Thomas Harris
I
I
WASHINGTON, D.C.
CAPÍTULO
1
De días como aquél
podría decirse
que tiemblan por
empezar...
El Mustang de Clarice Starling rugió al subir la rampa de
entrada al edificio del BATF* en la avenida Massachusetts, cuartel general
alquilado al reverendo Sun Myung Moon por razones de economía.
En
el interior del cavernoso garaje, con los motores encendidos y sus respectivas
dotaciones de agentes, esperaban tres vehículos: una vieja furgoneta camuflada,
que abriría la marcha, y otras dos negras de operaciones especiales, que la
seguirían.
Starling
sacó del coche la bolsa que contenía su equipo y corrió hacia la sucia
furgoneta blanca, cuyos costados anunciaban «MARISQUERÍA MARCELL, LA CASA DEL
CANGREJO».
Desde
la parte trasera del vehículo cuatro hombres la observaron acercarse con
rapidez bajo el peso del equipo. El traje de faena resaltaba su constitución
atlética, y el pelo le brillaba a la pálida luz de los fluorescentes.
—Mujeres.
Siempre tarde —dijo el oficial de policía.
El
agente especial del BATF John Brigham, que estaba al mando de la operación, se
volvió hacia él.
—No
llega tarde. No la avisé hasta que nos dieron el chivatazo —dijo Brigham—. Ha
tenido que mover el culo desde Quantico... ¿Qué hay, Starling? Échame la bolsa.
La
mujer lo saludó levantando la mano abierta.
—¿Qué
tal, John?
Brigham
dio una orden al oficial de paisano sentado al volante de la furgoneta, que se
puso en marcha sin dar tiempo a que cerraran las puertas traseras y condujo el
vehículo hacia la agradable tarde otoñal.
Clarice
Starling, veterana de las furgonetas de vigilancia, se agachó para pasar bajo
el visor del periscopio y se sentó al fondo, tan cerca como pudo del bloque de
setenta kilos de nieve carbónica que hacía las veces de aire acondicionado
cuando tenían que permanecer al acecho con el motor apagado.
El
miedo y el sudor habían impregnado el cochambroso vehículo de un olor
semejante al de una jaula para monos, imposible de eliminar por mucho que se
fregara. En su larga trayectoria, la furgoneta había llevado una retahila de
rótulos. Los de ahora, sucios y borrosos, no tenían más de media hora de
antigüedad. Los agujeros de bala, taponados con masilla, eran más viejos.
Por
la parte exterior las ventanillas traseras eran espejos, convenientemente
sucios. A través de ellas, Starling podía ver las dos enormes furgonetas de
operaciones especiales que los seguían. Ojalá no tuvieran que pasar horas
encerrados allí dentro.
Los
agentes masculinos la recorrían con la mirada en cuanto volvía la vista hacia
la ventanilla.
* Bureau of
Alcohol, Tobacco and Firearms (Oficina para la represión del tráfico de
alcohol, tabaco y armas de ruego). (N. del T.)
La
agente especial del FBI Clarice Starling tenía treinta y dos años y los
aparentaba de una forma que hacía parecer estupenda esa edad, incluso en traje
de faena.
Brigham
recogió su libreta del asiento del acompañante.
—¿Cómo
es que siempre te toca esta mierda de misiones, Starling? —le preguntó con una
sonrisa.
—Porque
siempre me llamas —contestó ella.
—Para
ésta te necesitaba. Pero siempre te veo ejecutando órdenes de arresto con
brigadas de choque, por Dios santo. Ya sé que no es asunto mío, pero me parece
que alguien de Buzzard s Point te odia. Deberías venirte a trabajar conmigo.
Éstos son mis hombres, los agentes Márquez Burke y John Hare, y aquél es el
oficial Bollón, del Departamento de Policía de Washington.
Una
fuerza de intervención rápida compuesta por agentes del BATF, los de
operaciones especiales de la DEA y el FBI era el resultado previsible de las
restricciones de presupuesto de una época en que hasta la Academia del FBI
estaba cerrada por falta de dinero.
Burke
y Hare tenían aspecto de agentes. El policía, Bolton, parecía más bien un
alguacil. Tenía más de cuarenta y cinco años, pesaba más de la cuenta y era un
mamarracho.
El
alcalde de Washington, que quería aparentar firmeza en la lucha contra la
droga después de su propia condena por consumo, se había empeñado en que la
policía de la ciudad tomara parte en cualquier acción importante. Y ahí estaba
Bolton.
—Hoy
cocinan los chicos de la Drumgo —le dijo Brigham.
—Evelda
Drumgo, me lo imaginaba —dijo Starling sin entusiasmo.
Brigham
asintió.
—Ha
abierto una planta de ice junto al
mercado de pescado de Feliciana, a la orilla del río. Nuestro informador dice
que hoy va a preparar una remesa de cristal. Y tiene pasajes para volar a Gran
Caimán esta misma noche. No podíamos esperar.
La
metanfetamina en cristales, conocida como ice en las calles, provoca un cuelgue
breve pero intenso y una adicción letal.
—La droga es competencia de la DEA, pero tenemos cargos
contra Evelda por transportar armas de clase tres de un estado a otro. La orden
de arresto especifica un par de subfusiles Beretta y unos cuantos MAC 10, y
Evelda sabe dónde hay un montón más. Quiero que te concentres en ella,
Starling. Ya os habéis visto las caras otras veces. Estos hombres te cubrirán
las espaldas.
—Nos
ha tocado lo fácil —dijo el oficial Bollón con una mezcla de ironía y
satisfacción.
—Creo
que deberías hablarles de Evelda, Starling —le sugirió Brigham.
La
agente especial esperó a que la furgoneta dejara de traquetear al cruzar unas
vías.
—Evelda
nos plantará cara —les dijo—, aunque nadie lo diría por su aspecto. Fue modelo,
pero no le temblará el pulso. Es la viuda de Dijon Drumgo. La he arrestado dos
veces ejecutando órdenes RICO,* la primera de ellas, con Dijon. La segunda
llevaba una nueve milímetros con tres cargadores y un aerosol irritante en el
bolso, y una navaja automática en el sujetador. A saber lo que puede llevar
ahora. En aquella ocasión le pedí que se rindiera y lo hizo muy tranquila.
Luego, en el calabozo de la comisaría, mató a otra detenida llamada Marsha
Valentine con el mango de una cuchara. Así que ya lo saben, no hay que fiarse
de su apariencia. El gran jurado sentenció defensa propia.
*
Racketeer-lnfluenced and Corrupt Organizations (Organizaciones fraudulentas y
corruptas). Ley de 1970 utilizada por las fuerzas del orden para
conseguir por medios indirectos la condena de los cabecillas del crimen
organizado. (N. del T.)
»La
primera vez se desestimaron los cargos y la segunda, ganó el juicio. Algunos
cargos por posesión de armas se retiraron porque tenía hijos pequeños y
acababan de acribillar a su marido desde un coche en la avenida Pleasant,
probablemente la banda de los Fumetas.
»Le
pediré que se entregue y espero que lo haga. Vamos a darle una oportunidad.
Pero, escúchenme; si tenemos que enfrentarnos a Evelda Drumgo, quiero ayuda de
verdad. No se queden mirándome el culo, quiero que vayan a por ella.
Caballeros, no esperen vernos practicar lucha libre en el barro.
En
otro tiempo Starling hubiera gastado más cumplidos con sus compañeros. Sabía
que no les gustaba lo que les decía, pero había visto demasiadas cosas para que
le importara.
—Evelda
Drumgo está relacionada a través de Dijon con los Tullidos —dijo Brigham—.
Según nuestra fuente, le hacen de guardaespaldas, y son sus distribuidores en
la costa. La protegen principalmente contra los Fumetas. No sé qué harán los
Tullidos cuando vean que somos nosotros. No quieren problemas con los federales
si pueden evitarlos.
—Conviene
que sepan que Evelda es seropositiva —dijo Starling—. Contrajo el virus
compartiendo las agujas con Dijon. Se enteró en el calabozo de la comisaría y
no le hizo ninguna gracia. Fue el día que mató a Marsha Valentine y se enfrentó
a los funcionarios de la prisión. Si no va armada y les planta cara, pueden
esperar que les eche encima cualquier fluido de que disponga. Les escupirá y
les morderá, les meará o defecará encima si intentan reducirla cuerpo a cuerpo;
así que los guantes y las mascarillas son imprescindibles. Si tienen que meterla
en el coche patrulla, antes de ponerle la mano en la cabeza asegúrense de que
no lleva una aguja escondida entre el pelo, e inmovilícenle los pies.
Burke
y Hare ponían cara de circunstancias. El oficial Bolton tampoco parecía muy
feliz. Indicó con la papada la desgastada Colt 45 de reglamento con cinta
adhesiva alrededor de las cachas que Starling llevaba en una cartuchera yaqui
tras la cadera derecha.
—¿Va
siempre por ahí con esa cosa amartillada? —quiso saber.
—Amartillada
y con el cerrojo echado, cada minuto del día —le contestó Starling.
—Eso
es peligroso —opinó Bolton.
—Salga
a la calle de vez en cuando y se lo explicaré, oficial — replicó Starling.
Brigham
cortó la discusión.
—Bolton,
entrené a Starling cuando fue campeona de tiro con pistola de combate de todos
los servicios tres años seguidos, así que no te preocupes por su arma. ¿Cómo te
llamaban los del equipo de rescate de rehenes, los vaqueros de velero, después
de que les dieras una paliza, Starling? ¿Annie Oakley?*
—Oakley
la Letal —dijo ella, y miró por la ventanilla.
Starling
se sentía sola y deprimida compartiendo con aquellos hombres la maloliente
furgoneta de vigilancia. Chaps,
Brut, Old Spice, sudor y cuero. El
miedo sabía como un penique bajo su lengua. Una imagen mental: su padre, que olía
a tabaco y jabón fuerte, en la cocina, pelando una naranja con la navaja, que
había desmochado, y compartiendo los gajos con ella. Las luces traseras de la
camioneta de su padre desapareciendo la noche que salió de patrulla para no
volver nunca. Su ropa en el armario. La camisa que se ponía para ir al baile.
Unas cuantas prendas buenas que ahora estaban en su propio armario y que ella
nunca se había puesto. Tristes ropas de fiesta en las perchas, como juguetes en
el desván.
* Famosa
tiradora estadounidense que formó parte del espectáculo de Buffalo Bill. (N.
del E.)
—Llegaremos
en unos diez minutos —dijo el conductor, volviéndose.
Brigham
echó un vistazo por el parabrisas y miró su reloj.
—Éste
es el plan —dijo. Tenía un diagrama dibujado a toda prisa con rotulador y un
plano borroso que el Departamento de Inmuebles le había enviado por fax—. El
edificio del mercado de pescado está en una manzana de almacenes y naves a lo
largo del río. La calle Parcell muere en la avenida Riverside formando una
placita frente al mercado. La parte trasera del edificio da al río. Hay un
embarcadero que tiene la anchura del edificio, justo aquí. Además del mercado,
que ocupa la planta baja, está el laboratorio de Evelda. Se entra por esta
puerta, al lado de la marquesina del mercado. Evelda tendrá hombres vigilando
mientras prepara la droga, por lo menos en las tres manzanas de alrededor. Ya
le han avisado otras veces a tiempo para deshacerse del material. Así que el
equipo de la DEA que va en la tercera furgoneta llegará en una barca de pesca
al muelle a las quince horas. Podemos acercarnos más que nadie con esta
furgoneta, hasta situarnos delante de la puerta, un par de minutos antes de la
incursión. Si Evelda intenta escapar por delante, la atraparemos. Si se queda
dentro, derribaremos esa puerta en cuanto los otros entren por detrás. La
segunda furgoneta es nuestro apoyo, siete agentes que entrarán a las quince
horas, a no ser que los llamemos antes.
—¿Y
cómo nos las vamos a arreglar con la puerta? —preguntó Starling.
Burke
habló por primera vez.
—Si
la cosa parece tranquila, con el ariete. Si oímos disparos, entonces «Avon
llama a su puerta» —dijo, dando unas palmaditas a su escopeta.
Starling
sabía de qué hablaba; «Avon llama a su puerta» era un casquillo de escopeta
Magnum de tres pulgadas, lleno de fino polvo de plomo, que reventaba la
cerradura sin herir a quienes estuvieran en el interior.
—¿Y
los hijos de Evelda? ¿Sabemos dónde están?
—Nuestro
informador la ha visto dejarlos en la guardería —le explicó Brigham—. Ese tío
está al tanto de la vida familiar de Evelda. Tan al tanto como se puede estar
tirándosela con condón.
Los
auriculares de la radio de Brigham produjeron un chirrido y él observó el trozo
de cielo visible desde la ventanilla trasera.
—Puede
que estén informando sobre el tráfico —comunicó a través del micrófono que
llevaba al cuello. Luego se dirigió al conductor—: Fuerza Dos ha visto un
helicóptero de noticias hace un minuto. ¿Ves algo tú?
—No.
—Mas
vale que esté ahí por el tráfico. Vamos a atarnos los machos.
Setenta
kilos de nieve carbónica no mantienen frescas a cinco personas dentro de una
furgoneta de metal un día caluroso, especialmente cuando se están poniendo
chalecos antibalas. Cuando Bolton alzó los brazos, quedó claro que unas gotas
de Canoe no son lo mismo que una ducha.
Clarice
Starling se había cosido hombreras en la camisa del traje de faena para
soportar el peso del chaleco de kevlar, en teoría a prueba de balas. El
chaleco, pesado por sí mismo, llevaba una placa de cerámica en la parte de
delante y otra en la espalda.
Trágicas
experiencias habían demostrado la necesidad de la placa dorsal. Echar una
puerta abajo y dirigir una batida con un equipo al que no conoces, compuesto
por individuos con diferentes niveles de entrenamiento, es una empresa más
peligrosa de lo que cabría suponer. El fuego amigo te puede destrozar la
columna mientras encabezas un grupo de asustados novatos.
A
tres kilómetros del río, la tercera furgoneta se separó para llevar al equipo
de la DEA a su cita con la barca pesquera, mientras que la segunda se mantuvo a
discreta distancia del vehículo blanco camuflado.
El
barrio se deterioraba a ojos vista. Un tercio de los edificios estaban
condenados con tablones, y coches calcinados descansaban sobre cajas junto al
bordillo de la acera. Los jóvenes holgazaneaban por las esquinas, delante de
los bares y los pequeños supermercados. Un grupo de chicos jugaba alrededor de
un colchón que ardía en la acera.
Si
Evelda había puesto vigías, era imposible distinguirlos entre los merodeadores
habituales. Cerca de las licorerías y en el aparcamiento del supermercado
había hombres conversando en el interior de los coches.
Un
Impala descapotable con cuatro jóvenes afroamericanos apareció en el escaso
tráfico y se colocó tras la furgoneta. Los amortiguadores hacían brincar la
parte delantera del coche, como en homenaje a las chicas con las que se
cruzaban, y el retumbar del estéreo hacía vibrar las paredes de la furgoneta.
A
través de las ventanillas traseras, Starling comprobó que los chicos del
descapotable no suponían ninguna amenaza. Los Tullidos solían utilizar un sedán
grande o una ranchera lo bastante viejos como para pasar inadvertidos en el
vecindario, con las ventanillas traseras completamente bajadas, y dentro, tres
o a veces cuatro de ellos. Hasta un equipo de baloncesto en un Buick puede
resultarle siniestro a cualquiera incapaz de mantener la sangre fría.
Mientras
esperaban ante un semáforo, Brigham destapó el visor del periscopio y le dio
una palmada en la rodilla a Bolton.
—Echa
un vistazo, a ver si reconoces a alguna celebridad local en la acera —le
ordenó.
El
objetivo del periscopio estaba disimulado en el ventilador del techo, y sólo
permitía la visión lateral.
Bolton
hizo girar el periscopio y se apartó frotándose los ojos.
—Esta
cosa se mueve demasiado con el motor en marcha —dijo. Brigham se puso en
contacto por radio con el equipo de la barca.
—Están
a cuatrocientos metros y siguen acercándose al muelle —informó a los demás.
La
furgoneta se detuvo ante un semáforo en rojo en la calle Parcell, a una manzana
del mercado, y permaneció frente a él lo que les pareció un buen rato. El
conductor se inclinó como para comprobar el retrovisor de la derecha y habló a
Brigham de medio lado.
—Parece
que no hay mucha gente comprando pescado. Allá vamos.
El
semáforo cambió y, a las dos cincuenta y siete, exactamente tres minutos antes
de la hora cero, la destartalada furgoneta se detuvo frente al mercado de
Feliciana, en un hueco perfecto junto al bordillo.
Los
de atrás oyeron la queja del engranaje cuando el conductor echó el freno de
mano.
Brigham
apartó la vista del periscopio y se lo ofreció a Starling.
—Echa
un vistazo.
Starling
barrió la fachada del edificio con el objetivo. Los puestos de pescado
conservado en hielo brillaban al otro lado del toldo de lona de la entrada. Las
cuberas de la costa de Carolina estaban dispuestas ordenadamente en el hielo
picado, los cangrejos agiíábárf las patas en las cajas abiertas y las langostas
se subían unas encima de otras en un acuario. El astuto pescadero había puesto
trapos húmedos en los ojos de los peces más grandes para mantenerlos brillantes
a la espera de la avalancha de exigentes amas de casa de origen caribeño que
vendrían por la tarde a olisquear y toquetear.
En
el exterior, el sol dibujaba un arco iris en el chorro de agua de la mesa donde
se limpiaba el pescado, ante la que un individuo de aspecto latino y enormes
antebrazos cortaba en rodajas un tiburón azul con diestros tajos de su
cuchillo curvo y lavaba el enorme pez con una manguera de mano. El agua
sanguinolenta caía por el bordillo; Starling la oía correr bajo la furgoneta.
La
agente observó al conductor acercarse al pescadero y hacerle una pregunta. El
hombre se miró el reloj, se encogió de hombros y señaló en dirección a un bar
de comidas. El conductor curioseó por el mercado durante un minuto, encendió un
cigarrillo y se dirigió hacia el bar.
Un
radiocasete gigante hacía que Macarena sonara en el mercado lo bastante fuerte
como para que Starling la oyera con toda claridad desde dentro de la
furgoneta; no volvería a ser capaz de soportar aquella canción en toda su
vida.
La
puerta de marras estaba a la derecha: dos hojas de metal en un marco también
metálico, a las que daba acceso un único peldaño de hormigón.
Starling
iba a soltar el periscopio cuando se abrió la puerta. Un hombre enorme de raza
blanca, vestido con camisa hawaiana y sandalias bajó a la acera. Sostenía
contra el pecho una mochila pequeña, tras la que la otra mano permanecía
oculta. A continuación apareció un negro nervudo que sostenía una gabardina.
—Ahí
están —advirtió Starling.
Tras
los hombros de los dos individuos se hicieron visibles el esbelto cuello de
Nefertiti y el agraciado rostro de Evelda Drumgo.
—Evelda
acaba de salir detrás de dos tíos, y parece que ambos van cargados —informó
Starling.
No
soltó el periscopio lo bastante deprisa como para evitar que Brigham chocara
con ella. Starling se puso el casco.
Brigham
habló por la radio.
—Fuerza
Uno a todas las unidades. Adelante. Adelante. Han salido por nuestro lado,
vamos a entrar en acción —acto seguido, al tiempo que montaba la escopeta
recortada, se dirigió a su equipo—: Al suelo con ellos tan rápido como podáis.
La barca llegará en treinta segundos, vamos a hacerlo.
Starling
fue la primera en salir. Las trencillas de Evelda volaron al volver la cabeza
hacia la agente. Starling no perdía de vista a los dos guardaespaldas, que
habían sacado las armas y ladraban «Al suelo, al suelo».
Pero
Evelda se abrió paso entre los dos hombres.
Llevaba
una criatura en un arnés que le colgaba del cuello.
—¡Quietos,
quietos, no quiero problemas! —dijo a sus hombres—. ¡Quietos!
Dio
unos pasos adelante, digna como una reina, sosteniendo al bebé ante sí a la
distancia que permitía el arnés, con la toquilla colgando.
«Dadle
una oportunidad.» Starling enfundó su arma a tientas y extendió los brazos con
las manos abiertas.
—¡Déjalo,
Evelda! Ven hacia mí.
De
pronto, a su espalda, el rugido de un ocho cilindros grande y el chirrido de
neumáticos. No podía darse la vuelta. «Cubridme las espaldas.»
Evelda,
sin hacerle caso, avanza hacia Brigham, la toquilla que se agita cuando el MAC
10 aparece entre los pliegues, y Brigham que se desploma, con el frente del
casco lleno de sangre.
El
hombretón blanco dejó caer la mochila. Burke vio su pistola ametralladora y
disparó la inofensiva nube de plomo del «Avon llama a su puerta». Tiró del
cerrojo, pero ya era tarde. El gorila disparó una andanada y alcanzó a Burke a
lo largo de la ingle, por debajo del chaleco; después se volvió hacia Starling,
que había sacado el arma de la funda y le acertó dos veces en medio de la
camisa hawaiána antes de que pudiera volver a disparar.
Disparos
a sus espaldas. El negro dejó que la gabardina se deslizara sobre su arma y retrocedió
hasta el interior del edificio, al tiempo que un impacto como un fuerte
puñetazo en la espalda lanzaba a Starling hacia delante dejándola sin resuello.
Rodó «obre la acera y vio el coche de los Tullidos atravesado en medio de la
calle, un Cadillac sedán con las ventanillas abiertas y dos tiradores sentados
al estilo cheyenne en las ventanillas del otro lado, disparando por encima del
techo, mientras un tercero lo hacía desde la parte de atrás. Fuego y humo
escupidos desde tres cañones, las balas silbando en el aire alrededor de ella.
Starling
se arrastró entre dos coches aparcados y vio a Burke retorciéndose en la
calzada. Brigham yacía inmóvil, con el casco en medio de un charco cada vez
mayor. Hare y Bolton disparaban parapetados tras los coches del otro lado de la
calle. Los cristales llovían sobre la calzada y se oyó explotar un neumático
mientras el fuego de las armas automáticas procedente del Cadillac obligaba a
los dos agentes a apretarse contra el suelo. Starling, con un pie en el agua que
corría junto al bordillo, asomó la cabeza.
Dos
tiradores disparaban por encima del techo del Cadillac, sentados en las
ventanillas, y el conductor utilizaba la pistola con la mano libre. En la parte
de atrás, un cuarto individuo había abierto la puerta y estaba metiendo dentro
a Evelda y a su criatura. La mujer llevaba la mochila. Sin que sus ocupantes
dejaran de hacer llover plomo sobre Bolton y Hare, las ruedas traseras
chirriaron y el coche empezó a moverse. Starling se levantó, corrió al lado del
vehículo y disparó al conductor en la cabeza. Después disparó dos veces al tipo
sentado en la ventanilla de delante, que cayó de espaldas a la calzada. Hizo
saltar el tambor de su 45 y, sin apartar los ojos del coche, encajó otro antes
de que el vacío llegara al suelo.
El
Cadillac arañó los coches aparcados al otro lado de la calle y se detuvo,
rechinando.
Starling
avanzó hacia el vehículo. El pistolero de la ventanilla trasera seguía
sentado, con los ojos desorbitados y las manos empujando la carrocería del
techo, tratando de liberar el torso comprimido contra un coche aparcado. Su
arma se deslizó por el techo y cayó al suelo. En el otro lado, unas manos
vacías aparecieron por la ventanilla. Un individuo con un pañuelo azul en la
cabeza salió del coche con las manos en alto y se echó a correr. Starling no le
hizo caso.
Oyó
disparos a su derecha y vio al que huía caer hacia delante, arrastrarse boca
abajo e intentar esconderse debajo de un coche. Las hélices de un helicóptero
batían el aire por encima de Starling. Alguien gritaba en la puerta del
mercado.
—¡Estése
quieto, no intente levantarse!
La
gente seguía escondida bajo los mostradores y la manguera, abandonada, regaba
el aire desde la mesa de limpiar el pescado.
Starling
se acercó al Cadillac. Percibió movimiento en la parte de atrás. El coche se
mecía. La criatura lloraba en el interior. Se oyeron unos disparos y la
ventanilla posterior, hecha añicos, cayó dentro.
Starling
levantó el brazo y lanzó un grito sin volverse.
—¡Alto!
¡Dejad de disparar! Atentos a la puerta. Detrás de mí. Vigilad la puerta del
edificio —movimientos en el interior del coche, donde el niño seguía
chillando—. Evelda... Evelda, saca las manos por la ventanilla.
Evelda
Drumgo empezó a salir. La criatura berreaba. Macarena retumbaba en los
altavoces del mercado. Evelda estaba fuera y avanzaba hacia Starling con la
hermosa cabeza baja y los brazos alrededor de su hijo.
Burke
se estremecía en la calzada, entre ambas mujeres. Los espasmos eran más
débiles ahora que prácticamente se había desangrado, y la insufrible canción
parecía ponerles música. Alguien se acercó agachándose, se puso en cuclillas a
su lado y trató de cortar la hemorragia.
Starling
apuntaba el arma al suelo, delante de Evelda.
—Enséñame
las manos, Evelda, vamos, por favor, enséñame las manos.
Un
bulto en la toquilla. La mujer levantó la cabeza y la miró entre las
trencillas de pelo con sus oscuros ojos de egipcia.
—Vaya,
Starling, eres tú...
—Evelda,
no lo hagas, piensa en el niño...
—Vamos
a intercambiar fluidos, zorra.
La
toquilla se agitó y un estallido llenó el aire. Starling alcanzó a Evelda
Drumgo bajo la nariz y le reventó la nuca.
Tuvo
que sentarse. Sentía una aguda quemazón en un lado de la cabeza y le costaba
respirar. También Evelda había quedado sentada, doblada sobre las piernas y
sangrando por la boca sobre el niño, cuyo llanto se ahogaba contra el cuerpo de
la madre. Starling se arrastró hasta ellos y bregó con las pegajosas hebillas
del arnés. Sacó la navaja del sujetador de Evelda, hizo saltar el resorte sin
mirarla y cortó el correaje. El bebé estaba rojo y resbaladizo, y a Starling le
resultaba difícil sujetarlo.
Lo
sostuvo contra el pecho y miró angustiada a su alrededor. Vio la lluvia
procedente de la entrada del mercado y corrió hacia ella abrazada al
cuerpecillo ensangrentado. Barrió con un brazo los cuchillos y las tripas de
pescado, depositó al niño en la tabla de cortar y dirigió hacia él el chorro de
la manguera. El cuerpecillo moreno yacía sobre la blanca tabla de cortar, entre
cuchillos, entrañas de pescado y la cabeza del tiburón, mientras Starling
procuraba quitarle de encima la sangre contaminada de su madre y la suya
propia, que se iban juntas formando una sola corriente tan salada como el mismo
mar.
En
la cortina de agua, el pequeño arco iris, que parecía burlarse de la promesa
bíblica, ondulaba como una bandera sobre la obra del ciego azote del Señor.
Aquel hombrecito no tenía agujeros, que Starling pudiera ver. Desde los
altavoces Macarena seguía atronando al ritmo de unos fogonazos que no cesaron
hasta que Hare alejó al fotógrafo a empujones.
CAPÍTULO
2
Un
callejón sin salida en un barrio obrero de Arlington, Virginia, poco después
de medianoche. Acaba de caer un chaparrón, pero la noche otoñal es cálida. El
aire se mueve inquieto anunciando un frente frío. Huele a tierra y hojas
húmedas, y se oye el cri-cri de un grillo. El insecto enmudece al percibir una
vibración poderosa, el zumbido sordo de un Mustang de cinco litros con
válvulas de tubo de acero, que se mete en el callejón seguido por el coche de
un marshal federal. Los dos vehículos suben por el camino de acceso a un par de
casitas adosadas y se detienen. El Mustang vibra unos instantes en punto
muerto. Cuando el motor se para, el grillo espera un momento y reanuda su
cantinela, la última antes de la helada, la última de su vida.
Un
agente de uniforme sale del Mustang por la puerta del conductor. Da la vuelta
al coche y abre la puerta del pasajero. Clarice Starling pone los pies en el
suelo. Una cinta blanjca le sujeta un vendaje por encima de la oreja. Tiene el
cuello manchado de Be-tadine rojo anaranjado por encima de la bata hospitalaria
de color verde que lleva en lugar de camisa.
En
la mano lleva una bolsa de plástico con cierre de cremallera que contiene sus
objetos personales: monedas, llaves, su carnet de agente especial del FBI, un
cargador rápido con cinco tandas de munición y un aerosol irritante. Además de
la bolsa, un cinturón y la pistolera, vacía.
El
agente le entrega las llaves del coche.
—Gracias,
Bobby.
—¿Quieres
que Pharon y yo entremos y nos quedemos un rato? ¿O prefieres que llame a
Sandra? Estará levantada, esperándome. La traeré para que te haga un poco de
compañía. Te conviene...
—No.
Prefiero estar sola. Ardelia no tardará en llegar. Pero te lo agradezco, Bobby.
El
policía entra en el otro coche y espera con su compañero hasta verla entrar en
casa; luego, el vehículo federal abandona el lugar.
El
cuarto de la lavadora está caliente y huele a suavizante. Los tubos de la
lavadora y de la secadora están sujetos con manillas de plástico. Starling
vacía sus cosas sobre la lavadora y la llaves resuenan contra el metal. Saca la
ropa húmeda de la lavadora y llena con ella la secadora. Se quita los
pantalones de faena y los mete en la lavadora; luego hace otro tanto con la
bata del hospital y con el sujetador manchado de sangre, y pone en marcha el
aparato. Se queda en calcetines, bragas y la sobaquera con un 38 especial con
el percutor envuelto en esparadrapo. Tiene moratones en la espalda y en las costillas,
y un codo en carne viva. Lleva hinchados el ojo y la mejilla izquierdos.
La
lavadora se llena de agua y empieza a girar. Starling se envuelve en una gran
toalla playera y va al comedor. Vuelve con dos dedos de Jack Daniels puro en un
vaso largo. Se sienta a oscuras en la alfombrilla de caucho que hay delante de
la lavadora y apoya la espalda contra el aparato caliente, que vibra y
chapalea. Levanta la cara hacia el techo y solloza en seco unos instantes,
hasta que por fin las lágrimas le afloran a los ojos. Lágrimas ardientes, que
se deslizan por las mejillas y ruedan barbilla abajo.
Ardelia
Mapp llegó a su casa alrededor de la una menos cuarto, después de un largo
trayecto en coche desde el cabo May; el hombre la acompañó hasta la puerta,
donde se dieron las buenas noches. Mapp estaba en su cuarto de baño cuando oyó
correr el agua y la sacudida de las cañerías al cambiar de ciclo la lavadora.
Fue
hasta la parte trasera de la casa y dio la luz de la cocina que compartía con
Starling. Era suficiente para ver el interior del cuarto de la lavadora.
Starling estaba sentada en el suelo y tenía la cabeza envuelta en un vendaje.
—¡Clarice!
¡Pero, cariño...! —la chica se arrodilló a su lado—. ¿Qué te ha pasado?
—Me
han disparado encima de la oreja, Ardelia. Me han curado en el Walter Reed. No
des la luz, ¿vale?
—Vale.
Te prepararé alguna cosa. No me he enterado. En el coche hemos venido
escuchando música. Cuéntame...
—-John
ha muerto, Ardelia.
—¿John?
¿John Brigham?
Tanto
Mapp como Starling habían tenido sus más y sus menos con Brigham cuando el
agente especial era instructor de tiro en la Academia del FBI. Las dos amigas
se habían empeñado en descifrar un tatuaje que se le adivinaba bajo la manga de
la camisa.
Starling
asintió y se secó los ojos con el dorso de la mano, como una niña.
—Evelda
Drumgo y un puñado de Tullidos. Evelda le disparó. También ha muerto Burke,
Márquez Burke, del BATF. Era una operación conjunta. A Evelda le dieron el
soplo y los de las noticias llegaron al mismo tiempo que nosotros. Evelda era
mía. No quiso entregarse, Ardelia. No quiso rendirse ni con el niño en los
brazos. Intercambiamos unos disparos y ahora ella está muerta.
Era
la primera vez que Mapp la veía llorar.
—Hoy
he matado a cinco personas, Ardelia.
Mapp
se sentó en el suelo al lado de Starling y le pasó un brazo por los hombros. Se
quedaron con las espaldas apoyadas contra la lavadora, que seguía girando.
—¿Y
el hijo de Evelda?
—Le
limpié la sangre de su madre. No tenía rasguños en la piel, al menos yo no los
vi. En el hospital dicen que físicamente está bien. Se lo entregarán a la madre
de Evelda dentro de un par de días. ¿Sabes qué fue lo último que me dijo
Evelda, Ardelia? «Vamos a intercambiar fluidos, zorra.»
—Déjame
prepararte algo —le dijo Mapp.
—¿Qué?
—preguntó Starling.
CAPÍTULO
3
Con
la luz gris del amanecer llegaron los periódicos y el primer noticiario de las
cadenas de televisión.
Mapp,
que había oído a Starling andar por la casa, se presentó con unos panecillos, y
las dos se pusieron a mirar la pantalla.
Tanto
la CNN como las demás cadenas habían comprado la grabación hecha desde el
helicóptero de la WFUL. Eran unas imágenes extraordinarias, tomadas justo
encima de la acción.
Starling
quería verlas una sola vez. Tenía que estar segura de que Evelda había
disparado primero. Luego miró a Mapp y vio la ira dibujada en su oscuro rostro.
A
continuación se levantó y fue a vomitar.
—Es
duro verlo —dijo al volver, pálida y con las piernas temblorosas.
Como
de costumbre, Mapp no se anduvo con rodeos.
—Lo
que te estás preguntando es cómo me siento después de verte matar a una mujer
afroamericana con una criatura en los brazos. Ésta es mi respuesta. Ella te
disparó primero. Y me alegro de que estés viva. Pero, Starling, piensa un poco
en quién tiene la responsabilidad de estas operaciones demenciales. ¿Qué clase
de tarado os metió a ti y a Evelda en esa ratonera para que resolvierais el
problema de la droga a tiros? ¿Te parece el plan de un genio? Lo único que
quiero es que pienses si quieres seguir siendo el payaso de las bofetadas —Mapp
sirvió té a guisa de puntuación—. ¿Quieres que me quede? Puedo pedir un
permiso.
—Gracias.
No hace falta. Llámame luego.
El National Tattler, principal beneficiario
del auge de la prensa amarilla en los noventa, había lanzado un número especial
que se salía de lo corriente incluso para los cánones de la publicación. Alguien
lo arrojó contra la puerta a media mañana. Starling lo encontró al abrirla para
averiguar la causa del ruido. Se esperaba lo peor, y no se sintió decepcionada.
«EL
ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA ASESINA DEL FBI», voceaba el
titular en Railroad Gothic de setenta y dos puntos. Las tres fotografías de la
portada mostraban las siguientes imágenes: Clarice Starling en traje de faena
disparando una pistola del calibre 45 en una competición; Evelda Drumgo
doblada sobre su criatura en la calzada, con la cabeza caída como la de una
Madonna de Cimabue y los sesos desparramados; y otra vez Starling, depositando
a un niño moreno sobre una tabla de cortar entre un amasijo de cuchillos,
tripas de pescado y una cabeza de tiburón.
El
pie de las fotos decía: «La agente especial del FBI Clarice Starling, verdugo
del asesino en serie Jame Gumb, añade al menos cinco muescas a su revólver.
Una madre con su niño de pecho y dos oficiales de policía entre los muertos
tras una calamitosa operación antidroga».
La
historia principal incluía las carreras completas de los traficantes Evelda y
Dijon Drumgo, y la aparición de los Tullidos en el paisaje desgarrado por la
guerra de bandas de Washington, D.C. Se mencionaba brevemente la hoja de
servicio del agente John Brigham y las condecoraciones que había recibido a lo
largo de su carrera.
A
Starling le dedicaban toda una columna lateral bajo una inocente foto de la
joven en un restaurante con el rostro sonriente sobre un vestido de escotado
cuello redondo.
Clarice Starling, agente especial del FBI, obtuvo sus
quince minutos defama cuando hace siete años hirió de muerte al asesino en
serie Jame Gumb, alias Buffalo Bill, en
el sótano del propio criminal. Ahora podría enfrentarse a cargos
departamentales y responsabilidad civil por la muerte el miércoles de una madre
de Washington acusada de la fabricación de anfetaminas ilegales. (Véase el
reportaje de la página 1.)
«Éste puede ser el final de su carrera», ha
declarado una fuente del BATF, agenda hermana del FBI. «No conocemos todos los
detalles de lo sucedido; pero no hay duda de que John Brigham no debería haber
muerto. Éste es el tipo de cosas que el FBI menos necesita después del asunto
de Ruby Ridge», añadió la misma fuente, que declinó identificarse.
La pintoresca carrera de Clarice Starling
despegó poco después de su ingreso como aspirante en la Academia del FBI.
Licenciada en Psicología y Criminología por la Universidad de Virginia con
excelentes calificaciones, fue elegida para entrevistar al desequilibrado y
letal doctor Hannibal Lecter, bautizado por este mismo periódico como «Hannibal
el Caníbal», del que obtuvo informaciones que resultaron decisivas para localizar
el escondite de Jame Gumb y liberar a su rehén, Catheríne Martin, hija de la
conocida ex senadora de Estados Unidos por Tennessee,
La agente Starling fue campeona absoluta de tiro
con pistola durante tres años seguidos, tras los cuales abandonó la
competición. No deja de resultar irónico que el oficial Brigham, muerto al lado
de la agente, fuera instructor de tiro en Quantico en la época en que Starling
recibió su preparación y su entrenador durante los campeonatos.
Un portavoz del FBI ha declarado que la agente
Starling será suspendida de empleo y sueldo mientras dure la investigación
interna del Bureau sobre lo ocurrido. Se espera una vista para esta misma
semana ante la Oficina de Responsabilidades Profesionales, la temida inquisición
del propio FBI.
Familiares de la difunta Evelda Drumgo han
asegurado que pedirán daños y perjuicios civiles al gobierno de Estados Unidos
y a la propia Clarice Starling, a la que acusan de homicidio voluntario.
El hijo de tres meses de Evelda Drumgo, que
puede verse en brazos de su madre en las trágicas imágenes del tiroteo, no
sufrió heridas fisicas.
El abogado Telford Higgings, que ha defendido a
la familia Drumgo en numerosos procedimientos penales, ha declarado que el arma
empleada por la agente especial Starling, una pistola semiautomática Colt 45 modificada,
carece de aprobación para su uso en acciones policiales en la ciudad de
Washington. «Es un instrumento peligroso e inadecuado para su uso por las
fuerzas del orden», ha afirmado el letrado. «El simple hecho de portarlo
constituye un temerario atentado contra la vida humana», ha añadido el
mencionado abogado.
El Tattler había pagado a un informador de
Starling para conseguir el número de teléfono de su domicilio particular; el
aparato no dejó de sonar hasta que Clarice lo descolgó. A continuación, usó el
teléfono celular del FBI para llamar a la oficina.
El
dolor en la oreja y la mitad hinchada de la cara era soportable si no se tocaba
el vendaje. Al menos, ya no sentía la cabeza a punto de estallarle. Los dos
Tylenoles habían hecho efecto. Prefería no tomar el Percocet que le había
recetado el médico. Se quedó dormida con la espalda apoyada en la cabecera de
la cama; el Washington Post se
deslizó colcha abajo y cayó al suelo. Tenía restos de pólvora en las manos y
rastro de lágrimas secas en las mejillas.
CAPÍTULO
4
Puedes enamorarte del
Bureau, pero no esperes
que el Bureau se
enamore de ti.
Máxima de la asesoría para
separados del servicio
El
gimnasio del FBI en el edificio J. Edgar Hoover estaba casi vacío a primera
hora. Dos hombres maduros daban cansinas vueltas en la pista cubierta. El ruido
de una máquina de pesas en una de las esquinas y los gritos y los impactos de
la pelota en la sala de squash resonaban en el enorme recinto.
Los
corredores hablaban de forma entrecortada. Tunberry, el director del FBI,
había pedido a Jack Crawford que corriera con él. Habían hecho tres kilómetros
y se estaban quedando sin fuelle.
—Blaylock,
del BATF, se ha quedado con el culo al aire después de lo de Waco. No será de
la noche a la mañana, pero está acabado y lo sabe —-dijo el director—. Ya
puede ir avisando al reverendo Moon para que se busque otro inquilino.
El
hecho de que el BAFT alquilara su sede en Washington al reverendo Sun Myung
Moon era motivo de todo tipo de chistes en el FBI.
—Y a
Farriday le van a dar con la puerta en las narices por lo de Ruby Ridge —añadió
Tunberry.
—No
lo entiendo —confesó Crawford. Había servido en Nueva York a las órdenes de
Farriday en los setenta, cuando la muchedumbre se manifestaba ante el centro
de operaciones del FBI en la Tercera Avenida con la calle Sesenta y nueve—.
Farriday es un buen hombre. No fue él quien estableció el sistema de
contratación.
—Se
lo comuniqué ayer por la mañana.
—¿Y
se va a ir así, sin decir esta boca es mía? —preguntó Crawford.
—Digamos
que no pierde los derechos adquiridos. Vivimos tiempos peligrosos, Jack.
Ambos
corrían con la cabeza echada hacia atrás. El ritmo de sus zancadas aumentó
levemente. Crawford miró al director por el rabillo del ojo y se dio cuenta de
que estaba intentando poner a prueba su resistencia.
—¿Cuántos
años tienes, Jack? ¿Cincuenta y seis?
—Justos.
—Te
falta un año para el retiro obligatorio. Muchos se van a los cuarenta y ocho,
cincuenta... cuando aún están en condiciones de encontrar otro trabajo. Pero tú
no has querido. Preferiste mantenerte ocupado después de la muerte de Bella.
Al
ver que Crawford no contestaba durante media vuelta, el director comprendió
que había hablado más de la cuenta.
—No
quería hablar a la ligera, Jack. Doreen me decía el otro día lo mucho que...
—Quedan
algunas cosas por hacer en Quantico. Queremos lanzar el VICAP* en Internet,
para que cualquier policía pueda usarlo; ya lo habrás visto en el presupuesto.
—¿Has
querido ser director alguna vez, Jack?
—Nunca
he creído que fuera el tipo de trabajo adecuado para mí.
* Violent Criminal Apprehension Program (Programa para la
Captura de los Criminales Violentos). (N. del T.)
—No
lo es, Jack. Tú no tienes madera de político. No hubieras podido ser director
en la vida. No hubieras sido un Eisenhower, Jack, o un Ornar Bradley —hizo un
gesto a Crawford para que se detuviera, y se quedaron resollando al borde de la
pista—. Sin embargo, sí hubieras podido ser un Patton, Jack. Tú puedes hacer atravesar
el infierno a un grupo de hombres y conseguir que te sigan queriendo. Es un don
que yo no tengo. Yo tengo que obligarlos.
Tunberry
echó un rápido vistazo a su alrededor, recogió la toalla del banco y se la
echó por los hombros como si fuera la toga del juez de la horca. Le brillaban
los ojos.
Hay
quien tiene que echar mano de la ira para ser duro, reflexionó Crawford
mientras veía moverse los labios de Tunberry.
—En
cuanto al asunto de la difunta señora Drumgo, la del MAC 10 y el laboratorio de
meta, muerta a tiros mientras llevaba en brazos a su hijo, la Comisión de
Vigilancia Judicial quiere un sacrificio humano. La carne y la sangre del
cordero. Y lo mismo los medios de comunicación. La DEA tendrá que soltarles
carnaza. El BATF, ídem de ídem. Pero en nuestro caso, puede que se conformen
con una gallina. Krendler dice que si les damos a Clarice Starling nos dejarán
tranquilos. Y yo pienso lo mismo. El BATF y la DEA la cagaron al planear la
operación. Y Starling, al apretar el gatillo.
—Sobre
una asesina de policías que, además, le disparó primero.
—Son
las fotos, Jack. No lo entiendes, ¿verdad? El público no vio a Evelda Drumgo
disparar a John Brigham. No vio a Evelda disparar a Starling en primer lugar.
No lo ves si no sabes lo que estás mirando. Doscientos millones de personas,
de las que una décima parte votan, vieron a Evelda Drumgo sentada en la calle
en una postura que parecía la más a propósito para proteger a su hijo, con los
sesos desparramados por los alrededores. No, Jack, no lo digas; ya sé que hubo
un tiempo en que pensaste en Starling como en tu protegida. Pero tiene la boca
demasiado grande, Jack, y empezó con mal pie para alguna gente...
—Krendler
es un mierda.
—Escucha
lo que voy a decirte y no me interrumpas hasta que haya acabado. La carrera de
Starling estaba en el dique seco de todas formas. Le caerá un despido
administrativo sin detrimento de sus derechos adquiridos, el papeleo no tendrá
peor aspecto que una suspensión de empleo y sueldo; podrá conseguir otro
trabajo. Jack, has hecho una labor extraordinaria en el FBI, la Unidad de Ciencias
del Comportamiento ha sido obra tuya. Hay quien opina que, si hubieras puesto
por delante tus propios intereses, hoy serías mucho más que un simple jefe de
unidad, que te mereces mucho más que eso. Y yo seré el primero en afirmarlo.
Jack, puedes jubilarte como director adjunto. Te lo garantizo yo mismo.
—Es
decir, ¿si no me meto en esto?
—Quiero
decir si los acontecimientos siguen su curso normal, Jack. Con todo el reino en
paz eso es lo que sucedería. Jack, mírame.
—Sí,
señor director.
—No
te lo estoy pidiendo, te estoy dando una orden directa. Mantente al margen. No
la cagues, Jack. A veces no hay más remedio que mirar a otro lado. Yo lo he
tenido que hacer más de una vez. Oye, sé que es duro, créeme si te digo que sé
perfectamente cómo te sientes.
—¿Cómo
me siento? Me siento como alguien que necesita ducharse —dijo Crawford.
CAPITULO
5
Starling
era un ama de casa eficiente, aunque no meticulosa. Tenia su mitad del dúplex
limpia y no le costaba localizar las cosas, que sin embargo tendían a formar
montones: ropa limpia que había que ordenar, más revistas que lugares donde
colocarlas... Era una planchadora fuera de serie, pero no cogía la plancha
hasta el último minuto; como no necesitaba acicalarse, salía adelante sin
problemas.
Cuando
quería orden, atravesaba el territorio neutral de la cocina y entraba en la
zona de Ardelia Mapp. Si su compañera de piso estaba en casa, podía pedirle
algún consejo, que solía ser acertado, aunque a veces más sincero de lo que
hubiera deseado. Si no estaba, se sobreentendía que Starling podía sentarse en
medio del orden absoluto de aquellas habitaciones para pensar, siempre que lo
dejara todo como estaba. Es lo que hizo ese día. Aquél era uno de esos espacios
que parece contener a su ocupante incluso cuando está ausente.
Starling
se sentó y posó la mirada sobre la póliza del seguro de vida de la abuela de
Mapp, colgada en la pared en un marco de artesanía, después de haberlo estado
en la granja que la abuela había habitado como aparcera y en el pisito de
protección oficial de los Mapp cuando Ardelia era una niña. Su abuela vendía
verduras y flores, y pagaba la prima con las ganancias; usando la póliza como
garantía una vez saldada, había pedido un préstamo para ayudar a su nieta a
acabar la universidad. También había una foto de la diminuta anciana, que no se
había esforzado en sonreír por encima del cuello blanco almidonado, pero cuyos
negros ojos brillaban con una sabiduría ancestral bajo el ala plana del rígido
sombrero de paja.
Ardelia
no había olvidado sus raíces, de las que sacaba fuerzas a diario. Starling
procuró serenarse y sacarlas de las suyas. El Hogar Luterano de Bozeman le
había proporcionado alimento, vestido y un adecuado modelo de conducta; pero,
para lo que necesitaba en aquellos momentos, tenía que consultar a su propia
sangre.
¿De
qué puede presumir alguien que procede de una familia blanca de la clase
trabajadora, y de un lugar en el que las heridas de la guerra de Secesión no acabaron
de cicatrizar hasta los años cincuenta? ¿El retoño de una gente a la que en
los campus consideraban un hatajo de patanes muertos de hambre y racistas o,
de forma más condescendiente, de peones blancos y pelagatos de los Apalaches?
Si hasta la dudosa aristocracia sureña, que no reconoce la menor dignidad al
trabajo manual, se refiere a tu gente como ganapanes, ¿a qué tradición puedes
acudir en busca de un modelo? ¿Que les zurramos la badana aquella primera vez
en Bull Run? ¿Que el tatarabuelo se portó como un hombre en Vicksburg? ¿Que un
rincón de Shiloh será para siempre Yazoo City?
Se
puede sentir legítimo orgullo por haber salido adelante con el propio esfuerzo,
sacando partido de las malditas quince hectáreas y la jodida mula, pero hay que
ser capaz de darse cuenta. Porque nadie te lo enseñará.
Starling
había salido adelante en la Academia porque no tenía dónde caerse muerta. Había
pasado la mayor parte de su vida en instituciones públicas, cuyas reglas había
respetado al tiempo que las aprovechaba para jugar limpio pero fuerte. Siempre
había progresado, hasta obtener la beca y estar entre los mejores. Su
incapacidad para ascender dentro del FBI después de unos comienzos brillantes
era una experiencia nueva y dolorosa para ella. Zumbaba contra los muros de
cristal como una mosca en una botella.
Había
tenido cuatro días para llorar a John Brigham, abatido a tiros ante sus ojos.
Tiempo atrás Brigham le había preguntado algo a lo que Clarice había contestado
que no. Entonces, el hombre le había preguntado si podían ser amigos, con
evidente sinceridad, y ella le había contestado, con no menos sinceridad, que
sí.
Tenía
que digerir el hecho de que ella misma había matado a cinco personas en el
mercado de Feliciana. Veía una y otra vez al Tullido con el pecho atrapado
entre los dos coches, arañando el techo del Cadillac mientras la pistola
resbalaba fuera de su alcance.
En
busca de alivio, había acudido al hospital para ver al hijo de Evelda. La madre
de la mujer estaba allí, sosteniendo en los brazos a su nieto, al que se
disponía a llevarse a casa. Reconoció a Starling por las fotografías de los
periódicos, le dio el niño a la enfermera y, antes de que Starling comprendiera
sus intenciones, la abofeteó con toda su fuerza en la parte vendada.
Starling
no devolvió el golpe, pero inmovilizó a la anciana contra la ventana de la
sala de maternidad doblándole el brazo hasta que dejó de debatirse, con la cara
contorsionada contra el cristal manchado de saliva. La sangre resbalaba por el
cuello de Starling y el dolor hacía que la cabeza le diera vueltas. Le
volvieron a coser la oreja en la sala de urgencias, pero no quiso poner una
denuncia. Un auxiliar de urgencias dio el soplo al Tattler y recibió trescientos dólares.
Había
tenido que salir otras dos veces. Para cumplir las últimas voluntades de John
Brigham y para asistir a su entierro en el Cementerio Nacional de Arlington.
Brigham tenía poca familia, que además vivía lejos, y había dejado constancia
escrita de que quería que Starling se ocupara de sus exequias.
El estado de su rostro había hecho necesario un ataúd
cerrado, pero Starling se había preocupado de que tuviera el mejor aspecto
posible. Lo había vestido con su inmaculado uniforme azul de infantería de
marina, con la estrella de plata y el resto de sus condecoraciones.
Tras
la ceremonia, el oficial superior de Brigham entregó a Starling una caja que
contenía las armas del agente; sus insignias y otros objetos de su caótico
escritorio, incluido el absurdo pájaro del tiempo que bebía de un vaso.
Faltaban
cinco días para que Starling tuviera que presentarse ante una comisión que
podía arruinar su carrera. Aparte de la llamada de Jack Crawford, el teléfono
celular había permanecido mudo. Ya no había ningún Brigham a quien pedir
consejo.
Llamó
a su representante en la Asociación de Agentes del FBI. Su consejo fue que no
se pusiera pendientes llamativos ni zapatos que dejaran los dedos al
descubierto.
Cada
día la televisión y los periódicos cogían el asunto de Evelda Drumgo y lo
sacudían como si fuera una rata.
En
el orden absoluto de la sala de estar de Ardelia, Starling intentaba pensar.
El
gusano que te corroe es la tentación de dar la razón a tus críticos, de querer
obtener su aprobación..
Un
ruido la molestaba.
Starling
intentó recordar sus palabras exactas mientras estaba en la furgoneta. ¿Había
hablado más de la cuenta? El ruido la seguía molestando.
Brigham
le había dicho que pusiera al corriente a los demás. ¿Dejó entrever cierta
hostilidad? ¿Soltó alguna inconveniencia...?
El
ruido, molesto, impidiéndole pensar.
