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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 8 de mayo de 2013

DRAGON ROJO - II


Thomas Harris
II





XV

Crawford se despertó de un sueño profundo una hora antes de que amaneciera. Vio el cuarto oscuro y sintió el amplio trasero de su esposa cómodamente apoyado contra sus riñones. No supo por qué se había despertado hasta que el teléfono sonó por segunda vez. Lo encontró sin dificultad.
—Jack, soy Lloyd Bowman. Resolví la clave. Es preciso que sepa ahora mismo lo que dice.
—Muy bien, Lloyd —Crawford buscó con los pies sus pantu­flas.
—    Dice: Domicilio Graham Marathón, Florida. Sálvese. Máte­los a todos.
—Maldición. Tengo que ir.
—    Lo sé.
Crawford se dirigió a su escritorio sin detenerse a buscar su bata. Llamó dos veces a Florida, una al aeropuerto y luego a Graham, a su hotel.
—Will, Bowman acaba de descifrar la clave.
—    ¿Qué dice?
—Te lo diré enseguida. Pero ahora escúchame. Todo está bien. Me he encargado de ello, por lo tanto no cuelgues cuando te lo diga.
Dímelo ya mismo.
Es tu dirección. Lecter le dio a ese degenerado tu dirección.Espera, Will.  Dos coches de la policía están ya camino de Sugarloaf. La lancha de la Aduana de Marathón se dirige hacia allí. El Duende Dientudo no ha tenido tiempo todavía de hacer nada. Espera, no cortes. Puedes moverte más rápido si yo te ayudo. Escucha lo que voy a decirte.
«Los agentes no van a asustar a Molly. Los autos cerrarán el camino que lleva a la casa. Dos hombres se acercarán lo suficiente como para poder vigilarla. Puedes decírselo cuando se despierte. Te pasaré a buscar dentro de media hora.
—Ya me habré ido.
—    El próximo avión hacia allí no sale hasta las ocho. Más rápido será hacerlos venir aquí. La casa de mi hermano en Chesapeake está disponible. Tengo un buen plan, Will, espera a que te lo cuente. Si no te gusta, yo mismo te llevaré al avión.
—    Necesito algunas cosas del arsenal.—Las buscaremos cuando pase por ti.
Molly y Willy estaban entre los primeros que bajaron del avión en el aeropuerto Nacional de Washington. Ella divisó a Graham entre el gentío, no sonrió, pero se dio vuelta hacia Willy y le dijo algo mientras caminaban rápidamente adelantán­dose a la oleada de turistas que volvían de Florida.
Lo miró de arriba abajo, se acercó y le dio un rápido beso. Sus dedos bronceados y fríos le tocaron su mejilla.
Graham sintió que el niño lo observaba. Willy le estrechó la mano sin acercarse.
Graham bromeó respecto al peso de la valija de Molly mientras caminaban rumbo al auto.
—    Yo la llevaré —anunció Willy.
Un Chevrolet marrón con patente de Maryland se ubicó detrás de ellos cuando salieron de la playa de estacionamiento.
Graham cruzó el puente en Arlington y les señaló los monu­mentos conmemorativos de Lincoln y Jefferson y el de George Washington antes de tomar rumbo al este en dirección a la bahía Chesapeake. Después de haber recorrido veinticinco kilómetros desde Washington, el Chevrolet marrón se les puso a la par por el carril interno. El conductor miró hacia ellos cubriéndose la boca con la mano y una voz extraña resonó en el interior del auto.
—Fox Edward, no hay moros en la costa. Buen viaje.
Graham buscó el micrófono oculto bajo el tablero.
—    Entendido, Bobby. Muchas gracias.
El Chevrolet quedó nuevamente atrás y se encendieron sus luces de giro.
Sólo para estar seguro de que ningún periodista o lo que sea nos seguía —aclaró Graham.
Comprendo —respondió Molly.
Ya entrada la tarde se detuvieron en un restaurante junto al camino y comieron cangrejos. Willy fue a inspeccionar la pileta de las langostas.
—    Lo siento, Molly, no me gusta nada —dijo Graham.—¿Es a ti a quien busca ahora?
—    No tenemos motivos para pensarlo. Lecter se lo sugirió. Lo instó a hacerlo.
—Es una sensación opresiva, desagradable.
—    Lo sé. Tú y Willy estaréis seguros en casa del hermano de Crawford. Nadie, a excepción de Crawford y yo, sabe que están allí.
—Preferiría no hablar de Crawford.
—Verás que lindo lugar es.
Molly inspiró hondo y cuando soltó el aire toda su furia salió con él, quedando descansada y tranquila. Lo miró con una sonrisa aviesa.
—    Caray, qué rabieta me dio allí. ¿Tendremos que convivir con algún Crawford?
—No. —Corrió la caja de las galletitas para tomarle la mano—. ¿Qué es lo que sabe Willy?
—Bastante. La mamá de su amigo Tommy tenía en su casa un pasquín que trajo del supermercado. Tommy se lo mostró a Willy. Había un gran artículo sobre ti, aparentemente bastante tergiversado. Sobre Hobbs, el lugar adonde estuviste después, Lecter, todo. Lo perturbó. Le pregunté si quería que conversára­mos sobre eso. Pero se limitó a preguntarme si yo lo sabía desde antes. Le contesté que sí, que tú y yo habíamos conversado sobre eso una vez, que me habías contado todo antes de casarnos. Le pregunté si quería que yo se lo contara, como fue de veras. Me dijo que te lo preguntaría directamente a ti.
—Me alegro. Bien por él. ¿Qué era, el Tattler?
—No sé, creo que sí.
—Muchas gracias, Freddy. —Una ola de furia por Freddy Lounds lo hizo levantarse de su asiento. Se lavó la cara con agua fría en el baño.
Sarah estaba diciéndole buenas noches a Crawford en la oficina cuando sonó el teléfono. Dejó la cartera y el paraguas para contestarlo.
—Oficina del agente especial Crawford... No, el señor Gra­ham no está en la oficina, pero permítame... Espere, será un placer... Sí, estará aquí mañana por la tarde, pero permítame...
El tono de su voz hizo que Crawford se acercara a su escritorio.
Sarah sujetaba el receptor como si hubiera muerto en su mano.
—Preguntó por Will y dijo que tal vez llamara mañana por la tarde. Traté de retenerlo.
—¿Quién era?
— Me dijo «Dígale simplemente a Graham que era el Peregri­no». Así es como el doctor Lecter llamó...
—Al Duende Dientudo —acotó Crawford.
Graham fue al mercado mientras Molly y Willy vaciaban sus valijas. Compró melones y moras maduras. Estacionó el auto en la vereda de enfrente de la casa y se quedó sentado durante unos minutos sujetando la dirección. Tenía vergüenza de que por culpa de él Molly hubiera tenido que abandonar la casa que amaba y tuviera que instalarse en una ajena.
Crawford había hecho lo más que podía. Esa casa no era uno de esos refugios federales en los que los brazos de los sillones estaban desteñidos por la transpiración de las manos. Era un chalet simpático, recién pintado, con flores junto a la escalera de entrada. Era el producto de manos cuidadosas y un espíritu ordenado. El jardín de atrás descendía hacia la bahía de Chesapeake y había un bote inflable.
La luz azul verdosa de la televisión se veía a través de las cortinas. Graham sabía que Molly y Willy estaban mirando un partido de baseball.
El padre de Willy había sido jugador de baseball, y muy bueno. El y Molly se conocieron en el ómnibus del colegio y se casaron antes de terminar los estudios.
Hicieron una gira por Florida con un equipo mientras estaba contratado por el de los Cardinals. Llevaron a Willy con ellos y lo pasaron maravillosamente bien. El equipo de los Cardinals le dio la oportunidad de formar parte de la primera división y sus dos primeros partidos confirmaron la confianza depositada en él. Pero después empezó a tener dificultades para tragar. El cirujano trató de extirparle todo, pero hizo una metástasis y eso lo liquidó. Murió al cabo de cinco meses, cuando Willy tenía seis meses.
Willy seguía mirando los partidos de baseball siempre que podía. Molly los veía cuando estaba perturbada.
Graham no tenía llave. Golpeó a la puerta.
Yo abriré —dijo Willy.
Espera. —Molly espió por las cortinas — . Está bien.Willy abrió la puerta. Tenía en su mano y apretado contra la pierna, un pesado garrote.
La vista de ese objeto impresionó penosamente a Graham. El chico debía de haberlo traído en su valija.
Molly agarró la bolsa del mercado.
—    ¿Quieres un poco de café? Hay gin, pero no es la marca que te gusta.
Cuando se fue a la cocina Willy le propuso a Graham salir afuera.
Desde el porche de atrás podían ver las luces de posición de las embarcaciones ancladas en la bahía.
—Will, ¿hay algo que debo saber para cuidar bien a mamá?
—Ambos están seguros aquí, Willy. ¿Recuerdas el auto que nos siguió desde el aeropuerto para comprobar que nadie sabía adonde íbamos? Nadie puede averiguar dónde estás tú y tu madre.
—¿Ese maniático quiere matarte, verdad?
—No lo sabemos. Pero no me sentía tranquilo al enterarme de que él sabía dónde estaba mi casa.
—¿Vas a matarlo?
Graham cerró duramente un instante los ojos.
—No. Mi trabajo consiste en encontrarlo. Luego lo confinarán en un hospital de insanos para poder asistirlo y evitar que lastime a más personas.
—    La madre de Tommy tenía un diario, Will. Ahí decía que tú habías matado a un tipo en Minnesota y que estuviste en una clínica de locos. Yo no lo sabía. ¿Es verdad?
-Sí.
—Empecé a preguntárselo a mamá, pero preferí preguntártelo a ti.
—Me gusta que me lo hayas preguntado directamente a mí. No era solamente un hospital para locos; tratan a toda clase de enfermos. —La distinción parecía importante—. Yo estaba en el ala de psiquiatría. ¿Te molesta saber que estuve allí. Porque estoy casado con tu madre?
—    Le dije a mi padre que cuidaría de ella. Y lo haré.Graham sintió que tenía que contarle lo suficiente a Willy.
Pero no quería decirle demasiado.
Las luces de la cocina estaban apagadas. Pudo ver la borrosa silueta de Molly detrás de la puerta de alambre tejido y sintió el peso de su opinión. Al hablar de todo eso con Willy se estaba jugando el corazón de Molly.
Era evidente que Willy no sabía qué otra cosa debía preguntar­le. Graham lo hizo por él.
—El hospital fue después del asunto de Hobbs.
¿Le disparaste?-Sí.
¿Cómo ocurrió?

Para empezar, Garret Hobbs era loco. Atacaba a chicas del colegio y... las mataba.
¿Cómo?
Con un cuchillo; finalmente, encontré una pequeña esquirla de metal en la ropa de una de las chicas. Era una viruta como las que quedan al recortar un caño. ¿Recuerdas cuando arreglamos la ducha de afuera?
«Yo estaba examinando a una cantidad de calefaccionistas, plomeros y otras personas. Me tomó mucho tiempo. Hobbs había dejado una carta renunciando a su trabajo en una compañía constructora a la que estaba inspeccionando. La vi y me pareció... rara. No trabajaba en ninguna parte y tuve que buscarlo en su casa.
»Estaba subiendo la escalera del departamento de Hobbs. Me acompañaba un policía uniformado. Hobbs debió habernos visto llegar. Estaba a mitad de camino cuando empujó a su esposa por la puerta y cayó rodando por las escaleras muerta.
—    ¿La había matado?
—En efecto. Entonces le pedí al oficial que me acompañaba que llamara a SWAT para pedir ayuda. Pero en ese momento oí a unos chicos adentro del departamento y enseguida unos gritos. Quise esperar, pero no pude.
—¿Entraste al departamento?
—    Sí. Hobbs había agarrado a su hija por detrás y tenía un cuchillo. La estaba apuñalando. Y entonces le disparé.
¿La chica murió?-No.
¿Se curó?
—Después de un tiempo. Ahora está perfectamente bien.
Willy digirió lentamente y en silencio todo eso. Se oía el débil sonido de música proveniente de un barco anclado.
Graham podía obviar ciertos detalles en beneficio de Willy, pero no le fue posible evitar revivirlos otra vez.
Omitió contarle que la señora Hobbs, apuñalada numerosas veces, se aferraba a él en el rellano de la escalera. Que al comprobar que había muerto y al escuchar los gritos que provenían del departamento, se libró de esos dedos ensangrenta­dos y empujando con su hombro abrió la puerta. Que Hobbs sujetaba a su propia hija y que con el cuchillo le tajeaba el cuello, y cómo ella se defendía con la cabeza colgando, mientras la 38 lo perforaba sin que se desplomara ni dejara de tajearla. Que Hobbs estaba sentado en el piso llorando y su hija gemía. Que al sostenerla comprobó que Hobbs le había seccionado la tráquea pero no las arterias. Que la muchacha lo miraba con enormes ojos vidriosos y luego miraba a su padre sentado en el piso, que lagrimeaba y decía «¿Ven? ¿Ven?» hasta caer muerto. Ahí fue cuando Graham perdió la fe en las 38.
Willy, ese asunto de Hobbs me preocupó mucho. Sabes, lo conservaba en mi mente y lo repasaba una y otra vez. Llegó un momento en que no podía pensar en otra cosa. Tenía la idea de que debía haber existido otra forma en que hubiera podido manejarlo mejor. Y luego no sentía ya nada más. No podía comer y dejé de hablar con todos. Tuve una gran depresión. Entonces un médico me pidió que me internara en el hospital y le hice caso.
Al cabo de un tiempo conseguí poner cierta distancia entre los hechos y yo. La muchacha que fue herida en el departamento de Hobbs vino a verme. Estaba muy bien y conversamos mucho.Finalmente lo hice a un lado y volví a mi trabajo.
¿Es tan espantoso matar a alguien aun si uno tiene que hacerlo?
—Willy, no hay nada peor en el mundo entero.
—Oye, voy un momento a la cocina. ¿Quieres tomar algo, una Coca? —A Willy le gustaba llevarle cosas a Graham, pero siempre lo hacía aparecer como si fuera accesorio a algo más que de todas formas iba a hacer. Nunca lo hacía aparecer como un favor especial o algo por el estilo.
—Por supuesto, una Coca.
—Mamá debería salir y mirar estas luces.
Más tarde, ya de noche, Molly y Graham estaban senta­dos en la hamaca del porche de atrás. Caía una fina lluvia y las luces de los barcos formaban unos halos punteados en la bruma. La brisa que provenía de la bahía les hizo poner carne de gallina en los brazos.
— ¿Esto puede durar bastante, no es así? —preguntó Molly.
—Espero que no, pero es posible.
—Will, Evelyn dijo que podía encargarse de la tienda durante esta semana y cuatro días de la próxima. Pero tengo que volver a Marathón, por lo menos por uno o dos días para estar allí cuando lleguen mis compradores. Podría quedarme en casa de Evelyn y Sam. Tengo que ir yo misma a Atlanta para abastecerme para septiembre.
¿Evelyn sabe dónde estás?
Le dije Washington, nada más.-Bien.

¿Qué  difícil   es  tener algo,  verdad?  Difícil  conseguirlo, complicado conservarlo. Este es un planeta terriblemente resba­loso.
Resbaloso como el infierno.
¿Volveremos a Sugarloaf, verdad?
Volveremos.

No te apures ni arriesgues demasiado. ¿No lo harás, verdad?-No.
¿Vas a regresar temprano?
Había hablado por teléfono con Crawford durante media hora.
—    Un poco antes de almorzar. Hay algo que tenemos que solucionar mañana, si piensas volver a Marathón. Willy podría pescar lo que pasa.
—Tuvo que preguntarte por el otro.
Lo sé y no lo culpo.
Maldito sea ese periodista, ¿cómo se llama?
Lounds. Freddy Lounds.
Pienso que tal vez lo odias. Y desearía no haber sacado el tema. Vamos a acostarnos y te haré un buen masaje en la espalda.
El resentimiento le produjo un ligero escozor a Graham. Se había justificado ante un niño de once años. El chico dijo que no había nada malo en haber estado encerrado en un loquero. Ahora ella le iba a masajear la espalda. —Vamos a la cama, no hay problemas con Willy.
«Cuando te sientes tenso, mantén la boca cerrada si puedes.»
—Te dejaré solo si quieres pensar un rato —dijo ella.
El no quería pensar. De ningún modo.
—Masajéame la espalda y yo te masajearé el pecho —contestó.
—Adelante, compañero.
Vientos de altura barrieron la fina llovizna más allá de la bahía y a las nueve de la mañana una nube de vapor se levantaba del suelo. Los distantes blancos del campo de tiro dependien­te del sheriff local parecían vacilar en esa trémula atmósfera.
El jefe del campo de tiro observó con sus anteojos de largavista hasta tener la segundad de que el hombre y la mujer que estaban en el extremo más alejado de la línea de tiro cumplían con las reglas de seguridad.
La credencial del Departamento de Justicia que exhibió el hombre cuando pidió permiso para usar el campo de tiro decía «Investigador». Eso podría ser cualquier cosa. El jefe no veía con buenos ojos que personas que no fueran instructores calificados de tiro enseñaran a otra el manejo de una pistola.
No obstante, tuvo que reconocer que el agente federal sabía lo que estaba haciendo.
Utilizaban solamente un revólver de calibre 22, pero le estaba enseñando a la mujer a disparar en combate desde la posición Weaver, con el pie izquierdo ligeramente adelantado y las dos manos sujetando fuertemente el revólver con tensión isométrica en los brazos. Ella disparaba a la silueta ubicada a seis metros y medio de distancia. Una y otra vez sacó el arma del bolsillo exterior de la cartera que colgaba de su hombro. Se repitió hasta que el jefe de tiro se aburrió de mirarlos.
Una modificación del sonido de los disparos lo hizo recurrir nuevamente a los largavistas. Se habían colocado protectores para los oídos y estaban trabajando con un arma corta y pesada. El jefe reconoció el estampido de los proyectiles livianos.
Pudo ver la pistola que esgrimía en sus manos y le interesó. Caminó junto a la línea de tiro y se detuvo unos pocos metros detrás de ellos. Quería examinar la pistola, pero ése no era el momento indicado para interrumpir. Le echó una buena mirada mientras la mujer la vaciaba de las cápsulas servidas y colocaba otras cinco de un cargador especial.
Extraña arma para un agente federal. Era un Bulldog 44 Special, corto y feo, con una enorme boca. Había sido muy modificado por Mag Na Port. El cañón estaba ventilado cerca de la boca para que no se levantara con el retroceso, el percutor estaba reforzado y tenía un par de sólidas agarraderas. Sospecha­ba que estaba preparado especialmente para ese tipo de cargador. Una pistola increíblemente maligna cuando estuviera cargada con lo que tenía preparado el agente federal. Se preguntaba cómo lo soportaría esa mujer.
Los proyectiles alineados en la tarima junto a ellos ofrecían una interesante progresión. El primer lugar lo ocupaba una caja de munición liviana. Le seguía la utilizada normalmente por la policía y por último había algo de lo que el instructor había oído hablar mucho pero que rara vez había visto. Una hilera de Proyectiles de Seguridad Glaser. Los extremos parecían saca­puntas para lápices. Detrás de cada punta había una cápsula de cobre que contenía munición número doce en una suspensión de teflón líquido.
Ese liviano proyectil había sido diseñado para volar a una velocidad tremenda, incrustarse en el blanco y soltar su carga. Sus consecuencias en la carne eran devastadoras. El instructor recordaba inclusive ¡as cifras. Hasta el momento noventa Glaser se habían disparado contra personas. Los noventa quedaron anulados inmediatamente con ese solo disparo. Ochenta y nueve de ellos murieron enseguida. Un hombre sobrevivió, para asombro de los médicos. Los Glaser tenían además una ventaja en lo relativo a seguridad: no producían rebotes, y no atravesa­rían ninguna pared, matando al que estuviera en el otro cuarto.
El hombre se mostraba muy atento hacia ella, alentándola, pero parecía triste por algo.
La mujer había agotado ya los proyectiles utilizados por la policía y el instructor se alegró al comprobar que controlaba bien el retroceso, mantenía los dos ojos abiertos y no vacilaba. Es verdad también que demoró casi cuatro segundos en sacar el primer cargador de su cartera, pero tres habían hecho blanco en el círculo marcado con una X. No tan malo para una principian­te. Tenía habilidad.
Hacía un rato que estaba nuevamente en la torre cuando oyó el terrible estrépito de los Glaser.
La mujer disparaba toda la carga. No era una práctica común y corriente.
El instructor pensó qué demonios verían en la silueta para que fueran necesarios cinco Glasers para matarlo.
Graham se dirigió a la torre para devolver los protectores de oídos, dejando a su alumna sentada en un banco, con la cabeza gacha y los codos apoyados sobre las rodillas.
El instructor pensó que debería estar contento con ella y así se lo dijo. Había recorrido un largo camino en un solo día. Graham se lo agradeció algo abstraído. Su expresión intrigó al instructor. Parecía un hombre que hubiera sufrido una pérdida irreparable.






