Jane Yolen
Aquellos desconocidos taxidermistas independientes, que se aplicaban a su arte en un
comercio históricamente oscuro entre lo que ahora es Papua-Nueva Guinea y lo que
entonces eran las Indias Orientales holandesas, solían cortar las patas de las aves del
paraíso, esas aves de espléndido plumaje (parientes del cuervo común, tan poco
espléndido en su plumaje). Ello dio origen a la creencia, en otro tiempo muy extendida, de
que el ave del paraíso carecía de patas y que, de hecho, pasaba toda su vida en el aire
(!). Si un solo ornitorrinco con pico de pato, todo él pellejo y trompa, se hubiera acercado
entonces a Europa, ¿no habrían exclamado algunos eruditos, «¡fraude!», como en
cualquier caso exclamaron cuando por fin sucedió eso, a finales del siglo dieciocho? Y
supongamos... supongamos que el Caso del Ornitorrinco Peculiar hubiera continuado
incierto, irresuelto. ¿No habría habido personas (siempre las hay) que al observar una
demanda crearan una oferta? ¿Que injertaran un pico de pato al (por ejemplo) cuerpo de
un castor? En resumen, nuestro punto es: detrás del fraude del «Jenny Hanniver» (como
se denominaba a los tritones falsificados), ¿no puede existir la realidad de... «El tritón
malasio»?
Jane Yolen escribe «...biografíay bibliografía: autora de setenta libros (los más
recientes Neptune Rising/Songs and Tales of The Undersea Folk —que incluye El tritón
malasio y Tales of Wonder—, sobre todo para lectores jóvenes. Medalla Christopher por
The Seeing Stick, Premio Caldecott por The Emperor and the Kite, Premio Cometa de Oro
de la Society of Children's Book Writers... También imparto clases de literatura infantil en
el Smith College. Doctora en Derecho honoraria de la universidad de Our Lady of the
Elms. Estoy casada, tengo tres hijos, un perro, un gato, un cobayo y un dragón rojo que
vuela sobre la silla donde escribo, y doy de comer a los pájaros». Los relatos de la señora
Yolen han aparecido en F&SF, Dragons of Light y otras antologías diversas. Vive en
Massachusetts.
Las tiendas no eran visibles desde la calle principal, y además casi se perdían en el
laberinto de callejones. Pero la señora Stambley era una experta en antigüedades. Una
ciudad nueva y un callejón nuevo excitaban sus instintos de cazadora y coleccionista,
como ella gustaba explicar a su grupo en el hogar. Que esa ciudad se hallara a medio
mundo de distancia de su cómoda casa de Salem, Massachusetts, no la preocupaba. Ella
suponía que sabía cómo buscar, en Inglaterra o en los Estados Unidos.
Había dormitado al sol mientras el barco recorría el Támesis. A su edad las cabezadas
eran importantes. Su cabeza se bamboleó tranquilamente bajo la cubierta de flores
plegadas en una diadema de color vino. Ni siquiera escuchó la perorata del guía turístico.
En Greenwich desembarcó mansamente junto con el resto de turistas, pero se escabulló
con facilidad del yugo del guía, que llevó al resto del rebaño a comprobar el tiempo medio
de Greenwich. La señora Stambley, con su abultado bolso de cuero negro apretado en
una firme mano enguantada, fue a explorar por su cuenta.
A la derecha de la calle del puerto había un grupo de tiendas y, presintió ella, un par de
callejuelas. El olor, aquel olor fuerte, misterioso y tentador, la atrajo.
Se desentendió de la calle principal y de los grandes escaparates de los almacenes. Un
pequeño camino adoquinado separaba dos edificios y la señora Stambley se deslizó en él
con la misma comodidad que un pie en una zapatilla usada muchas veces. Había varios
ramales, y ella los examinó con sus lacrimosos ojos azules. Luego eligió uno. Sabía que
sería el adecuado. Como decía a menudo a su grupo, en casa, «Tengo un don, un poder.
Nunca me equivoco en eso».
