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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 8 de mayo de 2013

HANNIBAL - I



Hannibal


Thomas Harris

I



I


WASHINGTON, D.C.

 

CAPÍTULO

1

De días como aquél podría decirse
que tiemblan por empezar...


El Mustang de Clarice Starling rugió al subir la rampa de entra­da al edificio del BATF* en la avenida Massachusetts, cuartel general alquilado al reverendo Sun Myung Moon por razones de economía.
En el interior del cavernoso garaje, con los motores encendidos y sus respectivas dotaciones de agentes, esperaban tres vehículos: una vieja furgoneta camuflada, que abriría la marcha, y otras dos negras de operaciones especiales, que la seguirían.
Starling sacó del coche la bolsa que contenía su equipo y corrió hacia la sucia furgoneta blanca, cuyos costados anunciaban «MARISQUERÍA MARCELL, LA CASA DEL CANGREJO».
Desde la parte trasera del vehículo cuatro hombres la observa­ron acercarse con rapidez bajo el peso del equipo. El traje de faena resaltaba su constitución atlética, y el pelo le brillaba a la pálida luz de los fluorescentes.
—Mujeres. Siempre tarde —dijo el oficial de policía.
El agente especial del BATF John Brigham, que estaba al man­do de la operación, se volvió hacia él.
—No llega tarde. No la avisé hasta que nos dieron el chivatazo —dijo Brigham—. Ha tenido que mover el culo desde Quantico... ¿Qué hay, Starling? Échame la bolsa.
La mujer lo saludó levantando la mano abierta.
—¿Qué tal, John?
Brigham dio una orden al oficial de paisano sentado al volante de la furgoneta, que se puso en marcha sin dar tiempo a que cerraran las puertas traseras y condujo el vehículo hacia la agradable tarde otoñal.
Clarice Starling, veterana de las furgonetas de vigilancia, se aga­chó para pasar bajo el visor del periscopio y se sentó al fondo, tan cerca como pudo del bloque de setenta kilos de nieve carbónica que hacía las veces de aire acondicionado cuando tenían que permane­cer al acecho con el motor apagado.
El miedo y el sudor habían impregnado el cochambroso vehícu­lo de un olor semejante al de una jaula para monos, imposible de eliminar por mucho que se fregara. En su larga trayectoria, la fur­goneta había llevado una retahila de rótulos. Los de ahora, sucios y borrosos, no tenían más de media hora de antigüedad. Los aguje­ros de bala, taponados con masilla, eran más viejos.
Por la parte exterior las ventanillas traseras eran espejos, conve­nientemente sucios. A través de ellas, Starling podía ver las dos enor­mes furgonetas de operaciones especiales que los seguían. Ojalá no tuvieran que pasar horas encerrados allí dentro.
Los agentes masculinos la recorrían con la mirada en cuanto vol­vía la vista hacia la ventanilla.


*    Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms (Oficina para la represión del tráfico de alcohol, tabaco y armas de ruego). (N. del T.)
La agente especial del FBI Clarice Starling tenía treinta y dos años y los aparentaba de una forma que hacía parecer estupenda esa edad, incluso en traje de faena.
Brigham recogió su libreta del asiento del acompañante.
—¿Cómo es que siempre te toca esta mierda de misiones, Star­ling? —le preguntó con una sonrisa.
—Porque siempre me llamas —contestó ella.
—Para ésta te necesitaba. Pero siempre te veo ejecutando órde­nes de arresto con brigadas de choque, por Dios santo. Ya sé que no es asunto mío, pero me parece que alguien de Buzzard s Point te odia. Deberías venirte a trabajar conmigo. Éstos son mis hombres, los agentes Márquez Burke y John Hare, y aquél es el oficial Bollón, del Departamento de Policía de Washington.
Una fuerza de intervención rápida compuesta por agentes del BATF, los de operaciones especiales de la DEA y el FBI era el re­sultado previsible de las restricciones de presupuesto de una época en que hasta la Academia del FBI estaba cerrada por falta de dinero.
Burke y Hare tenían aspecto de agentes. El policía, Bolton, pa­recía más bien un alguacil. Tenía más de cuarenta y cinco años, pesaba más de la cuenta y era un mamarracho.
El alcalde de Washington, que quería aparentar firmeza en la lu­cha contra la droga después de su propia condena por consumo, se había empeñado en que la policía de la ciudad tomara parte en cual­quier acción importante. Y ahí estaba Bolton.
—Hoy cocinan los chicos de la Drumgo —le dijo Brigham.
—Evelda Drumgo, me lo imaginaba —dijo Starling sin entusiasmo.
Brigham asintió.
—Ha abierto una planta de ice junto al mercado de pescado de Feliciana, a la orilla del río. Nuestro informador dice que hoy va a preparar una remesa de cristal. Y tiene pasajes para volar a Gran Caimán esta misma noche. No podíamos esperar.
La metanfetamina en cristales, conocida como ice en las calles, provoca un cuelgue breve pero intenso y una adicción letal.
—La droga es competencia de la DEA, pero tenemos cargos contra Evelda por transportar armas de clase tres de un estado a otro. La orden de arresto especifica un par de subfusiles Beretta y unos cuantos MAC 10, y Evelda sabe dónde hay un montón más. Quie­ro que te concentres en ella, Starling. Ya os habéis visto las caras otras veces. Estos hombres te cubrirán las espaldas.
—Nos ha tocado lo fácil —dijo el oficial Bollón con una mezcla de ironía y satisfacción.
—Creo que deberías hablarles de Evelda, Starling —le sugirió Brigham.
La agente especial esperó a que la furgoneta dejara de traquetear al cruzar unas vías.
—Evelda nos plantará cara —les dijo—, aunque nadie lo diría por su aspecto. Fue modelo, pero no le temblará el pulso. Es la viu­da de Dijon Drumgo. La he arrestado dos veces ejecutando órde­nes RICO,* la primera de ellas, con Dijon. La segunda llevaba una nueve milímetros con tres cargadores y un aerosol irritante en el bolso, y una navaja automática en el sujetador. A saber lo que pue­de llevar ahora. En aquella ocasión le pedí que se rindiera y lo hizo muy tranquila. Luego, en el calabozo de la comisaría, mató a otra detenida llamada Marsha Valentine con el mango de una cuchara. Así que ya lo saben, no hay que fiarse de su apariencia. El gran jurado sentenció defensa propia.

* Racketeer-lnfluenced and Corrupt Organizations (Organizaciones fraudulentas y corruptas). Ley de 1970 utilizada por las fuerzas del orden para conseguir por medios in­directos la condena de los cabecillas del crimen organizado. (N. del T.)
»La primera vez se desestimaron los cargos y la segunda, ganó el juicio. Algunos cargos por posesión de armas se retiraron porque te­nía hijos pequeños y acababan de acribillar a su marido desde un co­che en la avenida Pleasant, probablemente la banda de los Fumetas.
»Le pediré que se entregue y espero que lo haga. Vamos a darle una oportunidad. Pero, escúchenme; si tenemos que enfrentarnos a Evelda Drumgo, quiero ayuda de verdad. No se queden mirán­dome el culo, quiero que vayan a por ella. Caballeros, no esperen vernos practicar lucha libre en el barro.
En otro tiempo Starling hubiera gastado más cumplidos con sus compañeros. Sabía que no les gustaba lo que les decía, pero había visto demasiadas cosas para que le importara.
—Evelda Drumgo está relacionada a través de Dijon con los Tullidos —dijo Brigham—. Según nuestra fuente, le hacen de guar­daespaldas, y son sus distribuidores en la costa. La protegen princi­palmente contra los Fumetas. No sé qué harán los Tullidos cuando vean que somos nosotros. No quieren problemas con los federales si pueden evitarlos.
—Conviene que sepan que Evelda es seropositiva —dijo Star­ling—. Contrajo el virus compartiendo las agujas con Dijon. Se en­teró en el calabozo de la comisaría y no le hizo ninguna gracia. Fue el día que mató a Marsha Valentine y se enfrentó a los funcionarios de la prisión. Si no va armada y les planta cara, pueden esperar que les eche encima cualquier fluido de que disponga. Les escupirá y les morderá, les meará o defecará encima si intentan reducirla cuerpo a cuerpo; así que los guantes y las mascarillas son imprescindibles. Si tienen que meterla en el coche patrulla, antes de ponerle la mano en la cabeza asegúrense de que no lleva una aguja escondida entre el pelo, e inmovilícenle los pies.
Burke y Hare ponían cara de circunstancias. El oficial Bolton tampoco parecía muy feliz. Indicó con la papada la desgastada Colt 45 de reglamento con cinta adhesiva alrededor de las cachas que Star­ling llevaba en una cartuchera yaqui tras la cadera derecha.
—¿Va siempre por ahí con esa cosa amartillada? —quiso saber.
—Amartillada y con el cerrojo echado, cada minuto del día —le contestó Starling.
—Eso es peligroso —opinó Bolton.
—Salga a la calle de vez en cuando y se lo explicaré, oficial — replicó Starling.
Brigham cortó la discusión.
—Bolton, entrené a Starling cuando fue campeona de tiro con pistola de combate de todos los servicios tres años seguidos, así que no te preocupes por su arma. ¿Cómo te llamaban los del equipo de rescate de rehenes, los vaqueros de velero, después de que les dieras una paliza, Starling? ¿Annie Oakley?*
—Oakley la Letal —dijo ella, y miró por la ventanilla.
Starling se sentía sola y deprimida compartiendo con aquellos hombres la maloliente furgoneta de vigilancia. Chaps, Brut, Old Spice, sudor y cuero. El miedo sabía como un penique bajo su lengua. Una imagen mental: su padre, que olía a tabaco y jabón fuerte, en la cocina, pelando una naranja con la navaja, que ha­bía desmochado, y compartiendo los gajos con ella. Las luces tra­seras de la camioneta de su padre desapareciendo la noche que salió de patrulla para no volver nunca. Su ropa en el armario. La camisa que se ponía para ir al baile. Unas cuantas prendas buenas que ahora estaban en su propio armario y que ella nunca se había puesto. Tristes ropas de fiesta en las perchas, como juguetes en el desván.


*    Famosa tiradora estadounidense que formó parte del espectáculo de Buffalo Bill. (N. del E.)
—Llegaremos en unos diez minutos —dijo el conductor, vol­viéndose.
Brigham echó un vistazo por el parabrisas y miró su reloj.
—Éste es el plan —dijo. Tenía un diagrama dibujado a toda pri­sa con rotulador y un plano borroso que el Departamento de In­muebles le había enviado por fax—. El edificio del mercado de pescado está en una manzana de almacenes y naves a lo largo del río. La calle Parcell muere en la avenida Riverside formando una placita frente al mercado. La parte trasera del edificio da al río. Hay un embarcadero que tiene la anchura del edificio, justo aquí. Ade­más del mercado, que ocupa la planta baja, está el laboratorio de Evelda. Se entra por esta puerta, al lado de la marquesina del mer­cado. Evelda tendrá hombres vigilando mientras prepara la droga, por lo menos en las tres manzanas de alrededor. Ya le han avisado otras veces a tiempo para deshacerse del material. Así que el equi­po de la DEA que va en la tercera furgoneta llegará en una barca de pesca al muelle a las quince horas. Podemos acercarnos más que nadie con esta furgoneta, hasta situarnos delante de la puerta, un par de minutos antes de la incursión. Si Evelda intenta escapar por de­lante, la atraparemos. Si se queda dentro, derribaremos esa puerta en cuanto los otros entren por detrás. La segunda furgoneta es nuestro apoyo, siete agentes que entrarán a las quince horas, a no ser que los llamemos antes.
—¿Y cómo nos las vamos a arreglar con la puerta? —preguntó Starling.
Burke habló por primera vez.
—Si la cosa parece tranquila, con el ariete. Si oímos disparos, en­tonces «Avon llama a su puerta» —dijo, dando unas palmaditas a su escopeta.
Starling sabía de qué hablaba; «Avon llama a su puerta» era un casquillo de escopeta Magnum de tres pulgadas, lleno de fino polvo de plomo, que reventaba la cerradura sin herir a quienes estuvieran en el interior.
—¿Y los hijos de Evelda? ¿Sabemos dónde están?
—Nuestro informador la ha visto dejarlos en la guardería —le explicó Brigham—. Ese tío está al tanto de la vida familiar de Evel­da. Tan al tanto como se puede estar tirándosela con condón.
Los auriculares de la radio de Brigham produjeron un chirrido y él observó el trozo de cielo visible desde la ventanilla trasera.
—Puede que estén informando sobre el tráfico —comunicó a través del micrófono que llevaba al cuello. Luego se dirigió al con­ductor—: Fuerza Dos ha visto un helicóptero de noticias hace un minuto. ¿Ves algo tú?
—No.
—Mas vale que esté ahí por el tráfico. Vamos a atarnos los machos.
Setenta kilos de nieve carbónica no mantienen frescas a cinco personas dentro de una furgoneta de metal un día caluroso, espe­cialmente cuando se están poniendo chalecos antibalas. Cuando Bolton alzó los brazos, quedó claro que unas gotas de Canoe no son lo mismo que una ducha.
Clarice Starling se había cosido hombreras en la camisa del traje de faena para soportar el peso del chaleco de kevlar, en teoría a prueba de balas. El chaleco, pesado por sí mismo, llevaba una placa de cerámica en la parte de delante y otra en la espalda.
Trágicas experiencias habían demostrado la necesidad de la placa dorsal. Echar una puerta abajo y dirigir una batida con un equipo al que no conoces, compuesto por individuos con diferentes nive­les de entrenamiento, es una empresa más peligrosa de lo que ca­bría suponer. El fuego amigo te puede destrozar la columna mien­tras encabezas un grupo de asustados novatos.
A tres kilómetros del río, la tercera furgoneta se separó para lle­var al equipo de la DEA a su cita con la barca pesquera, mientras que la segunda se mantuvo a discreta distancia del vehículo blanco camuflado.
El barrio se deterioraba a ojos vista. Un tercio de los edificios estaban condenados con tablones, y coches calcinados descansaban sobre cajas junto al bordillo de la acera. Los jóvenes holgazaneaban por las esquinas, delante de los bares y los pequeños supermercados. Un grupo de chicos jugaba alrededor de un colchón que ardía en la acera.
Si Evelda había puesto vigías, era imposible distinguirlos entre los merodeadores habituales. Cerca de las licorerías y en el aparca­miento del supermercado había hombres conversando en el inte­rior de los coches.
Un Impala descapotable con cuatro jóvenes afroamericanos apa­reció en el escaso tráfico y se colocó tras la furgoneta. Los amor­tiguadores hacían brincar la parte delantera del coche, como en homenaje a las chicas con las que se cruzaban, y el retumbar del estéreo hacía vibrar las paredes de la furgoneta.
A través de las ventanillas traseras, Starling comprobó que los chi­cos del descapotable no suponían ninguna amenaza. Los Tullidos solían utilizar un sedán grande o una ranchera lo bastante viejos como para pasar inadvertidos en el vecindario, con las ventanillas traseras completamente bajadas, y dentro, tres o a veces cuatro de ellos. Hasta un equipo de baloncesto en un Buick puede resultarle siniestro a cualquiera incapaz de mantener la sangre fría.
Mientras esperaban ante un semáforo, Brigham destapó el visor del periscopio y le dio una palmada en la rodilla a Bolton.
—Echa un vistazo, a ver si reconoces a alguna celebridad local en la acera —le ordenó.
El objetivo del periscopio estaba disimulado en el ventilador del techo, y sólo permitía la visión lateral.
Bolton hizo girar el periscopio y se apartó frotándose los ojos.
—Esta cosa se mueve demasiado con el motor en marcha —dijo. Brigham se puso en contacto por radio con el equipo de la barca.
—Están a cuatrocientos metros y siguen acercándose al muelle —informó a los demás.
La furgoneta se detuvo ante un semáforo en rojo en la calle Parcell, a una manzana del mercado, y permaneció frente a él lo que les pareció un buen rato. El conductor se inclinó como para com­probar el retrovisor de la derecha y habló a Brigham de medio lado.
—Parece que no hay mucha gente comprando pescado. Allá vamos.
El semáforo cambió y, a las dos cincuenta y siete, exactamente tres minutos antes de la hora cero, la destartalada furgoneta se de­tuvo frente al mercado de Feliciana, en un hueco perfecto junto al bordillo.
Los de atrás oyeron la queja del engranaje cuando el conductor echó el freno de mano.
Brigham apartó la vista del periscopio y se lo ofreció a Starling.
—Echa un vistazo.
Starling barrió la fachada del edificio con el objetivo. Los pues­tos de pescado conservado en hielo brillaban al otro lado del toldo de lona de la entrada. Las cuberas de la costa de Carolina estaban dispuestas ordenadamente en el hielo picado, los cangrejos agiíábárf las patas en las cajas abiertas y las langostas se subían unas encima de otras en un acuario. El astuto pescadero había puesto trapos hú­medos en los ojos de los peces más grandes para mantenerlos bri­llantes a la espera de la avalancha de exigentes amas de casa de origen caribeño que vendrían por la tarde a olisquear y toquetear.
En el exterior, el sol dibujaba un arco iris en el chorro de agua de la mesa donde se limpiaba el pescado, ante la que un individuo de aspecto latino y enormes antebrazos cortaba en rodajas un tibu­rón azul con diestros tajos de su cuchillo curvo y lavaba el enorme pez con una manguera de mano. El agua sanguinolenta caía por el bordillo; Starling la oía correr bajo la furgoneta.
La agente observó al conductor acercarse al pescadero y hacerle una pregunta. El hombre se miró el reloj, se encogió de hombros y señaló en dirección a un bar de comidas. El conductor curioseó por el mercado durante un minuto, encendió un cigarrillo y se di­rigió hacia el bar.
Un radiocasete gigante hacía que Macarena sonara en el mercado lo bastante fuerte como para que Starling la oyera con toda clari­dad desde dentro de la furgoneta; no volvería a ser capaz de sopor­tar aquella canción en toda su vida.
La puerta de marras estaba a la derecha: dos hojas de metal en un marco también metálico, a las que daba acceso un único peldaño de hormigón.
Starling iba a soltar el periscopio cuando se abrió la puerta. Un hombre enorme de raza blanca, vestido con camisa hawaiana y san­dalias bajó a la acera. Sostenía contra el pecho una mochila peque­ña, tras la que la otra mano permanecía oculta. A continuación apa­reció un negro nervudo que sostenía una gabardina.
—Ahí están —advirtió Starling.
Tras los hombros de los dos individuos se hicieron visibles el es­belto cuello de Nefertiti y el agraciado rostro de Evelda Drumgo.
—Evelda acaba de salir detrás de dos tíos, y parece que ambos van cargados —informó Starling.
No soltó el periscopio lo bastante deprisa como para evitar que Brigham chocara con ella. Starling se puso el casco.
Brigham habló por la radio.
—Fuerza Uno a todas las unidades. Adelante. Adelante. Han sa­lido por nuestro lado, vamos a entrar en acción —acto seguido, al tiempo que montaba la escopeta recortada, se dirigió a su equipo—: Al suelo con ellos tan rápido como podáis. La barca llegará en trein­ta segundos, vamos a hacerlo.
Starling fue la primera en salir. Las trencillas de Evelda volaron al volver la cabeza hacia la agente. Starling no perdía de vista a los dos guardaespaldas, que habían sacado las armas y ladraban «Al sue­lo, al suelo».
Pero Evelda se abrió paso entre los dos hombres.
Llevaba una criatura en un arnés que le colgaba del cuello.
—¡Quietos, quietos, no quiero problemas! —dijo a sus hom­bres—. ¡Quietos!
Dio unos pasos adelante, digna como una reina, sosteniendo al bebé ante sí a la distancia que permitía el arnés, con la toquilla col­gando.
«Dadle una oportunidad.» Starling enfundó su arma a tientas y extendió los brazos con las manos abiertas.
—¡Déjalo, Evelda! Ven hacia mí.
De pronto, a su espalda, el rugido de un ocho cilindros grande y el chirrido de neumáticos. No podía darse la vuelta. «Cubridme las espaldas.»
Evelda, sin hacerle caso, avanza hacia Brigham, la toquilla que se agita cuando el MAC 10 aparece entre los pliegues, y Brigham que se desploma, con el frente del casco lleno de sangre.
El hombretón blanco dejó caer la mochila. Burke vio su pistola ametralladora y disparó la inofensiva nube de plomo del «Avon llama a su puerta». Tiró del cerrojo, pero ya era tarde. El gorila dis­paró una andanada y alcanzó a Burke a lo largo de la ingle, por debajo del chaleco; después se volvió hacia Starling, que había sacado el arma de la funda y le acertó dos veces en medio de la camisa hawaiána antes de que pudiera volver a disparar.
Disparos a sus espaldas. El negro dejó que la gabardina se desli­zara sobre su arma y retrocedió hasta el interior del edificio, al tiem­po que un impacto como un fuerte puñetazo en la espalda lanzaba a Starling hacia delante dejándola sin resuello. Rodó «obre la acera y vio el coche de los Tullidos atravesado en medio de la calle, un Cadillac sedán con las ventanillas abiertas y dos tiradores sentados al estilo cheyenne en las ventanillas del otro lado, disparando por en­cima del techo, mientras un tercero lo hacía desde la parte de atrás. Fuego y humo escupidos desde tres cañones, las balas silbando en el aire alrededor de ella.
Starling se arrastró entre dos coches aparcados y vio a Burke retorciéndose en la calzada. Brigham yacía inmóvil, con el casco en medio de un charco cada vez mayor. Hare y Bolton disparaban parapetados tras los coches del otro lado de la calle. Los cristales llo­vían sobre la calzada y se oyó explotar un neumático mientras el fuego de las armas automáticas procedente del Cadillac obligaba a los dos agentes a apretarse contra el suelo. Starling, con un pie en el agua que corría junto al bordillo, asomó la cabeza.
Dos tiradores disparaban por encima del techo del Cadillac, sen­tados en las ventanillas, y el conductor utilizaba la pistola con la mano libre. En la parte de atrás, un cuarto individuo había abier­to la puerta y estaba metiendo dentro a Evelda y a su criatura. La mujer llevaba la mochila. Sin que sus ocupantes dejaran de hacer llover plomo sobre Bolton y Hare, las ruedas traseras chirriaron y el coche empezó a moverse. Starling se levantó, corrió al lado del vehículo y disparó al conductor en la cabeza. Después disparó dos veces al tipo sentado en la ventanilla de delante, que cayó de espaldas a la calzada. Hizo saltar el tambor de su 45 y, sin apar­tar los ojos del coche, encajó otro antes de que el vacío llegara al suelo.
El Cadillac arañó los coches aparcados al otro lado de la calle y se detuvo, rechinando.
Starling avanzó hacia el vehículo. El pistolero de la ventanilla tra­sera seguía sentado, con los ojos desorbitados y las manos empu­jando la carrocería del techo, tratando de liberar el torso compri­mido contra un coche aparcado. Su arma se deslizó por el techo y cayó al suelo. En el otro lado, unas manos vacías aparecieron por la ventanilla. Un individuo con un pañuelo azul en la cabeza salió del coche con las manos en alto y se echó a correr. Starling no le hizo caso.
Oyó disparos a su derecha y vio al que huía caer hacia delante, arrastrarse boca abajo e intentar esconderse debajo de un coche. Las hélices de un helicóptero batían el aire por encima de Starling. Alguien gritaba en la puerta del mercado.
—¡Estése quieto, no intente levantarse!
La gente seguía escondida bajo los mostradores y la manguera, abandonada, regaba el aire desde la mesa de limpiar el pescado.
Starling se acercó al Cadillac. Percibió movimiento en la parte de atrás. El coche se mecía. La criatura lloraba en el interior. Se oyeron unos disparos y la ventanilla posterior, hecha añicos, cayó dentro.
Starling levantó el brazo y lanzó un grito sin volverse.
—¡Alto! ¡Dejad de disparar! Atentos a la puerta. Detrás de mí. Vigilad la puerta del edificio —movimientos en el interior del co­che, donde el niño seguía chillando—. Evelda... Evelda, saca las manos por la ventanilla.
Evelda Drumgo empezó a salir. La criatura berreaba. Macarena retumbaba en los altavoces del mercado. Evelda estaba fuera y avan­zaba hacia Starling con la hermosa cabeza baja y los brazos alrede­dor de su hijo.
Burke se estremecía en la calzada, entre ambas mujeres. Los es­pasmos eran más débiles ahora que prácticamente se había desan­grado, y la insufrible canción parecía ponerles música. Alguien se acercó agachándose, se puso en cuclillas a su lado y trató de cortar la hemorragia.
Starling apuntaba el arma al suelo, delante de Evelda.
—Enséñame las manos, Evelda, vamos, por favor, enséñame las manos.
Un bulto en la toquilla. La mujer levantó la cabeza y la miró en­tre las trencillas de pelo con sus oscuros ojos de egipcia.
—Vaya, Starling, eres tú...
—Evelda, no lo hagas, piensa en el niño...
—Vamos a intercambiar fluidos, zorra.
La toquilla se agitó y un estallido llenó el aire. Starling alcanzó a Evelda Drumgo bajo la nariz y le reventó la nuca.
Tuvo que sentarse. Sentía una aguda quemazón en un lado de la cabeza y le costaba respirar. También Evelda había quedado senta­da, doblada sobre las piernas y sangrando por la boca sobre el niño, cuyo llanto se ahogaba contra el cuerpo de la madre. Starling se arrastró hasta ellos y bregó con las pegajosas hebillas del arnés. Sacó la navaja del sujetador de Evelda, hizo saltar el resorte sin mirarla y cortó el correaje. El bebé estaba rojo y resbaladizo, y a Starling le resultaba difícil sujetarlo.
Lo sostuvo contra el pecho y miró angustiada a su alrededor. Vio la lluvia procedente de la entrada del mercado y corrió hacia ella abrazada al cuerpecillo ensangrentado. Barrió con un brazo los cu­chillos y las tripas de pescado, depositó al niño en la tabla de cortar y dirigió hacia él el chorro de la manguera. El cuerpecillo moreno yacía sobre la blanca tabla de cortar, entre cuchillos, entrañas de pes­cado y la cabeza del tiburón, mientras Starling procuraba quitarle de encima la sangre contaminada de su madre y la suya propia, que se iban juntas formando una sola corriente tan salada como el mis­mo mar.
En la cortina de agua, el pequeño arco iris, que parecía burlarse de la promesa bíblica, ondulaba como una bandera sobre la obra del ciego azote del Señor. Aquel hombrecito no tenía agujeros, que Starling pudiera ver. Desde los altavoces Macarena seguía atronando al ritmo de unos fogonazos que no cesaron hasta que Hare alejó al fotógrafo a empujones.

CAPÍTULO
2



Un callejón sin salida en un barrio obrero de Arlington, Vir­ginia, poco después de medianoche. Acaba de caer un chaparrón, pero la noche otoñal es cálida. El aire se mueve inquieto anuncian­do un frente frío. Huele a tierra y hojas húmedas, y se oye el cri-cri de un grillo. El insecto enmudece al percibir una vibración pode­rosa, el zumbido sordo de un Mustang de cinco litros con válvulas de tubo de acero, que se mete en el callejón seguido por el coche de un marshal federal. Los dos vehículos suben por el camino de acceso a un par de casitas adosadas y se detienen. El Mustang vibra unos instantes en punto muerto. Cuando el motor se para, el grillo espera un momento y reanuda su cantinela, la última antes de la helada, la última de su vida.
Un agente de uniforme sale del Mustang por la puerta del con­ductor. Da la vuelta al coche y abre la puerta del pasajero. Clarice Starling pone los pies en el suelo. Una cinta blanjca le sujeta un vendaje por encima de la oreja. Tiene el cuello manchado de Be-tadine rojo anaranjado por encima de la bata hospitalaria de color verde que lleva en lugar de camisa.
En la mano lleva una bolsa de plástico con cierre de cremallera que contiene sus objetos personales: monedas, llaves, su carnet de agente especial del FBI, un cargador rápido con cinco tandas de munición y un aerosol irritante. Además de la bolsa, un cinturón y la pistolera, vacía.
El agente le entrega las llaves del coche.
—Gracias, Bobby.
—¿Quieres que Pharon y yo entremos y nos quedemos un rato? ¿O prefieres que llame a Sandra? Estará levantada, esperándome. La traeré para que te haga un poco de compañía. Te conviene...
—No. Prefiero estar sola. Ardelia no tardará en llegar. Pero te lo agradezco, Bobby.
El policía entra en el otro coche y espera con su compañero has­ta verla entrar en casa; luego, el vehículo federal abandona el lugar.
El cuarto de la lavadora está caliente y huele a suavizante. Los tu­bos de la lavadora y de la secadora están sujetos con manillas de plás­tico. Starling vacía sus cosas sobre la lavadora y la llaves resuenan contra el metal. Saca la ropa húmeda de la lavadora y llena con ella la secadora. Se quita los pantalones de faena y los mete en la lava­dora; luego hace otro tanto con la bata del hospital y con el sujeta­dor manchado de sangre, y pone en marcha el aparato. Se queda en calcetines, bragas y la sobaquera con un 38 especial con el percutor envuelto en esparadrapo. Tiene moratones en la espalda y en las costillas, y un codo en carne viva. Lleva hinchados el ojo y la me­jilla izquierdos.
La lavadora se llena de agua y empieza a girar. Starling se en­vuelve en una gran toalla playera y va al comedor. Vuelve con dos dedos de Jack Daniels puro en un vaso largo. Se sienta a oscuras en la alfombrilla de caucho que hay delante de la lavadora y apoya la espalda contra el aparato caliente, que vibra y chapalea. Levanta la cara hacia el techo y solloza en seco unos instantes, hasta que por fin las lágrimas le afloran a los ojos. Lágrimas ardientes, que se des­lizan por las mejillas y ruedan barbilla abajo.
Ardelia Mapp llegó a su casa alrededor de la una menos cuarto, después de un largo trayecto en coche desde el cabo May; el hom­bre la acompañó hasta la puerta, donde se dieron las buenas noches. Mapp estaba en su cuarto de baño cuando oyó correr el agua y la sacudida de las cañerías al cambiar de ciclo la lavadora.
Fue hasta la parte trasera de la casa y dio la luz de la cocina que compartía con Starling. Era suficiente para ver el interior del cuar­to de la lavadora. Starling estaba sentada en el suelo y tenía la cabeza envuelta en un vendaje.
—¡Clarice! ¡Pero, cariño...! —la chica se arrodilló a su lado—. ¿Qué te ha pasado?
—Me han disparado encima de la oreja, Ardelia. Me han cura­do en el Walter Reed. No des la luz, ¿vale?
—Vale. Te prepararé alguna cosa. No me he enterado. En el co­che hemos venido escuchando música. Cuéntame...
—-John ha muerto, Ardelia.
—¿John? ¿John Brigham?
Tanto Mapp como Starling habían tenido sus más y sus menos con Brigham cuando el agente especial era instructor de tiro en la Academia del FBI. Las dos amigas se habían empeñado en descifrar un tatuaje que se le adivinaba bajo la manga de la camisa.
Starling asintió y se secó los ojos con el dorso de la mano, como una niña.
—Evelda Drumgo y un puñado de Tullidos. Evelda le disparó. También ha muerto Burke, Márquez Burke, del BATF. Era una operación conjunta. A Evelda le dieron el soplo y los de las noti­cias llegaron al mismo tiempo que nosotros. Evelda era mía. No quiso entregarse, Ardelia. No quiso rendirse ni con el niño en los brazos. Intercambiamos unos disparos y ahora ella está muerta.
Era la primera vez que Mapp la veía llorar.
—Hoy he matado a cinco personas, Ardelia.
Mapp se sentó en el suelo al lado de Starling y le pasó un brazo por los hombros. Se quedaron con las espaldas apoyadas contra la la­vadora, que seguía girando.
—¿Y el hijo de Evelda?
—Le limpié la sangre de su madre. No tenía rasguños en la piel, al menos yo no los vi. En el hospital dicen que físicamente está bien. Se lo entregarán a la madre de Evelda dentro de un par de días. ¿Sabes qué fue lo último que me dijo Evelda, Ardelia? «Vamos a intercambiar fluidos, zorra.»
—Déjame prepararte algo —le dijo Mapp.
—¿Qué? —preguntó Starling.

CAPÍTULO
3



Con la luz gris del amanecer llegaron los periódicos y el pri­mer noticiario de las cadenas de televisión.
Mapp, que había oído a Starling andar por la casa, se presentó con unos panecillos, y las dos se pusieron a mirar la pantalla.
Tanto la CNN como las demás cadenas habían comprado la gra­bación hecha desde el helicóptero de la WFUL. Eran unas imágenes extraordinarias, tomadas justo encima de la acción.
Starling quería verlas una sola vez. Tenía que estar segura de que Evelda había disparado primero. Luego miró a Mapp y vio la ira dibujada en su oscuro rostro.
A continuación se levantó y fue a vomitar.
—Es duro verlo —dijo al volver, pálida y con las piernas tem­blorosas.
Como de costumbre, Mapp no se anduvo con rodeos.
—Lo que te estás preguntando es cómo me siento después de verte matar a una mujer afroamericana con una criatura en los bra­zos. Ésta es mi respuesta. Ella te disparó primero. Y me alegro de que estés viva. Pero, Starling, piensa un poco en quién tiene la res­ponsabilidad de estas operaciones demenciales. ¿Qué clase de tara­do os metió a ti y a Evelda en esa ratonera para que resolvierais el problema de la droga a tiros? ¿Te parece el plan de un genio? Lo único que quiero es que pienses si quieres seguir siendo el payaso de las bofetadas —Mapp sirvió té a guisa de puntuación—. ¿Quieres que me quede? Puedo pedir un permiso.
—Gracias. No hace falta. Llámame luego.
El National Tattler, principal beneficiario del auge de la prensa amarilla en los noventa, había lanzado un número especial que se salía de lo corriente incluso para los cánones de la publicación. Al­guien lo arrojó contra la puerta a media mañana. Starling lo encontró al abrirla para averiguar la causa del ruido. Se esperaba lo peor, y no se sintió decepcionada.
«EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA ASE­SINA DEL FBI», voceaba el titular en Railroad Gothic de setenta y dos puntos. Las tres fotografías de la portada mostraban las siguientes imágenes: Clarice Starling en traje de faena disparando una pisto­la del calibre 45 en una competición; Evelda Drumgo doblada so­bre su criatura en la calzada, con la cabeza caída como la de una Madonna de Cimabue y los sesos desparramados; y otra vez Star­ling, depositando a un niño moreno sobre una tabla de cortar en­tre un amasijo de cuchillos, tripas de pescado y una cabeza de ti­burón.
El pie de las fotos decía: «La agente especial del FBI Clarice Star­ling, verdugo del asesino en serie Jame Gumb, añade al menos cin­co muescas a su revólver. Una madre con su niño de pecho y dos oficiales de policía entre los muertos tras una calamitosa operación antidroga».
La historia principal incluía las carreras completas de los trafi­cantes Evelda y Dijon Drumgo, y la aparición de los Tullidos en el paisaje desgarrado por la guerra de bandas de Washington, D.C. Se mencionaba brevemente la hoja de servicio del agente John Brigham y las condecoraciones que había recibido a lo largo de su carrera.
A Starling le dedicaban toda una columna lateral bajo una inocente foto de la joven en un restaurante con el rostro sonriente sobre un vestido de escotado cuello redondo.
Clarice Starling, agente especial del FBI, obtuvo sus quince minutos defama cuando hace siete años hirió de muerte al asesino en serie Jame Gumb, alias Buffalo Bill, en el sótano del propio criminal. Ahora po­dría enfrentarse a cargos departamentales y responsabilidad civil por la muerte el miércoles de una madre de Washington acusada de la fabrica­ción de anfetaminas ilegales. (Véase el reportaje de la página 1.)
«Éste puede ser el final de su carrera», ha declarado una fuente del BATF, agenda hermana del FBI. «No conocemos todos los detalles de lo sucedido; pero no hay duda de que John Brigham no debería haber muerto. Éste es el tipo de cosas que el FBI menos necesita después del asunto de Ruby Ridge», añadió la misma fuente, que declinó identi­ficarse.
La pintoresca carrera de Clarice Starling despegó poco después de su ingreso como aspirante en la Academia del FBI. Licenciada en Psicología y Criminología por la Universidad de Virginia con excelentes calificacio­nes, fue elegida para entrevistar al desequilibrado y letal doctor Hannibal Lecter, bautizado por este mismo periódico como «Hannibal el Caníbal», del que obtuvo informaciones que resultaron decisivas para localizar el escondite de Jame Gumb y liberar a su rehén, Catheríne Martin, hija de la conocida ex senadora de Estados Unidos por Tennessee,
La agente Starling fue campeona absoluta de tiro con pistola durante tres años seguidos, tras los cuales abandonó la competición. No deja de resultar irónico que el oficial Brigham, muerto al lado de la agente, fuera instructor de tiro en Quantico en la época en que Starling recibió su preparación y su entrenador durante los campeonatos.
Un portavoz del FBI ha declarado que la agente Starling será sus­pendida de empleo y sueldo mientras dure la investigación interna del Bureau sobre lo ocurrido. Se espera una vista para esta misma semana ante la Oficina de Responsabilidades Profesionales, la temida inquisi­ción del propio FBI.
Familiares de la difunta Evelda Drumgo han asegurado que pedirán daños y perjuicios civiles al gobierno de Estados Unidos y a la propia Clarice Starling, a la que acusan de homicidio voluntario.
El hijo de tres meses de Evelda Drumgo, que puede verse en brazos de su madre en las trágicas imágenes del tiroteo, no sufrió heridas fisicas.
El abogado Telford Higgings, que ha defendido a la familia Drumgo en numerosos procedimientos penales, ha declarado que el arma empleada por la agente especial Starling, una pistola semiautomática Colt 45 mo­dificada, carece de aprobación para su uso en acciones policiales en la ciudad de Washington. «Es un instrumento peligroso e inadecuado para su uso por las fuerzas del orden», ha afirmado el letrado. «El simple hecho de portarlo constituye un temerario atentado contra la vida humana», ha añadido el mencionado abogado.

El Tattler había pagado a un informador de Starling para conse­guir el número de teléfono de su domicilio particular; el aparato no dejó de sonar hasta que Clarice lo descolgó. A continuación, usó el teléfono celular del FBI para llamar a la oficina.
El dolor en la oreja y la mitad hinchada de la cara era soportable si no se tocaba el vendaje. Al menos, ya no sentía la cabeza a punto de estallarle. Los dos Tylenoles habían hecho efecto. Prefería no tomar el Percocet que le había recetado el médico. Se quedó dor­mida con la espalda apoyada en la cabecera de la cama; el Washing­ton Post se deslizó colcha abajo y cayó al suelo. Tenía restos de pól­vora en las manos y rastro de lágrimas secas en las mejillas.

CAPÍTULO

4



Puedes enamorarte del Bureau, pero no esperes

que el Bureau se enamore de ti.

Máxima de la asesoría para

separados del servicio


El gimnasio del FBI en el edificio J. Edgar Hoover estaba casi vacío a primera hora. Dos hombres maduros daban cansinas vueltas en la pista cubierta. El ruido de una máquina de pesas en una de las esquinas y los gritos y los impactos de la pelota en la sala de squash resonaban en el enorme recinto.
Los corredores hablaban de forma entrecortada. Tunberry, el di­rector del FBI, había pedido a Jack Crawford que corriera con él. Habían hecho tres kilómetros y se estaban quedando sin fuelle.
—Blaylock, del BATF, se ha quedado con el culo al aire después de lo de Waco. No será de la noche a la mañana, pero está acaba­do y lo sabe —-dijo el director—. Ya puede ir avisando al reveren­do Moon para que se busque otro inquilino.
El hecho de que el BAFT alquilara su sede en Washington al reve­rendo Sun Myung Moon era motivo de todo tipo de chistes en el FBI.
—Y a Farriday le van a dar con la puerta en las narices por lo de Ruby Ridge —añadió Tunberry.
—No lo entiendo —confesó Crawford. Había servido en Nue­va York a las órdenes de Farriday en los setenta, cuando la muche­dumbre se manifestaba ante el centro de operaciones del FBI en la Tercera Avenida con la calle Sesenta y nueve—. Farriday es un buen hombre. No fue él quien estableció el sistema de contratación.
—Se lo comuniqué ayer por la mañana.
—¿Y se va a ir así, sin decir esta boca es mía? —preguntó Craw­ford.
—Digamos que no pierde los derechos adquiridos. Vivimos tiem­pos peligrosos, Jack.
Ambos corrían con la cabeza echada hacia atrás. El ritmo de sus zancadas aumentó levemente. Crawford miró al director por el ra­billo del ojo y se dio cuenta de que estaba intentando poner a prue­ba su resistencia.
—¿Cuántos años tienes, Jack? ¿Cincuenta y seis?
—Justos.
—Te falta un año para el retiro obligatorio. Muchos se van a los cuarenta y ocho, cincuenta... cuando aún están en condiciones de encontrar otro trabajo. Pero tú no has querido. Preferiste mante­nerte ocupado después de la muerte de Bella.
Al ver que Crawford no contestaba durante media vuelta, el di­rector comprendió que había hablado más de la cuenta.
—No quería hablar a la ligera, Jack. Doreen me decía el otro día lo mucho que...
—Quedan algunas cosas por hacer en Quantico. Queremos lan­zar el VICAP* en Internet, para que cualquier policía pueda usar­lo; ya lo habrás visto en el presupuesto.
—¿Has querido ser director alguna vez, Jack?
—Nunca he creído que fuera el tipo de trabajo adecuado para mí.

* Violent Criminal Apprehension Program (Programa para la Captura de los Criminales Violentos). (N. del T.)
—No lo es, Jack. Tú no tienes madera de político. No hubieras podido ser director en la vida. No hubieras sido un Eisenhower, Jack, o un Ornar Bradley —hizo un gesto a Crawford para que se detuviera, y se quedaron resollando al borde de la pista—. Sin em­bargo, sí hubieras podido ser un Patton, Jack. Tú puedes hacer atra­vesar el infierno a un grupo de hombres y conseguir que te sigan queriendo. Es un don que yo no tengo. Yo tengo que obligarlos.
Tunberry echó un rápido vistazo a su alrededor, recogió la toa­lla del banco y se la echó por los hombros como si fuera la toga del juez de la horca. Le brillaban los ojos.
Hay quien tiene que echar mano de la ira para ser duro, refle­xionó Crawford mientras veía moverse los labios de Tunberry.
—En cuanto al asunto de la difunta señora Drumgo, la del MAC 10 y el laboratorio de meta, muerta a tiros mientras llevaba en brazos a su hijo, la Comisión de Vigilancia Judicial quiere un sacrificio humano. La carne y la sangre del cordero. Y lo mismo los medios de comunicación. La DEA tendrá que soltarles carnaza. El BATF, ídem de ídem. Pero en nuestro caso, puede que se con­formen con una gallina. Krendler dice que si les damos a Clarice Starling nos dejarán tranquilos. Y yo pienso lo mismo. El BATF y la DEA la cagaron al planear la operación. Y Starling, al apretar el gatillo.
—Sobre una asesina de policías que, además, le disparó primero.
—Son las fotos, Jack. No lo entiendes, ¿verdad? El público no vio a Evelda Drumgo disparar a John Brigham. No vio a Evelda disparar a Starling en primer lugar. No lo ves si no sabes lo que es­tás mirando. Doscientos millones de personas, de las que una décima parte votan, vieron a Evelda Drumgo sentada en la calle en una postura que parecía la más a propósito para proteger a su hijo, con los sesos desparramados por los alrededores. No, Jack, no lo digas; ya sé que hubo un tiempo en que pensaste en Starling como en tu protegida. Pero tiene la boca demasiado grande, Jack, y empezó con mal pie para alguna gente...
—Krendler es un mierda.
—Escucha lo que voy a decirte y no me interrumpas hasta que haya acabado. La carrera de Starling estaba en el dique seco de to­das formas. Le caerá un despido administrativo sin detrimento de sus derechos adquiridos, el papeleo no tendrá peor aspecto que una suspensión de empleo y sueldo; podrá conseguir otro trabajo. Jack, has hecho una labor extraordinaria en el FBI, la Unidad de Cien­cias del Comportamiento ha sido obra tuya. Hay quien opina que, si hubieras puesto por delante tus propios intereses, hoy serías mu­cho más que un simple jefe de unidad, que te mereces mucho más que eso. Y yo seré el primero en afirmarlo. Jack, puedes jubilarte como director adjunto. Te lo garantizo yo mismo.
—Es decir, ¿si no me meto en esto?
—Quiero decir si los acontecimientos siguen su curso normal, Jack. Con todo el reino en paz eso es lo que sucedería. Jack, mírame.
—Sí, señor director.
—No te lo estoy pidiendo, te estoy dando una orden directa. Mantente al margen. No la cagues, Jack. A veces no hay más re­medio que mirar a otro lado. Yo lo he tenido que hacer más de una vez. Oye, sé que es duro, créeme si te digo que sé perfectamente cómo te sientes.
—¿Cómo me siento? Me siento como alguien que necesita du­charse —dijo Crawford.

CAPITULO
5



Starling era un ama de casa eficiente, aunque no meticulosa. Tenia su mitad del dúplex limpia y no le costaba localizar las cosas, que sin embargo tendían a formar montones: ropa limpia que ha­bía que ordenar, más revistas que lugares donde colocarlas... Era una planchadora fuera de serie, pero no cogía la plancha hasta el último minuto; como no necesitaba acicalarse, salía adelante sin problemas.
Cuando quería orden, atravesaba el territorio neutral de la cocina y entraba en la zona de Ardelia Mapp. Si su compañera de piso esta­ba en casa, podía pedirle algún consejo, que solía ser acertado, aun­que a veces más sincero de lo que hubiera deseado. Si no estaba, se sobreentendía que Starling podía sentarse en medio del orden abso­luto de aquellas habitaciones para pensar, siempre que lo dejara todo como estaba. Es lo que hizo ese día. Aquél era uno de esos espa­cios que parece contener a su ocupante incluso cuando está ausente.
Starling se sentó y posó la mirada sobre la póliza del seguro de vida de la abuela de Mapp, colgada en la pared en un marco de ar­tesanía, después de haberlo estado en la granja que la abuela había habitado como aparcera y en el pisito de protección oficial de los Mapp cuando Ardelia era una niña. Su abuela vendía verduras y flo­res, y pagaba la prima con las ganancias; usando la póliza como ga­rantía una vez saldada, había pedido un préstamo para ayudar a su nieta a acabar la universidad. También había una foto de la diminuta anciana, que no se había esforzado en sonreír por encima del cuello blanco almidonado, pero cuyos negros ojos brillaban con una sabi­duría ancestral bajo el ala plana del rígido sombrero de paja.
Ardelia no había olvidado sus raíces, de las que sacaba fuerzas a diario. Starling procuró serenarse y sacarlas de las suyas. El Hogar Luterano de Bozeman le había proporcionado alimento, vestido y un adecuado modelo de conducta; pero, para lo que necesitaba en aquellos momentos, tenía que consultar a su propia sangre.
¿De qué puede presumir alguien que procede de una familia blanca de la clase trabajadora, y de un lugar en el que las heridas de la guerra de Secesión no acabaron de cicatrizar hasta los años cin­cuenta? ¿El retoño de una gente a la que en los campus considera­ban un hatajo de patanes muertos de hambre y racistas o, de forma más condescendiente, de peones blancos y pelagatos de los Apala­ches? Si hasta la dudosa aristocracia sureña, que no reconoce la me­nor dignidad al trabajo manual, se refiere a tu gente como ganapa­nes, ¿a qué tradición puedes acudir en busca de un modelo? ¿Que les zurramos la badana aquella primera vez en Bull Run? ¿Que el tatarabuelo se portó como un hombre en Vicksburg? ¿Que un rin­cón de Shiloh será para siempre Yazoo City?
Se puede sentir legítimo orgullo por haber salido adelante con el propio esfuerzo, sacando partido de las malditas quince hectáreas y la jodida mula, pero hay que ser capaz de darse cuenta. Porque na­die te lo enseñará.
Starling había salido adelante en la Academia porque no tenía dónde caerse muerta. Había pasado la mayor parte de su vida en instituciones públicas, cuyas reglas había respetado al tiempo que las aprovechaba para jugar limpio pero fuerte. Siempre había progresado, hasta obtener la beca y estar entre los mejores. Su incapacidad para ascender dentro del FBI después de unos comienzos brillantes era una experiencia nueva y dolorosa para ella. Zumbaba contra los muros de cristal como una mosca en una botella.
Había tenido cuatro días para llorar a John Brigham, abatido a ti­ros ante sus ojos. Tiempo atrás Brigham le había preguntado algo a lo que Clarice había contestado que no. Entonces, el hombre le ha­bía preguntado si podían ser amigos, con evidente sinceridad, y ella le había contestado, con no menos sinceridad, que sí.
Tenía que digerir el hecho de que ella misma había matado a cinco personas en el mercado de Feliciana. Veía una y otra vez al Tullido con el pecho atrapado entre los dos coches, arañando el techo del Cadillac mientras la pistola resbalaba fuera de su alcance.
En busca de alivio, había acudido al hospital para ver al hijo de Evelda. La madre de la mujer estaba allí, sosteniendo en los brazos a su nieto, al que se disponía a llevarse a casa. Reconoció a Starling por las fotografías de los periódicos, le dio el niño a la enfermera y, antes de que Starling comprendiera sus intenciones, la abofeteó con toda su fuerza en la parte vendada.
Starling no devolvió el golpe, pero inmovilizó a la anciana con­tra la ventana de la sala de maternidad doblándole el brazo hasta que dejó de debatirse, con la cara contorsionada contra el cristal man­chado de saliva. La sangre resbalaba por el cuello de Starling y el do­lor hacía que la cabeza le diera vueltas. Le volvieron a coser la oreja en la sala de urgencias, pero no quiso poner una denuncia. Un auxi­liar de urgencias dio el soplo al Tattler y recibió trescientos dólares.
Había tenido que salir otras dos veces. Para cumplir las últimas voluntades de John Brigham y para asistir a su entierro en el Ce­menterio Nacional de Arlington. Brigham tenía poca familia, que además vivía lejos, y había dejado constancia escrita de que quería que Starling se ocupara de sus exequias.
El estado de su rostro había hecho necesario un ataúd cerrado, pero Starling se había preocupado de que tuviera el mejor aspecto posible. Lo había vestido con su inmaculado uniforme azul de infantería de marina, con la estrella de plata y el resto de sus condecoraciones.
Tras la ceremonia, el oficial superior de Brigham entregó a Starling una caja que contenía las armas del agente; sus insignias y otros objetos de su caótico escritorio, incluido el absurdo pájaro del tiem­po que bebía de un vaso.
Faltaban cinco días para que Starling tuviera que presentarse ante una comisión que podía arruinar su carrera. Aparte de la llamada de Jack Crawford, el teléfono celular había permanecido mudo. Ya no había ningún Brigham a quien pedir consejo.
Llamó a su representante en la Asociación de Agentes del FBI. Su consejo fue que no se pusiera pendientes llamativos ni zapatos que dejaran los dedos al descubierto.
Cada día la televisión y los periódicos cogían el asunto de Evelda Drumgo y lo sacudían como si fuera una rata.
En el orden absoluto de la sala de estar de Ardelia, Starling in­tentaba pensar.
El gusano que te corroe es la tentación de dar la razón a tus crí­ticos, de querer obtener su aprobación..
Un ruido la molestaba.
Starling intentó recordar sus palabras exactas mientras estaba en la furgoneta. ¿Había hablado más de la cuenta? El ruido la seguía molestando.
Brigham le había dicho que pusiera al corriente a los demás. ¿Dejó entrever cierta hostilidad? ¿Soltó alguna inconveniencia...?
El ruido, molesto, impidiéndole pensar.
Bajó de las nubes y cayó en la cuenta de que estaba sonando el timbre de la puerta de al lado. Seguro que era un periodista. Tam­bién esperaba una citación civil. Apartó los visillos de la ventana que daba al frente y vio al cartero, que volvía a su furgoneta. Abrió la puerta del apartamento de Mapp a tiempo para alcanzarlo, y permaneció con la espalda vuelta hacia al coche de prensa aparcado al otro lado de la calle y a su teleobjetivo, mientras firmaba el recibo de la carta certificada. Era un sobre malva con fibras de seda en el papel de fino hilo. A pesar de su estado de aturdimiento, le recordó alguna cosa. Una vez dentro y a cubierto del resplandor, miró la di­rección. Una pulcra letra redonda.
Sobre el monótono temor que zumbaba en su cabeza, saltó la alarma. Sintió un estremecimiento en la piel del estómago, como si gotas heladas le resbalaran por el cuerpo.
Starling sostuvo el sobre por las puntas y se dirigió a la cocina. Saco del bolso los omnipresentes guantes blancos para manipulación de pruebas. Apretó el sobre contra el tablero de la mesa y pasó la mano por su superficie con cuidado. Aunque el papel era grueso, hubiera podido notar el bulto de una pila de reloj lista para hacer explotar una hoja de C-4. Sabía que lo mejor era que lo examinaran con el fluoroscopio. Si la abría podía tener problemas. Problemas. Por supuesto. A la mierda.
Abrió el sobre con un cuchillo de cocina y sacó la única hoja de papel sedoso que contenía. Sin necesidad de mirar la firma, supo de inmediato quién le había escrito:

Querida Clarice:
He seguido con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos que han provocado tu caída en desgracia y pública vergüenza. Las mías nunca me molestaron, salvo por el inconveniente de que me llevaron a la cárcel; pero es muy probable que a ti te falte la necesaria perspectiva.
Durante nuestras conversaciones en la mazmorra, me resultó evidente que tu padre, el difunto vigilante nocturno, es una de las vigas maestras de tu sistema de valores. Estoy convencido de que tu éxito en poner fin a la carrera de sastre de Jame Gumb te satisfizo, sobre todo porque te per­mitió imaginar a tu padre haciéndolo.
Ahora estás en malos términos con el FBI. ¿Te has imaginado algu­na vez a tu padre como superior tuyo en el Bureau, como jefe de sección o, mejor aún que Jack Crawford, como DIRECTOR ADJUNTO, viéndote progresar lleno de orgullo? ¿Lo ves ahora avergonzado y hundido por tu desgracia? ¿Por tu fracaso? ¿Por el lamentable y mediocre final de una prometedora carrera? ¿Te ves haciendo las mismas tareas humildes que tu madre cuando los drogadictos le reventaron la cabeza a tu PAPÁ? ¿Eh? ¿Se reflejará en ellos tu fracaso, pensará la gente injusta y definitivamente que tus padres eran basura blanca, carne de patio de remolques? Sincérate conmigo, agente especial Starling.
Piensa un poco en ello antes de que entremos en materia.
Ahora voy a señalarte una virtud que te ayudará en este trance: las lágrimas no te ciegan, tienes suficientes redaños para seguir leyendo.
Y a continuación, un ejercido que puede resultarte útil. Quiero que hagas esto conmigo, como terapia:
¿Tienes una sartén de hierro negro? Eres una muchachita de las mon­tañas sureñas, así que no puedo imaginar que la respuesta sea no. Ponla sobre la mesa de la cocina. Enciende la luz del techo.

