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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 8 de mayo de 2013

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS - (El silencio de los inocentes) - I


EL SILENCIO DE LOS CORDEROS
I



El silencio de los
inocentes
Thomas Harris
A la memoria de mi padre
Si sólo por motivos humanos luché con las fieras en
Éfeso, ¿qué me aprovechó, si los muertos no
resucitan?
1. CORINTIOS
¿Habré de contemplar una calavera en un anillo, yo
que llevo una en el rostro?
JOHN DONNE, Devociones





CAPÍTULO 1
Ciencias del Comportamiento, la sección del FBI que se ocupa de resolver los
casos de homicidio cometidos por asesinos reincidentes, se encuentra en un
semisótano del edificio de la academia de dicha institución en Quantico, medio
sepultada bajo tierra. Clarice Starling llegó a ella arrebolada tras una rápida
caminata desde Hogan's Alley, donde se hallaba el campo de tiro. Llevaba
briznas de hierba en el pelo y manchas en la cazadora del uniforme por haber
tenido que arrojarse al suelo durante el tiroteo de un simulacro de arresto.
No halló a nadie en la oficina de recepción y se ahuecó brevemente el cabello
al advertir su reflejo en las puertas de vidrio. Sabía que sin necesidad de
arreglarse estaba atractiva. Las manos le olían a pólvora, pero no tenía tiempo
de lavárselas; la orden de Crawford, el jefe de la sección, había especificado
ahora mismo.
Encontró a Jack Crawford solo en la atiborrada sala de oficinas. Estaba de pie,
junto a una mesa que no era la suya, hablando por teléfono, lo cual permitió a
Clarice observarle con tranquilidad. Era la primera vez que le veía en un año y
lo que vio la impresionó.
El aspecto habitual de Crawford era el de un ingeniero de edad madura, bien
conservado, que podía haberse pagado la carrera jugando a béisbol; debía
haber sido un hábil 'catcher', capaz de bloquear con dureza la base del
bateador. Ahora había adelgazado, el cuello de la camisa le quedaba grande y
tenía bolsas oscuras bajo los ojos enrojecidos. Quienquiera que leyese los
periódicos sabía que la sección de Ciencias del Comportamiento estaba
recibiendo severas críticas por todas partes. Starling confió que a Crawford no
le hubiera dado por beber. Tal cosa parecía aquí muy improbable.
Crawford acabó su conversación telefónica con un tajante: «No». Cogió el
expediente de la joven, que sujetaba bajo el brazo y lo abrió.
—Starling, Clarice M., buenos días —dijo.
—Hola.
—La sonrisa de la muchacha fue meramente cortés.
—No ocurre nada grave. Espero que mi llamada no la haya asustado.
—No.
—Respuesta un tanto inexacta, pensó Starling.
—Sus profesores me han dicho que lleva usted el curso muy bien; está entre
los primeros de la clase.
—Más o menos; no suelen prodigar tales informaciones.
—Soy yo el que de vez en cuando les pido que me tengan al corriente.
Esta afirmación sorprendió a Starling; había tachado a Crawford de su lista,
tildándole de sargento de reclutas, hijo de puta e hipócrita.
Clarice conoció a Crawford, agente especial del FBI, cuando éste fue
contratado como conferenciante temporal por la Universidad de Virginia. La
excelencia de los seminarios de criminología que en ella impartió fue factor
determinante en la decisión de la joven de ingresar en el FBI Cuando se le
notificó que había sido aceptada y se matriculó en la academia, le escribió una
tarjeta, a la cual Crawford no contestó y durante los tres meses de curso que ya
llevaba en Quantico, él la había ignorado por completo.
Starling procedía de esa clase de gente que no pide favores ni solicita amistad,
pero de todos modos la conducta de Crawford la había desconcertado y dolido.
En ese momento, al encontrarse de nuevo en su presencia, notó con cierto
disgusto que volvía a serle simpático.
Era evidente que tenía algún problema. Aparte de su inteligencia, Crawford
poseía un peculiar discernimiento que, según Starling había advertido, se
manifestaba en su sentido para combinar los colores y texturas de su atuendo,
incluso dentro del limitado radio de acción que permitía el uniforme de agente
del F B I. En este momento iba aseado pero deslucido, como si estuviera
mudando el plumaje.
—Ha salido un trabajo y he pensado en usted —dijo Crawford—. En realidad
no se trata de un trabajo sino más bien de un encargo interesante. Quite las
cosas de Berry de esa silla y siéntese. Dice usted aquí que cuando termine la
academia quiere entrar directamente en Ciencias del Comportamiento.
—Sí.
—Veo que ha hecho mucha medicina forense pero carece de experiencia en la
aplicación de la ley.
Exigimos seis años de práctica, como mínimo.
—Mi padre era policía. Conozco esa vida. Crawford esbozó una leve sonrisa.
—Lo que sí ha hecho es especializarse en psicología y criminología, y...
¿cuántos veranos trabajando en un sanatorio mental? ¿Dos?
—Dos.
—Su licencia de asesora legal, ¿está vigente?
—No caduca hasta dentro de dos años. Me la saqué antes de que usted diese
el seminario en la Universidad de Virginia, antes de decidirme a ingresar aquí.
—Y fue uno de los que tuvieron que esperar turno para ingresar.
Starling asintió.
—De todos modos tuve suerte. Me enteré a tiempo y aproveché para sacarme
el título de perito forense. Luego trabajé en el laboratorio hasta que hubo un
hueco en la academia.
—Me escribió comunicándome que venía aquí, ¿verdad?, y creo que no le
contesté. Mejor dicho, sé que no le contesté.
Hubiera debido hacerlo.
—Tendría otras muchas cosas que hacer.
—¿Ha oído hablar del P A C — V I?
—Sé que es el Programa de Arresto de Criminales Violentos. El Boletín de
Aplicación de la Ley dice que están ustedes confeccionando una base de datos
pero que aún no funciona.
Crawford asintió con un leve gesto de cabeza.
—Hemos preparado un cuestionario aplicable a todos los asesinos reincidentes
de los tiempos modernos —dijo al tiempo que le entregaba un grueso fajo de
folios sujetos por una endeble encuadernación—. Hay una sección para los
investigadores y otra para las víctimas supervivientes, en caso de que las haya.
La azul es para que la conteste el asesino, si accede, y la rosa consiste en una
serie de preguntas que el entrevistador le hace al homicida, anotando no sólo
sus respuestas sino también sus reacciones. Mucho papeleo, ya lo ve.
Papeleo. El interés de Clarice Starling despertó y se puso a olfatear como un
sabueso enfebrecido. Husmeaba la proximidad de una oferta de trabajo,
seguramente la aburrida tarea de introducir datos en un nuevo sistema
informático. Entrar en Ciencias del Comportamiento, por rutinaria que fuese la
ocupación que se le asignase, era sumamente tentador, pero Clarice sabía lo
que suele ocurrirle a una mujer si deja que se le cuelgue la etiqueta de
secretaria: de secretaria se queda por los siglos de los siglos. Se avecinaba
una elección y quería elegir bien.
Crawford esperaba algo; debía de haberle hecho una pregunta. Starling tuvo
que estrujarse el cerebro para recordarla:
—¿Qué pruebas ha realizado? ¿Minnesota Multifásica, alguna vez?
¿Rorschach?
—La primera, sí; la de Rorschach, nunca —contestó Clarice—. He hecho
Percepción Temática y he efectuado la de Bender-Gestalt con niños.
—¿Se asusta fácilmente, Starling?
—Todavía no.
—Mire, hemos intentado entrevistar y examinar a los treinta y dos asesinos
reincidentes que tenemos bajo custodia a fin de confeccionar una base de
datos que nos permita determinar el perfil psicológico del homicida en los casos
no resueltos. Casi todos aceptaron someterse al cuestionario, muchos de ellos,
creo yo, impulsados por el deseo de alardear. Veintisiete se mostraron
dispuestos a colaborar. Cuatro, con condenas de muerte pendientes de
apelación, se negaron, comprensiblemente a mi juicio. Pero no hemos logrado
que colabore el que más nos interesa. Quiero que mañana vaya usted a verle
al frenopático.
Clarice Starling experimentó un aldabonazo de alegría en el pecho y también
cierto temor.
—¿Quién es el sujeto del examen?
—El psiquiatra; el doctor Aníbal Lecter —repuso Crawford. A ese nombre, en
cualquier reunión civilizada, siempre le sucede un breve silencio.
Starling miró a Crawford sin pestañear, pero demasiado quieta.
—Aníbal el Caníbal —dijo.
—Sí.
—Sí, pues... Muy bien, de acuerdo. Me alegra mucho la oportunidad que se me
brinda, pero comprenda que me pregunte por qué se me ha elegido a mí.
—Principalmente porque está usted disponible —replicó Crawford—. No creo
que Lecter coopere. Ya se ha negado, si bien se le abordó a través de un
intermediario, el director del hospital. Ahora he de poder decir que esta vez la
propuesta se la ha hecho personalmente un entrevistador de nuestra plantilla y
titulado. Por razones que a usted no la conciernen. En este momento no
dispongo de nadie libre en la sección para que lleve a cabo la entrevista.
—Sé que están saturados de trabajo. Buffalo Bill... y todo lo de Nevada —dijo
Starling.
—Efectivamente. Es lo de siempre, escasez de personal.
—Me ha dicho que vaya mañana. Hay prisa. ¿Podría tener relación con alguno
de los casos que se están investigando?
—No. qalá pudiera decir lo contrario.
—Si se niega a cooperar, ¿quiere que redacte una evaluación psicológica?
—Tengo evaluaciones del doctor Lecter para dar y vender, y ninguna coincide.
Crawford depositó dos tabletas de vitamina C en la palma de su mano e
introdujo un Alka—Seltzer efervescente en un vaso de agua para tomárselas.
—Es totalmente absurdo, ¿sabe? Lecter es psiquiatra y escribe para las
revistas de psiquiatría —artículos de extraordinaria calidad—, aunque el tema
nunca son sus pequeñas anomalías. En cierta ocasión fingió colaborar con el
director del hospital, Chilton, y accedió a someterse con él a unas pruebas —
llevar durante un rato un aparato para medir la presión arterial del pene
mientras miraban fotografías de siniestros—. ¿Sabe lo que hizo Lecter? Pues
publicar las reacciones de Chilton, dejándole por supuesto en ridículo.
Mantiene correspondencia científica con estudiantes de psiquiatría sobre temas
no relacionados con su caso, y de ahí no pasa. Si se niega a hablar con usted,
quiero simplemente un informe y nada más. Qué aspecto tiene, qué ambiente
reina en su celda, a qué se dedica. Color local, por así decirlo. Tenga mucho
cuidado con las ¡das y venidas de la prensa. No me refiero a la prensa seria
sino a la sensacionalista. Siente más interés por Lecter que por el príncipe
Andrés.
—¿Una de esas revistas no le ofreció a Lecter cincuenta mil dólares por sus
recetas? Creo recordar algo de eso —replicó Starling.
Crawford asintió.
—Estoy casi seguro de que La Actualidad Nacional ha comprado a alguien de
dentro del hospital y es posible que se enteren de. su visita en cuanto yo
concierte la entrevista.
Crawford se inclinó hacia delante hasta quedar a tres palmos de distancia de la
cara de Clarice. Ésta vio cómo las medias gafas de lectura que llevaba le
enturbiaban las bolsas de debajo de los ojos. Hacía poco rato que se había
enjuagado la boca con Listerine.
—Starling, escúcheme con toda atención. ¿Me está escuchando?
—Sí, señor.
—Tenga mucho cuidado con Aníbal Lecter. El doctor Chilton, el director del
hospital, le explicará el procedimiento que debe seguir para tratar con él. Siga
esas normas al pie de la letra. No se aparte ni un ápice de ellas por ningún
motivo. Si Lecter decide hablar, tratará de averiguar todo lo posible sobre
usted. Le mueve esa curiosidad que induce a la serpiente a espiar el nido de un
pájaro. Ambos sabemos que en una entrevista siempre se produce un cierto
toma y daca, pero aun así no le revele nada concreto sobre usted.
Procure que el cerebro de Lecter no almacene ninguno de sus datos
personales. Ya sabe lo que le hizo a Will Graham.
—Me enteré por la prensa de lo que le sucedió.
—Cuando Will se puso a su alcance, se abalanzó sobre él y lo despanzurró con
un cuchillo de linóleo. Will no murió de puro milagro. ¿Recuerda al Dragón
Rojo? Lecter predispuso a Francis Dolarhyde contra Will y su familia. A Will,
gracias a Lecter, le ha quedado una cara que parece un dibujo de Picasso. Y
en el psiquiátrico despedazó a una enfermera a dentelladas. Haga su trabajo,
pero no olvide ni un instante lo que es ese hombre.
—¿Y qué es? ¿Lo sabe usted?
—Sólo sé que es un monstruo. Aparte de eso, nadie puede asegurar nada
más. A lo mejor usted lo averigua; no la elegí a usted por casualidad, Starling.
En la Universidad de Virginia me hizo un par de preguntas sumamente
atinadas. El director del F B 1 leerá personalmente su informe firmado, si es
claro, conciso y está bien estructurado. Eso lo decido yo. Y be de tenerlo el
domingo a las nueve en punto de la mañana. Eso es todo, StarlinK, proceda
según lo acordado.
Crawford le sonrió, pero tenía la mirada muerta.
CAPÍTULO 2
El doctor Frederick Chilton, cincuenta y ocho años, director del Hospital Estatal
de Baltimore para la Demencia Criminal, tiene una mesa de trabajo larga y
amplia sobre la cual no aparece ningún objeto duro o punzante. Algunos
miembros del personal la llaman «el foso». Otros miembros del personal
ignoran el significado de la palabra foso. El doctor Chilton permaneció sentado
detrás de su mesa cuando Clarice Starling entró en su despacho.
—Por aquí ya ha pasado un sinfín de detectives, pero no recuerdo a ninguno
tan atractivo —dijo Chilton sin levantarse.
Starling supo sin pensar conscientemente en ello que el brillo de la mano que le
tendía el director era lanolina de atusarse el cabello. Y se desprendió del
apretón antes de que él lo hiciera.
—Señorita Sterling, ¿verdad?
—Starling, doctor, con a. Gracias por dedicarme unos minutos de su tiempo.
—De modo que el F B I está abriendo sus puertas a las chicas, como todo el
mundo, ja, ja, ja.
—A tal observación agregó la sonrisa de fumador que empleaba para separar
sus frases.
—El FBI progresa, doctor Chilton. Sin duda alguna.
—¿Va a quedarse en Baltimore algunos días? ¿Sabe una cosa? Aquí hay
tantas oportunidades de divertirse como en Washington o Nueva York, siempre
y cuando se conozca la ciudad.
Ella desvió la mirada para ahorrarse la sonrisa del doctor y supo de inmediato
que él había captado su desagrado.
—Estoy segura de que es una ciudad magnífica, pero mis instrucciones son ver
al doctor Lecter y regresar esta misma tarde.
—¿Hay algún sitio en Washington al que pueda telefonearla por si, dentro de
unos días, claro está, fuera conveniente una entrevista complementaria?
—Por supuesto. Qué amabilidad la suya al pensar en ello. Este proyecto lo
lleva Jack Crawford; siempre puede ponerse en contacto conmigo a través de
su oficina.
—Ya —replicó Chilton. Sus mejillas, al motearse de rosa, desentonaron con la
improbable tonalidad caoba de su acicalado peinado—. Enséñeme su
identificación, haga el favor.
—Permitió que Clarice permaneciese de pie mientras él examinaba con toda
calma su documento de identificación. Luego se lo devolvió y se puso de pie—.
Esto no nos ocupará mucho rato. Venga conmigo.
—Me dijeron que me daría usted instrucciones, doctor Chilton —dijo Starling.
—Puedo dárselas mientras nos dirigimos hacia allí.
—Salió de detrás de la mesa echando una mirada a su reloj de pulsera—.
Tengo una comida dentro de media hora.
Maldita sea, hubiera tenido que interpretarle mejor y más de prisa. Tal vez no
sea un completo cretino. A lo mejor sabe algo útil. Qué poco me habría costado
dirigirle una mínima sonrisa zalamera, a pesar de lo mal que se me da fingir.
—Doctor Chilton, soy yo la que tengo una entrevista con usted en este
momento. Se concertó según su conveniencia, cuando pudiese usted
dedicarme cierto tiempo. Es posible que durante la entrevista surjan cosas...
podría ser que tuviese que comentar con usted las reacciones de Lecter.
—La verdad es que lo dudo, lo dudo mucho. Ah, por cierto, tengo que hacer
una llamada telefónica antes de ir para allá. Espéreme en la oficina de
recepción.
—Quisiera dejar aquí el abrigo y el paraguas.
—Ahí afuera —dijo Chilton—. Déselos a Alan; es el que está en recepción. Él
se los guardará.
Alan vestía la especie de pijama que se distribuía a los reclusos en el momento
de ingresar. Estaba limpiando ceniceros con el faldón de la camisa.
Ahuecó la mejilla con la lengua mientras cogía el abrigo de Starling.
—Gracias —le dijo ella.
—No hay de qué. ¿Caga con mucha frecuencia? —le preguntó Alan.
—¿Cómo dice?
—¿Le sale laaaaaargo?
—Mire, ya lo colgaré yo misma.
—No tiene usted nada que le estorbe la vista, puede inclinarse para observar
cómo sale y ver cómo cambia de color al entrar en contacto con el aire... ¿Lo
ha hecho alguna vez? ¿No le da la impresión de tener un largo rabo marrón?
—No había forma de que soltase el abrigo.
—El doctor Chilton quiere que vaya inmediatamente a su despacho —dijo
Starling.
—No, eso no es cierto —replicó el doctor Chilton desde detrás—. Cuelga el
abrigo en el armario, Alan, y no lo saques mientras estemos fuera. Ahora
mismo. Antes tenía una secretaria mañana y tarde, pero la reducción de
personal me ha privado de ese lujo. La chica que la ha hecho pasar a usted
viene tres horas al día a ocuparse de la mecanografía, y aparte tengo a Alan.
¿Qué se ha hecho de las secretarias, señorita Starling? —Las gafas del
director le lanzaron un destello—. ¿Va armada?
—No, no llevo armas.
—¿Tiene la bondad de enseñarme el bolso y la cartera?
—Ya ha examinado mis documentos de identidad.
—Que afirman que es usted estudiante. Déjeme ver sus cosas, haga el favor.
Clarice Starling se acobardó cuando la primera de las gruesas puertas de acero
se cerró con ruido a sus espaldas y el pestillo quedó sólidamente trabado.
Chilton iba delante, a pocos pasos de distancia, recorriendo el pasillo verde del
sanatorio en un ambiente de formol y portazos distantes. Starling, que estaba
enfadada consigo misma por haber permitido que Chilton metiese la mano en
su bolso y su cartera, tuvo que apresurarse a dominar la ira para poder
concentrarse. Ya estaba. Notó la sólida base de su autodominio, como un firme
lecho de grava bajo una corriente de aguas turbulentas.
—Lecter nos causa considerables molestias —dijo Chilton dirigiéndose a ella
por encima del hombro—. Uno de los enfermeros dedica como mínimo diez
minutos al día a quitar las grapas de las publicaciones que recibe.
Hace algún tiempo, intentamos anular o al menos reducir sus suscripciones,
pero nos denunció y el juez falló a favor suyo. Antes el volumen de su
correspondencia personal era enorme. Afortunadamente, desde que su caso
ha perdido actualidad, ha disminuido. Hubo una época en que parecía que
cualquier estudiantillo que estuviese redactando una tesina de psicología
tuviese que hacer referencia a Lecter. Las revistas especializadas todavía
publican sus trabajos, pero es por el valor de reclamo que ejerce su firma.
—El artículo sobre adicción quirúrgica que escribió para la Revista de
Psiquiatría Clínica me pareció excelente —replicó Starling.
—¿Ah, sí? Mire, nosotros también hemos intentado estudiar a Lecter.
Comprendimos que el hecho de tenerle aquí nos brindaba la oportunidad de
realizar un trabajo realmente excepcional. Es tan raro conseguir a uno vivo...
—¿Un qué?
—Un auténtico sociópata, que evidentemente es lo que es.
Pero es un hombre impenetrable, demasiado complejo para analizarlo
mediante un test corriente. Y además, no puede ni fi 1 rarse cómo nos odia. De
mi piensa que soy su verdugo. su Crawford es muy listo, ¿no le parece?, al
emplearla a usted para abordar a Lecter.
—¿Qué quiere decir, doctor Chilton?
—Una mujer joven y atractiva, para «ponerle cachondo»; creo que ahora se
dice así, ¿no? No creo que Lecter haya visto a una mujer en varios años. Todo
lo más habrá vislumbrado a alguna de las mujeres de la limpieza. En general,
procuramos que aquí no entren mujeres. No causan más que problemas.
A tomarpor el culo, Chilton.
—Soy licenciada con matrícula de honor por la Universidad de Virginia, doctor.
No recuerdo ninguna asignatura que tuviese algo que ver con las artes de la
seducción.
—Entonces será usted capaz de recordar estas normas: No meta la mano por
entre los barrotes. No toque los barrotes. No le pase nada que no sea papel
blando. Nada de plumas ni lápices. Él dispone casi siempre de sus propios
rotuladores, de punta de fieltro. Los papeles que tenga que pasarle no pueden
llevar grapas, clips ni alfileres de ninguna clase. Cualquier objeto ha de
entregársele empleando exclusivamente la bandeja deslizante que se usa para
servirle la comida. Cualquier objeto ha de recuperarse exclusivamente
mediante la bandeja deslizante. Sin excepción. No acepte nada que quiera
darle a través de la reja. ¿Entendido?
—Entendido. Habían traspuesto otras dos puertas y dejado a sus espaldas la
luz natural. Atrás quedaban las salas en las que los reclusos estaban
autorizados a mezclarse. Las luces del corredor estaban protegidas por
gruesas rejillas, como las luces de la sala de máquinas de un barco. El doctor
Chilton se detuvo bajo una de ellas. Al detenerse sus pasos, Starling oyó al otro
lado de la pared el roto gemido de una voz enronquecida de gritar.
—Lecter no sale jamás de su celda sin ir atado con correas y provisto de bozal
—afiadió Chilton—. Le voy a enseñar por qué. Durante el primer año de
reclusión, fue un verdadero modelo de buena conducta. Las medidas de
seguridad que le rodeaban tendieron a relajarse ligeramente; eso ocurrió
durante la administración anterior, como usted comprenderá. La tarde del 8 de
julio de 1976, Lecter se quejó de un dolor en el pecho y fue conducido a la
enfermería. Allí le quitaron las correas para poder hacerle con mayor facilidad
un electrocardiograma. Cuando la enfermera se inclinó sobre él, le hizo esto.
—Chilton entregó a Clarice una fotografía con las esquinas dobladas—. Los
médicos consiguieron salvarle uno de los ojos. Durante todo ese rato Lecter
estuvo conectado a los monitores. Le fracturó la mandíbula para arrancarle la
lengua. El pulso no le subió de ochenta y cinco ni siquiera cuando se la tragó.
Starling no sabía qué era peor, si la fotografía o la atención de Chilton al
observarle a ella el rostro con ojos movedizos y avarientos. Le recordó a un
pollo sediento sorbiéndole a picotazos las lágrimas de las mejillas.
—Lo tengo aquí dentro —dijo Chilton pulsando un botón situado junto a unas
sólidas puertas de vidrio de seguridad. Un corpulento enfermero les hizo entrar
en la sala.
Starling tomó una inflexible decisión y en cuanto hubieron cruzado la puerta se
detuvo.
—Doctor Chilton, necesitamos imprescindiblemente el resultado de este test. Si
el doctor Lecter le considera a usted su enemigo, si verdaderamente tiene esa
manía, tal como usted acaba de decir, creo que si me presentara sola nuestras
posibilidades de éxito aumentarían. ¿Qué opina usted? La mejilla de Chilton se
crispó.
—Por mí no hay inconveniente. Hubiera podido sugerírmelo en mi despacho.
La habría hecho acompañar por un enfermero y me hubiera ahorrado esta
pérdida de tiempo.
—Es lo que habría hecho si usted me hubiese dado sus instrucciones allí.
—No creo que volvamos a vernos, señorita Starling. Barney, cuando la señorita
haya terminado con Lecter, llame para que la acompañen a la salida.
Chilton se marchó sin dignarse volver a mirarla. Y ahora sólo quedaba el
corpulento e impasible enfermero, el silencioso reloj de pared a sus espaldas y
el armario de tela metálica que contenía el aerosol irritante, las correas, el
bozal y la pistola cargada con sedante. En un estante había un artefacto
compuesto por una larga manguera con el extremo en forma de U para
acorralar al violento contra la pared.
El enfermero la miraba.
—¿Le ha advertido el doctor Chilton que no toque los barrotes?
Tenía una voz aguda y a la vez ronca. A ella le recordó a Aldo Ray.
—Sí, me lo ha dicho.
—De acuerdo. Está al final de todo; es la última celda de la derecha. Avance
por el centro del pasillo y no haga caso de nada. Puede llevarle la
correspondencia; así empieza con buen pie.
—El enfermero parecía regocijado—. La pone en la bandeja y la empuja para
que se deslice. Si la bandeja está dentro, o tira usted de ella por la cuerda o
que se la mande él. Él no llega al punto en que se detiene la bandeja, en la
parte exterior de la reja.
El enfermero le entregó dos revistas, con las páginas sueltas y a medio salir,
tres periódicos y varias cartas abiertas.
El pasillo, de unos treinta metros de largo, tenía celdas a ambos lados. Algunas
eran celdas de manicomio, de paredes acolchadas, provistas de una mirilla,
alargada y estrecha como una aspillera, en el centro de la puerta. Otras eran
celdas de cárcel corrientes, con una reja de barrotes que daba al corredor.
Clarice Starling era consciente de que había figuras dentro de las celdas, pero
trató de no mirarlas. Había recorrido más o menos la distancia, cuando una voz
siscó: «Te huelo el coño». No dio muestras de haberlo oído y siguió
caminando.
En la última celda las luces estaban encendidas. Se desvió hacia la izquierda
del pasillo con objeto de ver el interior al acercarse, sabiendo que sus tacones
la anunciaban.
CAPÍTULO 3
La celda del doctor Lecter está considerablemente alejada de las demás, no
tiene al otro lado del pasillo más que un armario y es excepcional por otras
circunstancias. El exterior consiste en una reja de barrotes por cuya parte
interna, a mayor distancia de la que alcanza un brazo humano, hay una
segunda barrera, una resistente red de nailon tendida desde el suelo al techo y
de pared a pared. Detrás de la red, Starling vio una mesa atornillada al suelo
en la que se apilaban libros de tapas blandas y papeles, y una silla recta,
también atornillada.
Y al doctor Aníbal Lecter reclinado en su catre, absorto en la lectura de la
edición italiana de Vogue. Sujetaba las páginas sueltas con la mano derecha y
las iba poniendo una a una a su lado con la izquierda. El doctor Lecter tiene
seis dedos en la mano izquierda.
Clarice Starling se detuvo cerca de los barrotes, más o menos a la distancia
que equivaldría a la de un pequeño vestíbulo.
—Doctor Lecter.
—Su propia voz le sonó muy aceptable. Él alzó la vista de la lectura. Durante
un exagerado segundo Clarice tuvo la impresión de que la mirada del recluso
zumbaba, pero no era más que su sangre lo que oía.
—Me llamo Clarice Starling. ¿Puedo hablar con usted? —La distancia y el tono
de su voz implicaban cortesía.
Con un dedo apoyado sobre los labios fruncidos, el doctor Lecter reflexionó. Al
cabo de un rato, cuando lo juzgó adecuado, se levantó, avanzó con suavidad
por su jaula y se detuvo a escasos pasos de la red, cosa que hizo sin mirarla,
como si hubiese calculado la distancia.
Clarice observó que era de baja estatura y aspecto pulcro; en las manos y
brazos del doctor observó fuerza nervuda, como la suya.
—Buenos días —dijo él como si hubiese salido a abrir la puerta. Su cultivada
voz poseía una leve aspereza metálica, debida seguramente al desuso.
Los ojos del doctor Lecter son de un castaño granate y reflejan la luz con
destellos de rojo. A veces los puntos de luz parecen volar como chispas hacia
el centro de la pupila. Esos ojos tenían presa a Starling por entero.
Ella se acercó con cautela a los barrotes. El vello de los antebrazos se le erizó
y rozó la cara interna de las mangas.
—Doctor, la configuración de perfiles psicológicos nos plantea serios
problemas. He venido a solicitar su ayuda.
—El plural alude a Ciencias del Comportamiento de Quantico. Será usted de la
plantilla de Jack Crawford, supongo.
—Sí, efectivamente.
—¿Puedo ver sus credenciales? Clarice no se esperaba eso.
—Ya las he enseñado en..., la oficina.
—¿Quiere decir que se las ha enseñado al eminente doctor Frederick Chilton?
—Sí.
—¿Ha visto usted las de él?
—No.
—Las académicas son sumamente pobres, se lo aseguro. ¿Ha conocido a
Alan? ¿No es encantador? ¿Con cuál de los dos preferiría charlar?
—En conjunto diría que con Alan.
—Podría ser usted una periodista, autorizada a entrar aquí por el propio Chilton
para cobrar. Creo que tengo derecho a examinar sus credenciales.
—De acuerdo.
—Clarice elevó la mano y le mostró su tarjeta de identificación plastificada.
—A esta distancia no puedo leer. Envíemela, por favor.
—No puedo.
—Porque es dura.
—Sí.
—Hable con Barney. Llegó el enfermero a deliberar.
—Doctor Lecter, voy a permitir que le pasen eso. Pero si no lo devuelve cuando
yo se lo pida, si tenemos que molestar a todo el mundo, si tenemos que atarle
para recuperarlo, me enfadaré. Y si me enfado con usted, tendrá que
permanecer atado hasta que se me pase el mal humor.
Alimentos por el tubo, pañales cambiados dos veces al día, ya sabe, sesión
completa.
Y le retendré la correspondencia una semana. ¿Entendido?
—Ciertamente, Barney. La tarjeta se deslizó junto con la bandeja y el doctor
Lecter la acercó a la luz.
—¿Una estudiante? Aquí dice «estudiante». Jack Crawford envía a una
estudiante a entrevistarme? —Golpeó la tarjeta contra su blanca y pequeña
dentadura y aspiró su olor.
—Doctor Lecter —dijo Barney.
—Desde luego.
—Lecter depositó la tarjeta en la bandeja y Barney tiró de ella hacia afuera.
—Todavía estoy en la academia, sí —dijo Starling—, pero no estamos
hablando del FBI; estamos hablando de psicología. ¿Es capaz usted de
discernir, prescindiendo de títulos y diplomas, si estoy capacitada para hablar
de este tema?
—Hummmm —replicó el doctor Lecter—. La verdad..., eso ha sido muy astuto.
Barney, ¿cree que la agente Starling podría disponer de una silla?
—El doctor Chilton no me dijo nada respecto de una silla.
—¿Y qué le dicen sus modales, Barney?
—¿Quiere una silla? —le preguntó Barney a Clarice—. Podríamos haber traído
una, pero él nunca.... es decir, generalmente nadie suele quedarse tanto rato.
—Sí, por favor —contestó Starling. Barney sacó una silla plegable del armario
de limpieza situado frente a la celda, la instaló y les dejó a solas.
—Bueno —dijo Lecter sentándose de lado ante su mesa para dar la cara a
Clarice—, ¿qué le ha dicho Miggs?
—¿Quién?
—Múltiple Miggs, el de esa celda de ahí. Le siseó algo. ¿Qué le ha dicho?
—Me ha dicho: «Te huelo el coño».
—Ya. Yo no lo he conseguido. Usa usted crema hidratante Evyan y a veces
lleva L'Air du Temps, pero hoy no. Hoy ha venido deliberadamente sin perfume.
¿Qué impresión le ha producido lo que le ha dicho Miggs?
—Pienso que por razones que desconozco se muestra hostil. Una lástima. Él
se muestra hostil con la gente y la gente reacciona tratándole con hostilidad. Es
un círculo vicioso.
—¿Siente usted hostilidad hacia él?
—Lamento que tenga perturbadas sus facultades mentales. Dejando eso
aparte, no me afecta más que un ruido. ¿Cómo ha averiguado lo del perfume?
—Una vaharada de su bolso cuando ha sacado la tarjeta. Ese bolso que lleva
es precioso.
—Gracias.
—Ha traído el mejor bolso que tenía, ¿verdad?
—Sí.
—Era cierto. Había ahorrado bastante para comprarse aquel bolso, clásico y de
todo llevar, que era el accesorio de mayor calidad de su armario.
—Es de calidad muy superior a sus zapatos.
—Tal vez algún día se pongan a la altura.
—No lo dudo.
—¿Los dibujos de las paredes los ha hecho usted, doctor?
—¿Cree que he llamado a un decorador?
—El que está encima del lavabo es una ciudad europea, ¿no es así?
—Florencia, El Palazzo Vecchio y el Duorno vistos desde el Belvedere.
—¿Lo dibujó de memoria? ¿Todos esos detalles?
—La memoria, agente Starling, es lo único que tengo para sustituir la vista que
ofrece una ventana.
—¿El otro es una Crucifixión? La cruz central está vacía.
—Es el Gólgota tras el descendimiento. Tiza y rotulador sobre papel
parafinado. Representa lo que consiguió el ladrón al que se le prometió el
paraíso cuando se llevaron al cordero pascual.
—¿Y qué fue?
—Que le rompiesen las piernas, naturalmente, como a su compañero, el que
se burló de Cristo. ¿Desconoce acaso el Evangelio de san Juan? Entonces
contemple a Duccio; pinta crucifixiones de extrema exactitud. ¿Cómo está Will
Graham? ¿Qué aspecto tiene?
—No conozco a Will Graham.
—Pero sabe quién es. El delfín dejack Crawford. El anterior a usted. ¿Cómo le
ha quedado la cara?
—Nunca he visto a Will.
—Eso, con todos mis respetos, agente Starling, se llama «hurtar el cuerpo».
Palpitaciones de silencio; luego se lanzó.
—Permítame que le diga que más bien lo que pretendo es ir a por todas y
embestir. He traído...
—No. Eso no, eso es una equivocación que denota una gran estupidez. En una
fase de preludio no emplee nunca el humor. Mire, entender un comentario
ocurrente y replicar en el mismo tono hace que el sujeto del análisis efectúe
una transposición súbita y distanciada que es totalmente opuesta al clima que
se ha creado. Y procedemos partiendo del clima que establecemos. Iba usted
muy bien; se había mostrado cortés y receptiva a la cortesía; revelando la
embarazosa verdad del comentario de Miggs había establecido un clima de
confianza, y de pronto introduce un petulante retruécano a propósito de su
cuestionario. Así no haremos nada.
—Doctor Lecter, usted es una eminencia en el campo de la psiquiatría clínica.
¿Me cree tan tonta como para hacerle objeto de una técnica cuyos resortes
conoce usted a la perfección? No me subestime tanto. Lo que le pido es que
responda al cuestionario, y a partir de ahí usted haga lo que quiera. ¿Tanto le
costaría echarle un vistazo?
—Agente Starling, ¿ha leído alguno de los estudios publicados recientemente
por Ciencias del Comportamiento?
—Sí.
—Yo también. El F B 1 se niega estúpidamente a enviarme el Boletín de
Aplicación de la Ley, pero lo consigo a través de una librería de lance; John Jay
me envía el Anuario, y también recibo las revistas de psiquiatría. Están
dividiendo a los asesinos reincidentes en dos grupos: organizados y
desorganizados. ¿Qué opina de ello?
—Que es... elemental; evidentemente lo que pretenden...
—Simplista es el término adecuado. En realidad, casi toda la psicología es
pueril, agente Starling, y la que se practica en Ciencias del Comportamiento se
halla al nivel de la frenología. La psicología, para empezar, cuenta con un
material de muy pobre calidad. Vaya a la facultad de psicología de cualquier
universidad y observe a los estudiantes y al profesorado; pedantes aficionados
a los seriales radiofónicos y fanáticos con graves carencias de personalidad.
Los cerebros más subdesarrollados de toda la institución universitaria.
Organizadosy desorganizados; debió de ocurrírsele al bedel.
—¿Con qué criterio modificaría usted esta clasificación?
—No lo haría.
—Hablando de publicaciones, leí sus artículos sobre adicción quirúrgica y
expresión facial de lado derecho e izquierdo.
—Sí. Eran de primer orden —declaró el doctor Lecter.
—Efectivamente. Ésa fue mi opinión y también la de Jack
Crawford. Fue él quien me indicó que los leyera. Por este motivo está ansioso
de que usted...
—¿Crawford el estoico, ansioso? Debe estar hasta el cuello de trabajo para
tener que echar mano de los alumnos de la academia.
—Así es, y quiere...
—El trabajo se lo da Buffalo Bill.
—Supongo.
—No. «Supongo» no. Sabe usted perfectamente, agente Starling, que se trata
de Buffalo Bill. Creí que Jack Crawford la enviaba para preguntarme
precisamente por ese caso.
—No.
—Luego usted no está trabajando en nada relacionado con ese asunto.
—No, he venido porque necesitamos su...
—¿Qué sabe usted acerca de Buffalo Bill?
—Nadie sabe gran cosa.
—Jodo lo que se sabe ha salido en los periódicos?
—Creo que sí. Doctor Lecter, no he visto ningún tipo de información
confidencial sobre ese caso. Mi tarea se limita...
—¿Cuántas mujeres ha empleado Buffalo Bill?
—La policía ha descubierto cinco.
—Todas desolladas?
—Parcialmente, sí.
—La prensa nunca ha explicado el motivo de ese nombre. ¿Sabe usted por
qué se le llama Buffalo Bill?
—Sí.
—Dígamelo.
—Si echa un vistazo a este cuestionario, se lo diré.
—Lo haré, palabra. Ahora dígame, ¿por qué?
—Empezó como un chiste de mal gusto en la sección de homicidios de Kansas
City.
—Le llaman Buffalo Bill porque arranca la piel a las tías que se tira.
Starling descubrió que acababa de canjear la sensación de tener miedo por la
de sentirse ruin. De escoger entre las dos, prefería tener miedo.
—Páseme el cuestionario. Starling depositó la sección azul en la bandeja y la
empujó. Permaneció sentada y quieta mientras Lecter la ojeaba sin excesivo
interés.
—¿Cree usted, agente Starling —dijo él dejando el cuestionario en la
bandeja—, que realmente puede hacer mi disección con este insuficiente y
romo bisturí?
—No. Lo que creo es que usted puede prestar una inestimable colaboración y
ayudarnos a profundizar en este estudio.
—¿Y qué razón habría de inducirme a hacer tal cosa?
—La curiosidad.
—¿Curiosidad de qué?
—De saber por qué está usted aquí. De averiguar lo que le sucedió.
—No me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí. No acepto que se me
reduzca a un conjunto de influencias.
En favor del conductismo han eliminado ustedes el bien y el mal, agente
Starling. Han dejado a todo el mundo en cueros, han barrido la moral, ya nadie
es culpable de nada. Míreme, agente Starling. ¿Es capaz de afirmar que yo soy
el mal? ¿Soy la maldad, agente Starling?
—Creo que ha sido usted destructivo, lo cual para mí equivale a lo mismo.
—¿Solamente la maldad es destructiva? Si las cosas son tan simples, según
tal razonamiento las tormentas son la maldad. Y elfuego, que también existe, y
e1granizo. Los que así piensan lo echan todo en un mismo saco que lleva por
nombre «obra de Dios».
—Todo acto deliberado...
—Para entretenerme colecciono noticias de derrumbamientos de iglesias. ¿Se
ha enterado del que acaba de producirse en Sicilia? ¡Maravilloso! Se desplomó
la fachada aplastando a sesenta y cinco beatas que asistían a misa mayor.
¿Fue eso maldad? Si acordamos que sí, ¿quién la causó? Si
Él está ahí arriba, créame, agente Starling, se regocija. El tifus y los cisnes,
todo procede del mismo sitio.
—No soy capaz de explicar su personalidad, doctor, pero sé quién puede
hacerlo.
Él la interrumpió levantando la mano. Era una mano de hermosas
proporciones, notó Clarice, con un dedo medio perfectamente duplicado. Se
trata de la forma menos frecuente de polidactilia que existe.
Cuando Lecter volvió a hablar, lo hizo con suavidad y en un tono agradable.
—Cuánto le gustaría a usted evaluarme, agente Starling. Con lo ambiciosa que
es, ¿verdad? ¿Sabe en qué me hace pensar con ese bolso tan caro y esos
zapatos baratos? Me hace pensar en una pueblerina. Una pueblerina aseada y
resuelta a triunfar que ha adquirido un poco de buen gusto. Sus ojos parecen
gemas de poco precio que fulguran con brillo superficial en cuanto consigue
anticipar una pequeña respuesta. Y es usted inteligente, ¿me equivoco?
