XXI
Amanecía en
Chicago, el aire estaba pesado y el cielo gris y bajo.
Un guardia de seguridad del edificio del
Tattler salió del hall de entrada y se paró junto al cordón de la vereda,
fumando un cigarrillo y restregándose
la cintura. Estaba solo en la calle y el silencio le permitía oír el apagado sonido del semáforo ubicado arriba de la cuesta, a una cuadra larga de
distancia, cada vez que cambiaba la
luz.
Media cuadra al
norte del semáforo y fuera del alcance de la vista del guardia, Francis Dolarhyde se acurrucó junto a Lounds en la parte de atrás del furgón.
Acomodó la frazada en forma de
una profunda capucha que ocultaba la cabeza de Lounds.
El periodista
sufría un dolor intenso. Parecía aletargado, pero su mente trabajaba sin
descanso. Debía recordar unas cuantas cosas. Podía ver por debajo de la venda que le cubría los ojos y parte de la nariz, los dedos de Dolarhyde
tanteando la mordaza ensangrentada.
Dolarhyde se colocó
una chaqueta blanca de enfermero, depositó un termo sobre las faldas de Lounds y deslizó la silla fuera del furgón. Cuando puso el freno a la silla de ruedas y se dio vuelta para guardar la pequeña rampa dentro del
vehículo, Lounds vio por debajo de la
venda, la punta del parachoques posterior.
Lo dieron vuelta,
vio el soporte del parachoques... ¡Sí! La chapa con el número de la patente. Solamente un segundo, pero quedó grabada en la memoria de Lounds.
La silla comenzó a moverse. Sintió las juntas
de las baldosas.
Dieron vuelta a una esquina y bajaron de la
vereda. Crujido de papeles bajo las ruedas.
Dolarhyde detuvo la
silla de ruedas al llegar a un hueco cubierto de suciedad entre un vaciadero de basura y un camión estacionado. Le quitó la venda de los ojos.
Lounds los cerró. Le colocó un
frasco con amoníaco bajo la nariz.
Una voz suave le preguntó:
— ¿Puede oírme? Está casi en su casa.
—Tenía ya los ojos
descubiertos.— Pestañee si me oye.
Dolarhyde le abrió un ojo con el pulgar
y el índice. Lounds miró la cara de
Dolarhyde.
— Le dije una mentirita. —Dolarhyde golpeó suavemente el termo.— No
guardé realmente sus labios en hielo.
—Apartó la manta de un tirón y abrió el
termo.
Lounds hizo un esfuerzo terrible al
sentir el olor a nafta, arrancando la piel
de sus antebrazos y haciendo crujir la pesada silla. El líquido frío se desparramó por todo su cuerpo, los efluvios le cerraron la garganta mientras la silla
avanzaba hacia el medio de la calle.
— ¿Le gusta ser el animalito preferido de Graham, Freeeeeedyyyy?
Hubo una sorda
explosión al arder el combustible justo antes de que
lo empujara y saliera rodando barranca abajo hacia el Tattler, en medio del chirrido de las ruedas.
El guardia levantó la
vista al escuchar el alando que hizo volar la mordaza en llamas. Vio acercarse
esa bola de fuego, saltando por los baches, con una cola de humo y chispas y
las llamas semejantes a unas
alas, provocando distorsionados reflejos en las vidrieras de los negocios.
Desvió el rumbo,
chocó contra un auto estacionado y se dio vuelta frente al edificio, una rueda girando en el aire, lenguas de fuego saliendo entre los rayos y brazos que
se alzaban en la típica posición de
defensa de los quemados.
El guardia corrió
hacia el hall. Se preguntaba si estallaría y no sería mejor alejarse de las ventanas. Tiró de la alarma de incendio. ¿Qué más? Sacó el matafuego que colgaba de la
pared y miró afuera. Todavía no
había estallado.
Se acercó
cuidadosamente en medio del humo grasiento que se desparramaba sobre el
pavimento y, finalmente, arrojó la espuma sobre Freddy Lounds.
XXII
De acuerdo al plan
preestablecido, Graham debía salir del departamento de Washington preparado como un cebo, a las seis menos cuarto de la mañana, con la antelación
suficiente para evitar el denso tráfico matinal.
Crawford lo llamó por teléfono
mientras estaba afeitándose.
—Buenos días.
—No tan buenos —respondió Crawford — . El
Duende Dientudo atrapó a Lounds
en Chicago.
—Caray, no.
—Todavía no ha muerto y
pregunta por ti. No durará mucho.
— Allí voy.
—Nos encontraremos
en el aeropuerto. Vuelo 245 de United. Sale dentro de cuarenta y cinco minutos. Podrás volver a tiempo para la emboscada, si es que todavía tiene
sentido.
El agente especial
Chester, de la oficina del FBI de Chicago, los esperaba en el aeropuerto O'Hare, en medio de un diluvio. Chicago es una ciudad acostumbrada a
las sirenas. El tráfico se abrió de
mala gana delante de ellos, al internarse Chester ululando en medio de la autopista, mientras la luz roja del patrullero lanzaba destellos rosados entre
la cortina de agua. Tuvo que
alzar la voz por el ruido de la sirena.
— La policía de Chicago dice que lo atacaron en su
garaje. Mi versión es de segunda
mano. No somos populares actualmente por
aquí.
— ¿Qué es lo que saben? —preguntó Crawford.
—Todo, la emboscada, absolutamente
todo.
—¿Lounds lo pudo ver?
—No he escuchado ninguna descripción. La
policía de Chicago transmitió un
boletín solicitando informes sobre una placa alrededor de las seis y veinte.
—¿Conseguiste hablar con el doctor Bloom, como
te pedí?
—Hablé con su esposa, Jack. Al doctor Bloom le
extirparon la vesícula esta
mañana.
—Fantástico —acotó Crawford.
Chester se detuvo bajo el pórtico del
hospital al resguardo de la lluvia. Se dio
vuelta en su asiento y dijo:
—Jack, Will, antes
que suban... Tengo entendido que este chiflado se ensañó realmente con Lounds.
Deben estar preparados para
ello...
Graham asintió.
Desde que partió rumbo a Chicago había luchado para ahogar las esperanzas de que Lounds muriera antes que él llegara, para no tener que verlo.
El corredor del
Centro de Quemados Paege era un pasadizo cubierto por impecables azulejos. Un médico alto con una curiosa cara
mezcla de joven y viejo les hizo señas a Graham y a Crawford y los condujo lejos de las otras personas apiñadas frente a la puerta de la habitación de Lounds.
— Las quemaduras del señor Lounds son mortales —dijo
el doctor—. Yo puedo calmar su dolor y pienso hacerlo. Respiró fuego y tiene dañada la garganta y los pulmones.
Tal vez no recupere el conocimiento.
Dado su estado, eso sería una bendición.
»En el caso de que lo recupere, la
policía de la ciudad me pidió que le quite
el tubo de la garganta para que pueda contestar algunas preguntas. He dado mi consentimiento, pero parcialmente.
»Por el momento las
terminales nerviosas están anestesiadas por el fuego. Sufrirá un gran dolor si vive mucho más tiempo. Le hice una clara advertencia a la policía que les
repetiré a ustedes: interrumpiré cualquier interrogatorio para aplicarle un
sedante si él me lo pide.
¿Comprenden?
— Sí —respondió Crawford.
Luego de hacerle una
seña al agente que estaba parado frente a la puerta, el médico juntó sus manos en la espalda debajo del delantal blanco y se alejó caminando como una garza en medio de una laguna.
Crawford miró a Graham.
— ¿Estás bien?
— Muy bien. Yo estaba custodiado por el equipo de
SWAT.
Lounds tenía la cabeza en alto. Había
desaparecido su pelo
y sus orejas y las compresas sobre sus ojos
ciegos reemplazaban a los párpados
quemados. Las encías estaban hinchadas y llenas de llagas.
La enfermera que
estaba junto a él corrió el aparato que sujetaba el suero intravenoso para que Graham pudiera acercársele más. Lounds olía a paja quemada.
— Freddy, soy Will Graham.
Lounds arqueó el cuello contra
la almohada.
— Es un movimiento reflejo, está inconsciente —aclaró la
enfermera.
El tubo de
plástico que mantenía abierta su garganta hinchada y quemada, silbaba al mismo
tiempo que la cámara de oxígeno.
Un pálido
detective con el grado de sargento estaba sentado en el rincón con un grabador y un anotador en sus
rodillas. Graham no lo vio hasta que
habló.
—Lounds pronunció su nombre en la sala de
emergencias antes de que le colocaran
el tubo para respirar.
—¿Usted estaba allí?
—Llegué poco después. Pero tengo grabado todo lo que dijo.
Al bombero que fue de los primeros en
llegar, le dio el número de una placa
de auto. Perdió el conocimiento y no lo recuperó mientras estuvo en la ambulancia, pero reaccionó durante un instante cuando le aplicaron una inyección en el
pecho en la sala de emergencias.
Algunos de los que trabajan en el Tattler
lo siguieron y estaban
presentes allí. Tengo una copia de su
grabación.
—Permítame oírla.
El agente manipuló el grabador.
— Pienso que preferirá utilizar el audífono
—manifestó evitan
do cuidadosamente que la expresión de
su rostro permitiera traslucir algo.
Oprimió la tecla.
Graham oyó voces,
el ruido de rueditas, «...llévenlo a la tres», el
golpe de una camilla contra una puerta de vaivén, una tos seguida de una arcada, una voz que hablaba sin
labios.
— Uende ientudo.
— ¿Lo viste, Freddy? ¿Qué aspecto tenía, Freddy?
—¿Wendy? Or avor Wendy. Graham me odió. Ese mierda lo sabía. Graham me odió. Ese lerda
uso la mano sobre mí en la otografía como si
fuera su rotegido. ¿Wendy?
Un ruido como el de un desagüe.
La voz de un médico:
— Eso es. Déjeme acercarme. Salgan del camino. Ahora.
Eso era todo.
Graham estaba parado
junto a Lounds mientras Crawford escuchaba la grabación.
—Estamos buscando el auto con ese número de
placa —dijo el agente — . ¿Pudo
entender lo que decía?
—¿Quién es Wendy? —preguntó Crawford.
—Esa rubia pechugona que está en el pasillo. Ha
tratado de verlo. No sabe nada.
—¿Por qué no la dejan entrar? —preguntó Graham
que seguía junto a la cama de
espaldas a ellos.
—No quieren visitas.
—El hombre se está muriendo.
—¿Cree que no lo sé? ¿Qué carajo cree que he
estado haciendo desde las doce hasta
las seis? —disculpe, señorita.
—Descanse un par de
minutos —sugirió Crawford — . Vaya a tomar un café, lávese la cara. El no puede decir nada. Si llegara a hacerlo, tengo el grabador aquí al lado.
—De acuerdo. Me vendrá muy
bien.
Cuando el agente salió, Graham
dejó a Crawford junto al lecho del
enfermo y se acercó a la mujer que esperaba en el pasillo.
-¿Wendy?
— Así es.
—Si de veras cree que quiere
entrar allí, yo la acompañaré.
— Lo quiero. Tal vez sea mejor que me peine.
—No tiene importancia —respondió
Graham.
El agente no trató de hacerla
salir cuando volvió al cuarto.
Wendy, la de Wendy
City, sujetaba la chamuscada garra de Lounds y tenía sus ojos fijos en él. Lounds se estremeció ligeramente,
poco antes del mediodía.
—Todo va a andar bien, Roscoe —dijo
ella—. Vamos a darnos la gran vida.
Lounds se estremeció nuevamente
y murió.
XXIII
El capitán
Osborne, de la sección Homicidios de la policía de Chicago, tenía la cara gris y puntiaguda de un zorro de piedra. Por toda la comisaría se veían
ejemplares del Tattler. Había uno sobre su escritorio.
No les ofreció sentarse a Graham
y a Crawford.
—¿Tenían planeado algo con Lounds en Chicago?
—No, debía venir a Washington —respondió
Crawford—.
Había reservado un pasaje de avión. Estoy seguro que lo ha verificado.
—En efecto, así lo hice. Salió ayer de su
oficina a la una y media. Fue atacado
en el garaje de su departamento, posiblemente alrededor de las dos y diez.
—¿Encontraron algo en el garaje?
—Sus llaves fueron pateadas debajo de su auto.
No hay ningún encargado del
garaje. Tuvieron una puerta accionada por radio, pero cayó sobre un par de autos y la retiraron. Nadie lo presenció. Eso parece ser la cantilena actual. Estamos trabajando en su auto.
—¿Podríamos ayudarle?
—Les facilitaré los resultados cuando los tenga.
No ha dicho gran cosa, Graham.
Parecía mucho más comunicativo en el diario.
—Tampoco me he
enterado de muchas cosas al escucharlo a usted.
—¿Está enojado, capitán? —inquirió Crawford.
—¿Yo? ¿Y
por qué? Localizamos una llamada
telefónica a pedido de ustedes
y atrapamos un maldito periodista. Luego nos comunican que no presentarán
cargos en su contra. Hacen no sé qué clase de arreglo con él y aparece en primera plana de ese pasquín. Los otros diarios lo adoptan enseguida
como si fuera de ellos.
»Y ahora tenemos el
primer asesinato del Duende Dientudo aquí, en Chicago. Qué maravilla. «El Duende Dientudo en Chicago», fantástico. Antes de la medianoche
tendremos seis tiroteos por accidente en casas de familia, un tipo borracho que
trata de entrar
desapercibidamente en su casa, la mujer lo oye y bang. Tal vez al Duende Dientudo le agrade Chicago y decida quedarse y divertirse un rato.