XVI

El «señor Peregrino» le había dicho a Sarah que podría llamar tal vez durante la tarde del día siguiente. Una serie de arreglos se llevaron a cabo en el cuartel general del FBI para recibir la llamada.
¿Quién era el señor Peregrino? No era por cierto Lecter, Crawford lo había constatado. ¿Sería el señor Peregrino el Duende Dientudo? Tal vez, pensaba Crawford.
Los escritorios y teléfonos de su oficina habían sido traslada­dos durante la noche a un cuarto más grande del otro lado del hall.
Graham estaba parado junto a la puerta entreabierta de una cabina a prueba de ruidos. Detrás de él, dentro de la cabina, estaba el teléfono de Crawford. Sarah lo había limpiado con Windex. Sobre el escritorio de Sarah y una mesa auxiliar estaban desparra­mados el espectrógrafo para imprimir la voz, los grabadores y el evaluador de acento tónico y como Beverly Katz se había pose­sionado además de su silla, Sarah necesitaba hacer algo.
El gran reloj de la pared indicaba las 11.50.
El doctor Alan Bloom y Crawford estaban parados junto a Graham. Habían adoptado una misma posición, apoyados sobre una cadera, con las manos en los bolsillos.
Un técnico sentado frente a Beverly Katz hizo tamborilear los dedos sobre el escritorio hasta que una mirada de Crawford lo detuvo.
Sobre el escritorio de Crawford estaban instalados dos teléfo­nos nuevos, una línea abierta al centro de conmutadores electró­nicos del Bell System (ESS) y una línea directa con la sección Comunicaciones del FBI.
¿Cuánto tiempo precisa para localizar una llamada? —pre­guntó el doctor Bloom.
Con el nuevo conmutador se hace mucho más rápido de lo que piensa la mayoría de la gente —respondió Crawford —. Un minuto,  tai  vez,  si  procede de  un  conmutador totalmente electrónico. Más si es de un lugar en donde tienen que aislar todas las paredes.
Crawford alzó la voz dirigiéndose a los que estaban en el cuarto.
Si es que ¡lega a llamar, será breve, de modo que debemos hacerlo a la perfección. ¿Quieres que lo repasemos otra vez, Will?
Por supuesto. Cuando lleguemos al punto en que yo hablo, quisiera hacerle un par de preguntas, doctor.
Bloom había llegado después que los otros. Tenía que pronun­ciar una conferencia más tarde en la sección Comportamiento Científico, la academia del FBI en Quantico. Bloom sintió el olor a pólvora en la ropa de Graham.
—    De acuerdo —dijo Graham—. Suena el teléfono. El circuito se completa inmediatamente y en el ESS comienza la localización, pero el generador de tono prosigue repitiendo el ruido de llamada y por lo tanto no sabe que hemos contestado. Eso nos da veinte segundos de ventaja —señaló al técnico — . Generador de tono a off al final de la cuarta llamada, ¿entendido?
El técnico asintió.
—Final de la cuarta llamada.
—    Bien, Beverly contesta. Su voz es diferente de la que él oyó ayer. No registra reconocimiento. Beverly parece aburrida. El hombre pregunta por mí.  Bev dice: «Tendré que buscarlo.¿Puede esperar un momento?» ¿Lista para eso, Bev? —Graham pensó que sería mejor no ensayar las contestaciones. La rutina les quitaría espontaneidad.
—Muy bien, la línea está abierta para nosotros, cerrada para él. Creo que esperará más tiempo del que hablará.
—    ¿Seguro que no quiere que conectemos el tono de espera?—preguntó el técnico.
—Por Dios, no.
—    Lo  mantenemos  esperando veinte segundos y entonces Beverly interviene nuevamente para decirle: «El señor Graham viene enseguida; ya le comunico con él». Yo me pongo al habla.
Graham se dio la vuelta hacia el doctor Bloom.
—    ¿Cómo lo encararía, doctor?
—    El esperaría que usted se mostrara escéptico respecto de que fuera realmente el Duende Dientudo. Yo sugeriría un escepticis­mo cortés. Yo haría una marcada diferenciación entre los que llaman haciéndose pasar por él y la importancia de una llamada del auténtico personaje. Los falsos son fáciles de reconocer porque no tienen la capacidad de comprender lo que ha ocurrido,ese tipo de cosas.
»Hágale decir algo que pruebe quién es. —El doctor Bloom fijó la vista en el piso y se refregó la nuca.
«Usted no sabe lo que él quiere. Tal vez busque comprensión, quizá lo considera a usted un adversario y quiere gozar con su sufrimiento... ya lo veremos. Trate de descubrir de qué humor está y bríndele lo que desea, una cosa por vez. Me cuidaría mucho de pedirle que recurriera a nosotros para ayudarlo, a no ser que usted sienta qué es lo que desea.
»Se dará cuenta rápidamente si se trata de un paranoico. En ese caso me valdría de sus sospechas o rencores. Déjelo que los ventile. Si engrana con eso tal vez no se dé cuenta del tiempo que habla. Eso es todo lo que puedo decirle. —Bloom apoyó su mano sobre el hombro de Graham y agregó pausadamente—: Escuche, ésta no es una arenga ni nada por el estilo; usted puede adelantársele, haga lo que le parezca correcto.
Esperar Media hora de silencio fue más que suficiente.
—Así llame o no, tenemos que decidir qué haremos después —dijo Crawford —. ¿Quieren que probemos la casilla de correo?
No veo nada mejor —dijo Graham.
Eso nos proporcionaría dos celadas; tu casa de los cayosrodeada de policías y la casilla de correo.
El teléfono sonaba.
Conectaron el generador de tono. La localización comenzó en ESS. Cuatro llamadas. El técnico accionó la palanca del conmu­tador y Beverly contestó. Sarah escuchaba.
—Oficina del Agente Especial Crawford.
Sarah meneó negativamente la cabeza. Conocía al que llamaba, era un camarada de Crawford de la sección Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, Beverly se libró de él rápidamente y detuvo la localización de la llamada. Todos los del FBI sabían que no debía ocuparse esa línea.
Crawford repasó una vez más los detalles de la casilla de correo. Estaban aburridos y tensos al mismo tiempo. Lloyd Bowman se presentó para mostrarles cómo los números de las supuestas citas bíblicas de Lecter coincidían con la página 100 del ejemplar en rústica de La Alegría de Cocinar. Sarah sirvió café en tazas de papel.
El teléfono sonaba.
Generador de tono conectado y comenzó la localización en el ESS. Cuatro llamadas. El técnico pulsó la palanca. Beverly contestó.
—    Oficina del Agente Especial Crawford.
Sarah movía afirmativamente la cabeza. Con gran energía.
Graham entró a la casilla y cerró la puerta. Podía ver los labios de Beverly que se movían. Articuló «Un momento» y miró la aguja del segundero del reloj de pared.
Graham vio su cara en el reluciente aparato. Dos caras borroneadas en el auricular y en la bocina. Sintió en su camisa el olor a pólvora del campo de tiro. «No cuelgues. Por el amor de Dios, no cuelgues». Habían transcurrido cuarenta segundos. «Déjalo sonar. Una vez más». Cuarenta y cinco segundos. «Ahora».
—Will Graham. ¿Puedo ayudarlo en algo?
Una risa ahogada. Una voz velada dijo:
—Vaya si puede.
¿Puedo saber quién habla, por favor?
¿No se lo dijo su secretaria?
No, pero me sacó de una reunión, señor y...
—Si me dice que no piensa hablar con el Peregrino colgaré inmediatamente. ¿Sí o no?
—Señor Peregrino, no tengo ningún inconveniente en hablar con usted si tiene algún problema que pueda solucionarle.
Creo que el problema lo tiene usted, señor Graham.
Lo siento pero no comprendo.
La aguja del segundero se acercaba al minuto.
—    ¿Usted ha estado muy atareado, verdad?—Demasiado atareado para seguir conversando a menos que diga qué es lo que quiere.
—Yo quiero lo mismo que usted. Atlanta y Birmingham.
—    ¿Sabe algo al respecto?Leve risita.
—    ¿Si sé algo al respecto? ¿Está interesado usted en el señor Peregrino, sí o no? Colgaré si miente.
Graham podía ver a Crawford a través de la puerta de vidrio. Sujetaba un auricular en cada mano.
—    Sí. Pero sabe usted, recibo numerosas llamadas y la mayoría son de personas que dicen tener información. —Un minuto.
Crawford dejó un auricular y escribió algo en una hoja de papel.
—    Le sorprendería enterarse de la cantidad de pretendientes que hay —respondió Graham —. Al cabo de unos minutos de conversación se advierte que no tienen la capacidad necesaria para comprender lo que está ocurriendo. ¿Usted sí?
Sarah acercó una hoja de papel al vidrio para que Graham pudiera verla. Decía: «Teléfono público de Chicago. Policía se dirige allí».
—    Le propongo algo, usted me dice un dato que tiene sobre el señor Peregrino y tal vez yo le conteste si está o no en lo cierto
— manifestó la voz velada.
—Aclaremos de quién estamos hablando —insistió Graham.
—    Estamos hablando del señor Peregrino.
—¿Y cómo sé yo que el señor Peregrino ha hecho algo que pueda  interesarme? ¿Es realmente así? —Digamos que sí.
¿Es usted el señor Peregrino?
—No creo que se lo diga.
¿Es usted su amigo?—Más o menos.
—    Pues entonces demuéstremelo. Dígame algo que me indique si lo conoce bien.
—Usted primero. Dígame lo suyo —una risita nerviosa—. Ala primera equivocación cuelgo.
—Muy bien, el señor Peregrino es diestro.
—Eso no vale. La mayoría de las personas son diestras.
—El señor Peregrino es un incomprendido.
—Nada de trivialidades, por favor.
—    El señor Peregrino es muy fuerte físicamente.—Sí, podría serlo.
Graham miró el reloj. Un minuto y medio. Crawford asintió con la cabeza alentándolo.
«No le digas nada que él pueda cambiar».
—El señor Peregrino es blanco y mide alrededor de un metro ochenta y cinco. Usted no me ha dicho nada, sabe. No estoy seguro de que ni siquiera lo conozca.
—    ¿Quiere dar por terminada la conversación?
—No, pero usted propuso un intercambio de información. Estaba cumpliendo sus condiciones.
—    ¿Piensa usted que el señor Peregrino está loco?
Bloom meneaba negativamente la cabeza.

—No creo que nadie que sea tan cuidadoso como él pueda estar loco. Creo que es diferente. Pienso que muchas personas creen que está loco y la razón de eso es que no le ha permitido a la gente llegar a conocerlo realmente.
—    Describa exactamente lo que le hizo a la señora Leeds y tai vez entonces le diga si está o no en lo cierto.
—    No quiero hacerlo.—Adiós.
El corazón de Graham dio un salto, pero podía oír todavía el ruido de la respiración en el otro extremo de la línea.
—    No puedo entrar en detalles hasta saber...
Graham oyó el ruido de la puerta de la cabina telefónica de Chicago al abrirse violentamente y el clang del auricular al caer. Débiles voces y golpes se escuchaban por el aparato colgando del cable. Todos los que estaban en la oficina lo oyeron por el parlante.
—    No se mueva. No se le ocurra ni pestañear. Ahora junte sus dedos detrás  de la cabeza y salga lentamente de la cabina.Lentamente. Las manos sobre el vidrio y separe los brazos.
Una oleada de alivio inundó a Graham.
—    No  estoy  armado,  Stam.   Encontrará  el documento  de identidad en el bolsillo de la chaqueta. Me hace cosquillas.
Una voz sonora y confusa se oyó en el teléfono.
—    ¿Con quién hablo?-Will Graham, FBI.
Soy el sargento Stanley Riddle, del departamento de policía de  Chicago.   —Algo  molesto  ahora—:  ¿Puede  decirme que demonios pasa?
Dígamelo usted. ¿Tiene un hombre detenido?
Por supuesto. Freddy Lounds, el periodista. Hace diez años que lo conozco... Aquí tiene su agenda, Freddy... ¿Va a levantar cargos contra él?
Graham se puso pálido. Crawford parecía un tomate. El doctor Bloom contemplaba cómo giraban las cintas del gra­bador.
—    ¿Puede oírme?
—Sí, levantaré cargos —la voz de Graham era ahogada — . Obstrucción de la justicia. Lléveselo por favor, y déjelo hasta que lo vea el fiscal federal.
De repente Lounds apareció en el otro extremo de la línea. Hablaba rápida y claramente luego de haberse quitado los algodones de las mejillas.
-Will, escuche...
—Dígaselo al fiscal federal. Pásele el teléfono al sargento Riddle.
—Yo sé algo...
—    «Pásele de una vez ese maldito teléfono a Riddle».La voz de Crawford intervino en la línea.-Déjame hablar, Will.
Graham colgó el auricular con un golpe que hizo saltar a todos los que estaban dentro del alcance del parlante. Salió de la cabina y abandonó el cuarto sin mirar a nadie.
—    Lounds, qué buen lío ha armado —dijo Crawford.
¿Quieren o no atraparlo? Yo puedo ayudarles. Déjeme hablar un minuto. —Lounds aprovechó el silencio de Crawford—. Escuche, usted acaba de demostrarme cuánto necesitan al Tattler. Antes no estaba tan seguro, pero ahora sí. Ese aviso forma  parte  del  caso  del Duende  Dientudo,  porque de  lo contrario no se habrían tomado tanto trabajo para localizar esta llamada. Fantástico. Aquí está el Tattler para servirles. Para lo que quieran.
¿Cómo lo averiguó?
—El jefe de la sección avisos vino a verme. Dijo que su oficina de Chicago había enviado a un agente para revisar los avisos. Su candidato eligió cinco cartas de las que solicitaban la publicación de avisos. Dijo que era relativo a «estafa por correo». ¡Estafa! El jefe de la sección avisos hizo fotocopiar las cartas y los sobres antes de entregárselos al agente.
«Yo las revisé. Sabía que había elegido cinco para disimular la que realmente le interesaba. Nos tomó uno o dos días revisarlas. La clave estaba en el sobre. Matasellos de Chesapeake. El número del código postal correspondía al Hospital Estatal de Chesapea­ke. Yo estuve allí, recuerda, siguiéndole los pasos a su amigo el de los pelos parados. ¿Qué otra cosa podía ser?
»No obstante tenía que estar perfectamente seguro. Por eso llamé, para ver si se precipitaban para hablar con el "señor Peregrino" y así fue.
Cometió un grave error, Freddy.
Ustedes precisan el Tattler y yo puedo brindarles esa ayuda.Avisos,  editoriales,  vigilancia  de  las  cartas  que se reciben, cualquier cosa. Basta que lo pida. Puedo ser discreto, de veras.
Déme una oportunidad, Crawford.
—No hay ninguna oportunidad para usted.
—Bien, entonces no habrá diferencia alguna si a alguien se le ocurre poner seis avisos personales en la próxima edición. Todos dirigidos al «Señor Peregrino» y firmados en la misma forma.
— Conseguiré una orden de detención para usted y que se le inicie proceso por obstrucción de la justicia.
—Y trascenderá en la prensa de todo el país — Lounds sabía que su conversación estaba grabándose. Pero ya no le importaba—. Juro por Dios que lo haré, Crawford. Destrozaré su oportuni­dad antes de perder la mía.
—Agregue transmisión interestatal de una amenaza a lo que acabo de decir.
—Déjeme ayudarlo, Jack. Le aseguro que puedo hacerlo.
—Vaya de una vez a la comisaría, Freddy. Y comuníqueme nuevamente con el sargento.
El Lincoln Versailles de Freddy Lounds olía a loción para el pelo y para después de afeitarse, también a medias y cigarros, y el sargento de policía se alegró de bajarse del vehículo al llegar a la comisaría.
Lounds conocía al capitán que estaba a cargo y a muchos de los patrulleros. El capitán le ofreció café y llamó a la oficina del fiscal federal para «Tratar de solucionar este lío».
Ninguna autoridad federal se presentó para interrogar a Lounds. Al cabo de media hora recibió una llamada de Crawford en el despacho del comisario. Y entonces quedó en libertad. El capitán lo acompañó hasta su auto.
Lounds estaba nervioso y condujo veloz y atropelladamente al cruzar el Loop en dirección hacia el este, rumbo a su departa­mento con vista al Lago Michigan. Quería obtener varias cosas del asunto y sabía que podría conseguirlas. Una de ellas era dinero, y la mayoría del dinero provendría de una edición especial. Los puestos de venta de diarios estarían tapizados con esa edición a las treinta y seis horas de la captura. Una historia exclusiva en la prensa diaria sería un golpe periodístico. Tendría la satisfacción de ver en la prensa seria —el Chicago Tribune, Los Angeles Times, el sacrosanto Washington Post y el bienaventura­do New York Times— su crónica firmada junto con su foto.
Y entonces los corresponsales de esos grandes diarios, que no se dignaban mirarlo ni compartir un trago con él, se comerían las uñas de envidia.
Lounds se había convertido para ellos en un paria porque había abrazado una fe diferente. Si hubiera sido incompetente,  un tonto sin recursos, los veteranos de la gran prensa le habrían perdonado trabajar para el Tattler, como se disculpa a un incapacitado. Pero Lounds era bueno. Tenía las cualidades de un buen reportero, inteligencia, coraje y buen ojo. Tenía gran energía y paciencia.
En su contra existía el hecho de ser odioso, por lo tanto detestado por los ejecutivos de los diarios, y el no tener la habilidad para mantenerse él fuera de sus crónicas.
Lounds experimentaba la imperiosa necesidad de llamar la atención que generalmente se conoce erróneamente bajo el nombre de ego. Era gordito, feo y bajo. Tenía dientes grandes y sus ojos pequeños como los de un ratón poseían un brillo repulsivo.
Trabajó durante diez años con la prensa seria y finalmente advirtió que nadie lo enviaría jamás a la Casa Blanca. Se dio cuenta que los editores lo harían ir de acá para allá, utilizándolo hasta que llegara el momento en que sólo sería un arruinado y viejo borracho, al frente de un escritorio sin movimiento, destinado inevitablemente a una cirrosis o un colchón incen­diado.
Querían la información que podía conseguir, pero no querían a Freddy. Le pagaban el sueldo más alto correspondiente al escalafón, lo que no es demasiado cuando se tiene que comprar a las mujeres. Le palmeaban la espalda y le decían que tenía mucho valor y se negaban a reservarle un sitio con su nombre en la playa de estacionamiento.
Una tarde durante el año 1969 mientras escribía en su oficina, Freddy tuvo un momento de inspiración.
Frank Larkin estaba sentado junto a él escribiendo algo que le dictaban por teléfono. El dictado era la muerte lenta para los reporteros viejos en el diario en que Freddy trabajaba. Frank Larkin tenía cincuenta y cinco años, pero parecía de setenta. Sus ojos estaban entrecerrados y cada media hora iba a su armario para tomar un trago. Freddy podía olerlo desde su silla.
Larkin se levantó y arrastrando sus pies sobre el piso, se acercó a la redactora de noticias y le habló en voz baja. Freddy escuchaba siempre las conversaciones ajenas.
Larkin le pidió a la mujer que le consiguiera un tampón de la máquina del baño de damas. Tenía que usarlos para sus hemo­rroides.
Freddy dejó de escribir. Sacó la hoja con su crónica de la máquina, puso otra hoja nueva y redactó su renuncia.
Una semana después trabajaba en el Tattler.
Comenzó como redactor sobre el cáncer, cobrando el doble de
sueldo que ganaba antes. La gerencia quedó impresionada por su
trabajo.
                                                           
El Tattler podía darse el lujo de pagarle bien porque el cáncer resultó muy lucrativo para el diario.
Uno de cada cinco norteamericanos muere de esa enfermedad. Los parientes de los agonizantes, agotados, desalentados, tratan­do de luchar contra una enfermedad devastadora con caricias y postres y chistes malos, tienen un desesperado afán por cualquier cosa que les brinde esperanzas.
Estudios de mercado revelaron que un audaz título «Nueva Cura para el Cáncer» o «Droga Milagrosa para el Cáncer», aumentaba las ventas del Tattler en los supermercados en un 22,3 por ciento. Las ventas caían en un seis por ciento cuando la crónica se publicaba en la primera página debajo del título, ya que el lector tenía tiempo de revisar el texto hueco mientras sumaban su compra.







XVII

El doctor Alan Bloom y Jack Crawford estaban sentados en unas sillas plegables, único mobiliario que quedaba en la oficina de este último.
—    El ropero está vacío, doctor.
El doctor Bloom estudió el rostro de facciones simias de Crawford y se preguntó para sus adentros qué más diría. Detrás de las quejas y los Alka-Seltzer de Crawford, el médico percibió una inteligencia fría como una mesa de rayos X.
-¿Adónde fue Will?
Dará unas vueltas y se tranquilizará —dijo Crawford — .
Odia a Lounds.
¿Creyó usted que perdería a Will después que Lecter publicó la dirección de su casa? ¿Que regresaría con su familia?
Lo creí por un minuto. Fue un golpe para él.
Comprensible —acotó el doctor Bloom.
Pero luego me di cuenta de que no puede volver a su casa, como tampoco pueden volver Molly y Willy, jamás, hasta que desaparezca el Duende Dientudo.
¿Conoce a Molly?
Sí. Es encantadora, me gusta mucho.  Por supuesto que nada le llenaría más de gozo que verme en el infierno con el cuerpo roto. Actualmente más vale que no me encuentre con ella.
—¿Ella piensa que usted utiliza a Will?
—Tengo que hablar con él de unas cuantas cosas —dijo Crawford mirando agudamente al doctor Bloom—. Tendremos que repasarlo con usted. ¿Cuándo debe volver a Quantico?
—El jueves por la mañana. Lo postergué —El doctor Bloom estaba  invitado  a pronunciar  una  conferencia en la sección Comportamiento Científico de la Academia del FBI.
Graham lo aprecia. No piensa que usted practica ninguna clase de trucos mentales con él —dijo Crawford —. Se le había atragantado la observación de Bloom respecto a que utilizaba a Graham.
No lo hago. Ni trataría de hacerlo —respondió el doctor Bloom — . Soy tan honesto con él como lo sería con un paciente.
Exacto.
No; quiero ser su amigo y lo soy. Jack, la observación es parte de mi campo de estudio. Recuerdo, no obstante, que cuando usted me pidió que realizara un estudio de Graham me negué.
—El que quería un estudio sobre él era Petersen, del piso de arriba.
—    Usted fue el que lo solicitó. No importa, si hice alguna vez algo con Graham, si alguna vez hubo algo que hubiera podido tener cierto beneficio terapéutico para otros, lo abstraería en una forma en que sería completamente irreconocible. Si alguna vez llegara a hacer un trabajo de estilo académico, sólo sería publica­ do póstumamente.
—    ¿Después de usted o de Graham?
El doctor Bloom no respondió.
—Me he dado cuenta de una cosa que despierta mi curiosidad: usted no está nunca solo en un cuarto con Graham, ¿verdad? Lo hace delicadamente, pero nunca se queda mano a mano con él. ¿Por qué? ¿Es porque considera que tiene una especial sensibili­dad psíquica?
No.  Es  un eideteker; tiene una extraordinaria memoria visual, pero no creo que tenga esa sensibilidad psíquica. No quiso que Duke le hiciera tests... pero eso no quiere decir nada. Detesta que lo sondeen e investiguen. Y yo también.
Pero...
—Will quiere pensar en esto estrictamente como un ejercicio intelectual, y de acuerdo con las ajustadas definiciones forenses, es exactamente eso. Es bueno para el trabajo, pero supongo que existirán otras personas igualmente buenas.
No muchas —respondió Crawford.
Lo que posee además es pura empatia y proyección —afirmó el doctor Bloom — . El puede asumir su punto de vista, o el mío y quizás algunos otros que lo asustan y asquean. Es un don molesto, Jack. La percepción es una espada de dos filos.
¿Por qué no se queda nunca a solas con él?
Porque  siento  cierta  curiosidad  profesional por él y  lo advertiría inmediatamente. Es muy rápido.
Si lo encuentra observándolo, enseguida cerraría las per­sianas.
Una analogía desagradable pero exacta.  Ya ha obtenido suficiente venganza, Jack. Vayamos al grano. Y abreviemos. No me siento muy bien.
-Una manifestación psicosomática, probablemente —dijo Crawford.
-En honor a la verdad, se trata de mi vesícula. ¿Qué es lo que quiere?
Dispongo de un medio para hablar con el Duende Dientudo.
El Tattler —acotó el doctor Bloom.
Exacto. ¿Cree usted que exista alguna forma para impulsarlo
a una autodestrucción con lo que podamos decirle?
¿Empujarlo al suicidio?
El suicidio me vendría de perlas.
Lo dudo, liso podría ser posible en ciertos tipos de enferme­dades  mentales.   Pero   en   este  caso   lo  dudo.   No   sería  tan meticuloso si fuera autodestructivo. No se protegería tan bien. Si fuera el prototipo del esquizofrénico paranoico se podría tal vez influenciarlo para enfurecerlo y hacerse visible. Se podría inclusi­ve conseguir que se lastimara a sí mismo. Pero yo no lo ayudaría a hacerlo.
—El suicidio era el enemigo mortal de Bloom.
No, supongo que no  —replicó Crawford — . ¿Podríamos enfurecerlo?
-¿Por qué quiere saberlo? ¿Con qué objeto?
Permítame que le pregunte lo siguiente: ¿podríamos hacerlo enojar y centrar su atención en algo?
Ya la ha fijado en Graham a quien considera ahora corno su adversario y usted lo sabe perfectamente bien. No dé vueltas.
¿Ha decidido arriesgar a Graham, verdad?
Creo que debo hacerlo. De lo contrario tendremos otra masacre el 25. Ayúdeme.
No sé si se da bien cuenta de lo que está pidiendo.
Que me aconseje, eso es lo que le pido.
No me refiero a mí —respondió el doctor Bloom—. Lo que le pide a Graham. No quiero que lo interprete mal, y en circunstan­cias normales no lo diría, pero creo que debe saberlo: ¿cuál cree usted que es uno de los principales incentivos de Will?
Crawford meneó negativamente la cabeza.
 —El miedo, Jack. Este hombre lucha contra un miedo enorme.
¿Porque lo hirieron?
No,   no   es   sólo  por  eso.  El  miedo  es  producto de la imaginación, es un castigo, es el precio de la imaginación.
Crawford se quedó mirando sus manos cruzadas sobre el estómago. Se sonrojó violentamente. Era embarazoso hablar de ello.
—    Por supuesto. Es lo que no se menciona jamás del lado en que están los grandes personajes, ¿no es así? No se preocupe por decirme que tiene miedo. No voy a pensar por eso que es un cobarde. No soy tan tonto, doctor.
—Nunca pensé que lo fuera, Jack.
No lo enviaría allí si no pudiera protegerlo. Está bien, si no pudiera protegerlo en un ochenta por ciento. El no es precisa­mente malo. No será el mejor, pero es muy rápido. ¿ Nos ayudará a sacudir al Duende Dientudo, doctor? Han muerto ya muchas personas.
Sólo si Graham conoce de antemano la totalidad del ries­go que corre y lo acepta voluntariamente. Tengo que oírselo decir.
—Soy igual que usted, doctor. Nunca lo embromo. Por lo menos no más de lo que nos embromamos mutuamente.
Crawford encontró a Graham en el pequeño cuarto de trabajo del cual se había apropiado, junto al laboratorio de Zeller, llenándolo de fotografías y papeles personales pertenecientes a las víctimas.
Crawford esperó hasta que Graham abandonó la lectura del Boletín del Cumplimiento de la Ley.
Deja que te ponga al tanto de lo que ocurrirá el 25. —No necesitaba explicarle a Graham que el 25 habría luna llena.
¿Cuando lo haga otra vez?
—Así es, si es que tenemos algún problema el veinticinco. —No digas si, sino más bien cuando.
—    En  ambas  oportunidades  fue un sábado por la noche.
Birmingham, el 28 de junio, día de luna llena, era un sábado por la noche. En Atlanta fue el 26 de julio, un día antes de la luna llena, pero también un sábado por la noche. Esta vez la luna llena es el lunes 25 de agosto. Pero como parece que prefiere el fin de semana, estaremos preparados a partir del viernes.
—¿Preparados? ¿Estaremos preparados?
 —   Exacto. Tú sabes cómo figura en los libros de texto... la forma ideal para investigar un homicidio.
—Jamás vi que se hiciera así — respondió Graham —. Nunca da resultado de esa forma.
—No. Casi nunca. No obstante, sería espléndido poder hacer­lo. Enviar a una persona adentro. Una sola. Que recorra todo el lugar. Tiene un micrófono y dicta todo el tiempo. El lugar intacto durante todo el tiempo que le haga falta. Solo él... sólo tú.
Un largo silencio.
¿Qué es lo que estás diciendo?
A partir del viernes por la noche, día 22, tenemos un Grumman Gulfstream esperando en la base de la Fuerza Aérea de Andrews. Lo pedí prestado al ministerio del Interior. El material básico de laboratorio estará allí. Nosotros estamos a la expectativa —yo, tú, Zeller, Jimmy Price, un fotógrafo y dos personas para hacer los interrogatorios. No bien recibimos la
llamada nos ponemos en marcha. Cualquier lugar que sea, al este o al sur, podremos llegar allí en una hora y quince mi­nutos.
¿ Y qué pasará con los locales ? Ellos no tienen que cooperar.
No esperarán.
Estamos informando a los jefes de policía y los sheriff de los condados. Uno por uno. Les pedimos que pongan una nota en los  escritorios  de  los oficiales de guardia y  operadores de comandos radioeléctricos.
Pamplinas. Ni sueñes con que van a esperar. No pueden
—dijo Graham meneando la cabeza.
Es lo que les pedimos y no es tanto. Les solicitamos que cuando reciban un parte, los primeros oficiales de la zona entren y echen una mirada. Que el personal médico concurra y se fije bien si queda alguien vivo. Luego se retiran todos. Que bloqueen calles, interroguen, etc., como mejor les parezca, pero que el lugar permanezca intacto hasta que lleguemos nosotros. Una vez allí
entras tú. Tienes conectado un micrófono. Nos hablas cuando tienes ganas y no dices nada si no tienes ganas. Te tomas todo el tiempo que te haga falta. Y sólo después entramos todos.
Los agentes locales no esperarán.
—Seguro que no. Enviarán a algunos agentes de Homicidios. Pero la solicitud que presentamos va a tener cieno efecto. Reducirá el movimiento en el lugar y tú encontrarás todo fresco.
Fresco. Graham echó la cabeza hacia atrás, contra el respaldo de su silla y se quedó mirando el techo.
—    Por supuesto —agregó Crawford —, todavía nos quedan
trece días.
-Ay, Jack.
—¿Qué pasa con Jack? —preguntó Crawford.
—Me matas, de veras me matas.
—No te entiendo.
—Claro que me entiendes. Lo que has hecho; has decidido utilizarme como cebo porque no tienes nada mejor. Por lo tanto antes de hacer la pregunta me presionas indirectamente al sonsacarme cómo va a ser de terrible la próxima vez. No es una mala técnica. Para aplicar a un idiota remachado como yo. ¿Qué creías que iba a decir? ¿Tenías miedo de que no tuviera suficien­tes agallas después de Lecter?
-No.
—No te culparía por pensarlo. Ambos conocemos a perso­nas a las que les ha pasado eso mismo. No me gusta circular con una coraza antibalas y muerto de miedo. Pero caray, ya es­toy metido en el baile. No podremos volver a casa mientras ande suelto.
—Jamás dudé que lo harías.
—¿Entonces hay algo más? —preguntó Graham comprendien­do que era cierto lo que decía.
Crawford no contestó.
—Molly no. De ningún modo.
—Por Dios, Will, ni siquiera yo te pediría semejante cosa.
Graham lo miró durante un momento.
—Por el amor de Dios, Jack, no me digas que has decidido hacer intervenir a Lounds. ¿Han hecho ya los dos un arreglo?
Crawford estudió una mancha en su corbata y luego miró a Graham.
—Sabes que es la mejor carnada. El Duende Dientudo va a vigilar el Tattler. ¿Qué otra cosa nos queda?
-¿Y tiene que ser Lounds?
—    El tiene cuña con el Tattler.
—Entonces yo provoco al Duende Dientudo en el Tattler y luego le preparamos el terreno. ¿Te parece mejor que la casilla de correo? No contestes, sé que es mejor. ¿Has hablado con Bloom al respecto?
—Sólo de paso. Ambos nos reuniremos con él. Y con Lounds. Haremos al mismo tiempo lo proyectado con la casilla de correo.
—¿Y qué me dices de la organización? Tenemos que prepararle algo que le guste. Un lugar abierto. Adonde pueda acercarse. No creo que tire de lejos. Tal vez me engañe, pero no me lo imagino con un rifle.
—Apostaremos agentes en los lugares altos.
Ambos pensaban en lo mismo. La protección de una coraza Kevlar sería efectiva para un calibre de nueve milímetros y un cuchillo, siempre y cuando Graham no fuera herido en la cara. No había forma de protegerlo si un francotirador le disparaba a la cabeza.
Habla tú con Lounds. Yo no preciso hacerlo.
El tiene que entrevistarte, Will —replicó suavemente Crawford —. Tiene que sacarte una foto.
Bloom le había advertido a Crawford que tendría dificultades con ese punto.






