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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 8 de mayo de 2013

DRAGON ROJO - III


Thomas Harris
III





«Se puede ver sólo lo que se observa y se observa sólo lo que ya está en la mente. »
ALPHONSE BERTILLON


...Porque la Misericordia tiene un corazón humano,
la Piedad un rostro humano,
Y el Amor la divina forma humana,
Y la Paz el ropaje humano.
WlLLIAM BLAKE, Cantos de la Inocencia
(Una imagen Divina)


La Crueldad tiene un Corazón Humano,
y los Celos un Rostro Humano,
el Terror la Divina Forma Humana,
y el Secreto el Ropaje Humano.

El Ropaje Humano está forjado en Hierro,
La Forma Humana una Forja Ardiente,
El Rostro Humano un Horno sellado,
El Corazón Humano su Fauce Hambrienta.
WlLLIAM BLAKE, Cantos de la Experiencia
(Una Imagen Divina)*









XXVIII

La lluvia golpea toda la noche el doselete sobre la tumba abierta de Freddy Lounds en Chicago.
El trueno retumba en la dolorida cabeza de Will Graham mientras avanza zigzagueando desde una mesa hasta la cama bajo cuya almohada se oculta el sueño.
La vieja casa situada más arriba de St. Charles azotada por el viento, repite su largo ulular por encima del tableteo de la lluvia contra las ventanas y el rugir de los truenos.
La escalera cruje en la oscuridad. El señor Dolarhyde comien­za a bajar, cada uno de sus pasos acompañado por un susurro de su kimono y en sus ojos la inconfundible marca de un reciente despertar.
Tiene el pelo mojado y prolijamente peinado. Se ha cepillado las uñas. Se mueve lenta y suavemente, transportando su concen­tración como una taza llena.
La película está junto al proyector. Dos temas. Otros rollos están apilados en el cesto de papeles para ser quemados. Quedan dos, elegidos entre las docenas de películas familiares que ha copiado en el laboratorio y llevado luego a su casa para mirarlas.
Instalado confortablemente en su asiento de respaldo reclina­ble, con una bandeja con queso y fruta, Dolarhyde se dispone a disfrutar de la sesión.
Las imágenes de la primera película reproducen un picnic familiar realizado el fin de semana correspondiente al 4 de julio. Una linda familia; tres chicos, el padre, de cuello ancho, metien­do los dedos en el frasco de pickles. La madre.
La mejor toma de ella es durante el partido de softball con los hijos de los vecinos. Dura sólo quince segundos; está parada en la segunda base, frente al lanzador y junto a la marca, con los pies separados lista para salir en cualquier dirección, sus pechos balanceándose bajo el suéter al inclinar su cuerpo hacia adelante. Una molesta interrupción al revolear un niño su bate. Otra vez la mujer, retrocediendo para tocar la base. Apoya un pie sobre el almohadón que utilizan como base y se para moviendo la cadera, tensionando el músculo del muslo de la pierna trabada.
Una y otra vez Dolarhyde observa las tomas de la mujer. Pies en la base, la pelvis ladeada, los músculos de los muslos tensos bajo los pantalones cortos.
Fija la última toma. La mujer y sus niños. Están sucios y cansados. Se abrazan y un perro mueve la cola entre sus piernas.
El terrible estampido de un trueno hace sonar las copas de cristal en la vitrina de su abuela. Dolarhyde agarra una pera.
La segunda película está dividida en varias partes. El título, La Casa Nueva, está escrito con monedas en una caja de cartón junto a una alcancía rota. Comienza con una toma del padre arrancando el cartel clavado en el jardín con la leyenda «En Venta». Lo levanta y enfrenta la cámara con una tímida sonrisa. Los bolsillos de su pantalón están vueltos hacia afuera.
Una larga y temblorosa toma de la madre y los tres niños en la escalinata del frente. Es una linda casa. Un corte para mostrar la piscina. Un chico pequeño con el pelo pegoteado por el agua se acerca al trampolín dejando en las baldosas las huellas de sus pies mojados. Se ven unas cuantas cabezas en la superficie del agua. Un pequeño perro nada hacia la niña, con las orejas echadas hacia atrás, el mentón levantado y mostrando el blanco de sus ojos.
La madre en el agua, sujetándose a la escalerilla y mirando hacia la cámara. Su pelo negro ondulado tiene el lustre del cuero y su busto brillante y mojado asoma sobre su traje de baño, mientras las piernas, que aparecen onduladas bajo la superficie, se mueven como tijeras.
Es de noche. Una toma con mala exposición sacada del otro lado de la piscina hacia la casa iluminada, y las luces reflejándose en el agua.
El interior de la casa y la algarabía familiar. Cajas por todos lados y restos de material de embalaje. Un viejo baúl que todavía no ha sido guardado en el altillo.
Una niña pequeña se prueba los vestidos de su abuela. Se ha colocado un gran sombrero de fiesta. El padre está en el sofá. Parece un poco achispado. Ahora debe de sujetar él la cámara; no se mantiene muy firme. La madre está junto al espejo con el sombrero.
Los chicos se agrupan junto a ella, los varones ríen y tironean el viejo vestido. La niña observa cuidadosamente a su madre, como si estuviera estudiándose a ella misma en un futuro.
Un primer plano. La madre se da vuelta y asume una pose para la cámara, sonriendo y apoyando una mano en la nuca. Es muy bonita. Un camafeo adorna su cuello.
Dolarhyde fija la imagen. Hace retroceder la película. Una y otra vez, la mujer se da vuelta y sonríe.
Dolarhyde toma distraídamente la película del partido de softball y la tira al canasto de papeles.
Saca el rollo del proyector y mira la etiqueta de Gateway y pegada a la caja Bob Sherman, Star Route 7, Casilla de Correo 603, Tulsa, Oklahoma.
Fácil de llegar, además.
Dolarhyde sostiene la película en la palma de su mano y la cubre con la otra, como si fuera un pequeño ser viviente que pudiera tratar de escapar. Le parece que salta dentro de sus manos como si fuera un grillo.
Recuerda la agitación y el apuro en casa de los Leeds cuando se encendieron las luces. Tuvo que dar cuenta del señor Leeds antes de encender las luces para filmar.
Desea una progresión más lenta para esta vez. Sería maravillo­so poder deslizarse entre la pareja dormida mientras la cámara funciona y estar apretados durante un rato. Luego podría atacar en la oscuridad y sentarse entre ellos gozando alegremente.
Podría hacerlo con una película infrarroja y él sabe dónde conseguirla.
El proyector sigue funcionando. Dolarhyde permanece senta­do, sin soltar la película, mientras otras imágenes aparecen ante su vista en la pantalla iluminada, estremeciéndose con el prolon­gado ulular del viento.
No anida en él ningún sentimiento de venganza, sino Amor y pensamientos de la Gloria venidera; corazones que se debilitan y laten rápidamente como pisadas que huyen en medio del silencio.
El rampante. El rampante, lleno de Amor, los Sherman brindándose a él.
No piensa para nada en el pasado; sólo en la Gloria venidera. No piensa en la casa de su madre. En realidad los recuerdos conscientes de esa época son increíblemente pocos y vagos.
En un momento dado, cuando tenía veinte años, los recuerdos de la casa de su madre se borraron de la memoria de Dolarhyde, dejando solamente un rastro huidizo en su mente.
Sabía que había vivido allí sólo un mes. No recordaba que lo habían echado, cuando tenía nueve años, por ahorcar al gato de Victoria.
Una de las pocas imágenes que retenía era la de la casa iluminada, vista desde la calle en un atardecer de invierno cuando pasaba frente a ella volviendo de la Escuela Elemental Potter Gerard hacia la casa donde se alojaba, a un kilómetro de distancia.
Recordaba el olor de la biblioteca de Vogt, parecido al de un piano que recién se abre, cuando su madre lo recibió allí para entregarle unos regalos para las vacaciones. No recordaba las caras pegadas a las ventanas del primer piso al alejarse por la vereda helada con los prácticos obsequios bajo el brazo, tan detestables como si fueran carbones ardientes; apurándose en volver a su casa, a un lugar en su cabeza muy diferente de St. Louis.
A los once años su vida de ficción era activa e intensa y cuando la presión de su amor era demasiado grande, la descargaba. Asesinaba a los animales domésticos cuidadosamente, contem­plando fríamente las consecuencias. Eran tan mansos que resul­taba muy fácil hacerlo. Las autoridades nunca lo relacionaron con las pequeñas manchas de sangre en los sucios pisos de los garajes.
A los cuarenta y dos años no lo recordaba. Ni pensaba jamás en las personas que vivían en la casa materna: su madre, sus medio hermanas, su medio hermano.
A veces los veía cuando dormía, en los brillantes fragmentos de un afiebrado sueño; deformados y altos, caras y cuerpos con colores brillantes como los de un papagayo, adoptando la postura de una mantis.
Cuando decidía recordar, cosa que difícilmente ocurría, tenía numerosas reminiscencias agradables. Relacionadas con el servi­cio militar.
Sorprendido a los diecisiete años cuando intentaba entrar por la ventana a la casa de una mujer con un propósito nunca aclarado, se le brindó la opción entre alistarse en el ejército o afrontar cargos criminales. Eligió el ejército.
Luego de recibir el entrenamiento básico, fue enviado a una escuela especializada en operaciones de revelado y de ahí trasladado a San Antonio donde trabajó con películas de entrenamien­to médico en el Hospital Militar de Brooke.
Los cirujanos del hospital se interesaron por él y decidieron mejorar el aspecto de su cara.
Realizaron una plástica Z en su nariz, utilizando cartílagos de la oreja para alargar el tabique y le rectificaron el labio por medio de un interesante método de Abbé, que atrajo a un gran número de médicos al anfiteatro del quirófano.
Los cirujanos estaban orgullosos por el resultado obtenido. Dolarhyde rechazó el espejo y miró por la ventana hacia el exterior.
El fichero de la filmoteca indicaba que Dolarhyde sacaba muchas películas, casi todas relacionadas con traumas, y que las devolvía al día siguiente.
Se alistó nuevamente en 1958 y en su segundo enganche descubrió Hong Kong. Establecido en Seúl, Corea, revelando películas tomadas por los pequeños aviones de reconocimiento que el ejército enviaba a fines de 1950 más allá del paralelo 38, tuvo oportunidad de ir dos veces a Hong Kong durante sus licencias. Hong Kong y Kowloon podían satisfacer cualquier necesidad en 1959.
La señora Dolarhyde salió del sanatorio en 1961 gozando de una indefinida paz atribuible a la dosis de Thoranzina. Dolarhyde solicitó y obtuvo una licencia dos meses antes de la fecha en que debían darle la baja definitiva y regresó a su casa para cuidar de ella. Fue un período curiosamente pacífico para él también. Gracias a su nuevo trabajo en Gateway, Dolarhyde podía pagar a una mujer para que se quedara con su abuela durante el día. Por las noches se sentaban juntos en el living sin hablar. El tictac del reloj y sus campanadas eran los únicos sonidos que quebraban el silencio.
Vio a su madre en una oportunidad, durante el entierro de su abuela. La miró, atravesándola con la mirada, fijándola más allá de ella, con sus ojos amarillos tan parecidos a los de su mamá. Lo mismo podría haber sido una desconocida.
Su aspecto sorprendió a su madre. Tenía pecho ancho y figura delgada, su misma tez y un bigote prolijo que sospechó era el resultado de un trasplante de pelo de la cabeza.
Lo llamó por teléfono la semana siguiente y oyó cómo él colgaba lentamente el auricular.
Durante los nueve años subsiguientes a la muerte de su abuela, Dolarhyde permaneció tranquilo sin molestar a nadie. Su frente estaba tersa como una semilla. Sabía que estaba esperando. Pero no sabía qué esperaba.
Un pequeño acontecimiento, como puede ocurrirle a cual­quiera, le indicó a la semilla plantada en su mente que ya era Tiempo: parado junto a una ventana que daba al norte, exami­nando una película, se dio cuenta de que sus manos estaban empezando a envejecer. Era como si las viera por primera vez; al tomar la película y gracias a la intensa luz del norte advirtió que la piel que cubría sus huesos y tendones se había aflojado y que sus manos estaban marcadas por estrías que formaban unos rombos tan pequeños como las escamas de una lagartija.
Un intenso olor a repollo y tomates guisados lo inundó al darles vuelta bajo la luz. Se estremeció a pesar de que hacía calor en el cuarto. Esa tarde trabajó más que nunca.
Un espejo de cuerpo entero colgaba de la pared del gimnasio de Dolarhyde instalado en el altillo, junto a las barras y al banco con las pesas. Era el único espejo de cuerpo entero en toda la casa y en él podía admirar sin problemas su cuerpo ya que siempre trabajaba con una máscara.
Se examinó detenidamente mientras ejercitaba su musculatura. A pesar de sus cuarenta años podía haber participado exitosa­mente en una competición de desarrollo muscular. Pero no estaba satisfecho.
En el curso de esa semana tropezó con la pintura de Blake. Lo impactó instantáneamente.
La vio en una fotografía grande y a todo color en la revista Time, ilustrando un artículo sobre una exposición retrospectiva de Blake en la Galería Tate de Londres. El Museo de Brooklyn había contribuido con El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revesti­da del Sol a la exposición londinense.
El crítico de Time decía «Pocas imágenes demoníacas del Arte occidental irradian una carga tan angustiosa de energía sexual...» Dolarhyde no necesitaba leer el texto para darse cuenta.
No se separó de la imagen en varios días y, entrada la noche, la fotografiaba y agrandaba en el cuarto oscuro. La mayor parte del tiempo estaba muy agitado. Colocó una de estas fotografías jumo al espejo en el cuarto de gimnasia y la miraba fijamente mientras ejercitaba sus músculos. Lograba dormir solamente después de haber trabajado hasta quedar exhausto y de mirar las películas médicas que le brindaban alivio sexual.
A los nueve años había comprendido que estaba esencialmente solo y que siempre lo estaría, una conclusión más lógica de alcanzar a los cuarenta.
Ahora, a los cuarenta años, había sido subyugado por una vida de fantasía con un brillo, frescura y vivacidad propios de la niñez, lo que le condujo un paso más adelante de la Soledad.
En una época, en que otros hombres por primera vez ven y temen su aislamiento, a Dolarhyde le resultó perfectamente comprensible el suyo: estaba solo porque era Único. Con el fervor de la conversión advirtió que si se empeñaba en ello, si cumplía con las verdaderas necesidades que había sofocado durante tanto tiempo, cultivándolas como las fuentes de inspira­ción que eran en realidad, podría Transformarse.
En el cuadro no se podía apreciar la cara del Dragón, pero a medida que pasaba el tiempo Dolarhyde llegó a saber cómo era.
Mientras contemplaba las películas de medicina en el living, sus músculos abultados luego de levantar pesas, abría bien grande la boca para colocarse los dientes de su abuela. No calzaban bien en sus encías deformadas, y al poco rato se le acalambraban las mandíbulas.
Se ejercitaba en ratos perdidos, mordiendo un duro pedazo de goma hasta que los músculos de sus mejillas sobresalieron como un par de avellanas.
En el otoño de 1979, Francis Dolarhyde retiró parte de sus abundantes ahorros y se tomó una licencia de tres meses de Gateway. Fue a Hong Kong y llevó los dientes de su abuela.
Cuando volvió, la pelirroja Eileen y sus otros compañeros de trabajo estuvieron de acuerdo en afirmar que las vacacio­nes le habían sentado muy bien. Estaba tranquilo. Casi ni se dieron cuenca de que nunca utilizaba el vestuario de los emplea­dos ni se duchaba. En realidad casi nunca lo había utilizado antes.
Los dientes de su abuela estaban nuevamente colocados dentro del vaso junto a la cama de ella. Los nuevos de él estaban guardados bajo llave en su escritorio del primer piso.
Si Eileen lo hubiera visto parado frente al espejo, con los dientes colocados y el nuevo tatuaje brillando por la fuerte luz del gimnasio», habría gritado. Una sola vez.
Dolarhyde sentía que disponía de tiempo: no necesitaba apurarse. Tenía la eternidad por delante. Transcurrieron cinco meses hasta que eligió a los Jacobi.
Los Jacobi fueron los primeros que lo ayudaron, los primeros en elevarlo hacia la Gloria de su Transformación. Los Jacobi eran mejor que cualquier otra cosa que había conocido.
Hasta los Leeds.
Y, al aumentar su fuerza y su Gloria, lo esperaban los Sherman y la intimidad de los infrarrojos. Muy prometedor.





XXIX

Francis Dolarhyde tuvo que abandonar su territorio en e! taller de revelado de Gateway para buscar lo que precisaba.
Dolarhyde era jefe de producción de la sección más importan­te de Gateway —la de revelado de películas familiares— pero existían otras cuatro más.
Las retracciones de 1970 incidieron considerablemente en la filmación de películas familiares y el sistema de la video graba­ción era una competencia en constante aumento. Gateway tuvo que diversificarse.
La compañía agregó secciones que transferían las películas al videotape, imprimían mapas de reconocimiento aéreo y ofrecían servicios de aduana a productores de películas comerciales de pequeño formato.
En 1979, Gateway recibió un regalo del cielo. La compañía firmó un contrato junto con el Departamento de Defensa y el Departamento de Energía para perfeccionar y probar nuevas emulsiones para fotografía con infrarrojos.
El Departamento de Defensa quería películas sensibles infra­rrojas para sus estudios de almacenamiento de calor. Defensa las precisaba para reconocimientos nocturnos.
Gateway compró, a fines de 1979, una pequeña compañía vecina —la Química Baeder- e instaló allí el proyecto.
Dolarhyde caminó hasta Baeder durante la hora del almuerzo, bajo un límpido cielo azul, evitando cuidadosamente los charcos de agua en el asfalto que reflejaban su imagen. La muerte de Lounds lo había dejado de muy buen humor.
Parecía que en Baeder todos habían salido para almorzar.
Encontró la puerta que buscaba al final del laberinto de pasillos. El cartel decía: «Materiales Sensibles Infrarrojos en Uso. No Encender la Luz. No Fumar. Prohibidas las Bebidas Calientes». La luz roja estaba encendida sobre el cartel.
Dolarhyde oprimió un botón y al cabo de un momento la luz se puso verde. Entró a la pequeña antesala y golpeó la puerta interior.
—    Adelante —respondió una voz de mujer.
Un ambiente fresco y oscuridad total. Ruido a agua que corre y el conocido olor del producto utilizado para revelados; un dejo de perfume además.
—Soy Francis Dolarhyde. Vine por el secador.
—Oh, bien. Discúlpeme, tengo la boca llena. Estaba terminan­do de almorzar.
Oyó el ruido de papeles estrujados y arrojados a un cesto.
—    En realidad, Ferguson quería el secador —dijo la voz en la oscuridad — .  Está de vacaciones pero sé dónde encontrarlo.
¿Tiene uno en Gateway?
—Tengo dos. Uno es más grande. El no dijo cuánto espacio tenía —Dolarhyde había leído semanas antes un memorando sobre el secador.
—Se lo mostraré si no le importa esperar un momento.
—    No hay problema.
—Apoye su espalda contra la puerta —su voz adquirió un tono similar al de un guía—, dé tres pasos hacia adelante, hasta sentir la baldosa bajo sus pies, y encontrará un banquito a su izquierda.
Lo encontró. Estaba más cerca de ella ahora. Podía oír el crujido de su guardapolvo.
—Gracias por venir —dijo la mujer, con voz clara y un dejo metálico — . Usted es el jefe de la sección revelado en el edificio grande, ¿verdad?
-Así es.
—    ¿El mismo «señor D.» que se enfurece cuando se archivan mal las solicitudes?
—El mismísimo.
—Yo soy Reba McClane. Espero que no haya nada mal aquí.
—Ya no es más asunto mío. Yo sólo planeé la construcción del cuarto oscuro cuando compramos este lugar. Hace más de seis meses que no vengo. —Un larguísimo discurso para él, pero mucho más fácil en la oscuridad.
—        Un minuto más y encenderé la luz. ¿Necesita medir?
  
—Tengo con qué hacerlo.
   A Dolarhyde le resultaba bastante agradable conversar con esta mujer en la oscuridad. Oyó el ruido de una cartera que se abría y el clic de una polvera.
   Sintió pena cuando sonó el despertador.
—    Listo. Guardaré este material en el Agujero Negro —dijo ella.
Sintió una ráfaga de aire fresco, oyó que se cerraba la puerta de un armario provista de burletes de goma y el silbido de una cerradura al vacío. Un soplo de aire y una estela perfumada lo rozó al pasar ella.
Dolarhyde apoyó el nudillo del dedo bajo su nariz, resumió su expresión pensativa y esperó a que se encendiera la luz.
El cuarto se iluminó. Ella estaba parada junto a la puerta sonriendo en una dirección aproximada hacia donde él estaba. Sus ojos se movían inquietos bajo sus párpados cerrados.
Vio el bastón blanco apoyado en un rincón. Se quitó la mano de la cara y sonrió.
—    ¿Podría comer una ciruela? —preguntó él. Había varias en el mostrador sobre el cual ella había estado sentada.
—Por supuesto, son muy ricas.
Reba McClane tendría alrededor de treinta años y una cara de campesina enmarcada por finos rasgos y firme determinación. En el puente de la nariz tenía una pequeña cicatriz en forma de estrella. Su pelo era una mezcla de trigo y oro colorado, peinado en un estilo paje un poco pasado de moda y la cara y las manos estaban salpicadas por pecas del sol. Contra las baldosas y el acero inoxidable del cuarto oscuro, su silueta tenía el resplandor del otoño.
Dolarhyde podía observarla a su gusto y antojo. Su mirada podía pasearse tan libremente como el aire. Ella no tenía posibilidades de detener sus ojos.
Dolarhyde sentía a menudo manchones calientes y urticantes en su piel cuando hablaba con una mujer. Se movían por dondequiera que pensara que la mujer lo miraba. Aun cuando ella apartara la vista, sospechaba que veía su reflejo. Siempre estaba atento a las superficies reflejantes y se cuidaba de evitarlas.
Su piel estaba fría en ese momento. La de ella, cubierta de pecas, con gotitas de transpiración en el cuello y la parte interior de las muñecas.
Le mostraré el cuarto donde quiere instalarlo —dijo Reba—.
Allí podremos medirlo.
Quiero pedirle un favor —dijo Dolarhyde cuando terminaron.
-Diga.
—Necesito película infrarroja para filmar. Película cálida, sensible alrededor de los mil nanómetros.
—Tendrá que conservarla en el congelador y guardarla nueva­mente en la nevera después de usarla.
-Lo sé.
—    Si me pudiera dar una idea de las condiciones, tal vez yo...
—Tomas a dos metros y medio, con un par de filtros Wratten
sobre las luces —sonaba demasiado como un mecanismo de vigilancia—. En el zoológico —aclaró — . En el Mundo de la Oscuridad. Quieren fotografiar los animales nocturnos.
—Deben de ser realmente asustadizos si no pueden usar la película comercial.
-Ajá.
—Estoy segura de que podremos suministrárselo. Pero hay un detalle. Usted sabe que mucho material que utilizamos aquí está bajo el contrato de DD. Va a tener que firmar si quiere sacar algo.
—Correcto.
—¿Cuándo lo necesita?
—    Alrededor del 20. Pero no más tarde.
—No necesito decirle que cuanto más sensible es, más cuidado hay que tener al manipularla. Tiene que trabajar con enfriadores, hielo seco y demás. A las cuatro de la tarde proyectarán unas muestras. Tal vez le interese verlas. Podrá elegir la emulsión más inocua que sirva para lo que usted quiere.
—Vendrá luego.
Reba McClane contó las ciruelas después que Dolarhyde se fue. Se había llevado una.
Qué hombre raro, ese señor Dolarhyde. Su voz no había reflejado ninguna extraña pausa de simpatía y preocupación cuando encendió las luces. Tal vez ya sabía que era ciega. O mejor aún, no le importaba un comino.
Eso sí que sería agradable.





XXX

En Chicago se realizaba el entierro de Freddy Lounds. El National Tattler pagó por la complicada ceremonia, apurando los arreglos para que pudiera realizarse el jueves, al día siguiente de la muerte de Lounds. Así las fotografías estarían listas para la edición que publicaría el Tattler esa misma noche.
La ceremonia en la capilla fue larga y larga también la del cementerio. Un sacerdote pronunció un interminable panegíri­co. Graham luchaba contra las consecuencias de su borrachera y trataba de estudiar al público.
El coro contratado, parado junto a la tumba, hizo honor al dinero que había cobrado, acompañado por el zumbido de las cámaras motorizadas de los fotógrafos del Tattler. Estaban presentes dos equipos de televisión con cámaras fijas y otras portátiles. Fotógrafos policiales, provistos de credenciales de periodistas, sacaban fotos a la gente.
Graham reconoció a varios agentes de la Sección Homicidios de Chicago, vestidos de civil. Sus caras eran las únicas que tenían algún significado para él.
Y estaba Wendy, de Wendy City, la amiga de Lounds. Sentada junto al doselete, cerca del féretro. A Graham le costó reconocer­la. Su peluca rubia estaba sujeta en la nuca con un rodete y lucía un traje sastre negro.
Se puso de pie cuando cantaron el último himno, dio unos pasos hacia adelante algo titubeante, se arrodilló y apoyó su cabeza contra el ataúd, abrazando la corona de crisantemos mientras centelleaban las luces de los fotógrafos.
El público hizo poco ruido al avanzar sobre el pasto mullido hacia las puertas del cementerio.
Graham caminaba junto a Wendy. Un numeroso grupo que no había sido invitado los observaba del otro lado de los barrotes de la alta reja de hierro.
—    ¿Está bien? —preguntó Graham.
Se detuvieron junto a unas tumbas. Sus ojos estaban secos y su mirada era serena.
Mejor que usted -contestó-. Se emborrachó, ¿verdad?
Así es. ¿Tiene alguien que la vigile?
La comisaría envió a unas personas. En el club están vestidos de civil. Hay mucho movimiento, ahora. Más tipos raros que lo usual.
—Siento mucho lo ocurrido. Usted... me pareció que se portó admirablemente bien en el hospital. Sentí verdadera admiración por usted.
Ella asintió.
—    Freddy era un buen amigo. No debería haber tenido ese final tan horrible. Gracias por dejarme entrar al cuarto. —Miró a lo lejos, pestañeando, pensando, como si la gruesa capa de sombra que cubría sus párpados fuera pesada como polvo de una roca.
Levantó su vista hacia Graham. —Oiga, el Tattler me ha dado
dinero.  Lo suponía, ¿verdad? Por una entrevista y por mi actuación junto a la tumba. No creo que a Freddy le hubiera importado.
—Se habría enojado muchísimo si no lo hubiera hecho.
—Es lo que pensé. Son unos truhanes, pero pagan. Trataron de hacerme decir que yo pensaba que usted había planeado inten­cionalmente todo esto al pararse con la mano sobre el hombro de Freddy para que le tomaran esa foto. Pero yo no lo dije. Si lo publican es pura mentira.
Graham guardó silencio mientras ella lo escrutaba con su mirada.
—Tal vez usted no lo quería, pero no importa. Pero si pensaba que iba a pasar lo que pasó no habría perdido la oportunidad de encajarle un balazo al Duende Dientudo, ¿verdad?
—Así es, Wendy, habría estado acechándolo.
—    ¿Tiene alguna pista? Todo lo que sé es lo que dice esta gente.
—No muy buena. Unas cuantas cosas en el laboratorio que estamos estudiando. Fue un trabajo limpio y tuvo suerte. —¿Usted la tiene?
—    ¿Qué cosa?
—Suerte
—A veces sí y a veces no.
Freddy nunca tuvo suerte. Me dijo que después de esto iba a trabajar limpiamente. Con grandes negocios por todas partes.
Posiblemente lo hubiera hecho.
Bueno Graham, si alguna vez, bueno, usted sabe, si alguna vez tiene ganas de tomar una copa, yo puedo ofrecérsela.
Gracias.
Pero no se emborrache por las calles.
Pierda cuidado.
Dos policías le abrieron camino a Wendy entre el grupo de curiosos agolpados fuera de la puerta. Uno de los mirones tenía una camiseta en la que estaba impreso: «El Duende Dientudo es el show de una noche». Cuando Wendy pasó dejó escapar un silbido. La mujer que estaba parada al lado de él le dio una cachetada.
Un policía fornido se introdujo en el 280ZX junto a Wendy y se perdieron en el tráfico. Otro policía los seguía en un auto sin identificación.
Un olor a cohete quemado impregnaba la atmósfera de Chicago esa calurosa tarde.
Graham se sentía solo, y sabía por qué; los entierros a menudo nos dan ganas de hacer el amor, una forma de desquitarse de la muerte.
El viento sacudía los tallos secos de una corona mortuoria junto a sus pies. Durante un segundo recordó el ruido de las palmeras agitadas por el viento del mar. Tenía muchas ganas de volver a su hogar y sabía que no lo haría, que no podría hacerlo, hasta que muriera el Dragón.





