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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 4 de julio de 2008

1ªParte.2º Cap. TIMOTHY ZAHN -- NUEVA REPUBLICA II -- EL RESURGIR DE LA FUERZA OBSCURA

1ªParte.2º Cap. TIMOTHY ZAHN -- NUEVA REPUBLICA II -- EL RESURGIR DE LA FUERZA OBSCURA



1


Justo delante, la estrella era una diminuta bola de color entre anaranjado y amarillo, cuya intensidad moderaban la distancia y las pantallas solares automáticas de las portillas. Las estrellas se desplegaban alrededor del punto luminoso y de la nave, como cabezas de alfiler incandescentes en la profunda negrura del espacio. Bajo la nave, en la parte occidental del Gran Bosque del Norte perteneciente al planeta Myrkr, la aurora se acercaba.
La última aurora que verían algunos habitantes de ese bosque. De pie ante una de las portillas laterales del Destructor Imperial Quimera, el capitán Pellaeon contemplaba el objetivo. Diez minutos antes, las fuerzas de tierra que rodeaban el objetivo habían anunciado que estaban preparadas; el Quimera bloqueaba cualquier vía de escape desde hacía casi una hora. Sólo faltaba la orden de atacar.
Poco a poco, casi con gesto furtivo, Pellaeon ladeó la cabeza un par de centímetros. Detrás de él, y a su derecha, el gran almirante Thrawn estaba sentado en su puesto de mando, su rostro de piel azul inexpresivo, los brillantes ojos rojos clavados en el banco de lecturas de datos que rodeaba su silla. No había hablado ni variado aquella postura desde que las fuerzas terrestres habían enviado su último informe, y Pellaeon se había dado cuenta de que la tripulación empezaba a inquietarse.
Por su parte, Pellaeon había dejado mucho tiempo antes de intentar adivinar las intenciones de Thrawn. El hecho de que el fallecido emperador hubiera nombrado a Thrawn uno de sus doce grandes almirantes demostraba su confianza en el hombre, sobre todo teniendo en cuenta su herencia no del todo humana y los bien conocidos prejuicios del emperador a ese respecto. Además, en el año transcurrido desde que Thrawn había tornado el mando del Quimera v comenzado la tarea de reconstruir la flota imperial, Pellaeon había comprobado una y otra vez el genio militar del gran almirante. Fuera cual fuese el motivo de retrasar el ataque. Pellaeon sabía que era bueno.

Se volvió hacia la portilla con tanto sigilo como había ladeado la cabeza, pero sus movimientos no habían pasado desapercibidos.
—¿Alguna pregunta, capitán?
La voz modulada de Thrawn se elevó por encima del murmullo de las conversaciones.
—No, señor —le aseguró Pellaeon, mirando a su superior.
Aquellos ojos centelleantes 1e examinaron un momento, y Pellaeon se preparó para una reprimenda, o algo peor, pero Thrawn, como Pellaeon solía olvidar, carecía del legendario y mortífero temperamento que caracterizó a lord Darth Vader.
—¿Acaso se está preguntando por qué no hemos atacado todavía? —insinuó el gran almirante, en tono educado.
—Sí, señor, en efecto —admitió Pellaeon—. Da la impresión de que todas nuestras fuerzas ya están en posición de combate.
—Nuestras fuerzas militares sí, pero no los observadores que envié a Hyllyard City.
Pellaeon parpadeó.
—¿Hyllyard City?
—Sí. Me pareció improbable que un hombre tan astuto como Talon Karrde situara una base en medio del bosque sin disponer contactos de seguridad con otras emplazadas en la zona circundante. Hyllyard City está demasiado alejada de la base de Karrde para que alguien presencie nuestro ataque. Por lo tanto, señales repentinas de actividad en la ciudad demostrarán la existencia de un sistema de comunicaciones más sutil. A partir de ello, podremos identificar a los contactos de Karrde y ponerlos bajo vigilancia constante. A la larga, nos conducirán a él.
—Sí, señor —dijo Pellaeon, con el ceño fruncido—. Eso quiere decir que no espera capturar vivos a los hombres de Karrde.
La sonrisa del gran almirante flaqueó levemente.
—Al contrario. Espero que nuestras fuerzas encuentren una base desierta y abandonada.
Pellaeon echó un vistazo al planeta, en parte iluminado.
—En ese caso, señor.... ¿por qué atacamos?
—Existen motivos, capitán. Primero, incluso hombres como Karrde cometen errores de vez en cuando. Cabe la posibilidad de que, con las prisas de evacuar la base, haya dejado información vital. Segundo, como ya he mencionado, es posible que un ataque contra la base nos conduzca a sus contactos de Hyllyard City. Y tercero, proporcionará a nuestras fuerzas terrestres un poco de experiencia, muy necesaria.
—Los ojos brillantes escrutaron el rostro de Pellaeon—. No olvide, capitán, que nuestro objetivo ya no es acosar a la retaguardia, como ha sucedido durante estos últimos cinco años. Ahora que tenemos en nuestro poder el monte Tantiss y la colección de cilindros Spaarti de nuestro finado emperador, la iniciativa vuelve a ser nuestra. Muy pronto, iniciaremos el proceso de arrebatar planetas a la Rebelión, y para eso necesitamos un ejército tan bien entrenado como los oficiales y tripulantes de la flota.
—Comprendido, almirante.
—Bien.
—Thrawn bajó la vista hacia las pantallas—. Ha llegado el momento. Avise al general Covell de que puede empezar.
—Sí, señor.
Pellaeon volvió a su puesto. Lanzó un rápido vistazo a las lecturas y conectó su comunicador, viendo de reojo que Thrawn también había activado el suyo. ¿Algún mensaje secreto a sus espías de Hyllyard City?
—Aquí el Quimera —dijo Pellaeon—. Desencadenen el ataque.

—Recibido. Quimera —anunció el general Covell por su comunicador, procurando eliminar de su voz el desdén que experimentaba. Era típico; típico y desagradablemente predecible. Había desplegado a su gente, bajado a tierra tropas y vehículos, tomado posiciones..., para tener que esperar a que los altaneros tipos de la flota, con sus inmaculados uniformes y relucientes naves, terminaran de tomar el té para dar la orden.
«Bien, pónganse cómodos», pensó con sarcasmo, levantando la vista hacia el Destructor Estelar. Porque si el gran almirante Thrawn estaba interesado en resultados positivos, tanto como en montar un buen espectáculo, no iba a salir decepcionado. Tecleó la frecuencia del mando local.
—General Covell a todas las unidades; luz verde. Adelante.
El enorme AT—AT ambulante se puso en marcha, y el puente metálico se estremeció bajo los pies del general. El aparato avanzó por el bosque hacia el campamento, situado a un kilómetro de distancia. Delante del AT—AT, visibles de vez en cuando por la portilla blindada de transpariacero, un par de exploradores AT—ST corrían en formación abriendo paso al AT—AT mientras vigilaban la aparición de enemigos o posibles bombas camufladas.
Tales maniobras no servirían de nada a Karrde. Covell había dirigido cientos de campañas de asalto a lo largo de sus años al servicio del
Imperio, y conocía a fondo las espantosas posibilidades de las máquinas bélicas que tenía bajo su mando.
Debajo de la portilla, la pantalla táctica holográfica estaba iluminada como un disco decorativo. Las luces parpadeantes rojas, blancas y verdes mostraban la posición de los AT—AT, AT—ST y vehículos de ataque aéreos, que encerraban en un círculo el campamento de Karrde.
Bien, pero no perfecto. El flanco norte de AT—AT y sus vehículos de apoyo se veían claramente detrás del resto de fuerzas.
—Unidad Dos, adelántese —ordenó por el comunicador.
—Lo intentamos, señor —contestó una voz metálica y distante, que se oyó pese a los extraños efectos distorsionadores provocados por la flora de Myrkr, rica en metal—. Los macizos de enredaderas son tan gruesos que dificultan el avance de nuestros exploradores.
—¿Causan problemas a su AT—AT?
—No, señor, pero no quería que el flanco se disgregara...
—Eso está bien cuando se realizan maniobras académicas —le interrumpió Covell—, pero no a expensas de un ataque global. Si los AT—ST no pueden seguir el paso, déjelos atrás.
—Sí, señor.
Covell cortó la comunicación con un bufido. Al menos, el gran almirante tenía razón en una cosa: sus tropas iban a necesitar curtirse en muchas más batallas antes de encajar en los auténticos patrones imperiales. De todos modos, la materia prima era excelente. Mientras miraba la pantalla, el flanco norte volvió a formarse. Los aeroexploradores se adelantaron para ocupar la anterior posición de los AT—ST, mientras éstos pasaban a ocupar la retaguardia.
El sensor de energía emitió un pitido de aviso: se estaban aproximando al campamento.
—¿Situación? —preguntó a su tripulación.
—Todas las armas cargadas y preparadas —anunció el cañonero, sin apartar los ojos de los blancos que aparecían en sus pantallas.
—Ninguna indicación de resistencia, activa o pasiva —añadió el conductor.
—Sigan alerta —ordenó Covell, y tecleó de nuevo la frecuencia de mando—. Todas las unidades, adelante.
El AT—AT irrumpió en el claro con un crujido de vegetación aplastada.
El espectáculo era impresionante. Los otros tres AT—AT, casi al unísono, aparecieron en la zona, a la luz incierta del inminente amanecer. Los AT—ST y aeroexploradores se agruparon alrededor de sus pies para rodear los edificios.
Covell realizó una rápida pero completa verificación de los sensores. Dos fuentes de energía seguían funcionando, una en el edificio central y la otra en una de las estructuras que parecían barracones. No se detectaba la presencia de sensores funcionales, armas o campos de energía. El analizador de formas de vida realizó sus complicados algoritmos y llegó a la conclusión de que los edificios exteriores carecían de vida.
Sin embargo, el edificio principal...
—General, tengo lecturas de unas veinte formas de vida, aproximadamente, en el edificio principal —informó el comandante del ATAT número cuatro—. Todas en la sección central.
—No parecen humanas —murmuró el conductor de Covell.
—Quizá cuenten con escudos protectores —gruñó Covell, y miró por la portilla. No se veía el menor movimiento en el campamento—. Vamos a averiguarlo. Escuadrones de asalto, adelante.
Se abrieron las escotillas de popa de los aeroexploradores, y de cada una surgió un grupo de ocho soldados, con los rifles láser aferrados con firmeza mientras saltaban al suelo. La mitad de cada escuadrón tomó posiciones detrás del vehículo, con los rifles apuntados hacia el campamento, mientras la otra mitad corría hacia la hilera exterior de edificios y cobertizos. Cubrieron a sus compañeros mientras éstos realizaban un avance similar. Era una táctica militar empleada desde hacía siglos, y ejecutada con la clase de cautelosa determinación que Covell esperaba de soldados bisoños. Sin embargo, había una buena materia prima.
Los soldados continuaron avanzando hacia el edificio principal, mientras pequeños grupos se desgajaban del círculo para registrar los demás cobertizos. Los primeros hombres llegaron al edificio principal. Un destello brillante iluminó el bosque cuando desintegraron la puerta, y se produjo cierta confusión cuando el resto de las tropas penetró en la estructura.
Después, silencio.
Silencio que persistió durante varios minutos más, puntuado por ocasionales órdenes dictadas por los comandantes. Covell escuchó, contempló los sensores y, por fin, recibió el informe.
—General Covell, soy el teniente Barse. Nos hemos apoderado de la zona, señor. No hay nadie.
Covell cabeceó.
—Muy bien, teniente. ¿Qué impresión ha sacado?
—Que se marcharon a toda prisa, señor. Dejaron muchas cosas, pero nada que parezca importante.
—Eso lo decidirá el equipo de análisis. ¿Alguna indicación de trampas explosivas, u otras sorpresas desagradables?
—Ninguna, señor. Por cierto, las formas de vida que captamos son esos animales peludos que viven en el árbol que sobresale por el centro del tejado.
Covell volvió a cabecear. Se llamaban ysalamiri, según creía recordar. Thrawn se había proveído de gran cantidad de aquellos estúpidos animales durante los últimos dos meses, pero ignoraba de qué servían para la guerra. Tarde o temprano, suponía que los de la flota le revelarían el gran secreto.
—Dispongan una red defensiva —ordenó al teniente—. Envíe una señal al equipo de análisis cuando esté preparado. Y póngase cómodo. El gran almirante quiere que pongamos este lugar patas arriba, y eso es exactamente lo que vamos a hacer.

—Muy bien, general —dijo la voz, casi inaudible, pese a la potente amplificación y la ayuda del ordenador—. Procedan a la desmantelación. Sentada al timón del Salvaje Karrde, Mara Jade se volvió hacia el hombre sentado detrás.
—Supongo que todo ha terminado —dijo.
Por un momento, dio la impresión de que Talon Karrde no la había oído. Se quedó inmóvil, contemplando el lejano planeta por la portilla, una diminuta media luna blanco azulada, visible alrededor del borde mellado del asteroide cercano al Salvaje Karrde. Mara iba a repetir el comentario, cuando el hombre se removió.
—Sí —respondió, sin que su voz serena mostrara el menor rastro de la emoción que, sin duda, sentía—. Eso parece.
Mara intercambió una mirada con Aves, que ocupaba el puesto de copiloto, y después levantó la vista hacia Karrde.
—¿No deberíamos irnos? —le urgió.
Karrde respiró hondo y, mientras le observaba, Mara captó en su expresión un indicio de lo que la base de Myrkr había significado para él. Más que una base, había sido su hogar.
Reprimió el pensamiento con un esfuerzo. Karrde había perdido su hogar. Terrible. Ella había perdido mucho más que eso durante su vida, y había sobrevivido. Karrde lo superaría.
—He preguntado si no deberíamos irnos.
—Te he oído —dijo Karrde. Aquel brevísimo centelleo de emoción desapareció tras su habitual fachada de sarcasmo—. Creo que deberíamos esperar un poco más, por si nos hemos dejado algo que apunte en la dirección de nuestra base de Rishi.
Mara miró a Aves de nuevo.
—Fuimos muy puntillosos —dijo Aves—. Creo que no existía ninguna mención a Rishi, excepto en el ordenador principal, que el primer grupo en salir hizo desaparecer.
—Estoy de acuerdo —repuso Karrde—, pero ¿quieres jugarte la vida por esa presunción?
Aves torció los labios.
—No, la verdad.
—Ni yo. Por lo tanto, esperaremos.
—¿Y si nos localizan? —insistió Mara—. Esconderse tras un asteroide es el truco más viejo de la lista.
—No nos localizarán —afirmó Karrde—. De hecho, dudo que se les haya ocurrido. El hombre que huye de gente como el gran almirante Thrawn no para de correr hasta que ha puesto una buena distancia de por medio.
«¿Quieres jugarte la vida por esa presunción?», pensó Mara con amargura, pero se tragó la pulla. Probablemente, Karrde tenía razón. En cualquier caso, si el Quimera o alguno de sus cazas TIE se dirigía hacia el Salvaje Karrde, no les costaría nada pasar a la velocidad de la luz antes del ataque.
La lógica y la táctica eran impecables, pero la inquietud de Mara no disminuyó. Algo no terminaba de encajar.
Apretó los dientes, ajustó los sensores de la nave a su máxima sensibilidad y comprobó una vez más que la secuencia de pre-arranque estuviera tecleada y memorizada. Y después se dispuso a esperar.

El equipo de análisis fue rápido, eficiente y minucioso. Tardó poco más de media hora en anunciar su fracaso.
—Me lo imaginaba —murmuró Pellaeon, mientras los informes negativos desfilaban por su pantalla. Una buena sesión de prácticas para las fuerzas de tierra, tal vez, pero tenía la impresión de que el ejercicio no había servido de nada—. A menos que sus observadores hayan captado alguna reacción en Hyllyard City —añadió, mientras se volvía hacia Thrawn.
Los ojos rojos del gran almirante estaban clavados en las pantallas.
—De hecho, se produjo una pequeña sacudida, que se desvaneció casi al instante. Creo que las implicaciones son claras.
Bueno, algo era algo.
—Sí, señor. ¿Ordeno a Vigilancia que prepare un equipo de tierra?
—Paciencia, capitán. Al fin y al cabo, tal vez no sea necesario. Solicite un análisis de distancia media y dígame qué obtiene.
Pellaeon se volvió hacia el tablero y pidió la lectura adecuada. Estaba el propio Myrkr, por supuesto, y el dispositivo defensivo de cazas TIE que rodeaba al Quimera. El único otro objeto que se encontraba en un radio de media distancia...
—¿Se refiere a ese pequeño asteroide?
—Exacto —cabeceó Thrawn—. No tiene nada de especial, ¿verdad? No, no enfoque un sensor —añadió, antes de que la idea se le ocurriera a Pellaeon—. No queremos alertar a nuestra presa, ¿eh?
—¿Nuestra presa? —repitió Pellaeon, y examinó los datos de los sensores con el ceño fruncido. Los análisis de rutina efectuados al asteroide tres horas antes habían resultado negativos, y nada podría haber atravesado la zona sin ser detectado—. Con el debido respeto, señor, no veo ninguna indicación de que haya algo.
—Yo tampoco —admitió Thrawn—, pero es el único escondite apropiado en diez millones de kilómetros a la redonda. No existe otro lugar desde el que Karrde pueda espiar nuestras operaciones.
Pellaeon se humedeció los labios.
—Con su permiso, almirante, dudo que Karrde sea tan loco como para esperar a que vayamos en su busca.
Los ojos brillantes se entornaron un poco.
—Olvida, capitán —dijo Thrawn con suavidad—, que yo conozco a ese hombre. Más aún, he visto su colección de obras de arte.
—Se volvió hacia las pantallas—. No. Está allí; estoy seguro. Talon Karrde no es un vulgar contrabandista. Puede que, en el fondo, ni siquiera sea un contrabandista. Su auténtico interés se centra en la información, no en los bienes materiales o el dinero. Más que nada en la galaxia, ansía conocimientos..., y saber lo que hemos encontrado o dejado de encontrar aquí es una joya demasiado valiosa para que la pase por alto.
Pellaeon estudió el perfil del gran almirante. En su opinión, se trataba de una lógica muy tenue, pero por otra parte, se había encontrado en demasiadas situaciones similares para no tomarla en serio.
—¿Ordeno que un caza TIE salga a investigar, señor?
—Como ya he dicho, capitán, paciencia. Incluso con los sensores y los motores desconectados, habrá tomado precauciones para escapar antes de que pueda ser atacado.
—Sonrió a Pellaeon—. En especial, desde el Quimera.
Pellaeon recordó que Thrawn había hablado por su comunicador mientras él daba a las fuerzas de tierra la orden de atacar.
—Envió un mensaje al resto de la flota —dijo—, al mismo tiempo que yo transmitía la orden de atacar, con el fin de enmascarar la transmisión.
Las cejas negro azuladas de Thrawn se enarcaron levemente.
—Muy bien, capitán. Muy bien.
Pellaeon notó cierto calor en sus mejillas. Los halagos del gran almirante eran escasos y muy espaciados en el tiempo.
—Gracias, señor.
Thrawn cabeceó.
—En concreto, envié el mensaje a una sola nave, el Represor. Llegará dentro de unos diez minutos. En ese momento —sus ojos centellearon—, sabremos hasta qué punto conozco bien a Karrde.

Por los altavoces del puente del Salvaje Karrde, los informes del equipo analizador empezaron a desvanecerse.
—Da la impresión de que no han descubierto nada —comentó Aves.
—Como tú has dicho, fuimos muy puntillosos —le recordó Mara, sin apenas oír sus propias palabras. Su inquietud aumentaba por momentos—. ¿Podemos irnos ya? —preguntó, mirando a Karrde.
El hombre frunció el ceño.
—Intenta serenarte, Mara. No pueden saber que estamos aquí. Ninguna sonda sensora ha examinado el asteroide, y sin una es imposible que detecten esta nave.
—A menos que los sensores de un Destructor Estelar sean mejores de lo que usted piensa.
—Sabemos todo acerca de sus sensores —intervino Aves—. Tranquila, Mara. Karrde sabe lo que hace. El Salvaje Karrde tiene el mejor capta—sensores a este lado de...
Se interrumpió cuando la puerta del puente se abrió detrás de ellos. Los dos vornskrs amaestrados de Karrde entraron. Arrastrando, literalmente, al hombre que los sujetaba.
—¿Qué haces aquí, Chin? —preguntó Karrde.
—Lo siento, capitán —farfulló Chin, plantando los pies en el suelo del puente y tirando con fuerza de las correas. Sólo tuvo éxito en parte; los depredadores siguieron avanzando poco a poco—. No pude contenerlos. Pensé que tal vez querían verle.
—¿Qué os pasa a los dos? —riñó Karrde a los animales, arrodillándose frente a los vornskrs—. ¿No sabéis que estoy ocupado?
Los animales no le miraron. Ni siquiera parecieron reparar en su presencia. Continuaron adelante, como si no estuviera. Mirando directamente a Mara.
—Escucha —dijo Karrde, y dio una palmadita sobre el hocico a uno de los vornskrs—, estoy hablando contigo, Sturm. ¿Qué te pasa? Se fijó en su mirada impertérrita...
Y se volvió para dirigir una mirada más larga.
—¿Estás haciendo algo, Mara?
La joven meneó la cabeza, y un escalofrío recorrió su espalda. Había visto antes esa mirada, en muchos de los vornskrs salvajes con que se había topado durante los tres largos días de marcha por el bosque de Myrkr, en compañía de Luke Skywalker.
Sólo que aquellos vornskrs no la habían mirado a ella, sino que se habían reservado para Skywalker. Por lo general, antes de atacarle.
—Es Mara, Sturm —explicó Karrde, como si hablara con un niño—. Mara. Vamos, ya la has visto muchas veces.
Sturm, lentamente, casi a regañadientes, dejó de tirar hacia adelante y devolvió la atención a su amo.
—Mara —repitió Karrde, sin dejar de mirar al vornskr—. Es una amiga. ¿Lo has oído, Drang? —añadió, cogiendo el hocico del otro animal—. Es una amiga. ¿Entendido? —Dio la impresión de que Drang reflexionaba sobre sus palabras. Luego, tan a desgana como Sturm, bajó la cabeza y dejó de tirar—. Así está mejor —dijo Karrde. Rascó a los dos vornskrs detrás de las orejas y se enderezó—. Llévalos abajo de nuevo, Chin. Paséalos por la bodega principal; que hagan un poco de ejercicio.
—Será si puedo abrirme paso entre todo lo que hay almacenado allí, ¿no? —gruñó Chin, y tiró de las correas—. Vamos, pequeños. Nos marchamos.
Los dos vornskrs, con una ligera vacilación, permitieron que les sacara del puente. Karrde los contempló hasta que la puerta se cerró detrás de ellos.
—Me pregunto qué les habrá pasado —dijo, y miró a Mara con aire pensativo.
—No lo sé —contestó la muchacha, consciente de la tensión que agarrotaba su voz.
Una vez finalizado el incidente, notó que de nuevo la asaltaba aquel extraño temor. Se volvió hacia su tablero, casi esperando ver que un escuadrón de cazas TIE se precipitaba en su dirección.
Pero no había nada. Sólo el Quimera, en órbita alrededor de Myrkr. Ninguna amenaza que los instrumentos del Salvaje Karrde pudieran detectar. Pero el hormigueo aumentaba de intensidad a cada momento.
Y de repente, no pudo seguir sentada. Se abalanzó hacia el tablero de control y tecleó la orden de pre—arranque.
—¡Mara! —gritó Aves, saltando en su asiento como si le hubiera picado un escorpión—. ¿Qué demonios...?
—Se acercan —replicó Mara, consciente de su voz estrangulada por media docena de emociones mezcladas.
La suerte estaba echada. Al activar los motores del Salvaje Karrde, todos los sensores del Quimera se habrían puesto en acción. La única posibilidad era seguir adelante.
Miró a Karrde, temerosa de lo que presagiaría su expresión, pero tenía los ojos clavados en ella, con cara de curiosidad.
—No parece que se acerquen —indicó con suavidad.
Mara sacudió la cabeza y le dirigió una mirada suplicante.
—Debe creerme —dijo, a sabiendas de que ni ella se lo creía—. Se disponen a atacarnos.
—Te creo —la tranquilizó Karrde, aunque tal vez había comprendido que no les quedaba otra alternativa—. Aves, cálculos para pasar a la velocidad de la luz. Fija el curso más alejado de Rishi; ya lo enderezaremos después.
—Karrde...
—Mara es la segunda en la cadena de mando —le interrumpió Karrde—. Por lo tanto, tiene el derecho y el deber de tomar decisiones importantes.
—Sí, pero...
Aves calló, sin terminar la frase.
—Sí —dijo con los dientes apretados.
Lanzó una mirada a Mara, se volvió hacia el ordenador de navegación y empezó a trabajar.
—Será mejor que nos pongamos en movimiento, Mara —continuó Karrde. Tomó asiento en la silla de comunicaciones vacía—. Mantén el asteroide entre nosotros y el Quimera tanto tiempo como sea posible.
—Sí, señor.
Aquella extraña mezcla de emociones empezó a disolverse, dando paso a una sensación de cólera y profunda turbación. Lo había hecho otra vez. Había prestado oídos a sus sentidos internos, intentando hacer cosas que no podía, como sabía muy bien, y cogido el toro por los cuernos.
Ya podía despedirse de su nombramiento como lugarteniente de Karrde. Imponer su opinión sobre la de Aves era una cosa, pero en cuanto salieran de ésta se armaría una buena. Tendría suerte si no la expulsaban de la organización. Imprimió un giro de ciento ochenta grados al Salvaje Karrde, lejos del asteroide y en dirección a las profundidades del espacio.
Y de repente, algo enorme salió de la velocidad de la luz, a menos de veinte kilómetros de distancia.
Un Crucero Interceptor imperial.
Aves profirió una espantosa blasfemia.
—Tenemos compañía —ladró.
—Ya lo veo —dijo Karrde, tan frío como siempre, pero Mara captó un timbre de sorpresa en su voz—. ¿Cuánto falta para pasar a la velocidad de la luz?
—Un minuto —respondió Aves—. El ordenador ha de calcular un rumbo que nos permita esquivar el montón de chatarra acumulado en el sistema exterior.
—Haremos una carrera —dijo Karrde—. ¿Mara?
—Hasta punto siete tres —dijo.
Proporcionó toda la energía posible a los motores, que aún funcionaban con pereza. Karrde tenía razón; iba a producirse una auténtica carrera. Los Cruceros Interceptores, provistos de cuatro inmensos generadores de onda gravitatoria, capaces de simular masas del tamaño de planetas, constituían el arma favorita del Imperio para capturar naves enemigas en el espacio normal, mientras los cazas TIE las reducían a cenizas. Sin embargo, recién salido de la velocidad de la luz, el Interceptor necesitaría otro minuto para activar sus generadores. Si podía sacar al Salvaje Karrde de su radio de acción antes de que transcurriera ese tiempo...
—Más visitantes —anunció Aves—. Un par de escuadrones de cazas TIE han salido del Quimera.
—Hemos llegado a nivel de energía punto ocho seis —informó Mara—. Podremos saltar a la velocidad de la luz en cuanto el ordenador de navegación me dé un curso.
—¿Situación del Interceptor?
—Los generadores gravitatorios están acumulando energía —anunció Aves.
Un cono fantasmal apareció en la pantalla táctica de Mara, delimitando la zona donde pronto existiría un campo apropiado para pasar a la velocidad de la luz. Cambió levemente de curso, se acercó al borde más cercano y desvió la vista hacia la pantalla del ordenador de navegación. Casi dispuesto. El cono de gravedad adquiría cada vez mayor sustancia.
La pantalla del ordenador emitió un zumbido. Mara aferró las tres palancas de control hiperespacial situadas delante del tablero de control y tiró hacia ella con suavidad. El Salvaje Karrde se estremeció un poco, y por un momento dio la impresión de que el Interceptor había ganado la decisiva carrera. Después, de repente, las estrellas se transformaron en estelas.
Lo habían conseguido.
Aves lanzó un suspiro de alivio cuando las estelas se fundieron con el cielo moteado del hiperespacio.
—Nos ha ido de un pelo. ¿Cómo piensas que averiguaron dónde estábamos?
—Ni idea —dijo Karrde con frialdad—. ¿Mara?
—Tampoco lo sé.
—Mara mantuvo la vista fija en las pantallas, sin atreverse a mirar a ninguno de los dos hombres—. Es posible que Thrawn haya tenido una corazonada. No sería la primera vez.
—Es una suerte para nosotros que no sea el único en tener corazonadas —comentó Aves, en un tono algo extraño—. Buen trabajo, Mara. Lamento haberme enfadado contigo.
—Sí —le secundó Karrde—. Un trabajo excelente.
—Gracias —murmuró Mara, con los ojos clavados en el tablero de control y parpadeando para reprimir las lágrimas que amenazaban con desbordarse.
Había confiado con todas sus fuerzas en que localizar el caza X de Skywalker en las profundidades del espacio hubiera sido un fenómeno aislado. Pura chiripa, más atribuible a él que a ella.
Pero no. Había vuelto a suceder, como tantas veces durante los últimos cinco años. Las corazonadas y las intuiciones, los impulsos y las compulsiones.
Lo cual significaba que, muy pronto, volverían a empezar los sueños. Se secó los ojos, irritada, y distendió la mandíbula con un esfuerzo. Era una pauta bastante familiar, pero esta vez las cosas serían diferentes. Antes, no había podido hacer nada respecto a las voces y los impulsos, salvo padecer el ciclo. Padecer y estar dispuesta a salir huyendo del refugio que se había creado, cuando por fin traicionara a los que la rodeaban.
Pero en esta ocasión no era una camarera en una cantina de Phorliss, ni la confidente de una banda de Caprioril, ni siquiera una experta en hiperpropulsores, agazapada en el aislamiento del Pasillo de Ison. Era la lugarteniente del más poderoso contrabandista de la galaxia, y disfrutaba de unos recursos y una movilidad que no conocía desde la muerte del emperador. Los recursos que la ayudarían a encontrar a Luke Skywalker. Para matarle por fin. Tal vez entonces, las voces se acallarían.

Thrawn permaneció inmóvil un largo momento ante la portilla del puente, contemplando el lejano asteroide y el inútil Crucero Interceptor. Era, pensó Pellaeon con inquietud, casi una postura idéntica a la que el gran almirante había adoptado cuando Luke Skywalker había escapado de una trampa similar. Pellaeon contuvo el aliento, sin apartar la vista de la espalda de Thrawn, preguntándose si otro tripulante del Quimera sería ejecutado por ese fracaso.
Thrawn se giró en redondo.
—Interesante —dijo, como si no hubiera pasado nada—. ¿Se ha fijado en la cadena de acontecimientos, capitán?
—Sí, señor —respondió Pellaeon con cautela—. El objetivo ya estaba proporcionando energía a los motores antes de que el Interceptor apareciera.
—Sí —cabeceó Thrawn—. Y eso implica una de tres posibilidades: o Karrde estaba a punto de marcharse, o le entró el pánico por algún motivo, o —sus ojos centellearon— algo le previno.
Pellaeon notó que su espalda se ponía rígida.
—Espero que no estará insinuando, señor, que uno de nuestros hombres le avisó.
—No, en absoluto.
—Thrawn torció los labios—. Dejando aparte la lealtad de nuestros tripulantes, nadie a bordo del Quimera sabía que el Represor se acercaba, y nadie del Represor pudo enviar mensajes sin que nosotros los detectáramos.
—Se acercó a su puesto de mando y se sentó, con expresión pensativa—. Un rompecabezas interesante, capitán, sobre el que deberé reflexionar. Entretanto, nos aguardan tareas más urgentes. La de adquirir nuevas naves, por ejemplo. ¿Hemos recibido alguna respuesta a nuestra invitación?
—Nada interesante, almirante —contestó Pellaeon, consultando el ordenador para refrescar su memoria—. Ocho de los quince grupos contactados por mí han manifestado interés, aunque ninguno quiso comprometerse a nada concreto. Seguimos esperando a los demás. Thrawn asintió.
—Les concederemos unas cuantas semanas. Si no hemos obtenido resultados después de esa fecha, nuestras invitaciones se harán algo más convincentes.
—Sí, señor.
—Pellaeon vaciló—. Se ha recibido otra comunicación de Jomark.
Thrawn volvió hacia Pellaeon sus ojos brillantes.
—Le agradecería mucho, capitán —dijo, subrayando cada palabra—, que intentara aclarar a nuestro excitado maestro Jedi C'baoth que, si insiste en estas comunicaciones, conseguirá echar por tierra el objetivo de establecerle en Jomark. Si los Rebeldes sospechan en lo más mínimo su relación con nosotros, ya puede despedirse de que Skywalker haga acto de aparición.
—Se lo he explicado, señor.
—Pellaeon hizo una mueca—. En numerosas ocasiones. Su respuesta inalterable es que Skywalker aparecerá. Y después, exige saber cuándo va a entregarle la hermana de Skywalker.
Thrawn estuvo callado durante un largo rato.
—Supongo que no habrá forma de callarle hasta que consiga lo que quiere —dijo por fin—. Ni de que trabaje sin quejarse.
—Sí, protestó por la coordinación del ataque que usted le obligó a realizar —asintió Pellaeon—. Me ha advertido varias veces de que no puede predecir con exactitud cuándo llegará Skywalker a Jomark.
—Y dio a entender que una horrible venganza caerá sobre nosotros si él no está allí cuando eso suceda —gruñó Thrawn—. Sí, conozco muy bien la rutina. Y ya me estoy hartando.
—Respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente—. Muy bien, capitán. La próxima vez que C'baoth llame, infórmele de que la de Taanab será su última operación por el momento. No es probable que Skywalker se dirija a Jomark antes de dos semanas. La confusión política que hemos sembrado en el alto mando de la República le tendrá ocupado todo ese tiempo, como mínimo. En cuanto a Organa Solo y sus futuros Jedi... Dígale que, a partir de ahora, yo me ocuparé personalmente de ese asunto.
Pellaeon lanzó una rápida mirada hacia el guardaespaldas del gran almirante, Rukh, que se erguía en silencio cerca de la puerta de popa del puente.
—¿Significa eso que apartará a los noghri de la misión, señor? —preguntó en voz baja.
—¿Algún problema al respecto, capitán?
—No, señor, pero desearía recordar respetuosamente al gran almirante que a los noghri no les gusta dejar una misión sin terminar.
—Los noghri sirven al Imperio —replicó con frialdad Thrawn—. Más aún, son leales a mí. Harán lo que se les diga.
—Calló un momento—. Sin embargo, tendré en cuenta sus advertencias. En cualquier caso, nuestro trabajo en Myrkr ha terminado. Ordene al general Covell que llame a sus tropas.
—Sí, señor.
Pellaeon indicó al oficial de comunicaciones que transmitiera el mensaje.
—Quiero los informes dentro de tres horas —continuó Thrawn—. Doce horas después, quiero que me comunique los nombres de los tres mejores soldados de infantería y los dos mejores operadores de aparatos que han participado en el ataque. Esos cinco hombres serán trasladados a la operación del monte Tantiss, y se les facilitará transporte a Wayland de inmediato.
—Entendido.
Pellaeon comunicó las órdenes. Tales recomendaciones se habían convertido en algo usual desde hacía varias semanas, nada más comenzar la operación del monte Tantiss. Con todo, Thrawn las mencionaba periódicamente a sus oficiales, tal vez para recordarles, sin mucha sutileza, la importancia de tales recomendaciones para aplastar a la Rebelión.
Thrawn miró por la portilla al planeta.
—Y mientras aguardamos el regreso del general, llame a Vigilancia en relación al equipo destacado en Hyllyard City.
—Sonrió—. La galaxia es muy grande, capitán, pero hasta un hombre como Talon Karrde ha de descansar en algún momento.

El Gran Castillo de Jomark no se merecía tal calificativo, al menos en opinión de C'baoth. Se asentaba precariamente entre dos de los peñascos más grandes que quedaban de un antiguo cono volcánico; pequeño y sucio, construido con piedras que encajaban mal en algunos sitios, era tan extraño como la raza alienígena, desaparecida mucho tiempo atrás, que lo había levantado. De todos modos, gracias a la cadena de montañas que lo rodeaba, y a las transparentes aguas azules del lago Anillo, C'baoth admitía que los nativos habían encontrado un buen marco donde establecer su castillo. Castillo, templo, o lo que fuera. Era un lugar apropiado para un maestro Jedi, aunque sólo fuera porque los colonos parecían reverenciarlo. Además, la isla oscura que ocupaba el centro del cráter y daba al lago su forma de anillo constituía una pista de aterrizaje escondida muy apta para el incesante y fastidioso torrente de lanzaderas enviadas por Thrawn.
Pero los pensamientos de C'baoth no estaban centrados en el paisaje, el poder o el Imperio, mientras contemplaba el lago Anillo desde la terraza del castillo, sino en la peculiar oscilación que había notado en la Fuerza.
Ya la había notado en otras ocasiones, o al menos eso pensaba. Las pistas que conducían al pasado eran difíciles de seguir, se perdían con suma facilidad en las brumas y las prisas del presente. De su propio pasado sólo poseía jirones de memoria, escenas aisladas, como extraídas de una grabación de historia. Pensaba recordar que alguien había intentado explicarle el motivo en una ocasión, pero la explicación había desaparecido mucho tiempo atrás en las tinieblas del pasado.
Daba igual. La memoria no era importante; la concentración no era importante; su pasado no era importante. Podía convocar a la Fuerza cuando quería, y eso era lo único importante. Mientras pudiera hacerlo, nadie le haría daño o le robaría lo que poseía.
Sólo que el gran almirante Thrawn ya le había robado. ¿O no?
C'baoth paseó la vista en derredor suyo. Sí, no eran el hogar, la ciudad y el planeta que había elegido para moldearlos y gobernarlos a su antojo. Esto no era Wayland, que había arrebatado al Jedi Oscuro destinado por el emperador a custodiar su almacén del monte Tantiss. Esto era Jomark, y estaba esperando a... alguien.
Acarició su larga barba blanca con los dedos y probó a concentrarse. Estaba esperando a Luke Skywalker, claro. Luke Skywalker vendría a su encuentro, así como la hermana de Luke Skywalker y los gemelos que llevaba en su seno, y entregaría a todos a sus seguidores. El gran almirante Thrawn se lo había prometido, a cambio de su ayuda al Imperio.
Se encogió ante la idea. Era difícil dar esa ayuda que el gran almirante Thrawn deseaba. Tenía que concentrarse mucho en hacer lo que querían, en controlar sus sentimientos y pensamientos, y durante largos períodos de tiempo. En Wayland no había tenido que hacer nada semejante, desde que había luchado contra el Guardián del emperador.
Sonrió. Qué gran combate. Sin embargo, no pudo recordar los detalles, frágiles como briznas de paja arrebatadas por el viento. Había transcurrido demasiado tiempo desde entonces.
Mucho tiempo.... como aquellas oscilaciones en la Fuerza.
Los dedos de C'baoth soltaron su barba y resbalaron hacia el medallón que descansaba sobre la piel de su pecho. Estrujó el cálido metal contra su palma, se debatió contra las brumas del pasado, intentó ver lo que ocultaban. Sí. Sí, no se había equivocado. Aquellas oscilaciones se habían producido ya tres veces en los últimos años. Habían perdurado un tiempo, para luego volver a adormecerse. Como si alguien hubiera aprendido a utilizar la Fuerza durante un tiempo, para luego olvidar el arte.
No lo entendía, pero no representaba ninguna amenaza contra él, carecía de importancia.
Notó que el Destructor Estelar imperial entraba en órbita, muy por encima de las nubes, invisible a los ojos de los habitantes de Jomark. Cuando la noche cayera, la lanzadera descendería, y le llevarían a algún sitio, tal vez Taanab, para que ayudara a coordinar otro de aquellos múltiples ataques imperiales.
No le agradaban el dolor y el esfuerzo, pero todo valdría la pena cuando tuviera a sus Jedi. Les recrearía a su imagen y semejanza, y serían sus criados y sus seguidores hasta el fin de sus días.
Y entonces, hasta el gran almirante Thrawn debería admitir que él, Joruus C'baoth, había descubierto el auténtico significado del poder.