XVIII

Llegado el momento, Graham sorprendió tanto a Craw­ford como a Bloom. Pareció dispuesto a reunirse con Lounds, como una concesión y sus fríos ojos azules tenían una expresión cordial.
El estar dentro de la sede central del FBI tuvo un saludable efecto sobre los modales de Lounds. Se mostró amable, cuando lo recordaba, y el manejo de su equipo fue rápido y silencioso.
Graham se plantó solamente una vez: negándose rotundamente a que Lounds revisara el diario de la señora Leeds y la correspon­dencia privada de cualquiera de las familias.
Cuando comenzó la entrevista contestó las preguntas de Lounds con tono afable. Ambos consultaron notas tomadas durante una reunión con el doctor Bloom. Las preguntas y respuestas eran a menudo reiteraciones.
A Alan Bloom le resultó muy difícil planear con miras a agraviar. Al final se limitó simplemente a exponer sus teorías sobre el Duende Dientudo. Los demás escuchaban como alum­nos de karate durante una lección de anatomía.
El doctor Bloom dijo que los actos y la carta del Duende Dientudo parecían indicar que compensaba con una personali­dad engañosamente violenta una intolerable sensación de insufi­ciencia o falta de adecuación. La rotura de los espejos asociaba esos sentimientos con su aspecto.
Según Bloom, la objeción del asesino al apodo de «Duende Dientudo» se basaba en las implicaciones homosexuales de la palabra «duende». El psiquiatra pensaba que «el duende» tenía un problema homosexual subyacente, un miedo terrible de ser marica. La opinión del doctor Bloom se veía reforzada por un curioso descubrimiento en casa de los Leeds: Dobleces y manchas de sangre cubiertas indicaban que el Duende Dientudo le había puesto calzoncillos a Charles Leeds después de muerto. El doctor Bloom creía que lo había hecho para enfatizar su falta de interés por Leeds.
El psiquiatra habló sobre el fuerte lazo entre impulsos agresi­vos y sexuales que se presentan en sádicos a muy tierna edad.
Los ataques salvajes dirigidos principalmente a las mujeres y perpetrados frente a sus familiares, eran visiblemente ataques a la figura materna. Bloom, caminando de un lado a otro de la habitación, hablando como consigo mismo, llamó a ese indivi­duo «el fruto de una pesadilla». Los párpados de Crawford se entrecerraron ante la compasión reflejada en su voz.
Durante la entrevista con Lounds, Graham formuló declaraciones que no haría ningún investigador y a las que ningún diario serio podría dar crédito.
Especuló con que el Duende Dientudo era feo, impotente con personas del sexo opuesto y adujo, falsamente, que el asesino había atacado sexualmente a sus víctimas masculinas. Graham dijo que indudablemente el Duende Dientudo era el hazmerreír de sus relaciones y el producto de un hogar incestuoso.
Puso énfasis al recalcar que el Duende Dientudo no era evidentemente tan inteligente como Hannibal Lecter. Prometió suministrarle al Tattler más datos y detalles sobre el asesino a medida que se le presentaran. Dijo que muchos integrantes de las fuerzas del orden no estaban de acuerdo, pero mientras él estuviera al frente de la investigación, el Tattler podría contar con obtener informes fidedignos de su parte.
Lounds tomó muchas fotografías.
La foto clave fue sacada en el «escondite en Washington» de Graham, un departamento que había «pedido prestado para ocuparlo hasta aplastar al Duende». Era el único lugar donde podía gozar de «soledad» en medio del «ambiente carnavalesco» que rodeaba la investigación.
La foto mostraba a Graham vestido con una bata sentado frente a un escritorio, estudiando muy tarde en la noche. Estaba examinando una «grotesca concepción» del artista sobre «el Duende».
A espaldas de él podía apreciarse por la ventana un pedazo iluminado de la cúpula del Capitolio. Pero más importante, en el ángulo bajo izquierdo algo borroso pero legible, se veía el cartel de un conocido motel del otro lado de la calle.
El Duende Dientudo podría encontrar el departamento si lo deseaba.
Dentro del cuartel general del FBI, Graham fue fotografiado frente a un espectrómetro. No tenía nada que ver con el caso, pero a Lounds le pareció que era impresionante.
Graham consintió en permitir que le tomaran una fotografía mientras lo entrevistaba Lounds. La sacaron frente a los inmen­sos armeros de la sección Armas de Fuego y Herramientas. Lounds esgrimía un arma automática de nueve milímetros, similar a la utilizada por el Duende Dientudo. Graham señalaba el silenciador de fabricación casera, confeccionado con un pedazo de la torre de una antena de televisión.
El doctor Bloom se sorprendió al ver que Graham apoyaba amistosamente una mano sobre el hombro de Lounds antes que Crawford hiciera funcionar el disparador.
La entrevista y las fotografías debían aparecer en el Tattler que se publicaría el día siguiente, lunes 11 de agosto. Lounds partió rumbo a Chicago no bien tuvo todo el material. Dijo que quería supervisar personalmente la compaginación. Convino con Crawford que se encontrarían el jueves por la tarde a cinco cuadras de la trampa.
A partir del jueves, cuando el Tattler estaría al alcance de cualquiera, dos trampas estarían preparadas para el monstruo.
Graham iría todas las tardes a su «residencia temporaria» fotografiada en el Tattler.
En ese mismo número un aviso cifrado personal invitaba al Duende Dientudo a concurrir a la casilla de correo de Annapolis, vigilada día y noche. Si sospechaba de la casilla de correo, pensaría que todo el esfuerzo por capturarlo estaba centrado allí. Entonces, según pensaba el FBI, Graham resultaría un blanco más atractivo.
Las autoridades de Florida instalaron un equipo de vigilancia en el cayo Sugarloaf.
Había cierto aire de descontento entre los cazadores, dos cebos tan grandes restaban mucho potencial humano que podía ser utilizado en otra parte, y la presencia de Graham todas las tardes en su trampa limitaría sus movimientos a la zona de Washington.
A pesar de que su buen juicio le indicaba a Crawford que era la mejor jugada, todo el asunto resultaba demasiado pasivo para su gusto. Tenía la sensación de que estaban jugando entre ellos mismos en esas noches sin luna, cuando faltaban solamente menos de dos semanas para el plenilunio.
El domingo y el lunes transcurrieron a un curioso ritmo. Los minutos eran eternos y las horas parecían volar.
Spurgen, jefe de instructores de SWAT en Quantico, dio la vuelta a la manzana del departamento el lunes por la tarde. Graham lo acompañaba. Crawford ocupaba el asiento de atrás.
—El tráfico peatonal disminuye alrededor de las siete y cuarto. Todos vuelven a sus casas a comer —dijo Spurgen. Su cuerpo delgado pero musculoso y su gorra con visera echada ligeramente hacia atrás, le daban el aspecto de un jugador de baseball—. Háganos una señal en la banda disponible mañana por la noche una vez que cruce las vías del ferrocarril. Debería tratar de hacerlo entre las ocho y media y ocho cuarenta.
Detuvo el auto en el estacionamiento del edificio de departa­mentos.
—Esta celada no es la última maravilla, pero podría ser peor. Estacione aquí mañana por la noche. A partir de entonces cambiaremos todas las noches el lugar donde estacionará, pero siempre de este lado. Hay casi setenta metros hasta la entrada del departamento. Caminemos.
Spurgen, más bien bajo y patizambo se adelantó a Graham y Crawford.
«Está buscando lugares desde los cuales pueda atacarme», pensó Graham.
Durante la caminata es probablemente cuando ocurrirá, si es que ocurre -afirmó el jefe de SWAT-. Mire, desde aquí la línea directa de su auto hasta la entrada, el recorrido normal, es por el medio del estacionamiento. Es lo más lejos que puede apartarse de la línea de autos que están aquí todo el día. El tendrá que salir al espacio abierto para acercarse. ¿Qué tal oye usted?
Bastante bien  —respondió Graham — . Muy bien en estelugar.
Spurgen trató de descubrir algo en el rostro de Graham pero no encontró nada que pudiera reconocer. Se detuvo en la mitad del estacionamiento.
 —   Vamos a reducir un poco la intensidad de los faroles de la calle para que a un francotirador le resulte más difícil.
—Dificultará el trabajo de sus hombres también —acotó Crawford.
—    Dos de los nuestros tienen miras especiales para la noche—            manifestó Spurgen—. Tengo un spray brillante que deberá usar en sus sacos, Will. A propósito, no me importa si hace o no mucho calor, pero tendrá que utilizar protección antibala todas y cada una de las veces. ¿Entendido?
-Sí.
¿De qué tipo?
Es Kevlar; ¿qué dices, Jack? ¿Second Chance?
Second Chance —afirmó Crawford.
Posiblemente lo atacará desde atrás o tal vez lo cruzará y enseguida se dará vuelta para dispararle cuando lo haya dejado atrás —  dijo Spurgen — .  En siete oportunidades ha disparado a la cabeza, ¿verdad? Ha comprobado que es efectivo. Lo repetirá con usted si le da tiempo para que lo haga. No le dé tiempo.Después que le muestre un par de cosas en el hall de entrada y en el departamento iremos al campo de tiro. ¿Puede hacerlo?
—    Puede —respondió Crawford.
Spurgen parecía el sumo sacerdote del campo de tiro. Hizo que Graham se colocara tapones bajo los protectores de oídos y le disparó blancos desde todos los ángulos. Sintió un alivio al comprobar que Graham no portaba la 38 reglamentaria, pero le preocupó el chispazo del cañón agujereado. Trabajaron durante dos horas. El hombre insistió en verificar el tambor y los seguros del 44 de Graham cuando terminó de tirar.
Graham se bañó y se cambió de ropa para no tener olor a pólvora antes de dirigirse en su auto hacia la bahía para pasar su última noche libre en compañía de Molly y Willy.
Después de comer llevó a su esposa y a su hijastro a la verdulería e hizo grandes aspavientos para elegir unos melones. Se aseguró de que compraran suficientes provisiones; el viejo ejemplar del Tattler estaba todavía en los estantes junto al mostrador de salida y esperó que Molly no viera el número nuevo que aparecería al día siguiente. No quería contarle lo que ocurría.
Cuando ella le preguntó qué quería comer la semana próxima, le dijo que iba a estar afuera, que tenía que volver a Birmingham. Fue la primera vez que le mintió realmente a Molly y al hacerlo se sintió tan asqueroso como un billete viejo.
La observaba en los pasillos de la verdulería: Molly, su bonita esposa y la ex de un jugador de baseball, con su continua preocupación por encontrar bultitos, su insistencia en que él y Willy se hicieran revisiones médicas periódicas, su controlado miedo a la oscuridad; y el elevado precio que había pagado para comprender que el tiempo es suerte. Conocía el valor de sus días. Podía aprisionar un momento intangible. Le había enseñado a saborear.
El aroma de Pachelbel Canon impregnaba el cuarto bañado por el sol donde sus cuerpos se conocieron y ese gozo tan enorme no pudo ser reprimido y aun entonces el miedo se hizo presente en él como la sombra de un águila enorme: esto es demasiado maravi­lloso para que dure mucho.
Molly pasaba su cartera de uno a otro hombro mientras recorría los pasillos como si el arma pesara mucho más que seiscientos gramos.
Graham se habría sorprendido si hubiera escuchado las cosas que les musitaba para sus adentros a los melones. «Tengo que destruir a ese hijo de puta. Tengo que hacerlo».
Diversamente equipados con mentiras, revólveres y verduras, los tres integraban una pequeña y solemne procesión.
Molly olía a gato encerrado. Ella y Graham no hablaron después de apagar las luces. Molly soñó que oía unos pesados y dementes pasos que entraban a una casa de cuartos mutantes.
























XIX

En el Aeropuerto Internacional de Lamben, St. Louis, hay un puesto de venta de diarios en el que pueden comprarse los principales periódicos de todos los Estados Unidos. Los de Nueva York, Washington, Chicago y Los Angeles llegan por vía aérea y pueden adquirirse el mismo día en que se publican.
Como muchos otros, ese puesto es propiedad de una cadena y junto con los diarios y revistas tradicionales, el vendedor se ve obligado a aceptar una cierta cantidad de pasquines.
Al mismo tiempo que el lunes a las diez de la noche el vendedor recibía la remesa del Chicago Tribune, un paquete de Tattlers era arrojado al piso junto al anterior. El atado estaba todavía caliente en la parte del medio.
El encargado del puesto se puso en cuclillas frente a las estanterías para acomodar los ejemplares del Tribune. Tenía bastante más que hacer. Los del turno de la tarde jamás se molestaban en ordenar.
Un par de botas negras con cierre relámpago aparecieron en su campo de visión. Un mirón. No; las botas apuntaban hacia él. Alguien quería vaya uno a saber qué maldita porquería. El vendedor quería terminar de arreglar los Tribune pero la insis­tente atención le hizo sentir un cosquilleo en la nuca.
Su trabajo era transitorio, no necesitaba mostrarse amable.
¿Qué quiere? —le preguntó a las rodillas.
El Tattler.
—Tendrá que esperar hasta que deshaga el paquete. Las botas no se alejaron. Estaban muy cerca.
—    Dije que tendría que esperar hasta que desate el paquete.
¿Entendió? ¿No ve que estoy ocupado con éste?


Una mano, el brillo de una hoja de acero y el nudo del paquete que estaba junto a él quedó cortado con un chasquido. Una moneda de un dólar sonó en el piso frente a él. Un ejemplar intacto del Tattler sacado de la mitad del paquete de un tirón, hizo que se cayeran todos los de arriba sobre el suelo.
El vendedor de diarios se puso de pie. Tenía las mejillas arrebatadas. El hombre se alejaba con el periódico bajo el brazo.
—    Eh, eh, usted.
El hombre se dio vuelta y lo miró.
¿Quién, yo?
Sí, usted. Le dije...
¿Qué fue lo que me dijo? —Regresaba. Se paró demasiadocerca—. ¿Qué fue lo que me dijo?
Por lo general un comerciante chabacano puede apabullar a sus clientes. Pero había algo espantoso en la calma de éste.
El vendedor miró al piso.
—Tengo que darle veinticinco centavos de vuelto.
Dolarhyde dio media vuelta y se alejó. Al vendedor le ardieron las mejillas durante media hora. «Sí, ese tipo estuvo también la semana pasada. Si se presenta otra vez más le diré adonde mierda puede irse. Tengo una cosa debajo del mostrador para esa clase de avispados.»
Dolarhyde no leyó el Tattler en el aeropuerto. El mensaje de Lecter del jueves anterior lo había dejado algo incómodo. El doctor Lecter había estado en lo cierto, por supuesto, al afirmar que él era hermoso y resultó muy emocionante leerlo. El era hermoso. Sintió cierto desprecio ante el miedo del médico por el policía. Lecter no comprendía mucho más que el resto de la gente.
No obstante, estaba ansioso por saber si le había enviado otro mensaje. Esperaría hasta llegar a su casa para fijarse. Dolarhyde se sentía orgulloso de su autocontrol.
Mientras conducía el auto pensó en el vendedor de diarios.
En una época anterior se habría disculpado por molestar al hombre y no habría vuelto a aparecer por allí. Durante años había tolerado que los demás lo insultaran. Pero eso se había acabado. El hombre podría insultar a Francis Dolarhyde: pero no podía hacerle frente al Dragón. Todo formaba parte de la Transformación.
La lámpara de su escritorio estaba todavía encendida a medianoche. El mensaje del Tattler había sido descifrado y estaba tirado por el piso hecho un rollo. Pedazos del Tattler estaban desparramados en donde Dolarhyde lo había recortado para agregarlo a su diario. El enorme volumen estaba abierto bajo el grabado del Dragón, la goma de pegar fresca todavía en los bordes de los recortes recién agregados. Debajo de éstos, y re­cientemente incorporada, una pequeña bolsa de plástico todavía vacía.
Junto a ella podía leerse: «Con Esto Me Ofendió».
Dolarhyde había abandonado su escritorio.
Estaba sentado en la escalera del sótano, cubierta por una fría capa de polvo y moho. El haz de luz de su linterna se movía sobre muebles tapados por géneros, los polvorientos dorsos de grandes espejos que en un tiempo colgaban de las paredes de la casa y ahora estaban apoyados contra ellas, y el baúl en que guardaba la caja con la dinamita.
El haz de luz se detuvo sobre una silueta alta y oculta por un lienzo, una entre varias que había en un rincón del sótano. Telas de araña rozaron su cara al acercarse allí. El polvo lo hizo estornudar cuando retiró el lienzo.
Retuvo unas lágrimas al iluminar la vieja silla de ruedas de roble que había destapado, una de las tres que había en el sótano, con su respaldo alto, pesada y sólida. El municipio se las había dado a su abuela en 1940 cuando convirtió su casa en un hogar de ancianos.
Las ruedas chirriaron al empujarla por el piso. La transportó fácilmente escaleras arriba a pesar de su peso. Una vez en la cocina, aceitó las ruedas. Las pequeñas de adelante seguían chirriando, pero las de atrás tenían buenos rulemanes y giraron fácilmente al impulso de su dedo.
La creciente ira de Dolarhyde se aplacó por el zumbido de las ruedas al girar y comenzó a canturrear suavemente acompañan­do a ese sonido.






