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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 6 de noviembre de 2013

SPECIAL - PHILIP K. DICK - LA SEGUNDA VARIEDAD

LA SEGUNDA VARIEDAD
Philip K. Dick
 
 
 
El soldado ruso subía nervioso la ladera, con el fusil preparado. Miró a su alrededor, se
lamió los secos labios. De vez en cuando se llevaba una enguantada mano al cuello y se
enjugaba el sudor y se abría el cuello de la guerrera.
Eric se volvió al cabo Leone.
—¿Lo quieres tú? ¿O lo mato yo? —ajustó el punto de mira de modo que la cara del
ruso quedase encuadrada en la lente cortada por las líneas del blanco.
Leone lo pensó. El ruso estaba cerca, se movía con rapidez, casi corriendo.
—No dispares. Espera. No creo que sea necesario.
El ruso incremento su velocidad, pateando cenizas y montones de escombros a su
paso. Llegó a la cima de la ladera y se detuvo, jadeando, y miró a su alrededor. Había un
cielo plomizo de móviles nubes de partículas grises. Brotaban de tanto en tanto troncos de
árboles; el suelo pelado y desnudo, lleno de desperdicios y de ruinas de edificios
surgiendo de cuando en cuando como amarilleantes cráneos.
El ruso estaba inquieto. Sabía que algo iba mal. Miró colina abajo. Estaba ya a sólo
unos pasos del bunker. Eric estaba poniéndose nervioso. Jugaba con su pistola, mirando
a Leone.
—No te preocupes —dijo Leone. No llegará aquí. Ellos se encargarán de él.
—¿Estás seguro? Ha llegado muy lejos.
—Ellos andan alrededor del bunker. Está entrando por mal sitio. ¡Prepárate!
El ruso comenzó a correr colina abajo, hundiendo sus botas en los montones de ceniza
gris e intentando mantener el fusil en alto. Se detuvo un momento, y se puso las gafas de
campo.
—Está mirando directamente hacia nosotros —dijo Eric.
El ruso siguió avanzando. Podían ver sus ojos, como dos piedras azules. Llevaba la
boca un poco abierta. Necesitaba un afeitado; en una de sus huesudas mejillas llevaba un
esparadrapo, con una mancha azul en los bordes. Un punto fungoidal. Tenía la guerrera
sucia y rota. Le faltaba un guante.
Leone tocó el brazo de Eric:
—Aquí llega.
Algo pequeño y metálico, cruzó el suelo relampagueando bajo la parda luz del
mediodía. Una esfera metálica. Subió colina arriba hacia el ruso, dejando una estela. Era
pequeña, una de las pequeñas. Llegaba los garfios fuera, dos cuchillas que se
proyectaban de su masa y giraban en un torbellino de acero blanco. El ruso la oyó. Se
volvió instantáneamente e hizo fuego. La esfera se disolvió en partículas. Pero ya una
segunda había surgido y seguía a la primera. El ruso volvió a disparar.
Una tercera esfera saltó sobre una pierna del ruso, girando y batiendo. Subió hasta el
hombro. Las girantes cuchillas desaparecieron en el cuello del ruso.
Eric se tranquilizó.
—Bueno, se acabó. Dios mío, esas malditas cosas me ponen los pelos de punta. A
veces pienso que estábamos mejor antes.
—Si no las hubiésemos inventado, lo habrían hecho ellos —dijo Leone, encendiendo
tembloroso un cigarrillo. Me pregunto por qué vendría hasta aquí ese ruso solo. No veo a
nadie que le cubra.
El teniente Scott entraba por el túnel del bunker.
—¿Qué pasó? Algo entró en la pantalla.
—Un Ivan.
—¿Uno sólo?
Eric hizo girar la pantalla de visión. Scott miró por ella. Había ahora numerosas esferas
de metal rasgando el cuerpo inerte, hoscos globos de metal que giraban y batían serrando
al ruso en pequeños trozos que se llevaban.
—Qué puñado de garras —murmuró Scott.
—Vienen como moscas. No tienen mucha caza últimamente.
Scott desvió la pantalla con repugnancia.
—Como moscas. Me pregunto por qué llegaría ese ruso hasta aquí. Saben que
tenemos garras por todas partes.
Un gran robot se había unido a las esferas más pequeñas. Estaba dirigiendo las
operaciones, y era un largo tubo con proyecciones oculares. No quedaba mucho del
soldado. Lo que quedaba iban llevándoselo ladera abajo las garras.
—Señor —dijo Leone—. Si no tiene inconveniente me gustaría salir y echarle una
ojeada.
—¿Por qué?
—Puede que trajera algo.
Scott lo consideró. Se encogió de hombros.
Está bien. Pero cuidado.
—Tengo mi tab —Leone indicó la banda de metal que llevaba a la cintura—. No tendré
problemas.
 
Cogió su fusil y subió cuidadosamente hasta la boca del bunker, abriéndose camino
entre bloques de hormigón y tensores de acero, retorcidos y doblados. El aire era frío
arriba. Cruzó hacia los restos del soldado, caminando sobre la suave ceniza. Sopló una
ráfaga y alzó su rostro un remolino de grises partículas. Cerró los ojos y siguió.
Las garras retrocedieron al acercarse él, reduciéndose algunas a la inmovilidad. Tocó
su tab. ¡Cuánto habría dado por él el Ivan! Las radiaciones cortas que emitía el tab
neutralizaban las garras, y hasta el gran robot retrocedió respetuoso al aproximarse. Se
inclinó sobre los restos del soldado. La mano enguantada estaba cerrada con fuerza.
Tenía algo dentro. Leone separó los dedos. Un recipiente sellado, de aluminio. Aun
brillante.
Se lo metió en la bolsa y volvió al bunker. Tras él las garras volvieron a la vida. Se
reinició la procesión, esferas metálicas cruzando la gris ceniza con sus cargamentos.
Podía oír el rumor de su roce en el suelo. Se estremeció.
Scott se interesó mucho por el tubo.
—¿Tenía esto?
—En la mano —Leone desenroscó la tapa—. Quizá debiera echarle un vistazo, señor
Scott lo tomó. Vació el contenido en la palma de la mano. Un pedacito de papel de
seda cuidadosamente doblado. Se sentó junto a la luz y lo desdobló.
—¿Qué dice, señor? —preguntó Eric mientras subían por el túnel varios oficiales.
Apareció el mayor Hendricks.
—Mayor —dijo Scott—. Mire esto.
Hendricks leyó el papel.
—¿Vino sólo esto?
—Venía un solo hombre. Ahora mismo.
—¿Dónde está? —preguntó con voz viva Hendricks.
—Las garras le cogieron.
El mayor Hendricks lanzó un gruñido.
—Mira —se lo pasó a su compañero—. Creo que esto era lo que estábamos
esperando. Desde luego se tomaron su tiempo.
—Así que quieren condiciones de paz —dijo Scott—. ¿Vamos a aceptarlo?
—Eso no hemos de decidirlo nosotros. —Hendricks se sentó. ¿Dónde está el oficial de
comunicaciones? Quiero que me ponga con la base lunar.
Leone meditó mientras el oficial de comunicaciones alzaba cauteloso la antena exterior,
escrutando el cielo sobre el bunker para ver si había rastros de una nave rusa de
observación.
—Señor —dijo Scott a Hendricks—. Es bastante extraño que aparezcan de pronto.
Llevamos utilizando las garras casi un año. Ahora de repente empiezan a ceder.
—Quizá las garras hayan conseguido entrar en sus búnkers.
—Una de las garras, de las que clavan, entró en un bunker ruso la semana pasada —
dijo Eric—. Liquidó a todo un pelotón antes de que consiguieran echarla.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo dijo un tipo. La garra volvió con... con restos.
—Base lunar, señor —dijo el oficial de comunicación.
Apareció en la pantalla la cara del monitor lunar. Su pulcro uniforme contrastaba con
los uniformes del bunker. Y estaba perfectamente afeitado.
—Base lunar.
—Aquí es el comando L-Whistle. En tierra. Quiero hablar con el general Thompson.
Desapareció el monitor. Aparecieron en la pantalla los toscos rasgos del general
Thompson.
—¿Qué pasa, mayor?
—Nuestras garras cogieron a un soldado ruso con un mensaje. No sabemos qué
hacer... ha habido trampas como esta en el pasado.
—¿Qué dice el mensaje?
—Los rusos quieren que enviemos a un solo oficial a nivel político. Para una
conferencia. No especifican el carácter de la conferencia. Dicen que cuestiones de... —
consultó el papel—... cuestiones de grave urgencia hacen aconsejable que se inicien
conversaciones entre un representante de las fuerzas de las Naciones Unidas y ellos.
Alzó el mensaje ante la pantalla para que el general lo examinara.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Hendricks.
—Manden un hombre fuera.
—¿No cree que sea una trampa?
—Podría serlo. Pero el emplazamiento que nos dan de su comando es correcto. De
cualquier modo merece la pena probar.
—Enviaré a un oficial. Y le tendré informado a usted en cuanto regrese.
—De acuerdo, mayor. —Thompson interrumpió el contacto. Se apagó la pantalla. La
antena exterior volvió a ocultarse.
Hendricks enrolló el papel, muy pensativo.
—Iré yo —dijo Leone.
—Quieren a alguien a nivel político. —Hendricks se rascó la barbilla—. Nivel político.
Llevo meses sin salir. Puede que me haga bien un poco de aire.
—¿No cree que es un poco arriesgado?
Hendricks alzó la pantalla visual y miró por ella. Habían desaparecido los restos del
ruso. No se veía más que una garra. Estaba plegada y se hundía en la ceniza como un
cangrejo. Como un horrible cangrejo de metal...
—Eso es lo único que me inquieta —dijo Hendricks—. Sé que estoy seguro mientras
tenga esto conmigo. Pero de todos modos me ponen los pelos de punta. Las odio. Me
gustaría que no las hubiésemos inventado nunca. Hay en ellas algo maligno.
—Si no las hubiésemos inventado nosotros, los ivanes lo habrían hecho.
Hendricks apartó la pantalla.
—De cualquier modo, parecen estar ganando la guerra esas malditas. Supongo que
esto es bueno.
—Lo dice como si estuviese del mismo lado que los ivanes.
Hendricks miró su reloj de pulsera.
—Creo que es mejor que me dé prisa si es que quiero volver antes de que anochezca.
Respiró profundamente y luego salió a aquel suelo sucio y gris. Tras un minuto,
encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Era un paisaje muerto. Nada se movía. Podía
ver kilómetros y kilómetros, una interminable extensión de cenizas y escombros, y ruinas
de edificios. Unos cuantos árboles sin hojas ni ramas, con sólo los troncos. Sobre él
rodaban las eternas nubes grises, que separaban la tierra del sol.
El mayor Hendricks siguió caminando. Distinguió algo a la derecha, algo redondo y
metálico. Una garra que perseguía algo. Probablemente algún animal pequeño, una rata.
También atacaban a las ratas. Como una especie de extra.
Llegó a la cima del montículo y miró por los prismáticos. Las líneas rusas estaban a
unos cuantos kilómetros frente a él. Y había un puesto de mando adelantado en ellas. De
allí procedía el soldado que había traído el mensaje.
Pasó junto a él un cuadrado robot de brazos ondulantes, moviendo sus brazos,
inquisitivo. El robot siguió su camino, desapareciendo bajo unos escombros. Hendricks lo
contempló. Nunca había visto robots como aquél. Cada vez aparecían nuevos tipos,
nuevas variedades y tamaños de robots de las fábricas subterráneas.
Hendricks tiró su cigarrillo y se apresuró. Era interesante la utilización de formas
artificiales en la guerra. ¿Cómo había empezado? Por pura necesidad. La Unión Soviética
había obtenido un gran éxito inicial, como suelen obtenerlo los que inician la guerra. La
mayor parte de Norteamérica quedó borrada del mapa. Pronto hubo una respuesta, desde
luego. El cielo se llenó de disco-bombarderos mucho antes de que empezase la guerra.
Llevaban allí años. Los discos comenzaron a caer por toda Rusia a las pocas horas del
bombardeo de Washington.
Pero esto poco ayudó a Washington.