Había varías tiendas pequeñas, ruinosas, que parecían introducirse las unas en las
otras. Tenían gastado aspecto, como si estuvieran acurrucadas juntas; el húmedo viento
del río convertía en polvo sus huesos, mientras una reluciente ciudad crecía alrededor de
ellas. Los escaparates estaban sucios, con rayas de dedos. Sólo el comprador más
intrépido podía entrar en esas tiendas. No había numeración en las puertas.
La primera tienda estaba llena de mapas. Y de no haber gastado ya su asignación para
papel (ella separaba dinero para papel, oro y curiosidades) con una rara carta de la
alcurnia de McCodrun, la señora Stambley habría comprado un mapa de los mares
británicos decorado con tritones que tocaban «sus retorcidos cuernos» (eso había dicho el
agachado vendedor). Se había sentido brevemente tentada. Ella coleccionaba «objetos
de mer», como solía denominarlos. Artefactos y antigüedades marinas. La magia marina
era su especialidad en el grupo. Pero el linaje de la familia McCodrun había agotado la
holgada asignación para papel. Y la señora Stambley, siempre precisa en sus cálculos,
jamás gastaba más de lo permitido. Como tesorera del grupo, ella tenía que mantener a
raya al resto de miembros. No podía hacer menos con ella misma.
Por eso lanzó «ohs» y «ahs» en provecho del propietario, y porque el mapa era muy
bello y probablemente del siglo diecisiete. Incluso logró que él rebajara varias libras el
precio, manteniendo su interés por el mapa. Y el propietario se impresionó tanto con los
conocimientos del mar y sus pobladores de la dama norteamericana que le devolvió la
sonrisa pese a no haber comprado nada.
Las siguientes dos tiendas fueron una total pérdida de tiempo. Una estaba llena de
reproducciones y material de segunda mano, tazas de porcelana pobremente pintadas y
tarada cristalería. La señora Stambley salió olisqueando, murmurando en voz baja
«chatarra», sin preocuparse de que la mujer del mostrador pudiera oírla. La tercera tienda
fue peor, un supuesto establecimiento de artesanía repleto de tapas tejidas a mano para
teteras y pobres labores de ganchillo de colorido simplemente consternador.
Al entrar en la cuarta tienda, la señora Stambley contuvo el aliento. El olor estaba allí,
el olor a magia de alta mar. Tan profundo y tan oscuro que bien podía provenir de la Fosa
de las Marianas. En todos sus años de búsqueda, ella nunca había hecho tal hallazgo. Se
llevó la mano derecha al corazón y vaciló un poco mientras arrastraba uno de sus
sensibles zapatos. Luego se irguió y miró el interior.
La tienda era mucho más alargada que ancha, con una escalera que subía en el punto
medio de la pared. El resto de las paredes estaba tapado por aparadores donde se
exhibían con muy buen gusto platos y copas de estilo Victoria y Eduardo. Un objeto en
particular atrajo la atención de la norteamericana, porque tenía un Poseidón en un lado.
Se acercó a mirarlo, pero el olor mágico no procedía de allí.
Libros amontonados en el suelo obstruyeron su camino, y la señora Stambley examinó
algunos. Encontró una Enciclopedia Británica casi completa, la edición de 1913, a la que
únicamente faltaba el volumen decimotercero. Había una primera edición de El libro de los
condenados de Fort, y un misterioso libro mágico tan castigado por el agua que era
imposible leer un solo hechizo. Había tres ejemplares de bolsillo de El folklore del mar, un
agradable libro que ella tenía en casa. E incluso el oscuro Melusina, o la señora del mar
en inglés y francés.
La señora Stambley pasó cuidadosamente junto a los libros y miró un instante tres
recipientes de vidrio que contenían bonitas réplicas de primitivas goletas, incluso con las
tallas de los mascarones de proa: una doncella india, un ángel, una anónima musa con
largo y suelto cabello. Pero ya tenía varias cosas parecidas en su casa, siendo su favorita
una supuesta copia del legendario barco del Holandés Errante. Mirar no cuesta nada, no
obstante, y por eso ella estuvo mirando bastante rato, concediéndose tiempo para
acostumbrarse al olor a profunda magia.
