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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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miércoles, 31 de agosto de 2011

ALEJANDRO DUMAS LOS TRES MOSQUETEROS EL HOMBRE DE MEUNG

ALEJANDRO DUMAS
LOS TRES MOSQUETEROS
EL HOMBRE DE MEUNG

Capítulo XIV
El hombre de Meung
Aquella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la
contemplación de un ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su
camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta
baja.
La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento;
lo metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara.
Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma maquinal.
Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una niebla;
sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel
momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado
un grito para implorar piedad.
Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y
los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada
indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la
pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo
flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror
era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.
Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de va lor y se arriesgó a encoger
una pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se
encontró sobre sus pies.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó cambiando aún
algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia
el prisionero, dijo:
-¿Sois vos quien se llama Bonacieux?
-Sí, señor oficial -balbuceó el mercero, más muerto que vivo-, para serviros.
-Entrad -dijo el oficial.
Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la
habitación en la que parecía ser esperado.
Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y
sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de
septiembre. Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado,
un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de
ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla
coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y
siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada,
tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas
de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.
Aquel hombre era Armand-Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo
representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz
apagada, enterrado en un gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que por
la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su
pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil
de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más
extraordinarios que hayan existido; preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de
Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los
ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.
A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su
rostro adivinar ante quién se encontraban.
El pobre mercero permaneció de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos
de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.
- Está ahí ese Bonacieux? -pregunto tras un momento de silencio.
-Sí, monseñor -contestó el oficial.
-Esta bien, dadme esos papeles y dejadnos.
El oficial cogió de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclinó
hasta el suelo y salió.
Bonacieux reconoció en aquellos papeles sus interrogatorios de la Bastilla. De vez en cuando, el
hombre de la chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales
hasta el fondo del corazón del pobre mercero.
Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había
decidido.
-Esa cabeza no ha conspirado nunca -murmuró-; pero no importa, veamos de todas formas.
-Estáis acusado de alta traición -dijo lentamente el cardenal.
-Es lo que ya me han informado, monseñor -exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el
título que había oído al oficial darle-; pero yo os juro que no sabía nada de ello.
El cardenal reprimió una sonrisa.
-Habéis conspirado con vuestra mujer, con la señora de Chevreuse y con milord el duque de
Buckingham.
-En realidad, monseñor -respondió el mercero-, he oído pronunciar todos esos nombres.
-¿Y en qué ocasión?
-Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para
perderlo y para perder a la reina con él.
-¿Ella decía eso? -exclamó el cardenal con violencia.
-Sí, monseñor; pero yo le he dicho que se equivocaba por mantener tales opiniones, y que Su
Eminencia era incapaz...
-Callaos, sois un imbécil -prosiguió el cardenal.
-Es precisamente eso lo que mi mujer me respondió, monseñor.
-¿Sabéis quién ha raptado a vuestra mujer?
-No, monseñor.
-Sin embargo, ¿tenéis sospechas?
-Sí, monseñor, pero esas sospechas han parecido contrariar al señor comisario y ya no las
tengo.
-Vuestra mujer se ha escapado, ¿lo sabíais?
-No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la mediación
del señor comisario, un hombre muy amable.
El cardenal reprimió una segunda sonrisa.
-Entonces, ¿ignoráis lo que ha sido de vuestra mujer después de su fuga?
-Completamente, monseñor; habrá debido volver al Louvre.
-A la una de la mañana no había vuelto aún.
-¡Ah D¡os mío! Pero entonces ¿qué habrá s¡do de ella?
-Ya lo sabremos, estad tranquilo; nada se oculta al cardenal; el cardenal lo sabe todo.
-En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consent¡rá en dec¡rme qué ha ocurr¡do con mi
mujer?
-Quizá; pero es preciso primero que confeséis todo lo que sepáis relativo a las relaciones de
vuestra mujer con la señora de Chevreuse.
-Pero, monseñor, yo no sé nada; no la he visto nunca.
-Cuando ¡ba¡s a buscar a vuestra mujer al Louvre, ¿volvía ella d¡rectamente a casa?
-Cas¡ nunca: tenía que ver a vendedores de tela, a cuyas casas yo la llevaba.
-¿Y cuántos vendedores de telas había?
-Dos, monseñor.
-¿Dónde viven?
-Uno en la calle de Vaug¡rard; el otro en la calle de La Harpe.
-¿Entrasteis en sus casas con ella?
-Nunca, monseñor; la esperaba a la puerta.
-¿Y qué pretexto os daba para entrar así completamente sola?
-No me lo daba; me decía que esperase, y yo esperaba.
-Sois un marido complaciente, mi querido señor Bonacieux -dijo el cardenal.
«¡Ella me llama su querido señor! -dijo para sí mismo el mercero-. ¡Diablos, las cosas van
bien!»
-¿Reconoceríais esas puertas?
-Sí.
- Sabéis los números?
-¿Cuáles son?
-Número 25 en la calle de Vaugirard; número 75 en la calle de La Harpe.
-Está bien -dijo el cardenal.
A estas palabras, cogió una campanilla de plata y llamó; el official volvió a entrar.
-Idme a buscar a Rochefort -dijo a media voz-, y que venga inmediatamente si ha vuelto.
-El conde está ahí -dijo el official-, pide hablar al instante con Vuestra Eminencia.
-¡Con Vuestra Eminencia! -murmuró Bonacieux, que sabía que tal era el título que
ordinariamente se daba al señor cardenal-. ¡Con Vuestra Eminencia!
-¡Que venga entonces, que venga! -dijo vivamente Richelieu.
El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los
servidores del cardenal en obedecerle.
-¡Con Vuestra Eminencia! -murmuraba Bonacieux haciendo girar los ojos extraviados.
No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la puerta se
abrió y un nuevo personaje entró.
-¡Es él! -exclamó Bonacieux.
-¿Quién es él? -preguntó el cardenal.
-El que ha raptado a mi mujer.
El cardenal llamó por segunda vez. El official reapareció.
-Devolved este hombre a manos de sus dos guardias, y que espere a que yo lo llame ante mí.
-¡No, monseñor! ¡No, no es él! -exclamó Bonacieux-. No, me he equivocado, es otro que se le
parece algo. El señor es un hombre honrado.
-Llevaos a este imbécil -dijo el cardenal.
El official cogió a Bonacieux por debajo del brazo y volvió a llevarlo a la antecámara donde
encontró a sus dos guardias.
El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux
hasta que éste hubo salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose
rápidamente al cardenal.
-Han sido vistos.
-¿Quiénes? -preguntó Su Eminencia.
-Ella y él.
-¿La reina y el duque? -exclamó Richelieu.
-Sí.
-¿Y dónde?
-En el Louvre.
-¿Estáis seguro?
-Completamente.
-¿Quién os lo ha dicho?
-La señora de Lannoy, que es completamente de Vuestra Eminencia, como sabéis.
-¿Por qué no lo ha dicho antes?
-Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis en su
habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.
-Está bien, hemos perdido. Tratemos de tomar nuestra revancha.
-Os ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad tranquilo.
-¿Cuándo ha sido?
-Alas doce y media de la noche, la reina estaba con sus mujeres...
-¿Dónde?
-En su cuarto de costura...
-Bien.
-Cuando han venido a entregarle un pañuelo de parte de su costurera...
-¿Después?
-Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro
cubierto, ha palidecido.
-¡Y después! ¡Después!
-Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez
minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.
-¿Por qué la señora de Lannoy no ha venido a preveniros al instante?
-Nada era seguro todavía; además, la reina había dicho: «Señoras, esperadme»; y no se
atrevía a desobedecer a la reina.
-¿Y cuánto tiempo ha estado la reina fuera de su cuarto?
-Tres cuartos de hora.
-¿La acompañaba alguna de sus mujeres?
-Doña Estefanía solamente.
-¿Y luego ha vuelto?
-Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.
-Y cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el cofre?
-No.
-¿La señora de Lannoy sabía qué había en ese cofre?
-Sí, los herretes de diamantes que Su Majestad ha dado a la reina.
-¿Y ha vuelto sin ese cofre?
-Sí.
-¿La opinión de la señora de Lannoy es que se los ha entregado a Buckingham?
-Está segura.
-¿Y cómo?
-Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha
buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a
la reina.
-¿Y entonces, la reina?...
-La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus
herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.
-Hay que pasar por él y asegurarse si la cosa es cierta o no.
-Ya he pasado.
-Y bien, ¿el orfebre?
-El orfebre no ha oído hablar de nada.
-¡Bien! ¡Bien! Rochefort, no todo está perdido, y quizá..., quizá todo sea para mejor.
-El hecho es que no dudo de que el genio de Vuestra Eminencia...
-Reparará las tonterías de mi guardia, ¿no es eso?
-Es precisamente lo que iba a decir si Vuestra Eminencia me hubiera dejado acabar mi frase.
-Ahora, ¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa de Chevreuse y el duque de Buckingham?
-No, monseñor, mis gentes no han podido decirme nada positivo al respecto.
-Yo sí lo sé.
-¿Vos, monseñor?
-Sí, o al menos lo creo. Estaban el uno en la calle de Vaugirard, número 25, y la otra en la calle
de La Harpe, número 75.
-¿Quiere Vuestra Eminencia que los haga arrestar a los dos?
-Será demasiado tarde, habrán partido.
-No importa, podemos asegurarnos.
-Tomad diez hombres de mis guardias y registrad las dos casas.
-Voy monseñor.
Y Rochefort se abalanzó fuera de la habitación.
El cardenal, ya solo, reflexionó un instante y llamó por tecera vez. Apareció el mismo oficial.
-Haced entrar al prisionero -dijo el cardenal.
Maese Bonacieux fue introducido de nuevo y, a una seña del cardenal, el oficial se retiró.
-Me habéis engañado -dijo severamente el cardenal.
-¡Yo! -exclamó Bonacieux-. ¡Yo engañar a Vuestra Eminencia!
-Vuestra mujer, al ir a la calle de Vaugirard y a la calle de La Harpe, no iba a casa de
vendedores de telas.
-¿Y adónde iba, santo cielo?
-Iba a casa de la duquesa de Chevreuse y a casa del duque de Buckingham.
-Sí -dijo Bonacieux echando mano de todos sus recursos-, sí, eso es, Vuestra Eminencia tiene
razón. Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan
en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha
echado a reír. ¡Ah, monseñor! -continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la Eminencia-. ¡Ah!
¡Con cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el hombre de genio al que todo el mundo
reverencia!
El cardenal, por mediocre que fuera el triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar como era
Bonacieux, no dejó de gozarlo durante un instante; luego, casi al punto, como si un nuevo
pensamiento se presentara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la mano al
mercero, le dijo:
-Alzaos, amigo mío, sois un buen hombre.
-¡El cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he tocado la mano del gran hombre! -exclamó
Bonacieux-. ¡El gran hombre me ha llamado su amigo!
-Sí, amigo mío, sí -dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que
sólo engañaba a quien no le conocía-; y como se ha sospechado de vos injustamente, hay que
daros una indemnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y perdonadme.
-¡Que yo os perdone, monseñor! -dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin
duda que aquel don no fuera más que una chanza-. Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois
bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo no tendría la
más minima palabra que decir. ¿Perdonaros, monseñor? ¡Vamos, no penséis más en ello!
-¡Ah, mi querido Bonacieux! Sois generoso ya lo veo, y os lo agradezco. Tomad, pues, esa
bolsa. ¿Os vais sin estar demasiado descontento?
-Me voy encantado, monseñor.
-Adiós, entonces, o mejor, hasta la vista, porque espero que nos volvamos a ver.
-Siempre que monseñor quiera, estoy a las órdenes de Su Eminencia.
-Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra
conversación.
-¡Oh, monseñor!
-Hasta la vista, señor Bonacieux, hasta la vista.
Y el cardenal le hizo una señal con la mano, a la que Bonacieux respondió inclinándose hasta el
suelo; luego salió a reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su
entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor! ¡Viva Su Eminencia! ¡Viva el gran
cardenal!» El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante manifestación de sentimientos
entusiastas de maese Bonacieux; luego, cuando los gritos de Bonacieux se hubieron perdido en
la lejanía:
-Bien -dijo-. De ahora en adelante será un hombre que se haga matar por mí.
Y el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que, como
hemos dicho, estaba extendido sobre su escritorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía
pasar el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad sitiada.
Cuando se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estratégicas, la puerta volvió a
abrirse y Rochefort entró.
-¿Y bien? -dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el grado de
importancia que concedía a la comisión que había encargado al conde.
-¡Y bien! -dijo éste-. Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a
cuarenta años se han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las casas
indicadas por Vuestra Eminencia; pero la mujer ha partido esta noche pasada y el hombre esta
mañana.
-¡Eran ellos! -exclamó el cardenal, que miraba el péndulo-. Y ahora -continuó-, es demasiado
tarde para correr tras ellos: la duquesa está en Tours y el duque en Boulogne. Es en Londres
donde hay que alcanzarlos.
-¿Cuáles son las órdenes de Vuestra Eminencia?
-Ni una palabra de lo que ha pasado; que la reina permanezca totalmente segura; que ignore
que sabemos su secreto, que crea que estamos a la busca de una conspiración cualquiera.
Enviadme al guardasellos Séguier.
-¿Y ese hombre, ¿qué ha hecho de él Vuestra Eminencia?
-¿Qué hombre? -preguntó el cardenal.
-El tal Bonacieux.
-He hecho todo lo que se podía hacer con él. Lo he convertido en espía de su mujer.
El conde de Rochefort se inclinó como hombre que reconocía la gran superioridad del maestro,
y se retiró.
Una vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribió una carta que selló con su
sello particular, luego llamó. El oficial entró por cuarta vez.
-Hacedme venir a Vitray -dijo- y decidle que se apreste para un viaje.
Un instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y
espuelas.
-Vitray -dijo-, vais a partir inmediatamente para Londres. No os detendréis un instante en el
camino. Entregaréis esta carta a milady. Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por
casa de mi tesorero y haceos pagar. Hay otro tanto a recoger si estáis aquí de regreso dentro de
seis días y si habéis hecho bien mi comisión.
El mensajero, sin responder una sola palabra se inclinó, cogió la carta, el vale de doscientas
pistolas y salió.
He aquí lo que contenía la carta:
«Milady,
Asistid al primer baile a que asista el duque de Buckingham. Tendrá en su jubón doce herretes
de diamantes, acercaos a él y quitadle dos.
Tan pronto como esos herretes estén en vuestro poder, avisadme.»
Capítulo XV
Gentes de toga y gentes de espada
Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido
Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D'Artagnan y por Porthos de su desaparición.
En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según
decían, por asuntos de familia.
El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde
el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su
apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.
Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que
mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba
alojado momentá neamente en Fort-l'Évêque.
Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux.
Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta
entonces por miedo a que D'Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que
necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D'Artagan .
Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el
uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor
D'Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde
había cenado: veinte testigos -añadió- podían atestiguar el hecho y nombró a varios
gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.
El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de
aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las
gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de
Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.
También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre
con el rey.
Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo
criminal y de la del gobernador del Fort-l'Evê que, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al
palacio de Su Majestad.
Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey.
Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente
mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las
mujeres que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la
amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban más
que las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus
ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas
políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.
A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada
en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a Paris y que durante los cinco días que
había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia.
Caprichoso a infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad
comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por
razonamientos.
Pero cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a París,
sino que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas
correspondencias misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afirmó
que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más oscuros de aquella intriga,
cuando, en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito, provisto de
todas las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado
interrumpir violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas
gentes de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para ponerlo ante los
ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la reina con esa
pálida y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más fría
crueldad.
Y, sin embargo, en todo aquello el cardenal no había dicho aún una palabra del duque de
Buckingham.
Fue entonces cuando el señor de Tréville entró, frío, cortés y con una vestimenta irreprochable.
Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del
rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.
Luis XIII ponía ya la mano sobre el pomo de la puerta; al ruido que hizo el señor de Tréville al
entrar, se volvió.
-Llegáis en el momento justo, señor -dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a
cierto punto, no sabía disimular-, y me entero de cosas muy bonitas a cuenta de vuestros
mosqueteros.
-Y yo -respondió fríamente el señor de Tréville- tengo muy bonitas cosas de que informarle
sobre sus gentes de toga.
-¿De verdad? -dijo el rey con altivez.
-Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad -continuó el señor de Tréville en el mismo
tono- de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas
muy estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido
arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l'Evêque, y todo con una orden que
se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de
conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce
favorablemente: el señor Athos.
-Athos -dijo el rey maquinalmente-. Sí, por cierto, conozco ese nombre.
-Que Vuestra Majestad lo recuerde -dijo el señor de Tréville-. El señor Athos es ese mosquetero
que en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de
Cahusac. A propósito, monseñor -continuó Tréville, dirigiéndose al cardenal-, el señor de Cahusac
está completamente restablecido, ¿no es así?
-¡Gracias! -dijo el cardenal mordiéndose los labios de cólera.
-El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente -prosiguió
el señor de Tréville-. A un joven bearnés, cadete en los guardias de Su Majestad en la compañía
de Des Essarts; pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para
esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron
varias puertas...
El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.»
-Ya sabemos todo eso -replicó el rey- porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.
-Entonces -dijo Tréville-, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno
de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y
por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha vertido diez
veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla todavía.
-¡Bah! -dijo el rey, vacilando-. ¿Han pasado así las cosas?
-El señor de Tréville no dice -dijo el cardenal con la mayor flema- que ese mosquetero
inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios
instructores delegados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.
-Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo -exclamó el señor de Tréville con su franqueza
completamente gascona y su rudeza militar-. Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo
confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de
haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La Trémouille
y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.
El rey miró al cardenal.
-Un atestado da fe de ello -dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda
de Su Majestad- y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de
presentar a Vuestra Majestad.
-¿Atestado de gentes de toga vale tanto como la palabra de honor de un hombre de espada?
-respondió orgullosamente Tréville.
-Vamos, vamos, Tréville, callaos -dijo el rey.
-Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros -dijo Tréville-, la
justicia del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una investigación.
-En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial -continuó el cardenal, impasible- se
aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.
-¿Vuestra Eminencia se refiere al señor D'Artagnan?
-Me refiero a un joven al que vos protegéis, señor de Tréville.
-Sí, Eminencia, es ese mismo.
-No sospecháis que ese joven haya dado malos consejos...
-¿A Athos, a un hombre que le dobla en edad? -interrumpió el señor de Tréville-. No,
monseñor. Además, el señor D'Artagnan ha pasado la noche conmigo.
-¡Vaya! -dijo el cardenal-. Todo el mundo ha pasado la noche con usted.
-¿Dudaría Su Eminencia de mi palabra? -dijo Tréville, con el rubor de la cólera en la frente.
-¡No, Dios me guarde de ello! -dijo el cardenal-. Sólo que... ¿a qué hora estaba él con vos?
-¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las
nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!
-¿Y a qué hora ha salido de vuestro palacio?
-A las diez y media, una hora después del suceso.
-En fin -respondió el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville,
y que sentía que la victoria se le escapaba-, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle
des Fossoyeurs.
-¿Le está prohibido a un amigo visitar a otro amigo? ¿A un mosquetero de mi compañía
confraternizar con un guardia de la compañía del señor Des Essarts?
-Sí, cuando la casa en la que confraterniza con ese amigo es sospechosa.
-Es que esa casa es sospechosa, Tréville -dijo el rey-. Quizá no lo sabíais.
-En efecto, sire, lo ignoraba. En cualquier caso, puede ser sospechosa en cualquier parte; pero
niego que lo sea en la parte que habita el señor D'Artagnan; porque puedo afirmaros, sire, que
de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador
más profundo del señor cardenal.
-¿No es ese D'Artagnan el que hirió un día a Jussac en ese desafortunado encuentro que tuvo
lugar junto al convento de los Carmelitas Descalzos? -preguntó el rey mirando al cardenal, que
enrojeció de despecho.
-Y al día siguiente a Bernajoux. Sí, sire; sí, ése es, y Vuestra Majestad tiene buena memoria.
-Entonces, ¿qué decidimos? -dijo el rey.
-Eso atañe a Vuestra Majestad más que a mí -dijo el cardenal-. Yo afirmaría la culpabilidad.
-Y yo la niego -dijo Tréville-. Pero Su Majestad tiene jueces y sus jueces decidirán.
-Eso es -dijo el rey-. Remitamos la causa a los jueces; su misión es juzgar, y juzgarán.