Desesperada por no parecerse a su madre. Una mejor nutrición le ha hecho
aumentar de estatura, pero no hace más de una generación que salió de las
minas, agente Starling. ¿Pertenece a los Starling de Virginia occidental o los
Starling peones agrícolas de Ok1ahoma, agente? Eligió a cara o cruz entre la
universidad y las oportunidades que le ofrecía el Cuerpo Femenino del Ejército,
¿verdad? Permítame que le diga algo muy concreto sobre usted, señorita
Starling, alumna de la academia del F B I. En la habitación que ahora comparte
con otra alumna, tiene usted un rosario de cuentas de oro y cada vez que
contempla lo pegajosas que las ha puesto el desuso, nota un feo nudo en la
garganta, ¿no es así? Aquellos tediosos gracias, gracias, aquella obligación de
tener que realizar aquel sincero manoseo, aquel ponerse sentimental al
desgranar cada cuenta. Tedioso. Tedioso. Aburriiiido. Ser inteligente estropea
muchas cosas, ¿no cree? Y el buen gusto desconoce la bondad. Cuando
piense en esta conversación, recordará al mundo animal herido en el rostro
cuando se deshizo de él. Si el rosario se ha puesto pegajoso, ¿cuántas otras
cosas sufrirán la misma suerte con cada paso adelante que dé? Piensa en eso
por las noches, ¿no es verdad? —preguntó el doctor Lecter con su tono más
amable.
Starling levantó la cabeza para mirarle de frente.
—Es usted muy perspicaz, doctor Lecter. No voy a negar nada de lo que ha
dicho. Pero voy a hacerle una pregunta que tendrá que contestar ahora mismo,
tanto si quiere como si no: ¿Tiene usted la fortaleza suficiente para aplicar esa
potente perspicacia sobre sí mismo? Es difícil de afrontar. Lo acabo de
descubrir en estos últimos minutos. ¿Qué le parece? Contémplese a sí mismo
y escriba la verdad. ¿Qué tema más adecuado o complejo podría usted
encontrar? ¿0 es que tiene miedo de sí mismo?
—Qué rigurosa es usted, agente Starling.
—Creo que bastante.
—Y no soportaría considerarse vulgar. Eso sí le dolería. Pues mire, no tiene
nada de vulgar, agente Starling. Lo único que tiene es miedo de serlo. ¿Qué
grosor tienen las cuentas de su rosario? ¿Siete milímetros?
—Siete.
—Permítame que le haga una sugerencia. Compre unas cuentas de ágata ojo
de tigre y ensártelas mezclándolas alternativamente con las de oro del rosario.
En grupos de dos o tres o una y dos, como le parezca que queda mejor. El ojo
de tigre entona con el color de sus ojos y hará resaltar los reflejos de su
cabello. ¿Le han enviado alguna vez una tarjeta el día de san Valentín?
—Sí.
—Ya hace días que estamos en cuaresma. Para san Valentín falta sólo una
semana... Hinnimm... ¿Espera usted alguna tarjeta?
—Nunca se sabe.
—Tiene razón; nunca se sabe... He estado pensando en la fiesta de san
Valentín. Me recuerda algo gracioso.
Ahora que caigo en la cuenta, yo podría hacerla muy feliz el día de san
Valentín, Ciarice Starling.
—¿De qué modo, doctor Lecter?
—Enviándole una tarjeta maravillosa. Tendré que pensar en ello. Ahora tenga
la bondad de disculparme. Adiós, agente Starling.
—¿Y el cuestionario?
—Una vez un individuo que confeccionaba el censo intentó evaluarme. Me
comí su hígado guisado con alubias, plato que regué con un gran vaso de
Amarone. Vuelva a la escuela, pequeña Starling.
Aníbal Lecter, cortés hasta el final, no le dio la espalda. Retrocedió hasta el
catre, en el cual volvió a tumbarse, y se tornó tan remoto como un cruzado de
piedra tendido en su sepulcro.
Starling se sintió repentinamente vacía, como si acabase de dar sangre. Tardó
más de lo necesario en meter los papeles en la cartera porque por un momento
pensó que las piernas no la iban a sostener. Starling estaba empapada de
fracaso, aquel fracaso que tanto detestaba. Plegó la silla y la apoyó en la
puerta del armario de limpieza.
Tendría que volver a pasar por delante de Miggs. Barney a lo lejos parecía
estar leyendo. Podía llamarle para que viniera a buscarla. Miggs a hacer
puñetas. Era lo mismo que pasar ante los albañiles de una obra o cruzarse con
algún mozo de reparto, cosa que en la ciudad ocurría todos los días. Empezó a
alejarse por el pasillo.
A su lado, muy cerca, la voz de Miggs siseó: —Me he mordido la muñeca para
mataaarmeee. ¿Has visto cómo sangra? Hubiera debido llamar a Barney pero,
sobresaltada, miró hacia el interior de la celda, vio que Miggs chasqueaba los
dedos y antes de que pudiera volverse de espaldas notó una salpicadura
caliente en la mejilla y en el hombro.
Se alejó de la celda, advirtió que se trataba de esperma y no de sangre, y
Lecter la llamaba, le oyó perfectamente. La voz del doctor Lecter a sus
espaldas, con su cortante aspereza más pronunciada que antes.
—Agente Starling. El doctor se había puesto de pie y la llamaba. Clarice
revolvió en el bolso en busca de un pañuelo.
—Agente Starling —a sus espaldas. Ella había recuperado la frialdad de su
autodominio y avanzaba con firmeza hacía la reja.
—Agente Starling.
—Una nota desconocida en la voz de Lecter.
Clarice se detuvo. Dios mío, ¿qué es lo que deseo con tanta intensidad? Miggs
siseó algo que ella no escuchó.
Se hallaba nuevamente ante la celda de Lecter contemplando el insólito
espectáculo de ver al doctor agitado.
Clarice sabía que él lo olería, Tenía un olfato capaz de olerlo todo.
—Lamento mucho lo que le ha sucedido. La descortesía me parece una actitud
de una fealdad indecible.
Era como si el cometer asesinatos le hubiese purgado de groserías de menor
importancia. 0 tal vez, pensó Starling, le excitaba verla marcada de aquella
manera. No lograba averiguarlo. Las chispas de los ojos del doctor
revoloteaban hacia el fondo oscuro de sus pupilas como luciérnagas dentro de
una gruta.
¡Sea lo que sea, empléalo, por Diosl Clarice levantó la cartera.
—Por favor, conteste a esto. Seguramente había llegado tarde; él volvía a estar
calmado.
—No. Pero voy a hacer que se sienta feliz de haber venido.
Le voy a dar otra cosa. Le voy a dar lo que usted aprecia más de todo, Clarice
Starling.
—¿Qué es, doctor Lecter?
—Un ascenso, naturalmente. Encaja a la perfección, cuánto me alegro. La
fiesta de san Valentín me ha hecho pensar en ello.
—La sonrisa que iluminaba su pequeña y blanca dentadura podía deberse a
cualquier cosa. Habló en voz tan baja que ella apenas si le oyó—: Busque sus
tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. ¿Me ha oído? Busque sus
tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. Más vale que se vaya; no creo
que Miggs pueda conseguirlo otra vez tan pronto, ni aun a pesar de estar loco,
¿no le parece?
CAPÍTULO 4
Excitada. agotada, Clarice Starling salió del edificio a fuerza de voluntad.
Algunas de las cosas que Lecter había dicho de ella eran ciertas y otras
solamente despertaban ecos de verdad. Durante unos instantes le había
parecido tener suelta en la mente una conciencia ajena que derribaba objetos
de las estanterías como un oso dentro de una caravana.
Le indignaba lo que había dicho de su madre y había de sofocar aquella cólera.
Se trataba de un asunto de trabajo.
Se sentó en su viejo Pinto, aparcado frente al hospital al otro lado de la calle, y
respiró profunda y repetidamente. Cuando las ventanillas se empañaron, se
sintió protegida de la acera por una cierta intimidad.
Raspa¡¡. Recordaba ese apellido. Era un paciente de Lecter y también una de
sus víctimas. Solamente había dispuesto de una noche para familiarizarse con
el material informativo del caso del psiquiatra. El expediente era enorme y
Raspail una de las numerosas víctimas. Tenía que leer con atención los
detalles del suceso.
Starling quería actuar de inmediato, pero sabía que aquella urgencia era
producto de su propia fabricación.
Hacía años que el caso Raspail había quedado cerrado. No había nadie en
peligro. Tenía tiempo. Más le valdría informarse y asesorarse bien antes de
pasar a la acción.
Crawford podía relevarla de ese cargo para confiárselo a otra persona. Tendría
que correr ese riesgo.
Intentó llamarle por teléfono desde una cabina, pero descubrió que el jefe
estaba solicitando el presupuesto para el Departamento de justicia ante la
Subcomisión Parlamentaria de Asignaciones.
Hubiera podido pedir los detalles del caso a la sección de homicidios de la
jefatura de policía de Baltimore, pero como el asesinato no es un crimen
federal, sabía que se lo arrebatarían de inmediato. Ni hablar.
Regresó, pues, a Quantico, a Ciencias del Comportamiento, con sus hogareñas
cortinas a cuadros marrones y sus archivos grises repletos de horror. Pasó allí
la tarde entera, hasta que se hizo de noche, hasta después de marcharse la
última secretaria, estudiando a fondo el microfilme de Lecter. El rebelde y
decrépito proyector, resplandeciente como una calabaza iluminada, proyectaba
palabras y negativos de imágenes sobre el rostro absorto de Clarice.
Raspail, Benjamín René, varón, de raza blanca, 46 años, primer flautista de la
Orquesta Filarmónica de Baltimore. Era un paciente del consultorio psiquiátrico
del doctor Aníbal Lecter.
El 22 de marzo de 1975 no acudió a la actuación que aquel día tenía
programada la orquesta. El 25 del mismo mes se descubrió su cadáver,
sentado en un banco de una pequeña iglesia rural próxima a Falls Church,
Virginia, sin más prendas de vestir que una pajarita blanca y una chaqueta de
frac. La autopsia reveló que Raspail tenía el corazón perforado y que le
faltaban el timo y el páncreas.
Clarice Starling, que desde su infancia sabía de chacinería más de lo que
hubiera querido, no tuvo dificultad en identificar los órganos extraídos; eran los
que vulgarmente se conocen con el nombre de mollejas.
Homicidios de Baltimore afirmó que dichas glándulas figuraron en el menú de
una cena que Lecter ofreció al presidente y al director de la Filarmónica de
Baltimore la noche siguiente a la desaparición de Raspail.
El doctor Aníbal Lecter declaró no saber nada de esas cuestiones. El
presidente y el director de la Filarmónica declararon que no lograban recordar
los platos que se sirvieron en la cena de Lecter, si bien éste era famoso por la
excelencia de su mesa y había colaborado con numerosos artículos en
diversas revistas gastronómicas.
El presidente de la Filarmónica tuvo posteriormente que ser tratado de anorexia
y problemas relacionados con la dependencia del alcohol en un sanatorio de
Basilea.
Según la policía de Baltimore, Raspail era la novena víctima conocida de
Lecter.
Raspail murió abintestato, y los pleitos entablados por los parientes por causa
de la herencia fueron seguidos por la prensa durante varios meses, mientras el
caso suscitó el interés del público.
Los parientes de Raspail también se asociaron con las familias de otras
víctimas y pacientes de Lecter en la interposición de una demanda, que fue
fallada a su favor, para conseguir que los archivos y las cintas del extraviado
psiquiatra fuesen destruidos. Basaron su argumentación en que los archivos
debían contener documentación sobre un sinfín de embarazosos secretos que
su dueño podía algún día divulgar.
El tribunal designó al abogado de Raspail, Everett Yow, como albacea
testamentario de la herencia.
Starling tendría, pues, que ponerse en contacto con el abogado para llegar
hasta el coche. Era posible que el letrado quisiese proteger la memoria de
Raspail y, si ella le comunicaba su deseo con la suficiente antelación, tal vez
destruyese pruebas a fin de salvar el honor de su difunto cliente.
Clarice prefería actuar sin pérdida de tiempo, y necesitaba consejo y
autorización. Estaba sola en Ciencias del Comportamiento; tenía la sección
entera a su disposición. Se dirigió al Rolodex y halló el teléfono particular de
Crawford.
No oyó sonar ni una vez el teléfono, pero de pronto escuchó la voz de
Crawford, apagada y tranquila.
—Jack Crawford.
—Soy Clarice Starling. Espero no haberle interrumpido la cena...
—Tuvo que continuar en silencio—. Lecter me ha dicho una cosa sobre el caso
Raspail y estoy en la oficina buscando pistas. Me ha dicho que había algo en el
coche de Raspail. Tendría que ponerme en contacto con el abogado de Raspail
y como mañana es sábado y no hay clase, quería preguntarle si...
—Starling, ¿tiene la más vaga idea de lo que le dije que hiciera con la
información que obtuviese de Lecter?
La voz de Crawford rezumaba una absoluta y temible placidez.
—Que le diese un informe a las nueve en punto de la mañana del domingo.
—Pues haga eso, Starling. Haga exactamente eso.
—Sí, señor. La señal de interrupción de la comunicación le aguijoneó el oído.
El furor le traspasó a la cara e hizo que los ojos le ardieran.
—Me cago en tu madre —dijo—. Cabrón, más que cabrón, hijo de puta. Que se
te corra Miggs encima, y ya veremos si te gusta.
Recién duchada y abrigada con el batín de la academia del F B 1, Starling
trabajaba en el segundo borrador de su informe cuando llegó de la biblioteca su
compañera de habitación, Ardelia Mapp. El rostro ancho, tostado y
eminentemente saludable de Mapp fue para Clarice una de las visiones más
agradables de aquel día.
Ardelia Mapp advirtió la fatiga del rostro de su amiga.
—¿Qué has hecho hoy todo el día, muchacha? Ardelia Mapp siempre hacía las
preguntas como si las respuestas no importasen.
—Halagar a un chalado para que se corriese encima de mí.
—Ojalá tuviese tiempo para dedicarme a la vida social. No sé cómo te las
arreglas, y para colmo sin faltar jamás a clase.
Starling descubrió que se estaba riendo’ a carcajadas. Ardelia Mapp se rió
también con ella, pero sólo en proporción a la gracia del trillado chistecito.
Starling no paraba; se oía a sí misma desde lejos, riéndose sin cesar. A través
de las lágrimas de Starling, Mapp parecía inusitadamente vieja y su sonrisa
tenía una sombra de tristeza.
CAPÍTULO 5
Jack Crawford, cincuenta y tres años, está leyendo en un sillón orejudo junto a
una lámpara de pie en el dormitorio de su casa. Tiene ante sí dos camas de
matrimonio, ambas elevadas sobre tacos de madera hasta la altura de una
cama de hospital. Una es la suya; en la otra yace su esposa, Bella. Crawford la
oye respirar por la boca. Hace ya dos días que no puede moverse ni hablar con
él.
Bella deja de respirar un instante. Crawford levanta la vista del libro y mira por
encima de sus medias gafas de lectura. Deja el libro. Ya vuelve a respirar,
primero un leve hálito, luego un aliento normal. Él se levanta para tomarle la
tensión y el pulso. Al cabo de los meses se ha convertido en un experto con el
esfigmomanómetro.
Como no quiere separarse de ella por la noche, ha instalado una cama para él
junto a la de ella. Como alarga el brazo en la oscuridad para tocarla, ha
elevado su cama a la misma altura que la de ella.
A excepción de la altura de las camas y las mínimas obras de instalación
sanitaria imprescindibles para el bienestar de Bella, Crawford ha logrado que—
la habitación no recuerde a la de una enferma. Hay flores, aunque no
demasiadas. No se ve ni un solo medicamento; Crawford vació un armario de
ropa blanca del vestidor y allí colocó las medicinas y aparatos de Bella antes de
traérsela del hospital a casa. (Era la segunda vez que cruzaba con ella en
brazos el umbral de aquella casa y ese pensamiento a punto estuvo de privarle
de todas sus fuerzas.)
Del sur ha llegado un frente cálido. Las ventanas están abiertas y el aire
nocturno de Virginia es fresco y suave. Algunas ranas croan en la oscuridad.
La habitación está impecable, pero en la moqueta empieza a acumularse
pelusa; Crawford no quiere pasar el ruidoso aspirador eléctrico por la
habitación y emplea uno manual que no sirve de gran cosa. Se dirige sin ruido
al armario y enciende la luz. Clavados en la cara interna de la puerta del
armario hay dos blocs de notas. En uno anota el pulso y la tensión arterial de
Bella. Sus cifras y las de la enfermera de día aparecen alternadas en una
columna que prosigue a lo largo de muchas hojas amarillas, muchos días,
muchas noches. En el otro bloc, la enfermera ha especificado y firmado la
medicación de Bella.
Crawford sabe administrar a su mujer cualquier medicación que precise
durante la noche. Siguiendo las instrucciones de una enfermera, aprendió a
poner inyecciones practicando en un limón y luego en sus propios muslos antes
de traerla a casa.
Crawford permanece al lado de Bella por espacio quizá de tres minutos
contemplándole la cara. Un precioso pañuelo de muaré de seda le cubre el
cabello como un turbante. Ella insistió en llevarlo, mientras pudo insistir. Ahora
es él quien insiste. Le hidrata los labios con glicerina y con el pulgar le quita
una mota oscura de un lagrimal. Ella no se mueve.
Todavía no es hora de darle la vuelta.
En el espejo, Crawford se dice a si mismo que él no está enfermo, que no
tendrá que seguirla a la tumba, que él está bien. Y al descubrirse diciéndose
esas cosas se avergüenza.
Acomodado de nuevo en el sillón, no recuerda lo que leía. Palpa los libros que
tiene a su lado para hallar el que todavía esté caliente.
CAPÍTULO 6
El lunes por la mañana, Clarice Starling encontró esta nota de Crawford en su
buzón:
CS:
Proceda con el coche de Raspail. En su tiempo libre. Mi oficina le
proporcionará un número de tarjeta de crédito para llamadas telefónicas
interestatales. Hable conmigo antes de ponerse en contacto con el albacea o
de trasladarse a cualquier sitio. Informe el miércoles a las 16.oo horas.
El director ha visto el informe sobre Lecter con su firma. Buen trabajo. y
SAIC/Sección 8
Starling estaba de bastante buen humor. Sabía que Crawford le había
proporcionado un ratón agotado para que se adiestrase en la caza. Quería que
ella lo hiciera bien. Para Starlíng eso valía mil veces más que cualquier
muestra de cortesía.
Raspail había muerto hacía ocho años. ¿Qué prueba podía haber durado en un
coche tanto tiempo?
Sabía por experiencia familiar que como los automóviles se deprecian con
extraordinaria rapidez, cualquier tribunal de apelación autoriza a los herederos
a vender un coche antes de la liquidación de la testamentaria, siempre y
cuando el beneficio de la venta quede en depósito y se incluya en el conjunto
de los bienes del difunto. Parecía improbable que incluso una herencia tan
compleja y disputada como la de Raspail conservase un coche durante tanto
tiempo. Se enfrentaba a un problema de tiempo. Contando con el rato de la
hora de comer, Starling disponía de una hora y quince minutos libres al día
para emplear el teléfono en horas de oficina. Habiendo de entregar su informe
a Crawford el miércoles por la tarde, disponía para localizar el coche de un total
de tres horas y cuarenta y cinco minutos, distribuidas a lo largo de tres días,
eso utilizando sus períodos de estudio y realizando las tareas escolares por la
noche.
Tenía buenas notas en la asignatura de métodos de investigación y por otra
parte el hecho de tener que asistir a clase le permitiría hacer preguntas sobre
cuestiones de tipo general a sus profesores. Durante el almuerzo del lunes, las
telefonistas de los juzgados de Baltimore le rogaron que esperase unos
instantes y se olvidaron de ella, y eso por tres veces. Durante el período de
estudio, logró comunicar con un amable funcionario del juzgado que localizó el
expediente de la testamentaría de Raspail.
El funcionario confirmó que se había autorizado la venta de un automóvil e
informó a Starling de la marca y número de serie del coche, así como del
nombre de un propietario posterior.
El martes, Starling desperdició la mitad de la hora de comer intentando localizar
dicho nombre. Le costó el resto de ese rato averiguar que la jefatura de tráfico
de Maryland no está equipada para localizar un vehículo por su número de
serie sino solamente por la matrícula o el número de registro.
El martes por la tarde, un aguacero obligó a los alumnos a abandonar el campo
de tiro. En una aula empañada por el vapor de prendas húmedas y sudor, John
Brigham, el ex infante de marina que era el instructor de tiro, decidió probar la
fuerza manual de Starling ante toda la clase, obligándola a efectuar en sesenta
segundos el mayor número de disparos posibles con una Smith & Wesson
modelo 19.
Logró setenta y cuatro con la mano izquierda, sopló para apartar una mecha de
pelo que le caía en los ojos y empezó con la derecha mientras otro alumno
contaba los disparos. Había adoptado la postura Weaver, piernas algo
separadas para un mayor equilibrio, enfoque de visión anterior bien ajustado,
visión posterior y objetivo provisional adecuadamente borrosos. Pasado medio
minuto, dejó vagar la mente para aliviar el dolor muscular. Involuntariamente,
concentró el enfoque de visión en el objetivo de la pared.
Se trataba de un certificado expedido por la Comisión de Comercio Interestatal
a nombre de su instructor, John Brigham.
Torciendo los labios, interrogó con disimulo a Brigham, mientras el otro alumno
iba contando los chasquidos del revólver.
—¿Cómo se localiza la matrícula...
sesentaycincosesentayseissesentaysietesesentayocho...
—... de un coche cuando sólo se tiene el número de serie...
setentayochosetentaynueveochentaochentayuno...
—... y la marca? El número de registro se desconoce.
—...ochentaynuevenoventa. Tiempo.
—Muy bien. Atentos todos. Quiero que tomen nota de esto. La fuerza de la
mano es factor primordial en un tiroteo. Me figuro que algunos caballeros
estarán algo preocupados de que les haga salir a continuación. Su
preocupación está justificada; el resultado de Starling con ambas manos es
muy superior a la media. ¿Y por qué? Porque trabaja. Practica apretando las
bolas de goma a las que todos ustedes tienen acceso. La mayoría de ustedes
no saben apretar nada más duro que sus...
—con la constante cautela que empleaba para vigilar el incontrolable
vocabulario de sus días en la marina, intentó esbozar una educada sonrisa—...
espinillas —dijo por fin—. Y Starling, usted no se confíe; puede hacer más.
Quiero que esa mano izquierda logre noventa disparos antes de que termine el
curso.
Pónganse todos por parejas y a repetir el ejercicio, ahora mismo. Usted no,
Starling, acérquese. ¿Qué otros datos tiene del coche?
—Sólo el número de serie y la marca, nada más. Un propietario anterior, de
hace cinco años.
—Muy bien. Escuche. La equivocación que comete la mayoría de la gente es
tratar de localizar la matrícula saltando de un propietario a otro. Y se hacen un
lío porque generalmente aparecen distintos estados. No se crea, es un error
que comete hasta la policía. Y matrícula y número de registro son los únicos
datos que posee el ordenador. Estamos acostumbrados a usar el número de
registro o la matrícula, pero no el número de serie del vehículo.
Los chasquidos de los revólveres de prácticas con su empuñadura azul
resonaban de tal forma en el aula que Brigham tenía que hablarle al oído.
—Hay un método muy fácil. R. L. Polk S.A., la editorial que publica las guías
comerciales y profesionales de las ciudades, edita asimismo una lista de
matrículas de automóviles clasificados por la marca y número de serie
consecutivo. Es la única manera. Son los que publican los anuncios de venta
de autómoviles de ocasión.
¿Cómo se le ocurrió preguntarme eso a mí?
—He visto su certificado de la C C 1 y he supuesto que habría localizado un
montón de vehículos. Gracias.
—Nada de eso. Me lo voy a cobrar. Trabaje esa mano izquierda hasta el nivel a
que debe llegar y abochornemos a esos blandengues.
Instalada de nuevo en la cabina telefónica durante el período de estudio, a
Clarice le temblaban de tal modo las manos que las notas apenas si resultaban
legibles. El coche de Raspail era un Ford. Había un taller Ford no lejos de la
Universidad de Virginia que durante años había tenido la paciencia de reparar
en lo posible el viejo Pinto de Clarice. Ahora, con idéntica paciencia, el
encargado consultó sus listas Polk. Regresó al teléfono con el nombre y
dirección de la última persona que había registrado el coche de Benjamín
Raspail.
Ciaríce está de suerte. Clarire tiene la sartén por el mango. Basta de tonterías y
llama a este hombre a su casa.
Veamos, veamos, Number Nine Ditch, Arkansas. Jack Crawford no me dejará ir
en la vida, pero al menos puedo confirmarie quién se ha llevado el gato al
agua.
No contestaban; probó por segunda vez con idéntico resultado. El teléfono
sonaba lejano y de un modo extraño, con una doble llamada, como si se
tratase de una línea colectiva. Lo intentó de nuevo por la noche y no obtuvo
respuesta.
El miércoles a la hora de comer, un hombre contestó a la llamada de Starling.
—Aquí WPOQ, Radio Carroza.
—Oiga, quisiera hablar con...
—No me interesan los revestimientos de aluminio ni quiero vivir en un parque
de caravanas en Florida. ¿Qué otra cosa puede ofrecerme?
Starling oyó un fuerte deje de las colinas de Arkansas en la voz de aquel
hombre. Pero no estaba para consideraciones lingüísticas; andaba escasa de
tiempo.
—Mire, si pudiera ayudarme le quedaría muy agradecida. Estoy intentando
localizar al señor Lomax Bardwell.
Me llamo Clarice Starling.
—Es una tal Starling no sé cuántos —gritó el hombre dirigiéndose a todo su
entorno doméstico—. ¿Qué quiere usted de Bardwell?
—Pertenezco a la oficina regional centro—sur de la sección de devoluciones de
Ford. Le ha correspondido una revisión de garantía de su L T D gratuita, a
cargo de la empresa.
—Está usted hablando con Bardwell. Por la hora de llamar pensaba que quería
venderme alguna cosa. Es tarde para cualquier reparación. Me hace falta un
coche nuevo. Yo y mi señora estábamos en Little Rock, saliendo del South1and
Mall, ¿sabe?
—Sí, señor.
—Miro hacia atrás y veo que el motor empieza a perder aceite. Había aceite en
toda la calzada. En eso aparece un camión Orkin, ¿sabe de esos que llevan
una hormigonera encima? Pues se metió en el aceite y patinó.
—¡Virgen santísima!
—Chocó contra la plataforma de un fotomatón haciendo añicos el vidrio de la
cabina. El tío del fotomatón salió dando tumbos y de lo más atontado. Tuve que
apartarle de la calle.
—No me diga. ¿Y qué le ocurrió?
—¿Qué le ocurrió a quién?
—Al coche.
—Le dije a Buddy Sipper, el dueño del taller de desgüace, que se lo daba por
cincuenta dólares si se encargaba de recogerlo. Supongo que lo habrá
desmontado.
—¿Podría darme el número de teléfono de ese taller, señor Bardwell?
—¿Para qué quiere hablar con Sipper? Si a alguien le toca cobrar algo, ese
alguien soy yo.
—Indudablemente, señor Bardwell. Pero mire, yo hasta las cinco de la tarde
hago lo que me dicen, y lo que me han dicho es que encuentre ese coche.
¿Puede darme ese teléfono, por favor?
—Ahora no tengo la agenda a mano. No sé dónde la habrán metido. Ya sabe
usted lo que son los nietos. De todos modos, pregunte en información. El
nombre del taller es Sipper Salvage.
—Muy agradecida, señor Bardwell. El taller confirmó que el coche había sido
desguazado y prensado para ser vendido como chatarra. El encargado buscó
en los archivos el número de serie del vehículo y se lo llevó a Starling.
Mierda, mierda, pensó Starling, no sin emplear mentalmente un cierto deje de
Arkansas. Callejón sin salida.
Menuda tarjeta de san Valentín.
Starling apoyó la cabeza en la fría caja de monedas de la cabina telefónica.
Ardelia Mapp, con los libros en la cadera, llamó a la puerta de la cabina y le dio
una naranjada.
—Gracias, Ardelia. Todavía tengo que hacer una llamada más. Si me da
tiempo, iré a encontrarme contigo en la cafetería, ¿de acuerdo?
—Tenía la esperanza de que abandonases ese horrendo acento —replicó
Mapp—. Estudiar ayuda, ¿sabes? Yo ya no uso la pintoresca jerigonza de mi
pueblo. Como vayas por ahí pronunciando de ese modo y comiéndote las
palabras, la gente va a decir que masticas con el culo, muchacha.
Mapp cerró la puerta de la cabina. Starling decidió que había que intentar
sacarle más información a Lecter.
Pensó que si concertaba otra entrevista con él, seguramente Jack Crawford la
autorizaría a volver al psiquiátrico. Marcó, pues, el número del doctor Chilton
pero no pasó de su secretaria.
—El doctor Chilton se encuentra en estos momentos con el forense y el adjunto
del fiscal del distrito —contestó la joven—. Ya ha hablado con su superior y no
tiene nada que decirle a usted. Buenas tardes.
CAPÍTULO 7
—Su amigo Miggs ha muerto —anunció Crawford—. ¿Me informó usted de
todo, Starling?
El rostro cansado de Crawford se mostraba tan sensible a cualquier indicio
como la golilla encrespada de un búho, e igualmente exento de piedad.
—¿Cómo? —Se sentía aturdida y había de dominar esa sensación.
—Se engulló la lengua poco antes del amanecer. Chilton opina que fue Lecter
quien lo indujo a suicidarse. El enfermero de noche oyó a Lecter hablando en
voz baja con Miggs. Lecter sabía muchas cosas de Miggs.
Estuvo hablándole un rato, pero el enfermero no logró oír lo que Lecter decía.
Luego Miggs estuvo llorando un rato y de pronto se calló. ¿Me lo ha dicho
usted todo, Starling?
—Sí, señor. Entre el informe y mis notas, está todo, casi al pie de la letra.
—Chilton me telefoneó para quejarse de usted...
—Crawford aguardó y pareció complacido al ver que ella no preguntaba el
porqué—. Le dije que su conducta me parecía satisfactoria. Chilton está
intentando impedir que se lleve a cabo una investigación de derechos civiles.
—¿Es necesario que la haya?
—Claro; si la familia de Miggs la solicita, sí. La Secretaría de Derechos Civiles
tendrá que realizar más o menos unas ocho mil investigaciones este año.
Seguro que están encantados de añadir la de Miggs a esa lista.
—Crawford la observó con atención—. ¿Se encuentra bien?
—Estoy desorientada. No sé cómo reaccionar.
—No tiene que reaccionar de ninguna manera. Lecter lo hizo por pura
diversión. Sabe que no pueden hacerle nada, de modo que adelante, a
entretenerse un rato. Lo único que puede ocurrirle es que Chilton lo deje sin
libros y sin retrete y durante una temporada se quede sin postre.
—Crawford cruzó las manos sobre el estómago y se entregó a la tarea de
comparar sus dos pulgares—. Lecter le preguntó por mí, ¿verdad?
—Me preguntó si tenía mucho trabajo. Le dije que sí.
—¿Nada más? ¿No omitió usted nada personal para impedir que yo lo viera?
—No. Dijo que era usted un estoico, pero lo puse.
—Cierto. ¿Nada más?
—No. Le aseguro que no omití nada. No estará imaginando que me dediqué a
cotillear a cambio de que accediera a hablar conmigo, ¿verdad?
—No.
—Mire, no sé nada de su vida personal, señor Crawford, pero aunque supiera
algo, no hablaría de ello. De todos modos, si tiene dudas al respecto, prefiero
que lo aclaremos ahora mismo.
—No tengo la menor duda. Pasemos al punto siguiente.
—Ha dicho que pensaba que había algo que...
—El siguiente punto, Starling.
—La pista de Lecter referente al coche de Raspail no nos lleva a ningún sitio.
El coche fue prensado hace cuatro meses en Number Nine Ditch, Arkansas,
para ser vendido como chatarra. Si pudiese volver a hablar con Lecter, es
posible que me dijera algo más.
—¿Ha agotado la— pista?
—Sí.
—¿Por qué supone que el coche que acostumbraba a usar Raspail era el único
que poseía?
—Es el único registro, su dueño era soltero y supuse...
—¡Ajajái Un momento.
—El dedo índice de Crawfórd señaló hacia un axioma invisible que, suspendido
en el aire, los separaba a ambos—. Supuso. Usted supuso, Starling. Mire.
—Crawford tomó un bloc de notas y escribió suponer. Eran varios los
profesores que empleaban este juego de palabras inventado por Crawford,
pero Starling no dio a entender que ya lo conocía.
Crawford empezó a garabatear.
—En una investigación, suponer= presumir; presumir = hacer el mamarracho;
ergo, suponer = hacer el mamarracho.
—Se apoyó satisfecho en el respaldo—. Raspail coleccionaba coches, ¿lo
sabía?
—No. ¿Todavía están en poder de la testamentaría?
—Lo ignoro. ¿Se siente usted capaz de averiguarlo?
—Sí.
—¿Por dónde empezaría?
—Por el albacea.
—Era un abogado de Baltimore, un chino, creo recordar —dijo Crawford.
—Everett Yow —declaró Starling—. Sale en la guía telefónica de Baltimore.
—¿Se le ha ocurrido que para indagar el paradero del coche va a hacerle falta
un pequeño detalle denominado mandato judicial?
A veces, a Starling el tono de Crawford le hacía pensar en la oruga sabelotodo
de Lewis Carroll. Sin embargo, no se atrevió a devolverle la pelota con la
misma fuerza.
—Dado que Raspafl ha muerto y sobre su persona no pesa ninguna sospecha,
si su albacea nos autoriza a investigar el paradero del coche, la indagación es
válida y sus frutos se convierten en pruebas de convicción admisibles en otras
cuestiones de derecho —recitó.
—Exactamente —corroboró Crawford—. Haremos una cosa: advertiré a la
jefatura de Baltimore de su llegada. Irá usted el sábado, Starling, durante su
tiempo libre. Vaya a palpar el fruto, si es que hay alguno.
Con un pequeño esfuerzo, Crawford procuró y consiguió no mirar a Clarice
cuando ésta se iba. Se inclinó hacia la papelera y ahorquillando los dedos
cogió una arrugada cuartilla de un grueso papel de carta malva. La depositó
encima de su mesa y la alisó. Hacía referencia a su mujer y en una elegante
caligrafía decía:
«Oh escuelas pendencieras que indagáis qué fuego incendiará este mundo,
¿no tuvisteis ninguna la cordura de aspirar a la innegable certeza de que
pudiera serlo esta fiebre que la consume? Siento mucho lo de Bella, Jack».
Aníbal Lecter
CAPÍTULO 8
Everett Yow iba sentado al volante de un Buick negro que llevaba un adhesivo
de la Universidad De Paul en el cristal trasero. Su peso, según advirtió Clarice
Starling mientras le seguía hacia las afueras de Baltimore bajo la lluvia,
imprimía al vehículo una ligera inclinación hacia la izquierda. Era casi de noche;
el día que Starling había dedicado a la investigación tocaba a su fin y no
disponía de otro. De modo que trató de aliviar su impaciencia golpeando el
volante al ritmo del limpiaparabrisas, mientras el tráfico reptaba por la Nacional
301.
Yow era inteligente, obeso y tenía problemas respiratorios. Starling calculó que
tendría alrededor de sesenta años. Hasta el momento se había mostrado
complaciente. El día desperdiciado no era culpa suya; de regreso a última hora
de la tarde de un viaje de negocios que le había retenido en Chicago toda la
semana, el abogado de Baltimore había ido directamente desde el aeropuerto a
su despacho para recibir a Starling.
El Packard antiguo de Raspail, le explicó Yow, se hallaba guardado en un
almacén desde bastante tiempo antes de producirse la muerte de su
propietario. El coche nunca había tenido permiso de circulación y por lo tanto
no se usaba. Yow lo había visto en una ocasión, enfundado en el mencionado
almacén; fue cuando tuvo que confirmar la existencia del automóvil para
incluirlo en el inventario de la herencia, que confeccionó poco después del
asesinato de su cliente. Si la agente Starling, puntualizó, accedía a «revelar de
inmediato y con franqueza» cualquier descubrimiento que pudiese resultar
perjudicial para los intereses de su difunto cliente, no tenía inconveniente en
mostrarle el automóvil. En tal caso se podría prescindir del mandato judicial y
evitar así el engorro del consabido papeleo.
Starling disfrutaba por un día del uso de un Plymouth del parque del FBI,
dotado de teléfono directo con la central, y disponía asimismo de una nueva
tarjeta de identificación expedida por Crawford. Decía simplemente
INVESTIGADORA FEDERAL, y caducaba, lo advirtió de inmediato, al cabo de
una semana.
El destino al que se dirigían era Mudanzas y Guardamuebles Desunión, situado
a unos seis o siete kilómetros de la ciudad. Mientras avanzaba reptando con el
tráfico, Starling usó el teléfono a fin de recabar la mayor información posible
acerca de la empresa a cuyos almacenes se dirigían. Para cuando divisó el
elevado rótulo naranja — G U A R D A M U E B L E S DESUNIóN — LAS
LLAVES LAS GUARDA USTE D—, había averiguado unos cuantos datos de
interés.
Desunión poseía una licencia de fletes y transportes de la Comisión de
Comercio Interestatal expedida a nombre de Bernard Gary. Tres años antes, un
tribunal federal había estado a punto de condenar a Gary por transporte
interestatal de objetos robados y la licencia se hallaba pendiente de revisión.
Al llegar al rótulo, Yow giró y mostró sus llaves a un joven de uniforme y cara
cuajada de granos que vigilaba la entrada. El vigilante anotó ambas matrículas,
abrió la verja y con gesto de impaciencia, como si tuviese cosas más
importantes que hacer, les indicó que pasasen.
Desunión es un lugar desolado y barrido por el viento. Al igual que el vuelo de
los domingos desde La Guardia a Juárez, el vuelo de los divorcios, se trata de
una industria de servicios destinada al insensato movimiento browniano que
afecta a nuestra población; la mayor parte de su cifra de negocios procede del
almacenamiento de la división de pertenencias que provoca el divorcio. Sus
dependencias están llenas de tresillos, juegos de desayuno, colchones
manchados, juguetes y fotografías de lo que no funcionó. La opinión de la
policía del condado de Baltimore es que esos depósitos ocultan también
sustanciosas retribuciones procedentes de los tribunales que entienden los
casos de quiebra fraudulenta.
Su aspecto recuerda el de unas instalaciones militares: más de una hectárea
de edificaciones apaisadas, divididas, mediante tabiques a prueba de
incendios, en almacenes del tamaño de un garaje individual holgado, cada uno
de ellos cerrado con una cortina de hierro enrollable. El alquiler es razonable y
hay enseres que llevan allí varios años. Los sistemas de seguridad son
eficaces. Todo el recinto está rodeado por una doble valla de gran altura
patrullada por perros que la vigilan las veinticuatro horas del día.
Un montón de hojas secas mezcladas con vasos de papel y otras basuras
aparecían arremolinadas ante la puerta del almacén de Raspail, el número 3 1.
Dos recios candados aseguraban la puerta por ambos lados. La aldaba del de
la izquierda ostentaba un lacre. Everett Yow se inclinó con pesadez sobre el
sello. Starling sostenía el paraguas y una linterna. Oscurecía.
—Por lo visto no se ha abierto desde que estuve aquí la última vez, hace cinco
años —comentó el abogado—. Fíjese, éste es el último sello notarial que hice
poner. La verdad es que entonces no tenía ni idea de que los parientes se
pelearían con tanto encono y alargarían la testamentaría tantos años.
Yow sostuvo el paraguas y la linterna mientras Starling tomaba una fotografía
del candado y del sello.
—El señor Raspail tenía en la ciudad un pequeño estudio, en el cual vivía y que
utilizaba asimismo como despacho, que clausuré para evitar el pago del
alquiler —añadió—. Los muebles los traje aquí y los deposité junto al coche y
otras pertenencias que el señor Raspail guardaba en este almacén. Trajimos
un piano vertical, libros, música y una cama, creo.
Yow probó una llave.
—Es posible que las cerraduras estén heladas. Ésta al menos va muy dura.
—Le costaba mucho esfuerzo inclinarse y respirar al mismo tiempo. Cuando
trató de agacharse, las rodillas le crujieron.
Starling se alegró de ver que los candados eran de la marca Arnerican
Standards, modelo grande cromado. Parecían inexpugnables pero sabía que
con un tornillo de metal y un martillo de orejas se hacían saltar fácilmente los
cilindros de latón; su padre, cuando era niña, le había enseñado cómo operan
los ladrones. El problema sería encontrar el martillo y el tornillo; echó de menos
los trastos que acumulaba en el maletero de su Pinto.
Rebuscó en el bolso hasta encontrar el aerosol descongelante que usaba para
las cerraduras del Pinto.