2


—Lo siento, Luke —dijo por el comunicador la voz de Wedge Antilles, puntuada por ocasionales chisporroteos de estática—. He tocado todos los resortes, posibles e imposibles, y no hay manera. Algún pez gordo ha dado órdenes de que las naves de defensa sluissi tienen absoluta prioridad en lo tocante a reparaciones. Hasta que localice a este tipo y le solicite un permiso especial, nadie va a tocar tu caza.
Luke Skywalker hizo una mueca y sintió que cuatro horas de frustración se agolpaban en su garganta. Cuatro preciosas horas dilapidadas, sin el menor resultado, mientras en Coruscant se estaba jugando el futuro de la Nueva República.
—¿Has averiguado el nombre de ese individuo? —preguntó.
—Ni siquiera eso, Lo sigo intentando, pero este lugar ha enloquecido.
—Un ataque imperial a gran escala te produciría el mismo efecto —suspiró Luke.
Comprendía las prioridades de los sluissi, pero no iba a rendirse. Seis días de vuelo le separaban de Coruscant, y cada hora de retraso significaba una hora más de ventaja para que las fuerzas políticas opuestas al almirante Ackbar consolidaran sus posiciones.
—Sigue intentándolo, ¿de acuerdo? He de largarme de aquí.
—Claro. Escucha, sé que estás preocupado por lo que sucede en Coruscant, pero ni un Jedi puede hacer milagros.
—Lo sé —concedió Luke a regañadientes. Han iba de camino. Leia ya había llegado...—. Es que detesto estar sentado aquí sin hacer nada.
—Yo también.
—Wedge bajó la voz un poco—. Aún te queda una opción, no lo olvides.
—No lo haré —prometió Luke.
Se trataba de una opción que había estado tentado de proponer a su amigo, pero Luke ya no era oficialmente un militar de la Nueva
República; y como las fuerzas de la Nueva República destacadas en los arsenales aún estaban en estado de máxima alerta, Wedge podía enfrentarse a un consejo de guerra por entregar su caza X a un civil. El consejero Borsk Fey'lya y su facción anti-Ackbar tal vez no querrían infligir un castigo ejemplar a alguien de poca monta, como un comandante de escuadrón. Pero tal vez sí.
Wedge lo sabía mejor que Luke, por supuesto, lo cual aumentaba la generosidad de la oferta.
—Te lo agradezco —dijo Luke—, pero a menos que la situación sea desesperada, será mejor esperar a que reparen mi nave.
—Muy bien. ¿Cómo está el general Carlissian?
—Más o menos como mi caza —dijo con sequedad Luke—. Todos los médicos humanos y androides están ocupados en curar heridas ocasionadas por la batalla. Extraer fragmentos de metal y vidrio de alguien que no sangra está al final de la lista de prioridades.
—Supongo que estará muy contento.
—Le he visto más feliz. Daré otro toque a los médicos. ¿Por qué no vuelves a sondear a los burócratas sluissi? Es posible que entre los dos ejerzamos suficiente presión.
Wedge lanzó una risita.
—Muy bien. Te llamaré después.
La comunicación se cortó, con otro crujido de estática.
—Y buena suerte —añadió Luke en voz baja.
Se levantó de la cabina pública y cruzó la zona de recepción en dirección al pabellón clínico. Si el resto de los equipamientos sluissi habían sufrido tantos daños como su sistema interno de comunicaciones, pasaría mucho tiempo antes de que alguien tuviera un rato libre para colocar un par de inductores de hiperpropulsión nuevos en el caza X de un civil.
De todos modos, la situación no era tan mala, decidió, mientras se abría paso con cautela entre las multitudes que parecían correr en todas direcciones a la vez. Había varias naves de la Nueva República, cuyos técnicos de mantenimiento serían más propensos que los sluissi a saltarse las normas por un antiguo oficial como Luke. Y si las cosas empeoraban, intentaría llamar a Coruscant, por si Mon Mothma podía intervenir.
La parte negativa de aquella posibilidad estribaba en que una llamada de socorro podía ser interpretada como un síntoma de flaqueza, y demostrar flaqueza ante el consejero Fey'lya no era lo más adecuado en estos momentos.
Al menos, eso creía él. Por otra parte, demostrar que podía acudir a la cúpula de la Nueva República y recibir ayuda inmediata, también podía interpretarse como una señal de fuerza e influencia.
Luke meneó la cabeza, frustrado. Suponía que debía ser útil para un Jedi ver las dos caras de un problema, pero las maquinaciones políticas se le antojaban aún más turbias de lo que eran. Era uno de los muchos motivos por los que siempre había procurado dejar la política a Leia.
Sólo esperaba que su hermana estuviera a la altura de este desafío concreto.
El ala médica estaba tan abarrotada como el resto de la inmensa estación espacial de Sluis Van, pero al menos un elevado porcentaje de habitantes estaban sentados o acostados, en lugar de hormiguear por todas partes. Avanzó entre sillas y camillas, hasta llegar a la sala reconvertida en zona de espera para pacientes de baja prioridad. Laudo Carlissian, cuya expresión y estado de ánimo oscilaban entre la impaciencia y el aburrimiento, estaba sentado en un rincón. Apretaba contra su pecho un desensibilizador compacto, mientras con la otra mano sostenía una agenda electrónica prestada, que contemplaba con el ceño fruncido.
—¿Malas noticias? —preguntó Luke.
—Como todo lo que me ha ocurrido últimamente —dijo Lando, y tiró la agenda en la silla vacía que había junto a la cama—. El precio del hfredio se ha derrumbado de nuevo en la bolsa. Si no sube un poco antes de dos meses, voy a perder unos cuantos cientos de miles.
—Caramba. Es el principal producto del complejo de Ciudad Nómada, ¿verdad?
—Uno de varios productos principales, sí.
—Laudo hizo una mueca—. Nos hemos diversificado tanto que, en circunstancias normales, no nos perjudicaría mucho. El problema es que me había dedicado a almacenar el producto, confiando en que subiera el precio, y ha pasado todo lo contrario.
Luke reprimió una sonrisa. Muy típico de Lando. Por respetable y cumplidor de la ley que se hubiera vuelto, no desdeñaba entregarse a pequeñas manipulaciones.
—Bien, si te sirve de consuelo, traigo buenas noticias para ti. Como todas las naves que los imperiales intentaron robar pertenecían a la Nueva República, no será necesario pasar por los trámites burocráticos sluissi para recuperar tus topos. Será cuestión de remitir la petición pertinente al comandante militar de la República y sacarlos de aquí.
Lando desarrugó el ceño.
—Eso es estupendo, Luke. Te lo agradezco de veras. No tienes ni idea de lo que tuve que hacer para apoderarme de esos topos. Encontrar sustitutos me causaría tremendos problemas.
Luke desechó su agradecimiento con un ademán.
—Dadas las circunstancias, era lo mínimo que podía hacer. Iré a las oficinas a ver si acelero los trámites. ¿Has terminado con esa agenda?
—Sí, llévatela. ¿Alguna novedad respecto a tu caza?
—No.
—Luke cogió la agenda—. Siguen diciendo que tardarán unas cuantas horas en...
Captó el brusco cambio en el estado de ánimo de Lando un segundo antes de que la mano de su amigo le aferrara el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Luke.
Lando miraba al infinito, con la frente arrugada de concentración, y olfateaba el aire.
—¿Dónde estabas hace un momento? —preguntó.
—Atravesé la zona de recepción en dirección a los comunicadores públicos.
Luke se dio cuenta de que no sólo olfateaba el aire, sino también su manga.
—¿Por qué?
Lando soltó el brazo de Luke.
—Tabaco carababba —dijo lentamente—, mezclado con alguna especia armudu. No lo olía desde... —Miró a Luke, cada vez más tenso—. Es Niles Ferrier. Por fuerza.
—¿Quién es Niles Ferrier? —preguntó Luke, notando que su corazón se aceleraba. La inquietud de Lando era contagiosa.
—Un humano, grande y corpulento. Cabello oscuro, tal vez barba, aunque va a temporadas. Tal vez fume puros largos y estrechos. No, claro que fuma. El humo se pegó a su ropa. ¿Recuerdas si le has visto?
—Espera.
Luke cerró los ojos y empleó la Fuerza. Invocar recuerdos cercanos era una de las habilidades Jedi que Yoda le había enseñado. Las imágenes desfilaron hacia atrás en el tiempo. Su caminata hacia el ala médica, su conversación con Wedge, su búsqueda de un comunicador público...
Y lo localizó. Tal como Lando le había descrito. Cruzándose a unos tres metros de distancia.
—Ya le tengo —dijo Luke, y congeló la imagen en su memoria.
—¿Adónde se dirige?
—Hmmm...
Luke reprodujo los recuerdos. El hombre entró en su campo de visión y salió al cabo de un minuto, hasta desaparecer por completo cuando Luke encontró el comunicador libre que buscaba.
—Da la impresión de que él y un par de tipos más se encaminan hacia el Pasillo Seis.
Lando había tecleado un esquema de la estación en la agenda.
—Pasillo Seis... ¡Maldita sea!
Se levantó, dejando caer la agenda y el desensibilizador en la silla.
—Vamos, hay que ir a echar un vistazo.
—¿Adónde? —preguntó Luke. Tuvo que dar una zancada para alcanzar a Lando, que se abría paso a toda prisa entre los pacientes que aguardaban en la puerta—. ¿Quién es Niles Ferrier?
—Uno de los mejores ladrones de naves de la galaxia —contestó Lando—. Y el Pasillo Seis conduce a una de las zonas ocupadas por los equipos de reparación. Será mejor que lleguemos antes de que mangue un bombardero corelliano y se largue.
Atravesaron la zona de recepción y pasaron bajo la arcada que llevaba el rótulo «Pasillo Seis», escrito en los delicados carioglifos sluissi y en los caracteres básicos, más toscos. Ante la sorpresa de Luke, éste comprobó que casi no había gente. Después de recorrer cien metros del pasillo, se encontraron solos.
—Dijiste que era una zona de reparaciones, ¿verdad? —preguntó, mientras proyectaba sus sentidos Jedi.
Las luces y maquinarias de las oficinas y talleres que les rodeaban parecían funcionar bien, y captó varios androides absortos en sus tareas. Por lo demás, el lugar parecía desierto.
—Sí —contestó Lando—. El esquema informaba que se utilizan los Pasillos Cinco y Tres, pero el abundante tráfico exige que éste también se use. ¿No llevarás un desintegrador de más?
Luke negó con la cabeza.
—Ya no llevo desintegrador. ¿Crees que deberíamos llamar a Seguridad?
—Si queremos averiguar qué se lleva entre manos Ferrier, no. A estas alturas, ya habrá intervenido el ordenador de la estación y el sistema de comunicaciones.
—Miró por la puerta abierta de una oficina mientras pasaban por delante—. Esto es obra de Ferrier, no cabe duda. Uno de sus trucos favoritos es enviar órdenes falsas para que todo el mundo despeje la zona que le interesa...
—Calla —le interrumpió Luke. En el borde de su mente...—. Creo que les he localizado. Seis humanos y dos alienígenas, a unos doscientos metros delante de nosotros.
—¿Qué clase de alienígenas?
—No lo sé. No me he encontrado nunca con ninguno de esas especies.
—Bien, ten cuidado. Ferrier suele contratar alienígenas por sus músculos. Vamos.
—Quizá deberías quedarte aquí —sugirió Luke, mientras sacaba la espada de luz de su cinturón—. No sé hasta qué punto podré protegerte, si deciden oponer resistencia.
—Me arriesgaré. Ferrier me conoce; tal vez pueda evitar que lleguemos a las manos. Además, se me ha ocurrido una idea.
Se encontraban a menos de veinte metros del primer humano, cuando Luke captó un cambio en el estado de ánimo del grupo.
—Nos han localizado —murmuró a Laudo—. ¿Quieres probar a hablar con ellos?
—No sé —contestó Lando, que estiró el cuello para escudriñar el pasillo, en apariencia desierto—. Tal vez necesitemos acercarnos un poco más...
Se produjo un levísimo movimiento en una de las puertas, y una brusca oscilación de la Fuerza.
—¡Agáchate! —ladró Luke, mientras encendía la espada de luz. La brillante hoja blanco—verdosa apareció con un siseo... Y se movió casi por voluntad propia para detener el rayo desintegrador disparado contra ellos—. ¡Ponte detrás de mí! —ordenó Luke a Lando, cuando un segundo rayo surcó el aire.
Sus manos, guiadas por la Fuerza, dirigieron la espada hacia la nueva amenaza. Un tercer rayo rebotó en la espada, seguido de un cuarto. Un segundo desintegrador abrió fuego desde otra puerta, añadiendo su voz al primero.
Luke no retrocedió. Notó que la Fuerza fluía en su interior y se proyectaba por los brazos hacia el exterior, provocando un extraño efecto visual, como un túnel, que concentraba la mente en el ataque y oscurecía todo lo demás. Lando, semi-acuclillado detrás de él, no era más que una sensación borrosa en el fondo de su mente; los demás hombres de Ferrier aún resultaban más difusos. Apretó los dientes, dejó que la Fuerza se hiciera cargo de su defensa y exploró con la vista el pasillo, atento a cualquier nueva amenaza.
Miraba directamente a la extraña sombra, cuando ésta se desgajó de la pared y avanzó.
Por un momento no creyó en lo que estaba viendo. La sombra carecía de textura o detalles; era una forma ligeramente fluida, de una negrura casi total. Pero era real..., y se movía hacia él.
—¡Lando! —gritó, haciéndose oír por encima de los disparos—. A cinco metros de distancia, cuarenta grados a la izquierda. ¿Alguna idea? Oyó un siseo a su espalda.
—Nunca había visto nada semejante. ¿Retrocedemos?
Luke, con un esfuerzo, trasladó su concentración a la sombra que se acercaba. Captó algo, una de las inteligencias alienígenas que había sentido antes. Lo cual implicaba que pertenecía al grupo de Ferrier.
—No te apartes de mí —dijo a Lando.
Iba a ser peligroso, pero huir con el rabo entre piernas no serviría de nada. Se encaminó lentamente hacia la sombra.
El alienígena se detuvo, claramente sorprendido de que una presa en potencia avanzara en lugar de escapar. Luke aprovechó la momentánea vacilación para desviarse un poco hacia la pared del pasillo que tenía a su izquierda. El primer desintegrador, cuyos rayos empezaban a pasar cerca de la sombra móvil, siguiendo los movimientos de Luke, calló de repente. La forma de la sombra osciló. Luke tuvo la impresión de que miraba hacia atrás. Siguió moviéndose hacia la izquierda, atrayendo el fuego del segundo desintegrador hacia la sombra. Enmudeció al cabo de escasos segundos.
—Buen trabajo —murmuró Lando en su oído—. Permíteme.
Retrocedió un paso de Luke.
—Ferrier —llamó—. Soy Lando Carlissian. Escucha, si quieres que tu compinche siga entero, será mejor que le ordenes retirarse. Éste es Luke Skywalker, caballero Jedi. El tipo que se cargó a Darth Vader.
Lo cual no era estrictamente cierto, desde luego, pero bastante aproximado. Al fin y al cabo, Luke había derrotado a Vader en su último duelo a espada de luz, aunque no había llegado a matarle.
En cualquier caso, las implicaciones no pasaron desapercibidas a los hombres invisibles apostados en el pasillo. Intuyó que la duda y la consternación les invadían, y aunque alzó un poco más la espada de luz, la sombra dejó de acercarse.
—¿Cómo te llamas? —gritó alguien.
—Laudo Carlissian —repitió Laudo—. Acuérdate de aquella operación chapucera en Phraetiss, hace unos diez años.
—Ya me acuerdo —dijo una voz enfurruñada—. ¿Qué quieres?
—Quiero ofrecerte un trato. Sal y hablaremos.
Se produjo un momento de vacilación. Después, el hombre corpulento que Luke recordaba salió de detrás de unas cajas amontonadas contra la pared del pasillo, con el puro todavía sujeto entre los dientes.
—Todos —insistió Lando—. Va, Ferrier, hazles salir. No pensarás que pueden esconderse de un Jedi.
Los ojos de Ferrier se desviaron hacia Luke.
—Siempre se han exagerado los místicos poderes Jedi —bufó.
Sin embargo, sus labios se movieron de forma inaudible y, mientras se acercaba a ellos, cinco humanos y un alienígena insectoide, alto, delgado y cubierto de escamas verdes, fueron surgiendo uno por uno.
—Eso está mejor —dijo Lando, saliendo de detrás de Luke—. Un verpine, ¿eh? —añadió, señalando al alienígena—. Debo reconocerlo, Ferrier: eres rápido. Apenas transcurridas treinta horas desde el ataque imperial, y ya estás en faena. Y con un verpine domesticado, por añadidura. ¿Has oído hablar de los verpines, Luke?
Luke asintió. La apariencia del alienígena no le resultaba familiar, pero sí el nombre.
—Dicen que son unos genios en reparar y volver a montar aparatos de alta tecnología.
—Una reputación ganada a pulso —confirmó Lando—. Dicen los rumores que fueron ellos quienes ayudaron al almirante Ackbar a diseñar los cazas B. ¿Has cambiado de especialidad, Ferrier, o el verpine subió a bordo por casualidad?
—Has hablado de un trato —dijo con frialdad Ferrier—. Vamos al grano.
—Primero, quiero saber si participaste en el ataque contra Sluis Van —dijo Lando, con el mismo tono de Ferrier—. Si trabajas para el Imperio, no hay trato.
Un miembro de la banda, desintegrador en mano, respiró hondo, como preparándose. Luke le apuntó con la espada de luz a modo de advertencia, y se le pasaron las ganas de heroicidades. Ferrier lanzó un vistazo al hombre, y después miró a Lando.
—El Imperio solicitó naves —gruñó—, naves de guerra, en concreto. Pagan una bonificación del veinte por ciento sobre el precio de mercado por cualquier cosa que pese más de cien mil toneladas y pueda combatir.
Luke y Lando intercambiaron una rápida mirada.
—Una solicitud muy extraña —dijo Lando—. ¿Han perdido algún arsenal?
—No lo dijeron, y yo no pregunté —replicó Ferrier—. Soy un hombre de negocios; doy al cliente lo que pide. ¿Queréis hacer un trato, o sólo hablar?
—Hacer un trato —le tranquilizó Lando—. Me parece, Ferrier, que estás en un buen lío. Te hemos pillado in fraganti intentando robar una nave militar de la Nueva República. También hemos demostrado sin la menor duda que Luke puede dar cuenta de todos vosotros. Me basta dar el soplo a Seguridad para que todos vosotros deis con vuestros huesos en una colonia penal durante los próximos años.
La sombra, que seguía inmóvil, dio un paso adelante.
—El Jedi podría sobrevivir —advirtió Ferrier—, pero tú no.
—Puede que sí, y puede que no —admitió Lando—. En cualquier caso, no es el tipo de situación deseable para un hombre de negocios de tu talla. Bien, éste es el trato: si os marcháis ahora, os dejaremos salir del sistema de Sluis Van antes de dar el chivatazo a las autoridades.
—Cuánta generosidad —se burló Ferrier—. ¿Qué quieres, en realidad? ¿Una parte de los beneficios, o dinero?
Lando meneó la cabeza.
—No quiero tu dinero. Sólo quiero que os larguéis de aquí.
—Las amenazas me disgustan.
—En ese caso, tómalo como una advertencia, en recuerdo de los viejos tiempos —dijo Lando, con voz decidida—. Pero tómalo en serio. Durante un largo minuto, sólo se oyó en el pasillo el lejano zumbido de las maquinarias. Luke adoptó una posición de combate, mientras intentaba captar las cambiantes emociones de Ferrier.
—Vuestro «trato» nos va a costar un montón de dinero —dijo Ferrier, pasando el puro a la otra comisura de su boca.
—Me doy cuenta —admitió Lando—, y lo lamento, aunque te cueste creerlo, pero la Nueva República no puede permitirse el lujo de perder ninguna nave en este momento. Sin embargo, podrías intentarlo en el sistema Amorris. Mis últimas noticias son que la banda pirata de Cavrilhu lo utilizaba como base, y siempre necesitan personal de mantenimiento con experiencia.
—Desvió la vista hacia la sombra. Y también músculos.
Ferrier siguió su mirada.
—¿Te gusta mi fantasma?
—¿Fantasma?
Luke frunció el ceño.
—Se llaman defel —explicó Ferrier—, pero creo que «fantasma» les cuadra mucho mejor. Sus cuerpos absorben toda la luz visible, una especie de mecanismo de supervivencia evolucionado.
—Miró a
Luke—. ¿Qué opinas de este trato, Jedi, como defensor de la ley y la justicia?
Luke esperaba la pregunta.
—¿Habéis robado algo aquí, o sólo habéis intervenido el ordenador de la estación?
Ferrier torció los labios.
—También disparamos a un par de bizits que metieron las narices donde no les importaba —dijo con sarcasmo—. ¿Eso cuenta?
—No, puesto que salieron ilesos. En lo que a mí concierne, podéis marcharos.
—Eres muy amable —gruñó Ferrier—. ¿Eso es todo?
—Eso es todo —confirmó Lando—. Ah, también quiero tu código de acceso.
Ferrier le fulminó con la mirada, pero hizo un ademán en dirección al verpine que estaba detrás de él. En silencio, el alto alienígena verde se adelantó y tendió a Lando un par de tarjetas de datos.
—Gracias —dijo Lando—. Muy bien. Os doy una hora para volver a vuestra nave y salir del sistema, antes de que demos la alarma. Buen viaje.
—Sí, lo haremos —dijo Ferrier—. Ha sido un placer volver a verte, Carlissian. Quizá la próxima vez pueda hacerte algún favor.
—Prueba en Amorris —le recordó Lando—. Apuesto a que tienen, por lo menos, un par de antiguos patrulleros Sienar de los que podrían desprenderse.
Ferrier no contestó. El grupo pasó junto a Lando y Luke sin decir palabra y se alejó por el pasillo desierto, en dirección a la zona de recepción.
—¿Crees que ha sido una buena idea contarle lo de Amorris? —murmuró Luke mientras les seguía con la mirada—. Puede que el Imperio consiga uno o dos patrulleros gracias a este trato.
—¿Habrías preferido que se apoderaran de un Crucero Estelar calamariano? —contraatacó Lando—. Ferrier es muy bueno; no le habría costado mucho mangar uno, sobre todo con la confusión que reina aquí.
—Meneó la cabeza con expresión pensativa—. Me pregunto qué estará ocurriendo en el Imperio. Es absurdo pagar precios exagerados por naves usadas, cuando cuentan con instalaciones para fabricarlas.
—Quizá tengan problemas —sugirió Luke. Cerró la espada de luz y la devolvió a su cinturón—. Tal vez han perdido un Destructor Estelar, conseguido salvar a la tripulación, y necesitan naves para redistribuirlos.
—Supongo que es posible —admitió Lando, poco convencido—. Me cuesta imaginar un accidente en el que una nave se averíe sin posibilidad de reparación, pero saliendo ilesa la tripulación. Bien, trasladaremos la información a Coruscant, y dejaremos que los chicos listos de Inteligencia desentrañen su significado.
—Si no están demasiado ocupados jugando a la política.
Porque si el grupo del consejero Fey'lya también intentaba adueñarse de la Inteligencia Militar... Desechó la idea. Preocuparse por la situación no servía de nada.
—¿Qué hacemos ahora? ¿Le concedemos una hora a Ferrier, y después entregamos esos códigos a los sluissi?
—Oh, le concederemos esa hora a Ferrier, desde luego —dijo Lando, contemplando con el ceño fruncido al grupo que se alejaba—, pero los códigos son otra historia. Se me ha ocurrido que si Ferrier los utilizaba para apartar a los trabajadores de esta parte de la estación, no existe ningún motivo lógico que nos impida emplearlos para colocar a tu caza en el primer lugar de la lista de prioridades.
—Ah.
Sabía que no era la clase de actividad paralegal en que un Jedi debería mezclarse, pero dadas las circunstancias, y teniendo en cuenta la urgencia de la situación en que se encontraba Coruscant, violar algunas normas en este caso estaba, probablemente, justificado.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó.
—Ahora mismo.
Luke no pudo evitar un respingo al captar el claro alivio que emanaba de su amigo. Había temido que Luke adujera retorcidas razones éticas contra la sugerencia.
—Con suerte, estarás volando antes de que entregue estas tarjetas a los sluissi. Vamos a ver si encontramos una terminal.
—Solicitud de aterrizaje recibida y confirmada, Halcón Milenario.
—La voz del director del control aéreo del palacio imperial se oyó por el comunicador—. Pista ocho despejada. La consejera Organa Solo le recibirá.
—Gracias, Control —dijo Han, dirigiendo la nave hacia la ciudad imperial, mientras contemplaba con desagrado la capa de nubes oscuras que se cernía sobre toda la región, como una ceñuda amenaza.
Nunca hacía mucho caso de los augurios, pero aquellas nubes no contribuían a tranquilizar su ánimo. Y hablando de ánimos caídos... Conectó el intercomunicador de la nave.
—Preparados para el aterrizaje —dijo—. Vamos a proceder.
—Gracias, capitán Solo —respondió la voz precisa de C—3PO, algo más afectada de lo habitual, en realidad.
El androide debía sentir su ego herido, o lo que equivaliera al ego de los androides. Han desconectó el intercomunicador y torció los labios, algo irritado. Nunca le habían gustado los androides. Los utilizaba de vez en cuando, pero no más de lo necesario. Cetrespeó no era tan horrible como algunos que había conocido, pero tampoco había pasado seis días solo en el hiperespacio con los otros.
Lo había intentado, aunque sólo fuera porque Leia apreciaba a Cetrespeó y quería que se llevaran bien. El primer día, después de abandonar Sluis Van, permitió que Cetrespeó se sentara en la cabina
con él, soportó la voz remilgada del androide y trató con auténtica valentía de mantener con él algo parecido a una conversación. El segundo día, Cetrespeó habló hasta por los codos, mientras dedicaba casi todo el tiempo a trabajar en los estrechísimos pasadizos de mantenimiento, puesto que no había sitio para los dos. Cetrespeó aguantó las incomodidades con el típico buen humor de los androides, y le hablaba desde las escotillas de acceso a los pasadizos. Cuando llegó la tarde del tercer día, había apartado por completo al androide de su presencia.





3


A Leia no le haría gracia cuando lo supiera, pero le habría hecho menos gracia aún que hubiera cedido a su primer impulso y transformado al androide en una colección de amortiguadores.
El Halcón atravesó la capa de nubes y apareció ante su vista la monstruosidad que era el antiguo palacio del emperador. Han confirmó que la pista ocho estaba despejada y descendió. Leia debía de estar esperando dentro del dosel que cubría la vida de acceso a la pista, porque Han la encontró junto a la nave cuando bajó por la rampa.
—Han —dijo la princesa, con voz tensa—. Gracias a la Fuerza que has vuelto.
—Hola, corazón —saludó él, mientras procuraba no apretar con demasiada fuerza el bulto prominente de su estómago al abrazarla. Notó bajo sus brazos la tensión que embargaba los músculos de sus hombros y espalda—. Yo también me alegro de verte.
Leia le abrazó con fuerza un momento, y luego le soltó.
—Hemos de irnos.
Chewbacca les esperaba en la vía de acceso, con la ballesta colgada de su hombro.
—Hola, Chewie —dijo Han, y recibió por contestación un gruñido wookie—. Gracias por cuidara Leia.
El otro rugió una respuesta poco explícita. Han le miró con atención y decidió que no era el momento apropiado para pedirle detalles de su estancia en Kashyyyk.
—¿Me he perdido algo? —preguntó a Leia.
—No mucho —contestó la princesa, mientras bajaban por el pasillo en rampa y entraban en el palacio—. Después de aquella andanada de acusaciones, Fey'lya decidió suavizar la situación. Ha convencido al Consejo de que le permita asumir algunas responsabilidades de seguridad interna que estaban en manos de Ackbar, pero se comporta más como un casero que como un nuevo administrador. También ha insinuado sin ambages que estaría dispuesto a asumir el Mando Supremo, pero no ha insistido en ese sentido.
—No querrá que cunda el pánico —sugirió Han—. Acusar a una persona como Ackbar de traición es demasiado gordo para que la gente se lo trague. Un poco más, y se atragantarán.
—Eso pienso yo también —admitió Leia—. Nos dará un respiro para investigar el asunto del banco.
—Sí, ¿qué hay de verdad en ello? —preguntó Han—. Sólo me dijiste que una investigación bancaria de rutina había descubierto una gran cantidad de dinero en una de las cuentas de Ackbar.
—Sólo que no fue una investigación de rutina. Se produjo un sofisticado asalto electrónico a la cámara de compensación central de Coruscant la mañana del ataque a Sluis Van, que incidió en varias cuentas importantes. Los investigadores examinaron todas las cuentas del banco y descubrieron que aquella misma mañana había tenido lugar una fuerte transferencia a la cuenta de Ackbar desde el banco central de Palanhi. ¿Conoces Palanhi?
—Todo el mundo conoce Palanhi —dijo Han con sarcasmo—. Un pequeño planeta de tránsito que tiene una idea exagerada de su propia importancia.
—Y la firme creencia de que si se mantienen neutrales, pueden extraer ventajas de ambos bandos en lucha —añadió Leia—. En cualquier caso, el banco central afirma que el dinero no procedía de Palanhi, y que debió ser transferido por su mediación. Hasta el momento, nuestra gente no ha podido seguirle la pista más allá.
Han cabeceó.
—Apuesto a que Fey'lya tiene algunas ideas acerca de su procedencia.
—No es el único que tiene ideas —suspiró Leia—. Sólo fue el primero en expresarlas en voz alta.
—Y en ganar más puntos a costa de Ackbar —gruñó Han— ¿Dónde está Ackbar? ¿En la antigua prisión?
Leia negó con la cabeza.
—Está en una especie de arresto domiciliario relajado, mientras la investigación prosigue, lo cual demuestra que Fey'lya no quiere armar más follón del necesario.
—O sabe muy bien que carece de pruebas para colgarle —replicó Han—. ¿Hay algo más contra Ackbar, aparte del asunto del banco? Leia sonrió.
—El casi fracaso de Sluis Van, y el hecho de que fue Ackbar quien envió todas esas naves allí.
—Punto —admitió Han, mientras intentaba recordar las normas sobre prisioneros militares de la antigua Alianza Rebelde.
Si la memoria no le fallaba, un oficial bajo arresto domiciliario podía recibir visitantes, y éstos tan sólo necesitaban pasar por trámites burocráticos de poca importancia. Aunque podía equivocarse. Le obligaron a aprender todo aquello cuando le nombraron oficial después de la batalla de Yavin. Nunca se había tomado en serio las normas.
—¿Cuántos consejeros apoyan a Fey'lya? —dijo a Leia.
—Si quieres decir contra viento y marea, sólo un par. Si quieres
decir con cierta tibieza... Dentro de un momento podrás juzgarlo por ti mismo.
Han parpadeó. Abismado en sus reflexiones, no había prestado atención adónde le conducía Leia. Ahora, sobresaltado, se dio cuenta de que caminaban por el Gran Pasillo que comunicaba la cámara del Consejo con el auditorio de la Asamblea, mucho más grande.
—Espera un momento —protestó—. ¿Ahora?
—Lo siento, Han —suspiró Leia—. Mon Mothma insistió. Eres la primera persona que ha vuelto de Sluis Van desde el ataque, y te quieren hacer un millón de preguntas al respecto.
Han paseó la mirada por el pasillo. Observó el alto techo abovedado, las recargadas tallas y las vidrieras que se alternaban en las paredes, las hileras de árboles jóvenes, de un color mezcla de púrpura y verde, que lo flanqueaban. Se suponía que el emperador había diseñado personalmente el Gran Pasillo, lo cual explicaba por qué nunca le había gustado a Han.
—Sabía que debía haber enviado antes a Cetrespeó —gruñó.
Leia le cogió del brazo.
—Ánimo, soldado. Respira hondo y acabemos cuanto antes. Chewie, será mejor que esperes aquí.
La disposición habitual de la cámara del Consejo era una versión a escala superior de la más pequeña sala del Consejo Interno: una mesa oval en el centro para los consejeros, y filas de asientos a lo largo de las
paredes para sus ayudantes y secretarios. Hoy, ante la sorpresa de Han, lo habían configurado más en la línea del auditorio de la Asamblea. Los asientos estaban alineados pulcramente, y cada consejero estaba rodeado de sus ayudantes. En la parte delantera de la sala, en el nivel más bajo, Mon Mothma se había sentado frente a un sencillo atril, como un profesor en un aula.
—¿De quién ha sido la idea? —murmuró Han, cuando Leia y él bajaron por el pasillo hacia lo que debía ser una silla de testigo, junto al escritorio de Mon Mothma.
—De Mon Mothma. Sin embargo, yo apostaría a que ha sido idea de Fey'lya.
Han frunció el ceño. Había supuesto que subrayar el papel preeminente de Mon Mothma en el Consejo sería lo último que desearía Fey'lya.
—No lo entiendo.
Leia cabeceó en dirección al atril.
—Poner a Mon Mothma en primer plano ayudará a calmar los te—
mores de que ambiciona su cargo. Al mismo tiempo, poner juntos a los consejeros y a sus ayudantes, formando pequeños grupos, consigue aislar a los consejeros entre sí.
—Ahora lo entiendo —asintió Han—. Muy retorcido, ¿verdad?
—Sí, Fey'lya es así. Y se va a aprovechar del ataque a Sluis Van todo lo que pueda. Ten cuidado.
Llegaron a la parte delantera y se separaron. Leia se sentó en la primera fila al lado de Winter, y Han continuó hasta la silla de testigo.
—¿Quiere que preste juramento o algo por el estilo? —preguntó sin más preámbulos.
Mon Mothma meneó la cabeza.
—No será necesario, capitán Solo —dijo, en tono oficial—. Tome asiento, por favor. El Consejo desea formularle algunas preguntas sobre los recientes acontecimientos que han tenido lugar en los arsenales de Sluis Van.
Han se sentó. Vio que Fey'lya y sus bothan se habían situado en los primeros asientos, al lado del grupo de Leia. No había asientos vacíos que anunciaran la ausencia del almirante Ackbar, al menos en las primeras filas. Los consejeros, sentados según su rango, habían procurado acercarse lo máximo posible al frente. Otra razón para. que Fey'lya hubiera propuesto esta configuración, decidió Han. En la mesa oval de costumbre, tal vez el asiento de Ackbar habría quedado vacante.
—Antes que nada, capitán Solo —empezó Mon Mothma—, nos gustaría que describiera su papel en el ataque a Sluis Van. Cuándo llegó, qué ocurrió a continuación, todo eso.
—Llegamos cuando la batalla estaba empezando —dijo Han—. Aparecimos justo delante de los Destructores Estelares. Recibimos una llamada de Wedge, me refiero al comandante de escuadrilla Wedge Antilles, del Escuadrón Rogue, comunicando que había cazas TIE en los arsenales...
—Perdone —le interrumpió con suavidad Fey'lya—. ¿Por qué habla en plural?
Han concentró su atención en el bothan. En aquellos ojos violeta, en aquel suave pelaje de color crema, en su expresión indescifrable.
—Mi tripulación consistía en Luke Skywalker y Lando Carlissian.
—Como Fey'lya sabía muy bien, sin duda. Un pequeño truco para sacar a Han de sus casillas—. Ah, y dos androides. ¿Quiere sus números de serie?
Leves murmullos recorrieron la sala, y Han tuvo la satisfacción de ver que el pelaje color crema se alisaba un poco.
—No, gracias —contestó Fey'lya.
—El Escuadrón Rogue se enfrentó con un grupo de unos cuarenta cazas TIE, más o menos, y cincuenta topos robados, que habían conseguido infiltrarse en los astilleros —continuó Han—. Les prestamos ayuda con los cazas, dedujimos que los imperiales utilizaban los topos para apoderarse de algunos acorazados reconvertidos en cargueros, y pudimos detenerles. Eso es todo.
—Es usted demasiado modesto, capitán —volvió a hablar Fey'lya—. Según los informes recibidos, fueron usted y Carlissian los que lograron, sin ayuda, desbaratar los planes del Imperio.
Han se armó de paciencia. El punto crucial. Lando y él habían de.. tenido a los imperiales, desde luego..., destruyendo los centros nerviosos de más de cuarenta acorazados para conseguirlo.
—Lamento haber averiado las naves —dijo, mirando a Fey'lya sin pestañear—. ¿Habría preferido que los imperiales se las hubieran llevado intactas?
El pelaje de Fey'lya onduló.
—La verdad, capitán Solo —dijo con voz meliflua—, no tengo quejas del método empleado para frustrar los deseos del Imperio, por costoso que haya sido. Hicieron lo que pudieron. A pesar de las circunstancias, usted y los demás lograron un éxito brillantísimo.
Han frunció el ceño, algo desconcertado. Había esperado que Fey'lya le hubiera señalado como culpable del desastre. Por una vez, daba la impresión de que el consejero había perdido los papeles.
—Gracias, consejero —murmuró, sin saber qué decir.
—Lo cual no resta importancia a la casi victoria del Imperio —prosiguió Fey'lya, mientras su pelaje ondulaba en dirección opuesta—. Al contrario. En el mejor de los casos, revela graves equivocaciones por parte de nuestros mandos militares. En el peor..., tal vez implica traición.
Han torció los labios. De modo que era eso. Fey'lya no había cambiado de idea, sino que había decidido no desaprovechar la estupenda oportunidad que le proporcionaba alguien como Han.
—Con el debido respeto, consejero —se apresuró a contradecir Han—, lo que sucedió en Sluis Van no fue culpa del almirante Ackbar. Toda la operación...
—Perdone, capitán Solo —le interrumpió Fey'lya—, y con el debido respeto a usted, permítame subrayar que el motivo de que aquellos acorazados estuvieran aparcados en Sluis Van, indefensos y vulnerables, fueron las órdenes del almirante Ackbar en ese sentido.
—Eso no implica traición —insistió Han—. Todos sabemos que el Imperio ha intervenido nuestras comunicaciones...
—¿Y quién es el responsable de ese fallo en la seguridad? —replicó Fey'lya—. Una vez más, la culpa recae sobre los hombros del almirante Ackbar.
—Bien, pues encuentre usted la filtración.
Vio de reojo que Leia sacudía la cabeza en su dirección, pero estaba demasiado irritado para pararse a pensar si era o no respetuoso.
—Y mientras tanto, me gustaría saber cómo se las arreglaría usted contra un gran almirante del Imperio.
El murmullo de conversaciones enmudeció de repente.
—¿Cuáles han sido sus últimas palabras? ——preguntó Mon Mothma. Han se maldijo en silencio. No había querido contarlo a nadie hasta verificarlo en los archivos de palacio, pero ya era demasiado tarde.
—Un gran almirante es el máximo dirigente del Imperio —murmuró—. Le he visto en persona.
Un espeso silencio cayó sobre la sala. Mon Mothma fue la primera en reaccionar.
—Eso es imposible —dijo, como si en realidad quisiera creerlo—. Dimos cuenta de todos los grandes almirantes.
—Le he visto en persona —repitió Han.
—Descríbale —dijo Fey'lya—. ¿Cómo es?
—No era humano —contestó Han—. Por completo no, al menos. Su apariencia era más o menos humana, pero tenía piel azul claro, pelo negro—azulado y ojos rojos. Ignoro a qué especie pertenecía.
—Sin embargo, sabemos que el emperador detestaba a los no humanos —le recordó Mon Mothma.
Han miró a Leia. Tenía la piel de la cara tensa, y le miraba con ojos aterrorizados. Entendía muy bien el significado de todo esto.
—Llevaba un uniforme blanco —dijo a Mon Mothma—. Ningún otro oficial imperial viste así. Y el contacto con el que yo estaba le llamó gran almirante.
—Un auto ascenso, sin duda —comentó Fey'lya con desenvoltura—. Un almirante vulgar, o tal vez un moff superviviente que intenta aglutinar los restos del Imperio. En cualquier caso, eso no viene a cuento.
—¿Que no viene a cuento? —preguntó Han—. Escuche, consejero, si un gran almirante anda suelto por ahí...
—Si es así —interrumpió con firmeza Mon Mothma—, pronto lo sabremos. Hasta entonces, es absurdo enzarzarnos en un debate carente de base. El Consejo investigará la posibilidad de que un gran almirante siga con vida. Hasta que la investigación termine, continuaremos la encuesta sobre las circunstancias que rodearon el ataque a Sluis Van.
—Miró a Han, y después cabeceó en dirección a Leia—. Puede empezar el interrogatorio, consejera Organa Solo.
La cabeza rosada en forma de cúpula del almirante Ackbar se inclinó a un lado, y sus enormes ojos giraron en sus cuencas en un gesto calamariano que Leia nunca había observado. ¿Sorpresa, o miedo?
—Un gran almirante —dijo por fin Ackbar, con voz más grave de lo normal—. Un gran almirante imperial. Sí. Eso explicaría muchas cosas.
—Aún no sabemos que es un gran almirante auténtico —le previno Leia, mientras observaba el rostro impenetrable de su marido. Estaba claro que Han no albergaba la menor duda. Ni tampoco ella—. Mon Mothma ordenará una investigación al respecto.
—No descubrirán nada —dijo Ackbar, y meneó la cabeza. Un gesto más humano, que solía utilizar cuando hablaba con los humanos. Eso significaba que estaba recuperando la serenidad—. Cuando arrebatamos Coruscant al Imperio, ordené que se examinaran minuciosamente los archivos imperiales. Sólo se encontró una lista de nombres de grandes almirantes y algunos datos sobre sus cometidos.
—Borrados antes de que los obtuviéramos —recalcó Han.
—Tal vez no constaron nunca —sugirió Leia—. Recuerda que no eran los líderes militares más brillantes que el emperador pudo conseguir. Formaban parte de su plan para poner a los militares bajo su control.
—Como el proyecto Estrella de la Muerte —dijo Ackbar—. Estoy de acuerdo, consejera. Hasta que los grandes almirantes no fueran integrados militar y políticamente, era absurdo publicar detalles acerca de sus identidades. Lo mejor era ocultarlos.
—Bien —intervino Han—. Estamos en un callejón sin salida.
—Eso parece —admitió Ackbar—. Cualquier información que obtengamos provendrá de fuentes actuales.
Leia miró a Han.
—Has dicho que estabas con un contacto cuando viste al gran almirante, pero no nos has dicho su nombre.
—En efecto —asintió Han—. No lo hice. Y no pienso revelarlo. Al menos, de momento.
Leia contempló aquella cara de sabacc con el ceño fruncido, intentando explorar con sus sentidos Jedi el propósito y los sentimientos que animaban a Han. «Si tuviera más tiempo para practicar», pensó; pero si el Consejo había exigido todo su tiempo hasta entonces, aún iba a exigirle más en las presentes circunstancias.
—Mon Mothma querrá averiguarlo —le advirtió.
—Y se lo diré, cuando llegue el momento. Hasta entonces, será nuestro pequeño secreto.
—¿Como en suspenso?
—Nunca se sabe.
—Una sombra cruzó el rostro de Han—. En este momento, el nombre no le servirá de nada al Consejo. El grupo se habrá escondido en algún sitio, si el Imperio no les ha capturado ya.
—¿No sabes cómo encontrarles? —preguntó Leia.
Han se encogió de hombros.
—Prometí que desembargaría una nave para ellos. Puedo intentarlo de ese modo.
—Haga lo que pueda —dijo Ackbar—. ¿Dijo que el hermano de la consejera Organa Solo estuvo con usted en Sluis Van?
—Sí, señor —contestó Han—. Su hiperpropulsor necesitaba algunas reparaciones, pero creo que sólo le he llevado un par de horas de ventaja.
—Miró a Leia—. A propósito, tendremos que recuperar la nave de Lando, que se quedó en Sluis Van.
Ackbar emitió un sonido similar a un silbido estrangulado, el equivalente calamariano de un gruñido.
—Será necesario escuchar el testimonio de ambos —dijo—, y también del comandante de escuadrilla Antilles. Es vital averiguar cómo logró el Imperio infiltrar una fuerza tan descomunal entre tantos sensores.
Leia dirigió una mirada a Han.
—Según el informe preliminar de Wedge, iban camuflados en un carguero cuya bodega estaba vacía, según las lecturas.
Los ojos de Ackbar giraron en sus cuencas.
—¿Vacía? ¿No pudo ser un error de los sensores?
—Wedge dijo que estaba vacía —explicó Han—. Conoce la diferencia entre eso y un sensor afectado por la estática.
—Vacía.
—Dio la impresión de que Ackbar se hundía en su silla—. Eso sólo puede significar que el Imperio ha conseguido desarrollar por fin un escudo encubridor viable.
—Eso parece —admitió Leia—. La única buena noticia es que todavía no han logrado perfeccionar el sistema. De lo contrario, habrían encubierto toda la fuerza que atacó Sluis Van y reducido los arsenales a cenizas.
—No.
—Ackbar meneó su enorme cabeza—. De momento, no tendremos que preocuparnos por eso. Por su propia naturaleza, un escudo encubridor puede resultar perjudicial para el que lo utiliza. Los haces sensores de una nave provista de un escudo encubridor serán tan inútiles como los de sus enemigos, y quedará totalmente ciega. Peor aún, con la energía desconectada, el enemigo podría localizarla rastreando las emisiones de su propulsor.
—Ah —dijo Leia—. No había pensado en eso.
—Corrieron rumores durante años de que el emperador estaba desarrollando un escudo encubridor —continuó Ackbar—. He pensado mucho en esa posibilidad.
—Carraspeó—. Sin embargo, esos puntos débiles no nos deben servir de consuelo. Un escudo encubridor en manos de un gran almirante sería un arma muy peligrosa. Encontraría alguna forma de utilizarla contra nosotros.
—Ya lo ha hecho —murmuró Han.
—Por lo visto.
—Los ojos de Ackbar se clavaron en la cara de Leia—. Tiene que librarme de esta estúpida acusación, consejera. Lo antes posible. Pese a su ambición y confianza en sí mismo, el consejero Fey'lya carece de la habilidad necesaria para contrarrestar una amenaza de esta magnitud.
—Le liberaremos, almirante —prometió Leia, sin creerlo del todo—. Estamos en ello.
Alguien llamó a la puerta, y ésta se abrió.
—Perdón —dijo el rechoncho androide G—2RD, con voz resonante—. Su tiempo ha terminado.
—Gracias —contestó Leia, disimulando su frustración mientras se levantaba.
Necesitaba con desesperación pasar más tiempo con Ackbar, examinar con él la nueva amenaza imperial, y también discutir la estrategia legal que deberían emplear para defenderle. Sin embargo, discutir con el androide no serviría de nada, y tal vez le impediría visitarle de nuevo. Los androides guardianes gozaban de ese privilegio, y la serie 2RD, en concreto, se había ganado reputación de quisquillosa.
—Volveré pronto, almirante —dijo—. Esta tarde o mañana.
—Adiós, consejera.
—Una breve vacilación—. Adiós, capitán Solo. Gracias por venir.
—Adiós, almirante —se despidió Han.
Salieron de la celda y se alejaron por el amplio pasillo. El G—2RD adoptó posición de vigilancia ante la puerta.
—Le habrá costado lo suyo —comentó Han.
—¿A qué te refieres? —preguntó Leia.
—Darme las gracias por venir.
Ella le contempló con el ceño fruncido, pero sólo percibió seriedad en su cara.
—Oh, vamos, Han. Sólo porque renunciaste a tu cargo...
—Me considera casi un completo traidor —terminó Han por ella. Un comentario acerca del complejo de persecución pasó por la mente de Leia.
—Ackbar nunca ha sido lo que se dice una persona sociable —respondió.
—No son imaginaciones mías, Leia. Pregúntale a Lando. Él también recibe la misma clase de tratamiento. Abandonas el ejército y te conviertes en basura.
Leia suspiró.
—Has de comprender el carácter de los mon calamari, Han. Nunca fueron una especie belicosa, hasta que el emperador empezó a esclavizarlos y arrasar su planeta. Sus maravillosos Cruceros Estelares fueron en un principio naves de pasajeros, que nosotros ayudamos a transformar en naves de guerra. Tal vez no se trate tanto de rencor hacia ti por abandonar las fuerzas armadas, como cierto sentimiento de culpa por haber abandonado la vida pacífica y abrazado el camino de la guerra.
—¿Aunque fuera por obligación?
Leia se encogió de hombros, irritada.
—Creo que nadie se mete en una guerra sin tener la incómoda sensación de que las cosas habrían podido solucionarse de otra manera, a pesar de que esa otra manera se haya probado y fallado. Fue lo que sentí cuando me uní a la Rebelión, y créeme, gente como Mon Mothma y Bail Organa lo habían intentado todo. Para una raza intrínsecamente pacífica como los mon calamar¡, la sensación habrá sido aún peor.
—Bien... Tal vez —concedió Han a regañadientes—. Ojalá lo hubieran superado sin mezclarnos a los demás.
—Están en ello. Hemos de darles tiempo.
Han la miró.
—Aún no me has contado por qué tú y Chewbacca os fuisteis de Kashyyyk y volvisteis aquí.
Leia apretó el índice contra el pulgar. Sabía que, a la larga, debería explicarle a Han el trato al que había llegado con el comando noghri Khabarakh, pero un pasillo público del palacio imperial no era el lugar más apropiado para esa conversación.
—Me pareció absurdo seguir allí —dijo —. Se produjo otro ataque...
—¿Cómo?
—Tranquilo, lo rechazamos. Ya me he encargado de mi seguridad, al menos durante un par de semanas más. Te lo contaré luego, cuando estemos en un lugar más seguro.
Notó que los ojos de Han se clavaban en ella; intuyó su sospecha de que le estaba ocultando algo, pero Han conocía tan bien como ella el peligro de comentar secretos al aire libre.
—Muy bien —masculló su marido—. Sólo espero que sepas lo que estás haciendo.
Leia se estremeció y pensó en los gemelos que llevaba en su seno. Tan protegidos por la Fuerza... y al mismo tiempo, tan indefensos.
—Yo también —susurró.





4


JORUUS C'BAOTH, HUMANO, NACIDO EN REITHCAS (BORTRAS), EL 3/4/112, ANTES DEL IMPERIO.

Luke hizo una mueca cuando leyó las palabras que aparecían en la pantalla del ordenador de la Antigua Biblioteca del Senado. ¿Por qué los nuevos regímenes se empeñaban en que uno de sus primeros actos
oficiales consistiera en crear un nuevo sistema de fechas, que luego aplicaban a todos los registros históricos existentes?, se preguntó. El Imperio Galáctico lo había hecho, al igual que antes la Antigua República. Confió en que la Nueva República no les imitaría. Ya era bastante difícil remontarse en la historia.

ASISTIÓ A LA UNIVERSIDAD DE MIRNIC DEL 4/6/95 AL 32/4/90 Al. ASISTIÓ AL CENTRO DE PREPARACIÓN JEDI DE KAMPARAS DEL 15/2/90 AL 33/8/88 Al. APRENDIZAJE JEDI PRIVADO INICIADO EN 9/88 Al. INSTRUCTOR DESCONOCIDO. CONCEDIDO TÍTULO DE CABALLERO JEDI EL 6/3/86 Al. ASUMIDO OFICIALMENTE TÍTULO DE MAESTRO JEDI EL 3/4/74 Al. FIN RESUMEN. ¿MÁS DETALLES SOBRE ESTUDIOS Y APRENDIZAJE?

—No —dijo Luke, con el ceño fruncido.
¿C'baoth había asumido el título de Maestro Jedi? Siempre había tenido la impresión de que ese título, como la jerarquía de Caballero Jedi, era concedido por el resto de la comunidad Jedi, nadie podía autoproclamarse así.
—Dame los acontecimientos más importantes de su expediente como Jedi.

MIEMBRO DEL GRUPO DE OBSERVACIÓN DE DESMILITARIZACIÓN ANDO DE 8/82 A 7/81 Al. MIEMBRO DEL COMITÉ ASESOR SENATORIAL INTERESPACIAL DE 9/81 A 7/79. CONSEJERO PERSONAL JEDI DEL SENADOR PALPATINE DE 6/79 A 5/77...

—Alto —ordenó Luke. Un súbito escalofrío recorrió su espalda. ¿Consejero Jedi del senador Palpatine?—. Detalla los servicios de C'baoth al senador Palpatine.
Dio la impresión de que el ordenador reflexionaba sobre la petición. La respuesta fue «INACCESIBLES».
—¿Inaccesibles, o sólo reservados? —contraatacó Luke. «INACCESIBLES», repitió el ordenador.
Luke hizo una mueca, pero no podía hacer más por el momento.
—Continúa.

MIEMBRO DE LA FUERZA JEDI REUNIDA PARA COMBATIR LA INSURRECCIÓN DE JEDI OSCUROS DE BPFASSH DE 7/77 A 1/74 AE. COLABORÓ EN RESOLVER CONTENCIOSO SOBRE ASCENDENCIA DE ALDERAAN EN 11/70 AE. AYUDO A MAESTRO JEDI TRA'S M'INS EN MEDIACIÓN EN CONFLICTO DUINUOGWUIN—GOTAL DE 1/68 A 4/66 AE. NOMBRADO EMBAJADOR PLENIPOTENCIARIO EN SECTOR XAPPYH EL 21/8/62 POR EL SENADO. MEDIADOR FUNDAMENTAL PARA CONVENCER AL SENADO DE QUE AUTORIZARA Y SUBVENCIONARA PROYECTO VUELO DE EXPANSIÓN. UNO DE LOS SEIS MAESTROS JEDI ASIGNADOS AL PROYECTO EL 7/7/65. NO EXISTEN INFORMES POSTERIORES A LA PARTIDA DEL PROYECTO DE YAGA MINOR EL 1/4/64. FINAL DE RESUMEN. ¿MÁS INFORMACIÓN?

Luke se reclinó en la butaca, contempló la pantalla y se mordisqueó la parte interna de la mejilla. No sólo había sido C'baoth consejero del hombre que un día se autoproclamaría emperador, sino que también había participado en el ataque contra aquellos Jedi Oscuros del sector de Sluis que Leia le había mencionado. Uno de ellos había sobrevivido lo suficiente para enfrentarse al maestro Yoda en Dagobah...
Oyó unos pasos suaves a su espalda.
—¿Comandante?
—Hola, Winter —saludó Luke sin volverse—. ¿Me buscabas?
—Sí —dijo Winter, deteniéndose a su lado—. La princesa Leia quiere verle cuando haya terminado.
—Cabeceó en dirección a la pantalla y se pasó la mano por su sedoso cabello blanco—. ¿Más investigaciones sobre el Jedi?
—Algo así.
—Luke introdujo una tarjeta de datos en la ranura de

la terminal—. Ordenador: copia el informe completo del Maestro Jedi Joruus C'baoth.
—Joras C'baoth —repitió Winter pensativa—. ¿No estuvo mezclado en aquel gran escándalo sobre la ascendencia en Alderaan?
—Eso dice el expediente —asintió Luke—. ¿Sabes algo sobre el caso?
—Lo mismo que los demás alderaanianos —contestó Winter.
A pesar de su rígido control, algo de dolor asomó en su voz, y Luke no pudo por menos que compadecerla. Sabía que, para Leia, la destrucción de Alderaan y la pérdida de su familia significaban un gran sufrimiento, que poco a poco se replegaba en los recovecos de su mente. Para Winter, que poseía una memoria indeleble, el dolor no desaparecería jamás.
—La cuestión era si la línea de ascenso a virrey iba a parar al padre de Bail Organa o a otra rama familiar —continuó Winter—. Después de tres empates sucesivos en las votaciones, apelaron al Senado para que mediara en el tema. C'baoth formaba parte de la delegación enviada, que tardó menos de un mes en decidir que los Organa tenían razón.
—¿Has visto alguna foto de C'baoth?
Winter reflexionó.
—Había un grupo de hologramas en los archivos que plasmaba a toda la delegación mediadora —dijo al cabo de un momento—. C'baoth era... de estatura y complexión medianas, creo. Bastante musculoso, lo cual me pareció extraño en un Jedi.
—Miró a Luke y se sonrojó un poco—. Lo siento. No pretendía que sonara despreciativo.
—No te preocupes —la tranquilizó Luke.
Había descubierto que se trataba de un malentendido común. Como dominaban la Fuerza, la gente creía que un Jedi no necesitaba cultivar sus músculos. Luke había tardado varios años en descubrir que el control del cuerpo estaba relacionado con el control de la mente de formas muy sutiles.
—¿Qué más?
—Tenía cabello gris y barba corta, muy bien cuidada. Vestía la misma túnica marrón y camisa blanca que preferían muchos Jedi. Por lo demás, carecía de características notables.
Luke se acarició la barbilla.
—¿Qué edad aparentaba?
—Oh... Yo diría que alrededor de los cuarenta, más menos cinco años. Es difícil juzgar la edad por una foto.
—La descripción concuerda con estos registros —dijo Luke, mientras extraía la tarjeta de la ranura. Pero si el registro era fidedigno...
—. ¿Has dicho que Leia quería verme? —preguntó, levantándose.
—Si le va bien —asintió Winter—. Está en su despacho.
—Muy bien. Vamos.
Salieron de la biblioteca y recorrieron el pasillo que comunicaba las zonas de investigación con las cámaras del Consejo y la Asamblea.
—¿Sabes algo sobre el planeta Bortras? —preguntó a Winter mientras caminaban—. ¿Sobre la longevidad de sus habitantes, en concreto? La mujer meditó unos momentos.
—Nunca he leído nada que lo mencionara. ¿Por qué?
Luke vaciló, pero aunque los imperiales obtenían información del saeta sanctórum de la Nueva República, Winter estaba por encima de toda sospecha.
—El problema es que si este supuesto Jedi de Jomark es en verdad Joruus C'baoth, tendrá ahora más de cien años. Sé que algunas especies viven todavía más, pero se supone que es humano.
Winter se encogió de hombros.
—Siempre hay excepciones a la esperanza de vida media de los humanos —señaló—. Y un Jedi, en particular, tal vez posea técnicas para alargarla.
Luke reflexionó sobre sus palabras. Sabía que era posible. Yoda había vivido mucho, unos novecientos años y, por regla general, especies más pequeñas tenían una esperanza de vida más corta que las grandes. Claro que «por regla general» no significaba «siempre», y tras muchas horas de investigar en los archivos, Luke aún no había descubierto a qué especie pertenecía Yoda. Quizá sería mejor averiguar cuánto tiempo había vivido el emperador.
—¿Cree que C'baoth sigue con vida? —preguntó Winter, interrumpiendo sus pensamientos.
Luke miró a su alrededor. Habían llegado al Gran Pasillo, que por su emplazamiento solía estar frecuentado por seres de todas clases. Hoy, sin embargo, estaba casi desierto, y sólo se veían algunos grupos de humanos que conversaban en pequeños grupos, demasiado lejos para que les pudieran oír.
—Tuve un breve contacto mental con otro Jedi cuando estaba en Nkllon —explicó, bajando la voz—. Después, Leia me contó que corrían rumores de que C'baoth había sido visto en Jomark. No sé a qué otra conclusión llegar.
Winter guardó silencio.
—¿Algún comentario? —la animó Luke.
La mujer se encogió de hombros.
—Cualquier cosa relacionada con los Jedi y la Fuerza está fuera de mi experiencia personal, comandante —contestó—. No puedo hacer comentarios, pero... la impresión que obtuve de C'baoth a partir de la historia alderaaniana me produjo cierto escepticismo.
—¿Por qué?
—Sólo fue una impresión —subrayó Winter—. No se me hubiera ocurrido mencionarlo si usted no lo hubiera preguntado. Me dio la impresión de que C'baoth era la clase de persona proclive a meterse en medio de todo. La clase de persona que, aunque no pudiera dirigir, controlar o ayudar en una situación concreta, igualmente estaría allí, para que le vieran.
Pasaron junto a uno de los árboles ch'hala púrpuras y verdes que flanqueaban el Gran Pasillo, lo bastante cerca para que Luke observara el sutil torbellino, parecido al muaré, que tenía lugar bajo la delgada corteza transparente.
—Supongo que encaja con lo que he leído —dijo.
Recorrió con el dedo el esbelto tronco. Al instante, el sutil torbellino se transformó en un relámpago de rojo furioso que recorrió el sereno púrpura. El color se expandió alrededor del tronco, como ondas en un estanque cilíndrico, dando vueltas y más vueltas mientras fluía arriba y abajo del tronco, hasta virar a un tono vino y recobrar el color púrpura.
—Ignoro si lo sabías, Winter, pero por lo visto se autonombró Maestro Jedi. Revela cierto engreimiento.
—Sí —admitió Winter—, si bien cuando llegó a Alderaan no parecía haber dudas al respecto. Pienso que alguien tan aficionado al protagonismo no se habría aislado tan radicalmente de la guerra contra el Imperio.
—Excelente observación.
Luke se volvió a medias para ver que el último retazo de rojo desaparecía del árbol ch'hala que había tocado. El contacto con el misterioso Jedi había sido algo muy parecido: breve, y desvanecido sin dejar rastro. ¿Acaso C'baoth ya no controlaba por completo sus poderes? Un nuevo interrogante.
—¿Qué sabes sobre el proyecto «Vuelo de Expansión» que la Antigua República puso en marcha?
—No mucho.
—Winter frunció el ceño—. Al parecer, fue un intento de buscar vida fuera de la galaxia, pero se llevó con tanto secreto que nunca trascendieron los detalles. Ni siquiera estoy segura de si se llevó a la práctica.
—El informe dice que sí.
—Luke tocó el siguiente árbol ch'hala, provocando otro relámpago rojo—. También dice que C'baoth colaboró en el proyecto. ¿Significa eso que iba a bordo?
—No lo sé. Corrieron rumores de que varios maestros Jedi irían, pero no se confirmó oficialmente.
—La mujer le miró de soslayo. Piensa que por eso no hizo acto de aparición durante la Rebelión?
—Es posible. Lo cual plantea nuevos interrogantes, por supuesto, como qué les ocurrió y cómo regresó.
Winter se encogió de hombros.
—Imagino que sólo hay una forma de averiguarlo.
—Sí.
—Luke tocó el último árbol de la fila—. Ir a Jomark y preguntárselo. Tendré que hacerlo.
El despacho de Leia, al igual que las demás estancias del Consejo Interno, se encontraba a un lado del corredor que comunicaba el Gran Pasillo con la sala de reuniones del Consejo Interno, más íntima. Luke y Winter entraron en la zona de recepción, donde les aguardaba una silueta familiar.
—Hola, Cetrespeó —saludó Luke.
—Me alegro mucho de volver a verle, maestro Luke —contestó el androide de piel dorada—. ¿Se encuentra bien?
—Muy bien. Erredós te envía recuerdos, por cierto. Está en el espaciopuerto, con el equipo de mantenimiento de mi caza, pero iré a buscarle esta noche. Os veréis entonces.
—Gracias, señor.
—Cetrespeó ladeó la cabeza un poco, como si recordara de repente sus deberes de recepcionista—. La princesa Leia y los demás les están esperando —dijo, y tocó la apertura de la cámara interior—. Entren, por favor.
—Gracias.
Luke dedicó al androide una grave inclinación de cabeza. Por ridículo que Cetrespeó pareciera en cualquier situación, siempre poseía una cierta dignidad intrínseca, dignidad a la que Luke trataba de corresponder adecuadamente.
—Infórmanos si alguien más viene.
—Por supuesto, señor.
Entraron en la cámara interior, y vieron que Leia y Han sostenían una conversación en voz baja, mientras contemplaban la pantalla del ordenador que Leia tenía sobre el escritorio. Chewbacca, sentado cerca de la puerta con la ballesta sobre las rodillas, gruñó a modo de saludo.
—Ah, Luke —dijo Leia cuando levantó la vista—. Gracias por venir.
—Desvió su atención hacia Winter—. Esto es todo por ahora, Winter.
—Sí, Alteza.
Winter salió de la sala con su gracia habitual.
Luke miró a Han.
—Me han dicho que ayer dejaste caer en el Consejo un detonador térmico de tamaño doble.
Han hizo una mueca.
—Lo intenté, pero nadie me creyó.
—Una de esas situaciones en que los políticos prefieren pasar al reino de las fantasías —comentó Leia—. Lo último que alguien desea creer es que dejamos con vida a un gran almirante del emperador.
—A mí me parece más un rechazo esperanzado que una fantasía —dijo Luke—. ¿O acaso sostienen alguna otra teoría sobre cómo caímos en la trampa de Sluis Van?
—Algunos dicen que ahí empieza la conspiración de Ackbar.
—Ah —murmuró Luke—. De modo que ése era el plan de Fey'lya. Aún desconozco los detalles.
—Hasta el momento, Fey'lya juega sus cartas con habilidad —gruñó Han—. Afirma que trata de ser justo. Yo opino que procura no agitar todos los estabilizadores a la vez.
Luke frunció el ceño. Captaba algo más en la expresión y el estado de ánimo de su amigo...
—¿Y tal vez algo más? —insinuó.
Han y Leia intercambiaron una mirada.
—Quizá —dijo Han—. Fíjate con qué rapidez Fey'lya soltó los perros sobre Ackbar, al poco del ataque contra Sluis Van. O es el mayor oportunista de todos los tiempos...
—Cosa que ya sabemos —terció Leia.
—... o sabía de antemano lo que iba a suceder —terminó Han, ceñudo.
Luke miró a Leia. Observó la tensión de su rostro y su ánimo...
—¿Os dais cuenta de lo que decís? —dijo en voz baja—. Estáis acusando a un miembro del Consejo de ser un agente imperial.
Dio la impresión de que Leia se encogía. Han ni siquiera se inmutó.
—Sí, lo sé —dijo Han—. ¿No es eso de lo que está acusando a Ackbar?
—Es un problema de tiempo, Han —dijo Leia, en tono paciente—. Como ya he intentado explicarte, si acusamos ahora a Fey'lya, dará la impresión de que intentamos aliviar la presión sobre Ackbar mediante el expediente de volver las acusaciones de Fey'lya contra él. Aunque fueran ciertas, y yo creo que no, parecería un truco barato e insensato.
—Quizá por eso se apresuró a apuntar con el dedo a Ackbar —replicó Han—. Para que no pudiéramos volverlo contra él. ¿No se te había ocurrido?
—Sí —admitió Leia—. Por desgracia, eso no cambia la situación. Hasta que hayamos exonerado a Ackbar, no podemos lanzar acusaciones contra Fey'lya.
Han bufó.
—Por favor, Leia. Los mangoneos políticos no me parecen mal, pero estamos hablando de la supervivencia de la Nueva República.
—Que podría desmoronarse completamente por culpa de esta situación, sin que nadie disparara ni un solo rayo —se revolvió Leia—. Desengáñate, Han. Todo el montaje se sostiene con pinzas y esperanza. Si empezamos a lanzar acusaciones a diestro y siniestro, la mitad de las razas de la antigua Alianza Rebelde se disgregarán y seguirán su propio camino.
Luke carraspeó.
—¿Puedo decir algo?
Los dos le miraron, y la tensión que flotaba en la sala se suavizó un poco.
—Claro, muchacho. ¿Qué es? —preguntó Han.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que, sean cuales fueren sus proyectos y sus patrocinadores, Fey'lya está tramando algo. Quizá sería conveniente averiguar qué es. Leia, ¿qué sabemos acerca de Fey'lya? La princesa se encogió de hombros.
—Es un bothan, eso está claro, aunque creció en el planeta colonial bothan de Kothlis, y no en Bothawui. Se unió a la Alianza Rebelde justo después de la batalla de Yavin, y trajo consigo a un buen puñado de seguidores bothan. Su pueblo sirvió en puestos de apoyo y reconocimiento, sobre todo, aunque a veces también entró en acción. Participó en cierto número de actividades comerciales e interestelares de largo alcance antes de unirse a la Alianza: transportes, mercancías, minería y otras. Estoy segura de que ha continuado con algunas desde entonces, pero ignoro cuáles.
—¿Constan en su expediente? —preguntó Luke.
Leia negó con la cabeza.
—He examinado su expediente cinco veces, así como todas las referencias sobre su persona que he podido encontrar. Nada de nada.
—Por ahí debemos empezar —decidió Han—. Los negocios misteriosos siempre acaban ocultando basura.
Leia le dedicó una mirada paciente.
—La galaxia es muy grande, Han. Ni siquiera sabemos por dónde empezar a buscar.
—Creo que podemos hacerlo —le aseguró Han—. Has dicho que los bothan participaron en alguna acción después de Yavin. ¿Dónde?
—En varios sitios.
—Leía frunció el ceño. Giró en su silla y tecleó en el ordenador—. Vamos a ver...
—Puedes descartar las batallas en que se les ordenó participar —dijo Han—, así como las ocasiones en que algunos actuaron como parte de una fuerza multirracial. Sólo quiero saber los lugares donde un buen puñado de paisanos de Fey'lya se metieron a fondo.
El rostro de Leia expresaba bien a las claras que no entendía adónde pretendía llegar Han con esto, al igual que Luke. Sin embargo, la joven buscó la información sin el menor comentario.
—Bien... Supongo que lo único que encaja con tu petición fue una breve pero violenta batalla en Nueva Cov, sector Churba. Cuatro naves bothan atacaron a un Destructor Estelar de clase Victoria, y lo mantuvieron ocupado hasta que un Crucero Estelar acudió en su ayuda.
—Nueva Cov, ¿eh? —repitió Han, pensativo—. ¿Se menciona ese lugar en la parte dedicada a los negocios de Fey'lya?
—Hmmm... No consta.
—Estupendo —asintió Han—. Por ahí vamos a empezar.
Leia dirigió a Luke una mirada indescifrable.
—¿Me he perdido algo?
——Oh, vamos, Leia —intervino Han—. Tú misma has dicho que los bothan se mantuvieron alejados de la guerra siempre que pudieron. No atacaron a un Destructor Estelar Victoria en Nueva Cov por pura diversión. Protegían algo.
Leia frunció el ceño.
—Creo que estás dando palos de ciego.
—Tal vez sí, pero tal vez no. Supón que fue Fey'lya, y no los imperiales, quien transfirió el dinero a la cuenta de Ackbar. Transferir fondos mediante Palanhi desde el sector Churba sería más fácil que enviarlo desde cualquier sistema imperial.
—Eso nos lleva de vuelta a la acusación de que Fey'lya es un agente imperial —advirtió Luke.
—Quizá no —le contradijo Han—. Tal vez el momento de la transferencia fue pura coincidencia, o quizá algún bothan recibió un soplo sobre las intenciones del Imperio y Fey'lya pensó que podría utilizarlas para cargarse a Ackbar.
Leia meneó la cabeza.
—No podemos denunciar nada de esto al Consejo —dijo.
—No pienso denunciarlo al Consejo —explicó Han—. Me iré con Luke a Nueva Cov y lo investigaremos personalmente. Con gran sigilo. Leia miró a Luke y una muda pregunta se formó en su mente.
—Aquí no puedo hacer nada por ayudar —dijo su hermano—. Valdrá la pena echar un vistazo.
—Muy bien —suspiró Leia—, pero mantenedlo en secreto.
Han le dedicó una tensa sonrisa.
—Confía en mí.
—Enarcó una ceja y miró a Luke—. ¿Preparado?
Luke parpadeó.
—¿Quieres decir ahora mismo?
—Claro. ¿Por qué no? Leia se encargará de la parte política.
El ánimo de Leia osciló, y Luke la miró a tiempo de verla encogerse. Los ojos de la princesa se clavaron en los de Luke, y le suplicó en silencio que callara. «¿Qué ocurre?», preguntó mentalmente Luke.
Nunca averiguó si le habría contestado. Desde la puerta, Chewbacca gruñó toda la historia.
Han miró a su mujer, boquiabierto.
—¿Que prometiste qué? —preguntó con voz ahogada.
La princesa tragó saliva.
—No tuve otra elección, Han.
—¿Ninguna elección? ¿Ninguna elección? Yo te daré una: no irás.
—Han...
—Perdonadme —dijo Luke, y se levantó—. Voy a echar un vistazo a mi caza. Hasta luego.
—Claro, muchacho —gruñó Han, sin mirarle.
Luke se encaminó a la puerta, miró a Chewbacca al pasar y cabeceó en dirección al despacho exterior. El wookie también había llegado a la misma conclusión. Irguió su inmenso corpachón y siguió a Luke.

