamente
desde la cabeza a los pies, y fijando la vista en los ojos velados por las sombras, tan
iguales a los suyos, le dijo:
—Oh, jefe de los magos, he de pedirte una merced que está dentro de tus
posibilidades. —Alzó una mano para impedir que Flindach replicara y continuó
rápidamente—: Te he visto crecer desde tu infancia y he nutrido tu conocimiento del Arte
hasta que sólo está por debajo del mío. Nos tuvo la misma madre, aunque yo fui su
primogénito y tú el hijo de su último año fértil, y ese parentesco fue una ayuda. Tu
influencia en Quarmall es casi como la mía. Por eso creo que debo recompensarte por tu
diligencia y tu fidelidad.
Flindach hizo ademán de hablar, pero otra vez le disuadió un gesto de Quarmall. Éste
habló ahora más lentamente, acompañando sus palabras con golpecitos regulares sobre
el rollo de pergamino.
—Ambos sabemos bien, por lo que hemos oído decir y por conocimiento directo, que
mis hijos planean mi muerte, y es asimismo cierto que es preciso frustrar sus planes de
alguna manera, pues ninguno de los dos es apto para llegar a convertirse en Señor de
Quarmall, y tampoco parece probable que ninguno de ellos llegue jamás a convencerse
de esta verdad. Durante la lucha entre los dos por la supremacía, Quarmall moriría de
inanición y descuido, como ocurrió al Salón Espectral. Además, para reforzar sus
brujerías, cada uno de ellos ha contratado en secreto a un espadachín de otras tierras —
ya has visto al de Gwaay—, y éste es el principio de la llegada de mercenarios a Quarmall
y la ruina segura de nuestro poder. —Extendió una mano hacia las oscuras hileras de
rostros momificados y máscaras de cera y preguntó retóricamente—: ¿Acaso los Señores
de Quarmall guardaron y preservaron nuestro reino oculto para que capitanes extranjeros
pudieran entrar en sus consejos, apremiarlos y, a la postre, capturarlos? —Bajó entonces
la voz y continuó—: Ahora te hablaré de un asunto mucho más secreto... La concubina
Kewissa lleva mi simiente en sus entrañas, un niño, según todos los augurios y oráculos,
aunque esto sólo lo sabemos Kewissa, yo y ahora tú, Flindach. Si este nuevo vástago
llegara a la adolescencia sin hermanos, podría morir contento, encargándote su tutela con
toda confianza. —Quarmall hizo una pausa, impasible como una esfinge—. Sin embargo,
atajar a Hasjarl y Gwaay resulta más difícil cada día, pues su poder y su radio de acción
van en aumento. Su propia malignidad innata les da acceso a regiones y demonios que ni
siquiera habían imaginado sus predecesores. Incluso yo, bien versado en nigromancia,
me asombro con frecuencia.
Se detuvo de nuevo y dirigió a su interlocutor una mirada inquisitiva.
Flindach habló entonces por primera vez desde que había entrado. Tenía la voz de
alguien adiestrado en recitar encantamientos, profunda y resonante.
—Lo que decís es cierto, mi amo. Pero ¿cómo impedir sus planes? Conocéis tan bien
como yo la costumbre que prohibe lo que quizá sea el único medio de frustrarlos.
Flindach hizo una pausa, como si fuese a decir más, pero Quarmall intervino
rápidamente.
—He ideado una estratagema cuyo éxito no es seguro y depende casi por completo de
tu cooperación. —Bajó la voz hasta que fue casi un susurro, indicando a Flindach que se
acercara más—. Las mismas piedras pueden difundir rumores, oh Flindach, y deseo que
este plan permanezca totalmente en secreto.
Le hizo otra seña para que se acercara aún más, hasta que el jefe de los magos estuvo
muy cerca de su señor.
Agachándose, se colocó de manera que su oído estuviera junto a la boca de Quarmall.
No recordaba haber estado nunca tan cerca de él, y un extraño desasosiego invadió su
mente, al recordar las consejas que en su infancia oía contar a las ancianas. Aquel
anciano atemporal, con los iris perlinos como los suyos propios, no le parecía a Flindach
un hermanastro, sino un padrastro extraño e implacable. Su incipiente terror se intensificó
cuando notó que los dedos tendinosos de Quarmall se cerraban sobre su muñeca y le
instaban a acercarse más, casi a arrodillarse al lado del sillón.
Los labios de Quarmall se movieron con rapidez, y Flindach controló su impulso de
levantarse y huir a medida que su amo le explicaba el plan que había concebido. Con una
frase sibilante, la frase final, Quarmall terminó su exposición y Flindach se dio cuenta de
la enormidad del plan. Mientras lo asimilaba, la única vela chisporroteó y se apagó. Se
hizo una oscuridad absoluta.
La partida de ajedrez avanzaba a buen ritmo. Los únicos sonidos, excepto el
movimiento incesante de pies descalzos y el siseo de los pabilos, eran los golpes
apagados de las piezas sobre el tablero y la tos seca de Hasjarl. La mesa baja en la que
habían comido los hermanos estaba situada frente a la ancha puerta arqueada, que era la
única entrada aparente a la sala del consejo.
Sin embargo, había otra puerta, que conducía a la fortaleza de Quarmall, y Gwaay
miraba con frecuencia hacia aquella puerta oculta por un tapiz. Estaba seguro de que las
noticias del horóscopo serían las de siempre, pero aquella noche le poseía cierta
curiosidad; tenía el vago presagio de algún acontecimiento funesto, como los vientos
impetuosos que soplan antes de una tempestad.
Aquel día los dioses habían concedido a Gwaay un augurio que ni sus nigromantes ni
él mismo podían interpretar a su completa satisfacción, y por ello tenía la sensación de
que lo más prudente era aguardar el desarrollo de los acontecimientos preparado y
expectante.
Mientras contemplaba el tapiz tras el cual estaba la puerta por la que entraría Flindach
para anunciar las consecuencias del horóscopo, aquella colgadura se hinchaba y
temblaba como impulsada por una brisa, o como si una mano la empujara ligeramente.
Bruscamente, Hasjarl se recostó en su asiento y gritó con su voz estridente:
—¡Jaque con mi torre a tu rey y mate al tres!
Cerró uno de sus párpados y miró triunfante a Gwaay.
Su oponente, sin apartar los ojos del tapiz, que seguía moviéndose, replicó con
palabras suaves y precisas:
—El caballo se interpone, hermano, impidiendo el jaque. En cuanto a mí, te hago jaque
mate así. Vuelves a estar equivocado, camarada.
En aquel momento, el tapiz se agitó con más violencia. Dos esclavos lo separaron y
sonó la áspera nota de gong que anunciaba la entrada de algún funcionario de alto rango.
La alta figura de Flindach penetró por la abertura y entró en el salón. Su rostro
ensombrecido tenía una gran dignidad, a pesar de la cicatriz y las verrugas que lo
desfiguraban. Y su falta de expresión, a la que contradecía curiosamente un brillo de
astucia en las negras pupilas de sus ojos carmesí y de iris blanco, parecía presagiar
alguna mala noticia.
Cesó todo movimiento en el largo salón, mientras Flindach, de pie ante la arcada
adornada con ricos tapices, alzaba un brazo ~ pedía silencio con un gesto. Los esclavos
bien adiestrados permanecieron en sus puestos, con las cabezas inclinadas
sumisamente; Gwaay se quedó donde estaba, mirando con fijeza a Flindach, y Hasjarl,
que se había vuelto a medias al oír el sonido del gong, esperaba también el anuncio.
Sabían que al cabo de un momento su padre, Quarmall, saldría por detrás de Flindach y,
con una sonrisa malévola, anunciaría su horóscopo. Tal había sido siempre el
procedimiento, y siempre, desde que podían recordar, Gwaay y Hasjarl habían deseado
en aquel momento la muerte de Quarmall.
Flindach, alzando un brazo en un gesto dramático, empezó a hablar:
—El horóscopo ha sido completado e interpretado. En el mismo momento en que los
cielos vaticinan, se cumple el destino del hombre. Traigo estas nuevas a Hasjarl y Gwaay,
los hijos de Quarmall.
Con un rápido movimiento, Flindach extrajo de su cinto un delgado tubo de pergamino,
lo rompió y dejó caer los pedazos a sus pies. Casi con el mismo gesto, se llevó la mano
por detrás de su hombro izquierdo y, apartándose de la penumbrosa arcada, se cubrió la
cabeza con una capucha puntiaguda.
El jefe de los magos extendió ambos brazos y habló de nuevo. Su voz parecía venir de
muy lejos.
—Quarmall, Señor de Quarmall, ya no gobierna. El horóscopo se ha cumplido. Que le
lloren cuantos habitan dentro de los muros de Quarmall. Durante tres días el cargo del
Señor de Quarmall estará vacante. Así lo exige la costumbre y así será. Mañana, cuando
el sol entre en su patio, los restos del que fue grande y poderoso señor serán entregados
a las llamas. Ahora voy a llorar a mi amo, supervisar las exequias y prepararme con
ayunos y plegarias para su traspaso. Haced lo mismo.
Flindach se volvió lentamente y desapareció en la oscuridad, de la que había salido.
Durante diez latidos de corazón, Gwaay y Hasjarl permanecieron inmóviles. El anuncio
había caído sobre ellos como un rayo. Por un instante Gwaay sintió el impulso de echarse
a reír como un niño que se ha librado inesperadamente de un castigo n recibe en cambio
una recompensa, pero en el fondo de su mente estaba convencido de que había sabido
desde el principio el resultado del horóscopo. No obstante, dominó su júbilo infantil y
permaneció en silencio, con la mirada fija.
Hasjarl, por su parte, reaccionó como podría esperarse de él. Hizo una serie de
muecas extravagantes y terminó con una obscena risotada, que contuvo a medias.
Entonces frunció el ceño y se dirigió a Gwaay:
—¿No has oído lo que ha dicho Flindach? ¡Debo ira prepararme!
Dicho esto se puso en pie, cruzó la habitación en silencio y salió por la ancha puerta
arqueada.
Gwaay siguió sentado un poco más, cejijunto y con los ojos entrecerrados, como si se
concentrara en algún abstruso problema cuya resolución exigía todos sus poderes. De
súbito chasqueo los dedos e, indicando a sus esclavos que le siguieran, se preparó para
regresar a los Niveles Inferiores, de los que había venido.
Apenas había abandonado el Salón Espectral cuando Fafhrd oyó el tenue rumor de
hombres armados que se movían cautamente. Su embeleso por los encantos de Friska se
desvaneció como si le hubieran arrojado encima un cubo de agua helada. Se ocultó en la
oscuridad más profunda y aguzó el oído durante el tiempo suficiente para saber que se
trataba de piquetes de Hasjarl, que vigilaban una posible invasión desde los Niveles
Inferiores de Gwaay, y que perseguían a Friska y a él mismo, como al principio había
temido. Entonces se dirigió rápidamente al Salón de Brujería de Hasjarl, y mientras
caminaba se sentía sombríamente satisfecho de que su capacidad de recordar hitos y
recodos funcionara tan bien en los túneles laberínticos como en las sendas de los
bosques y las zigzagueantes escaladas de las montañas.
La grotesca escena que vio al llegar a su destino le hizo detenerse en el umbral. De pie
en una bañera de mármol en forma de concha marina, con el agua humeante a la altura
de las rodillas y totalmente desnudo, Hasjarl reprendía y arengaba a todos los reunidos en
la gran sala. Y todos sin excepción —brujos, funcionarios, videntes, pajes porteadores de
toallas, túnicas rojo oscuro y otras prendas— permanecían inmóviles, con expresión
temerosa, excepto los esclavos que enjabonaban y lavaban a su señor con trémula
destreza.
Fafhrd tuvo que admitir que Hasjarl desnudo era algo más consecuente —de una
fealdad más uniforme—, como un duende de las minas parido por un manantial de aguas
termales. Y aunque su grotesco torso rosado y sus brazos desiguales se contorsionaban
en un frenesí de temor, era indudable que tenía cierta dignidad.
—Hablad —gruñía—. ¿Hay alguna precaución que haya olvidado, un rito omitido, un
agujero de ratas descuidado que Gwaay pudiera utilizar para introducirse aquí? ¡Ah, que
en esta noche en que los demonios acechan y yo he de ocuparme de mil cosas y vestirme
para las exequias de mi padre, haya de ser servido por cornudos como vosotros! ¿Estáis
todos sordos y mudos? ¿Dónde está mi gran campeón, el que debía protegerme ahora?
¿Dónde están mis arandelas escarlata? Menos jabón ahí... ¡Quita eso! Tú, Essem,
¿tenemos suficiente vigilancia arriba? No me fío de Flindach. ¿Y tenemos bastantes
guardias abajo, Yissim? Gwaay es una serpiente que atacará a través de cualquier
brecha. ¡Defendedme, dioses de la oscuridad! Ve a los cuarteles, Yissim, trae más
hombres y refuerza nuestra guardia hacia abajo..., y ya que vas ahí, diles que sigan
torturando a Friska. ¡Sonsacadle la verdad! Está confabulada con Gwaay...; esta noche he
tenido la certeza. Gwaay sabía que la muerte de mi padre era inminente y preparó los
planes de invasión hace semanas. ¡Cualquiera de vosotros puede ser espía suyo! Ah,
¿dónde está mi campeón? ¿Dónde están mis arandelas escarlata?
Fafhrd, que había empezado a entrar en la sala, apresuró sus pasos al oír la mención
de Friska. Una simple indagación en la cámara de tortura revelaría su huida y la
participación de Fafhrd en la misma. Debía crear diversiones. Así pues, se detuvo ante el
rosado, mojado y humeante Hasjarl, y dijo audazmente:
—Aquí está tu campeón, Señor, y te aconseja un ataque rápido contra Gwaay en vez
de una defensa lenta. Sin duda tu mente poderosa ha fraguado muchas astutas
estratagemas de ataque. ¡Lánzate como un rayo!
Fafhrd tuvo que hacer un esfuerzo para hablar briosamente hasta el final y no dejar que
distrajera su atención la extraña operación que en aquel momento tenía lugar. Mientras
Hasjarl permanecía agachado, inmóvil como una estaca y la cabeza echada atrás, un
pálido esclavo le había levantado un párpado e insertaba en el agujero practicado en él un
pequeño anillo o arandela con reborde, no mucho más grande que una lenteja. La
arandela estaba en el extremo de una varita de marfil, delgada como una paja, y el
esclavo realizaba la operación con la inquietud de un hombre que vuelve a llenar las
cápsulas venenosas de una serpiente de cascabel sin atar..., si es posible imaginar una
acción semejante a fines de comparación.
No obstante, el proceso terminó en seguida y se repitió en el otro ojo... con evidente
satisfacción de Hasjarl, pues éste no golpeó ni una sola vez al esclavo con el látigo
húmedo y cubierto de jabón que seguía colgando de su muñeca. Cuando Hasjarl se
enderezó, sonreía afablemente a Fafhrd.
—Me aconsejas bien, campeón. Estos necios sólo saben temblar. Hace tiempo planeé
un ataque, de tal suerte que no pueden considerarlo una violación de las exequias, y
ahora trataré de ponerlo en práctica. Essem, coge unos esclavos y ve a buscar el polvo...,
ya sabes a qué me refiero... Luego reúnete conmigo en los ventiladores. Muchachas,
quitadme estas jabonaduras con agua tibia. Paje, dame las zapatillas y la túnica de
baño..., esas otras ropas pueden esperar. ¡Sígueme, Fafhrd!
Entonces, su mirada ribeteada por las arandelas escarlata se fijó en los veinticuatro
magos barbudos y encapuchados, los cuales permanecían en pie, aprensivos, junto a sus
asientos.
—¡Volved en seguida a vuestros encantamientos, zoquetes! —les rugió—. ¡No os he
ordenado que os detuvierais mientras me bañaba! Volved a vuestros hechizos y enviad
vuestras plagas a Gwaay, la peste roja, negra y verde, el moqueo crónico y la
putrefacción de la sangre... ¡u os quemaré las barbas hasta las pestañas como preludio
de torturas peores! ¡De prisa, Essem! ¡Vamos, Fafhrd!
En aquellos momentos, el Ratonero Gris regresaba de su cuarto con Ivivis, y al doblar
un recodo se encontró de súbito con Gwaay, vestido con prendas de terciopelo y seguido
por esclavos descalzos.