—¿No quiere descansar un momento en el coche, señor Yow? Métase, no
vaya a coger frío; entretanto probaré yo. Llévese el paraguas; no me hace falta,
ahora sólo llovizna.
Starling acercó el Plymouth del F B 1 a la puerta a fin de alumbrarse con los
faros del vehículo. Extrajo del motor la varilla para medir el nivel de aceite,
engrasó las cerraduras de los candados y a continuación las vaporizó con el
anticongelante para fluidificar el lubricante. Desde el interior del coche, el señor
Yow sonrió asintiendo con complacidos gestos de cabeza. Starling estaba
encantada de que Yow fuese un hombre inteligente; podría realizar su tarea sin
enemistarse con él.
Se había hecho de noche. A la luz de los potentes faros del Plymouth, Clarice
se sentía desprotegida y la correa del ventilador —el motor funcionaba en
vacío— le chirriaba en los oídos. Mientras el motor estuviese en marcha, mejor
cerrar con llave las portezuelas del coche. El señor Yow parecía inofensivo,
pero no quería correr el riesgo de acabar aplastada contra la puerta.
El candado saltó como una rana y le quedó en la mano abierto, pesado,
grasiento. El segundo, al llevar engrasado más rato, costó menos.
La puerta se negaba a subir. Starling tiró del asidero con todas sus fuerzas,
hasta que sus ojos aparecieron unas brillantes lucecitas que bailoteaban
frenéticas. Yow salió a ayudarla, pero entre lo pequeño e insuficiente que era el
asidero y la dificul— tad que le causaba la hernia, de poco valió su ayuda.
—Podríamos volver la semana que viene con mi hijo o con algún operario —
sugirió Yow—. Quisiera ir a casa cuanto antes.
Starling tenía serias dudas de que le permitiesen volver a ese lugar; a Crawford
le sería mucho más fácil coger el teléfono y poner el asunto en manos de la
delegación del F B I en Baltimore, —No se preocupe, señor Yow. Me daré
prisa. ¿Tiene un gato en el coche?
Starling introdujo el gato debajo del asidero de la puerta y se montó con todo su
peso encima de la llave que hacía las veces de manubrio. La puerta emitió un
crujido portentoso y subió un par de centímetros, curvándose en el centro hacia
el exterior. Subió luego un poco más, y otro poco más, hasta que Clarice pudo
introducir la rueda de recambio en la ranura a fin de sujetarla mientras
trasladaba los dos gatos, el del señor Yow y el de su coche, a ambos lados de
la puerta, junto a los raíles por los que se deslizaba la cortina.
Alternando con ambos gatos, consiguió que la puerta subiese unos cuarenta y
cinco centímetros, punto en el que quedó trabada sin que gatos ni fuerza
alguna lograsen que subiera ni un centímetro más.
El señor Yow se acercó a Clarice y miró con ella por debajo de la puerta, Su
obesidad sólo le permitía inclinarse unos segundos.
—Huele como si hubiese ratones —comentó—. Me aseguraron que empleaban
raticida. Creo que hasta está especificado en el contrato. Aquí prácticamente
ignoramos lo que son los ratones, eso es lo que me dijeron, textualmente. Pero
los oigo perfectamente, ¿usted no?
—Sí, yo también —contestó Starling. Con ayuda de la linterna vio una serie de
cajas de cartón y un gran neumático de banda blanca asomando bajo el borde
de una cubierta de tela. El neumático estaba pinchado.
Hizo retroceder al Plymouth hasta que los faros iluminaron la abertura de la
puerta y cogió una de las alfombrillas de goma del vehículo.
—¿Va a entrar ahí dentro, agente Starling?
—He de echar un vistazo, señor Yow. El abogado sacó un pañuelo de bolsillo.
—¿Me permite que le sugiera que se ate las perneras del pantalón a los
tobillos? Se lo digo para evitar la intrusión de roedores.
—Gracias, señor Yow. Es una excelente idea. Señor Yow, si se baja la puerta,
ja, ja, ja, o sucede cualquier otra cosa, ¿tendría usted la bondad de llamar a
este número? Es nuestra delegación de Baltimore. Saben que estoy aquí con
usted y si no tienen noticias mías dentro de un rato, se alarmarían, ¿me
explico?
—Ciertamente, con absoluta claridad.
—Le entregó la llave del Packard.
Después de atarse las perneras del pantalón a los tobillos con el pañuelo del
señor Yow y el suyo, Starling colocó sobre el suelo mojado la alfombrilla de
goma, justo delante de la puerta, y se tumbó boca arriba; llevaba en la mano
unas bolsas de plástico destinadas a recoger pruebas, que al mismo tiempo
protegían el objetivo de su cámara fotográfica. Una tenue llovizna le caía en la
cara y el olor a moho y a ratones era insoportable. Y en aquel momento a
Starling se le ocurrió, para colmo del absurdo, una frase en latín.
El primer día de curso, en la clase de medicina forense, el profesor había
escrito en la pizarra la famosa máxima del médico romano: Primum non
nocere. Lo primero no perjudicar.
Seguro que no pronunció estas palabras en un garaje húmedo e infestado de
malditos ratones.
Y de pronto, la voz de su padre, dirigiéndose a ella con la mano apoyada en el
hombro de su hermano: «Si no sabes jugar sin dar chillidos, Clarice, te
quedarás toda la tarde en casa sin salir».
Starling se abrochó el botón del cuello de la blusa, encogió los hombros y se
deslizó por debajo de la puerta.
Se hallaba debajo del maletero del Packard, que estaba aparcado a la
izquierda del almacén, casi rozando la pared. A la derecha, numerosas cajas
de cartón apiladas hasta gran altura ocupaban el espacio que quedaba junto al
coche. Tendida boca arriba, Starling avanzó como pudo hasta el estrecho
hueco que separaba al coche de las cajas. Enfocó la linterna hacia arriba,
iluminando la muralla de cartón. Una multitud de arañas había salvado la
angosta abertura con sus telas.
Redondas la mayoría, las telas aparecían moteadas de diminutos cadáveres
resecos.
Bueno, la única peligrosa es la araña parda reclusa, pero ésa sólo teje en los
rincones, se düo Starling. Las otras, todo lo más que producen son ronchas.
junto al guardabarros trasero había espacio para ponerse de pie. Serpenteó
hasta lograr salir de debajo del coche; la cara le quedó a muy poca distancia
del neumático adornado con una ancha banda blanca. Ésta aparecía punteada
por una franja de moho reseco. Leía perfectamente las palabras grabadas en el
caucho:
GOODYEAR DOUBLE EAGLE. Procurando no golpearse la cabeza y
protegiéndose la cara con la mano para desgarrar las telarañas, se puso de pie
en el angosto hueco. ¿Sería ésa la sensación que producía llevar velo?
La voz de Yow en el exterior.
—¿Está bien, señorita Starling?
—Muy bien —repuso. Al sonido de su voz se produjeron ciertos escurrimientos
y dentro del piano hubo algo que correteó por encima de las notas más agudas.
Desde el exterior, los faros del coche le iluminaban las piernas hasta las
pantorrillas.
—Veo que ha encontrado el piano, agente Starling —gritó el señor Yow.
—Esto no lo he hecho yo.
—Oh. El Packard era un automóvil grande, alto y de alargada carrocería. Un
sedán de 1938, según el inventario de Yow. Estaba cubierto con una alfombra,
colocada con la lana hacia abajo. La recorrió con la linterna.
—¿Cubrió usted el coche con esta alfombra, señor Yow?
—Lo encontré tal cual y no lo destapé —contestó Yow por debajo de la
puerta—. No soporto una alfombra polvorienta. Raspail lo dejó así. Yo
simplemente comprobé que el vehículo estuviese aquí. Los operarios de la
mudanza colocaron el piano contra la pared, lo taparon, amontonaron más
cajas junto al coche y se marcharon. Me cobraban por horas. Las cajas
contienen casi todas partituras y libros.
La alfombra era gruesa y pesada y cuando Clarice tiró de ella una nube de
polvo se arremolinó en el haz de luz de la linterna. Clarice estornudó dos
veces. Poniéndose de puntillas, logró doblar la alfombra hasta la mitad del
techo del alto y vetusto vehículo. Las cortinillas de las ventanas traseras del
coche estaban echadas. La manecilla de la puerta estaba cubierta de polvo.
Tuvo que inclinarse hacia delante sobre unas cajas para alcanzarla. Tocando
sólo el extremo de la manecilla, intentó empujarla hacia abajo. Cerrada con
llave. La puerta trasera carecía de cerradura. Tendría que trasladar bastantes
cajas para llegar hasta la puerta delantera, y había poquísimo espacio donde
ponerlas. Entre la cortinilla y el panel donde encajaba el cristal trasero divisó un
hueco.
Starling se inclinó sobre unas cajas, acercó la cara al cristal y enfocó la linterna
por el resquicio. No vio más que su propio reflejo hasta que ahuecó la mano
para cubrir la luz. Un rayo de luz, difusa a causa del polvo acumulado en el
cristal, recorrió el asiento. En él había un álbum abierto. La pobreza de la luz
palidecía los colores, pero Clarice vio varias tarjetas de san Valentín
engomadas en las páginas. Viejas tarjetas de san Valentín bordeadas de
puntillas y recubiertas de pelusa.
—Muchas gracias, doctor Lecter. Al pronunciar estas palabras, su aliento
levantó el polvo de la ventanilla y empañó el cristal. Como no quería limpiarlo
frotándolo, tuvo que esperar a que se desempañase. La luz siguió avanzando y
reveló una manta de viaje, que yacía arrugada en el suelo del coche, y después
el polvoriento centelleo de un par de zapatos de cuero negro, de etiqueta, de
caballero. Encima de los zapatos, calcetines negros y encima de los calcetines
unos pantalones de esmoquin que enfundaban unas piernas.
Nadiehaabiertoesapuertadesdeharecincoaños... Tranquila muchacha, tranquila,
no te pongas nerviosa.
—¿Señor Yow? Oiga, señor Yow.
—Sí, dígame, agente Starling.
—Señor Yow, parece que dentro de este coche hay alguien sentado.
—¡Dios mío! ¿No será mejor que salga, señorita Starling?
—Todavía no, señor Yow. Lo único que le pido es que tenga la bondad de
esperar un momento, por favor.
Ahora lo importante es pensar. Ahora pensar es más importante que todas las
chorradas que le cuentes a la almohada durante el resto de tu vida. Tranquilay
a hacer las cosas como Dios manda. Primero, no hay que destruir ninguna
prueba.
Segundo, necesito ayuda. Pero lo que no quiero hacer es gritar que viene el
lobo. Si organizo un alboroto en la delegación de Baltimore y hago venir a la
policía sin motivo, la he cagado. Veo una cosa que parecen piernas. El señor
Yow no me hubiese traído aquí si hubiese sabido que en el coche había un
fiambre.
Sonrió. «Fiambre» era una bravata. Nadie ha estado aquí desde la última visita
del señor Yow. Perfecto. Eso significa que las cajas se despositaron después
de lo que hay dentro del coche. Lo cual significa que puedo mover las cajas sin
destruir ninguna prueba de importancia.
—Señor Yow...
—Sí. ¿Hemos de llamar a la policía o es usted capaz de resolverlo sola, agente
Starling?
—Esto tengo que averiguarlo. Tenga la bondad de esperar un momento, por
favor.
El problema de trasladar las cajas era tan enloquecedor como ordenar el cubo
de Rubik. Intentó trabajar sujetando la linterna bajo el brazo, se le cayó dos
veces y finalmente la colocó encima del coche. La única solución era poner las
cajas detrás y meter debajo del coche las que contenían libros, que eran más
pequeñas.
Una grapa o una astilla le aguijoneó la yema de un pulgar.
Ahora, por la polvorienta ventanilla del pasajero de delante, ya podía ver el
compartimento del chófer. Entre el enorme volante y el cambio de marchas
había una telaraña. La mampara que separaba el compartimento delantero del
de detrás estaba cerrada.
Lamentó no haber pensado en engrasar la llave del Packard antes de entrar en
el almacén, pero cuando la introdujo en la cerradura, funcionó.
El hueco era tan angosto que la portezuela no se abrió más de un tercio. Al
abrirse, chocó contra las cajas con un apagado estruendo que hizo huir a los
ratones y arrancó nuevas notas al piano. Del coche salió un viciado olor a
podredumbre y producto químico que trasladó la memoria de Clarice a un lugar
que no fue capaz de identificar.
Se inclinó hacia el interior del coche, corrió la mampara que separaba el
compartimento del chófer y enfocó la linterna a los asientos traseros. Una
camisa de etiqueta con botonadura de brillantes fue lo primero que encontró la
luz, que subió rápidamente desde la pechera hasta la cara, no había cara, y
bajó de nuevo, arrancando destellos a los botones y deslizándose por unas
solapas de raso, hasta la cintura de unos pantalones cuya bragueta estaba
abierta; a continuación subió otra vez hallando una corbata de lazo,
primorosamente anudada, y el cuello de la camisa, del cual emergía el muñón
blanquecino del cuello de un maniquí. Pero encima del cuello había otra cosa
que reflejaba muy poca luz.
Algo de tela; en el lugar correspondiente a la cabeza, una caperuza negra, de
gran tamaño, como si cubriese la jaula de un loro. Terciopelo, pensó Starling.
Descansaba en un anaquel de madera chapada que sobresalía de la repisa de
los paquetes prolongándose por encima del cuello del maniquí.
Starling tomó varias fotografías desde el asiento delantero, accionando el flash
y cerrando los ojos para protegerse del brillo cegador del destello. Salió luego
del coche. De pie en la oscuridad, empapada y cubierta de telarañas, reflexionó
sobre lo que debía hacer.
Lo que no iba a hacer era llamar al agente especial que estaba al mando de la
delegación de Baltimore para que contemplase un maniquí con la bragueta
abierta y un álbum de tarjetas de san Valentín.
Una vez que hubo decidido entrar en la parte trasera para quitar la caperuza de
aquella cosa, no quiso demorarse ni pensar demasiado en ello. Alargando el
brazo por la mampara del chófer, levantó el seguro de la puerta trasera y movió
algunas cajas para poder abrirla. Todas esas operaciones le llevaron lo que le
pareció mucho tiempo. Cuando abrió la puerta, el olor del compartimento
trasero del coche se hizo mucho más intenso. Se inclinó hacia dentro, levantó
con cuidado el álbum cogiéndolo por las esquinas, lo introdujo en una bolsa de
plástico que había dejado en el techo del coche y abrió otra bolsa de plástico
que dispuso sobre el asiento.
Los muelles del automóvil gimieron cuando Clarice subió al coche, y la figura
se tambaleó un poco cuando ella se sentó a su lado. La mano derecha,
enfundada en un guante blanco, resbaló del muslo y quedó apoyada en el
asiento. Clarice tocó el guante con el dedo. La mano que había dentro era
dura. Con cierta cautela arrugó el guante hacia abajo, dejando al descubierto la
muñeca.
La muñeca era de un material sintético blanco. Dentro de los pantalones había
un bulto que por un instante le recordó tontamente ciertos episodios ocurridos
durante la época del instituto.
De debajo del asiento llegaba el apagado sonido de unos tenues arañazos.
Delicada como una caricia, la mano de Clarice palpaba la caperuza. El tejido se
deslizaba con suavidad sobre algo duro y liso. Cuando palpó la bola de la
punta, supo de qué se trataba. Supo que era una vasija de vidrio de laboratorio,
de gran tamaño, de las que se emplean para conservar muestras, v supo
también lo que contenía. Llena de horror pero con muy'pocas dudas, quitó la
caperuza de un tirón.
La cabeza que había en el interior del frasco había sido cercenada limpiamente
justo por debajo del mentón.
Aparecía de frente y tenía los ojos lechosos, quemados por efecto del alcohol
que durante tanto tiempo la había conservado. Tenía la boca abierta y la
lengua, que asomaba ligeramente, de un inequívoco gris. Con el paso de los
años, el alcohol se había evaporado hasta el punto de que la cabeza
descansaba en el fondo de la vasija y la coronilla emergía de la superficie del
líquido a través de una capa de putrefacción.
Formando un ángulo improbable con el cuerpo, miraba seria y estúpidamente a
Starling. Pese al juego de luces y sombras que producía la linterna en sus
facciones, aparecía necia, inerte, muerta.
En ese momento, Starling analizó sus sentimientos. Estaba satisfecha. Se
sentía alborozada. Se preguntó si tal reacción no sería vergonzosa. Lo cierto
era que en ese momento, sentada en el interior de un vetusto automóvil con
una cabeza y algunos ratones, podía pensar con claridad y eso la llenaba de
orgullo.
—Bueno, Toto —murmuró—, ya hemos salido de Kansas para nunca más
volver.
—Siempre había querido pronunciar estas palabras en una situación difícil,
pero en cuanto lo hubo hecho le sonaron a falso y se alegró de que nadie la
hubiese oído. A trabajar. Había mucho que hacer.
Se apoyó en el respaldo con cuidado y miró a su alrededor. Éste era el entorno
de alguien, alguien que deliberadamente lo había elegido y creado, alguien
cuya mente estaba a mil años luz del tráfico que serpenteaba por la Nacional
301.
Unas flores secas pendían desmayadas de la pareja de floreros de cristal
tallado que adornaban los montantes del lujoso vehículo. La mesita plegable se
hallaba abierta y cubierta por un tapete de lino. Encima había una botella de
licor, las facetas de cuyo cristal brillaban todavía a través del polvo. Una araña
había tejido su tela entre la botella y el bajo candelabro que aparecía junto a
ella.
Intentó imaginarse a Lecter, o a otra persona, sentado en este lugar con su
actual compañero, tomando una copa y enseñándole las tarjetas de san
Valentín. ¿Y qué más? Actuando con sumo cuidado, procurando mover lo
menos posible al maniquí, lo registró en busca de cualquier dato que permitiese
identificarlo. No había nada. En un bolsillo de la americana encontró los
pedazos de tela que sobraron de poner a la medida el dobladillo de los
pantalones; el traje de etiqueta debía ser nuevo cuando vistieron con él al
maniquí.
Starling palpó el bulto de los pantalones. Demasiado duro, hasta para el
instituto, pensó. Abrió la bragueta con los dedos y enfocó la linterna,
descubriendo un consolador de madera pulida y taraceada. Y de buen tamaño,
chaval. Se preguntó si no sería una depravada.
Con suma precaución dio la vuelta a la vasija y examinó los lados y la nuca de
la cabeza a fin de averiguar si había heridas. Ninguna visible. En el vidrio
aparecía grabado el nombre de una fábrica de material de laboratorio.
Al examinar nuevamente la cara, pensó que había aprendido algo que le
serviría toda la vida. Contemplar deliberadamente esa cara, cuya lengua
cambiaba de color en el punto en que rozaba el vidrio, no era tan horrendo
como soñar con Miggs engulléndose la suya. Pensó que se sentía capaz de
mirar cualquier cosa, siempre y cuando tuviese algo positivo que hacer
respecto de lo que miraba. Starling era joven.
En los diez segundos posteriores a que la unidad móvil de la W P 1 K — T V se
detuviese, Jonetta Johrison se puso los pendientes, empolvó su hermosísima
cara negra y estudió la situación. Sintonizando la frecuencia de la emisora de
radio de la policía del condado de Baltimore, ella y su equipo de telenoticias
habían llegado a Desunión anticipándose a los coches—patrulla.
Lo único que aparecía ante los faros de la furgoneta era Clarice Starling de pie
ante la puerta del garaje, con su linterna, su tarjeta de identificación plastificada
y el pelo empapado, adherido a la cabeza a causa de la llovizna.
Jonetta Johrison se envanecía de ser capaz de detectar a un novato en cuanto
veía una cara. Bajó del vehículo seguida de su equipo y se acercó a Starling.
Los focos se encendieron.
El señor Yow estaba tan hundido en el interior del Buick que por la ventanilla
sólo se divisaba su sombrero.
—Jonetta Johrison, telenoticias de W P 1 K. ¿Ha informado de un homicidio?
Starling no tenía demasiado aspecto de agente de la ley y lo sabía.
—Soy agente federal. Esto es la escena de un crimen. Tengo el deber de
prohibir todo acceso hasta que la jefatura de Baltimore...
El ayudante del cámara había agarrado la parte inferior de la puerta del
almacén e intentaba elevarla.
—¡Quieto! —ordenó Starling—. Estoy hablando con usted, señor. Deje la
puerta. Haga el favor de apartarse de ahí. Hablo en serio. Tenga la bondad de
colaborar.
—Anheló disponer de un uniforme, una insignia, cualquier cosa.
—Déjalo, Harry —dijo la presentadora—. Agente, tenga la seguridad de que
estamos dispuestos a cooperar en todo lo que haga falta. Pero, con franqueza,
este equipo cuesta mucho dinero y sólo quiero saber si merece la pena que
permanezcamos aquí hasta que llegue la policía. ¿Puede decirme si ahí dentro
hay un cadáver? Las cámaras están desconectadas; se lo pregunto en plan
confidencial. Dígamelo y nos quedaremos. Nos portaremos bien, se lo prometo.
¿Qué me dice?
—Yo de usted me quedaría —repuso Starling.
—Gracias. Le estoy muy agradecida —replicó Jonetta Jolinson—, Mire, tengo
cierta información sobre Guardamuebles Desunión que podría serle de utilidad.
¿Le importa encender la linterna para alumbrar el bloc de notas? A ver si lo
encuentro; debe estar por aquí.
—La unidad móvil de WEYE acaba de cruzar la verja, Joney —anunció Harry.
—A ver si lo encuentro. Ah, aquí está, agente. Hace dos años hubo un
escándalo; fue cuando denunciaron a esta empresa por transportar y
almacenar... eran fuegos artificiales, ¿no es cierto? —Jonetta Jolinson miró
nuevamente por encima del hombro de Starling.
Starling se dio la vuelta y descubrió al cámara tumbado boca arriba, con la
cabeza y los hombros metidos ya en el garaje, y al ayudante agachado, listo
para pasarle la minifilmadora por debajo de la puerta.
—¡Eh! —gritó Starling. Se dejó caer de rodillas sobre el mojado pavimento y
agarró al cámara por la camisa—.
Ahí dentro no se puede entrar. Ya se lo he dicho. Ya le he dicho que no se
podía entrar.
Mientras ella pronunciaba estas palabras, los dos hombres no dejaron de
hablarle, con persuasión, amablemente: «No tocaremos nada. Somos
profesionales, se lo aseguro. No hay por qué preocuparse. Al fin y al cabo la
policía nos dejará entrar. Ya lo verá, encanto».
Lo que la indignó fue la repulsiva hipocresía del engaño. Agarró uno de los
gatos que sujetaban la puerta, y accionó el manubrio. Con un estridente
chirrido, la puerta descendió cinco centímetros. Volvió a accionar el manubrio.
La puerta rozaba al cámara en el pecho. Al ver que así y todo el individuo no
salía, Starling sacó el manubrio y con él en la mano se le acercó. Había llegado
un segundo equipo de televisión y a la luz de sus focos Starling golpeó la
puerta con todas sus fuerzas descargando sobre el cámara una lluvia de polvo
y herrumbre.
—Atento a lo que le digo —amenazó—. No me hace caso, ¿verdad? Salga de
ahí. Ahora mismo. De lo contrario lo voy a arrestar por obstaculizar la labor de
la justicia.
—Tranquila —le dijo el ayudante poniéndole la mano encima.
Ella se dio media vuelta. Detrás de los focos se oían preguntas a gritos y
sirenas que llegaban.
—Quítame las manos de encima y lárgate, chorizo. Pisó el tobillo del cámara y
con el manubrio colgándole de la mano se encaró con el ayudante. No levantó
el manubrio. Menos mal. Su aspecto era ya bastante deplorable para aparecer
tal cual en televisión.
CAPÍTULO 9
En la semioscuridad, los olores del pabellón de reclusos violentos parecían
mucho más intensos. Un televisor que funcionaba sin voz en el pasillo proyectó
la sombra de Starling en los barrotes de la reja del doctor Lecter.
Tras de la reja reinaba la oscuridad, pero Clarice no quiso pedir al enfermero
que diese las luces desde la cabina. Ello significaría iluminar toda la sala y
Starling sabía que la policía de Baltimore había obligado a mantener las luces
encendidas por espacio de varias horas, durante el largo interrogatorio a que
había sometido a Lecter. Éste se había negado a hablar y por toda respuesta
había confeccionado una gallina de papel que cuando se accionaba por la cola
bajaba la cabeza y picoteaba. El comisario, furioso, había aplastado la gallina
en el cenicero de la entrada mientras gesticulaba indicándole a Starling que
entrase.
—¿Doctor Lecter? Clarice oía su propia respiración y otra que llegaba desde el
pasillo, pero que no procedía de la celda de Miggs. La celda de Miggs estaba
vacía, inmensamente vacía. Salía de ella un silencio tangible como una
corriente de aire.
Starling sabía que Lecter la observaba desde la oscuridad. Transcurrieron un
par de minutos. Le dolían las piernas y la espalda de la contienda que había
tenido que librar con la puerta del garaje y llevaba la ropa mojada. Sin quitarse
el abrigo, se sentó en el suelo, a considerable distancia de la reja. Con las
piernas encogidas, y recogiéndose el empapado y revuelto cabello, se lo pasó
por encima del cuello del abrigo para que no humedeciese la nuca.
A sus espaldas, en la pantalla del televisor, un predicador agitaba los brazos.
—Doctor Lecter, ambos sabemos la razón de mi presencia. Piensan que
conmigo no se negará a hablar.
Silencio. Al fondo del pasillo alguien se puso a silbar una popular melodía.
Al cabo de cinco minutos, Clarice dijo: —Me produjo una impresión muy rara
entrar allí. Si tenemos ocasión, me gustaría hablar de ello con usted.
Starling tuvo un sobresalto cuando la bandeja salió deslizándose de la celda de
Lecter. En ella había una toalla limpia, doblada. Clarice no había advertido el
menor movimiento del prisionero.
Miró la toalla y con la sensación de estar a punto de desmoronarse la cogió y
se secó el cabello.
—Gracias —dijo.
—¿Por qué no me pregunta algo referente a Buffalo Bill? La voz de Lecter
sonaba próxima y a escasa altura, al nivel de Clarice. También debía estar
sentado en el suelo.
—¿Sabe usted algo de él?
—Si me permitiesen ver el expediente, es posible.
—Yo no llevo ese caso —replicó Starling.
—Tampoco llevará éste, cuando consideren que ya no les sirve usted de nada.
—Lo sé.
—No le sería difícil obtener el expediente de Buffalo Bill. Los informes y las
fotografías. Me gustaría verlo.
Ya me lo figuro.
—Doctor Lecter, usted fue quien empezó todo esto. Tenga la bondad de
hablarme de la persona que apareció en el Packard.
—¿Encontró a una persona entera? Qué extraño. Yo sólo vi una cabeza. ¿De
dónde imagina que salió el resto?
—De acuerdo. ¿De quién era la cabeza?
—¿Qué datos tiene usted?
—De momento sólo han podido llevarse a cabo las investigaciones
preliminares. Varón, de raza blanca, de unos veintisiete años, odontología
europea y americana. ¿Quién era?
—El amante de Raspail. Raspail, el flautista de Hamelín.
—¿Cuáles fueron las circunstancias...? ¿Cómo murió?
—¿Circunloquios, agente Starling?
—No, se lo preguntaré después.
—Déjeme ahorrarle tiempo. Yo no lo hice; lo hizo Raspail. A Raspail le
gustaban los marinos. Éste era un escandinavo llamado Klaus no sé cuántos.
Raspail nunca me dijo el apellido.
La voz del doctor Lecter bajó el nivel. A lo mejor, pensó Starling, se había
tumbado en el suelo.
—Kaus pertenecía a la tripulación de un barco sueco que atracó en San Diego.
Raspail estaba en esa ciudad dando un curso de verano en el conservatorio.
Por aquel joven enloqueció. El sueco vio de qué iba la cosa y decidió quedarse
en tierra. Se compraron una especie de caravana horrorosa y se dedicaron a
hacer de ninfas por el bosque, a corretear desnudos y demás. Raspail dijo que
el joven le había sido infiel y lo estranguló.
—¿Raspail le contó esto?
—Efectivamente. Confiando en el secreto profesional, me habló de ello en las
sesiones de psicoanálisis. En mi opinión, mentía. Raspail siempre embellecía
los hechos.
Le gustaba fingirse peligroso y romántico. El sueco probablemente murió
durante un episodio erótico cualquiera, en una trivial transacción de asfixia.
Raspail era demasiado fofo y carecía de fuerza para estrangularle. ¿Se fijó en
lo cerca de la barbilla que aparecía cercenada la cabeza de Klaus?
Seguramente a fin de eliminar la marca de una ligadura producida por
ahorcamiento.
—Ya.
—Los sueños de felicidad de Raspail se derrumbaron. Metió la cabeza de
Klaus en un saco de bolos y regresó al este.
—¿Qué hizo con el resto del cuerpo?
—Enterrarlo en el monte.
—¿Le enseñó a usted la cabeza del coche?
—Sí, sí; a medida que progresaba el psicoanálisis, adquirió la certeza de que
podía confiarme cualquier cosa. Iba con mucha frecuencia a pasar un rato con
Klaus. Se sentaba a su lado y le enseñaba las tarjetas de san Valentín.
—Y luego el propio Raspail... murió. ¿Por qué?
—Francamente, me harté de sus gimoteos. En realidad, fue lo mejor que podía
ocurrirle. La terapia no estaba dando resultado. Supongo que la mayoría de
psiquiatras tienen uno o dos pacientes de este tipo, cuyo caso quisieran
consultarme. Es la primera vez que hablo de esto y estoy empezando a
aburrirme.
—¿Y la cena que ofreció usted a los altos cargos de la orquesta?
—¿No le ha ocurrido nunca tener invitados y no tener tiempo de ir a la compra?
No queda más remedio que arreglarse con lo que hay en la nevera, Claríre.
¿Me permite que la llame por su nombre?
—Sí. Creo que yo voy a llamarle...
—Doctor Lecter; para su edad y posición, es lo más apropiado —replicó él
interrumpiéndola.
—¿Qué sintió cuando entró en el garaje?
—Aprensión.
—¿De qué?
—Ratones e insectos.
—¿Utiliza o toma usted alguna cosa cuando quiere darse ánimo? —preguntó el
doctor Lecter.
—No conozco ninguna cosa de ésas que funcione. A mí lo único que me da
resultado es anhelar intensamente el objetivo que persigo.
—¿Le acuden entonces a la mente recuerdos o situaciones, bien sea de forma
voluntaria o involuntaria?
—Es posible. No he pensado nunca en ello.
—Recuerdos de la infancia.
—Tendré que fijarme.
—¿Qué experimentó cuando se enteró de lo de mi ex vecino Miggs? No me ha
preguntado nada.
—Estaba llegando a ello.
—¿Experimentó alegría, cuando se enteró?
—No.
—¿Experimentó tristeza?
—No. ¿Le convenció usted de que lo hiciera? El doctor Lecter se rió en voz
baja.
—¿Está usted preguntándome, agente Starling, si instigué al señor Miggs a
suicidarse? No sea boba. Aunque el hecho de que se tragase esa lengua
descarada y ofensiva posee una agradable simetría, ¿no le parece?
—No.
—Agente Starling, eso es mentira. La primera que me dice. Pesarosa ocasión,
diría Truman.
—¿El presidente Truman?
—No tiene importancia. ¿Por qué cree que la ayudé?
—Lo ignoro.
—Jack Crawford se siente atraído por usted, ¿verdad?
—No lo sé.
—Esa respuesta probablemente es falsa. ¿Le gustaría agradarle? Dígame,
¿siente el impulso de seducirle y eso la preocupa? ¿Recela usted de un
impulso de seducirle?
—A todo el mundo le gusta agradar, doctor Lecter.
—A todo el mundo no. ¿Cree que Jack Crawford la desea sexualmente?
Supongo que actualmente se siente muy frustrado. ¿Cree usted que Crawford
fantasea imaginando... obscenidades, situaciones.... en una palabra que folla
con usted?
—No es tema que espolee mi curiosidad, doctor Lecter, y es el tipo de cosa
que preguntaría Miggs.
—Ya no puede.
—¿Le sugirió usted que se tragase la lengua?
—Su sintaxis es perfecta, Clarice. Unida al acento que emplea huele a recurso
de seducción. Está claro que a Crawford le gusta usted y la considera
competente. No le habrá pasado a usted por alto la curiosa conjunción de
acontecimientos que han confluido en su persona: ha recibido la ayuda de
Crawford y la mía. Dice usted que no sabe por qué la ayuda Crawford; ¿sabe
por qué lo he hecho yo?
—No, dígamelo.
—¿Cree que es porque me agrada mirarla y pensar que me gustaría
devorarla? ¿Cree que me entretengo imaginando el sabor que tendría su
carne?
—¿Es por eso?
—No. Es porque quiero algo que Crawford puede darme y deseo tener una
baza para negociar con él. Pero él se niega a venir a verme. No quiere pedirme
ayuda para resolver el caso de Buffalo Bill, a pesar de saber que ello significa
que mueran varias mujeres más.
—Eso no puedo creerlo, doctor Lecter.
—Lo que deseo es una cosa muy simple que él podría fácilmente conseguir.
—Lecter subió lentamente el reóstato de la luz de la celda. Faltaban los libros y
los dibujos. La tapa del retrete había desaparecido. Chilton había despojado la
celda para castigarle por lo de Miggs—. Llevo en esta celda ocho años, Clarice.
Sé que jamás me dejarán salir vivo de aquí. Lo que quiero es una ventana con
vistas. Una ventana que me permita ver un árbol o incluso agua.
—¿Su abogado no ha solicitado...?
—Ese televisor que ve en el pasillo, permanentemente conectado a un canal
religioso, lo ha hecho instalar Chilton. En cuanto usted se vaya, el enfermero lo
pondrá a todo volumen, cosa que mi abogado no puede impedir, dada la
animadversión que ahora muestra el juez hacia mí. Quiero que me trasladen a
una prisión federal, quiero recuperar mis libros y quiero disponer de una
ventana. Pagaré un buen precio por ello. Crawford podría conseguirlo.
Pídaselo.
—Puedo explicarle lo que usted ha dicho.
—No hará caso. Y Buffalo Bill seguirá asesinando. Espere a que desuelle una
nueva víctima y ya me dirá si le gusta. Hmmmm... Le voy a decir algo de
Buffalo Bill, sin haber estudiado los datos del caso, para que dentro de unos
años, cuando lo capturen, si es que lo consiguen, se dé usted cuenta de que
mis palabras eran ciertas y hubiera podido ayudarles. Hubiera podido salvar
vidas.
¿Clarice?
—¿Sí?
—Buffalo Bill vive en una casa de planta baja y piso —declaró el doctor Lecter
apagando la luz.
No volvió a pronunciar palabra.
CAPÍTULO 10
Clarice Starling se apoyó en una mesa de dados del casino del F B 1 y procuró
prestar atención a una conferencia cuyo tema era el bloqueo del dinero
procedente del juego. Hacía treinta y seis horas que la policía de Baltimore le
había tomado declaración (por medio de un funcionario que encendía un
cigarrillo con la colilla del anterior: «Mire a ver si puede abrir esa ventana, si le
molesta el humo») y autorizado a abandonar la jefatura después de recordarle
que el homicidio no es delito federal.
Los telediarios de la noche del domingo mostraron la trifulca de Starling con las
cámaras de televisión y ella tuvo la certeza de haber metido la pata. A lo largo
de todas esas horas, ni una sola palabra de Crawford ni de la delegación de
Balti— more. Era como si hubiese arrojado su informe a un pozo.
El casino en el cual se encontraba era de pequeñas dimensiones; había
funcionado en el remolque de un camión hasta que el F B I lo clausuró y lo
instaló en la academia para usarlo en las clases de prácticas. La reducida
habitación se hallaba atestada de policías procedentes de diversas
demarcaciones; Starling había declinado con una sonrisa la silla que le
ofrecieron dos miembros de los Texas Rangers y un detective de Scotiand
Yard.
Sus compañeros de curso estaban en el otro extremo del pasillo, en el edificio
de la academia, inspeccionando en busca de pelos la moqueta, de auténtico
motel, que alfombraba el «Dormitorio escena de un crimen pasional» y
espolvoreando el mobiliario de la «Reproducción de sucursal bancaria» con
objeto de encontrar huellas digitales. Starling había hecho tantas prácticas de
este tipo de peritaje forense que recibió la orden de asistir a la mencionada
conferencia, la cual formaba parte de un ciclo impartido por diversos
especialistas invitados.
Se preguntaba si no había otra razón para que la hubiesen segregado de la
clase: ¿no sería que a la gente, antes de darle el golpe de gracia, la aíslan?
Starling apoyó los codos en la línea de paso de la mesa y trató de concentrarse
en las diversas formas de blanquear los beneficios procedentes del juego. Sin
embargo, lo que le vino a la mente fue el pensamiento de lo mucho que detesta
el F B I que sus agentes aparezcan en televisión, como no sea para una
conferencia de prensa.
El doctor Aníbal Lecter era tema predilecto de los medios de comunicación y la
policía de Baltimore había suministrado prontamente el nombre de Starling a
los informadores. Por enésima vez revivió las imágenes que habían difundido
los telediarios vespertinos del domingo. En uno salía «Starling del FBI»
golpeando con el manubrio la puerta del garaje cuando el cámara trataba de
escabullirse hacia el interior. En otro, «la agente federal Starling» se encaraba
con el ayudante con el manubrio en la mano.
La cadena rival, WPIK, que no había podido filmar la escena, divulgó un
comunicado anunciando la interposición de una querella por «daños
personales» contra «Starling del F B 1», ya que al cámara se le habían
introducido en los ojos partículas de suciedad y herrumbre causadas por el
golpe que Starling propinó a la puerta con el manubrio.
Jonetta Johrison, de W P 1 K, reveló en su programa de difusión nacional que
Starling había descubierto los restos del crimen en el garaje «gracias a su
estrecha y siniestra relación con un hombre al que los altos cargos policiales
califican de ¡monstruo!». Evidentemente, W P I K disponía de un contacto
dentro del hospital.
¡LA NOVIA DE FRANKENSTEIM, pregonaban los titulares de La Actualidad
Nacional desde los quioscos de los supermercados.
El FBI no efectuó ningún comunicado oficial, aunque Starling estaba segura de
que de puertas adentro los comentarios abundaban.
A la hora del desayuno, uno de sus condiscípulos, un joven que abusaba de la
loción Carioe para después del afeitado, aludió a Starling llamándola «Melvin
Pelvis», estúpido juego de palabras basado en el nombre de Melvin Purvis,
carroñero mayor de la administración Hoover en los años treinta. La réplica de
Ardelia Mapp hizo que el fanfarrón palideciese y se levantase de la mesa
dejando el desayuno intacto.
Starling se hallaba en un curioso estado en el que no cabían las sorpresas.
Llevaba un día y una noche notándose como suspendida en el sonoro silencio
que rodea a los buzos. Y tenía la intención de defenderse, siempre y cuando se
le presentase la oportunidad.
El conferenciante, mientras disertaba, hizo girar la rueda de la ruleta, pero no
dejó caer la bola. Starling estaba convencida de que aquel hombre no había
tocado bola en su vida. El conferenciante estaba diciendo algo:
«Clarice Starling». ¿Por qué diría «Clarice Starling»? Soyyo.
—Sí —contestó. El conferenciante señaló con la barbilla a la puerta situada
detrás de Starling. Ahí llegaba.
Acobardada, vislumbró su destino en el momento en que se daba media vuelta
para afrontarlo. Sin embargo, no vio mas que a Brigham, el instruc tor de tiro,
que asomaba la cabeza y señalaba hacia ella. Cuando ella le vio, él le indicó
con gestos que se acercase.
Durante unos instantes pensó que la expulsaban, pero luego, al recapacitar,
comprendió que a Brigham no se le encomendaría tal misión.
—A toda mecha, Starling. ¿Dónde tiene su equipo de campaña?
—En mi habitación, pabellón C. Starling tuvo casi que correr para no
distanciarse de él. Brigham llevaba el estuche para tomar huellas dactilares, el
grande, el de intendencia, no el pequeño que empleaban en clase de prácticas,
así como una bolsa no muy grande de lona.
—Va a acompañar a Jack Crawford. Llévese algo para pasar la noche fuera de
la academia. A lo mejor no le hace falta, pero llévelo de todos modos.
—¿Dónde?
—Se ha encontrado un cadáver en el río Elk, Virginia occidental; hoy al
amanecer; unos cazadores de patos. Las circunstancias indican que se trata de
una víctima de Buffalo Bill. En este momento, la policía lo está sacando del río.
Pero se trata de una comarca muy aislada y Crawford no se fía de la
competencia de esa gente.
—Brigham se detuvo en la puerta del pabellón C—. Necesita contar con
alguien capaz de efectuar un examen pericial de un cadáver, entre otras cosas.