La puerta se cerró detrás de ambos, y sostuvieron la mirada durante un largo momento. Leia fue la primera en romper el silencio.
—He de ir, Han —dijo en voz baja—. Prometí a Khabarakh que me reuniría con él. ¿No lo entiendes?
—No, no lo entiendo.
Han intentó serenarse. El miedo atroz que había experimentado
después del ataque ocurrido en Bpfassh había vuelto, y se le hizo un nudo en el estómago. Miedo por la seguridad de Leia, y por la seguridad de los gemelos. Su hijo y su hija...
—Esos como—se—llamen...
—Noghri...
—... esos noghri te han elegido como blanco siempre que han podido, desde hace un par de meses. ¿Te acuerdas de Bpfassh, y de aquel falso Halcón que intentó atraernos a bordo? ¿Y del ataque anterior en Bimmisaari? Estuvieron a punto de secuestrarnos en pleno mercado. De no ser por Luke y Chewie, lo habrían conseguido. Estos tipos van en serio, Leia. ¿Y ahora me vienes con que quieres volar sola a su planeta? Valdría más que te entregaras tú solita al Imperio y les ahorraras el tiempo.
—No iría si pensara así —insistió ella—. Khabarakh sabe que soy la hija de Darth Vader, y sea por el motivo que sea, eso parece muy importante para ellos. Quizá pueda utilizar esa ventaja para alejarles del Imperio y ganarles para nuestra causa. En cualquier caso, debo intentarlo. Han resopló.
—¿Que es esto, algún disparate Jedi? Luke nunca paraba de meterse en líos.
Leia apoyó la mano sobre su brazo.
—Han... Sé que es peligroso, pero puede ser nuestra única oportunidad de solucionar esto. Los noghri necesitan ayuda, Khabarakh lo admitió. Si les proporcionamos esa ayuda, si puedo convencerles de que se unan a nosotros, eso significará un enemigo menos.
—Vaciló—. Y no puedo huir eternamente.
—¿Y los gemelos?
Tuvo la satisfacción de ver que se encogía.
—Lo sé.
—Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras apoyaba su otra mano sobre el estómago—. ¿Cuál es la alternativa? ¿Encerrarles bajo llave en una torre del palacio, rodeados por un anillo de guardias wookie? Nunca tendrán la posibilidad de llevar una vida normal, en tanto los noghri intenten apoderarse de ellos.
Han apretó los dientes. De modo que lo sabía. No estaba seguro, pero ahora sí. Leia sabía que el Imperio intentaba arrebatarle a sus hijos nonatos.
Y sabiéndolo, todavía se empeñaba en reunirse con los agentes del Imperio.
La contempló durante un largo minuto. Sus ojos exploraron el rostro que había llegado a amar tanto a lo largo de los años. Su memoria reprodujo imágenes del pasado. La determinación pintada en su joven rostro cuando, en plena batalla, cogió el rifle desintegrador de Luke de sus manos y abrió una vía de escape en el interior de la Estrella de la Muerte. El sonido de su voz en el palacio de Jabba, ayudándole a dominar la ceguera, temblores y desorientación producto de la hibernación. La determinación más prudente y madura visible a través del dolor que anegaba sus ojos, herida delante del bunker de Endor, cuando conservó el control y la habilidad necesarias para matar con total frialdad a dos milicianos que atacaban a Han por la espalda.
Y recordó también lo que había comprendido en aquel momento: hiciera lo que hiciese, jamás podría protegerla completamente de los peligros y acechanzas del universo. Porque a pesar de su amor y su entrega, Leia nunca se contentaría con eso. Su visión se extendía más allá de él, al igual que se extendía más allá de ella misma, hacia todos los seres del universo.
Y arrebatarle esto, por la fuerza o por la persuasión, significaría empequeñecer su alma. Y destruir algo de lo que amaba en ella.
—¿Puedo ir contigo, al menos?
Leia acarició su mejilla y le dirigió una sonrisa de agradecimiento, pese a la súbita humedad que anegaba sus ojos.
—Prometí que iría sola —susurró, con voz transida de emoción. No te preocupes, todo irá bien.
—Claro.
—Han se puso en pie bruscamente—. Bien, si te vas, te vas. Vamos, te ayudaré a preparar el Halcón.
—¿El Halcón? ¿No os vais a Nueva Cov?
—Cogeré la nave de Lando —dijo Han, mientras se encaminaba hacia la puerta—. De todos modos, he de recuperarla.
—Pero...
—No discutas —la interrumpió—. Si este noghri tiene otra cosa en mente que no sea hablar, estarás mejor protegida en el Halcón que en la Dama Afortunada.
Abrió la puerta y salió a la zona de recepción.
Y se detuvo en seco. Entre la puerta y él, como un gigante peludo, se erguía Chewbacca, con ojos rabiosos.
—¿Qué pasa? —preguntó Han.
El comentario del wookie fue breve, penetrante y concreto.
—Bien, a mí tampoco me gusta —replicó Han—. ¿Qué quieres que haga, encerrarla bajo llave en algún sitio?
Notó que Leia se paraba detrás de él.
—No me pasará nada, Chewie —le tranquilizó—. De veras.
Chewbacca volvió a gruñir, y dejó muy claro lo que opinaba de su afirmación.
—Si tienes alguna sugerencia, oigámosla —dijo Han.
La tenía, y no fue una sorpresa para ninguno.
—Lo siento, Chewie —dijo Leia—. Prometí a Khabarakh que iría sola.
Chewbacca meneó la cabeza con brusquedad, enseñó los dientes y explicó su opinión sobre aquella idea.
—No le gusta —tradujo Han con diplomacia.
—He captado lo fundamental, gracias —contestó Leia —. Vosotros dos, escuchadme por última vez...
Chewbacca la interrumpió con un berrido que la hizo retroceder medio metro de un salto.
—Creo, corazón —dijo Han—, que deberías permitirle acompañarte. Al menos, hasta el punto de cita —se apresuró a añadir, cuando ella le fulminó con la mirada—. Ya sabes que los wookies se toman muy en serio una deuda de vida. En cualquier caso, necesitas un piloto.
Durante un segundo leyó en sus ojos la réplica obvia: que era perfectamente capaz de pilotar sola el Halcón. Pero sólo durante un segundo.
—Muy bien —suspiró la joven—. Supongo que Khabarakh no pondrá objeciones, pero en cuanto lleguemos al punto de cita, Chewie, harás lo que yo te diga, tanto si te gusta como si no. ¿De acuerdo? El wookie reflexionó un instante y lanzó un gruñido.
—Muy bien —dijo Leia, aliviada—. Vámonos, pues. ¿Cetrespeó?
—¿Sí, Alteza?
La pregunta del androide fue vacilante. Por una vez, había tenido la cordura de permanecer sentado en silencio ante el escritorio de recepción y mantenerse apartado de la discusión. Era una mejora notable en su comportamiento habitual, decidió Han. Quizá debería permitir que Chewbacca se enfadara más a menudo.
—Quiero que tú también vengas conmigo —dijo Leia al androide—. Khabarakh habla bastante bien el básico, pero es posible que los demás noghri no, y no quiero depender de intérpretes para hacerme entender.
—Por supuesto, Alteza —contestó Cetrespeó, y ladeó la cabeza un poco.
—Bien.
—Leia se volvió hacia Han y se humedeció los labios—. Será mejor que nos marchemos.
Podría haberle dicho un millón de cosas. Un millón de cosas que ardía en deseos de decir.
—Supongo que sí —contestó.





5


—Me perdonará —dijo Mara, mientras concluía el último empalme en su tablero de comunicaciones— si le digo que, como escondite, este lugar apesta.
Karrde se encogió de hombros, mientras sacaba un sensor compacto de su caja y lo depositaba en la mesa auxiliar, junto con otros componentes.
—Estoy de acuerdo en que no es Myrkr —respondió—. Por otra parte, tiene sus compensaciones. ¿Quién pensaría en buscar a un contrabandista en medio de un pantano?
—No me refiero al lugar de aterrizaje —dijo Mara, e introdujo la mano bajo la amplia manga de la túnica para ajustar el diminuto desintegrador sujeto a su antebrazo izquierdo—. Me refiero a este lugar.
—Ah. Este lugar.
—Karrde miró por la ventana—. No sé. Un poco masificado, pero eso también tiene sus compensaciones.
—¿Un poco masificado? —repitió Mara, mientras echaba un vistazo por la ventana a la pulcra hilera de edificios color crema que distaban apenas cinco metros, y a las multitudes de humanos y alienígenas que hormigueaban en el exterior—. ¿A eso le llama un poco masificado?
—Tranquila, Mara. Cuando los únicos lugares habitables de un planeta son un puñado de valles profundos, está claro que van a estar bastante poblados. La gente de aquí ya está acostumbrada, y ha aprendido a concederse mutuamente un grado razonable de intimidad. En cualquier caso, si quisieran fisgar, no les serviría de mucho.
—Un cristal no detendrá a una buena sonda sensora —replicó Mara—. Y las multitudes significan una tapadera para los espías imperiales.
—Los imperiales no tienen ni idea de en dónde estamos.
—Karrde
hizo una pausa y le dirigió una mirada peculiar—. A menos que tú sepas lo contrario.
Mara le dio la espalda. De modo que esta vez iba a ser así. Los anteriores patronos habían reaccionado ante sus corazonadas con temor, irritación u odio. Por lo visto. Karrde se había decidido por una educada explotación.
—No puedo encenderlo y apagarlo como un sensor compacto —gruñó—. Ya no.
—Ah —dijo Karrde. La palabra implicaba que comprendía, pero no así el tono—. Interesante. ¿Son los restos de algún entrenamiento Jedi anterior?
Ella se volvió para mirarle.
—Hábleme de las naves.
Karrde frunció el ceño.
— ¿Perdón?
—Las naves —repitió Mara—. Los acorazados que se abstuvo de mencionar al gran almirante Thrawn, cuando nos visitó en Myrkr. Prometió que más tarde me contaría los detalles. Ya es más tarde.
Karrde la examinó, y una breve sonrisa distendió sus labios.
—Muy bien. ¿Has oído hablar alguna vez de la flota Katana?
Mara tuvo que bucear en sus recuerdos.
—Ése era el grupo que también se llamaba la Fuerza Oscura, ¿verdad? Algo así como doscientos Cruceros Pesados de clase Acorazado que se perdieron diez años antes de que estallaran las Guerras Clónicas. Todas las naves habían sido acondicionadas con un sistema auxiliar nuevo, y cuando el sistema falló, toda la flota saltó al mismo tiempo a la velocidad de la luz y desapareció.
—Casi exacto. Los Acorazados de aquella época en particular eran naves que exigían una tripulación exagerada, superior a dieciséis mil hombres cada una. El circuito auxiliar de las naves Katana disminuyó ese número hasta dos mil.
Mara pensó en el puñado de cruceros Acorazados que había conocido.
—Debió de ser una reconversión muy cara.
—Ya lo creo —asintió Karrde—, sobre todo porque servían tanto como relaciones públicas que para propósitos militares. Volvieron a diseñar el interior de los Acorazados para la ocasión, desde los aparatos y la decoración hasta el casco gris oscuro. Este último fue el origen de su apodo, «Fuerza Oscura», si bien se rumoreaba que se refería al escaso número de luces interiores que una nave con dos mil tripulantes necesitaría. En cualquier caso, fue la gran demostración efectuada por la Antigua República para demostrar la eficacia de una flota dotada de circuitos auxiliares.
Mara bufó.
—Menuda demostración.
—Estoy de acuerdo —replicó con sequedad Karrde—, pero el problema no residía en el circuito auxiliar. Los informes son un poco vagos, censurados por los mandos de aquel tiempo, sin duda, pero parece que uno o más tripulantes de la flota fueron infectados por un virus en uno de los puertos de escala, durante el viaje inaugural. Se extendió a todas las doscientas naves, lo cual significa que afectó a casi todo el mundo a la vez.
Mara se estremeció. Sabía que algunos virus habían arrasado poblaciones planetarias enteras antes de las Guerras Clónicas, hasta que los científicos de la Nueva República, y después los del Imperio, habían descubierto la solución.
—De modo que mató a los tripulantes antes de que recibieran ayuda.
—En cuestión de horas, al parecer, aunque sólo es una deducción. Lo que convirtió el desastre en una debacle fue que este virus poseía la encantadora particularidad de volver locas a sus víctimas antes de matarlas. Los tripulantes agonizantes duraron lo bastante para conectar las naves entre sí, de modo que cuando los mandos de la Katana también enloquecieron, arrastraron a toda la flota tras de sí.
—Ya me acuerdo —cabeceó Mara—. Eso fue lo que, en teoría, dio inicio a la tendencia a descentralizar las funciones automáticas de las naves, a convertir los ordenadores todopoderosos en cientos de androides.
—La tendencia ya existía, pero el desastre de la Katana precipitó los acontecimientos. De todos modos, la Katana desapareció en las profundidades del espacio interestelar y nunca más volvió a saberse de ella. La noticia ocupó las primeras planas durante un tiempo, y algunos miembros de los medios de comunicación, los menos respetuosos, hicieron muchos chistes sobre la denominación de «Fuerza Oscura». Durante años se consideró muy adecuada para equipos de salvamento que tenían más entusiasmo que buen tino. Cuando por fin llegó a comprenderse la inmensidad de espacio existente en la galaxia para que doscientas naves se perdieran, el interés decayó. De todos modos, la Antigua República pronto se enfrentó a problemas mayores. Aparte del típico artista timador que, de vez en cuando, intenta
venderte un plano de su ubicación, nunca más ha vuelto a oírse hablar de la flota.
—En efecto.
—Ahora, comprendió cuál era la intención de Karrde—. ¿Cómo la descubrió?
—Por pura casualidad, te lo aseguro. De hecho, tardé varios días en darme cuenta de lo que había descubierto. Sospecho que nadie de la tripulación se enteró.
Los ojos de Karrde se perdieron en sus recuerdos.
—Fue hace unos quince años —dijo, con voz lejana, mientras se frotaba los pulgares de las manos—. Yo trabajaba como navegante/ sensor especializado para un grupo de contrabandistas independientes. Cometimos una torpeza y tuvimos que escapar de un par de cruceros Carrack. Lo hicimos muy bien, pero como no tuve tiempo de efectuar un cálculo detenido de la velocidad de la luz, volvimos al espacio real medio año luz antes.
—Torció los labios—. Imagínate nuestra sorpresa cuando descubrimos a un par de Acorazados que se interponían en nuestra ruta.
—Varados en el espacio.
Karrde meneó la cabeza.
—En realidad no, lo cual me sorprendió muchísimo. A juzgar por las apariencias, daba la impresión de que las naves funcionaban perfectamente. Por supuesto, dimos por sentado que formaban parte del grupo con que nos habíamos topado, y el capitán ordenó proceder a un salto de emergencia a la velocidad de la luz para largarnos de allí.
—Y fue una mala idea —murmuró Mara.
—En aquel momento, nos pareció la mejor de dos posibilidades espantosas. Casi significó nuestro fin. Al saltar, la nave cayó en la sombra de masa de un gran cometa. El hiperpropulsor principal estalló y casi se llevó por delante el resto de la nave. Cinco tripulantes murieron en la colisión, y otros tres fallecieron a causa de las heridas, antes de que volviéramos a la civilización gracias al hiperpropulsor de apoyo.
Se produjo un momento de silencio.
—¿Cuántos sobrevivieron? —preguntó por fin Mara.
Karrde le dirigió una mirada sardónica.
—¿O, en otras palabras, quién sabe también lo de la flota?
—Si lo prefiere así.
—Sobrevivimos seis. Como ya he dicho. creo que nadie más se dio cuenta de lo que habíamos descubierto. Sólo se despertaron mis sospechas cuando examiné los registros de los sensores y descubrí que había mucho más de dos Acorazados en la zona.
—¿Y los registros?
—Los borré. Después de memorizar las coordenadas, por supuesto.
Mara cabeceó.
—¿Dice que ocurrió hace quince años?
—Exacto. He pensado en regresar y hacer algo con esas naves, pero nunca he tenido tiempo. Sacar doscientos Acorazados al mercado no se puede hacer sin una preparación previa, aunque haya mercado para todos, cosa siempre problemática.
—Hasta ahora.
Karrde enarcó una ceja.
—¿Sugieres que los venda al Imperio?
—No. ¿Cuál es la otra alternativa? ¿Regalárselos a la Nueva República?
Karrde sostuvo su mirada.
—A la larga, sería más ventajoso.
La mano izquierda de Mara se cerró en un puño. Sentimientos contradictorios se agitaron en su estómago. Permitir que los Acorazados cayeran en manos de la Nueva República, sucesora de la Alianza Rebelde que había destruido su vida, ya era bastante odioso, pero el Imperio sin el emperador sólo era una pálida sombra de su antiguo esplendor, que apenas merecía aquel nombre. Sería como echar perlas a los cerdos.
¿O no? Con un gran almirante de nuevo al mando de la flota imperial, tal vez existía alguna posibilidad de que el Imperio recobrara algo de su antigua gloria. Y si era así...
—¿Qué va a hacer? —preguntó a Karrde.
—De momento, nada. Al fin y al cabo, es el mismo problema que tuvimos con Skywalker: el Imperio se vengará si nos volvemos contra él, pero parece que la Nueva República ganará al final. Dar a Thrawn la flota Katana sólo retrasaría lo inevitable. La prudencia aconseja en este momento permanecer neutral.
—Sólo que dar a Thrawn los acorazados le pondría sobre nuestra pista —señaló Mara.
Karrde sonrió.
—Por favor, Mara. El gran almirante puede ser un genio táctico, pero no es omnisciente. No tiene ni idea de dónde estamos. Tiene cosas más importantes que hacer que dilapidar sus recursos en perseguirnos.
—Estoy segura.
Sin embargo, Mara recordó que, aun en la cúspide de su poder y con miles de otras preocupaciones, el emperador había solido dedicar tiempo a ejercer la venganza sobre aquellos que se habían cruzado en su camino.
El tablero de comunicaciones zumbó, y Mara conectó el canal.
—¿Sí?
—Lachton —dijo una voz conocida por el altavoz—. ¿Está Karrde por ahí?
—Aquí mismo —contestó Karrde, acercándose a Mara—. ¿Cómo van las tareas de camuflaje?
—Casi hemos terminado, pero nos hemos quedado cortos de mallas. ¿Tenemos más?
—Hay algo en uno de los depósitos. Mara irá a buscarlo. ¿Enviarás a alguien para recogerlo?
—No hay problema. Enviaré a Dankin. Ahora no está muy ocupado.
—Muy bien. La malla estará preparada cuando llegue.
Karrde hizo un ademán, y Mara cerró el canal.
—¿Sabes dónde está el depósito Número Tres? —preguntó.
La joven asintió.
—En la calle Wozwashi cuatro doce. Tres manzanas al oeste y dos al norte.
—Exacto.
—Karrde miró por la ventana—. Por desgracia, aún es demasiado pronto para que vehículos de retropropulsión circulen por las calles. Tendrás que ir a pie.
—Perfecto —le tranquilizó Mara. De todos modos, necesitaba un poco de ejercicio—. ¿Bastará con dos cajas?
—Si puedes cargar con ellas.
La miró de arriba abajo, como para asegurarse de que su indumentaria se adaptaba a los patrones de decencia rishi. Una molestia inútil. Una de las primeras cosas que el emperador le había repetido hasta la saciedad era que debía fundirse lo máximo posible con su entorno.
—Si no, Lachton se las apañará con una.
—No hay problema. Hasta luego.
Su casa formaba parte de una hilera de edificios similares, enclavada en una de los centenares de zonas comerciales que salpicaban el congestionado valle. Mara se detuvo un momento en la puerta de su edificio, alejada del espeso tráfico peatonal, y miró a su alrededor. Entre los huecos que separaban los edificios más próximos se veían las partes más lejanas de la ciudad, construida en su mayor parte con la piedra cremosa favorita de los nativos. En algunos puntos, la vista llegaba hasta el límite. Algunos edificios pequeños se alzaban precariamente sobre las escarpadas montañas que se elevaban hacia el cielo por todas partes. Sabía que más allá de las montañas vivían tribus dispersas de rishii nativos, que sin duda contemplaban con aturdida perplejidad a los extraños seres que habían escogido para vivir los lugares más calurosos y húmedos del planeta.
Mara exploró la zona donde se encontraba. Había casas al otro lado de la calle; por en medio discurría el habitual flujo de peatones, vestidos con colores brillantes, que iban y venían de la zona comercial. Sus ojos escudriñaron las casas, pero los cristales espejantes impedían ver nada del interior. También examinó las estrechas callejuelas peatonales que corrían entre los edificios.
Entre dos de ellos, apenas visible, un hombre se erguía inmóvil en la parte posterior de un edificio. Llevaba una bufanda azul y una túnica verde.
La estaba mirando.
Mara fingió que no le había visto; su corazón latía violentamente. Salió de la entrada y se unió a la muchedumbre que andaba en dirección al mercado.
En cuanto se alejó lo bastante para que el hombre misterioso la perdiera de vista, se apartó de los peatones y se encaminó hacia la hilera de casas. Se adentró en un callejón situado a tres edificios del espía y corrió hacia la parte posterior. Si estaba vigilando la casa de Karrde, existía la posibilidad de sorprenderle por detrás.
Llegó a la parte trasera de los edificios y la rodeó..., para descubrir que su presa había desaparecido.
Permaneció inmóvil un momento y se preguntó qué debía hacer ahora. No sentía la corazonada que les había impulsado a salir de Myrkr en el último momento, pero como había dicho a Karrde, no era un talento que pudiera encender y apagar.
Examinó el suelo que el hombre había pisado. Había leves huellas en la delgada capa de polvo que cubría la esquina, y daban la impresión de que el hombre había estado el tiempo suficiente para remover los pies varias veces. A media docena de pasos, en el centro de otra capa de polvo, se veía una clara pisada en dirección al oeste, por detrás de la fila de casas.
Mara miró en aquella dirección y torció los labios. Una trampa,
sin duda; las pisadas en el polvo nunca quedaban tan impecables, como no fuera de manera deliberada. Y tenía razón. A unos cien metros, paseando sin prisas por detrás de los edificios, en dirección a una calle que corría de norte a sur, estaba el hombre de la bufanda azul y la túnica verde. Una invitación muy poco sutil a seguirle.
«Muy bien, amigo —pensó Mara mientras se encaminaba hacia él—. ¿Quieres jugar? Pues jugaremos.»
Había reducido la distancia entre ambos a unos noventa metros, cuando el hombre se mezcló con los peatones que avanzaban hacia el norte. Otra clara invitación, esta vez para que no le perdiera de vista.
Mara no tenía la menor intención de seguirle la corriente. Había memorizado la geografía de la ciudad el primer día que llegó, y era evidente que pretendía conducirla hacia las zonas industriales del norte, mucho menos pobladas, donde podría deshacerse de ella sin testigos. Si conseguía llegar antes, podría darle un vuelco a la situación. Comprobó por dos veces que llevaba el desintegrador bien sujeto bajo la manga izquierda, atajó por un callejón que se abría a su derecha, y caminó hacia el norte.
El valle se extendía casi ciento cincuenta kilómetros de este a oeste, más o menos, pero en este punto su eje norte—sur sólo medía unos pocos kilómetros. Mara aceleró el paso, cambiando de ruta a menudo para evitar multitudes y otros obstáculos. Poco a poco, casas y tiendas dieron paso a pequeñas industrias. Por fin, juzgó que ya se había alejado bastante. Si su presa había conservado el paso parsimonioso de un hombre que no quería perder a su perseguidor, le quedaría tiempo para prepararle una pequeña recepción.
Siempre existía la posibilidad, desde luego, que se hubiera desviado por otra de las calles que corrían de norte a sur, cambiado de dirección hacia el este o el oeste, o incluso regresado hacia la casa de Karrde, pero cuando asomó la cabeza por la esquina de un edificio y miró a la calle que el hombre había tomado, descubrió que su imaginación era tan limitada como su técnica de vigilancia. Estaba acuclillado inmóvil en mitad de la manzana, detrás de una fila de barriles, de espaldas a ella, la bufanda azul caída sobre la túnica verde, con algo que debía de ser un arma aferrada en la mano. Esperaba a que Mara cayera en la trampa. «Aficionado», pensó, torciendo los labios con desprecio. Sin dejar de observarle, y sin molestarse en sacar el desintegrador, dobló la esquina y avanzó con sigilo hacia él.
—Hasta ahí es suficiente —dijo una voz burlona a su espalda.
Mara se quedó petrificada. La silueta acurrucada detrás de los barriles ni siquiera se movió. Comprendió demasiado tarde que estaba demasiado quieta. Demasiado quieta para estar viva.
Se volvió poco a poco, con los brazos extendidos a los lados. El hombre era de mediana estatura, corpulento, de ojos oscuros y melancólicos. Su túnica interior estaba abierta y revelaba un chaleco antibalas debajo. Empuñaba un desintegrador, por supuesto.
—Vaya, vaya, vaya —se burló—. ¿Qué tenemos aquí? Ya era hora de que llegaras. Empezaba a pensar que te habías perdido.
—¿Quién eres?
—Oh, no, pelirroja, soy yo el que hace las preguntas. No es que lo necesite, desde luego. Esa maravilla que llevas sobre la cabeza me lo ha contado todo.
—Señaló con el desintegrador su cabello rojo dorado—. Deberías desprenderte de eso; esconderlo o teñirlo, ya sabes. No engaña, si me permites la expresión.
Mara respiró hondo y se obligó a distender los músculos.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz serena.
—Lo que quieren todos los hombres —sonrió con ironía el desconocido—. Un buen montón de pasta.
Mara meneó la cabeza.
—En ese caso, temo que te has equivocado de persona. Sólo llevo encima cincuenta.
La sonrisa del hombre se hizo aún más amplia.
—Muy lista, pelirroja, pero pierdes el tiempo. Sé quién eres. Gracias a ti y tus amigos me convertiré en un hombre rico. Vámonos.
Mara no se movió.
—Quizá podríamos hacer un trato —sugirió, mientras notaba que una gota de sudor resbalaba entre sus omóplatos.
No le engañaban las palabras y modales desenvueltos del extraño. Sabía muy bien lo que estaba haciendo.
Además, su desintegrador seguía oculto bajo la manga, y abrigaba la esperanza de que su atacante no suponía que un arma tan potente fuera lo bastante pequeña para esconderla así. El hecho de que no la hubiera registrado confirmaba su sospecha.
En cualquier caso, debía actuar ahora, que lo tenía delante. Por desgracia, con las manos extendidas no podía sacar el arma con disimulo. Necesitaba distraerle.
—Un trato, ¿eh? —preguntó al hombre—. ¿Qué clase de trato tienes en mente?
—¿Qué clase de trato quieres?
'Si hubiera una caja cerca de sus pies, podría tirársela de una patada, pero no había nada por el estilo. Sus botines estaban firmemente atados alrededor de sus tobillos, y no podía aflojárselos sin que él se diera cuenta. Repasó en su mente los objetos que llevaba encima. Nada.
No obstante, el entrenamiento intensivo del emperador había incluido la manipulación directa de la Fuerza, así como la posibilidad de comunicarse a larga distancia, un talento que había sido muy útil para su régimen. Aquellas habilidades se habían desvanecido cuando él murió, y sólo aparecían de vez en cuando.
Pero si las corazonadas habían vuelto a empezar, quizá también el poder...
—Estoy segura de que podemos doblar lo que te han ofrecido —tanteó—. Hasta añadir algún extra, para redondear la cifra.
La sonrisa del hombre se tornó maligna.
—Una oferta muy generosa, pelirroja. Muy generosa. Muchos hombres la aceptarían sin vacilar, no me cabe duda. Yo —levantó un poco más el desintegrador—, prefiero ir a lo seguro.
—¿Aunque eso signifique la mitad del dinero?
A dos metros detrás del hombre había un montón de piezas metálicas, apoyadas contra un muro de contención. En concreto, un trozo de tubo se aguantaba precariamente sobre el borde de una caja de células fotoeléctricas.
Mara apretó los dientes y proyectó su mente hacia el tubo.
—Para mí, la mitad de algo seguro es mejor que el doble de nada —contestó el hombre—. Además, no creo que podáis superar la oferta del Imperio.
Mara tragó saliva. Lo había sospechado desde el principio, pero la confirmación provocó un escalofrío que recorrió su espalda.
—Nuestros recursos te sorprenderían —replicó.
El tubo se movió, rodó un par de milímetros...
—Bueno, yo no pienso lo mismo. Vamos, larguémonos.
Mara apuntó con el dedo al hombre muerto acuclillado detrás de la caja.
—¿Te importa contarme antes qué ha pasado aquí?
Su atacante se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? Necesitaba un señuelo. El tipo paseaba por el lugar equivocado en el momento equivocado. Fin de la historia.
—Su sonrisa se desvaneció de repente—. Basta de cháchara. Date la vuelta y ponte a caminar..., si no quieres que decida cobrar lo estipulado por tu muerte.
—No —murmuró Mara.
Respiró hondo y aplicó toda la fuerza que poseía, sabiendo que era su última oportunidad.
Detrás del atacante, el tubo cayó al suelo con un ruido metálico. Era muy bueno. Apenas cayó el tubo, el hombre puso una rodilla en tierra, se giró en redondo y barrió la zona con el desintegrador. Tardó menos de un segundo en comprender su error.
Pero un segundo era todo cuanto Mara necesitaba. El disparo le alcanzó en la cabeza.
Permaneció inmóvil unos instantes, respirando con fuerza, los músculos temblorosos. Paseó la vista a su alrededor para comprobar que nadie se acercaba a fisgonear, guardó el arma y se arrodilló junto al desconocido.
Tal como esperaba, encontró muy poca cosa. Un documento de identidad, probablemente falso, a nombre de Dengar Roth, un par de cargadores para el desintegrador, un cuchillo de hoja vibradora, una tarjeta de datos, una agenda electrónica y algo de dinero en moneda local y del Imperio. Se guardó el documento y la tarjeta de datos en la túnica, dejó las armas y el dinero donde estaban y se incorporó.
—Aquí tienes tu doble de nada —murmuró, mientras contemplaba el cadáver—. Que lo disfrutes.
Sus ojos se desviaron hacia el trozo de tubo que le había salvado la vida. Estaba en lo cierto. El poder, así como las corazonadas, habían vuelto. Lo cual significaba que los sueños no les irían a la zaga.
Blasfemó para sí. Si volvían, que volvieran; lo único que podía hacer era soportarlos. De momento, le aguardaban asuntos mucho más urgentes. Lanzó un último vistazo a su alrededor y regresó a casa.

Karrde y Dankin la estaban esperando cuando llegó. El último paseaba arriba y abajo sin parar.
—Vaya, por fin —exclamó, cuando Mara entró por la puerta trasera—. ¿Dónde demonios...?
—Tenemos problemas —le interrumpió Mara.
Tendió el documento de identidad de Dengar Roth a Karrde y se encaminó hacia la sala de comunicaciones, que aún se estaba instalando. Apartó una caja de cables, encontró una agenda electrónica e introdujo la tarjeta de datos.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Karrde, acercándose a su lado.
—Cazadores de recompensas.
—Mara le entregó la agenda. Enmarcado en el centro de la pantalla, bajo la cifra 20.000, estaba la cara de Karrde—. Debemos constar todos. o todos los que el gran almirante Thrawn conoce, como mínimo.
—De modo que ahora valgo veinte mil —murmuró Karrde—. Me siento halagado.
—¿Sólo piensa decir eso? —preguntó Mara.
Su jefe la miró.
—¿Qué quieres que diga? ¿Que tú tenías razón y que yo estaba equivocado en lo tocante al interés del Imperio por nosotros?
—No me interesa deslindar culpas —replicó con sequedad Mara—. Lo que quiero saber es qué vamos a hacer.
Karrde echó un vistazo a la agenda. Un músculo se tensó en su mandíbula.
—Vamos a hacer lo único prudente. O sea, huir. Dankin, llama a Lachton por el comunicador de seguridad y dile que vaya preparando la nave. Después, llama a Chin y a su equipo y ordénales que vuelvan
a cargarlo todo. Tú te quedarás para ayudarnos a Mara y a mí. Quiero salir de Rishi a medianoche, si es posible.
—De acuerdo —dijo Dankin, mientras introducía los códigos secretos en el tablero de comunicaciones.
Karrde entregó la agenda a Mara.
—Será mejor que nos pongamos a trabajar.
Ella apoyó la mano sobre su brazo para detenerle.
—¿Qué ocurrirá cuando agotemos todas las bases secundarias?
Karrde clavó los ojos en la joven.
—No nos resignaremos a regalar los Acorazados —dijo en un susurro—. Ni a Thrawn, ni a nadie.
—Puede que debamos hacerlo ——indicó Mara.
La mirada de Karrde se endureció.
—Puede que debamos tomar una decisión —la corrigió—. Nunca nos obligarán. ¿Está claro?
Mara hizo una mueca.
—Sí.
—Bien.
—Karrde lanzó una mirada hacia Dankin, que estaba hablando por el intercomunicador—. Nos espera un montón de trabajo. Pongamos manos a la obra.

Mara habría apostado a que no podían volver a montar su equipo en menos de veinticuatro horas. Comprobó, algo sorprendida, que los tripulantes lo tenían todo dispuesto para despegar una hora después de la medianoche local. Gracias a las generosas propinas repartidas entre los responsables del espaciopuerto, salieron de Rishi y pasaron a la velocidad de la luz una hora después.
Ya avanzada la noche, mientras el Salvaje Karrde surcaba el cielo moteado del hiperespacio, los sueños se reanudaron.





6


De lejos, parecía un Crucero Mole normal: viejo, lento, mínimamente armado, con pocas virtudes a su favor en un combate, salvo el tamaño. Sin embargo, las apariencias engañaban durante la guerra, y si el gran almirante Thrawn no se hubiera encontrado en el puente del Quimera, Pellaeon se hubiera llevado una buena sorpresa.
Pero Thrawn estaba en el puente, y comprendió de inmediato que los estrategas de la Rebelión no habrían cometido la estupidez de proteger un convoy tan importante con una nave tan débil. Por ello, cuando de las entrañas del Crucero Mole vomitaron de repente tres escuadrones de cazas A, los interceptores TIE del Quimera ya habían despegado, dispuestos a atacar.
—Una táctica interesante —comentó Thrawn, cuando el espacio que separaba el Quimera del convoy rebelde empezó a iluminarse de rayos láser—, aunque poco innovadora. La idea de convertir Cruceros Mole en portacazas ya se propuso hace más de veinte años.
—No recuerdo que se empleara nunca —contestó Pellaeon.
Se sintió algo inquieto al contemplar las evoluciones del combate. Los cazas A eran más rápidos que aquellos malditos X, y no estaba seguro de que los interceptores TIE pudieran detenerlos.
—Los cazas A son excelentes —dijo Thrawn, como si leyera los pensamientos de Pellaeon—. Con todo, adolecen de ciertas limitaciones. Aparatos de gran velocidad como ésos son más adecuados para operaciones relámpago que para misiones de escolta. Obligarles a permanecer cerca de un convoy neutraliza la ventaja que les proporciona su velocidad.
—Enarcó una ceja negro azulada—. Tal vez estemos presenciando el resultado del reciente cese del almirante Ackbar como comandante en jefe.
—Tal vez.
Daba la impresión de que los interceptores TIE aguantaban bien el embate de los cazas A, y el Crucero Mole no causaba ningún problema al Quimera. Al otro lado del frente de batalla, el resto del convoy intentaba reagruparse, como si les fuera a servir de algo.
—La gente de Ackbar sigue al mando, eso es evidente.
—Ya hemos comentado el tema en ocasiones anteriores, capitán —dijo con cierta frialdad Thrawn—. Sembrar excesivas pruebas contra Ackbar le habría arruinado con demasiada rapidez. Un ataque más sutil le neutralizará, y al mismo tiempo provocará incertidumbre y confusión en el conjunto del sistema político de la Rebelión. Como mínimo, les distraerá y debilitará cuando lancemos la campaña monte Tantiss. En el mejor de los casos, desintegrará la Alianza.
—Sonrió—. Ackbar no es irreemplazable, capitán. El delicado equilibrio político que la Rebelión ha creado, sí.
—Me doy cuenta, almirante —gruñó Pellaeon—. Me preocupa su confianza absoluta en que ese bothan del Consejo forzará la situación a nuestra conveniencia.
—Oh, lo hará —dijo Thrawn, con una sonrisa sardónica, mientras contemplaba la batalla—. He dedicado muchas horas a estudiar arte bothan, capitán, y comprendo muy bien a esa especie. No cabe la menor duda de que el consejero Fey'lya interpretará su papel a las mil maravillas, igual que si nosotros le estuviéramos manipulando.
Pulsó una tecla del tablero.
—Baterías de estribor, una fragata del convoy está adoptando posición de ataque. Den por sentado que es una nave escolta armada y trátenla como se merece. Escuadrones A—2 y A—3, protejan ese flanco hasta que la fragata haya sido neutralizada.
Las baterías y el comandante de la escuadrilla TIE obedecieron, y los turboláseres empezaron a disparar contra la fragata.
—¿Qué ocurrirá si gana Fey'lya? —insistió Pellaeon—. Quiero decir pronto, antes de que podamos sembrar esta confusión política. Según su análisis de la especie, cualquier bothan que haya llegado tan alto como Fey'lya ha de ser muy inteligente.
—Inteligente, sí, pero sin que ello implique peligro para nosotros. Tendría que ser un superviviente, desde luego, pero la facilidad de palabra no implica necesariamente talento militar.
—Se encogió de hombros—. De hecho, la victoria de Fey'lya se limitaría a prolongar la situación de desconcierto en que se halla sumido el enemigo. Teniendo en cuenta el apoyo que Fey'lya se ha ganado entre los militares de la Rebelión, los políticos tendrían que enzarzarse en otra lucha intestina cuando comprendieran su error e intentaran sustituirle.
—Sí, señor.
Pellaeon reprimió un suspiro. Tales sutilezas le desagradaban. Sólo confiaba en que el gran almirante tuviera razón acerca de las ganancias potenciales. Sería una vergüenza que Inteligencia hubiera orquestado un trabajo tan brillante como el del banco, para no obtener nada a cambio.
—Confíe en mí, capitán —dijo Thrawn, para tranquilizar sus mudas preocupaciones—. Yo diría que el desgaste político ya ha empezado. Los empecinados aliados de Ackbar no se habrían marchado de Coruscant en un momento tan crítico, a menos que buscaran desesperadamente pruebas para limpiar su nombre.
Pellaeon frunció el ceño.
—¿Está diciendo que Solo y Organa Solo se dirigen al sistema Palanhi?
—Únicamente Solo, creo —le corrigió Thrawn, pensativo—. Lo más probable es que Organa Solo y el wookie se dirijan a un lugar donde esconderse de nuestros noghri. Solo irá a Palanhi, convencido por el juego de manos electrónico de nuestra Inteligencia de que la pista conduce a ese sistema. Por eso el Cabeza del Muerto ya está en camino.
—Entiendo —murmuró Pellaeon. Había leído la orden en el diario de vuelo, preguntándose por qué se desprendía Thrawn de uno de sus mejores Destructores Estelares—. Espero que sea capaz de cumplir su misión. La experiencia demuestra que es difícil capturar a Solo y a Skywalker.
—No creo que Skywalker vaya a Palanhi —dijo Thrawn, con expresión irritada—. Por lo visto, nuestro estimado maestro Jedi le ha llamado. Skywalker ha tomado la decisión de visitar Jomark.
Pellaeon le miró fijamente.
—¿Está seguro, almirante? No he visto ningún informe de Inteligencia.
—Esa información no procede de Inteligencia, sino de Fuente Delta.
—Ah.
Pellaeon se dio cuenta de que su expresión también era irritada. La sección de Inteligencia del Quimera llevaba meses insistiéndole en que averiguara cuál era esa Fuente Delta, que proporcionaba al gran almirante una información tan clara y precisa desde el mismísimo corazón del palacio imperial. Hasta el momento, Pellaeon sólo podía decir que la posición de Fuente Delta era muy sólida. y que sus informes debían considerarse de absoluta confianza.
Inteligencia no había conseguido deducir si Fuente Delta era una persona, un androide, o un sistema informático tan exótico que conseguía burlar la constante vigilancia del contraespionaje rebelde. El misterio irritaba sobremanera a Inteligencia, y Pellaeon debía admitir que a él tampoco le gustaba estar en la inopia. Sin embargo, era Thrawn quien había puesto en marcha Fuente Delta, y largos años de protocolo no escrito sobre esas materias le concedían el derecho a mantener en secreto la identidad de su contacto.
—Estoy seguro de que a C'baoth le encantará saberlo —dijo—. Imagino que querrá darle la noticia personalmente.
Supuso que había ocultado su irritación hacia C'baoth bastante bien, pero estaba equivocado.
—Sigue disgustado por lo de Taanab —dijo Thrawn, mientras contemplaba la batalla. No era una pregunta.
—Sí, señor —replicó Pellaeon, tirante—. He vuelto a examinar las grabaciones, señor, y sólo existe una conclusión posible: C'baoth fue más allá del plan de batalla trazado por el capitán Aban, hasta el punto de desobedecer una orden directa. Me da igual quién es C'baoth y si lo consideró justificado. Su acción equivale a un motín.
—Es cierto —admitió con calma Thrawn—. ¿Le aparto por completo del servicio imperial, o simplemente le degrado?
Pellaeon fulminó con la mirada a su superior.
—Hablo en serio, almirante.
—Y yo también, capitán —contestó Thrawn, con absoluta frialdad—. Sabe muy bien lo que está en juego. Si queremos derrotar a la Rebelión, necesitamos utilizar todas las armas disponibles. La capacidad de C'baoth de mejorar la coordinación y la eficacia bélica de nuestras fuerzas es una de dichas armas; si no se adapta a la disciplina y el protocolo militares, habrá que adoptar las normas a su personalidad.
—¿Y si esa decisión se vuelve en nuestra contra? —preguntó Pellaeon—. En Taanab, hizo caso omiso de una orden directa; quizá la próxima vez sean dos órdenes. Después tres, luego cuatro, hasta que haga lo que le dé la gana, y al diablo todo. ¿Qué le detendrá?
—De entrada, los ysalamiri.
Thrawn indicó los armazones tubulares diseminados por el puente. Un ser peludo y alargado estaba enrollado en cada uno, y cada ysalamiri creaba una burbuja que repelía los trucos Jedi de C'baoth.
—Al fin y al cabo, para eso están aquí.
—Todo eso está muy bien, pero a la larga...
—A la larga, yo le detendré —interrumpió Thrawn, y tocó su tablero—. Escuadrón C—3, atención a su flanco de babor. Hay una protuberancia en esa fragata que podría ocultar una trampa.
El comandante obedeció, y los interceptores TIE se desviaron en respuesta. Un segundo después, pero demasiado tarde, la protuberancia estalló, enviando un racimo de granadas en todas direcciones. La retaguardia de los interceptores TIE quedó atrapada por el borde de la deflagración, y estalló en mil pedazos. El resto escapó ileso, fuera de su alcance.
Thrawn volvió sus ojos relampagueantes hacia Pellaeon.
—Comprendo sus preocupaciones, capitán —dijo en voz baja. Lo que no entiende, lo que nunca acaba de entender, es que un hombre con las inestabilidades mentales y emocionales de C'baoth nunca representará una amenaza para nosotros. Sí, posee un gran poder, y en un momento dado puede causar graves daños a nuestros hombres y maquinarias, pero, por su propia naturaleza, es incapaz de utilizar ese poder durante un tiempo prolongado. Concentración, paciencia, visión de largo alcance... Ésas son las cualidades que distinguen a un guerrero de un mero aficionado. Y hay cualidades que C'baoth nunca poseerá.
Pellaeon cabeceó vigorosamente. Aún no estaba convencido, pero era inútil seguir discutiendo. Al menos, de momento.
—Sí, señor.
—Vaciló—. C'baoth también querrá tener noticias de Organa Solo.
Los ojos de Thrawn centellearon, pero Pellaeon comprendió que su irritación no iba dirigida contra él.
—Comunique al maestro C'baoth que he concedido a los noghri una última oportunidad para capturarla. Cuando hayamos terminado aquí, les enviaré ese mensaje. Personalmente.
Pellaeon desvió la vista hacia la puerta del puente, donde el guardaespaldas noghri Rukh vigilaba en silencio, como tenía por costumbre.
—¿Piensa convocar a los comandos noghri? —preguntó, mientras reprimía un escalofrío.
Había asistido a una de tales reuniones, y enfrentarse a una sala llena de aquellos sigilosos asesinos de piel gris no era una experiencia que deseara repetir.
—Creo que la situación actual exige algo más que la convocatoria de una simple asamblea —dijo con frialdad Thrawn—. Ordene a Navegación que prepare una ruta desde el punto de cita al sistema de Honogrh. Creo que todo el pueblo noghri necesita recordar a quién sirve.
Contempló un momento la batalla y tecleó en su tablero.
—Mando TIE: ordene a todos los cazas que regresen a la nave. Navegación: inicio de cálculos para volver al punto de cita.
Pellaeon miró por la portilla, ceñudo. El Crucero Mole modificado y la fragata estaban inutilizados, pero el grueso del convoy seguía inmune.
—¿Les dejamos seguir?
—No hay ninguna necesidad de destruirlos —dijo Thrawn—. Despojarles de su defensa les servirá de lección, por el momento.
Pulsó una tecla y apareció un holograma táctico de esta sección de la galaxia entre sus dos puestos de mando. Líneas azules señalaban las principales rutas comerciales de la Rebelión; las interceptaciones por las fuerzas imperiales durante el último mes estaban subrayadas con color rojo.
—El objetivo de estos ataques es algo más que un simple acoso, capitán. Cuando este grupo cuente lo sucedido, todos los próximos convoyes de Sarka exigirán mayor protección. Más ataques de este calibre, y la Rebelión tendrá que escoger entre destinar más naves a misiones de escolta, o suspender el transporte de mercancías por estos sectores fronterizos. En cualquier caso, estarán en grave desventaja cuando lancemos la campaña monte Tantiss.
—Dibujó una sonrisa siniestra—. Economía y psicología, capitán. Por ahora, cuantos más supervivientes civiles hablen del poder imperial, mejor. Ya habrá tiempo después de proceder a la destrucción.
—Echó un vistazo a su tablero, y luego volvió a mirar por la portilla—. Hablando del poder imperial, ¿cómo va nuestra caza de naves?
—Cinco nuevos acorazados han sido entregados en diversas bases imperiales durante las últimas diez horas —informó Pellaeon—. Ninguno mayor que un Galeón Estelar, pero algo es algo.
—Vamos a necesitar bastante más que eso, capitán —dijo Thrawn, mientras estiraba el cuello para observar el regreso de los interceptores TIE—. ¿Alguna noticia sobre Talon Karrde?
—Nada desde aquel aviso desde Rishi.
—Pellaeon pidió al ordenador las últimas noticias—. El cazador de recompensas que lo envió fue asesinado poco después.
—Que la presión no disminuya —ordenó Thrawn—. Karrde sabe mucho sobre lo que se cuece en esta galaxia. Si en algún sitio hay acorazados que no se utilizan, él sabrá dónde se encuentran.
Por su parte, Pellaeon consideraba muy improbable que un vulgar contrabandista, aun poseyendo los contactos de Karrde, poseyera mejores fuentes de información que la inmensa red de Inteligencia imperial, pero también había descartado la posibilidad de que Karrde hubiera ocultado a Luke Skywalker en su base de Myrkr. Karrde no dejaba de sorprenderles.
—Hay mucha gente que ha partido en su busca —dijo a Thrawn—. Tarde o temprano, alguien le encontrará.
—Bien.
—Thrawn paseó la mirada por el puente—. Entretanto, que todas las unidades continúen hostigando a la Rebelión.
—Sus ojos brillantes escrutaron la cara de Pellaeon—. Y que también sigan vigilando al Halcón Milenario y a la Dama Afortunada. Después de que los noghri hayan sido debidamente aleccionados, quiero que su presa esté preparada.