Bajó
de las nubes y cayó en la cuenta de que estaba sonando el timbre de la puerta
de al lado. Seguro que era un periodista. También esperaba una citación civil.
Apartó los visillos de la ventana que daba al frente y vio al cartero, que
volvía a su furgoneta. Abrió la puerta del apartamento de Mapp a tiempo para
alcanzarlo, y permaneció con la espalda vuelta hacia al coche de prensa
aparcado al otro lado de la calle y a su teleobjetivo, mientras firmaba el
recibo de la carta certificada. Era un sobre malva con fibras de seda en el
papel de fino hilo. A pesar de su estado de aturdimiento, le recordó alguna
cosa. Una vez dentro y a cubierto del resplandor, miró la dirección. Una
pulcra letra redonda.
Sobre
el monótono temor que zumbaba en su cabeza, saltó la alarma. Sintió un
estremecimiento en la piel del estómago, como si gotas heladas le resbalaran
por el cuerpo.
Starling
sostuvo el sobre por las puntas y se dirigió a la cocina. Saco del bolso los
omnipresentes guantes blancos para manipulación de pruebas. Apretó el sobre
contra el tablero de la mesa y pasó la mano por su superficie con cuidado.
Aunque el papel era grueso, hubiera podido notar el bulto de una pila de reloj
lista para hacer explotar una hoja de C-4. Sabía que lo mejor era que lo
examinaran con el fluoroscopio. Si la abría podía tener problemas. Problemas.
Por supuesto. A la mierda.
Abrió
el sobre con un cuchillo de cocina y sacó la única hoja de papel sedoso que
contenía. Sin necesidad de mirar la firma, supo de inmediato quién le había
escrito:
Querida Clarice:
He seguido con entusiasmo el desarrollo de los
acontecimientos que han provocado tu caída en desgracia y pública vergüenza.
Las mías nunca me molestaron, salvo por el inconveniente de que me llevaron a
la cárcel; pero es muy probable que a ti te falte la necesaria perspectiva.
Durante nuestras conversaciones en la mazmorra,
me resultó evidente que tu padre, el difunto vigilante nocturno, es una de las
vigas maestras de tu sistema de valores. Estoy convencido de que tu éxito en
poner fin a la carrera de sastre de Jame Gumb te satisfizo, sobre todo porque
te permitió imaginar a tu padre haciéndolo.
Ahora estás en malos términos con el FBI. ¿Te
has imaginado alguna vez a tu padre como superior tuyo en el Bureau, como jefe
de sección o, mejor aún que Jack Crawford, como DIRECTOR ADJUNTO, viéndote
progresar lleno de orgullo? ¿Lo ves ahora avergonzado y hundido por tu
desgracia? ¿Por tu fracaso? ¿Por el lamentable y mediocre final de una
prometedora carrera? ¿Te ves haciendo las mismas tareas humildes que tu madre
cuando los drogadictos le reventaron la cabeza a tu PAPÁ? ¿Eh? ¿Se reflejará en
ellos tu fracaso, pensará la gente injusta y definitivamente que tus padres
eran basura blanca, carne de patio de remolques? Sincérate conmigo, agente
especial Starling.
Piensa un poco en ello antes de que entremos en
materia.
Ahora voy a señalarte una virtud que te ayudará
en este trance: las lágrimas no te ciegan, tienes suficientes redaños para
seguir leyendo.
Y a continuación, un ejercido que puede
resultarte útil. Quiero que hagas esto conmigo, como terapia:
¿Tienes una sartén de hierro negro? Eres una muchachita
de las montañas sureñas, así que no puedo imaginar que la respuesta sea no.
Ponla sobre la mesa de la cocina. Enciende la luz del techo.
Mapp
había heredado una de aquellas sartenes de su abuela y la usaba a menudo. Tenía
una superficie negra y lustrosa que el jabón no había conseguido eliminar.
Starling la puso en la mesa, ante sí.
Mira dentro de la sartén, Clarice. Inclínate y mira el
interior. Si fuera la sartén de tu madre, y bien podría serlo, sus moléculas
conservarían las vibraciones de todas las conversaciones que se desarrollaron
en su presencia. Todas las discusiones, los enfados insignificantes, las revelaciones
mortíferas, los indistintos presagios de desastre, los gruñidos y la poesía
del amor.
Siéntate a la mesa, Clarice. Mira dentro de la
sartén. Si está bien curada, será como un pozo negro, ¿no es así? Es como
mirar al fondo de un pozo. Tu reflejo no está en el fondo, pero estás allí
arriba, ¿verdad?
La luz te llega de detrás y tu rostro esta
oscuro, con un halo de luz, como si te ardiera el pelo.
Somos combinaciones de carbono, Claríce. Tú, la sartén,
tu padre muerto y enterrado, tan frío como la sartén. Todo sigue ahí. Escucha.
Cómo hablaban, cómo vivían realmente tus padres, que tanto se afanaron. Los
recuerdos concretos, no los fantasmas que habitan tu corazón.
¿Por qué no llegó tu padre a ayudante del
sheriff, ni a codearse con la piara de los juzgados? ¿Por qué tuvo tu madre que
limpiar moteles para manteneros, aunque no consiguió evitar que os
desperdigarais antes de ser mayores?
¿Cuál es tu recuerdo mas vivido de la cocina? No
del hospital, de la cocina.
Mi
madre lavando el sombrero ensangrentado de mi padre.
¿Cuál es tu mejor recuerdo de la cocina?
Mi
padre pelando naranjas con su vieja navaja, que tenía la punta partida, y
repartiendo los gajos entre nosotros.
Tu padre, Clarice, era un vigilante nocturno. Tu madre,
una fregona.
Hacer carrera en el FBI, ¿era tu ilusión o la de
ellos? ¿Cuánto se hubiera rebajado tu padre para medrar en una burocracia que
apesta? ¿Cuántos culos hubiera lamido? ¿Lo viste alguna vez hacer la pelota o
ser rastrero?
¿Han mostrado tus superiores tener alguna clase de
valores, Clarice? y tus padres, ¿te enseñaron alguno? Si fué asi, ¿son los
mismos?
Mira dentro de la sartén, que no engaña, y
respóndeme. ¿Les has fallado a tus muertos? ¿Querrían ellos que se la chuparas
a tus jefes? ¿Cual era su punto de vista respecto a la fortaleza de carácter?
Tú puedes ser tan fuerte como lo desees.
Eres una guerrera, Clarice. El enemigo ha
muerto, la criatura está a salvo. Eres una guerrera.
Los elementos más estables, Clarice, aparecen en
el centro de la tabla periódica, más o menos entre el hierro y la plata.
Entre el hierro y la plata. Creo que eso te
cuadra a la perfección.
Hannibal Lecter
PD. Sigues debiéndome cierta información,
¿recuerdas? Cuéntame si aún te despiertas oyendo a los corderos. Cualquier
domingo pon un anuncio en la sección de contactos del Times, el International
Herald-Tribune y el China Mail. Dirígelo a A. A. Aaron, asi irá en primer
lugar, y firma Hannah.
Mientras leía, Starling tuvo la sensación de estar oyendo
la misma voz que se había burlado de ella y la había desgarrado, que había
hurgado en su pasado y la había iluminado sobre sí misma en la celda de máxima
segundad del hospital psiquiátrico, cuando tuvo que comerciar con sus recuerdos
más dolorosos a cambio de los insustituibles conocimientos de Hannibal Lecter
sobre Buffalo Bill. La aspereza metálica de aquella voz que tan poco se
prodigaba seguía persiguiéndola en sueños.
Había
una telaraña nueva en una esquina del techo de la cocina. Starling fijó la
vista en ella mientras sus pensamientos se atrepellaban. Contenta y triste.
Triste y contenta. Contenta por la ayuda, contenta al vislumbrar lo que podía
sanarla. Contenta y triste porque el servicio de reenvío de Los Angeles que
había empleado el doctor Lecter parecía poco cuidadoso en la selección de su
personal; esta vez habían utilizado una máquina de franqueo automático. Jack
Crawford se frotaría las manos al ver la carta, lo mismo que las autoridades
postales y el laboratorio.
CAPITULO
6
La
habitación en que Mason pasaba los días era silenciosa, pero tenia su propio,
suave pulso, los siseos y suspiros del respirador que le proporcionaba oxígeno.
Era oscura excepto por el resplandor del enorme acuario, en cuyo interior una
exótica anguila daba vueltas y más vueltas, trazando continuos ochos que
parecían siempre el mismo y haciendo ondular su sombra como una cinta por las
paredes del cuarto.
El
pelo trenzado de Mason formaba una gruesa rosca sobre el caparazón del
respirador que cubría su pecho en la cama elevada. Suspendido ante él, había un
sistema de tubos semejante a una flauta de Pan.
La
larga lengua de Mason asomó entre los dientes. La pasó alrededor del final del
tubo del extremo y sopló aprovechando un suspiro del respirador.
Al
instante, una voz procedente de un altavoz de la pared le respondió.
—¿Sí,
señor?
—El Tattler —la te inicial se había perdido,
pero la voz era profunda y resonante como la de un locutor de radio.
—En
portada viene...
—No quiero que me lo leas. Ponió en el monitor —las emes y
la pe también habían desaparecido de las frases de Mason.
Se
oyó crepitar la amplia pantalla del monitor elevado. El resplandor verde
azulado se volvió rosa conforme iba apareciendo la roja cabecera del Tattler.
——«EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA
ASESINA DEL FBI» —leyó Mason entre tres lentas exhalaciones del respirador.
El
aparato permitía ampliar las fotografías. Mason tenia un brazo fuera de la
colcha, y esa mano conservaba algo de movimiento. Como una araña de mar
blancuzca, avanzó arrastrada por los dedos más que gracias a la fuerza del
brazo contrahecho. Como apenas podía girar la cabeza para mirar, el índice y el
corazón tantearon como si fueran antenas, mientras pulgar, anular y meñique
tiraron con fuerza de la mano por la ropa de la cama. Por fin, encontró el
mando a distancia, con el que podía ampliar y pasar las páginas.
Mason
leyó despacio. El protector de cristal que cubría su único ojo producía un
siseo dos veces por minuto, al vaporizar humedad sobre el globo ocular, que no
tenía párpado, y a menudo empañaba la lente. Necesitó veinte minutos para leer
el artículo principal y la columna lateral.
—Pon
las radiografías —ordenó, acabada la lectura.
Hubo
que esperar unos instantes. Había que colocar la ancha placa de rayos X sobre una mesa luminosa
para que pudiera verse adecuadamente en el monitor. La primera radiografía
mostraba una mano, al parecer dañada. La otra, la misma mano y todo el brazo.
Una flecha dibujada en la placa señalaba una antigua fractura de húmero a
medio camino entre el codo y el hombro.
Mason
la contempló durante muchas inhalaciones.
—Pon
la carta —ordenó al fin.
La
elegante letra redonda apareció en el monitor, absurdamente magnificada.
—«Querida Clarice —leyó Mason—: He
seguido con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos que han provocado
tu caída en desgracia y pública vergüenza...» —El ritmo de su propia voz
despertó viejos pensamientos que hicieron girar su cabeza, la cama, la
habitación, arrancaron la costra que cubría sus sueños más ocultos y dieron a
su corazón un ritmo más rápido que el de la respiración. La máquina detectó su
agitación y bombeó oxígeno a sus pulmones aún .más deprisa.
Leyó la carta de cabo a rabo a un ritmo penoso por encima
de los movimientos de la máquina, como si leyera a lomos de un caballo. Mason
no podía cerrar el ojo, pero cuando acabó la lectura su mente se retiró unos
instantes para poder pensar. El respirador funcionó más despacio. Al cabo de
un rato, Mason sopló en el tubo.
—Dígame,
señor.
—Pégale
un toque al congresista Vellmore. Tráeme los auriculares del teléfono. Cierra
el altavoz.
—Clarice
Starling —dijo con la siguiente inhalación que le concedió la máquina.
Aquel
nombre no tenía sonidos implosivos, así que pudo emitirlo completo. Fonema
tras fonema. Mientras esperaba que le trajeran el teléfono, dormitó unos
instantes, con la sombra de la anguila deslizándose por la colcha, por su
rostro, por el pelo enroscado.
CAPÍTULO
7
Buzzard's Point, el centro de operaciones del FBI para Washington
y el Distrito de Columbia, recibe ese nombre a causa de una reunión de buitres
celebrada en el hospital que se alzaba en ese lugar durante la guerra de la
Secesión.
La
reunión de ese día estaría constituida por burócratas de la DEA, el BATF y el
FBI, dispuestos a decidir la suerte de Clarice Starling.
Starling
estaba sola, de pie sobre la espesa alfombra del despacho de su jefe. La sangre
le palpitaba contra el vendaje de la cabeza. Por encima de los latidos, le
llegaban las voces de los hombres, amortiguadas por la puerta de cristal
esmerilado de la sala de reuniones contigua.
Sobre
el cristal, en estilizado pan de oro, destacaba el emblema del FBI, con su
divisa de «Fidelidad, Bravura, Integridad».
Tras
el emblema, el tono de las voces subía y bajaba con cierta pasión; Starling oía
su nombre a menudo, aunque no pudiera entender otra cosa.
El
despacho ofrecía una hermosa vista sobre la dársena para yates; al fondo se
distinguía Fort McNair, donde fueron ahorcados los acusados de conspirar para
el asesinato de Lincoln.
Starling
recordó haber visto las fotos de Mary Surratt pasando al lado de su propio
ataúd camino del patíbulo levantado en el fuerte; de pie sobre la trampilla,
con una capucha sobre la cabeza y la falda atada sobre las piernas para evitar
un espectáculo indecoroso cuando cayera con el cuello roto hacia la oscuridad
total.
Starling
oyó ruido de sillas al otro lado de la puerta; los hombres se estaban
levantando. Al cabo de un instante empezaron a entrar en el despacho y pudo
reconocer algunas de las caras. Dios, allí estaba Noonan, el director adjunto
de toda la división de investigación.
Y
allí estaba su Némesis particular, Paul Krendler, del Departamento de
Justicia, cuellilargo y con orejas de asa que le nacían más arriba de lo normal
y le daban aspecto de hiena. Krendler era un trepa, la eminencia gris detrás
del hombro del inspector general. Desde que Starling se le adelantó en atrapar
al asesino en serie Buffalo Bill en
un caso que se había hecho célebre siete años atrás, Krendler no había perdido
ocasión de verter veneno en la ficha personal de Starling, ni dejado de
cuchichear en su contra en los oídos del Comité de Ascensos.
Ninguno
de aquellos individuos había participado con ella en ninguna operación, ni
había ejecutado con ella una orden de arresto, ni se había arrojado al suelo
para protegerse de las mismas balas, ni se había quitado del pelo las esquirlas
de la misma lluvia de cristales.
No
la miraron hasta que todos levantaron la vista al mismo tiempo, como la manada
que clava los ojos de repente en el animal enfermo.
—Siéntese,
agente Starling —le indicó su jefe, el agente especial Clint Pearsall, que se
frotaba la gruesa muñeca como si le hiciera daño el reloj.
Sin
mirarla a los ojos, le señaló un sillón encarado al ventanal. La silla del
interrogado nunca es el lugar de honor.
Los siete hombres permanecieron de pie, con sus siluetas
negras recortadas contra las ventanas. Starling no podía distinguir las
facciones, pero veía sus piernas y sus pies por debajo de la línea de luz.
Cinco de ellos calzaban los mocasines de suela gruesa con borlas que suelen
llevar los charlatanes de pueblo que han conseguido llegar a Washington. Un
par de Thom McAn con puntera en forma de ala y suelas Corfam y unos Florsheim
con idéntica puntera completaban la hilera de pies. El aire olía a betún
recalentado por pies sudados.
—Por
si no conoce a alguno de los presentes, agente Starling, éste es el director
adjunto Noonan, estoy seguro de que no necesita presentación; éste es John
Eldredge de la DEA; Bob Sneed, del BATF; Benny Holcomb, ayudante del alcalde; y
Larkin Wainwright, inspector de nuestra Oficina de Responsabilidades
Profesionales. Paul Krendler, lo conoce, ¿verdad?, está aquí de forma oficiosa
en representación del inspector general del Departamento de Justicia. Paul
está y no está aquí, ha venido para hacernos un favor, para ayudarnos a atajar
los problemas, no sé si me entiende.
Starling
sabía lo que decían en el servicio: un inspector federal es alguien que llega
al campo de batalla cuando la batalla ha acabado para rematar a los heridos.
Las
cabezas de algunas siluetas se movieron a guisa de saludo. Aquellos individuos
estiraron los cuellos y escrutaron a la joven a cuyo alrededor se habían
congregado. Durante unos instantes nadie dijo nada.
Bob
Sneed rompió el silencio. Starling lo recordaba como el mago de la oficina de
prensa del BATF que intentó desodorizar el desastre de los davidianos en Waco.
Era un compinche de Krendler y todo el mundo lo consideraba un lameculos.
—Agente
Starling, imagino que es usted consciente de la cobertura que los periódicos y
la televisión han dado a este asunto. Se la ha identificado sin la menor duda
como la persona que acabó con la vida de Evelda Drumgo. Por desgracia, los
medios de comunicación han decidido poco menos que demonizarla.
Starling
no replicó.
—¿Agente
Starling?
—No
tengo nada que ver con la prensa, señor Sneed.
—La
mujer tenía a una criatura en brazos; no es difícil comprender el problema que
ello nos crea.
—No
lo llevaba en brazos, sino en un arnés cruzado sobre el pecho, con los brazos
y las manos ocultos y sujetando un MAC 10 debajo de una toquilla.
—¿Ha
visto usted el informe de la autopsia? —le preguntó Sneed.
—No.
—Pero
nunca ha negado que fue usted quien le disparó...
—¿Creía
que lo iba a negar porque ustedes no han encontrado la bala? —Starling se giró
hacia su jefe—. Señor Pearsall, ésta es una reunión informal, ¿me equivoco?
—En
absoluto.
—Entonces,
¿por qué el señor Sneed lleva un micrófono? La División de Electrónica dejó de
fabricar esos micrófonos de alfiler hace años. Lleva un F-Bird en el bolsillo
de la americana y está grabándome. ¿Es una moda nueva eso de ir con micrófonos
ocultos a los despachos de los demás?
Pearsall
se puso de todos los colores. Si aquello era verdad, se trataba de una vileza
de lo más chapucera; pero nadie estaba dispuesto a que lo grabaran diciendo a
Sneed que apagara aquel cacharro.
—No
es el momento para salidas de tono ni acusaciones —dijo Sneed, pálido de ira—.
Todos estamos aquí para ayudarla.
—¿Para
ayudarme a qué? Fue su gente la que llamó a este despacho y consiguió que me
asignaran a la operación para que yo les ayudara a ustedes. Le di a Evelda
Drumgo dos oportunidades para entregarse. Empuñaba un MAC 10 por debajo de la
toquilla del bebé. Acababa de dispararle a John Brigham. Ojalá se hubiera rendido.
Pero no lo hizo. En vez de eso, me disparó. Fue entonces cuando disparé yo. Y
ahora está muerta. ¿No quiere comprobar el contador de su cásete, señor Sneed?
—¿Sabía
de antemano que Evelda Drumgo estaría allí? —quiso averiguar Eldredge.
—¿De
antemano? Una vez dentro de la furgoneta, el agente Brigham me explicó que
Evelda Drumgo estaba preparando la droga en un laboratorio de metanfetaminas
vigilado por sus hombres. Y me encargó que me ocupara de ella.
—No
olvide que Brigham está muerto —intervino Krendler—, y también Burke, ambos
magníficos agentes. Ya no tienen la posibilidad de confirmar o negar nada.
Oír
el nombre de John Brigham en labios de Krendler le revolvía el estómago.
—No
hay muchas posibilidades de que olvide que John Brigham está muerto, señor
Krendler. Y, en efecto, era un magnífico agente, y un magnífico amigo. Y es un
hecho que me ordenó encargarme de Evelda.
—Brigham
le encargó semejante cosa a pesar de que usted y Evelda Drumgo ya se habían
tirado de los pelos con anterioridad, ¿no es eso? —ironizó Krendler.
—Vamos,
Paul... —terció Clint Pearsall.
—Fue
un arresto pacífico —dijo Starling—. Se había resistido a otros agentes en
anteriores ocasiones. Pero aquella vez no ofreció resistencia, e incluso
hablamos un poco... No era ninguna idiota. Nos comportamos como dos personas.
Ojalá hubiéramos hecho lo mismo el otro día.
—¿No
es cierto que sus palabras textuales fueron «déjala de mi cuenta»? —preguntó
Sneed.
—Me
limité a darme por enterada de la orden.
Holcomb,
el hombre de la oficina del alcalde, y Sneed acercaron las cabezas para
conferenciar en petit comité.
Sneed
se estiró las mangas de la camisa.
—Señorita
Starling, tenemos declaraciones del oficial Bolton, del Departamento de Policía
de Washington, según las cuales usted hizo gala de notable hostilidad verbal
hacia Evelda Drumgo en la furgoneta que los conducía al lugar de autos. ¿Qué
tiene que alegar a eso?
—A
indicación del agente Brigham, expliqué a los demás agentes que Evelda tenía
un amplio historial de violencia, que solía ir armada y que era seropositiva.
Añadí que le daríamos la oportunidad de entregarse pacíficamente. Y pedí su
apoyo en caso de que fuera necesario reducirla. No hubo muchos voluntarios para
hacer ese trabajo, se lo puedo asegurar.
Clint
Pearsall hizo de tripas corazón:
—Después
de que el coche de los Tullidos chocara y uno de los delincuentes saliera
huyendo, ¿pudo ver que el coche se agitaba y oír a la criatura llorando en su
interior?
—Chillando
—puntualizó Starling—. Levanté la mano y ordené a todo el mundo que dejara de
disparar; luego me acerqué sin ninguna protección.
—Eso
va contra las normas —cortó Eldredge.
Starling
no se molestó en replicar.
—Avancé
hacia el coche en posición de alerta, con los brazos extendidos y el cañón
apuntando al suelo. Marquez Burke agonizaba en la calzada a unos pasos de mí.
Alguien se acercó corriendo y trató de pararle la hemorragia. Evelda salió del
coche con el niño. Le pedí que me enseñara las manos; dije algo como «Evelda,
no lo hagas».
—Ella
disparó y usted lo hizo a continuación. ¿Cayó al suelo enseguida?
Starling
asintió.
—Se
le doblaron las piernas y quedó sentada en la calle, inclinada sobre, el niño.
Estaba muerta.
—Usted
cogió al niño y corrió hacia la manguera. Su angustia era evidente —afirmó
Pearsall.
—No
sé si era o no era evidente. La criatura estaba cubierta de sangre. Yo no sabía
si era o no seropositivo. Pero sí que lo era su madre.
—Y
pensó que su disparo podía haber herido al niño... —le apuntó Krendler.
—No.
Sabía adonde había disparado. ¿Puedo hablar claramente, señor Pearsall? —como
el hombre rehuía su mirada, Starling continuó—: La operación fue una auténtica
chapuza. Me vi abocada a una situación en la que la alternativa era dejarme
matar o disparar a una mujer con un niño. Elegí, y lo que me vi obligada a
hacer me está quemando las entrañas. Disparé a una madre que tenía a su hijo en
brazos. Ni los que llamamos «animales» hacen una cosa semejante. Señor Sneed,
puede que quiera volver a asegurarse de que le queda cinta, ahora que estoy
admitiendo esto. Estoy pasando un infierno por lo que ocurrió. No pueden
imaginarse cómo me siento... —vio la imagen de Brigham boca abajo en la acera,
y no pudo contenerse—: Los veo a todos ustedes intentando escurrir el bulto, y
me dan ganas de vomitar.
—Starling...
—Pearsall, visiblemente nervioso, la miró a la cara por primera vez.
—Sabemos
que todavía no ha tenido ocasión de redactar su 302 —dijo Larkin Wainwright—.
Cuando podamos estu...
—Sí,
señor, la he tenido —lo atajó Starling—. Ya he enviado una copia a la Oficina
de Responsabilidades Profesionales, y llevo otra encima por si no quieren
esperar. En ella consta todo lo que vi e hice durante la operación. Ya ve,
señor Sneed, que no hacía falta grabarme.
Starling
veía las cosas con claridad meridiana, una señal de peligro que no le costó
reconocer, y bajó la voz consciente de que lo hacía:
—La
operación se fue al garete por un par de motivos. El informador del BATF
mintió sobre el niño porque estaba desesperado por que la operación se llevara
a cabo antes de presentarse ante un gran jurado federal en Illinois. Y, además,
Evelda Drumgo sabía que íbamos a por ella. Salió con el dinero en una bolsa y
la droga en otra. Su busca seguía teniendo el número de la cadena de televisión
WFUL. Le dieron el chivatazo cinco minutos antes de que llegáramos. El
helicóptero de la WFUL llegó al mismo tiempo que nosotros. Pidan una orden
para requisar las grabaciones telefónicas de la cadena y sabrán el origen de la
filtración. Es alguien con intereses locales, caballeros. Si hubiera sido el
BATF, como en Waco, o la DEA, lo habrían filtrado a los medios nacionales, no a
la televisión local.
Benny
Holcomb salió en defensa de la ciudad.
—No
hay la más mínima evidencia de que nadie del Ayuntamiento o del Departamento
de Policía de Washington filtrara absolutamente nada.
—Pidan
la orden y lo sabrán —insistió Starling.
—¿Tiene
usted el busca de la Drumgo? —le preguntó Pearsall.
—Está
registrado en el depósito de pruebas de Quantico.
El
busca del propio director adjunto Noonan empezó a pitar. Arrugó la nariz al ver
el número y salió del despacho tras pedir que lo disculparan. Al cabo de un
instante, requirió a Pearsall para que se reuniera fuera con él.
Wainwright,
Eldredge y Holcomb se pusieron a mirar por el ventanal hacia Fort McNair con
las manos en los bolsillos. Viéndolos cualquiera habría dicho que estaban
esperando en la sala de urgencias de un hospital. Paul Krendler captó la
atención de Sneed y le señaló a Starling.
Sneed
apoyó una mano en el respaldo del sillón de la agente y se inclinó sobre ella.
—Si
su testimonio en una audiencia es que, mientras estaba cedida por el FBI para
una operación concreta, su arma mató a Evelda Drumgo, el BATF está dispuesto a
firmar una declaración en la que conste que John Brigham le pidió que...
prestara una atención especial a Evelda con el fin de detenerla de forma
pacífica. Fue su arma la que acabó con ella, y su servicio es el que tiene que
cargar con la responsabilidad. No habrá intercambio de mierda entre las
agencias sobre las respectivas responsabilidades, y no nos veremos obligados a
sacar a la luz sus declaraciones hostiles en la furgoneta sobre Evelda.
Starling
vio a Evelda por un instante, saliendo por la puerta del mercado, saliendo del
coche, con la cabeza erguida y, a despecho de los desatinos y la nulidad de su
vida, dispuesta a defender a su hijo y a hacer frente a sus enemigos en vez de
huir de ellos.
Starling
se inclinó a la altura del micrófono clavado en la corbata de Sneed y dijo
alto y claro:
—No
tengo ningún reparo en declarar qué clase de persona era, señor Sneed; era
bastante mejor que usted.
Pearsall
volvió al despacho solo y cerró la puerta.
—El
director adjunto ha tenido que volver a su despacho. Caballeros, voy a
declarar concluida esta reunión. Me pondré en contacto con ustedes
individualmente, por teléfono —los informó.
Krendler
levantó la cabeza. Husmeó la intervención de alguna instancia política.
—Aún
tenemos que tomar algunas decisiones —repuso Sneed.
—No,
no tenemos.
—Pero...
—Bob,
créeme, no tenemos que tomar ninguna decisión. Me pondré en contacto contigo. Y
Bob...
—¿Sí?
—Pearsall cogió el hilo por detrás de la corbata de Sneed y tiró hacia abajo
con fuerza; saltaron los botones de la camisa y se oyó la cinta adhesiva al
despegarse de la piel—. Vuelve a entrar en mi despacho con un micrófono y te
juro que te lo meto por el culo.
Ninguno
miró a Starling al salir, excepto Krendler. Mientras avanzaba hacia la puerta
arrastrando los pies para no tener que mirar dónde los ponía, hizo girar su
largo cuello, como una hiena que recorre un rebaño con la vista hasta localizar
su presa, y le clavó los ojos. En su rostro se mezclaban los deseos; su ambigua
naturaleza le permitía admirar las piernas de Starling al tiempo que pensaba en
cómo desjarretarlas.
CAPÍTULO
8
Ciencias
del comportamiento es la unidad del FBI que investiga los asesinatos en serie.
En sus dependencias, situadas en los sótanos del edificio, el aire está quieto
y fresco. Los decoradores con sus muestrarios de colores han intentado en los
últimos años iluminar ese espacio subterráneo. El resultado no ha sido mejor
que el de los cosméticos que emplean las empresas de pompas fúnebres.
El
despacho del jefe de unidad conserva los tonos marrones y canela originales, y
las cortinas a cuadros de color café en sus altas ventanas. Allí, rodeado de
sus infernales archivos, estaba sentado Jack Crawford, escribiendo sobre la
mesa.
Oyó
un golpe de nudillos en la puerta y, al levantar los ojos, se encontró con una
vista que siempre le resultaba agradable; Clarice Starling estaba en el umbral.
Crawford
sonrió y se puso en pie. Starling y él hablaban de pie a menudo; era una de las
formalidades tácitas que habían acabado por imponer a su relación. No
necesitaban estrecharse la mano.
—Me
han dicho que fue al hospital —dijo Starling—. Me hubiera gustado verlo.
—Me
alegro de que te soltaran tan pronto —contestó Crawford—. Y la oreja, ¿cómo
va?
—Estupendamente,
si le gusta la coliflor. Me han dicho que la mayor parte se me caerá.
El
cabello se la cubría y Starling no se ofreció a enseñársela. Se produjo un
momento de silencio.
—Querían
que cargara con el muerto por lo de la operación, señor. Lo de Evelda Drumgo,
para mí solita. Se estaban comportando como un hatajo de hienas y de pronto
todo acabó y se fueron con el rabo entre las piernas. Algo o alguien les quitó
la idea de la cabeza.
—Puede
que tengas un ángel de la guarda, Starling.
—Puede
que sí. ¿Qué tuvo que hacer, Jack?
Crawford
meneó la cabeza.
—Por
favor, Starling, cierra la puerta —encontró un kleenex arrugado en el bolsillo
y se limpió las gafas con él—. Habría hecho algo si hubiera podido. Pero no
tenía suficiente fuerza por mí mismo. Si el senador Martin siguiera en activo,
te habría conseguido apoyo... Se cepillaron a John Brigham en esa operación.
Como si lo hubieran tirado a la basura. Hubiera sido una vergüenza que
hicieran lo mismo contigo. Me he sentido como si os estuviera cargando en un
jeep a John y a ti.
Las
mejillas de Crawford enrojecieron y la mujer se acordó de su rostro al viento
cortante que soplaba sobre la tumba de John Brigham. Crawford nunca le había
hablado de su experiencia de guerra.
—Usted
ha hecho algo, Jack.
Él
asintió.
—Algo
he hecho. Pero no sé si te vas a alegrar. Es un trabajo.
Un
trabajo. «Trabajo» era una palabra positiva en sus respectivos diccionarios.
Significaba una actividad inmediata y específica, y servía para despejar el
aire. Si podían evitarlo, no solían hablar de la turbia burocracia central del
FBI. Crawford y Starling eran como los médicos de una misión, con poca
paciencia para la teología, concentrados en el niño que tienen delante,
sabedores, por más que se lo callen, de que Dios no moverá un puto dedo para
ayudarlos. Que no se molestará en hacer que llueva ni para salvar las vidas de
cincuenta mil niños nigerianos.
—Aunque
de forma indirecta, Starling, tu benefactor ha sido tu reciente corresponsal.
—El
doctor Lecter.
Starling
se había dado cuenta desde hacía tiempo de la repugnancia de su superior a
pronunciar aquel nombre.
—Sí,
el mismo. Nos ha eludido durante todos estos años, parecía que se lo hubiera
tragado la tierra y ahora te escribe una carta. ¿Por qué?
Habían
pasado siete años desde que el doctor Hannibal Lecter, verdugo de al menos diez
seres humanos, había burlado las medidas de seguridad en Memphis y acabado con
otras cinco vidas durante su huida.
Era
como si se hubiera volatilizado. El FBI mantenía abierto el caso, y lo
mantendría abierto por los siglos de los siglos, o hasta que lograran
capturarlo. Lo mismo ocurría en Tennessee y otras jurisdicciones; pero ya no
había ningún efectivo asignado a su búsqueda, aunque los familiares de las
víctimas habían llorado lágrimas de rabia ante las autoridades del estado de
Tennessee pidiendo que se emprendieran acciones.
Al
cabo de los años, se disponía de toda una biblioteca de monografías académicas
que intentaban desentrañar los entresijos de la mente del doctor, la mayor
parte escritas por psicólogos que nunca se habían visto las caras con el
hombre de carne y hueso. Unas cuantas se debían a psiquiatras que Lecter había
ridiculizado en las publicaciones profesionales, al parecer convencidos de que
ahora podían alzar la voz sin peligro. Algunos de ellos afirmaban que sus
aberraciones lo conducirían ineluctablemente al suicidio y que era posible que
ya estuviera muerto.
El
interés por el doctor no había decaído, al menos en el ciberespacio. Las
teorías sobre Lecter brotaban en el terreno abonado de Internet como
champiñones, y los que afirmaban haberlo visto en los sitios más peregrinos
rivalizaban en número con los que decían otro tanto de Elvis. Los impostores
plagaban los chats, y en la ciénaga fosforescente que constituía el lado
oscuro de la Red los coleccionistas de rarezas siniestras podían adquirir
ilegalmente las fotografías policiales de sus aberraciones. Sólo las superaba
en popularidad la ejecución de Fou-Tchou-Li.
El
único rastro del doctor en siete años había sido la carta recibida por
Starling en plena crucifixión mediática.
A
pesar de no haber encontrado huellas digitales en la misiva, el FBI se sentía
razonablemente seguro de que era auténtica. Clarice Starling no tenía la menor
duda.
—¿Por
qué lo ha hecho, Starling? —Crawford parecía casi enfadado con ella—. Nunca he
pretendido comprenderlo más de lo que lo comprenden esos psiquiatras
burriciegos. Pero tú puedes explicármelo.
—Lecter
pensaba que lo ocurrido podía desengañarme... desilusionarme respecto al
Bureau, y él disfruta contemplando la destrucción de la fe, es su pasatiempo
favorito. Es como las fotos de iglesias desplomadas que coleccionaba. La
montaña de escombros de aquella iglesia de Italia que se vino abajo sobre las
abuelas que asistían a una misa especial, y el árbol de Navidad que después
colocó alguien encima de ellos... Aquello lo entusiasmó. Le divierte mi
situación, juega conmigo. Cuando lo entrevistaba, le gustaba señalar las
lagunas de mi educación; está convencido de que soy una ingenua.
Crawford
habló desde la experiencia que le proporcionaban sus años y su soledad:
—¿Se
te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá le gustes, Starling?
—Simplemente
le divierto. Las cosas lo divierten o no. Y si no...
—¿Has
sentido alguna vez que le gustabas? —Crawford insistía en la diferencia entre
pensar y sentir como un baptista hubiera insistido en la inmersión integral.
—Basándose
en unos pocos encuentros, fue capaz de descubrirme un puñado de verdades sobre
mí misma. En mi opinión es muy fácil confundir la perspicacia con la simpatía,
por la desesperada necesidad de simpatía que todos sentimos. Puede que aprender
a distinguirlas forme parte del proceso de hacerse adulto. Es duro y
desagradable darse cuenta de que alguien puede comprenderte sin que ni siquiera
le gustes. Y cuando ves la comprensión usada como arma por un depredador, no te
queda por ver nada peor. Yo... yo no tengo la menor idea de qué sentimientos le
inspiro al doctor Lecter.
—Pero
¿qué tipo de cosas te dijo, si no te molesta la pregunta?
—Me
dijo que era una paleta ambiciosa y testaruda y que mis ojos brillaban como
quincalla. Que calzaba zapatos baratos, pero que tenía algo de gusto, una pizca
de buen gusto.
—¿Y
ésa fue la verdad que tanto te sorprendió?
—Pues
sí. Y quizá sigue siéndolo. Aunque he mejorado en lo de los zapatos.
—En
tu opinión, ¿podría estar interesado en saber si lo delatarías después de
enviarte una carta de ánimo?
—Él
ya sabía que lo iba a delatar, más vale que lo supiera.
—Mató
a seis personas después de que el tribunal lo mandara encerrar —dijo
Crawford—. Se cargó a Miggs en el manicomio por echarte esperma a la cara, y a
otros cinco en la huida. En el actual clima político, si lo cogen no se librará
de la inyección.
La
idea hizo sonreír a Crawford. Había sido un pionero en el estudio de los
asesinos en serie. Ahora se enfrentaba a la jubilación forzosa, mientras el
monstruo que lo había llevado por el camino de la amargura seguía en libertad.
La perspectiva de ver muerto al doctor Lecter lo regocijaba sin paliativos.
Starling
sabía que Crawford había mencionado el incidente con Miggs para sacudir su
atención, para hacerla retroceder a aquellos días terribles en que intentaba
interrogar a Hannibal el Caníbal en los calabozos del Hospital Psiquiátrico
Penitenciario de Baltimore. Cuando Lecter jugaba con ella al gato y al ratón
mientras una muchacha aterrorizada se agazapaba en el pozo del sótano de Jame
Gumb esperando a que la mataran. Crawford solía provocar a su interlocutor
para galvanizar su atención cuando estaba llegando al meollo de la cuestión,
como ocurrió en aquella oportunidad.
—¿Sabías,
Starling, que una de las primeras víctimas de Lecter sigue viva?
—El
chico rico. La familia ofreció una recompensa.
—Sí.
Mason Verger. Vive conectado a un pulmón artificial en Maryland. Su padre ha
muerto este año y le ha dejado una fortuna amasada en el negocio de la carne.
También ha heredado un congresista y un miembro del Comité de Supervisión
Judicial que no sabían ni atarse los cordones de los zapatos sin pedir permiso
al viejo Verger. Mason dice tener algo que puede ayudarnos a atrapar a Lecter.
Quiere hablar contigo.
—¿Conmigo?
—Contigo.
Eso es lo que quiere, y de repente todo el mundo está de acuerdo en que es una
idea estupenda.
—Es
lo que quiere... después de que usted se lo sugiriera, ¿me equivoco?
—Estaban
dispuestos a acabar contigo, Starling, iban a lavarse las manos y a tirarte
como si fueras un trapo. Te hubieras sacrificado en vano, igual que John
Brigham. Sólo para salvar a un puñado de burócratas del BATF. Miedo. Presión.
Ya no entienden otro lenguaje. Mandé a alguien a que hiciera una visita a
Verger y le explicara lo mucho que perjudicaría a la caza de Lecter que te
dieran el pasaporte. Lo que pasó a continuación, a quién llamó Verger después,
ni lo sé ni me importa. Supongo que le dio un toque a nuestro representante en
el Congreso, el señor Vellmore.
Un
año antes, Crawford no hubiera jugado aquella carta. Starling escrutó el rostro
de su superior en busca de alguno de los signos de la demencia temporal que
suele asaltar a los jubilados en ciernes. No percibió ninguno, pero Crawford parecía
hastiado.
—Verger
no es agradable, Starling, y no me refiero sólo a su cara. Averigua lo que sabe
y vuelve con la información. Trabajaremos sobre ella. Por fin.
Starling
sabía que durante años, desde que se graduó en la Academia del FBI, Crawford
había intentado que la destinaran a Ciencias del Comportamiento.
Ahora
que era una agente veterana, veterana en muchas misiones de segunda categoría,
se daba cuenta de que su temprano éxito en capturar al asesino en serie Jame
Gumb era el origen de sus problemas en el Bureau. Había sido una estrella en
alza que se partió la crisma a media ascensión. En las semanas previas a la
captura de Gumb, se había ganado al menos un enemigo poderoso y los celos de
buen número de sus colegas masculinos. Eso, y una cierta falta de mano
izquierda, la habían reducido a pasar años en brigadas de choque, brigadas de
intervención rápida en atracos a bancos y brigadas encargadas de ejecutar
órdenes de arresto, viendo Newark por encima del cañón de una escopeta. Al
final, considerada demasiado irascible para trabajar en grupo, la habían
convertido en agente técnica encargada de pinchar teléfonos y poner micrófonos
en los coches de gángsteres y traficantes de pornografía infantil, y se había
visto obligada a pasar noches de solitaria vigilancia atendiendo escuchas
telefónicas autorizadas por el título tercero. Y en cuanto una agencia hermana
solicitaba a alguien competente para una operación, la cedían. Tenía una fuerza
sorprendente y era rápida y segura con el arma.
Crawford
veía aquello como una oportunidad para Starling. Estaba seguro de que la
agente siempre había querido atrapar a Lecter. Pero la verdad era bastante más
complicada.
El
hombre la miraba con curiosidad.
—Sigues
teniendo la cara manchada de pólvora.
Los granos
de pólvora quemada del revólver del difunto Jame Gumb le habían dejado una
marca negra en la mejilla.
—No
he tenido tiempo de quitármelo —le respondió Starling.
—¿Sabes
cómo llaman los franceses a un lunar así, una mouche como ésa, en la parte superior de la mejilla? ¿Sabes lo que
simboliza?
Crawford
tenía toda una biblioteca sobre tatuajes, simbología, mutilación ritual...
Starling
negó con la cabeza.
—La
llaman «coraje» —le explicó Crawford—. Tú puedes llevarla. Yo que tú no me la
quitaría.
CAPÍTULO
9
Muskrat
Farm, la propiedad de los Verger en el norte de Maryland, cerca del río
Susquehanna, es de una belleza inquietante. La dinastía familiar la adquirió
en los años treinta, cuando sus miembros decidieron trasladarse al este desde
Chicago para estar más cerca de Washington, mudanza que bien podían permitirse.
La aptitud para los negocios y el olfato político de los Verger les habían
permitido llenarse los bolsillos suministrando carne al ejército desde los
tiempos de la Guerra de la Secesión.
El
escándalo de «la ternera embalsamada» durante la guerra con España apenas los
salpicó. Cuando Upton Sinclair y otros metomentodo como él investigaron las
peligrosas condiciones de trabajo en las plantas de empaquetado de carne de
Chicago, descubrieron que varios empleados de los Verger, convertidos en tocino
por inadvertencia, habían sido enlatados y vendidos como pura manteca de cerdo
Durham, la favorita de los panaderos. Pero las averiguaciones exculparon a los
Verger, que no perdieron ni un solo contrato con el gobierno.
Los
Verger evitaron aquellos atolladeros potenciales y otros muchos comprando
políticos; de hecho, su único tropiezo serio se produjo en 1906, cuando
tuvieron que pasar el Acta de Inspección de la Carne.
En
la actualidad el imperio familiar sacrifica ochenta y seis mil vacunos y
aproximadamente treinta y seis mil cerdos al día, cantidades que oscilan
levemente dependiendo de la temporada.
El
césped recién podado de Muskrat Farm y los arriates cuajados de lilas mecidas
por el viento despiden un olor que no se parece en nada al de los mataderos.
No hay más animales que los ponis adiestrados para que los monten los grupos de
niños, y simpáticos grupos de gansos que picotean la hierba contoneando el
trasero. No hay perros. La casa, el granero y los terrenos ocupan el centro de
un parque nacional de quince kilómetros cuadrados de bosque, y seguirán allí a
perpetuidad gracias a una dispensa especial otorgada por el Departamento de
Interior.
Como
muchos enclaves de los muy ricos, Muskrat Farm no es fácil de encontrar la
primera vez que uno la visita. Clarice Starling abandonó la autopista una
salida más allá de la que correspondía. Al volver por la carretera de servicio,
encontró en primer lugar la entrada de los proveedores, una gran verja
asegurada con cadena y candado en la alta valla que rodeaba el bosque. Al otro
lado, un camino forestal desaparecía bajo el arco que formaban los árboles. No
había interfono. Tres kilómetros más adelante vio la entrada principal, situada
al final de un cuidado camino de acceso de unos cien metros de longitud y
flanqueada por una caseta. El guarda uniformado tenía apuntado su nombre en una
tablilla con sujetapapeles.
Otros
tres kilómetros a lo largo de una carretera irreprochable la condujeron hasta la
granja.
Starling
detuvo el ruidoso Mustang para dejar que un grupo de gansos cruzara el camino.
Vio una hilera de niños montados en rechonchos Shetlands que salían de un
hermoso granero a unos trescientos metros de la casa. El edificio principal
era una mansión magnífica diseñada por Stanford White que se alzaba entre
colinas bajas. El lugar rebosaba solidez y abundancia, como un reino de
hermosos sueños. Starling no pudo evitar que el espectáculo la impresionara.
Los
Verger habían tenido el buen gusto de conservar la casa tal como era
originalmente, con la excepción de un añadido que Starling no podía ver aún,
una moderna ala que salía de la parte superior de la fachada este, como un
apéndice extra injertado en un grotesco experimento médico.
Starling
aparcó bajo el pórtico central. Cuando apagó el motor, pudo oír su propia
respiración. Por el retrovisor vio que alguien se acercaba a caballo. Las
herraduras resonaron contra el pavimento cercano al coche cuando Starling salió
de él.
Un
jinete de anchos hombros y corto pelo rubio saltó de la silla y entregó las
riendas a un mozo de cuadra sin mirarlo.
—Llévalo
a las cuadras —ordenó con voz profunda y áspera—. Soy Margot Verger.
Vista
de cerca, era evidente que se trataba de una mujer. Margot Verger le tendió la
mano con el brazo rígido desde el hombro. Estaba claro que practicaba el
culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros y los brazos macizos tensaban
el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un brillo seco y parecían
irritados, como si padeciera escasez de lágrimas. Llevaba pantalones de montar
de sarga y botas sin espuelas.
—¿Qué
coche es ése? —preguntó—. ¿Un viejo Mustang?
—Del
ochenta y ocho.
—¿De
los de cinco litros? Parece como si se agachara sobre las ruedas.
—Sí.
Es un Mustang Roush.
—¿Y
le gusta?
—Mucho.
—¿A
cuánto se pone?
—No
lo sé. A bastante, creo.
—¿Le
da miedo comprobarlo?
—Mas
bien respeto. Yo diría que lo uso con respeto —explicó Starling.
—¿Sabía
lo que hacía cuando lo compró?
—Sabía
lo bastante cuando lo vi en una subasta de objetos incautados a unos
traficantes. Y aprendí más después.
—¿Cree
que podría con mi Porsche?
—Depende
del Porsche. Señorita Verger, necesito hablar con su hermano.
—Habrán
acabado de arreglarlo en cinco minutos. Podemos empezar a subir.
Los
enormes muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones
mientras subía la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que
Starling se preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el
clítoris con cinta adhesiva.
A
Starling, que había pasado la mayor parte de su infancia en un orfanato
luterano, la vastedad de los espacios, las vigas pintadas de los techos y las
paredes llenas de retratos de muertos de aspecto importante le hicieron pensar
en un museo. En los rellanos había jarrones chinos y los pasillos estaban
cubiertos por largas alfombras marroquíes.
Al
llegar al ala nueva de la casa se producía un corte brusco en el estilo. Tras
cruzar una puerta de dos hojas de cristal esmerilado, que desentonaba con el
vestíbulo abovedado, se accedía a un anexo moderno y funcional.
Margot
Verger se detuvo ante la puerta y dirigió a Starling una de sus miradas
brillantes e irritadas.
—Hay
personas a las que les cuesta hablar con Mason —le advirtió—. Si se siente
incómoda, o no puede soportarlo, yo puedo informarle más tarde de lo que se le
haya olvidado preguntarle.
Existe
una emoción que todos conocemos pero a la que nadie ha sabido dar nombre: el
regocijo que experimentamos cuando creemos inminente una ocasión de despreciar
al prójimo. Starling percibió aquello en el rostro de Margot Verger.
—Gracias
—fue todo lo que contestó.
Para
sorpresa de Starling, la primera habitación del ala era una sala de juegos
enorme y bien equipada. Dos niños afroamericanos jugaban entre animales de
peluche de tamaño gigante, uno montado en una pequeña noria y el otro
empujando un camión por el suelo. En las esquinas había todos los triciclos y
coches imaginables, y en el centro, un amplio parque infantil con el suelo
acolchado.
En
una esquina de la sala, un individuo alto vestido de enfermero leía el Vogue sentado en un confidente. En las
paredes había un buen número de cámaras, unas por encima de la cabeza y otras a
la altura de los ojos. La situada en lo alto de la esquina más próxima siguió
los pasos de Starling y Margot Verger mientras las lentes giraban para
enfocarlas.
Starling
ya había dejado de sufrir cada vez que veía a un niño de color, pero no podía
apartar la vista de aquellos dos. Su alegre afán en torno a los juguetes la
conmovió mientras cruzaba la sala siguiendo a Margot Verger.
—A
Mason le gusta mirarlos —le explicó la mujer—. Y como a ellos les asusta verlo,
a todos menos a los muy pequeños, ha ideado este sistema. Luego montan los
ponis. Son niños de la guardería de los servicios sociales de Baltimore.
Sólo
era posible llegar a la habitación de Mason Verger atravesando su cuarto de
baño, una estancia que ocupaba todo el ancho del ala y no desmerecía de un
balneario. El acero, el cromo y la alfombra industrial le daban un aire
institucional, y estaba llena de duchas con puertas correderas, bañeras de
acero inoxidable sobre las que pendían poleas, mangueras enrolladas de color
naranja, saunas y enormes armarios de cristal llenos de ungüentos de la
farmacia de Santa María Novella de Florencia. El aire del cuarto de baño
conservaba el vaho de un uso reciente y olía a bálsamo y a linimento de
gaulteria.
Starling
vio luz bajo la puerta de la habitación de Mason Verger. Se apagó en cuanto su
hermana puso la mano sobre el pomo.
Un
sofá situado en una esquina recibía una luz cruda procedente del techo. Sobre
él colgaba una aceptable reproducción del grabado El anciano de los días, de William Blake, que representa a Dios
midiendo con un compás. La imagen estaba orlada de negro en memoria del
reciente fallecimiento del patriarca de los Verger. El resto de la habitación
estaba a oscuras.
De
la negrura llegaba el sonido de una máquina que trabajaba rítmicamente,
silbando y suspirando a compás.
—Buenas tardes, agente Starling —resonó una voz amplificada
electrónicamente. La be se había esfumado.
—Buenas
tardes, señor Verger —dijo Starling a la oscuridad, con el calor de la luz
cayéndole sobre la cabeza.
Pero
la tarde estaba en otra parte. La tarde no entraba en aquel reducto.
—Siéntese,
por favor.
«Tengo
que hacerlo. Es lo mejor. Es lo que toca.»
—Señor
Verger, la conversación que mantendremos será una declaración formal y tendré
que grabarla. ¿Tiene algún inconveniente?
—En
absoluto —las palabras sonaron entre dos suspiros de la máquina, expurgadas de
la be y la ese—. Margot, creo que ya puedes dejarnos solos.
Sin
mirar a Starling, Margot Verger dejó la habitación haciendo sisear sus
pantalones de amazona.
—Señor
Verger, si no le importa, quisiera ponerle este micrófono en la ropa o en el
almohadón, o puedo ir en busca del enfermero si lo prefiere.
—No
es necesario —dijo, a excepción de las dos eses. Esperó a recibir oxígeno de la
siguiente exhalación mecánica—. Hágalo usted misma, agente Starling. ¿Puede
ver dónde estoy?
Starling
no consiguió encontrar ningún interruptor. Pensó que vería mejor si salía del
resplandor y se internó en la zona oscura con una mano por delante, guiándose
por el olor a bálsamo y linimento.
Estaba
más cerca de la cama de lo que había creído cuando el hombre encendió la luz.
El
rostro de Starling permaneció impasible. La mano que sostenía el micrófono
hizo un amago de retroceder, apenas un par de centímetros.
Lo
primero que pensó no tenía relación con lo que sentía en pecho y estómago; se
dio cuenta de que las anomalías de su forma de hablar se debían a que no tenía
labios. Después, comprendió que no estaba ciego. Su único ojo azul la miraba a
través de una especie de monóculo al que estaba conectado un tubo que mantenía
húmedo el globo sin párpado. En cuanto al resto, años atrás los cirujanos habían
hecho todo lo humanamente posible aplicando amplios injertos de piel sobre los
huesos.
Mason
Verger, sin labios ni nariz, sin tejido blando en el rostro, era todo dientes,
como una criatura de las profundidades marinas. Acostumbrados como estamos a
las máscaras, la conmoción ante semejante vista no es inmediata. La sacudida
sólo llega cuando comprendemos que aquél es un rostro humano tras el cual hay
un ser pensante. Nos produce escalofríos con sus movimientos, con la articulación
de la mandíbula, con el girar del ojo para mirarnos. Para mirar una cara
normal.
