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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 4 de julio de 2008

Cap.3º-2ª parte -- STARS WARS -- NUEVA REPUBLICA III -- LA ULTIMA ORDEN

Cap.3º-2ª parte -- STARS WARS -- NUEVA REPUBLICA III -- LA ULTIMA ORDEN
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14




Mara y Luke permanecían inmóviles en silencio, esperando a que la oscura sombra encapuchada se acercara a ellos, con una centelleante espada de luz en la mano. Detrás de la silueta se erguía un anciano, con la locura asomada a sus ojos y rayos azules en las manos. La sombra se detuvo y alzó su arma. Luke se apartó de Mara, levantó su espada de luz, su mente henchida de terror y espanto...
Las alarmas sonaron en el pasillo, despertaron a Leia y la pesadilla estalló en fragmentos de color vivido.
Su primer pensamiento fue que la alarma era por Luke y Mara; el segundo, que otro comando imperial se había introducido en el palacio, pero cuando despertó lo suficiente para reconocer el tono de la alarma, comprendió que era algo peor.
Coruscant estaba siendo atacado.
Los gemelos empezaron a llorar.
—¡Winter! —gritó Leia.
Cogió su bata y envió en dirección a los gemelos todo el consuelo mental que pudo reunir.
Winter ya había aparecido en el umbral, mientras se ponía la bata.
—Es una alerta de combate —gritó a Leia.
—Lo sé —contestó Leia, ciñéndose la bata—. He de ir a la sala de guerra ahora mismo.
—Entiendo. —Winter escrutó su rostro—. ¿Se encuentra bien?
—He tenido un sueño, eso es todo —dijo Leia, mientras se ponía los botines. Winter era la única persona que podía fijarse en algo similar, aun en medio del caos—. Luke y Mara estaban luchando con alguien. Y creo que no tenían esperanzas de ganar.
—¿Está segura de que sólo fue un sueño?
Leia se mordió el labio, mientras se anudaba los botines.
—No lo sé —admitió Leia. Si en lugar de un sueño había sido una visión Jedi...—. No, tuvo que ser un sueño —decidió—. Luke podrá averiguar desde el espacio si C'baoth u otro Jedi Oscuro le esperan allí. No llevará a cabo la misión en esas condiciones.
—Espero que no —dijo Winter, aunque no parecía muy convencida.
—No te preocupes. Debió de ser una pesadilla, provocada por las alarmas al dispararse. —Y espoleada por una conciencia culpable, añadió en silencio: por permitir que Han y Luke la convencieran de dejarles marchar a Wayland—. Cuida de los gemelos, por favor.
—Les vigilaremos —dijo Winter.
¿Les? Leia miró a su alrededor, con el ceño fruncido, y por primera vez reparó en que Mobvekhar y otros dos noghri habían tomado posiciones en las sombras, cerca de la cuna. Sabía que no se encontraban allí cuando se acostó, lo cual significaba que se habrían deslizado en la zona residencial nada más sonar la alarma. Sin que ella se diera cuenta.
—Puede irse sin temor, lady Vader —dijo con solemnidad Mobvekhar—. Sus herederos no sufrirán ningún daño.
—Lo sé.
Lo dijo de corazón. Cogió el comunicador que descansaba sobre la mesita de noche, consideró la posibilidad de pedir información, pero acabó guardándolo en el bolsillo de su bata. Lo último que necesitaba ahora el gabinete de guerra era perder el tiempo explicando la situación a un civil. Pronto sabría lo que estaba ocurriendo.
—Volveré en cuanto pueda —dijo a Winter. Cogió su espada de luz y salió de la habitación.
El pasillo estaba lleno de toda clase de personas y androides; algunos corrían a sus ocupaciones, y el resto vagaba confuso o solicitaba información a los guardias. Leia se abrió paso entre los guardias y los corros y se unió a un grupo de militares que se encaminaban a los turboascensores. Una cabina ya llena se preparaba para partir cuando llegó. Dos de los ocupantes, cuando reconocieron a la consejera Organa Solo, le cedieron su puesto. La puerta se deslizó a su espalda y casi atrapó a un par de jawas, ataviados con túnicas pardas, que entraron en el último segundo.
Toda la planta baja del palacio estaba destinada a las operaciones militares, empezando por las oficinas de servicios de apoyo en el perímetro, continuando por los despachos de Ackbar, Drayson y otros mandos, hasta terminar en las zonas vitales del centro. Leia se identificó a los guardias, pasó entre un par de gigantescos wookies y entró en la sala de guerra.
Pocos minutos después de que la alarma sonara, el lugar ya era presa de un caos más o menos controlado, a medida que los oficiales y sus ayudantes, recién despertados, ocupaban posiciones de combate. Una sola mirada a la pantalla táctica principal demostró que todo aquel frenesí estaba justificado: ocho Cruceros Interceptores imperiales habían aparecido alrededor de la trayectoria uno-uno-seis en el Sector Cuatro; sus conos gravitatorios amortiguadores de la hiperpropulsión bloqueaban todas las entradas y salidas de la región que rodeaba a Coruscan!. Mientras Leia miraba, otro grupo de naves apareció en el centro del amasijo: dos Interceptores más, además de una escolta de ocho Acorazados de la flota Katana.
—¿Qué ocurre? —preguntó una voz desconocida.
Se volvió. Un joven, casi un muchacho, se encontraba de pie a su lado, se rascaba su cabellera enmarañada y contemplaba la pantalla con el ceño fruncido. Por un momento, no le reconoció. Después, su memoria funcionó. Ghent, el especialista en informática que Karrde les había cedido para ayudar a descubrir el código utilizado por los imperiales para tender la trampa a Ackbar. Había olvidado que continuaba en el palacio.
—Un ataque imperial —explicó.
—Oh. ¿Pueden hacerlo?
—Estamos en guerra —le recordó con paciencia Leia—. En la guerra, se puede hacer todo cuanto el otro bando no logre impedir. Por cierto, ¿cómo ha entrado aquí?
—Oh, hace tiempo que descubrí el código de entrada —dijo, con un vago ademán, sin apartar los ojos de la pantalla—. No tenía mucho que hacer. ¿Pueden detenerles?
—Vamos a intentarlo, desde luego. —Leia paseó una mirada sombría por la sala. Divisó al general Rieekan junto a la consola de mando—. Manténgase apartado y no toque nada.
Apenas había avanzado dos pasos, cuando una idea cruzó por su mente. Ghent, que se había procurado un código de acceso de alto nivel porque no tenía nada mejor que hacer...
Giró en redondo y cogió a Ghent por el brazo. :
—Pensándolo mejor, venga conmigo.
Le arrastró hasta una puerta con el letrero DECODIFICACIÓN, que se abría a un lado de la sala. Tecleó su código de seguridad y la puerta se abrió.
Era una sala de grandes dimensiones, llena hasta los topes de ordenadores, expertos en desciframiento y androides.
—¿Quién es el responsable? —preguntó Leia, cuando un par de cabezas se volvieron en su dirección.
—Yo —respondió un hombre de edad madura, con galones de coronel, que se apartó de una consola y se quedó inmóvil en el único espacio libre de la sala.
—Soy la consejera Organa Solo —se identificó Leia—. Éste es Ghent, un experto en informática. ¿Puede utilizarle?
—No sé —dijo el coronel, y lanzó al muchacho una mirada especulativa—. ¿Alguna vez ha descifrado un código de combate imperial en clave, Ghent?
—No. Nunca he visto uno. Sin embargo, he descifrado un par de sus códigos militares habituales.
—¿Cuáles?
Los ojos de Ghent se nublaron un poco.
—Bueno, había uno que se llamaba programa Lepido. Ah, y cuando tenía doce años había uno llamado ILKO. Era difícil; tardé casi dos meses en descubrirlo.
Alguien silbó por lo bajo.
—¿Le parece bueno? —preguntó Leia. 5 El coronel resopló.
—Yo diría que sí. ILKO era uno de los principales códigos en clave que el Imperio utilizaba para el intercambio de datos entre Coruscant y las instalaciones donde se construyó la primera ^Estrella de la Muerte, en Horuz. Tardamos casi un mes en-descubrirlo. Acércate, hijo. Aquí tienes una consola. Si te gustó ILKO, los códigos de combate te encantarán.
El rostro de Ghent se iluminó, y ya se estaba abriendo paso entre las demás consolas cuando Leia volvió a la sala de guerra.
Y descubrió que la batalla había empezado.
Seis Destructores Estelares imperiales habían surgido del hiperespacio en el centro del grupo de Interceptores, dividiéndose en dos grupos de tres y dirigiéndose hacia las dos enormes estaciones de combate Golan III. Sus cazas TIE les precedían y volaban hacia los defensores, que ahora empezaban a surgir del muelle espacial situado en órbita baja sobre la superficie de Coruscant. En la pantalla principal, algunos destellos de turboláser alumbraron cuando ambos bandos iniciaron la lucha.
El general Rieekan se encontraba a unos pasos de la consola de mando principal cuando Leia llegó a su lado.
—Princesa —cabeceó el hombre con gravedad.
—General —respondió ella, sin aliento, y lanzó un rápido vistazo a las consolas.
El escudo energético de Coruscant estaba levantado, los defensores estacionados en tierra ocupaban sus posiciones, y una segunda oleada de cazas X y B empezaban a despegar del muelle espacial.
Y de pie frente a la silla de mando, ladrando órdenes a todo el mundo, estaba el almirante Drayson.
—¿Drayson? —preguntó Leia.
—Ackbar se halla de inspección por la región de Ketaris —explicó Rieekan, sombrío—. Por eso Drayson está al mando.
Leia alzó la vista hacia la pantalla y sintió un nudo en el estómago. Drayson era bastante competente..., pero eso no era suficiente contra el gran almirante Thrawn.
—¿Ha sido alertada la flota del sector?
—Creo que lanzamos el aviso antes de que se levantara el escudo —contestó Rieekan—. Por desgracia, uno de los primeros objetivos de los imperiales fue la estación de transmisión en órbita exterior, así que no hay forma de saber si nos han oído o no. A menos que abramos el escudo.
El nudo en el estómago se acentuó más.
—Entonces, no se trata de una trampa para atraer a la flota del sector —dijo Leia—. De lo contrario, habrían respetado la estación de transmisiones para que pudiéramos pedir ayuda.
—Estoy de acuerdo. Parece que Thrawn nos quiere a nosotros.
Leia asintió en silencio y contempló la pantalla. Los Destructores Estelares habían penetrado en las zonas circundantes de las estaciones de combate, y continuas ráfagas de turboláser centelleaban en la negrura del espacio. Fuera de la zona de fuego, los Acorazados y otras naves de apoyo habían formado un perímetro para proteger a los Destructores Estelares de los defensores que ascendían hacia ellos.
En la pantalla táctica, una llamarada de pálida luz blanca se dirigió hacia los Destructores Estelares: una descarga de cañones iónicos, lanzada desde la superficie.
—Una pérdida de energía —murmuró Rieekan, desdeñoso—. Están fuera de tiro.
Y Leia sabía que, aunque no lo estuvieran, la carga de interrupción electrónica tendría tantas posibilidades de alcanzar a la estación de combate como a cualquiera de los Destructores Estelares a que apuntaba. Los cañones iónicos no eran famosos por su precisión.
—Otra persona ha de tomar el mando —dijo Leia, y paseó la vista a su alrededor. Si pudiera encontrar a Mon Mothma y convencerla de que pusiera a Rieekan al mando...
De pronto, sus ojos se detuvieron. Apoyada en la pared del fondo, con la vista fija en la pantalla táctica, estaba Sena Leikvold Midanyl, consejera principal del general Garm Bel Iblis..., una persona mucho más que competente.
—Enseguida vuelvo —-dijo a Rieekan, y se dirigió hacia la mujer.
—Consejera Organa Solo —saludó Sena, tensa de rostro y estado de ánimo—. Me dijeron que me mantuviera al margen. ¿Qué está ocurriendo?
—Lo que ocurre es que necesitamos a Garm —contestó Leia—. ¿Dónde está?
—En la galería de observación —respondió Sena, y cabeceó en dirección a la galería semicircular que rodeaba la mitad posterior de la sala de guerra.
Leia levantó la vista. Personas de todo tipo empezaban a invadir la galería. Miembros civiles del gobierno, en su mayor parte, a quienes se permitía el acceso a la planta de mando, pero no a la sala de guerra propiamente dicha. Bel Iblis estaba sentado a solas en un rincón, y contemplaba las pantallas con suma atención.
—Hágale bajar —dijo Leia a Sena—. Le necesitamos. Sena suspiró.
—No bajará, a menos que Mon Mothma se lo pida. Lo expreso con sus propias palabras.
Leia sintió de nuevo aquel nudo en el estómago. Bel Iblis era muy orgulloso, pero éste no era el momento apropiado para rencillas personales.
—No puede hacer eso. Necesitamos su ayuda.
Sena meneó la cabeza.
—Lo he intentado, pero no me ha hecho caso. Leia respiró hondo.
—Quizá a mí sí.
—Eso espero. —Sena señaló la pantalla, donde uno de los Acorazados de Bel Iblis había llegado desde el muelle espacial para unirse a la oleada de cazas, cañoneras corellianas y fragatas de escolta que repelían a los invasores—. Ése es el Devastador. Mis hijos Peter y Dayvid van a bordo.
Leia tocó su hombro.
—No se preocupe. Le obligaré a bajar.
La sección central de la galería estaba abarrotada de gente cuando llegó, pero la zona que rodeaba a Bel Iblis estaba bastante vacía.
—Hola, Leia —saludó, cuando la princesa se acercó—. Pensaba que estaría abajo.
—Debería estar... y usted también. Le necesitamos...
—¿Lleva encima el comunicador? —la interrumpió el hombre con brusquedad.
Leia frunció el ceño.
—Sí.
—Sáquelo. Ahora. Llame a Drayson y adviértale sobre esos dos Interceptores.
Leia examinó la pantalla táctica. Los dos Cruceros Interceptores que habían aparecido a última hora estaban efectuando una sutil maniobra; sus conos de ondas gravitatorias barrían una estación de combate.
—Thrawn nos gastó esta jugarreta en Qat Chrystac —prosiguió Bel Iblis—. Utiliza un Crucero Interceptor para definir un borde espacial, y después envía a una nave en una trayectoria de intersección, para salir en un punto preciso. Es necesario que Drayson lance algunas naves hacia esos flancos, por si acaso.
Leia ya estaba rebuscando en el bolsillo de su bata.
—Pero no tenemos nada capaz de apoderarse de otro Destructor Estelar.
—No es cuestión de apoderarse de nada. Cualquier cosa que se cruce en su camino quedará cegada, con los deflectores bajados y sin referencias de blanco. Si nuestras naves están bien situadas, podrán disparar sin problemas. Ésa es la diferencia.
—Entiendo. —Leia conectó el comunicador y estableció contacto con el operador central—. Soy la consejera Leia Organa Solo. Tengo un mensaje urgente para el almirante Drayson.
—El almirante Drayson está ocupado y no puede ser molestado —respondió la voz electrónica.
—Una orden del Consejo es irrevocable. Póngame con Drayson.
—Análisis de voz confirmado —dijo el operador—. El procedimiento militar de emergencia anula la orden del Consejo. Puede dejar un mensaje al almirante Drayson.
Leia apretó los dientes y lanzó una fugaz mirada a la pantalla táctica.
—Póngame con el ayudante de Drayson.
—El teniente DuPre está ocupado y no puede...
—Anulado —le interrumpió Leia—. Póngame con el general ¡Rieekan.
—El general Rieekan está ocupado...
—Demasiado tarde —dijo Bel Iblis en voz baja.
Leia levantó la vista. Dos Destructores Estelares de clase Victoria habían surgido repentinamente del hiperespacio, en un punto desde el que podían disparar a bocajarro contra la estación de combate, tal como Bel Iblis había predicho. Lanzaron feroces andanadas y se desviaron antes de que la estación y sus cañoneras pudieran responder cumplidamente. En la pantalla, la concha azul que representaba el escudo deflector de la estación parpadeó, antes de volver a estabilizarse.
—Drayson no está a la altura —suspiró Bel Iblis. Leia respiró hondo.
—Ha de bajar, Garm.
El hombre sacudió la cabeza.
—No puedo, a menos que Mon Mothma me lo pida.
—Se está portando como un niño —replicó Leia, y abandonó toda delicadeza diplomática—. No puede permitir que muera gente por una cuestión personal.
Bel Iblis la miró, y Leia se quedó impresionada por el dolor que reflejaban sus ojos.
—Usted no entiende, Leia. Esto no tiene nada que ver conmigo, sino con Mon Mothma. Después de todos estos años, he logrado comprender por qué actúa así. Siempre di por sentado que acumulaba más y más poder porque amaba el poder, pero estaba equivocado.
—Entonces, ¿por qué actúa así? —preguntó Leia, poco interesada en hablar de Mon Mothma.
—Porque en todo lo que emprende, hay vidas que cuelgan de un hilo. Y la aterroriza confiar esas vidas a otra persona.
Leia le miró fijamente y, antes de abrir la boca para contradecirle, todas las piezas de su vida durante los últimos años encajaron en su sitio. Todas las misiones diplomáticas que Mon Mothma había insistido en que aceptara, pese al coste personal que representaba en adiestramiento Jedi y vida familiar. Toda la confianza que había depositado en Ackbar y muy pocos más; toda la responsabilidad que había descargado sobre escasísimos hombros.
Sobre los hombros de aquellos escogidos en quienes podía confiar.
—Por eso no puedo bajar y tomar el mando —terminó Bel Iblis—. Hasta que me acepte como alguien de confianza, no me concederá ningún puesto de autoridad en la Nueva República. Siempre experimentará la necesidad de acecharme, de mirar por encima de mi hombro a ver si cometo equivocaciones. No tiene tiempo para eso, yo no tengo paciencia, y el enfrentamiento sería desastroso para aquellos que pillara en medio. —Cabeceó en dirección a la sala de guerra—. Cuando esté dispuesta a confiar en mí, estaré dispuesto a todo. Hasta entonces, será mejor para todos que me mantenga al margen.
—Excepto para los que están muriendo ahí fuera —le recordó Leia, tirante—. Deje que la llame, Garm. Quizá pueda convencerla de que le ofrezca el mando.
Bel Iblis negó con la cabeza.
—Si usted ha de convencerla, Leia, no sirve. Ha de salir de ella.
—Tal vez sí —dijo la voz de Mon Mothma a su espalda. Leia se volvió, sorprendida. Como tenía toda su atención concentrada en Bel Iblis, no había oído acercarse a la anciana.
—Mon Mothma —dijo, sintiéndose culpable por haber sido sorprendida en el acto de hablar sobre alguien a su espalda—. Yo...
—No pasa nada, Leia —dijo Mon Mothma—. General Bel Iblis...
Bel Iblis se había puesto en pie.
—Sí.
Dio la impresión de que Mon Mothma se armaba de valor.
—Hemos tenido muchas diferencias a lo largo de los años, general, pero eso fue hace mucho tiempo. En otra época, formamos un buen equipo. No existen motivos que impidan repetirlo.
Vaciló de nuevo, y Leia comprendió lo difícil que le estaba resultando aquello, lo humillante que era encararse con un hombre que le había dado la espalda y admitir en voz alta que necesitaba su ayuda. Si Bel Iblis no cedía hasta escuchar las palabras que deseaba...
Entonces, ante la sorpresa de Leia, Bel Iblis se puso firmes.
—Mon Mothma —dijo en tono oficial—, teniendo en cuenta la actual emergencia, solicito su permiso para tomar el mando de la defensa de Coruscan!.
Las arrugas que rodeaban los ojos de Mon Mothma se suavizaron visiblemente, y un silencioso alivio se extendió sobre ella.
—Sería muy de agradecer, Garm. El hombre sonrió.
—Vamos a ello.
Se dirigieron juntos hacia la escalera que bajaba a la planta de mando, y Leia, con la conciencia de sus propias limitaciones, comprendió que la mitad de lo que acababa de presenciar se le había pasado por alto completamente. La larga y peligrosa historia que Mon Mothma y Bel Iblis habían compartido había creado una empatía entre ambos, un vínculo y una comprensión mucho más profundos de lo que la intuición Jedi de Leia podía captar. Tal vez, decidió, era esa empatía la que conformaba la auténtica energía subyacente de la Nueva República. La energía que daría lugar al futuro de la galaxia.
Si resistía la presión de las horas siguientes. Apretó los dientes y corrió tras ellos.
Un par de cañoneras corellianas dejaron atrás al Quimera y enviaron una andanada de fuego turboláser al escudo deflector del puente. Un escuadrón de cazas TIE les pisaba los talones, y realizó una maniobra de flanqueo Rellis al tiempo que intentaban alcanzarlas. Detrás, Pellaeon divisó una fragata de escolta que se disponía a cruzar en perpendicular la trayectoria de las cañoneras.
—Escuadrón A-4, trasládese al sector veintidós —ordenó Pellaeon.
Hasta el momento, en su opinión, la batalla se desarrollaba dentro de lo previsto.
—Allá van —comentó Thrawn desde atrás. Pellaeon examinó la zona.
—¿Dónde? —preguntó.
—Se preparan para retroceder —dijo Thrawn, e indicó uno de los dos Acorazados rebeldes que se habían unido al combate—. Observe que ese Acorazado se está desplazando para proteger la retirada. Fíjese, el segundo se apresta a seguirle.
Pellaeon contempló con el ceño fruncido a los dos Acorazados. Aún no lo veía, pero sabía que Thrawn nunca se equivocaba.
—¿Abandonan a las estaciones de combate? Thrawn resopló por lo bajo.
—En primer lugar, jamás tendrían que haber enviado esas naves en su defensa. Las plataformas de defensa Golan recibirán un castigo mucho más considerable de lo que su antiguo comandante sospechó.
—¿Su antiguo comandante?
—Sí. Yo diría que nuestro viejo adversario corelliano ha tomado el mando de la defensa de Coruscant. Me pregunto por qué han tardado tanto.
Pellaeon se encogió de hombros y examinó la zona de combate. El gran almirante tenía razón: los defensores empezaban a retroceder.
—Quizá tuvieron que despertarle.
—Quizá. —Thrawn dirigió una mirada distraída a la zona de combate—. Como verá, los corellianos nos ofrecen una elección: quedamos aquí y entablar un duelo con las estaciones de combate, o seguir a los defensores hasta ponernos al alcance de las armas terrestres. Por fortuna —sus ojos centellearon—, tenemos una tercera alternativa.
Pellaeon asintió. Se había estado preguntando cuándo utilizaría Thrawn su nueva y brillante arma de asedio.
—Sí, señor —dijo—. ¿Ordeno el lanzamiento del tractor?
—Esperaremos a que las naves retrocedan un poco más. No quiero que el corelliano se lo pierda.
—Comprendido.
Pellaeon retrocedió hacia su silla de mando, se sentó y confirmó que los asteroides y los haces de arrastre estaban preparados.
Y aguardó la orden del gran almirante.
—Muy bien —dijo Bel Iblis—. Devastador, empiece a retroceder. Cubra a esas fragatas de escolta que tiene a babor. Jefe Rojo, atención a esos interceptores TIE.
Leia contempló el despliegue táctico y contuvo la respiración. Sí, iba a funcionar. Los imperiales, que no deseaban exponerse al fuego lanzado desde tierra, permitían que los defensores retrocedieran hacia Coruscant, lo cual dejaba todavía en peligro a dos estaciones de combate, pero se estaban demostrando capaces de aguantar más daños de lo que Leia esperaba. Y eso también terminaría pronto; el gran almirante huiría antes de que se presentara la flota del sector. Casi había concluido, y habían sobrevivido.
—General Bel Iblis —dijo uno de los oficiales—. Recibimos una extraña lectura desde la bodega del Quimera.
—¿Cuál es? —preguntó Bel Iblis, mientras se acercaba a la consola.
—Señala que los haces de arrastre han sido activados. —El oficial indicó un punto en la silueta del Destructor Estelar—. Y está acumulando demasiada energía.
—¿Es posible que vayan a lanzar todo un escuadrón de cazas TIE? —preguntó Leia.
—No lo creo —dijo el oficial—. Otro detalle: por lo que nosotros sabemos, nada ha salido de la bodega. Bel Iblis se puso rígido.
—Calcule la trayectoria de salida —ordenó—. A todas las naves: enfoquen los sensores en esa dirección, por si captan emisiones de propulsión. Creo que el Quimera acaba de lanzar una nave camuflada.
Alguien juró enérgicamente. Leia alzó la vista hacia la pantalla principal y se le hizo un nudo en la garganta cuando pensó en la conversación que Han y ella habían sostenido con el almirante Ackbar. Éste estaba muy convencido (y la había convencido a ella) de que las propiedades cegadoras del escudo protector eran demasiado peligrosas para utilizarlo como arma. Si Thrawn había logrado solucionar el problema...
—Disparan de nuevo —informó el oficial—. Y otra vez.
—Al igual que el Cabeza del Muerto —comunicó otro oficial.
—Ordene a las estaciones de combate que rastreen y disparen hacia esas trayectorias —ordenó Bel Iblis—. Lo más cerca posible del Destructor Estelar. Hemos de averiguar lo que planea Thrawn.
Apenas habían surgido las palabras de su boca, cuando un destello de luz apareció en la pantalla. Una de las fragatas de escolta que se encontraban en la primera trayectoria proyectada estalló de repente en llamas; su sección de popa escupió feroces gases de propulsión cuando toda la nave giró locamente alrededor de su eje transversal.
—¡Colisión! —ladró alguien—. Fragata de escolta Evanrue: impacto con objeto desconocido.
—¿Impacto? —repitió Bel Iblis—. ¿No ha sido un disparo de turboláser?
—El telémetro indica impacto físico.
Leia volvió la vista hacia la pantalla. El Evanrue intentaba recuperar el control, envuelto en gases.
—Se supone que los escudos protectores son doblemente cegadores —dijo Leia—. ¿Cómo están maniobrando?
—Quizá no lo estén haciendo —dijo Bel Iblis, con voz teñida de suspicacia—. Equipo táctico, déme un nuevo curso desde el punto de impacto con el Evanrue. Asuma objeto inerte. Calcule velocidad de impacto en relación con la distancia hasta el Quimera, y no olvide tener en cuenta el campo gravitatorio local. Proporcione la posible localización al Devastador, ordene que abra fuego en cuanto tenga las coordenadas.
—Sí, señor —respondió un teniente—. Transmitiendo al Devastador.
—Pensándolo bien, olvide eso último —dijo Bel Iblis, mientras levantaba una mano—. Ordene al Devastador que utilice sólo su cañón de iones. Repito, sólo el cañón de iones. Nada de turboláseres.
Leia frunció el ceño.
—¿Intenta apoderarse de la nave intacta?
—Trato de apresarla intacta, sí —dijo poco a poco Bel Iblis—, pero no creo que sea una nave.
Guardó silencio. En la pantalla, el cañón de iones del Devastador empezó a disparar.
El acorazado abrió fuego, como Thrawn había anticipado, pero sólo con el cañón de iones, reparó sorprendido Pellaeon.
—¿Almirante?
—Sí, ya veo —dijo Thrawn—. Interesante. Yo tenía razón, capitán: nuestro viejo enemigo corelliano ha tomado el mando, pero hasta el momento, está siguiendo nuestros designios.
Pellaeon comprendió y cabeceó.
—Intenta destruir el escudo protector de los asteroides.
—Con la esperanza de apresarlo intacto. —Thrawn tocó su tablero de control—. Baterías turboláser de proa: apunten al asteroide número uno. Disparen sólo cuando yo dé la orden.
Pellaeon contempló su pantalla. El Acorazado había localizado su blanco y sus haces iónicos desaparecían cuando se hundían en el escudo protector. No resistiría mucho más...
De repente, las estrellas circundantes se desvanecieron. Una oscuridad total se produjo durante un par de segundos, cuando el escudo protector se derrumbó. Después, con la misma brusquedad, el asteroide se hizo visible.
Los rayos iónicos cesaron.
—Atención, turboláseres —dijo Thrawn—. Antes, quiero que lo vean bien... Turboláseres, fuego.
Pellaeon trasladó su atención a la portilla. Los haces verdes desaparecieron en la lejanía, directos a su blanco. Un segundo después, se produjo un leve destello, que se repitió con más potencia en su pantalla. Otra salva, otra, otra...
—Alto el fuego —ordenó Thrawn, muy satisfecho—. Ahí queda eso. Hangar: ¿sobrecarga?
—Hemos llegado a setenta y dos, señor —informó el oficial técnico, con voz algo tensa—, pero la resistencia en derivación de la realimentación de energía se está poniendo al rojo vivo. No podemos seguir disparando mucho más tiempo, so pena de quemar la derivación o el proyector de arrastre.
—Cesen el fuego —ordenó Thrawn—, e indiquen a las demás naves que hagan lo mismo. ¿Cuántos disparos se han realizado, capitán?
Pellaeon comprobó las cifras.
—Doscientos ochenta y siete —contestó.
—Supongo que los veintidós asteroides restantes han escapado.
—Sí, señor —confirmó Pellaeon—. La mayor parte, en los dos primeros minutos, aunque no hay forma de averiguar si han adoptado las órbitas preestablecidas.
—Las órbitas específicas son irrelevantes. Lo único importante es que esos asteroides se encuentren alrededor de Coruscant.
Pellaeon sonrió. Sí, lo estaban..., sólo que no eran tantos como los rebeldes pensarían.
—¿Nos vamos, señor?
—Nos vamos —confirmó Thrawn—. De momento, como mínimo, Coruscan! ha quedado al margen de la guerra.
Drayson cabeceó y retrocedió hacia el pequeño grupo que le esperaba a escasa distancia, detrás de las consolas.
—He ahí las cifras definitivas —dijo con voz hueca—. No están seguros por completo de haber pasado por alto alguno entre los escombros de la batalla, pero aun así... Su número es de doscientos ochenta y siete.
—¿Doscientos ochenta y siete? —repitió el general Rieekan, estupefacto.
—Ése es el número —asintió Drayson, y miró a Bel Iblis. Como si fuera su culpa, pensó Leia—. ¿Qué haremos ahora? Bel Iblis se acariciaba la mejilla con aire pensativo.
—Para empezar, creo que la situación no es tan grave como parece —dijo—. Teniendo en cuenta lo caros que resultan esos escudos, no veo capaz a Thrawn de reunir los recursos suficientes para adquirir trescientos, sobre todo porque un número mucho más reducido ya sería suficiente.
—¿Cree que los disparos de los demás haces de arrastre fueron falsos? —preguntó Leia.
—Eso es imposible —objetó Rieekan—. Yo estaba mirando el tablero sensor. Esos proyectores soltaban energía. Bel Iblis miró a Drayson.
—Usted sabe más de Destructores Estelares que nosotros, almirante. ¿Sería posible?
Drayson clavó la vista en la lejanía. El orgullo profesional eclipsó por un momento su animadversión hacia Bel Iblis.
—Podría lograrse —admitió por fin—. Podría lanzar una derivación de realimentación desde el proyector del haz de arrastre, hacia un condensador lumínico o un disipador de energía, lo cual permitiría lanzar una oleada de energía mensurable por el proyector sin hacer nada.
—¿Hay alguna manera de diferenciar eso del lanzamiento de un asteroide? —preguntó Mon Mothma.
—¿Desde esta distancia? —Drayson meneó la cabeza—. No.
—Casi da igual cuántos hay ahí arriba —dijo Rieekan—. A la larga, sus órbitas decaerán, y dejar que uno solo caiga a tierra constituirá un desastre. Hasta que nos hayamos desembarazado de ellos, no podremos arriesgarnos a bajar el escudo planetario.
—El problema consiste en localizarlos —reconoció Drayson—. Y en saber que los hemos destruido todos.
Leia captó un movimiento por el rabillo del ojo, y volvió la vista cuando un tenso coronel Bremen se reunió con ellos.
—Pudo haber sido peor, repito —señaló Bel Iblis—. La flota del sector reparará dentro de pocas horas la estación de transmisiones en órbita, y podremos dirigir la defensa de la Nueva República desde ella.
—También nos resultará más fácil transmitir la alerta a todos los planetas —habló Bremen—. Mara Jade ha huido. Mon Mothma respiró hondo.
—¿Cómo? —preguntó.
—Con ayuda —respondió Bremen, sombrío—. El guardián androide fue desactivado. Una especie de cepo. También borró esa parte de su memoria.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Rieekan.
—Hace pocas horas. —Bremen paseó la vista por la sala de guerra—. Pusimos doble vigilancia en la planta de mando desde que descubrimos la huida, pensando que quizá habrían preparado algún sabotaje, coincidente con el ataque imperial.
—Es posible que aún exista ese peligro —dijo Bel Iblis—. ¿Han sellado el palacio?
—Como la caja fuerte de un contrabandista —contestó Bremen—. Dudo que continúen en el palacio.
—Tendremos que asegurarnos —intervino Mon Mothma—. Coronel, quiero que organice un registro exhaustivo del palacio. Bremen cabeceó.
—Ahora mismo.
Leia hizo acopio de fuerzas. Aquello no les iba a gustar.
—No se moleste, coronel —dijo, y tocó el brazo de Bremen para detenerle—. Mara no está aquí. Todos la miraron.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Bel Iblis.
—Porque salió de Coruscant anoche. Acompañada de Han y Luke.
Se produjo un largo silencio.
—Me estaba preguntando por qué Solo no había venido con usted —dijo Bel Iblis—. ¿Quiere contarnos lo que ocurre?
Leia vaciló, pero ninguna de estas personas debía de tener relación con Fuente Delta.
—Mara cree saber dónde se encuentran las instalaciones de clonación imperiales. Pensamos que valdría la pena enviar un pequeño grupo a verificarlo.
—¿Pensamos? —ladró Drayson—. ¿A quiénes se refiere? Leia le miró directamente a los ojos.
—Mi familia y unos amigos íntimos. Las únicas personas incapaces de filtrar información al Imperio.
—Eso es un insulto grosero...
—Ya basta, almirante —le interrumpió Mon Mothma con calma, pero con una dura mirada—. Las regañinas pueden esperar. Haya sido prudente o no, la realidad es que ya se han ido, y hemos de decidir la mejor forma de ayudarles. ¿Leia?
—Lo más importante es fingir que Mara continúa aquí —dijo Leia, y la tensión que ahogaba su pecho se suavizó un poco—. Me dijo que sólo había estado en Wayland una vez, y no sabía cuánto tardaría en reconstruir la ruta. Cuanto antes lleguen, menos tiempo tendrá el Imperio para enviar refuerzos.
—¿Y después? —preguntó Mon Mothma—. Suponiendo que encuentren las instalaciones.
—Las destruirán.
Siguió un momento de silencio.
—Ellos solos —dijo Drayson.
—A menos que le sobre una flota para enviársela, sí —replicó Leia.
Mon Mothma agitó la cabeza.
—No tendrías que haberlo hecho, Leia —dijo—, sin consultar al Consejo.
—Si lo hubiera comunicado al Consejo, tal vez Mara ya estaría muerta. Si la noticia de que es capaz de localizar Wayland llegara a oídos del Imperio, el siguiente comando que enviarían no se limitaría a desacreditarla.
—El Consejo está por encima de toda sospecha —respondió Mon Mothma con voz gélida.
—¿Y todos los ayudantes de los miembros del Consejo, los estrategas, los oficiales de suministros y los bibliotecarios? Si yo sugiriera al Consejo atacar Wayland, toda esa gente se enteraría.
—Y más —asintió Bel Iblis—. Ella tiene razón.
—No me interesa echar culpas a nadie, Garm —dijo en voz baja Mon Mothma—, ni defender la pequeña parcela de poder de nadie. Me preocupa la posibilidad de que todo esto fuera una celada, Leia..., que le cueste la vida a tu marido y a tu hermano. Leia tragó saliva.
—También pensamos en eso, pero decidimos que valía la pena correr el riesgo. Y nadie más podía hacerlo.
Todo el mundo calló durante unos instantes. Entonces, Mon Mothma se removió.
—Tendrá que hablar con toda la gente que está al corriente de la huida de Mara Jade, coronel —dijo a Bremen—. Cuando obtengamos la localización de Wayland, si la obtenemos, veremos si les enviamos ayuda.
—Si comprobamos que no se trata de una trampa —añadió Drayson, furioso.
—Por supuesto —corroboró Mon Mothma, sin mirar a Leia—. De momento, es lo único que podemos hacer. Concentrémonos en los problemas inmediatos de Coruscant: la defensa, y la localización de esos asteroides camuflados. General Bel Iblis...
Una mano vacilante tocó el hombro de Leia. Ésta se volvió y vio a Ghent.
—¿Todo ha terminado? —murmuró el joven.
—La batalla sí —contestó la princesa, mientras miraba a Mon Mothma y a los demás. Ya estaban absortos en una discusión sobre los asteroides, pero alguno repararía al final en la presencia de Ghent y le expulsaría—. Venga —dijo, y le condujo hacia la salida—. Se lo contaré afuera. ¿Qué opina de los códigos cifrados de combate de los imperiales?
—Oh, son magníficos, pero la gente de ahí dentro no me dejó hacer gran cosa. No conocía las máquinas tan bien como ellos. Tenían en funcionamiento una especie de sonda.
Leia sonrió. La rutina de decodificación mejor y más sofisticada que los expertos de la Nueva República habían alcanzado, y Ghent la consideraba una simple sonda.
—La gente se acostumbra a las rutinas —dijo con diplomacia—. Quizá pueda arreglar que hable con el responsable, para que le haga alguna sugerencia.
Ghent hizo un ademán vago.
—No. A los militares no les gusta mi forma de trabajar. Hasta Karrde se enfada a veces. Por cierto, ¿se ha enterado de ese transmisor pulsátil que funciona por aquí cerca?
—¿El que Fuente Delta utiliza? —Leia cabeceó—. El contraespionaje ha intentado localizarlo desde que empezó a transmitir, pero hasta el momento no ha habido suerte.
—Uh. —Dio la impresión de que Ghent digería la información—. Bueno, es un problema técnico. Yo no sé nada de eso.
—Tranquilo. Estoy segura de que se le ocurrirán otras maneras de ayudarnos.
—Sí —dijo el joven, y extrajo una tarjeta de datos del bolsillo—. En cualquier caso... Tome.
Leia contempló la tarjeta con el ceño fruncido.
—¿Qué es eso?
—El código cifrado del transmisor pulsátil. Leia se paró en seco.
—¿Cómo dice?
Ghent también se detuvo, y la miró con ojos inocentes.
—El código cifrado que utiliza como-se-llame. Conseguí descifrarlo.
Leia le miró fijamente.
—¿Así de sencillo? ¿Lo descifró sin más? El joven se encogió de hombros.
—Bueno, más o menos. Hace un mes que trabajo en ello. Leia contempló la tarjeta de datos que sostenía en la mano, y un extraño escalofrío, no del todo desagradable, la recorrió.
—¿Sabe alguien que lo tiene? —preguntó en voz baja. Ghent meneó la cabeza.
—Pensé dárselo al coronel antes de salir, pero estaba muy ocupado, hablando con alguien.
El código cifrado de Fuente Delta..., y Fuente Delta ignoraba que lo tenían.
—No se lo diga a nadie más. A nadie más.
Ghent frunció el ceño, pero luego se encogió de hombros.
—Muy bien. Como usted diga.
—Gracias —murmuró Leia, y deslizó la tarjeta en el bolsillo de su bata.
Era la clave para acceder a Fuente Delta, lo sabía. Sólo necesitaba averiguar la forma correcta de utilizarla.
Y hacerlo rápido.