C'baoth despertó de repente. Sus negros sueños dieron paso a la certeza de que alguien se acercaba.
Permaneció unos momentos tendido en la oscuridad. Su larga barba blanca rozaba su pecho mientras respiraba, en tanto la Fuerza proyectaba su mente hacia la ruta que bajaba desde el Gran Castillo hacia los pueblos que se arracimaban al pie de las montañas. Era difícil concentrarse, muy difícil, pero hizo caso omiso del dolor producido por el cansancio y perseveró. Allí... No, allí. Un hombre solo, que conducía un Gracian Thumper, ascendiendo uno de los tramos más empinados de la carretera. Un mensajero, lo más probable, que venía a traerle noticias de los aldeanos. Algo trivial, sin duda, pero creían que su nuevo maestro debía saberlo.
Maestro. La palabra se repitió en la mente de C'baoth y despertó gran cantidad de pensamientos y sensaciones. Los imperiales que habían suplicado su ayuda para que les ayudara a ganar sus batallas, también le llamaban maestro. Al igual que la gente de Wayland, cuyas vidas había gobernado antes de que el gran almirante Thrawn y su promesa de entregarle otros Jedi le apartaran de ellos.
La gente de Wayland le había creído a pies juntillas. Los habitantes de Jomark no estaban muy seguros. Los imperiales no le tomaban en serio.
C'baoth torció los labios, disgustado. No, eran unos incrédulos. Le obligaban a intervenir en sus batallas; su incredulidad le obligaba. Y cuando lograba lo imposible, aún persistían en su secreto desprecio hacia él, que ocultaban tras aquellos ysalamiri y los extraños huecos que, de algún modo, creaban en la Fuerza.
Pero él lo sabía. Había visto las miradas de soslayo entre los oficiales, las breves discusiones en voz baja que sostenían. Había sentido el nerviosismo de la tripulación, sometida por orden imperial a su influencia en el desarrollo de las batallas, pero claramente reacia a la idea. Y había visto al capitán Aban, sentado en su puesto de mando del Belicoso, que le insultaba y vilipendiaba sin dejar de llamarle maestro, irritado e impotente, mientras C'baoth, con gran serenidad, infligía su castigo a la nave rebelde que había osado disparar contra ellos.
El mensajero se estaba acercando a la puerta del Gran Castillo. C'baoth utilizó la Fuerza para llamar a su túnica, y experimentó un ligero mareo cuando se irguió. Sí, había resultado difícil tomar el mando de los cañoneros del Belicoso durante aquellos escasos segundos necesarios para aniquilar a la nave rebelde. Había superado cualquier esfuerzo previo de concentración y control, y los dolores mentales que sufría ahora eran el precio de aquella proeza.
Se ciñó la túnica y retrocedió en sus recuerdos. Sí, había sido difícil. Y, al mismo tiempo, extrañamente estimulante. En Wayland, había gobernado en persona toda una ciudad—estado, mucho más habitada que los aledaños del Gran Castillo. Sin embargo, allí ya no necesitaba imponer su voluntad por la fuerza. Hacía mucho tiempo que humanos y psadans se habían sometido a su voluntad; incluso los myneryshi, tan reacios a las leyes, habían aprendido a obedecerle sin rechistar.
Los imperiales, al igual que los habitantes de Jomark, iban a aprender la misma lección.
Cuando el gran almirante Thrawn había ganado a C'baoth para su alianza, había insinuado que C'baoth llevaba mucho tiempo sin enfrentarse a un verdadero desafío. Tal vez el gran almirante había pensado, en su fuero interno, que el desafío de dirigir la guerra del Imperio era demasiado para un solo maestro Jedi.
C'baoth sonrió en la oscuridad. Si eso era lo que pensaba el gran almirante de ojos brillantes, iba a llevarse una sorpresa, porque cuando Luke Skywalker se presentara por fin. C'baoth se enfrentaría al reto más sutil de su vida: someter a otro Jedi a su voluntad sin que éste se diera cuenta de lo que ocurría.
Y cuando eso pasara, serían dos y..., ¿quién podía predecir las posibilidades?
El mensajero desmontó de su Thumper y se irguió ante la puerta, con el estado de ánimo de un hombre preparado a someterse a los caprichos de su amo, por larga que fuera la espera. La actitud adecuada. C'baoth dio un último tirón al cinto de su túnica y recorrió el laberinto de pasillos hasta llegar a la puerta, con el deseo de averiguar qué deseaban comunicarle sus nuevos súbditos.





7


Con una delicadeza que siempre parecía incongruente en un ser de su envergadura, Chewbacca condujo al Halcón a la órbita predeterminada, sobre la luna verde de Endor. Gruñó para sí, cambió las conexiones de energía y dejó los motores en suspensión.
Leia, sentada en el asiento del copiloto, respiró hondo y se encogió cuando uno de los gemelos dio una patada.
—Parece que Khabarakh aún no ha llegado —comentó, si bien comprendió al instante que la observación era superflua.
No había apartado la vista de los sensores desde que abandonaron la velocidad de la luz, y como no había más naves en todo el sistema, hubiera sido difícil pasarlo por alto. Ahora que el rugido del motor se había reducido a un suspiro, el silencio le resultaba extraño y siniestro.
Chewbacca gruñó una pregunta.
—Esperaremos.
—Leía se encogió de hombros—. De hecho, hemos llegado con casi un día de adelanto. Hemos sido más rápidos de lo que pensaba.
Chewbacca se volvió hacia el tablero de control y rezongó para sí lo que opinaba acerca de la ausencia del noghri.
—Oh, vamos —le reprendió Leia—. Si hubiera decidido tenderme una trampa, ¿no crees que hubiera enviado a nuestro encuentro a un par de Destructores Estelares y un Crucero Interceptor?
—¿Alteza? —sonó la voz de Cetrespeó desde abajo—. Lamento molestarla, pero creo que he localizado el defecto en el juego de contramedidas carbanti. ¿Puede pedirle a Chewbacca que pare un momento?
Leia enarcó las cejas, algo sorprendida, mientras miraba a Chewbacca. Como era deprimentemente normal en el Halcón, varios aparatos se habían estropeado desde que habían salido de Coruscant. Chewbacca, agobiado por el trabajo que representaban las averías
más importantes, había asignado a Cetrespeó la reparación de los carbanti, menos prioritaria. Leia no había puesto objeciones, aunque teniendo en cuenta los resultados de la última vez que Cetrespeó había intentado trabajar en el Halcón, no esperaba gran cosa.
—Aún haremos de él un androide de reparaciones —dijo a Chewbacca—. Se nota tu influencia.
El wookie rugió su opinión mientras se levantaba para ver qué había descubierto Cetrespeó. La puerta de la cabina se cerró detrás de él.
La cabina quedó mucho más silenciosa.
—¿Veis ese planeta, queridos? —murmuró Leia, mientras se acariciaba el estómago—. Es Endor, donde la Alianza Rebelde derrotó por fin al Imperio y empezó la Nueva República.
O al menos, se corrigió en silencio, eso diría la historia algún día, que la muerte del Imperio tuvo lugar en Endor, sin conceder importancia a lo demás.
Algo que ya duraba cinco años, y que podía durar otros veinte, tal como iban las cosas.
Dejó que sus ojos recorrieran el brillante planeta verde que giraba lentamente bajo la nave, y se preguntó una vez más por qué había elegido este lugar para su cita con Khabarakh. En verdad, era un sistema que todo ser perteneciente a la República o al Imperio conocía y sabía encontrar. Además, una vez pacificado el sector, era un lugar tranquilo para que dos naves se encontraran.
Por otra parte, había recuerdos que Leia prefería no invocar. Antes del triunfo, habían estado a punto de perderlo todo.
Chewbacca rugió una pregunta desde abajo.
—Espera, lo comprobaré —contestó Leia. Pulsó una tecla del tablero—. Dice «módulo de suspensión» —informó—. Un momento. Ahora dice «sistema preparado». ¿Quieres que...?
De pronto, sin previa advertencia, una cortina negra oscureció su visión...
Poco a poco, se dio cuenta de que una voz metálica la llamaba.
—Alteza —repetía sin cesar—. Alteza. ¿Puede oírme? Alteza, por favor, ¿puede oírme?
Abrió los ojos, vagamente sorprendida de que los tuviera cerrados, y descubrió a Chewbacca delante de ella, con un estuche médico abierto en una gigantesca mano, y a un nervioso Cetrespeó que se agitaba como una madre angustiada detrás de él.
—Estoy bien —murmuró—. ¿Qué ha pasado?
—Pidió auxilio —contestó Cetrespeó, antes de que Chewbacca pudiera abrir la boca—. Al menos, eso pensamos nosotros —se corrigió—. Decía cosas importantes.
—No lo dudo.
Estaba regresando de nuevo, como la luz de la luna asomándose por el borde de una nube: la amenaza, la rabia, el odio, la desesperación.
—Tú no lo sentiste, ¿verdad? —preguntó a Chewbacca.
El wookie gruñó una negativa y la observó con interés.
—Yo tampoco sentí nada —dijo Cetrespeó.
Leia meneó la cabeza.
—No sé qué pudo ser. Estaba sentada aquí, y al momento siguiente...
Se interrumpió. Un horrible pensamiento cruzó por su mente.
—Chewie, ¿dónde nos lleva esa órbita? ¿Pasa por el punto donde estalló la Estrella de la Muerte?
Chewbacca la miró un momento y emitió un ruido gutural. Se cambió el estuche médico a la otra mano y pulsó una tecla del ordenador. Obtuvo la respuesta al instante.
—Hace cinco minutos —murmuró Leia, estremecida—. Coincide, ¿no?
Chewbacca gruñó una afirmación, y después una pregunta.
—No lo sé, te lo aseguro —admitió la princesa—. Me recuerda algo que le pasó a Luke, durante su entrenamiento Jedi —se corrigió en el última instante, recordando que Luke quería conservar en secreto la trascendencia de Dagobah—. Pero él vio una visión. Yo sólo sentí... No lo sé. Ira y amargura, y al mismo tiempo una cierta tristeza. No, tristeza no es la palabra adecuada.
—Sacudió la cabeza y repentinas lágrimas acudieron a sus ojos—. No sé. Escucha, me encuentro bien. Podéis volver a lo que estabais haciendo.
Chewbacca rugió para sí, muy poco convencido, pero cerró el estuche médico sin decir palabra. La puerta de la cabina se abrió. Con el proverbial desprecio wookie por la sutileza, la dejó así antes de desaparecer en dirección al cuerpo principal de la nave.
Leia miró a Cetrespeó.
—Tú, también. Vete, aún te queda trabajo por hacer. Me encuentro bien, de veras.
—Bien... Muy bien, alteza —dijo el androide, tan poco satisfecho como Chewbacca—. Si está segura...
—Lo estoy. Vamos, rápido.
Cetrespeó dudó otro momento, y luego salió de la cabina.
Y volvió a hacerse el silencio. Un silencio más espeso. Y mucho más oscuro.
Leia apretó los dientes.
—No me asustaré —dijo en voz alta al silencio—. Ni aquí, ni en ninguna parte.
El silencio no contestó. Al cabo de un minuto, Leia tecleó una alteración de curso que les impediría pasar por el punto donde el emperador había muerto. Negarse a ser asustada no significaba meterse deliberadamente en líos, a fin de cuentas.
Y después, sólo quedó esperar. Y preguntarse si Khabarakh iba a venir.

La parte superior de la ciudad amurallada de Ilic asomaba por entre los árboles de la selva que se apretaban a su alrededor. A Han se le antojó un androide de piel plateada, coronado por una cúpula, que flotara en un mar de arenas movedizas verdes.
—¿Tienes idea de cómo vamos a aterrizar ahí?
—A través de esas aberturas que hay cerca de la cúspide, probablemente —dijo Lando, indicando la pantalla principal de la Dama Afortunada—. Son lo bastante anchas para que quepa una lancha espacial de clase W.
Han asintió y acarició con los dedos el suave brazo de la silla del copiloto. No había muchas cosas en la galaxia que le pusieran nervioso, pero que otro ejecutara la maniobra de aterrizaje por él era una de ellas.
—Es un lugar para vivir todavía más absurdo que esa Ciudad Nómada tuya —gruñó.
—No lo discuto —respondió Lando, ajustando la altitud. Han lo habría hecho unos segundos antes—. Al menos en Nkllon no debemos preocuparnos porque alguna planta exótica nos devore. Es una cuestión económica. Hay ocho ciudades en esta parte de Nueva Cov, y se están construyendo dos más.
Han hizo una mueca. Todo por culpa de aquellas plantas exóticas, o para ser más concreto, las biomoléculas exóticas que se obtenían de ellas. Al parecer, los covies pensaban que los beneficios compensaban el hecho de vivir siempre en ciudades blindadas. Nadie sabía la opinión de las plantas al respecto.
—Sigue siendo absurdo —insistió—. Ten cuidado. Puede que haya esclusas de aire magnéticas en los conductos de entrada.
Lando le dirigió una paciente mirada.
—¿Quieres tranquilizarte? Recuerda que he pilotado naves antes.
—Sí —masculló Han.
Apretó los dientes y se preparó para sufrir el aterrizaje.
No fue tan malo como esperaba. Lando recibió la autorización de Control y guió a la Dama Afortunada con razonable destreza hacia la boca de un conducto de entrada, brillantemente iluminada, protegida por la cúpula de transpariacero que coronaba las murallas de la ciudad. Los trámites aduaneros fueron una simple formalidad, si bien, teniendo en cuenta que el planeta dependía de la exportación, el escrutinio de salida sería bastante más rígido. Un recepcionista profesional les dio la bienvenida oficial, con una sonrisa profesional, así como una tarjeta de datos con planos de la ciudad y sus alrededores.
—No han sido muy duros —comentó Lando, mientras descendían por una rampa en espiral hacia el espacioso centro. De cada nivel surgían pasadizos peatonales que conducían de la rampa al mercado, los centros administrativos y las zonas residenciales de la ciudad—. ¿Dónde se supone que hemos de encontrarnos con Luke?
—Tres niveles más abajo, en uno de los barrios de esparcimiento. La biblioteca imperial no abundaba en detalles sobre este lugar, pero mencionaba un pequeño café llamado el « Mishra», anexo a una especie de versión en miniatura del viejo teatro Grabdis Mon que hay en Coruscant. Tengo la impresión de que es lugar preferido por los peces gordos de la ciudad.
—Parece un lugar muy apropiado para una cita.
—Lando miró a Han de reojo—. Bien. ¿Vas a enseñarme el anzuelo de una vez?
Han frunció el ceño.
—¿El anzuelo?
—Vamos, viejo pirata —resopló Lando—. Me recoges en Sluis Van, me pides que te traiga a Nueva Cov, envías a Luke por delante para esta cita de capa y espada... ¿Y esperas que me crea que vamos a despedirnos ahora y que me dejarás volver a Nkllon?
Han dedicó a Lando su mejor expresión ofendida.
—Por favor, Lando...
—El anzuelo, Han. Quiero que me enseñes el anzuelo.
Han suspiró teatralmente.
—No hay ningún anzuelo, Lando. Puedes volver a Nkllon cuando quieras. Claro que, si te quedas un poco por aquí y nos echas una mano, hasta podrías llegar a un acuerdo para desembarazarte de algunos minerales sueltos que tienes por ahí. Como unas reservas de hfredio, por ejemplo.
No apartó la vista del frente en ningún momento, pero notó la mirada iracunda que Lando le dirigía.
—Luke te lo ha contado, ¿eh? —preguntó.
Han se encogió de hombros.
—Tal vez lo mencionara de pasada —admitió.
Lando siseó entre sus dientes apretados.
—Voy a estrangularle —anunció—. Jedi o no, voy a estrangularle.
—Por favor, Lando —le calmó Han—. Te quedas un par de días, escuchas los farfulleos de la gente, nos ayudas a descubrir los manejos de Fey'lya, y ya está. Vuelves a tus operaciones mineras, y nunca más te molestaremos de nuevo.
—No es la primera vez que oigo eso —replicó Lando, pero Han percibió resignación en su voz—. ¿Por qué piensas que Fey'lya tiene contactos en Nueva Cov?
—Porque durante la guerra éste fue el único lugar que los bothan se molestaron en defender...
Se interrumpió, cogió a Lando del brazo, torcieron a la derecha y se encaminaron hacia la columna central del pasadizo en espiral.
—¿Qué...? —masculló Lando.
—¡Silencio! —siseó Han, mientras intentaba al mismo tiempo ocultar el rostro y vigilar a la silueta que había visto salir de la rampa en el nivel inferior—. ¿Ves a ese bothan de la izquierda?
Lando ladeó un poco la cabeza y miró en la dirección indicada por el rabillo del ojo.
—¿Qué le pasa?
—Es Tav Breil'lya, uno de los principales ayudantes de Fey'lya.
—Bromeas —dijo Lando, y contempló al alienígena con el ceño fruncido—. ¿Cómo lo sabes?
—Por ese collar que lleva, una especie de blasón familiar, o algo por el estilo. Lo he visto docenas de veces en las reuniones del Consejo.
Han se mordió el labio y trató de pensar. Si de verdad era Breil'lya, averiguar sus propósitos representaría ahorrarse un montón de tiempo, pero Luke estaría sentado en el café, esperándoles...
—Voy a seguirle —dijo a Lando, entregándole la agenda electrónica y el plano de la ciudad—. Ve al «Mishra», coge a Luke y alcánzame.
—Pero...
—Si no te has reunido conmigo dentro de una hora, intentaré llamar por el comunicador —le interrumpió Han, dirigiéndose hacia la salida de la rampa. Estaban muy cerca del novel del bochan—. No me llames. Podría estar en un sitio donde no me interesara que se escuchara el pitido.
Salió de la rampa y entró en el pasadizo.
—Buena suerte —susurró Lando.
Había bastantes alienígenas mezclados con los humanos, pero el color cremoso del pelaje de Breil'lya se destacaba lo suficiente entre la multitud para que resultara fácil seguirle, lo cual implicaba que si Han había reconocido al bothan, éste también podía reconocerle a él, y sería peligroso acercarse demasiado.
Por suerte, el alienígena no parecía ni tan siquiera considerar la posibilidad de que le siguieran. Andaba a buen paso, sin volverse, dejando atrás cruces de calles, tiendas y patios interiores, en dirección a la muralla exterior de la ciudad. Han no le perdía de vista, algo arrepentido de haber cedido a Lando el plano de la ciudad. No habría estado nada mal saber adónde iba.
Atravesaron un último patio y llegaron a una zona de edificios tipo almacén, que lindaban con un inmenso mural pintado directamente sobre la muralla interior de la ciudad. Breil'lya se encaminó sin vacilar a un edificio cercano al mural y desapareció por la puerta principal.
Han se refugió en un portal que distaba unos treinta metros del almacén. Vio que en la puerta por la que había desaparecido Breil'lya colgaba un letrero descolorido que rezaba «Almacenes y Transportes Amethyst».
—Confío que esté en el mapa —murmuró, y sacó el comunicador del cinturón.
—Lo está —dijo una voz de mujer detrás de él.
Han se quedó petrificado.
—¿Hola? —preguntó, vacilante.
—Hola. Date la vuelta. Despacio, por supuesto.
Han obedeció, sin soltar el comunicador.
—¿Es un atraco..?
—No digas idioteces.
La mujer era baja y esbelta, unos diez años mayor que él, de cabello gris y rostro enjuto, que en otras circunstancias habría resultado cordial. El desintegrador con que le apuntaba era una copia poco conocida de un TecDes DL 18, no tan potente como su DL—44, pero teniendo en cuenta la situación, la diferencia no importaba.
—Pon el comunicador en el suelo —continuó la mujer—. Y tu desintegrador también, de paso.
Han se agachó en silencio y sacó su arma con exagerada cautela. Al mismo tiempo, como la desconocida concentraba toda su atención en el desintegrador, activó el comunicador. Dejó ambos aparatos en el suelo, se irguió y retrocedió un paso, sólo para demostrar que sabía cómo debían comportarse los prisioneros.
—Y ahora, ¿qué?
—Pareces bastante interesado en la fiesta que se celebra allí —dijo la mujer, mientras recogía el desintegrador y el comunicador—. Quizá te apetezca una visita guiada.
—Sería fantástico.
Han levantó las manos y confió en que su atacante no echara un vistazo al comunicador antes de guardárselo en el bolsillo de su mono. La mujer no lo hizo. Sin embargo, lo desconectó.
—Me siento insultada —dijo —. Es el truco más viejo del mundo. Han se encogió de hombros, decidido a mantener un poco de dignidad.
—No tuve tiempo para inventar uno nuevo.
—Acepto tus disculpas. Bien, vámonos. Y baja las manos. No queremos que ningún transeúnte se haga preguntas, ¿verdad?
—Claro que no —dijo Han, y dejó caer las manos a sus costados.
Se encontraban a medio camino del «Amethyst», cuando una sirena empezó a aullar.

Era casi una reproducción a la inversa de su primera visita a la cantina de Mos Eisley, en Tatooine, tantos años antes, pensó Luke mientras paseaba la vista por el «Mishra».
De hecho, el «Mishra» era mucho más sofisticado, con una clientela mucho más distinguida, pero el bar y las mesas estaban abarrotados de la misma variedad de humanos y alienígenas, los olores y sonidos eran igualmente variados, y el conjunto tocaba una música similar, con un estilo que pretendía atraer a una multitud de razas diferentes.
Existía otra diferencia. Aunque el lugar estaba muy concurrido, los clientes habían dejado mucho espacio a Luke.
Tomó un sorbo de su bebida (una variante local del chocolate a la taza que Lando le había descubierto, en esta ocasión con un toque de menta) y miró hacia la entrada. Sólo llevaba una ventaja de un par de horas a Han y Lando, de manera que harían acto de aparición en cualquier momento. Eso esperaba, al menos. Comprendía por qué Han se había empeñado en que las dos naves llegaran a Ilic por separado, pero teniendo en cuenta las amenazas que se cernían sobre la Nueva República, no podían permitirse el lujo de perder el tiempo. Tomó otro sorbo...
Y un bramido inhumano se oyó detrás de él.
Se giró en redondo y su mano se precipitó automáticamente hacia la espada de luz que colgaba de su cinto, mientras el ruido de una silla al romperse seguía al grito. A cinco metros de distancia, en medio de un círculo de clientes petrificados, un barabel y un rodian se erguían frente a frente, separados por una mesa, con los desintegradores desenfundados.
—¡Nada de desintegradores! ¡Nada de desintegradores! —gritó un androide camarero CE—4, agitando los brazos para subrayar su advertencia, mientras se encaminaba hacia los contrincantes. El barabel desintegró al androide en un abrir y cerrar de ojos, y apuntó al rodian antes de que éste pudiera reaccionar.
—¡Oiga! —exclamó el cantinero, indignado—. Esto le va a costar...
—Cierra la boca —le calló el barabel—. El rodian te pagará. Después de que me pague a mí.
El rodian se irguió en toda su estatura (medio metro inferior a la de su adversario) y farfulló algo en un idioma que Luke no entendió.
—Mientes —replicó el barabel—. Sé que haces trampas.
El rodian dijo algo más.
—¿No te gusta? —respondió el barabel, en tono altivo—. Pues lo haces. Pido que un Jedi lo juzgue.
Todos los ojos estaban clavados en la confrontación. Ahora, casi al unísono, se volvieron hacia Luke.
—¿Cómo? —preguntó con cautela.
—Quiere que resuelvas la disputa —dijo el cantinero, con un alivio evidente en la voz.
Un alivio que Luke estaba lejos de sentir.
— ¿Yo?
El cantinero le dirigió una extraña mirada.
—Eres el caballero Jedi Luke Skywalker, ¿verdad? —preguntó, indicando la espada de luz que Luke empuñaba.
—Sí —admitió Luke.
—Bueno, pues eso —concluyó el cantinero, agitando la mano en dirección a los contrincantes.
Sólo que, Jedi o no, Luke carecía de autoridad legal en este lugar. Abrió la boca para explicarlo al cantinero...
Y después escrutó los ojos del hombre.
Se volvió poco a poco, callando las excusas. No sólo se trataba del cantinero. Al parecer, todos los clientes del café le miraban con la misma expresión. Una expresión expectante v confiada.
Confiada en el juicio de un Jedi.
Respiró hondo, ordenó a su corazón que se calmara y se encaminó hacia la confrontación. Ben Kenobi le había introducido en la Fuerza; Yoda le había enseñado a utilizarla para auto controlarse y defenderse. Ninguno le había enseñado a mediar en disputas.
—Muy bien —dijo cuando llegó a la mesa—. Lo primero que vais a hacer, ambos, es deponer vuestras armas.
—¿Quién será el primero? —preguntó el barabel—. Los rodians son cazadores de recompensas; disparará si yo depongo el arma.
Un brillante inicio. Luke reprimió un suspiró y encendió su espada de luz, extendiéndola para que la brillante hoja verde se interpusiera entre los desintegradores.
—Nadie va a disparar contra nadie —dijo—. Deponed las armas. El barabel obedeció en silencio. El rodian vaciló un momento, y luego le imitó.
—Ahora, exponed el problema —continuó Luke. Apagó la espada, pero siguió empuñándola.
—Me alquila para un trabajo de rastreador —dijo el barabel, y extendió un dedo enfundado en keratina hacia el rodian—. Hago lo que dice, pero no me paga.
El rodian profirió algo que indicaba indignación.
—Un momento, ya te llegará el turno —dijo Luke, preguntándose cómo iba a encarrilar el careo—. ¿En qué consistía el trabajo?
—Me pide que rastree guarida de animal para él —dijo el barabel—. Animales que devoran los costados de las naves. Hago lo que dice. Él quema guarida de animales y cobra, pero luego me paga con dinero malo.
Señaló un montón de fichas metálicas doradas.
Luke cogió una. Era pequeña y triangular, con un complicado dibujo de líneas en el centro, y la cifra «100» grabada en cada esquina.
—¿Alguien había visto antes esta moneda? —preguntó, sosteniéndola en alto.
—Es la nueva moneda imperial —dijo alguien vestido con una chaqueta cara, desdeñoso—. Sólo se puede gastar en planetas y estaciones controladas por el Imperio.
Luke hizo otra mueca. Otra muestra, por si hacía falta, de que la guerra por el control de la galaxia estaba lejos de concluir.
—¿Le avisaste de que ibas a pagarle con eso? —preguntó al rodian.
El otro dijo algo en su idioma. Luke paseó la mirada por el círculo de gente, preguntándose si solicitar los servicios de un traductor disminuiría su prestigio.
—Dice que así le pagaron —habló una voz desconocida. Luke se volvió y vio que Lando se abría paso entre la multitud—. Dice que discutió al respecto, pero que no le dejaron otra alternativa.
—Es el método que emplea el Imperio en los últimos tiempos para hacer negocios —explicó uno de los congregados—. Por aquí, al menos.
El barabel se volvió hacia el que había hablado.
—No quiero tu opinión —rugió—. Sólo el Jedi juzgará.
—Muy bien, calma —intervino Luke. Agitó la ficha y se preguntó qué iba a hacer. Si le habían pagado al rodian con eso...—. ¿Es posible cambiar esto por otra cosa? —preguntó al rodian.
El alienígena contestó.
—Dice que no —tradujo Lando—. Se utiliza para comprar productos y servicios en los planetas imperiales, pero como no se acepta en la Nueva República, no se cotiza oficialmente.
—Perfecto —replicó Luke con sequedad. Carecía de la experiencia de Lando en operaciones ilegales, pero no había nacido ayer—. Entonces, ¿cuál es el cambio extraoficial?
—Ni idea —reconoció Lando, mientras inspeccionaba a los reunidos—. Aquí habrá alguien que trabaje con ambos bandos.
—Alzó la voz—. ¿Alguien realiza negocios con el Imperio?
De ser así, nadie quiso reconocerlo.
—Son muy tímidos, ¿verdad? —murmuró Luke.
—¿En confesar a un Jedi que hacen tratos con el Imperio? —dijo Lando—. Yo también sería tímido.
Luke cabeceó, y sintió un hueco en el estómago mientras escrutaba el hocico similar al de un tapir y los ojos multifacetados del rodian. Había esperado solucionar el problema sin necesidad de pasar por un juicio real. Ahora, su única alternativa consistía en dictaminar si el rodian había intentado engañar deliberadamente a su socio.
Entornó los ojos, serenó su mente y expandió sus sentidos. Sabía que era como disparar a ciegas, pero muchas especies sufrían sutiles alteraciones psicológicas cuando estaban sometidas a tensión. Si el rodian mentía sobre el pago, y si pensaba que un Jedi podía descubrirlo, su reacción bastaría para acusarle.
Mientras Luke intensificaba sus técnicas sensoriales, otra cosa llamó su atención. Un olor; un débil aroma a tabaco de Carababba y armudu. La misma combinación que Lando había captado en la estación espacial de Sluis Van.
Luke abrió los ojos y paseó la vista por los congregados.
—Niles Ferrier —llamó—. ¿Quieres adelantarte, por favor?
Se produjo una larga pausa, puntuada por el súbito respingo de Lando al oír el nombre de Ferrier. Después, una voluminosa silueta se abrió paso hacia delante.
—¿Qué quieres? —preguntó, con la mano apoyada sobre la culata de su desintegrador.
—Necesito saber cuál es el cambio extraoficial entre las monedas del Imperio y de la Nueva República —dijo Luke—. He pensado que tú podrías saberlo.
Ferrier le examinó con irritación mal disimulada.
—Es tu problema, Jedi. A mí no me mezcles.
Un murmullo de desagrado se elevó de la multitud. Luke no contestó, pero sostuvo la mirada de Ferrier. Al cabo de unos segundos, el hombre torció los labios.
—La última vez que hice negocios con el otro lado, fijamos en cinco a cuatro la conversión Imperio/República —masculló.
—Gracias —dijo Luke—. Me parece bastante justo —continuó, y se volvió hacia el rodian—. Paga a tu socio con moneda de la Nueva República a un cambio de cinco por cuatro, y quédate la moneda del Imperio para la próxima vez que trabajes en su territorio.
El rodian farfulló algo.
— ¡Eso es mentira! —rugió el barabel.
—Dice que no lleva encima suficiente moneda de la Nueva República —tradujo Lando—. Conociendo a los rodians, me inclino a estar de acuerdo con el barabel.
—Tal vez.
—Luke miró fijamente a los ojos faceteados del rodian—. Y tal vez no. Puede que exista otro método.
Miró de nuevo a Ferrier y enarcó las cejas. El hombre se encrespó.
—Ni lo sueñes, Jedi —advirtió.
—¿Por qué no? —preguntó Luke—. Trabajas con ambos bandos. Te será más fácil gastarlo que al barabel.
—¿Y si no quiero? —replicó Ferrier—. Supón que no pienso regresar hasta dentro de un tiempo, o que no me apetece llevar encima tanta moneda imperial. Arréglatelas como puedas, Jedi; no te debo ningún favor.
El barabel le increpó.
—Habla con respeto —gruñó—. Es un Jedi. Habla con respeto. Murmullos de aprobación se elevaron de la multitud.
—Será mejor que le hagas caso —le aconsejó Lando—. Supongo que no querrás enzarzarte en una pelea, sobre todo con un barabel. Siempre han tenido debilidad por los Jedi.
—Sí, justo detrás de sus hocicos —protestó Ferrier, pero sus ojos estudiaron a la multitud, y Luke percibió un sutil cambio en su estado de ánimo, cuando comprendió que su opinión sobre Luke estaba en minoría.
O tal vez se dio cuenta de que mezclarse en una disputa oficial llamaría la atención sobre él más de lo que deseaba. Luke esperó a que cambiara de opinión, notando su incertidumbre.
La espera no fue larga.
—Muy bien, pero el cambio será de cinco a tres —insistió Ferrier—. El de cinco a cuatro fue por pura chiripa. No sé si alguna vez volveré a conseguirlo.
—Es barato —afirmó el barabel—. El rodian ha de pagarme más.
—Sí, en efecto —admitió Luke—, pero dadas las circunstancias es lo máximo que vas a conseguir.
—Miró al rodian—. Si te sirve de consuelo —explicó al barabel—, recuerda que puedes aconsejar a tu gente que no haga más tratos con este rodian. Impedirle que contrate a otros rastreadores barabel le perjudicará más, a la larga, que cualquier otra cosa. El barabel emitió un ruido rasposo, tal vez el equivalente de una carcajada.
—Jedi decir verdad —afirmó—. Castigo ser bueno.
Luke se armó de valor. Al barabel no iba a gustarle tanto lo siguiente.
—Sin embargo, tendrás que pagar la reparación del androide al que disparaste. El rodian no es responsable de ello, a pesar de lo que dijera o hiciera.
El barabel miró fijamente a Luke y sus dientes afilados se movieron como para morder. Luke le devolvió una fría mirada, preparado para utilizar la Fuerza si le atacaba.
—Jedi decir verdad otra vez —dijo por fin el alienígena. A regañadientes, pero con firmeza—. Acepto sentencia.
Luke lanzó un suspiro de alivio inaudible.
—Asunto concluido —dijo.
Desvió la vista hacia Ferrier, alzó la espada de luz hacia su frente, saludando a los dos alienígenas, y dio media vuelta.
—Muy bien hecho —murmuró Lando en su oído, cuando la multitud empezó a dispersarse.
—Gracias —contestó Luke, con la boca seca.
Había funcionado, desde luego, pero había sido más suerte que habilidad, y él lo sabía. Si Ferrier no se hubiera encontrado en el bar, o si el ladrón de naves no hubiera decidido echarse atrás, Luke no tenía ni idea de cómo habría solucionado la disputa. Leia y su entrenamiento diplomático lo habrían hecho mejor; incluso Han, con su larga experiencia en los negocios difíciles, lo habría hecho mejor.
Era un aspecto de las responsabilidades Jedi que nunca había considerado, pero debía empezar a pensar en ello cuanto antes.
—Han está siguiendo a uno de los bothan fieles a Fey'lya en el Nivel Cuatro —explicó Lando, mientras se abrían paso entre la muchedumbre hacia la salida—. Lo localizó desde la rampa central—oeste y me envió a...
Se paró en seco, interrumpido por repentinos aullidos de sirenas.
—Me pregunto qué estará pasando —dijo, con una nota de inquietud en la voz.
—Es una alarma —dijo un cliente del café, con el ceño fruncido. El tono de la sirena cambió; volvió a cambiar—. Es un ataque.
—¿Un ataque? —se sorprendió Luke. No tenía noticias de que hubiera piratas en este sector—. ¿Quién nos ataca?
—¿Quién va a ser? —replicó el hombre—. El Imperio. Luke miró a Lando.
—Oh, oh —dijo en voz baja.
—Sí. Vámonos.
Salieron del «Mishra» y se adentraron en una amplia avenida. Luke no descubrió los signos de pánico que esperaba, cosa que le sorprendió. Al contrario, daba la impresión de que los ciudadanos de Ilic continuaban sus asuntos cotidianos como si nada anormal ocurriera.
—Tal vez no se dan cuenta de lo que ocurre —sugirió, dudoso, mientras se encaminaban a una rampa en espiral.
—O tienen un acuerdo secreto con el Imperio —replicó con amargura Lando—. Quizá sus gobernantes consideran políticamente correcto alinearse con la Nueva República, pero también quieren estar a buenas con el Imperio. Como no pueden permitirse el descaro de pagar un tributo, dejan que los imperiales vengan de vez en cuando y saqueen sus existencias de biomoléculas refinadas. No es la primera vez que me encuentro con algo por el estilo.
Luke paseó la mirada por las multitudes indiferentes.
—Sólo que esta vez podría salirles el tiro por la culata.
—Si los imperiales descubren a la Dama Afortunada y a tu caza en los registros de aterrizajes.
—Exacto. ¿Dónde dijiste que estaba Han?
—La última vez que le vi estaba en el Nivel Cuatro y se dirigía hacia el oeste.
—Lando sacó el comunicador—. Dijo que no le llamara, pero creo que esta circunstancia no estaba prevista.
—Espera un momento. Si está cerca de ese ayudante de Fey'lya, y si Fey'lya ha establecido algún acuerdo con el Imperio...
—Tienes razón.
—Lando profirió un juramento mientras guardaba el comunicador—. ¿Qué hacemos?
Llegaron a la rampa y entraron en la sección ascendente.
—Iré en busca de Han. Tú ve a la zona de aterrizaje y averigua qué sucede. Si los imperiales aún no han aterrizado, intenta introducirte en el ordenador de control aéreo y borrarnos de la lista. Erredós te ayudará, si le sacas de mi caza y le llevas a una terminal, procurando que no os capturen.
—Lo intentaré.
—Muy bien.
—Un recuerdo pasó por la mente de Luke—. Supongo que la Dama Afortunada no cuenta con un circuito auxiliar de esos que mencionaste en Nkollon, ¿verdad?
Lando meneó la cabeza.
—Sí, pero es muy sencillo, apenas para avanzar en línea recta y alguna maniobra sin importancia. Nunca podría sacarme de una ciudad amurallada como ésta.
Y aunque así fuera, tuvo que admitir Luke, no les serviría de gran cosa. Como no fuera practicando un enorme agujero en la muralla exterior, la única forma posible de salir de Ilic con una nave de aquel tamaño era por los conductos de salida que se alzaban sobre la zona de aterrizaje.
—Sólo era una idea —dijo.
—Aquí me separé de Han —indicó Lando—. Se fue por allí.
—De acuerdo.
—Luke abandonó la rampa—. Hasta pronto. Ten cuidado.
—Y tú también.