-Sólo que -prosiguió Tréville- es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la
vida más pura, la virtud más irrefuta ble no eximan a un hombre de la infamia y de la
persecución. Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar
expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.
La frase era imprudente, pero el señor de Tréville la había lanzado con conocimiento de causa.
Quería una explosión, por eso de que la mina hace fuego, y el fuego ilumina.
-¡Asuntos de policía! -exclamó el rey, repitiendo las palabras del señor de Tréville-. ¡Asuntos de
policía! ¿Y qué sabéis vos de eso, señor? Mezclaos con vuestros mosqueteros y no me rompáis la
cabeza. En vuestra opinión parece que si por desgracia se detiene a un mosquetero, Francia está
en peligro. ¡Cuánto escándalo por un mosquete ro! ¡Vive el cielo que haré detener a diez! ¡Cien,
incluso; toda la compañía! Y no quiero que se oiga ni una palabra.
-Desde el momento en que son sospechosos a Vuestra Majestad -dijo Tréville-, los
mosqueteros son culpables; por eso me veis, sire, dispuesto a devolveros mi espada; porque,
después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme
a mí mismo; así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está
detenido, y con el señor d'Artagnan, a quien se arrestará sin duda.
-Cabezota gascón ¿terminaréis? -dijo el rey.
-Sire -respondió Tréville sin bajar ni por asomo la voz-, ordenad que se me devuelva mi
mosquetero o que sea juzgado.
-Se le juzgará -dijo el cardenal.
-¡Pues bien tanto mejor! Porque en tal caso pediré a Su Majestad permiso para abogar por él.
El rey temió un estallido.
-Si Su Eminencia -dijo- no tiene personalmente motivos...
El cardenal vio venir al rey y se le adelantó.
-Perdón -dijo-, pero desde el momento en que Vuestra Majestad ve en mí un juez
predispuesto, me retiro.
-Veamos -dijo el rey-. ¿Me juráis vos, por mi padre, que el señor Athos estaba con vos durante
el suceso y que no ha tomado parte en él?
-Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el
mundo, ¡lo juro!
-¿Queréis reflexionar, sire? -dijo el cardenal-. Si soltamos de este modo al prisionero, no
podremos conocer nunca la verdad.
-El señor Athos seguirá estando ahí -prosigió el señor de Tréville-, dispuesto a responder
cuando plazca a las gentes de toga inte rrogarlo. No escapará, señor cardenal, estad tranquilo, yo
mismo respondo de él.
-Claro que no desertará -dijo el rey-. Se le encontrará siempre, como dice el señor de Tréville.
Además -añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia-, démosle
seguridad: eso es política.
Esta política de Luis XIII hizo sonreír a Richelieu.
-Ordenad, sire -dijo-. Tenéis el derecho de gracia.
-El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables -dijo Tréville, que quería tener la
última palabra- y mi mosquetero es inocente. No es, pues, gracia lo que vais a conceder, sire, es
justicia.
-¿Y está en Fort-l'Evêque? -dijo el rey.
-Sí, sire, y en secreto, en un calabozo, como el último de los criminales.
-¡Diablos! ¡Diablos! -murmuró el rey-. ¿Qué hay que hacer?
-Firmar la orden de puesta en libertad y todo estará dicho -añadió el cardenal-. Yo creo, como
Vuestra Majestad, que la garantía del señor de Tréville es más que suficiente.
Tréville se inclinó respetuosamente con una alegría que no estaba exenta de temor; hubiera
preferido una resistencia porfiada del cardenal a aquella repentina facilidad.
El rey firmó la orden de excarcelación y Tréville se la llevó sin demora.
En el momento en que iba a salir, el cardenal le dirigió una sonrisa amistosa y dijo al rey:
-Una buena armonía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros, sire; eso es
muy beneficioso para el servicio y muy honorable para todos.
-Me jugará alguna mala pasada de un momento a otro -decía Tréville-. Nunca se tiene la última
palabra con un hombre semejante. Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión
en seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort-l'Evêque a
un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.
El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort-l'Évêque, donde liberó al
mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.
Luego, la primera vez que volvió a ver a D'Artagnan, le dijo:
-Escapáis de una buena, vuestra estocada a Jussac está pagada. Queda todavía la de
Bernajoux, y no debéis fiaros demasiado.
Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no
todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras
él cuando Su Eminencia dijo al rey:
-Ahora que no estamos más que nosotros dos, vamos a hablar seriamente, si place a Vuestra
Majestad. Sire, el señor de Buckingham estaba en París desde hace cinco días y hasta esta
mañana no ha partido.
Capítulo XVI
Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de
una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño
Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis
XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de
conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
-¡El señor de Buckingham en Paris! -exclamó- ¿Y qué viene a hacer?
-Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.
-¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de
Longueville y los Condé!
-¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra
Majestad.
-La mujer es débil, señor cardenal -dijo el rey-; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi
opinión sobre ese amor.
-No por ello dejo de mantener -dijo el cardenal- que el duque de Buckingham ha venido a Paris
por un plan completamente politico.
-Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable,
¡que tiemble!
-Por cierto -dijo el cardenal-, por más que me repugne dete ner mi espíritu en una traición
semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de
Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su
Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que
durante todo el día había estado escribiendo.
-A él indudablemente -dijo el rey-. Cardenal, necesito los papeles de la reina.
-Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos
encargarnos de una misión semejante.
-¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D'Ancre? -exclamó el rey en el más alto grado de
cólera-. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.
-La mariscala D'Ancre no era más que la mariscala D'Ancre, una aventurera florentina, sire, eso
es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de
Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.
-Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba
situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con
todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte...
-A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso -dijo el cardenal.
-Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? -dijo el rey.
-Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero
nunca he dicho contra su honor.
-Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a
otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar
mientras estaba en París?
-¡Arrestar al duque! ¡Arrestar al primer ministro del rey Carlos I! Pensad en ello, sire. ¡Qué
escándalo! Y si las sospechas de Vuestra Majestad, de las que yo sigo dudando, tuvieran alguna
consistencia, ¡qué escándalo terrible! ¡Qué escándalo desesperante!
-Pero puesto que se exponía como un vagabundo y un ladronzuelo, había...
Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu,
estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.
-¿Había?
-Nada -dijo el rey-, nada. Pero en todo el tiempo que ha esta do en Paris, ¿le habéis perdido de
vista?
-No, sire.
- Dónde se alojaba?
-In la calle de La Harpe, número 75.
-¿Dónde está eso?
-Junto al Luxemburgo.
-¿Y estáis seguro de que la reina y él no se han visto?
-Creo que la reina está demasiado vinculada a sus deberes, sire.
-Pero se han escrito; es a él a quien la reina ha escrito durante todo el día; señor duque,
¡necesito esas cartas!
-Pero, sire...
-Señor duque, al precio que sea las quiero.
-Haré observar, sin embargo, a Vuestra Majestad...
-¿Me traicionáis vos también, señor cardenal, para oponeros siempre así a mis deseos? ¿Estáis
de acuerdo con los españoles y con los ingleses, con la señora de Chevreuse y con la reina?
-Sire -respondió suspirando el cardenal-, creía estar al abrigo de semejante sospecha.
-Señor cardenal, ya me habéis oído: quiero esas cartas.
-No habría más que un medio.
- ¿Cuál?
-Sería encargar de esta misión al señor guardasellos Séguier. La cosa entra por entero en los
deberes de su cargo.
-¡Que envíen a buscarlo ahora mismo!
-Debe estar en mi casa, sire; hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre
he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.
-¡Que vayan a buscarlo ahora mismo!
-Las órdenes de Vuestra Majestad serán cumplidas, pero...
-¿Pero qué?
-La reina se negará quizá a obedecer.
-¿Mis órdenes?
-Sí, si ignora que esas órdenes vienen del rey.
-Pues bien para que no lo dude, voy a prevenirla yo mismo.
-Vuestra Majestad no debe olvidar que he hecho todo cuanto he podido para prevenir una
ruptura.
-Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá, y os
prevengo que luego tendremos que hablar de esto.
-Cuando le plazca a Vuestra Majestad; pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de
sacrificarme a la buena armonía que deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.
-Bien, cardenal, bien; pero mientras tanto enviad en busca del señor guardasellos; yo entro en
los aposentos de la reina.
Y abriendo la puerta de comunicación, Luis XIII se adentró por el corredor que conducía de sus
habitaciones a las de Ana de Austria.
La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora
de Montbazon y la señora de Guéménée. En un rincón estaba aquella camarista española, doña
Estefanía, que la había seguido desde Madrid. La señora de Guéménée leía, y todo el mundo
escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había
provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras
fingía escuchar.
Estos pensamientos, pese a lo dorados que estaban por un último reflejo de amor, no eran
menos tristes. Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del
cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos
puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida
-aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por
conceder al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle-. Ana de
Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más
íntimos, sus favoritos más queridos. Como esos desgraciados dotados de un don funesto, llevaba
la desgracia a cuanto tocaba; su amistad era un signo fatal que apelaba a la persecución. La
señora Chevreuse y la señora de Vernet estaban exiliadas; finalmente, La Porte no ocultaba a su
ama que esperaba ser arrestado de un momento a otro.
Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones
cuando la puerta de la habitación se abrio y entró el rey.
La lectora se calló al momento, todas las damas se levantaron y se hizo un profundo silencio.
En cuanto al rey, no hizo ninguna demostración de cortesía; sólo, deteniéndose ante la reina,
dijo con voz alterada:
-Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he
encargado.
La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el
juicio, palideció bajo el rouge y no pudo impedirse decir:
-Pero ¿por qué esta visita, sire? ¿Qué va a decirme el señor canciller que Vuestra Majestad no
pueda decirme por sí misma?
El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán de los
guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.
Cuando el canciller apareció, el rey había salido ya por otra puerta.
El canciller entró medio sonriendo, medio ruborizándose. Como probablemente volveremos a
encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora
conocimiento con él.
El tal canciller era un hombre agradable. Fue Des Roches de Masle, canónigo de Notre-Dame y
que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia
como un hombre totalmente adicto. El cardenal se fio y le fue bien.
Contaban de él algunas historias, entre otras ésta:
Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos durante
algún tiempo las locuras de la adolescencia.
Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez
suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él. Estaba obsesionado sin tregua, y
el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había
recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla al
vuelo. Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la
comunidad se pondría a rezar.
El consejo pareció bueno al futuro canciller. Conjuró al espíritu maligno con gran
acompañamiento de plegarias hechas por los monjes; pero el diablo no se deja desposeer
fácilmente de una plaza en la que ha sentado sus reales; a medida que redoblaban los
exorcismos, redoblaba él las tentaciones; de suerte que día y noche la campana repicaba
anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.
Los monjes no tenían ni un instante de reposo. Por el día no hacían más que subir y bajar las
escaleras que conducían a la capilla; por la noche, además de completas y maitines, estaban
obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus
celdas.
Se ignora si fue el diablo quien soltó la presa o fueron los monjes quienes se cansaron; pero al
cabo de tres meses, el diablo reapareció en el mundo con la reputación del más terrible poseso
que jamás haya existido.
Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el
puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad; se hizo
canciller, sirvió a su eminencia con celo en su odio contra la reina madre y en su venganza contra
Ana de Austria; estimuló a los jueces en el asunto de Chalais, alentó los ensayos del señor de
Laffemas, gran ahorcador de Francia; finalmente, investido de toda la confianza del cardenal,
confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya ejecución
se presentaba en el aposento de la reina.
La reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvió a sentar en su
sillón a hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus cojines y taburetes, y con un tono de
suprema altivez preguntó:
- Qué deseáis, señor y con qué fin os presentáis aquí?
-Para hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber a
Vuestra Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.
-¡Cómo, señor! Una indagación en mis papeles... ¡A mil ¡Qué cosa más indigna!
-Os ruego que me perdonéis, señora, pero en esta circunstancia no soy sino el instrumento de
que el rey se sirve. ¿No acaba de salir de aquí Su Majestad y no os ha invitado ella misma a
prepararos para esta visita?
-Registrad, pues, señor; soy una criminal según parece: Estefanía, dadle las llaves de mis
mesas y de mis secreteres.
El canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era
en un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante
el día.
Cuando el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a
los titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a
registrar a la propia reina. El canciller avanzó, pues, hacia Ana de Austria, y con un tono muy
perplejo y aire muy embarazado, dijo:
-Y ahora sólo me queda por hacer la indagación principal.
-¿Cuál? -preguntó la reina, que no comprendía o que, mejor dicho, no quería comprender.
-Su Majestad está segura de que ha sido escrita por vos una carta durante el día; sabe que aún
no ha sido enviada a su destinatario. Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro
secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
-¿Os atreveríais a poner la mano sobre vuestra reina? -dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda
su altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi amenazadora.
-Yo soy un súbdito fiel del rey, señora; y todo cuanto Su Majestad ordene lo haré.
-Pues bien es cierto -dijo Ana de Austria-, y los espías del señor cardenal le han servido bien.
Hoy he escrito una carta, esa carta no está en ninguna parte. La carta está aquí.
Y la reina llevó su bella mano a su blusa.
-Entonces, dadme esa carta, señora -dijo el canciller.
-No se la daré más que al rey, señor -dijo Ana.
-Si el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entregada, señora, os la hubiera pedido
él mismo. Pero, os lo repito, es a mí a quien ha encargado reclamárosla, y si no la entregáis...
-¿Y bien?
-También me ha encargado cogérosla.
-Cómo, ¿qué queréis decir?
-Que mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a buscar el papel sospechoso en la
persona misma de Vuestra Majestad.
-¡Qué horror! -exclamó la reina.
-¿Queréis pues, hacer las cosas fáciles?
-Esa conducta es de una violencia infame, ¿lo sabíais, señor?
-El rey manda, señora, perdonadme.
-No lo soportaré; no, no, ¡antes morir! -exclamó la reina, en la que se revolvía la sangre
imperiosa de la española y de la austríaca.
El canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de no retroceder
un ápice en el cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera podido
hacerlo un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Austria, de cuyos
ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.
Como hemos dicho, la reina era de una gran belleza.
El cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llegado, a fuerza de celos contra
Buckingham, a no estar celoso de nadie.
Sin duda el canciller Séguier buscó en ese momento con los ojos el cordón de la famosa
campana; pero al no encontrarlo, tomó su decisión y tendió la mano hacia el lugar en que la
reina había confesado que se encontraba el papel.
Ana de Austria dio un paso hacia atrás, tan pálida que se hubiera dicho que iba a morir; y
apoyándose con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó
con la derecha un papel de su pecho y lo tendió al guardasellos.
-Tomad, señor, ahí está la carta -exclamó la reina, con voz entrecortada y temblorosa-.
Cogedla y libradme de vuestra odiosa presencia.
El canciller, que por su parte tembiaba por una emoción fácil de concebir, cogió la carta, saludó
hasta el suelo y se retiró.
Apenas se hubo cerrado la puerta tras él, cuando la reina cayó semidesvanecida en brazos de
sus mujeres.
El canciller fue a llevar la carta al rey sin haber leído una sola palabra. El rey la cogió con la
mano temblorosa, buscó el destinatario, que faltaba; se puso muy pálido, la abrió lentamente;
luego, al ver por las primeras letras que estaba dirigida al rey de España, leyó con rapidez.
Era todo un plan de ataque contra el cardenal. La reina invitaba a su hermano y al emperador
de Austria a fingir, heridos como esta ban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación
fue el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que imponían
como condición de la paz el despido del cardenal; pero de amor no había una sola palabra en
toda aquella carta.
El rey, todo contento, se informó de si el cardenal estaba aún en el Louvre. Se le dijo que Su
Eminencia esperaba, en el gabinete de trabajo, las órdenes de Su Majestad.
El rey se dirigió al punto a su lado.
-Tomad, duque -le dijo-; teníais razón y era yo el que estaba equivocado; toda la intriga es
política, y no había ningún asunto de amor en esta carta. En cambio se trata, y mucho, de vos.
El cardenal tomó la carta y la leyó con la mayor atención; luego, cuando hubo llegado al fin la
releyó una segunda vez.
-¡Bien! -dijo-. Vuestra Majestad ya ve hasta dónde llegan mis enemigos: se os amenaza con
dos guerras si no me echáis. En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas
instancias y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera dicha.
-¿Qué decís, duque?
-Digo, sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos eternos. Digo
que lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que
más valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún
valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de iglesia, al
que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no tengo
ninguna aptitud. Seréis más feliz en el interior, sire, y no dudo que seréis más grande en el
extranjero.
-Señor duque -dijo el rey- comprendo, estad tranquilo; todos los que son nombrados en esa
carta serán castigados como merecen, y la reina también.
-¿Qué decís, sire? Dios me guarde de que, por mí, la reina sufra la menor contrariedad. Ella
siempre me ha creído su enemigo, sire, aunque Vuestra Majestad puede atestiguar que yo
siempre la he apoyado calurosamente, incluso contra vos. ¡Oh, si ella traicionase a Vuestra Majestad
en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Na da de gracia sire, nada de
gracia para la culpable!» Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de
adquirir una nueva prueba.
-Es cierto, señor cardenal -dijo el rey-, y teníais razón, como siempre; pero no por ello deja la
reina de merecer toda mi cólera.
-Sois vos, sire, quien habéis incurrido en la suya; y si realmente ella hiciera ascos seriamente a
Vuestra Majestad, yo lo comprendería; Vuestra Majestad la ha tratado con una severidad...
-Así es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, duque, por alto que estén
colocados y sea cual sea el peligro que yo coma por actuar severamente con ellos.
-La reina es mi enemiga, pero no la vuestra, sire; al contrario, es una esposa abnegada, sumisa
a irreprochable; dejadme, pues, sire, interceder por ello junto a Vuestra Majestad.
-¡Entonces que se humille, y que venga a mí la primera!
-Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que sois vos quien
habéis sospechado de la reina.
- ¿Que yo vaya el primero? -dijo el rey-. ¡Jamás!
-Sire, os lo suplico.
-Además, ¿cómo iría yo el primero?
-Haciendo una cosa que sabéis que le gustaría.
-¿Cuál?
-Dad un baile; ya sabéis cuánto le gusta a la reina la danza; os prometo que su rencor no
resistirá ante semejante tentación.
-Señor cardenal, vos sabéis que no me gustan todos esos placeres mundanos.
-Por eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer;
además, será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de
darle por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de ponerse.
-Ya veremos, señor cardenal, ya veremos -dijo el rey, que en su alegría por hallar a la reina
culpable de un crimen que le importaba poco a inocente de una falta que temía mucho, estaba
dispuesto a reconciliarse con ella-. Ya veremos; pero, por mi honor, sois demasiado indulgente.
-Sire -dijo el cardenal- dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la virtud real; usadla
y veréis cómo os encontraréis bien.
Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se inclinó profundamente pidiendo
permiso al rey para retirarse y suplicándole que se reconciliase con la reina.
Ana de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún reproche,
quedó muy sorprendida al ver al día siguiento al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella.
Su primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina habían sido, los
dos, tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliarse así, a la primera; pero, vencida por el
consejo de sus mujeres, tuvo finalmente aspecto de comenzar a olvidar. El rey aprovechó aquel
primer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un momento a otro una fiesta.
Era una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había pensado el
cardenal, ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desapareció, si no de su
corazón, al menos de su rostro. Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el rey
respondió que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.
En efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué época tendría lugar aquella
fiesta, y todos los días, el cardenal, con un pretexto cualquiera, difería fijarla.
Así pasaron diez días.
El octavo día después de la escena que hemos contado, el cardenal recibió una carta, con sello
de Londres, que contenía solamente estas pocas líneas:
«Los tengo; pero no puedo abandonar Londres, dado que me falta dinero; enviadme quinientas
pistolas, y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en Paris.»
El mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigió su pregunta habitual.
Richelieu contó con los dedos y se dijo en voz baja:
-Ella llegará, según dice, cuatro o cinco días después de haber recibido el dinero; se necesitan
cuatro o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen
diez días; ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las debilidades de
mujer y pongamos doce días.
-¡Y bien, señor duque! -dijo el rey-. ¿Habéis calculado?
-Sí, siré; hoy estamos a 20 de septiembre; los regidores de la ciudad dan una fiesta el 3 de
octubre. Resultará todo de maravilla, porque así no parecerá que volvéis a la reina.
Luego el cardenal añadió:
-A propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver
cómo le sientan sus herretes de diamantes.
Capítulo XVII
El matrimonio Bonacieux
Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el
rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación
ocultaba algún misterio.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal -cuya policía, sin haber
alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente- estuviese mejor informado que él
mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana
de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún
secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba
infinitamente a los ojos de su ministro.
Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra
quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder,
esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería
una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal
tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia.
Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.
-Pero -exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques-, pero sire, no me decís
todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido?
Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.
El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel
era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.
-Señora -dijo con majestad-, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que
para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo
adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi
respuesta.
La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal
había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demas con
su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable
belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos
espantados, no respondió ni una sola sílaba.
-¿Habéis oído, señora? -dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero
sin adivinar la causa-. ¿Habéis oído?
-Sí, sire, he oído -balbuceó la reina.
-¿Iréis a ese baile?
-Sí.
-Con vuestros herretes?
La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo
disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.
-Entonces, convenido -dijo el rey-. Eso era todo lo que tenía que deciros.
-Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? -preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente
que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi
moribunda.
-Muy pronto, señora -dijo-; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la
preguntaré al cardenal.
-¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? -exclamó la reina.
-Sí, señora -respondió el rey asombrado-. Pero ¿por qué?
-¿Ha sido él quien os ha dicho que me invitéis a aparecer con los herretes?
-Es decir, señora...
-¡Ha sido él, sire, ha sido él!
-¡Y bien! ¿Qué importa que haya sido él o yo? ¿Hay algún crimen en esa invitación?
-No, sire.
-Entonces, ¿os presentaréis?
-Sí, sire.
-Está bien -dijo el rey, retirándose-. Está bien, cuento con ello.
La reina hizo una reverencia, menos por etiqueta que porque sus rodillas flaqueaban bajo ella.
El rey partió encantado.
-Estoy perdida -murmuró la reina-. Perdida porque el cardenal lo sabe todo, y es él quien
empuja al rey, que todavía no sabe nada, pero que sabrá todo muy pronto. ¡Estoy perdida! ¡Dios
mío, Dios mío Dios mío!
Se arrodilló sobre un cojín y rezó con la cabeza hundida entre sus brazos palpitantes.
En efecto, la posición era terrible. Buckingham había vuelto a Londres, la señora de Chevreuse
estaba en Tours. Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la
traicionaba, sin saber decir cuál. La Porte no podía abandonar el Louvre. No tenía a nadie en el
mundo en quien fiarse.
Por eso, en presencia de la desgracia que la amenazaba y del abandono que era el suyo,
estalló en sollozos.
-¿No puedo yo servir para nada a Vuestra Majestad? -dijo de pronto una voz llena de dulzura y
de piedad.
La reina se volvió vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de
aquella voz: era una amiga quien así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina apareció la bonita
señora Bonacieux; estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey
había entrado; no había podido salir, y había oído todo.
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconoció al
principio a la joven que le había sido dada por La Porte.
-¡Oh, no temáis nada, señora! -dijo la joven juntando las manos y llorando ella misma las
angustias de la reina-. Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de
ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra
Majestad de preocupaciones.
-¡Vos! ¡Oh, cielos! ¡Vos! -exclamó la reina-. Pero veamos, miradme a la cara. Me traicionan por
todas partes, ¿puedo fiarme de vos?
-¡Oh, señora! -exclamó la joven cayendo de rodillas-. Por mi alma, ¡estoy dispuesta a morir por
Vuestra Majestad!
Esta exclamación había salido del fondo del corazón y, como el primero, no podía engañar.
-Sí -continuó la señora Bonacieux-. Sí, aquí hay traidores; pero por el santo nombre de la
Virgen, os juro que nadie es más adicta que yo a Vuestra Majestad. Esos herretes que el rey pide
de nuevo se los habéis dado al duque de Buckingham, ¿no es así? ¿Esos herretes estaban
guardados en una cajita de palo de rosa que él llevaba bajo el brazo? ¿Me equivoco acaso? ¿No
es as?
-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró la reina cuyos dientes castañeaban de terror.
-Pues bien, esos herretes -prosiguió la señora Bonacieux- hay que recuperarlos.
-Sí, sin duda, hay que hacerlo -exclamó la reina-. Pero ¿cómo, cómo conseguirlo?
-Hay que enviar a alguien al duque.
-Pero ¿quién...? ¿Quién...? ¿De quién fiarme?
-Tened confianza en mí, señora; hacedme ese honor, mi reina, y yo encontraré el mensajero.
-¡Pero será preciso escribir!
-¡Oh, sí! Es indispensable. Dos palabras de mano de Vuestra Majestady vuestro sello particular.
-Pero esas dos palabras, ¡son mi condena, son el divorcio, el exilio!
-¡Sí, si caen en manos infames! Pero yo respondo de que esas dos palabras sean remitidas a su
destinatario.
-¡Oh, Dios mío! ¡Es preciso, pues, que yo ponga mi vida, mi honor, mi reputación en vuestras
manos!
-¡Sí, sí, señora, lo es, y yo salvaré todo esto!
-Pero ¿cómo? Decídmelo al menos.
-Mi marido ha sido puesto en libertad hace tres días; aún no he tenido tiempo de volverlo a
ver. Es un hombre bueno y honesto que no tiene odio ni amor por nadie. Hará lo que yo quiera;
partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin
saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en
el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
-¡Haz eso -exclamó-, y me habrás salvado la vida, habrás salvado mi honor!
-¡Oh! No exageréis el servicio que yo tengo la dicha de haceros; yo no tengo que salvar de
nada a Vuestra Majestad, que es solamente víctima de pérfidas conspiraciones.
-Es cierto, es cierto, hija mía -dijo la reina-. Y tienes razón.
-Dadme, pues, esa carta, señora, el tiempo apremia.
La reina corrió a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas; escribió dos
líneas, selló la carta con su sello y la entregó a la señora Bonacieux.
-Y ahora -dijo la reina-, nos olvidamos de una cosa muy necesaria. . .
-¿Cuál?
-El dinero.
La señora Bonacieux se ruborizó.
-Sí, es cierto -dijo-. Confesaré a Vuestra Majestad que mi marido. . .
-Tu marido no lo tiene, es eso lo que quieres decir.
-Claro que sí, lo tiene pero es muy avaro, es su defecto. Sin embargo que Vuestra Majestad no
se inquiete, encontraremos el medio...
-Es que yo tampoco tengo -dijo la reina (quienes lean las Memorias de la señora de Motteville
no se extrañarán de esta respuesta)-. Pero espera.
Ana de Austria corrió a su escriño.
-Toma -dijo-. Ahí tienes un anillo de gran precio, según aseguran; procede de mi hermano el
rey de España, es mío y puedo disponer de él. Toma ese anillo y hazlo dinero, y que tu marido
parta.
-Dentro de una hora seréis obedecida.
-Ya ves el destinatario -añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía:
A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
-La carta le será entregada personalmente.
-¡Muchacha generosa! -exclamó Ana de Austria.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desapareció con
la ligereza de un pájaro.
Diez minutos más tarde estaba en su casa; como le había dicho a la reina no había vuelto a ver
a su marido desde su puesta en libertad; por tanto ignoraba el cambio que se había operado en
él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que
habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de Rochefort, convertido en el mejor
amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento
culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.
Encontró al señor Bonacieux solo; el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa,
cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia
ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso. En cuanto
a la criada, había huido cuando el arresto de su amo. El terror había ganado a la pobre
muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde Paris hasta Bourgogne, su país
natal.
El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su
feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento
que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra
circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux; pero en la visita que había hecho
al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe,
nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
Tanto más cuanto que las reflexiones de Bonacieux eran todas color de rosa. Rochefort le
llamaba su amigo, su querido Bonacieux, y no cesaba de decirle que el cardenal le hacía el mayor
caso. El mercero se veía ya en el camino de los honores y de la fortuna.
Por su parte, la señora Bonacieux había reflexionado, pero hay que decirlo, por otro motivo
muy distinto que la ambición; a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante
aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso. Casada a los dieciocho años con el
señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco
susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que
su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares; pero,
en esa época sobre todo, el título de gentilhombre te nía gran influencia sobre la burguesía y
D'Artagnan era geltihombre; además, llevaba el uniforme de los guardias que después del
uniforme de los mosqueteros era el más apreciado de las damas. Era, lo repetimos, hermoso,
joven, aventurero; hablaba de amor como hombre que ama y que tiene sed de ser amado; tenía
más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux
había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves
acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación; sin
embargo, el señor Bo nacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos
abiertos.
La señora Bonacieux le presentó la frente.
-Hablemos un poco -dijo ella.
-¿Cómo? -dijo Bonacieux, extrañado.
-Sí, tengo una cosa de la mayor importancia que deciros.
-Por cierto, que yo también tengo que haceros algunas preguntas bastante serias. Explicadme
un poco vuestro rapto, por favor.
-Por el momento no se trata de eso -dijo la señora Bonacieux.
-¿Y de qué se trata entonces? ¿De mi cautividad?
-Me enteré de ella el mismo día; pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais
cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos
ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
-¡Habláis muy a vuestro gusto señora! -prosiguió Bonacieux, herido por el poco interés que le
testimoniaba su mujer-. ¿Sabéis que he estado metido un día y una noche en un calabozo de la
Bastilla?
-Un día y una noche que pasan muy pronto; dejemos, pues, vuestra cautividad, y volvamos a
lo que me ha traído a vuestro lado.
-¿Cómo? ¡Lo que os trae a mi lado! ¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que
estáis separada desde hace ocho días? -pregunto el mercero picado en lo más vivo.
-Es eso en primer lugar, y además otra cosa.
-¡Hablad!
-Una cosa del mayor interés y de la que depende nuestra fortuna futura quizá.
-Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me
extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
-Sí, sobre todo si queréis seguir las instrucciones que voy a daros.
- ¿A mî?
-Sí, a vos. Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo
tiempo.
La señora Bonacieux sabía que hablando de dinero a su marido le cogía por el lado débil.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal
Richelieu, no es el mismo hombre.
-¡Mucho dinero que ganar! -dijo Bonacieux estirando los labios.
-Sí, mucho.
-¿Cuánto, más o menos?
-Quizá mil pistolas.
-¿Lo que vais a pedirme es, pues, muy grave?
-Sí.
-¿Qué hay que hacer?
-Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún
pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
-¿Y adónde tengo que ir?
-A Londres.
-¡Yo a Londres! Vamos, estáis de broma, yo no tengo nada que hacer en Londres.
-Pero otros necesitan que vos vayáis.
-¿Quiénes son esos otros? Os lo advierto, no voy a hacer nada más a ciegas, y quiero saber no
sólo a qué me expongo, sino también por quién me expongo.
-Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera; la recompensa superará vuestros
deseos, he ahí cuanto puedo prometeros.
-¡Intrigas otra vez, siempre intrigas! Gracias, yo ahora no me fío, y el cardenal me ha instruido
sobre eso.
-¡El cardenal! -exclamó la señora Bonacieux-. ¡Habéis visto al cardenal!
-El me hizo llamar -respondió orgullosamente el mercero.
-Y vos aceptasteis su invitación, ¡qué imprudente!
-Debo decir que no estaba en mi mano aceptar o no aceptar, porque yo estaba entre dos
guardias. Es cierto además que, como entonces yo no conocía a Su Eminencia, si hubiera podido
dispensarme de esa visita, hubiera estado muy encantado.
-¿Os ha maltratado entonces? ¿Os ha amenazado acaso?
-Me ha tendido la mano y me ha llamado su amigo, ¡su amigo! ¿Oís, señora? ¡Yo soy el amigo
del gran cardenal!
-¡Del gran cardenal!
-¿Le negaríais, por casualidad ese título, señora?
-Yo no le niego nada, pero os digo que el favor de un ministro es efímero, y que hay que estar
loco para vincularse a un ministro; hay poderes que están por encima del suyo, que no
descansan en el capricho de un hombre o en el resultado de un acontecimiento; de esos poderes
es de los que hay que burlarse.
-Lo siento, señora, pero no conozco otro poder que el del gran hombre a quien tengo el honor
de servir.
-¿Vos servís al cardenal?
-Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el
Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el
corazón español. Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra hasta el
fondo del corazón.
Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort;
pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había
respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había esta do a
punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo, conociendo la
debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.
-¡Ah! Sois cardenalista, señor -exclamó-. ¡Conque servís al partido de los que maltratan a
vuestra mujer a insultan a vuestra reina!
-Los intereses particulares no son nada ante los intereses de todos. Yo estoy de parte de
quienes salvan al Estado -dijo con énfasis Bonacieux.
Era otra frase del conde de Rochefort, que él había retenido y que hallaba ocasión de meter.
-¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? -dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de
hombros-. Contentaos con ser un bur gués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece
muchas ventajas.
-¡Eh eh! -dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un
sonido argentino-. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?
-¿De dónde viene ese dinero?
-¿No lo adivináis?
-¿Del cardenal?
-De él y de mi amigo el conde de Rochefort.
-¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!
-Puede ser, señora.
-¿Y vos recibís dinero de ese hombre?
-¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente politico?
-Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante
torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
-Señora -prosiguió Bonacieux- vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el
cardenal hace está bien hecho.
-Señor -dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
-Señora -dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba
atrás ante la ira conyugal-. Señora, ¿qué decís?
-¡Digo que sois un miserable! -continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna
influencia sobre su marido-. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os
venderíais en cuerpo y alma al demonio por dinero!
-No, pero al cardenal sí.
-¡Es la misma cosa! -exclamó la joven-. Quien dice Richelieu dice Satán.
-Callaos, señora, callaos, podrían oírnos.
-Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia cobardía.
-Pero ¿qué exigís entonces de mí? Veamos.
-Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo
me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más -ella le tendió la
mano-: os devuelvo mi amistad.
Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de
cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora
Bonacieux vio que dudaba.
-Entonces, ¿estáis decidido? -dijo ella.
-Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de Paris,
muy lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de peligro.
-¡Qué importa si los evitáis!
-Mirad, señora Bonacieux -dijo el mercero-. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me
dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me
pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura?
Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No,
decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que
hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos
incluso!
-Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues
bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la
Bastilla que tanto teméis.
Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro,
la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.
-Hacedme detener de parte de la reina -dijo- y yo apelaré a Su Eminencia.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por
haber avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución
invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
-¡Pues entonces, sea! -dijo-. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho
más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el
cardenal. Y sin embargo, es muy duro -añadió- que mi marido, que un hombre con cuyo afecto
yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.
-Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos -respondió Bonacieux, triunfante- y
desconfío de ellas.
-Renunciaré, pues, a ellas -dijo la joven suspirando-. Está bien, no hablemos más.
-Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres -prosiguió Bonacieux, que recordaba
un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su
mujer.
-Es inútil que lo sepáis -dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia
trás-: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que
ganar.
Pero cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se
negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de
Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
-Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux -dijo él-; pero por no saber que vendríais
hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme,
aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para
recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
-Gracias, señor -respondió la señora Bonacieux-; no sois lo suficientemente valiente para serme
de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.
-Como os plazca, señora Bonacieux -respondió el exmercero-. ¿Os veré pronto?
-Claro que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la
aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
-Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?
-¡Yo! Por nada del mundo.
-¿Hasta pronto entonces?
-Hasta pronto.
Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.
-¡Vaya! -dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se
encontró sola-. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la
reina, yo que había prometido a mi pobre ama... ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar por una
de esas miserables que pupulan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay,
señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que
me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una
voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
-Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la ave nida y bajo junto a vos.
Capítulo XVlll
El amante y el marido
-¡Ay, señora! -dijo D'Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven-. Permitidme
decíroslo, tenéis un triste marido.
-¡Entonces habéis oído nuestra conversación! -preguntó vivamente la señora Bonacieux,
mirando a D'Artagnan con inquietud.
-Toda entera.
-Dios mío, ¿cómo?
-Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más
animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.
-¿Y qué habéis comprendido de lo que decíamos?
-Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente;
luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a
vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la
reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo
tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí.
La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza
brilló en sus ojos.
-¿Y qué garantía me daréis -preguntó- si consiento en confiaros esta misión?
-Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?
-¡Dios mío, Dios mío! -murmuró la joven-. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois
casi un niño!
-Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí.
-Confieso que eso me tranquilizarla mucho.
-¿Conocéis a Athos?
-No.
-¿A Porthos?
-No.
-¿A Aramis?
-No. ¿Quiénes son esos señores?
-Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?
-¡Oh, sí, a ese lo conozco. ¡No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez
a la reina como de un valiente y leal gentilhombre.
-¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?
-¡Oh, no, seguro que no!
-Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible
que sea podéis confiármelo.
-Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo.
-Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux -dijo D'Artagnan con despecho.
-Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.
-Sin embargo yo, como veis, os amo.
-Vos lo decís.
-¡Soy un hombre galante!
-Lo creo.
-¡Soy valiente!
-¡Oh, de eso estoy segura!
-Entonces, ponedme a prueba.
La señora Bonacieux miró al joven, contenida por una última duda. Pero había tal ardor en sus
ojos, tal persuasión en su voz, que se sintió arrastrada a fiarse de él. Además, se hallaba en una
de esas circunstancias en que hay que arriesgar el todo por el todo. La reina estaba tan perdida
por una exagerada discreción como por una excesiva confianza. Además, confesémoslo, el
sentimiento involuntario que experimentaba por aquel joven proector la decidió a hablar.
-Escuchad -le dijo-. Me rindo a vuestras protestas y cedo ante vuestras palabras. Pero os juro
ante Dios que nos oye, que si me traicionáis y mis enemigos me perdonan, me mataré
acusándoos de mi muerte.
-Y yo yo os juro ante Dios, señora -dijo D'Artagnan-, que, si soy cogido durante el
cumplimiento de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que
comprometa a alguien.
Entonces la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una parte
frente a la Samaritana. Esta fue su mutua declaración de amor.
D'Artagnan resplandecía de alegría y de orgullo. Aquel secreto que poseía, aquella mujer a la
que amaba, la confianza y el amor hacían de él un gigante.
-Parto -dijo-. Parto al instante.
-¡Cómo! ¿Partís? -exclamó la señora Bonacieux-. ¿Y vuestro regimiento , vuestro capitán?
-Por mi alma, me habéis hecho olvidar todo eso, querida Constance. Sí, tenéis razón, necesito
un permiso.
-Un obstáculo todavía -murmuró la señora Bonacieux con dolor.
-¡Oh, ese -exclamó D'Artagnan, tras un momento de reflexión- lo superaré , estad tranquila!
-¿Cómo?
-Iré a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para mí este
favor a su cuñado el señor des Essarts. -Ahora, otra cosa.
-¿Qué? -preguntó D'Artagnan, viendo que la señora Bonacieux dudaba en continuar.
-¿Quizá no tengáis dinero?
-Quizá demasiado -dijo D'Artagnan, sonriendo.
-Entonces -prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la
bolsa que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido- tomad esta bolsa.
-¡El del cardenal! -exclamó estallando de risa D'Artagnan que, como se recordará, gracias a sus
baldosas levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su
mujer.
-El del cardenal -dijo la señora Bonacieux-. Como veis, se presenta bajo un aspecto bastante
respetable.
-¡Pardiez! -exclamó D'Artagnan-. Será una cosa doblemente divertida: ¡Salvar a la reina con el
dinero de Su Eminencia!
-Sois un joven amable y encantador -dijo la señora Bonacieux-. Estad seguro de que Su
Majestad no será nada ingrata.
-¡Oh, yo ya estoy bien recompensado! -exclamó D'Artagnan-. Os amo, vos me permitís
decíroslo: es ya más dicha de la que me atrevía a esperar.
-¡Silencio! -dijo la señora Bonacieux, estremeciéndose.
-¿Qué?
-Están hablando en la calle.
-Es la voz...
-De mi marido. ¡Sí, lo he reconocido!
D'Artagnan corrió a lá puerta y pasó el cerrojo.
-Que no entre hasta que yo no haya salido, y cuando yo salga, vos le abrís.
-Pero también yo debería haberme marchado. Y la desaparición de ese dinero, ¿cómo
justificarla si estoy yo aquí?
-Tenéis razón, hay que salir.
-¿Salir? ¿Y cómo? Nos verá si salimos.
-Entonces hay que subir a mi casa.
-¡Ah! -exclamó la señora Bonacieux-. Me decís eso en un tono que me da miedo.
La señora Bonacieux pronunció estas palabras con una lágrima en los ojos. D'Artagnan vio esa
lágrima y, turbado, enternecido, se arrojó a sus pies.
-En mi casa -dijo- estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.
-Partamos -dijo ella-. Me fío de vos, amigo mío.
D'Artagnan volvió a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se
deslizaron por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la
habitación de D'Artagnan.
Una vez allí, para mayor seguridad, el joven atrancó la puerta; se acercaron los dos a la
ventana, y por una rendija del postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un hombre de
capa.
A la vista del hombre de capa, D'Artagnan dio un salto y, sacando a medias la espada, se lanzó
hacia la puerta.
Era el hombre de Meung.
-¿Qué vais a hacer? -exclamó la señora Bonacieux-. Nos perdéis.
-¡Pero he jurado matar a ese hombre! -dijo D'Artagnan.
-Vuestra vida está consagrada en este momento y no os pertenece. En nombre de la reina, os
prohíbo meteros en ningún peligro extraño al del viaje.
-Y en vuestro nombre, ¿no ordenáis nada?
-En mi nombre -dijo la señora Bonacieux, con viva emoción-, en mi nombre, os lo suplico. Pero
escuchemos, me parece que hablan de mí.
D'Artagnan se acercó a la ventana y prestó oído.
El señor Bonacieux había abierto su puerta, y al ver la habitación vacía, había vuelto junto al
hombre de la capa al que había dejado solo un instante.
-Se ha marchado -dijo-. Habrá vuelto al Louvre.
-¿Estáis seguro -respondió el extranjero- de que no ha sospechado de las intenciones con que
habéis salido?
-No respondió Bonacieux con suficiencia-. Es una mujer demasiado superficial.
-El cadete de los guardias, ¿está en su casa?
-No lo creo; como veis, su postigo está cerrado y no se ve brillar ninguna luz a través de las
rendijas.
-Es igual, habría que asegurarse.
-¿Cómo?
-Yendo a llamar a su puerta.
-Preguntaré a su criado.
-Id.
Bonacieux regresó a su casa, pasó por la misma puerta que acababa de dar paso a los dos
fugitivos, subió hasta el rellano de D'Artagnan y llamó.
Nadie respondió. Porthos, para dárselas de importante, había tomado prestado aquella tarde a
Planchet. En cuanto a D'Artagnan, te nía mucho cuidado con dar la menor señal de existencia.
En el momento en que el dedo de Bonacieux resonó sobre la puerta, los dos jóvenes sintieron
saltar sus corazones.
-No hay nadie en su casa -dijo Bonacieux.
-No importa, volvamos a la vuestra, estaremos más seguros que en el umbral de una puerta.
-¡Ay, Dios mío! -murmuró la señora Bonacieux-. No vamos a oír nada.
-Al contrario -dijo D'Artagnan- les oiremos mejor. D'Artagnan levantó las tres o cuatro baldosas
que hacían de su habitación otra oreja de Dionisio, extendió un tapiz en el suelo, se puso de
rodillas a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía, hacia la abertura.
-¿Estáis seguro de que no hay nadie? -dijo el desconcido.
-Respondo de ello -dijo Bonacieux.
-¿Y pensáis que vuestra mujer...?
-Ha vuelto al Louvre.
-¿Sin hablar con nadie más que con vos?
-Estoy seguro.
-Es un punto importante, ¿comprendéis?
-Entonces, ¿la noticia que os he llevado tiene un valor...?
-Muy grande, mi querido Bonacieux, no os lo oculto.
-Entonces, ¿el cardenal estará contento conmigo?
-No lo dudo.
-¡El gran cardenal!
-¿Estáis seguro de que en su conversación con vos vuestra mujer no ha pronunciado nombres
propios?
-No lo creo.
-¿No ha nombrado ni a la señora de Chevreuse, ni al señor de Buckingham,ni a la señora de
Vernel?
-No, ella me ha dicho sólo que queria enviarme a Londres para servir a los intereses de una
persona ilustre.
-¡Traidor! -murmuró la señora Bonacieux.
-¡Silencio! -dijo D Artagnan cogiéndole una mano que ella le abandonó sin pensar.
-No importa -continuó el hombre de la capa-. Sois un necio por no haber fingido aceptar el
encargo, ahora tendríais la carta; el Estado al que se amenaza estaría a salvo, y vos...
-¿Y yo?
-Pues bien, vos , el cardenal os daría títulos de nobleza..
-¿Os lo ha dicho?
-Sí, yo sé que quería daros esa sorpresa.
-Estad tranquilo -prosiguió Bonacieux-. Mi mujer me adora, todavía hay tiempo.
-¡Imbécil! -murmuró la señora Bonacieux.
-¡Silencio! -dijo D'Artagnan, apretándole más fuerte la mano.
-¿Cómo que aún hay tiempo? -prosiguió el hombre de la capa.
-Vuelvo al Louvre, pregunto por la señora Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me hago
cargo del asunto, obtengo la carts y corro adonde el cardenal.
-¡Bien! Id deprisa; yo volveré pronto para saber el resultado de vuestra gestión.
El desconocido salió.
-¡Infame! -dijo la señora Bonacieux, dirigiendo todavía este epíteto a su marido.
-¡Silencio! -repitió D'Artagnan apretándole la mano más fuertemente aún.
Un aullido terrible interrumpió entonces las reflexiones de D'Artagnan y de la señora
Bonacieux. Era su marido, que se había percatado de la desaparición de su bolsa y que maldecía
al ladrón.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó la señora Bonacieux-. Va a alborotar a todo el barrio.
Bonacieux chilló mucho tiempo; pero como semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían a
nadie en la calle des Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía desde hacía
algún tiempo mala fama al ver que nadie acudía salió gritando, y se oyó su voz que se alejaba en
dirección de la calle du Bac.
-Y ahora que se ha marchado, os tots alejaros a vos -dijo la señora Bonacieux-. Valor, pero
sobre todo prudencia, y pensad que os debéis a la reina.
-¡A ella y a vos! -exclamó D'Artagnan-. Estad tranquila, bella Constance volveré digno de su
reconocimiento; pero ¿volveré tan digno de vuestro amor?
La joven no respondió más que con el vivo rubor que coloreó sus mejillas. Algunos instantes
después, D'Artagnan salía a su vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba
caballerosamente la vaina de una larga espada.
La señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la mujer
acompaña al hombre del que se siente amar; pero cuando hubo desaparecido por la esquina de
la calle, cayó de rodillas y, uniendo las manos, exclamó:
-¡Oh, Dios mío! ¡Proteged a la reina, protegedme a mï!
Capítulo XIX
Plan de campaña
D'Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Ha bía pensado que, en pocos
minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y
pensaba con razón que no había un instante que perder.
El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había
a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una
mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a
la Providencia.
El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres. D'Artagnan, a
quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le
esperaba para una cosa importante.
D'Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la
primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que
efectivamente pasaba algo nuevo.
Durante todo el camino, D'Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si
solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville
había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente
al cardenal, que el joven resolvió decirle todo.
-¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo? -dijo el señor de Tréville.
-Sí, señor -dijo D'Artagnan-, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis
el importante asunto de que se trata.
-Decid entonces, os escucho.
-No se trata de nada menos -dijo D'Artagnan bajando la voz que del honor y quizá de la vida
de la reina.
-¿Qué decís? -preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente
solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D'Artagnan.
-Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto...
-Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.
-Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que
acabo de recibir de Su Majestad.
-¿Ese secreto es vuestro?
-No, señor, es de la reina.
-¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo?
-No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio.
-¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí?
-Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la
gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.
-Guárdad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.
-Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días.
-¿Cuándo?
-Esta misma noche.
-¿Abandonáis Paris?
-Voy con una misión.
-¿Podéis decirme adónde?
-A Londres.
-¿Está alguien interesado en que no lleguéis a vuestra meta?
-El cardenal, según creo, daría todo el oro del mundo por impedirme alcanzarlo.
-¿Y vais solo?
-Voy solo.
-En ese caso, no pasaréis de Bondy. Os lo digo yo, palabra de Tréville.
-¿Por qué?
-Porque os asesinarán.
-Moriré cumpliendo con mi deber.
-Pero vuestra misión no será cumplida.
-Es cierto -dijo D'Artagnan.
-Creedme -continuó Tréville-, en las empresas de este género hay que ser cuatro para que
llegue uno.
-¡Ah!, tenéis razón, señor! – dijo D’Artagnan-. Vos conocéis a Athos, Porthos y Aramis y vos
sabéis si puedo disponer de ellos.
-¿Sin confiarles el secreto que yo no he querido saber?
-Nos hemos jurado, de una vez por todas, confianza ciega y abnegación a toda prueba;
además, podéis decirles que tenéis toda vuestra confianza en mí, y ellos no serán más incrédulos
que vos.
-Puedo enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su
herida hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges; a Porthos y a Aramis para que
acompañen a su amigo, a quien no quieren abandonar en una situación tan dolorosa. El envío de
su permiso será la prueba de que autorizo su viaje.
-Gracias, señor, sois cien veces bueno.
-Id a buscarlos ahora mismo, y que se haga todo esta noche. ¡Ah!, y lo primero escribid
vuestra petición al señor Des Essarts. Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra
visita, que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este modo.
D'Artagnan formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al recibirla en sus manos, aseguró
que antes de las dos de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios respectivos de
los viajeros.
-Tened la bondad de enviar el mío a casa de Athos -dijo D'Artagnan-. Temo que de volver a mi
casa tenga algún mal encuentro.
-Estad tranquilo. ¡Adiós, y buen viaje! A propósito -dijo el señor de Tréville llamándole.
D'Artagnan volvió sobre sus pasos.
-¿Tenéis dinero?
D'Artagnan hizo sonar la bolsa que tenía en su bolsillo.
-¿Bastante? -preguntó el señor de Tréville.
-Trescientas pistolas.
-Está bien, con eso se va al fin del mundo; id pues.
D'Artagnan saludó al señor de Tréville, que le tendió la mano; D'Artagnan la estrechó con un
respeto mezclado de gratitud. Desde que había llegado a Paris, no había tenido más que motivos
de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande.
Su primera visita fue para Aramis; no había vuelto a casa de su amigo desde la famosa noche
en que había seguido a la señora Bonacieux. Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y
cada vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su rostro.
Aquella noche, Aramis velaba, sombrío y soñador; D'Artagnan le hizo algunas preguntas sobre
aquella melancolía profunda; Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de
San Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le preocupaba mucho.
Cuando los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de
Tréville entró llevando un sobre sellado.
-¿Qué es eso? -preguntó Aramis.
-El permiso que el señor ha pedido -respondió el lacayo.
-Yo no he pedido ningún permiso.
-Callaos y tomadlo -dijo D'Artagnan-. Y vos, amigo mío, tomad esta media pistola por la
molestia; le diréis al señor de Tréville que el señor Aramis se lo agradece sinceramente. Idos.
El lacayo saludó hasta el suelo y salió.
-¿Qué significa esto? -preguntó Aramis.
-Coged lo que os hace falta para un viaje de quince días y seguidme.
-Pero no puedo dejar Paris en este momento sin saber...
Aramis se etuvo.
-Lo que ha pasado con ella, ¿no es eso? -continuó D'Artagnan.
-¿Quién? -prosiguió Aramis.
-La mujer que estaba aquí, la mujer del pañuelo bordado.
-¿Quién os ha dicho que aquí había una mujer? -replicó Aramis tornándose pálido como la
muerte.
-Yo la vi.
-¿Y sabéis quién es?
-Creo sospecharlo al menos.
-Escuchad -dijo Aramis-, puesto que sabéis tantas cosas, ¿sabéis qué ha sido de esa mujer?
-Presumo que ha vuelto a Tours.
-¿A Tours? Sí, eso puede ser, la conocéis. Pero ¿cómo ha vuelto a Tours sin decirme nada?
-Porque temió ser detenida.
-¿Cómo no me ha escrito?
-Porque temió comprometeros.
-¡D'Artagnan, me devolvéis la vida! -exclamó Aramis-. Me creía despreciado, traicionado.
¡Estaba tan contento de volverla a ver! Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin
embargo, ¿por qué causa habrá vuelto a Paris?
-Por la causa que hoy nos hace ir a Inglaterra.
-¿Y cuál es esa causa? -preguntó Aramis.
-La sabréis un día, Aramis; por el momento, yo imitaré la discreción de la nieta del doctor.
Aramis sonrió, porque se acordaba del cuento que había referido cierta noche a sus amigos.
-¡Pues bien! Dado que ella ha abandonado Paris y que vos estáis seguro de ello, D'Artagnan,
nada me detiene aquí y yo estoy dispuesto a seguiros. Decís que vamos a...
-A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos
perdido ya demasiado tiempo. A propósito, avisad a Bazin.
-¿Bazin viene con nosotros? -preguntó Aramis.
-Quizá. En cualquier caso, está bien que por ahora nos siga a casa de Athos.
Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su
capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si
encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:
-Partamos, pues.
Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D'Artagnan,
preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la
que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.
Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D'Artagnan y, mirándole fijamente, dijo:
-¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?
-A nadie en el mundo.
-¿Ni siquiera a Athos y a Porthos?
-No les he soplado ni la menor palabra.
-En buena hora.
Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D'Artagnan, y
pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.
Lo encontraron con su permiso en una mano y la carta del señor de Tréville en la otra.
-¿Podéis explicarme lo que significa este permiso y esta carta que acabo de recibir? -dijo Athos
asombrado.
«Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero que
descanséis quince días. Id, pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os
convenga, y restableceros pronto. Vuestro afectísimo
Tréville.»
-Pues bien, ese permiso y esa carta significan que hay que seguirme, Athos.
-¿A las aguas de Forges?
-Allí o a otra parte.
-¿Para servicio del rey?
-Del rey o de la reina. ¿No somos servidores de Sus Majestades?
En aquel momento entró Porthos.
-¡Pardiez! -dijo-. Vaya cosa más extraña. ¿Desde cuándo entre los mosqueteros se concede a la
gente permisos sin que los pidan?
-Desde que tienen amigos que los piden para ellos -dijo D'Artagnan.
-¡Ah, ah! -dijo Porthos-. Parece que hay novedades.
-Sí, nos vamos -dijo Aramis.
-¿Adónde? -preguntó Porthos.
-A fe que no sé nada -dijo Athos-; pregúntaselo a D'Artagnan.
-A Londres, señores -dijo D'Artagnan.
-¡A Londres! -exclamó Porthos-. ¿Y qué vamos a hacer nosotros en Londres?
-Eso es lo que no puedo deciros, señores, y tenéis que fiaros de mí.
-Pero para ir a Londres -añadió Porthos-, se necesita dinero, y yo no lo tengo.
-Ni yo -dijo Aramis.
-Ni yo -dijo Athos.
-Yo lo tengo -prosiguió D'Artagnan sacando su tesoro de su bolso y depositándolo sobre la
mesa-. En esa bolsa hay trescientas pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más de lo
que se necesita para ir a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a
Londres.
-Y eso ¿por qué?
-Porque según todas las probabilidades, habrá alguno de nosotros que se quede en el camino.
-¿Es acaso una campaña lo que emprendemos?
-Y de las más peligrosas, os lo advierto.
-¡Vaya! Pero dado que corremos el riesgo de hacernos matar -dijo Porthos-, me gustaría saber
por qué al menos.
-Lo sabrás más adelante -dijo Athos.
-Sin embargo -dijo Aramis-, yo soy de la opinión de Porthos.
-¿Suele el rey rendiros cuenta? No, os dice buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en
Flandes, id a batiros; y vos vais. ¿Por qué? No os preocupáis siquiera.
-D'Artagnan tiene razón -dijo Athos-, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor
de Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde. Vamos a hacernos matar
allí donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas preguntas? D'Artagnan,
yo estoy dispuesto a seguirte.
-Y yo también -dijo Porthos.
-Y yo también -dijo Aramis-. Además, no me molesta dejar París. Necesito distracciones.
-¡Pues bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! -dijo D'Artagnan.
-Y ahora, ¿cuándo partimos? -dijo Athos.
-Inmediatamente -respondió D'Artagnan-; no hay un minuto que perder.
-¡Eh, Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin! -gritaron los cuatro jóvenes llamando a sus
lacayos-. Dad grasa a nuestras botas y traed los caballos de palacio.
En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el
de su criado.
Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin partieron a todo correr.
-Ahora, establezcamos el plan de campaña -dijo Porthos-. ¿Dónde vamos primero?
-A Calais -dijo D'Artagnan-; es la línea más recta para llegar a Londres.
-¡Bien! -dijo Porthos-. Mi opinión es ésta.
-Habla.
-Cuatro hombres que viajan juntos serían sospechosos; D'Artagnan nos dará a cada uno sus
instrucciones, yo partiré delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá dos
horas después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a D'Artagnan,
partirá por la que quiera, con los vestidos de Planchet, mientras Planchet nos seguirá vestido de
D'Artagnan y con el uniforme de los guardias.
-Señores -dijo Athos-, mi opinión es que no conviene meter para nada lacayos en un asunto
semejante; un secreto puede ser traicionado por azar por gentileshombres, pero es casi siempre
vendido por lacayos.
-El plan de Porthos me parece impracticable -dijo D'Artagnan-, porque yo mismo ignoro qué
instrucciones puedo daros. Yo soy portador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no
puedo hacer tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que viajar en
compañía. Esa carta está aquí, en mi bolsillo -y mostró el bolsillo en que estaba la carta-. Si
muero, uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si éste muere, le tocará a otro, y así
sucesivamente; con tal que uno solo llegue, se habrá hecho lo que había que hacer.
-¡Bravo, D'Artagnan! Tu opinión es la mía -dijo Athos-. Además, hay que ser consecuente: voy
a tomar las aguas, vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños de mar: soy
libre. Si se nos quiere detener, muestro la carta del señor de Tréville, y vosotros mostráis
vuestros permisos; si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga, defenderemos
erre que erre que no te níamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar;
darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una
tropa. Armaremos a los cuatro lacayos de pistolas y mosquetones; si se envía un ejército contra
nosotros, libraremos batalla, y el superviviente, como ha dicho D'Artagnan, llevará la carta.
-Bien dicho -exclamó Aramis-; no hablas con frecuencia, Athos, pero cuando hablas es como
San Juan Boca de Oro. Adopto el plan de Athos. ¿Y tú, Porthos?
-Yo también -dijo Porthos-, si conviene a D'Artagnan. D'Artagnan, portador de la carta, es
naturalmente el jefe de la empresa; que él decida y nosotros obedeceremos.
-Pues bien -dijo D'Artagnan-, decido que adoptemos el plan de Athos y que partamos dentro de
media hora.
-¡Adoptado! -contestaron a coro los tres mosqueteros.
Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogió setenta y cinco pistolas a hizo sus
preparativos para partir a la hora convenida.
Capítulo XX
El viaje
A las dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de Paris por la puerta de
Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la
oscuridad y veían acechanzas por todas partes.
A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en
la víspera de un combate, el corazón palpita ba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se
iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.
El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los
mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a
esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.
Los seguían los criados, armados hasta los dientes.
Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que
desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a
San Martín dando la mitad de su capa a un pobre. Ordenaron a los lacayos no desensillar los
caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmediatamente.
Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa.
Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella
misma mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros
respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesia.
Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que
se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos
respondio que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey.
El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el
desconocido saco su espada.
-Habéis hecho una tontería -dijo Athos-; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a
ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.
Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos
prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.
-¡Unol -dijo Athos al cabo de quinientos pasos.
-Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? -preguntó Aramis.
-Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe -dijo
D'Artagnan.
-Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría -murmuró Athos.
Y los viajeros continuaron su ruta.
En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para
esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él,
volvieron a ponerse en camino.
A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos
taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada
en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.
Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente.
Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a
hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno
de ellos.
Entonces, todos aquellos hombres retrocedieron hasta una zanja y cogieron mosquetes
ocultos; resultó de ello que nuestros siete viajeros fueron literalmente pasados por las armas.
Aramis recibió una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las partes
carnosas que prolongan el bajo de los riñones. Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del caballo,
no porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida creyó sin duda
estar más peligrosamente herido de lo que lo estaba.
-Es una emboscada -dijo D'Artagnan-, no piquemos el cebo, y en marcha.
Aramis, aunque herido como estaba se agarró a las crines de su caballo, que le llevó con los
otros. El de Mosquetón se les había reunido y galopaba completamente solo a su lado.
-Así tendremos un caballo de recambio -dijo Athos.
-Preferiría tener un sombrero -dijo D'Artagnan-; el mío se lo ha llevado una bala. Ha sido una
suerte que la carta que llevo no haya estado dentro.
-¡Vaya, van a matar al pobre Porthos cuando pase! -dijo Aramis.
-Si Porthos estuviera sobre sus piernas, ya se nos habría unido -dijo Athos-. Mi opinión es que,
sobre la marcha, el borracho se ha despejado.
Y galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estuvieran tan fatigados que era de
temer que negasen muy pronto el servicio.
Los viajeros habían cogido la trocha, esperando de esta forma ser menos inquietados; pero en
Crèvecoeur, Aramis declaró que no podía seguir. En efecto, había necesitado de todo su coraje
que ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí. A cada
momento palidecía, y tenían que sostenerlo sobre su caballo; lo bajaron a la puerta de una
taberna, le dejaron a Bazin que, por lo demás, en una escaramuza era más embarazoso que útil,
y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a Amiens.
-¡Pardiez! -dijo Athos cuando se encontraron en camino, reducidos a dos amos y a Grimaud y
Planchet-. ¡Pardiez! No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la
espada de aquí a Calais... Lo juro...
-No juremos -dijo D'Artagnan-, golopemos si nuestros caballos consienten en ello.
Y los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que, vigorosamente
estimulados, volvieron a encontrar fuerzas. Llegaron a Amiens a medianoche y descendieron en
el albergue del Lis d'Or.
El hostelero tenía el aspecto del más honesto hombre de la tierra; recibió a los viajeros con su
palmatoria en una mano y su bonete de algodón en la otra; quiso alojar a los dos viajeros a cada
uno en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas habitaciones
estaba en una punta del hotel. D'Artagnan y Athos las rechazaron; el hostelero respondió,que no
había otras dignas de Sus Excelencias; pero los viajeros declararon que se acostarían en la
habitación común, cada uno sobre un colchón que pondrían en el suelo. El hostelero insistió, los
viajeros se obstinaron: hubo que hacer lo que querían.
Acababan de disponer el lecho y de atrancar la puerta por dentro, cuando llamaron al postigo
del patio; preguntaron quién estaba allí, reconocieron la voz de sus criados y abrieron.
En efecto, eran Planchet y Grimaud.
-Grimaud bastará para guardar los caballos -dijo Planchet-; si los señores quieren, yo me
acostaré atravesando la puerta; de esta forma, estarán seguros de que nadie llegará hasta ellos.
-¿Y en qué te acostarás? -dijo D'Artagnan.
-He aquí mi cama -respondió Planchet.
Y mostró un haz de paja.
-Ven entonces -dijo D'Artagnan-; tienes razón: la cara del hostelero no me gusta, es demasiado
graciosa.
-Ni a mí tampoco -dijo Athos.
Planchet subió por la ventana y se instaló atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud iba a
encerrarse en la cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían
dispuestos.
La noche fue bastante tranquila. Hacia las dos de la mañana intentaron abrir la puerta, pero
cuando Ptanchet se despertó sobresalta do y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se
equivocaban, y se alejaron.
A las cuatro de la mañana, se oyó un gran escándalo en las cuadras; Grimaud había querido
despertar a los mozos de cuadra, y los mozos de cuadra le golpeaban. Cuando abrieron la
ventana, se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango
de un horcón.
Planchet bajó entonces al patio y quiso ensillar los caballos; los caballos estaban extenuados.
Sólo el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera, habría
podido continuar la ruta; pero por un error inconcebible, el veterinario al que se había mandado
a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostelero, había sangrado al de Mosquetón.
Aquello comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes sucesivos eran quizá resultado
del azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración. Athos y D'Artagnan
salieron, mientras Planchet iba a informarse de si había tres caballos en venta por los alrededores.
A la puerta había dos caballos completamente equipados, fuertes y vigorosos. Aquello
arreglaba el asunto. Preguntó dónde estaban los dueños; le dijeron que los dueños habían
pasado la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.
Athos bajó para pagar el gasto, mientras D'Artagnan y Planchet estaban en la puerta de la
caller el hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que pasase.
Athos entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hostelero estaba solo y sentado
ante su mesa, uno de cuyos cajones estaba entreabierto. Tomó el dinero que le ofreció Athos, lo
hizo dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era falsa,
declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos falsos.
-¡Bribón! -dijo Athos, avanzando hacia él-. ¡Voy a cortarte las orejas!
En aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dientes entraron por las puertas
laterales y se arrojaron sobre Athos.
-¡Me han cogido! -gritó Athos con todas las fuerzas de sus pulmones-. ¡Largaos, D'Artagnan!
¡Pica espuelas, pícalas! -y soltó dos tiros de pistola.
D'Artagnan y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que
esperaban a la puerta, saltaron encima, les hundieron las espuelas en el vientre y partieron a
galope tendido.
-¿Sabes qué ha sido de Athos? -preguntó D'Artagnan a Planchet mientras corrían.
-¡Ay, señor! -dijo Planchet-. He visto caer a dos por los dos disparos, y me ha parecido, a
través de la vidriera, que luchaba con la espada con los otros.
-¡Bravo, Athos! -murmuró D'Artagnan-. ¡Cuando pienso que hay que abandonarlo! De todos
modos, quizá nos espera otro tanto a dos pasos de aquí. ¡Adelante, Planchet, adelante! Eres un
valiente.
-Ya os lo dije, señor -respondió Planchet-; en los picardos, eso se ve con el uso, estoy en mi
tierra, y eso me excita.
Y los dos juntos, picando espuelas, llegaron a Saint-Omer de un solo tirón. En Saint-Omer
hicieron respirar a los caballos brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado
deprisa y de pie en la calle; tras lo cual, volvieron a partir.
A cien pasos de las puertas de Calais, el caballo de D'Artagnan cayó, y ya no hubo medio de
hacerlo levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos; quedaba sólo el de Planchet,
pero éste se había parado y no hubo medio de hacerle andar.
Afortunadamente, como hemos dicho, estaban a cien pasos de la ciudad; dejaron las dos
monturas en la carretera y corrieron al puerto. Planchet hizo observar a su amo un gentilhombre
que llegaba con su criado y que no les precedía más que en una cincuentena de pasos.
Se aproximaron rápidamente a aquel hombre que parecía muy agitado. Tenía las botas
cubiertas de polvo y se informaba sobre si podría pasar en aquel mismo momento a Inglaterra.
-Nada sería más fácil -le respondió el patrón de un navío dispuesto a hacerse a la vela-; pero
esta mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor
cardenal.
-Tengo ese permiso -dijo el gentilhombre sacando un papel de su bolso-; aquí está.
-Hacedlo visar por el gobernador del puerto -dijo el patrón y dadme preferencia.
-¿Dónde encontraré al gobernador?
-En su casa de campo.
-¿Y dónde está situada esa casa?
-A un cuarto de legua de la villa; mirad, desde aquí la veréis al pie de aquella pequeña
prominencia, aquel techo de pizarra.
-¡Muy bien! -dijo el gentilhombre.
Y seguido de su lacayo, tomó el cam¡no de la casa de campo del gobernador.
D'Artagnan y Planchet siguieron al gentilhombre a quinientos pasos de distancia.
Una vez fuera de la villa, D'Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste
entraba en un bosquecillo.
-Señor -le dijo D'Artagnan-, parece que tenéis mucha prisa.
-No puedo tener más, señor.
-Estoy desesperado -dijo D'Artagnan-, porque como también tengo prisa, querría pediros un
favor.
-¿Cuál?
-Que me dejéis pasar primero.
-Imposible -dijo el gentilhombre-; he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es
preciso que mañana a mediodía esté en Londres.
-Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez de la
mañana esté en Londres.
-Caso perdido, señor; pero yo he llegado el primero y no pasaré el segundo.
-Caso perdido, señor; pero yo he llegado el segundo y pasaré el primero.
-¡Servicio del rey! -dijo el gentilhombre.
-¡Servicio mío! -dijo D'Artagnan.
-Me parece que es una mala pelea la que me buscáis.
-¡Pardiez! ¿Qué queréis que sea?
-¿Qué deseáis?
-¿Queréis saberlo?
-Por supuesto.
-Pues bien, quiero la orden de que sois portador, dado que yo no la tengo y dado que necesito
una.
-¿Bromeáis, verdad?
-No bromeo nunca.
-¡Dejadme pasar!
-No pasaréis.
-Mi valiente joven, voy a romperos la cabeza. ¡Eh, Lubin, mis pistolas!
-Planchet -dijo D'Artagnan-, encárgate tú del criado, yo me encargo del amo.
Planchet, enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso,
dio con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el pecho.
-Cumplid vuestro cometido, señor -dijo Planchet-, que yo ya he hecho el mío.
Al ver esto, el gentilhombre sacó su espada y se abalanzó sobre D'Artagnan; pero tenía que
habérselas con un adversario terrible.
En tres segundos D'Artagnan le suministró tres estocadas, diciendo a cada una:
-Una por Athos, otra por Porthos, y otra por Aramis.
A la tercera, el gentilhombre cayó como una mole.
D'Artagnan le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la orden,
pero en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su
espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:
-Una por vos.
-¡Y una por mí! ¡Para el final la buena! -exclamó D'Artagnan furioso, clavándole en tierra con
una cuarta estocada en el vientre.
Aquella vez el gentilhombre cerró los ojos y se desvaneció.
D'Artagnan registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogió. Estaba a
nombre del conde de Wardes.
Luego, lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años
y al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel
extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que
les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.
Pero muy pronto fue sacado de estas cavilaciones por Lubin, que lanzaba aullidos y pedía
ayuda con todas sus fuerzas.
Planchet le puso la mano en la garganta y apretó con todas sus fuerzas.
-Señor -dijo- mientras lo tenga así, no gritará, de eso estoy seguro; pero tan pronto como lo
suelte, volverá a gritar. Es, según creo, normando, y los normandos son cabezotas.
-¡Espera! -dijo D'Artagnan.
Y cogiendo su pañuelo lo amordazó.
-Ahora -dijo Planchet- atémoslo a un árbol.
La cosa fue hecha a conciencia, luego arrastraron al conde de Wardes junto a su doméstico; y
como la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del
bosque, era evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.
-¡Y ahora -dijo D'Artagnan-, a casa del gobernador!
-Pero estáis herido, me parece -dijo Planchet.
-No es nada; ocupémonos de lo que más urge; luego ya volveremos a mi herida que, además,
no me parece muy peligrosa.
Y los dos se encaminaron deprisa hacia la casa de campo del digno funcionario.
Anunciaron al señor conde de Wardes.
D'Artagnan fue introducido.
-¿Tenéis una orden firmada del cardenal? -dijo el gobernador.
-Sí, señor -respondió D'Artagnan-, aquí está.
-¡Ah, ah! Está en regla y bien certificada -dijo el gobernador.
-Es muy simple -respondió D'Artagnan-,soy uno de sus más fieles-.
-Parece que Su Eminencia quiere impedir a alguien llegar a Inglaterra.
-Sí, a un tal D'Artagnan, un gentilhombre bearnés que ha salido de París con tres amigos suyos
con la intención de llegar a Londres.
-¿Le conocéis vos personalmente? -preguntó el gobernador.
-¿A quién?
-A ese D'Artagnan.
-De maravilla.
-Dadme sus señas entonces.
-Nada más fácil.
Y D'Artagnan hizo rasgo por rasgo la descripción del conde de Wardes.
-¿Va acompañado? -preguntó el gobernador.
-Sí, de un criado llamado Lubin.
-Se tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar
tranquilo, serán devueltos a Paris con una buena escolta.
-Y si lo hacéis, señor gobernador -dijo D'Artagnan-, habréis hecho méritos ante el cardenal.
-Lo veréis a vuestro regreso, señor conde?
-Sin ninguna duda.
-Os suplico que le digáis que soy su servidor.
-No dejaré de hacerlo.
Y contento por esta promesa, el goberandor visó el pase y lo entregó a D'Artagnan.
D'Artagnan no perdió su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y
partió.
Una vez fuera, él y Planctîet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y
volvieron a entrar por otra puerta.
El navío continuaba dispuesto para partir, el patrón esperaba en el puerto.
-¿Y bien? -dijo al ver a D'Artagnan.
-Aquí está mi pase visado -dijo éste.
-¿Y aquel otro gentilhombre?
-No pasará hoy -dijo D'Artagnan-, pero estad tranquilo, yo pagaré el pasaje por nosotros dos.
-En tal caso, partamos -dijo el patrón.
-¡Partamos! -repitió D'Artagnan.
Y saltó con Planchet al bote; cinco minutos después estaban a bordo.
Justo a tiempo: a media legua en alta mar, D'Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.
Era el cañonazo que anunciaba el cierre del puerto.
Era momento de ocuparse de su herida; afortunadamente, como D'Artagnan había pensado, no
era de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se había
deslizado a lo largo del hueso; además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas
si había destilado algunas gotas de sangre.
D'Artagnan estaba roto de fatiga; extendieron para él un colchón en el puente, se echó encima
y se durmió.
Al día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro leguas aún de las costas de
Inglaterra; la brisa había sido débil toda la noche y habían andado poco.
A las diez, el navío echaba el ancla en el puerto de Douvres.
A las diez y media, D'Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra, exclamando:
-¡Por fin, heme aquí!
Pero aquello no era todo; había que ganar Londres. En Inglaterra, la posta estaba bastante
bien servida. D'Artagnan y Planchet tomaron cada uno una jaca, un postillón corrió por delante
de ellos; en cuatro horas se plantaron en las puertas de la capital.
D'Artagnan no conocía Londres, D'Artagnan no sabía ni una palabra de inglés; pero escribió el
nombre de Buckingham en un papel, y todos le indicaron el palacio del duque.
El duque estaba cazando en Windsor, con el rey.
D'Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de confianza del duque, el cual, por haberle
acompañado en todos sus viajes, hablaba perfectamente francés; le dijo que llegaba de Paris
para un asunto de vida o muerte, y que era preciso que hablase con su amo al instante.
La confianza con que hablaba D'Artagnan convenció a Patrice, que así se llamaba este ministro
del ministro. Hizo ensillar dos caballos y se encargó de conducir al joven guardia. En cuanto a
Planchet, le habían bajado de su montura rígido como un junco; el pobre muchacho se hallaba
en el límite de sus fuerzas; D'Artagnan parecía de hierro.
Llegaron al castillo; allí se informaron: el rey y Buckingham cazaban pájaros en las marismas
situadas a dos o tres leguas de allí.
A los veinte minutos estuvieron en el lugar indicado. Pronto Patrice oyó la voz de su señor que
llamaba a su halcón.
-¿A quién debo anunciar a milord el duque? -preguntó Patrice.
-Al joven que una noche buscó querella con él en el Pont-Neuf, frente a la Samaritaine.
-¡Singular recomendación!
-Ya veréis cómo vale tanto como cualquier otra.
Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que hemos
dicho que un mensajero le esperaba.
Buckingham reconoció a D'Artagnan al instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya
noticia se le hacía llegar, no perdió más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía;
y habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al galope y vino
derecho a D'Artagnan. Patrice, por discreción, se mantuvo aparte.
-¿No le ha ocurrido ninguna desgracia a la reina? -exclamó Buckingham, pintándose en esta
pregunta todo su pensamiento y todo su amor.
-No lo creo; sin embargo, creo que corre algún gran peligro del que sólo Vuestra Gracia puede
sacarla.
-¿Yo? -exclamó Buckingham-. ¡Bueno, me sentiría muy feliz de servirla para alguna cosa!
¡Hablad! ¡Hablad!
-Tomad esta carta -dijo D'Artagnan.
-¡Esta carta! ¿De quién viene esta carta?
-De Su Majestad, según pienso.
-¡De Su Majestad! -dijo Buckingham palideciendo hasta tal punto que D'Artagnan creyó que iba
a marearse.
Y rompió el sello.
-¿Qué es este desgarrón? -dijo mostrando a D'Artagnan un lugar en el que se hallaba
atravesada de parte a parte.
-¡Ah, ah! -dijo D'Artagnan-. No había visto eso; es la espada del conde de Wardes la que ha
hecho ese hermoso agujero al agujerearme el pecho.
-¿Estáis herido? -preguntó Buckingham rompiendo el sello.
-¡Oh! ¡No es nada! -dijo D'Artagnan-. Un rasguño.
-¡Justo cielo! ¡Qué he leído! -exclamó el duque-. Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el
rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la
más alta importancia me llama a Londres. Venid, señor, venid.
Y los dos juntos volvieron a tomar al galope el camino de la capital.
Capítulo XXI
La condesa de Winter
Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D'Artagnan no de cuanto había
pasado, sino de lo que D'Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus
recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya
gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la
medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que
aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D'Artagnan le contó las
precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado
todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado
el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al
escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven
con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y
abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ via los veinte años.
Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres.
D'Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no
fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se
hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este
género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los
que había volteado. D'Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a
maldiciones.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que
le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D'Artagnan hizo otro
tanto, con alguna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había
podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las
cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
El duque caminaba tan rápidamente que D'Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó
sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no
tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de
riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque
abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal.
Por discreción, D'Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham
franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven:
-Venid -le dijo-, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que
habéis visto.
Alentado por esta invitación, D'Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él.
Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y
brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie
de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y rojas, había un
retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que
D'Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.
Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.
El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo;
luego abrió el cofre.
-Mirad -le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de
diamantes-. Mirad, aquí están estos preciosos herretes con los que había hecho juramento de ser
enterrado. La reina me los había dado, la reina me los pide; que en todo se haga su voluntad,
como la de Dios.
Luego se puso a besar unos tras otros aquellos herretes de los que tenía que separarse. De
pronto, lanzó un grito terrible.
-¿Qué pasa? -preguntó D'Artagnan con inquietud-. ¿Y qué os ocurre, milord?
-Todo está perdido -exclamó Buckingham, volviéndose pálido como un muerto-; dos de estos
herretes faltan, no hay más que diez.
-Milord, ¿los ha perdido o cree que se los han robado?
-Me los han robado -repuso el duque-. Y es el cardenal quien ha dado el golpe. Mirad, las
cintas que los sostenían han sido cortadas con tijeras.
-Si milord pudiera sospechar quién ha cometido el robo... Quizá esa persona los tenga aún en
sus manos.
-¡Esperad, esperad! -exclamó el duque-. La única vez que me he puesto estos herretes fue en
el baile del rey, hace ocho días, en Windsor. La condesa de Winter, con quien estaba enfadado,
se me acercó durante ese baile. Aquella reconciliación era una venganza de mujer celosa. Desde
ese día no la he vuelto a ver. Esa mujer es un agente del cardenal.
-¡Pero los tiene entonces en todo el mundo! -exclamó D'Artagnan.
-¡Oh, sí sí! -dijo Buckingham, apretando los dientes de cólera-. Sí, es un luchador terrible. Pero,
no obstante, ¿cuándo ha de tener lugar ese baile?
-El próximo lunes.
-¡El próximo lunes! Todavía cinco días; es más tiempo del que necesitamos. ¡Patrice! -exclamó
el duque, abriendo la puerta de la capilla-. ¡Patrice!
Su ayuda de cámara de confianza apareció.
-¡Mi joyero y mi secretario!
El ayuda de cámara salió con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había
contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.
Pero aunque fuera el joyero llamado en primer lugar, fue el secretario quien apareció antes.
Era muy simple, vivía en palacio. Encontró a Buckingham sentado ante una mesa en su
dormitorio y escribiendo algunas órdenes de su propio puño.
-Señor Jackson -le dijo-, vais a daros un paseo hasta casa del lord-canciller y decirle que le
encargo la ejecución de estas órdenes. Deseo que sean promulgadas al instante.
-Pero, monseñor, si el lord-canciller me interroga por los motivos que han podido llevar a
Vuestra Gracia a una medida tan extraordinaria, ¿qué responderé?
-Que tal ha sido mi capricho, y que no tengo que dar cuenta a nadie de mi voluntad.
-¿Será esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad -repuso sonriendo el secretario- si
por casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los
puertos de Gran Bretaña?
-Tenéis razón señor -respondió Buckingham- En tal caso le dirá al rey que he decidido la
guerra, y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra Francia.
El secretario se inclinó y salió.
-Ya estamos tranquilos por ese lado -dijo Buckingham, volviéndose hacia D'Artagnan-. Si los
herretes no han partido ya para Francia, no llegarán antes que vos.
-Y eso, ¿por qué?
-Acabo de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos de
Su Majestad, y a menos que haya un permiso particular, ni uno solo se atreverá a levar anclas.
D'Artagnan miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba
revestido por la confianza de un rey al servicio de sus amores. Buckingham vio en la expresión
del rostro del joven lo que pasaba en su pensamiento y sonrió.
-Sí -dijo- sí, es que Ana de Austria es mi verdadera reina; a una palabra de ella traicionaría a
mi país, traicionaría a mi rey, traicionaría a mi Dios. Ella me pidió no enviar a los protestantes de
La Rochelle la ayuda que yo les había prometido, y no lo he hecho. Faltaba así a mi palabra,
¡pero no importa! Obedecía a su deseo. ¿No he sido suficientemente pagado por mi obediencia?
Porque a esa obediencia debo precisamente su retrato.
D'Artagnan admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a ve ces suspendidos los destinos
de un pueblo y la vida de los hombres.
Estaba él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de
los más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de
Buckingham.
-Señor O'Reilly -le dijo el duque, conduciéndolo a la capilla-, ved estos herretes de diamantes y
decidme cuánto vale cada pieza.
El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó
uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:
-Mil quinientas pistolas la pieza, milord -respondió.
-¿Cuántos días se necesitarían para hacer dos herretes como estos? Como veis, faltan dos.
-Ocho días, milord.
-Los pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pasado mañana.
-Los tendrá, milord.
-Sois un hombre preciso, señor O'Reilly, pero esto no es todo; esos erretes no pueden ser
confiados a nadie, es preciso que sean hechos en este palacio.
-Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos
y los viejos.
-Entonces, mi querido señor O'Reilly, sois mi prisionero, y aunque ahora quisierais salir de mi
palacio no podríais; decidid, pues. De cidme los nombres de los ayudantes que necesitáis, y
designad los utensilios que deben traer.
El orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso tomó al
instante su decisión.
-¿Me será permitido avisar a mi mujer? -preguntó.
-¡Oh! Os será incluso permitido verla, mi querido señor O'Reilly; vuestro cautiverio será dulce,
estad tranquilo; y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos
herretes, aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os causo.
D'Artagnan no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer
hombres y millones.
En cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y encargándola
devolverle a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y
una lista de los instrumentos que le eran necesarios.
Buckingham condujo al orfebre a la habitación que le estaba destinada y que, al cabo de media
hora, fue transformada en taller. Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de
dejar entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice. Es inútil añadir
que al orfebre O'Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente prohibido salir bajo el pretexto
que fuera.
Arreglado este punto, el duque volvió a D'Artagnan.
-Ahora, joven amigo mío -dijo-, Inglaterra es nuestra. ¿Qué queréis qué deseáis?
-Una cama -respondió D'Artagnan-. Os confieso que por el momento es lo que más necesito.
Buckingham dio a D'Artagnan una habitación que pegaba con la suya. Quería tener al joven
bajo su mano, no porque desconfiase de él, sino para tener alguien con quien hablar
constantemente de la reina.
Una hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los puertos
ningún navío cargado para Francia, ni siquiera el paquebote de las camas. A los ojos de todos,
aquello era una declaración de guerra entre los dos reinos.
Dos días después, a las once, los dos herretes en diamantes esta ban acabados y tan
perfectamente imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los
nuevos de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual
que él.
Al punto hizo llamar a D'Artagnan.
-Mirad -le dijo-. Aquí están los herretes de diamantes que habéis venido a buscar, y sed mi
testigo de que todo cuanto el poder humano podía hacer lo he hecho.
-Estad tranquilo, milord, diré lo que he visto; pero ¿me entrega Vuestra Gracia los herretes sin
la caja?
-La caja os sería un embarazo. Además, la caja es para mí tanto más preciosa cuanto que sólo
me queda ella. Diréis que la conservo yo.
-Haré vuestro encargo palabra por palabra, milord.
-Y ahora -prosiguió Buckingham, mirando fijamente al joven-, ¿cómo saldaré mi deuda con
vos?
D'Artagnan enrojeció hasta el blanco de los ojos. Vio que el duque buscaba un medio de
hacerle aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser
pagadas por el oro inglés le repugnaba extrañamente.
-Entendámonos milord -respondió D'Artagnan-, y sopesemos bien los hechos por adelantado, a
fin de que no haya desprecio en ello. Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo
parte de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el señor de
Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majesta des. Por tanto, lo he hecho todo por la
reina y nada por Vuestra Gracia. Es más, quizá no hubiera hecho nada de todo esto si no hubiera
tratado de ser agradable a alguien que es mi dama, como la reina lo es vuestra.
-Sí -dijo el duque, sonriendo-, y creo incluso conocer a esa persona, es...
-Milord, yo no la he nombrado -interrumpió vivamente el joven.
-Es justo -dijo el duque-. Es, pues, a esa persona a quien debo estar agradecido por vuestra
abnegación.
-Vos lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este momento en que se trata de guerra,
os confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo
al que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque de Windsor o
en los corredores del Louvre; lo cual, por lo demás, no me impedirá ejecutar punto por punto mi
misión y hacerme matar si es necesario para cumplirla; pero, lo repito a Vuestra Gracia, sin que
tenga que agradecerme personalmente lo que por mí hago en esta segunda entrevista más de lo
que hice por ella en la primera.
-Nosotros decimos: «Orgulloso como un escocés» -murmuró Buckingham.
-Y nosotros decimos: «Orgulloso como un gascón» -respondió D'Artagnan. Los gascones son
los escoceses de Francia.
D'Artagnan saludó al duque y se dispuso a partir.
-¡Y bien! ¿Os vais as? ¿Por dónde? ¿Cómo?
-Es cierto.
-¡Dios me condene! Los franceses no temen a nada.
-Había olvidado que Inglaterra era una isla y que vos erais el rey.
-Id al puerto, buscad el bricbarca Sund, entregad esta carta al capitán; él os conducirá a un
pequeño puerto donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más
que barcos de pesca.
-¿Cómo se llama ese puerto?
-Saint-Valèry; pero, esperad: llegado allí, entraréis en un mal albergue sin nombre y sin
muestra, un verdadero garito de marineros; no podéis confundiros, no hay más que uno.
-¿Después?
-Preguntaréis por el hostelero, y le diréis: Forward.
-Lo cual quiere decir...
-Adelante: es la contraseña. Os dará un caballo completamente ensillado y os indicará el
camino que debéis seguir; encontraréis de ese modo cuatro relevos en vuestra ruta. Si en cada
uno de ellos queréis dar vuestra dirección de Paris, los cuatro caballos os seguirán; ya conocéis
dos, y me ha parecido que sabéis apreciarlos como aficionado: son los que hemos montado;
creedme, los otros no les son inferiores. Estos cuatro caballos están equipados para campaña.
Por orgulloso que seáis, no os negaréis a aceptar uno ni hacer aceptar los otros tres a vuestros
compañeros: además son para hacer la guerra. El fin excluye los medios, como vos decís, como
dicen los franceses, ¿no es así?
-Sí, milord, acepto -dijo D'Artagnan-. Y si place a Dios, haremos buen uso de vuestros
presentes.
-Ahora, vuestra mano, joven; quizá nos encontremos pronto en el campo de batalla; pero
mientras tanto, nos dejaremos como buenos amigos, eso espero.
-Sí, milord, pero con la esperanza de convertirnos pronto en enemigos.
-Estad tranquilo, os lo prometo.
-Cuento con vuestra palabra, milord.
D'Artagnan saludó al duque y avanzó vivamente hacia el puerto.
Frente a la Torre de Londres encontró el navio designado, entregó su carta al capitán, que la
hizo visar por el gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Cincuenta navíos estaban en franquicia y esperaban.
Al pasar junto a la borda de uno de ellos, D'Artagnan creyó reconocer a la mujer de Meung, la
misma a la que el gentilhombre desconocido había llamado «milady», y que él, D'Artagnan, había
encontrado tan bella; pero gracias a la corriente del río y al buen viento que soplaba, su navío
iba tan deprisa que al cabo de un instante estuvieron fuera del alcance de los ojos.
Al día siguiente, hacia las nueve de la mañana, llegaron a Saint-Valèry.
D'Artagnan se dirigió al instante hacia el albergue indicado, y lo reconoció por los gritos que de
él salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia como de algo próximo a indudable, y
los marineros contentos alborotaban en medio de la juerga.
D'Artagnan hendió la multitud, avanzó hacia el hostelero y pronunció la palabra Forword. Al
instante el huésped le hizo seña de que le siguiese, salió con él por una puerta que daba al patio,
lo condujo a la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le preguntó si
necesitaba alguna otra cosa.
-Necesito conocer la ruta que debo seguir -dijo D'Artagnan.
-Id de aquí a Blangy, y de Blangy a Neufchátel. En Neufchátel entrad en el albergue de la
Herse d'Ord, dad la contraseña al hotelero, y, como aquí, encontraréis un caballo totalmente
ensillado.
-¿Debo algo? -preguntó D'Artagnan.
-Todo está pagado -dijo el hostelero-, y con largueza. Id, pues, y que Dios os guíe.
-¡Amén! -respondió el joven, partiendo al galope.
Cuatro horas después estaba en Neufchátel.
Siguió estrictamente las instrucciones recibidas; en Neufchátel, como en Saint-Valèry, encontró
una montura totalmente ensillada y aguardándolo; quiso llevar las pistolas de la silla que acababa
de dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban provistas de pistolas parecidas.
- Vuestra dirección en Paris?
-Palacio de los Guardias, compañía Des Essarts.
-Bien -respondió éste.
-¿Qué ruta hay que tomar? -preguntó a su vez D'Artagnan.
-La de Rouen; pero dejaréis la ciudad a vuestra derecha. En la Pequeña aldea de Ecouis os
detendréis, no hay más que un albergue, el Ecu de France. No lo juzguéis por su apariencia: en
sus cuadras tendrá un caballo que valdrá tanto como éste.
-¿La misma contraseña?
-Exactamente.
-¡Adiós, maese!
-¡Buen viaje, gentilhombre! ¿Tenéis necesidad de alguna cosa? D'Artagnan hizo con la cabeza
señal de que no, y volvió a partir a todo galope. En Ecouis, la misma escena se repitió: encontró
un hostelero tan previsor, un caballo fresco y descansado; dejó sus señas como lo había hecho y
volvió a partir al mismo galope para Pontoise. En Pontoise, cambió por última vez de montura y a
las nueve entraba a todo galope en el patio del palacio del señor de Tréville.
Había hecho cerca de sesenta leguas en doce horas.
El señor de Tréville lo recibió como si lo hubiera visto aquella misma mañana; sólo que,
apretándole la mano un poco más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del
señor Des Essarts estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su puesto.
Capítulo XXII
El ballet de la Merlaison
Al día siguiente no se hablaba en todo Paris más que del baile que los señores regidores de la
villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debian bailar el famoso ballet de la
Merlaison, que era el ballet favorito del rey.
En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayunta miento para aquella velada
solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer
las damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas
de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte violines habían sido
avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que,
según este informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de
dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado
Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas llaves le
fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla
reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de
todas las puertas y todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta
arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido
asignadas.
A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los
guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier, la otra mitad
por hombres del señor des Essarts.
A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran
colocados en el salón, sobre los estrados preparados.
A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de
mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el
palco frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia
Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro
arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a
través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban
iluminadas con linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis
sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien
encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida
la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa
sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del
Estado.
Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur, por el conde
de Soissons, por el gran prior, por el duque de Longueville, por el duque D'Elbeuf, por el conde
D'Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas,
por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.
Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.
Se había preparado para el rey un gabinete, y otro para Monsieur. En cada uno de estos
gabinetes había depositados trajes de máscara. Otro tanto se había hecho para la reina y para la
señora presidenta. Los señores y las damas del séquito de Sus Majestades debían vestirse de dos
en dos en habitaciones preparadas a este efecto.
Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a preve nirlo tan pronto como
apareciese el cardenal.
Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la
llegada de la reina . Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los
sargentos se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.
En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había
permanecido cerrada se abrió, y se vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de
caballero español. Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible pasó
por sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.
La reina permaneció algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y
respondiendo a los saludos de las damas.
De pronto el rey apareció con el cardenal en una de las puertas de la sala. El cardenal le
hablaba en voz baja y el rey estaba muy pálido.
El rey hendió la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas anudadas, se
aproximó a la reina y con voz alterada le dijo:
-Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me
hubiera agradado verlos?
La reina tendió su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una
sonrisa diabólica.
-Sire -respondió la reina con voz alterada-, porque en medio de esta gran muchedumbre he
temido que les ocurriera alguna desgracia.
-¡Pues os habéis equivocado, señora! Si os he hecho ese regalo ha sido para que os adornarais
con él. Os digo que os habéis equivocado.
Y la voz del rey estaba temblorosa de cólera; todos miraban y escuchaban con asombro, sin
comprender nada de lo que pasaba.
-Sire -dijo la reina- puedo enviarlos a buscar al Louvre, donde están, y así los deseos de
Vuestra Majestad serán cumplidos.
-Hacedlo, señora, hacedlo, y cuanto antes; porque dentro de una hora va a comenzar el ballet.
La reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que debían conducirla a su gabinete.
Por su parte, el rey volvió al suyo.
Hubo en la sala un momento de desconcierto y confusión.
Todo el mundo había podido notar que algo había pasado entre el rey y la reina; pero los dos
habían hablado tan bajo que, habiéndose alejado todos por respeto algunos pasos, nadie había
oído nada. Los violines tocaban con toda su fuerza, pero no los escuchaban.
El rey salió el primero de su gabinete; iba en traje de caza de los más elegantes y Monsieur y
los otros señores iban vestidos como él. Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido
parecía verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
El cardenal se acercó al rey y le entregó una caja. El rey la abrió y encontró en ella dos
herretes de diamantes.
-¿Qué quiere decir esto? -preguntó al cardenal.
-Nada -respondió éste-. Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire,
y si no encontráis más que diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos
herretes que hay ahí.
El rey miró al cardenal como para interrogarle; pero no tuvo tiempo de dirigirle ninguna
pregunta: un grito de admiración salió de todas las bocas. Si el rey parecía el primer
gentilhombre de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de Francia.
Es cierto que su tocado de cazadora le iba de maravilla; tenía un sombrero de fieltro con
plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda
de satén azul toda bordada de plata. En su hombro izquierdo resplandecían los herretes
sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.
El rey se estremecía de alegría y el cardenal de cólera; sin embargo, distantes como estaban
de la reina, no podían contar los herretes; la reina los tenía, sólo que, ¿tenía diez o tenía doce?
En aquel momento, los violines hicieron sonar la señal del baile. El rey avanzó hacia la señora
presidenta, con la que debía bailar, y S. A. Monsieur con la reina. Se pusieron en sus puestos y el
baile comenzó.
El rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada
aquellos herretes, cuya cuenta no podía saber. Un sudor frío cubría la frente del cardenal.
El baile duró una hora: tenía dieciséis intermedios.
El baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio,
pero el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar
deprisa hacia la reina.
-Os agradezco, señora -le dijo-, la deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos, pero creo
que os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.
Y con estas palabras, tendió a la reina los dos herretes que le había entregado el cardenal.
-¡Cómo, Sire! -exclamó la joven reina fingiendo sorpresa-. ¿Me dais aún otros dos? Entonces
con éstos tendré catorce.
En efecto, el rey contó y los doce herretes se hallaron en los hombros de Su Majestad.
El rey llamó al cardenal.
-Y bien, ¿qué significa esto, monseñor cardenal? -preguntó el rey en tono severo.
-Eso significa, Sire -respondió el cardenal-, que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos
herretes y, no atreviéndome a ofrecérselos yo mismo, he adoptado este medio.
-Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia -respondió Ana de Austria con una
sonrisa que probaba que no era víctima de aquella ingeniosa galantería-, cuanto que estoy
segura de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han
costado a Su Majestad.
Luego, habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que
se había vestido y en que debía desvestirse.
La atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el comienzo de este capítulo a los
personajes ilustres que en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a quien
Ana de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y que,
confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde
allí esta escena sólo comprensible para cuatro personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.
La reina acababa de ganar su habitación y D'Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que
le tocaban ligeramente en el hombro; se volvió y vio a una mujer joven que le hacía señas de
seguirla. Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas pese a
esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él, reconoció al
instante mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa señora Bonacieux.
La víspera apenas si se habían visto en el puesto del suizo Germain, donde D'Artagnan la había
hecho llamar. La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno
de su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras. D'Artagnan
siguió, pues, a la señora Bonacieux movido por un doble sentimiento: el amor y la curiosidad.
Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D'Artagnan
quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante; pero
vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo
puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el
imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más
ligera queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una
puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo una nueva señal de
mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas esparcieron de
pronto viva luz, desapareció.
D'Artagnan permaneció un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un
rayo de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él,
la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra
Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a
la habitación de la reina.
El joven permaneció en la sombra y esperó.
La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y
que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina achacaba
aquel sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experimentar el
baile, y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos ponderaban la
galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de Paris.
Aunque D'Artagnan no conociese a la reina, distinguió su voz de las otras voces, en primer
lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso
naturalmente en todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta
abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.
Finalmente, de pronto, una mano y un brazo adorables de forma y de blancura pasaron a
través de la tapicería; D'Artagnan comprendió que aquella era su recompensa: se postró de
rodillas, cogió aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se retiró
dejando en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta volvió a cerrarse
y D'Artagnan se encontró de nuevo en la más completa oscuridad.
D'Artagnan puso el anillo en su dedo y esperó otra vez; era evidente que no todo había
terminado aún. Después de la recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor.
Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y
el reloj de Saint-Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.
En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina; se las oyó
alejarse; luego, la puerta del gabinete donde estaba D'Artagnan se volvió a abrir y la señora
Bonacieux se adelantó.
-¡Vos por fin! -exclamó D'Artagnan.
-¡Silencio! -dijo la joven, apoyando su mano sobre los labios del joven-. ¡Silencio! E idos por
donde habéis venido.
-Pero ¿cuándo os volveré a ver? -exclamó D'Artagnan.
-Un billete que encontraréis al volver a vuestra casa lo dirá. ¡Marchaos, marchaos!
Y con estas palabras abrió la puerta del corredor y empujó a D'Artagnan fuera del gabinete.
D'Artagnan obedeció cómo un niño, sin resistencia y sin obción alguna, lo que prueba que
estaba realmente muy enamorado.
Capítulo XXIII
La cita
D'Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y
aunque tuvo que atravesar los peores barrios de Paris, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe
que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una
forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del
palacio del Ayunta miento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
-¿Alguien ha traído una carta para mî? -preguntó vivamente D'Artagnan.
-Nadie ha traído ninguna carta, señor -respondió Planchet-; pero hay una que ha venido
totalmente sola.
-¿Qué quieres decir, imbécil?
-Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa
llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en
vuestro dormitorio.
-¿Y dónde está esa carta?
-La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las
gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo
estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia
en ella.
Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la
señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:
«Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad
esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza
en la esquina de la casa del señor D'Estrées.
C. B.»
Al leer aquella carta, D'Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce
espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido
por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso
terrestre que se llamaba el amor.
-¡Y bien, señor! -dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente-.
¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?
-Te equivocas, Planchet -respondió D'Artagnan-, y la prueba es que ahí tienes un escudo para
que bebas a mi salud.
-Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones;
pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas...
-Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.
-Entonces, ¿el señor está contento? -preguntó Planchet.
-¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!
-¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?
-Sí, vete.
-Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa
carta...
Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar
enteramente la liberalidad de D'Artagnan.
Al quedarse solo, D'Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvió a besar veinte veces
aquellas líneas trazadas por la mano de , su bella amante. Finalmente se acostó, se durmió y
tuvo sueños dorados.
A las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada abrió la
puerta, el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la víspera.
-Planchet -le dijo D'Artagnan-, salgo por todo el día quizá; eres, pues, libre hasta las siete de la
tarde; pero a las siete de la tarde, estate dispuesto con dos caballos.
-¡Vaya! -dijo Planchet-. Parece que todavía vamos a hacernos agujerear la piel en varios
lugares.
-Cogerás tu mosquetón y tus pistolas.
-¡Bueno! ¿Qué decía yo? -exclamó Planchet-. Estaba seguro; , esa maldita carta...
-Tranquilízate, imbécil, se trata simplemente de una partida de placer.
-Sí, como los viajes de recreo del otro día, en los que llovían las balas y donde había trampas.
-Además, si tenéis miedo, señor Planchet -prosiguió D'Arta gnan-, iré sin vos; prefiero viajar
solo antes que tener un compañero que tiembla.
-El señor me injuria -dijo Planchet-; me parece, sin embargo, que me ha visto en acción.
-Sí, pero creo que gastaste todo tu valor de una sola vez.
-El señor verá que cuando la ocasión se presente todavía me queda; sólo que ruego al señor
no prodigarlo demasiado si quiere que me quede por mucho tiempo.
-¿Crees tener todavía cierta cantidad para gastar esta noche?
-Eso espero.
-Pues bien, cuento contigo.
-A la hora indicada estaré dispuesto; sólo que yo creía que el señor no tenía más que un
caballo en la cuadra de los guardias.
-Quizá no haya en estos momentos más que uno, pero esta noche habrá cuatro.
-Parece que nuestro viaje fuera un viaje de remonta.
-Exactamente -dijo D'Artagnan.
Y tras hacer a Planchet un último gesto de recomendación salió.
El señor Bonacieux estaba a su puerta. La intención de D'Arta gnan era pasar de largo sin
hablar al digno mercero; pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo
por fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con él.
Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya mujer os
ha dado una cita para esa misma noche en Saint-Cloud, frente al pabellón del señor D'Estrées?
D'Artagnan se acercó con el aire más amable que pudo adoptar.
La conversación recayó naturalmente sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor
Bonacieux, que ignoraba que D'Artagnan había oído su conversación con el desconocido de
Meung, contó a su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de Laffemas, a
quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se extendió
largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos
de tortura.
D'Artagnan lo escuchó con una complacencia ejemplar; luego, cuando hubo terminado:
-Y la señora Bonacieux -dijo por fin-, ¿sabéis quién la había raptado? Porque no olvido que
gracias a esa circunstancia molesta debo la dicha de haberos conocido.
-¡Ah! -dijo el señor Bonacieux-. Se han guardado mucho de decírmelo, y mi mujer por su parte,
me ha jurado por todos los dioses que ella no lo sabía. Pero y de vos -continuó el señor
Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta-, ¿qué ha sido de vos todos estos días pasados? No
os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento de París
donde habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.
-Tenéis razón, mi querido señor Bonacieux, mis amigos y yo hemos hecho un pequeño viaje.
-¿Lejos de aquí?
-¡Oh, Dios mío, no, a unas cuarenta leguas sólo! Hemos ido a llevar al señor Athos a las aguas
de Forges, donde mis amigos se han quedado.
-¿Y vos habéis vuelto, verdad? -prosiguió el señor Bonacieux dando a su fisonomía su aire más
maligno-. Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais
impacientemente esperado en Paris, ¿no es así?
-A fe -dijo riendo el joven-, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que
veo que no se os puede ocultar nada. Sí, era esperado, y muy impacientemente, os respondo de
ello.
Una ligera nube pasó por la frente de Bonacieux, pero tan ligera que D'Artagnan no se dio
cuenta.
-¿Y vamos a ser recompensados por nuestra diligencia? -continuó el mercero con una ligera
alteración en la voz, alteración que D'Arta gnan no notó como tampoco había notado la nube
momentánea que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno hombre.
-¡Vaya! ¿Vais a sermonearme? -dijo riendo D'Artagnan.
-No, lo que os digo es sólo -repuso Bonacieux-, es sólo para saber si volveremos tarde.
-¿Por qué esa pregunta, querido huésped? -preguntó D'Arta gnan-. ¿Es que contáis con
esperarme?
-No, es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada vez que
oigo abrir una puerta, y sobre todo por la noche. ¡Maldita sea! ¿Qué queréis? Yo no soy un
hombre de espada.
-¡Bueno! No os asustéis si regreso a la una, a las dos o a las tres de la mañana; y si no
regreso, tampoco os asustéis.
Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que D'Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le
preguntó qué tenía.
-Nada -respondió Bonacieux-, nada. Desde estas desgracias, estoy sujeto a desmayos que se
apoderan de mí de pronto, y acabo de sentir pasar por mí un estremecimiento. No le hagáis
caso, vos no tenéis más que ocuparos de ser feliz.
-Entonces tengo ocupación, porque lo soy.
-No todavía, esperar entonces, vos mismo lo habéis dicho: esta noche.
-¡Bueno, esta noche llegará, a Dios gracias! Y quizá la estéis esperando vos con tanta
impaciencia como yo. Quizá esta noche la señora Bonacieux visite el domicilio conyugal.
-La señora Bonacieux no está libre esta noche -respondió con tono grave el marido-; está
retenida en el Louvre por su servicio.
-Tanto peor para vos, mi querido huésped, tanto peor; cuando soy feliz quisiera que todo el
mundo lo fuese; pero parece que no es posible.
Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía comprender.
-¡Divertíos mucho! -respondió Bonacieux con un acento sepulcral.
Pero D'Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la
disposición de ánimo en que estaba, no lo hubiera ciertamente notado.
Se dirigió hacia el palacio del señor de Tréville; su visita de la víspera había sido como se
recordará, muy corta y muy poco explicativa.
Encontró al señor de Tréville con la alegría en el alma. El rey y la reina habían estado
encantadores con él en el baile. Cierto que el cardenal había estado perfectamente desagradable.
A la una de la mañana se había retirado so pretexto de que estaba indispuesto. En cuanto a
Sus Majestades, no habían vuelto al Louvre hasta las seis de la mañana.
-Ahora -dijo el señor de Tréville bajando la voz a interrogando con la mirada a todos los
ángulos de la habitación para ver si estaban completamente solos-, ahora hablemos de vos,
joven amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del
rey, con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia. Se trata de protegeros.
-¿Qué he de temer -respondió D'Artagnan- mientras tenga la dicha de gozar del favor de Sus
Majestades?
-Todo, creedme. El cardenal no es hombre que olvide una mistificación mientras no haya
saldado sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi
conocimiento.
-¿Creéis que el cardenal esté tan adelantado como vos y sepa que soy yo quien ha estado en
Londres?
-¡Diablos! ¿Habéis estado en Londres? De Londres es de donde habéis traído ese hermoso
diamante que brilla en vuestro dedo? Tened cuidado, mi querido D'Artagnan, no hay peor cosa
que el presente de un enemigo. ¿No hay sobre esto cierto verso latino?... Esperad...
-Sí, sin duda -prosiguió D'Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla de los
rudimentos en la cabeza y que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su
preceptor-; sí, sin duda, debe haber uno.
-Hay uno, desde luego -dijo el señor de Tréville, que tenía cierta capa de letras- y el señor de
Benserade me lo citaba el otro día... Esperad, pues... Áh, ya está:
Timeo Danaos et dona ferentes
Lo cual quiere decir: «Desconfiad del enemigo que os hace presentes». -Ese diamante no
proviene de un enemigo, señor -repuso D'Artagnan-, proviene de la reina.
-¡De la reina! ¡Oh, oh! -dijo el señor de Tréville-. Efectivamente es una auténtica joya real, que
vale mil pistolas por lo menos. ¿Por quién os ha hecho dar este regalo?
-Me lo ha entregado ella misma.
-Y eso, ¿dónde?
-En el gabinete contiguo a la habitación en que se cambió de tocado.
-¿Cómo?
-Dándome su mano a besar.
-¡Habéis besado la mano de la reina! -exclamó el señor de Tréville mirando a D'Artagnan.
-¡Su Majestad me ha hecho el honor de concederme esa gracia!
-Y eso, ¿en presencia de testigos? Imprudente, tres veces imprudente.
-No, señor, tranquilizaos, nadie lo vio -repuso D'Artagnan. Y le contó al señor de Tréville cómo
habían ocurrido las cosas.
-¡Oh, las mujeres, las mujeres! -exclamó el viejo soldado-. Las reconozco en su imaginación
novelesca; todo lo que huele a misterio les encanta; así que vos habéis visto el brazo, eso es
todo; os encontraríais con la reina y no la reconoceríais; ella os encontraría y no sabría quién sois
vos.
-No, pero gracias a este diamante... -repuso el joven.
-Escuchad -dijo el señor de Tréville-. ¿Queréis que os dé un consejo, un buen consejo, un
consejo de amigo?
-Me haréis un honor, señor -dijo D'Artagnan.
-Pues bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedie ese diamante por el precio que os
dé; por judío que sea, siempre encontreréis ochocientas pistolas. Las pistolas no tienen nombre,
joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo lleve.
-¡Vender este anillo! ¡Un anillo que viene de mi soberana! ¡Jamás! -dijo D'Artagnan.
-Entonces volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete
de Gascuña no encuentra joyas semejantes en el escriño de su madre.
-¿Pensáis, pues, que tengo algo que temer? -preguntó d'Artagnan.
-Equivale a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida
debe considerarse a salvo en comparación con vos.
-¡Diablo! -dijo D'Artagnan, a quien el tono de seguridad del señor de Tréville comenzaba a
inquietar-. ¡Diablo! ¿Qué debo hacer?
-Estar vigilante siempre y ante cualquier cosa. El cardenal tiene la memoria tenaz y la mano
larga; creedme, os jugará una mala pasada.
-Pero ¿cuál?
-¿Y qué sé yo? ¿No tiene acaso a su servicio todas las trampas del demonio? Lo menos que
puede pasaros es que se os arreste.
-¡Cómo! ¿Se atreverían a arrestar a un hombre al servicio de Su Majestad?
-¡Pardiez! Mucho les ha preocupado con Athos. En cualquier caso, joven, creed a un hombre
que está hace treinta años en la corte; no os durmáis en vuestra seguridad, estaréis perdido. Al
contrario, y soy yo quien os lo digo, ved enemigos por todas partes. Si alguien os busca pelea,
evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la busca; si os atacan de noche o de día, batíos
en retirada y sin vergüenza; si cruzáis un puente, tantead las planchas, no vaya a ser que una os
falte bajo el pie; si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser
que una piedra os caiga encima de la cabeza; si volvéis a casa tarde, haceos seguir por vuestro
criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado. Desconfiad
de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vuestra amante, de vuestra
amante sobre todo.
D'Artagnan enrojeció.
-De mi amante -repitió él maquinalmente-. ¿Y por qué más de ella que de cualquier otro?
-Es que la amante es uno de los medios favoritos del cardenal; no lo hay más expeditivo: una
mujer os vende por diez pistolas, testigo Dalila. ¿Conocéis las Escrituras, no?
D'Artagnan pensó en la cita que le había dado la señora Bonacieux para aquella misma noche;
pero debemos decir, en elogio de nuestro heroe, que la mala opinión que el señor de Tréville
tenía de las mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa
huéspeda.
-Pero, a propósito -prosiguió el señor de Tréville-. ¿Qué ha sido de vuestros tres compañeros?
-Iba a preguntaros si vos habíais sabido alguna noticia.
-Ninguna, señor.
-Pues bien yo los dejé en mi camino: a Porthos en Chantilly, con un duelo entre las manos; a
Aramis en Crévocoeur, con una bala en el hombro, y a Athos en Amiens, con una acusación de
falso monedero encima.
-¡Lo veis! -dijo el señor de Tréville-. Y vos, ¿cómo habéis escapado?
-Por milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor conde de
Wardes en el dorso de la ruta de Calais como a una mariposa en una tapicería.
-¡Lo veis todavía! De Wardes, un hombre del cardenal, un primo de Rochefort. Mirad, amigo
mío, se me ocurre una idea.
-Decid, señor.
-En vuestro lugar, yo haría una cosa.
-¿Cuál?
-Mientras Su Eminencia me hace buscar en Paris, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta
de Picardía, y me ¡ría a saber noticias de mis tres compañeros. ¡Qué diablo! Bien merecen ese
pequeño detalle por vuestra parte.
-El consejo es bueno, señor, y mañana partiré.
-¡Mañana! ¿Y por qué no esta noche?
-Esta noche, señor, estoy retenido en Paris por un asunto indispensable.
-¡Ah, joven, joven! ¿Algún amorcillo? Tened cuidado, os lo repito; fue la mujer la que nos
perdió a todos nosotros, y la que nos perderá aún a todos nosotros. Creedme, partid esta noche.
-¡Imposible, señor!
-¿Habéis dado vuestra palabra?
-Sí, señor.
-Entonces es otra cosa; pero prometedme que, si no sois muerto esta noche, mañana partiréis.
-Os lo prometo.
-¿Necesitáis dinero?
-Tengo todavía cincuenta pistolas. Es todo lo que me hace falta, según pienso.
-Pero ¿vuestros compañeros?
-Pienso que no deben necesitarlo. Salimos de Paris cada uno con setenta y cinco pistolas en
nuestros bolsillos.
-¿Os volveré a ver antes de vuestra partida?
-No, creo que no, señor, a menos que haya alguna novedad.
-¡Entonces, buen viaje!
-Gracias, señor.
Y D'Artagnan se despidió del señor de Tréville, emocionado como nunca por su solicitud
completamente paternal hacia sus mosqueteros.
Pasó sucesivamente por casa de Athos, de Porthos y de Aramis. Ninguno de los tres había
vuelto. Sus criados tambien estaban ausentes, y no había noticia ni de los unos ni de los otros.
-¡Ah, señor! -dijo Planchet al divisar a D'Artagnan-. ¡Qué contento estoy de verle!
-¿Y eso por qué, Planchet? -preguntó el oven.
-¿Confiáis en el señor Bonacieux, nuestro huésped?
-¿Yo? Lo menos del mundo.
-¡Oh, hacéis bien, señor!
-Pero ¿a qué viene esa pregunta?
-A que mientras hablabais con él, yo os observaba sin escucharos; señor, su rostro ha
cambiado dos o tres veces de color.
-¡Bah!
-El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir;
pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había
puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.
-¿Y cómo la has encontrado?
-Traidora señor.
-¿De verdad?
-Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle,
el señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en
dirección contraria.
-En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estáte tranquilo, no
le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.
-El señor se burla, pero ya verá.
-¿Qué quieres, Planchet? Lo que tenga que ocurrir está escrito.
-¿El señor no renuncia entonces a su paseo de esta noche?
-Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me
ha dado esa carta que tanto lo inquieta.
-Entonces, si la resolución del señor...
-Inquebrantable, amigo mío; por tanto, a las nueves estate preparado aquí, en el palacio; yo
vendré a recogerte.
Planchet, viendo que no había ninguna esperanza de hacer renunciar a su amo a su proyecto,
lanzó un profundo suspiro y se puso a almohazar al tercer caballo.
En cuanto a D'Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de
volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los
cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.
Capítulo XXIV
El pabellón
A las nueve, D'Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El
cuarto caballo había llegado.
Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.
D'Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno
en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso
a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.
D'Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence y siguió luego el camino,
más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había
impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue
acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se
encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de
los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud.
D'Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.
-¡Y bien, señor Planchet! -le preguntó-. ¿Nos pasa algo?
-¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?
-¿Y eso por qué, Planchet?
-Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.
-¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?
-Miedo a ser oído, sí, señor.
-¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie
encontraría nada qué decir de ella.
-¡Ay, señor! -repuso Planchet volviendo a su idea madre-. Ese señor Bonacieux tiene algo de
sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.
-¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?
-Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.
-Porque eres un cobarde, Planchet.
-Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.
-Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?
-Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?
-En verdad -murmuró D'Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a
la memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.
Y puso su caballo al trote.
Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se
encontró trotando tras él.
-¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? -preguntó.
-No, Planchet, porque tú has llegado ya.
-¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?
-Yo voy a seguir todavía algunos pasos.
-¿Y el señor me deja aquí solo?
-¿Tienes miedo Planchet?
-No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan
reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un
amo alerta como el señor.
-Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me
esperas mañana a las seis delante de la puerta.
-Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte
que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.
-Aquí tienes media pistola. Hasta mañana.
D'Artagnan descendió de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó
rápidamente envolviéndose en su capa.
-¡Dios, qué frío tengo! -exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado
como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con
todos los atributos de una taberna de barrio.
Sin embargo, D'Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y
llegaba a Saint-Cloud; pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del
castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón
indicado. Estaba situado en un lugar completamente desierto. Un gran muro, en cuyo ángulo
estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los
transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.
Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal,
esperó.
Ningún ruido se dejaba oír, se hubiera dicho que estaba a cien legUas de la capital. D'Artagnan
se pegó al seto después de haber lanzado una ojeada detrás de sí. Por encima de aquel seto,
aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en
que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas
fúnebres de aquel infierno.
Pero para D'Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una
sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas. La hora de la cita iba a sonar.
En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente
diez golpes de su larga lengua mugiente.
Había algo lúgubre en aquella voz de bronce que se lamentaba así en medio de la noche.
Pero cada una de aquellas horas que componían la hora esperada vibraba armoniosamente en
el corazón del joven.
Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas
estaban todas cerradas con los postigos, salvo una sola del primer piso.
A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o
tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque. Evidentemente, detrás de aquella
ventanita, tan graciosamente iluminada, le aguardaba la señora Bonacieux.
Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna, con
los ojos fijos sobre aquella casita de la que D'Artagnan percibía una parte del techo de molduras
doradas, atestiguando la elegancia del resto del apartamento.
El campanario de Saint-Cloud hizo sonar las diez y media.
Aquella vez, sin que D'Artagnan comprendiese por qué, un temblor recorrió sus venas. Quizá
también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era
una sensación completamente física.
Luego le vino la idea de que había leído mal y que la cita era para las once solamente.
Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó; no se
había equivocado, efectivamente la cita era para las diez.
Volvió a ponerse en su sitio, empezando a inquietarse por aquel silencio y aquella soledad.
Dieron las once.
D'Artagnan comenzó a temer verdaderamente que le hubiera ocurrido algo a la señora
Bonacieux.
Dio tres palmadas, señal ordinaria de los enamorados; pero nadie le respondió, ni siquiera el
eco.
Entonces pensó con cierto despecho que quizá la joven se había dormido mientras lo esperaba.
Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba reciente mente revocada, y
D'Artagnan se rompió inútilmente las uñas.
En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como
uno de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría
penetrar en el pabellón.
El árbol era fácil. Además D'Artagnan tenía apenas veinte años, y por lo tanto se acordaba de
su oficio de escolar. En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios
transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa extraña, que hizo temblar a D'Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos,
aquella suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso; uno
de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundida y medio
rota pendía de sus goznes; una mesa que hubiera debido estar cubierta con una elegante cena
yacía por tierra; frascos en añicos, frutas aplastadas tapizaban el piso; todo en aquella habitación
daba testimonio de una lucha violenta y desesperada; D'Artagnan creyó incluso reconocer en
medio de aquel desorden extraño trozos de vestidosy algunas manchas de sangre maculando el
mantel y las cortinas.
Se dio prisa por descender a la calle con una palpitación horrible en el corazón; quería ver si
encontraba otras huellas de violencia.
Aquella breve luz suave brillaba siempre en la calma de la noche. D'Artagnan se dio cuenta
entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen,
que el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hombres y de
pies de caballos. Además, las ruedas de un coche, que parecía venir de París, habían cavado en
la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia Paris.
Finalmente, prosiguiendo sus búsquedas, D'Artagnan encontró junto al muro un guante de
mujer desgarrado. Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado
la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable. Era uno de esos guantes perfumados que
los amantes gustan quitar de una hermosa mano.
A medida que D'Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más
helado perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración
era palpitante; y sin embargo se decía a sí mismo para tranquilizarse que aquel pabellón no tenía
nada en común con la señora Bonacieux; que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y
no en el pabellón, que podía estar retenida en Paris por su servicio, quizá por los celos de su
marido.
Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel
sentimiento de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos
grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre
nosotros.
Entonces D'Artagnan enloqueció casi: corrió por la carretera, tomb el mismo camino que ya
había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.
Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un
mantón negro, que parecía tener el mayor inte rés en no ser reconocida; pero precisamente
debido a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y
había visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a
Saint-Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D'Arta gnan no dudó un solo
instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.
D'Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer una
vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita
era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D'Estrées y no en otra calle.
Todo ayudaba a probar a D'Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran
desgracia había ocurrido.
Volvió a tomar el camino del castillo a todo correr; le parecía que en su ausencia algo nuevo
había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.
La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.
D'Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y
que quizá podía hablar.
La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del
perm encadenado, se acercó a la cabaña.
A los primeros golpes que dio, no respondió nadie.
Un silencio de muerte reinaba tanto en la cabaña como en el pabellón; no obstante, como
aquella cabaña era su último recurso, insistió.
Pronto le pareció oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de
ser oído.
Entonces D'Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de
promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más
miedoso. Por fin, un viejo postigo carcomido se abrió, o mejor se entreabrió, y se volvió a cerrar
cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el
puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D'Artagnan. Sin embargo, por rápido que
fuera el movimiento, D'Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.
-¡En nombre del cielo, escuchadme! Yo esperaba a alguien que no viene, me muero de
inquietud. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia por los alrededores? Hablad.
La ventana volvió a abrirse lentamente, y el mismo rostro apareció de nuevo, sólo que ahora
más pálido aún que la primera vez.
D'Artagnan contó ingenuamente su historia, nombres excluidos; dijo cómo tenía una cita con
una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la
lámpara, había visto el desorden de la habitación.
El viejo lo escuchó atentamente, al tiempo que hacía señas de que estaba bien todo aquello;
luego, cuando D'Artagnan hubo terminado, movió la cabeza con un aire que no anunciaba nada
bueno.
-¿Qué queréis decir? -exclamó D'Artagnan-. ¡En nombre del cielo, explicaos!
-¡Oh, señor -dijo el viejo-, no me pidáis nada! Porque si os dijera lo que he visto, a buen
seguro que no me ocurrira nada bueno.
-¿Habéis visto entonces algo? -repuso D'Artagnan-. En tal críso, en nombre del cielo -continuó,
entregándole una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre
de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.
El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D'Artagnan que le hizo seña de escuchar y
le dijo en voz baja:
-Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué
podía ser, cuando al acercarme a mi puerta me di cuenta de que alguien trataba de entrar. Como
soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de
allí. En la sombra había una carroza con caballos enganchados y caballos de mano. Esos caballos
de mano pertenecían evidente mente a los tres hombres que estaban vestidos de caballeros. «Ah,
mis buenos señores -exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel
que parecía el jefe del séquito. «Sí, señor; una con la que recojo la fruta.» «Dánosla, y vuelve a
tu casa. Ahí tienes un escudo por la molestia que te causamos. Recuerda solamente que si dices
una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las
amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo
que yo recogí, y él tomó mi escalera. Efectivamente, después de haber cerrado la puerta del seto
tras ellos hice ademán de volver a la casa; pero salí en seguida por la puerta de atrás y
deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin
ser visto. Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un
hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se
subió con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvió a bajar a
paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó
a la puerta del pabellón, la abrió con una llave que llevaba encima, volvió a cerrar la puerta y
desapareció; al mismo tiempo los otros dos subieron a la escalera. El viejo permanecía en la
portezuela el cochero sostenía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla. De pronto
resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corrió a la ventana y la abrió como para
precipitarse por ella. Pero tan pronto como se dio cuenta de los dos hombres, retrocedió; los dos
hombres se lanzaron tras ella dentro de la habitación. Entonces ya no vi nada más; pero oía
ruido de muebles que se rompen. La mujer gritaba y pedía ayuda. Pero pronto sus gritos fueron
ahogados; los tres hombres se acercaron a la ventana, llevando a la mujer en sus brazos; dos
descendieron por la escalera y la transportaron al coche, donde el viejo entró junto a ella. El que
se había quedado en el pabellón volvió a cerrar la ventana, salió un instante después por la
puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos compañeros le esperaban ya a
caballo, saltó él a su vez a la silla; el lacayo ocupó su puesto junto al cochero; la carroza se alejó
al galope escoltada por los tres caballeros, y todo terminó. A partir de ese momento, yo no he
visto nada ni he oído nada.
D'Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los
demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
-Pero, señor gentilhombre -prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía
ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas-; vamos, no os
aflijáis, no os la han matado, eso es lo esencial.
-¿Sabéis aproximadamente -dijo D'Artagnan- quién era el hombre que dirigía esa infernal
expedición?
-No lo conozco.
-Pero, puesto que os ha hablado, habéis podido verlo.
-¡Ah! ¿Son sus señas lo que me pedís?
-Sí.
-Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de
gentilhombre.
-¡El es! -exclamó D'Artagnan-. ¡Otra vez él! ¡Siempre él! Es mi demonio, según parece. ¿Y el
otro?
-¿Cuál?
-El pequeño.
-¡Oh, ese no era un señor, os lo aseguro! Además, no llevaba espada, y los otros le trataban
sin ninguna consideración.
-Algún lacayo -murmuró D'Artagnan-. ¡Ah, pobre mujer! ¡Pobre mujer! ¿Qué te han hecho?
-Me habéis prometido el secreto -dijo el viejo.
-Y os renuevo mi promesa, estad tranquilo, yo soy gentilhombre. Un gentilhombre no tiene
más que una palabra, y yo os he dado la mía.
D'Artagnan volvió a tomar, con el alma afligida, el camino de la barca. Tan pronto se resistía a
creer que se tratara de la señora Bo nacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre,
como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y
raptado. Vacilaba, se desolaba, se desesperaba.
-¡Oh, si tuviese aquí a mis amigos! -exclamó-. Tendría al menos alguna esperanza de volverla a
encontrar; pero ¿quién sabe qué habrá sido de ellos?
Era medianoche poco más o menos; se trataba de encontrar a Planchet. D Artagnan se hizo
abrir sucesivamente todas las tabernas en las que percibió algo de luz; en ninguna de ellas
encontró a Planchet.
En la sexta, comenzó a pensar que la búsqueda era un poco aventurada. D'Artagnan no había
citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su
derecho.
Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había
ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto. En la
sexta taberna, como hemos dicho, D'Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera
calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidió a esperar el día de este modo; pero
también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no
oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los
lacayos y los carreteros que componían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que
pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada. Así pues, tras haber tragado su
botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más
satisfactoria posible y de dormirse mal que bien. D'Artagnan tenía veinte años, como se
recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente
incluso en los corazones más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D'Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña
ordinariamente al alba tras una mala noche. No era muy largo de hacer su aseo; se tanteó para
saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante
en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salió
para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche. En
efecto, lo primero que percibió a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet,
que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable
ante la cual D'Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.
Capítulo XXV
Porthos
En lugar de regresar a su casa directamente, D'Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del
señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo
que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como
el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna
información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo
más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D'Artagnan hubo acabado:
-¡Hum! -dijo-. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.
-Pero ¿qué hacer? -dijo D'Artagnan.
-Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar Paris como os he dicho, lo antes posible. Yo
veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda
ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena
nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.
D'Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no te nía la costumbre de prometer, y
que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que habia prometido. Saludó, pues,
lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía
vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano
deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante,
D'Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su
equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el
umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter
siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más
atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez
amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía
ser sólo accidental, D'Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las
arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora
con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha
que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
Le pareció pues, a D'Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, a incluso que
aquella máscara era de las más desagradables de ver.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de
él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
-¡Y bien, joven -le dijo-, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me
parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás
salen.
-No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux -dijo el joven-, y sois modelo de las
gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de
correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?
Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.
-¡Ah, ah! -dijo Bonacieux-. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de
correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.
D'Artagnan bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento
sus miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera
dicho que los había mojado en el mismo cenegal; unos y otros tenían manchas completamente
semejantes.
Entonces una idea súbita cruzó la mente de D'Artagnan. Aquel hombrecito grueso, rechoncho,
cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin
consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bonacieux. El
marido había presidido el rapto de su mujer.
Le entraron a D'Artagnan unas terribles ganas de saltar a la garganta del mercero y de
estrangularlo; pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin
embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó
espantado y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del batiente
de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo
sitio.
-¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! -dijo D'Artagnan-. Me parece que si mis
botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un
buen cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bonaceux? ¡Diablos!
Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y
bonita como la vuestra.
-¡Oh, Dios mío, no! -dijo Bonacieux-. Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una
sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he
traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de
las sospechas que había concebido D'Artagnan. Bonacieux había dicho Saint-Mandé porque
Saint-Mandé es el punto completamente opuesto a Saint-Cloud.
Aquella probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su
mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y
dejar escapar su secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en certidumbre.
-Perdón, mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales -dijo D'Artagnan-;
pero nada me altera más que no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso
de agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.
Y sin esperar el permiso de su huésped, D'Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una
rápida ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado.
Acababa de volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lugar al que la
habían conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.
-Gracias, maese Bonacieux -dijo D'Artagnan vaciando su vaso-, eso es todo cuanto quería de
vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado,
os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en
su propia trampa.
En lo alto de la escalera encontró a Planchet todo estupefacto.
-¡Ah, señor! -exclamó Planchet cuando divisó a su amo-. Ya tenemos otra, y esperaba con
impaciencia que regresaseis.
-Pues, ¿qué pasa? -preguntó D'Artagnan.
-¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en
vuestra ausencia!
-¿Y eso cuándo?
-Hará una media hora, mientras vos estabais con el señor de Tréville.
-¿Y quién ha venido? Vamos, habla.
-El señor de Cavois.
-¿El señor de Cavois?
-En persona.
-¿El capitán de los guardias de Su Eminencia?
-El mismo.
-¿Venía a arrestarme?
-Es lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.
-¿Tenía el aire zalamero, dices?
-Quiero decir que era todo mieles, señor.
-¿De verdad?
-Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mucho, a rogaros seguirle al Palais
Royal.
-Y tú, ¿qué le has contestado?
-Que era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo ver.
-¿Y entonces qué ha dicho?
-Que no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadido en voz baja: «Dile a tu amo
que Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa
entrevista».
-La trampa es bastante torpe para ser del cardenal -repuso sonriendo el joven.
-También yo he visto la trampa y he respondido que os desesperaríais a vuestro regreso.
«¿Dónde ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he
respondido. «¿Y cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».
-Planchet, amigo mío -interrumpió D'Artagnan-, eres realmente un hombre precioso.
-¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de
Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría
mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.
-Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un
cuarto de hora partimos.
-Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?
-¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa
por tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha
pasado de Athos, Porthos y Aramis?
-Claro que sí, señor -dijo Planchet-, y yo partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va
mejor, según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues...
-Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos
en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los
Guardias. A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que
decididamente es un horrible canalla.
-¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.
D'Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que
reprocharse, se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna
noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había
llegado para Aramis. D'Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se reunió
en las cuadras del palacio de los Guardias. D'Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado
su caballo él mismo.
-Está bien -le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo-; ahora
ensilla los otros tres, y partamos.
-¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? -preguntó Planchet con aire
burlón.
-No, señor bromista -respondió D'Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos
volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
-Lo cual será una gran suerte -respondió Planchet-, pero en fin, no hay que desesperar de la
misericordia de Dios.
-Amén -dijo D'Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.
Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle,
debiendo el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre,
para reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad
fue coronada por los más felices resultados. D'Artagnan y Planchet entraron juntos en Pierrefitte.
Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.
Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había olvidado
ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en
camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas
reprimendas de parte de D'Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le
tomase por un criado de un hombre de poco valer.
Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de
Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros
llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin, el
mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó
respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas,
D'Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Además,
quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de
estas reflexiones que D'Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó,
encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a
quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor
desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el alberguista se había
hecho de su viajero a la primera ojeada.
Por eso D'Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.
El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y
D'Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la
sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver
lo cual, D'Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:
-A fe mía, mi querido hostelero -dijo D'Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro
mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como
detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué
brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro
establecimiento!
-Vuestra señoría me hace un honor -dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen
deseo.
-Pero no os engañéis -dijo D'Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi
brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en
decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped; pero
yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer
fortuna.
-En efecto -dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al
señor.
-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo
menos me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días
aproximadamente; yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos
se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no
sé qué querella.
-¡Ah! ¡Sí, es cierto! -dijo el hostelero-. Y me acuerdo perfecta mente. ¿No es del señor Porthos
de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?
-Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped,
decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?
-Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su viaje.
-En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.
-El nos ha hecho el honor de quedarse aquí.
- Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?
- Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.
-¿Y por qué?
-Por ciertos gastos que ha hecho.
-¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!
-¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta
mañana incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien
tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.
-Pero, entonces, ¿Porthos está herido?
-No sabría decíroslo, señor.
-¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que
nadie.
-Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos
ha prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra lengua.
-¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?
-Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno. Sólo que
prevenidle que sois vos.
-¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy yo?
-Sí porque os podría ocurrir alguna desgracia.
-¿Y qué desgracia queréis que me ocurra?
-El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros
su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.
-¿Qué le habéis hecho, pues?
-Le hemos pedido el dinero.
-¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no tiene
fondos; pero yo sé que debía tenerlos.
-Es lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros hacemos
nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota;
pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos
pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había jugado.
-¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con quién?
-¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso una
partida de sacanete.
-Ya está, el desgraciado lo habrá perdido todo.
-Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que
su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la
observación, pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel
caballo era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha
dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él
había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.
-Lo reconozco perfectamente en eso -murmuró D'Artagnan.
-Entonces -continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos
destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de
conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d'Or; pero el señor Porthos me
respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en él. Tal respuesta era demasiado
halagadora para que yo insistiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su
habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el
tercer piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un momento a otro a
su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación
que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona.
Sin embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin
tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso sobre su
mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera,
fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para
meterse en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie
entra ya en su habitación, a no ser su doméstico.
-¿Mosquetón está, pues, aquí?
-Sí, señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece que él
también ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su
amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría
nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
-El hecho es -respondió D'Artagnan- que siempre he observa do en Mosquetón una adhesión y
una inteligencia muy superiores.
-Es posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo
cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.
-No, porque Porthos os pagará.
-¡Hum! -dijo el hostelero en tono de duda.
-Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os
debe...
-Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso...
-¿Qué creéis vos?
-Yo diría incluso más: lo que sé.
-¿Qué sabéis?
-E incluso aquello de que estoy seguro.
-Veamos, ¿y de qué estáis seguro?
-Yo diría que conozco a esa gran dama.
-¿Vos?
-Sí, yo.
-¿Y cómo la conocéis?
-¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discreción . . .
-Hablad, y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.
-Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.
-¿Qué habéis hecho?
-¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un acreedor.
- Y...?
- El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al
correo. Su doméstico no había llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era preciso
que nos hiciéramos cargo de sus recados.
-¿Y después?
-En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno
de mis mozos que iba a Paris y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con
las intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella carta,
¿no es así?
-Más o menos.
-Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?
-No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.
-¿Sabéis lo que es esa presunta duquesa?
-Os repito, no la conozco.
-Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo
menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular
una princesa viviendo en la calle aux Ours.
-¿Cómo sabéis eso?
-Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y
que además habría recibido la estocada por alguna mujer.
-Pero entonces, ¿ha recibido una estocada?
-¡Ah Dios mío! ¿Qué he dicho?
-Habéis dicho que Porthos había recibido una estocada.
-Sí, pero él me había prohibido terminantemente decirlo.
-Y eso, ¿por qué?
-¡Maldita sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos
lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas,
le hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la
duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere
confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.
-Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene en su cama?
-Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como
los gatos.
-¿Estabais vos all'?
-Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me
viesen.
-¿Y cómo pasaron las cosas?
-Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guardia; el extranjero hizo una
finta y se lanzó a fondo; todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la
parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido le puso al
punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su
adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que
se llamaba Porthos y no señor D'Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo
y desapareció.
-¿Así que era al señor D'Artagnan al que quería ese desconocido?
-Parece que sí.
-¿Y sabéis vos qué ha sido de él?
-No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.
-Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habita ción de Porthos está en el primer
piso, número uno?
-Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habita ción que ya habría tenido diez
ocasiones de alquilar.
-¡Bah! Tranquilizaos -dijo D'Artagnan riendo-. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa
Coquenard.
-¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero
ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor
Porthos, y que no le enviaría ni un denario.
-¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?
-Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos
hecho el encargo.
-Es decir, que sigue esperando su dinero.
-¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha
puesto la carta en la posta.
-¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?
-Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.
-En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran
cosa.
-¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de
nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.
-Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido
hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que
exige su estado.
-El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la herida.
-Está convenido; tenéis mi palabra.
-¡Oh, es que me mataría!
-No tengáis miedo; no es tan malo como parece.
Al decir estas palabras, D'Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más
tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.
En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta
negra, un número uno gigantesco; D'Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar
adelante que le vino del interior, entró.
Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la
mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una
gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de
conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter y el
mármol de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.
A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose
respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía
encargase particularmente.
-¡Ah! Pardiez sois vos -dijo Porthos a D'Artagnan-; sed bienvenidos, y excusadme si no voy
hasta vos. Pero -añadió mirando a D'Artagnan con cierta inquietud- vos sabéis lo que me ha
pasado.
-No.
-¿El hostelero no os ha dicho nada?
-Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.
Porthos pareció respirar con mayor libertad.
-¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? -continuó D'Artagnan.
-Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado
tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y
me torcí una rodilla.
-¿De verdad?
-¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto
en el sitio, os lo garantizo.
-¿Y qué fue de él?
-¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi
querido D'Artagnan, ¿qué os ha pasado?
-¿De modo, mi querido Porthos -continuó D'Artagnan-, que ese esguince os retiene en el
lecho?
-¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.
-Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? De béis aburriros cruelmente aquí.
-Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una cosa.
- Cuál?
- Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y
cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre
que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis
sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó
por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D'Artagnan?
-¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo -dijo D'Artagnan-; ya
sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado
afortunado en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses
de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar
de venir en vuestra ayuda?
-Pues bien, mi querido D'Artagnan, para que veáis mi mala suerte -respondió Porthos con el
aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba
absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba...
-¿Y?
-Y... no debe estar en sus tierras, porque no me ha contestado.
-¿De veras?
-Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis
vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud
por culpa vuestra.
-Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos -dijo
D'Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.
-iAsí, así! -respondió Porthos-. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su
cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una
especie de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a cada
momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.
-Sin embargo -dijo riendo D'Artagnan-, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.
Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.
-¡No yo, por desgracia! -dijo Porthos-. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es
Mosquetón quien bate el campo y trae víve res. Mosquetón, amigo mío -continuó Porthos-, ya veis
que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.
-Mosquetón -dijo D'Artagnan-, tendréis que hacerme un favor.
-¿Cuál, señor?
-Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría
que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.
-¡Ay, Dios mío, señor! -dijo Mosquetón con aire modesto-. Nada más fácil. Se trata de ser
diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era
algo furtivo.
-Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?
-Señor, practicaba una industria que a mí siempre me ha parecido bastante afortunada.
-¿Cuál?
-Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a
los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en
nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto
católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los
setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante
dominaba en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando
estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que
el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote,
se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de
hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión. Porque yo,
señor, soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor hugonote.
-¿Y cómo acabó ese digno hombre? -preguntó D'Artagnan.
-¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró cogido en una encrucijada entre
un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de
suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a vanagloriarse del
hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos
bebiendo nosotros, mi hermano y yo.
-¿Y qué hicisteis? -dijo D'Artagnan.
-Les dejamos decir -prosiguió Mosquetón-. Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó
un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del
protestante. Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a
cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había
tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.
-En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy
inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era furtivo?
-Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo
vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas
sólo para pata nes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse
a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Principe, he tendido
lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar
sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede
asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados
para los enfermos.
-Pero ¿y el vino? -dijo D'Artagnan-. ¿Quién proporciona el vino? ¿Vuestro hostelero?
-Es decir, sí y no.
-¿Cómo sí y no?
-Lo proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese honor.
-Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas instructivas.
-Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había
visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.
-¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter y
sobre esa cómoda?
-Paciencia, señor, cada cosa a su tiempo.
-Es justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.
-Ese español tenía a su servicio un lacayo que le había acompañado en su viaje a México. El tal
lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente
cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por
encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del
país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles
animales. Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte
o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas había que
admitir la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía
el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado
de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo.
¿Comprendéis ahora? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un
momento la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo, y
como ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es, señor, como el Nuevo
Mundo se encuentra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter.
Ahora, gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de él.
-Gracias, amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de desayunar.
-¡Y bien! -dijo Porthos-. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos,
D'Artagnan nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos dejó.
-De buena gana -dijo D'Artagnan.
Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de conva lecientes y con esa
cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D'Artagnan contó cómo
Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos
debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y
cómo él, D'Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes
para llegar a Inglaterra.
Pero ahí se detuvo la confidencia de D'Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran
Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres
compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se hallaba
instalado en las cuadras del hostal.
En aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían descansado
suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.
Como D'Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con
impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de
que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver
por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint
Martin, lo recogería al pasar.
Porthos respondió que con toda probabilidad su esguince no le permitiría alejarse de allí.
Además, tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.
D'Artagnan le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de
nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya
desembarazado de uno de los caballos de mano.

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