Los gobiernos del bloque americano se trasladaron a la base lunar el primer año. Era
inevitable. Europa había desaparecido; era un montón de escombros con oscuros
matorrales que brotaban de cenizas y huesos. La mayor parte de Norteamérica era
inhabitable, no podía plantarse nada, nada podía vivir. Unos cuantos millones fueron
hacia Canadá y hacia Sudamérica. Pero durante el segundo año empezaron a caer
paracaidistas soviéticos, pocos al principio, y luego más y más. Llevaban el primer equipo
antirradiación realmente eficaz; lo que quedaba de la producción norteamericana se
trasladó a la luna junto con los gobiernos.
Todo salvo la tropa. La tropa que quedaba permanecía allí sobreviviendo a duras
penas, y muy esparcida. Nadie sabía exactamente dónde se encontraba; se asentaban
donde podían, vagando durante la noche, ocultándose en ruinas, en alcantarillas, en
sótanos, con ratas y serpientes. Parecía que la Unión Soviética tenía casi ganada la
guerra. Salvo un puñado de proyectiles que se disparaban desde la luna diariamente,
apenas si se utilizaban armas contra ellos. Iban y venían a su antojo. A efectos prácticos
la guerra había terminado. Nada eficaz se les oponía.
Y entonces aparecieron las primeras garras. Y la suerte de la guerra cambió en quince
días.
Las garras eran torpes al principio. Lentas. Los ivanes las liquidaban casi en cuanto
entraban en sus túneles subterráneos. Pero luego fueron haciéndolo mejor, más deprisa y
con mayor astucia. Las fábricas de toda la tierra las fabricaban. Fábricas en su mayoría
subterráneas, detrás de las líneas soviéticas. Fábricas que habían hecho antes
proyectiles atómicos, ya casi olvidados.
Las garras se hicieron más rápidas y se hicieron mayores. Aparecieron nuevos tipos,
unas con sensores, otras que volaban. Había unos cuantos tipos de garras saltadoras.
Los mejores técnicos de la luna trabajaban en ello haciéndolas cada vez más complicadas
y flexibles. Los rusos empezaron a tener graves problemas con ellas. Algunas de las
garras pequeñas aprendían a ocultarse, enterrándose entre la ceniza y esperar.
Y luego empezaron a entrar en los búnkers rusos, deslizándose dentro cuando
levantaban las compuertas para la entrada de aire o para echar un vistazo afuera.
Una garra dentro de un bunker, una esfera giratoria de metal y cuchillas, era suficiente.
Y cuando entraba una la seguían otras. Con un arma como aquella, la guerra no podía
prolongarse mucho.
Quizá hubiese terminado ya.
Quizá fuese a oír aquella noticia. Quizás el Politburó hubiese decidido tirar la toalla.
Lástima que hubiesen tardado tanto. Seis años. Mucho tiempo para una guerra como
aquella, tal como la habían desarrollado. Los discos de represalia automática, cayendo
por toda Rusia a centenares de miles. Cristales bacteriológicos. Los proyectiles dirigidos
soviéticos, silbando en el aire. Las bombas en cadena. Y ahora esto, los robots, las
garras...
Las garras no eran como las otras armas. Prácticamente estaban vivas, quisiese o no
admitirlo el gobierno. No eran máquinas. Eran cosas vivas que giraban y reptaban y se
alzaban bruscamente de la ceniza gris y se lanzaban hacia un hombre y escalaban por él
buscando su cuello. Para eso estaban diseñadas. Era su trabajo.
Hacían bien su trabajo. Sobre todo últimamente, los nuevos diseños. Se reparaban a sí
mismas. Eran completamente autónomas. Los tabs de radiación protegían a las tropas de
la ONU, pero si un hombre perdía su tab las garras lo cazaban sin que les importase el
uniforme. Bajo la superficie, la maquinaria automática iba fabricándolas. Hacía tiempo que
los seres humanos estaban al margen. El riesgo era excesivo; nadie quería estar con
ellas. Se las dejó abandonadas. Y parecían arreglárselas muy bien. Los nuevos diseños
eran más rápidos, más complejos. Más eficaces.
Al parecer habían ganado la guerra.
El mayor Hendricks encendió un segundo cigarrillo. Le deprimía el paisaje. Sólo ruinas
y ceniza. Parecía estar solo en el mundo, como si fuese la única cosa viva que quedase
sobre la tierra. A la derecha se alzaban las ruinas de un pueblo, unas cuantas paredes y
montones de escombros. Tiró la cerilla apagada, avanzó más deprisa. De pronto se
detuvo, alzó su fusil, el cuerpo tenso... Durante un minuto pareció como si...
De entre las ruinas de un edificio se acercaba alguien, caminando lentamente hacia él,
titubeando.
Hendricks parpadeó.
—¡Alto!
El muchacho se detuvo. Hendricks bajó el fusil. El muchacho le miraba en silencio. Era
pequeño, ocho años quizá. Pero resultaba difícil lo de los años. La mayoría de los chicos
que quedaban estaban subalimentados y raquíticos. Llevaba un descolorido suéter azul,
cubierto de barro, y pantalones cortos. Tenía el pelo largo y sucio. Pelo castaño. Le
colgaba sobre la cara y sobre las orejas. Llevaba algo en brazos.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó ásperamente Hendricks.
El muchacho lo alzó. Era un juguete, un oso. Un oso de felpa. El muchacho tenía unos
ojos grandes pero inexpresivos.
Hendricks se tranquilizó.
—Yo no lo quiero. Consérvalo.
El muchacho volvió a abrazar el oso.
—¿Dónde vives? —dijo Hendricks.
—Allí.
—¿En las ruinas?  
—Sí.
—¿Bajo tierra?
—Sí.
—¿Cuántos hay allí?
—¿Cuan... cuántos?
—Sí, cuántos sois. ¿Cuántas personas mayores hay donde vives?
El muchacho no contestó.
—No estarás solo, ¿verdad? —dijo Hendricks, ceñudo.
El muchacho asintió.
—¿Y cómo vives?
—Hay comida.
—¿Qué clase de comida?
—Diferente.
Hendricks estudió con curiosidad al muchacho.  
—¿Cuántos años tienes?
—Trece.
No era posible. ¿O lo era? El muchacho estaba delgado, raquítico. Y probablemente
fuese estéril. La radiación, años recibiéndola directamente. Era lógico que fuese tan
pequeño. Tenía los brazos y las piernas nudosos y flacos como palos de escoba.
Hendricks acarició el brazo del muchacho. Tenía la piel seca y áspera: piel de radiación.
Se inclinó y miró el rostro del muchacho. Inexpresivo. Grandes ojos, grandes y oscuros.
—¿Eres ciego? —dijo Hendricks.
—No. Veo algo.
—¿Cómo te las arreglas con las garras?
—¿Las garras?.
—Esas cosas redondas que corren...
—No comprendo.
Quizá no hubiese garras por allí. Había muchas zonas libres de ellas. Solían agruparse
alrededor de los búnkers, donde había gente. Habían sido ideadas de modo que
percibiesen el calor, el calor de las cosas vivas.
—Tienes suerte —Hendricks se irguió. ¿Bueno, adónde vas?
—¿Puedo ir contigo?
—¿Conmigo? —Hendricks cruzó los brazos—. Voy muy lejos. Kilómetros. Tengo prisa.
—Miró su reloj—. Tengo que llegar allí al anochecer.
—Quiero ir.
Hendricks hurgó en su mochila.
—No merece la pena. Toma —le dio las latas de comida que llevaba—. Coge esto y
vete. ¿De acuerdo?
El muchacho no contestaba.
—Yo volveré por aquí. Tardaré un día. Si estás por aquí cuando vuelva podrás venir
conmigo. ¿De acuerdo?
—Quiero ir contigo ahora.
—Es mucho camino.
—Puedo caminar.
Hendricks se agitó inquieto. Era un blanco demasiado bueno, dos personas caminando
juntas. Y el muchacho le retrasaría. Pero no podría volver por aquel camino. Y si el
muchacho estaba realmente solo...
—Está bien. Vamos.
El muchacho se colocó a su lado. Hendricks empezó a caminar. El muchacho andaba
silenciosamente, abrazando su oso de felpa.
—¿Cómo te llamas? —dijo Hendricks, al cabo de un rato.
—David Eduardo Derring.
—¿David? ¿Qué... qué les pasó a tus padres?
—Murieron.
—¿Cómo?
—En la desintegración.
—¿Hace cuánto?
—Seis años.
Hendricks se detuvo.
—¿Llevas solo seis años?
—No. Habían otras personas conmigo. Pero se fueron.
—¿Y desde entonces vives solo?
—Sí.
Hendricks bajó los ojos. El muchacho era extraño, por decir poco. Remoto. Pero así
eran los niños que habían sobrevivido. Tranquilos. Estoicos. Les dominaba una extraña
fatalidad. Nada les sorprendía. Lo aceptaban todo. No había ya nada normal, ningún
curso natural de las cosas, moral o físico; habían desaparecido la costumbre, el hábito, y
todas las fuerzas determinantes del aprendizaje; sólo quedaba la experiencia directa.
—¿Voy muy deprisa? —dijo Hendricks.
—No.
—¿Cuándo me viste?
—Estaba esperando.
—¿Esperando? —dijo Hendricks sorprendido. ¿Y qué esperabas?
—Coger cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas para comer.
—Oh —Hendricks frunció los labios. Un muchacho de trece años que vivía de ratas y
de sabandijas y de comida enlatada medio podrida. En un agujero bajo las ruinas de una
ciudad. Con estanques de radiación y garras, y las minas perforadoras rusas acechando
en el cielo.
—¿Adónde vamos? —preguntó David.
—A las líneas rusas.
—¿Rusas?
—El enemigo. Los que empezaron la guerra. Los que tiraron las primeras bombas
radioactivas. Ellos empezaron.
El muchacho cabeceó. Le miraba con rostro inexpresivo.  
—Yo soy americano —dijo Hendricks.
El muchacho no dijo nada. Siguieron los dos, Hendricks caminando delante, David tras
él, apretando contra el pecho el sucio oso de felpa.
Sobre las cuatro de la tarde pararon a comer. Hendricks hizo una hoguera en un
agujero entre fragmentos de hormigón. Arrancó los matorrales y preparó leña. Las líneas
rusas no estaban muy lejos. Se encontraban en lo que había sido un largo valle,
hectáreas de frutales y viñedos. Ahora sólo quedaban unos cuantos tocones
ennegrecidos y las montañas que se extendían en el horizonte al fondo. Y las nubes de
rodante ceniza que arrastraba el viento, asentándose sobre los matorrales y los restos de
edificios, paredes esparcidas, un trozo de calle.
Hendricks hizo café y calentó un poco de carnero y pan.  
—Toma —dio pan y carnero a David. David se sentó al borde del fuego, las piernas
cruzadas, huesudas y blancas las rodillas. Examinó la comida y la rechazó con un gesto.
—No.
—¿No? ¿No quieres?
—No.
Hendricks se encogió de hombros. Quizás aquel muchacho fuese un mutante,
acostumbrado a alimentos especiales. Daba igual. Cuando tuviese hambre ya encontraría
comida. Era un muchacho extraño. Pero sucedían muchas cosas extrañas en el mundo.
La vida ya no era igual. Nunca volvería a serlo. La humanidad iba haciéndose a la idea.
—Allá tú —dijo Hendricks. Comió pan y carnero y café. Comía lentamente, como si le
resultase laborioso digerir la comida. Cuando acabó se puso de pie y apagó el fuego.
David se levantó lentamente, observándole con sus ojos de joven viejo.
—Nos vamos —dijo Hendricks.
—Muy bien.
Hendricks reemprendió la marcha, el fusil en la mano. Estaban cerca ya, y Hendricks
iba tenso, preparado para cualquier cosa. Los rusos tenían que esperar un emisario, una
contestación al suyo, pero eran muy tramposos. Siempre había la posibilidad de un error.
Examinó el paisaje que les rodeaba. Escombros, ceniza, unos cuantos montículos,
árboles chamuscados. Muros de hormigón. Pero algo más allá estaba el primer bunker de
las líneas rusas, el puesto de mando adelantado. Bajo tierra, profundamente enterrado,
sólo mostrando un periscopio y unos cuantos cañones. Quizás una antena.
—¿Llegaremos pronto? —preguntó David.
—Sí. ¿Cansado?
—No.