XX

Freddy Lounds estaba cansado y animado al mismo tiempo cuando salió del Tattler el jueves al mediodía. En el término de treinta minutos había depositado el artículo en el avión rumbo a Chicago y lo había dejado en la oficina de compaginación.
El resto del tiempo lo había ocupado escribiendo su gacetilla, suspendiendo todas las llamadas. Era un buen organizador y contaba ya con un sólido respaldo de cincuenta mil palabras.
Escribiría un violento artículo y un relato de la captura cuando atraparan al Duende Dientudo. El material que tenía les vendría de perillas. Había hecho los arreglos necesarios para que tres de los mejores reporteros del Tattler estuvieran preparados para entrar en acción rápidamente. A las pocas horas de la detención del Duende Dientudo, estarían averiguando detalles donde fuera que éste viviera.
Su agente hablaba de cifras enormes. En honor a la verdad, el haber discutido el proyecto antes de tiempo con su agente, era violar el acuerdo que había hecho con Crawford. Todos los contratos y memorandos tendrían fecha posterior a la captura para disimularlo.
Crawford conservaba una gran carta de triunfo en la manga: la grabación de la amenaza de Lounds. La transmisión interestatal de una amenaza podía ser causa de un proceso, más allá de la protección que le brindaba a Lounds la Primera Enmienda. Lounds sabía además que a Crawford le bastaba solamente realizar una llamada telefónica, para causarle un problema permanente con el Servicio de Impuestos Internos.
Lounds  tenía  ciertos  resabios  de honestidad; no se hacía demasiadas ilusiones respecto a la índole de su trabajo. Pero había sustentado una especie de fervor, casi religioso, por este proyecto.
Estaba henchido por una visión de una vida mejor, más allá del dinero. Cubiertas por toda la mugre que había acumulado, sus viejas esperanzas apuntaban todavía hacia el Este. En ese mo­mento se estremecían y trataban de manifestarse.
Satisfecho al comprobar que sus cámaras y equipo de graba­ción estaban listos, empuñó el volante del auto, rumbo a su casa, para dormir durante tres horas antes de tomar el avión hacia Washington, donde debería encontrarse con Crawford, cerca de la emboscada.
Tropezó con un molesto inconveniente en el garaje del subsuelo. El furgón negro, estacionado en el espacio junto al suyo, estaba sobre la línea. Invadía el lugar asignado notoriamen­te al «señor Frederick Lounds».
Lounds abrió bruscamente la puerta de su auto, golpeando el costado del furgón y dejando una marca y una abolladura. Eso serviría de lección a ese atrevido.
Lounds estaba echando llave a la puerta de su auto, cuando se abrió la del furgón a espaldas de él. Estaba dándose vuelta, había dado casi media vuelta, cuando la cachiporra lo golpeó arriba de su oreja. Alzó las manos, pero sus rodillas se aflojaron y sintió una gran presión en el cuello que impidió la entrada de aire. Cuando su pecho oprimido pudo inspirar nuevamente, aspiró cloroformo.
Dolarhyde estacionó el furgón detrás de su casa, se bajó y se estiró. Había tenido viento cruzado desde que salió de Chicago y sus brazos estaban doloridos. Estudió el cielo noctur­no. No faltaba mucho para la lluvia de meteoros de la constela­ción de Perseo y no debía perdérsela.
Revelación: «Su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del firmamento y las arrojó a la tierra».
Su obra de antaño. Tendría que observarla y recordar.
Dolarhyde abrió la puerta de atrás cerrada con llave y realizó su rutinaria revisión de la casa. Cuando salió nuevamente tenía la cara cubierta por una media.
Abrió el furgón y le adosó una pequeña rampa. Acto seguido deslizó por ella a Freddy Lounds. Este, vestido solamente con sus calzoncillos tenía una mordaza y los ojos vendados. A pesar de estar solamente semiinconsciente no se inclinó hacia adelante. Permaneció sentado muy derecho, con la cabeza apoyada contra el alto respaldo de la vieja silla de ruedas de roble. Estaba pegado a la silla, de la cabeza a los pies, con un pegamento especial.
Dolarhyde lo empujó hasta la casa y lo instaló en un rincón del living, de espaldas al cuarto, como un chico en penitencia.
—    ¿Tiene frío? ¿Le gustaría una frazada?
Dolarhyde despegó los apositos que le cubrían los ojos y la boca a Lounds. Este no respondió. Estaba impregnado por el olor a cloroformo.
—    Le traeré una frazada —Dolarhyde retiró una manta del sofáy cubrió con ella a Lounds y luego le acercó un frasquito deamoníaco a la nariz.
Lounds abrió bien grandes los ojos y contempló una borrosa imagen de dos paredes que se unían. Tosió y comenzó a hablar.
¿Un accidente? ¿Estoy malherido?La voz a espaldas de él respondió:
No, señor Lounds. Se va a poner bien.
—Me duele la espalda. La piel. ¿Me quemé? Espero no haberme quemado.
¿Quemado? Quemado. No. Descanse, no más. Estaré nuevamente con usted en un momento.
Permítame acostarme. Oiga, quiero que llame a mi oficina.¡Dios mío, estoy totalmente inmovilizado! ¡Tengo la columna rota, dígame la verdad!
Los pasos se alejaban.
¿Qué estoy haciendo aquí?
Expiando, señor Lounds —llegó la respuesta desde una considerable distancia.
Lounds oyó pasos que subían una escalera. Escuchó el ruido de una ducha que corría. Su mente estaba más despejada. Recordó haber salido de la oficina y conducir su auto, pero después no se acordaba de nada más. Sentía unas pulsaciones en el costado de la cabeza y el olor a cloroformo le provocaba náuseas. Como estaba sentado exageradamente derecho, tenía miedo de vomitar y ahogarse. Abrió bien grande la boca y respiró hondo. Podía sentir su corazón.
Lounds esperaba que todo fuera un sueño. Trató de levantar el brazo del apoyabrazo, tironeando con fuerza hasta que el dolor en la palma de la mano y en el brazo fue suficiente como para despertarlo de cualquier sueño. No estaba dormido. Su mente comenzó a agilizarse.
Haciendo un terrible esfuerzo pudo girar los ojos lo suficiente como para ver durante breves instantes su brazo. Advirtió cómo estaba sujeto. Ese no era un sistema para proteger espaldas rotas. Eso no era un hospital. Alguien lo tenía atrapado.
Le pareció oír ruido de pasos en el piso de arriba, pero quizás eran los latidos de su corazón.
Trató de pensar. Se esforzó en pensar. «Mantén la calma y reflexiona», se dijo. Calma y reflexión.
Las escaleras crujieron cuando bajó Dolarhyde.
Lounds sintió su peso en cada paso. En ese momento percibió una presencia detrás de él.
El periodista pronunció vanas palabras antes de poder ajustar el volumen de su voz.
—    No he visto su cara. No podría identificarlo. No sé qué aspecto tiene. El Tattler, yo trabajo para el National Tattler, pagaría un rescate... un buen rescate por mí. Medio millón, quizás un millón. Un millón de dólares.
Silencio detrás de él. Luego el ruido del resorte de un sofá. Por lo visto se había sentado.
—    ¿Qué cree usted, señor Lounds?
«Haz a un lado el dolor y el miedo y piensa. Ahora. Justamen­te ahora y para siempre. Disponer de tiempo. Disponer de años. No ha decidido matarme. No me ha permitido ver su cara.»
¿Qué cree usted, señor Lounds?
No sé lo que me ha pasado.
¿Sabe usted Quién Soy Yo, señor Lounds?
—No. Y le aseguro que no quiero saberlo.
—    Según usted, soy un pervertido y vicioso fracasado sexual.
Un animal, según sus propias palabras. Probablemente rescatado de  un  manicomio  por un juez indulgente.   —Normalmente Dolarhyde habría evitado la «s» sibilante de sexual.— Pero ante este público, totalmente ajeno a la burla, no tenía inhibiciones.
—    Ahora lo sabe, ¿no es así?
«No mientas. Piensa rápido.»
-Sí.
¿Por qué escribe mentiras, señor Lounds? ¿Por qué dice que estoy loco? Contésteme.
Cuando una persona... cuando una persona hace cosas que la mayoría de la gente no puede comprender, lo llaman...
Loco.
Lo mismo les dijeron a... los hermanos Wright. En toda la historia...
—    Historia. ¿Usted comprende lo que estoy haciendo, señorLounds?
«Comprender.» Ahí estaba su oportunidad. «No la desperdi­cies.»
No, pero creo que tengo una oportunidad de comprender, y entonces todos mis lectores comprenderían también.
¿Se siente privilegiado?
Es un privilegio. Pero debo decirle, de hombre a hombre, que  estoy   asustado.   Es  difícil   concentrarse cuando  se está asustado. Si usted tiene una idea genial, no le sería necesario asustarme para impresionarme.
De hombre a hombre. De hombre a hombre. Usted utiliza esa expresión para denotar franqueza, señor Lounds, y créame que lo aprecio. Pero verá usted, yo no soy un hombre. Empecé como tal, pero con la Gracia de Dios y mi propia Voluntad me he convertido en Algo Más que un hombre. Usted dice que está asustado. ¿Cree que Dios lo asistirá aquí, señor Lounds?
No lo sé.
¿Está rezándole en este momento?
A veces  rezo. Pero debo confesarle que por lo general solamente lo hago cuando estoy asustado.
¿Y Dios lo ayuda?
No lo sé. Después no pienso más. Debería pensar.
Debería pensar. Ajá... Hay muchas cosas que debería com­prender. Dentro de poco lo ayudaré a entender. ¿Me disculpa ahora un momento?
Por supuesto.
Ruido de pasos que se alejaban del cuarto. Un cajón de la cocina que se abría. Lounds había escrito sobre numerosos crímenes perpetrados en cocinas donde las cosas están muy a mano. Un informe policial puede hacernos cambiar definitiva­mente nuestro concepto de una cocina. Ruido de agua que corre.
Lounds pensaba que debía ser de noche ya. Crawford y Gra­ham estaban esperándolo. Con toda seguridad ya les habría llamado la atención su ausencia. Una tristeza profunda y hueca se mezcló brevemente con su miedo.
Sintió una respiración a espaldas de él y con el rabillo del ojo percibió algo blanco. Una mano, poderosa y pálida. Sujetaba una taza de té con miel. Lounds bebió con una pajita.
—    Escribiré una gran crónica —dijo entre sorbo y sorbo — .Todo lo que usted quiera decir. Lo describiré en la forma que más le guste, o no haré descripción alguna, sin descripción.
—Shhh. —El golpeteo de un dedo sobre su cabeza. Las luces se hicieron más brillantes. La silla empezó a girar.
No. No quiero verlo.
Ah, pero es preciso, señor Lounds. Usted es un periodista.Está aquí para hacer un reportaje. Cuando lo dé vuelta, abra los ojos y míreme. Si no lo hace se los abriré yo, le pegaré los párpados a la frente.
El sonido de una boca húmeda, un clic y la silla giró. Lounds estaba de frente a la habitación con los ojos cerrados. Un dedo golpeó insistentemente su pecho. Un toque en los párpados. Abrió los ojos.
Al verlo desde la silla parado allí vestido con un kimono, Lounds tuvo la impresión de un hombre de gran estatura. Su cara estaba cubierta hasta la nariz por una media enrollada. Dio media vuelta y dejó caer su kimono. Los grandes músculos se flexiona­ron sobre el brillante tatuaje de la cola que corría por su nalga y se enroscaba en una pierna.
El Dragón dio vuelta lentamente su cabeza, miró por encima del hombro a Lounds y sonrió exhibiendo los inmensos dientes con manchas oscuras.
—Dios mío —musitó Lounds.
Lounds se encontró en el centro del cuarto desde donde podía ver la pantalla. Dolarhyde, parado detrás de la silla, se había puesto nuevamente el kimono y los dientes que le permitían hablar.
—    ¿Quiere saber Quién Soy?
Lounds trató de asentir con la cabeza; pero la silla le tironeó el cuero cabelludo.
—Más que cualquier otra cosa. Tenía miedo de preguntarle.
-Mire.
La primera diapositiva era el cuadro de Blake representando al gran Hombre-Dragón, con las alas desplegadas y la cola agitán­dose, suspendido sobre la Mujer Revestida del Sol.
—    ¿Ve ahora?-Veo.
Dolarhyde pasó rápidamente las otras diapositivas.
Clic. La señora Jacobi viva.
-¿Ve?
-Sí.
Clic. La señora Leeds viva.
-¿Ve?
-Sí.
Clic. Dolarhyde, el Dragón rampante, sus músculos flexionados y el tatuaje de la cola sobre la cama de los Jacobi.
-¿Ve?
-Sí.
Clic. La señora Jacobi esperando.
-¿Ve?
-Sí.
Clic. La señora Jacobi después.
-¿Ve?
-Sí.
Che. El dragón rampante.
-¿Ve?
-Sí.
Clic. La señora Leeds esperando, su esposo tendido junto a ella.
-¿Ve?
-Sí.
Che. La señora Leeds después, salpicada de sangre.
-¿Ve?
-Sí.
Clic. Una copia de una fotografía del Tattler de Freddy Lounds.
-¿Ve?
—    ¡Dios mío!-¿Ve?
—    ¡ Ay Dios mío! —Las palabras sonaron entrecortadas, como cuando un chico habla entre sollozos.
-¿Ve?
Por favor, no.
¿No qué?
Yo no.
¿No qué? Usted es un hombre, señor Lounds. ¿Es usted un
hombre?
-Sí.
¿Quiere dar usted a entender que yo soy un maricón?
Dios, no.

¿Es usted maricón, señor Lounds?-No.
¿Va a escribir más mentiras sobre mí, señor Lounds?
Oh no, no.
¿Por qué escribió mentiras, señor Lounds?
La policía me dijo que lo hiciera. Fue lo que ellos dijeron.
—Usted citó a Will Graham.
Graham me dijo las mentiras. Graham.
¿Dirá ahora la verdad? Respecto a Mí. Mi Trabajo. Mi Transformación. Mi Arte, señor Lounds. ¿Es esto Arte?
-Arte.
El miedo reflejado en la cara de Lounds le permitía a Dolarhyde hablar sin cuidarse de pronunciar las «s»; sólo sus grandes alas con membranas podían ahora llamar la atención.
—    Usted dijo que yo, que veo mucho más allá que usted, era loco. Yo, que impulso al mundo mucho más lejos que usted, soy un loco. He osado mucho más que usted, he presionado mi único sello mucho más profundamente en la tierra, donde durará mucho más tiempo que sus cenizas. Su vida en relación a la mía, es como la huella de una babosa sobre la piedra. Una mucosidaddelgada y plateada que entra y sale de las letras en mi monumento
—Dolarhyde repetía las palabras que había escrito en su diario.
«Yo soy el Dragón ¿usted me califica de Loco? Mis movimien­tos son seguidos y anotados tan detenidamente como los de una potente estrella fugaz. ¿Oyó hablar de la de 1054? Por supuesto que no. Sus lectores lo siguen como un niño al rastro de una babosa con su dedo, y con los mismos y fatigosos altibajos de la razón. Vuelta a su cabeza hueca y cara de batata, como una babosa que sigue su propio rastro de regreso a su morada.
»Ante Mí, usted es una babosa al sol. Es cómplice de una gran Transformación y no reconoce nada. Es una hormiga en la placenta.
»Está dentro de su naturaleza hacer algo correcto: temblar como se debe delante de Mí. Pero no es miedo lo que usted, Lounds y las otras hormigas deben sentir por Mí. Usted Me debe reverente temor.»
Dolarhyde estaba parado con la cabeza agachada, el pulgar y el índice sobre el puente de su nariz. Acto seguido salió del cuarto.
«No se quitó la máscara», pensó Lounds. «No se quitó la máscara. Si vuelve sin ella estoy perdido. Dios mío, estoy completamente empapado.» Giró los ojos hacia la puerta y espe­ró auscultando los ruidos de la parte de atrás de la casa.
Cuando Dolarhyde regresó todavía tenía puesta la máscara. Traía una caja de viandas y dos termos.
—    Para el viaje de vuelta a su casa. —Alzó un termo.— Hielo.Nos hará falta. Antes de partir grabaremos un poco.
Sujetó un micrófono a la manta cerca de la cara de Lounds.
—    Repita lo que yo digo.
Grabaron durante media hora y finalmente le dijo:
Eso es todo, señor Lounds. Lo hizo muy bien.
¿Ahora me dejará volver?
Lo haré. No obstante, hay una forma en que puedo ayudarlo a comprender y recordar mejor. —Dolarhyde se alejó.
Yo quiero comprender. Quiero que sepa lo que le agradezco que me deje en libertad. De ahora en adelante voy a ser realmente justo, usted lo sabe.
Dolarhyde no podía contestarle. Había cambiado de denta­dura.
El grabador funcionaba nuevamente.
Miró a Lounds sonriendo, con una sonrisa llena de manchas marrones. Apoyó su mano sobre el corazón de Lounds, e incli­nándose hacia él, cariñosamente, como si fuera a besarlo, le arrancó los labios de un mordisco y los escupió en el piso.





XXI

Amanecía en Chicago, el aire estaba pesado y el cielo gris y bajo.
Un guardia de seguridad del edificio del Tattler salió del hall de entrada y se paró junto al cordón de la vereda, fumando un cigarrillo y restregándose la cintura. Estaba solo en la calle y el silencio le permitía oír el apagado sonido del semáforo ubicado arriba de la cuesta, a una cuadra larga de distancia, cada vez que cambiaba la luz.
Media cuadra al norte del semáforo y fuera del alcance de la vista del guardia, Francis Dolarhyde se acurrucó junto a Lounds en la parte de atrás del furgón. Acomodó la frazada en forma de una profunda capucha que ocultaba la cabeza de Lounds.
El periodista sufría un dolor intenso. Parecía aletargado, pero su mente trabajaba sin descanso. Debía recordar unas cuantas cosas. Podía ver por debajo de la venda que le cubría los ojos y parte de la nariz, los dedos de Dolarhyde tanteando la mordaza ensangrentada.
Dolarhyde se colocó una chaqueta blanca de enfermero, depositó un termo sobre las faldas de Lounds y deslizó la silla fuera del furgón. Cuando puso el freno a la silla de ruedas y se dio vuelta para guardar la pequeña rampa dentro del vehículo, Lounds vio por debajo de la venda, la punta del parachoques posterior.
Lo dieron vuelta, vio el soporte del parachoques... ¡Sí! La chapa con el número de la patente. Solamente un segundo, pero quedó grabada en la memoria de Lounds.
La silla comenzó a moverse. Sintió las juntas de las baldosas.
Dieron vuelta a una esquina y bajaron de la vereda. Crujido de papeles bajo las ruedas.
Dolarhyde detuvo la silla de ruedas al llegar a un hueco cubierto de suciedad entre un vaciadero de basura y un camión estacionado. Le quitó la venda de los ojos. Lounds los cerró. Le colocó un frasco con amoníaco bajo la nariz.
Una voz suave le preguntó:
—    ¿Puede oírme? Está casi en su casa.  —Tenía ya los ojos
descubiertos.— Pestañee si me oye.
Dolarhyde le abrió un ojo con el pulgar y el índice. Lounds miró la cara de Dolarhyde.
—    Le dije una mentirita. —Dolarhyde golpeó suavemente el termo.— No guardé realmente sus labios en hielo. —Apartó la manta de un tirón y abrió el termo.
Lounds hizo un esfuerzo terrible al sentir el olor a nafta, arrancando la piel de sus antebrazos y haciendo crujir la pesada silla. El líquido frío se desparramó por todo su cuerpo, los efluvios le cerraron la garganta mientras la silla avanzaba hacia el medio de la calle.
—    ¿Le gusta ser el animalito preferido de Graham, Freeeeeedyyyy?
Hubo una sorda explosión al arder el combustible justo antes de que lo empujara y saliera rodando barranca abajo hacia el Tattler, en medio del chirrido de las ruedas.
El guardia levantó la vista al escuchar el alando que hizo volar la mordaza en llamas. Vio acercarse esa bola de fuego, saltando por los baches, con una cola de humo y chispas y las llamas semejantes a unas alas, provocando distorsionados reflejos en las vidrieras de los negocios.
Desvió el rumbo, chocó contra un auto estacionado y se dio vuelta frente al edificio, una rueda girando en el aire, lenguas de fuego saliendo entre los rayos y brazos que se alzaban en la típica posición de defensa de los quemados.
El guardia corrió hacia el hall. Se preguntaba si estallaría y no sería mejor alejarse de las ventanas. Tiró de la alarma de incendio. ¿Qué más? Sacó el matafuego que colgaba de la pared y miró afuera. Todavía no había estallado.
Se acercó cuidadosamente en medio del humo grasiento que se desparramaba sobre el pavimento y, finalmente, arrojó la espuma sobre Freddy Lounds.





XXII

De acuerdo al plan preestablecido, Graham debía salir del departamento de Washington preparado como un cebo, a las seis menos cuarto de la mañana, con la antelación suficiente para evitar el denso tráfico matinal.
Crawford lo llamó por teléfono mientras estaba afeitándose.
—Buenos días.
No tan buenos —respondió Crawford — . El Duende Dien­tudo atrapó a Lounds en Chicago.
Caray, no.
—Todavía no ha muerto y pregunta por ti. No durará mucho.
—    Allí voy.
—Nos encontraremos en el aeropuerto. Vuelo 245 de United. Sale dentro de cuarenta y cinco minutos. Podrás volver a tiempo para la emboscada, si es que todavía tiene sentido.
El agente especial Chester, de la oficina del FBI de Chicago, los esperaba en el aeropuerto O'Hare, en medio de un diluvio. Chicago es una ciudad acostumbrada a las sirenas. El tráfico se abrió de mala gana delante de ellos, al internarse Chester ululando en medio de la autopista, mientras la luz roja del patrullero lanzaba destellos rosados entre la cortina de agua. Tuvo que alzar la voz por el ruido de la sirena.
—    La policía de Chicago dice que lo atacaron en su garaje. Mi versión es de segunda mano. No somos populares actualmente por aquí.
—    ¿Qué es lo que saben? —preguntó Crawford.
—Todo, la emboscada, absolutamente todo.
¿Lounds lo pudo ver?
No he escuchado ninguna descripción. La policía de Chica­go transmitió un boletín solicitando informes sobre una placa alrededor de las seis y veinte.
¿Conseguiste hablar con el doctor Bloom, como te pedí?
Hablé con su esposa, Jack. Al doctor Bloom le extirparon la vesícula esta mañana.
Fantástico —acotó Crawford.
Chester se detuvo bajo el pórtico del hospital al resguardo de la lluvia. Se dio vuelta en su asiento y dijo:
—Jack, Will, antes que suban... Tengo entendido que este chiflado se ensañó realmente con Lounds. Deben estar prepara­dos para ello...
Graham asintió. Desde que partió rumbo a Chicago había luchado para ahogar las esperanzas de que Lounds muriera antes que él llegara, para no tener que verlo.
El corredor del Centro de Quemados Paege era un pasadizo cubierto por impecables azulejos. Un médico alto con una curiosa cara mezcla de joven y viejo les hizo señas a Graham y a Crawford y los condujo lejos de las otras personas apiñadas frente a la puerta de la habitación de Lounds.
—    Las quemaduras del señor Lounds son mortales —dijo el doctor—. Yo puedo calmar su dolor y pienso hacerlo. Respiró fuego y tiene dañada la garganta y los pulmones. Tal vez no recupere el conocimiento. Dado su estado, eso sería una bendi­ción.
»En el caso de que lo recupere, la policía de la ciudad me pidió que le quite el tubo de la garganta para que pueda contestar algunas preguntas. He dado mi consentimiento, pero parcial­mente.
»Por el momento las terminales nerviosas están anestesiadas por el fuego. Sufrirá un gran dolor si vive mucho más tiempo. Le hice una clara advertencia a la policía que les repetiré a ustedes: interrumpiré cualquier interrogatorio para aplicarle un sedante si él me lo pide. ¿Comprenden?
—    Sí —respondió Crawford.
Luego de hacerle una seña al agente que estaba parado frente a la puerta, el médico juntó sus manos en la espalda debajo del delantal blanco y se alejó caminando como una garza en medio de una laguna.
Crawford miró a Graham.
—    ¿Estás bien?
—    Muy bien. Yo estaba custodiado por el equipo de SWAT.
Lounds tenía la cabeza en alto. Había desaparecido su pelo
y sus orejas y las compresas sobre sus ojos ciegos reemplazaban a los párpados quemados. Las encías estaban hinchadas y llenas de llagas.
La enfermera que estaba junto a él corrió el aparato que sujetaba el suero intravenoso para que Graham pudiera acercár­sele más. Lounds olía a paja quemada.
—    Freddy, soy Will Graham.
Lounds arqueó el cuello contra la almohada.
—    Es un movimiento reflejo,  está inconsciente —aclaró la
enfermera.
El tubo de plástico que mantenía abierta su garganta hinchada y quemada, silbaba al mismo tiempo que la cámara de oxígeno.
Un pálido detective con el grado de sargento estaba sentado en el rincón con un grabador y un anotador en sus rodillas. Graham no lo vio hasta que habló.
Lounds pronunció su nombre en la sala de emergencias antes de que le colocaran el tubo para respirar.
¿Usted estaba allí?
Llegué poco después. Pero tengo grabado todo lo que dijo.
Al bombero que fue de los primeros en llegar, le dio el número de una placa de auto. Perdió el conocimiento y no lo recuperó mientras estuvo en la ambulancia, pero reaccionó durante un instante cuando le aplicaron una inyección en el pecho en la sala de emergencias. Algunos de los que trabajan en el Tattler lo siguieron  y  estaban  presentes  allí.  Tengo una copia de su
grabación.
Permítame oírla.
El agente manipuló el grabador.
—    Pienso que preferirá utilizar el audífono —manifestó evitan­
do cuidadosamente que la expresión de su rostro permitiera traslucir algo. Oprimió la tecla.
Graham oyó voces, el ruido de rueditas, «...llévenlo a la tres», el golpe de una camilla contra una puerta de vaivén, una tos seguida de una arcada, una voz que hablaba sin labios.
Uende ientudo.
—    ¿Lo viste, Freddy? ¿Qué aspecto tenía, Freddy?
—¿Wendy?
Or avor Wendy. Graham me odió. Ese mierda lo sabía. Graham me odió. Ese lerda uso la mano sobre mí en la otografía como si fuera su rotegido. ¿Wendy?
Un ruido como el de un desagüe. La voz de un médico:
—    Eso es. Déjeme acercarme. Salgan del camino. Ahora.
Eso era todo.
Graham estaba parado junto a Lounds mientras Crawford escuchaba la grabación.
Estamos buscando el auto con ese número de placa —dijo el agente — . ¿Pudo entender lo que decía?
¿Quién es Wendy? —preguntó Crawford.
Esa rubia pechugona que está en el pasillo. Ha tratado de verlo. No sabe nada.
¿Por qué no la dejan entrar? —preguntó Graham que seguía junto a la cama de espaldas a ellos.
No quieren visitas.
El hombre se está muriendo.
¿Cree que no lo sé? ¿Qué carajo cree que he estado haciendo desde las doce hasta las seis? —disculpe, señorita.
—Descanse un par de minutos —sugirió Crawford — . Vaya a tomar un café, lávese la cara. El no puede decir nada. Si llegara a hacerlo, tengo el grabador aquí al lado.
—De acuerdo. Me vendrá muy bien.
Cuando el agente salió, Graham dejó a Crawford junto al lecho del enfermo y se acercó a la mujer que esperaba en el pasillo.
-¿Wendy?
—    Así es.
—Si de veras cree que quiere entrar allí, yo la acompañaré.
—    Lo quiero. Tal vez sea mejor que me peine.
—No tiene importancia —respondió Graham.
El agente no trató de hacerla salir cuando volvió al cuarto.
Wendy, la de Wendy City, sujetaba la chamuscada garra de Lounds y tenía sus ojos fijos en él. Lounds se estremeció ligeramente, poco antes del mediodía.
—Todo va a andar bien, Roscoe —dijo ella—. Vamos a darnos la gran vida.
Lounds se estremeció nuevamente y murió.





