ALEJANDRO DUMAS
LOS TRES MOSQUETEROS
ARAMIS
Capítulo XXVI
La tesis de Aramis
D'Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro
bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido creer
todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que
soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además,
siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.
Y D'Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres
compañeros los instrumentos de su fortuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de
antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.
Sin embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le oprimía el corazón; pensaba en
aquella joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero,
apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su felicidad
perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre mujer.
Para él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se sabe, las
venganzas de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del
ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si
el capitán de los guardias le hubiera encontrado en su casa.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí
mismo todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior parece
entonces un sueño cuya ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no
tiene medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se llega a otro, eso es todo.
Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la
que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de
una alucinación, como D'Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho
leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada
de lo que había encontrado en su camino.
Sólo allí le volvió la memoria, movió la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis
y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
Aquella vez no fue un hostelero, sino una hostelera quien lo recibió; D'Artagnan era
fisonomista, envolvió de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendió que
no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan
alegre.
-Mi buena señora -le preguntó D'Artagnan-, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis
amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?
-¿Un guapo joven de veintitrés a veinticuatro años, dulce, amable, bien hecho?
-¿Y además herido en un hombro?
-Eso es.
-Precisamente.
-Pues bien, señor sigue estando aquí.
-¡Bien, mi querida señora! -dijo D'Artagnan poniendo pie en tierra y lanzando la brida de su
caballo al brazo de Planchet-. Me devolvéis la vida. ¿Dónde está mi querido Aramis, para que lo
abrace? Porque, lo confieso, tengo prisa por volverlo a ver.
-Perdón, señor, pero dudo de que pueda recibiros en este momento.
-¿Y eso por qué? ¿Es que está con una mujer?
-¡Jesús! ¡No digáis eso! ¡El pobre muchacho! No, señor, no está con una mujer.
-Pues, ¿con quién entonces?
-Con el cura de Montdidier y el superior de los jesuitas de Amiens.
-¡Dios mío! -exclamó D'Artagnan-. El pobre muchacho está peor.
-No, señor, al contrario; pero a consecuencia de su enfermedad, la gracia le ha tocado y está
decidido a entrar en religión.
-Es justo -dijo D'Artagnan-, había olvidado que no era mosquetero más que por ínterin.
-¿El señor insiste en verlo?
-Más que nunca.
-Pues bien, el señor no time más que tomar la escalera de la derecha en el patio, en el
segundo, número cinco.
D'Artagnan se lanzó en la dirección indicada y encontró una de esas escaleras exteriores como
las que todavía vemos hoy en los patios de los antiguos albergues. Pero no se llegaba así donde
el futuro abad; el paso a la habitación de Aramis estaba guardado ni más ni menos que como los
jardines de Armida; Bazin estaba en el corredor y le impidió el paso con tanta mayor intrepidez
cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin se veía por fin a punto de llegar al resultado
que eternamente había ambicionado.
En efecto, el sueño del pobre Bazin había sido siempre el de servir a un hombre de iglesia, y
esperaba con impaciencia el momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría por
fin la casaca a las ortigas para tomar la sotana. La promesa renovada cada día por el joven de
que el momento no podía tardar era lo único que lo había rete nido al servicio del mosquetero,
servicio en el cual, según decía, no podía dejar de perder su alma.
Bazin estaba, pues, en el colmo de la alegría. Según toda probabilidad, aquella vez su maestro
no se desdiría. La reunión del dolor físico con el dolor moral había producido el efecto tanto
tiempo deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había posado por fin sus ojos
y su pensamiento en la religión, y había considerado como una advertencia del cielo el doble
accidente que le había ocurrido, es decir, la desaparición súbita de su amante y su herida en el
hombro.
Se comprende que en la disposición en que se encontraba nada podía ser más desagradable
para Bazin que la llegada de D'Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el torbellino de
las ideas mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo. Resolvió, pues, defender
bravamente la puerta; y como, traicionado por la dueña del albergue, no podía decir que Aramis
estaba ausente, trato de probar al recién llegado que sería el colmo de la indiscreción molestar a
su amo durante la piadosa conferencia que había entablado desde la mañana y que, a decir de
Bazin, no podía terminar antes de la noche.
Pero D'Artagnan no tuvo en cuenta para nada el elocuente discur so de maese Bazin, y como no
se preocupaba de entablar polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente con una
mano y con la otra giró el pomo de la puerta número cinco.
La puerta se abrió y D'Artagnan penetró en la habitación.
Aramis, con un gabán negro, con la cabeza aderezada con una especie de tocado redondo y
plano que no se parecía demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga cubierta
de rollos de papel y de enormes infolios; a su derecha estaba sentado el superior de los jesuitas
y a su izquierda el cura de Montdidier. Las cortinas estaban echadas a medias y no dejaban
penetrar más que una luz misteriosa, aprovechada para una plácida ensoñación. Todos los
objetos mundanos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitación de un
joven, y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto; y
por miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo,
Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los brocados y las
puntillas de todo género y toda especie.
En su lugar y sitio D'Artagnan creyó vislumbrar en un rincón oscuro como una forma de
disciplina colgada de un clavo de la pared.
Al ruido que hizo D'Artagnan al abrir la puerta, Aramis alzó la cabeza y reconoció a su amigo.
Pero para gran asombro del joven, su vista no pareció producir gran impresión en el mosquetro,
tan aparta do estaba su espíritu de las cosas de la tierra.
-Buenos días, querido D'Artagnan -dijo Aramis-;creed que me alegro de veros.
-Y yo también -dijo D'Artagnan-, aunque todavía no esté muy seguro de que sea a Aramis a
quien hablo.
-Al mismo, amigo mío, al mismo; pero ¿qué os ha podido hacer dudar?
-Tenía miedo de equivocarme de habitación, y he creído entrar en la habitación de algún
hombre de iglesia; luego, otro error se ha apoderado de mí al encontraros en compañía de estos
señores: que estuvieseis gravemente enfermo.
Los dos hombres negros lanzaron sobre D'Artagnan, cuya intención comprendieron, una mirada
casi amenazadora; pero D'Artagnan no se inquietó por ella.
-Quizá os molesto, mi querido Aramis -continuó D'Artagnan- porque, por lo que veo, estoy
tentado de creer que os confesáis a estos señores.
Aramis enrojeció perceptiblemente.
-¿Vos molestarme? ¡Oh! Todo lo contrario, querido amigo, os lo juro; y como prueba de lo que
digo, permitidme que me alegre de ve ros sano y salvo.
«¡Ah, por fin se acuerda! -pensó D'Artagnan-. No va mal la cosa.»
-Porque el señor, que es mi amigo, acaba de escapar a un rudo peligro -continuó Aramis con
unción, señalando con la mano a D'Artagnan a los dos eclesiásticos.
-Alabad a Dios, señor -respondieron éstos inclinándose al unísono.
-No he dejado de hacerlo, reverendos -respondió el joven devolviéndoles a su vez el saludo.
-Llegáis a propósito, querido D'Artagnan -dijo Aramis-, y vos vais a iluminarnos, tomando parte
en la discusión, con vuestras lutes. El señor principal de Amiens, el señor cura de Montdidier y
yo, argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos cautiva desde hace
tiempo; yo estaría encantado de contar con vuestra opinión.
-La opinión de un hombre de espada carece de peso -respondió D'Artagnan, que comenzaba a
inquietarse por el giro que tomaban las cosas-, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia de
estos señores.
Los dos hombres negros saludaron a su vez.
-Al contrario -prosiguió Aramis-, y vuestra opinión nos será preciosa. He aquí de lo que se
trata: el señor principal tree que mi tesis debe ser sobre todo dogmática y didáctica.
-¡Vuestra tesis! ¿Hacéis, pues, una tesis?
-Por supuesto -respondió el jesuita-; para el examen que precede a la ordenación, es de rigor
una tesis.
-¡La ordenación! -exclamó D'Artagnan, que no podía creer en lo que le habían dicho
sucesivamente la hostelera y Bazin-. ¡La ordenación!
Y paseaba sus ojos estupefactos sobre los tres personajes que tenía delante de sí.
-Ahora bien -continuó Aramis tomando en su butaca la misma pose graciosa que hubiera
tornado de estar en una callejuela, y examinando con complaciencia su mano Blanca y regordeta
como mano de mujer, que tenía en el aire para hacer bajar la sangre-; ahora bien, como habéis
oído, D'Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras que yo
querría que fuese ideal. Por eso es por lo que el señor principal me proponía ese punto que no
ha sido aún tratado, en el cual reconozco que hay materia para desarrollos magníficos:
«Utraque manus in benedicendo clericis inferioribus necessaria est.»
D'Artagnan, cuya erudición conocemos, no parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho
el señor de Tréville a propósito de los presentes que pretendía D'Artagnan haber recibido del
señor de Buckingham.
-Lo cual quiere decir -prosiguió Aramis para facilitarle las cosas-: las dos manos son
indispensables a los sacerdotes de órdenes inferiores cuando dan la bendición.
-¡Admirable tema! -exclamó el jesuita.
-¡Admirable y dogmático! -repitió el cura, que de igual fuerza aproximadamente que
D'Artagnan en latín, vigilaba cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir sus
palabras como un eco.
En cuanto a D'Artagnan, permaneció completamente indiferente al entusiasmo de los dos
hombres negros.
-¡Sí, admirable! ¡Prorsus admirabile! -continuó Aramis-. Pero exige un estudio en profundidad
de los Padres de la Iglesia y de las Escrituras. Ahora bien, yo he confesado a estos sabios
eclesiásticos, y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de guardia y el servicio del
rey me habían hecho descuidar algo el estudio. Me encontraría, pues, más a mi gusto, facilius
natans, en un tema de mi elección, que sería a esas rudas cuestiones teológicas lo que la moral
es a la metafísica en filosofía.
D'Artagnan se aburría profundamente, el cura también.
-¡Ved qué exordio! -exclamó el jesuita.
-Exordium -repitió el cura por decir algo.
- Quemadmodum inter coelorum inmensitatem .
Aramis lanzó una ojeada hacia el lado de D'Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta
desencajarse la mandíbula.
-Hablemos francés, padre mío -le dijo al jesuita-. El señor D'Artagnan gustará con más viveza
de nuestras palabras.
-Sí, yo estoy cansado de la ruta -dijo D'Artagnan-, y todo ese latín se me escapa.
-De acuerdo -dijo el jesuita un poco despechado, mientras el cura, transportado de gozo, volvía
hacia D'Artagnan una mirada llena de agradecimiento-; bien, ved el partido que se sacaría de esa
glosa.
-Moisés, servidor de Dios... no es más que servidor, oídlo bien. Moisés bendice con las manos;
se hace sostener los dos brazos, mientras los hebreos baten a sus enemigos; por tanto, bendice
con las dos manos. Además que el Evangelio dice: Imponite manus, y no monum; imponed las
manos, y no la mano.
-Imponed las manos -repitió el cura haciendo un gesto.
-Por el contrario, a San Pedro, de quien los papas son sucesores -continuó el jesuita-, Porrigite
digitos. Presentad los dedos, ¿estáis ahora?
-Ciertamente -respondió Aramis lleno de delectación-, pero el asunto es sutil.
-¡Los dedos! -prosiguió el jesuita- San Pedro bendice con los dedos. El papa bendice por ta nto
con los dedos también. Y ¿con cuántos dedos bendice? Con tres dedos: uno para el Padre, otro
para el Hijo y otro para el Espíritu Santo.
Todo el mundo se persignó; D'Artagnan se creyó obligado a imitar aquel ejemplo.
-El papa es sucesor de San Pedro y representa los tres poderes divinos; el resto, ordines
inferiores de la jerarquía eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y ángeles.
Los clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con los hisopos, que
simulan un número indefinido de dedos bendiciendo. Ahí te néis el tema simplificado,
argumentum omni denudatum ornamento. Con eso yo haría -continuó el jesuita- dos volúmenes
del tamaño de éste.
Y en su entusiamo, golpeaba sobre el San Crisóstomo infolio que hacía doblarse la mesa bajo
su peso.
D'Artagnan se estremeció.
-Por supuesto -dijo Aramis-, hago justicia a las bellezas de semejante tesis, pero al mismo
tiempo admito que es abrumadora para mí. Yo había escogido este texto: decidme, querido
D'Artagnan, si no es de vuestro gusto: Non inutile est desiderium in oblatione, o mejor aún: Un
poco de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
-¡Alto ahí! -exclamó el jesuita-. Esa tesis roza la herejía; hay una proposición casi semejante en
el Augustinus del heresiarca Jansenius, cuyo libro antes o después será quemado por manos del
verdugo. Tened cuidado, mi joven amigo; os inclináis, mi joven amigo, hacia las falsas doctrinas;
os perderéis.
-Os perderéis -dijo el cura moviendo dolorosamente la cabeza.
-Tocáis en ese famoso punto del libre arbitrio que es un escollo mortal. Abordáis de frente las
insinuaciones de los pelagianos y de los semipelagianos.
-Pero, reverendo... -repuso Aramis algo atarullado por la lluvia de argumentos que se le venía
encima.
-¿Cómo probaréis -continuó el jesuita sin darle tiempo a hablar que se debe echar de menos el
mundo que se ofrece a Dios? Escuchad este dilema: Dios es Dios, y el mundo es el diablo. Echar
de menos al mundo es echar de menos al diablo; ahí tenéis mi conclusión.
-Es la mía también -dijo el cura.
-Pero, por favor... -dijo Aramis.
-¡Desideras diabolum, desgraciado! -exclamó el jesuita.
-¡Echa de menos al diablo! Ah, mi joven amigo -prosiguió el cura gimiendo-, no echéis de
menos al diablo, soy yo quien os lo suplica.
D'Artagnan creía volverse idiota; le parecía estar en una casa de locos y que iba a terminar loco
como los que veía. Sólo que estaba forzado a callarse por no comprender nada de la lengua que
se hablaba ante él.
-Pero escuchadme -prosiguió Aramis con una cortesía bajo la que comenzaba a apuntar un
poco de impaciencia-; yo no digo que eche de menos; no, yo no pronunciaría jamás esa frase,
que no sería ortodoxa. . .
El jesuita levantó los brazos al cielo y el cura hizo otro tanto.
-No, pero convenid al menos que no admite perdón ofrecer al Señor aquello de lo que uno está
completamente harto. ¿Tengo yo razón, D'Artagnan?
-¡Yo así lo creo! -exclamó éste.
El cura y el jesuita dieron un salto sobre sus sillas.
-Aquí tenéis mi punto de partida, es un silogismo: el mundo no carece de atractivos, dejo el
mundo; por tanto hago un sacrificio; ahora bien, la Escritura dice positivamente: Haced un
sacrificio al Señor.
-Eso es cierto -dijeron los antagonistas.
-Y además -continuó Aramis pellizcándose la oreja para volverla roja, de igual modo que
agitaba las manos para volverlas blancas-, además he hecho cierto rondel que le comuniqué al
señor Voiture el año pasado, y sobre el cual ese gran hombre me hizo mil cumplidos.
-¡Un rondel! -dijo desdeñosamente el jesuita.
-¡Un rondel! -dijo maquinalmente el cura.
-Decidlo, decidlo -exclamó D'Artagnan-; cambiará un poco las cosas.
-No, porque es religioso -respondió Aramis-, y es teología en verso.
-¡Diablos! -exclamó D'Artagnan.
-Helo aquí -dijo Aramis con aire modesto que no estaba exento de cierto tinte de hipocresía:
Los que un pasado lleno de encantos lloráis,
y pasáis días desgraciados,
todas uuestras desgracias habrán terminado
cuando sólo a Dios vuestras lágrimas ofrezcáis,
vosotros, los que lloráis.
D'Artagnan y el cura parecieron halagados. El jesuita persistió en su opinión.
-Guardaos del gusto profano en el estilo teológico. ¿Qué dice en efecto San Agustín? Severus
sit clericorum sermo.
-¡Sí, que el sermón sea claro! -dijo el cura.
-Pero -se apresuró a añadir el jesuita viendo que su acólito se desviaba-, vuestra tesis agradará
a las damas, eso es todo; tendrá el éxito de un alegato de maese Patru.
-¡Plega a Dios! -exclamó Aramis transportado.
-Ya lo veis -exclamó el jesuita-, el mundo habla todavía en vos en voz alta, altissima voce.
Seguís al mundo, mi joven amigo, y tiemblo porque la gracia no sea eficaz.
-Tranquilizaos, reverendo, respondo de mí.
-¡Presunción mundana!
-¡Me conozco, padre mío, mi resolución es irrevocable!
-Entonces, ¿os obstináis en seguir con esa tesis,
-Me siento llamado a tratar esa tesis, y no otra; voy, pues, a continuarla, y mañana espero que
estaréis satifescho de las correcciones que haré según vuestros consejos.
-Trabajad lentamente -dijo el cura-, os dejamos en disposiciones excelentes.
-Sí, el terreno está completamente sembrado -dijo el jesuita-, y no tenemos que temer que una
parte del grano haya caído sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros del cielo
hayan comido el resto, aves coeli comederunt illam.
-¡Que la peste lo ahogue con tu latín! -dijo D'Artagnan, que se sentía en el límite de sus
fuerzas.
-Adiós, hijo mío -dijo el cura-, hasta mañana.
-Hasta mañana, joven temerario -dijo el jesuita-; prometéis ser una de las lumbreras de la
Iglesia; ¡quiera el cielo que esa luz no sea un fuego devorador!
D'Artagnan, que durante una hora se había mordido las uñas de impaciencia, empezaba a
atacar la carne.
Los dos hombres negros se levantaron, saludaron a Aramis y a D'Artagnan, y avanzaron hacia
la puerta. Bazin, que se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella controversia
con un piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal del jesuita y
caminó respetuosamente delante de ellos para abrirles paso.
Aramis los condujo hasta el comienzo de la escalera y volvió a subir junto a D'Artagnan, que
seguía pensando.
Una vez solos, los dos amigos guardaron primero un silencio embarazoso; sin embargo era
preciso que uno de ellos rompiese a hablar, y como D'Artagnan parecía decidido a dejar este
honor a su amigo:
-Ya lo veis -dijo Aramis-, me encontráis vuelto a mis ideas fundamentales.
-Sí, la gracia eficaz os ha tocado, como decía ese señor hace un momento.
-¡Oh! Estos planes de retiro están hechos hace mucho tiempo; y vos ya me habíais oído hablar,
¿no es eso, amigo mío?
-Claro, pero confieso que creí que bromeabais.
-¡Con esa clase de cosas! ¡Vamos, D'Artagnan!
-¡Maldita sea! También se bromea con la muerte.
-Y se comete un error, D'Artagnan, porque la muerte es la puerta que conduce a la perdición o
a la salvación.
-De acuerdo, pero si os place, no teologicemos, Aramis; debéis tener bastante para el resto del
día; en cuanto a mí, yo he olvidado el poco latín que jamás supe; además debo confesaros que
no he comido nada desde esta mañana a las diez, y que tengo un hambre de todos los diablos.
-Ahora mismo comeremos, querido amigo; sólo que, como sabéis, es viernes, y en un día así
yo no puedo ver ni comer carne. Si queréis contentaros con mi comida... se compone de
tetrágonos cocidos y fruta.
-¿Qué entendéis con tetrágonos? -preguntó D'Artagnan con inquietud.
-Entiendo espinacas -repuso Aramis-; pero para vos añadiré huevos, y es una grave infracción
de la regla, porque los huevos son carne, dado que engendran el pollo.
-Ese festín no es suculento, pero no importa; por estar con vos, lo sufriré.
-Os quedo agradecido por el sacrificio -dijo Aramis-; pero si no aprovecha a nuestro cuerpo,
aprovechará, estad seguro, a vuestra alma.
-O sea que, decididamente, Aramis, entráis en religión. ¿Qué van a decir nuestros amigos, qué
va a decir el señor de Tréville? Os trata rán de desertor, os prevengo.
-Yo no entro en religión, vuelvo a ella. Es de la iglesia de la que había desertado por el mundo,
porque como sabéis tuve que violentarme para tomar la casaca de mosquetero.
-Yo no sé nada.
-¿Ignoráis vos cómo dejé el seminario?
-Completamente.
-Aquí tenéis mi historia; por otra parte las Escrituras dicen: «Confesaos los unos a los otros», y
yo me confieso a vos, D'Artagnan.
-Y yo os doy la absolución de antemano, ya veis que soy bueno.
-No os burléis de las cosas santas, amigo mío.
-Vamos hablad, hablad, os escucho.
-Yo estaba en el seminario desde la edad de nueve años, y dentro de tres días iba a cumplir
veinte, iba a ser abate y todo estaba dicho. Una tarde en que estaba, según mi costumbre, en
una casa que frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un oficial que
me miraba con ojos celosos leer las Vidas de los santos a la dueña de la casa, entró de pronto y
sin ser anunciado. Precisamente aquella tarde yo había traducido un episodio de Judith y
acababa de comunicar mis versos a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e, inclinada
sobre mi hombro, los releía conmigo. La postura, que quizá era algo abandonada, lo confieso,
molestó al oficial; no dijo nada, pero cuando yo salí, salió detrás de mí y al alcanzarme dijo:
«Señor abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo, señor, respondí, porque nadie ha
osado nunca dármelos.» «Pues bien, escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en que os he
encontrado esta tarde, yo osaré.» Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las
piernas me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé. El oficial esperaba
aquella respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me volvió la espalda y volvió a entrar en
la casa. Yo volví al seminario. Soy buen gentilhombre y tengo la sangre ardiente, como habéis
podido observar, mi querido D'Artagnan; el insulto era terrible, y por desconocido que hubiera
quedado para el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi corazón.
Declaré a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado para la ordenación, y a
petición mía se pospuso la ceremonia por un año. Fui en busca del mejor maestro de armas de
Paris, quedé de acuerdo con él para tomar una lección de esgrima cada día, y durante un año
tome aquella lección. Luego, el aniversario de aquél en que había sido insultado, colgé mi sotana
de un clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que daba una dama
amiga mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre. Era en la calle des Francs-
Burgeois, al lado de la Force. En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un lai
de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la segunda estrofa.
«Señor, ¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne, y volveréis a
darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró con asombro,
luego me dijo: «¿Qué queréis, señor? No os conozco.» «Soy -le respondí- el pequeño abate que
lee las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah! Ya me acuerdo -dijo el oficial
con sorna-. ¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una vuelta
paseando conmigo.» «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer.» «Mañana
por la mañana, no; si os place, ahora mismo.» «Si lo exigís...» «Pues sí, lo exijo.» «Entonces,
salgamos. Señoras -dijo el oficial-, no os molestéis. El tiempo de matar al señor solamente y
vuelvo para acabaros la última estrofa. » Salimos. Yo le llevé a la calle Payenne justo al lugar en
que un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado. Hacía un
clara de luna soberbio. Sacamos las espadas y, al primer encuentro, le deje en el sitio.
-¡Diablos! -exclamó D'Artagnan.
-Pero -continuó Aramis- como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró en la
calle Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo poque
lo había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo. Me vi obligado a renunciar por algún
tiempo a la sotana. Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me había
enseñado, además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron a
pedir una casaca de mosquetero. El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de
Arras, y me concedieron esta casaca. Como comprenderéis hoy ha llegado para mí el momento
de volver al seno de la Iglesia.
-¿Y por qué hoy en vez de ayer o de mañana? ¿Qué os ha pasado hoy que os da tan malas
ideas?
-Esta herida, mi querido D'Artagnan, ha sido para mí un aviso del cielo.
-¿Esta herida? ¡Bah, está casi curada y estoy seguro de que no es ella la que más os hace
sufrir!
-¿Cuál entonces? -preguntó Aramis enrojeciendo.
-Tenéis una en el corazón, Aramis, unas más viva y más sangrante, una herida hecha por una
mujer.
Los ojos de Aramis destellaron a pesar suyo.
-¡Ah! -dijo disimulando su emoción bajo una fingida negligencia-. No habléis de esas cosas.
¡Pensar yo en eso! ¡Tener yo penas de amor! ; ¡Vanitas vanitatum! Me habría vuelto loco, en
vuestra opinión. ¿Y por quién? Por alguna costurerilla, por alguna doncella a quien habría hecho
la corte en alguna guarnición. ¡Fuera!