El joven Señor de los Niveles Inferiores daba una impresión de serenidad y dominio de
sí mismo absolutos, pero se adivinaba que bajo aquella calma casi sobrehumana hervía
de excitación... hasta tal punto que el Ratonero apenas se habría sorprendido si Gwaay
hubiera emitido un aura de Esencia Azul de Rayo. Incluso notó un cosquilleo en la piel,
como si esa influencia invisible emanara realmente de su patrono.
Gwaay echó un rápido vistazo al Ratonero y a la bella esclava.
—¡Vaya, amigo mío! —dijo en tono risueño—. Veo que has elegido tu recompensa
antes de tiempo. Ah, la juventud, los retiros en la penumbra, las fantasías en el lecho y los
cuidados amorosos... ¿qué otra cosa dora la vida o hace que merezca la pena el
chisporroteo de la vela sebosa? ¿Ha sido hábil la muchacha? ¡Magnífico! Ivivis, querida,
debo premiarte por tu fervor. Le di un collar a Divis... ¿Quieres tú otro? O quizá un broche
en forma de escorpión, con rubíes por ojos...
El Ratonero notó que la mano de la muchacha se estremecía y enfriaba en la suya, e
intervino rápidamente.
—Mi demonio me habla, Señor Gwaay, y me dice que esta noche deambula el Destino.
Gwaay se echó a reír.
—Tu demonio ha estado escuchando detrás del tapiz, y ha oído hablar de la veloz
partida de mi padre. —Mientras hablaba se formó una gota en la punta de su nariz, entre
las fosas nasales. El Ratonero vio cómo crecía, fascinado. Gwaay alzó una mano para
limpiársela, pero se detuvo e hizo que el líquido se desprendiera con un brusco
movimiento de cabeza. Frunció el ceño un momento, pero rió de nuevo—. Sí, el Destino
anda suelto esta noche por la fortaleza de Quarmall.
Ahora su tono rápido y risueño tenía una nota de aspereza.
—Mi demonio me susurra además que esta noche pululan peligrosos poderes —siguió
diciendo el Ratonero.
—Sí, como el amor fraterno, por ejemplo —replicó Gwaay, con la voz quebrada.
Una expresión de asombro invadió sus ojos. Se estremeció como si le recorriera un
escalofrío y nuevas gotas se desprendieron de su nariz. Tres hebras de cabello se
soltaron de su cuero cabelludo y se deslizaron ante sus ojos. Sus esclavos retrocedieron.
—Mi demonio me advierte que debemos usar en seguida mi gran hechizo contra esos
poderes —dijo el Ratonero, recordando el hechizo de Sheelba que aún no había puesto a
prueba—. Sólo destruye a los brujos del Segundo Rango e inferiores. Como los tuyos son
del Primer Rango, estarán a salvo. Pero los de Hasjarl perecerán.
Gwaay abrió la boca para replicar, pero no salió de ella ninguna palabra, sino un
penoso balbuceo, como si se hubiera vuelto mudo. Unas extrañas manchas aparecieron
en sus mejillas, y al Ratonero le pareció que una erupción rojiza avanzaba por el lado
derecho de su mentón, mientras que en el izquierdo se formaban unas manchas negras.
Su cuerpo despedía un hedor atroz.
Gwaay retrocedió y sus ojos se cubrieron de un líquido verdusco. Al llevarse las manos
a ellos, mostró los dorsos amarillentos, llenos de ronchas y fisuras rojizas.
—¡Los hechizos de Hasjarl! —susurró el Ratonero—. ¡Los brujos de Gwaay aún están
durmiendo! ¡Les despertaré! ¡Sujétale, Ivivis!
El hombrecillo gris dio media vuelta y se deslizó con la rapidez del viento por el
corredor y la rampa de ascenso, hasta llegar a la Sala de Brujería de Gwaay. Entró dando
palmadas y estridentes silbidos, pues realmente los doce magos, sus flacos cuerpos sólo
cubiertos por el taparrabos, seguían acurrucados y roncando en sus sillones de respaldo
alto. El Ratonero fue de uno en uno, enderezándoles, sacudiéndoles bruscamente y
gritándoles en el oído: «¡A vuestro trabajo! ¡El antiveneno! ¡Proteged a Gwaay!».
Once de los magos se despertaron con bastante rapidez y pronto fijaron sus miradas
en algún punto indefinido, aunque sus cuerpos se balancearon durante un rato a causa de
las sacudidas del Ratonero, como once naves pequeñas que acabaran de ser agitadas
por una tormenta.
Tenía más dificultades con el duodécimo, aunque ya se estaba despertando y no
tardaría en reanudar su tarea, cuando de súbito apareció Gwaay en la arcada, con Ivivis a
su lado, aunque no le sujetaba. El rostro del joven Señor brillaba en la penumbra con
tanta claridad como su maciza máscara de plata en la hornacina por encima de la arcada.
—Apártate, Ratonero. Yo haré que se mueva ese perezoso.
Cogió un pequeño recipiente de obsidiana y lo lanzó contra el mago adormilado.
Pareció que el objeto iba a caer a media distancia entre los dos hombres, y el Ratonero
se preguntó si Gwaay se propondría despertar al durmiente con el estrépito. Pero antes
de que cayera al suelo, Gwaay fijó en él su mirada, y el recipiente aumentó
peligrosamente su velocidad. Fue como si hubiera lanzado una pelota al aire para
golpearla seguidamente con un bate. El objeto salió disparado como el dardo de una
poderosa ballesta, alcanzó el cráneo del anciano e hizo que le saltaran los sesos, los
cuales se esparcieron por el sillón y las ropas del Ratonero.
Gwaay soltó una risa estridente y dijo en tono alegre:
—¡Debo dominar mi excitación! ¡Es preciso! La recuperación repentina de dos docenas
de muertes... o veintitrés y el moqueo crónico... no es razón para que un filósofo pierda el
dominio de sí mismo. ¡Oh, qué vértigo siento!
—¡La habitación da vueltas! —exclamó Ivivis—. ¡Veo peces plateados!
Entonces el Ratonero también sintió vértigo y vio una mano verde fosforescente que
penetraba por la arcada y se dirigía a Gwaay, una mano en el extremo de un brazo
delgado y de dos varas de largo. Parpadeó y la mano se desvaneció, pero ahora había un
vaho purpúreo. Miró a Gwaay y vio que resollaba fuerte y repetidamente, aunque no se
formaban nuevas gotas en el extremo de su nariz.
Fafhrd estaba a tres pasos por detrás de Hasjarl, el cual, enfundado en su túnica de
cuello alto y tela de toalla parda como la tierra, tenía un aspecto simiesco.
A la derecha de Hasjarl, sobre una cinta móvil, ancha y gruesa, se movían tres
esclavos de aspecto monstruoso; tenían los pies grandes, con los dedos extendidos, las
piernas como las patas de un elefante, el pecho semejante a un fuelle de horno, los
brazos de enano, la cabeza minúscula, en la que destacaba la boca, con grandes dientes,
y las fosas nasales, más voluminosas que los ojos o las orejas, seres criados para
dedicarse monótonamente a correr y nada más. La cinta móvil desaparecía en el interior
de un cilindro de mampostería, de cinco varas de longitud, y volvía a salir por debajo, pero
en la dirección contraria, para pasar bajo los rodillos y completar su circuito. Surgía del
cilindro el crujido del gran ventilador de madera al que hacía girar la cinta y que impulsaba
el aire vital hacia los Niveles Inferiores.
A la izquierda de Hasjarl se abría una pequeña ventana en el cilindro, a la altura de la
cabeza de Fafhrd, y hacia ella ascendía por cuatro estrechos escalones una hilera de
enanos sombríos y cabezudos, cada uno de los cuales llevaba al hombro un saco oscuro,
y vertía su contenido en el pozo ruidoso, agitándolo una vez vaciado dentro de la
abertura, y luego lo doblaba y saltaba al suelo para ceder su sitio al siguiente porteador.
Hasjarl miró exultante a Fafhrd por encima del hombro.
—¡Un regalo para Gwaay! —exclamó—. Eso que lanzo al viento serviría para rescatar
a un rey: polvo de adormidera, de loto y mandrágora, cáñamo desmenuzado. ¡Un millón
de sueños agradables y lascivos! ¡Y todo para Gwaay! Con esto le venceré de tres
maneras: dormirá durante todo el día y se perderá el funeral de mi padre, y entonces
Quarmall será mío, por el derecho que me otorgará mi presencia en solitario, sin
derramamiento de sangre, que echaría a perder los ritos; sus brujos dormirán y mis
hechizos infecciosos les atacarán y harán sucumbir con una muerte hedionda y
gelatinosa; todos los suyos dormirán, cada esclavo y cada maldito paje, de modo que
conquistaremos el reino simplemente yendo abajo después del funeral. ¡Vamos, más
rápido!
Arrebató un largo látigo a un capataz y empezó a azotar a los esclavos que movían la
cinta, los cuales pasaron del trote al galope y el estrépito del ventilador se hizo más
agudo. Fafhrd temió que aquella velocidad rompiera la primitiva maquinaria.
El enano que estaba en la ventana del pozo se aprovechó se que Hasjarl tenía su
atención en otra parte para coger una pizca de polvo de su saco y aspirarlo, con una
expresión de éxtasis lascivo. Pero Hasjarl lo vio y le azotó cruelmente en las piernas. El
enano se apresuró a vaciar su saco y sacudirlo, mientras daba saltitos para aliviar el
dolor. Sin embargo, no pareció muy enmendado o afligido por el castigo, pues cuando
salía de la cámara Fafhrd vio que se cubría la cabeza con el saco vacío y aspiraba
profundamente el escaso polvo adherido, mientras se alejaba caminando como un pato.
Hasjarl siguió haciendo restallar el látigo, y gritando:
—¡Más rápido, he dicho! ¡Un huracán de droga para Gwaay!
El oficial Yissim entró corriendo en la sala y se acercó a su amo.
—¡Friska ha huido! Dicen los torturadores que tu campeón les enseñó tu sello,
diciéndoles que habías ordenado la liberación de la muchacha... ¡y se la llevó! Todo esto
ha sucedido hace un cuarto de día.
—¡Guardias! —gritó Hasjarl—. ¡Apresad al nórdico! ¡Desarmad y atad al traidor!
Pero Fafhrd había desaparecido.
El Ratonero, en compañía de Ivivis, Gwaay y una pintoresca chusma de alucinaciones
inducidas por la droga, entraron tambaleándose en una cámara similar a aquélla de la que
Fafhrd acababa de salir. Allí terminaba el pozo cilíndrico de ventilación. El ventilador que
succionaba el aire y lo enviaba para refrescar los Niveles Inferiores estaba colocado
verticalmente en la boca del pozo y era visible mientras giraba.
Junto a la boca del pozo había una gran jaula con aves blancas, todas ellas tendidas
en el suelo de patas arriba, y no era ésta la única revelación, sino que el capataz estaba
en el suelo de la cámara, también vencido por las drogas que había aventado Hasjarl.
En cambio, los tres esclavos de piernas como columnas, que trotaban sin cesar sobre
la cinta móvil, no parecían afectados en absoluto. Sin duda, sus pequeños cerebros y sus
cuerpos monstruosos estaban más allá del alcance de cualquier droga, a menos que
recibieran una dosis letal.
El tambaleante Gwaay se acercó a ellos, les azotó uno tras otro y les ordenó que se
detuvieran. Entonces él mismo cayó al suelo.
El crujido del ventilador se extinguió y sus siete aspas de madera se hicieron
claramente visibles (aunque para el Ratonero estaban entretejidas con escamosas
alucinaciones), y el único sonido real era la lenta respiración de los esclavos.
Gwaay les sonrió extrañamente desde el suelo, alzó un brazo y gritó:
—¡A la inversa! ¡Media vuelta!
Los esclavos se volvieron lentamente, para lo que requirieron una docena de pasos
pequeños, hasta que los tres quedaron situados en la posición contraria sobre la cinta
móvil.
—¡Trotad! —les ordenó Fafhrd.
Obedecieron lentamente y el ventilador empezó a gruñir de nuevo, pero ahora dirigía el
aire hacia arriba, para contrarrestar la ventilación de Hasjarl hacia abajo.
Gwaay e Ivivis permanecieron cierto tiempo en el suelo, hasta que sus cerebros
empezaron a despejarse y se esfumaron las últimas alucinaciones. El Ratonero tuvo la
impresión de que las succionaban las aspas del ventilador: una horda etérea de espectros
azules y purpúreos armados con lanzas de hojas serradas y alfanjes.
—Mis brujos... —dijo Gwaay, con una débil sonrisa, la voz baja y algo entrecortada—
no han sido vencidos..., creo, pues de lo contrario estaría agonizando... con las dos
docenas de muertes de Hasjarl. Dentro de un instante... y enviaré al otro lado del nivel...
para invertir el ventilador aspirador. Así conseguiremos aire fresco. Pondré más esclavos
en esta cinta... quizá le devolveré a mi hermano sus pesadillas. Luego me lavaré y vestiré
para el funeral de mi padre y le daré un susto a Hasjarl. Ivivis, en cuanto puedas caminar
espabila a las muchachas para mi baño. Diles que lo preparen todo.
Extendió un brazo y cogió al Ratonero del codo.
—En cuanto a ti, guerrero gris —le susurró—, prepárate para usar ese poderoso
hechizo tuyo que destruirá a los brujos de Hasjarl. Reúne tus sustancias, recita tus preces
demoníacas, consulta primero con mis doce archimagos... si puedes despertar al
duodécimo en su negro infierno. En cuanto el cadáver de Quarmall sea pasto de las
llamas, te daré aviso para que lleves a cabo tu mortífero encantamiento. —Hizo una
pausa y sus ojos brillaron en la penumbra con un destello brujesco—. ¡Ha llegado el
momento de las espadas y la magia!
Se oyó el débil sonido de una rascadura: una de las aves blancas se erguía
tambaleante en el fondo de la jaula. Emitió un gorjeo que era casi como un acceso de
hipo, pero en el que aún se percibía una nota de desafío.
Quarmall permaneció despierto durante toda aquella noche. Un mago entró
apresuradamente en la sala de mando de la fortaleza.
—¡Mi señor Flindach! Los adivinos han sabido de manera irrefutable que los dos
hermanos se combaten. Hasjarl envía resinas que inducen al sueño a través de los pozos
mientras que Gwaay se las devuelve.
El jefe de los magos estaba sentado ante una mesa, rodeado de un pequeño grupo que
esperaba sus órdenes. Alzó el rostro hacia el recién llegado.
—¿Han vertido sangre? —le preguntó.
—Todavía no.
—Está bien. No dejes de vigilarlos.
Entonces, mirando severamente a cada uno de los presentes, fue dándoles sus
órdenes. A los dos magos que eran sus ayudantes les dijo:
—Id en seguida al lado de Hasjarl y Gwaay. Recordadles las exequias y permaneced
con ellos hasta que lleguen con su séquito al patio del funeral.
»Ve corriendo a tu amo Brilla —le dijo a un eunuco—, y entérate de si requiere más
materiales o ayuda para construir la pira funeraria. Si la necesita, se la ofreceremos sin
dilación.
»Duplica la guardia en los muros —ordenó a un capitán de honderos—. Haz tú mismo
la ronda. Quarmall debe estar ahora totalmente a salvo de asaltos desde el exterior o
huidas desde dentro.
»Ve al harén de Quarmall —le dijo a una mujer de edad mediana, lujosamente
vestida—. Cerciórate de que sus concubinas están perfectamente vestidas y acicaladas,
como si el Señor en persona se propusiera visitarlas al alba. Amortigua sus aprensiones y
haz que venga a verme la Kewissa de Ilthmarix.
En la Sala de Brujería de Hasjarl, los esclavos le vestían para las exequias, y mientras
tanto él dirigía la búsqueda de su traidor campeón Fafhrd, daba instrucciones a los
vigilantes del pozo sobre las precauciones que debían tomar contra los intentos de Gwaay
de enviar nuevamente el polvo narcótico e informaba a sus magos de los hechizos
exactos que debían usar contra Gwaay, una vez el cuerpo de Quarmall fuese devorado
por las llamas.
Fafhrd estaba en el Salón Espectral, comiendo y bebiendo con Friska las provisiones
que había llevado consigo. Le contó a la muchacha que había caído en desgracia y
Hasjarl le perseguía, y fraguó planes para escapar con ella del reino de Quarmall.
Entretanto, en la Sala de Brujería de Gwaay, el Ratonero Gris hablaba, a su vez, con
los once flacos magos vestidos solamente con un taparrabos, sin decirles nada sobre el
encantamiento de Sheelba, pero obteniendo de cada uno de ellos la firme seguridad de
que era un mago del Primer Rango.