Mapp había heredado una de aquellas sartenes de su abuela y la usaba a menudo. Tenía una superficie negra y lustrosa que el jabón no había conseguido eliminar. Starling la puso en la mesa, ante sí.

Mira dentro de la sartén, Clarice. Inclínate y mira el interior. Si fuera la sartén de tu madre, y bien podría serlo, sus moléculas conservarían las vibraciones de todas las conversaciones que se desarrollaron en su presencia. Todas las discusiones, los enfados insignificantes, las revelaciones mortífe­ras, los indistintos presagios de desastre, los gruñidos y la poesía del amor.
Siéntate a la mesa, Clarice. Mira dentro de la sartén. Si está bien cu­rada, será como un pozo negro, ¿no es así? Es como mirar al fondo de un pozo. Tu reflejo no está en el fondo, pero estás allí arriba, ¿verdad?
La luz te llega de detrás y tu rostro esta oscuro, con un halo de luz, como si te ardiera el pelo.
Somos combinaciones de carbono, Claríce. Tú, la sartén, tu padre muerto y enterrado, tan frío como la sartén. Todo sigue ahí. Escucha. Cómo hablaban, cómo vivían realmente tus padres, que tanto se afanaron. Los recuerdos concretos, no los fantasmas que habitan tu corazón.
¿Por qué no llegó tu padre a ayudante del sheriff, ni a codearse con la piara de los juzgados? ¿Por qué tuvo tu madre que limpiar moteles para manteneros, aunque no consiguió evitar que os desperdigarais antes de ser mayores?
¿Cuál es tu recuerdo mas vivido de la cocina? No del hospital, de la cocina.

Mi madre lavando el sombrero ensangrentado de mi padre.

¿Cuál es tu mejor recuerdo de la cocina?

Mi padre pelando naranjas con su vieja navaja, que tenía la pun­ta partida, y repartiendo los gajos entre nosotros.

Tu padre, Clarice, era un vigilante nocturno. Tu madre, una fregona.
Hacer carrera en el FBI, ¿era tu ilusión o la de ellos? ¿Cuánto se hubiera rebajado tu padre para medrar en una burocracia que apesta? ¿Cuántos culos hubiera lamido? ¿Lo viste alguna vez hacer la pelota o ser rastrero?
¿Han mostrado tus superiores tener alguna clase de valores, Clarice? y tus padres, ¿te enseñaron alguno? Si fué asi, ¿son los mismos?
Mira dentro de la sartén, que no engaña, y respóndeme. ¿Les has fallado a tus muertos? ¿Querrían ellos que se la chuparas a tus jefes? ¿Cual era su punto de vista respecto a la fortaleza de carácter? Tú pue­des ser tan fuerte como lo desees.
Eres una guerrera, Clarice. El enemigo ha muerto, la criatura está a salvo. Eres una guerrera.
Los elementos más estables, Clarice, aparecen en el centro de la tabla periódica, más o menos entre el hierro y la plata.
Entre el hierro y la plata. Creo que eso te cuadra a la perfección.

Hannibal Lecter


PD. Sigues debiéndome cierta información, ¿recuerdas? Cuéntame si aún te despiertas oyendo a los corderos. Cualquier domingo pon un anuncio en la sección de contactos del Times, el International Herald-Tribune y el China Mail. Dirígelo a A. A. Aaron, asi irá en primer lugar, y firma Hannah.

Mientras leía, Starling tuvo la sensación de estar oyendo la mis­ma voz que se había burlado de ella y la había desgarrado, que ha­bía hurgado en su pasado y la había iluminado sobre sí misma en la celda de máxima segundad del hospital psiquiátrico, cuando tuvo que comerciar con sus recuerdos más dolorosos a cambio de los insustituibles conocimientos de Hannibal Lecter sobre Buffalo Bill. La aspereza metálica de aquella voz que tan poco se prodigaba seguía persiguiéndola en sueños.
Había una telaraña nueva en una esquina del techo de la cocina. Starling fijó la vista en ella mientras sus pensamientos se atrepellaban. Contenta y triste. Triste y contenta. Contenta por la ayuda, con­tenta al vislumbrar lo que podía sanarla. Contenta y triste porque el servicio de reenvío de Los Angeles que había empleado el doctor Lecter parecía poco cuidadoso en la selección de su personal; esta vez habían utilizado una máquina de franqueo automático. Jack Crawford se frotaría las manos al ver la carta, lo mismo que las autoridades pos­tales y el laboratorio.

CAPITULO
6



La habitación en que Mason pasaba los días era silenciosa, pero tenia su propio, suave pulso, los siseos y suspiros del respirador que le proporcionaba oxígeno. Era oscura excepto por el resplandor del enorme acuario, en cuyo interior una exótica anguila daba vueltas y más vueltas, trazando continuos ochos que parecían siempre el mismo y haciendo ondular su sombra como una cinta por las pare­des del cuarto.
El pelo trenzado de Mason formaba una gruesa rosca sobre el caparazón del respirador que cubría su pecho en la cama elevada. Suspendido ante él, había un sistema de tubos semejante a una flau­ta de Pan.
La larga lengua de Mason asomó entre los dientes. La pasó alre­dedor del final del tubo del extremo y sopló aprovechando un sus­piro del respirador.
Al instante, una voz procedente de un altavoz de la pared le res­pondió.
—¿Sí, señor?
—El Tattler —la te inicial se había perdido, pero la voz era pro­funda y resonante como la de un locutor de radio.
—En portada viene...
—No quiero que me lo leas. Ponió en el monitor —las emes y la pe también habían desaparecido de las frases de Mason.
Se oyó crepitar la amplia pantalla del monitor elevado. El res­plandor verde azulado se volvió rosa conforme iba apareciendo la roja cabecera del Tattler.
——«EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUINA ASESINA DEL FBI» —leyó Mason entre tres lentas exhalaciones del respirador.
El aparato permitía ampliar las fotografías. Mason tenia un bra­zo fuera de la colcha, y esa mano conservaba algo de movimiento. Como una araña de mar blancuzca, avanzó arrastrada por los dedos más que gracias a la fuerza del brazo contrahecho. Como apenas podía girar la cabeza para mirar, el índice y el corazón tantearon como si fueran antenas, mientras pulgar, anular y meñique tiraron con fuerza de la mano por la ropa de la cama. Por fin, encontró el mando a distancia, con el que podía ampliar y pasar las páginas.
Mason leyó despacio. El protector de cristal que cubría su único ojo producía un siseo dos veces por minuto, al vaporizar humedad sobre el globo ocular, que no tenía párpado, y a menudo empaña­ba la lente. Necesitó veinte minutos para leer el artículo principal y la columna lateral.
—Pon las radiografías —ordenó, acabada la lectura.
Hubo que esperar unos instantes. Había que colocar la ancha placa de rayos X sobre una mesa luminosa para que pudiera verse adecuadamente en el monitor. La primera radiografía mostraba una mano, al parecer dañada. La otra, la misma mano y todo el brazo. Una flecha dibujada en la placa señalaba una antigua fractura de hú­mero a medio camino entre el codo y el hombro.
Mason la contempló durante muchas inhalaciones.
—Pon la carta —ordenó al fin.
La elegante letra redonda apareció en el monitor, absurdamente magnificada.
«Querida Clarice —leyó Mason—: He seguido con entusiasmo el desarrollo de los acontecimientos que han provocado tu caída en desgracia y pública vergüenza...» —El ritmo de su propia voz despertó viejos pen­samientos que hicieron girar su cabeza, la cama, la habitación, arrancaron la costra que cubría sus sueños más ocultos y dieron a su corazón un ritmo más rápido que el de la respiración. La má­quina detectó su agitación y bombeó oxígeno a sus pulmones aún .más deprisa.
Leyó la carta de cabo a rabo a un ritmo penoso por encima de los movimientos de la máquina, como si leyera a lomos de un ca­ballo. Mason no podía cerrar el ojo, pero cuando acabó la lectura su mente se retiró unos instantes para poder pensar. El respirador fun­cionó más despacio. Al cabo de un rato, Mason sopló en el tubo.
—Dígame, señor.
—Pégale un toque al congresista Vellmore. Tráeme los auricula­res del teléfono. Cierra el altavoz.
—Clarice Starling —dijo con la siguiente inhalación que le con­cedió la máquina.
Aquel nombre no tenía sonidos implosivos, así que pudo emitir­lo completo. Fonema tras fonema. Mientras esperaba que le trajeran el teléfono, dormitó unos instantes, con la sombra de la anguila des­lizándose por la colcha, por su rostro, por el pelo enroscado.

CAPÍTULO
7



Buzzard's Point, el centro de operaciones del FBI para Wa­shington y el Distrito de Columbia, recibe ese nombre a causa de una reunión de buitres celebrada en el hospital que se alzaba en ese lugar durante la guerra de la Secesión.
La reunión de ese día estaría constituida por burócratas de la DEA, el BATF y el FBI, dispuestos a decidir la suerte de Clarice Starling.
Starling estaba sola, de pie sobre la espesa alfombra del despacho de su jefe. La sangre le palpitaba contra el vendaje de la cabeza. Por encima de los latidos, le llegaban las voces de los hombres, amorti­guadas por la puerta de cristal esmerilado de la sala de reuniones contigua.
Sobre el cristal, en estilizado pan de oro, destacaba el emblema del FBI, con su divisa de «Fidelidad, Bravura, Integridad».
Tras el emblema, el tono de las voces subía y bajaba con cierta pasión; Starling oía su nombre a menudo, aunque no pudiera en­tender otra cosa.
El despacho ofrecía una hermosa vista sobre la dársena para ya­tes; al fondo se distinguía Fort McNair, donde fueron ahorcados los acusados de conspirar para el asesinato de Lincoln.
Starling recordó haber visto las fotos de Mary Surratt pasando al lado de su propio ataúd camino del patíbulo levantado en el fuerte; de pie sobre la trampilla, con una capucha sobre la cabeza y la falda atada sobre las piernas para evitar un espectáculo indecoroso cuan­do cayera con el cuello roto hacia la oscuridad total.
Starling oyó ruido de sillas al otro lado de la puerta; los hom­bres se estaban levantando. Al cabo de un instante empezaron a en­trar en el despacho y pudo reconocer algunas de las caras. Dios, allí estaba Noonan, el director adjunto de toda la división de investigación.
Y allí estaba su Némesis particular, Paul Krendler, del Departa­mento de Justicia, cuellilargo y con orejas de asa que le nacían más arriba de lo normal y le daban aspecto de hiena. Krendler era un trepa, la eminencia gris detrás del hombro del inspector general. Desde que Starling se le adelantó en atrapar al asesino en serie Buffalo Bill en un caso que se había hecho célebre siete años atrás, Krendler no había perdido ocasión de verter veneno en la ficha personal de Starling, ni dejado de cuchichear en su contra en los oídos del Comité de Ascensos.
Ninguno de aquellos individuos había participado con ella en ninguna operación, ni había ejecutado con ella una orden de arresto, ni se había arrojado al suelo para protegerse de las mismas balas, ni se había quitado del pelo las esquirlas de la misma lluvia de cristales.
No la miraron hasta que todos levantaron la vista al mismo tiem­po, como la manada que clava los ojos de repente en el animal en­fermo.
—Siéntese, agente Starling —le indicó su jefe, el agente especial Clint Pearsall, que se frotaba la gruesa muñeca como si le hiciera daño el reloj.
Sin mirarla a los ojos, le señaló un sillón encarado al ventanal. La silla del interrogado nunca es el lugar de honor.
Los siete hombres permanecieron de pie, con sus siluetas negras recortadas contra las ventanas. Starling no podía distinguir las facciones, pero veía sus piernas y sus pies por debajo de la línea de luz. Cinco de ellos calzaban los mocasines de suela gruesa con borlas que suelen llevar los charlatanes de pueblo que han conseguido lle­gar a Washington. Un par de Thom McAn con puntera en forma de ala y suelas Corfam y unos Florsheim con idéntica puntera com­pletaban la hilera de pies. El aire olía a betún recalentado por pies sudados.
—Por si no conoce a alguno de los presentes, agente Starling, éste es el director adjunto Noonan, estoy seguro de que no necesita presentación; éste es John Eldredge de la DEA; Bob Sneed, del BATF; Benny Holcomb, ayudante del alcalde; y Larkin Wainwright, inspector de nuestra Oficina de Responsabilidades Profesionales. Paul Krendler, lo conoce, ¿verdad?, está aquí de forma oficiosa en repre­sentación del inspector general del Departamento de Justicia. Paul está y no está aquí, ha venido para hacernos un favor, para ayudar­nos a atajar los problemas, no sé si me entiende.
Starling sabía lo que decían en el servicio: un inspector federal es alguien que llega al campo de batalla cuando la batalla ha acaba­do para rematar a los heridos.
Las cabezas de algunas siluetas se movieron a guisa de saludo. Aquellos individuos estiraron los cuellos y escrutaron a la joven a cuyo alrededor se habían congregado. Durante unos instantes nadie dijo nada.
Bob Sneed rompió el silencio. Starling lo recordaba como el mago de la oficina de prensa del BATF que intentó desodorizar el desastre de los davidianos en Waco. Era un compinche de Krend­ler y todo el mundo lo consideraba un lameculos.
—Agente Starling, imagino que es usted consciente de la cober­tura que los periódicos y la televisión han dado a este asunto. Se la ha identificado sin la menor duda como la persona que acabó con la vida de Evelda Drumgo. Por desgracia, los medios de comunica­ción han decidido poco menos que demonizarla.
Starling no replicó.
—¿Agente Starling?
—No tengo nada que ver con la prensa, señor Sneed.
—La mujer tenía a una criatura en brazos; no es difícil com­prender el problema que ello nos crea.
—No lo llevaba en brazos, sino en un arnés cruzado sobre el pe­cho, con los brazos y las manos ocultos y sujetando un MAC 10 debajo de una toquilla.
—¿Ha visto usted el informe de la autopsia? —le preguntó Sneed.
—No.
—Pero nunca ha negado que fue usted quien le disparó...
—¿Creía que lo iba a negar porque ustedes no han encontrado la bala? —Starling se giró hacia su jefe—. Señor Pearsall, ésta es una reunión informal, ¿me equivoco?
—En absoluto.
—Entonces, ¿por qué el señor Sneed lleva un micrófono? La División de Electrónica dejó de fabricar esos micrófonos de alfiler hace años. Lleva un F-Bird en el bolsillo de la americana y está gra­bándome. ¿Es una moda nueva eso de ir con micrófonos ocultos a los despachos de los demás?
Pearsall se puso de todos los colores. Si aquello era verdad, se tra­taba de una vileza de lo más chapucera; pero nadie estaba dispues­to a que lo grabaran diciendo a Sneed que apagara aquel cacharro.
—No es el momento para salidas de tono ni acusaciones —dijo Sneed, pálido de ira—. Todos estamos aquí para ayudarla.
—¿Para ayudarme a qué? Fue su gente la que llamó a este des­pacho y consiguió que me asignaran a la operación para que yo les ayudara a ustedes. Le di a Evelda Drumgo dos oportunidades para entregarse. Empuñaba un MAC 10 por debajo de la toquilla del bebé. Acababa de dispararle a John Brigham. Ojalá se hubiera ren­dido. Pero no lo hizo. En vez de eso, me disparó. Fue entonces cuando disparé yo. Y ahora está muerta. ¿No quiere comprobar el contador de su cásete, señor Sneed?
—¿Sabía de antemano que Evelda Drumgo estaría allí? —quiso averiguar Eldredge.
—¿De antemano? Una vez dentro de la furgoneta, el agente Brigham me explicó que Evelda Drumgo estaba preparando la dro­ga en un laboratorio de metanfetaminas vigilado por sus hombres. Y me encargó que me ocupara de ella.
—No olvide que Brigham está muerto —intervino Krendler—, y también Burke, ambos magníficos agentes. Ya no tienen la posi­bilidad de confirmar o negar nada.
Oír el nombre de John Brigham en labios de Krendler le revol­vía el estómago.
—No hay muchas posibilidades de que olvide que John Brigham está muerto, señor Krendler. Y, en efecto, era un magnífico agente, y un magnífico amigo. Y es un hecho que me ordenó encargarme de Evelda.
—Brigham le encargó semejante cosa a pesar de que usted y Evelda Drumgo ya se habían tirado de los pelos con anterioridad, ¿no es eso? —ironizó Krendler.
—Vamos, Paul... —terció Clint Pearsall.
—Fue un arresto pacífico —dijo Starling—. Se había resistido a otros agentes en anteriores ocasiones. Pero aquella vez no ofreció resistencia, e incluso hablamos un poco... No era ninguna idiota. Nos comportamos como dos personas. Ojalá hubiéramos hecho lo mismo el otro día.
—¿No es cierto que sus palabras textuales fueron «déjala de mi cuenta»? —preguntó Sneed.
—Me limité a darme por enterada de la orden.
Holcomb, el hombre de la oficina del alcalde, y Sneed acercaron las cabezas para conferenciar en petit comité.
Sneed se estiró las mangas de la camisa.
—Señorita Starling, tenemos declaraciones del oficial Bolton, del Departamento de Policía de Washington, según las cuales usted hizo gala de notable hostilidad verbal hacia Evelda Drumgo en la furgo­neta que los conducía al lugar de autos. ¿Qué tiene que alegar a eso?
—A indicación del agente Brigham, expliqué a los demás agen­tes que Evelda tenía un amplio historial de violencia, que solía ir armada y que era seropositiva. Añadí que le daríamos la oportuni­dad de entregarse pacíficamente. Y pedí su apoyo en caso de que fuera necesario reducirla. No hubo muchos voluntarios para hacer ese trabajo, se lo puedo asegurar.
Clint Pearsall hizo de tripas corazón:
—Después de que el coche de los Tullidos chocara y uno de los delincuentes saliera huyendo, ¿pudo ver que el coche se agitaba y oír a la criatura llorando en su interior?
—Chillando —puntualizó Starling—. Levanté la mano y orde­né a todo el mundo que dejara de disparar; luego me acerqué sin ninguna protección.
—Eso va contra las normas —cortó Eldredge.
Starling no se molestó en replicar.
—Avancé hacia el coche en posición de alerta, con los brazos extendidos y el cañón apuntando al suelo. Marquez Burke agoni­zaba en la calzada a unos pasos de mí. Alguien se acercó corriendo y trató de pararle la hemorragia. Evelda salió del coche con el niño. Le pedí que me enseñara las manos; dije algo como «Evelda, no lo hagas».
—Ella disparó y usted lo hizo a continuación. ¿Cayó al suelo en­seguida?
Starling asintió.
—Se le doblaron las piernas y quedó sentada en la calle, inclina­da sobre, el niño. Estaba muerta.
—Usted cogió al niño y corrió hacia la manguera. Su angustia era evidente —afirmó Pearsall.
—No sé si era o no era evidente. La criatura estaba cubierta de sangre. Yo no sabía si era o no seropositivo. Pero sí que lo era su madre.
—Y pensó que su disparo podía haber herido al niño... —le apuntó Krendler.
—No. Sabía adonde había disparado. ¿Puedo hablar claramente, señor Pearsall? —como el hombre rehuía su mirada, Starling con­tinuó—: La operación fue una auténtica chapuza. Me vi abocada a una situación en la que la alternativa era dejarme matar o disparar a una mujer con un niño. Elegí, y lo que me vi obligada a hacer me está quemando las entrañas. Disparé a una madre que tenía a su hijo en brazos. Ni los que llamamos «animales» hacen una cosa seme­jante. Señor Sneed, puede que quiera volver a asegurarse de que le queda cinta, ahora que estoy admitiendo esto. Estoy pasando un in­fierno por lo que ocurrió. No pueden imaginarse cómo me sien­to... —vio la imagen de Brigham boca abajo en la acera, y no pudo contenerse—: Los veo a todos ustedes intentando escurrir el bulto, y me dan ganas de vomitar.
—Starling... —Pearsall, visiblemente nervioso, la miró a la cara por primera vez.
—Sabemos que todavía no ha tenido ocasión de redactar su 302 —dijo Larkin Wainwright—. Cuando podamos estu...
—Sí, señor, la he tenido —lo atajó Starling—. Ya he enviado una copia a la Oficina de Responsabilidades Profesionales, y llevo otra encima por si no quieren esperar. En ella consta todo lo que vi e hice durante la operación. Ya ve, señor Sneed, que no hacía falta grabarme.
Starling veía las cosas con claridad meridiana, una señal de peli­gro que no le costó reconocer, y bajó la voz consciente de que lo hacía:
—La operación se fue al garete por un par de motivos. El infor­mador del BATF mintió sobre el niño porque estaba desesperado por que la operación se llevara a cabo antes de presentarse ante un gran jurado federal en Illinois. Y, además, Evelda Drumgo sabía que íbamos a por ella. Salió con el dinero en una bolsa y la droga en otra. Su busca seguía teniendo el número de la cadena de televisión WFUL. Le dieron el chivatazo cinco minutos antes de que llegára­mos. El helicóptero de la WFUL llegó al mismo tiempo que noso­tros. Pidan una orden para requisar las grabaciones telefónicas de la cadena y sabrán el origen de la filtración. Es alguien con intereses lo­cales, caballeros. Si hubiera sido el BATF, como en Waco, o la DEA, lo habrían filtrado a los medios nacionales, no a la televisión local.
Benny Holcomb salió en defensa de la ciudad.
—No hay la más mínima evidencia de que nadie del Ayunta­miento o del Departamento de Policía de Washington filtrara abso­lutamente nada.
—Pidan la orden y lo sabrán —insistió Starling.
—¿Tiene usted el busca de la Drumgo? —le preguntó Pearsall.
—Está registrado en el depósito de pruebas de Quantico.
El busca del propio director adjunto Noonan empezó a pitar. Arrugó la nariz al ver el número y salió del despacho tras pedir que lo disculparan. Al cabo de un instante, requirió a Pearsall para que se reuniera fuera con él.
Wainwright, Eldredge y Holcomb se pusieron a mirar por el ventanal hacia Fort McNair con las manos en los bolsillos. Viéndo­los cualquiera habría dicho que estaban esperando en la sala de ur­gencias de un hospital. Paul Krendler captó la atención de Sneed y le señaló a Starling.
Sneed apoyó una mano en el respaldo del sillón de la agente y se inclinó sobre ella.
—Si su testimonio en una audiencia es que, mientras estaba ce­dida por el FBI para una operación concreta, su arma mató a Evelda Drumgo, el BATF está dispuesto a firmar una declaración en la que conste que John Brigham le pidió que... prestara una atención especial a Evelda con el fin de detenerla de forma pacífica. Fue su arma la que acabó con ella, y su servicio es el que tiene que cargar con la responsabilidad. No habrá intercambio de mierda entre las agencias sobre las respectivas responsabilidades, y no nos veremos obligados a sacar a la luz sus declaraciones hostiles en la furgoneta sobre Evelda.
Starling vio a Evelda por un instante, saliendo por la puerta del mercado, saliendo del coche, con la cabeza erguida y, a despecho de los desatinos y la nulidad de su vida, dispuesta a defender a su hijo y a hacer frente a sus enemigos en vez de huir de ellos.
Starling se inclinó a la altura del micrófono clavado en la corba­ta de Sneed y dijo alto y claro:
—No tengo ningún reparo en declarar qué clase de persona era, señor Sneed; era bastante mejor que usted.
Pearsall volvió al despacho solo y cerró la puerta.
—El director adjunto ha tenido que volver a su despacho. Ca­balleros, voy a declarar concluida esta reunión. Me pondré en con­tacto con ustedes individualmente, por teléfono —los informó.
Krendler levantó la cabeza. Husmeó la intervención de alguna instancia política.
—Aún tenemos que tomar algunas decisiones —repuso Sneed.
—No, no tenemos.
—Pero...
—Bob, créeme, no tenemos que tomar ninguna decisión. Me pondré en contacto contigo. Y Bob...
—¿Sí? —Pearsall cogió el hilo por detrás de la corbata de Sneed y tiró hacia abajo con fuerza; saltaron los botones de la camisa y se oyó la cinta adhesiva al despegarse de la piel—. Vuelve a entrar en mi despacho con un micrófono y te juro que te lo meto por el culo.
Ninguno miró a Starling al salir, excepto Krendler. Mientras avanzaba hacia la puerta arrastrando los pies para no tener que mi­rar dónde los ponía, hizo girar su largo cuello, como una hiena que recorre un rebaño con la vista hasta localizar su presa, y le clavó los ojos. En su rostro se mezclaban los deseos; su ambigua naturaleza le permitía admirar las piernas de Starling al tiempo que pensaba en cómo desjarretarlas.

CAPÍTULO
8



Ciencias del comportamiento es la unidad del FBI que in­vestiga los asesinatos en serie. En sus dependencias, situadas en los sótanos del edificio, el aire está quieto y fresco. Los decoradores con sus muestrarios de colores han intentado en los últimos años iluminar ese espacio subterráneo. El resultado no ha sido mejor que el de los cosméticos que emplean las empresas de pompas fúnebres.
El despacho del jefe de unidad conserva los tonos marrones y ca­nela originales, y las cortinas a cuadros de color café en sus altas ventanas. Allí, rodeado de sus infernales archivos, estaba sentado Jack Crawford, escribiendo sobre la mesa.
Oyó un golpe de nudillos en la puerta y, al levantar los ojos, se encontró con una vista que siempre le resultaba agradable; Clarice Starling estaba en el umbral.
Crawford sonrió y se puso en pie. Starling y él hablaban de pie a menudo; era una de las formalidades tácitas que habían acabado por imponer a su relación. No necesitaban estrecharse la mano.
—Me han dicho que fue al hospital —dijo Starling—. Me hu­biera gustado verlo.
—Me alegro de que te soltaran tan pronto —contestó Craw­ford—. Y la oreja, ¿cómo va?
—Estupendamente, si le gusta la coliflor. Me han dicho que la mayor parte se me caerá.
El cabello se la cubría y Starling no se ofreció a enseñársela. Se produjo un momento de silencio.
—Querían que cargara con el muerto por lo de la operación, se­ñor. Lo de Evelda Drumgo, para mí solita. Se estaban comportan­do como un hatajo de hienas y de pronto todo acabó y se fueron con el rabo entre las piernas. Algo o alguien les quitó la idea de la cabeza.
—Puede que tengas un ángel de la guarda, Starling.
—Puede que sí. ¿Qué tuvo que hacer, Jack?
Crawford meneó la cabeza.
—Por favor, Starling, cierra la puerta —encontró un kleenex arru­gado en el bolsillo y se limpió las gafas con él—. Habría hecho algo si hubiera podido. Pero no tenía suficiente fuerza por mí mismo. Si el senador Martin siguiera en activo, te habría conseguido apoyo... Se cepillaron a John Brigham en esa operación. Como si lo hu­bieran tirado a la basura. Hubiera sido una vergüenza que hicieran lo mismo contigo. Me he sentido como si os estuviera cargando en un jeep a John y a ti.
Las mejillas de Crawford enrojecieron y la mujer se acordó de su rostro al viento cortante que soplaba sobre la tumba de John Bri­gham. Crawford nunca le había hablado de su experiencia de guerra.
—Usted ha hecho algo, Jack.
Él asintió.
—Algo he hecho. Pero no sé si te vas a alegrar. Es un trabajo.
Un trabajo. «Trabajo» era una palabra positiva en sus respectivos diccionarios. Significaba una actividad inmediata y específica, y ser­vía para despejar el aire. Si podían evitarlo, no solían hablar de la turbia burocracia central del FBI. Crawford y Starling eran como los médicos de una misión, con poca paciencia para la teología, concentrados en el niño que tienen delante, sabedores, por más que se lo callen, de que Dios no moverá un puto dedo para ayudarlos. Que no se molestará en hacer que llueva ni para salvar las vidas de cin­cuenta mil niños nigerianos.
—Aunque de forma indirecta, Starling, tu benefactor ha sido tu reciente corresponsal.
—El doctor Lecter.
Starling se había dado cuenta desde hacía tiempo de la repug­nancia de su superior a pronunciar aquel nombre.
—Sí, el mismo. Nos ha eludido durante todos estos años, pare­cía que se lo hubiera tragado la tierra y ahora te escribe una carta. ¿Por qué?
Habían pasado siete años desde que el doctor Hannibal Lecter, verdugo de al menos diez seres humanos, había burlado las medi­das de seguridad en Memphis y acabado con otras cinco vidas du­rante su huida.
Era como si se hubiera volatilizado. El FBI mantenía abierto el caso, y lo mantendría abierto por los siglos de los siglos, o hasta que lograran capturarlo. Lo mismo ocurría en Tennessee y otras juris­dicciones; pero ya no había ningún efectivo asignado a su búsque­da, aunque los familiares de las víctimas habían llorado lágrimas de rabia ante las autoridades del estado de Tennessee pidiendo que se emprendieran acciones.
Al cabo de los años, se disponía de toda una biblioteca de mo­nografías académicas que intentaban desentrañar los entresijos de la mente del doctor, la mayor parte escritas por psicólogos que nun­ca se habían visto las caras con el hombre de carne y hueso. Unas cuantas se debían a psiquiatras que Lecter había ridiculizado en las publicaciones profesionales, al parecer convencidos de que ahora podían alzar la voz sin peligro. Algunos de ellos afirmaban que sus aberraciones lo conducirían ineluctablemente al suicidio y que era posible que ya estuviera muerto.
El interés por el doctor no había decaído, al menos en el ciberespacio. Las teorías sobre Lecter brotaban en el terreno abonado de Internet como champiñones, y los que afirmaban haberlo visto en los sitios más peregrinos rivalizaban en número con los que decían otro tanto de Elvis. Los impostores plagaban los chats, y en la ciéna­ga fosforescente que constituía el lado oscuro de la Red los colec­cionistas de rarezas siniestras podían adquirir ilegalmente las fotogra­fías policiales de sus aberraciones. Sólo las superaba en popularidad la ejecución de Fou-Tchou-Li.
El único rastro del doctor en siete años había sido la carta reci­bida por Starling en plena crucifixión mediática.
A pesar de no haber encontrado huellas digitales en la misiva, el FBI se sentía razonablemente seguro de que era auténtica. Clarice Starling no tenía la menor duda.
—¿Por qué lo ha hecho, Starling? —Crawford parecía casi enfa­dado con ella—. Nunca he pretendido comprenderlo más de lo que lo comprenden esos psiquiatras burriciegos. Pero tú puedes expli­cármelo.
—Lecter pensaba que lo ocurrido podía desengañarme... desi­lusionarme respecto al Bureau, y él disfruta contemplando la des­trucción de la fe, es su pasatiempo favorito. Es como las fotos de iglesias desplomadas que coleccionaba. La montaña de escombros de aquella iglesia de Italia que se vino abajo sobre las abuelas que asistían a una misa especial, y el árbol de Navidad que después colo­có alguien encima de ellos... Aquello lo entusiasmó. Le divierte mi situación, juega conmigo. Cuando lo entrevistaba, le gustaba seña­lar las lagunas de mi educación; está convencido de que soy una ingenua.
Crawford habló desde la experiencia que le proporcionaban sus años y su soledad:
—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que quizá le gustes, Star­ling?
—Simplemente le divierto. Las cosas lo divierten o no. Y si no...
—¿Has sentido alguna vez que le gustabas? —Crawford insistía en la diferencia entre pensar y sentir como un baptista hubiera insisti­do en la inmersión integral.
—Basándose en unos pocos encuentros, fue capaz de descubrir­me un puñado de verdades sobre mí misma. En mi opinión es muy fácil confundir la perspicacia con la simpatía, por la desesperada necesidad de simpatía que todos sentimos. Puede que aprender a distinguirlas forme parte del proceso de hacerse adulto. Es duro y desagradable darse cuenta de que alguien puede comprenderte sin que ni siquiera le gustes. Y cuando ves la comprensión usada como arma por un depredador, no te queda por ver nada peor. Yo... yo no tengo la menor idea de qué sentimientos le inspiro al doctor Lecter.
—Pero ¿qué tipo de cosas te dijo, si no te molesta la pregunta?
—Me dijo que era una paleta ambiciosa y testaruda y que mis ojos brillaban como quincalla. Que calzaba zapatos baratos, pero que tenía algo de gusto, una pizca de buen gusto.
—¿Y ésa fue la verdad que tanto te sorprendió?
—Pues sí. Y quizá sigue siéndolo. Aunque he mejorado en lo de los zapatos.
—En tu opinión, ¿podría estar interesado en saber si lo delata­rías después de enviarte una carta de ánimo?
—Él ya sabía que lo iba a delatar, más vale que lo supiera.
—Mató a seis personas después de que el tribunal lo mandara en­cerrar —dijo Crawford—. Se cargó a Miggs en el manicomio por echarte esperma a la cara, y a otros cinco en la huida. En el actual clima político, si lo cogen no se librará de la inyección.
La idea hizo sonreír a Crawford. Había sido un pionero en el es­tudio de los asesinos en serie. Ahora se enfrentaba a la jubilación forzosa, mientras el monstruo que lo había llevado por el camino de la amargura seguía en libertad. La perspectiva de ver muerto al doc­tor Lecter lo regocijaba sin paliativos.
Starling sabía que Crawford había mencionado el incidente con Miggs para sacudir su atención, para hacerla retroceder a aquellos días terribles en que intentaba interrogar a Hannibal el Caníbal en los calabozos del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore. Cuando Lecter jugaba con ella al gato y al ratón mientras una mu­chacha aterrorizada se agazapaba en el pozo del sótano de Jame Gumb esperando a que la mataran. Crawford solía provocar a su in­terlocutor para galvanizar su atención cuando estaba llegando al meo­llo de la cuestión, como ocurrió en aquella oportunidad.
—¿Sabías, Starling, que una de las primeras víctimas de Lecter si­gue viva?
—El chico rico. La familia ofreció una recompensa.
—Sí. Mason Verger. Vive conectado a un pulmón artificial en Maryland. Su padre ha muerto este año y le ha dejado una fortuna amasada en el negocio de la carne. También ha heredado un con­gresista y un miembro del Comité de Supervisión Judicial que no sabían ni atarse los cordones de los zapatos sin pedir permiso al vie­jo Verger. Mason dice tener algo que puede ayudarnos a atrapar a Lecter. Quiere hablar contigo.
—¿Conmigo?
—Contigo. Eso es lo que quiere, y de repente todo el mundo está de acuerdo en que es una idea estupenda.
—Es lo que quiere... después de que usted se lo sugiriera, ¿me equivoco?
—Estaban dispuestos a acabar contigo, Starling, iban a lavarse las manos y a tirarte como si fueras un trapo. Te hubieras sacrificado en vano, igual que John Brigham. Sólo para salvar a un puñado de bu­rócratas del BATF. Miedo. Presión. Ya no entienden otro lenguaje. Mandé a alguien a que hiciera una visita a Verger y le explicara lo mucho que perjudicaría a la caza de Lecter que te dieran el pasa­porte. Lo que pasó a continuación, a quién llamó Verger después, ni lo sé ni me importa. Supongo que le dio un toque a nuestro re­presentante en el Congreso, el señor Vellmore.
Un año antes, Crawford no hubiera jugado aquella carta. Starling escrutó el rostro de su superior en busca de alguno de los signos de la demencia temporal que suele asaltar a los jubilados en ciernes. No percibió ninguno, pero Crawford parecía hastiado.
—Verger no es agradable, Starling, y no me refiero sólo a su cara. Averigua lo que sabe y vuelve con la información. Trabajaremos so­bre ella. Por fin.
Starling sabía que durante años, desde que se graduó en la Aca­demia del FBI, Crawford había intentado que la destinaran a Cien­cias del Comportamiento.
Ahora que era una agente veterana, veterana en muchas misio­nes de segunda categoría, se daba cuenta de que su temprano éxito en capturar al asesino en serie Jame Gumb era el origen de sus pro­blemas en el Bureau. Había sido una estrella en alza que se partió la crisma a media ascensión. En las semanas previas a la captura de Gumb, se había ganado al menos un enemigo poderoso y los celos de buen número de sus colegas masculinos. Eso, y una cierta falta de mano izquierda, la habían reducido a pasar años en brigadas de choque, brigadas de intervención rápida en atracos a bancos y bri­gadas encargadas de ejecutar órdenes de arresto, viendo Newark por encima del cañón de una escopeta. Al final, considerada demasiado irascible para trabajar en grupo, la habían convertido en agente téc­nica encargada de pinchar teléfonos y poner micrófonos en los co­ches de gángsteres y traficantes de pornografía infantil, y se había vis­to obligada a pasar noches de solitaria vigilancia atendiendo escuchas telefónicas autorizadas por el título tercero. Y en cuanto una agen­cia hermana solicitaba a alguien competente para una operación, la cedían. Tenía una fuerza sorprendente y era rápida y segura con el arma.
Crawford veía aquello como una oportunidad para Starling. Es­taba seguro de que la agente siempre había querido atrapar a Lecter. Pero la verdad era bastante más complicada.
El hombre la miraba con curiosidad.
—Sigues teniendo la cara manchada de pólvora.
Los granos de pólvora quemada del revólver del difunto Jame Gumb le habían dejado una marca negra en la mejilla.
—No he tenido tiempo de quitármelo —le respondió Starling.
—¿Sabes cómo llaman los franceses a un lunar así, una mouche como ésa, en la parte superior de la mejilla? ¿Sabes lo que simboliza?
Crawford tenía toda una biblioteca sobre tatuajes, simbología, mutilación ritual...
Starling negó con la cabeza.
—La llaman «coraje» —le explicó Crawford—. Tú puedes lle­varla. Yo que tú no me la quitaría.