XXIII

El capitán Osborne, de la sección Homicidios de la policía de Chicago, tenía la cara gris y puntiaguda de un zorro de piedra. Por toda la comisaría se veían ejemplares del Tattler. Había uno sobre su escritorio.
No les ofreció sentarse a Graham y a Crawford.
¿Tenían planeado algo con Lounds en Chicago?
No, debía venir a Washington —respondió Crawford—.
Había reservado un pasaje de avión. Estoy seguro que lo ha
verificado.
En efecto, así lo hice. Salió ayer de su oficina a la una y media. Fue atacado en el garaje de su departamento, posible­mente alrededor de las dos y diez.
¿Encontraron algo en el garaje?
Sus llaves fueron pateadas debajo de su auto. No hay ningún encargado del garaje. Tuvieron una puerta accionada por radio, pero cayó sobre un par de autos y la retiraron.  Nadie lo presenció. Eso parece ser la cantilena actual. Estamos trabajando en su auto.
¿Podríamos ayudarle?
Les facilitaré los resultados cuando los tenga. No ha dicho gran cosa, Graham. Parecía mucho más comunicativo en el diario.
—Tampoco me he enterado de muchas cosas al escucharlo a usted.
¿Está enojado, capitán? —inquirió Crawford.
¿Yo?  ¿Y por qué?  Localizamos una llamada telefónica a pedido de ustedes y atrapamos un maldito periodista. Luego nos comunican que no presentarán cargos en su contra. Hacen no sé qué clase de arreglo con él y aparece en primera plana de ese pasquín. Los otros diarios lo adoptan enseguida como si fuera de ellos.
»Y ahora tenemos el primer asesinato del Duende Dientudo aquí, en Chicago. Qué maravilla. «El Duende Dientudo en Chicago», fantástico. Antes de la medianoche tendremos seis tiroteos por accidente en casas de familia, un tipo borracho que trata de entrar desapercibidamente en su casa, la mujer lo oye y bang. Tal vez al Duende Dientudo le agrade Chicago y decida quedarse y divertirse un rato.
—    Podemos hacer lo siguiente —anunció Crawford —. Armar
un gran alboroto, movilizar al jefe de policía y al fiscal federal,
hacer correr a todo el mundo, incluidos usted y yo. O podemos tranquilizarnos y tratar de atrapar a ese degenerado. Esto fue ideado por mí y fue a parar al tacho, lo sé.
¿ Le ha ocurrido alguna vez algo parecido en Chicago? No quiero pelear contra usted, capitán. Queremos agarrarlo y volver a nuestras casas. ¿Qué es lo
que quiere usted?
—Por el momento una taza de café. ¿Puedo ofrecerles una a ustedes también?
—    Yo acepto —dijo Crawford.
—Y yo también —acotó Graham.
Osborne distribuyó las tazas de papel. Acto seguido los invitó a sentarse.
—    El  Duende  Dientudo debía de tener un furgón o una camioneta para poder trasladar a Lounds en esa silla de ruedas —manifestó Graham.
Osborne asintió.
La placa que vio Lounds fue robada a un camión de un servicio de televisión en Oak Park. Robó una placa comercial, lo que indica que la quería para un camión o una furgoneta.
Reemplazó la del camión de TV con otra, también robada, para que no se dieran cuenta enseguida. Un muchacho muy astuto.
Hay algo que sabemos: robó la placa del camión de televisión
poco después de las ocho y media de la mañana de ayer. El mecánico de televisión cargó nafta ayer a primera hora, y pagó con una tarjeta de crédito. El empleado copió el número correcto de la chapa en el recibo.
¿Nadie vio ninguna clase de camión o furgón? —preguntó
Crawford.
—Nada. El guardián del Tattler no vio absolutamente nada. A juzgar por lo que ve podría ser arbitro de lucha libre. El primero en acudir al Tattler fue el destacamento de bomberos. Iban solamente a apagar un incendio. Estamos interrogando a los que trabajan en el turno nocturno del Tattler y viven por allí y a los barrios a que concurrió el técnico de la televisión el martes por la mañana. Esperamos que alguien lo haya visto cambiar la chapa.
Me gustaría ver nuevamente la silla —dijo Graham.
Está en nuestro laboratorio. Los llamaré de parte de usted
— Osborne hizo una pausa — . Tienen que reconocer que Lounds era un tipo corajudo. Recordar el número de la placa y decirlo en el estado en que estaba. ¿Escucharon la grabación de lo que dijo en el hospital?
Graham asintió.
—    No quiero ser pesado, pero quiero saber si interpretamos la misma cosa. ¿Qué entendió usted?
Graham repitió en tono monótono:
—Duende Dientudo. Graham me jodio. Ese mierda lo sabía. Graham me jodio. Ese mierda apoyó la mano sobre mí en la fotografía como si fuera su protegido.
Osborne no podía decir qué sentía Graham al respecto. Hizo otra pregunta.
¿Se refería a la foto suya y de él en el Tattler?
No puede ser otra cosa.
¿Por qué se le habrá ocurrido esa idea?
Lounds y yo tuvimos algunos encontronazos.
Pero en la fotografía usted parecía muy amistoso. El Duende Dientudo mata primero al animal favorito, ¿verdad?
—Eso es —«El zorro es bastante rápido», pensó Graham. —Qué pena que no lo utilizó como trampa. Graham no dijo nada.
—    ¿ Lo que dijo tiene algún otro significado para usted, algo que podamos utilizar?
Graham regresó de nadie sabe dónde y tuvo que repe­tir mentalmente la pregunta de Osborne antes de contes­tarle.
—Por lo que dijo Lounds sabemos que el Duende Dientudo leyó el Tattler untes de atacarlo, ¿verdad?
Así es.
Si usted parte de la idea de que el Tattler lo incentivó ¿no le parece que realizó todo esto con gran premura? El diario salió de la imprenta el lunes por la noche, él aparece en Chicago robando las placas en algún momento del martes, posiblemente el martes por la mañana y ataca a Lounds el martes por la tarde. ¿Qué le sugiere eso?
Que lo leyó con antelación o que no estaba muy lejos —dijo Crawford —. O lo leyó aquí, en Chicago, o en algún otro lugar el lunes por la noche. Recuerden que estaba atento para ver qué aparecía en los avisos personales.
Estaba ya aquí o vino manejando de bastante lejos —acotó Graham —. Atacó a Lounds demasiado rápido con una vieja e inmensa silla de ruedas que no se puede transportar en un avión ya que ni siquiera es plegable. No voló aquí, robó la furgoneta y las placas y salió en busca de una antigua silla de ruedas. Ya debía de tener una, las nuevas no servirían para su propósito.
— Graham estaba parado jugando con el cordón de la persiana veneciana, mirando la pared de ladrillos del otro lado del patio de aire y luz.— O tal vez ya tenía la silla y lo había planeado con anticipación.
Osborne estuvo por hacer una pregunta pero la expresión de Crawford le aconsejó esperar.
Graham hacía nudos en el cordón. Sus manos temblaban.
—    Lo imaginó desde antes —le apuntó Crawford.
—Es posible —manifestó Graham — , pueden ver como... la idea surge con la silla de ruedas. La visión y la idea de la silla de ruedas mientras piensa en qué puede hacerles a esos tipos molestos. Debe de haber sido todo un espectáculo ver a Freddy rodando por la calle envuelto en llamas.
—    ¿Cree usted que estaba observándolo?
—Quizá. Por cierto que lo vio mentalmente antes de hacerlo, cuando pensaba en qué represalias tomar.
Osborne observaba a Crawford. Crawford era sensato. Os­borne sabía que era sensato y Crawford le seguía el juego.
Si tenía una silla, o lo imaginó con antelación... podríamos averiguar en los sanatorios particulares, o la Administración de Veteranos —sugirió Osborne.
Era   perfecto   para   mantener   inmóvil   a   Freddy   —dijo Graham.
Durante mucho tiempo. Desapareció quince horas y veinti­cinco minutos, aproximadamente —informó Osborne.
—Si sólo hubiera querido liquidar a Freddy, podría haberlo hecho igual en su garaje —prosiguió diciendo Graham — . Podía haberle prendido fuego dentro de su auto. Pero quería hablar con él y hacerle sufrir un rato.
—    Lo hizo en la parte de atrás de su furgoneta o bien lo llevó a otra parte —manifestó Crawford —. A juzgar por el tiempo transcurrido, yo diría que lo  llevó a otra parte.
Debía de ser un lugar seguro. Bien arropado no llamaría demasiado la atención saliendo o entrando de una clínica —sugi­rió Osborne.
No obstante está de por medio el ruido —observó Craw­ford—. Y bastante que limpiar. Supongamos que tiene la silla y acceso a la furgoneta y un lugar seguro donde llevarlo para poder trabajar con él. ¿Les suena eso como... su casa?
Sonó el teléfono de Osborne y lo atendió con un rugido.
—    ¿Qué?... No, no quiero hablar con el Tattler... Bueno, pero mejor que  no sea una cretinada.  Déme con ella...  Capitán Osborne,  sí...  ¿a qué hora? ¿Quién  atendió inicialmente la llamada?  ¿En el conmutador? Sáquela del conmutador, por favor. Repítame una vez más lo que dijo... Le enviaré un oficial
dentro de cinco minutos.
Osborne miró pensativamente el teléfono después de colgar.    
—    La secretaria de Lounds recibió una llamada hace cinco minutos —dijo — . Jura que era la voz de Lounds. Decía algo que no comprendió... «la fuerza del Gran Dragón Rojo». Eso es lo que le pareció oírle decir.





XXIV

El doctor Frederick Chilton estaba parado en el corredor junto a la celda de Hannibal Lecter. Lo acompañaban tres corpulentos ayudantes. Uno tenía un chaleco de fuerza y atadu­ras para las piernas y el otro un recipiente con Mace. El tercero introdujo un dardo tranquilizante en su rifle de aire comprimido.
Lecter estaba sentado frente a su mesa leyendo una tabla de estadísticas y tomando notas. Oyó los pasos que se acercaban. Escuchó el ruido del cerrojo del rifle muy cerca, a espaldas de él, pero continuó leyendo y no dejó entrever que sabía que Chilton estaba allí.
Chilton le había enviado los diarios a mediodía y lo dejó esperar hasta la noche para enterarse del castigo que recibiría por ayudar al Dragón.
—    Doctor Lecter —dijo Chilton.
—Buenas tardes, doctor Chilton —dijo Lecter dándose vuelta e ignorando la presencia de los guardias.
He venido por sus libros. Todos sus libros.
Entiendo. ¿Puedo saber cuánto tiempo piensa confiscarlos?
—Depende de su comportamiento.
¿Tomó usted esta decisión?
Yo decido los castigos que se aplican aquí.

Por supuesto. No es el tipo de cosa que solicitaría Hill Graham.
Póngase de espaldas contra la pared y colóquese esto, doctor Lecter. No se lo pediré dos veces.
Por supuesto, doctor Chilton. Espero que sea una treinta y nueve, las treinta y siete ajustan demasiado el pecho.
El  doctor  Lecter se  colocó  el chaleco  como  si  estuviera poniéndose un smoking. Un ayudante pasó un brazo entre la red y se lo sujetó en la espalda.
—Ayúdenlo a acostarse en el catre —dijo Chilton.
Chilton limpiaba sus anteojos y revolvía los papeles personales de Lecter con un bolígrafo mientras los enfermeros vaciaban las estanterías.
Lecter lo observaba desde su rincón, sumido en la penumbra. Una curiosa gracia emanaba de su persona a pesar del chaleco y las correas.
—    Debajo de la carpeta amarilla —dijo Lecter con voz calma — , encontrarán una nota de rechazo que envió el Archives. Me la trajeron por error junto con la correspondencia que me envía el Archives y temo que la abrí sin fijarme a quién estaba dirigido el sobre. Lo siento.
Chilton se sonrojó. Dirigiéndose a un ayudante le dijo:
—    Será mejor que quiten el asiento del inodoro del doctor Lecter.
Chilton echó una mirada a la tabla de estadísticas. Lecter había escrito su edad arriba de todo: cuarenta y uno.
—    ¿Y qué es lo que tiene aquí? —preguntó Chilton.
—Tiempo —respondió Lecter.
El jefe de sección Brian Zeller tomó la caja del mensajero y las ruedas de la silla y se dirigió a Análisis Instrumental, caminando a una velocidad que hacía silbar sus pantalones de gabardina.
El personal del turno de día que no había podido retirarse todavía, conocía perfectamente bien el significado de ese sonido sibilante: Zeller estaba muy apurado.
Ya habían tenido demasiadas demoras. El fatigado correo, cuyo vuelo de Chicago había sido atrasado por el tiempo y luego desviado a Filadelfia, había alquilado un auto y se había dirigido al laboratorio del FBI en Washington.
El laboratorio del departamento de policía de Chicago era muy eficiente, pero no estaba equipado para realizar ciertas investigaciones. Zeller se dispuso a realizarlas ahora.
Dejó caer en el espectrómetro las partículas de pintura de la puerta del auto de Lounds.
Beverly Katz, de la sección Pelos y Fibras, recibió las ruedas para trabajar en ellas junto con otros de la sección.
La última parada de Zeller fue en el pequeño y caliente cuarto en el que Liza Lake estaba inclinada sobre su cromatógrafo de gases. Estaba verificando las cenizas de un incendio intencional en Florida, observando cómo la aguja trazaba una línea irregular sobre el papel que se deslizaba por el aparato.
—    Líquido para encendedores Ace —dijo — . Eso fue lo que utilizó para encender el fuego. —Había visto tantas muestras que podía reconocer una marca sin tener que recurrir a los manuales.
Zeller apartó sus ojos de Liza Lake y se reprochó severamente por sentir placer en esa oficina. Carraspeó y levantó las dos relucientes latas de pintura.
—    ¿Chicago? —preguntó ella.
Zeller asintió.
La joven verificó el estado de las latas y el cierre de las tapas. Una lata contenía cenizas de la silla de ruedas; la otra, restos calcinados de Lounds.
—    ¿Cuánto tiempo ha estado en las latas?
—Seis horas aproximadamente —respondió Zeller.
—    Lo revisaré.
Pinchó la tapa con una gruesa jeringa, extrajo el aire que había estado en contacto con las cenizas, y lo inyectó directamente en el cromatógrafo para gases. Realizó unos pocos ajustes. Mientras la muestra se movía en la columna de presión de la máquina, la aguja zigzagueaba en el amplio papel cuadriculado.
—    Sin plomo... —manifestó Liza Lake — . Es gasohol, gasohol
sin plomo. No se ve mucho ese combustible. —Revisó rápida­mente las páginas de un fichero con muestras de gráficos.— No puedo decirle qué marca es todavía. Permítame analizarlo con pentano y luego le avisaré.
—Bien — respondió Zeller. El pentano disolvería los fluidos de las cenizas y luego se fraccionaría rápidamente en el cromatógra­fo, dejando los fluidos para un análisis más preciso.
Para la una del mediodía Zeller tenía todo el material que fue posible obtener.
Liza Lake consiguió averiguar el nombre del gasohol: Freddy Lounds había sido quemado con una mezcla llamada «Servco Supreme».
Luego de cepillar pacientemente las estrías de las llantas de las ruedas de la silla, aparecieron dos tipos de fibra de alfombra: una de lana y otra sintética. El moho en el polvo de las fibras indicaba que la silla había sido guardada en un lugar fresco y oscuro.
Los otros resultados eran menos satisfactorios. Las partículas de pintura resultaron no ser de una pintura original de fábrica. Luego de haber sido inyectadas en el espectrómetro y compara­das con los archivos de pintura de automóviles de industria nacional, se comprobó que era un esmalte Duco de buena calidad, manufacturado en una partida de setecientos mil litros, durante el primer cuatrimestre de 1978 para ser vendido a varias firmas dedicadas a la pintura de autos.
Zeller esperaba descubrir una marca de auto y la fecha aproximada de fabricación.
Envió un telex a Chicago con los resultados obtenidos.
El Departamento de Policía de Chicago solicitaba la devolu­ción de las ruedas. Resultó un incómodo envoltorio para el correo. Zeller le agregó a su cartera unos informes del laborato­rio, junto con correspondencia y un paquete que había llegado dirigido a Graham.
— No soy el Experto Federal —afirmó el mensajero cuando tuvo la seguridad de que estaba fuera del alcance del oído de Zeller.
El Departamento de Justicia posee varios pequeños de­partamentos cerca del Tribunal del Séptimo Distrito de Chicago, para uso de los juristas y testigos especiales cuando sesiona el tribunal. Graham se alojó en uno de ellos y Crawford en otro, del lado opuesto del pasillo.
Llegó a las nueve de la noche, cansado y mojado. No había comido desde que desayunó en el avión que lo trajo de Washing­ton y la idea de comer le repugnaba.
Por fin terminaba ese lluvioso miércoles. Era uno de los peores días que recordaba.
Al haber sido eliminado Lounds, era probable que la próxima víctima fuera él y Chester le había cuidado su espalda el día entero, mientras estuvo en el garaje de Lounds y parado bajo la lluvia en el pavimento chamuscado donde Lounds se quemó. Blancos haces de luz iluminaron su cara mientras le manifestaba a la prensa que «estaba profundamente apenado por la pérdida de su amigo Freddy Lounds».
Pensaba asistir al funeral. Y también irían numerosos agentes federales y policiales con la esperanza de que el asesino fuera a ver llorar a Graham.
En  ese  momento  no  sentía  nada  que  pudiera identificar, solamente una fría sensación de náusea y una ocasional oleada de angustiosa alegría por no haber sido él el que murió quemado en lugar de Lounds.
A Graham le parecía que no había aprendido nada en cuarenta años: solamente había conseguido cansarse.
Se preparó un gran Martini y lo bebió mientras se desvestía. Bebió otro después de bañarse, mientras miraba el noticiero.
( — Una emboscada del FBI para atrapar al Duende Dientudo fracasa y muere un viejo periodista. Volveremos con más detalles en el Noticiero Testigo Ocular cuando finalice este programa.)
Antes de finalizar la emisión, se referían al asesino como «El Dragón». El Tattler lo había repartido a todas las agencias noticiosas. Graham no se sorprendió. La edición del jueves se iba a vender muy bien.
Se preparó un tercer Martini y llamó a Molly.
Molly había visto el noticiero de la televisión de las seis y el de las diez y había leído el Tattler. Sabía que Graham había sido el cebo de una trampa.
Deberías habérmelo dicho, Will.
Quizá. Pero no estoy seguro.
¿Y ahora tratará de matarte a ti?
—Tarde o temprano. Aunque ahora le resultará más difícil, ya que estoy de un lado para otro. Estoy protegido permanente­mente, Molly, y él lo sabe. No me ocurrirá nada.
—    Me parece que tienes la lengua un poco trabada, ¿has hecho
alguna visita a tu amigo de la nevera?
—Tomé un par de copas.
¿Cómo te sientes?
Bastante mal.
El noticiero dijo que el periodista no contaba con ninguna protección del FBI.
Se suponía que debía estar con Crawford cuando el Duende Dientudo recibiera el diario.
En el noticiero ahora lo llaman el Dragón.
Así es como se llama a sí mismo.
—Will, hay una cosa que... quiero irme con Willy de aquí.
¿Y adonde irías?
A  la  casa  de  sus  abuelos.   Hace  mucho que no lo ven y estarían encantados.
Oh, um-hmmm.
Los abuelos paternos de Willy tenían una propiedad en la costa de Oregón.

—    Este lugar es tétrico. Sé que se supone que es seguro, pero no logramos dormir muy bien. Tal vez la lección de tiro me asustó, no lo sé.
—    Lo siento, Molly. Ojalá pudiera decirte cuánto lo siento.
—Te extrañaré. Ambos te extrañaremos.
Por lo visto estaba decidida.
¿Cuándo te irás?
Por la mañana.
¿Y qué pasará con la tienda?