El
cabello de Mason Verger era hermoso y, sin embargo, era lo que más difícil
resultaba mirar. Moreno con mechones grises, estaba trenzado formando una cola
de caballo lo bastante larga como para alcanzar el suelo si se la pasaran por
detrás del almohadón. En ese momento estaba enroscada sobre su pecho encima del
respirador en forma de caparazón de tortuga. Cabello humano creciendo de un
cráneo arruinado, con las vueltas brillando como escamas superpuestas.
Bajo
la sábana, el cuerpo completamente paralizado de Mason Verger se consumía como
una vela en la cama elevada de hospital.
Ante
el rostro tenía los controles, que parecían una zampona o una armónica de
plástico blanco. Enroscó la lengua alrededor del extremo de uno de los tubos y
sopló aprovechando el siguiente golpe de aire del respirador. La cama respondió
con un zumbido, giró ligeramente dejándolo frente a Starling y aumentó la
elevación de su cabeza.
—Agradezco
a Dios lo que pasó —dijo Verger—. Fue mi salvación. ¿Ha aceptado usted a
Jesús? ¿Tiene usted fe?
—Me
eduqué en un ambiente de estricta religiosidad, señor Verger. Supongo que algo
me habrá quedado —le contestó Starling—. Ahora, si no tiene inconveniente, voy
a fijar esto en la funda del almohadón. Aquí no le molesta, ¿verdad? —la voz
sonó demasiado vivaz y maternal para ser la suya.
Tener
la mano junto a la cabeza del hombre, ver las dos carnes casi en contacto, no
ayudaba a Starling, como tampoco lo hacía el latido de las venas injertadas
sobre los huesos de la cara; su rítmica dilatación hacía que parecieran gusanos
engullendo.
Aliviada,
soltó cable y anduvo de espaldas hacia la mesa, donde tenía la grabadora y otro
micrófono independiente.
—Habla
la agente especial Clarice M. Starling, número del FBI 5143690, recogiendo la
declaración de Mason R. Verger, número de la Seguridad Social 475989823, en su
domicilio y en la fecha que figura en la etiqueta, bajo juramento y en forma de
atestado. El señor Verger está al tanto de que se le garantiza inmunidad por
parte del fiscal del distrito treinta y seis, y por las autoridades locales en
un memorando adjunto, bajo juramento y en la forma establecida. Y ahora, señor
Verger...
—Quiero
hablarle del campamento —la interrumpió aprovechando una exhalación de la
máquina—. Fue una maravillosa experiencia de mi infancia, a la que en esencia
he vuelto.
—Hablaremos
de ello más adelante, señor Verger, primero...
—Vamos
a hablar de ello ahora, señorita Starling. ¿Sabe?, en esta vida todo consiste
en aguantar. Así fue como encontré a Jesús, y nada que pudiera contarle será
más importante que eso —hizo una pausa a la espera de que la máquina le
bombeara oxígeno—. Era un campamento cristiano pagado por mi padre. Lo pagaba
todo, los gastos de ciento veinticinco campistas a orillas del lago Michigan.
Algunos de ellos eran unos muertos de hambre que hubieran hecho cualquier cosa
por un pirulí. Tal vez me aproveché de esa circunstancia, quizá fui grosero
con ellos cuando no querían aceptar el chocolate y hacer lo que les decía; ya
no tengo interés en ocultar nada, ahora todo está en regla.
—Señor
Verger, discutamos ciertas cuestiones con la misma...
Pero
Verger no la escuchaba; tan sólo esperaba que la máquina volviera a proporcionarle
oxígeno.
—Tengo
inmunidad, señorita Starling, todo está en regla. Jesús me garantiza inmunidad,
el fiscal del distrito me garantiza inmunidad, las autoridades de Owings Mills
me garantizan inmunidad, aleluya... Soy libre, señorita Starling, todo está en
regla. Estoy en paz con el Señor, todo en regla. Él es Nuestro Redentor, y en
el campamento lo llamábamos Red. Nadie puede con Red. Lo convertimos en un
contemporáneo, ¿se da cuenta? Lo serví en África, aleluya, lo serví en
Chicago, alabado sea, y lo sirvo ahora, y Él me elevará sobre esta cama y
vencerá a mis enemigos y los pondrá ante mí, y oiré el llanto de sus mujeres. Y
todo estará en regla.
Empezó
a tragar saliva y calló, con las venas de la cara oscuras e hinchadas.
Starling
se levantó para ir a buscar al enfermero, pero la voz del hombre la detuvo
antes de que llegara a la puerta.
—Estoy
bien, todo arreglado.
Starling
pensó que quizá una pregunta directa surtiera más efecto que intentar dirigir
el rumbo de la conversación.
—Señor
Verger, ¿había visto usted al doctor Lecter alguna vez, antes de que el
tribunal se lo asignara como terapeuta? ¿Tenían trato social?
—No.
—Sin
embargo, los dos formaban parte del patronato de la Filarmónica de Boston.
—No.
Tenia un asiento en el consejo por la contribución económica de mi familia.
Pero cuando había que votar algo, enviaba a mi abogado.
—Usted
no declaró en el juicio contra el doctor Lecter. ¿Por qué?
Estaba
aprendiendo a espaciar las preguntas para acompasarlas al ritmo del respirador.
—Dijeron
que tenían más que suficiente para condenarlo seis veces, nueve veces. Y los
engañó recurriendo y declarándose enfermo mental.
—Fue
el tribunal el que lo declaró enfermo mental. El doctor Lecter no recurrió.
—¿Le
parece importante la distinción? —le preguntó Mason.
Aquella
pregunta permitió a Starling vislumbrar el funcionamiento de su cerebro,
prensil y tortuoso, que se compadecía mal con el vocabulario que utilizaba con
ella.
Acostumbrada
a la luz, una enorme anguila de la especie de las morenas salió de las rocas
del acuario e inició su incansable danza circular; parecía una cimbreante
cinta marrón con un hermoso diseño de manchas claras distribuidas
irregularmente.
Starling
era consciente de su presencia en todo momento, pues se movía en la periferia
de su campo de visión.
—Es
una Muraena kidako —dijo Mason—. Hay
una todavía mayor en cautividad, en Tokio. Ésta es la segunda en tamaño. Su
nombre vulgar es «murena asesina». ¿Le gustaría ver por qué?
—No
—dijo Starling, y pasó la hoja de su libreta—. De forma que, mientras seguía la
terapia decretada por el juez, señor Verger, invitó al doctor Lecter a su casa.
—Ya
no me avergüenzo de nada. Estoy dispuesto a contárselo todo. Ahora todo está en
regla. Me libraría de todos aquellos cargos amañados por abusos si hacía
quinientas horas de servicios a la comunidad, trabajaba en la perrera municipal
y asistía a las sesiones de terapia del doctor Lecter. Pensé que si conseguía
complicar al doctor de alguna manera, él haría la vista gorda con la terapia y no
me delataría si faltaba de vez en cuando o si cuando iba estaba un poco
distraído.
—Fue
entonces cuando compró la casa en Owings Mills.
—Sí. Le había contado al doctor Lecter todo lo refeíente a
Africa, Idi y lo demás, y le había prometido enseñarle algunas cosas.
—¿Algunas
cosas?
—Parafernalia.
Juguetes. En aquel rincón está la guillotina portátil que usábamos Idi Amín y
yo. Se puede cargar en un jeep y llevarla a cualquier parte, al poblado más
remoto. Se monta en quince minutos. El condenado tarda diez minutos en tensarla
con un torno, un poco más si es una mujer o un niño. Ya no me avergüenza todo
aquello, porque ahora estoy purificado.
—El
doctor Lecter fue a su casa.
—Sí.
Le abrí la puerta vestido de cuero, ya me entiende. Lo observé esperando descubrir
alguna reacción, pero no vi ninguna. Me preocupaba que pudiera asustarse, pero
no parecía asustado en absoluto. Asustarse de mí... Qué divertido suena eso
ahora. Lo invité a acompañarme arriba. Le enseñé los perros que había adoptado
en el depósito. Había encerrado en la misma jaula a dos que eran muy amigos,
con agua fresca en abundancia pero sin comida. Sentía curiosidad por ver lo
que acabaría pasando.
»Luego,
le enseñé mi instalación de lazos corredizos, ya sabe, asfixia autoerótica;
uno se ahorca, pero no en serio, es estupendo mientras... ¿Me sigue?
—Lo
sigo.
—Bien,
pues él no parecía seguirme. Me preguntó cómo funcionaba y yo le contesté que
era un psiquiatra un tanto raro si no lo sabía; y él dijo, y nunca olvidaré su
sonrisa: «Enséñemelo». Entonces pensé: «Ya eres mío».
—Y
se lo enseñó.
—No
me avergüenzo de nada de ello. Nuestros errores nos hacen crecer. Ahora estoy
purificado.
—Por
favor, señor Verger, continúe.
—Bajé
la horca a la altura del enorme espejo y me la pasé por el cuello. Tenía el
trinquete en una mano mientras me la meneaba con la otra, y observaba su
reacción, pero no podía adivinar lo que pensaba. Por lo general soy bueno
leyendo la mente de los demás. Él estaba sentado en una silla, en una esquina
del cuarto. Tenía las piernas cruzadas y las manos entrelazadas alrededor de la
rodilla. De pronto se levantó y se metió la mano en el bolsillo, todo
elegancia, como James Mason buscando el encendedor, y dijo: «¿Quieres una
cápsula de amilo?». Y yo pensé: «Guau, si me da una ahora, tendrá que seguir
dándomelas siempre, si no quiere perder la licencia. Esto va a ser el paraíso
de las recetas». Si ha leído el informe, sabrá que había mucho más que nitrato
de amilo.
—Polvo
de ángel, metanfetaminas, ácidos... —recitó Starling.
—Una
pasada, créame. Se acercó al espejo al que me estaba mirando, le pegó una
patada y cogió una esquirla. Yo flipaba en colóres. Se me acercó y me dio el
trozo de cristal. Me miró a los ojos y me preguntó si no me apetecía rebanarme
la cara con el cristal. Soltó a los perros. Les di trozos de mi cara. Pasó un
buen rato hasta que me la vacié del todo, según dijeron. Yo no me acuerdo.
Lecter me partió el cuello con el lazo. Recuperaron mi nariz cuando les lavaron
el estómago a los perros en la perrera, pero el injerto no agarró.
Starling
empleó más tiempo del necesario en ordenar los papeles sobre la mesa.
—Señor
Verger, su familia ofreció una recompensa después de que el doctor Lecter
escapara de Memphis.
—Sí,
un millón. Un millón de dólares. Lo anunciamos en todo el mundo.
—Y
además ustedes ofrecieron pagar por cualquier información relevante, no sólo
por la captura y condena. Se suponía que compartirían esa información con
nosotros. ¿Lo han hecho siempre?
—No
exactamente, pero nunca hubo nada lo bastante bueno para compartirlo.
—¿Cómo
lo sabe? ¿Es que siguieron ustedes mismos algunas de las pistas?
—Sólo
lo suficiente para comprobar que no tenían valor. ¿Por qué no íbamos a hacerlo?
Ustedes nunca nos contaron nada. Conseguimos una pista sobre Creta que resultó
falsa, y otra sobre Uruguay que nunca pudimos comprobar. Quiero que comprenda
que no se trata de una venganza, señorita Starling. He perdonado al doctor
Lecter, lo mismo que Nuestro Señor perdonó a los soldados romanos.
—Señor
Verger, usted informó a mis superiores de que ahora podría tener algo.
—Mire
en el cajón de la mesa del fondo.
Starling
sacó de su bolso los guantes blancos de algodón y se los puso. En el cajón
había un gran sobre de papel manila. Era rígido y pesado. Sacó una radiografía
y la puso contra la luz procedente del techo. Contó los dedos. Cuatro más el
pulgar.
—Fíjese
en los metacarpianos, ¿sabe a qué me refiero?
—Sí.
—Cuente
los nudillos.
Cinco.
—Contando
el pulgar, esa persona tenía seis dedos en su mano izquierda. Como el doctor Lecter.
—Como
el doctor Lecter.
La
esquina donde debían aparecer el número del paciente y el origen de la
radiografía había sido recortada.
—¿De
dónde procede, señor Verger?
—De
Río de Janeiro. Para averiguar más tendré que pagar. Una fortuna. ¿Puede
decirme si es el doctor Lecter? Tengo que saber si merece la pena pagar.
—Lo
intentaré, señor Verger. Haremos todo lo que podamos. ¿Tiene el sobre en el que
llegó la radiografía?
—Margot
lo ha guardado en una bolsa de plástico, ella se lo dará. Si no le importa, señorita
Starling, estoy un poco cansado y necesito atenciones.
—Nos
pondremos en contacto con usted, señor Verger.
Apenas
había salido Starling, cuando Mason Verger sopló en el tubo del extremo y llamó
a Cordell. El enfermero llegó de la sala de juegos y le leyó el contenido de
una carpeta rotulada «DEPARTAMENTO DE TUTELA INFANTIL DE LA CIUDAD DE
BALTIMORE».
—Se
llama Franklin, ¿eh? Tráemelo —ordenó Mason, y apagó su luz.
El
niño se quedó de pie, solo bajo la brillante luz que se derramaba desde el techo
sobre el sofá, intentando penetrar con la vista la jadeante oscuridad.
—¿Eres
Franklin? —preguntó la profunda voz.
—Franklin
—dijo el niño.
—¿Con
quién vives, Franklin?
—Con
mamá, con Shirley y con Stringbeam.
—Y
Stringbeam ¿siempre está con vosotros?
—Viene
y va.
—¿Has
dicho «Viene y va»?
—Sí.
—Mamá
no es tu verdadera mamá, ¿verdad, Franklin?
—Es
mi mamá adoptiva.
—Pero
no es la primera que has tenido, ¿a que no?
—No.
—¿Te
gusta tu casa, Franklin?
La
cara del niño se iluminó.
—Tenemos
un minino. Y mamá hace pasteles en el horno.
—¿Cuánto
tiempo hace que vives allí, en casa de mamá?
—No
sé.
—¿Has
celebrado algún cumpleaños allí?
—Una
vez. Shirley hizo polos.
—¿Te
gustan los polos?
—Los
de fresa.
—¿Quieres
a mamá y a Shirley?
—Aja,
sí que las quiero. Y al minino, también.
—¿Te
gusta vivir allí? ¿Tienes miedo cuando te vas a la cama?
—Aja.
Duermo en el cuarto con Shirley. Shirley es grande.
—Franklin,
ya no puedes vivir allí, con mamá, Shirley y el minino. Tienes que irte.
—¿Quién
dice eso?
—Lo
dice el gobierno. Mamá ha perdido su trabajo y el derecho a adoptar. La
policía encontró un cigarrillo de marihuana en tu casa. Cuando acabe esta
semana ya no volverás a ver a mamá. Tampoco a Shirley ni al minino.
—No
—dijo Franklin.
—O a
lo mejor es que ya no te quieren, Franklin. ¿Tienes alguna cosa mala? ¿Tienes
alguna llaga o algo sucio? ¿Crees que tu piel es demasiado oscura para que
ellos te quieran?
Franklin
se tiró de la camisa y se miró la tripilla morena. Sacudió la cabeza. Estaba
llorando.
—¿Sabes
lo que le pasará al minino? ¿Cómo se llama el minino?
—Se
llama Minino, ése es su nombre.
—¿Sabes
lo que le pasará al minino? Los policías lo llevarán al depósito y el médico
que hay allí le pondrá una inyección. ¿Te han puesto alguna inyección en la
guardería? ¿Te ha pinchado la enfermera? ¿Con una aguja muy brillante? Pues al
minino le pondrán una inyección. Cuando vea la aguja se asustará mucho, mucho.
Le pincharán y le dolerá, y luego el minino se morirá.
Franklin
cogió la falda de la camisa y se la llevó a la cara. Se metió el dedo gordo en
la boca, algo que no había hecho en un año, desde que mamá le pidió que dejara
de hacerlo.
—Ven
aquí —dijo la voz desde la oscuridad—. Acércate y te diré lo que puedes hacer
para que no le pongan una inyección al minino. ¿Tú quieres que le pinchen?
¿No? Entonces, ven, Franklin.
Franklin,
llorando a moco tendido y chupándose el dedo, avanzó despacio hacia la
oscuridad. Cuando estaba a cinco metros de la cama, Mason sopló en. su armónica
y la luz se hizo.
Por
un coraje innato, o por sus ganas de salvar al minino, o porque intuía que no
le quedaba ningún sitio al que huir, Franklin no hizo el menor movimiento. No
corrió. Se quedó donde estaba, mirando el rostro de Mason.
Mason
hubiera arqueado las cejas, si las hubiera tenido, ante semejante decepción.
—Puedes
salvar al minino de la inyección dándole tú mismo veneno para las ratas —le
dijo Mason. La uve se había perdido, pero el niño comprendió perfectamente, y
se sacó el dedo de la boca.
—Eres
un viejo malo —le soltó—. Y también feo.
Dio
media vuelta y salió de la habitación, atravesó la sala de las mangueras
enrolladas y volvió a la sala de juegos.
Mason
lo observó en la pantalla de vídeo.
El
enfermero levantó la vista y se quedó vigilando al niño mientras hacía como que
hojeaba el Vogue.
Franklin
había perdido el interés por los juguetes. Fue hacia un extremo de la sala y se
sentó bajo la jirafa, de cara a la pared. Era todo lo que podía hacer para no
chuparse el dedo.
Cordell
lo observó atentamente a la espera de que empezara a llorar. Cuando vio que los
hombros del niño empezaban a sacudirse, fue hacia él y le enjugó las lágrimas
con gasas estériles. Luego puso las gasas húmedas en la copa de martini de
Mason, que se enfriaba en el frigorífico de la sala de juegos, junto al zumo
de naranja y las Coca-Colas.
CAPÍTULO
10
Encontrar
información médica sobre el doctor Hannibal Lecter no era fácil. Si se
considera su absoluto desprecio por el estamento médico y por la mayor parte
de sus miembros, no sorprende que nunca tuviera un médico de cabecera.
El
Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, en el que el doctor Lecter
permaneció bajo custodia hasta su trágico traslado a Memphis, había cerrado sus
puertas y ya no era más que otro edificio abandonado a la espera de ser
demolido.
La
policía estatal de Tennessee fue la última fuerza encargada de la vigilancia
del doctor Lecter antes de su huida, pero en sus dependencias afirmaban no
haber recibido nunca el historial médico del doctor. Los agentes que lo
condujeron de Baltimore a Memphis, muertos en la actualidad, habían firmado el
recibo del recluso, pero no el de ninguna documentación sanitaria.
Starling
pasó todo un día al teléfono y delante del ordenador; después se puso a buscar
en persona en los depósitos de pruebas de Quantico y del edificio J. Edgar
Hoover. Perdió una mañana trepando por las atestadas estanterías del
polvoriento y maloliente depósito de pruebas del Departamento de Policía de
Baltimore, así como una tarde desquiciada viéndoselas con la colección sin
catalogar de pertenencias de Hannibal Lecter en la Biblioteca Fitzhugh de
Historia Legal, donde el tiempo pareció detenerse mientras los empleados
intentaban dar con las llaves.
Al
final, todo lo que consiguió fue una sola hoja de papel: el escueto
reconocimiento médico a que se sometió al doctor Lecter cuando la policía
estatal de Maryland lo arrestó por primera vez. Pero ni rastro de un historial
médico adjunto.
Inelle
Corey había sobrevivido a la desaparición del Hospital Psiquiátrico Penitenciario
de Baltimore y pasado a mejor vida en el Departamento de Sanidad del Estado de
Maryland. No quería entrevistarse con Starling en su despacho, así que se citó
con ella en la cafetería de la planta baja.
Starling
tenía la costumbre de llegar con antelación y estudiar el lugar de la cita
desde cierta distancia. Corey fue escrupulosamente puntual. Era una mujer
pálida y maciza de unos treinta y cinco años, y no llevaba maquillaje ni joyas.
La melena casi le llegaba a la cintura, tal como la había llevado en el
instituto, y calzaba sandalias blancas con calcetines.
Starling
cogió bolsitas de azúcar en el aparador de los condimentos y observó a Corey
mientras se sentaba en la mesa convenida.
Suele
pensarse que todos los protestantes tienen el mismo aspecto. Nada más alejado
de la verdad. Del mismo modo que algunos caribeños son capaces de adivinar la
isla concreta de la que procede otro, Starling, educada por luteranos,
contempló a aquella mujer y se dijo a sí misma: «Iglesia de Cristo, puede que
con un Nazareno en el exterior».
Starling
se quitó las joyas, un sencillo brazalete y un aro de oro en la oreja buena, y
se los guardó en el bolso. El reloj era de plástico, así que daba igual. No
podía hacer nada respecto al resto de su apariencia.
—¿Inelle
Corey? ¿Un cafe? —Starling traía dos tazas.
—Se
pronuncia «Ainel». No tomo cafe.
—Entonces
me tomaré yo los dos. ¿Quiere otra cosa? Me llamo Clarice Starling.
—No
quiero nada. ¿Le importa enseñarme su identificación?
—Claro
que no —respondió Starling—. Señorita Corey... ¿Puedo llamarla Inelle?
La
mujer se encogió de hombros.
—Inelle,
necesito ayuda en un asunto que no le afecta a usted personalmente. Sólo le
pido que me oriente para encontrar cierta documentación de los archivos del
Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore.
Inelle
Corey exageraba la precisión cuando quería expresar indignación o cólera.
—Ya
pasamos por esto con el Departamento de Sanidad en el momento del cierre,
señorita...
—Starling.
—Señorita
Starling. Si investiga, descubrirá que ningún paciente salió del hospital sin
su carpeta. Que ninguna carpeta salió del hospital sin recibir el visto bueno
de un supervisor. Y en cuanto a los fallecidos, el Departamento de Sanidad no
necesitaba sus carpetas, la Oficina de Estadísticas Vitales no las quiso, y
por lo que yo sé, las carpetas de los internos fallecidos se quedaron en el
Hospital de Baltimore después de mi traslado, y yo fui una de los últimos en
dejar el centro. Las fugas fueron al Departamento de Policía y a la oficina del
sheriff.
—¿Las...
fugas?
—Me
refiero a los que se marchaban por su cuenta y riesgo. Los presos de confianza
lo hicieron alguna que otra vez.
—¿Podría
ser el caso del doctor Lecter? En su opinión, ¿su historial podría haber ido a
parar a los archivos de la policía?
—Él
no fue una fuga. Nunca se nos podrá reprochar su desaparición. Cuando huyó ya
no estaba bajo nuestra custodia. Fui allá abajo en una ocasión y lo vi, se lo
enseñé a mi hermana cuando vino de visita con sus hijos. Siento algo así como
frío y asco cuando lo recuerdo. Provocó a uno de los otros para que nos
arrojara... —la mujer bajó la voz— su leche. ¿Sabe a qué me refiero?
—He
oído la expresión —dijo Starling—. Por casualidad, ¿no sería el señor Miggs?
—Lo
he borrado de mi cabeza. Pero me acuerdo de usted. Vino al hospital y habló con
Fred... con el doctor Chilton, y bajó al sótano a hablar con Lecter, ¿no fue
así?
—Sí.
El
doctor Frederick Chilton, director del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de
Baltimore, había desaparecido durante sus vacaciones, después de la huida del
doctor Lecter.
—Supongo
que se enteró de la desaparición de Fred.
—Sí,
eso me dijeron.
La
señorita Corey vertió unas lágrimas rápidas y relucientes.
—Estábamos
prometidos —explicó—. Desapareció y al poco tiempo el hospital cerró. Fue como
si se me cayera encima el techo. Si no hubiera sido por mi iglesia no habría
salido adelante.
—Lo
siento —dijo Starling—. Ahora tiene un buen trabajo.
—Pero
no tengo a Fred. Era un hombre extraordinario. Compartíamos un amor de los que
no se encuentran todos los días. Lo eligieron Alumno del Año cuando estaba en
el instituto en Cantón.
—Entiendo.
Permítame preguntarle algo, Inelle: ¿guardaba Fred los informes en su despacho
o estaban fuera, en recepción, donde usted atendía el mostrador?
—Se
guardaban en los archivadores de su despacho; pero llegó a haber tantos que
colocamos archivadores grandes en recepción. Siempre estaban cerrados con
llave, por supuesto. Después del cierre, los trasladaron temporalmente al
dispensario de metadona, pero mucha documentación fue a otros sitios.
—¿Vio
y manejó alguna vez el informe del doctor Lecter?
—Claro.
—¿Recuerda
que contuviera alguna radiografía? Las radiografías, ¿se guardaban con las
historias clínicas o aparte?
—Con
ellas. Se archivaban juntas. Eran mayores que los archivadores, lo que suponía
un engorro. Teníamos un aparato de rayos X, pero no un radiólogo
fijo, de forma que no tenía su propio archivo. Si he de serle sincera, no
recuerdo si su historia contenía alguna radiografía. Lo que sí había era la
grabación de un electrocardiograma, que Fred solía enseñar a la gente. El
doctor Lecter, aunque no sé por qué le llamo «doctor», estaba conectado al
electrocardiógrafo cuando atrapó a la enfermera. Le aseguro que fue espantoso.
Su pulso apenas se alteró mientras la atacaba. Le dislocaron un hombro entre
todos los celadores cuando lo agarraron y tiraron de él para separarlo de la
chica. Lo lógico es que después le hicieran alguna radiografía. Yo le habría
dislocado algo más que el hombro.
—Si
se acuerda de alguna cosa más, cualquier otro lugar donde pudiera estar el
archivo, ¿me llamará?
—Haremos
lo que llaman una búsqueda global —respondió la señorita Corey saboreando la
expresión—; pero dudo mucho que encontremos nada. Muchos de los papeles quedaron
abandonados, no por nosotros, sino por los del dispensario de metadona.
Los
gruesos tazones de cafe eran de esos que hacen que las gotas resbalen por el
borde exterior. Starling observó a Inelle Corey mientras se alejaba pesadamente
como una pecadora más y se bebió media taza con una servilleta bajo la
barbilla.
Starling
volvía a ser la misma de siempre poco a poco. Sabía que estaba harta de alguna
cosa. Puede que se tratara de la vulgaridad, o peor que eso, de la falta de
estilo. Indiferencia a las cosas que halagan la vista. Puede que estuviera
hambrienta de un poco de estilo. Hasta el estilo de una meapilas era mejor que
nada, era una afirmación, quisieras escucharla o no.
Starling
hizo examen de conciencia en busca de signos de esnobismo y acabó decidiendo
que tenía pocos motivos para ser esnob. A continuación, pensando en lo del
estilo, se acordó de Evelda Drumgo, que andaba sobrada. El recuerdo le hizo
desear fervientemente volver a ser capaz de salir de sí misma.
CAPÍTULO
11
Y
así, Starling regresó al lugar donde todo había empezado para ella, el Hospital
Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, ya difunto. El viejo edificio marrón,
antigua casa del dolor, tenía las puertas encadenadas y las ventanas protegidas
con barrotes; sus muros cubiertos de graffiti esperaban la piqueta.
La
institución llevaba años languideciendo antes de que su director, el doctor
Frederick Chilton, desapareciera durante sus vacaciones. El subsiguiente
descubrimiento de despilfarras y mala gestión, unido a la decrepitud del
edificio, indujeron a las autoridades sanitarias a cortar el suministro de
fondos. Algunos pacientes fueron trasladados a otras instituciones públicas,
otros murieron, y unos cuantos vagaron por las calles de Baltimore como zombis
colocados de Thorazine gracias a un programa para pacientes externos mal
concebido, que consiguió que más de uno muriera congelado.
Mientras
esperaba ante la fachada del caserón, Clarice Starling comprendió que había
preferido agotar antes las otras líneas de investigación para no tener que
volver a aquel sitio.
El
encargado llegó con cuarenta y cinco minutos de retraso. Era un viejo rechoncho
con un zapato ortopédico que resonaba contra el suelo, y el pelo cortado al
estilo de Europa oriental, probablemente en casa. La condujo resollando hacia
una puerta lateral, separada de la acera por unos cuantos peldaños. Los
traperos habían forzado la cerradura, y la puerta estaba asegurada con cadena y
dos candados. Las telarañas habían cubierto los eslabones de una especie de
pelusa. Mientras el hombre revolvía el manojo de llaves, las hierbas que
crecían en las grietas de los escalones cosquilleaban las pantorrillas de
Starling. La tarde estaba nublada y la luz granulosa no producía sombras.
—No
estoy conociendo esto edificio bien, yo sólo chequeo los alarmas de fuego —dijo
el encargado.
—¿Sabe
si hay papeles guardados en algún sitio? ¿Archivadores, registros...?
El
encargado se encogió de hombros.
—Después
de hospital, aquí hay la dispensario de metadona, pocos meses. Ponen todo en
los sótanos, unos camas, unos ropas, no sé qué sea. Es malo aquí para mi asma,
moho, muy malo moho. Las colchones de los camas son mohosos, moho malo en los
camas. No puedo respirar aquí. Los escaleras, malos para mi pierna. Yo
enseñaría, pero...
Starling
hubiera preferido bajar acompañada, incluso por él, pero sólo serviría para
entorpecerla.
—No.
Usted haga lo suyo. ¿Dónde está su garita?
—A
final del manzana, donde el viejo oficina de carnets conducir.
—Si
no he vuelto dentro de una hora...
El
hombre se miró el reloj.
—Yo
acabo media hora. «Ésta sí que es buena...»
—Lo
que va a hacer usted, señor, es esperarse en su garita a que le devuelva sus
llaves. Si no he vuelto dentro de una hora, llame al número que hay en esta
tarjeta y acompáñeles aquí. Si no está cuando salga, si ha cerrado el
chiringuito y se ha marchado a casa, iré personalmente a ver a su supervisor
por la mañana para informarle. Además haré que el Servicio Interno de Rentas
investigue sus ingresos, y que estudien su situación en la Oficina de
Inmigración y... y de Naturalización. ¿Me ha entendido? Conteste.
—Pensaba
esperarlo. No falta decirme esos cosas.
—Bueno.
Así me gusta —respondió Starling.
El
encargado aferró la barandilla con sus manazas para ayudarse a alcanzar el nivel
de la acera, y Starling oyó arrastrarse sus pasos desiguales, cada vez más
lejanos. Empujó la puerta y se encontró en un descansillo de la escalera de
incendios. Las ventanas del hueco de la escalera, altas y con barrotes,
dejaban entrar la luz gris. Dudó si echar un candado por la parte interior de
la puerta, pero acabó optando por hacer un nudo a la cadena de la puerta, por
si perdía la llave.
Las
veces que Starling había acudido al manicomio para entrevistarse con el doctor
Lecter había entrado por la puerta principal. Ahora necesitó unos instantes
para orientarse.
Ascendió
por la escalera de incendios hasta la planta baja. Las ventanas de cristal
esmerilado apenas dejaban entrar la luz mortecina del exterior y el vestíbulo
estaba en penumbra. Starling encendió la potente linterna y dio con un
interruptor, que encendió las luces del techo, tres bombillas aún útiles en un
plafón roto. Los extremos cortados de los cables telefónicos colgaban del
mostrador de recepción.
Vándalos
provistos de aerosoles de pintura habían llegado al interior del edificio. Un
falo de tres metros con sus testículos decoraba la pared de la recepción,
acompañado de la siguiente leyenda: «LA MADRE DE FARON ME LA MENEA».
La
puerta del despacho del director estaba abierta. Starling se quedó en el
umbral. Allí se había presentado para cumplir su primera misión con el FBI,
cuando aún era cadete, cuando aún se lo creía todo, que si una era capaz de
hacer el trabajo, de demostrar su valía, sería aceptada, sin que importara su
raza, credo, color, origen nacional o si era o no era «uno de los chicos». De
todo aquello no le quedaba más que un solo artículo de fe. Seguía creyendo que
era capaz de hacer el trabajo.
En
aquel mismo despacho, el doctor Chilton, director del hospital, se había
acercado a recibirla y le había ofrecido una mano sudada. Entre aquellas
cuatro paredes, el director había traicionado confidencias y escuchado a
escondidas, y, creyéndose más listo que Hannibal Lecter, había tomado la
decisión que permitiría al doctor escaparse en medio de un baño de sangre.
El
escritorio de Chilton seguía en su sitio, pero faltaba la silla, lo bastante
pequeña para que la robaran. Los cajones estaban vacíos, aparte de un
Alka-Seltzer espachurrado. Había dos archivadores. Las cerraduras eran
sencillas, y la antigua agente técnica Starling consiguió abrirlos en un abrir
y cerrar de ojos. El cajón inferior contenía un sandwich momificado en su
envoltorio de papel y varios formularios del dispensario de metadona, además
de desodorante para el aliento, un frasco de tónico capilar, un peine y un
puñado de condones.
Starling
recordó el sótano del manicomio, cuyas celdas lo asemejaban más a una
mazmorra, donde el doctor Lecter había pasado ocho años. No quería bajar allí.
Podía hacer uso del teléfono celular y solicitar una unidad de la policía para
que bajara con ella. O llamar al centro de operaciones de Baltimore y pedir
otro agente del FBI. La tarde gris iba transcurriendo y, aunque saliera en ese
mismo instante, ya no habría forma de evitar la peor hora del tráfico en
Washington. Cuanto más tardara, sería peor.
Se
apoyó en el escritorio de Chilton haciendo caso omiso del polvo y trató de
tomar una decisión. ¿Pensaba realmente que podía haber ficheros en el sótano, o
es que se sentía atraída hacia el lugar en que vio a Hannibal Lecter por
primera vez?
Si
su carrera en las fuerzas del orden le había enseñado algo sobre sí misma, era
que no la volvían loca las emociones fuertes ni hubiera echado de menos no
volver a sentir miedo. Pero cabía la posibilidad de que hubiera archivos en el
sótano. Le bastaban cinco minutos para salir de dudas.
Recordaba
el estrépito de las puertas de alta seguridad a sus espaldas cuando descendió a
aquel sótano años atrás. En previsión de que algo, o alguien, las cerrara,
llamó al centro de operaciones de Baltimore, les dijo dónde estaba y quedó de
acuerdo con ellos en que volvería a llamar al cabo de una hora informando de
que ya había salido.
Las
luces de la escalera interior, por la que Chilton la había conducido abajo,
seguían funcionando. Mientras descendían, el director del hospital le había
explicado el procedimiento de seguridad que debería seguir para tratar con el
recluso; luego, había sacado de su cartera la foto de la enfermera a la que
Lecter le había comido la lengua en un reconocimiento médico. Si le habían
dislocado un hombro al reducirlo, tenía que existir alguna radiografía.
Una
ráfaga de aire le rozó el cuello, como si hubiera una ventana abierta en
alguna parte.
En
un rellano había una cajita para hamburguesas de McDonald's y servilletas
desparramadas. Un recipiente manchado que había contenido judías. Más comida
basura. Excrementos secos y servilletas de papel manchadas en un rincón. La luz
llegaba apenas hasta el sótano, y cesaba ante la enorme puerta metálica de la
sección para presos violentos, que ahora estaba abierta de par en par y sujeta
al muro por un gancho. Starling enfocó la linterna hacia las celdas en forma de
D e iluminó cinco de ellas con toda la potencia del rayo.
El haz
recorrió el largo corredor de la antigua sección de máxima seguridad. Había un
bulto en el extremo más alejado. Era inquietante ver las celdas abiertas de
par en par. El suelo estaba lleno de envoltorios de comida y vasos de papel, y
sobre la mesa del celador había un bote de refresco, ennegrecido por su uso
como pipa de crack.
Starling
accionó los interruptores de la luz que había tras la mesa del celador. Nada.
Sacó el teléfono celular. El rojo del piloto brillaba en la semioscuridad.
Sabía que el aparato no funcionaba en los subterráneos, pero se puso a dar
voces por el auricular:
—Barry,
da marcha atrás y acerca la furgoneta a la entrada lateral. Trae un reflector.
Necesitarás una plataforma con ruedas para bajarlo todo por las escaleras...
Sí, ven ahora —a continuación, Starling alzó la voz hacia la oscuridad—:
Escúcheme con atención quien esté ahí. Soy una agente federal. Si viven aquí de
forma ilegal, pueden marcharse sin problemas. No los arrestaré. No estoy aquí
por ustedes. Pueden volver cuando yo haya acabado aquí, me es exactamente
igual. Ahora, empiecen a salir. Si intentan cualquier cosa, me veré en la
necesidad de meterles la pistola por el culo. Gracias por su atención.
La
voz resonó a lo largo del corredor donde tantas otras se habían desgañitado
convertidas en berridos inhumanos, mientras sus dueños, ya sin dientes,
chupaban los barrotes.
Starling
echaba de menos la presencia tranquilizadora del enorme celador, Barney, que
la había recibido en las ocasiones en que se entrevistó con el doctor Lecter.
Recordó la extraña cortesía con la que aquel hombre y el doctor se trataban.
Pero ahora no había ningún Barney. Un sonsonete de sus tiempos de escolar le
rondaba por la cabeza y, como disciplina, se obligó a recordarlo.
Las pisadas hacen eco
en el recuerdo
del pasillo que no
quisimos tomar,
hacia la puerta que
nunca abrimos
y, tras ella, el jardín
y su rosal.
Claro,
«El jardín del rosal». Pero aquel jodido sitio no era precisamente el jardín
del rosal.
Starling,
a quien los recientes editoriales de los periódicos hubieran debido incitar a
odiar su pistola tanto como a sí misma, seguía encontrando reconfortante el
tacto de su arma en situaciones como aquélla. Sostuvo la 45 contra la pierna y
penetró en el corredor precedida por el haz de la linterna. Es difícil cubrir
ambos flancos al mismo tiempo, y vital asegurarse de que no se deja a nadie a
nuestras espaldas. Se oía gotear agua.
En
algunas celdas había armazones de camas desmontados y amontonados. En otras,
pilas de colchones. En el centro del corredor se había acumulado el agua, y
Starling, preocupada como siempre por sus zapatos, avanzaba sorteando el
estrecho charco. Se acordó de la advertencia de Barney hacía ocho años, cuando
todas las celdas estaban ocupadas. «Una vez dentro, vaya por en medio.»
Estupendo,
archivadores. Al final del corredor, en el centro, color verde oliva mate a la
luz de la linterna.
Ahí
estaba la celda que ocupara Múltiple
Miggs, aquella a cuyo lado más había odiado tener que pasar. Miggs, que le
susurraba obscenidades y le arrojaba sus inmundicias. Miggs, al que mató el
doctor Lecter convenciéndolo para que se tragara su sucia lengua. Y cuando
Miggs murió, Sammie ocupó su celda. Sammie, a quien Lecter animaba en sus
esfuerzos por escribir poesía, con resultados soprendentes. Incluso ahora le
parecía escucharlo aullando aquel poema:
YO QUIERO UNIRME A CRISTO,
QUIERO IR CON EL SEÑOR
PODRÉ UNIRME A CRISTO
SI SOY MUCHO MEJOR.
Starling
aún conservaba el texto, laboriosamente escrito con lápices de colores, en
algún sitio.
La
celda estaba llena de colchones y balas de ropa de cama atadas con sábanas.
Y,
por fin, la celda del doctor Lecter.
La
pesada mesa en la que leía seguía atornillada al suelo en medio del recinto.
Habían desaparecido los estantes donde ponía sus libros, pero las palomillas
aún sobresalían de la pared.
Starling
se había olvidado de los archivadores y parecía incapaz de apartar los ojos de
aquella celda. Allí había tenido lugar el encuentro más importante de su vida.
Allí se había sentido asombrada, confundida, sobrecogida.
En
aquel lugar había escuchado cosas sobre sí misma tan terriblemente ciertas que
el corazón le había retumbado como una enorme y grave campana.
Quería
entrar. Su deseo de penetrar en aquella celda era semejante al que nos incita
a arrojarnos de un balcón, a la atracción que el brillo de los raíles ejerce
sobre nosotros cuando sabemos que se está acercando un tren.
Starling
paseó el haz de la linterna a su alrededor, miró detrás de la hilera de
archivadores y enfocó la luz al interior de las celdas próximas.
La
curiosidad la empujó a cruzar el umbral. Se quedó en el centro de aquel
reducto donde Hannibal Lecter había vivido ocho años. Ocupó el espacio que
había pertenecido al doctor, donde lo había visto, de pie, por primera vez,
esperando sentir unos escalofríos que no se produjeron. Dejó sobre la mesa la
pistola y la linterna, procurando que ésta no rodara, y apoyó las palmas de
las manos en el tablero. Sólo sintió la rugosidad de unas migas.
Sobre
cualquier otro, prevaleció un sentimiento de decepción. La celda estaba tan
vacía de su antiguo ocupante como la muda abandonada por una serpiente.
Starling se dio cuenta en ese momento de algo en lo que apenas había reparado:
el peligro y la muerte no tienen por qué llegar embozados en un manto terrible.
Pueden alcanzarlo a uno en el aliento perfumado de un amante. O en una tarde
soleada junto a un mercado de pescado, mientras Macarena retumba en un estéreo.
Manos
a la obra. Había cuatro archivadores en total, que le llegaban a la altura de
la barbilla y ocupaban tres metros. Cada uno tenía cinco cajones, asegurados
con una sola cerradura de cuatro muescas en la parte superior. Ninguna estaba
echada. Todos los cajones estaban llenos de expedientes guardados en carpetas,
algunas bastante abultadas. Viejas carpetas de papel plastificado que se había
reblandecido con el paso de los años, y otras más nuevas de papel manila. Las
fichas que describían el estado de salud de individuos, muertos en su mayoría,
desde la apertura del hospital en 1932. Seguían un orden más o menos
alfabético, aunque algunos papeles estaban apilados al fondo de los cajones,
tras las carpetas. Starling las fue pasando rápidamente, con la pesada linterna
sobre el hombro, moviendo los dedos de la mano libre con agilidad y
arrepintiéndose de no haber traído una linterna pequeña, que habría podido
sostener entre los dientes. En cuanto pudo hacerse una idea de la distribución
de las carpetas en los archivadores, pudo saltarse cajones enteros. Las fichas
de la jota, las pocas de la ka y, ¡bingo!, la ele: Lecter, Hannibal.
Starling
extrajo la ancha carpeta de papel manila, la palpó antes de abrirla para saber
si había una radiografía, la puso encima de las otras y, al abrirla, descubrió
que contenía la historia médica del difunto I. J. Miggs. Maldita sea. Miggs la
seguía jorobando desde la tumba. Puso la carpeta sobre el archivador y buscó en
la eme. Allí estaba la carpeta de Miggs, donde le correspondía por orden
alfabético. Vacía. ¿Error de clasificación? ¿Metió alguien sin darse cuenta la
documentación de Miggs en la carpeta de Lecter? Siguió mirando entre las
carpetas de la eme en busca de un expediente sin carpeta. Volvió a la jota. Era
consciente de que su irritación iba en aumento. El olor de aquel sitio la
asqueaba cada vez más. El encargado tenía razón, allí abajo costaba respirar.
Había mirado la mitad de las jotas cuando se percató de que el hedor...
aumentaba rápidamente.
Un
breve chapoteo a su espalda, y Starling giró en redondo con la linterna empuñada
para asestar un golpe y la otra mano metida bajo la chaqueta, en busca de la
culata del revólver. En medio del haz de luz apareció un individuo alto
cubierto de mugrientos harapos y con uno de los pies deformados por la
hinchazón metido en un charco. Tenía una mano separada del costado. La otra
sostenía un trozo de plato roto. Llevaba una de las piernas y ambos pies
envueltos en jirones de sábana.
—Hola
—dijo, enseñando la lengua hinchada por los hongos.
Starling
podía oler su aliento a pesar de los tres metros que los separaban. Bajo la
chaqueta, su mano soltó la pistola y buscó el aerosol.
—Hola
—contestó Starling—. Haga el favor de ponerse junto a los barrotes.
El
hombre no se movió.
—¿Eres
Cristo? —le preguntó.
—No
—respondió Starling—. No soy Cristo.
La
voz. Starling recordaba aquella voz.
—¡Sí,
eres Cristo!
El
rostro del hombre gesticulaba.
«Esa
voz... Vamos, piensa.»
—Hola,
Sammie —dijo Starling— ¿Cómo estás? Precisamente acabo de acordarme de ti.
¿Qué
sabía de Sammie? La información le llegaba a ráfagas, desordenadamente. «Puso
la cabeza de su madre en la bandeja de la colecta mientras la congregación cantaba Da lo mejor a tu Señor. Dijo que
era lo mejor que tenia. La Iglesia Baptista de la Recta Vía, no recordaba
dónde. El doctor Lecter explicó que estaba cabreado porque Cristo se
retrasaba.»
—¿Eres
Cristo? —dijo, quejumbroso esta vez.
Se
metió la mano en el bolsillo y sacó una colilla, una de las buenas, de casi
cinco centímetros. La puso en el trozo de plato y se la ofreció.
—Sammie, lo siento, pero no lo soy. Soy...
Sammie,
lívido de pronto, furioso porque aquella mujer no era Cristo, hizo retumbar los
muros del húmedo corredor:
YO QUIERO UNIRME A CRISTO,
QUIERO IR CON EL SEÑOR
Levantó
el trozo de plato, afilado como una hoz por el extremo roto, y dio un paso
hacia Starling, con los dos pies en el charco y el rostro congestionado,
mientras la mano libre parecía querer hacer presa en el aire que los separaba.
Starling
sintió la dureza de los archivadores contra la espalda.
—PODRÁS
UNIRTE A CRISTO... SI TE PORTAS MEJOR
—recitó Starling alto y claro, como si el hombre se encontrara a mucha distancia.
—Sí,
sí... —dijo Sammie más tranquilo, y se detuvo.
Starling
buscó en su bolso y encontró una barra de caramelo.
—Sammie,
tengo un caramelo. ¿Te gustan los caramelos?
El
hombre no respondió.
Puso
el dulce en una carpeta y se la alargó igual que él había hecho con el trozo de
plato.
Le
pegó un mordisco sin quitar el envoltorio, escupió el celofán y de otra
dentellada se llevó la mitad del caramelo.
—Sammie,
¿ha venido alguien más a verte?
El
hombre no hizo caso de la pregunta, dejó lo que quedaba del caramelo en el
trozo de plato y desapareció detrás de una pila de colchones en su antigua
celda.
—¿Qué
coño es esto? —exclamó una voz de mujer—. Muchas gracias, Sammie.
—¿Quién
hay ahí? —preguntó Starling.
—A
tí qué coño te importa.
—¿Vive
aquí con Sammie?
—Claro
que no. He venido a una cita. ¿Qué tal si te largas?
—De
acuerdo. Pero antes contésteme a una pregunta. ¿Cuánto hace que está aquí?
—Dos
semanas.
—¿Ha
venido alguien más?
—Unos
vagabundos, que Sammie echó.
—¿Sammie
la protege?
—Métete
conmigo y te enterarás. Yo puedo andar bien. Consigo comida y él tiene este
sitio, que es seguro para comer. Todo el mundo tiene arreglos parecidos.
—¿Alguno
de los dos está en algún programa? ¿Quieren entrar en uno? Yo puedo
ayudarles...
—Él
estuvo en uno. Sale uno ahí afuera a hacer toda esa mierda y acaba volviendo a
lo que conoce. ¿Qué buscas aquí? ¿Qué coño quieres?
—Unos
archivos.
—Pues
si no están ahí, será que se los habrá llevado alguien. No hace falta ser muy
listo para darse cuenta, ¿no?
—¿Sammie?
—llamó Starling—. ¿Sammie? Sammie no respondió.
—Sammie
se ha dormido —dijo su amiga.
—Si
dejo algo de dinero, ¿comprará comida? —ofreció Starling.
—No.
Compraré bebida. La comida se encuentra. La bebida, no. Ten cuidado al salir,
no te metas el mango de la puerta en el culo.
—Dejaré
el dinero en la mesa —dijo Starling.
Le
dieron ganas de echarse a correr y se acordó de su primera visita a Lecter,
cuando se alejó de su celda intentando guardar la calma, impaciente por llegar
a la isla de calma que era el puesto del celador Barney.
A la
luz de la escalera, Starling buscó en su monedero un billete de veinte dólares.
Dejó el dinero en él escritorio roñoso y arañado de Barney y le puso encima una
botella de vino vacía. Desplegó una bolsa de plástico e introdujo en ella la
carpeta de Lecter, que contenía la historia médica de Miggs, y la carpeta
vacía de éste.
—Adiós.
Hasta luego, Sammie —dijo alzando la voz hacia el hombre que después de dar
tumbos por el mundo había regresado al infierno que conocía.
Le
hubiera gustado decirle que esperaba que Cristo llegara pronto, pero le
pareció que sonaría ridículo.
Starling
ascendió hacia la luz para seguir dando sus propios tumbos por el mundo.
CAPÍTULO
12
Si
EN EL CAMINO AL INFIERNO HAY ESTACIONES, deben de parecerse a la entrada de
ambulancias del Hospital General de la Misericordia, en Baltimore. Por encima
del fúnebre lamento de las sirenas, de las ansias de los agonizantes, del
chirrido de las ruedas de las camillas empapadas, de los gritos y alaridos, las
columnas de vapor que despiden las bocas de alcantarilla, teñidas de rojo por
un gran letrero de neón que dice EMERGENCIAS, ascienden como la columna que
guió a Moisés, de fuego en la oscuridad, de nube a la luz del día.
Barney
surgió de entre el vapor embutiendo los poderosos hombros en la chaqueta y,
bajando la cabeza, redonda y rapada, avanzó por el agrietado pavimento a
grandes zancadas en dirección este, por donde empezaba a amanecer.
Salía
del trabajo veinticinco minutos tarde; la policía había traído a un chulo, al
que le gustaba pegar a las mujeres, colocado y herido de bala, y la enfermera
jefe le había pedido que se quedara. Siempre se lo pedían cuando llegaba algún
paciente violento.
Clarice
Starling observó a Barney bajo la profunda capucha de su chaqueta y dejó que se
le adelantara media manzana por la otra acera antes de colgarse al hombro el
capazo y seguirlo. Cuando el hombre pasó de largo ante el aparcamiento y la
parada de autobús, Starling se sintió aliviada. Le sería más fácil seguirlo si
iba a pie. No estaba segura de dónde vivía y necesitaba averiguarlo antes de
que la viera.
El
barrio de detrás del hospital era tranquilo, obrero y multirracial. Uno de esos
barrios en los que conviene ponerle una cerradura especial al coche, pero no
hace falta llevarse la batería a casa por la noche, y en el que los niños
pueden jugar en la calle.
Después
de recorrer tres manzanas, Barney dejó pasar una furgoneta y cruzó el paso de
cebra en dirección norte, hacia una calle de edificios estrechos, algunos con
peldaños de mármol y cuidados jardines delanteros. Los pocos locales
comerciales vacíos tenían las lunas intactas y limpias. Las tiendas estaban
abriendo y empezaba a verse gente. Los camiones que habían permanecido
aparcados durante la noche a ambos lados de la calle impidieron a Starling ver
al hombre durante medio minuto y, al no advertir que se había detenido, se
encontró a su altura. Estaba justo al otro lado de la calle. Quizá también él
la hubiera visto, pero no estaba segura.
Barney
se había quedado inmóvil con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la
cabeza adelantada, mirando con los ojos entornados algo que se movía en mitad
de la calzada. Sobre el asfalto yacía una paloma muerta, cuyas plumas se
agitaban movidas por el aire de los coches que pasaban a su lado. Su compañera
daba una y más vueltas a su alrededor mirándola con uno de los ojillos y
agitando la cabeza a cada salto de sus patas rosáceas. Gira que gira, sin dejar
de arrullar con el suave zureo de su especie. Pasaron varios coches y una
furgoneta, que la atribulada viuda sorteaba en el último instante con cortos
vuelos.
Era
posible que Barney hubiera levantado la vista un segundo y la hubiera visto;
Clarice no podía afirmarlo. Pero tenía que moverse, o la descubriría. Cuando
miró hacia atrás por encima del hombro, vio a Barney en cuclillas en medio de
la calzada, con un brazo levantado para detener el tráfico.
Torció
en la primera esquina, se quitó la chaqueta y sacó del capazo un jersey de
chándal, una gorra de béisbol y una bolsa de deporte; se cambió a toda prisa,
metió la chaqueta y el capazo en la bolsa de deporte, y se encasquetó la gorra.
Se cruzó con varias mujeres de la limpieza que volvían a sus casas, y volvió a
doblar la esquina hacia la calle donde había dejado a Barney.
El
celador había recogido el cadáver de la paloma y lo sostenía entre las manos.
