Harlan Ellison
A los tres años de edad, disfrazado de derviche dongalawi, Harían Ellison colaboró en
la toma de la Plaza Británica de Omdurman (¿Qmdurman?, ¿Schenectady?, oh, bueno),
cosa que ha lamentado siempre. «No sé qué me pasó —se le ha oído murmurar—. Debió
de ser aquella bala de mosquete afgano, el balazo que recibí en la fatal batalla de
Maiwand, que ha vibrado en mi pierna desde entonces: palpitación, palpitación,
palpitación.» A partir de entonces Harían Ellison ha hecho saltar la banca de Montecarlo
una, mil veces; ha hecho el amor, loco y apasionado, con once llorosas emperatrices, así
como con 987 mujeres de otra condición; ha nadado repetidamente en el Helesponto
(«¡Porque está allí, por eso!», responde muy crispado); ha publicado 885 litros y ha
bebido leche suficiente para dejar a Australia a un metro de profundidad cuatro veces. Él
es vasto, contiene multitudes...
Harían Ellison nació en Cleveland, Ohio, en 1934. En la mejor vieja tradición
norteamericana, se fue de casa más tarde y entró en un circo: el relato de su experiencia
con «individuos grotescos y desalmados» podría helarles la sangre; Ellison dice que por
eso no toma nunca alcohol. El señor Ellison estudió en la universidad estatal de Ohio y
prestó servicio en el ejército de los Estados Unidos. Escribió guiones para series
televisivas como «Alfred Hitchcock», «Star Trek», «The Outer Limits» y otras. Fue editor
en Rogue Magazine y Regency Books. Suyos son los guiones de películas como Dream
Merchants, I, Robot y A Boy and His Dog (Un muchacho y su perro, de cuyo relato original
también es el autor). Premios Hugo, Nébula, Edgar y muchos otros. Articulista,
conferenciante, un mínimo de treinta y cinco libros, entre ellos Gentlemen Junkie, Memos
from Purgatory, Rockabilly, Ellison Wonderland. Numerosos cuentos y artículos.
Seleccionador de la famosa antología I trilogía Visiones peligrosas. Todo ello
abundantemente traducido. Harían Ellison se describe como «... en el mejor de los casos,
un moscardón», y vive en el sur de California, en una extraña y elevada casa en lo alto de
una montaña.
Cort estaba acostado con los ojos cerrados, fingiendo que dormía, desde hacía
exactamente una hora después de que ella empezara a roncar. De vez en cuando
permitía que sus ojos se abrieran formando pequeñas rendijas para seguir el paso del
tiempo en la esfera luminosa del reloj que había dejado en la mesilla. A las cinco en punto
de la mañana salió de la cama del motel, que parecía una piscina olímpica, recogió la
ropa del enmarañado montón que había en el suelo y se vistió con rapidez en el cuarto de
baño. No encendió la luz.
Como no recordaba el nombre de ella, no dejó una nota.
Como no deseaba degradar a la chica, no dejó un billete de veinte dólares en la
mesilla.
Como no podía irse con la celeridad que deseaba, sacó el coche del aparcamiento
empujándolo y dejó que cobrara impulso por el silencioso solar hasta llegar a la calle. A
través de la abierta ventanilla giró el volante, cogió la puerta antes de que el vehículo
rodara hacia atrás, se metió y sólo entonces puso en marcha el motor.
La Ruta 1 entre Big Sur y Monterrey estaba desierta. La niebla abundaba. En algún
punto, a la izquierda, bajo los acantilados, el Pacífico murmuraba amenazas cual viejo
enemigo. La niebla se ondulaba en la autopista, conjurando ectoplásmicas formas con las
condensadas luces de los faros. La humedad pendía de los grandes y gruesos árboles
como plateados recuerdos de tiempos anteriores a la llegada del hombre. La tortuosa
carretera de la costa ascendía a través de un terreno que recordó a Cort la selva tropical
brasileña: empapado por la niebla y frígido, impenetrable y agresivamente siniestro. Cort
aceleró, arriesgándose a que el desastre lo alcanzara. Debía de haber algo más que la
amenaza de la selva.