15




La fortaleza de Hijarna se desmoronaba lentamente desde hacía, tal vez, un millar de años, hasta que la Quinta Expedición Alderaaniana la descubrió, concentrada en su silenciosa y desierta vigilancia de su silencioso y desierto planeta. Una enorme extensión de piedra negra y dura, erguida sobre un farallón que dominaba una llanura, aún marcada con las cicatrices de una horrible destrucción. Para algunos, la enigmática fortaleza constituía un trágico monumento: un último y desesperado intento de defender un planeta asediado. Para otros, era el origen y la causa del ase- dio y la devastación resultantes.
Para Karrde, de momento, era su hogar.
—Te lo sabes montar bien, Karrde —comentó Gillespee, ¡mientras apoyaba los pies sobre el borde del tablero de comunicaciones auxiliar y paseaba la vista a su alrededor—. En cualquier caso, ¿cómo descubriste este lugar?
—Consta en los viejos registros —contestó Karrde, y comprobó ¡en la pantalla que el programa de decodificación seguía adelante.
Apareció un mapa estelar, acompañado de un texto muy breve. Gillespee cabeceó en dirección a la pantalla de Karrde.
—¿El informe de Clyngunn?
—Sí. —Karrde sacó la tarjeta de datos—. En efecto.
—Nada, ¿verdad?
—Bastante. Ninguna indicación de tráfico de clones en Pode-ris, Chazwa y Joiol.
Gillespee bajó los pies de la mesa y se levantó.
—Bien, hasta aquí hemos llegado. —Se acercó a la bandeja ¡de fruta que alguien había dejado y cogió un driblis—. Parece ¡que las actividades del Imperio han cesado en el sector de Orus. ¡Si es que llevaban a cabo alguna.
—A tenor de la falta de pistas, me inclino por lo último. —Karrde seleccionó una de las tarjetas proporcionadas por su contacto de Bespin y la introdujo en el aparato—. De todas formas, era necesario averiguarlo, tarde o temprano. Entre otras cosas, nos permite concentrarnos en otras posibilidades.
—Sí —dijo de mala gana Gillespee, mientras volvía a su asiento—. Bien... Karrde, todo esto es muy extraño: contrabandistas dedicados a este tipo de investigaciones. No hemos sacado nada en limpio.
—Ya te he dicho que la Nueva República nos reembolsará algo.
—Sólo que no podemos venderles nada —señaló Gillespee—. Nunca he conocido a nadie que pagara por nada.
Karrde arrugó el entrecejo. Gillespee había materializado un cuchillo de aspecto pavoroso, para cortar con sumo cuidado un gajo de fruta.
—No es cuestión de cobrar —recordó al otro—, sino de sobrevivir contra el Imperio.
—Quizá para ti —dijo Gillespee, y examinó el gajo de fruta antes de morderlo—. Tienes entre manos tantos asuntos que no te importa apartarte de los negocios una temporada, pero los demás tenemos nóminas que pagar y naves que aprovisionar de combustible. Si el dinero deja de afluir, los empleados se enojan.
—¿De modo que tú y los demás queréis dinero? Intuyó que Gillespee reunía valor.
—Yo quiero dinero. Los otros quieren largarse.
No era tan sorprendente. La cólera hacia el Imperio desencadenada por el ataque al Remolino de la Marmota se estaba enfriando, y los hábitos cotidianos empezaban a reafirmarse.
—El Imperio sigue siendo peligroso —dijo Karrde.
—Para nosotros no —replicó Gillespee—. Desde el Remolino, el Imperio no nos ha dedicado la menor atención. Le importó un bledo que husmeáramos en el sector de Orus; ni siquiera se ha vengado de Mazzic por el asunto de los astilleros de Bilbringi.
—De modo que no nos hacen caso, pese a la provocación. ¿Por eso te sientes seguro?
Gillespee cortó otro gajo de fruta.
—No lo sé —admitió—. La mitad de las veces, creo que Brasck tiene razón, en el sentido de que si dejamos al Imperio en paz, él nos dejará en paz, pero no puedo evitar pensar en ese ejército de clones que Thrawn me lanzó encima, en Ukio. Empiezo a pensar que quizá está demasiado ocupado con la Nueva República para pensar en nosotros. Karrde meneó la cabeza.
—Thrawn nunca está demasiado ocupado para perseguir a alguien, si desea atraparlo. Si no nos hace caso, es porque sabe que es la mejor forma de apaciguar cualquier oposición. Es probable que el siguiente paso consista en ofrecernos contratos de transporte y fingir que volvemos a ser buenos amigos.
Gillespee le dirigió una mirada penetrante.
—¿Has hablado con Par'tah?
—No. ¿Por qué?
—Me contó hace dos días que le han ofrecido un contrato para transportar un puñado de motores sublumínicos a los astilleros imperiales de Ord Trasi.
Karrde hizo una mueca.
—¿Aceptó?
—Dijo que estaba concretando los detalles, pero ya conoces a Par'tah. Siempre va endeudada hasta el cuello. No habrá podido negarse.
Karrde se volvió hacia la pantalla, con el amargo sabor de la derrota en la boca.
—Supongo que no puedo culparla. ¿Y los demás? Gillespee se encogió de hombros, incómodo.
—Como ya he dicho, el dinero continúa manando. Nosotros también necesitamos nuestra parte.
La dudosa coalición que había forjado, en un abrir y cerrar de ojos, se estaba viniendo abajo. Y el Imperio no había necesitado disparar ni un solo proyectil.
—Bien, imagino que deberé seguir solo —dijo, y se levantó—. Gracias por tu colaboración. Estoy seguro de que querrás volver a tus negocios.
—No te enfades, Karrde —le reprendió Gillespee. Terminó la fruta y se puso en pie—. Tienes razón, este asunto de los clones es muy grave. Si quieres contratar a mis naves y mis hombres para tu cacería, estaremos encantados de ayudarte. No podemos permitirnos hacerlo gratis, eso es todo. Avísanos.
Se encaminó a la puerta...
—Un momento —le llamó Karrde. Se le había ocurrido una idea bastante audaz—. Supón que encuentro una forma de garantizar dinero para todos. ¿Crees que los demás continuarían?
Gillespee le miró con suspicacia.
—No me tomes el pelo, Karrde. Careces de tanto dinero.
—Yo sí, pero la Nueva República no. Y teniendo en cuenta la situación actual, no creo que le hagan ascos a tener más naves en nómina.
—Oh, oh. —Gillespee meneó la cabeza con energía—. Lo siento, pero la piratería no es mi fuerte.
—¿Aunque tu única tarea consista en recoger información? No te propongo más de lo que ya hacías en el sector de Orus.
—Parece una filfa —contestó Gillespee con sarcasmo—, de no ser por el pequeño problema de encontrar a algún dirigente de la Nueva República lo bastante estúpido para pagar tarifas de bucanero por husmear.
Karrde sonrió.
—De hecho, no pensaba desperdiciar su valioso tiempo contándole el proyecto. ¿Conoces a mi socio Ghent?
Gillespee le miró unos instantes, estupefacto. De pronto, lo comprendió todo.
—No lo harás.
—¿Por que no? Al contrario, les prestaríamos un servicio. ¿Para qué complicar sus vidas con estos molestos detalles, si encima tratan de sobrevivir a una guerra?
—Y como de todos modos tendrán que pagar cuando encontremos el centro de clonación...
—Exacto —cabeceó Karrde—. Podemos considerar esto un pago por adelantado de un trabajo a realizar.
—Y no se enterarán hasta que haya concluido —dijo con sequedad Gillespee—. La pregunta es: ¿podrá hacerlo Ghent?
—Con suma facilidad. Sobre todo porque, en este momento, se encuentra en el palacio imperial de Coruscan!. Tenía la intención de dirigirme hacia allí para recoger a Mara. Le pediré a Ghent que se introduzca en los registros de algún sector de la flota y nos inscriba.
Gillespee exhaló aire ruidosamente.
—Existen posibilidades, lo reconozco, aunque no sé si será suficiente para que los demás se animen.
—En ese caso, tendremos que pedírselo. —Karrde volvió hacia su escritorio—. ¿Invitaciones para dentro de cuatro días, digamos?
Gillespee se encogió de hombros. < —Pruébalo. ¿Qué puedes perder? —Una pregunta seria —replicó con gravedad Karrde—, considerando que el gran almirante Thrawn anda de por medio. La brisa nocturna se deslizaba a través de los muros derruidos y las columnas de piedra de la fortaleza en ruinas, y a veces silbaba suavemente cuando pasaba por algún hueco. Karrde, sentado con la espalda apoyada contra una columna, sorbió su copa y contempló la puesta de sol. En la llanura, las largas sombras que se extendían sobre la tierra empezaban a desvanecerse, a medida que la oscuridad de la noche se apoderaba del paisaje. Un símbolo bastante aceptable de la forma en que esta guerra galáctica había atrapado a Karrde. Bebió otro sorbo y se asombró una vez más de lo absurdo de la situación. Aquí estaba él, un contrabandista inteligente, calculador, apropiadamente egoísta, que se había labrado una fructífera carrera gracias a su distanciamiento de la política galáctica. Además, un contrabandista que había jurado explícitamente mantener alejados a los suyos de esta guerra en particular. Y sin embargo, aquí estaba, hundido hasta las cejas en ella. Para colmo, intentaba arrastrar a otros contrabandistas al mismo destino. Meneó la cabeza, algo irritado. Sabía que algo muy similar le había ocurrido a Han Solo poco antes de la gran batalla de Yavin. Recordó que había contemplado con ironía la creciente implicación de Solo en la causa de la Alianza Rebelde. Una vez dentro, no parecía tan divertido. Oyó al otro lado del patio el tenue ruido de la grava al ser pisada. Karrde se volvió a mirar en esa dirección, hacia la hilera de columnas, y su mano descendió hacia el desintegrador. En este momento, no esperaba a nadie. —¿Sturm? —llamó en voz baja—. ¿Drang? Oyó el familiar cloqueo/ronroneo de respuesta, y Karrde exhaló un suspiro de alivio. —Venid —llamó a los animales—. Venid aquí. La orden fue innecesaria. El vornskr ya se dirigía hacia él, con el hocico casi tocando el suelo y agitando frenéticamente la cola. Debía de ser Drang, decidió; era el más sociable de los dos, y Sturm era proclive a alargar sus comidas. El vornskr se detuvo a su lado, emitió otro de sus cloqueos/ ronroneos, algo quejumbroso en esta ocasión, y apretó el hocico contra la palma extendida de Karrde. Era Drang, en efecto. —Sí, todo está muy tranquilo —dijo Karrde. Acarició el rostro del animal y le rascó detrás de las orejas, donde la piel era más sensible—. Los demás no tardarán en volver. Han ido a echar un vistazo a las naves. Drang emitió otro cloqueo/ronroneo quejumbroso y se acuclilló junto a la silla de Karrde. Examinó la llanura, pero no encontró lo que buscaba. Al cabo de un momento, lanzó un gruñido gutural y apoyó el hocico sobre la piedra. Su oreja se agitó una vez, como si se esforzara por escuchar un ruido inexistente, hasta que por fin la dejó caer. —Ahí abajo también hay tranquilidad —reconoció Karrde, y acarició el pelaje del vornskr—. ¿Qué crees que ocurrió en este lugar? Drang no contestó. Karrde contempló el lomo enjuto y musculoso del vornskr, y se preguntó una vez más acerca de estos extraños depredadores a los que había decidido convertir, quizá con algo de arrogancia, en animales domésticos. Se preguntó si se lo habría pensado dos veces de haber sabido que eran los únicos animales de la galaxia que cazaban por mediación de la Fuerza. Una conclusión absurda. No se desconocía la sensibilidad de la Fuerza, por supuesto. Los gotales poseían una forma inútil, y corrían insistentes rumores acerca de los duinuogwuin, por mencionar sólo dos, pero todos aquellos que poseían tal sensibilidad eran seres racionales, con el alto nivel de inteligencia y autoconocimiento que ello implicaba. Que animales irracionales utilizaran la Fuerza de esa forma era algo nuevo. Pero se trataba de una conclusión a la que había llegado forzado por los acontecimientos de los últimos meses. La inesperada reacción de sus animales ante Luke Skywalker en su base de Myrkr. La similar y jamás presenciada reacción ante Mara a bordo del Salvaje Karrde, justo antes del presentimiento que les había salvado del Crucero Interceptor imperial. Y la reacción, mucho más violenta, de los vornskrs salvajes hacia Mara y Skywalker durante su viaje de tres días por los bosques de Myrkr. Skywalker era un Jedi. Mara había demostrado talentos decididamente Jedi. Y quizá podían explicarse las peculiares burbujas anti-Fuerza creadas por los ysalamiri de Myrkr como una simple forma de defensa o camuflaje contra depredadores. De repente, Drang levantó la cabeza y sus orejas se atiesaron. Karrde aguzó el oído, y pocos segundos después oyó el leve ruido de la lanzadera que regresaba. —No pasa nada —tranquilizó al vornskr—. Son Chin y los demás, que vuelven de la nave. Drang mantuvo la misma postura unos segundos más. Después, como si decidiera creer en la palabra de Karrde, se volvió y bajó la cabeza. Si las sospechas de Karrde eran ciertas, una llanura como aquélla resultaba más silenciosa aún para el animal. —No te preocupes —calmó a Drang, y le rascó detrás de las orejas—. Pronto nos iremos de aquí, y te prometo que, en el próximo lugar al que vayamos, podrás escuchar mucha más vida animal. Las orejas del vornskr se agitaron, pero podía deberse a las caricias. Karrde lanzó una última mirada a los colores pálidos del anochecer, se levantó y reajustó en su cinturón la funda del desintegrador. De todos modos, no existían motivos para apresurarse. Las invitaciones habían sido escritas, codificadas y transmitidas, y sólo cabía esperar las respuestas. De repente, sin embargo, se sintió solo. Mucho más solo que unos minutos antes. —Vamos, Drang —dijo, y le dedicó una última caricia—. Es hora de irnos. La lanzadera se posó sobre el hangar del Quimera. Las válvulas de escape sisearon por encima de las cabezas de los milicianos que se disponían a situarse alrededor de la rampa. Pellaeon estaba de pie al lado de Thrawn. Hizo una mueca al percibir el olor acre de los gases y ardió en deseos de saber qué tramaba esta vez el gran almirante. Fuera lo que fuese, tenía la sensación de que no le iba a gustar. Thrawn podía alardear cuanto quisiera de lo predecibles que eran aquellos contrabandistas, y quizá lo fueran para él, pero Pellaeon ya tenía bastante de aquella escoria, y jamás había visto que los tratos establecidos con esa gente dieran fruto. Y ningún trato había empezado con un ataque a los astilleros imperiales. La rampa terminó de descender y se inmovilizó. El comandante de los milicianos escrutó el interior de la nave y cabeceó. El prisionero, flanqueado por dos soldados uniformados de negro, bajó a la cubierta. —Ah, capitán Mazzic —dijo Thrawn, cuando los milicianos tomaron posiciones a su alrededor—. Bienvenido al Quimera. Le pido disculpas por esta convocatoria teatral y los problemas que haya causado a sus negocios, pero ciertos asuntos sólo se pueden discutir cara a cara. —Es usted muy divertido —rugió Mazzic, en marcado contraste, pensó Pellaeon, con el sofisticado y elegante mujeriego perfilado en los archivos imperiales. En cualquier caso, la idea de enfrentarse a un interrogatorio imperial era capaz de despojar a cualquier hombre de su capa de civilización—. ¿Cómo me ha encontrado? —Por favor, capitán —le reprendió con serenidad Thrawn—. ¿De veras pensó que podía ocultarse de mí, si deseaba localizarle? —Karrde lo logró —replicó Mazzic. Intentaba hacer de tripas corazón, pero sus manos esposadas se agitaban nerviosamente—. Aún no le ha capturado, ¿verdad? —La hora de Karrde llegará —dijo Thrawn, aún con voz serena, pero mucho más fría—. Pero no estamos hablando de Karrde, sino de usted. —Sí, estoy seguro de que arde en deseos —gruñó Mazzic, y movió sus manos esposadas—. Acabemos de una vez. Thrawn enarcó las cejas. —No me ha entendido, capitán. No le han traído aquí para castigarle, sino porque quiero aclarar las cosas entre nosotros. Mazzic reprimió una interjección. —¿De qué está hablando? —preguntó con suspicacia. —Estoy hablando del reciente incidente en los astilleros de Bilbringi. No, no lo niegue. Sé que fueron Ellor y usted quienes destruyeron aquel Destructor Estelar inacabado. Por lo general, en un caso semejante, el Imperio infligiría un severo castigo a los culpables. Sin embargo, dadas las circunstancias, estoy dispuesto a pasarlo por alto. Mazzic le miró asombrado. —No entiendo. —Es muy sencillo, capitán. —Thrawn hizo un ademán, y un miliciano abrió las esposas de Mazzic—. Su ataque a Bilbringi fue en venganza de un ataque similar contra la reunión de contrabandistas celebrada en Trogan, a la que usted acudió. Perfecto, sólo que ni yo ni ningún alto oficial del Imperio ordenamos aquel ataque. De hecho, el comandante de la guarnición tenía órdenes explícitas de dejarles en paz. Mazzic resopló. —¿Espera que me lo crea? Los ojos de Thrawn centellearon. —¿Prefiere creer que soy incompetente hasta el extremo de enviar una fuerza inadecuada a una misión? Mazzic sostuvo su mirada, aún hostil, pero con aire pensativo. —Siempre pensé que nos escapamos con excesiva facilidad —murmuró. —Ahora empezamos a entendernos —dijo Thrawn, con voz de nuevo serena—. Asunto zanjado. La lanzadera tiene órdenes de devolverle a su base. —Sonrió—. Mejor dicho, a la base temporal que su nave y su tripulación han establecido en Lelmra. Le reitero mis disculpas. Los ojos de Mazzic examinaron el hangar, atrapado entre la suspicacia y la esperanza. —¿Se supone que debo creerle? —preguntó. —Puede creer lo que le dé la gana, pero recuerde que le he tenido en mis manos... y le he soltado. Buenos días, capitán. Hizo ademán de dar media vuelta. —Si no eran soldados imperiales —preguntó Mazzic—, ¿quiénes eran? Thrawn se volvió. —Eran auténticos soldados imperiales. Nuestras investigaciones aún no han concluido, pero parece que el teniente Kosk y sus hombres tenían la intención de ganarse un dinero extra. Mazzic le miró perplejo. —¿Alguien contrató a soldados imperiales para que nos atacaran? —Ni siquiera las tropas imperiales son inmunes a la atracción del soborno —dijo Thrawn, en un tono de amargo desprecio imitado a la perfección—. En ese caso, pagaron la traición con sus vidas. Tenga la seguridad de que el o los responsables pagarán un precio similar. —¿Sabe quién fue? —preguntó Mazzic. —Creo que sí, pero carezco de pruebas. —Déme una pista. Thrawn sonrió con sarcasmo. —Utilice la cabeza. Buenos días, capitán. Se volvió y caminó hacia la arcada que daba acceso a las áreas de servicio. Pellaeon esperó a que Mazzic y su escolta entraran en la lanzadera, y corrió para alcanzarle. —¿Cree que ha sido suficiente, almirante? —preguntó en voz baja. —Da igual, capitán —le aseguró Thrawn—. Le hemos proporcionado todo lo necesario. Y si Mazzic no es lo bastante inteligente para pensar en Karrde, uno u otro de los demás líderes lo hará. En cualquier caso, siempre es mejor ofrecer poco que demasiado. Algunas personas desconfían automáticamente de la información gratuita. Detrás, la lanzadera despegó de la cubierta y ascendió al espacio. De la arcada surgió una figura sonriente. —Bien hecho, almirante —dijo Niles Ferrier, mientras trasladaba su puro al otro extremo de la boca—. Le puso los pelos de punta y luego le dejó marchar. Pensará en ello durante mucho tiempo. —Gracias, Ferrier —replicó Thrawn con sequedad—. Su aprobación significa mucho para mí. Por un momento, la sonrisa del ladrón de naves estuvo a punto de desvanecerse. Después, decidió pasar por alto el comentario. —Muy bien —dijo—. ¿Cuál es nuestro siguiente paso? Los ojos de Thrawn centellearon al oír aquel «nuestro», pero lo dejó pasar. —Karrde envió anoche una serie de transmisiones, una de las cuales fue interceptada. Aún la estamos descifrando, pero sólo puede ser la convocatoria de otra reunión. En cuanto sepamos el lugar y la fecha, se los proporcionaremos. —Y ayudaré a Mazzic a acusar a Karrde —asintió Ferrier. —No hará nada de eso —replicó con brusquedad Thrawn—. Se sentará en un rincón y mantendrá la boca cerrada. Ferrier pareció encogerse. —De acuerdo. Por supuesto. Thrawn sostuvo su mirada otro momento. —Lo que hará usted —continuó por fin— es procurar que cierta tarjeta de datos sea introducida entre las posesiones de Karrde. En el despacho de su nave, con preferencia; será el primer sitio que Mazzic registre. Hizo un gesto. Un oficial se adelantó y tendió a Ferrier una tarjeta de datos. —Ah —dijo con ironía Ferrier, y la cogió—. Sí, ya lo entiendo. La prueba del trato de Karrde con ese tal teniente Kosk, ¿eh? —Correcto. Esto, más las pruebas que ya hemos introducido en el expediente personal de Kosk, despejarán toda duda de que Karrde manipuló a los otros contrabandistas. Espero que sea más que suficiente. —Sí, un buen truco. —Ferrier dio vueltas en su mano a la tarjeta de datos y mordisqueó el puro—. De acuerdo. Sólo debo subir a bordo del Salvaje Karrde... Se interrumpió al ver la expresión de Thrawn. —No —dijo en voz baja el gran almirante—. Al contrario, se mantendrá lo más alejado posible de su nave y sus instalaciones terrestres. De hecho, nunca se quedará solo mientras esté en su base. Ferrier parpadeó, sorprendido. —Sí, pero... Alzó la tarjeta de datos, desorientado. Pellaeon notó que Thrawn se esforzaba por no perder la paciencia. —Su defel será quien introduzca la tarjeta de datos en el Salvaje Karrde. El rostro de Ferrier se iluminó. —Ah, claro. Sí. Entrará y saldrá sin que nadie se dé cuenta. —Será mejor que lo haga —advirtió Thrawn, y de repente, su voz adoptó un tono glacial—. Porque no he olvidado su papel en la muerte del teniente Kosk y sus hombres. Está en deuda con el Imperio, Ferrier. Y ha de pagar esa deuda. El rostro de Ferrier palideció levemente. —Entendido, almirante. —Bien. Permanecerá en su nave hasta que Decodificación obtenga el lugar de la reunión convocada por Karrde. Después, se pondrá en acción. —Claro —dijo Ferrier, mientras guardaba la tarjeta en su túnica—. Bien. Cuando den a Karrde su merecido, ¿qué hago? —Podrá dedicarse libremente a sus negocios. Cuando requiera sus servicios de nuevo, recibirá el oportuno aviso. Ferrier torció los labios. —Claro —repitió. A juzgar por su expresión, Pellaeon intuyó que empezaba a comprender la inmensidad de su deuda con el Imperio. 16 El planeta era verde, azul y moteado de blanco, como la mayoría de los otros planetas que Han había conocido a lo largo de los años. Con la única excepción de que éste carecía de nombre. Y de espaciopuertos. Y de instalaciones orbitales. Y de ciudades, grupos electrógenos y naves. Y de todo. —Ahí es, ¿eh? —preguntó a Mara. La mujer no contestó. Contemplaba el planeta que colgaba frente a ellos. —Bueno, ¿lo es o no lo es? —se impacientó. —Lo es —dijo Mara, con voz extrañamente hueca—. Hemos llegado. —Bien. —Han la miró con el ceño fruncido—. Fantástico. ¿Vas a decirnos dónde está esa montaña, o vamos a seguir dando vueltas hasta que nos disparen? Dio la impresión de que Mara se estremecía. —Se encuentra a medio camino entre el ecuador y el polo norte —contestó—. Cerca del borde oriental del continente principal. Una sola montaña, que se alza sobre bosques y pastos. —Muy bien. Han introdujo la información en el ordenador y esperó que los sensores no fallaran. Mara ya había hecho suficientes comentarios despectivos acerca del Halcón. La puerta de la cabina se abrió. Lando y Chewbacca entraron. —¿Qué pasa? —preguntó Lando—. ¿Ya hemos llegado? : —Sí —dijo Mara, antes de que Han pudiera contestar. ' Chewbacca rugió una pregunta. —No, da la impresión de que es un planeta muy poco adelantado técnicamente. —Han meneó la cabeza—. Ni fuentes de energía ni transmisiones por ninguna parte. —¿Bases militares? —preguntó Lando. —Si hay, no las localizo —dijo Han. —Interesante —murmuró Lando, y miró por encima del hombro de Mara—. No pensaba que el gran almirante fuera tan confiado. —El lugar fue diseñado como almacén privado —le recordó Mara—. No había guarniciones ni centros de mando diseminados. —Por lo tanto, lo que tenga guardado se encontrará en el interior de la montaña, ¿no? —preguntó Han. —Más algunas patrullas en los alrededores —apuntó Mara—, pero no creo que haya escuadrones de cazas ni armas pesadas. —Ya era hora —dijo con ironía Lando. —A menos que Thrawn decidiera por su cuenta enviar un par de guarniciones —señaló Han—. Será mejor que Chewie y tú carguéis los cañones. —De acuerdo. Los dos salieron. Han cambió a una trayectoria de aproximación, y luego conectó los sensores. —¿Problemas? —preguntó Mara. —Creo que no —la tranquilizó Han, mientras contemplaba las pantallas. No se veía nada a su alrededor—. Durante el viaje, me pareció ver algo por ahí atrás. —Carlissian también creyó ver algo cuando cambiamos de curso en Obroa-skai —dijo Mara, y miró la pantalla—. Podría ser algo con un buen módulo antisensores. —O un simple desperfecto. El fabritec nos ha dado problemas en los últimos tiempos. Mara estiró el cuello para mirar hacia estribor. —¿Es posible que alguien nos haya seguido desde Coruscant? —¿Quién sabía que nos íbamos? —dijo Han. No, allí no había nada. Debía de tratarse de su imaginación—. ¿Viste bien lo que contenía ese almacén? Mara volvió la cabeza poco a poco, nada convencida. —Apenas el pasillo que conduce desde la entrada al salón del trono, situado en la parte superior, pero sé dónde se encuentra la cámara de los cilindros Spaarti. —¿Y los generadores de energía? —No llegué a verlos, pero recuerdo haber oído que el sistema refrigerador absorbe agua de un río que desciende por la pendiente de la montaña orientada al nordeste. Estarán por ese lado. —Y la entrada principal se encuentra en el lado sudoeste. —La única entrada —le corrigió Mara—. Sólo hay una vía de entrada y salida. —Eso me suena. —Esta vez es verdad —replicó la mujer. Han se encogió de hombros. —De acuerdo —dijo. Era absurdo discutir, al menos hasta que hubieran examinado todo el lugar. Se abrió la puerta de la cabina. Han miró hacia atrás y vio a Luke. —Ya hemos llegado, muchacho. —Lo sé —dijo Luke, y se detuvo detrás de Mara—. Mara me lo ha dicho. Han dirigió una mirada a Mara. Por lo que él sabía, había pasado todo el viaje procurando evitar a Luke, lo cual no era tan sencillo en una nave del tamaño del Halcón. Luke le había devuelto el favor apartándose de su camino, cosa que tampoco era fácil. —Sí, ¿eh? —No pasa nada —le tranquilizó Luke, y contempló el planeta—. De modo que eso es Wayland. —Eso es Wayland —repitió Mara. Se quitó las correas y se levantó—. Vuelvo enseguida.—dijo, y salió. —Formáis un gran equipo —comentó Han, mientras la puerta de la cabina se cerraba. —Pues sí —admitió Luke. Se sentó en la silla del copiloto, que Mara acababa de dejar libre—. Tendrías que habernos visto a bordo del Quimera, cuando fuimos a rescatar a Karrde. Es una compañera estupenda. —Excepto cuando quiere acuchillarte. —Yo he tomado la decisión de correr el riesgo —sonrió Luke—. Debe de ser una de esas locuras Jedi. —Esto no me divierte, Luke —gruñó Han—. No ha descartado la opción de asesinarte. Se lo dijo a Leia en Coruscant. —Lo cual significa que, en realidad, no quiere hacerlo —replicó Luke—. La gente no va por ahí proclamando por adelantado sus planes de asesinato. Sobre todo a la familia de la víctima. —¿Vas a apostar la vida por ello? Luke se encogió de hombros. —Ya lo he hecho. El Halcón volaba en paralelo a la atmósfera exterior, y el ordenador ya había identificado una posible ubicación del monte Tantiss. —Bien, si quieres saber mi opinión, no es el momento de correr riesgos —dijo Han a Luke, mientras dedicaba al mapa sensor un breve examen. Decidió que se acercarían por el sur, para que el bosque ocultara el aterrizaje y el viaje por tierra. —¿Alguna sugerencia? —preguntó Luke. —Sí, una. —Han cambió el curso hacia la lejana montaña—. Dejarla en el Halcón cuando aterricemos. —¿Viva? Han pensó que, en otros momentos de su vida, no habría sido necesaria una pregunta tan ridícula. —Pues claro que viva —replicó, tirante—. Hay muchas formas de impedir que se meta en líos. —¿De veras crees que accederá a quedarse en la nave? —Nadie ha dicho que vayamos a pedírselo. —No podemos hacer eso, Han. Es necesario que participe en esto. —¿En qué parte? —gruñó Han—. ¿En cargarnos la fábrica de clones, o en intentar matarte? —No lo sé —dijo en voz baja Luke—. Quizá en ambas. A Han nunca le habían gustado mucho los bosques, antes de unirse a la Alianza Rebelde. Tampoco era que le desagradaran. Los contrabandistas normales no pensaban mucho en los bosques. La mayoría de las veces cargaban y descargaban en espaciopuertos pequeños y destartalados, como Mos Eisley o Abregado-rae y, en las raras ocasiones en que se citaban en un bosque, el cliente vigilaba el bosque mientras ellos vigilaban al cliente. Como resultado, Han había llegado a la vaga conclusión de que todos los bosques eran iguales. Su trabajo en la Alianza había cambiado esa perspectiva. Después de Endor, Corstris, Fedje y una docena más, había aprendido por las malas que cada bosque era diferente, con su propio muestrario de plantas, animales y dolores de cabeza generales para el visitante. Una más de las muchas materias que la Alianza le había enseñado, bien a su pesar. El bosque de Wayland se adaptaba al modelo habitual, y el primer dolor de cabeza fue lograr que el Halcón descendiera por el espeso dosel de hojas sin dejar un agujero que cualquier piloto de caza TIE errabundo localizaría casi dormido. Primero, tuvieron que entrar por un hueco (producido en este caso por un árbol caído), y después, dirigir la nave de costado, una maniobra mucho más arriesgada en el campo gravitatorio del planeta que en un cinturón de asteroides. El dosel secundario, que no descubrió hasta que hubo atravesado casi por completo el primero, constituyó el segundo dolor de cabeza, y arrasó las copas de una hilera de árboles antes de conseguir estabilizar y posar el Halcón, aplastando de paso un montón de matorrales. —Excelente aterrizaje —comentó con sequedad Lando, y se frotó los hombros mientras Han desconectaba los retropropulsores. —Al menos, el plato sensor sigue en su sitio —señaló Han. —Nunca pararás con la misma matraca, ¿verdad? Han se encogió de hombros y pidió los algoritmos de formas de vida. Ya era hora de saber qué les esperaba fuera. —Dijiste que no le habías hecho ni un rasguño —recordó a su amigo. —Estupendo —rezongó Lando—. La próxima vez, yo destruiré el generador del campo de energía, y tú lo conducirás hacia la garganta de la Estrella de la Muerte. Y no sería muy divertido. Si el Imperio recuperaba parte de sus antiguos recursos, quizá Thrawn intentaría fabricar otro de aquellos condenados trastos. —Los de atrás ya estamos listos —dijo Luke, y asomó la cabeza en la cabina—. ¿Cómo lo ves? —Bastante bien —contestó Han, la vista fija en la pantalla—. Hay un grupo de animales por ahí fuera, pero se mantienen a distancia. —¿Son muy grandes? —preguntó Lando. Se inclinó sobre el hombro de Han para mirar la pantalla. —¿Y cuántos son? —añadió Luke. —Unos quince —informó Han—. Nada que nos pueda complicar la vida. Vamos a echar un vistazo. Mara y Chewbacca les esperaban en la escotilla, junto con Erredós y Cetrespeó, que guardaba un inhabitual silencio. —Chewie y yo saldremos primero —dijo Han, y desenfundó el desintegrador—. Los demás quedaos aquí. Apretó los controles y la escotilla se deslizó a un lado, al tiempo que la rampa descendía y aplastaba las hojas muertas. Han bajó, intentando mirar en todas direcciones a la vez. Divisó al primer animal antes de llegar al final de la rampa. Era de color gris, con una mancha blanca en el lomo, y mediría unos dos metros desde el hocico al extremo de la cola. Estaba acuclillado al pie de una rama, y sus ojillos le siguieron mientras caminaba. Y si había que fiarse de sus garras y colmillos, era definitivamente un depredador. Chewbacca rugió por lo bajo. —Sí, ya lo he visto —murmuró Han—. Hay otros catorce por ahí, a propósito. El wookie emitió otro gruñido, acompañado de un ademán. —Tienes razón —admitió Han, sin dejar de vigilar al depredador—. Me suena de algo. Como aquellos panthac de Mantessa, ¿no crees? Chewbacca meditó, y luego rugió una negativa. —Bien, ya nos lo pensaremos mas tarde —decidió Han—. ¿Luke? —Aquí —confirmó Luke desde la escotilla. —Mara y tú empezad a bajar el equipo —ordenó Han, siempre atento al depredador. El ruido de la conversación no parecía molestarle—. Empieza con las bicicletas. Lando, cúbreles. —De acuerdo —contestó el aludido. Se oyó el ruido de las correas que sujetaban las dos primeras bicicletas al soltarse, y después el tenue zumbido de los retropro-pulsores cuando se activaron. Y con un repentino crujido de ramas y hojas, el animal saltó. —¡Chewie! —fue lo único que pudo gritar Han, antes de que el animal se precipitara sobre él. Disparó, el rayo lo alcanzó en pleno torso, y consiguió agacharse cuando el cadáver pasó por encima de su cabeza. Chewbacca profería gritos de guerra wookie y disparaba sin cesar su ballesta, a medida que los depredadores surgían de entre los árboles y cargaban contra ellos. Alguien gritó desde la escotilla y se puso a disparar. Han vio por el rabillo del ojo una serie de garras que se acercaban en su dirección, a demasiada velocidad para esquivarlas. Se protegió la cara con el brazo y agachó la cabeza todo cuanto pudo. Un instante después, se encontró en tierra, agobiado Por el peso del animal. Un momento de presión e intenso dolor, cuando las garras perforaron su chaqueta de camuflaje... Y, de pronto, el peso desapareció. Bajó el brazo, justo a tiempo de ver que el depredador saltaba sobre la rampa y se preparaba para lanzarse hacia el interior del Halcón. Giró en redondo y disparó, al tiempo que un rayo procedente de la nave también lo alcanzaba. Chewbacca bramó una advertencia. Aún tendido de espaldas, Han se revolvió y vio que tres animales más se abalanzaban sobre él. Derribó a uno con un par de rápidos disparos, y cuando se disponía a desviar el desintegrador para apuntar al segundo, un par de pies embutidos en botas negras aterrizaron frente a él. Los animales dieron un brinco y cayeron a tierra. Han rodó, se puso en pie y miró a su alrededor. Luke estaba semiacuclillado delante de él, con la espada de luz encendida. Al otro lado de la rampa, Chewbacca continuaba en pie, rodeado por tres animales muertos. Han contempló al depredador que yacía a su lado. Ahora que lo veía de cerca... —Cuidado, hay más allí —advirtió Luke. Han divisó a dos animales, al acecho entre los árboles. —No nos causarán problemas. ¿Entró alguno en la nave? —No llegó muy lejos —dijo Luke—. ¿Qué hicisteis para alejarles? —Nada —dijo Han, mientras enfundaba el desintegrador—. Fuisteis Mara y tú, montados en las bicicletas. Chewbacca expresó con un rugido su súbita comprensión. —Tienes razón, colega —dijo Han—. Ahí nos enfrentamos a ellos. —¿Qué son? —preguntó Luke. —Les llaman garráis —dijo Mara desde la rampa. Estaba acuclillada, con el desintegrador todavía en la mano, y contemplaba los cadáveres esparcidos alrededor de Chewbacca—. El Imperio los utilizaba como perros de presa, por lo general cerca de guarniciones fronterizas boscosas donde los piquetes de androides sondeadores no resultaban prácticos. Al parecer, los ultrasonidos emitidos por un retropropulsor son iguales a los chillidos lanzados por los animales que cazan. Les atrae como un imán. —Por eso nos estaban esperando —dijo Luke. Apagó la espada de luz, sin soltarla. —Son capaces de oír los retropropulsores de una nave desde kilómetros de distancia —explicó Mara. Saltó a un lado de la rampa y se arrodilló junto a un garral muerto. Hundió su mano libre en el pelaje de su cuello—. Lo cual significa que, si están teledirigidos, los controladores de monte Tantiss saben que estamos aquí. —Fantástico —masculló Han, y se agachó al lado del garral muerto tendido a sus pies—. ¿Qué hay que buscar, un collar? —Es probable —dijo Mara—. Busca alrededor de las patas también. Tardaron unos frenéticos minutos, pero al final confirmaron que ninguno de los depredadores muertos estaba teledirigido. —Quizá son los descendientes del grupo que trajeron para proteger la montaña —dijo Lando. —O se trata de su planeta de origen —añadió Mara—. Nunca vi su planeta de procedencia en ninguna lista. —De todos modos, eso significa problemas —gruñó Han, mientras empujaba fuera de la rampa el último cadáver—. Si no podemos utilizar las bicicletas, habrá que seguir a pie. Oyó un silbido electrónico procedente de arriba. —Perdone, señor —dijo Cetrespeó—. ¿Eso también es de aplicación a Erredós y yo? —A menos que hayáis aprendido a volar. —Bueno, señor, se me ocurre que Erredós, en particular, no está preparado para viajar por un bosque —señaló Cetrespeó—. Si no se puede utilizar la plataforma de carga, habría que buscar otro medio. —El medio es que caminéis como los demás —replicó Han. Sostener una discusión con Cetrespeó no entraba en su orden del día—. Ya lo hicisteis en Endor; también lo haréis aquí. —En Endor no tuvimos que andar tanto —le recordó en voz baja Luke—. Debemos de estar a dos semanas del pie de la montaña. —No es tan grave —dijo Han, mientras realizaba un rápido cálculo. No era grave, pero sí problemático—. Ocho o nueve días, a lo sumo. Tal vez un par más si nos metemos en líos. —Bueno, seguro que nos metemos en líos —dijo Mara con sarcasmo. Se sentó en la rampa y dejó el desintegrador sobre su regazo—. Hacedme caso. —¿No esperas que los nativos sean hospitalarios? —preguntó Lando. —Espero que nos den la bienvenida a flechazos —replicó Mara—. Hay dos especies de nativos diferentes, los psadans y los myneyrshi. Ninguna tiene un gran aprecio por los humanos, ni siquiera antes de que el Imperio ocupara monte Tantiss. —Bueno, al menos no estarán de parte del Imperio —dijo Lando. —Eso no me consuela —gruñó Mara—. Y aunque ellos no nos causen problemas, los depredadores sí lo harán. Tendremos suerte si recorremos la distancia en doce o trece días, pero no en ocho o nueve. Han contempló el bosque y captó algo turbador. —Pongamos doce —dijo. De pronto, se le antojó fundamental que se alejaran de aquel lugar—. Pongámonos en marcha. Lando, Mara, elegid los paquetes de equipamiento que hemos de transportar. Chewie, saca todas las raciones alimenticias de las mochilas de supervivencia; eso debería ser suficiente. Luke, tú y los androides id hacia allí, a ver si encontráis algún sendero. Quizá el lecho de un río seco... Estamos lo bastante cerca de la montaña para que haya alguno. —Por supuesto, señor —dijo Cetrespeó, muy animado, y empezó a bajar la rampa—. Vamos, Erredós. Los demás volvieron a entrar en la nave. Han se encaminó a la rampa, pero se detuvo cuando Luke le cogió del brazo. —¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja. , Han movió la cabeza en dirección al bosque. —Los garráis que nos estaban vigilando se han ido. Luke miró hacia atrás. —¿Se fueron juntos? —No lo sé. No les vi marcharse. Luke acarició la espada de luz. —¿Crees que se trata de una patrulla imperial? < —O una manada de esos animales de presa que Mara mencionó. ¿Captas algo? Luke respiró hondo, retuvo el aire un momento y lo exhaló poco a poco. —No percibo ninguna presencia en las cercanías, pero quizá se halle fuera de mi alcance. ¿Crees que deberíamos suspender la misión? Han negó con la cabeza. —Si lo hacemos, dejaremos pasar una gran oportunidad. En cuanto averigüen que hemos descubierto su fábrica de clones, será inútil fingir que sospechamos otra cosa. Cuando volvamos con una fuerza de choque, nos estarán esperando con un par de flotas de Destructores Estelares. —Supongo que sí. Y tienes razón. Si han descubierto la llegada del Halcón, lo mejor será alejarnos cuanto antes. ¿Enviarás las coordenadas a Coruscant antes de irnos? —No lo sé. —Han levantó la vista hacia el Halcón, y procuró desechar la idea de los imperiales apoderándose de la nave—. Si hay una patrulla por ahí, jamás lograremos enviar un mensaje sin que lo intercepten. Luke también alzó la vista. —Parece peligroso. Si surgen problemas, no tendrán ni idea de adonde enviar una fuerza de ayuda. —Sí, bien, pero si transmitimos cerca de una patrulla imperial, te garantizo que habrá problemas —gruñó Han—. Estoy abierto a toda clase de sugerencias. —¿Y si me quedo aquí unas cuantas horas? Si para entonces no han aparecido patrullas, podríamos transmitir. —Olvídalo. —Han meneó la cabeza—. Tendrías que viajar solo, y hay bastantes posibilidades de que no nos encontraras. —Correré el riesgo. —Yo no. Además, cada vez que te largas solo, consigues meterme en líos. Luke sonrió con pesar. —Eso parece. —Ya puedes apostar. Vamos, estamos perdiendo el tiempo. Sal y busca una senda. —Muy bien —suspiró Luke, aunque no parecía muy disgustado. Quizá sabía desde el principio que no era una buena idea—. Erredós, Cetrespeó, vámonos. La primera hora fue la más dura. El vago sendero apenas insinuado que Erredós había descubierto, oculto bajo una masa de espinos, cuando apenas habían recorrido cien metros, les obligó a abrirse camino entre la espesa maleza. No tardaron en perturbar algo más que la vida vegetal, y desperdiciaron unos tensos minutos en disparar contra un nido de seres con seis patas y medio metro de largo, que se lanzaron sobre ellos. Por fortuna, las garras y colmillos que poseían estaban diseñados para presas mucho más pequeñas y, aparte de una buena marca de dientes en la pierna izquierda de Cetrespeó, nadie sufrió daños antes de rechazarlos. Cetrespeó se quejó más de lo que el incidente o los perjuicios merecían, y el ruido debió de atraer al animal de escamas pardas que les atacó pocos minutos más tarde. Un rápido disparo de Han no logró detenerle, y Luke tuvo que emplear la espada de luz para separarlo del brazo de Cetrespeó. El androide aún se mostró más propenso a sus quejas, y Han le amenazó con desconectarle y dejarle a merced de los cartoneros. De pronto, toparon con el lecho de río seco que esperaban encontrar. Siendo el terreno más practicable, y como no volvió a atacarles ningún animal, se desplazaron a mayor velocidad, y cuando la noche cayó sobre el dosel de hojas, ya habían recorrido casi diez kilómetros. —Despierta bellos recuerdos, ¿verdad? —comentó Mara con sarcasmo, mientras se liberaba de la mochila y la dejaba caer junto a uno de los pequeños arbustos que flanqueaban el lecho del río. —Igual que en Myrkr —admitió Luke, y utilizó su espada de luz para cortar los matojos de espinos tan frecuentes durante las últimas horas—. Nunca averigüé qué ocurrió después de que nos marcháramos. —Más o menos lo que era de esperar —contestó Mara—. Nos salvamos por los pelos de los AT-AT de Thrawn, y casi nos pillaron cuando Karrde insistió en quedarse a mirar. —¿Por eso nos estás ayudando, porque Thrawn puso precio a la cabeza de Karrde? —Aclaremos las cosas de una vez, Skywalker —gruñó la mujer—. Yo trabajo para Karrde, y Karrde ya ha dicho que nos mantendremos neutrales en esta guerra vuestra. La única razón por la que estoy aquí es que sé algo sobre la era de las Guerras Clónicas y no quiero ver a un montón de duplicados emperrados en reconquistar la galaxia. La única razón por la que tú estás aquí, es que no puedo destruir sola las instalaciones. —Entiendo. —Luke cortó un segundo arbusto espinoso y apagó la espada de luz. Proyectó la Fuerza, alzó los dos matojos del suelo y los dejó caer en el cauce del río—. Bien, no detendrá a nadie decidido a atraparnos —dijo, mientras examinaba la improvisada barrera—, pero al menos les retrasará un poco. —Por si acaso. —Mara sacó una barra alimenticia y la desenvolvió—. Esperemos que éste no sea uno de esos afortunados lugares en que los grandes depredadores salen de noche. —Por suerte, los sensores de Erredós los localizarán antes de que se acerquen demasiado. Luke volvió a encender la espada de luz y cortó otros dos arbustos espinosos. Se preparaba a apagarla cuando captó un sutil cambio en el estado de ánimo de Mara. Se volvió y comprobó que miraba fijamente su espada de luz, con la barra alimenticia olvidada en su mano y una extraña expresión absorta en su cara. —¿Te encuentras bien, Mara? —preguntó. La mujer desvió al instante la vista, casi como si se sintiera culpable. —Claro —murmuró—. Estoy bien. Le dirigió una fugaz mirada y mordió la barra con brusquedad. —De acuerdo. Luke apagó la espada y utilizó la Fuerza para colocar los arbustos recién cortados sobre los otros. Seguía sin constituir una barrera, decidió. Tal vez si arrancaba algunas de las enredaderas que crecían entre los árboles... —Skywalker. Se volvió. —¿Sí? Mara le estaba mirando. —Quiero hacerte una pregunta —dijo en voz baja—. Tú eres el único que lo sabe. ¿Cómo murió el emperador? Luke escudriñó su rostro unos instantes. Aun a la débil luz, percibió dolor en sus ojos, los amargos recuerdos de la vida placentera y el resplandeciente futuro que le habían sido arrebatados en Endor. Sin embargo, además del dolor, vislumbró una fuerte determinación. Por más duro que le resultara, quería saberlo de verdad. —El emperador intentaba atraerme al lado oscuro —dijo, y recuerdos muy lejanos surgieron de nuevo. Aquel día, en lugar del emperador, fue él quien estuvo a punto de morir—. Casi lo logró. Me lancé sobre él y terminé luchando contra Vader. Debió de pensar que si yo mataba a Vader, impulsado por la cólera, sería más fácil arrastrarme al lado oscuro. —Y en cambio, os aliasteis contra él —acusó Mara, y una súbita furia alumbró en sus ojos—. Os volvisteis contra él, los dos... —Un momento —protestó Luke—. Yo no le volví a atacar. —¿Qué estás diciendo? Vi que lo hacías. Los dos avanzasteis contra él, armados con espadas de luz. Yo te vi. Luke la miró fijamente... y comprendió al fin. Mara Jade, la Mano del Emperador, que escuchaba su voz en cualquier lugar de la galaxia. Había estado en contacto con su amo en el momento de su muerte, y presenciado toda la escena. Sólo que no del todo bien. —Yo no le ataqué, Mara. Él estaba a punto de matarme cuando Vader lo cogió y le lanzó por un pozo de ventilación. Yo no podía hacer nada, aunque lo hubiera deseado. Seguía medio paralizado por los rayos que me había arrojado. —¿Aunque lo hubieras deseado? —replicó Mara—. ¿Acaso no fuiste a la Estrella de la Muerte para matarle? Luke negó con la cabeza. —No. Fui para apartar a Vader del lado oscuro. Mara desvió la vista, y Luke intuyó la confusión que reinaba en su interior. —¿Por qué he de creerte? —dijo por fin. —¿Por qué he de mentir? Eso no cambia el hecho de que, si yo no hubiera estado allí, Vader no se habría vuelto contra él. En ese sentido, aún continúo siendo responsable de su muerte. —Tienes razón —reconoció Mara, pero vaciló un momento antes de decirlo—. Y no lo olvidaré. Luke asintió en silencio y esperó a que la mujer siguiera hablando, pero no lo hizo. El joven se volvió hacia los arbustos. —Yo en tu lugar iría con cuidado —dijo Mara desde atrás, con voz fría y controlada—. No querrás que nos quedemos encerrados en un área de este tamaño, si algo grande se acerca por los matorrales. —Bien pensado. Luke comprendió tanto las palabras como el significado oculto. Había que hacer un trabajo y, hasta que concluyera, ella le necesitaba vivo. En cuyo momento, debería enfrentarse al destino para el que había sido preparada. O elegir uno nuevo. Luke cerró la espada de luz y fue a reunirse con los demás, que estaban montando el campamento. Había llegado el momento de echar un vistazo a los androides. 