La compañera del ave voló hasta los cables del teléfono y lo observó desde
allí. Barney depositó la paloma en la hierba de un parterre y le alisó las
plumas. Alzó el ancho rostro hacia los cables y dijo algo. Cuando el hombre
continuó su camino, la paloma descendió al césped y volvió a merodear en torno
a su pareja, dando saltitos por la hierba. Barney no miró atrás. Cuando subió
los escalones de una casa de apartamentos cien metros más adelante y se puso a
buscar las llaves en su bolsillo, Starling, que estaba a media manzana de distancia,
echó a correr para alcanzarlo antes de que abriera la puerta.
—Barney...
Hola.
El
hombre se dio la vuelta sin prisa y la miró. Starling había olvidado que
Barney tenía los ojos más separados de lo normal. Vio brillar en ellos una
mirada de inteligencia y sintió como el pequeño clic de una conexión.
Se
quitó la gorra y dejó que el cabello le resbalara por los hombros.
—Soy
Clarice Starling. ¿Te acuerdas de mí? Soy...
—La
novata —dijo, sin cambiar de expresión. Starling juntó las palmas de las manos
y asintió.
—Pues,
sí, soy la novata. Barney, necesito hablar contigo. No es oficial, sólo quiero
hacerte unas preguntas.
Barney
bajó los escalones. Cuando estuvo en la acera, frente a ella, Starling tuvo que
seguir levantando la vista. No se sentía amenazada por su tamaño, como le
hubiera ocurrido a un hombre.
—Agente
Starling, ¿reconoce usted oficialmente que no me ha leído mis derechos? —tenía
una voz áspera y fuerte, como la de Tarzán, versión Johnny Weissmuller.
—Por
supuesto. No te he aplicado la ley Miranda. Estamos de acuerdo.
—¿Qué
tal si se lo dices a tu bolsa de deporte?
Starling
abrió la bolsa, metió la cara y habló en voz alta, como si dentro llevara un
enano.
—No
he leído sus derechos a Barney ni le he ofrecido hacer una llamada.
—Al
final de la calle hay un sitio donde preparan un café estupendo —dijo Barney—.
¿Cuántas gorras llevas en la bolsa? —le preguntó cuando se pusieron en marcha.
—Tres
—contestó Starling.
Cuando
el microbus matriculado como transporte para minus-válidos pasó ante ellos,
Starling se dio cuenta de que los ocupantes la miraban; pero los desdichados se
ponen cachondos a menudo, derecho que nadie puede negarles. Los jóvenes que
ocupaban un coche parado ante el siguiente semáforo también se la quedaron mirando,
aunque, como iba con Barney, no le dijeron nada. Cualquier cosa que hubiera
asomado por las ventanillas habría captado la atención instantánea de
Starling, prevenida contra la venganza de los Tullidos, pero no le quedaba más
remedio que aguantar las miradas silenciosas de los babosos.
Cuando
entraron en la cafetería, el microbús dio marcha atrás, entró en una calleja y
volvió por donde había venido.
El
establecimiento, especializado en almuerzos de jamón y huevos, estaba
abarrotado y esperaron a que quedara libre un reservado, mientras el camarero le
gritaba en hindi al cocinero, que manejaba la carne con unas largas pinzas y
expresión culpable.
—Comamos
algo —propuso Starling, cuando por fin pudieron sentarse—. Paga el tío Sam.
¿Cómo te van las cosas, Barney?
—Tengo
un buen trabajo.
—¿Qué
haces?
—Celador.
Bueno, auxiliar de enfermería.
—Pensaba
que serías ya un enfermero diplomado, o que estarías en la facultad de
medicina.
Barney
se encogió de hombros y alargó la mano hacia la jarrita de la crema. Alzó la
vista y miró a Starling.
—¿Te
están apretando por lo de Evelda?
—Ya
veremos. ¿La conocías?
—La
vi una vez, cuando trajeron a su marido, Dijon. Estaba muerto, se desangró
antes de que pudieran meterlo en la ambulancia. Cuando llegó al hospital no le
quedaba una gota de sangre. Ella no quería soltarlo y les pegó a las
enfermeras. Tuve que... Ya sabes... Era guapa. Y fuerte. No la trajeron cuando
tú...
—No,
la declararon muerta oficialmente allí mismo, en la escena del tiroteo.
—Ya
me lo imaginé.
—Barney,
cuando entregaste al doctor Lecter a los de Tennessee...
—No
lo trataron con educación.
—Cuando
tú...
—Y
ahora están todos muertos.
—Sí.
No duraron vivos ni tres días. Tú en cambio fuiste su guardián durante ocho
años.
—Sólo
seis. Él ya llevaba allí dos cuando yo llegué.
—¿Cómo
lo hacías, Barney? Si no te molesta la pregunta, ¿cómo conseguiste aguantarlo
tanto tiempo? No bastaba con tratarlo con educación.
Barney
miró su reflejo en la cuchara, primero convexo y luego cóncavo, y pensó durante
un instante.
—El
doctor Lecter tenía unas maneras exquisitas, nada estiradas, sino naturales y
elegantes. Yo estaba estudiando por correspondencia y él me ayudaba. Eso no
quita que me hubiera matado en cuestión de segundos a la menor oportunidad. En
las personas, una cualidad no anula las otras. Pueden coexistir unas con otras,
las buenas con las terribles. Sócrates lo dijo mucho mejor que yo. Si trabajas
en máxima seguridad, no puedes permitirte olvidarlo en ningún momento. Si
procuras recordarlo, todo irá bien. Puede que el doctor Lecter llegara a
lamentar haberme explicado lo de Sócrates —para Barney, libre del lastre de una
formación académica, Sócrates había sido una experiencia de primera mano, que
había tenido la inmediatez de un encuentro personal—. La seguridad y la
conversación eran dos cosas totalmente independientes —prosiguió—. La
seguridad no era algo personal, ni siquiera cuando tenía que suprimirle el
correo o ponerle las correas.
—¿Hablabas
a menudo con él?
—A
veces se pasaba meses sin abrir la boca, y otras veces hablábamos por las
noches, cuando los otros dejaban de gritar. De hecho, yo seguía esos cursos por
correspondencia y no entendía una mierda; fue él quien me abrió los ojos a
todo un mundo de cosas que desconocía: Suetonio, Gibbon, cosas así.
Barney
cogió la taza. Tenía un trazo naranja de yodo en un rasguño reciente que le
cruzaba el dorso de la mano.
—Cuando
se escapó, ¿pensaste alguna vez que iría a por ti?
Barney
meneó la cabezota.
—Una
vez me dijo que, siempre que fuera «factible», prefería comerse a los
maleducados. «Maleducados en sentido amplio», los llamó.
Barney
rió, cosa rara en él. Tenía los dientes pequeños como los de un niño, y en su
regocijo había algo de perverso, como en la alegría de un bebé cuando
embadurna de papilla la cara de un familiar embelesado.
Starling
se preguntó si no habría estado encerrado con los majaras más tiempo de la
cuenta.
—Y
tú, ¿qué? ¿Tuviste miedo cuando se escapó? ¿Pensaste que iría a buscarte? —le
preguntó Barney.
—No.
—¿Por
qué?
—Porque
me dijo que no lo haría.
Por
extraño que parezca, ambos encontraban la respuesta completamente
satisfactoria.
Les
trajeron los huevos. Los dos estaban hambrientos y comieron sin decir palabra
durante unos minutos. Luego, Starling decidió ir al grano.
—Barney,
cuando trasladaron a Memphis al doctor Lecter, te pedí que me dieras sus
dibujos y tú me los trajiste de la celda. ¿Qué pasó con todo lo demás, libros,
papeles...? En el hospital ni siquiera tienen su historial médico.
—Hubo
un follón de mil pares de cojones —Barney hizo una pausa para golpear la base
del salero contra la palma de la mano—. Ya sabes la que se armó en el hospital.
Me despidieron. Despidieron a un montón de gente, y todo se desperdigó por
ahí. Cualquiera sabe...
—¿Perdona?
—dijo Starling—. Con todo este jaleo creo que no te he oído bien. Anoche
descubrí que el ejemplar del Dictionnaire
de cuisine de Alejandro Dumas con anotaciones del doctor Lecter fué vendido
en una casa de subastas de Nueva York hace dos años. Lo adquirió un
coleccionista particular por dieciséis mil dólares. La declaración jurada de
propiedad que presentó el vendedor estaba firmada por un tal Cary Phlox.
¿Conoces a Cary Phlox, Barney? Espero que sí, porque tiene la misma letra que
quien redactó tu solicitud de ingreso en el hospital en el que ahora trabajas,
sólo que firma «Barney». Ese Cary también hizo tu declaración de la renta.
Perdona que no oyera lo que has dicho antes. ¿Puedes repetirlo, por favor?
¿Cuánto te dieron por el libro, Barney?
—Unos
diez —respondió él mirándola fijamente.
Starling
asintió.
—El
recibo dice que fueron diez quinientos. Y por la entrevista con el Tattler cuando Lecter se escapó, ¿cuánto
conseguiste?
—Quince
de los grandes.
—Vale.
Me alegro por ti. Toda la mierda que les contaste era pura invención.
—Sabía
que a él no le importaría. Se habría sentido decepcionado si no los hubiera
puteado un poco.
—El
ataque a aquella enfermera, ¿fue antes de que trabajaras en el hospital?
—Sí.
—Le
dislocaron un hombro.
—Eso
creo.
—¿Le
hicieron alguna radiografía?
—Es
de suponer que sí.
—Quiero
esa radiografía.
—Ummmm.
—He
descubierto que los autógrafos de Lecter están divididos en dos grupos. Los
escritos con tinta, anteriores a su encarcelamiento, y los hechos con lápices
de colores o rotulador en el manicomio. Los hechos con lápices son los que más
valen, pero supongo que ya lo sabes. Barney, creo que tú tienes todo ese
material y piensas sacarlo al mercado de los coleccionistas poco a poco,
durante años.
Barney
se encogió de hombros, pero no soltó prenda.
—Creo que estás esperando a que el doctor vuelva a estar
en el candelero ¿Qué pretendes, Barney?
—Ver
todos los Vermeer del mundo antes de morirme.
—¿Hace
falta que te pregunte quién te inició en Vermeer?
—Hablábamos
de muchas cosas en plena noche.
—¿Hablasteis
de lo que le hubiera gustado hacer de estar libre?
—No.
Al doctor Lecter no le interesan las hipótesis. No cree en los silogismos, ni
en las síntesis, ni en ningún absoluto.
—¿En
qué cree?
—En
el caos. Tiene la ventaja de que no necesitas tener fe. Es evidente por sí
mismo.
Starling
prefirió seguirle la corriente por el momento.
—Lo
dices como si creyeras en ello —le dijo—, pero tu trabajo en el Hospital
Psiquiátrico de Baltimore consistía precisamente en mantener el orden. Eras el
celador jefe. Tú y yo estamos en el negocio del orden. De hecho el doctor
Lecter nunca escapó a tu vigilancia.
—Eso
ya te lo he explicado.
—Porque
nunca bajaste la guardia. Aunque, en cierto sentido, fraternizarais...
—No
fraternicé con él —la cortó Barney—. El no es hermano de nadie. Hablábamos de
temas que nos interesaban a los dos. Por lo menos, me interesaron a mí cuando
empecé a descubrirlos.
—¿Alguna
vez se burló de ti porque no sabías algo?
—No.
¿Se burló de ti?
—No
—respondió para no herir a Barney, al comprender por primera vez que, si el
monstruo la había ridiculizado, debía tomárselo en parte como un cumplido—. Y
habría podido burlarse de mí si hubiera querido. ¿Sabes dónde están todas esas
cosas, Barney?
—¿Dan
alguna recompensa al que las encuentre?
Starling
dobló su servilleta de papel y la puso bajo el borde del plato.
—La
recompensa es que no te acusaré de obstrucción a la justicia. Ya te di una
oportunidad cuando pusiste un micrófono en mi escritorio del hospital.
—Aquel
micrófono era del difunto doctor Chilton.
—¿Difunto?
¿Cómo sabes que Chilton es un «difunto»?
—Si
no es eso, es que lleva siete años de retraso —dijo Barney—, Y yo no lo
esperaría para la hora de la cena. Déjame preguntarte algo: ¿con qué te
conformarías, agente especial Starling?
—Quiero
ver la radiografía. Necesito la radiografía. Si hay libros de Lecter, quiero
echarles un vistazo.
—Supongamos
que diéramos con el material. ¿Qué pasaría después?
—Bueno,
la verdad es que no estoy segura. El fiscal podría incautarse de todo y
considerar los objetos pruebas en la investigación de la huida. Luego criarían
moho en su enorme depósito de pruebas. Si examino el material y no descubro
nada útil en los libros, y lo hago constar, tú podrías alegar que te los regaló
el propio doctor Lecter. Ha permanecido in
absentia siete años, de forma que podrías reclamarlos por la vía civil. No
tiene parientes conocidos. Y yo recomendaría que cualquier material inocuo te
fuera devuelto. Debes saber que mi recomendación estaría al final de la cola.
Y es poco probable que te devolvieran la radiografía o el historial médico,
puesto que el doctor Lecter no era quién para dártelos.
—¿Y
si te dijera que no tengo ese material?
—A
quien lo tuviera le costaría horrores venderlo, porque expediríamos una orden
de búsqueda y haríamos saber al mercado que requisaríamos cualquier objeto y
perseguiríamos a quien fuera por recepción y posesión. Y yo pediría una orden
de registro de tu casa.
—Ahora
que has averiguado dónde está mi casa.
—Lo
que puedo asegurarte es que si devuelves el material, nadie te reprochará
haberlo cogido, sobre todo teniendo en cuenta lo que le habría ocurrido si lo
hubieras dejado en su sitio. Ahora, prometerte que te lo devolverán, no, eso
no puedo hacerlo. —A modo de puntuación, Starling se puso a rebuscar en su
bolso—. Sabes, Barney, tengo la sensación de que no has conseguido un título
porque quizá lleves algo arrastrando. No sé, tal vez tengas unos antecedentes
rodando por ahí. ¿Lo miramos? Quiero que sepas una cosa; nunca he intentado
averiguar si tenías una ficha, ni me he puesto a husmear en tu pasado.
—No,
sólo has estado fisgando en mi declaración de la renta y mi solicitud de
ingreso en el hospital, nada más. Estoy conmovido.
—Si
tienes antecedentes, el fiscal de esta jurisdicción podría hablar en tu favor,
y conseguir que se haga tabla rasa de tu historial.
—¿Has
acabado? —dijo Barney rebañando el plato con un trozo de pan—. Vamos a dar una
vuelta.
—He
visto a Sammie, ¿te acuerdas, el que ocupó la celda de Miggs? Sigue viviendo en
ella —dijo Starling una vez en la calle.
—Creía
que el hospital estaba condenado.
—Lo
está.
—¿Y
está siguiendo algún programa?
—No,
simplemente vive allí, a oscuras.
—Creo
que deberías avisar. Es diabético crónico, no aguantará mucho. ¿Sabes por qué
hizo Lecter que Miggs se tragara su propia lengua?
—Tengo
una ligera idea.
—Lo
mató por haberte ofendido. Ése fue el motivo inmediato. Pero no te sientas mal,
hubiera acabado haciéndolo de todos modos.
Dejaron
atrás el edificio de apartamentos donde vivía Barney y llegaron al jardín,
donde la paloma seguía dando vueltas alrededor del cadáver de su compañera.
Barney procuró espantarla haciendo aspavientos con las manos.
—Vete
de una vez —le dijo al pájaro—. Ya has guardado bastante luto. Si sigues dando
vueltas, acabará cazándote un gato.
La
paloma alzó el vuelo. No pudieron ver dónde se posaba.
Barney
recogió el cadáver de la otra. El cuerpo cubierto de suaves plumas se deslizó
fácilmente en su bolsillo.
—Sabes,
una vez el doctor Lecter habló de ti un poco. Puede que fuera la última vez que
hablé con él, o una de las últimas. Me lo ha recordado el pájaro. ¿Te gustaría
saber lo que dijo?
—Cómo
no —dijo Starling. El desayuno se le revolvió en el estómago, pero no estaba
dispuesta a dejarse acobardar.
—Estábamos hablando de los comportamientos hereditarios,
que no tienen vuelta de hoja. Puso como ejemplo los experimentos genéticos en
un tipo de pichones que giran sobre sí mismos durante el cortejo. Vuelan bien
alto y luego giran y giran hacia atrás, mientras se dejan caer hacia el suelo.
Los hay que hacen piruetas muy cerradas, y otros que las dan más abiertas. No
puedes cruzar dos de los primeros, porque las crias darían vueltas cayendo en
picado hasta estrellarse contra el suelo. Lo que dijo el doctor Lecter fue
esto: «La agente Starling es uno de esos pichones que giran como locos, Barney.
Esperemos que alguno de sus progenitores no lo fuera».
Starling
tenía que rumiar aquello.
—¿Qué
harás con el pájaro? —le preguntó.
—Desplumarlo
y comérmelo —contestó Barney—. Sube a casa y te daré la radiografía y los
libros.
Cuando
regresaba cargada con el enorme paquete hacia el hospital y el coche, Starling
oyó entre los árboles la patética llamada de la paloma viuda.
CAPÍTULO
13
Gracias
a la delicadeza de un loco y a la obsesión de otro, Starling había obtenido por
el momento lo que siempre había deseado, un despacho en el famoso pasillo
subterráneo de la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Conseguirlo de aquel
modo resultaba amargo.
Starling
nunca había imaginado que la fueran a destinar a la elitista Unidad de
Ciencias del Comportamiento nada más graduarse en la Academia del FBI; pero
siempre tuvo la convicción de que acabaría ganándose la plaza. Sin embargo,
sabía que debería pasar años en centros operativos antes de conseguirlo.
La
agente especial era buena en su trabajo, pero le faltaba mano izquierda para
los cabildeos de despacho; hasta pasados unos años no se dio cuenta de que
nunca llegaría a Ciencias del Comportamiento, por más que el jefe de la
unidad, Jack Crawford, también lo deseara.
El
motivo fundamental no se le hizo evidente hasta que, como un astrónomo que
localiza un agujero negro, descubrió la existencia de Paul Krendler, ayudante
del inspector general, por su influencia en los hombres que lo rodeaban. Aquel
hombre nunca le había perdonado que encontrara al asesino en serie Jame Gumb
antes que él, y no podía soportar la atención que la prensa había dedicado a la
novata.
En
cierta ocasión, Krendler la llamó a casa una lluviosa noche de invierno.
Starling cogió el teléfono envuelta en un albornoz, calzada con zapatillas de
Bugs Bunny y con el pelo envuelto en una toalla. Siempre se acordaría de la
fecha, porque era la primera semana de la operación Tormenta del desierto. Starling trabajaba por entonces como agente
técnico y acababa de volver de Nueva York, donde había dado el cambiazo a la
radio de la limusina de la delegación iraquí en las Naciones Unidas. La nueva
era idéntica a la anterior, salvo por el hecho de que las conversaciones
mantenidas en el interior del vehículo eran captadas por un satélite del Departamento
de Defensa. Había sido una jugada comprometida en el interior de un garaje
privado, y Starling todavía tenía los nervios de punta.
Por
un segundo, se le ocurrió la loca idea de que Krendler la llamaba para
felicitarla por haber hecho un buen trabajo.
Recordaba
la lluvia tamborileando en los cristales y la voz de Krendler en el auricular,
un tanto farfullante sobre un fondo de ruidos de bar.
Le
preguntó si podían verse y añadió que podía llegar en media hora. Krendler
estaba casado.
—Me
parece que no, señor Krendler —respondió Starling al tiempo que pulsaba el
botón de grabación del contestador automático. El aparato produjo el pitido
que exige la ley, y la comunicación se cortó.
Ahora,
pasados los años y sentada en el despacho que siempre había querido ganarse,
Starling escribió su nombre en un trozo de papel y lo pegó con celo en la
puerta. Como el rótulo no parecía serio, lo arrancó y lo arrojó a la papelera.
Había
una carta en su bandeja para el correo. Se trataba de un cuestionario del Libro Guinness de los récords, que
quería incluirla en sus páginas como el agente del orden de sexo femenino que
más criminales había matado en la historia de Estados Unidos. Empleaban el
término «criminales», le explicaba el editor, con todas las de la ley, dado que
todos los fallecidos habían cometido múltiples delitos mayores, y sobre tres
de ellos pesaban órdenes de busca y captura que se salían de lo habitual. El
cuestionario fue a hacer compañía al rótulo con su nombre.
Llevaba
dos horas tecleando en la mesa auxiliar del ordenador y apartándose mechones
sueltos de la cara cuando Crawford llamó a la puerta con los nudillos y asomó
la cabeza al interior del despacho.
—Ha
llamado Brian desde el laboratorio, Starling. La radiografía de Mason y la que
conseguiste de Barney coinciden. Es el brazo de Lecter. Van a digitalizarlas y
compararlas, pero según él no hay duda posible. Incluiremos los datos en el
archivo VICAP de Lecter.
—¿Qué
hacemos con Mason Verger?
—Le
diremos la verdad —dijo Crawford—. Los dos sabemos que él no compartirá nada
más con nosotros a no ser que le demos algo que no puede conseguir por sus
propios medios. Y si intentamos tomarle la delantera en Brasil en este momento,
lo echaremos todo a perder.
—Usted
me dijo que no hiciera nada, y eso he hecho.
—Entonces,
¿qué estabas haciendo, jugando con el ordenador?
—La
radiografía le llegó a Mason por DHL Express. La mensajería retuvo el código
de barras, la etiqueta de información y el lugar en que se hicieron cargo del
envío. El hotel Ibarra, en Río de Janeiro —Starling levantó una mano para
adelantarse a una interrupción—. Hasta ahora sólo he utilizado fuentes de Nueva
York. No he hecho ninguna pesquisa en Brasil.
»Mason
hace sus llamadas telefónicas, o muchas de ellas, a través de la centralita de
una agencia de apuestas deportivas de Las Vegas. Imagínese la cantidad de
llamadas que mueven.
—No
sé si atreverme a preguntar cómo has averiguado todo eso.
—Sin
salirme de la legalidad —respondió Starling—. Bueno, casi. Pero no dejé ningún
micrófono en su casa. Tengo los códigos para acceder a su cuenta telefónica,
eso es todo. Todos los agentes técnicos los tienen. Mire, podríamos acusarlo
de obstrucción a la justicia. Con sus influencias, ¿cuánto tiempo tendríamos
que suplicar hasta conseguir una orden que nos permitiera tenderle una trampa?
Y en caso de que lo condenaran, ¿de qué nos serviría? Ahora bien, está usando
una correduría de apuestas deportivas.
—Comprendo
—dijo Crawford—. La Comisión para el Juego de Nevada podría pinchar el teléfono
o apretarles las tuercas a los de la correduría de apuestas para que nos dieran
la información que necesitamos, o sea, a quién van dirigidas las llamadas.
Starling
asintió.
—Ya
ve que he dejado tranquilo a Mason, tal como me ordenó.
—Sí,
ya lo veo —dijo Crawford—. Puedes decirle a Mason que esperamos ayuda de la
Interpol y de la embajada brasileña. Dile que necesitamos mandar gente allí y
empezar a organizar la extradición. Lo más probable es que Lecter haya cometido
crímenes en Sudamérica, así que más vale que pidamos la extradición antes de
que la policía de Rio empiece a hojear sus propios ficheros empezando por la ce
de «canibalismo». Si es que está en Sudamérica. Starling, ¿no te enferma hablar
con Mason?
—No
tengo más remedio que acostumbrarme. Usted me proporcionó una buena
introducción a la materia cuando encontramos aquel «flotador» en Virginia
Occidental. ¿Cómo puedo hablar así, «aquel flotador»? Era un ser humano, y se
llamaba Fredericka Bimmel; y sí, Mason me enferma. Hay un montón de cosas que
me enferman últimamente, Jack.
Sorprendida
de sí misma, Starling se quedó callada. Hasta aquel momento nunca se había
dirigido al jefe de unidad Jack Crawford por su nombre de pila ni había tenido
intención de llamarlo «Jack», y haberlo hecho la asombraba. Estudió el rostro
del hombre, un rostro que tenía fama de inescrutable.
Crawford
asintió con una sonrisa triste que más parecía una mueca.
—A
mí también, Starling. ¿Quieres un par de tabletas de Pepto-Bismol para
tomártelas antes de hablar con Mason?
Mason
Verger no se molestó en ponerse al teléfono. Un secretario agradeció a
Starling el mensaje y dijo que su jefe le devolvería la llamada. Pero Verger no
se puso en contacto con ella personalmente. Para aquel hombre, que estaba
varios puestos por encima de Starling en la lista de notificaciones, la
comprobación de la radiografía ya no era una novedad.
CAPÍTULO
14
Mason
supo que su placa radiográfica correspondía al brazo del doctor Lecter bastante
antes que Starling, porque sus fuentes del Departamento de Justicia eran
mejores que las de la agente especial.
Mason
recibió un e-mail firmado «Token287».
Era la segunda contraseña empleada por el ayudante para el Comité Judicial de
la Cámara de Representantes del congresista Parton Vellmore. A su vez, en la oficina
de Vellmore se había recibido un e-mail
procedente de Cassiusl99, la segunda contraseña de Paul Krendler en el Departamento
de Justicia.
La
confirmación había puesto a Mason en un estado de gran agitación. Aunque no
creía que Lecter estuviera en Brasil, la radiografía probaba que el doctor
tenía en la actualidad el número normal de dedos en la mano izquierda. Ese dato
corroboraba una nueva pista sobre su paradero procedente de Europa. Mason
estaba convencido de que la información provenía de alguien que trabajaba en
las fuerzas del orden italianas, y era el rastro más sólido de Lecter en los
últimos años.
Mason no tenía intención de compartir aquella pista con el
FBI. Gracias a siete años de esfuerzos sostenidos, acceso a archivos federales
reservados, distribución exhaustiva de pasquines, libertad respecto a
restricciones internacionales y enormes sumas de dinero, Mason había tomado la
delantera al FBI en la persecución de Lecter. Sólo compartía información con el
Bureau cuando necesitaba explotar sus recursos.
Para
guardar las apariencias, ordenó a su secretario que atosigara a Starling con
llamadas para interesarse por el desarrollo de la investigación. La agenda
informática de Mason obligó al secretario a llamarla al menos tres veces al
día.
Mason
giró inmediatamente cinco mil dólares a su informante de Brasil para que
siguiera la pista de la radiografía. El fondo para gastos que envió a Suiza era
mucho mayor, y estaba dispuesto a aumentarlo en cuanto recibiera informes
consistentes.
Estaba
casi seguro de que su fuente europea había localizado a Lecter, pero le habían
dado gato por liebre muchas veces y estaba escarmentado. Pronto tendría pruebas
tangibles. Hasta entonces, para aliviar la agonía de la espera, Mason se ocupó
de lo que ocurriría cuando el doctor estuviera en su poder. Las disposiciones
necesarias también habían requerido su tiempo, porque Mason era un estudioso
del sufrimiento...
Las
elecciones de Dios a la hora de infligir dolor no nos resultan satisfactorias
ni comprensibles, a no ser que aceptemos que la inocencia lo ofende. Es
evidente que necesita ayuda para encauzar la furia ciega con que flagela a la
Humanidad.
Mason
acabó comprendiendo el papel que le correspondía en el plan divino durante el
duodécimo año de su parálisis, cuando ya no era más que una piltrafa que apenas
abultaba bajo las sábanas y supo que no volvería a levantarse. Su anexo en la
mansión de Muskrat Farm estaba acabado y disponía de medios, aunque no
ilimitados, porque el patriarca de la familia, Molson Verger, seguía llevando
las riendas.
Eran
las Navidades del año en que Lecter escapó. Vulnerable a los sentimientos que
suelen provocar las Navidades, Mason lamentaba con amargura no haber dispuesto
lo necesario para que Lecter fuera asesinado en el manicomio. Sabía que,
dondequiera que se encontrara, el doctor Lecter estaría moviéndose a su antojo
y, casi con toda seguridad, pasándoselo en grande.
Mientras
tanto, él yacía bajo un respirador, cubierto de los pies a la cabeza con una
manta suave y vigilado por una enfermera que se moría de ganas por sentarse. Le
habían traído en autobús a un grupo de niños pobres para que cantaran
villancicos. Con permiso del médico, le abrieron brevemente las ventanas al
aire fresco y, bajo ellas, con velas en la mano, los niños cantaron.
En
la habitación de Mason, las luces estaban apagadas y, en el cielo oscuro sobre
la granja, las estrellas parecían muy cercanas.
Pueblecito de Belén, ¡qué tranquilo pareces!
Qué tranquilo pareces,
qué tranquilo pareces.
La
letra del villancico parecía burlarse de Mason. «¡Qué tranquilo pareces,
Mason!»
Asomadas
a su ventana, las estrellas navideñas guardaban un silencio opresivo. Las
estrellas no le contestaban cuando alzaba hacia ellas su ojo encapsulado y
suplicante, ni cuando intentaba hacer un gesto en su dirección con los dedos
que podía mover. Mason se sentía incapaz de respirar. Si se estuviera
asfixiando en el espacio, pensó, lo último que vería serían esas mismas
estrellas, hermosas pero mudas y sin atmósfera. Se estaba ahogando, pensó, su
respirador no conseguía mantener el ritmo, tenía que esperar para respirar las
líneas de sus constantes vitales, verdes como el árbol de Navidad, pequeños y
puntiagudos abetos en el bosque nocturno de los monitores. Las agujas de sus
latidos, las agujas de la sístole, las agujas de la diástole.
La
enfermera se asustó, y a punto estuvo de pulsar el timbre de la alarma y
administrarle adrenalina.
La
burla del villancico, «Qué tranquilo pareces, Mason».
Aquellas
Navidades recibió la iluminación. Antes de que la enfermera pulsara el timbre
o le aplicara medicación, las primeras y ásperas cerdas de su venganza rozaron
su pálida mano, que buscaba ansiosa como el fantasma de un cangrejo, y
consiguieron calmarlo poco a poco.
En
las comuniones navideñas de todo el mundo, los fieles creen que, a través del
milagro de la transubstanciación, toman la sangre y la carne del propio Cristo.
Mason empezó a hacer los preparativos para una ceremonia aún más impresionante,
en la que la transubstanciación sería innecesaria. Comenzó los preparativos
que permitirían comerse vivo al doctor Hannibal Lecter.
CAPÍTULO
15
Mason
había recibido una educación insólita, pero perfecta para el futuro al que su
padre lo destinaba y para la tarea que ahora tenia ante sí.
De
niño lo matricularon en un internado al que su padre hacía generosas
aportaciones de dinero y en el que hacían la vista gorda ante las frecuentes
ausencias de Mason. Durante semanas era Verger padre quien se ocupaba de la
educación de su hijo, que lo acompañaba a los corrales y mataderos sobre los
que la familia había cimentado su fortuna.
Molson
Verger había sido un pionero en varias áreas del negocio de la carne, en
especial en la económica. Sus primeros experimentos para abaratar la
alimentación de los animales eran comparables a los de Batterham cincuenta años
antes. Molson Verger adulteraba la comida de los cerdos con piensos fabricados
a partir de las cerdas de los propios animales, plumas de pollo y estiércol en
una medida insólita para aquella época. Muchos pensaron que era un soñador
chiflado cuando en los años cuarenta suprimió el agua fresca a sus cerdos y la
sustituyó por «licor de cloaca», un líquido elaborado con residuos fermentados
de los animales, para acelerar el engorde. Las risas se helaron al ver cómo se
multiplicaban sus beneficios, y sus competidores se apresuraron a imitarlo.
El
liderazgo de Molson Verger en la industria de la carne no se detuvo ahí.
Combatió con arrojo y con sus propios fondos el Acta de Derechos de los
Animales, ateniéndose siempre al punto de vista estrictamente económico, y
consiguió que el mareaje en la cara siguiera siendo legal, aunque le costó
caro en cuanto a compensaciones legislativas. Con Mason a su lado, supervisó
experimentos a gran escala para resolver los problemas de estabulación, y
consiguió determinar cuánto tiempo se podía mantener a los animales sin agua
ni comida antes de sacrificarlos sin pérdidas de peso significativas.
Fueron
investigaciones genéticas patrocinadas por los Verger las que consiguieron que
las crías de cerdo belga nacieran con doble musculatura, salvando al mismo
tiempo el inconveniente de la pérdida de líquidos que había hecho fracasar a
los belgas. Molson Verger compraba sementales en todo el mundo, y patrocinaba
varios programas de cría en el extranjero.
Pero
los mataderos son básicamente un negocio humano, cosa que nadie comprendía
mejor que Molson. Consiguió meter en cintura a los líderes de los sindicatos
cuando pretendieron participar en los beneficios con reivindicaciones sobre
aumentos de sueldo y mejoras en la seguridad. En este terreno, sus sólidas
relaciones con el crimen organizado le fueron muy útiles durante treinta años.
En
aquella época Mason era muy parecido a su padre. Las mismas cejas negras y
brillantes sobre unos ojos azul pálido de carnicero, y la misma línea baja en
el nacimiento del cabello, ligeramente oblicua de derecha a izquierda. Molson
Verger solía coger afectuosamente la cabeza de su hijo y sopesarla entre las
manos, como si quisiera confirmar su paternidad a través de los rasgos
fisonómicos, del mismo modo que hubiera cogido la cabeza de un cerdo para
averiguar, por la simple estructura de los huesos, su dotación genética.
Mason
fue un alumno aventajado e, incluso después de que sus lesiones lo redujeran a
permanecer en la cama, era capaz de tomar atinadas decisiones empresariales que
sus subordinados convertían en hechos. Fue idea de Mason hijo conseguir que el
gobierno de Estados Unidos y las Naciones Unidas hicieran sacrificar todos los
cerdos nativos de Haití, alegando el peligro de que propagaran la peste porcina
africana. A continuación, vendió al gobierno haitiano magníficos cerdos
blancos americanos para reemplazar a los autóctonos. Los enormes y delicados
animales, enfrentados a las condiciones de vida de Haití, murieron en un visto
y no visto, y hubieron de ser reemplazados una y otra vez con ejemplares de las
pocilgas de Mason, hasta que los haitianos optaron por importar los pequeños y
resistentes chanchos de la República Dominicana.
Ahora,
tras una vida de aprendizaje y experiencia, mientras ideaba los instrumentos
de su venganza, Mason se sentía como debió de sentirse Stradivarius al
acercarse a su mesa de trabajo.
¡Qué
tesoros de información y recursos atesoraba Mason en aquella calavera sin
rostro! Acostado en su cama, componiendo mentalmente como Beethoven, el sordo
genial, recordaba sus visitas a las ferias porcinas acompañando a su padre para
estudiar a la competencia. Se acordaba de la pequeña navaja de plata de Molson
Verger, siempre dispuesto a sacarla del chaleco y clavarla en el culo de un
ejemplar para comprobar la profundidad de la grasa, tras lo cual se alejaba de
los chillidos ultrajados del animal como si tal cosa, demasiado digno para que
nadie se atreviera a echárselo en cara, con la navaja abierta en el bolsillo y
el pulgar marcando la medida en la hoja.
Si
hubiera tenido labios, Mason habría sonreído al recordar a su padre apuñalando
a un cerdo de concurso que creía que todo el mundo era amigo, y haciendo llorar
al hijo de su dueño. El padre había aparecido hecho una furia, y los matones de
Molson se lo habían llevado fuera de la carpa. Sí, aquéllos habían sido buenos
tiempos, llenos de diversión.
En
las ferias, Mason había visto cerdos de lo más exótico, procedentes de todos
los rincones del mundo. Para su propósito actual, había hecho una selección de
lo mejor que conocía.
Mason
inició su programa de cría inmediatamente después de su iluminación navideña, y
eligió para llevarlo a cabo una pequeña granja de cría que los Verger poseían
en Cerdeña. Había elegido aquel lugar por su lejanía y porque se encontraba en
Europa.
Mason
creía, y no se equivocaba, que la primera escala del doctor Lecter tras su
huida de Estados Unidos había sido Sudamérica. Sin embargo, estaba convencido
de que un hombre con los gustos de Lecter acabaría por asentarse en Europa; por
ese motivo, ningún año dejaba de mandar investigadores al Festival de Salzburgo
y a otros acontecimientos culturales.
Esto
es lo que Mason envió a sus empleados de Cerdeña para que pusieran a punto el
escenario de la muerte del doctor Lecter:
El
cerdo gigante de los bosques, Hylochoerus
meinertzhageni, con seis tetas y treinta y ocho cromosomas, es un omnívoro
oportunista que, como el hombre, no hace ascos a ningún manjar. Alcanza los
dos metros de largo en las familias de las tierras altas y pesa alrededor de
doscientos setenta y cinco kilos. Este animal aportaría la nota básica al
experimento genérico de Mason.
El
clásico jabalí europeo, Sus scrofa scrofa,
con treinta y seis cromosomas en su forma más pura, sin verrugas faciales,
todo cerdas y enormes colmillos adaptados para desgarrar es un animal rápido y
feroz capaz de matar una víbora con sus afiladas pezuñas y comérsela como si
fuera una longaniza. Cuando se siente hostigado, está en celo o tiene que
proteger a sus jabatos, carga contra cualquier cosa que considere una amenaza.
Las hembras tienen doce tetas y son unas madres excelentes. En el S. scrofa scrofa, Mason había
encontrado el tema principal de su sinfonía y el aspecto facial apropiado para
proporcionar al doctor Lecter una última e infernal visión de su propia
muerte. (Véase Harris, Sobre el cerdo,
1881.)
Había
adquirido el cerdo de la isla de Ossabaw por su agresividad, y el Jiaxing
negro por sus altos niveles de estradiol.
Incurrió
en una nota falsa al incluir al babirusa, Babyrussa
babyrussa, oriundo de Indonesia oriental y conocido como «cerdo-ciervo» por
la extraordinaria longitud de sus colmillos. Se reproduce con lentitud, tiene
tan sólo dos tetas y, con sus cien kilos de peso, supuso una reducción
inadmisible del tamaño. Pero el experimento no sufrió retrasos, pues había
lechigadas paralelas en las que el babirusa no había tenido participación.
En
cuanto a la dentición, Mason no tenía mucho donde elegir. Casi todas las clases
tenían dientes adecuados para el cometido que deberían cumplir: tres pares de
afilados incisivos, un par de bien desarrollados caninos, cuatro pares de
premolares y tres pares de trituradores molares, tanto arriba como abajo, lo
que hacía un total de cuarenta y cuatro piezas dentales.
Cualquier
cerdo es capaz de devorar el cadáver de un hombre, pero para conseguir que se
lo coma vivo es necesario cierto adiestramiento. Los sardos de Mason estaban a
la altura de la tarea.
Al
cabo de siete años de esfuerzos y un sinnúmero de ventregadas, los resultados
eran... notables.
CAPÍTULO
16
Con
todos los actores excepto el doctor Lecter presentes en las montañas sardas de
Gennargentu, Mason se ocupó a continuación de aprestar los medios que le
permitirían dejar constancia de la muerte del doctor para la posteridad y para
su propio placer visual. Había tomado las disposiciones fundamentales hacía
tiempo; ahora bastaba con dar la voz de alerta.
Llevó
a cabo tan delicadas gestiones por teléfono, a través de la centralita de la
agencia legal de apuestas cercana al Castaways de Las Vegas. Sus llamadas eran
diminutos hilos imperceptibles en el entramado de febril actividad que se
apoderaba de aquel sitio durante los fines de semana.
La
profunda voz de Mason, despojada de oclusivas y fricativas, viajó desde la
reserva forestal próxima a la costa de Chesapeake hasta el desierto, y desde
allí atravesó el Atlántico para hacer una primera escala en Roma.
En
un apartamento del séptimo piso de un edificio de la Via Archimede, detrás del
hotel del mismo nombre, sonó el áspero ring-ring de un teléfono italiano. En la
oscuridad, voces soñolientas:
—Cosa? Cosa c'é?
—Accendi la luce, idiota.
La lámpara de la mesilla iluminó el cuarto. En la cama
había tres personas. El joven que estaba en el lado del teléfono levantó el
auricular y se lo pasó al grueso hombre maduro acostado en el centro. En el
otro lado de la cama una rubia veinteañera alzó la cara soñolienta hacia la luz
y volvió a hundirla en el almohadón.
—Pronto, chi? Chi parla?
—Oreste,
querido, soy Mason.
El
individuo obeso se espabiló del todo y le señaló al joven un vaso de agua
mineral.
—¡Ah,
Mason, amigo mío! Perdóname, estaba dormido. ¿Qué hora es ahí?
—Es
tarde en todas partes, Oreste. ¿Recuerdas lo que dije que haría por ti y lo que
tú tenías que hacer por mí?
—Sí,
sí... Claro.
—Pues ha llegado el momento. Ya sabes lo que quiero.
Quiero dos cámaras, quiero mejor calidad de sonido que la de tus películas
porno, y tienes que conseguir tu propia electricidad, porque quiero que el
generador esté bien lejos del lugar de rodaje. Quiero unos planos bonitos de
naturaleza para cuando hagamos el montaje, y cantos de pájaros. Quiero que te
encargues de la localización de exteriores mañana mismo y que lo tengas todo a
punto. Puedes dejar el equipo allí, yo me encargo de la seguridad. Luego
vuelves a Roma hasta el momento del rodaje. Pero estáte listo para salir cagando
leches antes de dos horas en cuanto te avise. ¿Lo has entendido todo, Oreste?
Tienes un cheque esperándote en el Citibank. ¿De acuerdo?
—Mason,
en estos momentos estoy rodando...
—¿Quieres
hacer esto, Oreste? ¿No dijiste que estabas harto de hacer películas de
folleteo, snuff y rollos históricos
para la RAI? ¿Es que ya no quieres hacer una película de las de verdad, Oreste?
—Claro
que sí, Mason.
—Entonces,
sal por la mañana. El dinero está en el Citibank. Quiero que vayas allí.
—¿Adonde,
Mason?
—A
Cerdeña. Volarás a Cagliari, allí irán a recogerte.
La
siguiente llamada fue a Porto Torres, en la costa oriental de Cerdeña. La
comunicación fue escueta. No había gran cosa que decir, puesto que la
maquinaria de aquel lugar estaba lista hacía tiempo y era tan eficaz como la
guillotina portátil de Mason. También era más higiénica, ecológicamente
hablando, aunque no tan rápida.
II
FLORENCIA
CAPÍTULO
17
Es
de noche y los focos, hábilmente dispuestos, iluminan los edificios y
monumentos del casco antiguo de Florencia.
En
la oscura Piazza della Signoria, el Palazzo Vecchio se eleva inundado de luz,
majestuoso y medieval con sus parteluces góticos, sus almenas como dientes de
una calabaza de Halloween, y el campanario clavándose en el cielo negro.
Los
murciélagos cazarán los mosquitos atraídos por la resplandeciente cara del
reloj hasta el amanecer, cuando las golondrinas alcen el vuelo sobresaltadas
por las campanas.
Rinaldo
Pazzi, inspector jefe de la Questura, con la negra gabardina contra las
estatuas de mármol congeladas en el acto de violar o asesinar, emergió de las
sombras de la Loggia y cruzó la plaza volviendo el pálido rostro como un
girasol hacia el palacio iluminado. Se detuvo en el lugar en que el reformador
religioso Savonarola había ardido en la hoguera y alzó la vista hacia las
ventanas bajo las que su propio antepasado sufriera martirio.
De
una de aquellas altas ventanas habían arrojado a Francesco de' Pazzi, desnudo y
con un nudo corredizo en torno al cuello, para que muriera contorsionándose y
girando como un pelele contra los rugosos muros del palacio. El arzobispo que
pendía a su lado revestido con todos sus sagrados atavíos no supo
proporcionarle consuelo espiritual; con los ojos saliéndosele de las órbitas y
en el paroxismo de la asfixia, el santo varón clavó sus dientes en la carne de
Pazzi.
Toda
la familia Pazzi cayó en desgracia aquel domingo 26 de abril de 1478 por el
asesinato de Giuliano de' Medici y el intento de hacer lo mismo con Lorenzo el
Magnífico durante la misa en la catedral.
Ahora,
Rinaldo Pazzi, de aquellos famosos Pazzi, que odiaba al gobierno tanto como
hubiera podido odiarlo su antepasado, igualmente caído en desgracia y
abandonado por la fortuna, y esperando oír el silbido del hacha en cualquier
momento, se había acercado a aquel lugar para decidir la mejor manera de
aprovechar un singular golpe de suerte.
El
inspector jefe Pazzi creía haber descubierto que Hannibal Lecter vivía en
Florencia. Se le presentaba la oportunidad de recuperar su prestigio y recibir
todos los honores de su profesión capturando a aquel demonio. También podía
vendérselo a Mason Verger por más dinero del que nunca hubiera podido imaginar.
Si el sospechoso era realmente Lecter. Por supuesto, de hacer aquello, Pazzi
sabía que vendería también los últimos jirones de su honor.
Pazzi
no dirigía la división de investigación de la Questura por casualidad. Era un
individuo capacitado para su trabajo, y en otros tiempos un hambre de lobo lo
había empujado en pos del éxito profesional. También ostentaba las cicatrices
de un hombre que, cegado por la prisa y una ambición desmedida, había aferrado
su propio talento por el filo.
Había
elegido aquel lugar para decidir su propia suerte porque tiempo atrás había
experimentado en él unos instantes de iluminación que lo habían llevado a la
fama y arruinado después.
Pazzi
compartía el sentido de la ironía propio de sus compatriotas. Qué a propósito
resultó que la funesta revelación se hubiera producido bajo aquella ventana de
la cual el furioso fantasma de su antepasado quizá siguiera colgando,
balanceándose contra el muro.
En
aquel lugar siempre cabría la posibilidad de cambiar el destino de los Pazzi.
Fue
la cacería de otro asesino en serie, Il
Mostro, lo que hizo célebre a Pazzi, para convertirse más tarde en la
causa de que los cuervos le picotearan el corazón. La experiencia adquirida
entonces había hecho posible su reciente descubrimiento. Pero las últimas
consecuencias del caso de Il Mostro
habían dejado un regusto a ceniza en la boca del inspector jefe y estaban a
punto de empujarlo a una caza llena de peligros a espaldas de la ley.
Il Mostro, el
monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante
diecisiete años, en las décadas de los ochenta y los noventa. Asaltaba a los
amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región.
Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus
cuerpos un meticuloso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el
seno izquierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire extrañamente
familiar, una sensación de déjá vu.
El
Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto
la vez en que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales alemanes, al
parecer por error.
La
presión de la opinión pública sobre la Questura se hizo insoportable y provocó
el cese del predecesor de Rinaldo Pazzi. Cuando éste ocupó el puesto de
inspector jefe, se sintió como un hombre enfrentado a un enjambre de abejas,
con la prensa invadiendo su despacho al menor descuido y los fotógrafos apostados
en Via Zara, detrás de la central de la Questura, en el lugar por donde no
tenía más remedio que salir con su coche.
Los
turistas que visitaron Florencia en aquella época nunca olvidarían los
omnipresentes carteles en que un único ojo advertía a las parejas contra el
monstruo.
Pazzi
trabajó como un poseso.
Se
puso en contacto con la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI para que
le ayudaran a establecer el perfil psicológico del asesino, y leyó todo lo que
pudo conseguir sobre los métodos utilizados por el Bureau.
Puso
en marcha medidas preventivas, y así, en muchos de los escondites favoritos de
las parejas y en los lugares de citas de los cementerios había más policías
que enamorados en el interior de los coches. No había suficientes agentes
femeninos para cubrir los turnos de vigilancia. En la época calurosa las
parejas de agentes masculinos se turnaban para llevar peluca, y muchos tuvieron
que sacrificar el bigote. Pazzi predicó con el ejemplo y fue el primero en
afeitárselo.
El
Monstruo era cauteloso. Seguía golpeando, pero al parecer no necesitaba hacerlo
a menudo.
Pazzi
se dio cuenta de que el Monstruo había permanecido inactivo durante largos
periodos, el más prolongado de los cuales había durado ocho años, y se
concentró en ese hecho. Penosa, laboriosamente, exigiendo ayuda oficinesca de
cualquier departamento al que pudiera amenazar, confiscando el ordenador a su
sobrino para usarlo con el único de que disponían en la Questura, Pazzi elaboró
una lista de todos los delincuentes del norte de Italia cuyos periodos de
encarcelamiento coincidieran con los lapsos de inactividad criminal del
Monstruo. Eran noventa y siete.
El
inspector jefe se adueñó del viejo pero rápido Alfa Romeo GTV de un atracador
de bancos encarcelado y, haciendo más de cinco mil kilómetros en un mes, vio
personalmente a noventa y cuatro de los sospechosos e hizo que los
interrogaran. Los otros estaban incapacitados o muertos.
En
los escenarios de los crímenes apenas se habían recogido pruebas que
permitieran ir descartando sospechosos. Ni fluidos corporales ni huellas
dactilares del asesino.
Tan
sólo se había encontrado un casquillo de bala, en la escena del crimen cometido
en Impruneta. Era munición Winchester-Western del calibre 22 con el fulminante
alrededor de la base y marcas de extractor que encajaban con una pistola Colt
semiautomática, posiblemente una Woodsman. Las balas extraídas de todos los
cadáveres eran del mismo calibre y procedían de la misma pistola. No había
marcas que indicaran el empleo de un silenciador, pero tal posibilidad no podía
descartarse por completo.
Como
buen Pazzi, el inspector jefe era sobre todo ambicioso, y tenía una joven y
encantadora esposa con una boquita que no se cansaba de pedir. Los esfuerzos de
su marido arrebataron cinco kilos a su ya magra humanidad. Los miembros más
jóvenes de la Questura comentaban a sus espaldas su creciente parecido con el
Coyote de los dibujos animados.
Cuando
alguno de aquellos listillos manipuló el ordenador de la Questura para
conseguir que los rostros de los Tres Tenores se convirtieran en las jetas de
un burro, un cerdo y una cabra, Pazzi se quedó mirando la pantalla durante un
buen rato y le pareció que su propia cara se transformaba una y otra vez en la
del burro.
La
ventana del laboratorio de la Questura estaba adornada con una ristra de ajos
para mantener alejados a los malos espíritus. Después de haber visitado y
encerrado al último de los sospechosos sin obtener resultados, Pazzi se quedó
apoyado en el alféizar mirando al patio interior con desesperación.
Pensó
en su mujer, con la que había contraído matrimonio hacía poco, en sus esbeltos
y firmes tobillos y en el antojo que tenía en el nacimiento de la espalda.
Pensó en la forma en que sus pechos temblaban y se agitaban cuando se lavaba
los dientes, y en cómo se reía cuando lo sorprendía mirándola. Pensó en las
cosas que quería darle. La imaginó abriendo los regalos. Pensaba en su mujer en
términos visuales; aunque también era fragante y maravillosamente suave, lo
visual siempre acudía a su mente en primer lugar.
Consideró
la forma en que deseaba aparecer a sus ojos. Ciertamente no como el pelele de
la prensa que era en esos momentos. La central de la Questura en Florencia
ocupa un antiguo hospital psiquiátrico, y los caricaturistas estaban sacando
todo el partido posible a semejante circunstancia.
Pazzi
estaba convencido de que el éxito llega como resultado de la inspiración. Su
memoria visual era excelente y, como mucha gente cuyo sentido más agudo es la
vista, se imaginaba la iluminación como el desarrollo de una imagen que
aparecería borrosa al principio y se iría perfilando poco a poco. Reflexionaba
sobre la manera en que la mayoría de las personas buscamos los objetos
perdidos. Evocamos su imagen mental y la comparamos con lo que vemos a nuestro
alrededor, mientras renovamos la imagen muchas veces por minuto y la hacemos
girar en el espacio.
Al
cabo de unos días, un atentado terrorista con bomba detrás de la Galería de los
Uflizi reclamó la atención del público y la dedicación exclusiva de Pazzi por
un corto periodo.
Sin
embargo, aunque el importante caso de la bomba del museo exigía toda su
atención, las imágenes relacionadas con el Monstruo no se le iban de la cabeza.
Las veía periféricamente, como se mira alrededor de un objeto para distinguirlo
en la oscuridad. Su imaginación se detenía especialmente en la pareja
asesinada en la plataforma de un camión en Impruneta. El asesino había
dispuesto los cuerpos con esmero, cubriéndolos de pétalos y enmarcándolos con
una guirnalda de flores, y la chica tenía el pecho izquierdo al descubierto.
Cierta
tarde, Pazzi acababa de salir de la Galería de los Uffizi y estaba cruzando la
Piazza della Signoria cuando algo le llamó la atención al pasar junto al
tenderete de un vendedor de postales.
No
muy seguro del origen de la imagen, se detuvo justo en el lugar donde había
ardido Savonarola. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Los turistas
abarrotaban la plaza. Pazzi sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Puede
que todo estuviera tan sólo en su cabeza, la imagen, la sacudida... Volvió
sobre sus pasos e hizo el mismo recorrido.