-Perdón, mi querido Aramis, pero yo creía que apuntabais más alto.
-¿Más alto? ¿Y quién soy yo para tener tanta ambición? ¡Un pobre mosquetero muy bribón y
muy oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!
-¡Aramis, Aramis! -exclamó D'Artagnan mirando a su amigo con aire de duda.
-Polvo, vuelvo al polvo. La vida está llena de humillaciones y de dolores -continuó
ensombreciéndose-; todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la
mano del hombre, sobre todo los hilos de oro. ¡Oh, mi querido D'Artagnan! -prosiguió Aramis
dando a su vez un ligero tinte de amargura-. Creedme, ocultad bien vuestras heridas cuando las
tengáis. El silencio es la última alegría de los desgraciados; guardaos de poner a alguien,
quienquiera que sea, tras la huella de vuestros dolores; los curiosos empapan nuestras lágrimas
como las moscas sacan sangre de un gamo herido.
-¡Ay, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan lanzando a su vez un profundo suspiro-. Es mi propia
historia la que aquí resumís.
-¿Cómo?,
-Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza. Yo no sé
dónde está, dónde la han llevado; quizá esté prisionera, quizá esté muerta .
-Pero vos al menos tenéis el consuelo de deciros que no os ha abandonado voluntariamente;
que si no tenéis noticias suyas es porque toda comunicación con vos le está prohibida, mientras
que...
-Mientras que...
-Nada -respondió Aramis-, nada.
-De modo que renunciáis al mundo; ¿es una decisión tomada, una resolución firme?
-Para siempre. Vos sois mi amigo, mañana no seréis para mí más que una sombra; o mejor
aún, no existiréis. En cuanto al mundo, es un sepulcro y nada más.
-¡Diablos! Es muy triste lo que me decís.
-¿Qué queréis? Mi vocación me atrae, ella me lleva.
D'Artagnan sonrió y no respondió nada. Aramis continuó:
-Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros
amigos.
-Y yo -dijo D'Artagnan- habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan separado de
todo; los amores los habéis despechado; los amigos, son sombras; el mundo es un sepulcro.
-¡Ay! Vos mismo podréis verlo -dijo Aramis con un suspiro.
-No hablemos, pues, más -dijo D'Artagnan-, y quememos esta carta que, sin duda, os
anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra doncella.
-¿Qué carta? -exclamó vivamente Aramis.
-Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para
vos.
-¿Pero de quién es la carta?
-¡Ah! De alguna doncella afligida, de alguna costurerilla desesperada; la doncella de la señora
de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas
de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de
duquesa.
-¿Qué decís?
-¡Vaya, la habré perdido! -dijo hipócritamente el joven fingiendo buscarla-. Afortunadamente el
mundo es un sepulcro y por tanto las mujeres son sombras, y el amor un sentimiento al que
decís ¡fuera!
-¡Ah, D'Artagnan, D'Artagnan! -exclamó Aramis-. Me haces morir.
-Bueno, aquí está -dijo D'Artagnan.
Y sacó la carta de su bolsillo.
Aramis dio un salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro resplandecía.
-Parece que la doncella tiene un hermoso estilo -dijo indolente mente el mensajero.
-Gracias, D'Artagnan -exclamó Aramis casi en delirio-. Se ha visto obligada a volver a Tours; no
me es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la dicha me ahoga!
Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando
buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.
En aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.
-¡Huye, desgraciado! -exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro-. Vuélvete al sitio de
donde vienes, llévate esas horribles legumbres y esos horrorosos entremeses. Pide una liebre
mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.
Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse
melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.
-Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes -dijo D'Artagnan-, si es
que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in oblatione.
-¡Idos al diablo con vuestro latín! Mi querido D'Artagran, bebamos, maldita sea, bebamos
mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.
Capítulo XXVII
La mujer de Athos
-Ahora sólo queda saber nuevas de Athos -dijo D'Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo
hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras
una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.
-¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? –preguntó Aramis-. Athos es tan frío,
tan valiente y maneja tan hábilmente su espada...
-Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero
sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado
por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto.
Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.
-Yo trataré de acompañaros -dijo Aramis-, aunque aún no me siento en condiciones de montar
a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese
piadoso ejercicio.
-Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de disciplina; pero
estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os excuse.
-¿Y cuándo partís?
-Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis,
partiremos juntos.
-Hasta mañana, pues -dijo Aramis-; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener
necesidad de reposo.
Al día siguiente, cuando D'Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró en su
ventana.
-¿Qué miráis ahí? -preguntó D'Artagnan.
-¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es
un placer de príncipe viajar en semejantes monturas.
-Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos.
-¡Huy! ¿Cuál?
-El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.
-¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también?
-Claro.
-¿Queréis reiros, D'Artagnan?
-Yo no río desde que vos habláis francés.
-¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata?
-Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para
Athos.
-¡Peste! Son tres animales soberbios.
-Me halaga que sean de vuestro gusto.
-¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo?
-A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y pensad
sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad.
-Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.
-¡De maravilla!
-¡Vive Dios! -exclamó Aramis-. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me
montaría en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos estribos! ¡Hola! Bazin,
ven acá ahora mismo.
Bazin apareció, sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.
-¡Bruñid mi espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas!
-dijo Aramis.
-Esta última recomendación es inútil -interrumpió D'Artagnan-; hay pistolas cargadas en
vuestras fundas.
Bazin suspiró.
-Vamos, maese Bazin, tranquilizaos -dijo D'Artagnan-; se gana el reino de los cielos en todos
los estados.
-¡El señor era ya tan buen teólogo! -dijo Bazin casi llorando-. Hubiera llegado a obispo y quizá
a cardenal.
-Y bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de iglesia,
por favor? No se evita con ello ir a hacer la guerra; como puedes ver, el cardenal va a hacer la
primera campaña con el casco en la cabeza y la partesana al puño; y el señor de Na gret de La
Valette, ¿qué me dices? También es cardenal; pregúntale a su lacayo cuántas veces tiene que
vendarle.
-¡Ay! -suspiró Bazin-. Ya lo sé, señor, todo está revuelto en este mundo de hoy.
Durante este tiempo, los dos jóvenes y el pobre lacayo habían descendido.
-Tenme el estribo, Bazin -dijo Aramis.
Y Aramis se lanzó a la silla con su gracia y su ligereza ordinarias; pero tras algunas vueltas y
algunas corvetas del noble animal, su caballero se resintió de dolores tan insoportables que
palideció y se tambaleó. D'Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdido de
vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su habitación.
-Está bien, mi querido Aramis, cuidaos -dijo-, iré sólo en busca de Athos.
-Sois un hombre de bronce -le dijo Aramis.
-No, tengo suerte, eso es todo; pero ¿cómo vais a vivir mientras me esperáis? Nada de tesis,
nada de glosas sobre los dedos y las bendiciones, ¿eh?
Aramis sonrió.
-Haré versos -dijo.
-Sí, versos perfumados al olor del billete de la doncella de la señora de Chevreuse. Enseñad,
pues, prosodia a Bazin, eso le consolará. En cuanto al caballo, montadlo todos los días un poco, y
eso os habituará a las maniobras.
-¡Oh, por eso estad tranquilo! -dijo Aramis-. Me encontraréis dispuesto a seguiros.
Se dijeron adiós y, diez minutos después, D'Artagnan, tras haber recomendado su amigo a
Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.
¿Cómo iba a encontrar a Athos? ¿Lo encontraría acaso?
La posición en la que lo había dejado era crítica; bien podía haber sucumbido. Aquella idea,
ensombreciendo su frente, le arrancó algunos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos
juramentos de venganza. De todos sus amigos, Athos era el mayor y por tanto el menos cercano
en apariencia en cuanto a gustos y simpatías.
Sin embargo, tenía por aquel gentilhombre una preferencia nota ble. El aire noble y distinguido
de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sómbra en que se
encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más
fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no
fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más
que la amistad de D'Artagnan, cautivaban su admiración.
En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano Athos, en sus
días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana, pero esa
talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus
luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto
proverbial entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón
dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus manos, de
las que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas
con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era penetrante
y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía
siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más brillante
sociedad, esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.
Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a
cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había
conseguido él mismo. Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias
nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La etiqueta no
tenía minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes
propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran arte,
había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la materia.
Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la
perfección. Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de
vista de los estudios escolásticos, tan raros en aquella época entre los gentileshombres, que
sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender; dos o tres
veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba
escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su
caso. Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra transigían
tan fácilmente con su religión o su conciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros
días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hombre muy
extraordinario.
Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan bella, a esta
esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven
hacia la imbecilidad física y moral. Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuentes,
se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desaparecía como en una profunda
noche.
Entonces, desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hombre. Con la cabeza baja, los
ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y
su vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su
señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos había
tenido lugar en uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo
el contingente que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos solo bebía por
cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza
más profunda.
D'Artagnan, de quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que tuviese
en satisfacer su curiosidad sobre el te ma, no había podido aún asignar ninguna causa a aquel
marasmo, ni anotar las ocasiones. Jamás Athos recibía cartas, jamás Athos daba un paso que no
fuera conocido por todos sus amigos.
No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al contrario, sólo
bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún.
No se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien
acompañaba con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos,
cuando había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido. Se le había visto,
en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta el cinturón
brocado de oro de los días de gala; volver a ganar todo esto adernás de cien luises más, sin que
su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdiesen
su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase de ser
tranquila y agradable.
No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica la que
ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los días
calurosos del año; junio y julio eran los meses terribles de Athos.
Al presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del porvenir; su
secreto estaba, pues, en el pasado, como le había dicho vagamente a D'Artagnan.
Aquel tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre
cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual
fuere la astucia de las preguntas dirigidas a él.
-¡Y bien! -pensaba D'Artagnan-. El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y muerto
por culpa mía, porque soy yo quien lo metió en este asunto, cuyo origen él ignoraba, y cuyo
resultado ignorará y del que ningún provecho debía sacar.
-Sin contar, señor -respondió Panchet-, que probablemente le debemos la vida. Acordaos
cuando gritó: «¡Largaos, D'Artagnan! Me han cogido»
Y después de haber descargado sus dos pistolas, ¡qué ruido terrible hacía con su espada! Se
hubiera dicho que eran veinte hombres, o mejor, veinte diablos rabiosos.
Y estas palabras redoblaban el ardor de D'Artagnan, que aguijoneaba a su caballo, el cual sin
necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.
Hacia las once de la mañana divisaron Amiens; a las once y media estaban a la puerta del
albergue maldito.
D'Artagnan había meditado contra el hostelero pérfido en una de esas buenas venganzas que
consuelan, aunque no sea más que a la esperanza. Entró, pues, en la hostería, con el sombrero
sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta con la mano
derecha.
-¿Me conocéis? -dijo al hostelero, que avanzaba para saludarle.
-No tengo ese honor, monseñor -respondió aquél con los ojos todavía deslumbrados por el
brillante equipo con que D'Artagnan se presentaba.
-¡Ah, conque no me conocéis!
-No, monseñor.
-Bueno, dos palabras os devolverán la memoria. ¿Qué habéis hecho del gentilhombre al que
tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda falsa?
El hostelero palideció, porque D'Artagnan había adoptado la actitud más amenazadora, y
Panchet hacía lo mismo que su dueño.
-¡Ah, monseñor, no me habléis de ello! -exclamó el hostelero con su tono de voz más
lacrimoso-. Ah, señor, cómo he pagado esa falta. ¡Desgraciado de mí!
-Y el gentilhombre, os digo, ¿qué ha sido de él?
-Dignaos escucharme, monseñor, y sed clemente. Veamos, sentaos, por favor.
D'Artagnan, mudo de cólera y de inquietud, se sentó amenazador como un juez. Planchet se
pegó orgullosamente a su butaca.
-Esta es la historia, Monseñor -prosiguió el hostelero todo tembloroso-, porque os he
reconocido ahora: fuisteis vos el que partió cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con ese
gentilhombre de que vos habláis.
-Sí, fui yo; así que, como veis, no tenéis gracias que esperar si no decís toda la verdad.
-Hacedme el favor de escucharme y la sabréis toda entera.
-Escucho.
-Yo había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre llegaría a mi
albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de
mosqueteros. Vuestros caballos, vuestros lacayos, vuestra figura, señores, todo me lo habían
pintado.
-¿Después, después? -dijo D'Artagnan, que reconoció en seguida de dónde procedían aquellas
señas tan exactamente dadas.
-Tomé entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres,
las medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos falsos.
-¡Todavía! -dijo D'Artagnan a quien esta palabra de monedero falso calentaba terriblemente las
orejas.
-Perdonadme, monseñor, por decir tales cosas, pero precisamente son mi excusa. La autoridad
me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la autoridad.
-Pero una vez más, ese gentilhombre ¿dónde está? ¿Qué ha sido de él? ¿Está muerto? ¿Está
vivo?
-Paciencia, monseñor, que ya llegamos. Sucedió, pues, lo que vos sabéis, y vuestra precipitada
marcha -añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D'Artagnan- parecía autorizar el
desenlace. Ese gentilhombre amigo vuestro se defendió a la desesperada. Su criado, que por una
desgracia imprevista había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de mozos de
cuadra...
-¡Ah, miserable! -exclamó D'Artagnan-. Estabais todos de acuerdo, y no sé cómo me contengo
y no os mato a todos.
-¡Ay! No, monseñor, no todos estábamos de acuerdo, y vais a verlo en seguida. El señor
vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero
nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de combate
a dos hombres de dos pistoletazos, se batió en retirada defendiéndose con su espada, con la que
lisió incluso a uno de mis hombres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.
-Pero, verdugo, ¿acabarás? -dijo D'Artagnan-. Athos, ¿qué ha sido de Athos?
-Al batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la bodega, y como
la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro. Como estaban seguros de encontrarlo
allí, lo dejaron en paz.
-Sí -dijo D'Artagnan-, no se trataba de matarlo, sólo querían hacerlo prisionero.
-¡Santo Dios! ¿Hacerlo prisionero, monseñor? El mismo se aprisionó, os lo juro. En primer
lugar, había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y otros dos heridos de
gravedad. El muerto y los dos heridos fueron llevados por sus camaradas, y no he oído hablar
nunca más de ellos, ni de unos ni de otros. Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a
buscar al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía
hacer con el prisionero. Pero el señor gobernador fingió caer de las nubes; me dijo que ignoraba
por completo a qué me refería, que las órdenes que habían llegado no procedían de él, y que si
tenía la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda aquella escaramuza,
me haría prender. Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno
por otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
-Pero ¿Athos? -exclamó D'Artagnan, cuya impaciencia aumentaba por el abandono en que la
autoridad dejaba el asunto-. ¿Qué ha sido de Athos?
-Como yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero -prosiguió el alberguista-, me
encaminé hacia la bodega a fin de devolverle la libertad. ¡Ay, señor, aquello no era un hombre,
era un diablo! A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le tendía y que
antes de salir debía imponer sus condiciones. Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo
yo no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un
mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a sus condiciones. «En
primer lugar -dijo-, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado.» Nos dimos
prisa por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos
dispuesto a hacer todo lo que quisiera vuestro amigo. El señor Grimaud (él sí ha dicho su
nombre, aunque no habla mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como
estaba; entonces su amo, tras haberlo recibido, volvió a atrancar la puerta y nos ordenó
quedarnos en nuestra tienda.
-Pero ¿dónde está? -exclamó D'Artagnan-. ¿Dónde está Athos?
-En la bodega, señor.
-¿Cómo desgraciado, lo retenéis en la bodega desde entonces?
-¡Bondad divina! No señor. ¡Nosotros retenerlo en la bodega! ¡No sabéis lo que está haciendo
en la bodega! ¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido toda mi vida, os
adoraría como a un amo!
-Entonces, ¿está allí, allí lo encontraré?
-Sin duda, señor, se ha obstinado en quedarse. Todos los días se le pasa por el tragaluz pan en
la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de lo que hace
el mayor consumo. Una vez he tratado de bajar con dos de mis mozos, pero se ha encolerizado
de forma terrible. He oído el ruido de sus pistolas, que cargaba, y de su mosquetón, que cargaba
su criado. Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha respondido
que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían hasta el
último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega. Entonces, señor,
yo fui a quejarme al gobernador, el cual me respondió que no tenía sino lo que me merecía, y
que esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en mi casa.
-¿De suerte que desde entonces?... -prosiguió D'Artagnan no pudiendo impedirse reír de la
cara lamentable de su hostelero.
-De suerte que desde entonces, señor -continuó éste-, llevamos la vida más triste que se
pueda ver; porque, señor, es preciso que sepáis que nuestras provisiones están en la bodega; allí
está nuestro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el
tocino y las salchichas; y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a negar
comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra hostería se
pierde. Una semana más con vuestro amigo en la bodega y estaremos arruinados.
-Y sería de justicia, bribón. ¿No se ve en nuestra cara que éramos gente de calidad y no
falsarios, decid?
-Sí, señor, sí, tenéis razón -dijo el hostelero-, pero mirad, mirad cómo se cobra.
-Sin duda lo habrán molestado -dijo D'Artagnan.
-Pero tenemos que molestarlo -exclamó el hostelero-; acaban de llegarnos dos gentileshombres
ingleses.
-¿Y?
-Pues que los ingleses gustan del buen vino, como vos sabéis, señor, y han pedido del mejor.
Mi mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer a estos señores; y como
de costumbre él se habrá negado. ¡Ay, bondad divina! ¡Ya tenemos otra vez escandalera!
En efecto, D'Artagnan oyó un gran ruido venir del lado de la bodega; se levantó, precedido por
el hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de anchet, que llevaba su mosquetón cargado,
se acercó al lugar de la escena.
Los dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se morían de
hambre y de sed.
-Pero esto es una tiranía -exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento
extranjero-, que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino. Vamos a hundir la
puerta y, si está demasiado colérico, pues lo matamos.
-¡Mucho cuidado, señores! -dijo D'Artagnan sacando sus pistolas de su cintura-. Si os place, no
mataréis a nadie.
-Bueno, bueno -decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos-, que los dejen entrar un
poco a esos traganiños, y ya veremos.
Por muy valientes que parecían ser, los dos gentileshombres se miraron dudando; se hubiera
dicho que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos, gigantescos héroes de las
leyendas populares, cuya caverna nadie fuerza impunemente.
Hubo un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de volverse atrás
y el más osado de ellos descendió los cinco o seis peldaños de que estaba formada la escalera y
dio a la puerta una patada como para hundir el muro.
-Planchet -dijo D'Artagnan cargando sus pistolas-, yo me encargo del que está arriba,
encárgate tú del que está abajo. ¡Ah, señores, queréis batalla! Pues bien, vamos a dárosla.
-¡Dios mío! -exclamó la voz hueca de Athos-. Oigo a D'Artagnan, según me parece.
-En efecto -dijo D'Artagnan alzando la voz a su vez-, soy yo, amigo mío.
-¡Ah, bueno! Entonces -dijo Athos-, vamos a trabajar a esos derribapuertas.
Los gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos entre
dos fuegos; dudaron un instante todavía; pero, como en la primera ocasión, venció el orgullo y
una segunda patada hizo tambalearse la puerta en toda su altura.
-Apártate, D'Artagnan, apártate -gritó Athos-, apártate, voy a disparar.
-Señores -dijo D'Artagnan, a quien la reflexión no abandonaba nunca-, señores, pensadlo.
Paciencia, Athos. Os vais a meter en un mal asunto y vais a ser acribillados. Aquí, mi criado y yo
que os solta remos tres disparos; y otros tantos os llegarán de la bodega; además, todavía
tenemos nuestras espadas, que mi amigo y yo, os lo aseguro, manejamos pasablemente.
Dejadme que me ocupe de mis asuntos y hs vuestros. Dentro de poco tendréis de beber, os doy
mi palabra.
-Si es que queda -gruñó la voz burlona de Athos.
El hostelero sintió un sudor frío correr a lo largo de su espina.
-¿Cómo que si queda? -murmuró.
-¡Qué diablos! Quedara -prosguió D'Artagnan-, estad tránquilo, entre dos no se habrán bebido
toda la bodega. Señores, devolved vuestras espadas a sus vainas.
-Bien. Y vos volved a poner vuestras pistolas en vuestro cinto.
-De buen grado.
Y D'Artagnan dio ejemplo. Luego, volviéndose hacia Planchet, le hizo señal de desarmar su
mosquetón.
Los ingleses, convencidos, devolvieron gruñendo sus espadas a la vaina. Se les contó la historia
del apasionamiento de Athos. Y como eran buenos gentileshombres, le quitaron la razón al
hostelero.
-Ahora, señores -dijo D'Artagnan-, volved a vuestras habita ciones, y dentro de diez minutos os
prometo que os llevarán cuanto podáis desear.
Los ingleses saludaron y salieron.
-Ahora estoy solo, mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, abridme la puerta, por favor.
-Ahora mismo -dijo Athos.
Entonces se oyó un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las
contraescarpas y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí mismo.
Un instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida de Athos, quien
con una ojeada rápida exploró los alrededores.
D'Artagnan se lanzó a su cuello y lo abrazó con ternura; luego quiso llevárselo fuera de aquel
lugar húmedo; entonces se dio cuenta de que Athos vacilaba.
-¿Estáis herido? -le dijo.
-¡Yo, nada de eso! Estoy totalmente borracho eso es todo, y jamás hombre alguno ha tenido
tanto como se necesitaba para ello. ¡Vive Dios! Hostelero, me parece que por lo menos yo solo
me he bebido ciento cincuenta botellas.
-¡Misericordia! -exclamó el hostelero-. Si el criado ha bebido la mitad sólo del amo, estoy
arruinado.
-Grimaud es un lacayo de buena casa, que no se habría permitido lo mismo que yo; él ha
bebido de la tuba; vaya, creo que se ha olvidado de goner la espita. ¿Oís? Está corriendo.
D'Artagnan estalló en una carcajada que cambió el temblor del hostelero en fiebre ardiente.
Al mismo tiempo Grimaud apareció detrás de su amo, con el mosquetón al hombro la cabeza
temblando como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens. Estaba rociado por delante y por
detrás de un licor pringoso que el hostelero reconoció en seguida por su mejor aceite de oliva.
El cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del albergue, que
D'Artagnan ocupó de manera imperativa.
Mientras tanto, el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que les
había sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los esperaba.
Más allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que componían
haces, tablones y toneles vacíos amontonados según todas las reglas del arte estratégico, se
veían aquí y allá, nadando en mares de aceite y de vino, las osamentas de todos los jamones
comidos, mientras que un montón de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la
bodega, y un tonel, cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las últimas
gotas de su sangre. La imagen de la devastación y de la muerte, como dice el poeta de la
antigüedad, reinaba allí como en un campo de batalla.
De las cincuenta salchichas, apenas diez quedaban colgadas de las vigas.
Entonces los aullidos del hostelero y de la hostelera taladraron la bóveda de la bodega; hasta
el mismo D'Artagnan quedó conmovido. Athos ni siquiera volvió la cabeza.
Pero al dolor sucedió la rabia. El hostelero se armó de una rama y, en su desesperación, se
lanzó a la habitación donde los dos amigos se habían retirado.
-¡Vino! -dijo Athos al ver al hostelero.
-¿Vino? -exclamó el hostelero estupefacto-. ¿Vino? Os habéis bebido por valor de más de cien
pistolas; soy un hombre arruinado, perdido aniquilado.
-¡Bah! -dijo Athos-. Nosotros seguimos con sed.
-Si os hubierais contentado con beber, todavía; pero habéis roto todas las botellas.
-Me habéis empujado sobre un montón que se ha venido abajo. Vuestra es la culpa.
- Todo mi aceite perdido!
-Él aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre Grimaud se
curase las que vos le habéis hecho.
-¡Todos mis salchichones roídos!
-Hay muchas ratas en esa bodega.
-Vais a pagarme todo eso -exclamó el hostelero exasperado.
-¡Triple bribón! -dijo Athos levantándose. Pero volvió a caer en seguida; acababa de dar la
medida de sus fuerzas. D'Artagnan vino en su ayuda alzando su fusta.
El hostelero retrocedió un paso y se puso a llorar a mares.