17 La puerta de la cámara de la Asamblea se abrió y un pequeño torrente de personas y androides salieron al Gran Pasillo; hablaban entre ellos, en el acostumbrado abanico de idiomas. Leia miró a Winter, mientras caminaban hacia la multitud, y cabeceó. Había llegado la hora de la función. —¿Alguna información nueva que me pueda interesar? —preguntó, cuando pasaron junto a los congregados. —Un curioso añadido al informe de Pantolomin —contestó Winter, y sus ojos resbalaron sobre los reunidos—. Un cazador de recompensas afirma haber penetrado en los astilleros imperiales de Ord Trasi y ofrece vendernos información sobre su nuevo programa de construcción. —Ya he tratado bastante con cazadores de recompensas —dijo Leia, y procuró no mirar a su alrededor mientras se abrían paso entre los corros. Winter estaba atenta, y gracias a su infalible memoria recordaría a todos los que se encontraban lo bastante cerca para oír su conversación—. ¿Por qué piensa el coronel Derlin que podemos confiar en él? —Aún no está seguro. El contrabandista ofreció lo que él denominó una muestra gratis: la información de que, dentro de tres meses, tres Destructores Estelares imperiales terminarán de construirse. El coronel Derlin dijo que el comandante de escuadrilla Harleys está diseñando un plan para confirmarlo. Salieron del Gran Pasillo y siguieron a un grupo de personas que aún no se habían dispersado hacia sus despachos u otras salas de conferencias. —Parece peligroso —comentó Leia, dispuesta a llevar el guión hasta el final—. Espero que no se le ocurra enviar un vuelo de reconocimiento. —El informe no daba detalles, pero al final preguntaba sobre la posibilidad de pedir prestado un caza a alguien que hace negocios con el Imperio. El último oficial se desvió por un pasillo y las dejó solas con un surtido de técnicos, ayudantes, personal administrativo y otros miembros de menor categoría del gobierno. Leia lanzó una rápida mirada a cada uno y decidió que ya había bastante por hoy de farsa. Miró a Winter, cabeceó y se encaminaron a los turboascensores. Necesitaban encontrar un lugar donde Ghent pudiera instalarse sin que se filtraran rumores del proyecto, y una investigación de los planos originales del palacio había descubierto el sitio ideal. Era una antigua sala de células de energía, cerrada y clausurada unos años antes, encajada entre el Sector Ordenanzas/Suministros y las oficinas del Mando de Cazas, situadas en la planta de mando. Leia había practicado una nueva entrada desde un pasillo de servicio con su espada de luz; Bel Iblis la había ayudado a trasladar cables eléctricos, y Ghent había confeccionado el programa de decodificación. Tenían todo cuanto necesitaban. Excepto resultados. Ghent estaba sentado en la única silla de la sala cuando llegaron, con la mirada perdida en la lejanía y los pies apoyados en el escritorio. No advirtió su presencia hasta que ya estuvieron dentro. —Ah, hola —dijo, y puso los pies en el suelo con estrépito. —No haga ruido, por favor —le recordó Leia. Los oficiales que trabajaban al otro lado de las delgadas paredes atribuirían los ruidos a las oficinas adyacentes, aunque tal vez no—. ¿Le ha traído el general Bel Iblis las últimas transmisiones? —Sí, hace una hora —asintió Ghent susurrando por lo bajo—. Acabo de decodificarlas. Pulsó una tecla y los mensajes aparecieron en la pantalla. Leia se detuvo detrás de la silla y los leyó. Detalles de despliegues militares inminentes, lo que parecían ser transcripciones verbales de conversaciones diplomáticas de alto nivel, rumores palaciegos... Como siempre, Fuente Delta había cubierto todas las posibilidades, desde lo importante a lo trivial. —Es uno de los nuestros —dijo Winter, y señaló un punto de la pantalla. Leia leyó la entrada. Un informe de Inteligencia no confirmado, llegado del sistema de Bpfassh, sugiriendo que el Quimera y sus naves de apoyo habían sido localizados cerca de Anchoron. Era uno de los suyos, en efecto. —¿Cuántas personas estaban enteradas de esto? —preguntó a Winter. —Sólo cuarenta y siete —contestó Winter, ocupada ya con la agenda electrónica de Ghent—. Fue ayer por la tarde, poco antes de las tres, durante la segunda sesión de la Asamblea, y el Gran Pasillo estaba casi vacía. Leia asintió y se volvió hacia la pantalla. Cuando Winter hubo terminado la lista, había identificado otros dos de sus mensajes falsos. Después, encontró otros cinco. —Parece que ya lo tenemos —dijo Leia, mientras Winter entregaba a Ghent sus primeras tres listas y se ponía a trabajar en las otras—. Pasemos éstas por tu criba. —Muy bien —dijo Ghent, y dirigió una última mirada de asombro a Winter, antes de volverse hacia su consola. Tres días, y aún no comprendía cómo era capaz de recordar cada detalle de cincuenta conversaciones diferentes—. Muy bien, vamos a ver. Correlaciones... Bien. Hemos descendido a ciento veintisiete posibilidades. Sobre todo técnicos y administrativos. También algunos diplomáticos extraplanetarios. Leia meneó la cabeza. —Ninguna de esas personas puede tener acceso a tanta información —dijo, y señaló la pantalla—. Ha de ser alguien que ocupe un destacado lugar en la cadena de mando... —Espere un momento —la interrumpió Ghent, levantando un dedo—. Usted quiere un pez gordo; ya lo tiene. El consejero Sian Tevv de Sullust. Leia frunció el ceño. —Eso es imposible. Fue uno de los primeros líderes de la Alianza Rebelde. De hecho, creo que fue él quien trajo a Nien Nunb y su escuadrón privado, después de que el Imperio les expulsara del sistema de Sullust. Ghent se encogió de hombros. —No sé nada de eso. Sólo sé que escuchó las cincuenta conversaciones falsas dedicadas al transmisor de Fuente Delta. —No puede ser el consejero Tevv —dijo Winter con aire ausente, sin dejar de trabajar con la tarjeta electrónica—. No estuvo presente durante ninguna de estas últimas seis conversaciones. —Quizá las oyó alguno de sus ayudantes —adujo Ghent—, No es preciso que estuviera en persona. Winter meneó la cabeza. —No. Uno de sus ayudantes estuvo presente, pero sólo durante una conversación. Más aún, el consejero Tevv sí estuvo presente en dos conversaciones celebradas anteayer, que Fuente Delta no transmitió. A las nueve y cuarto de la mañana y a las dos y cuarenta y ocho minutos de la tarde. Ghent pidió las listas. —Tiene razón —confirmó—. No se me había ocurrido hacer comprobaciones en esa dirección. Debería preparar un programa de criba mejor. La puerta se abrió. Leia se volvió y vio al general Bel Iblis. —Pensé que la encontraría aquí —dijo a la princesa—. Está todo dispuesto para ensayar el plan Polvo de Estrellas, si quiere venir a echar un vistazo. El último proyecto para localizar el enjambre de asteroides camuflados que Thrawn había dejado en órbita alrededor de Coruscant. —Sí, gracias. Winter, cuando termines, me encontrarás en la sala de guerra. —Sí, Alteza. Leia y Bel Iblis salieron de la sala y recorrieron en fila india el pasillo de servicio. —¿Han descubierto algo? —preguntó el general. —Winter está verificando las listas de ayer. Hasta el momento, existen unas ciento treinta posibilidades. Bel Iblis cabeceó. —Considerando la cantidad de gente que trabaja en el palacio, se podría calificar de adelanto. —Quizá. —Leia vaciló—. He pensado que el plan funcionará únicamente si Fuente Delta es una sola persona. Si se trata de un grupo, es posible que no logremos eliminarlo. —Tal vez —admitió Bel Iblis—, pero me cuesta creer que haya tantos traidores entre nosotros. De hecho, aún me resisto a creer que haya uno. Siempre he pensado que Fuente Delta podría ser un sistema de grabación exótico. Algo que Seguridad aún no ha sido capaz de localizar. —Ni yo, por desgracia. Llegaron a la sala de guerra, donde el general Rieekan y el almirante Drayson se erguían detrás de la consola de mando principal- —Princesa —la saludó con gravedad Rieekan—. Llega a tiempo. Leia levantó la vista hacia la pantalla. Un transporte antiguo se había alejado del grupo de naves que montaba guardia en la órbita más alejada y avanzaba con cautela hacia el planeta. ——¿Hasta dónde va a penetrar? —preguntó Leia. —Empezaremos justo por encima del escudo planetario, consejera —dijo Drayson—. El análisis poscombate indica que la mayoría de los asteroides camuflados girarán a baja altura. Leia asintió. Como ésos serían los que se introducirían si abrían el escudo, lo más sensato era empezar por allí. El transporte continuó acercándose, muy lentamente, con la torpeza propia de una nave movida por control remoto. —Muy bien —dijo Drayson—. Control de Transporte Uno, corte la propulsión y prepárese a descargar cuando yo lo ordene. Atención... Descargue. Nada ocurrió durante un momento. Después, de repente, una nube de polvo brillante empezó a surgir de la popa del transporte, y remolineó perezosamente detrás de la nave. —Siga acercándose —dijo Drayson—. Devastador, prepare rayos de iones negativos. —Todo el polvo ha sido descargado del transporte, almirante —informó un oficial. —Control de Transporte Uno, alejen la nave —ordenó Drayson. —Pero poco a poco —murmuró Bel Iblis—. No nos interesa que aparezcan excesivos huecos en el polvo. Drayson le dirigió una mirada de irritación. —Poco a poco —dijo de mala gana—. ¿Tenemos ya alguna lectura? —Muy potentes, señor —comunicó el oficial que trabajaba en la consola del sensor—. Reflejos en todas las bandas, entre punto nueve-tres y nueve-ocho. —Bien —asintió Drayson—. Manténganse alerta. ¿Devastador! —Informes del Devastador preparados, señor —confirmó otro oficial. —Dispare rayo de iones negativos —ordenó Drayson—. Intensidad mínima. A ver qué pasa. Leia miró la pantalla. Las brillantes partículas de polvo empezaron a agruparse, a medida que los iones procedentes del propulsor del transporte creaban cargas electrostáticas aleatorias en la nube. Vio por el rabillo del ojo la brumosa línea de un rayo de iones que aparecía en la pantalla táctica y atravesaba la nube. Cargó todas las partículas de polvo con la misma polaridad, para que se repelieran mutuamente..., y de súbito, la nube de polvo se expandió de nuevo y abarcó toda la pantalla, como una flor exótica al abrirse. —Alto el fuego —dijo Drayson—. Vamos a ver si es suficiente. La flor continuó abriéndose durante un largo minuto, y Leia contempló fijamente el resplandor nebuloso. Irracional, por supuesto. Teniendo en cuenta la inmensidad del espacio circundante, era muy improbable que esta primera descarga se interpusiera en el camino de algún asteroide. Y aun en ese caso, no vería nada en la pantalla. Excepto en el momento anterior a descender, dio la impresión de que la luz y los rayos sensores se retorcían alrededor del escudo camuflado, lo cual significaba que no se distinguiría ningún punto oscuro en el polvo. —La nube empieza a romperse, almirante —informó el oficial encargado del sensor—. El radio de disipación ha subido a doce. —El viento solar la está afectando —murmuró Rieekan. —Como era de esperar —le recordó Drayson—. Control de Transporte Dos: adelante. Un segundo transporte se desgajó de las naves en órbita y descendió hacia la superficie. —Con esa lentitud hay que proceder —comentó en voz baja Bel Iblis. —Estoy de acuerdo—dijo Rieekan—. Ojalá no hubieran perdido aquellas TCCG en Svivren. Nos habrían ido de perlas. Leia asintió. Trampas cristalográficas de campo gravitatorio, diseñadas en principio para atraer, desde miles de kilómetros de distancia, a la masa de naves con sensores ocultos, serían ideales para este trabajo. —Pensaba que Inteligencia estaba sobre la pista de una. —De tres —corrigió Rieekan—. El problema es que todas se hallan en espacio imperial. —Aún no estoy convencido de que una TCCG nos sería de tanta utilidad —dijo Bel Iblis—. Tan cerca, sospecho que la gravedad de Coruscant anularía las lecturas obtenidas de los asteroides. —Sería complicado, sin duda —admitió Rieekan—, pero creo que es la mejor posibilidad. Guardaron silencio cuando, en la pantalla, el segundo transporte llegó a la zona predeterminada y repitió el procedimiento del primero. Tampoco ocurrió nada. —Este viento solar nos va a fastidiar —comentó Bel Iblis, cuando partió el tercer transporte—. Quizá tengamos que trabajar con partículas de polvo más grandes en la siguiente ocasión. —O llevar a cabo la operación en el lado oscuro —sugirió Rieekan—. Eso, al menos, eliminaría el efecto... —¡Turbulencia! —ladró el oficial a cargo del sensor—. Trayectoria uno-uno-siete, virando a cuatro-nueve-dos. Un estruendo demencial surgió de la consola del sensor. En el mismo borde de la segunda nube de polvo, una brumosa línea anaranjada había aparecido, subrayando la turbulencia provocada por el paso del asteroide invisible. —Síganlo —ordenó Drayson—. Devastador, dispare a discreción. En la pantalla surgieron líneas rojas cuando los turboláseres del Acorazado empezaron a barrer la trayectoria calculada. Leia miró la pantalla, con las manos aferradas al respaldo de la silla del oficial que manejaba el sensor, y de repente, distinguió un pedazo de roca deforme que derivaba entre las estrellas. —Alto el fuego —ordenó Drayson—. Buen trabajo, caballeros. Muy bien, Leal, es su turno. Saque al equipo de técnicos... Se interrumpió. En la pantalla, apareció un laberinto de líneas rojas que se entrecruzaban sobre el bulto oscuro del asteroide. Destellaron durante un breve momento, y luego se desvanecieron. —Suspenda la orden, Leal —gruñó Drayson—. Parece que el gran almirante no quiere que nadie eche un vistazo a sus juguetes. —Al menos, hemos localizado uno —dijo Leia—. Algo es algo. —Pues sí —replicó con sequedad Drayson—. Sólo nos quedan menos de trescientos. Leia cabeceó e hizo ademán de marcharse. El proceso iba a durar bastante, y sería mejor que volviera con Winter y Ghent. —¡Colisión! —exclamó el oficial del sensor. Giró en redondo. Vio en la pantalla que el tercer transporte daba vueltas locamente, la popa envuelta en llamas. Su cargamento de polvo se esparció en todas direcciones. —¿Puede calcular una trayectoria? —preguntó Drayson. Las manos del oficial volaron sobre su tablero. —Negativo. Datos insuficientes. Sólo puedo calcular un cono de probabilidades. —Me conformo —dijo Drayson—. A todas las naves: abran fuego. Bombardeo masivo. Apunten al cono indicado. El cono había aparecido en la pantalla táctica, y la lejana flota empezó a disparar sus turboláseres. —Abran el cono hasta un cincuenta por ciento de probabilidades —indicó Drayson—. Estaciones de combate, ocúpense del cono exterior. Quiero que encuentren el objetivo. El estímulo resultó innecesario. Sobre Coruscant, el espacio se había convertido en una tormenta de fuego, los rayos de los turboláseres y los torpedos protónicos perforaban el cono señalado. La zona elegida se ensanchó y expandió a medida que los ordenadores calculaban las trayectorias posibles del asteroide invisible. Las naves y las estaciones de combate variaban su ángulo de tiro en función de las probabilidades. Pero no había nada y, al cabo de unos minutos, Drayson aceptó la derrota. —Todas las unidades, cesen el fuego —dijo con voz cansada—. Es inútil. Lo hemos perdido. No había mucho más que decir. Contemplaron en silencio el transporte semidestruido, fuera del alcance de los haces de arrastre, que giraba lentamente hacia el escudo planetario y su muerte inminente. Su popa aplastada rozó el escudo, y al fuego de los gases de propulsión se añadió el borde blancoazulado de los enlaces atómicos. Un destello apagado cuando la popa se desprendió, un destello más brillante cuando la proa tocó el escudo, escombros oscuros reflejados contra las llamas cuando el casco empezó a resquebrajarse... Y se vaporizó con un estallido final de llamas difusas. Leia vio desvanecerse los últimos destellos y recurrió a sus ejercicios Jedi para serenar la ira que colmaba su mente. Entregarse al lujo de odiar a Thrawn por lo que les había hecho sólo serviría para nublar su intelecto. Aún peor, ese odio significaría un peligroso paso hacia el lado oscuro. Percibió un movimiento a su espalda, y vio que Winter estaba a su lado. La otra mujer contemplaba la pantalla con un brillo de dolor en sus ojos. —No pasa nada —la tranquilizó Leia—. No iba nadie a bordo. —Lo sé —murmuró Winter—. Estaba pensando en otro transporte que vi caer al igual que ése, sobre Xyquine. Un transporte de pasajeros... Respiró hondo, y Leia casi pudo ver el esfuerzo consciente por apartar de sí aquellos vividos recuerdos. —Me gustaría hablar con usted, Alteza, cuando haya terminado. Leia penetró en la expresión neutra de Winter y sondeó su estado de ánimo. La noticia que iba a comunicarle no era buena. —Voy enseguida —dijo. Salieron de la sala de guerra y se encaminaron hacia la sala de decodificación por el pasillo de servicio. La noticia no era nada buena. —Es imposible —dijo Leia, y meneó la cabeza mientras volvía a leer el análisis de Ghent—. Sabemos que hay una filtración en el palacio. —Lo he verificado una y otra vez —arguyó Ghent—. Siempre da el mismo resultado. La respuesta no varía. Un cero absoluto y total. Leia repasó una vez más la información contenida en la agenda electrónica. La lista de nombres apareció y se desvaneció. —Entonces, Fuente Delta ha de ser más de una persona —dijo. —También he comprobado esa posibilidad. —Ghent agitó la mano, en un gesto de impotencia—. Tampoco funciona. Salen, como mínimo, quince personas. Es imposible que Seguridad sea tan deficiente. —Eso significa que selecciona la información, y no transmite todo lo que oye. Ghent se rascó la mejilla. —Supongo que sí —-dijo a regañadientes—, pero no lo sé. Fíjese en las estupideces que transmite a veces. En la última, por ejemplo, informaba sobre una pareja de Arcona que discutían acerca del nombre que le iban a dar a sus pájaros recién nacidos. O este tipo tiene mala memoria, o su lista de prioridades es de lo más extravagante. La puerta se abrió y Bel Iblis entró. —Me fijé en que se iba —dijo—. ¿Han descubierto algo? Leia le tendió en silencio la agenda electrónica. Bel Iblis le echó una ojeada superficial, y luego la leyó con más interés. —Fascinante —dijo por fin—. El análisis es erróneo, la memoria de Winter empieza a flaquear..., o Fuente Delta nos está tomando el pelo. —¿Por qué dice eso? —preguntó Leia. —Porque está claro que ya no transmite todo lo que oye. Algo ha despertado sus sospechas. Leia pensó en aquellas conversaciones amañadas. —No —dijo poco a poco—. No lo creo. Jamás percibí ni una pizca de malicia o suspicacia. Bel Iblis se encogió de hombros. —La alternativa consiste en creer que un nido de espías se ha instalado en el palacio. Espere un momento... La situación no es tan grave. Si damos por sentado que no se dio cuenta al principio, aún podemos utilizar los datos de los dos primeros días para reducir la lista de sospechosos a un número manejable. Leia sintió un nudo en el estómago. —Garm, estamos hablando de más de un centenar de miembros de la Nueva República en quienes confiamos. Las acusaciones del consejero Fey'lya contra el almirante Ackbar ya fueron bastante graves. Esto podría agravar aún más la situación. —Lo sé, Leia —afirmó Bel Iblis—, pero no podemos permitir que el Imperio siga escuchando nuestros secretos. Ofrézcame una alternativa y la tendré en cuenta. Leia se mordió el labio, mientras su mente volaba. —¿Y ese comentario que hizo mientras nos dirigíamos hacia la sala de guerra, acerca de que Fuente Delta tal vez fuera tan sólo un sistema de grabación exótico? —De ser así, está instalado en el Gran Pasillo —dijo Winter, antes de que Bel Iblis pudiera contestar—. Es el lugar donde se produjeron todas las conversaciones que fueron transmitidas. —¿Está segura? —preguntó Bel Iblis, ceñudo. —Por completo. Todas y cada una. —Ya lo tenemos —dijo Leia, y experimentó una oleada de excitación—. Alguien ha instalado un sistema de grabación en el Gran Pasillo. —No se entusiasme —advirtió Bel Iblis—. Sé que es una posibilidad magnífica, pero no es tan sencillo. Los sistemas de micrófonos poseen características muy bien definidas, todos son bien conocidos y el contraespionaje es capaz de localizarlos sin grandes problemas. —A menos que se desconecte cuando aparece el contraespionaje —sugirió Ghent—. He visto sistemas así. Bel Iblis meneó la cabeza. —Está hablando de algo con una mínima capacidad de decisión, algo próximo a la inteligencia de un androide... —¡Oiga! —le interrumpió Ghent, muy nervioso—. Ya está. Fuente Delta no es una persona, sino un androide. Leia miró a Bel Iblis. —¿Es eso posible? —No lo sé —contestó lentamente el general—. Implantar en un androide un programa secundario de espionaje es factible. El problema consiste en introducir esa programación en el palacio, burlando los sistemas de seguridad y los peinados del contraespionaje. —Ha de ser un androide que tenga buenos motivos para merodear en las cercanías del Gran Pasillo —reflexionó Leia—, pero que, al mismo tiempo, pueda desaparecer sin levantar sospechas siempre que tiene lugar un peinado. —Y teniendo en cuenta el abundante tráfico que recorre el Gran Pasillo, esos peinados son muy frecuentes —admitió Bel Iblis—. Ghent, ¿puede introducirse en los registros de Seguridad y conseguir una lista de los peinados efectuados durante los tres o cuatro últimos días? —Claro. —El joven se encogió de hombros—. Quizá tarde un par de horas, sin embargo. Si no les importa que me localicen. Bel Iblis miró a Leia. —¿Qué opina? —No queremos que le cojan, desde luego. Por otra parte, tampoco nos interesa que Fuente Delta campe a sus anchas por el palacio. —Perdone, Alteza —intervino Winter—, pero creo que si los peinados son tan frecuentes, lo único que nos hace falta es vigilar el Gran Pasillo hasta que se produzca uno, y entonces veremos qué androides se van. —Vale la pena probarlo —dijo Bel Iblis—. Ghent, empiece a intervenir Seguridad. Leia, Winter, acompáñenme. —Ya vienen. La voz de Winter surgió del comunicador que Leia ocultaba en la palma de su mano. —¿Está segura de que es Seguridad de palacio? —preguntó Bel Iblis. —Sí —contestó Winter—. He visto al coronel Bremen darles órdenes. Llevan androides y máquinas. —Parece que sí —murmuró Leia. Se llevó subrepticiamente la mano hasta la boca y confió en que los tres kubaz sentados al otro lado de la zona de tertulia no se fijaran en su extraño comportamiento. Los otros dos respondieron con murmullos de confirmación. Leia dejó la mano sobre su regazo y paseó la vista a su alrededor. Era su gran oportunidad de localizar a Fuente Delta. Como se celebraba una reunión del Consejo, y acababa de terminar una de la Asamblea, el Gran Pasillo estaba abarrotado de autoridades, acompañadas de sus ayudantes y androides. Leia siempre había sabido que el palacio imperial estaba plagado de androides normales, pero ahora empezaba a comprender que no tenía ni idea de cuántos había. Divisó algunos androides de protocolo 3PO desde donde estaba sentada, casi todos acompañando a grupos de diplomáticos extraplanetarios, pero también otros en el séquito de varias autoridades palaciegas. Un grupo de androides de mantenimiento insectoides SPD revoloteaban sobre la multitud a base de retropropulsores, y se encargaban de limpiar sistemáticamente las tallas y ventanas que se alternaban en las paredes. Una fila de androides MSE correteó junto a la pared más alejada, entregando mensajes demasiado complejos para las transmisiones o demasiado delicados para transmitirlos por ordenador. En el siguiente árbol ch'hala de la hilera, visible de vez en cuando entre el gentío, un androide de mantenimiento MN-2E podaba con sumo cuidado hojas muertas. ¿A cuál de ellos habría convertido en espía el Imperio?, se preguntó. —Ya vienen —informó en voz baja Winter—. Se acercan hacia el pasillo... Se oyó el ruido de un roce por el micrófono, como si Winter lo hubiera tapado con la mano, seguido de una serie de ruidos apagados. Leia ya se estaba preguntando si debía ir a investigar, cuando oyó la voz de un hombre. —¿Consejera Organa Solo? —Sí —dijo con cautela—. ¿Quién es? —Teniente Machel Kendy, consejera. Seguridad de palacio. ¿Es consciente de que una tercera persona ha interceptado la señal de su comunicador? —No es una intercepción, teniente. Sosteníamos una conversación a tres bandas con el general Bel Iblis. —Entiendo —dijo Kendy, algo decepcionado. Quizá se había hecho la ilusión de haber atrapado a Fuente Delta—. Tendré que pedirle que suspenda unos minutos su conversación, consejera. Vamos a efectuar un peinado en el Gran Pasillo y no queremos transmisiones por comunicador en la zona. —Comprendo. Esperaremos a que hayan terminado. Cerró el comunicador y lo devolvió a su cinturón. El corazón empezó a retumbarle en los oídos. Giró en su asiento para ver el extremo del Gran Pasillo. Si había un androide espía presente, se desviaría en esta dirección en cuanto reparara en que un equipo de peinado entraba por el otro extremo. Un nuevo grupo de SPD se había unido a los androides limpiadores volantes. Se alejaron por el pasillo y comprobaron metódicamente la parte superior de las paredes y los contornos del techo abovedado, en busca de posibles micrófonos o sistemas de grabación. Debajo de ellos, Leia vio que el teniente Kendy y sus hombres pasaban entre los diplomáticos en fila de a uno, ocupaban todo el ancho del pasillo y contemplaban las pantallas de los detectores fijos a su espalda. La fila llegó a la zona de tertulia, la dejó atrás y continuó sin incidentes hasta el final del pasillo. El escuadrón esperó a que los androides SPD y un grupo de MSE acabaran su parte y les alcanzaran. El grupo recién formado desapareció pasillo abajo, hacia las oficinas del Consejo Interno. Y eso fue todo. Habían peinado todo el Gran Pasillo, sin resultado alguno, y ni un solo androide había huido del peinado. Percibió algo a un lado, pero sólo era el androide de mantenimiento MN-2E en el que había reparado antes. Rodaba hasta el árbol ch'hala que brotaba del suelo, cerca de su zona de tertulia. El androide canturreó para sí y empezó a introducir delicados sondeadores entre las ramas, en busca de hojas muertas o agonizantes. Muertas o agonizantes. Como su teoría. Sacó el comunicador con un suspiro. —¿Winter? ¿Garm? —Sí, Alteza —respondió Winter al instante. —Aquí estoy —añadió Bel Iblis—. ¿Qué ha pasado? —Absolutamente nada. Por lo que vi, ni un androide se in-r mutó. Siguió una breve pausa. —Entiendo —dijo por fin Bel Iblis—. Bien... Tal vez nuestro androide no estaba hoy por aquí. Es necesario que Winter vuelva con Ghent y añada androides a la lista. —¿Qué dices, Winter? —preguntó Leia. —Puedo probar —dijo la otra mujer, vacilante—. El problema será identificar androides específicos. La apariencia externa de un robot de protocolo 3PO es básicamente igual a la de cualquier otro. —Aceptaremos de buen grado todo cuanto logre descubrir —dijo Bel Iblis—. Está aquí, muy cerca. Lo presiento. Leia contuvo el aliento y proyectó sus sentidos Jedi. No poseía la intuición del soldado que era Bel Iblis, ni el talento superior de Luke, pero ella también lo presentía. Algo en el Gran Pasillo... —Creo que tiene razón —dijo a Bel Iblis—. Winter, será mejor que vayas a ocuparte de ello. —Desde luego, Alteza. —Yo la acompañaré, Winter —se ofreció Bel Iblis—. Quiero saber qué ocurre con el plan Polvo de Estrellas. Leia cerró el comunicador y se reclinó en su asiento. El cansancio y el desánimo se apoderaron de ella, pese a sus esfuerzos por rechazarlos. Le había parecido una excelente idea utilizar la decodificación de Ghent para intentar desenmascarar a Fuente Delta, pero hasta el momento no había servido de nada. Y el tiempo apremiaba. Aunque lograran conservar en secreto el trabajo de Ghent, lo cual era improbable, todas sus estratagemas fracasadas les acercaban más al día inevitable en que Fuente Delta descubriría sus actividades y enmudecería. Entonces, su última oportunidad de identificar al espía imperial se evaporaría. Y sería un desastre, y no por culpa de la filtración; la Inteligencia Imperial había sustraído información a la Alianza Rebelde desde el primer momento de su formación, y habían conseguido sobrevivir. Lo más peligroso para la Nueva República era la creciente aura de suspicacia y desconfianza que la simple existencia de Fuente Delta había sembrado en el palacio. Las falsas acusaciones del consejero Fey'lya contra el almirante Ackbar habían demostrado lo que tal desconfianza podía causar a la delicada coalición pluri-racial que constituía la Nueva República. Si se descubría un auténtico agente imperial entre sus líderes... Al otro lado de la zona de tertulia, los tres kubaz se levantaron, pasaron por detrás del árbol ch'hala y el androide MN-2E que trabajaba junto a él y desaparecieron en el tráfico que llenaba el pasillo. Leia contempló al androide y vio que introducía con cautela un brazo manipulador entre las ramas, en dirección a un montoncito de hojas muertas, mientras canturreaba para sí. Había tenido un breve encontronazo con un androide de espionaje imperial en el planeta natal de los noghri, un encontronazo que habría podido resolverse en un desastre para ella y el genocidio para los restos de la raza noghri. Si Bel Iblis tenía razón, si Fuente Delta era un simple androide y no un traidor... Pero se estaba engañando. El Imperio no habría podido infiltrar un androide de espionaje en el palacio sin la colaboración de una o más personas. Seguridad efectuaba un completo análisis de todo androide que entraba en el palacio, aunque fuera por poco tiempo, y sabía exactamente lo que buscaba. Una programación de espionaje secundaria oculta destacaría como un estallido rojo pálido contra el sutil fondo de aquel árbol ch'hala... Leia arrugó el entrecejo, contempló el árbol, y su cadena de pensamientos se paró. Otro pequeño estallido rojo apareció en el esbelto tronco mientras miraba; envió un oleaje rojo pálido hacia el exterior y alrededor del tronco, hasta que se fundió con el tranquilo torbellino púrpura. Siguió otro destello, y otro, y otro, que se sucedieron alrededor del tronco como las ondas producidas por una gota al caer en el agua. Todos eran más o menos del mismo tamaño, y todos se originaban en el mismo punto del tronco. Y siempre cuando el androide MN-2E emitía sus canturreos metálicos. De repente, como una tromba de agua helada, la comprensión se abalanzó sobre ella. Manoteó su cinturón con dedos temblorosos y tecleó el número del operador central. —Soy la consejera Organa Solo —se identificó—. Póngame con el coronel Bremen, de Seguridad. »Dígale que he descubierto a Fuente Delta. Tuvieron que cavar casi hasta ocho metros de profundidad para encontrarlo: un tubo largo, grueso, deslustrado, semienterrado junto a la raíz primaria del árbol ch'hala. Estaba conectado por un extremo a un millar de minúsculos conductores, y del otro surgía una fibra de transmisión directa. Aun así, Bremen necesitó una hora y el informe preliminar para convencerse. —Los técnicos dicen que jamás habían visto nada parecido —dijo el jefe de Seguridad a Leia, Bel Iblis y Mon Mothma, de pie sobre la tierra esparcida alrededor del árbol ch'hala arrancado—, pero por lo demás es razonablemente eficaz. Cualquier presión sobre el tronco del árbol ch'hala, incluida la presión ejercida por ondas de sonido, desencadena pequeños cambios químicos en las capas interiores del tronco. —¿Y así se crean los cambios de colores y configuraciones? —preguntó Mon Mothma. —Exacto —asintió Bremen, y se encogió un poco—. Era una cuestión de lógica. Los cambios de configuraciones son demasiado rápidos para que sólo puedan ser de origen bioquímico. En cualquier caso, esos tubos implantados en el tronco seleccionan continuamente los elementos químicos y derivan la información al módulo situado en la raíz primaria. El módulo recoge los datos químicos, los transforma en impulsos eléctricos, y después en palabras. Algún otro módulo, tal vez más hundido en la raíz primaria, selecciona las conversaciones y lo prepara todo para cifrarlo y transmitirlo. Así funciona. —Un micrófono orgánico —cabeceó Bel Iblis—. Sin aparatos electrónicos a la vista susceptibles de ser localizados por los peinados del contraespionaje. —Toda una serie de micrófonos orgánicos —corrigió Bremen, y lanzó una mirada significativa hacia la doble hilera de árboles que flanqueaban el Gran Pasillo—. Nos desharemos de ellos al instante. —Un plan brillante —musitó Mon Mothma—. Muy propio del emperador. Siempre me pregunté cómo obtenía ciertas informaciones que utilizaba contra nosotros en el Senado. —Agitó la cabeza—. Por lo visto, incluso después de muerto, su mano actúa contra nosotros. —Bien, esta parte va a concluir, al menos —dijo Bel Iblis—. Ordene que venga un equipo, coronel, y arranque algunos árboles. 18 A lo lejos, al final de la desnuda llanura, se vio el reflejo de una luz. —Ahí viene Mazzic —comentó Karrde. Gillespee desvió su atención de la mesa y miró en aquella dirección. —Alguien viene, en cualquier caso. —Dejó la copa y el bruallki frío que estaba comiendo y se secó las manos en la túnica. Sacó los macroprismáticos y escudriñó el horizonte—. Sí, es él —confirmó—. Qué curioso. Le acompañan otras dos naves. Karrde frunció el ceño. —¿Dos naves más? —Echa un vistazo. Gillespee le pasó los macroprismáticos. Karrde los aplicó a sus ojos. Eran tres, en efecto: un yate espacial y dos naves de aspecto desconocido. —¿Crees que trae invitados? —preguntó Gillespee. —No dijo nada acerca de invitados cuando se comunicó con Aves hace unos minutos. Mientras Karrde observaba, las dos naves acompañantes abandonaron la formación, descendieron hacia la llanura y desaparecieron en uno de los barrancos que la surcaban. —Será mejor que hagas alguna comprobación. —Será mejor —admitió Karrde. Le devolvió los macroprismáticos y sacó el comunicador—. ¿Has identificado a los recién llegados, Aves? —Pues claro —contestó la voz de Aves—. Todas sus identidades están trucadas, pero les hemos reconocido como el Arco Iris Lejano, el Garra Celeste y el Raptor. Karrde hizo una mueca. El diseño podía ser desconocido, pero no los nombres. El transporte privado de Mazzic y dos de sus cazas favoritos. —Gracias —dijo, y cortó la comunicación. —¿Y bien? —preguntó Gillespee. Karrde devolvió el comunicador a su cinturón. —Es Mazzic. —¿Qué pasa con Mazzic? —intervino la voz de Niles Ferrier. Karrde se volvió. El ladrón de naves se encontraba detrás de la mesa, con un generoso montón de nueces pirki chamuscadas en la mano. —He dicho que Mazzic viene —repitió. —Bien —asintió Ferrier. Se introdujo una nuez en la boca y la partió entre los dientes—. Ya era hora. A ver si la reunión empieza de una vez. Se alejó y saludó con un movimiento de cabeza a Dravis y Clyngunn cuando pasó por su lado. —Pensaba que no le querías aquí —murmuró Gillespee. Karrde meneó la cabeza. —Yo no, pero da la impresión de que el sentimiento no era compartido. Gillespee arrugó el entrecejo. —¿Quieres decir que otro le ha invitado? ¿Quién? —No lo sé—reconoció Karrde, y siguió con la mirada a Ferrier, que se dirigió hacia la esquina donde Ellor y los suyos se habían congregado—. No se me ha ocurrido la manera de hacer preguntas sin dar la impresión de ser mezquino, suspicaz o despótico. De todos modos, habrá sido alguien convencido de que debían volver a reunirse las mismas personas que se encontraron en Trogan. —¿Saltándose la falta de invitación? Karrde se encogió de hombros. —Quizá lo asumió como una distracción. En cualquier caso, llamar la atención sobre el asunto en este momento sólo serviría para crear fricciones. Hay quienes ya parecen haberse ofendido porque, en apariencia, he tomado el mando de la operación. Gillespee introdujo en su boca el último pedazo de bruallki. —Sí, puede que sea inocente —dijo—. Y puede que no. —Se ha montado un dispositivo de vigilancia para investigar a los que llegan —le recordó Karrde—. Si Ferrier ha pactado con el Imperio, les localizaremos a tiempo. —Eso espero —gruñó Gillespee, y examinó la mesa en busca de su próximo objetivo—. Detesto correr con el estómago lleno. Karrde sonrió. Iba a alejarse, cuando su comunicador zumbó. Lo sacó y conectó, mientras sus ojos exploraban automáticamente el cielo. —Karrde —dijo. —Soy Torve —se identificó el otro, y Karrde comprendió, por el tono, que algo iba mal—. ¿Puedes bajar un momento? —Desde luego —dijo Karrde, y su mano descendió hacia el desintegrador enfundado—. ¿Vengo acompañado? —No hace falta. No estamos celebrando una fiesta. Traducción: los refuerzos ya vienen. —Entendido —dijo Karrde—. Voy enseguida. Cerró el comunicador y lo devolvió al cinturón. —¿Problemas? —preguntó Gillespee, mirando a Karrde por encima de su copa. —Tenemos un intruso —contestó Karrde. Paseó la vista por el patio. Daba la impresión de que ningún contrabandista miraba en su dirección—. Hazme un favor: no pierdas detalle de nada. —Claro. ¿He de vigilar a alguien en particular? Karrde miró a Ferrier, que había terminado de hablar con Ellor y caminaba hacia Par'tah y su compañero Ho'Din. —Procura que Ferrier no se vaya. La parte principal de la base había sido dispuesta tres niveles por debajo de las plantas superiores que quedaban de la fortaleza derruida, en lo que habrían sido las cocinas y dependencias anexas de una enorme sala de techo alto, probablemente el salón de banquetes. El Salvaje Karrde estaba encajado en el mismo salón de banquetes, un lugar bastante estrecho para una nave de sus dimensiones, pero ofrecía las ventajas de un escondrijo razonable y la posibilidad de una rápida huida, en caso necesario. Karrde llegó a las altas puertas dobles, donde encontró a Fynn Torve y cinco tripulantes del Hielo Estrellado, que le esperaban con los desintegradores enfundados. —Informad —dijo. —Creemos que hay alguien ahí dentro —dijo Torve con expresión sombría—. Chin sacó a los vornskrs para dar un paseo alrededor de la nave y vio algo que se movía en las sombras, junto al muro sur. El muro más cercano a la rampa de entrada al Salvaje Karrde. —¿Hay alguien ahora en la nave? —Lachton estaba trabajando en la consola de mando secundaria —explicó Torve—. Aves le ordenó que esperara en el puente con el desintegrador apuntado a la puerta, hasta que alguien llegara. Chin cogió a algunos tripulantes del Etéreo, que estaban desocupados, y empezó a registrar las habitaciones del extremo sur. Dankin está haciendo lo mismo en las del extremo norte. Karrde asintió. —Eso nos deja la nave. Vosotros dos —indicó a dos tripulantes del Hielo Estrellado—, quedaos aquí y vigilad las puertas. Bien, vámonos. Abrieron una de las puertas dobles y entraron. Enfrente, la popa del Salvaje Karrde se alzaba ante ellos. A ciento cincuenta metros más allá, se divisaba el cielo azul de Hijarna por la muralla destrozada de la fortaleza. —Ojalá tuviéramos más luz —masculló Torve, mientras paseaba la vista a su alrededor. —Parece más fácil esconderse aquí de lo que es en realidad —le tranquilizó Karrde, y sacó el comunicador—. Dankin, Chin, soy Karrde. Informad. —Hasta el momento, nada en las habitaciones del extremo norte —respondió la voz de Dankin—. He enviado a Corvis a por aparatos sensores portátiles, pero aún no ha vuelto. —Nada aquí tampoco, capitán —añadió Chin. —Muy bien —dijo Karrde—. Rodearemos la nave por el lado de estribor y nos dirigiremos hacia la entrada. Preparaos a cubrirnos, si es necesario. —Estamos preparados, capitán. Karrde guardó el comunicador en el cinturón. Respiró hondo y avanzó. Registraron la nave, el salón de banquetes y todos los despachos y almacenes de la periferia. Al final, no descubrieron a nadie. —Habrán sido imaginaciones mías —dijo Chin, malhumorado, mientras los hombres se reunían al pie de la rampa de entrada del Salvaje Karrde—. Lo siento, capitán. Lo siento muchísimo. —No te preocupes. —Karrde paseó la mirada por el salón de banquetes. Una sensación de inquietud, pese a todo, le dominaba. Corno si alguien le estuviera espiando y riendo...—. Todos nos equivocamos alguna vez. Si es que ha sido una equivocación. Tbrve, ¿estás seguro de que Lachton y tú habéis registrado toda la nave? —Centímetro a centímetro —afirmó Torve—. Si alguien se introdujo en el Salvaje Karrde, se largó mucho antes de que llegáramos. —¿Qué me dice de sus vornskrs, señor? —preguntó un tripulante del Hielo Estrellado—. ¿Son buenos rastreadores? —Sólo si van a la caza de ysalamiri o Jedi. Bien, quienquiera que entró, ya se ha ido. De todos modos, quizá interrumpimos lo que vino a hacer y no pudo terminar su trabajo. Torve, quiero que una guardia vigile la zona. Que Aves alerte al personal de guardia en el Hielo Estrellado y el Etéreo. —De acuerdo. —Torve sacó el comunicador—. ¿Y nuestros invitados de arriba? ¿También les avisamos? —¿Qué somos, sus madres? —resopló un tripulante—. Ya son mayorcitos. Saben cuidar de sí mismos. —Estoy seguro —le reprendió con suavidad Karrde—, pero son mis invitados. Mientras se cobijen bajo mi techo, están bajo nuestra protección. —¿Incluyendo a quien envió al intruso que Chin vio? —preguntó Lachton. Karrde levantó la vista hacia la nave. —Eso dependerá de la misión encomendada al intruso. —Hablando de invitados, ya era hora de reunirse con ellos. Mazzic ya habría llegado, y Ferrier no era el único impaciente por iniciar la reunión—. Lachton, en cuanto Corvis llegue con los sensores, quiero que los dos llevéis a cabo un registro exhaustivo de la nave, empezando por el exterior del casco. Es posible que nuestro visitante nos haya dejado un regalo, y no quiero salir de aquí con un radiofaro o una bomba de relojería a bordo. Estaré en la sala de conferencias, si me necesitáis. Se fueron a trabajar, y lamentó de nuevo la ausencia de Mara Jade. Cualquier día, tendría que encontrar tiempo para ir a Coruscant en busca de Mara y Ghent. Suponiendo que se lo permitieran. Sus fuentes de información habían captado un vago e inquietante rumor, en el sentido de que una mujer anónima había sido capturada por prestar ayuda a un comando imperial que se había introducido en Coruscant. Teniendo en cuenta el obvio desdén que Mara sentía hacia el gran almirante Thrawn, era improbable que colaborara con el Imperio, pero por otra parte, había muchos miembros de la Nueva República que empezaban a dar síntomas de una histeria bélica... Por culpa de su oscura historia, Mara era una firme candidata para ese tipo de acusaciones. Más razones aún para ir a buscarla a Coruscant. Llegó al patio y descubrió que, en efecto, Mazzic ya había llegado. Se había unido al grupo de Ho'Din y hablaba acaloradamente con Par'tah. La decorativa guardaespaldas que llevaba en Trogan se mantenía alejada un paso de la conversación, y procuraba pasar desapercibida. Como el par de hombres que había detrás de ella. Y los cuatro que les rodeaban a unos metros de distancia. Y los seis diseminados en los extremos del patio. Karrde se detuvo en el arco de entrada y una silenciosa señal de alarma se disparó en el fondo de su cabeza. Que Mazzic trajera un par de naves que le protegieran durante el viaje era una cosa, pero venir acompañado de un escuadrón para asistir a una reunión amistosa era algo muy distinto. O el ataque imperial a Trogan le había puesto más nervioso de lo normal..., o tenía planeado que el desarrollo de la reunión no fuera tan amistoso. —Hola, Karrde —llamó Ferrier, y le hizo señas de que se acercara—. Empecemos de una vez. —Desde luego. —Karrde compuso su mejor sonrisa de anfitrión cuando entró. Ya era demasiado tarde para llamar a los suyos y equilibrar la balanza. Debía conformarse con esperar que lo de Mazzic fuese pura cautela—. Buenas tardes, Mazzic. Gracias por venir. —De nada —contestó Mazzic, con ojos fríos. No sonrió. —Hemos preparado asientos mas cómodos en aquella habitación —dijo Karrde, señalando a su izquierda—. Si me seguís... —Tengo una idea mejor —le interrumpió Mazzic—. ¿Qué te parece si celebramos la reunión a bordo del Salvaje Karrde. Karrde le miró. Mazzic sostuvo su mirada, inexpresivo. Al parecer, no era simple precaución. —¿Puedo preguntar por qué? —¿Insinúas que tienes algo que ocultar? —replicó Mazzic. Karrde se permitió una fría sonrisa. —Pues claro que tengo cosas que ocultar. Y también Par'tah, y Ellor, y tú. Al fin y al cabo, vivimos del mismo negocio y somos competidores. —¿Quieres decir que no nos dejarás subir a bordo del Salvaje Karrde! Karrde miró de uno en uno a los contrabandistas. Gillespee, Dravis y Clyngunn observaban la escena con el ceño fruncido, pero estaba claro que no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo. Era difícil leer en el rostro de Par'tah, pero algo en él sugería preocupación. Ellor procuraba no mirarle a los ojos. Y Ferrier... Ferrier sonreía. Casi de una forma imperceptible, detrás de la barba. Pero lo suficiente. Más que suficiente. Y ahora, demasiado tarde, comprendió por fin. Lo que Chin había visto, y lo que todos habían fracasado en atrapar, era el de-fel de Ferrier. Los hombres de Mazzic estaban aquí. Los de Karrde se encontraban tres niveles más abajo, vigilando la nave y la base para prevenir un peligro que había desaparecido hacía mucho rato. Y todos sus invitados estaban esperando su respuesta. —El Salvaje Karrde está abajo —dijo—. ¿Queréis seguirme? Dankin y Torve estaban charlando al pie de la rampa de entrada cuando el grupo llegó. —Hola, capitán —saludó Dankin, sorprendido—. ¿Podemos ayudarle? —No es necesario —dijo Karrde—. Hemos decidido celebrar la reunión a bordo de la nave, eso es todo. —¿A bordo de la nave? —repitió Dankin. Sus ojos examinaron el grupo, y lo que vio no le gustó. Entre los contrabandistas, sus ayudantes y guardaespaldas, los protectores de Mazzic destacaban como torres—. Lo siento... No estaba informado —añadió, y hundió el pulgar de la mano derecha en el cinto de su pistola. —Ha sido una decisión de última hora. Karrde vio por el rabillo del ojo que el resto de sus hombres, ocupados en el salón de banquetes, abandonaban su trabajo al ver la señal de Dankin. Empezaron a formar un círculo... —Ya, claro —siguió Dankin, un poco desconcertado—, pero la nave no está preparada para eso. Ya sabe en qué estado se encuentra el cuarto de oficiales... —No nos interesa el decorado —le interrumpió Mazzic—. Apártese, por favor, tenemos cosas que hacer. —Claro, ya lo comprendo —dijo Dankin, cada vez más desconcertado e irritado, pero sin ceder—. El problema es que hay un equipo de análisis ahí dentro en este momento, y las lecturas no serán fiables si empieza a entrar y salir gente. —Pues que no sean fiables —intervino Ferrier—. ¿Quién te crees que eres? Dankin no tuvo oportunidad de responder. Una bocanada de aire perfumado rozó la cara de Karrde, y sintió que la boca de un desintegrador se hundía en su costado. —Bonito intento, Karrde —dijo Mazzic—, pero no funcionará. Diles que se rindan. Ahora. Karrde miró con cautela hacia atrás, y vio a la decorativa guardaespaldas de Mazzic, de ojos fríos y profesionales. —¿Y si no lo hago? ,< —Habrá un tiroteo —replicó Mazzic—. Aquí mismo. Se produjo un leve movimiento en el grupo. —¿Quiere decirme alguien qué está pasando aquí? —murmuró Gillespee, vacilante. —Te lo diré dentro de la nave —contestó Mazzic, sin apartar los ojos de Karrde—. Suponiendo que aún sigamos todos vivos. Eso depende de tu anfitrión. —No le diré a mi gente que se rinda —insistió en voz baja Karrde—. Sin pelear no. —Tu gente no me interesa —indicó Mazzic—. Ni tu nave, ni tu organización. Es un asunto personal, entre tú y yo. Y nuestros hermanos contrabandistas. —Pues arreglémoslo —sugirió Dankin—. Dejamos un espacio libre, elegís las armas... —No estoy hablando de una estúpida disputa privada —le interrumpió Mazzic—. Sino de traición. —¿Cómo? —preguntó Gillespee—. Mazzic... —Cierra el pico, Gillespee —ladró Mazzic, y le dirigió una fugaz mirada—. ¿Bien, Karrde? Karrde paseó la vista por el grupo. No tenía aliados, ni amigos que le apoyaran con firmeza contra las falsas acusaciones tramadas por Mazzic y Ferrier. Fuera cual fuese el respeto que le tuvieran, los favores que le debieran, todo había sido ya olvidado. Se limitarían a mirar mientras sus enemigos acababan con él, y luego se repartirían la organización que tantos esfuerzos le había costado levantar. Pero hasta que eso sucediera, los hombres y demás seres que estaban allí eran sus compañeros. Y su responsabilidad. —En el cuarto de oficiales sólo hay sitio para ocho —dijo con calma a Mazzic—. Todos los ayudantes y guardaespaldas, incluidos tus gorilas, tendrán que quedarse aquí. ¿Les ordenarás que dejen a mi gente en paz? Mazzic estudió su rostro durante un largo momento. Después, asintió. —Mientras no les provoquen, no molestarán a nadie. Shada, coge su desintegrador. Pasa delante, Karrde. Karrde miró a Dankin y Torve y cabeceó. Se apartaron de la rampa a regañadientes y empezó a subir. Seguido muy de cerca por la gente a la que había esperado unir en un frente contra el Imperio. Tendría que haberlo adivinado. Entraron en el cuarto de oficiales. Mazzic empujó a Karrde hacia una silla situada en un rincón, y los demás se sentaron alrededor de la mesa, frente a él. —Muy bien —dijo Karrde—. Ya estamos aquí. Ahora, ¿qué? —Quiero tus tarjetas de datos —dijo Mazzic—. Todas. Empezaremos con las que hay en tu despacho. Karrde movió la cabeza hacia atrás. —Por esa puerta, pasillo abajo, a la derecha. —¿Códigos de acceso? —No. Confío en mi gente. Mazzic torció los labios. —Ellor, ve a buscarlas, y trae un par de agendas electrónicas. El duro se levantó sin decir palabra y salió. —Mientras esperamos —dijo Karrde, para romper el tenso silencio—, quizá podría explicarte la propuesta para la que te invité a Hijarna. Mazzic resopló. —Tienes redaños, Karrde, lo admito. Redaños y estilo. De momento, sigamos sentados en silencio, ¿de acuerdo? Karrde miró el desintegrador que le apuntaba. —Como quieras. Ellor regresó un minuto después, cargado con una bandeja llena de tarjetas de datos, con dos agendas electrónicas encima. —Muy bien —dijo Mazzic, mientras el duro se sentaba a su lado—. Entrega una agenda a Par'tah y empezad a comprobar las tarjetas. Ya sabéis lo que buscamos. ((Antes que nada, debo anunciar que esto no me gusta)), dijo Ellor. (Y yo estoy de acuerdo), coreó Par'tah, y sus apéndices se retorcieron como serpientes airadas. (Luchar abiertamente contra un competidor forma parte del negocio, pero esto es diferente.) —Esto no son negocios —replicó Mazzic. —Por supuesto que no —admitió Karrde—. Ya ha dicho que mi organización no le interesa, ¿recordáis? —No malinterpretes mis palabras, Karrde —advirtió Mazzic—. Detesto esto tanto como ser llevado por la nariz. —Yo no llevo a nadie por la nariz, Mazzic —dijo en voz baja Karrde—. He sido sincero con todos vosotros desde que esto empezó. —Tal vez. Eso es lo que hemos venido a averiguar. Karrde paseó la vista alrededor de la mesa y recordó el caos que había estremecido el mundo crepuscular de los contrabandistas, después del hundimiento de la organización dirigida por Jabba el Hutt. Todos los grupos de la galaxia se habían apresurado como locos a recoger los pedazos, apoderándose de naves, gente y contratos, hasta llegar a las manos en ocasiones. Las organizaciones más grandes se habían aprovechado muy bien de la muerte del Hutt. Se preguntó si Aves sería capaz de expulsarles. Aves... y Mara. —¿Algún resultado? —preguntó Mazzic. (En ese caso, te lo diremos), respondió Par'tah. Su tono agudo traicionó el desagrado que le causaba la situación. Karrde miró a Mazzic. —¿Te importaría decirme, al menos, de qué se me acusa? —Sí, a mí también me gustaría saberlo —coreó Gillespee. Mazzic se reclinó en su asiento y descansó la pistola sobre el muslo. —Es muy sencillo —dijo—. El ataque a Trogan, durante el cual murió mi amigo Lishma, da la impresión de que fue preparado. —¿Qué quieres decir? —preguntó Dravis. —Lo que acabo de decir. Alguien contrató a un teniente imperial y a su escuadrón para atacarnos. Clyngunn rugió por lo bajo. —Las tropas imperiales no se dejan contratar. —Este grupo sí —afirmó Mazzic. —¿Quién ha dicho eso? —preguntó Gillespee. Mazzic dibujó una sonrisa tensa. —La fuente de información más fidedigna: el gran almirante Thrawn. Siguió un momento de estupefacto silencio. Dravis fue el primero en recobrar la voz. —No me digas. ¿Y en qué circunstancias te lo confió? —Me capturaron en el sistema de Joiol y me llevaron al Quimera. —Mazzic hizo caso omiso del sarcasmo—. Después del incidente en los astilleros de Bilbringi, pensé que era mi última hora, pero Thrawn dijo que me había capturado para aclarar las cosas, que ningún oficial del Imperio había ordenado el ataque a Trogan, y que yo no debía culparles a ellos. Luego, me dejó en libertad. —¿Después de insinuar convenientemente que yo debía cargar con la responsabilidad? —sugirió Karrde. —No te acusó de una forma específica, pero ¿quién, si no, iba a salir ganando, rebelándonos contra el Imperio? —Estamos hablando de un gran almirante, Mazzic —le recordó Karrde—. Un gran almirante que disfruta fraguando complicadas estrategias. Y que tiene un interés personal en destruirme. Mazzic sonrió. —No acepto la palabra de Thrawn sin más ni más, Karrde. Encargué a un amigo que investigara en los registros militares del Imperio antes de venir. Me dio todos los detalles del acuerdo sobre Trogan. —Los registros imperiales pueden ser alterados —puntualizó Karrde. —Como ya he dicho, no he creído en su palabra al pie de la letra —replicó Mazzic—, pero si aquí encontramos la otra parte del trato... —Alzó levemente su desintegrador—. Yo diría que la prueba sería concluyente. —Entiendo —murmuró Karrde, y miró a Ferrier. De eso se había encargado su defel. De introducir la prueba concluyente—. Supongo que es demasiado tarde para mencionar que alguien se introdujo aquí momentos antes de que llegarais. Ferrier resopló. —Ah, claro. Buen truco, Karrde, pero demasiado tarde. —Demasiado tarde ¿para qué? —preguntó Dravis, con el ceño fruncido. —Intenta desviar las sospechas hacia otra persona, eso es todo —dijo con desdén Ferrier—. Intenta insinuar que uno de nosotros introdujo esa tarjeta de datos. —¿Qué tarjeta de datos? —se encrespó Gillespee—. No hemos encontrado ninguna tarjeta de datos. ((Sí, la hemos encontrado)), dijo Ellor con suavidad. Karrde le miró. El rostro achatado de Ellor estaba tenso, pero no demostró la menor emoción cuando tendió en silencio la tarjeta de datos a Mazzic. Éste la cogió, y su rostro se endureció. —Aquí está —dijo en voz baja, y dejó la tarjeta sobre la mesa—. Bien. Supongo que no hay nada más que decir. —Espera un momento —protestó Gillespee—. Karrde tiene razón en lo referente al intruso. Yo estaba con él arriba cuando sonó la alerta. Mazzic se encogió de hombros. —De acuerdo. Bien, Karrde. ¿Qué viste? Karrde meneó la cabeza y trató de no mirar la boca del desintegrador que empuñaba Mazzic. —Nada, por desgracia. Chin creyó advertir movimientos cerca de la nave, pero no pudimos descubrir a nadie. —Ahí fuera no hay tantos sitios donde alguien pueda ocultarse —apuntó Mazzic. —Un humano no podría esconderse —admitió Karrde—. Por otra parte, en aquel momento no se nos ocurrió fijarnos en las sombras cercanas a las paredes y la puerta. —Insinúas que fue mi espectro, ¿eh? —intervino Ferrier—. Muy típico de ti, Karrde, tratar de despistar al personal. Bien, olvídalo. No funcionará. Karrde le miró y arrugó el entrecejo. Contempló el rostro agresivo y los ojos cautos..., y de pronto comprendió que se había equivocado acerca de la estratagema. Ferrier y Mazzic no trabajaban en colaboración. Sólo Ferrier, probablemente bajo la dirección de Thrawn, que intentaba acabar con él. Lo cual significaba que Mazzic estaba convencido de que Karrde les había traicionado a todos. Lo cual significaba, a su vez, que aún existía la posibilidad de hacerle cambiar de opinión. —En ese caso, voy a probar otra cosa —dijo, y devolvió su atención a Mazzic—. ¿Me crees tan descuidado como para dejar la prueba de mi traición en un lugar donde cualquiera pueda encontrarla? —Ignorabas que la buscaríamos —dijo Ferrier, antes de que Mazzic pudiera contestar. Karrde enarcó una ceja. —Ah, de modo que ahora hablas en plural, ¿en, Ferrier? ¿Colaboras con Mazzic? —Ferrier tiene razón, Karrde —intervino Mazzic—. Intentas despistarnos. ¿Piensas que Thrawn se tomaría tantas molestias para acabar contigo? Ya lo habría hecho en Trogan. —En Trogan no podía tocarme. —Karrde meneó la cabeza—. Todos erais testigos. Se habría arriesgado a que descargarais su ira sobre él. No, así es mucho mejor. Me destruye, desacredita mis advertencias sobre él y se asegura vuestros servicios. Clyngunn sacudió su hirsuta cabeza. —No. Thrawn no es como Vader. No desperdicia soldados en un ataque deliberadamente fracasado. —Estoy de acuerdo —dijo Karrde—. Yo tampoco creo que ordenara el ataque a Trogan. Creo que otra persona planeó el asalto, y que Thrawn la utiliza como mejor le conviene. —Supongo que vas a acusarme también de eso —gruñó Ferrier. —Aún no he acusado a nadie, Ferrier —le recordó Karrde—. Cualquiera diría que te sientes culpable. —Otra vez complicando las cosas —dijo Ferrier, y paseó la vista por la mesa, antes de clavar su mirada en Karrde—. En la práctica, has acusado a mi espectro de introducir en tu despacho la tarjeta de datos. —Tú lo has insinuado, no yo. —Karrde contempló con atención al otro. Pensar con la cabeza no era la especialidad de Ferrier, y empezaba a ponerse nervioso. Si podía presionarle un poco más...—. Pero ya que hablamos del tema, ¿dónde está tu defel? —En mi nave —se apresuró a decir Ferrier—. En el patio oeste, con todos los demás. Desde que aterrizamos. —¿Por qué? Ferrier arrugó el entrecejo. —¿A qué viene esa pregunta? Está allí porque es un miembro de mi tripulación. —No. Te pregunto por qué no está cerca del Salvaje Karrde, con los demás guardaespaldas. —¿Quién ha dicho que es un guardaespaldas? Karrde se encogió de hombros. —Lo había dado por sentado. Al fin y al cabo, jugaba ese papel en Trogan. —Es verdad —dijo poco a poco Gillespee—. Apoyado contra la pared. Preparado para disparar contra los imperiales en cuanto aparecieran. —Casi como si supiera que iban a venir —convino Karrde. El rostro de Ferrier se ensombreció. —Karrde... —Basta —le interrumpió Mazzic—. Esto no prueba nada, Karrde, y lo sabes. De todos modos, ¿qué iba a ganar Ferrier, disponiendo un ataque semejante? —Quizá para dejar bien claro que nos ayudaba a repelerlo —sugirió Karrde—, en la confianza de que disiparía nuestras sospechas sobre sus relaciones con el Imperio. —Sigue jugando con las palabras —dijo Ferrier, y señaló con el dedo la agenda electrónica que descansaba sobre la mesa, al lado de Mazzic—, pero esa tarjeta de datos no dice que yo contraté a Kosk y su escuadrón. Dice que tú lo hiciste. Personalmente, ya tengo bastante de... —Un momento —le interrumpió Mazzic, y se volvió para mirarle—. ¿Cómo sabes lo que dice la tarjeta de datos? —Tú nos lo dijiste. Dijiste que la otra parte del... —Nunca mencioné el nombre del teniente. Un silencio sobrecogedor cayó sobre la sala, y Ferrier palideció. —Sí que lo dijiste. —No —replicó con frialdad Mazzic—. En ningún momento. —Nadie lo dijo —rugió Clyngunn. Ferrier le miró. —Esto es una locura —estalló, recobrando un poco el valor—. Todas las pruebas apuntan a Karrde, ¿y vais a exonerarle porque oí el nombre de ese tal Kosk en algún sitio? Quizá uno de los milicianos de Trogan lo gritó durante el combate... ¿Qué sé yo? —Bien, la pregunta es fácil —dijo Karrde—. Dinos cómo te enteraste de la fecha y lugar de esta reunión. Teniendo en cuenta que nadie te invitó. Mazzic le traspasó con la mirada. —¿Tú no le invitaste? Karrde negó con la cabeza. —Nunca he confiado en él, sobre todo desde que averigüé su papel en la caída de la flota Katana en manos de Thrawn. No habría ido a Trogan si Gillespee no hubiera dejado la invitación abierta a todo el mundo. —¿Y bien, Ferrier? —le urgió Dravis—. ¿Vas a afirmar que alguno de nosotros te lo dijo? Tensas arrugas circundaban los ojos de Ferrier. —Capté la transmisión enviada a Mazzic —murmuró—. La descifré. Pensé que debía venir. —Un trabajo de decodificación muy rápido —comentó Gillespee—. Utilizamos unos códigos cifrados muy buenos. Guardarás una copia de la transmisión cifrada, claro. Ferrier se puso en pie. —No pienso seguir escuchando —gruñó—. Estamos juzgando a Karrde, no a mí. —Siéntate, Ferrier —dijo con suavidad Mazzic. Su desintegrador ya no apuntaba a Karrde. —Pero si es él —insistió Ferrier. Extendió la mano derecha y señaló con un dedo acusador a Karrde—. Él es quien... —¡Cuidado! —gritó Gillespee. Pero ya era demasiado tarde. Mientras agitaba la mano derecha para distraerles, la mano izquierda de Ferrier se hundió en su faja y volvió a surgir. Provista de un detonador térmico. —Muy bien, poned todos las manos sobre la mesa —rugió—. Suéltalo, Mazzic. Mazzic dejó poco a poco su desintegrador sobre la mesa. —No podrás salir de aquí, Ferrier —masculló—. Shada y mis gorilas se te rifarán a cara o cruz. —Nadie va a dispararme. —Ferrier cogió el desintegrador de Mazzic—. ¡Entra, espectro! La puerta del cuarto de oficiales se abrió a sus espaldas y una sombra negra entró con sigilo en la habitación. Una sombra negra de ojos rojos y largos colmillos blancos. Clyngunn lanzó una regia maldición ZeHethbra. —De modo que Karrde tenía razón. Nos has vendido al Imperio. Ferrier no le hizo caso. —Vigílales —ordenó. Empujó hacia la sombra el desintegrador de Mazzic y desenfundó el suyo—. Vamos, Karrde. Saldremos al puente. Karrde no se movió. —¿Y si me niego? —Te mataré y me apoderaré de la nave —replicó Ferrier—. Tal vez debería hacerlo, en cualquier caso. Thrawn me pagaría una buena recompensa por ti. —Estoy de acuerdo. —Karrde se levantó—. Por aquí. Llegaron al puente sin incidentes. —Tú pilotarás —ordenó Ferrier, mientras echaba un rápido vistazo a las pantallas—. Bien, supongo que estará preparada para despegar. —¿Adonde vamos? —preguntó Karrde mientras se sentaba en el asiento del timonel. Vio por la portilla a algunos de sus hombres, ignorantes de su presencia en el puente, mientras continuaban su inquieto cara a cara con los gorilas de Mazzic. —Fuera, arriba y por encima —dijo Ferrier, señalando la fortaleza con el desintegrador—. Será suficiente para empezar. —Entiendo. Karrde pidió un informe de prevuelo con la mano derecha y apoyó la izquierda sobre la rodilla. Justo encima, empotrado en la parte inferior de la consola principal, había un panel con los controles de las luces externas de las naves. —Y después, ¿qué? —¿A ti qué te parece? —Ferrier se dirigió al puesto de comunicaciones y le dirigió un rápido examen—. Nos largamos de aquí. ¿Estás comunicado con otras naves? —El Hielo Estrellado y el Etéreo. —Karrde encendió y apagó tres veces las luces exteriores. Al otro lado de la portilla, rostros perplejos se volvieron a mirar—. Confío en que no intentarás ir muy lejos. Ferrier sonrió. —Cómo, ¿tienes miedo de que te robe tu precioso carguero? —No vas a robarlo —dijo Karrde, mirándole a los ojos—. Antes lo destruiré. Ferrier resopló. —Pomposas palabras para ser alguien encañonado por un desintegrador —dijo con desprecio, y agitó el arma para subrayar la frase. —No es un farol —le advirtió Karrde. Encendió de nuevo las luces y se arriesgó a desviar la vista hacia la portilla. Entre el parpadeo de las luces y la visión de Ferrier apuntándole con un desintegrador, los congregados ya habrían comprendido lo que ocurría. Eso esperaba, al menos. De lo contrario, la partida no anunciada del Salvaje Karrde desencadenaría un tiroteo. —Claro que no —gruñó Ferrier, y se dejó caer en el asiento del copiloto—. Tranquilo, no tendrás que hacerte el héroe. Nada me gustaría más que arrebatarte el Salvaje Karrde, pero sé que no se puede pilotar una nave como ésta con la mitad de la tripulación. No, te limitarás a acompañarme a mi nave. Saldremos de aquí y volaremos bajo hasta que todo esto haya terminado. —Dirigió una última mirada a las pantallas y cabeceó—. Muy bien. Vámonos. Karrde cruzó mentalmente los dedos, conectó los retropropulsores y la nave avanzó. Casi esperó que se desencadenara una lluvia de rayos, disparados por los ayudantes y guardaespaldas del exterior, pero nadie abrió fuego mientras maniobraba con cautela entre las piedras melladas que bordeaban la entrada y salía al aire libre. —Sí, supongo que todos habrán salido ya —dijo Ferrier—. Probablemente estarán corriendo hacia sus naves para perseguirnos. —No pareces muy preocupado. —No lo estoy. Lo único que debes hacer es llegar a mi nave antes que ellos. Podrás hacerlo, ¿verdad? Karrde miró el desintegrador que le apuntaba. —Haré lo posible. Resultó sencillo. Mientras el Salvaje Karrde se encaminaba a la piedra agrietada situada junto a una cañonera corelliana modificada, los demás empezaron a salir de la arcada que conducía a la parte principal de la fortaleza, con sólo un par de minutos de retraso. —Sabía que lo harías —le felicitó con sarcasmo Ferrier. Se puso en pie y conectó el interfono—. Acércate a la puerta, espectro. Ya hemos salido. No hubo respuesta. —¿Me oyes, espectro? —No oirá nada durante un rato —rugió la voz de Clyngunn—. Tendrás que llevarle a cuestas. Ferrier dio un manotazo al interfono. —Idiota. No tenía que haber confiado en un estúpido espectro. Mejor aún, tendría que haberos matado a todos. —Tal vez —dijo Karrde. Cabeceó en dirección a los guardaespaldas que se aproximaban—. Creo que ya no tienes tiempo de corregir tu error. —Tendré que hacerlo después —replicó Ferrier—. Aún podría dar buena cuenta de ti, sin embargo. —Sólo si quieres morir conmigo —contestó Karrde. Se movió un poco en su asiento para mostrar que su mano izquierda sujetaba un interruptor del panel—. Como ya te he dicho, prefiero destruir la nave antes que cedértela. Durante un momento, pensó que Ferrier iba a intentarlo. Después, de muy mala gana, el ladrón de naves desvió el arma y disparó dos veces contra la sección del tablero de control. —En otra ocasión, Karrde. Retrocedió hacia la puerta del puente, lanzó una rápida mirada al exterior y salió. Karrde respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente. Soltó el interruptor que sujetaba y se levantó. Quince segundos después, vio por la portilla que Ferrier corría hacia su cañonera. Introdujo la mano con cautela en el agujero humeante del tablero de control y conectó el interfono. —Soy Karrde —dijo—. Ya podéis desatrancar la puerta. Ferrier se ha ido. ¿Necesitáis asistencia médica para el prisionero? —No —respondió Gillespee—. Los defeles son bastante hábiles para deslizarse con sigilo, pero no son muy buenos carceleros. Así que Ferrier le ha abandonado aquí, ¿eh? —Lo que me esperaba de él, más o menos. —Vio por la portilla que la cañonera de Ferrier se elevaba y giraba hacia el oeste—. Ya se va. Advierte a todo el mundo que no abandone la nave. Habrá planeado algo para disuadirnos de perseguirle. Así era. Apenas había terminado Karrde de hablar, cuando la nave despidió un gran bote. Se produjo un relámpago de luz y, de repente, el cielo estalló en un amasijo de mallas metálicas. La red cayó sobre el patio y proyectó chispas cuando cubrió las naves aparcadas. —Una red Conner —dijo Dravis desde atrás—. El viejo truco de los ladrones de naves. Karrde se volvió. Dravis, Par'tah y Mazzic estaban en el umbral y miraban por la portilla. —Hay mucha gente fuera —les recordó—. No tardarán mucho en destruirla. (No debemos permitir que escape), insistió Par'tah, y dedicó un gesto despectivo Ho'Din a la cañonera. —No lo hará —aseguró Karrde. La nave volaba bajo sobre la llanura, fuera del alcance de cualquier cosa que las naves atrapadas pudieran disparar—. El Hielo Estrellado y el Etéreo se encuentran preparados al norte y al sur de aquí. —Se volvió y miró a Mazzic con el ceño fruncido—. Pero dadas las circunstancias, creo que el honor corresponde a Mazzic. Mazzic le dirigió una tensa sonrisa. —Gracias —dijo con suavidad, y sacó el comunicador—. Griv, Amber. Cañonera en camino. Derribadla. Karrde miró por la portilla. La cañonera casi había llegado al horizonte e iniciado su ascenso vertical hacia el espacio... y, mientras miraba, los dos cazas de Mazzic surgieron de sus escondites y la persiguieron. —Creo que te debo una disculpa —dijo Mazzic desde atrás. Karrde meneó la cabeza. —Olvídalo, o mejor, no lo olvides. Guárdalo como un recordatorio de la forma de actuar del gran almirante Thrawn. Y de lo que significa para él la gente como nosotros. —No te preocupes. No lo olvidaré. —Bien. Vamos a procurar que nuestra gente se ocupe de esa red. Estoy seguro de que todos preferimos salir de Hijarna antes de que el Imperio se entere de que su plan ha fracasado. A lo lejos, justo sobre el horizonte, se produjo un breve destello de luz. —Y mientras esperamos —añadió Karrde—, aún tengo una propuesta que haceros. 19 —Muy bien —dijo Han a Lando. Sus dedos recorrieron el borde de la pierna izquierda de Erredós para aferrarse mejor—. Preparados. El androide gorjeó algo. —Le recuerda que vaya con cuidado —tradujo Cetrespeó, que se había apartado lo suficiente de su camino para que no le gritaran—. Recuerde que la última vez... —No le dejamos caer a propósito —gruñó Han—. Si prefiere esperar a Luke, allá él. Erredós volvió a canturrear. —Dice que no será necesario —explicó Cetrespeó—. Confía en usted implícitamente. —Me alegra saberlo —dijo Han. Por desgracia, no había mejores asideros. Algún día, debería comentar el problema con Industrial Automaton—. Allá vamos, Lando. ¡Tira! Emplearon todas sus fuerzas, y con un tirón que casi desencaja el hombro de Han, el androide quedó libre de la maraña de ramas en que sus ruedas se habían enredado. —Ya está —gruñó Han, mientras trasladaban al androide, con más o menos cuidado, al lecho seco del río—. ¿Cómo estás? Esta vez, la explicación fue un poco mas larga. —Dice que, al parecer, los daños han sido mínimos —tradujo Cetrespeó—. Sobre todo, de naturaleza cosmética. —Traducción: se está oxidando —masculló Han. Se masajeó los riñones mientras daba la vuelta. A unos cinco metros de distancia, Luke estaba utilizando la espada de luz para cortar una red de gruesas enredaderas que bloqueaba su camino. A su lado, Chewbacca y Mara estaban agachados con las armas preparadas, dispuestos a vaporizar a los seres similares a serpientes que a veces surgían como una exhalación cuando los pisaban. Como todos los demás aspectos de Wayland, lo habían aprendido por las malas. Lando se acercó y se liberó de los últimos restos de raíces ácidas pegados a sus manos. —Un lugar divertido, ¿eh? —comentó. —Tendría que haber acercado más el Halcón —gruñó Han—, cuando descubrimos que no podíamos utilizar las bicicletas. —En ese caso, ahora estaríamos luchando con patrullas imperiales, en lugar de con raíces ácidas y serpientes. Personalmente, me parece un trato justo. —Supongo —admitió Han a regañadientes. Más o menos cerca, algo emitió un complicado silbido, y recibió otro por respuesta. Han miró en aquella dirección, pero entre los matorrales, las enredaderas y los dos niveles diferentes de árboles, no vio nada. —No suena como un depredador —dijo Lando. —Tal vez. —Han miró hacia atrás. Cetrespeó calmaba a Erre-dos, mientras inspeccionaba las quemaduras de ácido sufridas por el androide—. Tú, pequeñajo, prepara tus sensores. Erredós, obediente, extendió su pequeña antena y empezó a moverla de un lado a otro. Durante un minuto canturreó para sí, y después emitió un torrente de sonidos. —Dice que no hay animales grandes en veinte metros a la redonda —tradujo Cetrespeó—. Más allá... —La maleza dificulta su percepción —terminó Han. Se estaba convirtiendo en una conversación muy familiar—. Gracias. Erredós retrajo la antena, y Cetrespeó y él reanudaron su discusión. —¿Dónde crees que ha ido todo el mundo? —preguntó Lando. —¿Los depredadores? —Han meneó la cabeza—. Ni idea. Quizá al mismo sitio donde han ido los nativos. Lando paseó la vista a su alrededor y siseó entre dientes. —Esto no me gusta, Han. A estas alturas, ya deben de saber que estamos aquí. ¿A qué están esperando? —Quizá Mara se equivocó —sugirió sin gran convicción Han—. Quizá el Imperio se cansó de compartir un planeta con ellos y los aniquiló. —Una idea muy optimista. En cualquier caso, no explica por qué los depredadores no nos molestan desde hace dos días y medio. —No —admitió Han, pero Lando tenía razón: algo les estaba vigilando. Lo sentía en sus tripas. Algo, o alguien—. Tal vez los primeros que huyeron después del primer enfrentamiento pasaron la voz de que nos dejaran en paz. Lando bufó. —Esos bichos eran más estúpidos que babosas espaciales, y lo sabes. Han se encogió de hombros. —Sólo era una idea. Delante, el resplandor verde se desvaneció cuando Luke apagó la espada. —-Creo que hemos despejado el camino —dijo en voz baja—. ¿Habéis liberado a Erredós? —Sí, ya está —dijo Han, y se quedó detrás de ellos—. ¿Alguna serpiente? —Esta vez no. —Luke señaló con la espada uno de los árboles que flanqueaban el cauce del río—. Sin embargo, da la impresión de que nos hemos librado de luchar contra otro grupo de carroñeros. Han miró. En una de las ramas inferiores había otro nido, del tamaño de un plato y confeccionado a base de hierba y barro. Cetrespeó había tropezado con uno el día anterior, y Chewbacca aún se estaba curando los cortes que había recibido en el brazo izquierdo antes de conseguir entre todos matar a las aves depredadoras que habían surgido de él. —No lo toques —advirtió. —No pasa nada; está vacío —le tranquilizó Luke, y lo empujó con la punta de la espada—. Se habrán ido. —Sí —dijo Han lentamente, acercándose otro paso al nido—. En efecto. —¿Pasa algo? Han le miró. —No —contestó, en tono indiferente—. Ningún problema. ¿Por qué? Detrás de Luke, Chewbacca emitió un rugido gutural. * —Pongámonos en movimiento —añadió Han, antes de que Luke pudiera hacer algún comentario—. Quiero avanzar un poco más antes de que oscurezca. Luke, tú y Mara coged a los androides y adelantaos. Chewie y yo cerraremos la marcha. Luke no parecía convencido, pero se limitó a asentir. —Muy bien. Vamos, Cetrespeó. Avanzaron por el cauce del río, mientras Cetrespeó se quejaba como de costumbre. Lando dirigió a Han una mirada de las suyas, pero les siguió en silencio. A su lado, Chewbacca gruñó una pregunta. —Vamos a ver qué ha pasado con las aves, eso es todo —dijo Han, mientras miraba hacia el nido. Parecía intacto, sin huellas de depredadores—. Tú eres capaz de oler carne fresca a diez pasos de distancia, con el viento en contra. De modo que empieza a olfatear. El wookie no tardó en hacer gala de su talento para la caza. Una de las aves yacía junto a un matorral, justo al otro lado del árbol, con las alas extendidas y rígidas. Completamente muerta. —¿Qué opinas? —preguntó Han, mientras Chewbacca la cogía con cautela—. ¿Algún depredador? Chewbacca rugió una negativa. Sacó las garras de sus fundas y palpó una mancha de color pardo oscuro en las plumas situadas bajo el ala derecha. Encontró un corte y hundió con delicadeza una garra en su interior. Gruñó. —¿Estás seguro de que ha sido un cuchillo? —Han contempló la herida con el ceño fruncido—. ¿No habrá sido alguna especie de garra? El wookie volvió a rugir y señaló lo evidente: si un depredador hubiera matado al ave, sólo quedarían las plumas y los huesos. —Cierto —comentó con amargura Han, mientras Chewbacca tiraba el ave muerta junto al matorral—. Los nativos deben de estar muy cerca. Chewbacca gruñó la pregunta obvia. —No sé —contestó Han—. Quizá nos sigan vigilando, o esperan refuerzos. El wookie rugió, señaló el ave y Han le dedicó otro vistazo. Tenía razón: el lugar de la herida indicaba que tenía las alas abiertas cuando la habían matado. Lo cual significaba que la habían matado mientras volaba. De una sola puñalada. —Tienes razón, no necesitan refuerzos. Vamos, reunámonos con los demás. Solo quería seguir avanzando hasta que oscureciera, pero después de otro desacuerdo entre el androide astromec de Skywalker y una maraña de enredaderas ácidas, se rindió y ordenó parar. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó Mara cuando Skywalker dejó caer la mochila junto a la suya y estiró los músculos de los hombros—. ¿Lo llevaremos a cuestas? —No creo —contestó Skywalker. Miró hacia atrás y vio que Carlissian y el wookie habían puesto de costado al R2 y estaban desenredando sus ruedas—. Chewie cree que será capaz de repararlo. —Tendrías que cambiarlo por algo que no esté diseñado para viajar sobre una cubierta de metal plana. —A veces me han venido ganas —admitió Skywalker, sentándose a su lado—, pero en conjunto, es muy útil. Tendrías que haber visto la distancia que recorrió en pleno desierto de Tatooine, la primera noche que lo tuve. Mara desvió la vista hacia Solo, que estaba montando su hamaca sin dejar de vigilar el bosque. —¿Vas a contarme de qué te estaba hablando Solo antes, o no debo saberlo? —Chewie y él encontraron a una de las aves de aquel nido vacío, el que estaba cerca de la segunda maraña de enredaderas que tuvimos que cortar. La habían matado de una cuchillada. Mara tragó saliva y pensó en algunas de las historias que había oído cuando servía al emperador. —Serán los myneyrshi —dijo—. Se supone que habían convertido en un arte el combate cuerpo a cuerpo con arma blanca. —¿Cuál era su opinión acerca del Imperio? —Como ya te dije antes, no les gustan los humanos, empezando por los colonos que llegaron mucho antes de que el emperador descubriera el planeta. Miró a Skywalker, pero tenía la vista perdida en la nada, con el ceño fruncido. Mara respiró hondo y proyectó la Fuerza tanto como pudo. Los ruidos y olores del planeta se introdujeron en su mente, hasta conformar la pauta de vida que la rodeaba. Árboles, arbustos, animales y aves... Y allí, en el límite de su conciencia, otra mente. Alienígena, indescifrable..., pero una mente, a fin de cuentas. —Son cuatro —dijo en voz baja Skywalker—. No, cinco. Mara arrugó el entrecejo y se concentró en la sensación. Tenía razón: había más de una mente, pero no podía separar los diversos componentes de la sensación general. —Intenta buscar desviaciones —murmuró Skywalker—. La forma en que las mentes se diferencian mutuamente. Es la mejor manera de localizarlas. Mara lo intentó y, ante su algo irritada sorpresa, descubrió que Skywalker estaba en lo cierto. Captó la segunda mente..., la tercera... Y, de pronto, se desvanecieron. Dirigió una mirada penetrante a Skywalker. —No lo sé —dijo poco a poco, aún concentrado—. Se produjo una oleada de emoción, dieron media vuelta y se fueron. —Quizá ignoraban que estábamos aquí —sugirió Mara, vacilante, aun a sabiendas de que era improbable. Entre los rugidos que lanzaba el wookie a todo cuanto salía a su encuentro y los lloriqueos del androide de protocolo, era un milagro que todo el planeta no se hubiera enterado de su presencia. —No, lo sabían —dijo Skywalker—. De hecho, estoy muy seguro de que avanzaban directamente hacia nosotros cuando fueron... —Sacudió la cabeza—. Quiero decir que fueron asustados, pero es absurdo. Mara contempló el dosel doble de hojas que se alzaba sobre sus cabezas. —¿Es posible que hayamos captado a una patrulla imperial? —No —afirmó Skywalker—. De haberse encontrado humanos en las cercanías, lo habría sabido. —Así de sencillo —murmuró Mara. —Cuestión de práctica. La mujer le miró de reojo. Había notado algo raro en su voz. —¿Qué significa eso? Skywalker hizo una mueca, una rápida torsión de su boca. —Nada. Sólo... Estaba pensando en los gemelos de Leia. Pensaba en cómo voy a adiestrarlos algún día. —¿Te preocupa el momento de empezar? Skywalker negó con la cabeza. —Me preocupa ser capaz de hacerlo. Ella se encogió de hombros. —¿Qué hay que hacer? Enseñarles a escuchar mentes, mover objetos y utilizar espadas de luz. Ya lo hiciste con tu hermana, ¿verdad? —Sí, pero cuando pensaba que era lo único. Se trata únicamente del principio. La Fuerza les va a proporcionar energía, y esa energía va acompañada de responsabilidad. ¿Cómo les enseño eso? ¿Cómo les enseño sabiduría, compasión y a no abusar de su poder? Mara estudió su perfil mientras escudriñaba el bosque. No eran simples juegos de palabras; hablaba muy en serio. Una faceta del heroico, noble e infalible Jedi que nunca había visto. —¿Cómo se enseña eso? —preguntó—. Dando ejemplo, supongo. Skywalker reflexionó, y cabeceó a regañadientes. —Imagino que sí. ¿Cuánto adiestramiento Jedi te proporcionó el emperador? MATARÁS A LUKE SKYWALKER. —Suficiente —contestó. Intentó apartar el sonido de las palabras de su mente y el odio reflejo que las acompañaba—. Todo lo básico. ¿Por qué, buscas sabiduría y compasión? —No. —El joven vaciló—. Pero como aún faltan algunos días para llegar al monte Tantiss, quizá sería una buena idea repasarlo, como un curso de perfeccionamiento. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Mara. Hablaba con demasiada indiferencia... —¿Has visto algo de lo que nos aguarda? —preguntó con suspicacia. —En realidad, no. —De nuevo, una breve vacilación—. Algunas imágenes y escenas carentes de sentido. Se me ha ocurrido que te convendría dominar más la Fuerza antes de proseguir. Ella apartó la vista. MATARÁS A LUKE SKYWALKER. —Tú estarás con nosotros —le recordó—. ¿Para qué necesito dominar más la Fuerza? —Para lo que tu destino te exija —respondió Skywalker, con voz suave pero firme—. Queda más o menos una hora para que anochezca. Empecemos. Wedge Antilles ocupó su lugar en el largo banco semicircular, junto a otros comandantes de escuadrón, y paseó la vista por la sala de guerra del Crucero Estelar. Ya se había congregado bastante gente, y continuaba entrando más. Ackbar habría planeado algo grande. ——Hola, Wedge —gruñó alguien a modo de saludo cuando se sentó al lado de Wedge—. Me sorprende verte aquí. Wedge le miró con tibia sorpresa. Pash Cracken, hijo del legendario general Airen Cracken, y uno de los mejores comandantes de cazas. —Yo podría decir lo mismo sobre ti, Pash. Creía que estabas en el sector de Atrivis, al cuidado del centro de mando del Borde Exterior. —No te enteras —dijo Pash, sombrío—. Generis cayó hace tres días. Wedge le miró perplejo. —No lo sabía —se disculpó—. ¿Cómo fue? —Bastante mal. Perdimos todo el centro de mando, más o menos intacto, y casi todos los depósitos de suministros de la flota del sector. Como aspecto positivo, no les dejamos ninguna nave en buen estado, y el general Kryll pudo sacar sanos y salvos a Travia Chan y su gente ante las mismísimas narices de los imperiales. —Algo es algo. ¿Qué te sorprendió más, el número o la táctica? —Ambos. —Pash hizo una mueca—. No creo que Thrawn acudiera en persona, pero seguro que planeó el ataque. Debo decirte, Wedge, que esos clones es lo mas terrorífico que he visto en mi vida. Es como luchar contra milicianos: la misma rabiosa dedicación, la misma forma de combatir, como una máquina de precisión, a sangre fría. La única diferencia es que están por todas partes. —Dímelo a mí. Tuvimos que combatir contra dos escuadrones de cazas TIE llenos de esas cosas cuando el primer ataque a Qat Chrystac. Hacían acrobacias que jamás hubiera imaginado en los TIE. Pash asintió. —El general Kryll sospecha que Thrawn reserva a sus mejores hombres para sus plantillas clónicas. —Sería estúpido que hiciera otra cosa. ¿Y Varth? ¿Consiguió escapar? —No lo sé. Perdimos el contacto con él durante la retirada. Confío en que haya podido romper el otro lado de la pinza y unirse a alguna unidad en Fedje o Ketaris. Wedge pensó en las veces que se había enfrentado con el comandante de escuadrilla Varth por algo, casi siempre piezas de recambio u horarios de mantenimiento. El hombre era un tirano amargado y cáustico, sólo le redimía el talento de enviar a sus hombres a misiones imposibles y conseguir que regresaran. —Lo logrará —dijo Wedge—. Está muy en contra de morir por las conveniencias del Imperio. —Es posible. —Pash cabeceó en dirección al centro de la sala—. Parece que vamos a empezar. Wedge se volvió, mientras el murmullo de las conversaciones enmudecía. El almirante Ackbar se hallaba de pie junto a la mesa central holográfica, flanqueado por el general Crix Madine y el coronel Bren Derlin. —Oficiales de la Nueva República —les saludó con gravedad Ackbar, y sus enormes ojos de mon calamari giraron para abarcar toda la sala de guerra—. Ninguno de ustedes necesita que le recuerde que durante las últimas semanas nuestra guerra contra los restos del Imperio ha cambiado de lo que se llamaba un ejercicio de limpieza a una batalla por nuestra propia supervivencia. De momento, aún gozamos de ventaja en lo tocante a recursos y personal, pero mientras hablamos, esta ventaja corre el peligro de desaparecer. Menos tangibles, pero no menos serios, son los métodos que emplea el gran almirante Thrawn para minar nuestra determinación y moral. Ya es hora de que arrojemos ambos aspectos de su ataque a la cara del Imperio. —Miró a Madine—. General Madine. —Supongo que todos han sido informados de la innovadora forma de asedio que los imperiales han dispuesto alrededor de Coruscant —dijo Madine, mientras daba golpecitos con su puntero sobre la palma izquierda—. Se han hecho algunos progresos en eliminar los asteroides camuflados, pero lo que en verdad se necesita para llevar a cabo el trabajo es una trampa cristalográfica de campo gravitatorio. Se nos ha ordenado que consigamos una. —Parece divertido —murmuró Pash. —Mucho —masculló Wedge. —Inteligencia ha localizado tres —continuó Madine—. Todas en el espacio controlado por los imperiales, naturalmente. La de acceso más sencillo está en Tangrene, y ayuda a custodiar la nueva base del Ubictorado que han montado. Hay muchas naves de carga y construcción que se mueven a su alrededor, pero pocas de guerra. Hemos logrado introducir a algunos de nuestros hombres en las tripulaciones de carga, y nos han informado que es muy posible apoderarse de la base. —Me recuerda Endor —comentó alguien desde el banco situado frente a Wedge—. ¿Cómo podemos estar seguros de que no es una trampa? —De hecho, estamos bastante seguros de que lo es —dijo Madine, con una sonrisa tensa—. Por eso iremos. Tocó un interruptor. El proyector holográfico se elevó desde el centro de la mesa y un esquema apareció en el aire. —Los astilleros imperiales de Bilbringi —informó—. Sé lo que se están diciendo: son muy grandes, están bien defendidos, en qué demonios está pensando el alto mando. La respuesta es sencilla: son grandes, están bien defendidos, y es el último lugar donde los imperiales nos esperan. —Además, si triunfamos, infligiremos un perjuicio enorme a su capacidad constructora —añadió Ackbar—, así como a la creciente creencia en la infalibilidad del gran almirante. Lo cual daba a entender que Thrawn era falible, por supuesto. Wedge pensó en comentarlo, pero se echó atrás. Todo el mundo debía de estar pensando lo mismo. —La operación tendrá dos partes —prosiguió Madine—. No queremos decepcionar a los imperiales, que nos han preparado una trampa en Tangrene, de modo que el coronel Derlin se encargará de crear el engaño de que ese sistema es nuestro objetivo. Mientras tanto, el almirante Ackbar y yo organizaremos el ataque real a Bilbringi. ¿Alguna pregunta? Siguió un momento de silencio. Después, Pash levantó la mano. —¿Y si los imperiales se enteran del ataque a Bilbringi y descuidan los preparativos para Tangrene? Madine sonrió. —Nos causarían una enorme decepción. Muy bien, caballeros, hay que organizar una fuerza de ataque. Pongamos manos a la obra. El dormitorio estaba a oscuras, silencioso, y la temperatura era elevada. Los únicos sonidos audibles eran los procedentes de la ciudad imperial y los más sutiles emitidos por los niños que dormían. Al escuchar los ruidos y percibir los aromas familiares del hogar, Leia miró al techo y se preguntó qué la había despertado. —¿Necesita algo, lady Vader? —preguntó una voz noghri desde las tinieblas que rodeaban la puerta. —No, Mobvekhar, gracias —
—Sí, señor. Lo siento, señor. No quería decir eso. ',
—Lo sé —le tranquilizó Thrawn—. ¿Y el resto de los pasajeros?
—Los médicos les están examinando. Hasta el momento, ningún problema. Además, están examinando a todos aquellos que siguen en el interior de la guarnición. Las tropas del general Covell, la compañía que llegó con él a bordo del Draklor, ya se habían dispersado por el exterior de la montaña cuando murió.
—¿Toda la compañía? —se sorprendió Pellaeon—. ¿Por qué?
—No lo sé, señor. El general Covell dio las órdenes. Después de la reunión general, o sea, antes de morir.
—Quizá deberíamos empezar desde el principio, coronel —le interrumpió Thrawn—. Cuéntemelo todo.
—Sí, señor. —Selid se serenó visiblemente—. El general Covell y los demás aterrizaron en la lanzadera hace unas seis horas. Intenté cederle el mando de la guarnición, pero se negó. A su vez, insistió en hablar en privado con sus tropas en una de las salas de descanso de los oficiales.
—¿Qué tropas? —preguntó Thrawn—. ¿Toda la guarnición?
—No, señor, sólo las que le acompañaban en el Draklor. Dijo que debía darles órdenes especiales. Pellaeon miró a Thrawn.
—Pensaba que habría tenido tiempo suficiente en la nave para darles órdenes especiales.
—Sí —admitió Thrawn—. Eso sería lo lógico.
—Tal vez fue idea de C'baoth, señor —sugirió Selid—. No dejó al general ni un momento desde que descendieron de la lanzadera. Murmuraba todo el tiempo.
—Fue él, sí —dijo en tono pensativo Thrawn. Su voz era serena, pero había algo en ella que provocó escalofríos a Pellaeon-—-¿Dónde esta ahora el maestro C'baoth?
—En las antiguas cámaras reales del emperador. El general Covell insistió en que fueran abiertas para él.
—¿Estaría fuera de la influencia de los ysalamiri allí arriba? —preguntó Pellaeon. Thrawn agitó la cabeza.
—Lo dudo. Según mis cálculos, toda la montaña y parte de la zona circundante se encuentran en el interior de la burbuja anti-Fuerza. ¿Qué ocurrió después, coronel?
—El general pasó unos quince minutos hablando con sus tropas. Cuando salió, me dijo que les había dado órdenes secretas recibidas directamente de usted, almirante, y que yo no debía entrometerme.
—¿Y luego se fueron de la montaña?
—Sí, después de desvalijar uno de los almacenes de explosivos y maquinaria. De hecho, pasaron un par de horas más en el interior de la guarnición antes de salir. Después, C'baoth acompañó al general a sus aposentos, y dos milicianos le acompañaron luego a las cámaras reales. Destiné el resto de la guarnición a las rutinas nocturnas habituales, y eso fue todo. Hasta esta mañana, cuando el ordenanza encontró al general.
—De modo que C'baoth no estaba con el general cuando éste murió —dijo Thrawn.
—No, señor, aunque los médicos opinan que el general no vivió mucho más después de que C'baoth se marchara.
—Y estuvo con el general hasta ese momento.
—Sí, señor.
Pellaeon miró de reojo a Thrawn. El gran almirante tenía la mirada perdida en la lejanía, con sus ojos rojos entornados.
—Dígame, coronel, ¿qué impresión le causó el general Covell?
—Bueno... —Selid titubeó—. Debo decir que me llevé una cierta decepción.
—¿Por qué?
—No era como yo esperaba, almirante —explicó Selid, muy violento. Pellaeon no le culpó: criticar a un oficial superior frente a otro constituía un grave quebranto de la etiqueta militar. Sobre todo, entre diferentes ramas del servicio—. Parecía... distante es la palabra que yo utilizaría, señor. Insinuó que mi sistema de seguridad era deficiente y que llevaría a cabo importantes cambios, Pero no me los especificó. De hecho, apenas me habló mientras estuvo aquí. Y no sólo fue conmigo, sino con los demás oficiales que intentaron hablar con él. Estaba en su derecho, por supuesto, y tal vez estuviera cansado, pero no encajaba con la reputación de que venía precedido.
—No, tiene razón —dijo Thrawn—. ¿Funciona el sistema holográfico de los antiguos aposentos imperiales, coronel?
—Sí, señor, aunque es posible que C'baoth no esté en el salón del trono.
—Estará —replicó con frialdad Thrawn—. Conécteme con él.
—Sí, señor.
La imagen de Selid desapareció y fue reemplazada por el símbolo de pausa.
—¿Cree que C'baoth hizo algo a Covell? —preguntó en voz baja Pellaeon.
—No se me ocurre otra explicación. Creo que nuestro bienamado Maestro Jedi intentó apoderarse de la mente de Covell, quizá para sustituir partes enteras por las suyas. Cuando tropezó con la burbuja de los ysalamiri y perdió el contacto directo, no quedaba lo suficiente de Covell para que siguiera vivo mucho tiempo.
—Entiendo. —Pellaeon desvió la vista, enfurecido. Había advertido a Thrawn sobre las intenciones de C'baoth. Le había advertido una y otra vez—. ¿Qué va a hacer?
El símbolo de pausa desapareció antes de que Thrawn pudiera contestar, pero no fue reemplazado por la habitual figura reducida a un cuarto de tamaño. Ante ellos surgió una enorme imagen del rostro de C'baoth, y Pellaeon dio un involuntario paso atrás.
Thrawn ni siquiera se inmutó.
—Buenos días, maestro C'baoth —dijo el gran almirante, con voz plácida—. Veo que ha descubierto el emplazamiento holográfico secreto del emperador.
—Gran almirante Thrawn —dijo C'baoth, en tono frío y arrogante—, ¿así recompensa mis esfuerzos en pro de sus ambiciones, mediante un acto de traición?
—El único traidor que hay aquí es usted, maestro C'baoth. ¿Qué le hizo a Covell?
C'baoth hizo caso omiso de la pregunta.
—No es tan fácil traicionar a la Fuerza como piensa —dijo—• Y nunca olvide, gran almirante Thrawn, que mi destrucción conllevará la suya. Lo he anticipado.
Calló, y les miró de uno en uno. Durante unos segundos, Thrawn permaneció en silencio.
—¿Ha terminado? —preguntó por fin.
C'baoth frunció el ceño. El nerviosismo y la incertidumbre se reflejaron en su cara aumentada. Pese a su aterradora majestuosidad, el sistema holográfico personal del emperador poseía algunos inconvenientes.
—De momento —dijo C'baoth—. ¿Puede aducir algo en su defensa?
—No tengo por qué defenderme, maestro C'baoth. Fue usted quien insistió en ir a Wayland. Dígame qué le hizo al general Covell.
—Primero, me devolverá la Fuerza.
—Los ysalamiri se quedarán donde están. Dígame qué le hizo al general Covell.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada durante unos segundos. C'baoth fue el primero en rendirse, y por un momento dio la impresión de que iba a derrumbarse, pero no tardó en recuperarse, y volvió a ser el arrogante Maestro Jedi de siempre.
—El general Covell era mío, y podía hacer con él lo que me diera la gana —respondió—, como con todo lo demás del Imperio.
—Gracias —dijo Thrawn—. Es lo único que necesitaba saber. ¿Coronel Selid?
El rostro enorme se desvaneció, siendo sustituido por la imagen de Selid, reducida a un cuarto de tamaño.
—¿Sí, almirante?
—Instrucciones, coronel —dijo Thrawn—. En primer lugar, el maestro C'baoth se halla detenido. Tendrá libre acceso a los aposentos reales y al salón del trono del emperador, pero no podrá abandonarlos. Se desconectarán todos los circuitos de control de esas plantas, por supuesto. En segundo lugar, procederá a investigar en qué punto del interior de la montaña fueron vistas las tropas del general Covell antes de partir.
—¿Por qué no se lo preguntamos a las tropas, señor? —sugirió Selid—. Llevarán comunicadores encima.
—Porque no estoy seguro de si podemos fiarnos de sus respuestas, lo cual me lleva a la tercera orden. No se permitirá el regreso a ninguno de los soldados que se encontraban bajo las órdenes del general Covell.
Selid se quedó boquiabierto.
—¿Señor?
—Me ha oído bien —dijo Thrawn—. Otro transporte irá a buscarles dentro de unos días, en cuyo momento serán rodeados y evacuados del planeta. No se les permitirá entrar de nuevo en la montaña bajo ninguna circunstancia.
—Sí, señor —contestó Selid, ruborizado—. Pero, señor... ¿Qué les digo?
—La verdad —replicó Thrawn en voz baja—. Que sus órdenes no procedían de Covell, ni mucho menos de mí, sino de un traidor al Imperio. Hasta que Inteligencia averigüe los detalles, toda la compañía será considerada bajo sospecha, cómplices inconscientes de una traición.
La palabra pareció colgar entre ellos en el aire.
—Comprendido, señor —dijo Selid por fin.
—Bien. Queda confirmado como comandante de la guarnición, por supuesto. ¿Alguna pregunta? Selid se irguió.
—No, señor.
—Bien. Cumpla las órdenes, coronel. Quimera fuera. La figura se desvaneció.
—¿Cree que es prudente dejar a C'baoth allí, señor? —preguntó Pellaeon.
—No hay otro lugar más seguro en todo el Imperio —indicó Thrawn—. De momento, al menos. Pellaeon frunció el ceño.
—No comprendo.
—El Imperio dejará de necesitarle muy pronto, capitán —dijo Thrawn. Se volvió y caminó hacia la sección principal del puente—. Sin embargo, aún tiene que jugar un último papel en nuestra lucha por la consolidación del poder. —Se detuvo en el extremo del pasillo elevado—. C'baoth está loco, capitán, en eso estamos ambos de acuerdo, pero esa locura reside en su mente, no en su cuerpo.
Pellaeon le miró fijamente.
—¿Está insinuando que vamos a clonarle?
—¿Por qué no? En monte Tantiss no, desde luego, teniendo en cuenta las condiciones que reinan en ese lugar. Tampoco a la velocidad que permiten las instalaciones. Es ideal para técnicos y pilotos de cazas TIE, pero no para un proyecto de tanta importancia. No, mi intención es que ese clon acceda a la niñez, para que luego llegue a la madurez a la velocidad normal, durante sus últimos diez o quince años. Bajo condiciones especiales, por supuesto.
—Entiendo. —Pellaeon intentó mantener serena la voz. Un C'baoth joven, o tal vez dos, diez o veinte, sueltos por la galaxia. Era una idea a la que tardaría en acostumbrarse—. ¿Dónde montaría esas instalaciones de clonación?
—En un lugar absolutamente seguro. Tal vez en algún planeta de las Regiones Desconocidas, donde serví en cierta ocasión al emperador. Ordenará a Inteligencia que empiece a buscar un lugar apropiado cuando hayamos aplastado a los rebeldes en Bilbringi.
Pellaeon torció los labios. En efecto, el peligrosamente etéreo ataque a Bilbringi. Por culpa de los problemas planteados por C'baoth, casi había olvidado el principal objetivo del momento. O sus reservas al respecto.
—Sí, señor. Almirante, me veo obligado a recordarle que todas las pruebas siguen indicando que Tangrene es el principal punto de ataque.
—Soy consciente de las pruebas, capitán. Sin embargo, estarán en Bilbringi.
Paseó la mirada por el puente, sin que sus ojos rojos perdieran detalle de nada. Y los tripulantes lo sabían. En cada puesto de servicio, se produjeron los sonidos y movimientos sutiles de hombres conscientes de que su comandante les estaba mirando, y se esforzaron por dar lo mejor de sí mismos.
—Y nosotros también —-dijo el gran almirante a Pellaeon—. Ponga rumbo a Bilbringi, capitán, y preparémonos para recibir a nuestros invitados.
Wedge vació los restos de su copa y la dejó sobre la madera astillada y manchada de la pequeña mesa, mientras miraba al otro lado de la ruidosa cantina de Mumbri Storve. El local estaba tan abarrotado como cuando Janson, Hobbie y él habían llegado, una hora antes, pero la composición de la muchedumbre había cambiado un poco. La mayor parte de los jóvenes se habían ido, tanto las parejas como los grupos, siendo sustituidos por gente mayor y más sedentaria. Los marginados también empezaban a desfilar, lo cual indicaba que había llegado el momento de que también se marcharan.
Sus pilotos del Escuadrón Pícaro también lo sabían.
—¿Hora de marcharse? —sugirió Hobbie, en voz lo bastante alta para hacerse oír sobre el estruendo.
—Exacto —cabeceó Wedge.
Se puso en pie y rebuscó en su bolsa una moneda para pagar la última ronda. Su bolsa civil, y odiaba los malentendidos, pero resultaría bastante peliagudo que se pasearan por la ciudad con sus uniformes de la Nueva República, junto con los distintivos del Escuadrón Pícaro.
Encontró una moneda del tamaño adecuado y la dejó caer en el centro de la mesa, mientras los demás se levantaban.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó Janson, mientras estiraba los músculos de la espalda.
—A la base, supongo —dijo Wedge.
—Bien —gruñó Janson—. Pronto amanecerá.
Wedge cabeceó mientras se dirigía hacia la salida. Daba igual cuándo amaneciera; mucho antes, se largarían de este planeta y volarían hacia su punto de cita, cerca de los astilleros de Bilbringi.
Se abrieron paso entre las mesas abarrotadas. En un momento dado, un individuo flaco y alto empujó su silla hacia atrás, estuvo a punto de aplastar los pies de Wedge y se puso en pie, tambaleante.
—Cuidado —farfulló, casi tirándose encima de Wedge.
—Tranquilo, amigo —gruñó Wedge, mientras intentaba recuperar el equilibrio. Vio por el rabillo del ojo que Janson se acercaba al tipo y le sostenía con un brazo.
—Me parece perfecto —murmuró el hombre. Dejó de farfullar y rodeó la espalda de Wedge con el brazo—. Todos los cuatro, tranquilos, y ayudemos al pobre borracho a salir de aquí.
Wedge se puso rígido. En cuestión de un segundo, habían pasado de una tranquila noche en la ciudad a un serio apuro. Una vez atrapados Janson y él, sólo quedaba Hobbie, con una pistola a mano, pero su atacante no habría olvidado traerse refuerzos.
El hombre alto notó la tensión de Wedge.
—Relájate, tío —le reprendió con suavidad—. No te acuerdas de mí, ¿eh?
Wedge contempló con el ceño fruncido la cara que casi se aplastaba contra la suya. No la reconoció, pero era muy probable que en esa tesitura no reconociera ni a su propia madre.
—¿Debería? —murmuró. El otro volvió a farfullar.
—Eso pensaba —dijo, en tono ofendido—. Si alguien te ayuda a luchar contra un Destructor Imperial, deberías acordarte de él. Sobre todo cuando ocurre en el culo de la galaxia.
Wedge arrugó el entrecejo un poco más, casi sin darse cuenta de que todo el grupo se había puesto en marcha. ¿En el culo de la galaxia...? Y de repente, lo supo. La flota Katana, y los hombres de Talón Karrde surgiendo de la nada para ayudarles en su lucha contra los imperiales. Y después, las breves y problemáticas incursiones en el interior del Crucero Estelar...
—¿Aves?
—No ha sido tan difícil, ¿verdad? —aprobó el otro—. Ya te dije que, si te esforzabas, podrías conseguirlo. Bien, sigamos con calma y tranquilidad, sin llamar más atención de la necesaria.
No parecía existir otra alternativa que obedecer, pero mientras Wedge avanzaba hacia la salida, sus ojos no cesaron de moverse, buscando algo que pudiera utilizar para salir del mal paso. Se suponía que Karrde y los suyos habían accedido a proporcionar información a la Nueva República, pero eso no significaba que fueran aliados. Y si el Imperio les había amenazado..., o sobornado...
Ninguna oportunidad de escapar se les brindó antes de atravesar las puertas.
—Por aquí —dijo Aves.
Abandonó su papel de borracho y les guió por las calles apenas iluminadas y transitadas.
Janson miró a Wedge y enarcó las cejas. Wedge se encogió de hombros y siguió a Aves. Podía tratarse de una trampa, pero en ese momento la curiosidad ya había sustituido al temor. Algo iba a ocurrir, y quería descubrirlo.
No tardó mucho en averiguarlo. Dos edificios después de Mumbri Storve, Aves se desvió y desapareció en una entrada tenebrosa. Wedge le siguió, casi a la espera de encontrarse ante media docena de desintegradores, pero no había nadie con Aves.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó, mientras Janson y Hobbie se reunían con él.
Aves movió la cabeza hacia la calle.
—Fijaos —dijo—. Si no estoy equivocado, aquí viene.
Wedge miró. Un aqualish con cara de morsa pasó de largo, y lanzó una rápida mirada a la entrada antes de alejarse. El ritmo de sus pisadas varió apenas; después, se serenó y recuperó el paso. Avanzó unos pasos más...
Se oyó un golpe sordo, y el aqualish apareció de nuevo ante el portal. Dos hombres sujetaban su cuerpo inconsciente.
—¿Algún problema? —preguntó Aves.
—No —respondió uno de los hombres, mientras dejaba caer al suelo sin demasiada delicadeza al aqualish—. Son mucho más ruines que inteligentes.
—Éste era bastante inteligente —dijo Aves—. Mírale bien, Antilles. Quizá la próxima vez te des cuenta de que es un espía imperial.
Wedge contempló al alienígena.
—Conque un espía imperial, ¿eh? ¡p
—Va por libre, de hecho. —Aves se encogió de hombros—. Pero es igualmente peligroso.
Wedge le devolvió la mirada, con expresión neutra.
—Supongo que deberíamos darte las gracias —dijo. Uno de los nombres, ocupado en registrar las ropas del aqualish, masculló por lo bajo.
—Creo que sí —dijo Aves—. De no ser por nosotros, te habrías convertido en el tema principal del siguiente informe enviado por la Inteligencia Imperial.
—Eso imagino —admitió Wedge.
Intercambió miradas con Hobbie y Janson. Al fin y al cabo, aquélla había sido la idea del montaje, hacer lo posible para convencer al gran almirante Thrawn de que Tangrene era el objetivo de la Nueva República.
—¿Qué vas a hacer con él? —preguntó a Aves.
—Le cuidaremos. No te preocupes, tardará bastante en enviar más informes.
Wedge asintió. Era agradable saber que los hombres de Karrde aún estaban de su lado.
—Gracias —repitió, y esta vez de corazón—. Te debo una. Aves ladeó la cabeza.
—¿Quieres pagar la deuda ahora mismo?
—¿Cómo? —preguntó Wedge con cautela.
—Estamos preparando un trabajito. —Aves meneó vagamente la mano en dirección al cielo—. Sabemos que vosotros también. Sería de gran ayuda que lleváramos a cabo el nuestro mientras vosotros mantenéis ocupado a Thrawn. Wedge frunció el ceño.
—¿Quieres que te diga cuándo empieza nuestra operación?
—¿Por qué no? Como ya te he dicho, sabemos que tramáis algo. La actuación repetida de Bel Iblis y todo eso.
Wedge miró de nuevo a sus pilotos y se preguntó si apreciaban la ironía de la situación tanto como él. Toda una noche de sutiles insinuaciones al garete, y ahora les pedían la confirmación de la operación. El equipo del coronel Derlin no lo habría hecho mejor de haber querido.
—Lo siento —dijo poco a poco, con auténtico pesar en la voz—, pero ya sabes que no puedo decírtelo.
—¿Por qué? —preguntó con paciencia Aves—. Ya te he dicho que lo sabemos casi todo. Puedo demostrártelo, si quieres.
—Aquí no —se apresuró a decir Wedge. El objetivo era sembrar insinuaciones, no proceder con tal descaro como para levantar sospechas—. Alguien podría oírte.
Janson palmeó su brazo.
—Hemos de regresar, señor —murmuró—. Hay muchas cosas que hacer antes de irnos.
—Lo sé, lo sé —dijo Wedge. El bueno de Janson; justo lo que necesitaba—. Escucha, Aves, te diré lo que voy a hacer. ¿Vas a quedarte un rato por aquí?
—Tal vez. ¿Por qué?
—Deja que hable con el comandante de mi unidad, a ver si consigo un permiso especial para ti.
La expresión de Aves reflejó con claridad su opinión sobre la idea.
—Vale la pena probar —contestó con diplomacia—. ¿Tardarás mucho en recibir la respuesta?
—No lo sé. Está tan ocupado como los demás. Intentaré ponerme en contacto contigo de una forma u otra, pero si no recibes ninguna noticia mía antes de veintiocho horas, no me esperes.
Aves quizá sonrió levemente, pero para Wedge fue imposible precisarlo a la escasa luz.
—Muy bien —gruñó—. Supongo que es mejor que nada. Deja los mensajes al camarero nocturno del café Dona Laza.
—De acuerdo. Hemos de irnos. Gracias de nuevo.
Los dos pilotos y él cruzaron la calle. Cuando se encontraron a dos manzanas de distancia, Hobbie habló.
—Veintiocho horas, ¿eh? Muy listo.
—Eso he pensado —dijo con modestia Wedge—. Nos permitiría llegar a Tangrene justo a tiempo de la gran batalla.
—Esperemos que piense vender la información al Imperio —murmuró Janson—. Sería una pena haber malgastado toda la velada.
—Oh, la venderá, la venderá —resopló Hobbie—. Es un contrabandista. ¿Para qué la iba a querer, si no?
Wedge pensó en la batalla de la Katana. Quizá Karrde y su gente no eran más que escoria, siempre dispuestos a venderse al mejor postor, pero él no lo creía.
—Pronto lo averiguaremos —dijo a Hobbie—. Vámonos. Como ha dicho Janson, hemos de hacer muchas cosas.



23




La última página apareció en la pantalla y se detuvo. EXAMEN DEL RESUMEN FINALIZADO. ¿SIGUIENTE PETICIÓN?
—Cancelar —dijo Leia.
Se reclinó en la silla y miró por la ventana. Otro callejón sin salida. Como el último, y el penúltimo. Empezaba a creer que los bibliotecarios tenían razón: si en la Antigua Biblioteca del Senado aún había información sobre las viejas técnicas de clonación utilizadas en las Guerras Clónicas, estaba tan escondida que nadie la encontraría jamás.
Captó un tenue despertar a la conciencia al otro lado de la sala. Se levantó, caminó hacia la cuna y contempló a sus hijos. Jacen estaba muy despierto, canturreaba para sí y hacía serios esfuerzos para examinarse los dedos. A su lado, Jaina seguía dormida, y sus labios gordezuelos estaban abiertos justo para dejar escapar un silbido cada vez que respiraba.
—Hola —murmuró Leia a su hijo. Lo sacó de la cuna y le acunó en sus brazos. Jacen levantó la vista, olvidando por un momento sus dedos, y le dedicó una de sus maravillosas sonrisas desdentadas—. Vaya, gracias. —Leia le devolvió la sonrisa y acarició su mejilla—. Ven, vamos a ver qué esta pasando en el mundo.
Le llevó hasta la ventana. Abajo, la ciudad imperial se encontraba en pleno ajetreo; vehículos terrestres y aéreos zumbaban en todas direcciones como insectos frenéticos. Más allá de la ciudad, los picos nevados de los montes Manarai, hacia el sur, brillaban bajo el sol de la mañana. Al otro lado de las montañas, el cielo era de un azul intenso, desprovisto de nubes, y más allá del cielo...
Leia se estremeció. Más allá del cielo se hallaba el escudo planetario. Y los mortíferos asteroides invisibles del Imperio.
Jacen gorgoteó. Leia le miró y descubrió que la estaba estudiando con lo que casi parecía preocupación.
—No pasa nada —le tranquilizó, estrechándole con más fuerza—. No pasa nada. Los encontraremos todos y nos desharemos de ellos. No te preocupes.
La puerta se abrió a su espalda y Winter entró en la sala, con una bandeja que flotaba frente a ella.
—Alteza —saludó a Leia con voz suave—. Pensé que le apetecería un refresco.
—Sí, gracias. —Leia aspiró el aroma a pancha especiada que surgía del pote transportado por la bandeja—. ¿Ha ocurrido algo abajo?
—Nada interesante. —Winter empujó la bandeja hacia una mesilla auxiliar y procedió a descargarla—. Los equipos de búsqueda no han localizado nuevos asteroides desde ayer por la mañana. El general Bel Iblis ha insinuado que quizá los hayan eliminado todos.
—Dudo que el almirante Drayson lo crea.
—No —admitió Winter. Extendió una taza humeante y esperó a que Leia sujetara a Jacen con un solo brazo—. Ni tampoco Mon Mothma.
Leia cabeceó cuando cogió la taza. Para ser sincera, ni ella lo creía. Por cara que resultara la producción de escudos camuflados, no se imaginaba al Imperio tomándose tantas molestias por menos de setenta asteroides camuflados. No sería de extrañar que hubiera el doble. Los veintiuno que habían encontrado apenas habían rozado la superficie.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó Winter, mientras se servía una taza.
—No va —admitió Leia; de un problema insoluble a otro—, aunque no sé por qué me sorprende. Los especialistas del Consejo de Investigaciones ya han examinado todos los registros, y no encontraron nada.
—Pero usted es una Jedi —le recordó Winter—. Posee la Fuerza.
—No la suficiente, al parecer. —Leia meneó la cabeza—. Al menos, no la suficiente para guiarme al archivo correcto, si es que hay un archivo correcto. Ya no estoy segura de nada.
Bebieron en silencio durante unos instantes. Leia paladeó el suave sabor de la paricha caliente, muy consciente de que podía tardar mucho tiempo en volver a probarla. Todas las provisiones de las raíces que daban lugar a la bebida eran importadas.
—Ayer estuve hablando con Mobvekhar —interrumpió Winter sus pensamientos—. Dijo que usted le había hablado de una pista. Algo que Mara Jade había dicho.
—Algo que Mara había dicho, combinado con algo que Luke hizo —asintió Leia—. Sí, me acuerdo, y sigo creyendo que existe una pista importante, pero no se me ocurre cuál es.
El comunicador de su cinturón zumbó.
—Sabía que no podía durar —suspiró Leia, mientras dejaba la taza sobre la mesa y extraía el comunicador. Mon Mothma le había prometido toda una mañana libre; era evidente que la promesa iba a incumplirse un poco—. Consejera Organa Solo —dijo.
Pero no era Mon Mothma.
—Consejera, aquí Comunicaciones Centrales —dijo una dinámica voz militar—. Un carguero civil llamado Salvaje Karrde se ha detenido frente a la línea de vigilancia. El capitán insiste en hablar con usted personalmente. ¿Desea hablar con él, o le expulsamos del sistema?
De modo que Karrde había vuelto por fin para recoger a los suyos. O bien había oído rumores y decidido echar un vistazo a Coruscan!. En cualquier caso, significaba problemas.
—Será mejor que hable con él —dijo al controlador.
—Sí, consejera. Se oyó un leve clic.
—Hola, Karrde. Soy Leia Organa Solo.
—Hola, consejera —respondió la voz fría y bien modulada de Karrde—. Me alegra hablar de nuevo con usted. Espero que recibiera mi paquete.
Leia tuvo que hacer memoria. Sí, la grabación macroprismática del ataque a Ukio.
—En efecto. Permítame expresarle la gratitud de la Nueva República.
—Su gratitud ya ha sido ampliamente expresada —dijo con sequedad Karrde—. ¿Se produjeron desagradables repercusiones a causa del pago acordado?
—Al contrario —mintió un poco Leia—. Nos encantará pagar tarifas similares por más información de esa calidad.
—Me alegra saberlo. ¿Tienen interés en el mercado tecnológico, por casualidad?
Leia parpadeó. No se esperaba aquella pregunta.
—¿Qué tipo de tecnología?
—Del tipo semirare. Si me concede permiso para bajar, hablaremos del tema.
—Temo que eso no sea posible. Se ha restringido la entrada y salida de Coruscan! de todo tráfico que no sea esencial.
—¿Sólo el tráfico no esencial?
Leia hizo una mueca. El hombre había escuchado los rumores.
—¿Qué ha oído, exactamente?
—Sólo susurros escogidos. Y sólo uno me interesa. Hábleme de Mara.
—¿Qué quiere saber? —preguntó Leia, a la defensiva.
—¿Está detenida? ,> Leia desvió la vista hacia Winter. >
—Karrde, creo que no deberíamos hablar de...
—No me venga con ésas —la interrumpió Karrde, con voz uno o dos grados más fría—. Me debe más. A ella, para ser exactos.
—Lo sé —replicó Leia con el mismo tono cortante—. Si me deja terminar, creo que no deberíamos hablar del tema por un canal abierto.
—Ah, ya entiendo. —Si su equivocación le turbó, su voz no lo demostró—. Vamos a probar otra cosa. ¿Está Ghent disponible?
—Está por ahí.
—Encuéntrele y siéntele ante una terminal provista de acceso al sistema de comunicaciones. Dígale que programe uno de mis códigos cifrados personales, el que quiera. Así tendremos intimidad.
Leia reflexionó. Así evitarían que les captaran naves civiles de paso por el sistema, aunque algo muy distinto sería engañar a los probables androides sondeadores imperiales.
—Algo es algo —admitió—. Iré a buscarle. "
—Esperaré.
La señal enmudeció. ;
—¿Problemas? —preguntó Winter. <••
—Es probable.
Leia miró a Jacen y sintió un extraño cosquilleo en el fondo de su mente. Experimentó de nuevo la siniestra sensación de que información vital flotaba en la oscuridad, justo fuera de su alcance. Ya había decidido que Luke y Mara estaban relacionados con ella. ¿También Karrde?
—Ha venido para interceder por Mara... y no creo que le guste descubrir que se ha ido. Ocúpate de los gemelos, por favor. He de encontrar a Ghent y bajar a la sala de guerra.
La lista de datos llegó al final y se detuvo.
—Tiene buen aspecto —dijo Ghent a Leia. Contempló la pantalla y efectuó un último ajuste en el plan codificado—. No perderá más de una sílaba de vez en cuando. Adelante.
—Cuidado con lo que dice —le advirtió Bel Iblis—. Aún podría haber androides sondeadores a la escucha, y no tenemos garantías de que los imperiales no hayan descubierto los códigos cifrados de Karrde. No diga nada que no sepan ya.
—Entiendo —cabeceó Leia. Se sentó y tocó el interruptor que le indicaba el oficial de comunicaciones—. Ya estamos preparados, Karrde.
—Y yo también —contestó la voz de Karrde. Parecía menos aguda de lo normal, pero por lo demás se escuchaba bien—. ¿Por qué está detenida Mara?
—Hace unas semanas, irrumpió en palacio un comando imperial —dijo Leia, eligiendo las palabras con cuidado—. El jefe del comando implicó a Mara como cómplice.
—Eso es absurdo —bufó Karrde.
—Estoy de acuerdo, pero una acusación así ha de ser investigada.
—¿Y qué han descubierto sus investigadores?
—Lo que algunos ya sabíamos: que en otro tiempo fue miembro del séquito personal del emperador.
—¿Por eso la retienen aún? ¿Por cosas ocurridas hace años?
—No nos preocupa su pasado. —Leia empezó a sudar un poco. Odiaba engañar a Karrde, sobre todo después de la ayuda que les había prestado, pero si había androides sondeadores a la escucha, necesitaba dar a entender que Mara todavía se encontraba bajo sospecha—. Ciertos miembros del Consejo y del alto mando están preocupados por sus lealtades actuales.
—Entonces, esos miembros están locos —replicó Karrde—. Me gustaría hablar con ella.
—Temo que es imposible. No se le permite el acceso a las comunicaciones externas.
Surgió un leve sonido del altavoz que Leia no reconoció.
—Explíqueme por qué no puedo aterrizar —dijo Karrde—. He oído rumores. Dígame la verdad.
Leia miró a Bel Iblis, que asintió a regañadientes.
—La verdad es que sufrimos un asedio —dijo Leia—. El gran almirante ha colocado en órbita un gran número de asteroides camuflados alrededor de Coruscant. Ignoramos cuáles son sus órbitas, y cuántos hay. Hasta que los localicemos y destruyamos a todos, el escudo planetario ha de estar levantado.
—Vaya —murmuró Karrde—. Interesante. Me enteré del ataque relámpago del Imperio, pero no sabía nada de los asteroides. La mayoría de los rumores insinuaban que ustedes habían sufrido graves daños e intentaban ocultarlo.
—La típica historia que Thrawn pondría en circulación —gruñó Bel Iblis—. Una brecha en nuestra moral para mantenerle divertido entre ataque y ataque.
—Es un experto en todos los aspectos de la guerra —admitió Karrde, pero Leia captó algo extraño en su tono—. ¿Cuántos asteroides han descubierto hasta el momento? Supongo que los habrán buscado.
—Hemos localizado y destruido veintiuno. Eso hace veintidós, contando el que los imperiales destruyeron para evitar que lo capturáramos, pero nuestros datos de la batalla indican que pudieron lanzar hasta doscientos ochenta y siete.
Karrde guardó silencio un momento.
—No puede haber tantos, teniendo en cuenta el espacio implicado. Me gustaría arriesgarme y descender.
—Usted no nos preocupa —intervino Bel Iblis—. Pensamos en lo que ocurriría si un asteroide de cuarenta metros atravesara el escudo y golpeara la superficie de Coruscant.
—Me bastaría un lapso de cinco segundos —insistió Karrde.
—No vamos a subirlo —dijo con firmeza Leia—. Lo siento. Otro tenue ruido procedente del altavoz.
—En ese caso, no me queda otra opción que ofrecer un trato. Ha dicho antes que están dispuestos a pagar a cambio de información. Muy bien. Tengo algo que ustedes necesitan; mi precio es entrevistarme unos minutos con Mara.
Leia miró a Bel Iblis con el ceño fruncido, y recibió a cambio otra mirada de perplejidad. Tampoco adivinaba las intenciones de Karrde, pero era obvio que no podían prometerle hablar con Mara.
—No puedo prometer nada —dijo—. Déme la información y procuraré ser justa.
Siguió un momento de silencio, mientras el contrabandista meditaba.
—Supongo que es lo máximo que voy a conseguir —dijo por fin—. Muy bien. Ya pueden bajar el escudo cuando quieran. Todos los asteroides están destruidos.
—¿Cómo? —exclamó Leia.
—Ya me ha oído. Están destruidos. Thrawn dejó veintidós; ustedes han destruido veintidós. El asedio ha terminado.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Bel Iblis.
—Estuve en los astilleros de Bilbringi poco antes del ataque relámpago del Imperio. Observamos que trabajaban en un grupo de veintidós asteroides bajo estrechas medidas de seguridad. En aquel momento no supimos lo que el Imperio estaba haciendo con ellos, naturalmente.
—¿Grabaron la escena? —preguntó Bel Iblis.
—Tengo los datos sensores del Salvaje Karrde. Si están preparados, se los transmitiré.
—Adelante.
Se encendió la luz del alimentador de datos, y Leia levantó la vista hacia la pantalla principal. Era el interior de los astilleros de Bilbringi, en efecto; lo reconoció gracias a los vuelos de vigilancia de la Nueva República. Y en el centro, rodeados por una nave de apoyo y trabajadores con trajes de mantenimiento...
—Tiene razón —murmuró Bel Iblis—. Hay veintidós.
—Eso no demuestra que no haya más, señor —señaló el oficial que se encargaba de la consola del sensor—. Pudieron montar otro grupo en Ord Trasi o Yaga Menor.
—No. —Bel Iblis meneó la cabeza—. Aparte de los problemas logísticos que comportaría, no me imagino a Thrawn desplegando su tecnología de camuflaje más de lo necesario. Lo último que podría permitirse sería que nos apoderáramos de un modelo en funcionamiento.
—O una lectura de los sistemas —dijo Karrde—. Si descubrieran un punto débil, perdería una de sus principales ventajas sobre ustedes. Muy bien, he cumplido mi parte del trato. ¿Qué me dicen de la suya?
Leia miró a Bel Iblis, impotente.
—¿Por qué quiere hablar con ella? —preguntó el general.
—Uno de los peores aspectos de estar encerrado es la sensación de haber sido abandonado —dijo con frialdad Karrde—. Imagino los sentimientos de Mara, porque a mí me pasó lo mismo cuando fui invitado involuntario de Thrawn a bordo del Quimera. Quiero notificarle en persona que no la he olvidado.
—¿Leia? —murmuró Bel Iblis—. ¿Qué hacemos?
Leia miró al general, oyó sus palabras, pero no las registró. Ya tenían la clave que iban buscando: el encarcelamiento de Karrde a bordo del Quimera...
—¿Leia? —repitió el general, ceñudo.
—Le he oído. —Las palabras sonaron lejanas y mecánicas a sus oídos—. Déjele aterrizar.
Bel Iblis desvió la vista hacia el oficial de cubierta.
—Quizá deberíamos...
—He dicho que le dejen aterrizar —interrumpió Leia, con más contundencia de la que pretendía. De pronto, todas las piezas encajaban, y la imagen que formaban era la de un desastre en potencia—. Yo asumo la responsabilidad.
Bel Iblis estudió su cara durante unos momentos.
—Karrde, soy Bel Iblis —dijo lentamente—. Le concederemos su abertura de cinco segundos. Aguarde las instrucciones de aterrizaje. Gracias. Hasta ahora.
Bel Iblis hizo un ademán al oficial de cubierta, el cual cabeceó y se puso manos a la obra.
—Muy bien, Leia. ¿Qué ocurre?
—Se trata de los clones, Garm. Ya sé cómo Thrawn consigue que maduren con tal rapidez.
Toda la sala de guerra se sumió en el silencio.
—Explíquese —-dijo Bel Iblis.
—Es la Fuerza. —Era tan evidente, tan completamente evidente, y no lo había comprendido—. ¿No lo ve? Cuando se hace un duplicado exacto de un ser consciente, se produce entre el duplicado y el original una resonancia natural, o algo por el estilo, mediante la Fuerza. Eso es lo que moldea la mente de un clon que ha crecido demasiado rápido. No hay suficiente tiempo para que la mente se adapte a la presión ejercida sobre ella. No puede ajustarse; se rompe.
—Muy bien —dijo Bel Iblis, dudoso—. ¿Cómo soluciona Thrawn el problema?
—Es muy sencillo. —Un escalofrío recorrió el cuerpo de
Leia—. Utiliza ysalamiri para aislar los tanques de clonación de la Fuerza.
El rostro de Bel Iblis se puso rígido. Alguien juró por lo bajo al otro lado de la silenciosa sala.
—La clave fue el rescate de Karrde del Quimera —siguió Leia—. Mara me dijo que el Imperio se había llevado cinco o seis mil ysalamiri de los bosques de Myrkr, pero no los cargaron en sus naves de guerra, porque cuando Luke y ella fueron a por Karrde, utilizaron la Fuerza sin problemas.
—Porque los ysalamiri estaban en Wayland —cabeceó Bel Iblis. Dirigió una mirada penetrante a Leia y su estado de ánimo cambió bruscamente—. Lo cual significa que cuando la partida llegue a la montaña...
—Luke estará indefenso —asintió Leia, con un nudo en la garganta—. Y no lo sospechará hasta que sea demasiado tarde.
Se estremeció de nuevo y el sueño que había tenido la noche del ataque imperial volvió a ella. Luke y Mara, enfrentados a un Jedi loco y a otra amenaza desconocida. En aquel momento, se había calmado con la certeza de que Luke podría intuir la presencia de C'baoth en Wayland y tomar medidas para evitarle, pero si había ysalamiri, podría caer en manos del otro.
No. Caería en manos de C'baoth. De alguna manera, lo supo. Lo de aquella noche no había sido un sueño, sino una visión Jedi.
—Hablaré con Mon Mothma —dijo Bel Iblis, con rostro sombrío—. Pese al ataque a Bilbringi, quizá podamos enviar algunas naves en su ayuda.
Dio la vuelta y se dirigió a toda prisa hacia la salida. Leia le vio marchar, mientras la sala de guerra salía del trance poco a poco. Sabía que lo intentaría, pero también sabía que fracasaría. Mon Mothma, el comandante Sesfan y el propio Bel Iblis ya lo habían dicho: no contaban con bastantes fuerzas para atender a la vez a Bilbringi y Wayland. Y sabía demasiado bien que no todos los miembros del Consejo creerían que la amenaza de los asteroides camuflados había desaparecido. Al menos, no los suficientes para suspender el ataque a Bilbringi.
Lo cual significaba que sólo una persona podía acudir en ayuda de su hermano y su marido.
Leia respiró hondo y siguió los pasos de Bel Iblis. Tenía que hacer muchas cosas antes de que Karrde llegara.
Tres personas esperaban a Karrde cuando éste salió de la nave, ocultas bajo el dosel que sobresalía por encima del túnel de acceso. Karrde las distinguió desde lo alto de la rampa de entrada del Salvaje Karrde y, pese a las sombras, identificó a dos antes de recorrer la mitad de la distancia. Leia Organa Solo, y Ghent detrás de ella. La tercera silueta, parada detrás de las otras dos, era menuda y vestía la tosca túnica marrón de los jawa. Karrde ignoraba qué hacía allí un barrendero del desierto, pero cuando el grupo se desgajó de las sombras y vio la expresión de Organa Solo, adivinó que no tardaría en averiguarlo.
—Buenos días, consejera —saludó, mientras inclinaba un poco la cabeza—. Me alegro de verte, Ghent. Confío en que hayas sido útil.
—Supongo —dijo Ghent, inquieto. Demasiado inquieto—. Eso dicen, al menos.
—Bien. —Karrde desvió su atención hacia el tercer miembro del grupo—. Y vuestro amigo es...
—Soy Mobvekhar del clan Hakh'khar —maulló una voz grave. Karrde resistió el impulso de retroceder un paso. Fuera quien fuese el que se ocultaba bajo la túnica, no era un jawa.
—Es mi guardaespaldas —explicó Organa Solo.
—Ah. —Karrde apartó los ojos con esfuerzo de la figura encapuchada—. Bien —dijo, y señaló la vía de acceso—. ¿Vamos? Organa Solo meneó la cabeza.
—Mara no está aquí.
Karrde lanzó una mirada a Ghent, que estaba cada vez más nervioso.
—Usted me dijo que sí.
—Sólo admití que estaba detenida —dijo Organa Solo—. En aquel momento, no podía decir nada más, por si había androides sondeadores imperiales escuchando.
Karrde dominó su irritación con un esfuerzo. Al fin y al cabo, todos eran del mismo bando.
—¿Dónde está?
—En un planeta llamado Wayland, junto con Han, Luke y algunos más.
¿Wayland? Karrde no creía haber oído jamás aquel nombre.
—¿Y qué tiene de interés Wayland? —preguntó.
—Las instalaciones de clonación del gran almirante Thrawn. Karrde la miró fijamente.
—¿Las han descubierto?
—Nosotros no. Mara.
Karrde asintió como un autómata. De modo que habían descubierto solitos las instalaciones de clonación. Todo el trabajo llevado a cabo para organizar a los grupos de contrabandistas no servía de nada. El trabajo, el riesgo, por no mencionar el dinero que había pensado pagarles.
—¿Están seguros de que las instalaciones de clonación se encuentran allí?
—Pronto lo averiguaremos —dijo Organa Solo, y señaló la nave—. Necesito que me lleve allí. Ahora mismo.
—¿Por qué?
—Porque la expedición corre peligro. Puede que aún no lo sepan, pero es así. Y si proceden según el calendario programado, existe una posibilidad de que les alcancemos antes de que sea demasiado tarde.
—Ella me lo contó todo mientras veníamos —añadió Ghent, vacilante—. Creo que deberíamos... Se interrumpió cuando Karrde le miró.
—Simpatizo con los suyos, consejera —dijo—, pero hay otros asuntos que también exigen mi atención.
—Entonces, abandonará a Mara —le recordó Organa Solo.
—No siento particular devoción por Mara —replicó Karrde—. Es un miembro de mi organización; nada más.
—¿No es suficiente?
Karrde la miró un momento. Ella sostuvo su mirada, desafiando su baladronada, y vio en sus ojos que lo era. No podía abandonar a Mara a su muerte, como tampoco podía abandonar a Aves, Dankin o Chin. Mientras existiera un medio de impedirlo, no.
—No es tan fácil —dijo con calma—. También soy responsable del resto de mi gente. En este momento, se están preparando para lanzar un ataque con la esperanza de obtener una trampa cristalográfica de campo gravitatorio para venderla a ustedes.
Un destello de sorpresa cruzó el rostro de Organa Solo.
—¿Una trampa cristalográfica...?
—No es la que buscan ustedes —la tranquilizó Karrde—, pero lo hemos preparado para el mismo momento, con la esperanza de que su ataque distraiga al enemigo. He de estar allí.
—Entiendo —murmuró Organa Solo, tras decidir pasar por alto la pregunta de cómo se había enterado Karrde del planeado ataque a Tangrene—. ¿Será decisivo el Salvaje Karrde en ese ataque?
Karrde miró a Ghent. No sería nada decisivo, después de que Mazzic, Ellor y los demás hubieran reforzado el impresionante grupo que Aves había reunido. El problema residía en que si se marchaban ahora, y tal como había hablado Organa Solo, significaba dar media vuelta y salir disparados hacia el espacio, Ghent no tendría la menor oportunidad de manipular el sistema informático de la Nueva República y recanalizar los fondos que necesitaba para pagar a los demás grupos.
A menos que pudiera conseguir el dinero de otra forma.
—No puede ser —dijo a Organa Solo con firmeza—. No puedo fallar a mi gente. Al menos, no sin...
De repente, el alienígena que llevaba la túnica jawa chasqueó los dedos. Karrde se interrumpió a mitad de la frase y contempló fascinado al ser, mientras se deslizaba sin hacer el menor ruido en el túnel de acceso y un delgado cuchillo aparecía en su mano. Desapareció por la puerta, y se hizo el silencio durante un momento. Karrde miró a Organa Solo con las cejas arqueadas, recibió como respuesta un encogimiento de hombros...
Un súbito chillido surgió desde el interior de la puerta, seguido de una conmoción casi visible. Karrde descubrió el desintegrador en su mano, y ya apuntaba hacia las siluetas cuando cesó toda actividad. El alienígena reapareció un momento después, empujando a una figura semiacuclillada.
Una figura muy familiar.
—Vaya, vaya —dijo Karrde. Bajó el desintegrador, pero no lo enfundó—. El consejero Fey'lya, me parece. ¿Se ha rebajado a escuchar detrás de las puertas?
—Va desarmado —informó con voz grave el alienígena.
—Suéltale, pues —ordenó Organa Solo.
El alienígena obedeció. Fey'lya se enderezó y el pelaje de su cabeza y torso onduló frenéticamente, mientras intentaba recuperar la compostura.
—Protesto por este tratamiento indigno —dijo, con voz algo menos melodiosa de lo habitual en los bothan—. Y no estaba espiando. El general Bel Iblis me informó de las revelaciones de la consejera Organa Solo acerca de las instalaciones de clonación en Wayland. Vine aquí, capitán Karrde, para rogarle que ayude a la consejera Organa Solo en su deseo de ir a Wayland.
Karrde sonrió, tirante.
—¿Donde no se interpondrá en su camino? Gracias, pero creo que esta escena ya la repetimos en otra ocasión. El bothan se irguió.
—Esto no tiene nada que ver con la política. El grupo de Wayland no sobrevivirá si no les avisan. Y si no sobrevive, puede que el almacén del emperador no sea destruido antes de que el gran almirante ponga a buen recaudo su contenido. —Sus ojos violetas se clavaron en los de Karrde—. Y eso sería un desastre, tanto para el pueblo bothan como para la galaxia.
Karrde le estudió unos momentos y se preguntó por qué estaba Fey'lya tan preocupado. ¿Por algún arma o tecnología que Thrawn aún no había descubierto, o algo más personal? ¿Información desagradable o comprometedora, tal vez, sobre Fey'lya o el pueblo bothan en general?
No lo sabía, y sospechaba que Fey'lya no iba a decírselo, pero los detalles no importaban.
—Los desastres en potencia para el pueblo bothan no me preocupan —dijo—. ¿Hasta qué punto le preocupan a usted? El pelaje de los hombros de Fey'lya onduló levemente.
—También sería un desastre para la galaxia —insistió.
—Eso dice usted. Repito, ¿hasta qué punto le preocupan? Fey'lya lo comprendió esta vez. Entornó los ojos y su pelaje onduló con evidente desdén.
—¿Cuántas molestias exigirá? —preguntó.
—Nada irracional —le tranquilizó Karrde—. Un crédito de, digamos, setenta mil.
—¿Setenta mil? —tronó Fey'lya, estupefacto—. ¡Oiga...!
—Ese es mi precio, consejero —le interrumpió Karrde—. Lo toma o lo deja. Y si la consejera Organa Solo tiene razón, no nos queda mucho tiempo para discusiones.
Fey'lya siseó como un depredador enfurecido.
—Usted no es mejor que un repugnante mercenario —rugió, en el tono de voz más exaltado que Karrde había oído en un bothan—. Chupa la sangre del pueblo bothan...
—Ahórreme el discurso, consejero. ¿Sí o no? Fey'lya siseó de nuevo.
—Sí.
—Bien. —Karrde miró a Organa Solo—. ¿Aún funciona el crédito que me proporcionó su hermano?
—Sí. El general Bel Iblis conoce el acceso.
—Deposite en la cuenta los setenta mil —dijo Karrde a Fey'lya—. Y tenga presente que, antes de llegar a Wayland, comprobaré que haya sido ingresado. Por si se le ocurre arrepentirse.
—Yo soy honrado, contrabandista —aulló Fey'lya—. Al contrario que algunos de los presentes.
—Me alegra saberlo —replicó Karrde—. Es difícil encontrar seres honrados. ¿Consejera Organa Solo? La princesa respiró hondo.
—Estoy preparada.
Se hallaban fuera de Coruscant y casi a punto de saltar a la velocidad de la luz, cuando Leia hizo la pregunta que la atormentaba desde que había subido a bordo.
—¿De veras nos detendremos a comprobar que Fey'lya haya ingresado los fondos?
—¿Tan justos de tiempo como usted ha insinuado? —respondió Karrde—. No sea tonta. Pero Fey'lya no lo sabe.
Leia le miró un momento, mientras el hombre manejaba el timón del Salvaje Karrde.
—El dinero no es tan importante para usted, ¿verdad?
—Tampoco se lo crea —la previno con frialdad—. Debo atender a ciertas obligaciones. Si Fey'lya no se hubiera decidido a colaborar, habría tenido que hacerlo su Nueva República.
—Entiendo —murmuró Leia.
Karrde debió de captar algo en su voz.
—Lo digo en serio —insistió, y lanzó en su dirección una mirada ceñuda breve y muy poco convincente—. Estoy aquí porque conviene a mis propósitos, no por la causa de su guerra.
—He dicho que lo había entendido —contestó Leia, y sonrió para sí.
Las palabras eran diferentes, pero la expresión de Karrde era casi idéntica. «Escucha, no me he metido en esto por tu revolución, ni tampoco por ti, princesa. Espero recibir una buena paga. Me he metido en esto por dinero.» Han se lo había dicho después de su tempestuosa huida de la primera Estrella de la Muerte. En aquel momento, le había creído.
Su sonrisa se desvaneció. Entonces, Luke y él le habían salvado la vida. Se preguntó si ahora llegaría a tiempo de salvar las suyas.



24




La entrada al monte Tantiss era un destello metálico encajado bajo un saliente de roca y vegetación. Desde un punto de observación elevado, vieron que entre ellos y la entrada se interponía un claro, en cuyo interior se alzaba una pequeña ciudad.
—¿Qué opinas? —preguntó Luke.
—Que encontraremos otra forma de entrar —respondió Han.
Hundió un poco más los hombros en las hojas muertas y trató de mantener quietos los macroprismáticos. Tenía razón: había un puesto de guardia frente a las puertas metálicas—. No querrías entrar por la puerta principal, ¿verdad?
Luke palmeó su hombro dos veces, la señal de que había captado a alguien que se acercaba. Han se quedó inmóvil y aguzó el oído. Percibió un roce de pies sobre la maleza. Un minuto después, cuatro milicianos uniformados salieron de los árboles a pocos metros de distancia. Pasaron de largo sin siquiera alzar la vista y desaparecieron entre los árboles poco después. —Ahora empiezan a verse más —masculló Han. —Es por la proximidad a la montaña —explicó Luke—. Aún no he captado ninguna indicación de que hayan advertido nuestra presencia.
Han gruñó y se dedicó a observar la población del claro. La mayoría de los edificios eran cuadrados, de aspecto alienígena, y sólo uno de gran tamaño encaraba la plaza. Su ángulo de visión era deficiente, pero tuvo la impresión de que un grupo de psadans merodeaban cerca del edificio grande. ¿Una asamblea ciudadana, tal vez?
—No veo señales de que haya una guarnición —dijo, y barrió poco a poco el pueblo con los macroprismáticos—. Vigilarán el exterior de la montaña.
—Así será más fácil rodearla.
—Sí.
Han frunció el ceño cuando desvió los macroprismáticos hacia la plaza. Aquel grupo de psadans que había divisado un momento antes había formado una especie de semicírculo, de cara a un par más de pilas de rocas ambulantes que daban la espalda al edificio grande. Y su número aumentaba.
—¿Problemas? —murmuró Luke.
—No lo sé —dijo lentamente Han, mientras asentaba con más firmeza los hombros y aumentaba algo más el grado de ampliación—. Se va a celebrar una gran asamblea. Dos psadans..., pero no parece que estén hablando. Sostienen algo.
—Déjame ver. Los Jedi sabemos técnicas para mejorar la visión. Quizá influirán en una imagen macroprismática.
—Adelante.
Han le tendió el aparato y escudriñó el cielo. Lo surcaban tenues nubes algodonosas, pero nada indicaba que se fuera a cubrir pronto. Faltaban dos horas para la puesta de sol, otra media hora de luz a continuación...
—Ummm —dijo Luke.
—¿Qué pasa?
—No estoy seguro. —Luke bajó los macroprismáticos—. Pero tengo la impresión de que sostienen una agenda electrónica. Han miró hacia la ciudad.
—No sabía que utilizaban agendas electrónicas.
—Ni yo —replicó Luke, en un tono repentinamente extraño. Han arrugó el entrecejo. El muchacho se limitaba a mirar la montaña, con una expresión peculiar en el rostro.
—¿Qué ocurre?
—Es la montaña. Está oscura.
¿Oscura? Han examinó la montaña. No advirtió nada raro.
—¿De qué estás hablando?
—Está oscura —repitió Luke—. Como Myrkr. Han estudió la montaña, y luego miró a Luke.
—¿Como si un grupo de ysalamiri rechazaran la Fuerza? Luke asintió.
—Eso parece. No lo sabré con seguridad hasta que nos acerquemos más.
Han echó otro vistazo a la montaña y sintió un nudo en el estómago.
—Fantástico —murmuró—. Maravilloso. ¿Se puede saber qué hacemos ahora?
Luke se encogió de hombros.
—Seguir adelante. ¿Qué, si no?
—Volver al Halcón y largarnos de aquí, a menos que ardas en deseos de caer en una trampa imperial.
—No creo que sea una trampa. —Luke meneó la cabeza con aire pensativo—. No para nosotros, al menos. ¿Recuerdas cómo se cortó de repente aquel contacto con C'baoth que te mencioné?
Han se frotó la mejilla. Adivinó lo que insinuaba Luke: los ysalamiri estaban allí por C'baoth, no por él.
—No estoy tan seguro —dijo—. Pensaba que C'baoth y Thrawn estaban en el mismo bando. Lo dijo Mara.
—Quizá se enfadaron —sugirió Luke—, o tal vez Thrawn le utilizó desde el primer momento y ahora ya no le necesita. Si los imperiales ignoran que estamos aquí, los ysalamiri van destinados a él.
—Sí, bueno, da igual para qué sirvan. Te bloquearán al igual que a C'baoth. Se repetirá lo de Myrkr.
—Mara y yo nos salimos muy bien en Myrkr —le recordó Luke—. También lo haremos aquí. En cualquier caso, hemos ido demasiado lejos para retroceder ahora.
Han hizo una mueca, pero el muchacho tenía razón. Una vez el Imperio abandonara la rutina de este planeta desierto, todas las probabilidades indicaban que el siguiente grupo de la Nueva República no conseguiría llegar ni a la atmósfera.
—¿Se lo dirás a Mara antes de que lleguemos?
—Por supuesto. —Luke oteó el cielo—. Pero se lo diré durante el camino. Será mejor que prosigamos, ahora que todavía tenemos luz diurna.
—Perfecto. —Han se puso en pie, después de dedicar una última mirada a la zona. Con o sin Fuerza, dependía de ellos—. Vámonos.
Los demás les estaban esperando al otro lado de la colina.
—¿Qué hay? —preguntó Lando, cuando Han y Luke bajaron.
—Aún no saben que estamos aquí.
Han buscó con la vista a Mara. Estaba sentada en el suelo, cerca de Cetrespeó y Erredós, concentrada en un grupo de cinco piedras que había logrado elevar en el aire frente a ella. Luke le había enseñado el truco durante días, y Han se había cansado al fin de intentar disuadirle. Tenía la impresión de que las lecciones eran una pérdida de tiempo.
—¿Preparada para guiarnos hacia esa puerta trasera?
—Estoy preparada para empezar a buscarla —contestó Mara, sin dejar que las piedras cayeran—. Como ya te dije antes, desde el interior de la montaña sólo vi la instalación del sistema de aire, pero nunca vi los tubos de admisión.
—Los encontraremos —afirmó Luke, y se acercó a los androides—. ¿Cómo vas, Cetrespeó?
—Muy bien, gracias, amo Luke —respondió el androide—. Esta ruta es mucho mejor que las anteriores. —Erredós trinó algo a su lado—. Erredós también opina lo mismo.
—No os aficionéis —advirtió Mara. Dejó caer las piedras y se levantó—. No habrá sendas abiertas por los myneyrshi que asciendan a la montaña. El emperador prohibió toda actividad nativa en las cercanías.
—No os preocupéis —les tranquilizó Luke—. Los noghri encontrarán un sendero.
—Carguero Oro de Garret, acercamiento autorizado —retumbó la voz de Control de Bilbringi en el puente del Etéreo—. Plataforma de Aterrizaje Veinticinco. Trayectoria directa a la boya, tal como se indica; les proporcionará el curso a seguir hasta la plataforma.
—Recibido, Control —respondió Aves, y tecleó el curso que había aparecido en la pantalla de navegación—. ¿Y los campos de seguridad?
—Sigan el curso fijado y no tropezarán con ellos. Si se desvían más de quince metros en cualquier dirección, recibirán un buen golpe en el morro. A juzgar por su aspecto, yo diría que no puede permitirse ninguno más.
Aves lanzó una mirada al altavoz. Cualquier día se iba a cansar del sarcasmo imperial.
—Gracias —dijo, y cortó la comunicación.
—Es divertido trabajar con los imperiales, ¿verdad? —comentó Gillespee desde el puesto de copiloto.
—Me encanta imaginar su expresión cuando nos larguemos de aquí con su TCCG —dijo Aves.
—Confiemos en estar lo bastante lejos para no verla en directo —advirtió Gillespee—. Tienen un sistema de vuelo muy complicado.
—No era así antes del ataque de Mazzic —gruñó Aves, mientras miraba por la portilla. Distinguió media docena de generadores de campo a lo largo de su trayectoria de acercamiento, flotando alrededor de la zona y definiendo el sendero de vuelo que la boya les proporcionaría—. Es para impedir que alguien vuele alrededor de los astilleros.
—Sí —asintió Gillespee—. Espero que tengan todos los sensores desconectados del sistema.
—Yo también. No quiero que sepan cuántos golpes puede aguantar en realidad esta nave.
Bajó la vista hacia su tablero, confirmó la trayectoria y consultó la hora. Dentro de tres horas, la flota de la Nueva República atacaría Tangrene, tiempo suficiente para que el Etéreo atracara, descargara los condensadores de explosión para haces de arrastre, robados a propósito, que aportaban generosamente al esfuerzo bélico del Imperio, y adoptaran posiciones de cobertura para proteger a Mazzic, mientras éste intentaba robar la TCCG del centro de mando principal, alejado ocho plataformas de atraque.
—Ahí va Ellor —comentó Gillespee, y cabeceó en dirección a estribor.
Aves vio el Kai Mir, en efecto, acompañado del Klivering. Un poco más lejos divisó el Hielo Estrellado, que se dirigía hacia una plataforma de atraque cercana al perímetro. Todo parecía ir bien.
Aunque no era conveniente fiarse de las apariencias, cuando alguien como Thrawn estaba al mando. Por lo que él sabía, era posible que el gran almirante ya conociera todos los detalles acerca de esta incursión, y estuviera a la espera de que todo el mundo se metiera en la red para cerrarla.
—¿Has sabido algo de Karrde? —preguntó Gillespee, en tono de excesiva indiferencia.
—No nos ha abandonado, Gillespee —gruñó Aves—. Si dice que tiene cosas más importantes que hacer, es que tiene cosas más importantes que hacer. Punto.
—Lo sé. Era por si los demás habían hecho preguntas. Aves hizo una mueca. Vuelta a empezar. Pensaba que el descubrimiento de la traición de Ferrier en Hijarna habría solucionado el problema de una vez por todas. Tendría que haberlo adivinado.
—Yo estoy aquí —recordó a Gillespee—. Y también el Hielo Estrellado, el Ritmo del Amanecer, el Ort de Lastri, el Amanda Fallow, el...
—Sí, vale, ya capto —le interrumpió Gillespee—. No te enfades conmigo. Mis naves también están aquí.
—Lo siento, pero ya me he cansado de que todo el mundo sospeche de todos los demás.
Gillespee se encogió de hombros.
—Somos contrabandistas. Tenemos mucha práctica al respecto. Personalmente, me sorprende que el grupo haya seguido unido hasta ahora. ¿Qué crees que estará haciendo?
—¿Quién, Karrde? —Aves meneó la cabeza—. Ni idea, pero algo importante.
—Claro. —Gillespee señaló delante—. ¿Es ésa la boya?
—Eso parece. Prepárate a copiar los datos de curso. Preparados o no, allá vamos.
Las órdenes aparecieron en la pantalla de comunicaciones de Wedge. Las examinó brevemente mientras tecleaba la frecuencia privada del escuadrón.
—Escuadrón Pícaro, aquí Jefe Pícaro. Órdenes: iremos con la primera oleada, flanqueando al Crucero de Mando del almirante Ackbar. Mantengan las posiciones hasta- que recibamos permiso para alterarlas. Confirmen la recepción.
Escuchó todos los comunicados y sonrió. Sabía que existía preocupación entre los hombres de Ackbar, que el largo vuelo hasta el punto de cita habría puesto nerviosas a aquellas unidades que habían dispuesto el señuelo cerca del supuesto punto de salto de Tangrene. Wedge ignoraba la disposición de los demás, pero estaba claro que el Escuadrón Pícaro estaba dispuesto para la batalla.
—¿Cree que Thrawn ha captado nuestro mensaje, Jefe Pícaro?
La voz de Janson interrumpió los pensamientos de Wedge.
¿Su mensaje? Ah, claro, la breve conversación sostenida frente a la cantina de Mumbri Storve con Aves, el amigo de Talón Karrde. El que, según Hobbie, les denunciaría ipso facto a la Inteligencia Imperial.
—No lo sé, Pícaro Cinco. De hecho, espero que no.
—Una pérdida de tiempo, en ese caso.
—No necesariamente. Dijo que tenían otro plan y querían coordinarlo con el nuestro, acuérdate. Cualquier cosa que moleste o distraiga al Imperio nos ayudará.
—Algún asunto de contrabando —bufó Pícaro Seis—. Confiarán en llevarlo a cabo mientras los imperiales miran a otro lado.
Wedge no contestó. Luke Skywalker parecía pensar que Karrde, sin grandes aspavientos, estaba a favor de la Nueva República, y eso le bastaba; sin embargo, no iba a convencer al resto del escuadrón. Tal vez algún día, Karrde accedería a demostrar su hostilidad hacia el Imperio abiertamente. Hasta entonces, al menos en opinión de Wedge, cualquiera que no apoyara al gran almirante ayudaba a la Nueva República, tanto si lo admitía como si no.
A veces, incluso, tanto si lo sabía como si no.
La pantalla de comunicaciones cambió: la vanguardia de Cruceros Estelares había aparecido dentro de su formación de asalto. Ya era hora de que las naves de escolta los imitaran.
—Bien, Escuadrón Pícaro —dijo a los demás—. Luz verde. Ocupemos nuestros sitios.
Imprimió energía al propulsor de su caza X y se dirigió hacia las luces de posición. Dos horas y media, si el resto de la flota era puntual y salían del hiperespacio a la distancia programada de los astilleros de Bilbringi.
Era una pena que no pudieran ver las expresiones de los imperiales, pensó.
El último grupo de informes procedentes de la región de Tangrene desfiló por la pantalla. Pellaeon los examinó, sombrío. No cabía duda: los rebeldes seguían allí. Seguían acumulando fuerzas en la región, seguían llamando la atención. Dentro de dos horas, si las proyecciones de Inteligencia eran la mitad de correctas, lanzarían un ataque contra un sistema indefenso.
—Lo están haciendo muy bien, ¿verdad, capitán? —comentó Thrawn desde atrás—. Una representación muy convincente.
—Señor —dijo Pellaeon, procurando que su voz sonara deferente—, sugiero respetuosamente que la actividad rebelde no es una representación. La preponderancia de pruebas demuestra que su objetivo es Tangrene. Varias unidades de cazas fundamentales y naves de guerra se han congregado en probables puntos de salto...
—Se equivoca, capitán —le interrumpió con suma frialdad Thrawn—. Eso es lo que quieren que creamos, pero no se trata más que de una ilusión cuidadosamente planificada. Las naves a las que se refiere despegaron de aquellos sectores hace entre cuarenta y setenta horas, dejando atrás algunos hombres con los uniformes y emblemas adecuados para despistar a nuestros espías. El grueso de la fuerza se dirige ahora hacia Bilbringi.
—Sí, señor —dijo Pellaeon, con un silencioso suspiro de derrota.
Una vez más, Thrawn había decidido hacer caso omiso de sus argumentos, así como de las pruebas, en favor de sus nebulosas intuiciones y corazonadas.
Y si se equivocaba, no sólo perderían la base del Ubictorado en Tangrene. Un error de tal magnitud conmovería la confianza y el ritmo de la maquinaria bélica imperial.
—Toda guerra supone un riesgo, capitán —dijo en voz baja Thrawn—, pero éste no es tan grande como usted imagina. Si me equivoco, perderemos una base del Ubictorado, importante, desde luego, pero no esencial. —Enarcó una ceja negroazulada—. Pero si tengo razón, tenemos buenas posibilidades de destruir dos flotas de sector rebeldes por completo. Considere el impacto que supondrá eso para su equilibrio de poder.
—Sí, señor.
Notó los ojos de Thrawn clavados en él.
—No hace falta que me crea —dijo el gran almirante—, pero prepárese a descubrir su error.
—En eso confío, señor.
—Bien. ¿Está dispuesta mi nave insignia, capitán? Pellaeon sintió que su espalda se tensaba, como para ponerse firmes.
—El Quimera se halla a su entera disposición, señor.
—Entonces, prepare la flota para saltar al hiperespacio. —Los ojos rojos centellearon—. Y para la batalla.
No existían senderos para subir a monte Tantiss, pero como Luke había anticipado, los noghri intuían el terreno. Avanzaron a buen paso, pese al impedimento de los androides, y cuando el sol desapareció detrás de los árboles, llegaron a los tubos de admisión de aire.
No era como Luke lo había imaginado.
—Parece más una torreta turboláser retráctil que un sistema de ventilación —comentó a Han, mientras se movían con cautela entre los árboles hacia la pesada malla metálica y la estructura metálica, aún más pesada, que rodeaba la malla.
—Me recuerda el bunker en el que tuvimos que introducirnos en Endor —murmuró Han—, excepto por la malla. Tranquilo, podrían tener detectores de intrusos.
En cualquier otro lugar, Luke habría sondeado el túnel con la Fuerza, pero rodeado de ysalamiri era como estar ciego.
Como volver a estar en Myrkr.
Miró a Mara y se preguntó si la asaltaban pensamientos y recuerdos similares. Tal vez. Pese a la luz mortecina, percibió la tensión de su rostro, una angustia y un temor que no existían antes de penetrar en la burbuja de los ysalamiri.
—¿Qué hacemos ahora? —gruñó la mujer, y le lanzó una breve mirada antes de desviar la vista de nuevo—. ¿Nos quedamos sentados hasta la mañana?
Han apuntaba los macroprismáticos hacia los tubos de admisión.
—Creo que hay una salida de ordenador en la pared, debajo del saliente —dijo—. Los demás, quedaos aquí. Me llevaré a Erredós e intentaré conectarle a ella.
Chewbacca rugió una advertencia.
—¿Dónde? —murmuró Han, mientras desenfundaba el desintegrador.
El wookie señaló con una mano y preparó la ballesta con la otra.
Todo el grupo permaneció inmóvil, con las armas dispuestas..., y fue entonces cuando Luke oyó el tenue sonido de lejanos disparos de desintegrador. Tenían lugar a varios kilómetros de distancia, quizá al pie de la montaña, pero imposibilitado para emplear las técnicas Jedi, no lo sabía con seguridad.
Mucho más cerca, se oyó el canto de un pájaro.
—Se aproxima un grupo de myneyrshi —dijo Ekhrikhor, escuchando con suma atención—. Los noghri los han detenido. Desean venir a parlamentar.
—Diles que se queden ahí —respondió Han, y vaciló un solo segundo antes de enfundar el desintegrador. Sacó el satna-chakka del bolsillo de la chaqueta y llamó a Cetrespeó—. Tú, lingote de oro, ve a averiguar qué quieren.
Ekhrikhor murmuró una orden, y uno de los noghri se colocó en silencio al lado de Han. Chewbacca se puso al otro lado y, seguidos por un quejumbroso Cetrespeó, se dirigieron hacia los árboles.
Erredós gorjeó inquieto. Su cabeza en forma de cúpula se movió de un lado a otro entre Luke y el grupo que se alejaba.
—No le pasará nada —le calmó Luke—. Han no permitirá que le ocurra nada.
El rechoncho androide gruñó, tal vez expresando la opinión que le merecía el interés de Han por Cetrespeó.
—Es posible que dentro de unos minutos tengamos más problemas que la salud de Cetrespeó —dijo sombrío Lando—. Me ha parecido oír disparos de desintegrador.
—A mí también —asintió Mara—. Debían de proceder de la entrada del almacén.
Lando miró hacia el enorme tubo de ventilación.
—Vamos a ver si podemos abrir esa válvula. Al menos, nos proporcionará otra dirección por donde ir, si hemos de saltar. Luke miró a Mara, pero ésta desvió la vista de nuevo.
—Muy bien —dijo a Lando—. Yo iré primero; trae a Erredós.
Avanzó con cautela entre los árboles hacia los tubos. En el caso de que hubiera detectores de intrusos, ya no funcionaban. Llegó bajo el saliente metálico sin incidentes y estudió la malla, mientras el aire que se introducía por los tubos agitaba su cabello. Desde esta distancia comprobó que era como una rejilla pesada, y cada cabo de lo que había parecido una malla era una placa que se hundía varios centímetros en el túnel. Una barrera formidable, pero pan comido para su espada de luz.
Oyó pasos entre las hojas. Se volvió y vio a Lando y Erredós.
—La salida de ordenador está allí, Erredós —dijo al androide, señalando el enchufe de la pared—. Conéctate, a ver qué averiguas.
El androide gorjeó y, con la ayuda de Lando, avanzó sobre el difícil terreno.
—No va a abrirse para ti —dijo Mara desde atrás.
—Erredós va a probarlo —contestó Luke, y escudriñó su rostro—. ¿Te encuentras bien?
Esperaba un comentario sarcástico o una mirada de furia, pero se quedó anonadado cuando la mujer cogió su mano.
—Quiero que me prometas algo —dijo en voz baja—. Cueste lo que cueste, no permitas que ayude a C'baoth. ¿Entiendes? No permitas que me una a él. Aunque debas matarme.
Luke la miró y un escalofrío recorrió su espalda.
—C'baoth no puede obligarte a que le prestes tu ayuda, Mara, como no sea con tu complicidad.
—¿Estás seguro? ¿Realmente seguro?
Luke hizo una mueca. Había muchas cosas que desconocía sobre la Fuerza.
—No.
—Ni yo. Eso es lo que me preocupa. C'baoth dijo en Jomark que me uniría a él. También lo dijo la noche que llegamos aquí.
—Puede que esté equivocado —sugirió Luke, sin demasiada convicción—, o que mintiera.
—No quiero correr el riesgo. —Apretó con más fuerza la mano de Luke—. No voy a servirle, Skywalker. Quiero que prometas que me matarás antes de que eso ocurra.
Luke tragó saliva. Aun sin la Fuerza, captó en su voz que hablaba en serio, pero un Jedi no podía prometer matar a alguien a sangre fría.
—Te prometeré lo siguiente: pase lo que pase ahí dentro, no te enfrentarás sola a él. Yo te ayudaré. La mujer apartó la mirada.
—¿Y si ya has muerto? Otra vez igual.
—No tienes que hacerlo —dijo con serenidad—. El emperador ha muerto. Esa voz que oyes es un recuerdo que dejó en tu interior.
—Lo sé —replicó ella con vehemencia—. ¿Crees que por eso es más fácil no hacerle caso?
—No, pero tampoco puedes utilizar la voz como excusa. Tu destino está en tus manos, Mara, no en las de C'baoth, ni en las del emperador. En último extremo, tú tomas las decisiones. Tienes ese derecho, y esa responsabilidad.
Se oyeron pasos en el bosque.
—Magnífico —gruñó Mara. Soltó la mano de Luke y retrocedió un paso—. Filosofa todo lo que quieras, pero recuerda lo que he dicho. —Giró en redondo y caminó hacia el grupo—. ¿Qué pasa, Solo?
—Traemos algunos alienígenas. —Y miró con el ceño fruncido en dirección a Luke—. Aliados, más o menos.
—Oye, Cetrespeó —llamó Lando, y agitó una mano—. Ven aquí y dime por qué está tan nervioso Erredós.
—Desde luego, señor. ¡ Cetrespeó corrió hacia la terminal de ordenador. Luke miró a Han.
—¿Qué quiere decir eso de «aliados»?
—Es un poco confuso. Al menos, tal como lo traduce Cetrespeó. No quieren ayudarnos, sólo quieren entrar y luchar contra los imperiales. Nos han seguido porque pensaban que encontraríamos una puerta trasera para infiltrarnos.
Luke estudió al grupo de silenciosos alienígenas de cuatro brazos que se alzaban sobre los noghri que les custodiaban. Todos portaban cuatro o más cuchillos y ballestas, el tipo de armas que no servían para nada contra las tropas imperiales.
—No sé. ¿Qué opinas?
—Oye, Han —llamó Lando en voz baja, antes de que Han pudiera contestar—. Ven aquí. Te gustará oír esto.
—¿Qué? —preguntó Han, mientras se acercaban a la terminal de ordenador.
—Díselo, Cetrespeó.
—Al parecer, se está produciendo un ataque en la entrada principal a la montaña —dijo Cetrespeó, con su expresión eternamente sorprendida—. Erredós ha captado varios informes que detallan los movimientos de los guardias en el interior de la zona...
—¿Quién está atacando? —le interrumpió Han.
—Por lo visto, algunos psadans de la ciudad. Según los informes, exigieron la libertad de su señor C'baoth antes de atacar. Han miró a Luke.
—La agenda electrónica.
—Coincide —asintió Luke. Un mensaje de C'baoth, incitándoles al ataque—. Me pregunto cómo logró colarla.
—Confirma que le han detenido, en cualquier caso —intervino Mara—. Espero que hayan dispuesto algunos guardias en su celda.
—Perdone, amo Luke —dijo Cetrespeó, ladeando la cabeza—, pero en cuanto a la agenda electrónica que el capitán Solo ha mencionado, sugiero que llegó del mismo modo que las armas. Según los informes...
—¿Qué tipo de armas? —preguntó Han.
—Eso iba a explicar, señor —replicó Cetrespeó, algo malhumorado—. Según los informes, los atacantes van armados con desintegradores, lanzamisiles portátiles y detonadores termales. Versiones modernas, si hay que creer en los informes.
—Da igual de dónde los hayan sacado —dijo Lando—. La cuestión es que se ha producido una maniobra de diversión. Utilicémosla mientras dure.
Chewbacca lanzó un rugido de suspicacia.
—Tienes razón, amigo —admitió Han, mientras escudriñaba la rejilla—. Se ha producido muy oportunamente, pero Lando tiene razón. Tendríamos que probar.
Lando asintió.
—Muy bien, Erredós. Corta la energía.
El androide gorjeó e introdujo el brazo provisto de un ordenador en el enchufe. El flujo de aire que azotaba el rostro de Luke empezó a disminuir, y un minuto después cesó por completo.
Erredós volvió a trinar.
—Erredós informa que todos los sistemas operativos de admisión han sido cerrados —anunció Cetrespeó—. Sin embargo, advierte que, en cuanto el ciclo obligatorio haya terminado, las barreras energéticas y los campos de propulsión podrán reactivarse desde una ubicación central.
—Será mejor que nos pongamos en acción —dijo Luke, mientras encendía la espada de luz y se acercaba al orificio. Cuatro mandobles después, había practicado una entrada.
—Parece despejado —dijo Han, mientras entraba y se pegaba a la protección limitada de la pared lateral—. El túnel cuenta con luces de mantenimiento. Erredós, ¿tienes los planos de este lugar?
El androide canturreó mientras atravesaba la abertura.
—Lo siento muchísimo, señor —dijo Cetrespeó—. Ha conseguido el esquema completo del sistema de ventilación, pero esta terminal no proporciona más información.
—Habrá otras terminales —dijo Lando—. ¿Dejamos una retaguardia?
—Se quedará un noghri —maulló Ekhrikhor junto a Han—. Mantendrá despejada la salida.
—Estupendo —contestó Han—. Vamos.
Habían recorrido cincuenta metros del túnel, y ya se acercaban a las luces de mantenimiento que Han había divisado, cuando Luke reparó en que los sigilosos myneyrshi les seguían.
—¿Han? —murmuró, señalándoles.
—Sí, lo sé. ¿Qué querías que hiciera, decirles que volvieran a casa?
Luke miró otra vez. Tenía razón, por supuesto, pero cuchillos y ballestas contra desintegradores...
—¿Ekhrikhor?
—¿Cuáles son tus órdenes, hijo de Vader?
—Quiero que dos de los tuyos acompañen a esos myneyrshi. Les guiarán y ayudarán durante el ataque.
—Pero es a ti a quien debemos proteger, hijo de Vader —protestó Ekhrikhor.
—Me protegeréis. Cada imperial que los myneyrshi eliminen será un obstáculo menos para nosotros, pero no lo conseguirán si les matan de buenas a primeras.
El noghri emitió un ruido gutural de pesar.
—Escucho y obedezco —dijo de mala gana.
Hizo un ademán en dirección a dos noghri. Mientras Luke les veía retroceder por el túnel, examinó fugazmente el rostro de Mara cuando pasó bajo una de las luces. Aún transparentaba temor, pero también una sombría determinación. Estaba dispuesta a enfrentarse con lo que les esperaba.
Ojalá él también.
—Ahí está —dijo Karrde, y señaló a la montaña que se elevaba sobre el bosque y las sombras del crepúsculo.
—¿Está seguro? —preguntó Leia, mientras proyectaba la Fuerza.
En Bespin, durante aquella loca huida de la Ciudad Nube de Lando, había captado la llamada de Luke desde una distancia casi igual. Aquí, no sentía nada.
—Es adonde parecen dirigirnos los datos de navegación —explicó Karrde—. A menos que hayan adivinado el pequeño truco de Ghent y nos envíen hacia una trampa. ¿Alguna novedad? —preguntó a Leía.
—No. —La princesa miró hacia la montaña y sintió un nudo en el estómago. Después de tantas esperanzas y esfuerzos, llegaban demasiado tarde—. Ya habrán entrado.
—En ese caso, se habrán metido en algún lío —habló Ghent, desde el puesto de comunicaciones donde continuaba engañando a los detectores imperiales—. Control de vuelo dice que se han producido disturbios en la entrada. Nos desvían hacia una zona de mantenimiento secundaria, unos diez kilómetros al norte.
Leía meneó la cabeza.
—Tendremos que correr el riesgo de ponernos en contacto con ellos.
—Demasiado peligroso —dijo Dankin, el copiloto—. Si nos pillan utilizando un canal de comunicaciones no imperial, nos derribarán.
—Quizá exista otra forma —dijo Mobvekhar, acercándose a Leia—. Ekhrikhor del clan Bakh'tor habrá dejado una guardia en el punto de entrada. Hay una señal de reconocimiento noghri que puede emitirse mediante luces de aterrizaje.
—Adelante —dijo Karrde—. Si la guarnición lo advierte, siempre podemos aducir una avería. Chin, Corvis, a vuestros puestos.
El noghri se acercó al tablero de Dankin para encender y apagar las luces de aterrizaje media docena de veces. Si Han y los demás las veían...
—Ya lo tengo. —La voz de Corvis llegó desde la torreta de turboláseres—. Rumbo cero-cero-tres punto diecisiete.
Leia vio que las coordenadas aparecían en la pantalla de navegación. Una luz parpadeante, apenas visible.
—Están allí —confirmó Mobvekhar.
—Bien —dijo Karrde—. Ghent, anuncia que nos dirigimos hacia la segunda área de mantenimiento, tal como nos ordenaron. Consejera, siéntese y abróchese las correas; vamos a sufrir una inesperada avería de los retropropulsores.
Leia consideró imposible que una nave del tamaño del Salvaje Karrde aterrizara entre los árboles y los salientes rocosos erosionados, pero Karrde y su tripulación ya lo habían hecho otras veces, y consiguieron que la nave se introdujera por el hueco.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Dankin, mientras Karrde recomponía de nuevo el circuito de los retropropulsores. Karrde miró a Leia y enarcó una ceja a modo de pregunta.
—Yo voy a entrar —dijo Leia. La visión de Han y Luke en peligro flotó ante sus ojos—. No hace falta que me acompañen.
—La consejera y yo iremos a buscar a sus amigos —contestó
Karrde, mientras se desabrochaba las correas y se levantaba—. Ghent, intenta convencer a la guarnición de que no necesitamos ayuda.
—¿Y yo? —preguntó Dankin. Karrde sonrió.
—Estarás preparado por si no le creen. Vámonos, consejera. Los noghri que les habían devuelto la señal no se veían por ninguna parte cuando salieron a la rampa del Salvaje Karrde.
—¿Dónde está? —preguntó Karrde, y paseó la vista a su alrededor.
—Esperando —dijo Mobvekhar. Se llevó la mano a un lado de la boca y emitió un complicado silbido. Le respondió otro, convertido en un trino peculiar—. Han confirmado nuestra identidad. Nos ruegan que procedamos con rapidez. Los demás sólo nos llevan una ventaja de un cuarto de hora.
Un cuarto de hora. Leia contempló la oscuridad de la montaña, iluminada por las estrellas. Demasiado tarde para avisarles, pero quizá no para ayudarles.
—Vamos, estamos perdiendo el tiempo —dijo.
—Un momento. —Karrde miró hacia atrás—. Hemos de esperar... Ah.
Leia se volvió. Un hombre de edad madura, cargado con un par de cuadrúpedos de largas patas, corrió hacia ellos desde la sección de popa.
—Aquí los tiene, capitán —dijo el hombre, tendiéndole las correas.
—Gracias, Chin —dijo Karrde, mientras se agachaba para rascar a los dos animales detrás de las orejas—. Creo que no conoce a mis animales domésticos, consejera. Éste se llama Drang; el más hosco es Sturm. En Myrkr, utilizan la Fuerza para cazar a su presa. Aquí la emplearán para encontrar a Mara. ¿De acuerdo?
Los vornskrs emitieron un ruido extraño, como un ronroneo cloqueante.
—Bien. —Karrde se enderezó—. Creo que ya estamos preparados, consejera. ¿Nos vamos?



25




Las alarmas seguían aullando a lo lejos cuando Han asomó un ojo con cautela por la esquina. Según los planos que Erredós había conseguido, debía de ser el principal puesto de defensa exterior en este sector de la guarnición. Habría guardias, y estarían alerta.
Estaba en lo cierto. Cinco metros más adelante, ante una puerta del pasillo, se erguían dos milicianos. Y estaban lo bastante alerta para reparar en el extraño que les observaba y para colocar los rifles desintegradores en posición de disparo.
Lo más inteligente, la única reacción razonable de alguien que no quisiera suicidarse, sería refugiarse tras la esquina antes de que comenzara el tiroteo. En cambio, cerró la mano libre en torno a la esquina para impulsarse hacia el otro lado del pasillo, donde llegó milímetros antes de los disparos, y se aplastó contra la pared mientras los veloces rayos mordían el panel de metal que tenía detrás.
Aún seguían disparando cuando Chewbacca apareció en la esquina que Han acababa de abandonar y terminó la discusión de dos rápidos disparos de ballesta. :
—Buen trabajo, Chewie —gruñó Han.
Regresó a la esquina. Los milicianos estaban fuera de combate, y sólo quedaba el obstáculo de la maciza puerta metálica.
Que, como los milicianos, no representaba muchos problemas. Al menos para ellos.
—¿Listos? —preguntó, mientras se acuclillaba a un lado de la puerta y levantaba el desintegrador. Habría otro par de guardias en el interior.
—Listos —confirmó Luke.
Se oyó el siseo de la espada de luz y la brillante hoja verde practicó un corte horizontal en el grueso metal. De paso, afectó al mecanismo de liberación externo y, cuando Luke terminó de cortar, la parte superior de la puerta se hundió en el techo.
Por la forma en que los imperiales miraban la puerta, era evidente que habían oído el breve tiroteo del exterior. También era evidente que no esperaban tan pronto la aparición de intrusos. Han alcanzó a uno antes de que pudiera levantar el rifle; Luke se encargó del otro con su espada.
El grupo de imperiales que manipulaban las consolas sensoras tampoco esperaban compañía. Corrían en busca de refugio cuando Han y Chewbacca los eliminaron. Una docena de disparos después, la sala había quedado reducida a escombros.
—Esto bastará —decidió Han—. Larguémonos antes de que lleguen refuerzos.
Entre el asalto a la entrada principal y la banda de myneyrshi, la reacción imperial era lenta. Los tres intrusos corrieron por el pasillo hasta la escalera de emergencia y bajaron tres niveles, hasta la sala de bombeo donde esperaban los demás.
Dos noghri vigilaban en silencio la puerta cuando Han la abrió.
—¿Problemas? —gritó Lando, desde algún lugar del laberinto de tubos que llenaba las dos terceras partes de la sala.
—Nada serio —contestó Han, en tanto Chewbacca cerraba la puerta—, pero no me gustaría repetirlo. Lando gruñó.
—No creo que sea necesario. Ya se habrán convencido de que va a producirse un ataque aéreo masivo.
—Esperemos.
Han se acercó a donde Lando manipulaba un tablero de control de aspecto arcaico. Erredós estaba conectado a un enchufe del ordenador situado a un lado del tablero, en tanto Cetrespeó se agitaba cerca de él como una madre nerviosa.
—Anticuado, ¿eh?
—Desde luego —admitió Lando—. Creo que el emperador debió de coger todo el complejo de clonación y meterlo aquí. Erredós gimoteó indignado.
—Sí, incluyendo la programación —dijo con sequedad Lando—. Sé algo de estas cosas, Han, pero no lo bastante para provocar daños permanentes. Tendremos que utilizar los explosivos.
—Por mí, encantado —dijo Han. Le habría fastidiado atravesar todo Wayland para nada—. ¿Dónde está Mara?
—Allí. —Lando cabeceó en dirección a otra puerta casi oculta por tubos—. En la sala principal.
—Vamos a echar un vistazo, Luke —dijo Han. No le hacía gracia que Mara vagara sola por aquel lugar—. Chewie, quédate con Lando, a ver si encuentras algo que valga la pena volar.
Abrió la puerta. Vio un pasillo circular que corría alrededor del perímetro de lo que parecía una enorme caverna natural. Directamente enfrente, silueteada contra una inmensa columna de aparatos que bajaban desde el techo hasta el centro de la caverna, Mara se encontraba de pie ante la barandilla del pasillo.
—¿Es éste el lugar? —preguntó Han.
Paseó la vista a su alrededor y avanzó hacia la mujer. Unas veinte puertas se abrían al pasillo a intervalos más o menos regulares, y cuatro puentes retráctiles comunicaban con una plataforma de trabajo que rodeaba la columna central. Aparte de un par de noghri que montaban guardia, no había nadie más.
Pero sí se oían ruidos. Un zumbido apagado de maquinaria y voces procedentes de algún lugar, puntuados por los tenues clics de relés y una extraña pulsación rítmica. Como si toda la caverna respirara...
—Es el lugar —confirmó Mara con voz extraña. Quizá ella también pensaba que respiraba—. Ven a ver.
Han lanzó una mirada a Luke. Se acercaron a Mara y miraron abajo.
Era el lugar, en efecto.
La caverna era enorme y descendía unos diez pisos más abajo del paso elevado. Estaba dispuesta como un estadio deportivo, y cada nivel constituía una especie de galería circular excavada en la caverna. Cada galería era un poco más amplia que la superior, se extendía más hacia el centro de la caverna, en dirección a un hueco más pequeño, alrededor de la gran columna. Había tubos por todas partes, enormes que surgían de los conductos de la columna central, más pequeños que corrían alrededor de los bordes de cada galería, y diminutos que se introducían en los círculos metálicos que abarrotaban las galerías y la planta principal.
Miles de pequeños círculos. Cada uno, la plancha que cubría la parte superior de un cilindro de clonación Spaarti.
Luke emitió un sonido gutural.
—Cuesta creerlo —musitó, entre admirado y estupefacto.
—Pues créelo —aconsejó Han en tono sombrío. Sacó los macroprismáticos y los enfocó hacia la planta principal. Los conductos bloqueaban casi toda la vista, pero divisó hombres con uniformes militares y técnicos que corrían de un lado a otro. También había en algunas galerías—. Esto parece una ratonera. Milicianos en la planta principal y todo.
Miró de reojo a Mara. Contemplaba con expresión tensa los tanques de clonación, con la mirada fascinada de alguien que escrutara en el pasado.
—¿Te despierta recuerdos? —preguntó.
—Sí —contestó la mujer como un autómata. Permaneció inmóvil un momento más, y luego se enderezó poco a poco—. Pero no podemos permitir que afloren.
—Me alegro de que estés de acuerdo —dijo Han, mientras estudiaba su rostro. Su aspecto era normal, pero la procesión corría por dentro. «Aguanta, nena», le dijo en silencio. «Sólo un poco más, ¿vale?»—. Esa columna parece nuestro mejor objetivo... ¿Sabes algo sobre ella?
Mara miró al otro lado de la caverna.
—No mucho. —Vaciló—. Puede que exista otro medio. El emperador no era de los que abandonaban cosas para que otros las utilizaran, si podía evitarlo.
Han miró a Luke.
—¿Insinúas que tal vez exista un mecanismo de autodestrucción?
—Es posible —contestó Mara, de nuevo con aquella mirada perdida en los ojos—. En ese caso, el control estará en el salón del trono. Iré a echar un vistazo.
—No sé —dijo Han, y sus ojos exploraron la caverna de clonación. Era un lugar demasiado grande para destruirlo con un solo paquete de explosivos. Un interruptor simplificaría el asunto, pero la idea de Mara en el salón del trono, asaltada por sus recuerdos, tampoco le hacía mucha gracia—. Gracias, pero creo que ninguno de nosotros debería vagar a solas por este lugar.
—Yo la acompañaré —se ofreció Luke—. Mara tiene razón. Vale la pena comprobarlo.
—No habrá peligro —dijo Mara—. Hay un turboascensor de servicio para androides en el pasillo, que casi nos dejará allí. Toda la atención de los imperiales está concentrada en el asalto a la entrada.
Han hizo una mueca.
—Muy bien, marchaos —gruñó—. No olvidéis avisarnos antes de apretar el botón, ¿vale?
—Desde luego —le aseguró Luke con una sonrisa tensa—. Vamos, Mara.
Avanzaron por el pasillo.
—¿Adonde van? —preguntó Lando a Han.
—Al salón del trono del emperador. Mara cree que encontrarán un dispositivo de autodestrucción. ¿Has descubierto algo?
—Erredós ha conseguido conectarse por fin con el ordenador principal. Está buscando esquemas de ese chisme. Indicó la columna central.
—No podemos esperar —decidió Han. Se volvió cuando Chewbacca salió de la sala de bombeo, con su gran paquete de explosivos colgado al hombro—. Chewie, tú y Lando ocupaos de uno de esos puentes y poned manos a la obra.
—De acuerdo —dijo Lando, mientras lanzaba una cautelosa mirada sobre la barandilla—. ¿Y tú?
—Voy a encerrarnos. —Señaló las otras puertas que daban al pasillo—. Vosotros, noghri, venid aquí.
Los dos noghri que montaban guardia avanzaron en silencio hacia él, en tanto Lando y Chewbacca se encaminaban al puente más próximo.
—A tus órdenes, Han del clan Solo.
—Tú, quédate aquí —dijo al más cercano—. Por si hay problemas. Tú, ayúdame a sellar esas puertas. Un buen disparo en cada caja de control bastará. Yo iré por aquí, y tú por el otro lado.
Había recorrido unos dos tercios del camino cuando oyó algo por encima de los ruidos mecánicos de la caverna. Miró hacia abajo y vio que Cetrespeó le hacía señas desde la puerta de la sala de bombeo.
—Fantástico —masculló.
«Pon algo en manos de Cetrespeó, y no tardará en arruinarlo.» Terminó la puerta que estaba sellando y corrió hacia el androide.
—¡Capitán Solo! —Cetrespeó suspiró de alivio cuando Han llegó a su lado—. Gracias al Hacedor. Erredós dice...
—¿Qué pretendes hacer? —rugió Han—. ¿Atraer a toda la guarnición?
—Por supuesto que no, señor, pero Erredós dice...
—Si quieres hablar conmigo, ve a buscarme, ¿vale?
—Sí, señor, pero Erredós dice...
—Si no sabes dónde buscar, utiliza tu comunicador. —Han agitó un dedo en dirección al pequeño cilindro que el androide aferraba—. Para eso llevas uno. No te pongas a gritar. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijo Cetrespeó, y su paciencia mecánica sonó más que agotada—. ¿Puedo continuar?
Han suspiró. El discurso no había servido de nada. Lo mismo daba hablar a un bantha.
—Sí. ¿Qué pasa?
—Es acerca del amo Luke. Oí a uno de los noghri decir que Mara Jade y él se dirigían al salón del trono del emperador.
—Sí. ¿Y qué?
—Bien, señor, en el curso de sus investigaciones, Erredós acaba de averiguar que el Maestro Jedi C'baoth se halla encarcelado en esa zona.
Han le miró fijamente.
—¿Qué quieres decir, en esa zona? ¿No está en el centro de detención? 4
—No, señor. Como ya he dicho...
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —preguntó Han. r. Sacó el comunicador y lo conectó. ;• Desconectándolo casi al instante.
—Parece que los comunicadores no funcionan —dijo en tono remilgado Cetrespeó—. Lo descubrí cuando intenté ponerme en contacto con usted.
—Fantástico —rugió Han.
El estruendo de la estática todavía resonaba en sus oídos. Luke y Mara, directos a los brazos de C'baoth. Y no había forma de prevenirles.
Excepto una.
—Que Erredós siga buscando esos esquemas —dijo, mientras guardaba el comunicador en el cinturón—. Mientras tanto, dile que trate de averiguar de dónde procede la interferencia. Si lo consigue, envía un par de noghri a solucionarlo. Después, ve a esa plataforma de trabajo e informa a Chewie y Lando de adonde he ido.
—Sí, señor —contestó Cetrespeó, como sorprendido por la cascada de órdenes y el tono autoritario—. Perdone, señor, pero ¿adonde irá?
—¿A ti qué te parece? —replicó Han, mientras se encaminaba al pasillo.
Nunca fallaba, pensó con amargura. Fuera como fuese, estuvieran donde estuviesen, hicieran lo que hiciesen, siempre acababa corriendo detrás de Luke.
Cada vez le parecía mejor la idea de haber venido.
—De acuerdo, Oro de Garret, las escotillas están cerradas —dijo la voz del controlador—. Prepárense a recibir los datos sobre el curso de salida.
—Recibido, control —dijo Aves, e imprimió un leve giro al Etéreo.
Estaban preparados y, a juzgar por el aspecto general, todos los demás también.
—Ya está —murmuró Gillespee, y señaló por la portilla—. Puntual.
—¿Estás seguro de que es Mazzic?
—Por completo. ¿Quieres que intente llamarle?
Aves se encogió de hombros y echó un vistazo a los astilleros. Habían acordado con el resto del grupo un buen código cifrado, pero no sería una buena idea estropear las cosas si lo utilizaban antes de tiempo.
—Esperemos un momento —dijo a Gillespee—. Hasta que debamos hablar de algo.
Apenas habían salido las palabras de su boca, cuando todo se fue al infierno.
—¡Destructores Estelares! —ladró Faughn desde la consola de comunicaciones—. Surgen del hiperespacio.
—¿Trayectorias? —preguntó Gillespee.
—No te molestes —avisó Aves, que se sentía como si un cuchillo le estuviera hurgando las tripas.
Vio los Destructores Estelares, que habían aparecido del hiperespacio en el límite de los astilleros. Y los Acorazados, las fragatas Lancer, los Cruceros de Combate y los escuadrones TIE. Una flota de asalto al completo, y algo más.
Y todas las naves de combate de la confederación de Karrde se encontraban allí. Justo en medio.
—Así que era una trampa —dijo Gillespee, con voz gélida y tranquila.
—Eso parece —murmuró Aves, la vista fija en la armada, que seguía tomando posiciones, en una formación bastante peculiar.
—Aves, Gillespee, soy Mazzic —se oyó la voz del otro contrabandista—. Parece que nos han vendido, a fin de cuentas. No voy a rendirme. ¿Y vosotros?
—Creo que se merecen, como mínimo, perder un par de Destructores Estelares —contestó Gillespee.
—Eso pensaba yo —dijo Mazzic—. Es una pena que Karrde no esté aquí para vernos partir en una llamarada de gloria.
Hizo una pausa, y Aves sintió los ojos de Gillespee y Faughn clavados en él. Sabía que irían a la muerte con la convicción de que Karrde les había traicionado. Todos ellos.
—Estoy con vosotros —dijo en voz baja—. Si quieres, Mazzic, toma el mando.
—Gracias. De todas maneras, iba a tomarlo. Estad alerta. Quizá demos el primer golpe juntos.
Aves lanzó un último vistazo a la armada, y de repente comprendió.
—Espera —gritó—. Mazzic, todos, esperad. La fuerza de asalto no viene a por nosotros.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Gillespee.
—Fíjate en aquellos Cruceros Interceptores, más allá del grupo de Destructores Estelares. ¿Los ves? Fíjate en sus posiciones.
Siguió un momento de silencio. Mazzic fue el primero en hablar.
—No es una configuración de tenaza —dijo.
—Tienes razón, no lo es —reconoció Gillespee—. Mira, se ve un segundo grupo más lejos.
—Es una configuración de atrapamiento —dijo Mazzic, como si no creyera en sus palabras—. Se están preparando para sacar a alguien del hiperespacio, y mantenerle quieto para machacarle.
Aves miró a Gillespee, que le estaba observando.
—No —jadeó Gillespee—. No pensarás... Creía que iban a atacar Tangrene.
—Y yo —dijo Aves en tono sombrío, mientras el cuchillo continuaba trabajando sus tripas—. Creo que estábamos equivocados.
—O lo está Thrawn. —Gillespee contempló la armada y meneó la cabeza—. No, probablemente no.
—Muy bien, que no cunda el pánico —intervino Mazzic—. Si la Nueva República viene, significa que quieren atraer la atención de los imperiales. Respetemos el horario y esperemos a ver qué ocurre.
—De acuerdo —suspiró Aves.
En mitad de una base imperial durante un ataque de la Nueva República. Brutal.
—Voy a decirte algo, Aves —comentó Gillespee—. Si salimos de ésta, voy a intercambiar unas palabras con tu jefe.
—No me extraña. —Aves miró hacia la armada de Thrawn—. De hecho, creo que te acompañaré.
Mara asomó la cabeza con cautela desde la escalera de emergencia y echó un vistazo al pasillo. La precaución fue innecesaria: el pasillo estaba tan desierto como los tres de abajo.
—Todo despejado —murmuró, y salió al pasillo.
—¿Tampoco hay guardias aquí? —preguntó Skywalker, mientras se reunía con ella.
—Es absurdo. A excepción del salón del trono y las cámaras reales, no había mucho que vigilar en los niveles superiores.
—Y creo que aún es así. ¿Dónde está ese turboascensor privado?
—A la derecha, detrás de esa esquina —indicó Mara.
Más por costumbre que por auténtica necesidad, la mujer intentó caminar con sigilo cuando le precedió. Llegó al corredor transversal y se internó por él.
A diez metros de distancia, dos milicianos vigilaban la puerta del turboascensor, con los rifles ya preparados para disparar sobre ella.
Mara no tenía a donde ir, de modo que se tiró al suelo y disparó al mismo tiempo. Un miliciano se desplomó cuando una explosión de llamas surgió en su pecho. El segundo rifle se desvió hacia la cara de Mara.
Y se apartó cuando la espada de luz de Skywalker voló por el pasillo hacia él.
No produjo ningún daño real, por supuesto. Desde aquella distancia, y sin la Fuerza, Skywalker no tenía tanta puntería, pero logró distraer al miliciano, y era todo cuanto Mara necesitaba. Cuando el imperial se agachó para esquivar la espada, Mara le alcanzó con dos disparos. Cayó al suelo y quedó inmóvil.
—Creo que no quieren que nadie entre ahí —dijo Skywalker, acercándose a Mara.
—Creo que no —admitió Mara, sin hacer caso de la mano que le ofrecía para levantarse—. Vamos.
La cabina del turboascensor se había encallado en aquel nivel, pero Mara sólo tardó un minuto en liberarla. Sólo había señaladas cuatro paradas: aquella en la que se encontraban, el hangar de lanzaderas de emergencia, las cámaras reales y el salón del trono. Tecleó esta última y la puerta se cerró a sus espaldas. El viaje fue breve, y pocos segundos después la puerta opuesta de la cabina se deslizó a un lado. Mara se armó de valor y salió.
Al salón del trono del emperador... y a una oleada de recuerdos.
Todo seguía tal como lo recordaba. Las suaves luces indirectas y la oscuridad que el emperador consideraba tan adecuadas para la meditación y los pensamientos. La sección elevada del suelo en el extremo más alejado de la cámara, que le permitía dominar desde su trono a los visitantes, cuando subían la escalera para presentarse ante él. Pantallas en las paredes, a ambos lados del trono, ahora apagadas, que le habían permitido vigilar los detalles de sus dominios.
Y para examinar aquellos dominios...
Mara se volvió a la izquierda y contempló por encima de la barandilla del pasillo el enorme espacio abierto encarado al trono. La galaxia flotaba en la oscuridad, una llamarada de luz de veinte metros de diámetro.
No era el típico holograma galáctico de cualquier colegio o espaciopuerto, ni siquiera la versión más fidedigna que se podía encontrar tan sólo en las salas de guerra de selectos cuarteles militares. Este holograma estaba esculpido con un detalle único y exquisito, con un solo punto de luz, situado en el lugar preciso, para cada una de los cien mil millones de estrellas de la galaxia. Sutiles círculos de color delineaban las regiones políticas: los sistemas del Núcleo, los Territorios del Borde Exterior, el Espacio Salvaje, las Regiones Desconocidas. Desde su trono, el emperador podía manipular la imagen, aumentar un sector elegido, localizar un solo sistema, o seguir una campaña militar.
Era tanto una obra de arte como una herramienta. Al gran almirante Thrawn le encantaría.
Y al pensar en eso, los recuerdos del pasado dieron paso a regañadientes a las realidades del presente. Thrawn estaba ahora al mando, un hombre que quería recrear el Imperio a su imagen y semejanza. Lo deseaba hasta tal punto que estaba dispuesto a desencadenar unas nuevas Guerras Clónicas para lograrlo. Respiró hondo.
—Muy bien —dijo. Las palabras despertaron ecos en la cámara, y alejaron un poco más los recuerdos—. Si se encuentra aquí, estará empotrado en el trono.
Skywalker apartó la vista del holograma galáctico con un visible esfuerzo.
—Echemos un vistazo.
Se internaron en el pasillo de diez metros que conducía desde el turboascensor a la parte principal del salón del trono, y caminaron bajo la pasarela que corría frente al borde delantero del holograma y entre plataformas de vigilancia que flanqueaban la escalera. Mara miró hacia las plataformas, mientras Skywalker y ella subían peldaños que llevaban al nivel superior, recordando a los guardias imperiales de capa roja que en otro tiempo vigilaban en silencio. Bajo el piso del nivel superior, visible entre los peldaños, la zona de control y comunicaciones del emperador estaba oscura y silenciosa. Aparte del holograma galáctico, todos los sistemas parecían estar desconectados.
Llegaron al final de la escalera y se encaminaron hacia el trono, encarado hacia la pared de roca pulimentada que había detrás. Mara lo estaba mirando, preguntándose por qué el emperador lo había colocado de espaldas a la galaxia, cuando empezó a girar.
Agarró el brazo de Skywalker y apuntó al trono con el desintegrador. La enorme butaca acabó de dar la vuelta...
—De modo que por fin habéis venido a mí —dijo con voz grave Joruus C'baoth, contemplándoles desde las profundidades del trono—. Sabía que lo haríais. Juntos enseñaremos a la galaxia lo que significa servir a los Jedi.



26




—Sabía que vendríais a mí esta noche —continuó C'baoth, y se levantó lentamente del trono—. Desde el momento en que abandonasteis Coruscant, supe que vendríais. Por eso dispuse que esta noche los habitantes de mi ciudad atacaran a mis opresores.
—No era necesario.
Luke dio un paso atrás involuntario, cuando el recuerdo de aquellos días casi desastrosos en Jomark acudió a él. C'baoth había intentado corromperle sutilmente para atraerle hacia el lado oscuro... y cuando fracasó, intentó matar a Luke y también a Mara.
Pero no lo intentaría de nuevo. Aquí no. Sin la Fuerza, no.
—Pues claro que era necesario —replicó C'baoth—. Necesitabais una distracción para entrar en mi prisión. Y ellos, como todos los seres inferiores, necesitaban una causa. ¿Cuál mejor, sino el honor de morir al servicio de un Jedi?
Mara murmuró algo.
—Creo que es al revés —dijo Luke—. Los Jedi eran los guardianes de la paz. Los sirvientes de la Antigua República, no sus amos.
—Por eso ellos y la Antigua República fracasaron, Jedi Skywalker. —C'baoth agitó un dedo en su dirección para dar mayor énfasis a sus palabras—. Por eso fracasaron, y por eso murieron.
—La Antigua República sobrevivió durante mil generaciones —observó Mara—. Eso no me parece un fracaso.
—Tal vez no —replicó C'baoth, con evidente desdén—. Eres joven, y aún no ves con claridad.
—Y usted sí, ¿verdad? C'baoth sonrió.
—Oh, sí, mi joven aprendiza —dijo con suavidad—. Ya lo creo. Como te pasará a ti.
—No cuente con ello —gruñó Mara—. No hemos venido para liberarle.
—La Fuerza no depende de vuestros supuestos objetivos, ni tampoco los verdaderos amos de la Fuerza. Lo sepáis o no, yo os he convocado.
—Créalo, adelante. —Mara hizo un ademán con el desintegrador—. Póngase allí.
—Por supuesto, mi joven aprendiza. —C'baoth dio tres pasos en la dirección indicada—. Posee una gran fuerza de voluntad, Jedi Skywalker —dijo a Luke, mientras Mara se acercaba con cautela al trono y se agachaba para examinar los tableros de control de los reposabrazos—. Detentará un gran poder en la galaxia que construiremos.
—No. —Luke meneó la cabeza. Ésta era quizá su última oportunidad de devolver la cordura al Jedi loco, de salvarle, como había salvado a Vader en la segunda Estrella de la Muerte—. Usted no está en condiciones de construir nada, maestro C'baoth. Está enfermo, pero yo le ayudaré si me deja.
El rostro de C'baoth se nubló.
—¿Cómo osas decir cosas semejantes? ¿Cómo osas pensar siquiera esa blasfemia sobre el gran Maestro Jedi C'baoth?
—Es así —dijo Luke con suavidad—. Usted no es el Maestro Jedi C'baoth. El original no, al menos. La prueba se encuentra en los registros de la Katana. Joruus C'baoth murió hace mucho tiempo, durante el proyecto Vuelo de Expansión.
—Pero estoy aquí.
—Sí —asintió Luke—, lo está, pero no Joruus C'baoth. Usted es su clon.
Todo el cuerpo de C'baoth se puso rígido.
—No —dijo—. No. Es imposible. ' Luke agitó la cabeza.
—No hay otra explicación. Estoy seguro de que alguna vez se le habrá ocurrido esa idea.
C'baoth respiró hondo, tembloroso, y de repente, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Cuidado —advirtió Mara, mientras observaba al anciano por encima del brazo del trono—. Hizo el mismo truco en Jomark, ¿te acuerdas?
—Tranquila —contestó Luke—. No puede hacernos daño.
—Ay, Skywalker, Skywalker —dijo C'baoth, y meneó la cabeza—. ¿Tú también? El gran almirante Thrawn, la Nueva República, y ahora tú. ¿A qué se debe esta repentina fascinación por los clones y la clonación? —:Lanzó otra carcajada y, sin previo aviso, compuso una expresión mortalmente seria—. Nadie entiende nada, Jedi Skywalker. Ni el gran almirante Thrawn, ni ninguno de ellos. El verdadero poder de un Jedi no reside en esos vulgares trucos de materia y energía. El auténtico poder de un Jedi consiste en que nosotros solos, de entre todos los seres de la galaxia, tenemos el poder de crecer más allá de nosotros, de extendernos hasta todos los confines de la galaxia.
Luke miró a Mara, pero recibió como respuesta un encogimiento de hombros y una mirada de perplejidad.
—No le entendemos —dijo Luke—. ¿Qué quiere decir? C'baoth dio un paso hacia él.
—Ya lo he hecho, Jedi Skywalker —susurró, con ojos que brillaban en la penumbra—. Con el general Covell. Lo que ni siquiera el emperador logró. Tomé su mente en mis manos y la alteré. La reformé y reconstruí a mi imagen y semejanza.
Luke sintió un escalofrío.
—¿Qué quiere decir, reconstruirla?
C'baoth asintió y una misteriosa sonrisa aleteó en sus labios.
—Sí, la reconstruí. Y eso sólo fue el principio. Bajo nuestros pies, en las profundidades de la montaña, el futuro ejército de los Jedi se halla dispuesto ya a servirnos. Volveré a hacer lo que hice con el general Covell, una y otra vez. Porque el gran almirante Thrawn nunca se ha dado cuenta de que el ejército que cree estar creando para él, lo está creando para mí.
De pronto, Luke comprendió. Los clones que crecían en la caverna no sólo eran físicamente idénticos a su modelo original. Las mentes también eran idénticas, o lo bastante para resultar variaciones menores del mismo patrón.
Si C'baoth conseguía alterar la mente de uno de ellos, lo haría con todo el grupo.
Luke volvió a mirar a Mara. Ella también lo había comprendido.
—¿Aún crees que puedes salvarle? —preguntó.
—Yo no necesito que nadie me salve, Mara Jade —dijo C'baoth—. ¿Crees que voy a permitir que el gran almirante Thrawn me encarcele así?
—No pensé que le había pedido permiso —replicó Mara, alejándose del trono—. Aquí no hay nada, Skywalker. Larguémonos.
—No os he dado permiso para iros —dijo C'baoth, en voz alta y majestuosa. Levantó una mano, y Luke vio que sostenía un pequeño cilindro—. Y no lo haréis.
Mara movió su desintegrador.
—No va a detenernos con eso —dijo, con desprecio apenas disimulado—. Un activador remoto ha de tener algo que activar.
—Y lo tiene —dijo C'baoth, sonriente—. Ordené a mis soldados que lo prepararan. Antes de que les enviara fuera de la montaña, con armas e instrucciones para mi gente.
—Claro. —Mara retrocedió un paso hacia la escalera, y dirigió una mirada cautelosa al techo cuando su mano izquierda encontró el pasamanos que separaba la sección elevada del salón del trono del nivel inferior—. Aceptamos su palabra.
C'baoth meneó la cabeza.
—No hace falta —dijo con suavidad, y apretó el interruptor.
En la mente de Luke, algo lejano y muy extraño pareció lanzar un grito de agonía.
Y de repente, aunque fuera imposible, notó que una oleada de conciencia y energía le invadía. Como si despertara de un sueño profundo, o saliera de una habitación oscura a la luz.
La Fuerza volvía a acompañarle.
—¡Mara! —gritó.
Pero ya era demasiado tarde. El desintegrador de Mara se había liberado de su presa y volaba por el salón. Mientras Luke saltaba hacia ella, la mano extendida de C'baoth estalló en una brillante llamarada de rayos blancoazulados.
El rayo alcanzó a Mara en el pecho, y salió despedida contra el pasamanos.
—¡Basta! —chilló Luke.
La protegió con su cuerpo y encendió la espada de luz. C'baoth no le hizo caso y disparó una segunda andanada. Luke consiguió rechazarla casi por completo con la espada, pero hizo una mueca de dolor cuando la parte restante atravesó sus músculos. C'baoth disparó una tercera andanada, una cuarta, una quinta...
Y luego, de pronto, bajó las manos.
—No pienses que puedes darme órdenes, Luke Skywalker —dijo con voz petulante—. Yo soy el amo. Tú eres el sirviente.
—Yo no soy tu siervo.
Luke retrocedió y lanzó una breve mirada a Mara. Había logrado incorporarse, apoyándose en el pasamanos. Tenía los ojos abiertos, pero nublados, y exhalaba débiles gemidos entre los dientes apretados. Luke apoyó la mano libre sobre su hombro, asqueado por el olor a ozono, y examinó rápidamente sus heridas.
—Sí eres mi siervo —dijo C'baoth, sustituida ahora la petulancia por una especie de altiva grandeza—. Como ella. Déjala en paz, Jedi Skywalker. Necesitaba una lección, y ya la tiene.
Luke no contestó. Ninguna de sus quemaduras parecía grave, pero sus músculos se agitaban espasmódicamente. Proyectó la Fuerza e intentó aliviar su dolor.
—He dicho que la dejes en paz —repitió C'baoth, y su voz despertó ecos siniestros en el salón del trono—. Su vida no se halla en peligro. Ahorra tus energías para la prueba que te aguarda.
Levantó la mano teatralmente y señaló.
Luke se volvió. Una figura ataviada con lo que parecía la misma túnica marrón de C'baoth se erguía en el salón, silueteada contra el holograma galáctico. Una silueta que le recordó a alguien...
—No hay alternativa, mi joven Jedi —dijo C'baoth, con voz casi tierna—. ¿No lo comprendes? Debes servirme, o no podremos salvar a la galaxia de sí misma. Por tanto, debes enfrentarte a la muerte y emerger a mi lado..., o debes morir para que otro ocupe tu lugar. Alzó los ojos hacia la silueta y le indicó que se acercara—. Ven —llamó—. Y enfréntate a tu destino.
La silueta avanzó hacia la escalera y desenvainó al mismo tiempo una espada de luz. Era imposible distinguir el rostro de la silueta, por culpa de la luz que proyectaba el holograma.
Luke se apartó de Mara, mientras una extraña y desagradable presión estrujaba su mente. Había algo perturbadoramente familiar en aquel enfrentamiento, como si fuera a plantar cara por segunda vez a algo o alguien...
De pronto, el recuerdo sobrevino. Dagobah, su adiestramiento Jedi, la caverna del lado oscuro a la que Yoda le había enviado. Su breve batalla con una visión de Darth Vader...
Luke contuvo el aliento cuando una horrible sospecha estrujó su corazón. Pero no. La silueta silenciosa que se acercaba no era tan alta como Vader, pero entonces, ¿quién...?
Y entonces, la luz bañó a la silueta y, demasiado tarde, Luke recordó cómo había terminado aquella batalla soñada en la caverna del lado oscuro. La máscara de Vader se había roto, y el rostro que ocultaba era el de Luke.
Al igual que el rostro inexpresivo que le contemplaba ahora.
Luke notó que se alejaba de los peldaños, su mente petrificada y atormentada por la presión.
—Sí, Jedi Skywalker —dijo en silencio C'baoth desde atrás—. Eres tú. Luke Skywalker, creado a partir de la mano que perdiste en la Ciudad Nube de Bespin. Empuña la espada de luz que perdiste allí.
Luke observó la espada que ceñía la mano del clon. Era la suya, en efecto. La espada que, como le había revelado Obi-wan, su padre le había dejado.
—¿Por qué? —consiguió articular.
—Para proporcionarte la verdadera comprensión —dijo con voz grave C'baoth—. Y porque tu destino ha de cumplirse. Sea como sea, has de servirme.
Luke lanzó una breve mirada a C'baoth. Éste le contemplaba, con un brillo de anticipación en los ojos. Y de locura.
En aquel momento, el clon Luuke atacó.
Saltó a la parte superior de la escalera, encendió la espada de luz y lanzó la hoja blancoazulada contra el pecho de Luke. Éste saltó a un lado y extendió su espada para parar el golpe. Las hojas entrechocaron con un impacto que le hizo perder el equilibrio, y casi soltó su arma. El clon Luuke saltó tras él, la espada preparada para descargar un golpe mortífero. Luke proyectó la Fuerza y retrocedió, saltó por encima del pasamanos y cayó sobre una de las plataformas elevadas de vigilancia que se alzaban sobre la parte inferior del salón del trono. Necesitaba tiempo para pensar y forjar planes, para encontrar una manera de olvidar el zumbido de su mente.
Pero el clon Luuke no iba a concederle ese tiempo. Se acercó al pasamanos y lanzó la espada contra la base de la plataforma sobre la que Luke se erguía. La hoja sólo cortó la mitad de la base, pero bastó para que toda la plataforma se ladeara. Luke volvió a utilizar la Fuerza, saltó y trató de alcanzar la pasarela que atravesaba el salón del trono cinco metros más abajo.
La distancia era demasiado grande, o bien su mente estaba demasiado distraída por el zumbido para un adecuado funcionamiento de la Fuerza. Su rodilla tropezó con el borde de la pasarela y, en lugar de aterrizar sobre sus pies, cayó de espaldas.
—No quería hacerte esto, Jedi Skywalker —dijo C'baoth—. Ni siquiera ahora lo deseo. Únete a mí, deja que te enseñe. Juntos salvaremos a la galaxia de los seres inferiores que quieren destruirla.
—No —replicó con voz ronca Luke.
Aprovechó un saliente para erguirse, y luchó por recuperar el aliento. El clon Luuke había recuperado la espada, y se encaminaba hacia él.
El clon. Su clon. ¿Qué estaba provocando aquella extraña presión en su mente? ¿La presencia cercana de un duplicado influía en la Fuerza?
No lo sabía, del mismo modo que ignoraba el propósito de C'baoth al reunirles. Obi-wan y el maestro Yoda le habían advertido de que matar impulsado por la ira o el odio le conduciría hacia el lado oscuro. ¿Matar a su clon provocaría acaso el mismo efecto?
¿O se proponía C'baoth algo muy diferente? ¿Pensaba que si Luke mataba a su clon se volvería loco?
Fuera como fuese, Luke no tenía muchas ganas de averiguarlo. De pronto, se le ocurrió que no era preciso. Podía llegar al extremo de la pasarela, coger el turboascensor en que Mara y él habían subido, y escapar.
Dejando a Mara sola contra C'baoth.
Alzó los ojos. Mara seguía apoyada contra el pasamanos, no del todo consciente, en mal estado para caminar.
Luke apretó los dientes y se puso en pie. Mara le había pedido, suplicado, que la matara antes que dejarla en manos de C'baoth. Lo menos que podía hacer era quedarse con ella hasta el final.
Tanto si era el final de ella como el de él.
La explosión que sacudió la caverna sonó como un trueno, claramente audible pero, al mismo tiempo, amortiguada.
—¿Has oído eso, Chewie? —preguntó Lando, y se inclinó para lanzar una cautelosa mirada desde su plataforma de trabajo—. ¿Crees que ha estallado algo?
Chewbacca, con las manos llenas de cables, gruñó una corrección: no había sido una sola explosión grande, sino muchas pequeñas simultáneas. Discos detonantes, o algo de similar poder.
—¿Estás seguro? —preguntó Lando, vacilante, mientras observaba los tanques de clonación situados en la galería sobre la que trabajaban. No sonaba como una disfunción normal.
Se puso rígido. Distinguió tenues hilillos de humo, que se elevaban sobre los tubos de alimentación conectados a la parte superior de los tanques. Muchos hilillos de humo, que parecían ascender en una configuración bastante regular. Como si algo hubiera estallado en cada grupo de cilindros Spaarti.
Oyó un ruido metálico a su espalda. Lando giró en redondo y vio que Cetrespeó pisaba con cautela la plataforma de trabajo, la cabeza ladeada para mirar hacia el suelo de la caverna.
—¿Es humo eso? —preguntó el androide, en el tono de alguien que no desea saber la respuesta a su pregunta.
—A mí me parece humo —admitió Lando—. ¿Qué haces aquí?
—Ah... —El androide apartó la vista de lo que estaba ocurriendo abajo—. Erredós ha encontrado el esquema de esa columna. —Tendió a Lando una tarjeta de datos—. Sugiere que valdría la pena investigar el acoplador de flujo negativo de la línea de energía principal.
—Lo tendremos en mente —dijo Lando.
Introdujo la tarjeta en su agenda, lanzó una rápida mirada por encima de la barandilla y extendió la agenda a Chewbacca. El wookie y él no se destacaban contra los colores apagados de la columna y el techo rocoso de la caverna, que se alzaba dos metros sobre ellos, pero Cetrespeó resaltaría como un lingote de oro en un barrizal.
—Sal de aquí antes de que alguien te vea.
—Oh —dijo Cetrespeó, y se puso algo más rígido de lo habitual—. Sí, por supuesto. Erredós también ha localizado el origen de la interferencia en los comunicadores. El capitán Solo ha exigido que si la encontrábamos...
—Está bien —le interrumpió Lando. ¿Había alguien moviéndose detrás de un cilindro Spaarti del nivel inferior?—. Me acuerdo. Erredós y tú adelantaos. Llevaos a los noghri.
El androide pareció sorprenderse.
—¿Erredós y yo? Pero señor...
Una oleada azulada, precedida por un estruendo ensordecedor, surgió de la galería de clonación inferior.
—¡Maldición! —ladró Lando.
Se tiró al suelo de la plataforma y notó un golpe sordo cuando Chewbacca aterrizó a su lado. Un segundo rayo aturdidor rebotó en la columna, sobre su cabeza, mientras desenfundaba el desintegrador.
—Largo de aquí, Cetrespeó.
No fue preciso alentar al androide.
—Sí, señor —gritó, ya casi fuera de la plataforma. Chewbacca gruñó una pregunta.
—Por ahí —dijo Lando, moviendo el desintegrador—. Ten cuidado, habrá más.
Un tercer rayo aturdidor se estrelló en la parte inferior de la plataforma, y esta vez Lando divisó al soldado oculto tras un cilindro. Disparó dos veces, derribó al imperial y destruyó casi el cilindro. Detrás, otra oleada azul pasó sobre su cabeza, seguida una fracción de segundo después por el ladrido de la ballesta de Chewbacca.
Lando sonrió para sí. Estaban en un buen lío, pero no tanto como podía haber sido. Mientras no se apartaran de la maquinaria vital, los imperiales no se atreverían a utilizar armas más potentes. Al mismo tiempo, los imperiales agazapados en las galerías no contaban con otro refugio que los tanques de clonación. Lo cual significaba que su única posibilidad era quedarse allí, sin molestar apenas a sus blancos, para evitar la destrucción de valiosos aparatos.
O podían subir al siguiente nivel y dispararles desde un ángulo en que el grueso metal de la plataforma no se interpusiera.
Chewbacca rugió desde el otro lado de la columna; los imperiales retrocedían.
—Igual suben aquí —dijo Lando, y echó un vistazo a las puertas que daban a la pasarela.
Parecían muy fuertes. Si Han y los noghri las habían sellado bien, resistirían durante un rato a un grupo de milicianos.
A no ser por la puerta de la sala de bombeo en la que Erredós había trabajado. Han la habría dejado abierta para que pudieran salir.
Lando hizo una mueca, pero no había nada que hacer. Apoyó la pistola sobre la barandilla, apuntó con cuidado a la caja de control de la puerta y disparó. La caja destelló y se arrugó, y durante un par de segundos vio chispas entre el humo.
Ya estaba. Los imperiales habían quedado bloqueados. Y Chewbacca y él también.
Reptó hacia el otro lado de la columna. Chewbacca ya había vuelto al trabajo, y sus manos manchadas de grasa se movían entre los cables y los tubos. La agenda electrónica estaba en el suelo, junto a sus pies.
—¿Algún progreso? —preguntó Lando.
Chewbacca gruñó, palmeó la agenda con un pie y Lando estiró el cuello para mirar. Era un esquema de una sección del cable eléctrico, que mostraba un empalme del que salían ocho plomos.
Y justo encima del empalme, claramente señalado, un regulador de flujo positivo.
—Oh oh —dijo Lando, y una sensación desagradable se apoderó de él—. No pensarás empalmar eso con el acoplador de flujo negativo que mencionó Cetrespeó, ¿verdad?
Como respuesta, el wookie sacó la mano de la maraña de cables, arrastrando el acoplador de flujo negativo, casi desconectado.
—Espera un momento.
Lando contempló con cautela el acoplador. Había escuchado rumores acerca de lo que ocurría cuando se empalmaba un acoplador de flujo negativo a un detonador de flujo positivo, y utilizar un regulador de flujo positivo en lugar de un detonador no parecía mucho más seguro.
—¿Qué provocará eso?
El wookie se lo explicó. Tenía razón: utilizar un regulador no era más seguro. De hecho, resultaba muchísimo más peligroso.
—No exageremos las cosas, Chewie —le advirtió—. Hemos venido a destruir los cilindros de clonación, no a que se nos caiga encima todo el almacén.
Chewbacca rugió con insistencia.
—Está bien, está bien, lo guardaremos en reserva —suspiró Lando.
El wookie lanzó un gruñido de complacencia y volvió al trabajo. Lando hizo una mueca, bajó el desintegrador y sacó dos cargas de su bolsa de explosivos. Sería mejor que se mantuviera ocupado mientras pensaba en cómo iban a escapar por las puertas cerradas y un pasillo lleno de milicianos.
Y si conseguían adivinar lo que estaba haciendo Chewbacca... Bien, en ese caso, salir del almacén se convertiría en una simple cuestión teórica.
Abrió un hueco con una mano entre los cables eléctricos y se puso a trabajar.
El contador de tiempo advirtió que faltaban cinco segundos, y Wedge contuvo la respiración. Extendió las manos hacia las palancas hiperespaciales...
Y de pronto, el cielo moteado del hiperespacio se transformó en líneas y estrellas. A su alrededor, el resto del Escuadrón Pícaro se materializó, aún en formación. Enfrente, distinguió el contorno y las luces de unos astilleros.
Habían llegado a los astilleros de Bilbringi. Sólo que estaban demasiado lejos. Lo cual significaba...
—¡Alerta de combate! —aulló Pícaro Dos—. Se acercan interceptores TIE. Curso dos-nueve-tres punto veinte.
—A todas las naves, emergencia de combate. —La voz grave del almirante Ackbar se oyó por el comunicador—. Configuración defensiva. Mando de los cazas en posición de cobertura. Parece una trampa.
—Seguro que sí —murmuró Wedge para sí.
Viró a estribor y lanzó un vistazo a sus pantallas. Allí estaban los Cruceros Interceptores que les habían sacado del hiperespacio, bien alejados de las inmensas flotas que estaban tomando posición de combate. A juzgar por la forma en que estaban desplegadas, la flota de la Nueva República no saltaría a tiempo a la velocidad de la luz.
Y entonces los interceptores TIE se lanzaron sobre ellos, y ya no hubo tiempo para preguntarse por qué su ataque, tan cuidadosamente planeado, había fracasado antes de empezar. De momento, la única cuestión era la de la supervivencia, nave por nave..
Los pasos decididos doblaron la esquina, situada a diez metros de distancia, y continuaron hacia él. Han, aplastado contra la puerta algo hundida que constituía el único refugio existente en esos diez metros, abandonó la tenue esperanza de haber despistado a sus perseguidores y se preparó para el inevitable combate.
Tendrían que haberse desviado. De hecho, ni siquiera deberían estar allí. A juzgar por las briznas de información que había ido recogiendo mientras pasaba por los puntos de control desiertos, daba la impresión de que todo el mundo armado con un desintegrador tenía que encontrarse veinte niveles más abajo, luchando contra los nativos que se habían introducido en la guarnición. Estos niveles superiores no parecían estar ocupados, y tan sólo el maestro C'baoth necesitaría protección.
Los pasos se acercaban. Sería mucha suerte, pensó Han con amargura, toparse con dos desertores que buscaban un lugar donde esconderse.
Entonces, a unos cinco metros de distancia, los pasos se interrumpieron con brusquedad y, en el súbito silencio, oyó un jadeo ahogado.
Le habían localizado.
Han no vaciló. Se apoyó en la puerta y saltó al otro lado del pasillo, con la esperanza de repetir el truco efectuado en el puesto defensivo o, al menos, imitarlo en lo posible sin la cobertura de Chewbacca. Había menos enemigos de los que sospechaba, y más arrimados a la pared, y perdió medio segundo vital, mientras su desintegrador se desviaba hacia ellos.
—¡Han! —gritó Leia—. ¡No dispares!
La sorpresa paralizó las rodillas de Han, y se derrumbó contra la pared de una forma muy poco digna. Era Leia, no cabía duda. Aún más sorprendente, Talón Karrde la acompañaba, junto con sus dos vornskrs.
—¿Qué galaxias haces aquí? —preguntó.
—Luke está en peligro —dijo Leia, sin aliento. Se precipitó sobre él y le dio un rápido y tenso abrazo—. Está por ahí delante...
—Tranquila, corazón. —Han aferró su brazo cuando Leia intentó soltarse—. No pasa nada. Sabíamos que había ysalamiri. Leia meneó la cabeza.
—Es que no hay. La Fuerza ha regresado. Justo antes de que salieras de tu refugio. Han juró por lo bajo.
—C'baoth —murmuró—. Ha de ser él.
—Sí. —Leia se estremeció—. Es él. Han miró a Karrde.
—Me han contratado para destruir el almacén del emperador —dijo al instante el contrabandista—. He traído a Sturm y Drang para que me ayuden a encontrar a Mara.
Han desvió la vista hacia los vornskrs.
—¿Has venido con alguien más? —preguntó a Leia. Su mujer negó con la cabeza.
—Nos tropezamos con tres escuadrones de tropas tres niveles más abajo, que se dirigían hacia aquí. Nuestros dos noghri se quedaron para contenerles.
Han miró a Karrde.
—¿Y su gente?
—Están en el Salvaje Karrde. Protegiendo nuestra huida, en caso de que lo logremos. Han gruñó.
—Bien, en ese caso, supongo que somos los que somos. —Soltó el brazo de Leia y avanzó por el pasillo—. Vamos. Están en el salón del trono. Conozco el camino.
Mientras corrían, intentó no pensar en la última vez que se había enfrentado a un Jedi Oscuro. En la Ciudad Nube de Lando, en Bespin, cuando Vader le había torturado y congelado en carbonita.
Por lo que Luke le había contado, no esperaba que C'baoth fuera más civilizado.



27




Las espadas de luz centellearon, una hoja blancoazulada contra una blancoverdosa, chisporrotearon al entrechocar, cortaron metal y cables. Mara, aferrada al pasamanos con ambas manos, luchando contra el remolino que enturbiaba su mente, contemplaba fascinada la batalla que se desarrollaba en el salón del trono. Era como una versión invertida de aquella postrera y horrible visión que el emperador le había transmitido en el instante de su destrucción, casi seis años antes.
Sólo que esta vez no era el emperador quien hacía frente a la muerte, sino Skywalker.
Y no era una visión. Era real.
—Observa con atención, Mara Jade —dijo C'baoth, con voz dura pero extrañamente nostálgica—. A menos que te pliegues por tu propia voluntad a mi autoridad, algún día te enfrentarás a la misma batalla.
Mara le miró de soslayo. C'baoth contemplaba el duelo que había preparado con una fascinación casi espeluznante. Ella era la culpable, sin duda, cuando le había conocido en Jomark. El trabajo que el Maestro Jedi había llevado a cabo para Thrawn le había permitido saborear el poder; y como el emperador antes que él, la cata no había sido suficiente.
Sin embargo, al contrario que el emperador, no iba a contentarse con el control de planetas y enemigos. Su imperio sería más personal: mentes reformadas y reconstruidas según su concepción de la mente.
Lo cual significaba que Mara estaba en lo cierto desde el principio. C'baoth estaba completamente loco.
—No es una locura ofrecer la riqueza de mi gloria a los demás —murmuró C'baoth—. Es un regalo por el que muchos morirían.
—Le estás dando un buen adelanto a Skywalker —replicó Mara.
Meneó la cabeza para intentar despejarla. Entre sus recuerdos, ¡ un eco de la extraña presión que atormentaba la mente de Skywalker, y la presencia insoportable de C'baoth a dos metros de distancia, intentar clarificar sus pensamientos era como intentar volar en un aeroplano durante una tormenta de invierno.
Pero existía una pauta mental que el emperador le había enseñado mucho tiempo atrás, una pauta que utilizaba cuando quería ocultar sus órdenes a todo el mundo, incluido Vader. Si podía despejar su mente lo bastante para convocarla...
Una oleada de dolor se abrió paso entre el torbellino.
—No intentes ocultarme tus pensamientos, Mara Jade —la reprendió con severidad C'baoth—. Ahora eres mía. Una aprendiza no tiene derecho a esconder sus pensamientos a su maestro.
—Así que ya soy tu aprendiza, ¿eh? —gruñó Mara. Apretó los dientes para superar el dolor y trató una vez más de recuperar la pauta. Esta vez lo logró—. Pensaba que sería después de arrodillarme ante ti.
—Te burlas de mi visión —dijo C'baoth, en tono petulante—, pero te arrodillarás ante mí.
—Como Skywalker, ¿verdad? Suponiendo que sobreviva.
—Será mío —insistió C'baoth, muy seguro—, al igual que su hermana y sus sobrinos.
—Y entonces, juntos, curaréis la galaxia —dijo Mara, mientras contemplaba su rostro y escuchaba la confusión que bullía en su mente.
Sí, daba la impresión de que la barrera mantenía a raya a C'baoth. Si podía alargar un poco más aquella privacidad...
—Me decepcionas, Mara Jade. —C'baoth meneó la cabeza—. ¿De veras crees que necesito escuchar tus pensamientos para leer en tu corazón? Como los seres inferiores de la galaxia, buscas mi destrucción. Una idea absurda. ¿Acaso no te enseñó nada el emperador sobre tu destino?
—No leyó muy bien el suyo, al menos eso lo sé —replicó Mara.
Escuchó los latidos de su corazón, en tanto contemplaba a C'baoth. Si su mente errática decidía que ella era una auténtica amenaza y la atacaba de nuevo con aquellos rayos...
C'baoth sonrió y extendió los brazos a los lados.
—¿Sientes la necesidad de medir tu fuerza contra la mía, Mara Jade? Vamos, hazlo.
Mara le miró unos segundos, casi al borde de las lágrimas. Parecía tan viejo y desvalido, y ella contaba con su barrera mental y el mejor adiestramiento de combate que el emperador le había podido proporcionar. Sólo tardaría unos segundos...
Respiró hondo y bajó los ojos. No, ahora no. Así no, con aquellas presiones que asediaban su mente. Jamás lo lograría.
—Mátame ahora y no podré postrarme de hinojos ante ti —murmuró, y sus hombros se hundieron en señal de derrota.
—Muy bien —ronroneó C'baoth—. Aún te queda prudencia, a fin de cuentas. Mira, y aprende.
Mara se volvió hacia el pasamanos, pero no para contemplar el duelo. Allí abajo, en algún lugar, estaba el desintegrador que C'baoth le había arrebatado cuando había neutralizado, como fuera, a los ysalamiri de la montaña y recobrado la Fuerza. Si pudiera encontrarlo antes de que C'baoth comprendiera que no había tirado la toalla...
Al otro lado del salón, Skywalker volvió a saltar sobre la pasarela. El clon se dispuso a actuar, con la espada de luz alzada sobre su cabeza. La hoja blancoazulada erró a Skywalker por un pelo, y cortó el suelo de la pasarela y uno de los salientes de apoyo que la sujetaban al techo. El metal torturado cedió con un chirrido estremecedor bajo el peso de Skywalker.
Cayó al suelo, más o menos de pie, y se apoyó sobre una rodilla. Extendió la mano, y la espada que caía hacia el clon cambió bruscamente de dirección. Se desvió hacia la mano de Skywalker...
Y se inmovilizó en el aire. Skywalker se puso en tensión. Los músculos de su mano se tensaron visiblemente mientras su mente se expandía.
—Así no, Jedi Skywalker —le reprendió C'baoth.
Mara se volvió y vio que el anciano también había extendido la mano hacia la espada vagabunda. El clon, por su parte, estaba inmóvil, como a sabiendas de que C'baoth le apoyaba.
Tal vez era así. Tal vez su cuerpo no era otra cosa que la prolongación de la mente de C'baoth.
—El duelo ha de ser a muerte —continuó C'baoth—. Ha de ser arma contra arma, mente contra mente, alma contra alma. Algo menos no os proporcionará el conocimiento necesario para servirme como es debido.
Skywalker era bueno, sin duda. Acosado por aquella extraña presión mental, debía de saber que no estaba a la altura de C'baoth. Mara percibió un sutil cambio en su concentración. De pronto, lanzó la espada hacia atrás, la hoja blancoverdosa voló hacia el puño de la otra espada.
Pero si C'baoth no permitía a Skywalker desarmar a su enemigo, tampoco le dejaría destruir su arma. Mientras la espada descendía, un pequeño objeto surgió de las sombras, a la derecha de Skywalker, golpeó su hombro y desvió su brazo lo suficiente para que la espada errara su objetivo. Un instante después, el viejo Jedi liberó la espada del clon de la presa mental de Skywalker, y la envió hacia su contrincante. El clon la levantó. Luke, cansado, se puso en pie, dispuesto a continuar la batalla.
Pero a Mara no le interesaban de momento las espadas de luz. En el suelo, a dos metros de los pies de Skywalker, estaba el objeto que C'baoth le había arrojado.
El desintegrador de Mara.
Miró de reojo a C'baoth y se preguntó si la estaría observando. De hecho, tenía la mirada perdida en la nada, con una extraña sonrisa infantil en el rostro.
—Ha venido —dijo, con voz apenas audible por culpa del entrechocar de espadas—. Sabía que lo haría. —De pronto, miró a Mara—. Ella está aquí, Mara Jade.
Señaló con gesto melodramático hacia el turboascensor en que Skywalker y ella habían subido.
Mara se volvió, no muy convencida de que debía apartar los ojos del Jedi. La puerta del turboascensor se abrió y Solo salió, con el desintegrador preparado. Y detrás de él...
Mara contuvo el aliento y todo su cuerpo se puso rígido. Era Leia Organa Solo, que sostenía un desintegrador en una mano y su espada de luz en la otra. Detrás de ella, dos vornskrs atados con correas.
Era Karrde. ;
¿Organa Solo? ¿Karrde?
—Leia, Han, retroceded —gritó Skywalker cuando los recién llegados avanzaron por el pasadizo hacia la parte principal del salón del trono—. Es demasiado peí...
—Bienvenida, mi nueva aprendiza —exclamó alegremente C'baoth.
Su voz apagó a la de Skywalker cuando despertó sonoros ecos en la estancia—. Ven a mí, Leia Organa Solo. Yo te enseñaré los verdaderos caminos de la Fuerza.
Solo tenía en mente una lección muy diferente. Llegó al final del pasillo, apuntó y disparó.
Sin embargo, aun ebrio de satisfacción, no se podía burlar con tanta facilidad el poder de C'baoth. El desintegrador de Mara saltó del suelo para interponerse en el camino del rayo. Su culata estalló en una nube de chispas. El segundo fue bloqueado de manera similar. El tercero alcanzó el estuche de energía del arma, y convirtió el desintegrador en una bola de fuego espectacular. El desintegrador de Solo voló de su mano antes de que pudiera hacer fuego por cuarta vez.
Y C'baoth se volvió loco.
Lanzó un horrísono chillido de rabia que pareció prender fuego al aire. Mara dio un brinco cuando el penetrante sonido taladró sus oídos.
Y al instante siguiente estuvo a punto de caer por encima del pasamanos cuando la Fuerza equivalente al chillido la golpeó.
Jamás había experimentado nada semejante, ni por parte de Vader, ni del mismísimo emperador. Aquella ferocidad animal, la pérdida total de todo autocontrol, era como estar sola al aire libre en mitad de una violenta tempestad. Oleada tras oleada de furia la azotaron, se abrieron paso por la barrera mental que había creado y agitaron su mente con una combinación entumecedora de odio y dolor. Vio que Skywalker y Organa Solo se tambaleaban, víctimas del ataque; oyó que los vornskrs de Karrde aullaban de dolor.
Y de las manos extendidas de C'baoth brotó un haz de rayos.
Mara se encogió de dolor compartido cuando Solo salió despedido hacia el pasamanos que rodeaba el holograma. Por encima de los chasquidos de los rayos, oyó que Organa Solo gritaba el nombre de su hermano y saltaba a su lado, dejaba el desintegrador y encendía la espada de luz, justo a tiempo de parar el tercer haz de rayos. De pronto, C'baoth apuntó hacia la pasarela que colgaba precariamente sobre sus cabezas. Los rayos centellearon de nuevo.
Y el centro de la pasarela se partió con un chasquido metálico, precipitándose hacia Leia Organa Solo.
Lo anticipó, o quizá el adiestramiento proporcionado por Skywalker la había enseñado a utilizar la Fuerza para prevenir el peligro. Cuando el pesado metal se precipitó sobre ella, levantó la espada de luz y asestó un mandoble a la pasarela, de modo que la parte principal se desvió y se estrelló en el suelo frente a Karrde y los vornskrs, pero no tuvo tiempo de esquivar el extremo cercenado. La alcanzó en la cabeza y el hombro. La espada escapó de su mano, y la princesa se derrumbó en el suelo, al lado de Solo.
—¡Leia! —gritó Skywalker.
Lanzó una mirada de angustia a su hermana. De repente, pareció olvidar aquel zumbido debilitador, porque pasó de una defensa atontada a un ataque furioso. El clon retrocedió, apenas capaz de aguantar la embestida de Skywalker. Saltó a la escalera y subió dos peldaños cuando Luke cargó contra él, y luego ganó de un brinco la plataforma de guardia restante. Por un segundó, Mara pensó que Skywalker iba a perseguirle hasta allí, o cortar la base de la plataforma para que cayera.
No hizo ninguna de ambas cosas. A mitad de la escalera, el rostro perlado de sudor, miró a C'baoth con una expresión que provocó escalofríos a Mara.
—¿También quieres destruirme a mí, Jedi Skywalker? —dijo C'baoth, con voz mortalmente serena—. Qué estupidez. Podría aplastarte como a un insecto.
—Tal vez —respondió Skywalker, con la respiración entrecortada—, pero si lo haces, nunca conseguirás controlar mi mente. C'baoth le estudió.
—¿Qué quieres?
Skywalker movió la cabeza en dirección a su hermana y a Solo.
—Déjales marchar. A todos. Ahora. —Sus ojos se desviaron hacia Mara—. Y a ella también.
—¿Y si lo hago?
Un músculo se agitó en la mejilla de Skywalker. Movió un dedo y la espada se apagó.
—Déjales marchar —dijo en voz baja—, y yo me quedaré.
Se oyeron golpes sordos en las cercanías, que añadieron un latido irregular a los siniestros sonidos de respiración que susurraban en la caverna de clonación. Un rayo de rifle al estrellarse contra metal pesado, decidió Lando, y dirigió una veloz mirada hacia las puertas que rodeaban el pasillo. Hasta el momento, todas parecían bien aseguradas, pero sabía que la situación no se prolongaría mucho más. Los milicianos no estaban disparando a las puertas por el placer de practicar el tiro al blanco, y seguramente recibirían bolsas de explosivos de un momento a otro.
Desde el otro lado de la columna, Chewbacca rugió una advertencia.
—Tengo la cabeza agachada —dijo Lando, y escudriñó el hueco practicado entre dos anchos conductos, para examinar el laberinto de cables y tubos de colores. ¿Dónde estaba aquella conexión de la bomba repulsora...?
La había localizado y estaba introduciendo la carga, cuando el pitido de su comunicador se disparó de repente, coreado un segundo después por el de Chewbacca. Lando frunció el ceño, casi esperando que algún experto imperial hubiera localizado su canal, y lo sacó.
—Carlissian —dijo.
—Ah... General Carlissian —contestó la voz precisa de Ce-trespeó—. Veo que Erredós ha conseguido eliminar la interferencia. Sorprendente, de hecho, teniendo en cuenta todos los problemas que hemos debido...
—Buen trabajo, díselo —cortó Lando. No era el momento más adecuado para charlas placenteras con Cetrespeó—. ¿Algo más?
—Ah, sí, señor. Los noghri preguntan si desea que volvamos a ayudarle.
Otro impacto, esta vez más fuerte.
—Ojalá pudierais —suspiró Lando—, pero no lo conseguiréis a tiempo. —Otro estruendo, y ahora vio que la puerta opuesta al puente temblaba a causa del impacto—. Tendremos que salir de aquí por nuestros propios medios.
Desde el otro lado de la plataforma de trabajo, Chewbacca rugió su opinión, muy poco entusiasta.
—Pero si Chewbacca quiere que regresemos...
—No llegaréis a tiempo —insistió Lando—. Diles a los noghri que, si quieren ser útiles, suban al salón del trono y echen una mano a Han.
—Demasiado tarde —intervino una nueva voz, en voz muy baja.
Lando frunció el ceño.
—¿Han?
—No, soy Talón Karrde —se identificó el otro—. He venido con la consejera Organa Solo. Estamos en el salón del trono...
—¿Leia está aquí? ¿Qué...?
—Cierra el pico y escucha —le interrumpió Karrde—. Ese Maestro Jedi de Luke, Joruus C'baoth, también está aquí. Ha puesto fuera de combate a Solo y Organa Solo, y tiene a Luke luchando contra lo que parece ser su clon. En este momento no me presta la menor atención, pero lo hará en cuanto yo intente algo.
—Luke dijo que la Fuerza estaba bloqueada.
—Lo estaba, pero C'baoth la ha recuperado. ¿Estás en los tanques de clonación?
—Encima de ellos, sí. ¿Por qué?
—Organa Solo sugirió antes que habría montones de ysalamiri esparcidos por esa zona. Si consigues sacar algunos de sus armazones alimenticios y los subes aquí, quizá podamos detenerle.
Chewbacca emitió un gruñido plañidero, y Lando torció los labios. Ese era el motivo de las explosiones de discos detonantes.
—Demasiado tarde —dijo a Karrde—. C'baoth ya los ha matado a todos.
El comunicador quedó silencioso un largo momento.
—Entiendo —dijo por fin Karrde—. Bien, eso lo explica todo. ¿Alguna sugerencia? Lando titubeó.
—No. Si se nos ocurre algo, te informaremos.
—Gracias —dijo Karrde, con excesiva sequedad—. Esperaré. Se oyó un clic cuando cortó la comunicación.
—¿Sigues ahí, Cetrespeó? —preguntó Lando.
—Sí, señor.
—Que Erredós vuelva al ordenador. Que haga lo posible para alejar a las tropas de ese tubo de admisión por el que entramos. Después, tú y los noghri dirigíos hacia allí.
—¿Nos vamos, señor? —preguntó Cetrespeó, claramente estupefacto.
—Exacto. Chewie y yo os seguiremos, así que moveos con rapidez, si no queréis que os atropellemos. Avisa a los dos noghri que Luke envió con aquel grupo de myneyrshi. ¿Comprendido?
—Sí, señor —dijo Cetrespeó, vacilante—. ¿Y el amo Luke y los demás?
—De eso me ocupo yo. Manos a la obra.
—Sí, señor.
Otro clic.
Siguió un momento de silencio. Chewbacca lo rompió con la pregunta inevitable.
—Creo que no nos queda otra elección —contestó Lando en tono sombrío—. Por la forma en que Luke y Mara hablan de él, C'baoth debe de ser tan peligroso como lo era el emperador, como mínimo. Puede que más. Hemos de volar todo el almacén y confiar en llevárnoslo por delante de paso.
Chewbacca rugió una objeción.
—No podemos. —Lando meneó la cabeza—. Al menos, hasta que no esté montado y listo. Si advertimos a alguien de arriba, C'baoth se enterará. Hasta le daría tiempo de detenerlo.
Otro impacto ahogado por la puerta.
—Vamos, terminemos de una vez.
Lando cogió el último explosivo. Con suerte, tendrían tiempo de disponer el truco de la resonancia arrítmica de Chewbacca antes de que los milicianos entraran. Con un poco más de suerte, los dos lograrían salir vivos de la caverna.
Y con muchísima más, quizá encontrarían una forma de avisar a Han y a los demás antes de que toda la caverna se viniera abajo.
El salón del trono permaneció en silencio durante un largo momento. Mara miró a Skywalker y se preguntó si comprendía lo que estaba diciendo. Ofrecerse voluntariamente para quedarse con C'baoth...
Skywalker la miró de reojo y, pese al zumbido que nublaba su mente, leyó sus temores secretos. Sabía lo que estaba diciendo, desde luego. Y lo decía en serio. Si C'baoth aceptaba su oferta, se iría voluntariamente con el Jedi loco. Se sacrificaría por salvar a sus amigos.
Incluyendo a la mujer que había prometido matarle.
Mara desvió la vista, incapaz de mirarle. Sus ojos descubrieron a Karrde, medio oculto tras los restos de la pasarela y arrodillado entre sus dos vornskrs. Los acariciaba, les hablaba en voz baja, tal vez para calmarles después de sufrir el impacto de la Fuerza de C'baoth. Miró a los animales, pero no parecían malheridos. Karrde debió de observar los movimientos de su cabeza. La miró con semblante inexpresivo. Sin dejar de acariciar a los vornskrs, ladeó un poco la cabeza hacia Solo y Organa Solo. Mara frunció el ceño y siguió su mirada.
Y se quedó petrificada. Junto a la sección de la pasarela que casi cubría a su mujer, Solo se estaba moviendo. Poco a poco, un par de centímetros cada vez, se arrastraba sobre el suelo.
Hacia el desintegrador que Organa Solo había dejado caer.
—Pides demasiado, Jedi Skywalker —advirtió con suavidad C'baoth—. Mara Jade será mía. Ha de ser mía. Es el destino que exige la Fuerza. Ni siquiera tú puedes jugar con eso.
—Exacto —intervino Mara.
Miró a C'baoth y dotó a su voz de todo el sarcasmo que pudo reunir. Fuera cual fuera el riesgo, tenía que distraer la atención de C'baoth del otro extremo del salón lo máximo posible.
—Aún tengo que postrarme de hinojos a tus pies, ¿recuerdas?
—Me insultas, Mara Jade —dijo C'baoth, dedicándole una malévola sonrisa—. ¿Crees que es tan fácil despistarme?
Sin dejar de mirarla, engarfó un dedo.
Y cuando la mano de Solo se extendió para cogerlo, el desintegrador se alejó otro medio metro.
Un cambio sutil se produjo en la plataforma de vigilancia.
—¡Cuidado, Skywalker! —chilló Mara.
Skywalker giró en redondo, encendió la espada de luz y adoptó una postura defensiva. El clon, recuperada su valentía, se lanzaba sobre él. Las dos hojas se encontraron con un impacto que lanzó a Skywalker hacia el borde de la escalera. Dio un paso más, intentó recuperar el equilibrio, y saltó al suelo.
Mara lanzó una veloz mirada a Solo cuando el clon saltó sobre el borde en su persecución. Si el clon era en verdad una extensión de la mente de C'baoth...
Pero no. Cuando Solo intentó apoderarse una vez más del desintegrador, éste volvió a alejarse. El esfuerzo que C'baoth estaba realizando en el duelo a espada no le impedía concentrarse en juguetear con sus prisioneros.
—¿Lo ves, Mara Jade? —preguntó en voz baja C'baoth. Su furia se había aquietado, la diversión que le ocasionaba jugar con sus prisioneros había pasado, y ahora había llegado el momento de volver al importantísimo asunto de construir su Imperio—. Es inevitable. Yo gobernaré..., y junto con Skywalker y su hermana, tú me servirás. Y todos seremos grandes juntos.
De repente, se apartó un largo paso del pasamanos situado al otro lado de la escalera. Justo a tiempo. Un instante después, Skywalker estaba de vuelta, gracias a un salto desde el suelo del salón. Aterrizó con la espalda vuelta hacia Mara y se tambaleó un poco antes de recobrar el equilibrio. Se produjo otro relámpago de luz, esta vez blancoazulado, cuando el clon brincó por encima del pasamanos en su persecución, imprimiendo feroces arcos horizontales a su espada para impedir ser atacado. Skywalker retrocedió. Mara vio que C'baoth se apresuraba a retroceder otro paso. El clon cargó hacia Skywalker, sin dejar de agitar la espada. Skywalker siguió retrocediendo, al parecer sin darse cuenta de que detrás sólo había la sólida pared rocosa.
Contra la cual quedaría atrapado.
Mara descubrió que C'baoth la estaba mirando de nuevo.
—Como ya te dije, Mara Jade, inevitable. Contigo y Skywalker a mi lado, los pueblos inferiores de la galaxia acudirán a nosotros en tropel, como hojas en el viento. Sus corazones y almas serán ^nuestros.
Hizo un ademán en dirección al otro lado de la sala. Karrde, todavía agachado detrás de la plataforma destruida, dio un brinco de sorpresa cuando su desintegrador se elevó de la funda y voló por el aire hacia C'baoth. La espada de Organa Solo y el desintegrador que Solo intentaba coger se reunieron con él a mitad de camino.
—Al igual que sus insignificantes armas —añadió C'baoth.
Levantó una mano negligente para recibirlas y volvió los ojos hacia el duelo, que avanzaba hacia su conclusión inevitable.
Era la oportunidad que Mara esperaba, tal vez la última que le quedaba. Se abrió paso entre el caos que rodeaba su mente, proyectó la Fuerza y concentró sus ojos y su mente en las armas que volaban hacia la mano de C'baoth. Notó que descuidaba su control...
Y la espada de luz de Organa Solo se apartó de los desintegradores para posarse en su mano.
C'baoth giró en redondo, y los desintegradores cayeron con estrépito sobre la escalera.
—¡No! —chilló, con la cara retorcida en una horrible mueca de miedo, confusión y terror.
Mara percibió que tiraba frenéticamente de la espada, pero sin convicción, y esta vez no contaba con el factor sorpresa. Dentro de unos instantes se recuperaría de la conmoción, pero Mara no tenía la menor intención de concederle ese tiempo. Encendió la espada y cargó.
El clon debió de oír que se acercaba, desde luego; era inevitable, teniendo en cuenta el ruido inconfundible de la espada. Sin embargo, con Skywalker acorralado contra el muro, la tentación de acabar de una vez por todas con su enemigo era demasiado grande para resistirse.
Atacó por última vez, su espada de luz se hundió en la pared, cuando Skywalker se agachó...
Y con un brillante destello de componentes electrónicos destrozados, la pared estalló hacia fuera, por encima de la cabeza de Skywalker, directamente sobre la cara del clon.
Al fin y al cabo, Skywalker no se había aplastado contra la pared, sino contra una de las pantallas del salón del trono.
El clon chilló, el primer sonido que Mara recordaba haberle oído, y se tambaleó hacia atrás. Dio media vuelta hacia el ruido de la espada de luz, el rostro contorsionado de ira y temor, los ojos todavía nublados. Levantó la espada para atacar.
MATARÁS A LUKE SKYWALKER.
Mara se agachó para esquivar la espada y clavó los ojos en su cara. La cara de Skywalker. La cara que había habitado sus pesadillas durante casi seis años. La cara que el emperador le había ordenado destruir.
MATARÁS A LUKE SKYWALKER.
Y por primera vez desde que había encontrado a Skywalker y su caza X averiado, flotando en las profundidades del espacio, se rindió a la voz que remolineaba en el interior de su mente. Imprimió un giro con todas sus fuerzas a la espada de luz y la descargó.
El clon se derrumbó. Su espada cayó al suelo con estrépito metálico, a su lado.
Mara bajó la vista hacia el clon y, mientras respiraba entrecortadamente, la voz que ocupaba su mente enmudeció.
Lo había hecho. Había cumplido la última orden del emperador.
Y por fin, estaba libre.