Usted era de los primeros en el laboratorio.... Se siente capacitada, ¿verdad?
—Por supuesto; déjeme verificar el material. Brigham abrió el estuche y lo
sostuvo mientras Starling levantaba las bandejas. Estaban las finas agujas
hipodérmicas y los frascos, pero faltaba la máquina de fotografiar.
—Necesito una Polaroid, la CU—5, señor Brigham, con sus pilas
correspondientes y varios rollos.
—¿De intendencia? No hay problema. Le entregó la pequeña bolsa de lona y
cuando ella la sopesó comprendió por qué era Brigham el que había ido a
buscarla.
—Todavía no le han asignado armamento de servicio, ¿verdad?
—No.
—Le va a hacer falta el equipo completo. Aquí dentro está el material que
hemos empleado en el campo de tiro. La misma Smith modelo K que ha usado
en los entrenamientos, pero con el mecanismo limpio. Esta noche dispárela
unas cuantas veces en su habitación. Estaré esperándola con un coche en la
salida trasera del pabellón C dentro de diez minutos justos, con la máquina de
fotografiar. Escuche, en la Piragua Azul no hay aseos, de modo que le
aconsejo que vaya al lavabo mientras tenga uno a mano. Andando, Starling.
Clarice quiso hacerle una pregunta, pero Brigham ya salía. Tiene que tratarse
de Buffalo Bill para que vaya Crawford en persona. ¿Qué demonios debe ser la
Piragua Azul? Pero cuando preparas una bolsa, has de concentrarte en lo que
metes en la bolsa. Starling hizo el equipaje con rapidez y eficacia.
—¿Está...?
—Está muy bien colocada —dijo Brigham interrumpiéndola cuando ella subía al
coche—. La culata abulta un poco, si se observa con cuidado la chaqueta, pero
de momento vale.
—Llevaba el chato revólver bajo la americana en una pistolera adherida a las
costillas y un cargador colgado del cinturón al otro costado.
Brigham conducía exactamente a la velocidad límite mientras se dirigía al
aeródromo de Ouantico. En determinado momento carraspeó.
—Una de las ventajas de salir de servicio, Starling, es que no hay politiqueos.
—¿No?
—Actuó correctamente al impedir la entrada a aquel garaje de Baltimore. ¿Le
preocupa lo de la televisión?
—¿Ha de preocuparme?
—Lo que voy a decirle, que quede entre nosotros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Brigham devolvió el saludo de un infante de marina que dirigía
el tráfico.
—El hecho de que Jack se la lleve hoy con él demuestra que tiene en usted
una confianza innegable —dijo—. E indudablemente ha decidido obrar así
digamos que por si alguien de la oficina de Responsabilidad Profesional
estuviese hecho un basilisco y tuviese el nombre de Starling subrayado en rojo,
¿comprende lo que quiero decir?
—Hmmmm.
—Crawford es un individuo de excepcional rectitud. Ha dejado muy claro,
donde interesaba que quedase claro, que era vital que usted impidiese la
entrada a aquel garaje. La envió a esa misión desnuda, es decir, sin ninguno
de los símbolos visibles de autoridad, y eso también lo ha dicho, recalcando
además que la capacidad de respuesta de la policía de Baltimore fue
notoriamente lenta. Por otra parte, hoy Crawford necesita un colaborador y
hubiese tenido que esperar una hora a que Jimmy Price le buscase a alguien
del laboratorio. De modo que, ya ve, le ha tocado a usted, Starling. Tenga en
cuenta que este tipo de misión no se trata precisamente de unas vacaciones, y
aunque tampoco sea un castigo, si alguien de fuera de la sección quisiera
interpretarlo como tal, encajaría. Mire, Crawford es un tipo muy hábil, de gran
sutileza, pero no es propenso a explicar las cosas; por eso lo estoy haciendo
yo... Si va a trabajar con Crawford, ha de saber en qué situación se encuentra
Jack. ¿La conoce?
—Pues no.
—Aparte de Buffalo Bill, tiene muchos problemas. Su mujer, Bella, está
gravísima. Es una enferma... en fase terminal. La tiene en casa. Si no fuese por
Buffalo Bill, Jack hubiese pedido unas semanas de permiso.
—No sabía nada.
—Es un tema que no se comenta. No le diga que se ha enterado ni que lo
siente ni nada por el estilo; no le sirve de nada... eran muy felices.
—Me alegro de que me lo haya dicho. Al llegar al aeródromo, Brigham se
animó.
—Al finalizar el curso de tiro, tengo proyectadas un par de clases bastante
importantes, Starling. Procure no faltar —concluyó tomando un atajo entre dos
hangares.
—No faltaré.
—Escuche, lo que yo enseño en clase es algo que usted probablemente nunca
va a necesitar. Al menos así lo espero. Pero tiene aptitudes, Starling. Si ha de
disparar, sabe cómo hacerlo. Haga los ejercicios.
—De acuerdo.
—No la meta jamás en el bolso.
—Entiendo.
—Dispárela unas cuantas veces en su cuarto. Apuntálese bien para encontrarla
en seguida.
—Así lo haré. Un venerable Beechcraft bimotor aguardaba en la pista del
aeródromo de Quantico con los faros encendidos y la puerta abierta. Una de
las hélices giraba y al hacerlo afeitaba la hierba que crecía junto al asfalto.
—Eso no será la Piragua Azul, ¿verdad?
—Pues sí.
—Es pequeño y viejo.
—Viejo sí lo es —replicó Brigham regocijado—. Lo capturó la DE A, la oficina
antinarcóticos, hace mucho tiempo en Florida, una vez que se quedó atrapado
en los Glades. Pero mecánicamente es una maravilla.
Confío que Gramm y Rudman no descubran que lo usamos; a nosotros sólo se
nos permite viajar en autobús.
—Se detuvo junto al aeroplano y sacó el equipaje de Starling del asiento
trasero. Tras cierta confusión de manos, logró entregarle sus cosas a la
muchacha y darle un apretón.
Y luego, involuntariamente, Brigham dijo: —Que Dios la bendiga, Starling.
—Estas palabras sonaron un tanto extrañas en sus labios de infante de marina.
No supo de dónde procedían y notó que le ardía la cara.
—Gracias... muchas gracias, señor Brigham. Crawford se hallaba en el asiento
del copiloto, en mangas de camisa y con gafas de sol. Se volvió hacia Starling
cuando oyó que el piloto cerraba la puerta.
Ella, que a causa de las gafas oscuras no podía verle los ojos, tuvo la
impresión de no conocerle. Crawford aparecía pálido y duro, como una raíz
arrancada de cuajo por una excavadora.
—Tome asiento y lea —fue todo lo que le dijo. En el asiento situado detrás de
Crawford había un voluminoso expediente. La tapa decía: BUFFALO BILL.
Starling lo apretó contra su pecho cuando la Piragua Azul renqueando
estremecida empezaba a rodar por la pista.
CAPÍTULO 11
Los bordes de la pista de despegue empezaron a desdibujarse y se perdieron
de vista. Un destello de sol matinal que brillaba en la bahía de Chesapeake
llegó desde el este, cuando el pequeño aeroplano giró a fin de evitar el tráfico
aéreo.
Clarice divisó la academia, rodeada por la base naval de Quantico. En el
campo de asalto corrían las pequeñas figuras de unos infantes de marina
enzarzados en una escaramuza.
Eso era lo que se veía desde arriba. En cierta ocasión, después de unos
ejercicios nocturnos de tiro, paseando en la oscuridad por la desierta Hogan's
Alley, paseando para reflexionar, Clarice oyó el rugido de unos aviones que
sobrevolaban el terreno y poco después, en el silencio que se produjo a
continuación, oyó voces, voces llamándose unas a otras en la negrura del cielo;
eran paracaidistas que después de haber saltado se llamaban en la oscuridad.
Y se preguntó qué sensación produciría estar aguardando a que se encendiese
junto a la puerta del avión la señal luminosa que indicaba que había que saltar,
qué debía sentirse al lanzarse al clamoroso vacío de la noche.
Quizá fuese la misma sensación que experimentaba ella ahora.
Abrió el expediente. Que se supiera, Bill lo había hecho cinco veces. Al menos
cinco veces, en los últimos diez meses. Bill había secuestrado a una mujer
joven, la había asesinado y le había arrancado la piel. (La mirada de Starling
recorrió veloz los protocolos de las autopsias buscando las pruebas de
histamina libre para confirmar que las había matado antes de hacerles lo otro.)
Una vez concluida la tarea, arrojaba los cadáveres a un río. Todas las víctimas
habían sido descubiertas en un río diferente, flotando aguas abajo en un punto
no lejano al cruce de una carretera nacional o una autopista, y todas ellas en
distintos Estados de la Unión. Para nadie era un secreto que Buffalo Bill era
aficionado a viajar.
Y eso era todo lo que la justicia sabía, absolutamente todo, salvo que poseía
como mínimo un arma de fuego.
Un arma que tenía seis estrías y espiral hacia la izquierda, posiblemente un
revólver, un Colt o una imitación.
Las marcas de las balas recuperadas indicaban que prefería emplear
proyectiles especiales del 38 en la recámara de un arma de calibre 357.
Los ríos eliminaban las huellas dactilares así como cualquier resto de fibras o
cabellos. Era casi seguro que se trataba de un hombre y de raza blanca;
blanco, porque los asesinos reincidentes suelen matar dentro de su propio
grupo étnico y todas las víctimas eran blancas; varón, porque las asesinas
reincidentes son prácticamente desconocidas en nuestro tiempo.
Dos comentaristas de sendos periódicos de tirada nacional habían usado como
titular un verso de «Buffaio Bill», el breve y macabro poema de E.E.
Cummings:... le gusta a usted su chiqui¡lo de ojos azuies Señor Muerte.
Alguien, tal vez Crawford, había pegado la cita en la guarda del expediente.
No se veía relación entre el lugar en que Bill secuestraba a las jóvenes y el
punto en que las arrojaba al río.
En los casos en que los cadáveres fueron hallados con la suficiente rapidez
para determinar con precisión la hora de la muerte, la policía había averiguado
otro dato relativo al asesino: Bill las mantenía con vida cierto tiempo. Esas
víctimas no habían muerto sino una semana a diez días después de haber sido
secuestradas. Lo cual significaba que Buffalo Bill tenía forzosamente que
disponer de un lugar donde ocultarlas y de un lugar donde poder trabajar
clandestinamente. Lo cual a su vez significaba que ni era nómada ni andaba de
aquí para allá a la deriva. Era más bien una araña tramposa.
Que tenía una guarida. En algún sitio.
Eso era lo que más horrorizaba al público; que las tuviese prisioneras una
semana o más, sabiendo que iba a matarlas.
Dos murieron ahorcadas; tres a tiros. No había señales de violación ni abusos
físicos previos a la muerte y los protocolos de las autopsias no contenían
pruebas de desfiguración «específicamente genital», si bien los patólogos
observaban que en los cadáveres más deteriorados tal circunstancia sería
prácticamente imposible de determinar.
Todos los cuerpos fueron hallados desnudos. En dos casos, en la cuneta de
una carretera próxima a la vivienda de las víctimas, se encontraron prendas de
vestir, rasgadas en la espalda, como las que se usan para ataviar a los
muertos.
Starling consiguió examinar todas las fotografías. Los cadáveres que aparecen
en el agua son los que físicamente presentan un aspecto más repulsivo.
Poseen, además, un especial patetismo, frecuente en las víctimas de
homicidios cometidos al aire libre. Las indignidades sufridas por la víctima, así
como la exposición a los elementos naturales y a las miradas fortuitas, indignan
al investigador, si es que la profesión que ejerce no ha agotado ya su
capacidad de indignación.
En los homicidios perpetrados en locales cerrados, no es insólito que las
desagradables costumbres personales de la víctima, así como las víctimas de
la propia víctima —esposas maltratadas, niños violados—, provoquen la furtiva
sensación de que al muerto le estaba bien empleado, y en muchos casos es
así.
Pero a ninguna de éstas le estaba bien empleado. A estas pobres, que
aparecían tendidas a la orilla de un río ribeteado de basuras, entre botellas de
aceite arrojadas por la borda y bolsas de bocadillos que forman la cochambre
de nuestra vida cotidiana, les faltaba hasta la piel.
Las halladas en invierno conservaban básicamente la cara. Starling tuvo que
acordarse de que no enseñaban los dientes por obra del dolor, sino que era el
proceso de alimentación de peces y tortugas lo que había provocado esa
expresión. Bill arrancaba la piel de los torsos, pero casi siempre dejaba las
extremidades intactas.
No hubieran resultado tan espantosas de contemplar, pensó Starling, si en la
cabina de ese avión no hiciese tanto calor y si ese maldito aeroplano, por culpa
de una hélice que agarraba el aire con mayor eficacia que la otra, no diese
tantas guiñadas, y si aquel sol condenado no pegase con tanta fuerza en las
desvencijadas ventanillas y la estuviese apuñalando como un dolor de cabeza.
Es posible capturarle. Starling se aferró a este pensamiento para ayudarse a
seguir sentada, con la mente desbordante de tan horrenda información, en esa
cabina de avión que cada vez se hacía más pequeña. Ella podía contribuir a
detenerlo. Entonces podrían meter ese expediente de tapas lisas, ligeramente
pegajosas, en un cajón y echar la llave.
Clarice se quedó contemplando la nuca de Crawford. Si quería detener a
Buffalo Bill, se hallaba en compañía de las personas adecuadas. Crawford
había dirigido las investigaciones que habían permitido capturar a tres asesinos
reincidentes. Aunque no sin bajas. Will Graham, el sabueso más sagaz de la
jauría de Crawford, era una leyenda en la academia; también era actualmente
un borracho que vagaba por Florida con una cara imposible de mirar, según
decían.
Tal vez Crawford notó la mirada de Starling fija en su nuca porque se levantó
del asiento del copiloto. El piloto accionó el mando de equilibrado mientras
Crawford iba a sentarse junto a Ciarice y se abrochaba el cinturón. Cuando se
quitó las gafas de sol y se puso las bifocales, ella tuvo la sensación de que
volvía a ser él.
Miró a Clarice, miró el expediente, volvió a mirarla a ella y una expresión
apenas perceptible le cruzó por la cara y desapareció. Un tipo menos
introvertido que Crawford hubiese manifestado compasión.
—Tengo calor, ¿y usted? —dijo Crawford—. Bobby, aquí hace un calor
inaguantable —añadió levantando la voz para el piloto.
Bobby tocó un botón y entró aire frío. En el aire húmedo de la cabina se
formaron algunos cristales de nieve que fueron a depositarse en el cabello de
Starling.
Y entonces Jack Crawford, con los ojos acerados como una límpida mañana
invernal, se aprestó para la caza.
Abrió el expediente en un punto donde había un mapa de los Estados Unidos
centrales y orientales. En él aparecían señalados los lugares donde se habían
encontrado los cadáveres; un conjunto de puntos dispersos, tan retorcidos y
mudos como la constelación de Orión.
Crawford se sacó una pluma del bolsillo y señaló el punto más reciente, el
objetivo al cual se dirigían.
—El río Elk, a unos nueve o diez kilómetros al sur de la A79 —declaró—. Esta
vez tenemos suerte. El cadáver ha quedado atrapado en un palagre; es un hilo
de pescar del que penden varios anzuelos. Creen que no llevaba mucho tiempo
en el agua. En este momento deben estar trasladándolo a Potter, la población
que es cabeza de partido. Quiero averiguar inmediatamente la identidad para
poder localizar a los posibles testigos del secuestro. Enviaremos las huellas a
todo el país tan pronto como dispongamos de ellas.
—Crawford ladeó la cabeza para mirar a Starling por la parte inferior de sus
lentes—. Jimmy Price dice que es capaz de efectuar un examen pericial
completo de un cadáver que aparece en el agua.
—Un examen completo no lo he hecho nunca —replicó Starling—. Pero he
tomado las huellas dactilares de las manos que recibe el señor Price, y muchas
eran de ahogados.
Los que nunca han trabajado a las órdenes de Jimmy Price le consideran un
cascarrabias encantador. Pero como todos los cascarrabias, en realidad, es un
viejo mezquino. Jimmy Price es el supervisor del departamento de Huellas
Latentes del laboratorio de Washington. Starling había hecho prácticas de
peritaje forense con él.
—Ese Jimmy...
-dijo Crawford con afecto—. ¿Cuál es el mote que le han puesto a su sección?
—A los que trabajan en ella se les conoce por el nombre de «parias del
laboratorio», aunque hay quien prefiere «lgor», que es lo que lleva escrito el
delantal de hule que te entregan al entrar.
—Eso es.
—Te dicen que finjas que estás haciendo la disección de una rana.
—Ya...
—Y luego te traen un paquete de la morgue. Y todos se te quedan
contemplando, algunos hasta sacrifican el irse a tomar café, con la esperanza
de que vomites. Sé tomar todas las huellas de un cadáver. Incluso...
—Estupendo. Empecemos. La primera víctima conocida fuee descubierta en el
río Balckwater, en Missouri, a las afueras de Lone Jack, en junio pasado. Era la
chica Bimmel, cuya desaparición había sido denunciada en Belvedere, Ohio, el
quince de abril, dos meses antes. No averiguamos gran cosa del cadáver;
hicieron falta tres meses más para identificarla. A la siguiente la secuestró en
Chicago la tercera semana de abril. Fue hallada en el Wabash, en el centro de
Lafayette, Indiana, justo diez días después del secuestro, de modo que
pudimos deducir perfectamente lo que le había ocurrido. Después tenemos a
una mujer blanca, de veinte y pocos años, arrojada al Rolling Fork cerca de la
165, a unos cincuenta kilómetros al sur de Louisville, Kentucky. No ha podido
ser identificada. Y luego la Varner, raptada en Evansville, Indiana, y arrojada al
Embarras justo debajo de la Nacional 70 en el este de Illinois.
«Después se traslada al sur y arroja un nuevo cadáver al río Conasauga, un
poco más abajo de Damascus, Georgia, no lejos de la Nacional 75; era la chica
Kittridge, de Pittsburgh; aquí tiene la foto del día de su graduación. Este sujeto
tiene una suerte infernal; no hay ni un solo testigo de sus secuestros. A
excepción de que arroja todos los cadáveres cerca de una carretera o
autopista, no hemos sido capaces de descubrir ningún rasgo en común.
—Si desde los lugares donde arroja los cadáveres recorremos hacia atrás las
carreteras más transitadas, ¿convergen en algún punto?
—No.
—¿Y si... partimos de la hipótesis... de que arroja un cadáver y efectúa un
secuestro en el mismo viaje? —preguntó Starling, evitando deliberadamente
utilizar suponer, palabra prohibida—. Tendría que deshacerse primero del
cadáver, ¿no?, por si el secuestro de la siguiente víctima le crease problemas.
Porque si le detuvieran en el momento del secuestro y no llevase ya un
cadáver en el coche, no podía denunciársele más que por agresión y después,
entre recursos y apelaciones, la condena quedaría en nada. 0 sea, ¿por qué no
probamos a trazar unos vectores que unan cada punto de secuestro con el
lugar donde ha arrojado a su anterior víctima? Ya lo ha hecho, ¿verdad?
—Es una buena idea, Starling, pero a él también se le ha ocurrido. Si
verdaderamente hace ambas cosas en un solo viaje, es decir, arroja un
cadáver y secuestra a una nueva víctima, no hace más que zigzaguear. Hemos
efectuado diversas simulaciones con el ordenador, primero imaginando que
viaja por carretera hacia el oeste, luego hacia el este, y también hemos
realizado varias combinaciones con las fechas más aproximadas que podemos
atribuir a los secuestros y a los días en que arroja los cadáveres. Mete usted
todos esos datos en el ordenador y no sale más que humo. Lo único que nos
dice ese artefacto es que vive en el este, que su ciclo no coincide con el de la
luna y que ninguna de las fechas convencionales de las ciudades se
corresponden. Total, nimiedades. Nada, Starling—, ese individuo nos tiene
completamente despistados.
—Le considera usted demasiado minucioso para ser un suicida.
Crawford asintió con un gesto de cabeza.
—Efectivamente; demasiado minucioso. Ha descubierto la forma de establecer
una relación significativa y está dispuesto a emplearla una y otra vez. No tengo
la menor esperanza de que se trate de un suicida.
Crawford pasó al piloto un vaso de agua que sirvió de un termo. Dio otro vaso a
Starling y él se preparó un Alka—Seltzer.
El estómago de Clarice dio un vuelco; el avión iniciaba el descenso.
—Un par de cosas más, Starling. Busco en usted a una experta de primera
categoría, pero necesito algo más.
Usted habla poco, cosa que me parece muy bien; yo tampoco soy
excesivamente locuaz. Pero, por favor, no crea que ha de contar con un hecho
nuevo y demostrado para expresar una opinión o una hipótesis. En el caso que
tenemos entre manos, todas las preguntas son válidas. Usted verá cosas que
es probable que a mí se me escapen, y quiero saber cuáles son. Es posible
que tenga usted un talento especial para esta profesión y ahora tenemos una
oportunidad de oro para comprobarlo.
Mientras le escuchaba, con el estómago en la garganta y mostrando una
adecuada expresión de interés por sus palabras, Starling se preguntó cuánto
tiempo hacía que Crawford sabía que la utilizaría a ella para intervenir en este
caso y de qué modo había preparado las cosas para que ella anhelase contar
con esa oportunidad.
Crawford era un superior, marrullero y habituado a dar coba como todos los
superiores, y nada más.
—Va a pensar usted en él no diré constantemente pero sí con mucha
frecuencia, va a ver los lugares donde actúa, va a intuir muchas cosas de él —
siguió diciendo Crawford—. Por inimaginable que parezca, habrá cosas de él
que no le repugnarán. Y de pronto, con un poco de suerte, de toda esa
información habrá algo que quizá le extrañe, algo que le llamará la atención.
Siempre que algo le llame la atención, avíseme, Starling.
«Escuche bien lo que voy a decirle: un crimen de por sí es ya bastante confuso
sin la investigación que ha de llevarse a cabo. Procure por todos los medios
que el rebaño de policías que intervienen no aumente su confusión. Fíese
exclusivamente de sus ojos. Escúchese a sí misma. Mantenga el crimen
aislado de cuanto ocurre a su alrededor. No trate de imponer a este individuo
ningún modelo de conducta o simetría preconcebida. Permanezca receptiva y
deje que él se revele tal como es.
«Una última cosa: una investigación de este tipo es como un zoológico. Afecta
a un sinfin de demarcaciones, algunas de las cuales están dirigidas por
verdaderos inútiles. Hemos de llevarnos bien con todos ellos para que no
obstaculicen nuestro trabajo. Nos dirigimos a Potter, Virginia occidental. No sé
cómo va a ser la gente que allí encontremos. Lo mismo puede ser que sean
muy correctos como que nos reciban con abierta hostilidad.
El piloto levantó uno de sus auriculares y por encima del hombro dijo:
—Vamos a aterrizar, Jack. ¿Te quedas ahí atrás?
—Sí —contestó Crawford—. Se acabó la escuela, Starling.
CAPÍTULO 12
Y ahí está la funeraria de Potter, la mayor de las blancas casas de madera de
la calle Potter, en Potter, Virginia occidental, que hace las veces de depósito de
cadáveres del condado de Rankin. El forense es un médico de cabecera
llamado doctor Akin. Si decide que una muerte es sospechosa, el cadáver se
envía al centro médico regional de Claxton, en el condado vecino, cuya plantilla
dispone de un patólogo titulado.
Clarice Starling, que se trasladaba a Potter desde el aeródromo en el
compartimento trasero de un coche celular, tuvo que apretujarse contra la
mampara reservada al detenido para oír al policía que mientras conducía iba
explicando estas cosas a Jack Crawford.
En la funeraria estaba a punto de celebrarse un entierro. Los asistentes,
campesinos endomingados con sus mejores galas, hacían cola en la acera
entre unos bojes de tallo alto, recortados en forma de bola, y se arracimaban
en los escalones aguardando para entrar. La casa, que estaba recién pintada, y
los escalones que quedaban a plomo, aparecían desviados en direcciones
contrarias.
En el aparcamiento privado situado en la parte posterior del edificio, donde
aguardaban los coches fúnebres, había dos policías jóvenes y otro de más
edad que charlaban bajo un olmo desnudo con dos soldados de las fuerzas
armadas estatales. No hacía el frío suficiente para que les humeara el aliento.
Cuando el coche penetró en el aparcamiento, Starling contempló a esos
hombres y supo de inmediato de qué ambiente procedían. Supo que habían
nacido en casas que en lugar de armarios tenían roperos disimulados con
cortinas, y supo también qué tipo de prendas había en los roperos. Supo que
esos hombres tenían parientes que colgaban la ropa en unos clavos hundidos
a martillazos en las paredes de los remolques en que habitaban. Supo que el
policía de más edad había crecido en una casa que tenía en el porche la
bomba de agua de la cisterna, y que en la primavera, cuando llegaban las
lluvias y el barro, había caminado hasta la carretera para tomar el autobús de la
escuela con los zapatos colgados al cuello por los cordones, como hiciera de
niño su padre, el de ella. Supo que se llevaban la comida a la escuela en unas
bolsas de papel manchadas de grasa a fuerza de tanto usarlas, y que después
de comer doblaban la bolsa y la guardaban en el bolsillo trasero de los
vaqueros.
Y no pudo dejar de preguntarse qué sabría Jack Crawford de esa gente.
Por la parte interna de las puertas traseras del coche celular no había
manecillas, cosa que Starling advirtió cuando Crawford y el policía salieron del
vehículo y se dirigieron hacia la entrada posterior de la funeraria. Y tuvo que
ponerse a golpear los cristales hasta que uno de los guardias que estaban bajo
el olmo la vio, y entonces llegó el chófer, sonrojado, a abrirle la Puerta.
Los policías la miraron de soslayo cuando pasó junto a ellos. Uno la saludó con
un respetuoso «señora». Ella correspondió con una inclinación de cabeza y un
esbozo de sonrisa, mientras se dirigia a reunirse con Crawford en el porche
trasero.
Cuando se hallaba ya a prudente distancia, uno de los policías jóvenes, un
recién casado, comentó rascándose la barbilla:
—No es ni la mitad de guapa de lo que se imagina.
—Pues, ¿sabes lo que te digo? Que aunque se imagine que es una
preciosidad, no queda más remedio que estar de acuerdo con ella —replicó el
otro joven—. Me la trincaba ahora mismo.
—Yo preferiría una buena sandía, si estuviese bien fresca —masculló el de
más edad.
Crawford ya estaba hablando con el jefe de policía, un hombre menudo y tieso,
que llevaba unas gafas de montura de acero y esas botas de elásticos laterales
que los catálogos de venta por correo denominan «Romeos».
Habían entrado en el sombrío pasillo trasero de la funeraria, donde había,
además de una máquina expendedora de refrescos que zumbaba, una extraña
colección de objetos apoyados contra la pared: una máquina de coser de
pedal, un triciclo, un rollo de césped artificial y un toldo de lona rayada,
enrollado. De la pared pendía un grabado en sepia de Santa Cecilia ante el
teclado; llevaba el pelo recogido en unas trenzas que le rodeaban la cabeza, y
sobre las teclas caía una lluvia de rosas.
—Le agradezco mucho que nos haya avisado con tanta rapidez, inspector —
dijo Crawford.
Su interlocutor no era sensible a la coba.
—Mire, a usted le avisaron de la oficina del fiscal del distrito —replicó—. El
inspector, lo sé a ciencia cierta, no le llamó. El inspector Perkins está
actualmente de vacaciones en Hawai con su señora. He hablado con él por
conferencia esta mañana, a las ocho en punto, es decir, las tres en Hawai. Me
ha dicho que volvería a llamarme durante el día de hoy, pero ya me ha
encargado que lo primero es averiguar si se trata de una de las chicas del
pueblo. Podría muy bien ser que se tratase de algo que ciertos elementos
exteriores quieran endosarnos a nosotros.
De manera que eso es lo primero que vamos a investigar. Aquí nos han traído
cadáveres hasta de Phenix
City, Alabama.
—Precisamente en ese aspecto es donde podemos colaborar nosotros,
inspector. Si...
—Acabo de hablar por teléfono con el comandante de las fuerzas arniadas de
Charleston. Me ha dicho que me enviaba unos oficiales de la Brigada de
Investigación Criminal, ya sabe, la B 1 C. Ellos nos prestarán toda la
colaboración que nos haga falta.
—El pasillo se estaba llenando de policías y soldados; el jefe empezaba a tener
demasiado público—. Nos ocuparemos de ustedes tan pronto como nos sea
posible, facilitaremos su labor con todos los medios a nuestro alcance, pero de
momento...
—Inspector, este tipo de crímenes sexuales tienen una serie de aspectos que
preferiría comentar con usted en privado, entre hombres, ¿comprende lo que
quiero decir? —le interrumpió Crawford, indicando la presencia de Starling con
un discreto movimiento de cabeza; y tras conducir al hombrecillo a una
atiborrada oficina que daba al pasillo, cerró la puerta.
Starling tuvo que quedarse disimulando su rabia ante aquella manada de
policías. Con los dientes apretados, se puso a contemplar a santa Cecilia y
devolvió la etérea sonrisa de la mártir mientras aguzaba el oído para escuchar
por detrás de la puerta de la oficina. Oyó voces airadas y más tarde fragmentos
de una conversación telefónica. Crawford y su acompañante regresaron al
pasillo en menos de cuatro minutos. El jefe de policía traía los labios fruncidos.
—Oscar, ve ahí afuera a buscar al doctor Akin. Ya sé que está obligado a
asistir a los entierros, pero no creo que haya empezado todavía. Dile que está
Claxton al teléfono.
El forense, el doctor Akin, entró en la pequeña oficina y permaneció de pie, con
el pie apoyado en una silla y golpeándose los dientes con un abanico en el que
había una imagen del Buen Pastor, mientras mantenía una breve conversación
telefónica con el patólogo de Claxton. Luego accedió a todo lo que se le pidió.
De modo que en una sala de embalsamar de paredes empapeladas con un
estampado de rosas rojas y techo alto, adornado con molduras de yeso, en una
blanca casa de madera de unas características que ella conocía bien, Clarice
Starling trabó conocimiento con Buffalo Bill. La bolsa verde esmeralda que
contenía el cadáver, cerrada hasta el borde mediante una cremallera, era el
único objeto moderno de la habitación. Yacía sobre una anticuada mesa de
embalsamar de loza blanca y se reflejaba infinidad de veces en los cristales de
los armarios que contenían escalpelos, trocares y frascos de desinfectante de
la marca Rock—Hard.
Crawford fue a buscar al coche el transmisor de huellas dactilares mientras
Starling colocaba su material en el escurridor de un fregadero de doble cubeta
que había en la habitación.
La estancia estaba atestada de gente. Varios policías y el jefe, por supuesto, se
habían congregado en ella y no daban muestras de tener intención de
marcharse. Era inconcebible. ¿Por qué no viene Crawfordy se deshace de
ellos?
El papel de la pared empezó a ondularse por efecto de una corriente de aire; se
onduló hacia dentro cuando el médico puso en marcha un gran y polvoriento
ventilador.
Clarice Starling, que estaba de pie junto al fregadero necesitaba un nuevo
modelo de valentía, más adecuado y eficaz que el del salto de los
paracaidistas. La imagen que buscaba acudió a su mente y le sirvió de ayuda,
aunque también la hizo sufrir:
Su madre, de pie junto al fregadero, lavando la sangre del sombrero de su
padre, dejando correr el chorro del grifo sobre el sombrero, y diciendo: «Todo
irá bien, Cíarice. Di a tus hermanos que se laven las manosy vengan a la mesa.
Hemos de hablar. Luego prepararemos la cena».
Starling se quitó el pañuelo que llevaba al cuello y se lo ató a la cabeza como
una comadrona de pueblo. Del estuche que contenía su material sacó un par
de guantes de látex. Cuando abrió la boca —por vez primera desde que llegó a
Potter— su voz sonó con un gangueo más pronunciado que de costumbre y
con tal fuerza que hizo que Crawford se acercase a la puerta a escucharla.
—¡Señores! ¡Señores, por favor! ¡Escúchenme un minuto! Tengan la bondad
de permitir que me ocupe de ella.
—Levantó las manos y se puso los guantes a la vista de todos—. Hay ciertas
cosas que debemos atender. Ustedes la han traído aquí y sé que su familia, si
pudiera, les daría las gracias. Por favor, tengan la amabilidad de salir todos
para que pueda ocuparme de ella.
Crawford les vio bajar la voz, guardar un respetuoso silencio y decirse unos a
otros entre murmullos:
—Anda, Jeff, salgamos afuera. Y Crawford comprobó cómo cambiaba el
ambiente en presencia de la muerte, vio con sus propios ojos que,
independientemente de cuáles fuesen el lugar de procedencia y la identidad de
esa víctima, el río la había llevado al campo y por el hecho de yacer indefensa
en esa habitación de una casa de pueblo, Clarice Starling había establecido
una especial y estrecha relación con ella. Crawford vio que en esa sala Clarice
Starling se erigía en heredera de esas mujeres de pueblo que conocen el poder
curativo de las hierbas, esas mujeres recias, plenas de sabiduría, que siempre
han sabido administrar el remedio adecuado, que siempre han velado a los
enfermos y que cuando ya no hay nada que velar lavan y amortajan a sus
muertos.
Y en la sala quedaron tan sólo Crawford, Starling y el médico con la víctima. El
doctor Akin y Starling se miraron como reconociéndose. Ambos singularmente
contentos, singularmente azorados.
Crawford sacó del bolsillo un tarro de Vicks VapoRub que ofreció a los
presentes. Starling aguardó para ver qué hacían con ello y cuando vio que
Crawford y el médico se aplicaban un poco del contenido en las aletas de la
nariz, hizo lo mismo.
Se dirigió al fregadero y del fondo de la bolsa sacó las cámaras fotográficas,
dando la espalda a la habitación.
En ese momento oyó cómo abrían la cremallera de la bolsa del cadáver.
Starling parpadeó a las rosas rojas de la pared, realizó una profunda
inspiración y expulsó el aire. Luego se dio media vuelta y contempló el cuerpo
tendido sobre la mesa.
—Le hubieran tenido que proteger las manos con bolsas de papel —dijo—.
Cuando hayamos terminado, se las pondré yo.
Con sumo cuidado, desplazando poco a poco la cámara para que las
instantáneas solapasen, Starling fotografió el cadáver.
La víctima era una joven de pronunciadas caderas y un metro setenta y uno de
estatura, según la cinta métrica de Starling. En las zonas desprovistas de piel,
el agua la había decolorado tornándola gris, pero por fortuna se trataba de
agua fría y era evidente que no había estado en el río más que unos pocos
días. El cuerpo aparecía limpiamente desollado a partir de una línea situada
debajo de los pechos y hasta las rodillas, más o menos la zona que cubren
unos pantalones de torero con su faja.
Los pechos eran pequeños y entre ambos, encima del esternón, se veía la
causa aparente de la muerte, una herida de bordes— irregulares en forma de
estrella de aproximadamente medio palmo de anchura.
A la cabeza, redonda como una bola, se le había arrancado el cuero cabelludo
desde encima de las cejas hasta la nuca.
—El doctor Lecter dijo que iba a empezar a arrancarles el cabello —dijo
Starling.
Crawford, que había permanecido con los brazos cruzados mientras ella
tomaba las fotografías, se limitó a replicar.
—Fotografíele las orejas con la Polaroid —aunque llegó a fruncir los labios
mientras rodeaba la mesa para contemplar el cadáver.
Starling se quitó un guante para pasar el dedo por la pantorrilla de una de las
piernas. Un trozo de sedal que había detenido el cadáver en el río, provisto
todavía de tres anzuelos, se le había quedado enredado en la pierna.
—¿Qué ve, Starling?
—Pues que no es una chica de pueblo. Tiene tres agujeros en cada oreja y
lleva las uñas pintadas. Mi impresión es que es de ciudad. El vello de las
piernas tiene más o menos dos semanas.
¿Ve lo suave que es? Creo que se las depilaba a la cera. Las axilas también.
También se decoloraba el vello del labio superior. Era extremadamente
cuidadosa de su aspecto, aunque se nota que no había podido cuidarse
durante varios días.
—¿Y la herida?
—No sé —contestó Starling—. Diría que se trata de una herida de salida de
bala, si no fuera porque esto de aquí arriba parece parte de un collar de
abrasión y la marca del cañón.
—Muy bien, Starling. Se trata de una herida de entrada por contacto encima del
esternón. Los gases de la explosión se expanden entre el hueso y la piel y
forman esa estrella alrededor del orificio.
Al otro lado del tabique se oyó sonar un armónium; era el entierro que
empezaba en la sala principal de la funeraria.
—Qué muerte tan injusta —comentó el doctor Akin, limitando su colaboración a
esas palabras y subrayándolas con sentidos gestos de cabeza—. Tengo que
asistir al menos a una parte del entierro. A las familias les agrada que
acompañe al difunto al cementerio. Lamar vendrá a ayudarles en cuanto
termine de tocar los himnos del servicio. Confío en su promesa de conservar
las pruebas para el patólogo de Claxton, señor Crawford.
—Tiene dos uñas rotas aquí, en la mano izquierda —observó Starling cuando
el médico hubo salido—. Están rotas a ras de carne y en las otras hay suciedad
y algunas partículas duras. ¿Podemos tomar muestras?
—Tome muestras de partículas y también un par de muestras del esmalte —
respondió Crawford—. Luego les comunicaremos los resultados.
Lamar, un enjuto empleado de pompas fúnebres que despedía aroma de
whisky, entró en la sala cuando Clarice estaba ejecutando la orden de
Crawford.
—Ha debido trabajar usted de manicura —comentó. Les alegró descubrir que
la víctima no tenía marcas de uñas en las palmas de las manos, indicación,
como en los otros casos, de que había muerto antes de ser sometida a lo
demás.
—¿Quiere tomarle las huellas boca abajo, Starling? —le preguntó Crawford.
—Sería más fácil.
—Hagamos primero los dientes y luego Lamar puede ayudarnos a darle la
vuelta.
—¿Sólo fotografías o hago un esquema de toda la dentadura?
—Sólo fotos. Un esquema sin radiografías no sirve de nada —contestó
Crawford—. Con las fotos podremos eliminar a unas cuantas mujeres
desaparecidas.
Lamar, con sus manos de organista, era un hombre sumamente cuidadoso;
siguiendo las instrucciones de Starling, abrió la boca de la víctima y retiró los
labios a fin de que ella pudiese acercar la Polaroid para fotografiar con detalle
toda la zona frontal de la dentadura. Aquello no presentó dificultades; en
cambio, para fotografiar las molares tuvo que emplear un reflector palatal y
vigilar el resplandor que transparentaba la mejilla para asegurarse de que
elfiash iluminaba correctamente el interior de la cavidad bucal. Nunca lo había
llevado a cabo; sólo lo había visto hacer en clase de prácticas forenses.
Starling observó la gradual aparición de la imagen de la primera instantánea de
los molares, modificó la intensidad de la luz y tomó una segunda fotografía. Era
de mejor calidad. La tercera resultó francamente buena.
—Tiene algo en la garganta —observó Starling. Crawford examinó la fotografía.
En ella aparecía un objeto cilíndrico oscuro, situado justo detrás del velo del
paladar.
—Déme la linterna.
—Cuando aparece un cadáver en el agua, es frecuente que lleve hojas u otras
cosas en la boca —dijo Lamar, ayudando a Crawford a inspeccionar la boca.
Starling sacó unos fórceps de su bolsa. Miró a Crawford desde el otro lado del
cadáver. Él asintió con un gesto. Clarice tardó menos de un segundo en
extraerlo.
—¿Qué es? ¿Una vaina con semillas?
—Nada de eso. Es el capullo de un insecto —repuso Lamar. Tenía razón.
Starling lo depositó en un frasco.
—Tendrían que enseñárselo al encargado del servicio de extensión agraria —
comentó Lamar.
Una vez colocada boca abajo, tomar las huellas de la víctima fue fácil. Starling
se había preparado para lo peor, pero no hizo falta emplear los tediosos y
delicados métodos a base de inyecciones ni emplear las protecciones para
dedos lastimados. Imprimió las huellas en una cartulina fina que sujetaba un
aparato en forma de calzador. Tomó también una serie de huellas plantares,
por si no disponían de otra referencia que las tomadas en el hospital al nacer.
En la parte alta de los hombros faltaban dos trozos de piel, idénticos, de forma
triangular. Starling tomó fotografías.
—Mídalas —ordenó Crawford—. A la chica de Akron le hizo un corte en la
espalda al rajarle la ropa; era poco más que un rasguño, pero coincidía con el
corte que había en la blusa que se encontró junto a la carretera. Esto, no
obstante, es nuevo; no lo había visto en los otros casos.
—Esa marca que le cruza la pantorrilla parece una quemadura —observó
Starling.
—Eso lo tienen muchos viejos —comentó Lamar.
—¿Cómo dice? —preguntó Crawford.