-Esto os enseñará -dijo D'Artagnan- a tratar de una forma más cortés a los huéspedes que Dios
os envía...
-¿Dios? ¡Mejor diréis el diablo!
-Mi querido amigo -dijo D'Artagnan-, si seguís dándonos la murga, vamos a encerrarnos los
cuatro en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan grande como decís.
-Bueno, señores -dijo el hostelero-, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado tiene su
misericordia; vosotros sois señores, y yo soy un pobre alberguista, tened piedad de mí.
-Ah, si hablas así -dijo Athos-, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a correr de mis
ojos como el vino corría de tus toneles. No era tan malo el diablo como lo pintan. Veamos, ven
aquí y hablaremos.
El hostelero se acercó con inquietud.
-Ven, lo digo, y no tengas miedo -continuó Athos-. En el momento que iba a pagarte, puse mi
bolsa sobre la mesa.
-Sí, monseñor.
-Aquella bolsa contenía sesenta pistolas, ¿dónde está?
-Depositada en la escribanía, monseñor; habían dicho que era moneda falsa.
-Pues bien, haz que te devuelvan mi bolsa, y quédate con las sesenta pistolas.
-Pero monseñor sabe bien que el escribano no suelta lo que coge. Si era moneda falsa todavía
quedaría la esperanza; pero desgraciadamente son piezas buenas.
-Arréglatelas, mi buen hombre, eso no me afecta, tanto más cuanto que no me queda una
libra.
-Veamos -dijo D'Artagnan-, el viejo caballo de Athos, ¿dónde está?
-En la cuadra.
- Cuánto vale?
-Cincuenta pistolas a lo sumo.
-Vale ochenta; quédatelo, y no hay más que hablar.
-¡Cómo! ¿Tú vendes mi caballo? -dijo Athos-. ¿Tú vendes mi Bayaceto? Y ¿en qué haré la
guerra? ¿Encima de Grimaud?
-Te he traído otro -dijo D'Artagnan.
-¿Otro?
-¡Y magnífico! -exclamó el hostelero.
-Entonces, si hay otro más hermoso y más joven, quédate con el viejo y a beber.
-¿De qué? -preguntó el hostelero completamente sosegado.
-De lo que hay al fondo, junto a las traviesas; todavía quedan veinticinco botellas; todas las
demás se rompieron con mi caída. Sube seis.
-¡Este hombre es una cuba! -dijo el hostelero para sí mismo-. Si se queda aquí quince días y
paga lo que bebe, sacará a flote nuestros asuntos.
-Y no olvides -continuó D'Artagnan- de subir cuatro botellas semejantes para los dos señores
ingleses.
-Ahora -dijo Athos-, mientras esperamos a que nos traigan el vino, cuéntame, D'Artagnan, qué
ha sido de los otros; veamos.
D'Artagnan le contó cómo había encontrado a Porthos en su lecho con un esguince y a Aramis
en su mesa con dos teólogos. Cuando acababa, el hostelero volvió con las botellas pedidas y un
jamón que, afortunadamente para él, había quedado fuera de la bodega.
-Está bien -dijo Athos llenando su vaso y el de D'Artagnan por lo que se refiere a Porthos y
Aramis; pero vos, amigo mío, ¿qué habéis hecho y qué os ha ocurrido a vos? Encuentro que
tenéis un aire siniestro.
-¡Ay! -dijo D'Artagnan-. Es que soy el más desgraciado de todos nosotros.
-¡Tú desgraciado, D'Artagnan! -dijo Athos-. Veamos, ¿cómo eres desgraciado? Dime eso.
-Más tarde -dijo D'Artagnan.
-¡Más tarde! Y ¿por qué más tarde? ¿Porque crees que estoy borracho, D'Artagnan? Acuérdate
siempre de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino. Habla, pues, soy todo oídos.
D'Artagnan contó su aventura con la señora Bonacieux.
Athos escuchó sin pestañear; luego, cuando hubo acabado:
-Miserias todo eso -dijo Athos-, miserias.
Era la expresión de Athos.
-¡Siempre decís miserias, mi querido Athos! -dijo D'Artagnan-. Eso os sienta muy mal a vos,
que nunca habéis amado.
El ojo muerto de Athos se inflamó de pronto, pero no fue más que un destello; en seguida se
volvió apagado y vacío como antes.
-Es cierto -dijo tranquilamente-, nunca he amado.
-¿Veis, corazón de piedra -dijo D'Artagnan-, que os equivocáis siendo duro con nuestros
corazones tiernos?
-Corazones tiernos, corazones rotos -dijo Athos.
-¿Qué decís?
-Digo que el amor es una lotería en la que el que gana, gana la muerte. Sois muy afortunado
por haber perdido, creedme, mi querido D'Artagnan. Y si tengo algún consejo que daros, es
perder siempre.
-Ella parecía amarme mucho.
-Ella parecía.
-¡Oh, me amaba!
-¡Infantil! No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay
ningún hombre que no haya sido engañado por su amante.
-Excepto vos, Athos, que nunca la habéis tenido.
-Es cierto -dijo Athos tras un momento de silencio-, yo nunca la he tenido. ¡Bebamos!
-Pero ya que estáis filósofo -dijo D'Artagnan-, instruidme, ayudadme; necesito saber y ser
consolado.
-Consolado ¿de qué?
-De mi desgracia.
-Vuestra desgracia da risa -dijo Athos encogiéndose de hombros-; me gustaría saber lo que
diríais si yo os contase una historia de amor.
-¿Sucedida a vos?
-O a uno de mis amigos, qué importa.
-Hablad, Athos, hablad.
-Bebamos, haremos mejor.
-Bebed y contad.
-Cierto que es posible -dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso-, las dos cosas van
juntas de maravilla.
-Escucho -dijo D'Artagnan.
Athos se recogió y, a medida que se recogía, D'Artagnan lo veía palidecer; estaba en ese
período de la embriaguez en que los bebedores vulgares caen y duermen. El, él soñaba en voz
alta sin dormir. Aquel sonambulismo de la bonachera tenía algo de espantoso.
-¿Lo queréis? -preguntó.
-Os lo ruego -dijo D'Artagnan.
-Sea como deseáis. Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo -dijo Athos
interrumpiéndose con una sonrisa sombría-; uno de los condes de mi provincia, es decir, del
Berry, noble como un Dandolo o un Montmorency, se enamoró a los veinticinco años de una
joven de dieciséis, bella como el amor. A través de la ingenuidad de su edad apuntaba un
espíritu ardiente, un espíritu no de mujer, sino de poeta; ella no gustaba embriagaba; vivía en
una aldea, junto a su hermano, que era cura. Los dos habían llegado a la región, ve nían no se
sabía de dónde; pero al verla tan hermosa y al ver a su hermano tan piadoso nadie pensó en
preguntarles de dónde venían. Por lo demás se los suponía de buena extracción. Mi amigo, que
era el señor de Ìa región, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el
amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos? Por desgracia era un
hombre honesto, la desposó. ¡El tonto, el necio, el imbécil!
-Pero ¿por qué, si la amaba? -preguntó D'Artagnan.
-Esperad -dijo Athos-. La llevó a su castillo y la hizo la primera dama de su provincia; y hay que
hacerle justicia, cumplía perfectamente con su rango.
-¿Y? -preguntó D'Artagnan.
-Y un día que ella estaba de caza con su marido -continuó Athos en voz baja y hablando muy
deprisa-, ella se cayó del caballo y se desvaneció: el conde se lanzó en su ayuda, y como se
ahogaba en sus vestidos, los hendió con su puñal y quedó al descubierto el hombro. ¿Adivináis lo
que tenía en el hombro, D'Artagnan? -dijo Athos con un gran estallido de risa.
-¿Puedo saberlo? -preguntó D'Artagnan.
-Una for de lis -dijo Athos-. ¡Estaba marcada!
Y Athos vació de un solo trago el vaso que tenía en la mano.
-¡Horror! -exclamó D'Artagnan-. ¿Qué me decís?
-La verdad. Querido, el ángel era un demonio. La pobre joven había robado.
-¿Y qué hizo el conde?
-El conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo: acabó de
desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol.
-¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato! -exclamó D'Artagnan.
-Sí, un asesinato, nada más -dijo Athos pálido como la muerte-. Pero me parece que me están
dejando sin vino.
Y Athos cogió por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y la vació de un
solo trago, como si fuera un vaso normal.
Luego se dejó caer con la cabeza entre sus dos manos; D'Artagnan permaneció ante él, parado
de espanto.
-Eso me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas -dijo Athos levantándose y
sin continuar el apólogo del conde-. ¡Dios os conceda otro tanto! ¡Bebamos!
-¿Así que ella murió? -balbuceó D'Artagnan.
-¡Pardiez! -dijo Athos-. Pero tended vuestro vaso. ¡Jamón, pícaro! -gritó Athos-. No podemos
beber más.
-¿Y su hermano? -añadió tímidamente D'Artagnan.
- Su hermano? -repuso Athos.
-Sí, el cura.
-!Ah! Me informé para colgarlo también; pero había puesto pies en polvorosa, había dejado su
curato la víspera.
-¿Se supo al menos lo que era aquel miserable?
-Era sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había
fingido ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna. Espero que haya sido
descuartizado.
-¡Oh, Dios mío, Dios mió! -dijo D'Artagnan, completamente aturdido por aquella horrible
aventura.
-Comed ese jamón, D'Artagnan, es exquisito -dijo Athos cortando una loncha que puso en el
plato del joven-. ¡Qué pena que sólo hubiera cuatro como éste en la bodega!
D'Artagnan no podía seguir soportando aquella conversación, que lo enloquecía; dejó caer su
cabeza entre sus dos manos y fingió dormirse.
-Los jóvenes no saben beber -dijo Athos mirándolo con piedad-. ¡Y sin embargo éste es de los
mejores..!
Capítulo XXVIII
El regreso
D'Artagnan había quedado aturdido por la horrible confesión de Athos; sin embargo, muchas
de las cosas parecían oscuras en aquella semirrevelación; en primer lugar, había sido hecha por
un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa
ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D'Artagnan, al
despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a
medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu. Toda aquella duda no
hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su
amigo con la intención bien meditada de reanudar su conversación de la víspera; pero encontró a
Athos con la cabeza completamente sentada, es decir, el más fino y más impenetrable de los
hombres.
Por lo demás, el mosquetero, después de haber cambiado con él un apretón de manos, se le
adelantó con el pensamiento.
-Estaba muy borracho ayer, mi querido D'Artagnan -dijo-; me he dado cuenta esta mañana por
mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado; apuesto
a que dije mil extravagancias.
Y al decir estas palabras miró a su amigo con una fijeza que lo embarazó.
-No -replicó D'Artagnan-, y si no recuerdo mal, no habéis dicho nada muy extraordinario.
-¡Ah, me asombráis! Creía haberos contado una historia de las más lamentables.
Y miraba al joven como si hubiera querido leer en lo más profundo de su corazón.
-A fe mía -dijo D'Artagnan-, parece que yo estaba aún más borracho que vos, puesto que no
me acuerdo de nada.
Athos no se fió de esta palabra y prosiguió:
-No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera:
triste o alegre; yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es
contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metió en el cerebro. Ese es mi
defecto, defecto capital, lo admito; pero, dejando eso a un lado, soy buen bebedor.
Athos decía esto de una forma tan natural que D'Artagnan quedó confuso en su convicción.
-Oh, de algo así me acuerdo, en efecto -prosiguió el joven tratando de volver a coger la
verdad-, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno
de un sueño.
-¡Ah, lo veis! -dijo Athos palideciendo y, sin embargo, tratando de reír-. Estaba seguro, los
ahorcados son mi pesadilla.
-Sí, sí -prosiguió D'Artagnan-, y, ya está, la memoria me vuelve: sí, se trataba..., esperad..., se
trataba de una mujer.
-¿Lo veis? -respondió Athos volviéndose casi lívido-. Es mi famosa historia de la mujer rubia, y
cuando la cuento es que estoy borracho perdido.
-Sí, eso es -dijo D'Artagnan-, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules. ;
-Sí, y colgada. 1
-Por su marido, que era un señor de vuestro conocimiento continuó D'Artagnan mirando
fíjamente a Athos.
-¡Y bien! Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice -prosiguió
Athos encogiéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo-. Decididamente, no quiero
emborracharme más, D'Artagnan, es una mala costumbre.
D'Artagnan guardó silencio.
Luego Athos, cambiando de pronto de conversación:
-A propósito -dijo-, os agradezco el caballo que me habéis traído.
-¿Es de vuestro gusto? -preguntó D'Artagnan.
-Sí, pero no es un caballo de aguante.
-Os equivocáis; he hecho con él diez leguas en menos de hora y media, y no parecía más
cansado que si hubiera dado una vuelta a la plaza Saint-Sulpice.
-Pues me dais un gran disgusto.
-¿Un gran disgusto?
-Sí, porque me he deshecho de él.
-¿Cómo?
-Estos son los hechos: esta mañana me he despertado a las seis, vos dormíais como un tronco,
y yo no sabía qué hacer; estaba todavía completamente atontado de nuestra juerga de ayer;
bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante por haber
muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre. Me acerqué a él, y como vi que
ofrecía cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios -le dije-, gentilhombre, también yo tengo
un caballo que vender.» «Y muy bueno incluso -dijo él-. Lo vi ayer, el criado de vuestro amigo lo
llevaba de la mano.» «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por ese
precio?» «No, pero os lo juego.» «¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho y hecho;
y he perdido el caballo. ¡Ah, pero también -continuó Athos- he vuelto a ganar la montura.
D'Artagnan hizo un gesto bastante disgustado.
-¿Os contraría? -dijo Athos.
-Pues sí, os lo confieso -prosiguió D'Artagnan-. Ese caballo debía serviros para hacernos
reconocer un día de batalla; era una prenda, un recuerdo. Athos, habéis cometido un error.
-Ay, amigo mío, poneos en mi lugar -prosiguió el mosquetero-; me aburría de muerte, y
además, palabra de honor, no me gustan los caballos ingleses. Veamos, si no se trata más que
de ser reconocido por alguien, pues bien, la silla bastará; es bastante notable. En cuanto al
caballo, ya encontraremos alguna excusa para justificar su desaparición. ¡Qué diablos! Un caballo
es mortal; digamos que el mío ha tenido el muermo.
D'Artagnan no desfruncía el ceño.
-Me contraría -continuó Athos- que tengáis en tanto a esos animales, porque no he acabado mi
historia.
-¿Pues qué habéis hecho además?
-Después de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de
jugar el vuestro.
-Sí, pero espero que os hayáis quedado en la idea.
-No, la puse en práctica en aquel mismo instante.
-¡Vaya! -exclamó D'Artagnan inquieto.
-Jugué y perdí.
-¿Mi caballo?
-Vuestro caballo; siete contra ocho, a falta de un punto..., ya conocéis el proverbio.
-Athos no estáis en vuestro sano juicio, ¡os lo juro!
-Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso, y
no esta mañana. Los he perdido, pues, con todos los equipos y todos los arneses posibles.
-¡Pero es horrible!
-Esperad, no sabéis todo; yo sería un jugador excelente si no me obstinara; pero me obstino,
es como cuando bebo; me encabezoné entonces. . .
-Pero ¿qué pudisteis jugar si no os quedaba nada?
-Sí quedaba, amigo mío, sí quedaba; nos quedaba ese diamante que brilla en vuestro dedo, y
en el que me fijé ayer.
-¡Este diamante! -exclamó D'Artagnan llevando con presteza la mano a su anillo.
-Y como entiendo, por haber tenido algunos propios, lo estimé en mil pistolas.
-Espero -dijo seriamente D'Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención
alguna de mi diamante.
-Al contrario, querido amigo; comprended, ese diamante era nuestro único recurso; con él yo
podía volver a ganar nuestros arneses y nuestros caballos, y además dinero para el camino.
-¡Athos, me hacéis temblar! -exclamó D Artagnan.
-Hablé, pues, de vuestro diamante a mi contrincante, que también había reparado en él. ¡Qué
diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten
atención! ¡Im posible!
-¡Acabad, querido, acabad -dijo D'Artagnan-, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me
hacéis morir!
-Dividimos, pues, ese diamante en diez partes de cien pistolas cada una.
-¡Ah! ¿Queréis reíros y probarme? -dijo D'Artagnan a quien la cólera comenzaba a cogerle por
los cabellos como Minerva coge a Aquiles en la Ilíada.
-No, no bromeo, por todos los diablos. ¡Me hubiera gustado ve ros a vos! Hacía quince días que
no había visto un rostro humano y que estaba allí embruteciéndome empalmando una botella
tras otra.
-Esa no es razón para jugar un diamante -respondió D Artagnan apretando su mano con una
crispacion nerviosa.
-Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha. En
trece tiradas perdí todo. ¡En trece tiradas! El número trece me ha sido siempre fatal, era el trece
del mes de julio cuando...
-¡Maldita sea! -exclamó D'Artagnan levantándose de la mesa-. La historia del día hace olvidar la
de la noche.
-Paciencia -dijo Athos- y tenía un plan. El inglés era un extravagante, yo lo había visto por la
mañana hablar con Grimaud y Grimaud me había advertido que le había hecho proposiciones
para entrar a su servicio. Me jugué a Grimaud, el silencioso Grimaud dividido en diez porciones.
-¡Ah, vaya golpe! -dijo D'Artagnan estallando de risa a pesa suyo.
-¡El mismo Grimaud! ¿Oís esto? Y con las diez partes de Grimaud que no vale en total un
ducado de plata, recuperé el diamante. Ahora decid si la persistencia no es una virtud.
-¡Y a fe que bien rara! -exclamó D'Artagnan consolado y soste niéndose los hijares de risa.
-Como comprenderéis, sintiéndome en vena, me puse al punto a jugar el diamante.
-¡Ah, diablos! -dijo D'Artagnan ensombreciéndose de nuevo.
-Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo,
luego lo volví a perder. En resumen, conseguí vuestro arnés, luego el mío. Ahí estamos. Una
tirada soberbia; y ahí me he quedado.
D'Artagnan respiró como si le hubieran quitado la hostería de encima del pecho.
-En fin, que me queda el diamante -dijo tímidamente.
-¡Intacto, querido amigo! Además de los arneses de vuestro bucéfalo y del mío.
-Pero ¿qué haremos de nuestros arneses sin caballos?
-Tengo una idea sobre ellos.
-Athos, me hacéis temblar.
-Escuchad, vos no habéis jugado hace mucho tiempo, D'Artagnan.
-Y no tengo ganas de jugar.
-No juremos. No habéis jugado hace tiempo, decía yo, y por eso debéis tener buena mano.
- ¿Y después?
-Pues que el inglés y su acompañante están todavía ahí. He observado que lamentaban mucho
los arneses. Vos parecéis tener en mucho vuestro caballo. En vuestro lugar, yo jugaría vuestros
arneses contra vuestro caballo.
-Pero él no querrá un solo arnés.
-Jugad los dos, pardiez. Yo no soy tan egoísta como vos.
-¿Haríais eso? -dijo D'Artagnan indeciso, tanto comenzaba a ganarle la confianza, a su costa,
de Ahtos.
-Palabra de honor, de una sola tirada.
-Pero es que, después de haber perdido los caballos, quisiera conservar los arneses.
-Jugad entonces vuestro diamante.
-Oh, esto es otra cosa; nunca, nunca.
-¡Diablos! -dijo Athos-. Yo os propondría jugaros a Planchet; pero como eso ya está hecho,
quizá el inglés no quiera.
-Decididamente, mi querido Athos -dijo D'Artagnan-, prefiero no arriesgar nada.
-¡Es una lástima! -dijo fríamente Athos-. El inglés está forrado de pistolas. ¡Ay, Dios mío!
Ensayad una tirada, una tirada se juega
-¿Y si pierdo?
-Ganaréis.
-Pero ¿y si pierdo?
-Pues entonces le daréis los arneses.
-Vaya entonces una tirada -dijo D'Artagnan.
Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con
ojos ambiciosos. La ocasión era buena. Puso sus condiciones: los dos arneses contra un caballo o
cien pistolas a escoger. El inglés calculó rápido: los dos arneses valían trescienta: pistolas los
dos; aceptó.
D'Artagnan echó los dados temblando, y sacó un número tres; su palidez espantó a Athos, que
se contentó con decir:
-Qué mala tirada, compañero; tendréis caballos con arneses señor.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa
sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria; D'Artagnan se había vuelto para ocultar su mal
humor.
-Vaya, vaya, vaya -dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la
he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
El inglés miró y quedó asombrado; D'Artagnan miró y quedó encantado.
-Sí -continuó Athos-, solamente cuatro veces: una vez con el señor de Créquy; otra vez en mi
casa, en el campo, en mi castillo de... cuando yo tenía un castillo; una tercera vez con el señor
de Tréville donde nos sorprendió a todos; y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me
tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
-Entonces el señor recupera su caballo -dijo el inglés.
-Cierto -dijo D'Artagnan
-¿Entonces no hay revancha?
-Nuestras condiciones estipulaban que nada de revancha, ¿lo re cordáis?
-Es cierto; el caballo va a ser devuelto a vuestro criado, señor
-Un momento -dijo Athos-; con vuestro permiso, señor, solicito decir unas palabras a mi amigo.
-Decídselas.
Athos llevó a parte a D'Artagnan.
-¿Y bien? -le dijo D'Artagnan-. ¿Qué quieres ahora, tentador? Quieres que juegue, ¿no es eso?
-No, quiero que reflexionéis.
-¿En qué?
-¿Vais a tomar el caballo, no es así?
-Claro.
-Os equivocáis, yo tomaría las cien pistolas; vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra
el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
-Sí.
-Yo tomaría las cien pistolas.
-Pero yo, yo me quedo con el caballo.
-Os equivocáis, os lo repito. ¿Qué haríamos con un caballo para nosotros dos? Yo no pienso
montar en la grupa, tendríamos la pinta de los dos hijos de Aymón, que han perdido a sus
hermanos; no podéis humillarme cabalgando a mi lado, cabalgando sobre ese magnífico
destrero. Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver
a Paris.
-Yo me quedo con el caballo, Athos.
-Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las
patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un
caballo o cien pistolas perdidas; hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el
contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
-Pero ¿cómo volveremos?
-En los caballos de nuestros lacayos, pardiez. Siempre se verá en el aire de nuestras figuras
que somos gentes de condición.
-Vaya figura que vamos a hacer sobre jacas, mientras Aramis y Porthos caracolean sobre sus
caballos.
-¡Aramis! ¡Porthos! -exclamó Athos, y se echó a reír.
-¿Qué? -preguntó D'Artagnan, que no comprendía nada la hilar¡dad de su amigo.
-Bien, bien, sigamos -dijo Athos.
-O sea, que vuestra opinión...
-Es coger las cien pistolas, D'Artagnan; con las cien pistolas va mos a banquetear hasta fin de
mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
-¡Yo reposar! Oh, no, Athos; tan pronto como esté en Paris me pongo a buscar a esa pobre
mujer.
-Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises de oro?
Tomad las cien pistolas, amigo mío, tomad las cien pistolas.
D'Artagnan sólo necesitaba una razón para rendirse. Esta le pareció excelente. Además,
resistiendo tanto tiempo, temía parecer egoísta a los ojos de Athos; accedió, pues, y eligió las
cien pistolas que el inglés le entregó en el acto.
Luego no se pensó más que en partir. Además, hechas las paces con el alberguista, el viejo
caballo de Athos costó seis pistolas; D'Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de
Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y
llegaron a Crèvecoeur. De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y
mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte.
-¡Hola! ¡Eh, Aramis! ¿Qué diablos hacéis ahí? -gritaron los dos amigos.
-¡Ah, sois vos, D'Artagnan; sois vos, Athos! -dijo el joven-. Pensaba con qué rapidez se van los
bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un
torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.
-¿Y eso qué quiere decir en el fondo? -preguntó D'Artagnan, que comenzaba a sospechar la
verdad.
-Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que,
por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
D'Artagnan y Athos estallaron en carcajadas.
-Mi querido Athos -dijo Aramis-: no me echéis la culpa, os lo suplico; la necesidad no tiene ley;
además yo soy el primer castigado, puesto que este infame chalán me ha robado por lo menos
cincuenta luises. Vosotros sí que tenéis buen cuidado; venís sobre los caballos de vuestros
lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas
jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de
Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza. El furgón
volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte,
a aplacar la sed del cochero durante el camino.