28




—Parece que están todos, capitán —dijo Thrawn. Contempló por la portilla del puente las naves de guerra rebeldes, desplegadas a lo largo de los bordes de los conos gravitatorios de los Cruceros Interceptores—. Ordene al Inexorable y al Centinela que vuelvan a sus posiciones en la línea de demarcación. Que todas las naves de guerra se preparen para enfrentarse al enemigo.
—Sí, señor.
Pellaeon meneó la cabeza asombrado, mientras tecleaba las órdenes. Una vez más, contra todo pronóstico, el gran almirante Thrawn había demostrado que estaba en lo cierto. La flota de combate rebelde estaba allí.
Y probablemente se preguntarían en este mismo momento qué había fallado en su inteligente estratagema.
—Pienso, gran almirante, que tal vez no deberíamos destruirles a todos —sugirió—. Alguien debería regresar a Coruscant para contarles el fracaso.
—Estoy de acuerdo, capitán, aunque dudo que sea ésa su interpretación. Lo más probable es que lleguen a la conclusión de que han sido traicionados.
—Es posible. —Pellaeon lanzó una veloz ojeada alrededor del puente. Había creído oír un tenue sonido, algo así como un crujido o un gruñido gutural. Escuchó con atención, pero el sonido no se repitió—. De todos modos, nos beneficiará igualmente.
—Ya lo creo —admitió Thrawn—. ¿Elegimos el Crucero Estelar del almirante Ackbar como mensajero?
Pellaeon sonrió. Ackbar. Que había sobrevivido a duras penas a las acusaciones de incompetencia y traición lanzadas por el consejero Borsk Fey'lya, con motivo de la operación en los astilleros de Sluis Van. Esta vez no tendría tanta suerte.
—Muy hábil, almirante —dijo.
—Gracias, capitán.
Pellaeon miró a Rukh, erguido en silencio tras la butaca de Thrawn, y se preguntó si el noghri apreciaba la ironía de la situación. Teniendo en cuenta la falta de sofisticación de su especie, era de esperar lo contrario.
Enfrente, destellos de fuego láser menudeaban cada vez más, a medida que los escuadrones de cazas empezaban a enfrentarse. Pellaeon se acomodó en su butaca, contempló las pantallas y se preparó para la batalla. Para la batalla, y para la victoria.
—Cuidado, Jefe Pícaro, te siguen dos —resonó la voz de Pícaro Dos en los oídos de Wedge—. ¿Pícaro Seis?
—Confirmado, Pícaro Dos. Doble blanco dentro de tres segundos. Uno, dos...
Wedge imprimió un brusco giro a su aparato. Los dos cazas TIE, que intentaron imitar su maniobra sin perderle de vista, ni siquiera llegaron a ver a los dos cazas X que les pisaban los talones.
—Gracias —dijo Wedge, dos explosiones más tarde.
—Ningún problema. ¿Qué hacemos ahora?
—No sé —admitió.
Dedicó un rápido vistazo a la batalla que rugía a su alrededor. Hasta el momento, el almirante Ackbar aún mantenía a sus Cruceros Estelares en formación de combate, pero a juzgar por el castigo que estaban recibiendo las naves de apoyo por parte de los imperiales, la situación podía degenerar en un caos total de un momento a otro. En cuyo caso, los escuadrones de cazas quedarían abandonados a su suerte.
Cosa que ya sucedía ahora. Había que encontrar un blanco adecuado.
Pícaro Dos debió de pensar lo mismo.
—Jefe Pícaro, pienso que esos imperiales no habrían traído tantas naves para aplastarnos si tuvieran que proteger, al mismo tiempo, los astilleros de Bilbringi.
Wedge estiró el cuello para observar los destellos de luces. Silueteados contra ellas, distinguió los oscuros y ominosos contornos de cuatro estaciones de combate Golan II, como mínimo.
—Estoy de acuerdo —dijo—, pero creo que haría falta algo más que un ataque del legendario Escuadrón Pícaro para ponerles nerviosos.
—Comandante Antilles, aquí el Centro de Comunicaciones de la Flota —interrumpió una voz—. Recibimos una señal urgente para usted, emitida en un código cifrado diplomático de la Nueva República. ¿Le interesa?
Wedge parpadeó. ¿Un código cifrado diplomático? ¿Allí?
—Creo que sí. Pásemelo.
—Sí, señor. Oyó un clic.
—Hola, Antilles —dijo en su oído una voz vagamente familiar—. Me alegro de volver a verte.
—Estoy seguro de que el sentimiento es mutuo —contestó Wedge, ceñudo—. ¿Quién eres?
—Oh, vamos —se burló el otro—. ¿Has olvidado ya aquellos maravillosos momentos que pasamos frente a la cantina de Mumbri Storve?
¿La cantina de...?
—¿Aves?
—Caramba, muy bien. Tu memoria mejora.
—Es difícil olvidaros. ¿Dónde estás?
—Justo en medio de esa gran llamarada de luces imperiales que tienes a un lado —explicó Aves, con voz algo malhumorada—. Me gustaría saber por qué estáis atacando este lugar, en lugar de Tangrene, como nosotros pensábamos.
—Me gustaría saber cuál era aquel trabajito del que os ibais a encargar —replicó Aves—. Conseguimos engañarnos mutuamente, ¿eh?
—Ya lo creo. Engañamos a todo el mundo, excepto al gran almirante.
—Dímelo a mí. Bueno, ¿es una llamada informal, o qué?
—Tal vez, o tal vez no. Escucha, dentro de noventa segundos, algunos de nosotros vamos a intentar apoderarnos de la TCCG que hemos venido a buscar. Después, adiós muy buenas.
Adiós muy buenas de unos astilleros imperiales. Hasta parecía sencillo.
—Buena suerte.
—Gracias. Lo digo porque da igual en qué dirección nos larguemos, aunque tal vez a ti no te resulte tan indiferente. Wedge notó que una tensa sonrisa acudía a sus labios.
—Es posible. Si pasarais cerca de esas Golan II, tal vez podríais acribillarlas un poco desde atrás, de paso.
—A mí me parece una buena ruta. Claro que la cosa se pondrá fea fuera del perímetro. Todas esas naves y chismes disparando sin cesar. Supongo que no podríais proporcionarnos una escolta amigable a partir de ese punto...
Wedge reflexionó. Era posible. Si los hombres de Aves podían destruir tan sólo una Golan II, abrirían los astilleros a una incursión de la Nueva República. A menos que los imperiales se resignaran a sacrificarla, tendrían que destinar algunas de sus fuerzas a ese lado, para tapar el hueco y rechazar a las naves que se infiltraran.
Y desde el punto de vista de los contrabandistas, contar con la protección de naves pertenecientes a la Nueva República les sería de gran ayuda. Un excelente intercambio.
—Trato hecho —dijo a Aves—. Dame un par de minutos y te conseguiré esa escolta.
—Una escolta amigable, no lo olvides —advirtió Aves—. Ya sabes a qué me refiero.
—Sé exactamente a qué te refieres.
El odio tradicional de los mon calamari hacia los contrabandistas y el contrabando era la leyenda del comedor de oficiales, y Wedge tenía tantas ganas de ponerla a prueba como Aves. Por eso el contrabandista había acudido a él, en lugar de ofrecer su ayuda a Ackbar y los otros mandos de la flota.
—No te preocupes, lo tengo todo controlado —añadió.
—De acuerdo. Bueno, ahí viene la primera carga. Hasta luego. El comunicador enmudeció.
—¿Vamos a intervenir? —preguntó Pícaro Once.
—Vamos a intervenir —confirmó Aves, imprimiendo a su caza un giro cerrado a estribor—. Pícaro Dos, informa al Mando y solicita apoyo. No menciones el nombre de Aves. Di que nos hemos coordinado con un grupo de resistencia independiente que se encuentra dentro de los astilleros.
—Recibido, Jefe Pícaro.
—¿Y si Ackbar no quiere correr el riesgo? —preguntó Pícaro Siete.
Wedge miró hacia las luces del astillero. Una vez más, como en tantas otras ocasiones, todo iba a reducirse a una cuestión de confianza. Confianza en un granjero, recién salido de un planeta desierto, para guiarle en el ataque a la primera Estrella de la Muerte. Confianza en un antiguo apostador, que podía tener o no alguna experiencia en combate, para guiarle en el ataque a la segunda Estrella de la Muerte. Y ahora, confianza en un contrabandista que igual le traicionaba por un buen precio.
—Da igual —dijo—. Vamos a intervenir, con o sin apoyo.
La espada de Mara centelleó y atravesó al clon Luuke. El clon se desplomó, su espada cayó al suelo, y yació inmóvil.
De pronto, la presión que atormentaba la mente de Luke se desvaneció.
Se levantó frente a la pantalla a la que había arrastrado al clon y aspiró lo que se le antojó la primera bocanada de aire puro desde hacía horas. La prueba había terminado.
—Gracias —dijo en voz baja a Mara.
La mujer retrocedió un paso del clon muerto.
—No hay de qué. ¿Tienes la mente despejada ya? De modo que había percibido el zumbido de su mente. Se preguntó cómo.
—Sí —asintió, y aspiró otra maravillosa bocanada de aire limpio—. ¿Y la tuya?
Mara le dirigió una mirada divertida e irónica a la vez, pero Luke, por primera vez desde que se conocían, no vio dolor ni odio en sus ojos.
—He hecho lo que él quería que hiciera —dijo Mara—. Se acabó.
Luke miró hacia el otro lado del salón del trono. Karrde había atado las correas de los vornskrs a la pasarela derrumbada y se abría paso con cautela entre los restos. Han, ya de pie, ayudaba a una Leia todavía aturdida a liberarse de la sección que había caído sobre ella.
—Leia —llamó Luke—. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien —respondió la princesa—. Un poco atontada. Salgamos de aquí, ¿eh?
Luke se volvió hacia C'baoth. El anciano Jedi contemplaba al clon muerto. Sus manos se agitaban a los costados, y a sus ojos asomaba la furia, la decepción y la locura.
—Sí —dijo—. Vámonos, Mara.
—Adelantaos. Me reuniré con vosotros enseguida.
Luke la miró fijamente.
—¿Qué vas a hacer?
—¿Y a ti qué te parece? Voy a rematar la faena, como debí hacerlo en Jomark.
C'baoth levantó los ojos lentamente hacia ella.
—Morirás por esto, Mara Jade —dijo, su voz serena más aterradora que cualquier estallido de rabia—. Poco a poco, entre horribles dolores.
Respiró hondo, levantó las manos convertidas en puños hasta el pecho y cerró los ojos.
—Ya lo veremos —murmuró Mara. Levantó la espada y avanzó hacia él.
Empezó como un trueno lejano, más intuido que oído. Luke paseó la vista por el salón, asediado por una premonición de peligro, pero no vio nada anormal. El ruido adquirió más intensidad...
De pronto, las secciones del techo situadas sobre Mara y él se derrumbaron con una explosión ensordecedora.
—¡Cuidado! —gritó Luke.
Alzó las manos para protegerse la cabeza y trató de saltar a un lado, pero el centro de la cascada de rocas se movió con él. Lo intentó de nuevo, pero esta vez casi perdió el equilibrio cuando su pie quedó atrapado en una montaña de piedras que le llegaban hasta el tobillo. Demasiado pequeñas y numerosas para desviarlas mediante la Fuerza, siguieron cayendo y golpeándole. A través del polvo que remolineaba a su alrededor, vio que Mara se desplomaba bajo el diluvio, mientras intentaba protegerse la cabeza con una mano y agitaba la espada para rechazar las piedras. Luke oyó que Han gritaba algo desde el otro lado del salón, y adivinó que ellos también sufrían un ataque similar.
C'baoth, a quien no alcanzaba la lluvia de piedras que había desencadenado, levantó los brazos.
—¡Soy el Maestro Jedi C'baoth! —tronó, con voz que dominó al rugido de la cascada—. El Imperio, el universo, son míos.
Luke adoptó una postura defensiva, presagiando un nuevo peligro, pero la intuición, una vez más, no le sirvió de nada. El rayo lanzado por C'baoth se estrelló contra la espada de luz. Luke perdió el equilibrio por culpa del impacto y cayó de rodillas sobre la pila de piedras que le rodeaba. Cuando intentó ponerse en pie, una roca le alcanzó en un lado de la cabeza. Se tambaleó y cayó a un lado, apoyando una mano sobre las piedras. Nuevos rayos crearon una guirnalda de fuego en las rocas, y oleadas de dolor sacudieron su cuerpo. La espada le fue arrebatada de las manos; vio que volaba por encima de la barandilla hacia el extremo opuesto del salón del trono.
—Basta —gritó Mara.
A través del velo de dolor, Luke vio que estaba de rodillas sobre las piedras, agitando en vano la espada de luz, como si pretendiera alejarlas.
—Si vas a matarnos, hazlo de una vez.
—Paciencia, mi futura aprendiza —dijo C'baoth. Luke forzó la vista y, entre las piedras y el polvo, vislumbró la sonrisa soñadora del anciano—. Aún no puedes morir, al menos hasta que te haya conducido a la cámara de clonación del gran almirante.
Mara se estremeció, horrorizada.
—¿Qué?
—Porque he visto a Mara Jade arrodillada frente a mí —siguió C'baoth—. Una Mara Jade... u otra.
—Ya está —dijo Lando, mientras sujetaba el interruptor de activación a la última carga—. Démonos prisa y larguémonos de aquí.
Chewbacca rugió su aprobación desde el otro lado de la columna. Lando recogió su desintegrador, se levantó y dedicó una rápida inspección a las puertas que rodeaban el pasillo exterior. Hasta el momento, todo iba bien. Si lograban contener a los milicianos dos minutos más, lo bastante para que Chewbacca y él abandonaran la plataforma de trabajo y llegaran al pasillo...
Chewbacca rugió una advertencia. Lando escuchó con atención y oyó el tenue zumbido del acoplador de flujo negativo.
—Estupendo, Chewie. Vámonos. Se encaminó al final del puente... Y la puerta opuesta al puente estalló.
—¡Cuidado! —ladró Lando.
Se tiró sobre el puente y roció de fuego láser la nube de polvo y escombros que surgía de donde había estado la puerta. Rayos aturdidores volaron en su dirección. Detrás, la ballesta de Chewbacca respondió. Ni hablar de dos minutos.
Con la cara apretada contra el suelo de malla metálica, Lando contempló el puente. El puente y los dos delgados pero robustos pasamanos que corrían a ambos lados... Era una locura, pero podía salir bien.
—Chewie, acércate —gritó.
Rodó de costado y lanzó una veloz mirada hacia los controles del puente, situados sobre el pasamanos de la plataforma de trabajo. Control de extensión..., allí. Control de retracción... Control de parada de emergencia...
El puente se estremeció cuando Chewbacca se arrojó a su lado.
—Mantenles ocupados —dijo Lando.
Calculó la distancia, saltó hacia arriba y accionó en rápida sucesión el control de retracción y la parada de emergencia. El puente se apartó de la plataforma de trabajo y se detuvo, lo bastante lejos para que sus palancas de fijación se soltaran.
Chewbacca rugió una pregunta cuando el puente se inclinó un poco a causa del peso de su cuerpo.
—Ya lo verás —dijo Lando. Destellos de luz se encendieron a ambos lados, cuando otras dos puertas se desintegraron—. Cógete a los soportes del pasamanos y continúa disparando. Allá vamos.
Se sujetó con fuerza, apuntó y disparó.
Pero no a los milicianos que ya invadían el pasillo circular, sino al extremo del puente. Se elevaron nubes de chispas cuando sus disparos vaporizaron secciones de la malla que constituía el suelo, y saltaron pedazos de las barras de apoyo que había debajo. El puente experimentó tremendas sacudidas, a medida que Lando seguía destrozando su integridad estructural. A su lado, Chewbacca rugió una salvaje frase wookie que Lando jamás le había oído utilizar.
De pronto, con un horrible chirrido metálico, el puente cedió. Unido tan sólo al pasillo por los pasamanos todavía intactos, basculó hacia abajo. Lando aferró con fuerza el pasamanos cuando pasó de su posición horizontal a otra vertical.
El puente chocó con enorme violencia contra el pasamanos de la galería de clonación situada tres niveles más abajo.
—Aquí nos bajamos —dijo Lando—. Vámonos.
Enfundó el desintegrador con movimientos torpes y saltó a la galería. Chewbacca, con su natural destreza arbórea, le había precedido tres segundos antes.
Corrieron agachados tras los cilindros Spaarti hacia la puerta de salida de la galería, y cuando se encontraban a mitad de camino, la columna estalló.
Primero lo hicieron las cargas, que volaron secciones de cables y tubos en una serie de bolas de fuego que surgieron alrededor de la columna. Una nube de humo, polvo y líquidos alimenticios vaporizados se elevó en el aire, ocultando la escena. Fluidos multicolores empezaron a esparcirse desde todos lados. La plataforma de trabajo en la que habían estado un minuto antes se precipitó sobre la columna, causando todavía más destrozos. Del interior de la nube surgió el chisporroteo de líneas eléctricas cortocircuitadas y el estruendo de explosiones secundarias, que añadieron más materiales a la lluvia de escombros.
Con un horrible crujido de soportes rotos, las capas externas de la columna empezaron a desprenderse y caer hacia afuera.
Chewbacca rugió una advertencia.
—Yo tampoco —gritó Lando—. Salgamos de aquí.
Diez segundos más tarde estaban fuera, después de desintegrar al único guardia que vigilaba la puerta de salida del nivel. Se encontraban a dos pasillos de distancia cuando percibieron la lejana vibración producida por la caída de la columna al suelo de la caverna.
—Muy bien —jadeó Lando, sin dejar de mirar a ambos lados cada vez que cruzaban un pasillo transversal. Todo indicaba que Erredós había hecho un buen trabajo al destinar tropas a otros puntos, porque toda la zona parecía desierta—. La salida está por ahí. —Sacó el comunicador—. Llamaremos a los demás y saldremos de aquí. Han...
Dio un brinco cuando un violento ruido surgió del aparato.
—¿Han? —repitió.
—¿Lando? —contestó la voz de Han, casi inaudible a causa del ruido.
—Sí —confirmó Lando—. ¿Qué pasa ahí arriba?
—Este Jedi loco nos está tirando el tejado encima —gritó Han—. Leia y yo estamos algo protegidos, pero Mara y Luke no. ¿Dónde estáis?
—Cerca de la caverna de clonación —dijo Lando, con los dientes apretados. Si aquella resonancia arrítmica de Chewbacca funcionaba, uno de los reactores de la montaña empezaría a mostrar inestabilidades. Si no salían de la montaña antes de que volara por los aires...—. ¿Quieres que vayamos a ayudaros?
—No os molestéis —interrumpió la malhumorada voz de Karrde—. El turboascensor ya está bloqueado por una montaña de piedras. Creo que tenemos para rato.
Chewbacca rugió, loco de frustración.
—Olvídalo, Chewie, tampoco podríais hacer nada —dijo Han—. Aún nos quedan Luke y Mara. Quizá puedan detenerle.
—¿Y si no? —preguntó Lando, con el estómago revuelto—. Escucha, no os queda mucho tiempo. Creemos que hemos logrado crear una resonancia arrítmica en el núcleo de energía.
—Bien —dijo Han—. Significa que C'baoth tampoco saldrá.
—Han...
—Largaos de una vez —le interrumpió Han—. Chewie, ha sido estupendo, pero si no lo conseguimos, alguien tendrá que ocuparse de Jacen y Jaina, además de Winter. ¿Entendido?
—El Salvaje Karrde aguarda en el punto por donde entrasteis —añadió Karrde—. Os están esperando.
—De acuerdo —respondió Lando, rabioso—. Buena suerte.
Cortó la comunicación y encajó el aparato en su cinturón. Han tenía razón, desde allí no podían hacer nada contra C'baoth, pero con los turboláseres del Salvaje Karrde y los planos de Erredós...
—Vamos, Chewie —dijo. Se volvió hacia la salida y empezó a correr—. Aún no hemos terminado.
—Quizá sea mejor así —murmuró C'baoth, y miró con tristeza a Luke, cuando éste avanzó hacia él.
Luke parpadeó para quitarse el polvo de los ojos y levantó la vista hacia el anciano Jedi, intentando luchar contra el dolor que aún sentía.
El dolor y la sensación de derrota. Arrodillado en el suelo, atrapado por piedras que le llegaban más arriba de la cintura y no cesaban de caer, enfrentado a un Jedi loco que quería matarle...
No. Un Jedi ha de actuar cuando está sereno. En paz con la Fuerza.
—Escúcheme, maestro C'baoth —dijo—. Está enfermo, lo sé, pero yo puedo ayudarle.
Una docena de expresiones se sucedieron en el rostro de C'baoth, como si estuviera escogiendo entre diversas emociones.
—¿De veras? —dijo irónico—. ¿Y por qué harías-eso por mí?
—Porque lo necesita. Y porque le necesitamos. Posee un inmenso caudal de experiencia y poder que podría utilizar por el bien de la Nueva República. C'baoth resopló.
—El Maestro Jedi Joruus C'baoth no sirve a los seres inferiores, Jedi Skywalker.
—¿Por qué no? Todos los grandes Maestros Jedi de la Antigua República lo hicieron.
—Y por eso fracasaron. —C'baoth apuntó con un dedo a Luke—. Por eso los seres inferiores se alzaron y les mataron.
—Eso no es...
—¡Basta! —tronó C'baoth—. Da igual lo que pienses que necesitan de mí los seres inferiores. Yo lo decidiré. Aceptarán mi autoridad, o morirán. —Sus ojos relampaguearon—. Tú has gozado de esa oportunidad, Jedi Skywalker. Aún más, podrías haber gobernado a mi lado. En cambio, has elegido la muerte.
Una gota de sudor o sangre resbaló por la mejilla de Luke.
—¿Y Mara?
C'baoth meneó la cabeza.
—Mara Jade ya no es de tu incumbencia. Me ocuparé de ella más tarde.
—¡No! —gritó Mara—. Te ocuparás de mí ahora.
Luke la miró. Las piedras seguían lloviendo sobre su cabeza, pero, ante su asombro, la montaña de rocas alta hasta las rodillas que la había atrapado ya no existía. Ahora comprendió por qué: aquellos frenéticos sablazos de antes no habían sido los inútiles movimientos que había supuesto. Había practicado enormes agujeros en el suelo, por los que desaparecían las piedras.
Mara levantó la espada y cargó.
C'baoth dio media vuelta para hacerle frente, el rostro desfigurado de rabia.
—¡No! —chilló.
De nuevo, rayos blancoazulados brotaron de sus dedos. Mara los paró con la espada, pero vaciló cuando se vio rodeada de fuego. C'baoth disparó una y otra vez, mientras retrocedía hacia el trono y la pared. Mara siguió avanzando con tozudez.
De pronto, la lluvia de rocas cesó. Desde el borde de la pila que medio enterraba a Luke, volaron piedras hacia C'baoth. Dieron la vuelta por detrás y se precipitaron hacia la cara de Mara. Ésta se tambaleó, cerró los ojos para protegerlos y levantó el brazo derecho para intentar rechazarlas.
Luke apretó los dientes y trató de apartar las piedras que le paralizaban. No podía permitir que Mara luchara sola, pero fue inútil. El último ataque de C'baoth había debilitado sus músculos. Lo intentó de todos modos, sin hacer caso del dolor. Miró a Mara...
Y vio que su rostro cambiaba de repente. Luke frunció el ceño, y entonces, él también lo oyó. La voz de Leia, que hablaba en su mente.
Mantén los ojos cerrados, Mara, y escucha mi voz. Yo seré tus ojos; yo te guiaré.
—¡No! —volvió a chillar C'baoth—. ¡No! ¡Es mía!
Luke desvió la vista hacia el otro extremo del salón del trono, y se preguntó cómo reaccionaría C'baoth ante la osadía de Leia. No ocurrió nada. Hasta las piedras habían parado de caer sobre la sección de la plataforma tras la cual se apretujaban todos. Quizá la larga batalla había empezado a agotar las fuerzas de C'baoth, y ya no podía arriesgarse a dividir su atención. Luke divisó el brillo metálico de su espada, detrás de la plataforma, medio enterrada bajo la montaña de piedras que bloqueaban la puerta del turboascensor. Si podía atraerla, reunir las fuerzas suficientes para acudir en auxilio de Mara...
Entonces, otro movimiento llamó su atención. Atados a la plataforma, ilesos pese a la lluvia de rocas que había atacado a su amo, los vornskrs de Karrde tiraban de sus correas.
Un vornskr salvaje casi había matado a Mara durante su travesía del bosque de Myrkr. Sería justo que estos dos ayudaran a salvarla. La espada de luz se agitó a la llamada de Luke, y se encendió cuando su mente tocó el control. Rodó sobre la montaña de rocas y arrancó chispas de ellas cada vez que las tocaba. Luke hizo un esfuerzo final. El arma se alzó en el aire y voló hacia él.
Y cuando llegó a la pasarela destrozada, la espada cortó limpiamente las correas de los vornskrs.
C'baoth los vio venir, por supuesto. Con la espalda casi pegada a la pared, cambió de objetivo y envió un haz de rayos hacia los depredadores, cuando saltaron sobre la escalera. Uno de ellos aulló y cayó al suelo, resbalando sobre las piedras dispersas, pero el otro continuó.
Esa distracción era todo cuanto Mara necesitaba. Saltó hacia adelante, pese a las piedras que machacaban su cara, y cubrió la distancia que la separaba de C'baoth. Cuando éste desvió las manos desesperadamente hacia ella, Mara cayó de rodillas frente al Jedi y le atravesó con la espada. Con un último aullido, C'baoth se derrumbó.
Como el emperador a bordo de la Estrella de la Muerte, la energía del lado oscuro que albergaba en su interior estalló en una violenta explosión de fuego azul.
Luke estaba preparado. Atrapó a Mara con una presa de Fuerza y la apartó de aquel estallido de energía. Notó que la oleada se estrellaba contra su cuerpo, y que sus esfuerzos eran menos dolorosos cuando Mara colaboró.
De pronto, todo terminó.
Permaneció tendido un largo minuto, jadeante, procurando mantener a raya la inconsciencia que le asaltaba. Percibió apenas la desaparición de las piedras que le rodeaban.
—¿Te encuentras bien, Luke? —preguntó Leia. Abrió los ojos con un esfuerzo. Cubierta de polvo y contusionada, la princesa no parecía en mejor estado que él.
—Estoy bien —dijo. Apartó las piedras restantes y se puso en pie—. ¿Y los demás?
—No muy mal. —Leia le cogió del brazo para ayudarle a levantarse—. Han necesitará tratamiento médico. Tiene unas feas quemaduras.
—Y Mara también —dijo Karrde, que subía la escalera con una inconsciente Mara en brazos—. Hemos de llevarla al Salvaje Karrde lo antes posible.
—Llámales —dijo Han. Estaba arrodillado junto a Luuke, el clon muerto—. Diles que vengan a recogernos.
—¿Recogernos dónde?
Han señaló el lugar donde C'baoth había muerto.
—Aquí.
Luke se volvió y miró. La potente detonación del lado oscuro había reducido a escombros aquella parte del salón del trono. Las paredes y techo se veían ennegrecidos y agrietados; el metal del suelo que C'baoth había pisado estaba retorcido y medio fundido; el trono había sido arrancado de su base y yacía a un metro de distancia.
Y detrás, por la grieta mellada de la pared, vio el brillo de una sola estrella.
—Bien. —Luke respiró hondo—. ¿Leia?
—Entiendo —asintió la princesa. Cogió la espada de luz de su hermano y la encendió—. Manos a la obra.
Las dos fragatas de asalto rebeldes se desviaron una a cada lado de la sitiada Golan II y lanzaron potentes descargas sobre sus costados antes de alejarse. Una sección de la estación de combate se incendió y oscureció. Silueteados contra su bulto, fue posible ver otra oleada de cazas rebeldes que entraban en los astilleros.
Y Pellaeon dejó de sonreír.
—No se asuste, capitán —dijo Thrawn, aunque ya estaba un poco intranquilo—. Aún no nos han derrotado. Ni por mucho. El tablero de Pellaeon pitó. El capitán lo miró.
—Señor, un mensaje urgente procedente de Wayland —dijo a Thrawn, y su estómago se encogió a causa de una súbita y horrible premonición. Wayland... Las instalaciones de clonación...
—Léalo, capitán —dijo Thrawn, con voz mortalmente serena.
—Ahora nos transmitirán la decodificación, señor. —Los dedos de Pellaeon tabalearon sobre el tablero, mientras el mensaje aparecía poco a poco. Exactamente lo que había temido—. Atacan la montaña, señor. Dos especies diferentes de nativos, y algunos saboteadores rebeldes... —Se interrumpió, con una expresión de incredulidad—. Y un grupo de noghri...
Nunca acabó de leer el informe. De pronto, una mano de piel grisácea, surgida de la nada, le golpeó en plena garganta.
Jadeó, se desplomó en su silla, completamente paralizado.
—Por la traición del Imperio al pueblo noghri —dijo la voz de Rukh a su lado—. Fuimos traicionados. Hemos sido vengados.
Un susurro de movimientos, y desapareció. Pellaeon, sin cesar de jadear, luchando todavía contra la inercia de sus músculos aturdidos, intentó acercar la mano a su tablero de mando. Lo logró con un esfuerzo supremo y dio la alerta de emergencia, después de fracasar dos veces.
Y mientras el aullido de la alarma se propagaba por el Destructor Estelar, consiguió por fin volver la cabeza.
Thrawn estaba sentado en su silla, muy rígido, con el rostro extrañamente sereno. En mitad de su pecho, una mancha rojo oscuro se extendía sobre el blanco inmaculado de su uniforme de gran almirante. En el centro de la mancha centelleaba el extremo del cuchillo de asesino perteneciente a Rukh.
Thrawn le miró y, ante el estupor de Pellaeon, sonrió.
—Fue ejecutado de una forma muy artística —susurró. La sonrisa se desvaneció, al igual que el brillo de sus ojos, y Thrawn, el último gran almirante, murió.
—Capitán Pellaeon —llamó el oficial de comunicaciones cuando el equipo médico llegó, demasiado tarde, a la silla del gran almirante—. El Némesis y el Halcón de la Tormenta solicitan órdenes. ¿Qué les digo?
Pellaeon levantó la vista hacia las portillas. Al caos que había estallado tras las defensas de los, en teoría, seguros astilleros; a la inesperada necesidad de dividir las fuerzas para acudir en su defensa; a la flota rebelde, que aprovechaba la confusión reinante. En un parpadeo, todo el universo se había vuelto contra ellos.
Thrawn aún habría podido arrancar una victoria para el Imperio, pero él, Pellaeon, no era Thrawn.
—Avise a todas las naves —dijo con voz rasposa. Las palabras le dolían en la garganta, sin que ello tuviera la menor relación con el dolor causado por el traicionero ataque de Rukh—. Preparados para la retirada.



29




El sol se había ocultado tras una fina capa de nubes, y los colores del cielo del atardecer empezaban a dar paso a la oscuridad de la noche de Coruscant. Mara contemplaba las luces y vehículos de la ciudad imperial, apoyada en la barandilla de piedra labrada, alta hasta el pecho, del tejado del palacio. Bullía de actividad, pero poseía una especie de extraña paz. O quizá la paz residía en ella. En cualquier caso, el cambio era positivo.
La puerta del tejado se abrió, veinte metros detrás de ella. Proyectó la Fuerza, pero sabía quién era. Y estaba en lo cierto.
—Mara — dijo Luke en voz baja.
—Aquí —contestó la mujer, y dedicó una mueca a la ciudad que se extendía a sus pies. A juzgar por su estado de ánimo, supo que había venido a buscar su respuesta.
Al infierno la paz interior.
—Menuda vista, ¿eh? —comentó Luke. Se acercó a su lado y contempló la ciudad—. Debe de traerte recuerdos. Mara le dirigió una paciente mirada.
—Traducción: ¿cómo me sienta esta vez la vuelta a casa? Te diré una cosa, Skywalker, y que quede entre nosotros: eres de lo más patético cuando intentas ser tortuoso. Yo de ti lo dejaría correr y me comportaría como un honrado granjero.
—Lo siento. Supongo que he pasado demasiado tiempo con Han.
—Y con Karrde y yo, imagino.
—¿Quieres que te conteste como un honrado chico granjero?
—Lamento haberlo mencionado.
Luke sonrió, pero volvió a ponerse serio.
—Bien, ¿cómo te sientes?
Mara desvió la vista hacia las luces.
—Extraña. Es como volver a casa..., sólo que no lo es. Nunca he subido aquí y visto la ciudad de esta manera. Las únicas veces que iba al tejado era para esperar a un determinado vehículo aéreo, para vigilar algún edificio concreto, o cosas por el estilo. Creo que el emperador nunca vio la ciudad en términos de gente y luces; para él, sólo significaba poder y oportunidades.
—Así debía de verlo todo. Y hablando de oportunidades... Mara hizo una mueca. No se había equivocado. Había venido en busca de una respuesta.
—Todo esto es ridículo —dijo—. Tú lo sabes, y yo lo sé.
—Karrde no opina lo mismo.
—En ocasiones, Karrde es mucho más idealista que tú —replicó Mara—. En primer lugar, jamás logrará mantener unida a su coalición de contrabandistas.
—Tal vez no, pero piensa en las posibilidades, si lo consigue. Hay muchos contactos y fuentes de información en los grupos marginales, a los cuales la Nueva República no tiene acceso.
—¿Y para qué necesitáis fuentes de información? Thrawn ha muerto, su centro de clonación está en ruinas y el Imperio ha vuelto a retirarse. Habéis ganado.
—También ganamos en Endor —recordó Luke—. Eso no ha impedido años de lucha. Aún queda mucho por hacer.
—De todos modos, es absurdo que me queráis mezclar en eso —protestó Mara—. Si queréis llegar a un acuerdo entre los contrabandistas y vosotros, ¿por qué no le dices a Karrde que se encargue?
—Porque Karrde es un contrabandista. Tú sólo eras la ayudante de un contrabandista.
—Menuda diferencia.
—Para alguna gente sí. Este proceso de negociación dependerá tanto de las apariencias y la imagen como de la realidad. En cualquier caso, Karrde ya ha dicho que no lo hará. Ahora que sus vornskrs ya se han recuperado, quiere volver con los suyos.
—No soy política —insistió—, ni tampoco diplomática.
—Pero sí una persona en que las dos partes confían. Eso es lo importante.
Mara hizo una mueca.
—No conoces a esa gente, Skywalker. Confía en mí. Chewbacca y los tíos que enviáis a trasplantar a los noghri a su nuevo planeta se divertirán mucho más.
Luke tocó su mano.
—Tú puedes hacerlo, Mara. Lo sé. Ella suspiró.
—Tendré que pensarlo.
—Así me gusta. Baja cuando estés dispuesta.
—Claro. —Le miró de soslayo—. ¿Algo más? Luke sonrió.
—Estás mejorando mucho.
—La culpa es tuya, por enseñarme tan bien. Va, suéltalo.
Él introdujo la mano en su túnica y sacó una espada de luz.
—¿Qué es eso? —preguntó Mara con el ceño fruncido.
—Mi vieja espada de luz —dijo en voz baja Luke—. La que perdí en Ciudad Nube, y que casi me mató en Wayland. —Se la tendió—. Me gustaría que te la quedaras.
Ella le miró, asombrada.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Por montones de motivos. Porque te la ganaste. Porque vas a convertirte en una Jedi y la necesitarás. Sobre todo, porque quiero que la tengas.
Mara cogió el arma poco a poco, casi de mala gana.
—Gracias.
—De nada. —Volvió a tocar su mano—. Estaré en la sala de conferencias con los demás. Baja cuando hayas decidido.
Se volvió y atravesó el tejado del palacio. Mara desvió la vista de nuevo hacia las luces de la ciudad, el frío metal de la espada apretado contra su mano. La espada de Luke. Uno de sus últimos vínculos con el pasado, probablemente..., y se estaba desprendiendo de él. ¿Implicaba un mensaje para ella? Tal vez. Como ella misma había dicho, la sutileza no era uno de los puntos fuertes de Luke. Pero si lo había hecho por eso, perdía el tiempo. El último vínculo con el pasado de Mara se había roto en el salón del trono de monte Tantiss.
Su pasado había terminado. Había llegado el momento de encaramarse al futuro. Y la Nueva República era ese futuro. Tanto si le gustaba como si no.
Detrás de ella, oyó que Luke abría la puerta del tejado.
—Espera un momento —le llamó—. Te acompaño.

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