—HE DICHO QUE ESO LO TIENEN MUCHOS VIEJOS.
—Le he oído perfectamente; lo que quería es que me lo explicase. ¿Qué quiere
decir que 10 tienen muchos viejos?
—Los viejos mueren muchas veces tapados con una esterilla eléctrica que,
aunque no esté muy caliente, les produce esas quemaduras. A un muerto una
esterilla le produce quemaduras. Porque no hay circulación sanguínea.
—Le diremos al patólogo de Claxton que lo compruebe y nos diga si esa marca
es posterior a la muerte —le dijo Crawford a Starling.
—Producida por el silenciador de¡tubo de escape de un coche, seguramente —
añadió Lamar.
—¿Cómo dice?
—POR EL SILENCIADOR... que eso lo ha producido el silenciador del tubo de
escape de un coche. Mire, a Billie Petrie lo mataron a tiros y lo metieron en el
maletero de su coche. Su mujer anduvo buscándole con el coche durante dos o
tres días. El silenciador del coche se calentó y cuando lo trajeron aquí tenía
esas mismas quemaduras, sólo que en la cadera —explicó Lamar—. Yo no
puedo transportar la compra en el maletero de mi coche porque el helado se
derrite.
—Excelente explicación, Lamar. Ojalá trabajase usted en mi departamento —
dijo Crawford—. ¿Conoce a los individuos que la encontraron en el río?
—Jabbo Franklin y su hermano, Bubba.
—¿A qué se dedican?
—A pelearse en el Moose, a burlarse de la gente que no se mete con ellos; uno
entra en el Moose para tomar una copa después de pasarse el día
contemplando a los difuntos, y al momento: «Anda, Lamar, siéntate ahí y
tócanos Filipino Bab.» Te hacen tocar Filipino Baby treinta veces en ese viejo
piano cochambroso. Eso es lo que le gusta a Jabbo. «Bueno, invéntate la letra,
si no la sabes», te dice, «pero esta vez procura que rime.» Tiene una pensión
de los veteranos del Vietnam que cobra por Navidad. Hace más de quince años
que cada día, cuando llego a trabajar, pienso que me lo voy a encontrar en esta
mesa.
—Necesitaremos pruebas de serotonina en las heridas de los anzuelos —dijo
Crawford—. Le voy a enviar una nota al patólogo.
—Esos anzuelos están demasiado juntos.
—¿Cómo dice usted?
—Los Franklin han empleado un palangre que tiene los anzuelos demasiado
juntos. Es ¡legal. Seguramente por eso no han avisado hasta esta mañana.
—El inspector dijo que lo habían encontrado unos cazadores de patos.
—Supongo que sí debieron decirle que habían salido a cazar patos —replicó
Lamar—. También le dirán que una vez pelearon con Duke Keomuka en
Honolulu, formando equipo con Satélite Monroe. Y créaselo, si quiere. Y si le
gustan las agachadizas, coja un saco y, aunque estemos en época de veda, le
llevarán a un sitio donde se hartará de cazarlas. Y luego le propondrán una
partidita de billar.
—¿Qué opina usted que ocurrió, Lamar?
—Los Franklin calaron este palangre; con estos anzuelos tan juntos, no hay
duda de que es el suyo. Y estaban tirando de él para ver si habían cogido
pescado.
—¿Por qué está tan seguro?
—Porque esta señora no está todavía a punto de flotar.
—Es cierto.
—Por lo tanto, si no hubiesen tirado del palangre, no la habrían encontrado.
Seguramente se asustaron y al final vinieron a denunciarlo. Si quiere, el guarda
forestal puede confirmárselo.
—Veremos —repuso Crawford.
—Muchas veces llevan un teléfono de manivela bajo el asiento del
Rarricharger, y eso sí que si te cogen, te ponen una multa de no te menees, si
es que no te meten en la cárcel.
Crawford arqueó las 59jas.
—Eso se llama telefonear a los peces —dijo Starling—. Se conecta un cable a
la batería del coche, se mete otro en el agua, se acciona la manivela y se
produce una descarga eléctrica. Los peces quedan atontados, flotando en la
superficie, y sólo hay que recogerlos.
—Exacto —corroboró Lamar—. ¿Es usted de por aquí?
—Eso se hace en muchos sitios —repuso Starling. Starling sintió el impulso de
decir algo antes de que cerrasen la cremallera de la bolsa, de hacer un gesto o
expresar de algún modo su sentimiento de pesar. Al final sacudió la cabeza y
se puso a guardar en el estuche las muestras que había recogido.
Era distinto una vez que el cadáver y el problema desaparecieron de su vista.
En ese momento de pausa, Starling experimentó el gran horror de la labor que
acababa de realizar. Se quitó los guantes y abrió el grifo del agua. De espaldas
a la habitación, metió las muñecas debajo del chorro. El agua no estaba
demasiado fría. Lamar, que la observaba, salió al pasillo. Regresó de la
máquina expendedora de refrescos con una lata de gaseosa helada, sin abrir, y
se la ofreció.
—No, gracias —le dijo Starling—. No tengo ganas de beber nada.
—No, es para que se la ponga aquí, en el cuello, y en la nuca. El frío la hará
reaccionar. Va muy bien. Yo lo hago muchas veces.
Cuando Starling terminó de redactar la nota para el patólogo y la hubo sujetado
a la cremallera de la bolsa, el transmisor de huellas dactilares de Crawford ya
chasqueaba en la oficina.
El hecho de haber encontrado a esta víctima tan poco tiempo después de
producirse el crimen era un golpe de suerte.
Crawford estaba decidido a identificarla cuanto antes para iniciar una búsqueda
de los posibles testigos del secuestro. Su método causaba problemas a todo el
mundo, pero era rápido.
Crawford usaba un transmisor de huellas Litton Policefax. Al contrario. de lo
que ocurre con la mayoría de aparatos federales de este tipo, el Policefax es
compatible con los sistemas de casi todas las jefaturas de policía de las
grandes ciudades. La tarjeta con las huellas dactilares que Starling había
recogido apenas estaba seca.
—Cárguela usted, Starling. Tiene más maña que yo. No la emborrone es lo que
quería decir, y Starling no lo hizo, aunque le costó bastante introducir en el
pequeño tambor la doble tarjeta engomada, sabiendo que seis salas de
transmisión aguardaban esos datos en otros tantos puntos del país.
Crawford estaba al teléfono, hablando primero con la centralita del F B I y luego
con la sala de transmisión de Washington.
—¿Están todos a la escucha, Dorothy? De acuerdo, señores, lo bajamos a uno
veinte para que lo reciban con claridad y nitidez. Comprueben que están a uno
veinte todos ustedes. Atlanta, ¿recibe bien? De acuerdo, ahí van las
imágenes... a partir de este momento.
Y acto seguido, la transmisión a baja velocidad, para no sacrificar la nitidez,
que se recibía simultáneamente en la sala de transmisión del F B 1 y en las de
las principales jefaturas de policía del este, de las señales que configuraban las
huellas de la muerte. Si Chicago, Detroit, Atlanta o cualquier otra demarcación
identificaba las huellas, la búsqueda comenzaría en cuestión de minutos.
Después, Crawford envió las fotografías de la dentadura y del rostro de la
víctima. Starling le había cubierto la cabeza con una toalla por si la prensa
amarilla lograba hacerse con el documento gráfico.
Cuando ya se marchaban, llegaron, procedentes de Charleston, tres miembros
de la Brigada de Investigación Criminal del Estado de Virginia. Crawford se
detuvo y entre calurosos apretones de manos y efusivos saludos les entregó
unas tarjetas con el número telefónico del Centro Nacional de Información del
Crimen que estaba de servicio las veinticuatro horas del día. Starling se dedicó
a observar cuánto tardaba el jefe en establecer con ellos un clima de
cooperación basado en vínculos puramente masculinos. Sí, naturalmente, claro
que llamarían para comunicar cualquier descubrimiento; eso por descontado,
no pase cuidado, somos nosotros los que le quedamos agradecidos. A lo mejor
no se trataba de vínculos puramente masculinos, pensó Clarice; con ella
también daba resultado.
Lamar agitó los dedos desde el porche cuando Crawford y Starling se alejaron
en el coche celular conducido por el chófer en dirección al río Elk. La gaseosa
todavía estaba fría. Lamar la llevó a la despensa y se preparó un refresco para
él.
CAPÍTULO 13
—Déjame en el laboratorio, Jeff —le ordenó Crawford al chófer—. Luego llevas
a la agente Starling al Smithsonian y la esperas para acompañarla a Quantico.
—A la orden. Procedentes del aeropuerto nacional, cruzaban el río Potomac
hacia el centro de Washington, en dirección contraria a la riada de tráfico que a
última hora de la tarde abandonaba la ciudad.
El joven que iba al volante parecía temeroso de Crawford y conducía con
excesiva cautela, pensó Starling. No obstante, le comprendía muy bien; en la
academia era del dominio público que el último subordinado de Crawford,
culpable de haber causado problemas al jefe, investigaba robos de menor
cuantía en las instalaciones del DE W, grupo de estaciones de radar situadas
en el Círculo Polar Ártico.
Crawford no estaba de buen humor. Habían transcurrido nueve horas desde la
transmisión de las huellas y fotografías del cadáver y la víctima todavía no
había sido identificada. En compañía de un grupo de soldados de las fuerzas
armadas de Virginia occidental, Starling y él habían rastreado, sin resultado, las
orillas del río y el puente hasta el anochecer.
En el avión, Starling le oyó requerir por teléfono los servicios de una enfermera
de noche para su casa.
El coche del FBI parecía prodigiosamente silencioso después de la Piragua
Azul, y hablar resultaba más cómodo.
—En cuanto lleve estas huellas a Identificación, enviaré una información
urgente así como la orden de contactar con el IDL —dijo Crawford—. Hágame
un borrador de una circular para el archivo. Una circular, no un 302. ¿Sabe
cómo se hace?
—Sí.
—Imaginemos que yo soy el IDL. Dígame qué hay de nuevo.
Clarice tardó unos instantes en comprender de qué se trataba... y se alegró de
que Crawford, al pasar junto al monumento a jefferson, concentrase la atención
en el andamiaje que lo revestía.
El índice Descriptivo Latente del sistema informático de la sección de
Identificación compara las características de un crimen en curso de
investigación con las tendencias de los criminales conocidos que almacena en
sus archivos. Cuando encuentra analogías significativas, sugiere sospechosos
y presenta sus huellas dactilares. Entonces un operador humano compara las
huellas del archivo con las halladas en la escena del crimen. Todavía no había
huellas de Buffalo Bill, pero Crawfórd quería tenerlo todo a punto.
Ese sistema requiere que la información se suministre mediante frases breves
y concisas. Starling intentó componer algunas:
—Mujer, de raza blanca, de dieciocho a veintidós años, muerta a tiros, torso y
muslos desollados...
—Starling, el ID L ya sabe que mata a mujeres jóvenes, de raza blanca, y que
les despelleja el torso. Por cierto, use «despellejar»; «desollar» es un vocablo
más culto que otro agente podría no emplear, y no es seguro que esa maldita
máquina sepa interpretar sinónimos. También sabe que las arroja a un río. Lo
que ignora son los elementos nuevos de este caso. ¿Qué hay de nuevo aquí,
Starling?
—Es la sexta víctima, la primera a la que arranca el cuero cabelludo, la primera
que presenta piezas triangulares de piel arrancadas en la zona posterior de los
hombros, la primera con un disparo en el pecho, la primera con una larva de
insecto en la garganta.
—Ha olvidado las uñas rotas.
—No, señor ‘Crawford, es la segunda que presenta uñas rotas.
—Tiene razón. Escuche, en la circular que redacte para el archivo, anote que lo
de la larva es confidencial. Lo usaremos para eliminar confesiones falsas.
—Estaba pensando si no podría ser que en los otros casos también hubiese
colocado una larva o un insecto —dijo Starling—. Sería fácil pasar ese detalle
por alto en una autopsia, sobre todo tratándose de un cadáver descubierto en
el agua. Ya sabe usted lo que pasa; el forense advierte de inmediato la causa
evidente de la muerte, allí dentro hace calor, quiere terminar cuanto antes...
¿Podemos comprobar ese punto?
—Si no nos queda otro remedio... Naturalmente, los patólogos dirán que no
han pasado por alto ningún detalle.
La muchacha de Cincinnati, Jane Doe, todavía está en el depósito de
cadáveres. Les pediré que la examinen de nuevo, pero las otras cuatro ya
están enterradas. Una orden de exhumación siempre levanta polvareda. En el
caso de cuatro pacientes del doctor Lecter que murieron mientras frecuentaban
su consulta, tuvimos que exigir la exhumación porque teníamos que determinar
la verdadera causa de la muerte. Pero, créame, es un trámite muy engorroso y
que además trastorna a los familiares. Sólo lo exigiré si realmente no queda
más remedio, pero antes de decidirlo quiero ver qué averigua usted en el
Smithsonian.
—Arrancar el cuero cabelludo... no es frecuente, ¿verdad?
—Es poco corriente, efectivamente —declaró Crawford.
—Y sin embargo el doctor Lecter dijo que Buffalo Bill lo haría. ¿Cómo pudo
saberlo?
—No lo sabía.
—Pero lo dijo.
—Eso no es ningún misterio, Starling. A mí no me sorprendió demasiado. Diría
que fue muy raro hasta el caso Mengel, ¿lo recuerda?. ¿El que arrancó el
cuero cabelludo a la mujer? A partir de entonces surgieron dos o tres
imitadores. Los periódicos, cuando empezaron a emplear el mote de Buffalo
Bill, observaron más de una vez que este asesino no arrancaba el cuero
cabelludo a sus víctimas. A partir de eso, está muy claro; seguramente sigue
con interés las noticias relativas a su persona. Lecter se limitó a hacer una
conjetura. No dijo cuándo empezaría a arrancarles el cabello, de modo que
nunca podía equivocarse. Si capturábamos a Buffalo Bill sin que hubiese
arrancado el cabello de la víctima, Lecter hubiera dicho que lo detuvimos justo
antes de que se dispusiese a hacerlo.
—El doctor Lecter también dijo que Buffalo Bill vive en una casa de dos
plantas. Nunca hemos comentado esa afirmación. ¿Por qué la haría?
—Eso no es una conjetura. Probablemente es verdad y Lecter hubiera podido
explicarle el motivo, pero no lo hizo porque quería intrigarla. Es la única
debilidad que he podido descubrirle: siempre tiene que quedar como el más
listo; siempre ha de ser más inteligente y perspicaz que cualquiera. Hace años
que practica ese juego.
—Me dijo usted que cuando no supiese una cosa, la preguntase; ahora le pido
que me lo explique.
—De acuerdo. Dos de las víctimas murieron ahorcadas, ¿verdad? Señales de
ligaduras en la parte alta del cuello, desplazamiento cervical, indicios todos
ellos de muerte por ahorcamiento. Como sabe el doctor Lecter por experiencia
propia, Starling, es muy difícil ahorcar a una persona en contra de su voluntad.
La gente se ahorca a sí misma con relativa frecuencia, colgándose hasta del
pomo de una puerta. Incluso se ahorcan sentados; no cuesta mucho. Pero, en
cambio, ahorcar a otro cuesta lo suyo; incluso habiéndole atado, si hay algo en
que apoyar los pies, logra aferrarse a ello. Una escala de mano siempre suscita
sospechas; la víctima no la sube con los ojos vendados y si ve la soga, menos
aún. La manera más fácil de ahorcar es empleando las escaleras. Las
escaleras no levantan sospechas. A la víctima se le dice que suba con
cualquier pretexto, para ir al lavabo o lo que sea; se la obliga a subir con una
capucha puesta, se le pasa el nudo por el cuello y se la empuja escaleras
abajo, después de atar la soga a la barandilla del rellano. Es la única forma
eficaz de ahorcar en una casa particular. La popularizó un sujeto de California.
Si Buffalo Bill no dispusiera de escaleras, la mataría de otra forma. Y ahora
déme los nombres del inspector de Potter y del sargento de la policía estatal.
Starling los buscó en un bloc de notas y los leyó a la luz de un bolígrafo—
linterna que sujetó entre los dientes.
—Perfecto —declaró Crawford—. Siempre que envíe una orden urgente y de
alcance nacional, mencione los nombres de los policías que han proporcionado
la información. Oír sus nombres les torna más receptivos a la orden y además
la fama les ayuda a recordar que tienen que llamarnos si descubren alguna
cosa. ¿Qué le dice a usted la quemadura de la pierna?
—Depende si es posterior a la muerte.
—¿En caso de que lo fuera?
—Pues que Buffalo Bill posee un camión cerrado, una camioneta o un coche
familiar. Un vehículo largo.
—¿Por qué?
—Porque la quemadura cruza la pantorrilla transversalmente. Se hallaban en la
Décima y PennsyIvania, ante la nueva sede del F B 1, a la cual nadie se refiere
nunca con el nombre de Edificio J. Edgar Hoover.
—Jeff, puedes dejarme aquí —dijo Crawford—. Aquí mismo, no bajes al
aparcamiento. No hace falta que bajes del coche, pero ábreme el maletero.
Starling, venga a enseñármelo.
Salió con Crawford y mientras éste recogía el datafax y su cartera ella explicó:
—Metió el cadáver en un vehículo del tamaño suficiente para que el cuerpo
quedase tendido de espaldas —dijo Starling—. Es la única forma de que la
pantorrilla quedase en el suelo sobre el tubo de escape. En'un maletero como
el de este coche, el cuerpo quedaría encogido y tumbado de lado y...
—Sí. Yo también lo veo así —replicó Crawford. Comprendió entonces que la
había hecho bajar para poder hablar con ella a solas.
—Cuando le dije a ese policía que era mejor no hablar de ciertas cosas delante
de una mujer, se molestó usted, ¿verdad?
—Pues sí.
—Era una pura cortina de humo. Quería hablar con él a solas.
—Lo sé.
—De acuerdo.
—Crawford cerró el maletero de golpe y se dio la vuelta para alejarse.
Starling no podía desaprovechar la ocasión.
—Tiene una cierta importancia, señor Crawford.
Él regresaba hacia ella, cargado con el fax y la cartera, y dedicándole toda su
atención.
—Esos policías saben quién es usted y el cargo que ocupa —le dijo—. Y le
observan fijándose en cómo actúa.
—De pie en la acera, alzó los hombros elevando al mismo tiempo las palmas
de las manos, decepcionada. Ya estaba dicho; era la verdad.
—Entendido y anotado, Starling. Ahora a trabajar con ese insecto.
—A la orden. Clarice le vio alejarse; era un hombre ya maduro, cargado de
equipaje, con la ropa arrugada del viaje y los puños de la camisa rozados del
barro de la orilla del río, que regresaba a su casa, a lo que allí le esperaba.
En aquel momento, Clarice hubiera matado por él. Ése era uno de los grandes
talentos de Crawford.
CAPÍTULO 14
El Museo Nacional de Historia Natural de Smithsonian hacía horas que había
cerrado sus puertas, pero Crawford había telefoneado previamente y un
vigilante esperaba a Clarice Starling en la entrada de la avenida de la
Constitución.
Dentro del museo, las luces eran escasas y reinaba el silencio. Sólo la colosal
figura de un caudillo de una tribu de los mares del sur, situada ante la entrada,
alcanzaba la altura suficiente para que la mortecina bombilla del techo le
iluminase la cara.
El guía de Starling era un negro corpulento que vestía el pulcro uniforme del
personal de vigilancia del Smithsonian. Cuando alzó la cara hacia las luces del
ascensor, Clarice pensó que se parecía un poco al caudillo. Aquella absurda
divagación le produjo un momentáneo alivio, como el que produce frotarse un
calambre.
El segundo piso, contando a partir del gran elefante disecado, una planta de
enormes proporciones cerrada al público, alberga los departamentos de
antropología y entomología. Los antropólogos dicen que es el cuarto piso; los
entomólogos afirman que se trata del tercero y unos cuantos científicos de la
sección de agronomía aseguran tener pruebas de que en realidad es el sexto.
Cada una de las tres facciones posee un local en el viejo edificio, con sus
dependencias y subdivisiones.
Starling seguía al guía por un sombrío laberinto de pasillos forrados hasta una
gran altura con cajones de madera que contenían muestras antropológicas.
Sólo unas pequeñas etiquetas revelaban su contenido.
—En esas cajas hay millares de personas —dijo el vigilante—. Cuarenta mil
ejemplares.
Comprobó los números de las oficinas con la linterna y dejó caer la luz por las
etiquetas mientras seguían andando.
Los cráneos ceremoniales y los capazos para transportar recién nacidos de la
cultura dyak dieron paso a los homópteros, y Clarice y su guía dejaron atrás al
Hombre para penetrar en el primitivo y mejor estructurado universo de los
Insectos. Ahora el pasillo aparecía forrado por murallas de grandes cajas
metálicas pintadas de verde pálido.
—Treinta millones de insectos, dejando aparte las arañas, por supuesto. No se
le ocurra nunca incluir a las arañas con los insectos —le advirtió el vigilante—.
Los entendidos se pondrían como fieras. Ya hemos llegado; ahí, el despacho
que está iluminado. No intente salir sola. Si no se ofrecen a acompañarla,
llámeme a esta extensión; es la oficina de guardia. Vendré a buscarla.
El vigilante le entregó una tarjeta y se marchó. Clarice se hallaba en el corazón
de Entomología, una rotonda elevada a varios niveles de altura sobre el gran
elefante disecado. Allí estaba el despacho, con las luces encendidas y la puerta
abierta.
—¡Tiempo, Pilch! —Una voz de hombre, chillona de excitación—. Adelante.
¡Tiempo!
Starling se detuvo en el umbral. Sentados a una mesa de laboratorio, dos
hombres jugaban al ajedrez.
Tendrían ambos unos treinta años; uno era moreno y flaco; el otro, rechoncho,
tenía el pelo rojo y tieso como el alambre. Estaban absortos en el tablero. Si
advirtieron la presencia de Starling, no lo manifestaron. Y si advirtieron la
presencia del enorme escarabajo rinoceronte que avanzaba lentamente por el
tablero sorteando las piezas, tampoco dieron señal de ello.
El escarabajo llegó al borde del tablero.
—¡Tiempo, Roden! —exclamó entonces el flaco. El rechoncho movió su alfil y
dio la vuelta al escarabajo, que empezó a recorrer en dirección contraria la
distancia que acababa de cubrir.
—¿Cuando el escarabajo llega a la esquina se acaba el tiempo? —preguntó
Starling.
—¡Naturalmente! —contestó el rechoncho levantando la voz pero no la vista—.
Naturalmente. ¿Cómo quiere jugar? ¿Haciéndole cruzar el tablero en diagonal?
¿Contra quién juega usted, contra un caracol?
—Traigo el ejemplar que ha motivado la llamada del agente especial Crawford.
—No entiendo cómo no hemos oído el ulular de su sirena —replicó el
rechoncho—. Llevamos esperando aquí toda la noche para identificar un bicho
del FBI. Los bichos son lo nuestro. Nadie nos ha dicho nada del ejemplar del
agente especial Crawford. Lo mejor que puede hacer es enseñárselo en
privado a su médico de cabecera. ¡Tiempo, Pilch!
—En cualquier otro momento estaré más que encantada de familiarizarme con
sus costumbres, señores —dijo Starling—, pero como esto es urgente, manos
a la obra. Tiempo, Pilch.
El moreno se giró para mirarla y la vio apoyada en el marco de la puerta con la
cartera en la mano. Introdujo el escarabajo en una caja que contenía serrín
podrido y lo cubrió con una hoja de lechuga.
Cuando se levantó, Clarice vio que era alto.
—Me llamo Noble Pilcher —dijo— y éste es Albert Roden. ¿Le urge identificar
un insecto? Estaremos encantados de ayudarla.
—Pilcher tenía una cara alargada y simpática, pero sus ojos negros, algo
maliciosos y excesivamente juntos, bizqueaban levemente y uno de ellos
capturaba la luz por separado.
No hizo gesto de tenderle la mano—. Y usted es la señorita...
—Clarice Starling.
—Veamos lo que nos trae.
Pilcher acercó el tarro de vidrio a la luz. Roden se acercó.
—¿Dónde lo ha encontrado? ¿Lo ha matado con su pistola? ¿Y no ha visto a
su mamá?
A Starling se le ocurrió pensar lo bien que le vendría a Roden un codazo en la
mandíbula.
—Ssss —rogó Pilcher—. Díganos dónde lo ha encontrado. ¿Estaba sujeto a
algo, un tallo, una hoja, o lo ha encontrado en el suelo?
—Ya veo —dijo Starling—. Nadie les ha explicado nada.
—El director del museo nos ha rogado que permaneciésemos en el despacho
para identificar un insecto para el F B 1 —repuso Pilcher.
—Nos ha mandado —precisó Roden—. Nos ha mandado que
permaneciésemos aquí hasta estas horas.
—Lo hacemos constantemente. Nos lo piden de Aduanas y del Ministerio de
Agricultura —explicó Pilcher.
—Pero no a estas horas de la noche —añadió Roden.
—Tendré que explicarles un parde cosas relacionadas con un caso de
homicidio —dijo Starling—. Estoy autorizada a ello siempre y cuando
comprendan que se trata de una información confidencial hasta que el caso se
haya resuelto. Es importante. Hay varias vidas en juego, y les ruego que me
crean. Doctor Roden, ¿puede prometerme que respetará una información
confidencial?
—No soy doctor. ¿Tengo que firmar algo?
—Si me da su palabra, no será necesario. Sólo tendrá que firmar en caso de
que precise quedarse con la muestra que he traído, nada más.
—Claro que la ayudaré. No soy tan egoísta.
—¿Doctor Pilcher?
—Es cierto —declaró Pilcher—. No es muy egoísta.
—¿Confidencial?
—No diré una palabra.
—Pilcher tampoco es doctor, todavía —dijo Roden—. Tenemos el mismo nivel
académico. Pero observe que él si le ha permitido que le llamase doctor.
—Roden se llevó la punta del pulgar a la barbilla, como queriendo subrayar lo
pertinentes que habían sido sus palabras—. Cuéntenoslo todo sin omitir
detalle. Cosas que a usted podrían parecerle irrelevantes, para un experto
pueden ser información vital.
—Este insecto se hallaba alojado en el velo del paladar de una mujer víctima
de asesinato. Ignoro cómo llegó hasta allí. El cadáver apareció en el río Elk,
Virginia occidental; la víctima llevaba muerta pocos días.
—Se trata de Buffalo Bili. Lo he oído por la radio —dijo Roden.
—Pero por la radio no dijeron nada del insecto, ¿verdad? —preguntó Starling.
—No, pero mencionaron el río Elk. ¿Viene directamente de allí? ¿Por eso llega
tan tarde?
—Sí —contestó Starling.
—Debe estar cansada. ¿Quiere un poco de café? —preguntó Roden.
—No, gracias.
—¿Agua?
—No.
—¿Coca—Cola?
—Creo que no. Queremos saber dónde estuvo cautiva esta mujer y dónde fue
asesinada.
Confiamos que este insecto viva en un hábitat concreto, o tenga un radio de
acción limitado o duerma solamente en determinado tipo de árbol, en una
palabra, queremos averiguar de dónde procede este insecto. Les he pedido
que mantengan en secreto esta información porque si el homicida ha colocado
el insecto deliberadamente, sólo él conoce este hecho, lo cual nos permitiría
eliminar confesiones falsas y ahorrar tiempo. Son ya seis las víctimas. El
tiempo se nos echa encima.
—¿Cree usted que en este momento, mientras estamos contemplando esta
larva, tiene secuestrada a otra mujer? —le preguntó Roden a pocos
centímetros de la cara, con las cejas arqueadas y la boca abierta. Clarice pudo
verle el interior de la boca y de pronto, en un segundo, cayó en la cuenta de
algo más.
—No ío s¿.
—Replicó con cierta estridencia—. Eso no lo sé —repitió para suavizar el
tono—. Volverá a matar lo antes—que pueda.
—Pues nosotros averiguaremos esto lo antes que podamos —repuso Pilcher—
. No se preocupe; este trabajo es nuestra especialidad. No podría estar usted
en mejores manos.
—Con unas pinzas finas sacó el pardo capullo del frasco, lo depositó en una
hoja de papel blanco bajo la luz y accionando un brazo articulado acercó una
lupa.
El insecto era alargado y parecía una momia. Se hallaba enfundado dentro de
una envoltura translúcida que dibujaba su morfología como un sarcófago. Las
extremidades se hallaban tan adheridas al cuerpo que parecían talladas en
bajorrelieve. La minúscula cara tenla una expresión de seriedad.
—En primer lugar, no se trata de un insecto que infeste habitualmente un
cadáver expuesto al aire libre, y es también accidental el hecho de que haya
aparecido en el agua —declaró Pilcher—. No sé hasta qué punto conoce usted
el mundo de los insectos ni qué tipo de información quiere que le demos. _
Digamos que tengo una vaga idea. Quiero que me lo expliquen todo.
—De acuerdo. Se trata de una ninfa, es decir, un insecto que todavía no ha
alcanzado su forma perfecta, dispuesto dentro de la crisálida, esto es, el
capullo que lo contiene mientras tiene lugar la metamorfosis que lo transforma
de larva en adulto —explicó Pilcher.
—¿Caparazón quitinizado, Pilch? —Roden arrugó la nariz para impedir que
resbalasen las gafas.
—Sí, creo que sí. ¿Quieres bajar el Chu? Consultaremos los capítulos sobre
larvas. Bueno, esto es indudablemente la fase intermedia de un gran insecto.
La mayoría de los insectos más desarrollados poseen esta fase. Muchos de
ellos revierten a ella para pasar el invierno.
—¿Qué prefieres, consultar el libro o examinar el bicho, Pilch? —preguntó
Roden.
—Examinarlo —Pilcher depositó el insecto en la platina de un microscopio y se
inclinó sobre el ocular llevando en la mano una sonda dental—. Adelante:
ausencia de órganos respiratorios precisos en la región dorsocefálica;
espiráculos mesotorácicos y algunos abdominales. Empecemos por ahí.
—Hummmm —se limitó a replicar Roden pasando páginas de un pequeno
manual—. ¿Mandíbulas funcionales?
—No.
—¿Parejas de galeas de maxilas en el borde ventral del mesión?
—Sí, sí.
—¿Dónde están situadas las antenas?
—Adyacentes al margen mesial de los élitros. Dos pares de alas, anteriores y
posteriores. El posterior queda completameniog te cubierto. Sólo quedan
visibles los tres segmentos abdominales inferiores. Cremáster con pequeños
punteados. Diría que pertenece a los lepidópteros.
—Es lo que dice aquí —replicó Roden.
—Se trata de la familia a la que pertenecen las mariposas y las polillas.
Cubre un territorio inmenso —dijo Pilcher.
—Si las alas están mojadas, va a ser un jaleo. Voy a buscar las referencias —
declaró Roden—. Supongo que no hay forma de impedir que me pongáis como
un trapo mientras esté fuera de aquí.
—Supongo que no —repuso Pilcher—. Roden es una bellísima persona —le
dijo a Starling en cuanto aquél hubo salido de la habitación.
—No lo dudo.
—Ahora no.
—Pilcher parecía regocijado—. Hicimos la carrera juntos, atrapando cualquier
tipo de beca que se pusiese a nuestro alcance. Él consiguió una que le obligó a
meterse en una mina de carbón a estudiar la desintegración de los protones.
Pasó demasiado tiempo a oscuras. Pero no es mala persona. De todos modos,
le aconsejo que no mencione la desintegración de los protones.
—Procuraré evitar el tema. Pilcher se alejó de la luz.
—Los lepidópteros forman una familia enorme. Unas treinta mil mariposas y
ciento treinta mil polillas. Me gustaría sacarla de la crisálida. Tendremos que
hacerlo para reducir el campo.
—De acuerdo. ¿Puede sacarla sin tener que dividirla?
—Creo que sí. Mire, ésta ya había empezado a salir antes de morir. Fíjese en
esa pequeña fractura irregular que hay aquí, en la crisálida. Esto nos va a llevar
cierto tiempo.
Pilcher ensanchó la grieta que había en el capullo y sacó el insecto. Las alas,
adheridas, estaban empapadas.
Abrirlas fue como trabajar con un pañuelo de papel doblado quince veces y
mojado. No se veía ningún dibujo.
Regresó Roden con los libros.
—¿Listo? —preguntó Pilcher—. Andando: el fémur prototorácico está oculto.
—¿Pilíferos?
—No tiene —contestó Pilcher—. ¿Le importaría apagar la luz, agente Starling?
Clarice esperó junto a la pared a que Pilcher encendiese el bolígrafo—linterna.
Él se alejó de la mesa y lo enfocó hacia el insecto, cuyos ojos resplandecieron
en la oscuridad reflejando el fino haz de luz.
—Mochuelo —dictaminó Roden.
—Seguramente, pero ¿cuál? —replicó Pilcher—. Encienda la luz, por favor. Se
trata de un noctúrnido, agente Starling, una polilla nocturna. ¿Cuántos
noctúrnidos existen, Roden?
—Veintiséis mil, de los cuales se han descrito unos... veintiséis mil.
—Aunque no hay tantos de este tamaño. Bueno, ahora te toca brillar a ti, amigo
mío.
La roja pelambre de Roden cubrió el microscopio.
—Ahora hemos de estudiar la caetaxia, esto es la piel del insecto, para actuar
por eliminación y reducirlo a una especie —dijo Pilcher—. En este tema, el
genio es Roden.
Starling tuvo la sensación de que una oleada de cordialidad había invadido la
habitación.
Roden correspondió iniciando una feroz discusión con Pilcher sobre si las
verrugas de la larva estaban dispuestas en círculos o no, controversia que
alcanzó a la disposición de los bulbos pilosos del abdomen.
—Erebus odora —anunció finalmente Roden.
—Vamos a comprobarlo —replicó Pilcher. Cogieron la muestra, bajaron en el
ascensor a la planta inmediatamente superior al gran elefante disecado y
penetraron en una enorme estancia cuadrada atestada de cajas verde pálido.
Lo que antaño fuera una única sala había sido dividida en dos niveles a fin de
aumentar la capacidad de almacenamiento de insectos del Smithsonian. Se
hallaban en Neotropicales dirigiéndose hacia Noctúrnidos. Pilcher consultó su
bloc de notas y se detuvo ante una caja situada a media altura de la elevada
muralla.
—Hay que ir con cuidado con esos trastos —dijo corriendo la pesada puerta de
metal de la caja y depositándola en el suelo—. Si se te cae en el pie, te pasas
saltando tres semanas.
Deslizó el dedo por la hilera de cajones, seleccionó uno y lo sacó. En la
bandeja, Starling vio unos huevos diminutos, la larva en un tubo con alcohol, un
capullo abierto con una ninfa muy semejante a la suya y a continuación el
insecto adulto, una gran polilla de un pardo casi negro, cuerpo peludo y
esbeltas antenas, que con las alas abiertas mediría unos quince centímetros.
—La Erebus odora —anunció Pilcher—. La tatagua o bruja negra.
Roden ya pasaba páginas.
—»Especie tropical que a veces en otoño llega en sus correrías hasta Canadá»
—leyó—. «Las larvas se alimentan de hojas de acacia, guarango y otras
plantas. Originaria de las Antillas y del sur de los Estados Unidos, en Hawai se
la considera plaga de la agricultura.»
Cagada la hemos, pensó Starling.
—Vaya por Dios —dijo en voz alta—. Por lo visto esos insectos están por todas
partes.
—Pero no en todas las épocas del año.
—Pilcher tenía la cabeza gacha. Se tironeó de la barbilla—. ¿Crían dos veces
al año Roden?
—Un segundo... A ver, sí; en el extremo sur de Florida y en el sur de Texas, sí.
—¿Cuándo?
—En mayo y en agosto.
—Estaba pensando —dijo Pilcher— que el ejemplar que nos ha traído está un
poco más desarrollado que el nuestro, y tiene pocas semanas de vida. Había
empezado a fracturar el capullo para salir. En las Antillas o en Hawai sería
comprensible, pero aquí estamos en invierno; en este país había de esperar
todavía tres meses para salir. Sólo caben dos posibilidades: que haya crecido
accidentalmente en un invernadero o bien que las críe alguien.
—¿Criarlas, de qué modo?
—En un cajón situado en un lugar templado, con algunas hojas de acacia para
alimentar a las larvas hasta que estén a punto de encerrarse en el capullo. No
es difícil; cuesta poco.
—¿Se trata de una afición corriente? Aparte de los científicos y profesionales,
¿cree usted que la practica mucha gente?
—No. Básicamente es cosa de entomólogos que intentan conseguir un
ejemplar perfecto, y tal vez de unos pocos coleccionistas. Claro que también
está la industria de la seda; ya se sabe que precisa de la cría de gusanos, pero
no son de esta clase.
—Los entomólogos deben disponer de publicaciones, revistas especializadas y
comercios que suministren el material adecuado.
—Por supuesto, y aquí se reciben casi todas las publicaciones.
—Le propongo una cosa —dijo Roden—. Aquí hay un par de personas que
están suscritas en privado a algunas revistas; se las pediré y no creo que
tengan inconveniente en dejárselas para que pueda echar un vistazo a esas
bobadas.
Cuente con ello mañana por la mañana.
—Muchas gracias, señor Roden. Dejaré encargado que pasen a buscarlas.
Pilcher fotocopió las referencias de la Erebus odora y se las dio junto con el
insecto.
—La acompaño abajo —dijo. Tuvieron que esperar el ascensor.
—A la mayoría de la gente les gustan las mariposas y les repugnan las polillas
—dijo él—. Pero las polillas son más... interesantes, tienen más atractivo.
—Son destructoras.
—Algunas sí; bueno, muchas, pero viven de mil maneras distintas. Como
nosotros.
—Silencio durante un piso—. Hay una clase de polillas, en realidad más de
una, que vive exclusivamente de lágrinías —afirmó—. Es de lo único que se
alimentan o beben.
—¿Qué clase de lágrimas? ¿Lágrimas de quién?
—Lágrimas de los grandes mamíferos terrestres, los que tienen
aproximadamente nuestro tamaño. La antigua definición de polilla era
«cualquier ser que lenta y silenciosamente come, consume o destruye
cualquier cosa». Apolillar era sinónimo de destruir... ¿Es lo único que hace,
perseguir a Buffalo Bill?
—Hago todo lo que puedo. Pilcher se pasó la lengua por los dientes; la lengua
parecía un gato moviéndose bajo una manta.
—¿No sale nunca a cenar? ¿A tomar una hamburguesa y una cerveza? ¿0 a
tomar una copa en un bar?
—últimamente no.
—¿Quiere que vayamos a tomar algo juntos, ahora? Hay un sitio no muy lejos.
—Ahora, no; pero cuando todo esto haya terminado, me hará mucha ilusión.
Propóngaselo también al señor Roden, naturalmente.
—No veo qué tiene eso de natural —replicó Pilcher. Y ya en la puerta—:
Espero que termine con esto cuanto antes, agente Starling.
Ella se apresuró hacia el coche que la esperaba. Ardelia Mapp había dejado en
la cama de Starling el correo de su compañera y media barra de Mars. Mapp
dormía.
Starling bajó con la máquina de escribir portátil a la lavandería, la colocó en la
repisa que se usaba para doblar la ropa e introdujo dos folios y papel carbón.
En el viaje de regreso a Quantico había hecho un esquema mental de sus
notas sobre la Erebus odora y redactarlas no le llevó mucho tiempo.
Luego se comió la barra de Mars y escribió una nota para Crawford, sugiriendo
repasar las listas de suscriptores de revistas entomológicas y compararlas con
las de los homicidas de los archivos del FBI, con los de las ciudades más
próximas a los puntos de secuestro y también con los archivos de criminales
sexuales y homicidas de Metro Dade, San Antonio y Houston, zonas en que las
polillas eran más abundantes.
Había otra cosa, además, que quiso mencionar por segunda vez:
Preguntémosle al doctor Lecterpor qué afirmó que e¡asesino iba a empezar a
arrancar el cuero cabelludo.
Entregó estos papeles al agente que hacía el turno de guardia de noche y se
desplomó en la acogedora cama, oyendo todavía los murmullos de las voces
del día, más quedas que la acompasada respiración de Ardelia Mapp al otro
extremo de la habitación. En la multitudinaria oscuridad volvió a ver la diminuta
cara seria de la polilla. Aquellos ojillos relucientes habían mirado a Buffalo Bill.
Lo último que surgió de la cósmica resaca fue la despedida del Smitlisonian y
un pensamiento que resumía el día: En este extraño mundo, esta mitad del
mundo que ahora está a oscuras, tengo que perseguir a un ser que se alimenta
de lágrimas.
CAPÍTULO 15
En un barrio del este de Memphis, Tennessee, Catherine Baker Martin y su
novio preferido estaban contemplando, en el apartamento de éste, una película
por televisión y echando caladas a una pipa cargada de hachís. Los intervalos
publicitarios eran cada vez más prolongados y frecuentes.