Como tenía que haber en su vida algo más que endodoncias, rentas y frottage cargado
de culpa a últimas horas de la noche con ojinegras ayudantes de dentista. Algo más que
marcos de peltre con diplomas de prestigiosas universidades. Algo más que una esposa
de una familia socialmente distinguida y 2,6 hijos aptos para la visión propagandista,
perfecta y empalagosa de la juventud norteamericana de un fabricante. Algo más que
levantarse todas las mañanas en un mundo que no reservaba sorpresas.
Debía de haber desastre en alguna parte. En la selva, en la niebla, en la noche.
Pero no en la Ruta 1 a las cinco y media. No para él, no en aquel momento.
A las seis y media llegó a Monterrey y se dio cuenta de que no había comido desde el
mediodía del día anterior, cuando había terminado la terapia de los canales dentales de la
señora Udall; tras guardar el torno se quitó la bata, se puso la chaqueta, salió de su
despacho sin decir una palabra a Jan y a Alicia, fue al garaje del sótano y partió hacia la
costa, huyendo sin pensar en un destino.
No hubo tiempo de cenar cuando ligó con la camarera, y ningún puesto nocturno de
pizzas abierto para tomar algo antes de que ella se durmiera. El ácido había empezado a
abrirle un agujero en el revestimiento de su estómago por culpa de tanto café y tan poca
paz mental.
Cort se dirigió al centro turístico de Monterrey y no tuvo problemas para localizar una
alargada extensión de espacios de aparcamiento. No había movimiento alguno en las
aceras de las tiendas. El sol parecía dispuesto a no salir nunca. La niebla era espesa y
húmeda; corrientes de arena movediza fluían alrededor de Cort. Durante un instante el
escaparate de una tienda, repleto de lámparas con base de madera flotante destinadas a
salas subterráneas de grabación de lowa, se solidificó en el centro de la remolineante
niebla; acto seguido desapareció. Pero en ese instante Cort vio su cara en el cristal. Esa
noche podía prolongarse el día entero.
Cort recorrió atentamente las calles, en busca de algún madrugador local donde
pudiera conseguir un wafle con fresas heladas untadas con azucarado jugo. Un huevo
frito por un solo lado. Algo agradable en la interminable oscuridad.
Nada abierto. Cort pensó en aquel detalle. ¿Nadie trabajaba temprano en Monterrey?
¿Ningún establecimiento se engalanaba para el asalto de las langostas que era la llegada
de quinceañeros con mochilas, corpulentos vendedores de máquinas industriales con
carmesíes sombreros a la moda y viudas semíticas de azulado cabello? ¿Se había
producido un eclipse? ¿Era aquella la hoyosa, tímida faz de la luna vuelta de lado?
¿Dónde demonios estaba la luz diurna?
La niebla pasó junto a Cort, se dividió en fajas un instante. Al final de una callejuela vio
una luz. Amarillenta, tan apagada como un pergamino, pálida y timorata. Pero era una luz.
Cort se metió en la callejuela y atisbo a través del azogue en busca de la fuente.
Parecía haberse esfumado. Pasó junto a cerradas panaderías, joyerías y bazares con
material de escafandrista. Un fantasma en la niebla. Cort comprendió que no sólo se
enfrentaba a una ciudad vacía y a las fajas de niebla, sino también a un estado de temor.
Gnotobiosis: estado ambiental en que a animales libres de gérmenes se les inoculan
trazas de microorganismos conocidos. Miedo.
La luz salió a flote entre las silenciosas y plateadas sombras del océano: y Cort estaba
delante mismo de ella. ¿Se había acercado él a la luz, o la luz a él?
Era una librería. Sin letrero. Y en el interior, muchos hombres y mujeres. Todos
hojeando libros.