CAPÍTULO

9



Muskrat Farm, la propiedad de los Verger en el norte de Maryland, cerca del río Susquehanna, es de una belleza inquietan­te. La dinastía familiar la adquirió en los años treinta, cuando sus miembros decidieron trasladarse al este desde Chicago para estar más cerca de Washington, mudanza que bien podían permitirse. La ap­titud para los negocios y el olfato político de los Verger les habían permitido llenarse los bolsillos suministrando carne al ejército des­de los tiempos de la Guerra de la Secesión.
El escándalo de «la ternera embalsamada» durante la guerra con España apenas los salpicó. Cuando Upton Sinclair y otros meto­mentodo como él investigaron las peligrosas condiciones de trabajo en las plantas de empaquetado de carne de Chicago, descubrieron que varios empleados de los Verger, convertidos en tocino por inadvertencia, habían sido enlatados y vendidos como pura manteca de cerdo Durham, la favorita de los panaderos. Pero las averiguaciones exculparon a los Verger, que no perdieron ni un solo contrato con el gobierno.
Los Verger evitaron aquellos atolladeros potenciales y otros mu­chos comprando políticos; de hecho, su único tropiezo serio se pro­dujo en 1906, cuando tuvieron que pasar el Acta de Inspección de la Carne.
En la actualidad el imperio familiar sacrifica ochenta y seis mil vacunos y aproximadamente treinta y seis mil cerdos al día, canti­dades que oscilan levemente dependiendo de la temporada.
El césped recién podado de Muskrat Farm y los arriates cuaja­dos de lilas mecidas por el viento despiden un olor que no se pare­ce en nada al de los mataderos. No hay más animales que los ponis adiestrados para que los monten los grupos de niños, y simpáticos grupos de gansos que picotean la hierba contoneando el trasero. No hay perros. La casa, el granero y los terrenos ocupan el centro de un parque nacional de quince kilómetros cuadrados de bosque, y se­guirán allí a perpetuidad gracias a una dispensa especial otorgada por el Departamento de Interior.
Como muchos enclaves de los muy ricos, Muskrat Farm no es fácil de encontrar la primera vez que uno la visita. Clarice Starling abandonó la autopista una salida más allá de la que correspondía. Al volver por la carretera de servicio, encontró en primer lugar la en­trada de los proveedores, una gran verja asegurada con cadena y candado en la alta valla que rodeaba el bosque. Al otro lado, un ca­mino forestal desaparecía bajo el arco que formaban los árboles. No había interfono. Tres kilómetros más adelante vio la entrada principal, situada al final de un cuidado camino de acceso de unos cien metros de longitud y flanqueada por una caseta. El guarda uniformado tenía apuntado su nombre en una tablilla con sujeta­papeles.
Otros tres kilómetros a lo largo de una carretera irreprochable la condujeron hasta la granja.
Starling detuvo el ruidoso Mustang para dejar que un grupo de gansos cruzara el camino. Vio una hilera de niños montados en re­chonchos Shetlands que salían de un hermoso granero a unos tres­cientos metros de la casa. El edificio principal era una mansión magnífica diseñada por Stanford White que se alzaba entre colinas bajas. El lugar rebosaba solidez y abundancia, como un reino de hermosos sueños. Starling no pudo evitar que el espectáculo la im­presionara.
Los Verger habían tenido el buen gusto de conservar la casa tal como era originalmente, con la excepción de un añadido que Star­ling no podía ver aún, una moderna ala que salía de la parte supe­rior de la fachada este, como un apéndice extra injertado en un grotesco experimento médico.
Starling aparcó bajo el pórtico central. Cuando apagó el motor, pudo oír su propia respiración. Por el retrovisor vio que alguien se acercaba a caballo. Las herraduras resonaron contra el pavimento cercano al coche cuando Starling salió de él.
Un jinete de anchos hombros y corto pelo rubio saltó de la silla y entregó las riendas a un mozo de cuadra sin mirarlo.
—Llévalo a las cuadras —ordenó con voz profunda y áspera—. Soy Margot Verger.
Vista de cerca, era evidente que se trataba de una mujer. Mar­got Verger le tendió la mano con el brazo rígido desde el hombro. Estaba claro que practicaba el culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros y los brazos macizos tensaban el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un brillo seco y parecían irritados, como si padecie­ra escasez de lágrimas. Llevaba pantalones de montar de sarga y botas sin espuelas.
—¿Qué coche es ése? —preguntó—. ¿Un viejo Mustang?
—Del ochenta y ocho.
—¿De los de cinco litros? Parece como si se agachara sobre las ruedas.
—Sí. Es un Mustang Roush.
—¿Y le gusta?
—Mucho.
—¿A cuánto se pone?
—No lo sé. A bastante, creo.
—¿Le da miedo comprobarlo?
—Mas bien respeto. Yo diría que lo uso con respeto —explicó Starling.
—¿Sabía lo que hacía cuando lo compró?
—Sabía lo bastante cuando lo vi en una subasta de objetos in­cautados a unos traficantes. Y aprendí más después.
—¿Cree que podría con mi Porsche?
—Depende del Porsche. Señorita Verger, necesito hablar con su hermano.
—Habrán acabado de arreglarlo en cinco minutos. Podemos em­pezar a subir.
Los enormes muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones mientras subía la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que Starling se preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el clítoris con cinta adhesiva.
A Starling, que había pasado la mayor parte de su infancia en un orfanato luterano, la vastedad de los espacios, las vigas pintadas de los techos y las paredes llenas de retratos de muertos de aspecto im­portante le hicieron pensar en un museo. En los rellanos había ja­rrones chinos y los pasillos estaban cubiertos por largas alfombras marroquíes.
Al llegar al ala nueva de la casa se producía un corte brusco en el estilo. Tras cruzar una puerta de dos hojas de cristal esmerilado, que desentonaba con el vestíbulo abovedado, se accedía a un anexo moderno y funcional.
Margot Verger se detuvo ante la puerta y dirigió a Starling una de sus miradas brillantes e irritadas.
—Hay personas a las que les cuesta hablar con Mason —le ad­virtió—. Si se siente incómoda, o no puede soportarlo, yo puedo informarle más tarde de lo que se le haya olvidado preguntarle.
Existe una emoción que todos conocemos pero a la que nadie ha sabido dar nombre: el regocijo que experimentamos cuando creemos inminente una ocasión de despreciar al prójimo. Starling percibió aquello en el rostro de Margot Verger.
—Gracias —fue todo lo que contestó.
Para sorpresa de Starling, la primera habitación del ala era una sala de juegos enorme y bien equipada. Dos niños afroamericanos jugaban entre animales de peluche de tamaño gigante, uno monta­do en una pequeña noria y el otro empujando un camión por el suelo. En las esquinas había todos los triciclos y coches imaginables, y en el centro, un amplio parque infantil con el suelo acolchado.
En una esquina de la sala, un individuo alto vestido de enferme­ro leía el Vogue sentado en un confidente. En las paredes había un buen número de cámaras, unas por encima de la cabeza y otras a la altura de los ojos. La situada en lo alto de la esquina más próxima siguió los pasos de Starling y Margot Verger mientras las lentes gi­raban para enfocarlas.
Starling ya había dejado de sufrir cada vez que veía a un niño de color, pero no podía apartar la vista de aquellos dos. Su alegre afán en torno a los juguetes la conmovió mientras cruzaba la sala si­guiendo a Margot Verger.
—A Mason le gusta mirarlos —le explicó la mujer—. Y como a ellos les asusta verlo, a todos menos a los muy pequeños, ha idea­do este sistema. Luego montan los ponis. Son niños de la guardería de los servicios sociales de Baltimore.
Sólo era posible llegar a la habitación de Mason Verger atrave­sando su cuarto de baño, una estancia que ocupaba todo el ancho del ala y no desmerecía de un balneario. El acero, el cromo y la al­fombra industrial le daban un aire institucional, y estaba llena de du­chas con puertas correderas, bañeras de acero inoxidable sobre las que pendían poleas, mangueras enrolladas de color naranja, saunas y enormes armarios de cristal llenos de ungüentos de la farmacia de Santa María Novella de Florencia. El aire del cuarto de baño conservaba el vaho de un uso reciente y olía a bálsamo y a lini­mento de gaulteria.
Starling vio luz bajo la puerta de la habitación de Mason Verger. Se apagó en cuanto su hermana puso la mano sobre el pomo.
Un sofá situado en una esquina recibía una luz cruda proceden­te del techo. Sobre él colgaba una aceptable reproducción del gra­bado El anciano de los días, de William Blake, que representa a Dios midiendo con un compás. La imagen estaba orlada de negro en me­moria del reciente fallecimiento del patriarca de los Verger. El resto de la habitación estaba a oscuras.
De la negrura llegaba el sonido de una máquina que trabajaba rítmicamente, silbando y suspirando a compás.
—Buenas tardes, agente Starling —resonó una voz amplificada electrónicamente. La be se había esfumado.
—Buenas tardes, señor Verger —dijo Starling a la oscuridad, con el calor de la luz cayéndole sobre la cabeza.
Pero la tarde estaba en otra parte. La tarde no entraba en aquel reducto.
—Siéntese, por favor.
«Tengo que hacerlo. Es lo mejor. Es lo que toca.»
—Señor Verger, la conversación que mantendremos será una de­claración formal y tendré que grabarla. ¿Tiene algún inconveniente?
—En absoluto —las palabras sonaron entre dos suspiros de la má­quina, expurgadas de la be y la ese—. Margot, creo que ya puedes dejarnos solos.
Sin mirar a Starling, Margot Verger dejó la habitación haciendo sisear sus pantalones de amazona.
—Señor Verger, si no le importa, quisiera ponerle este micrófo­no en la ropa o en el almohadón, o puedo ir en busca del enfer­mero si lo prefiere.
—No es necesario —dijo, a excepción de las dos eses. Esperó a recibir oxígeno de la siguiente exhalación mecánica—. Hágalo us­ted misma, agente Starling. ¿Puede ver dónde estoy?
Starling no consiguió encontrar ningún interruptor. Pensó que vería mejor si salía del resplandor y se internó en la zona oscura con una mano por delante, guiándose por el olor a bálsamo y linimento.
Estaba más cerca de la cama de lo que había creído cuando el hombre encendió la luz.
El rostro de Starling permaneció impasible. La mano que soste­nía el micrófono hizo un amago de retroceder, apenas un par de centímetros.
Lo primero que pensó no tenía relación con lo que sentía en pe­cho y estómago; se dio cuenta de que las anomalías de su forma de hablar se debían a que no tenía labios. Después, comprendió que no estaba ciego. Su único ojo azul la miraba a través de una especie de monóculo al que estaba conectado un tubo que mantenía húmedo el globo sin párpado. En cuanto al resto, años atrás los cirujanos ha­bían hecho todo lo humanamente posible aplicando amplios injer­tos de piel sobre los huesos.
Mason Verger, sin labios ni nariz, sin tejido blando en el rostro, era todo dientes, como una criatura de las profundidades marinas. Acos­tumbrados como estamos a las máscaras, la conmoción ante semejante vista no es inmediata. La sacudida sólo llega cuando comprendemos que aquél es un rostro humano tras el cual hay un ser pensante. Nos produce escalofríos con sus movimientos, con la articulación de la mandíbula, con el girar del ojo para mirarnos. Para mirar una cara normal.
El cabello de Mason Verger era hermoso y, sin embargo, era lo que más difícil resultaba mirar. Moreno con mechones grises, estaba tren­zado formando una cola de caballo lo bastante larga como para alcan­zar el suelo si se la pasaran por detrás del almohadón. En ese momento estaba enroscada sobre su pecho encima del respirador en forma de caparazón de tortuga. Cabello humano creciendo de un cráneo arruinado, con las vueltas brillando como escamas superpuestas.
Bajo la sábana, el cuerpo completamente paralizado de Mason Verger se consumía como una vela en la cama elevada de hospital.
Ante el rostro tenía los controles, que parecían una zampona o una armónica de plástico blanco. Enroscó la lengua alrededor del extremo de uno de los tubos y sopló aprovechando el siguiente golpe de aire del respirador. La cama respondió con un zumbido, giró ligeramen­te dejándolo frente a Starling y aumentó la elevación de su cabeza.
—Agradezco a Dios lo que pasó —dijo Verger—. Fue mi salva­ción. ¿Ha aceptado usted a Jesús? ¿Tiene usted fe?
—Me eduqué en un ambiente de estricta religiosidad, señor Ver­ger. Supongo que algo me habrá quedado —le contestó Starling—. Ahora, si no tiene inconveniente, voy a fijar esto en la funda del al­mohadón. Aquí no le molesta, ¿verdad? —la voz sonó demasiado vivaz y maternal para ser la suya.
Tener la mano junto a la cabeza del hombre, ver las dos carnes casi en contacto, no ayudaba a Starling, como tampoco lo hacía el latido de las venas injertadas sobre los huesos de la cara; su rítmica dilatación hacía que parecieran gusanos engullendo.
Aliviada, soltó cable y anduvo de espaldas hacia la mesa, donde tenía la grabadora y otro micrófono independiente.
—Habla la agente especial Clarice M. Starling, número del FBI 5143690, recogiendo la declaración de Mason R. Verger, número de la Seguridad Social 475989823, en su domicilio y en la fecha que figura en la etiqueta, bajo juramento y en forma de atestado. El se­ñor Verger está al tanto de que se le garantiza inmunidad por parte del fiscal del distrito treinta y seis, y por las autoridades locales en un memorando adjunto, bajo juramento y en la forma establecida. Y ahora, señor Verger...
—Quiero hablarle del campamento —la interrumpió aprove­chando una exhalación de la máquina—. Fue una maravillosa ex­periencia de mi infancia, a la que en esencia he vuelto.
—Hablaremos de ello más adelante, señor Verger, primero...
—Vamos a hablar de ello ahora, señorita Starling. ¿Sabe?, en esta vida todo consiste en aguantar. Así fue como encontré a Jesús, y nada que pudiera contarle será más importante que eso —hizo una pausa a la espera de que la máquina le bombeara oxígeno—. Era un campamento cristiano pagado por mi padre. Lo pagaba todo, los gastos de ciento veinticinco campistas a orillas del lago Michigan. Algunos de ellos eran unos muertos de hambre que hubieran he­cho cualquier cosa por un pirulí. Tal vez me aproveché de esa cir­cunstancia, quizá fui grosero con ellos cuando no querían aceptar el chocolate y hacer lo que les decía; ya no tengo interés en ocul­tar nada, ahora todo está en regla.
—Señor Verger, discutamos ciertas cuestiones con la misma...
Pero Verger no la escuchaba; tan sólo esperaba que la máquina volviera a proporcionarle oxígeno.
—Tengo inmunidad, señorita Starling, todo está en regla. Jesús me garantiza inmunidad, el fiscal del distrito me garantiza inmu­nidad, las autoridades de Owings Mills me garantizan inmunidad, aleluya... Soy libre, señorita Starling, todo está en regla. Estoy en paz con el Señor, todo en regla. Él es Nuestro Redentor, y en el campamento lo llamábamos Red. Nadie puede con Red. Lo con­vertimos en un contemporáneo, ¿se da cuenta? Lo serví en Áfri­ca, aleluya, lo serví en Chicago, alabado sea, y lo sirvo ahora, y Él me elevará sobre esta cama y vencerá a mis enemigos y los pondrá ante mí, y oiré el llanto de sus mujeres. Y todo estará en regla.
Empezó a tragar saliva y calló, con las venas de la cara oscuras e hinchadas.
Starling se levantó para ir a buscar al enfermero, pero la voz del hombre la detuvo antes de que llegara a la puerta.
—Estoy bien, todo arreglado.
Starling pensó que quizá una pregunta directa surtiera más efec­to que intentar dirigir el rumbo de la conversación.
—Señor Verger, ¿había visto usted al doctor Lecter alguna vez, antes de que el tribunal se lo asignara como terapeuta? ¿Tenían tra­to social?
—No.
—Sin embargo, los dos formaban parte del patronato de la Fi­larmónica de Boston.
—No. Tenia un asiento en el consejo por la contribución eco­nómica de mi familia. Pero cuando había que votar algo, enviaba a mi abogado.
—Usted no declaró en el juicio contra el doctor Lecter. ¿Por qué?
Estaba aprendiendo a espaciar las preguntas para acompasarlas al ritmo del respirador.
—Dijeron que tenían más que suficiente para condenarlo seis ve­ces, nueve veces. Y los engañó recurriendo y declarándose enfer­mo mental.
—Fue el tribunal el que lo declaró enfermo mental. El doctor Lecter no recurrió.
—¿Le parece importante la distinción? —le preguntó Mason.
Aquella pregunta permitió a Starling vislumbrar el funciona­miento de su cerebro, prensil y tortuoso, que se compadecía mal con el vocabulario que utilizaba con ella.
Acostumbrada a la luz, una enorme anguila de la especie de las morenas salió de las rocas del acuario e inició su incansable danza cir­cular; parecía una cimbreante cinta marrón con un hermoso diseño de manchas claras distribuidas irregularmente.
Starling era consciente de su presencia en todo momento, pues se movía en la periferia de su campo de visión.
—Es una Muraena kidako —dijo Mason—. Hay una todavía ma­yor en cautividad, en Tokio. Ésta es la segunda en tamaño. Su nom­bre vulgar es «murena asesina». ¿Le gustaría ver por qué?
—No —dijo Starling, y pasó la hoja de su libreta—. De forma que, mientras seguía la terapia decretada por el juez, señor Verger, invitó al doctor Lecter a su casa.
—Ya no me avergüenzo de nada. Estoy dispuesto a contárselo todo. Ahora todo está en regla. Me libraría de todos aquellos car­gos amañados por abusos si hacía quinientas horas de servicios a la comunidad, trabajaba en la perrera municipal y asistía a las sesiones de terapia del doctor Lecter. Pensé que si conseguía complicar al doctor de alguna manera, él haría la vista gorda con la terapia y no me delataría si faltaba de vez en cuando o si cuando iba estaba un poco distraído.
—Fue entonces cuando compró la casa en Owings Mills.
—Sí. Le había contado al doctor Lecter todo lo refeíente a Africa, Idi y lo demás, y le había prometido enseñarle algunas cosas.
—¿Algunas cosas?
—Parafernalia. Juguetes. En aquel rincón está la guillotina por­tátil que usábamos Idi Amín y yo. Se puede cargar en un jeep y lle­varla a cualquier parte, al poblado más remoto. Se monta en quince minutos. El condenado tarda diez minutos en tensarla con un torno, un poco más si es una mujer o un niño. Ya no me avergüenza todo aquello, porque ahora estoy purificado.
—El doctor Lecter fue a su casa.
—Sí. Le abrí la puerta vestido de cuero, ya me entiende. Lo ob­servé esperando descubrir alguna reacción, pero no vi ninguna. Me preocupaba que pudiera asustarse, pero no parecía asustado en ab­soluto. Asustarse de mí... Qué divertido suena eso ahora. Lo invité a acompañarme arriba. Le enseñé los perros que había adoptado en el depósito. Había encerrado en la misma jaula a dos que eran muy amigos, con agua fresca en abundancia pero sin comida. Sen­tía curiosidad por ver lo que acabaría pasando.
»Luego, le enseñé mi instalación de lazos corredizos, ya sabe, as­fixia autoerótica; uno se ahorca, pero no en serio, es estupendo mientras... ¿Me sigue?
—Lo sigo.
—Bien, pues él no parecía seguirme. Me preguntó cómo funcio­naba y yo le contesté que era un psiquiatra un tanto raro si no lo sa­bía; y él dijo, y nunca olvidaré su sonrisa: «Enséñemelo». Entonces pensé: «Ya eres mío».
—Y se lo enseñó.
—No me avergüenzo de nada de ello. Nuestros errores nos ha­cen crecer. Ahora estoy purificado.
—Por favor, señor Verger, continúe.
—Bajé la horca a la altura del enorme espejo y me la pasé por el cuello. Tenía el trinquete en una mano mientras me la meneaba con la otra, y observaba su reacción, pero no podía adivinar lo que pensaba. Por lo general soy bueno leyendo la mente de los demás. Él estaba sentado en una silla, en una esquina del cuarto. Tenía las piernas cruzadas y las manos entrelazadas alrededor de la rodilla. De pronto se levantó y se metió la mano en el bolsillo, todo elegancia, como James Mason buscando el encendedor, y dijo: «¿Quieres una cápsula de amilo?». Y yo pensé: «Guau, si me da una ahora, tendrá que seguir dándomelas siempre, si no quiere perder la licencia. Esto va a ser el paraíso de las recetas». Si ha leído el informe, sabrá que había mucho más que nitrato de amilo.
—Polvo de ángel, metanfetaminas, ácidos... —recitó Starling.
—Una pasada, créame. Se acercó al espejo al que me estaba mi­rando, le pegó una patada y cogió una esquirla. Yo flipaba en colóres. Se me acercó y me dio el trozo de cristal. Me miró a los ojos y me preguntó si no me apetecía rebanarme la cara con el cristal. Soltó a los perros. Les di trozos de mi cara. Pasó un buen rato hasta que me la vacié del todo, según dijeron. Yo no me acuerdo. Lecter me partió el cuello con el lazo. Recuperaron mi nariz cuando les lavaron el estómago a los perros en la perrera, pero el injerto no agarró.
Starling empleó más tiempo del necesario en ordenar los pape­les sobre la mesa.
—Señor Verger, su familia ofreció una recompensa después de que el doctor Lecter escapara de Memphis.
—Sí, un millón. Un millón de dólares. Lo anunciamos en todo el mundo.
—Y además ustedes ofrecieron pagar por cualquier información relevante, no sólo por la captura y condena. Se suponía que com­partirían esa información con nosotros. ¿Lo han hecho siempre?
—No exactamente, pero nunca hubo nada lo bastante bueno para compartirlo.
—¿Cómo lo sabe? ¿Es que siguieron ustedes mismos algunas de las pistas?
—Sólo lo suficiente para comprobar que no tenían valor. ¿Por qué no íbamos a hacerlo? Ustedes nunca nos contaron nada. Con­seguimos una pista sobre Creta que resultó falsa, y otra sobre Uru­guay que nunca pudimos comprobar. Quiero que comprenda que no se trata de una venganza, señorita Starling. He perdonado al doctor Lecter, lo mismo que Nuestro Señor perdonó a los soldados romanos.
—Señor Verger, usted informó a mis superiores de que ahora podría tener algo.
—Mire en el cajón de la mesa del fondo.
Starling sacó de su bolso los guantes blancos de algodón y se los puso. En el cajón había un gran sobre de papel manila. Era rígido y pesado. Sacó una radiografía y la puso contra la luz procedente del techo. Contó los dedos. Cuatro más el pulgar.
—Fíjese en los metacarpianos, ¿sabe a qué me refiero?
—Sí.
—Cuente los nudillos.
Cinco.
—Contando el pulgar, esa persona tenía seis dedos en su mano izquierda. Como el doctor Lecter.
—Como el doctor Lecter.
La esquina donde debían aparecer el número del paciente y el origen de la radiografía había sido recortada.
—¿De dónde procede, señor Verger?
—De Río de Janeiro. Para averiguar más tendré que pagar. Una fortuna. ¿Puede decirme si es el doctor Lecter? Tengo que saber si merece la pena pagar.
—Lo intentaré, señor Verger. Haremos todo lo que podamos. ¿Tiene el sobre en el que llegó la radiografía?
—Margot lo ha guardado en una bolsa de plástico, ella se lo dará. Si no le importa, señorita Starling, estoy un poco cansado y nece­sito atenciones.
—Nos pondremos en contacto con usted, señor Verger.
Apenas había salido Starling, cuando Mason Verger sopló en el tubo del extremo y llamó a Cordell. El enfermero llegó de la sala de juegos y le leyó el contenido de una carpeta rotulada «DEPARTA­MENTO DE TUTELA INFANTIL DE LA CIUDAD DE BALTIMORE».
—Se llama Franklin, ¿eh? Tráemelo —ordenó Mason, y apagó su luz.

El niño se quedó de pie, solo bajo la brillante luz que se derra­maba desde el techo sobre el sofá, intentando penetrar con la vista la jadeante oscuridad.
—¿Eres Franklin? —preguntó la profunda voz.
—Franklin —dijo el niño.
—¿Con quién vives, Franklin?
—Con mamá, con Shirley y con Stringbeam.
—Y Stringbeam ¿siempre está con vosotros?
—Viene y va.
—¿Has dicho «Viene y va»?
—Sí.
—Mamá no es tu verdadera mamá, ¿verdad, Franklin?
—Es mi mamá adoptiva.
—Pero no es la primera que has tenido, ¿a que no?
—No.
—¿Te gusta tu casa, Franklin?
La cara del niño se iluminó.
—Tenemos un minino. Y mamá hace pasteles en el horno.
—¿Cuánto tiempo hace que vives allí, en casa de mamá?
—No sé.
—¿Has celebrado algún cumpleaños allí?
—Una vez. Shirley hizo polos.
—¿Te gustan los polos?
—Los de fresa.
—¿Quieres a mamá y a Shirley?
—Aja, sí que las quiero. Y al minino, también.
—¿Te gusta vivir allí? ¿Tienes miedo cuando te vas a la cama?
—Aja. Duermo en el cuarto con Shirley. Shirley es grande.
—Franklin, ya no puedes vivir allí, con mamá, Shirley y el mi­nino. Tienes que irte.
—¿Quién dice eso?
—Lo dice el gobierno. Mamá ha perdido su trabajo y el dere­cho a adoptar. La policía encontró un cigarrillo de marihuana en tu casa. Cuando acabe esta semana ya no volverás a ver a mamá. Tampoco a Shirley ni al minino.
—No —dijo Franklin.
—O a lo mejor es que ya no te quieren, Franklin. ¿Tienes algu­na cosa mala? ¿Tienes alguna llaga o algo sucio? ¿Crees que tu piel es demasiado oscura para que ellos te quieran?
Franklin se tiró de la camisa y se miró la tripilla morena. Sacu­dió la cabeza. Estaba llorando.
—¿Sabes lo que le pasará al minino? ¿Cómo se llama el minino?
—Se llama Minino, ése es su nombre.
—¿Sabes lo que le pasará al minino? Los policías lo llevarán al depósito y el médico que hay allí le pondrá una inyección. ¿Te han puesto alguna inyección en la guardería? ¿Te ha pinchado la enfer­mera? ¿Con una aguja muy brillante? Pues al minino le pondrán una inyección. Cuando vea la aguja se asustará mucho, mucho. Le pincharán y le dolerá, y luego el minino se morirá.
Franklin cogió la falda de la camisa y se la llevó a la cara. Se me­tió el dedo gordo en la boca, algo que no había hecho en un año, desde que mamá le pidió que dejara de hacerlo.
—Ven aquí —dijo la voz desde la oscuridad—. Acércate y te diré lo que puedes hacer para que no le pongan una inyección al mini­no. ¿Tú quieres que le pinchen? ¿No? Entonces, ven, Franklin.
Franklin, llorando a moco tendido y chupándose el dedo, avanzó despacio hacia la oscuridad. Cuando estaba a cinco metros de la cama, Mason sopló en. su armónica y la luz se hizo.
Por un coraje innato, o por sus ganas de salvar al minino, o por­que intuía que no le quedaba ningún sitio al que huir, Franklin no hizo el menor movimiento. No corrió. Se quedó donde estaba, mi­rando el rostro de Mason.
Mason hubiera arqueado las cejas, si las hubiera tenido, ante se­mejante decepción.
—Puedes salvar al minino de la inyección dándole tú mismo ve­neno para las ratas —le dijo Mason. La uve se había perdido, pero el niño comprendió perfectamente, y se sacó el dedo de la boca.
—Eres un viejo malo —le soltó—. Y también feo.
Dio media vuelta y salió de la habitación, atravesó la sala de las mangueras enrolladas y volvió a la sala de juegos.
Mason lo observó en la pantalla de vídeo.
El enfermero levantó la vista y se quedó vigilando al niño mien­tras hacía como que hojeaba el Vogue.
Franklin había perdido el interés por los juguetes. Fue hacia un extremo de la sala y se sentó bajo la jirafa, de cara a la pared. Era todo lo que podía hacer para no chuparse el dedo.
Cordell lo observó atentamente a la espera de que empezara a llorar. Cuando vio que los hombros del niño empezaban a sacudir­se, fue hacia él y le enjugó las lágrimas con gasas estériles. Luego puso las gasas húmedas en la copa de martini de Mason, que se en­friaba en el frigorífico de la sala de juegos, junto al zumo de naranja y las Coca-Colas.

CAPÍTULO

10



Encontrar información médica sobre el doctor Hannibal Lecter no era fácil. Si se considera su absoluto desprecio por el es­tamento médico y por la mayor parte de sus miembros, no sor­prende que nunca tuviera un médico de cabecera.
El Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, en el que el doctor Lecter permaneció bajo custodia hasta su trágico traslado a Memphis, había cerrado sus puertas y ya no era más que otro edi­ficio abandonado a la espera de ser demolido.
La policía estatal de Tennessee fue la última fuerza encargada de la vigilancia del doctor Lecter antes de su huida, pero en sus de­pendencias afirmaban no haber recibido nunca el historial médico del doctor. Los agentes que lo condujeron de Baltimore a Memphis, muertos en la actualidad, habían firmado el recibo del recluso, pero no el de ninguna documentación sanitaria.
Starling pasó todo un día al teléfono y delante del ordenador; después se puso a buscar en persona en los depósitos de pruebas de Quantico y del edificio J. Edgar Hoover. Perdió una mañana trepan­do por las atestadas estanterías del polvoriento y maloliente depó­sito de pruebas del Departamento de Policía de Baltimore, así como una tarde desquiciada viéndoselas con la colección sin catalogar de pertenencias de Hannibal Lecter en la Biblioteca Fitzhugh de Historia Legal, donde el tiempo pareció detenerse mientras los emplea­dos intentaban dar con las llaves.
Al final, todo lo que consiguió fue una sola hoja de papel: el es­cueto reconocimiento médico a que se sometió al doctor Lecter cuando la policía estatal de Maryland lo arrestó por primera vez. Pero ni rastro de un historial médico adjunto.
Inelle Corey había sobrevivido a la desaparición del Hospital Psi­quiátrico Penitenciario de Baltimore y pasado a mejor vida en el De­partamento de Sanidad del Estado de Maryland. No quería entre­vistarse con Starling en su despacho, así que se citó con ella en la cafetería de la planta baja.
Starling tenía la costumbre de llegar con antelación y estudiar el lugar de la cita desde cierta distancia. Corey fue escrupulosamente puntual. Era una mujer pálida y maciza de unos treinta y cinco años, y no llevaba maquillaje ni joyas. La melena casi le llegaba a la cintura, tal como la había llevado en el instituto, y calzaba sandalias blancas con calcetines.
Starling cogió bolsitas de azúcar en el aparador de los condimen­tos y observó a Corey mientras se sentaba en la mesa convenida.
Suele pensarse que todos los protestantes tienen el mismo aspec­to. Nada más alejado de la verdad. Del mismo modo que algunos caribeños son capaces de adivinar la isla concreta de la que proce­de otro, Starling, educada por luteranos, contempló a aquella mujer y se dijo a sí misma: «Iglesia de Cristo, puede que con un Nazare­no en el exterior».
Starling se quitó las joyas, un sencillo brazalete y un aro de oro en la oreja buena, y se los guardó en el bolso. El reloj era de plás­tico, así que daba igual. No podía hacer nada respecto al resto de su apariencia.
—¿Inelle Corey? ¿Un cafe? —Starling traía dos tazas.
—Se pronuncia «Ainel». No tomo cafe.
—Entonces me tomaré yo los dos. ¿Quiere otra cosa? Me llamo Clarice Starling.
—No quiero nada. ¿Le importa enseñarme su identificación?
—Claro que no —respondió Starling—. Señorita Corey... ¿Pue­do llamarla Inelle?
La mujer se encogió de hombros.
—Inelle, necesito ayuda en un asunto que no le afecta a usted personalmente. Sólo le pido que me oriente para encontrar cierta documentación de los archivos del Hospital Psiquiátrico Peniten­ciario de Baltimore.
Inelle Corey exageraba la precisión cuando quería expresar in­dignación o cólera.
—Ya pasamos por esto con el Departamento de Sanidad en el momento del cierre, señorita...
—Starling.
—Señorita Starling. Si investiga, descubrirá que ningún pacien­te salió del hospital sin su carpeta. Que ninguna carpeta salió del hospital sin recibir el visto bueno de un supervisor. Y en cuanto a los fallecidos, el Departamento de Sanidad no necesitaba sus carpe­tas, la Oficina de Estadísticas Vitales no las quiso, y por lo que yo sé, las carpetas de los internos fallecidos se quedaron en el Hospital de Baltimore después de mi traslado, y yo fui una de los últimos en dejar el centro. Las fugas fueron al Departamento de Policía y a la oficina del sheriff.
—¿Las... fugas?
—Me refiero a los que se marchaban por su cuenta y riesgo. Los presos de confianza lo hicieron alguna que otra vez.
—¿Podría ser el caso del doctor Lecter? En su opinión, ¿su his­torial podría haber ido a parar a los archivos de la policía?
—Él no fue una fuga. Nunca se nos podrá reprochar su desapa­rición. Cuando huyó ya no estaba bajo nuestra custodia. Fui allá abajo en una ocasión y lo vi, se lo enseñé a mi hermana cuando vino de visita con sus hijos. Siento algo así como frío y asco cuan­do lo recuerdo. Provocó a uno de los otros para que nos arrojara... —la mujer bajó la voz— su leche. ¿Sabe a qué me refiero?
—He oído la expresión —dijo Starling—. Por casualidad, ¿no sería el señor Miggs?
—Lo he borrado de mi cabeza. Pero me acuerdo de usted. Vino al hospital y habló con Fred... con el doctor Chilton, y bajó al só­tano a hablar con Lecter, ¿no fue así?
—Sí.
El doctor Frederick Chilton, director del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, había desaparecido durante sus vacacio­nes, después de la huida del doctor Lecter.
—Supongo que se enteró de la desaparición de Fred.
—Sí, eso me dijeron.
La señorita Corey vertió unas lágrimas rápidas y relucientes.
—Estábamos prometidos —explicó—. Desapareció y al poco tiempo el hospital cerró. Fue como si se me cayera encima el techo. Si no hubiera sido por mi iglesia no habría salido adelante.
—Lo siento —dijo Starling—. Ahora tiene un buen trabajo.
—Pero no tengo a Fred. Era un hombre extraordinario. Compar­tíamos un amor de los que no se encuentran todos los días. Lo eli­gieron Alumno del Año cuando estaba en el instituto en Cantón.
—Entiendo. Permítame preguntarle algo, Inelle: ¿guardaba Fred los informes en su despacho o estaban fuera, en recepción, donde usted atendía el mostrador?
—Se guardaban en los archivadores de su despacho; pero llegó a haber tantos que colocamos archivadores grandes en recepción. Siempre estaban cerrados con llave, por supuesto. Después del cie­rre, los trasladaron temporalmente al dispensario de metadona, pero mucha documentación fue a otros sitios.
—¿Vio y manejó alguna vez el informe del doctor Lecter?
—Claro.
—¿Recuerda que contuviera alguna radiografía? Las radiografías, ¿se guardaban con las historias clínicas o aparte?
—Con ellas. Se archivaban juntas. Eran mayores que los archiva­dores, lo que suponía un engorro. Teníamos un aparato de rayos X, pero no un radiólogo fijo, de forma que no tenía su propio archi­vo. Si he de serle sincera, no recuerdo si su historia contenía alguna radiografía. Lo que sí había era la grabación de un electrocardio­grama, que Fred solía enseñar a la gente. El doctor Lecter, aunque no sé por qué le llamo «doctor», estaba conectado al electrocar­diógrafo cuando atrapó a la enfermera. Le aseguro que fue espan­toso. Su pulso apenas se alteró mientras la atacaba. Le dislocaron un hombro entre todos los celadores cuando lo agarraron y tira­ron de él para separarlo de la chica. Lo lógico es que después le hicieran alguna radiografía. Yo le habría dislocado algo más que el hombro.
—Si se acuerda de alguna cosa más, cualquier otro lugar donde pudiera estar el archivo, ¿me llamará?
—Haremos lo que llaman una búsqueda global —respondió la señorita Corey saboreando la expresión—; pero dudo mucho que encontremos nada. Muchos de los papeles quedaron abandonados, no por nosotros, sino por los del dispensario de metadona.
Los gruesos tazones de cafe eran de esos que hacen que las go­tas resbalen por el borde exterior. Starling observó a Inelle Corey mientras se alejaba pesadamente como una pecadora más y se be­bió media taza con una servilleta bajo la barbilla.
Starling volvía a ser la misma de siempre poco a poco. Sabía que estaba harta de alguna cosa. Puede que se tratara de la vulgaridad, o peor que eso, de la falta de estilo. Indiferencia a las cosas que halagan la vista. Puede que estuviera hambrienta de un poco de estilo. Hasta el estilo de una meapilas era mejor que nada, era una afirmación, quisieras escucharla o no.
Starling hizo examen de conciencia en busca de signos de esno­bismo y acabó decidiendo que tenía pocos motivos para ser esnob. A continuación, pensando en lo del estilo, se acordó de Evelda Drumgo, que andaba sobrada. El recuerdo le hizo desear ferviente­mente volver a ser capaz de salir de sí misma.

CAPÍTULO
11



Y así, Starling regresó al lugar donde todo había empezado para ella, el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Baltimore, ya di­funto. El viejo edificio marrón, antigua casa del dolor, tenía las puertas encadenadas y las ventanas protegidas con barrotes; sus mu­ros cubiertos de graffiti esperaban la piqueta.
La institución llevaba años languideciendo antes de que su direc­tor, el doctor Frederick Chilton, desapareciera durante sus vacaciones. El subsiguiente descubrimiento de despilfarras y mala gestión, unido a la decrepitud del edificio, indujeron a las autoridades sanitarias a cortar el suministro de fondos. Algunos pacientes fueron trasladados a otras instituciones públicas, otros murieron, y unos cuantos vaga­ron por las calles de Baltimore como zombis colocados de Thorazine gracias a un programa para pacientes externos mal concebido, que consiguió que más de uno muriera congelado.
Mientras esperaba ante la fachada del caserón, Clarice Starling comprendió que había preferido agotar antes las otras líneas de in­vestigación para no tener que volver a aquel sitio.
El encargado llegó con cuarenta y cinco minutos de retraso. Era un viejo rechoncho con un zapato ortopédico que resonaba contra el suelo, y el pelo cortado al estilo de Europa oriental, probable­mente en casa. La condujo resollando hacia una puerta lateral, separada de la acera por unos cuantos peldaños. Los traperos habían forzado la cerradura, y la puerta estaba asegurada con cadena y dos candados. Las telarañas habían cubierto los eslabones de una especie de pelusa. Mientras el hombre revolvía el manojo de llaves, las hier­bas que crecían en las grietas de los escalones cosquilleaban las pantorrillas de Starling. La tarde estaba nublada y la luz granulosa no producía sombras.
—No estoy conociendo esto edificio bien, yo sólo chequeo los alarmas de fuego —dijo el encargado.
—¿Sabe si hay papeles guardados en algún sitio? ¿Archivadores, registros...?
El encargado se encogió de hombros.
—Después de hospital, aquí hay la dispensario de metadona, po­cos meses. Ponen todo en los sótanos, unos camas, unos ropas, no sé qué sea. Es malo aquí para mi asma, moho, muy malo moho. Las colchones de los camas son mohosos, moho malo en los camas. No puedo respirar aquí. Los escaleras, malos para mi pierna. Yo enseñaría, pero...
Starling hubiera preferido bajar acompañada, incluso por él, pero sólo serviría para entorpecerla.
—No. Usted haga lo suyo. ¿Dónde está su garita?
—A final del manzana, donde el viejo oficina de carnets con­ducir.
—Si no he vuelto dentro de una hora...
El hombre se miró el reloj.
—Yo acabo media hora. «Ésta sí que es buena...»
—Lo que va a hacer usted, señor, es esperarse en su garita a que le devuelva sus llaves. Si no he vuelto dentro de una hora, llame al número que hay en esta tarjeta y acompáñeles aquí. Si no está cuan­do salga, si ha cerrado el chiringuito y se ha marchado a casa, iré personalmente a ver a su supervisor por la mañana para informarle. Además haré que el Servicio Interno de Rentas investigue sus in­gresos, y que estudien su situación en la Oficina de Inmigración y... y de Naturalización. ¿Me ha entendido? Conteste.
—Pensaba esperarlo. No falta decirme esos cosas.
—Bueno. Así me gusta —respondió Starling.
El encargado aferró la barandilla con sus manazas para ayudarse a alcanzar el nivel de la acera, y Starling oyó arrastrarse sus pasos desiguales, cada vez más lejanos. Empujó la puerta y se encontró en un descansillo de la escalera de incendios. Las ventanas del hue­co de la escalera, altas y con barrotes, dejaban entrar la luz gris. Dudó si echar un candado por la parte interior de la puerta, pero acabó optando por hacer un nudo a la cadena de la puerta, por si perdía la llave.
Las veces que Starling había acudido al manicomio para entre­vistarse con el doctor Lecter había entrado por la puerta principal. Ahora necesitó unos instantes para orientarse.
Ascendió por la escalera de incendios hasta la planta baja. Las ventanas de cristal esmerilado apenas dejaban entrar la luz morte­cina del exterior y el vestíbulo estaba en penumbra. Starling en­cendió la potente linterna y dio con un interruptor, que encendió las luces del techo, tres bombillas aún útiles en un plafón roto. Los extremos cortados de los cables telefónicos colgaban del mostrador de recepción.
Vándalos provistos de aerosoles de pintura habían llegado al inte­rior del edificio. Un falo de tres metros con sus testículos decoraba la pared de la recepción, acompañado de la siguiente leyenda: «LA MADRE DE FARON ME LA MENEA».
La puerta del despacho del director estaba abierta. Starling se quedó en el umbral. Allí se había presentado para cumplir su pri­mera misión con el FBI, cuando aún era cadete, cuando aún se lo creía todo, que si una era capaz de hacer el trabajo, de demostrar su valía, sería aceptada, sin que importara su raza, credo, color, ori­gen nacional o si era o no era «uno de los chicos». De todo aque­llo no le quedaba más que un solo artículo de fe. Seguía creyendo que era capaz de hacer el trabajo.
En aquel mismo despacho, el doctor Chilton, director del hos­pital, se había acercado a recibirla y le había ofrecido una mano su­dada. Entre aquellas cuatro paredes, el director había traicionado confidencias y escuchado a escondidas, y, creyéndose más listo que Hannibal Lecter, había tomado la decisión que permitiría al doctor escaparse en medio de un baño de sangre.
El escritorio de Chilton seguía en su sitio, pero faltaba la silla, lo bastante pequeña para que la robaran. Los cajones estaban vacíos, aparte de un Alka-Seltzer espachurrado. Había dos archivadores. Las cerraduras eran sencillas, y la antigua agente técnica Starling consi­guió abrirlos en un abrir y cerrar de ojos. El cajón inferior conte­nía un sandwich momificado en su envoltorio de papel y varios for­mularios del dispensario de metadona, además de desodorante para el aliento, un frasco de tónico capilar, un peine y un puñado de con­dones.
Starling recordó el sótano del manicomio, cuyas celdas lo aseme­jaban más a una mazmorra, donde el doctor Lecter había pasado ocho años. No quería bajar allí. Podía hacer uso del teléfono celu­lar y solicitar una unidad de la policía para que bajara con ella. O lla­mar al centro de operaciones de Baltimore y pedir otro agente del FBI. La tarde gris iba transcurriendo y, aunque saliera en ese mismo instante, ya no habría forma de evitar la peor hora del tráfico en Washington. Cuanto más tardara, sería peor.
Se apoyó en el escritorio de Chilton haciendo caso omiso del polvo y trató de tomar una decisión. ¿Pensaba realmente que podía haber ficheros en el sótano, o es que se sentía atraída hacia el lugar en que vio a Hannibal Lecter por primera vez?
Si su carrera en las fuerzas del orden le había enseñado algo so­bre sí misma, era que no la volvían loca las emociones fuertes ni hu­biera echado de menos no volver a sentir miedo. Pero cabía la po­sibilidad de que hubiera archivos en el sótano. Le bastaban cinco minutos para salir de dudas.
Recordaba el estrépito de las puertas de alta seguridad a sus espaldas cuando descendió a aquel sótano años atrás. En previsión de que algo, o alguien, las cerrara, llamó al centro de operaciones de Baltimore, les dijo dónde estaba y quedó de acuerdo con ellos en que volvería a llamar al cabo de una hora informando de que ya ha­bía salido.
Las luces de la escalera interior, por la que Chilton la había con­ducido abajo, seguían funcionando. Mientras descendían, el direc­tor del hospital le había explicado el procedimiento de seguridad que debería seguir para tratar con el recluso; luego, había sacado de su cartera la foto de la enfermera a la que Lecter le había comido la lengua en un reconocimiento médico. Si le habían dislocado un hombro al reducirlo, tenía que existir alguna radiografía.
Una ráfaga de aire le rozó el cuello, como si hubiera una venta­na abierta en alguna parte.
En un rellano había una cajita para hamburguesas de McDonald's y servilletas desparramadas. Un recipiente manchado que había con­tenido judías. Más comida basura. Excrementos secos y servilletas de papel manchadas en un rincón. La luz llegaba apenas hasta el sóta­no, y cesaba ante la enorme puerta metálica de la sección para pre­sos violentos, que ahora estaba abierta de par en par y sujeta al muro por un gancho. Starling enfocó la linterna hacia las celdas en forma de D e iluminó cinco de ellas con toda la potencia del rayo.
El haz recorrió el largo corredor de la antigua sección de má­xima seguridad. Había un bulto en el extremo más alejado. Era in­quietante ver las celdas abiertas de par en par. El suelo estaba lleno de envoltorios de comida y vasos de papel, y sobre la mesa del celador había un bote de refresco, ennegrecido por su uso como pipa de crack.
Starling accionó los interruptores de la luz que había tras la mesa del celador. Nada. Sacó el teléfono celular. El rojo del piloto bri­llaba en la semioscuridad. Sabía que el aparato no funcionaba en los subterráneos, pero se puso a dar voces por el auricular:
—Barry, da marcha atrás y acerca la furgoneta a la entrada late­ral. Trae un reflector. Necesitarás una plataforma con ruedas para bajarlo todo por las escaleras... Sí, ven ahora —a continuación, Starling alzó la voz hacia la oscuridad—: Escúcheme con atención quien esté ahí. Soy una agente federal. Si viven aquí de forma ile­gal, pueden marcharse sin problemas. No los arrestaré. No estoy aquí por ustedes. Pueden volver cuando yo haya acabado aquí, me es exactamente igual. Ahora, empiecen a salir. Si intentan cualquier cosa, me veré en la necesidad de meterles la pistola por el culo. Gracias por su atención.
La voz resonó a lo largo del corredor donde tantas otras se ha­bían desgañitado convertidas en berridos inhumanos, mientras sus dueños, ya sin dientes, chupaban los barrotes.
Starling echaba de menos la presencia tranquilizadora del enor­me celador, Barney, que la había recibido en las ocasiones en que se entrevistó con el doctor Lecter. Recordó la extraña cortesía con la que aquel hombre y el doctor se trataban. Pero ahora no había ningún Barney. Un sonsonete de sus tiempos de escolar le rondaba por la cabeza y, como disciplina, se obligó a recordarlo.

Las pisadas hacen eco en el recuerdo
del pasillo que no quisimos tomar,
hacia la puerta que nunca abrimos
y, tras ella, el jardín y su rosal.
Claro, «El jardín del rosal». Pero aquel jodido sitio no era preci­samente el jardín del rosal.
Starling, a quien los recientes editoriales de los periódicos hubie­ran debido incitar a odiar su pistola tanto como a sí misma, seguía encontrando reconfortante el tacto de su arma en situaciones como aquélla. Sostuvo la 45 contra la pierna y penetró en el corredor pre­cedida por el haz de la linterna. Es difícil cubrir ambos flancos al mismo tiempo, y vital asegurarse de que no se deja a nadie a nues­tras espaldas. Se oía gotear agua.
En algunas celdas había armazones de camas desmontados y amontonados. En otras, pilas de colchones. En el centro del corredor se había acumulado el agua, y Starling, preocupada como siempre por sus zapatos, avanzaba sorteando el estrecho charco. Se acordó de la advertencia de Barney hacía ocho años, cuando todas las celdas esta­ban ocupadas. «Una vez dentro, vaya por en medio.»
Estupendo, archivadores. Al final del corredor, en el centro, color verde oliva mate a la luz de la linterna.
Ahí estaba la celda que ocupara Múltiple Miggs, aquella a cuyo lado más había odiado tener que pasar. Miggs, que le susurraba obscenidades y le arrojaba sus inmundicias. Miggs, al que mató el doctor Lecter convenciéndolo para que se tragara su sucia lengua. Y cuando Miggs murió, Sammie ocupó su celda. Sammie, a quien Lecter animaba en sus esfuerzos por escribir poesía, con resultados soprendentes. Incluso ahora le parecía escucharlo aullando aquel poema:

YO QUIERO UNIRME A CRISTO,
QUIERO IR CON EL SEÑOR
PODRÉ UNIRME A CRISTO
SI SOY MUCHO MEJOR.

Starling aún conservaba el texto, laboriosamente escrito con lá­pices de colores, en algún sitio.
La celda estaba llena de colchones y balas de ropa de cama ata­das con sábanas.
Y, por fin, la celda del doctor Lecter.
La pesada mesa en la que leía seguía atornillada al suelo en me­dio del recinto. Habían desaparecido los estantes donde ponía sus libros, pero las palomillas aún sobresalían de la pared.
Starling se había olvidado de los archivadores y parecía incapaz de apartar los ojos de aquella celda. Allí había tenido lugar el encuen­tro más importante de su vida. Allí se había sentido asombrada, con­fundida, sobrecogida.
En aquel lugar había escuchado cosas sobre sí misma tan terrible­mente ciertas que el corazón le había retumbado como una enorme y grave campana.
Quería entrar. Su deseo de penetrar en aquella celda era seme­jante al que nos incita a arrojarnos de un balcón, a la atracción que el brillo de los raíles ejerce sobre nosotros cuando sabemos que se está acercando un tren.
Starling paseó el haz de la linterna a su alrededor, miró detrás de la hilera de archivadores y enfocó la luz al interior de las celdas próximas.
La curiosidad la empujó a cruzar el umbral. Se quedó en el cen­tro de aquel reducto donde Hannibal Lecter había vivido ocho años. Ocupó el espacio que había pertenecido al doctor, donde lo había visto, de pie, por primera vez, esperando sentir unos escalofríos que no se produjeron. Dejó sobre la mesa la pistola y la linterna, procu­rando que ésta no rodara, y apoyó las palmas de las manos en el ta­blero. Sólo sintió la rugosidad de unas migas.
Sobre cualquier otro, prevaleció un sentimiento de decepción. La celda estaba tan vacía de su antiguo ocupante como la muda abandonada por una serpiente. Starling se dio cuenta en ese momento de algo en lo que apenas había reparado: el peligro y la muerte no tienen por qué llegar embozados en un manto terrible. Pueden al­canzarlo a uno en el aliento perfumado de un amante. O en una tarde soleada junto a un mercado de pescado, mientras Macarena retumba en un estéreo.
Manos a la obra. Había cuatro archivadores en total, que le lle­gaban a la altura de la barbilla y ocupaban tres metros. Cada uno tenía cinco cajones, asegurados con una sola cerradura de cuatro muescas en la parte superior. Ninguna estaba echada. Todos los cajones estaban llenos de expedientes guardados en carpetas, algunas bastante abultadas. Viejas carpetas de papel plastificado que se ha­bía reblandecido con el paso de los años, y otras más nuevas de papel manila. Las fichas que describían el estado de salud de indi­viduos, muertos en su mayoría, desde la apertura del hospital en 1932. Seguían un orden más o menos alfabético, aunque algunos papeles estaban apilados al fondo de los cajones, tras las carpetas. Starling las fue pasando rápidamente, con la pesada linterna sobre el hombro, moviendo los dedos de la mano libre con agilidad y arrepintiéndose de no haber traído una linterna pequeña, que habría podido sostener entre los dientes. En cuanto pudo hacerse una idea de la distribución de las carpetas en los archivadores, pudo saltarse cajones enteros. Las fichas de la jota, las pocas de la ka y, ¡bingo!, la ele: Lecter, Hannibal.
Starling extrajo la ancha carpeta de papel manila, la palpó antes de abrirla para saber si había una radiografía, la puso encima de las otras y, al abrirla, descubrió que contenía la historia médica del difunto I. J. Miggs. Maldita sea. Miggs la seguía jorobando desde la tumba. Puso la carpeta sobre el archivador y buscó en la eme. Allí estaba la carpeta de Miggs, donde le correspondía por orden alfabético. Vacía. ¿Error de clasificación? ¿Metió alguien sin darse cuenta la documentación de Miggs en la carpeta de Lecter? Siguió mirando entre las carpetas de la eme en busca de un expediente sin carpeta. Volvió a la jota. Era consciente de que su irritación iba en aumento. El olor de aquel sitio la asqueaba cada vez más. El encargado tenía razón, allí abajo costaba respirar. Había mirado la mitad de las jotas cuando se percató de que el hedor... aumentaba rápidamente.
Un breve chapoteo a su espalda, y Starling giró en redondo con la linterna empuñada para asestar un golpe y la otra mano metida bajo la chaqueta, en busca de la culata del revólver. En medio del haz de luz apareció un individuo alto cubierto de mugrientos harapos y con uno de los pies deformados por la hinchazón metido en un charco. Tenía una mano separada del costado. La otra soste­nía un trozo de plato roto. Llevaba una de las piernas y ambos pies envueltos en jirones de sábana.
—Hola —dijo, enseñando la lengua hinchada por los hongos.
Starling podía oler su aliento a pesar de los tres metros que los separaban. Bajo la chaqueta, su mano soltó la pistola y buscó el aerosol.
—Hola —contestó Starling—. Haga el favor de ponerse junto a los barrotes.
El hombre no se movió.
—¿Eres Cristo? —le preguntó.
—No —respondió Starling—. No soy Cristo.
La voz. Starling recordaba aquella voz.
—¡Sí, eres Cristo!
El rostro del hombre gesticulaba.
«Esa voz... Vamos, piensa.»
—Hola, Sammie —dijo Starling— ¿Cómo estás? Precisamente acabo de acordarme de ti.
¿Qué sabía de Sammie? La información le llegaba a ráfagas, de­sordenadamente. «Puso la cabeza de su madre en la bandeja de la colecta mientras la congregación cantaba Da lo mejor a tu Señor. Dijo que era lo mejor que tenia. La Iglesia Baptista de la Recta Vía, no recordaba dónde. El doctor Lecter explicó que estaba cabreado por­que Cristo se retrasaba.»
—¿Eres Cristo? —dijo, quejumbroso esta vez.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una colilla, una de las bue­nas, de casi cinco centímetros. La puso en el trozo de plato y se la ofreció.
—Sammie, lo siento, pero no lo soy. Soy...
Sammie, lívido de pronto, furioso porque aquella mujer no era Cristo, hizo retumbar los muros del húmedo corredor:

YO QUIERO UNIRME A CRISTO,
QUIERO IR CON EL SEÑOR

Levantó el trozo de plato, afilado como una hoz por el extremo roto, y dio un paso hacia Starling, con los dos pies en el charco y el rostro congestionado, mientras la mano libre parecía querer ha­cer presa en el aire que los separaba.
Starling sintió la dureza de los archivadores contra la espalda.
—PODRÁS UNIRTE A CRISTO...  SI TE PORTAS MEJOR —recitó Starling alto y claro, como si el hombre se encontrara a mucha dis­tancia.
—Sí, sí... —dijo Sammie más tranquilo, y se detuvo.
Starling buscó en su bolso y encontró una barra de caramelo.
—Sammie, tengo un caramelo. ¿Te gustan los caramelos?
El hombre no respondió.
Puso el dulce en una carpeta y se la alargó igual que él había hecho con el trozo de plato.
Le pegó un mordisco sin quitar el envoltorio, escupió el celofán y de otra dentellada se llevó la mitad del caramelo.
—Sammie, ¿ha venido alguien más a verte?
El hombre no hizo caso de la pregunta, dejó lo que quedaba del caramelo en el trozo de plato y desapareció detrás de una pila de colchones en su antigua celda.
—¿Qué coño es esto? —exclamó una voz de mujer—. Muchas gracias, Sammie.
—¿Quién hay ahí? —preguntó Starling.
—A tí qué coño te importa.
—¿Vive aquí con Sammie?
—Claro que no. He venido a una cita. ¿Qué tal si te largas?
—De acuerdo. Pero antes contésteme a una pregunta. ¿Cuánto hace que está aquí?
—Dos semanas.
—¿Ha venido alguien más?
—Unos vagabundos, que Sammie echó.
—¿Sammie la protege?
—Métete conmigo y te enterarás. Yo puedo andar bien. Consi­go comida y él tiene este sitio, que es seguro para comer. Todo el mundo tiene arreglos parecidos.
—¿Alguno de los dos está en algún programa? ¿Quieren entrar en uno? Yo puedo ayudarles...
—Él estuvo en uno. Sale uno ahí afuera a hacer toda esa mierda y acaba volviendo a lo que conoce. ¿Qué buscas aquí? ¿Qué coño quieres?
—Unos archivos.
—Pues si no están ahí, será que se los habrá llevado alguien. No hace falta ser muy listo para darse cuenta, ¿no?
—¿Sammie? —llamó Starling—. ¿Sammie? Sammie no respondió.
—Sammie se ha dormido —dijo su amiga.
—Si dejo algo de dinero, ¿comprará comida? —ofreció Starling.
—No. Compraré bebida. La comida se encuentra. La bebida, no. Ten cuidado al salir, no te metas el mango de la puerta en el culo.
—Dejaré el dinero en la mesa —dijo Starling.
Le dieron ganas de echarse a correr y se acordó de su primera visita a Lecter, cuando se alejó de su celda intentando guardar la calma, impaciente por llegar a la isla de calma que era el puesto del celador Barney.
A la luz de la escalera, Starling buscó en su monedero un billete de veinte dólares. Dejó el dinero en él escritorio roñoso y arañado de Barney y le puso encima una botella de vino vacía. Desplegó una bolsa de plástico e introdujo en ella la carpeta de Lecter, que conte­nía la historia médica de Miggs, y la carpeta vacía de éste.
—Adiós. Hasta luego, Sammie —dijo alzando la voz hacia el hombre que después de dar tumbos por el mundo había regresado al infierno que conocía.
Le hubiera gustado decirle que esperaba que Cristo llegara pron­to, pero le pareció que sonaría ridículo.
Starling ascendió hacia la luz para seguir dando sus propios tum­bos por el mundo.