—Tengo ganas de picar algo. ¿Quieres unas palomitas? —dijo ella.
—Ya voy a buscarlas. Dame tus llaves.
—No te muevas. Igualmente he de ir a ver si ha llamado mamá.
Se levantó del sofá; era una joven alta, corpulenta y maciza, casi gorda, dueña
de una cara atractiva y de una abundante cabellera limpia y sedosa. Halló los
zapatos debajo de la mesa de café y salió al exterior.
La noche de febrero era más desapacible que fría. Una tenue neblina
provocada por el río Mississippi se cernía a ras de suelo envolviendo el
espacioso aparcamiento. justo encima de su cabeza, Catherine advirtió la luna
que agonizaba, pálida y fina como un anzuelo de hueso. Levantar la cabeza la
hizo sentirse un poco marcada. Empezó a cruzar el aparcamiento procurando
mantener el rumbo hacia la puerta de su casa, situada a poco menos de cien
metros de distancia.
El camión pintado de marrón estaba aparcado cerca de su apartamento, entre
varias caravanas y algunas lanchas cargadas sobre remolques. Se fijó en él
porque se parecía a los camiones de recaderos que a menudo le traían regalos
enviados por su madre.
Al pasar junto al camión, entre la niebla se encendió una lámpara. Se trataba
de una lámpara de pie, con su pantalla, colocada en el asfalto detrás del
camión. Bajo la lámpara había una panzuda butaca tapizada con una cretona
estampada, cuyas flores rojas destacaban chillonas en la niebla. Le vino a la
menta la palabra surrealista y echó las culpas al porro. ¿Por qué extrañarse?
Alguien se mudaba. Alguien que se instalaba o cambiaba de residencia. En
Stonchinge Villas siempre había movimiento de inquilinos. El visillo de su piso
se movió y se vio a su gato en el antepecho de la ventana, con el lomo
arqueado y apoyando el costado en el cristal.
Tenía la llave en la mano y antes de introducirla en la cerradura miró hacia
atrás. Un hombre saltó de la parte trasera del camión. A la luz de la lámpara vio
que llevaba una mano enyesada y el brazo en cabestrillo. Catherine entró en su
apartamento y cerró la puerta con llave.
Apartó el visillo unos milímetros y vio que el hombre intentaba meter la butaca
en la parte trasera del camión.
La agarró con el brazo sano y trató de elevarla con la rodilla. La butaca cayó. Él
la enderezó, se lamió un dedo y frotó una mancha de suciedad que el
accidente había causado en la cretona.
Catherine salió.
—Si quiere, le echo una mano.
—Con un tono de voz correcto; deseosa de ayudar y nada más.
—¿No le importa? Gracias.
—Una voz peculiar, forzada. Un acento que no era el de allí.
La luz de la lámpara le iluminaba la cara desde abajo, distorsionando sus
facciones pero no su cuerpo, que Catherine pudo ver con toda claridad.
Llevaba unos pantalones verde caqui, bien planchados, y una camisa de una
especie de ante, desabrochada, que revelaba un pecho pecoso. Tenía el
mentón y las mejillas sin vello, lisas y tersas como las de una mujer, y sus ojos
eran unos meros puntos relucientes entre las sombras que la lámpara producía
en los pómulos.
Él también la miró y ella reaccionó con cierta susceptibilidad. Generalmente,
cuando se le acercaban, los hombres se sorprendían de su tamaño y algunos
disimulaban mejor que otros esa sorpresa.
—Perfecto —dijo él. El hombre despedía un olor molesto y Catherine advirtió
con desagrado que el ante de la camisa todavía tenía pelo, unos pelos rizados
en los hombros y en las sisas.
Levantar la butaca y depositarla en el suelo del camión fue sumamente
sencillo.
—Empujémosla hacia delante, ¿le importa? —dijo él subiendo al camión y
apartando algunos trastos, esas latas planas que se meten debajo de un
vehículo para vaciar el aceite y un pequeño manubrio de esos que los
mecánicos llaman cabrias de ataúd.
Empujaron la butaca hacia delante, hasta dejarla justo detrás de los asientos.
—¿Usa usted una catorce? le preguntó él.
—¿Cómo?
—¿Hace el favor de pasarme esa cuerda? Ahí, justo a sus pies.
Cuando ella se inclinó para ver dónde estaba la cuerda, él le descargó un golpe
con el yeso en la nuca. Ella creyó que se había dado un coscorrón en la
cabeza y levantó el brazo para tantear en el momento en que el yeso golpeaba
otra vez, aplastándole los dedos contra el cráneo, y otra, esta vez detrás de la
oreja, descargando una sucesión de golpes, ninguno excesivamente fuerte,
que la hicieron desplomarse en la butaca.
Resbaló hasta el suelo del camión y quedó tendida de costado.
El hombre la observó unos instantes y luego se quitó el yeso y el cabestrillo.
Metió a toda prisa la lámpara dentro del camión y cerró las puertas traseras.
Tiró del cuello de la blusa de la chica y con una linterna leyó la talla que
indicaba la etiqueta.
—Perfecto —murmuró. Rasgó la blusa por detrás con unas tijeras pequeñas,
se la quitó y le ató las manos a la espalda. Luego colocó una estera en el suelo
del camión y tumbó a la muchacha boca arriba.
No llevaba sujetador. Le palpó los grandes pechos con los dedos y a
continuación calibró su peso y tersura.
—Perfecto —dijo.
En el pecho izquierdo tenía una mancha rosada, producto de algún juego
erótico. Él se lamió el dedo para frotarla, como había hecho con la cretona, y
asintió satisfecho al ver que el enrojecimiento desaparecía al someterlo a una
leve presión. Luego puso a la muchacha boca abajo y le examinó el cuero
cabelludo, separando su espesa cabellera con los dedos. El yeso
almohadillado no le había producido corte alguno.
Apoyó dos dedos en un costado del cuello, le tomó el pulso y notó que latía con
normalidad.
—Perfececto —dijo. Tenía un largo trayecto hasta su casa de planta y piso y
prefería no empezar las operaciones aquí.
El gato de Catherine Baker Martin vio por la ventana cómo se alejaba el
camión, cuyas luces traseras fueron disminuyendo de tamaño y juntándose
más y más.
Detrás del gato sonó el teléfono. El contestador automático del dormitorio
registró la llamada; la lucecita del aparato parpadeó en la oscuridad.
Quien llamaba era la madre de Catherine, senadora de los Estados Unidos por
el Estado de Tennessee.
CAPÍTULO 16
En la década de los ochenta, la edad de oro del terrorismo, se habían
establecido unas normas estrictas que entraban en vigor en el momento de
producirse un secuestro que tuviese relación con cualquier miembro del
Congreso:
A las 2.45 de la madrugada, el agente especial que estaba al mando de la
delegación del FBI en Memphis informó a la sede central de Washington que la
única hija de la senadora Ruth Martin había desaparecido.
Un cuarto de hora después, a las 3.00, dos furgonetas sin identificación
salieron del húmedo garaje subterráneo de la delegación de Washington,
Buzzard's Point. Una de ellas se dirigió al edificio del Senado, donde unos
técnicos colocaron dispositivos de grabación y monitores de imagen en los
teléfonos del despacho de la senadora Martin, así como un interceptador Title 3
en las cabinas públicas más próximas a la oficina de la senadora. El
departamento de justicia despertó al miembro de menos rango de la Comisión
del Servicio de Información del Senado dando así cumplimiento al requisito de
comunicar oficialmente la interceptación telefónica.
El segundo vehículo, una «furgoneta detective» dotada de cristales de espejo y
equipo de vigilancia, quedó estacionada en la Avenida de Virginia para cubrir la
fachada de Watergate West, la residencia de la senadora Martin en
Washington. Dos de los ocupantes de la furgoneta entraron en ella para instalar
monitores de imagen en los teléfonos privados de la senadora.
La compañía Bell Atlantic estimaba en setenta segundos el tiempo medio de
localización de cualquier llamada de rescate efectuada desde un teléfono
doméstico de conmutación digital.
La Brigada de Intervención de Buzzard's Point duplicó sus turnos por si se
producía un aviso de rescate en la zona de Washington y cambió su longitud
de onda, sustituyéndola por una frecuencia codificada, para proteger así
cualquier aviso de rescate de la intrusión de los helicópteros de los medios de
información; esa clase de irresponsabilidad por parte de los medios de
comunicación no era frecuente, pero había ocurrido anteriormente.
El Equipo de Rescate quedó en estado de máxima alerta y dispuesto a ser
transportado por avión a cualquier punto donde se requiriesen sus servicios.
Todo el mundo confiaba que la desaparición de Catherine Baker Martin
consistiese en un secuestro perpetrado por profesionales por motivos
económicos; tal posibilidad ofrecía las mayores garantías de supervivencia de
la víctima.
Nadie mencionaba la peor de las posibilidades. Y entonces, poco antes del
amanecer, en Memphis, un policía que investigaba en la avenida Winchester
una denuncia interpuesta contra un merodeador detuvo a un vagabundo de
edad que andaba recogiendo basura y hojalatas por la acera. En el carromato
de ese hombre, el policía encontró una blusa de mujer abrochada por delante.
La blusa estaba rasgada por detrás como una mortaja. En la etiqueta de la
lavandería figuraba el nombre de Catherine Baker Martin.
Jack Crawford había salido de su casa de Arlington y conducía hacia el sur
cuando a las 6.30 de la mañana el teléfono del coche sonó por segunda vez en
dos minutos.
—Nueve veintidós cuarenta.
—Cuarenta, espere para recibir a Alfa 4. Crawford vio un área de descanso,
penetró en ella y detuvo el motor para concentrar su atención en el teléfono.
Alfa 4 es el director del FBI.
—Jack, ¿está enterado de lo de Catherine Martin?
—El oficial de guardia acaba de llamarme.
—Entonces ya sabe lo de la blusa. ¿Qué me dice?
—Buzzard's Point está en alerta de secuestro —contestó Crawford—. Quiero
que siga. Si se cancela la alerta, quiero que se mantenga la vigilancia
telefónica. A pesar de la aparición de la blusa, no tenemos la certeza de que se
trate de Buffalo Bill. Si se trata de un imitador, es posible que llame para pedir
un rescate. ¿Quién se encarga de efectuar las investigaciones preliminares en
Tennessee, nosotros o ellos? Ellos.
La policía estatal. Son eficientes. Phil Adler acaba de llamarme desde la Casa
Blanca para transmitirme el «extraordinario interés» del presidente por este
caso. Un triunfo nos vendría de perillas, Jack.
—Sí, ya lo había pensado. ¿Dónde está la senadora?
—De camino hacia Memphis. Acaba de llamarme a casa hace un minuto. Ya
puede usted figurarse.
—Sí.
—Crawford conocía a Ruth Martin de las sesiones de presupuestos.
—Está empleando a fondo todos los resortes de poder que tiene a su alcance.
—Lo comprendo perfectamente.
—Yo también —replicó el director—. Le he dicho que estábamos yendo a toda
máquina, como en los otros casos. Ella está... está enterada de su situación
personal, Jack, y ha puesto un Lear oficial a su disposición. Empléelo; vuelva a
casa por la noche, siempre que pueda.
—Gracias. La senadora es un sargento, Tominy. Si se empeña en dirigir el
caso, va a haber trompazos.
—Lo sé. Recurra a mí si no tiene más remedio. ¿Cuánto tiempo tenemos como
máximo, seis o siete días, Jack?
—No lo sé. Si se asusta al descubrir quién es la víctima, es capaz de liquidarla
antes que a las demás.
—¿Dónde está usted ahora?
—A tres kilómetros de Quantico.
—¿El aeródromo de Quantico tiene capacidad para un Lear?
—Sí.
—Habrá uno allí dentro de veinte minutos.
—A la orden. Crawford marcó unos números en su teléfono y se introdujo de
nuevo en el tráfico.
CAPÍTULO 17
Embotada tras un sueño agitado, Clarice Starling, en bata y zapatillas, con la
toalla echada al hombro, aguardaba turno para entrar en el cuarto de baño que
ella y Mapp compartían con las alumnas de la habitación contigua. Las noticias
de Memphis que oyó por la radio la dejaron helada y sin aliento.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! ¡EH, AHí DENTRO! ¡ESTE CUARTO DE
BAÑO QUEDA REQUISADO! ¡SALGA INMEDIATAMENTE CON LAS
BRAGAS PUESTAS! ¡NO SE TRATA DE UN EJERCICIO DE PRÁCTICAS! —
Y se metió en la ducha desplazando a una sobresaltada vecina—. Apártate,
Gracie, y hazme el favor de pasarme el jabón.
Con las orejas tiesas por si sonaba el teléfono, hizo el equipaje para una noche
y colocó junto a la puerta el estuche que contenía el material de peritaje
forense. Se aseguró de que la centralita supiera que estaba en su habitación y
renunció al desayuno para no despegarse del teléfono. Cuando faltaban diez
minutos para la hora de clase, sin haber recibido ninguna llamada, bajó
corriendo a Ciencias del Comportamiento con todo el equipaje.
—El señor Crawford ha salido para Memphis hace tres cuartos de hora —le dijo
la secretaria, meliflua—. Le acompañaba Burrouglis, y también ha ido Stafford,
del laboratorio, que ha salido desde el aeropuerto nacional.
—Le dejé un informe aquí anoche. ¿Ha dejado algún recado para mí? Soy
Clarice Starling.
—Sí, ya sé quién eres. Tengo anotado tres veces tu número de teléfono y creo
que en la mesa del señor Crawford aparece por lo menos otras tantas, Clarice.
—La secretaria miró el equipaje de Starling—. ¿Quieres que le diga algo
cuando llame?
—¿Ha dejado algún teléfono de Memphis?
—No, llamará para comunicarlo. ¿No tienes clases hoy, Clarice?
Todavía estás en la academia, ¿verdad?
—Sí. sí. La entrada, con retraso, de Starling en el aula no fue facilitada por
Gracie Pitman, la muchacha a la que había expulsado de la ducha. Gracie
Pitman se sentaba inmediatamente detrás de Starling. El camino hacia su
asiento le pareció interminable y la lengua de Gracie Pitman tuvo tiempo de dar
dos vueltas enteras dentro de su velluda mejilla antes de que Starling pudiera
quedar sumergida en el anonimato de la clase.
Sin desayuno, tuvo que aguantar dos horas de «La excepción del fundamento
de la buena fe a la norma exclusiva en la investigación y detención de un
sospechoso» antes de poder dirigirse a la máquina del pasillo y engullir una
Coca—Cola.
A mediodía se dirigió a su buzón por si había algún mensaje, pero no encontró
nada. Entonces se le ocurrió, como ya le había sucedido en otras ocasiones,
que la frustración tiene un sabor muy parecido a un jarabe llamado Fleet's que
la obligaban a tomar de niña.
Hay días en que uno se despierta cambiado. Ése era uno de tales para
Starling—, era plenamente consciente de ello. Lo que había visto el día anterior
en la funeraria de Potter había provocado en ella una pequeña falla tectónica.
Starling había estudiado psicología y criminología en una prestigiosa facultad.
A lo largo de su vida había visto algunas de las monstruosas y espontáneas
maneras con que el mundo provoca destrozos y siembra la destrucción. Pero
entonces todavía no sabía y ahora, en cambio, había adquirido una sólida
certeza: a veces el género humano produce, tras una cara de hombre, una
mente cuyo placer es dedicarse a lo que yacía en la mesa de loza de Potter,
Virginia occidental, en aquella habitación forrada con aquel papel de rosas
rojas. La primera percepción que Starling tuvo de esa mente fue peor que todo
lo que había visto en las autopsias. Y dicho conocimiento permanecería
adherido a su piel para siempre, y supo que tendría que endurecerse porque,
de lo contrario, la iría carcomiendo hasta destruirla.
La rutina cotidiana de la escuela no la ayudó en absoluto. Durante todo el día
tuvo la sensación de que en el horizonte sucedían cosas. Le parecía oír un
ingente murmullo de acontecimientos, como el rumor que emite un estadio
lejano, y la perturbaban insinuaciones de movimientos, grupos que transitaban
por los pasillos, sombras de nubes que desfilaban encima de su cabeza, el
sonido de un avión.
Al acabar las clases, Starling salió a correr, dio demasiadas vueltas a la pista
de atletismo y a continuación se fue a nadar. Estuvo nadando hasta que le
vinieron a la mente los cadáveres que aparecían flotando en el río y a partir de
ese momento ya no quiso sentir el agua en la piel.
A las siete de la tarde, en compañía de Mapp y una docena de estudiantes,
contempló el telediario en la sala de estar. El secuestro de la hija de la
senadora Martin no encabezaba las noticias pero era la primera después de las
conversaciones de desarme de Ginebra.
Proyectaron imágenes filmadas en Memphis, empezando por la del letrero de
Stonehinge Villas, tomada a través de la luz giratoria de un coche—patrulla.
Los medios de comunicación ordeñaban la noticia y, con pocas novedades que
difundir, los informadores se entrevistaban unos a otros en el aparcamiento de
Stonchinge.
Losr altos cargos policiales de Memphis y del condado de Shelby, por falta de
costumbre, agachaban la cabeza para hablar a las hileras de micrófonos. En un
caos de gritos y codazos, destellos de objetivos y grabaciones de sonido,
enumeraban las cosas que ignoraban. Cada vez que un investigador entraba o
salía del apartamento de Catherine Baker Martin, los fotógrafos se inclinaban y
retrocedían, colisionando de espaldas con las cámaras de televisión.
Un breve e irónico vitoreo resonó en la sala de estar de la academia cuando la
cara de Crawford apareció unos instantes en la ventana del apartamento.
Starling sonrió moviendo solamente media boca.
Se preguntó si Buffalo Bill estaría viendo las noticias. Se preguntó qué pensaría
de la cara de Crawford o si sabría siquiera quién era Crawford.
También otras personas pensaban que acaso Bill estuviera contemplando la
televisión.
Apareció la senador Ruth Martin, que salió en directo con Peter Jennings.
Luego quedó sola, en el dormitorio de su hija, en el que había un banderín de
la Universidad Southwestern, carteles con el retrato de Wile E.
Coyote y la Enmienda de la Igualdad de Derechos en la pared situada a sus
espaldas.
Era una mujer alta, dueña de una cara de pronunciadas facciones y rasgos
vulgares.
—Me dirijo a la persona que tiene prisionera a mi hija —dijo. Se acercó a la
cámara provocando un imprevisto reenfoque y habló como nunca hubiese
hablado a un terrorista—. Mi hija está en sus manos. Tiene usted el poder de
dejar que mi hija no sufra ningún daño. Se llama Catherine. Es una muchacha
muy dulce y comprensiva. Usted controla la situación. Usted la tiene en sus
manos. Usted la tiene a su cargo. Sé que es usted capaz de sentir amor y
compasión. Usted puede protegerla contra cualquier cosa que pretenda hacerle
daño. Ahora tiene usted una maravillosa ocasión de demostrar al mundo entero
que sabe lo que es la bondad, que tiene la suficiente grandeza de espíritu para
tratar a los demás mejor de lo que el mundo le ha tratado a usted. Mi hija se
llama Catherine.
Los ojos de la senadora Martin se apartaron de la cámara en el momento en
que su imagen era sustituida por una película familiar de una niñita que daba
sus primeros pasos agarrada al sedoso pelaje de un collie.
La voz de la senadora siguió diciendo: —La película que está viendo muestra a
Catherine de pequeña. Libere a Catherine. Libérela sin hacerle daño. Déjela en
libertad en cualquier punto de este país y tenga la certeza que puede usted
contar con mi ayuda y mi amistad.
A continuación, una serie de instantáneas: Catherine Martin a los ocho años,
sujetando la caña del timón de un velero. El barco se hallaba elevado sobre
unos tacos de madera y su padre pintaba la quilla. Dos fotografías recientes de
la joven: una de cuerpo entero y un primer plano de la cara.
Y de nuevo la senadora en primer plano: —Yo le prometo ante todo el país que
puede contar usted con mi incondicional ayuda siempre que lo necesite. Me
hallo en situación privilegiada para ayudarle. Soy senadora de los Estados
Unidos. Trabajo en la comisión de defensa. Mis tareas se desarrollan en la
Iniciativa de Defensa Estratégica, ese conjunto de armas espaciales que
vulgarmente llamamos «La Guerra de las Galaxias». Si tiene usted enemigos,
lucharé contra ellos. Si le ponen obstáculos, puedo eliminarlos. Puede usted
llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Catherine es el nombre de mi
hija. Por favor, demuestre usted su fuerza —dijo para concluir la senadora
Martin—. Libere a Catherine sin hacerle ningún daño.
—Qué inteligente —comentó Starling. Temblaba como una hoja—. Dios mío,
qué inteligente.
—¿El qué? ¿Lo de la Guerra de las Galaxias? —replicó Mapp—. Si los
extraterrestres intentan controlar la mente de Buffalo Bill desde otro planeta, la
senadora Martin puede protegerle, ¿es ése el mensaje?
Starling asintió con un gesto de cabeza y explicó: —Muchos esquizofrénicos
paranoicos sufren esa alucinación concreta: control extraterrestre. Si la mente
de Bill funciona de ese modo, a lo mejor este enfoque lo desestabiliza. Pero ha
sido un bombardeo genial, y ella lo ha llevado a cabo con mucha valentía, ¿no
crees?
Tal vez consiga unos cuantos días más para Catherine. Quizá tengan tiempo
de minar un poco la resistencia de Buffalo Bill, o quizá no; Crawford opina que
cada vez abrevia más los períodos. Por probar nada se pierde; pueden probar
otras cosas.
—Cualquier cosa probaría yo si tuviera secuestrada a una hija mía. ¿Por qué
decía todo el rato «Catherine»?
¿Por qué tanto repetir el nombre?
—Porque intentaba que Buffalo Bill viese a Catherine como persona. La teoría
es que él tendrá que despersonalizarla, verla como un objeto, antes de poder
destrozarla. Los asesinos reincidentes, algunos, han mencionado ese punto
concreto en las entrevistas a que se les ha sometido en la cárcel. Dicen que es
como trabajar sobre un muñeco.
—¿Ves a Crawford detrás de la declaración de la senadora Martin?
—Es posible, aunque también es posible que la orientación general de sus
palabras se deba al doctor Bloom...
Mira, ahí está —dijo Starling.
En la pantalla apareció una entrevista grabada varias semanas antes con el
doctor Alan Bloom, de la Universidad de Chicago, sobre el tema de los
asesinos reincidentes.
El doctor Bloom se negó a comparar a Buffalo Bill con Francis Dolarhyde o
Garrett Hobbs, o con cualquiera de los asesinos conocidos a través de su
experiencia profesional. También se negó a usar el sobrenombre de «Buffalo
Bill». La verdad es que no dijo gran cosa, pero de todos era sabido que era un
eminente experto en la materia, probablemente el experto, y los medios de
comunicación querían mostrar su rostro en la pantalla.
Emplearon sus últimas palabras para concluir el reportaje: «No podemos
amenazarle con nada peor que su propia realidad, esa realidad a la que tiene
que enfrentarse cada día. Pero lo que sí podemos hacer es rogarle que acuda
a nosotros, porque estamos en condiciones de ofrecerle tratamiento y ayuda.
Sobre este punto quisiera subrayar que nuestro ofrecimiento es incondicional y
fruto de la más absoluta sinceridad».
—Ayuda, buena falta nos hace a todos —comentó Mapp—. No te digo lo bien
que me vendría a mí un poco de ayuda. Me encanta esa palabrería relamida y
facilona. ¿En total qué ha dicho? Nada. Y te apuesto lo que quieras a que
encima no ha logrado conmover a Buffalo Bill en absoluto.
—No dejo de pensar en esa pobre chica de Virginia —dijo Starling—. Me
distraigo un rato, qué sé yo, media hora, y luego la vuelvo a ver y se me hace
un nudo en la garganta. Llevaba las uñas pintadas... No dejes que me
obsesione, Ardelia.
Rebuscando entre sus múltiples entusiasmos, durante la cena Mapp disipó el
pesimismo de Starling y fascinó a cuantos la escuchaban con disimulo
comparando la métrica de las canciones de Stevie Worider con la de los
poemas de Emily Dickinson.
Cuando se dirigían a la habitación, Starling halló un recado en su buzón. Lo
abrió y leyó lo siguiente: Llame a Albert Roden, y un número de teléfono.
—Esto demuestra mi teoría —le dijo a Mapp cuando ambas se metían en la
cama con sus libros.
—¿Qué teoría?
—Pues que conoces a dos tíos y el que llama, con una insistencia plúmbea, es
el que no te interesa.
—Yo sé algo de eso.
En aquel momento sonó el teléfono. Mapp se tocó la punta de la nariz con el
lápiz.
—Oye, si es el cachondo de Bobby Lawrence, ¿quieres decirle que estoy en la
biblioteca? —dijo Mapp—. Dile que le llamaré yo mañana.
Era Crawford, llamando desde un avión; la voz sonaba estridente en el
teléfono.
—Starling, haga el equipaje para dos noches y reúnase conmigo dentro de una
hora.
Clarice creyó que Crawford se había alejado; sólo se oía un zumbido hueco; de
pronto, la voz regresó con brusquedad:
—No traiga equipo de ninguna clase, sólo ropa.
—¿Dónde me reúno con usted?
—En el Smithsonian.
—Y se puso a hablar con otra persona antes de colgar.
—Jack Crawford —dijo Starling arrojando su bolsa de viaje sobre la cama.
La cabeza de Mapp apareció por encima del Código Federal de Procedimiento
Criminal. Entrecerrando uno de sus grandes ojos castaños, estuvo observando
a Starling mientras ésta hacía el equipaje.
—No quiero meterte ideas extrañas en la cabeza —dijo al fin.
—Sí quieres —replicó Starling, sabiendo lo que se avecinaba. Mapp había
hecho la carrera de derecho en la Universidad de Maryland pagándose los
estudios con el sueldo que ganaba trabajando por las noches. En la academia
era la segunda de la clase. Su actitud ante los libros era simplemente
devorarlos.
—Mira, mañana tenemos examen de Penal y dentro de dos días la prueba de
P.E. Procura que Crawford, el jefe supremo, sepa que como no tenga cuidado,
pueden obligarte a repetir. En cuanto te diga: «Buen trabajo, señorita Starling»,
no hagas la chorrada de contestar: «Ha sido un placer». Te plantas delante y le
dices a la cara: «Cuento con que usted personalmente se encargue de que no
me hagan repetir por haber faltado a clase». ¿Me explico?
—Puedo presentarme a Penal en segunda convocatoria —contestó Starling,
abriendo un pasador con los dientes.
—Sí, claro, y si te presentas sin tiempo de estudiar y te suspenden, ¿crees que
no te van a obligar a repetir? ¿Estás de broma? Te echarán por la puerta de
servicio sin contemplaciones. El agradecimiento, Clarice, tiene una vida muy
corta. Haz que te prometa que nada de repetir. Tienes unas notas buenísimas,
fuérzale a que te lo prometa. Hija, nunca voy a encontrar una compañera de
habitación que un minuto antes de clase planche tan rápido y bien como tú.
Starling circulaba con el viejo Pinto por la autopista a buena marcha, a diez
kilómetros menos de la velocidad en que empezaban las vibraciones del
volante. El olor a aceite caliente y moho, los traqueteos del chasis y los
gemidos de la transmisión evocaban tenues recuerdos de la camioneta de su
padre, recuerdos de ir sentada a su lado, junto a sus hermanos pequeños que,
incansables, no dejaban un instante de moverse. Ahora la que conducía era
ella. Era de noche; los repetidos destellos blancos de las líneas de la calzada
pasaban bajo las ruedas, constantes e intermitentes. Tenía tiempo para pensar.
Sus miedos le arrojaban el aliento a la nuca; otros recuerdos, más recientes, se
agitaban sin cesar a su lado.
A Starling le atenazaba el temor de que se hubiese descubierto el cadáver de
Catherine Baker Martin. Podía ser que Buffalo Bill, al descubrir de quién se
trataba su víctima, se hubiera asustado, la hubiera matado y la hubiera arrojado
a un río después de colocarle una larva de insecto en la garganta.
A lo mejor Crawford traía el insecto para que lo identificasen. ¿Por qué otra
razón quería que se reuniese con él en el Smitlisonian? Sin embargo, traer un
insecto podía hacerlo cualquier agente o incluso un mensajero del F B 1. Y él le
había dicho que hiciese el equipaje para dos días.
Entendía perfectamente que Crawford no le hubiese dado explicaciones,
hablando como hablaba desde un radiotransmisor que podía no tener garantías
de seguridad, pero tener que hacer conjeturas era enloquecedor.
Halló en la radio una emisora dedicada exclusivamente a transmitir noticiarios y
esperó el inicio del informativo escuchando el boletín meteorológico. Pero las
noticias no le sirvieron de ayuda. Las relativas a Memphis eran una repetición
de las de la siete. La hija de la senadora Martin había desaparecido. Se había
hallado su blusa rasgada en la espalda, al estilo de Buffalo Bill. No había
testigos. La víctima hallada en Virginia occidental seguía sin ser identificada.
Virginia occidental. Entre los recuerdos de Clarice Starling de la funeraria de
Potter había uno sólido y valioso. Algo duradero, que brillaba destacando con
luz propia sobre el fondo de las lóbregas revelaciones.
Algo que merecía la pena conservar. Clarice lo evocó deliberadamente,
descubriendo que podía oprimirlo para darse ánimo, como un talismán. En la
funeraria de Potter, de pie ante el fregadero, había hallado fuerza en una fuente
que al mismo tiempo que sorprenderla le agradaba: el recuerdo de su madre.
Starling, para sobrevivir, se había alimentado de la fuerza de su padre, recibida
de segunda mano a través de sus hermanos; y la generosa dádiva que había
descubierto no sólo la sorprendía sino que la emocionaba.
Aparcó el coche ante la sede central del F B 1 en la Décima y Pennsylvania. En
la acera se habían instalado dos equipos móviles de televisión; los
informadores, a la luz de los focos, aparecían exageradamente acicalados.
Recitaban honestas informaciones sobre el fondo del edificio J. Edgar Hoover.
Starling esquivó los focos y recorrió a pie las dos manzanas que la separaban
del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian.
Vio unas pocas ventanas iluminadas en los pisos altos del vetusto edificio. Una
furgoneta de la policía del condado de Baltimore estaba aparcada en la
plazuela semicircular de la entrada. El chófer de Crawford, Jeff, aguardaba al
volante de una camioneta de vigilancia estacionada inmediatamente detrás.
Cuando vio llegar a Starling, dijo algo a un transmisor que llevaba en la mano.
CAPÍTULO 18
El vigilante del Smithsonian condujo a Clarice Starling al segundo piso,
contando a partir del gran elefante disecado. El ascensor se abrió en la enorme
planta sombría y en ella estaba Crawford, esperándola solo, con las manos
metidas en los bolsillos de la gabardina.
—Buenas noches, Starling.
—Hola —contestó ella. Crawford se dirigió al guardia.
—Desde aquí ya podemos ir solos, agente. Muchas gracias. Crawford y
Starling avanzaron juntos por un corredor bordeado de bandejas apiladas y
cajones con muestras antropológicas. En el techo estaban encendidas algunas
luces, no muchas. Cuando Starling adoptó la actitud de Crawford, que
caminaba con la postura encorvada y reflexiva que hubiera convenido a un
paseo por los jardines de la academia, ella intuyó que él sentía deseos de
pasarle el brazo por el hombro y que lo hubiera hecho si le hubiera sido posible
tocarla.
Aguardó a que él dijese algo. Al fin se detuvo, se metió también ella las manos
en los bolsillos y quedaron ambos frente a frente, mirándose en aquel pasillo
envuelto en el silencio de los huesos.
Crawford apoyó la cabeza en los cajones y realizó una profunda inspiración.
—Catherine Martin probablemente sigue viva —dijo. Starling asintió y dejó la
cabeza gacha. Tal vez a él le resultase más fácil hablar si ella no le miraba. Él
se mostraba sereno, aunque algo lo tenía preocupado. Starling se preguntó si
habría muerto su esposa. Tal vez fuese fruto de haber pasado el día entero con
la angustiada madre de Catherine.
—En Memphis no he sacado nada en claro —dijo él—.
La secuestró en el aparcamiento, creo. Nadie vio nada. Catherine entró en su
apartamento y luego, por algún motivo, salió de nuevo. No tenía la intención de
estar fuera mucho rato, porque dejó la puerta entreabierta y corrió el pestillo
para que no se cerrara de golpe. Las llaves se encontraron encima del
televisor. Dentro, todo intacto. No creo que Catherine permaneciese en su casa
mucho rato. No llegó hasta el contestador automático que hay en el dormitorio.
La luz roja que indica que se ha recibido un mensaje centelleaba todavía
cuando el bobalicón del novio llamó por fin a la policía.
Sin darse cuenta, Crawford dejó caer la mano en una bandeja repleta de
huesos y rápidamente la retiró.
—De modo que la tiene prisionera, Starling. Las cadenas de televisión han
accedido a no efectuar una cuenta atrás en los telediarios de la noche; el
doctor Bloom opina que tal actitud le sirve de aliciente para liquidarlas.
De todas formas, a la prensa sensacionalista no habrá quien se lo impida.
En un secuestro anterior, se halló una prenda de vestir rasgada por la espalda
con la suficiente rapidez para poder identificarla como perteneciente a una
víctima de Buffalo Bill mientras aún la mantenía con vida.
Starling recordaba la macabra cuenta atrás que, en unas primeras planas
orladas de negro, llevaron a cabo varios periódicos de la prensa amarilla. Duró
dieciocho días antes de que apareciese el cadáver flotando.
—Así que Catherine Baker Martin está esperando en el camerino de Buffalo
Bill, Starling, y contamos quizá con una semana de tiempo. Eso como mucho;
Bloom opina que está acortando los períodos.
Para ser Crawford, se había extendido notablemente hablando. La utilización
de «camerino», con su referencia al mundillo teatral, olía a exageración, a
prólogo. Starling guardó silencio, esperando a que entrase en materia, y él así
lo hizo.
—Pero esta vez, Starling, esta vez es posible que tengamos un pequeño
respiro.
Ella levantó los ojos y le miró por debajo de las cejas, esperanzada y atenta.
—Tenemos otro insecto. Sus amigos, Pilcher y ese... otro.
—Roden.
—Están trabajando en ello.
—¿Dónde estaba? ¿En Cincinnati? ¿En la chica del depósito de cadáveres?
—No. Venga conmigo. Se lo voy a enseñar. Quiero saber qué opina usted.
—Entomología está por el otro lado, señor Crawford.
—Lo sé. Doblaron la esquina y se encaminaron hacia la puerta de
Antropología. Detrás del cristal esmerilado había luz y se oían voces. Clarice
entró.
Tres hombres vestidos de bata blanca trabajaban en una mesa situada en el
centro de la habitación bajo una potente bombilla. Starling no alcanzó a ver qué
hacían.
Jerry Burroughs, de Ciencias del Comportamiento, inclinado por encima de sus
hombres, tomaba notas en un cuaderno. En la habitación reinaba un olor
conocido.
Entonces uno de los hombres de bata blanca se desplazó para llevar algo al
fregadero y Clarice lo vio todo.
En una bandeja de acero inoxidable depositada encima de la mesa de trabajo
estaba «Klaus», la cabeza que ella había descubierto en Guardamuebles
Desunión.
—El insecto lo tenía Maus en la garganta —dijo Crawford—. Un minuto,
Starling. ¿Estás hablando con la sala de radio, Jerry?
Burroughs leía las notas de su cuaderno por teléfono. Tapó con la mano el
comunicador.
—Sí, Jack; están a punto de difundir las fotografías de Klaus.
Crawford tomó el auricular que él le tendía.
—Bobby, no esperéis la confirmación de la Interpol. Enviad las fotografías
ahora mismo, junto con el expediente médico. A los países escandinavos,
Alemania y Holanda. No olvidéis mencionar que es posible que Maus sea un
marino mercante que abandonó su barco. Sobre todo indicad que es muy
probable que la Seguridad Social de esos países posea una solicitud de
reembolso por la fractura del pómulo; se llama el arco cigomático. Recordad
que hay que enviar las dos gráficas dentales, la universal y la de la Fédération
Dentire. Se le calcula una edad, pero recalcad que se trata de un cálculo
aproximado, porque no se puede confiar demasiado en las suturas craneales.
—Le devolvió el teléfono a Burroughs—. ¿Dónde tiene sus cosas, Starling?
—En recepción, abajo.
—El insecto ha sido encontrado por los de Johris Hopkins —declaró Crawford
mientras aguardaban el ascensor—. Estaban examinando la cabeza a petición
de la policía del condado de Baltimore. Lo tenía alojado en la garganta, igual
que la chica de Virginia occidental.
—Igual que en Virginia occidental.
—Todo un éxito, Starling. Los de Johris Hopkins lo han encontrado hacia las
siete de esta tarde. El fiscal del distrito de Baltimore me ha llamado al avión. Ha
enviado todo el paquete, incluido Klaus, para que pudiéramos verlo in situ.
También quería conocer la opinión del doctor Angel sobre la edad de Klaus y
cuántos años tenía cuando se fracturó el pómulo. La oficina del fiscal también
consulta al Smitlisonian, como nosotros.
—Un segundo. Tengo que asimilar todo esto. ¿Está usted diciendo que tal vez
fue Buffalo Bill quien mató a K¡aus? ¿Hace años?
—¿Acaso le parece demasiado traído por los pelos? ¿Demasiada
coincidencia?
—En este momento sí.
—Déjelo que'cueza un rato.
—Fue el doctor Lecter quien me indicó dónde encontrar a Klaus —dijo Starling.
—Efectivamente.
—El doctor Lecter me dijo que su paciente, Benjamín Raspail, afirmaba haber
matado a Klaus. Pero Lecter también—— dijo que en su opinión la muerte se
produjo por una asfixia erótica accidental.
—Así es.
—Y usted piensa que quizá el doctor Lecter sabe exactamente cómo murió
Klaus, y que el asesino no fue Raspail y que la muerte no fue producida por
asfixia erótica.
—Klaus tenía un insecto en la garganta y la chica de Virginia occidental tenía
también un insecto en la garganta. Nunca he visto tal cosa en ningún otro caso.
jamás he leído nada parecido y jamás he oído nada semejante. ¿Qué opina
usted?
—Opino que usted me ha dicho que hiciese el equipaje para dos días. Quiere
que vaya a ver al doctor Lecter, ¿verdad?
—Usted es la única persona con quien se digna hablar.
—Crawford manifestó una profunda tristeza al decir—: Me figuro que a ratos se
burla de usted.
Ella asintió.
—Hablaremos de camino al psiquiátrico —dijo él.
CAPÍTULO 19
—El doctor Lecter llevaba años ejerciendo de psiquiatra antes de que le
detuviéramos por sus crímenes —dijo Crawford—. Era un eminente
especialista al que consultaban con frecuencia los tribunales de Maryland y
Virginia y otros Estados de la costa oriental. Tiene una gran experiencia en el
campo de la demencia criminal.
Quién sabe lo que pudo haber instigado, meramente por divertirse. Es posible
que sepa algo de este caso. Por otra parte, mantenía una cierta relación social
con Raspail, el cual, además, era paciente suyo. Quizá
Raspail le dijo quién mató a Klaus.
Crawford y Starling se hallaban de frente, sentados en sendas sillas giratorias
en el compartimento trasero de la furgoneta de vigilancia, dirigiéndose hacia el
norte de la N95 en dirección a Baltimore, ciudad de la que se hallaban a unos
cincuenta kilómetros de distancia. Jeff, que era quien conducía, había
evidentemente recibido órdenes de avanzar a buena marcha.
—Lecter se ofreció a colaborar, ofrecimiento que yo rechacé de plano. Ya he
recibido su ayuda en otras ocasiones. Nunca nos comunicó nada de
importancia y la última vez su colaboración sólo sirvió para que a Will Graham
le cosieran la cara a puñaladas. Y simplemente por pura diversión. Pero, que
aparezca un insecto en la garganta de Klaus y otro en la garganta de la chica
de Virginia constituye una coincidencia que no puedo pasar por alto. Alan
Bloom jamás ha oído mencionar semejante hecho, y yo tampoco. ¿Se ha
topado usted con algo parecido, Starling? Usted, últimamente, ha leído más
literatura especializada que yo.
—Nunca. Que se inserten determinados objetos en las víctimas, sí, pero un
insecto jamás.
—Dos cosas para empezar. Primeramente, nuestro punto de partida es que el
doctor Lecter sabe efectivamente algo concreto; en segundo lugar, no
olvidemos en ningún momento que Lecter lo único que pretende es divertirse.
Tenga siempre presente este concepto: la diversión. Tenemos que lograr que
Lecter desee que detengamos a Buffalo Bill mientras Catherine Martin siga aún
con vida. Todo lo positivo de la diversión ha de apuntar en esa dirección. No
disponemos de nada con que amenazarle; ya le han privado del retrete y de
sus libros. En estos momentos se halla prácticamente en cueros.