Cort permaneció en la oscuridad, inalcanzado por la somera luz de la anónima librería,
con la mirada fija en la escena. Una tienda tan pequeña, a hora tan temprana de la
mañana, estaba atestada. Hombres y mujeres de pie, casi tocándose unos a otros, todos
absortos en el libro que tenían en la mano. Gnotobiosis: Cort notó que el miedo se
deslizaba por sus venas y arterias igual que veneno.
Ninguno de los clientes volvía las hojas.
De no haber sido por el ligero movimiento de los cuerpos, si nadie se hubiera rascado
el labio, parpadeado o movido los pies, si nadie hubiera hundido los hombros, erguido la
espalda o mirado alrededor... Cort habría creído que contemplaba maniquíes. Una
extraña pero interesante escena para inducir a los transeúntes a entrar y hojear. Estaban
vivos, pero no volvían las hojas de los libros que les absorbían. Ni dejaban un libro en su
estante para coger otro. Los hombres, las mujeres, todos: fascinados por palabras en el
punto donde estaban abiertos los libros.
Cort dio media vuelta para alejarse con la máxima rapidez posible.
El coche. Sal a la carretera. Tiene que haber una parada de camiones, un comedor, un
restaurante económico, comida para llevar, algo. «He estado aquí otra vez, ¡y esto no es
Monterrey!»
Los golpes en el escaparate le detuvieron.
Cort se volvió. La desesperada expresión en la cara de tortuga de la menuda anciana
atiesó su espalda. Con notó que tenía la mano derecha levantada, como puesta entre él y
la visión de la vieja. Sacudió la cabeza, no, definitivamente no, pero sin tener la menor
idea respecto a qué estaba rechazando.
Ella le hizo gestos para que se quedara con sus arrugadas y pequeñas manos, y
pronunció palabras al otro lado del vidrio del escaparate. Las pronunció con gran precisión
y las palabras eran éstas:
«Tengo lo que necesita.»
Luego le indicó por gestos que se acercara a la puerta, que entrara: «Tengo lo que
necesita».
La esfera luminosa del reloj de pulsera de Cort indicaba las 7.00. Aún era de noche. La
niebla seguía descendiendo del bosque de la península de Monterrey.
Cort intentó alejarse. San Francisco estaba arriba. El sol debía de estar llameando en
Russian Hill, Candlestich Park y Coit Tower. El mundo reservaba sorpresas a pesar de
todo. Ahora estás libre, has roto el ciclo, oyó musitar a su futuro. No respondas. Dirígete
hacia el sol.
Vio que su mano se alzaba hacia el pomo de la puerta. Entró en la librería.
Todos alzaron los ojos un momento, no denotaron emoción alguna en sus semblantes,
la puerta se cerró, siguieron mirando los libros. Cort estaba ya dentro, con ellos.
—Estoy segura de que lo tengo en tapas duras, un ejemplar muy bien conservado —
dijo la vieja tortuguilla que era la mujer.
Su sonrisa carecía de dientes. ¿Cómo puede haber niebla aquí dentro?
—Sólo quiero hojear —dijo Cort.
—Sí, claro —repuso ella—. Todos están hojeando.
La anciana le puso una mano en su brazo y Cort se estremeció.
—Hasta que abra algún restaurante.
—Sí, claro.
Cort tenía dificultades para respirar. Acidez.
—¿Siempre..., siempre hay tanta oscuridad a primeras horas de la mañana?
—Está fuera de estación —dijo ella—. Eche un vistazo. Tengo lo que necesita.
Exactamente lo que necesita.
Cort obedeció.
—No busco nada especial.
La vieja caminó junto a él, una mano en su brazo.
—Tampoco lo buscaban ellos. —La anciana señaló con la cabeza el enjambre de
hombres y mujeres—. Pero encontraron respuestas aquí. Tengo un surtido magnífico.
Nadie volvía las páginas.
Cort miró por encima del hombro de una mujer de edad madura que tenía la vista fija
en un libro con grabados de acero en ambas páginas abiertas.
—Su curiosidad —explicó la tortuga— fue excitada por la pregunta: «¿Cómo se creó el
primer vampiro?». Un concepto fascinante, ¿no le parece? Si únicamente es posible crear
un vampiro a partir de un ser humano normal que recibe el mordisco de un vampiro,
¿cómo nació el primer vampiro? Ella ha encontrado la respuesta aquí, entre mis
prodigiosas existencias.
Cort miró el libro. Uno de los grabados en acero reproducía el Arca de Noé.
Pero ¿no significaba eso que tuvo que haber dos a bordo?
La tortuga le obligó a seguir recorriendo las hileras de libros. Cort se detuvo junto a un
joven que llevaba una camiseta muy apretada. Parecía estar agotado por el trabajo. Tenía
la cabeza inclinada, tan cerca del libro abierto en sus manos que su arreglado cabello
rubio caía sobre sus ojos.
—Durante años ha sentido dolores simpáticos con una persona desconocida —explicó
la anciana a modo de confidencia—. Sentía peligro, júbilo, lujuria, desesperación..., nada
de ello personal, nada de ello relacionado en forma alguna con sus circunstancias en el
momento concreto. Por fin comenzó a comprender que estaba unido a otra persona.
Como los hermanos corsos. Pero sus padres le aseguraron que él había nacido solo, que
no existía gemelo. El encontró la respuesta en este tomo.
La vieja hizo agitados gestos con sus manos llenas de azuladas venas.
Cort miró más allá de la cabeza y el cabello del joven. Era un libro de historia africana.
Había lágrimas en los ojos del joven; había una mancha de humedad en la página par.
Con apartó la mirada rápidamente; no deseaba entremeterse.
El siguiente de la hilera era un hombre muy alto, con aspecto de asceta, que sostenía
un pliego de papel obviamente escrito con una pluma de ave. Por los rasgos floridos y los
remolinees de la escritura, Cort comprendió que el libro debía de ser muy antiguo y
seguramente muy valioso. La mujer tortuga se agachó, con la cabeza tocando
suavemente el pecho de Cort, y dijo:
—Siglo dieciséis. El primer infolio de Shakespeare. Este caballero pasó buena parte de
su vida adulta, y décadas de investigaciones académicas, atormentado por el problema
de quién escribió realmente The Booke of Sir Thomas More: el poeta, o su rival, Anthony
Munday. Ahí está la respuesta, ante sus ojos. Tengo unas existencias tan magníficas...
—¿Por qué este hombre..., por qué ninguna de estas personas pasa las hojas?
—¿Por qué iban a molestarse? Han encontrado la respuesta que buscaban.
—¿Y no desean saber nada más? —Al parecer, no. Interesante, ¿no le parece? Cort
pensó que era más estremecedor que interesante. Después, el estremecimiento se aferró
permanentemente a su corazón, como una lapa, con la muda pregunta, ¿cuánto tiempo
llevan así estos curiosos?
—Aquí hay una mujer que siempre había querido saber si el mal puro existe en todos
los lugares de la faz de la tierra. —La mujer en cuestión llevaba una mantilla sobre los
hombros, y contemplaba hipnotizada un libro de historia natural—. Este hombre anhelaba
poseer una relación completa del contenido de la gran Biblioteca de Alejandría, los temas
de ese medio millón de papiros escritos a mano antes de que la biblioteca fuera
incendiada en el siglo quinto.
Era un hombre macilento y arrugado y en su semblante estaba grabada una expresión
de fatiga tan vieja que Cort pensó en Stonehenge. Tenía la mirada clavada en dos hojas
con caracteres infinitesimales y Cort no pudo distinguir una sola palabra entre aquellas
cagadas de mosca.
—Una mujer que perdió la memoria —dijo la tortuga mientras señalaba con un gesto de
su cabeza de tortuga a una hermosa criatura adornada con bufandas de seda de diez
colores distintos—. Despertó en un burdel de Marrakech víctima de la trata de blancas,
huyó para salvarse, ha pasado años errando por todas partes, intentando descubrir quién
es. —La vieja se rió; su risa era suave y cordial—. Ella lo averiguó aquí. El relato completo
está en ese libro.