-¿Cómo? -dijo Aramis, viendo lo que pasaba-. ¿Nada más que las sillas?
-¿Comprendéis ahora? -dijo Athos.
-Amigos míos, exactamente igual que yo. Yo he conservado el arnés por instinto. ¡Hola, Bazin!
Llevad mi arnés nuevo junto al de esos señores.
-¿Y qué habéis hecho de vuestros curas? -preguntó D'Artagnan.
-Querido, los invité a comer al día siguiente -dijo Aramis-; hay aquí un vino exquisito, dicho sea
de paso; los emborraché lo mejor que pude; entonces el cura me prohibió dejar la casaca y el
jesuita me rogó que le haga recibir de mosquetero.
-¡Sin tesis! -exclamó D'Artagnan-. Sin tesis. Pido la supresión de la tesis.
-Desde entonces -continuó Aramis-, vivo agradablemente. He comenzado un poema en versos
de una sílaba; es bastante difícil, pero el mérito en todo está en la dificultad. La materia es
galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
-¡A fe mía, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan, que detestaba casi tanto los versos como el
latín-. Añadid al mérito de la dificultad el de la brevedad, y al menos seguro que vuestro poema
tiene dos méritos.
-Además -continuó Aramis-, respira pasiones, ya veréis. ¡Ah!, amigos míos, ¿volveremos a
París? Bravo, yo estoy dispuesto; vamos, pues, a volver a ver a ese bueno de Porthos tanto
mejor. ¿Creeríais que echo en falta a ese gran necio? El no hubiera vendido su caballo, ni
siquiera a cambio de un reino. Quería verlo ya sobre su animal y su silla. Estoy seguro de que
tendrá pinta de Gran Mogol.
Se hizo un alto de una hora para dar respiro a los caballos; Aramis saldó sus cuentas, colocó a
Bazin en el furgón con sus camaradas y se pusieron en ruta para ir en busca de Porthos.
Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D'Artagnan durante su primera
visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro
personas; aquella comida se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y
de frutos soberbios.
-¡Ah, pardiez! -dijo levantándose-. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y
vais a comer conmigo.
-¡Oh, oh! -dijo D'Artagnan-. No es Mosquetón quien ha cogido a lazo tales botellas; además,
aquí hay un fricandó mechado y un filete de buey...
-Me voy recuperando -dijo Porthos-, me voy recuperando; nada debilita tanto como esos
malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces, Athos?
-Jamás; sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que
al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.
-Pero esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos -dijo Aramis.
-No -dijo Porthos-; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de
comunicarme que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola,
Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las botellas!
-¿Sabéis lo que estamos comiendo? -dijo Athos al cabo de diez minutos.
-Pardiez -respondió D'Artagnan-; yo como carne de buey mechada con cardos y con tuétanos.
-Y yo chuletas de cordero -dijo Porthos.
-Y yo una pechuga de ave -dijo Aramis.
-Todos os equivocáis, señores -respondió Athos-; coméis caballo.
-¡Vamos! -dijo D'Artagnan.
-¿Caballo? -preguntó Aramis con una mueca de disgusto.
Sólo Porthos no respondió.
-Sí, caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y todo.
-No, señores; he guardado el arnés -dijo Porthos.
-A fe que todos somos iguales -dijo Aramis-; se diría que está bamos de acuerdo.
-¡Qué queréis! -dijo Porthos-. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido
humillarlos.
-Y en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? -prosiguió D'Artagnan.
-Allí sigue -respondió Porthos-. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los
gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he dado.
-¡Dado! -exclamó D'Artagnan.
-¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra -dijo Porthos-; porque ciertamente valía ciento
cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.
-¿Sin la silla? -dijo Aramis.
-Sí, sin la silla.
-Observaréis, señores -dijo Athos-, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha
hecho de todos nosotros.
Se produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos completamente atónito;
pero pronto se le explicó la razón de aquella hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su
costumbre.
-¿De modo que todos tenemos dinero? -dijo D'Artagnan.
-No por lo que mí toca -dijo Athos-; me ha parecido tan bueno el vino español de Aramis que
he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin nada.
-En cuanto a mí -dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de
Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que
había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y que no
dudo que nos han de servir de maravilla.
-Y yo -dijo Porthos-, ¿creéis que mi esguince no me ha costa do nada? Sin contar la herida de
Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha
hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir
una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he
recomendado encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.
-Vamos, vamos -dijo Athos, cambiando una sonrisa con D'Artagnan y Aramis-, veo que os
habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen amo.
-En resumen -continuó Porthos-: pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.
-Y a mí una decena de pistolas -dijo Aramis.
-Vamos -dijo Athos-, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien
pistolas, ¿cuánto os queda, D'Artagnan?
-¿De mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.
-¿Eso creéis?
-¡Pardiez!
-Ah, es cierto, ahora me acuerdo.
-Luego he pagado seis al hostelero.
-¡Qué animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?
-Es lo que vos me dijisteis que le diese.
-Es cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?
-Veinticinco pistolas -dijo D'Artagnan.
-Y yo -dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo-, yo...
-Vos, nada.
-A fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el montón.
-Ahora calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?
-Treinta escudos.
-¿Aramis?
-Diez pistolas.
-¿Y vos, D'Artagnan?
-Veinticinco.
-Eso hace un total... -dijo Athos.
-Cuatrocientas setenta y cinco libras -dijo D'Artagnan, que contaba como Arquímedes.
-Llegados a Paris, tendremos todavía cuatrocientas -dijo Porthos-, además de los arneses.
-Pero ¿nuestros caballos de escuadrón? -dijo Aramis.
-Bueno, los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a
suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego
dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D'Artagnan, que tiene buena mano y que irá a
jugarlas al primer garito.
-Cenemos entonces -dijo Porthos-; esto se enfría.
Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida,
cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.
Al llegar a París, D'Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevenía de que,
a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros.
Como esto era todo lo que D'Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de
volver a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de sus camaradas, a los
que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados.
Estaban reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias
de cierta gravedad.
El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad
era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.
Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de
disciplina.
-¿Y en cuánto estimáis esos esquipos? -dijo D'Arta gnan.
-¡Oh! No hay más que decirlo -prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas con una
cicatería de espartanos y necesita mos cada uno de nosotros mil quinientas libras.
-Cuatro por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras -dijo Athos.
-Yo creo -dijo D'Artagnan- que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo como
espartano, sino como procurador...
Esta palabra de procurador despertó a Porthos.
-¡Vaya, tengo una idea! -dijo.
-Algo es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una -dijo fríamente Athos-; en cuanto a
D'Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil libras!
Declaro que para mí sólo necesito dos mil.
-Cuatro or dos son ocho -dijo entonces Aramis-; por tanto, son ocho mil liras las que
necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.
-Además -dijo Athos, esperando a que D'Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de
Tréville, hubiese cerrado la puerta-; además de ese hermoso diamante que brilla en el dedo de
nuestro amigo. ¡Qué diablo! D'Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos
en el apuro cuando lleva en su dedo corazon el rescate de un rey.
Capítulo XXIX
La caza del equipo
El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D'Artagnan, aunque D'Artagnan, en
su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran
señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor
y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse
comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D'Artagnan unía en aquel momento
una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la
señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello
a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar.
Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D'Artagnan.
Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.
-Nos quedan quince días -les decía a sus amigos-; pues bien, si al cabo de quince días no he
encontrado nada mejor, si nada ha ve nido a encontrarme, como soy buen católico para
romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia
o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no
puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido
con mi deber sin tener necesidad de equiparme.
Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y
diciendo:
-Sigo en mi idea.
Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.
Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.
Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito, compartían la triste pena de sus amos.
Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la
devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria
general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para
enternecer a las piedras.
Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para
equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles
mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado
alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que
iban. Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado
algo?
Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en
ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D'Artagnan lo vio un
día encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo
después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las
intenciones más conquistadoras. Como D'Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse,
Porthos creyó no haber sido visto. D'Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado
de un pilar; D'Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.
Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos
aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados
de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba
ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas
bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el
bello Porthos.
D'Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una
especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras.
Los ojos de Porthos se dirigían furtivamente hacia aquella dama, luego mariposeaban a lo lejos
por la nave.
Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez del rayo
una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con
furor. Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las cofias negras,
porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba
desesperadamente en su asiento.
Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a
hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella
dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que
había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el bolso
bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.
La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó
que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.
Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios,
sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
Por eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan vigoroso que
todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos permaneció
impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.
La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias
negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la
encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D'Artagnan, que
reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la
cicatriz, había saludado con el nombre de milady.
D'Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de
Porthos, que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la
procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy
alejada de la citada calle.
Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de
Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.
Pero en medio de todo aquello, D'Artagnan notó también que su rostro no correspondía a las
galanterías de Porthos. Aquello no eran más que quimeras ilusiones; pero para un amor real,
para unos celos verdaderos, ¿hay otra realidad que las ilusiones y las quimeras?
El sermón acabó; la procuradora avanzó hacia la pila de agua bendita; Porthos se adelantó y,
en lugar de un dedo, metió toda la mano. La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por
lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando
sólo estaba a tres pasos de él, éste volvió la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la
dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su
doncella.
Cuando la dama del cojín rojo estuvo junto a Porthos, Porthos sacó su mano toda chorreante
de la pila; la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo,
la señal de la cruz y selió de la iglesia.
Aquello fue demasiado para la procuradora; no dudó de que aquella dama y Porthos estaban
requebrándose. Si hubiera sido una gran dama, se habría desmayado; pero como no era más
que una procuradora, se contentó con decir al mosquetero con un furor concentrado:
-¡Eh, señor Porthos! ¿No me vais a ofrecer a mí agua bendita?
Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un
sueño de cien años.
-Se..., señora -exclamó él-. ¿Sois vos? ¿Cómo va vuestro marido, mi querido señor Coquenard?
¿Sigue tan pícaro como siempre? ¿Dónde tenía yo los ojos, que no os he visto siquiera en las dos
horas que ha durado ese sermón?
-Estaba a dos pasos de vos, señor -respondió la procuradora-, y no me habéis visto porque no
teníais ojos más que para la hermosa dama a quien acabáis de dar agua bendita.
Porthos fingió estar apurado.
-¡Ah! -dijo-. Habéis notado...
-Hay que estar ciego para no verlo.
-Sí -dijo displicentemente Porthos-; es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos
problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría
hoy, sólo para verme, a esta pore iglesia, en este barrio perdido.
-Señor Porthos -dijo la procuradora- ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco
minutos? Hablaría de buena gana con vos.
-Por supuesto, señora -dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de
la víctima que va a hacer.
En aquel momento, D'Artagnan pasaba persiguiendo a milady; lanzó una ojeada hacia Porthos
y vio aquella mirada triunfante.
-¡Vaya, vaya! -se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de
aquella época galante-. Ahí hay uno que fácilmente podrá equiparse en el plazo previsto.
Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle,
llegó al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos
extremos. No se veía, por el día, más que mendigos comiendo o niños jugando.
-¡Ah, señor Porthos! -exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie
extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-. Vaya, señor Porthos, estáis
hecho un conquistador, según parece.
-¿Yo, señora? -dijo Porthos engallándose-. ¿Y eso por qué?
-¿Y las señas de hace un momento, y el agua bendita? Pero por lo menos es una princesa esa
dama, con su negrito y su doncella.
-Os equivocáis. Dios mío, no -respondió Porthos-, es simplemente una duquesa.
-¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea
que esperaba en su pescante?
Porthos no había visto ni el recadero ni la canoza; pero con su mirada de mujer celosa, la
señora Coquenard lo había visto todo.
Porthos lamentó no haber hecho a la dama del cojín rojo princesa a la primera.
-¡Ah, sois un muchacho amado por las hermosas, señor Porthos! -prosiguió suspirando la
procuradora.
-Pero -respondió Porthos- comprenderéis que con un físico como el que la naturaleza me ha
dotado, no dejo de tener aventuras.
-¡Dios mío! ¡Qué pronto olvidan los hombres! -exclamó la procuradora alzando los ojos al cielo.
-Menos pronto que las mujeres -respondió Porthos-; porque, en fin, señora, yo puedo decir que
he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos; yo, el
vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a punto de
morir de mis heridas, primero; y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin
que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.
-Pero, señor Porthos... -murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la
conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.
-Yo, que había sacrificado por vos a la condesa de Peñaflor...
-Lo sé.
-A la baronesa de...
-Señor Porthos, no me abruméis.
-A la duquesa de...
-Señor Porthos, sed generoso.
-Tenéis razón, señora; además, no acabaría.
-Pero es que mi marido no quiere oír hablar de prestar.
-Señora Coquenard -dijo Porthos-, acordaos de la primera carta que me escribisteis y que
conservo grabada en mi memoria.
La procuradora lanzó un gemido.
-Pero es que, además -dijo ella-, la suma que pedíais prestada era algo fuerte.
-Señora Coquenard, os daba preferencia. No he tenido más que escribir a la duquesa de... No
quiero decir su nombre, porque no sé lo que es comprometer a una mujer; pero lo que sí sé es
que yo no he tenido más que escribirle para que me enviase mil quinientos.
La procuradora derramó una lágrima.
-Señor Porthos -dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os
encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
-Dejémoslo, señora -dijo Porthos, como sublevado-; no hablemos de dinero, por favor, es
humillante.
-¡Así que no me amáis ya! -dijo lenta y tristemente la procuradora.
Porthos guardó un silencio majestuoso.
-¿Así es como me respondéis? ¡Ay, comprendo!
-Pensad en la ofensa que me habéis hecho, señora; se me ha quedado aquí -dijo Porthos,
poniendo la mano en su corazón y apretando con fuerza.
-¡Yo la repararé, mi querido Porthos!
-Además, ¿qué os pedía? -prosiguió Porthos con un movimiento de hombros lleno de sencillez-.
Un préstamo, nada más. Después de todo, no soy un hombre poco razonable. Sé que no sois
rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para
sacar unos pobres escudos. Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso
no podría perdonaros.
La procuradora se picó.
-Sabed, señor Porthos -dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que
sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.
-Doble ofensa la que me hacéis entonces -dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de
debajo del suyo-; porque si vos sois rica, señora Coquenard, entonces no hay excusa que valga
en vuestra negativa.
-Cuando digo rica -prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado
lejos-, no hay que tomar la palabra al pie de la letra. No soy lo que se dice rica, pero vivo
holgada.
-Mirad, señora -dijo Porthos-, no hablemos más de todo eso, os lo suplico. Me habéis
despreciado; entre nosotros la simpatía se apagó.
-¡Qué ingrato sois!
-¡Ah, encima podéis quejaros! -dijo Porthos.
-¡Idos, pues, con vuestra bella duquesa! Yo no os retengo.
-¡Vaya, por lo menos no está tan seca como creo!
-Veamos, señor Porthos, una vez más, la última: ¿Aún me amáis?
-¡Ah, señora! -dijo Porthos con el tono más melancólico que pudo adoptar-. Justo cuando
vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que sere
muerto...
-¡Oh, no digáis esas cosas! -exclamó la procuradora estallando en sollozos.
-Algo me lo dice -continuó Porthos, poniéndose más y más melancólico.
-Decid mejor que tenéis un nuevo amor.
-No, os hablo sinceramente. Ningún nuevo amor me conmueve, e incluso siento aquí, en el
fondo de mi corazón, algo que habla por vos. Pero dentro de quince días, como sabéis o como
quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo. Luego
voy a hacer un viaje para ver a mi familia, en el fondo de Bretaña, para conseguir la suma
necesaria para mi partida.
Porthos notó un último combate entre el amor y la avaricia.
-Y como -continuó- la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las
mías, haremos el viaje juntos. Los viajes, como sabéis, parecen mucho menos largos cuando se
hacen acompañado.
-¿No tenéis ningún amigo en Paris, señor Porthos? -dijo la procuradora.
-Creía tenerlo -dijo Porthos adoptando su aire melancólico-, pero he visto claramente que me
equivocaba.
-Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis -prosiguió la procuradora en un transporte que le
sorprendió a ella misma-; venid mañana a casa. Vos sois hijo de mi tía, por tanto mi primo; venís
de Noyon, en Picardía; tenéis varios procesos en Paris y estáis sin procurador. ¿Habéis retenido
todo esto?
-Perfectamente, señora.
-Venid a la hora de la comida.
-Muy bien.
-Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.
-¡Setenta y seis años! ¡Diablo! ¡Hermosa edad! -repuso Porthos. -La edad madura, querréis
decir, señor Porthos. Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro
-continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-. Afortunadamente, por
contrato de matrimonio, nos hemos pasado todo al último que viva.
-¿Todo? -dijo Porthos.
-Todo.
-Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard -dijo Porthos apretando
tiernamente la mano de la procuradora.
-¿Estamos, pues, reconciliados, querido señor Porthos? -dijo ella haciendo melindres.
=Para toda la vida -replicó Porthos con el mismo aire.
-Hasta la vista entonces, traidor mío.
-Hasta la vista, olvidadiza mía.
-¡Hasta mañana, angel mío!
-¡Hasta mañana, llama de mi vida!
Capítulo XXX
Milady
D'Artagnan había seguido a Milady sin ser notado por ella; la vio subir a su carroza y la oyó dar
a su cochero la orden de ir a Saint-Germain.
Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos. D'Artagnan
volvió, por tanto, a la calle Férou.
En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y
que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.
Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él,
D'Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de
Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D'Artagnan.
Planchet se encaminó hacia la calle del Colombier y D'Artagnan hacia la calle Férou. Athos
estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que
había traído de su viaje a Picardía. Hizo señas a Grimaud de traer un vaso para d'Arta gnan y
Grimaud obedeció como de costumbre.
D'Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la
procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de
equiparse.
-Pues yo estoy muy tranquilo -respondió Athos a todo este relato-; no serán las mujeres las
que hagan los gastos de mi arnés.
-Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni
princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
-¡Qué joven es este D'Artagnan! -dijo Athos, encogiéndose de hombros.
E hizo señas a Grimaud para que trajera una segunda botella.
En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció
a su señor que los dos caballos estaban allí.
-¿Qué caballos? -preguntó Athos.
-Dos que el señor de Tréville me presta para el paseo y con los que voy a dar una vuelta por
Saint-Germain.
-¿Y qué vais a hacer a Saint-Germain? -preguntó aún Athos.
Entonces D'Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto
a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su
eterna preocupación.
-Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux -dijo Athos
encogiéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.
-¿Yo? ¡Nada de eso! -exclamó D'Artagnan-. Sólo tengo curiosidad por aclarar el misterio con el
que está relacionada. No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que
me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.
-De hecho, tenéis razón -dijo Athos-. No conozco una mujer que merezca la pena que se la
busque cuando está perdida. La señora Bonacieux está perdida, ¡tanto peor para ella! ¡Que ella
misma se encuentre!
-No, Athos, no, os engañáis -dijo D'Artagnan-; amo a mi pobre Costance más que nunca, y si
supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla de las
manos de sus verdugos; pero lo ignoro, todas mis búsquedas han sido inútiles. ¿Qué queréis?
Hay que distraerse.
-Distraeos, pues, con Milady, mi querido D'Artagnan; lo deseo de todo corazón, si es que eso
puede divertiros.
-Escuchad, Athos -dijo D'Artagnan-; en lugar de estaros encerrado aquí como si estuvierais en
la cárcel, montad a caballo y venid conmigo a pasearos por Saint-Germain.
-Querido -replicó Athos-, monto mis caballos cuando los tengo; si no, voy a pie.
Pues bién yo -respondió D'Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en otro le
hubiera ciertamente herido-, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro. Por
eso, hasta luego, mi querido Athos.
-Hasta luego -dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que
acababa de traer.
D'Artagnan y Planchet montaron y tomaron el camino de Saint-Germain.
A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le venía a la
mente. Aunque D'Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado
una impresión real en su corazón; como decía, estaba dispuesto a ir al fin del mundo para
buscarla. Pero el mundo tiene muchos fines por eso de que es redondo; de suerte que no sabía
hacia qué lado volverse.
Mientras tanto, iba a tratar de saber lo que Milady era. Milady había hablado con el hombre de
la capa negra, luego lo conocía. Ahora bien, en la mente de D'Artagnan era el hombre de la capa
negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado la
primera. D'Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que
dedicándose a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de Costance.
Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo,
D'Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint-Germain. Acababa de bordear el pabellón
en que diez años más tarde debía nacer Luis XIV. Atravesaba una calle muy desierta, mirando a
izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja
de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la
calle, vio aparecer una figura conocida. Esta figura paseaba por una especie de terraza adornada
de flores. Planchet fue el primero en reconocerla.
-¡Eh, señor! -dijo dirigiéndose a D'Artagnan-. ¿No os acordáis de esa cara de papamoscas?
-No -dijo D'Artagnan-; y, sin embargo, estoy seguro de que no es la primera vez que veo esa
cara.
-Ya lo creo, rediez -dijo Planchet-: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan
bien dejasteis apañado hace un mes, en Calais en el camino hacia la casa de campo del
gobernador.
-¡Ah, claro -dijo D'Artagnan-, y ahora lo reconozco! ¿Crees que él te reconocerá a ti?
-A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo muy
claro.
-Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho -dijo D'Artagnan- a infórmate en la
conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó del caballo, se dirigió directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconoció, y
los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D'Artagnan
empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir a la
conferencia tras un seto de avellanos.
Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse
frente a él la carroza de Milady. No podía equivocarse, Milady estaba dentro. D'Artagnan se
tendió sobre el cuerpo de su caballo para ver todo sin ser visto.
Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.
Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella de gran
dama, saltó del estribo en el que estaba senta da según la costumbre de la época y se dirigió a la
terraza en la que D'Artagnan había visto a Lubin.
D'Artagnan siguió a la doncella con los ojos y la vio encaminarse hacia la terraza. Pero, por
azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo,
mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D'Artagnan.
La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendiéndole un billete dijo:
-Para vuestro amo.
-¿Para mi amo? -repuso Planchet extrañado.
-Sí, y es urgente. Daos prisa.
Dicho esto ella huyó hacia la carroza, vuelta de antemano hacia el sitio por el que había
venido; se lanzó sobre el estribo y la carroza partió de nuevo.
Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó
de la terraza, se metió en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D'Artagnan, quien
habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.
-Para vos, señor -dijo Planchet presentando el billete al joven.
-¿Para mí? -dijo D'Artagnan-. ¿Estás seguro de ello?
-Claro que estoy seguro; la doncella ha dicho: «Para tu amo.» Y yo no tengo más amo que
vos, así que... ¡Vaya real moza! A fe que...
D'Artagnan abrió la carta y leyó estas palabras:
«Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día
podríais pasear por el bosque. Mañana, en el hostal del Champ du Drap d'Or, un lacayo de negro
y rojo esperará vuestra respuesta.»
-¡Oh, oh, esto sí que va rápido! -se dijo D'Artagnan-. Parece que Milady y yo nos preocupamos
por la salud de la misma persona. Y bien, Planchet, ¿cómo va ese buen señor Wardes? Entonces,
¿no ha muerto?
-No, señor; va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que
yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdió
casi toda su sangre. Como le había dicho al señor, Lubin no me ha reconocido, y me ha contado
de cabo a rabo nuestra aventura.
-Muy bien, Planchet, eres el rey de los lacayos; ahora vuelve a subir al caballo y alcancemos la
carroza.
No costó mucho; al cabo de cinco minutos divisaron la carroza detenida al otro lado de la
carretera; un caballero ricamente vestido esta ba a la portezuela.
La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D'Artagnan se detuvo al otro
lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.
La conversación transcurría en inglés, lengua que D'Artagnan no comprendía; pero por el
acento el joven creyó adivinar que la bella inglesa estaba encolerizada; terminó con un gesto que
no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado
con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.
El caballero lanzó una carcajada que pareció exasperar a Milady.
D'Artagnan pensó que aquél era el momento de intervenir; de modo que se aproximó a la otra
portezuela, descubriéndose respetuosamente, y dijo:
-Señora, ¿me permitís ofreceros mis servicios? Parece que este caballero os ha encolerizado.
Decid una palabra, señora, y yo me encargo de castigarlo por su falta de cortesía.