—¿Qué ocurriría si simplemente le explicásemos la situación y le ofreciésemos
algo a cambio? Una celda con una ventana, por ejemplo. Es lo que pidió
cuando se ofreció a ayudar.
—Se ofreció a ayudar, Starling, no a proporcionar información. El hecho de
proporcionar información no le ofrece la suficiente oportunidad de alardear. Veo
que pone usted cara de duda. Es partidaria de decirle la verdad. Escuche.
Lecter no tiene prisa. Está siguiendo este caso como si se tratase de un partido
de béisbol. Si le pedimos que nos proporcione información, decidirá esperar.
No nos la dará de inmediato.
—¿Ni siquiera a cambio de una recompensa? ¿Una recompensa que no
obtendrá si Catherine Martin muere?
—Supongamos que le decimos que sabemos que posee información y que
queremos que nos la comunique. Lo que más le divertiría es hacernos esperar,
fingiendo semana tras semana que intenta recordar, avivando la esperanza de
la senadora Martin, dejando luego morir a Catherine, y después atormentando
a una madre, y luego a otra, y luego a otra, manteniéndolas en vilo, afirmando
que está a punto de recordar... Eso sería para él muchísimo más gratificante
que disponer de una ventana. Vive de eso, Starling. De eso se alimenta. Mire,
no estoy seguro de que con la edad los hombres aprendan gran cosa, pero
indudablemente los años enseñan a evitar determinadas desgracias. Y aquí
hay bastantes desgracias que pueden evitarse.
—De modo que el doctor Lecter ha de creer que acudimos a él estrictamente
en busca de teoría y percepción —dijo Starling.
—Correcto.
—¿Y por qué me ha avisado? ¿Por qué no me ha enviado a entrevistarle sin
ponerme al corriente?
—Porque quiero que se halle al mismo nivel que yo. Usted hará lo mismo
cuando ocupe un puesto de mando.
Lo contrario funciona poco tiempo.
—Así pues, no se menciona el insecto de la garganta de Klaus ni se establece
relación alguna entre Klaus y Buffalo Bill.
—No. Usted vuelve a visitarle porque le ha impresionado el hecho de que
vaticinase que Buffalo Bill empezaría a arrancar cabelleras. Haga constar que
yo estoy muy escéptico al respecto, lo mismo que Alan Bloom, pero que la he
autorizado a que se entretenga desenredando ese ovillo. Le dice que ha sido
usted designada para hacerle una oferta de ciertos privilegios, determinadas
cosas que sólo un personaje tan poderoso como la senadora Martin puede
conseguir. Es fundamental que Lecter crea que debe darse prisa, ya que la
oferta, si Catherine muere, se desvanece. De ocurrir tal cosa, la senadora se
desinteresa por completo de él. Y especifique que si fracasa, será porque ni es
tan inteligente como afirma ni tiene los conocímientos necesarios para hacer lo
que dijo que haría, no porque se niegue a colaborar para fastidiarnos.
—¿Y se desinteresará efectivamente la senadora?
—Más vale que pueda usted declarar bajo juramento que desconoce la
respuesta a esa pregunta.
—Ya comprendo. De modo que la senadora Martin no había sido informada.
Aquello requería cierto coraje.
Evidentemente Crawford temía las interferencias y le preocupaba el que la
senadora cometiese el error de pedir ayuda al doctor Lecter.
—¿Comprende usted realmente?
—Sí. ¿Cómo puede ser el doctor Lecter lo suficientemente concreto para
dirigirnos hacia Buffalo Bill sin demostrar que posee datos específicos? ¿Cómo
puede lograrlo sin más medios que su capacidad de percepción y sus
conocimientos teóricos?
—No lo sé, Starling. Ha tenido mucho tiempo para pensar en ello. Ha esperado
por espacio de seis víctimas.
El teléfono de la furgoneta empezó a zumbar y a centellear al efectuar la
primera de las llamadas que Crawford había programado con la centralita del
FBI.
Durante los veinte minutos siguientes, Crawford estuvo hablando con oficiales
que conocía en la policía estatal holandesa, con un Overstelojtnant de las
fuerzas de seguridad suecas que había estudiado en Quantico, con un amigo
que ocupaba el puesto de adjunto del Rigspolitichef de la policía
gubernamental danesa, y sorprendió a Starling poniéndose a hablar en un
correcto francés, con el oficial encargado de la guardia nocturna de la Police
Criminelle belga. En todas esas ocasiones subrayó la urgente necesidad de
identificar cuanto antes a Klaus y a sus asociados. Cada una de esas
jurisdicciones debía tener ya la solicitud expedida por télex por la Interpol, pero
con esas llamadas personales se aseguraba de que se diese curso a la
solicitud con mayor rapidez.
Starling comprendió que Crawford había elegido la furgoneta por su avanzado
sistema de comunicaciones estaba dotada de los más sofisticados adelantos
tecnológicos—, aunque dicha tarea le hubiera resultado más cómoda desde el
despacho. Aquí tenía que revisar sus notas en un diminuto tablero iluminado
por una luz lateral, y cada vez que los neumáticos pisaban un remiendo de
alquitrán, saltaban. Clarice no tenía demasiada experiencia de servicio, pero
sabía que era bastante infrecuente que un jefe de sección anduviese en una
furgoneta en una misión de este tipo. Crawford hubiera podido darle las
instrucciones por radioteléfono. Se alegró de que no hubiese sido así.
Tenía la impresión de que el silencio y la calma que proporcionaban la
furgoneta, así como el pausado intervalo que permitía que la misión se
desarrollase con sosiego, habían sido comprados a un alto precio. Oír a
Crawford hablar por teléfono confirmó tal intuición.
Crawford hablaba con el director del FBI.
—No, señor. ¿Han vuelto a autorizarlo? ¿Cuánto tiempo me dan? No, señor.
No. Nada de dispositivos de escucha. Tommy, lo recomiendo encarecidamente.
Insisto en ello. No quiero que ella lleve ningún dispositivo. El doctor Bloom
opina exactamente lo mismo. Está en O'Hare, bloqueado por la niebla. En
cuanto despeje, saldrá. De acuerdo.
A continuación Crawford mantuvo una críptica conversación telefónica con la
enfermera que hacía el turno de noche en su casa. Al terminar, se quedó
mirando por la ventanilla por espacio quizá de un minuto, con las gafas
colgadas de un dedo que reposaba en la rodilla; iluminada por los faros que
venían en dirección contraria, la cara se le veía desnuda. Luego se puso las
gafas y se volvió hacia Starling.
—Disponemos de tres días para entrevistar a Lecter. Si no obtenemos
resultados, pasa a manos de la policía de Baltimore, que lo interroga a fondo
mientras se lo autorice el juzgado.
—La última vez, los interrogatorios no sirvieron de gran cosa. El doctor Lecter
no se deja impresionar.
—¿Qué les dio después de tantas horas, una gallina de papel?
—Una gallina, sí. La arrugada gallina de papel estaba todavía en el bolso de
Starling. Ésta la alisó encima del pequeño tablero y la accionó por la cola para
que picotease.
—Comprendo a la policía de Baltimore. Lecter es su prisionero. Si aparece el
cadáver de Catherine, el comisario quiere poder decirle a la senadora Martin
que ha hecho todo cuanto estaba a su alcance.
—¿Cómo está la senadora Martin?
—Animosa pero angustiada. Es una mujer inteligente y de carácter, rebosante
de sentido común. A usted probablemente le gustaría, Starling.
—¿Cree que Johris Hopkins y homicidios de Baltimore callarán lo del insecto
en la garganta de Klaus?
¿Podernos mantenerlo a salvo de la prensa?
—Al menos durante tres días, sí.
—Ha costado conseguirlo, ¿verdad?
—No podemos confiar en Frederick Chilton ni en el personal del psiquiátrico —
contestó Crawford—. Si Chilton se entera, se entera todo el mundo. Chilton, por
supuesto, está informado de que va usted para allá, pero simplemente como un
favor hacia la policía de Baltimore. Oficialmente usted va para ayudar a cerrar
el caso de Klaus; lo de Buffalo Bill queda al margen.
—¿Y no resulta sospechoso que me presente a estas horas de la noche?
—Es el único momento que le he autorizado yo a usted. También tengo que
decirle que lo del insecto de la chica de Virginia aparecerá en los diarios de
mañana. La oficina del forense de Cincinnati se ha ido de la lengua, de modo
que ya no es un secreto. Lo que Lecter pretenderá de usted es un relato
detallado, cosa que no importa demasiado, siempre y cuando no se entere de
que hemos encontrado otro en la garganta de Klaus.
—¿Qué tenemos para ofrecerle a cambio?
—Estoy trabajando en ello —contestó Crawford, y se volvió hacia el teléfono.
CAPÍTULO 20
Un cuarto de baño espacioso, todo de azulejo blanco, luces cenitales y
sanitarios de esbelta línea italiana colocados sobre unos muros de viejo ladrillo
visto. Un ornamentado tocador flanqueado por plantas de gran altura y
atestado de cosméticos, el espejo perlado del vapor de la ducha. De la ducha
salía un canturreo excesivamente agudo para la forzada voz que lo emitía. Era
una canción de Fats Waller, Cashfor Your Trash, del musical Ain't Misbehavin’.
A ratos la voz abandonaba el tarareo y cantaba fragmentos de letra:
«Guarda tus viejos di— A — R 10 S, Haz con ellos un MON—Tó—óóN, Tarará,
tará, tariro, Tararí, tarí, taróoo...»
Siempre que se oían palabras, una perrita de pequeño tamaño arañaba la
puerta del cuarto de baño.
En la ducha se hallaba Jame Gumb, varón, de raza blanca, treinta y cuatro
años, metro ochenta y cinco de estatura, noventa y dos kilos de peso, sin
señales especiales que lo caractericen. Pronuncia su nombre de pila como
James pero sin la s. Jame. Insiste en que se diga así.
Tras aclararse, Gumb se aplicó Friction des Bains, frotándose el pecho y las
nalgas con las manos y empleando un paño de secar platos para las zonas que
no deseaba tocar. Tenía el vello de las piernas y los pies un poco crecido, pero
decidió que podía pasar.
Se secó con una toalla rosa y se aplicó una generosa cantidad de leche
hidratante en todo el cuerpo. El espejo de cuerpo entero estaba provisto de una
cortina de ducha suspendida de una barra que lo ocultaba.
Gumb empleó el paño para ocultarse el pene y los testículos entre las piernas.
Corrió la cortina a un lado y se contempló en el espejo, adoptando una postura
de vampiresa a pesar del escozor que ello le causó en las partes.
—Acércate, vida mía, acércate mucho más. Usó el registro más agudo de su
voz, que tenía una tonalidad natural de bajo, convencido de que sus intentos
progresaban. Las hormonas que había tomado —Premarin durante una
temporada y después dietilestilbestrol, por vía oral— no podían cambiarle la
voz pero habían reducido un poco el vello que crecía entre sus incipientes
pechos. Unas prolongadas sesiones de electrólisis habían hecho desaparecer
la barba de Gumb y modificado la línea del nacimiento del cabello dejándola
puntiaguda, pero de aspecto no parecía una mujer. Parecía un hombre
dispuesto a luchar no sólo a puñetazos y patadas sino también con las uñas.
Averiguar si su conducta obedecía a un deliberado pero infructuoso esfuerzo
por afeminarse o era más bien una burla cruel hubiera resultado, para una
amistad superficial, difícil de precisar, y amistades superficiales era lo único
que tenía.
—Dime cuándo tú vendrás, dime cuándo, cuándo, cuáaaridocoo...
Al sonido de su voz, el perro arañó la puerta. Gumb se puso el batín y dejó
entrar a una perra caniche de color champaña. La cogió en brazos y le dio un
beso en su rollizo trasero.
—Sí—í—í—í. ¿Estás muerta de hambre, Preciosa? ¿Igual que yo? Trasladó a
la perrita de un brazo a otro para abrir la puerta del dormitorio. El animal se
contorsionó deseoso de bajar al suelo.
—Sólo un minutito, cariño mío.
—Con la mano libre cogió una carabina Mini—14 que estaba en el suelo junto a
la cama y la colocó sobre las almohadas—. Ya está. Ya está. Ahora vamos a
preparar la cena, que estará lista en un instante.
Dejó a la perra en el suelo mientras buscaba el pijama. El animal se arrastró
ansioso escaleras abajo hacia la cocina.
Jame Gumb sacó del microondas tres bandejas de platos preparados. Dos
eran sabrosos guisos para él y la tercera comida de régimen para la perra.
El caniche devoró la carne en salsa y el postre y dejó el acompañamiento de
verduras. Jame Gumb no dejó más que los huesos.
Hizo salir a la perra por la puerta trasera de la casa y cruzándose el batín,
porque hacía frío, se quedó observando cómo se agachaba el animal en la
franja de luz que salía por la puerta a hacer sus necesidades.
—No has hecho el Número Doo—oos. De acuerdo, de acuerdo.
No te miro.
—Pero la contempló por una rendija de los dedos—. ¡Ahora sí, trasto, más que
trasto! ¡Eres una perfecta señorita! Andando, vámonos a la cama.
Al señor Gumb le gustaba acostarse. Lo hacía varias veces cada noche.
También le gustaba levantarse e irse a sentar a alguna de sus numerosas
habitaciones sin encender la luz o bien trabajar un rato cuando tenía entre
manos algún proyecto creativo.
Se disponía a apagar la luz de la cocina cuando se detuvo y frunció los labios
con gesto juicioso, pensando en los desperdicios de la cena. Recogió las tres
bandejas y pasó una bayeta por la mesa.
Un interruptor situado al inicio de la escalera encendía las luces del sótano.
Jame Gumb empezó a bajar llevando consigo las bandejas. La perrita chilló en
la cocina y con el hocico abrió la puerta.
—Bueno, de acuerdo, pelmaza.
—Cogió al caniche en brazos y bajó las escaleras. La perra se movía y
olfateaba las bandejas que él llevaba en la otra mano—. Nada de eso; tú ya
has comido bastante.
La dejó en el suelo y el animal le siguió por los diversos y tortuosos niveles del
sótano.
En un cuarto situado directamente debajo de la cocina había un pozo, seco
desde hacía años. El pretil de piedra, reforzado con aros de metal modernos y
cemento, sobresalía a medio metro de altura sobre un suelo cubierto de arena.
La tapa de seguridad original, de madera, de un grosor suficiente para que un
niño no pudiese levantarla, seguía todavía en su lugar. Poseía una trampilla
cuyo diámetro permitía el paso de un cubo. La trampilla estaba abierta y Jame
Gumb vació por ella las sobras de sus bandejas y las de la perra.
Los huesos y los restos de verduras desaparecieron tragados por la negrura
del pozo. La perrita se sentó en el suelo pidiendo más de comer.
—Nada, nada. No queda nada —dijo Gumb—. Ya sabes que estás muy gorda.
Subió las escaleras del sótano murmurando a la perrita: «Gordinflona,
gordinflona». No dio muestras de oír el grito, relativamente fuerte y cuerdo,
cuyo eco subió por el negro agujero:
—PORFAVOOOR.

CAPÍTULO 21
Clarice Starling entró en el Hospital Estatal de Baltimore para la Demencia
Criminal poco después de las diez de la noche. Iba sola y confiando que el
doctor Frederick Chilton estuviese ausente, pero la estaba esperando en su
despacho.
Chilton llevaba una americana deportiva de lana a cuadros; era una prenda de
corte británico, cuya línea ceñida y doble abertura en la cadera le confería, en
opinión de Clarice, aspecto de polisón. Y anheló desde lo más hondo de su
corazón que el director no se hubiese acicalado para ella.
Ante la mesa de despacho, la habitación se hallaba absolutamente vacía a
excepción de una silla de respaldo recto atornillada al suelo. Starling
permaneció de pie junto a ella mientras sus palabras de saludo flotaban en el
aire. Percibió el rancio olor de las frías pipas de Chilton, que aparecían
alineadas en un pequeño anaquel junto al humidificador.
El doctor Chilton terminó de contemplar su colección de locomotoras en
miniatura y se volvió hacia ella.
—¿Le apetece un café descafeinado?
—No, gracias. Lamento interrumpirle la velada.
—Sigue empeñada en averiguar algo más sobre esa cabeza —dijo el doctor
Chilton.
—Sí. La oficina del fiscal del distrito de Baltimore me ha comunicado que se
había puesto en contacto con usted para concertar mi visita, doctor.
—Efectivamente, así es. Yo trabajo en estrecho contacto con las autoridades
de la ciudad, señorita Starling. Por cierto, ¿está usted escribiendo un artículo o
una tesis sobre este caso?
—No.
—¿Ha publicado algo alguna vez en las revistas profesionales?
—No, nunca. Mi visita se debe a un encargo que la oficina del fiscal del distrito
me ha pedido realizar para la brigada de homicidios de Baltimore. Les hemos
entregado un caso abierto y ahora les estamos ayudando a atar los cabos
sueltos.
Starling descubrió que el desagrado que sentía hacia Chilton le facilitaba la
tarea de mentir.
—¿Va usted electrificada, señorita Starling?
—¿Cómo dice?
—Si lleva usted un microdispositivo para grabar lo que diga el doctor Lecter. En
jerga policíaca se usa el término «electrificar»; lo habrá usted oído alguna vez.
—No. El doctor Chilton tomó una pequeña grabadora que había en su mesa e
introdujo en ella una cinta.
—Entonces meta esto en su bolso. Diré que lo transcriban y le enviaré una
copia. Le será muy útil para completar sus notas.
—No puedo hacer eso, doctor Chilton. ¿Quiere explicarme por qué no? Las
autoridades de Baltimore llevan semanas pidiéndome mi opinión sobre
cualquier declaración de Lecter relacionada con el caso Klaus.
Procure por todos los medios desembarazarse de Chilton, le había dicho
Crawford. Siempre podemos librarnos de él con un mandato judicial, pero
Lecter se lo olería. Ve las intenciones de Chilton con mayor claridad que si se
tratase de una radiografía.
—La oficina del fiscal ha especificado que se trata de una entrevista informal.
Si grabo la conversación con el doctor Lecter sin su conocimiento y él lo
averigua, ello significaría poner fin al clima de cooperación que tanto esfuerzo
nos ha costado conseguir. Estoy segura de que estará usted de acuerdo con lo
que acabo de decir.
—¿Y cómo podría averiguarlo? Leyéndolo en los periódicos, junto a todo lo
demás que sabes tú, gilipollas.
Naturalmente, contestó lo siguiente:
—Si conseguimos algún resultado y el doctor Lecter se ve obligado a declarar,
es evidente que usted sería el primero en examinar el material y tendría que
prestar declaración como experto en la materia.
—¿Sabe usted por qué accede a hablar con usted, señorita Starling?
—No, doctor Chilton. Chilton se dedicó a examinar uno por uno la profusión de
títulos y diplomas que tapizaban la pared situada detrás de su mesa como si
estuviese realizando un escrutinio. Luego, con mucha lentitud, se volvió hacia
Starling.
—¿Es usted verdaderamente consciente de lo que está haciendo, señorita
Starling?
—Claro que sí.
—Menuda pregunta. A Starling le temblaban las piernas del exceso de ejercicio
que había realizado. No quería discutir con Chilton. Tenía que conservar sus
energías para la entrevista con Lecter.
—Lo que está usted haciendo es presentarse en mi hospital para llevar a cabo
una entrevista y negarse a compartir su información conmigo.
—No hago más que cumplir mis instrucciones, doctor Chilton. Aquí tengo el
teléfono de guardia de la oficina del fiscal. Tenga la bondad de discutir este
punto con el encargado o bien permitirme que realice mi trabajo.
—Señorita Starling, yo no soy el portero de esta institución. Yo no vengo a esta
casa después de cenar para abrir la puerta a las visitas. Tenía una entrada
para asistir a un espectáculo.
Se dio cuenta de que había dicho una entrada. En ese instante Starling vio la
existencia del doctor Chilton y él lo supo.
Clarice vio el vacío frigorífico, las migas de la bandeja de la cena que acababa
de ingerir a solas frente al televisor, los inmóviles montones que formaban sus
cosas durante meses hasta que un día se decidía a ordenarlas; percibió el
dolor de aquella sonrisa amarillenta tras la cual se ocultaba una vida de
soledad, y con la rapidez de un relámpago decidió no aliviarlo, no cambiar de
tema ni desviar la mirada. Se lo quedó mirando fijamente a la cara y ladeando
casi imperceptiblemente la cabeza le agredió con su belleza, manifestó a las
claras que lo había adivinado y lo apuñaló con su expresión, sabiendo que él
no podía ya aguantar la idea de reanudar la conversación.
Lo hizo acompañar por un enfermero llamado Alonso.
CAPÍTULO 22
Mientras bajaba con Alonso por el psiquiátrico hacia el último pabellón, Starling
consiguió aislarse de los portazos y los gritos a pesar de notarlos en la piel
como una corriente de aire. Notaba que aumentaba la presión, como si
estuviese hundiéndose en el agua hacia las profundidades.
La proximidad de los dementes, la idea de Catherine Baker Martin sola y a la
merced de uno de ellos, uno que la olisqueaba mientras se acariciaba los
bolsillos en los que guardaba sus instrumentos, la fortaleció para la misión que
la aguardaba. Pero necesitaba algo más que determinación.
Necesitaba estar tranquila, estar serena, para así convertirse en el más afilado
bisturí.
No podía emplear más arma que la paciencia a pesar de la acuciante urgencia
del momento. Si Lecter conocía la respuesta, Clarice iba a tener que localizarla
entre las fibras del cerebro del doctor.
Starling descubrió que al pensar en Catherine Baker Martin la imagen que
aparecía en su mente era no la de una joven sino la de una niña que había
visto en el telediario, la niña que jugaba en el velero.
Alonso oprimió el zumbador de la última puerta de seguridad.
—Enséñanos a preocuparnos y a no preocuparnos, enséñanos a estar
sosegados.
—Perdone, ¿cómo dice? —dijo Alonso, y Starling supo que había hablado en
voz alta.
Alonso la dejó en compañía del corpulento enfermero que abrió la puerta.
Cuando el primero se alejaba, Starling le vio santiguarse.
—Me alegro de volver a verla —dijo el enfermero echando los pestillos
nuevamente.
—Hola, Barney. Un libro de bolsillo envolvía el grueso dedo índice de Barney
que no quería perder el punto.
Era una novela de Jane Austen. Starling estaba dispuesta a verlo todo.
—¿Cómo quiere las luces? El pasillo que separaba las celdas estaba a
oscuras. Al fondo, un chorro de luz procedente de la última celda iluminaba el
suelo del corredor.
—El doctor Lecter está despierto.
—Por la noche, siempre; aunque apague la luz.
—Dejémoslas tal como están.
—Camine por el centro y al llegar allí no toque los barrotes, ¿de acuerdo?
—Quisiera apagar ese televisor. El televisor había cambiado de sitio. Se
hallaba ahora al fondo del pasillo, encarado hacia el centro. Algunos presos
llegaban a ver la pantalla apoyando la cabeza en los barrotes de la celda.
—No hay problema. Quite el sonido pero deje la imagen. A algunos les gusta
mirarla. La silla, si la necesita, está donde siempre.
Starling avanzó a solas Por el sombrío corredor. No quiso mirar hacia las
celdas que había a ambos lados.
Tenía la impresión de que el ruido de sus pasos era atronador. Los únicos otros
sonidos eran unos apagados ronquidos procedentes de una celda, o dos a lo
sumo, y una risita sofocada que salía de otra.
En la celda de Miggs había un nuevo ocupante. Vio unas largas piernas
tendidas en el suelo y una cabeza apoyada en los barrotes. Al pasar junto a la
celda, miró hacia el interior. Sentado en el suelo, entre un montón de recortes
de cartulina de construcción, había un hombre. Tenía la cara vacía de
expresión. El claroscuro del televisor se le reflejaba en los ojos y un brillante
hilo de baba le unía la esquina de la boca con el hombro.
No quiso mirar hacia el interior de la celda del doctor Lecter hasta estar segura
de que él la hubiese visto. Pasó ante ella, notando un picor entre los hombros,
se acercó al televisor y quitó el sonido.
En su blanca celda, el doctor Lecter vestía el pijama blanco de los pacientes
del psiquiátrico. La única nota de color la proporcionaban el cabello, los ojos y
la roja boca del psiquiatra, una boca que destacaba en una cara durante tanto
tiempo alejada de la luz del sol que llegaba a confundirse con la blancura que
la rodeaba; las facciones de la cara parecían flotar suspendidas encima del
cuello del pijama. Estaba sentado a su mesa, tras la red de nailon que lo
mantenía a distancia de la reja. Dibujaba en papel parafinado, utilizando su
propia mano de modelo. Estando ella contemplándole, dio la vuelta a la mano,
flexionó los dedos con la máxima tensión y se puso a dibujar la cara interna del
antebrazo. Usaba el dedo meñique para difuminar los trazos o modificar las
líneas de carboncillo.
Clarice se acercó un poco a la reja y él levantó la vista. Starling tuvo la
impresión de que todas las sombras de la celda volaron a acumularse en los
ojos y en el puntiagudo nacimiento del cabello de aquella cara.
—Buenas noches, doctor Lecter. Apareció la punta de la lengua, de un rojo tan
intenso como el de los labios. Rozó el labio superior exactamente en el centro y
desapareció.
—Clarice. Ella oyó la leve aspereza metálica que caracterizaba a la voz de
Lecter y se preguntó cuánto tiempo haría que no hablaba. Latidos de silencio...
—Qué hace usted levantada a estas horas, teniendo que ir a la escuela —dijo
él.
—Estoy haciendo los deberes —contestó ella deseando que su voz hubiese
sonado con mayor firmeza—. Ayer estuve en Virginia...
—¿Se hizo usted daño?
—No, fui...
—Lleva una tirita, Clarice. Entonces lo recordó.
—Me he hecho un arañazo nadando hoy en la piscina.
—La tirita no era visible; la llevaba en la pantorrilla y vestía pantalones. Debía
haberla olido—. Ayer estuve en Virginia occidental porque se descubrió un
cadáver.
La última víctima de Buffalo Bill.
—La ú¡tima no, Clarice.
—La penúltima.
—Sí.
—Le faltaba el cuero cabelludo. Tal y como usted vaticinó.
—¿Le importa si continúo dibujando mientras charlamos?
—No, en absoluto.
—¿Vio usted el cadáver?
—Sí.
—¿Había visto a alguna de las anteriores víctimas?
—No. Sólo en fotografía.
—¿Qué sintió usted?
—Angustia.
Luego tuve que dedicarme a mi trabajo.
—¿Y después?
—Me sentí profundamente conmovida.
—¿Pudo trabajar bien? El doctor Lecter frotó el carboncillo en el borde del
papel parafinado para afinar el trazo.
—Muy bien. Trabajé muy bien.
—¿Para Jack Crawford? ¿o todavía envía a sus subalternos?
—Estaba allí.
—Hágame un favor, Clarice. Es sólo un momento. ¿Le importa dejar caer la
cabeza hacia delante?
Simplemente déjela caer, como si estuviera dormida. Un segundo más. Ya
está, gracias. Ya lo tengo. Siéntese, si quiere. ¿Le dijo a Jack Crawford lo que
anticipé antes de que la encontraran?
—Sí. No le concedió mucha importancia.
—¿Y después de ver el cadáver de Virginia?
—Habló con el principal especialista en la materia, un profesor de la
universidad de...
—Alan Bloom.
—Eso es. El doctor Bloom dijo que Buffalo Bill está simplemente haciendo
coincidir sus actos con la personalidad de un ser creado por la prensa, el
Buffalo Bill que arranca cabelleras, insinuación que hicieron los titulares de los
periódicos. El doctor Bloom afirmó que esa predicción era evidente.
—¿Era evidente para el doctor Bloom?
—Él dijo que sí.
—Era evidente pero se la calló. Ya veo. ¿Qué opina usted, Clarice?
—No estoy segura.
—Ha estudiado algo de psicología y también peritaje forense. En el punto en
que coinciden ambas ciencias es fácil atrapar un pez. ¿Está usted pescando
algo, Clarice?
—De momento, no. Soy bastante lenta.
—¿Qué le dicen estas dos disciplinas acerca de Buffalo Bill?
—Según el libro, es un sádico.
—La vida es demasiado escurridiza para los libros, Clarice; la ira se interpreta
como lujuria, un lupus como urticaria.
—El doctor Lecter terminó de dibujar su mano izquierda con la derecha y luego
cambió el carboncillo de mano y empezó a dibujar la derecha con la izquierda
con la misma precisión—. ¿Se refiere usted al tratado del doctor Bloom?
—Sí.
—Me ha buscado usted en ese libro, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo me describe?
—Como un sociópata puro.
—¿Diría usted que el doctor Bloom siempre tiene razón?
—Sigo esperando de usted la superficialidad del afecto. La sonrisa del doctor
Lecter descubrió su pequeña y blanca dentadura.
—Tenemos expertos por todas partes, Clarice. El doctor Chilton afirma que
Sammie, ése que está detrás de usted, es un esquizoide hebefrénico,
irremisiblemente perdido. Ha puesto a Sammie en la antigua celda de Miggs
porque opina que Sammie se ha sumido en una absoluta introversión. ¿Sabe
cómo se comportan generalmente los hebefrénicos? No se preocupe, no la
oye.
—Son los más difíciles de tratar —repuso ella—. Generalmente se aíslan por
completo y presentan problemas de desintegración de la personalidad.
El doctor Lecter rebuscó entre las hojas de papel parafinado, tomó un papel y
lo depositó en la bandeja deslizante. Starling tiró de ella.
—Ayer mismo Sammie me envió esto a la hora de la cena —dijo.
Era un recorte de cartulina de construcción escrito con lápices de colores.
Starling leyó:
10 CIERO IR HAZIA CRISTO 10 CIERO IR CON JESU 10 PUEDO IR HAZIA
CRISTO SI ME PORTO MUI BIEN SAMMIE Starling volvió la cabeza y por
encima del hombro vio a Sammie. Miraba con expresión vacua hacia la pared
de la celda, con la cabeza apoyada en los barrotes.
—¿Quiere leerlo en alta voz? No la oye. Starling leyó: —Yo quiero ir hacia
Cristo, yo quiero ir con jesús, yo puedo ir hacia Cristo si me porto muy bien.
—No, no. Léalo con más énfasis. Déle el ritmo de un verso infantil. Es posible
que la métrica varíe, pero la intensidad es la misma.
—Lecter empezó a dar unas suaves palmadas—. «Cinco lobitos tiene la
loba...» Con ritmo intenso, ¿ve usted? Con fervor. «Yo quiero ir hacia Cristo, yo
quiero ir con jesús...
—Ya veo —dijo Starling depositando nuevamente el papel en la bandeja.
—No, perdone que le diga que no ve nada en absoluto.
—El doctor Lecter se puso de pie de un brinco y con portentosa agilidad se
agachó, encorvó el cuerpo con grotesca postura y llevando el ritmo con
palmadas se puso a dar saltos y a cantar a pleno pulmón—: «Yo quiero ir hacia
Cristo...».
Repentinamente, a espaldas de Clarice, surgió la voz de Sammie, atronadora
como la tos de un leopardo, más estentórea que el alarido de un mono;
Sammie de pie, machacándose la cara contra los barrotes, lívido, con las venas
del cuello a punto de reventar, aullando:
YOQUIERO IR HACIA CRISTO, YO QUIERO IR CON JESúS, YO PUEDO IR
HACIA CRISTO SI ME PORTO MUY BIEN.
Silencio. Starling descubrió que se hallaba de pie, que la silla plegable se había
caído hacia atrás y que sus papeles yacían desparramados por el suelo.
—Por favor —dijo el doctor Lecter, erguido de nuevo y esbelto como un
bailarín, invitando a Clarice a tomar asiento. Se dejó caer con elegancia en su
silla y apoyó la barbilla en la mano—. Usted no ve nada en absoluto —repitió—.
Sammie es un ser profundamente religioso. Lo único que le ocurre es que está
decepcionado porque jesús tarda mucho en venir.
¿Puedo decirle a Clarice por qué motivo estás aquí, Sammie?
Sammie se agarró el mentón y detuvo el movimiento de su cara.
—Anda, dime que sí —le pidió el doctor Lecter.
—Sííí —dijo Sammie entre los dedos.
—Sammie depositó la cabeza de su madre en la bandeja de la colecta
dominical de la iglesia baptista de Trune. Estaban cantando el himno «Entrega
tu más valiosa ofrenda al Señor» y así lo hizo; era lo mejor que tenía.
—Por encima del hombro Lecter dijo—: Gracias, Sammie. Ya no necesito nada
más. Mira la televisión.
El alto recluso volvió a sentarse en el suelo, como antes, y apoyó la cabeza en
los barrotes; las imágenes del televisor pululaban en sus pupilas y en su rostro
había ahora tres hilos plateados: saliva y lágrimas.
—Bien. Veamos si es capaz de concentrarse en el problema de Sammie y
quizá yo me concentre en el que usted me plantea, Clarice. Una cosa por otra.
No la oye.
Starling tuvo que exprimirse el seso.
—El verso transcurre desde «ir hacia Cristo» hasta «ir con Jesús» —dijo—. Se
trata de una secuencia razonada: ir hacia, llegar a, ir con.
—Efectivamente. Estamos ante una progresión lineal. Una de las cosas que
más me satisfacen es que sabe que jesús y Cristo son la misma persona. Eso
constituye un progreso. La idea de que un único Dios sea al mismo tiempo una
Trinidad es difícil de conciliar, particularmente para Sammie, que no está
seguro de cuántas personas hay en sí mismo. Eldrige Cleaver nos ofrece la
parábola de los tres elementos en un solo aceite, que resulta de gran utilidad.
—Sammie ve una relación causal entre su comportamiento y sus objetivos, lo
cual constituye la base del pensamiento estructurado —continuó diciendo
Starling—. Lo mismo puede decirse del manejo de la rima. No está totalmente
aislado; está llorando. ¿Opina usted que podría definírsele como un esquizoide
catatónico?
—Sí. ¿Percibe usted el olor de su sudor? Ese peculiar olor a cabra es
característico del ácido trans—3—metil—2 hexenoico. Recuérdelo siempre; es
el olor de la esquizofrenia.
—¿Y cree usted que puede responder a tratamiento?
—Sí, y especialmente ahora, que sale de una fase de estupor.
¡Fíjese cómo le brillan las mejillas!
—Doctor Lecter, ¿por qué afirma usted que Buffalo Bill no es un sádico?
—Porque la prensa ha informado de que sus víctimas tenían marcas de
ligaduras en las muñecas pero no en los tobillos. ¿Vio usted alguna en los
tobillos del cadáver de Virginia occidental?
—No.
—Clarice, los desollamientos recreativos se llevan siempre a cabo con la
víctima invertida, a fin de que la presión sanguínea permanezca constante en la
cabeza y en el pecho y el sujeto paciente se mantenga consciente. ¿No lo
sabía?
—No.
—Cuando regrese a Washington, vaya a la Galería Nacional y contemple El
desoilamiento de Marsias del Tiziano antes de que lo devuelvan a
Checoslovaquia. Tiziano, es un prodigio para los detalles; fíjese bien en la
figura de Pan, la ayuda que presta con el cubo de agua.
—Doctor Lecter, en el caso que nos ocupa concurren cir—. cunstancias
extraordinarias y algunas oportunidades insólitas.
—¿Para quién?
—Para usted, si salvamos a esta víctima. ¿Vio usted a la senadora Martin por
televisión?
—Sí. He visto las noticias.
—¿Qué le pareció su declaración?
—Equivocada pero inocua. Está mal asesorada.
—La senadora Martin es una mujer muy poderosa y está decidida a todo.
—Adelante. Soy todo oídos.
—Yo creo que usted posee una percepción extraordinaria. La senadora Martin
ha manifestado que si usted nos ayuda a encontrar a Catherine Baker Martin
sana y salva, hará que le trasladen a una cárcel federal y si en ella hay
disponible una celda con una ventana, se la asignarán a usted. Seguramente
también se le rogará que lleve a cabo evaluaciones e informes psiquiátricos—
de los reclusos; en otras palabras, se le ofrece un empleo. Todo ello sin reducir
en absoluto las medidas de seguridad.
—No creo en sus palabras, Clarice.
—Pues debiera usted creerlas.
—Mejor dicho, la creo a usted. Pero, además de no saber cómo se lleva a cabo
un desollamiento recreativo, hay muchas cosas que ignora del comportamiento
humano. ¿No le parece insólito que le hayan elegido a usted como portavoz de
una senadora de los Estados Unidos?
—Permítame decirle que fue usted quien me eligió, doctor Lecter. Fue usted
quien decidió hablar conmigo.
¿Preferiría ahora a otra persona? ¿No será más bien que no cree que pueda
ayudarnos?
—Eso, Clarice, es un descaro y una falsedad. Repito que no creo que Jack
Crawford permita que yo sea objeto de ninguna concesión... Es posible que le
diga a usted una cosa, una sola cosa, que podrá transmitir a la senadora
Martin, pero si lo hago será exclusivamente cobrando en el acto de la entrega.
A lo mejor se la revelo a cambio de cierta información sobre usted. Un trueque.
¿Sí o no?
—Oigamos su pregunta.
—¿Sí o no? Catherine está esperando, ¿no es así?, oyendo la piedra de afilar.
¿Qué cree que le pediría que hiciese, Clarice?
—Oigamos su pregunta.
—¿Cuál es el peor recuerdo de su infancia? Starling realizó una profunda
inspiración.
—Más rápido —la apremió el doctor Lecter—. No me interesa su peor
Ínvención.
—La muerte de mi padre —contestó Starling.
—Hábleme de ello.
—Era policía. Una noche sorprendió a dos ladrones, drogadictos, huyendo de
una farmacia. Salió de su camioneta, se quedó corto con el rifle de repetición y
le pegaron un tiro.
—¿Que se quedó corto?
—No accionó la palanca del cerrojo hasta el fondo. Era un rifle viejo, un
Remington 870, y el casquillo se quedó en la recámara. Cuando eso ocurre, el
arma no dispara y hay que bajarla para desatascarla. Yo creo que al salir del
vehículo la palanca rozó con la puerta y quedó mal puesta.
—¿Murió instantáneamente?
—No. Tenía una salud de hierro. Duró un mes.
—fue usted a verle al hospital?
—Doctor Lecter... Sí.
—Cuénteme un detalle que recuerde del hospital. Starling cerró los ojos.
—Vino una vecina, una mujer ya mayor, era soltera, y le recitó el fragmento
final de «Tanatopsis»; debió ser lo único que se le ocurrió decirle en esos
momentos. Y eso es todo. He cumplido con el trueque.
—Cierto. Ha sido usted muy franca, Clarice. Eso siempre lo adivino. Creo que
sería memorable poderla conocer a usted en su vida privada.
—Lo dicho; una cosa por otra.
—¿Diría usted que, en vida, la muchacha de Virginia occidental era muy
atractiva físicamente?
—Era una chica que cuidaba de su aspecto.
—No me haga perder el tiempo con lealtades.
—Estaba gorda.
—¿Corpulenta?
—Sí.
—Muerta de un disparo en el pecho.
—Sí.
—De poco pecho, supongo.
—Para su tamaño, sí.
—Pero ancha de caderas. Opulenta.
—Efectivamente, sí.
—¿Qué más?
—Tenía un insecto alojado deliberadamente en la garganta; esto no se ha
hecho público.
—¿Era una mariposa? A Starling se le cortó el aliento un instante. Esperó que
él no lo hubiese advertido.
—Una polilla —repuso—. Por favor, dígame cómo ha podido anticipar esto.
—Clarice, voy a decirle para qué quiere Buffalo Bill a Catherine Baker Martin y
después buenas noches. En las presentes condiciones es mi última palabra.
Puede comunicarle a la senadora para qué quiere él a Catherine; ella puede
hacer dos cosas: o volver con una oferta más interesante... o esperar a que
Catherine aparezca flotando en un río, comprobando así que yo tenía razón.
—¿Para qué quiere a Catherine, doctor Lecter?
—Quiere una camiseta con tetas —contestó Aníbal Lecter.
CAPÍTULO 23
Catherine Baker Martin se hallaba tendida en el suelo a cinco metros y medio
de profundidad por debajo del suelo de la bodega. La oscuridad resonaba con
su aliento, estruendoso como su corazón. A ratos el miedo le oprimía el pecho
con igual fuerza con que un trampero mata a una zorra. A ratos, en cambio,
podía pensar: sabía que estaba secuestrada, pero ignoraba quién era su
raptor. Sabía que no soñaba; en la absoluta oscuridad llegaba a oír los tenues
chasquidos que le hacían los párpados al parpadear.
Se encontraba mejor ahora que en el momento de recobrar el conocimiento; el
vértigo le había desaparecido casi por completo y sabía que disponía de aire
suficiente para respirar. Distinguía abajo de arriba y tenía cierta idea de la
posición de su cuerpo.