Allí
estaba: un pequeño póster, cubierto de moscas y acartonado por la lluvia, de La Primavera de Botticelli. El cuadro
original se exponía a sus espaldas, en el museo. La Primavera. La ninfa enguirnaldada
a la derecha, con el pecho izquierdo al desnudo y flores asomándole por la
boca, mientras el pálido Céfiro alarga una mano hacia ella desde el bosque.
Allí estaba. La imagen de la pareja muerta en la plataforma
del camión, con la guirnalda de flores, con flores en la boca de la chica.
Exacto. Exacto.
Allí,
en el mismo lugar donde su antepasado se había asfixiado chocando contra el
muro, le iluminó la idea, la imagen maestra que andaba buscando, una imagen
creada quinientos años antes por Sandro Botticelli, el mismo artista que había
pintado por cuarenta florines el ahorcamiento de Francesco de' Pazzi en el
muro de la prisión de Bargello. ¿Cómo hubiera podido Pazzi resistirse a
semejante inspiración, teniendo un origen tan delicioso?
Necesitaba
sentarse. Todos los bancos estaban llenos. Se vio obligado a enseñar su placa
y hacer levantarse a un viejo cuyas muletas no vio hasta que el veterano de
guerra se alzó sobre su único pie y armó un escándalo de mil demonios.
La
agitación de Pazzi tenía dos motivos. Haber descubierto la imagen en que se
inspiraba el Monstruo era todo un éxito; pero había algo mucho más importante:
el inspector jefe había visto una reproducción de La Primavera durante los interrogatorios a los sospechosos.
Sabía
que era mejor no forzar la memoria; se recostó en el banco y dejó pasar los
minutos, invitando al recuerdo. Volvió a los Uffizi y se puso delante del
cuadro, pero no demasiado tiempo. Caminó hasta el mercado de la paja y acarició
el morro del jabalí de bronce conocido como Il Porcellino. Cogió el coche, condujo hasta el Ippocampo y,
apoyado contra la capota del polvoriento Alfa Romeo, con el olor del aceite
caliente del motor en la nariz, se quedó mirando a los chavales que jugaban al
fútbol.
Lo
primero que vio mentalmente fue la escalera y el rellano del primer piso, luego
la parte superior de la reproducción de La
Primavera apareciendo conforme subía los peldaños; se dio la vuelta
mentalmente y vio el marco del portal, pero nada de la calle, ningún rostro.
Experto
en los trucos de interrogatorio, se interrogó a sí mismo, procurando sacar
partido de sus cinco sentidos.
«Cuando
viste el póster, ¿qué oíste?... Pucheros hirviendo en una cocina de la planta
baja. Cuando llegaste al rellano y te paraste ante el póster, ¿qué oíste? La
televisión. Una televisión en una sala de estar. Robert Stack interpretando a
Eliot Ness en Los intocables. ¿Olía a
comida? Sí, a comida. Vi el póster... No, no me cuentes lo que viste, lo que viste
no me importa. ¿Oliste algo más? Seguía oliendo el Alfa, el interior
recalentado, tenía pegado a la nariz el olor a aceite caliente, caliente
porque... Raccordo, iba a toda
velocidad por la autopista de Raccordo... Pero ¿adonde? San Casciano. También oí
ladrar a un perro, en San Casciano... Un ladrón y violador que se llamaba
Girolamo no sé qué.»
El momento en que se establece la conexión, ese espasmo
sináptico de plenitud en que el pensamiento hace saltar los fusibles, es el
placer más intenso a que se pueda aspirar. Rinaldo Pazzi acababa de disfrutar
el mejor momento de su vida.
En
hora y media Pazzi tuvo a Girolamo Tocca bajo custodia. La mujer de Tocca
apedreó el pequeño convoy que se llevó a su marido.
CAPÍTULO
18
Tocca
era el sospechoso ideal. De joven había cumplido una condena de nueve años por
el asesinato de un hombre al que encontró abrazando a su novia al aire libre.
También había sido juzgado por abusos deshonestos a sus hijas y por violencia
doméstica, y había estado en la cárcel por violación.
La Questura casi destrozó la vivienda de Tocca intentando
encontrar pruebas. Al final fue el propio Pazzi quien, buscando por los
alrededores de la casa, halló la caja de munición, una de las pocas pruebas
físicas que pudo presentar el fiscal.
El
juicio causó sensación. Tuvo lugar en un edificio de alta seguridad llamado
«el bunker» donde se celebraban los juicios a los terroristas en los años
setenta, frente a las oficinas locales del periódico La Nazione. Los miembros del jurado, cinco hombres y cinco mujeres
sentados tras el cristal antibalas, condenaron a Tocca basándose, no en las
pruebas físicas, prácticamente inexistentes, sino en la personalidad del
acusado. La mayor parte del público lo creía inocente, pero muchos opinaban
que Tocca era un sinvergüenza cuyo sitio estaba en la cárcel. A sus sesenta y
cinco años, recibió una sentencia de cuarenta años en Volterra.
Los
siguientes meses fueron un sueño. Un Pazzi no había sido tan festejado en
Florencia desde hacía quinientos años, cuando Pazzo de' Pazzi regresó de la
primera cruzada trayendo piedras del Santo Sepulcro.
En
compañía del arzobispo, Rinaldo Pazzi y su hermosa mujer presenciaron desde el
Duomo la ceremonia tradicional del día de Pascua en la que aquellas mismas
piedras sagradas se usan para encender la mecha de la paloma-cohete que,
volando desde la catedral a lo largo de un alambre, hacía explotar un carro de
fuegos artificiales en medio del entusiasmo popular.
Los
periódicos se hicieron eco de las palabras con las que Pazzi atribuyó parte del
mérito a sus subordinados, que habían llevado a cabo un trabajo ímprobo. Se
entrevistaba a la señora Pazzi, espléndida con los modelos que los diseñadores
la animaban a ponerse, para pedirle consejo sobre la moda. Los invitaban a
tomar el té en las aburridas mansiones de los poderosos, y compartieron mesa
con un conde en su castillo lleno de armaduras.
Lo
animaron a emprender una carrera política, recibió elogios en el vocinglero
parlamento italiano y se le encomendó la tarea de encabezar los esfuerzos
italianos en la cooperación con el FBI norteamericano contra la Mafia.
Este
encargo, y una beca para estudiar y tomar parte en seminarios de criminología
en la Universidad de Georgetown, condujo a los Pazzi a Washington, D.C. El
inspector jefe pasó muchas horas en la Unidad de Ciencias del Comportamiento de
Quantico, y soñaba con crear una división similar en Roma.
Y de
pronto, al cabo de dos años, el desastre. En una atmósfera más calmada, un
tribunal de apelación exento de la presión del público aceptó revisar la
sentencia de Tocca. Pazzi tuvo que volver a casa para hacer frente a la
investigación. Los antiguos colegas que había dejado atrás lo esperaban con las
navajas abiertas.
Un
tribunal de apelación revocó la condena de Tocca y amonestó a Pazzi por
considerar verosímil que el policía hubiera manipulado las pruebas.
Sus
antiguos apoyos en las altas esferas le dieron la espalda como a un apestado.
Seguía ocupando un cargo importante en la Questura, pero estaba acabado y todos
lo sabían. El gobierno italiano es lento de reflejos, pero más pronto que tarde
el hacha silbaría sobre su cuello.
CAPÍTULO
19
Durante
la época amarga en que Pazzi esperaba la inminente caída del hacha, éste vio
por primera vez al hombre que los eruditos florentinos conocían como doctor
Fell...
Rinaldo
Pazzi ascendía por las escaleras del Palazzo Vecchio para cumplir una tarea
rutinaria, una de tantas que alguno de sus antiguos subordinados en la
Questura le encomendaba regodeándose al verlo humillado por la adversidad.
Mientras subía los peldaños a lo largo del muro cubierto de frescos, Pazzi no
veía más que las puntas de sus propios zapatos sobre el gastado mármol,
indiferente a las maravillas artísticas que lo rodeaban. Quinientos años antes,
su antepasado había subido, a rastras y sangrando, por aquella misma escalinata.
Al
llegar a un rellano, enderezó los hombros y se obligó a mirar los ojos de los
personajes que poblaban los frescos, algunos pertenecientes a su propia
familia. Podía oír el alboroto de las discusiones en el Salón de los Lirios del
piso superior, donde los directores de la Galería de los Uffizi y del Comitato
delle Belle Arti estaban reunidos en sesión plenaria.
La
misión de Pazzi para aquel día era la siguiente: había desaparecido el
veterano conservador del Palazzo Capponi. La opinión general era que el viejo
se había fugado con una mujer, con el dinero de alguien o con ambas cosas.
Había faltado a las cuatro últimas reuniones que la junta de la que dependía
celebraba una vez al mes en el Palazzo Vecchio.
Se
había designado a Pazzi para proseguir la investigación del caso. El inspector
jefe, que tras el atentado terrorista había sermoneado agriamente a aquellos
malencarados directores de los Uffizi y miembros del rival Comitato delle
Belle Arti por las deficiencias en la seguridad, se veía obligado en esa
ocasión a hacer acto de presencia en circunstancias muy distintas para
interrogarlos sobre la vida amorosa de un conservador. No era, desde luego,
plato de su gusto.
Los
dos comités formaban una asamblea desaforada y suspicaz; durante años ni
siquiera habían sido capaces de ponerse de acuerdo sobre un lugar de reunión,
ya que ambas partes se mostraban reacias a jugar en campo contrario. Como
solución intermedia, habían optado por juntarse en el magnífico Salón de los
Lirios del Palazzo Vecchio, convencidos de que la hermosa sala era el marco
apropiado para su propia eminencia y distinción. Una vez establecidos allí, se
negaron a reunirse en ningún otro sitio, incluso a pesar de que el Palazzo
Vecchio estaba sufriendo una de sus innumerables reformas y había andamios,
lonas y maquinaria por todas partes.
El
profesor Ricci, antiguo compañero de colegio de Rinaldo Pazzi, estaba en el
vestíbulo inmediato al salón con un ataque de estornudos provocado por el
polvo de la escayola. Cuando se recuperó lo suficiente, puso los llorosos ojos
en blanco y señaló hacia el salón.
—La sólita arringa —dijo—. Están
discutiendo, para no perder la costumbre. ¿Has venido por lo del conservador
del Capponi? Pues justamente están peleándose por el puesto. Sogliato lo quiere
para su sobrino. Pero los especialistas están impresionados con el interino que
contrataron hace unos meses, el doctor Fell. Están empeñados en que se quede.
Pazzi dejó a su amigo tanteándose los bolsillos en busca
de pañuelos de papel y entró en el histórico salón, famoso por su techo de
lirios de oro. Dos de los muros estaban cubiertos con lonas, lo que reducía el
eco de la trifulca.
El
nepotista, Sogliato, tenía la palabra, y la estaba usando a pleno pulmón:
—La
correspondencia de los Capponi se remonta al siglo XIII. El doctor Fell podría
sostener entre las manos, entre sus manos extranjeras, una nota del propio
Dante Alighieri. ¿La reconocería? Yo creo que no. Ustedes han examinado sus
conocimientos de italiano medieval, y no seré yo quien niegue que su dominio
del idioma es admirable. Para un straniero.
Pero ¿está familiarizado con las personalidades de la Florencia del
prerrenacimiento? Yo creo que no. ¿Qué ocurriría si diera con un escrito de...
de Guido Cavalcanti, por poner un ejemplo? ¿Lo reconocería? Yo creo que no.
¿Le importaría responder a eso, doctor Fell?
Rinaldo
Pazzi recorrió el salón con la mirada y no vio a nadie en quien pudiera
reconocer al doctor Fell, aunque había observado con detalle una fotografía del
individuo en cuestión hacía menos de una hora. Y no lo veía, porque el doctor
no estaba sentado con los demás. Primero oyó su voz y al cabo de un momento
consiguió localizarlo.
El
doctor Fell estaba de pie, completamente inmóvil junto a la gran escultura en
bronce de Judith y Holofernes, de espaldas al orador y al público. Empezó a
hablar sin darse la vuelta, de forma que era difícil decir de qué figura
procedía la voz: si de Judith, con la espada siempre a punto de abatirse sobre
el cuello del monarca ebrio; de Holofernes, cuya cabeza aferra la mujer por los
cabellos; o del doctor Fell, esbelto e inmóvil junto a las criaturas esculpidas
por Donatello. Su voz horadó la algarabía como un láser atravesando el humo, y
el académico gallinero acabó por guardar silencio.
—Cavalcanti
replicó públicamente al primer soneto de La
vita nuova, donde Dante describe el extraño sueño en que se le apareció
Beatrice Portinari —dijo el doctor Fell—. Es posible que también lo comentara
en privado. Si escribió a un Capponi, tuvo que ser a Andrea, a quien la
literatura interesaba mucho más que a sus hermanos —el erudito consideró
oportuno volverse hacia su público, después de haber hecho que todos salvo él
mismo se sintieran incómodos—. ¿Conoce ese soneto de Dante, profesor Sogliato?
¿Sabe a qué soneto me refiero? Fascinaba a Cavalcanti, y merece que le robe un
poco de su tiempo. Dice así:
Alma cautiva y corazón
gentil
dignos de esta razón,
vuestro avisado
consejo solicito y os
saludo
en el nombre de Amor,
que es nuestro dueño.
Pasado casi un tercio
de las horas
fijadas a la luz de las
estrellas,
Amor me visitó
súbitamente,
cuya esencia nombrar
aún me aterra.
Alegre me sentí al ver
en sus manos
mi corazón desnudo, y
en sus brazos
a mi dama dormida bajo
un lienzo.
Al fin la despertó y
del corazón
ardiente, humilde y
trémula comía;
luego se la llevó y
quedé llorando.
—Preste
atención a la naturalidad con que transforma el italiano coloquial en
instrumento poético, lo que él llamó vulgari
eloquentia:
Allegro mi sembrava
Amor tenendo
meo core in mano, e ne
le braccia avea
madonna involta en un
drappo dormendo.
Poi la svegliava, e
d'esto core ardendo
leí paventosa umilmente
posesa:
appresso gir lo ne
vedea piangendo.
Ni
el más testarudo de los florentinos hubiera podido resistirse a los versos de
Dante repercutiendo en los frescos de aquellos muros en el melodioso toscano
del doctor Fell. Primero con aplausos, luego con lacrimosos vítores, los
congregados proclamaron al erudito dueño y señor del Palazzo Capponi, mientras
Sogliato echaba chispas. Pazzi no hubiera sabido decir si la victoria
complacía al doctor, pues Fell había vuelto a darles la espalda. Pero Sogliato
no había dicho su última palabra.
—Si
nuestro querido colega es tan versado en Dante, que hable de Dante. Pero ante
el Studiolo —Sogliato musitó el nombre como si se tratara de la Inquisición—.
Que hable ante ellos extempore, el
próximo viernes, si es que puede.
El Studiolo, así llamado por el pequeño y decorado estudio
del Palazzo Vecchio donde celebraba sus reuniones, era un reducido y feroz
grupo de eruditos que había arruinado buen número de reputaciones académicas.
Prepararse para aparecer ante ellos se consideraba una tarea hercúlea, y
disertar en su presencia, un riesgo que pocos estaban dispuestos a arrostrar.
Un tío de Sogliato secundó la moción, un cuñado propuso que se votara y su
hermana se aprestó a registrar el resultado en las actas. Fue aprobada. En
principio, el puesto quedaba adjudicado al doctor Fell, que, no obstante, debería
obtener el visto bueno del Studiolo para conservarlo.
Los
profesores contaban al fin con un nuevo conservador para el Palazzo Capponi y
no echaban de menos al antiguo, de modo que las preguntas del desventurado
Pazzi sobre el desaparecido obtuvieron respuestas escuetas y desabridas. Pazzi
aguantó el tipo de forma admirable.
Como
buen investigador, Pazzi había considerado todas las circunstancias tratando de
descubrir un móvil. ¿Quién sacaba provecho de la desaparición del viejo
conservador? Se trataba de un solterón, un sabio tranquilo y respetado que
llevaba una vida ordenada. Tenía algunos ahorros, nada del otro mundo. Su única
posesión valiosa era su trabajo, que le concedía el privilegio de habitar el
ático del Palazzo Capponi.
Ahí
tenía al sustituto, recién elegido por la asamblea después de un escrupuloso
examen de sus conocimientos sobre historia de Florencia e italiano medieval.
Pazzi había estudiado su solicitud para el cargo y su ficha del Ministerio de
Sanidad.
Lo
abordó mientras los eruditos cerraban sus carteras y se disponían a marcharse
a sus casas.
—Doctor
Fell...
—¿Sí,
Commendatore?
El
flamante conservador era un individuo pequeño y pulcro. Llevaba unas gafas con
la mitad superior de las lentes ahumada, y un traje de excelente corte incluso
para Italia.
—Me
preguntaba si llegó usted a conocer a su predecesor.
Un
policía experimentado siempre tiene las antenas bien orientadas para captar la
longitud de onda del miedo. Pazzi, que observaba a Fell detenidamente, registró
una calma absoluta.
—No
llegué a conocerlo. He leído varias monografías suyas publicadas en la Nuova Antología.
El
toscano coloquial del doctor era tan fluido como el de su recitación. Si había
algún rastro de acento, Pazzi fue incapaz de identificarlo.
—Los
agentes que investigaron el caso con anterioridad registraron el palacio en
busca de cualquier nota, una carta de despedida, o de suicidio, pero no
encontraron nada. Si apareciera algo entre los papeles, cualquier cosa personal,
aunque le parezca insignificante, ¿tendrá la amabilidad de llamarme?
—Por
supuesto, Commendatore Pazzi.
—Sus
efectos personales, ¿siguen en el palacio?
—Guardados
en dos maletas, con un inventario.
—Mandaré...
Me pasaré por allí y los recogeré.
—¿Le
importaría llamarme antes, Commendatore?
Así podré desactivar el sistema de seguridad antes de que llegue y ahorrarle
tiempo.
«Este
tío está demasiado tranquilo. Lo normal es que yo le impusiera un poco de
respeto. Y quiere que le avise antes de ir.»
Los miembros
de la junta lo habían tratado con suficiencia. Eso ya no tenía remedio. Pero la
suficiencia de aquel individuo lo irritaba. Procuró pagarle con la misma
moneda.
—Doctor
Fell, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Siempre
que su deber se lo exija, Commendatore.
—Tiene
usted una cicatriz relativamente reciente en el dorso de la mano izquierda.
—Y
usted un anillo de casado relativamente nuevo en la suya. ¿La vita nuova? —el doctor Fell sonrió. Sus
dientes eran pequeños y muy blancos. En el instante de desconcierto de Pazzi,
que intentaba decidir si debía sentirse ofendido, el erudito alzó la mano izquierda
y añadió—: Síndrome del túnel carpiano, Commendatore.
La Historia es una profesión peligrosa.
—¿Por
qué no figura ese síndrome en el informe sanitario que presentó para trabajar
aquí?
—Tenía
la impresión, Commendatore, de que
las lesiones sólo son relevantes si se perciben ingresos por invalidez; no es
mi caso. Tampoco soy un inválido.
—Entonces
lo operaron en Brasil, su país de origen...
—No
ha sido en Italia, ni he recibido nada del gobierno italiano —respondió el
doctor Fell, como si creyera que esa respuesta era concluyente.
Se
habían quedado solos en el Salón de los Lirios. Pazzi se disponía a salir
cuando el doctor Fell lo llamó.
—Commendatore Pazzi...
El
nuevo conservador era una silueta negra contra los altos ventanales. Tras él,
en lontananza, se alzaba la cúpula del Duomo.
—¿Sí?
—Usted
es un Pazzi, de los famosos Pazzi, ¿me equivoco?
—No.
¿Cómo lo ha sabido?
Pazzi
hubiera considerado en extremo impropia cualquier alusión a las recientes
noticias de los periódicos.
—Se
parece usted a uno de los rostros de los medallones de Della Robbia en la
capilla de su familia en Santa Croce.
—Sí,
es Andrea de' Pazzi retratado como Juan el Bautista —dijo Rinaldo, con un punto
de orgullo en su corazón amargado.
Cuando
Pazzi abandonó el salón, su última imagen fue la extraordinaria quietud del
doctor Fell.
Muy
pronto tendría motivos para confirmarla.
CAPÍTULO
20
En
los tiempos que corren, cuando una exposición constante a la vulgaridad y la
lujuria han acabado por insensibilizarnos, resulta muy instructivo comprobar
qué nos sigue pareciendo perverso. ¿Qué puede golpear la costra purulenta que
cubre nuestras sumisas conciencias lo bastante fuertemente como para despabilar
nuestra atención?
En
Florencia cumplió este cometido la exposición llamada «Atroces instrumentos de
tortura», donde Rinaldo Pazzi volvió a encontrar al doctor Fell.
La
muestra, que presentaba más de veinte artilugios clasicos acompañados de una
documentación exhaustiva, había sido montada en el Forte di Belvedere, una
sobrecogedora fortaleza del siglo XVI construida por los Médicis para guardar
la muralla meridional de la ciudad. El acontecimiento atrajo a una muchedumbre
insólita; la excitación saltaba como una trucha en los pantalones de la concurrencia.
La
duración prevista inicialmente era de un mes; pero los «Atroces instrumentos
de tortura» permanecieron en cartel seis, durante los que igualaron la
concurrencia a los Uffizi y sobrepasaron la del museo del Palazzo Pitti.
Los
promotores, dos taxidermistas fracasados que habían sobrevivido hasta entonces
comiéndose las visceras de los animales que disecaban, se hicieron millonarios
y recorrieron Europa en triunfo con su espectáculo, embutidos en flamantes
trajes de etiqueta.
Los
visitantes acudieron de toda Europa, sobre todo en parejas, y aprovecharon la
amplitud del horario para desfilar entre los artefactos del dolor leyendo de
cabo a rabo su procedencia y funcionamiento en alguno de los cuatro idiomas de
los rótulos. Ilustraciones de Durero y otros artistas, así como documentación
de la época, ilustraron a las masas sobre materias como las excelencias del
suplicio de la rueda.
La
leyenda correspondiente rezaba así:
Los príncipes italianos preferían fracturar los
huesos de la víctima mientras ésta se encontraba todavía en el suelo,
colocando bloques de madera bajo los miembros, tal como muestra la imagen, y
haciendo pasar la rueda sobre las articulaciones. En cambio, en el norte de
Europa el método más habitual era atar al condenado o condenada a la rueda,
romperle los huesos con una barra de hierro y, finalmente, ensartar los
miembros en las púas que recorrían la circunferencia exterior de la rueda; las
fracturas proporcionaban la necesaria flexibilidad; la cabeza, que seguía
aullando, y el tronco se colocaban en el centro. Este sistema resultaba más
apropiado como espectáculo, pero la diversión podía acabar demasiado pronto si
algún hueso astillado alcanzaba el corazón del reo.
La
exposición no podía menos de interesar a cualquier especialista en lo peor que
ha dado el género humano. Pero la esencia de lo peor, el auténtico estiércol
del diablo de la Humanidad, no se encuentra en la doncella de hierro o en el
potro; el horror elemental se encuentra en el rostro de la multitud.
En
la semioscuridad del enorme recinto de piedra, bajo las jaulas iluminadas que
colgaban del techo, el doctor Fell, experto degustador de rasgos faciales, con
las gafas en la mano operada y una de las patillas metida en la boca,
contemplaba el desfile del público con una expresión de éxtasis.
Rinaldo
Pazzi lo sorprendió en semejante actitud.
Pazzi
cumplía su segunda investigación rutinaria de aquella jornada. En lugar de
comer con su mujer, se veía obligado a abrirse paso entre aquella gente para
colocar avisos previniendo a las parejas contra el Monstruo de Florencia, que
el inspector jefe había sido incapaz de capturar. Se trataba del mismo cartel
que presidía su propio escritorio por orden de sus nuevos superiores, junto a
órdenes de busca y captura procedentes de todo el mundo.
Los
taxidermistas, que vigilaban la taquilla, estuvieron encantados de añadir un
poco de horror contemporáneo a su espectáculo; no obstante, indicaron a Pazzi
que colocara los carteles él mismo, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a
dejar al otro a solas con la recaudación. Algunos florentinos reconocieron al
inspector jefe entre los rostros anónimos y murmuraron su nombre entre sí.
Pazzi
clavó chinchetas en las esquinas del cartel, azul con un gran ojo amenazador en
el centro, sobre un tablón de anuncios que colgaba junto a la salida, donde
captaría la atención de un mayor número de visitantes, y encendió el foco que
pendía encima. Mientras observaba a las parejas que salían, Pazzi advirtió que
muchas estaban excitadas y se frotaban al amparo de la muchedumbre. No le apetecía
contemplar otro «cuadro», más flores, ni más sangre.
Pazzi
decidió hablar con el doctor Fell. Aprovechando que estaba cerca del Palazzo Capponi,
pasaría a recoger los efectos personales del conservador desaparecido. Pero
cuando se alejó del tablón de anuncios, el doctor había desaparecido. No
estaba entre el torrente humano que desfilaba hacia la salida. En el lugar
donde había permanecido de pie no quedaba más que el muro desnudo bajo la
jaula de un muerto por inanición, cuyo esqueleto en posición fetal parecía
seguir suplicando comida.
Pazzi
sintió rabia. Se abrió paso entre la gente hasta el exterior, pero no dio con
el erudito.
El
vigilante de la salida reconoció al inspector jefe y no le dijo nada cuando
pasó por encima del cordón y abandonó el camino para perderse en la oscuridad
de los terrenos que rodean el fuerte. Llegó al parapeto y miró hacia el norte
por encima del río Arno. A sus pies, la Florencia vieja, la antigua joroba del
Duomo, la torre del Palazzo Vecchio erguida como una fuente de luz.
Pazzi
se sintió como un alma en pena, retorciéndose en un espetón de ridículo. Su
propia ciudad le hacía burla.
El
FBI había acabado de hundir el puñal en la espalda del inspector jefe al
declarar a la prensa que el perfil de Il
Mostro elaborado por el Bureau no tenía el menor parecido con el del
hombre al que Pazzi había detenido. La
Nazione añadía que el policía «había encarrilado a Tocca hacia su celda».
La
última vez que Pazzi había pegado el cartel azul de Il Mostro había sido en Estados Unidos. En aquella ocasión, lo
había colocado lleno de orgullo, como si fuera un trofeo, en una pared de la
Unidad de Ciencias del Comportamiento, y había estampado su firma en él a
petición de los agentes federales. Lo sabían todo sobre él, lo admiraban, lo
agasajaban. Su esposa y él habían pasado unos días como invitados en la costa
de Maryland.
Mientras
permanecía apoyado en el parapeto del fuerte con la ciudad a sus pies, volvía a
oler el aire salino de Chesapeake y veía a su mujer andando por la playa con
unas deportivas blancas recién estrenadas.
En la Unidad de Quantico tenían una imagen de Florencia,
que le enseñaron como curiosidad. Era la misma vista que contemplaba en esos
momentos, la Florencia vieja desde el Belvedere, la mejor perspectiva posible.
Pero no era en color. No, se trataba de un dibujo a lápiz, esfumado al
carboncillo. El dibujo estaba en una fotografía, sobre el fondo de una
fotografía. Era un retrato del asesino en serie norteamericano doctor Hannibal
Lecter. Hannibal el Caníbal. Lecter había dibujado Florencia de memoria, y el
paisaje había colgado en su celda del hospital psiquiátrico, un lugar tan
siniestro como el fuerte.
¿En
qué momento se hizo la luz en la mente de Pazzi? Dos imágenes, la Florencia
real que tenía ante sus ojos y el dibujo que veía con los del recuerdo. El
cartel de Il Mostro que había clavado
hacía apenas unos minutos. El de Mason Verger ofreciendo una fuerte recompensa
por Hannibal Lecter y algunas pistas, colgado en la pared de su propio
despacho:
EL DOCTOR LECTER SE VERÁ OBLIGADO A DISIMULAR SU MANO
IZQUIERDA Y PUEDE INTENTAR OPERÁRSELA, YA QUE EL TIPO DE POLIDACTILISMO QUE
PRESENTA, CON PERFECTO DESARROLLO DE LOS DEDOS, ES EXTREMADAMENTE RARO Y
FÁCILMENTE IDENTIFICABLE.
El
doctor Fell llevándose las gafas a los labios con la mano atravesada por una
cicatriz.
El
minucioso boceto de aquella vista en el muro de la celda de Hannibal Lecter.
¿Tuvo
Pazzi la inspiración mientras contemplaba la ciudad a sus pies, o le llegó de
la preñada oscuridad que se cernía sobre las luces? Y ¿por qué fue su heraldo
el aroma de la brisa salina de la bahía de Chesapeake?
Por
insólito que parezca tratándose de alguien con tan acusada memoria visual, la
conexión se produjo como un sonido, el que haría una gota al caer en un charco
cada vez más grande.
«Hannibal
Lecter había huido a Florencia.»
¡Plop!
«Hannibal
Lecter era el doctor Fell.»
Su
voz interior le dijo que tal vez había perdido el juicio en el espetón de su
ridículo; su cerebro desesperado podía estar partiéndose los dientes en los
barrotes, como el esqueleto muerto de hambre en la jaula de la exposición.
Sin
tener conciencia de haberse movido, Pazzi se encontró en la puerta del
Renacimiento, que abre el Belvedere a la pronunciada Costa di San Giorgio, una
calleja tortuosa que en menos de un kilómetro desciende hasta el corazón de la
Florencia vieja. Sus pasos parecían arrastrarlo contra su voluntad por el
pavimento de cantos rodados, bajaba más deprisa de lo que hubiera querido, sin
apartar la vista del frente en busca de aquel hombre que se hacía llamar doctor
Fell, cuyo camino de vuelta a casa estaba siguiendo. A mitad de la calle torció
por la Costa Scarpuccia y siguió descendiendo hasta desembocar en la Via de'
Bardi, cerca del río. Junto al Palazzo Capponi, hogar del doctor Fell.
Pazzi,
resollando por la carrera, buscó un lugar, a resguardo de las luces, la entrada
a un edificio de apartamentos en la acera contraria al palacio. Si pasaba
alguien, podía volverse y hacer como que llamaba a un timbre.
El
palacio estaba a oscuras. Sobre la enorme puerta de dos hojas, Pazzi
distinguió el piloto rojo de una cámara de vigilancia. No sabía si funcionaba
continuamente o sólo cuando alguien llamaba. Estaba instalada bajo la
marquesina de la entrada. Pazzi supuso que no podía captar la extensión de la
fachada.
Esperó
media hora oyendo su propia respiración, pero el doctor no apareció. Tal vez
estaba dentro con todas las luces apagadas.
La
calle estaba desierta. Pazzi la cruzó deprisa y se apretó contra el muro.
Llegaba,
muy débil, apenas perceptible, un sonido procedente del otro lado del
paramento. Pazzi apoyó la cabeza contra los fríos barrotes de un ventanal. Un
clavicordio, las Variaciones Goldberg
de Bach, interpretadas con destreza.
Pazzi
tenía que esperar, seguir oculto y pensar. Era demasiado pronto para levantar
la caza. Tenía que decidir una línea de acción. No estaba dispuesto a ser el
hazmerreír público por segunda vez. Mientras retrocedía hacia las sombras del
otro lado de la calle, su nariz fue lo último en desaparecer.
CAPÍTULO
21
El
mártir cristiano San Miniato recogió su cabeza recién cortada de la arena del
anfiteatro romano de Florencia, se la puso bajo el brazo y se fue a vivir a la
ladera de una montaña del otro lado del río, donde yace enterrado en su
espléndida iglesia, según cuenta la tradición.
Lo
hiciera por su propio pie o llevado en andas, lo cierto es que el cuerpo de san
Miniato no tuvo más remedio que pasar por la vieja calle en que ahora nos
encontramos, la Via de' Bardi. Ha caído la tarde y en la calle desierta una
llovizna invernal, no lo bastante fría para anular el olor a gato, hace relucir
el dibujo en forma de abanico de los cantos. Nos rodean palacios erigidos hace
seiscientos años por los príncipes mercaderes, los hacedores de reyes y los
conspiradores de la Florencia renacentista. Al otro lado del Arno, a tiro de
arco, se yerguen las crueles agujas de la Signoria, donde ahorcaron y quemaron
al monje Savonarola, y ese enorme matadero de Cristos crucificados que es la
Galería de los Uffizi.
Los
palacios de las grandes familias, apretados en la histórica calle, congelados
por la moderna burocracia italiana, son arquitectura carcelaria en su exterior,
pero encierran espacios amplios y etéreos, altos salones silenciosos en los que
nadie penetra, ocultos tras cortinajes de seda que la lluvia ha ido pudriendo
y de cuyas paredes obras menores de los grandes maestros del Renacimiento
penden durante años en la oscuridad, iluminadas tan sólo por los relámpagos
cuando las colgaduras se desploman.
Ante
ti se alza el palacio de los Capponi, una familia ilustre durante mil años,
que hizo trizas el ultimátum de un rey francés ante sus propias narices y dio
un papa a la Iglesia.
Tras
sus rejas de hierro, las ventanas del Palazzo Capponi permanecen a oscuras.
Los soportes de las antorchas están vacíos. En aquella ventana el viejo
cristal cuarteado tiene un agujero de bala de los años cuarenta. Acércate más.
Apoya la cabeza en el frío hierro, como ha hecho el policía, y escucha. Aunque
con dificultad, puedes oír un clavicordio. Las Variaciones Goldberg de Bach tocadas, si no a la perfección,
extraordinariamente bien, con una conmovedora comprensión de la partitura.
Tocadas, si no a la perfección, extraordinariamente bien; tal vez con una
ligera rigidez de la mano izquierda.
Si
te creyeras a salvo de todo peligro, ¿entrarías en el edificio? ¿Penetrarías en
este palacio tan pródigo en sangre y gloria, seguirías a tu rostro a través de
la extendida maraña de tinieblas hacia las exquisitas notas del clavicordio?
Las alarmas no pueden detectarnos. El policía empapado que acecha en el quicio
de una puerta no puede vernos. Ven...
En
el vestíbulo reina una oscuridad casi completa. Una larga escalinata de
piedra, sobre cuya gélida balaustrada deslizamos las manos, con los escalones
desgastados por las pisadas de cientos de años, desiguales bajo los pies, que
nos conducen hacia la música.
Las
altas hojas de la puerta del salón principal chirriarían y se quejarían si
tuviéramos que abrirlas. En atención a ti, están abiertas. La música procede
del rincón más alejado, el mismo del que llega la única luz, una claridad
producida por muchas velas, que enrojece al atravesar la pequeña puerta de una
capilla, en el ángulo del salón.
Vayamos hacia la música. Somos vagamente conscientes de
pasar al lado de grandes grupos de muebles cubiertos con telas, formas ambiguas
que parecen alentar a la luz de las velas, como un rebaño dormido. Sobre
nuestras cabezas, el alto techo desaparece en la oscuridad.
La
luz rojiza cae sobre un clavicordio ornamentado y sobre el hombre que los
especialistas en el Renacimiento conocen como doctor Fell, elegante, absorto en
la música que interpreta con la espalda erguida, mientras la luz se refleja en
su pelo y en el dorso de su bata de seda, lustrosa como piel.
La
cubierta del clavicordio está decorada con una bulliciosa escena de bacanal, y
los diminutos personajes parecen revolotear sobre las cuerdas a la luz de las
velas. El hombre toca con los ojos cerrados. No necesita partitura. En su
lugar, sobre el atril en forma de lira del instrumento, hay un ejemplar del
diario sensacionalista norteamericano National
Tattler. Está doblado de forma que sólo se ve la foto de la portada, que
muestra el rostro de Clarice Starling.
Nuestro
músico sonríe, finaliza la interpretación de la pieza, repite la zarabanda por
puro placer y, mientras aún vibra la última cuerda golpeada por el maculo, abre
los ojos, en cuyas pupilas brilla una luz roja, minúscula como la punta de un
alfiler. Ladea la cabeza y mira el periódico que tiene ante sí.
Se
levanta sin hacer ruido y se lleva el periódico norteamericano a la diminuta y
decorada capilla, construida antes del descubrimiento de América. Cuando lo
sostiene a la luz de las velas y lo despliega, los santos que presiden el altar
parecen leerlo por encima de su hombro, como harían en la cola del
supermercado. El tipo del titular es Railroad Gothic de setenta y dos puntos.
Dice lo siguiente: «EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA
ASESINA DEL FBI».
Cuando sopla las velas, la oscuridad se traga los rostros
pintados, en agonía o en éxtasis, alrededor del altar. No necesita luz para
cruzar el enorme salón. Una brizna de aire nos acaricia cuando el doctor pasa a
nuestro lado. La enorme puerta rechina y se cierra con un golpe que repercute
bajo nuestros pies. Silencio.
Pisadas
que entran en otra habitación. Los ecos de la estancia permiten adivinar un
espacio más reducido, aunque el techo debe de ser igual de alto, pues los
sonidos agudos tardan en rebotar desde arriba; el aire inmóvil guarda olores a
vitela, pergamino y cabos de vela consumidos.
El
crujido de papeles en la oscuridad, el rechinar de un asiento al ser
arrastrado. El doctor Lecter se sienta en un gran sillón de la fabulosa
Biblioteca Capponi. Es cierto que la luz adquiere un tono rojizo cuando la
reflejan sus ojos, que sin embargo no emiten un resplandor rojo en la
oscuridad, como muchos de sus guardianes han asegurado. La oscuridad es
completa. El doctor medita...
No
puede negarse que el doctor Lecter ha creado la vacante del Palazzo Capponi
haciendo desaparecer al antiguo conservador, proceso sencillo para el que
bastaron unos segundos de trabajo físico con el anciano y un modesto desembolso
en la adquisición de dos sacos de cemento; sin embargo, una vez despejado el
camino, se ha ganado el puesto por méritos propios demostrando al Comitato
delle Belle Arti una extraordinaria competencia lingüística, al traducir sin
titubeos el latín y el italiano medieval de manuscritos redactados con la
letra gótica más enrevesada.
En
este lugar ha encontrado una paz que está decidido a conservar; desde su
llegada a Florencia, aparte de a su predecesor, apenas ha matado a nadie.
Considera
su elección como conservador y biblioteCarlo del Palazzo Capponi un premio
nada desdeñable por varias razones.
La
amplitud y la altura de las estancias del palacio son primordiales para el
doctor Lecter tras años de entumecedor cautiverio. Y, lo que es más importante,
siente una extraordinaria afinidad con este lugar, el único edificio privado
que conoce cercano en dimensiones y detalles al palacio de la memoria que ha
ido construyendo desde su juventud.
En
la biblioteca, colección única de manuscritos y correspondencia que se
remontan a principios del siglo XIII, puede permitirse cierta curiosidad sobre
sí mismo.
El
doctor Lecter, basándose en documentos familiares fragmentarios, creía ser el
descendiente de un cierto Giuliano Bevisangue, terrible personaje del siglo
XII toscano, así como de los Maquiavelo y los Visconti. Éste era el lugar ideal
para confirmarlo. Aunque sentía una cierta curiosidad abstracta por el hecho,
no guardaba relación con su ego. El doctor Lecter no necesita avales vulgares.
Su ego, como su coeficiente intelectual y su grado de su racionalidad, no
pueden medirse con instrumentos convencionales.
De
hecho, no existe consenso en la comunidad psiquiátrica respecto a si el doctor
Lecter puede ser considerado un ser humano. Durante mucho tiempo, sus pares en
la profesión, muchos de los cuales temen su acerada pluma en las publicaciones
especializadas, le han atribuido una absoluta alteridad. Luego, por cumplir con
las formas, le han colgado el sambenito de monstruo.
Sentado
en la biblioteca, el monstruo pinta de colores la oscuridad mientras en su
cabeza suena un aire medieval. Está reflexionando sobre el policía.
El
clic de un interruptor, y una lámpara de sobremesa derrama su luz.
Ahora
podemos ver al doctor Lecter sentado a una mesa larga y estrecha del siglo XIV
en la Biblioteca Capponi. Tras él, una pared llena de manuscritos y grandes
libros encuadernados en tela, que se remontan a ochocientos años atrás. Sobre
la mesa, la correspondencia con un ministro de la República de Venecia del
siglo XIV forma una pila sobre la que un bronce de Miguel Ángel, un estudio
para su Moisés con cuernos, hace las veces de pisapapeles; frente al
portatintero hay un ordenador portátil con capacidad para investigar on-line a través de la Universidad de
Milán.
Entre
los montones pardos y amarillos de pergamino y vitela, destaca el ejemplar del National Tattler con sus rojos y azules
chillones. Junto a él, la edición florentina de La Nazione.
El
doctor Lecter coge el periódico italiano y lee su último ataque contra Rinaldo
Pazzi, provocado por una declaración sobre el caso de Il Mostro en la que el FBI se lava las manos: «Nuestro perfil nunca
coincidió con el de Tocca», afirmaba un portavoz del Bureau.
La Nazione informaba del historial de Pazzi y de su entrenamiento en Estados
Unidos, en la famosa academia de Quantico, y acababa opinando que el policía no
había hecho honor a semejante preparación.
El
caso de Il Mostro no interesaba en
absoluto al doctor Lecter, pero no ocurría lo mismo con los antecedentes de
Pazzi. Qué fatalidad, ir a encontrar a un policía entrenado en Quantico, donde
Hannibal Lecter era un caso de libro de texto.
Cuando
el doctor Lecter observó el rostro de Rinaldo Pazzi en el Palazzo Vecchio y
estuvo lo bastante cerca de él como para aspirar su olor, supo sin lugar a
dudas que el inspector jefe no sospechaba nada, ni siquiera al preguntarle por
la cicatriz de la mano. Pazzi no tenía el menor interés en lo referente a la
desaparición del conservador.
El
policía lo había visto en la muestra de instrumentos de tortura. Ojalá hubiera
sido una exposición de orquídeas.
Lecter
era perfectamente consciente de que todos los elementos de la iluminación
estaban presentes en la cabeza de Pazzi, rebotando al azar con el resto de sus
conocimientos.
¿Se
reuniría Rinaldo Pazzi con el difunto conservador del Palazzo Capponi, abajo,
en la humedad? ¿Encontrarían su cuerpo sin vida después de un aparente
suicidio? La Nazione se sentiría
orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.
Todavía
no, reflexionó el Monstruo, y dirigió su atención a los grandes rollos de
manuscritos de pergamino y vitela.
El
doctor Lecter no se preocupa. Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero
y embajador en Venecia en el siglo XV,
y lee sus cartas, a veces en voz alta, por puro
placer, hasta altas horas de la noche.
CAPÍTULO
22
Antes
de que amaneciera, Pazzi tenía en sus manos las fotografías tomadas al doctor
Fell para su permiso de trabajo, además de los negativos de su permesso de soggiorno procedentes de los
archivos de los carabinieri. También
disponía de los excelentes retratos policiales reproducidos en el cartel de
Mason Verger. Los rostros tenían el mismo contorno, pero si el doctor Fell era
el doctor Hannibal Lecter, la nariz y los pómulos habían sufrido una
transformación, tal vez mediante inyecciones de colágeno.
Las
orejas parecían prometedoras. Como Alphonse Bertillon cien años antes, Pazzi
escrutó cada milímetro de los apéndices con su lente de aumento. Parecían
idénticas.
En
el anticuado ordenador de la Questura, tecleó su código de Interpol para
acceder al Programa para la Captura de Criminales Violentos del FBI, y entró en
el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud del módem e intentó
descifrar el borroso texto de la pantalla hasta que las letras se
estabilizaron. Conocía la mayor parte del material. Pero dos cosas le hicieron
contener la respiración. Una vieja y otra nueva. La entrada más reciente hacía
alusión a una radiografía según la cual era muy posible que Lecter se hubiera
operado la mano. La información antigua, el escáner de un informe policial de
Tennessee deficientemente impreso, dejaba constancia de que, mientras
asesinaba a sus guardianes de Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de
las Variaciones Goldberg.
El aviso puesto en circulación por la acaudalada víctima
norteamericana, Mason Verger, animaba a cualquier informante a llamar al
número del FBI que constaba en el mismo. Se hacía la advertencia rutinaria de
que el doctor Lecter iba armado y era peligroso. También figuraba el número de
un teléfono particular, justo debajo del párrafo que daba a conocer la enorme
recompensa.
El
billete de avión de Florencia a París es absurdamente caro y Pazzi tuvo que
pagarlo de su bolsillo. No confiaba en que la policía francesa le proporcionara
una conexión por radio sin entrometerse, y no conocía otro modo de conseguirla.
Desde una cabina de la sucursal de American Express cercana a la Ópera, llamó
al número privado del aviso de Verger. Daba por sentado que localizarían la llamada.
Pazzi hablaba inglés con fluidez, pero sabía que el acento lo delataría como
italiano.
La
voz era de hombre, con inconfundible acento norteamericano y muy tranquila.
—Tenga
la bondad de comunicarme el motivo de su llamada.
—Creo
tener información sobre Hannibal Lecter.
—Bien,
le agradecemos que se haya puesto en contacto con nosotros. ¿Conoce su
paradero actual?
—Eso
creo. La recompensa, ¿es en efectivo?
—Así
es. ¿Qué prueba concluyente tiene usted de que se trata de él? Debe hacerse
cargo de que recibimos muchas llamadas sin fundamento.
—Puedo
decirle que se ha sometido a cirugía facial y se ha operado de la mano
izquierda. Pero sigue tocando las Variaciones
Goldberg. Tiene documentación brasileña.
Una
pausa.
—¿Por
qué no ha llamado a la policía? Mi obligación es animarlo a que lo haga.
—La
recompensa, ¿se hará efectiva bajo cualquier circunstancia?
—La
recompensa se entregará a quien proporcione información que conduzca al arresto
y condena.
—Pero
¿se pagaría aunque las circunstancias fueran... especiales?
—¿Se
refiere al caso de alguien que en circunstancias normales no tendría derecho a
cobrarlo?
—Sí.
—Los
dos trabajamos para conseguir un mismo fin. Así que permanezca al teléfono,
por favor, y permita que le haga una sugerencia. Va contra las convenciones
internacionales y contra la ley norteamericana ofrecer una recompensa por
alguien muerto. Permanezca al aparato, por favor. ¿Puedo preguntarle si llama
desde Europa?
—Sí,
así es, y eso es todo lo que pienso decirle.
—Muy
bien, caballero, escúcheme. Le sugiero que se ponga en contacto con un abogado
para informarse sobre la legalidad de ese tipo de recompensa, y que no emprenda
ninguna acción delictiva contra el doctor Lecter. ¿Me permite que le recomiende
un abogado? Puedo darle la dirección de uno en Ginebra con experiencia en este
terreno. ¿Me permite que le dé su número de teléfono gratuito? Lo animo
calurosamente a que lo llame y sea franco con él.
Pazzi
compró una tarjeta telefónica e hizo la siguiente llamada desde una cabina en
los grandes almacenes Bon Marché. Habló con una voz de cerrado acento suizo. En
cinco minutos habían acabado.
Mason pagaría un millón de dólares norteamericanos por la
cabeza y las manos de Hannibal Lecter. Pagaría la misma cantidad por cualquier
información que condujera a su arresto. Confidencialmente, pagaría tres
millones de dólares por el doctor vivo, sin hacer preguntas y garantizando
absoluta discreción. Las condiciones incluían cien mil dólares por adelantado.
Para hacerse acreedor al adelanto, Pazzi debería entregar un objeto que tuviera
al menos una huella dactilar del doctor Lecter. Si cumplía ese requisito,
podría disponer del resto del dinero, depositado en una caja de seguridad
suiza, a su conveniencia.
Antes
de abandonar los almacenes en dirección al aeropuerto, Pazzi le compró a su
mujer un salto de cama de moaré color melocotón.
CAPÍTULO
23
¿Cómo
comportarse cuando se sabe que los honores convencionales son basura? ¿Cuando,
como Marco Aurelio, se está convencido de que la opinión de las generaciones
futuras importará tan poco como la de la presente? ¿Es posible comportarse
bien? ¿Es inteligente comportarse bien?
Ahora
Rinaldo Pazzi, del linaje de los Pazzi, inspector jefe de la Questura florentina,
debía decidir cuánto valía su honor, o si existía una sabiduría superior a las
consideraciones sobre el honor.
Llegó
de París a la hora de cenar, y durmió un poco. Hubiera querido consultar a su
mujer, pero no fue capaz; sin embargo, obtuvo consuelo en ella. Permaneció
despierto largo rato después de que la respiración de la mujer se sosegara.
Bien entrada la noche, renunció a dormirse y salió a la calle para dar un
paseo y pensar.
La
codicia no es un pecado desconocido en Italia; Rinaldo Pazzi la había absorbido
a bocanadas con el aire de su tierra. Pero su deseo de poseer cosas y su
ambición naturales se habían pulido en Norteamérica, donde todo se asimila
rápidamente, incluidas la muerte de Jehová y la adoración del becerro de oro.
Cuando
Pazzi abandonó las sombras de la Loggia y se plantó en el lugar de la Piazza
della Signoria donde Savonarola fue quemado, cuando alzó la vista hacia la
ventana del iluminado Palazzo Vecchio bajo la que murió su antepasado, creía
estar deliberando. Pero no era así. Ya estaba decidido a sacar tajada.
Asignamos
un momento concreto a la toma de una decisión para dignificarla como resultado
maduro de una sucesión de pensamientos racionales y conscientes. Pero las
decisiones se forman a partir de sentimientos amasados; con frecuencia se
parecen más a un amasijo que a una suma.
Cuando
tomó el avión a París, Pazzi ya se había decidido. Y ya se había decidido hacía
una hora, cuando su mujer, con el salto de cama nuevo, se había mostrado
complaciente como una buena esposa. Y minutos más tarde, cuando, acostado en
la oscuridad, había tomado su mejilla para darle un tierno beso de buenas
noches y una lágrima se había deslizado por la palma de su mano. En ese momento,
sin saberlo, ella le había enternecido el corazón.
¿Honores,
otra vez? ¿Otra oportunidad para soportar la halitosis del arzobispo mientras
los santos pedernales prendían el cohete en el culo de la paloma de trapo? ¿Más
elogios de los políticos cuyas vidas privadas tan bien conocía? ¿De qué le
serviría ser conocido como el policía que había capturado al doctor Hannibal
Lecter? Para un policía, la fama tiene una vida corta y vicaria. Más valía
venderlo.
La
idea lo desgarraba, retumbaba en su cabeza, le hacía palidecer pero le daba
resolución. Cuando acabó de decidirse, a pesar de ser tan visual el contenido
de su mente, dos olores se mezclaron en su recuerdo, el de su mujer y el de la
brisa de Chesapeake.
VENDERLO.
VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO.
Francesco
de' Pazzi no había hundido su daga con más fuerza en 1478, cuando derribó a
Giuliano sobre el suelo de la catedral, cuando en su frenesí se apuñaló el
propio muslo.
CAPÍTULO
24
La
tarjeta con las huellas dactilares del doctor Hannibal Lecter es una curiosidad
y, en cierto modo, un objeto de culto. La original cuelga enmarcada en una
pared de la Unidad de Identificación del FBI. Siguiendo la práctica del Bureau
cuando hay que tomar las huellas a alguien con más dedos de lo normal, el
pulgar y los cuatro dedos adyacentes aparecen en el anverso de la tarjeta y el
sexto en el reverso.
Tras
la huida del doctor, se hicieron circular copias de la tarjeta por todo el
mundo, y la huella del pulgar aparece aumentada en el aviso de Mason Verger con
suficientes puntos distintivos marcados en ella como para que cualquier
investigador mínimamente preparado acierte.
La
identificación de huellas dactilares no requiere una habilidad extraordinaria;
Pazzi podía recogerlas con la competencia de un profesional y estaba capacitado
para hacer comparaciones fiables que confirmaran sus sospechas. Pero Mason
Verger exigía una huella reciente, tomada in situ y entregada, no sobre papel,
sino en el objeto donde había quedado impresa, de forma que sus expertos
pudieran examinarla con total independencia. A Mason lo habían engañado muchas
veces con huellas recogidas hacía años en los escenarios de los primeros
crímenes del doctor.
Pero
¿cómo conseguir las del doctor Fell sin levantar sus sospechas?
Ante
todo tenía que evitar alarmarlo. Aquel hombre era capaz de desaparecer dejando
a Pazzi con un palmo de narices y las manos vacías.
El
doctor salía poco del Palazzo Capponi y hasta la siguiente reunión del
Comitato delle Belle Arti quedaba un mes. Demasiado tiempo para esperar y poner
un vaso de agua ante su asiento, ante cada asiento, porque el comité no
dispensaba semejantes atenciones.