XXXI

La sala de proyecciones de la Química Baeder era peque­ña; cabían cinco filas de sillas plegables con un pasillo inter­medio.
Dolarhyde llegó tarde. Se quedó parado atrás, con los brazos cruzados, mientras proyectaban tarjetas grises, tarjetas de color y cubos iluminados de diferentes formas, filmados con una variedad de emulsiones infrarrojas.
Su presencia perturbó a Dandridge, el joven que estaba a cargo. Dolarhyde poseía cierto aire de autoridad. Era el reconocido experto del cuarto oscuro de la compañía vecina y tenía fama de perfeccionista.
Dandridge no lo había consultado desde hacía varios meses, de resultas de una mezquina rivalidad suscitada cuando Gateway compró la Química Baeder.
—Reba, descríbenos los detalles del revelado de la copia... ocho —dijo Dandridge.
Reba McClane estaba sentada al final de una fila con un anotador en sus faldas. Sus dedos se movían sobre la pizarrita mientras relataba con voz clara los pasos del revelado: reactivos, temperatura y tiempo, y técnicas de almacenaje anterior y poste­rior a la filmación.
Las películas sensibles infrarrojas deben ser manipuladas en una oscuridad total. Ella había realizado todo el trabajo del cuarto oscuro, manteniendo en orden las diversas muestras por medio del tacto y llevando un registro en la penumbra. Era fácil comprender lo valiosa que era para Baeder.
La proyección se prolongó durante un buen rato.
Reba McClane permaneció en su asiento mientras los demás salían. Dolarhyde se le acercó cuidadosamente. Le habló desde cierta distancia, cuando quedaban todavía algunos en el cuarto. No quería que ella se sintiera observada.
—    Pensé que no había podido venir —dijo Reba.
—Tuve problemas con una máquina y por eso me de­moré.
Las luces estaban encendidas. Parado junto a ella, pudo apreciar el brillo de su cuero cabelludo en la raya que dividía su peinado.
—    ¿Puedo ver la muestra de 1000C?
-Sí.
—Dijeron que quedó muy bien. Es mucho más fácil de manejar que la serie 1200. ¿Le parece que servirá?
—    Estoy seguro.
Reba tenía su cartera y un impermeable liviano. Dolarhyde retrocedió cuando ella salió al pasillo y buscó su bastón. No parecía esperar que la ayudaran. Y él tampoco se ofreció a hacerlo.
Dandridge asomó la cabeza nuevamente en el cuarto.
Reba  querida,  Marcia  tuvo  que salir volando.  ¿Podrás
arreglártelas?
Gracias, Danny, no será ningún problema —contestó mientras ligeras manchas de rubor teñían sus mejillas.
—Te dejaría en tu casa, querida, pero ya estoy retrasado. Oiga, señor Dolarhyde, si no fuera demasiada molestia tal vez usted podría...
—    Danny, todo lo que tengo que hacer es tomar un ómnibus
— respondió conteniendo su ira. Sin reflejar matices de expresión, su cara permaneció impasible. Pero no le era posible controlar el rubor.
Dolarhyde comprendía perfectamente bien su furia mientras la observaba con sus fríos ojos amarillos; sabía que la endeble compasión de Dandridge era para ella como una escupida en su mejilla.
—Yo la llevaré —dijo un poco tarde.
—    No, gracias de todos modos. —Reba había pensado que se ofrecería a hacerlo y estaba dispuesta a aceptar. Pero no quería que nadie se viera obligado. Al cuerno con Dandridge, al cuerno con su torpeza, tomaría el maldito ómnibus. Tenía el cambio para el boleto, conocía el camino y podía ir adonde le diera la
gana.
Se quedó en el toilette de damas el tiempo suficiente como para que los demás salieran del edificio. El portero la acompañó hasta la puerta.
Siguió el cordón de una vereda angosta que dividía la playa de estacionamiento en dirección a la parada de ómnibus, con el impermeable sobre sus hombros, golpeando el borde del cordón con su bastón y tanteando con él la profundidad de los charcos de agua de lluvia.
Dolarhyde la observaba desde su furgoneta. Sus sentimientos le producían cierto malestar; a la luz del día eran peligrosos.
Durante un instante, el parabrisas, los charcos de agua, los cables de acero iluminados por el sol poniente provocaron un reflejo semejante al de una tijera.
El bastón blanco lo tranquilizó. Barrió de su mente la imagen de la tijera y su siniestro reflejo y el pensamiento de la inocencia de Reba lo serenó. Puso en marcha el motor.
Reba McClane oyó a espaldas de ella el ruido de la furgoneta. En ese momento se adelantaba hasta quedar junto a ella.
— Gracias por la invitación.
Ella asintió, sonrió y siguió golpeando con el bastón.
—Acompáñeme.
—Gracias, estoy acostumbrada a tomar el ómnibus.
—Dandridge es un tonto. Acompáñeme... —¿qué diría, otra, persona?—, me dará un gran gusto.
Reba se detuvo. Lo oyó bajarse del auto.
Por lo general casi todas las personas, sin saber muy bien qué hacer, la agarraban por la parte superior de su brazo. A los ciegos no les gusta quedar desequilibrados por una firme presión en su tríceps. Les resulta tan desagradable como pararse en el vacilante platillo de una balanza. Como cualquier otra persona, no les gusta que los empujen.
Dolarhyde no la tocó. Al cabo de un instante ella dijo:
—Será mejor si lo tomo del brazo.
Tenía una larga experiencia con antebrazos, pero cuando sus dedos lo tocaron no pudo evitar sorprenderse. Era tan duro como una baranda de roble.
No podía suponer el terrible esfuerzo que le había significado a él permitir que lo tocara.
El vehículo parecía alto y grande. Rodeada por resonancias y ecos diferentes a los de un auto, se sujetó a los rebordes del asiento mientras Dolarhyde le colocaba el cinturón de seguridad. La tira que partía en diagonal desde el hombro le oprimía uno de los pechos. La corrió hasta que quedó en el medio de ellos.
Hablaron poco durante el trayecto. El podía observarla con toda tranquilidad cuando se detenían ante la luz roja de un semáforo.
Reba vivía en el lado izquierdo de un dúplex ubicado en una tranquila calle cerca de la Universidad de Washington.
—Entre y lo convidaré a una copa.
En toda su vida Dolarhyde no había entrado ni siquiera a una docena de casas particulares. Durante los últimos diez años había estado en cuatro; la suya, la de Eileen por un breve momento, la de los Leeds y la de los Jacobi. Las casas de otras personas eran para él algo exótico.
Reba sintió mecerse la camioneta cuando él se bajó. Su puerta se abrió. Desde su asiento hasta la vereda había que dar un largo paso. Tropezó ligeramente contra él. Era como chocar contra un árbol. Era mucho más pesado y macizo de lo que había imagina­do a juzgar por su voz y sus pisadas. Fuerte y ágil. En Denver conoció en una oportunidad a un zaguero de un equipo de fútbol que vino a filmar una campaña de ayuda en compañía de unos niños ciegos...
Una vez que traspuso la puerta de su casa, Reba McClane dejó el bastón en un rincón y pareció totalmente liberada. Se movía sin problemas de un lado a otro, poniendo música y colgando su abrigo.
Dolarhyde tuvo que hacer un esfuerzo para convencerse de que era ciega. Lo excitaba el estar dentro de una casa.
—    ¿Qué le parece un gin tonic?
—Suficiente con el agua tónica.
—¿Prefiere un jugo de frutas?
—Agua tónica.
—No le gusta beber, ¿verdad?
-No.
—Venga a la cocina. —Abrió la nevera.— ¿Qué le parece... —realizó un pequeño inventario con sus manos— un pedazo de torta? De nuez con crema, deliciosa.
—    Perfecto.
Sacó una torta sin empezar de la nevera y la puso sobre la mesa
Poniendo las manos hacia abajo abrió los dedos y los deslizó sobre el borde de la torta hasta que su circunferencia le indicó que los dedos mayores estaban en el lugar de las nueve y las tres. Luego juntó los pulgares y los acercó a la superficie para ubicar el centro exacto, que enseguida marcó con un escarbadientes.
Dolarhyde trató de iniciar una conversación para que ella no se percatase de que la observaba detenidamente.
—    ¿Cuánto tiempo hace que trabaja en Baeder? —Ninguna «s»
en esa pregunta.
-Tres meses. ¿No lo sabía?
—Me dicen el mínimo posible.
Ella sonrió.
—Probablemente hirió algunas susceptibilidades cuando pla­neó los cuartos oscuros. Pero los técnicos se lo agradecen. Las canillas funcionan y hay muchísimas piletas y desagües.
Apoyó el dedo mayor de su mano izquierda sobre el escarba­dientes, el pulgar sobre el borde de la tartera y le cortó una tajada de tona, guiando el cuchillo con el índice de la mano izquierda.
La miró manipular el reluciente cuchillo. Qué raro poder observar tanto como se le antojara el pecho de una mujer. Cuando se está en compañía de alguien ¿cuántas oportunidades se tiene de mirar lo que a uno le interesa?
Reba se preparó un gin tonic con bastante gin y pasaron al living. Ella deslizó su mano sobre una lámpara de pie y al no sentir calor la encendió.
Dolarhyde se comió la torta en tres bocados y se quedó sentado muy tieso en el sofá, su cabello prolijamente peinado reluciente bajo la luz de la lámpara, sus manos vigorosas apoyadas sobre sus rodillas.
Reba apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla y apoyó los pies sobre el diván.
—    ¿Cuándo harán la filmación en el zoológico?
—Tal vez la semana próxima. —Se alegraba de haber llamado al zoológico ofreciendo la filmación con película infrarroja pues Dandridge era capaz de verificarlo.
—Es un gran zoológico. Acompañé a mi hermano y a mi sobrina cuando vinieron aquí para ayudarme con la mudanza. Tienen una sección donde se puede tocar a los animales. Abracé fuerte a la llama. Era una sensación agradable, pero el olor, Dios mío... hasta que no me cambié la camisa tuve la impresión de que me seguía una llama.
Eso era mantener una conversación. Tenía que decir algo o mandarse mudar.
—    ¿Cómo llegó a Baeder?
—Pusieron un aviso en el Instituto Reiker en Denver donde trabajaba yo. Un día que inspeccionaba la pizarra de noticias tropecé con él. Lo que en realidad ocurrió es que Baeder tenía que acomodar su sistema de empleos para cumplir con el contrato de Defensa. Consiguieron meter a seis mujeres, dos negras, dos mejicanas, una oriental, parapléjica y a mí en un total de ocho solicitudes. Estábamos todas incluidas en por lo menos dos categorías, comprende.
—Usted resultó una buena adquisición para Baeder.
—Y las otras también. Baeder no hace obras de caridad.
— ¿Yantes de eso? —Estaba traspirando un poco. La conversa­ción se hacía difícil. Pero en cambio era muy agradable poder mirarla. Tenía buenas piernas. Se había cortado un tobillo al afeitarse. Sintió en sus brazos el peso de sus piernas inertes.
—Durante diez años después de terminar el colegio, entrenaba a personas que acababan de quedarse ciegas, en el Instituto Reiker de Denver. Este es mi primer trabajo afuera.
—¿Afuera de qué?
—Afuera en el ancho mundo. En Reiker era todo muy insular. Lo que quiero decir es que preparábamos a personas para vivir en el mundo de los que ven y nosotros no pertenecíamos a él. Hablábamos demasiado unos con otros. Me dieron ganas de salir y probar durante un tiempo cómo me las arreglaba afuera. En realidad, lo que tenía pensado era dedicarme a terapia del habla, trabajar con niños que tuvieran problemas de habla y audición. Supongo que uno de estos días reconsideraré esa idea. —Vació el contenido de su vaso.— Qué tonta, había olvidado que tengo unos bocaditos de cangrejo que preparó la señora Paul. Son muy ricos. Debería habérselos ofrecido antes que el postre. ¿Quiere probarlos?
-Ajá.
—¿Usted cocina?
Una pequeña arruga apareció en su frente. Se dirigió a la cocina.
—¿Qué le parece un poco de café?
-Ajá.
Comentó los precios de la comida pero no obtuvo respuesta. Volvió al living, se sentó en el diván y apoyó los codos sobre sus rodillas.
—¿Qué le parece si discutimos algo brevemente, así nos lo sacamos de encima?
Silencio.
—Hace rato que no dice nada. En realidad, no ha dicho nada desde que mencioné la terapia del habla. —Su voz era suave pero firme. No reflejaba ningún dejo de compasión.— Lo entiendo perfectamente bien porque usted habla muy bien y porque yo escucho. La gente no pone atención. Me preguntan todo el tiem­po ¿qué? ¿qué? Si no quiere hablar no importa. Pero espero que lo haga. Porque puede hacerlo y me interesa lo que tenga que decir.
—Ajá. Eso es bueno —dijo Dolarhyde suavemente. Evidente­mente este pequeño discurso era sumamente importante para ella. ¿Estaría invitándolo a unirse a ella y a la china parapléjica en el club de las dos categorías? Se preguntó para sus adentros cuál sería la segunda categoría en la que él estaba incluido.
Su próxima frase le resultó increíble.
—    ¿Puedo tocarle la cara?  Quiero  saber si sonríe o si ha fruncido el ceño. —Irónicamente agregó:— Quiero saber si debo callarme la boca o seguir hablando.
Levantó la mano y esperó.
«¿Cómo se las arreglaría si le arrancara los dedos de un mordisco?», pensó Dolarhyde. Aun con su dentadura de todos los días podría hacerlo con la misma facilidad que si mordiera una galleta. Si se apoyaba fuertemente sobre los talones, recostándose con todo su peso contra el respaldo del sofá y la sujetaba con ambas manos de la muñeca, le sería imposible separarse de él a tiempo. Crunch, crunch, crunch, crunch, tal vez le dejaría el pulgar. Para medir las tortas.
Sujetó la muñeca de Reba con el pulgar y el índice y dio vuelta su bonita y estropeada mano a la luz. Tenía muchas cicatrices pequeñas y varios raspones y rasguños. Una pequeña cicatriz en el dorso, tal vez de una quemadura.
Demasiado cerca de su propia casa. Muy al principio de su Transformación. No estaría más allí para que él pudiera mirarla.
No debía de saber nada sobre él puesto que le había hecho ese pedido. No debía de haber andado chismorreando.
—Debe aceptar mi palabra de que estoy sonriendo —le dijo. Sin problemas con la «s». Y era cierto que esbozaba una especie de sonrisa que permitía apreciar su perfecta dentadura para uso diario.
Dejó caer la mano de Reba sobre sus faldas. La mano se apoyó sobre el muslo entrecerrada, los dedos se deslizaron sobre la tela como una mirada esquiva.
—    Creo que el café está listo —dijo Reba.
—    Me voy. —Tenía que irse. A su casa, para desahogarse.
Ella asintió.
—No quise ofenderlo.
-No.
No se movió del diván y esperó hasta oír el ruido de la cerradura para tener la certeza de que se había marchado.
Reba McClane se preparó otro gin tonic. Puso unos discos de Segovia y se acurrucó en el sofá. El cuerpo de Dolarhyde había dejado una marca profunda y tibia en el almohadón. Rastros de su persona impregnaban el aire —la cera de los zapatos, un cinturón nuevo de cuero, una buena loción para después de afeitarse.
Qué hombre tan impenetrable. Había oído solamente unos pocos comentarios sobre él en la oficina — Dandridge conversan­do con uno de sus adulones y refiriéndose a él como «ese hijo de puta».
Para Reba era muy importante la intimidad. Nunca había gozado de intimidad de niña al aprender a desenvolverse después de haber perdido la vista.
Y ahora, en público, jamás podía tener la certeza de que no la estaban observando. Por eso le atraía en Dolarhyde su celo por lo privado. Ella no había sentido el menor indicio de simpatía por parte de él y eso era bueno.
Como lo era también el gin.
De repente la música de Segovia resultó pesada. Puso los cantos de las ballenas.
Tres duros meses en una ciudad nueva. El invierno por delante, tratando de encontrar el cordón de la vereda cubierto por la nieve. Reba McClane, de piernas esbeltas y valiente, execraba la autocompasión. No la toleraba. Tenía conciencia de una faceta de resentimiento por su invalidez y, al no poder librarse de ella, trataba de utilizarla, para impulsar sus ansias de independencia, reforzar su determinación de obtener lo más posible de cada día.
A su modo, era muy dura. Sabía que tener fe en cualquier clase de justicia natural era una quimera. Hiciera lo que hiciera acabaría igual que todo el mundo: de espaldas en la cama con un tubo en la nariz preguntándose «¿Será esto todo?»
Sabía que nunca podría ver la luz, pero podía tener otras cosas. Había otras cosas para disfrutar. Había gozado ayudando a sus alumnos, un goce intensificado por la certeza de que no se la recompensaría ni castigaría por ayudarlos.
Al hacerse de amigos, siempre se cuidaba de la gente que fomenta la dependencia y se nutre de ella. Se había relacionado con alguna gente así —los ciegos los atraen y ellos son sus enemigos.
Relaciones. Reba tenía conciencia de que era físicamente atractiva para los hombres. Dios bien sabía que muchos de ellos arriesgaban un toqueteo cuando la tomaban por el brazo.
Le gustaba mucho hacer el amor, pero años atrás había aprendido algo fundamental sobre los hombres; la mayoría de ellos tienen pánico de acarrear con un lastre. Y en su caso esa aprensión se veía aumentada.
No le gustaba que un hombre entrara y saliera de su cama como si estuviera robando pollos.
Ralph Mandy vendría a buscarla para llevarla a comer. Le encantaba lamentarse cobardemente de que estaba tan castigado por la vida que era incapaz de amar. El precavido Ralph se lo repetía demasiado a menudo y eso la irritaba. Ralph era diverti­do, pero ella no quería sentirse su dueña.
No quería ver a Ralph. No tenía ganas de conversar ni de oír las pausas en las conversaciones de los que estaban junto a ellos mientras la observaban comer.
Sería tan lindo ser deseada por alguien que tuviera el coraje de ponerse el sombrero y marcharse o quedarse si se le daba la gana y que le reconociera a ella el mismo derecho. Alguien que no se preocupara por ella.
Francis Dolarhyde, tímido, con el cuerpo de un atleta y nada de tonterías.
Nunca había visto ni tocado un labio partido y no tenía asociaciones visuales con el sonido. Se preguntaba si Dolarhyde pensaría que ella lo comprendía fácilmente porque «los ciegos oyen mucho mejor que nosotros». Esa era una creencia generali­zada. Tal vez debería haberle explicado que no era cierto, que los ciegos sencillamente ponen más atención a lo que escuchan.
Había tantos conceptos erróneos respecto de los ciegos. Se preguntaba si Dolarhyde compartía la creencia popular de que los ciegos tienen «un espíritu más puro» que el resto de las personas, que en cierta forma están santificados por su mal. Sonrió para sus adentros. Eso tampoco era cierto.





XXXII

La policía de Chicago trabajaba bajo una presión del periodismo, un «conteo regresivo» en las noticias nocturnas hasta la próxima luna llena. Faltaban once días.
Las familias de Chicago estaban asustadas.
Al mismo tiempo, había aumentado la concurrencia de espec­tadores a los auto cines donde se proyectaban películas de horror que no deberían haber estado en la cartelera más de una semana. Fascinación y horror. El fabricante que tanto éxito obtuvo entre el público del mercado punk y rock con las camisetas que ostentaban la inscripción «Duende Dientudo», sacó otro modelo con la frase «El Dragón Rojo es el show de una noche». Las ventas se repartían por igual entre ambas.
El propio Jack Crawford tuvo que aparecer en una conferencia de prensa con oficiales de la policía después del entierro. Había recibido órdenes de Arriba de hacer más visible la presencia de los federales; no la hizo más audible ya que no abrió la boca.
Cuando en investigaciones en las que interviene mucho perso­nal no se cuenta con muchos datos, tienden a volverse sobre ellas mismas, repasando sin cesar lugares ya vistos. Adquieren la forma circular de un huracán o de un cero.
Adondequiera que iba, Graham se encontraba con detectives, cámaras, corridas de personal uniformado y el incesante parloteo de las radios. Necesitaba estar tranquilo.
Crawford, irritado por la conferencia de prensa, encontró a Graham esa tarde en el silencio de un salón vacío destinado a un jurado, ubicado en el piso de arriba de la oficina del Fiscal del Estado.
Unas luces fuertes y bajas iluminaban la tapa de fieltro verde de la mesa del jurado sobre la cual Graham había desparramado sus papeles y fotografías. Se había quitado la chaqueta y la corbata y estaba hundido en una silla estudiando dos fotos. El retrato enmarcado de la familia Leeds estaba frente a él y junto a éste, sujeto a una pizarrita y apoyado contra un botellón, el de la familia Jacobi.
Las fotografías de Graham le hicieron pensar a Crawford en el altar plegadizo de los toreros, listo para instalar en cualquier cuarto de hotel. No había ninguna fotografía de Lounds. Sospe­chó que Graham no había pensado en absoluto en el episodio de Lounds. No necesitaba preocuparse por Graham.
Este cuarto parece una sala de billar —dijo Crawford.
¿Los liquidaste? —Graham estaba pálido pero sobrio. Tenía en su mano un vaso con jugo de naranja.
—Dios. —Crawford se dejó caer sobre una silla.— Tratar de pensar allí es como tratar de hacerse entender en un manicomio.
¿Alguna novedad?
El comisionado sudaba tinta y se rascaba las pelotas por una pregunta  que  le  hicieron  los  de  la  televisión,  es  lo único interesante que vi. Si no me crees mira el programa de las seis y el de las once.
—    ¿Quieres jugo de naranja?
—Tanto como comer alambre de púa.
—Qué suerte. Así queda más para mí. —Graham parecía cansado. Sus ojos estaban demasiado brillantes.— ¿Qué pasó con el combustible?
—Dios bendiga a Liz Lake. Hay cuarenta y una estaciones de Servco Supreme en el Gran Chicago. Los muchachos del capitán Osborne las revisaron, investigando ventas en bidones a conduc­tores de furgones y camiones. Todavía nada, pero no han revisado todos los turnos. Servco tiene otras ciento ochenta y seis estaciones desparramadas en ocho estados. Hemos solicitado ayuda a las jurisdicciones locales. Tomará cierto tiempo. Dios quiera que haya utilizado una tarjeta de crédito. Existe una posibilidad.
—Si es capaz de chupar una manguera no tienes ninguna posibilidad.
—    Le pedí al comisionado que no comentara que el Duende Dientudo tal vez vive por los alrededores. Esta gente ya está bastante aterrada. Si les llegara a decir eso, a la noche cuando los borrachos vuelvan a sus casas esta ciudad va a convertirse en una segunda Corea.
—¿Sigues pensando que no está lejos?
—¿Y tú no? Sería posible, Will. — Crawford tomó el informe de la autopsia de Lounds y lo leyó a través de sus pequeños anteojos.
—El golpe de la cabeza databa de más tiempo que las heridas de la boca. De cinco a ocho horas más, no están seguros. Ahora bien, las heridas de la boca se habían producido con bastantes horas de antelación a la llegada de Lounds al hospital. Estaban quemadas además, pero pudieron determinarlo por las interio­res. Retuvo cierta cantidad de cloroformo en sus... cuernos, en no sé qué parte de su nariz. ¿Crees que estaba inconsciente cuando el Duende Dientudo lo mordió?
—No. Debe de haber querido tenerlo despierto.
—Era lo que pensaba. Muy bien, empieza pegándole un golpe en la cabeza -cuando llegó al garaje. Tiene que mantenerlo dormido con cloroformo hasta llegar a algún lugar donde el ruido no sea advertido. Lo trae de vuelta aquí horas después de haberlo mordido.
—Podía haberlo hecho en la parte posterior del furgón, haber estacionado en algún lugar alejado —replicó Graham.
Crawford se masajeó los costados de la nariz con sus dedos, provocando en su voz un tono similar al de un megáfono.
—Olvidas las ruedas de la silla. Bev encontró dos tipos de pelusa de alfombra, una de lana y otra sintética. La sintética puede pertenecer quizás a la de una furgoneta, pero ¿cuándo has visto una alfombra de lana en una furgoneta? ¿Cuántas alfombras de lana has visto en lugares que puedan alquilarse? Muy pocas. Alfombras de lana se ven en las casas particulares, Will. Y la tierra y el moho provenían de un lugar oscuro en el que debía haber estado guardada la silla de ruedas, un sótano sucio.
—Quizás.
—Y ahora echa una mirada a esto —Crawford sacó de su portafolio un atlas Rand McNally de la red caminera. Había trazado un círculo en el mapa correspondiente a «kilometraje y distancia horaria de los Estados Unidos». — Freddy desapa­reció durante un lapso de poco más de quince horas y sus he­ridas están distribuidas en ese tiempo. Voy a suponer un par de cosas. No me gusta hacerlo, pero veamos... ¿De qué te ríes?
—Recordaba esa vez que enseñabas unos ejercicios prácticos en Quantico, cuando uno de tus alumnos te dijo que él suponía algo.
—No lo recuerdo. Aquí...
Le hiciste escribir la palabra «suponer» en el pizarrón.
Agarraste la tiza y empezaste a subrayar y a gritar: «¡Usted no tiene  que  suponer nada!»,  eso fue lo que le dijiste, según recuerdo.
Le hacía falta una patada en el trasero. Pero ahora mira bien esto. Debes tener en cuenta el tráfico de Chicago un martes por la noche cuando salió de la ciudad llevándose a Lounds. Déjale un par de horas para divertirse con Lounds en el lugar al que lo condujo y luego el tiempo de regresar en su auto. No puede haberse alejado mucho más de seis horas de manejo desde Chicago. Pues bien, este círculo abarca seis horas de conducir alrededor de Chicago. Como verás es algo desparejo pues hay caminos de tráfico más rápido que otros.
—A lo mejor no se movió de allí.
—Por supuesto, pero esto es lo más lejos que pudo haber llegado.
—De modo que lo has circunscrito a Chicago o a un círculo que incluye Milwaukee, Madison, Dubuque, Peoria, St. Louis, Indianapolis, Cincinnati, Toledo y Detroit, para citar sólo unos cuantos nombres.
—Algo mejor que eso. Sabemos que recibió el Tattler muy rápido. Posiblemente el lunes por la noche.
—Pudo haberlo comprado en Chicago.
—Lo sé, pero también es posible conseguirlo el lunes por la noche en otras partes. Aquí tengo una lista de la distribución del Tattler -lugares en los que se recibe, dentro de este círculo, el lunes por la noche, por vía aérea o por camión. Mira, eso deja solamente a Milwaukee, St. Louis, Cincinnati, Indianapolis y Detroit. Los llevan a los aeropuertos y tal vez a noventa puestos que están abiertos toda la noche, sin contar los de Chicago. Estoy utilizando a las agencias locales para verificarlo. Tal vez un vendedor recuerde haber atendido a algún cliente fuera de lo común el lunes por la noche.
—Tal vez. Buena idea, Jack.
Evidentemente Graham estaba pensando en otra cosa.
Si Graham hubiera sido un agente cualquiera, Crawford lo habría amenazado con destinarlo durante toda su vida a las Aleutianas. Pero en cambio le dijo:
—Me llamó mi hermano esta tarde. Dijo que Molly se había ido.
-Sí.
—    ¿Supongo que a algún lugar seguro?
Graham  tenía  el convencimiento de que Crawford sabía exactamente a donde había ido. —A casa de los abuelos de Willy.
—    Bueno, van a alegrarse al ver al niño. —Crawford hizo una pausa.
Graham no hizo ningún comentario. —Espero que todo esté bien.
—    Estoy trabajando, Jack. No te preocupes por ello. No, lo
que ocurrió es que allí estaba con los nervios de punta.
Graham sacó de abajo de un montón de fotografías del entierro un paquete chato atado con un cordel y comenzó a desatar el nudo.
¿Qué es eso?
Lo mandó Byron Metcalf, el abogado de los Jacobi. Me lo envió Brian Zeller. Está en orden.
—Espera un momento, déjame ver —Crawford dio vuelta al paquete entre sus dedos velludos hasta encontrar el sello y la firma S. F. «Semper Fidelis», Aynesworth, jefe de la sección explosivos del FBI, certificando que el paquete había pasado por la prueba fluoroscópica.
—Debes revisar siempre. Siempre.
—Siempre lo reviso, Jack.
—    ¿Te lo trajo Chester?
-Sí.
—¿Te mostró el sello antes de entregártelo?
—    Lo verificó y me lo mostró.
—Son copias de toda la testamentaría de los Jacobi. Le pedí a Metcalf que me las enviara, podremos compararlas con las de los Leeds cuando lleguen —dijo Graham cortando el cordel.
—Tenemos un abogado revisándolo.
—    Yo las preciso. No conozco a los Jacobi, Jack. Eran nuevos en la ciudad. Llegué a Birmingham con un mes de retraso y sus pertenencias estaban desparramadas o desaparecidas. Siento algo por los Leeds. Pero nada por los Jacobi. Preciso conocerlos.
Quiero hablar con la gente que conocían en Detroit y necesito unos días más en Birmingham.
—Yo te necesito aquí.
—Oye, el de Lounds fue un crimen sin vueltas. Lo hicimos enojarse con Lounds. La única conexión con Freddy la provoca­mos nosotros. Existen unas pocas pruebas con Lounds y la policía está trabajando en ellas. Lounds era simplemente alguien molesto para él, pero los Leeds y los Jacobi eran lo que él precisa. Debemos encontrar la conexión entre ellos. Esa será la única forma de poder atraparlo.
—De modo que tienes ahora los papeles de los Jacobi y vas a trabajar aquí con eso — dijo Crawford —. ¿Qué estás buscando ? ¿Qué tipo de información?
Cualquier cosa, Jack.  En este momento una deducción médica —Graham sacó un formulario de declaración de impues­ tos del paquete — . Lounds estaba en una silla de ruedas. Medici­ na. Valerie Leeds fue operada seis meses antes de morir; ¿recuer­das lo que decía en su diario? Un pequeño quiste en el pecho.
Otra vez medicina. Me preguntaba si la señora Jacobi habría pasado también por alguna operación quirúrgica.
No recuerdo haber leído nada sobre cirugía en el informe de su autopsia.
—No, pero tal vez era algo que no se veía. Su historia médica estaba dividida entre Detroit y Birmingham. Puede ser que se haya perdido en el ínterin un informe. Pero si fue operada, con toda segundad debe figurar entre la deducciones o quizás en el seguro.
¿Un enfermero ambulante, eso es lo que piensas? ¿Trabajan­do en ambos lugares, en Detroit o Birmingham y Atlanta?
Cuando has pasado un tiempo en un hospital psiquiátrico puedes aprender perfectamente bien la rutina. Y cuando sales de allí hacerte pasar por un asistente y conseguir trabajo —afirmó Graham.
¿Quieres comer algo?
Esperaré hasta un poco más tarde. Me siento muy torpe después de la comida.
Cuando llegó a la penumbra de la puerta, Crawford se dio vuelta para mirar a Graham. No le importaba lo que veía. Las luces suspendidas cerca de la mesa, acentuaban las arrugas que surcaban la cara de Graham mientras estudiaba bajo las miradas de las víctimas desde las fotografías. El cuarto estaba impregnado de desesperanza.
¿Sería mejor para el caso hacer que Graham volviera otra vez a la calle? Crawford no podía darse el lujo de dejarlo consumirse ahí dentro para nada. ¿Pero y si fuera para algo?
Los excelentes instintos administrativos de Crawford no estaban atemperados por la misericordia. Y le aconsejaron dejar solo a Graham.





XXXIII

Dolarhyde trabajó con las pesas hasta las diez de la noche, miró sus películas, trató de satisfacerse y quedó agotado. Pero no obstante estaba inquieto.
Al pensar en Reba McClane su pecho se estremecía por una tremenda excitación. No debía pensar en ella.
Recostado en el sillón, su torso hinchado y enrojecido por la gimnasia, miraba un noticiero en la televisión para ver cómo andaba la policía con el asunto de Freddy Lounds.
Ahí estaba Will Graham parado junto al féretro mientras el coro ululaba a lo lejos. Graham era delgado. Sería fácil romperle la espalda. Mejor que matarlo. Romperle la espalda y retorcerla sólo para estar bien seguro. Entonces podría ser el tema de la próxima investigación.
No había apuro. Era mejor dejar que Graham siguiera con miedo.
En la actualidad, Dolarhyde experimentaba permanentemente una tranquila sensación de poder.
El Departamento de Policía de Chicago hizo un poco de alboroto durante una conferencia de prensa. Pero detrás de esa pantalla sobre lo duro que estaban trabajando, la verdad era que no habían realizado ningún progreso con Freddy. Jack Craw­ford integraba el grupo parado detrás de los micrófonos. Dolar­hyde lo reconoció por haber visto su fotografía en un Tattler.
Un vocero del Tattler flanqueado por dos guardaespaldas manifestó: «Este acto salvaje e insensato sólo servirá para que la voz del Tattler resuene con más potencia».
Dolarhyde lanzó un resoplido. Quizás. Pero por cierto que había servido para silenciar a Freddy.
Los locutores de los noticieros lo llamaban ahora «el Dragón». Sus actos eran lo que la policía había calificado como «los asesinatos del Duende Dientudo».
Franco progreso.
Ahora sólo pasaban noticias locales. Un idiota de mandíbula prominente estaba realizando un reportaje en el zoológico. Era evidente que lo mandarían a cualquier parte con tal de mantener­lo alejado de la oficina.
Dolarhyde estaba buscando su control remoto cuando vio en la pantalla a alguien con quien había hablado por teléfono pocas horas antes. El doctor Frank Warfield, director del Zoológico, que se había mostrado encantado ante la propuesta de la filmación que le había hecho Dolarhyde.
El doctor Warfield y un dentista trabajaban en un tigre que tenía un diente roto. Dolarhyde quería ver el animal, pero el reportero se lo tapaba. Finalmente el periodista se corrió hacia un lado.
Recostado en su sillón de respaldo reclinable, mirando la pantalla por encima de su poderoso torso, Dolarhyde vio el gran tigre tirado inconsciente sobre una pesada mesa de trabajo.
El locutor anunció que ese día estaban preparando el diente y que más adelante le colocarían la corona.
Dolarhyde los observaba trabajar tranquilamente entre las mandíbulas de la terrible cabeza rayada del tigre.
«¿Puedo tocarle la cara?»
Quería decirle algo a Reba McClane. Deseaba que tuviera aunque tan sólo fuera una leve sospecha de lo que casi había hecho. Deseaba que pudiera percibir aunque sólo fuera un breve destello de su Gloria. Pero no podía tenerlo y seguir viviendo. Debía vivir: lo habían visto en compañía de ella y vivía bastante cerca de su casa.
Había tratado de compartir con Lecter, pero Lecter lo había traicionado.
No obstante, le gustaría compartir. Y le gustaría poder compartir un poquito con ella, en una forma que le permitiera sobrevivir.

























XXXIV

Yo sé que es una medida política, lo sabes pero de todas formas prácticamente lo mismo que estás haciendo ahora —le dijo Crawford a Graham mientras caminaban al filo de la tarde por State Street Mall rumbo a las oficinas de la agencia federal—. Sigue con lo que estás haciendo, limítate a escribir los paralelos y yo me encargaré del resto.
El Departamento de Policía de Chicago le había pedido a la sección Ciencia del Comportamiento del FBI un perfil detallado de las víctimas. Los oficiales policiales dijeron que lo utilizarían para planificar la distribución de patrullas extraordinarias duran­te el período de luna llena.
Lo  que  están  haciendo  es cuidarse el trasero  —afirmó Crawford sacudiendo la bolsa de papas fritas —. Las víctimas eran personas en muy buena posición, tendrán que enviar patrullas a los barrios donde vive gente de buena posición. Ellos saben que eso va a ocasionar un cúmulo de protestas: los jefes de distrito han alzado sus voces pidiendo el empleo de personal extra desde
que Freddy se quemó. Dios se apiade de los ediles de la ciudad si patrullan los barrios de la alta clase media y el Duende ataca en un barrio pobre. Pero si llegara a ocurrir, podrían echarle el fardo al maldito  FBI.  Me parece estar oyéndolos  decir:  «Ellos nos indicaron que lo hiciéramos de esa forma. Eso fue lo que nos dijeron que debíamos hacer».
Yo no creo que existan mayores probabilidades de que su próximo golpe sea en Chicago más que en otra parte —dijo Graham — . No existe razón para pensar así. Es una pérdida de tiempo. ¿Por qué no puede hacer Bloom el perfil? Es consultor de Ciencia del Comportamiento.
No quieren que provenga de Bloom sino de nosotros. No les serviría de nada echarle la culpa a Bloom. Además, todavía está en el hospital. Yo he recibido instrucciones de hacerlo. Alguien de la Cúpula se ha comunicado con la Justicia. Los de Arriba dicen «Hágalo». ¿Lo harás?
Lo haré. De todos modos en eso estoy.
Lo sé —replicó Crawford —. Sigue adelante.
Preferiría volver a Birmingham.
No. Quédate conmigo en esto.
Las últimas luces del viernes desaparecían por el oeste. Faltaban diez días.





XXXV

-¿Está listo para decirme qué clase de «paseo» es éste? —le preguntó Reba McClane a Dolarhyde el sábado por la mañana luego de haber viajado en silencio durante diez minutos. Esperaba que se tratara de un picnic.
La furgoneta se detuvo. Oyó que Dolarhyde abría la venta­nilla.
—Dolarhyde —dijo—. El doctor Warfield debe de haber dejado mi nombre.
—Sí, señor. ¿Puede colocar esto bajo el limpiaparabrisas cuando estacione el vehículo?
Avanzaron lentamente. Reba sintió que el camino hacía una curva. Olores extraños y pesados en el viento. Un elefante barritó.
—El zoológico —acotó ella—. Fantástico. —Habría preferido un picnic. Pero qué demonios, era un buen programa.— ¿Quién es el doctor Warfield?
—El director del zoológico.
—¿Es amigo suyo?
—No. Le hicimos un favor al zoológico con una película y nos lo retribuyen.
—    ¿En qué forma?
—Usted podrá tocar un tigre.
¡No me diga!
¿Vio alguna vez un tigre?
Se alegró de que pudiera hacerle la pregunta.
—No. Recuerdo un puma que vi cuando era muy pequeña. Era todo lo que había en el zoológico de Red Deer. Creo que será mejor que conversemos un poco sobre esto.
—Están trabajando en el diente del tigre. Tienen que... aneste­siarlo. Si lo desea puede tocarlo.
—¿Habrá mucha gente, haciendo cola?
—No, nada de público. Warfield, yo y un par de personas. Los de la televisión llegarán después que hayamos salido nosotros. ¿Quiere hacerlo? —Había cierto apremio en la pregunta.
—¡Ya lo creo! Muchas gracias... es una sorpresa magní­fica.
El vehículo se detuvo.
—Eh... ¿cómo sabré que está totalmente dormido?
—Hágale cosquillas. Si se ríe, salga corriendo.
El piso del cuarto de curaciones parecía de linóleo. Era una habitación fresca con muchos ecos. Del extremo más alejado llegaba un calor irradiado.
Un rítmico arrastrar de pesados pies y Dolarhyde la guió hacia un costado hasta que Reba sintió la presión bifurcada de un rincón.
Estaba ya allí, podía olerlo.
Una voz dijo:
—Arriba, ahora. Despacito. Bájenlo. ¿Podemos dejar la cami­lla debajo de él, doctor Warfield?
—Sí, envuelvan ese almohadón en una de esas toallas verdes y colóquenlo debajo de la cabeza. Le pediré a John que los busque una vez que hayamos terminado.
Los pasos se alejaron.
Esperó que Dolarhyde le dijera algo pero no lo hizo.
-Ya está aquí —comentó Reba.
—    Lo trajeron diez hombres en una camilla. Es grande. Tres metros. El doctor Warfield está auscultando su corazón. Ahora le levanta un párpado. Aquí viene.
Un cuerpo amortiguó el ruido que oía delante de ella. —Doctor Warfield, Reba McClane —dijo Dolarhyde. Reba estiró su mano. Una mano grande y suave la agarró.
—  Gracias por permitirme venir —dijo ella — . Es un lujo.
—Me alegro que haya podido venir. Me alegra el día. A propó­sito, agradecemos la película.
La voz del doctor Warfield era profunda, de alguien culto y de edad madura y negro. Suponía que de Virginia.
—    Estamos  esperando hasta tener la seguridad de que su respiración y latidos sean suficientemente fuertes y firmes para que empiece el doctor Hassler. El doctor Hassler está un poco más lejos colocándose el espejo en la frente. Acá entre nosotros le confiaré que se lo pone solamente para evitar que se le caiga la peluca. Venga que se lo presentaré. ¿Señor Dolarhyde?
—    Lo seguiremos.
Ella le tendió la mano a Dolarhyde. Se demoró en agarrarla pero lo hizo suavemente. Su palma dejó unas marcas de transpi­ración en los nudillos de Reba.
El doctor Warfield le colocó la mano sobre el brazo y avanza­ron lentamente.
—Está profundamente dormido. ¿Tiene una impresión gene­ral...? Le describiré todo lo que quiera. —Se interrumpió sin saber bien cómo expresarse.
—Recuerdo dibujos que vi en libros cuando era chiquita y una vez vi un puma en el zoológico que había cerca de mi casa.
—    El tigre es un gran puma —dijo Warfield—. Pecho más amplio,  cabeza más grande y estructura y musculatura más pesadas. Es un macho de Bengala de cuatro años. Mide casi tres metros de largo desde el hocico hasta la punta de la cola y pesa trescientos tres kilos. Está acostado sobre su lado derecho bajo fuertes focos.
—Puedo sentir los focos.
—Es muy llamativo, con rayas de color anaranjado y negro, el anaranjado es tan fuerte que parece colorear el aire que lo ro­dea. —De repente, al doctor Warfield le pareció que era muy cruel hablar sobre colores. Una mirada a la cara de Reba lo tranquilizó.
—Está a casi dos metros de distancia. ¿Puede olerlo?
-Sí.
—El señor Dolarhyde le habrá contado que un tonto lo golpeó entre las rejas con la pala de un jardinero. Le rompió el gran colmillo superior izquierdo con el filo de la pala. ¿Todo en orden, doctor Hassler?
—     Está bien. Le daremos uno o dos minutos más.
Warfield le presentó el dentista a Reba.
—Querida, es usted la primera sorpresa agradable que me ha brindado Frank Warfield —manifestó Hassler—. Tal vez le interese examinar esto. Es un diente de oro, un colmillo en realidad. —Lo puso sobre la mano de Reba.— Es pesado, ¿verdad? Limpié el diente roto y le tomé una impresión nueva hace ya unos cuantos días y hoy le colocaré esta corona. Podría haberla hecho en blanco, por supuesto, pero pensé que así quedaría más divertido. El doctor Warfield le contará que nunca dejo escapar una oportunidad para llamar la atención. Es muy poco considerado y no me permite colocar un aviso en la jaula. Pasó sus dedos sensibles y curtidos siguiendo la forma ahusada y curva hasta tocar la punta.
¡Qué buen trabajo! —Sintió una respiración profunda y pau­sada junto a ella.
Los chicos se van a llevar una sorpresa cuando lo vean bostezar —acotó Hassler —. Y no creo que tiente a los ladrones.
Y ahora, el programa.  Usted no es aprensiva, ¿verdad? Su fornido amigo nos está observando como un hurón. No la ha obligado a hacer esto, ¿verdad?
¡No! No, yo quiero hacerlo.
Estamos  mirando  la  espalda del  tigre   —dijo el doctor Warfield — . Está dormido a menos de ochenta centímetros de distancia, sobre una mesa a la altura de su cintura. Haremos lo siguiente: pondré su mano izquierda —usted es diestra ¿ver­dad?—, pondré su mano izquierda en el borde de la mesa y así podrá tantear con la derecha. No se apure. Yo estaré acá al lado de usted.
Y yo también —anunció el doctor Hassler. Ambos disfruta­ban con la experiencia. El cabello de Reba olía a aserrín fresco bajo el sol por el calor de las luces.
Los fuertes focos sobre su cabeza le hacían cosquillear el cuero cabelludo. Podía oler su pelo caliente, el jabón de Warfield, alcohol y desinfectante y el olor del felino. Sintió un pequeño mareo que rápidamente se desvaneció.
Agarró el borde de la mesa y estiró su mano hasta que los dedos tocaron las puntas de los pelos de la piel, calientes por la luz, luego una zona más fría y enseguida un calor intenso y profundo que brotaba de adentro. Apoyó toda la mano contra el tupido manto y la movió suavemente, sintiendo deslizarse la piel contra su palma, a favor y en contra del pelo, comprobando cómo resbalaba el pellejo sobre las anchas costillas cuando éstas subían y bajaban.
Agarró con fuerza la piel y los pelos asomaran entre sus de­dos. Su rostro se arrebató ante la verdadera presencia del ti­gre y no pudo evitar realizar típicos y desordenados gestos en su cara, a pesar de que durante años había conseguido evi­tarlos.
Warfield y Hassler se alegraron al advertir que había hecho a un lado su autocontrol. La veían a través de una nueva perspectiva, como si apoyara su cara contra una vidriera empapa­da en flamantes sensaciones.
Los fuertes músculos de Dolarhyde se estremecieron mientras la observaba desde la sombra. Una gota de sudor corrió por sus costillas.
— El otro lado es más interesante —dijo el doctor Warfield junto a su oído.
La condujo al otro lado de la mesa, mientras ella pasaba su mano todo a lo largo de la cola.
Dolarhyde sintió una pequeña opresión en el pecho cuando los dedos se deslizaron sobre los velludos testículos. Los encontró en su mano y prosiguió su tanteo.
Warfield levantó una pesada mano y la puso sobre la de ella. Reba palpó la aspereza de la planta y percibió débilmente el olor al piso de la jaula. Warfield presionó un dedo para hacer salir la garra. Los pesados y flexibles músculos de las paletas rebasaban las manos de Reba.
Palpó las orejas del tigre, el ancho de su cabeza y, cuidadosa­mente, guiada por el veterinario, tocó la rugosa lengua. Un aliento cálido estremeció el vello de sus antebrazos.
Finalmente, el doctor Warfield le colocó el estetoscopio. Mientras su cara miraba hacia lo alto y sus manos sentían el rítmico movimiento del pecho, el poderoso latido del corazón del tigre resonó en todo el cuerpo de Reba.
Reba McClane, sonrojada y exaltada, guardó silencio mientras emprendieron el camino de regreso. Solamente una vez se dio vuelta hacia Dolarhyde para decirle lentamente:
— Gracias... muchas gracias. Si no le importa, me encantaría tomar un Martini.
—Espere un momento aquí —le dijo Dolarhyde cuando estacionó en su jardín.
Reba se alegraba de que no hubieran ido a su departamento. Era viejo y seguro.
—No se ponga a hacer orden. Acompáñeme adentro y dígame que está todo ordenado.
—Espere aquí.
Llevó el paquete con las botellas y realizó una rápida inspec­ción. Se detuvo en la cocina y permaneció un momento cubrién­dose la cara con las manos. No estaba seguro de lo que hacía. Olía peligro, pero no por parte de la mujer. No pudo mirar arriba de la escalera. Tenía que hacer algo y no sabía cómo. Debería llevarla de vuelta a su casa.
No se habría animado a hacer nada de esto antes de su Transformación.
Y ahora comprendía que podía hacer cualquier cosa. Cual­quier cosa.
La alargada sombra azulada de la furgoneta caía sobre el jardín iluminado por el sol poniente cuando Dolarhyde salió de la casa. Reba McClane se apoyó sobre sus hombros hasta que tocó el suelo con sus pies.
Sintió la presencia de la casa. Percibió su altura por el eco de la puerta de la furgoneta al cerrarse.
—Cuatro pasos sobre el pasto. Luego hay una rampa —dijo él.
Ella lo tomó del brazo. Sintió un estremecimiento y la tela de algodón mojada por la transpiración.
—Hay de veras una rampa. ¿Para qué?
—Vivían unos viejos.
—    Pero ahora no están más.
-No.
—    Parece fresca y alta —dijo cuando entró a la sala. Aire de museo. ¿Podría ser incienso lo que olía? El tic tac de un reloj a lo lejos—. Es una casa grande, ¿verdad? ¿Cuántos cuartos tiene?
-Catorce.
—Es vieja. Las casas que hay aquí son viejas. —Rozó una pantalla con fleco y la tocó con los dedos.
El tímido señor Dolarhyde. Se había dado cuenta perfecta­mente bien que al verla con el tigre lo había excitado; se había estremecido como un caballo cuando lo tomó del brazo al salir del cuarto de curaciones.
La idea de arreglar todo eso había sido un gesto elegante de su parte. Y quizás aunque no estaba muy segura, elocuente.
—¿Martini?
—Déjeme acompañarlo y lo prepararé —dijo Reba quitándose los zapatos.
Dejó caer en el vaso unas gotas de vermut de su dedo. Dos medidas y media de gin y dos aceitunas. Buscó rápidamente puntos de referencia en la casa: el tic tac del reloj, el zumbido de un equipo de aire acondicionado en una ventana. Había un manchón caliente en el piso cerca de la cocina donde había caído el sol durante la tarde.
Dolarhyde la condujo a su gran sillón y él se instaló en el sofá.
El aire estaba cargado. Como ocurre con la fosforescencia en el mar, iluminaba el movimiento; encontró un lugar para depositar su vaso en una mesita junto a ella mientras él ponía música.
A Dolarhyde le parecía que el cuarto había cambiado. Era la primera persona que lo había acompañado voluntariamente a su casa y el cuarto estaba como dividido en dos panes, la de Reba y la de él.
La música de Debussy resonaba mientras afuera oscurecía.
Le preguntó sobre Denver y ella le contó algunas cosas, algo ausente, como si estuviera pensando en algo diferente. El le describió la casa y el gran jardín rodeado por un cerco de plantas. No había mayor necesidad de hablar.
En medio del silencio y mientras él cambiaba un disco ella dijo:
—Ese maravilloso tigre, esta casa, usted está lleno de sorpresas, D. Creo que nadie lo conoce de veras.
—¿Les preguntó?
—    ¿A quién?
—A cualquiera.
-No.
—    ¿Y entonces cómo sabe que nadie sabe cómo soy? —Su esfuerzo por pronunciar bien las palabras hizo que el tono de su voz se mantuviera neutro.
—Oh, algunas empleadas de Gateway nos vieron el otro día cuando subíamos a su furgoneta. No se imagina lo curiosas que estaban. De repente tuve mucha compañía en la máquina de Coca.
—    ¿Qué querían saber?
—Querían chismes jugosos. Cuando descubrieron que no había ninguno, siguieron su camino. Estaban sondeándome.
—¿Y qué dijeron?
Ella había pensado convertir la ávida curiosidad de las mujeres en humor dirigido hacia ella misma. Pero no resultó así.
—    Están intrigadas por todo —manifestó — . Usted les parece
muy misterioso e interesante. Vamos, es un cumplido.
—¿Le dijeron qué aspecto tengo?
La pregunta fue hecha ligeramente, como al pasar, con gran habilidad, pero Reba sabía que nadie bromea jamás. La enfrentó directamente.
—No se lo pregunté. Pero, sí, me contaron cómo creen que es usted. ¿Quiere que se lo diga? ¿Palabra por palabra? No me lo pida si no quiere. —Estaba segura de que se lo pediría.
Ninguna contestación.
De repente Reba tuvo la sensación de que estaba sola en el cuarto, que el lugar que él había ocupado estaba más vacío que el vacío, que era un agujero oscuro que aspiraba todo y que no arrojaba nada. Sabía que no podía haberse ido sin que ella lo oyera.
—    Creo que se lo diré —anunció — . Usted posee una especie de consistente y limpia pulcritud que les gusta. Dicen que tiene un cuerpo extraordinario. —Evidentemente no podía frenar ahí no más.— Que es muy sensible respecto de su cara y que no debería serlo. Muy bien, está la loquita esa que mencionó su boca.
¿Puede ser Eileen?
—Eileen.
Ah, una señal de rebote. Se sentía como un radio astrónomo.
Reba era excelente para las imitaciones. Podía haber reprodu­cido el comentario de Eileen con sorprendente fidelidad, pero era lo suficientemente astuta como para no copiar el modo de hablar de alguien frente a Dolarhyde. Repitió las palabras de Eileen romo si hubiera estado leyendo una transcripción.
—«No es mal parecido. Te juro por Dios que he salido con otros que son mucho más feos. Una vez salí con un jugador de hockey que tenía una pequeña hendidura sobre el labio, cerca de la nariz. Todos los jugadores de hockey tienen esa marca. Es algo... sabes... muy macho. El señor D. tiene una piel magnífica y qué no daría yo por tener su pelo.» ¿Contento? Ah, me preguntó también si era tan fuerte como parecía.
-¿Y?
—    Le contesté que no sabía. —Vació el contenido de su copa y se puso de pie.— ¿Dónde diablos se ha metido, D.? —Lo comprobó al moverse él entre un parlante del equipo estereofó­nico y ella.— Ajá. Aquí está. ¿Quiere saber qué pienso al respecto?
Encontró la boca de Dolarhyde con sus dedos y la besó, oprimiendo ligeramente sus labios contra los dientes apretados de él. Se dio cuenta inmediatamente de que la causa de su rigidez era timidez y no rechazo hacia su persona.
El estaba absorto.
—    ¿Podría mostrarme ahora dónde queda el baño?
Lo tomó del brazo y lo siguió por el pasillo.
—Yo puedo volver sola.
Una vez en el baño se retocó el peinado y pasó los dedos por el lavabo en busca de pasta dentífrica o algún desinfectante bucal. Trató de buscar la puerta del botiquín de remedios y descubrió que no tenía puerta, solamente bisagras y estantes. Tocó cuida­dosamente los objetos alineados sobre los estantes, temerosa de tropezar con una navaja, hasta que encontró un frasco. Le quitó el tapón y olió para verificar el contenido y procedió a hacer un buche.
Oyó un ruido conocido cuando volvió a la sala, el zumbido de un proyector rebobinando una película.
—Tengo que trabajar un poco —dijo Dolarhyde mientras le alcanzaba un Martini.
—Por supuesto —respondió Reba. No sabía cómo interpretar­lo—. Me iré si le impido trabajar. ¿Vendrá hasta aquí un taxi?
—No. Quiero que se quede. De veras. Se trata solamente de unas películas que tengo que revisar. No me demoraré mucho.
Dolarhyde se dispuso a guiarla hasta el sillón. Ella sabía dónde estaba el sofá y se dirigió allí.
—¿Son sonoras?
-No.
—¿Puedo dejar la música?
Ella percibió su atención. Quería que se quedara, estaba simplemente asustado. No debería estarlo. Muy bien. Se sentó.
El Martini estaba deliciosamente helado y seco.
El se sentó en el otro extremo del sofá y al hacerlo, su peso hizo tintinear los cubitos de hielo en su copa. El proyector seguía rebobinando.
—Creo que me recostaré un ratito, si no le importa —dijo Reba—. No, no se corra, tengo espacio de sobra. Por favor despiérteme si me quedo dormida.
Se reclinó en el sofá apoyando la copa sobre su estómago; las puntas de su pelo rozaban apenas la mano de Dolarhyde apoyada contra su muslo.
Oprimió el botón del control remoto y se inició la proyección de la película.
Dolarhyde quería ver en ese ambiente y en compañía de esa mujer, las películas de los Leeds y Jacobi. Quería mirar alternati­vamente la pantalla y a Reba. Sabía que ella nunca sobreviviría a ello. Las mujeres la vieron subir a su furgoneta. Más valía no pensar en eso. Las mujeres la vieron subir a su furgoneta.
Miraría la película de los Sherman, la familia a quien pensaba visitar próximamente. Vería la promesa de su futuro alivio y lo haría en presencia de Reba, mirándola todo lo que le diera la gana.
En la pantalla apareció el título La Casa, Nueva escrito con monedas sobre una caja de canon. Una larga toma de la señora Sherman y sus hijos. Juegos en la piscina. La señora Sherman sosteniéndose de la escalera, su busto generoso y reluciente asomando sobre su traje de baño mojado, sus piernas pálidas moviéndose como tijeras.
Dolarhyde estaba orgulloso del control que tenía sobre sí mismo. Pensaría en esa película, no en la otra. Pero mentalmente comenzó a hablarle a la señora Sherman tal como lo había hecho con Valeria Leeds en Atlanta.
Ahora me ve, sí.
Así es como se siente al verme, si.
Juegos con los vestidos antiguos. La señora Sherman con el gran sombrero. Parada frente al espejo. Se da vuelta sonriendo y adopta una pose para la cámara, llevando su mano a la nuca. Tiene un camafeo en el cuello.
Reba McClane se mueve en el sofá. Deja la copa en el piso. Dolarhyde siente un peso y calor. Reba ha apoyado la cabeza sobre su muslo. Las luces de la película juguetean sobre su nuca pálida.
Dolarhyde permanece muy quieto, mueve únicamente el pulgar para parar la película y repetir una secuencia. En la pantalla la señora Sherman se para frente al espejo luciendo el gran sombrero. Se da vuelta hacia la cámara y sonríe.
Ahora me ve, sí.
Así es como se siente al verme, sí.
¿Me siente ahora? sí.
Dolarhyde está temblando. Los pantalones lo están torturan­do. Tiene calor. Siente un aliento cálido a través de la tela. Reba ha hecho un descubrimiento.
Su pulgar acciona temblorosamente el interruptor.
Ahora me ve, si.
Asi es como se siente al verme, sí.
¿Siento esto? si.
Reba abre el cierre de los pantalones.
Una oleada de miedo: lamas había tenido antes una erección en presencia de una mujer viva. El es el Dragón, no debe sentir miedo.
Unos dedos nerviosos lo liberan.
¡OH!
¿Me siente ahora? sí.
Siente esto sí.
Sabe lo que es sí.
Su corazón late con fuerza si.
Debe apartar sus manos del cuello de Reba. Apartarlas. Las mujeres los vieron en la furgoneta. Su mano estruja el brazo del sofá. Sus dedos rompen el tapizado.
Su corazón late con fuerza sí.
Y ahora late rápidamente.
Late rápidamente.
Parece que va a reventar sí.
Y ahora su ritmo es veloz y liviano más rápido y liviano y...
Silencio.
Oh, silencio.
Reba apoya la cabeza sobre su muslo y da vuelta sus mejillas relucientes hacia él. Desliza la mano adentro de la camisa y la apoya contra su pecho.
—Espero no haberte chocado —dice.
Lo que le chocó fue oír el sonido de su voz y apoyó su mano sobre el pecho de Reba para comprobar si su corazón seguía latiendo. Ella se la retuvo suavemente allí.
—Dios mío, todavía no se te ha pasado, ¿verdad?
Una mujer viva. Qué extraño. Lleno de poder, del Dragón o suyo propio, la levantó fácilmente del sofá. No pesaba nada, era mucho más fácil de transportar porque no era un cuerpo inerte. Arriba no. Arriba no. Debía apurarse. A cualquier parte. Rápido. La cama de su abuela, la colcha de raso resbaló bajo sus cuerpos.
—Oh, espera, me la quitaré. Oh, se rompió. No importa. Dios mío, qué hombre. Qué placer. No, por favor no, de espaldas no, déjame a mí.
Fue con Reba, su única mujer viva, inmerso con ella en ese intervalo en el tiempo, que por primera vez sintió que todo estaba bien: lo que liberaba era su vida, su propio ser, más allá de su calidad de mortal, entregándola a esa magnífica oscuridad, lejos de este mundo de lágrimas, recorriendo sonoras y armonio­sas distancias en busca de la promesa de reposo y paz.
Acostado junto a Reba en la oscuridad, apoyó su mano sobre ella y la apretó suavemente como si quisiera sellar esa unión. Mientras ella dormía, Dolarhyde, maldito asesino de once personas, escuchó una y otra vez los latidos de su corazón.
Imágenes. Perlas barrocas volando en la apacible oscuridad. Una Verdadera pistola que había disparado contra la luna. Un enorme fuego artificial que había visto en Hong Kong titulado «El Dragón Siembra Sus Perlas».
El Dragón.
Se sentía aturdido, desconcertado. Y pasó toda esa larga noche acostado junto a ella, temiendo oír el ruido de sus pasos bajando la escalera vestido con su kimono.
Reba se movió solamente una vez, tanteando medio dormida, la mesa de luz, hasta que encontró el vaso. Los dientes de la abuela resonaron en su interior.
Dolarhyde le trajo agua. Ella lo estrechó en la oscuridad. Cuando volvió a dormirse, él le retiro la mano apoyada sobre el gran tatuaje y la puso sobre su cara.
Se quedó dormido profundamente al amanecer.
Reba se despertó a las nueve y oyó su rítmica respiración. Se estiró perezosamente en la amplia cama. El no se movió. Repasó la distribución de la casa, la ubicación de las alfombras y el piso, la dirección del tic tac del reloj. Una vez que terminó ¡a reconstrucción se levanto silenciosamente y se dirigió al baño.
Dolarhyde seguía dormido cuando dio por finalizada su larga ducha. Su pantaloncillo roto estaba tirado en el piso. Lo encontró con los pies y lo metió dentro cíe su cartera. Se puso el vestido de algodón, aferró el bastón y salió.
El le había contado que el jardín era grande y parejo, rodeado por cercos vivos, pero al principio circuló con mucha precau­ción.
La brisa de la mañana era fresca y el sol caliente. Se paró en el jardín dejando que el viento arrojara ¡as semillas de los saúcos contra sus manos. El viento recorrió los pliegues de su cuerpo fresco por el baño. Alzó los brazos dejando pasar la fresca brisa bajo sus pechos y brazos y entre sus piernas. Las abejas revoloteaban. No les temía y la dejaron tranquila.
Dolarhyde se despertó y se quedó durante un instante algo desconcertado al constatar que no estaba en su dormitorio del primer piso. Sus ojos amarillos se abrieron bien grandes al recordar. Dio vuelta rápidamente la cabeza como una lechuza para mirar la otra almohada. Estaba vacía.
¿Estaría dando vueltas por la casa? ¿Qué encontraría? ¿O habría ocurrido algo durante la noche? Algo que tendría que limpiar. Sospecharían de él. Tendría que escapar.
Buscó en el baño y en la cocina. En el sótano donde quedaba todavía una silla de ruedas. En el primer piso. No quería subir al primer piso. Tenía que revisar. Su tatuaje se flexionó al subir la escalera. El Dragón lo miró furibundo desde la pared del dormitorio. No podía quedarse en el cuarto con el Dragón.
Desde una ventana del primer piso la vio en el jardín.
FRANCIS. Sabía que la voz provenía de su cuarto. Sabía que era la voz del Dragón. Esta duplicidad con el Dragón lo desorienta­ba. La sintió por primera vez cuando apoyó su mano sobre el corazón de Reba.
El Dragón nunca había hablado antes con él. Era aterrador.
FRANCIS VEN AQUI.
Trató de ahogar la voz que lo llamaba insistentemente mien­tras bajaba la escalera corriendo.
¿Qué podría haber encontrado Reba? Los dientes de su abuela habían resonado en el vaso, pero él los guardó cuando le llevó agua. No podía ver nada.
La grabación de Freddy. Estaba en el grabador de la sala. Lo revisó. La cinta estaba rebobinada hasta el principio. No podía recordar si él la había rebobinado luego de haberla transmitido al Tattler por teléfono.
Reba no debía entrar nuevamente a la casa. No sabía qué podía ocurrirle en la casa. Podría recibir una sorpresa. Tal vez al Dragón se le ocurría bajar. Sabía con qué facilidad la des­trozaría.
Las mujeres la vieron subir a su furgoneta. Warfield recordaría haberlos visto juntos. Se vistió presurosamente.
Reba McClane sintió la franja fresca de la sombra proyectada por el tronco de un árbol y luego nuevamente el sol que caía sobre el jardín. Sabía siempre dónde estaba guiándose por el calor del sol y el zumbido del aparato de aire acondicionado instalado en una ventana. Orientarse, e! pilar de su vida, era muy fácil allí. Dio vueltas y vueltas, deslizando las manos sobre los arbustos y flores.
Una nube ocultó el sol y entonces se detuvo, sin saber hacia dónde apuntaba. Trató de oír el ruido del aire acondicionado. Lo habían apagado. Durante un instante sintió cierta inquietud, pero enseguida golpeó sus manos y escuchó el tranquilizador eco de la casa. Reba pasó el dedo por su reloj para averiguar la hora. Dentro de poco tendría que despertar a D. Debía volver a su casa.
La puerta de alambre tejido se cerró de golpe.
— Buenos días —dijo Reba.
Oyó el tintineo de las llaves mientras Dolarhyde se acercaba por el pasto.
Se le acercó cuidadosamente, como si el impulso de su movimiento pudiera derribarla y vio que no estaba asustada.
No parecía molesta ni avergonzada por lo que habían hecho la noche anterior. No parecía enojada. No se abalanzó contra él ni lo amenazó. Se preguntó para sus adentros si no se debía eso a que no había visto sus partes íntimas.
Reba pasó los brazos alrededor de su cuello y apoyó la cabeza contra su pecho fornido. Su corazón latía agitadamente.
Se las arregló para decirle buenos días.
—    Fue realmente maravilloso, D.
«¿De veras? ¿Qué debía contestar?»
—    Me alegro. Para mí también. —Eso sonaba bastante bien.
«Sácala de aquí.»
—Pero ahora debo volver a casa —decía Reba—. Mi hermana va a venir a buscarme para llevarme a almorzar. Puedes venir también si lo deseas.
—Tengo que volver a la oficina —contestó modificando !a mentira que ya tenía preparada.
—    Buscaré mi cartera.
«Oh, no.»
—Yo te la traeré.
Casi imposibilitado de discernir sus propios y verdaderos sentimientos, tan incapaz de expresarlos como una cicatriz de sonrojarse, Dolarhyde no sabía lo que le había pasado con Reba McClane, ni por qué. Estaba confundido, acuciado por esa nueva y terrorífica sensación de ser Dos.
Ella lo amenazaba y no lo amenazaba.
Estaba el asunto de los sorprendentes y vivos movimientos de aceptación de Reba en la cama de la abuela.
A veces Dolarhyde no sabía lo que sentía hasta que actuaba. No sabía qué sentía por Reba McClane.
Un incidente molesto cuando la condujo de vuelta a su casa lo ilustró someramente.
Dolarhyde se detuvo en una estación de servicio Servco Supreme para llenar el tanque de la furgoneta justo después de la salida de la Interestatal 70 al Boulevard Lindbergh.
El empleado era un hombre corpulento y hosco que olía a vino. Hizo una mueca cuando Dolarhyde le pidió que revisara el aceite.
Le faltaba un cuarto. El empleado enroscó el pico en la lata De aceite y lo introdujo en el motor.
Dolarhyde se bajó para pagar.
El empleado estaba muy entusiasmado limpiando el parabri­sas, del lado del acompañante. Limpiaba y limpiaba.
Reba McClane estaba sentada en el alto asiento de la cabina, con las piernas cruzadas y la falda por encima de la rodilla. El bastón blanco estaba entre los dos asientos.
El hombre repasó nuevamente el parabrisas. Estaba mirando atentamente el vestido.
Dolarhyde le sorprendió al levantar la vista de su billetera. Metió la mano por la ventanilla del auto y puso en funcionamien­to los limpiaparabrisas a su máxima velocidad, los que golpearon fuertemente los dedos del dependiente.
¡Epa, cuidado! —El empleado se dedicó entonces a retirar la lata de aceite del motor. Sabía que lo habían pescado y sonrió a hurtadillas hasta que se le acercó Dolarhyde después de dar la vuelta a la furgoneta.
Hijo de puta.
—¿Qué diablos le pasa? —Su altura y peso eran similares a los de Dolarhyde pero su musculatura era muy inferior. Era joven para tener dientes postizos y no parecía cuidarlos de­masiado.
A Dolarhyde le disgustó su color verdoso.
—¿Qué les pasó a sus dientes? —preguntó suavemente.
—    ¿Ya usted qué le importa?
—¿Se los arrancó a su amiguito, cerdo de mierda? —Dolarhyde estaba muy cerca. —Apártese de mí.
—    Cerdo. Idiota. Basura. Estúpido —agregó tranquilamente.
Dolarhyde lo arrojó de un manotazo contra la furgoneta.
La lata de aceite y el pico vertedor cayeron sobre el pavi­mento.
Dolarhyde los recogió.
—    No corra. Puedo alcanzarlo. —Sacó el pico de la lata y miró su extremo puntiagudo.
El otro hombre se puso pálido. Había algo en la cara de Dolarhyde que jamás había visto, en ningún lado.
Durante un cruento instante Dolarhyde vio el pico incrustado en el pecho del dependiente, vaciándole el corazón. Divisó la cara de Reba a través del parabrisas. Meneaba la cabeza y murmuraba algo. Estaba buscando la manija para bajar el vidrio.
—    ¿Alguna vez le han roto algo, idiota?
El hombre meneó rápidamente la cabeza.
—    No quise ofenderlo. Se lo juro. —Dolarhyde acercó el pico metálico a la cara del empleado. Los músculos de su pecho se hincharon mientras lo doblaba sujetándolo con ambas manos.
Tiró del cinturón del hombre y dejó caer el pico dentro de sus pantalones.
—No apartes la vista de tu roñoso cuerpo. —Metió el dinero de la nafta en el bolsillo de la camisa.— Y ahora corre —agregó — . Pero recuerda que puedo alcanzarte si me da la gana.





XXXVI

El sábado llegó un pequeño paquete dirigido a Will Graham c/o Cuartel General del FBI, Washington, conteniendo la grabación. Había sido enviado desde Chicago el mismo día en que fue asesinado Lounds.
Ni el laboratorio ni la sección Impresiones Digitales encon­traron nada útil en el estuche de la cassette ni en la envol­tura.
Una copia de la grabación partió rumbo a Chicago en el correo de esa tarde. El agente especial Chester se la entregó a Graham en el salón del jurado a mediados de la tarde. Tenía adjunto un memorando de Lloyd Bowman:
Pruebas de la voz confirman que se trata de Lounds. Evidentemente repetía lo que le dictaban. Es una cassette nueva, fabricada durante los últimos tres meses y no ha sido utilizada anteriormente. Su contenido está siendo analiza­do por la sección Ciencia del Comportamiento. El doctor Bloom debería escucharlo cuando esté suficientemente recuperado —usted lo decidirá.
Evidentemente el criminal está tratando de fastidiarlo.
Creo que lo hará más de una vez.
Un estricto voto de confianza, muy apreciado.
Graham sabía que debía escuchar la grabación. Esperó hasta que se fuera Chester.
No quería quedarse encerrado en el cuarto del jurado con ella. Sería mejor el juzgado desierto, por lo menos entraba un poco de sol por las ventanas. Las encargadas de la limpieza habían pasado por allí y en los rayos de luz podían verse todavía partículas de polvo.
El grabador era pequeño y de color gris. Graham lo depo­sitó sobre el escritorio de los abogados defensores y oprimió la tecla.
Se oyó la monótona voz de un técnico que decía:
«Caja número 426238, ítem 814, etiquetado y archivado, una cassette. Es una grabación de la grabación original.»
Un cambio en la calidad del sonido.
Graham se agarró con ambas manos de la baranda del palco del jurado.
Freddy Lounds parecía cansado y asustado.
«He tenido un gran privilegio. He visto... he visto con asombro... con asombro y reverente temor... reverente temor... la fuerza del Gran Dragón Rojo.»
La grabación original había sido interrumpida frecuentemente a medida que se realizaba. El aparato registró todas las veces el chasquido de la tecla de stop. A Graham le pareció ver el dedo sobre la tecla. El dedo del Dragón.
«Mentí respecto a El. Todo lo que escribí fueron mentiras que me dijo Will Graham. El me obligó a escribirlas. Yo he... he blasfemado contra el Dragón. No obstante... El Dragón es misericordioso. Ahora quiero servirle. El... me ha ayudado a comprender... Su Esplendor y lo alabaré. Cuando los periódi­cos publiquen esto, deberán escribir siempre con mayúsculas la E de El.
»E1 sabe que usted me hizo mentir, Will Graham. Pero porque me vi obligado a hacerlo, El será... más misericordioso conmigo que con usted, Will Graham.
»Lleve las manos a su espalda, Will Graham... y busque las pequeñas... protuberancias encima de la pelvis. Tantee la colum­na vertebral entre ellas... ése es el lugar preciso... en que el Dragón le quebrará la espalda.»
Graham mantuvo las manos sobre la baranda. «No pienso hacerlo.» ¿No conocía acaso el Dragón el nombre de la región ilíaca o prefería no utilizarlo?
«Hay muchas cosas... que debe temer. De... de mis propios labios aprenderá a temer algo más.»
Una pausa antes del horrible alarido. Peor aún, ese gemido emitido por una boca sin labios musitando: «Aldito siergüenza usted rometió».
Graham metió la cabeza entre sus rodillas hasta que las manchas brillantes dejaron de agitarse ante sus ojos. Abrió la boca y respiró hondo.
Transcurrió una hora antes de que pudiera volver a oírla.
Llevó el grabador al cuarto del jurado y trató de escuchar la grabación allí. Estaba demasiado cerca. Dejó el grabador funcio­nando y se dirigió a la sala del tribunal. Podía oírla a través de la puerta abierta.
«He tenido un gran privilegio...»
Había alguien en la puerta del salón. Graham reconoció al joven empleado de la oficina del FBI en Chicago y le hizo señas para que se acercara.
— Llegó una carta para usted —dijo el joven—. El señor Chester me encargó que se la entregara. Me dijo que la revisara y que le dijera que el inspector de correspondencia la pasó por la pantalla fluoroscópica.
El mensajero sacó la carta del bolsillo de su saco. El sobre era de color violeta. Graham esperaba que fuera de Molly.
—Como puede ver está sellada.
—Gracias.
—Además es día de paga. —El joven le entregó el cheque.
El alarido de Freddy resonó en el grabador y el empleado dio un respingo.
—Lo siento —dijo Graham.
—No sé cómo puede aguantarlo.
—Vuelva a su casa —insinuó Graham.
Se sentó en el palco del jurado para leer la carta. Ansiaba un respiro. La carta era del doctor Hannibal Lecter.
Querido Will:
Unas pocas líneas para felicitarlo por el trabajo que hizo con el señor Lounds. Merece toda mi admiración. ¡Qué muchacho inteligente es usted!
El señor Lounds me ofendió a menudo con su chachara ignorante, pero me ilustró respecto a una cosa: la tempora­da que pasó usted en la clínica psiquiátrica. Si mi abogado no hubiera sido tan inepto, debería haberlo mencionado durante el juicio, pero no importa ya.
Me parece, Will, que usted se preocupa demasiado. Se sentiría mucho más cómodo si no se controlara tanto.
Nosotros no inventamos nuestros temperamentos, Will; los recibimos junto con los pulmones, páncreas y todo lo demás. ¿Por qué combatirlo, entonces?
Quiero ayudarlo, Will, y me gustaría empezar pregun­tándole lo siguiente: Esa depresión tan grande que experi­mentó luego de haber matado al señor Garren Jacob Hobbs, no se debió al acto en sí, ¿verdad? ¿No se debió realmente al hecho de que al matarlo experimentara un gran placer?
Recapacite, pero no se preocupe. ¿Por qué no podría sentir un gran placer? A Dios debe gustarle. El lo hace todo el tiempo, ¿y acaso no estamos hechos a su imagen y seme­janza?
Tal vez en el diario de ayer leyó que Dios hizo caer el miércoles por la noche el techo de una iglesia de Tejas sobre treinta y cuatro feligreses, justo en el momento en que entonaban un himno de alabanzas a EL ¿No le parece que debe de. haberle gustado?
Treinta y cuatro. ¡Cómo no iba a dejarle a Hobbs para usted!
La semana anterior ciento sesenta filipinos muñeron en un accidente aéreo. ¿Cómo no iba a permitirle matar a ese despreciable Hobbs? No le repugnaría un crimen insignifi­cante. Ahora son dos. Está bien.
No se pierda los díarios. Dios siempre toma la delantera.
Saludos. Hannibal Lecter, M. D.

Graham sabía que Lecter estaba totalmente equivocado res­pecto a Hobbs, pero durante una fracción de segundo se preguntó si no tendría un poco de razón en el caso de Freddy Lounds. El enemigo que albergaba Graham en su interior estaba de acuerdo con cualquier acusación.
Había apoyado su mano sobre el hombro de Freddy en la fotografía del Tattler para mostrar que él había dicho realmente a Freddy todos esos conceptos insultantes sobre el Dragón. ¿O habría querido exponer peligrosamente a Freddy, aunque sólo fuera un poquito? Eso era lo que se preguntaba a sí mismo.
Lo frenaba la absoluta certeza de que no perdería a sabiendas una oportunidad de liquidar al Dragón.
—    Lo que pasa es que estoy prácticamente agotado por todos ustedes, locos hijos de puta —dijo Graham en voz alta.
Quería un respiro. Llamó a Molly pero nadie contestó el teléfono de la casa de los abuelos de Willy.
—    Seguro que han salido en la maldita casa rodante —musitó.
Salió para tomar un café, en parte para asegurarse a sí mismo que no se estaba escondiendo en el cuarto del jurado.
En la vidriera de una joyería vio una fina y antigua pulsera de oro. Le costó buena parte de su sueldo. La hizo envolver y poner el franqueo para enviarla por correo. Pero sólo cuando tuvo la seguridad de que no había nadie cerca del buzón, escribió la dirección de Molly en Oregón. Graham no se daba cuenta cómo en cambio lo notaba Molly, que hacía regalos cuando estaba enojado.
No quería volver al cuarto del jurado para seguir trabajando, pero debía hacerlo. El recuerdo de Valerie Leeds le dio bríos.
«Siento no poder atender ahora su llamada», había dicho Valerie Leeds.
Deseaba haber podido conocerla. Deseaba... Inútil, pensa­miento infantil.
Graham estaba cansado, herido en su amor propio, resentido, reducido a un estado de mentalidad infantil en el que los patrones de sus medidas eran los primeros que había aprendido; en el que la dirección «norte» equivalía a la autopista 61 y un metro ochenta era sempiternamente la altura de su padre.
Se obligó a concentrarse en el minuciosamente detallado perfil de las víctimas que estaba armando sobre la base de una pila de informes y sus propias observaciones.
Buena posición. Ese constituía un paralelo. Ambas familias gozaban de buena posición. Qué curioso que Valerie Leeds ahorrara dinero con las medias.
Graham pensó si habría sido pobre en su niñez. Así lo creía; los hijos del matrimonio estaban, tal vez, demasiado bien vestidos.
Graham había sido un niño pobre, que tuvo que seguir a su padre desde los astilleros de Biloxi y Greenville hasta los botes del lago Erie. Siempre el alumno nuevo en el colegio, siempre el forastero. Tenía un semioculto resentimiento contra los ricos.
Tal vez Valerie Leeds había sido una niña pobre. Estuvo tentado de ver nuevamente la película que tenía de ella. Podría hacerlo en la sala del tribunal. No. Los Leeds no eran su problema inmediato. Conocía a los Leeds. Pero no conocía a los Jacobi.
Le desesperaba la falta de conocimiento de las intimidades de los Jacobi. El incendio de su casa de Detroit había dado cuenta de todo, álbumes de familia, probablemente sus diarios también.
Graham trataba de conocerlos a través de los objetos que querían, compraban y usaban. Era todo lo que tenía.

El expediente de la testamentaría de los Jacobi tenía siete centímetros de grosor y la mayoría consistía en listas de sus pertenencias —un nuevo hogar como consecuencia del traslado de Birmingham. «Miren toda esta basura.» Todo estaba ase­gurado, identificado con números correlativos como lo exigían las compañías de seguros. Quién dudará que un hombre al que se le quemó toda la casa, asegurará en la nueva hasta el último alfiler.
El abogado, Byron Metcalf, le había enviado copias carbónicas en lugar de fotocopias, de las declaraciones del seguro. Las copias al carbón estaban borroneadas y su lectura era difícil.
Jacobi tenía una lancha para hacer esquí, Leeds tenía una lancha para hacer esquí. Jacobi tenía un triciclo con motor, Leeds tenía otro similar. Graham se pasó el pulgar por la lengua y dio vuelta la hoja.
El cuarto ítem de la segunda página era un proyector de cine Chinon Pacific.
Graham se detuvo. ¿Cómo se le había pasado? Había revisado todas las cajas y cajones guardados en el depósito buscando algo que pudiera brindarle algún dato sobre la vida cotidiana de los Jacobi.
¿Dónde estaba el proyector? Podía verificar la declaración del seguro con el inventario que Byron Metcalf había hecho en calidad de albacea al mandar a depósito las pertenencias de los Jacobi. Los ítems habían sido verificados y marcados por el supervisor del guardamuebles que firmó la boleta de depósito.
Se demoró quince minutos en revisar la lista de los artículos almacenados. Ningún proyector, ninguna fumadora, ninguna película.
Graham se recostó contra el respaldo de su silla y miró a los Jacobi que le sonreían desde la fotografía ubicada frente a él.
«¿Qué demonios hicieron con eso?»
«¿Fue robado?»
«¿Lo robó el asesino?»
«¿Si el asesino lo robó, lo vendió y a quién?»
«—Dios mío, haz que pueda encontrar al que lo compró.»
A Graham se le había pasado ya el cansancio. Quería saber si faltaba algo más. Buscó durante una hora, comparando el inventario del guardamuebles con la declaración del seguro. Todo concordaba excepto esos preciosos ítems. Deberían de estar en la lista de objetos guardados por Byron Metcalf en la caja de seguridad del banco de Birmingham.
Estaban todos en la lista. Excepto dos.
Pequeña caja de cristal de 10x7 cm. tapa de plata sellada. Figuraba en la lista del seguro pero no estaba en la caja de seguridad. Marco de plata sellada de 23x27 cm., grabado con flores y motivos de la vid. Tampoco figuraba en el inven­tario.
¿Robados? ¿Extraviados? Eran objetos pequeños, fáciles de ocultar. Por lo general la plata que es robada y vendida se funde inmediatamente. Sería difícil rastrearlos. Pero los equipos de filmación tenían números de identificación grabados en la parte interior y exterior. Podrían ubicarse.
¿Los habría robado el asesino?
Mientras contemplaba la fotografía manchada de los Jacobi, Graham sintió el suave estímulo de una nueva conexión. Pero la solución se presentaba áspera, desilusionante y mínima.
Había un teléfono en el cuarto del jurado. Graham se comunicó con la sección de Homicidios de Birmingham. Habló con el jefe a cargo de la guardia.
—Tengo entendido que usted tiene anotadas las personas que entraron y salieron de la casa de los Jacobi luego que fue sellada, ¿verdad?
—    Espere que mande a alguien a buscarlo —dijo el jefe de la guardia.
Graham sabía que tenían un registro. Era una medida muy acertada tomar nota de todas las personas que entraban o salían del lugar donde se había cometido un crimen y a Graham le complació enterarse que lo habían hecho en Birmingham. Esperó cinco minutos hasta que un empleado se comunicó con él.
Aquí está, ¿qué quiere saber?
Quiero saber si figura Niles Jacobi, hijo del muerto.
Veamos... sí. El 2 de julio a las siete de la tarde. Estaba autorizado a buscar objetos personales.
—    ¿No dice por casualidad si llevaba una valija?
—No. Lo siento.
Cuando Byron Metcalf contestó el teléfono su voz era ronca y su respiración agitada. Graham se preguntó qué estaría ha­ciendo.
Espero no haberlo molestado.
¿En qué puedo ayudarlo, Will?
—Necesito que me dé una mano con Niles Jacobi.
—    ¿Y ahora qué ha hecho?
—Creo que se llevó unas cuantas cosas de la casa de sus padres después que los mataron. Falta un marco de plata en su lista de la caja de seguridad. Cuando estuve en Birmingham encontré una fotografía suelta de la familia en el dormitorio de Niles. Debía de haber estado enmarcada; es evidente pues tiene la marca del passe-partout.
—Maldito mocoso. Le di permiso para que buscara su ropa y unos libros que precisaba —dijo Metcalf.
—Niles tiene amistades muy costosas. Pero lo que más me interesa es lo siguiente, un proyector de cine y una máquina fumadora que también faltan. Quiero saber si se los llevó. Probablemente lo hizo, pero de lo contrario, puede haber sido el asesino. En ese caso necesito tener los números de serie para pasárselos a las casas de empeño. Tenemos que incorporarlos a la lista nacional de objetos robados. Posiblemente el marco ya esté fundido.
—Fundido va a quedar cuando acabe con él.
—Otra cosa más, si Niles se llevó el proyector, tal vez haya conservado las películas. No le darían ni un céntimo por ellas. Yo quiero esas películas. Necesito verlas. Si usted lo encara directa­mente va a negar absolutamente todo y tirará las películas a la basura, si es que las tiene.
—De acuerdo —contestó Metcalf—. El título de su auto pasó al estado. Yo soy albacea de modo que no preciso orden judicial para entrar. A mi amigo el juez no le va a importar empapelarle el cuarto por mí. Lo llamaré cuando sepa algo.
Graham reanudó su trabajo.
Buena posición. Poner buena posición en el perfil que va a utilizar la policía.
Graham se preguntó si la señora Leeds y la señora Jacobi hacían las compras del mercado con ropa de tenis. En ciertos barrios se consideraba como algo elegante. Era una tontería hacerlo en otros, puesto que era doblemente provocativo ya que suscitaba al mismo tiempo resentimiento de clases y lujuria.
Graham las imaginó empujando los carritos con verduras, las cortas faldas plisadas rozándoles los muslos tostados, los peque­ños pompones de sus medias de toalla sacudiéndose, pasando junto al hombre corpulento de mirada aviesa que estaba com­prando el fiambre para comer un sandwich en su auto.
¿Cuántas familias había que tuvieran tres hijos y un animal doméstico y a las que mientras dormían las separaba solamente del Duende Dientudo una cerradura común y corriente?
Mientras Graham imaginaba las futuras víctimas, visualizaba personas inteligentes y exitosas en simpáticas casas.
Pero la siguiente persona que debería enfrentarse con el Dragón no tenía hijos ni animalitos y su casa no era por cierto simpática. La próxima persona que debía hacer frente al Dragón era Francis Dolarhyde.





XXVII

El ruido de las pesas en el piso del altillo resonó por toda la casa.
Dolarhyde levantaba más peso del que nunca había alzado. Su atuendo era diferente; unos pantalones de gimnasia cubrían el tatuaje. La camiseta colgaba sobre el grabado del Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol. El kimono, como si fuera la piel de una víbora, cubría el espejo.
Dolarhyde no se había puesto la máscara.
Arriba. Doscientos kilos desde el piso hasta su pecho con un solo movimiento, y después sobre la cabeza.
-¿EN QUIEN ESTAS PENSANDO?
Sorprendido por la voz, casi dejó caer las pesas, vacilando bajo su peso. Abajo. Los discos golpearon y estremecieron el piso.
Se dio la vuelta, con sus largos brazos colgando, en dirección adonde había sonado la voz.
-¿EN QUIEN ESTAS PENSANDO?
Parecía provenir de atrás de la camiseta, pero su tono y volu­men le hicieron doler la garganta.
-¿EN QUIEN ESTAS PENSANDO?
Sabía quién hablaba y estaba asustado. Desde el principio, él y el Dragón habían sido uno solo. El se estaba Transformando y el Dragón era su ser superior. Sus cuerpos, voces y voluntades eran una sola.
Pero ahora no. Después de Reba no. No debía pensar en Reba.
-¿QUIEN ES AGRADABLE? -preguntó el Dragón.
—La señora... Sherman, Sherman. —Le costaba mucho trabajo decirlo.
-REPITE, NO TE ENTIENDO. ¿EN QUIEN ESTAS PENSANDO?
Dolarhyde, con cara seria, agarró las pesas. Arriba. Sobre la cabeza. Mucho más difícil esta vez.
—    La señora... erhman, saliendo de! agua.
-¿ESTAS PENSANDO EN TU AMIGUITA, NO ES VERDAD? TU QUIERES QUE SE CONVIERTA EN TU AMIGUITA. ¿NO ES ASI?
Las pesas cayeron con un golpe seco.
—No tengo ninguna ami'ita —El miedo le entorpecía el habla.
-UNA ESTÚPIDA MENTIRA. -La voz del Dragón era fuerte y clara. Pronunciaba las «s» sin ningún esfuerzo. —OLVIDAS LA TRANSFORMACIÓN. PREPÁRATE PARA LOS SHERMAN. LEVANTA LAS PESAS.
Dolarhyde aferró la barra haciendo un gran esfuerzo. Su mente se esforzaba tanto como su cuerpo. Trató desesperada­mente de pensar en los Sherman. Se obligó a pensar en el peso de la señora Sherman en sus brazos. La señora Sherman era la próxima víctima. Era la señora Sherman. Luchaba contra el señor Sherman en la oscuridad, sujetándolo cabeza abajo hasta que la pérdida de sangre hacía trepidar su corazón como el de un pajarito. Era el único corazón que escuchaba. No escuchaba el corazón de Reba. En absoluto.
El miedo disminuía su fuerza. Levantó las pesas hasta los pulmones, no pudo llegar hasta el pecho. Pensó en los Sherman alineados alrededor de él, sus ojos bien abiertos, mientras se cobraba la parte del Dragón. No servía de nada. Era hueco, vacío. Las pesas golpearon contra el piso.
-INACEPTABLE.
—    La señora...
-NI SIQUIERA PUEDES DECIR LA SEÑORA SHERMAN. NUNCA PENSASTE TOMAR A LOS SHERMAN. QUERÍAS A REBA MCCLANE. QUERÍAS QUE FUERA TU COMPAÑERITA, ¿VERDAD? QUERÍAS SER SU AMIGO.
-No.
-¡MENTIRA!
—    ...olamente or un oquito.
-¿SOLAMENTE POR UN POQUITO? LABIOHENDIDO Y LLO­RÓN, ¿QUIEN PUEDE QUERER SER AMIGO TUYO? VEN AQUÍ. TE MOSTRARE LO QUE ERES.
Dolarhyde no se movió.
-NUNCA HE VISTO UN CHICO TAN ASQUEROSO Y SUCIO COMO TU. VEN ACA.
Dolarhyde se acercó.
-RETIRA LA CAMISETA.
La retiró.
-MÍRAME.
El Dragón lo miraba amenazadoramente desde ¡a pared.
-RETIRA EL KIMONO. MIRATE EN EL ESPEJO.
Dolarhyde miró. No podía evitarlo ni apartar su cara de la intensa luz. Vio que estaba babeando.
-MÍRATE. VOY A DARTE UNA SORPRESA PARA TU AM1GUITA. QUÍTATE ESOS TRAPOS.
Las manos de Dolarhyde lucharon entre ellas en el cinturón del pantalón de gimnasia. Los pantalones se rompieron. Se los quitó con la mano derecha, mientras con la izquierda seguía sujetando lo que quedaba de ellos.
La mano derecha le arrebató los pedazos a su temblorosa y debilitada izquierda. Los arrojó a un rincón y cayó sobre la alfombra, retorciéndose como una víbora. Abrazó su cuerpo gimiendo, jadeando, mientras su tatuaje resplandecía por la fuerte luz del gimnasio.
-NUNCA HE VISTO UN CHICO TAN ASQUEROSO Y SUCIO COMO TU. VE A BUSCARLOS.
—aela.
-VE A BUSCARLOS.
Salió penosamente del cuarto y regresó trayendo los dientes del Dragón.
-SUJÉTALOS ENTRE LAS PALMAS. ENLAZA LOS DEDOS Y APRIETA MIS DIENTES CON FUERZA.
Los músculos pectorales de Dolarhyde se hincharon.
-TU SABES CON QUE FACILIDAD MUERDEN. COLÓCALOS AHORA BAJO TU VIENTRE. SUJÉTATE CON ELLOS.
-No.
-HAZLO... Y AHORA MIRA.
Los dientes empezaban a lastimarlo. Saliva y lágrimas cayeron sobre su pecho.
—Por favor.
-ERES UNA BASURA DEJADA A UN LADO DURANTE LA TRANSFORMACIÓN. ERES UNA BASURA Y TE DIRE COMO TE LLAMAS. CARA DE CULO. REPITELO.
—Yo soy cara de culo. —Se esforzó para pronunciar bien las palabras.
_ -DENTRO DE POCO ESTARE LIBERADO DE TI -dijo el Dragón sin esfuerzo-. ¿SERA ESO BUENO?
—Bueno.
-¿QUIEN SERA LA PRÓXIMA CUANDO LLEGUE EL MOMENTO?
—la eñora... Hermán...
Dolarhyde experimentó un dolor agudo y un miedo terrible.
-TE LO ARRANCARE.
—Reba. Reba. Te entregaré a Reba. —Su habla había mejorado ya.
-NO ME DARÁS NADA. ELLA ES MIA. TODAS SON MIAS. REBA MCCLANE Y LOS SHERMAN.
—Reba y luego los Sherman. La ley se enterará.
-YA HE TOMADO MEDIDAS PARA ESE DIA. ¿ACASO LO DUDAS?
-No.
-¿TU QUIEN ERES?
—Cara de culo.
-PUEDES GUARDAR NUEVAMENTE MIS DIENTES, LAMENTA­BLE LABIOHENDIDO, QUERÍAS OCULTARME TU COMPAÑERITA, ¿VERDAD? LA DESTROZARE Y REFREGARE SUS RESTOS EN TU CARA FEA. TE COLGARE JUNTO CON SU INTESTINO SI TE OPO­NES. SABES QUE PUEDO HACERLO. COLOCA CIEN KILOS EN LA BARRA.
Dolarhyde agregó otros discos a la barra. Hasta ese día lo más que había levantado eran noventa kilos.
-LEVÁNTALA.
Reba moriría si sus fuerzas no eran iguales a las del Dragón. Lo sabía. Comenzó a levantar el peso hasta que el cuarto pareció teñirse de rojo.
—No puedo.
-TU NO PUEDES. PERO YO SI PUEDO.
Dolarhyde aferró la barra. Se arqueó al levantar las pesas a la altura de sus hombros. ARRIBA. Fácilmente llegó encima de su cabeza.
-ADIÓS, CARA DE CULO —dijo el orgulloso Dragón estreme­ciéndose bajo la luz.





XXXVIII

Francis Dolarhyde no llegó a su trabajo el lunes por la mañana.
Salió de su casa exactamente a tiempo, como siempre lo hacía. Su aspecto era impecable, su mane]O preciso. Se puso los anteojos oscuros cuando dio la curva anterior al río Missouri y avanzó bajo el sol de la mañana.
La conservadora de hielo de telgopor chirrió al rozar el asiento del acompañante. Se inclinó hacia un lado y la depositó sobre el piso, recordando que debía buscar el hielo seco y recoger la película en...
En ese momento cruzaba e! canal del Missouri cuya correntada se deslizaba bajo el puente. Miró las pequeñas crestas de las olitas del turbulento río y de repente tuvo la sensación de que él se deslizaba y el río permanecía inmóvil. Lo invadió una extraña, desconcertante y aplastante sensación. Aflojó e! acelerador.
La furgoneta aminoró su marcha y se detuvo en el carril exterior. El tráfico empezó a atascarse detrás de su vehículo, haciendo sonar las bocinas. Pero él no oía nada.
Permanecía sentado, deslizándose lentamente hacia el norte sobre el río inmóvil, enfrentando el sol matinal. Unas lágrimas rodaron bajo sus anteojos oscuros y cayeron como gotas calien­tes sobre sus antebrazos.
Alguien golpeaba la ventanilla. Un conductor con la cara pálida por el madrugón e hinchada por el sueño, le gritaba algo del otro lado de la ventanilla.
Dolarhyde miró al hombre. Unas intermitentes y fuertes luces azules avanzaban desde el otro extremo del puente. Sabía que debía reanudar la marcha. Le pidió a su cuerpo que apretara el acelerador y le obedeció. El hombre que estaba parado junto a la furgoneta tuvo que dar un salto hacia atrás para salvar sus pies.
Dolarhyde se detuvo en la playa de estacionamiento de un gran motel situado cerca de ¡a ruta nacional 270. Un ómnibus de escolares estaba estacionado en la playa y contra el vidrio de su ventanilla posterior descansaba el pabellón de una tuba.
Dolarhyde se preguntó si tendría que subir a ese ómnibus junto con todos los ancianos.
No, no era eso. Buscó con su mirada el Packard de su madre.
«Entra. No pongas los pies sobre el asiento», dijo su madre.
No era eso tampoco.
Estaba en la playa de estacionamiento de un motel en el lado oeste de St. Louis y quería poder Elegir, pero no lo lograba.
Dentro de seis días, si es que podía esperar tanto, mataría a Reba McClane. Dejó escapar súbitamente un agudo sonido por su nariz.
Tal vez e! Dragón estaría dispuesto a tomar primero a los Sherman y esperar hasta la otra luna.
No. No lo haría.
Reba McClane no conocía al Dragón. Creía que estaba en compañía de Francis Dolarhyde. Quería recostar su cuerpo contra el de Francis Dolarhyde. Aceptó gustosa a Francis Dolarhyde en la cama de su abuela.
«Ha sido realmente maravilloso, D», dijo Reba McClane en el jardín.
A lo mejor le gustaba Francis Dolarhyde. Para una mujer eso era algo despreciable y pervertido. Comprendió que debería despreciarla por ello, pero oh, Dios, qué lindo era.
Reba McClane era culpable por haberle gustado Francis Dolarhyde. Manifiestamente culpable.
Si no fuera por el poder de su Transformación y si no fuera por el Dragón, jamás la habría llevado a su casa. No hubiera sido capaz de hacer el amor. ¿O estaba equivocado?
«Ay, Dios mío, qué hombre. Qué placer.»
Eso fue lo que dijo. Había dicho «hombre».
Finalizado el desayuno, el grupo se retiraba del motel, pasando junto a su furgoneta. Sus miradas vagas pasaron sobre él dejando leves y numerosas impresiones.
Necesitaba pensar. No podía volver a su casa. Se registró en el motel, llamó por teléfono a su trabajo y dijo que estaba enfermo. Le dieron un cuarto agradable y tranquilo. El único motivo decorativo eran unos pésimos grabados de barcos. Nada más brillaba en las paredes.
Dolarhyde se recostó sin quitarse la ropa. Unas manchas de luz salpicaban el cielo raso de yeso. Cada cinco minutos tenía que levantarse para orinar. Durante un momento tembló de frío y luego comenzó a transpirar. Transcurrió una hora.
No quería entregarle al Dragón a Reba McClane. Pensaba en lo que haría el Dragón si no lo complacía.
El miedo intenso se manifiesta en oleadas; el cuerpo no puede soportarlo durante mucho tiempo. Dolarhyde podía pensar durante la pesada calma entre cada oleada.
¿Cómo podría evitar entregársela al Dragón? Una solución lo atosigaba insistentemente. Se levantó.
El interruptor de la luz resonó fuertemente en el baño recubierto de azulejos. Dolarhyde echó un vistazo al caño de la cortina de la ducha, un sólido caño de una pulgada asegu­rado a dos paredes del baño. Quitó la cortina y la colgó sobre el espejo.
Se agarró del caño con una mano, dejando que sus pies rozaran el borde de la bañera. Era lo suficientemente fuerte. Y su cinturón también era fuerte. Podía hacerlo. No tenía miedo a eso.
Anudó la punta de su cinturón al caño con un nudo marinero. El extremo de la hebilla formaba un nudo corredizo. El grueso cinturón no se hamacaba, colgaba hacia abajo como un rígido dogal.
Se sentó sobre la tapa del inodoro y se quedó mirándolo. No habría caída, pero podría soportarlo. Podía mantener las manos apartadas del lazo hasta estar lo suficientemente débil para alzar los brazos.
¿Pero cómo estar seguro de que su muerte podía afectar al Dragón, ahora que él y el Dragón se habían desdoblado? Quizá no lo afectaría. ¿Y entonces cómo saber que el Dragón dejaría en paz a Reba?
Tal vez transcurrirían varios días hasta que encontraran su cuerpo. Ella se preguntaría adonde se había metido. ¿Y durante ese lapso no se le ocurriría a lo mejor ir a su casa y buscarlo por allí? ¿Subiría al primer piso en busca de él y recibiría una sorpresa?
El Gran Dragón Rojo demoraría una hora en escupir sus pedazos por la escalera.
¿Debería llamarla y advertírselo? ¿Pero qué podría hacer contra El por más que estuviera prevenida? Nada. Sólo podría esperar morir lo más rápidamente posible, esperar que en Su ira mordiera bien profundamente.
En el primer piso de la casa de Dolarhyde el Dragón esperaba en las fotografías que había enmarcado con sus propias manos. El Dragón esperaba en los numerosos libros de arte y revistas, renaciendo cada vez que un fotógrafo... ¿hacía qué?
Dolarhyde podía oír en su mente la poderosa voz del Dragón maldiciendo a Reba. La maldeciría primero y luego la mordería. Maldeciría a Dolarhyde también, explicándole a ella que no valía nada.
—No hagas eso. No... hagas eso —La voz de Dolarhyde retumbó en los azulejos. Escuchó su voz, la voz de Francis Dolarhyde, la voz que Reba McClane entendía sin dificultad, su propia voz. Había tenido vergüenza de su voz toda su vida; les había dicho a otras personas cosas amargas y horribles con esa voz.
Pero nunca había oído la voz de Francis Dolarhyde maldicién­dolo.
—No hagas eso.
La voz que escuchaba ahora nunca jamás lo había maldecido. Había repetido los insultos del Dragón. El recuerdo lo avergon­zaba.
Pensó que probablemente no era muy hombre. Se le ocurrió pensar que realmente nunca lo había descubierto y ahora sentía cierta curiosidad.
Reba McClane le había proporcionado un leve dejo de orgullo. Y éste le decía que morir en un cuarto de baño era un final muy mediocre.
¿Y qué otra cosa? ¿Qué otra forma había?
Existía una forma, pero para él equivalía a una blasfemia. Pero era una salida.
Caminó de una punta a la otra del cuarto del motel, entre las camas y de la puerta a la ventana. Mientras caminaba practicaba lo que diría. Las palabras salían perfectamente bien si respiraba hondo entre cada frase y no se apuraba.
Podía hablar con toda corrección entre cada oleada de mie­do. En ese momento sentía una muy fuerte, tanto que tuvo una arcada. Luego vendría un momento de calma. Lo esperó y cuando llegó agarró el teléfono e hizo una llamada a Broo­klyn.
Los integrantes de la banda juvenil de un colegio se disponían a subir al ómnibus que los esperaba en la playa de estacionamiento del motel. Los chicos vieron acercarse a Dolar­hyde. Tenía que cruzar entre ellos para llegar a su furgoneta.
Un chico gordito y de cara redonda frunció el ceño, hinchó su pecho y flexionó sus bíceps después que pasó Dolarhyde. Dos chicas soltaron una risita. Dolarhyde no llegó a oírla, pues la tuba apoyada contra la ventanilla del ómnibus resonó a su paso.
A los veinte minutos detenía la furgoneta en el callejón, a trescientos metros de la casa de su abuela.
Se secó la cara con un pañuelo, y respiró hondo un par de veces. Sujetó con fuerza en la mano izquierda la llave de su casa, mientras empuñaba el volante con la derecha.
Un sonido agudo brotó de su nariz. Se repitió un poco más fuerte. Más y más fuerte todavía. «Ponte en marcha.»
El vehículo avanzó velozmente, lanzando una lluvia de grava a su paso a medida que la silueta de la mansión se agrandaba a través del parabrisas. La furgoneta entró al jardín inclinada sobre dos de sus ruedas, Dolarhyde bajó y se echó a correr hacia la casa.
Entró, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, bajó presurosamente la escalera que conducía al sótano, y buscó en su llavero la llave del candado del baúl.
Las llaves estaban arriba. No perdió tiempo en reflexionar. Emitió un agudo sonido por la nariz, lo más fuerte que pudo para anular cualquier pensamiento y ahogar las voces a medida que corría escaleras arriba.
Abrió el escritorio y revisó los cajones en busca de la llave, sin mirar el grabado del Dragón que colgaba frente a la cama.
-¿QUE ESTAS HACIENDO?
¿Dónde estaban las llaves, dónde se habían metido las llaves?
-¿QUE ESTAS HACIENDO? DETENTE. NUNCA HE VISTO UN CHICO TAN ASQUEROSO Y SUCIO COMO TU. DETENTE.
Sus manos inquietas se movieron con más lentitud.
-MÍRAME... MÍRAME.
Aferró el borde del escritorio, tratando de no darse vuelta hacia la pared. Apartó penosamente su mirada cuando, a pesar de todos sus esfuerzos, su cabeza giró.
-¿QUE ESTAS HACIENDO?
—Nada.
El teléfono sonaba, el teléfono sonaba, el teléfono sonaba. Lo atendió dando la espalda al cuadro.
—Hola, D. ¿Cómo te sientes? —era la voz de Reba McClane.
Carraspeó.
—Muy bien —fue casi un susurro.
—Traté de comunicarme con tu oficina. Me dijeron que estabas enfermo, no pareces estar muy bien a juzgar por tu voz.
—Conversa un poco conmigo.
— Por supuesto que conversaré contigo. ¿Para qué crees que te llamé? ¿Qué es lo que te pasa?
—Gripe —respondió.
—¿Vas a ver a un médico?... Hola, te preguntaba si irías a ver a un médico.
—Habla fuerte. —Buscó dentro de un cajón y luego en el de al lado.
—¿Qué pasa, estamos ligados? D., no deberías estar solo si te sientes mal.
-DILE QUE VENGA ESTA NOCHE A CUIDARTE.
Estuvo a punto de cubrir la bocina del teléfono a tiempo.
—Dios mío, ¿qué fue eso? ¿Hay alguien contigo?
—La radio, moví la otra perilla.
—Oye, D., ¿no quieres que te envíe a alguien? No pareces estar en muy buen estado. Iré yo misma. Le pediré a Marcia que me lleve durante la hora del almuerzo.
—No. —Las llaves estaban bajo un cinturón enrollado dentro del cajón. Ya las tenía en su mano. Retrocedió hacia el pasillo sin soltar el teléfono.— Estoy bien. Dentro de poco te veré. —Bajó la escalera corriendo. Arrancó el cable telefónico de la pared y el aparato cayó rodando detrás de él.
Un feroz alarido de furia.
-VEN AQUI CARA DE CULO.
Otra vez bajó al sótano. Dentro del baúl y junto a la caja de dinamita había una pequeña valija que contenía dinero, tarjetas de crédito y permisos de conducir extendidos a diferentes nombres, su pistola, el cuchillo y la navaja.
Agarró la valija y corrió hasta la planta baja, pasando rápida­mente frente a la escalera, dispuesto a luchar si el Dragón bajaba. Se metió en la furgoneta y salió a toda velocidad, haciéndola colear sobre el sendero de grava.
Aminoró la marcha al llegar a la ruta y se inclinó hacia un lado para vomitar bilis. El miedo había disminuido un poco.
Avanzando a la velocidad reglamentaria, utilizando las luces intermitentes con suficiente antelación a los giros, se dirigió cuidadosamente hacia el aeropuerto.





XXXIX

Dolarhyde pagó el taxi cuando se detuvo frente a una casa de departamentos en Eastern Parkway, a dos cuadras del Mu­seo de Brooklyn. Caminó el resto del trayecto. Aficionados al jogging pasaron junto a él, rumbo a Prospect Park.
Desde el refugio donde estaba parado, junto a la boca del subterráneo, tenía una buena perspectiva del edificio de estilo renacentista griego. No conocía el museo de Brooklyn, pero había leído su guía, porque la encargó después de ver escrito en pequeñas letras «Brooklyn Museum» debajo de reproducciones del Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol.
Los nombres de grandes pensadores, desde Confucio hasta Demóstenes, estaban grabados sobre la piedra en la entrada. Era un edificio imponente, rodeado de jardines con variadas plantas, una morada apropiada para el Dragón.
El subterráneo rugió bajo la calle y su trepidación le hizo cosquillear las plantas de los pies. Aire viciado salía de las rejillas y se mezclaba con el olor a tintura de su bigote.
Faltaba solamente una hora para que cerrara. Cruzó la calle y entró. La encargada del guardarropa le tomó su valija.
¿Estará mañana abierto el guardarropa? -preguntó.
El museo estará cerrado mañana —contestó antes de alejarse la encargada, una mujer ya marchita vestida con un guardapolvo azul.
¿Las personas que vendrán mañana no podrán utilizar el guardarropa?
No. El museo estará cerrado y el guardarropa también.
Gracias. —Qué suerte.
No hay de qué.

Dolarhyde circuló entre las grandes cajas de vidrio del Hall Oceánico y el Hall de las Américas, ubicados en la planta baja, que contenían cerámicas de los Andes, armas primitivas e impre­sionantes máscaras de los indios de la costa noroeste.
Faltaban ya sólo cuarenta minutos para que cerraran. No tenía más tiempo para estudiar la planta baja. Sabía dónde estaban ubicados los ascensores para el público y las salidas.
Subió al quinto piso. Se sentía ya más cerca del Dragón, pero no importaba, sabía que no daría la vuelta a un pasillo y tropeza­ría con El. El Dragón no estaba en exhibición para el público; el cuadro se encontraba encerrado a oscuras, bajo llave, desde que volviera de la Tate Gallery de Londres.
Dolarhyde se había enterado telefónicamente de que el Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol rara vez se mostraba al público. Tenía casi doscientos años de antigüedad y era una acuarela, la luz podría desteñirla.
Dolarhyde se detuvo frente al cuadro de Albert Bienstadt, Una Tormenta en las Montañas Rocosas —Mte. Rosalie 1866. Desde allí podía ver las puertas cerradas del Departamento de Cuadros y el Depósito de Cuadros. Ahí era donde estaba el Dragón. No una copia ni una fotografía: el Dragón. Allí se dirigiría el día siguiente cuando concertara la cita.
Recorrió todo el perímetro del quinto piso, pasando por el corredor de los retratos, sin ver para nada los cuadros. Lo que le interesaba eran las salidas. Encontró las salida de incendio y la escalera principal y verificó la ubicación de los ascensores para el público.
Los guardias eran unos amables hombres de edad madura, con zapatos de suelas gruesas y años de estar parados. Dolarhyde advirtió que ninguno estaba armado a excepción de uno en el hall de entrada. A lo mejor era un policía que quería ganarse unas horas extras.
Por la red de altoparlantes se anunció que ya era hora de cerrar.
Dolarhyde se paró en la calle bajo la figura alegórica de Brooklyn y observó a la gente que salía del museo y se internaba en esa agradable tarde estival.
Los aficionados al jogging saltaban en el mismo lugar, esperan­do que la marea humana cruzara hacia la otra vereda rumbo al subterráneo.
Dolarhyde pasó un rato recorriendo los jardines. Luego llamó a un taxi y le dio al chófer la dirección de una tienda que había encontrado en las Páginas Amarillas.





XL

Graham depositó su portafolio sobre el piso del rellano del departamento que ocupaba en Chicago el lunes por la mañana y metió la mano en el bolsillo buscando las llaves.
Había pasado todo el día en Detroit entrevistando personal y revisando los ficheros de empleados de un hospital en el que había trabajado la señora Jacobi como voluntaria antes de mudarse a Birmingham. Buscaba a alguien que hubiera trabajado en Detroit y Atlanta o en Birmingham y Atlanta; alguien que pudiera tener acceso a una furgoneta y una silla de ruedas y que hubiera visto a la señora Jacobi y a la señora Leeds antes de irrumpir en sus casas.
A Crawford le pareció que el viaje era una pérdida de tiempo, pero no se opuso. Crawford tenía razón. Maldito Crawford. Tenía muchísima razón.
Graham oía sonar el teléfono en su departamento. Las llaves se engancharon en el forro de su bolsillo. Dio un tirón y salieron junto con una larga hebra de hilo. Varias monedas caye­ron por la pierna del pantalón y se desparramaron sobre el suelo.
— Hijo de puta.
Había atravesado la mitad del cuarto cuando el teléfono dejó de sonar. Tai vez era Molly que quería hablar con él.
La llamó a Oregón.
El abuelo de Willy contestó al teléfono con la boca llena. Era la hora de cenar en Oregón.
—Dígale a Molly que me llame cuando termine de comer —le indicó Graham.
Estaba en la ducha con los ojos llenos de shampoo cuando sonó nuevamente el teléfono. Se enjuagó la cabeza y salió del baño chorreando para contestar la llamada.
Hola, mi amor.
Siento desilusionarlo pero soy Byron Metcalf y estoy en Birmingham.
Disculpe.
—Tengo noticias buenas y malas. Acertó respecto a Niles Jacobi. El sacó las cosas de la casa. Las liquidó, pero lo exprimí gracias a un poco de hachís que encontré en su cuarto y confesó. Eso es lo malo, sé que usted esperaba que el Duende Dientudo las hubiera robado y vendido a reducidores. Las noticias buenas son que hay unas películas. Todavía no las tengo. Niles dice que escondió dos rollos bajo el asiento de su auto. ¿Siguen interesán­dole?
—    Por supuesto, es claro que me interesan.
—Pues bien, Randy, su íntimo amigo, está usando el auto y todavía no lo hemos encontrado, pero no nos demoraremos mucho. ¿Quiere que le mande la película en el primer avión que salga para Chicago y le avise cuándo llegara?
Por favor. Qué suerte, Byron, muchas gracias.
No hay de qué.
Molly llamó justo cuando Graham estaba por dormirse. Luego de haberse asegurado mutuamente que ambos estaban bien, no les quedaba mucho por decirse.
Molly dijo que Willy se estaba divirtiendo mucho. Se lo pasaría para que le dijera buenas noches.
Willy tenía mucho más que decirle; le contó a Will una interesante novedad: su abuelo le había regalado un pony.
Molly no lo había mencionado.





XLI

El Museo de Brooklyn está cerrado al público los martes, pero se permite el acceso a los estudiantes de arte e investiga­dores.
El museo es un gran recurso para los que realizan estudios serios. Su personal está bien preparado y es muy solícito; a menudo los martes conceden citas a investigadores para que puedan revisar objetos que no están en exhibición.
Francis Dolarhyde salió del subterráneo poco después de las dos de la tarde del martes, llevando sus materiales de estudio. Tenía bajo el brazo una libreta, el catálogo de la Tate Gallery y una biografía de William Blake.
Dentro de la camisa guardaba una pistola de 9 mm, una cachiporra de cuero y su filoso cuchillo. Una venda elástica sujetaba esas armas contra su vientre chato. Podría abrocharse sin dificultad su chaqueta sport. En uno de los bolsillos guardaba una bolsa de plástico herméticamente cerrada, con un trapo empapado en cloroformo.
En la mano llevaba el flamante estuche de una guitarra.
Había tres teléfonos públicos junto a la salida del subterráneo en Eastern Parkway. Uno de los aparatos había sido arrancado. Uno de los otros dos funcionaba.
Dolarhyde introdujo la cantidad de monedas necesarias para oír en el otro extremo la voz de Reba diciendo:
-Hola.
Escuchó los ruidos del cuarto oscuro por encima de su voz.
—Hola, Reba -dijo.
—Hola, D. ¿Cómo te sientes?
Era difícil escuchar lo que decía por el ruido del tráfico que circulaba por la avenida.
—Muy bien.
—Parece que hablas desde un teléfono público. Yo pensaba que estabas enfermo en tu casa.
—Quiero hablar contigo más tarde.
—De acuerdo. Llámame después.
—Tengo... necesito verte.
—Yo quiero verte pero esta noche es imposible. Tengo que trabajar. ¿Me llamarás?
—Sí. Si no...
—    ¿Cómo dices?
—Te llamaré.
—Quiero que vengas pronto, D.
—Sí. Adiós... Reba.
Bien. Una oleada de miedo bajó de su pecho hasta su vientre. Lo sofocó y cruzó la calle.
Los días martes, el único acceso al Museo de Brooklyn es una única puerta ubicada hacia la derecha del edificio. Dolarhyde entró detrás de cuatro estudiantes de arte. Los jóvenes apoyaron las mochilas y valijas contra la pared y exhibieron sus pases. El guardia que estaba detrás del escritorio los verificó.
Luego le tocó el turno a Dolarhyde.
¿Tiene una cita?
Dolarhyde asintió.
Sección cuadros, con la señorita Harper.
—    Firme el registro, por favor.   —El guardia le tendió un
bolígrafo.
Dolarhyde tenía ya preparado el suyo. Firmó «Paul Grane».
El guardia marcó el número de un piso superior. Dolarhyde se paró de espaldas al escritorio y contempló La Fiesta de la Vendimia, de Roben Blum, que colgaba sobre la entrada, mientras el guardia confirmaba su cita. Por el rabillo del ojo pudo ver al otro guardia en el hall de entrada. Sí, ése era el que estaba armado.
Al fondo del hall y al lado de la tienda hay un banco cerca de los ascensores principales —dijo el empleado — . Espere allí.
La   señorita   Harper   bajará  a  buscarlo.   —Le  entregó  ense­guida a Dolarhyde un distintivo de plástico de color rosa y blanco.
¿Puedo dejar aquí la guitarra?
Yo la cuidaré.
El museo parecía distinto con esa media luz. Una penumbra rodeaba las grandes vitrinas.
Dolarhyde esperó tres minutos en el banco hasta que la señorita Harper salió del ascensor destinado al público.
— ¿El señor Grane? Soy Paula Harper.
Era más joven de lo que le había parecido cuando llamó por teléfono desde St. Louis; parecía muy correcta y era real­mente bonita. Lucía su falda y su blusa como si fuera un uni­forme.
—Usted me llamó por la acuarela de Blake —dijo. Vayamos arriba y se la mostraré. Tomaremos el ascensor reservado para el personal, acompáñeme por aquí.
Lo condujo más allá de la oscura tienda del museo y a través de un pequeño cuarto tapizado con armas primitivas. Echó una rápida mirada alrededor de él para conservar la orientación. En un rincón de la sección americana salía un pasillo que conducía al pequeño ascensor.
La señorita Harper oprimió el botón. Los claros ojos azules se posaron sobre el pase, rosa y blanco, pinchado en la solapa de Dolarhyde.
—Le dieron un pase para el sexto piso —dijo la joven—. Pero no importa. Hoy no hay guardias en el quinto. ¿Qué clase de investigación está haciendo?
Hasta ese momento Dolarhyde se las había arreglado con sonrisas y movimientos de cabeza.
—Un trabajo sobre Butts —respondió.
—¿Sobre William Butts?
Asintió.
—No he leído mucho sobre él. Se lo ve solamente en notas como patrocinador de Blake. ¿Es interesante?
—Apenas estoy empezando. Tendré que viajar a Inglaterra.
—Creo que en la National Gallery hay dos acuarelas que pintó para Butts. ¿Todavía no las ha visto?
—Todavía no.
—Mejor será que escriba con tiempo.
Dolarhyde asintió. El ascensor llegó.
Quinto piso. Sentía un cosquilleo, pero la sangre fluía por sus brazos y piernas. En contados momentos sería solamente sí o no. Si fracasaba no permitiría que lo atraparan.
Lo condujo por el corredor de los retratos norteamericanos. Por ahí no había pasado el día anterior. De todos modos, sabía dónde estaba. No debía preocuparse.
Pero algo lo esperaba en el corredor y al tropezar con él se quedó inmóvil como una estatua.
Paula Harper advirtió que no la seguía y se dio vuelta.
Estaba parado tieso frente a un nicho en la pared de la que colgaban varios retratos.
La joven se acercó a él y vio qué era lo que miraba con tanta atención.
—Es un retrato de George Washington pintado por Gilbert Stuart —le dijo.
«No, de ningún modo.»
—    Es el mismo que está reproducido en los billetes de un dólar.
Lo llaman el retrato de Lansdowne porque Stuart pintó uno para el Marqués de Lansdowne en agradecimiento por su apoyo a la revolución americana... ¿Se siente bien, señor Grane?
Dolarhyde estaba pálido. Eso era peor que todos los billetes de un dólar que había visto. Washington lo miraba desde la tela con sus ojos encapotados y su pésima dentadura postiza. Dios mío, era igual a su abuela. Dolarhyde se sintió igual a un niño con un cuchillo de goma.
—    ¿Se siente bien, señor Grane?
Si no contestas echas a perder todo. Supera esto. «Dios mío, qué hombre, qué placer.»
-ERES LO MAS ASQUEROSO...
«Di algo.»
—Estoy en tratamiento con cobalto —explicó.
¿Quiere sentarse un momento? —Un débil olor a remedio emanaba de él.
No. Siga adelante. Enseguida iré.
«Y no vas a cortarme, abuela. Maldita seas, te mataría si no estuvieras ya muerta. Ya estás muerta. Ya estás muerta.» ¡Su abuela ya estaba muerta! Muerta ahora, muerta para siempre. «Dios mío, qué placer.»
No obstante, El no había muerto y Dolarhyde lo sabía.
Siguió a la señorita Harper en medio de una maraña de miedo.
Transpusieron la puerta doble y entraron al Departamento de Cuadros y Depósito. Dolarhyde miró rápidamente alrededor. Era un cuarto largo y silencioso, bien iluminado y lleno de estanterías giratorias en las que se alineaban cuadros cubiertos por lienzos. Una hilera de pequeños cubículos utilizados como oficinas se extendía a lo largo de una pared. La puerta del cubículo situado en el extremo más alejado estaba abierta y oyó el ruido de una máquina de escribir.
No vio a nadie más que a Paula Harper.
Lo condujo hacia una mesa de trabajo alta como un mostrador y le acercó un taburete.
—Espere aquí. Le traeré el cuadro.
Desapareció entre las estanterías.
Dolarhyde se desabrochó un botón del pantalón.
La señorita Harper regresaba. Llevaba una caja chata del tamaño de un portafolio. Estaba allí dentro. ¿De dónde sacaba fuerzas para cargar con el cuadro? Jamás lo había imaginado como algo chato. Había visto sus dimensiones en los catálogos 46 cm x 37 cm— pero no había prestado atención. Esperaba ver algo inmenso. Pero era pequeño. Era pequeño y estaba allí, en ese silencioso ambiente. Nunca se había dado cuenta de la fuerza que obtenía el Dragón de la vieja casa con su huerto.
La señorita Harper decía algo:
—    ...hay que guardarlo dentro de esta caja porque la luz lo
desteñiría. Por eso raras veces se exhibe al público.
Depositó la caja sobre la mesa y la abrió. Se oyó un ruido en la puerta doble.
—Discúlpeme, tengo que abrirle la puerta a Julio. —Cerró nuevamente la caja y la llevó hasta la puerta de vidrio. Un hombre con un carrito esperaba del otro lado. Abrió las puertas y lo dejó entrar.
—    ¿Por aquí está bien?
—Sí, gracias, Julio.
El hombre salió.
La señorita Harper se acercaba llevando la caja.
—Lo siento, señor Grane. Julio está limpiando y repasando los marcos. —Abrió la caja y sacó una carpeta de cartulina blanca.— Comprenderá que no le permita tocarlo. Yo se lo mostraré, así es la regla. ¿De acuerdo?
Dolarhyde asintió. No podía hablar.
Abrió la carpeta y sacó la hoja protectora de plástico y el passe-partout.
Ahí estaba. El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol —el Hombre—. Dragón rampante sobre la mujer postrada y suplicante, atrapada por una vuelta de su cola.
Indudablemente era pequeño, pero vigoroso. Sorprendente. Las mejores reproducciones no hacían justicia a los detalles y colores.
Dolarhyde lo vio claramente, vio todo en un santiamén: la caligrafía de Blake en los bordes, dos manchas marrones en el costado derecho del papel. Fue una impresión terrible. Muy violenta... los colores eran tanto más fuertes.
«Mira la mujer atrapada por la cola del Dragón. Mírala.»
Advirtió que su pelo era exactamente del mismo color que el de Reba McClane. Vio que estaba a seis metros de la puerta. Oyó unas voces.
«Espero no haberlo escandalizado», había dicho Reba.
—Parece ser que utilizó pastel además de acuarela —explicaba Paula Harper. Estaba parada de forma de poder ver qué hacía él. Sus ojos no se apartaban para nada del cuadro.
Dolarhyde metió la mano dentro de su camisa.
Un teléfono sonaba. El ruido de la máquina de escribir cesó. Una mujer asomó la cabeza por la puerta del último cubículo.
—    Paula, te llaman por teléfono. Es tu madre.
La señorita Harper no dio vuelta la cabeza. Sus ojos no se apartaban de Dolarhyde y la pintura.
—    ¿Puedes darle un mensaje? Dile que la llamaré enseguida.
La mujer desapareció nuevamente dentro de su oficina. Al cabo de un instante se oyó otra vez el tableteo de la máquina de escribir.
Dolarhyde no aguantaba más. Muévete de una vez, ahora mismo.
Pero el Dragón se le adelantó.
-JAMAS HE VISTO...
—¿Cómo? —Los ojos de la señorita Harper se abrieron desmesuradamente.
—    ...una rata tan grande! —dijo Dolarhyde señalando—. ¡Trepa por ese marco!
La señorita Harper se dio vuelta.
-¿Dónde?
Sacó la cachiporra de la camisa. Le golpeó la parte posterior de la cabeza con la muñeca más que con el brazo. Se desplomó mientras Dolarhyde la sujetaba por la blusa y apretaba el paño embebido en cloroformo contra su cara. La joven dejó escapar un gemido agudo pero no muy fuerte y se desvaneció.
La depositó en el piso entre la mesa y las estanterías con los cuadros, tiró la carpeta con la acuarela al piso y se puso en cuclillas sobre ella, ruido de papel rasgado, enrollado, agitada respiración y un teléfono que sonaba.
Salió la mujer de la apartada oficina.
—¿Paula? —llamó mirando alrededor del cuarto—. Es tu madre, tiene que hablar inmediatamente contigo.
Se acercó a la mesa.
—Yo cuidaré de la visita si tú...
Y entonces los vio. Paula Harper tirada sobre el piso, el pelo sobre la cara, y en cuclillas sobre ella, esgrimiendo una pistola, Dolarhyde metiéndose en la boca el último bocado de la acuarela. Se levantó, masticó y corrió. Hacia ella.
La mujer corrió hacia su oficina, cerró de un golpe la débil puerta, agarró el teléfono y se le cayó al piso, manoteó de rodillas tratando de marcar pero la puerta se abrió. El disco del teléfono se iluminó con brillantes colores al recibir el impacto detrás de su oreja. El tubo cayó al piso.
Dolarhyde observaba en el ascensor para uso del personal, las luces del indicador que se encendían a medida que bajaba, sujetando la pistola contra su estómago y tapándola con los libros.
Primer piso.
Salió al pasillo desierto. Caminaba rápido, y sus gruesas zapatillas susurraban contra el revestimiento del piso. Un giro equivocado y se encontró entre las máscaras de ballena, la gran máscara de Sisuit, perdiendo segundos, corriendo entonces hasta enfrentarse a los altísimos totems de Haida, habiendo perdido el rumbo. Corrió hacia los totems, miró hacia la izquierda y al ver las armas primitivas adivinó enseguida dónde estaba.
Desde un ángulo del pasillo echó un vistazo al hall de en­trada.
El empleado de la recepción se encontraba frente al tablero de comunicaciones, a diez metros del escritorio.
El guardia armado estaba más cerca de la puerta. Su cartuchera crujió cuando se agachó para refregar una mancha en la punta de su zapato.
«Si te atacan, liquídalo a él primero.» Dolarhyde metió su arma dentro del cinturón y se abrochó la chaqueta. Atravesó el hall con paso más lento.
El guardia del mostrador de recepción se dio vuelta al oír sus pasos.
—Gracias —dijo Dolarhyde sujetando su pase por los bordes y dejándolo caer sobre el escritorio.
El guardia asintió.
—¿Le molestaría meterlo en esta ranura?
El teléfono del mostrador de recepción empezó a sonar.
Le costó trabajo recoger el pase sobre la tapa de vidrio.
El teléfono seguía sonando. Debía apurarse.
Dolarhyde consiguió agarrar el pase y lo dejó caer en la ranura. Recogió la caja de su guitarra de entre la pila de mochilas.
El guardia se acercaba al teléfono.
Traspuso la puerta y caminaba rápidamente por los jardines, dispuesto para darse vuelta y disparar si oía que lo perseguían.
Ya en el jardín, giró hacia la izquierda y se detuvo en un hueco entre un pequeño cobertizo y un cerco. Abrió la caja de la guitarra y sacó una raqueta de tenis, una pelota de tenis, una toalla, una bolsa de mercado vacía y una gran planta de apio.
Los botones saltaron al quitarse de un tirón la chaqueta, y la camisa y los pantalones. Debajo tenía una camiseta con una inscripción del Colegio de Brooklyn y pantalones de gimnasia. Metió los libros y la ropa dentro de la bolsa del mercado y puso encima las armas. El apio sobresalía por encima de todo. Limpió la manija y los cierres del estuche de la guitarra y lo empujó debajo del cerco.
Atravesó los jardines en dirección a Prospect Park, con la toalla enroscada al cuello, hasta llegar al Empire Boulevard. Un grupo de aficionados al jogging trotaba adelante de él. Cuando los siguió rumbo al parque oyó las sirenas de los patrulleros que se acercaban. Ninguno de los deportistas les prestó atención. Y Dolarhyde tampoco.
Alternaba trote con caminata, sujetando la bolsa del mercado y la raqueta y haciendo rebotar la pelota de tenis, como si fuera un hombre cualquiera de regreso de una jornada gimnástica que se había detenido a hacer unas compras en la verdulería.
Aminoró su marcha; no debía correr con el estómago lleno. Pero ya podía elegir tranquilamente el paso que le convenía.
Podía elegir cualquier cosa.





XLII

Crawford estaba sentado en la fila de atrás del estrado del jurado comiendo maníes mientras Graham cerraba las ventanas de la sala del tribunal.
—Supongo que para esta tarde ya tendrás listo el perfil -dijo Crawford—. Me dijiste que esperara hasta el martes y hoy es martes.
-Lo terminaré después de mirar esto.
Graham abrió el sobre enviado por Byron Metcalf por correo expreso y volcó su contenido: dos polvorientos rollos de pelícu­las hogareñas, envuelto cada uno en una bolsita de plástico para sandwiches.
—¿Presentará Metcalf cargos contra Niles Jacobi?
—Por robo no, de todos modos probablemente heredera él y el hermano de Jacobi —respondió Graham —. Respecto al hachís no estoy seguro. El fiscal del estado de Birmingham tiene ganas de romperle las costillas.
—Bien —contestó Crawford.
La pantalla cinematográfica se deslizó desde el techo del cuarto hasta quedar frente al estrado del jurado, lo que facilitaba enor­memente la exhibición a sus miembros de testimonios filmados.
Graham colocó la película en el proyector.
—He recibido informes de Cincinnati, Detroit y unos cuantos de Chicago al revisar los puestos de venta de diarios en los que el Duende Dientudo podría haber conseguido tan rápidamente un ejemplar del Tattler —manifestó Crawford—. Hay varios candi­datos extraños que investigar.
Graham puso en funcionamiento el proyector. El tema de la película era una excursión de pesca.
Los niños Jacobi estaban acuclillados junto al borde de una laguna, armados de cañas de pescar y sus correspondientes líneas.
Graham trató de no pensar en ellos, metidos dentro de los pequeños ataúdes bajo tierra. Trató de pensar en ellos pescando.
El corcho de la niña se sacudió y desapareció bajo la superficie. Tenía un pescado.
Crawford estrujó la bolsa de maníes.
—Los de Indianápolis están un poco lentos en el interrogatorio de los vendedores de diarios y los expendedores de las estaciones de Servco Supreme —acotó.
—¿Te interesa o no mirar esta película? —preguntó Graham.
Crawford guardó silencio durante los dos minutos que duró la película.
—Qué emocionante, pescó una perca —dijo—. Y respecto al perfil...
—Jack, tú estuviste en Birmingham justo después del crimen. Yo llegué sólo un mes más tarde. Viste la casa mientras seguía siendo la casa de los Jacobi. Pero yo no. Estaba vacía y refaccio­nada cuando entré. Y ahora, por el amor de Dios, déjame mirar a esa gente y después terminaré el perfil.
Puso el segundo rollo.
Una fiesta de cumpleaños apareció en la pantalla de la sala del tribunal. Los Jacobi estaban sentados alrededor de una mesa de comedor. Todos cantaban.
Graham leyó en sus labios «Que los cumplas feliz».
La cámara enfocó a Donald Jacobi que cumplía once años. Estaba sentado en un extremo de la mesa frente a la torta. Las velitas se reflejaban en sus anteojos.
Su hermana y su hermano, sentados uno al lado del otro en el costado de la mesa, lo observaban mientras soplaba las velitas.
Graham se movió en su asiento.
El pelo negro de la señora Jacobi se sacudió al inclinarse hacia adelante para levantar al gato y sacarlo de la mesa.
La señora Jacobi le entregaba en ese momento un gran sobre a su hijo. Una larga cinta salía del sobre. Donald Jacobi lo abría y sacaba una tarjeta de felicitación. Miraba a la cámara y daba vuelta a la tarjeta. Podía leerse en ella «Feliz Cumpleaños. Sigue la cinta».
La cámara se sacudió levemente al seguir a la procesión hasta la cocina. Una puerta asegurada con un gancho. Bajaron al sótano encabezados por Donald, siguiendo la cinta por los escalones. El extremo de la cinta estaba atado al manubrio de una bicicleta con cambios.
Graham se preguntó por qué no le habrían entregado la bicicleta en el jardín.
Un corte hasta la próxima escena y su pregunta tuvo con­testación. Estaban todos afuera y evidentemente había llovido mucho. Había charcos de agua en el jardín. La casa parecía muy distinta. Geehan, el de la inmobiliaria, le había cambiado el color cuando la refaccionó después de los crímenes. La puerta del sótano que daba al jardín estaba abierta y por ella salió el señor Jacobi llevando la bicicleta. Era la primera vez que aparecía en la película. Una brisa sacudió el mechón de pelo con el que cu­bría su calva. Depositó ceremoniosamente la bicicleta sobre el suelo.
La película terminaba con la primera y cuidadosa vuelta de Donald en su bicicleta.
—Triste espectáculo —dijo Crawford-. Pero conocido por todos.
Graham procedió a proyectar por segunda vez la película del cumpleaños.
Crawford meneó la cabeza y se dispuso a leer algo de su portafolio con la ayuda de una pequeña linterna.
En la pantalla apareció el señor Jacobi sacando la bicicleta del sótano. La puerta se cerró a su paso. De ella colgaba un candado.
Graham detuvo la proyección en esa imagen.
—Ahí está. Para eso quería el cortafierro, Jack. Para cortar el candado y entrar por el sótano. ¿Y por qué no lo hizo?
Crawford apagó la linterna y miró por encima de sus anteojos a la pantalla.
—¿Qué pasa?
—Sé que tenía un cortafierro; lo utilizó para cortar esa rama mientras observaba desde el bosque. ¿Pero por qué no lo empleó para entrar por la puerta del sótano?
—No podía —Crawford esperó sonriendo maliciosamente. Le encantaba sorprender a la gente realizando conjeturas.
—¿Trató de hacerlo? ¿Dejó alguna marca? No tuve siquiera la oportunidad de ver esa puerta; cuando llegué allí Geehan había colocado otra de acero con cerrojos.
—Tú supones que Geehan la colocó —respondió Crawford—. Pero no fue así. La puerta estaba allí cuando los mataron. Debió de haberla hecho colocar el propio Jacobi, era un tipo de Detroit, seguramente apreciaba los cerrojos.
— ¿Cuándo la hizo instalar Jacobi?
—No lo sé. Evidentemente después del cumpleaños del niño. ¿Qué día era? Si tienes la autopsia debería figurar allí.
—Su cumpleaños era el 14 de abril, un lunes —contestó Graham mirando la pantalla y agarrándose el mentón—. Quiero saber cuándo cambiaron la puerta los Jacobi.
Unas arrugas aparecieron en la calva de Crawford, pero rápidamente se desvanecieron al captar la idea de Graham.
—Piensas que el Duende Dientudo planeó el ataque a la casa mientras estaba todavía la puerta vieja con el candado —acotó.
—¿Tenía un cortafierro, no es así? ¿Cómo entras a un lugar con un cortafierro? —preguntó Graham—. Cortando candados, ba­rrotes o cadenas. Jacobi no tenía barrotes ni puertas con cadenas, ¿verdad?
-No.
—Entonces esperaba encontrar un candado. Un cortafierro es bastante pesado y largo. El se puso en marcha durante el día y tenía una buena caminata desde donde estacionó hasta la casa de los Jacobi. No podía estar seguro de no tener que salir corriendo si algo fracasaba. No habría llevado el cortafierro si no hubiera estado seguro de necesitarlo. Esperaba encontrar un candado.
—Tú piensas que él estudió la casa antes que Jacobi cambiara la puerta. Luego se acerca para matarlos, espera en el bosque...
—No se puede ver este lado de la casa desde el bosque.
Crawford asintió.
—Espera en el bosque. Los Jacobi se meten en cama y él se acerca llevando el cortafierro y se encuentra con la puerta nueva que tiene cerraduras contra ladrones.
—Digamos que se encontró con una puerta nueva. Lo tenía todo planeado y de repente ¡zas! —dijo Graham alzando las manos—. Lo han reventado, se siente frustrado, está desesperado por entrar. Entonces hace un trabajo ruidoso, rápido y burdo en la puerta del patio. Su modo de entrar no fue depurado, despertó a Jacobi y tuvo que liquidarlo en la escalera. Eso no es típico del Dragón. No es chabacano. Es cuidadoso y no deja rastros. Hizo un trabajo muy prolijo al entrar a casa de los Leeds.
—De acuerdo, tienes razón —respondió Crawford—. Si descu­brimos cuándo cambió la puerta Jacobi tal vez podamos estable­cer el intervalo durante el cual los estudió y planeó el crimen y el día en que lo realizó. Es decir, el tiempo mínimo que transcurrió. Sería un dato útil. A lo mejor coincide con una fecha que pueda suministrarnos la oficina de convenciones y visitas de Birmingham. Podremos revisar nuevamente los alquileres de autos. Y también los de furgonetas. Hablaré dos palabras con la oficina de Birmingham.
Las palabras de Crawford debieron ser muy enfáticas: exacta­mente cuarenta minutos después un agente del FBI de Birming­ham, arrastrando a Geehan, mantenía una conversación a gritos con un carpintero que colocaba las vigas en el techo de una casa. Los datos del carpintero fueron transmitidos a Chicago por radio.
—    La última semana de abril —dijo Crawford colgando el auricular—. En esos días los Jacobi hicieron instalar la puerta nueva. Dios mío, eso es dos meses antes de que los mataran. ¿Por qué los habría estudiado con tanta anticipación?
—No lo sé, pero te aseguro que vio a la señora Jacobi o tal vez a toda la familia antes de estudiar la casa. A no ser que los hubiera seguido allí desde Detroit, vio a la señora Jacobi en algún momento entre el 10 de abril, cuando se mudaron a Birmingham y fines del mismo mes, cuando cambiaron la puerta. Durante ese intervalo estuvo en alguna oportunidad en Birmingham. ¿La oficina de allí sigue trabajando en eso?
—    La policía también —respondió Crawford — . Dime una cosa:
¿cómo supo que el sótano tenía una puerta que daba al interior de la casa? No es algo común en el sur.
—No cabe duda que vio el interior de la casa.
¿Tu amigo Metcalf tiene las chequeras de los Jacobi?
Con toda seguridad.
—Veamos qué cuentas por visitas de mecánicos pagaron desde el 10 de abril hasta fin del mismo mes. Sé que se investigaron las reparaciones que solicitaron durante las dos semanas anteriores al crimen, pero quizá deberíamos buscar más atrás. Lo mismo respecto a los Leeds.
—Siempre pensamos que miró desde afuera el interior de la casa de los Leeds -dijo Graham—. Pero desde el callejón no podría haber visto el vidrio en la puerta de la cocina. Allí hay un porche con persianas. Sin embargo llevaba un cortavidrios. Y no hicieron hacer ningún tipo de reparación durante los tres meses anteriores al crimen.
—Quiere decir que si planea sus ataques con tanta anticipación, tal vez no hayamos retrocedido bastante en el tiempo al hacer las averiguaciones. Ahora lo haremos. Sin embargo, cuando estuvo en el callejón verificando el medidor de luz de los Leeds dos días a mes de matarlos, puede haberlos visto entrar a la casa. Quizá pudo echar un vistazo al interior mientras estaba la puerta abierta.
—No, esas puertas no están alineadas, ¿recuerdas? Te lo mostraré.
Graham colocó en el proyector la película de los Leeds.
El perrito gris paró las orejas y corrió hacia la puerta de la cocina. Valerie Leeds y los niños entraron con las compras del mercado. Lo único que se veía por la puerta de la cocina eran las persianas del porche.
—De acuerdo, ¿quieres que Byron Metcalf revise la chequera del mes de abril? Cualquier arreglo que les hayan hecho o cual­quier cosa que hayan podido comprar a uno de esos vendedores que van de puerta en puerta. No, yo me encargaré de eso mientras tú sigues trabajando con el perfil. ¿Tienes el número de Metcalf?
Una gran preocupación embargaba a Graham al ver nueva­mente a los Leeds. Le transmitió distraídamente a Crawford los tres números de Byron Metcalf.
Proyectó nuevamente las películas mientras Crawford utiliza­ba el teléfono en el recinto del jurado.
La película de los Leeds en primer término.
Ahí estaba el perro de los Leeds. No tenía collar y en el vecindario abundaban los perros, pero el Dragón sabía cuál era el de ellos.
Allí estaba Valerie Leeds. Graham sintió un nudo en el estómago al verla. Detrás de ella estaba la puerta con el gran recuadro de vidrio que la hacía tan vulnerable. Los chicos jugaban en la pantalla de la sala del tribunal.
Graham no se había sentido nunca tan próximo a los Jacobi como se sentía respecto de los Leeds. El verlos en la película lo perturbó. Le preocupaba haber pensado en los Jacobi como marcas de tiza sobre un piso cubierto de manchas de sangre.
Ahora aparecían los chicos de los Jacobi, rodeando la mesa, el destello de las velitas de cumpleaños reflejándose en sus caras.
Graham vio durante una fracción de segundo el gotón de cera de una vela en la mesa de luz de los Jacobi, las manchas de sangre en el rincón del dormitorio de los Leeds. Algo...
Crawford regresaba.
—Metcalf me dijo que te preguntara...
—¡No me interrumpas! Crawford no se enojó. Esperó, quieto como una estatua y sus ojitos pequeños se fruncieron y adquirieron un nuevo brillo.
La proyección de la película continuaba, y sus luces y sombras se agitaban sobre la cara de Graham.
El gato de los Jacobi. El Dragón sabía que ese gato pertenecía a los Jacobi.
La puerta del sótano que comunicaba con el interior de la casa.
La puerta exterior del sótano con el candado. El Dragón había llevado un cortafierro.
La película terminó. Finalmente la punta se soltó de la bobina y siguió girando y golpeando, girando y golpeando.
Todo lo que el Dragón precisaba saber estaba en las dos películas.
No habían sido exhibidas en público, no existía ningún club de películas, ni festi...
Graham miró la caja de cartón verde en que estaban guardadas las películas de los Leeds. En ella figuraban su nombre y direc­ción. Y Laboratorio Fotográfico Gateway. St. Louis, No. 63102.
Su mente rescató «St. Louis» lo mismo que rescataría cualquier número telefónico que hubiera conocido. ¿Qué pasaba con St. Louis? Era uno de los lugares donde podía conseguirse el Tattler los lunes por la noche, el mismo día en que se imprimía, el día anterior al secuestro de Lounds.
—Ay, Dios —dijo Graham—. Dios mío.
Se apretó las sienes con las manos como si tratara de impedir que la idea se escapara de su cabeza.
—¿Metcalf sigue en el teléfono?
Crawford le entregó el auricular.
—Byron, soy Graham. Escuche, las películas de los Jacobi que me envió, ¿estaban guardadas en alguna caja?... Por supuesto, sé que me las habría enviado. Necesito que me ayude. ¿Tiene ahí las chequeras de los Jacobi? Bien, quiero saber dónde hicieron revelar las películas. Probablemente un negocio se encargó de mandar­las. Si encuentra un cheque para alguna farmacia o comercio que venda artículos fotográficos, podríamos averiguar adonde las envían para su revelado. Es urgente, Byron. Se lo explicaré no bien tenga tiempo. El FBI de Birmingham empezará inmediata­mente a averiguar en las tiendas. Si usted encuentra algo transmíta­selo directamente a ellos y luego a nosotros. ¿Puedo contar con usted? Fantástico. ¿Qué? No, no le diré quién es mi amor.
Los agentes del FBI de Birmingham revisaron cuatro comer­cios de artículos fotográficos antes de encontrar el frecuentado por los Jacobi. El gerente dijo que todas las películas de sus clientes se mandaban a revelar a un mismo lugar.
Crawford había visto ya doce veces las películas cuando recibieron la contestación de Birmingham. El atendió la llamada.
Le tendió la mano a Graham muy ceremoniosamente.
— Es Gateway —le anunció.





XLIII

Crawford revolvía un Alka-Seltzer en un vaso de plástico cuando se oyó la voz de la azafata por el micrófono del 727.
—¿El pasajero Crawford, por favor?
La azafata se le acercó cuando le hizo señas con la mano desde su asiento.
—¿Podría pasar a la cabina de pilotaje, señor Crawford?
Crawford estuvo ausente durante cuatro minutos.
—El Duende Dientudo estuvo hoy en Nueva York —le anunció a Graham instalándose nuevamente junto a él.
Graham frunció el ceño y apretó los dientes sonoramente.
-No. Solamente golpeó en la cabeza a un par de mujeres en el Museo de Brooklyn, pero no te pierdas esto: se comió un cuadro.
—¿Lo comió?
—Lo que oyes. El Escuadrón de Arte de Nueva York ató cabos cuando descubrieron lo que había comido. Consiguieron dos impresiones parciales en el distintivo de plástico que utilizó y las enviaron rápidamente a Price. Cuando éste las puso sobre la pantalla, casi se muere de emoción. No sirven como identifica­ción, pero coinciden con las del pulgar que había en el ojo del niño de los Leeds.
-Nueva York —musitó Graham.
—No quiere decir nada que haya estado hoy en Nueva York. Igual puede trabajar en Gateway. Si es así, hoy no fue a su oficina. Todo es más fácil.
-¿Qué fue lo que se comió?
-Un cuadro titulado El Gran Dragón Rojo y la Mujer Revestida del Sol. Me dijeron que era una obra de William Blake.
—¿Qué les pasó a las mujeres?
—Es muy suave con la cachiporra. La más joven está en el hospital en observación. A la más vieja tuvieron que darle cuatro puntos. Tiene una pequeña conmoción.
—¿Pudieron dar alguna descripción?
—La más joven. Callado, corpulento, bigote y pelo negro, supongo que será una peluca. El guardia de la entrada dijo lo mismo. La mujer mayor no pudo ver nada.
—Pero no mató a nadie.
-Qué raro —comentó Crawford—. Le habría convenido más liquidarlas a las dos. Así habría tenido más tranquilidad al salir y evitarse una o dos descripciones. La sección Ciencia del Comportamiento llamó al hospital para pedirle a Bloom una opinión. ¿Sabes lo que dijo? Que a lo mejor está tratando de detenerse.





XLIV

Dolarhyde oyó el chirrido de los alerones al bajar. Las luces de St. Louis se deslizaban lentamente bajo el ala negra. £1 tren de aterrizaje retumbó por la fuerza del viento hasta quedar fijo con un golpe seco.
Movió la cabeza hacia uno y otro lado para aflojar la tensión de su fornido cuello.
Volvía a su casa.
Había corrido un gran riesgo y el premio que había obtenido era el derecho a elegir. Podía elegir que Reba McClane siguiera viviendo. Podía conservarla para conversar con ella y podía gozar de sus sorprendentes e inofensivos movimientos en la cama.
No tendría que temer más a su casa. £1 Dragón estaba ahora en su vientre.
Podía entrar a su casa, dirigirse hacia donde colgaba de una pared una copia del Dragón y romperlo si le daba la gana.
No debía preocuparse ya más por sentir Amor por Reba. Si sentía Amor por ella podría arrojarle los Sherman al Dragón y tranquilizarlo de esa forma, y entonces volver a Reba sosegado y sereno y tratarla bien.
Dolarhyde llamó desde la terminal a su departamento. No había llegado todavía. Probó entonces con Baeder Chemical. La línea estaba ocupada. Pensó en Reba caminando después de trabajar hacia la parada de ómnibus, golpeando la pared con el bastón, y el impermeable sobre sus hombros.
Al volante de su furgoneta y avanzando velozmente entre el escaso tráfico de la tarde, llegó al laboratorio en menos de quince minutos.
No estaba en la parada de ómnibus. Estacionó en la calle detrás de Baeder Chemical, cerca de la entrada más próxima a los cuartos oscuros. Le diría que estaba allí, esperaría hasta que terminara de trabajar y la llevaría a su casa. Estaba orgulloso por su nuevo poder de elección. Quería utilizarlo.
Podía adelantar algunas cosas en su oficina mientras la espe­raba.
En Baeder Chemical había solamente unas pocas luces encen­didas.
El cuarto oscuro de Reba estaba cerrado con llave. La luz encima de la puerta no estaba verde ni colorada. Estaba desco­nectada. Oprimió el timbre. Nadie contestó.
A lo mejor le había dejado un mensaje en su oficina.
Oyó pasos en el pasillo.
Dandridge, el supervisor de Baeder, pasó junto al cuarto oscuro sin levantar la vista. Caminaba rápido y llevaba una pila de fichas de personal bajo el brazo.
Una pequeña arruga se dibujó en la frente de Dolarhyde.
Dandridge había cruzado la mitad de la playa de estaciona­miento, dirigiéndose hacia la compañía Gateway, cuando Dolar­hyde salió del edificio de Baeder en pos de él.
Dos camionetas de reparto y media docena de autos estaban estacionados en la playa. Ese Buick pertenecía a Fisk, el jefe de personal de Gateway. ¿Qué estarían haciendo?
Gateway no tenía un turno nocturno. La mayor parte del edificio estaba a oscuras. Las luces coloradas en el corredor que indicaban las salidas, iluminaron el trayecto que recorrió Dolar­hyde hasta llegar a su oficina. A través del vidrio esmerilado de la puerta, pudo ver las luces encendidas en la oficina de personal. Dolarhyde oyó voces adentro, la de Dandridge y la de Fisk.
Pasos de mujer que se acercaban. La secretaria de Fisk apareció en un ángulo del corredor, un poco más adelante de Dolarhyde. Se había colocado un pañuelo sobre los rulos y llevaba unos libros de la contaduría. Estaba apurada. Los libros eran pesados, voluminosos. Golpeó la puerta de Fisk con la punta del pie.
Will Graham la abrió.
Dolarhyde se quedó petrificado. Había dejado el revólver en su furgoneta.
La puerta de la oficina se cerró nuevamente.
Dolarhyde se movió rápidamente, su paso amortiguado por la suela de goma de sus zapatillas. Acercó la cara al vidrio de la puerta de salida e inspeccionó la playa de estacionamiento. Había cierto movimiento bajo los focos. Un hombre andaba por allí. Se detuvo junto a una de las furgonetas utilizadas para realizar entregas y encendió una linterna. Sacudía algo. Estaba salpicando con polvo el espejo retrovisor exterior en busca de impresiones digitales.
Un hombre caminaba, detrás de Dolarhyde, por el pasillo. Debía apartarse de la puerta. Se escabulló por un ángulo del corredor y bajó las escaleras que conducían al sótano y al cuarto de la caldera, del otro lado del edificio.
Parado sobre una mesa, consiguió llegar hasta las altas venta­nas que se abrían a la altura del suelo, detrás de los arbustos. Se encaramó hasta el antepecho y cayó sobre sus rodillas y manos entre los arbustos, listo para correr o pelear.
No había ninguna clase de movimiento en esa parte del edificio. Se paró, metió una mano en el bolsillo y caminó hacia la calle. Corría en las panes oscuras de la vereda, caminaba cuando un auto pasaba junto a él, y dio una larga vuelta por atrás de Gateway para llegar a Chemical Baeder.
Su furgoneta estaba estacionada contra la acera detrás del edificio de Baeder. No había ningún lugar para esconderse cerca. Muy bien. Atravesó la calle a toda carrera, se metió adentro de un salto y agarró la valija.
Colocó un cargador en la pistola. Introdujo una bala en la recámara y depositó el arma sobre la guantera, cubriéndola con una camiseta.
Se puso en marcha lentamente, cuidando de no coincidir con la luz roja, dio vuelta a la esquina lentamente y se internó en el fluido tráfico.
Tenía que pensar, pero era muy difícil pensar.
Debía tratarse de las películas. Graham se había enterado, no sabía cómo, de las películas. Graham sabía dónde. Pero no sabía quién. Si supiera quién, no necesitaría revisar las fichas de personal. ¿Y por qué los libros de contaduría? Por las ausencias. Confrontar ausencias con las fechas en que había atacado el Dragón. No, eso ocurrió los sábados, excepto con Lounds. Ausencias en los días anteriores a los sábados: eso era lo que buscaba. Pero no tenía posibilidades en ese renglón, ya que a cierta clase de empleados no se les anotaban las ausencias en las fichas.
Dolarhyde avanzó lentamente por el Boulevard Bindbergh, gesticulando con su mano libre al eliminar posibilidades.
Buscaban impresiones digitales. No les había proporcionado ninguna, a excepción quizá de la tarjeta plástica de identificación del Museo de Brooklyn. La había tocado muy poco y sólo en los bordes.
Debían de tener una huella. ¿Por qué impresiones digitales si no tenían con qué compararlas?
Estaban revisando esa furgoneta en busca de impresiones digitales. No tenía tiempo de verificar si revisaban también los autos.
Furgoneta. Es claro, lo que les hizo pensar en una furgoneta fue la silla de ruedas con Lounds. O tal vez vez en Chicago alguien vio la furgoneta. En Gateway había muchas, particulares, para distribuir mercadería.
No, Graham sabía solamente que tenía una furgoneta. Gra­ham sabía por qué lo sabía. Graham lo sabía. Ese hijo de puta era un monstruo.
Les tomarían las impresiones digitales a todos los que trabaja­ban en Gateway y en Baeder también. Si no lo localizaban esa noche, lo descubrirían el día siguiente. Tendría que escapar siempre y su cara figuraría en todas las pizarras de noticias de todas las oficinas de correos y comisarías. Todo se desmoronaba. Frente a ellos parecía pequeño y mezquino.
—Reba —dijo en voz alta. Pero Reba no podía salvarlo en ese momento. Estaban cercándolo y él era solamente un diminuto labi...
-¿TE ARREPIENTES AHORA DE HABERME TRAICIONADO?
La voz del Dragón resonó desde lo más hondo de su ser, tan hondo como los pedazos del cuadro dentro de sus intestinos.
—Yo no lo hice. Sólo quería elegir. Tú me llamaste.
-DAME LO QUE QUIERO Y TE SALVARE.
—No. Huiré.
-DAME LO QUE QUIERO Y ESCUCHARAS EL RUIDO DE LA ESPINA DORSAL DE GRAHAM AL QUEBRARSE.
-No.
-ADMIRA AHORA LO QUE HICISTE HOY. ESTAMOS CERCA. AHORA PODEMOS SER UNO SOLO OTRA VEZ. ¿ ME SIENTES EN TU INTERIOR? ME SIENTES, ¿VERDAD?
-Sí.
-Y SABES QUE PUEDO SALVARTE, SABES QUE TE MANDARAN A UN LUGAR PEOR AUN QUE EL DEL HERMANO BUDDY. DAME LO QUE QUIERO Y QUEDARAS LIBRE.
-No.
-TE MATARAN. TE RETORCERAS EN EL SUELO.
-No.
-CUANDO YA NO ESTES MAS, ELLA HARÁ EL AMOR CON OTROS, ELLA...
— ¡No! Cállate.
-HARÁ EL AMOR CON OTROS, CON HOMBRES APUESTOS, PONDRÁ SUS...
-Basta. Cállate.
-AMINORA LA VELOCIDAD Y NO LO DIRÉ.
Dolarhyde levantó el pie del acelerador.
-ASI ME GUSTA, DAME LO QUE QUIERO Y NO OCURRIRÁ. DÁMELA Y ENTONCES SIEMPRE TE PERMITIRÉ ELEGIR, PODRAS ELEGIR SIEMPRE Y HABLARAS BIEN, QUIERO QUE HABLES BIEN, REDUCE LA VELOCIDAD, ESO ES, ¿VES ESA ESTACIÓN DE SERVI­CIO? DETENTE ALLI Y DÉJAME CONVERSAR CONTIGO...





XLV

Graham salió de la oficina y descansó un instante su vista en la penumbra del pasillo. Estaba inquieto, molesto. Todo el asunto se estaba demorando demasiado.
Crawford estaba inspeccionando las fichas de los trescientos ochenta empleados de Gateway y Baeder lo más rápido y mejor que podía, y había que reconocer que era maravilloso para esa clase de trabajo, pero el tiempo transcurría y cada vez se hacía más difícil mantener el secreto del operativo.
Crawford había reducido al mínimo indispensable el número de personas que trabajaban en Gateway. «Queremos encontrar­lo, no asustarlo», les había dicho Crawford. «Si lo descubrimos esta noche tal vez podamos apresarlo fuera de la planta, tal vez en su casa o en los alrededores.»
El Departamento de Policía de St. Louis cooperaba también en la operación. El teniente Fogel, de Homicidios, y un sargento, se presentaron muy discretamente en un auto particular trayendo un Datafax.
Minutos después de haber sido conectado al teléfono de Gateway, el Datafax transmitía simultáneamente la lista de empleados a la sección Identificación del FBI en Washington y al Departamento de Vehículos Autónomos de Missouri.
En Washington esos nombres se confrontarían con las fichas de impresiones digitales de civiles y criminales. Los nombres de los empleados de Baeder que estaban libres de toda sospecha fueron apartados para agilizar el trámite.
El Departamento de Vehículos Automotores verificaría los de los dueños de furgonetas.
Llamaron solamente a cuatro empleados: Fisk, jefe de personal; su secretaria; Dandridge de Chemical Baeder y el jefe de contaduría de Gateway.
No se utilizó el teléfono para convocar a los empleados a esa tardía reunión en la planta. Varios agentes fueron a sus casas y les explicaron en privado lo ocurrido. («Examínenlos cuidadosa­mente antes de decirles para qué los precisan», les recomendó Crawford. «Y no les permitan utilizar después el teléfono. Esta clase de noticias se propala con gran rapidez».)
Habían contado con obtener una rápida identificación por los dientes. Pero ninguno de los cuatro empleados los reconoció.
Graham echó un vistazo a los largos corredores iluminados por la luz roja que indicaba las salidas. Todo estaba en orden.
¿Qué otra cosa podrían hacer esa noche?
Crawford había solicitado que la mujer que había sido atacada en el Museo de Brooklyn, la señorita Harper, fuera enviada allí no bien estuviera en condiciones de viajar. Eso probablemente sería posible por la mañana. Graham no se engañaba, con suerte dispondrían de un día entero para trabajar antes de que se corriera la voz por Gateway. El Dragón estaría atento a cualquier cosa sospechosa. Y escaparía.





XLVI

No le había parecido mal una comida tardía con Ralph Mandy. Reba McLane sabía que tendría que decírselo tarde o temprano y prefería hacerlo pronto, no le gustaba tener preocupaciones pendientes.
En honor a la verdad, le pareció que Mandy adivinó lo que estaba por ocurrir cuando ella insistió en que cada uno pagara su comida.
Se lo dijo en el auto cuando la acompañó a su casa; le explicó que no era algo definitivo, lo había pasado muy bien con él y quería seguir siendo su amiga, pero en ese momento estaba entusiasmada con otra persona.
Tal vez le dolió un poco, pero ella sabía que al mismo tiempo había sentido cierto alivio. Pensó que lo había tomado muy bien.
La acompañó hasta la puerta pero no le pidió entrar. Le pidió en cambio permiso para besarla y ella accedió de buena gana. Le abrió la puerta y le entregó las llaves. Esperó hasta que ella entró y corrió el cerrojo.
Cuando se dio vuelta, Dolarhyde le disparó a la garganta y dos veces en el pecho. Tres disparos de la pistola con silenciador. Una motocicleta hubiera hecho más ruido.
Dolarhyde levantó fácilmente el cuerpo de Mandy, lo depositó entre los arbustos y la casa y lo dejó allí.
Sintió una puñalada al ver a Reba besando a Mandy. Pero luego el dolor pasó.
Seguía pareciendo y sonando como Francis Dolarhyde; el Dragón era un excelente actor; representaba a las mil maravillas el papel de Dolarhyde.
Reba estaba lavándose la cara cuando oyó el timbre de la puerta. Sonó cuatro veces hasta que llegó allí. Tocó la cadena pero no la quitó.
—    ¿Quién es?
—Francis Dolarhyde. Abrió la puerta sin quitar la cadena. —Repítalo otra vez. —Dolarhyde. Soy yo.
Ella lo sabía. Quitó entonces la cadena. A Reba no le gustaban las sorpresas.
—    Creí haber comprendido que me llamarías, D.
—Lo hubiera hecho. Pero te aseguro que ésta es una emergen­cia —manifestó mientras apretaba contra su cara el paño embebi­do en cloroformo.
La calle estaba desierta. La mayoría de las casas estaban a oscuras. La llevó hasta la furgoneta. Los pies de Ralph Mandy salían entre los arbustos. Dolarhyde no debía preocuparse ya por él.
Se despertó en el trayecto. Estaba de costado, su mejilla apoyada contra la polvorienta alfombra de la furgoneta y la vibración del eje de transmisión resonaba fuertemente en su oreja.
Trató de tocarse la cara con las manos. El movimiento le aplastó el pecho. Sus antebrazos estaban atados entre sí.
Los tanteó con la cara. Estaban atados desde los codos hasta las muñecas con algo que parecía ser tiras de un género suave. Sus piernas estaban atadas en idéntica forma desde las rodillas hasta los tobillos. Tenía algo sobre la boca.
¿Qué... qué...? D. estaba en la puerta y luego...Recordó haber hecho su cara a un lado y la terrible fuerza de él. Oh, Dios... ¿qué era...? D. estaba en la puerta y enseguida ella sintió algo frío que la ahogaba y trató de apartar la cara pero algo le sujetaba fuertemente la cabeza.
Estaba en la furgoneta de D. Reconocía los ruidos. La furgoneta estaba en movimiento. Su temor aumentó. El instinto le aconsejaba quedarse quieta pero en su garganta se mezclaban las emanaciones de la nafta con el cloroformo. Hizo una arcada a pesar de la mordaza.
—Falta poco ya —dijo la voz de D.
Sintió una curva y un camino de grava, cuyas piedritas rebotaban contra los guardabarros y el piso.
«Está loco. Muy bien. Eso es: Loco.»
«Loco» es una palabra peligrosa.
¿Qué había ocurrido? Ralph Mandy. Los había visto en la entrada de su casa. Y eso lo enloqueció.
«Ay Dios, debo tener todo listo.» Un hombre había tratado de cachetearla una vez en el Instituto Reiker. Ella se quedó quieta y no la pudo encontrar, él tampoco podía ver. Pero Dolarhyde veía muy bien. Debía tener todo listo. Estar preparada para hablar. «Dios mío, podría matarme con esta mordaza puesta. Podría matarme y no comprender lo que le digo.»
«Debo estar preparada. Estar bien preparada y no mostrarme demasiado sorprendida. Explicarle que si quiere puede dar marcha atrás sin ningún problema. Yo no contaré. Debo mante­nerme quieta lo más posible. De lo contrario esperar hasta encontrar sus ojos.»
La furgoneta se detuvo. Se hamacó ligeramente cuando él bajó. La puerta lateral se abrió. Olor a pasto y a neumáticos calientes. Grillos. Dolarhyde entró a la furgoneta.
No pudo evitar lanzar un grito a pesar de la mordaza y dar vuelta la cara cuando la tocó.
Unas suaves palmadas en su hombro no impidieron que siguiera retorciéndose. Más efectiva resultó una fuerte cache­tada.
A pesar de la mordaza trató de hablar. La levantó y la transportó. Sus pasos resonaron sobre la rampa hueca. Ahora sí sabía dónde estaba. En la casa de él. ¿En qué parte de la casa? El tic tac del reloj provenía de la derecha. Alfombra, luego piso. El dormitorio donde hicieron el amor. Sintió que se deslizaba de sus brazos y cayó sobre la cama.
Trató de hablar. El se alejaba. Se oía ruido afuera. La puerta de la furgoneta que se cerraba. Aquí viene. Dejó algo sobre el piso, unas latas.
Reba percibió el olor a nafta.
—Reba —la voz de D. pero muy tranquila. Demasiado tran­quila y rara—. Reba, no sé qué.. .qué decirte. Fue tan lindo lo que hicimos y no imaginas qué otra cosa hice por ti. Yo estaba equivocado, Reba. Minaste mis fuerzas y luego me heriste.
Ella trató nuevamente de hablar.
— ¿Te portarás bien si te desato y te permito sentarte? No trates de correr. Puedo alcanzarte. ¿Te portarás bien?
Dio vuelta la cabeza hacia donde provenía la voz y asintió.
Sintió el frío del acero contra su piel y el rasguido de un género al ser cortado y sus brazos quedaron libres. Después sus piernas. Tenía las mejillas mojadas cuando le quitó la mordaza.
Se sentó en la cama lenta y cuidadosamente. Debía actuar con toda diplomacia.
—D. —le dijo — . No sabía que yo te importaba tanto. Me alegro de que sea así, pero me asustaste con todo esto.
Ninguna respuesta, pero sabía que estaba allí.
—¿Fue el viejo y tonto Ralph Mandy el causante de tu ira? ¿Lo viste en mi casa? Es eso, ¿verdad? Estaba diciéndole que no quería verlo más. Porque ahora quería verte sólo a ti. Nunca más veré a Ralph.
—Ralph murió —manifestó Dolarhyde—. No creo que le haya gustado mucho.
«Fantasías. Espero que sólo sea un invento.»
—Nunca te he lastimado, D. Jamás quise hacerlo. Volvamos a ser amigos, hagamos el amor y olvidemos todo esto.
—Cállate —le dijo con gran calma — . Te diré una cosa. Lo más importante que has oído en tu vida. Importante como el Sermón de la Montaña. Importante como los Diez Mandamientos. ¿Entendiste?
—Sí, D. yo...
— Cállate. Reba, en Atlanta y Birmingham han ocurrido unos acontecimientos extraordinarios. ¿Sabes a lo que me refiero?
Ella meneó la cabeza.
—Ha salido muchas veces en los informativos. Dos grupos de personas fueron transformados. Leeds y Jacobi. La policía piensa que fueron asesinados. ¿Sabes ahora a qué me refiero?
Ella comenzó a menear la cabeza negativamente, pero luego recordó y lentamente asintió.
—¿Sabes cómo llaman al Ser que visitó a esa gente? Puedes decirlo.
-El Duen...
Una mano le agarró la cara ahogando sus palabras.
—Piensa cuidadosamente y contesta correctamente.
—El Dragón no sé cuánto. Dragón... El Dragón Rojo.
Estaba cerca de ella. Podía sentir su aliento sobre su cara.
-YO SOY EL DRAGÓN.
Al dar un respingo hacia atrás impulsada por el volumen y el terrible timbre de la voz, golpeó su cabeza contra el respaldo de la cama.
—El Dragón te quiere, Reba. Siempre te ha querido. Yo no quería entregarte a El. Hoy hice algo para que no pudiera tenerte. Y me equivoqué.
Este era D., ella podía hablar con D.
—Por favor. Por favor no permitas que me agarre. Tú no lo dejaras, por favor no lo permitas, tú no lo dejarás... sabes que yo soy para ti. Consérvame para ti. Te gusto, sé que te gusto.
—Todavía no estoy decidido. Quizá no pueda evitar entregarte a El. No lo sé. Voy a ver si tú haces lo que yo te digo. ¿ Lo harás ?
—Trataré. Trataré de veras. No me asustes demasiado pues entonces me resultará imposible.
—Ponte de pie, Reba. Párate junto a la cama. ¿Sabes en qué parte del cuarto estás?
Ella asintió.
—Sabes en qué parte de la casa estás, ¿verdad? ¿Diste vueltas por la casa mientras yo dormía, no es así?
—¿Dormías?
—No seas tonta. Cuando pasamos la noche aquí. Diste vueltas por la casa, ¿verdad? ¿Encontraste algo raro? ¿Lo agarraste y se lo mostraste a alguien? ¿Hiciste eso, Reba?
—Solamente salí al jardín. Tú dormías y yo salí al jardín. Te lo aseguro.
-Entonces sabes dónde está la puerta principal, ¿verdad?
Ella asintió.
—Reba, quiero que toques mi pecho. Levanta lentamente las manos.
¿Y si trataba de hundirle los ojos?
El pulgar y los dedos de Dolarhyde se apoyaron suavemente a ambos lados de su tráquea.
—No hagas lo que estás pensando hacer o apretaré. Tantea mi pecho. Cerca del cuello. ¿Sientes la llave que cuelga de la cadena? Quítala por encima de mi cabeza. Con cuidado... eso es. Ahora veré si puedo confiar en ti. Ve a cerrar la puerta del frente, échale llave y luego tráeme la llave. Ve adelante. Te esperaré aquí mismo. No trates de correr. Te alcanzaría.
Ella sujetaba la llave en su mano mientras la cadena golpeaba suavemente su muslo. Era más difícil orientarse con los zapatos puestos, pero prefirió no sacárselos. El tic tac del reloj le servía de guía.
Alfombra, luego piso, alfombra otra vez. Por ahí estaba el sofá. Debía doblar a la derecha.
¿Qué sería mejor? ¿Seguirle la corriente o tratar de escapar? ¿Le habrán seguido la corriente los otros? Se sentía mareada de tanto respirar hondo. No debía marearse. No debía morir.
Todo dependía de que la puerta estuviera abierta. Averigua dónde está.
—¿Voy bien? —sabía que sí.
—Faltan unos cinco pasos. —La voz provenía del dormitorio.
Sintió una ráfaga de aire en la cara. La puerta estaba entreabier­ta. Mantuvo su cuerpo entre la puerta y la voz a espaldas de ella. Introdujo la llave en la cerradura debajo de la manija. Del lado de afuera.
¡Ya! Pasó rápidamente al exterior tirando de la puerta y giran­do la llave en la cerradura. Bajó la rampa, sin bastón, tratando de recordar dónde estaba la furgoneta, echó a correr. Corrió. Tropezó con un arbusto y gritó. Siguió gritando.
—Socorro, ayúdenme. Socorro, ayúdenme.
Corrió por el camino de grava. Oyó a lo lejos la bocina de un camión. Por allí quedaba la ruta, un paso rápido, luego trotó y después corrió, lo más rápido que podía, doblando cuando sentía pasto en vez de grava, zigzagueando por el callejón.
Oyó a espaldas de ella el ruido de fuertes pisadas que se acercaban rápidamente por el camino de grava. Se detuvo, agarró un puñado de piedritas y esperó hasta que estuvo cerca para arrojárselas y las oyó golpear contra él.
Un empellón sobre su hombro la hizo dar vuelta, un brazo ancho la agarró por debajo del mentón, rodeando su cuello, apretando, apretando, hasta sentir el golpeteo de la sangre en sus oídos. Pateó hacia atrás, golpeó una pierna, y todo... se volvió... sumamente... silencioso.





XLVII

La lista de empleados de raza blanca y sexo masculino entre veinte y cincuenta años que poseían una furgoneta se completó al cabo de dos horas. Incluía veintiséis nombres.
La Dirección de Vehículos Automotores de Missouri informó el color del pelo según lo que figuraba en el registro de conductor, pero no se utilizó como elemento excluyente ya que tal vez el Dragón usaba una peluca.
La señorita Trillman, secretaria de Fisk, hizo copias de la lista y las distribuyó.
El teniente Fogel estaba leyendo los nombres cuando sonó su radio llamada.
Fogel se comunicó telefónicamente con el Departamento de Policía y al cabo de un instante cubrió la bocina con la mano y llamó a Crawford.
—    Señor Crawford, Jack, un tal Ralph Mandy, blanco, sexo masculino, treinta y ocho años, fue encontrado muerto de un disparo hace pocos minutos en la Ciudad Universitaria, en el centro de la ciudad cerca de la Universidad de Washington.
Estaba tirado en el jardín del frente de una casa en la que vive una mujer llamada Reba McClane. Los vecinos dicen que trabaja en Baeder. La puerta está abierta y ella no está en la casa.
—¡Dandridge! —llamó Crawford —. ¿Qué puede decirnos sobre Reba McClane?
—Trabaja en el cuarto oscuro. Es ciega. Es de no sé qué parte de Colorado...
—¿Conoce a Ralph Mandy?
—¿Mandy? —preguntó Dandridge—. ¿Randy Mandy?
—     Ralph Mandy. ¿Trabaja aquí?
Un vistazo al registro de personal indicó que no. —Coincidencia, quizás —acotó Fogel. —Quizás —respondió Crawford.
—    Espero que no le haya pasado nada a Reba —dijo la señorita
Trillman.
¿La conoce? —le preguntó Graham.
—He hablado varias veces con ella.
¿Qué sabe de Mandy?
—No lo conozco. La única vez que la vi con un hombre era cuando subía con el señor Dolarhyde a su furgoneta.
—    ¿Ha  dicho  la  furgoneta del  señor  Dolarhyde, señorita
Trillman? ¿De qué color es la furgoneta del señor Dolarhyde?
—Déjeme pensar. Marrón oscuro, o tal vez negra.
—¿Dónde trabaja el señor Dolarhyde? —preguntó Crawford.
—Es supervisor de producción —contestó Fisk.
—¿Dónde queda su oficina?
—Al fondo del pasillo.
Crawford se dio vuelta para hablar con Graham pero éste ya se había puesto en movimiento.
La oficina del señor Dolarhyde estaba cerrada con llave. Una llave maestra del servicio de Mantenimiento funcionó exitosa­mente.
Graham entró y encendió la luz. Se quedó parado junto a la puerta mientras sus ojos escudriñaban el cuarto. Estaba todo muy ordenado. No se veían por ninguna parte objetos persona­les. En un estante se apilaban exclusivamente manuales técnicos.
La lámpara del escritorio estaba a la izquierda de la silla, por lo tanto era diestro. Necesitaba urgentemente una impresión digital del pulgar izquierdo de un hombre diestro.
—Probemos con una de las pizarras, con gancho —le dijo a Crawford que estaba parado detrás de él en el pasillo —. Utilizaría el pulgar izquierdo para apretar el gancho.
Estaban revisando los cajones cuando Graham advirtió la agenda que tenía sobre el escritorio. Pasó las hojas hasta llegar al sábado 28 de junio, la fecha en que habían sido asesinados los Jacobi.
El viernes y jueves anteriores no estaban marcados en el calendario.
Buscó después el mes de julio. El jueves y viernes de la última semana estaban en blanco. El miércoles tenía una anotación: «Am 552 3:45-6:15».
Graham copió los datos.
—Quiero averiguar adonde va este vuelo.
—Permíteme hacerlo mientras tú sigues aquí —le dijo Crawford y acto seguido se dirigió a un teléfono que había en el pasillo.
Graham estaba inspeccionando un tubo de adhesivo para dentaduras postizas que estaba en el último cajón del escritorio cuando lo llamó Crawford desde la puerta.
—Es un vuelo a Atlanta, Will. Vayamos a detenerlo.





XLVIII

El agua fría chorreaba por la cara de Reba mojándole el pelo. Estaba mareada. Sentía algo duro e inclinado bajo su espalda. Dio vuelta la cabeza. Era madera. Una toalla fría y húmeda le secó la cara.
— ¿Te sientes bien, Reba? —preguntó Dolarhyde con voz tranquila.
Se sobresaltó al oír la voz.
-Uhhhh.
—Respira hondo.
Transcurrió un minuto.
—¿Crees que podrás pararte? Trata de ponerte en pie.
Podía pararse si la sujetaba con su brazo. Sintió náuseas. El esperó hasta que pasara el espasmo.
—Sube la rampa. ¿Recuerdas dónde estás?
Reba asintió.
—Saca la llave de la cerradura, Reba. Pasa adentro. Ahora échale llave y cuélgala en mi cuello. Cuélgala de mi cuello. Bien. Fijémonos si quedó bien cerrada.
Ella escuchó el ruido de la manija.
—Perfecto. Ahora ve al dormitorio, tú conoces el camino.
Tropezó y cayó de rodillas, con la cabeza inclinada. La le­vantó tomándola de los brazos y la ayudó a llegar al dormi­torio.
—Siéntate en esta silla.
Ella se sentó.
-ENTRÉGAMELA AHORA.
Reba trató de pararse pero unas grandes manos se apoyaron sobre sus hombros y se lo impidieron.
—    Quédate sentada sin moverte pues de lo contrario no podré
impedir que se te acerque —dijo Dolarhyde.
Estaba recuperando la memoria. Pero muy a pesar suyo. —Por favor, trata de impedirlo.
—    Reba, todo ha terminado para mí.
Estaba de pie, haciendo algo. Reba sintió un fuerte olor a nafta.
—    Estira la mano. Toca esto. No lo agarres, tócalo no más.
Ella sintió algo semejante a los orificios de la nariz, muy lisos
en su interior. Era el cañón de un arma.
—Es una escopeta; Reba. De calibre doce. ¿Sabes lo que puede hacer?
Reba asintió.
—Retira la mano. —El caño frío se apoyó contra el hueco de su cuello.
—Reba, cómo me habría gustado haber podido confiar en ti. Yo quería confiar en ti.
Parecía estar llorando.
—Fue tan lindo.
Estaba llorando.
—Tú me gustaste mucho, D. Me encantó. Por favor no me hagas mal ahora.
—    Para mí todo acabó. No puedo entregarte a El. ¿Sabes lo que
te haría?
Lloraba a moco tendido.
—¿Sabes lo que te haría? Te mordería hasta matarte. Será mejor que mueras conmigo.
Oyó el ruido de un fósforo que se encendía, sintió olor a azufre seguido por un siseo. Hacía calor en el cuarto. Había humo. Fuego. Lo que más temía en el mundo. Fuego. Cualquier cosa era mejor. Esperaba morir con el primer disparo. Tensó los múscu­los de las piernas para correr.
Gimoteaba.
—Oh, Reba, no puedo ver cómo te quemarás.
El caño del arma se apartó de su garganta.
Uno después de otro sonaron los disparos de la escopeta mientras ella se paraba.
Los oídos le zumbaban, creyó que le había disparado, que estaba muerta y más que escuchar sintió el ruido de algo que caía sobre el piso.
Olió el humo y oyó el crepitar de llamas. Fuego. El fuego la hizo reaccionar. Sintió el calor en sus brazos y en la cara. Tenía que salir. Tropezó con unas piernas y cayó contra los pies de la cama.
Dicen que hay que agacharse lo más posible cuando hay humo. No se debe correr, pues se puede tropezar con algo y morir.
Estaba encerrada bajo llave. Encerrada bajo llave. Caminó, agachándose lo más posible, pasando los dedos por el piso y encontró unas piernas, siguió hasta tocar pelo, un colchón de pelo y palpó algo blando debajo. Solamente carne, unos huesos astillados y un ojo.
La llave en su cuello... rápido. Agarró la cadena con ambas manos, inclinada sobre las piernas, y pegó un tirón. La cadena se rompió y ella cayó hacia atrás, pero enseguida se enderezó. Se dio vuelta totalmente confundida. Trataba de sentir, de escuchar por encima del ruido de las llamas. El costado de la cama... ¿qué costado? Tropezó contra el cuerpo y trató de escuchar.
BONG, BONG, la campana del reloj. BONG, BONG, llegó al living. BONG, BONG, dobló hacia la derecha.
El humo le hacía picar la garganta. BONG, BONG. Ahí estaba la puerta. Bajó la manija. No debía dejarla caer. Metió la llave en la cerradura y la hizo girar. Abrió la puerta. Sintió una ráfaga de aire. Bajó la rampa. Aire. Se cayó en el pasto. Se incorporó otra vez apoyándose en las rodillas y en las manos y empezó a arrastrarse.
Se puso de rodillas y golpeó las manos, escuchó el eco de la casa y se alejó arrastrándose, respirando hondo, hasta que pudo pararse, caminar, correr, tropezar nuevamente con algo y seguir corriendo.





XLIX

No fue sencillo localizar la casa de Francis Dolarhyde. La dirección que tenían en Gateway era simplemente la de una casilla de correo en St. Charles.
Inclusive el propio alguacil de St. Charles tuvo que revisar un plano de la compañía eléctrica para estar seguro.
Los representantes del alguacil le dieron la bienvenida al equipo de SWAT de St. Louis y los escoltaron hasta el otro lado del río y la caravana avanzó tranquilamente por la ruta estatal 94. Un agente sentado al lado de Graham en el primer auto, indicaba el camino. Crawford, ubicado en el asiento de atrás y reclinado entre los dos, chupaba algo que tenía entre los dientes. Encontra­ron muy poco tráfico en el extremo norte de St. Charles, solamente una camioneta llena de chicos, un micro de la compa­ñía Greyhound y un camión de remolque.
Vieron el resplandor no bien traspusieron los límites de la ciudad.
— ¡Eso es! —dijo el agente—. ¡Allí está!
Graham apretó el acelerador a fondo. El resplandor aumenta­ba a medida que avanzaban por la ruta.
Crawford chasqueó los dedos indicando que quería el micró­fono.
—Atención, todas las unidades, la casa se está incendiando. Vigílenla. Tal vez está saliendo de allí. Alguacil, ordene un bloqueo de las calles, por favor.
Una gruesa columna de chispas y humo se inclinaba en dirección sudeste sobre el campo, y en ese momento sobre sus cabezas.
—Aquí —dijo el agente — . Doble por este camino de grava.
En ese momento vieron a la mujer, su silueta recortada contra el fuego, al mismo tiempo que ella alzaba los brazos al oírlos aproximarse.
Y en ese instante la casa en llamas pareció explotar hacia arriba y hacia afuera, las vigas ardientes y los marcos de las ventanas volaron por los aires, describiendo lentos y brillantes arcos en el cielo nocturno, al mismo tiempo que la furgoneta presa del fuego caía hacia un costado y las siluetas anaranjadas de los árboles, convertidos en teas, se desleían y opacaban. El suelo se estreme­ció y la explosión sacudió a los autos de la policía.
La mujer había caído de boca sobre el camino. Crawford y Graham y los agentes corrieron hacia ella bajo esa lluvia ardiente, y algunos se adelantaron un poco más esgrimiendo sus armas.
Crawford rescató a Reba de brazos de un agente que sacudía las brasas de su pelo.
La tomó de los brazos, acercando su cara a la de ella, arrebatada por el fuego.
—Francis Dolarhyde —le dijo sacudiéndola suavemente—. ¿Dónde está Francis Dolarhyde?
—Está allí adentro —respondió alzando su mano tiznada hacia el incendio y dejándola caer—. Está muerto allí dentro.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Crawford indagando sus ojos ciegos.
—Estaba con él.
—Cuénteme, por favor.
—Se disparó un tiro en la cara. Yo puse mi mano sobre ella. Incendió la casa. Se mató de un tiro. Yo puse mi mano sobre él. Estaba en el piso. Yo puse mi mano sobre él, ¿puedo sentarme?
—Sí —contestó Crawford. Se metió en el asiento de atrás de un auto policial con ella. La rodeó con sus brazos y la dejó llorar.
Graham, parado en el camino, contemplaba las llamas hasta que sintió que su cara ardía también.
Los vientos de altura empujaron el humo contra la faz de la luna.
























L

El viento matinal era cálido y húmedo. Empujaba unas nubes deshilachadas sobre los ennegrecidos restos que quedaban en el lugar donde se había alzado la casa de Dolarhyde. Un tenue manto de humo se desplazaba sobre la campiña.
Las intermitentes gotas de lluvia se transformaban en peque­ñas burbujas de vapor y cenizas al caer sobre las brasas.
Una autobomba estaba estacionada allí con su luz giratoria encendida.
S. F. Aynesworth, jefe de la sección Explosivos del FBI estaba parado junto a Graham, de espaldas al viento y cerca de las ruinas, sirviendo café de un termo.
Aynesworth frunció el ceño al ver que el jefe de los bomberos revolvía las cenizas con un rastrillo.
—Gracias a Dios que allí dentro hace tanto calor que no puede acercarse —musitó por el costado de la boca. Se había mostrado sumamente cordial con las autoridades locales, pero se franqueó con Graham—. No tengo más remedio que poner manos a la obra. Este lugar se va a llenar de gente en cuanto todos los policías y vigilantes terminen de desayunar y vengan a echar un vistazo. Todos se ofrecerán para ayudarnos.
Aynesworth tuvo que arreglárselas con lo que había podido traer en el avión hasta que llegara su idolatrada furgoneta desde Washington. Sacó del baúl de un patrullero una desteñida bolsa de marinero y extrajo de su interior sus botas y traje especial para resistir altas temperaturas.
— ¿Podrías describirme cómo era el incendio, Will?
—Como un fogonazo de una luz fuertísima que luego perdía intensidad. Al ratito parecía más oscuro abajo. Una cantidad de cosas volaban por los aires, marcos de ventanas, listones del techo y otros pedazos más chicos, que caían por el terreno. Se sintió una onda expansiva y después el golpe de aire. Sopló hacia afuera y enseguida succionó para adentro. Por un momento pareció que había extinguido el fuego.
—¿El fuego ardía bien cuando sopló?
—En efecto, ya había llegado al techo y las llamaradas salían por las ventanas de la planta baja y el primer piso. Los árboles se quemaban también.
Aynesworth reclutó a dos bomberos locales para que estuvie­ran listos con una manguera y a un tercero vestido con ropa antiinflamable y provisto de un guinche por si algo se derrum­baba.
Bajó por la escalera del sótano que ahora se abría al cielo y se internó en una maraña de maderas negras. Pudo quedarse solamente unos pocos minutos cada vez. Hizo ocho viajes.
El único resultado de tanto esfuerzo fue un pedazo chato de pieza metálica, pero pareció brindarle mucha satisfacción.
Su cara estaba arrebatada y transpiraba copiosamente cuando se quitó el traje especial y se sentó en la rampa de la autobomba con el saco impermeable de un bombero sobre los hombros.
Depositó el trozo de metal sobre el suelo y de un soplido le quitó la capa de ceniza que lo cubría.
—Dinamita —le informó a Graham—. Acérquese, ¿ve el dibujo en el metal? Esto es el tamaño indicado para un baúl o un cofre para equipo militar. Seguramente debe ser eso. Dinamita en un cofre militar. Pero no estalló en el sótano. Me parece que fue en la planta baja. ¿Ve el corte que tiene ese árbol, donde lo golpeó la tapa de mármol de una mesa? Estalló hacia los lados. La dinamita estaba dentro de algo que la aisló durante un tiempo del fuego.
—¿Qué me dice de los restos?
—Tal vez no quede mucho, pero siempre se encuentra algo. Tenemos para rato con el trabajo de tamizar. Lo encontraremos. Se lo entregaré en una bolsita.
Sólo poco después del amanecer le hizo efecto a Reba el sedante que le aplicaron en el hospital DePaul. Quería que el agente femenino de policía estuviera sentada bien cerca de la cama. Se despertó varías veces durante la mañana y tendió su mano en busca de la de su acompañante.
Graham fue el que le llevó el desayuno cuando lo pidió.
¿Cómo conducirse? A veces les resultaba más fácil si uno actuaba de modo impersonal. Pero no creía que ese fuera el caso de Reba McClane.
Le dijo quién era.
—¿Lo conoce? —le preguntó Reba al agente.
Graham le pasó a la oficial sus credenciales. Ella no las precisaba.
—Sé que es un oficial federal, señorita McClane.
Finalmente le contó todo. Todo lo que había ocurrido con Francis Dolarhyde la noche que pasó en su casa. Tenía la garganta irritada y se interrumpió varias veces para chupar pedacitos de hielo.
£1 le formuló las preguntas desagradables y ella le respondió detalladamente, pero en un momento le hizo señas de que saliera del cuarto mientras la acompañante le alcanzaba una palangana para recibir el desayuno.
Estaba pálida y su cara limpia y reluciente cuando Graham entró nuevamente al cuarto.
Le hizo unas últimas preguntas y cerró su agenda.
—No le haré repetir todo esto otra vez —le dijo—, pero me gustaría volver. Nada más que para saludarla y saber cómo sigue.
—Me parece lógico tratándose de una belleza como yo.
Por primera vez vio lágrimas y comprendió qué era lo que más le dolía.
—¿Puede dejarnos un momento solos, oficial? —preguntó Graham.
—Escúcheme un momento —dijo tomándole la mano a Re­ba—. Dolarhyde tenía muchas taras, pero usted no tiene ninguna. Acaba de decirme que fue bueno y considerado con usted. Lo creo. Eso es lo que usted logró que aflorara en él. Al final no pudo matarla y no pudo soportar verla morir. Las personas que estudian este caso dicen que estaba tratando de detenerse. ¿Por qué? Porque usted lo ayudó. Eso posiblemente haya salvado unas cuantas vidas. Usted no atrajo a un tarado. Usted atrajo a un hombre que cargaba con una tara. No hay nada malo en usted, jovencita. Si no quiere creerlo es una tonta. Volveré a visitarla dentro de uno o dos días. Tengo que mirar constantemente las caras de cantidad de policías, necesito algo mejor para recrear mi vista. Trate de hacer algo con su pelo.
Ella meneó la cabeza y le hizo señas de que se fuera. Tal vez sonrió un poquito, pero no estaba muy seguro.
Graham llamó a Molly desde la oficina del FBI en St. Louis. El abuelo de Willy atendió el teléfono.
—Es Will Graham, mamá —dijo-. Hola, señor Graham.
Los abuelos de Willy lo llamaban siempre «señor Graham».
—Mamá dijo que se mató. Estaba mirando una novela y la interrumpieron para dar la noticia. Qué suerte. Les evitó a uste­des un buen trabajo. Y a nosotros, los contribuyentes, unos cuantos pesos ahorrados. ¿Era de veras blanco?
—Sí, señor. Rubio. Parecía escandinavo.
Los abuelos de Willy eran escandinavos.
-¿Puedo hablar con Molly, por favor?
—Piensa volver ahora a Florida?
—Dentro de poco. ¿Está Molly?
—Mamá, quiere hablar con Molly... Está en el baño, señor Graham. Mi nieto ha vuelto a tomar el desayuno. Se lo pasa cabalgando; el día entero está afuera. Debería verlo comer. Apuesto a que ha engordado como cuatro kilos. Aquí está.
-Hola.
—Hola, preciosa.
—¿Buenas noticias, eh?
—Así parece.
—Estaba afuera en el jardín. Mamama salió a avisarme cuando lo vio por televisión. ¿Cuándo lo descubrieron?
—Anoche a última hora.
—¿Por qué no me llamaste?
—Probablemente Mamama estaba durmiendo.
—No, estaba mirando el programa de Johnny Carson. No puedo explicarte, Will, lo contenta que estoy de que no tuvieras que atraparlo.
—Me quedaré aquí unos días más.
—¿Cuatro o cinco días?
—No estoy seguro. A lo mejor menos. Tengo muchas ganas de verte.
—Yo también tengo ganas de verte, cuando termines con todo lo que tengas que hacer.
—Hoy es miércoles. El viernes podría...
—Will, Mamama ha invitado a todos los tíos y tías de Willy para que vengan desde Seattle la semana próxima y...
—Al cuerno con Mamama. ¿Y qué es este nuevo invento de «Mamama», además?
—Cuando Willy era muy chiquito no podía decir...
—Ven a casa conmigo.
—Will, yo te he esperado a ti. Ellos no ven casi nunca a Willy y unos pocos días más...
—Ven sola. Deja a Willy allí y tu ex suegra se encargará de meterlo en un avión la semana próxima. Se me ocurre una cosa. Podemos parar en Nueva Orleans. Hay un lugar que se llama...
—No lo creo. He trabajado durante este tiempo en un negocio de la ciudad, medio día solamente, pero tengo que avisarles con un poco de anticipación que me iré.
—¿Qué pasa, Molly?
—Nada. No pasa nada... estuve tan triste, Will. Tú sabes que vine aquí después que murió el padre de Willy —siempre decía «el padre de Willy» como si fuera una cosa. Jamás utilizaba su nombre—. Y estábamos todos juntos y conseguí serenarme, tranquilizarme. Ahora también me he tranquilizado y...
—Hay una pequeña diferencia: no estoy muerto.
—No seas así.
—¿Cómo? ¿Que no sea cómo?
—Estás furioso.
Graham cerró los ojos durante un instante.
-Hola.
—No estoy furioso, Molly. Haz lo que quieras. Te llamaré cuando termine aquí.
—Podrías venir aquí.
-No me parece.
—¿Por qué no? Hay lugar de sobra. A Mamama le...
—Molly, no me quieren y sabes por qué. Cada vez que me miran les recuerdo a su hijo.
—Eso no es justo y tampoco es cierto.
Graham estaba muy cansado,
—Está bien, son insoportables y me enferman. ¿Lo prefieres así?
—No digas eso.
—Quieren al chico. Tal vez te quieran a ti, probablemente te quieren, si es que alguna vez se detienen a pensarlo. Pero quieren al chico y te lo quitarán. A mí no me quieren y me importa un comino. Yo te quiero a ti. En Florida. Y a Willy también, cuando se aburra del pony.
—Te sentirás mejor cuando duermas un poco.
—    Lo dudo. Oye, te llamaré cuando sepa algo más.
—De acuerdo —contestó ella y colgó.
—Mierda —dijo Graham—. Mierda.
-¿Te he escuchado decir «mierda»? -preguntó Crawford asomando la cabeza por la puerta.
—    En efecto.
—Pues alégrate. Aynesworth llamó desde allí. Tiene algo para ti. Dice que será mejor que vayamos nosotros pues tiene mucha estática con las transmisoras locales.





LI

Aynesworth volcaba cuidadosamente ceniza en unas latas nuevas cuando llegaron Graham y Crawford a las carbonizadas ruinas que habían sido antes la casa de Dolarhyde.
Estaba cubierto de hollín y tenía un raspón bastante grande bajo la oreja. El agente especial Janowitz de la sección Explosivos trabajaba en ese momento en el sótano.
Un hombre alto se movía nerviosamente junto a un polvorien­to Oldsmobile estacionado en el camino de entrada. Interceptó a Crawford y Graham cuando cruzaban el jardín.
—¿Es usted Crawford?
—En efecto.
—Soy Robert L. Dulaney. Soy el médico forense y ésta es mi jurisdicción. —Les mostró su tarjeta en la que podía leerse «Vote por Robert L. Dulaney».
Crawford esperó.
—Su agente tiene unas pruebas que debió haberme entregado a mí. Hace casi una hora que me tiene esperando.
—Disculpe la molestia, señor Dulaney. Obedecía mis órdenes. Por qué no espera en su auto mientras soluciono todo esto.
Dulaney los siguió. Crawford dio media vuelta y le dijo:
—Discúlpenos un momento, señor Dulaney. Espere en su auto.
El jefe de sección Aynesworth sonreía y sus dientes blancos resaltaban en su cara teñida por el hollín. Había pasado la mañana entera revisando cenizas.
—Como jefe de sección tengo un gran placer en...
—Siempre la misma pavada —dijo Janowitz apareciendo desde las maderas carbonizadas del sótano.
—Silencio en la barra, Indio Janowitz. Busque los objetos de interés. —Le arrojó a Janowitz las llaves del auto.
Janowitz sacó del baúl de un sedán del FBI una larga caja de cartón. En el fondo de la caja y sujeta por unos alambres, había una escopeta cuya culata estaba carbonizada y sus caños retorci­dos por el calor. Una caja más pequeña contenía una ennegrecida pistola automática.
—La pistola está en mejores condiciones —manifestó Aynes­worth—. La sección Balística podrá compararla con el resto. Vamos, Janowitz, muévase.
Aynesworth agarró las tres bolsas plásticas que le entregó.
—Frente y centro, Graham. —Durante un instante el rostro de Aynesworth perdió su expresión risueña. Esto parecía el ritual del cazador, como si estuviera salpicando la frente de Graham con sangre.
—Debe de haber sido una función muy agradable —Aynes­worth depositó las bolsas en las manos de Graham.
Una bolsa contenía quince centímetros de un fémur humano carbonizado y un pedazo del hueso ilíaco. Otra un reloj pulsera. La tercera los dientes.
Era solamente la mitad del paladar, negra y rota, pero en esa mitad estaba el puntiagudo e inconfundible incisivo lateral.
A Graham le pareció que debía decir algo.
—Gracias. Muchas gracias.
Durante un instante sintió que la cabeza le daba vueltas, pero enseguida se sintió invadido por una gran calma y tranquilidad.
— ...una pieza de museo —decía Aynesworth — . Tendremos que entregársela a ese aprendiz, ¿verdad, Jack?
—Así es. Pero hay unos cuantos profesionales en la oficina forense de St. Louis. Ellos se encargarán de tomar unas buenas impresiones. Guardaremos ésas.
Crawford y los demás se dirigieron al auto donde esperaba el forense.
Graham quedó parado solo frente a la casa. Escuchó el ruido del viento en las chimeneas. Esperaba que Bloom viniera a ese lugar cuando se repusiera. Probablemente lo haría.
Graham quería saber más cosas sobre Dolarhyde. Quería saber qué había ocurrido allí, cómo se había originado el Dragón. Pero por el momento ya tenía bastante.
Un pajarito se paró sobre los restos de una chimenea y silbó.
Graham le contestó el silbido.
Ahora volvería a su casa.





LII

Graham sonrió al sentir el rugido de los motores del jet mientras se elevaba sobre la pista, dejando atrás a St. Louis, virando al sur en dirección al sol y finalmente hacia el este, rumbo a su casa.
Molly y Willy estaban allí.
—No perdamos tiempo diciendo quién se arrepiente de qué. Te buscaré en Marathón, muchacho —le dijo Molly por teléfono.
Esperaba que con el correr del tiempo podría recordar los pocos buenos momentos, la satisfacción de ver trabajar a esas personas con tanta dedicación en sus respectivas especialidades. Suponía que eso podría encontrarse en cualquier parte siempre que uno tuviera los conocimientos suficientes como para saber qué era lo que estaba observando.
Hubiera sido presuntuoso agradecerles a Lloyd Bowman y a Beverly Katz, por lo tanto se limitó a decirles por teléfono lo agradable que había sido trabajar nuevamente con ellos.
Pero algo le preocupaba un poco: cómo se había sentido cuando Crawford se dio vuelta del teléfono en Chicago para decirle «Es Gateway».
Probablemente ésa fue la alegría más intensa y salvaje que jamás había experimentado. Era inquietante saber que el mo­mento más feliz de su vida había ocurrido entonces, en ese sofocante recinto del jurado en la ciudad de Chicago. Cuando Inclusive antes lo sabía, lo sabía.
No le dijo a Lloyd Bowman cómo se sentía; no era necesario.
—Sabe usted, cuando Pitágoras confirmó la exactitud de su teorema, ofrendó cien bueyes a la Musa —dijo Bowman—. No existe una sensación más linda, ¿verdad? No me conteste... dura más si no se desperdicia hablando.
La impaciencia de Graham iba en aumento a medida que se acercaba a su casa y a Molly. Cuando llegara a Miami tendría que ir a la plataforma de embarque para subir a Aunt Lula, el viejo DC-3 que volaba a Marathón.
Le gustaban los DC-3. Ese día le gustaba cualquier cosa.
Aunt Lula había sido fabricado cuando Graham tenía cinco años y sus alas estaban siempre sucias con una capa de aceite que salpicaba los motores. Tenía gran confianza en el avión. Corrió hacia él como si hubiera aterrizado para rescatarlo en medio de la selva.
Vio las luces de Islamorada cuando la isla pasó bajo el ala del DC-3. Todavía eran visibles las crestas blancas de las olas del Atlántico. En contados minutos aterrizaron en Marathón.
Fue como la primera vez que llegó allí. En esa oportunidad había volado también en el Aunt Lula y a menudo volvió al aeropuerto al atardecer para verlo llegar, lento y estable, los alerones bajos, lanzando chispas por los caños de escape y todos los pasajeros tranquilamente instalados detrás de las ventanillas iluminadas.
Era lindo también observar los decolajes, pero se quedaba algo triste y vacío cuando el viejo avión realizaba el gran giro hacia el norte, dejando el aire impregnado de unos amargos adioses. Aprendió a mirar solamente los aterrizajes y los saludos de bienvenida.
Eso fue antes que Molly.
El avión giró hacia la plataforma de embarque con un chirrido final. Graham vio a Molly y Willy parados bajo los focos, detrás de la valla.
Willy estaba plantado firmemente delante de ella. Se quedaría allí hasta que Graham se les reuniera. Sólo entonces daría alguna vuelta por allí, para examinar algo que le interesara. Eso le gustaba mucho a Graham.
Molly era casi tan alta como Graham. Eso también le gustaba; cada vez que se besaban era como si estuvieran en la cama, los dos a la misma altura.
Willy le ofreció llevarle la valija. Pero Graham le dio en cambio la bolsa con sus trajes.
Molly condujo el auto cuando se dirigieron al cayo Sugarloaf. Graham reconocía los objetos iluminados por los faros e imagi­naba los demás.
Oyó el ruido del mar cuando abrió la puerta al llegar al jardín de su casa.
Willy entró a la casa llevando la bolsa de los trajes sobre la cabeza mientras la otra punta golpeaba la parte posterior de las pantorrillas.
Graham se quedó parado en el jardín, espantando distraída­mente los mosquitos.
Molly puso su mano sobre la cara de él.
—Deberías entrar a la casa antes de que te coman entero.
El asintió. Sus ojos estaban húmedos.
Molly esperó un poco más, agachó la cabeza y mientras lo miraba subiendo y bajando las cejas le dijo:
—Martinis, bistecs, abrazos y demás. Por aquí derecho... y la cuenta de la luz, la del agua e interminables conversaciones con mi hijo —agregó torciendo la boca hacia un lado.





LIII

Tanto Molly como Graham deseaban que todo volviera a ser entre ellos como antes, y continuar como lo habían hecho hasta entonces.
Al advertir que ya no era igual, ese tácito conocimiento se instaló en ellos como un huésped indeseable en la casa. Las mutuas manifestaciones que intercambiaban en la oscuridad y durante el día, pasaban bajo cierta refracción que les hacía perder su objetivo.
Molly no le había parecido nunca tan atractiva como entonces. Admiraba su natural encanto desde una penosa distancia.
Ella trató de ser buena con él, pero había estado en Oregón y refrescado el recuerdo de un muerto.
Willy lo sentía y demostraba cierta frialdad hacia Graham mezclada con una insoportable amabilidad.
Llegó una carta de Crawford. Molly la trajo con el resto de la correspondencia y no hizo comentario alguno.
Contenía una fotografía de la familia Sherman sacada de una película cinematográfica. No se había quemado absolutamente todo, explicaba Crawford en la carta. Al revisar los terrenos aledaños a la casa se había encontrado esa película junto con otras cuantas cosas que la explosión había alejado del incendio.
—Posiblemente estas personas figuraban en su próximo itine­rario —escribía Crawford—. Ahora están a salvo. Pensé que te gustaría saberlo.
Graham se la mostró a Molly.
—¿Ves? Esta es la razón —dijo—. Esta es la razón por la que valía la pena.
— Lo sé —contestó ella—. De veras lo comprendo.
Los peces azules nadaban bajo la luz de la luna. Molly preparó sandwiches y pescaron y encendieron fogatas, pero nada resulta­ba muy convincente.
Los abuelos de Willy le enviaron una fotografía del pony y él la clavó en la pared de su cuarto.
Habían transcurrido cinco días desde que volvió a su casa y ése sería el último que pasarían Molly y Graham allí antes de volver a sus trabajos en Marathón. Pescaron en la rompiente, en un lugar donde habían tenido suerte otra vez y al que se llegaba luego de caminar cuatrocientos metros por la playa, que en esa parte hacía una profunda curva.
Graham había decidido hablar al mismo tiempo con ambos.
La expedición tuvo un mal comienzo. Willy hizo deliberada­mente a un lado la caña que Graham le había preparado y llevó la nueva caña de lanzar que le había dado su abuelo.
Pescaron en silencio durante tres horas. Graham abrió la boca en tres oportunidades para hablar, pero no se decidió.
Estaba cansado de sentir que no les agradaba.
Graham sacó cuatro pescados utilizando unos crustáceos como carnada. Willy no pescó nada. Utilizaba una larga caña con tres anzuelos pequeños que también le había dado su abuelo. Pescaba demasiado rápido, lanzando una y otra vez, recogiendo apresuradamente, hasta que su cara se puso colorada como un tomate y su camiseta se le pegoteó a la espalda.
Graham se metió en el agua, agarró un puñado de arena detrás de la rompiente y sacó dos crustáceos.
— ¿Qué te parece si pruebas con uno de éstos, compañero? — Le tendió un crustáceo a Willy.
—Seguiré con esta caña. Era de mi padre, ¿sabes?
—No —contestó Graham mirando a Molly.
Ella se agarró las rodillas y contempló el vuelo de una gaviota.
De repente se paró y se sacudió la arena.
—Voy a preparar unos sandwiches —anunció.
Graham estuvo tentado de hablar con el chico cuando Molly se fue. Pero recapacitó. Willy debería sentir exactamente lo mismo que sentía su madre. Esperaría hasta que ella volviera para encararlos. Esta vez estaba decidido.
Molly regresó casi enseguida sin los sandwiches, caminando rápidamente sobre la arena mojada.
—Jack Crawford, por teléfono. Le dije que lo llamarías después pero parece que es urgente —anunció Molly mientras se examinaba una uña—. Será mejor que te apures.
Graham se sonrojó. Clavó la caña en la arena y salió al trote hacia los médanos. Era más rápido que dar la vuelta a la playa, siempre y cuando no se llevara por delante algo que pudiera engancharse en los matorrales.
Escuchó un sordo zumbido transmitido por el viento, y teme­roso de tropezar con una serpiente cascabel escrutó el suelo al internarse entre los achaparrados arbustos.
Vio un par de botas bajo unas plantas, el reflejo de unos cristales y una silueta de color caqui que se incorporaba.
Su corazón latió fuertemente al fijar la vista en los ojos amarillos de Francis Dolarhyde.
El ruido de los diferentes seguros de una pistola, el arma apuntando hacia Graham, una patada de éste haciéndola volar hacia los arbustos al mismo tiempo que un destello amarillento salía de la boca del cañón. Graham cayó de espaldas sobre la arena, apuntando con la cabeza hacia la playa, sintiendo un intenso ardor en el costado izquierdo de su pecho.
Dolarhyde pegó un salto y cayó sobre el estómago de Graham con ambos pies esgrimiendo un cuchillo y sin prestar atención al alarido que provenía del borde del agua. Sujetó a Graham con las rodillas, levantó alto el cuchillo y lanzó un rugido al dejarlo caer. La hoja se incrustó profundamente en la mejilla a escasa distancia del ojo.
Dolarhyde se inclinó hacia adelante apoyándose contra el mango del cuchillo para atravesarle la cabeza a Graham.
La caña silbó cuando Molly la lanzó violentamente contra la cara de Dolarhyde. Los anzuelos se incrustaron firmemente en su mejilla y el reel chirrió al aflojar más hilo cuando Molly tiró hacia atrás para golpear otra vez.
Dolarhyde gruñó y se agarró la cara y los anzuelos triples se incrustaron también en su mano. Con una mano libre y otra sujeta a la cara por los anzuelos, tironeó del cuchillo y salió en pos de ella.
Graham rodó hacia un costado, se puso de rodillas, consiguió pararse y corrió con ojos desorbitados escupiendo sangre; corrió escapando de Dolarhyde, corrió hasta desplomarse.
Molly partió a la carrera hacia los médanos con Willy a la delantera. Dolarhyde los seguía, arrastrando la caña. Esta se enganchó en un arbusto y lo tironeó obligándolo a detenerse lanzando un grito, hasta que se le ocurrió cortar el hilo.
—¡Corre niño, corre niño, corre niño! No mires hacia atrás —exclamó Molly. Sus piernas eran largas y empujaba al chico hacia adelante al escuchar cada vez más cerca el ruido de los arbustos que se quebraban.
Tenían noventa metros de ventaja cuando salieron de los médanos, sesenta cuando entraron a la casa. Corrió escaleras arriba. Se zambulló en el ropero de Will.
—Quédate aquí —le dijo a Willy.
Bajó para hacerle frente. Entró a la cocina luchando por poner el cargador.
Olvidó la posición de tiro y olvidó la mira, pero aferró con ambas manos la pistola y cuando la puerta se abrió violentamente le descerrajó un disparo en el muslo y le disparó a la cara cuando Dolarhyde resbaló hacia el piso mirándola y le disparó a la cara mientras estaba sentado sobre el piso y corrió hacia él y le disparó dos veces más en la cara mientras se desplomaba contra la pared. Con la cabeza caída y el pelo ardiendo.
Willy rompió una sábana y fue en busca de Will. Le temblaban las piernas y se cayó varias veces al atravesar el jardín.
Los agentes del alguacil y las ambulancias llegaron antes de que Molly pensara en llamarlos. Estaba dándose una ducha cuando entraron a la casa amparándose en sus armas. Se estaba refregan­do vehementemente las manchas de sangre y las astillas de hueso que tenía en la cara y en el pelo y no pudo contestar cuando un agente trató de hablar con ella a través de la cortina de la ducha.
Uno de los agentes recogió por fin el tubo del teléfono que seguía colgando y habló con Crawford que desde Washington había oído los disparos y los había llamado para que fueran allí.
—No sé, en este momento lo traen —dijo el agente. Miró por la ventana al ver pasar la camilla—. No me gusta mucho —agregó.





LIV

En la pared frente a los pies de la cama había un reloj con números lo suficientemente grandes como para poder ver la hora a pesar de los calmantes y el dolor.
Cuando Will Graham pudo abrir su ojo derecho vio el reloj y supo enseguida dónde estaba: en una sala de terapia intensiva. Sabía que debía observar el reloj. Su movimiento le indicaba que todo estaba pasando, que pasaría.
Para eso lo habían puesto allí.
Las agujas indicaban las cuatro. No tenía la menor idea si eran las cuatro de la mañana o las cuatro de la tarde, pero no le importaba siempre y cuando las agujas siguieran moviéndose. Cayó nuevamente en un profundo sopor.
El reloj indicaba las ocho cuando abrió nuevamente el ojo.
Había alguien junto a él. Giró cuidadosamente el ojo y vio a Molly mirando por la ventana. Estaba delgada. Trató de hablar, pero sintió un terrible dolor en el costado izquierdo de su cabeza al mover la mandíbula. Su cabeza y su pecho no palpitaban al unísono. Era más bien un ritmo sincopado. Hizo un ruido cuando ella salió del cuarto.
Se veía cierta claridad por la ventana cuando lo incorporaron, lo tironearon y le efectuaron unas curaciones que por poco le hacen estallar los tendones del cuello.
La luz era amarilla cuando vio la cara de Crawford observán­dolo.
Graham consiguió guiñar el ojo. Cuando Crawford sonrió pudo ver un pedacito de espinaca entre sus dientes.
Qué raro. Crawford rara vez comía verduras.
Graham movió su mano sobre la sábana indicando que quería escribir.
Crawford le deslizó su agenda bajo la mano y le colocó un lápiz entre los dedos.
«¿Cómo está Willy?» —escribió.
—Muy bien —contestó Crawford — . Y Molly también. Estuvo aquí mientras dormías. Dolarhyde está muerto, Will. Te lo juro. Está muerto. Yo mismo tomé sus huellas y Price las comparó. No cabe la menor duda. Está muerto.
Graham dibujó un signo de interrogación en la página.
—Ya te lo contaré. Estaré por aquí y te contaré todo con lujo de detalles cuando te sientas bien. Sólo puedo verte cinco minutos.
— «Ahora» —escribió Graham.
—¿El médico habló contigo? ¿No? Pues te contaré sobre ti en primer lugar... quedarás perfectamente bien. Tienes el ojo cerra­do por un gran edema que se formó al recibir la puñalada en la mejilla. Te lo arreglaron pero demorará un tiempo en quedar bien. Te extirparon el bazo. Pero ¿quién precisa un bazo? Price dejó el suyo en Birmania en 1941.
Una enfermera golpeó el vidrio.
—Debo irme. Aquí no respetan credenciales ni nada. Te echan a patadas cuando pasa la hora. Te veré luego.
Molly estaba en la sala de espera de la unidad de terapia intensiva, donde aguardaban además numerosas personas con caras de cansancio.
Crawford se acercó a ella.
-Molly...
—Hola Jack —dijo ella—. sí tienes buen aspecto. ¿Quieres darle un trasplante de cara?
—Por favor, Molly.
—¿Lo miraste?
-Sí.
—Yo creí que no iba a poder mirarlo, pero lo hice.
—Va a quedar bien. El médico lo dijo. Pueden hacerlo. ¿Quie­res que alguien te acompañe, Molly? Vine con Phyllis, ella...
—No. No hagas nada más por mí.
Buscó un pañuelo de papel. Crawford vio la carta cuando abrió la cartera: un elegante sobre violeta igual al que había visto en otra oportunidad.
A Crawford no le gustaba nada lo que debía hacer, pero no podía evitarlo.
-Molly.
—¿Qué pasa?
—¿Will recibió una carta?
-Sí.
—¿Te la entregó la enfermera?
—Sí, ella me la dio. Tienen además unas flores que le enviaron desde Washington sus amigos.
—¿Puedo ver la carta?
—Se la entregaré a él cuando se sienta con ganas de leerla.
—Déjame verla, por favor.
—¿Por qué?
—Porque no le conviene recibir noticias de esa persona.
Había algo extraño en la expresión de su cara, miró nuevamen­te la carta y la dejó caer junto con la cartera y todo su contenido. Un lápiz de labios rodó por el piso.
Al agacharse a recoger las cosas de Molly, Crawford oyó el ruido de sus tacones al alejarse ella apresuradamente, abando­nando la cartera.
Crawford le entregó la cartera a la enfermera de turno. Sabía que era prácticamente imposible que Lecter consiguiera lo que precisaba, pero no quería correr riesgo alguno con él.
Logró que un médico interno hiciera una revisión fluroscópica de la carta en la sala de rayos. Crawford cortó el sobre en sus cuatro costados con un cortaplumas y revisó la superficie interior y la de la carta en busca de alguna mancha o polvillo. En el Chesapeake Hospital probablemente utilizaban lavandina para limpiar y había además una farmacia.
Sólo cuando quedó satisfecho de la inspección procedió a leerla.

Querido Will:

Aquí estamos, usted y yo, padeciendo en nuestros respec­tivos hospitales. Usted con su dolor y yo sin mis libros... el inteligente doctor Chilton se encargó de ellos.
¿No le parece Will que vivimos en una época primitiva? Ni salvaje ni erudita. Y su maldición son las medias tintas. En cualquier sociedad racional me matarían o me devolve­rían los libros.
Le deseo una rápida convalecencia y espero que no quede muy feo.
Pienso a menudo en usted.

Hannibal Lecter

El médico interno miró su reloj.
— ¿Me necesita para algo más?
—No —contestó Crawford—. ¿Dónde está el incinerador?
Molly no estaba en la sala de espera ni dentro de la sala de terapia intensiva cuando Crawford volvió a las cuatro horas para el siguiente período de visitas.
Graham estaba despierto. Dibujó enseguida un signo de interrogación en el bloc y debajo escribió:
«¿Cómo murió Dolarhyde?»
Crawford le contó. Graham permaneció inmóvil durante un minuto. Luego escribió:
«¿Cómo huyó?»
—Bien —respondió Crawford—. Volvamos a St. Louis. Dolar­hyde debe de haber ido a buscar a Reba McClane. Entró al laboratorio mientras estábamos nosotros allí y debe de habernos visto. Sus huellas quedaron en una ventana abierta del cuarto de la caldera según me informaron ayer.
Graham garabateó nuevamente en el papel.
«¿Y de quién era el cadáver?»
—Pensamos que era un sujeto llamado Arnold Lang; ha desaparecido. Encontraron su auto en Memphis. Había sido robado. Me queda sólo un minuto antes de que me echen. Permíteme que te lo cuente en orden.
«Dolarhyde advirtió nuestra presencia allí. Se escabulló del laboratorio y se dirigió a una estación de servicio de Servco Supreme ubicada en Lindberg y la ruta 270. Arnold Lang trabajaba allí.
»Reba McClane nos contó que Dolarhyde tuvo una discusión con un empleado de una estación de servicio el sábado anterior. Suponemos que era Lang.
«Liquidó a Lang y llevó el cadáver a su casa. Entonces fue en busca de Reba McClane. En ese momento estaba parada en la puerta de su casa besando a Ralph Mandy. Le descerrajó un tiro a Mandy y lo arrastró hasta el cerco.
La enfermera entró.
—Por el amor de Dios, es un asunto policial —dijo Crawford. Siguió hablando rápidamente mientras la enfermera lo tironeaba de la manga de la chaqueta hacia la puerta—. Cloroformo a Reba McClane y la llevó a la casa. El cadáver ya estaba allí —agregó Crawford desde el pasillo.
Graham tuvo que esperar cuatro horas para saber la continua­ción.
—La entretuvo un rato, sabes, «Te mataré o no te mataré», ese tipo de cosas —dijo Crawford al trasponer la puerta.
»Ya conoces el cuento de la llave que colgaba de su cuello... eso era para asegurarse de que ella tocaría el cadáver. Así podría contarnos que realmente lo había tocado. Muy bien, él sigue hablando hasta que por fin le dice «No puedo tolerar verte morir quemada» y entonces le revienta la cabeza a Lang con una escopeta de calibre doce.
»Lang era mandado hacer. No tenía dientes además. Tal vez Dolarhyde sabía que el arco maxilar resiste muchas veces el fuego, nadie puede decirnos lo que sabía. De todos modos, Lang no tenía mandíbula alguna cuando Dolarhyde terminó con él. £1 disparo separó la cabeza del cuerpo y debe de haber tirado una silla y otra cosa al piso para simular el impacto de un cuerpo que caía. Y colgó la llave del cuello de Lang.
«Reba comenzó entonces a dar vueltas en busca de la llave. Dolarhyde la observaba desde un rincón. Ella estaba ensordecida por el disparo de la escopeta. No podía oír los pequeños ruidos que hacía Dolarhyde.
» Encendió un fuego pero esperó hasta acercarle la nafta. Tenía un recipiente con nafta en el cuarto. Reba consiguió salir sin problemas de la casa. Si el miedo la hubiera inmovilizado o si hubiera tropezado con una pared u otra cosa, pienso que él la habría dormido de un golpe y arrastrado afuera. Ella nunca habría sabido cómo consiguió salir. Pero tenía que salir para que el plan de Dolarhyde funcionara. Oh, diablos, ya viene otra vez la enfermera.
—«¿En qué vehículo?» —escribió rápidamente Graham.
—Esto es digno de admiración —acotó Crawford—. Sabía que debía dejar su furgoneta en la casa. No podía tampoco llegar allí conduciendo dos autos al mismo tiempo y precisaba uno para escapar.
•Entonces hizo lo siguiente: obligó a Lang a enganchar su furgoneta al remolque de la estación de servicio. Mató a Lang, cerró la estación de servicio y remolcó su auto hasta la casa. Dejó el remolque en un camino de tierra que pasa por detrás de la casa, se metió en su furgoneta y pardo en busca de Reba. Cuando vio que Reba conseguía salir de la casa, buscó la caja con la dinamita, acercó el bidón de nafta al fuego y huyó por la parte de atrás, condujo otra vez el remolque hasta la estación de servicio, lo dejó y partió en el auto de Lang. Como verás, ningún cabo suelto.
»Casi me vuelvo loco tratando de pensar cómo había ocurrido.
Pero sé que es así porque dejó unas huellas en la barra de remolque.
»Posiblemente nos cruzamos con él en el camino cuando nos dirigíamos a la casa... Sí, señorita. Ya voy. Sí, señorita.
Graham quiso preguntarle una cosa pero ya fue demasiado tarde.
Molly entró durante el próximo turno de visitas.
Graham escribió «Te quiero», en la agenda de Crawford.
Ella asintió y le tomó la mano.
Un minuto después escribió nuevamente:
«¿Está bien Willy?» Molly movió afirmativamente la cabeza.
«¿Está aquí?»
Ella levantó demasiado la vista del papel. Le tiró un beso y señaló a la enfermera que se aproximaba.
El le agarró el pulgar.
«¿Dónde?», insistió subrayando dos veces la palabra.
—En Oregón —contestó ella.
Crawford entró una última vez.
Graham tenía ya preparada su nota. En ella había escrito.
«¿Dientes?»
—Eran los de su abuela —le explicó Crawford — . Los que encontramos en la casa eran los de su abuela. La policía de St. Louis localizó a un tal Ned Vogt, la madre de Dolarhyde era su madrastra. Vogt vio a la señora Dolarhyde cuando era niño y jamás olvidó sus dientes.
»Eso era lo que quería contarte cuando te atacó Dolarhyde. Acababa de recibir una llamada del Instituto Smithsoniano. Consiguieron finalmente que las autoridades de Missouri les cedieran los dientes para poder examinarlos por pura curiosidad. Advirtieron que la parte superior estaba hecha con vulcanita en lugar de acrílico, como se fabrican actualmente. Hace treinta y cinco años que nadie realiza una dentadura con vulcanita.
«Dolarhyde se hizo hacer una copia exacta para su uso. Los nuevos se encontraron en su cuerpo. Después de haber estudiado ciertos detalles, la estrías y los pliegues, llegaron a la conclusión de que habían sido fabricados en China. Los viejos eran suizos.
«Encontraron además en su ropa la llave de un locker de Miami. Allí había guardado un libro enorme. Una especie de diario, algo infernal. Lo tengo guardado para cuando quieras mirarlo.
»Oye, viejo, tengo que volver a Washington. Vendré nuevamente aquí el fin de semana si consigo escaparme. ¿Estarás bien?
Graham dibujó un signo de interrogación pero enseguida lo tachó y escribió «Por supuesto».
La enfermera entró no bien salió Crawford. Le inyectó Demerol en el suero intravenoso y los números del reloj se empezaron a borronear. No podía ver qué marcaba la aguja grande.
Se preguntó si el Demerol actuaría sobre los sentimientos. Podría retener a Molly durante un tiempo. Por lo menos hasta que terminara de recuperarse. Eso sería una jugada sucia. ¿Retenerla para qué? Sintió que el sopor lo invadía. Esperaba no soñar.
Su sopor estaba matizado por recuerdos y sueños, pero no era una sensación desagradable. No soñó que Molly lo abandonaba ni soñó con Dolarhyde. Era un largo sueño rememorativo de Shiloh*, interrumpido por luces que le iluminaban la cara y el bombeo del tensiómetro...
Era primavera, poco después de haber dado muerte a Garret Jacob Hobbs y estaba en Shiloh[1]*.
En ese tibio día de abril cruzó el camino de asfalto en dirección a Bloody Pond. El pasto nuevo, que conservaba aún el tono verde claro, cubría la loma hasta el borde del agua. El agua transparente había subido de nivel, tapando el pasto, que era visible bajo la superficie, dando la impresión de que seguía extendiéndose hasta tapizar el fondo de la laguna.
Graham sabía lo que había ocurrido allí en abril de 1862.
Se sentó sobre el pasto, sintiendo la humedad del suelo a través de sus pantalones.
Pasó un turista en un auto y casi inmediatamente Graham vio algo que se movía en la ruta. El vehículo había pisado una culebra. El ofidio se retorcía haciendo interminables ochos sobre sí mismo, mostrando alternativamente su dorso oscuro y su vientre amarillento.
La sobrecogedora presencia de Shiloh le producía ligeros escalofríos a pesar de estar transpirando por el fuerte sol de primavera.
Graham se levantó. Los fondillos del pantalón estaban húme­dos y se sentía algo aturdido.
La culebra seguía retorciéndose. Se paró sobre ella, la agarró de la punta suave y seca de la cola y con un movimiento rápido y fluido la hizo restallar como un látigo.
Sus sesos cayeron en la laguna. Un pez se apresuró a ingerirlos.
Había pensado que Shiloh era un lugar embrujado y su belleza siniestra como los lirios.
Mientras pasaba del calor de los narcóticos a los recuerdos, advirtió que Shiloh no era algo siniestro; era indiferente. La bellísima Shiloh podía presenciar cualquier cosa. Su imperdona­ble belleza sencillamente subrayaba la indiferencia de la naturale­za, esa Máquina Verde. £1 encanto de Shiloh se burlaba de nuestra condición.
Abrió el ojo y miró el absurdo reloj, pero no pudo dejar de pensar:
«No existe misericordia en la Máquina Verde; nosotros la creamos, fabricándola en las partes que han superado nuestro elemental cerebro de reptil.»
«No existe el crimen. Nosotros lo fabricamos y sólo a noso­tros nos incumbe.»
Graham sabía perfectamente bien que estaban en él todos los elementos para cometer un crimen; y tal vez también los necesarios para obrar con misericordia.
Era consciente, no sin cierto desagrado, de que comprendía demasiado bien los motivos de un crimen.
Se preguntaba si dentro de la vasta humanidad, en las mentes de los hombres empeñados en civilizar, los perversos instintos que controlamos en nuestras personas y el oscuro e innato conocimiento de esos instintos, funcionan como los virus contra los que el organismo se defiende.
Se preguntó si son viejos y espantosos instintos los virus con que se fabrican las vacunas.
Sí, había estado equivocado respecto a Shiloh. Shiloh no está embrujado... los hombres están embrujados.
A Shiloh no le importa.




Me propuse, pues, en mi ánimo conocer la sabiduría, y asimis­mo la necedad y la insensatez; y aprendí que también esto es correr tras el viento.
ECLESIASTÉS


FIN



[1] * Shilohr: Parque Nacional en el S.O. de Tennessee, EE.UU. Escenario de una importante batalla de la Guerra Civil.

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