En la sala de vapor del baño de Gwaay, éste recuperaba su salud y sus facultades
deterioradas por los hechizos y las drogas. Sus muchachas, supervisadas por Ivivis, le
trajeron aceites y elixires fragantes, y le restregaron y lavaron siguiendo las órdenes
precisas que él les dirigía. Los cuerpos esbeltos, difuminados y plateados por las nubes
de vapor, se movían como un lánguido ballet.
Por fin quedó completa la enorme pira, y Brilla exhaló un suspiro de alivio y satisfacción
por el trabajo bien hecho. Era un hombre grande y obeso, y depositó su mole maciza
sobre un banco apoyado en la pared. Entonces se dirigió a sus compañeros con una voz
aguda, femenina:
—Tan de improviso y a tales horas, pero los dioses saben los motivos de sus designios
y ningún hombre puede engañar a su estrella. Pero es lamentable pensar que Quarmall
será honrado por un grupo tan reducido: sólo media docena de lankhmartianas, una de
Ilthmarix y tres mingolas... y una de éstas manchada. Siempre le dije que debería
mantener mejor el harén. Sin embargo, los esclavos masculinos están en buenas
condiciones físicas y quizá compensarán a los restantes. ¡Ah, pero qué buena llama
tendrá el Señor para que alumbre su camino!
Brilla meneó la cabeza tristemente y, resollando, parpadeó para desprender una
lágrima de su ojo porcino. Era uno de los pocos que lamentaban realmente el
fallecimiento de Quarmal.
Como Alto Eunuco del Señor, la posición de Brilla era una sinecura y, además, siempre
había sentido afecto por su amo, desde que tenía uso de razón. Cierta vez, cuando era un
niño rollizo, Brilla fue rescatado de los tormentos de un grupo de esclavos mayores y más
viriles, los cuales le liberaron al ver pasar a Quarmal. Fue este pequeño incidente,
ignorado por Quarmal, u olvidado mucho tiempo atrás, lo que provocó el afecto
imperecedero de Brilla.
Ahora sólo los dioses sabían lo que reservaba el futuro. Aquel día el cuerpo de
Quarmall iba a ser incinerado, y era mejor no preguntarse lo que ocurriría después. Brilla
miró de nuevo su obra, la pira funeraria. A pesar de los numerosos esclavos a su
disposición, había tardado seis horas en levantarla, y el esfuerzo le había dejado
exhausto. Se alzaba en el centro del patio, incluso más alta que el arco de la gran puerta,
que triplicaba la estatura de un hombre alto. Estaba construida en forma de pirámide
cuadrada, truncada en la mitad, y los leños inflamables que la componían estaban
completamente ocultos por colgaduras de tonos sombríos.
En cada uno de los cuatro lados había una rampa que conectaba el suelo del patio con
la última hilera de leños, y en lo alto había una plataforma de tamaño considerable. Era
allí donde colocarían la litera con el cadáver de Quarmal, y donde se inmolaría a las
víctimas sacrificiales. Sólo a los esclavos de edad y talento apropiados se les permitía
acompañar a su Señor en el largo viaje más allá de las estrellas.
Brilla aprobó lo que veía y, frotándose las manos, miró a su alrededor con curiosidad.
Sólo en ocasiones como aquélla se daba cuenta de la inmensidad de Quarmall, y tales
ocasiones eran raras. Quizá una vez en toda su vida un hombre podía ser testigo de
semejante acontecimiento. Había pequeños grupos de esclavos alineados contra las
paredes del patio, en apretadas filas, como lo estaba el propio grupo de Brilla, formado
por eunucos y carpinteros. Estaban los artesanos de los Niveles Superiores, duchos en el
trabajo del metal y la madera; estaban los trabajadores de los campos y viñedos, de
rostros atezados y manos sarmentosas; los esclavos de los Niveles Inferiores, los cuales
parpadeaban sin cesar, desacostumbrados a la luz del día, pálidos y curiosamente
deformes, y todos los restantes que servían en las entrañas de Quarmall, un grupo
representativo de cada Nivel.
El número del personal reunido parecía contradecir los temibles rumores que se habían
propagado al amanecer sobre una guerra secreta que había tenido lugar durante la noche
entre los Niveles, y Brilla se sintió tranquilizado.
Más importantes y mejor situados eran los dos grupos de secuaces de Hasjarl y
Gwaay, un grupo a cada lado de la pira. Sólo estaban ausentes los brujos de los dos
hermanos, observó Brilla con una punzada de inquietud, aunque no quiso especular sobre
las razones de tal ausencia.
Muy por encima de esta masa de humanidad mezclada, en lo alto de los muros,
estaban los guardianes siempre silenciosos y alertas, los cuales permanecían inmóviles
en sus puestos, con las hondas colgando de sus manos, preparados para reaccionar de
inmediato en caso de peligro. Los muros de Quarmall jamás habían sido asaltados, y
nunca un esclavo había salido vivo al mundo exterior.
Brilla estaba admirablemente situado para observar todo lo que ocurría. A su derecha,
proyectándose desde la pared del patio, estaba el balcón desde donde Hasjarl y Gwaay
contemplarían la cremación del cadáver de su padre; a su izquierda, proyectada de
manera similar, estaba la plataforma desde la que Flindach dirigiría los rituales. Brilla
estaba sentado cerca de la puerta a través de la que pasaría el cuerpo de Quarmall hacia
su purificación final por el fuego. Se limpió el sudor de sus fofas mejillas con el borde de
su túnica y se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que comenzara la ceremonia.
El sol no podía estar ya lejos de lo alto del muro, y con sus primeros rayos se iniciarían los
ritos.
En aquel momento se oyó la vibración tremenda y apagada del gong enorme. Los
reunidos volvieron las cabezas y se oyó el rumor de muchos cuerpos, que se movieron un
instante; luego volvió a hacerse el silencio. En el balcón de la izquierda apareció Flindach.
El jefe de los magos tenía la cabeza cubierta por la Capucha de la Muerte, y sus ropas
eran de grueso brocado de colores severos. En su cintura brillaba el símbolo dorado del
poder, unas aspas de ventilador inscritas en un círculo, que Flindach, como Alto
Mayordomo, debía conservar inviolado mientras la sede de Quarmall estuviera vacante.
Flindach alzó los brazos hacia el lugar por donde el sol no tardaría en aparecer y
entonó el Himno de Salutación. Mientras lo hacía, los primeros rayos amarillos llegaron a
los ojos de los que aguardaban en el patio. De nuevo aquella vibración sorda, que
estremecía los mismos huesos de quienes estaban más cerca del gong, y en el otro
balcón, frente a Flindach, aparecieron Gwaay y Hasjarl, ambos con atuendo similar pero
diademas y cetros de forma distinta. Hasjarl llevaba en la frente una cinta de plata con
zafiros incrustados, y sostenía el cetro de los Niveles Superiores, cuyo extremo terminaba
en forma de puño cerrado. Gwaay llevaba una diadema taraceada con rubíes, y su cetro
tenía en el extremo un gusano atravesado por una daga. Por lo demás, los dos hermanos
vestían idénticamente con túnicas de ceremonia del rojo más oscuro, sujetas con anchos
cinturones de cuero negro. No llevaban armas ni ningún otro ornamento, pues no estaban
permitidos en tales ocasiones.
Una vez sentados en los altos taburetes puestos a su disposición, Flindach se volvió
hacia la puerta más próxima a Brilla y empezó a cantar. Un coro oculto respondió a su voz
potente, así como algunos de los grupos que aguardaban en el patio. Por tercera vez
sonó el gong monstruoso, y cuando sus últimos ecos se desvanecían, apareció el cuerpo
de Quarmal, transportado en una litera. Lo acarreaban las seis esclavas lankhmarianas y
le seguían las mingolas. Este pequeño grupo era todo lo que quedaba de las muchas
mujeres que habían dormido en la cama de Quarmal.
Brilla se preguntó sobresaltado, dónde estaba Kewissa, la de Ilthmarix, la favorita del
viejo Señor. Él mismo había dispuesto la colocación de las mujeres. Kewissa no podía...
Lentamente, a lo largo de un sendero de cuerpos postrados, la litera avanzó hacia la
pira. Colocaron el cadáver de Quarmall en posición sentada, y se movió de un modo
horrible, como si estuviera aún vivo, debido a que las esclavas se tambaleaban bajo la
carga excesiva. Estaba ataviado con ropas de seda púrpura y llevaba en la frente las
cintas doradas de Señor de Quarmall. Las manos largas y delgadas, otrora tan activas en
la práctica de la necromancia y los encantamientos, estaban entrelazadas rígidamente
sobre el tratado de astrología que había sido su libro de cabecera durante toda su vida.
Sobre su muñeca, encapuchado y encadenado, estaba posado un gerifalte, y a los pies
de su amo muerto yacía su leopardo de carreras favorito, inmóvil en la quietud de la
muerte. Los que fueron ojos terribles de Quarmall estaban cubiertos de cera; aquellos
ojos que habían presenciado tanta muerte estaban ahora muertos para siempre.
Aunque Brilla seguía inquieto por la ausencia de Kewissa, alentó a las demás
muchachas cuando pasaron por su lado, y una de ellas le dirigió una melancólica sonrisa.
Todas sabían que era un honor acompañar a su amo al otro mundo, pero ninguna lo
deseaba en especial. Sin embargo, poco era lo que podían hacer, excepto seguir las
instrucciones. Brilla sintió lástima de ellas. Eran muy jóvenes, tenían cuerpos lujuriosos y
eran capaces de proporcionar mucho placer a un hombre, pues él las había adiestrado
bien. Pero era preciso seguir la costumbre. ¿Cómo era posible que Kewissa...? Brilla no
quiso seguir especulando.
La litera ascendió por la rampa. Aumentó el volumen y el ritmo del cántico, a medida
que las esclavas con su carga se acercaban a la cima de la pira, y los rayos del sol, que
ahora incidían de pleno en el rostro muerto de Quarmal, se reflejaban en el cabello y la
piel blanca de las esclavas de Lankhmar, que con sus compañeras se habían arrojado a
los pies de Quarmal.
De súbito, Flindach bajó los brazos y se hizo el silencio, un silencio absoluto que
contrastaba de un modo sorprendente con el cántico mesurado y el fragor de los gongs.
Gwaay y Hasjarl permanecían inmóviles, mirando fijamente la figura del que había sido
Señor de Quarmall.
Flindach alzó de nuevo los brazos y de la puerta opuesta a aquélla por donde habían
traído el cadáver de Quarmal salieron ocho hombres. Cada uno llevaba una antorcha e
iba desnudo, con excepción de una capucha púrpura que le ocultaba el rostro.
Acompañados por las ásperas notas de gong, corrieron rápidamente a la pira, se
colocaron dos a cada lado y, aplicando sus antorchas a la leña preparada, saltaron sobre
las llamas que ellos mismos habían prendido y, trepando hasta lo alto de la pirámide
truncada, abrazaron lascivamente a las esclavas.
Las llamas engulleron en seguida la madera impregnada de resina y aceite. Por un
momento pudieron verse, a través de la espesa humareda, las formas entrelazadas y
contorsionadas de los esclavos, y la delgada figura del difunto Quarmal, que miraba a
través de los párpados cerrados directamente al sol. Entonces, aterrado por el calor y el
humo acre, el gran halcón chilló airado y se alzó aleteando de la muñeca de su amo. Las
cadenas le retuvieron, pero todos pudieron ver el brazo de Quarmall que se levantaba en
un gesto de sublime despedida antes de que el humo lo ocultara por completo. El
crescendo del canto llegó a su punto culminante y cesó bruscamente, al tiempo que
Flindach indicaba con un gesto que los ritos habían terminado.
Mientras las ávidas llamas consumían rápidamente la pira y la carga que ésta
soportaba, Hasjarl rompió el silencio impuesto por la costumbre. Se volvió hacia Gwaay y,
acariciando el pomo de su cetro, con una sonrisa maligna, habló así:
—¿Ja! Habría sido muy grato verte entre las llamas, Gwaay, casi tanto como lo ha sido
ver gesticular a nuestro progenitor después de su muerte. ¡Date prisa, hermano! Todavía
tienes una oportunidad de inmolarte y conseguir fama e inmortalidad.
Soltó una risotada y su boca se cubrió de baba.
Gwaay acababa de hacer una seña casi imperceptible a un paje que estaba a su lado,
el cual se alejó apresuradamente. Al joven Señor de los Niveles Inferiores no le había
divertido lo más mínimo la broma inoportuna de su hermano, pero se encogió de
hombros, sonriente, y replicó en tono sarcástico:
—Prefiero una muerte menos dolorosa, pero la idea es buena y la tendré en cuenta. —
Con una voz más profunda, añadió—: Más nos habría valido nacer muertos, antes que
desperdiciar nuestras vidas con odios inútiles. Pasaré por alto tus polvos y tus huracanes
narcotizantes e incluso tus apestosas brujerías, y haré un pacto contigo. Por los dioses
sombríos que rigen bajo la colina de Quarmall y por el Gusano que es mi signo, juro que
para mí tu vida es sacrosanta. ¡No te atacaré con hechizos ni acero ni venenos!
Gwaay se puso en pie al terminar y miró directamente a su hermano.
Cogido por sorpresa, Hasjarl permaneció un instante en silencio y una expresión de
perplejidad apareció en su rostro; luego un gesto despectivo distorsionó sus delgados
labios, y replicó:
—¡Así que me temes más de lo que creía! ¡Y tienes motivos para ello! Sin embargo, la
sangre de ese viejo convertido en cenizas corre por tus venas, y siento por ti cierta ternura
fraternal. ¡Sí, pactaré contigo, Gwaay! Por los Antiguos que se deslizan por las
profundidades etéreas y por el Puño que es mi emblema, juraré que tu vida es
sacrosanta... ¡hasta que te aplaste!
Y con una risa maligna, Hasjarl bajó de su taburete, como una comadreja deforme, y se
perdió de vista.
Gwaay permaneció inmóvil, con la mirada fija en el espacio donde había estado
sentado Hasjarl. Entonces, seguro de que su hermano ya no estaba presente, se dio unas
fuertes palmadas en los muslos y, convulso a causa de una risa que no exteriorizaba,
musitó sin dirigirse a nadie en particular:
—Incluso a las liebres más arteras se las captura con trampas sencillas.
Aún sonriente, se volvió para contemplar la danza de las llamas.
Lentamente, los pequeños grupos fueron conducidos a los pasadizos por los que
habían venido y el patio se quedó de nuevo vacío, con excepción de los esclavos y
sacerdotes cuyos deberes les retenían allí.
Gwaay se quedó contemplando la escena durante algún tiempo, y luego también él
dejó el balcón y entró en las habitaciones. Una débil sonrisa seguía aferrada a las
comisuras de su boca, como si recordara alguna ocurrencia divertida.
—...Y por la sangre de aquel a quien no es posible mirar sin perder la vida...
De este modo solemne invocaba el Ratonero, mientras con los ojos cerrados y los
brazos extendidos enviaba el hechizo que le había facilitado Sheelba del Rostro sin ojos y
que destruiría a todos los brujos por debajo del Primer Rango a una distancia
indeterminada alrededor del lugar donde se pronunciaba el hechizo... Era de esperar que
esa distancia fuese de varias millas y que los brujos de Hasjarl quedaran reducidos a
polvo.
Tanto si su gran hechizo surtía efecto como si no —y en el fondo tenía serias dudas al
respecto—, el Ratonero estaba muy satisfecho de su representación. Dudaba de que el
mismo Sheelba lo hubiera hecho mejor. ¡Qué magníficos tonos profundos de pecho! Ni
siquiera Fafhrd le había oído jamás declamar así.
Sintió deseos de abrir los ojos por un momento para observar los efectos que causaba
su representación en los magos de Gwaay —sin duda le estarían mirando boquiabiertos,
a pesar de su altanería—, pero las instrucciones de Sheelba eran muy rigurosas sobre
este punto: los ojos debían estar completamente cerrados mientras se recitaban las
últimas frases del hechizo y se pronunciaban las palabras prohibidas, pues incluso el más
leve parpadeo podía anularlo. Evidentemente, se suponía que los magos son ajenos a la
vanidad o la curiosidad... ¡Qué latazo!
De súbito, en la oscuridad de su cabeza, percibió el contacto con otra oscuridad mayor,
una oscuridad maléfica y potente, de la que la luz es sólo la ausencia. Se estremeció y se
le erizó el vello. Un sudor frío se deslizó por su rostro. Casi tartamudeó cuando iba por la
mitad de la palabra mágica «slewerisophnak». Pero hizo un esfuerzo supremo de
concentración y la terminó sin ningún error.