A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él
hubo terminado:
-Señor -dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si
la persona que me molesta no fuera mi hermano.
-¡Ah! Excusadme entonces -dijo D'Artagnan-; como comprenderéis, lo ignoraba, señora.
-¿Por qué se mezcla ese atolondrado -exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el
caballero al que Milady había designado como pariente suyo- y por qué no sigue su camino?
-El atolondrado lo seréis vos -dijo D'Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su
caballo y respondiendó por su lado por la portezuela-; no sigo mi camino porque me apetece
detenerme aquí.
El caballero dirigió algunas palabras en inglés a su hermana.
-Yo os hablo en francés -dijo D'Artagnan-; hacedme, pues, el placer, por favor, de
responderme en la misma lengua. Sois el hermano de la señora, de acuerdo, pero por suerte no
lo sois mío.
Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a
interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante;
pero, por el contrario, se lanzó al fondo de su carroza y gritó fríamente al cochero.
-¡Deprisa, al palacio!
La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D'Artagnan, cuyo buen aspecto parecía
haber producido su efecto sobre ella.
La carroza partió dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material
que los separase.
El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D'Artagnan, cuya cólera ya en
efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había
ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo
detuvo.
-¡Eh, señor! -dijo-. Me parecéis todavía más atolondrado que yo, porque me da la impresión de
que olvidáis que entre nosotros hay una pequeña querella.
-¡Ah, ah! -dijo en inglés-. Sois vos, mi señor. ¿Pero es que tonéis siempre que jugar un juego a
otro!
-Sí, y eso me recuerda que tengo una revancha que tomar. Nos veremos, señor, si manejáis
tan diestramente el estoque como el cubilete.
-Veis de sobra que no llevo espada -dijo el inglés-. ¿Queréis haceros el valiente contra un
hombre sin armas?
-Espero que la tengáis en casa -replicó D'Artagnan-. En cualquier caso, yo tengo dos y, si
queréis, os prestaré una.
-Inútil -dijo el inglés-, estoy provisto de sobra de esa clase de utensilios.
-Pues bien, mi digno gentilhombre -prosiguió D'Artagnan-, elegid la más larga y venid a
enseñármela esta tarde.
-¿Dónde, si os place?
-Detrás del Luxemburgo, es un barrio encantador para paseos del género del que os propongo.
-De acuerdo, allí estaré.
-¿Vuestra hora?
-La seis.
-A propósito, probablemente tendréis también uno o dos amigos.
-Tengo tres que estarán muy honrados de jugar la misma partida que yo.
-¿Tres? Perfecto. ¡Qué coincidencia! -dijo D'Artagnan-. ¡Justo mi cuenta!
-Y ahora, ¿quién sois? -preguntó el inglés.
-Soy el señor D'Artagnan, gentilhombre gascón, que sirve en los guardias, compañía del señor
Des Essarts. ¿Y vos?
-Yo soy lord de Winter, barón de Sheffield.
-Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón -dijo D'Artagnan-, aunque tengáis nombres
difíciles de retener.
Y espoleando a su caballo, lo puso al galope y tomó el camino de Paris.
Como solía hacer en semejantes ocasiones, D'Artagnan bajó derecho a casa de Athos.
Encontró a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que
su equipo viniese a encontrarlo.
Contó a Athos todo lo que acababa de pasar, menos la carta del señor de Wardes.
Athos quedó encantado cuando supo que iba a batirse contra un inglés. Ya hemos dicho que
era su sueño.
Enviaron a buscar al instante a Porthos y a Aramis por los lacayos, y se los puso al corriente de
la situación.
Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo
de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín. Aramis, que seguía trabajando en su
poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de
desenvainar.
Athos pidió por señas a Grimaud una botella.
En cuanto a D'Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos
más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de
vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
Capítulo XXXI
Ingleses y franceses
Llegada la hora, se dirigieron con los cuatro lacayos hacia el Luxemburgo, a un recinto
abandonado a las cabras. Athos dio una moneda al cabrero para que se alejase. Los lacayos
fueron encargados de hacer de centinelas.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se unió a
los mosqueteros; luego tuvieron lugar las presentaciones según las costumbres de ultramar.
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios
fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de inquietud.
-Pero a todo esto -dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres-, no
sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes; son nombres de
pastores.
-Como bien suponéis, milord, son nombres falsos -dijo Athos.
-Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos -respondió el inglés.
-Habéis jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos -dijo Athos-, y con ese distintivo
nos habéis ganado nuestros dos caballos.
-Cierto, pero no arriesgábamos más que nuestras pistolas; esta vez arriesgamos nuestra
sangre: se juega con todo el mundo, pero uno sólo se bate con sus iguales.
-Eso es justo -dijo Athos. Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse
y le dijo su nombre en voz baja.
Porthos y Aramis hicieron otro tanto por su lado.
-¿Os basta eso -dijo Athos a su adversario-, y me creéis tan gran señor como para hacerme la
gracia de cruzar la espada conmigo?
-Sí, señor -dijo el inglés inclinándose.
-Y bien, ahora, ¿queréis que os diga una cosa? -repuso fríamente Athos.
-¿Cuál? -preguntó el inglés.
-Nunca deberíais haberme exigido que me diese a conocer.
-¿Por qué?
-Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y
porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
El inglés miró a Athos, creyendo que éste bromeaba; pero Athos no bromeaba por nada del
mundo.
-Señores -dijo dirigiéndose al mismo tiempo a sus compañeros y a sus adversarios-, ¿estamos?
-Sí -respondieron todos a una, ingleses y franceses.
-Entonces, en guardia -dijo Athos.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un
encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Athos luchaba con tanta calma y método como si estuviera en una sala de armas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un
juego lleno de sutileza y prudencia.
Aramis, que tenía que terminar el tercer canto de su poema, se apresuraba como hombre muy
ocupado.
Athos fue el primero en matar a su adversario: no le había lanzado más que una estocada,
pero como había avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Porthos fue el segundo en tender al suyo sobre la hierba: le había atravesado el muslo.
Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en
brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presionó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de
pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desapareció entre el abucheo de los
lacayos.
En cuanto a D'Artagnan, había jugado pura y simplemente un juego defensivo; luego, cuando
hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar
la espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o tres pasos hacia atrás; pero en este
movimiento, su pie resbaló y cayó boca arriba.
D'Artagnan estuvo sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le dijo:
-Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra
hermana.
D'Artagnan se hallaba en el colmo de la alegría; acababa de realizar el plan que había
proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que
hemos hablado.
El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó a
D'Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de
Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo
que pensar más que en el difunto.
Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal,
una gruesa bolsa escapó de su cintura. D'Artagnan la recogió y se la tendió a lord de Winter.
-¿Y qué diablos queréis que haga yo con esto? -dijo el inglés.
-Entregádsela a su familia -dijo D'Artagnan.
-A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta; guardaos esa
bolsa para vuestros lacayos.
D'Artagnan metió la bolsa en su bolsillo.
-Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre -dijo lord de
Winter-, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick; porque quiero
que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la come, quizá en el futuro una
palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.
D'Artagnan se ruborizó de placer y se inclinó en señal de asentimiento.
Mientras tanto, Athos se había acercado a D'Artagnan.
-¿Qué pensáis hacer con esa bolsa? -le dijo en voz baja al oído
-Contaba con entregárosla, mi querido Athos.
-¿A mí? ¿Y eso por qué?
-¡Toma! Vos lo habéis matado: son los despojos opimos.
-¡Yo heredero de un enemigo! -dijo Athos-. ¿Por quién me tomáis entonces?
-Es costumbre de guerra -dijo D'Artagnan-. ¿Por qué no habría de ser costumbre de un duelo?
-Ni siquiera he hecho eso en el campo de batalla -dijo Athos.
Porthos se encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a Athos.
-Entonces -dijo D'Artagnan-, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha
dicho que hagamos.
-Sí -dijo Athos-, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos ingleses.
Athos cogió la bolsa y la lanzó a las manos del cochero.
-Para vos y vuestros compañeros.
Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al mismo
Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en
todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.
Lord de Winter dio a D'Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en la Place
Royale, que era entonces el barrio de moda, en el número 6. Además, se comprometía a ir a
recogerlo para presentarlo. D'Artagnan lo citó a las ocho, en casa de Athos.
Aquella presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nuestro gascón. Recordaba de
qué extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces en su destino. Estaba
convencido de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente
arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único temor
era que Milady reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella sabría que
era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma
al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque conocido de
Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego. En cuanto a aquel principio de
intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco,
aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en balde se
tiene veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en Tarbes!
D'Artagnan comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplendente; luego se dirigió a la
de Athos, y, según su costumbre, se lo contó todo. Athos escuchó sus proyectos; luego movió la
cabeza y le recomendó prudencia con algo de amargura.
-¡Vaya! -le dijo-. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y
perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.
D'Artagnan se dio cuenta de la verdad de este reproche.
-Yo amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Milady la amo con la cabeza; al
hacerme llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega en la corte.
-¡Diantre, el papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis dicho.
Es un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la que dejaréis
sencillamente la cabeza.
-¡Diablos, mi querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi opinión.
-Querido, desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de las
mujeres rubias. Según me habéis dicho, Milady es rubia.
-Tiene el pelo del rubio más hermoso que se pueda hallar.
-¡Ay, mi pobre D'Artagnan! -exclamó Athos.
-Escuchad, quiero saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me alejaré.
-Ilustraos, pues -dijo flemáticamente Athos.
Lord de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la segunda
habitación. Encontró, pues, a D'Artagnao solo, y como eran cerca de las ocho llevó consigo al
joven.
Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes caballos,
en un instante estuvieron en la Place Royale.
Milady Clarick recibió graciosamente a D'Artagnan. Su palacete era de una sustuosidad notable;
y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a
punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que
la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.
-Veis aquí -dijo lord de Winter presentando a D'Artagnan a su hermana- a un joven
gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja,
aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés.
Agradecédselo, pues, señora, si sentís alguna amistad por mí.
Milady frunció ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus
labios apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un
escalofrío.
El hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady, al que
había tirado por el jubón.
-Sed bienvenido, señor -dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los
síntomas de mal humor que acababa de observar D'Artagnan-, hoy habéis adquirido derechos
eternos para mi gratitud.
El inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó con la mayor
atención; sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus
impresiones, que el relato no le resultaba agradable. La sangre subía a su cabeza, y su pequeño
pie se agitaba impacientemente bajo la falda.
Lord de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una
mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos. Llenó dos
vasos y con un gesto invitó a D'Artagnan a beber.
D'Artagnan sabía que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó,
pues, a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en
el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro. Ahora que ella no creía ser
mirada, un sentimiento que se parecía a la ferocidad animaba su fisonomia. Mordía su pañuelo a
dentelladas.
Aquella linda criadita a la que D'Artagnan ya había visto entró entonces; dijo en inglés algunas
palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose
con la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdon.
D'Artagnan cambió un apretón de manos con lord de Winter y volvió junto a Milady. El rostro
de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena de gracia, y
sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido los
labios hasta hacerse sangre.
Sus labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.
La conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repuesto enteramente. Contó que
lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se habia casado con el segundón de
la familia, que a había dejado viuda con un hijo. Ese hijo era el único heredero de lord de Winter,
si lord de Winter no se casaba. Todo esto dejaba ver a D'Artagnan un velo que envolvía algo,
pero no distinguía aún nada bajo ese velo.
Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D'Artagnan estaba convencido de que
Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban
duda alguna al respecto.
D Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afecto. A todas las sandeces que
se le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con benevolencia. Llegó la hora de retirarse.
D'Artagnan se despidió de Milady y salió del salón como el más feliz de los hombres.
En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose
hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el
perdón le fue concedido al instante.
D'Artagnan volvió al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter no
estaba, y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada. Pareció interesarse
mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado alguna
vez en vincularse al servicio del señor cardenal.
D'Artagnan que, como sabemos, era muy prudente para un gascón de veinte años, se acordó
entonces de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no
habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si
hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de conocer al señor de Tréville.
Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D'Artagnan de la forma más
descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.
D'Artagnan respondió que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una
remonta de caballos, y que incluso se había traido cuatro como muestra.
En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres ve ces los labios: tenía que
vérselas con un gascón que jugaba fuerte.
A la misma hora que la víspera D'Artagnan se retiró. En el corredor volvió a encontrar a la linda
Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa
benevolencia en la que no podía equivocarse. Pero D'Artagnan estaba tan preocupado por el ama
que no se fijaba más que en lo que venía de ella.
D'Artagnan volvió a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le
brindó una acogida más graciosa.
Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a
encontrar a la linda doncella.
Pero como ya hemos dicho, D'Artagnan no prestaba ninguna atención a esta persistencia de la
pobre Ketty.
Capítulo XXXII
Una cena de procurador
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había
hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la
una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el
paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D'Artagnan, por un amor joven a impaciente.
No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso,
a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de
maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón
de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que
con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia,
de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el
soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo
forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas
caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que
cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente
amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la
baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de
honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía
sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo
sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno,
pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado
siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora,
por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la
gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se
filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos
como la puerta principal de Grand Chátelet.
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo,
vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura
que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el
hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un
mandadero de doce años tras el tercero.
En total, tres pasantes y medio; lo cual, para la época, anunciaba un bufete de los más
surtidos.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el
ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que
adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su
invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran
apuro. Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama
ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
-Es mi primo -exclamó la procuradora-; entrad pues, entrad, señor Porthos.
El nombre de Porthos causó efecto en los pasantes, que se echaron a reír; pero Porthos se
volvió, y todos los rostros recuperaron su gravedad.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la ante cámara donde estaban los
pasantes, y el estudio donde habrían debido estar; esta última habitación era una especie de sala
negra y amueblada, con papelotes. Al salir del estudio, dejaron la cocina a la derecha y entraron
en la sala de recibir.
Todas aquellas habitaciones que se comunicaban no inspiraron en Porthos buenas ideas. Las
palabras debían oírse desde lejos por todas aquellas puertas abiertas; luego, al pasar, había
lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para
vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese
movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la
gula.
Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió
ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto
y lo saludó cortésmente.
-Somos primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de
brazos sobre su sillón de caña.
El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco;
sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única
parte de su rostro donde quedaba vida. Por desgracia, las piernas comenzaban a rehusar servir a
toda aquella máquina ósea; desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este
debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.
El primo fue aceptado con resignación, eso fue todo. Un maese Coquenard ligero de piernas
hubiera declinado todo parentesco con el señor Porthos.
-Sí, señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había
contado con ser recibido por el marido con entusiamo.
-¿Por parte de las mujeres, según creo? -dijo maliciosamente el procurador.
Porthos no se dio cuenta de la socarronería y la tomó por una ingenuidad de la que se rió para
sus adentros. La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy
rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran
armario colocado frente a su escritorio de roble. Porthos comprendió que aquel armario, aunque
no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado
arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su
mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
-Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con
nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
En esta ocasión Porthos recibió el golpe en pleno estómago y lo sintió; parece que por su lado
la señora Coquenard tampoco fue insensible a él porque añadió:
-Mi primo no volvería si cree que le tratamos mal; en caso contrario, tiene demasiado poco
tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos
los instantes de quo pueda disponer hasta su partida.
-¡Oh, mis piernas, mis pobres piernas! ¿Dónde estáis? -murmuró Coquenard. Y trató de sonreír.
Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas
gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
Pronto llegó la hora de comer. Pasaron al comedor, gran sala oscura que se hallaba situada en
frente a la cocina.
Los pasantes que, a lo que parece, habían notado en la casa perfumes desacostumbrados,
eran de una exactitud militar, y tenían a mano sus taburetes, dispuestos como estaban a
sentarse. Se los veía remo. ver por adelantado las mandíbulas con disposiciones tremendas.
«¡Rediós! -pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el
mandadero no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral-. ¡Rediós! En
lugar de mi primo, yo no conservaría semejantes golosos. Se diría náufragos que no han comido
desde hace seis semanas.»
Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien
Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
Apenas hubo entrado, movió la nariz y las mandíbulas al igual que sus pasantes.
-¡Vaya vaya! -dijo-. Tenemos una sopa prometedora.
-¿Qué diablos huelen de extraordinario en la sopa? -dijo Porthos ante el aspecto de un caldo
pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras
como las islas de un archipiélago.
La señora Coquenard sonrió y a una indicación suya todo el mundo se sentó con diligencia.
El primero en ser servido fue maese Coquenard, luego Porthos; después la señora Coquenard
llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.
En aquel momento se abrió por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos, a través
de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar en el festín,
comía su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
Tras la sopa, la criada trajo una gallina hervida; magnificiencia que hizo dilatar los párpados de
los invitados de tal forma que parecían a punto de romperse.
-¡Cómo se ve que queréis a vuestra familia, señora Coquenard! -dijo el procurador con una
sonrisa casi trágica-. Esto es una galantería que tenéis con vuestro primo.
La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos erizados que
los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos; habrían tenido que buscarla durante mucho
tiempo antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.
«¡Diablos! -pensó Porthos-. ¡Sí que es triste esto! Yo respeto la vejez, pero hago poco caso de
si está hervida o asada.»
Y miró a la redonda para ver si su opinión era compartida; pero al contrario que él, no vio más
que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus
desprecios.
La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras,
que puso en el plato de su marido; cortó el cuello, que se puso, dejando a un lado la cabeza,
para ella; cortó el ala para Porthos y devolvió a la criada que acababa de traerlo el animal, que
volvió casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de
examinar las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y
temperamentos de quienes lo experimentan.
En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían
ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído
acompañados de carne.
Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se convirtieron
en rostros resignados.
La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena
ama de casa.
Llegó la ronda del vino. Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de
un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella
pasó al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del
vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así; lo cual les llevaba al final de la comida
a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comió tímidamente su ala de gallina, y se estremeció al sentir bajo la mesa la rodilla de
la procuradora que venía a encontrar la suya. Bebió también medio vaso de aquel vino tan
escatimado, y que reconoció como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los,
paladares expertos.
Maese Coquenard lo miró engullir aquel vino puro y suspiró.
-¿Queréis comer estas habas, primo Porthos? -dijo la señora Coquenard en ese tono que quiere
decir: Creedme, no las comáis.
-¡Al diablo si las pruebo! -murmuró por lo bajo Porthos. Y añadió en voz alta-: Gracias, prima,
no tengo más hambre.
Y se hizo un silencio. Porthos no sabía qué comportamiento tener. El procurador repitió varias
veces:
¡Ay señora Coquenard! Os felicito, vuestra comida era un verdadero festín. ¡Dios, cómo he
comido!
Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de
cordero en que había algo de carne.
Porthos creyó que se burlaban de él, y comenzó a retorcerse el mostacho y a fruncir el
entrecejo; pero la rodilla de la señora Coquenard vino suavemente a aconsejarle paciencia.
Aquel silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para
Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del
procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la
mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.
-Id, jóvenes, id a hacer la digestión trabajando -dijo gravemente el procurador.
Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura
de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.
Maese Coquenard frunció el ceño, porque veía demasiados postres; Porthos se pellizcó los
labios, porque veía que no había nada que comer.
Miró si aún estaba allí el plato de habas; el plato de habas había desaparecido.
-Gran festín -exclamó maese Coquenard agitándose en su silla-, auténtico festín, epuloe
epularum; Lúculo cena en casa de Lúculo.
Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso comería; pero
no había vino, la botella estaba vacía; el señor y la señora Coquenard no parecieron darse
cuenta.
-Está bien -se dijo Porthos-, ya estoy avisado.
Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta
pegajosa de la señora Coquenard.
-Ahora -se dijo-, el sacrificio está consumado. ¡Ay, si tuviera la esperanza de mirar con la
señora Coquenard en el armario de su marido!
Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la
necesidad de echarse la siesta. Porthos esperaba que tendría lugar a continuación y en aquel
mismo lugar; pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habita ción y
gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún,
posó sus pies.
La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las bases de
la reconciliación.
-Podréis venir tres veces por semana -dijo la señora Coquenard.
-Gracias -dijo Porthos-, no me gusta abusar; además, tengo que pensar en mi equipo.
-Es cierto -dijo la procuradora gimiendo- Ese desgraciado equipo. . .
-¡Ay, sí! -dijo Porthos-. Es por él.
-Pero ¿de qué se compone el equipo de vuestro regimiento, señor Porthos?
-¡Oh, de muchas cosas! -dijo Porthos-. Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de elite, y
necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.
-Pero detalládmelos...
-En total pueden llegar a... -dijo Porthos, que prefería discutir el total que el detalle.
La procuradora esperaba temblorosa.
¿A cuánto? -dijo ella-. Espero que no pase de... detuvo, le faltaba la palabra.
-¡Oh, no! -dijo Porthos-. No pasa de dos mil quinientas libras; creo incluso que, haciendo
economías, con dos mil libras me arreglaré.
-¡Santo Dios, dos mil libras! -exclamó ella-. Eso es una fortuna.
Porthos hizo una mueca de las más significativas; la señora Coquenard la comprendió.
-Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba
casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais vos.
-¡Ah, ah -dijo Porthos-, si es eso lo que habéis querido decir!
-Sí, querido señor Porthos. ¿Así que lo primero que necesitáis es un caballo?
-Sí, un caballo.
-¡Pues bien, precisamente lo tengo!
-¡Ah! -dijo Porthos radiante-. O sea que lo del caballo está arreglado; luego me hacen falta el
enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y
que por otra parte no subirá de las trescientas libras.
-Trescientas libras, entonces pondremos trescientas libras -dijo la procuradora con un suspiro.
Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto
trescientas libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.
-Luego -continuó-, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil
que os preocupéis, las tengo.
-¿Un caballo para vuestro lacayo? -contestó la procuradora. Vaya, sois un gran señor, amigo
mío.
-Eh, señora -dijo orgullosamente Porthos-, ¿soy acaso un muerto de hambre?
-No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me
parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón...
-Bueno, dejémoslo en un buen mulo -dijo Porthos-; tenéis razón, he visto a muy grandes
señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo
con penachos cascabeles.
-Estad tranquilo -dijo la procuradora.
-Queda la maleta.
-Oh, en cuanto a eso no os preocupéis -exclamó la señor, Coquenard-, mi marido tiene cinco o
seis maletas, escogeréis la mejor; tiene una sobre todo que le gustaba mucho para sus viajes y
qu, es tan grande que cabe un mundo.
-Y esa maleta, ¿está vacía? -preguntó ingenuamente Porthos
-Claro que está vacía -respondió ingenuamente por su lado la procuradora.
-¡Ay, la maleta que yo necesito ha de ser una maleta bien provista, querida!
La señora Coquenard lanzó nuevos suspiros. Molière no había escrito aún su escena de
L'Avare: la señora Coquenard precede por tanto a Harpagón.
En resumen, el resto del equipo fue debatido sucesivamente de la misma manera; y el
resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de ochocientas
libras en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a
Porthos y a Mosquetón.
Fijadas estas condiciones, y estipulados los intereses así como la fecha de rembolso, Porthos se
despidió de la señora Coquenard. Esta quería retenerlo poniéndole ojos de cordera; pero Porthos
pretextó las exigencias del servicio, y fue necesario que la procuradora cediese el puesto al rey.
El mosquetero volvió a su casa con un hambre de muy mal humor.
Capítulo XXXIII
Doncella y señora
Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de
Athos, D'Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady; por eso no dejaba de ir ningún
día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o
temprano no podía dejar ella de corresponderle.
Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a
la doncella en la puerta cochera; pero esta vez la linda Ketty no se contentó con sonreírle al
pasar: le cogió dulcemente la mano.
-¡Bueno! -se dijo D'Artagnan-. Estará encargada de algún mensaje para mí de parte de su
señora; va a darme alguna cita que no habrá osado darme ella de viva voz.
Y miró a la hermosa niña con el aire más victorioso que pudo adoptar.
-Quisiera deciros dos palabras, señor caballero... -balbuceó la doncella.
-Habla, hija mía, habla -dijo D'Artagnan-, te escucho.
-Aquí, imposible: lo que tengo que deciros es demasiado largo y sobre todo demasiado secreto.
-¡Bueno! Entonces, ¿qué se puede hacer?
-Si el señor caballero quisiera seguirme -dijo tímidamente Ketty.