8


La mujer canosa condujo a Han a una pequeña habitación tipo despacho del edificio «Amethyst», le puso bajo la custodia de otros dos guardias, y desapareció con su desintegrador, comunicador y tarjeta de identidad. Han intentó una o dos veces entablar conversación con los guardias, pero no obtuvo respuesta de ninguno, y ya se había resignado a continuar sentado en silencio, escuchando las sirenas que sonaban fuera, cuando la mujer regresó.
Acompañada por otra mujer más alta, provista de un aire de autoridad inconfundible.
—Buenos días —saludó a Han—. ¿El capitán Solo, supongo? Como llevaba su tarjeta de identidad en la mano, era absurdo negarlo.
—Exacto —contestó.
—Su visita nos honra —dijo la mujer, con una nota de sarcasmo en sus educadas palabras—, si bien nos sorprende un poco.
—No sé por qué. Al fin y al cabo, la visita fue idea suya —replicó Han—. ¿Siempre recogen gente en la calle de esta manera?
—Sólo a gente especial.
—La mujer enarcó las cejas—. ¿Quiere decirme quién es usted y quién le ha enviado?
Han frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir? Tiene mi tarjeta de identidad.
—Sí —asintió la mujer, mientras daba vueltas a la tarjeta en su mano—, pero hay división de opiniones acerca de su autenticidad. Miró hacia la puerta y movió la mano.
Y Tav Breil'lya entró en la habitación.
—Yo tenía razón —dijo el bothan, y su pelaje color crema onduló de una manera extraña—. Ya se lo dije cuando vi su tarjeta de identidad. Es un impostor, un espía imperial, casi con toda seguridad.
—¿Cómo? —Han le fulminó con la mirada. La situación estaba
adquiriendo proporciones grotescas. Examinó el collar del alienígena; era Tav Breil'lya, sin duda—. ¿Qué me ha llamado?
—Es usted un espía imperial —repitió Breil'lya, y su pelaje onduló de nuevo—. Ha venido para destruir nuestra amistad, o incluso para matarnos a todos, pero no vivirá lo suficiente para denunciarnos a sus amos.
—Se volvió hacia la mujer alta—. Debe destruirle de inmediato, Sena, antes de que tenga la oportunidad de llamar a sus enemigos.
—No nos precipitemos, Breil'lya —le calmó Sena—. Irenez ha montado un buen dispositivo de vigilancia.
—Miró a Han—. ¿Le importa responder a las acusaciones del ayudante del consejero?
—Los delirios de un espía imperial no nos interesan para nada —insistió Breil'lya, antes de que Han pudiera responder.
—Al contrario —replicó Sena—. En este planeta estamos muy interesados por gran cantidad de cosas.
—Se volvió hacia Han y alzó su tarjeta de identidad—. Aparte de esto, ¿tiene alguna otra prueba de que es quien afirma?
—No importa quién sea —interrumpió de nuevo Breil'lya, con voz algo tensa—. La ha visto, y sabe que tenemos una especie de acuerdo. Que trabaje para el Imperio o para la Nueva República es irrelevante. Ambos son sus enemigos, y ambos utilizarían esa información contra ustedes.
Sena volvió a enarcar las cejas.
—De modo que, ahora, su identidad no importa —dijo con frialdad—. ¿Significa eso que ya no está seguro de que es un impostor?
El pelaje de Breil'lya onduló de nuevo. Carecía de la facilidad de palabra de su mentor.
—Se parece mucho —murmuró—, pero una disección establecería con rapidez su identidad.
Sena sonrió, pero era una sonrisa de comprensión, desprovista de humor. Han comprendió de repente que la confrontación había servido para probar tanto a Breil'lya como a él. Y si podía fiarse de la expresión de Sena, el bothan no la había superado.
—Tendré en cuenta su recomendación —dijo con sequedad la mujer.
Se oyó un suave pitido. La mujer canosa sacó un comunicador y habló en voz baja. Escuchó, volvió a hablar y miró a Sena.
—La línea de vigilancia informa que otro hombre se acerca —dijo—. Complexión mediana, cabello rubio oscuro, vestido de negro —desvió la vista hacia Breil'lya—, y lleva algo parecido a una espada de luz. Sena también clavó sus ojos en Breil'lya.
—Creo que eso da por concluida la discusión. Irenez, que uno de nuestros vigías salga a su encuentro y le pida que se reúna con nosotras. Debe dejar bien claro que no es una orden, sino una petición. Después, devuelva al capitán Solo su arma y sus objetos personales.
—Se volvió hacia Han y cabeceó con gravedad mientras le devolvía la tarjeta de identidad—. Le ruego me perdone, capitán. Comprenderá que hemos de ser precavidos, sobre todo teniendo en cuenta esta coincidencia.
Hizo un ademán en dirección al muro exterior.
Han frunció el ceño y se preguntó a qué se refería. Entonces, lo comprendió: indicaba las sirenas que sonaban fuera.
—No hay problema —la tranquilizó—. ¿Por qué suenan las sirenas?
—Es un ataque imperial —dijo Irenez, entregándole el desintegrador y el comunicador.
Han se quedó petrificado.
—¿Un ataque?
—Nada importante —le aseguró Sena—. Vienen una vez cada pocos meses y se llevan un porcentaje de las biomoléculas refinadas que han sido destinadas a la exportación. Es una forma encubierta de impuestos que los gobernantes de la ciudad han negociado con ellos. No se preocupe, nunca pasan del nivel de aterrizaje.
—Sí, pero podrían cambiar de rutina esta vez —gruñó Han, mientras accionaba el comunicador. Casi había esperado que se lo impidieran, pero nadie se movió—. ¿Luke?
—Estoy aquí, Han —respondió la voz del joven—. Mi escolta me comunica que voy a donde estás. ¿Te encuentras bien?
—Un pequeño malentendido. Será mejor que vengas cuanto antes. Tenemos compañía.
—De acuerdo.
Han desconectó el comunicador. Vio que Irenez y Sena sostenían una conversación en voz baja.
—Si los imperiales les molestan tanto como Breil'lya ha insinuado, quizá necesiten desaparecer.
—Nuestra vía de escape está dispuesta —dijo Sena, en tanto Irenez salía de la habitación—. La cuestión estriba en qué vamos a hacer con usted y su amigo.
—No pueden dejarles en libertad —insistió Breil'lya, intentándolo por última vez—. Saben muy bien que si la Nueva República descubre su existencia...
—El comandante ha sido notificado —interrumpió Sena—. Él decidirá.
—Pero...
—Eso es todo —volvió a interrumpirle la mujer, esta vez con aspereza—. Reúnase con los demás en el ascensor. Me acompañará en mi nave.
Breil'lya lanzó una última mirada indescifrable a Han, y luego abandonó en silencio la sala.
—¿Quién es ese comandante? —preguntó Han.
—No puedo decírselo.
—Sena le estudió un momento—. No se preocupe. A pesar de lo que Breil'lya ha dicho, no somos enemigos de la Nueva República. Al menos, de momento.
—Ah —dijo Han—. Fantástico.
Se oyeron pasos fuera. Pocos segundos después, Luke entró en la habitación, acompañado por dos hombres jóvenes que llevaban los desintegradores enfundados.
—Han —saludó Luke a su amigo, y miró a Sena de arriba abajo—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —confirmó Han—. Como ya te he dicho, un pequeño malentendido. La dama aquí presente, Sena...
Hizo una pausa, expectante.
—Por ahora, dejémoslo en Sena.
—Ah.
—Han había esperado averiguar su apellido, pero la mujer, por lo visto, no tenía la costumbre de revelarlo—. En cualquier caso, Sena pensó que yo era un espía imperial. Y hablando de imperiales...
—Lo sé —asintió Luke—. Lando ha ido a ver si puede borrar. nuestras naves del registro de aterrizajes.
—No llegará a tiempo.
—Han meneó la cabeza—. Seguro que miran la lista.
Luke cabeceó, mostrándose de acuerdo.
—Será mejor que vayamos hacia allí.
—A menos que prefieran venir con nosotros —dijo Sena—. Hay mucho espacio en nuestra nave, y está escondida en un sitio que no podrán encontrar.
—No, gracias —respondió Han. No estaba dispuesto a marcharse con esta gente hasta saber más sobre ellos. A qué bando apoyaban, para empezar—. Lando no querrá abandonar la nave.
—Y yo necesito recuperar a mi androide —añadió Luke. Irenez entró en la habitación.
—Todo el mundo está en camino, y la nave se encuentra preparada —informó a Sena—. Ya me he comunicado con el comandante. Tendió a la mujer alta una agenda electrónica.
Sena le echó un vistazo, asintió y se volvió hacia Han.
—Hay un ascensor de servicio cerca de aquí que desemboca en el extremo oeste de la zona de aterrizaje —dijo—. Dudo que los imperiales conozcan su existencia; no consta en los planos de la ciudad. Irenez les conducirá hacia él y les proporcionará toda la ayuda posible.
—No es necesario ——objetó Han. Sena levantó la agenda.
—El comandante me ha ordenado proporcionarles toda la ayuda que necesiten —dijo con firmeza—. Les agradecería que me permitieran cumplir mis órdenes.
Han miró a Luke y enarcó las cejas. Luke se encogió de hombros. Si la oferta encubría una traición, sus sentidos Jedi no la percibían.
—Muy bien. Vámonos.
—Buena suerte —se despidió Sena, y desapareció por la puerta. Irenez indicó la puerta.
—Por aquí, caballeros.
El ascensor de servicio era una combinación de escalera y montacargas empotrada en la muralla exterior de la ciudad, casi invisible gracias al mural de aquella parte. El montacargas no se veía por ninguna parte. Han decidió que estaría siendo utilizado por Sena y su grupo. Subieron la escalera, precedidos por Irenez.
Sólo tres niveles les separaban de la zona de aterrizaje, pero tres niveles en una ciudad de la altura de Ilic equivalían a un montón de escalones. Había cincuenta y tres hasta el primer nivel; después, Han dejó de contar. Cuando se deslizaron por otra puerta disimulada, salieron a la zona de aterrizaje y se escondieron detrás de un enorme analizador de diagnósticos, las piernas le temblaban de cansancio. Irenez, por contra, ni siquiera respiraba con dificultad.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Luke, mientras asomaba la cabeza con cautela por una esquina del analizador. Tampoco parecía ahogarse.
—Vamos en busca de Lando —dijo Han, y sacó el comunicador—. ¿Lando?
—Aquí —se oyó al instante el susurro de Carlissian—. ¿Dónde estáis?
—En la parte oeste de la zona de aterrizaje, a unos veinte metros del caza de Luke. ¿Y tú?
—En un ángulo de noventa grados en relación a vosotros, hacia el sur. Escondido detrás de unas pilas de cajas. Hay un miliciano de guardia a unos cinco metros de distancia, de modo que estoy algo así como atrapado.
—¿Con qué clase de problemas nos enfrentamos?
—Una fuerza de choque al completo —gruñó Lando—. Veo tres naves dispuestas a aterrizar, y creo que había otras dos en tierra cuando llegué. Si iban cargadas hasta los topes, calcula entre ciento sesenta y doscientos hombres. La mayoría son tropas regulares, pero también he visto algunos milicianos. No hay muchos por aquí. La mayoría han bajado por las rampas hace unos minutos.
—Habrán ido a la ciudad en nuestra busca —murmuró Luke.
—Sí.
—Han miró por encima del analizador. La parte superior del caza de Luke se veía por encima del morro de una lancha espacial W23—. Parece que Erredós sigue en la nave de Luke.
—Sí, pero vi que hacían algo por esa parte —advirtió Lando—. Puede que le hayan aplicado un cepo.
—Nos encargaremos de eso.
—Han examinó la zona—. Creo que podemos acercarnos al caza sin que nos vean. Durante el viaje me dijiste que tenías un mando a distancia para llamar a la Dama Afortunada, ¿verdad?
—Sí, pero no me sirve de nada. Como estoy rodeado de cajas, no puedo accionarlo sin salir al descubierto.
—Eso está bien.
Han sonrió. Luke podía tener la Fuerza, e Irenez podía subir escaleras sin ahogarse, pero apostaba cualquier cosa a que los superaba en astucia.
—Ponla en movimiento cuando yo te lo diga.
—Desconectó el comunicador—. Vamos a acercarnos al caza —anunció a Irenez y Luke, ajustando el desintegrador—. ¿Preparados?
Ambos asintieron en silencio. Se encaminaron con el mayor sigilo hacia la nave. Llegó a la lancha espacial que se interponía en su camino sin problemas, y se detuvo para que los otros le alcanzaran.
—iSssh! —siseó Luke.
Han se quedó inmóvil, apretado contra el casco corroído de la lancha. A menos de cuatro metros de distancia, el miliciano que montaba guardia se había vuelto hacia ellos.
Han apretó los dientes y levantó el desintegrador; al mismo tiempo, vio por el rabillo del ojo que Luke hacía un ademán. De pronto, el imperial se volvió en dirección contraria y apuntó el rifle hacia el suelo.
—Cree que ha oído un ruido —susurró Luke—. Continuemos. Han asintió y se deslizó hacia el otro lado de la lancha. Pocos segundos después, estaban acuclillados junto a los patines de aterrizaje del caza.
—¿Erredós? —susurró Han—. Va, pequeñajo, despierta.
Se oyó un suave e indignado pitido desde lo alto del caza, lo cual significaba que el cepo de los imperiales no había bloqueado por completo al androide, sino sólo su control de los sistemas de la nave. Estupendo.
—Muy bien —dijo el androide—. Pon en marcha tu sensor de comunicaciones y prepárate a grabar.
Otro pitido.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Irenez.
—Ahora viene lo bueno —dijo Han, mientras sacaba su comunicador—. ¿Dispuesto. Lando?
—Más que nunca —contestó el otro.
—Muy bien. Cuando dé la señal, enciende el mando a distancia y pon en marcha a la Dama Afortunada. Cuando yo te lo diga, apágalo. ¿Comprendido?
—Comprendido. Espero que sepas lo que haces.
—Confía en mí.
—Han miró a Luke—. ¿Te sabes tu parte? Luke asintió y alzó la espada de luz.
—Estoy preparado.
—Muy bien, Lando. Adelante.
Durante un largo momento, no sucedió nada. Después, el zumbido de unos retropropulsores al activarse se impuso al ruido de fondo que reinaba en la zona de aterrizaje. Han se irguió un poco, justo a tiempo de ver que la Dama Afortunada se elevaba entre las demás naves aparcadas.
Se oyó un grito cercano, seguido de una descarga de rayos láser. Otras tres armas abrieron fuego casi al instante. Las cuatro disparaban contra la Dama Afortunada, mientras realizaba un lento giro y empezaba a flotar en dirección sur, hacia donde se encontraba Lando.
—Sabes que nunca llegará a su destino —susurró Irenez en el oído de Han—. En cuanto se den cuenta de a donde va, se lanzarán sobre él.
—Por eso no irá en su dirección —replicó Han, observando con atención a la Dama Afortunada. Un par de segundos más, y todos los milicianos y soldados imperiales tendrían concentrada su atención en la nave fugitiva—. Preparado, Luke... ¡Ahora!
Luke desapareció de repente, llegando de un solo salto a la parte
superior del caza. Han oyó el siseo de la espada de luz al encenderse y vio el resplandor verde reflejado en las naves y máquinas cercanas. El resplandor y el siseo sufrieron una pequeña alteración cuando Luke dio un mandoble.
—Cepo suelto —anunció Luke—. ¿Ahora?
—Aún no —dijo Han. La Dama Afortunada se encontraba a un cuarto de distancia de la pared más alejada, y los rayos rebotaban en su costado blindado—. Ya te diré cuándo. Preparado para la interferencia.
—De acuerdo.
La nave osciló ligeramente cuando Luke se introdujo en la cabina. Los retropropulsores empezaron a zumbar cuando Erredós los activó. Un zumbido que nadie oyó en la confusión. La Dama Afortunada había llegado a la mitad de distancia de la pared.
—Muy bien, Lando. Apaga el mando —ordenó Han—. Erredós, tu turno. Dirígela hacia aquí.
Con el control total de los transmisores del caza, resultó muy sencillo para el androide duplicar la señal del mando a distancia de Lando. La Dama Afortunada se detuvo, obedeció a la nueva llamada y cruzó la zona de aterrizaje en dirección al caza.
Los imperiales no se lo esperaban. Durante un segundo, el fuego de desintegrador se apaciguó, cuando los soldados que perseguían al yate se detuvieron. La Dama Afortunada ya estaba cerca del caza cuando reanudaron el fuego.
—¿Ahora? —gritó Luke.
—Ahora —contestó Han—. Bájala y ábrenos una vía libre. Erredós gorjeó, y la Dama Afortunada se inmovilizó en el aire y descendió al suelo con suavidad. Un grito de triunfo surgió de los imperiales, el más breve de la historia. La Dama Afortunada tocó tierra...
Y sin previo aviso, el caza se elevó. Describió una curva cerrada alrededor de la Dama Afortunada, y los láseres situados en los extremos de las alas practicaron un pasillo de destrucción en la línea de soldados que se aproximaban.
Si tenían tiempo, los imperiales se reagruparían. Han no pensaba concederles ese tiempo.
—Vamos —gritó a Irenez.
Se puso en pie de un brinco y corrió como un poseso hacia la Dama Afortunada. Llegó a la rampa antes de que los soldados le vieran, y se deslizó por la escotilla antes de que nadie disparara.
—Quédate aquí y protege la escotilla —aulló, mientras Irenez corría tras él—. Voy a buscar a Lando.
Luke seguía sembrando la confusión cuando Han entró en la cabina y se dejó caer en el asiento del copiloto. Echó un rápido vistazo a los instrumentos. Todos los sistemas parecían a punto.
—¡Cógete a algo! —gritó a Irenez, y ascendió.
Han no vio al miliciano que, en opinión de Lando, se encontraba cerca de su posición, cuando la Dama Afortunada giró sobre las cajas amontonadas. Luke contuvo a los guardias con descargas de los láseres. Han detuvo la nave a medio metro del suelo; y la rampa descendió hacia las cajas. Se produjo un movimiento, visible sólo un segundo por la portilla lateral de la cabina.
—Ya le tenemos —gritó Irenez desde la escotilla—. ¡Adelante! Han imprimió a la nave un giro de ciento ochenta grados, pasó toda la energía a los retropropulsores y ascendió hacia uno de los inmensos conductos de salida. El caza experimentó una breve sacudida cuando Han eliminó el cierre magnético del extremo, y pronto estuvieron en el aire.
Cuatro cazas TIE sobrevolaban la ciudad, en previsión de problemas, pero no esperaban un ataque tan veloz, al parecer. Luke derribó a tres y Han se encargó del cuarto.
—Nada como un poco de emoción —jadeó Lando, mientras se deslizaba en la silla del copiloto y empezaba a trabajar en el tablero ¿Qué tenemos?
—Parece que se acercan un par más de naves —dijo Han, ceñudo—. ¿Qué estás haciendo?
—Pido un análisis multisensor del flujo de aire, para ver si hay alguna irregularidad en el casco. Un radiofaro direccional, por ejemplo. Han recordó la huida de la primera Estrella de la Muerte, y el vuelo a Yavin, que casi terminó en desastre por culpa de un objeto similar.
—Ojalá tuviera un sistema como ése en el Halcón.
—Jamás funcionaría —comentó con sequedad Lando—. Tu casco es tan irregular que el sistema se volvería loco.
——Apagó la pantalla—. Muy bien. No hay nada.
—Fantástico.
—Han desvió la vista hacia su izquierda—. También nos hemos librado de esas naves. Ya no pueden alcanzarnos.
—No, pero eso sí —dijo Irenez, señalando la pantalla de medio alcance.
Mostraba a un Destructor Estelar detrás de ellos, a punto de abandonar la órbita y salir en su persecución.
—Maravilloso —gruñó Han, y conectó el propulsor principal. Utilizarlo tan cerca del suelo no beneficiaría a la vida vegetal de Nueva Cov, pero ésa era la menor de sus preocupaciones en aquel momento—. ¿Luke?
—Lo veo —respondió Luke por el comunicador—. ¿Alguna idea, aparte de lanzarnos sobre él?
—Creo que lanzarnos sobre él parece una gran idea —dijo Han—. ¿Lando?
—Estoy calculando el salto —contestó el otro, ocupado en el ordenador de navegación—. Tendría que estar preparado cuando estemos lo bastante lejos.
—Otra nave ha salido de la jungla —anunció Luke.
—Es nuestra —dijo Irenez, mirando por encima del hombro de Han—. Puedes correr paralelo a ella si cambias de curso a uno veintiséis punto treinta.
El Destructor Estelar estaba acelerando. La pantalla mostraba ahora una cuña de cazas TIE que lo precedían.
—Sería mejor que nos separáramos —dijo Han.
—No. Quédate con nuestra nave —contestó Irenez—. Sena dijo que vamos a recibir ayuda.
Han echó otro vistazo a la nave que se elevaba hacia el espacio. Un pequeño transporte, muy veloz, pero con pocas virtudes más. Otra mirada a los cazas TIE que se aproximaban...
—Nos alcanzarán antes de que demos el salto —murmuró Luke, verbalizando los pensamientos de Han.
—Sí. Luke, ¿sigues ahí?
—Sí. Creo que Lando tiene razón.
—Lo sé. ¿Puedes repetir aquel truco de Nkllon? O sea, ¿puedes confundir las mentes de los pilotos un ratito?
Luke calló un momento, vacilante.
—No creo —dijo por fin—. Me parece que no es bueno para mí hacer esas cosas. ¿Me entiendes?
Han no lo entendió, pero daba igual. Por un momento había olvidado que no estaba en el Halcón, con un par de potentes láseres, escudos y un considerable blindaje. La Dama Afortunada, pese a sus modificaciones, era pan comido incluso para pilotos de cazas TIE desorientados.
—Muy bien, olvídalo —respondió—. Será mejor que Sena esté en lo cierto acerca de esa ayuda que viene en camino.
Apenas había terminado de hablar, cuando un destello de luz verde brillante pasó sobre la cubierta de la cabina.
—Se acercan cazas TIE por babor —avisó Lando.
—Intentan cortarnos la retirada —dijo Luke—. Me encargaré de ellos.
Sin esperar comentarios, condujo el caza bajo la trayectoria de la Dama Afortunada y se desvió a la izquierda, con un rugido de( propulsor principal, hacia los cazas que se acercaban.
—Cuidado —masculló Han, y echó un vistazo a la pantalla posterior. El grupo de perseguidores se aproximaba a toda velocidad—. ¿Tu nave lleva armas? —preguntó a Irenez.
—No, pero cuenta con un buen blindaje y muchos escudos deflectores. Quizá deberías dejar que se adelantara y llevara el peso del ataque.
—Bueno, lo pensaré.
La ignorancia de la mujer acerca de esta clase de batallas le estremeció. A los pilotos de los TIE no les importaba en absoluto qué nave encontraban primero cuando atacaban. Y refugiarse tras los escudos deflectores de otra nave significaba reducir al mínimo la capacidad de maniobra.
El grupo de cazas TIE que se acercaba por babor se dispersó cuando Luke se lanzó hacia la formación, escupiendo rayos láser. Una segunda oleada de imperiales cerró filas para interceptar a Luke, pero éste efectuó un giro de ciento ochenta grados y se situó en la retaguardia de la primera oleada. Han contuvo el aliento, pero el caza consiguió salir indemne y alejarse de la trayectoria de la Danza Afortunada, perseguido por todo el escuadrón.
—Bien, adiós a ese grupo —comentó Irenez.
—Y puede que a Luke también —replicó con aspereza Lando—. Luke, ¿estás bien?
—Un poco chamuscado, pero todo sigue funcionando. Creo que no podré volver con vosotros.
—Ni lo intentes —aconsejó Han—. En cuanto te hayas librado de ellos, salta a la velocidad de la luz y lárgate de aquí.
—¿Y vosotros?
La última palabra de Luke fue ahogada en parte por un súbito gorjeo del comunicador.
—Es la señal —dijo Irenez—. Ya vienen.
Han frunció el ceño y escrutó el cielo por la portilla de proa. Sólo vio estrellas...
Y entonces, al unísono, tres grandes naves surgieron del hiperespacio en formación triangular, delante de ellos.
Lando respiró hondo.
—Son Cruceros Acorazados antiguos.
—Es nuestra ayuda —explicó Irenez—. Directos al centro del triángulo. Nos protegerán.
—De acuerdo.
Han desvió unos cuantos grados la trayectoria de la Dama Afortunada y trató de imprimir un poco más de velocidad a los motores. La Nueva República contaba con un buen número de Acorazados. Cada uno medía seiscientos metros de largo, y eran unas naves de guerra impresionantes. Sin embargo, ni las tres a la vez podrían contra un Destructor Estelar imperial.
Por lo visto, el comandante de los Acorazados estaba de acuerdo. Cuando el Destructor Estelar que pisaba los talones a la Dama Afortunada abrió fuego con sus gigantescas baterías turboláser, los Acorazados empezaron a disparar con cañones de iones, con la esperanza de averiar sus sistemas y poder huir.
—¿Eso responde a tu pregunta? —dijo Han a Luke.
—Creo que sí —contestó con sequedad Luke—. Muy bien, me voy. ¿Dónde nos encontramos?
—En ningún sitio.
No le gustaba la respuesta, y sospechaba que a Luke mucho menos, pero era inevitable. Con una docena de cazas TIE entre la Dama Afortunada y el caza de Luke, hablar más de la cuenta equivalía a una invitación al Imperio para enviar por delante un comité de bienvenida.
—Lando y yo podemos encargarnos solos de la misión —añadió—. Si encontramos problemas, nos pondremos en contacto contigo a través de Coruscant.
—Muy bien —dijo Luke.
No parecía muy contento por la idea, pero tenía suficiente sentido común para reconocer que no existía otra alternativa.
—Tened cuidado.
—Hasta la vista —dijo Han, y cortó la transmisión.
—De modo que ahora también es mi misión, ¿eh? —gruñó Lando desde el asiento del copiloto, en un tono mezcla de irritación y resignación—. Lo sabía. Lo sabía.
El transporte de Sena se encontraba ya dentro del triángulo. Han se mantuvo tan cerca de su cola como pudo.
—¿Quieres que te bajemos en algún sitio concreto? —preguntó a Irenez.
La mujer miraba la parte inferior del Acorazado bajo el que estaban pasando.
—De hecho, el comandante confiaba en que nos acompañarían a nuestra base —respondió.
Han desvió la vista hacia Lando. Algo en su tono implicaba más una petición que una sugerencia.
—¿Hasta qué punto lo desea tu comandante? —preguntó Lando.
—Tiene sumo interés.
—La mujer apartó los ojos del Acorazado—. No me malinterprete; no es una orden, pero cuando hablé con él, manifestó su deseo de entrevistarse otra vez con el capitán Solo. Han frunció el ceño.
—¿Otra vez?
—Esas fueron sus palabras.
Han miró a Lando; y comprobó que su amigo también le miraba.
—¿Algún viejo amigo del que no me habías hablado? —preguntó Lando.
—No recuerdo tener amigos que se hallen en posesión de Acorazados. ¿Qué opinas?
—Pienso que me están manipulando sin cesar —replicó con acritud Lando—. Por lo demás, sea quien sea ese comandante, parece tener contactos con tus amiguitos bothan. Si quieres averiguar qué trama Fey'lya, quizá él responda a tu pregunta.
Han reflexionó. Lando tenía razón, por supuesto. Por otra parte, tal vez se trataba de una trampa, y la referencia a un viejo amigo servía de señuelo.
En cualquier caso, con Irenez sentada detrás de él, el desintegrador apoyado sobre su cadera, no había forma de rechazar la invitación, si Sena y ella se decidían a apretarles las clavijas.
—De acuerdo —dijo a Irenez—. ¿Qué curso adoptamos? —No hará falta —contestó la mujer, y levantó la vista.
Han siguió su mirada. Uno de los tres Acorazados que habían dejado atrás volaba paralelo a ellos. Delante, la nave de Sena se dirigía hacia un par de puertos de atraque, brillantemente iluminados.
—Deje que lo adivine —dijo a Irenez.
—Relájate y goza del viaje —respondió la mujer, con la primera señal de humor que daba desde que la conocía.
—De acuerdo —suspiró Han.
Y condujo la Dama Afortunada hacia el muelle, mientras la batalla aún rugía a sus espaldas. Recordó que Luke no había presentido ninguna traición en la ciudad.
Claro que tampoco había presentido la trampa urdida por los bimms de Bimmisaari, justo antes del primer ataque noghri.
Ojalá el chico tuviera razón esta vez.
El primer Acorazado se movió apenas y desapareció en el hiperespacio, arrastrando consigo al transporte y a la Dama Afortunada. Pocos segundos después, los otros dos Acorazados cesaron de disparar contra el Destructor Estelar y escaparon, a través de la lluvia de fuego desencadenada por los turboláseres de las baterías imperiales.
Y Luke se quedó solo. A excepción del escuadrón de cazas TIE que le perseguían, por supuesto.
Oyó a su espalda un gorjeo impaciente y algo preocupado.
—Muy bien, Erredós, ya nos vamos —tranquilizó al pequeño androide.
Tiró de la palanca de hiperpropulsión. Las estrellas se convirtieron en estelas, se transformaron en cielo moteado, y Erredós y él estuvieron a salvo.
Luke respiró hondo y exhaló un suspiro. Ya estaba. Han y Lando se habían ido, a donde Sena y su misterioso comandante les condujeran, y no tenía forma de seguirles. Hasta que salieran del hiperespacio y se pusieran en contacto con él, estaba fuera de la misión.
Aunque tal vez era lo mejor.
Oyó otro gorjeo detrás; esta vez se trataba de una pregunta.
—No, no volveremos a Coruscant, Erredós —dijo al androide, mientras experimentaba un déjà vu—. Nos vamos a un pequeño lugar llamado Jomark. A ver a un maestro Jedi.





9


El pequeño patrullero surgió del hiperespacio y se situó a unos cien kilómetros del Halcón, antes de que los sensores de la nave captaran su presencia. Cuando Leia llegó a la cabina, el piloto ya se había puesto en contacto.
—¿Eres tú, Khabarakh? —preguntó la princesa, mientras se sentaba en el asiento del copiloto, al lado de Chewbacca.
—Sí, lady Vader —maulló la voz grave y gatuna del noghri—. He venido solo, tal como prometí. ¿Está sola?
—Me acompaña Chewbacca como piloto, y también un androide de protocolo. Me gustaría que el androide viniera conmigo como traductor, si es posible. Chewbacca, tal como convinimos, se quedará en la nave.
El wookie se volvió hacia ella y gruñó.
—No —respondió Leia con firmeza, desconectando a tiempo el transmisor—. Lo siento, pero se lo prometí a Khabarakh. Te quedarás en el Halcón, y es una orden.
Chewbacca volvió a gruñir, con más insistencia, y Leia, con un escalofrío, recordó algo que no había pensado desde hacía años. El wookie era muy capaz de hacer caso omiso de cualquier orden, si así lo decidía.
—He de ir sola, Chewie —dijo en voz baja. La fuerza de voluntad no serviría de nada en este caso; tendría que apelar a la lógica y a la razón—. ¿No lo comprendes? Ése fue el acuerdo.
Chewbacca rugió.
—No.
—Leía meneó la cabeza—. Mi seguridad ya no es una cuestión de fuerza. Mi única posibilidad es convencer a los noghri de que pueden confiar en mí. De que cuando hago promesas, las cumplo.
—El androide no planteará problemas —decidió Khabarakh—. Acercaré la nave para el acoplamiento.
Leia volvió a conectar el transmisor.
—Muy bien. También me gustaría llevar una maleta con ropa y objetos personales, además de un analizador/sensor, para asegurarme de que ni el aire ni el suelo contienen sustancias peligrosas para mí.
—El aire y el suelo del lugar a donde vamos son inofensivos.
—Te creo, pero no sólo soy responsable de mi seguridad. Llevo en mi seno dos vidas nuevas, y debo protegerlas.
Se oyó un siseo por el altavoz.
—¿Herederos de lord Vader?
Leia vaciló, pero era cierto, genéticamente, aunque no filosóficamente.
—Sí.
Otro siseo.
—Puede traer lo que desee —dijo el noghri—. Sin embargo, ha de autorizarme a que lo examine. ¿Ha traído armas?
—Mi espada de luz. ¿Hay animales lo bastante peligrosos en tu planeta para que necesite un desintegrador?
—Ya no —respondió Khabarakh con voz sombría—. Su espada de luz es aceptable.
Chewbacca rugió algo terrible, y sus garras surgieron un momento de las yemas de los dedos. Leia se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control, y tal vez de tomar las riendas del asunto en sus enormes manos...
—¿Cuál es el problema? —preguntó Khabarakh.
Leia sintió un nudo en el estómago. Sinceridad, se recordó.
—A mi piloto no le gusta la idea de que me vaya sola contigo —admitió—. Tiene... Da igual, no lo entenderías.
—¿Tiene una deuda de vida con usted?
Leia parpadeó. No esperaba que Khabarakh hubiera oído hablar de la deuda de vida del wookie.
—Sí. En un principio, la contrajo con mi marido, Han Solo. Durante la guerra, Chewie la hizo extensiva a mi hermano y a mí.
—¿Y ahora a los hijos que lleva en su seno? Leia miró a Chewbacca.
—Sí.
El comunicador se mantuvo en silencio durante un minuto. El patrullero siguió avanzando hacia el Halcón, y Leia descubrió que aferraba con fuerza los brazos del asiento, mientras se preguntaba qué estaría pensando el noghri. Si decidía que las objeciones de Chewbacca constituían una traición a su acuerdo...
—El código de honor wookie es similar al nuestro —dijo por fin Khabarakh—. Puede venir con usted.
Chewbacca emitió un rugido de sorpresa, una sorpresa que se transformó al instante en suspicacia.
—¿Prefieres quedarte aquí? —replicó Leia, sorprendida por la concesión del noghri y aliviada de que todo se hubiera solucionado con tanta facilidad—. Decídete, y rápido.
El wookie rugió de nuevo, pero estaba claro que prefería caer en una trampa con ella que dejarla ir sola.
—Gracias, Khabarakh. Aceptamos. Estaremos preparados cuando llegues. Por cierto, ¿cuánto durará el viaje hasta tu planeta?
—Unos cuatro días, aproximadamente. Aguardo con ansia el momento de que honre mi nave con su presencia.
El comunicador enmudeció. Cuatro días, pensó Leia, y un escalofrío recorrió su espalda. Cuatro días para aprender todo lo que pudiera sobre Khabarakh y el pueblo noghri.
Y para preparar la misión diplomática más importante de su vida.
Resultó que no aprendió gran cosa sobre la cultura noghri durante el viaje. Khabarakh permaneció en silencio casi siempre, dividiendo su tiempo entre la cabina y su camarote. De vez en cuando, iba a hablar con Leia, pero las conversaciones eran breves y la solían dejar con la incómoda sensación de que el noghri seguía ambivalente sobre su decisión de llevarla a su hogar. Cuando habían acordado esta reunión en el planeta de los wookies, Kashyyyk, ella había sugerido que discutiera la cuestión con sus amigos de confianza, pero a medida que se acercaba el fin del viaje y el nerviosismo de Khabarakh aumentaba, empezó a sospechar que no lo había hecho. Había tomado la decisión por sí solo.
Desde su punto de vista, no era un comienzo muy prometedor. Implicaba la falta de confianza en sus amigos, o deseo de absolverles de toda responsabilidad si las cosas se complicaban. En cualquier caso, no era la clase de situación que la llenaba de confianza.
Chewbacca y ella se vieron obligados a buscar formas de entretenerse. Para Chewbacca, siempre interesado por los aparatos, el entretenimiento consistía en vagar por la nave y meter las narices en todas las salas, escotillas de acceso y pasadizos que encontraba. Estudiaba la nave, como ominosamente explicó, por si necesitaba en algún momento pilotarla. Leia, por su parte, pasaba casi todo el tiempo en su
camarote con Cetrespeó, intentando deducir alguna posible derivación de Mal'ary'ush, la única palabra noghri que conocía, con la esperanza de descubrir adónde se dirigían. Por desgracia, en posesión de seis millones de idiomas, Cetrespeó llegó a un número considerable de posibles etimologías de la palabra, que iban de lo razonable a lo absurdo, pasando por lo inconsistente. Resultó un interesante ejercicio de lingüística aplicada, pero más frustrante que útil, a la larga.
A mediados del cuarto día, llegaron al planeta noghri..., y fue peor de lo que ella esperaba.
—Es increíble —exclamó con voz ahogada.
Se le hizo un nudo en la garganta cuando se apretó contra Chewbacca para mirar, por la única portilla de la nave, el planeta que se aproximaba a gran velocidad. Bajo las motas de nubes algodonosas, la superficie del planeta parecía de un pardo uniforme, mitigado únicamente por el azul ocasional de los lagos y pequeños océanos. No existían verdes ni amarillos, púrpuras o azules pálidos. Ninguno de los colores que solían significar vida vegetal. Por lo que vio, todo el planeta bien podía estar muerto.
Chewbacca le recordó algo con un gruñido.
—Sí, ya sé que Khabarakh dijo que había sido devastado durante la guerra —admitió—, pero no comprendí que se estaba refiriendo a todo el planeta.
Meneó la cabeza, profundamente conmovida. Se preguntó qué bando había sido más responsable del desastre.
Más responsable. Tragó saliva, al pensar en las palabras. Aquí no había «más responsable», y lo sabía. El planeta de Khabarakh había sido destruido en el curso de una batalla espacial, y sólo había dos bandos en la guerra. Con independencia de lo que hubiera ocurrido para convertir este planeta en un desierto, la Alianza Rebelde no podía soslayar su parte de culpa.
—No me extraña que el emperador y Vader les convencieran de volverse contra nosotros —murmuró—. Hemos de encontrar una forma de ayudarles.
Chewbacca gruñó y señaló la portilla. Una banda crepuscular, a medio camino entre el día y la noche, se alzaba sobre el horizonte. Distinguió una estrecha mancha irregular verde, que se confundía con la oscuridad.
—Ya lo veo —asintió Leia—. ¿Supones que sólo quedó eso? El wookie se encogió de hombros y gruñó la sugerencia obvia.
—Sí, supongo que sería muy fácil averiguarlo, pero no sé si me apetece preguntárselo. Esperemos a estar más cerca y ver...
Notó que Chewbacca se ponía tenso una fracción de segundo antes de que su bramido estremeciera el aire y la dejara ensordecida.
—¿Qué...?
Y entonces lo vio, y sintió un nudo en el estómago. Acercándose sobre la curva del planeta, había un Destructor Estelar imperial.
Les habían traicionado.
—No —jadeó, contemplando la inmensa mole en forma de punta de flecha, pero no cabía la menor duda: era un Destructor Estelar—. No, no puedo creer que Khabarakh haya hecho esto.
Sus palabras no fueron oídas por nadie, pues se dio cuenta de que Chewbacca ya no estaba a su lado. Se giró en redondo y vio un destello de color pardo, cuando el wookie desapareció por el pasillo que conducía a la cabina.
—¡No! —gritó, y corrió en su persecución—. ¡Chewie!
El grito era inútil, y lo sabía. El wookie estaba poseído por instintos homicidas, y alcanzaría a Khabarakh aunque tuviera que romper la puerta de la cabina con las manos desnudas.
Oyó el primer ruido metálico cuando se encontraba en mitad del pasillo; el segundo sonó cuando doblaba la curva y la puerta aparecía ante su vista. Chewbacca levantó los puños para descargar el tercer golpe...
Cuando, ante el asombro de Leia, la puerta se abrió.
Chewbacca también pareció sorprenderse, pero no durante mucho tiempo. Ya había atravesado la puerta antes de que se abriera por completo. Se precipitó en la cabina, lanzando un grito de guerra wookie.
—¡Chewie! —aulló Leia, siguiéndole.
Justo a tiempo de ver que Khabarakh, sentado en el asiento del piloto, levantaba el brazo derecho y le enviaba dando vueltas hacia el tablero de control.
Leia se paró en seco, sin creer lo que veían sus ojos.
—Khabarakh...
—Yo no les he llamado —dijo el noghri—. No he traicionado mi palabra de honor.
Chewbacca lanzó un rugido de incredulidad, mientras luchaba por incorporarse en el angosto espacio.
—Ha de detenerle —gritó Khabarakh—. Ha de hacerle callar. Debo enviar la señal de identificación, o estamos perdidos.
Leia contempló el lejano Destructor Estelar y apretó los dientes. Traición..., pero si Khabarakh había planeado traicionarles, ¿por qué había permitido que Chewie la acompañara? Fuera cual fuese la técnica que había empleado para rechazar el primer ataque enloquecido del wookie, no le funcionaría la segunda vez.
Se concentró de nuevo en la cara de Khabarakh, en aquellos ojos oscuros, en la mandíbula protuberante, en los dientes afilados. La estaba mirando, sin hacer caso de la amenaza que representaba el enfurecido wookie, la mano apoyada sobre el interruptor del comunicador. Sonó un pitido en el tablero, y su mano se lanzó hacia el interruptor, antes de detenerse. El tablero pitó de nuevo.
—Yo no la he traicionado, lady Vader —repitió Khabarakh, con una nota de urgencia en la voz—. Ha de creerme.
Leia se armó de valor.
—Calla, Chewie —dijo—. ¿Chewie? ¡Cállate!
El wookie hizo caso omiso de la orden. Se puso en pie por fin, profirió de nuevo su grito de guerra y se abalanzó hacia la garganta de Khabarakh. El noghri agarró las enormes muñecas de Chewbacca con sus manos nervudas y le contuvo. No fue suficiente. Lenta pero incesantemente, Chewbacca fue doblando sus brazos.
—He dicho basta, Chewie —probó de nuevo Leia—. Utiliza la cabeza. Si hubiera planeado una trampa, ¿no crees que nos hubiera sorprendido cuando dormíamos, o algo por el estilo?
Chewbacca gruñó, pero sus manos prosiguieron su incontenible avance.
—Si no responde a la llamada, sabrán que algo va mal —insistió la princesa—. Entonces, vendrán a por nosotros.
—Lady Vader dice la verdad —Habló Khabarakh con voz estrangulada—. No les he traicionado, pero si no envío la señal de identificación, ustedes mismos se traicionarán.
—Tiene razón —dijo Leia—. Si vienen a investigar, estamos perdidos. Por favor, Chewie, es nuestra única esperanza.
El wookie aulló otra vez y sacudió la cabeza.
—Entonces, no me deja otra elección —dijo Khabarakh.
Sin previa advertencia, una luz azul bañó la cabina. Chewbacca se desplomó en el suelo como un saco.
—¿Cómo...? —jadeó Leia, arrodillándose junto al inmóvil wookie—. ¡Khabarakh!
—Un arma aturdidora —dijo el noghri, volviéndose hacia su tablero—. Una defensa incorporada.
Leia le miró, furiosa.
Una furia que se desvaneció en seguida, al comprender la lógica de la situación. Chewbacca estaba dispuesto a terminar con la vida de Khabarakh. Por su experiencia personal, sabía muy bien lo difícil que resultaba calmar a un wookie encolerizado, a pesar de la amistad.
Y Khabarakh había intentado hablar antes.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó al noghri.
Hundió la mano en el peludo torso de Chewbacca para auscultar su corazón. Latía con regularidad, lo cual significaba que el arma no había aplicado todas sus potencialidades letales en el sistema nervioso del wookie.
—Ahora, guarde silencio —dijo Khabarakh.
Habló rápidamente en su idioma. Otra voz noghri replicó, y conversaron durante varios minutos. Leia siguió arrodillada al lado del wookie. Deseó tener a su lado a Cetrespeó para que tradujera la conversación. Le habría gustado saber sobre qué versaba.
Terminó por fin, y Khabarakh cortó la comunicación.
—Ya estamos a salvo —dijo, y se hundió en el asiento—. Se han convencido de que era un fallo del equipo.
—Esperemos —dijo Leia.
Khabarakh la miró, con una extraña expresión en su rostro de pesadilla.
—No la he traicionado, lady Vader —dijo en voz baja, firme y suplicante a la vez—. Ha de creerme. He prometido defenderla, y lo haré. Aun a costa de mi vida, si es necesario.
Leia le miró, y ya fuera por la sensibilidad de que la dotaba la Fuerza, o por su larga experiencia diplomática, comprendió por fin la posición en que se encontraba Khabarakh. Independientemente de las vacilaciones o remordimientos que hubiera experimentado durante el viaje, la inesperada aparición del Destructor Estelar las había eliminado. La palabra de honor de Khabarakh había sido puesta en cuestión, y ahora debía demostrar que no la había incumplido.
Y tendría que hacer lo imposible por demostrarlo. Aunque le costara la vida.
Antes, Leia se había preguntado cómo era posible que Khabarakh comprendiera el concepto wookie de la deuda de vida. Tal vez las culturas noghri y wookie eran más parecidas de lo que pensaba.
—Te creo —dijo.
Se levantó y tomó asiento en la silla del copiloto. Tendría que dejar a Chewbacca donde estaba hasta que se recobrara lo bastante para que la ayudara a moverlo.
—¿Qué hacemos ahora?
Khabarakh se volvió hacia el tablero.
—Hemos de tomar una decisión —respondió—. Mi intención era aterrizar en la ciudad de Nystao, y esperar a que anocheciera para presentarla a todos los dinastas del clan, pero ahora es imposible. Nuestro señor imperial ha llegado, y ha convocado una asamblea de los dinastas.
Leia notó que se le erizaban los pelos de la nuca.
—¿Vuestro señor imperial es el gran almirante? —preguntó con cautela.
—Sí. Ésa es su nave insignia, el Quimera. Recuerdo el día en que lord Darth Vader nos lo presentó —añadió, con voz soñadora—. Lord Vader nos dijo que la lucha contra los enemigos del emperador reclamaba toda su atención, que a partir de aquel momento el gran almirante sería nuestro señor y comandante.
—Emitió un extraño ronroneo—. Muchos se entristecieron aquel día. Lord Vader era la única persona, aparte del emperador, que se preocupaba por el bienestar de los noghri. Nos había dado esperanza y un propósito.
Leia hizo una mueca. Aquel propósito era morir como comandos suicidas a capricho del emperador, pero no podía decírselo a Khabarakh. Aún no, al menos.
—Sí —murmuró. Chewbacca se removió.
—Pronto se despertará del todo —dijo Khabarakh—. No me gustaría aturdirle de nuevo. ¿Podrá controlarle?
—Creo que sí.
Se acercaban a la capa superior de la atmósfera, siguiendo un curso que les conduciría por debajo del Destructor Estelar en órbita.
—Espero que no decidan examinarnos con los sensores —musitó—. Si detectan tres formas de vida a bordo, tendrás que explicar muchas cosas.
—La capa estática de la nave lo impedirá —explicó Khabarakh—. Está a su nivel máximo.
Leia frunció el ceño.
—¿No les extrañará?
—No. He explicado que era por culpa de la misma avería que había causado problemas en el transmisor.
Chewbacca emitió un rugido profundo. Leia vio que los ojos del
wookie le dirigían una mirada de impotencia. Completamente despierto, pero sin suficiente control motriz para hacer nada.
—Hemos superado el control exterior —le dijo—. Nos dirigimos a... ¿Adónde vamos, Khabarakh?
El noghri respiró hondo, y luego exhaló una especie de silbido.
—Iremos a mi casa, una aldea cercana al límite de la Tierra Limpia. Les esconderé allí hasta que nuestro señor el gran almirante se vaya.
Leia reflexionó sobre la idea. Una aldea alejada de los centros urbanos noghri no sería inspeccionada por los imperiales. Por otra parte, si era como las aldeas que ella conocía, todo el mundo se habría enterado de su presencia una hora después de aterrizar.
—¿Confías en que los habitantes del pueblo guardarán el secreto?
—No se preocupe. Estará a salvo.
Pero vaciló antes de hablar, y mientras se zambullían en la atmósfera, Leia reparó, inquieta, en que no había contestado a la pregunta.
El dinasta se inclinó por última vez y retrocedió para reintegrarse a la hilera de los que esperaban para rendir homenaje a su jefe. Thrawn, sentado en el reluciente trono de la Cámara de los Comunes de Honogrh, saludó con un grave cabeceo al líder del clan e indicó al siguiente que se aproximara. Éste avanzó, ejecutando los pasos de baile que parecían indicar respeto, e inclinó la frente hasta el suelo delante del gran almirante.
Pellaeon, situado a dos metros a la derecha de Thrawn y un poco detrás del almirante, removió un poco los pies, reprimió un bostezo y se preguntó cuándo terminaría el ritual. Había tenido la impresión de
que habían venido a Honogrh para dar ánimos a los comandos, pero los únicos noghri que había visto hasta el momento eran guardias ceremoniales y esta colección, minúscula pero muy aburrida, de líderes de clan. Suponía que Thrawn tenía sus motivos para aguantar el ritual, pero Pellaeon ardía en deseos de que finalizara cuanto antes. Enzarzados en una guerra para reconquistar la galaxia, estar sentados en este lugar, mientras escuchaban los juramentos de lealtad de un puñado de alienígenas grisáceos, se le antojaba una grotesca pérdida de tiempo.
El aire se agitó a su espalda.
—¿Capitán? —dijo alguien en su oído. Identificó la voz como la del teniente Tschel—. Disculpe, señor, pero el gran almirante
Thrawn solicitó que se le informara de inmediato si ocurría algo anormal.
Pellaeon cabeceó apenas, contento de la interrupción.
—¿Qué es?
—No parece peligroso, señor, ni siquiera importante —dijo el teniente—. Una nave noghri que entraba en el planeta casi no dio a tiempo la señal de identificación.
—Problemas técnicos, seguramente.
—Eso dijo el piloto. Lo extraño es que declinó aterrizar en la pista de Nystao. Pienso que alguien con problemas técnicos querría que su nave fuera examinada de inmediato.
—Un fallo en el transmisor no significa una crisis —gruñó Pellaeon, pero Tschel tenía razón, y Nystao era el único lugar de Honogrh donde existían buenas instalaciones para reparar astronaves—.¿Conocemos la identidad del piloto?
—Sí, señor. Se llama Khabarakh, del clan Kihm'bar. He obtenido todos los datos que poseemos sobre él.
Tendió a Pellaeon una agenda electrónica.
Pellaeon la cogió subrepticiamente y se preguntó qué debía hacer. En efecto, Thrawn había dejado instrucciones de que le avisaran si ocurría algo anormal en cualquier punto del sistema, pero interrumpir la ceremonia por algo tan trivial le parecía una mala idea.
Como siempre, Thrawn se le adelantó. Levantó la mano, interrumpió las presentaciones de los dinastas y clavó sus ojos rojos en Pellaeon.
—¿Alguna información, capitán?
—Sólo una pequeña anomalía, señor —dijo Pellaeon, acercándose al gran almirante—. Una nave que entraba en el planeta fue lenta al transmitir su señal de identificación, y después rechazó aterrizar en la pista de Nystao. Tal vez un problema técnico.
—Tal vez. ¿Sondearon la nave para encontrar pruebas de la ave
ría?
—Er... —Pellaeon consultó la agenda—. El sondeo no fue concluyente. La capa estática de la nave era bastante fuerte y bloqueó...
—¿La nave tenía una capa estática? —interrumpió Thrawn, y traspasó con la mirada a Pellaeon.
—Sí, señor.
Thrawn alzó una mano sin decir palabra. Pellaeon le dio la agenda y, durante un momento, el gran almirante la examinó con el ceño fruncido.
—Khabarakh, clan Kihm'bar —murmuró para sí—. Interesante.
—Miró a Pellaeon de nuevo—. ¿Adónde se dirigió la nave?
Pellaeon se volvió hacia Tschel.
—Según el último informe, hacia el sur —dijo el teniente—. Puede que aún esté al alcance de nuestros haces de arrastre, señor.
—¿Intentamos detenerla, almirante? —preguntó Pellaeon a Thrawn.
Thrawn estudió la agenda, con el rostro concentrado.
—No —dijo por fin—. Dejaremos que aterrice, pero le seguiremos. Ordene a todos los equipos técnicos del Quimera que, se encuentren con nosotros en el destino final de la nave.
—Sus ojos escudriñaron la hilera de dinastas noghri, y se posaron en uno de ellos—. Dinasta Ir'khaim, clan Kihm'bar, acérquese.
El noghri obedeció.
—¿Cuál es vuestro deseo, mi señor? —maulló.
—Un miembro de su pueblo ha vuelto a casa. Iremos a la aldea para darle la bienvenida.
Ir'khaim hizo una reverencia.
—Como ordene mi señor. Thrawn se levantó.
—Ordene a la lanzadera que se prepare, capitán —dijo a Pellaeon—. Partimos al instante.
—Sí, señor —respondió Pellaeon, y cabeceó en dirección al teniente Tschel—. ¿No sería más fácil, señor, traer aquí a la nave y al piloto?
—Más fácil, tal vez, pero no tan esclarecedor. Es obvio que no ha reconocido el nombre del piloto, pero Khabarakh, del clan Kihm'bar, formó parte del comando veintidós. ¿Le dice algo eso?
Pellaeon notó un nudo en el estómago.
—Fue el equipo que persiguió a Organa Solo hasta Kashyyyk.
—Y cuyo único superviviente fue Khabarakh —asintió Thrawn—. Creo que sería instructivo escuchar de sus labios los detalles de la misión fracasada. Y averiguar por qué ha tardado tanto en volver a casa.
—Los ojos de Thrawn centellearon—. Y averiguar por qué pone tanto empeño en evitarnos —añadió en voz baja.





10


Había oscurecido cuando Khabarakh posó la nave en su aldea, un grupo de cabañas apretujadas cuyas ventanas se veían brillantemente iluminadas.
—¿Aterrizan naves a menudo aquí? —preguntó Leia, mientras Khabarakh dirigía la nave hacia un edificio apartado del centro del pueblo.
El resplandor de las luces de aterrizaje reveló que se trataba de un ancho edificio cilíndrico, de techo en forma de cono, y un muro circular compuesto de macizas columnas de madera verticales, que se alternaban con una madera más ligera y brillante. Bajo los aleros, distinguió el reflejo de una franja metálica que rodeaba todo el edificio.
—A menudo no —respondió Khabarakh. Apagó los retropropulsores y dejó los sistemas en suspensión—. Tampoco es algo extraordinario.
En otras palabras, iba a atraer mucho la atención. Chewbacca, que se había recuperado lo suficiente para que Leia te ayudara a acomodarse en los asientos de pasajeros de la cabina, pensaba lo mismo.
—Los aldeanos son parientes cercanos del clan Kihm'bar —dijo Khabarakh, en respuesta a la pregunta del wookie—. Aceptarán como propia mi promesa de protegerles.
Leia se desabrochó las correas de seguridad y se levantó, reprimiendo una mueca. Sin embargo, ya estaban aquí, y sólo podía confiar en que la confianza de Khabarakh fuera algo más que idealismo juvenil infundado.
Ayudó a Chewbacca a desabrocharse las correas y siguieron al noghri hasta la escotilla principal, recogiendo de paso a Cetrespeó.
—Yo iré primero —anunció Khabarakh, cuando llegaron a la salida—. La costumbre dicta que debo acercarme solo al dukha del clan Kihm'bar nada más llegar. La ley exige que anuncie la visita de extraños al cabeza de mi familia.
—Entiendo —contestó Leia, reprimiendo su inquietud. No le gustaba que Khabarakh sostuviera conversaciones con sus hermanos noghri sin estar ella presente, pero tampoco podía hacer nada por remediarlo—. Esperaremos aquí hasta que vuelvas a buscarnos.
—No tardaré —prometió Khabarakh.
Abrió la puerta y la cerró a sus espaldas. Chewbacca masculló algo ininteligible.
—Volverá pronto —le tranquilizó Leia, mientras se preguntaba qué molestaba al wookie.
—Estoy seguro de que dice la verdad —colaboró Cetrespeó—. Costumbres y rituales de este tipo son muy comunes entre la mayoría de las culturas más primitivas en el plano social anteriores a la era espacial.
—Sólo que esta cultura no es preespacial —indicó Leia.
Su mano jugueteó con el mando de la espada de luz, mientras contemplaba la escotilla. Al menos, Khabarakh habría podido dejar abierta la puerta, para que le vieran volver.
A menos que, por supuesto, no quisiera que supieran cuándo regresaba.
—Es evidente, Alteza —admitió Cetrespeó, entono académico—. Me siento seguro, en cualquier caso, de que su situación a tal respecto ha variado recientemente... ¡Bueno!
Se interrumpió cuando Chewbacca le apartó a un lado y se encaminó hacia el centro de la nave.
—¿Qué haces? —preguntó Leia.
La única respuesta del wookie fue un comentario acerca de los imperiales que la princesa no consiguió entender del todo.
—Chewie, vuelve aquí —le ordenó—. Khabarakh volverá de un momento a otro.
El wookie no se molestó en contestar.
—Fantástico —murmuró Leia, sin saber qué hacer.
Si Khabarakh regresaba y descubría que Chewbacca había desaparecido... Pero si regresaba y descubría que los dos habían desaparecido...
—Como iba diciendo —siguió Cetrespeó, tras tomar la decisión de que era mejor hacer caso omiso de los actos de wookies groseros—, todas las pruebas que he reunido hasta el momento sobre esta cultura indican que, hasta hace poco, era un pueblo que no se aventuraba en el espacio. La referencia de Khabarakh al dukha, una especie de sede de clan, las estructuras familiares y de clan, junto con la preocupación por su condición real...
—La corte de Alderaan también tenía una jerarquía real —le recordó con brusquedad Leia, mientras seguía contemplando el pasillo desierto. No, decidió, lo mejor sería que Cetrespeó y ella esperaran a Khabarakh—. Los demás pobladores de la galaxia no nos consideran primitivos en el plano social.
—No, claro que no —dijo Cetrespeó, un poco turbado—. No quería decir eso.
—Lo sé —le tranquilizó Leia, también un poco turbada por haber contestado con aspereza a Cetrespeó. Sabía muy bien lo que quería decir—. Bueno, ¿dónde está?
Era una pregunta retórica, pero en aquel momento la escotilla se. abrió de nuevo.
—Venid —dijo Khabarakh. Sus ojos escrutaron a Leia y Cetrespeó—. ¿Dónde está el wookie?
—Se ha internado en la nave —contestó Leia—. No sé para qué. ¿Quieres que vaya a buscarle?
Khabarakh emitió un sonido a medio camino entre un siseo y un ronroneo.
—No hay tiempo —dijo—. La maitrakh espera. Venid. Se volvió hacia la rampa.
—¿Tienes idea de cuánto tardarás en aprender el idioma? —preguntó Leia a Cetrespeó mientras le seguían.
—No lo sé, Alteza —contestó el androide, en tanto Khabarakh les guiaba por un patio de tierra, dejando atrás el amplio edificio de madera que habían visto al aterrizar. El dukha del clan, decidió Leia. Su objetivo parecía ser uno de los edificios más pequeños—. Aprender por completo un nuevo idioma es muy difícil —prosiguió Cetrespeó—. Sin embargo, si se parece a una de las seis millones de formas de comunicación que conozco...
—Entiendo —le acalló Leia.
Estaban muy cerca del edificio iluminado. Al llegar, un par de noghri agazapados en las sombras abrieron las puertas dobles para que entraran. Leia respiró hondo y siguió a Khabarakh al interior.
A juzgar por la cantidad de luz que se filtraba por las ventanas, esperaba que el interior del edificio estuviera muy iluminado. Ante su sorpresa, descubrió que la sala en la que había entrado estaba más oscura que el exterior. Desvió la vista a un lado y comprendió el motivo: las «ventanas» brillantemente iluminadas eran, en realidad, paneles luminosos autosuficientes, encarados hacia fuera. Tan sólo un par de lámparas de mecha flotantes iluminaban el interior del edificio. Los
comentarios de Cetrespeó acerca de aquella sociedad cruzaron por su mente. Por lo visto, sabía muy bien de qué hablaba.
En el centro de la sala, cinco silenciosos noghri alineados la aguardaban.
Leia tragó saliva, con el presentimiento de que debía ser la primera en hablar. Khabarakh se acercó al noghri del centro y se arrodilló frente a él. Inclinó la cabeza hasta el suelo y extendió las manos a los costados. El mismo gesto de respeto, recordó, que le había dedicado en la celda de Kashyyyk.
—Ilyr'ush mir lakh svoril'lae —dijo—. Mir'lae karah siv Mal'ary'ush vir'ae Vader'ush.
——¿Le entiendes? —preguntó Leia a Cetrespeó.
—Hasta cierto punto —contestó el androide—. Me recuerda un dialecto del antiguo idioma comercial...
—¡Sha'vah! —exclamó el noghri del centro. Cetrespeó se encogió.
—La mujer ha dicho «Silencio» —tradujo, innecesariamente.
—He comprendido lo esencial —dijo Leia.
Se irguió y asumió toda la majestuosidad para enfrentarse a los alienígenas que la miraban. Una cosa era deferencia hacia las costumbres y autoridades locales, pero ella era la hija de lord Darth Vader, y no estaba dispuesta a soportar determinadas groserías.
—¿Así es como habláis a la Mal'ary'ush? —preguntó.
Seis cabezas noghri se levantaron para mirarla. Leia utilizó la Fuerza para leer el significado de aquellas miradas, pero, como siempre, las mentes alienígenas le resultaron impenetrables. Tendría que guiarse por la intuición.
—He hecho una pregunta —dijo al silencio.
El noghri del centro avanzó un paso, y cuando se movió, Leia reparó por primera vez en dos pequeños bultos que destacaban sobre la túnica suelta del alienígena. ¿Una hembra?
—¿Maitrakh? —murmuró a Cetrespeó, recordando la palabra que Khabarakh había empleado antes.
—Hembra que gobierna una familia local o estructura de subclan —tradujo el androide, con voz nerviosa y casi inaudible.
A Cetrespeó le molestaba mucho que le gritaran.
—Gracias —respondió Leia, y miró a la noghri—. ¿Es usted la maitrakh de esta familia?
—Lo soy —dijo la noghri, en básico de acento muy pronunciado, pero comprensible—. ¿Cómo puede demostrar que es la Mal'ary'ush?
Leia extendió la mano sin decir palabra. La maitrakh vaciló. Después, se acercó a la princesa y la olfateó.
—¿No es lo que yo decía? —preguntó Khabarakh.
—Silencio, tercerhijo —dijo la maitrakh. Levantó la cabeza y miró a Leia a los ojos—. Yo la saludo, lady Vader, pero no le doy la bienvenida.
Leia sostuvo su mirada. No percibía nada en los alienígenas, pero sí adivinó que Chewbacca había salido de la nave y se acercaba a la casa. Con bastante rapidez, y muy agitado. Confió en que no irrumpiera como un animal salvaje y destruyera la escasa cortesía que quedaba.
—¿Puedo preguntar por qué?
—¿Sirvió al emperador? —replicó la maitrakh—. ¿Sirve a nuestro nuevo señor, el gran almirante?
—No, a las dos preguntas.
—En ese caso, sembrará la discordia entre nosotros —concluyó la maitrakh—. La discordia entre lo que fue y lo que es.
—Meneó la cabeza—. En Honogrh no necesitamos más discordias, lady Vader.
Apenas habían salido las palabras de su boca, cuando las puertas se abrieron detrás de Leia, y Chewbacca penetró como una tromba en la sala.
La maitrakh se sobresaltó al ver al wookie, y un noghri emitió una exclamación de sorpresa. El rugido de advertencia de Chewbacca interrumpió todas las reacciones.
—¿Estás seguro de que son imperiales? —preguntó Leia, estremecida.
«No —rogó en silencio—. Ahora no. Todavía no.» El wookie gruñó lo obvio, que un par de lanzaderas de clase Lambda procedentes de la ciudad de Nystao no podían ser otra cosa.
Khabarakh se acercó a la maitrakh y dijo algo en su idioma.
—Dice que ha jurado protegernos —tradujo Cetrespeó—. Pide que el trato sea respetado.
Por un momento, Leia pensó que la maitrakh iba a negarse. Después, con un suspiro, la hembra inclinó la cabeza.
—Vengan conmigo —dijo Khabarakh a Leia, dirigiéndose hacia la puerta—. La maitrakh ha accedido a esconderles de nuestro señor el gran almirante, al menos por ahora.
—¿Adónde vamos? —preguntó Leia mientras salían a la noche.
—Esconderé su androide y los aparatos analizadores entre los androides descontaminadores, que guardamos por las noches en nuestro cobertizo exterior —explicó el noghri, y señaló un edificio carente de
ventanas que se encontraba a unos cincuenta metros de distancia—. El principal problema son usted y el wookie. Si los imperiales traen equipos sensores, captarán sus constantes vitales, diferentes de las nuestras.
—Lo sé —dijo Leia.
Buscó en el cielo las luces de posición de la lanzadera y trató de recordar todo lo que sabía sobre los algoritmos de identificación de formas de vida. Uno de los parámetros era el ritmo cardíaco, así como la atmósfera ambiental, los bioproductos respiratorios y los efectos de la polarización en la cadena molecular EM. Pero el principal parámetro de largo alcance era...
—Necesitamos una fuente de calor —dijo a Khabarakh—. Lo más grande posible.
—El asador.
El noghri indicó un edificio sin ventanas. De su parte posterior sobresalía una chimenea redonda, de la cual surgían volutas de humo que se elevaban hacia el cielo.
—Parece nuestra única oportunidad —admitió Leia—. Khabarakh, esconde a Cetrespeó. Chewie, ven conmigo.
Los noghri ya les estaban esperando cuando salieron de la lanzadera: tres hembras y dos niños, de pie ante las puertas del dukha del clan. Thrawn examinó el grupo, paseó la mirada por la zona y se volvió hacia Pellaeon.
—Esperaremos aquí hasta que llegue el equipo técnico, capitán —ordenó a Pellaeon en voz baja—. Que comprueben los equipos de comunicaciones y medidas preventivas de aquella nave. Después, reúnase conmigo en el interior.
—Sí, señor.
Thrawn se volvió hacia lr'khaim.
—Dinasta —le invitó, señalando a los noghri que aguardaban.
El dinasta hizo una reverencia y caminó hacia ellos. Thrawn lanzó una mirada a Rukh, que se había colocado al lado del gran almirante, y ambos le siguieron. Era el ritual de bienvenida habitual, y las hembras les condujeron al interior del dukha.
La lanzadera del Quimera llegó dos minutos después. Pellaeon salió al encuentro del equipo técnico y explicó lo que debían hacer. Después, entró en el dukha.
Esperaba que la maitrakh hubiera reunido a un puñado de aldeanos para celebrar esta visita intempestiva de su glorioso amo y señor.
Descubrió, sorprendido, que había congregado a medio pueblo. Había una fila doble, de niños y adultos, alineados frente a las paredes del dukha, desde el inmenso mural genealógico de atrás hasta las puertas dobles, y alrededor del banco de meditación que había frente al gráfico. Thrawn estaba sentado en el trono del clan, con lr'khaim a su lado, de pie. Las tres hembras que habían recibido a la lanzadera se encontraban de pie delante de ambos, y una segunda fila de adultos se erguían un paso atrás. Un joven macho noghri acompañaba a las hembras. Su piel gris acero contrastaba con el tono más oscuro de sus acompañantes.
Al parecer, Pellaeon no se había perdido nada más importante que el inicio del absurdo ritual que tanto apreciaban los noghri. Pasó entre las filas de silenciosos alienígenas y se situó al otro lado de Thrawn. El joven macho se adelantó y se postró de hinojos ante el trono.
—Os saludo, mi señor —maulló, y extendió los brazos a. los lados—. Vuestra presencia honra a mi familia y al clan Kihm'bar.
—Puedes levantarte —dijo Thrawn—. ¿Eres Khabarakh, del clan Kihm'bar?
—Sí, mi señor.
—Fuiste miembro del comando imperial noghri veintidós —dijo Thrawn—. Un comando que dejó de existir en el planeta Kashyyyk. Cuéntame qué ocurrió.
Pellaeon no habría podido jurar si Khabarakh se crispó.
—Entregué un informe, mi señor, nada más abandonar aquel planeta.
—Sí, leí aquel informe —replicó con frialdad Thrawn—. Lo leí con suma atención, y observé que dejaba preguntas sin responder. Por ejemplo, cómo y por qué sobreviviste, cuando los demás miembros del comando murieron. Y cómo pudiste escapar, cuando todo el planeta había sido alertado sobre tu presencia. Y por qué no regresaste de inmediato a Honogrh o a. una de tus bases, después del fracaso.
Esta vez, el noghri se crispó sin la menor duda. Tal vez en reacción a la palabra «fracaso».
—Los wookies me dejaron inconsciente durante el primer ataque —contestó Khabarakh—. Desperté y regresé a la nave. Una vez allí, deduje la suerte acaecida al resto del comando a partir de informaciones oficiales. Sospecho que no estaban preparados para la velocidad y sigilo de mi nave cuando escapé. En cuanto a mi paradero posterior, mi señor... —Vaciló—. Transmití mi informe, y después permanecí un tiempo solo.
—¿Por qué?
—Para pensar, mi señor, y para meditar.
—¿No habría sido Honogrh un lugar más conveniente para la meditación? —preguntó Thrawn, indicando con un ademán el dukha.
—Tenía muchas cosas en que pensar, mi señor.
Thrawn le contempló unos instantes con aire pensativo.
—Fuiste lento en responder cuando te pidieron la señal de identificación desde la superficie —dijo—. Después, te negaste a aterrizar en Nystao.
—No me negué, mi señor. No me ordenaron aterrizar allí.
—Capto la diferencia —replicó con sequedad Thrawn—. Dime por qué preferiste venir aquí directamente.
—Deseaba hablar con mi maitrakh. Comentar con ella mis meditaciones, y pedir perdón por mi... fracaso.
—¿Lo ha hecho? —preguntó Thrawn, volviéndose hacia la maitrakh.
—Hemos empezado —dijo la mujer en un básico atroz—. Aún no hemos terminado.
Las puertas del dukha se abrieron y un miembro del equipo técnico entró.
—¿Tiene el informe, alférez? —preguntó Thrawn.
—Sí, almirante —contestó el recién llegado. Cruzó la sala y rodeó el círculo de noghri congregados—. Hemos terminado los exámenes preliminares de los sistemas de comunicaciones y medidas preventivas, tal como se nos ordenó.
Thrawn desvió la vista hacia Khabarakh.
—¿Y bien?
—Creo que hemos localizado la avería, señor. Parece que la bobina del transmisor principal ha sufrido una sobrecarga, afectando a un condensador de descarga y a varios circuitos cercanos. El ordenador del condensador reconstruyó la conducción, pero la derivación estaba lo bastante cerca de una línea de carga de la capa estática para que el sobrevoltaje de inductancia resultante lo activara.
—Una sucesión de coincidencias muy interesante —dijo Thrawn, sin apartar los ojos centelleantes de Khabarakh—. ¿Cuál es su opinión? ¿Una avería natural, o provocada?
La maitrakh se agitó, como si fuera a decir algo. Thrawn la miró, y la mujer cambió de idea.
—Es imposible saberlo, señor —respondió el técnico, eligiendo sus palabras con suma cautela. Se había dado cuenta de que le estaba empujando a proferir un insulto en medio de un grupo de noghri, que tal vez iban a ofenderse—. Alguien que supiera lo que estaba haciendo tal vez lo habría evitado. Debo decir, señor, que los ordenadores de los condensadores gozan de mala reputación entre los mecánicos. Son muy útiles en situaciones graves que pueden causar grandes problemas a pilotos inexpertos, pero en desviaciones sin importancia como ésta siempre tienden a estropear algo más de paso.
—Gracias.
—Si a Thrawn le había molestado no poder pillar a Khabarakh en una flagrante mentira, su expresión no le traicionó. Su equipo conducirá la nave a Nystao para llevar a cabo las reparaciones.
—Sí, señor.
El técnico saludó y se marchó. Thrawn miró a Khabarakh.
—Ahora que tu comando ha sido destruido, será preciso destinarte a otro —dijo—. Cuando tu nave haya sido reparada, volarás a la base de Valrar, en el sector de Glythe, y te presentarás allí.
—Sí, mi señor —contestó Khabarakh.
Thrawn se levantó.
—Debe sentirse muy orgullosa —dijo, e inclinó la cabeza en dirección a la maitrakh—. Los servicios prestados por su familia al clan Kihm'bar y al Imperio serán recordados durante largo tiempo por todo Honogrh.
—Así como la protección dispensada por usted al pueblo noghri —respondió la maitrakh.
Thrawn bajó del trono, flanqueado por lr'khaim y Rukh, y se dirigió hacia las puertas dobles. Pellaeon les siguió, y un momento después se encontraban de nuevo al aire libre. La lanzadera estaba dispuesta, y Thrawn entró sin perder tiempo en rituales o comentarios. Mientras se elevaban, Pellaeon vio por la portilla que los noghri salían del dukha para presenciar la partida de sus gobernantes.
—Bien, ha sido muy agradable —murmuró para sí.
Thrawn le miró.
—Considera que ha sido una pérdida de tiempo, ¿verdad, capitán? —le preguntó.
Pellaeon miró a Ir'khaim, sentado en la parte delantera de la lanzadera. Daba la impresión de que el dinasta no les escuchaba, pero debía ser una cuestión de tacto.
—Desde un punto de vista diplomático, señor, estoy seguro de que vale la pena demostrar que se preocupa por todo Honogrh, incluyendo los demás pueblos —dijo a Thrawn—. Si es cierto que la nave sufrió una avería, no hemos ganado nada.
Thrawn miró por la portilla lateral.
—No estoy seguro de eso, capitán. Algo no acaba de encajar. Rukh, ¿cuál es tu opinión sobre nuestro joven comando Khabarakh?
—Estaba inquieto —dijo en voz baja el guardaespaldas—. Lo vi en sus manos y en su cara.
Ir'khaim giró en su silla.
—Es una experiencia inquietante enfrentarse al señor de los noghri —dijo.
—¿En particular cuando se ha cometido un error? —observó Rukh.
lr'khaim hizo ademán de levantarse, y durante unos segundos se palpó la tensión entre ambos noghri. Pellaeon se apretó contra los almohadones del asiento. Recordó la larga y sangrienta historia de la rivalidad entre los clanes noghri.
—La misión ha ocasionado varios fracasos —dijo con calma Thrawn—. El clan Kihm'bar no es el único.
Poco a poco, lr'khaim se sentó.
—Khabarakh es joven todavía —dijo.
—Lo es —admitió Thrawn—. Por eso no sabe mentir, entre otros motivos. Rukh, tal vez al dinasta lr'khaim le gustaría disfrutar del paisaje que se ve desde la sección de proa. Escóltale, por favor.
—Sí, mi señor.
—Rukh se puso en pie—. ¿Dinasta Ir'khaim? —dijo, y señaló la puerta delantera.
El otro noghri permaneció inmóvil un instante. Después, a regañadientes, se levantó.
—Mi señor —dijo con rigidez, y avanzó por el pasillo.
Thrawn esperó a que la puerta se cerrara antes de volverse hacia Pellaeon.
—Khabarakh oculta algo, capitán —afirmó, con ojos relucientes—. Estoy seguro.
—Sí, señor —contestó Pellaeon, y se preguntó cómo habría llegado a esa conclusión el gran almirante. El análisis sensor rutinario no había captado nada—. ¿Ordeno que se apunte un sensor hacia la aldea?
—No me refería a eso.
—Thrawn meneó la cabeza—. No habría traído nada incriminatorio a Honogrh. No se puede esconder nada durante mucho tiempo en un pueblo tan pequeño. No, se trata de algo que no ha contado sobre el mes que estuvo ausente, meditando, según sus palabras.
—Quizá podríamos averiguar algo a partir de su nave —sugirió Pellaeon.
—De acuerdo —asintió Thrawn—. Envíe un equipo de análisis antes de que los técnicos empiecen a trabajar. Cada milímetro cúbico, de dentro y de fuera. Que algún miembro de Vigilancia siga los pasos de Khabarakh.
—Ah... Sí, señor. ¿Uno de los nuestros, u otro noghri?
Thrawn enarcó una ceja.
—¿Lo ridículamente obvio, o lo más político, en otras palabras? —preguntó con sequedad—. Sí, tiene razón por supuesto. Probemos una tercera alternativa: ¿hay androides espías a bordo del Quimera?
—No creo, señor.
—Pellaeon sometió la pregunta al ordenador de la lanzadera—. No. Tenemos algunos androides sondeadores Arakyd Viper, pero ninguno de la estricta clase espía.
—Entonces, habrá que improvisar. Que Ingeniería introduzca un motivador Viper en un androide descontaminador y le añada sensores ópticos y auditivos, además de una grabadora. Lo destinaremos al grupo que trabaja en las afueras de la aldea de Khabarakh.
—Sí, señor.
—Pellaeon tecleó la orden—. ¿Quiere que también instalen un transmisor?
Thrawn negó con la cabeza.
—No, con una grabadora será suficiente. Sería difícil ocultar la antena. Lo último que deseamos es que un noghri se fije y se pregunte por qué es diferente.
Pellaeon asintió. Podría impulsar a los alienígenas a desmontar los androides descontaminadores para echar un vistazo a su interior.
—Sí, señor. Daré la orden de inmediato.
Los ojos brillantes de Thrawn se desviaron hacia la portilla.
—No tenemos ninguna prisa —dijo en tono pensativo—. Ahora no. Es la calma que precede a la tormenta, capitán, y hasta que la tormenta esté a punto de desencadenarse, dedicaremos nuestro tiempo y energías a asegurarnos de que nuestro ilustre maestro Jedi se mostrará inclinado a ayudarnos cuando nosotros queramos.
—Lo cual significa entregarle a Leia Organa Solo.
—Exacto.
—Thrawn miró hacia la puerta de popa—. Y si mi presencia es lo que los noghri necesitan para inspirarse, mi presencia tendrán.
— ¿Durante cuánto tiempo?
—Todo el que haga falta —contestó Thrawn con una sonrisa.