CAPÍTULO
12



Si EN EL CAMINO AL INFIERNO HAY ESTACIONES, deben de parecerse a la entrada de ambulancias del Hospital General de la Misericordia, en Baltimore. Por encima del fúnebre lamento de las sirenas, de las ansias de los agonizantes, del chirrido de las ruedas de las camillas empapadas, de los gritos y alaridos, las columnas de vapor que des­piden las bocas de alcantarilla, teñidas de rojo por un gran letrero de neón que dice EMERGENCIAS, ascienden como la columna que guió a Moisés, de fuego en la oscuridad, de nube a la luz del día.
Barney surgió de entre el vapor embutiendo los poderosos hom­bros en la chaqueta y, bajando la cabeza, redonda y rapada, avanzó por el agrietado pavimento a grandes zancadas en dirección este, por donde empezaba a amanecer.
Salía del trabajo veinticinco minutos tarde; la policía había traí­do a un chulo, al que le gustaba pegar a las mujeres, colocado y he­rido de bala, y la enfermera jefe le había pedido que se quedara. Siempre se lo pedían cuando llegaba algún paciente violento.
Clarice Starling observó a Barney bajo la profunda capucha de su chaqueta y dejó que se le adelantara media manzana por la otra acera antes de colgarse al hombro el capazo y seguirlo. Cuando el hombre pasó de largo ante el aparcamiento y la parada de autobús, Starling se sintió aliviada. Le sería más fácil seguirlo si iba a pie. No estaba segura de dónde vivía y necesitaba averiguarlo antes de que la viera.
El barrio de detrás del hospital era tranquilo, obrero y multirracial. Uno de esos barrios en los que conviene ponerle una cerradura especial al coche, pero no hace falta llevarse la batería a casa por la noche, y en el que los niños pueden jugar en la calle.
Después de recorrer tres manzanas, Barney dejó pasar una fur­goneta y cruzó el paso de cebra en dirección norte, hacia una calle de edificios estrechos, algunos con peldaños de mármol y cuidados jardines delanteros. Los pocos locales comerciales vacíos tenían las lunas intactas y limpias. Las tiendas estaban abriendo y empezaba a verse gente. Los camiones que habían permanecido aparcados du­rante la noche a ambos lados de la calle impidieron a Starling ver al hombre durante medio minuto y, al no advertir que se había de­tenido, se encontró a su altura. Estaba justo al otro lado de la calle. Quizá también él la hubiera visto, pero no estaba segura.
Barney se había quedado inmóvil con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza adelantada, mirando con los ojos entor­nados algo que se movía en mitad de la calzada. Sobre el asfalto ya­cía una paloma muerta, cuyas plumas se agitaban movidas por el aire de los coches que pasaban a su lado. Su compañera daba una y más vueltas a su alrededor mirándola con uno de los ojillos y agitando la cabeza a cada salto de sus patas rosáceas. Gira que gira, sin dejar de arrullar con el suave zureo de su especie. Pasaron varios coches y una furgoneta, que la atribulada viuda sorteaba en el último instan­te con cortos vuelos.
Era posible que Barney hubiera levantado la vista un segundo y la hubiera visto; Clarice no podía afirmarlo. Pero tenía que mover­se, o la descubriría. Cuando miró hacia atrás por encima del hom­bro, vio a Barney en cuclillas en medio de la calzada, con un brazo levantado para detener el tráfico.
Torció en la primera esquina, se quitó la chaqueta y sacó del ca­pazo un jersey de chándal, una gorra de béisbol y una bolsa de deporte; se cambió a toda prisa, metió la chaqueta y el capazo en la bolsa de deporte, y se encasquetó la gorra. Se cruzó con varias mujeres de la limpieza que volvían a sus casas, y volvió a doblar la esquina ha­cia la calle donde había dejado a Barney.
El celador había recogido el cadáver de la paloma y lo sostenía en­tre las manos. La compañera del ave voló hasta los cables del teléfono y lo observó desde allí. Barney depositó la paloma en la hierba de un parterre y le alisó las plumas. Alzó el ancho rostro hacia los cables y dijo algo. Cuando el hombre continuó su camino, la paloma descen­dió al césped y volvió a merodear en torno a su pareja, dando saltitos por la hierba. Barney no miró atrás. Cuando subió los escalones de una casa de apartamentos cien metros más adelante y se puso a buscar las llaves en su bolsillo, Starling, que estaba a media manzana de dis­tancia, echó a correr para alcanzarlo antes de que abriera la puerta.
—Barney... Hola.
El hombre se dio la vuelta sin prisa y la miró. Starling había ol­vidado que Barney tenía los ojos más separados de lo normal. Vio brillar en ellos una mirada de inteligencia y sintió como el peque­ño clic de una conexión.
Se quitó la gorra y dejó que el cabello le resbalara por los hombros.
—Soy Clarice Starling. ¿Te acuerdas de mí? Soy...
—La novata —dijo, sin cambiar de expresión. Starling juntó las palmas de las manos y asintió.
—Pues, sí, soy la novata. Barney, necesito hablar contigo. No es oficial, sólo quiero hacerte unas preguntas.
Barney bajó los escalones. Cuando estuvo en la acera, frente a ella, Starling tuvo que seguir levantando la vista. No se sentía amenazada por su tamaño, como le hubiera ocurrido a un hombre.
—Agente Starling, ¿reconoce usted oficialmente que no me ha leído mis derechos? —tenía una voz áspera y fuerte, como la de Tarzán, versión Johnny Weissmuller.
—Por supuesto. No te he aplicado la ley Miranda. Estamos de acuerdo.
—¿Qué tal si se lo dices a tu bolsa de deporte?
Starling abrió la bolsa, metió la cara y habló en voz alta, como si dentro llevara un enano.
—No he leído sus derechos a Barney ni le he ofrecido hacer una llamada.
—Al final de la calle hay un sitio donde preparan un café estu­pendo —dijo Barney—. ¿Cuántas gorras llevas en la bolsa? —le preguntó cuando se pusieron en marcha.
—Tres —contestó Starling.
Cuando el microbus matriculado como transporte para minus-válidos pasó ante ellos, Starling se dio cuenta de que los ocupantes la miraban; pero los desdichados se ponen cachondos a menudo, de­recho que nadie puede negarles. Los jóvenes que ocupaban un co­che parado ante el siguiente semáforo también se la quedaron mi­rando, aunque, como iba con Barney, no le dijeron nada. Cualquier cosa que hubiera asomado por las ventanillas habría captado la aten­ción instantánea de Starling, prevenida contra la venganza de los Tullidos, pero no le quedaba más remedio que aguantar las miradas silenciosas de los babosos.
Cuando entraron en la cafetería, el microbús dio marcha atrás, entró en una calleja y volvió por donde había venido.
El establecimiento, especializado en almuerzos de jamón y hue­vos, estaba abarrotado y esperaron a que quedara libre un reservado, mientras el camarero le gritaba en hindi al cocinero, que manejaba la carne con unas largas pinzas y expresión culpable.
—Comamos algo —propuso Starling, cuando por fin pudieron sentarse—. Paga el tío Sam. ¿Cómo te van las cosas, Barney?
—Tengo un buen trabajo.
—¿Qué haces?
—Celador. Bueno, auxiliar de enfermería.
—Pensaba que serías ya un enfermero diplomado, o que estarías en la facultad de medicina.
Barney se encogió de hombros y alargó la mano hacia la jarrita de la crema. Alzó la vista y miró a Starling.
—¿Te están apretando por lo de Evelda?
—Ya veremos. ¿La conocías?
—La vi una vez, cuando trajeron a su marido, Dijon. Estaba muerto, se desangró antes de que pudieran meterlo en la ambulan­cia. Cuando llegó al hospital no le quedaba una gota de sangre. Ella no quería soltarlo y les pegó a las enfermeras. Tuve que... Ya sabes... Era guapa. Y fuerte. No la trajeron cuando tú...
—No, la declararon muerta oficialmente allí mismo, en la esce­na del tiroteo.
—Ya me lo imaginé.
—Barney, cuando entregaste al doctor Lecter a los de Tennessee...
—No lo trataron con educación.
—Cuando tú...
—Y ahora están todos muertos.
—Sí. No duraron vivos ni tres días. Tú en cambio fuiste su guar­dián durante ocho años.
—Sólo seis. Él ya llevaba allí dos cuando yo llegué.
—¿Cómo lo hacías, Barney? Si no te molesta la pregunta, ¿cómo conseguiste aguantarlo tanto tiempo? No bastaba con tratarlo con educación.
Barney miró su reflejo en la cuchara, primero convexo y luego cóncavo, y pensó durante un instante.
—El doctor Lecter tenía unas maneras exquisitas, nada estiradas, sino naturales y elegantes. Yo estaba estudiando por correspondencia y él me ayudaba. Eso no quita que me hubiera matado en cuestión de segundos a la menor oportunidad. En las personas, una cualidad no anula las otras. Pueden coexistir unas con otras, las buenas con las terribles. Sócrates lo dijo mucho mejor que yo. Si trabajas en má­xima seguridad, no puedes permitirte olvidarlo en ningún momen­to. Si procuras recordarlo, todo irá bien. Puede que el doctor Lecter llegara a lamentar haberme explicado lo de Sócrates —para Barney, libre del lastre de una formación académica, Sócrates había sido una experiencia de primera mano, que había tenido la inmediatez de un encuentro personal—. La seguridad y la conversación eran dos co­sas totalmente independientes —prosiguió—. La seguridad no era algo personal, ni siquiera cuando tenía que suprimirle el correo o ponerle las correas.
—¿Hablabas a menudo con él?
—A veces se pasaba meses sin abrir la boca, y otras veces hablá­bamos por las noches, cuando los otros dejaban de gritar. De hecho, yo seguía esos cursos por correspondencia y no entendía una mier­da; fue él quien me abrió los ojos a todo un mundo de cosas que desconocía: Suetonio, Gibbon, cosas así.
Barney cogió la taza. Tenía un trazo naranja de yodo en un rasgu­ño reciente que le cruzaba el dorso de la mano.
—Cuando se escapó, ¿pensaste alguna vez que iría a por ti?
Barney meneó la cabezota.
—Una vez me dijo que, siempre que fuera «factible», prefería co­merse a los maleducados. «Maleducados en sentido amplio», los llamó.
Barney rió, cosa rara en él. Tenía los dientes pequeños como los de un niño, y en su regocijo había algo de perverso, como en la ale­gría de un bebé cuando embadurna de papilla la cara de un familiar embelesado.
Starling se preguntó si no habría estado encerrado con los maja­ras más tiempo de la cuenta.
—Y tú, ¿qué? ¿Tuviste miedo cuando se escapó? ¿Pensaste que iría a buscarte? —le preguntó Barney.
—No.
—¿Por qué?
—Porque me dijo que no lo haría.
Por extraño que parezca, ambos encontraban la respuesta com­pletamente satisfactoria.
Les trajeron los huevos. Los dos estaban hambrientos y comieron sin decir palabra durante unos minutos. Luego, Starling decidió ir al grano.
—Barney, cuando trasladaron a Memphis al doctor Lecter, te pedí que me dieras sus dibujos y tú me los trajiste de la celda. ¿Qué pasó con todo lo demás, libros, papeles...? En el hospital ni siquiera tienen su historial médico.
—Hubo un follón de mil pares de cojones —Barney hizo una pausa para golpear la base del salero contra la palma de la mano—. Ya sabes la que se armó en el hospital. Me despidieron. Despidie­ron a un montón de gente, y todo se desperdigó por ahí. Cualquiera sabe...
—¿Perdona? —dijo Starling—. Con todo este jaleo creo que no te he oído bien. Anoche descubrí que el ejemplar del Dictionnaire de cuisine de Alejandro Dumas con anotaciones del doctor Lecter fué vendido en una casa de subastas de Nueva York hace dos años. Lo adquirió un coleccionista particular por dieciséis mil dólares. La declaración jurada de propiedad que presentó el vendedor estaba firmada por un tal Cary Phlox. ¿Conoces a Cary Phlox, Barney? Espero que sí, porque tiene la misma letra que quien redactó tu solicitud de ingreso en el hospital en el que ahora trabajas, sólo que firma «Barney». Ese Cary también hizo tu declaración de la renta. Perdona que no oyera lo que has dicho antes. ¿Puedes repetirlo, por favor? ¿Cuánto te dieron por el libro, Barney?
—Unos diez —respondió él mirándola fijamente.
Starling asintió.
—El recibo dice que fueron diez quinientos. Y por la entrevista con el Tattler cuando Lecter se escapó, ¿cuánto conseguiste?
—Quince de los grandes.
—Vale. Me alegro por ti. Toda la mierda que les contaste era pura invención.
—Sabía que a él no le importaría. Se habría sentido decepcio­nado si no los hubiera puteado un poco.
—El ataque a aquella enfermera, ¿fue antes de que trabajaras en el hospital?
—Sí.
—Le dislocaron un hombro.
—Eso creo.
—¿Le hicieron alguna radiografía?
—Es de suponer que sí.
—Quiero esa radiografía.
—Ummmm.
—He descubierto que los autógrafos de Lecter están divididos en dos grupos. Los escritos con tinta, anteriores a su encarcelamiento, y los hechos con lápices de colores o rotulador en el manicomio. Los hechos con lápices son los que más valen, pero supongo que ya lo sabes. Barney, creo que tú tienes todo ese material y piensas sacarlo al mercado de los coleccionistas poco a poco, durante años.
Barney se encogió de hombros, pero no soltó prenda.
—Creo que estás esperando a que el doctor vuelva a estar en el candelero ¿Qué pretendes, Barney?
—Ver todos los Vermeer del mundo antes de morirme.
—¿Hace falta que te pregunte quién te inició en Vermeer?
—Hablábamos de muchas cosas en plena noche.
—¿Hablasteis de lo que le hubiera gustado hacer de estar libre?
—No. Al doctor Lecter no le interesan las hipótesis. No cree en los silogismos, ni en las síntesis, ni en ningún absoluto.
—¿En qué cree?
—En el caos. Tiene la ventaja de que no necesitas tener fe. Es evidente por sí mismo.
Starling prefirió seguirle la corriente por el momento.
—Lo dices como si creyeras en ello —le dijo—, pero tu trabajo en el Hospital Psiquiátrico de Baltimore consistía precisamente en man­tener el orden. Eras el celador jefe. Tú y yo estamos en el negocio del orden. De hecho el doctor Lecter nunca escapó a tu vigilancia.
—Eso ya te lo he explicado.
—Porque nunca bajaste la guardia. Aunque, en cierto sentido, fraternizarais...
—No fraternicé con él —la cortó Barney—. El no es hermano de nadie. Hablábamos de temas que nos interesaban a los dos. Por lo menos, me interesaron a mí cuando empecé a descubrirlos.
—¿Alguna vez se burló de ti porque no sabías algo?
—No. ¿Se burló de ti?
—No —respondió para no herir a Barney, al comprender por primera vez que, si el monstruo la había ridiculizado, debía tomár­selo en parte como un cumplido—. Y habría podido burlarse de mí si hubiera querido. ¿Sabes dónde están todas esas cosas, Barney?
—¿Dan alguna recompensa al que las encuentre?
Starling dobló su servilleta de papel y la puso bajo el borde del plato.
—La recompensa es que no te acusaré de obstrucción a la justi­cia. Ya te di una oportunidad cuando pusiste un micrófono en mi escritorio del hospital.
—Aquel micrófono era del difunto doctor Chilton.
—¿Difunto? ¿Cómo sabes que Chilton es un «difunto»?
—Si no es eso, es que lleva siete años de retraso —dijo Barney—, Y yo no lo esperaría para la hora de la cena. Déjame preguntarte algo: ¿con qué te conformarías, agente especial Starling?
—Quiero ver la radiografía. Necesito la radiografía. Si hay libros de Lecter, quiero echarles un vistazo.
—Supongamos que diéramos con el material. ¿Qué pasaría des­pués?
—Bueno, la verdad es que no estoy segura. El fiscal podría incau­tarse de todo y considerar los objetos pruebas en la investigación de la huida. Luego criarían moho en su enorme depósito de pruebas. Si examino el material y no descubro nada útil en los libros, y lo hago constar, tú podrías alegar que te los regaló el propio doctor Lecter. Ha permanecido in absentia siete años, de forma que podrías reclamarlos por la vía civil. No tiene parientes conocidos. Y yo re­comendaría que cualquier material inocuo te fuera devuelto. De­bes saber que mi recomendación estaría al final de la cola. Y es poco probable que te devolvieran la radiografía o el historial médico, puesto que el doctor Lecter no era quién para dártelos.
—¿Y si te dijera que no tengo ese material?
—A quien lo tuviera le costaría horrores venderlo, porque expe­diríamos una orden de búsqueda y haríamos saber al mercado que requisaríamos cualquier objeto y perseguiríamos a quien fuera por recepción y posesión. Y yo pediría una orden de registro de tu casa.
—Ahora que has averiguado dónde está mi casa.
—Lo que puedo asegurarte es que si devuelves el material, nadie te reprochará haberlo cogido, sobre todo teniendo en cuenta lo que le habría ocurrido si lo hubieras dejado en su sitio. Ahora, prome­terte que te lo devolverán, no, eso no puedo hacerlo. —A modo de puntuación, Starling se puso a rebuscar en su bolso—. Sabes, Barney, tengo la sensación de que no has conseguido un título porque qui­zá lleves algo arrastrando. No sé, tal vez tengas unos antecedentes ro­dando por ahí. ¿Lo miramos? Quiero que sepas una cosa; nunca he intentado averiguar si tenías una ficha, ni me he puesto a husmear en tu pasado.
—No, sólo has estado fisgando en mi declaración de la renta y mi solicitud de ingreso en el hospital, nada más. Estoy conmovido.
—Si tienes antecedentes, el fiscal de esta jurisdicción podría hablar en tu favor, y conseguir que se haga tabla rasa de tu his­torial.
—¿Has acabado? —dijo Barney rebañando el plato con un trozo de pan—. Vamos a dar una vuelta.
—He visto a Sammie, ¿te acuerdas, el que ocupó la celda de Miggs? Sigue viviendo en ella —dijo Starling una vez en la calle.
—Creía que el hospital estaba condenado.
—Lo está.
—¿Y está siguiendo algún programa?
—No, simplemente vive allí, a oscuras.
—Creo que deberías avisar. Es diabético crónico, no aguantará mucho. ¿Sabes por qué hizo Lecter que Miggs se tragara su propia lengua?
—Tengo una ligera idea.
—Lo mató por haberte ofendido. Ése fue el motivo inmediato. Pero no te sientas mal, hubiera acabado haciéndolo de todos modos.
Dejaron atrás el edificio de apartamentos donde vivía Barney y llegaron al jardín, donde la paloma seguía dando vueltas alrededor del cadáver de su compañera. Barney procuró espantarla haciendo aspavientos con las manos.
—Vete de una vez —le dijo al pájaro—. Ya has guardado bastante luto. Si sigues dando vueltas, acabará cazándote un gato.
La paloma alzó el vuelo. No pudieron ver dónde se posaba.
Barney recogió el cadáver de la otra. El cuerpo cubierto de sua­ves plumas se deslizó fácilmente en su bolsillo.
—Sabes, una vez el doctor Lecter habló de ti un poco. Puede que fuera la última vez que hablé con él, o una de las últimas. Me lo ha recordado el pájaro. ¿Te gustaría saber lo que dijo?
—Cómo no —dijo Starling. El desayuno se le revolvió en el estó­mago, pero no estaba dispuesta a dejarse acobardar.
—Estábamos hablando de los comportamientos hereditarios, que no tienen vuelta de hoja. Puso como ejemplo los experimentos ge­néticos en un tipo de pichones que giran sobre sí mismos durante el cortejo. Vuelan bien alto y luego giran y giran hacia atrás, mien­tras se dejan caer hacia el suelo. Los hay que hacen piruetas muy ce­rradas, y otros que las dan más abiertas. No puedes cruzar dos de los primeros, porque las crias darían vueltas cayendo en picado hasta es­trellarse contra el suelo. Lo que dijo el doctor Lecter fue esto: «La agente Starling es uno de esos pichones que giran como locos, Barney. Esperemos que alguno de sus progenitores no lo fuera».
Starling tenía que rumiar aquello.
—¿Qué harás con el pájaro? —le preguntó.
—Desplumarlo y comérmelo —contestó Barney—. Sube a casa y te daré la radiografía y los libros.
Cuando regresaba cargada con el enorme paquete hacia el hos­pital y el coche, Starling oyó entre los árboles la patética llamada de la paloma viuda.

CAPÍTULO
13



Gracias a la delicadeza de un loco y a la obsesión de otro, Starling había obtenido por el momento lo que siempre había de­seado, un despacho en el famoso pasillo subterráneo de la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Conseguirlo de aquel modo re­sultaba amargo.
Starling nunca había imaginado que la fueran a destinar a la eli­tista Unidad de Ciencias del Comportamiento nada más graduarse en la Academia del FBI; pero siempre tuvo la convicción de que acabaría ganándose la plaza. Sin embargo, sabía que debería pasar años en centros operativos antes de conseguirlo.
La agente especial era buena en su trabajo, pero le faltaba mano izquierda para los cabildeos de despacho; hasta pasados unos años no se dio cuenta de que nunca llegaría a Ciencias del Comporta­miento, por más que el jefe de la unidad, Jack Crawford, también lo deseara.
El motivo fundamental no se le hizo evidente hasta que, como un astrónomo que localiza un agujero negro, descubrió la existencia de Paul Krendler, ayudante del inspector general, por su influencia en los hombres que lo rodeaban. Aquel hombre nunca le había perdo­nado que encontrara al asesino en serie Jame Gumb antes que él, y no podía soportar la atención que la prensa había dedicado a la novata.
En cierta ocasión, Krendler la llamó a casa una lluviosa noche de invierno. Starling cogió el teléfono envuelta en un albornoz, calzada con zapatillas de Bugs Bunny y con el pelo envuelto en una toalla. Siempre se acordaría de la fecha, porque era la primera se­mana de la operación Tormenta del desierto. Starling trabajaba por entonces como agente técnico y acababa de volver de Nueva York, donde había dado el cambiazo a la radio de la limusina de la dele­gación iraquí en las Naciones Unidas. La nueva era idéntica a la an­terior, salvo por el hecho de que las conversaciones mantenidas en el interior del vehículo eran captadas por un satélite del Depar­tamento de Defensa. Había sido una jugada comprometida en el interior de un garaje privado, y Starling todavía tenía los nervios de punta.
Por un segundo, se le ocurrió la loca idea de que Krendler la llamaba para felicitarla por haber hecho un buen trabajo.
Recordaba la lluvia tamborileando en los cristales y la voz de Krendler en el auricular, un tanto farfullante sobre un fondo de rui­dos de bar.
Le preguntó si podían verse y añadió que podía llegar en media hora. Krendler estaba casado.
—Me parece que no, señor Krendler —respondió Starling al tiempo que pulsaba el botón de grabación del contestador automá­tico. El aparato produjo el pitido que exige la ley, y la comunica­ción se cortó.
Ahora, pasados los años y sentada en el despacho que siempre había querido ganarse, Starling escribió su nombre en un trozo de papel y lo pegó con celo en la puerta. Como el rótulo no parecía serio, lo arrancó y lo arrojó a la papelera.
Había una carta en su bandeja para el correo. Se trataba de un cuestionario del Libro Guinness de los récords, que quería incluirla en sus páginas como el agente del orden de sexo femenino que más criminales había matado en la historia de Estados Unidos. Emplea­ban el término «criminales», le explicaba el editor, con todas las de la ley, dado que todos los fallecidos habían cometido múltiples deli­tos mayores, y sobre tres de ellos pesaban órdenes de busca y captura que se salían de lo habitual. El cuestionario fue a hacer compañía al rótulo con su nombre.
Llevaba dos horas tecleando en la mesa auxiliar del ordenador y apartándose mechones sueltos de la cara cuando Crawford llamó a la puerta con los nudillos y asomó la cabeza al interior del despacho.
—Ha llamado Brian desde el laboratorio, Starling. La radiogra­fía de Mason y la que conseguiste de Barney coinciden. Es el bra­zo de Lecter. Van a digitalizarlas y compararlas, pero según él no hay duda posible. Incluiremos los datos en el archivo VICAP de Lecter.
—¿Qué hacemos con Mason Verger?
—Le diremos la verdad —dijo Crawford—. Los dos sabemos que él no compartirá nada más con nosotros a no ser que le demos algo que no puede conseguir por sus propios medios. Y si intentamos tomarle la delantera en Brasil en este momento, lo echaremos todo a perder.
—Usted me dijo que no hiciera nada, y eso he hecho.
—Entonces, ¿qué estabas haciendo, jugando con el ordenador?
—La radiografía le llegó a Mason por DHL Express. La mensaje­ría retuvo el código de barras, la etiqueta de información y el lugar en que se hicieron cargo del envío. El hotel Ibarra, en Río de Ja­neiro —Starling levantó una mano para adelantarse a una interrupción—. Hasta ahora sólo he utilizado fuentes de Nueva York. No he hecho ninguna pesquisa en Brasil.
»Mason hace sus llamadas telefónicas, o muchas de ellas, a través de la centralita de una agencia de apuestas deportivas de Las Vegas. Ima­gínese la cantidad de llamadas que mueven.
—No sé si atreverme a preguntar cómo has averiguado todo eso.
—Sin salirme de la legalidad —respondió Starling—. Bueno, casi. Pero no dejé ningún micrófono en su casa. Tengo los códigos para acceder a su cuenta telefónica, eso es todo. Todos los agentes téc­nicos los tienen. Mire, podríamos acusarlo de obstrucción a la jus­ticia. Con sus influencias, ¿cuánto tiempo tendríamos que suplicar hasta conseguir una orden que nos permitiera tenderle una trampa? Y en caso de que lo condenaran, ¿de qué nos serviría? Ahora bien, está usando una correduría de apuestas deportivas.
—Comprendo —dijo Crawford—. La Comisión para el Juego de Nevada podría pinchar el teléfono o apretarles las tuercas a los de la correduría de apuestas para que nos dieran la información que necesitamos, o sea, a quién van dirigidas las llamadas.
Starling asintió.
—Ya ve que he dejado tranquilo a Mason, tal como me ordenó.
—Sí, ya lo veo —dijo Crawford—. Puedes decirle a Mason que esperamos ayuda de la Interpol y de la embajada brasileña. Dile que necesitamos mandar gente allí y empezar a organizar la extradición. Lo más probable es que Lecter haya cometido crímenes en Sudamérica, así que más vale que pidamos la extradición antes de que la policía de Rio empiece a hojear sus propios ficheros empezando por la ce de «canibalismo». Si es que está en Sudamérica. Starling, ¿no te enferma hablar con Mason?
—No tengo más remedio que acostumbrarme. Usted me pro­porcionó una buena introducción a la materia cuando encontramos aquel «flotador» en Virginia Occidental. ¿Cómo puedo hablar así, «aquel flotador»? Era un ser humano, y se llamaba Fredericka Bimmel; y sí, Mason me enferma. Hay un montón de cosas que me enferman últimamente, Jack.
Sorprendida de sí misma, Starling se quedó callada. Hasta aquel momento nunca se había dirigido al jefe de unidad Jack Crawford por su nombre de pila ni había tenido intención de llamarlo «Jack», y haberlo hecho la asombraba. Estudió el rostro del hombre, un ros­tro que tenía fama de inescrutable.
Crawford asintió con una sonrisa triste que más parecía una mueca.
—A mí también, Starling. ¿Quieres un par de tabletas de Pepto-Bismol para tomártelas antes de hablar con Mason?
Mason Verger no se molestó en ponerse al teléfono. Un secreta­rio agradeció a Starling el mensaje y dijo que su jefe le devolvería la llamada. Pero Verger no se puso en contacto con ella personal­mente. Para aquel hombre, que estaba varios puestos por encima de Starling en la lista de notificaciones, la comprobación de la radio­grafía ya no era una novedad.

CAPÍTULO
14



Mason supo que su placa radiográfica correspondía al brazo del doctor Lecter bastante antes que Starling, porque sus fuentes del Departamento de Justicia eran mejores que las de la agente especial.
Mason recibió un e-mail firmado «Token287». Era la segunda contraseña empleada por el ayudante para el Comité Judicial de la Cámara de Representantes del congresista Parton Vellmore. A su vez, en la oficina de Vellmore se había recibido un e-mail procedente de Cassiusl99, la segunda contraseña de Paul Krendler en el Departa­mento de Justicia.
La confirmación había puesto a Mason en un estado de gran agi­tación. Aunque no creía que Lecter estuviera en Brasil, la radiogra­fía probaba que el doctor tenía en la actualidad el número normal de dedos en la mano izquierda. Ese dato corroboraba una nueva pis­ta sobre su paradero procedente de Europa. Mason estaba conven­cido de que la información provenía de alguien que trabajaba en las fuerzas del orden italianas, y era el rastro más sólido de Lecter en los últimos años.
Mason no tenía intención de compartir aquella pista con el FBI. Gracias a siete años de esfuerzos sostenidos, acceso a archivos federa­les reservados, distribución exhaustiva de pasquines, libertad respecto a restricciones internacionales y enormes sumas de dinero, Mason había tomado la delantera al FBI en la persecución de Lecter. Sólo compartía información con el Bureau cuando necesitaba explotar sus recursos.
Para guardar las apariencias, ordenó a su secretario que atosigara a Starling con llamadas para interesarse por el desarrollo de la in­vestigación. La agenda informática de Mason obligó al secretario a llamarla al menos tres veces al día.
Mason giró inmediatamente cinco mil dólares a su informante de Brasil para que siguiera la pista de la radiografía. El fondo para gastos que envió a Suiza era mucho mayor, y estaba dispuesto a aumentar­lo en cuanto recibiera informes consistentes.
Estaba casi seguro de que su fuente europea había localizado a Lecter, pero le habían dado gato por liebre muchas veces y estaba escarmentado. Pronto tendría pruebas tangibles. Hasta entonces, para aliviar la agonía de la espera, Mason se ocupó de lo que ocurriría cuando el doctor estuviera en su poder. Las disposiciones necesa­rias también habían requerido su tiempo, porque Mason era un es­tudioso del sufrimiento...
Las elecciones de Dios a la hora de infligir dolor no nos resultan satisfactorias ni comprensibles, a no ser que aceptemos que la ino­cencia lo ofende. Es evidente que necesita ayuda para encauzar la furia ciega con que flagela a la Humanidad.
Mason acabó comprendiendo el papel que le correspondía en el plan divino durante el duodécimo año de su parálisis, cuando ya no era más que una piltrafa que apenas abultaba bajo las sábanas y supo que no volvería a levantarse. Su anexo en la mansión de Muskrat Farm estaba acabado y disponía de medios, aunque no ilimitados, porque el patriarca de la familia, Molson Verger, seguía llevando las riendas.
Eran las Navidades del año en que Lecter escapó. Vulnerable a los sentimientos que suelen provocar las Navidades, Mason lamen­taba con amargura no haber dispuesto lo necesario para que Lecter fuera asesinado en el manicomio. Sabía que, dondequiera que se en­contrara, el doctor Lecter estaría moviéndose a su antojo y, casi con toda seguridad, pasándoselo en grande.
Mientras tanto, él yacía bajo un respirador, cubierto de los pies a la cabeza con una manta suave y vigilado por una enfermera que se moría de ganas por sentarse. Le habían traído en autobús a un grupo de niños pobres para que cantaran villancicos. Con permiso del médico, le abrieron brevemente las ventanas al aire fresco y, bajo ellas, con velas en la mano, los niños cantaron.
En la habitación de Mason, las luces estaban apagadas y, en el cielo oscuro sobre la granja, las estrellas parecían muy cercanas.

Pueblecito de Belén, ¡qué tranquilo pareces!
Qué tranquilo pareces,
qué tranquilo pareces.

La letra del villancico parecía burlarse de Mason. «¡Qué tranqui­lo pareces, Mason!»
Asomadas a su ventana, las estrellas navideñas guardaban un si­lencio opresivo. Las estrellas no le contestaban cuando alzaba hacia ellas su ojo encapsulado y suplicante, ni cuando intentaba hacer un gesto en su dirección con los dedos que podía mover. Mason se sen­tía incapaz de respirar. Si se estuviera asfixiando en el espacio, pensó, lo último que vería serían esas mismas estrellas, hermosas pero mudas y sin atmósfera. Se estaba ahogando, pensó, su respirador no conse­guía mantener el ritmo, tenía que esperar para respirar las líneas de sus constantes vitales, verdes como el árbol de Navidad, pequeños y puntiagudos abetos en el bosque nocturno de los monitores. Las agujas de sus latidos, las agujas de la sístole, las agujas de la diástole.
La enfermera se asustó, y a punto estuvo de pulsar el timbre de la alarma y administrarle adrenalina.
La burla del villancico, «Qué tranquilo pareces, Mason».
Aquellas Navidades recibió la iluminación. Antes de que la en­fermera pulsara el timbre o le aplicara medicación, las primeras y ásperas cerdas de su venganza rozaron su pálida mano, que buscaba ansiosa como el fantasma de un cangrejo, y consiguieron calmarlo poco a poco.
En las comuniones navideñas de todo el mundo, los fieles creen que, a través del milagro de la transubstanciación, toman la sangre y la carne del propio Cristo. Mason empezó a hacer los preparativos para una ceremonia aún más impresionante, en la que la transubstan­ciación sería innecesaria. Comenzó los preparativos que permitirían comerse vivo al doctor Hannibal Lecter.

CAPÍTULO
15



Mason había recibido una educación insólita, pero perfecta para el futuro al que su padre lo destinaba y para la tarea que ahora tenia ante sí.
De niño lo matricularon en un internado al que su padre hacía generosas aportaciones de dinero y en el que hacían la vista gorda ante las frecuentes ausencias de Mason. Durante semanas era Verger padre quien se ocupaba de la educación de su hijo, que lo acompañaba a los corrales y mataderos sobre los que la familia había ci­mentado su fortuna.
Molson Verger había sido un pionero en varias áreas del negocio de la carne, en especial en la económica. Sus primeros experimen­tos para abaratar la alimentación de los animales eran comparables a los de Batterham cincuenta años antes. Molson Verger adulteraba la comida de los cerdos con piensos fabricados a partir de las cerdas de los propios animales, plumas de pollo y estiércol en una medida insólita para aquella época. Muchos pensaron que era un soñador chiflado cuando en los años cuarenta suprimió el agua fresca a sus cerdos y la sustituyó por «licor de cloaca», un líquido elaborado con residuos fermentados de los animales, para acelerar el engorde. Las risas se helaron al ver cómo se multiplicaban sus beneficios, y sus competidores se apresuraron a imitarlo.
El liderazgo de Molson Verger en la industria de la carne no se detuvo ahí. Combatió con arrojo y con sus propios fondos el Acta de Derechos de los Animales, ateniéndose siempre al punto de vista estrictamente económico, y consiguió que el mareaje en la cara si­guiera siendo legal, aunque le costó caro en cuanto a compensacio­nes legislativas. Con Mason a su lado, supervisó experimentos a gran escala para resolver los problemas de estabulación, y consiguió deter­minar cuánto tiempo se podía mantener a los animales sin agua ni comida antes de sacrificarlos sin pérdidas de peso significativas.
Fueron investigaciones genéticas patrocinadas por los Verger las que consiguieron que las crías de cerdo belga nacieran con doble musculatura, salvando al mismo tiempo el inconveniente de la pér­dida de líquidos que había hecho fracasar a los belgas. Molson Ver­ger compraba sementales en todo el mundo, y patrocinaba varios programas de cría en el extranjero.
Pero los mataderos son básicamente un negocio humano, cosa que nadie comprendía mejor que Molson. Consiguió meter en cin­tura a los líderes de los sindicatos cuando pretendieron participar en los beneficios con reivindicaciones sobre aumentos de sueldo y me­joras en la seguridad. En este terreno, sus sólidas relaciones con el crimen organizado le fueron muy útiles durante treinta años.
En aquella época Mason era muy parecido a su padre. Las mis­mas cejas negras y brillantes sobre unos ojos azul pálido de carni­cero, y la misma línea baja en el nacimiento del cabello, ligera­mente oblicua de derecha a izquierda. Molson Verger solía coger afectuosamente la cabeza de su hijo y sopesarla entre las manos, como si quisiera confirmar su paternidad a través de los rasgos fisonómicos, del mismo modo que hubiera cogido la cabeza de un cerdo para averiguar, por la simple estructura de los huesos, su do­tación genética.
Mason fue un alumno aventajado e, incluso después de que sus lesiones lo redujeran a permanecer en la cama, era capaz de tomar atinadas decisiones empresariales que sus subordinados convertían en hechos. Fue idea de Mason hijo conseguir que el gobierno de Esta­dos Unidos y las Naciones Unidas hicieran sacrificar todos los cerdos nativos de Haití, alegando el peligro de que propagaran la peste por­cina africana. A continuación, vendió al gobierno haitiano magní­ficos cerdos blancos americanos para reemplazar a los autóctonos. Los enormes y delicados animales, enfrentados a las condiciones de vida de Haití, murieron en un visto y no visto, y hubieron de ser reemplazados una y otra vez con ejemplares de las pocilgas de Mason, hasta que los haitianos optaron por importar los pequeños y resis­tentes chanchos de la República Dominicana.
Ahora, tras una vida de aprendizaje y experiencia, mientras idea­ba los instrumentos de su venganza, Mason se sentía como debió de sentirse Stradivarius al acercarse a su mesa de trabajo.
¡Qué tesoros de información y recursos atesoraba Mason en aque­lla calavera sin rostro! Acostado en su cama, componiendo mental­mente como Beethoven, el sordo genial, recordaba sus visitas a las ferias porcinas acompañando a su padre para estudiar a la competen­cia. Se acordaba de la pequeña navaja de plata de Molson Verger, siempre dispuesto a sacarla del chaleco y clavarla en el culo de un ejemplar para comprobar la profundidad de la grasa, tras lo cual se ale­jaba de los chillidos ultrajados del animal como si tal cosa, demasiado digno para que nadie se atreviera a echárselo en cara, con la navaja abierta en el bolsillo y el pulgar marcando la medida en la hoja.
Si hubiera tenido labios, Mason habría sonreído al recordar a su padre apuñalando a un cerdo de concurso que creía que todo el mundo era amigo, y haciendo llorar al hijo de su dueño. El padre había aparecido hecho una furia, y los matones de Molson se lo habían llevado fuera de la carpa. Sí, aquéllos habían sido buenos tiem­pos, llenos de diversión.
En las ferias, Mason había visto cerdos de lo más exótico, procedentes de todos los rincones del mundo. Para su propósito actual, había hecho una selección de lo mejor que conocía.
Mason inició su programa de cría inmediatamente después de su iluminación navideña, y eligió para llevarlo a cabo una pequeña granja de cría que los Verger poseían en Cerdeña. Había elegido aquel lugar por su lejanía y porque se encontraba en Europa.
Mason creía, y no se equivocaba, que la primera escala del doc­tor Lecter tras su huida de Estados Unidos había sido Sudamérica. Sin embargo, estaba convencido de que un hombre con los gustos de Lecter acabaría por asentarse en Europa; por ese motivo, ningún año dejaba de mandar investigadores al Festival de Salzburgo y a otros acontecimientos culturales.
Esto es lo que Mason envió a sus empleados de Cerdeña para que pusieran a punto el escenario de la muerte del doctor Lecter:
El cerdo gigante de los bosques, Hylochoerus meinertzhageni, con seis tetas y treinta y ocho cromosomas, es un omnívoro oportunis­ta que, como el hombre, no hace ascos a ningún manjar. Alcanza los dos metros de largo en las familias de las tierras altas y pesa alre­dedor de doscientos setenta y cinco kilos. Este animal aportaría la nota básica al experimento genérico de Mason.
El clásico jabalí europeo, Sus scrofa scrofa, con treinta y seis cro­mosomas en su forma más pura, sin verrugas faciales, todo cerdas y enormes colmillos adaptados para desgarrar es un animal rápido y feroz capaz de matar una víbora con sus afiladas pezuñas y comér­sela como si fuera una longaniza. Cuando se siente hostigado, está en celo o tiene que proteger a sus jabatos, carga contra cualquier cosa que considere una amenaza. Las hembras tienen doce tetas y son unas madres excelentes. En el S. scrofa scrofa, Mason había encontrado el tema principal de su sinfonía y el aspecto facial apropiado para pro­porcionar al doctor Lecter una última e infernal visión de su propia muerte. (Véase Harris, Sobre el cerdo, 1881.)
Había adquirido el cerdo de la isla de Ossabaw por su agresivi­dad, y el Jiaxing negro por sus altos niveles de estradiol.
Incurrió en una nota falsa al incluir al babirusa, Babyrussa babyrussa, oriundo de Indonesia oriental y conocido como «cerdo-ciervo» por la extraordinaria longitud de sus colmillos. Se reproduce con lentitud, tiene tan sólo dos tetas y, con sus cien kilos de peso, supuso una reducción inadmisible del tamaño. Pero el experimento no sufrió retrasos, pues había lechigadas paralelas en las que el ba­birusa no había tenido participación.
En cuanto a la dentición, Mason no tenía mucho donde elegir. Casi todas las clases tenían dientes adecuados para el cometido que deberían cumplir: tres pares de afilados incisivos, un par de bien de­sarrollados caninos, cuatro pares de premolares y tres pares de tri­turadores molares, tanto arriba como abajo, lo que hacía un total de cuarenta y cuatro piezas dentales.
Cualquier cerdo es capaz de devorar el cadáver de un hombre, pero para conseguir que se lo coma vivo es necesario cierto adiestra­miento. Los sardos de Mason estaban a la altura de la tarea.
Al cabo de siete años de esfuerzos y un sinnúmero de ventregadas, los resultados eran... notables.

CAPÍTULO
16



Con todos los actores excepto el doctor Lecter presentes en las montañas sardas de Gennargentu, Mason se ocupó a continuación de aprestar los medios que le permitirían dejar constancia de la muerte del doctor para la posteridad y para su propio placer visual. Había tomado las disposiciones fundamentales hacía tiempo; ahora bastaba con dar la voz de alerta.
Llevó a cabo tan delicadas gestiones por teléfono, a través de la centralita de la agencia legal de apuestas cercana al Castaways de Las Vegas. Sus llamadas eran diminutos hilos imperceptibles en el entra­mado de febril actividad que se apoderaba de aquel sitio durante los fines de semana.
La profunda voz de Mason, despojada de oclusivas y fricativas, via­jó desde la reserva forestal próxima a la costa de Chesapeake hasta el desierto, y desde allí atravesó el Atlántico para hacer una primera escala en Roma.
En un apartamento del séptimo piso de un edificio de la Via Archimede, detrás del hotel del mismo nombre, sonó el áspero ring-ring de un teléfono italiano. En la oscuridad, voces soñolientas:
Cosa? Cosa c'é?
Accendi la luce, idiota.
La lámpara de la mesilla iluminó el cuarto. En la cama había tres personas. El joven que estaba en el lado del teléfono levantó el auricular y se lo pasó al grueso hombre maduro acostado en el cen­tro. En el otro lado de la cama una rubia veinteañera alzó la cara soñolienta hacia la luz y volvió a hundirla en el almohadón.
Pronto, chi? Chi parla?
—Oreste, querido, soy Mason.
El individuo obeso se espabiló del todo y le señaló al joven un vaso de agua mineral.
—¡Ah, Mason, amigo mío! Perdóname, estaba dormido. ¿Qué hora es ahí?
—Es tarde en todas partes, Oreste. ¿Recuerdas lo que dije que haría por ti y lo que tú tenías que hacer por mí?
—Sí, sí... Claro.
—Pues ha llegado el momento. Ya sabes lo que quiero. Quiero dos cámaras, quiero mejor calidad de sonido que la de tus películas porno, y tienes que conseguir tu propia electricidad, porque quiero que el generador esté bien lejos del lugar de rodaje. Quiero unos pla­nos bonitos de naturaleza para cuando hagamos el montaje, y can­tos de pájaros. Quiero que te encargues de la localización de exte­riores mañana mismo y que lo tengas todo a punto. Puedes dejar el equipo allí, yo me encargo de la seguridad. Luego vuelves a Roma hasta el momento del rodaje. Pero estáte listo para salir ca­gando leches antes de dos horas en cuanto te avise. ¿Lo has enten­dido todo, Oreste? Tienes un cheque esperándote en el Citibank. ¿De acuerdo?
—Mason, en estos momentos estoy rodando...
—¿Quieres hacer esto, Oreste? ¿No dijiste que estabas harto de hacer películas de folleteo, snuff y rollos históricos para la RAI? ¿Es que ya no quieres hacer una película de las de verdad, Oreste?
—Claro que sí, Mason.
—Entonces, sal por la mañana. El dinero está en el Citibank. Quiero que vayas allí.
—¿Adonde, Mason?
—A Cerdeña. Volarás a Cagliari, allí irán a recogerte.
La siguiente llamada fue a Porto Torres, en la costa oriental de Cer­deña. La comunicación fue escueta. No había gran cosa que decir, puesto que la maquinaria de aquel lugar estaba lista hacía tiempo y era tan eficaz como la guillotina portátil de Mason. También era más hi­giénica, ecológicamente hablando, aunque no tan rápida.






II

FLORENCIA

CAPÍTULO
17



Es de noche y los focos, hábilmente dispuestos, iluminan los edi­ficios y monumentos del casco antiguo de Florencia.
En la oscura Piazza della Signoria, el Palazzo Vecchio se eleva inundado de luz, majestuoso y medieval con sus parteluces góticos, sus almenas como dientes de una calabaza de Halloween, y el cam­panario clavándose en el cielo negro.
Los murciélagos cazarán los mosquitos atraídos por la resplande­ciente cara del reloj hasta el amanecer, cuando las golondrinas alcen el vuelo sobresaltadas por las campanas.
Rinaldo Pazzi, inspector jefe de la Questura, con la negra gabar­dina contra las estatuas de mármol congeladas en el acto de violar o asesinar, emergió de las sombras de la Loggia y cruzó la plaza vol­viendo el pálido rostro como un girasol hacia el palacio iluminado. Se detuvo en el lugar en que el reformador religioso Savonarola ha­bía ardido en la hoguera y alzó la vista hacia las ventanas bajo las que su propio antepasado sufriera martirio.
De una de aquellas altas ventanas habían arrojado a Francesco de' Pazzi, desnudo y con un nudo corredizo en torno al cuello, para que muriera contorsionándose y girando como un pelele contra los rugosos muros del palacio. El arzobispo que pendía a su lado reves­tido con todos sus sagrados atavíos no supo proporcionarle consue­lo espiritual; con los ojos saliéndosele de las órbitas y en el paroxismo de la asfixia, el santo varón clavó sus dientes en la carne de Pazzi.
Toda la familia Pazzi cayó en desgracia aquel domingo 26 de abril de 1478 por el asesinato de Giuliano de' Medici y el intento de hacer lo mismo con Lorenzo el Magnífico durante la misa en la catedral.
Ahora, Rinaldo Pazzi, de aquellos famosos Pazzi, que odiaba al gobierno tanto como hubiera podido odiarlo su antepasado, igual­mente caído en desgracia y abandonado por la fortuna, y esperando oír el silbido del hacha en cualquier momento, se había acercado a aquel lugar para decidir la mejor manera de aprovechar un singular golpe de suerte.
El inspector jefe Pazzi creía haber descubierto que Hannibal Lecter vivía en Florencia. Se le presentaba la oportunidad de recuperar su prestigio y recibir todos los honores de su profesión capturando a aquel demonio. También podía vendérselo a Mason Verger por más dinero del que nunca hubiera podido imaginar. Si el sospe­choso era realmente Lecter. Por supuesto, de hacer aquello, Pazzi sabía que vendería también los últimos jirones de su honor.
Pazzi no dirigía la división de investigación de la Questura por casualidad. Era un individuo capacitado para su trabajo, y en otros tiempos un hambre de lobo lo había empujado en pos del éxito profesional. También ostentaba las cicatrices de un hombre que, ce­gado por la prisa y una ambición desmedida, había aferrado su pro­pio talento por el filo.
Había elegido aquel lugar para decidir su propia suerte porque tiempo atrás había experimentado en él unos instantes de ilumina­ción que lo habían llevado a la fama y arruinado después.
Pazzi compartía el sentido de la ironía propio de sus compa­triotas. Qué a propósito resultó que la funesta revelación se hubiera producido bajo aquella ventana de la cual el furioso fantasma de su antepasado quizá siguiera colgando, balanceándose contra el muro.
En aquel lugar siempre cabría la posibilidad de cambiar el destino de los Pazzi.
Fue la cacería de otro asesino en serie, Il Mostro, lo que hizo cé­lebre a Pazzi, para convertirse más tarde en la causa de que los cuervos le picotearan el corazón. La experiencia adquirida enton­ces había hecho posible su reciente descubrimiento. Pero las últi­mas consecuencias del caso de Il Mostro habían dejado un regusto a ceniza en la boca del inspector jefe y estaban a punto de empu­jarlo a una caza llena de peligros a espaldas de la ley.
Il Mostro, el monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de los ochen­ta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticu­loso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el seno iz­quierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire ex­trañamente familiar, una sensación de déjá vu.
El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto la vez en que asesinó a una pareja de melenu­dos homosexuales alemanes, al parecer por error.
La presión de la opinión pública sobre la Questura se hizo inso­portable y provocó el cese del predecesor de Rinaldo Pazzi. Cuando éste ocupó el puesto de inspector jefe, se sintió como un hombre enfrentado a un enjambre de abejas, con la prensa invadiendo su despacho al menor descuido y los fotógrafos apostados en Via Zara, detrás de la central de la Questura, en el lugar por donde no tenía más remedio que salir con su coche.
Los turistas que visitaron Florencia en aquella época nunca olvi­darían los omnipresentes carteles en que un único ojo advertía a las parejas contra el monstruo.
Pazzi trabajó como un poseso.
Se puso en contacto con la Unidad de Ciencias del Comporta­miento del FBI para que le ayudaran a establecer el perfil psico­lógico del asesino, y leyó todo lo que pudo conseguir sobre los métodos utilizados por el Bureau.
Puso en marcha medidas preventivas, y así, en muchos de los es­condites favoritos de las parejas y en los lugares de citas de los ce­menterios había más policías que enamorados en el interior de los coches. No había suficientes agentes femeninos para cubrir los turnos de vigilancia. En la época calurosa las parejas de agentes masculinos se turnaban para llevar peluca, y muchos tuvieron que sacrificar el bi­gote. Pazzi predicó con el ejemplo y fue el primero en afeitárselo.
El Monstruo era cauteloso. Seguía golpeando, pero al parecer no necesitaba hacerlo a menudo.
Pazzi se dio cuenta de que el Monstruo había permanecido inac­tivo durante largos periodos, el más prolongado de los cuales había durado ocho años, y se concentró en ese hecho. Penosa, laboriosa­mente, exigiendo ayuda oficinesca de cualquier departamento al que pudiera amenazar, confiscando el ordenador a su sobrino para usarlo con el único de que disponían en la Questura, Pazzi elaboró una lista de todos los delincuentes del norte de Italia cuyos perio­dos de encarcelamiento coincidieran con los lapsos de inactividad criminal del Monstruo. Eran noventa y siete.
El inspector jefe se adueñó del viejo pero rápido Alfa Romeo GTV de un atracador de bancos encarcelado y, haciendo más de cinco mil kilómetros en un mes, vio personalmente a noventa y cuatro de los sospechosos e hizo que los interrogaran. Los otros esta­ban incapacitados o muertos.
En los escenarios de los crímenes apenas se habían recogido prue­bas que permitieran ir descartando sospechosos. Ni fluidos corpora­les ni huellas dactilares del asesino.
Tan sólo se había encontrado un casquillo de bala, en la escena del crimen cometido en Impruneta. Era munición Winchester-Western del calibre 22 con el fulminante alrededor de la base y mar­cas de extractor que encajaban con una pistola Colt semiautomática, posiblemente una Woodsman. Las balas extraídas de todos los cadáveres eran del mismo calibre y procedían de la misma pistola. No había marcas que indicaran el empleo de un silenciador, pero tal posibilidad no podía descartarse por completo.
Como buen Pazzi, el inspector jefe era sobre todo ambicioso, y tenía una joven y encantadora esposa con una boquita que no se cansaba de pedir. Los esfuerzos de su marido arrebataron cinco ki­los a su ya magra humanidad. Los miembros más jóvenes de la Questura comentaban a sus espaldas su creciente parecido con el Coyote de los dibujos animados.
Cuando alguno de aquellos listillos manipuló el ordenador de la Questura para conseguir que los rostros de los Tres Tenores se con­virtieran en las jetas de un burro, un cerdo y una cabra, Pazzi se quedó mirando la pantalla durante un buen rato y le pareció que su propia cara se transformaba una y otra vez en la del burro.
La ventana del laboratorio de la Questura estaba adornada con una ristra de ajos para mantener alejados a los malos espíritus. Des­pués de haber visitado y encerrado al último de los sospechosos sin obtener resultados, Pazzi se quedó apoyado en el alféizar mirando al patio interior con desesperación.
Pensó en su mujer, con la que había contraído matrimonio ha­cía poco, en sus esbeltos y firmes tobillos y en el antojo que tenía en el nacimiento de la espalda. Pensó en la forma en que sus pechos temblaban y se agitaban cuando se lavaba los dientes, y en cómo se reía cuando lo sorprendía mirándola. Pensó en las cosas que quería darle. La imaginó abriendo los regalos. Pensaba en su mujer en térmi­nos visuales; aunque también era fragante y maravillosamente sua­ve, lo visual siempre acudía a su mente en primer lugar.
Consideró la forma en que deseaba aparecer a sus ojos. Cierta­mente no como el pelele de la prensa que era en esos momentos. La central de la Questura en Florencia ocupa un antiguo hospital psiquiátrico, y los caricaturistas estaban sacando todo el partido po­sible a semejante circunstancia.
Pazzi estaba convencido de que el éxito llega como resultado de la inspiración. Su memoria visual era excelente y, como mucha gen­te cuyo sentido más agudo es la vista, se imaginaba la iluminación como el desarrollo de una imagen que aparecería borrosa al princi­pio y se iría perfilando poco a poco. Reflexionaba sobre la manera en que la mayoría de las personas buscamos los objetos perdidos. Evocamos su imagen mental y la comparamos con lo que vemos a nuestro alrededor, mientras renovamos la imagen muchas veces por minuto y la hacemos girar en el espacio.
Al cabo de unos días, un atentado terrorista con bomba detrás de la Galería de los Uflizi reclamó la atención del público y la dedica­ción exclusiva de Pazzi por un corto periodo.
Sin embargo, aunque el importante caso de la bomba del museo exigía toda su atención, las imágenes relacionadas con el Monstruo no se le iban de la cabeza. Las veía periféricamente, como se mira alrededor de un objeto para distinguirlo en la oscuridad. Su imagi­nación se detenía especialmente en la pareja asesinada en la plata­forma de un camión en Impruneta. El asesino había dispuesto los cuerpos con esmero, cubriéndolos de pétalos y enmarcándolos con una guirnalda de flores, y la chica tenía el pecho izquierdo al des­cubierto.
Cierta tarde, Pazzi acababa de salir de la Galería de los Uffizi y estaba cruzando la Piazza della Signoria cuando algo le llamó la aten­ción al pasar junto al tenderete de un vendedor de postales.
No muy seguro del origen de la imagen, se detuvo justo en el lugar donde había ardido Savonarola. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Los turistas abarrotaban la plaza. Pazzi sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Puede que todo estuviera tan sólo en su cabe­za, la imagen, la sacudida... Volvió sobre sus pasos e hizo el mismo recorrido.
Allí estaba: un pequeño póster, cubierto de moscas y acartona­do por la lluvia, de La Primavera de Botticelli. El cuadro original se exponía a sus espaldas, en el museo. La Primavera. La ninfa en­guirnaldada a la derecha, con el pecho izquierdo al desnudo y flo­res asomándole por la boca, mientras el pálido Céfiro alarga una mano hacia ella desde el bosque.
Allí estaba. La imagen de la pareja muerta en la plataforma del camión, con la guirnalda de flores, con flores en la boca de la chica. Exacto. Exacto.
Allí, en el mismo lugar donde su antepasado se había asfixiado chocando contra el muro, le iluminó la idea, la imagen maestra que andaba buscando, una imagen creada quinientos años antes por San­dro Botticelli, el mismo artista que había pintado por cuarenta flori­nes el ahorcamiento de Francesco de' Pazzi en el muro de la prisión de Bargello. ¿Cómo hubiera podido Pazzi resistirse a semejante ins­piración, teniendo un origen tan delicioso?
Necesitaba sentarse. Todos los bancos estaban llenos. Se vio obli­gado a enseñar su placa y hacer levantarse a un viejo cuyas muletas no vio hasta que el veterano de guerra se alzó sobre su único pie y armó un escándalo de mil demonios.
La agitación de Pazzi tenía dos motivos. Haber descubierto la ima­gen en que se inspiraba el Monstruo era todo un éxito; pero había algo mucho más importante: el inspector jefe había visto una repro­ducción de La Primavera durante los interrogatorios a los sospechosos.
Sabía que era mejor no forzar la memoria; se recostó en el banco y dejó pasar los minutos, invitando al recuerdo. Volvió a los Uffizi y se puso delante del cuadro, pero no demasiado tiempo. Caminó hasta el mercado de la paja y acarició el morro del jabalí de bron­ce conocido como Il Porcellino. Cogió el coche, condujo hasta el Ippocampo y, apoyado contra la capota del polvoriento Alfa Romeo, con el olor del aceite caliente del motor en la nariz, se quedó mi­rando a los chavales que jugaban al fútbol.
Lo primero que vio mentalmente fue la escalera y el rellano del primer piso, luego la parte superior de la reproducción de La Pri­mavera apareciendo conforme subía los peldaños; se dio la vuelta mentalmente y vio el marco del portal, pero nada de la calle, nin­gún rostro.
Experto en los trucos de interrogatorio, se interrogó a sí mismo, procurando sacar partido de sus cinco sentidos.
«Cuando viste el póster, ¿qué oíste?... Pucheros hirviendo en una cocina de la planta baja. Cuando llegaste al rellano y te paraste ante el póster, ¿qué oíste? La televisión. Una televisión en una sala de es­tar. Robert Stack interpretando a Eliot Ness en Los intocables. ¿Olía a comida? Sí, a comida. Vi el póster... No, no me cuentes lo que viste, lo que viste no me importa. ¿Oliste algo más? Seguía oliendo el Alfa, el interior recalentado, tenía pegado a la nariz el olor a aceite caliente, caliente porque... Raccordo, iba a toda velocidad por la autopista de Raccordo... Pero ¿adonde? San Casciano. También oí ladrar a un perro, en San Casciano... Un ladrón y violador que se llamaba Girolamo no sé qué.»
El momento en que se establece la conexión, ese espasmo sináptico de plenitud en que el pensamiento hace saltar los fusibles, es el placer más intenso a que se pueda aspirar. Rinaldo Pazzi aca­baba de disfrutar el mejor momento de su vida.
En hora y media Pazzi tuvo a Girolamo Tocca bajo custodia. La mujer de Tocca apedreó el pequeño convoy que se llevó a su marido.
CAPÍTULO
18



Tocca era el sospechoso ideal. De joven había cumplido una condena de nueve años por el asesinato de un hombre al que en­contró abrazando a su novia al aire libre. También había sido juz­gado por abusos deshonestos a sus hijas y por violencia doméstica, y había estado en la cárcel por violación.
La Questura casi destrozó la vivienda de Tocca intentando en­contrar pruebas. Al final fue el propio Pazzi quien, buscando por los alrededores de la casa, halló la caja de munición, una de las pocas pruebas físicas que pudo presentar el fiscal.
El juicio causó sensación. Tuvo lugar en un edificio de alta segu­ridad llamado «el bunker» donde se celebraban los juicios a los terro­ristas en los años setenta, frente a las oficinas locales del periódico La Nazione. Los miembros del jurado, cinco hombres y cinco mujeres sentados tras el cristal antibalas, condenaron a Tocca basándose, no en las pruebas físicas, prácticamente inexistentes, sino en la personalidad del acusado. La mayor parte del público lo creía inocente, pero mu­chos opinaban que Tocca era un sinvergüenza cuyo sitio estaba en la cárcel. A sus sesenta y cinco años, recibió una sentencia de cuarenta años en Volterra.
Los siguientes meses fueron un sueño. Un Pazzi no había sido tan festejado en Florencia desde hacía quinientos años, cuando Pazzo de' Pazzi regresó de la primera cruzada trayendo piedras del Santo Sepulcro.
En compañía del arzobispo, Rinaldo Pazzi y su hermosa mujer presenciaron desde el Duomo la ceremonia tradicional del día de Pascua en la que aquellas mismas piedras sagradas se usan para en­cender la mecha de la paloma-cohete que, volando desde la catedral a lo largo de un alambre, hacía explotar un carro de fuegos artifi­ciales en medio del entusiasmo popular.
Los periódicos se hicieron eco de las palabras con las que Pazzi atribuyó parte del mérito a sus subordinados, que habían llevado a cabo un trabajo ímprobo. Se entrevistaba a la señora Pazzi, esplén­dida con los modelos que los diseñadores la animaban a ponerse, para pedirle consejo sobre la moda. Los invitaban a tomar el té en las aburridas mansiones de los poderosos, y compartieron mesa con un conde en su castillo lleno de armaduras.
Lo animaron a emprender una carrera política, recibió elogios en el vocinglero parlamento italiano y se le encomendó la tarea de en­cabezar los esfuerzos italianos en la cooperación con el FBI norte­americano contra la Mafia.
Este encargo, y una beca para estudiar y tomar parte en semina­rios de criminología en la Universidad de Georgetown, condujo a los Pazzi a Washington, D.C. El inspector jefe pasó muchas horas en la Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico, y soñaba con crear una división similar en Roma.
Y de pronto, al cabo de dos años, el desastre. En una atmósfera más calmada, un tribunal de apelación exento de la presión del pú­blico aceptó revisar la sentencia de Tocca. Pazzi tuvo que volver a casa para hacer frente a la investigación. Los antiguos colegas que había dejado atrás lo esperaban con las navajas abiertas.
Un tribunal de apelación revocó la condena de Tocca y amones­tó a Pazzi por considerar verosímil que el policía hubiera manipu­lado las pruebas.
Sus antiguos apoyos en las altas esferas le dieron la espalda como a un apestado. Seguía ocupando un cargo importante en la Questura, pero estaba acabado y todos lo sabían. El gobierno italiano es lento de reflejos, pero más pronto que tarde el hacha silbaría sobre su cuello.

CAPÍTULO

19



Durante la época amarga en que Pazzi esperaba la inminente caída del hacha, éste vio por primera vez al hombre que los erudi­tos florentinos conocían como doctor Fell...
Rinaldo Pazzi ascendía por las escaleras del Palazzo Vecchio para cumplir una tarea rutinaria, una de tantas que alguno de sus anti­guos subordinados en la Questura le encomendaba regodeándose al verlo humillado por la adversidad. Mientras subía los peldaños a lo largo del muro cubierto de frescos, Pazzi no veía más que las pun­tas de sus propios zapatos sobre el gastado mármol, indiferente a las maravillas artísticas que lo rodeaban. Quinientos años antes, su an­tepasado había subido, a rastras y sangrando, por aquella misma es­calinata.
Al llegar a un rellano, enderezó los hombros y se obligó a mirar los ojos de los personajes que poblaban los frescos, algunos pertene­cientes a su propia familia. Podía oír el alboroto de las discusiones en el Salón de los Lirios del piso superior, donde los directores de la Galería de los Uffizi y del Comitato delle Belle Arti estaban reu­nidos en sesión plenaria.
La misión de Pazzi para aquel día era la siguiente: había desapa­recido el veterano conservador del Palazzo Capponi. La opinión ge­neral era que el viejo se había fugado con una mujer, con el dinero de alguien o con ambas cosas. Había faltado a las cuatro últimas reuniones que la junta de la que dependía celebraba una vez al mes en el Palazzo Vecchio.
Se había designado a Pazzi para proseguir la investigación del caso. El inspector jefe, que tras el atentado terrorista había sermoneado agriamente a aquellos malencarados directores de los Uffizi y miem­bros del rival Comitato delle Belle Arti por las deficiencias en la se­guridad, se veía obligado en esa ocasión a hacer acto de presencia en circunstancias muy distintas para interrogarlos sobre la vida amorosa de un conservador. No era, desde luego, plato de su gusto.
Los dos comités formaban una asamblea desaforada y suspicaz; durante años ni siquiera habían sido capaces de ponerse de acuerdo sobre un lugar de reunión, ya que ambas partes se mostraban rea­cias a jugar en campo contrario. Como solución intermedia, habían optado por juntarse en el magnífico Salón de los Lirios del Palazzo Vecchio, convencidos de que la hermosa sala era el marco apropia­do para su propia eminencia y distinción. Una vez establecidos allí, se negaron a reunirse en ningún otro sitio, incluso a pesar de que el Palazzo Vecchio estaba sufriendo una de sus innumerables refor­mas y había andamios, lonas y maquinaria por todas partes.
El profesor Ricci, antiguo compañero de colegio de Rinaldo Paz­zi, estaba en el vestíbulo inmediato al salón con un ataque de estornu­dos provocado por el polvo de la escayola. Cuando se recuperó lo su­ficiente, puso los llorosos ojos en blanco y señaló hacia el salón.
La sólita arringa —dijo—. Están discutiendo, para no perder la costumbre. ¿Has venido por lo del conservador del Capponi? Pues justamente están peleándose por el puesto. Sogliato lo quiere para su sobrino. Pero los especialistas están impresionados con el interino que contrataron hace unos meses, el doctor Fell. Están empeñados en que se quede.
Pazzi dejó a su amigo tanteándose los bolsillos en busca de pa­ñuelos de papel y entró en el histórico salón, famoso por su techo de lirios de oro. Dos de los muros estaban cubiertos con lonas, lo que reducía el eco de la trifulca.
El nepotista, Sogliato, tenía la palabra, y la estaba usando a pleno pulmón:
—La correspondencia de los Capponi se remonta al siglo XIII. El doctor Fell podría sostener entre las manos, entre sus manos extran­jeras, una nota del propio Dante Alighieri. ¿La reconocería? Yo creo que no. Ustedes han examinado sus conocimientos de italiano me­dieval, y no seré yo quien niegue que su dominio del idioma es ad­mirable. Para un straniero. Pero ¿está familiarizado con las persona­lidades de la Florencia del prerrenacimiento? Yo creo que no. ¿Qué ocurriría si diera con un escrito de... de Guido Cavalcanti, por po­ner un ejemplo? ¿Lo reconocería? Yo creo que no. ¿Le importaría responder a eso, doctor Fell?
Rinaldo Pazzi recorrió el salón con la mirada y no vio a nadie en quien pudiera reconocer al doctor Fell, aunque había observado con detalle una fotografía del individuo en cuestión hacía menos de una hora. Y no lo veía, porque el doctor no estaba sentado con los demás. Primero oyó su voz y al cabo de un momento consiguió localizarlo.
El doctor Fell estaba de pie, completamente inmóvil junto a la gran escultura en bronce de Judith y Holofernes, de espaldas al ora­dor y al público. Empezó a hablar sin darse la vuelta, de forma que era difícil decir de qué figura procedía la voz: si de Judith, con la es­pada siempre a punto de abatirse sobre el cuello del monarca ebrio; de Holofernes, cuya cabeza aferra la mujer por los cabellos; o del doctor Fell, esbelto e inmóvil junto a las criaturas esculpidas por Donatello. Su voz horadó la algarabía como un láser atravesando el humo, y el académico gallinero acabó por guardar silencio.
—Cavalcanti replicó públicamente al primer soneto de La vita nuova, donde Dante describe el extraño sueño en que se le apareció Beatrice Portinari —dijo el doctor Fell—. Es posible que tam­bién lo comentara en privado. Si escribió a un Capponi, tuvo que ser a Andrea, a quien la literatura interesaba mucho más que a sus hermanos —el erudito consideró oportuno volverse hacia su públi­co, después de haber hecho que todos salvo él mismo se sintieran in­cómodos—. ¿Conoce ese soneto de Dante, profesor Sogliato? ¿Sabe a qué soneto me refiero? Fascinaba a Cavalcanti, y merece que le robe un poco de su tiempo. Dice así:


Alma cautiva y corazón gentil
dignos de esta razón, vuestro avisado
consejo solicito y os saludo
en el nombre de Amor, que es nuestro dueño.
Pasado casi un tercio de las horas
fijadas a la luz de las estrellas,
Amor me visitó súbitamente,
cuya esencia nombrar aún me aterra.
Alegre me sentí al ver en sus manos
mi corazón desnudo, y en sus brazos
a mi dama dormida bajo un lienzo.
Al fin la despertó y del corazón
ardiente, humilde y trémula comía;
luego se la llevó y quedé llorando.


—Preste atención a la naturalidad con que transforma el italiano coloquial en instrumento poético, lo que él llamó vulgari eloquentia:

Allegro mi sembrava Amor tenendo
meo core in mano, e ne le braccia avea
madonna involta en un drappo dormendo.
Poi la svegliava, e d'esto core ardendo
leí paventosa umilmente posesa:
appresso gir lo ne vedea piangendo.

Ni el más testarudo de los florentinos hubiera podido resistirse a los versos de Dante repercutiendo en los frescos de aquellos muros en el melodioso toscano del doctor Fell. Primero con aplausos, lue­go con lacrimosos vítores, los congregados proclamaron al erudito dueño y señor del Palazzo Capponi, mientras Sogliato echaba chis­pas. Pazzi no hubiera sabido decir si la victoria complacía al doc­tor, pues Fell había vuelto a darles la espalda. Pero Sogliato no había dicho su última palabra.
—Si nuestro querido colega es tan versado en Dante, que hable de Dante. Pero ante el Studiolo —Sogliato musitó el nombre como si se tratara de la Inquisición—. Que hable ante ellos extempore, el próximo viernes, si es que puede.
El Studiolo, así llamado por el pequeño y decorado estudio del Palazzo Vecchio donde celebraba sus reuniones, era un reducido y feroz grupo de eruditos que había arruinado buen número de re­putaciones académicas. Prepararse para aparecer ante ellos se consideraba una tarea hercúlea, y disertar en su presencia, un riesgo que pocos estaban dispuestos a arrostrar. Un tío de Sogliato secundó la moción, un cuñado propuso que se votara y su hermana se aprestó a registrar el resultado en las actas. Fue aprobada. En principio, el puesto quedaba adjudicado al doctor Fell, que, no obstante, debe­ría obtener el visto bueno del Studiolo para conservarlo.
Los profesores contaban al fin con un nuevo conservador para el Palazzo Capponi y no echaban de menos al antiguo, de modo que las preguntas del desventurado Pazzi sobre el desaparecido obtuvie­ron respuestas escuetas y desabridas. Pazzi aguantó el tipo de forma admirable.
Como buen investigador, Pazzi había considerado todas las circunstancias tratando de descubrir un móvil. ¿Quién sacaba provecho de la desaparición del viejo conservador? Se trataba de un solterón, un sabio tranquilo y respetado que llevaba una vida ordenada. Tenía algunos ahorros, nada del otro mundo. Su única posesión valiosa era su trabajo, que le concedía el privilegio de habitar el ático del Palazzo Capponi.
Ahí tenía al sustituto, recién elegido por la asamblea después de un escrupuloso examen de sus conocimientos sobre historia de Flo­rencia e italiano medieval. Pazzi había estudiado su solicitud para el cargo y su ficha del Ministerio de Sanidad.
Lo abordó mientras los eruditos cerraban sus carteras y se dispo­nían a marcharse a sus casas.
—Doctor Fell...
—¿Sí, Commendatore?
El flamante conservador era un individuo pequeño y pulcro. Lle­vaba unas gafas con la mitad superior de las lentes ahumada, y un traje de excelente corte incluso para Italia.
—Me preguntaba si llegó usted a conocer a su predecesor.
Un policía experimentado siempre tiene las antenas bien orienta­das para captar la longitud de onda del miedo. Pazzi, que observaba a Fell detenidamente, registró una calma absoluta.
—No llegué a conocerlo. He leído varias monografías suyas pu­blicadas en la Nuova Antología.
El toscano coloquial del doctor era tan fluido como el de su reci­tación. Si había algún rastro de acento, Pazzi fue incapaz de identi­ficarlo.
—Los agentes que investigaron el caso con anterioridad registra­ron el palacio en busca de cualquier nota, una carta de despedida, o de suicidio, pero no encontraron nada. Si apareciera algo entre los papeles, cualquier cosa personal, aunque le parezca insignificante, ¿tendrá la amabilidad de llamarme?
—Por supuesto, Commendatore Pazzi.
—Sus efectos personales, ¿siguen en el palacio?
—Guardados en dos maletas, con un inventario.
—Mandaré... Me pasaré por allí y los recogeré.
—¿Le importaría llamarme antes, Commendatore? Así podré de­sactivar el sistema de seguridad antes de que llegue y ahorrarle tiempo.
«Este tío está demasiado tranquilo. Lo normal es que yo le impu­siera un poco de respeto. Y quiere que le avise antes de ir.»
Los miembros de la junta lo habían tratado con suficiencia. Eso ya no tenía remedio. Pero la suficiencia de aquel individuo lo irri­taba. Procuró pagarle con la misma moneda.
—Doctor Fell, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Siempre que su deber se lo exija, Commendatore.
—Tiene usted una cicatriz relativamente reciente en el dorso de la mano izquierda.
—Y usted un anillo de casado relativamente nuevo en la suya. ¿La vita nuova? —el doctor Fell sonrió. Sus dientes eran pequeños y muy blancos. En el instante de desconcierto de Pazzi, que inten­taba decidir si debía sentirse ofendido, el erudito alzó la mano iz­quierda y añadió—: Síndrome del túnel carpiano, Commendatore. La Historia es una profesión peligrosa.
—¿Por qué no figura ese síndrome en el informe sanitario que presentó para trabajar aquí?
—Tenía la impresión, Commendatore, de que las lesiones sólo son relevantes si se perciben ingresos por invalidez; no es mi caso. Tam­poco soy un inválido.
—Entonces lo operaron en Brasil, su país de origen...
—No ha sido en Italia, ni he recibido nada del gobierno italia­no —respondió el doctor Fell, como si creyera que esa respuesta era concluyente.
Se habían quedado solos en el Salón de los Lirios. Pazzi se dispo­nía a salir cuando el doctor Fell lo llamó.
Commendatore Pazzi...
El nuevo conservador era una silueta negra contra los altos ven­tanales. Tras él, en lontananza, se alzaba la cúpula del Duomo.
—¿Sí?
—Usted es un Pazzi, de los famosos Pazzi, ¿me equivoco?
—No. ¿Cómo lo ha sabido?
Pazzi hubiera considerado en extremo impropia cualquier alusión a las recientes noticias de los periódicos.
—Se parece usted a uno de los rostros de los medallones de Della Robbia en la capilla de su familia en Santa Croce.
—Sí, es Andrea de' Pazzi retratado como Juan el Bautista —dijo Rinaldo, con un punto de orgullo en su corazón amargado.
Cuando Pazzi abandonó el salón, su última imagen fue la extraor­dinaria quietud del doctor Fell.
Muy pronto tendría motivos para confirmarla.

CAPÍTULO
20



En los tiempos que corren, cuando una exposición constante a la vulgaridad y la lujuria han acabado por insensibilizarnos, resulta muy instructivo comprobar qué nos sigue pareciendo perverso. ¿Qué puede golpear la costra purulenta que cubre nuestras sumisas conciencias lo bastante fuertemente como para despabilar nuestra atención?
En Florencia cumplió este cometido la exposición llamada «Atro­ces instrumentos de tortura», donde Rinaldo Pazzi volvió a encon­trar al doctor Fell.
La muestra, que presentaba más de veinte artilugios clasicos acom­pañados de una documentación exhaustiva, había sido montada en el Forte di Belvedere, una sobrecogedora fortaleza del siglo XVI construida por los Médicis para guardar la muralla meridional de la ciudad. El acontecimiento atrajo a una muchedumbre insólita; la excitación saltaba como una trucha en los pantalones de la con­currencia.
La duración prevista inicialmente era de un mes; pero los «Atro­ces instrumentos de tortura» permanecieron en cartel seis, durante los que igualaron la concurrencia a los Uffizi y sobrepasaron la del museo del Palazzo Pitti.
Los promotores, dos taxidermistas fracasados que habían sobre­vivido hasta entonces comiéndose las visceras de los animales que disecaban, se hicieron millonarios y recorrieron Europa en triunfo con su espectáculo, embutidos en flamantes trajes de etiqueta.
Los visitantes acudieron de toda Europa, sobre todo en parejas, y aprovecharon la amplitud del horario para desfilar entre los artefac­tos del dolor leyendo de cabo a rabo su procedencia y funciona­miento en alguno de los cuatro idiomas de los rótulos. Ilustraciones de Durero y otros artistas, así como documentación de la época, ilus­traron a las masas sobre materias como las excelencias del suplicio de la rueda.
La leyenda correspondiente rezaba así:

Los príncipes italianos preferían fracturar los huesos de la víctima mien­tras ésta se encontraba todavía en el suelo, colocando bloques de madera bajo los miembros, tal como muestra la imagen, y haciendo pasar la rueda sobre las articulaciones. En cambio, en el norte de Europa el método más habitual era atar al condenado o condenada a la rueda, romperle los huesos con una barra de hierro y, finalmente, ensartar los miembros en las púas que recorrían la circunferencia exterior de la rueda; las fracturas proporcionaban la necesaria flexibilidad; la cabeza, que seguía aullando, y el tronco se colocaban en el centro. Este sistema resultaba más apropiado como es­pectáculo, pero la diversión podía acabar demasiado pronto si algún hueso astillado alcanzaba el corazón del reo.

La exposición no podía menos de interesar a cualquier especia­lista en lo peor que ha dado el género humano. Pero la esencia de lo peor, el auténtico estiércol del diablo de la Humanidad, no se en­cuentra en la doncella de hierro o en el potro; el horror elemental se encuentra en el rostro de la multitud.
En la semioscuridad del enorme recinto de piedra, bajo las jau­las iluminadas que colgaban del techo, el doctor Fell, experto de­gustador de rasgos faciales, con las gafas en la mano operada y una de las patillas metida en la boca, contemplaba el desfile del público con una expresión de éxtasis.
Rinaldo Pazzi lo sorprendió en semejante actitud.
Pazzi cumplía su segunda investigación rutinaria de aquella jor­nada. En lugar de comer con su mujer, se veía obligado a abrirse paso entre aquella gente para colocar avisos previniendo a las pare­jas contra el Monstruo de Florencia, que el inspector jefe había sido incapaz de capturar. Se trataba del mismo cartel que presidía su pro­pio escritorio por orden de sus nuevos superiores, junto a órdenes de busca y captura procedentes de todo el mundo.
Los taxidermistas, que vigilaban la taquilla, estuvieron encanta­dos de añadir un poco de horror contemporáneo a su espectáculo; no obstante, indicaron a Pazzi que colocara los carteles él mismo, pues ninguno de los dos estaba dispuesto a dejar al otro a solas con la recaudación. Algunos florentinos reconocieron al inspector jefe entre los rostros anónimos y murmuraron su nombre entre sí.
Pazzi clavó chinchetas en las esquinas del cartel, azul con un gran ojo amenazador en el centro, sobre un tablón de anuncios que col­gaba junto a la salida, donde captaría la atención de un mayor nú­mero de visitantes, y encendió el foco que pendía encima. Mientras observaba a las parejas que salían, Pazzi advirtió que muchas estaban excitadas y se frotaban al amparo de la muchedumbre. No le apete­cía contemplar otro «cuadro», más flores, ni más sangre.
Pazzi decidió hablar con el doctor Fell. Aprovechando que estaba cerca del Palazzo Capponi, pasaría a recoger los efectos personales del conservador desaparecido. Pero cuando se alejó del tablón de anun­cios, el doctor había desaparecido. No estaba entre el torrente hu­mano que desfilaba hacia la salida. En el lugar donde había perma­necido de pie no quedaba más que el muro desnudo bajo la jaula de un muerto por inanición, cuyo esqueleto en posición fetal parecía seguir suplicando comida.
Pazzi sintió rabia. Se abrió paso entre la gente hasta el exterior, pero no dio con el erudito.
El vigilante de la salida reconoció al inspector jefe y no le dijo nada cuando pasó por encima del cordón y abandonó el camino para perderse en la oscuridad de los terrenos que rodean el fuerte. Llegó al parapeto y miró hacia el norte por encima del río Arno. A sus pies, la Florencia vieja, la antigua joroba del Duomo, la torre del Palazzo Vecchio erguida como una fuente de luz.
Pazzi se sintió como un alma en pena, retorciéndose en un espe­tón de ridículo. Su propia ciudad le hacía burla.
El FBI había acabado de hundir el puñal en la espalda del ins­pector jefe al declarar a la prensa que el perfil de Il Mostro elabora­do por el Bureau no tenía el menor parecido con el del hombre al que Pazzi había detenido. La Nazione añadía que el policía «había encarrilado a Tocca hacia su celda».
La última vez que Pazzi había pegado el cartel azul de Il Mostro había sido en Estados Unidos. En aquella ocasión, lo había colo­cado lleno de orgullo, como si fuera un trofeo, en una pared de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, y había estampado su fir­ma en él a petición de los agentes federales. Lo sabían todo sobre él, lo admiraban, lo agasajaban. Su esposa y él habían pasado unos días como invitados en la costa de Maryland.
Mientras permanecía apoyado en el parapeto del fuerte con la ciudad a sus pies, volvía a oler el aire salino de Chesapeake y veía a su mujer andando por la playa con unas deportivas blancas recién estrenadas.
En la Unidad de Quantico tenían una imagen de Florencia, que le enseñaron como curiosidad. Era la misma vista que contemplaba en esos momentos, la Florencia vieja desde el Belvedere, la mejor perspectiva posible. Pero no era en color. No, se trataba de un di­bujo a lápiz, esfumado al carboncillo. El dibujo estaba en una fotografía, sobre el fondo de una fotografía. Era un retrato del asesino en serie norteamericano doctor Hannibal Lecter. Hannibal el Caní­bal. Lecter había dibujado Florencia de memoria, y el paisaje había colgado en su celda del hospital psiquiátrico, un lugar tan siniestro como el fuerte.
¿En qué momento se hizo la luz en la mente de Pazzi? Dos imá­genes, la Florencia real que tenía ante sus ojos y el dibujo que veía con los del recuerdo. El cartel de Il Mostro que había clavado hacía apenas unos minutos. El de Mason Verger ofreciendo una fuerte recompensa por Hannibal Lecter y algunas pistas, colgado en la pared de su propio despacho:
EL DOCTOR LECTER SE VERÁ OBLIGADO A DISIMULAR SU MANO IZQUIERDA Y PUEDE INTENTAR OPERÁRSELA, YA QUE EL TIPO DE POLIDACTILISMO QUE PRESENTA, CON PERFECTO DESARROLLO DE LOS DEDOS, ES EXTREMADAMENTE RARO Y FÁCILMENTE IDENTIFICABLE.
El doctor Fell llevándose las gafas a los labios con la mano atra­vesada por una cicatriz.
El minucioso boceto de aquella vista en el muro de la celda de Hannibal Lecter.
¿Tuvo Pazzi la inspiración mientras contemplaba la ciudad a sus pies, o le llegó de la preñada oscuridad que se cernía sobre las luces? Y ¿por qué fue su heraldo el aroma de la brisa salina de la bahía de Chesapeake?
Por insólito que parezca tratándose de alguien con tan acusada me­moria visual, la conexión se produjo como un sonido, el que haría una gota al caer en un charco cada vez más grande.
«Hannibal Lecter había huido a Florencia.»
¡Plop!
«Hannibal Lecter era el doctor Fell.»
Su voz interior le dijo que tal vez había perdido el juicio en el espetón de su ridículo; su cerebro desesperado podía estar partién­dose los dientes en los barrotes, como el esqueleto muerto de ham­bre en la jaula de la exposición.
Sin tener conciencia de haberse movido, Pazzi se encontró en la puerta del Renacimiento, que abre el Belvedere a la pronunciada Costa di San Giorgio, una calleja tortuosa que en menos de un ki­lómetro desciende hasta el corazón de la Florencia vieja. Sus pasos parecían arrastrarlo contra su voluntad por el pavimento de cantos ro­dados, bajaba más deprisa de lo que hubiera querido, sin apartar la vista del frente en busca de aquel hombre que se hacía llamar doc­tor Fell, cuyo camino de vuelta a casa estaba siguiendo. A mitad de la calle torció por la Costa Scarpuccia y siguió descendiendo hasta desembocar en la Via de' Bardi, cerca del río. Junto al Palazzo Capponi, hogar del doctor Fell.

Pazzi, resollando por la carrera, buscó un lugar, a resguardo de las luces, la entrada a un edificio de apartamentos en la acera contraria al palacio. Si pasaba alguien, podía volverse y hacer como que llama­ba a un timbre.
El palacio estaba a oscuras. Sobre la enorme puerta de dos ho­jas, Pazzi distinguió el piloto rojo de una cámara de vigilancia. No sabía si funcionaba continuamente o sólo cuando alguien llamaba. Estaba instalada bajo la marquesina de la entrada. Pazzi supuso que no podía captar la extensión de la fachada.
Esperó media hora oyendo su propia respiración, pero el doctor no apareció. Tal vez estaba dentro con todas las luces apagadas.
La calle estaba desierta. Pazzi la cruzó deprisa y se apretó contra el muro.
Llegaba, muy débil, apenas perceptible, un sonido procedente del otro lado del paramento. Pazzi apoyó la cabeza contra los fríos barro­tes de un ventanal. Un clavicordio, las Variaciones Goldberg de Bach, interpretadas con destreza.
Pazzi tenía que esperar, seguir oculto y pensar. Era demasiado pronto para levantar la caza. Tenía que decidir una línea de acción. No estaba dispuesto a ser el hazmerreír público por segunda vez. Mientras retrocedía hacia las sombras del otro lado de la calle, su na­riz fue lo último en desaparecer.

CAPÍTULO

21



El mártir cristiano San Miniato recogió su cabeza recién cor­tada de la arena del anfiteatro romano de Florencia, se la puso bajo el brazo y se fue a vivir a la ladera de una montaña del otro lado del río, donde yace enterrado en su espléndida iglesia, según cuen­ta la tradición.
Lo hiciera por su propio pie o llevado en andas, lo cierto es que el cuerpo de san Miniato no tuvo más remedio que pasar por la vie­ja calle en que ahora nos encontramos, la Via de' Bardi. Ha caído la tarde y en la calle desierta una llovizna invernal, no lo bastante fría para anular el olor a gato, hace relucir el dibujo en forma de abanico de los cantos. Nos rodean palacios erigidos hace seiscien­tos años por los príncipes mercaderes, los hacedores de reyes y los conspiradores de la Florencia renacentista. Al otro lado del Arno, a tiro de arco, se yerguen las crueles agujas de la Signoria, donde ahorcaron y quemaron al monje Savonarola, y ese enorme mata­dero de Cristos crucificados que es la Galería de los Uffizi.
Los palacios de las grandes familias, apretados en la histórica ca­lle, congelados por la moderna burocracia italiana, son arquitectura carcelaria en su exterior, pero encierran espacios amplios y etéreos, altos salones silenciosos en los que nadie penetra, ocultos tras cor­tinajes de seda que la lluvia ha ido pudriendo y de cuyas paredes obras menores de los grandes maestros del Renacimiento penden durante años en la oscuridad, iluminadas tan sólo por los relámpa­gos cuando las colgaduras se desploman.
Ante ti se alza el palacio de los Capponi, una familia ilustre du­rante mil años, que hizo trizas el ultimátum de un rey francés ante sus propias narices y dio un papa a la Iglesia.
Tras sus rejas de hierro, las ventanas del Palazzo Capponi perma­necen a oscuras. Los soportes de las antorchas están vacíos. En aque­lla ventana el viejo cristal cuarteado tiene un agujero de bala de los años cuarenta. Acércate más. Apoya la cabeza en el frío hierro, como ha hecho el policía, y escucha. Aunque con dificultad, puedes oír un clavicordio. Las Variaciones Goldberg de Bach tocadas, si no a la perfección, extraordinariamente bien, con una conmovedora com­prensión de la partitura. Tocadas, si no a la perfección, extraordina­riamente bien; tal vez con una ligera rigidez de la mano izquierda.
Si te creyeras a salvo de todo peligro, ¿entrarías en el edificio? ¿Penetrarías en este palacio tan pródigo en sangre y gloria, segui­rías a tu rostro a través de la extendida maraña de tinieblas hacia las exquisitas notas del clavicordio? Las alarmas no pueden detectarnos. El policía empapado que acecha en el quicio de una puerta no pue­de vernos. Ven...
En el vestíbulo reina una oscuridad casi completa. Una larga es­calinata de piedra, sobre cuya gélida balaustrada deslizamos las ma­nos, con los escalones desgastados por las pisadas de cientos de años, desiguales bajo los pies, que nos conducen hacia la música.
Las altas hojas de la puerta del salón principal chirriarían y se quejarían si tuviéramos que abrirlas. En atención a ti, están abiertas. La música procede del rincón más alejado, el mismo del que llega la única luz, una claridad producida por muchas velas, que enrojece al atravesar la pequeña puerta de una capilla, en el ángulo del salón.
Vayamos hacia la música. Somos vagamente conscientes de pasar al lado de grandes grupos de muebles cubiertos con telas, formas ambiguas que parecen alentar a la luz de las velas, como un rebaño dormido. Sobre nuestras cabezas, el alto techo desaparece en la os­curidad.
La luz rojiza cae sobre un clavicordio ornamentado y sobre el hombre que los especialistas en el Renacimiento conocen como doctor Fell, elegante, absorto en la música que interpreta con la es­palda erguida, mientras la luz se refleja en su pelo y en el dorso de su bata de seda, lustrosa como piel.
La cubierta del clavicordio está decorada con una bulliciosa es­cena de bacanal, y los diminutos personajes parecen revolotear so­bre las cuerdas a la luz de las velas. El hombre toca con los ojos cerrados. No necesita partitura. En su lugar, sobre el atril en forma de lira del instrumento, hay un ejemplar del diario sensacionalista norteamericano National Tattler. Está doblado de forma que sólo se ve la foto de la portada, que muestra el rostro de Clarice Starling.
Nuestro músico sonríe, finaliza la interpretación de la pieza, re­pite la zarabanda por puro placer y, mientras aún vibra la última cuerda golpeada por el maculo, abre los ojos, en cuyas pupilas brilla una luz roja, minúscula como la punta de un alfiler. Ladea la cabe­za y mira el periódico que tiene ante sí.
Se levanta sin hacer ruido y se lleva el periódico norteamerica­no a la diminuta y decorada capilla, construida antes del descubri­miento de América. Cuando lo sostiene a la luz de las velas y lo despliega, los santos que presiden el altar parecen leerlo por enci­ma de su hombro, como harían en la cola del supermercado. El tipo del titular es Railroad Gothic de setenta y dos puntos. Dice lo si­guiente: «EL ÁNGEL DE LA MUERTE: CLARICE STARLING, LA MÁQUI­NA ASESINA DEL FBI».
Cuando sopla las velas, la oscuridad se traga los rostros pintados, en agonía o en éxtasis, alrededor del altar. No necesita luz para cruzar el enorme salón. Una brizna de aire nos acaricia cuando el doctor pasa a nuestro lado. La enorme puerta rechina y se cierra con un golpe que repercute bajo nuestros pies. Silencio.
Pisadas que entran en otra habitación. Los ecos de la estancia per­miten adivinar un espacio más reducido, aunque el techo debe de ser igual de alto, pues los sonidos agudos tardan en rebotar desde arri­ba; el aire inmóvil guarda olores a vitela, pergamino y cabos de vela consumidos.
El crujido de papeles en la oscuridad, el rechinar de un asiento al ser arrastrado. El doctor Lecter se sienta en un gran sillón de la fabulosa Biblioteca Capponi. Es cierto que la luz adquiere un tono rojizo cuando la reflejan sus ojos, que sin embargo no emiten un resplandor rojo en la oscuridad, como muchos de sus guardianes han asegurado. La oscuridad es completa. El doctor medita...
No puede negarse que el doctor Lecter ha creado la vacante del Palazzo Capponi haciendo desaparecer al antiguo conservador, pro­ceso sencillo para el que bastaron unos segundos de trabajo físico con el anciano y un modesto desembolso en la adquisición de dos sacos de cemento; sin embargo, una vez despejado el camino, se ha ganado el puesto por méritos propios demostrando al Comitato delle Belle Arti una extraordinaria competencia lingüística, al tradu­cir sin titubeos el latín y el italiano medieval de manuscritos re­dactados con la letra gótica más enrevesada.
En este lugar ha encontrado una paz que está decidido a conser­var; desde su llegada a Florencia, aparte de a su predecesor, apenas ha matado a nadie.
Considera su elección como conservador y biblioteCarlo del Pa­lazzo Capponi un premio nada desdeñable por varias razones.
La amplitud y la altura de las estancias del palacio son primor­diales para el doctor Lecter tras años de entumecedor cautiverio. Y, lo que es más importante, siente una extraordinaria afinidad con este lugar, el único edificio privado que conoce cercano en dimensiones y detalles al palacio de la memoria que ha ido construyendo desde su juventud.
En la biblioteca, colección única de manuscritos y correspon­dencia que se remontan a principios del siglo XIII, puede permitir­se cierta curiosidad sobre sí mismo.
El doctor Lecter, basándose en documentos familiares fragmenta­rios, creía ser el descendiente de un cierto Giuliano Bevisangue, terri­ble personaje del siglo XII toscano, así como de los Maquiavelo y los Visconti. Éste era el lugar ideal para confirmarlo. Aunque sentía una cierta curiosidad abstracta por el hecho, no guardaba relación con su ego. El doctor Lecter no necesita avales vulgares. Su ego, como su coeficiente intelectual y su grado de su racionalidad, no pueden me­dirse con instrumentos convencionales.
De hecho, no existe consenso en la comunidad psiquiátrica res­pecto a si el doctor Lecter puede ser considerado un ser humano. Durante mucho tiempo, sus pares en la profesión, muchos de los cuales temen su acerada pluma en las publicaciones especializadas, le han atribuido una absoluta alteridad. Luego, por cumplir con las formas, le han colgado el sambenito de monstruo.
Sentado en la biblioteca, el monstruo pinta de colores la oscuri­dad mientras en su cabeza suena un aire medieval. Está reflexio­nando sobre el policía.
El clic de un interruptor, y una lámpara de sobremesa derrama su luz.
Ahora podemos ver al doctor Lecter sentado a una mesa larga y estrecha del siglo XIV en la Biblioteca Capponi. Tras él, una pa­red llena de manuscritos y grandes libros encuadernados en tela, que se remontan a ochocientos años atrás. Sobre la mesa, la corres­pondencia con un ministro de la República de Venecia del siglo XIV forma una pila sobre la que un bronce de Miguel Ángel, un estudio para su Moisés con cuernos, hace las veces de pisapapeles; frente al portatintero hay un ordenador portátil con capacidad para investigar on-line a través de la Universidad de Milán.
Entre los montones pardos y amarillos de pergamino y vitela, destaca el ejemplar del National Tattler con sus rojos y azules chillo­nes. Junto a él, la edición florentina de La Nazione.
El doctor Lecter coge el periódico italiano y lee su último ata­que contra Rinaldo Pazzi, provocado por una declaración sobre el caso de Il Mostro en la que el FBI se lava las manos: «Nuestro perfil nunca coincidió con el de Tocca», afirmaba un portavoz del Bureau.
La Nazione informaba del historial de Pazzi y de su entrena­miento en Estados Unidos, en la famosa academia de Quantico, y acababa opinando que el policía no había hecho honor a semejante preparación.
El caso de Il Mostro no interesaba en absoluto al doctor Lecter, pero no ocurría lo mismo con los antecedentes de Pazzi. Qué fa­talidad, ir a encontrar a un policía entrenado en Quantico, donde Hannibal Lecter era un caso de libro de texto.
Cuando el doctor Lecter observó el rostro de Rinaldo Pazzi en el Palazzo Vecchio y estuvo lo bastante cerca de él como para as­pirar su olor, supo sin lugar a dudas que el inspector jefe no sospe­chaba nada, ni siquiera al preguntarle por la cicatriz de la mano. Pazzi no tenía el menor interés en lo referente a la desaparición del conservador.
El policía lo había visto en la muestra de instrumentos de tor­tura. Ojalá hubiera sido una exposición de orquídeas.
Lecter era perfectamente consciente de que todos los elementos de la iluminación estaban presentes en la cabeza de Pazzi, rebotan­do al azar con el resto de sus conocimientos.
¿Se reuniría Rinaldo Pazzi con el difunto conservador del Pa­lazzo Capponi, abajo, en la humedad? ¿Encontrarían su cuerpo sin vida después de un aparente suicidio? La Nazione se sentiría orgullosa de haberlo acosado hasta la muerte.
Todavía no, reflexionó el Monstruo, y dirigió su atención a los grandes rollos de manuscritos de pergamino y vitela.
El doctor Lecter no se preocupa. Disfruta con el estilo de Neri Capponi, banquero y embajador en Venecia en el siglo XV, y lee sus cartas, a veces en voz alta, por puro placer, hasta altas horas de la noche.

CAPÍTULO
22



Antes de que amaneciera, Pazzi tenía en sus manos las fotogra­fías tomadas al doctor Fell para su permiso de trabajo, además de los negativos de su permesso de soggiorno procedentes de los archivos de los carabinieri. También disponía de los excelentes retratos poli­ciales reproducidos en el cartel de Mason Verger. Los rostros tenían el mismo contorno, pero si el doctor Fell era el doctor Hannibal Lecter, la nariz y los pómulos habían sufrido una transformación, tal vez mediante inyecciones de colágeno.
Las orejas parecían prometedoras. Como Alphonse Bertillon cien años antes, Pazzi escrutó cada milímetro de los apéndices con su lente de aumento. Parecían idénticas.
En el anticuado ordenador de la Questura, tecleó su código de Interpol para acceder al Programa para la Captura de Criminales Violentos del FBI, y entró en el voluminoso archivo de Lecter. Maldijo la lentitud del módem e intentó descifrar el borroso tex­to de la pantalla hasta que las letras se estabilizaron. Conocía la mayor parte del material. Pero dos cosas le hicieron contener la respiración. Una vieja y otra nueva. La entrada más reciente hacía alusión a una radiografía según la cual era muy posible que Lecter se hubiera operado la mano. La información antigua, el escáner de un informe policial de Tennessee deficientemente impre­so, dejaba constancia de que, mientras asesinaba a sus guardianes de Memphis, el doctor Lecter escuchaba una cinta de las Variaciones Goldberg.
El aviso puesto en circulación por la acaudalada víctima norte­americana, Mason Verger, animaba a cualquier informante a llamar al número del FBI que constaba en el mismo. Se hacía la adverten­cia rutinaria de que el doctor Lecter iba armado y era peligroso. También figuraba el número de un teléfono particular, justo debajo del párrafo que daba a conocer la enorme recompensa.

El billete de avión de Florencia a París es absurdamente caro y Pazzi tuvo que pagarlo de su bolsillo. No confiaba en que la policía francesa le proporcionara una conexión por radio sin entrometerse, y no conocía otro modo de conseguirla. Desde una cabina de la sucursal de American Express cercana a la Ópera, llamó al número privado del aviso de Verger. Daba por sentado que localizarían la lla­mada. Pazzi hablaba inglés con fluidez, pero sabía que el acento lo delataría como italiano.
La voz era de hombre, con inconfundible acento norteamericano y muy tranquila.
—Tenga la bondad de comunicarme el motivo de su llamada.
—Creo tener información sobre Hannibal Lecter.
—Bien, le agradecemos que se haya puesto en contacto con no­sotros. ¿Conoce su paradero actual?
—Eso creo. La recompensa, ¿es en efectivo?
—Así es. ¿Qué prueba concluyente tiene usted de que se trata de él? Debe hacerse cargo de que recibimos muchas llamadas sin fun­damento.
—Puedo decirle que se ha sometido a cirugía facial y se ha opera­do de la mano izquierda. Pero sigue tocando las Variaciones Goldberg. Tiene documentación brasileña.
Una pausa.
—¿Por qué no ha llamado a la policía? Mi obligación es animarlo a que lo haga.
—La recompensa, ¿se hará efectiva bajo cualquier circunstancia?
—La recompensa se entregará a quien proporcione información que conduzca al arresto y condena.
—Pero ¿se pagaría aunque las circunstancias fueran... especiales?
—¿Se refiere al caso de alguien que en circunstancias normales no tendría derecho a cobrarlo?
—Sí.
—Los dos trabajamos para conseguir un mismo fin. Así que per­manezca al teléfono, por favor, y permita que le haga una suge­rencia. Va contra las convenciones internacionales y contra la ley norteamericana ofrecer una recompensa por alguien muerto. Per­manezca al aparato, por favor. ¿Puedo preguntarle si llama desde Europa?
—Sí, así es, y eso es todo lo que pienso decirle.
—Muy bien, caballero, escúcheme. Le sugiero que se ponga en contacto con un abogado para informarse sobre la legalidad de ese tipo de recompensa, y que no emprenda ninguna acción delictiva contra el doctor Lecter. ¿Me permite que le recomiende un aboga­do? Puedo darle la dirección de uno en Ginebra con experiencia en este terreno. ¿Me permite que le dé su número de teléfono gratuito? Lo animo calurosamente a que lo llame y sea franco con él.
Pazzi compró una tarjeta telefónica e hizo la siguiente llamada desde una cabina en los grandes almacenes Bon Marché. Habló con una voz de cerrado acento suizo. En cinco minutos habían acabado.
Mason pagaría un millón de dólares norteamericanos por la cabe­za y las manos de Hannibal Lecter. Pagaría la misma cantidad por cualquier información que condujera a su arresto. Confidencialmen­te, pagaría tres millones de dólares por el doctor vivo, sin hacer preguntas y garantizando absoluta discreción. Las condiciones incluían cien mil dólares por adelantado. Para hacerse acreedor al adelanto, Pazzi debería entregar un objeto que tuviera al menos una huella dactilar del doctor Lecter. Si cumplía ese requisito, podría disponer del resto del dinero, depositado en una caja de seguridad suiza, a su conveniencia.
Antes de abandonar los almacenes en dirección al aeropuerto, Pazzi le compró a su mujer un salto de cama de moaré color me­locotón.

CAPÍTULO
23



¿Cómo comportarse cuando se sabe que los honores convencio­nales son basura? ¿Cuando, como Marco Aurelio, se está conven­cido de que la opinión de las generaciones futuras importará tan poco como la de la presente? ¿Es posible comportarse bien? ¿Es in­teligente comportarse bien?
Ahora Rinaldo Pazzi, del linaje de los Pazzi, inspector jefe de la Questura florentina, debía decidir cuánto valía su honor, o si existía una sabiduría superior a las consideraciones sobre el honor.
Llegó de París a la hora de cenar, y durmió un poco. Hubiera querido consultar a su mujer, pero no fue capaz; sin embargo, ob­tuvo consuelo en ella. Permaneció despierto largo rato después de que la respiración de la mujer se sosegara. Bien entrada la no­che, renunció a dormirse y salió a la calle para dar un paseo y pensar.
La codicia no es un pecado desconocido en Italia; Rinaldo Pazzi la había absorbido a bocanadas con el aire de su tierra. Pero su deseo de poseer cosas y su ambición naturales se habían pulido en Norte­américa, donde todo se asimila rápidamente, incluidas la muerte de Jehová y la adoración del becerro de oro.
Cuando Pazzi abandonó las sombras de la Loggia y se plantó en el lugar de la Piazza della Signoria donde Savonarola fue quemado, cuando alzó la vista hacia la ventana del iluminado Palazzo Vecchio bajo la que murió su antepasado, creía estar deliberando. Pero no era así. Ya estaba decidido a sacar tajada.
Asignamos un momento concreto a la toma de una decisión para dignificarla como resultado maduro de una sucesión de pensamien­tos racionales y conscientes. Pero las decisiones se forman a partir de sentimientos amasados; con frecuencia se parecen más a un ama­sijo que a una suma.
Cuando tomó el avión a París, Pazzi ya se había decidido. Y ya se había decidido hacía una hora, cuando su mujer, con el salto de cama nuevo, se había mostrado complaciente como una buena espo­sa. Y minutos más tarde, cuando, acostado en la oscuridad, había tomado su mejilla para darle un tierno beso de buenas noches y una lágrima se había deslizado por la palma de su mano. En ese momen­to, sin saberlo, ella le había enternecido el corazón.
¿Honores, otra vez? ¿Otra oportunidad para soportar la halitosis del arzobispo mientras los santos pedernales prendían el cohete en el culo de la paloma de trapo? ¿Más elogios de los políticos cuyas vidas privadas tan bien conocía? ¿De qué le serviría ser conocido como el policía que había capturado al doctor Hannibal Lecter? Para un policía, la fama tiene una vida corta y vicaria. Más valía venderlo.
La idea lo desgarraba, retumbaba en su cabeza, le hacía palidecer pero le daba resolución. Cuando acabó de decidirse, a pesar de ser tan visual el contenido de su mente, dos olores se mezclaron en su recuerdo, el de su mujer y el de la brisa de Chesapeake.
VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VENDERLO. VEN­DERLO.
Francesco de' Pazzi no había hundido su daga con más fuerza en 1478, cuando derribó a Giuliano sobre el suelo de la catedral, cuando en su frenesí se apuñaló el propio muslo.

CAPÍTULO
24



La tarjeta con las huellas dactilares del doctor Hannibal Lecter es una curiosidad y, en cierto modo, un objeto de culto. La origi­nal cuelga enmarcada en una pared de la Unidad de Identificación del FBI. Siguiendo la práctica del Bureau cuando hay que tomar las huellas a alguien con más dedos de lo normal, el pulgar y los cua­tro dedos adyacentes aparecen en el anverso de la tarjeta y el sexto en el reverso.
Tras la huida del doctor, se hicieron circular copias de la tarjeta por todo el mundo, y la huella del pulgar aparece aumentada en el aviso de Mason Verger con suficientes puntos distintivos marcados en ella como para que cualquier investigador mínimamente pre­parado acierte.
La identificación de huellas dactilares no requiere una habilidad extraordinaria; Pazzi podía recogerlas con la competencia de un profesional y estaba capacitado para hacer comparaciones fiables que confirmaran sus sospechas. Pero Mason Verger exigía una huella re­ciente, tomada in situ y entregada, no sobre papel, sino en el objeto donde había quedado impresa, de forma que sus expertos pudieran examinarla con total independencia. A Mason lo habían engañado muchas veces con huellas recogidas hacía años en los escenarios de los primeros crímenes del doctor.
Pero ¿cómo conseguir las del doctor Fell sin levantar sus sospechas?
Ante todo tenía que evitar alarmarlo. Aquel hombre era capaz de desaparecer dejando a Pazzi con un palmo de narices y las manos vacías.
El doctor salía poco del Palazzo Capponi y hasta la siguiente reu­nión del Comitato delle Belle Arti quedaba un mes. Demasiado tiempo para esperar y poner un vaso de agua ante su asiento, ante cada asiento, porque el comité no dispensaba semejantes atenciones.
Una vez decidido a venderlo a Mason Verger, no le quedaba más remedio que trabajar solo. No podía arriesgarse a atraer la atención de la Questura sobre el doctor Fell pidiendo una orden de registro para entrar en el Palazzo Capponi, demasiado protegido por alarmas como para forzar la entrada y hacerse con las huellas.
El contenedor de basura del doctor era mucho más nuevo y esta­ba mucho más limpio que los del resto de la manzana. Pazzi compró uno y en mitad de la noche cambió las tapas. La superficie galvaniza­da no era la ideal; después de toda una noche de esfuerzos, Pazzi obtu­vo una pesadilla puntillista de huellas que se sintió incapaz de descifrar.
A la mañana siguiente apareció en el Ponte Vecchio con los ojos enrojecidos. En una joyería del puente compró un ancho y pulido brazalete de plata y el soporte de terciopelo sobre el que estaba ex­puesto. En el barrio artesano de la orilla meridional del Arno, en las callejas frente al Palazzo Pittí, hizo que otro joyero eliminara el nom­bre del orfebre. El hombre le propuso aplicar un tratamiento con­tra el deslustre, pero Pazzi se negó.