Cort se volvió para mirar a la tortuga, apartando la arrugada zarpa de su brazo.
—Y usted «tiene lo que yo necesito», ¿verdad?
—Sí. Tengo lo que necesita. Entre mis magníficas existencias.
—¿Qué es exactamente lo que tiene y que yo necesito? Aquí. Entre sus magníficas
existencias.
No le hacía falta que la mujer hablara. Cort sabía exactamente qué iba a decir ella. Ella
diría: «Vaya, tengo las respuestas a su búsqueda», y después él se pasearía por la
librería sintiéndose superior a los pobres diablos que llevaban allí desde sólo Dios sabía
cuánto tiempo. Y finalmente él miraría a la vieja, sonreiría y diría: «Ni siquiera conozco las
preguntas», y ambos sonreirían con esa afirmación: él como un idiota porque se trataba
de la frase más gastada posible, ella porque sabía que él iba a decir alguna tontería como
aquella. Y él se abstendría de excusarse por su fugaz estupidez. Luego formularía la
pregunta y la vieja señalaría un estante y contestaría: «El libro que desea está allí», y le
sugeriría que mirara tal y tal página para averiguar exactamente lo que deseaba saber: el
motivo de su viaje por la costa.
Y si, diez mil años más tarde, la kármica esencia de lo único que queda de Suleimán el
Magnífico, bendito sea su nombre, Suleimán del potente sello, sultán y señor de los
genios de todas las especies: jinns, efrits, iblis...; si esa transustanciada esencia se
presenta de nuevo, como se presenta de nuevo el cometa Halley, ese espíritu que
aparece como por encanto, recorriendo la carmesí eternidad en su interminable hégira...,
si se presenta de nuevo encontrará a Cort (doctor Alexander Cort, dentista cirujano de
una cooperativa de odontólogos) todavía de pie en la librería, codo a codo con los otros
curiosos. Celacantos perfilados en esquisto, mastodontes repentinamente congelados en
hielo, avispas embutidas en ámbar. Gnotobiosis: para siempre.
—¿Por qué tengo la sensación de que todo esto no es casualidad? —preguntó Cort a
la vieja mujer tortuga. Retrocedió poco a poco hacia la puerta—. ¿Por qué tengo la
sensación de que todo esto me esperaba, del mismo modo que esperó al resto de pobres
y jodidos perdedores? ¿Por qué huele usted a gardenias podridas, vieja señora?
Casi estaba en la puerta.
La anciana se hallaba en un espacio libre, en el centro de la librería, mirándole
fijamente.
—Usted no es distinto, doctor Cort. Necesita las respuestas igual que los demás.
—Quizás una poción amorosa..., una piedra mágica..., inmortalidad..., toda esa
jerigonza. He visto lugares como este en películas de televisión. Pero yo no muerdo, vieja
señora. No tengo necesidades que usted pueda satisfacer.
Y su mano estaba en el pomo de la puerta; y lo hizo girar; y dio un tirón; y la puerta se
abrió a la siniestra niebla y la interminable noche y el bosque que le aguardaba. Y la
anciana dijo:
—¿No le gustaría saber cuándo tendrá el mejor instante de toda su vida?
Y Cort cerró la puerta y se quedó inmóvil con la espalda apoyada en ella. Su sonrisa
era enfermiza.
—Bien, me ha cogido —musitó.
—Su momento de máxima felicidad —dijo la vieja en voz baja, sin apenas mover sus
finos labios—. De mayor fuerza, de más satisfacción, la cima de su buena forma, de su
control, el momento de mayor gallardía, cuando tenga el mejor aspecto y sea sumamente
bien considerado por el resto del mundo. Su momento culminante, de mayor impulso, su
logro más apetecido, el que configurará el resto de su vida. El instante que jamás volverá
a presentarse, aunque viva mil años. Aquí, entre mis magníficas existencias, tengo un
tomo que le indicará el día, la hora, el minuto, el segundo de su mejor futuro. Pídalo y es
suyo. Tengo lo que necesita.