11


—¿Han? —La voz de Lando surgió del interfono del camarote—. Despierta.
—Ya estoy despierto.
Han gruñó, se frotó los ojos con una mano y giró hacia él con la otra las pantallas repetidoras. Si había una cosa que siempre le había molestado durante sus años al margen de la ley, era el sobresalto de pasar de un sueño profundo al estado de plena alerta en cuestión de segundos.
—¿Qué pasa?
—Ya hemos llegado —anunció Lando—. A donde sea.
—Subo en seguida.
Ya se veía su planeta de destino cuando llegó a la cabina de la Dama Afortunada.
—¿Dónde está Irenez? —preguntó, mientras contemplaba la media luna verdeazulada que se acercaba a toda velocidad.
Se parecía a miles de otros planetas que había visto.
—Ha ido al puesto de control de popa —dijo Lando—. Tuve la impresión de que deseaba enviar algunos códigos de identificación sin que miráramos por encima de su hombro.
—¿Tienes idea de dónde estamos?
—Ninguna. La duración del viaje ha sido de cuarenta y siete horas, pero eso no nos dice nada.
Han asintió y escarbó en su memoria.
—Un Acorazado puede llegar hasta Punto Cuatro, ¿no?
—Más o menos. Cuando tiene mucha prisa, en cualquier caso.
—Eso significa que no estamos a más de ciento cincuenta años luz de Nueva Cov.
—Yo diría que estamos más cerca. Sería absurdo utilizar Nueva Cov como punto de contacto si estuvieran más lejos.
—A menos que Nueva Cov fuera idea de Breil'lya, y no de ellos —apuntó Han.
—Es posible, De todos modos, sigo opinando que estamos más cerca de ciento cincuenta años luz. Quizá hayan dado un rodeo para despistarnos.
Han miró al Acorazado que les había remolcado por el hiperespacio durante los últimos dos días.
—O para organizar un comité de recepción.
—Exacto. No sé si lo he mencionado ya, pero después de que nos pidieron disculpas por aplicar el acoplamiento magnético sobre nuestra escotilla, volví y eché un vistazo.
—No lo mencionaste, pero yo hice lo mismo. Pareció a propósito, ¿no?
—Yo pensé lo mismo. Como si quisieran mantenernos encerrados aquí, para que no husmeáramos en su nave.
—Puede que existan montones de buenas e inocentes razones para eso —le recordó Han.
—Y montones de motivos no tan inocentes —replicó Lando—. ¿Estás seguro de que no tienes ninguna idea sobre la identidad de su misterioso comandante?
—Ni la más mínima, pero creo que no tardaremos en averiguarlo. El comunicador crepitó.
—Dama Afortunada, soy Sena —dijo una voz conocida—. Hemos llegado.
—Sí, ya nos hemos dado cuenta —contestó Lando—. Desearán que les sigamos, supongo.
—Exacto. El Peregrino soltará el cierre magnético cuando estén preparados para volar.
Han contempló el altavoz, sin apenas escuchar la respuesta de Lando. ¿Una nave llamada el Peregrino...?
—¿Sigues ahí?
Han miró a Lando y se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que su conversación con Sena había concluido.
—Sí —dijo—. Claro. Es que... Ese nombre, el Peregrino, ha despertado algunos ecos en mi memoria.
—¿Has oído hablar de él?
—De la nave, no.
—Han meneó la cabeza—. El Peregrino era una vieja leyenda corelliana que solían contarme cuando era un crío. Era un tipo siniestro al que habían echado una maldición, y debía vagar por el mundo eternamente, sin poder regresar jamás a su hogar. Me ponía los pelos de punta.
Oyeron un ruido metálico sobre sus cabezas. Una ligera sacudida,
y quedaron libres del Acorazado. Lando alejó la Dama Afortunada de la enorme nave de guerra, y levantó la vista cuando pasó por encima.
—Bien, intenta recordar si sólo era una leyenda —dijo a Han.
Han miró al Acorazado.
—Claro —contestó, con excesiva rapidez—. Lo sé.

Siguieron al carguero de Sena y pronto sobrevolaron una extensa llanura cubierta de hierba, salpicada de coníferas. Una muralla de riscos escarpados se alzaba ante ellos. Un lugar ideal, proclamaron los viejos instintos de contrabandista de Han, para ocultar una base espacial. Unos minutos después, su corazonada se confirmó, cuando llegaron al campamento tras salvar un risco de poca altura.
Un campamento demasiado grande para ser una simple base de servicios. Filas y filas de edificios camuflados llenaban la llanura que se extendía al pie de los riscos. Pequeñas viviendas, cobertizos administrativos y de suministros, de mayor tamaño, edificios de mantenimiento y para guardar herramientas, aún más grandes, y un enorme hangar de reparaciones con techo de camo. El perímetro estaba sembrado de los achaparrados cilindros, rematados por una torreta, de las baterías antiinfantería Golan Arms, y algunas armas anticarros Speizoc, junto con unos cuantos carros de asalto Freerunner KAAC, aparcados en formación defensiva.
Lando silbó por lo bajo.
—¿Has visto eso? —dijo—. ¿Qué es, un ejército privado?
—Eso parece —admitió Han, mientras se le erizaban los pelos de la nuca.
Ya se había topado otras veces con ejércitos privados, y siempre habían significado problemas.
—Creo que empieza a no gustarme todo esto —decidió Lando. Elevó la Dama Afortunada sobre la línea de vigilancia. El carguero de Sena se aproximaba a una plataforma de tierra, que apenas sobresalía del terreno circundante.
—¿Estás seguro de que quieres continuar adelante? —preguntó a Han.
—¿Con tres Acorazados suspendidos sobre nuestras cabezas? —resopló Han—. Creo que no nos queda otra elección, y menos metidos en esta cáscara de nuez.
—Puede que tengas razón —admitió Lando, demasiado preocupado para reparar en el insulto proferido contra su nave—. ¿Qué hacemos?
El carguero de Sena había bajado los patines de aterrizaje y se estaba posando sobre la plataforma.
—Supongo que bajar y comportarnos como invitados —dijo Han. Lando cabeceó en dirección al desintegrador de Han.
—¿Crees que pondrán objeciones a que los invitados vayan armados?
—Dejemos que pongan antes las objeciones. Después, discutiremos el asunto.
Lando aparcó la Dama Afortunada al lado del carguero. Han y él se encaminaron hacia la escotilla de popa. Irenez, terminada su transmisión, les esperaba, con el desintegrador sujeto a su cadera. Un esquife de transporte estaba aparcado fuera, y cuando los tres descendieron por la rampa, Sena y un puñado de acompañantes surgieron por la proa de la Dama Afortunada. La mayoría iban vestidos con un uniforme color tostado, de corte desconocido, pero vagamente corelliano. Sena, en contraste, seguía ataviada con las ropas civiles que llevaba en Nueva Cov.
—Bienvenidos a nuestra base de operaciones —dijo Sena, y señaló con un ademán el campamento—. Si son tan amables de acompañarnos, el comandante les está esperando.
—Un lugar muy ajetreado —comentó Han, mientras subían al esquife—. ¿Se preparan para declarar una guerra, o algo por el estilo?
—No nos interesa declarar guerras —replicó con frialdad Sena.
—Ah.
Han cabeceó y paseó la vista en derredor suyo, mientras el conductor imprimía un giro al esquife y atravesaba el campamento. La distribución le resultaba vagamente familiar.
Lando fue el primero en darse cuenta.
—Este lugar se parece muchísimo a una de las bases de la antigua Alianza que solíamos utilizar —comentó a Sena—, sólo que construida en la superficie en lugar de en el subsuelo.
—Se parece, ¿verdad? —dijo Sena, con voz indiferente.
—¿Tuvieron tratos con la Alianza, pues? —probó Lando.
Sena no contestó. Lando miró a Han y enarcó las cejas. Han se encogió de hombros. Fuera lo que fuese, estaba claro que los mercenarios no tenían la costumbre de hablar sobre ello.
El esquife se detuvo junto a un edificio de tipo administrativo, indistinguible de los demás próximos, de no ser por los dos guardias uniformados que flanqueaban la puerta. Saludaron cuando Sena se acercó, y uno de ellos abrió la puerta.
—El comandante desea verle un momento a solas, capitán Solo —dijo Sena, parada junto a la puerta—. Le esperaremos aquí con el general Carlissian.
—Perfecto —dijo Han.
Respiró hondo y entró. A juzgar por la apariencia exterior, esperaba que fuera un edificio administrativo, con una zona de recepción y una serie de despachos en el interior. Descubrió, algo sorprendido, que se encontraba en una sala de guerra, muy bien equipada. Frente a las paredes se alineaban consolas de comunicación y rastreo, incluyendo un receptor de campo gravitatorio y lo que parecía un telecontrol de un cañón de iones Defensor Planetario KDY v—150, como el que la Alianza había abandonado en Hoth. En el centro de la sala, una amplia holopantalla mostraba un sector de estrellas, con cientos de señales multicolores y líneas de trayectoria esparcidas entre los puntos blancos brillantes.
Y detrás del holograma se erguía un hombre.
Las extrañas luces de colores que parpadeaban en la pantalla distorsionaban un poco su cara. Era un rostro que Han sólo había visto en fotografías. Aun así, lo reconoció al instante.
—Senador Bel Iblis —dijo con voz ahogada.
—Bienvenido a la Morada del Peregrino, capitán Solo —dijo el hombre con gravedad, acercándose a él—. Me halaga que todavía me recuerde.
—Ningún corelliano puede olvidarle, señor —respondió Han, dándose cuenta de que había muy pocas personas en la galaxia a las que llamaba automáticamente «señor»—. Pero usted...
—¿Había muerto? —sugirió Bel Iblis, con una sombra de sonrisa en sus labios agrietados.
—Bueno... Sí —tartamudeó Han—. Quiero decir, todo el mundo creyó que había muerto en Anchoron.
—En un sentido estricto, sí —dijo el hombre en voz baja, y la sonrisa desapareció de su rostro. Ahora que lo veía de más cerca, Han se quedó impresionado al comprobar los estragos que la edad había causado en la cara del senador—. El emperador no consiguió matarme en Anchoron, pero fue como si lo hubiera hecho. Me robó todo cuanto poseía, excepto la vida: mi familia, mi profesión, todos los contactos futuros con la sociedad corelliana. Me empujó fuera de la ley que tanto me había costado forjar y mantener.
—La sonrisa retornó, como un asomo de sol en el borde de una nube oscura—. Me obligó a convertirme en un rebelde. Imagino que comprenderá la sensación.
—Muy bien —sonrió Han.
Había leído relatos en el colegio acerca de la legendaria personalidad del también legendario senador Garm Bel Iblis; ahora, tenía al mito delante. Se sintió de nuevo como un colegial.
—Sigo sin poder creerlo. Ojalá nos hubiéramos conocido antes. Habríamos podido utilizar su ejército durante la guerra.
Una sombra cruzó el rostro de Bel Iblis.
—No habríamos podido ayudarles mucho —dijo—. Nos ha costado mucho tiempo reconstruir lo que ve aquí, pero ya hablaremos de eso más tarde. Imagino que se estará preguntando cuándo nos encontramos.
De hecho, Han había olvidado los comentarios de Sena sobre su encuentro anterior.
—Para ser sincero, no tengo ni idea —confesó—, a menos que, después de lo de Anchoron, usted fuera disfrazado.
Bel Iblis meneó la cabeza.
—Nada de disfraces, pero suponía que no lo recordaría. Le daré una pista: todos tenían once años en aquel tiempo.
Han parpadeó.
—¿Once años? —repitió—. ¿Se refiere al colegio?
—Correcto. Literalmente correcto, de hecho. Fue una asamblea en su colegio, cuando se vieron obligados a escuchar a un grupo de fósiles como nosotros hablar de política.
Han notó cierto calor en sus mejillas. El recuerdo concreto aún se resistía a emerger, pero ésa era su opinión sobre los políticos en aquella época, una opinión que no había variado mucho a lo largo de los años.
—Lo siento, pero continúo sin recordar.
—Como ya he dicho, me lo suponía. Yo, sin embargo, recuerdo muy bien el incidente. Durante el turno de preguntas posterior a la charla, usted formuló dos preguntas irreverentes, pero muy agudas: la primera, relativa a la ética de la tendencia antialienígena que empezaba a infiltrarse en la estructura legal de la República, y la segunda, acerca de ejemplos muy concretos de corrupción relacionados con mis colegas del Senado.
Los recuerdos empezaban a afluir, aunque de una manera vaga.
—Sí, ya me acuerdo —dijo Han poco a poco—. Creo que uno de mis compañeros me desafió a que le planteara esas preguntas. Pensó que me metería en problemas por no ser educado. Ya tenía bastantes problemas para preocuparme por eso.
—Empezó a encauzar su vida pronto, ¿eh? —sugirió con sequedad Bel Iblis—. En cualquier caso, no era la clase de preguntas que esperaba de un muchacho de once años, y me intrigaron lo suficiente para
hacer preguntas sobre usted. Desde entonces, no le he quitado el ojo de encima.
Han hizo una mueca.
—No debió impresionarle mucho lo que vio.
—A veces —admitió Bel Iblis—. Debo confesar que me decepcionó mucho cuando fue expulsado de la Academia Imperial. Era un joven muy prometedor, y yo creía en aquel tiempo que un cuerpo de
oficiales leal era una de las pocas defensas que le quedaban a la República para evitar convertirse en un Imperio.
—Se encogió de hombros—. Dadas las circunstancias, es mejor que lo hiciera. Teniendo en cuenta su evidente desprecio hacia la autoridad, habría sido eliminado cuando el emperador lanzó la purga contra los oficiales que no había logrado seducir. Y las cosas se habrían desarrollado de una manera muy diferente, ¿verdad?
—Un poco, tal vez —admitió con modestia Han. Paseó la mirada por la sala—. ¿Cuánto tiempo lleva en lo que ha denominado la Morada del Peregrino?
—Nunca nos quedamos mucho tiempo en el mismo sitio.
—Bel Iblis palmeó el hombro de Han y le empujó con firmeza hacia la puerta—. Es un buen método de impedir que los imperiales nos descubran. Ya hablaremos de cosas serias más tarde. Su amigo de fuera se estará poniendo nervioso. Vamos a presentarnos.
Lando, en efecto, parecía un poco tenso cuando Han y Bel Iblis salieron.
—Todo va bien —le tranquilizó Han—. Estamos entre amigos. Senador, le presento a Lando Carlissian, en otros tiempos general de la Alianza Rebelde. Lando, éste es el senador Garm Bel Iblis.
No esperaba que Lando reconociera el nombre de un antiguo político corelliano, y así fue.
—Senador Bel Iblis —dijo Lando, en tono neutro.
—Es un honor conocerle, general Carlissian —dijo Bel Iblis—. He oído hablar mucho de usted.
Lando miró a Han.
—Sólo Carlissian —dijo—. Ahora, «general» es un simple título de cortesía.
—En ese caso, estamos a la par —sonrió Bel Iblis—. Ya no soy senador.
—Agitó la mano en dirección a Sena—. Ya conocen a mi consejero principal y embajador extraoficial, Sena Leikvold Midanyl.
—Hizo una pausa y miró a su alrededor—. Tengo entendido que Irenez estaba con ustedes.
—La necesitaban en la nave, señor —dijo Sena—. Nuestro otro invitado requirió un tranquilizante.
—Sí, Breil'lya, el ayudante del consejero —dijo Bel Iblis, desviando la vista hacia la plataforma de aterrizaje—. Una maniobra arriesgada.
—Sí, señor —contestó Sena—. No tendría que haberle traído, pero en aquel momento me pareció oportuno.
—Oh, estoy de acuerdo —la tranquilizó Bel Iblis—. Dejarle en pleno ataque imperial habría sido todavía más arriesgado.
Han sintió un leve escalofrío. El encuentro con Bel Iblis había borrado de su memoria el motivo de su viaje a Nueva Cov.
—Da la impresión de que sostiene buenas relaciones con Breil'lya, senador —dijo con cautela.
Bel Iblis le miró fijamente.
—¿Le gustaría saber la causa de esas buenas relaciones?
Han se armó de valor.
—Pues.... la verdad es que sí, señor.
El senador sonrió.
—Veo que todavía se resiste a plegarse ante la autoridad. Bien. Déjese caer por el salón del cuartel general y le contaré todo lo que quiere saber.
—Su sonrisa se endureció un poco—. Y después, le formularé algunas preguntas.

La puerta se abrió y Pellaeon entró en la antecámara a oscuras de la sala de mando privada de Thrawn. A oscuras y, en apariencia, desierta, pero Pellaeon sabía muy bien que no era así.
—Soy portador de una información importante para el almirante Thrawn —dijo en voz alta—. No tengo tiempo para jueguecitos.
—No son jueguecitos —maulló la voz grave de Rukh en el oído de Pellaeon, sobresaltándole bien a su pesar—. Hay que practicar mucho el arte del acecho.
—Practícalo con otro —gruñó Pellaeon—. Tengo trabajo que hacer.
Se encaminó hacia la puerta interior, y maldijo por lo bajo a Rukh y a toda la raza noghri. Eran herramientas muy útiles para el Imperio, pero en ocasiones anteriores ya había tratado con este tipo de estructuras de clan cerradas en sí mismas, y siempre había constatado que, a la larga, causaban problemas. La puerta de la sala de mando se deslizó a un lado...
Dando paso a una oscuridad que sólo suavizaba el brillo tenue de las velas.
Pellaeon se paró en seco, y su mente rememoró aquella siniestra cripta de Wayland, donde un millar de velas señalaban las tumbas de los forasteros que habían llegado durante los últimos años, para ser
asesinados por Joruus C'baoth. Para que Thrawn hubiera transformado su sala de mando en un duplicado de la cripta...
—No, no he caído bajo la influencia de nuestro inestable maestro Jedi —dijo la voz seca de Thrawn. Pellaeon observó que, sobre las velas, brillaban los ojos rojos del gran almirante—. Fíjese bien.
Pellaeon obedeció y descubrió que las «velas» eran, en realidad, imágenes holográficas de delicadas esculturas exquisitamente iluminadas.
—Preciosas, ¿verdad? —dijo Thrawn, en tono pensativo—. Son llamas en miniatura corellianas, una de las escasas formas de arte que otros han intentado copiar, pero jamás han logrado reproducir. Nada
más que fibras transópticas modeladas, materia vegetal seudoluminosa y un par de fuentes de luz goorlish. Sin embargo, poseen algo que nunca han podido capturar los extraños.
—Las llamas holográficas se desvanecieron, y en el centro de la sala apareció una imagen congelada de tres cruceros Acorazados—. Esto fue tomado hace dos días por el Implacable, cerca del planeta Nueva Cov, capitán —continuó Thrawn, en el mismo tono pensativo—. Observe con atención.
Comenzó la grabación. Pellaeon miró en silencio, mientras los Acorazados, en formación triangular, abrían fuego con cañones de iones hacia la cámara. Casi inadvertidos en la confusión, un carguero y lo que parecía un pequeño yate de recreo huían de la batalla hasta ponerse a salvo en medio de la formación. Sin dejar de disparar, los Acorazados iniciaban la retirada, y todo el grupo saltaba a la velocidad de la luz un minuto después. El holograma desapareció y se abrieron las luces de la sala.
—¿Comentarios? —invitó Thrawn.
—Da la impresión de que nuestros viejos amigos han vuelto —dijo Pellaeon—. Parece que se han recobrado del susto que les dimos en Linuri. Un engorro, sobre todo ahora.
—Por desgracia, todo indica que van a convertirse en algo más que un engorro. Una de las dos naves rescatadas fue identificada por el Implacable como la Dama Afortunada. Con Han Solo y Lando Carlissian a bordo.
Pellaeon frunció el ceño.
—¿Solo y Carlissian? Pero...
Se interrumpió bruscamente.
—Pero se suponía que iban hacia el sistema Palanhi —terminó Thrawn—. Sí. Un error por mi parte. Al parecer, surgió algo más importante que su preocupación por la reputación de Ackbar.
Pellaeon miró hacia el punto donde había surgido el holograma.
—Corno sumar más fuerzas a la rebelión.
—No creo que lo hayan conseguido aún —dijo Thrawn, con el ceño fruncido—, ni que tal alianza sea inevitable. Un corelliano se encontraba al frente de esa fuerza de choque, capitán, estoy seguro. Y no existen muchas dudas sobre la identidad de ese corelliano.
Un recuerdo alumbró en la mente de Pellaeon.
—Sólo es corelliano, ¿verdad?
—Sí —confirmó Thrawn—. Por eso creo que todavía están en la fase negociadora. Si su líder es quien yo sospecho, tal vez prefiera sondear a un compatriota corelliano antes de comprometerse con los dirigentes de la Rebelión.
El comunicador sonó a la izquierda de Thrawn.
—¿Almirante Thrawn? Hemos establecido el contacto que deseaba con el Implacable.
—Gracias.
Thrawn bajó un interruptor. Frente al doble círculo de pantallas apareció el holograma, reducido a una cuarta parte de su tamaño real, de un oficial imperial, de pie junto a lo que parecía un tablero de control de un calabozo.
—Gran almirante —dijo la imagen, cabeceando con gravedad.
—Buenos días, capitán Dorja —saludó Thrawn—. ¿Tiene el prisionero que solicité?
—Aquí mismo, señor.
Señaló a un lado y apareció un hombre corpulento, con las manos esposadas delante de él, de barba bien cuidada y expresión indescifrable.
—Se llama Niles Ferrier —dijo Dorja—. Fue capturado junto con su tripulación durante el ataque a Nueva Cov.
—El ataque del que Skywalker, Solo y Carlissian escaparon —recordó Thrawn.
Dorja se encogió.
—Sí, señor.
Thrawn desvió su atención hacia Ferrier.
—Capitán Ferrier —dijo—, nuestros registros indican que su especialidad es robar naves espaciales. Sin embargo, fue capturado en Nueva Cov con una carga de biomoléculas a bordo de su nave. ¿Le importaría explicármelo?
Ferrier se encogió de hombros.
—No se puede afanar naves cada día —respondió—. Exige oportunidades y planes. Efectuar de vez en cuando un transporte facilita las cosas.
—Es consciente, imagino, de que pasaba las biomoléculas de contrabando.
—Sí, el capitán Dorja me lo dijo —asintió Ferrier, con la mezcla exacta de asombro e indignación—. Créame, si hubiera sabido que participaba en un fraude semejante contra el Imperio...
—Supongo que también es consciente —le interrumpió Thrawn — de que por tales delitos no sólo puedo confiscarle la carga, sino también la nave.
Ferrier era consciente, sin duda. Pellaeon lo leyó en sus ojos.
—He sido de gran utilidad al Imperio, almirante —replicó—. He sacado mucho contrabando de la Nueva República, y hace muy poco tiempo les entregué tres patrulleros de Sienar.
—Y en todos los casos recibió a cambio ingentes cantidades de dinero —le recordó Thrawn—. Si intenta insinuar que estamos en deuda con usted por sus anteriores gentilezas, no se moleste. Sin embargo, quizá encontremos una forma de saldar su nueva deuda. ¿Se fijó en las naves que atacaron al Implacable cuando usted trataba de escapar del planeta?
—Por supuesto —contestó Ferrier, en un tono de orgullo profesional ofendido—. Eran Acorazados Estelares Rendili. Viejos, a juzgar por su aspecto, pero bastante en forma. Muy mejorados, probablemente.
—Ya lo creo —sonrió Thrawn—. Los quiero.
Ferrier tardó unos segundos en comprender. Después, se quedó boquiabierto.
—¿Se refiere... a mí?
—¿Algún problema? —preguntó con frialdad Thrawn.
—Uf... —Ferrier tragó saliva—. Con el debido respeto, almirante...
—Tiene tres meses para entregarme esas naves o comunicarme su emplazamiento exacto —interrumpió Thrawn—. ¿Capitán Dorja?
Dorja se adelantó.
—Señor.
—Pondrá en libertad al capitán Ferrier y a su tripulación, y les proporcionará un carguero de Inteligencia camuflado. Su nave permanecerá a bordo del Implacable hasta que hayan finalizado su misión.
—Comprendido —asintió Dorja.
Thrawn enarcó una ceja.
—Otra cosa, capitán Ferrier. Por si estuviera tentado de abandonar la misión y huir, le advierto que el carguero irá equipado con un mecanismo de autodestrucción totalmente inviolable. Preparado para activarse al cabo de tres meses exactos. Confío en que me haya comprendido.
El rostro de Ferrier palideció.
—Sí —logró articular.
—Bien.
—Thrawn desvió su atención hacia Dorja—. Dejo los detalles en sus manos, capitán. Manténgame informado de las novedades.
—Bajó un interruptor y el holograma desapareció—. Como ya le dije, capitán —se volvió hacia Pellaeon—, no creo que una alianza con la Rebelión sea necesariamente inevitable.
—Si Ferrier puede deshacerla —contestó Pellaeon, dudoso.
—Tiene posibilidades razonables —le aseguró Thrawn—. Al fin y al cabo, tenemos una idea general de dónde pueden haberse escondido. En este momento, carecemos de tiempo y efectivos humanos para buscarles, y aunque les localizáramos, un ataque a gran escala podría terminar con la destrucción de los Acorazados, y prefiero capturarlos intactos.
—Sí, señor —dijo Pellaeon, sombrío. La palabra «capturar» le había recordado para qué había venido—. Almirante, el equipo analizador acaba de enviar el informe sobre la nave de Khabarakh.
Extendió la tarjeta electrónica por encima del doble círculo de pantallas.
Por un momento, los ojos incandescentes de Thrawn escrutaron el rostro de Pellaeon, como si intentara adivinar la causa de su evidente tensión. Luego, sin decir palabra, cogió la tarjeta y la introdujo en su lector. Pellaeon aguardó, con los labios apretados, a que el gran almirante leyera el informe.
Thrawn llegó al final y se reclinó en su asiento, con expresión impenetrable.
—Pelos wookie —dijo.
—Sí, señor —asintió Pellaeon—. Por toda la nave.
Thrawn siguió en silencio unos segundos más.
—¿Cuál es su deducción?
Pellaeon se armó de valor.
—Sólo se me ocurre una, señor. Khabarakh no escapó de los wookies en Kashyyyk. Le capturaron..., y después le soltaron.
—Tras un mes de encarcelamiento.
—Thrawn miró a Pellaeon—. Y de interrogatorios.
—Casi con toda seguridad —admitió Pellaeon—. La pregunta es, ¿qué les contó?
—Hay una forma de averiguarlo.
—Thrawn conectó el comunicador—. Hangar, soy el gran almirante. Preparen mi lanzadera; voy a la superficie. Quiero que un pelotón de soldados y una doble escuadra de milicianos estén dispuestos para acompañarme, además de dos escuadrillas de bombarderos Cimitarra, para proporcionarnos cobertura aérea.
Cortó la comunicación.
—Es posible, capitán, que los noghri hayan olvidado a quién deben lealtad —dijo a Pellaeon. Se levantó y avanzó entre las pantallas—. Tal vez ha llegado el momento de recordarles que el Imperio
manda aquí. Vuelva al puente y prepare una demostración adecuada.
—Sí, señor.
—Pellaeon vaciló—. ¿Quiere un simple recordatorio, o una destrucción total?
Los ojos de Thrawn centellearon.
—Por ahora, lo primero —dijo con voz glacial—. Y que recen para que no cambie de opinión.





12


Lo primero que Leia notó fue el olor, mientras despertaba poco a poco: un olor a humo, que le recordó las hogueras de los ewoks de Endor, pero más penetrante. Un aroma cálido, hogareño, como cuando acampaba de pequeña en Alderaan.
Y entonces se despertó por completo y recordó dónde estaba. Abrió los ojos y...
Se encontró tendida en un jergón del asador noghri. El mismo sitio donde había caído dormida por la noche.
Se incorporó, sintiéndose aliviada y avergonzada al mismo tiempo. Después de la inesperada visita del gran almirante, comprendió que casi esperaba despertarse en una celda de un Destructor Estelar. Había subestimado la palabra de honor de los noghri.
Sus tripas gruñeron, y le recordaron que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había dormido. Uno de los gemelos dio una patada, para recordarle su existencia.
—De acuerdo —le tranquilizó—. Capto la idea. Es hora de desayunar.
Cogió una tableta alimenticia, mordió un pedazo y examinó el asador mientras masticaba. Al lado de la puerta, el jergón destinado a Chewbacca estaba vacío. Por un momento, el temor a una traición se despertó de nuevo en su interior, pero un poco de concentración mediante la Fuerza silenció sus preocupaciones. Chewbacca estaba cerca, y nada indicaba que existiera peligro. «Tranquilízate», se ordenó. Sacó un mono limpio de la maleta y empezó a desvestirse. Los noghri no eran unos salvajes, sino un pueblo honorable, a su manera, y no la entregarían al Imperio. Antes la escucharían, como mínimo.
Devoró el resto de la tableta y terminó de vestirse, procurando que el cinturón no apretara demasiado su prominente estómago. Sacó la espada de luz de debajo del jergón y la ciñó a un costado. Recordó que el arma había confirmado a Khabarakh su identidad; confió en
que el resto de los noghri respondieran de igual forma. Se dirigió hacia la puerta, practicó los ejercicios Jedi para serenarse y salió al exterior.
Tres niños noghri jugaban con un globo hinchable ante la puerta. Su piel grisácea brillaba de sudor bajo la luz del sol. Una luz que no iba a durar mucho rato; una capa de nubes que se extendía hasta el oeste empezaba a desplazarse hacia el sol naciente. Tanto mejor. Una capa espesa de nubes dificultaría las observaciones telescópicas del pueblo que se realizaran desde el Destructor Estelar, y también diluiría las señales infrarrojas que Chewbacca y ella emitían.
Vio que los tres niños habían dejado de jugar y formaban una fila frente a ella.
—Hola —dijo, y sonrió.
El niño de en medio se adelantó y cayó de rodillas, en una torpe pero aceptable imitación del gesto de respeto que realizaban sus mayores.
—Mal'ary'ush —maulló—. Miskh'ha'ra isf chrak'mi'sokh. Mir'es kha.
—Entiendo —dijo Leia, deseando con toda su alma que Cetrespeó estuviera a su lado. Mientras se preguntaba si valdría la pena llamarle por el comunicador, el niño volvió a hablar.
—Yo te saludo, Mal'ary'ush —dijo en un básico confuso, pero inteligible—. La maitrakh te ezpera en el dukha.
—Gracias.
Guardias en la puerta anoche; bienvenidas oficiales por la mañana. Daba la impresión de que los niños noghri eran iniciados muy pronto en los rituales y responsabilidades de su cultura.
—Acompañadme, por favor —les invitó.
El niño realizó el mismo gesto de respeto y se levantó. Caminó en dirección al amplio edificio circular junto al que Khabarakh había aterrizado la noche anterior. Leia le siguió, y los otros dos niños la flanquearon. Les miró de reojo mientras andaban, intrigada por el color claro de su piel. La piel de Khabarakh era gris acero; la de la maitrakh era mucho más oscura. ¿Existían diferentes tipos raciales entre los noghri, o su color oscurecía a medida que envejecían? Tomó nota mental de preguntarlo a Khabarakh.
El dukha, visto a la luz del día, era mucho más complejo de lo que parecía. Las columnas que se elevaban cada pocos metros alrededor de la pared parecían estar hechas de tronco de árbol, pulimentadas
hasta imitar el mármol negro. La madera brillante que constituía el resto de la pared estaba cubierta, casi hasta la mitad de su altura, de talladuras muy trabajadas. A medida que se acercaban, observó que la franja metálica de refuerzo que rodeaba el edificio, situada debajo de los aleros, también estaba decorada. Era evidente que los noghri gustaban de combinar el funcionalismo y el arte. El edificio medía unos veinte metros de ancho y cuatro de alto, más otros tres o cuatro de techo cónico. Se preguntó cuántas columnas interiores sustentarían el conjunto.
Entre dos de las columnas se habían practicado en la pared altas puertas dobles, flanqueadas en aquel momento por dos niños noghri muy tiesos. Abrieron las puertas cuando Leia se acercó. Dio las gracias y entró.
El interior del dukha no era menos impresionante que el exterior. Consistía en una amplia sala, con una especie de trono en la parte posterior, una pequeña cabina de techo inclinado y ventana de malla apoyada contra la pared, entre dos columnas de la derecha, y un plano mural justo enfrente, en la pared de la izquierda. No había columnas de sustentación internas. En cambio, una serie de pesadas cadenas corrían desde la parte superior de cada columna hasta el borde de un amplio platillo cóncavo que colgaba sobre el centro de la sala. Desde su interior, luces ocultas iluminaban difusamente el techo.
A pocos metros delante del plano, un grupo de unos veinte niños estaban sentados en semicírculo alrededor de Cetrespeó, que les estaba contando un cuento en su idioma, aderezado con efectos sonoros ocasionales. Le recordó la versión condensada de su lucha contra el Imperio que había contado a los ewoks, y Leia confió en que el androide se acordara de no vilipendiar a Darth Vader. Esperaba que la obedeciera; ya se lo había machacado bastante durante el viaje.
Captó un leve movimiento a su izquierda. Chewbacca y Khabarakh estaban sentados frente a frente al otro lado de la puerta, enfrascados en una silenciosa actividad que protagonizaban manos y muñecas. El wookie se interrumpió y miró en su dirección. Leia cabeceó, dando a entender que todo iba bien, y trató de discernir a qué se dedicaban Chewie y Khabarakh. Al menos, daba la impresión de que su objetivo no consistía en desmembrar al noghri. Algo era algo.
—Lady Vader —dijo una grave voz noghri. Leia se volvió y vio que la maitrakh se acercaba a ella—. Buenos días. ¿Ha dormido bien?
—Muy bien. Su hospitalidad ha sido impecable.
Miró a Cetrespeó, y se preguntó si debería utilizarlo como traductor. La maitrakh no entendió su gesto.
—Es la hora de historia de los niños —dijo—. Su máquina se prestó amablemente a contarles la última historia sobre nuestro señor Darth Vader. El enfrentamiento final de Vader con el emperador, que provocaría su muerte, mientras la vida de Luke colgaba de un hilo.
—Sí —murmuró Leia—. Sólo al final consiguió librarse de la red de intrigas y engaños tejida por el emperador.
La maitrakh permaneció en silencio un instante. Después, se removió.
—Sígame, lady Vader.
Empezó a caminar paralela a la pared. Leia la imitó, y se dio cuenta por primera vez de que las paredes interiores del dukha también estaban decoradas con grabados. ¿Un resumen histórico de su familia?
—Mi tercerhijo se ha ganado el respeto de su wookie —dijo la maitrakh, señalando a Khabarakh y Chewbacca—. Anoche, nuestro señor el gran almirante vino a buscar pruebas de que mi tercer hijo le había engañado sobre la avería de su nave voladora. Gracias a su wookie, no encontró tales pruebas.
Leia cabeceó.
—Sí, Chewie me lo contó anoche. No sé muy bien cómo funcionan las naves, pero sé que es difícil fingir un par de averías, tal como él lo hizo. Por suerte para todos, tuvo la previsión y la habilidad de hacerlo.
—El wookie no es miembro de su familia o clan —indicó la maitrakh—, pero usted confía en él, como si fuera un amigo, ¿verdad? Leia respiró hondo.
—Nunca conocí a mi verdadero padre, lord Vader. Fui trasladada a Alderaan, y el virrey me educó como si fuera su hija. En Alderaan, como ocurre aquí, las relaciones familiares eran la base de nuestra
cultura y nuestra sociedad. Crecí aprendiéndome de memoria listas de tíos, tías y primos, y aprendí a colocarlos en el orden de mi línea adoptiva.
—Indicó a Chewbacca—. Chewie sólo era un buen amigo. Ahora, forma parte de mi familia, como mi marido y mi hermano.
—¿Por qué han venido aquí?
—Khabarakh me dijo que su pueblo necesitaba ayuda. Pensé que tal vez podría hacer algo.
—Alguien dirá que ha venido a sembrar la discordia entre nosotros.
—Usted lo dijo anoche —le recordó Leia—. Sólo puedo darle mi palabra de que ésa no es mi intención.
La maitrakh emitió un largo siseo que finalizó con un doble castañeteo de sus dientes afilados.
—El fin y el objetivo no siempre coinciden, lady Vader. Ahora, sólo servimos a un superclan. Tendría que pedir ayuda a otra gente. Ésta es la semilla de la discordia y la muerte.
Leia se humedeció los labios.
—¿Les satisface servir al Imperio? —preguntó—. ¿Proporciona a su pueblo una vida mejor, o un honor mayor?
—Servimos al Imperio como un solo clan. Su petición de ayuda nos causaría los conflictos de antaño.
—Habían llegado al plano mural, y la maitrakh extendió la mano hacia él—. ¿Ve nuestra historia, lady Vader?
Leia estiró el cuello. Pulcras líneas grabadas de escritura alienígena cubrían las dos partes inferiores del mural. Cada palabra se enlazaba con una docena de otras mediante un laberinto de líneas verticales, horizontales y diagonales, y cada surco parecía de anchura y profundidad diferentes. Entonces, comprendió: el plano era un árbol genealógico de todo el clan Kihm'bar, o de esta familia en particular.
—La veo —dijo.
—Entonces, reparará en la terrible destrucción de vidas provocada por los conflictos de antaño.
La maitrakh indicó tres o cuatro puntos del plano, que Leia no distinguió del resto. Por lo visto, leer las genealogías noghri exigía una destreza especial.
—No deseo volver a aquellos días —continuó la maitrakh—. Ni siquiera por la hija de lord Darth Vader.
—Comprendo —dijo Leia en voz baja, y se estremeció cuando los fantasmas de Yavin, Hoth y Endor se alzaron ante ella—. He visto más conflictos y muertes en mi vida de los que creía posibles. No tengo el menor deseo de aumentar la lista.
—En ese caso, será mejor que se marche —dijo con firmeza la maitrakh—. Debe marcharse y no regresar, mientras el Imperio perdure.
Reanudaron su paseo.
—¿No existe otra alternativa? —preguntó Leia—. ¿Y si pudiera convencer a todo su pueblo de que dejara de servir al Imperio? No habría conflictos entre ustedes.
—El emperador nos ayudó cuando nadie lo hizo —le recordó la maitrakh.
—Porque nosotros ignorábamos sus necesidades —replicó Leia.
Sintió una punzada de culpabilidad por no ser del todo sincera. Sí, la Alianza ignoraba la situación desesperada del planeta; y sí, Mon Mothma y los demás líderes habrían deseado aportar su ayuda, de haberlo sabido, pero el problema estribaba en si habría tenido recursos para hacerlo.
—Ahora lo sabemos, y les ofrecemos nuestra ayuda.
—¿Nos ofrecen su ayuda desinteresada, o sólo para que les prestemos nuestra colaboración, abandonando al Imperio? No nos gusta interpretar el papel de hueso entre stave hambrientos.
—El emperador les utilizó —replicó Leia—, al igual que les utiliza ahora el gran almirante. ¿Compensa la ayuda que les ha proporcionado el sacrificio de los hijos que les han arrebatado y enviado a la muerte?
Recorrieron otros veinte pasos antes de que la maitrakh se detuviera.
—Nuestros hijos se han ido —dijo en voz baja—, pero sus servicios nos han procurado la vida. Usted llegó en un vehículo volador, lady Vader. Debió ver las penalidades infligidas a nuestra tierra.
—Sí —dijo Leia, y sintió un escalofrío—. Ignoraba la enormidad de la destrucción.
—La vida en Honogrh siempre ha sido una lucha. Ha sido difícil conquistar la tierra. Ya vio en la historia cuántas veces se perdió esa lucha, pero después de la batalla en el cielo...
Se estremeció, con un movimiento peculiar que pareció desplazarse desde sus caderas hasta los hombros.
—Fue como una guerra entre dioses. Ahora, sabemos que fue un enfrentamiento aéreo entre naves voladoras, pero en aquel momento no sabíamos nada de tales aparatos. Sus luces iluminaron el cielo, toda la noche y todo el día siguiente, y las montañas se estremecieron. Y sin embargo, no se oían truenos, corno si los dioses estuvieran demasiado enfurecidos para gritar mientras luchaban. Recuerdo que me asustó más el silencio que cualquier otra cosa. Tan sólo en un momento determinado oímos un estruendo lejano, como un trueno. Pasó mucho tiempo antes de saber que una de nuestras montañas más altas había perdido su cumbre. Después, los rayos cesaron, y alimentamos la esperanza de que los dioses se hubieran llevado su guerra lejos de nosotros. Hasta que se desencadenó el terremoto.
La maitrakh hizo una pausa, y otro estremecimiento recorrió su cuerpo.
—Los rayos significaban la ira de los dioses. El terremoto fue su martillo de guerra. Ciudades enteras desaparecieron cuando la tierra se abrió bajo ellas. Montañas de fuego dormidas durante siglos escupieron llamas y humo que oscurecieron el cielo. Bosques y campos se quemaron, así como ciudades y pueblos que habían resistido el embate del terremoto. Los que habían muerto propagaron enfermedades, y las muertes se sucedieron. Fue como si la furia de los dioses del cielo se hubiera contagiado a los dioses de la tierra, como si hubieran entablado una batalla entre ellos. Y luego, cuando osamos confiar en que todo hubiera terminado, empezó a caer la lluvia de olor extraño.
Leia cabeceó, consciente de la dolorosa sucesión de acontecimientos. Una nave de guerra se había estrellado, provocando sucesivos temblores de tierra y liberando productos químicos tóxicos, que el viento transportó y la lluvia sembró por todo el planeta. Las naves modernas utilizaban algunos de esos productos químicos, pero eran las antiguas las que transportaban los más virulentos.
—Naves antiguas... Aquellas con las que contaba la Alianza Rebelde en un principio.
Una oleada de culpabilidad traspasó su estómago como un cuchillo. «Nosotros lo provocamos —pensó desolada—. Nuestra nave. Nuestra culpa.»
—¿Fue la lluvia lo que mató las plantas?
—Los imperiales tenían un nombre para lo que transportaba la lluvia —dijo la maitrakh—. No sé lo que era.
—Eso quiere decir que llegaron poco después del desastre. Lord Vader y los demás.
—Sí.
—La maitrakh hizo un ademán que abarcaba todo el terreno circundante—. Nos habíamos reunido aquí, los que sobrevivimos y pudimos efectuar el viaje. Era un terreno neutral para todos los clanes. Nos reunimos para buscar una manera de sobrevivir, y aquí nos encontró lord Vader.
Caminaron en silencio un minuto más.
—Algunos creyeron que era un dios —continuó la maitrakh—. Todos le temían a él y a la nave plateada en que había bajado del cielo. Sin embargo, el temor se mezclaba con la cólera hacia los dioses, y dos décimas partes de los guerreros decidieron atacar.
—Y fueron masacrados —replicó Leia.
Se encogió al pensar en la imagen de seres primitivos desarmados atacando a las tropas imperiales.
—No fueron masacrados —corrigió la maitrakh, con una nota de orgullo en la voz—. Sólo unos cuantos guerreros murieron en la batalla. A cambio, mataron a muchos de los acompañantes de lord Vader, pese a sus armas de rayos y su indumentaria de piedra. Sólo cuando el propio lord Vader intervino, los guerreros fueron derrotados. Sin embargo, en lugar de destruirnos, como le aconsejaron algunos de sus acompañantes, nos ofreció la paz. La paz, y la bendición y ayuda del emperador.
Leia cabeceó. Una pieza más del rompecabezas encajaba. Se había preguntado por qué el emperador había perdonado la vida a un pequeño grupo de no humanos primitivos. Pero no humanos primitivos, tan dotados por naturaleza para el combate, era algo muy diferente.
—¿Qué clase de ayuda les proporcionó?
—Toda la que necesitábamos. Comida, herramientas y medicamentos, sin más dilación. Más tarde, cuando la lluvia extraña envenenó nuestras cosechas, envió androides de metal para eliminar el veneno de nuestra tierra.
Leia se encogió, consciente de la vulnerabilidad de sus gemelos, pero los análisis no habían encontrado rastros de toxicidad en el aire, y Chewbacca y Khabarakh habían efectuado pruebas similares del suelo. Los androides descontaminadores habían eliminado la que flotaba en el aire.
—¿Y aún no crece nada de la tierra limpia?
—Sólo la hierba kholm —dijo la maitrakh—. Es una planta pobre, y no se utiliza para comer, pero es lo único que crece ahora, y hasta el olor ha cambiado.
Lo cual explicaba el color pardo uniforme que Chewbacca y ella habían visto desde el espacio. De alguna manera, aquella planta en particular se había adaptado al suelo envenenado.
—¿Sobrevivió algún animal?
—Algunos. Los que comían la hierba kholm y los que se adaptaron a comerla. Son muy pocos.
La maitrakh levantó la cabeza. como si observara con la mente las lejanas colinas.
—Este lugar nunca bulló de vida, lady Vader. Quizá por eso los clanes lo eligieron como terreno neutral. Sin embargo, incluso en un lugar tan desolado, había innumerables plantas y animales, ahora desaparecidos.
Se irguió, rechazando los recuerdos.
—Lord Vader nos ayudó de otras maneras. Envió empleados para que enseñaran a nuestros hijos e hijas los usos y costumbres del Imperio. Promulgó nuevas órdenes para permitir que todos los clanes compartieran la Tierra Limpia, a pesar de que los clanes jamás habían vivido juntos.
—Señaló su entorno con un ademán—. Y envió poderosos aparatos voladores a la desolación, para que nos devolvieran los dukhas de nuestros clanes.
—Volvió sus ojos oscuros hacia Leia—. Tenemos una paz honorable, lady Vader. Y la pagamos con gusto, sea cual sea el precio.
Los niños habían terminado la clase y se estaban levantando. Uno de ellos habló a Cetrespeó, y ejecutó una versión reducida de su reverencia hasta el suelo. El androide contestó. El grupo se encaminó hacia la puerta, donde dos adultos les esperaban.
—¿La hora del recreo? —preguntó Leia.
—Las clases han terminado por hoy. Los niños han de participar ahora en los trabajos del pueblo. Más tarde, por la noche, recibirán las clases preparatorias para servir algún día al Imperio.
Leia meneó la cabeza.
—Eso no es justo —dijo, mientras los niños salían del dukha—. Nadie debe vender a sus hijos a cambio de la vida.
La maitrakh emitió un largo siseo.
—Hemos de pagar nuestra deuda —afirmó—. ¿De qué otra manera, si no?
Leia apretó el índice contra el pulgar. ¿Cómo, si no? El Imperio estaba muy satisfecho con el trato. Habiendo visto en acción a los comandos noghri, no la extrañó. No les interesaría en absoluto que los noghri pagaran su deuda de otra forma. Y si los noghri consideraban sus servicios una deuda de honor hacia sus salvadores...
—No lo sé —admitió.
Un movimiento atrajo su atención. Khabarakh, que seguía sentado en el suelo de la sala, se había desplomado de lado, con la muñeca ceñida por la manaza de Chewbacca. Daba la impresión de que estaban luchando, pero el estado anímico de Chewbacca no indicaba cólera.
—¿Qué están haciendo? —preguntó.
—Su wookie ha pedido a mi tercerhijo que le enseñe nuestros métodos de lucha —contestó la maitrakh, con un timbre de orgullo en la voz—. Los wookies poseen una gran fuerza, pero desconocen las sutilezas del combate.
Los wookies no estarían de acuerdo con tal afirmación, pero Leia tuvo que admitir que Chewbacca, al menos, siempre confiaba más en la fuerza bruta y en su habilidad con la ballesta.
—Me sorprende que le haya pedido eso a Khabarakh. No confiaba en él.
—Tal vez es esa misma desconfianza la que azuza su interés —dijo con sequedad la maitrakh.
Leia no tuvo otro remedio que sonreír.
—Tal vez.
Miraron en silencio, mientras Khabarakh enseñaba a Chewbacca dos llaves más. Parecían variaciones de técnicas que Leia había aprendido de joven en Alderaan, y se estremeció al pensar en aquellos movimientos realizados por músculos wookie.
—Ahora ya comprende el ciclo de nuestra vida, lady Vader —dijo la maitrakh en voz baja—. Se dará cuenta de que todavía pende de un hilo. Aún carecemos de suficiente tierra limpia para que crezca comida suficiente. Hemos de seguir comprando al Imperio.
—Pagar por lo que exige tantos sacrificios a sus hijos.
Leia hizo una mueca. Una deuda permanente: la forma más antigua de esclavitud encubierta de la galaxia.
—También alienta a nuestros hijos a marcharse —añadió con amargura la maitrakh—. Aunque el Imperio lo permitiera, no podríamos recuperar a todos nuestros hijos. No habría comida suficiente.
Leia cabeceó. Era una trampa perfecta. No esperaba menos de Vader y el emperador.
—Nunca terminarán de pagar la deuda —dijo a la maitrakh—. Lo sabe, ¿verdad? Mientras les sean útiles, el gran almirante se ocupará de ello.
—Sí —contestó la maitrakh—. He tardado mucho tiempo, pero ahora lo creo. Si todos los noghri lo creyeran, quizá se producirían cambios.
—Pero los demás noghri siguen creyendo que el Imperio es su amigo.
—No todos, pero bastantes.
—Se detuvo y señaló hacia el cielo—. ¿Ve la luz de las estrellas, lady Vader?
Leia levantó la vista hacia el plato cóncavo que colgaba a cuatro metros del suelo, en la intersección de las cadenas. Tenía una capa metálica negra, o ennegrecida, de un metro y medio de largo, perforada por cientos de diminutos agujeros. Gracias a la luz que surgía de su interior y que parpadeaba como las estrellas, el efecto resultante era una versión estilizada del cielo nocturno.
—Sí.
—Los noghri siempre han amado las estrellas —dijo la maitrakh, con voz lejana y pensativa—. Hace mucho, mucho tiempo las adorábamos. Incluso después de saber lo que eran siguieron siendo nuestras amigas. Muchos de nosotros nos hubiéramos ido con lord Vader, con o sin deuda, por el placer de viajar entre ellas.
—Entiendo —murmuró Leia—. Muchos habitantes de la galaxia sienten lo mismo. Es como una característica innata.
—Una característica que hemos perdido.
—Perdido, no —le corrigió Leia, apartando la vista del plato—. Sólo extraviado.
—Miró a Khabarakh y Chewbacca—. Tal vez si hablara a todos los líderes noghri reunidos...
—¿Qué les diría?
Leia se mordió el labio. ¿Qué les diría? ¿Que el Imperio les estaba utilizando? Pero los noghri lo consideraban una deuda de honor. ¿Que el Imperio les mantenía al borde de la autosuficiencia, sin permitirles jamás alcanzarla? Pero al paso que avanzaba la descontaminación sería difícil demostrarlo. ¿Que la Nueva República y ella podrían devolver a los noghri su característica innata? ¿Por que iban a creerla?
—Como ve, lady Vader —rompió el silencio la maitrakh—, quizá la situación cambie algún día. Hasta entonces, su presencia aquí entraña un peligro, tanto para nosotros como para usted. Respetaré la promesa de protección efectuada por mi tercerhijo, y no revelaré su presencia a nuestro señor el gran almirante, pero ha de marcharse.
Leia respiró hondo.
—Sí.
La palabra arañó su garganta. Había depositado grandes esperanzas en sus habilidades diplomáticas y Jedi. Esperanzas de que aquellas habilidades, además de su linaje, fueran suficientes para arrebatar a los noghri del puño del Imperio y arrojarles a los brazos de la Nueva República.
Y ahora, la discusión había terminado, casi antes de haber empezado. «¿En qué demonios estaría pensando cuando vine aquí?», se preguntó.
—Me iré —dijo en voz alta—, porque no quiero causarle problemas a usted o a su familia, pero llegará un día, maitrakh, en que su pueblo verá con claridad lo que el Imperio le está haciendo. Cuando eso ocurra, recuerde que siempre estaremos dispuestos a prestarles nuestra ayuda.
La maitrakh hizo una reverencia.
—Quizá ese día llegue pronto, lady Vader. Lo espero, al igual que otros.
Leia cabeceó y forzó una sonrisa. Terminado antes de empezar...
—En tal caso, hemos de hacer los preparativos para...
Se interrumpió cuando las puertas dobles se abrieron y uno de los niños que montaba guardia entró como una exhalación.
—Maitrakh! —chilló—. Mira'kh saar khee hrach'mani vher ahk! Khabarakh se puso en pie al instante. Leia vio por el rabillo del ojo que Cetrespeó se ponía rígido.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—La nave voladora de nuestro señor el gran almirante —dijo la maitrakh, con la voz y el rostro denotando un gran cansancio—. Viene hacia aquí.





13


Leia contempló a la maitrakh durante un segundo, los músculos petrificados por el estupor, su mente resbalando sobre la idea como si caminara sobre hielo. No; no podía ser. No podía ser. El gran almirante había venido anoche. No podía volver de nuevo. Tan pronto no.
Y entonces, a lo lejos, oyó el débil sonido de unos retropropulsores que se aproximaban, y la parálisis desapareció.
—Hemos de salir de aquí —dijo—. ¿Chewie?
—No hay tiempo —exclamó Khabarakh, y corrió hacia ellas, con Chewbacca pisándole los talones—. La lanzadera ya habrá salido de las nubes.
Leia paseó la mirada por la habitación, maldiciendo en silencio su momento de indecisión. Sin ventanas, sin otras puertas, sin ningún escondite, salvo la pequeña cabina que había frente al árbol genealógico del dukha.
Sin salida.
—¿Estás seguro de que vienen aquí? —preguntó a Khabarakh, comprendiendo que la pregunta era gastar aliento en vano—. ¿Al dukha, me refiero?
—¿Adónde, si no? —replicó Khabarakh, con los ojos clavados en la maitrakh—. Tal vez no le engañamos, como habíamos supuesto.
Leia volvió a examinar el dukha. Si la lanzadera aterrizaba junto a las puertas dobles, unos segundos antes de que los imperiales entraran la parte posterior estaría oculta a su vista. Si utilizaba aquellos segundos en practicar una vía de escape con su espada de luz...
La pregunta gruñida por Chewbacca se hizo eco de sus pensamientos.
—Sí, pero el problema no consiste en hacer un agujero, sino en cerrarlo después —señaló.
El wookie volvió a gruñir, y extendió una inmensa mano hacia la cabina.
—Bueno, esconderá el agujero desde el interior, al menos —admitió Leia, vacilante—. Supongo que es mejor que nada.
Miró a la maitrakh, consciente de que mutilar una parte del antiguo dukha del clan debía constituir un sacrificio.
—Maitrakh...
—Si ha de hacerse, que así sea —la interrumpió con brusquedad la hembra noghri. Seguía conmocionada, pero ya se estaba recuperando—. No deben encontrarla aquí.
Leia se mordió la parte interna del labio. Había visto varias veces la misma expresión en el rostro de Khabarakh durante el viaje desde Endor. La interpretaba como arrepentimiento de haberla llevado a su casa.
—Seremos lo más cuidadosos posible —aseguró a la maitrakh, mientras extraía la espada del cinto—. En cuanto el almirante se haya ido, Khabarakh recuperará su nave y nos sacará del planeta...
Se interrumpió cuando Chewbacca pidió silencio con un rugido. A lo lejos, se oyó el ruido de la lanzadera que se acercaba, y luego, otro sonido demasiado familiar.
—Bombarderos Cimitarra —dijo Leia con voz ahogada.
Su plan se había derrumbado. Si los bombarderos sobrevolaban la zona, sería imposible salir del dukha sin que les vieran.
Lo cual sólo les dejaba un camino.
—Tendremos que escondernos en la cabina —dijo a Chewbacca. Efectuó una rápida estimación de sus medidas mientras corría hacia la cabina. Si el techo no la engañaba, habría suficiente espacio para que Chewbacca y ella cupieran dentro.
—¿Quiere que yo entre también, Alteza?
Leia se paró en seco y dio media vuelta, disgustada y sorprendida. Se había olvidado de Cetrespeó.
—Los tres no caben —siseó la maitrakh—. Su presencia en este lugar nos ha traicionado, lady Vader.
—¡Silencio! —exclamó Leia, y echó otra mirada desesperada alrededor del dukha.
No había otro sitio donde ocultarse. A menos que... Contempló el plato que colgaba en el centro de la sala.
—Lo pondremos ahí —dijo a Chewbacca—. ¿Crees que puedes...?
No fue necesario terminar la pregunta. Chewbacca ya había cogido a Cetrespeó y corría a toda velocidad hacia la columna más cercana, arrastrando al androide, que protestaba frenéticamente. Subió de un salto a lo alto de la pared, con el histérico androide en precario equilibrio, y empezó a avanzar de cadena en cadena.
—Silencio, Cetrespeó —le conminó Leia desde la puerta de la cabina, mientras examinaba su interior. El techo seguía la forma del tejado inclinado, lo cual proporcionaba a la parte posterior de la cabina mucha más altura que a la delantera, y había una especie de banco bajo para sentarse en la pared de atrás. Poco espacio, pero les serviría—. No digas ni una palabra; quizá tengan sensores.
Y si tenían, el juego habría terminado. Mientras prestaba oídos al cercano zumbido de los retropropulsores, confió en que después del análisis sensor negativo de la noche anterior, no se molestarían en efectuar un segundo.
Chewbacca ya había llegado al centro. Se agarró de la cadena con una mano y dejó caer sin remilgos al androide en el plato. Cetrespeó lanzó un último chillido de protesta, que se interrumpió cuando el wookie introdujo la mano en el plato y le tapó la boca. Se dejó caer en el suelo, justo cuando los retropropulsores enmudecían.
—¡Deprisa! —siseó Leia.
Sostuvo la puerta abierta para que entrara. Chewbacca se zambulló de un salto en la estrecha abertura, saltó sobre el banco y se dio la vuelta, con la cabeza apretada contra el techo inclinado y las piernas extendidas a ambos lados del banco. Leia se sentó entre las piernas del wookie.
Tuvieron tiempo aún de cerrar la puerta, antes de que las puertas dobles del dukha se abrieran de golpe.
Leia se apretó contra la pared de la cabina y las piernas de Chewbacca. Se obligó a respirar con lentitud y en silencio, utilizando las técnicas Jedi que Luke le había enseñado. La respiración de Chewbacca arañó sus oídos, y el calor de su cuerpo se derramó como una cascada sobre su cabeza y hombros. De pronto, fue muy consciente del peso y tamaño de su estómago, y de los leves movimientos de los gemelos, de la dureza del banco en que estaba sentada, los diversos olores del vello wookie, la madera alienígena que la rodeaba, de su propio sudor. Detrás de la pared del dukha, oyó el sonido de unos pasos decididos y el ocasional tintineo de los rifles láseres al rozar el peto de un miliciano, y dio gracias en silencio por haber desechado su primer plan de huir por allí. Y oyó voces en el interior del dukha.
—Buenos días, maitrakh —dijo una voz serena, fría y modulada—. Veo que su tercerhijo, Khabarakh, está con usted. Muy conveniente.
Leia se estremeció. El roce de la túnica sobre su piel se le antojó
horriblemente estridente. Aquella voz poseía el tono inconfundible de un comandante imperial, pero con una calma y autoridad que sobrepasaban incluso la relamida condescendencia que el gobernador Tarkin le había dedicado, a bordo de la Estrella de la Muerte.
Sólo podía ser el gran almirante.
—Os saludo, mi señor —maulló la voz de la maitrakh, controlando su tono en todo momento—. Su visita nos honra.
—Gracias —contestó el gran almirante, en el mismo tono educado, pero más acerado—. ¿Y a ti, Khabarakh, del clan Kihm'bar, también te complace mi presencia?
Leia, con lentitud y cautela, movió la cabeza hacia la derecha, con la esperanza de poder ver al recién llegado por la malla de la ventana, pero todos seguían cerca de las puertas dobles, y no se atrevió a acercarse más a la ventana. Mientras se reintegraba a su anterior posición, se oyeron unos pasos, y momentos después el gran almirante se paró en el centro del dukha.
Leia le miró a través de la malla, y un escalofrío recorrió su cuerpo. Había oído a Han describir al hombre que había visto en Myrkr: la piel azul pálido, los brillantes ojos rojos, el uniforme blanco imperial. También había escuchado la desdeñosa afirmación de Fey'lya, en el sentido de que era un impostor o, a lo sumo, un oficial que se había auto ascendido. En privado, se había preguntado si Han habría cometido una equivocación.
Ahora sabía que no.
—Por supuesto, mi señor —contestó Khabarakh a la pregunta del gran almirante—. ¿Por qué no lo iba a estar?
—¿Osas hablar a tu señor el gran almirante en ese tono? —preguntó una voz noghri desconocida.
—Lo siento —se disculpó Khabarakh—. No pretendía ser irrespetuoso.
Leia se encogió. Claro que no, pero el daño ya estaba hecho. Aun a pesar de su relativa inexperiencia con las sutilidades del idioma noghri, las palabras le habían parecido demasiado veloces y defensivas. A los oídos del gran almirante, que conocía a esta raza mejor que ella...
—Entonces, ¿qué pretendías? —preguntó el gran almirante, volviéndose para mirar de frente a Khabarakh y a la maitrakh.
—Yo... —vaciló Khabarakh. El gran almirante aguardó en silencio—. Lo lamento, mi señor —balbuceó por fin Khabarakh—. Vuestra visita a nuestro humilde pueblo me ha robado el aliento.
—Una excusa evidente —contestó el gran almirante—. Hasta creíble..., sólo que mi visita de anoche no te dejó sin aliento.
—Enarcó una ceja—. ¿O es que no esperabas verme tan pronto?
—Mi señor...
—¿Cuál es el castigo que imponen los noghri por mentir al señor de tu superclan? —interrumpió el gran almirante con voz áspera—. ¿Es la muerte, como en los viejos tiempos, o los noghri ya no valoran conceptos tan pasados de moda como el honor?
—Mi señor no tiene derecho a lanzar tales acusaciones contra un hijo del clan Kihm'bar —intervino la maitrakh.
El gran almirante desvió apenas su vista hacia ella.
—Sería mejor que te guardaras tus opiniones, maitrakh. Este hijo en particular del clan Kihm'bar me ha mentido, y yo no me tomo esos asuntos a la ligera. Háblame de tu encarcelamiento en Kashyyyk, Khabarakh, del clan Kihm'bar.
Leia apretó con fuerza su espada de luz. Los relieves de la empuñadura se clavaron en la palma de su mano. Durante el breve encarcelamiento de Khabarakh en Kashyyyk le había convencido de que la trajera a Honogrh. Si Khabarakh confesaba toda la historia...
—No comprendo —dijo el noghri.
—¿De veras? —replicó el gran almirante—. En tal caso, permíteme que te refresque la memoria. No escapaste de Kashyyyk, como afirmaste en tu informe y repetiste anoche en mi presencia y en presencia de tu familia y del dinasta de tu clan. De hecho, fuiste capturado por los wookies después del fracaso de tu misión. Y no pasaste aquel mes meditando, sino siendo sometido a interrogatorio en una prisión wookie. ¿Vas recobrando la memoria?
Leia respiró hondo con cautela, sin atreverse a creer lo que estaba oyendo. Dejando aparte la forma en que el gran almirante se había enterado de la captura de Khabarakh, había interpretado al revés el hecho. Le había concedido una segunda oportunidad, y Khabarakh podía aprovecharla.
Quizá la maitrakh tampoco confiaba en su aguante.
—Mi tercerhijo no mentiría sobre tales asuntos, mi señor —dijo, antes de que Khabarakh pudiera contestar—. Siempre ha asumido los deberes y exigencias del honor.
—Será ahora —replicó el gran almirante—. ¿Un comando noghri, capturado por el enemigo para ser interrogado..., y continúa vivo? ¿Son ésos los deberes y exigencias del honor?
—No fui capturado, mi señor —intervino Khabarakh, tirante—. Me escapé de Kashyyyk tal como conté.
El gran almirante le contempló durante varios segundos en silencio.
—Y yo digo que mientes, Khabarakh del clan Kihm'bar —afirmó con voz suave—, pero da igual. Con o sin tu colaboración, averiguaré la verdad sobre tu mes de ausencia..., y el precio que pagaste por tu libertad. ¿Rukh?
—Mi señor —dijo la tercera voz noghri.
—Khabarakh del clan Kihm'bar queda bajo arresto imperial. Tú y el escuadrón Dos le escoltaréis a bordo de la lanzadera y le conduciréis al Quimera para ser interrogado.
Se oyó un agudo siseo.
—Mi señor, esto es una violación...
—Guarda silencio, maitrakh —la interrumpió el gran almirante—, o compartirás su suerte.
—No callaré —rugió la maitrakh—. Un noghri acusado de traición al superclan debe ser entregado a los dinastas del clan para ser sometido a las antiguas normas de pesquisas y juicio. Es la ley.
—No estoy obligado por la ley noghri —dijo con frialdad el gran almirante—. Khabarakh ha traicionado al Imperio, y será juzgado y condenado por las leyes imperiales.
—Los dinastas del clan exigirán...
—Los dinastas del clan no están en posición de exigir nada —ladró el gran almirante. Tocó el comunicador cilíndrico sujeto al lado del emblema de su túnica—. ¿Quieres que te recuerde lo que significa desafiar al Imperio?
Leia captó el imperceptible suspiro de la maitrakh.
—No, mi señor —dijo, en un tono que daba cuenta de su derrota.
El gran almirante la examinó.
—De todos modos, te lo recordaré.
Volvió a tocar el comunicador... Y de repente una cegadora luz verde iluminó el interior del dukha.
Leia hundió la cabeza entre las piernas de Chewbacca y cerró con fuerza los ojos para calmar el dolor lacerante que los embargaba. Durante un horrorizado segundo, pensó que el dukha había recibido un disparo de turboláser, lo bastante potente para derrumbar en llamas el edificio, pero la última imagen grabada en su retina mostraba al gran almirante todavía de pie, orgulloso e inmóvil. Por fin, comprendió.
Aún intentaba con desesperación suavizar sus poderes sensoriales Jedi, cuando un trueno retumbó en el interior de su cabeza.
Después, recordaría vagamente varios estallidos más de turboláser, vistos y oídos a través de la espesa niebla gris que nublaba su mente, mientras el Destructor Estelar en órbita disparaba una y otra vez contra las colinas que rodeaban la aldea. Cuando consiguió recobrar la plena consciencia, el recordatorio del gran almirante ya había concluido, y el último trueno rugía a lo lejos.
Abrió los ojos con precaución, aún dolorida. El gran almirante seguía de pie como antes, en el centro del dukha. El último trueno se desvaneció cuando habló.
—Ahora, yo soy la ley en Honogrh, maitrakh —dijo, en voz baja y amenazadora—. Si me apetece hacer caso omiso de las antiguas leyes, lo haré. Si me apetece respetarlas, las respetaré. ¿Está claro?
Cuando se oyó, la voz era demasiado extraña para reconocerla. Si el propósito del gran almirante había sido asustar a la maitrakh, lo había conseguido.
—Sí, mi señor.
—Bien.
—El gran almirante dejó que el silencio persistiera un segundo más—. Sin embargo, estoy dispuesta a llegar a compromisos con los servidores leales al Imperio. Khabarakh será interrogado a bordo del Quimera, pero antes permitiré que se lleva a cabo la primera fase de las antiguas leyes sobre las pesquisas.
—Ladeó la cabeza un poco—. Rukh, conducirás a Khabarakh del clan Kihm'bar al centro de Nystao y le presentarás a los dinastas del clan. Tal vez tres días de vergüenza pública sirvan para recordar al pueblo noghri que seguimos en guerra.
—Sí, mi señor.
Se oyeron pasos, y el ruido de las dobles puertas al abrirse y cerrarse. Chewbacca, encorvado bajo el techo, completamente fuera de sí, rugió algo por lo bajo. Leia apretó los dientes con la fuerza suficiente para enviar ráfagas de dolor a su cabeza, todavía aturdida. Vergüenza pública... y algo llamado las leyes de las pesquisas.
La Alianza Rebelde había destruido Honogrh sin saberlo. Ahora, al parecer, ella iba a hacer lo mismo con Khabarakh.
El gran almirante aún no se había movido del centro del dukha.
—Estás muy silenciosa, maitrakh —dijo.
—Mi señor me ordenó que guardara silencio —replicó la hembra.
—Por supuesto.
—El gran almirante la examinó—. La lealtad al clan y a la familia propios es encomiable, maitrakh, pero extender esa
lealtad a un traidor es una locura, así como potencialmente desastroso para tu familia y tu clan.
—Aún no he oído nada que me convenza de que mi tercerhijo es un traidor.
El gran almirante torció los labios.
—Lo oirás —prometió con suavidad.
Caminó hacia las puertas dobles y Leia le perdió de vista. Se oyó el ruido de las puertas al abrirse. Los pasos se detuvieron, a la espera. Un momento después, los pasos más silenciosos de la maitrakh sonaron en su dirección. Ambos se marcharon, las puertas volvieron a cerrarse, y Leia y Chewbacca se quedaron solos.
Solos. En territorio enemigo. Sin una nave. Y con su único aliado a punto de ser sometido a interrogatorio imperial.
—Me parece, Chewie, que tenemos problemas —dijo en voz baja.





14


Una de las primeras verdades menores sobre los vuelos interestelares que cualquier viajero observador aprendía, era que un planeta visto desde el espacio casi nunca se parecía a como era plasmado en los mapas oficiales. Capas de nubes dispersas, sombras de las cadenas montañosas, efectos distorsionadores de las grandes extensiones vegetales y engaños ópticos en general, se combinaban para disfrazar y distorsionar las pulcras líneas que los cartógrafos obtenían por ordenador. Era un efecto que había causado muchos malos momentos a los pilotos novatos, y proporcionado la base para innumerables bromas prácticas que los tripulantes más experimentados gastaban a dichos novatos.
Por lo tanto, fue una sorpresa, considerando el día en concreto y el ángulo de llegada, que el continente más grande del planeta Jomark se pareciera casi exactamente al detallado mapa. De todos modos, para ser justos, era un continente bastante pequeño.
En algún lugar de este continente había un maestro Jedi.
Luke tabaleó con los dedos sobre el borde del tablero de control y contempló el pedazo de tierra pardo verdosa enmarcado en la cubierta de su caza. Percibía la presencia del otro Jedi (la había sentido nada más salir del hiperespacio), pero hasta el momento no había podido establecer contacto directo. «¿Maestro C'baoth? —llamó en silencio, probando una vez más—. Soy Luke Skywalker. ¿Me oye?»
No hubo respuesta. O Luke no lo hacía bien, o C'baoth no podía contestar..., o ponía a prueba deliberadamente las potencialidades de Luke.
Bien, ya estaba harto.
—Enfoca un sensor hacia el continente principal, Erredós.
Paseó la vista por las pantallas y trató de ponerse en el estado mental de un maestro Jedi que hubiera estado fuera de la circulación mucho tiempo. El grueso de tierra firma de Jomark se encontraba en aquel pequeño continente (apenas una isla grande, a decir verdad), pero
había miles de islas más pequeñas diseminadas por el inmenso océano. En conjunto, sumarían unos trescientos mil kilómetros cuadrados de tierra seca, lo cual significaba un montón de lugares que investigar.
—Busca tecnología, a ver si puedes localizar los centros más poblados.
Erredós silbó por lo bajo, mientras analizaba las lecturas del caza. Emitió una serie de pitidos, y una pauta de puntos apareció superpuesta en la imagen de la pantalla.
—Gracias —dijo Luke.
Examinó los resultados: La mayoría de la población parecía vivir en la costa, lo cual no representaba ninguna sorpresa, pero también existían centros más pequeños hacia el interior, incluyendo una agrupación de pueblos cercanos a la orilla sur de un lago en forma de anillo casi perfecto.
Contempló la imagen con el ceño fruncido, y pidió más detalles. Comprobó que no era un simple lago, sino que se había formado en el interior de lo que quedaba de una montaña en forma de cono. Un cono más pequeño formaba una gran isla en el centro, de probable origen volcánico, a juzgar por el terreno montañoso que lo rodeaba.
Una región desolada y erizada de montañas, donde un maestro Jedi podría vivir retirado durante largo tiempo. Y un grupo de pueblos cercanos donde podría terminar con su aislamiento cuando estuviera preparado.
Era un lugar tan bueno como cualquiera para empezar.
—Muy bien, Erredós, ése será el punto de aterrizaje —dijo, indicando el punto en la pantalla—. Yo me encargaré del descenso; tú vigila los sensores y avísame si ves algo interesante.
Erredós gorjeó una nerviosa pregunta.
—Sí, o algo sospechoso —aprobó Luke.
Erredós nunca había creído que el ataque desencadenado contra ellos por los imperiales durante su última visita hubiera sido una mera coincidencia.
Atravesaron la atmósfera, conectaron los retropropulsores a medio camino y sobrevolaron las cumbres de las montañas más elevadas. Visto de cerca, el territorio era bastante escabroso, pero no tan desolado como Luke había pensado al principio. La vegetación abundaba en los valles abiertos entre las montañas, si bien era escasa en las laderas rocosas de las montañas. La mayoría de los cañones sobre los que pasaban albergaban un par de casas como mínimo, y en ocasiones una aldea, demasiado pequeña para que los sensores del caza la percibieran.
Se acercaban por el sudoeste al lago, cuando Erredós localizó la mansión colgada sobre el borde.
—Nunca había visto un edificio semejante —comentó Luke—. ¿Captas signos de vida?
Erredós gorjeó un momento: no concluyente.
—Bien, vamos a echar un vistazo —decidió Luke, y tecleó el ciclo de aterrizaje—. Si nos hemos equivocado, hay muchos sitios donde buscar.
La mansión estaba enclavada en el interior de un pequeño patio, bordeado por una valla que parecía más decorativa que defensiva. Luke aminoró la aceleración de la nave, dirigió la nave paralela a la valla y se posó a pocos metros de la única entrada. Estaba desconectando los sistemas cuando la advertencia de Erredós le impulsó a levantar la vista.
La silueta de un hombre se dibujaba frente a la puerta.
Luke le miró, y su corazón latió un poco más deprisa. El hombre era viejo, desde luego; bastaba con fijarse en el cabello cano y la larga barba que el viento de la montaña agitaba sobre su rostro arrugado. Pero sus ojos eran muy despiertos, su postura recta, orgullosa e indiferente a los embates del viento. La túnica marrón semiabierta revelaba un pecho musculoso.
—Termina de desconectar los sistemas, Erredós —dijo Luke.
Notó el temblor de su voz mientras se quitaba el casco y abría la cubierta del caza. Se deslizó por el costado de la cabina hasta el suelo.
El viejo no se había movido. Luke respiró hondo y caminó hacia él.
—Maestro C'baoth —dijo, inclinando la cabeza—. Soy Luke Skywalker.
El hombre sonrió.
—Sí, lo sé —respondió—. Bienvenido a Jomark.
—Gracias.
Luke exhaló un silencioso suspiro. Por fin. Había sido un viaje largo y tortuoso, con las escalas no previstas de Myrkr y Sluis Van, pero por fin lo había conseguido.
C'baoth debió leer sus pensamientos.
—Te esperaba mucho antes —le reprochó.
—Sí, señor —dijo Luke—. Lo siento. Últimamente, las circunstancias han escapado a mi control.
—¿Por qué?
La pregunta pilló a Luke por sorpresa.
—No entiendo.
El anciano entornó los ojos.
—¿Qué quiere decir que no entiendes? ¿Eres o no un Jedi?
—Bueno, sí...
—Entonces, deberías controlarlo todo —afirmó C'baoth—. A ti mismo, a la gente y los acontecimientos circundantes. Siempre.
—Sí, maestro —dijo Luke con cautela, intentando disimular su confusión.
El único otro maestro Jedi que había conocido era Yoda..., pero Yoda nunca había hablado de esta manera. C'baoth le examinó unos segundos. Después, de repente, su expresión se suavizó.
—Pero has venido —dijo, sonriente—. Eso es lo importante. No pudieron detenerte.
—No. Lo intentaron. He sido objeto de cuatro ataques imperiales desde que partí hacia aquí.
C'baoth le miró fijamente.
—Vaya, vaya. ¿Iban dirigidos específicamente contra ti?
—Uno sí. En cuanto a los otros, llegué en el momento más inoportuno al lugar más inoportuno, o tal vez en el momento más adecuado al lugar más adecuado —se corrigió.
C'baoth adoptó una expresión distante.
—Sí —murmuró, mirando a la lejanía—. El lugar más inoportuno en el momento más inoportuno. El epitafio de tantos Jedi.
—Miró a Luke—. El Imperio les destruyó.
—Sí, lo sé. Fueron perseguidos por Darth Vader y el emperador.
—Y uno o dos Jedi Oscuros —añadió C'baoth, sombrío—. Jedi Oscuros como Vader. Luché contra el último de ellos... —Se interrumpió y meneó la cabeza poco a poco—. Hace tanto tiempo.
Luke asintió, incómodo, con la sensación de estar pisando terreno resbaladizo. Le costaba seguir aquellos extraños temas y cambios de humor. ¿Resultado del aislamiento de C'baoth, o intentaba poner a prueba la paciencia de Luke?
—Hace mucho tiempo —dijo—, pero los Jedi volverán a vivir. Tenemos la oportunidad de empezar de nuevo.
C'baoth le devolvió su atención.
—Tu hermana —dijo—. Sí. Pronto dará a luz dos gemelos Jedi.
—En potencia, al menos —dijo Luke, algo sorprendido de que C'baoth estuviera enterado del embarazo de Leia. Los periodistas de la Nueva República habían divulgado ampliamente la noticia, pero pensaba que Jomark estaba demasiado apartada—. Por los gemelos estoy aquí, de hecho.
—No —replicó C'baoth—. Has venido porque yo te llamé.
—Bueno... Sí, pero...
—No hay «peros», Jedi Skywalker —le interrumpió con brusquedad C'baoth—. Ser un Jedi significa ser un servidor de la Fuerza. Te llamé mediante la Fuerza; y cuando la Fuerza llama, has de obedecer.
—Entiendo —mintió Luke.
¿Acaso C'baoth hablaba en términos simbólicos, o se trataba de un aspecto que había descuidado en su entrenamiento? Conocía bastante los aspectos controladores de la Fuerza; eran los que le mantenían vivo cuando se enfrentaba a rayos láser con su espada de luz, pero una «llamada» literal era algo muy distinto.
—Cuando dice que la Fuerza llama, maestro C'baoth, ¿se refiere...?
—Te he llamado por dos razones —le interrumpió C'baoth por segunda vez—. Primero, para completar tu preparación. Y segundo..., porque necesito tu ayuda.
Luke parpadeó.
—¿Mi ayuda?
C'baoth sonrió, con ojos muy cansados.
—El fin de mi vida se acerca, Jedi Skywalker. Pronto iniciaré el último viaje.
A Luke se le hizo un nudo en la garganta.
—Lo siento —fue todo cuanto pudo decir.
—Todas las vidas terminan igual.
—C'baoth se encogió de hombros—. Tanto para los Jedi como para los seres inferiores.
Luke recordó a Yoda, tendido en su lecho de muerte de Dagobah, su sensación de impotencia al no poder hacer otra cosa que mirar. No deseaba repetir la experiencia.
—¿Cómo puedo ayudarle? —preguntó.
—Aprendiendo de mí. Abriéndote a mí. Absorbiendo de mí sabiduría, experiencia y poder. De esta forma, proseguirás mi vida y mi obra.
—Entiendo —asintió Luke, y se preguntó a qué obra se estaba refiriendo el anciano—. De todos modos, comprenderá que tengo mis propias ocupaciones...
—¿Y estás preparado para ello? —preguntó C'baoth, enarcando las cejas—. ¿Completamente preparado? ¿O has venido sin nada que preguntarme?
—Bien, de hecho, sí —admitió Luke—. He venido en nombre de la Nueva República, para solicitar su ayuda en nuestra lucha contra el Imperio.
—¿Con qué fin?
Luke frunció el ceño. Pensaba que el motivo era evidente.
—La eliminación de la tiranía del Imperio. El establecimiento de la libertad y la justicia para todos los seres de la galaxia.
—Justicia.
—C'baoth torció los labios—. No busques justicia en los seres inferiores, Jedi Skywalker.
—Se golpeó dos veces en el pecho, dos veloces movimientos de los dedos—. Nosotros somos la verdadera justicia de la galaxia. Nosotros dos, y el nuevo legado Jedi que forjaremos para que siga nuestros pasos. Deja las batallitas para los demás y prepárate para ese futuro.
—Yo...
Luke buscó inútilmente una respuesta.
—¿Qué necesitan los gemelos de tu hermana? —preguntó C'baoth.
—Necesitan... Bueno, algún día necesitarán un profesor.
Las palabras brotaron casi a regañadientes. Sabía que la primera impresión siempre era engañosa, pero ahora mismo no estaba muy seguro de que quisiera a este hombre como profesor de sus sobrinos. C'baoth parecía demasiado veleidoso, casi en el borde de la inestabilidad.
—Se da por asumido que yo les enseñaré cuando tengan la edad suficiente, al igual que ahora enseño a Leia. El problema es que ser un Jedi no significa necesariamente ser un buen profesor.
—Vaciló—. Obi-wan Kenobi se culpaba por la entrega de Vader al lado oscuro. No quiero que eso ocurra a los hijos de Leia. He pensado que tal vez podría enseñarle los métodos de instrucción Jedi...
—Una pérdida de tiempo —interrumpió C'baoth, con un encogimiento de hombros—. Tráeles aquí. Yo mismo les instruiré.
—Sí, maestro.
—Luke eligió sus palabras con sumo cuidado—. Agradezco la oferta, pero como usted mismo ha dicho, tiene su propio trabajo que hacer. Sólo necesito algunas directrices...
—¿Qué me dices de ti, Jedi Skywalker? —interrumpió C'baoth una vez más—. ¿Ya no necesitas más instrucción? ¿En materia de juicio, tal vez?
Luke apretó los dientes. Esta conversación le estaba dejando al descubierto más de lo que deseaba.
—Sí, podría recibir más instrucción a ese respecto —admitió—. A veces, pienso que mi maestro Jedi esperaba que la adquiriera por mis propios medios.
—Es una simple cuestión de escuchar a la Fuerza —replicó el anciano. Por un momento, sus ojos parecieron perderse en la lejanía—. Ven. Iremos a los pueblos y te enseñaré.
Luke enarcó las cejas.
—¿Ahora mismo?
—¿Por qué no? —C'baoth se encogió de hombros—. He llamado a un conductor. Nos espera en la carretera.
—Miró más allá de Luke—. No. Quédate ahí —ordenó.
Luke se volvió. Erredós había salido de la nave y se disponía a bajar.
—Es mi androide —dijo.
—Se quedará donde está —contestó C'baoth—. Los androides son una abominación, criaturas que razonan, pero no forman parte de la Fuerza.
Luke frunció el ceño. Los androides eran únicos en ese sentido, pero no por ello merecían el calificativo de abominaciones. En todo caso, no era ni el momento ni el lugar más adecuado para entrar en discusiones acerca de ese punto.
—Le ayudaré a entrar en el caza —tranquilizó a C'baoth, y corrió hacia la nave. Invocó la Fuerza y saltó sobre el casco, al lado de Erredós—. Lo siento, Erredós, pero tendrás que quedarte aquí. Vamos dentro.
Erredós emitió unos pitidos de indignación.
—Lo sé, y lo siento.
—Luke encajó el cilindro de metal en su hueco—. El maestro C'baoth no quiere que vengas. Te da igual esperar aquí que en tierra. Al menos, podrás hablar con el ordenador del caza.
El androide gorjeó de nuevo, en tono quejoso y algo nervioso.
—No, creo que no corro ningún peligro —le tranquilizó Luke—. Si estás preocupado, puedes seguir mis pasos mediante los sensores del caza.
—Bajó la voz—. Y mientras tanto, quiero que realices un análisis completo de la zona, a ver si descubres alguna vegetación que parezca distorsionada, como aquel árbol retorcido que crecía sobre la cueva del lado oscuro de Dagobah. ¿Entendido?
Erredós emitió un pitido de conformidad, algo dudoso.
—Bien. Hasta luego.
—Luke saltó al suelo—. Estoy preparado —dijo a C'baoth.
El anciano cabeceó.
—Por aquí —dijo, y se internó por un sendero que descendía.
Luke corrió para alcanzarle. Sabía que existía una posibilidad entre mil. Aunque el lugar que buscaba estuviera dentro del radio de alcance del sensor, no tenía la menor garantía de que el androide supiera distinguir entre plantas alienígenas sanas e insanas, pero valía la pena intentarlo. Sospechaba desde hacía mucho tiempo que Yoda había conseguido ocultarse del emperador y Vader porque la cueva del lado oscuro cercana a su casa había enmascarado su influencia en la Fuerza. Para que C'baoth hubiera pasado desapercibido, era preciso que en Jomark existiera también un foco similar del lado oscuro.
A menos que no hubiera pasado desapercibido, por supuesto. Quizá el emperador conocía su existencia, pero le había dejado en paz a propósito.
Lo cual, a su vez, implicaba.... ¿qué?
Luke lo ignoraba, pero debería averiguarlo a toda costa.
Apenas habían recorrido doscientos metros, cuando llegaron el vehículo y el conductor que C'baoth había llamado: un hombre alto y flaco, montado en una vieja bicicleta recreativa de alta velocidad SoroSuub, que remolcaba un complicado carruaje de ruedas.
—Poco más que un carretón de granja transformado, temo —dijo C'baoth, mientras dejaba pasar a Luke y se sentaba a su lado. Casi todo el vehículo era de madera, pero los asientos estaban acolchados—. Los habitantes de Chynoo lo construyeron para mí cuando llegué.
El conductor hizo girar las ruedas para dar la vuelta, maniobra bastante difícil en un sendero tan angosto, y comenzó el viaje.
—¿Cuánto tiempo permaneció solo antes de eso? —preguntó Luke.
C'baoth meneó la cabeza.
—No lo sé. El tiempo no me preocupaba. Vivía, pensaba, meditaba. Eso era todo.
—¿Recuerda cuándo llegó aquí por primera vez? —insistió Luke—. Después de la misión Vuelo de Expansión, quiero decir.
C'baoth se volvió poco a poco hacia él y le dirigió una mirada glacial.
—Tus pensamientos te traicionan, Jedi Skywalker —dijo con frialdad—. Intentas asegurarte de que no soy un sirviente del emperador.
Luke se obligó a sostener su mirada.
—El maestro que me instruyó dijo que yo era el último Jedi, sin contar a Vader y al emperador.
—¿Y temes que yo sea un Jedi oscuro, como ellos?
—¿Lo es?
C'baoth sonrió y, ante la sorpresa de Luke, lanzó una risita. Era un sonido extraño, saliendo de aquel rostro tan serio.
—Por favor, Jedi Skywalker. ¿De veras crees que Joruus C'baoth, Joruus C'baoth, se pasaría al lado oscuro? —La sonrisa se desvaneció—. El emperador no me destruyó, Jedi Skywalker, por la sencilla razón de que estuve fuera de su alcance durante casi todo su reinado. Y cuando regresé...
—Sacudió la cabeza—. Hay otro. Otro además de tu hermana. Aún no es un Jedi, pero he sentido las oscilaciones de la Fuerza.
—Sí, sé de qué habla. La conozco.
C'baoth se volvió hacia él con ojos brillantes.
—¿Que la conoces? —preguntó con voz ahogada.
—Bueno, eso creo —se corrigió Luke—. Imagino posible que alguien más...
—¿Cómo se llama?
Luke frunció el ceño, escrutó la cara de C'baoth y trató sin éxito de leer su estado de ánimo. Había algo en él que no le gustaba en absoluto.
—Se hace llamar Mara Jade —contestó.
C'baoth se reclinó en los almohadones, con la vista perdida en la nada.
—Mara Jade —repitió en voz baja.
—Cuénteme más cosas sobre el proyecto Vuelo de Expansión —dijo Luke, decidido a profundizar en el tema—. Si no recuerdo mal, despegaron de Yaga Minor, con el propósito de buscar vida fuera de la galaxia. ¿Cuál fue la suerte de la nave y los demás maestros Jedi que iban con usted?
—Murieron, por supuesto —respondió el anciano, con voz y mirada distantes—. Todos murieron. Sólo yo sobreviví.
—Miró de repente a Luke—. Aquello me cambió.
—Comprendo —dijo Luke en voz baja. Por eso parecía tan extraño C'baoth. Algo le había ocurrido en aquel vuelo—. Cuénteme.
C'baoth guardó silencio unos instantes. Luke esperó, sacudido por los saltos que daba el carruaje sobre el terreno irregular.
—No —dijo por fin C'baoth, y meneó la cabeza—. Ahora no. Tal vez más tarde.
—Indicó hacia adelante—. Ya hemos llegado.
Luke vio media docena de casitas, y aparecieron más a medida que el carruaje abandonaba la protección de los árboles. Unas cincuenta en total, más o menos. Casas pequeñas y limpias que parecían combinar elementos de construcción naturales con detalles selectos de la tecnología más moderna. Unas veinte personas estaban enfrascadas en diversas actividades; casi todas interrumpieron sus tareas cuando aparecieron la bicicleta y su remolque. El conductor se dirigió al centro del pueblo y se detuvo frente a una especie de trono de madera pulida, protegido por un pequeño pabellón de techo abovedado.
—Lo hice traer del Gran Castillo —explicó C'baoth, indicando el trono—. Sospecho que era un símbolo de autoridad para los seres que lo tallaron.
—¿Para qué sirve ahora? —preguntó Luke.
El trabajado trono se le antojaba fuera de lugar, en un ambiente tan rústico como éste.
—Desde él suelo administrar justicia a mi pueblo —dijo C'baoth. Se levantó y bajó del carruaje—. Hoy no nos iremos con tantas formalidades. Ven.
La gente seguía inmóvil, con la vista clavada en ellos. Luke proyectó la Fuerza para captar el sentir general. Parecían expectantes, algo sorprendidos, definitivamente reverentes. No percibió temor, pero tampoco afecto.
—¿Desde cuándo viene aquí? —preguntó a C'baoth.
—Menos de un año.
—C'baoth se puso a andar por la calle—. Tardaron en aceptar mi sabiduría, pero al final les convencí.
Los aldeanos reanudaron sus tareas, pero sus ojos no dejaron de seguir a los visitantes.
—¿A qué se refiere? —preguntó Luke.
—Les enseñé que les convenía escucharme por su propio bien.
—C'baoth indicó una casa—. Proyecta tus sentidos, Jedi Skywalker. Háblame de esa casa y de sus habitantes.
En seguida comprendió qué quería decir C'baoth. Aun sin concentrar su atención en el lugar, Luke percibió la cólera y la hostilidad que brotaban de su interior. Captó algo similar a instintos homicidas.
—Oh, oh —dijo —. ¿Cree que deberíamos...?
—Por supuesto. Ven.
Se encaminó hacia la casa y abrió la puerta de un empujón. Luke le siguió, con la mano apoyada sobre su espada de luz.
Había dos hombres de pie en la sala. Uno amenazaba con un gran cuchillo al otro, y ambos se quedaron petrificados cuando entraron los intrusos.
—Deja ese cuchillo, Tarm —ordenó C'baoth—. Svan, tira tu arma. Poco a poco, el hombre del cuchillo lo dejó en el suelo. El otro miró a C'baoth, después a su contrincante desarmado.
—¡He dicho que la tires! —gritó C'baoth.
El hombre se encogió, se apresuró a extraer una pequeña pistola del bolsillo y la dejó caer junto al cuchillo.
—Mejor —dijo C'baoth, con voz serena pero todavía furiosa—. Ahora, explicaos.
Los dos hombres hablaron al mismo tiempo, una confusa sucesión de acusaciones y contraacusaciones sobre un negocio que había salido mal. C'baoth escuchaba en silencio, sin aparentar dificultad en seguir la retahíla de hechos, presunciones y acusaciones. Luke aguardaba a su lado, preguntándose cómo iba a resolver el embrollo. En su opinión, los dos hombres esgrimían argumentaciones válidas. Por fin, los hombres se quedaron sin palabras.
—Muy bien —dijo C'baoth—. La sentencia de C'baoth es que Svan pagará a Tarm el total de honorarios acordado. La sentencia se ejecutará inmediatamente.
Luke miró a C'baoth, sorprendido.
—¿Eso es todo? —preguntó.
C'baoth le dirigió una mirada acerada.
—¿Tienes algo que decir?
Luke contempló a los dos aldeanos, consciente de que discutir la sentencia en su presencia minaría la autoridad de C'baoth.
—Pensaba que lo más adecuado sería llegar a un compromiso.
—Nada de compromisos —afirmó C'baoth—. Svan es culpable, y pagará.
—Sí, pero...
Luke percibió la intención medio segundo antes de que Svan se precipitara hacia su pistola. Liberó la espada de luz con un solo movimiento y la encendió, pero C'baoth fue más rápido. Levantó la mano al tiempo que la hoja blanco verdosa de Luke cobraba vida, y de las yemas de sus dedos surgieron rayos azules.
Svan recibió la descarga en mitad del pecho, y trastabilleó, con un grito de agonía. Se desplomó en el suelo, y volvió a gritar cuando C'baoth disparó una segunda descarga contra él. La pistola resbaló de su mano, y una corona blanco azulada rodeó el metal durante un instante.
C'baoth bajó la mano. Durante un largo momento, sólo se oyeron los gemidos del hombre caído en el suelo. Luke le contempló horrorizado. El olor a ozono revolvió su estómago.
— iC'baoth!
—Te dirigirás a mí como maestro —le interrumpió el anciano.
Luke respiró hondo, y procuró serenar su mente y su voz. Cerró la espada de luz, la devolvió a su cinto y se arrodilló junto al hombre caído. Todavía padecía dolores, pero aparte de las quemaduras en su pecho y brazos, no parecía sufrir heridas graves. Luke pasó la mano por las quemaduras más dolorosas, proyectó la Fuerza e hizo cuanto pudo por aliviar los sufrimientos del hombre.
—Jedi Skywalker —dijo C'baoth desde atrás—. No está malherido. Apártate.
Luke no se movió.
—Está sufriendo.
—Como debía ser: necesitaba una lección, y el dolor es el único profesor que nadie olvida. Apártate.
Luke pensó un momento en desobedecer. El rostro y el estado de ánimo de Svan expresaban un profundo dolor...
—¿O prefieres que Tarm caiga muerto ahora mismo? —añadió C'baoth.
Luke miró la pistola caída en el suelo, y después a Tarm, que se mantenía inmóvil, con los ojos abiertos de par en par y muy pálido.
—Había otras formas de detenerle —dijo Luke, poniéndose en pie.
—Pero de ésa se acordará siempre.
—C'baoth miró fijamente a Luke—. Recuérdalo, Jedi Skywalker; recuérdalo bien. Porque si permites que tu justicia sea olvidada, te verás obligado a repetir la misma lección una y otra vez.
—Sostuvo la mirada de Luke un par de segundos más, antes de volverse hacia la puerta—. Ya hemos terminado. Vámonos.

Las estrellas brillaban en lo alto cuando Luke abrió la puerta del Gran Castillo y salió al patio. Erredós había captado su presencia. Mientras cerraba la puerta a su espalda, el androide encendió las luces de aterrizaje del caza e iluminó su sendero.
—Hola, Erredós —saludó Luke. Caminó hacia la escalerilla y se izó hasta la cabina—. He venido a ver cómo estáis tú y la nave.
Erredós le comunicó que todo iba bien.
—Estupendo.
—Luke conectó las pantallas y solicitó una evaluación de la situación general—. ¿El análisis sensor que pedí ha dado algún resultado?
La respuesta fue menos que optimista.
—Tan mal, ¿eh?
Luke cabeceó vigorosamente cuando la traducción de la respuesta apareció en la pantalla del ordenador.
—Bien, eso es lo que pasa cuando subes a la montaña.
Erredós gruñó, con muy poco entusiasmo, y luego gorjeó una pregunta.
—No lo sé —contestó Luke—. Unos días más, como mínimo. Tal vez más, si necesita que me quede.
—Suspiró—. No lo sé, Erredós. Me refiero a que no es lo que me esperaba. Fui a Dagobah, pensando que encontraría a un gran guerrero, y me topé con el maestro Yoda. Vine aquí con la esperanza de encontrar a alguien como el maestro Yoda..., y en cambio me doy de bruces con el maestro C'baoth.
Erredós emitió un pitido despectivo, y Luke no pudo por menos que sonreír cuando leyó la traducción.
—Sí, bueno, no olvides que el maestro Yoda también te las hizo pasar canutas aquella primera noche —recordó al androide, y el recuerdo le estremeció.
Yoda también se las había hecho pasar canutas a Luke, aquella primera vez. Sometió a prueba la paciencia y el trato dispensado por Luke a los desconocidos. Y Luke había fracasado. Penosamente. Erredós explicó que existía una diferencia.
—Sí, tienes razón —admitió Luke—. Aun mientras nos estaba poniendo a prueba, la malicia de Yoda no tenía punto de comparación con la de C'baoth.
Se recostó contra el apoya cabezas, y contempló los picos montañosos y las lejanas estrellas. Estaba preocupado, mucho más que durante la última batalla contra el emperador. Sólo se le había ocurrido ir a conversar con Erredós.
—No sé, Erredós. Hoy ha hecho daño a una persona. Mucho daño. Intervino en una discusión sin ser invitado, después impuso una solución arbitraria a las personas involucradas, y... —Agitó una mano—. No me imagino a Ben o al maestro Yoda actuando de esa forma, pero es un Jedi, como ellos. ¿Qué ejemplo se supone que debo seguir?
El androide pareció reflexionar. Después, casi a regañadientes, gorjeó de nuevo.
—Ésa es la pregunta obvia —admitió Luke—, pero ¿por qué se molestaría un Jedi oscuro con los poderes de C'baoth en jugar conmigo así? ¿Por qué no me mata y acaba cuanto antes?
Erredós emitió un gruñido electrónico, y una lista de posibles motivos desfilaron por la pantalla. Una lista bastante larga. Estaba claro que el androide había meditado largo tiempo sobre la pregunta.
—Agradezco tu preocupación, Erredós —le tranquilizó Luke—, pero no creo que sea un Jedi oscuro. Es errático y caprichoso, pero carece del aura malvada que percibí en Vader y en el emperador.
—Vaciló. Le iba a costar bastante decirlo—. Me inclino a pensar que el maestro C'baoth está loco.
Era la primera vez en su vida que Luke veía a C'baoth quedarse sin habla. Durante un minuto, sólo se oyó el susurro del viento procedente de la montaña, al soplar entre los árboles que rodeaban el Gran Castillo. Luke contempló las estrellas y esperó a que Cetrespeó recobrara la voz.
Por fin, el androide gorjeó.
—No, no sé muy bien cómo puede haber ocurrido algo semejante —admitió Luke cuando la pregunta apareció en la pantalla—, pero tengo una idea.
Enlazó los dedos detrás de la nuca, y el movimiento suavizó la presión que sufría su pecho. Tuvo la impresión de que la fatiga de su mente sólo era comparable al dolor que atenazaba sus músculos, algo que sólo ocurría tras realizar un esfuerzo descomunal. Se preguntó si el aire transportaba alguna sustancia que los sensores del caza no percibían.
—Nunca se sabe, pero después de que Ben fuera abatido, en la primera Estrella de la Muerte, descubrí que, en ocasiones, podía oír su voz en el fondo de mi mente. Cuando la Alianza fue expulsada de Hoth, también pude verle.
Erredós gorjeó.
—Sí, era la persona con la que a veces hablaba en Dagobah — confirmó Luke—. Y después de la batalla de Endor, no sólo pude ver a Ben sino también a Yoda y a mi padre, aunque los otros dos nunca hablaron, y tampoco volví a verles. Supongo que los Jedi muertos también tienen una forma de... Oh, no sé, de anclarse a otro Jedi por el que sienten afecto.
Erredós pareció reflexionar sobre aquellas palabras, y apuntó un posible fallo en el razonamiento.
—No he dicho que fuera la teoría más sólida de la galaxia —gruñó Luke, algo irritado—. Tal vez estoy equivocado, pero en caso contrario, es posible que los otros cinco maestros Jedi del proyecto Vuelo de Expansión se anclaran al maestro C'baoth.
Erredós emitió un silbido pensativo.
—Exacto —admitió Luke—. No me molestaba tener a Ben cerca. De hecho, me habría gustado que se comunicara conmigo más a menudo, pero el maestro C'baoth era mucho más poderoso que yo. Quizá era diferente con él.
Erredós lanzó un leve gemido, y otra sugerencia, que expresaba mayor preocupación, apareció en la pantalla.
—No puedo abandonarle, Erredós.
—Luke meneó la cabeza, agotado—. En su estado, no, sobre todo teniendo en cuenta que puedo ayudarle.
Hizo una mueca cuando percibió en las palabras un doloroso eco del pasado. También Darth Vader había necesitado ayuda, y Luke había cargado con la responsabilidad de salvarle del lado oscuro. Y por ello, casi había muerto. «¿Qué estoy haciendo? —se preguntó en silencio—. No soy un curandero. ¿Por qué me esfuerzo en serlo?»
«¿Luke?»
Luke se concentró en el presente, no sin un gran esfuerzo.
—He de irme —dijo, y se levantó del asiento—. El maestro C'baoth me llama.
Apagó las pantallas, pero no antes de que la apresurada traducción de Erredós apareciera en la pantalla del ordenador.
—Tranquilízate, Erredós —dijo Luke, palmeando el cuerpo rechoncho del androide—. No me pasará nada. Soy un Jedi, ¿te acuerdas? Sigue vigilando el exterior. ¿De acuerdo?
El androide elevó una queja lastimera cuando Luke bajó por la escalerilla hasta el suelo. Se detuvo y contempló la lóbrega mansión, sólo iluminada por las luces de aterrizaje del caza. Se preguntó si Erredós tendría razón respecto a que lo mejor sería salir de allí cuanto antes.
Porque el androide había dado en la diana. El talento de Luke no se inclinaba hacia los aspectos curativos de la Fuerza; de eso estaba seguro. Ayudar a C'baoth iba a constituir un proceso largo, sin la menor garantía de éxito. Con un gran almirante a la cabeza del Imperio, luchas políticas intestinas en la Nueva República y toda la galaxia colgando de un hilo, ¿era el modo más eficaz de emplear su tiempo?
Desvió los ojos de la mansión hacia las sombras oscuras de las montañas que rodeaban el lago. Coronadas de nieve en algunos puntos, apenas visibles a la débil luz de las tres diminutas lunas de Jomark, le recordaban de alguna manera las montañas Manara¡, situadas al sur de la ciudad imperial de Coruscant. Y otro recuerdo acompañó a aquél: Luke, de pie en el tejado del palacio imperial, contemplando aquellas montañas, y explicando a Cetrespeó que un Jedi no podía sumergirse en asuntos galácticos hasta el punto de dejar de preocuparse por los individuos.
El discurso le había parecido noble y serio en aquel momento. Había llegado el momento de demostrar que no se trataba tan sólo de palabras.
Respiró hondo y se encaminó hacia la puerta.





15


—Tangrene fue nuestra máxima hazaña —dijo el senador Bel Iblis, mientras vaciaba su copa y erguía la cabeza. Al otro lado del enorme pero desierto salón, el cantinero cabeceó y preparó más bebidas—. En aquel tiempo, llevábamos tres años aguijoneando al Imperio —continuó Bel Iblis—. Atacábamos pequeñas bases y transportes cargados con suministros militares, dándoles tantos quebraderos de cabeza como podíamos, pero no fue hasta Tangrene que empezaron a concedernos su atención.
—¿Qué ocurrió en Tangrene? —preguntó Han.
—Dinamitamos un centro fundamental del Ubictorado —explicó Bel Iblis, con evidente satisfacción—, y luego desaparecimos ante las narices de tres Destructores Estelares que, en teoría, custodiaban el lugar. Yo diría que fue entonces cuando dejamos de ser considerados una molestia sin importancia, y empezaron a tomarnos en serio.
—Apuesto a que sí —dijo Han, y meneó la cabeza, admirado. Sólo tener a la vista una base del Ubictorado de la Inteligencia Imperial era ya una proeza, y no digamos volarla y salir ilesos—. ¿Cuántas bajas tuvieron?
—Por asombroso que parezca, las cinco naves escaparon. Sufrimos muchos daños, desde luego, y una estuvo fuera de servicio durante casi siete meses, pero valió la pena.
—¿No dijo que tenían seis Acorazados? —preguntó Lando.
—Ahora tenemos seis —corroboró Bel Iblis—. En aquel tiempo, sólo teníamos cinco.
—Ah —dijo Lando, y se sumió en el silencio.
—¿Fue después de eso cuando empezó a cambiar de base? —preguntó Han.
Bel Iblis miró un momento más a Lando antes de volverse hacia Han.
—Fue cuando la movilidad se convirtió en un objetivo prioritario, en efecto —corrigió—, aunque nunca habíamos pasado mucho tiempo en el mismo sitio. De hecho, este lugar es nuestro decimotercer emplazamiento en siete años, ¿verdad, Sena?
—Catorceavo —habló la aludida—, contando Womrik y las bases del asteroide Mattri.
—Catorce, pues —asintió Bel Iblis—. Habrán reparado en que todos los edificios están construidos de un plástico de memoria biestable. Resulta relativamente fácil plegarlo todo y almacenarlo en los transportes.
—Lanzó una risita—. Aunque a veces nos ha salido el tiro por la culata. Hace tiempo, en Lelmra, nos sorprendió una violenta tormenta, y los rayos cayeron tan cerca de nosotros que dispararon los mecanismos de un par de barracones y un centro de prácticas de tiro. Se plegaron con tanta pulcritud como un regalo de cumpleaños, con casi cincuenta personas en su interior.
—Fue muy divertido —intervino con sequedad Sena—. Nadie murió, por suerte, pero tardamos casi toda la noche en liberarlos, y la tormenta seguía rugiendo a nuestro alrededor.
—La situación se calmó poco antes del amanecer —explicó Bel Iblis—. Ya nos habíamos ido antes de la noche siguiente. Ah.
El cantinero había llegado con la siguiente ronda de bebidas. Destornilladores, como les había llamado Bel Iblis: un combinado de coñac corelliano y un extracto de frutas desconocido, pero muy agrio. No era el tipo de bebida que Han esperaba encontrar en un campamento militar, pero estaba bastante bien. El senador cogió dos vasos de la bandeja. Tendió uno a Han y el otro a Sena. Luego, cogió los otros dos.
—Ya tengo bastante, gracias —dijo Lando, antes de que Bel Iblis se lo pasara.
Han miró a su amigo con el ceño fruncido. Lando estaba sentado muy rígido en su silla, el rostro impasible, el vaso medio lleno. Su primer vaso. Han advirtió de repente que Lando no lo había vuelto a llenar en la hora y media que llevaban en el salón. Miró a Lando y enarcó levemente las cejas. Lando le devolvió la mirada, sin alterar la expresión, bajó los ojos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
—Fue un mes después de Tangrene, más o menos —continuó Bel Iblis—, cuando conocimos a Borsk Fey'lya.
Han se volvió hacia él, con una punzada de culpabilidad. Estaba tan absorto en los relatos de Bel Iblis que había olvidado por completo por qué Lando y él habían emprendido esta misión. Tal vez por eso le había mirado Lando con tal frialdad.
—Sí, Fey'lya —dijo—. ¿Qué relaciones mantiene con él?
—Muchas menos de las que él quisiera, se lo aseguro —respondió Bel Iblis—. Fey'lya nos hizo algunos favores durante los años de la guerra, y por lo visto piensa que deberíamos estarle agradecidos.
—¿Qué clase de favores? —preguntó Lando.
—Pequeños —respondió Bel Iblis—. Al principio, nos ayudó a montar una línea de abastecimiento a través de Nueva Cov, y en una ocasión nos avisó de que se acercaban unos Cruceros Estelares, cuando los imperiales empezaron a meter las narices en el sistema, en un momento delicado. El y otros bothan nos proveyeron de fondos, lo cual nos permitió comprar equipos antes de lo que habríamos podido.
—De modo que le está agradecido —insistió Lando.
Bel Iblis sonrió.
—O en otras palabras, ¿qué quiere Fey'lya de mí?
Lando no sonrió.
—No estaría mal, para empezar —dijo.
—Lando —le advirtió Han.
—No, no hay problema —dijo Bel Iblis, y su sonrisa se desvaneció—. Antes de contestar, sin embargo, me gustaría que me explicaran un poco la jerarquía de la Nueva República. La posición de Mon Mothma en el nuevo gobierno, las relaciones de Fey'lya con ella... Ese tipo de cosas.
Han se encogió de hombros.
—Es de conocimiento público.
—Ésa es la versión oficial —dijo Bel Iblis—. Estoy preguntando cómo son las cosas en realidad.
Han miró a Lando.
—No entiendo —dijo.
Bel Iblis tomó un sorbo de su destornillador.
—Bien, permítanme que sea más directo —dijo, mientras estudiaba el líquido del vaso—. ¿Qué está tramando Mon Mothma?
Han experimentó una punzada de cólera.
—¿Es eso lo que le ha dicho Breil'lya? —preguntó—. ¿Que está tramando algo?
Bel Iblis alzó los ojos sobre el borde del vaso.
—Esto no tiene nada que ver con los bothan —dijo en voz baja—, sino sobre Mon Mothma, punto.
Han procuró dominar su confusión y trató de aclarar su mente. Había cosas de Mon Mothma que no le gustaban, muchas cosas, para ser sincero. Empezando con la forma en que obligaba a Leia a ejercer sus artes diplomáticas, en lugar de dejarla concentrarse en su instrucción Jedi. Y otras cosas que le volvían loco. Pero para ser sincero...
—Por lo que yo sé —dijo por fin—, lo único que intenta es formar un nuevo gobierno.
—¿Con ella a la cabeza?
— ¿Por qué no?
Una sombra cruzó el rostro de Bel Iblis, y bajó los ojos hacia el vaso.
—Supongo que era inevitable —murmuró. Permaneció en silencio un momento. Después, levantó la vista, como si hubiera tomado una decisión—. ¿Diría usted, por tanto, que van a transformarse en una república, de facto tanto como de nombre?
—Yo diría que sí —asintió Han—. ¿Qué tiene que ver esto con Fey'lya?
Bel Iblis se encogió de hombros.
—Fey'lya opina que Mon Mothma ejerce demasiado poder. Supongo que usted no estará de acuerdo con esta afirmación.
Han vaciló.
—No lo sé —admitió—, pero ya no lo controla todo, como durante la guerra.
—La guerra continúa —le recordó Bel Iblis.
—Sí, bueno...
—Según Fey'lya, ¿qué conviene hacer? —preguntó Lando.
Bel Iblis torció los labios.
—Oh, Fey'lya sostiene ideas personales y nada sorprendentes sobre el reparto del poder, pero los bothan son así. Se pelearán a muerte por repartirse el pastel.
—Sobre todo, cuando proclaman que han sido valiosos aliados del bando vencedor —dijo Lando—. Al contrario de otros que podría mencionar.
Sena se removió en su asiento, pero antes de que abriera la boca, Bel Iblis la detuvo con un ademán.
—Se está preguntando por qué no me uní a la Alianza —dijo con calma—. Por qué me decanté por declarar mi guerra particular al Imperio.
—Exacto —respondió Lando, empleando el mismo tono—. Me lo pregunto.
Bel Iblis le dirigió una larga y calculadora mirada.
—Podría darle varias razones de por qué consideré mejor para nosotros seguir independientes —dijo por fin—. Seguridad, para empezar. Se producían muchas comunicaciones entre las diversas unidades de la Alianza, lo cual implicaba que el Imperio tenía muchas posibilidades de interceptarlas. Durante un tiempo, dio la impresión de que una de cada cinco bases rebeldes caía en manos del Imperio por fallos en la seguridad.
—Tuvimos algunos problemas ——admitió Han—, pero han sido solucionados.
—¿De veras? —replicó Bel Iblis—. ¿Y esa filtración de información que procede del mismísimo palacio imperial, según tengo entendido?
—Sí, conocemos su existencia —dijo Han, y se sintió como un niño castigado de cara a la pared por no hacer los deberes—. Se está investigando.
—No basta con investigar —advirtió Bel Iblis—. Si nuestros análisis de los comunicados imperiales son correctos, esa filtración tiene un nombre, Fuente Delta, e informa personalmente al gran almirante.
—De acuerdo —dijo Lando—. Seguridad. Oigamos las otras razones.
—Tranquilo, Lando —dijo Han—. Eso no es un juicio, o...
Un gesto de Bel Iblis le interrumpió.
—Gracias, Solo, pero soy muy capaz de defender mis actos —dijo el senador—. Y me satisfará mucho hacerlo..., cuando considere que ha llegado el momento apropiado para esa conversación.
Miró a Lando, y luego consultó su reloj.
—Ahora, he de atender a otras preocupaciones. Se está haciendo tarde, y sé que no han tenido tiempo de relajarse desde el aterrizaje. Irenez ha trasladado su equipaje a un apartamento de oficiales libre, cerca de la plataforma de aterrizaje. Temo que es pequeño, pero confío en que les resultará cómodo.
—Se levantó—. Quizá después de cenar podamos proseguir esta discusión.
Han miró a Lando. «Muy a tiempo», decía la expresión de su amigo, pero evitó expresar en voz alta el pensamiento.
—Nos parece bien —dijo a Bel Iblis, en nombre de los dos.
—Bien —sonrió Bel Iblis—. Sena me acompañará, pero les indicaremos dónde se encuentran sus aposentos cuando salgamos. A menos que prefieran un guía.
—Sabremos encontrarlos —le aseguró Han.
—Perfecto. Alguien vendrá a buscarles para la cena. Hasta luego.
Caminaron en silencio la mitad de la distancia que les separaba de sus aposentos. Lando habló por fin.
—¿Quieres decirlo de una vez?
—¿Decir qué? —gruñó Han.
—Increparme por no haberme arrodillado delante de tu amigo el senador. Hazlo de una vez, porque hemos de hablar.
Han mantuvo la vista en el frente.
—No es que no te arrodillaras —replicó—. He visto a Chewie malhumorado comportarse con más educación que tú.
—Tienes razón —reconoció Lando—. ¿Quieres seguir enfadado, o te sientes dispuesto a escuchar mis motivos?
—Bueno, podría ser interesante —dijo con sarcasmo Han—. Tienes buenos motivos para ser grosero con un antiguo senador imperial, ¿eh?
—No nos está diciendo la verdad, Han. Al menos, no toda.
—¿De veras? ¿Quién dice que ha de contarlo todo a unos extraños?
—Él nos trajo aquí. ¿Para qué, si luego nos miente?
Han miró de reojo a su amigo, y se fijó por primera vez en la tensión que reflejaba el rostro de Lando. Estaba hablando muy en serio.
—Muy bien —dijo, algo más calmado—. ¿Sobre qué mintió?
—Este campamento, para empezar.
—Lando señaló el edificio más próximo—. El senador dijo que cambian a menudo de emplazamiento. Catorce lugares distintos en siete años, ¿recuerdas? Sin embargo, este lugar lleva aquí más de medio año.
Han miró hacia el edificio cuando pasaron por delante. La suave curvatura de los extremos en que la memoria plástica se doblaba, las señales de desgaste en los cimientos.
—Hay otros detalles —prosiguió Lando—. Aquel salón del cuartel general... ¿Te fijaste en la cantidad de adornos que había? Una docena de esculturas esparcidas entre los reservados, un montón de lámparas. Sin contar lo que colgaba de las paredes. Había un panel de pantalla antiguo montado sobre el bar principal, el crono de una nave cerca de la salida...
—Yo también estaba, ¿recuerdas? —le interrumpió Han—. ¿Qué quieres demostrar?
—Quiero demostrar que este lugar no está preparado para ser empaquetado y llevado al espacio en tres minutos. Ya no. Y no es posible rodearse de tantos lujos y comodidades, combinándolos con la actividad de lanzar ataques a gran escala contra las bases imperiales.
—Quizá hayan decidido descansar una temporada.
El ejercicio de defender a Bel Iblis ya empezaba a incomodarle.
—Tal vez. En este caso, la pregunta es por qué. ¿Con qué fin está reteniendo a sus naves y tropas?
Han mordisqueó el interior de su mejilla. Comprendió qué insinuaba Lando.
—Crees que ha hecho un trato con Fey'lya.
—Es la respuesta obvia. ¿Oíste cómo habló de Mon Mothma, como si esperara que se proclamase emperatriz de un momento a otro? ¿Influencia de Fey'lya?
Han meditó. Era una locura, pero no tan enorme como le había parecido de entrada. Si Fey'lya pensaba que podía dar un golpe de estado con seis Acorazados, iba a llevarse una desagradable sorpresa.
Pero por otra parte...
—Espera un momento, Lando. Esto es absurdo. Si están conspirando contra Mon Mothma, ¿por qué nos han traído aquí?
Lando silbó entre dientes.
—Bien, eso nos lleva a la peor posibilidad, viejo amigo. Que tu amigo el senador es un farsante..., y que esto es un gigantesco complot imperial.
Han parpadeó.
—Ahora sí que me he perdido.
—Piensa en ello —le urgió Lando. Bajó la voz cuando un grupo de hombres uniformados surgieron por la esquina de un edificio y se desviaron en otra dirección—. ¿Garm Bel Iblis, dado por muerto, resucita de repente? ¿No sólo vivo, sino con todo su ejército, un ejército del que ninguno de nosotros ha oído hablar?
—Sí, pero Bel Iblis no era exactamente un recluso —señaló Han—. Había muchos hologramas y grabaciones de él cuando éramos chavales. Costaría mucho imitar su aspecto y su forma de hablar.
—Si tuvieras a mano esas grabaciones para compararlas con él, sí —admitió Lando—, pero sólo cuentas con tus recuerdos. No sería tan difícil improvisar una copia parecida. Y sabemos que esta base fue establecida hace más de un año. Tal vez abandonada por otros, y no costaría mucho reunir un falso ejército.
Han meneó la cabeza.
—Pisas terreno resbaladizo, Lando. El Imperio no se tomaría tantas molestias por nosotros.
—Quizá no fue por esa causa. Quizá lo hicieron por Fey'lya, y nosotros caímos en medio por casualidad.
Han frunció el ceño.
—¿Por Fey'lya?
—Claro. Para empezar, el Imperio manipula la cuenta bancaria de Ackbar, lo cual pone a éste bajo sospecha y permite que alguien le desplace de su puesto. Entra Fey'lya, convencido de que cuenta con el apoyo del legendario Garm Bel Iblis y su ejército privado. Fey'lya mueve sus peones para lograr el poder, la jerarquía de la Nueva República se ve metida en un lío, y mientras todo el mundo está distraído, el Imperio ataca y recupera un par de sectores. Rápido, limpio y sencillo.
Han resopló.
—¿A eso lo llamas sencillo?
—Estamos tratando con un gran almirante, Han —le recordó Lando—. Todo es posible.
—Bueno, pero posible no significa probable. Si eso es cierto, ¿por qué nos han traído aquí?
—¿Y por qué no? Nuestra presencia no perjudica el plan. Hasta puede que lo beneficie. Nos enseñan el montaje, nos envían de vuelta, damos el soplo sobre Fey'lya, y Mon Mothma ordena que regresen algunas naves para proteger Coruscant de un golpe de estado que no llega a materializarse. Más caos y más sectores desprotegidos, para que los imperiales se apoderen de ellos.
Han meneó la cabeza.
—Creo que das palos de ciego.
—Quizá. Y quizá tú confíes demasiado en el fantasma de un senador corelliano.
Habían llegado a sus aposentos, situados en una doble fila de pequeños edificios cuadrados de unos cinco metros de lado. Han tecleó la combinación que Sena le había dicho, y entraron.
El apartamento era sencillo y sobrio. Consistía en una sola habitación, con una cocina empotrada a un lado y una puerta que debía conducir a un cuarto de baño. Una consola/mesa plegable y dos anticuadas butacas forradas de un gris militar ocupaban la mayor parte del espacio, junto con los armarios de lo que parecían dos camas plegables, que por la noche ocuparían el espacio reservado a la mesa.
—Muy acogedor —comentó Lando.
—Seguro que puede plegarse y ser transportado fuera del planeta entres minutos —replicó Han.
—Estoy de acuerdo —asintió Lando—. Así debía ser aquel salón, pero no lo es.
—Quizá pensaron que un edificio, como mínimo, merecía tener un aspecto que no recordara la época de las Guerras Clónicas —sugirió Han.
—Tal vez.
—Lando se arrodilló junto a una butaca y examinó el extremo del asiento almohadillado—. Probablemente las sacaron de aquel Acorazado.
—Hundió los dedos en la tela gris—. Parece que ni siquiera añadieron un almohadillado de más, antes de volver a forrarlo con éste...
Se interrumpió, con el rostro rígido.
—¿Qué pasa? —preguntó Han.
Lando se volvió poco a poco.
—Esta butaca —susurró—. Por debajo no es gris, sino dorada y azul.
—Perfecto. ¿Y qué?
—No lo entiendes. Los colores que predominan en los interiores de las naves militares de la Flota no son el dorado y el azul. Nunca los han hecho así. Ni bajo el Imperio, ni bajo la Nueva República, ni bajo la Antigua República. Excepto una vez.
—¿Cuál? —le urgió Han.
Lando respiró hondo.
—La flota Katana.
Han le miró fijamente y un escalofrío recorrió su espina dorsal. La flota Katana...
—Es imposible, Lando —dijo —. Tiene que haber un error.
—Ninguno, Han.
Lando meneó la cabeza. Hundió los dedos con más fuerza y levantó el extremo del forro gris, hasta dejar al descubierto el material que cubría.
—En una ocasión, dediqué dos meses a investigar la Fuerza Oscura. No hay duda.
Han contempló la tela azul y dorada, opaca por la edad, y una sensación de irrealidad se apoderó de él. La flota Katana. La Fuerza Oscura. Perdida durante medio siglo... y ahora, encontrada de repente.
Tal vez.
—Necesitamos una prueba mejor —dijo—. Esto no es suficiente.
Lando asintió, aún conmocionado.
—Eso explicaría por qué nos retuvieron en la Dama Afortunada durante todo el viaje. Jamás habrían podido ocultar el hecho de que su Acorazado volaba con sólo dos mil tripulantes, en lugar de los dieciséis mil habituales. La flota Katana.
—Es preciso que echemos un vistazo al interior de una nave —insistió Han—. Ese código de identificación que Irenez envió... Supongo que no lo grabaste...
Lando aspiró una larga bocanada de aire y pareció escupirlo.
—Es probable que podamos reconstruirlo, pero si tienen algo de sentido común, su código de entrada no será el mismo de salida. De todos modos, creo que no será necesario entrar en una de esas naves. Bastará con examinar la pantalla repetidora que hay en el salón del cuartel general.
—Muy bien —asintió Han—. Vamos a echar un vistazo.





16


Sólo tardaron unos minutos en volver al salón. Mientras caminaban, Han vigilaba el tráfico rodado y peatonal, confiando en que fuera lo bastante temprano para encontrar el lugar desierto. Ya sería bastante aventurado examinar la pantalla repetidora, sin estar rodeados de gente ociosa, que se dedicarían a observar lo que sucedía en el bar.
—¿Qué buscamos, exactamente? —preguntó, cuando avistaron el edificio.
—En la parte de atrás debería haber unos enchufes especiales para las lecturas del circuito auxiliar —explicó Lando—. Y también números de serie.
Han asintió. Por lo tanto, tendrían que apartar el trasto de la pared. Fantástico.
—¿Cómo sabes tanto sobre la flota?
—Como ya te he dicho, la estudié en profundidad —resopló Lando—. Si quieres saberlo, me dieron un plano falso de ella cuando vendía naves de segunda mano, como parte de un trato. Pensé que si aprendía lo suficiente para parecer un experto, podría endosarle el plano a algún incauto y recobrar mi dinero.
—¿Lo hiciste?
—¿De veras quieres saberlo?
—Supongo que no. Prepárate; el espectáculo va a empezar. Tuvieron suerte. Aparte del cantinero y dos androides desactivados detrás de la barra, el lugar estaba desierto.
—Bienvenidos, caballeros —saludó el cantinero—. ¿Qué desean?
—Algo para llevarnos a nuestros aposentos —dijo Han, mientras paseaba la vista por las estanterías situadas detrás de la barra.
Tenían una buena selección. Habría un centenar de botellas de diversas formas y tamaños, pero también divisó una pequeña puerta lateral que debía conducir a un almacén. Vislumbró una posibilidad.
—Supongo que no tendrá brandale de Vístulo a mano.
—Me parece que sí —dijo el cantinero, mientras repasaba su colección—. Sí, ahí está.
—¿De qué cosecha es? —preguntó Han.
—Ah...
—El cantinero bajó la botella—. Del 49. Han hizo una mueca.
—¿No le quedará alguna del 46, quizá guardada en el almacén?
—No creo, pero lo miraré.
El cantinero se encaminó hacia la puerta.
—Le acompañaré —se ofreció Han. Pasó bajo la barra y se reunió con él—. Si no tiene del 46, quizá haya algo de calidad similar.
El cantinero vaciló un momento, pero les había visto antes bebiendo con Bel Iblis y, de todos modos, Han ya estaba a mitad de camino de la puerta.
—De acuerdo.
—Fantástico. Han abrió la puerta y dejó que el cantinero pasara primero.
No sabía cuánto tiempo tardaría Lando en llegar a la pantalla, apartarla de la pared y devolverla a su sitio. En teoría, era mejor dejarle un buen margen, y consiguió alargar la búsqueda del Vístulo del 46 durante cinco buenos minutos. Por fin, con buenas maneras, se decantó por un Kibshae del 48. El cantinero le precedió fuera del almacén. Han le siguió y cruzó mentalmente los dedos.
Lando seguía de pie en el mismo sitio donde Han le había dejado, las manos apoyadas sobre la barra, el rostro impenetrable. Y por un buen motivo. A unos pasos detrás de él, con la mano apoyada sobre la culata del desintegrador, se encontraba Irenez.
—Hola, Irenez —saludó Han, con su expresión más inocente — Qué casualidad encontrarte aquí.
La expresión inocente no sirvió de nada.
—No tan casual —replicó con aspereza Irenez—. Sena me ordenó que no os perdiera de vista. ¿Ya has conseguido lo que viniste a buscar?
Han miró a Lando y advirtió el cabeceo casi imperceptible.
—Creo que sí —contestó.
—Me alegra saberlo. Salgamos... fuera.
Han tendió la botella de Kibshae al cantinero.
—Guárdela —dijo—. Creo que la fiesta ha sido suspendida.
Cuando salieron del salón, vieron que un vehículo terrestre con capacidad para cinco pasajeros les estaba esperando.
—Subid —dijo Irenez, señalando la puerta de popa.
Lando y Han obedecieron. Sena Leikvold Midanyl, sentada con una rigidez inhabitual, les aguardaba.
—Tomen asiento, por favor.
Han eligió uno y se volvió hacia ella.
—¿Ya es hora de cenar?
—Irenez, encárgate de los controles —dijo Sena, sin hacerle caso—. Da una vuelta alrededor del campo. No importa por dónde. Irenez se abrió paso en silencio hacia la puerta delantera del vehículo, que se puso en movimiento con una leve sacudida.
—No se quedaron mucho rato en su apartamento —dijo Sena a Han.
—No recuerdo que el senador dijera nada sobre estar confinados en nuestros aposentos —replicó Han.
—Es cierto —admitió Sena—. Por otra parte, un huésped bien educado sabría que no se debe merodear sin escolta por zonas delicadas.
—Lo lamento —dijo Han, intentando reprimir el sarcasmo—. Ignoraba que estaba prohibido entrar en la bodega.
—Miró por la ventana—. Si su intención es conducirnos de vuelta a nuestros aposentos, vamos en dirección contraria.
Sena examinó su rostro unos momentos.
—He venido a pedirles un favor.
Era lo último que Han esperaba oír, y tardó un segundo en recobrar la voz.
—¿Qué clase de favor?
—Quiero que hable con Mon Mothma en mi nombre. Pídale, y también al Consejo, que inviten al senador Bel Iblis a integrarse en la Nueva República.
Han se encogió de hombros. ¿Para eso les habían traído aquí desde tan lejos?
—No es necesaria una invitación especial. Basta con ponerse en contacto con algún miembro del Consejo y ofrecer sus servicios.
Un músculo se agitó en la mejilla de Sena.
—Temo que en el caso del senador no va a ser tan fácil —dijo—. La cuestión no es tanto integrarse en la Nueva República como reintegrarse.
Han desvió la vista hacia Lando.
—Ah, ¿sí? —dijo con cautela. Sena suspiró y miró por la ventana.
—Ocurrió hace mucho tiempo —explicó—, antes de que los diversos grupos de la resistencia contra el Imperio se consolidaran de forma oficial en la Alianza Rebelde. ¿Sabe algo sobre ese período de la historia?
—Lo que consta en los registros oficiales —dijo Han—. Mon Mothma y Bail Organa de Alderaan reunieron a los tres grupos mayores y los convencieron de formar una alianza. Después, todo vino rodado.
—¿Conoce el nombre de aquel primer acuerdo?
—Claro. Se llamó el Tratado Corelliano... —Han se interrumpió—. ¿El Tratado Corelliano?
—Sí —asintió Sena—. Fue el senador Bel Iblis, y no Mon Mothma, quien convenció a aquellos tres grupos de que celebraran un encuentro. Y, por añadidura, quien les garantizó protección.
Durante un largo minuto, sólo se oyó el zumbido de los retropropulsores.
—¿Qué pasó? —preguntó por fin Lando.
—Para decirlo de una manera suave, Mon Mothma empezó a imponerse. El senador Bel Iblis era mucho mejor estratega y táctico que ella, mejor incluso que muchos de los generales y almirantes de la Rebelión, en aquellos primeros tiempos. Sin embargo, ella tenía el don de la inspiración, la habilidad de conseguir que grupos y especies diversos trabajaran en colaboración. Poco a poco, se convirtió en el símbolo más visible de la Rebelión, con Organa y el senador cada vez más relegados a un segundo plano.
—Debió de ser duro para un hombre como Bel Iblis —murmuró Lando.
—Sí, pero deben comprender que no sólo les retiró su apoyo por una cuestión de orgullo. Bail Organa tenía una fuerte influencia moderadora en Mon Mothma; era una de las pocas personas a las que ella respetaba lo bastante para prestarle atención. Cuando murió durante el ataque de la Estrella de la Muerte a Alderaan, no quedó nadie que estuviera a la altura de Mon Mothma. Empezó a acumular más y más poder, y el senador empezó a sospechar que sólo quería derrocar al emperador para ocupar su puesto.
—Por lo tanto, salió de la Alianza e inició su guerra privada contra el Imperio —dijo Lando—. ¿Sabías algo de esto, Han?
—Ni palabra.
Han sacudió la cabeza.
—No me sorprende —dijo Sena—. ¿Habría dado publicidad a la defección de una persona como el senador, sobre todo en plena guerra?
—Probablemente no —admitió Han—. Supongo que lo más sorprendente es que otros grupos no les imitaron. Mon Mothma es insoportable cuando quiere.
—No había duda de quién mandaba durante la guerra —añadió con sequedad Lando—. Una vez, vi cómo obligaba al almirante Ackbar y al general Madine a abandonar uno de sus proyectos favoritos porque a ella no le gustaba.
Han miró a Sena, y un repentino pensamiento cruzó por su mente.
—¿Por eso han interrumpido sus ataques contra el Imperio, para estar dispuestos a entrar en acción contra Mon Mothma, si convierte la Nueva República en una dictadura?
—Exactamente. Nos trasladamos a la Morada del Peregrino hace menos de tres años, suspendimos todas las operaciones, excepto las destinadas a conseguir pertrechos, y empezamos a preparar planes
tácticos de contingencia. A la espera de la rehabilitación triunfal del senador.
—El músculo de la mejilla se agitó de nuevo—. Estamos esperando desde entonces.
Han observó el campamento por la ventanilla, con una hueca sensación de pérdida. El legendario senador Bel Iblis..., a la espera de regresar al poder que nunca lograría.
—No ocurrirá —dijo en voz baja a Sena.
—Lo sé.
—La mujer vaciló—. En el fondo, el senador también.
—Sólo que él no puede tragarse el orgullo y volver a Mon Mothma para solicitar que le permitan volver —cabeceó Han—. Por eso la envía a usted para...
—El senador no sabe nada de esto —le interrumpió Sena—. Ignora que he venido a hablar con ustedes. Sólo yo soy la responsable. Han se encogió un poco.
—Claro —dijo—. De acuerdo. Sena meneó la cabeza.
—Lo siento —se disculpó—. No era mi intención ofenderle.
—Tranquila.
Han experimentó cierta compasión por ella. Podía tener de su lado todas las buenas intenciones y lógicas de la galaxia, pero aún consideraba lo que estaba haciendo como una traición. Un recuerdo vago
se agitó en su mente: la expresión de Luke, poco antes de la batalla de
Yavin con la primera Estrella de la Muerte. Cuando pensó que Han iba a huir, abandonándoles...
—Han —dijo Lando en voz baja.
Han miró a su amigo y arrinconó aquel recuerdo. Lando enarcó las cejas para recordarle algo.
—Haremos un trato, Sena —dijo Han—. Hablaremos con Mon Mothma acerca del senador. Usted nos hablará sobre la flota Katana. El rostro de Sena se puso rígido.
—¿La flota Katana?
—De donde proceden sus seis Acorazados —indicó Lando—. No se moleste en negarlo. He echado un buen vistazo a ese repetidor que tienen instalado en el salón del cuartel general.
Sena respiró hondo.
—No puedo decirles nada sobre eso.
—¿Por qué no? —insistió Lando—. Estamos a punto de volver a ser aliados, ¿recuerda?
Un desagradable hormigueo recorrió la espalda de Han.
—A menos que ya hayan prometido la flota a Fey'lya.
—No hemos prometido nada a Fey'lya —replicó Sena—. Tampoco lo ha pedido.
Han hizo una mueca.
—De modo que está fraguando un golpe de estado.
—De ninguna manera.
—Sena sacudió la cabeza—. Fey'lya no sabría qué hacer con un golpe militar, aunque se lo ofrecieran en bandeja de plata. Ha de comprender que los bothan piensan en términos de influencia política y persuasiva, pero no de poderío militar. El típico objetivo bothan es ir por la vida consiguiendo que más y más gente escuche lo que tienen que decir. Fey'lya piensa que ser la persona que restituya al senador en el seno de la Nueva República será un gran paso en esa dirección.
—Sobre todo si Ackbar no puede oponérsele —señaló Han. Sena asintió.
—Sí, por desgracia se trata de otra típica maniobra bothan. Un líder bothan que tropieza es invariablemente pisoteado por aquellos que codician su puesto. En un lejano pasado, los ataques eran literales, cuchillos y, por lo general, la muerte. Ahora, todo se reduce a un asesinato verbal. Supongo que a eso se le llama progreso.
—Ackbar no es un bothan —indicó Lando.
—La técnica se adapta con facilidad a otras razas. Han gruñó.
—Es fantástico tenerles como aliados. ¿Se limitan a apuñalar, o también colaboran en el destripamiento?
—¿Se refiere a la transferencia bancaria? —Sena negó con la cabeza—. No, dudo que fuera obra de Fey'lya. Por regla general, los bothan no suelen fraguar planes. Prefieren aprovecharse de los demás.
—Más carroñeros que cazadores —definió Han. Tal vez por eso detestaba a Fey'lya y a su grupo—. ¿Qué hacemos con él?
Sena se encogió de hombros.
—Bastará con que limpien el buen nombre de Ackbar. En cuanto deje de ser vulnerable a los ataques, Fey'lya le dejará en paz.
—Fabuloso —gruñó Han—. El problema reside en que, con un gran almirante al mando del Imperio, no tenemos tanto tiempo.
—Y si nosotros no tenemos, ustedes tampoco —remachó Lando—. Dejando aparte la dignidad herida, Sena, será mejor que el senador se enfrente a la realidad. Forman un pequeño grupo aislado, con una colección de naves de la flota Katana, y el Imperio arde en deseos de conseguir nuevas naves de guerra. En cuanto el gran almirante descubra lo que tienen, lanzará toda la flota imperial sobre ustedes en un abrir y cerrar de ojos. Entreguen la flota Katana a la Nueva República y se convertirán en héroes. Esperen demasiado tiempo, y lo perderán todo.
—Lo sé —reconoció Sena, en voz casi inaudible. Han aguardó y cruzó mentalmente los dedos—. En realidad, no sabemos dónde está la flota. Nuestros Acorazados proceden de un hombre que, según afirma, los encontró por casualidad hace quince años. Es delgado, más bajo de lo normal. con aspecto de comadreja. Tiene cabello blanco y corto y muchas arrugas en la cara, aunque sospecho que su aspecto se debe más a alguna enfermedad o herida que a la edad.
—¿Cómo se llama? —preguntó Han.
—No lo sé. No nos lo dijo.
—Vaciló un momento, y se lanzó de nuevo—. Le gusta el juego. Todos nuestros encuentros con él han sido a bordo del Coral Vanda, en una mesa de juego. Los empleados parecían conocerle muy bien, aunque a juzgar por la forma en que repartía dinero, puede que no signifique nada. Los croupiers suelen reconocer en seguida a los perdedores.
—¿El Coral Vanda? —preguntó Han.
—Es un casino de lujo suboceánico de Pantolomin —explicó Lando—. Realiza travesías de entre tres y siete días por la gran red de arrecifes que hay cerca del continente norte. Siempre he querido ir, pero nunca tuve la oportunidad.
—Bueno, ya la tienes —dijo Han, y miró a Sena—. Supongo que la siguiente pregunta es cómo vamos a salir de aquí.
—No habrá problema —dijo Sena, con voz algo tensa, como si se le hubiera ocurrido otra cosa—. Conseguiré. que el Devastador les conduzca de vuelta a Nueva Cov. ¿Cuándo quieren marcharse?
—Ahora mismo —dijo Han. Vio la expresión de Sena—. Escuche, tendrá que darle alguna explicación al senador, no importa cuándo nos vayamos. Estamos enzarzados en una carrera con el Imperio; hasta unas pocas horas pueden ser vitales.
—Supongo que tiene razón —dijo, y asintió de mala gana—. Irenez. llévanos a su nave. Yo me encargaré de todo.
No fue necesario encargarse de nada. Al pie de la rampa de la Dama Afortunada les aguardaba el senador Bel Iblis.
—Hola, Solo; Carlissian.
—Sonrió cuando Han y Lando bajaron del vehículo—. No estaban en sus aposentos, y pensé que les encontraría aquí. Veo que mi intuición fue acertada.
Sus ojos se desviaron cuando Sena salió del vehículo. Volvió a mirar a Han, y de repente la sonrisa se desvaneció.
—¿Qué está pasando, Sena?
—Saben lo de la flota Katana, comandante —dijo la mujer, deteniéndose al lado de Han—. Y..., y les hablé de nuestro contacto.
—Entiendo —contestó Bel Iblis—. Por eso se van, para intentar convencerle de que entregue la Fuerza Oscura a la Nueva República.
—Exacto. señor —dijo Han en el mismo tono—. Necesitamos las naves con urgencia, pero no tanto como buenos cazas. Y buenos comandantes.
Bel Iblis le miró durante un largo momento.
—No acudiré a Mon Mothma, suplicando como un mendigo —dijo por fin.
—Usted se fue por buenos motivos —insistió Han—. Vuelva de la misma manera.
Bel Iblis desvió la vista hacia Sena.
—No —contestó—. Demasiada gente sabe lo ocurrido entre nosotros. Quedaría en ridículo, o como un mendigo.
Sus ojos resbalaron sobre los edificios de la Morada del Peregrino.
—No puedo aportar nada, Solo —dijo, con voz teñida de algo cercano al pesar—. En un tiempo, soñé con reunir una flota que rivalizara con la mejor de la Nueva República. Una flota, y un rosario
de victorias decisivas sobre el Imperio. Con eso, tal vez habría podido regresar con dignidad y respeto.
—Meneó la cabeza—. Lo que tenemos aquí apenas puede calificarse de fuerza de choque.
—Tal vez, pero seis Acorazados no son moco de pavo —indicó Lando—. Ni su historial de guerra. Olvídese de Mon Mothma por un momento. Todos los militares de la Nueva República estarían encantados de contar con usted.
Bel Iblis arqueó una ceja.
—Quizá. Supongo que vale la pena meditar sobre ello.
—Sobre todo con un gran almirante al mando del Imperio —subrayó Han—. Si le atrapa aquí, todo habrá terminado.
Bel Iblis sonrió sin humor.
—Esa idea también se me ha ocurrido a mí, Solo. Varias veces al día.
—Se irguió en toda su estatura—. El Devastador partirá dentro de media hora para conducir a Breil'lya a Nueva Cov. Ordenaré que cargue también con la Dama Afortunada y ustedes.
Han y Lando intercambiaron una mirada.
—¿Cree que es prudente volver a Nueva Cov, señor? —preguntó Han—. Puede que aún haya imperiales.
—No habrá —afirmó Bel Iblis—. He estudiado a los imperiales y sus tácticas durante mucho tiempo. Aparte de no esperar que hagamos acto de aparición tan pronto, no pueden permitirse el lujo de quedarse en un sitio mucho tiempo. Además, hemos de ir. Breil'lya necesita recuperar su nave.
Han cabeceó y se preguntó qué clase de informe entregaría Breil'lya a su jefe cuando regresara Coruscant.
—De acuerdo. Bien, será mejor que vayamos a preparar la nave.
—Sí.
—Bel Iblis vaciló, y luego extendió la mano—. Me alegro de haberle conocido, Solo. Espero que nos volvamos a ver.
—Estoy seguro de ello, señor —respondió Han, y le estrechó la mano.
El senador saludó con un movimiento de cabeza a Lando.
—Carlissian.
Soltó la mano de Han, dio media vuelta y se alejó por la pista de aterrizaje.
Han le vio marchar, y se preguntó si sentía más admiración que compasión por el senador, o viceversa, pero era un ejercicio estéril.
—Nuestro equipaje sigue en el apartamento —dijo a Sena.
—Enviaré a buscarlo mientras ustedes preparan su nave.
—La mujer miró a Han, y sus ojos relampaguearon de súbito—. Quiero
que recuerde una cosa. Puede marcharse, con nuestras bendiciones, pero si traiciona al senador, de la forma que sea, morirá. Le mataré con mis propias manos, si es necesario.
Han sostuvo su mirada, pensando en qué decir. Recordarle, tal vez, que había sido atacado por cazadores de recompensas y criminales interestelares, perseguido a tiros por milicianos imperiales, y torturado bajo la dirección del propio Darth Vader. Sugerir que, al fin y al cabo, una amenaza proferida por alguien como Sena era demasiado ridícula para tomarla en serio.
—Comprendo —dijo con gravedad—. No la decepcionaré.
Desde la escotilla de conexión dorsal situada a sus espaldas se oyó un chasquido. Las estrellas que rodeaban el bulto del Acorazado, visibles a través de la cubierta de la Dama Afortunada, se convirtieron de repente en estelas.
—Allá vamos —dijo Lando, en tono de resignación—. ¿Por qué permito que me metas en estos líos?
—Porque tú eres el respetable —contestó Han, mientras examinaba los instrumentos de la Dama Afortunada. No había mucho que ver, porque los motores y casi todos los sistemas estaban en suspensión—. Y porque sabes tan bien como yo que tarde o temprano el Imperio descubrirá que han encontrado la flota Katana, y empezarán a buscarla. Y si lo hacen antes que nosotros, tendremos graves problemas.
Y aquí estaban, aislados otros dos días en el hiperespacio, mientras el Devastador les conducía de vuelta a Nueva Cov. No porque quisieran ir, sino porque Bel Iblis prefería que ignoraran el exacto emplazamiento de su estúpida base de la Morada del Peregrino.
—Estás preocupado por Leia, ¿verdad? —preguntó Lando.
—No tendría que haberla dejado marchar —murmuró Han — Algo ha salido mal. Aquel alienígena mentiroso la habrá entregado al Imperio, o el gran almirante se nos ha adelantado otra vez. No sé, pero algo pasa.
—Leía sabe cuidar de sí misma, Han —dijo Lando con voz calmada—. Hasta el gran almirante comete errores de vez en cuando. Han meneó la cabeza.
—Cometió su error en Sluis Van, Lando. No cometerá otro. Te apuesto el Halcón a que no.
Lando palmeó su espalda.
—Ánimo, viejo amigo, amargarte no servirá de nada. Tenemos dos días por delante. Vamos a echar una partidita de sabacc.
El gran almirante leyó el despacho dos veces antes de volver sus ojos brillantes a Pellaeon.
—¿Confía en la fiabilidad de este informe, capitán?
—Tanto como confío en cualquier otro informe que no emane de un agente imperial. Por otra parte, este contrabandista en particular nos ha entregado cincuenta y dos informes durante los últimos diez años, cuarenta y ocho de los cuales se demostraron ciertos. Yo diría que vale la pena creerle.
Thrawn volvió a mirar el lector.
—Endor —murmuró para sí—. ¿Por qué Endor?
—No lo sé, señor. Quizá busquen otro lugar donde ocultarse.
—¿Entre los ewoks? —dijo con desdén Thrawn—. Tendrían que estar muy desesperados. Da igual. Si el Halcón Milenario está allí, también Leia Organa Solo. Alerte a Navegación e Ingeniería; partimos de inmediato hacia Endor.
—Sí, señor —asintió Pellaeon, y tecleó las órdenes—. ¿Hago traer a Khabarakh?
—Sí, Khabarakh.
—Thrawn pronunció el nombre en tono pensativo—. Advierta la interesante coincidencia en el tiempo, capitán. Khabarakh vuelve a Honogrh después de un mes de ausencia, justo
cuando Organa Solo y Solo parten en secreto hacia Nueva Cov y Endor. ¿Coincidencia?
Pellaeon frunció el ceño.
—No le entiendo, señor. Thrawn sonrió.
—Pienso, capitán, que estamos viendo un nuevo grado de sutilidad entre nuestros enemigos. Sabían que el regreso de un superviviente de la fracasada operación en Kashyyyk llamaría mi atención. Por tanto, decidieron hacer coincidir su liberación con sus propias misiones, en la esperanza de que yo estaría demasiado preocupado para fijarme. Cuando hagamos hablar a Khabarakh, sin duda averiguaremos muchas cosas que nos costará incontables horas por hombre demostrar que son incorrectas.
—Thrawn resopló—. No, déjele donde está. Informe a los dinastas que he decidido concederles los siete días de vergüenza pública, después de lo cual pueden proceder a los ritos de pesquisas que quieran. Por inútil que sea su información, Khabarakh todavía puede ser útil al Imperio. Una muerte horrible servirá de lección a su raza.
—Sí, señor.
—Pellaeon vaciló—. Me gustaría señalar, empero, que tales argucias no entran en los procedimientos habituales de la Rebelión.
—Estoy de acuerdo —convino Thrawn—. Lo cual implica que Organa Solo busca en Endor algo mucho más vital para el esfuerzo bélico de la Rebelión que un mero refugio.
Pellaeon arrugó el entrecejo, sin saber bien qué podía haber en Endor tan importante.
—¿Aparatos abandonados del proyecto Estrella de la Muerte? —aventuró.
—Algo más valioso.
—El gran almirante meneó la cabeza—. Tal vez información que el emperador tuviera en su poder cuando murió. Información que quieran recuperar.
Y entonces, Pellaeon lo comprendió.
—El emplazamiento del almacén de monte Tantiss. Thrawn asintió.
—Es lo único que se me ha ocurrido. En cualquier caso, no podemos correr ese riesgo, y menos ahora.
—De acuerdo.
El tablero de Pellaeon zumbó, indicando que Navegación e Ingeniería estaban preparados.
—¿Salimos de la órbita?
—Cuando quiera, capitán.
—Salgamos —indicó Pellaeon al timonel—. Siga el curso calculado por Navegación.
El planeta empezó a alejarse. En aquel momento, se oyó el breve gorjeo de un mensaje urgente. Pellaeon leyó el encabezamiento.
—Almirante, un informe del Inexorable, desde el sistema de Abregado. Han capturado un carguero de Talon Karrde. Envían la trascripción del interrogatorio preliminar.
—Frunció el ceño cuando miró el final—. Es bastante corto, señor.
—Gracias —dijo Thrawn con silenciosa satisfacción, mientras cogía el informe.
Aún lo estaba leyendo cuando el Quimera saltó a la velocidad de la luz. Lo estaba leyendo con muchísima atención.

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