-Donde tú quieras, hermosa niña.
-Venid entonces.
Y Ketty, que no había soltado la mano de D'Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera
sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abrió una puerta.
-Entrad, señor caballero -dijo-, aquí estaremos solos y podremos hablar.
-¿Y de quién es esta habitación, hermosa niña? -preguntó d'Artagnan.
-Es la mía, señor caballero; comunica con la de mi ama por esta puerta. Pero estad tranquilo
no podrá oír lo que decimos, jamás se acuesta antes de medianoche.
D'Artagnan lanzó una ojeada alrededor. El cuartito era encantador de gusto y de limpieza;
pero, a pesar suyo, sus ojos se fijaron en aquella puerta que Katty le había dicho que conducía a
la habitación de Milady.
Ketty adivinó lo que pasaba en el alma del joven, y lanzó un suspiro.
-¡Amáis entonces a mi ama, señor caballero! -dijo ella.
-¡Más de lo que podría decir! ¡Estoy loco por ella!
Ketty lanzó un segundo suspiro.
-¡Ah, señor -dijo ella-, es una lástima!
-¿Y qué diablos ves en ello que sea tan molesto? -preguntó d'Artagnan.
-Es que, señor -prosiguió Ketty- mi ama no os ama.
-¡Cómo! -dijo d'Artagnan-. ¿Te ha encargado ella decírmelo?
-¡Oh, no, señor! Soy yo quien, por interés hacia vos, he tomado la decisión de avisaros.
-Gracias, mi buena Ketty, pero sólo por la intención, porque comprenderás la confidencia no es
agradable.
-Es decir, que no creéis lo que os he dicho, ¿verdad?
-Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor
propio.
-¿Entonces no me creéis?
-Confieso que hasta que no te dignes darme algunas pruebas de lo que me adelantáis
-¿Qué decís a esto?
Y Ketty sacó de su pecho un billetito.
-¿Para mí? -dijo d'Artagnan apoderándose préstamente de la carta.
-No, para otro.
-¿Para otro?
-Sí.
-¡Su nombre, su nombre! -exclamó d'Artagnan.
-Mirad la dirección.
-Señor conde de Wardes. El recuerdo de la escena de Saint-Germain se apareció de pronto al
espíritu del presuntuoso gascón; con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el
sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.
-¡Oh, Dios mío, señor caballero! -dijo-. ¿Qué hacéis?
-¡Yo nada! -dijo d'Artagnan; y leyó:
«No habéis contestado a mi primer billete. ¿Estáis entonces enfermo, o bien habéis olvidado los
ojos que me pusisteis en el baile de la señora Guise? Aquí tenéis la ocasión, conde, no la dejéis
escapar.»
D'Artagnan palideció; estaba herido en su amor propio, se creyó herido en su amor.
-¡Pobre señor d'Artagnan! -dijo Ketty con voz llena de compasión y apretando de nuevo la
mano del joven.
-¿Tú me compadeces, pequeña? -dijo d'Artagnan.
-¡Sí, sí, con todo mi corazón, porque también yo sé lo que es el amor!
-¿Tú sabes lo que es el amor? -dijo d'Artagnan mirándola por primera vez con cierta atención.
-¡Ay, sí!
-Pues bien, en lugar de compadecerme, mejor harías en ayudarme a vengarme de tu ama.
-¿Y qué clase de venganza querríais hacer?
-Quisiera triunfar en ella, suplantar a mi rival.
-A eso no os ayudaré jamás, señor caballero –dijo vivamente Ketty.
-Y eso, ¿por qué? -preguntó d'Artagnan.
-Por dos razones.
-¿Cuáles?
-La primera es que mi ama jamás os amará.
-¿Tú qué sabes?
-La habéis herido en el corazón.
-¡Yo! ¿En qué puedo haberla herido, yo, que desde que la conozco vivo a sus pies como un
esclavo? Habla, te lo suplico.
-Eso no lo confesaré nunca más que al hombre... que lea hasta el fondo de mi alma.
D'Artagnan miró a Ketty por segunda vez. La joven era de un frescor y de una belleza que
muchas duquesas hubieran comprado con su corona.
-Ketty -dijo él-, yo leeré hasta el fondo de tu alma cuando quieras; que eso no te preocupe,
querida niña.
Y le dio un beso bajo el cual la pobre niña se puso roja como una cereza.
-¡Oh, no! -exclamó Ketty-. ¡Vos no me amáis! ¡Amáis a mi ama, lo habéis dicho hace un
momento!
-Y eso te impide hacerme conocer la segunda razón.
-La segunda razón, señor caballero -prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego
por la expresión de los ojos d joven-, es que en amor cada cual para sí.
Sólo entonces d'Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la
antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y
sus suspiros ahogados; pero absorto por el deseo de agradar a la gran dama había descuidado a
la doncella; quien caza el águila no se preocupa del gorrión.
Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de
aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada:
intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la
habitación de Ketty, contigua a la de su ama. El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a
la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.
-¡Y bien! -le dijo a la joven-. ¿Quieres, querida Ketty, que te dé una prueba de ese amor del
que tú dudas?
-¿De qué amor? -preguntó la joven.
-De ese que estoy dispuesto a sentir por ti.
-¿Y cuál es esa prueba?
-¿Quieres que esta noche pase contigo el tiempo que suelo pasar con tu ama?
-¡Oh, sí! -dijo Ketty aplaudiendo-. De buena gana.
-Pues bien, querida niña -dijo D'Artagnan sentándose en un sillón-, ven aquí que yo te diga que
eres la doncella más bonita qu nunca he visto.
Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedi otra cosa que creerlo, lo
creyó... Sin embargo, con gran asombro d D'Artagnan, la joven Ketty se defendía con cierta
resolución.
El tiempo pasa de prisa cuando se pasa en ataques y defensas
Sonó la medianoche y se oyó casi al mismo tiempo sonar la campanilla en la habitación de
Milady.
-¡Gran Dios! -exclamó Ketty-. ¡Mi señora me llama! ¡Idos, idos rápido!
D'Artagnan se levantó, cogió su sombrero como si tuviera intención de obedecer; luego,
abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó
dentro en rnedio de los vestidos y las batas de Milady.
-¿Qué hacéis? -exclamó Ketty.
D'Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.
-¡Bueno! -gritó Milady con voz agria-. ¿Estáis durmiendo? ¿Por qué no venís cuando llamo?
Y D'Artagnan oyó que abrían violentamente la puerta de comunicación.
-Aquí estoy, Milady, aquí estoy -exclamó Ketty lanzándose al encuentro de su ama.
Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó abierta,
D'Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta; luego se calmó, y
la conversación recayó sobre él mientras Ketty arreglaba a su ama.
-¡Bueno! -dijo Milady-. Esta noche no he visto a nuestro gascón.
-¡Cómo, señora! -dijo Ketty-. ¿No ha venido? ¿Será infiel antes de ser feliz?
-¡Oh! No, se lo habrá impedido el señor de Tréville o el señor Des Essarts. Me conozco, Ketty, y
sé que a ése lo tengo cogido.
-¿Qué hará la señora?
-¿Qué haré?... Tranquilízate, Ketty, entre ese hombre y yo hay algo que él ignora... Ha estado
a punto de hacerme perder mi crédito ante Su Eminencia... ¡Oh! Me vengaré.
-Yo creía que la señora lo amaba
-¿Amarlo yo? Lo detesto. Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que
no lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de renta.
-Es cierto -dijo Ketty-, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos
habríais gozado de su fortuna.
D'Artagnan se estremeció hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura
reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no
haber matado a un hombre al que él la había visto colmar de amistad.
-Por eso -continuó Milady-, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me
hubiera recomendado tratarlo con miramiento.
-¡Oh, sil Pero la señora no ha tratado con miramientos a la mujer que él amaba.
-¡Ah, la mercera de la calle des Fossoyeurs! Pero ¿no se ha olvidado ya él de que existía?
¡Bonita venganza, a fe!
Un sudor frío corría por la frente de D'Artagnan: aquella mujer era un monstruo.
Volvió a escuchar, pero por desgracia el aseo había terminado.
-Está bien -dijo Milady-, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a la
carta que os he dado.
-¿Para el señor de Wardes? -dijo Ketty.
-Claro, para el señor de Wardes.
-Este me parece -dijo Ketty- una persona que debe de ser todo lo contrario que ese pobre
señor D'Artagnan.
-Salid, señorita -dijo Milady-, no me gustan los comentarios.
D'Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a
fin de encerrarse en su cuarto; por su parte, pero con la mayor suavidad que pudo, Ketty dio una
vuelta de llave; entonces D'Artagnan empujó la puerta del armario.
-¡Oh, Dios mío! -dijo en voz baja Ketty-. ¿Qué os pasa? ¡Qué pálido estáis!
-¡Abominable criatura! -murmuró D'Artagnan.
-¡Silencio, silencio salid! -dijo Ketty-. No hay más que un tabique entre mi cuarto y el de
Milady, se oye en uno todo lo que se dice en el otro.
-Precisamente por eso no me marcharé -dijo D'Artagnan.
-¿Cómo? -dijo Ketty ruborizándose.
-O al menos me marcharé... más tarde.
Y atrajo a Ketty hacia él; no había medio de resistir -¡la resistencia hace tanto ruido!-, por eso
Ketty cedió.
Aquello era un movimiento de venganza contra Milady. D'Artagnan encontró que tenían razón
al decir que la venganza es placer de dioses. Por eso, con algo de corazón se habría contentado
con esta nueva conquista; mas D'Artagnan sólo tenía ambición y orgullo.
Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre
Ketty fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux; pero la pobre muchacha
juró sobre el crucifijo a D'Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar
más que la mitad de sus secretos; sólo creía poder responder que no estaba muerta.
En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el
cardenal, Ketty no sabía nada más; pero en esta ocasión D'Artagnan estaba más adelantado que
ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba
Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de diamantes.
Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio
inveterado de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.
D'Artagnan volvió al día siguiente a casa de Milady. Estaba ella de muy mal humor; D'Artagnan
sospechó que era la falta de respuesta del señor de Wardes lo que tanto la molestaba. Ketty
entró y Milady la recibió con dureza. Una ojeada que lanzó a D'Artagnan quería decir: ¡Ya veis
cuánto sufro por vos!
Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases
dulces de D'Artagnan, incluso le dio la mano a besar.
D’Artagnan salió no sabiendo qué pensar; pero como era un muchacho al que no se hacía
fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente
un pequeño plan.
Encontró a Ketty en la puerta, y como la víspera subió a su cuarto para tener noticias. A Ketty
la había reñido mucho, la había acusado de neglicencia. Milady no comprendía nada del silencio
del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la mañana para
coger una tercera carta.
D'Artagnan hizo prometer a Ketty que llevaría a su casa esa carta a la mañana siguiente; la
pobre joven prometió todo lo que quiso su amante: estaba loca.
Las cosas pasaron como la víspera; D'Artagnan se encerró en su armario. Milady llamó, hizo su
aseo, despidió a Ketty y cerró su puerta. Como la víspera, D'Artagnan no volvió a su casa hasta
la cinco de la mañana.
A las once, vio llegar a Ketty; llevaba en la mano un nuevo billete de Milady. Aquella vez, la
pobre muchacha ni siquiera trató de disputárselo a D'Artagnan: le dejó hacer; pertenecía en
cuerpo y alma a su hermoso soldado.
D'Artagnan abrió el billete y leyó lo que sigue:
«Esta es la tercera vez que os escribo para deciros que os amo. Tened cuidado de que no os
escriba una cuarta vez para deciros que os detesto.
Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este
billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su perdón.»
D'Artagnan enrojeció y palideció varias veces al leer este billete.
-¡Oh, seguís amándola! -dijo Ketty, que no había separado un instante los ojos del rostro del
joven.
-No, Ketty, te equivocas, ya no la amo; pero quiero vengarme de sus desprecios.
-Sí, conozco vuestra venganza; ya me lo habéis dicho.
-¡Qué te importa, Ketty! Sabes de sobra que sólo te amo a ti.
-¿Cómo se puede saber eso?
-Por el desprecio que haré de ella.
Ketty suspiró.
D'Artagnan cogió una pluma y escribió:
«Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes
vuestros, tan indigno me creía de semajante honor; además, estaba tan enfermo que en
cualquier caso hubiese dudado en responder.
Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta, sino
vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por vos.
No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su
perdón. Por tanto, iré a pediros el mío esta noche a las once. Tardar un día sería ahora a mis
ojos haceros una nueva ofensa.
Aquel a quien habéis hecho el más feliz de los hombres.
Conde de Wardes.»
Este billete era, en primer lugar, falso; en segundo lugar una indelicadeza; incluso era, desde el
punto de vista de nuestras costumbres , actuales, algo como una infamia; pero no se tenían
tantos miramientos en aquella época como se tienen hoy. Por otro lado D'Artagnan, por
confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por
ella sino una estima muy endeble. Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión
insensata por aquella mujer le quemaba. Pasión embriagada de desprecio; pero pasión o sed,
como se quiera.
La intención de D'Artagnan era muy simple; por la habitación de Ketty llegaba él a la de su
ama; se beneficiaba del primer momento de sorpresa, de vergüenza, de terror para triunfar de
ella; quizá fracasara, pero había que dejar algo al azar. Dentro de ocho días se iniciaba la
campaña y había que partir; D'Artagnan no tenía tiempo de hilar el amor perfecto.
-Toma -dijo el joven entregando a Ketty el billete completamente cerrado- dale esta carta a
Milady; es la respuesta del señor de Wardes.
La pobre Ketty se puso pálida como la muerte, sospechaba lo que contenía aquel billete.
-Escucha, querida niña -le dijo D'Artagnan-, comprendes que esto debe terminar de una forma
o de otra; Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de
entregárselo al criado del conde; que soy yo quien ha abierto los otros que tenían que haber sido
abiertos por el señor de Wardes; entonces Milady te echa y ya la conoces, no es una mujer como
para quedarse en esa venganza.
-¡Ay! -dijo Ketty-. ¿Por quién me he expuesto a todo esto?
-Por mí, lo sabes bien hermosa mía -dijo el joven-, y por esto te estoy muy agradecido, te lo
juro.
-Pero ¿qué contiene vuestro billete?
-Milady te lo dirá.
-¡Ay, vos no me amáis -exclamó Ketty-, y soy muy desgraciada!
Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D'Artagnan
respondió de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Sin embargo, ella lloró mucho antes de decidirse a entregar aquella carta a Milady; por fin se
decidió, que es todo lo que D'Artagnan quería.
Además le prometió que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del
salón del ama iría a su cuarto.
Esta promesa acabó por consolar a la póbre Ketty.
Capítulo XXXIV
Donde se trata del equipo de Aramis y de Porthos
Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos
reunión fija. Cenaban unos sin otros, donde cada uno se encontraba, o mejor, donde se podía. El
servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría
tan deprisa. Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el
alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del
umbral de su puerta.
El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D'Artagnan a su casa era día de reunión.
Ápenas hubo salido Ketty, D'Artagnan se dirigió hacia la calle Férou.
Encontró a Athos y Aramis que filosofaban. Aramis tenía ciertas ve leidades de volver a ponerse
la sotana. Athos, según su costumbre, ni lo disuadía ni lo alentaba. Athos era de la opinión de
dejar a cada cual a su libre albedrío. Nunca daba consejos a no ser que se los pidieran. E incluso
había que pedírselos dos veces.
-En general, no se piden consejos -decía- más que para no seguirlos; o, si se siguen, es para
tener a alguien a quien se puede reprochar el haberlos dado.
Porthos llegó un momento después de D'Artagnan. Los cuatro amigos estaban, pues, reunidos.
Los cuatro rostros expresaban cuatro sentimientos distintos: el de Porthos tranquilidad; el de
D'Artagnan, esperanza; el de Aramis, inquietud; el de Athos, despreocupación.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona
situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según
decía con aire muy lastimoso.
-¿Es mi equipo? -preguntó Porthos.
-Sí y no -respondió Mosquetón.
-Pero ¿qué es lo que quieres decir?...
-Venid, señor.
Porthos se levantó, saludó a sus amigos y siguió a Mosquetón.
Un instante después, Bazin apareció en el umbral de la puerta.
-¿Para qué me queréis, amigo mío? -dijo Aramis con aquella dulzura de lenguaje que se
observaba en él cada vez que sus ideas lo llevaban hacia la iglesia.
-Un hombre espera al señor en casa -respondió Bazin.
-¡Un hombre! ¿Qué hombre?
-Un mendigo.
-Dadle limosna, Bazin, y decidle que ruege por un pobre pecador.
-Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
-¿No ha dicho nada de particular para mí?
-Sí. Si el señor Aramis, ha dicho, duda en venir a buscarme, le anunciaréis que llego de Tours.
-¿De Tours? -exclamó Aramis-. Señores, mil perdones, pero sin duda este hombre me trae
noticias que esperaba.
Y levantándose al punto se alejó rápidamente.
Quedaron Athos y D'Artagnan.
-Creo que esos muchachos han encontrado su solución. ¿Qué pensáis, D'Artagnan? -dijo Athos.
-Sé que Porthos lleva camino de conseguirlo -dijo D'Artagnan-; y en cuanto a Aramis, a decir
verdad, nunca me ha preocupado mucho; pero vos, mi querido Athos, vos que tan
generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a
hacer?
-Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar
un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
-¡Vamos, mi querido Athos! Realmente tenéis ideas inconcebibles.
-¡Dejémoslo, dejémoslo! El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo
que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
-Eso quiere decir que visito una inglesa de la que ya os he hablado.
-Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis
cuidado mucho de seguir.
-Os he dado mis razones.
-Sí, veis ahí vuestro equipo, según creo por lo que me habéis dicho.
-¡Nada de eso! He conseguido la certeza de que esa mujer tiene algo que ver con el rapto de la
señora Bonacieux.
-Sí, comprendo; para encontrar a una mujer, hacéis la corte a otra: es el camino más largo,
pero el más divertido.
D'Artagnan estuvo a punto de contárselo todo a Athos; pero un punto lo detuvo: Athos era un
gentilhombre severo sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado
había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no
obtendrían el asentimiento del puritano; prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el
hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D'Artagnan se quedaron ahí.
Dejaremos, pues, a los dos amigos, que no tenían nada muy importante que decirse, para
seguir a Aramis.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué
rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin; no dio, pues, más que un salto de la
cane Férou a la calle de Vaugirard.
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de esta tura baja y ojos inteligentes,
pero cubierto de harapos.
-¿Sois vos quien preguntáis por mí? -dijo el mosquetero.
-Yo pregunto por el señor Aramis; ¿sois vos quien os llamáis asî?
-Yo mismo; ¿tenéis algo que entregarme?
-Sí, si me mostráis cierto pañuelo bordado.
-Helo aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de
ébano incrustado de nácar-, helo aquí, mirad.
-Está bien -dijo el mendigo-, despedid a vuestro lacayo.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado
el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él; pero esta celeridad no le sirvió de
gran cosa; a la invitación del mendigo, su amo le hizo seña de retirarse, y no tuvo más remedio
que obedecer.
Una vez que Bazin salió, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse
de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón
de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi
religioso abrió la epístola, que contenía lo que sigue:
«Amigo, la suerte quiere que sigamos separados por algún tiempo aún; mas los hermosos días
de la juventud no se han perdido sin retorno. Cumplid vuestro deber en el campamento; yo
cumplo el mío en otra parte; haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que
beso tiernamente vuestros ojos negros.
¡Adiós, o mejor, hasta luego!»
El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas
dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que
el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Aramis releyó entonces la carta, y se dio cuenta de que aquella carta tenía un post-scriptum.
«P.-S. -Podéis acoger al portador, que es conde y grande de España. »
-¡Sueños dorados! -exclamó Aramis-. ¡Oh hermosa vida! Sí, somos jóvenes. Sí, aún tendremos
días felices. ¡Óh, para ti, para ti, amor mío, mi sangre, mi vida, todo, todo, mi bella dueña!
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin llamó suavemente a la puerta; Aramis no tenía ya motivo para mantenerlo a distancia; le
permitió entrar.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D'Artagnan,
que, curioso por saber quién era el mendigo, venía a casa de Aramis al salir de la de Athos.
Pero como D'Artagnan no se preocupaba mucho con Aramis, al ver que Bazin olvidaba
anunciarlo, se anunció él mismo.
-¡Diablo, mi querido Aramis! -dijo D'Artagnan-. Si esto son las ciruelas que os envían de Tours,
presentaréis mis respetos al jardinero que las cosecha.
-Os equivocáis, querido -dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el
precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
-¡Ah, claro! -dijo D'Artagnan-. Pues bien, vuestro librero es generoso, mi querido Aramis, es
todo cuanto puedo deciros.
-¡Cómo, señor! -exclamó Bazin-. ¿Tan caro se vende un poema? ¡Es increble! Oh, señor,
haced- cuantos queráis, podéis convertiros en el émulo del señor de Voiture y del señor de
Benserade. También a mí me gusta esto. Un poeta es casi un abate. ¡Ah, señor Aramis, meteos,
pues, a poeta, os lo suplico!
-Bazin, amigo mío -dijo Aramis-, creo que os estáis mezclando en la conversación.
Bazin comprendió que se había equivocado; bajó la cabeza y salió.
-¡Vaya! -dijo D'Artagnan con una sonrisa-. Vendéis vuestras producciones a peso de oro, sois
muy afortunado, amigo mío; pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra
casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvió a meter su carta y a abotonar su jubón.
-Mi querido D'Artagnan -dijo-, vayamos si os parece en busca de nuestros amigos; y puesto
que soy rico, hoy volveremos a comer juntos a la espera de que vos seais rico en otra ocasión.
-¡A fe que con mucho gusto! -dijo D'Artagnan-. Hace tiempo que no hemos hecho una comida
decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no
me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.
-¡Vaya por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto -dijo. Aramis, a quien la vista del oro había
quitado como con la mano sus ideas de retiro.
Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento,
guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo
que le había servido de talismán.
Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho
de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa; como entendía a las mil maravillas los
detalles gastronómicos, D'Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese
importante cuidado.
Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con
Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.
D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de alegría.
-¡Ah, mi caballo amarillo! -exclamó-. Aramis, ¡mirad ese caballo!
-¡Oh, horroroso rocín! -dijo Aramis.
-Pues bien, querido -prosiguió D'Artagnan-, es el caballo sobre el que vine a Paris.
-¿Cómo? ¿El señor conoce este caballo? -dijo Mosquetón.
-Es de un color original -dijo Aramis-; es el único que he visto en mi vida con ese pelo.
-Eso creo también -prosiguió D'Artagnan-; yo lo vendí por eso en tres escudos, y debió ser por
el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se encuentra entre
tus manos este caballo, Mosquetón?
-¡Ah -dijo el criado- no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra
duquesa!
-¿Cómo ha sido eso, Mosquetón?
-Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de..., pero perdón, mi
amo me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un
magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se ha
enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las
ha sustituido por estos horribles animales!
-Que tú devuelves -dijo D'Artagnan.
-Exacto -contestó Mosquetón-; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a
cambio de las que nos han prometido.
-No, pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre rni Botón de Oro; eso me habría
dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a Paris. Pero no te entretenemos,
Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?
-Sí, señor -dijo Mosquetón-, pero muy desapacible, id.
Y continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos iba a
llamar a la puerta del infortunado Porthos. Este les había visto atravesar el patio y se había
abstenido de abrir. Llamaron, pues, inútilmente.
Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre arreando
delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las órdenes de
su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin inquietarse por su
suerte futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.
Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la
mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador
ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.
La señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de aquella
devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos del
mosquetero, pese a la coacción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto, Mosquetón
no había ocultado a su amo que había encontrado a D'Artagnan y a Aramis, y que
D'Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a
Paris y que había vendido por tres escudos.
Porthos salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint-Maglorie. La
procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehusó con
aire lleno de majestad.
La señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie, porque adivinaba
los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las grandes maneras de Porthos.
Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar
caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la
procuradora.
-iAy! -dijo-. Lo he hecho lo mejor que he podido. Uno de nuestros clientes es mercader de
caballos, debía dinero al bufete, y se mostraba recalcitrante. He cogido este mulo y este caballo
por lo que nos debía; me había prometido dos monturas regias.