—¿Y qué me costará?
La anciana abrió su húmeda boca y sonrió. Sus arrugadas manilas quedaron abiertas
con las palmas hacia arriba ante ella.
—Pues nada —dijo—. Igual que los demás..., usted sólo quiere hojear, ¿no es cierto?
El frío como de lapas que osificaba su columna vertebral indicó a Cort que había cosas
peores que tratar con el diablo. Sólo hojear, como ejercicio...
—¿Y bien? —preguntó la vieja, a la espera.
Cort meditó mientras se humedecía los labios, repentinamente secos cuando el
momento decisivo estaba a su alcance.
¿Y si se produce dentro de pocos años? ¿Y si tengo poco tiempo para lograr cualquier
cosa que siempre quise conseguir? ¿Cómo voy a vivir el resto de mi vida después de
esto, sabiendo que nunca estará mejor, que jamás seré más feliz, más rico, más seguro,
sabiendo que nunca superaré lo que hice en ese instante? ¿Qué valor tendrá el resto de
mi vida?
La menuda mujer tortuga apartó con los hombros a dos curiosos, que se separaron
perezosamente, como si se dieran la vuelta en la cama, y sacó un libro pequeño y
rechoncho de un estante situado a la altura de su cintura. Cort parpadeó con rapidez. No,
ella no lo había sacado de los estantes. El libro se había deslizado y había saltado hacia
la mano de la vieja. Parecía un viejo minilibro.
La anciana se acercó y le tendió el libro.
—Sólo hojear—dijo húmedamente.
Cort extendió la mano y se detuvo, dobló los dedos. La mujer arqueó los finos
bosquejos que eran sus cejas y le ofreció una mirada de diversión, irónica.
—Está terriblemente ansiosa de que yo lea este libro —dijo Cort.
—Estamos aquí para servir al público —dijo ella amistosamente.
—Tengo que hacerle una pregunta. No, dos preguntas. Son dos preguntas que quiero
que me responda. Luego consideraré si hojeo sus magníficas existencias.
—Si yo no puedo responderle, cosa que es, al fin y al cabo, nuestro trabajo aquí,
entonces estoy convencida de que un libro de mis magníficas existencias contiene la
respuesta adecuada. Pero..., coja este libro que necesita, sólo cójalo, y responderé a su
pregunta. Preguntas. Dos preguntas. Muy importantes, estoy segura.
La anciana le tendió el librito. Cort lo miró. Era un minilibro, de los que había leído
siendo niño, con páginas ilustradas alternadas con páginas de texto, con aventuras de
héroes de tebeo como Red Ryder, La Sombra o Skippy. A su alcance, la respuesta a la
pregunta que todo el mundo desea formular: ¿cuál será el mejor momento de mi vida?
Cort no tocó el libro.
—Yo preguntaré, usted responderá. Entonces me habrá cogido... entonces me
dedicaré a hojear.
La anciana se alzó de hombros, como diciendo, «haga lo que prefiera».
Cort pensó: «Haga lo que haga, usted hará su agosto».
—¿Cómo se llama esta librería? —dijo.
La cara de la vieja se crispó. Cort notó una repentina oleada de recuerdos de la
infancia, de su primera lectura de un cuento de brujas. La cara de la mujer tortuga adoptó
un aire malvado.
—No tiene nombre. Simplemente existe.
—¿Y cómo vamos a encontrarla en las páginas amarillas? —dijo Cort, mofándose de la
vieja.
Era obvio que él se encontraba de pronto en situación de fuerza. Aunque no tuviera la
menor idea respecto a la fuente de donde fluía esa fuerza.
—¡Ningún nombre! ¡Ningún nombre! No nos hace falta nombre. ¡Tenemos una clientela
muy selecta! ¡La librería jamás ha tenido nombre! ¡No nos hacen falta nombres! —Su voz,
suave como una tortuga, blanda, de chocolate, se había transformado en metal oxidado
que araña metal oxidado—. ¡Ningún nombre, no le diré ningún nombre, no voy a mostrarle
apestosas etiquetas!