Una
vez decidido a venderlo a Mason Verger, no le quedaba más remedio que trabajar
solo. No podía arriesgarse a atraer la atención de la Questura sobre el doctor
Fell pidiendo una orden de registro para entrar en el Palazzo Capponi,
demasiado protegido por alarmas como para forzar la entrada y hacerse con las
huellas.
El
contenedor de basura del doctor era mucho más nuevo y estaba mucho más limpio
que los del resto de la manzana. Pazzi compró uno y en mitad de la noche cambió
las tapas. La superficie galvanizada no era la ideal; después de toda una
noche de esfuerzos, Pazzi obtuvo una pesadilla puntillista de huellas que se
sintió incapaz de descifrar.
A la
mañana siguiente apareció en el Ponte Vecchio con los ojos enrojecidos. En una
joyería del puente compró un ancho y pulido brazalete de plata y el soporte de
terciopelo sobre el que estaba expuesto. En el barrio artesano de la orilla
meridional del Arno, en las callejas frente al Palazzo Pittí, hizo que otro
joyero eliminara el nombre del orfebre. El hombre le propuso aplicar un
tratamiento contra el deslustre, pero Pazzi se negó.
La
temible Sollicciano, la cárcel de Florencia en la carretera a Prato.
En
la segunda galería de la zona de las mujeres, Romula Cjesku, inclinada sobre un
hondo lavadero, se enjabonaba los pechos y se lavaba y secaba esmeradamente
antes de ponerse una blusa de algodón ancha y limpia. Otra gitana, de vuelta de
la sala de visitas, le dijo unas palabras en rumano. Una fina arruga apareció
entre los ojos de Romula. Aparte de eso, el hermoso rostro conservó la seriedad
y el aplomo habituales.
La
dejaron salir de la galería a la hora de siempre, las ocho y media, pero
cuando se acercaba a la sala de visitas una celadora le cerró el paso y la
obligó a entrar en una sala de vis-á-vis
de la planta baja. En el interior, en lugar de la enfermera, la esperaba
Rinaldo Pazzi con un recién nacido en los brazos.
—Hola,
Romula —la saludó.
La
mujer se acercó al esbelto policía, que no sé resistió a entregarle la
criatura. El niño, con ganas de mamar, empezó a restregar la boca contra el
pecho de su madre.
Pazzi
señaló con la barbilla un biombo colocado en una esquina de la habitación.
—Ahí
detrás hay una silla. Podemos hablar mientras le das de mamar.
—Hablar,
¿de qué, Dottore?
El
italiano de Romula era aceptable, como lo eran su francés, inglés, español y
rumano. Hablaba sin afectación. Sus mejores dotes de actriz no la habían
librado de tres meses de condena por robar carteras.
Se
colocó tras el biombo. En una bolsa de plástico oculta en la apretada mantilla
de la criatura había cuarenta cigarrillos y sesenta y cinco mil liras en
billetes arrugados. Se vio ante una disyuntiva. Si el policía había registrado
al niño, podía acusarla de contrabando y conseguir que le revocaran todos sus
privilegios. Pensó un momento mirando al techo mientras el niño succionaba.
¿Qué le importaba a él semejante miseria? En cualquier caso, siempre tenía las
de perder. Cogió la bolsa y se la guardó entre la ropa interior. La voz del
hombre sonó al otro lado del biombo.
—Mira, Romula, aquí no eres más que una molestia. Las
presas con hijos de pecho sois un engorro. Las enfermeras ya tienen bastante
con los enfermos de verdad que hay en la cárcel. ¿No te saca de quicio tener
que devolver a tu hijo cuando acaba la hora de visita?
¿Qué
querría aquel hombre? Sabía perfectamente quién era, un jefe, un pezzo da novanta, un cabrón del calibre
noventa.
Romula se ganaba la vida diciendo la buenaventura por la
calle; robar carteras sólo era una forma de sacarse un sobresueldo. Tenía
treinta y cinco años bien llevados y más antenas que la mariposa luna. «Este
policía —lo observaba por encima del biombo—, tan limpio, con su anillo de
boda, los zapatos relucientes, vive con su mujer y tiene una doncella, mira qué
cuello de camisa más bien planchado. Lleva la cartera en el bolsillo de la
chaqueta, las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, el dinero en el
izquierdo, seguramente atado con una goma. La polla en medio. Es soso y
masculino, tiene la oreja un poco deformada y la cicatriz de un golpe en la
raya del pelo. No me va a pedir que se lo haga, si no, no hubiera traído al
niño. No es nada del otro mundo, pero no creo que tenga que tirarse a las presas.
Más vale que no le mire esos ojos negros tan amargos mientras el niño está
mamando. ¿Por qué lo ha traído? Para que me dé cuenta de su poder, de que puede
hacer que me lo quiten. ¿Qué quiere? ¿Información? Yo le cuento todo lo que
quiera sobre quince gitanos que no han existido nunca. Bueno, ¿qué puedo sacar
de esto? Ya veremos. Vamos a enseñarle un poco de canela.»
La
mujer no le quitó los ojos de encima al salir de detrás del biombo, ostentando
como una moneda de cobre una areola junto a la cara del bebé.
—Ahí
detrás hace calor —le dijo—. ¿Puede abrir la ventana?
—Puedo
hacer algo mejor, Romula. Puedo abrir la puerta. Supongo que lo sabes.
Silencio
en el cuarto. Fuera, los rumores de Sollicciano, como un dolor de cabeza sordo
pero constante.
—Dígame
lo que quiere. Hay cosas que haría de mil amores, pero no cualquier cosa.
Su
instinto, que no solía engañarla, le decía que el inspector le respetaría por
aquella advertencia.
—No
es más que la tua sólita cosa, lo que estás acostumbrada a hacer —le explicó
Pazzi—. Pero esta vez tienes que fallar.
CAPÍTULO
25
Durante
el día vigilaban la fachada del Palazzo Capponi ocultos tras la persiana de un
piso alto de la acera de enfrente. Eran Romula, la gitana mayor que la ayudaba
con el niño, y podía ser su prima, y Pazzi, que robó a la oficina tanto tiempo
como le fue posible.
El
brazo de madera que Romula empleaba en su trabajo reposaba en una silla del
dormitorio.
Pazzi
había obtenido permiso para usar el piso de un profesor de la cercana Escuela
Dante Alighieri durante el día. Romula había exigido un anaquel del pequeño
frigorífico para ella y el niño.
No
tuvieron que esperar mucho.
A
las nueve y media del segundo día, la ayudante de Romula les siseó desde su
puesto en la ventana. Un hueco negro apareció al otro lado de la calle al
abrirse hacia dentro la pesada hoja de uno de los portales del palacio.
Ahí
estaba el hombre que toda Florencia conocía por el nombre de doctor Fell,
pequeño y nervudo en su traje negro, lustroso como un visón mientras husmeaba
el aire en el tranco de la puerta y recorría la calle con la mirada en ambas
direcciones. Pulsó un mando a distancia para activar las alarmas y cerró la
puerta tirando del enorme asidero de forja, cubierto de roña e inservible para
recoger huellas. Llevaba una bolsa de la compra.
Al
verlo por primera vez entre las tablillas de la persiana, la gitana vieja asió
la mano de Romula como para detenerla, la miró a los ojos y sacudió rápidamente
la cabeza aprovechando una distracción del policía.
Pazzi
supo de inmediato adonde se dirigía el conservador.
Entre
la basura del doctor Fell, Pazzi había encontrado los inconfundibles
envoltorios de Vera dal 1926, la exquisita tienda de comestibles situada en la
Via San Jacopo, cerca del puente de Santa Trinita. El doctor se encaminó en esa
dirección, mientras Romula se ponía el vestido y Pazzi se asomaba a la ventana.
—Dunque, va a por comida —dijo Pazzi. No
pudo evitar repetir las instrucciones a Romula por quinta vez—. Baja y
espéralo a este lado del Ponte Vecchio. Lo abordarás cuando vuelva con la bolsa
llena. Yo iré media manzana por delante, así que me verás primero. Me quedaré
cerca. Si hay algún problema, si te arrestan, yo me encargaré. Si va a algún
otro sitio, te vuelves al piso. Ya te llamaré. Pones este pase para el casco
antiguo en el parabrisas de un taxi y vienes adonde te diga.
—Eminenza —dijo Romula, exagerando los
honores al irónico estilo italiano—, si hay algún problema y me ayuda alguien,
no le haga daño, mi amigo no se llevará nada, déjelo escapar.
Pazzi
no esperó el ascensor, corrió escaleras abajo vestido con un mono y una gorra.
En Florencia es difícil seguir a alguien debido a la estrechez de las aceras y
la saña de los conductores. Pazzi tenía un viejo motorino esperándolo en el
bordillo de la acera con una docena de cepillos atados a la parte de atrás. La
motocicleta arrancó a la primera patada y envuelto en una nube de humo azulado
el investigador jefe avanzó por la calzada de cantos rodados, sobre los que el
cacharro brincaba como un pollino al trote.
Pazzi remoloneó, provocó los bocinazos del despiadado
tráfico, compró tabaco, mató el tiempo para mantenerse rezagado, hasta que
estuvo seguro de que el doctor Fell se dirigía a donde había supuesto. Al final
de la Via de' Bardi, el Borgo San Jacopo era dirección prohibida. Pazzi dejó
la motocicleta en la acera y siguió a pie, avanzando de costado entre la masa
de turistas arremolinados en el extremo sur del Ponte Vecchio.
Los
florentinos dicen que Vera dal 1926, con su tesoro de quesos y trufas, huele
como los pies de Dios.
Ciertamente,
el doctor se tomó su tiempo en el interior del establecimiento. Estaba
haciendo una selección de las primeras trufas blancas de la temporada. Pazzi
veía su espalda a través del escaparate, más allá del maravilloso despliegue de
jamones y pastas.
Dio
la vuelta a la esquina y volvió atrás; se mojó la cara en la fuente que escupía
agua por una cara con bigotes y orejas de león.
—Tendrás
que afeitarte eso si quieres trabajar para mí —dijo a la fuente, olvidando la
pelota helada que le rebotaba en el estómago.
El
doctor salió por fin con unos cuantos paquetes en su bolsa de la compra. Volvió
a tomar el Borgo San Jacopo, ahora en dirección a casa. Pazzi se adelantó por
el otro lado. La muchedumbre de la estrecha acera lo obligó a bajar a la
calzada, y el retrovisor de un coche patrulla de los carabinieri le golpeó el reloj de pulsera y le hizo daño.
—Stronzo! Analfabeto! —le gritó el
conductor sacando la cabeza por la ventanilla, y Pazzi juró vengarse.
Cuando
llegó al Ponte Vecchio llevaba cuarenta metros de ventaja.
Romula
estaba en el quicio de una puerta con la criatura apoyada en el brazo de
madera y una mano extendida hacia los transeúntes, mientras el brazo libre
permanecía bajo la ropa holgada dispuesto a levantar otra cartera, que se
añadiría a los dos centenares largos que había birlado a lo largo de su vida.
En el brazo oculto llevaba el ancho brazalete de plata, pulido con esmero.
En un instante la víctima aparecería entre el gentío que
salía del viejo puente. Justo cuando se separara de la muchedumbre y embocara
la Via de' Bardi, Romula se encontraría con él, haría su faena y se perdería
entre el torrente de turistas que abarrotaban el puente.
Entre
la gente había un amigo en quien Romula confiaba en caso de complicaciones. No
sabía nada del primo y no se fiaba del policía pata protegerla. Giles Prevert,
que figuraba en algunos dossiers de la policía como Giles Dumain o Roger LeDuc,
pero era conocido en el ambiente como Gnocco, esperaba entre la muchedumbre del
extremo sur del Ponte Vecchio a que Romula metiera mano. Gnocco, minado por
los malos hábitos, empezaba a enseñar la calavera bajo los rasgos afilados,
pero seguía siendo fuerte, expeditivo y muy capaz de sacar a Romula del apuro
si el asunto se ponía feo.
Vestido
de dependiente, pasaba inadvertido en medio del gentío, sobre el que asomaba
la cabeza de vez en cuando como si fuera una marmota en una pradera humana. Si
la víctima se apoderaba de Romula y trataba de retenerla, Gnocco podía
tropezar, caer sobre el primo y quedarse enganchado a él ofreciéndole toda una
retahila de disculpas hasta que la mujer se hubiera perdido de vista. Lo había
hecho otras veces.
Pazzi
pasó de largo junto a la gitana y se paró en la cola de clientes de un
establecimiento de zumos, desde donde podía verlo todo.
Romula
salió del umbral. Estudió con ojo de experta el tráfago del espacio de acera
que mediaba entre ella y el hombre que se acercaba. Podría moverse entre los
viandantes a las mil maravillas llevando al niño ante sí, sobre el brazo de
madera forrada con lona. Muy bien. Como siempre, se besaría los dedos de la
mano visible para depositar el beso en la cara de aquel hombre. Con la mano
libre, le tentaría las costillas en busca de la cartera hasta que la agarrara por
la muñeca. Entonces pegaría un tirón y echaría a correr.
Pazzi
le había jurado que aquel individuo no podía permitirse llevarla a la policía,
que estaría deseoso de perderla de vista. Ninguna de las veces que había
intentado birlar una cartera la víctima había usado la violencia con una mujer
que sostenía a un niño de pecho. En la mayoría de las ocasiones creían que era
otra persona la que hurgaba en sus chaquetas. La propia Romula había acusado a
varios inocentes transeúntes para evitar que la cogieran.
Romula
se dejó llevar por la corriente humana, sacó el brazo de debajo de la ropa,
pero lo mantuvo oculto bajo el falso, que sostenía al niño. Veía al objetivo
entre el mar de cabezas que bajaban y subían, a diez metros y acercándose.
Madonna! El
individuo estaba dando media vuelta en medio de la gente y uniéndose a la riada
de turistas que se dirigían hacia el Ponte Vecchio. No volvía a casa. Se metió
entre la gente a empujones, pero no pudo alcanzarlo. Gnocco, al que el hombre
se estaba acercando, la miraba desconcertado. Romula sacudió la cabeza y Gnocco
lo dejó pasar de largo. No hubiera servido de nada que Gnocco le robara la
cartera.
Pazzi
había llegado a su lado y le refunfuñaba como si fuera culpa suya.
—Vete
al apartamento. Ya te llamaré. ¿Tienes el pase de taxi para el casco antiguo?
Venga. ¡Vete!
Pazzi
recuperó la motocicleta y la empujó a lo largo del Ponte Vecchio, sobre el Arno
opaco como jade. Creía haber perdido al doctor, pero ahí estaba, al otro lado
del puente, bajo el pórtico del Lungarno, echando un rápido vistazo a un apunte
sobre el hombro del dibujante, siguiendo luego su camino con zancadas vivas y
ligeras. Pazzi supuso que se dirigía a la iglesia de Santa Croce, y lo siguió
a una distancia prudencial en medio de un tráfico de mil demonios.
CAPÍTULO
26
Las
naves de la iglesia de Santa Croce, sede de los franciscanos, resonaban en ocho
idiomas mientras las hordas de turistas hormigueaban siguiendo las vistosas
sombrillas de los guías y buscando en la penumbra monedas de doscientas liras
para costear, durante un precioso minuto de sus vidas, la iluminación de los
grandes frescos de las capillas.
Una
vez en el interior, Romula tuvo que pararse junto a la tumba de Miguel Ángel
para dejar que sus ojos, privados del resplandor de la espléndida mañana, se
habituaran al tenebroso recinto. Cuando se dio cuenta de que estaba sobre una
lápida, susurró un «Mí dispiace!» y
se apartó de ella a toda prisa; para Romula el tropel de los muertos que bullía
bajo sus pies era tan real como la gente que la rodeaba, y quizá más poderoso.
Era hija y nieta de médiums y quiromantes, y veía a la gente que pisaba la faz
de la tierra y a la que habitaba en su interior como dos muchedumbres a las que
sólo separaba el telón de la muerte. Siendo más viejos y más sabios, los de
abajo tenían, en su opinión, todas las de ganar.
Miró
a su alrededor tratando de localizar al sacristán, individuo con
inquebrantables prejuicios contra los gitanos, y se refugió detrás de la
primera columna, al amparo de la Madonna
del Latte de Rossellino, mientras el niño le hocicaba contra el pecho.
Pazzi, que acechaba junto a la tumba de Galileo, la descubrió allí.
El
inspector jefe señaló con la barbilla hacia el fondo de la iglesia, donde, al
otro lado del crucero, los flashes de las cámaras prohibidas y los reflectores
brillaban como relámpagos en la vasta penumbra, mientras los ruidosos
temporizadores tragaban monedas de doscientas liras y alguna que otra moneda
falsa o calderilla australiana.
Una
y otra vez, Cristo nacía, era traicionado y clavado a la cruz, a medida que los
enormes frescos iban apareciendo a la brillante luz de los reflectores, tras lo
cual volvía a reinar una oscuridad cerrada y rumorosa en la que los peregrinos
se arremolinaban imposibilitados de leer sus guías, mientras el incienso y los
olores corporales ascendían para cocerse al calor de los focos.
En
el brazo izquierdo del crucero, el doctor Fell se había puesto manos a la obra
en la Capilla Capponi. La famosa Capilla Capponi está en Santa Felicita. Esta
otra, reconstruida en el siglo XIX, interesaba al doctor porque la
restauración le proporcionaba cierta perspectiva para contemplar el pasado.
Estaba calcando con carboncillo una inscripción en piedra tan gastada que ni
una iluminación oblicua hubiera conseguido realzarla.
Pazzi,
que lo observaba con un pequeño catalejo de bolsillo, descubrió por qué el
doctor había salido de casa llevando tan sólo la bolsa de la compra: guardaba
sus materiales de dibujo tras el altar de la capilla. Por un momento estuvo a
punto de llamar a Romula para decirle que se marchara. Puede que los
utensilios le sirvieran para tomar las huellas. Pero no, el doctor llevaba
puestos unos guantes de algodón para no mancharse las manos con el carboncillo.
En
el mejor de los casos, sería un trabajo torpe. La técnica de Romula estaba
pensada para la calle. Pero la mujer era lo que parecía, y lo menos parecido a
lo que un criminal podía temer. Era la persona más indicada para no espantar al
doctor. No. Si la atrapaba, se la entregaría al sacristán, con el que Pazzi
podría hablar más tarde.
Pero aquel hombre estaba loco. ¿Y si la mataba? ¿Y si
mataba al niño? Pazzi se hizo dos preguntas. ¿Se enfrentaría al doctor si sus
vidas corrían peligro? Sí. ¿Estaba dispuesto a permitir que sufrieran heridas
menores para conseguir su dinero? Sí.
Se
limitarían a esperar hasta que el doctor Fell se quitara los guantes y se
dispusiera a salir para comer. Yendo y viniendo por el crucero, Pazzi y Romula
tuvieron tiempo de hablar en susurros. Pazzi distinguió un rostro entre el
gentío.
—¿Quién
es ese que te sigue, Romula? Más vale que me lo digas. Lo tengo visto de la
cárcel.
—Es
mi amigo, se pondrá en medio si tengo que echarme a correr. Pero no sabe nada.
Nada de nada. Es mejor para usted, así no tendrá que mancharse las manos.
Para
matar el tiempo, rezaron en varias capillas, Romula bisbiseando en un idioma
que Pazzi no reconoció, y éste, a la intención de un largo rosario de cosas,
particularmente la casa en la bahía de Chesapeake y algo más en lo que no
debería pensar en una iglesia.
Les
llegaban las melodiosas voces del coro, que estaba ensayando y conseguía
alzarse sobre la algarabía general.
Sonó
la campana. Era la hora del cierre de mediodía. Aparecieron los sacristanes
haciendo sonar sus manojos de llaves, impacientes por vaciar los cepillos.
El
doctor Fell se irguió y salió de detrás de la Pietá de Andreotti de la capilla,
se quitó los guantes y se puso la chaqueta. Un nutrido grupo de japoneses,
agotada su provisión de calderilla, se habían apiñado ante el altar mayor y
permanecían estupefactos en la oscuridad, sin comprender aún que tenían que
salir.
El
codazo de Pazzi era del todo innecesario. Romula sabía que el momento había
llegado. Besó la coronilla del niño, tranquilo sobre el brazo de madera.
El
doctor se acercaba. La multitud lo encaminaba hacia ella y, en tres zancadas,
fue a su encuentro, le cerró el paso, alzó la mano ante él procurando atraer su
mirada, se besó los dedos y se dispuso a plantarlos en su mejilla, con el
brazo oculto listo para colarse en la chaqueta del hombre.
Alguien
había dado con una última moneda de doscientas liras y las luces se
encendieron; en el momento en que lo tocaba, Romula miró el rostro del hombre y
sintió que sus rojizas pupilas la absorbían, sintió que un vacío enorme y
helado tiraba de su corazón hacia las costillas, y apartó la mano a toda prisa
para cubrir la cara de la criatura, mientras oía su propia voz diciendo: «Perdonami, perdonami, signare», se daba
la vuelta y huía. El doctor se la quedó mirando hasta que se apagó la luz y
volvió a ser una silueta recortada contra los cirios de una capilla, y con
zancadas ágiles continuó su camino.
Pazzi,
pálido de ira, encontró a Romula apoyada en la pila, mojando una y otra vez la
cabeza del niño y lavándole los ojos por si había mirado al doctor Fell. Se
tragó los peores improperios cuando vio el rostro aterrorizado de la mujer.
—Es el Demonio —susurró, y sus ojos parecían enormes en la
semioscuridad—. Shaitan, el Hijo de la Mañana. Ahora ya lo he visto.
—Te
devolveré a la prisión —dijo Pazzi.
Romula
miró el rostro del niño y exhaló un suspiro, un suspiro de matadero, tan
profundo y resignado que producía escalofríos. Se quitó el brazalete de plata y
lo lavó con agua bendita.
—Todavía
no —dijo.
CAPÍTULO
27
Si
Rinaldo Pazzi hubiera estado dispuesto a cumplir su deber como agente de la
ley, habría podido detener al doctor Fell y averiguar muy rápidamente si era
Hannibal Lecter. En cuestión de media hora habría obtenido una orden de arresto
para sacarlo del Palazzo Capponi, y todas las alarmas del mundo no hubieran
podido impedírselo. Con su sola autoridad, hubiera podido retener al doctor
Fell sin cargos el tiempo necesario para establecer su identidad.
Las
huellas dactilares tomadas al doctor en la Questura hubieran revelado en diez
minutos si Fell era Hannibal Lecter. La prueba del ADN habría confirmado la
identificación.
Todos
esos recursos le estaban negados ahora. Una vez decidido a vender al doctor
Lecter, el inspector jefe se había transformado en un cazador de recompensas,
al margen de la ley y solo. Hasta los soplones de la policía, que seguían
estando a su merced, le resultaban inservibles, porque se habrían apresurado a
delatarlo.
Los
consiguientes obstáculos provocaban la frustración de Pázzi, pero no hacían
mella en su decisión. Se las apañaría con las malditas gitanas...
—¿Lo
haría Gnocco por ti, Romula? ¿Puedes dar con él?
Estaban
en el salón del apartamento de Via de' Bardi, frente al Palazzo Capponi, doce
horas después del fiasco en la iglesia de Santa Croce. Una lámpara de sobremesa
iluminaba el cuarto hasta la altura de las caderas de Pazzi. Por encima, sus
ojos negros brillaban en la semioscuridad.
—Lo
haré yo misma, pero sin el niño —dijo Romula—. Pero tiene que darme...
—No.
No puedo dejar que te vea dos veces. ¿Lo haría Gnocco por ti?
Romula,
que llevaba un vestido largo de colores vivos, se inclinaba hacia delante en
el asiento, con los generosos pechos rozándole los muslos y la cabeza casi
junto a las rodillas. El brazo hueco de madera reposaba sobre una silla. La
vieja, tal vez prima de Romula, estaba sentada en un rincón con el niño en
brazos. Las cortinas estaban echadas. A través de la abertura Pazzi vio una
débil luz en el piso superior del palacio.
—Puedo
hacerlo. Puedo cambiar mi aspecto de forma que no me reconozca. Puedo...
—No.
—Entonces,
puede hacerlo Esmeralda.
—No
—la voz había sonado en el rincón. La vieja no había despegado los labios
hasta entonces—. Cuidaré a tu hijo, Romula, hasta la muerte. Pero nunca tocaré
a Shaitan.
Pazzi
apenas entendía su italiano.
—Siéntate
bien, Romula —le dijo el policía—. Mírame. ¿Lo haría Gnocco por ti? Romula,
esta noche vas a volver a Sollicciano. Aún tienes que cumplir otros tres meses.
Es posible que la próxima vez que te manden dinero y cigarrillos entre la ropa
del bebé te cojan... Puedo hacer que te echen seis meses de propina por la
última vez. Podría conseguir que te declararan incapacitada como madre. El
estado se quedaría con el niño. Pero si consigo las huellas, tú te verás libre,
tendrás un millón de liras y desaparecerán tus antecedentes. Y te ayudaré a
conseguir un visado para Australia. ¿Lo haría Gnocco por ti?
La mujer no respondió.
—¿Puedes
encontrar a Gnocco? —Pazzi resopló por la nariz—. Sentí, recoge tus cosas, podrás retirar el brazo falso en la sala
de objetos personales dentro de tres meses, o el año que viene. El niño tendrá
que ir a la inclusa, con los demás huérfanos. La vieja puede visitarlo allí.
—¿Con
los demás huérfanos, Commendatore? Mi
hijo tiene madre y un nombre, ¿sabe? —meneó la cabeza, poco dispuesta a decirle
el nombre a aquel individuo. Se tapó la cara y sintió los latidos de las manos
y la cabeza golpeándose mutuamente; a continuación, habló sin descubrirse el
rostro—: Puedo encontrarlo.
—¿Dónde?
—En
la Piazza Santo Spirito, junto a la fuente. Encenderán una hoguera y alguien
llevará vino.
—Iré
contigo.
—Más vale que no —replicó la mujer—. Usted arruinaría su
reputación. Tiene a Esmeralda y al niño, sabe que volveré.
La
Piazza Santo Spirito, un hermoso cuadrado en la orilla izquierda del Arno,
tiene un ambiente sórdido por la noche, con la iglesia envuelta en sombras y
cerrada a cal y canto desde hace horas, y ruidos y olores a comida saliendo de
Casalinga, la popular trattoria.
Junto a la fuente, el resplandor de una pequeña hoguera y
el sonido de una guitarra tocada con más entusiasmo que arte. Entre los
presentes hay un buen cantante de fados. Una vez descubierto, lo empujan hacia
el centro y lo animan a remojarse el gaznate con el vino de varias botellas.
Entona una canción que habla del destino, pero lo interrumpen con peticiones de
algo más alegre.
Roger
LeDuc, Gnocco por mal nombre, está sentado en el pretil de la fuente. Ha
fumado. Tiene los ojos turbios, pero distingue a Romula enseguida detrás de la
gente que rodea la hoguera. Compra dos naranjas a un vendedor ambulante y la
sigue lejos del corro. Se paran bajo un farol a cierta distancia de la hoguera.
La luz, fría en comparación con la del fuego, moteada por las pocas hojas de un
arce que pugna por reverdecer, da un tinte verdoso a la palidez de Gnocco,
sobre la que las sombras de las hojas parecen heridas móviles a Romula, que lo
mira reposando la mano en su brazo.
La
hoja de una navaja suelta destellos al final de su puño como una lengua pequeña
y brillante que monda la naranja, de la que va colgando el largo tirabuzón de
la piel. Se la da y ella le mete un gajo en la boca mientras él empieza a pelar
la segunda.
Hablan
en rumano apenas unos instantes. Él se encoge de hombros. La mujer le da un
teléfono celular y le marca un número. La voz de Pazzi suena en la oreja de
Gnocco. Al cabo de un momento, Gnocco cierra el teléfono y se lo guarda en un
bolsillo.
Romula
se quita del cuello una cadenilla, besa el minúsculo amuleto y la pasa por el
cuello del desaliñado joven. Él junta la barbilla con el pecho para mirar el
colgante, baila dando saltos, como si la imagen santa lo quemara, y consigue
que Romula sonría. La gitana se quita el brazalete y se lo pone en la muñeca.
Le encaja perfectamente. El brazo de Gnocco no es más grueso que el de Romula.
—¿Puedes
quedarte una hora? —le pregunta el hombre.
—Sí
—contesta ella.
CAPÍTULO
28
Es
de noche otra vez, y el doctor Fell está en la vasta sala de piedra de la
exposición de instrumentos de tortura en el Forte di Belvedere, cómodamente
recostado contra el muro, con las jaulas de los condenados colgadas sobre su
cabeza.
Su
mirada registra las múltiples manifestaciones de la fascinación enfermiza en
los ávidos rostros de los mirones, que se empujan en torno a los atroces
artefactos y se restriegan unos con otros en sulfuroso frottage, con los ojos
sallándoseles de las órbitas, el pelo de los antebrazos erizado, echándose el
ansioso aliento en los cuellos y las caras. De vez en cuando, el doctor se
lleva un pañuelo perfumado a la nariz para soportar la sobredosis de colonia y
efluvios hormonales.
Sus
perseguidores lo acechan en el exterior.
Pasan
las horas. El espectáculo de la chusma no parece cansar al doctor Fell, que
nunca ha prestado más que una tibia atención a los artilugios propiamente
dichos. Algunos perciben su curiosidad y se sienten incómodos. A menudo, las
mujeres lo miran con particular interés antes de que la marea humana las
obligue a avanzar. Una miseria pagada a los taxidermistas que regentan el
macabro tinglado permite al doctor remolonear a capricho, inalcanzable tras las
cuerdas, completamente inmóvil contra el muro.
Fuera,
cerca de la puerta de salida, aguantando la persistente llovizna junto al
parapeto, Rinaldo Pazzi montaba guardia. El inspector jefe estaba acostumbrado
a esperar.
Pazzi
sabía que el doctor no volvería a casa. Al pie de la colina, en una placita
visible desde el fuerte, el automóvil de Fell aguardaba a su dueño. Era un
Jaguar Saloon negro, un elegante Mark II
con treinta años de antigüedad y matrícula suiza
que relucía bajo la lluvia, el mejor coche que Pazzi había visto nunca. Era
evidente que el doctor Fell no necesitaba ganarse un sueldo. Pazzi había
anotado los números de la matrícula, pero no podía arriesgarse a identificarla
a través de la Interpol.
En
la empedrada cuesta de la Via San Leonardo, entre el Forte di Belvedere y el
coche, esperaba Gnocco. La calle, mal iluminada, discurría entre dos hileras
de altos muros de piedra que protegían una sucesión de villas. Gnocco había
dado con un oscuro nicho ante la verja de una entrada en el que podía
resguardarse de la lluvia y del torrente de turistas que bajaban del fuerte. El
teléfono celular vibraba contra su muslo cada diez minutos, y tenía que
confirmar que seguía en su puesto.
Pasaban
turistas cubriéndose la cabeza con mapas y programas de mano, abarrotando las
estrechas aceras y derramándose por la calzada, donde obligaban a reducir la
marcha a los pocos taxis procedentes del fuerte.
En
la cámara abovedada de la exposición, el doctor Fell separó por fin la espalda
del muro, alzó la vista hacia el esqueleto de la jaula colgada sobre su cabeza
como si ambos compartieran un secreto, y se abrió paso entre el gentío hacia la
salida.
Pazzi
lo vio enmarcado por la puerta y un poco más tarde recortado contra un foco de
la hierba. Lo siguió a cierta distancia. Cuando estuvo seguro de que se dirigía
al coche, abrió el teléfono celular y alertó a Gnocco.
La
cabeza del gitano asomó por el cuello de su chaqueta como la de una tortuga,
con los ojos hundidos, mostrando la calavera bajo la piel. Se remangó hasta los
codos, escupió en el brazalete y lo frotó con un trapo. Ahora que estaba lavado
con saliva y agua bendita, lo protegió de la lluvia poniendo el brazo tras la
espalda, bajo el abrigo, mientras miraba hacia la colina. Se acercaba una
columna de cabezas bamboleantes. Gnocco se metió en la riada de turistas y alcanzó
el centro de la calle, donde podría avanzar contra la corriente y tener mejor
visibilidad. Sin un ayudante, tendría que encargarse él solo del encontronazo y
de la siria, lo que no era ningún problema, porque el caso era fallar. Ahí
venía aquel hombrecillo insignificante, gracias a Dios cerca del bordillo.
Pazzi iba a treinta metros del doctor, y seguía bajando la cuesta.
Gnocco
se desplazó con un movimiento lleno de estilo desde el centro de la calle.
Aprovechando que se aproximaba un taxi, hizo como que se apartaba para
evitarlo, volvió la cara para soltar una blasfemia y chocó de bruces con el
doctor Fell; empezó a hurgarle bajo el abrigo y sintió el brazo atrapado por
una garra acerada, luego un golpe; se soltó de un tirón y se escabulló a toda
prisa, mientras el doctor Fell, que apenas se había parado, continuaba su
camino a buen paso y se perdía en la corriente de turistas.
Pazzi
estuvo a su lado casi al instante, apretado en el nicho ante la verja de hierro
junto a Gnocco, que dobló el cuerpo hacia delante un momento, recuperándose, y
se irguió jadeando.
—Lo
he conseguido. Me ha agarrado bien. El muy cornuto
ha intentado pegarme en los cojones, pero ha fallado —le explicó.
Pazzi, con una rodilla apoyada en el suelo, buscaba con
cuidado el brazalete, cuando Gnocco empezó a sentir calor y humedad pierna
abajo, y, al agacharse, hizo brotar una corriente de cálida sangre arterial de
un desgarrón junto a la bragueta y salpicó el rostro y las manos de Pazzi, que
intentaba quitarle el brazalete cogiéndolo por el canto. La sangre lo llenó
todo, incluida la cara de Gnocco, que se había inclinado para mirarse, con las
piernas empezando a fallarle. Se derrumbó contra la reja, con una mano crispada
sobre los hierros y un trapo apretado contra la ingle en la otra, intentando
detener el chorro que manaba de la arteria femoral, seccionada.
Pazzi,
con la sangre fría que se apoderaba de él en los momentos críticos, pasó un
brazo alrededor de Gnocco y, manteniéndolo con la espalda vuelta hacia los
turistas mientras sangraba entre los barrotes, lo fue dejando caer hasta
acostarlo en el suelo, sobre un costado.
Pazzi
se sacó del bolsillo el teléfono celular y pidió una ambulancia, pero sin
encenderlo. Se quitó la gabardina y la extendió sobre el cuerpo yacente como un
halcón cubriendo a su presa con las alas. La despreocupada multitud seguía
bajando a sus espaldas. Pazzi le quitó el brazalete de la muñeca y lo guardó en
una cajita. Se metió el teléfono celular de Gnocco en un bolsillo. El joven
movió los labios.
—Madonna, che freddo...
Haciendo de tripas corazón, Pazzi retiró la mano de Gnocco
de la herida, la sostuvo entre las suyas como para confortarlo y dejó que se
desangrara. Cuando estuvo seguro de que Gnocco había muerto, lo dejó junto a la
verja, con la cabeza apoyada en un brazo como si estuviera dormido, y se unió
a los que bajaban.
En
la plaza, Pazzi vio el lugar de aparcamiento vacío; la lluvia apenas había
empezado a humedecer los cantos sobre los que había estado el Jaguar del doctor
Lecter.
El
doctor Lecter. Pazzi ya no pensaba en él como el doctor Fell. Era el doctor
Hannibal Lecter.
En
el bolsillo podía tener en esos momentos la prueba que Verger necesitaba. La
que necesitaba Pazzi goteaba gabardina abajo, sobre sus zapatos.
CAPITULO
29
El lucero del alba se eclipsaba sobre Genova a medida que
un resplandor rojizo apuntaba por oriente cuando el viejo Alfa Romeo de Rinaldo
Pazzi llegó al puerto. Un viento helado rizaba la bahía. En un mercante
fondeado en un amarradero de la bocana hacían trabajos de soldadura, y las
chispas de color naranja llovían sobre el agua negra.
Romula
permaneció en el coche, al abrigo del viento, con el niño en el regazo.
Esmeralda se acurrucaba en el pequeño asiento posterior de la berlinetta cupé con las piernas de
través. No había vuelto a abrir la boca desde que se negó a tocar a Shaitan.
Estaban
tomando cafe bien cargado en vasos de plástico y pastíccini.
Rinaldo
Pazzi fue a la oficina de embarque. Cuando salió, el sol ya estaba alto y teñía
de rojo el casco roñoso del carguero Astra
Philogenes, que completaba su carga anclado junto al muelle. Hizo un gesto
a las mujeres.
El Astra Philogenes, con veintisiete mil
toneladas y bandera griega, tenía autorización para transportar doce pasajeros
sin médico de a bordo rumbo a Río. Allí, le había explicado Pazzi a Romula,
transbordarían a otro barco que zarparía hacia Sydney, Australia, para lo cual
recibirían ayuda del sobrecargo del Astra.
El pasaje estaba pagado hasta destino sin posibilidad de reembolso. En Italia,
Australia se considera una tierra de promisión donde es fácil encontrar
trabajo, y cuenta con una nutrida comunidad gitana.
Pazzi
había prometido a Romula dos millones de liras, unos mil doscientos cincuenta
dólares a la cotización vigente, y se los entregó en un abultado sobre.
El
equipaje de las gitanas era insignificante: una maleta pequeña y el brazo falso
metido en la funda de una trompa de pistones.
Las
gitanas y el niño estarían en el mar e incomunicadas cerca de un mes.
Pazzi
repitió a Romula por enésima vez que Gnocco se reuniría con ella más adelante,
porque ese día había sido imposible. Se pondría en contacto con ella
escribiéndole a la oficina central de correos de Sydney.
—Cumpliré
mi palabra con él como lo he hecho contigo —le dijo al pie de la pasarela,
mientras el sol de primera hora alargaba sus sombras sobre la áspera superficie
del muelle.
Al
acercarse el momento de zarpar, mientras Romula y el niño empezaban a trepar
hacia cubierta, la vieja, mirándolo con sus ojos negros como aceitunas de
Kalamata, habló por segunda y última vez en la experiencia de Pazzi.
—Has
entregado a Gnocco a Shaitan —dijo con calma—. Gnocco está muerto.
Doblándose
con dificultad, como haría ante un pollo acogotado en el tajo, Esmeralda apuntó
con cuidado, escupió a la sombra de Pazzi y se apresuró pasarela arriba tras
Romula y la criatura.
CAPÍTULO
30
La
caja en la que la DHL Express había hecho la entrega era modélica. Sentado a
una mesa bajo los focos de la zona de las visitas, el técnico en huellas
dactilares desenroscó los tornillos con cuidado usando un destornillador
eléctrico.
El
ancho brazalete de plata estaba sujeto a un soporte de terciopelo grapado al
interior de la caja, de forma que la joya no tocara nada.
—Tráigamelo
—ordenó Mason.
Examinar
las huellas hubiera sido mucho más fácil en la Sección de Identificación del
Departamento de Policía de Baltimore, donde el técnico trabajaba durante el
día; pero Verger le pagaría una cantidad enorme y en metálico, y quería
supervisar el trabajo con sus propios ojos. O con su propio ojo, reflexionó el
técnico con sorna mientras dejaba el brazalete, todavía en su soporte, en una
bandeja de porcelana sostenida por un enfermero.
Éste
la aproximó al anteojo de Mason. No podía depositarla en la trenza de pelo
enroscada sobre el corazón de Mason, porque el respirador le alzaba el pecho
constantemente, arriba y abajo.
El
pesado brazalete tenía manchas de sangre seca, que cayó en forma de polvo
rojizo sobre la porcelana. Mason lo miró a través del anteojo. La falta de
tejido facial le impedía toda expresión, pero el ojo estaba brillante.
—Empiece
—dijo.
El técnico
tenia una copia del anverso de la tarjeta del FBI con las huellas del doctor
Lecter. La sexta huella del reverso y los datos personales no estaban
reproducidos.
Se
dispuso a distribuir con el pincel los polvos para identificación de pruebas
entre las costras de sangre. Los «Sangre de dragón» que solía utilizar tenían
un color semejante al de la sangre seca, así que utilizó otros de color negro y
los espolvoreó con cuidado.
—Hay
huellas —informó, e hizo una pausa bajo los focos para secarse el sudor de la
frente.
La
luz era la adecuada, así que fotografió in
situ las huellas obtenidas antes de levantarlas para compararlas al
microscopio.
—Dedos
corazón y pulgar de la mano izquierda, coincidentes en dieciséis puntos.
Suficiente para un tribunal —dijo por fin—. No hay duda, es el mismo sujeto.
A
Mason los tribunales lo traían sin cuidado. Su pálida mano ya había empezado a
reptar por la colcha en busca del teléfono.
CAPÍTULO
31
Una
mañana soleada en una pradera montañosa en el interior del macizo de
Gennargentu, en el centro de Cerdeña.
Seis
hombres, cuatro sardos y dos romanos, trabajan bajo un cobertizo sin paredes
construido con maderos del bosque circundante. Los insignificantes sonidos que
producen parecen magnificarse en el vasto silencio de las montañas.
Bajo
el cobertizo, colgado de las alfardas, cuya corteza sigue pelándose, hay un
espejo enorme en un marco dorado y rococó. Está suspendido sobre un sólido
corral que tiene dos puertas, una de las cuales se abre hacia los pastos. La
otra está hecha como una puerta holandesa, de forma que la mitad superior y la
inferior puedan abrirse por separado. Bajo ella el terreno está pavimentado con
cemento, pero el resto del corral está cubierto de paja limpia, como un
patíbulo.
El
espejo, con su marco tallado de querubines, puede inclinarse para proporcionar
una vista superior del corral, como el espejo de una escuela de cocina permite
a los alumnos tener una vista de los fogones.
El
cineasta, Oreste Pini, y el hombre de confianza de Mason en Cerdeña, un
secuestrador profesional llamado Carlo, sintieron mutua aversión desde el
principio.
Carlo
Deogracias era un individuo corpulento y sanguíneo, que apenas se quitaba un
sombrero tirolés con un colmillo de jabalí en la cinta. Tenía por costumbre
mascar la ternilla de un par de dientes de venado que guardaba en un bolsillo
de la chaqueta.
Carlo
era un practicante aventajado del antiguo deporte sardo del secuestro, así como
un vengador profesional.
Si
te han de secuestrar para pedir rescate, te dirá cualquier italiano rico, es
preferible caer en manos de los sardos. Por lo menos son profesionales y no te
matarán por accidente o en un ataque de pánico. Si tu familia paga, puede que
te devuelvan ileso y con todos los apéndices y orificios intactos. Si no paga,
pueden estar seguros de que te recibirán por entregas en paquete postal.
A
Carlo no lo convencían los alambicados planes de Mason. Tenía experiencia en la
materia; de hecho, veinte años atrás había conseguido que una piara de cerdos
se comiera a un individuo, un nazi retirado que se hacía pasar por conde e
imponía relaciones sexuales a los niños de los pueblos toscanos, chicos y
chicas por igual. A Carlo lo contrataron para el trabajo, atrapó al interfecto
en su propio jardín, a cinco kilómetros de la Badia di Passignano, y consiguió
que lo devoraran cinco enormes cerdos domésticos de una granja al sur de
Poggio alle Corti, aunque tuvo que dejar de alimentarlos durante tres días. El
nazi, que trataba de liberarse de sus ataduras, sudaba y suplicaba, tenía los
pies metidos en el corral, y aun así a los cerdos parecía darles vergüenza empezar
con los dedos, que sin embargo no paraban de menearse, hasta que Carlo, con una
punzada de culpa por violar la letra del contrato, obligó al boche a comerse
una deliciosa ensalada con las verduras favoritas de los cerdos y luego le
cortó el cuello para apaciguarlos.
Carlo
era alegre y vital por naturaleza, pero la presencia del director de cine lo
ponía de mal humor. Había tenido que traer el espejo de un burdel que regentaba
en Cagliari, obedeciendo órdenes de Mason Verger, sólo para complacer a aquel
pornógrafo llamado Oreste Pini.
Los
espejos eran un fetiche para Oreste, que los había usado como piezas capitales
de sus películas pornográficas y de la única cinta genuinamente snuff que había rodado en Mauritania.
Inspirado por la advertencia impresa en el retrovisor de su coche, era un
convencido partidario del uso de espejos convexos para hacer que determinados
objetos parecieran mayores de lo que aparecen a la mirada directa.
Siguiendo
las instrucciones de Mason, Oreste tendría que preparar un escenario con dos
cámaras y un buen equipo de sonido, y la toma tenía que ser perfecta a la
primera. Mason quería un primer plano fijo e ininterrumpido del rostro, aparte
de todo lo demás.
En
opinión de Carlo, lo único que hacía era cazar moscas con el culo.
—Puedes
quedarte ahí cotorreando como una verdulera o ver cómo ensayamos y preguntarme
cualquier cosa que no entiendas.
—Lo
que quiero es filmar los ensayos.
—Va bene. Monta tu mierda de set y empecemos de una vez.
Mientras
Oreste colocaba las cámaras, Carlo y los otros tres silenciosos sardos hacían
los preparativos.
A
Oreste le encantaba el dinero, pero nunca dejaba de sorprenderse de todo lo
que se puede comprar con él.
En
una larga mesa colocada sobre caballetes en un extremo del cobertizo, el
hermano de Carlo, Matteo, deshacía un hato de ropa vieja, del que entresacó una
camisa y unos pantalones. Mientras tanto, los otros dos sardos, los hermanos
Fiero y Tommaso Falcione, acercaban al interior del cobertizo una camilla con
ruedas empujándola despacio sobre la hierba. La camilla estaba manchada y
hecha jirones.
Matteo había preparado varios pozales de carne picada,
unos cuantos pollos sin desplumar y un montón de fruta pasada, a los que
empezaban a acudir las moscas, y un cubo de ventrón e intestinos de buey.
Matteo
extendió los gastados pantalones caqui sobre la camilla y empezó a llenarlos
con un par de pollos, carne y fruta. Luego metió carne picada y bellotas en un
par de guantes de algodón, procurando que los dedos se llenaran, y los colocó
en la boca de las perneras. A continuación, extendió la camisa, la llenó de
intestinos procurando darle forma con trozos de pan, la abotonó y metió
escrupulosamente los faldones dentro del pantalón. Completó el torso poniendo
un par de guantes repletos de más inmundicias en los extremos de las mangas.
Como cabeza usó un melón cubierto con una redecilla llena de carne picada en la
parte que representaba la cara; dos huevos duros hacían las veces de ojos.
Cuando acabó el resultado se asemejaba a un maniquí lleno de bultos, aunque
tenía mejor aspecto acostado en la camilla que algunos que se tiran de un
rascacielos. Como toque final, Matteo roció el melón y los guantes de las
mangas con una loción para el afeitado que costaba un ojo de la cara.
Carlo
señaló con la barbilla hacia el escultural ayudante de Oreste, que se inclinaba
sobre el borde del corral extendiendo el soporte del micrófono para comprobar
el alcance.
—Dile
a tu bujarrón que si se cae dentro, no seré yo quien se meta para sacarlo.
Por
fin estuvo todo listo. Fiero y Tommaso plegaron las patas de la camilla y la
hicieron rodar hasta la entrada del corral.
Carlo
trajo de la casa un radiocasete y un amplificador independiente. Tenía toda
una colección de cintas, alguna de las cuales había grabado él mismo mientras
les cortaba las orejas a los secuestrados para mandarlas por correo a sus
familiares. Carlo se las ponía a los animales cada vez que comían. Ya no las necesitaría
cuando hubiera una víctima real que pusiera los efectos de sonido.
Los
sufridos altavoces exteriores estaban clavados a los postes del cobertizo. El
sol brillaba sobre la hermosa pradera, que descendía en suave pendiente hacia
el bosque. La sólida cerca que la rodeaba se perdía entre los árboles. En el
silencioso mediodía Oreste podía oír una abeja carpintera zumbando bajo el
techo del cobertizo.
—¿Estás
listo? —le preguntó Carlo.
A su
vez, Oreste se volvió hacia la cámara fija.
—Giriamo —gritó al cámara.
—Prontí! —respondió éste.
—Motore! —y las cámaras empezaron a
rodar.
—Partito! —la cinta del sonido empezó a
girar.
—Azione! —chilló Oreste, y le dio un
golpe a Carlo.
El
sardo pulsó el botón de «play» del radiocasete y se desencadenó un griterío
infernal puntuado por sollozos y súplicas. El cámara dio un respingo, pero se
tranquilizó enseguida. Los alaridos eran espeluznantes, pero dieron el
recibimiento más apropiado a las siluetas que salían del bosque, atraídas por
el escándalo que anunciaba la cena.
CAPÍTULO
32
Viaje
de ida y vuelta en un día a Ginebra para ver el dinero.
El
avión del puente aéreo a Milán, un ruidoso reactor Aeroespatiale, trepó a los
cielos de Florencia a primeras horas de la mañana y se meció sobre los
viñedos, cuyas separadas hileras parecían una torpe maqueta de la Toscana hecha
por un especulador de terrenos. Algo extraño ocurría con los colores del
paisaje; las piscinas de las nuevas villas de los extranjeros ricos tenían un
azul raro. A Pazzi, que miraba por la ventanilla del avión, le parecían del
azul lechoso de un ojo de inglés viejo, un tono fuera de lugar entre los
oscuros cipreses y los plateados olivos.
Los
ánimos de Rinaldo Pazzi ascendían con el avión al pensar que no se haría viejo
allí, a expensas del capricho de sus superiores, aguantando mecha para
conseguir la pensión.
Lo
había atormentado el temor a que Lecter desapareciera después de matar a
Gnocco. Cuando volvió a ver encendida la lámpara de trabajo del doctor en Santa
Croce, sintió un alivio enorme; el doctor pensaba que no corría peligro.
La
muerte del gitano no produjo la menor agitación en la Questura, donde la
atribuyeron a algún ajuste de cuentas entre traficantes de drogas; por suerte,
se habían encontrado jeringuillas usadas cerca del cuerpo, cosa nada rara en
Florencia, donde se distribuían gratis.
Un
viaje para ver el dinero. Había sido exigencia suya.
La
visualización interna de Pazzi era capaz de recordar algunas imágenes con pelos
y señales: la primera vez que se vio el pene en erección; la primera que vio su
propia sangre; la primera mujer que vio desnuda; el primer puño borroso que vio
acercarse a su rostro. Recordaba cierta ocasión en que entró por casualidad en
la capilla lateral de una iglesia de Siena y sus ojos toparon de pronto con el
rostro de santa Catalina de Siena, una cabeza de momia enmarcada en una
impoluta toca blanca y guardada dentro del relicario en forma de iglesia.
Ver
tres millones de dólares estadounidenses le produjo un impacto semejante.
Trescientos
fajos de billetes de cien con números de serie no consecutivos.
En
una habitación pequeña y desnuda, parecida a una capilla, en las oficinas del
Crédit Suisse de Ginebra, el abogado de Mason Verger enseñó el dinero a Rinaldo
Pazzi. Lo trajeron de la cámara acorazada con un carrito, en cuatro cajas de
seguridad profundas y numeradas con placas de cobre. El Crédit Suisse puso a
su disposición una máquina de contar billetes, una balanza y un empleado para
utilizarlas. Pazzi hizo salir al empleado. Puso las manos sobre el montón de
billetes una sola vez.
Rinaldo
Pazzi era un investigador muy competente. Había descubierto y detenido a
auténticos virtuosos del timo durante veinte años. Mientras estaba ante todo
aquel dinero y escuchaba las instrucciones del abogado, no percibió la más
mínima nota falsa; si les entregaba a Hannibal Lecter, ellos le entregarían el
dinero.
Con
la sangre agolpándosele en la cabeza, comprendió que aquella gente iba en
serio; Mason Verger pagaría sin pestañear. Y no se hacía ilusiones respecto a
la suerte del doctor. Estaba a punto de venderlo para que lo torturaran y lo
mataran. Se ha de hacer justicia a Pazzi, que al menos reconocía en su fuero
interno lo que estaba haciendo.
«Nuestra
libertad vale más que la vida del monstruo. Nuestra felicidad es más
importante que su sufrimiento», pensó con el frío egoísmo de los desesperados.
Si el «nuestra» era mayestátíco o incluía a Rinaldo y a su mujer, sería difícil
decirlo, y es posible que no exista una única respuesta.
En
aquel cuarto, fregado y suizo, inmaculado como una toca, Pazzi hizo el voto
definitivo. Apartó la mirada del dinero y asintió. Entonces el abogado, el
señor Konie, se acercó a una de las cajas, contó cien mil dólares y se los
entregó.
El
señor Konie habló brevemente por un teléfono móvil y luego se lo tendió a
Pazzi.
—Es
una línea terrestre, cifrada —le dijo.
Pazzi
escuchó la voz de un norteamericano que hablaba con un ritmo peculiar; soltaba
las frases en una sola espiración seguida de una pausa y se comía las
oclusivas. El sonido lo angustiaba ligeramente, como si estuviera pugnando por
respirar a la vez que su interlocutor.