Cuando las últimas notas de su voz dejaron de rebotar entre el techo abovedado y el
suelo, el Ratonero abrió un ojo y miró a hurtadillas a su alrededor. Entonces abrió el otro
ojo. Estaba demasiado sorprendido para hablar. Por otro lado, ¿a quién se habría dirigido
de haber podido hablar? La larga mesa, a uno de cuyos extremos se hallaba, no tenía
ningún ocupante. Donde hacía unos instantes se habían sentado once de los magos más
importantes de Quarmall —brujos del Primer Rango, cargo que cada uno de ellos había
jurado sobre su negro tratado de astrología— sólo había espacio vacío.
El Ratonero les llamó en voz baja. Era posible que aquellos individuos provinciales se
hubieran asustado ante la majestad de su discurso lankhmariano y se hubiesen escondido
debajo de la mesa. Pero no obtuvo respuesta.
Habló en tono más alto. Sólo se percibía el crujido incesante de los ventiladores,
aunque al cabo de cuatro días de permanencia en aquellos parajes subterráneos eran
casi tan poco discernibles como la circulación de la sangre por las venas. El Ratonero se
encogió de hombros y se arrellanó en su asiento.
—Si esos viejos embaucadores ponen pies en polvorosa, ¿qué ocurrirá a continuación?
—murmuró para sí mismo—. ¿Y si huyen todos los sicarios de Gwaay?
Mientras empezaba a planear la estrategia que adoptaría si llegaba a ocurrir tal cosa,
miró sombríamente el ancho sillón de respaldo alto cerca de donde él estaba, en el que se
había sentado el que parecía más osado de los archimagos de Gwaay. Sólo había un
taparrabos blanco algo arrugado..., pero sobre el paño se veía algo que hizo reflexionar al
Ratonero: un montoncito de floculento polvo gris.
El Ratonero emitió un ligero silbido entre los dientes y se levantó para ver mejor los
asientos restantes. En cada uno de ellos había lo mismo: un taparrabos limpio, algo
arrugado, como si lo hubieran usado durante cierto tiempo, y, sobre el paño, un
montoncito de polvo grisáceo.
En el otro extremo de la larga mesa, una de las fichas negras, que había permanecido
erecta sobre su borde, rodó lentamente fuera del tablero y cayó al suelo con un ruido leve,
que al Ratonero le pareció el último sonido del mundo.
Se levantó muy lentamente y con pasos silenciosos, gracias a sus mocasines de piel
de rata, se dirigió a la arcada más próxima, ante la que había corrido unas gruesas
cortinas antes de practicar su gran hechizo. Se preguntaba cuál habría sido el radio de
acción de éste, hasta dónde había llegado e incluso si se había detenido, pues si, por
ejemplo, Sheelba hubiera subestimado su poder y desintegrado no sólo a los brujos, sino
también...
De pie ante la cortina, echó un último vistazo por encima del hombro. Luego se ajustó
el cinto del que pendía su espada y, con una sonrisa que enmascaraba la inquietud que
sentía, dijo en voz alta:
—Pero me aseguraron que eran los brujos más importantes.
Cuando tendió la mano hacia la gruesa cortina recamada, ésta se agitó de repente. El
Ratonero se quedó inmóvil, el corazón latiéndole con violencia. Entonces, la cortina se
entreabrió y reveló a Ivivis, cuyos ojos muy abiertos revelaban excitación y curiosidad.
—¿Ha salido bien tu gran hechizo, Ratonero? —le preguntó con voz entrecortada.
El aventurero exhaló un suspiro de alivio.
—Por lo menos has sobrevivido —respondió, y cogiéndola de la cintura la atrajo hacia
sí.
El cuerpo esbelto apretado contra el suyo le produjo una sensación deliciosa. Cierto
que en aquel momento habría agradecido la presencia de cualquier ser humano vivo, pero
el hecho de que fuese precisamente Ivivis era un incentivo que no podía dejar de apreciar.
—Querida mía —le dijo sinceramente—. Temía ser el último hombre en la tierra, pero
ahora...
—Y actúas como si yo fuese la última chica —replicó ella ásperamente—. Éstos no son
ni el lugar ni el momento para consuelos amorosos y zalamerías íntimas —siguió
diciendo, malinterpretando los motivos del Ratonero, de cuyo abrazo se zafó—. ¿Has
matado a los brujos de Hasjarl? —le preguntó, mirándole a los ojos con cierto temor.
—He matado a algunos brujos —admitió el Ratonero juiciosamente—. Su número
exacto es una cuestión discutible.
—¿Dónde están los de Gwaay? —preguntó ella, mirando hacia los sillones vacíos—.
¿Se los ha llevado consigo a todos?
—¿Todavía no ha vuelto Gwaay del funeral? —quiso saber el Ratonero, eludiendo la
pregunta de la muchacha, pero como ella seguía mirándole a los ojos, añadió
jovialmente—:Sus brujos están en algún lugar agradable... Así lo espero.
Ivivis le miró de un modo extraño, se apartó de él, corrió a la larga mesa y observó los
asientos vacíos.
—¡Oh, Ratonero! —exclamó en tono de reproche, pero había en su mirada un auténtico
temor reverencial.
Él se encogió de hombros.
—Me juraron que pertenecían al Primer Rango —se defendió.
—Ni siquiera ha quedado un dedo o un fragmento de cráneo— dijo solemnemente
Ivivis, mirando con atención el montoncillo de polvo gris más cercano y agitando la
cabeza.
—Ni siquiera un cálculo biliar —dijo el Ratonero ásperamente—. Mi encantamiento era
atroz.
—Ni siquiera un diente —añadió Ivivis, cuya curiosidad le había impulsado a hurgar en
el montón de polvo, aun a costa de revelar cierta insensibilidad—. Nada que pueda
enviarse a sus madres.
—Las madres pueden quedarse con sus pañales —comentó el Ratonero, irascible pero
algo incómodo—. ¡Oh, Ivivis, los brujos no tienen madres!
—Pero ¿qué le ocurrirá a nuestro Señor Gwaay, ahora que sus protectores han
desaparecido? —preguntó Ivivis con más sentido práctico—. Ya viste cómo los hechizos
de Hasjarl le atacaron anoche, mientras sus brujos dormían. Y si algo le sucediera a
Gwaay, ¿qué nos ocurriría a nosotros?
Una vez más el Ratonero se encogió de hombros.
—Si mi encantamiento también ha alcanzado y destruido a los veinticuatro brujos de
Hasjarl, entonces no hemos hecho ningún daño..., excepto a los brujos, en cuyo caso son
gajes del oficio, pues firman su sentencia de muerte cuando pronuncian sus primeros
hechizos... Es una profesión arriesgada.
»De hecho —siguió diciendo, entusiasmado por su argumentación—, hemos ganado.
Veinticuatro enemigos muertos a costa de sólo una docena..., no, en total once bajas en
nuestro bando... ¡A cualquier jefe militar le parecería de perlas! Una vez eliminados todos
los brujos... excepto los mismos hermanos y Flindach (¡ese verrugoso es de cuidado!) me
enfrentaré a ese campeón de Hasjarl, y si...
Su voz se desvaneció. Acababa de ocurrírsele pensar por qué él mismo no había
sucumbido a su propio hechizo. jamás había sospechado, hasta ahora, que pudiera ser
un brujo del Primer Rango, pues a pesar de que en su juventud se había adiestrado en
brujería desde entonces apenas había practicado la magia. Quizá estaba de por medio
algún truco metafísico o una falacia lógica... Si un brujo hace un encantamiento que
fulmina a todos los brujos, siempre que haya sido completado, ¿también desaparece él
o...? quizá, empezó a decirse jactanciosamente el Ratonero, era sin saberlo un mago del
Primer Rango, o quizá incluso superior...
Mientras se entregaba a estos pensamientos el silencio era total, y ahora lo rompió el
sonido de unas pisadas que se aproximaban. Primero era un golpeteo de numerosas
pisadas ligeras, pero en seguida se convirtió en un tumulto. El hombre vestido de gris y la
esclava apenas tuvieron tiempo de intercambiar una mirada aprensiva e inquisitiva,
cuando ocho o nueve de los principales sicarios de Gwaay desgarraron los cortinajes y
entraron en la cámara, pálidos como la muerte y con la mirada fija de los locos. Cruzaron
precipitadamente la sala y salieron por la arcada opuesta casi antes de que el Ratonero
se hubiera repuesto de la sorpresa.
Pero no fue éste el fin de las pisadas. Se oyó un último par aislado que recorría el
pasillo oscuro a un galope extrañamente desigual, como la carrera de un lisiado, y con un
golpe blando a cada paso. El Ratonero se acercó rápidamente a Ivivis y la rodeó con un
brazo. Tampoco quería estar a solas en aquel momento.
—Si tu gran encantamiento no ha afectado a los brujos de Hasjarl y los hechizos de
éstos alcanzan a Gwaay, ahora sin defensa... —empezó a decir Ivivis.
Se interrumpió al ver una figura monstruosa vestida de escarlata oscuro, que se
aproximaba con paso rápido y convulso. Al principio el Ratonero pensó que debía de ser
Hasjarl de los Brazos Desparejos, por lo que había oído decir de él. Entonces vio que
tenía el cuello rodeado de hongos grises, la mejilla derecha carmesí, la izquierda negra,
de sus ojos fluía un líquido verdoso y le caían de la nariz claras gotas de mucosidad.
Cuando la repugnante criatura entró en la cámara, su pierna izquierda se desmoronó
como una columna de gelatina, y la derecha, al golpear el suelo, produciendo un chapoteo
como si el talón se hubiera licuado, se rompió por la mitad de la espinilla y los huesos
astillados atravesaron la carne. Sus manos, llenas de costras amarillas y grietas rojas,
sacudieron inútilmente el aire en busca de apoyo, y su brazo, al rozar la cabeza, hizo que
se desprendiera la mitad del cabello de aquel lado.
Ivivis empezó a gemir, horrorizada, y se aferró al Ratonero, el cual tenía la sensación
de que una pesadilla alzaba sus cascos para pisotearle.
De tal guisa, el príncipe Gwaay, Señor de los Niveles Inferiores de Quarmall, regresó
del funeral de su padre, y cayó sobre las cortinas arrancadas, debajo de su propio busto
de plata en la hornacina sobre la arcada, formando una masa hedionda, purulenta,
horrorosa.
La pira funeraria ardió durante largo tiempo, pero de todos los habitantes de aquel
enorme y ramificado reino encastillado, Brilla, el Alto Eunuco, era el único que se quedó
contemplándola. Luego recogió un poco de ceniza para conservarla, con la vaga idea de
que quizá algún día le serviría de protección, ahora que su protector viviente había
desaparecido para siempre.
Pero el puñadito de ceniza gris no alegró mucho a Brilla en su desolado deambular por
las salas de la fortaleza. Estaba turbado y agitado como sólo puede estarlo un eunuco,
pensando en la guerra entre hermanos que sin duda estallaría antes de que Quarmall
volviera a tener un solo amo. Ah, qué tragedia que el destino hubiera arrebatado al Señor
de Quarmall de un modo tan repentino, sin darle oportunidad de preparar su sucesión...
aunque Brilla no habría sabido decir cuáles podrían ser los preparativos, habida cuenta de
las rígidas costumbres del reino. Sin embargo, Quarmall siempre había parecido capaz de
conseguir lo imposible.
A Brilla también le turbaba, y con bastante intensidad, su conocimiento de que
Kewissa, la concubina de Quarmal, se había librado de las llamas, lo cual le hacía
sentirse culpable. Podría ser acusado de ello, aunque, por más que lo pensara, no podía
ver cuál de las precauciones acostumbradas había omitido. El dolor de la cremación
habría sido pequeño comparado con el que la pobre muchacha debería sufrir ahora por su
transgresión. Prefería pensar en que ella misma se habría dado muerte con el puñal o el
veneno, aunque en ese caso su espíritu vagaría eternamente con los vientos entre las
estrellas a las que hacen centellear.
Brilla se dio cuenta de que sus pasos le llevaban al harén y se detuvo, tembloroso. Era
muy posible que encontrara allí a Kewissa, y no quería ser él quien la entregara.
No obstante, si permanecía en aquella sección de la fortaleza, acabaría tropezando con
Flindach, y sabía que no podría ocultar nada cuando se enfrentara a los ojos temibles del
archimago, al que tendría que recordar la defección de Kewissa.
Así pues, Brilla pensó en algún recado que le llevara a las secciones más inferiores de
la fortaleza, apenas por encima de los dominios de Hasjarl, donde había un almacén del
que él era responsable y en el que no había hecho inventario desde un mes atrás. Al
eunuco no le gustaban los Niveles oscuros de Quarmall —le enorgullecía pertenecer a la
elite que trabajaba lo más cerca posible de la luz solar—, pero ahora, dadas sus
inquietudes, los Niveles oscuros empezaban a parecerle atractivos.
Una vez tomada esta decisión, Brilla se sintió algo animado. Partió en seguida,
moviéndose con mucha rapidez, con la energía peculiar del eunuco, a pesar de su
enorme volumen.
Llegó al almacén sin incidentes. Encendió una antorcha y lo primero que vio fue una
mujer de aspecto infantil acurrucada entre unos fardos de telas. Vestía una amplia túnica
de color amarillo brillante y tenía un rostro atractivo, anguloso, el cabello verde musgo y
los ojos azul brillante de una ilthmarixiana.
—Kewissa —susurró estremecido, pero con un afecto maternal—. Mi dulce pequeña...
Ella corrió a sus brazos.
—Oh, Brilla, estoy tan asustada... —le dijo a media voz mientras se apretaba contra el
vientre enorme del eunuco y ocultaba el rostro entre sus grandes mangas.
—Lo sé, lo sé —murmuró él, cloqueando un poco, al tiempo que le acariciaba el
cabello—. Siempre te asustaron las llamas, lo recuerdo bien. No importa. Quarmall te
perdonará cuando te reúnas con él más allá de las estrellas. Mira, pequeña, corro un gran
riesgo, pero como has sido la favorita del viejo Señor, te tengo mucho afecto. Llevo
conmigo un veneno indoloro...; unas pocas gotas en la lengua y entrarás en la oscuridad y
los abismos ventosos... Un largo salto, es cierto, pero mucho mejor que lo que Flindach
ordenará cuando descubra...
La muchacha retrocedió.
—¡Fue Flindach quien me ordenó que no siguiera a mi Señor a la pira! —reveló ella con
una expresión de reproche—. Me dijo que las estrellas habían dispuesto otra cosa, y
también que tal había sido el último deseo de Quarmal. Dudé de esto último, temerosa de
Flindach, con su rostro horroroso y esos ojos atrozmente idénticos a los de mi Señor, pero
no podía hacer nada más que obedecer..., cosa que, a fuer de sincera, querido Brilla,
agradecí un tanto.
—Pero ¿por qué razón de este mundo o del otro...? —balbució Brilla, totalmente
perplejo.
Kewissa miró a uno y otro lado.
—Llevo en mis entrañas la semilla de Quarmall —susurró.
Por un instante, estas palabras sólo aumentaron la confusión de Brilla. ¿Cómo podía
Quarmall haber esperado que el hijo de una concubina fuese aceptado como Señor de
todos cuando tenía dos herederos legítimos? ¿Era posible que le hubiese preocupado tan
poco la seguridad de su reino como para dejar vivo a un bastardo que aún no había
nacido? Entonces se le ocurrió —y meneó la cabeza al pensarlo— que quizá Flindach
trataba de hacerse con el poder supremo, utilizando el bebé de Kewissa e inventando un
último deseo de Quarmall como su pretexto. Las revoluciones de palacio no eran
totalmente desconocidas en Quarmall. Incluso existía una leyenda según la cual la
dinastía presente se había hecho con el poder generaciones atrás, abriéndose paso por
ese camino a golpe de daga, aunque quien repitiera esa leyenda firmaba su sentencia de
muerte.
—Permanecí oculta en el harén —siguió diciendo Kewissa—. Flindach me dijo que ahí
estaría segura, pero en cuanto el jefe de los magos se ausentó, llegaron los esbirros de
Hasjarl, desafiando a la costumbre y la decencia. Por eso huí y vine aquí.
Brilla pensó que todo esto seguía encajando de un modo atroz. Si Hasjarl sospechaba
que Flindach pretendía hacerse con el poder, le atacaría instintivamente, convirtiendo la
querella fraterna en un conflicto entre tres partes, que implicaría lamentablemente al
vértice de Quarmall iluminado por el sol, que hasta entonces había parecido a salvo del
peligro de guerra...