Hizo una pausa para calmar su ira, y en pleno silencio Cort formuló su segunda
pregunta.
—¿Qué gana usted con esto? ¿Cuánto le pagan? ¿Dónde está la línea de beneficio
mínimo en su gráfica? ¿Qué saca usted de esto, pavorosa señora?
La mujer apretó los labios. Sus llameantes ojos parecían al mismo tiempo viejos y
juvenilmente feroces y plateados.
—Clotho —dijo—. Clotho: Libros Raros.
Cort no reconoció el nombre, pero por la forma en que ella lo pronunció, supo que le
había arrancado un importante secreto. Y lo había hecho, al parecer, porque él era el
primero que lo preguntaba. Como cualquiera lo habría hecho, si hubiera preguntado. Y
tras haber preguntado y ser respondido, Cort sabía que estaba a salvo de ella.
—Pues bien, dígame, señorita Clotho, o señora Clotho, o lo que sea. Dígame, ¿Qué
gana usted con esto? ¿En qué moneda del reino le pagan? Usted se ocupa de esta tienda
sobrenatural, atrapa a estos necios, y apuesto que apenas yo me vaya, ¡zas!, todo se
esfuma. De vuelta al País de los Ensueños. ¿Qué tipo de vida hogareña lleva? ¿Hace tres
comidas diarias? ¿Se cambia el tampax cuando tiene la regla? ¿Tiene aún la regla? ¿O
ya ha pasado por la menopausia? ¿Inmortal, quizás? Dígame, extraña señora tortuga, si
vive siempre, ¿cambia de vida? ¿Todavía le gusta acostarse con un hombre? ¿Alguna
vez lo hizo? ¿Cómo es su caca, firme y dura? ¿Tienen que hacer caca las misteriosas
viejas fantásticas que se esfuman con su librería? ¿O quizá no, eh?
—¡No puede hablarme así! —le gritó ella—. ¿Sabe quién soy?
—¡Mierda, no! —le respondió chillando Cort—. ¡No sé quién demonios es usted, y lo
que es más importante, me importa un cochino pepino quién es!
Los lectores zombies había levantado la cabeza. Parecían angustiados. Como si se
hubiera roto un prolongadísimo trance. Pestañeaban furiosamente, se movían sin objeto,
parecían... marmotas que salen a examinar sus sombras.
—¡Deje de gritar! —refunfuñó Clotho—. ¡Está poniendo nerviosos a mis clientes!
—¿Quiere decir que estoy despenándolos? ¡Venga, todo el mundo, salgan a tomar el
sol! ¡Dense un chapuzón! ¿Por qué están tan quietos? ¿Sabiduría del destino?
—¡Cierre el pico!
—¿Ah, sí? Tal vez lo haga y tal vez no, vieja tortuga. Si responde a mi pregunta, por
qué me aguardaba aquí especialmente a mí, es posible que deje a estos papanatas
seguir hojeando.
La vieja se acercó a él tanto como pudo sin tocarle, y silbó igual que una serpiente
—¿Usted? —dijo con los dientes apretados—. ¿Por qué piensa que le esperábamos a
usted precisamente? Esperamos a todo el mundo. Esta era su oportunidad. Todos tienen
una oportunidad, todos tendrán su oportunidad en la tienda del curioseo.
—¿Por qué dice «esperamos»? ¿Se siente imperial?
—Nosotras. Mis hermanas y yo.
—Oh, hay más de una como usted, ¿eh? Una cadena de librerías. Muy agudo. Pero
supongo que tendrán sucursales en estos tiempos, con tanta competencia de otras
cadenas...
Clotho apretó los dientes. Y por primera vez Cort vio que la vieja tortuga tenía dientes
detrás de sus rectos y finos labios.
—Coja este libro o salga de mi tienda —dijo la mujer en un mortífero susurro.