Sin
otro preámbulo, la pregunta:
—¿Dónde
está el doctor Lecter?
Pazzi,
con el dinero en una mano y el teléfono en la otra, no titubeó.
—Investigando
en el Palazzo Capponi, en Florencia. Es el... conservador.
—¿Tendría
la bondad de mostrar su identificación a el señor Konie y pasarle el teléfono?
No dirá su nombre por el aparato.
El
señor Konie consultó una lista que se sacó del bolsillo y dijo a Mason unas
palabras acordadas previamente como clave; luego, volvió a darle el teléfono.
—Tendrá
el resto del dinero cuando el sujeto esté en nuestras manos, vivo —dijo Mason—.
Usted no tiene que atraparlo, pero sí identificarlo para nosotros y ponerlo en
nuestras manos. También quiero sus papeles, todo lo que tenga sobre el doctor.
¿Vuelve a Florencia hoy mismo? Recibirá instrucciones esta noche para un encuentro
cerca de Florencia. Tendrá lugar como muy tarde mañana por la noche. En él
recibirá instrucciones del hombre que se hará cargo del doctor Lecter. Le
preguntará si conoce a alguna florista. Respóndale que todas las floristas son
unas ladronas. ¿Me comprende? Quiero que le preste su cooperación.
—No
quiero al doctor Lecter en mi... No lo quiero cerca de Florencia cuando...
—Comprendo
su inquietud. No se preocupe, no lo estará —y se cortó la comunicación.
Tras
unos minutos de papeleo, dos millones de dólares quedaron en custodia. Mason
Verger no podría retirarlos, pero sí dar su autorización para que lo hiciera
Pazzi. Un representante del Crédit Suisse acudió al despacho y lo informó de
que el banco le cobraría una comisión si convertía la suma en francos suizos,
y le pagaría un tres por ciento de interés compuesto sólo por los cien mil
primeros francos. El empleado entregó a Pazzi una copia del artículo 47 del Bundesgesetz über Banken und Sparkassen,
que regula el secreto bancario, y se ofreció a realizar una transferencia al
Royal Bank de Nueva Escocia o a las Islas Caimán tan pronto fueran liberados los
fondos, si ése era su deseo.
En
presencia de un notario, Pazzi autorizó la firma de su esposa como titular de
la cuenta en caso de su fallecimiento. Finalizada la operación, el
representante del Crédit Suisse fue el único que ofreció la mano a los demás.
Pazzi y el señor Konie evitaron mirarse directamente, aunque el abogado se
despidió con un «adiós» desde el umbral de la puerta.
En el último tramo del viaje a casa, el vuelo del puente
aéreo desde Milán hubo de sortear una tormenta, y Pazzi se quedó mirando el
reactor de su costado, negro como una boca abierta contra el cielo gris oscuro.
Los relámpagos y los truenos se desencadenaron cuando se balanceaban sobre la
vieja ciudad, con el campanario y la cúpula de la catedral justó debajo, las
luces encendiéndose en la temprana oscuridad, resplandores y detonaciones como
los que Pazzi recordaba de su niñez, cuando los alemanes volaron los puentes sobre
el Arno y sólo perdonaron al Ponte Vecchio. Y por un instante tan breve como un
relámpago, volvió a ver con los ojos del niño al francotirador encadenado a la
Madonna de las Cadenas para que rezara antes de ser fusilado.
Descendiendo
entre el olor a ozono de los relámpagos, sintiendo el retumbar de los truenos
en el fuselaje del avión, Pazzi, del linaje de los Pazzi, volvía a su vieja
ciudad con designios tan viejos como el tiempo.
CAPÍTULO
33
Rinaldo
Pazzi hubiera preferido vigilar ininterrumpidamente a su presa del Palazzo
Capponi, pero no podía.
En
lugar de eso, aún extasiado por la contemplación del dinero, no tuvo más
remedio que enjaretarse el traje de etiqueta y asistir con su mujer al esperado
concierto de la Orquesta de Cámara de Florencia.
El
Teatro Piccolomini, construido en el siglo XIX como copia a media escala del
glorioso Teatro La Fenice de Venecia, es un joyero barroco de dorados y
terciopelo, con el espléndido techo abarrotado de querubines que desafían las
leyes de la gravedad.
No
está de más que el teatro sea tan hermoso, porque los intérpretes suelen
necesitar toda la ayuda que puedan obtener.
Es
injusto, aunque inevitable, que la música sea juzgada en Florencia con el
mismo rasero que se aplica a su inigualable patrimonio artístico. El público
florentino constituye un amplio y exigente grupo de melómanos, lo cual no
tiene nada de extraordinario en Italia; pero a menudo su hambre de música queda
insatisfecha.
Pazzi
se deslizó al asiento contiguo al de su mujer en medio de los aplausos que
despidieron la obertura.
Ella
le ofreció la fragante mejilla. Pazzi sintió que el corazón le henchía el pecho
al admirarla en su traje de noche, lo bastante escotado como para que un tibio
aroma surgiera desde el canalillo de los senos; sobre el regazo tenía la
partitura en la elegante cubierta de Gucci que él le había regalado.
—Suenan
infinitamente mejor con el nuevo viola —le susurró ella al oído.
El
excelente viola da gamba había sido
contratado para sustituir a otro, inepto hasta decir basta y primo de Sogliato,
que había desaparecido en extrañas circunstancias hacía unas semanas.
El
doctor Hannibal Lecter contemplaba el patio de butacas desde uno de los palcos
superiores, solo, inmaculado en su esmoquin, con la cara y la pechera flotando
en la oscuridad del palco enmarcado por las barrocas molduras doradas.
Pazzi
lo descubrió cuando se encendieron las luces brevemente después del primer
movimiento, y en el instante en que iba a volver la vista, la cabeza del
doctor giró como la de un buho y sus ojos se encontraron. Pazzi apretó la mano
de su mujer lo bastante fuerte como para que se volviera a mirarlo; a partir de
ese momento, Pazzi no apartó los ojos del escenario, mientras sentía el muslo
de su mujer contra el dorso caliente de la mano, que ella retenía entre las
suyas.
En
el descanso, cuando Pazzi volvió de la cafetería trayéndole un refresco, el
doctor Lecter estaba de pie junto a ella.
—Buenas
noches, doctor Fell —lo saludó Pazzi.
—Buenas
noches, Commendatore —dijo el doctor.
Aguardó con la cabeza levemente inclinada, hasta que Pazzi no tuvo más remedio
que hacer las presentaciones.
—Laura,
permíteme que te presente al doctor Fell. Doctor Fell, ésta es la signara
Pazzi, mi esposa.
La
signara Pazzi, habituada a que alabaran su belleza, encontró lo que ocurrió a
continuación encantadoramente divertido, aunque su marido no pensara lo mismo.
—Le
agradezco el privilegio que me concede, Commendatore
—dijo el doctor.
Su
lengua, roja y puntiaguda, apareció un instante entre los dientes antes de que
se inclinara ante la mano de la signora
Pazzi y acercara sus labios a la piel, tal vez más de lo acostumbrado en
Florencia, ciertamente lo bastante como para que la mujer sintiera la
respiración en su piel.
Los
ojos del hombre la miraron antes de alzar de nuevo la reluciente cabeza.
—Me
parece que aprecia usted particularmente a Scarlatti, signora Pazzi.
—Así
es, en efecto.
—Ha
sido encantador verla seguir la partitura. Hoy en día apenas lo hace nadie.
Espero que esto le interese —cogió el portafolios que llevaba bajo el.brazo y
le enseñó una partitura antigua, manuscrita en pergamino—. Procede del Teatro
Capranica de Roma, y es de 1688, el año en que se escribió la obra.
—Meraviglioso! ¡Fíjate, Rinaldo!
—He
marcado sobre papel de celofán algunas de las diferencias respecto a la
partitura moderna a lo largo del primer movimiento —explicó el doctor Lecter—.
Tal vez la divierta hacer lo mismo con el segundo. Por favor, cójala. Siempre
puedo recuperarla del signor Pazzi;
por supuesto, si el Commendatore no
tiene inconveniente...
El
doctor lo miró con intensidad mientras aguardaba su respuesta.
—Si
te apetece, Laura... —dijo Pazzi. De pronto lo asaltó una idea—. ¿Tiene
intención de presentarse ante el Studiolo, doctor?
—Por
supuesto, este mismo viernes por la noche. Sogliato está . impaciente por verme
desacreditado.
—Yo estaré en el casco antiguo —le informó Pazzi—. Aprovecharé
para devolverle la partitura. Laura, el doctor Fell tiene que cantar ante los
dragones del Studiolo para ganarse la sopa.
—Estoy
seguro de que canta de maravilla, doctor —dijo ella mirándolo con sus enormes
ojos negros, dentro de los límites de la decencia, pero próxima a rebasarlos.
El
doctor Lecter sonrió enseñando dos hileras de blancos dientecillos.
—Madame,
si fuera el fabricante de Fleur du Ciel, le regalaría el diamante Cape para que
lo luciera. Hasta el viernes por la noche, Commendatore.
Pazzi
se aseguró de que el doctor regresaba a su palco, y no volvió a mirarlo hasta
que se despidieron con un gesto de la mano en la escalinata del teatro.
—Te
regalé el Fleur du Ciel para tu cumpleaños —dijo Pazzi.
—Sí,
y me encanta, Rinaldo —respondió la signora Pazzi—. Tienes un gusto exquisito.
CAPÍTULO
34
Impruneta
es una antigua ciudad toscana de donde proceden las tejas del Duomo. Desde las
villas de las colinas que la rodean, a varios kilómetros de distancia, puede
verse el cementerio por la noche gracias a las luces que arden constantemente
en las tumbas. La luz que proporcionan es escasa, aunque suficiente para que
los visitantes paseen entre los muertos; sin embargo, hace falta una linterna
para leer los epitafios.
Rinaldo
Pazzi llegó a las nueve menos cinco con un pequeño ramo de flores que tenía
intención de depositar en una tumba cualquiera. Entró en el recinto y caminó
despacio a lo largo de uno de los senderos de guijarros bordeados de
sepulturas.
Sentía
la presencia del otro hombre, aunque no podía verlo.
Carlo
habló desde detrás de un mausoleo que lo ocultaba por completo.
—¿Puede
recomendarme alguna florista de la ciudad? «Aquel hombre tenía acento sardo.
Bien, tal vez supiera lo que se hacía.»
—Todas
las floristas son unas ladronas —contestó Pazzi.
Carlo
surgió de su escondite de golpe, sin echar antes un vistazo. Era bajo, fornido
y ágil de extremidades, y Pazzi pensó que tenía algo de salvaje. Llevaba una
chaqueta de cuero y un sombrero con un colmillo de jabalí en la cinta. Pazzi
calculó que le sacaba unos siete centímetros de envergadura y diez de altura.
Debían de pesar poco más o menos lo mismo. Le faltaba un pulgar. Supuso que podría
encontrar su ficha en el archivo de la Questura en cuestión de cinco minutos.
El resplandor de las lamparillas de las tumbas los iluminaba desde abajo.
—El
palacio tiene un buen sistema de alarma —dijo Pazzi.
—Ya
le he echado un vistazo. Tendrá que decirme quién es.
—Hablará
en una reunión mañana por la noche. ¿Podrá hacerlo tan pronto?
—Claro
—Carlo quiso presionar al policía, demostrarle quién llevaba las riendas—.
¿Estará con él, o es que le da miedo? Usted hará lo que le pagan para hacer.
Tendrá que señalármelo.
—Cierre
la bocaza. Yo cumpliré mi parte, lo mismo que usted. O se jubilará en Volterra,
de puto, lo que más le guste.
En
el trabajo, Carlo era tan insensible a los insultos como a los gritos de dolor.
Se dio cuenta de que había juzgado mal al policía. Extendió las manos abiertas
en son de paz.
—Cuénteme
lo que necesito saber.
Carlo
se acercó a Pazzi y se quedaron uno junto al otro, como si rezaran ante el
pequeño mausoleo. Por la senda se acercaba una pareja cogida de la mano. Carlo
se quitó el sombrero y los dos hombres permanecieron inmóviles, con las cabezas
inclinadas. El inspector puso las flores en la entrada de la tumba. Del sudado
sombrero de Carlo le llegó un olor rancio, como a embutido hecho de algún
animal capado sin maña, e irguió la cabeza para evitarlo.
—Es
rápido con la navaja. Y apunta bajo.
—¿Tiene
pistola?
—No
lo sé. Nunca la ha usado, que yo sepa.
—No
quiero tener que sacarlo de un coche. Lo quiero en la calle con poca gente
alrededor.
—¿Cómo
piensa reducirlo?
—Eso
es asunto mío.
Carlo
se metió en la boca un colmillo de venado y mascó la ternilla haciendo sobresalir
los dientes de vez en cuando.
—Y
mío —replicó Pazzi—. ¿Cómo piensa hacerlo?
—Lo
atontaré con una pistola de aire comprimido, le echaré una red y luego puede
que le ponga una inyección. Tendré que mirarle los dientes rápido, por si
lleva veneno en una funda.
—Tiene
que hablar en una reunión. Empieza a las siete en el Palazzo Vecchio. Si
trabaja mañana en la Capilla Capponi, en Santa Croce, irá andando desde allí al
Palazzo Vecchio. ¿Conoce Florencia?
—Bastante
bien. ¿Podrá conseguirme un pase de vehículos para el casco antiguo?
—Sí.
—No
lo cogeré al salir de la iglesia —dijo Carlo.
Pazzi
asintió.
—Es
mejor que aparezca en la reunión. Después puede que no lo echen en falta
durante dos semanas. Cuando salga tengo una excusa para acompañarlo hasta el
Palazzo Capponi...
—No
quiero cogerlo en su casa. Es su terreno. Lo conoce; yo, no. Estará alerta,
mirará a su alrededor antes de entrar. Lo quiero en plena calle.
—Escúcheme.
Saldremos por la puerta principal del Palazzo Vecchio, porque la de la Via dei
Leoni ya estará cerrada. Iremos por la Via Neri y cruzaremos el río por el
Ponte alie Grazie. Al otro lado, frente al Museo Bardini, hay unos árboles que
tapan las farolas. A esas horas la escuela está cerrada y hay mucha
tranquilidad.
—Digamos
entonces que en el Museo Bardini, pero podría hacerlo antes si se presenta la
ocasión, más cerca del palacio, o durante el día, si se huele algo y trata de
huir. Puede que estemos en una ambulancia. Quédese con él hasta que la pistola
lo deje sin sentido, y luego lárguese deprisa.
—Lo
quiero fuera de Toscana antes de que le hagan lo que sea.
—Créame,
habrá desaparecido de la faz de la tierra, y con lo pies por delante —le dijo
Carlo, e hizo asomar el diente de venado entre la sonrisa que le produjo su
propia broma.
CAPÍTULO
35
Mañana
del viernes. Una pequeña habitación en el ático del Palazzo Capponi. Tres de
las paredes encaladas están desnudas. De la cuarta cuelga una Madonna del siglo
XIII, de la escuela de Cimabue, enorme en el reducido espacio, con la cabeza
ladeada hacia el ángulo de la firma como la de un pájaro curioso y los ojos en
forma de almendra posados sobre la menuda figura que duerme bajo el cuadro.
El
doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace
tranquilo en la estrecha cama, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Abre
los ojos y, ya completamente despierto, el sueño sobre su hermana Mischa,
muerta y digerida hace mucho tiempo, se transforma sin solución de continuidad
en lúcida conciencia: peligro entonces, peligro ahora.
La
certeza de estar en peligro no le quita el sueño, ni más ni menos que haber
matado al carterista.
Vestido
para la jornada, esbelto e impecable en su traje negro de seda, desconecta los
sensores de movimiento al final de las escaleras del servicio y desciende hacia
los amplios espacios del palacio.
Ahora
es libre de moverse por el vasto silencio de las muchas estancias del
edificio, libertad que nunca deja de subírsele a la cabeza después de tantos
años de encierro en una celda subterránea.
Así
como los muros cubiertos de frescos de Santa Croce o el Palazzo Vecchio están
impregnados de intelecto, el aire de la Biblioteca Capponi vibra con
presencias mientras el doctor Lecter camina a lo largo de la enorme pared llena
de manuscritos. Elige unos rollos de pergamino, sopla el polvo, y las motas
danzan en un rayo de sol como si los muertos, que ahora son polvo, pugnaran por
contarle sus destinos y predecir el suyo. Trabaja de forma eficiente, pero sin
apresuramientos; guarda algunas cosas en el portafolios y selecciona unos
cuantos libros e ilustraciones para su conferencia de esa noche en el Studiolo.
Son tantas las cosas que le hubiera gustado leer...
El
doctor Lecter abre su ordenador portátil y, a través del Departamento de
Criminología de la Universidad de Milán, entra en el sitio web del FBI —www.fbi.gov—,
como un particular más. Averigua que el Subcomité Judicial encargado de juzgar
la operación antidroga de Clarice Starling aún no ha fijado una fecha. No
tiene los códigos de acceso al archivo de su propio caso en el FBI. En la página
«Más buscados», su antiguo rostro lo mira fijamente, flanqueado por los de un
terrorista y un pirómano.
El
doctor Lecter rescata el periódico de entre un montón de pergaminos, contempla
la fotografía de Clarice Starling que aparece en la portada y recorre las
facciones con el dedo. El acero brilla en su mano de improviso, como si hubiera
brotado para sustituir al sexto dedo. La navaja, del tipo llamado «Arpía»,
tiene la hoja dentada y en forma de garra. Corta la página del National Tattler con la misma facilidad
con que seccionó la arteria femoral del gitano: la hoja entró en la ingle y
volvió a salir tan deprisa que el doctor Lecter ni siquiera tuvo necesidad de
limpiarla.
El
doctor recorta la imagen de Clarice Starling y la encola sobre un trozo de
pergamino en blanco.
Coge
una pluma y, con artística desenvoltura, dibuja en el pergamino el cuerpo de
una leona con alas, un grifo con la cara de Starling. Debajo escribe con
elegante letra redonda: ¿Se te ha ocurrido
preguntar alguna vez, Clarice, por qué no te comprenden los filisteos? Porque
eres la respuesta a la adivinanza de Sansón: eres la miel en la boca del león.
A
quince kilómetros de allí, con la furgoneta aparcada tras un muro de piedra en
Impruneta, Carlo Deogracias comprobaba el instrumental, mientras su hermano
Matteo practicaba una serie de llaves de yudo en la espesa hierba con los
otros dos sardos, Fiero y Tommaso Falcione. Los Falcione eran fuertes y
rápidos; Fiero había sido jugador del equipo de fútbol profesional de Cagliari,
aunque por poco tiempo, y Tommaso, seminarista. Hablaba un inglés aceptable y
a veces rezaba con sus victimas.
Carlo
había alquilado legalícente la furgoneta Fiat blanca con matrícula de Roma. Los
rótulos del OSPEDALE DELLA MISERICORDIA estaban listos para ser adheridos a los
costados, y las paredes y el suelo del interior, cubiertos con mantas de
mudanza, por si el sujeto se resistía una vez dentro del vehículo.
Carlo
llevaría a cabo la operación tal como deseaba Mason; pero si algo fallaba y se
veía obligado a matar al doctor Lecter en la península, lo que frustraría la
filmación, no todo estaría perdido. Carlo se sabía capaz de acabar con el
doctor Lecter y cortarle manos y cabeza en menos de un minuto.
Si
no dispusiera de todo ese tiempo, siempre podría cortarle el pene y un dedo,
suficiente para la prueba del ADN. En una bolsa de plástico sellada al vacío y
conservada en hielo, llegarían a manos de Mason en menos de veinticuatro horas,
lo que haría acreedor a Carlo a una recompensa, además de a los honorarios
acordados.
Bien
colocados tras los asientos había una pequeña sierra mecánica, palas de mango
largo, un sierra quirúrgica, cuchillos bien afilados, bolsas de plástico con
cierre de cremallera, un tornillo de mordaza Black and Decker para inmovilizar
los brazos del doctor, y un contenedor de DHL Express con los gastos de envío
por avión ya pagados, adecuado a una estimación de seis kilos para la cabeza y
un kilo para cada mano.
Si
tenia oportunidad de grabar en vídeo una matanza de urgencia, Carlo estaba
seguro de que Mason pagaría por ver la amputación en vivo del doctor Lecter,
incluso después de haber apoquinado un millón de dólares por la cabeza y las
manos. A tal fin se había hecho con una buena cámara, una fuente de luz y un
trípode, y había enseñado a Matteo lo imprescindible para usarla.
Su
instrumental de caza se había beneficiado de la misma escrupulosidad. Fiero y
Tommaso eran expertos con la red, doblada de momento con tanto esmero como un paracaídas.
Carlo disponía de una hipodérmica y de una pistola de dardos cargados con suficiente
tranquilizante para animales Acepromazine como para tumbar a uno del tamaño
del doctor Lecter en cuestión de segundos. Le había dicho a Rinaldo Pazzi que
emplearía en primer lugar la pistola de aire comprimido, que estaba cargada y
lista; pero si se le presentaba la oportunidad de clavarle la hipodérmica en
el culo o en las piernas, la pistola sería innecesaria.
Los
secuestradores no pasarían más de cuarenta minutos en la península con su
presa, el tiempo necesario para llegar al aeródromo de Pisa, donde los estaría
esperando una avioneta-ambulancia. Aunque el de Florencia estaba más cerca,
tenía menos tráfico, y un vuelo privado se hubiera hecho notar más.
En
menos de hora y media estarían en Cerdeña, donde el comité de bienvenida del
doctor se había vuelto insaciable.
Carlo
lo había sopesado todo en su inteligente y hedionda cabeza. Mason no era un
idiota. Los pagos estaban calculados de forma que Rinaldo Pazzi no sufriera el
menor daño; a Carlo le hubiera salido caro matarlo y reclamar la recompensa.
Mason no quería problemas por el asesinato de un policía. Más valia hacer las
cosas a su manera. Pero al sardo le salían sarpullidos sólo de pensar en lo que
hubiera conseguido con unos pocos pases de sierra si hubiera encontrado al
doctor Lecter por sí mismo.
Probó
la sierra mecánica. Se puso en marcha a la primera.
Carlo
conferenció brevemente con los otros, y salió hacia la ciudad montado en un
pequeño motorino, armado tan sólo con una navaja, una pistola y una
hipodérmica.
El
doctor Hannibal Lecter abandonó la ruidosa calle para penetrar a primera hora
en la Farmacia di Santa María Novella, uno de los sitios que mejor huelen de la
Tierra. Se quedó unos instantes con la cabeza levantada y los ojos cerrados,
aspirando los aromas de los exquisitos jabones, perfumes y cremas, y de los
ingredientes de los obradores. El portero se había acostumbrado a sus visitas y
los dependientes, desdeñosos por lo general, lo trataban con enorme respeto.
Las compras del obsequioso doctor Lecter en los meses que llevaba en Florencia
no debían de superar las cien mil liras, pero elegía y combinaba las
fragancias y esencias con una sensibilidad que asombraba y gratificaba a aquellos
mercaderes de aromas, que vivían del olfato.
Para
preservar aquel placer, había renunciado a alterar su nariz con otra
rinoplastia que no fueran inyecciones de colágeno en la parte exterior. Para el
doctor Lecter, el aire estaba pintado con olores tan vivos y nítidos como
colores, que podía superponer y contrastar como si aplicara pigmentos sobre
otros aún húmedos. No había lugar más distinto a una cárcel que aquel. Allí el
aire era música, y estaba saturado de pálidas lágrimas de incienso esperando a
ser extraídas, de bergamota amarilla, madera de sándalo, cinamomo y mimosa
concertadas sobre un sustrato al que el genuino ámbar gris, la algalia, el
castóreo y la esencia de cervatillo aportaban las notas dominantes.
A
veces, se imaginaba que podía oler con las manos, con los brazos y las
mejillas, que el olor lo impregnaba por completo. Que era capaz de oler con el
rostro y con el corazón.
Por
buenas razones anatómicas, el olfato sirve a la memoria con más prontitud que
ningún otro sentido.
Recuerdos
fragmentarios como fogonazos acudían a su memoria mientras permanecía bajo la
suave luz de las hermosas lámparas modernistas de la Farmacia, aspirando,
aspirando... Allí no había nada que pudiera recordarle la cárcel. Excepto...
¿qué era aquel olor? ¿Clarice Starling? Sí, era ella. Pero no el Air du Temps
que había percibido en cuanto la chica abrió el bolso junto a los barrotes de
su celda en el manicomio. No era eso. En aquel establecimiento no vendían esos
perfumes. Tampoco era su crema corporal. Ah... Sapone di mandorle. El famoso jabón de almendras de la Farmacia.
¿Dónde lo había olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando
él le tocó un dedo durante un instante, poco antes de escaparse. Starling, sí.
Limpia y rica en texturas. Algodón tendido al sol y planchado. Clarice
Starling, por supuesto. Agraciada y apetitosa. Aburrida de puro formal y
absurda en sus principios. De ingenio vivo, como su madre. Ummm.
En
contrapartida, los malos recuerdos del doctor Lecter estaban asociados con
malos olores, y allí, en la Farmacia, tal vez se encontraba tan lejos como era
posible de las rancias mazmorras negras de su palacio de la memoria.
Contra
su costumbre, aquel viernes gris el doctor Lecter compró un montón de jabones,
lociones y aceites de baño. Se llevó consigo unos cuantos; los demás los
enviaría la Farmacia, con las etiquetas que él mismo redactó en su elegante
letra redonda.
—¿Desearía
el Dottore incluir una nota? —le
preguntó el dependiente.
—¿Por
qué no? —contestó el doctor Lecter, y deslizó en la caja, doblado, el dibujo
del grifo.
La
Farmacia di Santa María Novella está adosada a un convento de la Via Scala, y
Carlo, siempre tan piadoso, se quitó el sombrero mientras aguardaba cerca de la
entrada al establecimiento, bajo una hornacina de la Virgen. Había notado que
la presión de aire de las puertas interiores del vestíbulo hacía que las
exteriores se movieran segundos antes de que alguien las empujara para salir.
Eso le daba tiempo para esconderse y espiar cada vez que un cliente iba a abandonar
el edificio.
Cuando
salió el doctor Lecter llevando el delgado portafolios, Carlo estaba bien
oculto tras el puesto de un vendedor de postales. El doctor echó a andar. Al
pasar bajo la imagen de la Virgen, alzó la cabeza y sus fosas nasales se
dilataron mientras miraba la estatua y husmeaba el aire.
Carlo supuso que se trataba de un gesto devoto. Se
preguntó si el doctor Lecter sería religioso, como suele ocurrir con los locos.
Quizá pudiera conseguir que maldijera a Dios en el momento de la verdad; seguro
que Mason sabría apreciarlo. Por supuesto, habría que mandar al piadoso Tommaso
a donde no pudiera oírlo.
A
última hora de la tarde, Rinaldo Pazzi escribió una carta a su mujer en la que
incluía un soneto trabajosamente compuesto al principio de su noviazgo que
nunca se había atrevido a enseñarle. Introdujo en el sobre los códigos
necesarios para reclamar el dinero en custodia en Suiza, junto con una carta
para que la enviara a Mason si éste se negaba a pagar. Dejó el sobre en un
lugar en que sólo lo encontraría si tenía que ordenar sus efectos personales.
A
las seis en punto, condujo su pequeño motorino hasta el Museo Bardini y lo
encadenó a una barandilla de hierro en la que los últimos estudiantes de la
jornada estaban recogiendo sus bicicletas. Vio la furgoneta blanca con rótulos
de ambulancia aparcada cerca del museo y supuso que sería la de Carlo. Dentro
había dos hombres. Cuando se volvió, sintió que le clavaban los ojos en la
espalda.
Tenía
tiempo de sobra. Las farolas ya estaban encendidas y caminó despacio hacia el
río bajo las sombras propicias que proyectaban los árboles del museo. Al cruzar
el Ponte alie Grazie, se asomó un momento para contemplar el perezoso Arno, y
se permitió las últimas reflexiones sosegadas. La noche sería oscura.
Perfecto. Las nubes bajas se deslizaban veloces sobre Florencia en dirección
este, rozando la cruel aguja del Palazzo Vecchio, y una brisa cada vez más
fuerte levantaba una polvareda de arenilla y excrementos de paloma pulverizados
en la plaza de Santa Croce. Pazzi se dirigió hacia la iglesia llevando en los
bolsillos una Beretta 380, una porra de cuero basto y una navaja, dispuesto a
usarlas con el doctor Lecter en caso de que fuera necesario matarlo.
La
iglesia de Santa Croce cierra a las seis en punto, pero un sacristán dejó
entrar a Pazzi por una pequeña puerta lateral. No quiso preguntarle si el
«doctor Fell» estaba trabajando; prefirió comprobarlo por sí mismo y caminó a
lo largo del muro con precaución. Los cirios que ardían en los altares de las
capillas proporcionaban suficiente luz. Recorrió la extensión de la nave hasta
tener una perspectiva del brazo derecho del crucero. Más allá de las velas
votivas, costaba ver si el doctor Fell estaba en la Capilla Capponi. Avanzó por
el crucero procurando no hacer ruido. Mirando. Una gran sOm-bra se alzó en el
muro de la capilla y durante unos segundos Pazzi contuvo la respiración. Era
Lecter, inclinado sobre su lámpara, que había colocado en el suelo para calcar
las inscripciones. El doctor se incorporó, miró hacia la oscuridad como un
buho, volviendo la cabeza en el cuerpo inmóvil e iluminado desde abajo, con su
enorme sombra vacilando tras él. Al cabo de un momento la sombra se encogió en
el muro cuando el hombre se agachó para seguir trabajando.
Pazzi
sintió que el sudor le recorría la espalda bajo la camisa, pero su cara
permanecía impasible.
Faltaba
una hora para el comienzo de la reunión en el Palazzo Vecchio, y Pazzi tenía
intención de llegar tarde.
En
su severa belleza, que reconcilia círculo y cuadrado, la capilla que
Brunelleschi construyó en Santa Croce para la familia Pazzi es una de las obras
maestras de la arquitectura renacentista. Es una estructura independiente a la
que se accede atravesando un claustro con arcos.
Arrodillado
en la piedra, Pazzi rezó en la capilla familiar mientras su propio rostro, más
arriba, lo observaba desde el medallón de Della Robbia. Sentía sus plegarias
constreñidas por el círculo de apóstoles del techo, y pensó que tal vez
escaparían por el oscuro claustro al que daba la espalda y volarían hacia el
cielo abierto, hacia Dios.
Se
esforzó en visualizar algunas de las cosas buenas que podría hacer con el
precio del doctor Lecter. Se vio en compañía de su mujer dando monedas a unos
golfillos, y vislumbró una especie de artilugio sanitario que entregaban a un
hospital. Vio las olas de Galilea, que se parecían enormemente a las de
Chesapeake. Vio la mano rosa y bien torneada de su mujer en torno a su polla,
apretándola para acabar de hinchar el capullo.
Miró
a su alrededor para comprobar que seguía solo, y habló con Dios en voz alta:
—Gracias,
Padre, por permitir que elimine a ese monstruo, monstruo de monstruos, de la
faz de Tu Tierra. Gracias de parte de las almas a las que ahorraremos dolor.
Si
aquel «nosotros» era mayestático o se refería a la sociedad que Pazzi había
formado con Dios, sería difícil decirlo, y es posible que no exista una única
respuesta.
La
parte de Pazzi incapaz de contemporizar le dijo que él y el doctor Lecter
habían matado juntos, que Gnocco había sido víctima de ambos, desde el momento
en que Pazzi no hizo nada por salvarlo y sintió alivio cuando la muerte selló
sus labios.
Era
indudable que la oración proporcionaba consuelo, reflexionó Pazzi al abandonar
la capilla. Mientras atravesaba el oscuro claustro tuvo la nítida sensación de
que no estaba solo.
Carlo,
que esperaba bajo el alero del Palazzo Piccolomini, cogió el paso del policía.
Apenas se dijeron nada.
Dieron
la vuelta al Palazzo Vecchio y confirmaron que la puerta de la Via dei Leoni
estaba cerrada, y cerradas las ventanas de aquella fachada.
La
única puerta que permanecía abierta era la de la entrada principal.
—Bajaremos
la escalinata y doblaremos la esquina del palacio para coger la Via Neri —dijo
Pazzi.
—Mi
hermano y yo estaremos en el pórtico de la Loggia. Los seguiremos a buena
distancia. Los otros esperan en el Museo Bardini.
—Los
he visto.
—Y
ellos a usted —dijo Carlo.
—¿Hará
mucho ruido la pistola de aire comprimido?
—No
mucho, menos que una pistola normal; pero será oírla y verlo caer redondo.
Carlo
no le dijo que Fiero la dispararía amparado en las sombras del museo mientras
Pazzi y el doctor Lecter estaban aún en la zona iluminada. No quería que Pazzi
se apartara del doctor y lo alertara antes del disparo.
—Tiene
que confirmarle a Mason que lo han cogido. Tiene que hacerlo esta misma noche
—dijo Pazzi.
—No
se apure. Ese cabrón va a pasar la noche suplicándole a Mason por teléfono
—respondió Carlo, mirándolo por el rabillo del ojo para ver si conseguía
ponerlo nervioso—. Al principio le pedirá que le perdone la vida; después de un
rato, le implorará que lo mate.
CAPÍTULO
36
Al
caer la noche los últimos turistas tuvieron que abandonar el Palazzo Vecchio.
Mientras se desparramaban por la plaza, muchos de ellos, sintiendo a sus
espaldas el acecho de la fortaleza medieval, no pudieron resistir la tentación
de volverse para echar un último vistazo a los dientes de calabaza de las
almenas, que se recortaban sobre sus cabezas.
Los
focos se encendieron, bañaron de luz los ásperos sillares y aguzaron las
sombras bajo las altas murallas. Al tiempo que las golondrinas se retiraban a
sus nidos, hicieron su aparición los primeros murciélagos, a los que las luces
molestaban menos para cazar que los chirridos de alta frecuencia de las
máquinas eléctricas de los obreros.
En
el interior del palacio, los trabajos de restauración y mantenimiento se
prolongarían otra hora, excepto en el Salón de los Lirios, donde en ese momento
el doctor Lecter le consultaba alguna cosa al encargado de la brigada de
reparaciones.
Acostumbrado a la mezquindad y a las agrias exigencias del
Comitato delle Belle Arti, al encargado el doctor Fell le pareció el colmo de
la cortesía y la generosidad.
En
cuestión de minutos, los trabajadores se pusieron a guardar su equipo, apartar
pulidoras y compresoras arrimándolas a la pared y enrollar cuerdas y cables
eléctricos. En un momento dispusieron en el Studiolo la docena de sillas
plegables necesaria, y abrieron de par en par las ventanas para que el aire aventara
el olor a pintura, barniz y estuco.
El
doctor Lecter dijo que necesitaba un atril adecuado, y los obreros le
encontraron uno tan grande como un pulpito en el antiguo despacho de Nicolás
Maquiavelo adyacente al salón, de donde lo trajeron en un carro de mano alto
junto con el proyector del palacio.
La
pequeña pantalla que acompañaba al proyector no lo convenció y mandó
retirarla. Para sustituirla, probó a proyectar las imágenes de tamaño natural
sobre una de las lonas que protegían un muro ya restaurado. Después de ajustar
las sujeciones y alisar las arrugas, encontró la lona de lo más práctica para
sus propósitos.
Marcó
los pasajes que pensaba utilizar en los pesados volúmenes que había apilado
sobre el atril; después permaneció frente a una ventana mientras los miembros
del Studiolo, con sus polvorientos trajes negros, iban llegando y ocupaban sus
asientos. El tácito escepticismo de los eruditos se hizo evidente cuando
cambiaron la disposición en semicírculo de las sillas y las colocaron de forma que
recordaban a los bancos de un jurado.
A
través del alto ventanal, el doctor Lecter podía ver el Duomo y el campanario
del Giotto, negros contra el occidente, pero no el Baptisterio tan caro a
Dante, situado junto a ellos pero a menor altura. Los focos orientados hacia
el edificio le impedían ver la plaza donde lo aguardaban sus asesinos.
Mientras
aquellos sabios, los más renombrados especialistas en la Edad Media y el
Renacimiento de todo el mundo, acababan de sentarse, el doctor Lecter compuso
mentalmente su disertación. Necesitó poco más de tres minutos para organizar
el material. El tema era el Infierno
de Dante, y Judas Iscariote.
En
consonancia con la predilección del Studiolo por el Prerrenacimiento, el doctor
Lecter inició su exposición con el caso de Pier della Vigna, protonotario del
Reino de Sicilia, cuya avaricia le había valido un lugar en el infierno
dantesco. Durante la primera media hora, el doctor fascinó a los presentes con
el minucioso relato de las intrigas que empujaron a della Vigna en su caída.
—Della
Vigna perdió la vista y el favor de Federico II al traicionar la
confianza del emperador movido por la avaricia —explicó el doctor Lecter,
acercándose así a su tema principal—-. El peregrino dantesco lo encuentra en el
séptimo círculo del infierno, el reservado a los violentos. En el caso que nos
ocupa, a los violentos contra sí mismos; como Judas Iscariote, della Vigna
eligió ahorcarse.
«Judas,
Pier della Vigna y Ajitofel, el ambicioso consejero de Absalón, están unidos en
Dante por la avaricia y su consiguiente muerte por ahorcamiento.
«Avaricia
y horca están indisolublemente unidas en las mentes antigua y medieval. San
Jerónimo escribe que el mismo sobrenombre de Judas, Iscariote, significa "dinero" o "precio",
mientras que el Padre de la Iglesia Orígenes afirma que Iscariote deriva del hebreo y significa "por ahogo", por
lo que el nombre completo querría decir en realidad "Judas el
Ahogado" —el doctor Lecter levantó la vista del atril y miró por encima de
las gafas hacia la puerta—. Ah, Commendatore
Pazzi, bienvenido. Ya que está junto a la puerta, ¿sería tan amable de reducir
la intensidad de las luces? Esto le interesará, Commendatore, puesto que ya hay dos Pazzi en el Infierno de Dante... —los eruditos del
Studiolo hicieron crujir sus papeles—. Me refiero a Camicion de' Pazzi, que
asesinó a un individuo de su misma sangre y está esperando la llegada de un
segundo Pazzi; pero no es usted, es Carlino, que irá a parar todavía más abajo,
al noveno círculo del Averno, por haber vendido a los güelfos blancos, el
partido del propio Dante.
Un
pequeño murciélago se coló por uno de los ventanales y dio unas cuantas vueltas
por la sala sobrevolando las eruditas testas, un incidente habitual en Toscana
al que nadie prestó mayor atención.
El
doctor Lecter volvió a asumir su tono magistral.
—La
avaricia y la horca, así pues, relacionadas desde la Antigüedad, y
representadas conjuntamente en imágenes que aparecen y reaparecen una y otra
vez en el mundo del arte —el doctor Lecter pulsó el mando a distancia y el
proyector plasmó una imagen en la lona que cubría el muro. Las diapositivas se
sucedieron con rapidez mientras el sabio proseguía su disertación—: Ésta es la
representación más antigua que conocemos de la Crucifixión, tallada en un cofre
de marfil de la Galia hacia el cuatrocientos después de Cristo. Uno de los
paneles representa la muerte por ahorcamiento de Judas, que tiene el rostro
vuelto hacia la rama de la que pende. Y aquí tenemos un estuche relicario de
Milán, del siglo IV, y un díptico de marfil del siglo IX; en ambos se puede
ver el ahorcamiento de Judas. Sigue mirando hacia arriba.
El
murciélago aleteó contra la lona a la caza de insectos.
—En
esta plancha de la puerta de la catedral de Benevento, vemos a Judas ahorcado y
con las tripas colgando, tal como san Lucas, el médico, lo describe en los
Hechos de los Apóstoles. En la siguiente diapositiva pende hostigado por
arpías; sobre él, en la luna, se puede ver la cara de Caín. Y aquí, pintado por
nuestro querido Giotto, de nuevo con las visceras al aire.
»Por
último, en esta edición del siglo XV
del Infierno,
la ilustración muestra el cuerpo de Pier della Vigna pendiendo de un árbol sangrante.
No insistiré en el obvio paralelo con Judas Iscariote.
»Pero
Dante no necesitaba ilustraciones. Su genio le permite hacer que Pier della
Vigna siga vivo en el infierno y nos hable con angustiosos susurros y
carraspeos sibilantes, ahogándose para siempre. Escuchémoslo mientras nos
cuenta cómo, al igual que el resto
de
los condenados, arrastra su propio cadáver para colgarlo en un árbol de
espinas:
Surge in vermena e in
planta silvestra:
l´Arpie, pascendo poi
de le sue foglie,
fanno dolore, e al
dolor fenestra.
El
rostro habitualmente blanco del doctor Lecter enrojeció mientras creaba para
el Studiolo las gorgoteantes y sofocadas palabras del agonizante Pier della
Vigna, sin dejar de apretar el mando a distancia para que las imágenes de
della Vigna y de Judas con las tripas al aire se sucedieran en el extenso campo
de la lona colgante.
Come l'altre verrem per
nostre spoglie,
ma non'pero ch'alcuna
sen rivesta,
che non é giusto aver
ció ch'otn si toglie.
Qui le strascineremo, e
per la mesta
selva saranno i nostri
corpi appesi,
ciascuno al prun de
l'ombra sua molesta.
—Así
recrea Dante, sin olvidar los sonidos, la muerte de Judas en la muerte de Pier
della Vigna, por los mismos crímenes de avaricia y traición.
»Ajitofel,
Judas, nuestro Pier della Vigna... Avaricia y horca, las dos caras inseparables
de una misma autodestrucción. ¿Y qué dice el anónimo suicida florentino
mientras sufre tormento al final del canto?
Lo
fei gibetto a me de le mie case.
»"Yo
convertí mi casa en mi cadalso." En una próxima ocasión es posible que
deseen hablar del hijo de Dante, Pietro. Aunque parezca increíble, fue el único
entre los primeros comentaristas del canto decimotercero que relacionó a Pier
della Vigna con Judas. También creo que sería interesante abordar el asunto de
la masticación en Dante. El conde Ugolino masticando el cogote del arzobispo, Satán
con sus tres caras masticando a Judas, Bruto y Casio, todos ellos traidores,
como Pier della Vigna...
»Les
doy las gracias por su amable atención.
Los
eruditos aplaudieron con entusiasmo, a su manera floja y solemne, y el doctor
Lecter se despidió de ellos sin encender las luces, llamando por su nombre a
cada uno y llevando libros en ambos brazos para no tener que estrecharles la
mano. Cuando abandonaban la tenue luz del Salón de los Lirios parecían
arrastrar consigo el hechizo de la conferencia.
El
doctor Lecter y Rinaldo Pazzi, solos ya en el gran salón, oían discutir a los
eruditos mientras bajaban las escaleras.
—¿Diría
usted que he conseguido conservar el puesto, Commendatore?
—No
soy un especialista, doctor Fell, pero no cabe duda de que los ha impresionado.
Doctor, si no tiene inconveniente, lo acompañaré a casa para recoger las
pertenencias de su predecesor.
—Son
dos maletas, Commendatore, y usted
lleva ya su cartera. ¿Está seguro de que quiere recogerlas?
—Llamaré
a un coche patrulla para que me recojan en el Palazzo Capponi.
Pazzi
estaba dispuesto a insistir tanto como fuera necesario.
—De
acuerdo —dijo el doctor Lecter—. Tardaré un minuto en recoger.
Pazzi
asintió, se acercó a los ventanales y sacó el teléfono celular sin apartar los
ojos de Lecter.
El
inspector se daba cuenta de que el doctor estaba perfectamente tranquilo. Del
piso inferior llegaban ruidos de maquinaria.
Pazzi
marcó un número y cuando Carlo Deogracias contestó, el inspector dijo:
—Laura,
amore, no tardaré en llegar a casa.
El
doctor Lecter recogió sus libros del atril y los metió en un bolso. Se volvió
hacia el proyector, en el que el ventilador seguía zumbando mientras el polvo
danzaba en el haz de luz.
—Tenía
que haberles enseñado ésta, no me explico cómo me ha pasado por alto —el doctor
proyectó la imagen de un hombre desnudo que colgaba bajo las almenas del
palacio—. Usted sin duda la encontrará interesante, Commendatore Pazzi.
Permítame que intente enfocarla mejor.
El
doctor Lecter toqueteó el aparato; a continuación, se aproximó a la pared, y
su negra silueta creció sobre la lona hasta adquirir el mismo tamaño que el
ahorcado.
—¿Puede
verlo bien? No es posible aumentarla más. Éste es el momento en que le mordió
el arzobispo. Y debajo está escrito su nombre.
Pazzi
no llegó hasta donde estaba el doctor Lecter, pero al acercarse a la pared
percibió un olor químico, que por un instante atribuyó a algún producto de los
que usaban los restauradores.
—¿Puede
distinguir las letras? Dicen «Pazzi» al lado de un poema un tanto obsceno. Es
su antepasado, Francesco, ahorcado en los muros del Palazzo Vecchio, bajo
estas ventanas —dijo el doctor Lecter, y sostuvo la mirada del policía a través
del haz de luz que los separaba—. A propósito, signor Pazzi, tengo que confesarle algo: estoy considerando
seriamente la posibilidad de comerme a su esposa.
Apenas dicho aquello el doctor Lecter dio un tirón a la
enorme lona, que se desplomó sobre Pazzi. Éste se debatía bajo ella, tratando
de sacar la cabeza mientras el corazón le aporreaba en el pecho; pero el doctor
Lecter se colocó rápidamente a su espalda, lo sujetó por el cuello con terrible
fuerza y aplastó una esponja empapada en éter contra el trozo de lona que
cubría el rostro de Pazzi.
El
inspector, con los pies y los brazos arrapados en la lona, se agitaba con
todas sus fuerzas y, resollando y trastabillando, aún fue capaz de echar mano
a la pistola. Los dos hombres cayeron al suelo y Pazzi intentó apuntar la
Beretta hacia atrás por entre sus piernas, apretó el gatillo y se disparó en el
muslo segundos antes de hundirse en una espiral de negrura...
El
disparo de la pequeña bala calibre 380, que cayó en la lona, no había hecho
mucho más ruido que los golpetazos y chirridos del piso inferior. Nadie subió h
escalera. El doctor Lecter cerró las enormes hojas de la puerta del Salón de
los Lirios y echó el pasador...
La
sensación de ahogo y las náuseas asaltaron a Pazzi en cuanto empezó a volver en
sí. Tenía el sabor del éter agarrado a la garganta y sentía una gran opresión
en el pecho.
Comprobó
que seguía en el Salón de los Lirios y que no podía moverse. Estaba de pie,
envuelto en la lona y atado con cuerdas, rígido como un reloj de caja,
firmemente amarrado al alto carro de mano que los obreros habían empleado para
transportar el atril. Tenía la boca amordazada con cinta aislante. Un
torniquete había detenido la hemorragia del muslo.
Observándolo,
recostado contra el pulpito, el doctor Lecter se acordó de sí mismo
inmovilizado en un carro de mano no muy distinto cuando les daba por pasearlo
por el manicomio.
—¿Puede
oírme, signor Pazzi? Respire hondo
mientras pueda y despéjese un poco.
Mientras hablaba, sus manos no dejaban de trabajar. Había
traído al salón una gran máquina pulidora y manipulaba el grueso cable
eléctrico de color naranja, en cuyo extremo estaba haciendo un nudo corredizo.
El cable forrado de goma crujía mientras el doctor lo enrollaba en las trece
vueltas tradicionales.
Culminó
la tarea pegando un fuerte tirón al nudo corredizo y dejó, el cable sobre el
pulpito. El enchufe asomaba entre las vueltas de cable al final del nudo.
La
pistola de Pazzi, sus esposas de plástico, la navaja y la porra, todo lo que
llevaba en los bolsillos y en la cartera estaba encima del atril.
El
doctor Lecter buscó entre los papeles. Se guardó bajo la pechera de la camisa
la documentación de los carabinieri,
que incluía su permesso di sogiomo,
su permiso de trabajo y las fotos y negativos de su rostro actual.
Allí
estaba también la partitura que había prestado a la signora Pazzi. La cogió y se golpeó los dientes con ella. Sus fosas
nasales se dilataron e inspiró con fuerza, con la cara pegada a la de Pazzi.
—Laura,
si me permite que la llame por su nombre de pila, debe de usar una estupenda
crema de manos por la noche, signore.
Resbaladiza. Fría al principio y, al cabo de un momento, caliente —le
susurró—. Con olor a azahar. Laura, «el aura». Ummm. Llevo todo el santo día
sin probar bocado. De hecho, el hígado y los ríñones estarán perfectos para
consumirlos enseguida, esta misma noche; pero el resto de la carne tendrá que
colgar una semana al fresco, a la temperatura de costumbre. No he visto el
pronóstico del tiempo, ¿y usted? Supongo que eso significa «no».
»Si
me dice lo que necesito saber, Commendatore,
me resultará muy conveniente marcharme sin mi comida. La signora Pazzi permanecerá intacta. Le haré las preguntas y después
ya veremos. Puede confiar en mí, ¿sabe? Aunque supongo que debe de costarle confiar
en nadie, conociéndose a sí mismo.
»En
el teatro me di cuenta de que me había identificado, Commendatore. ¿Se meó en los pantalones cuando me incliné a besar
la mano de la signora Laura? Al ver
que la policía no me detenia, me resultó evidente que usted me había vendido.
¿A Mason Verger, por casualidad? Parpadee dos veces para el sí.
«Gracias,
es lo que pensaba. En cierta ocasión llamé al número que figura en ese aviso
suyo que está por todas partes, lejos de aquí, por pura diversión. ¿Están
esperándome fuera sus hombres? Ummm. ¿Uno de ellos huele a embutido de jabalí
rancio? Ya veo. ¿Le ha hablado de mí a alguien de la Questura? ¿Ha parpadeado
una vez? Eso me había parecido. Ahora quiero que piense durante un minuto y a
continuación me diga su código de acceso al archivo VICAP de Quantico.
El
doctor Lecter abrió su navaja Arpía.
—Voy
a quitarle la cinta aislante para que pueda decírmelo —el doctor Lecter le
enseñó la navaja—. No intente gritar. ¿Cree que podrá aguantarse sin gritar?
Pazzi
estaba ronco a causa del éter.
—Le
juro por Dios que no sé el código. No puedo recordarlo entero. Podemos ir a mi
coche, tengo papeles...
El doctor Lecter le dio la vuelta al carro para que Pazzi
pudiera ver la pantalla, y pasó adelante y atrás las imágenes de Pier della
Vigna ahorcado y Judas colgando con las tripas al aire.
—¿Cómo
le gusta más, Commendatore? ¿Con las
tripas dentro o fuera?
—El
código está en mi agenda.
El
doctor Lecter la cogió y pasó las hojas ante los ojos de Pazzi hasta encontrar
el número, mezclado con los de teléfono.
—¿Y
se puede acceder desde cualquier sitio, como un usuario autorizado?
—Sí
—carraspeó Pazzi.
—Gracias,
Commendatore.
El
doctor Lecter inclinó el carro hacia atrás y empujó a Pazzi hacia los
ventanales.
—¡Escúcheme,
doctor! ¡Tengo dinero! Lo necesita para huir. Mason Verger no renunciará nunca.
Nunca lo dejará tranquilo. No puede ir a su casa a por dinero, la están
vigilando.
El
doctor Lecter usó dos maderos de un andamio como rampa e hizo pasar el carro
sobre el alféizar al balcón del otro lado.
Pazzi
sintió la fría brisa en el rostro. Había empezado a hablar atropelladamente.
—¡No
podrá salir vivo del edificio! ¡Tengo dinero! ¡Tengo ciento sesenta millones de
liras en metálico, cien mil dólares! Déjeme llamar a mi mujer. Le diré que
coja el dinero y lo meta en mi coche, y que lo traiga delante del palacio.
El doctor
fue a buscar el cable al atril y lo llevó arrastrando hasta el balcón. Había
asegurado el otro extremo con varios nudos alrededor de la enorme pulidora.
Pazzi
no había dejado de hablar:
—Me
llamará al teléfono celular cuando esté ahí fuera, y luego se marchará. Tengo
el pase de la policía en el coche, podrá traerlo hasta la plaza. Hará todo lo
que yo le diga. Verá el humo del tubo de escape, doctor. Podrá mirar abajo y
ver que está en marcha, con las llaves puestas.
El
doctor Lecter apoyó a Pazzi contra la barandilla del balcón, que le llegaba a
la altura de los muslos.
Pazzi
miró la plaza y pudo distinguir entre el resplandor de los focos el lugar donde
Savonarola fue quemado, donde se había prometido que vendería a aquel hombre a
Mason Verger. Alzó la vista hacia las nubes bajas que se deslizaban deprisa,
coloreadas por los reflectores, y deseó con todas sus fuerzas que Dios pudiera
verlo.