La temible Sollicciano, la cárcel de Florencia en la carretera a Prato.
En la segunda galería de la zona de las mujeres, Romula Cjesku, inclinada sobre un hondo lavadero, se enjabonaba los pechos y se lavaba y secaba esmeradamente antes de ponerse una blusa de algodón ancha y limpia. Otra gitana, de vuelta de la sala de visitas, le dijo unas palabras en rumano. Una fina arruga apareció entre los ojos de Romula. Aparte de eso, el hermoso rostro conservó la se­riedad y el aplomo habituales.
La dejaron salir de la galería a la hora de siempre, las ocho y me­dia, pero cuando se acercaba a la sala de visitas una celadora le cerró el paso y la obligó a entrar en una sala de vis-á-vis de la planta baja. En el interior, en lugar de la enfermera, la esperaba Rinaldo Pazzi con un recién nacido en los brazos.
—Hola, Romula —la saludó.
La mujer se acercó al esbelto policía, que no sé resistió a entre­garle la criatura. El niño, con ganas de mamar, empezó a restregar la boca contra el pecho de su madre.
Pazzi señaló con la barbilla un biombo colocado en una esquina de la habitación.
—Ahí detrás hay una silla. Podemos hablar mientras le das de mamar.
—Hablar, ¿de qué, Dottore?
El italiano de Romula era aceptable, como lo eran su francés, in­glés, español y rumano. Hablaba sin afectación. Sus mejores dotes de actriz no la habían librado de tres meses de condena por robar carteras.
Se colocó tras el biombo. En una bolsa de plástico oculta en la apretada mantilla de la criatura había cuarenta cigarrillos y sesenta y cinco mil liras en billetes arrugados. Se vio ante una disyuntiva. Si el policía había registrado al niño, podía acusarla de contrabando y conseguir que le revocaran todos sus privilegios. Pensó un momen­to mirando al techo mientras el niño succionaba. ¿Qué le importaba a él semejante miseria? En cualquier caso, siempre tenía las de per­der. Cogió la bolsa y se la guardó entre la ropa interior. La voz del hombre sonó al otro lado del biombo.
—Mira, Romula, aquí no eres más que una molestia. Las presas con hijos de pecho sois un engorro. Las enfermeras ya tienen bastante con los enfermos de verdad que hay en la cárcel. ¿No te saca de quicio tener que devolver a tu hijo cuando acaba la hora de visita?
¿Qué querría aquel hombre? Sabía perfectamente quién era, un jefe, un pezzo da novanta, un cabrón del calibre noventa.
Romula se ganaba la vida diciendo la buenaventura por la calle; robar carteras sólo era una forma de sacarse un sobresueldo. Tenía treinta y cinco años bien llevados y más antenas que la mariposa luna. «Este policía —lo observaba por encima del biombo—, tan limpio, con su anillo de boda, los zapatos relucientes, vive con su mujer y tiene una doncella, mira qué cuello de camisa más bien planchado. Lleva la cartera en el bolsillo de la chaqueta, las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, el dinero en el izquierdo, segu­ramente atado con una goma. La polla en medio. Es soso y masculi­no, tiene la oreja un poco deformada y la cicatriz de un golpe en la raya del pelo. No me va a pedir que se lo haga, si no, no hu­biera traído al niño. No es nada del otro mundo, pero no creo que tenga que tirarse a las presas. Más vale que no le mire esos ojos negros tan amargos mientras el niño está mamando. ¿Por qué lo ha traído? Para que me dé cuenta de su poder, de que puede hacer que me lo quiten. ¿Qué quiere? ¿Información? Yo le cuento todo lo que quiera sobre quince gitanos que no han existido nunca. Bue­no, ¿qué puedo sacar de esto? Ya veremos. Vamos a enseñarle un poco de canela.»
La mujer no le quitó los ojos de encima al salir de detrás del biom­bo, ostentando como una moneda de cobre una areola junto a la cara del bebé.
—Ahí detrás hace calor —le dijo—. ¿Puede abrir la ventana?
—Puedo hacer algo mejor, Romula. Puedo abrir la puerta. Su­pongo que lo sabes.
Silencio en el cuarto. Fuera, los rumores de Sollicciano, como un dolor de cabeza sordo pero constante.
—Dígame lo que quiere. Hay cosas que haría de mil amores, pero no cualquier cosa.
Su instinto, que no solía engañarla, le decía que el inspector le respetaría por aquella advertencia.
—No es más que la tua sólita cosa, lo que estás acostumbrada a hacer —le explicó Pazzi—. Pero esta vez tienes que fallar.
CAPÍTULO
25



Durante el día vigilaban la fachada del Palazzo Capponi ocultos tras la persiana de un piso alto de la acera de enfrente. Eran Romula, la gitana mayor que la ayudaba con el niño, y podía ser su prima, y Pazzi, que robó a la oficina tanto tiempo como le fue posible.
El brazo de madera que Romula empleaba en su trabajo reposaba en una silla del dormitorio.
Pazzi había obtenido permiso para usar el piso de un profesor de la cercana Escuela Dante Alighieri durante el día. Romula había exi­gido un anaquel del pequeño frigorífico para ella y el niño.
No tuvieron que esperar mucho.
A las nueve y media del segundo día, la ayudante de Romula les siseó desde su puesto en la ventana. Un hueco negro apareció al otro lado de la calle al abrirse hacia dentro la pesada hoja de uno de los portales del palacio.
Ahí estaba el hombre que toda Florencia conocía por el nombre de doctor Fell, pequeño y nervudo en su traje negro, lustroso como un visón mientras husmeaba el aire en el tranco de la puerta y re­corría la calle con la mirada en ambas direcciones. Pulsó un mando a distancia para activar las alarmas y cerró la puerta tirando del enor­me asidero de forja, cubierto de roña e inservible para recoger hue­llas. Llevaba una bolsa de la compra.
Al verlo por primera vez entre las tablillas de la persiana, la gitana vieja asió la mano de Romula como para detenerla, la miró a los ojos y sacudió rápidamente la cabeza aprovechando una distracción del policía.
Pazzi supo de inmediato adonde se dirigía el conservador.
Entre la basura del doctor Fell, Pazzi había encontrado los incon­fundibles envoltorios de Vera dal 1926, la exquisita tienda de co­mestibles situada en la Via San Jacopo, cerca del puente de Santa Trinita. El doctor se encaminó en esa dirección, mientras Romula se ponía el vestido y Pazzi se asomaba a la ventana.
Dunque, va a por comida —dijo Pazzi. No pudo evitar repe­tir las instrucciones a Romula por quinta vez—. Baja y espéralo a este lado del Ponte Vecchio. Lo abordarás cuando vuelva con la bol­sa llena. Yo iré media manzana por delante, así que me verás pri­mero. Me quedaré cerca. Si hay algún problema, si te arrestan, yo me encargaré. Si va a algún otro sitio, te vuelves al piso. Ya te llamaré. Pones este pase para el casco antiguo en el parabrisas de un taxi y vienes adonde te diga.
Eminenza —dijo Romula, exagerando los honores al irónico estilo italiano—, si hay algún problema y me ayuda alguien, no le haga daño, mi amigo no se llevará nada, déjelo escapar.
Pazzi no esperó el ascensor, corrió escaleras abajo vestido con un mono y una gorra. En Florencia es difícil seguir a alguien debido a la estrechez de las aceras y la saña de los conductores. Pazzi tenía un viejo motorino esperándolo en el bordillo de la acera con una do­cena de cepillos atados a la parte de atrás. La motocicleta arrancó a la primera patada y envuelto en una nube de humo azulado el inves­tigador jefe avanzó por la calzada de cantos rodados, sobre los que el cacharro brincaba como un pollino al trote.
Pazzi remoloneó, provocó los bocinazos del despiadado tráfico, compró tabaco, mató el tiempo para mantenerse rezagado, hasta que estuvo seguro de que el doctor Fell se dirigía a donde había supuesto. Al final de la Via de' Bardi, el Borgo San Jacopo era direc­ción prohibida. Pazzi dejó la motocicleta en la acera y siguió a pie, avanzando de costado entre la masa de turistas arremolinados en el extremo sur del Ponte Vecchio.
Los florentinos dicen que Vera dal 1926, con su tesoro de que­sos y trufas, huele como los pies de Dios.
Ciertamente, el doctor se tomó su tiempo en el interior del es­tablecimiento. Estaba haciendo una selección de las primeras trufas blancas de la temporada. Pazzi veía su espalda a través del escaparate, más allá del maravilloso despliegue de jamones y pastas.
Dio la vuelta a la esquina y volvió atrás; se mojó la cara en la fuente que escupía agua por una cara con bigotes y orejas de león.
—Tendrás que afeitarte eso si quieres trabajar para mí —dijo a la fuente, olvidando la pelota helada que le rebotaba en el estómago.
El doctor salió por fin con unos cuantos paquetes en su bolsa de la compra. Volvió a tomar el Borgo San Jacopo, ahora en dirección a casa. Pazzi se adelantó por el otro lado. La muchedumbre de la es­trecha acera lo obligó a bajar a la calzada, y el retrovisor de un coche patrulla de los carabinieri le golpeó el reloj de pulsera y le hizo daño.
Stronzo! Analfabeto! —le gritó el conductor sacando la cabeza por la ventanilla, y Pazzi juró vengarse.
Cuando llegó al Ponte Vecchio llevaba cuarenta metros de ventaja.
Romula estaba en el quicio de una puerta con la criatura apo­yada en el brazo de madera y una mano extendida hacia los tran­seúntes, mientras el brazo libre permanecía bajo la ropa holgada dis­puesto a levantar otra cartera, que se añadiría a los dos centenares largos que había birlado a lo largo de su vida. En el brazo oculto lle­vaba el ancho brazalete de plata, pulido con esmero.
En un instante la víctima aparecería entre el gentío que salía del viejo puente. Justo cuando se separara de la muchedumbre y em­bocara la Via de' Bardi, Romula se encontraría con él, haría su faena y se perdería entre el torrente de turistas que abarrotaban el puente.
Entre la gente había un amigo en quien Romula confiaba en caso de complicaciones. No sabía nada del primo y no se fiaba del poli­cía pata protegerla. Giles Prevert, que figuraba en algunos dossiers de la policía como Giles Dumain o Roger LeDuc, pero era conocido en el ambiente como Gnocco, esperaba entre la muchedumbre del extremo sur del Ponte Vecchio a que Romula metiera mano. Gnoc­co, minado por los malos hábitos, empezaba a enseñar la calavera bajo los rasgos afilados, pero seguía siendo fuerte, expeditivo y muy capaz de sacar a Romula del apuro si el asunto se ponía feo.
Vestido de dependiente, pasaba inadvertido en medio del gen­tío, sobre el que asomaba la cabeza de vez en cuando como si fuera una marmota en una pradera humana. Si la víctima se apoderaba de Romula y trataba de retenerla, Gnocco podía tropezar, caer sobre el primo y quedarse enganchado a él ofreciéndole toda una retahila de disculpas hasta que la mujer se hubiera perdido de vista. Lo había hecho otras veces.
Pazzi pasó de largo junto a la gitana y se paró en la cola de clien­tes de un establecimiento de zumos, desde donde podía verlo todo.
Romula salió del umbral. Estudió con ojo de experta el tráfago del espacio de acera que mediaba entre ella y el hombre que se acercaba. Podría moverse entre los viandantes a las mil maravillas lle­vando al niño ante sí, sobre el brazo de madera forrada con lona. Muy bien. Como siempre, se besaría los dedos de la mano visible para depositar el beso en la cara de aquel hombre. Con la mano libre, le tentaría las costillas en busca de la cartera hasta que la agarrara por la muñeca. Entonces pegaría un tirón y echaría a correr.
Pazzi le había jurado que aquel individuo no podía permitirse lle­varla a la policía, que estaría deseoso de perderla de vista. Ninguna de las veces que había intentado birlar una cartera la víctima había usado la violencia con una mujer que sostenía a un niño de pecho. En la mayoría de las ocasiones creían que era otra persona la que hurgaba en sus chaquetas. La propia Romula había acusado a varios inocentes transeúntes para evitar que la cogieran.
Romula se dejó llevar por la corriente humana, sacó el brazo de debajo de la ropa, pero lo mantuvo oculto bajo el falso, que soste­nía al niño. Veía al objetivo entre el mar de cabezas que bajaban y subían, a diez metros y acercándose.
Madonna! El individuo estaba dando media vuelta en medio de la gente y uniéndose a la riada de turistas que se dirigían hacia el Ponte Vecchio. No volvía a casa. Se metió entre la gente a empujones, pero no pudo alcanzarlo. Gnocco, al que el hombre se estaba acercando, la miraba desconcertado. Romula sacudió la cabeza y Gnocco lo dejó pasar de largo. No hubiera servido de nada que Gnocco le robara la cartera.
Pazzi había llegado a su lado y le refunfuñaba como si fuera culpa suya.
—Vete al apartamento. Ya te llamaré. ¿Tienes el pase de taxi para el casco antiguo? Venga. ¡Vete!
Pazzi recuperó la motocicleta y la empujó a lo largo del Ponte Vecchio, sobre el Arno opaco como jade. Creía haber perdido al doctor, pero ahí estaba, al otro lado del puente, bajo el pórtico del Lungarno, echando un rápido vistazo a un apunte sobre el hombro del dibujante, siguiendo luego su camino con zancadas vivas y lige­ras. Pazzi supuso que se dirigía a la iglesia de Santa Croce, y lo si­guió a una distancia prudencial en medio de un tráfico de mil de­monios.

CAPÍTULO

26



Las naves de la iglesia de Santa Croce, sede de los franciscanos, resonaban en ocho idiomas mientras las hordas de turistas hormi­gueaban siguiendo las vistosas sombrillas de los guías y buscando en la penumbra monedas de doscientas liras para costear, durante un precioso minuto de sus vidas, la iluminación de los grandes frescos de las capillas.
Una vez en el interior, Romula tuvo que pararse junto a la tum­ba de Miguel Ángel para dejar que sus ojos, privados del resplan­dor de la espléndida mañana, se habituaran al tenebroso recinto. Cuando se dio cuenta de que estaba sobre una lápida, susurró un «Mí dispiace!» y se apartó de ella a toda prisa; para Romula el tropel de los muertos que bullía bajo sus pies era tan real como la gente que la rodeaba, y quizá más poderoso. Era hija y nieta de médiums y quiromantes, y veía a la gente que pisaba la faz de la tierra y a la que habitaba en su interior como dos muchedumbres a las que sólo separaba el telón de la muerte. Siendo más viejos y más sabios, los de abajo tenían, en su opinión, todas las de ganar.
Miró a su alrededor tratando de localizar al sacristán, individuo con inquebrantables prejuicios contra los gitanos, y se refugió detrás de la primera columna, al amparo de la Madonna del Latte de Rossellino, mientras el niño le hocicaba contra el pecho. Pazzi, que ace­chaba junto a la tumba de Galileo, la descubrió allí.
El inspector jefe señaló con la barbilla hacia el fondo de la iglesia, donde, al otro lado del crucero, los flashes de las cámaras prohibidas y los reflectores brillaban como relámpagos en la vasta penumbra, mientras los ruidosos temporizadores tragaban monedas de doscien­tas liras y alguna que otra moneda falsa o calderilla australiana.
Una y otra vez, Cristo nacía, era traicionado y clavado a la cruz, a medida que los enormes frescos iban apareciendo a la brillante luz de los reflectores, tras lo cual volvía a reinar una oscuridad cerrada y rumorosa en la que los peregrinos se arremolinaban imposibili­tados de leer sus guías, mientras el incienso y los olores corporales ascendían para cocerse al calor de los focos.
En el brazo izquierdo del crucero, el doctor Fell se había puesto manos a la obra en la Capilla Capponi. La famosa Capilla Capponi está en Santa Felicita. Esta otra, reconstruida en el siglo XIX, intere­saba al doctor porque la restauración le proporcionaba cierta pers­pectiva para contemplar el pasado. Estaba calcando con carboncillo una inscripción en piedra tan gastada que ni una iluminación oblicua hubiera conseguido realzarla.
Pazzi, que lo observaba con un pequeño catalejo de bolsillo, descu­brió por qué el doctor había salido de casa llevando tan sólo la bolsa de la compra: guardaba sus materiales de dibujo tras el altar de la ca­pilla. Por un momento estuvo a punto de llamar a Romula para de­cirle que se marchara. Puede que los utensilios le sirvieran para tomar las huellas. Pero no, el doctor llevaba puestos unos guantes de algodón para no mancharse las manos con el carboncillo.
En el mejor de los casos, sería un trabajo torpe. La técnica de Romula estaba pensada para la calle. Pero la mujer era lo que pare­cía, y lo menos parecido a lo que un criminal podía temer. Era la persona más indicada para no espantar al doctor. No. Si la atrapaba, se la entregaría al sacristán, con el que Pazzi podría hablar más tarde.
Pero aquel hombre estaba loco. ¿Y si la mataba? ¿Y si mataba al niño? Pazzi se hizo dos preguntas. ¿Se enfrentaría al doctor si sus vi­das corrían peligro? Sí. ¿Estaba dispuesto a permitir que sufrieran heridas menores para conseguir su dinero? Sí.
Se limitarían a esperar hasta que el doctor Fell se quitara los guan­tes y se dispusiera a salir para comer. Yendo y viniendo por el cru­cero, Pazzi y Romula tuvieron tiempo de hablar en susurros. Pazzi distinguió un rostro entre el gentío.
—¿Quién es ese que te sigue, Romula? Más vale que me lo digas. Lo tengo visto de la cárcel.
—Es mi amigo, se pondrá en medio si tengo que echarme a correr. Pero no sabe nada. Nada de nada. Es mejor para usted, así no tendrá que mancharse las manos.
Para matar el tiempo, rezaron en varias capillas, Romula bisbi­seando en un idioma que Pazzi no reconoció, y éste, a la intención de un largo rosario de cosas, particularmente la casa en la bahía de Chesapeake y algo más en lo que no debería pensar en una iglesia.
Les llegaban las melodiosas voces del coro, que estaba ensayando y conseguía alzarse sobre la algarabía general.
Sonó la campana. Era la hora del cierre de mediodía. Aparecie­ron los sacristanes haciendo sonar sus manojos de llaves, impacientes por vaciar los cepillos.
El doctor Fell se irguió y salió de detrás de la Pietá de Andreotti de la capilla, se quitó los guantes y se puso la chaqueta. Un nutrido grupo de japoneses, agotada su provisión de calderilla, se habían api­ñado ante el altar mayor y permanecían estupefactos en la oscuridad, sin comprender aún que tenían que salir.
El codazo de Pazzi era del todo innecesario. Romula sabía que el momento había llegado. Besó la coronilla del niño, tranquilo sobre el brazo de madera.
El doctor se acercaba. La multitud lo encaminaba hacia ella y, en tres zancadas, fue a su encuentro, le cerró el paso, alzó la mano ante él procurando atraer su mirada, se besó los dedos y se dispuso a plan­tarlos en su mejilla, con el brazo oculto listo para colarse en la cha­queta del hombre.
Alguien había dado con una última moneda de doscientas liras y las luces se encendieron; en el momento en que lo tocaba, Romula miró el rostro del hombre y sintió que sus rojizas pupilas la absor­bían, sintió que un vacío enorme y helado tiraba de su corazón ha­cia las costillas, y apartó la mano a toda prisa para cubrir la cara de la criatura, mientras oía su propia voz diciendo: «Perdonami, perdonami, signare», se daba la vuelta y huía. El doctor se la quedó miran­do hasta que se apagó la luz y volvió a ser una silueta recortada contra los cirios de una capilla, y con zancadas ágiles continuó su camino.
Pazzi, pálido de ira, encontró a Romula apoyada en la pila, mo­jando una y otra vez la cabeza del niño y lavándole los ojos por si había mirado al doctor Fell. Se tragó los peores improperios cuan­do vio el rostro aterrorizado de la mujer.
—Es el Demonio —susurró, y sus ojos parecían enormes en la semioscuridad—. Shaitan, el Hijo de la Mañana. Ahora ya lo he visto.
—Te devolveré a la prisión —dijo Pazzi.
Romula miró el rostro del niño y exhaló un suspiro, un suspiro de matadero, tan profundo y resignado que producía escalofríos. Se quitó el brazalete de plata y lo lavó con agua bendita.
—Todavía no —dijo.

CAPÍTULO
27



Si Rinaldo Pazzi hubiera estado dispuesto a cumplir su deber como agente de la ley, habría podido detener al doctor Fell y averi­guar muy rápidamente si era Hannibal Lecter. En cuestión de media hora habría obtenido una orden de arresto para sacarlo del Palazzo Capponi, y todas las alarmas del mundo no hubieran podido impe­dírselo. Con su sola autoridad, hubiera podido retener al doctor Fell sin cargos el tiempo necesario para establecer su identidad.
Las huellas dactilares tomadas al doctor en la Questura hubie­ran revelado en diez minutos si Fell era Hannibal Lecter. La prueba del ADN habría confirmado la identificación.
Todos esos recursos le estaban negados ahora. Una vez decidido a vender al doctor Lecter, el inspector jefe se había transformado en un cazador de recompensas, al margen de la ley y solo. Hasta los soplones de la policía, que seguían estando a su merced, le resulta­ban inservibles, porque se habrían apresurado a delatarlo.
Los consiguientes obstáculos provocaban la frustración de Pázzi, pero no hacían mella en su decisión. Se las apañaría con las maldi­tas gitanas...
—¿Lo haría Gnocco por ti, Romula? ¿Puedes dar con él?
Estaban en el salón del apartamento de Via de' Bardi, frente al Palazzo Capponi, doce horas después del fiasco en la iglesia de Santa Croce. Una lámpara de sobremesa iluminaba el cuarto hasta la altura de las caderas de Pazzi. Por encima, sus ojos negros brillaban en la semioscuridad.
—Lo haré yo misma, pero sin el niño —dijo Romula—. Pero tiene que darme...
—No. No puedo dejar que te vea dos veces. ¿Lo haría Gnocco por ti?
Romula, que llevaba un vestido largo de colores vivos, se incli­naba hacia delante en el asiento, con los generosos pechos rozándole los muslos y la cabeza casi junto a las rodillas. El brazo hueco de ma­dera reposaba sobre una silla. La vieja, tal vez prima de Romula, estaba sentada en un rincón con el niño en brazos. Las cortinas esta­ban echadas. A través de la abertura Pazzi vio una débil luz en el piso superior del palacio.
—Puedo hacerlo. Puedo cambiar mi aspecto de forma que no me reconozca. Puedo...
—No.
—Entonces, puede hacerlo Esmeralda.
—No —la voz había sonado en el rincón. La vieja no había des­pegado los labios hasta entonces—. Cuidaré a tu hijo, Romula, hasta la muerte. Pero nunca tocaré a Shaitan.
Pazzi apenas entendía su italiano.
—Siéntate bien, Romula —le dijo el policía—. Mírame. ¿Lo haría Gnocco por ti? Romula, esta noche vas a volver a Sollicciano. Aún tienes que cumplir otros tres meses. Es posible que la próxima vez que te manden dinero y cigarrillos entre la ropa del bebé te cojan... Puedo hacer que te echen seis meses de propina por la última vez. Podría conseguir que te declararan incapacitada como madre. El estado se quedaría con el niño. Pero si consigo las huellas, tú te verás libre, tendrás un millón de liras y desaparecerán tus anteceden­tes. Y te ayudaré a conseguir un visado para Australia. ¿Lo haría Gnocco por ti?
La mujer no respondió.
—¿Puedes encontrar a Gnocco? —Pazzi resopló por la nariz—. Sentí, recoge tus cosas, podrás retirar el brazo falso en la sala de ob­jetos personales dentro de tres meses, o el año que viene. El niño tendrá que ir a la inclusa, con los demás huérfanos. La vieja puede visitarlo allí.
—¿Con los demás huérfanos, Commendatore? Mi hijo tiene ma­dre y un nombre, ¿sabe? —meneó la cabeza, poco dispuesta a de­cirle el nombre a aquel individuo. Se tapó la cara y sintió los latidos de las manos y la cabeza golpeándose mutuamente; a continuación, habló sin descubrirse el rostro—: Puedo encontrarlo.
—¿Dónde?
—En la Piazza Santo Spirito, junto a la fuente. Encenderán una hoguera y alguien llevará vino.
—Iré contigo.
—Más vale que no —replicó la mujer—. Usted arruinaría su re­putación. Tiene a Esmeralda y al niño, sabe que volveré.

La Piazza Santo Spirito, un hermoso cuadrado en la orilla izquier­da del Arno, tiene un ambiente sórdido por la noche, con la iglesia envuelta en sombras y cerrada a cal y canto desde hace horas, y ruidos y olores a comida saliendo de Casalinga, la popular trattoria.
Junto a la fuente, el resplandor de una pequeña hoguera y el so­nido de una guitarra tocada con más entusiasmo que arte. Entre los presentes hay un buen cantante de fados. Una vez descubierto, lo empujan hacia el centro y lo animan a remojarse el gaznate con el vino de varias botellas. Entona una canción que habla del destino, pero lo interrumpen con peticiones de algo más alegre.
Roger LeDuc, Gnocco por mal nombre, está sentado en el pretil de la fuente. Ha fumado. Tiene los ojos turbios, pero distingue a Romula enseguida detrás de la gente que rodea la hoguera. Compra dos naranjas a un vendedor ambulante y la sigue lejos del corro. Se paran bajo un farol a cierta distancia de la hoguera. La luz, fría en comparación con la del fuego, moteada por las pocas hojas de un arce que pugna por reverdecer, da un tinte verdoso a la palidez de Gnocco, sobre la que las sombras de las hojas parecen heridas móvi­les a Romula, que lo mira reposando la mano en su brazo.
La hoja de una navaja suelta destellos al final de su puño como una lengua pequeña y brillante que monda la naranja, de la que va colgando el largo tirabuzón de la piel. Se la da y ella le mete un gajo en la boca mientras él empieza a pelar la segunda.
Hablan en rumano apenas unos instantes. Él se encoge de hom­bros. La mujer le da un teléfono celular y le marca un número. La voz de Pazzi suena en la oreja de Gnocco. Al cabo de un momen­to, Gnocco cierra el teléfono y se lo guarda en un bolsillo.
Romula se quita del cuello una cadenilla, besa el minúsculo amu­leto y la pasa por el cuello del desaliñado joven. Él junta la barbilla con el pecho para mirar el colgante, baila dando saltos, como si la imagen santa lo quemara, y consigue que Romula sonría. La gitana se quita el brazalete y se lo pone en la muñeca. Le encaja perfecta­mente. El brazo de Gnocco no es más grueso que el de Romula.
—¿Puedes quedarte una hora? —le pregunta el hombre.
—Sí —contesta ella.

CAPÍTULO
28



Es de noche otra vez, y el doctor Fell está en la vasta sala de pie­dra de la exposición de instrumentos de tortura en el Forte di Bel­vedere, cómodamente recostado contra el muro, con las jaulas de los condenados colgadas sobre su cabeza.
Su mirada registra las múltiples manifestaciones de la fascinación enfermiza en los ávidos rostros de los mirones, que se empujan en torno a los atroces artefactos y se restriegan unos con otros en sul­furoso frottage, con los ojos sallándoseles de las órbitas, el pelo de los antebrazos erizado, echándose el ansioso aliento en los cuellos y las caras. De vez en cuando, el doctor se lleva un pañuelo perfu­mado a la nariz para soportar la sobredosis de colonia y efluvios hormonales.
Sus perseguidores lo acechan en el exterior.
Pasan las horas. El espectáculo de la chusma no parece cansar al doctor Fell, que nunca ha prestado más que una tibia atención a los artilugios propiamente dichos. Algunos perciben su curiosidad y se sienten incómodos. A menudo, las mujeres lo miran con particular interés antes de que la marea humana las obligue a avanzar. Una mi­seria pagada a los taxidermistas que regentan el macabro tinglado permite al doctor remolonear a capricho, inalcanzable tras las cuer­das, completamente inmóvil contra el muro.
Fuera, cerca de la puerta de salida, aguantando la persistente llovizna junto al parapeto, Rinaldo Pazzi montaba guardia. El inspector jefe estaba acostumbrado a esperar.
Pazzi sabía que el doctor no volvería a casa. Al pie de la colina, en una placita visible desde el fuerte, el automóvil de Fell aguardaba a su dueño. Era un Jaguar Saloon negro, un elegante Mark II con treinta años de antigüedad y matrícula suiza que relucía bajo la llu­via, el mejor coche que Pazzi había visto nunca. Era evidente que el doctor Fell no necesitaba ganarse un sueldo. Pazzi había anotado los números de la matrícula, pero no podía arriesgarse a identificarla a través de la Interpol.
En la empedrada cuesta de la Via San Leonardo, entre el Forte di Belvedere y el coche, esperaba Gnocco. La calle, mal iluminada, dis­curría entre dos hileras de altos muros de piedra que protegían una sucesión de villas. Gnocco había dado con un oscuro nicho ante la verja de una entrada en el que podía resguardarse de la lluvia y del torrente de turistas que bajaban del fuerte. El teléfono celular vi­braba contra su muslo cada diez minutos, y tenía que confirmar que seguía en su puesto.
Pasaban turistas cubriéndose la cabeza con mapas y programas de mano, abarrotando las estrechas aceras y derramándose por la cal­zada, donde obligaban a reducir la marcha a los pocos taxis proce­dentes del fuerte.
En la cámara abovedada de la exposición, el doctor Fell separó por fin la espalda del muro, alzó la vista hacia el esqueleto de la jau­la colgada sobre su cabeza como si ambos compartieran un secreto, y se abrió paso entre el gentío hacia la salida.
Pazzi lo vio enmarcado por la puerta y un poco más tarde recor­tado contra un foco de la hierba. Lo siguió a cierta distancia. Cuando estuvo seguro de que se dirigía al coche, abrió el teléfono celular y alertó a Gnocco.
La cabeza del gitano asomó por el cuello de su chaqueta como la de una tortuga, con los ojos hundidos, mostrando la calavera bajo la piel. Se remangó hasta los codos, escupió en el brazalete y lo frotó con un trapo. Ahora que estaba lavado con saliva y agua bendita, lo protegió de la lluvia poniendo el brazo tras la espalda, bajo el abri­go, mientras miraba hacia la colina. Se acercaba una columna de ca­bezas bamboleantes. Gnocco se metió en la riada de turistas y al­canzó el centro de la calle, donde podría avanzar contra la corriente y tener mejor visibilidad. Sin un ayudante, tendría que encargarse él solo del encontronazo y de la siria, lo que no era ningún problema, porque el caso era fallar. Ahí venía aquel hombrecillo insignifican­te, gracias a Dios cerca del bordillo. Pazzi iba a treinta metros del doctor, y seguía bajando la cuesta.
Gnocco se desplazó con un movimiento lleno de estilo desde el centro de la calle. Aprovechando que se aproximaba un taxi, hizo como que se apartaba para evitarlo, volvió la cara para soltar una blasfemia y chocó de bruces con el doctor Fell; empezó a hurgarle bajo el abrigo y sintió el brazo atrapado por una garra acerada, luego un golpe; se soltó de un tirón y se escabulló a toda prisa, mientras el doctor Fell, que apenas se había parado, continuaba su camino a buen paso y se perdía en la corriente de turistas.
Pazzi estuvo a su lado casi al instante, apretado en el nicho ante la verja de hierro junto a Gnocco, que dobló el cuerpo hacia delan­te un momento, recuperándose, y se irguió jadeando.
—Lo he conseguido. Me ha agarrado bien. El muy cornuto ha in­tentado pegarme en los cojones, pero ha fallado —le explicó.
Pazzi, con una rodilla apoyada en el suelo, buscaba con cuidado el brazalete, cuando Gnocco empezó a sentir calor y humedad pier­na abajo, y, al agacharse, hizo brotar una corriente de cálida sangre arterial de un desgarrón junto a la bragueta y salpicó el rostro y las manos de Pazzi, que intentaba quitarle el brazalete cogiéndolo por el canto. La sangre lo llenó todo, incluida la cara de Gnocco, que se había inclinado para mirarse, con las piernas empezando a fallarle. Se derrumbó contra la reja, con una mano crispada sobre los hierros y un trapo apretado contra la ingle en la otra, intentando detener el chorro que manaba de la arteria femoral, seccionada.
Pazzi, con la sangre fría que se apoderaba de él en los momentos críticos, pasó un brazo alrededor de Gnocco y, manteniéndolo con la espalda vuelta hacia los turistas mientras sangraba entre los barrotes, lo fue dejando caer hasta acostarlo en el suelo, sobre un costado.
Pazzi se sacó del bolsillo el teléfono celular y pidió una ambulan­cia, pero sin encenderlo. Se quitó la gabardina y la extendió sobre el cuerpo yacente como un halcón cubriendo a su presa con las alas. La despreocupada multitud seguía bajando a sus espaldas. Pazzi le quitó el brazalete de la muñeca y lo guardó en una cajita. Se metió el teléfono celular de Gnocco en un bolsillo. El joven movió los labios.
Madonna, che freddo...
Haciendo de tripas corazón, Pazzi retiró la mano de Gnocco de la herida, la sostuvo entre las suyas como para confortarlo y dejó que se desangrara. Cuando estuvo seguro de que Gnocco había muerto, lo dejó junto a la verja, con la cabeza apoyada en un bra­zo como si estuviera dormido, y se unió a los que bajaban.
En la plaza, Pazzi vio el lugar de aparcamiento vacío; la lluvia apenas había empezado a humedecer los cantos sobre los que había estado el Jaguar del doctor Lecter.
El doctor Lecter. Pazzi ya no pensaba en él como el doctor Fell. Era el doctor Hannibal Lecter.
En el bolsillo podía tener en esos momentos la prueba que Verger necesitaba. La que necesitaba Pazzi goteaba gabardina abajo, sobre sus zapatos.

CAPITULO
29



El lucero del alba se eclipsaba sobre Genova a medida que un resplandor rojizo apuntaba por oriente cuando el viejo Alfa Romeo de Rinaldo Pazzi llegó al puerto. Un viento helado rizaba la bahía. En un mercante fondeado en un amarradero de la bocana hacían trabajos de soldadura, y las chispas de color naranja llovían sobre el agua negra.
Romula permaneció en el coche, al abrigo del viento, con el niño en el regazo. Esmeralda se acurrucaba en el pequeño asiento pos­terior de la berlinetta cupé con las piernas de través. No había vuelto a abrir la boca desde que se negó a tocar a Shaitan.
Estaban tomando cafe bien cargado en vasos de plástico y pastíccini.
Rinaldo Pazzi fue a la oficina de embarque. Cuando salió, el sol ya estaba alto y teñía de rojo el casco roñoso del carguero Astra Philogenes, que completaba su carga anclado junto al muelle. Hizo un gesto a las mujeres.
El Astra Philogenes, con veintisiete mil toneladas y bandera grie­ga, tenía autorización para transportar doce pasajeros sin médico de a bordo rumbo a Río. Allí, le había explicado Pazzi a Romu­la, transbordarían a otro barco que zarparía hacia Sydney, Aus­tralia, para lo cual recibirían ayuda del sobrecargo del Astra. El pasaje estaba pagado hasta destino sin posibilidad de reembolso. En Italia, Australia se considera una tierra de promisión donde es fácil encontrar trabajo, y cuenta con una nutrida comunidad gi­tana.
Pazzi había prometido a Romula dos millones de liras, unos mil doscientos cincuenta dólares a la cotización vigente, y se los entregó en un abultado sobre.
El equipaje de las gitanas era insignificante: una maleta pequeña y el brazo falso metido en la funda de una trompa de pistones.
Las gitanas y el niño estarían en el mar e incomunicadas cerca de un mes.
Pazzi repitió a Romula por enésima vez que Gnocco se reuniría con ella más adelante, porque ese día había sido imposible. Se pon­dría en contacto con ella escribiéndole a la oficina central de correos de Sydney.
—Cumpliré mi palabra con él como lo he hecho contigo —le dijo al pie de la pasarela, mientras el sol de primera hora alargaba sus sombras sobre la áspera superficie del muelle.
Al acercarse el momento de zarpar, mientras Romula y el niño empezaban a trepar hacia cubierta, la vieja, mirándolo con sus ojos negros como aceitunas de Kalamata, habló por segunda y última vez en la experiencia de Pazzi.
—Has entregado a Gnocco a Shaitan —dijo con calma—. Gnoc­co está muerto.
Doblándose con dificultad, como haría ante un pollo acogotado en el tajo, Esmeralda apuntó con cuidado, escupió a la sombra de Pazzi y se apresuró pasarela arriba tras Romula y la criatura.

CAPÍTULO
30



La caja en la que la DHL Express había hecho la entrega era modélica. Sentado a una mesa bajo los focos de la zona de las visitas, el técnico en huellas dactilares desenroscó los tornillos con cuidado usando un destornillador eléctrico.
El ancho brazalete de plata estaba sujeto a un soporte de ter­ciopelo grapado al interior de la caja, de forma que la joya no to­cara nada.
—Tráigamelo —ordenó Mason.
Examinar las huellas hubiera sido mucho más fácil en la Sección de Identificación del Departamento de Policía de Baltimore, donde el técnico trabajaba durante el día; pero Verger le pagaría una can­tidad enorme y en metálico, y quería supervisar el trabajo con sus propios ojos. O con su propio ojo, reflexionó el técnico con sorna mientras dejaba el brazalete, todavía en su soporte, en una bandeja de porcelana sostenida por un enfermero.
Éste la aproximó al anteojo de Mason. No podía depositarla en la trenza de pelo enroscada sobre el corazón de Mason, porque el respirador le alzaba el pecho constantemente, arriba y abajo.
El pesado brazalete tenía manchas de sangre seca, que cayó en forma de polvo rojizo sobre la porcelana. Mason lo miró a través del anteojo. La falta de tejido facial le impedía toda expresión, pero el ojo estaba brillante.
—Empiece —dijo.
El técnico tenia una copia del anverso de la tarjeta del FBI con las huellas del doctor Lecter. La sexta huella del reverso y los datos personales no estaban reproducidos.
Se dispuso a distribuir con el pincel los polvos para identificación de pruebas entre las costras de sangre. Los «Sangre de dragón» que solía utilizar tenían un color semejante al de la sangre seca, así que utilizó otros de color negro y los espolvoreó con cuidado.
—Hay huellas —informó, e hizo una pausa bajo los focos para secarse el sudor de la frente.
La luz era la adecuada, así que fotografió in situ las huellas obte­nidas antes de levantarlas para compararlas al microscopio.
—Dedos corazón y pulgar de la mano izquierda, coincidentes en dieciséis puntos. Suficiente para un tribunal —dijo por fin—. No hay duda, es el mismo sujeto.
A Mason los tribunales lo traían sin cuidado. Su pálida mano ya había empezado a reptar por la colcha en busca del teléfono.

CAPÍTULO

31



Una mañana soleada en una pradera montañosa en el interior del macizo de Gennargentu, en el centro de Cerdeña.
Seis hombres, cuatro sardos y dos romanos, trabajan bajo un co­bertizo sin paredes construido con maderos del bosque circundan­te. Los insignificantes sonidos que producen parecen magnificarse en el vasto silencio de las montañas.
Bajo el cobertizo, colgado de las alfardas, cuya corteza sigue pe­lándose, hay un espejo enorme en un marco dorado y rococó. Está suspendido sobre un sólido corral que tiene dos puertas, una de las cuales se abre hacia los pastos. La otra está hecha como una puerta holandesa, de forma que la mitad superior y la inferior puedan abrirse por separado. Bajo ella el terreno está pavimentado con ce­mento, pero el resto del corral está cubierto de paja limpia, como un patíbulo.
El espejo, con su marco tallado de querubines, puede inclinarse para proporcionar una vista superior del corral, como el espejo de una escuela de cocina permite a los alumnos tener una vista de los fogones.
El cineasta, Oreste Pini, y el hombre de confianza de Mason en Cerdeña, un secuestrador profesional llamado Carlo, sintieron mu­tua aversión desde el principio.
Carlo Deogracias era un individuo corpulento y sanguíneo, que apenas se quitaba un sombrero tirolés con un colmillo de jabalí en la cinta. Tenía por costumbre mascar la ternilla de un par de dien­tes de venado que guardaba en un bolsillo de la chaqueta.
Carlo era un practicante aventajado del antiguo deporte sardo del secuestro, así como un vengador profesional.
Si te han de secuestrar para pedir rescate, te dirá cualquier italia­no rico, es preferible caer en manos de los sardos. Por lo menos son profesionales y no te matarán por accidente o en un ataque de pá­nico. Si tu familia paga, puede que te devuelvan ileso y con todos los apéndices y orificios intactos. Si no paga, pueden estar seguros de que te recibirán por entregas en paquete postal.
A Carlo no lo convencían los alambicados planes de Mason. Tenía experiencia en la materia; de hecho, veinte años atrás había conseguido que una piara de cerdos se comiera a un individuo, un nazi retirado que se hacía pasar por conde e imponía relaciones sexuales a los niños de los pueblos toscanos, chicos y chicas por igual. A Carlo lo contrataron para el trabajo, atrapó al interfec­to en su propio jardín, a cinco kilómetros de la Badia di Passignano, y consiguió que lo devoraran cinco enormes cerdos domés­ticos de una granja al sur de Poggio alle Corti, aunque tuvo que dejar de alimentarlos durante tres días. El nazi, que trataba de li­berarse de sus ataduras, sudaba y suplicaba, tenía los pies metidos en el corral, y aun así a los cerdos parecía darles vergüenza empe­zar con los dedos, que sin embargo no paraban de menearse, hasta que Carlo, con una punzada de culpa por violar la letra del con­trato, obligó al boche a comerse una deliciosa ensalada con las ver­duras favoritas de los cerdos y luego le cortó el cuello para apaci­guarlos.
Carlo era alegre y vital por naturaleza, pero la presencia del director de cine lo ponía de mal humor. Había tenido que traer el espejo de un burdel que regentaba en Cagliari, obedeciendo órdenes de Mason Verger, sólo para complacer a aquel pornógrafo lla­mado Oreste Pini.
Los espejos eran un fetiche para Oreste, que los había usado como piezas capitales de sus películas pornográficas y de la única cinta genuinamente snuff que había rodado en Mauritania. Inspirado por la advertencia impresa en el retrovisor de su coche, era un convencido partidario del uso de espejos convexos para hacer que determinados objetos parecieran mayores de lo que aparecen a la mirada directa.
Siguiendo las instrucciones de Mason, Oreste tendría que prepa­rar un escenario con dos cámaras y un buen equipo de sonido, y la toma tenía que ser perfecta a la primera. Mason quería un primer plano fijo e ininterrumpido del rostro, aparte de todo lo demás.
En opinión de Carlo, lo único que hacía era cazar moscas con el culo.
—Puedes quedarte ahí cotorreando como una verdulera o ver cómo ensayamos y preguntarme cualquier cosa que no entiendas.
—Lo que quiero es filmar los ensayos.
Va bene. Monta tu mierda de set y empecemos de una vez.
Mientras Oreste colocaba las cámaras, Carlo y los otros tres si­lenciosos sardos hacían los preparativos.
A Oreste le encantaba el dinero, pero nunca dejaba de sorpren­derse de todo lo que se puede comprar con él.
En una larga mesa colocada sobre caballetes en un extremo del cobertizo, el hermano de Carlo, Matteo, deshacía un hato de ropa vieja, del que entresacó una camisa y unos pantalones. Mientras tan­to, los otros dos sardos, los hermanos Fiero y Tommaso Falcione, acercaban al interior del cobertizo una camilla con ruedas empuján­dola despacio sobre la hierba. La camilla estaba manchada y hecha jirones.
Matteo había preparado varios pozales de carne picada, unos cuan­tos pollos sin desplumar y un montón de fruta pasada, a los que empezaban a acudir las moscas, y un cubo de ventrón e intestinos de buey.
Matteo extendió los gastados pantalones caqui sobre la camilla y empezó a llenarlos con un par de pollos, carne y fruta. Luego metió carne picada y bellotas en un par de guantes de algodón, procurando que los dedos se llenaran, y los colocó en la boca de las perneras. A continuación, extendió la camisa, la llenó de intestinos procuran­do darle forma con trozos de pan, la abotonó y metió escrupulosa­mente los faldones dentro del pantalón. Completó el torso poniendo un par de guantes repletos de más inmundicias en los extremos de las mangas. Como cabeza usó un melón cubierto con una redecilla llena de carne picada en la parte que representaba la cara; dos huevos duros hacían las veces de ojos. Cuando acabó el resultado se asemejaba a un maniquí lleno de bultos, aunque tenía mejor aspecto acostado en la camilla que algunos que se tiran de un rascacielos. Como toque final, Matteo roció el melón y los guantes de las mangas con una loción para el afeitado que costaba un ojo de la cara.
Carlo señaló con la barbilla hacia el escultural ayudante de Oreste, que se inclinaba sobre el borde del corral extendiendo el soporte del micrófono para comprobar el alcance.
—Dile a tu bujarrón que si se cae dentro, no seré yo quien se meta para sacarlo.
Por fin estuvo todo listo. Fiero y Tommaso plegaron las patas de la camilla y la hicieron rodar hasta la entrada del corral.
Carlo trajo de la casa un radiocasete y un amplificador indepen­diente. Tenía toda una colección de cintas, alguna de las cuales había grabado él mismo mientras les cortaba las orejas a los secuestrados para mandarlas por correo a sus familiares. Carlo se las ponía a los animales cada vez que comían. Ya no las necesitaría cuando hubiera una víctima real que pusiera los efectos de sonido.
Los sufridos altavoces exteriores estaban clavados a los postes del cobertizo. El sol brillaba sobre la hermosa pradera, que descendía en suave pendiente hacia el bosque. La sólida cerca que la rodeaba se perdía entre los árboles. En el silencioso mediodía Oreste podía oír una abeja carpintera zumbando bajo el techo del cobertizo.
—¿Estás listo? —le preguntó Carlo.
A su vez, Oreste se volvió hacia la cámara fija.
Giriamo —gritó al cámara.
Prontí! —respondió éste.
Motore! —y las cámaras empezaron a rodar.
Partito! —la cinta del sonido empezó a girar.
Azione! —chilló Oreste, y le dio un golpe a Carlo.
El sardo pulsó el botón de «play» del radiocasete y se desenca­denó un griterío infernal puntuado por sollozos y súplicas. El cá­mara dio un respingo, pero se tranquilizó enseguida. Los alaridos eran espeluznantes, pero dieron el recibimiento más apropiado a las siluetas que salían del bosque, atraídas por el escándalo que anun­ciaba la cena.

CAPÍTULO

32



Viaje de ida y vuelta en un día a Ginebra para ver el dinero.
El avión del puente aéreo a Milán, un ruidoso reactor Aeroespatiale, trepó a los cielos de Florencia a primeras horas de la maña­na y se meció sobre los viñedos, cuyas separadas hileras parecían una torpe maqueta de la Toscana hecha por un especulador de terrenos. Algo extraño ocurría con los colores del paisaje; las piscinas de las nuevas villas de los extranjeros ricos tenían un azul raro. A Pazzi, que miraba por la ventanilla del avión, le parecían del azul lechoso de un ojo de inglés viejo, un tono fuera de lugar entre los oscuros cipreses y los plateados olivos.
Los ánimos de Rinaldo Pazzi ascendían con el avión al pensar que no se haría viejo allí, a expensas del capricho de sus superio­res, aguantando mecha para conseguir la pensión.
Lo había atormentado el temor a que Lecter desapareciera después de matar a Gnocco. Cuando volvió a ver encendida la lámpara de trabajo del doctor en Santa Croce, sintió un alivio enorme; el doc­tor pensaba que no corría peligro.
La muerte del gitano no produjo la menor agitación en la Questura, donde la atribuyeron a algún ajuste de cuentas entre trafican­tes de drogas; por suerte, se habían encontrado jeringuillas usadas cerca del cuerpo, cosa nada rara en Florencia, donde se distribuían gratis.
Un viaje para ver el dinero. Había sido exigencia suya.
La visualización interna de Pazzi era capaz de recordar algunas imágenes con pelos y señales: la primera vez que se vio el pene en erección; la primera que vio su propia sangre; la primera mujer que vio desnuda; el primer puño borroso que vio acercarse a su rostro. Recordaba cierta ocasión en que entró por casualidad en la capilla lateral de una iglesia de Siena y sus ojos toparon de pronto con el rostro de santa Catalina de Siena, una cabeza de momia enmarcada en una impoluta toca blanca y guardada dentro del relicario en for­ma de iglesia.
Ver tres millones de dólares estadounidenses le produjo un im­pacto semejante.
Trescientos fajos de billetes de cien con números de serie no con­secutivos.
En una habitación pequeña y desnuda, parecida a una capilla, en las oficinas del Crédit Suisse de Ginebra, el abogado de Mason Verger enseñó el dinero a Rinaldo Pazzi. Lo trajeron de la cámara aco­razada con un carrito, en cuatro cajas de seguridad profundas y nu­meradas con placas de cobre. El Crédit Suisse puso a su disposición una máquina de contar billetes, una balanza y un empleado para uti­lizarlas. Pazzi hizo salir al empleado. Puso las manos sobre el mon­tón de billetes una sola vez.
Rinaldo Pazzi era un investigador muy competente. Había des­cubierto y detenido a auténticos virtuosos del timo durante veinte años. Mientras estaba ante todo aquel dinero y escuchaba las ins­trucciones del abogado, no percibió la más mínima nota falsa; si les entregaba a Hannibal Lecter, ellos le entregarían el dinero.
Con la sangre agolpándosele en la cabeza, comprendió que aque­lla gente iba en serio; Mason Verger pagaría sin pestañear. Y no se hacía ilusiones respecto a la suerte del doctor. Estaba a punto de ven­derlo para que lo torturaran y lo mataran. Se ha de hacer justicia a Pazzi, que al menos reconocía en su fuero interno lo que estaba haciendo.
«Nuestra libertad vale más que la vida del monstruo. Nuestra fe­licidad es más importante que su sufrimiento», pensó con el frío egoísmo de los desesperados. Si el «nuestra» era mayestátíco o incluía a Rinaldo y a su mujer, sería difícil decirlo, y es posible que no exis­ta una única respuesta.
En aquel cuarto, fregado y suizo, inmaculado como una toca, Pazzi hizo el voto definitivo. Apartó la mirada del dinero y asintió. Entonces el abogado, el señor Konie, se acercó a una de las cajas, contó cien mil dólares y se los entregó.
El señor Konie habló brevemente por un teléfono móvil y luego se lo tendió a Pazzi.
—Es una línea terrestre, cifrada —le dijo.
Pazzi escuchó la voz de un norteamericano que hablaba con un ritmo peculiar; soltaba las frases en una sola espiración seguida de una pausa y se comía las oclusivas. El sonido lo angustiaba ligera­mente, como si estuviera pugnando por respirar a la vez que su in­terlocutor.
Sin otro preámbulo, la pregunta:
—¿Dónde está el doctor Lecter?
Pazzi, con el dinero en una mano y el teléfono en la otra, no ti­tubeó.
—Investigando en el Palazzo Capponi, en Florencia. Es el... con­servador.
—¿Tendría la bondad de mostrar su identificación a el señor Konie y pasarle el teléfono? No dirá su nombre por el aparato.
El señor Konie consultó una lista que se sacó del bolsillo y dijo a Mason unas palabras acordadas previamente como clave; luego, vol­vió a darle el teléfono.
—Tendrá el resto del dinero cuando el sujeto esté en nuestras manos, vivo —dijo Mason—. Usted no tiene que atraparlo, pero sí identificarlo para nosotros y ponerlo en nuestras manos. También quiero sus papeles, todo lo que tenga sobre el doctor. ¿Vuelve a Flo­rencia hoy mismo? Recibirá instrucciones esta noche para un en­cuentro cerca de Florencia. Tendrá lugar como muy tarde mañana por la noche. En él recibirá instrucciones del hombre que se hará cargo del doctor Lecter. Le preguntará si conoce a alguna florista. Respóndale que todas las floristas son unas ladronas. ¿Me compren­de? Quiero que le preste su cooperación.
—No quiero al doctor Lecter en mi... No lo quiero cerca de Florencia cuando...
—Comprendo su inquietud. No se preocupe, no lo estará —y se cortó la comunicación.
Tras unos minutos de papeleo, dos millones de dólares quedaron en custodia. Mason Verger no podría retirarlos, pero sí dar su autoriza­ción para que lo hiciera Pazzi. Un representante del Crédit Suisse acudió al despacho y lo informó de que el banco le cobraría una co­misión si convertía la suma en francos suizos, y le pagaría un tres por ciento de interés compuesto sólo por los cien mil primeros francos. El empleado entregó a Pazzi una copia del artículo 47 del Bundesgesetz über Banken und Sparkassen, que regula el secreto bancario, y se ofreció a realizar una transferencia al Royal Bank de Nueva Es­cocia o a las Islas Caimán tan pronto fueran liberados los fondos, si ése era su deseo.
En presencia de un notario, Pazzi autorizó la firma de su esposa como titular de la cuenta en caso de su fallecimiento. Finalizada la operación, el representante del Crédit Suisse fue el único que ofre­ció la mano a los demás. Pazzi y el señor Konie evitaron mirarse di­rectamente, aunque el abogado se despidió con un «adiós» desde el umbral de la puerta.
En el último tramo del viaje a casa, el vuelo del puente aéreo desde Milán hubo de sortear una tormenta, y Pazzi se quedó mi­rando el reactor de su costado, negro como una boca abierta contra el cielo gris oscuro. Los relámpagos y los truenos se desencadenaron cuando se balanceaban sobre la vieja ciudad, con el campanario y la cúpula de la catedral justó debajo, las luces encendiéndose en la temprana oscuridad, resplandores y detonaciones como los que Pazzi recordaba de su niñez, cuando los alemanes volaron los puentes so­bre el Arno y sólo perdonaron al Ponte Vecchio. Y por un instante tan breve como un relámpago, volvió a ver con los ojos del niño al francotirador encadenado a la Madonna de las Cadenas para que re­zara antes de ser fusilado.
Descendiendo entre el olor a ozono de los relámpagos, sintiendo el retumbar de los truenos en el fuselaje del avión, Pazzi, del linaje de los Pazzi, volvía a su vieja ciudad con designios tan viejos como el tiempo.

CAPÍTULO
33



Rinaldo Pazzi hubiera preferido vigilar ininterrumpidamente a su presa del Palazzo Capponi, pero no podía.
En lugar de eso, aún extasiado por la contemplación del dinero, no tuvo más remedio que enjaretarse el traje de etiqueta y asistir con su mujer al esperado concierto de la Orquesta de Cámara de Florencia.
El Teatro Piccolomini, construido en el siglo XIX como copia a media escala del glorioso Teatro La Fenice de Venecia, es un joyero barroco de dorados y terciopelo, con el espléndido techo abarrotado de querubines que desafían las leyes de la gravedad.
No está de más que el teatro sea tan hermoso, porque los intér­pretes suelen necesitar toda la ayuda que puedan obtener.
Es injusto, aunque inevitable, que la música sea juzgada en Flo­rencia con el mismo rasero que se aplica a su inigualable patrimonio artístico. El público florentino constituye un amplio y exigente gru­po de melómanos, lo cual no tiene nada de extraordinario en Italia; pero a menudo su hambre de música queda insatisfecha.
Pazzi se deslizó al asiento contiguo al de su mujer en medio de los aplausos que despidieron la obertura.
Ella le ofreció la fragante mejilla. Pazzi sintió que el corazón le henchía el pecho al admirarla en su traje de noche, lo bastante esco­tado como para que un tibio aroma surgiera desde el canalillo de los senos; sobre el regazo tenía la partitura en la elegante cubierta de Gucci que él le había regalado.
—Suenan infinitamente mejor con el nuevo viola —le susurró ella al oído.
El excelente viola da gamba había sido contratado para sustituir a otro, inepto hasta decir basta y primo de Sogliato, que había desapa­recido en extrañas circunstancias hacía unas semanas.
El doctor Hannibal Lecter contemplaba el patio de butacas desde uno de los palcos superiores, solo, inmaculado en su esmoquin, con la cara y la pechera flotando en la oscuridad del palco enmarcado por las barrocas molduras doradas.
Pazzi lo descubrió cuando se encendieron las luces brevemente después del primer movimiento, y en el instante en que iba a vol­ver la vista, la cabeza del doctor giró como la de un buho y sus ojos se encontraron. Pazzi apretó la mano de su mujer lo bastante fuerte como para que se volviera a mirarlo; a partir de ese momento, Pazzi no apartó los ojos del escenario, mientras sentía el muslo de su mujer contra el dorso caliente de la mano, que ella retenía entre las suyas.
En el descanso, cuando Pazzi volvió de la cafetería trayéndole un refresco, el doctor Lecter estaba de pie junto a ella.
—Buenas noches, doctor Fell —lo saludó Pazzi.
—Buenas noches, Commendatore —dijo el doctor. Aguardó con la cabeza levemente inclinada, hasta que Pazzi no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.
—Laura, permíteme que te presente al doctor Fell. Doctor Fell, ésta es la signara Pazzi, mi esposa.
La signara Pazzi, habituada a que alabaran su belleza, encontró lo que ocurrió a continuación encantadoramente divertido, aunque su marido no pensara lo mismo.
—Le agradezco el privilegio que me concede, Commendatore —dijo el doctor.
Su lengua, roja y puntiaguda, apareció un instante entre los dientes antes de que se inclinara ante la mano de la signora Pazzi y acercara sus labios a la piel, tal vez más de lo acostumbrado en Florencia, cierta­mente lo bastante como para que la mujer sintiera la respiración en su piel.
Los ojos del hombre la miraron antes de alzar de nuevo la relu­ciente cabeza.
—Me parece que aprecia usted particularmente a Scarlatti, signora Pazzi.
—Así es, en efecto.
—Ha sido encantador verla seguir la partitura. Hoy en día apenas lo hace nadie. Espero que esto le interese —cogió el portafolios que llevaba bajo el.brazo y le enseñó una partitura antigua, manus­crita en pergamino—. Procede del Teatro Capranica de Roma, y es de 1688, el año en que se escribió la obra.
Meraviglioso! ¡Fíjate, Rinaldo!
—He marcado sobre papel de celofán algunas de las diferencias respecto a la partitura moderna a lo largo del primer movimiento —explicó el doctor Lecter—. Tal vez la divierta hacer lo mis­mo con el segundo. Por favor, cójala. Siempre puedo recuperarla del signor Pazzi; por supuesto, si el Commendatore no tiene inconve­niente...
El doctor lo miró con intensidad mientras aguardaba su respuesta.
—Si te apetece, Laura... —dijo Pazzi. De pronto lo asaltó una idea—. ¿Tiene intención de presentarse ante el Studiolo, doctor?
—Por supuesto, este mismo viernes por la noche. Sogliato está . impaciente por verme desacreditado.
—Yo estaré en el casco antiguo —le informó Pazzi—. Aprove­charé para devolverle la partitura. Laura, el doctor Fell tiene que cantar ante los dragones del Studiolo para ganarse la sopa.
—Estoy seguro de que canta de maravilla, doctor —dijo ella mirándolo con sus enormes ojos negros, dentro de los límites de la decencia, pero próxima a rebasarlos.
El doctor Lecter sonrió enseñando dos hileras de blancos dientecillos.
—Madame, si fuera el fabricante de Fleur du Ciel, le regalaría el diamante Cape para que lo luciera. Hasta el viernes por la noche, Commendatore.
Pazzi se aseguró de que el doctor regresaba a su palco, y no vol­vió a mirarlo hasta que se despidieron con un gesto de la mano en la escalinata del teatro.
—Te regalé el Fleur du Ciel para tu cumpleaños —dijo Pazzi.
—Sí, y me encanta, Rinaldo —respondió la signora Pazzi—. Tie­nes un gusto exquisito.

CAPÍTULO
34



Impruneta es una antigua ciudad toscana de donde proceden las tejas del Duomo. Desde las villas de las colinas que la rodean, a varios kilómetros de distancia, puede verse el cementerio por la noche gracias a las luces que arden constantemente en las tumbas. La luz que proporcionan es escasa, aunque suficiente para que los visitantes paseen entre los muertos; sin embargo, hace falta una lin­terna para leer los epitafios.
Rinaldo Pazzi llegó a las nueve menos cinco con un pequeño ramo de flores que tenía intención de depositar en una tumba cual­quiera. Entró en el recinto y caminó despacio a lo largo de uno de los senderos de guijarros bordeados de sepulturas.
Sentía la presencia del otro hombre, aunque no podía verlo.
Carlo habló desde detrás de un mausoleo que lo ocultaba por completo.
—¿Puede recomendarme alguna florista de la ciudad? «Aquel hombre tenía acento sardo. Bien, tal vez supiera lo que se hacía.»
—Todas las floristas son unas ladronas —contestó Pazzi.
Carlo surgió de su escondite de golpe, sin echar antes un vistazo. Era bajo, fornido y ágil de extremidades, y Pazzi pensó que tenía algo de salvaje. Llevaba una chaqueta de cuero y un sombrero con un colmillo de jabalí en la cinta. Pazzi calculó que le sacaba unos siete centímetros de envergadura y diez de altura. Debían de pesar poco más o menos lo mismo. Le faltaba un pulgar. Supuso que po­dría encontrar su ficha en el archivo de la Questura en cuestión de cinco minutos. El resplandor de las lamparillas de las tumbas los ilu­minaba desde abajo.
—El palacio tiene un buen sistema de alarma —dijo Pazzi.
—Ya le he echado un vistazo. Tendrá que decirme quién es.
—Hablará en una reunión mañana por la noche. ¿Podrá hacerlo tan pronto?
—Claro —Carlo quiso presionar al policía, demostrarle quién lle­vaba las riendas—. ¿Estará con él, o es que le da miedo? Usted hará lo que le pagan para hacer. Tendrá que señalármelo.
—Cierre la bocaza. Yo cumpliré mi parte, lo mismo que usted. O se jubilará en Volterra, de puto, lo que más le guste.
En el trabajo, Carlo era tan insensible a los insultos como a los gritos de dolor. Se dio cuenta de que había juzgado mal al policía. Extendió las manos abiertas en son de paz.
—Cuénteme lo que necesito saber.
Carlo se acercó a Pazzi y se quedaron uno junto al otro, como si rezaran ante el pequeño mausoleo. Por la senda se acercaba una pare­ja cogida de la mano. Carlo se quitó el sombrero y los dos hombres permanecieron inmóviles, con las cabezas inclinadas. El inspec­tor puso las flores en la entrada de la tumba. Del sudado sombrero de Carlo le llegó un olor rancio, como a embutido hecho de algún animal capado sin maña, e irguió la cabeza para evitarlo.
—Es rápido con la navaja. Y apunta bajo.
—¿Tiene pistola?
—No lo sé. Nunca la ha usado, que yo sepa.
—No quiero tener que sacarlo de un coche. Lo quiero en la calle con poca gente alrededor.
—¿Cómo piensa reducirlo?
—Eso es asunto mío.
Carlo se metió en la boca un colmillo de venado y mascó la ter­nilla haciendo sobresalir los dientes de vez en cuando.
—Y mío —replicó Pazzi—. ¿Cómo piensa hacerlo?
—Lo atontaré con una pistola de aire comprimido, le echaré una red y luego puede que le ponga una inyección. Tendré que mirar­le los dientes rápido, por si lleva veneno en una funda.
—Tiene que hablar en una reunión. Empieza a las siete en el Palazzo Vecchio. Si trabaja mañana en la Capilla Capponi, en Santa Croce, irá andando desde allí al Palazzo Vecchio. ¿Conoce Florencia?
—Bastante bien. ¿Podrá conseguirme un pase de vehículos para el casco antiguo?
—Sí.
—No lo cogeré al salir de la iglesia —dijo Carlo.
Pazzi asintió.
—Es mejor que aparezca en la reunión. Después puede que no lo echen en falta durante dos semanas. Cuando salga tengo una ex­cusa para acompañarlo hasta el Palazzo Capponi...
—No quiero cogerlo en su casa. Es su terreno. Lo conoce; yo, no. Estará alerta, mirará a su alrededor antes de entrar. Lo quiero en plena calle.
—Escúcheme. Saldremos por la puerta principal del Palazzo Vec­chio, porque la de la Via dei Leoni ya estará cerrada. Iremos por la Via Neri y cruzaremos el río por el Ponte alie Grazie. Al otro lado, frente al Museo Bardini, hay unos árboles que tapan las farolas. A esas horas la escuela está cerrada y hay mucha tranquilidad.
—Digamos entonces que en el Museo Bardini, pero podría hacerlo antes si se presenta la ocasión, más cerca del palacio, o durante el día, si se huele algo y trata de huir. Puede que estemos en una ambulancia. Quédese con él hasta que la pistola lo deje sin sentido, y luego lárguese deprisa.
—Lo quiero fuera de Toscana antes de que le hagan lo que sea.
—Créame, habrá desaparecido de la faz de la tierra, y con lo pies por delante —le dijo Carlo, e hizo asomar el diente de venado en­tre la sonrisa que le produjo su propia broma.

CAPÍTULO
35



Mañana del viernes. Una pequeña habitación en el ático del Palazzo Capponi. Tres de las paredes encaladas están desnudas. De la cuarta cuelga una Madonna del siglo XIII, de la escuela de Cimabue, enorme en el reducido espacio, con la cabeza ladeada hacia el án­gulo de la firma como la de un pájaro curioso y los ojos en forma de almendra posados sobre la menuda figura que duerme bajo el cuadro.
El doctor Hannibal Lecter, veterano de los catres de prisiones y manicomios, yace tranquilo en la estrecha cama, con las manos cru­zadas sobre el pecho.
Abre los ojos y, ya completamente despierto, el sueño sobre su hermana Mischa, muerta y digerida hace mucho tiempo, se trans­forma sin solución de continuidad en lúcida conciencia: peligro en­tonces, peligro ahora.
La certeza de estar en peligro no le quita el sueño, ni más ni me­nos que haber matado al carterista.
Vestido para la jornada, esbelto e impecable en su traje negro de seda, desconecta los sensores de movimiento al final de las escaleras del servicio y desciende hacia los amplios espacios del palacio.
Ahora es libre de moverse por el vasto silencio de las muchas es­tancias del edificio, libertad que nunca deja de subírsele a la cabeza después de tantos años de encierro en una celda subterránea.
Así como los muros cubiertos de frescos de Santa Croce o el Palazzo Vecchio están impregnados de intelecto, el aire de la Bibliote­ca Capponi vibra con presencias mientras el doctor Lecter camina a lo largo de la enorme pared llena de manuscritos. Elige unos rollos de pergamino, sopla el polvo, y las motas danzan en un rayo de sol como si los muertos, que ahora son polvo, pugnaran por contarle sus destinos y predecir el suyo. Trabaja de forma eficiente, pero sin apre­suramientos; guarda algunas cosas en el portafolios y selecciona unos cuantos libros e ilustraciones para su conferencia de esa noche en el Studiolo. Son tantas las cosas que le hubiera gustado leer...
El doctor Lecter abre su ordenador portátil y, a través del Departamento de Criminología de la Universidad de Milán, entra en el sitio web del FBI —www.fbi.gov—, como un particular más. Averigua que el Subcomité Judicial encargado de juzgar la operación anti­droga de Clarice Starling aún no ha fijado una fecha. No tiene los códigos de acceso al archivo de su propio caso en el FBI. En la pá­gina «Más buscados», su antiguo rostro lo mira fijamente, flanqueado por los de un terrorista y un pirómano.
El doctor Lecter rescata el periódico de entre un montón de per­gaminos, contempla la fotografía de Clarice Starling que aparece en la portada y recorre las facciones con el dedo. El acero brilla en su mano de improviso, como si hubiera brotado para sustituir al sexto dedo. La navaja, del tipo llamado «Arpía», tiene la hoja dentada y en forma de garra. Corta la página del National Tattler con la mis­ma facilidad con que seccionó la arteria femoral del gitano: la hoja entró en la ingle y volvió a salir tan deprisa que el doctor Lecter ni siquiera tuvo necesidad de limpiarla.
El doctor recorta la imagen de Clarice Starling y la encola sobre un trozo de pergamino en blanco.
Coge una pluma y, con artística desenvoltura, dibuja en el per­gamino el cuerpo de una leona con alas, un grifo con la cara de Starling. Debajo escribe con elegante letra redonda: ¿Se te ha ocurri­do preguntar alguna vez, Clarice, por qué no te comprenden los filisteos? Porque eres la respuesta a la adivinanza de Sansón: eres la miel en la boca del león.

A quince kilómetros de allí, con la furgoneta aparcada tras un muro de piedra en Impruneta, Carlo Deogracias comprobaba el ins­trumental, mientras su hermano Matteo practicaba una serie de lla­ves de yudo en la espesa hierba con los otros dos sardos, Fiero y Tommaso Falcione. Los Falcione eran fuertes y rápidos; Fiero había sido jugador del equipo de fútbol profesional de Cagliari, aunque por poco tiempo, y Tommaso, seminarista. Hablaba un inglés acep­table y a veces rezaba con sus victimas.
Carlo había alquilado legalícente la furgoneta Fiat blanca con matrícula de Roma. Los rótulos del OSPEDALE DELLA MISERICORDIA estaban listos para ser adheridos a los costados, y las paredes y el sue­lo del interior, cubiertos con mantas de mudanza, por si el sujeto se resistía una vez dentro del vehículo.
Carlo llevaría a cabo la operación tal como deseaba Mason; pero si algo fallaba y se veía obligado a matar al doctor Lecter en la pe­nínsula, lo que frustraría la filmación, no todo estaría perdido. Carlo se sabía capaz de acabar con el doctor Lecter y cortarle manos y ca­beza en menos de un minuto.
Si no dispusiera de todo ese tiempo, siempre podría cortarle el pene y un dedo, suficiente para la prueba del ADN. En una bolsa de plástico sellada al vacío y conservada en hielo, llegarían a manos de Mason en menos de veinticuatro horas, lo que haría acreedor a Carlo a una recompensa, además de a los honorarios acordados.
Bien colocados tras los asientos había una pequeña sierra mecáni­ca, palas de mango largo, un sierra quirúrgica, cuchillos bien afilados, bolsas de plástico con cierre de cremallera, un tornillo de mordaza Black and Decker para inmovilizar los brazos del doctor, y un con­tenedor de DHL Express con los gastos de envío por avión ya pa­gados, adecuado a una estimación de seis kilos para la cabeza y un kilo para cada mano.
Si tenia oportunidad de grabar en vídeo una matanza de urgen­cia, Carlo estaba seguro de que Mason pagaría por ver la amputación en vivo del doctor Lecter, incluso después de haber apoquinado un millón de dólares por la cabeza y las manos. A tal fin se había hecho con una buena cámara, una fuente de luz y un trípode, y había en­señado a Matteo lo imprescindible para usarla.
Su instrumental de caza se había beneficiado de la misma escru­pulosidad. Fiero y Tommaso eran expertos con la red, doblada de momento con tanto esmero como un paracaídas. Carlo disponía de una hipodérmica y de una pistola de dardos cargados con sufi­ciente tranquilizante para animales Acepromazine como para tum­bar a uno del tamaño del doctor Lecter en cuestión de segundos. Le había dicho a Rinaldo Pazzi que emplearía en primer lugar la pisto­la de aire comprimido, que estaba cargada y lista; pero si se le pre­sentaba la oportunidad de clavarle la hipodérmica en el culo o en las piernas, la pistola sería innecesaria.
Los secuestradores no pasarían más de cuarenta minutos en la pe­nínsula con su presa, el tiempo necesario para llegar al aeródromo de Pisa, donde los estaría esperando una avioneta-ambulancia. Aunque el de Florencia estaba más cerca, tenía menos tráfico, y un vuelo privado se hubiera hecho notar más.
En menos de hora y media estarían en Cerdeña, donde el comité de bienvenida del doctor se había vuelto insaciable.
Carlo lo había sopesado todo en su inteligente y hedionda cabe­za. Mason no era un idiota. Los pagos estaban calculados de forma que Rinaldo Pazzi no sufriera el menor daño; a Carlo le hubiera salido caro matarlo y reclamar la recompensa. Mason no quería pro­blemas por el asesinato de un policía. Más valia hacer las cosas a su manera. Pero al sardo le salían sarpullidos sólo de pensar en lo que hubiera conseguido con unos pocos pases de sierra si hubiera en­contrado al doctor Lecter por sí mismo.
Probó la sierra mecánica. Se puso en marcha a la primera.
Carlo conferenció brevemente con los otros, y salió hacia la ciu­dad montado en un pequeño motorino, armado tan sólo con una na­vaja, una pistola y una hipodérmica.

El doctor Hannibal Lecter abandonó la ruidosa calle para pe­netrar a primera hora en la Farmacia di Santa María Novella, uno de los sitios que mejor huelen de la Tierra. Se quedó unos instantes con la cabeza levantada y los ojos cerrados, aspirando los aromas de los exquisitos jabones, perfumes y cremas, y de los ingredientes de los obradores. El portero se había acostumbrado a sus visitas y los de­pendientes, desdeñosos por lo general, lo trataban con enorme respe­to. Las compras del obsequioso doctor Lecter en los meses que llevaba en Florencia no debían de superar las cien mil liras, pero ele­gía y combinaba las fragancias y esencias con una sensibilidad que asombraba y gratificaba a aquellos mercaderes de aromas, que vivían del olfato.
Para preservar aquel placer, había renunciado a alterar su nariz con otra rinoplastia que no fueran inyecciones de colágeno en la parte exterior. Para el doctor Lecter, el aire estaba pintado con olores tan vivos y nítidos como colores, que podía superponer y contrastar como si aplicara pigmentos sobre otros aún húmedos. No había lugar más distinto a una cárcel que aquel. Allí el aire era música, y estaba saturado de pálidas lágrimas de incienso esperando a ser ex­traídas, de bergamota amarilla, madera de sándalo, cinamomo y mimosa concertadas sobre un sustrato al que el genuino ámbar gris, la algalia, el castóreo y la esencia de cervatillo aportaban las notas dominantes.
A veces, se imaginaba que podía oler con las manos, con los bra­zos y las mejillas, que el olor lo impregnaba por completo. Que era capaz de oler con el rostro y con el corazón.
Por buenas razones anatómicas, el olfato sirve a la memoria con más prontitud que ningún otro sentido.
Recuerdos fragmentarios como fogonazos acudían a su memoria mientras permanecía bajo la suave luz de las hermosas lámparas mo­dernistas de la Farmacia, aspirando, aspirando... Allí no había nada que pudiera recordarle la cárcel. Excepto... ¿qué era aquel olor? ¿Clarice Starling? Sí, era ella. Pero no el Air du Temps que había percibido en cuanto la chica abrió el bolso junto a los barrotes de su celda en el manicomio. No era eso. En aquel establecimiento no vendían esos perfumes. Tampoco era su crema corporal. Ah... Sapone di mandorle. El famoso jabón de almendras de la Farmacia. ¿Dónde lo había olido? En Memphis, cuando ella estaba junto a la celda, cuando él le tocó un dedo durante un instante, poco antes de esca­parse. Starling, sí. Limpia y rica en texturas. Algodón tendido al sol y planchado. Clarice Starling, por supuesto. Agraciada y apetitosa. Aburrida de puro formal y absurda en sus principios. De ingenio vivo, como su madre. Ummm.
En contrapartida, los malos recuerdos del doctor Lecter estaban asociados con malos olores, y allí, en la Farmacia, tal vez se encon­traba tan lejos como era posible de las rancias mazmorras negras de su palacio de la memoria.
Contra su costumbre, aquel viernes gris el doctor Lecter compró un montón de jabones, lociones y aceites de baño. Se llevó consi­go unos cuantos; los demás los enviaría la Farmacia, con las etique­tas que él mismo redactó en su elegante letra redonda.
—¿Desearía el Dottore incluir una nota? —le preguntó el depen­diente.
—¿Por qué no? —contestó el doctor Lecter, y deslizó en la caja, doblado, el dibujo del grifo.
La Farmacia di Santa María Novella está adosada a un convento de la Via Scala, y Carlo, siempre tan piadoso, se quitó el sombrero mientras aguardaba cerca de la entrada al establecimiento, bajo una hornacina de la Virgen. Había notado que la presión de aire de las puertas interiores del vestíbulo hacía que las exteriores se movieran segundos antes de que alguien las empujara para salir. Eso le daba tiempo para esconderse y espiar cada vez que un cliente iba a aban­donar el edificio.
Cuando salió el doctor Lecter llevando el delgado portafolios, Carlo estaba bien oculto tras el puesto de un vendedor de postales. El doctor echó a andar. Al pasar bajo la imagen de la Virgen, alzó la cabeza y sus fosas nasales se dilataron mientras miraba la estatua y husmeaba el aire.
Carlo supuso que se trataba de un gesto devoto. Se preguntó si el doctor Lecter sería religioso, como suele ocurrir con los locos. Quizá pudiera conseguir que maldijera a Dios en el momento de la verdad; seguro que Mason sabría apreciarlo. Por supuesto, habría que mandar al piadoso Tommaso a donde no pudiera oírlo.

A última hora de la tarde, Rinaldo Pazzi escribió una carta a su mujer en la que incluía un soneto trabajosamente compuesto al prin­cipio de su noviazgo que nunca se había atrevido a enseñarle. Intro­dujo en el sobre los códigos necesarios para reclamar el dinero en cus­todia en Suiza, junto con una carta para que la enviara a Mason si éste se negaba a pagar. Dejó el sobre en un lugar en que sólo lo en­contraría si tenía que ordenar sus efectos personales.
A las seis en punto, condujo su pequeño motorino hasta el Museo Bardini y lo encadenó a una barandilla de hierro en la que los últi­mos estudiantes de la jornada estaban recogiendo sus bicicletas. Vio la furgoneta blanca con rótulos de ambulancia aparcada cerca del museo y supuso que sería la de Carlo. Dentro había dos hombres. Cuando se volvió, sintió que le clavaban los ojos en la espalda.
Tenía tiempo de sobra. Las farolas ya estaban encendidas y cami­nó despacio hacia el río bajo las sombras propicias que proyectaban los árboles del museo. Al cruzar el Ponte alie Grazie, se asomó un momento para contemplar el perezoso Arno, y se permitió las últi­mas reflexiones sosegadas. La noche sería oscura. Perfecto. Las nubes bajas se deslizaban veloces sobre Florencia en dirección este, rozando la cruel aguja del Palazzo Vecchio, y una brisa cada vez más fuerte levantaba una polvareda de arenilla y excrementos de paloma pulve­rizados en la plaza de Santa Croce. Pazzi se dirigió hacia la iglesia llevando en los bolsillos una Beretta 380, una porra de cuero basto y una navaja, dispuesto a usarlas con el doctor Lecter en caso de que fuera necesario matarlo.
La iglesia de Santa Croce cierra a las seis en punto, pero un sa­cristán dejó entrar a Pazzi por una pequeña puerta lateral. No quiso preguntarle si el «doctor Fell» estaba trabajando; prefirió compro­barlo por sí mismo y caminó a lo largo del muro con precaución. Los cirios que ardían en los altares de las capillas proporcionaban suficiente luz. Recorrió la extensión de la nave hasta tener una pers­pectiva del brazo derecho del crucero. Más allá de las velas votivas, costaba ver si el doctor Fell estaba en la Capilla Capponi. Avanzó por el crucero procurando no hacer ruido. Mirando. Una gran sOm-bra se alzó en el muro de la capilla y durante unos segundos Pazzi contuvo la respiración. Era Lecter, inclinado sobre su lámpara, que había colocado en el suelo para calcar las inscripciones. El doctor se incorporó, miró hacia la oscuridad como un buho, volviendo la cabeza en el cuerpo inmóvil e iluminado desde abajo, con su enor­me sombra vacilando tras él. Al cabo de un momento la sombra se encogió en el muro cuando el hombre se agachó para seguir tra­bajando.
Pazzi sintió que el sudor le recorría la espalda bajo la camisa, pero su cara permanecía impasible.
Faltaba una hora para el comienzo de la reunión en el Palazzo Vecchio, y Pazzi tenía intención de llegar tarde.
En su severa belleza, que reconcilia círculo y cuadrado, la capilla que Brunelleschi construyó en Santa Croce para la familia Pazzi es una de las obras maestras de la arquitectura renacentista. Es una estructura independiente a la que se accede atravesando un claustro con arcos.
Arrodillado en la piedra, Pazzi rezó en la capilla familiar mientras su propio rostro, más arriba, lo observaba desde el medallón de Della Robbia. Sentía sus plegarias constreñidas por el círculo de apósto­les del techo, y pensó que tal vez escaparían por el oscuro claus­tro al que daba la espalda y volarían hacia el cielo abierto, hacia Dios.
Se esforzó en visualizar algunas de las cosas buenas que podría hacer con el precio del doctor Lecter. Se vio en compañía de su mujer dando monedas a unos golfillos, y vislumbró una especie de artilugio sanitario que entregaban a un hospital. Vio las olas de Galilea, que se parecían enormemente a las de Chesapeake. Vio la mano rosa y bien torneada de su mujer en torno a su polla, apretán­dola para acabar de hinchar el capullo.
Miró a su alrededor para comprobar que seguía solo, y habló con Dios en voz alta:
—Gracias, Padre, por permitir que elimine a ese monstruo, monstruo de monstruos, de la faz de Tu Tierra. Gracias de parte de las almas a las que ahorraremos dolor.
Si aquel «nosotros» era mayestático o se refería a la sociedad que Pazzi había formado con Dios, sería difícil decirlo, y es posible que no exista una única respuesta.
La parte de Pazzi incapaz de contemporizar le dijo que él y el doctor Lecter habían matado juntos, que Gnocco había sido vícti­ma de ambos, desde el momento en que Pazzi no hizo nada por sal­varlo y sintió alivio cuando la muerte selló sus labios.
Era indudable que la oración proporcionaba consuelo, reflexionó Pazzi al abandonar la capilla. Mientras atravesaba el oscuro claustro tuvo la nítida sensación de que no estaba solo.
Carlo, que esperaba bajo el alero del Palazzo Piccolomini, cogió el paso del policía. Apenas se dijeron nada.
Dieron la vuelta al Palazzo Vecchio y confirmaron que la puerta de la Via dei Leoni estaba cerrada, y cerradas las ventanas de aque­lla fachada.
La única puerta que permanecía abierta era la de la entrada prin­cipal.
—Bajaremos la escalinata y doblaremos la esquina del palacio para coger la Via Neri —dijo Pazzi.
—Mi hermano y yo estaremos en el pórtico de la Loggia. Los se­guiremos a buena distancia. Los otros esperan en el Museo Bardini.
—Los he visto.
—Y ellos a usted —dijo Carlo.
—¿Hará mucho ruido la pistola de aire comprimido?
—No mucho, menos que una pistola normal; pero será oírla y verlo caer redondo.
Carlo no le dijo que Fiero la dispararía amparado en las sombras del museo mientras Pazzi y el doctor Lecter estaban aún en la zona iluminada. No quería que Pazzi se apartara del doctor y lo alertara antes del disparo.
—Tiene que confirmarle a Mason que lo han cogido. Tiene que hacerlo esta misma noche —dijo Pazzi.
—No se apure. Ese cabrón va a pasar la noche suplicándole a Mason por teléfono —respondió Carlo, mirándolo por el rabillo del ojo para ver si conseguía ponerlo nervioso—. Al principio le pedirá que le perdone la vida; después de un rato, le implorará que lo mate.

CAPÍTULO
36



Al caer la noche los últimos turistas tuvieron que abandonar el Palazzo Vecchio. Mientras se desparramaban por la plaza, muchos de ellos, sintiendo a sus espaldas el acecho de la fortaleza medieval, no pudieron resistir la tentación de volverse para echar un último vistazo a los dientes de calabaza de las almenas, que se recortaban sobre sus cabezas.
Los focos se encendieron, bañaron de luz los ásperos sillares y agu­zaron las sombras bajo las altas murallas. Al tiempo que las golondrinas se retiraban a sus nidos, hicieron su aparición los primeros murciéla­gos, a los que las luces molestaban menos para cazar que los chirri­dos de alta frecuencia de las máquinas eléctricas de los obreros.
En el interior del palacio, los trabajos de restauración y man­tenimiento se prolongarían otra hora, excepto en el Salón de los Lirios, donde en ese momento el doctor Lecter le consultaba algu­na cosa al encargado de la brigada de reparaciones.
Acostumbrado a la mezquindad y a las agrias exigencias del Comitato delle Belle Arti, al encargado el doctor Fell le pareció el colmo de la cortesía y la generosidad.
En cuestión de minutos, los trabajadores se pusieron a guardar su equipo, apartar pulidoras y compresoras arrimándolas a la pared y enrollar cuerdas y cables eléctricos. En un momento dispusieron en el Studiolo la docena de sillas plegables necesaria, y abrieron de par en par las ventanas para que el aire aventara el olor a pintura, barniz y estuco.
El doctor Lecter dijo que necesitaba un atril adecuado, y los obreros le encontraron uno tan grande como un pulpito en el an­tiguo despacho de Nicolás Maquiavelo adyacente al salón, de donde lo trajeron en un carro de mano alto junto con el proyector del palacio.
La pequeña pantalla que acompañaba al proyector no lo conven­ció y mandó retirarla. Para sustituirla, probó a proyectar las imágenes de tamaño natural sobre una de las lonas que protegían un muro ya restaurado. Después de ajustar las sujeciones y alisar las arrugas, en­contró la lona de lo más práctica para sus propósitos.
Marcó los pasajes que pensaba utilizar en los pesados volúmenes que había apilado sobre el atril; después permaneció frente a una ventana mientras los miembros del Studiolo, con sus polvorientos trajes negros, iban llegando y ocupaban sus asientos. El tácito es­cepticismo de los eruditos se hizo evidente cuando cambiaron la disposición en semicírculo de las sillas y las colocaron de forma que recordaban a los bancos de un jurado.
A través del alto ventanal, el doctor Lecter podía ver el Duomo y el campanario del Giotto, negros contra el occidente, pero no el Baptisterio tan caro a Dante, situado junto a ellos pero a menor al­tura. Los focos orientados hacia el edificio le impedían ver la plaza donde lo aguardaban sus asesinos.
Mientras aquellos sabios, los más renombrados especialistas en la Edad Media y el Renacimiento de todo el mundo, acababan de sen­tarse, el doctor Lecter compuso mentalmente su disertación. Nece­sitó poco más de tres minutos para organizar el material. El tema era el Infierno de Dante, y Judas Iscariote.

En consonancia con la predilección del Studiolo por el Prerrenacimiento, el doctor Lecter inició su exposición con el caso de Pier della Vigna, protonotario del Reino de Sicilia, cuya avaricia le había valido un lugar en el infierno dantesco. Durante la primera media hora, el doctor fascinó a los presentes con el minucioso rela­to de las intrigas que empujaron a della Vigna en su caída.
—Della Vigna perdió la vista y el favor de Federico II al traicio­nar la confianza del emperador movido por la avaricia —explicó el doctor Lecter, acercándose así a su tema principal—-. El peregrino dantesco lo encuentra en el séptimo círculo del infierno, el reser­vado a los violentos. En el caso que nos ocupa, a los violentos contra sí mismos; como Judas Iscariote, della Vigna eligió ahorcarse.
«Judas, Pier della Vigna y Ajitofel, el ambicioso consejero de Absalón, están unidos en Dante por la avaricia y su consiguiente muer­te por ahorcamiento.
«Avaricia y horca están indisolublemente unidas en las mentes antigua y medieval. San Jerónimo escribe que el mismo sobrenom­bre de Judas, Iscariote, significa "dinero" o "precio", mientras que el Padre de la Iglesia Orígenes afirma que Iscariote deriva del hebreo y significa "por ahogo", por lo que el nombre completo querría decir en realidad "Judas el Ahogado" —el doctor Lecter levantó la vista del atril y miró por encima de las gafas hacia la puerta—. Ah, Commendatore Pazzi, bienvenido. Ya que está junto a la puerta, ¿sería tan amable de reducir la intensidad de las luces? Esto le interesará, Commendatore, puesto que ya hay dos Pazzi en el Infierno de Dante... —los eruditos del Studiolo hicieron crujir sus papeles—. Me refie­ro a Camicion de' Pazzi, que asesinó a un individuo de su misma sangre y está esperando la llegada de un segundo Pazzi; pero no es usted, es Carlino, que irá a parar todavía más abajo, al noveno círcu­lo del Averno, por haber vendido a los güelfos blancos, el partido del propio Dante.
Un pequeño murciélago se coló por uno de los ventanales y dio unas cuantas vueltas por la sala sobrevolando las eruditas testas, un in­cidente habitual en Toscana al que nadie prestó mayor atención.
El doctor Lecter volvió a asumir su tono magistral.
—La avaricia y la horca, así pues, relacionadas desde la Antigüe­dad, y representadas conjuntamente en imágenes que aparecen y reaparecen una y otra vez en el mundo del arte —el doctor Lecter pulsó el mando a distancia y el proyector plasmó una imagen en la lona que cubría el muro. Las diapositivas se sucedieron con rapidez mientras el sabio proseguía su disertación—: Ésta es la representación más antigua que conocemos de la Crucifixión, tallada en un cofre de marfil de la Galia hacia el cuatrocientos después de Cristo. Uno de los paneles representa la muerte por ahorcamiento de Judas, que tiene el rostro vuelto hacia la rama de la que pende. Y aquí tenemos un estuche relicario de Milán, del siglo IV, y un díptico de marfil del siglo IX; en ambos se puede ver el ahorcamiento de Judas. Sigue mi­rando hacia arriba.
El murciélago aleteó contra la lona a la caza de insectos.
—En esta plancha de la puerta de la catedral de Benevento, vemos a Judas ahorcado y con las tripas colgando, tal como san Lucas, el médico, lo describe en los Hechos de los Apóstoles. En la siguien­te diapositiva pende hostigado por arpías; sobre él, en la luna, se puede ver la cara de Caín. Y aquí, pintado por nuestro querido Giotto, de nuevo con las visceras al aire.
»Por último, en esta edición del siglo XV del Infierno, la ilustración muestra el cuerpo de Pier della Vigna pendiendo de un árbol san­grante. No insistiré en el obvio paralelo con Judas Iscariote.
»Pero Dante no necesitaba ilustraciones. Su genio le permite ha­cer que Pier della Vigna siga vivo en el infierno y nos hable con angustiosos susurros y carraspeos sibilantes, ahogándose para siem­pre. Escuchémoslo mientras nos cuenta cómo, al igual que el resto
de los condenados, arrastra su propio cadáver para colgarlo en un árbol de espinas:


Surge in vermena e in planta silvestra:
l´Arpie, pascendo poi de le sue foglie,
fanno dolore, e al dolor fenestra.

El rostro habitualmente blanco del doctor Lecter enrojeció mien­tras creaba para el Studiolo las gorgoteantes y sofocadas palabras del agonizante Pier della Vigna, sin dejar de apretar el mando a distan­cia para que las imágenes de della Vigna y de Judas con las tripas al aire se sucedieran en el extenso campo de la lona colgante.

Come l'altre verrem per nostre spoglie,
ma non'pero ch'alcuna sen rivesta,
che non é giusto aver ció ch'otn si toglie.

Qui le strascineremo, e per la mesta
selva saranno i nostri corpi appesi,
ciascuno al prun de l'ombra sua molesta.

—Así recrea Dante, sin olvidar los sonidos, la muerte de Judas en la muerte de Pier della Vigna, por los mismos crímenes de avaricia y traición.
»Ajitofel, Judas, nuestro Pier della Vigna... Avaricia y horca, las dos caras inseparables de una misma autodestrucción. ¿Y qué dice el anónimo suicida florentino mientras sufre tormento al final del canto?

Lo fei gibetto a me de le mie case.

»"Yo convertí mi casa en mi cadalso." En una próxima ocasión es posible que deseen hablar del hijo de Dante, Pietro. Aunque parezca increíble, fue el único entre los primeros comentaristas del canto decimotercero que relacionó a Pier della Vigna con Judas. También creo que sería interesante abordar el asunto de la masticación en Dante. El conde Ugolino masticando el cogote del arzobispo, Satán con sus tres caras masticando a Judas, Bruto y Casio, todos ellos trai­dores, como Pier della Vigna...
»Les doy las gracias por su amable atención.
Los eruditos aplaudieron con entusiasmo, a su manera floja y so­lemne, y el doctor Lecter se despidió de ellos sin encender las lu­ces, llamando por su nombre a cada uno y llevando libros en ambos brazos para no tener que estrecharles la mano. Cuando abandonaban la tenue luz del Salón de los Lirios parecían arrastrar consigo el he­chizo de la conferencia.
El doctor Lecter y Rinaldo Pazzi, solos ya en el gran salón, oían discutir a los eruditos mientras bajaban las escaleras.
—¿Diría usted que he conseguido conservar el puesto, Commendatore?
—No soy un especialista, doctor Fell, pero no cabe duda de que los ha impresionado. Doctor, si no tiene inconveniente, lo acompa­ñaré a casa para recoger las pertenencias de su predecesor.
—Son dos maletas, Commendatore, y usted lleva ya su cartera. ¿Está seguro de que quiere recogerlas?
—Llamaré a un coche patrulla para que me recojan en el Palazzo Capponi.
Pazzi estaba dispuesto a insistir tanto como fuera necesario.
—De acuerdo —dijo el doctor Lecter—. Tardaré un minuto en recoger.
Pazzi asintió, se acercó a los ventanales y sacó el teléfono celular sin apartar los ojos de Lecter.
El inspector se daba cuenta de que el doctor estaba perfectamen­te tranquilo. Del piso inferior llegaban ruidos de maquinaria.
Pazzi marcó un número y cuando Carlo Deogracias contestó, el inspector dijo:
—Laura, amore, no tardaré en llegar a casa.
El doctor Lecter recogió sus libros del atril y los metió en un bol­so. Se volvió hacia el proyector, en el que el ventilador seguía zum­bando mientras el polvo danzaba en el haz de luz.
—Tenía que haberles enseñado ésta, no me explico cómo me ha pasado por alto —el doctor proyectó la imagen de un hombre des­nudo que colgaba bajo las almenas del palacio—. Usted sin duda la encontrará interesante, Commendatore Pazzi. Permítame que inten­te enfocarla mejor.
El doctor Lecter toqueteó el aparato; a continuación, se aproxi­mó a la pared, y su negra silueta creció sobre la lona hasta adquirir el mismo tamaño que el ahorcado.
—¿Puede verlo bien? No es posible aumentarla más. Éste es el momento en que le mordió el arzobispo. Y debajo está escrito su nombre.
Pazzi no llegó hasta donde estaba el doctor Lecter, pero al acercar­se a la pared percibió un olor químico, que por un instante atribuyó a algún producto de los que usaban los restauradores.
—¿Puede distinguir las letras? Dicen «Pazzi» al lado de un poema un tanto obsceno. Es su antepasado, Francesco, ahorcado en los mu­ros del Palazzo Vecchio, bajo estas ventanas —dijo el doctor Lecter, y sostuvo la mirada del policía a través del haz de luz que los sepa­raba—. A propósito, signor Pazzi, tengo que confesarle algo: estoy considerando seriamente la posibilidad de comerme a su esposa.
Apenas dicho aquello el doctor Lecter dio un tirón a la enorme lona, que se desplomó sobre Pazzi. Éste se debatía bajo ella, tratan­do de sacar la cabeza mientras el corazón le aporreaba en el pecho; pero el doctor Lecter se colocó rápidamente a su espalda, lo sujetó por el cuello con terrible fuerza y aplastó una esponja empapada en éter contra el trozo de lona que cubría el rostro de Pazzi.
El inspector, con los pies y los brazos arrapados en la lona, se agi­taba con todas sus fuerzas y, resollando y trastabillando, aún fue ca­paz de echar mano a la pistola. Los dos hombres cayeron al suelo y Pazzi intentó apuntar la Beretta hacia atrás por entre sus piernas, apretó el gatillo y se disparó en el muslo segundos antes de hundirse en una espiral de negrura...
El disparo de la pequeña bala calibre 380, que cayó en la lona, no había hecho mucho más ruido que los golpetazos y chirridos del piso inferior. Nadie subió h escalera. El doctor Lecter cerró las enormes hojas de la puerta del Salón de los Lirios y echó el pasador...

La sensación de ahogo y las náuseas asaltaron a Pazzi en cuanto empezó a volver en sí. Tenía el sabor del éter agarrado a la garganta y sentía una gran opresión en el pecho.
Comprobó que seguía en el Salón de los Lirios y que no podía moverse. Estaba de pie, envuelto en la lona y atado con cuerdas, rígido como un reloj de caja, firmemente amarrado al alto carro de mano que los obreros habían empleado para transportar el atril. Tenía la boca amordazada con cinta aislante. Un torniquete había detenido la hemorragia del muslo.
Observándolo, recostado contra el pulpito, el doctor Lecter se acordó de sí mismo inmovilizado en un carro de mano no muy dis­tinto cuando les daba por pasearlo por el manicomio.
—¿Puede oírme, signor Pazzi? Respire hondo mientras pueda y despéjese un poco.
Mientras hablaba, sus manos no dejaban de trabajar. Había traído al salón una gran máquina pulidora y manipulaba el grueso cable eléctrico de color naranja, en cuyo extremo estaba haciendo un nudo corredizo. El cable forrado de goma crujía mientras el doctor lo en­rollaba en las trece vueltas tradicionales.
Culminó la tarea pegando un fuerte tirón al nudo corredizo y dejó, el cable sobre el pulpito. El enchufe asomaba entre las vueltas de ca­ble al final del nudo.
La pistola de Pazzi, sus esposas de plástico, la navaja y la porra, todo lo que llevaba en los bolsillos y en la cartera estaba encima del atril.
El doctor Lecter buscó entre los papeles. Se guardó bajo la pe­chera de la camisa la documentación de los carabinieri, que incluía su permesso di sogiomo, su permiso de trabajo y las fotos y negativos de su rostro actual.
Allí estaba también la partitura que había prestado a la signora Pazzi. La cogió y se golpeó los dientes con ella. Sus fosas nasales se dilataron e inspiró con fuerza, con la cara pegada a la de Pazzi.
—Laura, si me permite que la llame por su nombre de pila, debe de usar una estupenda crema de manos por la noche, signore. Res­baladiza. Fría al principio y, al cabo de un momento, caliente —le susurró—. Con olor a azahar. Laura, «el aura». Ummm. Llevo todo el santo día sin probar bocado. De hecho, el hígado y los ríñones estarán perfectos para consumirlos enseguida, esta misma noche; pero el resto de la carne tendrá que colgar una semana al fresco, a la temperatura de costumbre. No he visto el pronóstico del tiempo, ¿y usted? Supongo que eso significa «no».
»Si me dice lo que necesito saber, Commendatore, me resultará muy conveniente marcharme sin mi comida. La signora Pazzi perma­necerá intacta. Le haré las preguntas y después ya veremos. Puede confiar en mí, ¿sabe? Aunque supongo que debe de costarle con­fiar en nadie, conociéndose a sí mismo.
»En el teatro me di cuenta de que me había identificado, Commendatore. ¿Se meó en los pantalones cuando me incliné a besar la mano de la signora Laura? Al ver que la policía no me detenia, me resultó evidente que usted me había vendido. ¿A Mason Verger, por casua­lidad? Parpadee dos veces para el sí.
«Gracias, es lo que pensaba. En cierta ocasión llamé al número que figura en ese aviso suyo que está por todas partes, lejos de aquí, por pura diversión. ¿Están esperándome fuera sus hombres? Ummm. ¿Uno de ellos huele a embutido de jabalí rancio? Ya veo. ¿Le ha hablado de mí a alguien de la Questura? ¿Ha parpadeado una vez? Eso me había parecido. Ahora quiero que piense durante un minu­to y a continuación me diga su código de acceso al archivo VICAP de Quantico.
El doctor Lecter abrió su navaja Arpía.
—Voy a quitarle la cinta aislante para que pueda decírmelo —el doctor Lecter le enseñó la navaja—. No intente gritar. ¿Cree que podrá aguantarse sin gritar?
Pazzi estaba ronco a causa del éter.
—Le juro por Dios que no sé el código. No puedo recordarlo entero. Podemos ir a mi coche, tengo papeles...
El doctor Lecter le dio la vuelta al carro para que Pazzi pudiera ver la pantalla, y pasó adelante y atrás las imágenes de Pier della Vigna ahorcado y Judas colgando con las tripas al aire.
—¿Cómo le gusta más, Commendatore? ¿Con las tripas dentro o fuera?
—El código está en mi agenda.
El doctor Lecter la cogió y pasó las hojas ante los ojos de Pazzi hasta encontrar el número, mezclado con los de teléfono.
—¿Y se puede acceder desde cualquier sitio, como un usuario autorizado?
—Sí —carraspeó Pazzi.
—Gracias, Commendatore.
El doctor Lecter inclinó el carro hacia atrás y empujó a Pazzi ha­cia los ventanales.
—¡Escúcheme, doctor! ¡Tengo dinero! Lo necesita para huir. Mason Verger no renunciará nunca. Nunca lo dejará tranquilo. No pue­de ir a su casa a por dinero, la están vigilando.
El doctor Lecter usó dos maderos de un andamio como rampa e hizo pasar el carro sobre el alféizar al balcón del otro lado.
Pazzi sintió la fría brisa en el rostro. Había empezado a hablar atropelladamente.
—¡No podrá salir vivo del edificio! ¡Tengo dinero! ¡Tengo ciento sesenta millones de liras en metálico, cien mil dólares! Déjeme lla­mar a mi mujer. Le diré que coja el dinero y lo meta en mi coche, y que lo traiga delante del palacio.
El doctor fue a buscar el cable al atril y lo llevó arrastrando hasta el balcón. Había asegurado el otro extremo con varios nudos alre­dedor de la enorme pulidora.
Pazzi no había dejado de hablar:
—Me llamará al teléfono celular cuando esté ahí fuera, y luego se marchará. Tengo el pase de la policía en el coche, podrá traer­lo hasta la plaza. Hará todo lo que yo le diga. Verá el humo del tubo de escape, doctor. Podrá mirar abajo y ver que está en marcha, con las llaves puestas.
El doctor Lecter apoyó a Pazzi contra la barandilla del balcón, que le llegaba a la altura de los muslos.
Pazzi miró la plaza y pudo distinguir entre el resplandor de los focos el lugar donde Savonarola fue quemado, donde se había pro­metido que vendería a aquel hombre a Mason Verger. Alzó la vista hacia las nubes bajas que se deslizaban deprisa, coloreadas por los re­flectores, y deseó con todas sus fuerzas que Dios pudiera verlo.
Intentó no mirar abajo, pero los ojos se le iban hacia la plaza, hacia su muerte, y escrutó el resplandor deseando contra toda razón que los haces de luz de los reflectores dieran consistencia al aire, que lo sostuvieran de algún modo, que pudiera agarrarse a sus rayos.
Sintió la fría goma naranja alrededor del cuello y vio al doctor Lecter por el rabillo del ojo.
Arrivederci, Commendatore.
La Arpía brilló a su alrededor hasta cortar la última ligadura que lo unía al carro, y Pazzi vaciló un instante antes de perder el equi­librio y cayó por la barandilla arrastrando el cable, viendo el suelo que ascendía a su encuentro, gritando con la boca por fin destapada, mientras dentro del salón la pulidora corría por el entarimado hasta chocar con la barandilla, que la inmovilizó. La cuerda dio un tirón y el cuerpo saltó hacia arriba, con el cuello partido y las tri­pas colgando.
Pazzi y sus intestinos se balancearon y giraron ante los rugosos muros del palacio inundado de luz; el hombre pataleó de forma espasmódica, pero ya no se ahogaba, estaba muerto. Los reflectores proyectaban una sombra desmesurada sobre los sillares mientras el cadáver se columpiaba con las visceras oscilando entre sus pies en un arco más amplio y lento, y por los pantalones rasgados su virilidad asomaba en una erección postuma.
Carlo salió como una exhalación del vano de una puerta con Matteo pisándole los talones, y atravesó la plaza hacia la entrada del palacio apartando turistas, dos de los cuales apuntaban el objetivo de sus videocámaras hacia los muros.
—Es un truco —dijo alguien en inglés cuando pasaban a su lado.
—Matteo, cubre la puerta de atrás. Si sale, mátalo y córtalo —dijo Carlo, manejando el teléfono celular en plena carrera.
Ya dentro del palacio, subió los peldaños como un poseso hasta el primer piso, hasta el segundo...
La enorme puerta del salón estaba abierta de par en par. En el interior, Carlo apuntó el arma hacia la figura proyectada en el muro;
luego, corrió al balcón. En unos segundos había inspeccionado tam­bién el despacho de Maquiavelo.
Usando el teléfono celular se puso en contacto con Fiero y Tommaso, que esperaban en la furgoneta aparcada ante el museo.
—Id a su casa, cubrid las dos fachadas. Si aparece, matadlo y cor­tadlo —Carlo volvió a marcar—: ¿Matteo?
El teléfono de Matteo sonó en el bolsillo de su chaqueta mien­tras trataba de recuperar el aliento ante la puerta posterior del pala­cio, cerrada a cal y canto. Había recorrido con la mirada el techo y las ventanas y comprobado que la puerta no cedía, con la mano en la pistolera del cinturón, bajo el abrigo.
Abrió el teléfono.
Pronto!
—¿Ves algo?
—La puerta está cerrada.
—¿El techo?
Matteo volvió a mirar hacia arriba, pero demasiado tarde para ver la contraventana que se había abierto justo sobre su cabeza.
Carlo oyó un crujido y un grito en el auricular, y echó a correr escaleras abajo, se cayó en un rellano, se levantó y siguió corrien­do, pasó junto al guardia de la puerta, que ahora estaba afuera, junto a las estatuas que flanqueaban la entrada, dobló la esquina y aceleró hacia la parte posterior del palacio atrepellando a unas cuantas pare­jas. Todo estaba oscuro y él corría con el teléfono chirriando en su mano como un animalillo herido. Una silueta blanca cruzó la calle a unos metros por delante y se interpuso en la trayectoria de un motorino, que la despidió contra el suelo; volvió a levantarse y se abalanzó hacia una tienda en la otra acera de la callejuela, chocó contra el escaparate, se dio la vuelta y corrió a ciegas, como un espantajo blanco, gritando «¡Carlo, Carlo!», mientras grandes manchas oscuras se extendían por la desgarrada lona que lo cubría. Carlo sujetó entre los brazos a su hermano, cortó las esposas de plástico que ataban la lona, como una máscara sangrienta, alrededor del cuello de Matteo y se la quitó de encima. Estaba cubierto de cuchilladas que le atrave­saban el rostro, el abdomen, lo bastante profundas en el pecho como para que la herida succionara el aire. Carlo lo dejó el tiempo impres­cindible para correr hasta la esquina y mirar en todas direcciones; luego, volvió junto a su hermano.
Mientras las sirenas se acercaban y la Piazza della Signoria se llenaba de destellos, el doctor Lecter se estiró las mangas de la cami­sa y caminó hasta una gelateria en la cercana Piazza de Giudici. Las motocicletas y los motorinos estaban alineados contra el bordillo de la acera.
Se acercó a un joven con mono de cuero que estaba poniendo en marcha una Ducati de gran cilindrada.
—Joven, estoy desesperado —dijo con una sonrisa apesadumbra­da—. Si no estoy en la Piazza Bellosguardo en diez minutos, mi mujer me mata —le enseñó un billete de cincuenta mil liras—. Fíjese si aprecio a mi mujer.
—¿Es todo lo que quiere? ¿Que lo lleve? —le preguntó el joven. El doctor Lecter le enseñó las palmas de las manos.
—Que me lleve.
La veloz motocicleta se abrió paso entre las hileras del tráfico que abarrotaba el Lungarno con el doctor Lecter acurrucado contra el joven motorista y cubierto con un casco que olía a espuma moldea­dora y perfume. El piloto, que sabía lo que se hacía, dejó la Via de' Serragli en dirección a la Piazza Tasso y avanzó por la Via Villani hasta torcer por el angosto pasaje junto a la iglesia de San Francesco di Paola que desemboca en la sinuosa carretera de Bellosguardo, el elegante barrio residencial asentado en la colina que domina el sur de Florencia. El motor de la potente máquina resonaba contra los muros de piedra produciendo un sonido como el de una lona que se desgarra, lo que agradó al doctor Lecter, que se inclinaba en las curvas y procuraba hacer caso omiso del olor a laca y perfume bara­to del casco. Pidió al motorista que lo dejara a la entrada de la Piazza Bellosguardo, cerca del domicilio del conde Montauto, donde ha­bía vivido Nathaniel Hawthorne. El joven se guardó el importe de la carrera en un bolsillo delantero de su chupa, y la luz trasera de la Ducati desapareció rápidamente carretera abajo.
Regocijado por el paseo, anduvo unos cuarenta metros hasta el Jaguar negro, recuperó las llaves del interior del parachoques trasero y puso en marcha el motor. Tenia en carne viva el pulpejo de la mano, que el guante había desprotegido al arrojar la lona sobre Matteo y saltar sobre él desde el primer piso del palacio. Se puso un poco de pomada italiana Cicatrine para prevenir la infección y sintió un alivio inmediato.
El doctor Lecter buscó entre los casetes mientras se calentaba el motor. Se decidió por Scarlatti.

CAPÍTULO
37



La ambulancia aérea turbopropulsada se elevó sobre los teja­dos rojizos y viró hacia el sudoeste, en dirección a Cerdeña, con la Torre Inclinada de Pisa sobresaliendo por encima del ala de la avio­neta, que el piloto inclinó más de lo que hubiera hecho de llevar un paciente vivo.
El frío cuerpo de Matteo Deogracias ocupaba la camilla pre­parada para el doctor Lecter. Su hermano mayor, Carlo, estaba sen­tado junto a él con la camisa tiesa de sangre.
Carlo Deogracias ordenó al enfermero que se pusiera unos auri­culares y subió el volumen de la música mientras hablaba por el teléfono celular con Las Vegas, donde un repetidor codificó su lla­mada y la transmitió a la costa de Maryland...

Para Mason Verger, noche y día venían a ser lo mismo. En aquel momento estaba durmiendo. Incluso las luces del acuario estaban apagadas. Tenía la cabeza ladeada sobre el almohadón y su único ojo abierto permanentemente, como los de la enorme anguila, que también dormía. No se oían más sonidos que los siseos y suspiros del respirador, y el suave burbujeo del acuario.
Por encima de ellos se oyó otro sonido, suave y urgente. El zum­bido del teléfono personal de Mason. Su pálida mano anduvo sobre
los dedos como un cangrejo y presionó el interruptor del aparato. El altavoz estaba bajo el almohadón; el micrófono, junto a la ruina de su rostro.
Primero oyó el ruido de fondo de los motores de la avioneta y, enseguida, una melodía empalagosa, Gli innamorati.
—Aquí estoy. Dime.
—Es un puto casino —se oyó decir a Carlo.
—Dime.
—Mi hermano Matteo ha muerto. Ahora mismo tengo la mano encima de su cadáver. Pazzi también está muerto. El doctor Fell los ha matado y ha huido.
Mason no respondió enseguida.
—Me debe doscientos mil dólares por Matteo —dijo Carlo—. Para su familia.
Los contratos con los sardos siempre incluían cláusulas para el caso de muerte.
—Lo comprendo.
—Pazzi se va a llenar de mierda.
—Mejor que se sepa que estaba sucio —dijo Mason—. Así les costará menos asimilarlo. ¿Estaba sucio?
—Aparte de esto, no lo sé. ¿Y si siguen el rastro desde Pazzi hasta usted?
—De eso ya me ocuparé yo.
—Pues yo tengo que ocuparme de mí —dijo Carlo—. Esto pasa de la raya. Un inspector jefe de la Questura muerto. Eso no es bue­no para mi negocio.
—Tú no has hecho nada, ¿o sí?
—No hemos hecho nada, pero si la Questura mezcla mi nombre con esto, porca Madonna! Me vigilarán para el resto de mi vida. Na­die hará tratos conmigo, no podré ni tirarme un pedo en la calle. ¿Y qué pasa con Oreste? ¿Sabía a quién tenía que filmar?
—No lo creo.
—La Questura habrá identificado al doctor Fell mañana o pasa­do mañana. Oreste atará cabos en cuanto vea las noticias, aunque sólo sea por la coincidencia.
—Oreste está bien pagado. No supone ninguna amenaza para nosotros.
—Para usted, puede que no; pero tiene que presentarse ante el juez por una acusación de pornografía el mes que viene. Ahora tiene algo con lo que negociar. Si no se lo habían dicho, debería empezar a patearle el culo a más de uno. ¿Tanto necesita a Oreste?
—Hablaré con él —dijo Mason cuidadosamente, con la profunda entonación de un anunciante de la radio saliendo de su rostro marti­rizado—. Carlo, ¿sigues con la caza, no? Ahora tendrás más ganas que nunca de cogerlo, me imagino. Tienes que encontrarlo, por Matteo.
—Sí, pero con su dinero.
—Pues manten la granja en marcha. Consigue certificados de va­cunación contra la peste y el cólera. Consigue jaulas para transporte aéreo. ¿Tienes un pasaporte en condiciones?
—Sí.
—Me refiero a uno bueno, Carlo, no a una de esas mierdas del Trastevere.
—Tengo uno bueno.
—Bien. Te llamaré yo.
Al ir a cortar la conexión en la ruidosa avioneta, Carlo apretó sin darse cuenta el botón de llamada automática. El aparato de Matteo sonó en la mano del muerto, que seguía aferrándolo con la tenaci­dad del rigor mortis. Por un instante, Carlo esperó que su hermano se llevara el auricular a la oreja. Alelado, pero comprendiendo que su hermano no contestaría, pulsó el botón de corte de llamada. Su cara se contrajo y el enfermero tuvo que desviar la mirada.

CAPÍTULO

38



La armadura del diablo es un magnífico ejemplar de coraza italiana del siglo XV con yelmo provisto de cuernos que cuelga de un muro en el interior de la iglesia parroquial de Santa Repara­ta, al sur de Florencia, desde 1501. Además de los airosos cuer­nos, torneados como los de un antílope, presenta la particularidad de que los puntiagudos guanteletes ocupan el lugar de los escar­pes, al final de las espinilleras, sugiriendo las pezuñas hendidas de Satán.
Según la leyenda local, el joven que portaba la armadura tomó en vano el nombre de la Virgen cuando pasaba ante la iglesia, y no consiguió quitársela hasta que suplicó el perdón de Nuestra Señora. Luego, la ofrendó a la iglesia como exvoto. Es una pieza impresio­nante que hizo honor a sus forjadores cuando una bomba de artillería cayó sobre el templo en 1942.
La armadura, cuya superficie exterior está cubierta por una capa de polvo que podría tomarse por fieltro, parece contemplar la nave mientras se celebra la misa. El incienso que se eleva del altar penetra a través de la visera.
Sólo tres personas asisten al oficio. Dos ancianas, ambas de rigu­roso luto, y el doctor Hannibal Lecter. Los tres comulgan, aunque el doctor parece un tanto reacio a rozar el cáliz con los labios.
El párroco les da la bendición y se retira. Las mujeres sé encaminan hacia la puerta. El doctor Lecter prosigue con sus devociones hasta que se queda sólo en el interior del templo.
Desde la galería del órgano, el doctor se inclina sobre la baran­dilla y haciendo un esfuerzo pasa el brazo entre los cuernos y alza la polvorienta visera del yelmo. Dentro, un anzuelo enganchado a la lengüeta del guardapapo sujeta un sedal anudado a un envoltorio sus­pendido en el interior de la coraza a la altura que habría ocupado el corazón. El doctor Lecter tira del hilo y saca el paquete con sumo cuidado.
Dentro, pasaportes brasileños de inmejorable factura, carnets, di­nero en metálico, libretas de ahorros, llaves. Se lo pone bajo el bra­zo, dentro del abrigo.

El doctor Lecter no suele perder el tiempo con lamentaciones, pero siente tener que abandonar Italia. En el Palazzo Capponi quedan cosas que le hubiera gustado encontrar y leer. Le hubiera gustado se­guir tocando el clavicordio y, tal vez, componer; hubiera podido cocinar para la viuda Pazzi cuando se hubiera sobrepuesto a su dolor.

CAPÍTULO
39



Mientras la sangre que seguía cayendo del cuerpo suspendido de Rinaldo Pazzi se freía y humeaba al calor de los reflectores dis­puestos al pie del Palazzo Vecchio, la policía llamó a los bomberos para que lo bajaran.
Los pompieri extendieron la escalera de su camión. Siempre prác­ticos, y seguros de que el ahorcado estaba muerto, se tomaron su tiempo para bajarlo. Era una operación delicada que exigía volver a introducir en el cadáver las visceras colgantes y rodearlo con una red antes de bajarlo con una cuerda.
Cuando el cuerpo alcanzaba los brazos extendidos de los bombe­ros que lo esperaban abajo, La Nazione obtuvo una fotografía estu­penda que recordó a muchos lectores las grandes obras maestras que representan el Descendimiento.
La policía no retiró el nudo corredizo hasta que fue posible to­mar las huellas dactilares; después cortaron el grueso cable eléctrico de manera que no se deshiciera el nudo.
Muchos florentinos estaban empeñados en sostener que había sido un suicidio, eso sí, espectacular, y opinaban que Rinaldo Pazzi se había atado las manos como en los suicidios carcelarios; no los sacaba de sus trece el hecho de que, al parecer, también se hubiera atado los pies. Durante la primera hora, las emisoras de radio locales informaron de que, además de ahorcarse, se había hecho el harakiri con una navaja.
Pero la policía no es tonta, y enseguida tuvo motivos para ver las cosas de otro modo. Las ligaduras cortadas en el balcón y en el carro de mano, la desaparición de la pistola de Pazzi, los testigos que ha­bían visto a Carlo entrar corriendo en el palacio y la figura envuelta en la lona ensangrentada corriendo a ciegas en la parte posterior del edificio, eran pruebas elocuentes de que Pazzi había sido asesinado.
Así las cosas, el público italiano decidió que el asesino de Pazzi era Il Mostro.
La Questura inició la investigación con el pobre Girolamo Tocca, condenado tiempo atrás por los crímenes del famoso asesino en serie. Lo arrestaron en su casa y se lo llevaron, mientras su mujer volvía a quedarse aullando en la carretera. Su coartada era sólida. A la hora del crimen, se estaba tomando un Ramazzotti en un cafe a la vista de un cura. Soltaron a Tocca en Florencia y tuvo que volver a San Casciano en autobús, pagando el billete de su bolsillo.
Se había interrogado al personal del Palazzo Vecchio durante las primeras horas, procedimiento que se extendió a los componentes del Studiolo.
La policía no pudo localizar al doctor Fell. A mediodía del sá­bado se decidió intensificar su búsqueda; en la Questura se habían acordado de que Pazzi tenía asignada la desaparición del predece­sor de Fell.
Un chupatintas de los carabinierí informó de que Pazzi había examinado recientemente un permesso di soggiorno. El recibo de la documentación, que incluía fotografías, los negativos correspon­dientes y huellas dactilares del doctor Fell, estaba firmado con nom­bre falso y una letra que parecía la de Pazzi. En Italia no se ha produ­cido aún la centralización informática de los documentos, de forma que los permessi se archivan localmente.
Los archivos de inmigración proporcionaron el número de pasa­porte del doctor Fell, que hizo sonar la alarma en Brasil.
No obstante, la policía seguía sin sospechar la verdadera identidad del doctor Fell. Tomaron las huellas dactilares del nudo corredizo y del atril, del carro de mano y de la cocina del Palazzo Capponi. Con tanto artista por kilómetro cuadrado, el retrato robot estuvo listo en cuestión de minutos.
El domingo por la mañana, hora italiana, un especialista de Florencia, después de examinarlas punto por punto, determinó que las huellas dactilares encontradas en el atril, la horca y los uten­silios de cocina del Palazzo Capponi pertenecían a una misma persona.
La huella del pulgar del doctor Lecter que figuraba en el anuncio colgado en la jefatura superior de la Questura no fue examinada.
El domingo por la noche se enviaron las huellas halladas en el es­cenario del crimen a Interpol, y siguiendo los trámites habituales acabaron llegando al cuartel general del FBI en Washington, D.C., junto con otros siete mil juegos de huellas procedentes de otros tan­tos escenarios de crímenes. Sometidas al sistema de clasificación automatizada, las huellas de Florencia produjeron un revuelo de tal magnitud que hicieron sonar una alarma en el despacho del director adjunto de la Unidad de Identificación. El oficial que hacía guardia esa noche se quedó mirando el rostro y los dedos de Hannibal Lec­ter conforme emergían de la impresora; a continuación llamó a casa del director adjunto, que a su vez llamó al director y, acto seguido, a Krendler, del Departamento de Justicia.
El teléfono de Mason sonó a la una y media de la madrugada. Se hizo el sorprendido y mostró el interés que se le suponía.
El teléfono de Jack Crawford sonó a la una treinta y cinco. Soltó unos gruñidos en el auricular y rodó hacia el lado vacío, aunque vi­sitado por fantasmas, de su cama de matrimonio, donde su difunta esposa, Bella, solía reposar. Estaba más fresco y lo ayudaba a pensar con claridad.
Clarice Starling fue la última en enterarse de que el doctor Lecter había vuelto a matar. Colgó el teléfono y se quedó inmóvil en la oscuridad durante un buen rato, con los ojos escociéndole por al­gún motivo que fue incapaz de comprender; pero no lloró. Se que­dó mirando el techo, absorta en el rostro que flotaba en la densa oscuridad. Por supuesto, se trataba del rostro inconfundible del doc­tor Lecter.

CAPÍTULO

40



El piloto de la ambulancia aérea no estaba dispuesto a tomar tierra en la pista de Arbatax, corta y sin controladores, en plena no­che. Aterrizaron en Cagliari, repostaron y esperaron hasta el ama­necer; luego volaron a lo largo de la costa ante una espectacular salida del sol, que tino de un rosa postizo el rostro sin vida de Matteo.
En el pequeño campo de Arbatax los esperaba un camión con un ataúd. El piloto se quejó de su paga y Tommaso tuvo que interpo­nerse para evitar que Carlo lo abofeteara.
Al cabo de tres horas de camino por la zona montañosa, llegaron a casa.
Carlo anduvo solo hasta el cobertizo de troncos sin desbastar que había construido con Matteo. Todo estaba listo, con las cámaras en su sitio para filmar la muerte de Lecter. Carlo se quedó de pie bajo la estructura y contempló su imagen en el gran espejo rococó colga­do sobre el corral. Recorrió con la mirada los troncos que habían talado juntos, vio las manazas cuadradas de Matteo sosteniendo la sierra y de su garganta salió un grito salvaje, un alarido que el do­lor le arrancaba de las entrañas, lo bastante fuerte como para resonar entre los árboles. Los colmilludos hocicos asomaron en el límite del prado.
Fiero y Tommaso, hermanos como él, prefirieron dejarlo solo.
La algarabía de los pájaros llenaba el prado de la montaña. Oreste Pini se acercó desde la casa abrochándose la bragueta con una mano y agitando el teléfono celular con la otra.
—Asi que perdisteis a Lecter. Mala suerte. Carlo hizo como que no lo había oído.
—Mira, no todo está perdido. Esto aún puede funcionar —opi­nó Oreste—. Tengo a Mason al aparato. Quiere que hagamos un simulacro. Algo para enseñárselo a Lecter cuando lo cojamos. Ahora lo tenemos todo. Hasta un cuerpo de verdad; Mason dice que no era más que un matón que contrataste. Dice que podemos... en fin, echarlo al corral cuando vengan los cerdos y poner el sonido graba­do. Toma, habla con él.
Carlo se volvió y miró a Oreste como si acabara de llegar de la luna. Por fin, cogió el teléfono. Mientras hablaba con Mason su ros­tro se relajó y dio la impresión de que recuperaba cierta paz.
—Preparadlo todo —dijo Carlo apagando el teléfono. Carlo habló con Fiero y Tommaso, que, con ayuda del cámara, transportaron el ataúd hasta el cobertizo.
—No necesitáis un encuadre demasiado detallado —dijo Ores­te—. Vamos a hacer unas tomas de los animales y luego vendremos desde allí.
Al ver actividad en torno al cobertizo, los primeros cerdos salieron de la espesura.
Giriamo! —chilló Oreste.
Los cerdos salvajes, marrones y plateados, altos hasta la cintu­ra de un hombre y bajos de pecho, llegaron a la carrera, ligeros como lobos sobre sus pequeñas pezuñas, con los ojillos inteligentes reluciendo en sus diabólicas jetas y los gruesos músculos del cuello, que sobresalían bajo la cordillera de erizadas cerdas de los lomos, capaces de alzar a un hombre apresado por los enormes y aguzados colmillos.
Prontí! —advirtió el cámara.
No habían'comido en tres días. Tras los primeros, apareció el grueso de la tropa, y avanzaron en linea cerrada hacia la meta, sin miedo a los hombres apostados tras la cerca.
Motore! —ordenó Oreste.
Partito! —respondió el cámara.
Las bestias se detuvieron a diez metros del cobertizo hozando y arremolinándose, un matorral de pezuñas y colmillos, con la cerda preñada en el centro. Saltaban hacia delante y volvían atrás como una mélée de rugby, mientras Oreste los encuadraba con las manos.
Azione! —chilló a los sardos.
Carlo, que se había acercado a él por la espalda, le dio un tajo en las celulíticas nalgas y dejó que gritara. Lo cogió por la cintura y lo metió de cabeza al corral. Los cerdos cargaron. Oreste, tratando de ponerse en pie, se apoyó en una rodilla, pero la cerda lo golpeó en las costillas y cayó de bruces. Los otros se le echaron encima, gruñendo y chillando; dos jabalíes que se disputaban su cara le arrancaron la mandíbula y se la repartieron como un hueso de la bue­na suerte. Aun así Oreste casi consiguió incorporarse. Pero ense­guida estuvo boca arriba, con la barriga desprotegida y desgarrada, contorsionando brazos y piernas por encima del remolino de lomos, gritando pero incapaz de producir palabras sin la mandíbula.
Carlo oyó un disparo y se volvió. El ayudante del director había soltado la cámara, que seguía rodando, e intentaba huir; pero no lo bastante deprisa como para escapar a la escopeta de Fiero.
Los cerdos, más calmados, empezaron a retirarse con sus trofeos.
—¡Torna azione, maricón! —soltó Carlo, y escupió al suelo.






III


REGRESO AL NUEVO MUNDO

CAPÍTULO

41



Un escrupuloso silencio rodeaba a Mason Verger. Sus emplea­dos lo trataban como si acabara de perder a un hijo. Cuando le pre­guntaron cómo se sentía, respondió:
—Como si hubiera pagado un montón de dinero por un espa­gueti muerto.
Después de un sueño de varias horas, Mason ordenó que lleva­ran niños a la sala de juegos próxima a su habitación para hablar con uno o dos de los más traumatizados; pero no había niños con trau­mas disponibles a corto plazo, ni tiempo para que su proveedor de los barrios pobres le traumatizara a un par.
A falta de otras víctimas, hizo que su ayudante Cordell cortara las aletas a unas cuantas carpas y se las fuera echando a la anguila. Cuando el bicho se hartó, se escondió en su roca dejando el agua teñida de rojo y gris, y llena de iridiscentes jirones dorados.
Mason intentó martirizar a su hermana, pero Margot se retiró al gimnasio e hizo caso omiso de los mensajeros que le envió durante horas. Era la única persona de Muskrat Farm que se atrevía a de­sairar a Mason.
El sábado, en el noticiario vespertino de la televisión, pasaron una grabación de vídeo breve y mal editada obtenida de un turis­ta, que mostraba la muerte de Rinaldo Pazzi antes de que se hubiera imputado el crimen al doctor Lecter. Áreas borrosas ahorraban a los telespectadores ciertos detalles anatómicos.
El secretario de Mason cogió el teléfono de inmediato para con­seguir una copia sin editar, que llegó por helicóptero cuatro horas más tarde.
La grabación tenía un origen curioso.
De los dos turistas que estaban filmando el Palazzo Vecchio en el momento de los hechos, uno perdió la sangre fría y su cámara le quedó colgando de la muñeca mientras Pazzi se precipitaba al vacío. El otro, de nacionalidad suiza, sostuvo la suya con firmeza a lo lar­go de todo el episodio; incluso hizo un barrido a lo largo del ca­ble, que no dejaba de agitarse y balancearse en la pantalla.
El videoaficionado, que se llamaba Viggert y trabajaba en una oficina de patentes, temió que la policía secuestrara su cinta y la RAI la obtuviera gratis. Llamó enseguida a su abogado en Lausana, hizo los trámites necesarios para asegurarse el copyright de las imáge­nes y, tras reñida puja, vendió los derechos de difusión a la cadena televisiva ABC News. Los derechos para publicar una serie de artículos en Estados Unidos fueron a parar en primer lugar al New York Post y después al National Tattler.
La grabación ocupó de inmediato el puesto que merecía entre los clásicos del terror televisivo: Zapruder, el asesinato de Lee Harvey Oswald y el suicidio de Edgar Bolger; pero Viggert habría de la­mentar amargamente una venta tan prematura, es decir, anterior a que el crimen se imputara a Lecter.
La copia de las vacaciones de los Viggert obraba en poder de Mason en su integridad. Entre otras cosas mostraba a la familia sui­za gravitando en torno a los cataplines del David de la Academia horas antes de los sucesos del Palazzo Vecchio.
Mason, que no apartaba el ojo encapsulado de la pantalla, sentía escaso interés por el trozo de carne que se balanceaba al final del cable eléctrico. La sucinta lección de historia que La Nazione y el Corriere della Sera dedicaron a los dos Pazzi ahorcados desde la mis­ma ventana con quinientos veinte años de diferencia tampoco le importaba. Lo que consiguió mantenerlo en tensión, lo que pasó una, y otra, y otra vez, fue el barrido cable arriba hasta el balcón en el que una figura delgada recortaba su borrosa silueta contra la débil luz del interior, saludando con la mano. Haciendo señas a Mason. El doctor Lecter saludaba a Mason doblando la mano por la muñeca, como si dijera adiós a un niño.
—Hasta luego —replicó Mason desde la oscuridad—. Hasta lue­go —farfulló la profunda voz de locutor, temblorosa de rabia.

CAPÍTULO

42



La identificación del doctor Hannibal Lecter como asesino de Rinaldo Pazzi proporcionó a Clarice Starling algo serio que hacer, a Dios gracias. Se convirtió en el enlace inferior defacto entre el FBI y las autoridades italianas. Merecía la pena aunar fuerzas para un ob­jetivo común.
La vida de Starling había cambiado después del tiroteo en la ope­ración antidroga. Ella y los otros supervivientes de la matanza en el mercado de Feliciana flotaban en una especie de limbo adminis­trativo, a la espera de que el Departamento de Justicia cursara su informe a un oscuro Subcomité Judicial del Congreso.
Tras el hallazgo de la radiografía, Starling había matado el tiempo como interina altamente cualificada, cubriendo suplencias de ins­tructores de baja o vacaciones en la Academia Nacional de Policía de Quantico.
A lo largo del otoño y del invierno, todo Washington perdió la chaveta a causa de un escándalo en la Casa Blanca. Los babosos refor­mistas gastaron más saliva de la que se había empleado en el insig­nificante pecadillo, y el presidente de Estados Unidos se tragó públi­camente más basura de la que le correspondía tratando de evitar el impeachment.
En medio de semejante circo, algo tan baladí como una matanza en el mercado de Feliciana cayó en el olvido de la noche a la mañana.
Día a día una sombría certeza iba cobrando fuerza en el fuero in­terno de Starling: el servicio federal nunca volvería a ser lo mismo para ella. Estaba marcada. Cuando hablaban con ella, sus compañeros tenían la desconfianza pintada en los rostros, como si hubiera contraí­do una enfermedad contagiosa. Starling era lo bastante joven como para que aquel comportamiento la sorprendiera y le hiciera daño.
Lo mejor era mantenerse ocupada. Las peticiones de información sobre Hannibal Lecter procedentes de Italia llovían sobre la Unidad de Ciencias del Comportamiento, la mayoría de las veces por par­tida doble, pues el Departamento de Estado les transmida las copias cursadas por vía diplomática. Starling respondía con celeridad ali­mentando las líneas de fax y enviando los archivos sobre Lecter por correo electrónico. Le sorprendió comprobar hasta qué punto se ha­bía desparramado el material complementario en los siete años que mediaban desde la huida del doctor.
Su pequeño cubículo en los sótanos de la Unidad de Ciencias del Comportamiento era un maremágnum de papeles, borrosos faxes transatlánticos, ejemplares de periódicos italianos...
¿Qué podía enviar a los italianos que les fuera de utilidad? La pis­ta a la que se habían agarrado con más desesperación era el único acceso desde el ordenador de la Questura al archivo VICAP unos pocos días antes de la muerte de Pazzi. Basándose en ello, la pren­sa italiana intentó rehabilitar al difunto dando por supuesto que el inspector trabaja en secreto para capturar al doctor Lecter y limpiar de ese modo su reputación.
En contrapartida, Starling se preguntaba qué información del caso Pazzi podría aprovechar el FBI si el doctor decidía regresar a Estados Unidos.
Jack Crawford no aparecía mucho por la Unidad, así que no po­día pedirle consejo. Acudía con frecuencia a los tribunales, pues, a medida que se acercaba su jubilación, se veía obligado a deponer en muchos de los casos abiertos. Se tomaba cada vez más días por en­fermedad, y cuando estaba en su despacho parecía cada vez más distante.
La imposibilidad de consultarle sus dudas provocaba en Starling periódicos ataques de pánico.
En los años que llevaba en el FBI, Starling había visto todo tipo de cosas. Sabía que si el doctor Lecter volvía a asesinar en Estados Unidos, las trompetas de la vacuidad atronarían en el Congreso, una algarabía de recriminaciones cruzadas se desataría en el Departamen­to de Justicia y el aquí-te-pillo-aquí-te-mato empezaría en serio. Los de Aduanas y Vigilancia de Fronteras serían los primeros en pagar el pato por haber permitido que entrara.
Las autoridades en cuya jurisdicción se cometiera el primer cri­men exigirían toda la documentación relativa a Lecter, y los es­fuerzos del FBI se concentrarían en la oficina local del Bureau. Más tarde, cuando el doctor atacara de nuevo, en cualquier otro lugar, todo se trasladaría allí.
Si conseguían capturarlo, las autoridades lucharían por adjudicarse el mérito como osos polares alrededor de una foca ensangrentada.
Era responsabilidad de Starhng prepararlo todo para la eventuali­dad del temido regreso, se produjera o no, olvidándose de su depri­mente lucidez sobre lo que pasaría con la investigación.
Se hizo unas sencillas preguntas que hubieran parecido ridiculas a los trepadores que mosconeaban en las antesalas de los despachos. ¿Cómo podía hacer ni más ni menos que lo que había jurado ha­cer? ¿Cómo podía proteger a los ciudadanos y capturar al monstruo si le daba por regresar?
Era obvio que el doctor Lecter tenía excelente documentación y dinero a espuertas. Era brillante a la hora de esconderse. No ha­bía más que recordar la original sencillez de su primer escondite tras su huida de Memphis; se registró en un hotel de cuatro estrellas de
Saint Louis contiguo a una clínica de cirugía plástica. La mitad de los huéspedes llevaban la cara vendada. Hizo lo propio con la suya y vivió a cuerpo de rey con el dinero de un muerto.
Entre sus centenares de notas, Starling tenía las facturas del ser­vicio de habitaciones. Astronómicas. Una botella de Bátard-Montrachet a ciento veinticinco dólares la unidad. Debió de saberle a gloria después de tantos años de rancho carcelario...
Clarice había pedido copias de todo lo relacionado con su es­tancia en Florencia, y los italianos no se habían hecho de rogar. Por la calidad de la impresión, supuso que debían de hacerlas con una fotocopiadora antediluviana.
Entre la documentación, recibida sin ningún orden, estaban los papeles personales del doctor Lecter encontrados en el Palazzo Capponi. Unos cuantos apuntes sobre Dante redactados con la letra que tan familiar le era a Starling, una nota para la señora de la limpieza, una factura del famoso colmado florentino Vera dal 1926 por dos botellas de Bátard-Montrachet y unos tartufi bianchi. La misma mar­ca de vino; pero ¿qué era lo otro?
El Bantam New College Italian & English Dictionary de Starling le informó de que tartufi bianchi eran trufas blancas. Se puso en con­tacto con el chef de un buen restaurante italiano de Washington para hacerse una idea más exacta. Al cabo de cinco minutos tuvo que in­ventarse una disculpa porque el individuo había perdido la noción del tiempo explicándole su gusto exquisito.
El gusto. El vino, las trufas. El buen gusto en todo era una cons­tante de las vidas norteamericana y europea del doctor Lecter, en su vida como psiquiatra de prestigio y como monstruo fugitivo. Puede que su cara fuera diferente, pero no ocurría lo mismo con sus gus­tos, y no era hombre que se privara de nada.
El buen gusto era un tema delicado para Starling, porque en ese terreno el doctor Lecter consiguió herirla en lo más vivo, al elogiarla por su agenda y burlarse de sus zapatos. ¿Cómo la había llamado? Una paleta ambiciosa y bien lavada, con una pizca de gusto.
Era buen gusto lo que echaba en falta en la rutina diaria de su vida laboral, mientras manejaba un equipo puramente funcional en aquel entorno utilitario.
Al mismo tiempo, su fe en la «técnica» estaba empezando a enco­gerse para dejar espacio a otra cosa.
Starling estaba cansada de tanta técnica. La fe en ella es la religión de los que trabajan en el filo de la navaja. Para enfrentarse a un cri­minal armado o luchar con él cuerpo a cuerpo se necesita creer que una técnica perfecta, que un duro entrenamiento garantizan que uno es invencible. Lo cual no es cierto, en especial por lo que res­pecta a los tiroteos. Se pueden reducir los riesgos, pero cuando se participa en suficientes tiroteos, lo más probable es acabar muerto en uno de ellos.
Starling lo había visto de cerca.
Ahora que había empezado a dudar de la religión de la técnica, ¿adonde podía volver los ojos?
En plena desorientación, en medio de la exasperante homoge­neidad de sus días, empezó a prestar atención a la forma de las co­sas. Empezó a dar crédito a sus reacciones viscerales ante las cosas, sin cuantíficarlas ni reducirlas a palabras. Por la misma época advir­tió un cambio en sus hábitos de lectura. En otros tiempos tenía la costumbre de leer el pie de una imagen antes de mirarla. Ahora no. A veces ni siquiera las leía.
Durante años había hojeado revistas de moda a escondidas y con sentimientos de culpa, como si se tratara de pornografía. Ahora em­pezaba a reconocer en su fuero interno que algo en aquellas foto­grafías la hacía sentirse hambrienta. Dentro de la estructura de su mente, forjada por los luteranos para resistir al óxido de la ociosi­dad, estaba empezando a ceder a una deliciosa perversión.
Hubiera llegado a concebir aquella táctica de cualquier otro modo, pero el cambio de marea que se estaba produciendo en su interior aceleró el proceso. Le inspiró la idea de que el gusto del doctor Lecter por las cosas raras, por los productos con un mercado reducido, podía ser la aleta dorsal del monstruo, con la que cortaba la superfi­cie haciéndose, al mismo tiempo, visible.
Starling estaba convencida de que podría descubrir alguna de sus identidades alternativas obteniendo y comparando listas informatizadas de clientes. Para ello tenía que conocer sus preferencias. Necesi­taba conocerlo mejor que nadie en el mundo.
«¿Qué cosas sé que le gustan? Le gusta la música, el vino, los libros, la comida... Y yo.»
El primer paso para el desarrollo del propio gusto es estar dis­puesto a valorar la propia opinión. En las áreas de la comida, el vino y la música, Starling tendría que estudiar los antecedentes del doc­tor y determinar lo que solía preferir en el pasado; pero había un campo en el que, como mínimo, era su igual. Los automóviles. Starling era una fanática de los coches, como cualquiera que hubiera visto su coche podía deducir.
Antes de su condena, el doctor Lecter había tenido un Bentley equipado con sobrealimentador. Con compresor de sobrealimenta­ción, no con turbocompresor. Un coche trucado con un compresor de desplazamiento positivo tipo Roetes, es decir, sin retardador tur­bo. Starling comprendió de inmediato que el mercado de los Ben­tley trucados era tan reducido que el doctor no correría el riesgo de volver a entrar en él.
¿Qué compraría en la actualidad? Starling intuía el tipo de sensa­ción que Lecter apreciaba. Un coche con motor sobrealimentado de ocho cilindros en uve, potente pero muy estable. ¿Qué compraría ella en el mercado actual?
Sin ninguna duda, un Jaguar XJR sedán con sobrealimentador. Envió faxes a los distribuidores de Jaguar de las costas este y oeste pidiéndoles listas semanales de sus ventas.
¿Qué otra cosa le gustaba a Lecter, de la que Starling supiera un montón?
«Le gusto yo», recordó.
Con qué presteza había respondido Lecter al saberla en apuros... Sobre todo teniendo en cuenta la demora que implicaba usar un ser­vicio de reenvío para escribirle. Lastima que la pista de la máquina de franqueo automático no hubiera dado frutos; el aparato estaba en un sitio tan público que cualquier ladrón hubiera podido usarlo.
¿Cuánto tardaba en llegar a Italia el National Tattler? Por él se ha­bía enterado Lecter de que Starling tenía problemas, como demos­traba el ejemplar que se había encontrado en el Palazzo Capponi. ¿Tenía una página web el diario sensacionalista? También era posible que hubiera leído el resumen de lo ocurrido en la web abierta al pú­blico del FBI, si disponía de ordenador en Italia. ¿Qué podría sacar­se en claro a partir del ordenador del doctor Lecter?
Entre los objetos personales incautados en el Palazzo Capponi no figuraba ningún ordenador.
Pero Starling había visto algo. Buscó las fotos de la biblioteca del palacio. Ahí estaba la imagen del hermoso escritorio en el que Lec­ter le había escrito la carta. Encima había un ordenador. Un Phillips portátil. En las fotografías posteriores había desaparecido.
Haciendo uso del diccionario, redactó con dificultad un fax diri­gido a la Questura en Florencia: «Fra le cose personali del dottor Lecter, c'é un computer portatile?».
De esta forma, pasito a paso, Clarice Starling inició la persecu­ción del doctor Lecter por los vericuetos de sus gustos, con más confianza en sus piernas de la razonablemente justificada.

CAPÍTULO

43



Cordell, el secretario de Mason Verger, empleando una mues­tra enmarcada sobre su escritorio, reconoció la elegante letra de inmediato. El papel era del Hotel Excelsior de Florencia, Italia.
Como un creciente número de ricos en la era de Unabomber, Mason hacía pasar su correspondencia por un fluoroscopio seme­jante al de la central de Correos.
Cordell se puso unos guantes y comprobó la carta. El fluorosco­pio no detectó cables ni baterías. De acuerdo con las estrictas ins­trucciones de Mason, fotocopió la carta y el sobre manejándolos con pinzas, y se cambió de guantes antes de recoger las copias y entregárselas a Mason.
La inconfundible letra redonda de Lecter decía lo siguiente:

Querido Mason:
Gradas por ofrecer una recompensa tan sustanciosa por mi cabeza. Me gustaría que la aumentaras. Como sistema de localizarían a distancia, una recompensa es más efectiva que un radar. Inclina a las autoridades de todas partes a olvidarse de su deber y perseguirme por cuenta propia, con los resultados que has podido ver.
En realidad, te escribo para refrescarte la memoria en lo referente a tu antigua nariz. En tu inspirada entrevista en el Ladies' Home Journal sobre la represión de la droga aseguras que diste tu nariz, junto con el resto de tu cara, a unos chuchos, Skippy y Spot, que meneaban sus colitas a tus pies. Estás muy equivocado: te la comiste tú mismo, como aperi­tivo. Por el sonido crujiente que hacías mientras la masticabas, yo diría que tenia una consistencia similar a la de las mollejas de pollo. «¡Sabe apollo!», fue tu comentario en aquel momento. Me recordó los ruidos que hacen los franceses en los bistrots cuando se atiborran de ensalada de gésier.
¿A que ya no te acordabas, Mason?
Hablando de pollos, durante la terapia me contaste que, mientras per­vertías a los niños desfavorecidos en tu campamento de verano, te diste cuenta de que el chocolate te irritaba la uretra. Tampoco te acordabas de eso, ¿a que no?
¿No se te ha ocurrido pensar que me contaste un montón de cosas de las que ahora no te acuerdas?
Hay un paralelismo indudable entre tu, Mason, y Jezabel. Como agudo estudioso de la Biblia que eres, te acordaras de que los perros se comieron el rostro de Jezabel, junto con todo lo demás, después de que los eunucos la arrojaran por la ventana.
Tu gente podía haberme asesinado en la calle. Pero me querías vivo, ¿verdad? Por el aroma de tus sicarios, es obvio cómo planeabas tratarme. Mason, Mason. Ya que tienes tantísimas ganas de verme, deja que te de­dique unas palabras de consuelo. Y ya sabes que no miento nunca.
Antes de morir, me verás la cara.
Todo tuyo,
Hannibal Lecter, DM

PD. Me preocupa, sin embargo, que no vivas hasta entonces, Mason. Debes evitar las nuevas cepas de neumonía. Tienes que cuidarte, propen­so como eres (y seguirás siendo) a contraerla. Te recomiendo vacunación inmediata, así como inyecciones para inmunizarte ante la hepatitis Ay B. No quiero perderte antes de tiempo.
Mason parecía un tanto sofocado cuando finalizó la lectura. Es­peró, esperó y cuando cogió el ritmo del respirador dijo alguna cosa, que Cordell no consiguió entender.
El secretario se inclinó junto a su boca y fue recompensado con una lluvia de saliva.
—Ponme al teléfono con Paul Krendler. Y con el porquero.

CAPÍTULO

44



El mismo helicóptero en el que Mason recibía a diario los perió­dicos extranjeros trasladó a Muskrat Farm al ayudante del inspector general, Paul Krendler.
La siniestra presencia de Mason y el cuarto a oscuras con los siseos y suspiros de la máquina y las danzas de la incansable anguila basta­ban para que Krendler se sintiera incómodo; por si fuera poco, tuvo que tragarse el vídeo de la muerte de Pazzi una y otra vez.
Siete veces contempló a los Viggert posando alrededor de la vi­rilidad del David, y otras tantas, la caída de Pazzi y el desborda­miento de sus visceras. A la séptima, Krendler creyó que también al David se le saldrían las tripas.
Por fin se encendieron las potentes luces de la zona de visitas, que empezaron a achicharrar el cuero cabelludo de Krendler, bri­llante bajo el corte al cepillo.
Los Verger tenían un sexto sentido para la rapacidad, así que Mason empezó por lo que Krendler quería para sí. Su voz salió de la oscuridad ajusfando las frases al ritmo del respirador.
—No quiero que me expliques... todo tu programa político... ¿Cuánto hace falta?
Krendler quería hablar con Mason en privado, pero no estaban solos. Una figura de hombros anchos y magnífica musculatura re­cortaba su oscura silueta contra el resplandor del acuario. La idea de que un guardaespaldas escuchara la conversación lo ponía ner­vioso.
—Preferiría que estuviéramos solos... ¿Te importa decirle a tu amigo que se vaya?
—Es Margot, mi hermana —dijo Mason—. Puede quedarse.
Margot salió de la oscuridad haciendo sisear su culotte de ciclista.
—Oh, cuánto lo siento... —se disculpó Krendler, levantándose a medias del asiento.
—Qué hay —dijo ella.
Pero en lugar de aceptar la mano que le ofrecía el hombre, co­gió un par de nueces del cuenco de la mesa y, apretándolas en el puño hasta reventarlas con un crac, volvió a la penumbra del acua­rio, donde era de suponer que se las comió. Krendler oyó caer al suelo las cascaras.
—Muy bien, te escucho —dijo Mason.
—Por echar a Lowenstein del distrito veintisiete, diez millones de dólares mínimo —Krendler, que no estaba seguro de la ubicación de la cama, cruzó las piernas y dirigió la vista»a un punto de la oscuri­dad—. Lo necesitaré sólo para los medios de comunicación. Pero te garantizo que es vulnerable. Estoy en condiciones de saberlo.
—¿Qué problema tiene?
—Diremos simplemente que su conducta no...
—Bueno, pero ¿qué es, dinero o un chochete? Krendler no se sentía cómodo diciendo «chochete» delante de Margot, por más que a Mason no parecía importarle.
—Está casado y hace años que tiene un asunto con una jueza del Tribunal de Apelación del estado. La juez ha fallado a favor de varios de los contribuyentes a su campaña. Lo más probable es que sea pura casualidad, pero cuando la televisión lo condene estará acabado.
—¿El juez es una mujer? —preguntó Margot. Krendler asintió. Sin saber si Mason podía verlo, añadió:
—Sí, una mujer.
—Qué lástima —dijo Mason—. Hubiera sido mejor que fuera un invertido, ¿no te parece, Margot? De todas formas, no pue­des echarle esa mierda encima tú mismo, Krendler. No puede salir de tí.
—Hemos diseñado un plan que ofrece a los votantes...
—Tú no puedes arrojarle esa mierda —repitió Mason.
—Me limitaré a asegurarme de que el Comité de Inspección Ju­dicial sepa adonde mirar, de forma que se le echen encima cuando salte la liebre. ¿Dices que puedes ayudarme?
—Te ayudaré con la mitad.
—¿Cinco?
—No seas tímido, Krendler. ¿Qué es eso de «cinco»? Vamos a decirlo con el respeto que merece: cinco millones de dólares. El Se­ñor me ha bendecido con mi dinero. Y con él pienso hacer Su san­ta Voluntad. Lo tendrás sólo si Hannibal Lecter llega limpiamente a mis manos —Mason respiró el tiempo de unos pocos latidos—. Si es así, te convertirás en el señor congresista Krendler del distrito veintisiete, libre y limpio, y todo lo que te pediré en el futuro será que te opongas al Acta de Derechos de los Animales. Si el FBI coge a Lecter, la pasma lo encierra donde sea y se libra de él con una in­yección letal, despídete de mí.
—Si lo capturan dentro de una jurisdicción local, no podré ha­cer nada. Ni si la gente de Crawford lo atrapa en un golpe de suer­te. Eso no lo puedo controlar.
—¿En cuántos estados con pena de muerte hay cargos contra Lecter? —preguntó Margot con una voz áspera pero tan profunda como la de su hermano a causa de las hormonas.
—En tres, por asesinato múltiple en primer grado en todos.
—Quiero que lo juzgen en el estado donde lo detengan —dijo Mason—. Nada de secuestro, ni violación de los derechos civiles, ni ningún otro cargo supraestatal. Quiero que se libre de la pena de muerte, y lo quiero en una prisión estatal, no en una jaula federal de máxima seguridad.
—¿Hace falta que pregunte por qué?
—No a menos que quieras que te lo explique. No tiene nada que ver con el Acta de Derechos de los Animales, te lo aseguro —dijo Mason, que no pudo contener la risa.
Tanta charla lo había extenuado. Hizo una seña a Margot.
La mujer cogió una libreta, se acercó a la luz y leyó sus propias anotaciones.
—Queremos toda la información que se consiga y la queremos antes que los de Ciencias del Comportamiento. Queremos los informes de la Unidad de Ciencias del Comportamiento en cuan­to los introduzcan en la base de datos, y queremos los códigos de acceso al VICAP y al Centro Nacional de Información sobre el Crimen.
—Sólo se puede acceder al VICAP llamando desde un teléfono público —dijo Krendler, que seguía hablando hacia la oscuridad como si no tuviera delante a la mujer—. ¿Cómo piensa hacerlo?
—Es que no pienso hacerlo —replicó Margot.
—Lo hará —susurró Mason—. Crea programas para las máquinas de los gimnasios. Es su pequeño negocio, para no tener que vivir a expensas de su hermanito.
—El FBI tiene un sistema cerrado y parte de él está cifrado. Ten­drá que acceder desde una localización autorizada, exactamente como yo le diga, y bajar la información a un portátil programado en el Departamento de Justicia —explicó Krendler—. De esa forma, si el VICAP introduce un virus trazador en la información, irá directamente al Departamento de Justicia. Compre un portátil po­tente y un buen módem con dinero en metálico a un mayorista, y no envíe la garantía por correo. Compre también una tarjeta descompresora. Y no lo utilice para navegar en Internet. Lo necesitaré de un día para otro y lo quiero de vuelta cuando todo haya acaba­do. Me pondré en contacto con ustedes. Entonces, ya está, eso es todo —y se puso en pie recogiendo sus papeles.
—No, no es todo, señor Krendler... —replicó Mason—. Lecter no tiene ningún motivo para asomar las orejas. Tiene dinero para esconderse eternamente.
—¿De dónde lo ha sacado? —preguntó Margot.
—A su consulta de psiquiatra iban unos cuantos viejos muy ri­cos —explicó Krendler—. Consiguió que lo nombraran heredero de un montón de dinero y acciones, y los escondió bien. Hacien­da no ha sido capaz de dar con ellos. Exhumaron los cuerpos de una pareja de benefactores para comprobar si los había matado, pero no pudieron probar nada. El escáner no encontró toxinas.
—Así que no lo cogerán en un atraco, tiene dinero de sobras —dijo Mason—. Hay que engañarlo para que salga de su escondi­te. Empieza a pensar en maneras de hacerlo.
—Se imaginará de dónde le vino el golpe de Florencia —dijo Krendler.
—No me digas.
—Y te querrá a ti.
—No estoy tan seguro. Yo le gusto tal como soy. Anda, Krendler, sigue pensando —dijo Mason, y se puso a tararear.
Todo lo que el inspector general adjunto oyó mientras salía fue el mosconeo de Mason, que tenía costumbre de canturrear himnos religiosos mientras tramaba algo: «Ya tienes tu cebo, Krendler. Pero ya hablaremos cuando hayas hecho un ingresó banCarlo que te in­crimine. Cuando me pertenezcas».

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