En aquel mismo instante, como si los temores de Brilla hubieran dado fruto, la puerta
del almacén se abrió y apareció un hombre rudo que parecía la misma encarnación de los
bárbaros horrores del combate. Era tan alto que su cabeza rozaba el dintel; su rostro era
apuesto pero sereno e inquisitivo; el cabello, rubio con una tonalidad rojiza, le caía
enmarañado sobre los hombros. Vestía una túnica de piel de lobo con incrustaciones de
bronce; una larga espada y una gruesa hacha de mango corto le colgaban del cinto, y en
el dedo corazón de su mano derecha, la mirada de Brilla, acostumbrada a no perderse
ningún detalle ornamental y ahora aguzada por el terror, reparó en un anillo con el sello
de Hasjarl, un puño cerrado.
El eunuco y la muchacha se abrazaron, temblorosos.
Tras asegurarse de que no había nadie más en la estancia que aquellos dos, en el
semblante del recién llegado se dibujó una sonrisa que podría haber sido tranquilizadora
en un hombre de menor estatura o menos armado.
—Saludos, abuelo —dijo Fafhrd entonces—. Sólo necesito que tú y tu chica me
ayudéis a encontrar la luz del sol y los establos de este reino penumbroso. Vamos, lo
hacemos de modo que podáis satisfacerme con el menor peligro para vosotros.
Avanzó rápidamente hacia ellos, sin hacer ruido a pesar de su envergadura y su
atuendo, y su mirada se fijó interesada en Kewissa, al observar que no era una niña sino
una mujer.
Kewissa se dio cuenta y, aunque tenía el alma en vilo, dijo con valentía:
—¡No te atrevas a violarme! ¡Llevo en mis entrañas al hijo de un hombre muerto!
La sonrisa de Fafhrd se agrió un poco. Quizá, se dijo, debería tomar como un cumplido
que las mujeres empezaran a pensar en la violación en cuanto le veían, pero en cualquier
caso se sentía un poco irritado. Acaso le juzgaban incapaz de una seducción civilizada
porque vestía con pieles y no era un enano? En fin, pronto saldrían de su error. ¡Pero qué
manera tan repulsiva de tratar de intimidarle!
—Sólo dice la verdad, capitán —dijo el rechoncho abuelo, y Fafhrd se dio cuenta de
que no estaba precisamente equipado para serlo, pues tampoco podría ser padre—. Pero
tendré mucho gusto en prestaron cualquier ayuda que...
Se oyeron pasos rápidos en el pasadizo y el áspero tintineo de metal al rozar piedra.
Fafhrd se volvió como un tigre. Dos guardias, vestidos con las cotas de malla oscuras de
los esbirros de Hasjarl se aproximaban corriendo a la habitación. La espada recién
desenvainada de uno había rozado la pared cerca de la puerta, mientras que un tercero
gritaba ahora:
—¡Apresad al nórdico traidor! Matadle si se resiste. Yo cogeré a la concubina de
Quarmal.
Los dos guardias se precipitaron contra Fafhrd, pero éste, imitando todavía más al
tigre, se lanzó hacia ellos con el doble de celeridad, al tiempo que desenvainaba a Vara
Gris y daba un tajo lateral y hacia arriba, repeliendo al atacante más adelantado, mientras
le aplastaba con su bota el empeine. Entonces la empuñadura de Vara Gris le golpeó en
la mandíbula, haciéndole caer sobre su compañero. Entretanto, Fafhrd había levantado el
hacha con la mano izquierda, y con ella abrió los cráneos de los dos esbirros;
empujándolos con el hombro mientras caían, recuperó el hacha y la arrojó contra el
tercero. El filo se clavó en la frente, entre los ojos, que había vuelto para ver lo que
sucedía, y cayó de bruces, muerto.
Pero ya se oían las pisadas presurosas de un cuarto y quizá un quinto guardia. Fafhrd
se lanzó hacia la puerta con un gruñido, se detuvo dando una patada en el suelo y
regresó con la misma rapidez, señalando con un dedo ensangrentado a Kewissa, la cual
se acurrucaba junto a la mole del pálido Brilla.
—¿Eres la chica del viejo Quarmall y estás embarazada de él? —preguntó con voz
ronca, y cuando ella asintió rápidamente, tragando saliva con dificultad, Fafhrd añadió—:
Entonces vas a venir conmigo, ¡ahora mismo!, y el castrado también.
Envainó a Vara Gris, extrajo el hacha del cráneo del sargento, cogió a Kewissa del
brazo y se dirigió a la puerta, haciendo un gesto con la cabeza a Brilla para que les
siguiera.
—¡Tened misericordia, señor! —exclamó Kewissa—. ¡Me haréis perder el niño!
Brilla obedeció, pero mientras lo hacía objetó con su voz gorjeante:
—Amable capitán, no te seremos útiles, sino sólo un estorbo en tu...
Fafhrd se volvió hacia él y le ahorró un largo discurso, agitando el hacha
ensangrentada para recalcar sus palabras:
—Si crees que no comprendo el valor que tiene un pretendiente al trono, aunque aún
no haya nacido, a fines de regateo o como rehén, es que tu cráneo está tan vacío de
sesos como tu entrepierna de simientes..., y dudo de que ése sea el caso. En cuanto a ti,
muchacha —dijo ásperamente a Kewissa—, si hay algo más que balidos bajo tus bucles
verdes, sabrás que ahora estás más segura con un desconocido que con los bribones de
Hasjarl y es mejor que abortes a tu hijo antes que caer en las manos de aquéllos. Vamos,
te llevaré. —Cogió a la joven en brazos—. Sígueme, eunuco; mueve esos muslazos tuyos
si en algo aprecias la vida.
Y corrió por el pasillo, Brilla avanzando pesadamente tras él, y llenándose
prudentemente los pulmones de aire, en previsión de inminentes esfuerzos. Kewissa
rodeó el cuello de Fafhrd con sus brazos y le miró con admiración. Entonces el nórdico dio
rienda suelta a dos observaciones que, sin duda, había guardado para un momento en el
que no estuviera ocupado.
La primera observación era rencorosamente sarcástica: «¡... si se resiste!». La segunda
le hizo sentirse enojado consigo mismo: «¡Esos malditos ventiladores deben de haberme
ensordecido, y por eso no les he oído aproximarse!».
A cuarenta largos pasos por el corredor, pasó junto a una rampa que conducía arriba y
giró hacia un corredor más estrecho y oscuro.
A su espalda, Brilla le dijo en voz baja pero rápida:
—Esa rampa conducía a los establos. ¿Adónde nos llevas, capitán?
—¡Abajo! —replicó Fafhrd sin reducir la velocidad de sus zancadas—. No os asustéis,
pues tengo un escondite para vosotros dos... e incluso una compañera para la princesa
madre Buclesverdes, aquí presente. —Entonces le dijo rudamente a Kewissa—: No eres
la única muchacha en Quarmall que necesita que la rescaten, ni tampoco todavía la más
valiosa.
Haciendo un esfuerzo, el Ratonero se arrodilló ante el bulto horrendo que era el
príncipe Gwaay y lo examinó. El hedor era abominablemente fuerte, a pesar de los
perfumes que había rociado el Ratonero y el incienso que había quemado durante una
hora. Había cubierto con sábanas de seda y túnicas de piel el cuerpo de Gwaay, con
excepción del rostro torturado por las diversas plagas. El único rasgo de su rostro que se
había librado de un contagio extremo era la bonita nariz, de cuya punta se desprendía
gota a gota un fluido claro, como el goteo de una clepsidra; un ruido desagradable, como
si quisiera vomitar pero no pudiera hacerlo, era la única señal razonable de que Gwaay
seguía con vida. Durante algún tiempo había emitido leves gemidos, como los susurros de
un mudo, pero ya habían cesado.
El Ratonero reflexionó en que era realmente muy difícil servir a un amo que no podía
hablar, ni escribir, ni hacer gestos... sobre todo cuando tenía que luchar con unos
enemigos que ahora no parecían ni torpes ni despreciables. Era evidente que Gwaay
debería haber muerto horas antes. Probablemente, sólo su voluntad de acero, ayudada
por sus dotes brujeriles, y el profundo odio hacia Hasjarl impedían que su espíritu huyera
del cuerpo horrendamente torturado que lo albergaba.
El Ratonero se incorporó y miró inquisitivamente a Ivivis la cual se sentaba ahora ante
la larga mesa, cosiendo dos grandes túnicas negras de brujo, que había cortado
siguiendo instrucciones del Ratonero, para adaptarlas a la talla de cada uno de ellos. El
Ratonero había pensado que como ahora parecía ser el único brujo que le quedaba a
Gwaay, así como su adalid, debería vestir como tal y disponer por lo menos de un acólito.
Ivivis se limitó a responder a su mirada inquisitiva arrugando la nariz, apretándola con
dos dedos y encogiéndose de hombros. Era cierto, se dijo el Ratonero, que el hedor
aumentaba a pesar de todos sus intentos de enmascararlo. Se acercó a la mesa y se
sirvió media taza del espeso vino rojo, cuyo sabor había empezado a apreciar, a pesar
suyo, pues sabía que era una fermentación de hongos escarlata. Tomó un pequeño
sorbo, y resumió:
—Aquí tenemos un bonito caldero de bruja lleno de problemas. Los brujos de Gwaay
destruidos... por mí, de acuerdo, lo admito. Sus esbirros y soldados han huido... creo que
a los túneles más profundos, húmedos y repugnantes, o bien se han unido a Hasjarl. Sus
mujeres han desaparecido, excepto tú. Incluso sus médicos, temerosos de acercarse a
él...; el que arrastré hasta aquí perdió el conocimiento. Sus esclavos, presas del miedo,
son inútiles... Sólo esas bestias que accionan los ventiladores mantienen su cabeza sobre
los hombros, ¡y eso porque ni siquiera tienen una verdadera cabeza! Ninguna respuesta
al mensaje enviado a Flindach, sugiriendo que nos uniéramos contra Hasjarl. Ningún paje
nos ha traído otro mensaje... y ni siquiera un piquete para advertirnos si Hasjarl ataca.
—También tú podrías pasarte al bando de Hasjarl —sugirió Ivivis.
El Ratonero reflexionó en esa posibilidad.
—No —decidió—. Hay algo demasiado fascinante en una empresa desesperada como
ésta. Siempre he querido estar al frente de una, y es muy divertido traicionar a los ricos y
victoriosos. No obstante, ¿qué estrategia puedo emplear sin tener siquiera un ejército
mínimo?
Ivivis frunció el ceño.
—Gwaay solía decir que del mismo modo que la lucha con la espada es sólo otro
medio de practicar la diplomacia, también lo es la lucha con hechizos. Así pues, podrías
probar de nuevo con tu gran hechizo —concluyó sin demasiada convicción.
—¡De ninguna manera! —exclamó el Ratonero—. Mi hechizo no ha afectado a los
veinticuatro brujos de Hasjarl, pues en ese caso habrían dejado de enviar hechizos contra
Gwaay. O bien pertenecen al Primer Rango o es que estoy haciendo el hechizo al revés...
y, de ser así, si lo intento de nuevo, probablemente los túneles se derrumbarán sobre mí.
—Entonces utiliza un hechizo diferente —sugirió Ivivis vivazmente—. Crea un ejército
de esqueletos, vuelve loco a Hasjarl, o dirígele un maleficio, de manera que se arranque
un dedo de los pies a cada paso que dé, o convierte en queso las espadas de sus
soldados, o fulmina sus huesos, o convierte a todas sus doncellas en gatos y préndeles
fuego a la cola, o...
—Lo siento, Ivivis —se apresuró a decir el Ratonero, para refrenar el creciente
entusiasmo de la muchacha—. No le confesaría esto a nadie, pero... ése era mi único
hechizo. Debemos fiarnos únicamente del ingenio y las armas. Una vez más te pregunto,
Ivivis, qué estrategia emplea un general cuando su izquierda es derrotada, su derecha
huye en desbandada y su centro es diez veces diezmado.
Un sonido ligero y dulce, como una campanilla de plata tocada una sola vez o el
rasgueo de una cuerda de arpa de plata, le interrumpió. A pesar de su ligereza, por un
momento pareció llenar la cámara con una luz sonora. El Ratonero e Ivivis miraron
inquisitivamente a su alrededor y luego a la máscara de plata de Gwaay en la hornacina
sobre la arcada ante la que el cuerpo de Gwaay permanecía envuelto en seda.
Los labios metálicos de la estatua sonrieron y se separaron —o así lo pareció en la
penumbra de la estancia— y se oyó débilmente la voz de Gwaay que decía: «Tu
respuesta: ¡ataca!».
El Ratonero parpadeó. Ivivis dejó caer la aguja. La estatua siguió diciendo:
—¡Saludos, mi capitán sin tropas! Saludos, querida muchacha. Siento que mi hedor te
ofenda... Sí, sí, Ivivis, he observado que te tapabas la nariz para evitar el olor de mi
cuerpo en esta última hora..., pero el mundo está lleno de cosas horribles. ¿No es una
víbora negra eso que se desliza ahora entre los pliegues de la túnica que estás cosiendo?
Con un grito de horror, Ivivis se levantó con la celeridad de un gato, arrojó la túnica al
suelo y se sacudió frenéticamente las piernas. La estatua soltó una risa argentina, y dijo:
—Perdón, gentil muchacha, era sólo una broma. Estoy demasiado excitado, quizá
porque mi cuerpo está tan decaído. Conspirar reducirá mi excentricidad. ¡Chitón ahora,
chitón!
En la Sala de Brujería de Hasjarl, sus veinticuatro magos contemplaban
desesperadamente una enorme pantalla mágica paralela a la larga mesa, y procuraban
con todas sus fuerzas que la imagen reflejada en ella se aclarase. El mismo Hasjarl,
vestido con sus rojas ropas fúnebres, mirando alternativamente con los ojos abiertos y a
través de los orificios practicados en sus párpados, como si eso pudiese dotar de nitidez a
la imagen, les reprendía con voz entrecortada por su torpeza y, de vez en cuando,
hablaba con sus jefes militares.
La pantalla era de color gris oscuro y la imagen que aparecía en ella de un verde
pálido, espectral. Tenía doce pies de altura y dieciocho de anchura. Cada mago era
responsable de una vara cuadrada de la pantalla, en la que proyectaba su parte de la
imagen conjurada por clarividencia.
Esta imagen correspondía a la Sala de Brujería de Gwaay, o el mejor efecto logrado
hasta entonces era una visión borrosa de la mesa, los sillones vacíos, un bulto en el suelo
y un punto elevado de luz plateada, así como dos figuras que iban de un lado para otro...
Estas últimas meros borrones con brazos y piernas de modo que ni siquiera podía
discernirse su sexo, ni si¡¡era si eran seres humanos.
A veces una vara de la imagen aparecía tan clara como un día Meado, pero siempre
era una parte en la que no estaban las figuras o cualquier cosa más interesante que un
sillón vacío. Entonces Hasjarl ordenaba a gritos a los demás magos que hicieran mismo, o
bien que el mago que había tenido éxito intercambiara su cuadrado con alguien cuyo
cuadrado contuviera una figura, y la imagen empeoraba invariablemente, Hasjarl gritaba y
babeaba, la imagen se estropeaba por completo, se difuminaba o mezclaban todos los
cuadrados y se superponían como un rompecabezas sin resolver, y los veinticuatro brujos
tenían que fintar los cuadrados y empezar de nuevo mientras Hasjarl los disciplinaba con
temibles amenazas.
Las interpretaciones de la imagen según Hasjarl y sus ayudantes variaban
considerablemente. La ausencia de los brujos de Gwaay parecía una buena cosa, hasta
que alguien sugirió que quizá los habían enviado para que se infiltraran en los Niveles
superiores de Hasjarl, a fin de llevar a cabo un ataque taumatúrgico a corta distancia. Un
lugarteniente recibió unos azotes en lengua por sugerir que las dos figuras borrosas
podían ser demonios que se veían tal como eran en realidad... aunque después de que
Hasjarl hubiera descargado su ira, pareció un poco amedrentado por la idea. La noción
esperanzada de que todos los brujos de Gwaay habían sido destruidos fue rechazada una
vez se puso de manifiesto que no se les había dirigido ningún hechizo reciente, por parte
de Hasjarl o cualquiera de sus magos.