— Podemos
hacer lo siguiente —anunció Crawford —. Armar
un gran alboroto, movilizar al jefe de policía y al fiscal federal, hacer correr a todo el mundo, incluidos usted y yo.
O podemos tranquilizarnos y tratar de
atrapar a ese degenerado. Esto fue ideado
por mí y fue a parar al tacho, lo sé.
¿ Le ha ocurrido alguna vez algo parecido en Chicago? No quiero pelear contra usted, capitán. Queremos agarrarlo y volver a
nuestras casas. ¿Qué es lo
que quiere usted?
—Por el momento una
taza de café. ¿Puedo ofrecerles una a ustedes también?
— Yo acepto —dijo Crawford.
—Y yo también —acotó Graham.
Osborne distribuyó
las tazas de papel. Acto seguido los invitó a sentarse.
— El
Duende Dientudo debía de tener un
furgón o una camioneta para poder trasladar
a Lounds en esa silla de ruedas —manifestó
Graham.
Osborne asintió.
—La placa que vio Lounds fue robada a un camión
de un servicio de
televisión en Oak Park. Robó una placa comercial, lo que indica que la quería para un camión o una
furgoneta.
Reemplazó la del camión
de TV con otra, también robada, para que no se dieran cuenta enseguida. Un muchacho muy astuto.
Hay algo que sabemos: robó la placa del camión de televisión poco después de las ocho y media de la mañana
de ayer. El mecánico de televisión
cargó nafta ayer a primera hora, y pagó con una tarjeta de crédito. El empleado copió el número correcto de la chapa en el recibo.
—¿Nadie vio ninguna clase de camión o furgón?
—preguntó
Crawford.
—Nada. El guardián
del Tattler no vio absolutamente
nada. A juzgar por lo que
ve podría ser arbitro de lucha libre. El primero en
acudir al Tattler fue el destacamento
de bomberos. Iban solamente a
apagar un incendio. Estamos interrogando a los que trabajan en el turno nocturno del Tattler y viven por allí y a los
barrios a que concurrió el técnico de la televisión el martes por la mañana. Esperamos que alguien lo haya visto
cambiar la chapa.
—Me gustaría ver nuevamente la silla —dijo
Graham.
—Está en nuestro laboratorio. Los llamaré de
parte de usted
— Osborne hizo una pausa — . Tienen que
reconocer que Lounds era un tipo corajudo.
Recordar el número de la placa y decirlo en el estado en que estaba. ¿Escucharon la grabación de lo que dijo en el hospital?
Graham asintió.
— No quiero ser pesado, pero quiero saber si
interpretamos la misma cosa. ¿Qué
entendió usted?
Graham repitió en tono
monótono:
—Duende
Dientudo. Graham me jodio. Ese mierda lo sabía. Graham me jodio. Ese mierda
apoyó la mano sobre mí en la fotografía
como si fuera su protegido.
Osborne no podía decir
qué sentía Graham al respecto. Hizo otra pregunta.
—¿Se refería a la foto suya y de él en el Tattler?
—No puede ser otra cosa.
—¿Por qué se le habrá ocurrido esa idea?
—Lounds y yo tuvimos algunos encontronazos.
—Pero en la fotografía usted parecía muy amistoso.
El Duende Dientudo mata
primero al animal favorito, ¿verdad?
—Eso es —«El zorro es bastante
rápido», pensó Graham. —Qué pena
que no lo utilizó como trampa. Graham no dijo nada.
— ¿ Lo que dijo tiene algún otro significado para
usted, algo que podamos utilizar?
Graham regresó de
nadie sabe dónde y tuvo que repetir mentalmente la pregunta de Osborne antes de contestarle.
—Por lo que dijo
Lounds sabemos que el Duende Dientudo leyó el Tattler untes de
atacarlo, ¿verdad?
—Así es.
—Si usted parte de la idea de que el Tattler lo incentivó ¿no le parece que realizó todo esto con gran premura?
El diario salió de la imprenta el
lunes por la noche, él aparece en Chicago robando las placas en algún momento del martes, posiblemente el martes por la mañana y ataca a Lounds
el martes por la tarde. ¿Qué le
sugiere eso?
—Que lo leyó con antelación o que no estaba muy
lejos —dijo Crawford —. O lo
leyó aquí, en Chicago, o en algún otro lugar el lunes por la noche. Recuerden que estaba atento para ver qué aparecía en los avisos personales.
—Estaba ya aquí o vino manejando de bastante
lejos —acotó Graham —. Atacó a
Lounds demasiado rápido con una vieja e inmensa silla de ruedas que no se puede transportar en un avión ya que ni siquiera es plegable. No voló aquí,
robó la furgoneta y las placas y salió en busca de una antigua silla de ruedas.
Ya debía de tener una, las nuevas
no servirían para su propósito.
— Graham estaba parado jugando
con el cordón de la persiana veneciana,
mirando la pared de ladrillos del otro lado del patio de aire y luz.— O tal vez ya tenía la silla y lo
había planeado con anticipación.
Osborne estuvo por
hacer una pregunta pero la expresión de Crawford le aconsejó esperar.
Graham hacía nudos en el
cordón. Sus manos temblaban.
— Lo imaginó desde antes —le apuntó Crawford.
—Es posible
—manifestó Graham — , pueden ver como... la idea surge con la silla de ruedas. La visión y la idea de la silla de ruedas mientras piensa en qué puede hacerles a
esos tipos molestos. Debe de
haber sido todo un espectáculo ver a Freddy rodando por la calle envuelto en llamas.
— ¿Cree usted que estaba observándolo?
—Quizá. Por cierto
que lo vio mentalmente antes de hacerlo, cuando pensaba en qué represalias tomar.
Osborne
observaba a Crawford. Crawford era sensato. Osborne sabía que era sensato y Crawford le seguía el juego.
—Si tenía una silla, o lo imaginó con
antelación... podríamos averiguar en los sanatorios particulares, o la
Administración de Veteranos —sugirió
Osborne.
—Era
perfecto para mantener
inmóvil a Freddy
—dijo Graham.
—Durante mucho tiempo. Desapareció quince horas
y veinticinco minutos,
aproximadamente —informó Osborne.
—Si sólo hubiera
querido liquidar a Freddy, podría haberlo hecho igual en
su garaje —prosiguió diciendo Graham — . Podía haberle prendido fuego dentro de su auto. Pero quería hablar con él y hacerle sufrir un rato.
— Lo hizo en la parte de atrás de su furgoneta o bien
lo llevó
a otra parte —manifestó Crawford
—. A juzgar por el tiempo transcurrido,
yo diría que lo llevó a otra parte.
—Debía de ser un lugar seguro. Bien arropado no
llamaría demasiado la
atención saliendo o entrando de una clínica —sugirió Osborne.
—No obstante está de por medio el ruido
—observó Crawford—. Y bastante
que limpiar. Supongamos que tiene la silla y acceso a la furgoneta y un lugar seguro donde llevarlo para poder trabajar con él. ¿Les suena eso como...
su casa?
Sonó el teléfono de Osborne y lo
atendió con un rugido.
— ¿Qué?...
No, no quiero hablar con el Tattler... Bueno,
pero mejor que no sea una cretinada. Déme con ella... Capitán Osborne, sí... ¿a qué hora? ¿Quién atendió inicialmente la llamada? ¿En el conmutador? Sáquela del conmutador,
por favor. Repítame una vez más lo
que dijo... Le enviaré un oficial
dentro de cinco minutos.
Osborne miró pensativamente el teléfono después de
colgar.
— La secretaria de Lounds recibió una llamada hace
cinco minutos —dijo — . Jura que era
la voz de Lounds. Decía algo que no
comprendió... «la fuerza del Gran Dragón Rojo». Eso es lo que le pareció oírle decir.
XXIV
El doctor Frederick Chilton
estaba parado en el corredor junto a la celda de Hannibal
Lecter. Lo acompañaban tres corpulentos
ayudantes. Uno tenía un chaleco de fuerza y ataduras para las piernas y el otro un recipiente con
Mace. El tercero introdujo un dardo tranquilizante en su rifle de aire
comprimido.
Lecter estaba
sentado frente a su mesa leyendo una tabla de estadísticas y tomando notas. Oyó los pasos que se acercaban. Escuchó el ruido del cerrojo del rifle muy
cerca, a espaldas de él, pero continuó
leyendo y no dejó entrever que sabía que Chilton estaba allí.
Chilton le había enviado los
diarios a mediodía y lo dejó esperar
hasta la noche para enterarse del castigo que recibiría por ayudar al Dragón.
— Doctor Lecter —dijo Chilton.
—Buenas tardes,
doctor Chilton —dijo Lecter dándose vuelta e ignorando la presencia de los guardias.
—He venido por sus libros. Todos sus libros.
—Entiendo. ¿Puedo saber cuánto tiempo piensa
confiscarlos?
—Depende de su comportamiento.
—¿Tomó usted esta decisión?
—Yo decido los castigos que se aplican aquí.
—Por supuesto. No es el tipo de cosa que
solicitaría Hill Graham.
—Póngase de espaldas contra la pared y
colóquese esto, doctor Lecter. No se
lo pediré dos veces.
—Por supuesto, doctor Chilton. Espero que sea
una treinta y nueve, las treinta
y siete ajustan demasiado el pecho.
El doctor
Lecter se colocó el chaleco
como si estuviera poniéndose
un smoking. Un ayudante pasó un brazo entre la red y se lo sujetó en la espalda.
—Ayúdenlo a acostarse en el
catre —dijo Chilton.
Chilton limpiaba sus anteojos y revolvía
los papeles personales de Lecter con un
bolígrafo mientras los enfermeros vaciaban las estanterías.
Lecter lo observaba
desde su rincón, sumido en la penumbra. Una curiosa gracia emanaba de su persona a pesar del chaleco y las correas.
— Debajo de la carpeta amarilla —dijo Lecter con voz
calma — , encontrarán una nota de
rechazo que envió el Archives. Me la trajeron por error junto con la correspondencia que
me envía el Archives y temo que la abrí sin fijarme a quién estaba dirigido el sobre. Lo siento.
Chilton se sonrojó.
Dirigiéndose a un ayudante le dijo:
— Será mejor que quiten el asiento del inodoro del
doctor Lecter.
Chilton echó una
mirada a la tabla de estadísticas. Lecter había escrito su edad arriba de todo: cuarenta y uno.
— ¿Y qué es lo que tiene aquí? —preguntó Chilton.
—Tiempo —respondió Lecter.
El jefe de sección
Brian Zeller tomó la caja del mensajero y las ruedas de la silla y se dirigió a Análisis Instrumental,
caminando a una velocidad que hacía silbar sus pantalones de gabardina.
El personal del
turno de día que no había podido retirarse todavía, conocía perfectamente bien el significado de ese sonido sibilante: Zeller estaba muy apurado.
Ya habían tenido
demasiadas demoras. El fatigado correo, cuyo vuelo de Chicago había sido atrasado por el tiempo y luego
desviado a Filadelfia, había alquilado un auto y se había dirigido al laboratorio del FBI en Washington.
El laboratorio del
departamento de policía de Chicago era muy eficiente, pero no estaba equipado para realizar ciertas investigaciones. Zeller se dispuso a
realizarlas ahora.
Dejó caer en el
espectrómetro las partículas de pintura de la puerta del auto de Lounds.
Beverly Katz, de la
sección Pelos y Fibras, recibió las ruedas para trabajar en ellas junto con otros de la sección.
La última parada de Zeller fue
en el pequeño y caliente cuarto en el que Liza Lake estaba inclinada sobre su cromatógrafo de gases. Estaba verificando las cenizas de un
incendio intencional en Florida, observando cómo la aguja trazaba una línea
irregular sobre el papel que
se deslizaba por el aparato.
— Líquido
para encendedores Ace —dijo — . Eso fue lo que utilizó para encender el fuego. —Había visto tantas muestras que podía
reconocer una marca sin tener que recurrir a los manuales.
Zeller apartó sus
ojos de Liza Lake y se reprochó severamente por sentir placer en esa oficina. Carraspeó y levantó las dos relucientes latas de pintura.
— ¿Chicago? —preguntó ella.
Zeller asintió.
La joven verificó el estado de las latas
y el cierre de las tapas. Una lata contenía
cenizas de la silla de ruedas; la otra, restos calcinados de Lounds.
— ¿Cuánto tiempo ha estado en las latas?
—Seis horas aproximadamente
—respondió Zeller.
— Lo revisaré.
Pinchó la tapa con
una gruesa jeringa, extrajo el aire que había estado en contacto con las cenizas, y lo inyectó directamente en el cromatógrafo para gases. Realizó unos pocos
ajustes. Mientras la muestra se movía
en la columna de presión de la máquina, la aguja zigzagueaba en el amplio papel cuadriculado.
— Sin plomo... —manifestó Liza Lake — . Es gasohol,
gasohol
sin plomo. No se ve mucho ese
combustible. —Revisó rápidamente las
páginas de un fichero con muestras de gráficos.— No puedo decirle qué marca es todavía. Permítame
analizarlo con pentano y luego le
avisaré.
—Bien — respondió
Zeller. El pentano disolvería los fluidos de las cenizas y luego se fraccionaría rápidamente en el cromatógrafo, dejando los fluidos para un análisis más
preciso.
Para la una del
mediodía Zeller tenía todo el material que fue posible obtener.
Liza Lake consiguió
averiguar el nombre del gasohol: Freddy Lounds había sido quemado con una
mezcla llamada «Servco Supreme».
Luego de cepillar
pacientemente las estrías de las llantas de las ruedas de la silla, aparecieron
dos tipos de fibra de alfombra: una de lana y otra
sintética. El moho en el polvo de las fibras indicaba que la silla había sido guardada en un lugar fresco y oscuro.
Los otros
resultados eran menos satisfactorios. Las partículas de pintura resultaron no
ser de una pintura original de fábrica. Luego de haber sido inyectadas en el espectrómetro y comparadas con los archivos de pintura de automóviles de industria nacional, se comprobó que era un esmalte Duco de
buena calidad, manufacturado en una
partida de setecientos mil litros, durante
el primer cuatrimestre de 1978 para ser vendido a varias firmas dedicadas a la pintura de autos.
Zeller esperaba
descubrir una marca de auto y la fecha aproximada de
fabricación.
Envió un telex a Chicago con
los resultados obtenidos.
El Departamento de
Policía de Chicago solicitaba la devolución de las ruedas. Resultó un incómodo envoltorio para el correo. Zeller le agregó a su cartera unos
informes del laboratorio, junto
con correspondencia y un paquete que había llegado dirigido a Graham.
— No soy el Experto
Federal —afirmó el mensajero cuando tuvo la
seguridad de que estaba fuera del alcance del oído de Zeller.
El Departamento de Justicia posee
varios pequeños departamentos cerca del
Tribunal del Séptimo Distrito de Chicago, para uso de los juristas y testigos especiales cuando sesiona el
tribunal. Graham se alojó en uno de ellos y Crawford en otro, del lado opuesto del pasillo.
Llegó a las
nueve de la noche, cansado y mojado. No había comido desde que desayunó en el avión que lo trajo de Washington y la idea de comer le repugnaba.
Por fin terminaba
ese lluvioso miércoles. Era uno de los peores días que recordaba.
Al haber sido
eliminado Lounds, era probable que la próxima víctima fuera él y Chester le había cuidado su espalda el día entero, mientras estuvo en el garaje de Lounds
y parado bajo la lluvia en el
pavimento chamuscado donde Lounds se quemó. Blancos haces de luz iluminaron su cara mientras le manifestaba a la prensa que «estaba profundamente apenado
por la pérdida de su amigo Freddy
Lounds».
Pensaba asistir al
funeral. Y también irían numerosos agentes federales y policiales con la esperanza de que el asesino fuera a ver llorar a Graham.
En ese
momento no sentía
nada que pudiera identificar, solamente una fría sensación de náusea y una ocasional oleada de angustiosa alegría por no haber sido él el que
murió quemado en lugar de Lounds.
A Graham le parecía
que no había aprendido nada en cuarenta años: solamente había conseguido cansarse.
Se preparó un gran
Martini y lo bebió mientras se
desvestía. Bebió otro después
de bañarse, mientras miraba el noticiero.
( — Una emboscada
del FBI para atrapar al Duende Dientudo fracasa y
muere un viejo periodista. Volveremos con más detalles en el Noticiero Testigo Ocular cuando finalice este programa.)
Antes de finalizar
la emisión, se referían al asesino como «El Dragón». El Tattler lo había
repartido a todas las agencias noticiosas.
Graham no se sorprendió. La edición del jueves se iba a vender muy bien.
Se preparó un tercer Martini y
llamó a Molly.
Molly había visto el noticiero de la
televisión de las seis y el de las diez y
había leído el Tattler. Sabía que
Graham había sido el cebo de una
trampa.
—Deberías habérmelo dicho, Will.
—Quizá. Pero no estoy seguro.
—¿Y ahora tratará de matarte a ti?
—Tarde o temprano.
Aunque ahora le resultará más difícil, ya que estoy de un lado para otro. Estoy protegido permanentemente, Molly, y él lo sabe. No me ocurrirá
nada.
— Me parece que tienes la lengua un poco trabada,
¿has hecho
alguna visita a tu amigo de la
nevera?
—Tomé un par de copas.
—¿Cómo te sientes?
—Bastante mal.
—El noticiero dijo que el periodista no contaba
con ninguna protección del
FBI.
—Se suponía que debía estar con Crawford cuando
el Duende Dientudo recibiera
el diario.
—En el noticiero ahora lo llaman el Dragón.
—Así es como se llama a sí mismo.
—Will, hay una cosa que...
quiero irme con Willy de aquí.
—¿Y adonde irías?
—A
la casa de
sus abuelos. Hace
mucho que no lo ven y estarían
encantados.
—Oh, um-hmmm.
Los abuelos
paternos de Willy tenían una propiedad en la costa de Oregón.
— Este
lugar es tétrico. Sé que se supone que es seguro, pero no logramos dormir muy bien. Tal vez la lección de
tiro me asustó, no lo sé.
— Lo siento, Molly. Ojalá pudiera decirte cuánto lo siento.
—Te extrañaré. Ambos te extrañaremos.
Por lo visto estaba decidida.
—¿Cuándo te irás?
—Por la mañana.
—¿Y qué pasará con la tienda?
—Evelyn
quiere hacerse cargo.
Yo haré el pedido de la mercadería
de otoño con los mayoristas, nada más que por el interés, y ella puede guardarse lo que gane.
—¿Y los perros?
—Le pedí que llamara a la municipalidad, Will.
Lo siento, pero tal vez alguien se
haga cargo de algunos.
—Molly, yo...
—Me quedaría aquí si así pudiera evitar que te ocurriera algo malo a ti. Pero tú no puedes salvar a nadie, Will,
y yo no te puedo ayudar. Mientras que si vamos allí, tú puedes
preocuparte sólo de cuidar de ti. No pienso
tener que cargar con esta maldita pistola
por el resto de mis días, Will.
—Tal vez puedas
hacer una escapada a Oakland y asistir a un partido de los A's. —No era eso lo que quería decirle. Dios mío, qué silencio tan largo.
—Bien, te llamaré
—dijo ella — , o más bien supongo que tendrás que llamarme tú allí.
Graham sintió que algo se
quebraba. Le faltaba el aire.
Permíteme que le pida a la
oficina que se ocupe de los arreglos
necesarios. ¿Has reservado ya pasaje?
—Pero no bajo mi nombre. Pensé que tal vez los
periodistas...
—Bien. Bien. Permíteme que mande a alguien para
que te acompañe hasta el avión. Así no tendrás
que subir por la puerta de los pasajeros y
bajarás en Washington sin problemas. ¿Puedo hacerlo? Déjame hacerlo. ¿A qué hora sale tu avión?
—Nueve y cuarenta. American 118.
—Muy bien, ocho y
media... detrás del Smithsonian. Hay un estacionamiento de autos. Deja el tuyo allí. Alguien te buscará. Escuchará su reloj, lo acercará a su oreja
cuando se baje del auto, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
—Oye, ¿cambias de avión en O'Hare? Podría ir...
—No. Cambio en Minneápolis.
—Oh, Molly. ¿Crees
que cuando todo termine puedo ir allí a buscarte?
—Sería muy agradable.
Muy agradable.
—¿Tienes dinero suficiente?
—El banco me va a girar algo.
-¿Qué?
—A Barclay, en el aeropuerto. No te preocupes.
—Te extrañaré.
— Yo
también, pero va a
ser igual que ahora.
La misma distancia por teléfono. Willy te manda decir hola.
— Saluda
a Willy de mi parte.
—Ten cuidado, querido.
Nunca lo había
llamado querido antes. No le importaba. No le importaban los nombres nuevos; querido. Dragón Rojo.
El oficial a cargo de la guardia
nocturna en Washington se alegró de poder
hacer los arreglos para Molly. Graham apoyó la cara contra la ventana fría y observó cómo caía la lluvia a torrentes sobre el tráfico allá abajo, y cómo
el resplandor de los relámpagos
coloreaba súbitamente la calle gris. Su cara dejó en el vidrio la marca de la frente, la nariz, los labios y el mentón.
Molly se había ido.
El día había
terminado y debía enfrentarse solamente a la noche y a esa voz sin labios que
lo acusaba.
La mujer de Lounds
le había sujetado la mano hasta que todo terminó.
«Hola, habla Valerie
Leeds. Siento no poder atender el teléfono en este momento...»
— Yo también lo siento —musitó Graham.
Llenó nuevamente su vaso y se
sentó a la mesa junto a la ventana, mirando
la silla vacía frente a él. Siguió mirando hasta que el espacio de la silla de enfrente adquirió la forma de un hombre, llena de manchas oscuras que se movían,
una presencia como una sombra sobre
el polvo en suspensión. Trató de que la imagen se detuviera, de ver una cara. Pero no se movía, no tenía
semblante y, sin embargo, a pesar de la falta de rasgos lo miraba con una atención palpable.
— Sé
que es duro
—dijo Graham. Estaba
completamente borracho—. Tienes que tratar de detenerte, esperar
hasta que te encontremos. Si debes hacer
algo, ¡qué joder!, ven por mí. No me importa.
Será mejor después. Ahora tienen unas cuantas cosas como para detenerte. Para que no sigas teniendo
tantas ganas de hacerlo. Ayúdame,
ayúdame un poco. Molly se ha ido, el viejo Freddy está muerto. Ahora quedamos tú y yo, compañero. --Se inclinó sobre la mesa con el brazo extendido para tocar y la presencia desapareció.
Graham apoyó la
cabeza sobre la mesa y la mejilla contra su brazo. Podía ver la marca de su frente, nariz, boca, y mentón en la ventana al iluminarla la luz de un
relámpago; una cara con gotas cayendo
sobre ella por el vidrio. Sin ojos. Una cara llena de lluvia.
Graham había tratado desesperadamente de
comprender al Dragón.
A veces, en el
silencio de las casas de sus víctimas, quebrado sólo por el ruido de su
respiración, el mismo espacio por el que había transitado el Dragón parecía querer hablarle.
A veces
Graham se sentía muy cerca. Una sensación que recordaba de otras investigaciones se había apoderado de él en los últimos días: la desagradable impresión de que
él y el Dragón estaban haciendo las mismas, cosas en diferentes momentos del día, que existía un paralelo entre los
detalles cotidianos de sus vidas. En algún lugar el Dragón
estaba comiendo, o bañándose, o durmiendo al
mismo tiempo que él lo hacía.
Graham se esforzó
mucho para conocerlo. Trató de verlo más allá del enceguecedor reflejo de diapositivas y frascos, debajo de las
líneas de los informes policiales, trató de ver su cara entre los renglones de los diarios. Trató con todas sus
fuerzas.
Pero para poder empezar
a comprender al Dragón, para escuchar el
frío goteo en su oscuridad, para observar al mundo a través de su roja bruma,
Graham tendría que ver cosas que nunca podría ver, y tendría que poder volara través del tiempo...
XXV
SPRINGFIELD, MISSOURI, 14 de junio de 1938
Manan Dolarhyde Trevane,
cansada y con dolores de parto se bajó del taxi al llegar al City Hospital. Una fina arenisca levantada por un viento cálido le castigó los
tobillos al subir la escalinata. La valija que llevaba era mejor que su vestido
suelto, así como también el elegante bolso de malla que apretaba contra su abultado vientre. Tenía dos monedas de
veinticinco centavos y una de
diez en la cartera. Y a Francis Dolarhyde en su vientre.
Le dijo al empleado
de recepción que se llamaba Betty Johnson, lo que no era cierto. Que su esposo era un músico y que no sabía dónde estaba, y eso era verdad.
La instalaron en
la sección de indigentes de la sala de maternidad. No miró a las pacientes que estaban a ambos lados de su cama. Miraba las plantas de los pies del otro
lado del pasillo.
Al cabo de cuatro
horas la llevaron a la sala de partos, donde nació Francis Dolarhyde. El
obstetra dijo que parecía «más un murciélago de nariz aplastada que un bebé»,
otra verdad. Nació con cortes
bilaterales en su labio superior y en la parte anterior y posterior del
paladar. La parte central de su boca no estaba sujeta y sobresalía. Su nariz
era chata.
Los médicos
decidieron no mostrárselo inmediatamente a su madre. Querían esperar hasta ver
si la criatura podía sobrevivir sin oxígeno. Lo colocaron en una cuna en la parte de atrás de la sala de lactantes, como para que no pudiera ser
visto desde la vidriera.
Respiraba, pero no podía alimentarse. Le era imposible succionar con ese paladar partido.
Su llanto durante
el primer día no fue tan continuo como el de un bebé adicto a la heroína, pero igualmente penetrante.
En la mañana del segundo día todo lo que
podía exteriorizar era un débil gemido.
A las tres de la
tarde, cuando cambió el turno, una gran sombra cayó sobre su cuna. Prince
Easter Mize, encargada de la limpieza y ayudante de la sala de lactantes, con
casi cien kilos de peso, se paró a mirarlo, con los brazos
cruzados sobre su pecho. En los veintiséis
años que había trabajado en esa sala había visto alrededor de treinta y nueve mil bebés. Este viviría si lograba alimentarse.
Prince Easter
no había recibido ninguna orden del Señor respecto de dejar morir a esta criatura. Y dudaba que el hospital hubiera recibido alguna. Sacó de su bolsillo
un tapón de goma del que salía
una pajita curva de vidrio para beber. Colocó el tapón en un frasco con leche. En una de sus grandes
manazas sostenía al bebé y
apoyaba sobre ella su cabeza. Lo recostó contra su pecho hasta saber que había escuchado los latidos de
su corazón. Luego, con un
rápido movimiento le dio la vuelta y le introdujo el tubo en la garganta. Tomó alrededor de sesenta gramos y se quedó dormido.
— Um-Hum
—dijo depositándolo nuevamente en la cuna y reanudando sus tareas de limpieza.
Al cuarto día las enfermeras trasladaron
a Manan Dolarhyde Trevane a una habitación
privada. En el lavabo había una jarra enlozada con un ramo de flores
dejado por el ocupante anterior. Se mantenían
bastante bien.
Marian era una
joven bonita y su cara había empezado ya a deshincharse. Miró al médico cuando comenzó a hablarle con la mano apoyada sobre su hombro. Aspiraba el
penetrante olor a jabón de su mano
y pensaba en las arrugas que tenía alrededor de los ojos hasta que cayó en cuenta de lo que le estaba diciendo. Cerró entonces los suyos y no los abrió cuando trajeron al bebé.
Finalmente lo
miró. Cerraron la puerta cuando gritó. Y enseguida le aplicaron una inyección.
Al quinto día abandonó sola el hospital.
No sabía dónde ir. Nunca más podría volver
a su casa; su madre se lo había dicho claramente.
Manan Dolarhyde
Trevane contó los pasos entre los faroles de luz. Cada tres faroles se sentaba sobre la valija para descansar. Por lo menos tenía la valija. En todas las
ciudades había una casa de empeño
cerca de la estación de ómnibus. Lo había aprendido viajando con su esposo.
En 1938 Springfield
no era un centro de cirugía plástica. En Springfield uno tenía la cara con la que había nacido.
Un cirujano del
hospital municipal hizo todo lo que estaba dentro de sus posibilidades por Francis Dolarhyde, contrayendo en primer lugar la sección frontal de su boca
con una banda elástica, luego
cerrando las aberturas de su labio por medio de una técnica de superposición rectangular, hoy en día totalmente anticuada. El resultado de los cosméticos no
fue satisfactorio.
El cirujano se había
tomado el trabajo de buscar información sobre ese problema y decidió, acertadamente, que debía esperarse
hasta que el niño tuviera cinco años para arreglarle el paladar. Una operación prematura podría distorsionar el
desarrollo de su cara.
Un dentista local se
ofreció para fabricar un obturador que cerrara el paladar del bebé, permitiéndole alimentarse sin que la comida pasara a la nariz.
El niño fue enviado
al Hogar de Huérfanos de Springfield durante un año y medio y luego al Orfanato Morgan Lee Memorial.
El reverendo S.B. «Buddy » Lomax era el
director del orfanato. El hermano Buddy
convocó a los demás niños y niñas y les dijo que Francis tenía labio leporino pero que debían cuidarse muy bien de llamarlo alguna vez así.
El hermano Buddy les sugirió
que rezaran por él.
La madre de Francis Dolarhyde aprendió a
ganarse la vida durante los años siguientes
al nacimiento de su hijo.
Marian Dolarhyde
encontró primero un trabajo como dactilógrafa de un jefe de circunscripción
del partido demócrata de St. Louis. Con
su ayuda consiguió la anulación de su casamiento con el ausente Trevane.
En los autos de
anulación no se mencionaba para nada la existencia de un niño.
No tenía ninguna
relación con su madre. («No te crié para que te acostaras con ese irlandés vagabundo», fueron las palabras con las que la señora Dolarhyde se despidió de
Marian cuando ésta abandonó su
hogar con Trevane.)
El ex marido de
Marian la llamó una vez a su trabajo. Sobrio y piadoso, le dijo que lo habían salvado y quería saber si él, Marian y el niño que «nunca tuvo la dicha de
conocer» podrían empezar una nueva
vida juntos. Daba la impresión de estar sin un peso.
Manan le dijo que
el niño había nacido muerto y cortó la comunicación.
Se presentó
totalmente borracho y con una valija en la pensión de Marian. Cuando ella le dijo que no quería
saber nada de él, Trevane le hizo
notar que el matrimonio había fracasado por culpa de ella y que era la
responsable de que el niño hubiera nacido muerto. Manifestó tener dudas de que se hubiese tratado de un hijo suyo.
En un arranque de
ira Marian Dolarhyde le dijo a Michael Trevane exactamente qué clase de hijo había tenido, agregando que podía reclamarlo cuando quisiera. Le hizo
recordar que en la familia Trevane
había dos casos de paladar partido.
Lo echó a la calle,
recomendándole que jamás volviera a llamarla. El no lo hizo. Pero años después, borracho y meditando sobre el nuevo y rico marido de Marian y la
buena vida que se daban, llamó a la
madre de Marian.
Le contó a la
señora Dolarhyde que tenía un nieto deforme y le dijo que sus dientes de conejo eran la prueba de que esa tara hereditaria se remontaba a los Dolarhyde.
Una semana después,
un tranvía de Kansas City cortaba en dos a Michael Trevane.
La señora Dolarhyde
no pudo dormir en toda la noche cuando Michael Trevane le dijo que Marian tenía un hijo oculto. Se quedó sentada en la silla hamaca contemplando
el fuego de la chimenea. Al
despuntar el alba empezó a mecerse lenta y deliberadamente.
En el piso de arriba de la gran casa una
voz cascada llamó entre sueños. El piso del
cuarto ubicado justo arriba de donde estaba sentada la señora Dolarhyde crujió al arrastrarse alguien hacia el baño.
Oyó un fuerte golpe
en el techo —como si alguien hubiera caído— y la voz cascada gimió de dolor.
La señora Dolarhyde
no apartó en ningún momento su vista del fuego. Se hamacó más rápidamente y al cabo de un rato los gemidos cesaron.
Próximo ya a
cumplir seis años, Francis
Dolarhyde recibió su primera y
única visita en el orfanato.
Estaba sentado en
la cafetería cuando un muchacho más grande vino a buscarlo, sacándolo de ese ambiente sofocante para conducirlo a la oficina del Hermano Buddy.
La señora que
estaba esperando allí, era alta y de edad madura, muy empolvada y con el pelo sujeto en un
apretado rodete. Su cara era
increíblemente pálida. Tenía unas manchas amarillentas en su pelo gris, en los ojos y en sus dientes.
Lo que le llamó la
atención a Francis, lo que siempre recordaría, fue que sonrió complacida al ver su cara. Eso jamás le había pasado. Y nadie volvería a hacerlo.
—Esta es tu abuela —le dijo el Hermano Buddy.
—Hola —dijo ella.
El Hermano Buddy se secó la
boca con una gran manaza.
—Vamos, di «hola».
Francis había aprendido a decir algunas
cosas con mucho esfuerzo pero no había tenido muchas oportunidades de decir «hola».
—Llha —fue lo mejor que pudo vocalizar.
Su abuela pareció más contenta
aún con él.
—¿Puedes decir «abuela»?
—Trata de decir «abuela» —insistió el Hermano Buddy.
Por más que se esforzó le resultó imposible
y se puso a llorar. Una avispa
colorada zumbaba revoloteando contra el techo.
— No importa —dijo su abuela — . Apuesto a que
sabes decir tu
nombre. Un chico grande como tú tiene
que saber decir cómo se
llama. Hazme el favor de decirlo.
La cara del niño
se iluminó. Los chicos mayores le habían ayudado a decirlo. Quería darle el gusto. Hizo un esfuerzo.
— Cara de culo —respondió.
Tres días después
la señora Dolarhyde buscaba a Francis en el orfanato para llevárselo a vivir con ella. Comenzó enseguida a ayudarlo a hablar. Se concentraron en una
única palabra. Mamá.
Al cabo de dos anos de la anulación,
Manan Dolarhyde conoció y se casó con Howard
Vogt, un exitoso abogado relacionado
sólidamente con el partido de St. Louis y lo que quedaba del viejo Pendergast en Kansas.
Vogt era un viudo con tres
niños chicos, un hombre agradable y ambicioso, quince años mayor que Marian Dolarhyde. Lo único que detestaba en el mundo era el Post Dispatch, de St. Louis, que había sacado sus trapitos al sol durante
el escándalo del registro de
votantes en 1936 y arruinado el intento del partido en 1940, por apoderarse de la gobernación.
Pero en 1943 la
estrella de Vogt estaba surgiendo nuevamente. Era candidato para la legislatura
estatal y se le mencionaba como posible delegado para la próxima convención constitucional.
Marian era una
atractiva y hábil dueña de casa y Vogt le compró una bonita mansión con revestimiento de madera en la calle Olive, especial para recibir a mucha
gente.
Francis Dolarhyde
había vivido una semana con su abuela cuando lo llevó allí.
La señora Dolarhyde no había visto nunca
la casa de su hija. La mucama que le abrió
la puerta no la conocía.
—Soy la señora
Dolarhyde —dijo haciendo a un lado a la sirvienta. La enagua asomaba como diez
centímetros por debajo de la parte de atrás de su vestido. Hizo pasar a Francis
a un gran living en cuya
chimenea ardía un fuego acogedor.
—¿Quién es, Viola?
—inquirió desde el piso de arriba una voz femenina.
La señora
Dolarhyde cubrió la cara de Francis con su mano. El chico aspiró el olor a
cuero de su guante. Y enseguida le susurró:
—Ve a ver a tu madre, Francis.
Ve a ver a tu madre. ¡Corre!
El niño se acobardó y trató de
retroceder.
—Ve a ver a tu
madre. ¡Corre! —Lo tomó de los hombros y lo condujo hasta la escalera. Subió
trotando hasta el rellano y se dio vuelta para mirarla. Ella lo alentó con un gesto del mentón.
Llegó hasta
ese desconocido pasillo y a la puerta abierta del dormitorio.
Su madre estaba sentada frente a la mesa
del tocador, verificando su maquillaje en un espejo rodeado de luces. Se
preparaba para una reunión política y no era
aconsejable un exceso de rouge. Estaba
de espaldas a la puerta.
—Ahá —musitó
Francis, tal como le habían enseñado. Trató con toda su alma de decirlo bien. —Ahá.
Entonces ella lo vio en el
espejo.
—Si buscas a Ned, todavía no ha
vuelto del...
—Ahá —repitió acercándose a la
despiadada luz.
Marian oyó la voz
de su madre abajo pidiendo té. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y permaneció sentada inmóvil. No se dio vuelta. Apagó las luces del espejo y su
imagen desapareció de él. En la
oscuridad del cuarto dejó escapar un bajo y único gemido que terminó en un sollozo. Podría haber
sido por ella, o quizá por el niño.
Después de esa visita, la
señora Dolarhyde llevó a Francis a todos los mítines políticos y explicaba quién era y de dónde venía. Le hacía decir «hola» a todo el mundo.
Pero no ensayaron el «hola» en su
casa.
El señor Vogt perdió la elección
por mil ochocientos votos.
XXVI
El nuevo mundo que
descubrió Francis Dolarhyde en casa de su
abuela era una jungla de piernas con venas azuladas.
Hacía tres años
que la señora Dolarhyde estaba a cargo de su hogar de ancianos cuando Francis
fue a vivir con ella. El dinero había
constituido un problema desde que murió su marido en 1936; había sido educada como una dama y no poseía habilidades redituables.
Todo lo que tenía era una casa
grande y las deudas de su marido.
Convertirla en una pensión era imposible. El lugar estaba demasiado aislado para poder conseguir
muchos pensionistas. La
amenazaron con desalojarla.
La señora
Dolarhyde sintió que Dios la tomaba de la mano al leer en el diario el anuncio del casamiento de Marian con el influyente señor Howard Vogt. Escribió varias
veces a su hija solicitándole ayuda, pero nunca recibió contestación.
Cada vez que la llamaba por teléfono la
mucama le decía que la señora Vogt había salido.
Finalmente, y con
gran amargura, la señora Dolarhyde hizo un arreglo con el
condado y comenzó a recibir personas mayores indigentes.
El gobierno le pagaba una suma por cada pensionista y de tanto en tanto una remuneración, cuando
conseguían localizar algún pariente.
Fue muy duro hasta que empezó a
recibir algunos pacientes particulares provenientes de familias de la
clase media.
No contó con
ninguna clase de ayuda de parte de Marian durante todo ese tiempo, aunque Marian podría haberla ayudado bastante.
Francis Dolarhyde
jugaba en ese
momento en el
suelo, rodeado por ese bosque de piernas. Jugaba a los
autitos con las piezas del Mah-Jongg de su abuela, empujándolas entre pies retorcidos como raíces nudosas.
La señora Dolarhyde
conseguía que sus huéspedes lucieran limpios guardapolvos, pero le resultaba imposible convencerlos de que no debían quitarse los zapatos.
Los viejos pasaban el día entero
sentados en el living escuchando la radio.
La señora Dolarhyde había instalado un pequeño acuario para que se
entretuvieran mirándolo y un benefactor particular contribuyó para poder cubrir
el piso de parquet con linóleo
solucionando las molestias de la inevitable incontinencia.
Se sentaban uno al
lado del otro en los sofás y sillas de ruedas y escuchaban la radio fijando sus ojos desteñidos en los peces, o en nada, o en algo que habían visto muchos
años atrás.
Francis recordaría
siempre el ruido de pies que se arrastraban por el linóleo entre los zumbidos de los días calurosos y el olor a guiso de tomates y repollo proveniente de la
cocina, y el olor de esos viejos semejante al de carne secándose al sol y la
sempiterna radio.
Blancura de Rinso, brillo de Rinso, Alegre canción del día de
lavado.
Francis pasaba el
mayor tiempo posible en la cocina, porque su amiga estaba allí. Queen Mother Bailey, la cocinera, se había criado al servicio de la familia del abuelo
Dolarhyde. A veces le traía a Francis
una ciruela en el bolsillo de su delantal y lo llamaba: «Pichón de comadreja, siempre soñando». La cocina era
abrigada y segura. Pero Queen Mother Bailey regresaba a su casa por las noches...
Diciembre, 1943
Francis Dolarhyde,
que tenía entonces cinco años, estaba acostado en su
dormitorio del primer piso en casa de su abuela. El cuarto estaba totalmente a oscuras pues estaban corridas las cortinas negras contra los bombardeos de los
japoneses. No podía decir «japonés».
Tenía necesidad de orinar. Pero le daba miedo levantarse a oscuras.
Llamó a su abuela que dormía en
el piso de abajo.
—Aela. Aela. —Parecía un cabrito
balando. Llamó hasta el cansancio.— O aor,
Aela.
Y entonces se le escapó, corriendo caliente entre sus
piernas y bajo el trasero y
luego frío, pegoteándole el camisón al cuerpo. No sabía qué hacer. Inspiró hondo y se dio vuelta hacia la puerta. No pasó nada. Apoyó un pie en el piso. Se paró
en la oscuridad, el camisón
adherido a sus piernas, el rostro arrebatado. Corrió hacia la puerta. La manija le golpeó en la ceja y cayó sentado sobre la ropa empapada, se levantó de un salto y se
lanzó escaleras abajo, deslizando los
dedos sobre la baranda. Hacia el cuarto de su abuela. Pasando por encima
de ella en la oscuridad, metiéndose bajo las
cobijas, calentándose contra su cuerpo.
Su abuela se movió,
se estiró, la espalda rígida contra su mejilla y con voz sibilante dijo:
—Jamásh he
vishto... —Un golpeteo en la mesa de luz hasta que encontró los dientes postizos y un chasquido cuando se los colocó.— Jamás he visto un chico tan
desagradable y sucio como tú. Sal de aquí, bájate de esta cama.
Encendió la lámpara
de la mesa de noche. El niño estaba parado sobre la alfombra temblando. Ella pasó el dedo pulgar sobre su ceja y lo retiró manchado de sangre.
— ¿Rompiste algo?
Francis sacudió tan
rápido la cabeza, que unas gotitas de sangre salpicaron el camisón de su abuela.
—Arriba. Rápido.
La oscuridad
cayó sobre él mientras subía la escalera. No podía encender la luz porque su abuela había cortado los cables bien alto, como para que sólo ella pudiera
alcanzarlos. No quería volver a
meterse en la cama mojada. Se quedó un buen rato parado en el cuarto oscuro, agarrado a los pies de la cama. Pensó que su abuela no subiría nunca. Los oscuros rincones de su dormitorio sabían que no subiría.
Pero por fin apareció, llevando un
montón de sábanas bajo el brazo y oprimió
la perilla de la luz del techo que colgaba de un cable corto. No le dirigió la palabra mientras cambiaba la ropa de cama.
Lo agarró del brazo
y lo empujó por el pasillo hacia el baño. La luz estaba sobre el espejo y tuvo
que pararse en puntas de pie para alcanzarla. Le dio un guante de toalla, mojado y frío.
—Quítate el camisón y límpiate.
Sintió el olor a
tela adhesiva y vio el brillo de las tijeras de costurero. Cortó un trozo de
tela adhesiva, lo hizo pararse sobre la tapa del inodoro y le cubrió el corte de la ceja.
—Muy bien
—dijo su abuela. Francis sintió el frío de la tijera que había apoyado contra su bajo vientre.
—Mira —le ordenó.
Agarrándolo por la nuca, le hizo agachar la cabeza hasta que vio su pequeño pene sobre la hoja inferior de la tijera abierta. La abuela comenzó a cerrar la tijera hasta que sintió un pinchazo.
—¿Quieres que te lo corte?
Trató de mirarla
pero lo tenía sujeto por la cabeza. Sollozó y la saliva cayó sobre su estómago.
— ¿Quieres que te lo corte?
—No, Aela. No, Aela.
—Palabra de honor
que te lo cortaré si vuelves a mojar la cama. ¿Comprendes?
—Sí, Aela.
—Puedes llegar al
baño sin encender la luz y sentarte como un niño bueno. No debes pararte. Ahora vuelve a la cama.
A las dos de
la mañana se levantó viento, trayendo una cálida ráfaga del sudeste, que hizo sacudirse a las ramas de los manzanos secos y susurrar a las hojas de los
manzanos verdes. La lluvia arrastrada por el viento
azotó el costado de la casa en la que Francis
Dolarhyde, de cuarenta y dos años de edad, dormía plácidamente.
Estaba acostado de
lado, con el pulgar en la boca, su pelo húmedo pegoteado a la frente y el cuello.
De repente se
despertó. Escuchó el ruido de su respiración en la oscuridad y el débil sonido del parpadeo de sus ojos. Sus dedos tenían un leve olor a nafta. Su vejiga estaba
llena.
Tanteó la mesa de
luz hasta encontrar el vaso en que estaban sus dientes.
Dolarhyde se coloca siempre los dientes
antes de levantarse. Se dirigió entonces al
baño. No encendió la luz. Encontró el inodoro en la oscuridad y se sentó como
un niño bueno.
XXVII
El cambio de la señora Dolarhyde se hizo evidente por primera vez durante el invierno de 1947, cuando Francis tenía ocho años.
Suspendió las comidas que compartía con Francis en su dormitorio. Ambos se trasladaron a la mesa general del comedor, la que presidía frente a sus ancianos huéspedes.
La señora Dolarhyde, que había sido entrenada de niña para convertirse en una deliciosa ama de casa, sacó de un ropero y lustró la campanita de plata y la colocó junto a su plato.
Organizar una comida, escalonando los platos que se sirven, dirigiendo la conversación, desviando las trivialidades hacia temas interesantes, poniendo de relieve las mejores facetas de los más capaces y atrayendo la atención de los otros comensales, es un arte difícil que lamentablemente hoy está en franca decadencia.
La señora Dolarhyde había sido muy buena para ello en su momento. Sus esfuerzos en esa mesa animaron al principio las comidas de los dos o tres huéspedes capaces de mantener una conversación corrida.
Francis ocupaba el lugar del dueño de casa, en el otro extremo de esa avenida de cabezas que se sacudían, mientras su abuela sacaba a la luz recuerdos de aquéllos que podían recordar. Demostró marcado interés por el viaje de luna de miel a Kansas City de la señora Flodder, repasó varias veces la epidemia de fiebre amarilla con el señor Eaton y escuchó atentamente los vagos e ininteligibles sonidos de los demás.
— ¿No te parece interesante, Francis? —preguntaba mientras hacía sonar la campanita para que sirvieran otro plato. La comida consistía en una variedad de legumbres y papillas de carne, pero la dividía en varios platos, dificultando sobremanera el trabajo en la cocina.
Jamás se mencionaban los accidentes que ocurrían en la mesa. Un toque de campana y un gesto en la mitad de una frase, eran suficientes para solucionar el problema de los que habían derramado comida, o se habían dormido u olvidado qué estaban haciendo en la mesa. La señora Dolarhyde mantuvo siempre un personal tan numeroso como sus finanzas le permitían pagar.
A medida que su salud declinó, perdió peso y pudo usar vestidos que habían estado guardados muchos años. Algunos eran realmente elegantes. Sus rasgos y su peinado le brindaban cierto parecido con la imagen de George Washington reproducida en los billetes de un dólar.
Sus modales se deterioraron un poco al llegar la primavera. Presidía la mesa sin permitir que nadie la interrumpiera cuando contaba episodios de su juventud en St. Charles, inclusive algunos detalles personales para inspirar e instruir a Francis y los demás.
Es verdad que la señora Dolarhyde había sido una niña con mucho éxito durante la temporada de 1907 en St. Charles y fue invitada a los mejores bailes del otro lado del río, en St. Louis.
Había una lección especial en esto para todos, manifestó, mirando fijamente a Francis que cruzó las piernas debajo de la mesa.
—Yo salí en sociedad en una época en que la medicina no tenía muchos recursos para combatir las pequeñas fallas de la naturaleza —manifestó—. Tenía una piel y un pelo preciosos y saqué el mayor partido posible de ellos. Superé mis dientes con mi fuerte personalidad y vivo ingenio, a tal punto, que se convirtieron en mi «rasgo atractivo». Creo que inclusive podrían llamarlos mi «rasgo encantador». No los habría cambiado por nada del mundo.
Desconfiaba de los médicos, explicó finalmente, pero cuando resultó evidente que su problema con las encías entrañaría la pérdida de sus dientes, buscó uno de los más famosos dentistas del Medio Oeste, el doctor Félix Bertl, un suizo. «Los dientes suizos del doctor Bertl eran muy conocidos entre cierta clase de gente», dijo la señora Dolarhyde, «y además tenía una gran experiencia».
Cantantes de ópera temerosos de que nuevas formas en sus bocas modificaran su voz, actores y otras personas de actuación pública, venían inclusive desde San Francisco para consultarlo.
El doctor Bertl podía reproducir exactamente los dientes naturales de un paciente y había experimentado con varios materiales y sus efectos en la resonancia.
Cuando el doctor Bertl terminó la prótesis, sus dientes parecían exactamente los mismos de antes. Los dominó gracias a su fuerte personalidad y no perdió un ápice de su peculiar encanto, manifestó con una erizada sonrisa.
Si toda esa perorata encerraba una lección especial, para Francis pasó desapercibida y sólo la apreció años después; no se le haría ninguna clase de cirugía hasta que él estuviera en condiciones de pagarla de su propio bolsillo.
Francis lograba resistir esas comidas porque había algo que le interesaba después.
El marido de Queen Mother Bailey venía a buscarla todas las tardes en un carro que utilizaba para transportar leña, lirado por dos muías. Si su abuela estaba ocupada con sus huéspedes, Francis se subía al carro con ellos y los acompañaba por el camino de entrada hasta llegar a la ruta.
Esperaba ansioso durante el día entero el momento del paseo vespertino, para poder sentarse jumo a Queen Mother, cuyo alto, delgado y silencioso esposo era casi invisible en la oscuridad y escuchar el ruido que hacían las llantas de goma de la carreta sobre la grava del camino, mezclado al tintinear de las cabezadas. Dos muías marrones, a veces cubiertas de barro, con las crines cortadas como un cepillo, sacudiendo las colas sobre sus ancas. El olor a sudor y a tela de algodón hervida, a tabaco y arneses sobados. Cuando el señor Bailey había estado trabajando limpiando un campo, había a veces olor a fogata y otras, cuando llevaba su escopeta a terrenos nuevos, veía un par de conejos o ardillas tirados en la parte de atrás del carro, con las patas estiradas como si estuvieran corriendo.
No conversaban durante el recorrido. El señor Bailey se dirigía solamente a las muías. El movimiento del carromato sacudía alegremente al muchacho contra los Bailey. Al llegar al final del camino se bajaba, les prometía regresar directamente a la casa y se quedaba mirando alejarse el farol de la carreta. Podía oírlos hablar mientras avanzaban por la ruta. A veces Queen Mother hacía reír a su marido y ella compartía también su risa. Era tan agradable escucharlos, parado en medio de la oscuridad, sabiendo que no se reían de él.
Pero más adelante cambiaría de opinión al respecto...
La ocasional compañera de juegos de Francis Dolarhyde era la hija de un colono que vivía en una chacra vecina. La señora Dolarhyde le permitía venir a jugar porque le divertía vestir de vez en cuando a la niña con los vestidos que Marian había usado en su infancia.
Era una pelirroja desaliñada que casi siempre estaba demasiado cansada para jugar.
Una calurosa tarde de junio, aburrida de buscar escarabajos con una pajita en el gallinero, le pidió a Francis que le mostrara sus panes íntimas.
Accedió a su pedido en un rincón entre la casa del gallinero y un cerco que los ocultaba de las ventanas de la planta baja de la casa. Ella se lo retribuyó mostrándole las propias, bajándose su raída ropa interior hasta los tobillos. Cuando Francis se agachó para mirar, un pollo sin cabeza se precipitó al rincón, sacudiendo la tierra con sus alas mientras caía sobre su dorso. La niña, enredada en su ropa, dio un respingo hacia atrás al sentir la salpicadura de la sangre contra sus piernas y pies.
Francis se incorporó de un salto, sin tener tiempo de subirse los pantalones, justo cuando Queen Mother aparecía en busca del animal, sorprendiéndolos.
—Oye, muchacho —dijo tranquilamente—, tú querías ver cómo era el asunto, pues ahora que lo has visto busca algo distinto que hacer. Ocúpense con cosas de chicos y no se quiten la ropa. Ayúdame tú y tu amiguita a agarrar ese pollo. —La turbación de los niños pasó tan rápidamente como el pollo que se escapaba. Pero la señora Dolarhyde los observaba desde la ventana del primer piso...
La señora Dolarhyde esperó hasta que Queen Mother entró a la casa. Los chicos se dirigieron entonces a la casa del gallinero. La señora Dolarhyde esperó cinco minutos y se acercó a ellos silenciosamente. Abrió la puerta de golpe y los encontró juntando plumas para hacerse un tocado.
Envió a la chica de regreso a su casa y condujo a Francis adentro de la suya.
Le dijo que lo mandaría nuevamente al orfanato del Hermano Buddy después de haberlo castigado.
— Sube a tu cuarto. Quítate los pantalones y espérame allí hasta que encuentre mis tijeras.
Esperó horas en el cuarto, acostado en la cama sin los pantalones, agarrando fuertemente la colcha y esperando las tijeras. Esperó hasta oír el ruido de la comida que se servía en la planta baja y escuchar el crujido del carro de leña y el resoplido de las muías cuando el mando de Queen Mother vino a buscarla.
Se durmió recién al amanecer y varias veces se despertó sobresaltado esperando verla aparecer.
Pero su abuela nunca llegó. Tal vez lo había olvidado.
Esperó durante la rutina diaria de los días subsiguientes, recordando varias veces en el transcurso de las horas con un terror que le hacía helar la sangre. Jamás dejaría de esperar.
Esquivó a Queen Mother Bailey, no quiso hablar más con ella y se negó a decirle por qué: creía, equivocadamente, que ella le había contado a su abuela lo que había visto en el gallinero. Se convenció entonces de que él era el motivo de las risas que había oído mientras contemplaba alejarse la luz del farol a lo largo del camino. Evidentemente, no podía confiar en nadie.
Era difícil permanecer acostado quieto y dormir cuando allí estaba para alimentar sus pensamientos. Era difícil permanecer acostado quieto en esa luminosa noche.
Francis sabía que su abuela tenía razón. La había herido mucho. La había hecho sentir vergüenza. Todo el mundo debía haberse enterado de lo que había hecho, hasta en St. Charles debían saberlo. No estaba enojado con su abuela. Sabía que la quería mucho. Quería actuar correctamente.
Imaginó que entraban ladrones a la casa y que él protegía a su abuela y que ella se retractaba de lo dicho anteriormente.
— Después de todo no eres un hijo del Demonio, Francis. Eres mi niño bueno.
Imaginó que entraba un ladrón. Se metía en la casa decidido a mostrarle a su abuela sus partes íntimas.
¿Cómo podría protegerla Francis? Era muy pequeño para pelear contra un ladrón.
Reflexionó sobre el asunto. En la despensa estaba el hacha de Queen Mother. La limpiaba con un diario después de matar un pollo. Se ocuparía del hacha. Era su responsabilidad. Lucharía contra su miedo a la oscuridad. Si realmente quería a su abuela, él debería ser al que temieran en la oscuridad. A lo que el ladrón debía realmente temer.
Bajó silenciosamente a la planta baja y encontró el hacha colgando del clavo. Tenía un olor extraño, parecido al de la pileta donde ahogaban a los pollos. Estaba afilada y su peso inspiraba confianza.
Agarró el hacha y se dirigió al cuarto de su abuela para asegurarse de que no había ningún ladrón.
La señora Dolarhyde dormía. Estaba muy oscuro, pero él sabía exactamente en qué parte estaba. Si hubiera un ladrón lo oiría respirar igual que oía la respiración de su abuela. Sabría dónde estaba su cuello tan bien como sabía dónde estaba el de su abuela. Justo debajo de donde se oía la respiración.
Si hubiera un ladrón él se acercaría silenciosamente como lo estaba haciendo ahora. Levantaría el hacha con ambas manos sobre su cabeza de esa forma.
Francis tropezó con la pantufla de su abuela que estaba al lado de la cama. El hacha se balanceó en la oscuridad y golpeó contra la pantalla metálica de la lámpara de su mesa de luz.
La señora Dolarhyde se dio vuelta hacia un costado y su boca emitió un ruido húmedo. Francis permaneció inmóvil. Le temblaban los brazos por el esfuerzo que hacía al sujetar el hacha. Su abuela empezó a roncar.
El amor que embargaba a Francis estuvo a punto de estallar. Salió silenciosamente de la habitación. Sentía unas ansias frenéticas por estar listo para protegerla. Debía hacer algo. No tenía ya miedo de la oscuridad de la casa pero la sensación lo asfixiaba.
Salió por la puerta de atrás y se paró con el rostro vuelto hacia el cielo contemplando esa noche radiante; jadeando como si pudiera respirar la luz. El pequeño disco de la luna apareció distorsionado en el blanco de sus ojos que miraban hacia arriba, redondeado al bajarlos, y centrado finalmente en sus pupilas.
El Amor que lo había invadido crecía sofocándolo y no podía liberarlo. Caminó en dirección al gallinero, con paso rápido, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, el hacha golpeando helada contra su pierna, corriendo antes de estallar...
Francis, junto a la bomba de agua del gallinero, no había sentido nunca una sensación tan dulce de paz. Tanteó cuidadosamente sus dimensiones y descubrió que la paz era infinita y que lo rodeaba por completo.
Lo que su abuela consideradamente no le había cortado estaba todavía allí como si fuera un premio, cuando se lavó la sangre de la barriga y las piernas. Su mente estaba lúcida y tranquila.
Tendría que hacer algo con el camisón. Sería mejor esconderlo bajo las bolsas en el cuarto utilizado para ahumar.
El descubrimiento del pollo muerto intrigó a su abuela. Dijo que no parecía obra de un zorro.
Al mes siguiente Queen Mother encontró otro cuando fue a juntar huevos. Esa vez le faltaba la cabeza.
La señora Dolarhyde manifestó durante la comida que estaba convencida de que había sido hecho por despecho por «alguna sirvientita que despedí». Dijo que se lo había notificado al comisario.
Francis permanecía sentado en silencio, abriendo y cerrando su mano, recordando el ojo que pestañeaba en su palma. Algunas veces mientras estaba acostado se tanteaba asegurándose de que no se lo habían cortado. A veces cuando se palpaba le parecía sentir un pestañeo.
La señora Dolarhyde estaba cambiando muy rápidamente. Se había vuelto muy discutidora y no podía mantener durante mucho tiempo al servicio doméstico. A pesar de la falta de personal, el lugar donde le gustaba sentar sus reales era la cocina, dando directivas a Queen Mother Bailey, en detrimento de la comida. Queen Mother, que había trabajado toda su vida para la familia Dolarhyde, era el único miembro del personal que no había cambiado.
Con la cara arrebatada por el calor de las hornallas, la señora Dolarhyde pasaba nerviosamente de una a otra tarea, dejando a menudo platos a medio cocinar y que nunca se servirían. Preparaba enormes fuentes con restos, mientras las legumbres frescas se pudrían en la despensa.
Al mismo tiempo se enfurecía por los gastos. Disminuyó la cantidad de jabón y lavandina utilizadas para el lavado, hasta que las sábanas adquirieron un color grisáceo.
Durante el mes de noviembre contrató a cinco mucamas de color para ayudarla en las tareas de la casa. Pero ninguna se quedó.
La señora Dolarhyde estaba furibunda la tarde en que la última mucama se fue. Circuló por toda la casa gritando y al entrar a la cocina vio que Queen Mother Bailey había dejado una cucharita de harina sobre la tabla después de haber amasado.
En medio del vapor y calor de la cocina y cuando faltaba solamente media hora para que se sirviera la comida, se acercó a Queen Mother y le dio una cachetada.
Queen Mother dejó caer el cucharón, indignada. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La señora Dolarhyde estiró nuevamente la mano. Una palma grande y rosada se la apartó.
—No se le ocurra volver a hacer eso. Usted ya no es la misma, señora Dolarhyde, pero no se le ocurra volver a hacer eso.
Profiriendo toda clase de insultos, la señora mayor golpeó con su mano libre una olla de sopa que se desparramó siseando por todas las hornallas. Se dirigió enseguida a su cuarto y se encerró en él dando un fuerte portazo. Francis la oyó maldecir y arrojar objetos contra las paredes. No salió en toda la tarde.
Queen Mother limpió el líquido derramado y les dio de comer a los ancianos. Juntó sus pocas pertenencias en una canasta y se puso su viejo suéter y el gorro tejido. Buscó a Francis pero no pudo encontrarlo.
Estaba ya instalada en el carro cuando vio al niño sentado en un ángulo del porche. La vio bajarse pesadamente y acercarse hacia donde estaba él.
—Me voy, pichón de comadreja. Y no volveré. Sironia, la del almacén, se encargará de llamar a tu madre por mí. Me necesitarás antes de que venga, acompáñame a mi casa.
El retrocedió al sentir la mano sobre su mejilla.
El señor Bailey chasqueó la lengua para que se movieran las muías. Francis observó alejarse el farol del carro. Lo había observado antes, con una sensación de tristeza y vacío al comprender que Queen Mother lo había traicionado. Pero ahora no le importaba. Estaba contento. La débil luz del farol de kerosene se alejaba por el sendero. No tenía nada que hacer con la luna.
Se preguntó qué se sentiría al matar una mula.
Marian Dolarhyde Vogt no fue cuando Queen Mother Bailey la llamó.
Se presentó dos semanas más tarde, después de haber recibido una llamada del comisario de St. Charles. Llegó a media tarde, conduciendo personalmente un Packard de antes de la guerra. Se había puesto guantes y un sombrero.
El agente que la recibió al final del sendero se agachó para hablar por la ventanilla del auto.
—Señora Vogt, su madre llamó a la oficina alrededor del mediodía, diciendo que la mucama le había robado. Cuando llegué aquí, no lo tome a mal, pero estaba diciendo disparates y me pareció que estaba todo un poco descuidado. El comisario pensó que sería mejor hablar primero con usted, comprende. Como el señor Vogt tiene un cargo público y demás.
Marian comprendía. El señor Vogt era comisionado de Obras Públicas en St. Louis y había caído un poco en desgracia con el partido.
—Nadie más ha visto el lugar que yo sepa —manifestó el agente.
Marian encontró a su madre dormida. Dos de los viejos estaban todavía sentados a la mesa esperando el almuerzo. Una mujer estaba en el patio de atrás vestida únicamente con una enagua.
Marian llamó por teléfono a su marido.
—¿Con qué frecuencia inspeccionan estas casas?... No deben de haber visto nada... No sé si los parientes se han quejado, no creo que estas personas tengan parientes... No. No se te ocurra venir. Necesito unos negros. Consígueme unos negros... y al doctor Waters. Yo me haré cargo de esto.
A los cuarenta y cinco minutos llegó el médico acompañado por un asistente y seguido por una camioneta en la que venían la mucama de Marian y otros cinco sirvientes.
Marian, el médico y el ayudante estaban en el cuarto de la señora Dolarhyde cuando Francis volvió del colegio. Francis podía oír maldecir a su abuela. Cuando la sacaron en la silla de ruedas tenía la mirada vidriosa y un trozo de algodón sujeto al brazo con tela adhesiva. Como le habían quitado la dentadura su cara estaba hundida y desfigurada. Marian tenía también un brazo vendado; había sido mordida.
Se llevaron a su abuela en el auto del médico; estaba sentada en el asiento de atrás junto al ayudante. Francis los miró alejarse. Comenzó a agitar la mano para despedirse, pero luego la dejó caer a un costado.
El equipo de limpieza de Marian fregó y ventiló la casa, lavaron toneladas de ropa y bañaron a los ancianos. Marian trabajaba junto a ellos y supervisó la frugal comida.
Le habló a Francis únicamente para saber dónde estaban las cosas.
Luego despachó a las mucamas y llamó a las autoridades locales. Les explicó que la señora Dolarhyde había sufrido un ataque.
Había oscurecido ya cuando llegaron los asistentes sociales en un ómnibus colegial para buscar a los ancianos. Francis pensó que lo llevarían también a él. Pero estaba fuera de discusión.
En la casa quedaron solamente Marian y Francis. Ella se sentó a la mesa del comedor con la cabeza entre sus manos. El niño salió afuera y se trepó a un manzano silvestre.
Finalmente Marian lo llamó. Le había preparado una pequeña valija con su ropa.
—Tendrás que venir conmigo —le dijo caminando hacia el auto — . Entra. No pongas los pies sobre el asiento.
Se alejaron en el Packard dejando la silla de ruedas vacía esperando en el jardín.
No hubo escándalo. Las autoridades locales dijeron que era una pena lo que le había pasado a la señora Dolarhyde, indudablemente cuidaba muy bien de todo. Los Vogt no fueron mancillados.
La señora Dolarhyde fue internada en una clínica neurológica particular. Transcurrirían catorce años hasta que Francis volviera a su casa con ella.
— Francis, éstas son tus medio hermanas y tu medio hermano —le dijo su madre. Estaban en la biblioteca de los Vogt.
Ned Vogt tenía doce, Victoria trece y Margaret nueve años. Ned y Victoria intercambiaron una mirada. Margaret fijó su vista en el piso.
Le asignaron a Francis un cuarto arriba de la escalera de servicio. Los Vogt ya no tenían una mucama viviendo en la casa desde la desastrosa elección de 1944.
Lo inscribieron en la Escuela Elemental Potter Gerard, a pocas cuadras de la casa y lejos del colegio Episcopal privado al que concurrían los otros chicos.
Durante los primeros días los hijos de Vogt lo ignoraron lo más que pudieron, pero al final de la primera semana, Ned y Victoria subieron a su cuarto.
Francis los oyó susurrar durante unos minutos antes de hacer girar la manija de su puerta. No golpearon al descubrir que estaba cerrada con llave.
— Abre la puerta —dijo Ned.
Francis la abrió. No le dirigieron la palabra mientras revisaron su ropa y el armario. Ned Vogt abrió el cajón de la pequeña mesa de luz y sacó el contenido sujetándolo con dos dedos: pañuelos de cumpleaños con letras F.D. bordadas, el estuche de una guitarra, un frasquito de pastillas conteniendo un escarabajo de colores, un ejemplar de Baseball Joe en la Serie Mundial que una vez debía haberse mojado, y una tarjeta impresa deseándole pronta mejoría y firmada «Tu compañera, Sarah Hughes».
—¿Qué es esto? —preguntó Ned.
—Un estuche.
—¿Para qué sirve?
—Para una guitarra.
—¿Tienes una guitarra?
-No.
—¿Y entonces de qué te sirve?
—Era de mi padre.
—No te entiendo. ¿Qué dijiste? Dile que lo repita, Ned.
—Dijo que pertenecía a su padre —Ned se limpió la nariz con uno de los pañuelos y lo guardó nuevamente en el cajón.
—Hoy se llevaron los ponys —dijo Victoria sentándose sobre la cama angosta. Ned la imitó, recostándose contra la pared, poniendo los pies sobre la colcha.
—No tenemos más ponys —dijo Ned—. Se acabó el veraneo en la casa del lago. ¿Y sabes por qué? Contesta, tarado.
—Papá se siente muy mal y no gana ya tanto dinero —manifestó Victoria—. A veces ni siquiera va a la oficina.
—¿Sabes por qué está enfermo, tarado? —preguntó Ned—. Y habla como para que pueda entenderte.
—Mi abuela dijo que era un borracho. ¿Entendiste?
—Está enfermo por culpa de tu horrible cara —afirmó Ned.
—Y ésa fue además la razón por la que la gente no votó por él —dijo Victoria.
—Salgan de aquí —contestó Francis. Al darse vuelta para cerrar la puerta Ned lo pateó en la espalda. Francis trató de agarrarse los riñones con ambas manos y así salvó sus dedos al patearlo nuevamente Ned en el estómago.
-Oh, Ned -dijo Victoria-. Oh, Ned.
Ned agarró a Francis de las orejas y lo acercó al espejo que colgaba sobre la mesa.
— ¡Por eso está enfermo! —Ned sacudió su cara contra el espejo — . ¡Por eso está enfermo! — Paf—. ¡Por eso está enfermo!
—Paf. El espejo estaba salpicado de sangre y mocos. Ned lo soltó y él se sentó en el piso. Victoria lo miraba con ojos muy abiertos, mordiéndose el labio inferior. Lo dejaron allí. Su cara estaba mojada con sangre y saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor pero no lloró.
XXVII
El cambio de la señora Dolarhyde se hizo evidente por primera vez durante el invierno de 1947, cuando Francis tenía ocho años.
Suspendió las comidas que compartía con Francis en su dormitorio. Ambos se trasladaron a la mesa general del comedor, la que presidía frente a sus ancianos huéspedes.
La señora Dolarhyde, que había sido entrenada de niña para convertirse en una deliciosa ama de casa, sacó de un ropero y lustró la campanita de plata y la colocó junto a su plato.
Organizar una comida, escalonando los platos que se sirven, dirigiendo la conversación, desviando las trivialidades hacia temas interesantes, poniendo de relieve las mejores facetas de los más capaces y atrayendo la atención de los otros comensales, es un arte difícil que lamentablemente hoy está en franca decadencia.
La señora Dolarhyde había sido muy buena para ello en su momento. Sus esfuerzos en esa mesa animaron al principio las comidas de los dos o tres huéspedes capaces de mantener una conversación corrida.
Francis ocupaba el lugar del dueño de casa, en el otro extremo de esa avenida de cabezas que se sacudían, mientras su abuela sacaba a la luz recuerdos de aquéllos que podían recordar. Demostró marcado interés por el viaje de luna de miel a Kansas City de la señora Flodder, repasó varias veces la epidemia de fiebre amarilla con el señor Eaton y escuchó atentamente los vagos e ininteligibles sonidos de los demás.
— ¿No te parece interesante, Francis? —preguntaba mientras hacía sonar la campanita para que sirvieran otro plato. La comida consistía en una variedad de legumbres y papillas de carne, pero la dividía en varios platos, dificultando sobremanera el trabajo en la cocina.
Jamás se mencionaban los accidentes que ocurrían en la mesa. Un toque de campana y un gesto en la mitad de una frase, eran suficientes para solucionar el problema de los que habían derramado comida, o se habían dormido u olvidado qué estaban haciendo en la mesa. La señora Dolarhyde mantuvo siempre un personal tan numeroso como sus finanzas le permitían pagar.
A medida que su salud declinó, perdió peso y pudo usar vestidos que habían estado guardados muchos años. Algunos eran realmente elegantes. Sus rasgos y su peinado le brindaban cierto parecido con la imagen de George Washington reproducida en los billetes de un dólar.
Sus modales se deterioraron un poco al llegar la primavera. Presidía la mesa sin permitir que nadie la interrumpiera cuando contaba episodios de su juventud en St. Charles, inclusive algunos detalles personales para inspirar e instruir a Francis y los demás.
Es verdad que la señora Dolarhyde había sido una niña con mucho éxito durante la temporada de 1907 en St. Charles y fue invitada a los mejores bailes del otro lado del río, en St. Louis.
Había una lección especial en esto para todos, manifestó, mirando fijamente a Francis que cruzó las piernas debajo de la mesa.
—Yo salí en sociedad en una época en que la medicina no tenía muchos recursos para combatir las pequeñas fallas de la naturaleza —manifestó—. Tenía una piel y un pelo preciosos y saqué el mayor partido posible de ellos. Superé mis dientes con mi fuerte personalidad y vivo ingenio, a tal punto, que se convirtieron en mi «rasgo atractivo». Creo que inclusive podrían llamarlos mi «rasgo encantador». No los habría cambiado por nada del mundo.
Desconfiaba de los médicos, explicó finalmente, pero cuando resultó evidente que su problema con las encías entrañaría la pérdida de sus dientes, buscó uno de los más famosos dentistas del Medio Oeste, el doctor Félix Bertl, un suizo. «Los dientes suizos del doctor Bertl eran muy conocidos entre cierta clase de gente», dijo la señora Dolarhyde, «y además tenía una gran experiencia».
Cantantes de ópera temerosos de que nuevas formas en sus bocas modificaran su voz, actores y otras personas de actuación pública, venían inclusive desde San Francisco para consultarlo.
El doctor Bertl podía reproducir exactamente los dientes naturales de un paciente y había experimentado con varios materiales y sus efectos en la resonancia.
Cuando el doctor Bertl terminó la prótesis, sus dientes parecían exactamente los mismos de antes. Los dominó gracias a su fuerte personalidad y no perdió un ápice de su peculiar encanto, manifestó con una erizada sonrisa.
Si toda esa perorata encerraba una lección especial, para Francis pasó desapercibida y sólo la apreció años después; no se le haría ninguna clase de cirugía hasta que él estuviera en condiciones de pagarla de su propio bolsillo.
Francis lograba resistir esas comidas porque había algo que le interesaba después.
El marido de Queen Mother Bailey venía a buscarla todas las tardes en un carro que utilizaba para transportar leña, lirado por dos muías. Si su abuela estaba ocupada con sus huéspedes, Francis se subía al carro con ellos y los acompañaba por el camino de entrada hasta llegar a la ruta.
Esperaba ansioso durante el día entero el momento del paseo vespertino, para poder sentarse jumo a Queen Mother, cuyo alto, delgado y silencioso esposo era casi invisible en la oscuridad y escuchar el ruido que hacían las llantas de goma de la carreta sobre la grava del camino, mezclado al tintinear de las cabezadas. Dos muías marrones, a veces cubiertas de barro, con las crines cortadas como un cepillo, sacudiendo las colas sobre sus ancas. El olor a sudor y a tela de algodón hervida, a tabaco y arneses sobados. Cuando el señor Bailey había estado trabajando limpiando un campo, había a veces olor a fogata y otras, cuando llevaba su escopeta a terrenos nuevos, veía un par de conejos o ardillas tirados en la parte de atrás del carro, con las patas estiradas como si estuvieran corriendo.
No conversaban durante el recorrido. El señor Bailey se dirigía solamente a las muías. El movimiento del carromato sacudía alegremente al muchacho contra los Bailey. Al llegar al final del camino se bajaba, les prometía regresar directamente a la casa y se quedaba mirando alejarse el farol de la carreta. Podía oírlos hablar mientras avanzaban por la ruta. A veces Queen Mother hacía reír a su marido y ella compartía también su risa. Era tan agradable escucharlos, parado en medio de la oscuridad, sabiendo que no se reían de él.
Pero más adelante cambiaría de opinión al respecto...
La ocasional compañera de juegos de Francis Dolarhyde era la hija de un colono que vivía en una chacra vecina. La señora Dolarhyde le permitía venir a jugar porque le divertía vestir de vez en cuando a la niña con los vestidos que Marian había usado en su infancia.
Era una pelirroja desaliñada que casi siempre estaba demasiado cansada para jugar.
Una calurosa tarde de junio, aburrida de buscar escarabajos con una pajita en el gallinero, le pidió a Francis que le mostrara sus panes íntimas.
Accedió a su pedido en un rincón entre la casa del gallinero y un cerco que los ocultaba de las ventanas de la planta baja de la casa. Ella se lo retribuyó mostrándole las propias, bajándose su raída ropa interior hasta los tobillos. Cuando Francis se agachó para mirar, un pollo sin cabeza se precipitó al rincón, sacudiendo la tierra con sus alas mientras caía sobre su dorso. La niña, enredada en su ropa, dio un respingo hacia atrás al sentir la salpicadura de la sangre contra sus piernas y pies.
Francis se incorporó de un salto, sin tener tiempo de subirse los pantalones, justo cuando Queen Mother aparecía en busca del animal, sorprendiéndolos.
—Oye, muchacho —dijo tranquilamente—, tú querías ver cómo era el asunto, pues ahora que lo has visto busca algo distinto que hacer. Ocúpense con cosas de chicos y no se quiten la ropa. Ayúdame tú y tu amiguita a agarrar ese pollo. —La turbación de los niños pasó tan rápidamente como el pollo que se escapaba. Pero la señora Dolarhyde los observaba desde la ventana del primer piso...
La señora Dolarhyde esperó hasta que Queen Mother entró a la casa. Los chicos se dirigieron entonces a la casa del gallinero. La señora Dolarhyde esperó cinco minutos y se acercó a ellos silenciosamente. Abrió la puerta de golpe y los encontró juntando plumas para hacerse un tocado.
Envió a la chica de regreso a su casa y condujo a Francis adentro de la suya.
Le dijo que lo mandaría nuevamente al orfanato del Hermano Buddy después de haberlo castigado.
— Sube a tu cuarto. Quítate los pantalones y espérame allí hasta que encuentre mis tijeras.
Esperó horas en el cuarto, acostado en la cama sin los pantalones, agarrando fuertemente la colcha y esperando las tijeras. Esperó hasta oír el ruido de la comida que se servía en la planta baja y escuchar el crujido del carro de leña y el resoplido de las muías cuando el mando de Queen Mother vino a buscarla.
Se durmió recién al amanecer y varias veces se despertó sobresaltado esperando verla aparecer.
Pero su abuela nunca llegó. Tal vez lo había olvidado.
Esperó durante la rutina diaria de los días subsiguientes, recordando varias veces en el transcurso de las horas con un terror que le hacía helar la sangre. Jamás dejaría de esperar.
Esquivó a Queen Mother Bailey, no quiso hablar más con ella y se negó a decirle por qué: creía, equivocadamente, que ella le había contado a su abuela lo que había visto en el gallinero. Se convenció entonces de que él era el motivo de las risas que había oído mientras contemplaba alejarse la luz del farol a lo largo del camino. Evidentemente, no podía confiar en nadie.
Era difícil permanecer acostado quieto y dormir cuando allí estaba para alimentar sus pensamientos. Era difícil permanecer acostado quieto en esa luminosa noche.
Francis sabía que su abuela tenía razón. La había herido mucho. La había hecho sentir vergüenza. Todo el mundo debía haberse enterado de lo que había hecho, hasta en St. Charles debían saberlo. No estaba enojado con su abuela. Sabía que la quería mucho. Quería actuar correctamente.
Imaginó que entraban ladrones a la casa y que él protegía a su abuela y que ella se retractaba de lo dicho anteriormente.
— Después de todo no eres un hijo del Demonio, Francis. Eres mi niño bueno.
Imaginó que entraba un ladrón. Se metía en la casa decidido a mostrarle a su abuela sus partes íntimas.
¿Cómo podría protegerla Francis? Era muy pequeño para pelear contra un ladrón.
Reflexionó sobre el asunto. En la despensa estaba el hacha de Queen Mother. La limpiaba con un diario después de matar un pollo. Se ocuparía del hacha. Era su responsabilidad. Lucharía contra su miedo a la oscuridad. Si realmente quería a su abuela, él debería ser al que temieran en la oscuridad. A lo que el ladrón debía realmente temer.
Bajó silenciosamente a la planta baja y encontró el hacha colgando del clavo. Tenía un olor extraño, parecido al de la pileta donde ahogaban a los pollos. Estaba afilada y su peso inspiraba confianza.
Agarró el hacha y se dirigió al cuarto de su abuela para asegurarse de que no había ningún ladrón.
La señora Dolarhyde dormía. Estaba muy oscuro, pero él sabía exactamente en qué parte estaba. Si hubiera un ladrón lo oiría respirar igual que oía la respiración de su abuela. Sabría dónde estaba su cuello tan bien como sabía dónde estaba el de su abuela. Justo debajo de donde se oía la respiración.
Si hubiera un ladrón él se acercaría silenciosamente como lo estaba haciendo ahora. Levantaría el hacha con ambas manos sobre su cabeza de esa forma.
Francis tropezó con la pantufla de su abuela que estaba al lado de la cama. El hacha se balanceó en la oscuridad y golpeó contra la pantalla metálica de la lámpara de su mesa de luz.
La señora Dolarhyde se dio vuelta hacia un costado y su boca emitió un ruido húmedo. Francis permaneció inmóvil. Le temblaban los brazos por el esfuerzo que hacía al sujetar el hacha. Su abuela empezó a roncar.
El amor que embargaba a Francis estuvo a punto de estallar. Salió silenciosamente de la habitación. Sentía unas ansias frenéticas por estar listo para protegerla. Debía hacer algo. No tenía ya miedo de la oscuridad de la casa pero la sensación lo asfixiaba.
Salió por la puerta de atrás y se paró con el rostro vuelto hacia el cielo contemplando esa noche radiante; jadeando como si pudiera respirar la luz. El pequeño disco de la luna apareció distorsionado en el blanco de sus ojos que miraban hacia arriba, redondeado al bajarlos, y centrado finalmente en sus pupilas.
El Amor que lo había invadido crecía sofocándolo y no podía liberarlo. Caminó en dirección al gallinero, con paso rápido, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, el hacha golpeando helada contra su pierna, corriendo antes de estallar...
Francis, junto a la bomba de agua del gallinero, no había sentido nunca una sensación tan dulce de paz. Tanteó cuidadosamente sus dimensiones y descubrió que la paz era infinita y que lo rodeaba por completo.
Lo que su abuela consideradamente no le había cortado estaba todavía allí como si fuera un premio, cuando se lavó la sangre de la barriga y las piernas. Su mente estaba lúcida y tranquila.
Tendría que hacer algo con el camisón. Sería mejor esconderlo bajo las bolsas en el cuarto utilizado para ahumar.
El descubrimiento del pollo muerto intrigó a su abuela. Dijo que no parecía obra de un zorro.
Al mes siguiente Queen Mother encontró otro cuando fue a juntar huevos. Esa vez le faltaba la cabeza.
La señora Dolarhyde manifestó durante la comida que estaba convencida de que había sido hecho por despecho por «alguna sirvientita que despedí». Dijo que se lo había notificado al comisario.
Francis permanecía sentado en silencio, abriendo y cerrando su mano, recordando el ojo que pestañeaba en su palma. Algunas veces mientras estaba acostado se tanteaba asegurándose de que no se lo habían cortado. A veces cuando se palpaba le parecía sentir un pestañeo.
La señora Dolarhyde estaba cambiando muy rápidamente. Se había vuelto muy discutidora y no podía mantener durante mucho tiempo al servicio doméstico. A pesar de la falta de personal, el lugar donde le gustaba sentar sus reales era la cocina, dando directivas a Queen Mother Bailey, en detrimento de la comida. Queen Mother, que había trabajado toda su vida para la familia Dolarhyde, era el único miembro del personal que no había cambiado.
Con la cara arrebatada por el calor de las hornallas, la señora Dolarhyde pasaba nerviosamente de una a otra tarea, dejando a menudo platos a medio cocinar y que nunca se servirían. Preparaba enormes fuentes con restos, mientras las legumbres frescas se pudrían en la despensa.
Al mismo tiempo se enfurecía por los gastos. Disminuyó la cantidad de jabón y lavandina utilizadas para el lavado, hasta que las sábanas adquirieron un color grisáceo.
Durante el mes de noviembre contrató a cinco mucamas de color para ayudarla en las tareas de la casa. Pero ninguna se quedó.
La señora Dolarhyde estaba furibunda la tarde en que la última mucama se fue. Circuló por toda la casa gritando y al entrar a la cocina vio que Queen Mother Bailey había dejado una cucharita de harina sobre la tabla después de haber amasado.
En medio del vapor y calor de la cocina y cuando faltaba solamente media hora para que se sirviera la comida, se acercó a Queen Mother y le dio una cachetada.
Queen Mother dejó caer el cucharón, indignada. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La señora Dolarhyde estiró nuevamente la mano. Una palma grande y rosada se la apartó.
—No se le ocurra volver a hacer eso. Usted ya no es la misma, señora Dolarhyde, pero no se le ocurra volver a hacer eso.
Profiriendo toda clase de insultos, la señora mayor golpeó con su mano libre una olla de sopa que se desparramó siseando por todas las hornallas. Se dirigió enseguida a su cuarto y se encerró en él dando un fuerte portazo. Francis la oyó maldecir y arrojar objetos contra las paredes. No salió en toda la tarde.
Queen Mother limpió el líquido derramado y les dio de comer a los ancianos. Juntó sus pocas pertenencias en una canasta y se puso su viejo suéter y el gorro tejido. Buscó a Francis pero no pudo encontrarlo.
Estaba ya instalada en el carro cuando vio al niño sentado en un ángulo del porche. La vio bajarse pesadamente y acercarse hacia donde estaba él.
—Me voy, pichón de comadreja. Y no volveré. Sironia, la del almacén, se encargará de llamar a tu madre por mí. Me necesitarás antes de que venga, acompáñame a mi casa.
El retrocedió al sentir la mano sobre su mejilla.
El señor Bailey chasqueó la lengua para que se movieran las muías. Francis observó alejarse el farol del carro. Lo había observado antes, con una sensación de tristeza y vacío al comprender que Queen Mother lo había traicionado. Pero ahora no le importaba. Estaba contento. La débil luz del farol de kerosene se alejaba por el sendero. No tenía nada que hacer con la luna.
Se preguntó qué se sentiría al matar una mula.
Marian Dolarhyde Vogt no fue cuando Queen Mother Bailey la llamó.
Se presentó dos semanas más tarde, después de haber recibido una llamada del comisario de St. Charles. Llegó a media tarde, conduciendo personalmente un Packard de antes de la guerra. Se había puesto guantes y un sombrero.
El agente que la recibió al final del sendero se agachó para hablar por la ventanilla del auto.
—Señora Vogt, su madre llamó a la oficina alrededor del mediodía, diciendo que la mucama le había robado. Cuando llegué aquí, no lo tome a mal, pero estaba diciendo disparates y me pareció que estaba todo un poco descuidado. El comisario pensó que sería mejor hablar primero con usted, comprende. Como el señor Vogt tiene un cargo público y demás.
Marian comprendía. El señor Vogt era comisionado de Obras Públicas en St. Louis y había caído un poco en desgracia con el partido.
—Nadie más ha visto el lugar que yo sepa —manifestó el agente.
Marian encontró a su madre dormida. Dos de los viejos estaban todavía sentados a la mesa esperando el almuerzo. Una mujer estaba en el patio de atrás vestida únicamente con una enagua.
Marian llamó por teléfono a su marido.
—¿Con qué frecuencia inspeccionan estas casas?... No deben de haber visto nada... No sé si los parientes se han quejado, no creo que estas personas tengan parientes... No. No se te ocurra venir. Necesito unos negros. Consígueme unos negros... y al doctor Waters. Yo me haré cargo de esto.
A los cuarenta y cinco minutos llegó el médico acompañado por un asistente y seguido por una camioneta en la que venían la mucama de Marian y otros cinco sirvientes.
Marian, el médico y el ayudante estaban en el cuarto de la señora Dolarhyde cuando Francis volvió del colegio. Francis podía oír maldecir a su abuela. Cuando la sacaron en la silla de ruedas tenía la mirada vidriosa y un trozo de algodón sujeto al brazo con tela adhesiva. Como le habían quitado la dentadura su cara estaba hundida y desfigurada. Marian tenía también un brazo vendado; había sido mordida.
Se llevaron a su abuela en el auto del médico; estaba sentada en el asiento de atrás junto al ayudante. Francis los miró alejarse. Comenzó a agitar la mano para despedirse, pero luego la dejó caer a un costado.
El equipo de limpieza de Marian fregó y ventiló la casa, lavaron toneladas de ropa y bañaron a los ancianos. Marian trabajaba junto a ellos y supervisó la frugal comida.
Le habló a Francis únicamente para saber dónde estaban las cosas.
Luego despachó a las mucamas y llamó a las autoridades locales. Les explicó que la señora Dolarhyde había sufrido un ataque.
Había oscurecido ya cuando llegaron los asistentes sociales en un ómnibus colegial para buscar a los ancianos. Francis pensó que lo llevarían también a él. Pero estaba fuera de discusión.
En la casa quedaron solamente Marian y Francis. Ella se sentó a la mesa del comedor con la cabeza entre sus manos. El niño salió afuera y se trepó a un manzano silvestre.
Finalmente Marian lo llamó. Le había preparado una pequeña valija con su ropa.
—Tendrás que venir conmigo —le dijo caminando hacia el auto — . Entra. No pongas los pies sobre el asiento.
Se alejaron en el Packard dejando la silla de ruedas vacía esperando en el jardín.
No hubo escándalo. Las autoridades locales dijeron que era una pena lo que le había pasado a la señora Dolarhyde, indudablemente cuidaba muy bien de todo. Los Vogt no fueron mancillados.
La señora Dolarhyde fue internada en una clínica neurológica particular. Transcurrirían catorce años hasta que Francis volviera a su casa con ella.
— Francis, éstas son tus medio hermanas y tu medio hermano —le dijo su madre. Estaban en la biblioteca de los Vogt.
Ned Vogt tenía doce, Victoria trece y Margaret nueve años. Ned y Victoria intercambiaron una mirada. Margaret fijó su vista en el piso.
Le asignaron a Francis un cuarto arriba de la escalera de servicio. Los Vogt ya no tenían una mucama viviendo en la casa desde la desastrosa elección de 1944.
Lo inscribieron en la Escuela Elemental Potter Gerard, a pocas cuadras de la casa y lejos del colegio Episcopal privado al que concurrían los otros chicos.
Durante los primeros días los hijos de Vogt lo ignoraron lo más que pudieron, pero al final de la primera semana, Ned y Victoria subieron a su cuarto.
Francis los oyó susurrar durante unos minutos antes de hacer girar la manija de su puerta. No golpearon al descubrir que estaba cerrada con llave.
— Abre la puerta —dijo Ned.
Francis la abrió. No le dirigieron la palabra mientras revisaron su ropa y el armario. Ned Vogt abrió el cajón de la pequeña mesa de luz y sacó el contenido sujetándolo con dos dedos: pañuelos de cumpleaños con letras F.D. bordadas, el estuche de una guitarra, un frasquito de pastillas conteniendo un escarabajo de colores, un ejemplar de Baseball Joe en la Serie Mundial que una vez debía haberse mojado, y una tarjeta impresa deseándole pronta mejoría y firmada «Tu compañera, Sarah Hughes».
—¿Qué es esto? —preguntó Ned.
—Un estuche.
—¿Para qué sirve?
—Para una guitarra.
—¿Tienes una guitarra?
-No.
—¿Y entonces de qué te sirve?
—Era de mi padre.
—No te entiendo. ¿Qué dijiste? Dile que lo repita, Ned.
—Dijo que pertenecía a su padre —Ned se limpió la nariz con uno de los pañuelos y lo guardó nuevamente en el cajón.
—Hoy se llevaron los ponys —dijo Victoria sentándose sobre la cama angosta. Ned la imitó, recostándose contra la pared, poniendo los pies sobre la colcha.
—No tenemos más ponys —dijo Ned—. Se acabó el veraneo en la casa del lago. ¿Y sabes por qué? Contesta, tarado.
—Papá se siente muy mal y no gana ya tanto dinero —manifestó Victoria—. A veces ni siquiera va a la oficina.
—¿Sabes por qué está enfermo, tarado? —preguntó Ned—. Y habla como para que pueda entenderte.
—Mi abuela dijo que era un borracho. ¿Entendiste?
—Está enfermo por culpa de tu horrible cara —afirmó Ned.
—Y ésa fue además la razón por la que la gente no votó por él —dijo Victoria.
—Salgan de aquí —contestó Francis. Al darse vuelta para cerrar la puerta Ned lo pateó en la espalda. Francis trató de agarrarse los riñones con ambas manos y así salvó sus dedos al patearlo nuevamente Ned en el estómago.
-Oh, Ned -dijo Victoria-. Oh, Ned.
Ned agarró a Francis de las orejas y lo acercó al espejo que colgaba sobre la mesa.
— ¡Por eso está enfermo! —Ned sacudió su cara contra el espejo — . ¡Por eso está enfermo! — Paf—. ¡Por eso está enfermo!
—Paf. El espejo estaba salpicado de sangre y mocos. Ned lo soltó y él se sentó en el piso. Victoria lo miraba con ojos muy abiertos, mordiéndose el labio inferior. Lo dejaron allí. Su cara estaba mojada con sangre y saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas por el dolor pero no lloró.
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