Evelyn  quiere  hacerse  cargo.   Yo haré el pedido de la mercadería de otoño con los mayoristas, nada más que por el interés, y ella puede guardarse lo que gane.
¿Y los perros?
Le pedí que llamara a la municipalidad, Will. Lo siento, pero tal vez alguien se haga cargo de algunos.
Molly, yo...
Me quedaría aquí si así pudiera evitar que te ocurriera algo malo a ti. Pero tú no puedes salvar a nadie, Will, y yo no te puedo ayudar. Mientras que si vamos allí, tú puedes preocuparte sólo de cuidar de ti. No pienso tener que cargar con esta maldita pistola por el resto de mis días, Will.
—Tal vez puedas hacer una escapada a Oakland y asistir a un partido de los A's. —No era eso lo que quería decirle. Dios mío, qué silencio tan largo.
—Bien, te llamaré —dijo ella — , o más bien supongo que tendrás que llamarme tú allí.
Graham sintió que algo se quebraba. Le faltaba el aire.
Permíteme que le pida a la oficina que se ocupe de los arreglos necesarios. ¿Has reservado ya pasaje?
Pero no bajo mi nombre. Pensé que tal vez los periodistas...
Bien. Bien. Permíteme que mande a alguien para que te acompañe hasta el avión. Así no tendrás que subir por la puerta de los pasajeros y bajarás en Washington sin problemas. ¿Puedo hacerlo? Déjame hacerlo. ¿A qué hora sale tu avión?
Nueve y cuarenta. American 118.
—Muy bien, ocho y media... detrás del Smithsonian. Hay un estacionamiento de autos. Deja el tuyo allí. Alguien te buscará. Escuchará su reloj, lo acercará a su oreja cuando se baje del auto, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
Oye, ¿cambias de avión en O'Hare? Podría ir...
No. Cambio en Minneápolis.
—Oh, Molly. ¿Crees que cuando todo termine puedo ir allí a buscarte?
Sería muy agradable.
Muy agradable.
¿Tienes dinero suficiente?
El banco me va a girar algo.
-¿Qué?
A Barclay, en el aeropuerto. No te preocupes.
—Te extrañaré.
—    Yo  también,  pero  va a  ser  igual  que ahora.  La misma distancia por teléfono. Willy te manda decir hola.
—    Saluda a Willy de mi parte.
—Ten cuidado, querido.
Nunca lo había llamado querido antes. No le importaba. No le importaban los nombres nuevos; querido. Dragón Rojo.
El oficial a cargo de la guardia nocturna en Washington se alegró de poder hacer los arreglos para Molly. Graham apoyó la cara contra la ventana fría y observó cómo caía la lluvia a torrentes sobre el tráfico allá abajo, y cómo el resplandor de los relámpagos coloreaba súbitamente la calle gris. Su cara dejó en el vidrio la marca de la frente, la nariz, los labios y el mentón.
Molly se había ido.
El día había terminado y debía enfrentarse solamente a la noche y a esa voz sin labios que lo acusaba.
La mujer de Lounds le había sujetado la mano hasta que todo terminó.
«Hola, habla Valerie Leeds. Siento no poder atender el teléfono en este momento...»
—    Yo también lo siento —musitó Graham.
Llenó nuevamente su vaso y se sentó a la mesa junto a la ventana, mirando la silla vacía frente a él. Siguió mirando hasta que el espacio de la silla de enfrente adquirió la forma de un hombre, llena de manchas oscuras que se movían, una presencia como una sombra sobre el polvo en suspensión. Trató de que la imagen se detuviera, de ver una cara. Pero no se movía, no tenía semblante y, sin embargo, a pesar de la falta de rasgos lo miraba con una atención palpable.
—    Sé  que   es   duro   —dijo  Graham.   Estaba  completamente borracho—. Tienes que tratar de detenerte, esperar hasta que te encontremos. Si debes hacer algo, ¡qué joder!, ven por mí. No me importa. Será mejor después. Ahora tienen unas cuantas cosas como para detenerte. Para que no sigas teniendo tantas ganas de hacerlo. Ayúdame, ayúdame un poco. Molly se ha ido, el viejo Freddy está muerto. Ahora quedamos tú y yo, compañero. --Se inclinó sobre la mesa con el brazo extendido para tocar y la presencia desapareció.
Graham apoyó la cabeza sobre la mesa y la mejilla contra su brazo. Podía ver la marca de su frente, nariz, boca, y mentón en la ventana al iluminarla la luz de un relámpago; una cara con gotas cayendo sobre ella por el vidrio. Sin ojos. Una cara llena de lluvia.
Graham había tratado desesperadamente de comprender al Dragón.
A veces, en el silencio de las casas de sus víctimas, quebrado sólo por el ruido de su respiración, el mismo espacio por el que había transitado el Dragón parecía querer hablarle.
A veces Graham se sentía muy cerca. Una sensación que recordaba de otras investigaciones se había apoderado de él en los últimos días: la desagradable impresión de que él y el Dragón estaban haciendo las mismas, cosas en diferentes momentos del día, que existía un paralelo entre los detalles cotidianos de sus vidas. En algún lugar el Dragón estaba comiendo, o bañándose, o durmiendo al mismo tiempo que él lo hacía.
Graham se esforzó mucho para conocerlo. Trató de verlo más allá del enceguecedor reflejo de diapositivas y frascos, debajo de las líneas de los informes policiales, trató de ver su cara entre los renglones de los diarios. Trató con todas sus fuerzas.
Pero para poder empezar a comprender al Dragón, para escuchar el frío goteo en su oscuridad, para observar al mundo a través de su roja bruma, Graham tendría que ver cosas que nunca podría ver, y tendría que poder volara través del tiempo...





XXV

SPRINGFIELD, MISSOURI, 14 de junio de 1938
Manan Dolarhyde Trevane, cansada y con dolores de parto se bajó del taxi al llegar al City Hospital. Una fina arenisca levantada por un viento cálido le castigó los tobillos al subir la escalinata. La valija que llevaba era mejor que su vestido suelto, así como también el elegante bolso de malla que apretaba contra su abultado vientre. Tenía dos monedas de veinticinco centavos y una de diez en la cartera. Y a Francis Dolarhyde en su vientre.
Le dijo al empleado de recepción que se llamaba Betty Johnson, lo que no era cierto. Que su esposo era un músico y que no sabía dónde estaba, y eso era verdad.
La instalaron en la sección de indigentes de la sala de materni­dad. No miró a las pacientes que estaban a ambos lados de su cama. Miraba las plantas de los pies del otro lado del pasillo.
Al cabo de cuatro horas la llevaron a la sala de partos, donde nació Francis Dolarhyde. El obstetra dijo que parecía «más un murciélago de nariz aplastada que un bebé», otra verdad. Nació con cortes bilaterales en su labio superior y en la parte anterior y posterior del paladar. La parte central de su boca no estaba sujeta y sobresalía. Su nariz era chata.
Los médicos decidieron no mostrárselo inmediatamente a su madre. Querían esperar hasta ver si la criatura podía sobrevivir sin oxígeno. Lo colocaron en una cuna en la parte de atrás de la sala de lactantes, como para que no pudiera ser visto desde la vidriera. Respiraba, pero no podía alimentarse. Le era imposi­ble succionar con ese paladar partido.
Su llanto durante el primer día no fue tan continuo como el de un bebé adicto a la heroína, pero igualmente penetrante.
En la mañana del segundo día todo lo que podía exteriorizar era un débil gemido.
A las tres de la tarde, cuando cambió el turno, una gran sombra cayó sobre su cuna. Prince Easter Mize, encargada de la limpieza y ayudante de la sala de lactantes, con casi cien kilos de peso, se paró a mirarlo, con los brazos cruzados sobre su pecho. En los veintiséis años que había trabajado en esa sala había visto alrededor de treinta y nueve mil bebés. Este viviría si lograba alimentarse.
Prince Easter no había recibido ninguna orden del Señor respecto de dejar morir a esta criatura. Y dudaba que el hospital hubiera recibido alguna. Sacó de su bolsillo un tapón de goma del que salía una pajita curva de vidrio para beber. Colocó el tapón en un frasco con leche. En una de sus grandes manazas sostenía al bebé y apoyaba sobre ella su cabeza. Lo recostó contra su pecho hasta saber que había escuchado los latidos de su corazón. Luego, con un rápido movimiento le dio la vuelta y le introdujo el tubo en la garganta. Tomó alrededor de sesenta gramos y se quedó dormido.
— Um-Hum —dijo depositándolo nuevamente en la cuna y reanudando sus tareas de limpieza.
Al cuarto día las enfermeras trasladaron a Manan Do­larhyde Trevane a una habitación privada. En el lavabo había una jarra enlozada con un ramo de flores dejado por el ocupante anterior. Se mantenían bastante bien.
Marian era una joven bonita y su cara había empezado ya a deshincharse. Miró al médico cuando comenzó a hablarle con la mano apoyada sobre su hombro. Aspiraba el penetrante olor a jabón de su mano y pensaba en las arrugas que tenía alrededor de los ojos hasta que cayó en cuenta de lo que le estaba di­ciendo. Cerró entonces los suyos y no los abrió cuando trajeron al bebé.
Finalmente lo miró. Cerraron la puerta cuando gritó. Y ense­guida le aplicaron una inyección.
Al quinto día abandonó sola el hospital. No sabía dónde ir. Nunca más podría volver a su casa; su madre se lo había dicho claramente.
Manan Dolarhyde Trevane contó los pasos entre los faroles de luz. Cada tres faroles se sentaba sobre la valija para descansar. Por lo menos tenía la valija. En todas las ciudades había una casa de empeño cerca de la estación de ómnibus. Lo había aprendido viajando con su esposo.
En 1938 Springfield no era un centro de cirugía plástica. En Springfield uno tenía la cara con la que había nacido.
Un cirujano del hospital municipal hizo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades por Francis Dolarhyde, contrayendo en primer lugar la sección frontal de su boca con una banda elástica, luego cerrando las aberturas de su labio por medio de una técnica de superposición rectangular, hoy en día totalmente anticuada. El resultado de los cosméticos no fue satisfactorio.
El cirujano se había tomado el trabajo de buscar información sobre ese problema y decidió, acertadamente, que debía esperar­se hasta que el niño tuviera cinco años para arreglarle el paladar. Una operación prematura podría distorsionar el desarrollo de su cara.
Un dentista local se ofreció para fabricar un obturador que cerrara el paladar del bebé, permitiéndole alimentarse sin que la comida pasara a la nariz.
El niño fue enviado al Hogar de Huérfanos de Springfield durante un año y medio y luego al Orfanato Morgan Lee Memorial.
El reverendo S.B. «Buddy » Lomax era el director del orfanato. El hermano Buddy convocó a los demás niños y niñas y les dijo que Francis tenía labio leporino pero que debían cuidarse muy bien de llamarlo alguna vez así.
El hermano Buddy les sugirió que rezaran por él.
La madre de Francis Dolarhyde aprendió a ganarse la vida durante los años siguientes al nacimiento de su hijo.
Marian Dolarhyde encontró primero un trabajo como dactiló­grafa de un jefe de circunscripción del partido demócrata de St. Louis. Con su ayuda consiguió la anulación de su casamiento con el ausente Trevane.
En los autos de anulación no se mencionaba para nada la existencia de un niño.
No tenía ninguna relación con su madre. («No te crié para que te acostaras con ese irlandés vagabundo», fueron las palabras con las que la señora Dolarhyde se despidió de Marian cuando ésta abandonó su hogar con Trevane.)
El ex marido de Marian la llamó una vez a su trabajo. Sobrio y piadoso, le dijo que lo habían salvado y quería saber si él, Marian y el niño que «nunca tuvo la dicha de conocer» podrían empezar una nueva vida juntos. Daba la impresión de estar sin un peso.
Manan le dijo que el niño había nacido muerto y cortó la comunicación.
Se presentó totalmente borracho y con una valija en la pensión de Marian. Cuando ella le dijo que no quería saber nada de él, Trevane le hizo notar que el matrimonio había fracasado por culpa de ella y que era la responsable de que el niño hubiera nacido muerto. Manifestó tener dudas de que se hubiese tratado de un hijo suyo.
En un arranque de ira Marian Dolarhyde le dijo a Michael Trevane exactamente qué clase de hijo había tenido, agregando que podía reclamarlo cuando quisiera. Le hizo recordar que en la familia Trevane había dos casos de paladar partido.
Lo echó a la calle, recomendándole que jamás volviera a lla­marla. El no lo hizo. Pero años después, borracho y meditando sobre el nuevo y rico marido de Marian y la buena vida que se daban, llamó a la madre de Marian.
Le contó a la señora Dolarhyde que tenía un nieto deforme y le dijo que sus dientes de conejo eran la prueba de que esa tara hereditaria se remontaba a los Dolarhyde.
Una semana después, un tranvía de Kansas City cortaba en dos a Michael Trevane.
La señora Dolarhyde no pudo dormir en toda la noche cuando Michael Trevane le dijo que Marian tenía un hijo oculto. Se quedó sentada en la silla hamaca contemplando el fuego de la chimenea. Al despuntar el alba empezó a mecerse lenta y delibe­radamente.
En el piso de arriba de la gran casa una voz cascada llamó entre sueños. El piso del cuarto ubicado justo arriba de donde estaba sentada la señora Dolarhyde crujió al arrastrarse alguien hacia el baño.
Oyó un fuerte golpe en el techo —como si alguien hubiera caído— y la voz cascada gimió de dolor.
La señora Dolarhyde no apartó en ningún momento su vista del fuego. Se hamacó más rápidamente y al cabo de un rato los gemidos cesaron.
Próximo  ya  a cumplir seis  años,  Francis  Dolarhyde recibió su primera y única visita en el orfanato.
Estaba sentado en la cafetería cuando un muchacho más grande vino a buscarlo, sacándolo de ese ambiente sofocante para conducirlo a la oficina del Hermano Buddy.
La señora que estaba esperando allí, era alta y de edad madura, muy empolvada y con el pelo sujeto en un apretado rodete. Su cara era increíblemente pálida. Tenía unas manchas amarillentas en su pelo gris, en los ojos y en sus dientes.
Lo que le llamó la atención a Francis, lo que siempre recorda­ría, fue que sonrió complacida al ver su cara. Eso jamás le había pasado. Y nadie volvería a hacerlo.
Esta es tu abuela —le dijo el Hermano Buddy.
Hola —dijo ella.
El Hermano Buddy se secó la boca con una gran manaza.
—Vamos, di «hola».
Francis había aprendido a decir algunas cosas con mucho esfuerzo pero no había tenido muchas oportunidades de decir «hola».
Llha —fue lo mejor que pudo vocalizar.
Su abuela pareció más contenta aún con él.
¿Puedes decir «abuela»?
—Trata de decir «abuela» —insistió el Hermano Buddy. Por más que se esforzó le resultó imposible y se puso a llorar. Una avispa colorada zumbaba revoloteando contra el techo.
—    No importa —dijo su abuela — . Apuesto a que sabes decir tu
nombre. Un chico grande como tú tiene que saber decir cómo se
llama. Hazme el favor de decirlo.
La cara del niño se iluminó. Los chicos mayores le habían ayudado a decirlo. Quería darle el gusto. Hizo un esfuerzo.
—    Cara de culo —respondió.
Tres días después la señora Dolarhyde buscaba a Francis en el orfanato para llevárselo a vivir con ella. Comenzó enseguida a ayudarlo a hablar. Se concentraron en una única palabra. Mamá.
Al cabo de dos anos de la anulación, Manan Dolarhyde conoció y se casó con Howard Vogt, un exitoso abogado relacionado sólidamente con el partido de St. Louis y lo que quedaba del viejo Pendergast en Kansas.
Vogt era un viudo con tres niños chicos, un hombre agradable y ambicioso, quince años mayor que Marian Dolarhyde. Lo único que detestaba en el mundo era el Post Dispatch, de St. Louis, que había sacado sus trapitos al sol durante el escándalo del registro de votantes en 1936 y arruinado el intento del partido en 1940, por apoderarse de la gobernación.
Pero en 1943 la estrella de Vogt estaba surgiendo nuevamente. Era candidato para la legislatura estatal y se le mencionaba como posible delegado para la próxima convención constitucional.
Marian era una atractiva y hábil dueña de casa y Vogt le compró una bonita mansión con revestimiento de madera en la calle Olive, especial para recibir a mucha gente.
Francis Dolarhyde había vivido una semana con su abuela cuando lo llevó allí.
La señora Dolarhyde no había visto nunca la casa de su hija. La mucama que le abrió la puerta no la conocía.
—Soy la señora Dolarhyde —dijo haciendo a un lado a la sirvienta. La enagua asomaba como diez centímetros por debajo de la parte de atrás de su vestido. Hizo pasar a Francis a un gran living en cuya chimenea ardía un fuego acogedor.
—¿Quién es, Viola? —inquirió desde el piso de arriba una voz femenina.
La señora Dolarhyde cubrió la cara de Francis con su mano. El chico aspiró el olor a cuero de su guante. Y enseguida le susurró:
—Ve a ver a tu madre, Francis. Ve a ver a tu madre. ¡Corre!
El niño se acobardó y trató de retroceder.
—Ve a ver a tu madre. ¡Corre! —Lo tomó de los hombros y lo condujo hasta la escalera. Subió trotando hasta el rellano y se dio vuelta para mirarla. Ella lo alentó con un gesto del mentón.
Llegó hasta ese desconocido pasillo y a la puerta abierta del dormitorio.
Su madre estaba sentada frente a la mesa del tocador, verifican­do su maquillaje en un espejo rodeado de luces. Se preparaba para una reunión política y no era aconsejable un exceso de rouge. Estaba de espaldas a la puerta.
—Ahá —musitó Francis, tal como le habían enseñado. Trató con toda su alma de decirlo bien. —Ahá.
Entonces ella lo vio en el espejo.
—Si buscas a Ned, todavía no ha vuelto del...
—Ahá —repitió acercándose a la despiadada luz.
Marian oyó la voz de su madre abajo pidiendo té. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y permaneció sentada inmóvil. No se dio vuelta. Apagó las luces del espejo y su imagen desapareció de él. En la oscuridad del cuarto dejó escapar un bajo y único gemido que terminó en un sollozo. Podría haber sido por ella, o quizá por el niño.
Después de esa visita, la señora Dolarhyde llevó a Francis a todos los mítines políticos y explicaba quién era y de dónde venía. Le hacía decir «hola» a todo el mundo. Pero no ensayaron el «hola» en su casa.
El señor Vogt perdió la elección por mil ochocientos votos.





XXVI

El nuevo mundo que descubrió Francis Dolarhyde en casa de su abuela era una jungla de piernas con venas azuladas.
Hacía tres años que la señora Dolarhyde estaba a cargo de su hogar de ancianos cuando Francis fue a vivir con ella. El dinero había constituido un problema desde que murió su marido en 1936; había sido educada como una dama y no poseía habilidades redituables.
Todo lo que tenía era una casa grande y las deudas de su marido. Convertirla en una pensión era imposible. El lugar estaba demasiado aislado para poder conseguir muchos pensio­nistas. La amenazaron con desalojarla.
La señora Dolarhyde sintió que Dios la tomaba de la mano al leer en el diario el anuncio del casamiento de Marian con el influyente señor Howard Vogt. Escribió varias veces a su hija solicitándole ayuda, pero nunca recibió contestación. Cada vez que la llamaba por teléfono la mucama le decía que la señora Vogt había salido.
Finalmente, y con gran amargura, la señora Dolarhyde hizo un arreglo con el condado y comenzó a recibir personas mayores indigentes. El gobierno le pagaba una suma por cada pensionista y de tanto en tanto una remuneración, cuando conseguían localizar algún pariente. Fue muy duro hasta que empezó a recibir algunos pacientes particulares provenientes de familias de la clase media.
No contó con ninguna clase de ayuda de parte de Marian durante todo ese tiempo, aunque Marian podría haberla ayudado bastante.
Francis  Dolarhyde  jugaba  en  ese  momento   en  el  suelo, rodeado por ese bosque de piernas. Jugaba a los autitos con las piezas del Mah-Jongg de su abuela, empujándolas entre pies retorcidos como raíces nudosas.
La señora Dolarhyde conseguía que sus huéspedes lucieran limpios guardapolvos, pero le resultaba imposible convencerlos de que no debían quitarse los zapatos.
Los viejos pasaban el día entero sentados en el living escuchan­do la radio. La señora Dolarhyde había instalado un pequeño acuario para que se entretuvieran mirándolo y un benefactor particular contribuyó para poder cubrir el piso de parquet con linóleo solucionando las molestias de la inevitable incontinencia.
Se sentaban uno al lado del otro en los sofás y sillas de ruedas y escuchaban la radio fijando sus ojos desteñidos en los peces, o en nada, o en algo que habían visto muchos años atrás.
Francis recordaría siempre el ruido de pies que se arrastraban por el linóleo entre los zumbidos de los días calurosos y el olor a guiso de tomates y repollo proveniente de la cocina, y el olor de esos viejos semejante al de carne secándose al sol y la sempiterna radio.
Blancura de Rinso, brillo de Rinso, Alegre canción del día de lavado.
Francis pasaba el mayor tiempo posible en la cocina, porque su amiga estaba allí. Queen Mother Bailey, la cocinera, se había criado al servicio de la familia del abuelo Dolarhyde. A veces le traía a Francis una ciruela en el bolsillo de su delantal y lo llamaba: «Pichón de comadreja, siempre soñando». La cocina era abrigada y segura. Pero Queen Mother Bailey regresaba a su casa por las noches...
Diciembre, 1943
Francis Dolarhyde, que tenía entonces cinco años, estaba acostado en su dormitorio del primer piso en casa de su abuela. El cuarto estaba totalmente a oscuras pues estaban corridas las cortinas negras contra los bombardeos de los japoneses. No podía decir «japonés». Tenía necesidad de orinar. Pero le daba miedo levantarse a oscuras.
Llamó a su abuela que dormía en el piso de abajo.
—Aela. Aela. —Parecía un cabrito balando. Llamó hasta el cansancio.— O aor, Aela.
Y entonces se le escapó, corriendo caliente entre sus piernas y bajo el trasero y luego frío, pegoteándole el camisón al cuerpo. No sabía qué hacer. Inspiró hondo y se dio vuelta hacia la puerta. No pasó nada. Apoyó un pie en el piso. Se paró en la oscuridad, el camisón adherido a sus piernas, el rostro arrebatado. Corrió hacia la puerta. La manija le golpeó en la ceja y cayó sentado sobre la ropa empapada, se levantó de un salto y se lanzó escaleras abajo, deslizando los dedos sobre la baranda. Hacia el cuarto de su abuela. Pasando por encima de ella en la oscu­ridad, metiéndose bajo las cobijas, calentándose contra su cuerpo.
Su abuela se movió, se estiró, la espalda rígida contra su mejilla y con voz sibilante dijo:
—Jamásh he vishto... —Un golpeteo en la mesa de luz hasta que encontró los dientes postizos y un chasquido cuando se los colocó.— Jamás he visto un chico tan desagradable y sucio como tú. Sal de aquí, bájate de esta cama.
Encendió la lámpara de la mesa de noche. El niño estaba parado sobre la alfombra temblando. Ella pasó el dedo pulgar sobre su ceja y lo retiró manchado de sangre.
— ¿Rompiste algo?
Francis sacudió tan rápido la cabeza, que unas gotitas de sangre salpicaron el camisón de su abuela.
—Arriba. Rápido.
La oscuridad cayó sobre él mientras subía la escalera. No podía encender la luz porque su abuela había cortado los cables bien alto, como para que sólo ella pudiera alcanzarlos. No quería volver a meterse en la cama mojada. Se quedó un buen rato parado en el cuarto oscuro, agarrado a los pies de la cama. Pensó que su abuela no subiría nunca. Los oscuros rincones de su dormitorio sabían que no subiría.
Pero por fin apareció, llevando un montón de sábanas bajo el brazo y oprimió la perilla de la luz del techo que colgaba de un cable corto. No le dirigió la palabra mientras cambiaba la ropa de cama.
Lo agarró del brazo y lo empujó por el pasillo hacia el baño. La luz estaba sobre el espejo y tuvo que pararse en puntas de pie para alcanzarla. Le dio un guante de toalla, mojado y frío.
—Quítate el camisón y límpiate.
Sintió el olor a tela adhesiva y vio el brillo de las tijeras de costurero. Cortó un trozo de tela adhesiva, lo hizo pararse sobre la tapa del inodoro y le cubrió el corte de la ceja.
—Muy bien —dijo su abuela. Francis sintió el frío de la tijera que había apoyado contra su bajo vientre.
—Mira —le ordenó. Agarrándolo por la nuca, le hizo agachar la cabeza hasta que vio su pequeño pene sobre la hoja inferior de la tijera abierta. La abuela comenzó a cerrar la tijera hasta que sintió un pinchazo.
—¿Quieres que te lo corte?
Trató de mirarla pero lo tenía sujeto por la cabeza. Sollozó y la saliva cayó sobre su estómago.
— ¿Quieres que te lo corte?
—No, Aela. No, Aela.
—Palabra de honor que te lo cortaré si vuelves a mojar la cama. ¿Comprendes?
—Sí, Aela.
—Puedes llegar al baño sin encender la luz y sentarte como un niño bueno. No debes pararte. Ahora vuelve a la cama.
A las dos de la mañana se levantó viento, trayendo una cálida ráfaga del sudeste, que hizo sacudirse a las ramas de los manzanos secos y susurrar a las hojas de los manzanos verdes. La lluvia arrastrada por el viento azotó el costado de la casa en la que Francis Dolarhyde, de cuarenta y dos años de edad, dormía plácidamente.
Estaba acostado de lado, con el pulgar en la boca, su pelo húmedo pegoteado a la frente y el cuello.
De repente se despertó. Escuchó el ruido de su respiración en la oscuridad y el débil sonido del parpadeo de sus ojos. Sus dedos tenían un leve olor a nafta. Su vejiga estaba llena.
Tanteó la mesa de luz hasta encontrar el vaso en que estaban sus dientes.
Dolarhyde se coloca siempre los dientes antes de levantarse. Se dirigió entonces al baño. No encendió la luz. Encontró el inodoro en la oscuridad y se sentó como un niño bueno.














XXVII

El cambio de la señora Dolarhyde se hizo evidente por primera vez durante el invierno de 1947, cuando Francis tenía ocho años.
Suspendió las comidas que compartía con Francis en su dormitorio. Ambos se trasladaron a la mesa general del comedor, la que presidía frente a sus ancianos huéspedes.
La señora Dolarhyde, que había sido entrenada de niña para convertirse en una deliciosa ama de casa, sacó de un ropero y lustró la campanita de plata y la colocó junto a su plato.
Organizar una comida, escalonando los platos que se sirven, dirigiendo la conversación, desviando las trivialidades hacia temas interesantes, poniendo de relieve las mejores facetas de los más capaces y atrayendo la atención de los otros comensales, es un arte difícil que lamentablemente hoy está en franca deca­dencia.
La señora Dolarhyde había sido muy buena para ello en su momento. Sus esfuerzos en esa mesa animaron al principio las comidas de los dos o tres huéspedes capaces de mantener una conversación corrida.
Francis ocupaba el lugar del dueño de casa, en el otro extremo de esa avenida de cabezas que se sacudían, mientras su abuela sacaba a la luz recuerdos de aquéllos que podían recordar. Demostró marcado interés por el viaje de luna de miel a Kansas City de la señora Flodder, repasó varias veces la epidemia de fiebre amarilla con el señor Eaton y escuchó atentamente los vagos e ininteligibles sonidos de los demás.
— ¿No te parece interesante, Francis? —preguntaba mientras hacía sonar la campanita para que sirvieran otro plato. La comida consistía en una variedad de legumbres y papillas de carne, pero la dividía en varios platos, dificultando sobremanera el trabajo en la cocina.
Jamás se mencionaban los accidentes que ocurrían en la mesa. Un toque de campana y un gesto en la mitad de una frase, eran suficientes para solucionar el problema de los que habían derramado comida, o se habían dormido u olvidado qué estaban haciendo en la mesa. La señora Dolarhyde mantuvo siempre un personal tan numeroso como sus finanzas le permitían pagar.
A medida que su salud declinó, perdió peso y pudo usar vestidos que habían estado guardados muchos años. Algunos eran realmente elegantes. Sus rasgos y su peinado le brindaban cierto parecido con la imagen de George Washington reproduci­da en los billetes de un dólar.
Sus modales se deterioraron un poco al llegar la primavera. Presidía la mesa sin permitir que nadie la interrumpiera cuando contaba episodios de su juventud en St. Charles, inclusive algunos detalles personales para inspirar e instruir a Francis y los demás.
Es verdad que la señora Dolarhyde había sido una niña con mucho éxito durante la temporada de 1907 en St. Charles y fue invitada a los mejores bailes del otro lado del río, en St. Louis.
Había una lección especial en esto para todos, manifestó, mirando fijamente a Francis que cruzó las piernas debajo de la mesa.
—Yo salí en sociedad en una época en que la medicina no tenía muchos recursos para combatir las pequeñas fallas de la naturale­za —manifestó—. Tenía una piel y un pelo preciosos y saqué el mayor partido posible de ellos. Superé mis dientes con mi fuerte personalidad y vivo ingenio, a tal punto, que se convirtieron en mi «rasgo atractivo». Creo que inclusive podrían llamarlos mi «rasgo encantador». No los habría cambiado por nada del mundo.
Desconfiaba de los médicos, explicó finalmente, pero cuando resultó evidente que su problema con las encías entrañaría la pérdida de sus dientes, buscó uno de los más famosos dentistas del Medio Oeste, el doctor Félix Bertl, un suizo. «Los dientes suizos del doctor Bertl eran muy conocidos entre cierta clase de gente», dijo la señora Dolarhyde, «y además tenía una gran experiencia».
Cantantes de ópera temerosos de que nuevas formas en sus bocas modificaran su voz, actores y otras personas de actuación pública, venían inclusive desde San Francisco para consultarlo.
El doctor Bertl podía reproducir exactamente los dientes naturales de un paciente y había experimentado con varios materiales y sus efectos en la resonancia.
Cuando el doctor Bertl terminó la prótesis, sus dientes parecían exactamente los mismos de antes. Los dominó gracias a su fuerte personalidad y no perdió un ápice de su peculiar encanto, manifestó con una erizada sonrisa.
Si toda esa perorata encerraba una lección especial, para Francis pasó desapercibida y sólo la apreció años después; no se le haría ninguna clase de cirugía hasta que él estuviera en condiciones de pagarla de su propio bolsillo.
Francis lograba resistir esas comidas porque había algo que le interesaba después.
El marido de Queen Mother Bailey venía a buscarla todas las tardes en un carro que utilizaba para transportar leña, lirado por dos muías. Si su abuela estaba ocupada con sus huéspedes, Francis se subía al carro con ellos y los acompañaba por el camino de entrada hasta llegar a la ruta.
Esperaba ansioso durante el día entero el momento del paseo vespertino, para poder sentarse jumo a Queen Mother, cuyo alto, delgado y silencioso esposo era casi invisible en la oscuridad y escuchar el ruido que hacían las llantas de goma de la carreta sobre la grava del camino, mezclado al tintinear de las cabezadas. Dos muías marrones, a veces cubiertas de barro, con las crines cortadas como un cepillo, sacudiendo las colas sobre sus ancas. El olor a sudor y a tela de algodón hervida, a tabaco y arneses sobados. Cuando el señor Bailey había estado trabajando lim­piando un campo, había a veces olor a fogata y otras, cuando llevaba su escopeta a terrenos nuevos, veía un par de conejos o ardillas tirados en la parte de atrás del carro, con las patas estiradas como si estuvieran corriendo.
No conversaban durante el recorrido. El señor Bailey se dirigía solamente a las muías. El movimiento del carromato sacudía alegremente al muchacho contra los Bailey. Al llegar al final del camino se bajaba, les prometía regresar directamente a la casa y se quedaba mirando alejarse el farol de la carreta. Podía oírlos hablar mientras avanzaban por la ruta. A veces Queen Mother hacía reír a su marido y ella compartía también su risa. Era tan agradable escucharlos, parado en medio de la oscuridad, sabiendo que no se reían de él.
Pero más adelante cambiaría de opinión al respecto...
La ocasional compañera de juegos de Francis Dolarhyde era la hija de un colono que vivía en una chacra vecina. La señora Dolarhyde le permitía venir a jugar porque le divertía vestir de vez en cuando a la niña con los vestidos que Marian había usado en su infancia.
Era una pelirroja desaliñada que casi siempre estaba demasiado cansada para jugar.
Una calurosa tarde de junio, aburrida de buscar escarabajos con una pajita en el gallinero, le pidió a Francis que le mostrara sus panes íntimas.
Accedió a su pedido en un rincón entre la casa del gallinero y un cerco que los ocultaba de las ventanas de la planta baja de la casa. Ella se lo retribuyó mostrándole las propias, bajándose su raída ropa interior hasta los tobillos. Cuando Francis se agachó para mirar, un pollo sin cabeza se precipitó al rincón, sacudiendo la tierra con sus alas mientras caía sobre su dorso. La niña, enredada en su ropa, dio un respingo hacia atrás al sentir la salpicadura de la sangre contra sus piernas y pies.
Francis se incorporó de un salto, sin tener tiempo de subirse los pantalones, justo cuando Queen Mother aparecía en busca del animal, sorprendiéndolos.
—Oye, muchacho —dijo tranquilamente—, tú querías ver cómo era el asunto, pues ahora que lo has visto busca algo distinto que hacer. Ocúpense con cosas de chicos y no se quiten la ropa. Ayúdame tú y tu amiguita a agarrar ese pollo. —La turbación de los niños pasó tan rápidamente como el pollo que se escapaba. Pero la señora Dolarhyde los observaba desde la ventana del primer piso...
La señora Dolarhyde esperó hasta que Queen Mother entró a la casa. Los chicos se dirigieron entonces a la casa del gallinero. La señora Dolarhyde esperó cinco minutos y se acercó a ellos silenciosamente. Abrió la puerta de golpe y los encontró juntando plumas para hacerse un tocado.
Envió a la chica de regreso a su casa y condujo a Francis adentro de la suya.
Le dijo que lo mandaría nuevamente al orfanato del Hermano Buddy después de haberlo castigado.
— Sube a tu cuarto. Quítate los pantalones y espérame allí hasta que encuentre mis tijeras.
Esperó  horas  en  el  cuarto,  acostado en la cama sin los pantalones, agarrando fuertemente la colcha y esperando las tijeras. Esperó hasta oír el ruido de la comida que se servía en la planta baja escuchar el crujido del carro de leña y el resoplido de las muías cuando el mando de Queen Mother vino a buscarla.
Se durmió recién al amanecer y varias veces se despertó sobresaltado esperando verla aparecer.
Pero su abuela nunca llegó. Tal vez lo había olvidado.
Esperó durante la rutina diaria de los días subsiguientes, recordando varias veces en el transcurso de las horas con un terror que le hacía helar la sangre. Jamás dejaría de esperar.
Esquivó a Queen Mother Bailey, no quiso hablar más con ella y se negó a decirle por qué: creía, equivocadamente, que ella le había contado a su abuela lo que había visto en el gallinero. Se convenció entonces de que él era el motivo de las risas que había oído mientras contemplaba alejarse la luz del farol a lo largo del camino. Evidentemente, no podía confiar en nadie.
Era difícil permanecer acostado quieto y dormir cuando allí estaba para alimentar sus pensamientos. Era difícil permane­cer acostado quieto en esa luminosa noche.
Francis sabía que su abuela tenía razón. La había herido mucho. La había hecho sentir vergüenza. Todo el mundo debía haberse enterado de lo que había hecho, hasta en St. Charles debían saberlo. No estaba enojado con su abuela. Sabía que la quería mucho. Quería actuar correctamente.
Imaginó que entraban ladrones a la casa y que él protegía a su abuela y que ella se retractaba de lo dicho anteriormente.
— Después de todo no eres un hijo del Demonio, Francis. Eres mi niño bueno.
Imaginó que entraba un ladrón. Se metía en la casa decidido a mostrarle a su abuela sus partes íntimas.
¿Cómo podría protegerla Francis? Era muy pequeño para pelear contra un ladrón.
Reflexionó sobre el asunto. En la despensa estaba el hacha de Queen Mother. La limpiaba con un diario después de matar un pollo. Se ocuparía del hacha. Era su responsabilidad. Lucharía contra su miedo a la oscuridad. Si realmente quería a su abuela, él debería ser al que temieran en la oscuridad. A lo que el ladrón debía realmente temer.
Bajó silenciosamente a la planta baja y encontró el hacha colgando del clavo. Tenía un olor extraño, parecido al de la pileta donde ahogaban a los pollos. Estaba afilada y su peso inspiraba confianza.
Agarró el hacha y se dirigió al cuarto de su abuela para asegurarse de que no había ningún ladrón.
La señora Dolarhyde dormía. Estaba muy oscuro, pero él sabía exactamente en qué parte estaba. Si hubiera un ladrón lo oiría respirar igual que oía la respiración de su abuela. Sabría dónde estaba su cuello tan bien como sabía dónde estaba el de su abuela. Justo debajo de donde se oía la respiración.
Si hubiera un ladrón él se acercaría silenciosamente como lo estaba haciendo ahora. Levantaría el hacha con ambas manos sobre su cabeza de esa forma.
Francis tropezó con la pantufla de su abuela que estaba al lado de la cama. El hacha se balanceó en la oscuridad y golpeó contra la pantalla metálica de la lámpara de su mesa de luz.
La señora Dolarhyde se dio vuelta hacia un costado y su boca emitió un ruido húmedo. Francis permaneció inmóvil. Le tem­blaban los brazos por el esfuerzo que hacía al sujetar el hacha. Su abuela empezó a roncar.
El amor que embargaba a Francis estuvo a punto de estallar. Salió silenciosamente de la habitación. Sentía unas ansias frenéti­cas por estar listo para protegerla. Debía hacer algo. No tenía ya miedo de la oscuridad de la casa pero la sensación lo asfixiaba.
Salió por la puerta de atrás y se paró con el rostro vuelto hacia el cielo contemplando esa noche radiante; jadeando como si pudiera respirar la luz. El pequeño disco de la luna apare­ció distorsionado en el blanco de sus ojos que miraban hacia arriba, redondeado al bajarlos, y centrado finalmente en sus pupilas.
El Amor que lo había invadido crecía sofocándolo y no podía liberarlo. Caminó en dirección al gallinero, con paso rápido, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, el hacha golpeando helada contra su pierna, corriendo antes de estallar...
Francis, junto a la bomba de agua del gallinero, no había sentido nunca una sensación tan dulce de paz. Tanteó cuidadosa­mente sus dimensiones y descubrió que la paz era infinita y que lo rodeaba por completo.
Lo que su abuela consideradamente no le había cortado estaba todavía allí como si fuera un premio, cuando se lavó la sangre de la barriga y las piernas. Su mente estaba lúcida y tranquila.
Tendría que hacer algo con el camisón. Sería mejor esconderlo bajo las bolsas en el cuarto utilizado para ahumar.
El descubrimiento del pollo muerto intrigó a su abuela. Dijo que no parecía obra de un zorro.
Al mes siguiente Queen Mother encontró otro cuando fue a juntar huevos. Esa vez le faltaba la cabeza.
La señora Dolarhyde manifestó durante la comida que estaba convencida de que había sido hecho por despecho por «alguna sirvientita que despedí». Dijo que se lo había notificado al comisario.
Francis permanecía sentado en silencio, abriendo y cerrando su mano, recordando el ojo que pestañeaba en su palma. Algunas veces mientras estaba acostado se tanteaba asegurándose de que no se lo habían cortado. A veces cuando se palpaba le parecía sentir un pestañeo.
La señora Dolarhyde estaba cambiando muy rápidamen­te. Se había vuelto muy discutidora y no podía mantener durante mucho tiempo al servicio doméstico. A pesar de la falta de personal, el lugar donde le gustaba sentar sus reales era la cocina, dando directivas a Queen Mother Bailey, en detrimento de la comida. Queen Mother, que había trabajado toda su vida para la familia Dolarhyde, era el único miembro del personal que no había cambiado.
Con la cara arrebatada por el calor de las hornallas, la señora Dolarhyde pasaba nerviosamente de una a otra tarea, dejando a menudo platos a medio cocinar y que nunca se servirían. Preparaba enormes fuentes con restos, mientras las legumbres frescas se pudrían en la despensa.
Al mismo tiempo se enfurecía por los gastos. Disminuyó la cantidad de jabón y lavandina utilizadas para el lavado, hasta que las sábanas adquirieron un color grisáceo.
Durante el mes de noviembre contrató a cinco mucamas de color para ayudarla en las tareas de la casa. Pero ninguna se quedó.
La señora Dolarhyde estaba furibunda la tarde en que la última mucama se fue. Circuló por toda la casa gritando y al entrar a la cocina vio que Queen Mother Bailey había dejado una cucharita de harina sobre la tabla después de haber amasado.
En medio del vapor y calor de la cocina y cuando faltaba solamente media hora para que se sirviera la comida, se acercó a Queen Mother y le dio una cachetada.
Queen Mother dejó caer el cucharón, indignada. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La señora Dolarhyde estiró nuevamente la mano. Una palma grande y rosada se la apartó.
—No se le ocurra volver a hacer eso. Usted ya no es la misma, señora Dolarhyde, pero no se le ocurra volver a hacer eso.
Profiriendo toda clase de insultos, la señora mayor golpeó con su mano libre una olla de sopa que se desparramó siseando por todas las hornallas. Se dirigió enseguida a su cuarto y se encerró en él dando un fuerte portazo. Francis la oyó maldecir y arrojar objetos contra las paredes. No salió en toda la tarde.
Queen Mother limpió el líquido derramado y les dio de comer a los ancianos. Juntó sus pocas pertenencias en una canasta y se puso su viejo suéter y el gorro tejido. Buscó a Francis pero no pudo encontrarlo.
Estaba ya instalada en el carro cuando vio al niño sentado en un ángulo del porche. La vio bajarse pesadamente y acercarse hacia donde estaba él.
—Me voy, pichón de comadreja. Y no volveré. Sironia, la del almacén, se encargará de llamar a tu madre por mí. Me necesitarás antes de que venga, acompáñame a mi casa.
El retrocedió al sentir la mano sobre su mejilla.
El señor Bailey chasqueó la lengua para que se movieran las muías. Francis observó alejarse el farol del carro. Lo había observado antes, con una sensación de tristeza y vacío al comprender que Queen Mother lo había traicionado. Pero ahora no le importaba. Estaba contento. La débil luz del farol de kerosene se alejaba por el sendero. No tenía nada que hacer con la luna.
Se preguntó qué se sentiría al matar una mula.
Marian Dolarhyde Vogt no fue cuando Queen Mother Bailey la llamó.
Se presentó dos semanas más tarde, después de haber recibido una llamada del comisario de St. Charles. Llegó a media tarde, conduciendo personalmente un Packard de antes de la guerra. Se había puesto guantes y un sombrero.
El agente que la recibió al final del sendero se agachó para hablar por la ventanilla del auto.
—Señora Vogt, su madre llamó a la oficina alrededor del mediodía, diciendo que la mucama le había robado. Cuan­do llegué aquí, no lo tome a mal, pero estaba diciendo dispa­rates y me pareció que estaba todo un poco descuidado. El comisario pensó que sería mejor hablar primero con usted, comprende. Como el señor Vogt tiene un cargo público y demás.
Marian comprendía. El señor Vogt era comisionado de Obras Públicas en St. Louis y había caído un poco en desgracia con el partido.
—Nadie más ha visto el lugar que yo sepa —manifestó el agente.
Marian encontró a su madre dormida. Dos de los viejos estaban todavía sentados a la mesa esperando el almuerzo. Una mujer estaba en el patio de atrás vestida únicamente con una enagua.
Marian llamó por teléfono a su marido.
—¿Con qué frecuencia inspeccionan estas casas?... No deben de haber visto nada... No sé si los parientes se han quejado, no creo que estas personas tengan parientes... No. No se te ocurra venir. Necesito unos negros. Consígueme unos negros... y al doctor Waters. Yo me haré cargo de esto.
A los cuarenta y cinco minutos llegó el médico acompañado por un asistente y seguido por una camioneta en la que venían la mucama de Marian y otros cinco sirvientes.
Marian, el médico y el ayudante estaban en el cuarto de la señora Dolarhyde cuando Francis volvió del colegio. Francis podía oír maldecir a su abuela. Cuando la sacaron en la silla de ruedas tenía la mirada vidriosa y un trozo de algodón sujeto al brazo con tela adhesiva. Como le habían quitado la dentadura su cara estaba hundida y desfigurada. Marian tenía también un brazo vendado; había sido mordida.
Se llevaron a su abuela en el auto del médico; estaba sentada en el asiento de atrás junto al ayudante. Francis los miró alejarse. Comenzó a agitar la mano para despedirse, pero luego la dejó caer a un costado.
El equipo de limpieza de Marian fregó y ventiló la casa, lavaron toneladas de ropa y bañaron a los ancianos. Marian trabajaba junto a ellos y supervisó la frugal comida.
Le habló a Francis únicamente para saber dónde estaban las cosas.
Luego despachó a las mucamas y llamó a las autoridades locales. Les explicó que la señora Dolarhyde había sufrido un ataque.
Había oscurecido ya cuando llegaron los asistentes socia­les en un ómnibus colegial para buscar a los ancianos. Francis pensó que lo llevarían también a él. Pero estaba fuera de dis­cusión.
En la casa quedaron solamente Marian y Francis. Ella se sentó a la mesa del comedor con la cabeza entre sus manos. El niño salió afuera y se trepó a un manzano silvestre.
Finalmente Marian lo llamó. Le había preparado una pequeña valija con su ropa.
—Tendrás que venir conmigo —le dijo caminando hacia el auto — . Entra. No pongas los pies sobre el asiento.
Se alejaron en el Packard dejando la silla de ruedas vacía esperando en el jardín.
No hubo escándalo. Las autoridades locales dijeron que era una pena lo que le había pasado a la señora Dolarhyde, induda­blemente cuidaba muy bien de todo. Los Vogt no fueron mancillados.
La señora Dolarhyde fue internada en una clínica neurológica particular. Transcurrirían catorce años hasta que Francis volviera a su casa con ella.
— Francis, éstas son tus medio hermanas y tu medio hermano —le dijo su madre. Estaban en la biblioteca de los Vogt.
Ned Vogt tenía doce, Victoria trece y Margaret nueve años. Ned y Victoria intercambiaron una mirada. Margaret fijó su vista en el piso.
Le asignaron a Francis un cuarto arriba de la escalera de servicio. Los Vogt ya no tenían una mucama viviendo en la casa desde la desastrosa elección de 1944.
Lo inscribieron en la Escuela Elemental Potter Gerard, a pocas cuadras de la casa y lejos del colegio Episcopal privado al que concurrían los otros chicos.
Durante los primeros días los hijos de Vogt lo ignoraron lo más que pudieron, pero al final de la primera semana, Ned y Victoria subieron a su cuarto.
Francis los oyó susurrar durante unos minutos antes de hacer girar la manija de su puerta. No golpearon al descubrir que estaba cerrada con llave.
— Abre la puerta —dijo Ned.
Francis la abrió. No le dirigieron la palabra mientras revisaron su ropa y el armario. Ned Vogt abrió el cajón de la pequeña mesa de luz y sacó el contenido sujetándolo con dos dedos: pañuelos de cumpleaños con letras F.D. bordadas, el estuche de una guitarra, un frasquito de pastillas conteniendo un escarabajo de colores, un ejemplar de Baseball Joe en la Serie Mundial que una vez debía haberse mojado, y una tarjeta impresa deseándole pronta mejoría y firmada «Tu compañera, Sarah Hughes».
—¿Qué es esto? —preguntó Ned.
—Un estuche.
—¿Para qué sirve?
—Para una guitarra.
—¿Tienes una guitarra?
-No.
—¿Y entonces de qué te sirve?
—Era de mi padre.
—No te entiendo. ¿Qué dijiste? Dile que lo repita, Ned.
—Dijo que pertenecía a su padre —Ned se limpió la nariz con uno de los pañuelos y lo guardó nuevamente en el cajón.
—Hoy se llevaron los ponys —dijo Victoria sentándose sobre la cama angosta. Ned la imitó, recostándose contra la pared, poniendo los pies sobre la colcha.
—No tenemos más ponys —dijo Ned—. Se acabó el veraneo en la casa del lago. ¿Y sabes por qué? Contesta, tarado.
—Papá se siente muy mal y no gana ya tanto dinero —manifes­tó Victoria—. A veces ni siquiera va a la oficina.
—¿Sabes por qué está enfermo, tarado? —preguntó Ned—. Y habla como para que pueda entenderte.
—Mi abuela dijo que era un borracho. ¿Entendiste?
—Está enfermo por culpa de tu horrible cara —afirmó Ned.
—Y ésa fue además la razón por la que la gente no votó por él —dijo Victoria.
—Salgan de aquí —contestó Francis. Al darse vuelta para cerrar la puerta Ned lo pateó en la espalda. Francis trató de agarrarse los riñones con ambas manos y así salvó sus dedos al patearlo nuevamente Ned en el estómago.
-Oh, Ned -dijo Victoria-. Oh, Ned.
Ned agarró a Francis de las orejas y lo acercó al espejo que colgaba sobre la mesa.
— ¡Por eso está enfermo! —Ned sacudió su cara contra el espejo — . ¡Por eso está enfermo! — Paf—. ¡Por eso está enfermo!
—Paf. El espejo estaba salpicado de sangre y mocos. Ned lo soltó y él se sentó en el piso. Victoria lo miraba con ojos muy abiertos, mordiéndose el labio inferior. Lo dejaron allí. Su cara estaba mojada con sangre y saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor pero no lloró.



 XXVII

El cambio de la señora Dolarhyde se hizo evidente por primera vez durante el invierno de 1947, cuando Francis tenía ocho años.
Suspendió las comidas que compartía con Francis en su dormitorio. Ambos se trasladaron a la mesa general del comedor, la que presidía frente a sus ancianos huéspedes.
La señora Dolarhyde, que había sido entrenada de niña para convertirse en una deliciosa ama de casa, sacó de un ropero y lustró la campanita de plata y la colocó junto a su plato.
Organizar una comida, escalonando los platos que se sirven, dirigiendo la conversación, desviando las trivialidades hacia temas interesantes, poniendo de relieve las mejores facetas de los más capaces y atrayendo la atención de los otros comensales, es un arte difícil que lamentablemente hoy está en franca deca­dencia.
La señora Dolarhyde había sido muy buena para ello en su momento. Sus esfuerzos en esa mesa animaron al principio las comidas de los dos o tres huéspedes capaces de mantener una conversación corrida.
Francis ocupaba el lugar del dueño de casa, en el otro extremo de esa avenida de cabezas que se sacudían, mientras su abuela sacaba a la luz recuerdos de aquéllos que podían recordar. Demostró marcado interés por el viaje de luna de miel a Kansas City de la señora Flodder, repasó varias veces la epidemia de fiebre amarilla con el señor Eaton y escuchó atentamente los vagos e ininteligibles sonidos de los demás.
— ¿No te parece interesante, Francis? —preguntaba mientras hacía sonar la campanita para que sirvieran otro plato. La comida consistía en una variedad de legumbres y papillas de carne, pero la dividía en varios platos, dificultando sobremanera el trabajo en la cocina.
Jamás se mencionaban los accidentes que ocurrían en la mesa. Un toque de campana y un gesto en la mitad de una frase, eran suficientes para solucionar el problema de los que habían derramado comida, o se habían dormido u olvidado qué estaban haciendo en la mesa. La señora Dolarhyde mantuvo siempre un personal tan numeroso como sus finanzas le permitían pagar.
A medida que su salud declinó, perdió peso y pudo usar vestidos que habían estado guardados muchos años. Algunos eran realmente elegantes. Sus rasgos y su peinado le brindaban cierto parecido con la imagen de George Washington reproduci­da en los billetes de un dólar.
Sus modales se deterioraron un poco al llegar la primavera. Presidía la mesa sin permitir que nadie la interrumpiera cuando contaba episodios de su juventud en St. Charles, inclusive algunos detalles personales para inspirar e instruir a Francis y los demás.
Es verdad que la señora Dolarhyde había sido una niña con mucho éxito durante la temporada de 1907 en St. Charles y fue invitada a los mejores bailes del otro lado del río, en St. Louis.
Había una lección especial en esto para todos, manifestó, mirando fijamente a Francis que cruzó las piernas debajo de la mesa.
—Yo salí en sociedad en una época en que la medicina no tenía muchos recursos para combatir las pequeñas fallas de la naturale­za —manifestó—. Tenía una piel y un pelo preciosos y saqué el mayor partido posible de ellos. Superé mis dientes con mi fuerte personalidad y vivo ingenio, a tal punto, que se convirtieron en mi «rasgo atractivo». Creo que inclusive podrían llamarlos mi «rasgo encantador». No los habría cambiado por nada del mundo.
Desconfiaba de los médicos, explicó finalmente, pero cuando resultó evidente que su problema con las encías entrañaría la pérdida de sus dientes, buscó uno de los más famosos dentistas del Medio Oeste, el doctor Félix Bertl, un suizo. «Los dientes suizos del doctor Bertl eran muy conocidos entre cierta clase de gente», dijo la señora Dolarhyde, «y además tenía una gran experiencia».
Cantantes de ópera temerosos de que nuevas formas en sus bocas modificaran su voz, actores y otras personas de actuación pública, venían inclusive desde San Francisco para consultarlo.
El doctor Bertl podía reproducir exactamente los dientes naturales de un paciente y había experimentado con varios materiales y sus efectos en la resonancia.
Cuando el doctor Bertl terminó la prótesis, sus dientes parecían exactamente los mismos de antes. Los dominó gracias a su fuerte personalidad y no perdió un ápice de su peculiar encanto, manifestó con una erizada sonrisa.
Si toda esa perorata encerraba una lección especial, para Francis pasó desapercibida y sólo la apreció años después; no se le haría ninguna clase de cirugía hasta que él estuviera en condiciones de pagarla de su propio bolsillo.
Francis lograba resistir esas comidas porque había algo que le interesaba después.
El marido de Queen Mother Bailey venía a buscarla todas las tardes en un carro que utilizaba para transportar leña, lirado por dos muías. Si su abuela estaba ocupada con sus huéspedes, Francis se subía al carro con ellos y los acompañaba por el camino de entrada hasta llegar a la ruta.
Esperaba ansioso durante el día entero el momento del paseo vespertino, para poder sentarse jumo a Queen Mother, cuyo alto, delgado y silencioso esposo era casi invisible en la oscuridad y escuchar el ruido que hacían las llantas de goma de la carreta sobre la grava del camino, mezclado al tintinear de las cabezadas. Dos muías marrones, a veces cubiertas de barro, con las crines cortadas como un cepillo, sacudiendo las colas sobre sus ancas. El olor a sudor y a tela de algodón hervida, a tabaco y arneses sobados. Cuando el señor Bailey había estado trabajando lim­piando un campo, había a veces olor a fogata y otras, cuando llevaba su escopeta a terrenos nuevos, veía un par de conejos o ardillas tirados en la parte de atrás del carro, con las patas estiradas como si estuvieran corriendo.
No conversaban durante el recorrido. El señor Bailey se dirigía solamente a las muías. El movimiento del carromato sacudía alegremente al muchacho contra los Bailey. Al llegar al final del camino se bajaba, les prometía regresar directamente a la casa y se quedaba mirando alejarse el farol de la carreta. Podía oírlos hablar mientras avanzaban por la ruta. A veces Queen Mother hacía reír a su marido y ella compartía también su risa. Era tan agradable escucharlos, parado en medio de la oscuridad, sabiendo que no se reían de él.
Pero más adelante cambiaría de opinión al respecto...
La ocasional compañera de juegos de Francis Dolarhyde era la hija de un colono que vivía en una chacra vecina. La señora Dolarhyde le permitía venir a jugar porque le divertía vestir de vez en cuando a la niña con los vestidos que Marian había usado en su infancia.
Era una pelirroja desaliñada que casi siempre estaba demasiado cansada para jugar.
Una calurosa tarde de junio, aburrida de buscar escarabajos con una pajita en el gallinero, le pidió a Francis que le mostrara sus panes íntimas.
Accedió a su pedido en un rincón entre la casa del gallinero y un cerco que los ocultaba de las ventanas de la planta baja de la casa. Ella se lo retribuyó mostrándole las propias, bajándose su raída ropa interior hasta los tobillos. Cuando Francis se agachó para mirar, un pollo sin cabeza se precipitó al rincón, sacudiendo la tierra con sus alas mientras caía sobre su dorso. La niña, enredada en su ropa, dio un respingo hacia atrás al sentir la salpicadura de la sangre contra sus piernas y pies.
Francis se incorporó de un salto, sin tener tiempo de subirse los pantalones, justo cuando Queen Mother aparecía en busca del animal, sorprendiéndolos.
—Oye, muchacho —dijo tranquilamente—, tú querías ver cómo era el asunto, pues ahora que lo has visto busca algo distinto que hacer. Ocúpense con cosas de chicos y no se quiten la ropa. Ayúdame tú y tu amiguita a agarrar ese pollo. —La turbación de los niños pasó tan rápidamente como el pollo que se escapaba. Pero la señora Dolarhyde los observaba desde la ventana del primer piso...
La señora Dolarhyde esperó hasta que Queen Mother entró a la casa. Los chicos se dirigieron entonces a la casa del gallinero. La señora Dolarhyde esperó cinco minutos y se acercó a ellos silenciosamente. Abrió la puerta de golpe y los encontró juntando plumas para hacerse un tocado.
Envió a la chica de regreso a su casa y condujo a Francis adentro de la suya.
Le dijo que lo mandaría nuevamente al orfanato del Hermano Buddy después de haberlo castigado.
— Sube a tu cuarto. Quítate los pantalones y espérame allí hasta que encuentre mis tijeras.
Esperó  horas  en  el  cuarto,  acostado en la cama sin los pantalones, agarrando fuertemente la colcha y esperando las tijeras. Esperó hasta oír el ruido de la comida que se servía en la planta baja escuchar el crujido del carro de leña y el resoplido de las muías cuando el mando de Queen Mother vino a buscarla.
Se durmió recién al amanecer y varias veces se despertó sobresaltado esperando verla aparecer.
Pero su abuela nunca llegó. Tal vez lo había olvidado.
Esperó durante la rutina diaria de los días subsiguientes, recordando varias veces en el transcurso de las horas con un terror que le hacía helar la sangre. Jamás dejaría de esperar.
Esquivó a Queen Mother Bailey, no quiso hablar más con ella y se negó a decirle por qué: creía, equivocadamente, que ella le había contado a su abuela lo que había visto en el gallinero. Se convenció entonces de que él era el motivo de las risas que había oído mientras contemplaba alejarse la luz del farol a lo largo del camino. Evidentemente, no podía confiar en nadie.
Era difícil permanecer acostado quieto y dormir cuando allí estaba para alimentar sus pensamientos. Era difícil permane­cer acostado quieto en esa luminosa noche.
Francis sabía que su abuela tenía razón. La había herido mucho. La había hecho sentir vergüenza. Todo el mundo debía haberse enterado de lo que había hecho, hasta en St. Charles debían saberlo. No estaba enojado con su abuela. Sabía que la quería mucho. Quería actuar correctamente.
Imaginó que entraban ladrones a la casa y que él protegía a su abuela y que ella se retractaba de lo dicho anteriormente.
— Después de todo no eres un hijo del Demonio, Francis. Eres mi niño bueno.
Imaginó que entraba un ladrón. Se metía en la casa decidido a mostrarle a su abuela sus partes íntimas.
¿Cómo podría protegerla Francis? Era muy pequeño para pelear contra un ladrón.
Reflexionó sobre el asunto. En la despensa estaba el hacha de Queen Mother. La limpiaba con un diario después de matar un pollo. Se ocuparía del hacha. Era su responsabilidad. Lucharía contra su miedo a la oscuridad. Si realmente quería a su abuela, él debería ser al que temieran en la oscuridad. A lo que el ladrón debía realmente temer.
Bajó silenciosamente a la planta baja y encontró el hacha colgando del clavo. Tenía un olor extraño, parecido al de la pileta donde ahogaban a los pollos. Estaba afilada y su peso inspiraba confianza.
Agarró el hacha y se dirigió al cuarto de su abuela para asegurarse de que no había ningún ladrón.
La señora Dolarhyde dormía. Estaba muy oscuro, pero él sabía exactamente en qué parte estaba. Si hubiera un ladrón lo oiría respirar igual que oía la respiración de su abuela. Sabría dónde estaba su cuello tan bien como sabía dónde estaba el de su abuela. Justo debajo de donde se oía la respiración.
Si hubiera un ladrón él se acercaría silenciosamente como lo estaba haciendo ahora. Levantaría el hacha con ambas manos sobre su cabeza de esa forma.
Francis tropezó con la pantufla de su abuela que estaba al lado de la cama. El hacha se balanceó en la oscuridad y golpeó contra la pantalla metálica de la lámpara de su mesa de luz.
La señora Dolarhyde se dio vuelta hacia un costado y su boca emitió un ruido húmedo. Francis permaneció inmóvil. Le tem­blaban los brazos por el esfuerzo que hacía al sujetar el hacha. Su abuela empezó a roncar.
El amor que embargaba a Francis estuvo a punto de estallar. Salió silenciosamente de la habitación. Sentía unas ansias frenéti­cas por estar listo para protegerla. Debía hacer algo. No tenía ya miedo de la oscuridad de la casa pero la sensación lo asfixiaba.
Salió por la puerta de atrás y se paró con el rostro vuelto hacia el cielo contemplando esa noche radiante; jadeando como si pudiera respirar la luz. El pequeño disco de la luna apare­ció distorsionado en el blanco de sus ojos que miraban hacia arriba, redondeado al bajarlos, y centrado finalmente en sus pupilas.
El Amor que lo había invadido crecía sofocándolo y no podía liberarlo. Caminó en dirección al gallinero, con paso rápido, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, el hacha golpeando helada contra su pierna, corriendo antes de estallar...
Francis, junto a la bomba de agua del gallinero, no había sentido nunca una sensación tan dulce de paz. Tanteó cuidadosa­mente sus dimensiones y descubrió que la paz era infinita y que lo rodeaba por completo.
Lo que su abuela consideradamente no le había cortado estaba todavía allí como si fuera un premio, cuando se lavó la sangre de la barriga y las piernas. Su mente estaba lúcida y tranquila.
Tendría que hacer algo con el camisón. Sería mejor esconderlo bajo las bolsas en el cuarto utilizado para ahumar.
El descubrimiento del pollo muerto intrigó a su abuela. Dijo que no parecía obra de un zorro.
Al mes siguiente Queen Mother encontró otro cuando fue a juntar huevos. Esa vez le faltaba la cabeza.
La señora Dolarhyde manifestó durante la comida que estaba convencida de que había sido hecho por despecho por «alguna sirvientita que despedí». Dijo que se lo había notificado al comisario.
Francis permanecía sentado en silencio, abriendo y cerrando su mano, recordando el ojo que pestañeaba en su palma. Algunas veces mientras estaba acostado se tanteaba asegurándose de que no se lo habían cortado. A veces cuando se palpaba le parecía sentir un pestañeo.
La señora Dolarhyde estaba cambiando muy rápidamen­te. Se había vuelto muy discutidora y no podía mantener durante mucho tiempo al servicio doméstico. A pesar de la falta de personal, el lugar donde le gustaba sentar sus reales era la cocina, dando directivas a Queen Mother Bailey, en detrimento de la comida. Queen Mother, que había trabajado toda su vida para la familia Dolarhyde, era el único miembro del personal que no había cambiado.
Con la cara arrebatada por el calor de las hornallas, la señora Dolarhyde pasaba nerviosamente de una a otra tarea, dejando a menudo platos a medio cocinar y que nunca se servirían. Preparaba enormes fuentes con restos, mientras las legumbres frescas se pudrían en la despensa.
Al mismo tiempo se enfurecía por los gastos. Disminuyó la cantidad de jabón y lavandina utilizadas para el lavado, hasta que las sábanas adquirieron un color grisáceo.
Durante el mes de noviembre contrató a cinco mucamas de color para ayudarla en las tareas de la casa. Pero ninguna se quedó.
La señora Dolarhyde estaba furibunda la tarde en que la última mucama se fue. Circuló por toda la casa gritando y al entrar a la cocina vio que Queen Mother Bailey había dejado una cucharita de harina sobre la tabla después de haber amasado.
En medio del vapor y calor de la cocina y cuando faltaba solamente media hora para que se sirviera la comida, se acercó a Queen Mother y le dio una cachetada.
Queen Mother dejó caer el cucharón, indignada. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La señora Dolarhyde estiró nuevamente la mano. Una palma grande y rosada se la apartó.
—No se le ocurra volver a hacer eso. Usted ya no es la misma, señora Dolarhyde, pero no se le ocurra volver a hacer eso.
Profiriendo toda clase de insultos, la señora mayor golpeó con su mano libre una olla de sopa que se desparramó siseando por todas las hornallas. Se dirigió enseguida a su cuarto y se encerró en él dando un fuerte portazo. Francis la oyó maldecir y arrojar objetos contra las paredes. No salió en toda la tarde.
Queen Mother limpió el líquido derramado y les dio de comer a los ancianos. Juntó sus pocas pertenencias en una canasta y se puso su viejo suéter y el gorro tejido. Buscó a Francis pero no pudo encontrarlo.
Estaba ya instalada en el carro cuando vio al niño sentado en un ángulo del porche. La vio bajarse pesadamente y acercarse hacia donde estaba él.
—Me voy, pichón de comadreja. Y no volveré. Sironia, la del almacén, se encargará de llamar a tu madre por mí. Me necesitarás antes de que venga, acompáñame a mi casa.
El retrocedió al sentir la mano sobre su mejilla.
El señor Bailey chasqueó la lengua para que se movieran las muías. Francis observó alejarse el farol del carro. Lo había observado antes, con una sensación de tristeza y vacío al comprender que Queen Mother lo había traicionado. Pero ahora no le importaba. Estaba contento. La débil luz del farol de kerosene se alejaba por el sendero. No tenía nada que hacer con la luna.
Se preguntó qué se sentiría al matar una mula.
Marian Dolarhyde Vogt no fue cuando Queen Mother Bailey la llamó.
Se presentó dos semanas más tarde, después de haber recibido una llamada del comisario de St. Charles. Llegó a media tarde, conduciendo personalmente un Packard de antes de la guerra. Se había puesto guantes y un sombrero.
El agente que la recibió al final del sendero se agachó para hablar por la ventanilla del auto.
—Señora Vogt, su madre llamó a la oficina alrededor del mediodía, diciendo que la mucama le había robado. Cuan­do llegué aquí, no lo tome a mal, pero estaba diciendo dispa­rates y me pareció que estaba todo un poco descuidado. El comisario pensó que sería mejor hablar primero con usted, comprende. Como el señor Vogt tiene un cargo público y demás.
Marian comprendía. El señor Vogt era comisionado de Obras Públicas en St. Louis y había caído un poco en desgracia con el partido.
—Nadie más ha visto el lugar que yo sepa —manifestó el agente.
Marian encontró a su madre dormida. Dos de los viejos estaban todavía sentados a la mesa esperando el almuerzo. Una mujer estaba en el patio de atrás vestida únicamente con una enagua.
Marian llamó por teléfono a su marido.
—¿Con qué frecuencia inspeccionan estas casas?... No deben de haber visto nada... No sé si los parientes se han quejado, no creo que estas personas tengan parientes... No. No se te ocurra venir. Necesito unos negros. Consígueme unos negros... y al doctor Waters. Yo me haré cargo de esto.
A los cuarenta y cinco minutos llegó el médico acompañado por un asistente y seguido por una camioneta en la que venían la mucama de Marian y otros cinco sirvientes.
Marian, el médico y el ayudante estaban en el cuarto de la señora Dolarhyde cuando Francis volvió del colegio. Francis podía oír maldecir a su abuela. Cuando la sacaron en la silla de ruedas tenía la mirada vidriosa y un trozo de algodón sujeto al brazo con tela adhesiva. Como le habían quitado la dentadura su cara estaba hundida y desfigurada. Marian tenía también un brazo vendado; había sido mordida.
Se llevaron a su abuela en el auto del médico; estaba sentada en el asiento de atrás junto al ayudante. Francis los miró alejarse. Comenzó a agitar la mano para despedirse, pero luego la dejó caer a un costado.
El equipo de limpieza de Marian fregó y ventiló la casa, lavaron toneladas de ropa y bañaron a los ancianos. Marian trabajaba junto a ellos y supervisó la frugal comida.
Le habló a Francis únicamente para saber dónde estaban las cosas.
Luego despachó a las mucamas y llamó a las autoridades locales. Les explicó que la señora Dolarhyde había sufrido un ataque.
Había oscurecido ya cuando llegaron los asistentes socia­les en un ómnibus colegial para buscar a los ancianos. Francis pensó que lo llevarían también a él. Pero estaba fuera de dis­cusión.
En la casa quedaron solamente Marian y Francis. Ella se sentó a la mesa del comedor con la cabeza entre sus manos. El niño salió afuera y se trepó a un manzano silvestre.
Finalmente Marian lo llamó. Le había preparado una pequeña valija con su ropa.
—Tendrás que venir conmigo —le dijo caminando hacia el auto — . Entra. No pongas los pies sobre el asiento.
Se alejaron en el Packard dejando la silla de ruedas vacía esperando en el jardín.
No hubo escándalo. Las autoridades locales dijeron que era una pena lo que le había pasado a la señora Dolarhyde, induda­blemente cuidaba muy bien de todo. Los Vogt no fueron mancillados.
La señora Dolarhyde fue internada en una clínica neurológica particular. Transcurrirían catorce años hasta que Francis volviera a su casa con ella.
— Francis, éstas son tus medio hermanas y tu medio hermano —le dijo su madre. Estaban en la biblioteca de los Vogt.
Ned Vogt tenía doce, Victoria trece y Margaret nueve años. Ned y Victoria intercambiaron una mirada. Margaret fijó su vista en el piso.
Le asignaron a Francis un cuarto arriba de la escalera de servicio. Los Vogt ya no tenían una mucama viviendo en la casa desde la desastrosa elección de 1944.
Lo inscribieron en la Escuela Elemental Potter Gerard, a pocas cuadras de la casa y lejos del colegio Episcopal privado al que concurrían los otros chicos.
Durante los primeros días los hijos de Vogt lo ignoraron lo más que pudieron, pero al final de la primera semana, Ned y Victoria subieron a su cuarto.
Francis los oyó susurrar durante unos minutos antes de hacer girar la manija de su puerta. No golpearon al descubrir que estaba cerrada con llave.
— Abre la puerta —dijo Ned.
Francis la abrió. No le dirigieron la palabra mientras revisaron su ropa y el armario. Ned Vogt abrió el cajón de la pequeña mesa de luz y sacó el contenido sujetándolo con dos dedos: pañuelos de cumpleaños con letras F.D. bordadas, el estuche de una guitarra, un frasquito de pastillas conteniendo un escarabajo de colores, un ejemplar de Baseball Joe en la Serie Mundial que una vez debía haberse mojado, y una tarjeta impresa deseándole pronta mejoría y firmada «Tu compañera, Sarah Hughes».
—¿Qué es esto? —preguntó Ned.
—Un estuche.
—¿Para qué sirve?
—Para una guitarra.
—¿Tienes una guitarra?
-No.
—¿Y entonces de qué te sirve?
—Era de mi padre.
—No te entiendo. ¿Qué dijiste? Dile que lo repita, Ned.
—Dijo que pertenecía a su padre —Ned se limpió la nariz con uno de los pañuelos y lo guardó nuevamente en el cajón.
—Hoy se llevaron los ponys —dijo Victoria sentándose sobre la cama angosta. Ned la imitó, recostándose contra la pared, poniendo los pies sobre la colcha.
—No tenemos más ponys —dijo Ned—. Se acabó el veraneo en la casa del lago. ¿Y sabes por qué? Contesta, tarado.
—Papá se siente muy mal y no gana ya tanto dinero —manifes­tó Victoria—. A veces ni siquiera va a la oficina.
—¿Sabes por qué está enfermo, tarado? —preguntó Ned—. Y habla como para que pueda entenderte.
—Mi abuela dijo que era un borracho. ¿Entendiste?
—Está enfermo por culpa de tu horrible cara —afirmó Ned.
—Y ésa fue además la razón por la que la gente no votó por él —dijo Victoria.
—Salgan de aquí —contestó Francis. Al darse vuelta para cerrar la puerta Ned lo pateó en la espalda. Francis trató de agarrarse los riñones con ambas manos y así salvó sus dedos al patearlo nuevamente Ned en el estómago.
-Oh, Ned -dijo Victoria-. Oh, Ned.
Ned agarró a Francis de las orejas y lo acercó al espejo que colgaba sobre la mesa.
— ¡Por eso está enfermo! —Ned sacudió su cara contra el espejo — . ¡Por eso está enfermo! — Paf—. ¡Por eso está enfermo!
—Paf. El espejo estaba salpicado de sangre y mocos. Ned lo soltó y él se sentó en el piso. Victoria lo miraba con ojos muy abiertos, mordiéndose el labio inferior. Lo dejaron allí. Su cara estaba mojada con sangre y saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor pero no lloró.





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