Una de las figuras borrosas desapareció por completo de la imagen, y el punto de luz
plateada se desvaneció. Esto provocó las especulaciones, las cuales fueron interrumpidas
por la llegada de varios de los torturadores de Hasjarl, que parecían basaste apaleados, y
una docena de guardias. Éstos rodeaban, con espadas desnudas dirigidas a su pecho y
espalda, a un hombre desarmado vestido con una túnica de piel de lobo y con los brazos
atados detrás de él. Tenía la cabeza cubierta por un saco de da roja con agujeros para los
ojos.
—¡Hemos capturado al nórdico, Señor Hasjarl! —informó vivamente el jefe de los doce
guardias—. Le acorralamos en vuestra sala de tortura. Se había disfrazado como uno de
los torturadores y trataba de infiltrarse en nuestras líneas, avanzando encorvado y de
rodillas, pero aun así su altura le traicionaba.
—Muy bien, Yissim, te recompensaré —aprobó Hasjarl—. Pero ¿qué me dices de la
concubina traidora de mi padre y el gran eunuco que estaba con él cuando mató a tres de
los tuyos?
—Seguían con él cuando le avistamos cerca de los dominios de Gwaay y le
perseguimos. Los perdimos cuando él entró en la sala de tortura, pero la persecución
continúa.
—Será mejor que los encuentres —dijo Hasjarl torvamente—, o la dulzura de mi
recompensa estará empañada por los dolores de mi desagrado. —Entonces se dirigió a
Fafhrd—: ¡Muy bien, traidor! Ahora jugaré contigo al juego de muñeca... Sí, y a otros cien,
hasta que te canses de la diversión.
Fafhrd respondió en voz alta y clara a través de su máscara roja.
—No soy un traidor, Hasjarl. Sólo estaba cansado de tus contorsiones y tu manía de
torturar muchachas.
Los brujos emitieron un grito sibilante. Volviéndose, Hasjarl vio que uno de ellos había
logrado dar claridad al bulto del suelo, por lo que ahora se veía perfectamente que se
trataba de un hombre tendido, cubierto de ropas hasta la cabeza.
—¡Más cerca! —gritó Hasjarl, en tono excitado pero no amenazante.
Y quizá porque no se sentían asustados ni amenazados, cada mago hizo su trabajo a
la perfección, y apareció en la pantalla el rostro verde pálido de Gwaay, tan ancho como
una carreta de bueyes, bien visibles las pústulas enormes, las costras y las erupciones
fungoides, aunque no con sus colores naturales, los ojos como grandes toneles
rebosantes de líquido, la boca como una ciénaga temblorosa, mientras que cada gota que
caía de la punta de la nariz parecía un cubo de agua.
Hasjarl dijo en voz apagada, como un hombre que se sofoca al tomar una bebida
fuerte:
—¡Ah, el corazón se me va a romper de gozo!
La pantalla se apagó, la habitación quedó en silencio y entonces se deslizó en ella,
planeando sin ruido a través de la arcada, una pequeña forma grisácea, la cual se alzó
como impulsada por unas alas inmóviles, semejante a un halcón en busca de su presa,
muy por encima de las espadas que intentaban darle alcance. Finalmente, trazando una
suave curva silenciosa, se abalanzó contra Hasjarl y, zafándose de sus manos que
trataron de cogerla demasiado tarde, le golpeó en el pecho y cayó al suelo, a sus pies.
No era más que un rollo de pergamino en cuyos ángulos se veían líneas de escritura.
Hasjarl lo recogió. El pergamino crujió mientras lo desenrollaba. Entonces lo leyó en voz
alta:
«Querido hermano. Reunámonos de inmediato en el Salón Espectral para tratar de la
sucesión. Trae a tus veinticuatro brujos. Yo llevaré uno solo. Trae a tu campeón. Yo
llevaré al mío. Trae a tus sicarios y guardias. Ven... a mí me llevarán. O quizá prefieras
pasarte la noche torturando muchachas. Firmado (por orden) Gwaay.»
Hasjarl arrugó el pergamino y, mirando el puño que lo sostenía, exclamó con voz
entrecortada:
—¡Iremos! Pretende beneficiarse de mi piedad fraternal... o quizá quiere tendernos una
trampa, ¡pero no me engañará con sus trucos!
Fafhrd intervino entonces audazmente.
—Quizá puedas vencer a tu hermano moribundo, oh, Hasjarl, pero ¿qué me dices de
su campeón? Ese paladín es más listo que Zobold, más fiero en el combate que un
elefante separado de su rebaño... Un hombre así puede abrirse paso entre tus guardias
con tanta facilidad como yo vencí a cinco de ellos en la fortaleza, y abalanzarse contra ti.
¡Vas a necesitarme!
Hasjarl permaneció pensativo durante un breve instante y luego, volviéndose hacia
Fafhrd, dijo:
—No soy orgulloso y puedo aceptar consejos incluso de un perro muerto. Traedle con
nosotros. Que siga atado, pero traed sus armas.
A lo largo de un túnel ancho y bajo que ascendía lentamente y estaba iluminado por
antorchas fijadas en la pared, cuyas llamas azules no eran más brillantes que las del gas
de las marismas, y tan distantes unas de otras como faros costeros, el Ratonero,
caminando a grandes zancadas pero con mucha cautela, iba al frente de un corto y
extraño cortejo.
Llevaba un manto negro con una capucha blanca puntiaguda que le ocultaba
totalmente el rostro. De su cinto, oculto bajo el manto, pendían la espada y la daga, y
también un pellejo de rojo vino de setas, pero sujetaba una delgada varita con una estrella
de plata en un extremo, para recordar que ahora su papel principal era el de Brujo
Extraordinario de Gwaay.
Tras el trotaban cuatro de los esclavos, de grandes piernas y cabeza diminuta, que casi
parecía un oscuro cono ambulante, sobre todo cuando les silueteaban las antorchas ante
las que pasaban. Iban en dos parejas y llevaban entre ellos una litera de madera tallada,
en la que descansaba, cubierto por pieles y sedas ricamente recamadas, el cuerpo
hediondo y postrado del joven Señor de los Niveles Inferiores.
Inmediatamente después de la litera seguía un personaje que parecía una versión algo
reducida del Ratonero. Era Ivivis, disfrazada como su acólito, la cual se tapaba el rostro
con un pliegue de su capucha, y a menudo se llevaba un pañuelo a la nariz y aspiraba los
vapores de alcanfor y amoníaco en los que estaba empapado. Bajo el brazo llevaba dos
bolsas de lana, en una de las cuales había un gong plateado y en la otra una delgada
máscara de madera.
Los grandes pies callosos de los esclavos que movían los ventiladores producían un
rumor sordo, sobre el que a intervalos regulares se imponía el gorgoteo de Gwaay. Aparte
de estos sonidos, el silencio era total.
Los muros y el techo bajo estaban llenos de pinturas, de color ocre en su mayor parte,
las cuales representaban demonios, bestias extrañas, muchachas con alas de murciélago
y otras bellezas infernales. Las imágenes aparecían y se desvanecían lentamente, como
una pesadilla, en el radio de acción de la antorcha, pero no eran terribles. En conjunto,
aquél era uno de los recorridos más agradables que recordaba el Ratonero, semejante a
un viaje que hiciera en otro tiempo, por los tejados de Lankhmar, a la luz de la luna, para
colgar una guirnalda de flores marchitas en una estatua olvidada del dios de los Ladrones
en lo alto de una torre y ofrecerle una pequeña llama azulada de alcohol.
—¡Atacad! —musitó jovialmente, sin dirigirse a nadie salvo a sí mismo—. ¡Adelante, mi
falange de grandes pies! ¡Adelante mi carro de guerra generador de terror! ¡Adelante mi
delicada retaguardia! ¡Adelante mi hueste!
Brilla, Kewissa y Friska estaban sentados como ratones silenciosos en el Salón
Espectral, junto a la fuente seca, cerca de la puerta abierta de la cámara que era su
escondrijo asignado. Las muchachas susurraban, las cabezas juntas, pero el ruido que
hacían era insignificante, como el que harían unos ratones, e incluso los suspiros que
Brilla emitía de vez en cuando eran silenciosos.
Más allá de la fuente estaba la gran puerta entreabierta, a través de la cual llegaba la
única iluminación y por la que Fafhrd les había hecho entrar antes de proseguir su
búsqueda. El voluminoso cuerpo de Brilla había desgarrado, al pasar, parte de las
telarañas extendidas entre las jambas de la puerta.
Tomando aquella puerta y la que daba a su escondrijo como dos ángulos opuestos, en
los otros dos ángulos había sendas arcadas, una ancha y la otra estrecha, cada una de
las cuales daba acceso a una gran extensión de suelo pétreo, que se elevaba, con tres
escalones, por encima de la extensión de suelo aún mayor alrededor de la fuente seca. A
lo largo de la pared había muchas puertas pequeñas, todas ellas cerradas, que sin duda
conducían a dormitorios. Sobre todo ello colgaban las grandes losas negras, unidas con
argamasa descolorida, del techo bajo y abovedado. Eso era lo que podían distinguir sin
esfuerzo sus ojos, acostumbrados como estaban a la oscuridad.
Brilla, quien sabía que aquel lugar había albergado en otro tiempo un harén, pensaba
melancólicamente que ahora había vuelto a convertirse en una especie de harén en
miniatura, con eunuco —él mismo— y la muchacha embarazada —Kewissa—, que
cuchicheaba con la inquieta y vivaz Friska, preocupada por la seguridad de su amante, el
gigantesco bárbaro. ¡Ah, como en los viejos tiempos! El eunuco sentía deseos de barrer
un poco y buscar unas colgaduras, aunque estuvieran rotas y sucias, pero Friska había
dicho que no debían dejar huellas de su presencia.
Se oyó un débil sonido a través de la gran puerta. Las muchachas dejaron de hablar.
Brilla abandonó sus suspiros y meditaciones y todos aguzaron el oído. Entonces
percibieron más ruidos —pisadas y el golpeteo de una espada envainada contra la pared
de un túnel— y los tres se incorporaron en silencio y regresaron con sigilo a su escondrijo,
cerraron la puerta tras ellos y el Salón Espectral quedó por unos instantes vacío, una vez
más dominio exclusivo de sus espectros.
Un guardia con yelmo y la cota de mallas que usaban los hombres de Hasjarl apareció
en la abertura de la gran puerta principal y miró a su alrededor, el corto arco tenso y la
flecha preparada para dispararla de inmediato. Entonces hizo un gesto con el hombro y
entró en la cámara, seguido por otros tres guardias y cuatro esclavos, que sostenían en
los brazos alzados sendas antorchas de llama amarillenta, las cuales arrojaban las
sombras monstruosas de los guardias en el suelo polvoriento y las sombras de sus
cabezas contra la pared curvada del fondo, mientras examinaban su entorno buscando
signos de una trampa o emboscada.
Unos murciélagos emprendieron el vuelo y huyeron de la luz a través de las arcadas.
Entonces el primer guardia lanzó un silbido hacia el corredor, a sus espaldas, agitó un
brazo y entraron dos grupos de esclavos, que empezaron a empujar los lados de la gran
puerta; ésta crujió sobre sus goznes hasta que se abrió... Uno de los esclavos saltó
convulsamente cuando una araña cayó sobre él desde las telarañas arrasadas, o le
pareció que era una araña.
Llegaron más guardias, cada uno con un esclavo portador de una antorcha, y fueron de
un lado a otro, llamando a media voz, comprobando si todas las puertas estaban cerradas
y escudriñando con suspicacia los espacios negros más allá de las arcadas ancha y
estrecha, pero todos regresaron rápidamente para formar un semicírculo protector
alrededor de la gran puerta y rodeando el centro de la Sala Espectral.
Hasjarl penetró en aquel espacio protegido, rodeado de sus sacarlos y seguido por sus
dos docenas de brujos, en apretadas lilas. Le acompañaba Fafhrd, todavía con los brazos
atados y la cabeza cubierta por la bolsa roja agujereada, amenazado por las =aspadas
desenvainadas de los guardias. Llegaron también más;antorchas, de modo que la Sala
Espectral quedó intensamente iluminada alrededor de la gran puerta, aunque el resto
estaba sumido en una mezcla de resplandor y profunda oscuridad.
Como Hasjarl no decía nada, todos los demás guardaban un silencio absoluto. El
Señor de los Niveles Superiores no estaba totalmente en silencio: tosía sin cesar, con una
tos seca, y escupía flemas en un pañuelo finamente bordado. Tras cada pequeña
convulsión miraba suspicazmente a su alrededor, cerrando uno pie sus párpados
horadados para recalcar su cautela.
Se oyó el ligero rumor de algo que se escabullía y uno de los guardias exclamó:
—¡Una rata!
Otro disparó una flecha hacia las sombras alrededor de la fuente, pero sólo raspó la
piedra, y Hasjarl preguntó en tono agrio por qué habían olvidado sus hurones... y sus
grandes sabuesos y sus búhos, para protegerle contra los murciélagos de colmillos
venenosos que Gwaay podría lanzar contra él... y juró desollar la mano derecha de
quienes no habían tomado suficientes precauciones.
Volvió a oírse el ruido rápido de unas garras diminutas al rodar la piedra, y los arqueros
dispararon inútilmente más flechas, ¡¡entras cambiaban nerviosos de posición. Entonces
Fafhrd gritó:
—¡Alzad los escudos algunos de vosotros, y formad muros a cada lado de Hasjarl! ¿No
habéis pensado que un dardo, y no de papel esta vez, podría volar silenciosamente desde
cualquiera de esas arcadas, atravesar la garganta de vuestro amado Señor y detener su
preciosa tos para siempre?
Sus palabras hicieron que varios de ellos, sintiéndose culpables, corrieran de inmediato
a obedecer la orden. Hasjarl no les indicó que se marcharan, y Fafhrd, echándose a reír,
observó:
—Enmascarar a un campeón le hace más temible, oh, Hasjarl, pero atarle las manos a
la espalda no es probable que impresione al enemigo, y tiene otros inconvenientes. Si se
presentara de repente aquel que es más artero que Zobold y más pesado que un elefante
loco, para derribar y echar a un lado a tus guardias asustados...
—¡Cortadle las ataduras! —ordenó Hasjarl, y alguien se puso a espaldas de Fafhrd y
empezó a cortar la cuerda con una daga—. ¡Pero no le deis su espada ni su hacha,
aunque tened esas armas preparadas por si las necesita!
Fafhrd contorsionó los hombros, flexionó sus grandes antebrazos y empezó a
masajearlos, riendo a través de su máscara.
Sin ocultar su irritación, Hasjarl ordenó una nueva comprobación de todas las puertas
cerradas. Fafhrd se preparó para entrar en acción cuando llegaron a la puerta tras la que
se ocultaban Friska y los otros dos, pues sabía que no tenía cerrojo ni tranca. Pero,
aunque la empujó con todas sus fuerzas, la puerta resistió. Fafhrd imaginaba la inmensa
espalda de Brilla apoyada en la hoja, ayudado quizá por las muchachas que empujaban
su estómago, y sonrió bajo la seda roja.
Hasjarl siguió exteriorizando su enojo durante un rato más y maldijo a su hermano por
su demora. Juró que había querido tener misericordia con los esbirros y las mujeres de su
hermano, pero ya no la tendría. Entonces, uno de los sicarios de Hasjarl sugirió que el
mensaje enviado por Gwaay podría haber sido una estratagema para distraerles mientras
lanzaba un ataque desde abajo a, través de los otros túneles, o incluso por los pozos de
ventilación. Hasjarl cogió a aquel hombre por el cuello, le sacudió y quiso saber por qué,
si sospechaba tal cosa, no lo había dicho antes.
En aquel momento sonó un gong, cuya alta nota de suavidad plateada sorprendió a
Hasjarl, el cual soltó a su sicario y miró a su alrededor. El gong sonó de nuevo, y
entonces, a través de la arcada ancha, entraron dos figuras monstruosas, cada una de las
cuales llevaba una de las lanzas delanteras de una litera negra y roja muy ornamentada.
Todos los presentes en el Salón Espectral conocían a los esclavos de los ventiladores,
pero verlos en cualquier parte que no fueran sus cintas móviles resultaba casi tan
grotesco como verlos por primera vez. Aquella presencia parecía presagiar cambios en
las costumbres y terribles trastornos, y todos murmuraron y se agitaron inquietos.
Los esclavos siguieron avanzando pesadamente, y aparecieron sus compañeros en el
otro extremo de la litera. Los cuatro se acercaron casi hasta el borde de la sección de
suelo elevado, en el que depositaron la litera y se cruzaron de brazos lo mejor que
pudieron, debido a su pequeñez en comparación con el pecho gigantesco, sobre el que
entrelazaban los dedos, y permanecieron inmóviles.
Por la misma arcada entró con paso vivo un brujo de baja estatura, vestido con una
túnica negra y una capucha, que ocultaba sus facciones, y detrás de él, como su sombra,
una figura algo más pequeña y vestida del mismo modo.
El Brujo Negro se situó a un lado de la litera, algo por delante de ésta, mientras que su
acólito lo hacía detrás de él, a su derecha, y, alzando a lo largo de su capucha una varita
terminada en una brillante estrella de plata, dijo en voz alta e impresionante:
—¡Hablo por Gwaay, Amo de los Demonios y Señor de Quarmall..., como vamos a
demostrar!
El Ratonero utilizaba su voz taumatúrgica más profunda, que nadie salvo él había oído
jamás, excepto cuando hizo desaparecer a los brujos de Gwaay... y, bien mirado,
tampoco en aquella ocasión la oyó nadie, o no vivió para recordar que la había oído.
Estaba disfrutando de veras, maravillado de su propia audacia.
Hizo una pausa ni más ni menos larga de lo necesario, y entonces, señalando con su
varita el bulto que yacía sobre la litera, alzó su otro brazo con gesto imperioso, la palma
adelantada, y ordenó:
—¡De rodillas, sabandijas, todos vosotros, y rendid pleitesía a vuestro único dirigente
legítimo, el Señor Gwaay, ante cuyo nombre los demonios se acobardan!
Algunos de aquellos necios situados en primera fila le obedecieron —era evidente que
Hasjarl los había intimidado a la perfección— mientras que la mayoría de los otros
miraban aprensivamente la figura arropada en la litera... Desde luego, era una ventaja
disponer de Gwaay tendido e inmóvil, encarnando el aspecto más atroz de la Muerte,
pues así constituía una amenaza más misteriosa.
Mirando por encima de sus cabezas desde la caverna de su capucha, el Ratonero
distinguió al que supuso era el campeón de Hasjarl —¡dioses, era un gigante, tan grande
como Fafhrd! —, y buen psicólogo, si aquella bolsa de seda roja con la que se cubría la
cabeza era su propia idea. Al Ratonero no le gustaba la idea de enfrentarse a un tipo
como aquel, pero si había suerte, las cosas no llegarían tan lejos.
Entonces, de entre las filas de los guardias atemorizados, a los que apartaba
azotándolos con un látigo corto, salió un personaje encorvado vestido con una túnica
escarlata... ¡Hasjarl por fin!, y destacando en primer plano, como exigía la trama.
La fealdad y el frenesí de Hasjarl sobrepasaban las expectativas del Ratonero. El
Señor de los Niveles Superiores se acercó a la litera y durante un momento no hizo más
que contorsionarse, balbucear y babear como un idiota. De repente encontró la voz y
ladró de un modo impresionante y a buen seguro más alto que sus grandes sabuesos:
—Por derecho de muerte..., sufrida recientemente o hace muy poco..., por mi padre,
destruido por los astros y convertido en cenizas... hace muy poco por mi impío hermano,
alcanzado por mis encantamientos, y que no se atreve a hablar por sí mismo, sino que
debe pagar a charlatanes..., yo, Hasjarl, me proclamo único Señor de Quarmall... ¡y de
todo cuanto existe en él, hombres o demonios!
Dicho esto, Hasjarl empezó a volverse, seguramente para ordenar a algunos de sus
guardias que apresaran al grupo de Gwaay, o tal vez para indicar a sus brujos que le
atacaran con sus conjuros mágicos, pero en aquel instante el Ratonero batió palmas
sonoramente. A esta señal, Ivivis, que se había situado entre él y la litera, echó atrás su
capucha, abrió su manto y dejó que las prendas cayeran a sus palmas casi en un solo
movimiento continuo, y lo que reveló dejó paralizados a los presentes, incluso a Hasjarl,
como el Ratonero había sabido que ocurriría.
Ivivis vestía una túnica de seda negra transparente —un tenue ópalo oscuro que
brillaba sobre la piel pálida y la figura esbelta y juvenil— pero cubría su rostro con la
máscara blanca de una bruja, sonriente, mostrando sus colmillos, y con los ojos de fiera
mirada, rojos donde debían ser blancos, tal como los había pintado el Ratonero siguiendo
instrucciones de Gwaay, que hablaba a través de su máscara de plata. Los largos
cabellos que enmarcaban aquel rostro eran verdes entreverados de blanco, y algunas
hebras le colgaban sobre los hombros. Sostenía en la mano derecha, en ademán ritual,
un gran cuchillo de podar.
El Ratonero señaló a Hasjarl, en quien los ojos de la máscara ya estaban fijos, y
ordenó con su voz más profunda:
—¡Tráeme a ése, oh, Madre Bruja!
Ivivis avanzó con decisión.
Hasjarl retrocedió un paso y miró horrorizado a su vengadora, de cabeza monstruosa y
cuerpo como el de una diablesa doncella, con los ojos de su padre para intimidarle y el
cruel cuchillo para sugerir que sería juzgado por las muchachas a las que había torturado
a muerte o lisiado para toda la vida.
El Ratonero supo que el éxito estaba al alcance de su mano.
En aquel instante se oyó en el otro extremo de la sala un sonido de gong apagado, tan
profundo como agudo había sido el de Gwaay, y con una vibración estremecedora.
Entonces, desde cada lado de la estrecha arcada negra en el extremo opuesto de la sala,
se alzaron dos crepitantes columnas de fuego blanco, que atrajeron todas la miradas y
anularon el hechizo del Ratonero. La reacción inmediata de éste fue maldecir a quien
mostraba una puesta en escena tan superior.
El humo ascendía hacia las grandes losas negras del techo, mientras las columnas
fueron empequeñeciéndose hasta adoptar la altura de un hombre, y salió de entre tres de
ellas la figura de Flindach con su manto recamado y el Símbolo Dorado de Poder en la
cintura, pero con la Capucha de la Muerte echada hacia atrás para mostrar su rostro
marcado y verrugoso y sus ojos como los de la máscara de Ivivis. El Alto Mayordomo
abrió los brazos en un gesto implorante aunque orgulloso, y con su voz profunda y
resonante que llenó la Sala Espectral, dijo así:
—¡Oh, Gwaay! ¡Oh, Hasjarl! En nombre de vuestro padre incinerado y ahora más allá
de las estrellas, y en nombre de vuestra abuela, cuyos ojos son también los míos, pensad
en Quarmall, pensad en la seguridad de vuestro reino y en cómo vuestras guerras lo
devastan. Cesad en vuestras hostilidades, abjurad de vuestros oídos fraternales y decidid
ahora la sucesión a suertes... El ganador será el Señor Supremo, mientras que el
perdedor partirá al instante con una gran escolta y cofres de tesoros, viajará a través de
las Montañas del Hambre, el desierto y el Mar Oriental, y residirá en las Tierras
Orientales, con toda comodidad y alta dignidad. O, si no queréis echarlo a suertes del
modo acostumbrado, que los leones combatan a muerte para decidirlo, y lo demás será
exactamente igual. ¡Oh, Hasjarl, oh, Gwaay, he dicho!
El gran mago se cruzó de brazos y permaneció entre las dos columnas de fuego
blanco, que seguían ardiendo tan altas como él.
Fafhrd había aprovechado la conmoción para arrebatar su espada y su hacha a los
asustados guardias que las sostenían, y para acercarse a Hasjarl como para protegerle a
pecho descubierto delante de sus hombres. Ahora el nórdico tocó ligeramente a Hasjarl
con el codo y le susurró a través de la bolsa que le enmascaraba:
—Sería mejor que aceptaras lo que propone. Yo conquistaré tu sofocante y odioso
reino subterráneo para ti..— Sí, y una vez recompensado me marcharé de él más rápido
todavía que Gwaay.
Hasjarl hizo una mueca airada y, volviéndose hacia Flindach, gritó:
—¡Yo soy aquí el Señor Superior, y no tengo necesidad de decidirlo a suertes!
¡Dispongo de mis archimagos para destruir a cualquiera que me desafíe con brujerías!
¡Yo y mi campeón acabaremos con quien se atreva a atacarme con su espada!
Fafhrd aspiró hondo y dirigió una mirada furibunda al príncipe deforme. El silencio que
siguió a la baladronada de Hasjarl fue cortado, como con una afilada hoja de acero, por la
fina voz que surgió del bulto tendido en la litera, rodeado por sus cuatro esclavos
impasibles, o de algún punto situado por encima.
—Yo, Gwaay de los Niveles Inferiores, soy el Señor Supremo de Quarmall, y no mi
desdichado hermano aquí presente, por cuya alma condenada me apeno. Y tengo
encantamientos que han salvado mi vida de sus brujerías más malignas, y un campeón
que hará trizas al suyo.
Aquella voz, al parecer mágica, intimidó a todos excepto a Hasjarl, el cual rió entre
dientes, contorsionándose, y luego, como si él y su hermano fuesen niños en una sala de
juegos, gritó:
—¡Mentiroso podrido, fanfarrón afeminado, charlatán insignificante! ¿Dónde está ese
gran campeón tuyo? ¡Llámale! ¡Ordénale que se presente! ¡Confiesa ahora que no es
más que un invento de tu imaginación moribunda! ¡Ja, ja, ja!
Al oír esto, todos empezaron a mirar a su alrededor, algunos pensativos, otros con
aprensión. Pero como no aparecía ninguna figura, desde luego ninguna con aspecto
guerrero, algunos de los hombres de Hasjarl empezaron a reír con él. Otros no tardaron
en imitarles.
El Ratonero Gris no tenía deseos de arriesgar su piel, no con aquel campeón de
Hasjarl que parecía un enemigo imponente, armado con un hacha como la de Fafhrd y
ahora, al parecer, actuando incluso como consejero de su señor —quizá una especie de
capitán general entre bastidores, como él lo era de Gwaay—, pero sentía la tentación casi
irresistible de aprovechar la oportunidad para coronar todas las sorpresas con una
sorpresa maestra.
En aquel instante se oyó de nuevo la misteriosa voz metálica de Gwaay, que no
procedía de sus cuerdas vocales, pues éstas se estaban pudriendo, sino que estaba
creada por una fuerza de su voluntad imperecedera que dominaba a los invisibles átomos
del aire.
—Desde las más negras profundidades, invisible para todos, en el mismo centro de la
sala... ¡Preséntate, mi campeón!
Esto fue demasiado para el Ratonero. Ivivis había vuelto a cubrirse con el manto y la
capucha negros mientras Flindach hablaba, sabedora de que el terror de su máscara de
bruja y su forma de doncella era huidizo, y volvía a estar al lado del Ratonero, como su
acólito. Él le entregó su varita con gesto rígido, sin mirarla, y llevándose las manos al
cuello del manto, lo desató al tiempo que se echaba la capucha atrás. Las prendas
cayeron a su espalda. Desenvainó a Escalpelo, saltó los tres escalones hasta la sección
elevada del suelo y se agazapó, con la espada alzada por encima de la cabeza,
componiendo una figura amenazante aunque algo pequeña, y colgados del cinto una
daga... y un pequeño pellejo de vino.
Entretanto Fafhrd, que había estado mirando a Hasjarl para decirle unas últimas
palabras, se quitó ahora la máscara roja, desenvainó a Vara Gris y avanzó hacia el centro
con un brío intimidante.
Los dos hombres se vieron y reconocieron.
La pausa que siguió fue para los espectadores un nuevo testimonio de lo temible que
cada uno era para el otro...; uno tan alto y poderoso el otro un brujo metamorfoseado. Era
evidente que se intimidaban mutuamente.
Fafhrd fue el primero en reaccionar, quizá porque desde el principio le había chocado
algo extrañamente familiar en los ademanes y el discurso del Brujo Negro. Empezó a
soltar una carcajada, pero en el último momento logró cambiarla por unos gritos
desaforados:
—¡Embaucador! ¡Charlatán! ¡Mago de pacotilla! ¡Husmeador de hechizos! ¡Sapo
enano!
El Ratonero, quizá más sorprendido porque había observado el parecido del campeón
enmascarado con Fafhrd, pero sin sospechar que pudiera ser él realmente, siguió ahora
el juego de su camarada... justo a tiempo, pues también había estado a punto de echarse
a reír, y replicó:
—¡Fanfarrón! ¡Camorrista presuntuoso! ¡Indecente manoseador de chiquillas! ¡Palurdo!
¡Zafio! ¡Pies grandes!
Los tensos espectadores pensaron que estos insultos eran un tanto suaves, pero la
vehemencia con que los campeones los lanzaban compensaban su poca sustancia.
Fafhrd avanzó otro paso, gritando:
—¡Oh, había soñado con este momento! ¡Voy a convertirte en papilla, desde las uñas
de los pies hasta los sesos!
El Ratonero dio un salto hacia adelante, a fin de no perder altura bajando los
escalones, al tiempo que decía:
—Por fin voy a poder dar rienda suelta a mis iras. ¡Voy a despanzurrarte para echar
fuera todos tus embustes, sobre todo los referentes a tus viajes por el norte!
—¡Recuerda a Ool Hrusp! —gritó entonces Fafhrd.
—¡Recuerda a Lithquil! —exclamó el Ratonero.
Trabaron combate. Para la mayoría de los quarmallianos, Lithquil y Ool Hrusp podían
ser, y sin duda eran, lugares donde los dos hombres se habían batido anteriormente, o
campos de batalla donde habían luchado en bandos opuestos, o incluso mujeres por las
que habían reñido. Pero, en realidad, Lithquil era el Duque Loco de la ciudad de Ool
Hrusp, para satisfacer al cual, Fafhrd y el Ratonero habían representado cierta vez un
duelo muy realista y minuciosamente ensayado que duró media hora. Así pues, aquellos
quarmallianos que preveían una batalla larga y espectacular no quedaron en modo alguno
decepcionados.
Primero Fafhrd dirigió tres potentes tajos, cada uno de los cuales podría haber partido
en dos al Ratonero, pero éste los desvió uno tras otro, fuerte y astutamente, con
Escalpelo, y así cada tajo silbó a una pulgada por encima de su cabeza, entonando la
áspera canción cromática del acero contra el acero.
A continuación el Ratonero lanzó tres estocadas a Fafhrd, saltando a ras del suelo,
como un pez volador y destrabando su espada cada vez del quite de Vara Gris. Pero
Fafhrd siempre lograba hacerse a un lado, con una rapidez casi increíble en un hombre
tan corpulento, y la delgada hoja pasaba inocua junto a su cuerpo.
Este intercambio de tajos y estocadas no fue más que el prólogo del duelo, que ahora
tenía lugar en la zona de la fuente seca, y que parecía realmente violento, obligando a los
espectadores a retroceder más de una vez, mientras que el Ratonero improvisaba
derramando un poco de su espeso vino rojo de setas cuando estaban momentáneamente
trabados en un furioso intercambio cuerpo a cuerpo, de manera que pareciesen
seriamente heridos.
Tres de los presentes en la Sala Espectral no se interesaban por lo que parecía un
duelo magnífico y apenas lo miraban. Ivivis no era una de aquellas personas... Pronto se
echó la capucha hacia atrás, se quitó su máscara de bruja y siguió el combate de cerca,
temerosa por la suerte del Ratonero. Tampoco lo eran Brilla, Kewissa y Friska, pues en
cuanto oyeron el ruido de los aceros las dos muchachas insistieron en abrir un poco la
puerta a pesar de las aprensiones del eunuco, y ahora miraban por la ranura, una cabeza
sobre la otra, Friska en el medio y sufriendo por los peligros que corría Fafhrd.
Gwaay tenía los ojos cerrados y los párpados pegados por un líquido purulento; sus
tendones se estaban disolviendo y no podría usarlos para alzar la cabeza. Tampoco
trataba de explorar con sus sentidos brujeriles en la dirección de la pelea. Se aferraba a la
existencia únicamente por el hilo del gran odio que sentía hacia su hermano, pero todo lo
demás era para él menos que un juego de sombras. Sin embargo, su odio le permitía
conservar toda la maravilla, la dulzura y la excitación de la vida, y eso era suficiente.
La imagen refleja de aquel odio en Hasjarl era en aquel momento lo bastante fuerte
para dominar por completo sus sanos instintos físicos, sus apetitos y todas las tramas e
imágenes de sus crujientes pensamientos. Vio el primer movimiento de la lucha, vio que la
litera de Gwaay estaba desprotegida, y entonces, como si hubiera visto una jugada
suprema de ajedrez y estuviera hipnotizado por ella, efectuó su movimiento sin pensarlo
dos veces.
Dando un largo rodeo y moviéndose con rapidez en las sombras, como una comadreja,
subió los tres escalones junto a la pared y se dirigió en línea recta a la litera.
Su mente estaba vacía de ideas, pero había en ella algunas imágenes sombrías como
vistas desde una gran distancia...; una de ellas de sí mismo como un niño pequeño,
acercándose de noche a lo largo de un muro hasta la cuna de Gwaay para arañarle con
una aguja.
No se molestó en mirar a los esclavos y es dudoso que ellos le vieran siquiera, o al
menos reparasen en su presencia, tan rudimentarias eran sus mentes.
Se inclinó entre dos de ellos y examinó con curiosidad a su hermano. El hedor contrajo
sus fosas nasales y frunció los labios, pero en seguida apareció en ellos una sonrisa.
Desenvainó una ancha daga de acero azulado que llevaba al cinto y la alzó sobre el
rostro de su hermano, que con sus llagas era casi irreconocible como tal. En los filos de la
daga había diminutos garfios dirigidos hacia atrás desde la punta.
El duelo de los campeones llegó a uno de sus momentos culminantes, pero Hasjarl no
reparó en ello.
—Abre los ojos, hermano —dijo a media voz—. Quiero que me hables una vez antes
de matarte.
Gwaay no replicó, no hizo el menor movimiento, no emitió un susurro, y aquel
repugnante sonido de arcadas, como si fuera a vomitar, había cesado por completo.
—Muy bien —dijo Hasjarl ásperamente—. Entonces muere con la boca cerrada.
Y descargó un golpe de daga.
El armase detuvo sobre la mejilla de Gwaay, de la que sólo la separaba la anchura de
un cabello. Los músculos del brazo con que Hasjarl la sujetaba quedaron entumecidos por
una dolorosa sacudida.
Entonces Gwaay abrió los ojos, lo cual no era muy agradable de ver, puesto que
estaban inundados de verde líquido purulento.
Hasjarl cerró al instante los suyos, pero siguió mirando a través de los diminutos
orificios practicados en los párpados. Entonces oyó la voz de Gwaay como un mosquito
de plata junto a su oído.
—Has cometido un pequeño error, querido hermano. Has elegido el arma menos
indicada. Después de la incineración de nuestro padre, me juraste que mi vida era
sacrosanta... hasta que me mataras aplastándome. «Hasta que aplaste tu vida», eso es lo
que dijiste. Los dioses sólo oyen nuestras palabras, hermano, no nuestras intenciones. Si
hubieras venido aquí con un pedrusco, como el curioso gnomo que eres, podrías haber
logrado tu propósito.
—¡Entonces haré que te aplasten! —replicó Hasjarl airado, inclinando más el rostro y
casi gritando—. ¡Sí, y yo me sentaré a tu lado y escucharé el crujir de tus huesos...! ¡Los
que te queden todavía! Eres un necio tan grande como yo, Gwaay, pues también tú,
después del funeral de nuestro padre, prometiste no matarme. Y eres un necio aún más
grande, pues ahora me has revelado tu pequeño secreto sobre la manera de matarte.
—Juré que no te mataría con hechizos ni acero ni veneno ni por mi mano —dijo la
aguda voz etérea de Gwaay—. Pero, al contrario que tú, no dije nada de aplastamiento.
Hasjarl sintió un extraño cosquilleo en su piel, mientras inundaba sus fosas nasales un
olor acre, como el de un rayo mezclado con el hedor de la corrupción.
De repente, las manos de Gwaay salieron de entre las ricas ropas que le cubrían. La
carne se desprendía en jirones de los huesos del dedo que señalaba arriba,
invocadoramente.
Hasjarl estuvo a punto de retroceder, pero se detuvo. Se dijo que moriría antes de que
se apartara de su hermano. Era consciente de que le rodeaban extrañas fuerzas.
Se oyó un crujido sordo al tiempo que caía un extraño polvo blanco sobre la ropa que
cubría a Gwaay y el cuello de Hasjarl..., una especie de nieve en polvo, formada por unos
granos de color claro..., granos de mortero...
—Sí, querido hermano, me aplastarás —admitió tranquilamente Gwaay—, pero si
supieras cómo me vas a aplastar, recordarías mis pequeños poderes especiales... ¡o
mirarías arriba!
Hasjarl alzó la cabeza y apenas tuvo tiempo de ver la enorme losa de basalto negro tan
grande como la litera que caía y oír la voz de Gwaay que decía:
—Vuelves a estar en un error, camarada.
Fafhrd se detuvo en seco al oír el estruendo y el Ratonero casi le hirió con su quite
ensayado. Ambos bajaron las espadas y miraron, como lo hicieron todos los demás en la
sección central del Salón Espectral.
Donde había estado la litera sólo había ahora la gruesa losa de basalto con líneas de
mortero, de la que sobresalían las lanzas, y en el techo había un agujero blanco
rectangular que había ocupado la losa. El Ratonero pensó: «Es un objeto mucho más
grande que una ficha de damas o un jarro, pero de la misma sustancia».
Fafhrd se preguntó por su parte: «¿Por qué no ha caído todo el techo? Es muy
extraño».
Quizá lo más extraño de todo era ver a los cuatro esclavos, que seguían de pie en los
cuatro ángulos, mirando al frente, con los dedos entrelazados sobre el pecho, aunque la
losa no les había alcanzado por unas pocas pulgadas.
Entonces algunos de los sicarios y brujos de Hasjarl que habían visto a su Señor
deslizarse hacia la litera, se dirigieron allí apresuradamente, pero retrocediendo al ver que
había caído de lleno sobre los dos hermanos y que fluía un riachuelo de sangre por la
estrecha ranura entre el basalto y el suelo. Se estremecieron al pensar en aquellos
hermanos que se habían odiado tanto y cuyos cuerpos estaban ahora unidos en un
terrible abrazo.
Entretanto Ivivis corrió hacia el Ratonero y Friska se dirigió a Fafhrd, para atender sus
heridas, y se quedaron asombradas y quizá un tanto molestas cuando les dijeron que no
había ninguna herida. Kewissa y Brilla llegaron también, y Fafhrd, rodeando a Friska con
un brazo, extendió la otra mano manchada de vino rojo y cogió a Kewissa por la cintura,
sonriéndole amistosamente.
La nota apagada del gran gong sonó de nuevo y las dos columnas de fuego blanco
llamearon brevemente hacia el techo, a cada lado de Flindach. Su resplandor permitió ver
que muchos hombres habían entrado por la arcada estrecha, detrás de Flindach, y ahora
le rodeaban: fornidos guardianes de la fortaleza, con las armas a punto, y varios de sus
propios brujos.
Mientras las columnas llameantes se encogían con rapidez, Flindach alzó una mano
con gesto imperioso y habló en tono resonante:
—Las estrellas, a las que no es posible engañar, vaticinaron la muerte del Señor de
Quarmall. Todos vosotros habéis oído a esos dos —señaló hacia la litera aplastada—
proclamarse Señor de Quarmall. Así pues, las estrellas están doblemente satisfechas. Y
los dioses, que escuchan nuestras palabras aunque sean tenues susurros y ordenan
nuestros destinos según ellas, están contentos. Falta que yo os revele quién será el
próximo Señor de Quarmall.
Señaló a Kewissa y dijo con solemnidad:
—En la matriz de esta mujer duerme y crece quien será Señor de Quarmall después
del siguiente. Es la esposa de Quarmall a quien hemos honrado con la pira, las
inmolaciones y los ritos ceremoniales. —Kewissa se estremeció y abrió mucho sus ojos
azules. Entonces empezó a sonreír. Flindach siguió diciendo—: Todavía debo revelaros
quién será el siguiente Señor de Quarmall, quién será el tutor del bebé de la reina
Kewissa hasta que llegue a la edad adulta como rey perfecto y sabio mago, bajo quien
nuestro reino subterráneo disfrutará perpetuamente de paz interna y prosperidad gracias
a nuestras correrías en el exterior.
Entonces Flindach se llevó la mano a su hombro izquierdo. Todos pensaron que se
proponía cubrirse la cabeza con la Capucha de la Muerte, a fin de estar en condiciones de
pronunciar unas palabras más solemnes. Pero en vez de hacerlo, aferró el cabello corto
de la nuca y tiró de él hacia arriba y adelante, arrastrando el cuero cabelludo y todo el
pelo con él, la piel de la cara se desprendió junto con el cuero cabelludo cuando bajó la
mano y apareció, un poco brillante por el sudor, el rostro sin taras, la nariz prominente y
los labios plenos y sonrientes de Quarmal, mientras sus terribles ojos rojos con los iris
blancos les miraban a todos.
—Me vi obligado a visitar el Limbo durante algún tiempo —explicó con una familiaridad
paternal, solemne pero afable—, mientras otros eran Señores de Quarmall en mi lugar y
las estrellas les enviaban sus lanzas. Era lo mejor, aunque he perdido a dos hijos. Sólo
así nuestro reino podía salvarse de una desastrosa guerra civil.
Alzó la máscara arrugada, con las órbitas de los ojos vacías, la marca púrpura en la
mejilla izquierda y el triángulo de verrugas, y la mostró a todos.
—Y ahora os ordeno que honréis al grande y poderoso Flindach, el jefe de magos más
leal que ningún rey haya tenido jamás, el cual me prestó su rostro para un engaño
necesario y su cuerpo para que fuera quemado en vez del mío, con mi máscara de cera
con la que cubrir su rostro. Al supervisar solemnemente mis propias exequias, sólo honré
a Flindach. Por él mis mujeres ardieron. Este rostro suyo, bien preservado gracias a mi
habilidad como desollador y curtidor, colgará para siempre en un lugar de honor en
nuestras salas, mientras que el espíritu de Flindach retiene mi silla en el Mundo Oscuro
más allá de las estrellas, donde será Señor Superior hasta que yo llegue y eternamente
un héroe de Quarmall.
Antes de que pudieran iniciarse los gritos de júbilo y los aplausos —que habrían
tardado algún tiempo, dado el asombro que embargaba a todos— Fafhrd exclamó:
—Oh, sagacísimo rey, te honro, como honro a tu hijo y a la reina que lo lleva en sus
entrañas, y la defenderé en todo momento, sin apartarme un instante de ella, hasta que
yo y mi pequeño camarada, aquí presente, estemos alejados de Quarmall —digamos a
una milla— junto con caballos para nuestro transporte y los tesoros que nos prometieron
estos dos reyes fallecidos.
Y señaló, como lo había hecho Quarmal, hacia la litera aplastada.
El Ratonero había estado a punto de hacer algunas sutiles observaciones intimidatorias
a Quarmall sobre sus propias habilidades como brujo cuando destruyó a los once magos
de Gwaay. Pero decidió que las palabras de Fafhrd eran apropiadas y suficientes, excepto
por la referencia de «pequeño camarada», y guardó silencio.
Kewissa empezó a retirar la mano de la de Fafhrd, pero él la aferró con más fuerza y la
muchacha le miró, comprensiva. Incluso le dijo jovialmente a Quarmal:
—Oh, mi Señor Esposo, este hombre me salvó la vida, así como la de vuestro hijo, de
los esbirros de Hasjarl en una dependencia de la fortaleza. Confío en él.
Brilla, enjugándose con la manga las lágrimas de alegría que brotaban de sus ojos, la
secundó:
—Sólo dice la pura verdad, mi Señor, la verdad desnuda como un recién nacido o una
esposa recién casada.
Quarmall alzó un poco su mano, con ademán reprobador, como si aquellas palabras
fuesen innecesarias y estuvieran fuera de lugar, y sonriendo tenuemente a Fafhrd y al
Ratonero les dijo:
—Será como decís. No carezco de generosidad ni de percepción. Sabed que no fue
totalmente por casualidad que mis difuntos hijos os contrataron, sin que ninguno de ellos
supiera lo que hacía el otro, para que fuerais sus paladines. Además, sabed que tengo
cierto conocimiento de las curiosidades de Ningauble de los Siete Ojos o los hechizos de
Sheelba del Rostro sin Ojos. Nosotros, los grandes brujos, tenemos un... Pero seguir
hablando sólo serviría para atraer la curiosidad de los dioses, alertar a los duendes y
llamar la atención de los Hados inquietos y hambrientos. Ya es suficiente.
El Ratonero, mirando los ojos entrecerrados de Quarmal, se alegró de no haber
fanfarroneado, e incluso Fafhrd se estremeció un poco.
Fafhrd hizo restallar el látigo sobre los cuatro caballos para que tirasen con más brío de
la sobrecargada carreta por aquella negra y viscosa extensión de camino, en la que
estaban profundamente marcadas las huellas de ruedas y pezuñas de bueyes, a una milla
de Quarmall. Friska e Ivivis se habían vuelto en el asiento, a su lado, para que se
prolongara todo lo posible su despedida de Kewissa y el eunuco Brilla, los cuales estaban
en la cuneta, con cuatro impasibles guardias de Quarmall, que les habían acompañado
hasta allí.
El Ratonero Gris, tendido boca abajo sobre la carga, también se despedía agitando el
brazo izquierdo, mientras con el derecho sujetaba una ballesta tensada y sus ojos
escudriñaban los árboles, por si detectaba señales de una emboscada.
Sin embargo, el Ratonero no se sentía realmente aprensivo. Pensaba en lo improbable
que era que Quarmall tramara algo contra un guerrero tan valeroso y un mago tan hábil
como él... o como Fafhrd, naturalmente. EL viejo Señor se había mostrado como el más
amable de los anfitriones durante las últimas horas, obsequiándoles con vinos exquisitos y
regalos que sobrepasaban con mucho lo que ellos habían pedido o lo que el Ratonero
había rateado previamente, e incluso les había ofrecido otras muchachas además de
Ivivis y Friska, ofrecimiento que habían rechazado, lamentándolo un poco interiormente,
tras observar las furibundas miradas de sus dos mujeres. En dos o tres ocasiones
Quarmall les había sonreído de un modo un tanto inquietante, pero cada vez Fafhrd se
acercaba un poco más a Kewissa, cogiéndola con delicadeza pero de tal manera que el
viejo Señor no olvidara que ella y el príncipe que llevaba en sus entrañas eran rehenes
para su seguridad y la del Ratonero.
Cuando el embarrado camino se curvó un poco, las torres de Quarmall aparecieron por
encima de los árboles. El Ratonero contempló pensativo los pináculos, preguntándose si
volvería a verlos alguna vez. De repente se apoderó de él el deseo de regresar a
Quarmall de inmediato... Sí, bajar de la carreta y regresar corriendo. ¿Qué había en el
mundo exterior que tuviera la mitad de interés que las maravillas de aquel reino
subterráneo...? Sus túneles laberínticos, con murales en las paredes, que un hombre
podría emplear su vida entera en recorrer..., sus delicias ocultas..., incluso su belleza
maligna..., su rica variedad de negruras..., su aire impulsado por ventiladores... Sí, podría
descender sin hacer ruido...
En la torre más alta se vio en aquel momento un centelleo. Al verlo, el Ratonero tuvo la
sensación de un aguijoneo, y se deslizó hacia atrás sobre la carga. Pero en aquel preciso
instante, la carreta entró en otro recodo, la carretera siguió en línea recta, aumentó la
altura de los árboles, que ocultaron las torres, y el Ratonero volvió en sí y se aferró de
nuevo a su asidero, antes de que sus pies tocaran el suelo. Quedó allí colgando mientras
las ruedas crujían alegremente y le empapaba un sudor frío.
Entonces la carreta se detuvo, el Ratonero descendió, aspiró hondo tres veces y corrió
hacia Fafhrd, que había bajado también y estaba revisando los arneses.
—¡Arriba de nuevo, Fafhrd! —le gritó—. ¡Excita a los caballos! Este Quarmall es un
brujo más astuto de lo que creemos. Si perdemos tiempo por el camino, temo por nuestra
libertad y nuestras almas.
—¿A mí me lo dices? —replicó Fafhrd —. Esta carretera tiene muchas curvas y habrá
más tramos embarrados. ¿Confías en la velocidad de una carreta? ¡Bah! Vamos a
desenganchar los cuatro caballos y cargaremos sólo con las provisiones imprescindibles y
las mejores piezas del tesoro. Galoparemos a través del páramo y nos alejaremos de
Quarmall con la rapidez con que vuelan los cuervos. De ese modo esquivaremos una
posible emboscada y, al tomar un atajo, dejaremos muy atrás a nuestros perseguidores, si
los hay. ¡Friska, Ivivis! ¡Vamos, todos manos a la obra!
FIN

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