Casi tropezó con un cuarto recipiente, y tras darse la vuelta tuvo la conmoción de su
vida.
En una vitrina de vidrio con adornos de bronce, apoyada en dos pies de madera, había
un tritón malasio.
Ella había leído cosas sobre los tritones, naturalmente, en notas al pie de oscuras
publicaciones especializadas y en un libro de encantamientos marinos especiales, pero
jamás, ni en sus más alocados pensamientos, había imaginado ver uno. Se decía que los
tritones habían desaparecido totalmente.
No eran auténticos tritones, por supuesto. Eran más bien obra de nativos malasios
realizados a partir de monos y peces. Los malasios mataban a los monos, cortaban la
parte superior, del ombligo para arriba, y les cosían una cola de pez. Los restos
momificados los vendían después a inocentes hombres de mar en tiempos Victorianos.
Los nativos llamaban tritones a las momias y los jóvenes marineros lo creían, llevaban su
compra al hogar y la regalaban a seres queridos.
Y ahí, apoyado en pies de madera, se encontraba una muestra particularmente
horrible, probablemente rescatada del desván donde había permanecido tantos años,
cubierta de polvo, pudriéndose.
Era de color verde grisáceo, predominando más el gris, y tan esquelético que su caja
torácica hizo pensar a la señora Stambley en fotos de niños africanos famélicos. Tenía los
brazos al frente, muy rígidos, como un perro que estuviera chapoteando fuera del agua.
La mueca de la cara, que tenía abultados labios y enormes orejas, era una fija mirada de
horror. La señora Stambley no consiguió ver las costuras que unían la mitad de mono al
pez.
—Veo que le gusta nuestro tritón —dijo una voz detrás.
Pero la señora Stambley no volvió la cabeza. Simplemente no podía apartar los ojos de
la grotesca momia de la vitrina con adornos de bronce.
—Un tritón malasio —murmuró la señora Stambley. Una parte de su ser reparó en la
etiqueta del precio a un lado de la vitrina: trescientas libras. Seiscientos dólares. Más de lo
que llevaba encima... pero...
—De modo que sabe lo que es —prosiguió la voz—. Malo, malo. Muy malo.
El tritón cerró y abrió sus párpados desprovistos de pestañas y volvió la cabeza. Sus
ojos eran totalmente negros, sin iris. Al doblar los labios hacia adentro dejó ver unos
afilados dientes de apagado color amarillento. No tenía lengua.
La señora Stambley trató de apartar la mirada y no pudo. Se sintió arrastrada,
arrastrada y arrastrada hacia las negras profundidades de aquellos ojos.
—Eso es francamente muy malo —repitió la voz, pero ahora muy distante y
apagándose con rapidez.
La señora Stambley trató de abrir la boca para chillar, pero sólo brotaron burbujas.
Estaba totalmente rodeada de oscuridad, frío y humedad, y a pesar de todo algo siguió
tirando de elk hacia abajo hasta que aterrizó, con un desagradable ruido sordo, en un
suelo de arena. Se levantó, se arregló la falda y el sombrero. Luego, mientras ponía el
bolso firmemente bajo el brazo, notó que algo le aferraba el tobillo, como si las algas
quisieran que ella echara raíces en aquel lugar. Empezó a debatirse cuando un cambio de
la corriente que le golpeaba la cara la obligó a levantar la cabeza.
El tritón nadaba hacia ella, perezosamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo
para llegar hasta la mujer.
La señora Stambley cesó su derroche de fuerzas para deshacerse de la traba de las
algas, y abrió cuidadosamente su bolso sin dejar de mirar al tritón, que ya había recorrido
la mitad de la distancia que lo separaba de ella. Su boca se abría y cerraba con horribles
mordiscos. Sus huesudos dedos, con opacas membranas, parecían estirados hacia la
mujer. Su cara de mono sonreía. Tras él dejaba una oscura y agitada estela.
El agua remolineó alrededor de la señora Stambley, le levantó la falda, hizo agitarse el
dobladillo y dejó ver la braga. Por encima del tritón, muy arriba, la señora Stambley vio las
sombras más oscuras de unos tiburones que daban vueltas, a la espera de lo que el tritón
les dejara. Pero ni siquiera ellos osaban acercarse más mientras el tritón iba de caza.
Y después el fantástico animal estuvo tan cerca que la mujer vio el hueco de su boca,
los tijereteados dientes, la negras uñas, la colérica vibración de las membranas. El ruido
del animal llegó a la turista a través del filtro del agua. Igual que los lamentos y crujidos de
un barco que zozobra.
La mano de la señora Stambley ya estaba dentro del bolso, con los dedos cerrados
sobre la cartera y buscando en el bolsillo de las monedas las plumas de abadejo que
guardaba allí. Cogió las plumas y las sostuvo ante ella. Era magia aérea, una magia más
fuerte que la del mar, y estaban bendecidas en la iglesia. Daban buena suerte para
enfrentarse a los pobladores del mar. La mano de la mujer sólo tembló un poco.
Pronunció una palabra mágica que las agitadas aguas arrebataron de sus labios. El tritón
se detuvo un instante, manteniendo sus grisáceas manos delante de su cara.
Las algas que rodeaban el tobillo de la señora Stambley se apartaron. La mujer dio una
patada y descubrió que estaba libre.
Pero por encima un gran tiburón blanco dio la vuelta bruscamente y lanzó un golpe de
agua hacia el cuerpo de la turista. Las minúsculas plumas se rompieron y la señora
Stambley tuvo que soltarlas. Las plumas pasaron flotando junto al tritón y desaparecieron.
El animal bajó las manos, le sonrió como un mono de nuevo y siguió nadando. Pero
ella sabía, igual que él, que el tritón no estaba a salvo de sus conocimientos. Eso le dio
una ligera esperanza.
La mano de la mujer volvió a introducirse en el bolso y buscó la cremallera de un
bolsillo. La abrió y sacó varios huesecillos, de un cangrejo bayoneta encontrado en las
islas Elizabeth frente a la costa de New Bedford. Era potente magia marina y la señora
Stambley confiaba enormemente en ellos. Cerró los dedos alrededor de los siete
huesecillos, se los llevó primero al pecho, luego a la frente, finalmente los lanzó al tritón.
Los huesos flotaron entre mujer y animal y con la luz que se filtraba parecieron danzar,
crecer, cambiar y unirse por fin formando una maraña.
La señora Stambley dio varias patadas, creó un seno de burbujas y, sosteniendo su
sombrero con una mano y el bolso con la otra, entró como una anguila en el laberinto de
huesos. Sabía que el ardid sólo serviría un par de minutos en el mejor de los casos.
Detrás de ella oyó el grito de caza del tritón, que buscaba la forma de introducirse. La
mujer hizo caso omiso de los gritos y se impulsó con los pies a un ritmo constante, para
situarse en el corazón del laberinto. Entrar era siempre más fácil que salir. La estela de
burbujas llevaría adentro al tritón en cuanto encontrara la entrada. De momento la señora
Stambley seguía oyendo sus golpes contra las paredes.
El bolso contenía un último objeto mágico. Una navaja arrastrada por el mar,
abandonada en una playa de la costa norte, cerca de Rockport. Tenía una empuñadura
negra con una guarda, y ella había montado una moneda de plata en el mango.
El agua del mar formaba variables dibujos en la hoja, que un momento parecían fuego,
luego aire, la escritura del poder. La señora Stambley no era tan tonta como para leer esa
escritura. Se volvió hacia el pasillo por donde el tritón debía aparecer. Con la navaja en la
mano derecha, el sombrero torcido, el bolso agarrado bajo el brazo izquierdo, la turista
supuso que su aspecto no sería el de una curtida luchadora. Pero en la magia, como
cualquier bruja expena sabía, la apariencia era muy importante. Y ella no pensaba
rendirse.
—Gran Lir —dijo, y su humana lengua añadió más urgencia a las burbujas que fluyeron
de su boca—. Poseidón que ruges como un toro, Neptuno que arrojas lanzas, poderoso
Njórd, Dragón de la cola hendida, mantenedme a salvo en las verdes palmas de vuestras
manos. Sacadme ilesa del mar. Y cuando vuelva al hogar, os obsequiaré a vosotros y a
los vuestros.
En algún lugar cercano chilló un animal, un toro, un caballo, una gran serpiente marina.
Era la respuesta. En unos instantes ella sabría el significado. La señora Stambley
escondió detrás de la espalda su mano derecha, con la navaja, y esperó.
El agua del laberinto de huesos se agitó coléricamente y el tritón dobló el último recodo.
Al ver a la señora Stambley apoyada en la frágil pared, se echó a reír. La risa brotó de su
boca como una cascada, formando un torrente de burbujas. El ruido de las burbujas al
reventar subrayó especialmente el regocijo del animal. Después, el tritón mostró de nuevo
sus horribles dientes, agitó la cola para avanzar e inició la caza.
La señora Stambley mantuvo la navaja oculta hasta el último instante. Y entonces,
mientras los esqueléticos brazos del tritón buscaban su cuerpo, mientras los dedos de las
manos apretaban el cuello de la mujer y sus afilados incisivos avanzaban hacia la
garganta, la señora Stambley sacó el brazo y acuchilló al animal en un costado. El tritón
retrocedió horrorizado, y la mujer atacó de nuevo, con la misma pericia, como si cortara
pescado. El animal dobló la espalda, abrió la boca, lanzó un mudo chillido de burbujas y
ascendió lentamente hacia la blanca luz de la superficie.
El laberinto de huesos se esfumó. La señora Stambley metió la navaja en su bolso,
alzó las manos por encima de la cabeza y ascendió igualmente, dejando atrás una estela
de burbujas tan oscuras como la sangre.
—Muy malo —acababa de decir la voz.
La señora Stambley dio media vuelta y sonrió suavemente mientras se arreglaba el
sombrero.
—Sí, lo sé —dijo—. Muy malo que se halle en ese estado. Por trescientas libras me
gustaría algo que estuviera un poco mejor cuidado.
La turista se hizo a un lado.
La propietaria de la tienda, una mujer arrugada y pintarrajeada con una membrana
entre los dedos índice y medio, respiraba con dificultad. En la vitrina, el momificado tritón
había caído de espaldas. En un costado tenía una profunda herida de cuchillo. La cavidad
pectoral estaba hueca. Apestaba. Bajo el cuerpo había siete nudosos palitos que
parecían, sorprendentemente, huesos.
—Sí —prosiguió la señora Stambley, sin molestarse en pedir disculpas por su
apresurada salida—, un estado más bien lamentable. Me asombra que alguna gente trate
de embaucar a los turistas. Por suerte yo no soy tan tonta.
Atravesó la entrada y se alegró al comprobar que el sol iluminaba la callejuela. Se llevó
una mano a su abultado pecho y respiró profundamente.
—Espera, espera a que lo cuente al grupo —dijo.
Luego se abrió paso hasta la calle principal, donde el resto de turistas y el guía se
hallaban tras bajar de la montaña. La señora Stambley caminó briosamente hacia ellos,
arreglándose el sombrero una vez más y sonriente. Ni siquiera el pensamiento de haber
perdido el mapa de los tritones logró deprimir su ánimo. La mirada de sorpresa de aquella
vieja bruja que era la propietaria de la tienda compensaba el susto. Pero, ¿qué regalo
suficientemente bueno podía ofrecer a los dioses? Un problema que ella podía resolver
felizmente durante el viaje de regreso.
NOTA: Jane Yolen comenta esto de su TRITÓN MALASIO: «En realidad, tengo una
foto de esa criatura que tomé en una tienducha de una callejuela de Greenwich. Valía 600
dólares y tenía la feliz etiqueta de «Vendido». Era tan horrible que tuve grandes deseos
de comprarlo, pero mi marido y mis hijos me habrían repudiado si aparezco en casa con
aquello. Al fin y al cabo me habían ofrecido el viaje a Inglaterra como obsequio de
Chanukah/Navidad y se habrían sentido traicionados con una monstruosidad así en la
mesita de café». ¿ Ah, sí? Bah. Qué va. Caramba, ¿en qué otra parte puede ponerse un
tritón malasio?
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