Cort cogió el minilibro de las temblorosas manos de la vieja.
—Nunca había tratado una persona tan vil, tan grosera —refunfuñó Clotho.
—El cliente siempre tiene la razón, querida —dijo Cort.
Y abrió el libro en la página exacta.
La página donde leyó cuál sería su mejor momento. El conocimiento que convertiría el
resto de su vida en una idea tardía. Un fracasado pasando el tiempo. Una constante
caminata montaña abajo.
¿Cuándo se produciría? ¿Dentro de un año? ¿Dos años? ¿Cinco, diez, veinticinco,
cincuenta, o en el bendito instante final de la vida, después de haber trepado, trepado y
trepado siempre hasta la cumbre? Cort leyó...
Leyó que su mejor momento se produjo cuando tenía diez años. Cuando, en el
transcurso de un partido de béisbol en un solar, un partido en el que sólo se podía batear
si se echaba fuera a otro jugador, el mejor bateador del barrio consiguió un tremendo
golpe dirigido hacia la parte más alejada del centro del campo, donde Con se veía forzado
a jugar siempre (porque se destacaba en este depone). Él corrió de espaldas, extendió su
desnuda mano y milagrosamente, él, el pequeño Alex Cort, saltó todo lo que pudo y el
dolor de la desgastada y dura bola al tocar su mano y quedarse en ella fue más dulce que
cualquier sensación anterior... o posterior. El momento se revivía en las palabras de la
página del terrible libro. Lentamente, poco a poco Con cayó al suelo, sus pies tocaron
tierra y su vista fue hacia su mano, y allí, en la enrojecida y afligida palma, falta de guante
de béisbol, estaba la pelota más dura jamás lanzada por un bateador. Alex era el mejor, el
amo del mundo, lo más increíble en la faz de la tierra, enorme, intrépido y excelente, el
expeno inconmesurable, milagroso; un prodigio, un prodigio andante. Ése fue el mejor
momento de su vida.
Cuando tenía diez años.
Nada más haría en su vida, nada había hecho entre los diez y los treinta y cinco años,
su edad mientras leía el minilibro. Y observó que él, hasta que muriera cuando se
agotaran los años que le restaban de vida, no haría nada... nada podría compararse con
aquel momento.
Cort alzó la cabeza lentamente. Tenía dificultades para ver. Estaba llorando. Clotho le
sonreía desagradablemente.
—Tiene suene de que yo no sea como mis hermanas. Ellas reaccionan mucho peor
cuando las fastidian.
La vieja se alejó de él. El sonido del minilibro bruscamente cerrado en. el mostrador del
escaparate detuvo su caminar. Cort dio media vuelta sin pronunciar palabra y se dirigió
hacia la puerta. Oyó detrás de él los apresurados pasos de la anciana.
—¿Adonde cree que va?
—Vuelvo al mundo real. —Tenía dificultad para hablar. Las lágrimas le obligaban a
expresarse con sollozos y las palabras brotaban ásperamente.
—¡Tiene que quedarse! ¡Todos se quedan!
—Yo no, querida. El héroe es único.
—Todo es inútil. Nunca volverá a conocer la grandeza. Sólo basura, despojos, vacío.
No habrá nada tan bueno aunque viva mil años.
Cort abrió la puerta. La niebla continuaba allí. Y la noche. Y la última selva. Cort se
detuvo y miró a la vieja.
—Si tengo suerte, no viviré mil años.
Luego cruzó la puerta de «Clotho: Libros Raros» y la cerró con fuerza. La vieja le
observó al otro lado del escaparate cuando él se alejó entre la niebla.
Se detuvo de nuevo y se agachó para hablar tan cerca del vidrio como fuera posible.
Ella estiró su carilla de tortuga y le oyó decir:
—Lo que queda puede ser solamente el final de una vida de mierda... pero es mi vida
de mierda.
«Y es la única diversión de la ciudad, querida. El héroe es único.»
Luego Cort se adentró en la niebla, llorando; pero intentando silbar
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