El hombro, la cadera y la rodilla le dolían porque se hallaban oprimidos contra
el suelo de cemento, en el cual yacía. Eso era abajo. Arriba era el áspero
jergón bajo el cual, arrastrándose, se había protegido durante el último intervalo
de luz cegadora.
Las palpitaciones de la cabeza habían disminuido y su único dolor auténtico era
el de los dedos de la mano izquierda. El índice lo tenía roto, estaba segura.
Vestía un chándal acolchado que le resultaba desconocido. Estaba limpio y olía
a suavizante. El suelo también estaba limpio, a excepción de los huesos de
pollo y las verduras que su captor había arrojado al agujero. Los únicos otros
objetos que la acompañaban eran el jergón y un cubo sanitario de plástico,
para hacer sus necesidades, provisto de un cordel fino atado al asa. Por el
tacto parecía cordón de algodón de cocina y ascendía perdiéndose en la
oscuridad hasta más arriba de donde alcanzaba con el brazo.
Catherine Baker Martin tenía libertad de movimientos pero no tenía adónde ir.
El suelo en el cual yacía era de forma ovalada, mediría unos dos metros
ochenta por tres y medio y en el centro tenía un pequeño desagüe. Era el fondo
de un profundo pozo cubierto. Las lisas paredes de cemento subían
inclinándose suavemente hacia adentro.
¿Ruidos arriba, o era su corazón? Ruidos arriba. Los sonidos le llegaban
claramente desde encima de su cabeza. La mazmorra en la cual se hallaba
prisionera se hallaba en una zona del sótano situada directamente debajo de la
cocina.
Pasos ahora por el piso de la cocina, y un grifo abierto. Los arañazos de las
patas de un perro sobre linóleo.
Luego nada, hasta que arriba, por la trampilla abierta, surgió un pálido disco de
luz amarilla al encenderse las luces del sótano. A continuación una luz
cegadora en el pozo; esta vez se incorporó sentándose con el jergón tapándole
las piernas, resuelta a mirar a su alrededor, intentando atisbar por entre los
dedos mientras sus ojos se adaptaban a la luz; su sombra, provocada por un
foco que descendía por el pozo atado a una cuerda, se balanceaba a su
alrededor.
Retrocedió al notar que el cubo que le hacía las veces de retrete se movía,
subía, ascendía oscilándose atado al fino cordón y retorciéndose a medida que
se acercaba a la luz.
Procuró engullir su miedo, tragó demasiado aire al hacerlo pero a pesar de ello
logró hablar.
—Mi familia pagará —dijo—. En metálico. Mi madre pagará en seguida, sin
hacer preguntas. Éste es su número... ¡Oh! —Una sombra sorda cayó sobre
ella; una toalla—. Éste es su número de teléfono particular, el 202...
—Lávese. Era la misma voz forzada que había oído hablando con el perro.
Otro cubo bajando por una cuerda fina. Olía a agua caliente con jabón.
—Desnúdese y lávese por entero; de lo contrario abriré la manguera.
—Y en un aparte con el perro, la voz alejándose—: Sí que abriremos la
manguera, ¿verdad cariñito?
A eso de ahí abajo lo ducharemos con la manguera.
Catherine Martin oyó las pisadas del hombre y del perro en el piso del sótano.
La doble visión que había sufrido la primera vez que se encendieron las luces
había desaparecido. Ahora veía bien. ¿A qué altura se hallaba la abertura?
¿Sería resistente la cuerda del foco?
¿Lograría engancharlo lanzando el chándal? ¿No podría agarrar algo con la
toalla? Haz algo, carajo. Las paredes eran sumamente lisas, un tubo liso que
subía.
Una grieta de cemento, a un palmo más arriba de la distancia que alcanzaba
con la mano, fue el único desperfecto que divisó. Enrolló el jergón lo más
apretado que pudo y lo ató con la toalla. Se subió encima del rollo y
bamboleándose alargó las manos, logró introducir las uñas en la grieta para no
perder el equilibrio y miró hacia la luz. Entrecerró los ojos para poder mirar la
luz. Era un foco provisto de una pantalla que pendía a palmo y medio de la
abertura del pozo, como a unos tres metros por encima de sus brazos
estirados. Podía haber sido la luna. Y él volvía, el jergón se balanceaba, ella se
agarró con las uñas a la grieta, saltó al suelo y algo, una escama, cayó
pasando junto a su cara.
Algo bajaba por debajo del foco. Una manguera. Un único manguerazo de
agua helada. Una amenaza.
—Lávese. Por entero. En el cubo había una esponja y flotando en el agua una
botella de plástico de una leche hidratante de una costosa marca extranjera.
Obedeció. Con la piel de gallina en los brazos y en los muslos, los pezones
erectos y doloridos a causa del aire frío, se agachó junto al cubo lo más cerca
que pudo de la pared y se lavó.
—Ahora séquese y dése crema en todo el cuerpo. Dése crema en todo el
cuerpo.
La hidratante estaba caliente por efecto del agua del baño. Su humedad hizo
que el chándal se le adhiriese a la piel.
—Recoja toda la basura y friegue el suelo. También obedeció; recogió los
huesos de pollo y los guisantes, uno a uno. Lo metió todo en el cubo y frotó las
diminutas manchas de grasa del cemento. Cerca de la pared había algo más.
La escama que había descendido revoloteando desde la grieta. Era una uña
humana, pintada con esmalte y rota en lo vivo.
El cubo subió tirado desde arriba.
—Mi madre pagará lo que sea —dijo Catherine Martin—. No hará preguntas.
Pagará la cantidad suficiente para que todos ustedes se hagan ricos. Si se trata
de una causa política, Irán o Palestina, o el Movimiento de Liberación Negro,
entregará igualmente el dinero. Lo único que tiene que hacer....
Las luces se apagaron. Repentina y total oscuridad. Retrocedió y profirió un
grito cuando el cubo sanitario descendió yéndose a situar junto a ella. Se sentó
en el jergón y con el cerebro en plena ebullición empezó a pensar. Ahora
estaba convencida de que su secuestrador era uno solo, un americano de raza
blanca. Antes había intentado dar la impresión de que no tenía ni idea de quién
era, que su recuerdo del aparcamiento había quedado borrado por los golpes
recibidos en la cabeza. Confiaba que él creyese que podía liberarla sin peligro.
Su mente trabajaba sin descanso, y al final trabajó con demasiada eficacia:
La uña, aquí había habido otra persona. En este mismo lugar había estado una
mujer, una chica. ¿Dónde estaba ahora? ¿Qué le había hecho él?
A pesar del susto y la desorientación, no hubiese tardado en deducirlo. Lo
cierto es que la crema hidratante para la piel fue la clave. Piel. Supo quién la
tenía secuestrada. La certeza cayó sobre ella como un espanto, como una olla
de agua hirviendo, y se puso a gritar, a dar alaridos, a meterse debajo del
jergón, a intentar subir encamarándose por las paredes, tratando de agarrarse,
arañándolas, gritando hasta que empezó a toser algo tibio y salado, manos a la
cara, el dorso de las manos pegajoso, rígida en el jergón, arqueando el cuerpo
de pies a cabeza, agarrándose el pelo con los puños.
CAPÍTULO 24
El cuarto de dólar de Clarice Starling cayó con estrépito en el teléfono público
de la astrosa salita de los enfermeros. Marcó el número de la furgoneta.
—Crawford al aparato.
—Estoy en un teléfono público a la entrada de la sala de máxima seguridad —
dijo Starling.
El doctor Lecter me ha preguntado si el insecto que encontramos en Virginia
era una mariposa. No ha querido extenderse más. Ha dicho que Buffalo Bill
necesita a Catherine Martin porque, cito textualmente, «quiere una camiseta
con tetas». El doctor Lecter quiere canjear su información. Exige una oferta
«más interesante» por parte de la senadora.
—¿Ha puesto punto final a la conversación?
—Sí.
—¿Cuánto cree que tardará en volver a hablar?
—Creo que volvería a hablar dentro de unos pocos días, pero yo preferiría
apretarle más ahora, siempre y cuando dispongamos de una oferta urgente de
la senadora.
—Urgente es lo apropiado. Hemos identificado a la chica de Virginia occidental.
Hace media hora. Las huellas dactilares de una mujer denunciada por
desaparición, enviadas desde Detroit, han coincidido. Se trata de Kimberly
Jane Emberg, veintidós años, desaparecida en Detroit el siete de febrero.
Estamos rastreando el barrio por si hubiera testigos. El forense de
Charlottesville afirma que no murió hasta después del once de febrero, o
posiblemente el día antes, el diez.
—Sólo la mantuvo con vida tres días —replicó Starling.
—Está acortando los períodos. No creo que nadie se sorprenda.
—La voz de Crawford era ecuánime—. Hace veintiséis horas que tiene
prisionera a Catherine Martin. Creo que si
Lecter tiene algo que revelar, ha de hacerlo en su próxima conversación con
usted. Estoy en la delegación de Baltimore; la furgoneta me ha pasado la
llamada. He reservado una habitación para usted en el Hojo, a dos manzanas
del psiquiátrico, por si más tarde necesita descansar.
—Se muestra receloso, suspicaz, señor Crawford; no cree que usted vaya a
permitirle que disfrute de ningún privilegio.
Lo que ha dicho de Buffalo Bill lo ha canjeado por cierta información privada
sobre mí. No creo que exista una correlación textual entre sus preguntas y este
caso... ¿Quiere saber lo que me ha preguntado?
—No.
—Por eso no quería que yo llevase ningún dispositivo de escucha ¿verdad?
Pensó que a mí me resultaría más fácil, ¿no? Que era más probable que
pudiese complacerle, que le contase cosas si nadie nos oía.
—Hay otra posibilidad, digna también de tener en cuenta.
¿Y si yo confiase en su criterio, Starling? ¿Y si la hubiese considerado mi mejor
baza y hubiese querido librarla de la obligación de dar explicaciones
justificativas a posteriori? ¿Usted cree que en ese caso le hubiera hecho llevar
un dispositivo de escucha?
—No, señor.
—Se ha hecho usted famoso por saber cómo tratar a sus agentes, ¿no es
verdad, jefazo?—. ¿Qué podemos ofrecerle al doctor Lecter?
—Un par de cosas que le envío ahora mismo. Estarán ahí dentro de cinco
minutos, a no ser que quiera usted descansar un poco.
—Prefiero volver cuanto antes —repuso Starling—. Dígales que pregunten por
Alonso. Y dígale a Alonso que iré a reunirme con él en el pasillo que conduce a
la sección 8.
—Cinco minutos —repitió Crawford. Starling se dedicó a recorrer el piso de
linóleo de aquella astrosa salita del sótano. Ella era la única belleza de esa
habitación.
Rara vez podemos prepararnos en praderas o senderos de grava; en general,
lo hacemos cortos de tiempo en cuchitriles sin ventanas, en pasillos de
hospitales, en cuartuchos como esa habitación, con su agrietado sofá de
plástico y sus ceniceros de anuncio de Cinzano, donde las mugrientas cortinas
cubren un muro de cemento gris. En cuartos como ése, con tan escaso tiempo,
preparamos nuestros gestos, nos los aprendemos de memoria para poderlos
reproducir al hallarnos asustados ante el rostro del destino. Starling tenía los
años suficientes para conocer esa verdad y no dejó que el ambiente de la
habitación la afectase.
Starling paseaba arriba y abajo, gesticulando al aire.
—Resiste, muchacha —dijo en voz alta. Se lo dijo a Catherine Baker Martin y
también a sí misma—. Estamos en mejores condiciones que este antro.
Estamos en condiciones mucho mejores que este jodido antro —repitió en alta
voz—. Estamos en mejores condiciones que el maldito lugar en que te tiene
secuestrada. Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
Pensó durante unos momentos en sus difuntos padres, preguntándose si ahora
se avergonzarían de ella; simplemente esa pregunta, sin matices ni
salvedades, sin pararse a pensar si era oportuna, esa pregunta que todos nos
hemos hecho alguna vez.
La respuesta fue que no; no se avergonzarían de ella.
Se lavó la cara y salió al vestíbulo. Alonso, el enfermero, la aguardaba en el
pasillo con un paquete sellado de Crawford. Contenía un mapa e instrucciones.
Clarice las leyó con rapidez bajo la luz del pasillo y oprimió el zumbador para
que Barney le abriese.
CAPÍTULO 25
El doctor Lecter estaba sentado ante su mesa examinando su correspondencia.
Starling descubrió que le resultaba más fácil acercarse a la celda si él no la
miraba.
—Doctor. Lecter levantó un dedo rogando silencio. Al terminar de leer la carta,
se quedó reflexionando; tenía el pulgar de la mano de seis dedos bajo el
mentón y el índice a un lado de la nariz.
—¿Qué opina usted de esto? —dijo depositando el documento en la bandeja
de la comida.
Era una carta de la Oficina de Patentes de los Estados Unidos.
—Hace referencia a mi reloj de pulsera de la crucifixión —explicó el doctor
Lecter—. Me comunican que no pueden concederme una patente pero me
aconsejan que registre como propiedad artística la cara. Mire.
—Colocó en la bandeja un dibujo del tamaño aproximado de una servilleta y
Starling tiró de ella—. Habrá usted observado que en la mayoría de las
crucifixiones las manos señalan, digamos, las tres menos cuarto o como
máximo las dos menos diez, mientras que los pies se hallan en las seis. En la
esfera de este reloj, jesús está, como puede usted ver, en la cruz y los brazos
giran indicando la hora, igual que en esos populares relojes creados por Walt
Disney. Los pies permanecen inmóviles en las seis y arriba, en la corona,
aparece un pequeño segundero. ¿Qué le parece?
La calidad de la anatomía del dibujo era extraordinaria. La cabeza era la de
Clarice.
—Se perderá mucho detalle cuando se reduzca a tamaño de reloj —repuso
Clarice.
—Efectivamente, así es, por desgracia, pero piense en la originalidad de los
relojes. ¿Cree usted que sería sensato intentar comercializarlo sin patente?
—Es que los movimientos serían los de los relojes de cuarzo, ¿no?, y ya están
patentados. No estoy muy segura, pero creo que las patentes sólo se conceden
en el caso de dispositivos mecánicos, mientras que la producción artística o
literaria se protege mediante los derechos de autor.
—Pero usted no es abogada, ¿verdad? Ahora en el F B I, para ingresar, ya no
exigen el título de Derecho.
—Tengo una propuesta para usted —dijo Starling abriendo la cartera.
Se acercaba Barney. Clarice cerró la cartera. Envidiaba la prodigiosa calma de
Barney, cuyos ojos siempre estaban alerta y translucían una considerable dosis
de inteligencia.
—Perdone —le dije Barney—. Veo que trae muchos papeles. Ahí, en al
armario, hay una silla de brazo para tomar apuntes que a veces usa la policía.
¿Se la voy a buscar?
Imagen escolar. ¿Sí o no?
—¿Podemos hablar ahora, doctor Lecter? El doctor levantó la palma de la
mano.
—sí, Barney, tráigala. Gracias. Sentada ya, y Barney a prudente distancia.
—Doctor Lecter, la senadora tiene para usted una oferta excepcional.
—Si es o no excepcional, eso me corresponde enjuiciarlo a mí. ¿En tan breve
intervalo han hablado usted con ella?
—Sí. Mire, se trata de una oferta global; la senadora no se reserva nada, de
modo que no hay lugar para regateos. Lo toma o lo deja —declaró alzando la
vista de la cartera y mirándole de soslayo.
El doctor Lecter, reo de nueve asesinatos, tenía los dedos apoyados sobre los
labios y la miraba. A sus ojos asomaba una noche interminable.
—Si nos ayuda a descubrir a Buffalo Bill a tiempo para rescatar a Catherine
Baker Martin sana y salva, obtendrá usted lo siguiente: primero, traslado al
hospital de la Administración de Veteranos de Oncida Park, Nueva York, donde
será alojado en una celda con vista sobre los bosques que rodean la
institución, sin que ello implique una reducción de las medidas de seguridad,
que seguirán aplicándose con la máxima rigidez. Segundo, redacción de
informes psiquiátricos sobre determinados reclusos, aunque no
necesariamente aquellos que compartan el mismo centro penitenciario que
usted. Los informes serán realizados a ciegas, es decir, sin conocer la
identidad de los sujetos. Tendrá usted un razonable acceso a la bibliografía que
precise.
Clarice levantó la vista. El silencio puede ser burlón.
—Tercero, lo mejor de todo, lo más extraordinario: una al año saldrá usted del
hospital para pasar una semana en este lugar.
—Depositó un mapa en la bandeja de la comida. Lecter no tiró de ella—. La isla
de Plum —continuó diciendo—. Todas las tardes de esa semana estará usted
autorizado a pasear por la playa o a bañarse en el mar sin más vigilancia que
una patrulla situada a cincuenta metros, si bien se tratará de una patrulla
especializada.
Eso es todo.
—¿Y si me niego?
—Podría probar a cubrir la pared del fondo de esta celda con una cortina. Fingir
que dispone de una ventana, a lo mejor le hace la existencia más soportable.
No disponemos de ningún factor de coacción o amenaza, doctor Lecter. En
cambio, lo que sí poseo es una opción de que llegue a disfrutar de la luz del
día.
Ella no le miró. No quería enfrentar miradas. Aquello no era una confrontación.
—¿Autorizarán a Catherine Martin a venir a hablar conmigo, solamente acerca
del secuestrador, si decido publicar mis resultados? ¿A hablar exclusivamente
conmigo?
—Sí. Puede darlo por hecho.
—¿Cómo lo sabe usted? ¿Quién lo autorizará?
—La acompañaré yo misma.
—Si ella accede.
—Habrá que preguntárselo, evidentemente.
Lecter tiró de la bandeja.
—La isla de Plum —dijo.
—Mire en la parte norte de Long Island, en esa punta que se adentra en el mar.
—La isla de Plum. Aquí dice: «Centro de Veterinaria de la isla de Plum —
Laboratorio de investigación federal».
Suena encantador.
—Eso solamente ocupa una parte de la isla. Tiene una playa preciosa y el
alojamiento es confortable. Las golondrinas de mar anidan en esa costa en
primavera.
—Las golondrinas de mar.
—El doctor Lecter suspiró. Ladeó ligeramente la cabeza y sacando la punta de
su roja lengua tocó el centro de su encarnado labio superior—. Si accedo a
hablar de esto, Clarice, tendrá que darme usted algo a cuenta. Quid pro quo.
Yo le digo una cosa y usted me dice otra.
—Adelante —repuso Starling. Tuvo que esperar un largo minuto antes de que
Lecter le dijese:
—En la metamorfosis de los insectos, la larva se convierte en una ninfa
contenida en la crisálida, la cual, al cabo de cierto tiempo, sale de su camerino
secreto convertida en hermosísima ¡mago. ¿Sabe lo que es una ¡mago,
Clarice?
—Un insecto en su período adulto o final.
—¿Y qué más? Ella manifestó su ignorancia sacudiendo la cabeza.
—Es un término procedente de la muerta religión del psicoanálisis. Una ¡mago
es la imagen de uno de los padres enterrada en el subconsciente desde la
infancia y venerada con infantil afecto. La palabra deriva de los retratos de cera
de los antepasados que los romanos transportaban en los cortejos funerales...
Hasta el flemático Crawford ha de advertir un inequívoco significado en el
hecho de haber hallado una crisálida.
—Nada especialmente relevante, salvo que nos permite comparar las listas de
suscriptores de las revistas de entomología con las de los criminales sexuales
conocidos para averiguar si existe alguna coincidencia.
—En primer lugar vamos a abandonar el nombre de Buffalo Bill. Es un apodo
que induce a error y no tiene nada que ver con la persona que busca. Por
razones de conveniencia le llamaremos Billy. Le voy a hacer un resumen de lo
que opino. ¿Lista?
—Lista.
—El elemento significativo de la crisálida es la metamorfosis.
Larva que se convierte en mariposa, o polilla. Billy cree que quiere
transformarse. Se está confeccionando un traje de mujer con auténticas
mujeres. De ahí las víctimas de gran tamaño; tiene que hacer prendas que le
quepan. El número de víctimas sugiere que es posible que considere el
proceso como una serie de mudas. Y está llevándolo a cabo en una casa de
planta y piso. ¿Ha averiguado el porqué de los dos pisos?
—Porque durante una temporada las ahorcaba en la escalera.
—Correcto.
—Doctor Lecter, nunca he visto que exista correlación entre transexualidad y
violencia; los transexuales generalmente son personas pasivas.
—Cierto, Clarice. A veces se advierte en ellos una cierta tendencia a la
adicción quirúrgica; desde un punto de vista estético, o cosmético, los
transexuales son difíciles de contentar. Pero es que ha de tener muy presente
que Billy no es un verdadero transexual. Está muy cerca de la forma de
atraparle, Clarice; ¿se da usted cuenta?
—No, doctor Lecter.
—Perfecto. Entonces no le importará contarme qué le sucedió a usted después
de la muerte de su padre.
Starling se quedó mirando las cicatrices que aparecían en el tablero de tomar
apuntes.
—No creo que halle la respuesta en sus papeles, Clarice.
—Mi madre nos mantuvo a todos los hijos unidos durante más de dos años.
—¿Con qué recursos?
—Trabajando de camarera en un motel durante el día y cocinando en un café
por las noches.
—¿Y luego?
—Fui a vivir a casa de una prima de mi madre en Montana.
—¿Sólo usted?
—Yo era la mayor.
—¿El ayuntamiento no hizo nada por su familia?
—Nos entregó un cheque de quinientos dólares.
—Es curioso que no hubiese un seguro. Clarice, usted dijo que su padre rozó el
cerrojo del rifle contra la puerta de su camioneta.
—Así es.
—¿No disponía de un coche—patrulla?
—No.
—Ocurrió por la noche.
—Sí.
—¿No usaba pistola?
—No.
—Clarice, su padre trabajaba de noche con su propia camioneta, y no iba
armado más que con una escopeta... Dígame ¿por casualidad llevaba en el
cinturón un marcador de tiempo? Ya sabe, uno de esos aparatos que hay en
todos los postes de la ciudad, que han de registrarse uno a uno cada noche, en
coche, claro está, para que los capitostes de la ciudad sepan que el empleado
no se tumba a la bartola. Dígame si llevaba uno de esos aparatos, Clarice.
—Sí.
—Era un vigilante nocturno, ¿verdad, Clarice?, no era policía. No me mienta
porque lo adivinaré.
—Su tarjeta laboral decía policía nocturno.
—¿Qué se hizo de ello?
—¿Qué se hizo de qué?
—Del marcador de tiempo.
¿Qué se hizo de él a la muerte de su padre?
—No me acuerdo.
—Si se acuerda, ¿me lo dirá?
—Sí. Un momento... El alcalde acudió al hospital y le pidió a mi madre el
marcador y la insignia.
—Ignoraba que sabía ese detalle. El alcalde, con ropa deportiva y mocasines.
El muy cabrón—. Ahora usted, doctor Lecter. Quid pro quo.
—¿Ha creído que he pensado que se lo había inventado? No, si se lo hubiera
usted inventado, no le dolería. Hablábamos de transexuales. Decía usted que
la violencia y una conducta aberrante y destructiva no son, estadísticamente
hablando, factores correlativos. Cierto. ¿Recuerda que dijimos que la cólera se
manifiesta como lujuria y que un lupus puede confundirse con una urticaria?
Billy no es un transexual, Clarice, aunque él piense que sí e intente serlo. Ha
intentado ser muchas cosas, supongo.
—Ha dicho que eso nos acercaba a la manera de capturarle.
—Existen tres centros principales donde se practica la cirugía transexual:
Johris Hopkins, la Universidad de Minnesota y el policlínico de Columbus. No
me extrañaría nada que Billy se hubiese inscrito en uno de ellos para
someterse a una intervención de cambio de sexo, y que su solicitud hubiera
sido rechazada.
—¿Rechazada por qué motivo? ¿Qué elementos lo hacen diferente de otros
solicitantes?
—Es usted una centella, Clarice. En primer lugar, sus antecedentes penales.
Ello invalida a un solicitante, a menos que se trate de delitos menores y
relacionados con el problema de la identidad sexual, como el transvestismo
público, por ejemplo. En el supuesto de que Billy hubiese logrado ocultar sus
antecedentes criminales, las pruebas y diagnósticos de personalidad le
delatarían.
—¿De qué modo?
—Ha de saberlo para poder cribar las listas, ¿no es así?
—Sí.
—¿Por qué no se lo pregunta al doctor Bloom?
—Prefiero preguntárselo a usted.
—¿Qué va a sacar usted de esto, Clarice? ¿Un ascenso y un aumento de
sueldo? ¿A qué nivel pertenece, a un G—9? ¿Qué cobran actualmente los
desgraciados G—9?
—Entre otras cosas, una llave de la puerta principal. ¿De qué modo lo
delatarían los diagnósticos?
—¿Le gustó Montana, Clarice?
—Era bonito.
—¿Se entendía bien con la prima de su madre?
—Éramos diferentes.
—¿Cómo eran ella y su familia?
—Gentes agotadas de trabajar.
—¿Había más niños?
—No.
—¿Dónde vivían?
—En un rancho.
—¿Un rancho dedicado a la cría de ovejas?
—Ovejas y caballos.
—¿Cuánto tiempo pasó usted allí?
—Siete meses.
—¿Cuántos años tenía?
—Diez.
—¿Adónde fue después de allí?
—Al Hogar Luterano de Bozeman.
—Dígame la verdad.
—Le estoy diciendo la verdad.
—Está usted brincando alrededor de la verdad. Si está cansada, podemos
hablar a fines de semana. Yo estoy bastante aburrido. prefiere que hablemos
ahora?
—Ahora, doctor Lecter.
—Muy bien. Una niña es enviada por su madre a un rancho de Montana. Un
rancho de ovejas y caballos. Echando de menos a la madre, excitada por la
presencia de los animales...
—El doctor Lecter abrió las manos invitando a Starling a continuar.
—Era maravilloso. Tenía un cuarto para mí sola, había una estera india en el
suelo. Me dejaban montar un caballo, tenía permiso para pasear con él por el
patio. Era una yegua; tenía algo en la vista y veía poco. Todos los caballos
tenían alguna cosa; estaban enfermos o cojeaban.
Algunos se habían criado en compañía de niños y, ¿sabe?, por la mañana’
cuando salía para tomar el autobús de la escuela, me saludaban con un
relincho. _ePero qué ocurrió?
—Descubrí una cosa extraña en el establo. justo al lado había un cuarto donde
guardaban trastos. Esa cosa era como una especie de casco. Me extrañó, lo
cogí y vi que tenía grabada una ínscripción que decía: «W.W.
Greener. Matadero caballar». Era como una caperuza de metal acampanada
que en la parte de arriba tenía una cámara para alojar un cartucho. Más o
menos del calibre 3 2.
—¿En ese rancho cebaban caballos para el matadero, Clarice?
—Sí.
—¿Los mataban en el rancho?
—Los que iban a servir para fabricar cola y abonos, sí. En un camión, bien
amontonados, caben seis caballos muertos.
A los destinados a convertirse en comida para perros se los llevaban vivos.
—¿Y el que usted montaba por el patio?
—Nos escapamos juntos. Me escapé con él.
—¿Hasta dónde llegaron?
—Hasta aquí; no voy a decirle nada más hasta que me explique lo de los
diagnósticos.
—¿Conoce el conjunto de pruebas a que se somete a los varones que solicitan
una intervención quirúrgica de cambio de sexo?
—No.
—Me resultaría más fácil si pudiese usted traerme una copia del procedimiento
que se sigue en cada uno de los centros, pero en síntesis todos ellos suelen
incluir unas cuantas pruebas entre las que destacan la Escala de Inteligencia
Adulta de Wechsler, Casa—Árbol—Persona, la de Roschach, Dibujo del
Autoconcepto, Percepción Temática, la M M P I, por supuesto, y un par más, la
de Jenkins, creo, desarrollada por la Universidad de Nueva York. Necesita algo
que le permita ver claro rápidamente, inmediatamente, ¿verdad?
¿Verdad, Clarice?
—Sería lo mejor, algo rápido.
—Veamos... Partimos de la hipótesis de que estamos buscando a un varón que
en las pruebas dará unos resultados distintos a los que daría un verdadero
transexual.
Perfecto. En la prueba Casa—Árbol—Persona, busque a alguien que en primer
lugar haya dibujado una figura que no sea femenina. Los transexuales
masculinos casi siempre dibujan en primer lugar la figura femenina y es
característico que concedan especial atención e importancia a los adornos de
las mujeres que dibujan. Sus figuras masculinas, en cambio, son meros
estereotipos, aunque se den notables excepciones sobre todo cuando dibujan a
Mr. América. Entre ambos extremos queda poca cosa.
«Busque a continuación un dibujo de una casa que carezca de los
embellecimientos típicos de un futuro feliz, una casa sin cochecito de bebé a la
puerta, sin cortinas, sin flores en el jardín.
«Los transexuales auténticos dibujan dos tipos de árboles; sauces de copioso y
fluido ramaje y temas de castración. Los árboles que quedan cortados por el
borde del dibujo o del papel, esto es, las imágenes de castración, aparecen
llenos de vida en los dibujos de los transexuales verdaderos. Dibujan ramas
floridas y cargadas de fruto. Se trata de una distinción de suma importancia
porque no se parecen en nada a los árboles canijos, asustados, muertos o
mutilados que aparecen en los dibujos realizados por personas aquejadas de
trastornos mentales. Es decir, el árbol de Billy será horrible. ¿Voy demasiado
aprisa? _No, doctor Lecter.
—Al dibujarse a sí mismo, un transexual prácticamente nunca se representa
desnudo. No se deje impresionar por la paranoica fantasía que suele aparecer
en las tarjetas T
A T; es fenómeno frecuente entre los sujetos transexuales que acostumbran a
vestirse de mujer, motivo por el cual han tenido experiencias con la policía.
¿Quiere que resuma?
—Sí, me gustaría que hiciese un resumen.
—Tiene que conseguir una lista de personas que hayan sido rechazadas en los
tres centros donde se practican intervenciones quirúrgicas de cambio de sexo.
Compruebe primero a los rechazados por poseer antecedentes penales y de
ellos concéntrese en los ladrones. Entre los que han intentado ocultar el hecho
de poseer antecedentes criminales, busque a los que en la infancia hayan
sufrido trastornos graves asociados con episodios de violencia. Es muy posible
que el hombre que le interesa haya sido internado en un correccional. Luego
revise las pruebas. La persona que busca es un varón, de raza blanca, que
probablemente no ha cumplido aún treinta y cinco años y de gran tamaño.
Recuerde que no es un transexual, Clarice. Simplemente cree serlo, y está
desconcertado e irritado porque no se le presta ayuda. Eso es todo lo que voy
a decir, creo, hasta no haber leído el expediente. Lo dejará usted aquí para que
lo lea.
—Sí.
—Junto con las fotografías.
—Están incluidas.
—Entonces, vale más que eche a correr con lo que se le ha regalado y a ver
qué tal se las apaña, Clarice.
—Necesito saber de qué modo ha podido usted...
—No. No sea codiciosa, porque de lo contrario tendremos que discutir esa
reacción la semana próxima. Vuelva cuando haya hecho algún progreso. o
aunque no haya hecho ninguno. Una última cosa. Clarice.
—Sí.
—La próxima vez me explicará usted dos cosas. Una es qué le ocurrió al
caballo. Lo segundo que me pregunto es... ¿cómo consigue dominar usted su
rabia?
Alonso vino a buscarla. Con las notas apretadas contra el pecho, Clarice
caminaba con la cabeza baja, tratando de conservarlo todo en la mente.
Ansiosa de respirar aire libre, ni siquiera lanzó una mirada hacia el despacho
de Chilton cuando salió del hospital.
La luz del doctor Chilton estaba encendida. Se veía por debajo de la puerta.
CAPÍTULO 26
Allá en las profundidades, bajo el herrumbroso amanecer de Baltimore, surgen
los ruidos del día en el pabellón de máxima seguridad. En esos sótanos donde
nunca oscurece, los atormentados intuyen la proximidad del día como un
puñado de ostras metidas en un perdido barril zarandeado por la marca.
Eran criaturas de Dios que se dormían llorando, despertaban para volver a
llorar y en su desvarío carraspeaban para aclararse el gañote.
El doctor Aníbal Lecter estaba rígidamente de pie al fondo del pasillo, con la
cara a un palmo de la pared.
Unas recias’ cinchas de lona lo sujetaban fuertemente a una camilla de
superficie inclinable, como si fuese un reloj de pared. Bajo las cinchas llevaba
una camisa de fuerza y correas que le ataban las piernas. Una máscara de
hockey que le cubría la cara impedía que mordiese; era tan eficaz como un
bozal y más cómoda de manejar para los enfermeros.
A espaldas del doctor Lecter, un enfermero bajo y de hombros caídos fregaba
la celda del psiquiatra. Barney supervisaba las sesiones de limpieza, que
tenían lugar tres días por semana, y al mismo tiempo registraba el recinto en
busca de objetos prohibidos, obtenidos de contrabando. Los encargados de la
limpieza solían apresurarse, ya que la celda del doctor Lecter les producía
aprensión. Era Barney el que, una vez finalizada la tarea, controlaba. Barney lo
comprobaba todo y no descuidaba nada.
Era únicamente Barney quien supervisaba la manipulación del doctor Lecter, ya
que Barney no olvidaba jamás a quién tenía entre manos. Sus dos ayudantes,
entretanto, contemplaban en la televisión un programa dedicado a recoger las
jugadas más sobresalientes de varios partidos de hockey.
El doctor Lecter se divertía; posee ingentes recursos internos, suficientes para
entretenerse durante años seguidos. Sus pensamientos se hallaban tan poco
esclavizados por el medio o la bondad como los de Milton por la física. Dentro
de su cabeza era un ser libre.
El mundo interior del doctor Lecter posee vivos colores, intensos olores y
escasos sonidos. Lo cierto es que tuvo que esforzarse un poco para oír la voz
del difunto Benjamín Raspail. El doctor Lecter estaba meditando de qué modo
entregar a Jame Gumb a Clarice Starling, para lo cual recordar a Raspail le
resultaba de utilidad.
Ahí estaba el gordo flautista en el último día de su vida, tendido en el diván de
la consulta de Lecter, hablándole de Jame Gumb:
«Jame vivía en San Francisco, en una pensión de mala muerte, donde tenía la
habitación más atroz que se pueda imaginar; las paredes eran de un morado
berenjena, salpicadas de churretones de esmalte, según la moda de los años
hippie, y todo estaba de un abandonado que daba pena.
«Jame — sabe, aparece escrito así en la partida de nacimiento, de ahí le viene
el nombre, _y ha de pronunciarse ‘lame % sin la ese final, de lo contrario se
pone lívido;y total no fue un nombre elegido sino un error del hospital donde
nació—, un error debido a la ignorancia W persona¡que contrataban en
aquellos tiempos, gente tan an4abeta que ni siquiera sabía escribir un nombre
correctamente. De todos modos, actualmente, es peor; hoy oí que tiene la
desgracia de ingresar en un hospital corre peligro de perder la vida. Bueno,
pues en esa horrenda habitación estaba Jame sentado en la cama,
cubriéndose la cara con las manos; le habían despedido de la tienda de
antigüedades y objetos de regalo donde trabajaba y había vuelto a hacer la
cosa mala.
«Le düe sencillamente que no aguantaba más su forma de actuar, aparte de
que Klaus acababa de entrar en mi vida, claro está. Jame, sabe usted, no es un
verdadero marica; eso le viene de los años que pasó en la cárcel.
En realidad, no es nada;yo diría que es un vacío total que él se empeña en
llenar, y de una violencia brutal cuando se enfada. Siempre que él entraba en
algún sitio, se notaba como si la habitación se vaciase. Quiero decir que una
persona como él, que mató a sus abuelos cuando tenía doce años, una
persona de un carácter tan explosivo parece que habría de tener más
presencia, ¿no le parece?
«De manera que estaba sin trabajo, y había vuelto a hacer la cosa mala a
algún desgraciado. Yo estaba harto.
Él había ido a correos a recoger los envíos de su ex patrón, el dueño de la
tienda, confiando encontrar algo que se pudiese vender. Y había un paquete de
Malasía o de Indonesía o qué séyo. Lo abrió con verdadera ilusióny era una
maleta llena de mariposas muertas, metidas allí dentro sin más ni más, sueltas.
«El dueño de la tienda estaba en contacto con a¡ gunos jefes de correos de
esas islas, quienes contra reembolso le enviaban cajas —Y cajas de mariposas
muertas. Él las prensaba entre dos planchas de metacrilato _y confeccionaba
los adornos más cursis que se pueda imaginar, y tenía la caradura de llamarlos
objetos de arte. Las mariposas a Jame no le servían de nada y hundió las
manos en ellas pensando que quizá debajo habría joyas de artesanía —a
veces recibían pulseras de Bali — y se llenó los dedos de polvo de mariposa.
Nada. No encontró nada. Se sentó en la cama, se cubrió la cara con las
manos, todo él irisado de colores de mariposa, y sintiéndose muy deprimido,
como nos hemos sentido todos alguna vez, se puso a llorar. De pronto oyó un
leve ruido en la maleta, que había quedado abierta, y era una mariposa que
trataba de salir de un capullo que habían metido con las mariposas muertas, y
finalmente tras cierto esfuerzo lo consi guió. Había polvo de mariposa en el
aire, polvo en el rayo de sol que entraba por la ventana, ya sabe lo vívido que
resulta todo lo que describe una persona drogada, bebida, intoxicada,
extasiada. La observó abrir las alas.
Era un insecto grande, düo. Verde. Y abrió la ventana para que huyese volando
y düo que sintió tal alivio que inmediatamente supo lo que tenía que hacer.
«Jame descubrió la casita de la playa que usábamos Klaus y yo y un día, a¡re
gresar de un ensayo, allí me lo encontré. En cambio, no vi a K1aus. Klaus no
estaba. Le pre gunté que dónde estaba Kiausy me contestó que bañándose.
Sabía que era mentira, Klaus nunca se bañaba, el Pacífico tiene un oleaje
demasiado violento. Y cuando abrí elfrigorífico, bueno, ya sabe lo que encontré.
La cabeza de Klaus mirándome desde detrás de la jarra de¡zumo de naranja.
Jame también se había confeccionado un delantai, sabe, con la piel de klaus, y
se ¡opuso y me preguntó si le favorecía. Supongo que debe estar horrorizado
de que, a pesar de todo, continuase mi relación con Jame; la verdad es que
cuando usted lo conoció, su inestabilidad había aumentado mucho. Creo que él
se quedó pasmado de que usted no le tuviese miedo».
Y a continuación, las últimas palabras pronunciadas por Raspail. «Me pregunto
por qué no me mataron mis padres antes de que tuviese edad para
engañarles».
Elfino mango de¡bisturí culebreó cuando el perforado corazón de Raspaí/
trataba de seguir latiendo; fue cuando el doctor Lecter dijo: «Parece una paja
metida en el orificio de una bomba teledirigida, ¿no cree?», pero era
demasiado tarde para que Raspaí/ pudiera contestar.
El doctor Lecter recordaba todas y cada una de esas pala— bras, y mucho
más. Agradables pensamientos con los que entretenerse mientras se llevaba a
cabo la limpieza de la celda.
Clarice Starling era astuta, pensó el doctor. Puede que llegase a atrapar a
Jame Gumb con lo que él le había dicho, pero era una probabilidad remota.
Para atraparle a tiempo, precisaba de datos más concretos. El doctor Lecter
estaba seguro de que cuando leyese los detalles de los crímenes, la misma
lectura le sugeriría pistas, indicios seguramente relacionados con el oficio que
Gumb aprendió en el correccional después de haber dado muerte a sus
abuelos. Le entregaría a Jame Gumb mañana, dando unas indicaciones tan
inequívocas que hasta el propio Jack Crawford habría de darse cuenta.
Mañana quedaría todo listo.
El doctor Lecter oyó pasos a sus espaldas y el televisor perdió la voz. Notó que
el manubrio devolvía la camilla a su posición horizontal. Iba a empezar el largo
y tedioso proceso de liberarlo de sus ataduras en el interior de la celda.
Siempre se seguía el mismo procedimiento. Primero Barney y sus ayudantes lo
colocaban con cuidado en el jergón, boca abajo. Luego, con un par de toallas,
Barney le ataba los tobillos a la barra que había a los pies de la cama, le
quitaba las correas de las piernas y cubierto por sus dos ayudantes, que iban
armados con porras y aerosol irritante, soltaban las hebillas de la espalda de la
camisa de fuerza, retrocedían para salir de la celda, ajustaban la red de nailon
y cerraban la puerta de la reja, dejando que el doctor Lecter se despojase por
sí solo de sus ataduras. A continuación, el doctor, por medio de la bandeja,
trocaba el material de inmovilización por el desayuno. Dicho procedimiento se
empleaba desde que el doctor Lecter había atacado a la enfermera, y
funcionaba a satisfacción de todo el mundo.
Ese día el proceso se vio interrumpido.

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