-iPues bien, señora -dijo Porthos-, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es un
ladrón!
-No está prohibido buscar lo barato, señor Porthos -dijo la procuradora tratando de excusarse.
-No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más
generosos.
Y Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para retirarse.
-¡Señor Porthos, señor Porthos! -exclamó la procuradora-. Me he equivocado, lo reconozco, y
no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.
Porthos, sin responder, dio un segundo paso de retirada.
La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y marquesas
que le lanzaban bolsas de oro a los pies.
-¡Deteneos, en nombre del cielo! Señor Porthos -exclamó-, deteneos y hablemos.
-Hablar con vos me trae mala suerte -dijo Porthos.
-Pero decidme, ¿qué pedís?
-Nada, porque esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.
La procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor, exclamó:
-Señor Porthos, yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un caballo? ¿Sé lo que son los
arneses?
-Teníais que haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero habéis querido economizar y, en
consecuencia, prestar a usura.
-Es un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de honor.
-¿Y cómo? -preguntó el mosquetero.
-Escuchad. Esta noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha
llamado. Es para una consulta que durará dos horas por los menos; venid, estaremos solos y
haremos nuestras cuentas.
-¡En buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.
-¿Me perdonáis?
-Veremos -dijo majestuosamente Porthos.
Y ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.
«¡Diablos! -pensó Porthos al alejarse-. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de
maese Coquenard.»
Capítulo XXXV
De noche todos los gatos son pardos
Aquella noche, tan impacientemente esperada por Porthos y D'Artagnan, llegó por fin.
D'Artagnan, como de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró
de un humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la primera
ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.
Ketty entró para traer sorbetes. Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una
sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de
la benevolencia de Milady.
D'Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza
se había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella
le había dado un corazón de duquesa.
A las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D'Artagnan comprendió lo que aquello quería
decir; miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D'Artagnan con un aire que
quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.
D'Artagnan se levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió que
se la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino de gratitud por
su marcha.
-Lo ama endiabladamente -murmuró. Luego salió.
Aquella vez Ketty no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el corredor, ni en la puerta
principal. Fue preciso que D'Artagnan encontrase él solo la escalera y el cuarto.
Ketty estaba sentada con la cabeza oculta entre sus manos y lloraba.
Oyó entrar a D'Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le cogió las
manos; entonces ella estalló en sollozos.
Como D'Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en
el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el encargo esta
vez, le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón
donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el
tapiz.
A la voz de D'Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D'Artagnan mismo quedó asustado
por el transtorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante, pero sin atreverse a decir una
palabra.
Por poco sensible que fuera el corazón de D'Artagnan, se sintió enternecido por aquel dolor
mudo; pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo aquél, para cambiar algo en el
programa que se había trazado de antemano. No dejó, pues, a Ketty ninguna esperanza de
ablandarlo, sólo que presentó su acción como simple venganza.
Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar
su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, a incluso de su
habitación. Antes del alba el señor de Wardes debería salir, siempre en la oscuridad.
Al cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D'Artagnan se abalanzó al
punto a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó oír la campanilla.
Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la pretendida
entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido,
cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado; y a todas estas preguntas la pobre
Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su
ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!
Por fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar todo en su
cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de Wardes tan pronto como se
presentara.
La espera de Ketty no fue larga. Apenas D'Artagnan hubo visto por el agujero de la cerradura
de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su escondite en el
momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.
-¿Qué es ese ruido? -preguntó Milady.
-Soy yo -dijo D'Artagnan a media voz-, yo, el conde de Wardes.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -murmuró Ketty-. No ha podido esperar siquiera la hora que él mismo
había fijado.
-¡Y bien! -dijo Milady con una voz temblorosa-. ¿Por qué no entra? Conde, conde -añadió-,
¡sabéis de sobra que os espero!
A esta llamada, D'Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipitó en la habitación de Milady.
Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre
que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.
D'Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el
corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la
habitación vecina.
-Sí, conde -decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre las
suyas-; sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han declarado cada
vez que nos hemos encontrado. También yo os amo. ¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna
prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme, tomad!
Y ella pasó un anillo de su dedo al de D'Artagnan.
D'Artagnan se acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico zafiro
rodeado de brillantes.
El primer movimiento de D'Artagnan fue devolvérselo, pero Milady añadió:
-No, no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándolo -añadió con voz conmovidame
hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.
«Esta mujer está llena de misterios» -murmuró para sus adentros D'Artagnan.
En aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a Milady quién
era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella añadió:
-¡Pobre ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!
El monstruo era él.
-¡Oh! -continuó Milady-. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vuestras heridas?
-Sí, mucho -dijo D'Artagnan, que no sabía muy bien qué responder.
-Tranquilizaos -murmuró Milady , yo os vengaré, y cruelmente.
«¡Maldita sea! -se dijo D'Artagnan-. El momento de las confidencias todavía no ha llegado.»
Necesitó D'Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas las
ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer ejercía
sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que estos dos
sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor
extraño y en cierta forma diabólico.
Sin embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D'Artagnan, en el momento de
dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos
se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente. La
pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D'Artagnan cuando pasara por su
habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.
Al día siguiente por la mañana, D'Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado en una
aventura tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo. Athos frunció varias veces el
ceño.
-Vuestra Milady -le dijo- me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de
equivocaros al engañarla; de una forma o de otra, tenéis un terrible enemigo encima.
Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en
el dedo de D'Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.
-¿Veis este anillo? -dijo el gascón glorioso por exponer a las miradas de sus amigos un
presente tan rico.
-Sí -dijo Athos-, me recuerda una joya de familia.
-Es hermoso, ¿no es cierto? -dijo D'Artagnan.
-¡Magnífico! -respondió Athos-. No creía que éxistieran dos zafiros de unas aguas tan bellas.
¿Lo habéis cambiado por vuestro diamante?
-No -dijo D'Artagnan-: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa,
porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.
-¿Este anillo os viene de Milady? -exclamó Athos con una voz en la que era fácil distinguir una
gran emoción.
-De ella misma; me lo ha dado esta noche.
-Enseñadme ese anillo -dijo Athos.
-Aquí está -respondió D'Artagnan sacándolo de su dedo.
Athos lo examinó y padileció, luego probó en el anular de su mano izquierda; le iba a aquel
dedo como si estuviera hecho para él. Una nube de cólera y de venganza pasó por la frente
ordinariamente tranquila del gentilhombre.
-Es imposible que sea el mismo -dijo-. ¿Cómo iba a encontrarse este anillo en las manos de
milady Clarick? Y sin embargo, es muy difícil que haya entre dos joyas un parecido semejante.
-¿Conocéis este anillo? -preguntó D'Artagnan.
-Había creído reconocerlo -dijo Athos-, pero sin duda me equivocaba.
Y lo devolvió a D'Artagnan sin cesar, sin embargo, de mirarlo.
-Mirad -dijo al cabo de un instante-, D'Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el
engaste para dentro; me trae tan crueles recuerdos que no estaría tranquilo para hablar con vos.
¿No venís a pedirme consejos, no me decíais que estabais en apuros sobre lo que debíais
hacer?... Esperad... Dejadme ese zafiro: ese al que yo me refiero debe tener una de sus caras
rozada a consecuencia de un accidente.
D'Artagnan sacó de nuevo el anillo de su dedo y se lo entregó a Athos.
Athos se estremeció.
-Mirad -dijo-, ved, ¿no es extraño?
Y mostraba a D'Artagnan aquel rasguño que recordaba debía existir.
-Pero ¿de quién os venía este zafiro, Athos?
-De mi madre, que lo tenía de su madre. Como os digo, es una antigua joya... que jamás debió
salir de la familia,.
-Y vos, ¿lo... vendisteis? -preguntó dudando D'Artagnan.
-No -contestó Athos con una sonrisa singular-; lo di durante una noche de amor, como os lo
han dado a vos.
D'Artagnan permaneció pensativo a su vez; le parecía ver en el alma de Milady abismos cuyas
profundidades eran sombrías y desconocidas.
Metió el anillo no en su dedo sino en su bolsillo.
-Oíd -le dijo Athos cogiéndole la mano-, ya sabéis cuánto os amo, D'Artagnan; si tuviera un hijo
no lo querría tanto como a vos. Pues bien, creedme, renunciad a esa mujer. No la conozco, pero
una especie de intuición me dice que es una criatura perdida, y que hay algo de fatal en ella.
-Y tenéis razón -dijo D'Artagnan-. También yo me aparto de ella; os confieso que esa mujer me
asusta a mí incluso.
-¿Tendréis ese valor? -dijo Athos.
-Lo tendré -respondió D'Artagnan-, y desde ahora mismo.
-Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón -dijo el gentilhombre apretando la mano del
gascón con un cariño casi paterno-; ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en
vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.
Y Athos saludó a D'Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender que no
le molesta quedarse a solas con sus pensamientos.
Al volver a su casa, D'Artagnan encontró a Ketty que lo esperaba. Un mes de fiebre no habría
cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.
Era enviada por su ama al falso de Wardes. Su ama estaba loca de amor, ebria de alegría;
quería saber cuándo le daría el conde una segunda entrevista.
Y la pobre Ketty, pálida y temblorosa, esperaba la respuesta de D'Artagnan.
Athos tenía un gran influjo sobre el joven; los consejos de su amigo unidos a los gritos de su
propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha,
a no volver a ver a Milady. Por toda respuesta tomó una pluma y escribió la carta siguiente:
«No contéis conmigo, señora, para la próxima cita; desde mi convalecencia tengo tantas
ocupaciones de ese género que he tenido que poner cierto orden. Cuando llegue vuestra vez,
tendré el honor de participároslo.
Os beso las manos.
Conde de Wardes.»
Del zafiro ni una palabra: ¿quería el gascón guardar un arma contra Milady? O bien, seamos
francos, ¿no conservaba aquel zafiro como último recurso para el equipo?
Nos equivocaríamos por lo demás si juzgáramos las acciones de una época desde el punto de
vista de otra época. Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en
ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores familias se
hacían mantener por regla general por sus amantes.
D'Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a
punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.
Ketty no podía creer en tal felicidad. D'Artagnan se vio obligado a renovarle de viva voz las
seguridades que la carta le daba por escrito; y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado
de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejo de volver
a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.
El corazón de la mejor mujer es despiadado para los dolores de un¡ rival.
Milady abrió la carta con una prisa igual a la que Ketty había puesto en traerla; pero a la
primera palabra que leyó, se puso lívida; luego arrugó el papel; luego se volvió con un centelleo
en los ojos hacia Ketty
-¿Qué significa esta carta? -dijo.
-Es la respuesta a la de la señora -respondió Ketty toda temblorosa.
-¡Imposible! -exclamó Milady-. Imposible que un gentilhombre haya escrito a una mujer
semejante carta.
Luego, de pronto, temblando:
-¡Dios mío! -dijo ella-. Sabrá... -y se detuvo.
Sus dientes rechinaban, estaba color ceniza; quiso dar un paso hacia la ventana para ir en
busca de aire, pero no pudo más que tende los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un
sillón.
Ketty creyó que se mareaba y se precipitó para abrir su corsé. Pero Milady se levantó con
presteza.
-¿Qué queréis? -dijo-. ¿Y por qué me ponéis las manos encima?
-He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla -respondió la sirvienta,
completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.
-¿Marearme yo? ¿Yo? ¿Yo? ¿Me tomáis por una mujerzuela Cuando se me insulta no me
mareo, me vengo, ¿entendéis?
Y con la mano hizo a Ketty señal de que saliese.
Capítulo XXXVI
Sueño de venganza
Por la noche, Milady ordenó introducir al señor D'Artagnan tai pronto como viniese, según su
costumbre. Pero no vino.
Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la
víspera; D'Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su venganza.
Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al
gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.
Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D'Artagnan, no alegre y viva como los dos días
anteriores, sino por el contrario triste hasta morir.
D'Artagnan preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una carta
de su bolso y se la entregó.
Aquella carta era de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a D'Artagnan y no
al señor de Wardes.
La abrió y leyó lo que sigue:
«Querido señor D'Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento en
que se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer y anteayer inútilmente.
¿Pasará lo mismo esta tarde?
Vuestra muy agradecida,
Lady Clarick. »
-Es muy sencillo -dijo D'Artagnan-, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza por la baja del
conde de Wardes.
-¿Es que iréis? -preguntó Ketty.
-Escucha, querida niña -dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar a
la promesa que le había hecho a Athos-, comprende que sería descortés no responder a una
invita ción tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de
mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una
mujer de ese temple?
-¡Dios mío! -dijo Ketty-. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón. Pero
vais a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y
vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.
El instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a pasar.
D'Artagnan la tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió permanecer insensible a las
seduciones de Milady.
Le hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se ponía a sus
órdenes; pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder disimular suficientemente su
escritura a unos ojos tan ejercitados como los de Milady.
Al sonar las nueve, D'Artagnan estaba en la Place Royale. Era evidente que los criados que
esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D'Artagnan apareció,
antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corrió a anunciarlo.
-Hacedle entrar -dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D'Attagnan la oyó desde la
antecámara.
Fue introducido.
-No estoy para nadie -dijo Milady-. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo salió.
D'Artagnan lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálid y tenía los ojos fatigados, bien
por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y
sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado
desde hacía dos días.
D'Artagnan se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo
supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más amable.
A las preguntas que D'Artagnan le hizo sobre su salud:
-Mala -respondió ella- muy mala.
-Pero entonces -dijo D'Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a
retirarme.
-No -dijo Milady-; al contrario, quedaos, señor D'Artagnar vuestra amable compañía me
distraerá.
«¡Oh, oh! -pensó D'Artagnan-. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos. »
Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su
conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a
dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D'Artagnan volvió a encontrar a la
Circe que ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo estaba
adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D'Artagnan sentía que se condenaría
por aquell sonrisa.
Hubo un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho contra
ella.
Poco a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D'Artagnan si tenía un amante.
-¡Ay! -dijo D'Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar-. ¿Sois tan cruel para
hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que
por vos y para vos?
Milady sonrió con una sonrisa extraña.
-¿O sea que me amáis? -dijo ella.
-¿Necesito decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?
-Claro, pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de coger.
-¡Oh, las dificultades no me asustan! -dijo D'Artagnan-. Sólo las cosas imposibles me espantan.
-Nada es imposible -dijo Milady- para un amor verdadero.
-¿Nada, señora?
-Nada -contestó Milady.
«¡Diablo! -prosiguió D'Artagnan para sus adentros-. La nota ha cambiado. ¿Se habrá
enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún
otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?»
D'Artagnan acercó con presteza su silla a Milady.
-Veamos -dijo ella-, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?
-Todo cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.
-¿A todo?
-¡A todo! -exclamó D'Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa
arriesgándose así.
-Pues bien, hablemos un poco -dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de
D'Artagnan.
-Os escucho, señora -dijo éste.
Milady permaneció un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una
resolución, dijo:
-Tengo un enemigo.
-¿Vos, señora? -exclamó D'Artagnan fingiendo sorpresa-. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y
buena como sois?
-¡Un enemigo mortal!
-¿De verdad?
-Un enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a muerte.
¿Puedo contar con vos como auxiliar?
D'Artagnan comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa criatura.
-Podéis, señora -dijo con énfasis-; mi brazo y mi vida os perte necen como mi amor.
-Entonces -dijo Milady-, puesto que sois tan generoso como enamorado...
Se detuvo.
-¿Y bien? -preguntó D'Artagnan.
-Y bien -prosiguió Milady tras un momento de silencio-, cesad desde hoy de hablar de
imposibilidades.
-No me agobiéis con mi dicha -exclamó D'Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de
besos las manos que le dejaban.
«Véngame de ese infame de Wardes -murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme
de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»
«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente,
hipócrita y peligrosa mujer -pensaba D'Artagnan por su parte-, y luego me reiré de ti con aquel a
quien quieres matar por rni mano.»
D'Artagnan alzó la cabeza.
-Estoy dispuesto -dijo.
-¿Me habéis, pues, comprendido, querido señor D'Artagnan? -dijo Milady.
-Adivinaré una de vuestras miradas.
-¿O sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido ya?
-Ahora mismo.
-Pero y yo -dijo Milady-, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados, son
personas que no hacen nada por nada.
-Vos sabéis la única respuesta que yo deseo -dijo D'Artagnan-, la única que sea digna de vos y
de mí.
Y la atrajo dulcemente hacia él.
Ella resistió apenas.
-¡Interesado! -dijo ella sonriendo.
-¡Ah! -exclamó D'Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el
don de encender en su corazón-. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras haber tenido
siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.
-Pues bien, mereced esa pretendida dicha.
-Estoy a vuestras órdenes -dijo D'Artagnan.
-¿Seguro? -preguntó Milady con una última duda.
-Nombradme al infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos ojos.
-¿Quién os dice que he llorado? -dijo ella.
-Me parecía...
-Las mujeres como yo no lloran -dijo Milady.
-¡Tanto mejor! Veamos, decidme cómo se llama.
-Pensad que su nombre es todo mi secreto.
-Sin embargo, es necesario que yo sepa su nombre.
-Sí, es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!
-Me colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?
-Vos lo conocéis.
- De verdad?
-¿No será uno de mis amigos? -prosiguió D'Artagnan jugando a la duda para hacer creer en su
ignorancia.
-Y si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? -exclamó Milady. Y un destello de amenaza
pasó por sus ojos.
-¡No, aunque fuese mi hermano! -exclamó D'Artagnan como arrebatado por el entusiasmo.
Nuestro gascón se adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.
-Amo vuestra adhesión -dijo Milady.
-¡Ay! ¿Sólo eso amáis en mí? -preguntó D'Artagnan.
-Os amo también a vos -dijo ella cogiéndole la mano.
Y la ardiente presión hizo temblar a D'Artagnan como si por el tacto aquella fiebre que
quemaba a Milady lo ganase a él.
-¡Vos me amáis! -exclamó-. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse loco!
Y la envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso, sólo que no lo
devolvió.
Sus labios estaban fríos: a D'Artagnan le pareció que acababa de besar a una estatua.
No por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la ternura de
Milady; creía casi en el crimen de de Wardes. Si de Wardes hubiera estado en ese momento al
alcance de su mano, lo habría matado.
Milady aprovechó la ocasión.
-Se llama... -dijo ella a su vez.
-De Wardes, lo sé -exclamó D'Artagnan.
-¿Y cómo lo sabéis? -preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de llegar por sus
ojos hasta el fondo de su alma.
D'Artagnan sintió que se había dejado llevar y que había cometido una falta.
-Decid, decid, pero decid -repetía Milady-, ¿cómo lo sabéis?
-¿Cómo lo sé? -dijo D'Artagnan.
-Sí.
-Lo sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo que
decía tener de vos.
-¡Miserable! -exclamó Milady.
El epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de D'Artagnan.
-¿Y bien? -continuó ella.
-Pues bien, os vengaré de ese miserable -replicó D'Artagnan dándose aires de don Japhet de
Armenia.
-Gracias, mi bravo amigo -exclamó Milady-. ¿Y cuándo seré vengada?
-Mañana, ahora mismo, cuando vos queráis.
Milady iba a exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco
graciosa para D'Artagnan.
Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que
evitara explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto estaba previsto por una frase de
D'Artagnan.
-Mañana -dijo- seréis vengada o yo estaré muerto.
-¡No! -dijo ella-. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un cobarde.
-Con las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre eso.
-Pero me parece que en vuestra pelea con él no habéis tenid que quejaros de la fortuna.
-La fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionarm mañana.
-Lo cual quiere decir que ahora dudáis.
-No, no dudo, Dios me libre; pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin haberme
dado al menos algo más que esperanza?
Milady respondió con una ojeada que quería decir:
«¿Sólo es eso? Marchaos, pues.»
Luego, acompañando la mirada de palabras explicativas:
-Es demasiado justo -dijo con ternura.
-¡Oh, sois un ángel! -dijo el joven.
-¿O sea que todo convenido? -dijo ella.
-Salvo lo que os pido, querida mía.
-Pero ¿cuando os digo que podéis confiar en mi ternura?
-No tengo el día de mañana para esperar.
-Silencio; oigo a mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció Ketty.
-Salid por esa puerta -dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta-, y volved a las once;
acabaremos esta entrevista. Ketty os introducirá en mi cuarto.
La pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.
-Y bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil com una estatua? Vamos, llevad al
caballero; y esta noche, a las once, habéis oído.
-Parece que sus citas son siempre a las once -pensó D'Artagnan-; es un hábito adquirido.
Milady le tendió una mano que él beso tiernamente.
-Veamos -dijo al retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty-, veamos, no
hagamos el imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos cuidado.
Capítulo XXXVII
El secreto de Milady
D'Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de Ketty,
pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de
esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas; la segunda, porque no le
importaba leer un poco en su pensamiento y, si era posible, en el de aquella mujer.
Todo cuanto él tenía de más claro dentro es que D'Artagnan amaba a Milady como un loco y
que ella no lo amaba nada de nada. Por un instante, D'Artagnan comprendió que lo mejor que
podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría
que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no
podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes. Pero también estaba espoleado
por un feroz deseo de venganza; quería poseer a su vez a aquella mujer bajo su propio nombre;
y como esta venganza le parecía tener cierta dulzura no quería renunciar a ella.
Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volviéndose cada diez pasos para mirar la luz
del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías; era evidente que en esta ocasión
la joven estaba menos urgida que la primera de volver a su cuarto.
Por fin la luz desapareció.
Con aquella luz se apagó la última irresolución en el corazón de D'Artagnan; recordó los
detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete
y se precipitó en el cuarto de Ketty.
La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su
amante; pero Milady, con el oído en acecho, había oído el ruido que había hecho D'Artagnan:
abrió la puerta.
-Venid -dijo.
Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si
D'Artagnan podía creer en lo que veía y oía. Creía estar arrastrado a alguna de esas intrigas
fantásticas como las que se realizan en el sueño.
No por ello se abalanzó menos hacia Milady, cediendo a la atracción que el imán ejerce sobre
el hierro.
La puerta se cerró tras ellos.
Ketty se abalanzó a su vez contra la puerta.
Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de
una mujer enamorada la empujaban a una revelación; pero estaba perdida si confesaba haberse
prestado a semejante maquinación; y por encima de todo, D'Artagnan estaba perdido para ella.
Este último pensamiento de amor le aconsejó aún este último sacrificio.
D'Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se
amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar. Una voz secreta le decía muy en el fondo del
corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que
diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban
aquel murmullo. Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se
comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a
él, por sí mismo.
Se abandonó por tanto por entero a las sensaciones del momento. Milady no fue para él
aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante
ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar.
Dos horas poco más o menos transcurrieron así.
Sin embargo, los transportes de los dos amantes se calmaron. Milady, que no tenía los mismos
motivos que D'Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si
las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas
de antemano en su mente.
Pero D'Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un
imbécil y respondió galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.
Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas
se volvieron más agobiantes.
Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso
desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su
voluntad de hierro.
D'Artagnan se creyó muy ingenioso aconsejando a Milady renunciar, perdonando a de Wardes,
a los proyectos furiosos que ella había formado.
Pero a las primeras palabras que dijo, la joven se estremeció y se alejó.
-¿Tenéis acaso miedo, querido D'Artagnan? -dijo ella con una voz aguda y burlona que resonó
extrañamente en la oscuridad.
-¡Ni lo penséis, querida! -respondió D'Artagnan-. ¿Y si, en última instancia, ese pobre conde de
Wardes fuera menos culpable de lo que pensáis?
-En cualquier caso -dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en que me
ha engañado, ha merecido la muerte.
-¡Morirá, pues, puesto que lo condenáis! -dijo D'Artagnan en un tono tan firme que a Milady le
pareció expresión de una adhesión a toda prueba.
Al punto ella se acercó a él.
No podríamos decir el tiempo que duró la noche para Milady; pero D'Artagnan creía estar a su
lado hacía dos horas apenas cuando la luz apareció en las rendijas de las celosías y pronto
invandió la habitación de claridad macilenta.
Entonces Milady, viendo que D'Artagnan iba a dejarla, le recordó la promesa que le había
hecho de vengarla de de Wardes.
-Estoy completamente dispuesto -dijo D'Artagnan-, pero antes quisiera estar seguro de una
cosa.
-¿De cuál? -preguntó Milady.