Intentó no mirar abajo, pero los ojos se le iban hacia la
plaza, hacia su muerte, y escrutó el resplandor deseando contra toda razón que
los haces de luz de los reflectores dieran consistencia al aire, que lo
sostuvieran de algún modo, que pudiera agarrarse a sus rayos.
Sintió
la fría goma naranja alrededor del cuello y vio al doctor Lecter por el rabillo
del ojo.
—Arrivederci, Commendatore.
La Arpía brilló a su alrededor hasta cortar la última
ligadura que lo unía al carro, y Pazzi vaciló un instante antes de perder el
equilibrio y cayó por la barandilla arrastrando el cable, viendo el suelo que
ascendía a su encuentro, gritando con la boca por fin destapada, mientras
dentro del salón la pulidora corría por el entarimado hasta chocar con la
barandilla, que la inmovilizó. La cuerda dio un tirón y el cuerpo saltó hacia
arriba, con el cuello partido y las tripas colgando.
Pazzi
y sus intestinos se balancearon y giraron ante los rugosos muros del palacio
inundado de luz; el hombre pataleó de forma espasmódica, pero ya no se ahogaba,
estaba muerto. Los reflectores proyectaban una sombra desmesurada sobre los
sillares mientras el cadáver se columpiaba con las visceras oscilando entre sus
pies en un arco más amplio y lento, y por los pantalones rasgados su virilidad
asomaba en una erección postuma.
Carlo
salió como una exhalación del vano de una puerta con Matteo pisándole los
talones, y atravesó la plaza hacia la entrada del palacio apartando turistas,
dos de los cuales apuntaban el objetivo de sus videocámaras hacia los muros.
—Es
un truco —dijo alguien en inglés cuando pasaban a su lado.
—Matteo,
cubre la puerta de atrás. Si sale, mátalo y córtalo —dijo Carlo, manejando el
teléfono celular en plena carrera.
Ya
dentro del palacio, subió los peldaños como un poseso hasta el primer piso,
hasta el segundo...
La
enorme puerta del salón estaba abierta de par en par. En el interior, Carlo
apuntó el arma hacia la figura proyectada en el muro;
luego,
corrió al balcón. En unos segundos había inspeccionado también el despacho de
Maquiavelo.
Usando
el teléfono celular se puso en contacto con Fiero y Tommaso, que esperaban en
la furgoneta aparcada ante el museo.
—Id
a su casa, cubrid las dos fachadas. Si aparece, matadlo y cortadlo —Carlo
volvió a marcar—: ¿Matteo?
El
teléfono de Matteo sonó en el bolsillo de su chaqueta mientras trataba de
recuperar el aliento ante la puerta posterior del palacio, cerrada a cal y
canto. Había recorrido con la mirada el techo y las ventanas y comprobado que
la puerta no cedía, con la mano en la pistolera del cinturón, bajo el abrigo.
Abrió
el teléfono.
—Pronto!
—¿Ves
algo?
—La
puerta está cerrada.
—¿El
techo?
Matteo
volvió a mirar hacia arriba, pero demasiado tarde para ver la contraventana que
se había abierto justo sobre su cabeza.
Carlo oyó un crujido y un grito en el auricular, y echó a
correr escaleras abajo, se cayó en un rellano, se levantó y siguió corriendo,
pasó junto al guardia de la puerta, que ahora estaba afuera, junto a las
estatuas que flanqueaban la entrada, dobló la esquina y aceleró hacia la parte
posterior del palacio atrepellando a unas cuantas parejas. Todo estaba oscuro
y él corría con el teléfono chirriando en su mano como un animalillo herido.
Una silueta blanca cruzó la calle a unos metros por delante y se interpuso en
la trayectoria de un motorino, que la despidió contra el suelo; volvió a
levantarse y se abalanzó hacia una tienda en la otra acera de la callejuela,
chocó contra el escaparate, se dio la vuelta y corrió a ciegas, como un
espantajo blanco, gritando «¡Carlo, Carlo!», mientras grandes manchas oscuras
se extendían por la desgarrada lona que lo cubría. Carlo sujetó entre los
brazos a su hermano, cortó las esposas de plástico que ataban la lona, como una
máscara sangrienta, alrededor del cuello de Matteo y se la quitó de encima.
Estaba cubierto de cuchilladas que le atravesaban el rostro, el abdomen, lo
bastante profundas en el pecho como para que la herida succionara el aire.
Carlo lo dejó el tiempo imprescindible para correr hasta la esquina y mirar en
todas direcciones; luego, volvió junto a su hermano.
Mientras
las sirenas se acercaban y la Piazza della Signoria se llenaba de destellos, el
doctor Lecter se estiró las mangas de la camisa y caminó hasta una gelateria en la cercana Piazza de
Giudici. Las motocicletas y los motorinos
estaban alineados contra el bordillo de la acera.
Se
acercó a un joven con mono de cuero que estaba poniendo en marcha una Ducati de
gran cilindrada.
—Joven,
estoy desesperado —dijo con una sonrisa apesadumbrada—. Si no estoy en la
Piazza Bellosguardo en diez minutos, mi mujer me mata —le enseñó un billete de
cincuenta mil liras—. Fíjese si aprecio a mi mujer.
—¿Es
todo lo que quiere? ¿Que lo lleve? —le preguntó el joven. El doctor Lecter le
enseñó las palmas de las manos.
—Que
me lleve.
La veloz motocicleta se abrió paso entre las hileras del
tráfico que abarrotaba el Lungarno con el doctor Lecter acurrucado contra el
joven motorista y cubierto con un casco que olía a espuma moldeadora y
perfume. El piloto, que sabía lo que se hacía, dejó la Via de' Serragli en
dirección a la Piazza Tasso y avanzó por la Via Villani hasta torcer por el
angosto pasaje junto a la iglesia de San Francesco di Paola que desemboca en la
sinuosa carretera de Bellosguardo, el elegante barrio residencial asentado en
la colina que domina el sur de Florencia. El motor de la potente máquina
resonaba contra los muros de piedra produciendo un sonido como el de una lona
que se desgarra, lo que agradó al doctor Lecter, que se inclinaba en las curvas
y procuraba hacer caso omiso del olor a laca y perfume barato del casco. Pidió
al motorista que lo dejara a la entrada de la Piazza Bellosguardo, cerca del
domicilio del conde Montauto, donde había vivido Nathaniel Hawthorne. El joven
se guardó el importe de la carrera en un bolsillo delantero de su chupa, y la
luz trasera de la Ducati desapareció rápidamente carretera abajo.
Regocijado
por el paseo, anduvo unos cuarenta metros hasta el Jaguar negro, recuperó las
llaves del interior del parachoques trasero y puso en marcha el motor. Tenia en
carne viva el pulpejo de la mano, que el guante había desprotegido al arrojar
la lona sobre Matteo y saltar sobre él desde el primer piso del palacio. Se
puso un poco de pomada italiana Cicatrine para prevenir la infección y sintió
un alivio inmediato.
El
doctor Lecter buscó entre los casetes mientras se calentaba el motor. Se
decidió por Scarlatti.
CAPÍTULO
37
La
ambulancia aérea turbopropulsada se elevó sobre los tejados rojizos y viró
hacia el sudoeste, en dirección a Cerdeña, con la Torre Inclinada de Pisa
sobresaliendo por encima del ala de la avioneta, que el piloto inclinó más de
lo que hubiera hecho de llevar un paciente vivo.
El
frío cuerpo de Matteo Deogracias ocupaba la camilla preparada para el doctor
Lecter. Su hermano mayor, Carlo, estaba sentado junto a él con la camisa tiesa
de sangre.
Carlo
Deogracias ordenó al enfermero que se pusiera unos auriculares y subió el
volumen de la música mientras hablaba por el teléfono celular con Las Vegas,
donde un repetidor codificó su llamada y la transmitió a la costa de
Maryland...
Para
Mason Verger, noche y día venían a ser lo mismo. En aquel momento estaba
durmiendo. Incluso las luces del acuario estaban apagadas. Tenía la cabeza
ladeada sobre el almohadón y su único ojo abierto permanentemente, como los de
la enorme anguila, que también dormía. No se oían más sonidos que los siseos y
suspiros del respirador, y el suave burbujeo del acuario.
Por
encima de ellos se oyó otro sonido, suave y urgente. El zumbido del teléfono
personal de Mason. Su pálida mano anduvo sobre
los
dedos como un cangrejo y presionó el interruptor del aparato. El altavoz estaba
bajo el almohadón; el micrófono, junto a la ruina de su rostro.
Primero
oyó el ruido de fondo de los motores de la avioneta y, enseguida, una melodía
empalagosa, Gli innamorati.
—Aquí
estoy. Dime.
—Es
un puto casino —se oyó decir a Carlo.
—Dime.
—Mi
hermano Matteo ha muerto. Ahora mismo tengo la mano encima de su cadáver. Pazzi
también está muerto. El doctor Fell los ha matado y ha huido.
Mason
no respondió enseguida.
—Me
debe doscientos mil dólares por Matteo —dijo Carlo—. Para su familia.
Los
contratos con los sardos siempre incluían cláusulas para el caso de muerte.
—Lo
comprendo.
—Pazzi
se va a llenar de mierda.
—Mejor
que se sepa que estaba sucio —dijo Mason—. Así les costará menos asimilarlo.
¿Estaba sucio?
—Aparte
de esto, no lo sé. ¿Y si siguen el rastro desde Pazzi hasta usted?
—De
eso ya me ocuparé yo.
—Pues
yo tengo que ocuparme de mí —dijo Carlo—. Esto pasa de la raya. Un inspector
jefe de la Questura muerto. Eso no es bueno para mi negocio.
—Tú
no has hecho nada, ¿o sí?
—No
hemos hecho nada, pero si la Questura mezcla mi nombre con esto, porca Madonna! Me vigilarán para el
resto de mi vida. Nadie hará tratos conmigo, no podré ni tirarme un pedo en la
calle. ¿Y qué pasa con Oreste? ¿Sabía a quién tenía que filmar?
—No
lo creo.
—La
Questura habrá identificado al doctor Fell mañana o pasado mañana. Oreste
atará cabos en cuanto vea las noticias, aunque sólo sea por la coincidencia.
—Oreste
está bien pagado. No supone ninguna amenaza para nosotros.
—Para
usted, puede que no; pero tiene que presentarse ante el juez por una acusación
de pornografía el mes que viene. Ahora tiene algo con lo que negociar. Si no se
lo habían dicho, debería empezar a patearle el culo a más de uno. ¿Tanto
necesita a Oreste?
—Hablaré
con él —dijo Mason cuidadosamente, con la profunda entonación de un anunciante
de la radio saliendo de su rostro martirizado—. Carlo, ¿sigues con la caza,
no? Ahora tendrás más ganas que nunca de cogerlo, me imagino. Tienes que
encontrarlo, por Matteo.
—Sí,
pero con su dinero.
—Pues
manten la granja en marcha. Consigue certificados de vacunación contra la
peste y el cólera. Consigue jaulas para transporte aéreo. ¿Tienes un pasaporte
en condiciones?
—Sí.
—Me
refiero a uno bueno, Carlo, no a una de esas mierdas del Trastevere.
—Tengo
uno bueno.
—Bien.
Te llamaré yo.
Al
ir a cortar la conexión en la ruidosa avioneta, Carlo apretó sin darse cuenta
el botón de llamada automática. El aparato de Matteo sonó en la mano del
muerto, que seguía aferrándolo con la tenacidad del rigor mortis. Por un instante, Carlo esperó que su hermano se
llevara el auricular a la oreja. Alelado, pero comprendiendo que su hermano no
contestaría, pulsó el botón de corte de llamada. Su cara se contrajo y el
enfermero tuvo que desviar la mirada.
CAPÍTULO
38
La
armadura del diablo es un magnífico ejemplar de coraza italiana del siglo XV con
yelmo provisto de cuernos que cuelga de un muro en el interior de la iglesia
parroquial de Santa Reparata, al sur de Florencia, desde 1501. Además de los
airosos cuernos, torneados como los de un antílope, presenta la particularidad
de que los puntiagudos guanteletes ocupan el lugar de los escarpes, al final
de las espinilleras, sugiriendo las pezuñas hendidas de Satán.
Según
la leyenda local, el joven que portaba la armadura tomó en vano el nombre de la
Virgen cuando pasaba ante la iglesia, y no consiguió quitársela hasta que
suplicó el perdón de Nuestra Señora. Luego, la ofrendó a la iglesia como
exvoto. Es una pieza impresionante que hizo honor a sus forjadores cuando una
bomba de artillería cayó sobre el templo en 1942.
La
armadura, cuya superficie exterior está cubierta por una capa de polvo que
podría tomarse por fieltro, parece contemplar la nave mientras se celebra la
misa. El incienso que se eleva del altar penetra a través de la visera.
Sólo
tres personas asisten al oficio. Dos ancianas, ambas de riguroso luto, y el
doctor Hannibal Lecter. Los tres comulgan, aunque el doctor parece un tanto
reacio a rozar el cáliz con los labios.
El
párroco les da la bendición y se retira. Las mujeres sé encaminan hacia la
puerta. El doctor Lecter prosigue con sus devociones hasta que se queda sólo en
el interior del templo.
Desde
la galería del órgano, el doctor se inclina sobre la barandilla y haciendo un
esfuerzo pasa el brazo entre los cuernos y alza la polvorienta visera del
yelmo. Dentro, un anzuelo enganchado a la lengüeta del guardapapo sujeta un
sedal anudado a un envoltorio suspendido en el interior de la coraza a la
altura que habría ocupado el corazón. El doctor Lecter tira del hilo y saca el
paquete con sumo cuidado.
Dentro,
pasaportes brasileños de inmejorable factura, carnets, dinero en metálico,
libretas de ahorros, llaves. Se lo pone bajo el brazo, dentro del abrigo.
El
doctor Lecter no suele perder el tiempo con lamentaciones, pero siente tener
que abandonar Italia. En el Palazzo Capponi quedan cosas que le hubiera gustado
encontrar y leer. Le hubiera gustado seguir tocando el clavicordio y, tal vez,
componer; hubiera podido cocinar para la viuda Pazzi cuando se hubiera
sobrepuesto a su dolor.
CAPÍTULO
39
Mientras
la sangre que seguía cayendo del cuerpo suspendido de Rinaldo Pazzi se freía y
humeaba al calor de los reflectores dispuestos al pie del Palazzo Vecchio, la
policía llamó a los bomberos para que lo bajaran.
Los
pompieri extendieron la escalera de su camión. Siempre prácticos, y seguros de
que el ahorcado estaba muerto, se tomaron su tiempo para bajarlo. Era una
operación delicada que exigía volver a introducir en el cadáver las visceras colgantes
y rodearlo con una red antes de bajarlo con una cuerda.
Cuando
el cuerpo alcanzaba los brazos extendidos de los bomberos que lo esperaban
abajo, La Nazione obtuvo una
fotografía estupenda que recordó a muchos lectores las grandes obras maestras que
representan el Descendimiento.
La
policía no retiró el nudo corredizo hasta que fue posible tomar las huellas
dactilares; después cortaron el grueso cable eléctrico de manera que no se
deshiciera el nudo.
Muchos
florentinos estaban empeñados en sostener que había sido un suicidio, eso sí,
espectacular, y opinaban que Rinaldo Pazzi se había atado las manos como en los
suicidios carcelarios; no los sacaba de sus trece el hecho de que, al parecer,
también se hubiera atado los pies. Durante la primera hora, las emisoras de
radio locales informaron de que, además de ahorcarse, se había hecho el
harakiri con una navaja.
Pero
la policía no es tonta, y enseguida tuvo motivos para ver las cosas de otro
modo. Las ligaduras cortadas en el balcón y en el carro de mano, la
desaparición de la pistola de Pazzi, los testigos que habían visto a Carlo
entrar corriendo en el palacio y la figura envuelta en la lona ensangrentada
corriendo a ciegas en la parte posterior del edificio, eran pruebas elocuentes
de que Pazzi había sido asesinado.
Así
las cosas, el público italiano decidió que el asesino de Pazzi era Il Mostro.
La Questura inició la investigación con el pobre Girolamo
Tocca, condenado tiempo atrás por los crímenes del famoso asesino en serie. Lo
arrestaron en su casa y se lo llevaron, mientras su mujer volvía a quedarse
aullando en la carretera. Su coartada era sólida. A la hora del crimen, se
estaba tomando un Ramazzotti en un cafe a la vista de un cura. Soltaron a Tocca
en Florencia y tuvo que volver a San Casciano en autobús, pagando el billete de
su bolsillo.
Se
había interrogado al personal del Palazzo Vecchio durante las primeras horas,
procedimiento que se extendió a los componentes del Studiolo.
La
policía no pudo localizar al doctor Fell. A mediodía del sábado se decidió
intensificar su búsqueda; en la Questura se habían acordado de que Pazzi tenía
asignada la desaparición del predecesor de Fell.
Un
chupatintas de los carabinierí informó de que Pazzi había examinado
recientemente un permesso di soggiorno.
El recibo de la documentación, que incluía fotografías, los negativos correspondientes
y huellas dactilares del doctor Fell, estaba firmado con nombre falso y una
letra que parecía la de Pazzi. En Italia no se ha producido aún la
centralización informática de los documentos, de forma que los permessi se
archivan localmente.
Los
archivos de inmigración proporcionaron el número de pasaporte del doctor Fell,
que hizo sonar la alarma en Brasil.
No
obstante, la policía seguía sin sospechar la verdadera identidad del doctor
Fell. Tomaron las huellas dactilares del nudo corredizo y del atril, del carro
de mano y de la cocina del Palazzo Capponi. Con tanto artista por kilómetro
cuadrado, el retrato robot estuvo listo en cuestión de minutos.
El
domingo por la mañana, hora italiana, un especialista de Florencia, después de
examinarlas punto por punto, determinó que las huellas dactilares encontradas
en el atril, la horca y los utensilios de cocina del Palazzo Capponi
pertenecían a una misma persona.
La
huella del pulgar del doctor Lecter que figuraba en el anuncio colgado en la
jefatura superior de la Questura no fue examinada.
El
domingo por la noche se enviaron las huellas halladas en el escenario del
crimen a Interpol, y siguiendo los trámites habituales acabaron llegando al
cuartel general del FBI en Washington, D.C., junto con otros siete mil juegos
de huellas procedentes de otros tantos escenarios de crímenes. Sometidas al
sistema de clasificación automatizada, las huellas de Florencia produjeron un
revuelo de tal magnitud que hicieron sonar una alarma en el despacho del
director adjunto de la Unidad de Identificación. El oficial que hacía guardia
esa noche se quedó mirando el rostro y los dedos de Hannibal Lecter conforme
emergían de la impresora; a continuación llamó a casa del director adjunto, que
a su vez llamó al director y, acto seguido, a Krendler, del Departamento de
Justicia.
El
teléfono de Mason sonó a la una y media de la madrugada. Se hizo el sorprendido
y mostró el interés que se le suponía.
El teléfono
de Jack Crawford sonó a la una treinta y cinco. Soltó unos gruñidos en el
auricular y rodó hacia el lado vacío, aunque visitado por fantasmas, de su
cama de matrimonio, donde su difunta esposa, Bella, solía reposar. Estaba más
fresco y lo ayudaba a pensar con claridad.
Clarice
Starling fue la última en enterarse de que el doctor Lecter había vuelto a
matar. Colgó el teléfono y se quedó inmóvil en la oscuridad durante un buen
rato, con los ojos escociéndole por algún motivo que fue incapaz de comprender;
pero no lloró. Se quedó mirando el techo, absorta en el rostro que flotaba en
la densa oscuridad. Por supuesto, se trataba del rostro inconfundible del doctor
Lecter.
CAPÍTULO
40
El
piloto de la ambulancia aérea no estaba dispuesto a tomar tierra en la pista de
Arbatax, corta y sin controladores, en plena noche. Aterrizaron en Cagliari,
repostaron y esperaron hasta el amanecer; luego volaron a lo largo de la costa
ante una espectacular salida del sol, que tino de un rosa postizo el rostro sin
vida de Matteo.
En
el pequeño campo de Arbatax los esperaba un camión con un ataúd. El piloto se
quejó de su paga y Tommaso tuvo que interponerse para evitar que Carlo lo
abofeteara.
Al
cabo de tres horas de camino por la zona montañosa, llegaron a casa.
Carlo
anduvo solo hasta el cobertizo de troncos sin desbastar que había construido
con Matteo. Todo estaba listo, con las cámaras en su sitio para filmar la
muerte de Lecter. Carlo se quedó de pie bajo la estructura y contempló su
imagen en el gran espejo rococó colgado sobre el corral. Recorrió con la
mirada los troncos que habían talado juntos, vio las manazas cuadradas de
Matteo sosteniendo la sierra y de su garganta salió un grito salvaje, un
alarido que el dolor le arrancaba de las entrañas, lo bastante fuerte como
para resonar entre los árboles. Los colmilludos hocicos asomaron en el límite
del prado.
Fiero
y Tommaso, hermanos como él, prefirieron dejarlo solo.
La
algarabía de los pájaros llenaba el prado de la montaña. Oreste Pini se acercó
desde la casa abrochándose la bragueta con una mano y agitando el teléfono
celular con la otra.
—Asi
que perdisteis a Lecter. Mala suerte. Carlo hizo como que no lo había oído.
—Mira,
no todo está perdido. Esto aún puede funcionar —opinó Oreste—. Tengo a Mason al
aparato. Quiere que hagamos un simulacro. Algo para enseñárselo a Lecter cuando
lo cojamos. Ahora lo tenemos todo. Hasta un cuerpo de verdad; Mason dice que no
era más que un matón que contrataste. Dice que podemos... en fin, echarlo al
corral cuando vengan los cerdos y poner el sonido grabado. Toma, habla con él.
Carlo
se volvió y miró a Oreste como si acabara de llegar de la luna. Por fin, cogió
el teléfono. Mientras hablaba con Mason su rostro se relajó y dio la impresión
de que recuperaba cierta paz.
—Preparadlo
todo —dijo Carlo apagando el teléfono. Carlo habló con Fiero y Tommaso, que,
con ayuda del cámara, transportaron el ataúd hasta el cobertizo.
—No
necesitáis un encuadre demasiado detallado —dijo Oreste—. Vamos a hacer unas
tomas de los animales y luego vendremos desde allí.
Al
ver actividad en torno al cobertizo, los primeros cerdos salieron de la
espesura.
—Giriamo! —chilló Oreste.
Los
cerdos salvajes, marrones y plateados, altos hasta la cintura de un hombre y
bajos de pecho, llegaron a la carrera, ligeros como lobos sobre sus pequeñas
pezuñas, con los ojillos inteligentes reluciendo en sus diabólicas jetas y los
gruesos músculos del cuello, que sobresalían bajo la cordillera de erizadas
cerdas de los lomos, capaces de alzar a un hombre apresado por los enormes y
aguzados colmillos.
—Prontí! —advirtió el cámara.
No
habían'comido en tres días. Tras los primeros, apareció el grueso de la tropa,
y avanzaron en linea cerrada hacia la meta, sin miedo a los hombres apostados
tras la cerca.
—Motore! —ordenó Oreste.
—Partito! —respondió el cámara.
Las
bestias se detuvieron a diez metros del cobertizo hozando y arremolinándose, un
matorral de pezuñas y colmillos, con la cerda preñada en el centro. Saltaban
hacia delante y volvían atrás como una mélée
de rugby, mientras Oreste los encuadraba con las manos.
—Azione! —chilló a los sardos.
Carlo,
que se había acercado a él por la espalda, le dio un tajo en las celulíticas
nalgas y dejó que gritara. Lo cogió por la cintura y lo metió de cabeza al
corral. Los cerdos cargaron. Oreste, tratando de ponerse en pie, se apoyó en
una rodilla, pero la cerda lo golpeó en las costillas y cayó de bruces. Los
otros se le echaron encima, gruñendo y chillando; dos jabalíes que se
disputaban su cara le arrancaron la mandíbula y se la repartieron como un hueso
de la buena suerte. Aun así Oreste casi consiguió incorporarse. Pero enseguida
estuvo boca arriba, con la barriga desprotegida y desgarrada, contorsionando
brazos y piernas por encima del remolino de lomos, gritando pero incapaz de
producir palabras sin la mandíbula.
Carlo
oyó un disparo y se volvió. El ayudante del director había soltado la cámara,
que seguía rodando, e intentaba huir; pero no lo bastante deprisa como para
escapar a la escopeta de Fiero.
Los
cerdos, más calmados, empezaron a retirarse con sus trofeos.
—¡Torna
azione, maricón! —soltó Carlo, y
escupió al suelo.
III
REGRESO AL NUEVO MUNDO
CAPÍTULO
41
Un
escrupuloso silencio rodeaba a Mason Verger. Sus empleados lo trataban como si
acabara de perder a un hijo. Cuando le preguntaron cómo se sentía, respondió:
—Como
si hubiera pagado un montón de dinero por un espagueti muerto.
Después
de un sueño de varias horas, Mason ordenó que llevaran niños a la sala de
juegos próxima a su habitación para hablar con uno o dos de los más
traumatizados; pero no había niños con traumas disponibles a corto plazo, ni
tiempo para que su proveedor de los barrios pobres le traumatizara a un par.
A
falta de otras víctimas, hizo que su ayudante Cordell cortara las aletas a unas
cuantas carpas y se las fuera echando a la anguila. Cuando el bicho se hartó,
se escondió en su roca dejando el agua teñida de rojo y gris, y llena de
iridiscentes jirones dorados.
Mason
intentó martirizar a su hermana, pero Margot se retiró al gimnasio e hizo caso
omiso de los mensajeros que le envió durante horas. Era la única persona de
Muskrat Farm que se atrevía a desairar a Mason.
El
sábado, en el noticiario vespertino de la televisión, pasaron una grabación de
vídeo breve y mal editada obtenida de un turista, que mostraba la muerte de
Rinaldo Pazzi antes de que se hubiera imputado el crimen al doctor Lecter.
Áreas borrosas ahorraban a los telespectadores ciertos detalles anatómicos.
El
secretario de Mason cogió el teléfono de inmediato para conseguir una copia
sin editar, que llegó por helicóptero cuatro horas más tarde.
La
grabación tenía un origen curioso.
De
los dos turistas que estaban filmando el Palazzo Vecchio en el momento de los
hechos, uno perdió la sangre fría y su cámara le quedó colgando de la muñeca
mientras Pazzi se precipitaba al vacío. El otro, de nacionalidad suiza, sostuvo
la suya con firmeza a lo largo de todo el episodio; incluso hizo un barrido a
lo largo del cable, que no dejaba de agitarse y balancearse en la pantalla.
El
videoaficionado, que se llamaba Viggert y trabajaba en una oficina de patentes,
temió que la policía secuestrara su cinta y la RAI la obtuviera gratis. Llamó
enseguida a su abogado en Lausana, hizo los trámites necesarios para asegurarse
el copyright de las imágenes y, tras
reñida puja, vendió los derechos de difusión a la cadena televisiva ABC News.
Los derechos para publicar una serie de artículos en Estados Unidos fueron a
parar en primer lugar al New York Post
y después al National Tattler.
La
grabación ocupó de inmediato el puesto que merecía entre los clásicos del
terror televisivo: Zapruder, el asesinato de Lee Harvey Oswald y el suicidio de
Edgar Bolger; pero Viggert habría de lamentar amargamente una venta tan
prematura, es decir, anterior a que el crimen se imputara a Lecter.
La
copia de las vacaciones de los Viggert obraba en poder de Mason en su
integridad. Entre otras cosas mostraba a la familia suiza gravitando en torno
a los cataplines del David de la
Academia horas antes de los sucesos del Palazzo Vecchio.
Mason,
que no apartaba el ojo encapsulado de la pantalla, sentía escaso interés por el
trozo de carne que se balanceaba al final del cable eléctrico. La sucinta
lección de historia que La Nazione y
el Corriere della Sera dedicaron a
los dos Pazzi ahorcados desde la misma ventana con quinientos veinte años de
diferencia tampoco le importaba. Lo que consiguió mantenerlo en tensión, lo que
pasó una, y otra, y otra vez, fue el barrido cable arriba hasta el balcón en el
que una figura delgada recortaba su borrosa silueta contra la débil luz del
interior, saludando con la mano. Haciendo señas a Mason. El doctor Lecter
saludaba a Mason doblando la mano por la muñeca, como si dijera adiós a un
niño.
—Hasta
luego —replicó Mason desde la oscuridad—. Hasta luego —farfulló la profunda
voz de locutor, temblorosa de rabia.
CAPÍTULO
42
La identificación del doctor Hannibal Lecter como asesino
de Rinaldo Pazzi proporcionó a Clarice Starling algo serio que hacer, a Dios
gracias. Se convirtió en el enlace inferior defacto entre el FBI y las
autoridades italianas. Merecía la pena aunar fuerzas para un objetivo común.
La
vida de Starling había cambiado después del tiroteo en la operación antidroga.
Ella y los otros supervivientes de la matanza en el mercado de Feliciana
flotaban en una especie de limbo administrativo, a la espera de que el
Departamento de Justicia cursara su informe a un oscuro Subcomité Judicial del
Congreso.
Tras
el hallazgo de la radiografía, Starling había matado el tiempo como interina
altamente cualificada, cubriendo suplencias de instructores de baja o
vacaciones en la Academia Nacional de Policía de Quantico.
A lo
largo del otoño y del invierno, todo Washington perdió la chaveta a causa de un
escándalo en la Casa Blanca. Los babosos reformistas gastaron más saliva de la
que se había empleado en el insignificante pecadillo, y el presidente de
Estados Unidos se tragó públicamente más basura de la que le correspondía
tratando de evitar el impeachment.
En
medio de semejante circo, algo tan baladí como una matanza en el mercado de
Feliciana cayó en el olvido de la noche a la mañana.
Día
a día una sombría certeza iba cobrando fuerza en el fuero interno de Starling:
el servicio federal nunca volvería a ser lo mismo para ella. Estaba marcada.
Cuando hablaban con ella, sus compañeros tenían la desconfianza pintada en los
rostros, como si hubiera contraído una enfermedad contagiosa. Starling era lo
bastante joven como para que aquel comportamiento la sorprendiera y le hiciera
daño.
Lo
mejor era mantenerse ocupada. Las peticiones de información sobre Hannibal
Lecter procedentes de Italia llovían sobre la Unidad de Ciencias del
Comportamiento, la mayoría de las veces por partida doble, pues el
Departamento de Estado les transmida las copias cursadas por vía diplomática.
Starling respondía con celeridad alimentando las líneas de fax y enviando los
archivos sobre Lecter por correo electrónico. Le sorprendió comprobar hasta qué
punto se había desparramado el material complementario en los siete años que
mediaban desde la huida del doctor.
Su
pequeño cubículo en los sótanos de la Unidad de Ciencias del Comportamiento era
un maremágnum de papeles, borrosos faxes transatlánticos, ejemplares de
periódicos italianos...
¿Qué
podía enviar a los italianos que les fuera de utilidad? La pista a la que se
habían agarrado con más desesperación era el único acceso desde el ordenador de
la Questura al archivo VICAP unos pocos días antes de la muerte de Pazzi.
Basándose en ello, la prensa italiana intentó rehabilitar al difunto dando por
supuesto que el inspector trabaja en secreto para capturar al doctor Lecter y
limpiar de ese modo su reputación.
En
contrapartida, Starling se preguntaba qué información del caso Pazzi podría
aprovechar el FBI si el doctor decidía regresar a Estados Unidos.
Jack
Crawford no aparecía mucho por la Unidad, así que no podía pedirle consejo.
Acudía con frecuencia a los tribunales, pues, a medida que se acercaba su
jubilación, se veía obligado a deponer en muchos de los casos abiertos. Se
tomaba cada vez más días por enfermedad, y cuando estaba en su despacho
parecía cada vez más distante.
La
imposibilidad de consultarle sus dudas provocaba en Starling periódicos ataques
de pánico.
En
los años que llevaba en el FBI, Starling había visto todo tipo de cosas. Sabía
que si el doctor Lecter volvía a asesinar en Estados Unidos, las trompetas de
la vacuidad atronarían en el Congreso, una algarabía de recriminaciones
cruzadas se desataría en el Departamento de Justicia y el aquí-te-pillo-aquí-te-mato
empezaría en serio. Los de Aduanas y Vigilancia de Fronteras serían los
primeros en pagar el pato por haber permitido que entrara.
Las
autoridades en cuya jurisdicción se cometiera el primer crimen exigirían toda
la documentación relativa a Lecter, y los esfuerzos del FBI se concentrarían
en la oficina local del Bureau. Más tarde, cuando el doctor atacara de nuevo,
en cualquier otro lugar, todo se trasladaría allí.
Si
conseguían capturarlo, las autoridades lucharían por adjudicarse el mérito como
osos polares alrededor de una foca ensangrentada.
Era
responsabilidad de Starhng prepararlo todo para la eventualidad del temido
regreso, se produjera o no, olvidándose de su deprimente lucidez sobre lo que
pasaría con la investigación.
Se
hizo unas sencillas preguntas que hubieran parecido ridiculas a los trepadores
que mosconeaban en las antesalas de los despachos. ¿Cómo podía hacer ni más ni
menos que lo que había jurado hacer? ¿Cómo podía proteger a los ciudadanos y
capturar al monstruo si le daba por regresar?
Era
obvio que el doctor Lecter tenía excelente documentación y dinero a espuertas.
Era brillante a la hora de esconderse. No había más que recordar la original
sencillez de su primer escondite tras su huida de Memphis; se registró en un
hotel de cuatro estrellas de
Saint
Louis contiguo a una clínica de cirugía plástica. La mitad de los huéspedes
llevaban la cara vendada. Hizo lo propio con la suya y vivió a cuerpo de rey
con el dinero de un muerto.
Entre
sus centenares de notas, Starling tenía las facturas del servicio de
habitaciones. Astronómicas. Una botella de Bátard-Montrachet a ciento
veinticinco dólares la unidad. Debió de saberle a gloria después de tantos años
de rancho carcelario...
Clarice
había pedido copias de todo lo relacionado con su estancia en Florencia, y los
italianos no se habían hecho de rogar. Por la calidad de la impresión, supuso
que debían de hacerlas con una fotocopiadora antediluviana.
Entre
la documentación, recibida sin ningún orden, estaban los papeles personales del
doctor Lecter encontrados en el Palazzo Capponi. Unos cuantos apuntes sobre
Dante redactados con la letra que tan familiar le era a Starling, una nota para
la señora de la limpieza, una factura del famoso colmado florentino Vera dal 1926
por dos botellas de Bátard-Montrachet y unos tartufi bianchi. La misma marca de vino; pero ¿qué era lo otro?
El Bantam New College Italian & English
Dictionary de Starling le informó de que tartufi bianchi eran trufas blancas. Se puso en contacto con el chef de un buen restaurante italiano de
Washington para hacerse una idea más exacta. Al cabo de cinco minutos tuvo que
inventarse una disculpa porque el individuo había perdido la noción del tiempo
explicándole su gusto exquisito.
El
gusto. El vino, las trufas. El buen gusto en todo era una constante de las
vidas norteamericana y europea del doctor Lecter, en su vida como psiquiatra de
prestigio y como monstruo fugitivo. Puede que su cara fuera diferente, pero no
ocurría lo mismo con sus gustos, y no era hombre que se privara de nada.
El buen gusto era un tema delicado para Starling, porque
en ese terreno el doctor Lecter consiguió herirla en lo más vivo, al elogiarla
por su agenda y burlarse de sus zapatos. ¿Cómo la había llamado? Una paleta
ambiciosa y bien lavada, con una pizca de gusto.
Era
buen gusto lo que echaba en falta en la rutina diaria de su vida laboral,
mientras manejaba un equipo puramente funcional en aquel entorno utilitario.
Al
mismo tiempo, su fe en la «técnica» estaba empezando a encogerse para dejar
espacio a otra cosa.
Starling
estaba cansada de tanta técnica. La fe en ella es la religión de los que
trabajan en el filo de la navaja. Para enfrentarse a un criminal armado o
luchar con él cuerpo a cuerpo se necesita creer que una técnica perfecta, que
un duro entrenamiento garantizan que uno es invencible. Lo cual no es cierto,
en especial por lo que respecta a los tiroteos. Se pueden reducir los riesgos,
pero cuando se participa en suficientes tiroteos, lo más probable es acabar muerto
en uno de ellos.
Starling
lo había visto de cerca.
Ahora
que había empezado a dudar de la religión de la técnica, ¿adonde podía volver
los ojos?
En
plena desorientación, en medio de la exasperante homogeneidad de sus días,
empezó a prestar atención a la forma de las cosas. Empezó a dar crédito a sus
reacciones viscerales ante las cosas, sin cuantíficarlas ni reducirlas a
palabras. Por la misma época advirtió un cambio en sus hábitos de lectura. En
otros tiempos tenía la costumbre de leer el pie de una imagen antes de mirarla.
Ahora no. A veces ni siquiera las leía.
Durante
años había hojeado revistas de moda a escondidas y con sentimientos de culpa,
como si se tratara de pornografía. Ahora empezaba a reconocer en su fuero
interno que algo en aquellas fotografías la hacía sentirse hambrienta. Dentro
de la estructura de su mente, forjada por los luteranos para resistir al óxido
de la ociosidad, estaba empezando a ceder a una deliciosa perversión.
Hubiera
llegado a concebir aquella táctica de cualquier otro modo, pero el cambio de
marea que se estaba produciendo en su interior aceleró el proceso. Le inspiró
la idea de que el gusto del doctor Lecter por las cosas raras, por los
productos con un mercado reducido, podía ser la aleta dorsal del monstruo, con
la que cortaba la superficie haciéndose, al mismo tiempo, visible.
Starling
estaba convencida de que podría descubrir alguna de sus identidades
alternativas obteniendo y comparando listas informatizadas de clientes. Para
ello tenía que conocer sus preferencias. Necesitaba conocerlo mejor que nadie
en el mundo.
«¿Qué
cosas sé que le gustan? Le gusta la música, el vino, los libros, la comida... Y
yo.»
El
primer paso para el desarrollo del propio gusto es estar dispuesto a valorar
la propia opinión. En las áreas de la comida, el vino y la música, Starling
tendría que estudiar los antecedentes del doctor y determinar lo que solía
preferir en el pasado; pero había un campo en el que, como mínimo, era su
igual. Los automóviles. Starling era una fanática de los coches, como
cualquiera que hubiera visto su coche podía deducir.
Antes
de su condena, el doctor Lecter había tenido un Bentley equipado con
sobrealimentador. Con compresor de sobrealimentación, no con turbocompresor.
Un coche trucado con un compresor de desplazamiento positivo tipo Roetes, es
decir, sin retardador turbo. Starling comprendió de inmediato que el mercado
de los Bentley trucados era tan reducido que el doctor no correría el riesgo
de volver a entrar en él.
¿Qué
compraría en la actualidad? Starling intuía el tipo de sensación que Lecter
apreciaba. Un coche con motor sobrealimentado de ocho cilindros en uve, potente
pero muy estable. ¿Qué compraría ella en el mercado actual?
Sin
ninguna duda, un Jaguar XJR sedán con sobrealimentador. Envió faxes a los
distribuidores de Jaguar de las costas este y oeste pidiéndoles listas
semanales de sus ventas.
¿Qué
otra cosa le gustaba a Lecter, de la que Starling supiera un montón?
«Le
gusto yo», recordó.
Con
qué presteza había respondido Lecter al saberla en apuros... Sobre todo
teniendo en cuenta la demora que implicaba usar un servicio de reenvío para
escribirle. Lastima que la pista de la máquina de franqueo automático no
hubiera dado frutos; el aparato estaba en un sitio tan público que cualquier ladrón
hubiera podido usarlo.
¿Cuánto
tardaba en llegar a Italia el National
Tattler? Por él se había enterado Lecter de que Starling tenía problemas,
como demostraba el ejemplar que se había encontrado en el Palazzo Capponi.
¿Tenía una página web el diario sensacionalista? También era posible que
hubiera leído el resumen de lo ocurrido en la web abierta al público del FBI,
si disponía de ordenador en Italia. ¿Qué podría sacarse en claro a partir del
ordenador del doctor Lecter?
Entre
los objetos personales incautados en el Palazzo Capponi no figuraba ningún
ordenador.
Pero
Starling había visto algo. Buscó las fotos de la biblioteca del palacio. Ahí
estaba la imagen del hermoso escritorio en el que Lecter le había escrito la
carta. Encima había un ordenador. Un Phillips portátil. En las fotografías
posteriores había desaparecido.
Haciendo
uso del diccionario, redactó con dificultad un fax dirigido a la Questura en
Florencia: «Fra le cose personali del
dottor Lecter, c'é un computer portatile?».
De
esta forma, pasito a paso, Clarice Starling inició la persecución del doctor
Lecter por los vericuetos de sus gustos, con más confianza en sus piernas de la
razonablemente justificada.
CAPÍTULO
43
Cordell,
el secretario de Mason Verger, empleando una muestra enmarcada sobre su
escritorio, reconoció la elegante letra de inmediato. El papel era del Hotel
Excelsior de Florencia, Italia.
Como
un creciente número de ricos en la era de Unabomber, Mason hacía pasar su
correspondencia por un fluoroscopio semejante al de la central de Correos.
Cordell
se puso unos guantes y comprobó la carta. El fluoroscopio no detectó cables ni
baterías. De acuerdo con las estrictas instrucciones de Mason, fotocopió la
carta y el sobre manejándolos con pinzas, y se cambió de guantes antes de
recoger las copias y entregárselas a Mason.
La
inconfundible letra redonda de Lecter decía lo siguiente:
Querido Mason:
Gradas por ofrecer una recompensa tan
sustanciosa por mi cabeza. Me gustaría que la aumentaras. Como sistema de
localizarían a distancia, una recompensa es más efectiva que un radar. Inclina
a las autoridades de todas partes a olvidarse de su deber y perseguirme por
cuenta propia, con los resultados que has podido ver.
En realidad, te escribo para refrescarte la
memoria en lo referente a tu antigua nariz. En tu inspirada entrevista en el Ladies' Home Journal
sobre la represión de la droga aseguras que diste tu nariz, junto con el resto
de tu cara, a unos chuchos, Skippy y Spot, que meneaban sus colitas a tus pies. Estás muy equivocado: te la
comiste tú mismo, como aperitivo. Por el sonido crujiente que hacías mientras
la masticabas, yo diría que tenia una consistencia similar a la de las mollejas
de pollo. «¡Sabe apollo!», fue tu comentario en aquel momento. Me recordó los
ruidos que hacen los franceses en los bistrots cuando se atiborran de ensalada de gésier.
¿A que ya no te acordabas, Mason?
Hablando de pollos, durante la terapia me
contaste que, mientras pervertías a los niños desfavorecidos en tu campamento
de verano, te diste cuenta de que el chocolate te irritaba la uretra. Tampoco
te acordabas de eso, ¿a que no?
¿No se te ha ocurrido pensar que me contaste un
montón de cosas de las que ahora no te acuerdas?
Hay un paralelismo indudable entre tu, Mason, y
Jezabel. Como agudo estudioso de la Biblia que eres, te acordaras de que los
perros se comieron el rostro de Jezabel, junto con todo lo demás, después de
que los eunucos la arrojaran por la ventana.
Tu gente podía haberme asesinado en la calle.
Pero me querías vivo, ¿verdad? Por el aroma de tus sicarios, es obvio cómo
planeabas tratarme. Mason, Mason. Ya que tienes tantísimas ganas de verme, deja
que te dedique unas palabras de consuelo. Y ya sabes que no miento nunca.
Antes de morir, me verás la cara.
Todo tuyo,
Hannibal Lecter, DM
PD. Me preocupa, sin embargo, que no vivas hasta
entonces, Mason. Debes evitar las nuevas cepas de neumonía. Tienes que
cuidarte, propenso como eres (y seguirás siendo) a contraerla. Te recomiendo
vacunación inmediata, así como inyecciones para inmunizarte ante la hepatitis
Ay B. No quiero perderte antes de tiempo.
Mason
parecía un tanto sofocado cuando finalizó la lectura. Esperó, esperó y cuando
cogió el ritmo del respirador dijo alguna cosa, que Cordell no consiguió
entender.
El
secretario se inclinó junto a su boca y fue recompensado con una lluvia de
saliva.
—Ponme
al teléfono con Paul Krendler. Y con el porquero.
CAPÍTULO
44
El
mismo helicóptero en el que Mason recibía a diario los periódicos extranjeros
trasladó a Muskrat Farm al ayudante del inspector general, Paul Krendler.
La
siniestra presencia de Mason y el cuarto a oscuras con los siseos y suspiros de
la máquina y las danzas de la incansable anguila bastaban para que Krendler se
sintiera incómodo; por si fuera poco, tuvo que tragarse el vídeo de la muerte
de Pazzi una y otra vez.
Siete
veces contempló a los Viggert posando alrededor de la virilidad del David, y otras tantas, la caída de Pazzi
y el desbordamiento de sus visceras. A la séptima, Krendler creyó que también
al David se le saldrían las tripas.
Por
fin se encendieron las potentes luces de la zona de visitas, que empezaron a
achicharrar el cuero cabelludo de Krendler, brillante bajo el corte al
cepillo.
Los
Verger tenían un sexto sentido para la rapacidad, así que Mason empezó por lo
que Krendler quería para sí. Su voz salió de la oscuridad ajusfando las frases
al ritmo del respirador.
—No
quiero que me expliques... todo tu programa político... ¿Cuánto hace falta?
Krendler quería hablar con Mason en privado, pero no
estaban solos. Una figura de hombros anchos y magnífica musculatura recortaba
su oscura silueta contra el resplandor del acuario. La idea de que un
guardaespaldas escuchara la conversación lo ponía nervioso.
—Preferiría
que estuviéramos solos... ¿Te importa decirle a tu amigo que se vaya?
—Es
Margot, mi hermana —dijo Mason—. Puede quedarse.
Margot
salió de la oscuridad haciendo sisear su culotte
de ciclista.
—Oh,
cuánto lo siento... —se disculpó Krendler, levantándose a medias del asiento.
—Qué
hay —dijo ella.
Pero
en lugar de aceptar la mano que le ofrecía el hombre, cogió un par de nueces
del cuenco de la mesa y, apretándolas en el puño hasta reventarlas con un crac,
volvió a la penumbra del acuario, donde era de suponer que se las comió.
Krendler oyó caer al suelo las cascaras.
—Muy
bien, te escucho —dijo Mason.
—Por
echar a Lowenstein del distrito veintisiete, diez millones de dólares mínimo
—Krendler, que no estaba seguro de la ubicación de la cama, cruzó las piernas y
dirigió la vista»a un punto de la oscuridad—. Lo necesitaré sólo para los
medios de comunicación. Pero te garantizo que es vulnerable. Estoy en
condiciones de saberlo.
—¿Qué
problema tiene?
—Diremos
simplemente que su conducta no...
—Bueno,
pero ¿qué es, dinero o un chochete? Krendler no se sentía cómodo diciendo
«chochete» delante de Margot, por más que a Mason no parecía importarle.
—Está
casado y hace años que tiene un asunto con una jueza del Tribunal de Apelación
del estado. La juez ha fallado a favor de varios de los contribuyentes a su
campaña. Lo más probable es que sea pura casualidad, pero cuando la televisión
lo condene estará acabado.
—¿El
juez es una mujer? —preguntó Margot. Krendler asintió. Sin saber si Mason podía
verlo, añadió:
—Sí,
una mujer.
—Qué lástima —dijo Mason—. Hubiera sido mejor que fuera un
invertido, ¿no te parece, Margot? De todas formas, no puedes echarle esa
mierda encima tú mismo, Krendler. No puede salir de tí.
—Hemos
diseñado un plan que ofrece a los votantes...
—Tú
no puedes arrojarle esa mierda —repitió Mason.
—Me
limitaré a asegurarme de que el Comité de Inspección Judicial sepa adonde
mirar, de forma que se le echen encima cuando salte la liebre. ¿Dices que
puedes ayudarme?
—Te
ayudaré con la mitad.
—¿Cinco?
—No
seas tímido, Krendler. ¿Qué es eso de «cinco»? Vamos a decirlo con el respeto
que merece: cinco millones de dólares. El Señor me ha bendecido con mi dinero.
Y con él pienso hacer Su santa Voluntad. Lo tendrás sólo si Hannibal Lecter
llega limpiamente a mis manos —Mason respiró el tiempo de unos pocos latidos—.
Si es así, te convertirás en el señor congresista Krendler del distrito
veintisiete, libre y limpio, y todo lo que te pediré en el futuro será que te
opongas al Acta de Derechos de los Animales. Si el FBI coge a Lecter, la pasma
lo encierra donde sea y se libra de él con una inyección letal, despídete de
mí.
—Si
lo capturan dentro de una jurisdicción local, no podré hacer nada. Ni si la
gente de Crawford lo atrapa en un golpe de suerte. Eso no lo puedo controlar.
—¿En
cuántos estados con pena de muerte hay cargos contra Lecter? —preguntó Margot
con una voz áspera pero tan profunda como la de su hermano a causa de las
hormonas.
—En
tres, por asesinato múltiple en primer grado en todos.
—Quiero
que lo juzgen en el estado donde lo detengan —dijo Mason—. Nada de secuestro,
ni violación de los derechos civiles, ni ningún otro cargo supraestatal. Quiero
que se libre de la pena de muerte, y lo quiero en una prisión estatal, no en
una jaula federal de máxima seguridad.
—¿Hace
falta que pregunte por qué?
—No
a menos que quieras que te lo explique. No tiene nada que ver con el Acta de
Derechos de los Animales, te lo aseguro —dijo Mason, que no pudo contener la
risa.
Tanta
charla lo había extenuado. Hizo una seña a Margot.
La
mujer cogió una libreta, se acercó a la luz y leyó sus propias anotaciones.
—Queremos
toda la información que se consiga y la queremos antes que los de Ciencias del
Comportamiento. Queremos los informes de la Unidad de Ciencias del
Comportamiento en cuanto los introduzcan en la base de datos, y queremos los
códigos de acceso al VICAP y al Centro Nacional de Información sobre el Crimen.
—Sólo
se puede acceder al VICAP llamando desde un teléfono público —dijo Krendler,
que seguía hablando hacia la oscuridad como si no tuviera delante a la mujer—.
¿Cómo piensa hacerlo?
—Es
que no pienso hacerlo —replicó Margot.
—Lo
hará —susurró Mason—. Crea programas para las máquinas de los gimnasios. Es su
pequeño negocio, para no tener que vivir a expensas de su hermanito.
—El
FBI tiene un sistema cerrado y parte de él está cifrado. Tendrá que acceder
desde una localización autorizada, exactamente como yo le diga, y bajar la
información a un portátil programado en el Departamento de Justicia —explicó
Krendler—. De esa forma, si el VICAP introduce un virus trazador en la
información, irá directamente al Departamento de Justicia. Compre un portátil
potente y un buen módem con dinero en metálico a un mayorista, y no envíe la
garantía por correo. Compre también una tarjeta descompresora. Y no lo utilice
para navegar en Internet. Lo necesitaré de un día para otro y lo quiero de
vuelta cuando todo haya acabado. Me pondré en contacto con ustedes. Entonces,
ya está, eso es todo —y se puso en pie recogiendo sus papeles.
—No,
no es todo, señor Krendler... —replicó Mason—. Lecter no tiene ningún motivo
para asomar las orejas. Tiene dinero para esconderse eternamente.
—¿De
dónde lo ha sacado? —preguntó Margot.
—A
su consulta de psiquiatra iban unos cuantos viejos muy ricos —explicó
Krendler—. Consiguió que lo nombraran heredero de un montón de dinero y
acciones, y los escondió bien. Hacienda no ha sido capaz de dar con ellos.
Exhumaron los cuerpos de una pareja de benefactores para comprobar si los había
matado, pero no pudieron probar nada. El escáner no encontró toxinas.
—Así
que no lo cogerán en un atraco, tiene dinero de sobras —dijo Mason—. Hay que
engañarlo para que salga de su escondite. Empieza a pensar en maneras de
hacerlo.
—Se
imaginará de dónde le vino el golpe de Florencia —dijo Krendler.
—No
me digas.
—Y
te querrá a ti.
—No
estoy tan seguro. Yo le gusto tal como soy. Anda, Krendler, sigue pensando
—dijo Mason, y se puso a tararear.
Todo
lo que el inspector general adjunto oyó mientras salía fue el mosconeo de
Mason, que tenía costumbre de canturrear himnos religiosos mientras tramaba
algo: «Ya tienes tu cebo, Krendler. Pero ya hablaremos cuando hayas hecho un
ingresó banCarlo que te incrimine. Cuando me pertenezcas».
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