—¿Entonces?
David no contestó. Caminaba cuidadosamente tras él, abriéndose camino entre las
cenizas. Tenía pies y piernas grises de polvo. Tenía en la cara arrugas de ceniza gris que
se dibujaban sobre la blanca palidez de su piel. No tenía color en la cara. Típico de los
nuevos niños, criados en sótanos y alcantarillas y refugios subterráneos.
Hendricks se detuvo. Alzó sus prismáticos y estudió el terreno que tenía delante.
Tenían que estar allí, en algún sitio, esperándole... ¿o le vigilaban, como habían vigilado
sus hombres al emisario ruso? Se estremeció. Quizás estuviesen preparando sus armas,
disponiéndose a disparar, lo mismo que sus hombres, disponiéndose a matar.
Se enjugó la cara cubierta de sudor.
—Maldita sea. —se sentía incómodo. Pero tenían que esperarle. La situación era
distinta.
Siguió caminando sobre la ceniza, sujetando el fusil con ambas manos. Y detrás iba
David. Hendricks miraba a su alrededor, ceñudo. En cualquier segundo podría suceder.
Un relámpago de luz, un fogonazo cuidadosamente enfocado desde el interior de un
profundo bunker de hormigón.
Alzó un brazo e hizo una señal en el aire.
Nada se movió. A la derecha se veía una larga cordillera, coronada de troncos muertos.
Habían crecido unas cuantas vides silvestres alrededor de los árboles, de los restos de
árboles. Y las eternas hierbas oscuras. Hendricks examinó el cerro. ¿Había algo allá
arriba? Un lugar de observación perfecto. Se aproximó nervioso David le seguía
silenciosamente. Si hubiese sido su puesto de mando habría allí un centinela vigilando a
los soldados que quisiesen infiltrarse en la zona de mando. Por supuesto, si fuese su
puesto de mando habría garras alrededor para una protección plena.
Se detuvo, separadas las piernas, las manos en las caderas.
—¿Ya estamos? —dijo David.
—Casi.
—¿Por qué paramos?
—No quiero correr ningún riesgo. —Hendricks avanzaba lentamente. Ahora el cerro
quedaba directamente a su lado a la derecha. Por encima de él. Su inquietud aumentó. Si
hubiese allí arriba un ruso estaría en sus manos. Agitó de nuevo el brazo. Tenían que
esperar a alguien con uniforme de la ONU como respuesta a su nota. A menos que todo
aquello fuese una trampa.
—Ven a mi lado —dijo, volviéndose a David—. No te quedes atrás.
—¿Contigo?
—A mi lado. Estamos muy cerca. No podemos correr riesgos. Ven.
—Voy bien aquí. —David continuó caminando tras él, a unos pasos de distancia, sin
soltar su oso de felpa.
—Allá tú. —Hendricks alzó de nuevo sus prismáticos, súbitamente tenso. Por un
momento... ¿se había movido algo? Examinó cuidadosamente el cerro. Todo estaba en
silencio. Muerto. No había vida allá arriba, sólo troncos de árboles y cenizas. Quizás
algunas ratas. Las grandes ratas negras que habían sobrevivido a las garras. Mutantes...
construían sus refugios con saliva y ceniza. Una especie de plástico. Adaptación.
Continuó caminando.
En la colina, sobre él, apareció un hombre alto de flotante capote. Verde gris. Un ruso.
Tras él apareció un segundo soldado, también ruso. Ambos alzaron sus armas,
apuntando.
Hendricks quedó paralizado. Abrió la boca. Los soldados estaban arrodillados,
apuntando desde el borde del cerro. Se les había unido una tercera persona, una figura
más pequeña, también verde gris. Una mujer. Se mantenía detrás de ellos.
Hendricks consiguió hablar por fin.
—¡Alto! —Hizo gestos frenéticos con los brazos—. Soy...
Los dos rusos dispararon. Detrás de Hendricks sonaron dos suaves pops. Sobre él
cayeron oteadas de calor, que le derribaron. La cara se le llenó de ceniza y, tosiendo, se
puso de rodillas. Todo era una trampa. Estaba sentenciado. Había ido a que le mataran,
como a una res. Los soldados y la mujer bajaban por la ladera hacia él, deslizándose
sobre la suave ceniza. Hendricks estaba conmocionado. Le palpitaba la cabeza.
Torpemente, alzó su arma y apuntó. El fusil le pesaba mil toneladas; apenas podía
sostenerlo. Le picaba la nariz y las mejillas. El aire estaba lleno de aquel aroma acre y
amargo.
—¡No dispares! —dijo el primer ruso, en un inglés con fuerte acento.
Los tres llegaron junto a él y le rodearon.  
—Deja tu rifle, yanqui —dijo el otro.
Hendricks estaba desconcertado. Todo había sucedido con demasiada rapidez. Le
habían capturado. Y habían desintegrado al muchacho. Giro la cabeza. David había
desaparecido. Lo que quedaba de él estaba esparcido por el suelo.
Los tres rusos le examinaron, curiosos. Hendricks permanecía sentado, conteniendo la
sangre de su nariz y escupiendo fragmentos de ceniza. Movía la cabeza intentando
despejarla.
—¿Por qué hicisteis eso? —murmuró—. El muchacho.
—¿Por qué? —replicó uno de los soldados que le ayudó a levantarse; mientras hacía
volverse a Hendricks—. Mira.
Hendricks cerró los ojos.
—Mira —los dos rusos le empujaron hacia adelante—. Deprisa. ¡No hay tiempo que
perder, yanqui!
Hendricks miró. Y lanzó un gemido.
—¿Ves ahora? ¿Comprendes?
De los restos de David salió rodando una rueda metálica. Relés, metal resplandeciente.
Piezas, cables. Uno de los rusos dio una patada al montón de restos. Las piezas se
desparramaron. Cayó una sección plástica medio chamuscada. Hendricks se inclinó
tembloroso. Se había desprendido la parte frontal de la cabeza. Pudo ver un intrincado
cerebro, cables y relés, tubos y conmutadores, miles de pequeñas piezas...
—Un robot —dijo el soldado que le tenía sujeto del brazo—. Vimos cómo te seguía. Así
es como hacen. Siguen a uno para entrar en el bunker. Así es como consiguen entrar.
Hendricks pestañeó, desconcertado.
—Pero...
—Vamos. —Le condujeron hacia el cerro, resbalando al subir por la ceniza. La mujer
llegó primero a la cima y los esperó allí.
—El puesto de mando adelantado —murmuró Hendricks—. Vine a negociar...
—Ya no hay puesto de mando adelantado. Consiguieron entrar. Te explicaremos. —
Llegaron a la cima del cerro. Sólo quedamos nosotros. Nosotros tres. Los demás estaban
en el bunker.
—Por aquí. Bajemos por aquí. —La mujer abrió una compuerta oculta en el suelo.
Entra.
Hendricks se agarró y entró. Los dos soldados y la mujer entraron y bajaron tras él la
escalerilla. La mujer cerró la compuerta, asegurándose de que quedaba bien encajada.
—Fue una suerte que te viéramos —gruñó uno de los dos soldados—. Hubiese
acabado contigo.
—Dame uno de vuestros cigarrillos —dijo la mujer—. Hace semanas que no pruebo
tabaco americano.
Hendricks le dio el paquete. La mujer sacó un cigarrillo y ofreció a los dos soldados. En
un rincón de la pequeña estancia brillaba una lámpara. Era una habitación de techo bajo,
y apenas había sitio para que se sentaran los cuatro alrededor de una mesita de madera.
A un lado se amontonaban algunos platos sucios, Tras una raída cortina se veía
parcialmente una segunda habitación. Hendricks vio el extremo de un catre, algunas
mantas y ropas colgadas de un gancho.
—Estábamos aquí —dijo uno de los soldados; se quitó el casco, echándose hacia atrás
su rubio pelo. Soy el cabo Rudy Maxer. Polaco. Incorporado al ejército soviético hace dos
años—. Extendió la mano.
Hendricks titubeó y luego se la estrechó.
—Mayor Joseph Hendricks.
—Klaus Epstein —dijo el otro soldado, bajo, moreno y de pelo tupido; Epstein se rascó
nervioso la oreja—. Austriaco. Incorporado Dios sabe cuándo. No me acuerdo.
—Los tres estábamos aquí, Rudy y yo con Tasso —indicó a la mujer—. Por eso
escapamos. Los demás estaban abajo en el bunker.
—Y... y les cazaron.
Epstein encendió un cigarrillo.
—Primero entró solo uno. Como el que te seguía a ti. Luego ése dejó entrar a los otros.
—¿Es que hay más de un tipo? —preguntó Hendricks alarmado.
—El muchachito. David. David con su oso de felpa. Es la tercera variedad. La más
eficaz.
—¿Qué otros tipos hay?
Epstein buscó en su capote.
—Mira —sacó un montón de fotografías y las extendió sobre la mesa; iban atadas
todas en una cinta—. Sírvete tú mismo.
Hendricks desató la cinta.
—Ya ves —dijo Rudy Maxer—. Por eso queríamos entablar conversaciones de paz.
Quiero decir, los rusos. Lo descubrimos hace una semana. Descubrimos que vuestras
garras empezaban a hacer nuevos diseños por su cuenta. Nuevos tipos. Mejores. En
vuestras fábricas subterráneas detrás de nuestras líneas. Los dejasteis que se fabricaran
y se repararan por su cuenta. Los hicisteis cada vez más perfeccionados. Lo que ha
sucedido es culpa vuestra.
Hendricks examinó las fotografías. Habían sido sacadas precipitadamente; estaban
movidas y eran confusas. Las primeras mostraban... a David. David caminando solo.
David y otro David. Tres David. Todos exactamente iguales. Todos con un astroso oso de
felpa.
Todos patéticos.
—Mira los otros —dijo Tasso.
La siguiente fotografía, tomada a gran distancia, mostraba a un soldado de elevada
estatura herido sentado al borde del camino, con un brazo en cabestrillo, un muñón de
pierna. Luego dos soldados heridos, los dos iguales. Hombro con hombro.
—Esta es la primera variedad. El soldado herido. —Klaus se inclinó y cogió las
fotografías—. ¿Te das cuenta? Las garras fueron diseñadas para atrapar seres humanos.
Para encontrarlos. Cada tipo mejoraba el anterior. Llegaron muy lejos, lograron superar
nuestras defensas e introducirse en nuestras líneas. Pero mientras eran sólo máquinas,
esferas metálicas con garras, cuernos y sensores, podíamos localizarlas y destruirlas
como a cualquier otro objeto. Podían detectarse como robots mortíferos en cuanto les
viésemos. En cuanto les viésemos...
—La primera variedad arrasó nuestra ala norte —dijo Rudi—. Tardamos mucho tiempo
en darnos cuenta. Cuando lo hicimos, ya era demasiado tarde. Llegaban, soldados
heridos, llamaban, y pedían que les dejáramos entrar. Y les dejábamos preparados contra
las máquinas...
—Entonces se pensó que sólo había un tipo —dijo Klaus Epstein—. Nadie sospechaba
que hubiese otro. Nos pasaron las fotografías. Cuando os enviamos el emisario, sólo
conocíamos un tipo. La primera variedad. El gran soldado herido. Creíamos que no había
más.
—Vuestra línea cayó con...
—Con la tercera variedad. David y su oso. Funcionó aún mejor. —Klaus sonrió
amargamente—. A los soldados les gustan mucho los niños. Los trajimos e intentamos
alimentarlos. Descubrimos después lo que eran. Lo descubrieron los que estaban en el
bunker.
—Nosotros tres tuvimos suerte —dijo Rudi—. Klaus y yo estábamos... haciéndole una
visita a Tasso cuando pasó. Esta es su casa —indicó con un gesto. Esta pequeña celda.
Acabamos y subimos por la escalerilla otra vez. Lo vimos desde el cerro. Estaban allí,
alrededor del bunker. Aún había lucha. David y su oso. Eran centenares Klaus sacó las
fotografías.
Klaus ató de nuevo las fotografías.
—¿Y esto está pasando a lo largo de toda vuestra líneas? —dijo Hendricks.
—Sí.
—¿Y nuestras líneas? —Inconscientemente, acarició el tab de su brazo. ¿Pueden...?
—A ellos no les afectan vuestros tabs radiactivos. A ellos les da igual rusos o
americanos o polacos o alemanes. Todos son lo mismo. Ellos hacen aquello para lo que
están diseñados. Persiguen a la vida, donde la encuentren.
—Se orientan por el calor —dijo Klaus—. Así los construisteis desde el principio. Por
supuesto, los que vosotros construisteis podéis mantenerlos a raya con los tabs
radioactivos. Pero ahora han burlado esto. Estas nuevas variedades están cubiertas de
capas de plomo.
—¿Cuál es la otra variedad? —preguntó Hendricks—. El tipo David, el soldado herido...
¿Cuál es el otro?
—No lo sabemos. —Klaus señaló hacia la parte superior de la pared. Había dos placas
de metal, melladas en los bordes. Hendricks se levantó y las examinó. Estaban dobladas
y dentadas.
—La de la izquierda procede de un soldado herido —dijo Rudi—. Cogimos uno. Iba
hacia nuestro viejo bunker. Le disparamos desde el cerro, como al David que venía
contigo.
En la placa había un sello: I-V. Hendricks examinó la otra placa.
—¿Y esta es del tipo David?
—Sí. —La placa también tenía un sello: III-V.
Klaus las contempló, inclinado sobre el ancho hombro de Hendricks.
—Ya ves lo que nos espera. Hay otro tipo. Quizá lo abandonasen. Quizás no
funcionase. Pero tiene que haber una segunda variedad. Tenemos la uno y las tres.
—Tuviste suerte —dijo Rudi—. El David te siguió hasta aquí sin tocarte. Probablemente
pensó que le meterías en algún bunker.
—Entra uno y se acabó —dijo Klaus—. Son muy rápidos. Si entra uno entran todos.
Son inflexibles. Máquinas con un objetivo. Sólo fueron construidas para una cosa —se
limpió el sudor del labio.
Quedaron silenciosos.
—Dame otro cigarrillo, yanqui —dijo Tasso—. Son buenos. Casi me había olvidado de
cómo eran.
Era de noche. El cielo estaba negro. No se veían estrellas entre las nubes de ceniza.
Klaus levantó cautelosamente la compuerta para que Hendricks pudiese mirar afuera.
Rudi señaló en la oscuridad.
—Hacia allí están los búnkers. Donde estábamos nosotros. No hay más de un
kilómetro de distancia. Fue pura casualidad que Klaus y yo no estuviésemos allí cuando
pasó. Debilidad. Nos salvó nuestra lujuria.
—Todos los demás deben haber muerto —dijo Klaus con voz queda—. Fue todo muy
rápido. Esta mañana el politburó tomó la decisión. Nos lo notificaron... al puesto de
mando. Enviamos inmediatamente un emisario. Le vimos salir hacia vuestras líneas. Le
cubrimos hasta que le perdimos de vista.
—Alex Radrivsky. Los dos le conocíamos. Desapareció hacia las seis. Acababa de salir
el sol. Hacia el mediodía Klaus y yo teníamos una hora de descanso. Salimos y nos
alejamos de los búnkers. No había nadie observándonos. Vinimos aquí. Antes había sido
un pueblo, unas cuantas casas, una calle. Esta bodega era parte de una gran casa de
campo. Sabíamos que Tasso estaría aquí, oculta en su refugio. Ya habíamos venido
antes. Y venían aquí otros de los búnkers. Por casualidad hoy era nuestro turno.
—Por eso nos salvamos —dijo Klaus—. Casualidad. Podrían haber sido otros. Bueno...
acabamos, y cuando salimos a la superficie y miramos hacia los búnkers les vimos, a los
David. Lo comprendimos inmediatamente. Habíamos visto las fotografías de la primera
variedad, el soldado herido. Nuestro comisario las distribuyó con una explicación. Si
hubiésemos dado otro paso nos habrían visto. Hubiésemos tenido que destruir a los David
para volver. Había cientos, por todas partes. Como hormigas. Sacamos las fotos y
volvimos aquí, y cerramos.
—No hay mucho problema cuando se trata de uno solo. Somos más rápidos que ellos.
Pero ellos son inexorables. No son como los seres vivos. Avanzaban directamente contra
nosotros. Y nosotros los desintegramos.
El mayor Hendricks se apoyó en el borde de la compuerta, ajustando sus ojos a la
oscuridad.
—¿No es peligroso levantar la compuerta?
—Hay que tener cuidado. ¿Cómo podrías si no utilizar tu transmisor?
Hendricks alzó lentamente el pequeño transmisor del cinturón. Lo apretó contra su
oído. El metal estaba frío y húmedo. Sopló en el micrófono y levantó la corta antena. En
su oído un leve murmullo.
—Sí, desde luego.
Pero aún vacilaba.
—Te meteremos dentro si pasa algo —dijo Klaus.
—Gracias. —Hendricks esperó un momento, poniéndose el transmisor en el hombro—.
Es interesante, ¿verdad?
—¿Qué?
—Esto, lo de los nuevos tipos. Las nuevas variedades de garras. Estamos
completamente a su merced, ¿no es cierto? Es muy probable que a estas horas hayan
alcanzado también las líneas de la ONU. Eso me hace preguntarme si no veremos pronto
el comienzo de una nueva especie. La nueva especie. Evolución. La raza que sucederá al
hombre.
Rudi lanzó un gruñido.
—No habrá ninguna raza después del hombre.
—¿No? ¿Por qué? Puede que estemos presenciando el fin de los seres humanos, el
nacimiento de una sociedad nueva.
—No hay una raza. Son asesinos mecánicos. Los hicisteis para destruir. Sólo pueden
hacer esto. Son máquinas con un trabajo.
—Eso parece ahora. Pero, ¿y después? Cuando acabe la guerra. Quizás muestren sus
auténticas potencialidades cuando no haya seres humanos que destruir.
—¡Hablas como si estuviesen vivos!
—¿No lo están?
Hubo un silencio.
—Son máquinas —dijo Rudi—. Parecen personas, pero son máquinas.
—Usa tu transmisor, mayor —dijo Klaus—. No podemos quedarnos aquí eternamente.
Sujetando con firmeza el transmisor, Hendricks emitió el código del bunker de mando.
Esperó, escuchando atento. Ninguna respuesta. Sólo silencio. Comprobó cuidadosamente
las claves. Todo estaba en su sitio.
—¡Scott! —gritó en el micrófono. ¿Puedes oírme?
Silencio. Elevó la potencia al máximo y lo intentó otra vez. Sólo ruidos parásitos.
—No capto nada. Quizá me oigan y no quieran contestar.
—Diles que es una emergencia.
—Creerán que están obligándome a llamar. Que me obligáis vosotros. —Lo intentó de
nuevo, transmitiendo brevemente lo que había descubierto. Pero sólo le respondieron
ruidos parásitos.
—Las lagunas radiactivas eliminan la mayor parte de la transmisión —dijo Klaus al
cabo de un rato. A lo mejor es eso.
Hendricks dejó el transmisor.
—Es inútil. No contestan. ¿Lagunas de radiación? Puede. O quizá me oigan y no
quieran contestar. Yo haría lo mismo, francamente, si un emisario intentase llamar desde
las líneas soviéticas. No tienen por qué creer lo que les digo. Pueden haberlo oído todo...
—O quizá sea demasiado tarde.
Hendricks asintió.
—Será mejor que cerremos —dijo Rudi, nervioso—. No tenemos por qué correr riesgos
innecesarios.
Descendieron lentamente por el túnel. Klaus encajó con firmeza la compuerta. Entraron
en la cocina. La atmósfera resultaba pesada y opresiva.
—¿Podrían actuar tan deprisa? —dijo Hendricks—. Salí del bunker al mediodía. Hace
diez horas. ¿Cómo pudieron hacerlo tan deprisa?
—No tardan mucho. Desde que entra el primero. Ya sabes lo que pueden hacer las
garras pequeñas. Estas son increíbles. Tienen cuchillas en cada dedo. Es una locura.
—Haré una cosa —dijo Hendricks, dándoles la espalda.
—¿Qué cosa? —dijo Rudi.
—La base lunar. Dios mío, si hubiesen llegado allí...
—¿La base lunar?
Hendricks se volvió.
—Es imposible que lleguen a la base lunar. No hay ninguna posibilidad. No puedo
creerlo.
—¿Qué es esa base lunar? Hemos oído rumores, pero nada claro. ¿Cuál es la
situación? Pareces preocupado.
—Recibimos suministros de la luna. Allí están los gobiernos, bajo la superficie lunar.
Todo nuestro pueblo y nuestras industrias. Por eso podemos continuar la lucha. Si estos
monstruos consiguiesen llegar a la luna...
—Basta con que llegue uno. En cuanto llega uno introduce a los demás. Cientos, todos
iguales. Tendrías que haberlos visto. Idénticos. Como hormigas.
—Socialismo perfecto —dijo Tasso. —El ideal del estado comunista. Todos los
ciudadanos intercambiables.
Klaus lanzó un gruñido colérico.
—Ya basta. ¿Bueno, qué hacemos?
Hendricks paseaba por la habitación. El aire olía a comida y sudor. Los otros le
observaban. Tasso cruzó la cortina y entró en la habitación contigua.
—Voy a dormir un poco.
La cortina se cerró tras ella. Rudi y Klaus se sentaron a la mesa, sin dejar de observar
a Hendricks.
—Es asunto vuestro —dijo Klaus—. Nosotros no conocemos vuestra situación.
Hendricks asintió.
—Es un problema. —Rudi bebió un sorbo de café, que echó en su taza de un oxidado
puchero. —Estaremos seguros aquí durante un tiempo, pero no podemos quedarnos
siempre. No tenemos reservas de alimentos suficientes.
—Pero si salimos fuera...
—Si salimos nos cogerán. O pueden cogernos. Sería lo más probable. No podríamos ir
muy lejos. ¿A qué distancia queda el bunker de mando americano, mayor?
—¿Y si están ya allí? —dijo Klaus.
Rudi se encogió de hombros.
—En ese caso volveremos aquí.
Hendricks dejó de pasear.
—¿Qué posibilidades hay según vosotros de que hayan llegado ya a las líneas
americanas?
—Es difícil saberlo. Pero es bastante probable que hayan llegado ya. Están
organizados. Saben muy bien lo que hacen. En cuanto empiezan son como una plaga de
langostas. Tienen que seguir moviéndose, y deprisa. Se basan en el engaño y en la
velocidad. Antes de que te des cuenta ya están dentro.
—Comprendo —murmuró Hendricks.
Tasso se agitó en la otra habitación.
—¿Mayor?
Hendricks apartó la cortina.
—¿Qué?
Tasso le miró lánguidamente desde el catre.
—¿Te quedan más cigarrillos americanos?
Hendricks entró en la habitación y se sentó frente a ella en un taburete de madera.
Hurgó en los bolsillos.
—No. No me queda ninguno.
—Qué lástima.
—¿De qué nacionalidad eres tú? —preguntó Hendricks tras de una pausa.
—Rusa.
—¿Cómo llegaste aquí?
—¿Aquí?
—Esto era Francia. Una parte de Normandía. ¿Viniste con el ejército soviético?  
—¿Por qué?  
—Pura curiosidad.
La examinó detenidamente. Se había quitado la guerrera y la había echado a los pies
del catre. Era joven, unos veinte. Esbelta. Su largo pelo se derramaba sobre la almohada.
Le miraba en silencio, con unos ojos grandes y oscuros.
—¿Qué piensas? —dijo Tasso.
—Nada. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
Ella continuaba observándole, sin pestañear los brazos detrás de la cabeza. Llevaba
pantalones y camisa del ejército ruso. Verde gris. Grueso cinturón de cuero con hebilla y
cartuchera. Botiquín.
—¿Perteneces al ejército soviético?
—No.
—¿Dónde conseguiste el uniforme?
—Me lo dieron —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—¿Qué edad tenías cuando... cuando viniste aquí?
—Dieciséis.
—¿Tan joven?
Ella achicó los ojos.
—¿Qué quieres decir?
Hendricks se rascó la barbilla.
—Tu vida habría sido muy diferente de no ser por la guerra. Dieciséis. Viniste aquí a los
dieciséis. A vivir de este modo.
—Tenía que sobrevivir.
—No estoy moralizando.
—Tu vida habría sido también muy distinta —murmuró Tasso; se inclinó y se
desabrochó una de las botas; se desprendió de ella de una patada—. Mayor, ¿por qué no
te vas a la otra habitación? Tengo sueño.
—Va a ser un problema, los cuatro aquí. Resultará difícil vivir en este espacio. ¿Sólo
hay dos habitaciones?
—Sí.
—¿Qué tamaño tenía originariamente el sótano? ¿Era mayor? ¿Hay otras habitaciones
llenas de escombros? Quizá pudiéramos despejar una.
—Puede. En realidad no lo sé. —Tasso se aflojó el cinturón; se acomodó en la litera y
se desabrochó la camisa—. ¿Estás seguro de que no tienes más cigarrillos?
—Sólo tenía aquel paquete.
—Qué lástima. Quizá podríamos encontrar alguno si volviésemos a tu búnker. —Soltó
la otra bota; luego buscó el cordón de la luz. Buenas noches.
—Vas a dormir?
—Eso es.
La habitación se hundió en la oscuridad. Hendricks se levantó, cruzó la cortina y entró
en la cocina.
Y se detuvo, rígido.
Rudi estaba contra la pared, la piel blanca y brillante. Abría y cerraba la boca, pero sin
emitir ningún sonido. Frente a él estaba Klaus, que le clavaba en el estómago el cañón de
su pistola. Ninguno de los dos se movía. Klaus estaba serio, sujetando con firmeza la
pistola. Rudi, pálido y silencioso, pegado a la pared.
—Pero ¿qué...? —murmuró Hendricks, pero Klaus le interrumpió.
—Tranquilo, mayor. Acércate. Tu pistola. Saca tu pistola.
Hendricks sacó su pistola.
—Pero ¿qué pasa?
—Cúbrele —Klaus le empujó hacia adelante. A mi lado. ¡Aprisa!
Rudi se movió un poco y bajó los brazos. Se volvió a Hendricks, lamiéndose los labios.
Sus ojos brillaban ferozmente. Tenía la frente empapada de sudor que le goteaba por las
mejillas. Fijó sus ojos en Hendricks.
—Mayor, se ha vuelto loco. Deténgale la voz de Rudi era áspera y sorda, casi
inaudible.
—¿Qué Pasa? —preguntó Hendricks.
Sin bajar la pistola, Klaus contestó:
—Mayor, ¿se acuerda de nuestra discusión? ¿Se acuerda de las tres variedades?
Conocíamos la una y la tres. Pero no conocíamos la dos. O no la conocíamos hasta
ahora. —Los dedos de Klaus se apretaron alrededor de la culata e su pistola—. No la
conocíamos, pero ya la conocemos.
Apretó el gatillo. De la pistola brotó un fogonazo blanco y cálido que rodeó a Rudi.
—Mayor, esta es la segunda variedad.
—¡Klaus! ¿Qué hiciste?
Klaus se volvió, apartando los ojos de la forma chamuscada que se desmoronaba
gradualmente por la pared al suelo.
—La segunda variedad, Tasso. Ahora la conocemos. Hemos identificado los tres tipos.
Hay menos peligro. Yo...
Tasso contempló los restos de Rudi, los ennegrecidos y retorcidos fragmentos entre
trozos de tela.
—Le mataste.
—No lo lamentes. No era un hombre. Estaba vigilándole. Tenía el presentimiento, pero
no estaba seguro. Al menos, no estuve seguro antes. Pero esta tarde me convencí. —
Klaus frotó la culata de la pistola, nervioso. —Tenemos suerte. ¿No os dais cuenta? Otra
hora aquí y podría...
—¿Estás seguro? —Tasso se inclinó sobre los humeantes restos del suelo; su
expresión se endureció—. Mayor, véalo usted mismo. Huesos. Carne.
Hendricks se inclinó también. Eran restos humanos. Carne chamuscada, fragmentos de
huesos carbonizados, un trozo de cráneo. Ligamentos, vísceras, sangre. Sangre
formando un estanque junto a la pared.
—No hay ninguna pieza —dijo Tasso quedamente, se levantó. No hay ruedas ni piezas
ni relés. Ni garras. Nada de segunda variedad. —Cruzó los brazos—. Tendrás que
explicar esto.
Klaus se sentó junto a la mesa, súbitamente pálido.
—Suéltalo de una vez —dijo Tasso, cerrando una mano sobre su hombro. ¿Por qué lo
hiciste? ¿Por qué le mataste?
—Estaba asustado —dijo Hendricks—. Todo esto, todo este asunto...
—Puede.
—¿Qué entonces? ¿Qué piensas?
—Creo que puedes haber tenido una razón para matar a Rudi. Una buena razón.
—¿Qué razón?
—Quizá Rudi descubriese algo.
Hendricks examinó su sombría cara.
—¿Sobre qué? —preguntó.
—Sobre él. Sobre Klaus.
Klaus alzó la vista rápidamente.
—Supongo que te das cuenta de lo que quiere decir. Ella cree que yo soy la segunda
variedad. ¿Comprendes, mayor? Ahora quiere que creas que le maté a propósito. Que
soy...
—¿Por qué le mataste, entonces? —dijo Tasso.
—Ya te lo dije —respondió Klaus—. Creí que era una garra. Creí que le había
descubierto.
—¿Por qué?
—Había estado vigilándole. Tenía sospechas.
—¿Por qué?
—Porque tenía ciertos datos. Oí algo. Creí oírle... como girar de ruedas dentro de él.
Hubo un silencio.
—¿Crees eso? —dijo Tasso a Hendricks.
—Sí. Creo lo que dice.
—Yo no. Yo creo que mató a Rudi a sabiendas —Tasso cogió el fusil que había en el
rincón—. Mayor...
—No —Hendricks hizo un gesto decidido. —Acabemos con esto ahora mismo. Basta
con uno. Tenemos miedo, lo mismo que él. Si le matamos haremos lo que él hizo a Rudi.
Klaus le miro agradecido.
—Gracias. Tenía miedo. Lo comprendes, ¿verdad? Ahora tiene miedo ella, como lo
tenía yo. Quiere matarme.
—No habrá más muertes —dijo Hendricks, dirigiéndose hacia la escalerilla—. Voy a
subir y probar suerte con el transmisor otra vez. Si puedo localizarles volveremos a mis
líneas mañana por la mañana.
Klaus se levantó inmediatamente.
—Subiré contigo y te echaré una mano.
El aire de la noche era frío. La tierra estaba refrescándose. Klaus respiró
profundamente, llenando sus pulmones. El y Hendricks salieron del túnel y pisaron el
suelo de la superficie. Klaus, plantado y con las piernas separadas, el fusil dispuesto,
observaba y escuchaba. Hendricks acuclillado junto a la boca del túnel, accionando el
pequeño transmisor.
—¿Hay suerte? —preguntó Klaus.
—Aún no.
—Sigue intentándolo. Diles lo que pasa.
Hendricks siguió intentándolo. Sin éxito. Por fin bajó la antena.
—Es inútil. No me oyen. O me oyen y no quieren contestar. O...
—O no existen.
—Lo intentaré otra vez —Hendricks alzó la antena—. Scott, ¿me oyes?
Escuchó. Sólo ruidos parásitos. Luego, muy desmayadamente...
—Aquí Scott.
—¡Scott! ¿Eres tú?
—Aquí Scott.
Klaus se arrodilló a su lado.
—¿Es tu puesto de mando?
—Scott, escucha. ¿Me oyes? ¿Recibiste lo de las garras? ¿Recibiste el mensaje? ¿Me
oyes?
—Sí. —Desmayadamente. Casi inaudible. Apenas si podía diferenciar la palabra.
—¿Recibisteis mi mensaje? ¿Va todo bien ahí? ¿No ha conseguido entrar ninguno?
—Todo bien aquí.
La voz se hizo más débil.
—No.
Hendricks se volvió a Klaus.  
—Están bien.
—¿Les han atacado?
—No. —Hendricks apretó el auricular junto a su oído—. Scott, no te oigo apenas. ¿Has
notificado a la base lunar? ¿Lo saben ellos? ¿Los habéis alertado?
No hubo respuesta.
—¡Scott! ¿Me oyes?
Silencio.
Hendricks se relajó y se sentó en el suelo.
—Se fue. Deben ser las lagunas radioactivas.
Hendricks y Klaus se miraron. Ninguno de los dos dijo nada. Por fin, al cabo de un rato,
habló Klaus:
—¿Era la voz de alguno de tus hombres? ¿Pudiste identificar la voz?
—Se oía muy mal.
—¿No puedes estar seguro?
—No.
—Entonces podría haber sido...
—No sé. Ahora ya no estoy seguro. Volvamos abajo y cerremos la compuerta.
Bajaron lentamente por la escalerilla y volvieron al cálido sótano. Klaus aseguró el
cierre de la compuerta. Tasso les esperaba, seria y grave.
—¿Hubo suerte? —preguntó.
Ninguno de los dos contestaba.
—Bueno —dijo por fin Klaus—. ¿Qué piensas, mayor? ¿Era tu oficial, o era uno de
ellos?
—No lo sé.
—Entonces estamos como antes.
Hendricks miró al suelo, apretando las mandíbulas.
—Tenemos que ir. Para asegurarnos.
—De todos modos sólo tenemos comida aquí para unas semanas. Tendremos que salir
a la fuerza.
—Eso parece.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Tasso—. ¿Conseguisteis contacto con el bunker?
¿Cuál es el problema?
—Podía haber sido uno de mis hombres —dijo lentamente Hendricks—. O podría haber
sido uno de ellos. Pero quedándonos aquí no lo sabremos nunca. —Miró su reloj—.
Apaguemos y durmamos un poco. Tenemos que levantarnos temprano mañana.
—¿Temprano?
—El mejor momento para pasar entre las garras es por la mañana temprano —dijo
Hendricks.
 
Era una mañana cruda y clara. El mayor Hendricks estudió el paisaje con sus
prismáticos.
—¿Ves algo? —dijo Klaus.
—No.
—¿Distingues nuestros búnkers?
—¿Hacia dónde quedan?
—Allí. —Klaus tomó los prismáticos y los ajustó.
—Yo sé dónde mirar. —Miró largo rato, silencioso.
Tasso llegó a la cima del túnel y salió a la superficie.
—¿Alguna cosa?
—No. —Klaus devolvió los prismáticos a Hendricks—. Están desenfocados. Vamos. No
nos quedemos aquí.
Bajaron los tres por la ladera del cerro, deslizándose sobre la suave ceniza. Tras una
piedra lisa vigilaba una lagartija. Se pararon instantáneamente, rígidos.
—¿Qué fue? —murmuró Klaus.
—Una lagartija.
La lagartija echó a correr entre las cenizas. Era exactamente del mismo color.
—Adaptación perfecta —dijo Klaus—. Prueba que tenemos razón. La tiene Lysenko,
quiero decir.
Llegaron al pie de la ladera y se detuvieron, muy juntos, mirando alrededor.
—Vamos —dijo Hendricks—. Hay mucho camino a pie.
Klaus se colocó a su lado. Tasso caminaba detrás, con la pistola preparada.
—Mayor, quería preguntarle una cosa —dijo Klaus—. ¿Cómo encontraste al David? El
que venía contigo...
—Lo encontré por el camino. En unas ruinas.
—¿Que te dijo?
—No mucho. Dijo que estaba sólo.
—¿No pudiste percibir que era una máquina? ¿Hablaba como un ser humano? ¿Nunca
lo sospechaste?
—Es extraño, esas máquinas son tan parecidas a las personas que pueden engañarle.
Casi vivas. Me pregunto cómo acabará esto.
—Se dedican a hacer aquello para lo que las diseñasteis vosotros los yanquis —dijo
Tasso. —Las creasteis para perseguir la vida y destruirla. La vida humana. En donde la
encuentren.
Hendricks observaba atentamente a Klaus.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿En qué piensas?
—En nada —contestó Klaus.
—Klaus piensa que tú eres la segunda variedad —dijo tranquilamente Tasso detrás de
él—. Ahora ha puesto los ojos en ti.
Klaus enrojeció.
—¿Por qué no? Nosotros enviamos un emisario a las líneas yanquis y volvió él. Quizá
pensara que encontraría aquí buena caza.
—Yo vine de los búnkers de la ONU —dijo Hendricks con una risa áspera—. Y allí
estaba rodeado de seres humanos.
—Quizá pensaste que era una oportunidad de entrar en las líneas soviéticas. Quizá
pensases que era tu oportunidad. Quizá...
—Las líneas soviéticas estaban ya invadidas. Invadieron vuestras líneas antes de que
yo saliese de mi búnker. No olvides eso.
Tasso se colocó a su lado.
—Eso no prueba nada, mayor.
—¿Por qué no?
—Parece ser que hay poca comunicación entre las variedades. Todas son de fábricas
distintas. No parecen trabajar conjuntamente. Podrías haber salido hacia las líneas
soviéticas sin saber lo que hacían las otras variedades. O incluso cómo eran las otras
variedades.
—¿Cómo sabes tú tanto sobre las garras? —dijo Hendricks.
—Las he visto. Las observé. Vi cómo tomaban los búnkers soviéticos.
—Mucho sabes tú —dijo Klaus—. En realidad viste muy poco. Es extraño que fueses
tan buena observadora.
Tasso se echó a reír.
—¡No sospecharás de mí ahora!
—Olvídalo —dijo Hendricks. Siguieron caminando en silencio.
—¿Vamos a hacer todo el camino a pie? —dijo Tasso, al cabo de un rato. No estoy
acostumbrada a andar:
Miró a su alrededor, contemplando la llanura cenicienta que se extendía por todas
partes hasta el horizonte.
—Qué desolación —exclamó.
—Es así por todas partes —dijo Klaus.
—En cierto modo hubiese preferido que estuvieses en tu búnker cuando llegó el
ataque.
—Algún otro hubiese estado contigo, en ese caso —murmuró Klaus.
Tasso se echó a reír, metiéndose las manos en los bolsillos.  
—Supongo que si.
Siguieron caminando, los ojos fijos en el horizonte de la vasta llanura de silente ceniza
que les rodeaba.
Se ponía el sol. Hendricks avanzaba lentamente, con Tasso y Klaus detrás. Klaus se
sentó, apoyando su arma contra el suelo.
Tasso encontró una losa de hormigón y se sentó exhalando un suspiro.
—Es mejor que nos tomemos un descanso.
—Silencio, estate quieta —dijo Klaus ásperamente.
Hendricks subió hasta la cima del montículo que había ante ellos. La misma cima a la
que había subido el emisario ruso el día anterior. Hendricks se echó al suelo, y tumbado
miró con sus prismáticos lo que había más allá.
No se veía nada. Sólo ceniza y algún árbol. Pero allí, a no más de cincuenta metros,
estaba la entrada del búnker. El bunker del que él había salido. Hendricks observaba en
silencio. Ningún movimiento. Ningún signo de vida. Nada revivía.
Klaus se deslizó junto a él.
—¿Dónde está?
—Allá abajo.
Hendricks le pasó los prismáticos. Nubes de ceniza cruzaban el cielo del crepúsculo. El
mundo oscurecía. Aún les quedaban un par de horas de luz, como máximo.
Probablemente menos.
—No veo nada —dijo Klaus.
—Aquel árbol de allí. El tocón. Junto a la pila de ladrillos. La entrada está a la derecha
de los ladrillos.
—Tendré que creerlo.
—Tú y Tasso cubridme desde aquí. Yo exploraré el camino hasta la entrada del
búnker.
—¿Bajarás solo?
—Con mi tab de muñeca estaré seguro. El terreno que rodea al búnker es un hervidero
de garras. Se esconden en la ceniza. Como cangrejos. Vosotros, sin tabs, no podríais
hacer nada.
—Quizá tengas razón.
—Caminaré lentamente. Tan pronto como esté seguro...
—Si están dentro del búnker no podrás volver aquí. Son muy rápidos. ¿Es que no te
das cuenta?
—¿Qué sugieres?
Klaus se quedó pensativo.
—No sé. Lo mejor sería conseguir que subieran a la superficie. Así podrías ver.
Hendricks sacó su transmisor del cinturón, alzando la antena.
—De acuerdo, lo haremos.
Klaus hizo una señal a Tasso. Tasso subió diestramente la ladera de la colina hasta
donde estaban.
—Va a bajar solo —dijo Klaus—. Le cubriremos desde aquí. En cuanto le veas
retroceder, dispara. Son muy rápidos.
—No eres muy optimista —dijo Tasso.
—No, no lo soy.
Hendricks comprobó cuidadosamente su arma.
—Puede que no haya ningún problema.
—Es que no los viste. Centenares. Todos son iguales. Como hormigas.
—Podré descubrir si están ahí sin necesidad de bajar. —Hendricks montó su arma, la
sujetó con firmeza y cogió el transmisor con la otra mano. En fin, deseadme suerte.
Klaus le tendió la mano.
—No bajes hasta estar seguro. Habla con ellos desde arriba. Que se muestren.
Hendricks bajó la ladera de la colina.
Momentos después caminaba lentamente hacia la pila de ladrillos y escombros junto al
tronco muerto. Hacia la entrada del búnker de mando.
Nada se movía. Accionó el transmisor.  
—¿Scott? ¿Me oyes?
Silencio.
—¡Scott! Soy Hendricks. ¿Me oyes? Estoy a la entrada del búnker. Tenéis que verme
en la pantalla de visión.
Escuchó, apretando con fuerza el transmisor. Ningún sonido. Sólo ruidos parásitos.
Siguió caminando. Una garra salió de la ceniza y corrió hacia él, lo examinó atentamente,
y luego se colocó detrás, perrunamente respetuosa, siguiéndole a unos pasos de
distancia. Un momento después se le unió otra gran garra. Las garras le seguían
silenciosas, mientras él caminaba lentamente hacia el búnker.
—¡Scott! ¿Me oyes.? Estoy a la puerta. Aquí afuera. En la superficie. ¿Me escuchas?
Esperó, apretando contra el costado la pistola, mientras mantenía el transmisor pegado
a la oreja. Se esforzaba por oír, pero sólo había silencio y vagos ruidos parásitos.
Luego, clara y metálica, sonó una voz:  
—Aquí Scott.
Era una voz neutra. Fría. No podía identificarla. Pero el auricular era preciso.
—Scott, escucha. Estoy aquí arriba. Estoy en la superficie, frente a la entrada del
búnker.
—Sí.
—¿Me ves?
—Sí.
—¿Por la pantalla visual? ¿Me tienes enfocado?
—Sí.
Hendricks meditó unos instantes sobre la situación. Le rodeaba un círculo de pacientes
garras.
—¿Va todo bien en el bunker? ¿No ha pasado nada especial?
—Todo va bien.
—¿Podrías subir a la superficie? Quiero verte un momento. —Hendricks respiró
profundamente. Sube aquí conmigo, quiero hablarte.
—Baja.
—Sube, es una orden.
Silencio.
—¿Subes? —Hendricks escuchó; no había respuesta—. Te ordeno que subas a la
superficie.
—Baja.
Hendricks apretó las mandíbulas.  
—Ponme con Leone.
Hubo una larga pausa. Escuchaba ruidos parásitos. Luego llego otra voz, firme, sólida,
metálica. Igual que la anterior.
—Aquí Leone.
—Hendricks. Estoy en la superficie. A la entrada del búnker. Quiero que subáis uno
aquí.
—Baja.
—¿Por qué? ¡Es una orden!
Silencio, Hendricks bajó el transmisor. Miró cautelosamente a su alrededor. La entrada
estaba frente a él. Casi a sus pies. Bajó la antena y fijó el transmisor al cinturón.
Cuidadosamente, sujetó su arma con ambas manos. Avanzó, paso a paso. Si podían
verle sabían que se dirigía a la entrada. Cerró los ojos un momento.
Luego puso un pie en el primer escalón.
Dos David subieron hacia él, sus caras idénticas e inexpresivas. Los desintegró en
partículas. Seguían subiendo silenciosamente, todo un ejército. Todos exactamente
iguales.
Hendricks dio la vuelta y echó a correr, lejos del bunker, hacia la colina.
En la cima de la colina, Tasso y Klaus dispararon. Las garras pequeñas subían ya
hacia ellos, brillantes y rápidas cual esferas de metal, surcando frenéticas las ceniza. Pero
no tenía tiempo de pararse a pensar. Se arrodilló, apuntando con su pistola hacia la
entrada del búnker. Los David salían en grupos, con sus ositos de felpa. sus flacas y
huesudas piernas resonando al subir los escalones hacia la superficie. Hendricks disparó
contra la masa principal. Estallaron, desparramando engranajes y muelles en todas
direcciones. Disparó de nuevo, entre la niebla de partículas.
Una figura gigantesca surgió de la entrada del búnker, alta y vacilante. Hendricks la
contempló sorprendido. Un hombre, un soldado. Con una pierna sólo, apoyándose en una
muleta.
—¡Mayor! —era la voz de Tasso. Más disparos. La inmensa figura avanzaba, con los
David hormigueando a su alrededor. Hendricks salió de su estupor. La primera variedad.
El soldado herido. Apuntó y disparó. El soldado se dispersó en piezas, casquillos, cables y
muelles por todas partes. Los David se esparcían por la llanura. Disparó una y otra vez,
retrocediendo lentamente y disparando.
Desde la cima de la ladera disparaba Klaus. La ladera hervía de garras que pretendían
subir. Hendricks retrocedió hacia el montículo, sin dejar de disparar. Tasso había dejado a
Klaus e iba lentamente bordeando hacia la derecha, apartándose de la cima.
Un David subió hacia él, con su carita blanca e inexpresiva y su pelo marrón colgando
sobre los ojos. Se inclinó súbitamente, abriendo los brazos. El oso de felpa saltó al suelo y
avanzó con él a saltos. Hendricks disparó. David y el oso se disolvieron. Era como un
sueño. Hendricks parpadeó.
—¡Sube aquí! —era la voz de Tasso. Hendricks se dirigió hacia ella. Estaba junto a
unas columnas de hormigón, de un edificio destruido. Disparaba por encima de él, con la
pistola que Klaus te había dado.
—Gracias. —Llegó junto a ella, jadeando por el esfuerzo. Ella le empujó detrás de las
columnas. Sacaba algo de su cinturón.
—¡Cierra los ojos!. —Sacó una bomba de la cintura y la activó. —Cierra los ojos y
tiéndete.
Tiró la bomba. Describió un arco y fue saltando hasta la entrada del búnker. Dos
soldados heridos estaban apostados junto a la pila de ladrillos. Seguían saliendo más
David, esparciéndose por la llanura. Uno de los soldados heridos se acercó a la bomba y
se agachó para cogerla.
La bomba estalló. La explosión hizo rodar a Hendricks por el suelo. El viento caliente lo
azotó. Vio a Tasso de pie tras las columnas, disparando lenta y metódicamente contra los
David que salían de las ardientes nubes de blanco fuego.
Parapetado en la cima Klaus, luchaba con un anillo de garras que le rodeaban.
Retrocedía, disparando contra ellas, intentando atravesar el anillo.
Hendricks se puso de pie trabajosamente. Le dolía la cabeza. Apenas veía. Todo te
daba vueltas. No podía mover el brazo derecho.
Tasso se acercó a él.
—Ven. Vamos.
—Klaus... está allá arriba.
—¡Vamos! —Tasso arrastró a Hendricks, apartándole de las columnas. Hendricks
movió la cabeza, intentando despejarla. Tasso andaba deprisa, los ojos duros y brillantes,
temerosa de las garras que habían escapado a la explosión.
De entre las rodantes nubes de llamas salió un David. Tasso lo desintegró. No
aparecieron más.
—Pero Klaus... ¿qué hacemos? —Hendricks se detuvo, vacilante—. El...
—¡Vamos!
Retrocedieron, apartándose cada vez más del búnker. Un grupo de garras les siguió
durante un rato, y luego les dejó y retrocedió. Por fin, Tasso se detuvo.
—Podemos parar aquí y recuperar fuerzas.
Hendricks se sentó en un montón de escombros. Se frotó el cuello, carraspeando.
—Dejamos a Klaus allí.
Tasso no contestó. Abrió su pistola y colocó un peine nuevo.
Hendricks la miró, desconcertado.
—Le dejaste allí aposta.
Tasso cerró la recámara. Miraba los montones de escombros que les rodeaban, con
cara inexpresivo. Como si buscase algo.
—¿Qué es? —preguntó Hendricks—. ¿Qué estás buscando? ¿Viene algo?
No comprendía. ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Qué esperaba? El no veía nada. Ceniza
por todas partes, ceniza y ruinas. Y de vez en cuando el tronco chamuscado de un árbol,
sin hojas ni ramas.
—¿Qué...?
Tasso le interrumpió.
—Quieto. —Achicó los ojos y sacó la pistola. Hendricks se volvió, siguiendo su mirada.
Por el camino que habían seguido ellos venía alguien. Caminaba cansinamente hacia
ellos. Tenía las ropas destrozadas. Cojeaba, y avanzaba muy lentamente. Se detenía de
vez en cuando a descansar y tomar aliento. Una vez estuvo a punto de caer. Se detuvo
un momento para recuperarse. Luego continuó.
Klaus.
Hendricks se incorporó.
—¡Klaus! —avanzó hacia él—. Cómo demonios...
Tasso disparó. Hendricks se volvió. Ella disparó de nuevo, por encima de él, un
mortífero trallazo de fuego. La llama alcanzó a Klaus en el pecho. Explotó, tuercas y
piezas volaron por el aire. Durante un instante continuó caminando. Luego se tambaleó y
se derrumbó en el suelo. Rodaron unos cuantos tornillos más.
Silencio.
Tasso se volvió a Hendricks.
—Ahora entenderás por qué mato a Rudi, supongo.
Hendricks volvió a sentarse lentamente. Estaba conmocionado. No podía pensar.
—Te das cuenta? —dijo Tasso. —¿Comprendes? —Hendricks no dijo nada. Tenía la
sensación de que todo se derrumbaba a su alrededor a gran velocidad. La oscuridad le
cubría.
Cerro los ojos.
 
Hendricks abrió los ojos lentamente. Le dolía todo el cuerpo. Intentó incorporarse, pero
sintió pinchazos de dolor en el brazo y en el hombro. Lanzó un gemido.
—No intentes levantarte —dijo Tasso. Se inclinó, poniendo su fría mano en la frente de
Hendricks.
Era de noche. En el cielo brillaban unas cuantas estrellas, entre las nubes de ceniza.
Hendricks estaba tendido y apretaba los dientes. Tasso le miraba impasible. Había hecho
una hoguera. El fuego ardía débilmente alrededor de un recipiente de metal que había
sobre él. Todo estaba en silencio. Inmóvil oscuridad fuera del círculo del fuego.
—Así que él era la segunda variedad —murmuró Hendricks.
—Lo supe desde el principio.
—¿Por qué no le descubriste antes?
—Me lo impediste tú. —Tasso se acercó al fuego para mirar el recipiente. —Café.
Estará listo dentro de un rato.
Se sentó de nuevo a su lado. Abrió la pistola y empezó a desmontar sus mecanismos,
examinándolos atentamente.
—Una hermosa pistola —dijo Tasso, medio hablando sola—. La técnica de
construcción es soberbia.
—¿Y qué me dices de ellas? De las garras.
—La explosión de la bomba acabó con la mayoría. Son delicadas. Un mecanismo muy
complejo, supongo.
—¿También los David?
—Si.
—¿Cómo tenías una bomba como aquélla?
Tasso se encogió de hombros.
—Nosotros la diseñamos. No deberías subestimar nuestra tecnología, mayor. Sin
aquella bomba ni tú ni yo estaríamos vivos ahora.
—Es muy eficaz.
Tasso estiró las piernas, aproximando los pies al calor del fuego.
—Me extrañaba que no te dieses cuenta después de que mató a Rudi. ¿Por qué crees
que...?
—Ya te lo dije. Creí que tenía miedo.
—¿De veras? Sabes, mayor, durante un tiempo sospeché de ti. Porque no me dejabas
que le matase. Creí que le protegías. —Se echó a reír.
—¿Estamos seguros aquí? —preguntó de pronto Hendricks.
—Por un tiempo. Hasta que lleguen refuerzos de otras zonas. —Tasso empezó a
limpiar los mecanismos de la pistola con un trapo. Terminó y la montó otra vez. Acarició
con los dedos la culata.
—Tuvimos suerte —murmuró Hendricks.
—Sí. Mucha suerte.
—Gracias por ayudarme.
Tasso no contestó. Alzó los ojos hacia él, brillantes a la luz del fuego. Hendricks se
examinó el brazo. No podía mover los dedos. Tenía todo el costado como dormido. Y
sentía un dolor sordo y firme.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Tasso.
—Tengo el brazo herido.
—¿Algo más?
—Heridas internas.
—No te agachaste lo suficiente cuando estalló la bomba.
Hendricks no contestó. Observó a Tasso servir el café en una cazuela de metal. Se la
pasó.
—Gracias. —Se esforzó en beber. Le resultaba difícil tragar; sentía vómitos, y le
devolvió el recipiente. No puedo beber más.
Tasso bebió el resto. Pasó un tiempo. Las nubes de ceniza cruzaban entre ellos y el
oscuro cielo. Hendricks descansaba, la mente en blanco. Al cabo de un rato se dio cuenta
de que Tasso estaba de pie a su lado, y que le miraba.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—¿Te sientes algo mejor?
—Algo.
—¿Sabes, mayor, que si no te hubiese traído hasta aquí te habrían liquidado? Estarías
muerto. Como Rudi.
—Lo sé.
—¿Quieres saber por qué lo hice? Podría haberte dejado. Podría haberte dejado allí.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque tenemos que largarnos de aquí. —Tasso avivó el fuego con una astilla, y
contempló fijamente las brasas—. Aquí no puede vivir ningún ser humano. Si vienen
refuerzos no podremos resistir. He pensado en todo esto mientras estabas inconsciente.
No creo que tarden más de tres horas en volver.
—¿Y esperas algo de mí?
—Eso es. Espero que encuentres un medio de salir de aquí.
—¿Por qué yo?
—Porque yo no conozco ninguno —le miró con ojos relampagueantes, firme y segura a
la media luz—. Si no das con un medio de salir de aquí, nos matarán en tres horas. Yo no
veo ninguna salida. ¿Qué dices tú? ¿Qué vas a hacer? He estado esperando toda la
noche. Aquí sentada mientras estabas inconsciente, esperando. Va a amanecer ya. Está
acabando la noche.
Hendricks lo pensó un momento.
—Es curioso —dijo al fin.
—¿Curioso?
—El que pensases que yo encontraría un medio de salir de aquí. ¿Qué creíste que
podía hacer yo?
—¿No puedes hacer que nos lleven a la base lunar?
—¿A la base lunar? ¿Cómo?
—Debe haber algún medio.
—No —dijo Hendricks—. No conozco ninguno.
Tasso no dijo nada. Por un instante su firme mirada vaciló. Bajó la cabeza, apartándola
bruscamente. Se levantó.
—¿Más café?
—No.
—Como quieras. —Tasso bebió en silencio. Hendricks no podía verle la cara. Estaba
tendido en el suelo, ensimismado en sus pensamientos, intentando concentrarse. Le
resultaba difícil pensar. Aún te dolía la cabeza. Y aún persistía la conmoción.
—Podría haber un medio —dijo de pronto.
—¿Sí?
—¿Cuánto falta para que amanezca?
—Dos horas. No tardará en salir el sol.
—Teóricamente tendría que haber una nave cerca de aquí. Yo nunca la he visto. Pero
sé que existe.
—¿Qué clase de nave?
—Un crucero.
—¿Podríamos ir en él a la base lunar?
—Teóricamente sí. En caso de emergencia. —Se rascó la frente.
—¿Qué te pasa?
—La cabeza. Me resulta difícil pensar. Apenas puedo... apenas puedo concentrarme.
Fue la bomba.
—¿Está cerca de aquí la nave? —Tasso se colocó a su lado, sentada—. ¿A qué
distancia? ¿Dónde está?
—Estoy intentando pensar.
Ella hundió sus dedos en el brazo de Hendricks.
—¿Está cerca? —su voz era como acero. —¿Dónde crees que está? ¿Estará bajo
tierra? ¿En un refugio subterráneo?
—Sí. En un hangar de almacenamiento.
—¿Cómo podemos localizarlo? ¿Hay alguna indicación? ¿Hay algún código que
permita identificarlo?
Hendricks se concentró.
—No. No hay ninguna indicación. Ningún código.
—¿Qué, entonces?
Una señal.
—¿Qué clase de señal?
Hendricks no contestó. A la vacilante luz de la hoguera, se le borraba la vista, y sus
ojos eran dos órbitas ciegas. Tasso hundió con más fuerza los dedos en su brazo.
—¿Qué clase de señal? ¿Qué es?
—Yo... no puedo pensar. Déjame que descanse.
—Está bien. —Tasso le dejó y se levantó. Hendricks se quedó tendido en el suelo, con
los ojos cerrados. Tasso se apartó de él, con las manos en los bolsillos. Dio una patada a
una piedra y se quedó mirando al cielo, la oscuridad de la noche empezaba a engrisecer.
Llegaba la mañana.
Tasso apretó su pistola y se puso a caminar alrededor de la hoguera. El mayor
Hendricks seguía en el suelo inmóvil, con los ojos cerrados. La línea gris fue alzándose en
el cielo cada vez más. Empezó a hacerse visible el paisaje, campos de ceniza en todas
direcciones. Ceniza y ruinas de edificios paredes, montones de hormigón, el tronco
desnudo de un árbol.
El aire era frío y áspero. Lejos, un pájaro lanzó unos cuantos gorjeos sombríos.
Hendricks se agitó. Abrió los ojos.  
—¿Amaneció? ¿Ya?
—Sí.
Hendricks se incorporó.
—Tú querías saber algo. Me preguntabas.
—¿Te acuerdas ahora?
—Sí.
—¿Qué es? ¿qué?
—Un pozo. Un pozo en ruinas. Debajo está el hangar de almacenamiento.
—Un pozo —Tasso pareció tranquilizarse—. Entonces encontraremos ese pozo. —
Miró su reloj—. Nos queda más o menos una hora, mayor. ¿Crees que lo encontraremos
en una hora?
—Ayúdame a levantarme —dijo Hendricks.
Tasso dejó su pistola y le ayudó.
—Va a ser dificil.
—Si, desde luego —dijo Hendricks, apretando los dientes—. No creo que lleguemos
muy lejos.
Empezaron a andar. El sol del alba les calentaba levemente. El terreno era desnudo y
liso, una extensión gris e inerte hasta el horizonte. Sobre ellos, muy arriba, hacían círculos
silenciosos y lentos unas cuantas aves.
—¿Ves algo? —dijo Hendricks—. ¿Ves alguna garra?
—No. Aún no.
Cruzaron unas ruinas, un montículo de hormigón y ladrillos. Unos cimientos. Las ratas
huían. Tasso se volvió hacia Hendricks.
—Esto era una ciudad —dijo Hendricks—. Un pueblo, más bien. Toda la zona llena de
viñedos.
Salieron a una calle destruida, con el pavimento lleno de fisuras y matorrales. A la
derecha brotaba una chimenea de piedra.
—Con cuidado —advirtió él.
Apareció ante ellos un pozo, un sótano abierto. Salían de él extremos mellados de
tuberías, dobladas y retorcidas. Cruzaron parte de una casa, pasaron ante una bañera
volcada, una silla rota, unas cuantas cucharas y restos de platos. En el centro de la calle
se había hundido el suelo. La depresión estaba llena de matorrales, escombros y huesos.
—Es aquí —murmuró Hendricks.
—¿En esta dirección?
—A la derecha.
Pasaron ante los restos de un pesado tanque; el contador que llevaba Hendricks al
cinturón cliqueteó lúgubremente. El tanque había sido destruido por la radiación. A unos
metros del tanque había un cuerpo momificado con la boca abierta. Al otro lado de la calle
había un campo liso. Piedras y matorrales y fragmentos de cristal.
—Allí —dijo Hendricks.
Se destacaba un pozo de piedra, roto y desmoronado. Tenía encima unas cuantas
tablas. Hendricks caminó vacilante hacia él, con Tasso a su lado.
—¿Estás seguro? —dijo Tasso—. Parece un pozo normal.
—Estoy seguro.
Hendricks se sentó al borde del pozo, apretando los dientes. Respiraba con premura.
Se enjugó el sudor de la cara.
—Estaba previsto para que pudiese escapar el oficial de mando en caso necesario. Si
caía el bunker...
—¿Tú eras el oficial de mando?
—Sí.
—¿Dónde está la nave? ¿Está aquí?
—Estamos sobre ella. —Hendricks extendió sus manos sobre la superficie de la piedra
del pozo—. Está programada para mí y para nadie más. Es mi nave.
Hubo un agudo clic. Luego oyeron un sonido rechinante bajo ellos.
—Volvamos atrás —dijo Hendricks. Se apartaron del pozo.
Una parte del suelo retrocedió. Una estructura metálica fue brotando lentamente de la
ceniza, dispersando en su ascensión ladrillos y matorrales. La ascensión cesó al quedar
al descubierto el morro de la nave.
—Aquí está —dijo Hendricks.
La nave era pequeña. Descansaba tranquila, suspendida en su soporte, como una
aguja roma. Una lluvia de ceniza cayó en el interior de la cavidad oscura de la que había
surgido la nave. Hendricks se acercó. Desatornilló la escotilla y la abrió. Se veían los
tableros de control y el asiento de presión.
Tasso se acercó y se colocó a su lado, mirando el interior de la nave.
—No estoy habituada a pilotar cohetes —dijo al cabo de un rato.
Hendricks la miró sorprendido.  
—Seré yo quien la pilote.
—¿Tú? Sólo hay un asiento, mayor. Veo que está construida para una persona sólo.
Hendricks estudió atentamente el interior de la nave. Tasso tenía razón. Sólo había un
asiento. La nave estaba construida para llevar sólo una persona.
—Comprendo —dijo lentamente—. Y esa persona eres tú.
Ella asintió.
—Por supuesto.
—¿Por qué?
—Tú no puedes ir, estás herido. Probablemente no sobrevivirías al viaje. Tal vez no
llegases nunca.
—Un comentario muy interesante. Pero has de saber que yo sé donde está la base
lunar y tú no. Podrías estar meses volando sin encontrarla. Está muy bien escondida. Si
no se sabe lo que hay que buscar...
—Tendré que correr mis riesgos. Quizá no la encuentre. Yo sola. Pero estoy segura de
que me darás toda la información que necesite. Tu vida depende de ello.
—¿Cómo?
—Si encuentro la base lunar a tiempo, quizá pueda conseguir que envíen una nave a
recogerte. Si encuentro la base a tiempo. Si no, no tendrás ninguna posibilidad. Supongo
que en la nave hay suministros. Me durarán lo suficiente...
Hendricks actuó rápidamente. Pero le traicionó su brazo herido. Tasso le esquivó,
echándose ágilmente a un lado. Y alzó su mano, rápida como el rayo. Hendricks vio la
culata de la pistola. Intentó esquivar el golpe, pero ella era demasiado rápida. La culata de
metal le golpeó en la cabeza, sobre la oreja. Le inundó un dolor agudo, y le cubrió de
pronto una nube de oscuridad. Se derrumbó en el suelo.
Percibía confusamente que Tasso estaba a su lado, y que le empujaba con un pie.
—¡Mayor! Despierta.
Abrió los ojos, con un gruñido.
—Escúchame. —Se inclinó, apuntándole a la cara con la pistola—. Tengo prisa. No
queda mucho tiempo. La nave está lista, pero tienes que darme esa información. La
necesito antes de irme.
Hendricks movió la cabeza intentando despejarla.
—¡Aprisa! ¿Dónde está la base lunar? ¿Cómo puedo encontrarla? ¿Qué debo buscar?
Hendricks no decía nada.
—¡Contéstame!
—Lo siento.
—Mayor, la nave está llena de provisiones. Tengo para semanas. Acabaré encontrando
la base. Y de aquí a media hora tú habrás muerto. Tu única posibilidad de supervivencia...
—paró de hablar.
Por la ladera, entre las ruinas, algo se movía. Algo en la ceniza. Tasso se volvió
rápidamente, apuntando. Disparó.
La pistola escupió un globo de fuego. Algo pareció huir entre la ceniza. Disparó otra
vez. La garra se desintegró.
—¿Viste? —dijo Tasso. —Un explorador. No tardarán.
—¿Les harás venir a rescatarme?
—Si. Lo más pronto posible.
Hendricks alzó los ojos hacia ella. La examinó atentamente.
—¿Me dices la verdad? —había en su rostro una expresión extraña, una ávida
codicia—. ¿Volverás por mí? ¿Me llevarás a la basé lunar?
—Te llevaré a la base lunar. ¡Pero dime dónde está! Queda muy poco tiempo.
—Está bien —Hendricks cogió una piedra y se sentó. —Mira.
Hendricks comenzó a dibujar en la ceniza. Tasso estaba de pie a su lado y observaba
los movimientos de la piedra. Hendricks trazaba un tosco mapa lunar.
—Esta es la cordillera de los Apeninos. Aquí está el cráter de Arquímedes. La base
lunar está a unos doscientos cincuenta kilómetros del final de la cordillera. No sé
exactamente dónde. Nadie lo sabe en la Tierra. Pero cuando estés sobre los Apeninos,
lanza una bengala roja y una bengala verde, y luego dos rojas en rápida sucesión. El
monitor de la base recogerá tu señal. La base está bajo la superficie, por supuesto. Te
guiará hasta abajo con garfios magnéticos.
—¿Y los controles? ¿Puedo manejarlos?
—Son prácticamente automáticos. Sólo tienes que dar la señal correcta en el momento
adecuado.
—Lo haré.
—El asiento absorbe la mayor parte del impacto del despegue. El aire y la temperatura
tienen control automático. La nave saldrá de la Tierra y pasará a espacio libre. Se alineará
con la luna y se pondrá en órbita, a unos ciento cincuenta kilómetros de la superficie. Esa
órbita te llevará sobre la base. Cuando estés en la región de los Apeninos, lanza las
bengalas.
Tasso se deslizó en el asiento de presión. Los cierres de los brazos se plegaron
automáticamente, rodeándola. Accionó los controles.
—Lástima que no vengas. mayor. Todo esto estaba aquí esperándote, y ahora no
puedes hacer el viaje.
—Déjame la pistola.
Tasso sacó la pistola y la balanceó en el aire, pensativa.  
—No te alejes mucho de aquí. Sería dificil encontrarte si lo haces.
—No. Me quedaré aquí, junto al pozo.
Tasso acarició el mecanismo de despegue.
—Una hermosa nave, mayor. Bien construida. Admiro su técnica. Su pueblo siempre
ha trabajado bien. Construyen ustedes cosas excelentes. Su trabajo, sus creaciones,
alcanzan su mayor logro.
—Dame la pistola —dijo impaciente Hendricks, extendiendo la mano. Intentó ponerse
en pie.
—Adiós, mayor —Tasso tiró la pistola por encima de Hendricks. La pistola repiqueteo y
rodó. Hendricks se lanzó tras ella. Se inclinó, cogiéndola.
La escotilla de la nave se cerró. Hendricks retrocedió. Comenzaba a sellarse la puerta
interna. Alzó la pistola laboriosamente.
Hubo un estruendo estremecedor. La nave se alzó de su soporte metálico, arrojando un
chorro de fuego. Hendricks retrocedió aún más. La nave se lanzó hacia las nubes de
ceniza, perdiéndose en el cielo.
Hendricks se quedó observando largo rato, hasta que la estela desapareció. Nada se
movía. El aire de la mañana era crudo y silencioso. Comenzó a andar sin propósito por el
camino por el que había llegado. Mejor no quedarse quieto. Tardaría mucho en llegar
ayuda... si llegaba.
Buscó en los bolsillos hasta que dio con un paquete de cigarrillos. Encendió uno. Todos
querían fumarse sus cigarrillos. Pero los cigarrillos andaban escasos.
La lagartija se deslizó a su lado entre la ceniza. Se detuvo, rígido. La lagartija
desapareció. Arriba, el sol estaba alto. Algunas moscas se posaron en una roca lisa que
había junto a él. Hendricks las espantó con un pie.
Aumentaba el calor. El sudor le chorreaba por la cara y por el cuello. Tenía la boca
seca.
Se detuvo y se sentó en unos escombros. Abrió su botiquín y tragó unas cápsulas
narcóticas. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba?
Había algo en el suelo frente a él. Tendido en el suelo. Silencioso e inmóvil.
Hendricks sacó rápidamente su pistola. Parecía un hombre. Entonces recordó. Eran los
restos de Klaus. La segunda variedad. Allí lo había desintegrado Tasso. Pudo ver ruedas
y engranajes y cables esparcidos sobre la ceniza. Brillando y relumbrando bajo la luz del
sol.
Hendricks se levantó y se acercó. Empujó con el pie la forma inerte, dándole la vuelta.
Vio el casco de metal, las costillas de aluminio. Cayeron más engranajes. Como vísceras.
Montones de cables, engranajes y relés. Ruedas y motores.
Se inclinó. El cráneo se había roto en la caída. Se veía el cerebro artificial. Lo examinó.
Una masa de circuitos. Tubos diminutos. Cables finos como cabellos. Movió el resto del
cráneo. Se fragmentó. Comprobó el sello.
Y palideció.
IV-V.
Contempló la placa largo rato. Cuarta variedad. No segunda. Se habían equivocado.
Había más tipos. No eran sólo tres. Había muchos más, sin duda. Por lo menos cuatro.
Klaus no era la segunda variedad.
De pronto se puso tenso. Algo llegaba, caminando entre la ceniza, más allá de la
colina. ¿Qué era? Figuras. Figuras que se acercaban lentamente.
Que venían hacia él.
Hendricks se acuclilló y levantó la pistola. Le goteaba el sudor en los ojos. Se esforzó
por dominar su creciente pánico al acercarse las figuras.
La primera era un David. El David le vio y aumentó la velocidad. Los otros la
aumentaron también. Un segundo David. Un tercero. Tres David, todos iguales,
avanzando hacia él silenciosamente, sin expresión, moviendo rítmicamente sus flacas
piernas. Abrazando sus osos de felpa.
Apuntó y disparó. Los dos primeros David se disolvieron en partículas. El tercero
continuo. Y la figura que había detrás. Ascendiendo silenciosamente hacia él por la ladera
de gris ceniza. Un soldado herido, sobresaliendo por encima del David. Y...
Detrás del soldado herido iban dos Tasso, caminando hombro con hombro. Grueso
cinturón, pantalones y camisas del ejército ruso, pelo largo. La misma imagen de la mujer
que había tenido frente a sí unos minutos antes. Sentada en el asiento de presión de la
nave, dos imágenes silenciosas, idénticas.
Estaban muy cerca. El David se inclinó bruscamente, soltando su oso de felpa. El oso
corrió hacia él. Automáticamente, los dedos de Hendricks apretaron el gatillo. El oso
desapareció, disuelto en niebla. Las dos Tasso continuaron avanzando, impertérritas,
hombro con hombro, a través de la ceniza gris.
Cuando estaban casi junto a él, Hendricks alzó la pistola al nivel de la cintura y disparó.
Las dos Tasso se disolvieron. Pero ya empezaba a subir la ladera un nuevo grupo,
cinco o seis Tasso, todas idénticas, una hilera de ellas avanzando rápidamente hacia él.
Y él le había dado la nave y le había revelado la señal. Por su culpa llegaría hasta la
base lunar. El lo había hecho posible.
Tenía razón en el comentario que había hecho sobre la bomba. Había sido diseñada de
modo que conociese a los otros tipos, el tipo David y el tipo soldado herido. Y el tipo
Klaus. No diseñada por seres humanos. Sino por una de las fábricas subterráneas sin
ningún contacto con los hombres.
La hilera de Tasso subía hacia él. Hendricks se cruzó de brazos observándolas
tranquilamente. El rostro familiar, el cinturón, la gruesa camisa, la bomba cuidadosamente
colocada.
La bomba...
Cuando las Tasso le cogieron, cruzó por su mente un último pensamiento irónico. Le
alivió un poco. La bomba. Hecha por la segunda variedad para destruir a las otras. Sólo
con ese fin.
Estaban empezando ya a diseñar armas para combatir entre sí...
 
 
FIN
 


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PARA PASAR UN BUEN RATO

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