-De que me amáis.
-Me parece que os de dado la prueba.
-Sí, también soy yo en cuerpo y alma vuestro.
-¡Gracias, mi valiente amante! Pero de igual forma que yo os he probado mi amor, vos me
probaréis el vuestro, ¿verdad?
-Desde luego. Pero si me amáis como decís -replicó D'Artagnan-, ¿no teméis por mí?
-¿Qué puedo temer?
-Pues que sea herido peligrosamente, que sea muerto, incluso.
-Imposible -dijo Milady-, sois un hombre muy valiente y una espada muy fina.
-¿No preferiríais, pues -replicó D'Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el
combate?
Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a
sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.
-Realmente -dijo-, creo que ahora dudáis.
-No, no dudo; es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya
no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola
de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.
-¿Quién os dice que yo lo haya amado? -preguntó Milady.
-Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro -dijo el joven en un tono
cariñoso-, y os lo repito, me intereso por el conde.
-¿Vos? -preguntó Milady.
-Sí, yo.
-¿Y por qué vos?
-Porque sólo yo sé...
-¿Qué?
-Que está lejos de ser, o mejor, que está lejos de haber sido tan culpable hacia vos como
parece.
-¿De veras? -dijo Milady con aire inquieto-. Explicaos, porque realmente no sé qué queréis
decir.
Y miraba a D'Artagnan que la tenía abrazada con ojos que parecían inflamarse poco a poco.
-¡Sí, yo soy un hombre galante! -dijo D'Artagnan, decidido a terminar-. Y desde que vuestro
amor es mío desde que estoy seguro de poseerlo, porque lo poseo, ¿no es cierto?
-Por entero, continuad.
-Pues bien me siento como transportado, me pesa una confesión.
-¿Una confesión?
-Si hubiera dudado de vuestro amor no lo habría hecho; pero, ¿me amáis, mi bella amante?
¿No es cierto que me amáis?
-Sin duda.
-Entonces, si por exceso de amor me he hecho culpable respecto a vos, ¿me perdonaréis?
-¡Quizá!
D'Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios
de Milady, mar ella lo apartó.
-Esa confesión -dijo palideciendo-, ¿cuál es?
-Habíais citado a de Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es cierto?
-¡Yo, no! Eso no es cierto -dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible
que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.
-No mintáis, ángel mío -dijo D'Artagnan sonriendo-, sería inútil.
-¿Cómo? ¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!
-¡Oh, tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado ya!
-¡Y después, después!
-De Warder no puede gloriarse de nada.
-¿Por qué? Vos mismo me habéis dicho que ere anillo...
-Ese anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque de Warder del jueves y D'Artagnan de
hoy son la misma persona.
El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se
resolvería en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error no duró mucho.
Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D'Artagnan con un violento golpe en el pecho,
se balanzó fuera de la cama.
D'Artagnan la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella con
un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se degarró dejando al
desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos,
D'Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca
indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.
-¡Gran Dios! -exclamó D'Artagnan soltando la bata.
Y se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.
Pero Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D'Artagnan. Sin duda lo había visto
todo; el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.
Ella se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera herida.
-¡Ah, miserable! -dijo ella-. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto!
¡Morirás!
Y corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril y temblorosa,
sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un salto
sobre D'Artagnan medio desnudo.
Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada,
aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes;
retrocedió hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una
serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó
de la funda.
Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se
detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.
Entonces trató de coger aquella espada con las manos; pero D'Artagnan la apartó siempre de
sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del
lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.
Durante este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horribles transporter, rugiendo de un
modo formidable.
Como esto se parecía a un duelo, D'Artagnan se iba reponiendo poco a poco.
-¡Bien, hermosa dama, bien! -decía-. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de
lis en el otro hombro.
-¡Infame, infame! -aullaba Milady.
Mas D'Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la defensiva.
Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los
muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D'Artagnan, que había maniobrado sin
cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó
de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la
cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen ojos.
Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas
muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la
puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.
Cada golpe iba acompañado de una imprecación terrible.
-Deprisa, deprisa, Ketty -dijo D'Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados-.
Sácame del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me maten los lacayos.
-Pero no podéis salir así -dijo Ketty-, estáis completamente desnudo.
-Es cierto -dijo D'Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-, es cierto
vísteme como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de vida o muerte.
Ketty no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una amplia
cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego lo arrastró
por los escalones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo
al palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady,
también medio desnuda, grita ba por la ventana: -¡No abráis!
Capítulo XXXVIII
Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo
El joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el momento que
lo perdió de vista, Milady cayó desvanecida en su habitación.
D'Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó
medio Paris a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El extravío de su mente, el
terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los
abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos,
no hicieron más que precipitar su camera.
Cruzó el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para romperla.
Grimaud vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D'Artagnan se precipitó con tanta
fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.
Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.
-¡Eh, eh, eh! -exclamó-. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona?
D'Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus
mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con
un hombre.
Creyó entonces que era algún asesino.
-¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! -gritó.
-¡Cállate desgraciado! -dijo el joven-. Soy D'Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?
-¡Vos, señor D'Artagnan! -exclamó Grimaud espantado-. Imposible.
-Grimaud -dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.
-¡Ay, señor, es que!...
-Silencio.
Grimaud se conte ntó con mostrar con el dedo a su amo a D'Artagnan.
Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba
de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían
sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.
-No os riáis, amigo mío -exclamó D'Artagnan-; por el cielo, no os riáis, porque, por mi alma os
lo digo, no hay nada de qué reírse.
Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos
le cogió las manos al punto exclamando:
-¿Estaréis herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!
-No, pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo, Athos?
-¡Pardiez! ¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?
-Bueno, bueno.
Y D'Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.
-¡Venga, hablad! -dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser molestados-.
¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado; veamos,
veamos, decid, porque realmente me muero de inquietud.
-Athos -dijo D'Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en
camisón-, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.
-Poneos primero esta bata -dijo el mosquetero a su amigo.
D'Artagnan se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba todavía!
-¿Y bien? -dijo Athos.
-Y bien -respondió D'Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la voz-: Milady
está marcada con una flor de lis en el hombro.
-¡Ay! -gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el corazón.
-Veamos -dijo D'Artagnan-, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?
-¿La otra? -dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D'Artagnan la oyó.
-Sí, aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.
Athos lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.
-Esta -continuó D'Artagnan- es una mujer de veintiséis a veintiocho años.
-Rubia -dijo Athos-, ¿no es cierto?
-Sí.
-¿De ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas negras?
-Sí.
-¿Alta, bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la izquierda.
-Sí.
-¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le
aplica.
-Sí.
-Sin embargo ¡vos decís que es inglesa!
-Se llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más que su
cuñado.
-Quiero verla, D'Artagnan.
-Tened cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y
no fallar en vos.
-No se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí misma.
-¡Es capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?
-No -dijo Athos.
-¡Una tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre
nosotros dos una venganza terrible!
D'Artagnan contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de muerte.
-Tenéis razón y por mi alma que no daré mi vida por nada -dijo Athos-. Afortunadamente,
pasado mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez ¡dos...
-Os seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su odio se ejerza sobre
mí sólo.
-¡Ay, querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? -dijo Athos-. ¿Acaso pensáis que
amo la vida?
-Hay algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del cardenal, ¡estoy
seguro!
-En tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres,
os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada
y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado.
Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras precauciones; en fin, desconfiad de todo,
incluso de vuestra sombra.
-Por suerte -dijo D'Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin
tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.
-Mientras tanto -dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes junto
a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os acompaño.
-Pero por cerca que esté de aquí -replicó D'Artagnan-, no puedo volver así.
-Es cierto -dijo Athos. Y tiró de la campanilla.
Grimaud entró.
Athos le hizo señas de ir a casa de D'Artagnan y traer de allí vestidos.
Grimaud respondió con otra señal que comprendía perfectamente y partió.
-¡Ah! Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo -dijo Athos-;
porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no
tendrá la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.
-El zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de familia?
-Sí, mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de los
regalos de boda que hizo a mi madre; y el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco como
estaba, en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.
-Entonces, querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.
-¿Coger yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está
mancillado, D'Artagnan.
-Vendedlo entonces.
-¿Vender un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una
profanación.
-Entonces, empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma,
tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis
lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros
Athos sonrió.
-Sois un camarada encantador -dijo-, querido D'Artagnan; cot vuestra eterna alegría animáis a
los pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con una condición!
-¿Cuál?
-Que sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para mí.
-¿Pensáis eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los
guardias y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet, eso es
todo. Olvidáis además que también yo tengo un anillo.
-Al que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme cuenta
al menos.
-Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino
incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán
encantado.
-No os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor a
vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de
que, como a Polícatres, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.
-¡Bueno, acepto! -dijo D'Artagnan.
En aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su maestro y
curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos
él mismo.
D'Artagnan se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a salir,
este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó al punto
su mosquetón y se dispuso a acompañar a su amo.
Athos y D' Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des Fossoyeurs.
Bonacieux estaba a la puerta y miró a D'Artagnan con aire socarrón.
-¡Vaya, mi querido inquilino! -dijo-. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya
sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
-¡Es Ketty! -exclamó D'Artagnan.
Y se precipitó por la alameda.
Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta,
encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:
-Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera -dijo-;
recordad que sois vos quien me habéis perdido.
-Sí, por supuesto -dijo D'Artagnan-, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de mi
marcha?
-¿Lo sé acaso? -dijo Ketty-. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han acudido, estaba
loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces he
pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la
suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía,
mis vestidos mejores y me he escapado.
-¡Pobre niña? Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.
-Lo que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, hacedme salir de Francia.
-Sin embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle -dijo D'Artagnan.
-No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en
vuestra región por ejemplo.
-¡Ay, querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo
del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos una cosa
muy importante que decirle.
-¡Comprendo! -dijo Athos-. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su marquesa...
-La marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido -dijo D'Artagnan riendo-.
Además, Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours, ¿no es así, Ketty?
-Me quedaré donde queráis -dijo Ketty-,con tal que esté bien escondida y que no sepa dónde
estoy.
-Ahora, Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de mí...
-Señor caballero, cerca o lejos -dijo Ketty-, os amaré siempre.
- Dónde diablos va a anidar la constancia? -murmuró Athos.
-Vambién yo -dijo D'Artagnan- también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero, veamos,
respóndeme. Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez
de una dama joven a la que habían raptado cierta noche?
-Esperad... ¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa mujer?
-No, uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está ahí.
-¿Yo? -exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el
pie sobre una culebra.
-¡Claro, vos! -dijo D'Artagnan apretando la mano de Athos-. Sabéis de sobra el interés que
todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada, ¿no es
así, Ketty? Compréndelo, niña mía -continuó D'Artagnan-, es la mujer de ese horrible
mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Ketty-. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya reconocido!...
-¿Cómo reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?
-Fue dos veces a casa de Milady.
-Ah, eso es. ¿Cuándo?
-Pues hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.
-Exacto.
-Y volvió ayer tarde.
-Ayer tarde.
-Sí, un momento antes de que vos mismo vinieseis.
-Mi querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha reconocido?
-He bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.
-Bajad Athos de vos desconfía menos que de mí, y ved si todavía está en la puerta.
Athos descendió y volvió a subir en seguida.
-Se ha marchado -dijo-, y la casa está cerrada.
-Ha ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el palomar.
-¡Pues bien, volemos entonces -dijo Athos- y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos lleve
las noticias!
-¡Un momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?
-Está bien -dijo Athos- esperemos a Aramis.
En aquel momento entró Áramis.
-Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos
sus altos conocimientos.
Aramis reflexionó un momento y dijo ruborizándose.
-¿Os haría un buen servicio, D'Artagnan?
-Os quedaría agradecido por él toda mi vida.
-Pues bien, la señora de Bois-Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive
en provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D'Artagnan, podéis responderme de la
señorita...
-¡Oh, señor -exclamó Ketty- sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me
dé los medios para dejar París!
-Entonces -dijo Aramis-, todo está arreglado.
Se sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio el billete a
Ketty.
-Ahora, hija mía -dijo D'Artagnan-, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como nosotros.
Separémonos. Ya volveremos a encontrarnos en tiempos mejores.
-En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea -dijo Ketty-, me volveréis a
encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.
-Juramento de jugador -dijo Athos mientras D'Artagnan iba a acompañar a Ketty a la escalera.
Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y
dejando a Planchet para guardar la casa.
Aramis regresó a la Buys, y Athos y D'Artagnan se preocuparon de la venta del zafiro.
Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo.
Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para
los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.
Athos y D'Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron
tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era acomodaticio y
gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el precio exigido
sin tratar siquiera de regatear. D'Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero
Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D'Artagnan comprendía que era bueno para
él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.
El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y
patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le costó mil
libras.
Quizá lo hubiera tenido por menos; pero mientras D'Artagnan discutía el precio con el chalán,
Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.
Grimaud tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas libras.
Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo
de las cincuentas pistolas de Athos. D'Artagnan ofreció a su amigo que mordiera un bocado en la
parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en
préstamo.
Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.
-¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? -preguntó Athos.
-Quinientas pistolas.
-Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí. Si eso es una
auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.
-¡Cómo! ¿Queréis...?
-Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos
trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a
decirle que el anillo es suyo, D'Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.
-Reflexionad, Athos.
-El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrifios. Id,
D'Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.
Media hora después, D'Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido
ningún accidente.
Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se esperaba.
Capítulo XXXIX
Una visión
A las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones
sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que
las de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta
un temor futuro.
De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D'Artagnan.
Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en
el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles de Su
Eminencia el cardenal duque.
A la vista de la carta pequeña, el corazón de D'Artagnan saltó, porque había creído reconocer
la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había
quedado en lo más profundo de su corazón.
Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.
«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de
Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las
personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer
que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»
Sin firma.
-Es una trampa -dijo Athos-, no vayáis, D'Artagnan.
-Sin embargo -dijo D'Artagnan-, me parece reconocer la escritura.
-Quizá esté amañada -replicó Athos-; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está
completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.
-Pero ¿y si vamos todos? -dijo D'Artagnan-. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro;
además, cuatro lacayos; además, los cabal1os; además, las armas.
-Además será una ocasión de lucir nuestros equipos -dijo Porthos.
-Pero si es una mujer la que escribe -dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que
la comprometéis, D'Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.
-Nos quedaremos detrás -dijo Porthos-, y sólo él se adelantará.
-Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que va al
galope.
-¡Bah! -dijo D'Artagnan-. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes
se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.
-Tiene razón -dijo Porthos-. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras armas.
-¡Bueno, démonos ese placer! -dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.
-Como queráis -dijo Athos.
-Señores -dijo D'Artagnan-, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis
en la ruta de Chaillot.
-Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a
prepararnos, señores.
-Pero esa segunda carta -dijo Athos-: os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello
indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D'Artagnan, que me preocupa
mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón .
D'Artagnan enrojeció.
-Pues bien -dijo el joven-, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.
Y D'Artagnan abrió la carta y leyó:
«El señor D'Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el
Palais-Cardinal esta noche a las ocho.
LA HOUDINIÈRE
Capitán de los guardias.»
-¡Diablos! -dijo Athos-. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma distinta.
-Iré a la segunda al salir de la primera -dijo D'Artagnan-; la una es para las siete, la otra para
las ocho; habrá tiempo para todo.
-¡Hum! Yo no iría -dijo Aramis-; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una
dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre
todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.
-Soy de la opinión de Aramis -dijo Porthos.
-Señores -respondió D'Artagnan- ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante
de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance
desapareció; por lo que pueda pasar, iré.
-Si es una decisión -dijo Athos-, hacedlo.
-Pero ¿y la Bastilla? -dijo Aramis.
-¡Bah, vosotros me sacaréis! -replicó D'Artagnan.
-Por supuesto -contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa
más sencilla-, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos
pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.
-Hagamos otra cosa mejor -dijo Athos-: no le perdamos de vista durante la velada, y
esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de
nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos
encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el
señor de Tréville debe de creernos muertos.
-Decididamente, Athos -dijo Aramis-, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del
plan, señores?
-Admirable! -repitieron a coro los lóvenes.
-Pues bien -dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén
preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais-Cardinal; vos, durante ese tiempo,
haced ensillar los caballos para los lacayos.
-Pero yo no tengo caballo -dijo D'Artagnan-; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.
-Es inútil -dijo Aramis-, cogeréis uno de los míos.
-¿Cuántos tenéis entonces? -preguntó D'Artagnan.
-Tres -respondió sonriendo Aramis.
-Querido -dijo Athos-, sois desde luego el poeta mejor monta do de Francia y Navarra.
-Escuchad, mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No comprendo
siquiera que hayáis comprado tres caballos.
-Claro, no he comprado más que dos -dijo Aramis.
-Y el tercero, ¿os caído del cielo?
-No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha
querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo...
-O de su ama -interrumpió D'Artagnan.
-Eso da igual -dijo Aramis poniéndose colorado- ...y que me ha asegurado, decía, haber
recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién
venía.
-Sólo a los poetas os ocurren esas cosas -replicó gravemente Athos.
-Pues bien, en tal caso, hagamos las cosas lo mejor posible -dijo
D'Artagnan-: ¿cuál de los dos caballos montaréis, el que habéis comprado o el que os han
dado?
-El que me han dado, sin discusión; comprenderéis, D'Artagnan, que no puedo hacer esa
injuria...
-Al donante desconocido -contestó D'Artagnan.
-O a la donante misteriosa -dijo Athos.
-Entonces, ¿el que habéis comprado se os vuelve inútil?
-Casi.
-¿Y lo habéis escogido vos mismo?
-Y con el mayor cuidado; como sabéis, la seguridad del caballero depende casi siempre de su
caballo.
-Bueno, cedédmelo por el precio que os ha costado.
-Iba a ofrecéroslo, mi querido D'Artagnan, dándoos el tiempo que necesitéis para devolverme
esa bagatela.
-¿Y cuánto os ha costado?
-Ochocientas libras.
-Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo -dijo D'Artagnan sacando la suma de
su bolsillo; sé que es ésta la moneda con que os pagan vuestros poemas.
-Entonces, ¿tenéis fondos? -dijo Aramis.
-Muchos, muchísimos, querido.
Y D'Artagnan hizo sonar en su bolso el resto de sus pistolas.
-Mandad vuestra silla al palacio de los Mosqueteros y os traerán vuestro caballo aquí con los
nuestros.
-Muy bien, pero pronto serán las cinco, démonos prisa.
Un cuarto de hora después, Porthos apareció por la esquina de la calle Férou en un magnífico
caballo berberisco; Mosquetón le seguía en un caballo de Auvergne, pequeño pero sólido.
Porthos resplandecía de alegría y de orgullo.
Al mismo tiempo Aramis apareció por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel
inglés; Bazin lo seguía en un caballo ruano, llevando atado un vigoroso mecklemburgués: era la
montura de D'Artagnan.
Los dos mosqueteros se encontraron en la puerta; Athos y D'Artagnan los miraban por la
ventana.
-¡Diablos! -dijo Aramis-. Tenéis un soberbio caballo, querido Porthos.
-Sí -respondió Porthos-; éste es el que tenían que haberme enviado al principio: una jugarreta
del marido lo sustituyó por el otro; pero el marido ha sido castigado luego y yo he obtenido
satisfacciones.
Planchet y Grimaud aparecieron entonces llevando de la mano las monturas de sus amos;
D'Artagnan y Athos descendieron, monta ron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en
marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante,
Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D'Artagnan en el caballo que debía a su
buena fortuna, la mejor de las amantes.
Los seguían los criados.
Como Porthos había pensado, la cabalgada causó buen efecto; y si la señora Coquenard se
hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía
sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangria que había hecho en el
cofre de su marido.
Cerca del Louvre los cuatro amigos encontraron al señor de Tréville que volvía de
Saint-Germain; los paró para felicitarlos por su equipo, cosa que en un instante atrajo a su
alrededor algunos centenares de mirones.
D'Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello
rojo y armas ducales; por supuesto, de la otra no sopló ni una palabra.
El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente
no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.
En aquel momento, el reloj de la Samaritaine dio las seis; los cuatro amigos se excusaron con
una cita y se despidieron del señor de Tréville.
Un tiempo de galope los condujo a la ruta de Chaillot; la luz comenzaba a bajar, los coches
pasaban y volvían a pasar; D'Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus
miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.
Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, apareció
un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres; un presentimiento le dijo de antemano a
D'Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita; el joven quedó
completamente sorprendido al sentir su corazón batir tan violentamente. Casi al punto una
cabeza de mujer salió por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar
silencio, o como para enviar un beso; D'Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o
mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la
señora Bonacieux.
Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D'Artagnan lanzó su caballo
al galope y en pocos saltos alcanzó el coche; pero el cristal de la portezuela estaba
herméticamente cerrado: la visión había desaparecido.
D'Artagnan se acordó entonces de la recomendación:
«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada
hubierais visto.»
Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue, evidentemente, se
había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.
El coche continuó su ruta caminando siempre a todo galope, se adentró en París y desapareció.
D'Artagnan había quedado desconcertado y sin saber qué pensar. Si era la señora Bonacieux y
si volvía a Paris, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por
qué aquel beso perdido? Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa
luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano
montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?
Los tres compañeros se le acercaron. Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer
aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieux.
La opinión de Athos, por lo demás, fue que sí era ella; pero menos preocupado que D'Artagnan
por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo
del coche.
-Si es así -dijo D'Artagnan-, sin duda la llevan de una prisión a otra. Pero ¿qué van a hacer con
esa pobre criatura y cuándo volveré a verla?
-Amigo -dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está
expuesto a volver a encontrar sobre la tierra. Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así?
Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si es la que acabamos de ver, la encontraréis un
día a otro. Y quizá, Dios mío -añadió con un acento misántropo que le era propio-, quizá antes de
lo que queráis.
Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita
dada. Los amigos de D'Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole
observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.
Pero D'Artagnan era a la vez obstinado y curioso. Se le había metido en la cabeza que iría al
Palais-Cardinal y que sabría lo que Su Eminencia quería. Nada pudo hacerle cambiar su
determinación.
Llegaron a la calle Saint-Honoré, y en la plaza Palais-Cardinal encontraron a los doce
mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas. Sólo allí se les explicó
de qué se trataba.
D'Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se
sabía que un día ocuparía un puesto; se le miraba por tanto por adelantado como a un
camarada. Resultó de aquellos antecedentes que cada cual aceptó de buena gana la misión a
que estaba invitado; por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala
pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres
estaban siempre dispuestos.
Athos los repartió, pues, en tres grupos, tomó el mando de uno, dio el segundo a Aramis y el
tercero a Porthos; luego cada grupo fue a emboscarse frente a una salida.
D'Artagnan por su parte entró valientemente por la puerta principal.
Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la
escalinata. Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las
relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal; además, de Wardes, a quien
tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D'Artagnan sabía que si Su
Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.
-Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me
ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre
condenado -decía D'Artagnan moviendo la cabeza-. Pero ¿por qué ha esperado hasta hoy? Es
muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan
interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso. Afortunadamente -añadió-, mis
buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme. Sin embargo, la
compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que
dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de
voluntad. D'Artagnan, amigo mío, eres valiente, tienes excelentes cualidades, ¡pero las mujeres
lo perderán!
Estaba en tan triste conclusión cuando entró en la antecámara. Entregó su carta al ujier de
servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metió en el interior del palacio.
En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardernal que, al reconocer a
D'Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera
singular.
Aquella sonrisa le pareció a D'Artagnan de mal augurio; sólo que como nuestro gascón no era
fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su región, no dejaba ver
fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al te mor, se plantó
orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que
no carecía de majestad.
El ujier volvió a hizo seña a D'Artagnan de seguirlo. Le pareció al joven que los guardias, al
verlo alejarse, cuchicheaban entre sí.
Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un
hombre sentado ante un escritorio y que escribía.
El ujier lo introdujo y se retiró sin decir una palabra. D'Artagnan permaneció de pie y examinó
a aquel hombre.
D'Artagnan creyó al principio que tenía que habérselas con algún juez examinando su dossier,
pero se dio cuenta de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual
longitud, contando las palabras con los dedos; vio que estaba frente a un poeta; al cabo de un
instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en
cinco actos, y alzó la cabeza.
D'Artagnan reconoció al cardenal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario