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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 11 de julio de 2008

SEVEN -- 2ªparte -- ANTHONY BRUNO

SEVEN -- 2ªparte -- ANTHONY BRUNO
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CAPÍTULO 13

—¡He dicho que te levantes ahora mismo, cabrón de mierda! –insistió California.
Al asomarse al interior de la habitación, lo único que vio Somerset fueron espaldas y cabezas; todo el mundo se concentraba alrededor de la cama. A toda prisa, recorrió la estancia con la mirada y no comprendió por qué había tantos ambientadores. Se hallaban por doquier, a cientos; tubos y discos de plástico en un arcoiris de colores, algunos pegados a la pared, otros agolpados sobre una mesita y dos sillas, el resto en el suelo. El lugar despedía un penetrante aroma floral, como un infierno de popurrí. Una sábana vieja y amarillenta estaba clavada con tachuelas en la pared que había frente a los pies de la cama. De repente advirtió lo que había en la pared de detrás de la puerta: la palabra PEREZA escrita con mierda. De forma automática, Somerset empezó a respirar por la nariz, aunque la dulzura abrumadora de los ambientadores disimulaba cualquier posible hedor.
California propinó tal patada a la cama que un extremo se elevó del suelo.
—¡Levántate!
Con mucho cuidado, California alargó el brazo y arrancó la sábana de un tirón; de repente, una ola pareció barrer la habitación cuando cada uno de los hombres se puso tenso, consciente de que tal vez debería disparar en la siguiente milésima de segundo. Pero el chasco fue tremendo. Era evidente que lo que vieron no iba a abalanzarse sobre ellos.
—Dios mío –farfulló California al mismo tiempo que se apartaba.
Somerset se acercó para ver mejor. Un cuerpo casi desnudo yacía sobre la cama, arrugado y cubierto de úlceras. Era un hombre o, mejor dicho, la momia de un hombre. La piel presentaba el matiz grisáceo de la masilla. Sus ojos parecían vendados sobre el rostro demacrado y estaba atado a la estructura de la cama con un cable fino que alguien enrolló a su alrededor una y otra vez, como si fuera una mosca atrapada en la tela de una araña. Un taparrabo le cubría la entrepierna. De él salían dos tubos que desaparecían bajo la cama.
—Por el amor de Dios... –masculló el policía negro.
Mills meneó la cabeza, incapaz de apartar la vista del cuerpo.
Joder...
El hedor del cuerpo descubierto fue extendiéndose por la habitación, y Somerset sacó su pañuelo del bolsillo. Los ambientadores ya no servían de nada. Somerset se abrió paso hasta Mills y sacó la fotocopia con las fotografías policiales de Victor.
—¿Es él? –inquirió Mills.
Somerset comparó el rostro del cuerpo con el de las fotografías. Era la misma barbilla puntiaguda, la misma nariz aguileña.
—Sí, es él.
—Teniente, venga a ver esto.
California señaló el brazo derecho del hombre con el cañón del arma. La mano había desaparecido. De hecho se la habían serrado, a juzgar por el aspecto de la herida, cicatrizada largo tiempo atrás.
—Pidan una ambulancia –ordenó Somerset a California.
—Querrá decir un coche fúnebre –replicó California–. Este tipo está más que muerto.
—Teniente, eche un vistazo a esto.
El policía negro había descolgado la sábana amarillenta de la pared. Estaba cubierta de fotografías Polaroid de Victor atado a la cama, y en la parte inferior de cada una de ellas aparecía una fecha escrita con toda pulcritud.
—Hay cincuenta y dos, teniente. Las he contado.
Somerset se acercó a inspeccionarlas. Se trataba de una crónica del deterioro paulatino de Victor, su metamorfosis de un hombre de constitución normal y con un poco de barriga a un saco de piel y huesos. Somerset no pudo evitar pensar en las fotos que había visto de supervivientes de campos de concentración.
—¿Qué día es hoy? –preguntó, con el estómago revuelto.
—Eh... veinte –contestó el policía negro.
Somerset señaló la fecha de la primera fotografía.
—La tortura empezó hace hoy exactamente un año.
Por el amor de Dios... –murmuró–. ¿ Qué clase de monstruo es este cabrón?
Mills se guardó el arma y sacó un par de guantes de látex.
—Muy bien, California, saque a su gente de aquí. Esto es un homicidio.
California le lanzó una mirada furiosa, que sólo duró un instante.
—Ya lo habéis oído –ordenó a sus hombres–. Larguémonos de aquí, y no toquéis nada al salir.
Somerset se interpuso entre los dos hombres antes de que las cosas empeoraran. California era tan irritable como Mills. La verdad era que se merecían el uno al otro. Mills siguió mirando enojado a California, hasta que por fin se volvió para examinar las fotos. Somerset levantó la sábana y con sumo cuidado cubrió a Victor Dworkin hasta el cuello. California permaneció junto a él.
—Parece una especie de muñeco de cera, espeluznante –comentó California, hipnotizado ante los ojos vendados de Victor.
Somerset alargó el brazo para comprobar si percibía algún indicio de pulso en el cuello de Victor, aunque la posibilidad le parecía remota, cuando de repente lo llamó Mills.
—Mire esto. Joder, no me lo puedo creer.
Mills tenía el rostro lívido.
—¿ Qué? –Somerset advirtió que California estaba intentando retirar la sábana–. Deje eso, sargento –espetó–.
Está alterando las pruebas.
California apartó la mano, hipnotizado aún por la espantosa visión del cuerpo.
Mills tenía una rodilla apoyada en el suelo. Bajo la sábana que habían descolgado de la pared encontraron una caja de zapatos abierta. En un costado, escritas en rotulador con letra de imprenta, se leían las palabras AL MUNDO DE MI PARTE. Somerset se agachó para ver el contenido.
Junto a la cama, California estaba inclinado sobre el rostro escuálido de Victor.
—Te han dado tu merecido, Victor.
—¡Apártese, sargento! –gritó Somerset.
—Perdón, teniente –se disculpó California mientras se incorporaba y retrocedía unos pasos.
Somerset hizo caso omiso de él y empezó a examinar el contenido de la caja de zapatos. Cogió una de las bolsitas herméticas. Contenía mechones de cabello castaño. La siguiente contenía varias cucharadas de líquido amarillo.
—Una muestra de orina –constató Mills, asqueado–.
Y una muestra de pelo y otra de heces. Mire, también hay uñas. Se está burlando de nosotros. Ese maldito hijo de puta se está burlando de nosotros.
California había vuelto a acercarse a Victor, y Somerset estaba a punto de echarlo de la habitación cuando de repente el cadáver emitió un sonido profundo y gutural que dio un susto de muerte al sargento. El hombre dio un traspié, tropezó con una silla y volcó una docena de ambientadores. Victor tenía la boca abierta y movía la mandíbula de modo casi imperceptible.
—¡Está vivo! –exclamó California señalando el rostro de Victor.
La voz del sargento se había elevado dos octavas.
Somerset y Mills se acercaron al hombre de los ojos vendados como una exhalación. Los labios de Victor temblaban débilmente. De su garganta brotaba un leve gorgoteo.
—Dios mío... –farfulló Mills.
—¡Está vivo! –repitió California con expresión incrédula.
—¡Pidan a una ambulancia! –gritó Mills–. ¡Ahora mismo !

CAPÍTULO 14

Diez minutos más tarde, California corría por el pasillo del tercer piso, para abrir paso a los enfermeros que le seguían con una camilla plegable.
—¡Apártense! –gritaba–. ¡Apártense!
Numerosos vecinos entrometidos habían salido de sus apartamentos; charlaban y miraban, ansiosos por averiguar qué estaba pasando, y el lugar se convirtió en un verdadero manicomio. Mills y Somerset tomaron posiciones junto a la escalera, resueltos a mantener libre la distancia que mediaba entre el apartamento de Victor y la escalera. Los demás agentes uniformados se hallaban en los rellanos de los pisos inferiores, haciendo lo que podían para controlar a la muchedumbre hasta que llegaran los refuerzos. Mills quería volver al piso, temeroso de que California alterara el escenario del crimen con su maldita curiosidad, pero Somerset ya había impuesto su rango, ordenándole que se quedara donde estaba.
—Pero teniente –insistió Mills–, ¿no cree que debería volver al apartamento para asegurarme de que...?
—No.
—Pero los enfermeros fastidiarán las pruebas.
—Lo harán tanto si está usted presente como si no. Tienen una vida que salvar. Y quizás esa vida sea el único testigo que pueda identificar al asesino.
Somerset empezaba a estar harto de Mills.
—Perdone, oficial –los interrumpió un joven hispano que no llevaba camisa, sino tan sólo unos vaqueros y sandalias, e iba seguido de tres niños pequeños–. ¿ Qué ha pasado ?
—Todavía no lo sabemos –mintió Somerset–. No se acerque, por favor. Y meta a los niños en casa.
El joven adoptó una expresión agria. Hizo un gesto obsceno a espaldas de Somerset, pero luego obedeció y se llevó a los niños al piso.
—¿ Ha visto eso ? –exclamó Mills–. ¿ Ha visto lo que ha hecho ese tipo ?
—No me importa lo que haya hecho –replicó Somerset–. No me preocupa esa clase de cosas.
A Mills no le gustaba la actitud de Somerset. ¿ Qué quería decir? ¿ Que tenía cosas más importantes en qué pensar?
—Pues entonces, ¿ qué es lo que le preocupa ?
—Ahora mismo me preocupa ese maldito asesino. Me preocupa el hecho de que tal vez lo hayamos subestimado.
Somerset daba la impresión de cargar sobre sus hombros el peso del mundo, y a Mills también le cabreaba eso.
No era el único policía de la investigación. El que atraparan a ese tipo no dependía sólo de él.
—Yo también deseo atraparlo –aseguró–. Lo entiende, ¿verdad?; y no sólo eso, sino que quiero hacerle daño.
—Eso es lo que quiere el asesino –replicó Somerset mirando a Mills a los ojos–. ¿Es que no lo entiende? Está jugando con nosotros.
—¡No me diga! ¡No me joda!
—Mire, tenemos que prescindir de nuestras emociones.
Por muy duro que sea, tenemos que concentrarnos en los detalles.
Mills se señaló el pecho.
–Yo no sé usted, teniente, pero yo me alimento de mis emociones.
De repente, Somerset lo agarró por las solapas.
—¿Me está escuchando, Mills?
Mills le propinó un empujón.
—¿ Sabe cuál es su problema, joder? ¡Eh!
Mills se cubrió los ojos cuando el flash de una cámara lo deslumbró. Desde la escalera les llegó el sonido de la película al avanzar automáticamente. Mills parpadeó en un intento de recuperar la visión. Un tipo provisto de una cámara, un periodista, estaba de pie en mitad de la escalera y los apuntaba con el aparato. Tanto Mills como Somerset se protegieron los ojos cuando el hombre disparó la máquina tres veces seguidas.
—¿ Cómo se llaman, oficiales ? –preguntó el periodista.
Hablaba con voz estridente y nasal. Llevaba el traje arrugado y unas gafas de cristales gruesos. De estar más calvo, habría sido idéntico al granjero de Bugs Bunny.
Cabrón de mierda, pensó Mills mientras corría escaleras abajo y agarraba al hombre por las solapas.
—¿ Qué coño hace aquí? ¿ Cómo narices ha llegado hasta aquí? –gritó al agente uniformado que se encontraba en el rellano inferior.
El policía estaba haciendo lo que podía para controlar a la gente que clamaba por ver qué estaba pasando arriba.
—¡Joder, hago lo que puedo, detective!
El periodista se retorcía para zafarse de Mills. Logró coger el carné de prensa plastificado que llevaba colgado del cuello con una cadena y lo blandió ante Mills.
—Soy de la Unión Internacional de Prensa. Tengo...
Mills perdió los estribos y le propinó un empujón tre mendo. El periodista dio un traspié, cayó y aterrizó en el rellano inferior.
—Me importa un huevo lo que tenga, amigo. Ese carné me lo paso por el forro. Esto es el escenario de un crimen, ¿ entiende ?
Somerset bajó la escalera y aferró a Mills por el codo, pero el joven se zafó de su mano. El periodista temblaba mientras recogía su cámara y pugnaba por incorporarse.
—¡No puede hacerme esto! –gimió–. ¡No tiene derecho!
—¡Lárguese de aquí de una puta vez! –gritó Mills.
Con el rostro blanco como el papel, el periodista puso pies en polvorosa. Mills se asomó a la barandilla y lo siguió con la mirada para cerciorarse de que se marchaba.
—¡Tendrá noticias de mi abogado! –chilló el periodista sin detenerse–. ¡Tengo una foto suya! ¡Tengo varias fotos suyas !
—¡Que te den por culo, maldito...!
Somerset agarró a Mills y tiró de él para apartarlo de la barandilla y obligarlo a sentarse en la escalera.
—Ya basta.
Mills levantó las manos y exhaló un profundo suspiro.
—Vale, vale. Pero dígame una cosa. ¿ Cómo es que esas cucarachas llegan siempre tan deprisa?
Somerset esbozó una sonrisa afectada, como si Mills tuviera que saberlo.
—Pagan a los policías para que les den pistas,y pagan bien.
Mills asintió con un gesto. Volvió a suspirar para calmarse.
—Lo siento. No sé, he perdido los estribos... Lo siento.
—No se preocupe –repuso Somerset con sarcasmo–.
Siempre me impresiona la visión de un hombre que se alimenta de sus emociones.
Mills apretó los dientes y lanzó una mirada enfurecida a Somerset. Hijo de puta...
—¡Dejen paso! ¡Dejen paso! –gritó California.
Los enfermeros bajaban a Victor Dworkin. Mills corrió hasta el siguiente rellano y se apretó contra la pared para dejar paso a la camilla. Cuando pasaron vio el rostro de Victor, que ya no tenía los ojos vendados, sino que exhibía unos ojos hundidos en el cráneo; entre los párpados se vislumbraba un brillo húmedo y tenue. Parecía un polluelo reseco que se hubiera caído del nido y al que su madre hubiera abandonado.
—¡Vamos! ¡Adelante! ¡Adelante! –espetó California.
Cuando doblaron la esquina del rellano, Mills tuvo que apretarse aún más contra el rincón para dejarles paso.
El rostro de Victor se encontraba a escasos centímetros del suyo, y Mills no pudo evitar mirarlo. De repente advirtió que el hombre movía los ojos. ¿Lo estaba mirando Victor? Se quedó inmóvil mientras la sangre se le helaba en las venas.
El corazón le latía con violencia. Esa maldita momia lo había mirado.
El color de Victor Dworkin daba una impresión todavía peor sobre las sábanas blancas y limpias del hospital que en su piso mugriento. Tenía la piel oscura y reseca, como si hubiera pasado por la curtiduría. Yacía inmóvil dentro de una burbuja de oxígeno, con un cuentagotas intravenoso conectado al cuello mientras le practicaban una transfusión de sangre a través del muslo. La habitación se hallaba sumida en la penumbra, y le habían cubierto los ojos con una toalla húmeda. Mills escuchaba el sonido del electrocardiógrafo.
Los pitidos se sucedían con lentitud. Mills anticipaba cada uno de ellos, temeroso de que el próximo no se produjera, de que Victor falleciera y los dejara sin su único testigo, la única persona en el mundo que podía delatar al asesino.
El doctor Beardsley conversaba con Somerset al otro lado de la cama, y la imagen de ambos se veía borrosa y distorsionada a causa de la carpa de plástico transparente. El facultativo tenía una melena gris y rizada, así como un rostro huesudo y de expresión intensa. Somerset asentía mientras el médico hablaba, y anotaba en su cuaderno todo lo que el hombre le decía.
Mills contempló el rostro de Victor a través del plástico. Quería que Victor despertara, pero temía el momento en que eso sucediera. Sabía que resultaría espeluznante, como algo sacado de una película de terror. Si llegaba a despertar, tendría que ir por la vida con aspecto de Guardián de la Cripta. Observó durante unos instantes, los monitores que se hallaban sobre la cama, pero se movían con tal lentitud que le empezó a entrar sueño. Por fin se levantó y dio un rodeo para escuchar lo que decía el médico.
... un año de inmovilidad parece probable –le explicaba el doctor en aquel momento a Somerset–, a juzgar por el profundo deterioro de los músculos y la columna vertebral. Los análisis de sangre muestran un verdadero buffet libre de fármacos, incluyendo un antibiótico que debieron de administrarle para evitar que las úlceras se infectaran.
Mills echó un vistazo al interior de la carpa e hizo una mueca. Un año entero atado a aquella cama, pensó. Un año entero a merced de aquel monstruo.
Somerset levantó la vista del cuaderno.
—¿ Existe alguna posibilidad de que sobreviva?
—Permítame que lo exprese del siguiente modo, detective. Si de repente le iluminara la cara con una linterna, lo más probable es que muriera de shock. En el acto.
Somerset cerró el bolígrafo y se lo guardó. Mills lo miró, pero no había nada que decir. Victor Dworkin no podría ayudarles a atrapar a aquel hijo de puta.
—¿Ha dicho algo Victor, doctor? –preguntó Mills–.
¿ Ha intentado expresarse de alguna forma?
El doctor Beardsley adelantó el labio inferior y meneó la cabeza.
—Aun cuando su cerebro no estuviera hecho papilla, que lo está, no podría hablar aunque quisiera.
—¿ Por qué no ?
—Se comió la lengua en un momento dado del tormento. Probablemente para alimentarse.
Mills clavó la mirada en el suelo y meneó la cabeza. Si no se hubiera sentido tan vacío, habría vomitado.

CAPÍTULO 15

Aquella tarde, en la comisaría, la sala de Homicidios olía a humo de cigarrillo rancio y café quemado. En la parte delantera de la estancia había un podio destartalado frente a una colección desordenada de sillas de oficina y sillas plegables. Dos grandes mesas grises estaban apoyadas juntas contra una pared para ofrecer una mayor superficie. Somerset se hallaba de pie ante una pizarra portátil, y observaba lo que había escrito durante la reunión que acababa de finalizar:

1. Gula.
2. Codicia.
3. Pereza.
4. Envidia.
5. Ira.
6. Orgullo.
7. Lujuria.

Agitó la tiza en la mano como si estuviera preparándose []para lanzar los dados. Avanzó un paso y tachó las palabras []Gula, Codicia y Pereza. El capitán había asignado []otros tres hombres al caso y, durante la reunión, Somerset []y Mills los habían puesto en antecedentes. Somerset dejó la []tiza y se volvió para mirar a Mills, que estaba sentado solo []en una silla plegable y leía las declaraciones preliminares []obtenidas de las personas que vivían en el edificio de Victor []Dworkin. Somerset habría deseado que el capitán no les []hubiera asignado a California. El sargento y Mills se llevarían como el perro y el gato; Somerset lo intuía. La química []que fluía entre ellos era mala, y sólo era cuestión de tiempo que chocaran.
Somerset se apoyó contra el podio. Deseaba poder []entusiasmarse también con la investigación. No cabía []duda de que era necesario detener al asesino, pero Somerset no sabía si estaba preparado para ello. No se trataba tanto de que no pudiera hacerlo, como de que no []quería obligarse a hacerlo. Estaba mentalizado para jubilarse, para alejarse de toda aquella mierda. Pero si volvía a []pasar por otra investigación, no estaba tan seguro de sentirse de nuevo capaz de volver la espalda a la ciudad.
¿ Quién atraparía al siguiente monstruo? ¿Mills? Solo no.
Aún no.
Cogió una pila de papeles del podio y se dirigió hacia []las ventanas. Por ellas entraba una brisa fresca muy poco []frecuente. Se apoyó en la repisa y echó la cabeza hacia atrás en un intento de disfrutar del aire mientras éste durara. Los placeres sencillos no duraban demasiado en la ciudad.
—¿ Ha leído la declaración del casero ? –le preguntó a Mills.
—No –repuso Mills levantando la vista–. ¿ Qué dice ?
—Dice que cada mes encontraba un sobre con dinero en el buzón de su oficina. Dice textualmente: Nunca he oído una sola queja del inquilino del apartamento 303, y nadie se ha quejado jamás de él. Es el mejor inquilino que he tenido en mi vida.
Mills lanzó una risita amarga.
—El sueño de todo casero, un inquilino paralizado y sin lengua.
—Que siempre pagaba el alquiler a tiempo –agregó Somerset.
—Y en efectivo.
Somerset meneó la cabeza, asombrado una vez más por el modo en que la gente puede convencerse de que todo va bien cuando a todas luces no es así. Los pagos en efectivo deberían haber puesto al casero sobre aviso. ¿ Quién pagaría el alquiler en efectivo ? Apostaba lo que fuera a que el casero no declaraba aquel dinero a Hacienda; por eso nunca había hecho preguntas.
Mills arrojó sobre la mesa más cercana el montón de informes que había estado leyendo.
—Estoy harto de quedarme sentado y esperar. Necesito actuar.
—Eh, que de eso va este trabajo –replicó Somerset–.
El único que resuelve los delitos antes de que sucedan es Batman.
—Debe de haber algún seguimiento que podamos realizar. Quiero decir: ¿tenemos que dejar que este chalado tome toda la iniciativa?
A Somerset no le hicieron ni pizca de gracia las palabras de Mills. El muchacho no lo entendía.
—No lo subestime. Afirmar que está chalado resulta demasiado fácil y es un grave error.
—Bah, venga, hombre. Ese tío está loco. Lo más probable es que ahora mismo esté bailando en su habitación, vestido con las bragas de su mamá y embadurnándose el cuerpo con manteca de cacahuete.
—No, ese tipo no –replicó Somerset meneando la cabeza.
—¿Cómo que ese tipo no? ¿Me está diciendo que lo percibe? ¿Que tiene un contacto psíquico con él? ¿Sabe acaso lo que piensa? Eh, yo también he visto esa película, y es una chorrada.
Somerset se limitó a mirarlo. Había creído que Mills sabía más acerca de los asesinos habituales, pero lo cierto era que le quedaba mucho por aprender. Era imposible que se hiciera cargo de aquella investigación él solo.
—¿Sabe lo que creo? –dijo Mills–. Creo que este tipo ha tenido mucha suerte hasta ahora, pero tarde o temprano se le acabará el chollo. Y debemos estar preparados para cuando llegue ese momento.
Somerset se limitó a menear la cabeza.
—No depende de la suerte. La suerte no tiene nada que ver en esto. Entramos en ese piso justo un año después de que atara a Victor a la cama. ¡Un año exacto! Lo planeó así.
Eso es precisamente lo que quería que sucediera.
—No lo sabemos con seguridad.
—Sí que lo sabemos. Piense un momento. ¿ Cuáles fueron las primeras palabras que nos dirigió ? Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.
—¿Y?
—Cumple su palabra. Para él ha sido un camino largo y duro. Imagine la voluntad que debió de necesitar para mantener a Victor Dworkin con vida y atado de aquella forma durante un año entero para conectarle tubos al pene, vaciar los orinales, amputarle la mano y usarla para dejar huellas digitales; para mantener a Victor suspendido al borde de la supervivencia, sin que muriese. Este hombre es metódico, exigente y, lo que aún es peor, paciente. El camino que conduce al infierno es largo y duro, y este tipo tiene la energía necesaria para recorrerlo.
—¿Sabe? –replicó Mills con una mueca–, tiene a Dante metido entre ceja y ceja. Cree que todas estas paridas literarias y teológicas son la clave para descubrir cómo es el asesino. Pues no lo es; reconózcalo. El hecho de que el tipo tenga el carné de la biblioteca no lo convierte en Einstein.
El carné de la biblioteca, pensó Somerset. De repente lo asaltó una idea. Observó por la ventana la hilera de coches patrulla que estaban aparcados detrás de la comisaría. El carné de la biblioteca...
—¿ Qué ? ¿ En qué está pensando ? –le preguntó Mills mientras se levantaba para acercarse a él–. Conozco esa expresión. Oigo girar las ruedecitas de su cerebro.
—¿Todavía tiene ganas de hacer algo? –le preguntó Somerset.
—Sí, claro.
— Cuánto dinero lleva encima ?
—No sé, unos cincuenta pavos.
Somerset examinó el contenido de su cartera. Llevaba ochenta.
—Propongo hacer una excursión de reconocimiento.
—¿Una qué?
—Vamos.
En la sala de consulta del edificio principal de la biblioteca pública, Somerset contemplaba el ir y venir del cabezal de la impresora de agujas por la hoja mientras se imprimía una lista de títulos de obras. Mills se hallaba de pie detrás de él, con los brazos cruzados y expresión aburrida. Se sentía fuera de lugar, y las dos bibliotecarias que trabajaban tras el mostrador no dejaban de mirarlo, como un par de palomas que observaban a un gato callejero. Bueno, que las zurzan, pensó Mills. Al cabo de unos minutos la impresora se detuvo, y Somerset arrancó las cuatro hojas impresas.
—¿ Piensa decirme de una vez qué coño hacemos aquí, teniente? Tenemos a un psicópata suelto y usted se dedica a verificar la lista de libros que no han devuelto a tiempo.
—No exactamente –replicó Somerset mientras doblaba las hojas y se las guardaba en el bolsillo interior de la americana–. Vámonos.
—¿ Adónde? ¿A una librería?
—Paciencia, Mills. El asesino tiene mucha paciencia, y usted debería seguir su ejemplo. Lo entenderá todo dentro de un momento.
Somerset se dirigió hacia la entrada principal.
—Un momento, ¿vale? –exclamó Mills, procurando no quedar rezagado.
—¡Chist! –lo regañó una anciana menuda que empujaba un carrito lleno de libros–. Silencio, por favor.
Mills le lanzó una mirada fulminante. Y a punto estuvo de dedicarle un gesto obsceno, pero se contuvo en el último momento.
—Siempre he odiado las bibliotecas, joder –masculló mientras se daba prisa para alcanzar a Somerset.
Somerset ya había salido y bajaba la escalinata de piedra de la biblioteca. El sol brillaba con calidez, y Somerset parecía rejuvenecido ante aquella excursión de reconocimiento a la biblioteca, aunque Mills no entendía nada.
Bajó la escalinata a toda prisa.
—Espere, teniente.
Somerset se detuvo en el último escalón y se volvió hacia él.
—¿ Qué pasa?
—¿ Que qué pasa? Primero me arrastra hasta aquí para consultar libros sobre el capullo de Dante, los siete pecados capitales, la Iglesia católica, el asesinato, el homicidio, el sadomasoquismo y todas las demás locuras que se le pasan por la cabeza, y ahora ni siquiera me dice qué se propone.
Ya le he dicho que tiene a Dante metido entre ceja y ceja. Si cree que va a encontrar respuestas sobre lo que pretende este tío en una biblioteca, pierde el tiempo, amigo.
—Pues pierdo el tiempo –replicó Somerset limitándose a sonreír.
Se acercó al bordillo y cruzó la calle sorteando los vehículos. En la acera opuesta se veía una hilera de comercios, entre ellos una tienda de artículos a precio único, una farmacia, una tienda de pelucas, otra de electrónica y una pizzería. Delante de esta última, un hombre canoso envuelto en un desgastado impermeable marrón repartía octavillas.
Los transeúntes lo evitaban dando un amplio rodeo.
—¡Coged uno, imbéciles de mierda! –gritaba el hombre–. Es un cupón de descuento, por el amor de Dios.
¡Coged uno! ¡Ahorraos un poco de dinero, joder! Toma, hombre.
Mills pasó junto a él y siguió a Somerset al interior de la pizzería.
—Sólo café –estaba pidiendo Somerset al hombre que se hallaba tras el mostrador de formica blanca cuando Mills entró en el local.
—Una ración de pizza con salchichón y una cerveza sin alcohol grande –añadió Mills–. Invito yo –le dijo a Somerset mientras se llevaba la mano al bolsillo.
—Gracias. Iré a coger una mesa.
Somerset estaba examinando las hojas impresas de la biblioteca cuando Mills llegó a la mesa con lo que habían pedido.
—Siéntese aquí –indicó el teniente–. A mi lado.
—¿Por qué? –Preguntó Mills en un intento de comprender qué pretendía Somerset con aquella excursión de reconocimiento–. ¿ Es que ahora salimos juntos?
—Espero que no –replicó Somerset imperturbable y sin dejar de leer las hojas.
Mills depositó la bandeja de plástico marrón sobre la mesa y se sentó junto a Somerset. Retiró el envoltorio de una pajita y la introdujo en su bebida mientras esperaba que Somerset levantara la vista de aquellas hojas y le dijera algo. Pero no parecía que aquello fuera a suceder en breve, de modo que cogió la ración de pizza y la dobló para darle un mordisco.
—¿ De verdad se va a comer eso? –preguntó Somerset con aire desaprobador.
—Bueno, ¿ y qué se supone que tengo que hacer con ello ?
—Este local quebrantaba unas cincuenta normas sanitarias la última vez que lo inspeccionaron.
—Y me lo dice ahora.
Mills arrojó la pizza sobre la mesa y recordó el tamaño de las cucarachas que habitaban su piso: aproximadamente tan grandes como las rodajas de salchichón y más o menos del mismo color, aunque no tan redondas.
—¡Mierda! –masculló.
De repente, un personaje de aspecto grasiento que vestía con un traje negro y camisa del mismo color abotonada hasta el cuello se acercó a su mesa. Llevaba gafas de aviador de vidrios rosados y los dedos cargados de llamativos anillos. En una mano sostenía un cigarrillo encendido. ¿De qué coño va esto?, se preguntó Mills. Pero al ver que Somerset no reaccionaba ante la llegada del hombre, Mills supuso que el teniente lo conocía.
—Déme cincuenta dólares –le ordenó Somerset.
A regañadientes, Mills se llevó la mano al bolsillo del pantalón, extrajo la cartera y tomó unos billetes. Se detuvo y estudió de nuevo al hombre del cabello engominado hacia atrás, sin saber aún que significaba todo aquello.
El hombre se pasó la lengua por los dientes antes de hablar.
—Tenemos un problema –le dijo a Somerset.
Somerset meneó la cabeza.
Mills suspiró y le entregó el dinero a Somerset por debajo de la mesa.
—Le doy esto y por alguna extraña razón creo que debería saber qué coño estamos haciendo aquí. Pero a lo mejor soy yo el raro. A lo mejor soy yo.
Somerset unió el dinero de Mills a una parte del suyo y dobló los billetes antes de introducirlos entre las hojas impresas. Por señas, le indicó al hombre grasiento del traje negro que se sentara.
El hombre se sentó frente a ellos.
—¿Qué tal, Somerset? –saludó, al mismo tiempo que dedicaba una sonrisa rastrera Mills–. No me había dicho que esto iba ser un ménage–á–trois.
—No pasa nada –le aseguró Somerset.
—Amigo mío, estas cosas sólo las hago por usted –replicó el tipo grasiento–. Corro un gran riesgo, pero imagino que después de esto estaremos en paz. Todas las cuentas saldadas.
—Es probable –asintió Somerset, entregándole las hojas impresas y el dinero por debajo de la mesa.
El hombre desdobló las hojas y miró el dinero antes de guardárselo en el bolsillo interior.
—Dentro de una hora aproximadamente –anunció el hombre mientras se levantaba. Antes de marcharse cogió la pizza de Mills y se comió un gran bocado–. Aún no he comido –explicó mientras se alejaba con la pizza.
En cuanto hubo desaparecido, Mills se volvió a Somerset aún más confuso.
—Imagino que será dinero bien empleado, ¿ no ?
—Paciencia, Mills, paciencia. Venga, vámonos.
El zumbido de la maquinilla eléctrica empezaba a poner nervioso a Mills. El viejo barbero estaba inclinado mientras afeitaba cuidadosamente la nuca de su cliente, algo más joven que él. Mills aguardaba sentado en una de las sillas de la zona de espera, y junto a él Somerset sostenía abierto un ejemplar de National Geographic sobre la pierna cruzada.
Se hallaban en una vieja barbería que exhibía sus frascos de tónico capilar y de polvos de talco en un largo estante situado bajo el espejo que recorría el local en toda su longitud. El barbero, un negro bajo y corpulento de cabello acerado y cortado al uno, parecía suficientemente mayor para haber sido el primero en cortarle el pelo a Somerset. Mills miró al teniente. Todavía no había averiguado cuál era el objetivo de aquella excursión de reconocimiento.
—¿ Qué coño hacemos aquí, Somerset? No necesito un corte de pelo.
Somerset lo miró sin apenas levantar la cabeza inclinada, y sus ojos se encontraron con los de Mills en el espejo.
—Tranquilo, Mills. Las cosas suceden en su momento.
Es contraproducente intentar forzar los acontecimientos.
–Volvió a bajar la mirada hacia la revista y pasó la página–. Sin embargo, quiero que sepa que al hacerle venir conmigo a esta pequeña expedición le estoy demostrando que confío más en usted que en la mayoría de la gente.
—¿ Por qué no va al grano y me cuenta lo que estamos haciendo ? Estoy a punto de explotar.
Somerset pasó unas cuantas páginas más con indolencia antes de mirar a Mills de soslayo.
—Es posible que a fin de cuentas todo esto no conduzca a nada, pero si es así, da igual. ¿Recuerda al hombre de la pizzería ?
—Sí.
—Es amigo mío, del FBI.
—¿Ese tipo grasiento es del FBI?
Somerset asintió con un movimiento de cabeza.
—El FBI lleva mucho tiempo conectado a la red de bibliotecas, controlando la situación.
—¿Qué situación? ¿Las multas por retrasos en las devoluciones ?
Somerset hizo caso omiso del sarcasmo de Mills.
—Los federales controlan los hábitos de lectura. No controlan todos los libros, sino algunos determinados: libros sobre la fabricación de armas nucleares, por ejemplo, o Mein Kampf. Cualquier persona que saque de la biblioteca un libro tiene sus hábitos de lectura fichados a partir de entonces.
—Está de guasa.
—No. Esos libros cubren todos los temas que al FBI le parecen preocupantes, desde el comunismo al crimen violento.
—¿Y eso es legal? Quiero decir que, por el amor de Dios, el hecho de que leas un libro sobre la fabricación de bombas no significa necesariamente que tengas intención de fabricar una.
—Legal, ilegal –replicó Somerset encogiéndose de hombros–. Esos conceptos carecen de importancia. Los federales no están autorizados a utilizar esa información directamente, pero ésta puede resultar muy útil como orientación para encontrar a posibles sospechosos. Recuerde que no se puede obtener un carné de biblioteca sin el de identidad y sin el recibo del teléfono actualizado.
Mills empezaba a ponerse de mejor humor. Tal vez Somerset tuviera razón. Si el asesino era un ratón de biblioteca (como él), quizás aquella pista condujera a algo. Somerset sabía lo que se hacía. Sin embargo, habría sido muy amable de su parte poner en antecedentes a su compañero.
—¿ Así que están controlando la lista que usted ha sacado de la biblioteca? –inquirió.
Somerset volvió a asentir con un gesto.
—Si alguien ha estado sacando de la biblioteca algo de Dante, Elparaiso perdido y las biografías de los grandes mártires además de, por ejemplo, Helter Skelter y El hombre de hielo, entonces el FBI nos facilitará un nombre.
—Sí, pero ¿qué pasa si damos con algún universitario que está haciendo un estudio comparativo sobre la delincuencia en la Edad Media y en nuestro siglo ?
—Bueno, al menos hemos salido de la oficina –le recordó Somerset.
En aquel momento, el hombre que estaba sentado en el sillón se levantó, y el barbero empezó a cepillarle los pelos sobrantes.
—¿ Por qué no se corta el pelo mientras esperamos ?
Mills echó un vistazo a la obra más reciente del barbero.
El hombre había afeitado tanto alrededor de las orejas que, de espaldas, el pobre tipo parecía un tarro.
—Creo que paso del corte de pelo –replicó–. Pero dígame una cosa. ¿ Cómo ha llegado a averiguar todo esto ? Los federales no se distinguen precisamente por su franqueza.
Somerset bajó la mirada hacia la revista.
—No sé nada de todo esto. Y usted tampoco. Por eso lo estamos haciendo así.
Mientras el barbero pulsaba las teclas de su prehistórica caja registradora y el cajón se abría con un tintineo, el tipo grasiento del FBI entró en el local sonriendo como un vendedor de coches usados. Cerró la puerta tras de sí y se sentó junto a Somerset antes de entregarle una pila de hojas impresas.
—¿ Algo bueno? –preguntó Somerset.
—Sí –asintió el hombre–, creo que he encontrado algo para usted.

CAPÍTULO 16

El sol, de un tono rojizo y anaranjado, asomaba entre dos bloques de oficinas. Sentado al volante de su coche, Somerset giró la visera a fin de desviar los rayos directos para poder seguir leyendo. Había aparcado en un estacionamiento del centro, delante de la barbería.
Junto a él, Mills tenía el pie apoyado en el salpicadero y emitía pequeños gemidos y gruñidos mientras leía su mitad de las hojas impresas que les había proporcionado el agente del FBI. En el suelo había una lata vacía de cerveza sin alcohol.
—¡Qué manera de perder el tiempo! –se quejó–.
Aquí no hay nada.
—Nos estamos concentrando –le recordó Somerset sin alzar la vista de la página que estaba leyendo.
Empezaba a molestarle la actitud de Mills. ¿ En qué narices creía que consistía el trabajo policial? Desde luego, no en disparar desde la altura de la cadera como un pistolero.
Se trataba de ser puntilloso, de buscar aquel detalle insignificante que pudiera acabar con un delincuente en el juicio.
Los buenos detectives se concentran en los detalles, no en las pinceladas abstractas. Pero eso carecía de sentido para Mills en aquel momento, y Somerset se preguntaba si algún día esa actitud cambiaría. Había pocas personas más cabezotas que Mills.
—Nos estamos concentrando –repitió Mills con sorna–. ¿ Concentrando en qué? En una zona diminuta que a lo mejor no conduce a nada.
—¿Se le ocurre algo mejor? Quizá deberíamos detener a todos los sacerdotes y especialistas en Dante de la ciudad.
¿O qué tal le parecería revisar todos los archivos policiales y buscar a alguien cuyo modus operandi coincidiese con el del asesino? ¿Cree que podríamos encontrar a alguien allí?
Eh, sólo llevo treinta años en este trabajo. A lo mejor me he olvidado de alguien a quien le gusten las formas extravagantes de desquite y los sacrificios rituales basados en la literatura medieval. Es posible que, simplemente, se me haya escapado.
—Vale, vale. ¡Ya lo he entendido!
—¿ De verdad?
Mills le lanzó una mirada furiosa. Era evidente que no le gustaban las críticas. Bueno, pues qué lástima, pensó Somerset. Le quedaba mucho por aprender.
—Y saque el pie del salpicadero..., por favor.
Mills quitó el pie, pero a juzgar por la sonrisa satisfecha que exhibía en el rostro, Somerset concluyó que no estaba haciendo nada respecto a su actitud.
Somerset hizo caso omiso de su compañero y se concentró de nuevo en las hojas impresas. Estaba convencido de que aquel empleo no le duraría ni un año. El año que viene, por estas fechas, será jefe de seguridad en algún centro comercial de las afueras. Garantizado.
Afuera, los empleados de las oficinas se apresuraban a regresar a sus casas antes de que se pusiera el sol. Somerset siempre pensaba en ellos como habitantes de Transilvania que buscaban cobijo antes de que Drácula se levantara del ataúd y empezara a deambular por el campo en busca de sangre fresca. Por supuesto, aquella pobre gente no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación.
Somerset miró de reojo a Mills y lamentó haberlo juzgado de aquel modo. Tal vez estaba siendo un poco injusto.
A fin de cuentas, Mills no había visto ni la mitad de las barbaridades que Somerset había presenciado a lo largo de su vida. Asimismo, Mills poseía una sana dosis de indignación moral, algo que Somerset había perdido mucho tiempo atrás. Quizá la impaciencia de Mills por obtener resultados no fuera tan mala. Demostraba que tenía el corazón en su sitio. Y era posible que por aquella misma razón algún día se convirtiera en un buen detective. Si es que conseguía sintonizar la cabeza con el corazón.
Somerset pasó otra página de papel continuo para revisar la lista de libros de otro posible candidato. Se trataba de una lista especialmente larga. La Divina Comedia, Historia del catolicismo, un libro titulado Asesinos y dementes, Investigación actual de asesinatos, A sangre fria... Le mostró la página a Mills.
—¿ Qué le parece esto ?
Mills echó un vistazo a la lista con el ceño fruncido.
—¿Acerca delsadomasoquismo humano?
—No es lo que piensa.
Mills señaló una entrada.
—¿El marqués de Sade. Origenes del sadismo ?
—Esto sí es lo que piensa.
Mills deslizó el dedo por la lista.
—¿ Los escritos de santo Tomás de Aqui... Aquin... ?
—Santo Tomás de Aquino. Escribió sobre los siete pecados capitales.
—¿ Cómo lo sabe?
—Leo mucho.
—Yo no –replicó Mills lanzándole otra mirada furibunda.
—Esta es la lista más larga que he encontrado que parece encajar con nuestros criterios. ¿Y usted?
—La mayoría de los míos no tienen más que cuatro o cinco entradas. Este tiene... –Mills contó rápidamentemás de treinta.
Somerset puso en marcha el motor.
—Pues entonces quizá deberíamos ir a ver a este tipo.
¿Cómo se llama?
Mills retrocedió una página para leer el nombre.
—¡Por el amor de Dios ! No se lo va a creer.
—¿ Qué?
—Se llama John Doe *.
John Doe, ¿eh? –repitió Somerset mientras ponía marcha atrás y salía del hueco–. ¿ Cuál es la dirección?
Ya había oscurecido cuando encontraron la vivienda de John Doe. Se hallaba en un estrecho callejón sin salida de una sola manzana, en un barrio pobre que lindaba con el estudiantil. Somerset había aparcado en la avenida, pues creía que los vecinos de aquel diminuto callejón repararían de inmediato en un coche desconocido.
Mientras entraban en el callejón, Somerset se dio cuenta de que el edificio de John Doe no era tan viejo como los demás de la manzana, aunque estaba en el mismo estado lamentable. El vestíbulo aparecía revestido con paneles de madera barata y deformada que sobresalían de la pared. Un par de clavos habría resuelto el problema, pero era la clase de cosas que jamás se llegaban a hacer, porque a nadie le importaba un huevo.

* Nombre con que se designa al americano medio o a una persona no identificada. (N. de la T)

Somerset echó un vistazo a los timbres del interfono.
No se veía nombre alguno junto al timbre del 6A, el apartamento que figuraba en las hojas del FBI, pero no era el único que carecía de nombre.
—Esto es una locura –comentó Mills–. Es demasiado fácil. Las cosas no funcionan así.
Alargó la mano para llamar al timbre, pero Somerset lo agarró por la muñeca antes de que pudiera hacerlo.
—¿ Qué pasa? Creí que quería hablar con este tipo.
—Espere.
Somerset se acercó al portal y empujó. Estaba cerrado con llave, la cerradura era de mala calidad. Introdujo una esquina del fajo de hojas impresas entre el borde de la puerta y la jamba; luego empujó hacia arriba y logró abrir la puerta de inmediato.
—No nos conviene ponerlo sobre aviso. Por si acaso.
Somerset empujó la puerta, entró y la sostuvo para dejarpaso a Mills.
—¿No creerá que realmente es él? –preguntó Mills–.
Quiero decir... Venga.
—El mundo es un lugar extraño, Mills. Siempre el mismo, pero siempre una sorpresa. Subamos, echémosle un vistazo y escuchemos lo que tiene que decir. Nunca se sabe.
—Ya. Este..., perdone, señor, pero ¿ es usted un asesino en serie, por casualidad?
—¡Chist!
A Somerset le parecía increíble que Mills fuera a veces tan estúpido. Aquellos pasillos embaldosados parecían cámaras de resonancia. Era como si hubiera empleado un altavoz para avisar a John Doe de que subían. Somerset se dirigió hacia el ascensor y pulsó el botón. Percibieron un leve olor a excremento de perro. Somerset miró alrededor y comprobó las suelas de sus zapatos, pero de repente se fijó en que una de las bicicletas que había encandenadas a la barandilla de la escalera tenía la rueda trasera embadurnada de mierda. Somerset la contempló con el ceño fruncido. Habría sido mucho más lógico limpiar la porquería antes de entrar la bici en el edificio, pensó con sarcasmo.
El ascensor se anunció con un estruendo inquietante.
Somerset entró, sostuvo la puerta para que Mills pasara y pulsó el botón del sexto.
—¿ Qué le va a decir cuando lleguemos ? –le preguntó Mills al entrar en la cabina.
—Estaba pensando que quizá sería mejor que hablara usted, que ponga a trabajar ese piquito de oro que tiene.
Somerset deseaba comprobar cómo se desenvolvía Mills, lo bueno que era para sonsacar información a la gente. Con toda probabilidad, Mills desempeñaría bien el papel de poli malo, pero Somerset no lo imaginaba comportándose con sutileza.
La puerta del ascensor se abrió con otro golpe al llegar al sexto. Mills sonreía.
—¿Quién le ha hablado de mi piquito de oro? ¿Acaso se lo ha dicho mi mujer?
—¿Cómo está Tracy? Debería haberla llamado para darle las gracias por la cena del otro día.
—Está bien. Me ha dicho que le cae usted muy bien y que parece demasiado sensible para ser policía.
Antes era demasiado sensible, pensó Somerset. Ahora no. Se había convertido en un callo humano.
—Es una verdadera joya, Mills. Trátela bien.
—Todos los días y en todos los sentidos. Tracy es lo mejor que me ha pasado en la vida, y lo sé.
Somerset quedó impresionado por el hecho de que Mills pudiera decir aquello sin ambages. A la mayoría de los hombres les costaba expresar sus sentimientos, sobre todo en lo que se refería a sus esposas. Para Somerset siempre había supuesto un problema.
Salieron al pasillo del sexto piso, leyeron los números de los apartamentos y descubrieron que el 6A se hallaba en la parte delantera del edificio. Estaba al final del pasillo, justo enfrente de ellos. Lo más probable era que el señor Doe disfrutara de una excelente vista a la calle, pensó Somerset, pero aunque los hubiera visto entrar en el edificio no sabía quiénes eran.
Mills avanzó y llamó a la puerta con energía.
—Piquito de oro –murmuró con una risita ahogada mientras esperaba respuesta.
Los segundos pasaban. Mills volvió a llamar. De repente, Somerset oyó un leve crujido, pero no procedía del apartamento 6A. Se volvió para averiguar quién era el vecino entrometido. Pero no se trataba de la puerta de ningún apartamento, sino de la escalera de emergencia. Una figura esperaba en la oscuridad, completamente inmóvil, observándolos. En aquel instante, Somerset distinguió el destello del cañón de un arma.
—¡Mills! –gritó.
Empezaron a sonar disparos, tres en rápida sucesión, y los destellos iluminaron el pasillo en penumbra mientras Somerset y Mills se echaban cuerpo a tierra al mismo tiempo. Los estallidos resonaron en los oídos de Somerset. La luz natural se filtraba por los orificios desgarrados que los disparos habían abierto en la puerta del 6A. Eran del tamaño de platos de postre. ¡Mierda! –pensó Somerset–. ¡Balas de punta hueca!
—¡Hijo de puta! –gritó Mills mientras se arrastraba por el suelo e intentaba sacar el arma.
La puerta se cerró de golpe cuando Mills se abalanzó sobre ella. A Somerset le dio un vuelco el corazón. Por la mente le cruzó la imagen de Mills alcanzado por una bala de punta hueca y él teniendo que comunicarle a Tracy que su marido estaba muerto. Pero Mills había cruzado la puerta antes de que Somerset pudiera siquiera pensar en detenerlo.
Ten cuidado, imbécil, pensó. Estaba preocupado por Tracy.
Mills bajó la escalera corriendo y saltó los últimos cuatro escalones hasta el siguiente rellano, donde se detuvo a escuchar. Los pasos rápidos de John Doe resonaron en el hueco de la escalera. Mills alzó la vista hacia Somerset, que estaba en el rellano superior, arma en ristre. Parecía abatido, y Mills se preguntó si se encontraría bien, si estaba preparado para aquello.
—¿ Qué clase de arma era? –gritó Mills.
Somerset bajaba por la escalera sin escucharle.
—Maldita sea, Somerset. ¿Qué clase de arma era?
¿Cuántas balas ?
Mills se dirigió hacia el siguiente rellano, pero se detuvo a medio camino en espera de una respuesta.
—No lo sé –contestó Somerset por fin–. Tal vez un revólver. No estoy seguro.
Mills siguió bajando sin perder de vista a Somerset. De repente tropezó y aterrizó en el siguiente rellano; el arma se le escapó de la mano.
—¡Mierda!
—¿ Qué pasa? –preguntó Somerset desde arriba.
—Nada –aseguró Mills mientras recogía la pistola y seguía bajando.
Somerset lo siguió; Mills oía su respiración fatigosa.
Este tipo fuma –pensó–. Está a punto de jubilarse. No está en forma para esto. Mills se detuvo y alzó la mirada hacia su compañero.
—¿ Qué aspecto tiene? ¿ Lo ha visto?
—Sombrero marrón –contestó Somerset entre jadeos y resoplidos–. Chubasquero marrón... bueno, una especie de... gabardina.
Mills se asomó a la barandilla para echar un vistazo al siguiente piso. Doe estaba allí de pie, con el arma apuntando hacia el cielo.
Mills retrocedió de un salto en el momento en que el disparo resonaba por la escalera. La bala alcanzó la barandilla a escasos centímetros de la mano de Somerset. La madera se astilló, y numerosos fragmentos cayeron por el hueco cavernoso.
Otra bala silbó junto a él y rebotó contra algún objeto varios pisos más arriba.
Mills se agazapó en el rellano a la espera del siguiente disparo, pero lo que oyó fue el sonido que produjo una puerta al abrirse y volverse a cerrar. Cinco –pensó mientras bajaba a toda prisa hasta el piso siguiente–. Cinco disparos hasta ahora.
El número 4 aparecía impreso en la pared junto a la puerta de la escalera de incendios.
—¡Cuarto! –le gritó Mills a Somerset–. ¡Cuarto piso!
Abrió la puerta de golpe y entró con el arma por delante, apuntando a izquierda y derecha. Al final del pasillo, John Doe estaba doblando la esquina. Mills echó a correr tras él. Dobló la misma esquina y de repente lo acometió el pánico; esperaba que Doe no estuviera allí esperándolo.
Pero Doe no estaba al acecho, sino que corría por el siguiente pasillo como alma que persigue el diablo.
Mills clavó los pies en el suelo con firmeza, agarró la pistola con ambas manos, cerró un ojo y apuntó a la espalda de Doe, listo para apretar el gatillo y abatir al hombre. Pero de repente un hombre en camiseta y calzoncillos salió de su piso y se puso en la línea de fuego.
—¡Al suelo! –rugió Mills–. ¡Al suelo! iAhora!
Pero el hombre quedó paralizado, demasiado asustado y confuso para retirarse. Mills pasó junto a él y lo empujó a un lado.
Más adelante, una mujer vestida con tejanos y un suéter blanco asomó la cabeza por la puerta de su apartamento en el instante en que John Doe se acercaba. El hombre se detuvo, la agarró por el cabello y la arrojó contra la pared del pasillo.
—¡Eh! –chilló la mujer.
Doe entró en su apartamento.
—¡Fuera! –gritó Mills–. ¡Policía! ¡No entre ahí!
Se acercó a la mujer corriendo y la empujó a un lado antes de abrir la puerta de una patada y entrar apuntando con el arma en todas direcciones. El espacio estaba distribuido como un vagón de tren, en una sucesión de habitaciones.
Consiguió ver cómo John Doe salía por la ventana que daba a la escalera de incendios, y por un instante se quedó paralizado, recordando la noche en que habían ido a buscar a Russell Gundersen, la noche en que Rick Parsons fue alcanzado por una bala en la escalera de incendios y cayó tres pisos, la noche en que Rick Parsons se convirtió en un inválido. Empezaron a temblarle las manos. Aquella otra noche él había estado en la misma posición, junto a la puerta principal, de cara a la ventana de la escalera de incendios.
—¡Policía! ¡Apártense! –ordenó Somerset en el pasillo.
Se estaba acercando. Mills no podía permitir que a Somerset le sucediera lo mismo que a Rick. Atravesó el apartamento en dirección a aquella ventana, resuelto a detener a Doe.
La puerta de la última habitación empezó a cerrarse a causa de la corriente que generaba la ventana abierta. Al pasar, Mills la golpeó y la hizo saltar de las bisagras. Las cortinas de encaje blanco ondeaban al viento. Se situó a un lado de la ventana, con el hombro apretado contra la pared. Con mucho cuidado se agazapó y se asomó al antepecho, estirando el cuello para poder ver el callejón. Un disparo convirtió en añicos la ventana abierta, y una lluvia de vidrios azotó la cabeza y el cabello de Mills, que se apartó.
Permaneció sentado con la espalda apoyada contra la pared, jadeando mientras pensaba: ¡Seis! ¡El sexto disparo! Ya no le quedan balas.
Mills regresó a la ventana con la pistola por delante, dispuesto a acribillar a aquel hijo de puta, cuando de repente sonaron tres disparos más que destrozaron los dos marcos correderos de la ventana.
—¡Mierda! –exclamó Mills al tiempo que se echaba al suelo–. Siete, ocho, nueve. Un revólver, ¿eh? Somerset Volvió a acercarse a la ventana, en esta ocasión con más tiento, pero lo que oyó fue el sonido de pasos que se alejaban.
Se asomó a la ventana y vio que Doe escapaba por el callejón.
—¡Mierda! –repitió Mills al bajar por la estrecha escalera de incendios–. ¡Se va a escapar!
Se asomó a la barandilla. Había un coche aparcado debajo de la escalera de incendios. ¡Qué coño!, pensó antes de saltar por la barandilla y caer los tres pisos y medio que lo separaban del capó del coche. El parabrisas se hizo pedazos y el capó se hundió, pero amortiguó la caída. Mills saltó al suelo y corrió hacia la boca del callejón, rezando por que aquel hijo de puta no hubiera logrado escapar.
Pero cuando llegó a la avenida le entraron ganas de gritar. Había gente por doquier: adolescentes apalancados en las aceras, niños pequeños corriendo en todas direcciones, ancianas que arrastraban los pies, madres empujando cochecitos, tipos que ocupaban espacio. Echó una mirada calle abajo, pero fue inútil. No había forma de distinguir una gabardina parda y un sombrero marrón entre el gentío. Se encaramó a una boca de incendios y se agarró a una señal de prohibido aparcar para mantener el equilibrio mientras entornaba los ojos y escudriñaba la calle.
De repente y aunque pareciera imposible, lo vio. Sombrero marrón y gabardina parda. Estaba en la última esquina de la calle, a la espera de que se hiciera un hueco entre el tráfico para poder cruzar en rojo.
Mills saltó al suelo y corrió hacia la calzada deteniendo los vehículos por señas. Los frenos empezaron a chirriar mientras los coches se arremolinaban a su alrededor.
—¿ Se ha vuelto loco ? –chilló un conductor.
Mills no le hizo caso, y cambió de carril para poder correr por la parte central de la calzada. Los coches y los camiones pasaban en ambos sentidos junto a él como una exhalación. Había demasiada gente en la acera, por lo que decidió que aquél era el camino más rápido.
Un camionero aminoró la velocidad con la intención de ponerlo verde.
—¡Sal de la puta calle, gilipollas de mierda! ¡Te vas a matar!
Mills hizo caso omiso de la advertencia. Tenía que concentrarse en John Doe, pues de lo contrario se le escaparía.
Pero Doe había oído el chirrido de los neumáticos y las bocinas, y además veía cómo Mills se iba acercando a él.
Cruzó la calle a la carrera, obligando a los coches a detenerse, y entró en otro callejón.
Mills cruzó con brusquedad para cortarle el paso, esperando que el tráfico se detuviera para dejarle paso. Una mujer en un Firebird blanco estuvo a punto de dejarlo sin piernas.
—Pero ¿ qué narices le pasa, hombre ? ¡Por Dios !
Mills no aflojó el paso, sino que corrió directo hacia el callejón. Era un lugar estrecho y oscuro, pues los edificios estaban muy juntos; en el otro extremo se distinguía una estrecha ranura de luz. El callejón estaba sembrado de contenedores de basura y cajas de frigoríficos, los hogares de los que no tenían hogar.

—¡Doe! –gritó–. ¡Policía!
No obtuvo respuesta. En el callejón no se oía ni un sonido, tan sólo sus propios pasos.
—¡Doe! ¡Queda dete...!
Surgió de la nada y lo golpeó en plena cara. Mills dejó caer el arma, que chapoteó en un charco, y cayó primero de rodillas y luego de bruces mientras el dolor se adueñaba de él con intensidad. Una puta tabla de cinco por diez, pensó. No la había visto venir, pero por el tremendo dolor que sintió en la cara, se lo podía imaginar. Doe debió de esconderse detrás de una de esas grandes cajas de cartón para esperarlo. El dolor se le extendió por el cráneo, haciéndose más intenso a medida que avanzaba. Cerró los ojos y se llevó las manos al rostro. Tenía la nariz rota, de eso estaba seguro. Tosió y escupió. La sangre empezaba a llenarle la garganta. Se volvió de costado y siguió escupiendo sangre.
Luchando por abrir los ojos, oyó el sonido que produjo la madera al chocar contra el pavimento, igual que un bate de béisbol que alguien hubiera arrojado al suelo. Cerca de él había unas piernas. Vio una mano que descendía para recoger su pistola del charco. Mills intentó alargar el brazo para recuperar el arma, pero no pudo moverse. El dolor lo tenía paralizado.
Empezó a toser de nuevo, de forma incontrolable, atra gantándose con su propia sangre.
Cuando por fin dejó de toser, percibió un objeto metá lico que le rozaba el rostro; era el cañón de su pistola, y le estaba acariciando la mejilla. Quedó paralizado, incapaz de hacer nada.
Con gran delicadeza, el arma trazó círculos alrededor de sus mejillas y ojos, se deslizó hacia el caballete de su na riz y perfiló la línea de su boca. A continuación se abrió paso entre los labios y con brusquedad lo obligó a separar las mandíbulas. Mills intentó mirar a Doe a la cara, pero la sangre le entraba en los ojos a raudales. Un sonido muy familiar estuvo a punto de detener el corazón desbocado de Mills: era el chasquido que producía el seguro al abrirse.
Mills tosió con el cañón metido en la boca... No pudo evitarlo. Un destello de luz blanca le azotó el rostro, y por un instante creyó que una bala le había atravesado el cerebro. Pero aún sentía el cañón en la boca, la sangre en los ojos. Seguía tosiendo. No estaba muerto.
Al cabo de un instante que se le antojó eterno, el arma se retiró lentamente de sus labios. Mills estaba temblando, incapaz de moverse, incapaz de ver nada. De repente sintió que algo le golpeaba el pecho, luego otro objeto, y otro, y otro. Balas. Le resbalaron cuerpo abajo y se esparcieron por el suelo. Aquel mal nacido le estaba descargando el arma. El revólver vacío se estrelló contra el asfalto y entonces oyó los pasos de Doe a medida que éste se alejaba más y más.
Mills se incorporó sobre un codo, jadeando, asustado y furioso. Se enjugó la sangre de los ojos con la manga y como un ciego buscó a tientas su revólver y las balas.
—¡Mills !
Somerset lo llamaba desde la boca del callejón. Mills le oyó acercarse corriendo a él.
—¿Se encuentra bien? –vociferó el teniente antes de llegar junto a él y arrodillarse–. Llamaré a una ambulancia.
—¡No! –replicó Mills al mismo tiempo que rodaba sobre sí mismo y se ponía de rodillas–. Estoy bien.
Hizo una mueca para ahuyentar el dolor y logró ponerse en pie.
—¿ Qué ha pasado ?
Mills se agachó para recoger el resto de las balas. Las introdujo en el cartucho, contándolas mentalmente mientras lo hacía, imaginándolas incrustadas en las tripas de John Doe.
—¿ Mills ? Diga algo. ¿ Qué ha pasado ?
Pero Mills se sentía demasiado furioso para hablar. Tenía que coger a aquel mal nacido. No había tiempo para explicaciones. Tenía que cogerlo inmediatamente. Empezó a trotar hacia el final del callejón, donde brillaba una ranura solitaria de sol como si de una señal del cielo se tratara. Corrió tan deprisa como pudo, ignorando el dolor, en la dirección que había tomado Doe. Iba a atrapar a aquel cabrón.
Juraba por Dios que iba a atraparlo y que se lo haría pagar caro. Lo haría sufrir sin piedad.
—¡Mills! ¿ Adónde coño va!
Pero Mills no se detuvo ni miró atrás. Tenía una misión, joder.
—¡Mills!

CAPÍTULO 17

Cuando Mills salió de estampida del ascensor en el sexto piso del edificio de John Doe, Somerset intentó agarrarlo por la manga, pero el joven sacudió el brazo y se zafó de él.
—Espere, Mills. ¿Me oye? ¡Mills!
Pero Mills siguió adelante sin decir palabra, mientras Somerset se esforzaba por no quedar rezagado. Por el camino, Somerset había intentado que Mills le explicara qué había sucedido en el callejón, pero no le había sonsacado nada. El chico estaba hecho una furia y a punto de hacer alguna estupidez; Somerset lo presentía.
El rostro de Mills estaba ensangrentado; tenía la nariz hinchada y unos hematomas bajo los ojos que empezaban a cobrar color. Se dirigía hacia la puerta acribillada del apartamento 6A, de John Doe.
—¡Mills! No toque esa puerta. ¿Me oye, Mills? –Somerset corrió hacia él y lo agarró por el brazo, esta vez sin dejarlo ir–. ¡Espere, maldita sea! ¡Espere, le digo!
Mills giró en redondo y se encaró con él.
—¿Por qué? –espetó–. ¡Es él, maldita sea! ¡Es nuestro hombre!
—No puede entrar ahí –dijo Somerset señalando la puerta.
—Y una mierda. Si entramos podremos detenerlo.
—Necesitamos una orden, y usted lo sabe.
—¡A tomar por culo la orden! –gritó Mills señalándose el rostro destrozado–. ¿ Cuántas otras causas probables necesitamos, joder?
Intentó abrir la puerta de un empujón.
Pero Somerset no tenía intención alguna de soltarlo.
Cogió a Mills de la chaqueta y lo arrojó contra la pared.
—¡Piense un momento !
Mills pugnó por zafarse de él.
—¿ Qué coño le pasa, hombre? ¡Suélteme!
Pero Somerset lo tenía bien agarrado.
—Piense en lo que tenemos aquí, Mills.
Se sacó el fajo arrugado de hojas impresas que les había proporcionado el hombre del FBI y lo apretó contra el pecho de Mills.
—No podemos contárselo a nadie. El FBI jamás reconocerá que controla las bibliotecas, así que no tenemos ninguna razón para estar aquí. No tenemos ninguna causa probable.
—Cuando consigamos la puta orden ya habrá muerto alguien más. Lo sabe, ¿verdad? –jadeó Mills.
—Piense, Mills, píense. Si entramos sin una orden de registro, nunca podremos utilizar nada de lo que encontremos.
Será inadmisible ante el tribunal. El tipo saldrá absuelto.
Mills agarró a Somerset por las solapas mientras intentaba soltarse.
—Otra persona morirá. ¿ Podrá soportarlo ? Yo no.
Somerset lo empujó contra la pared para intentar dominarlo, pero en el fondo sabía que Mills tenía razón. Sin embargo, también era cierto que si el asesino salía absuelto porque ellos la cagaban, mataría una y otra vez.
—Mire –dijo por fin–, tenemos que encontrar algún pretexto que justifique el hecho de que hayamos llamado a esta puerta. ¿ Comprende lo que le digo?
—Vale, vale, lo entiendo –accedió Mills, ya más tranquilo.
Somerset lo soltó, pero de inmediato Mills se giró y abrió la puerta de una patada.
Somerset sintió deseos de matarlo.
—¡Será gilipollas !
Mills se encogió de hombros mientras se limpiaba la sangre de la nariz con el dorso de la mano.
—Ya no vale la pena discutir. A menos que sepa cómo arreglar la puerta.
La jamba de la puerta estaba resquebrajada y astillada, y la hoja temblaba sobre las bisagras.
De repente, la puerta tras la que John Doe se había escondido al principio se abrió de golpe. Ambos hombres sacaron las armas en el acto.
—¿Qué coño está pasando aquí, eh? ¿Por qué no os vais con la música a otra parte, maricones? Es que no hay quien viva en paz hoy en día.
Un vagabundo anciano y demacrado se tambaleaba en el umbral; tenía los ojos vidriosos y apestaba a sudor y licor de malta.
—Venga, no me toquéis las narices. Lo único que quiero es paz y tranquilidad. ¡Un poco de paz y tranquilidad !
Mills se volvió hacia Somerset.
—¿ Cuánto dinero le queda?
Al cabo de media hora, un agente uniformado le tomaba declaración al anciano vagabundo en el pasillo, y anotaba todos los pormenores. Mills se hallaba de pie tras el policía, asintiendo con vehemencia y alentando al viejo con la mirada.
—Así que, así que... me di cuenta de que el tipo salía –farfulló el anciano–, salía mucho cuando lo de aquellos asesinatos. Ya sabe, esos de los que no paran de hablar. Así que, así que yo... yo...
El viejo aún estaba medio borracho, pero sabía que Mills guardaba un billete de veinte dólares para él en el bolsillo, de modo que quería hacer las cosas bien.
—Así que ha llamado al detective Somerset –intervino Mills–. ¿No es eso lo que me ha contado a mí? Alguien le dio su número en la calle.
—Eso, eso, he llamado al detective Somerville.
—¿Quién le dio el número del teniente Somerset, señor? –preguntó el policía.
El viejo se encogió de hombros y los ojos de aquel rostro largo y ajado casi parecieron salirse de las órbitas.
—Un tío. No sé cómo se llama. A veces duerme en el mismo callejón que yo.
—¿Y no sabe cómo se llama? ¿ Algún apodo?
El viejo meneó la cabeza.
—Yo lo llamo Bud... Llamo Bud a todo el mundo.
—Ya, claro, como la cerveza –masculló con sarcasmo mientras se volvía hacia Mills.
Mills se encogió de hombros.
—¿Qué se le va hacer? –replicó, aunque lo cierto era que quería acabar con aquello lo antes posible.
El policía uniformado se volvió de nuevo hacia el viejo.
—¿Y por qué llamó a un detective, señor?
—Por lo de ese tipo. Parecía tan..., tan, tan... Daba tanto miedo. Y.. y...
Mills asintió con un gesto para animarlo a continuar.
—Y uno de los asesinatos fue aquí cerca. A un par de manzanas. Ya sabe, el del tipo que aún estaba vivo. Los periódicos han dicho que murió en el hospital. Ya sabe, el de la mano cortada. Y empecé a pensar que el tipo que vive en este edificio es muy raro y todo eso, que podía ser el que..., bueno, ya sabe...
—¿Y qué es lo que vio? –inquirió Mills antes de que el hombre cambiara de tema.
—Yo, esto... vi..., lo vi a él con uno de esos cuchillos grandes, un machete. Lo llevaba debajo del abrigo, pero un día en el callejón se le cayó, y yo lo vi.
—Y el resto ya se lo he contado –atajó Mills al policía antes de que el viejo empezara a desvariar.
Los ojos del hombre estaban adquiriendo una expresión enloquecida, y antes de que llegara el policía uniformado ya había farfullado algo acerca de extraterrestres, de modo que Mills no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
—La fecha en que vio al sospechoso del machete coincide con la fecha en la que, según calcula el forense, Victor Dworkin perdió la mano. ¿Necesita algo más? –le preguntó al policía uniformado.
—No. Con esto me basta. –Entregó la carpeta y un bolígrafo al anciano–. Firme aquí..., Bud.
Mills cogió la carpeta y se cercioró de que el viejo garabateaba algo en el lugar correcto. Tardó un rato, pero por fin logró estampar una firma bastante decente, dadas las circunstancias. El agente volvió a coger la carpeta.
—¿ Dónde está el teniente? –preguntó a Mills.
—Dentro –repuso Mills indicando la puerta destrozada del 6A.
En cuanto el agente entró en el piso, Mills sacó el billete de veinte dólares y se lo mostró al viejo.
—Cómprese algo de comer con esto –le susurró al oído–. No se lo gaste en bebida. ¿ Me entiende?
—Sí, sí, sí, sí –asintió el hombre mientras le arrebataba el billete y se lo guardaba en el bolsillo del abrigo–. Que le vaya bien, Bud –agregó antes de cruzar la puerta de la escalera arrastrando los pies.
Mills meneó la cabeza, consciente de que el viejo se pondría ciego con aquel dinero. Menos mal que sólo le había dado veinte dólares. Somerset había tenido intención de darle más.
Sacó un par de guantes de látex y entró en el apartamento de John Doe. El salón resultaba artificialmente oscuro porque las paredes estaban pintadas de negro, al igual que las ventanas. Somerset y el policía uniformado se hallaban junto a una lámpara de pie y repasaban la declaración del viejo. Mills y Somerset ya se habían puesto de acuerdo acerca de la historia que contarían. El viejo había oído gritos en el 6A. Mills y Somerset habían ido a investigar. Al no obtener respuesta, forzaron la puerta por temor a que alguien se hallara en peligro allí dentro. A Somerset no le hacía gracia todo aquello, pero aseguró a Mills que colaría.
A excepción de la lámpara de pie y una solitaria silla con respaldo de travesaños, el salón estaba completamente vacío.
Mills se dirigió al pasillo con los ojos entornados para acostumbrarlos a la oscuridad. Se detuvo ante la primera puerta que encontró, preguntándose si debía sacar el arma. Doe no podía estar allí... a menos que se hubiera transformado en murciélago y hubiera entrado volando por la ventana, y no obstante Mills seguía experimentando una sensación rara en la boca del estómago. Dejó el revólver en la pistolera, pero apoyó la mano en la culata mientras hacía girar el picaporte.
Aquella habitación también estaba a oscuras. Buscó a tientas un interruptor en la pared al mismo tiempo que pensaba en la mano amputada de Victor Dworkin, preparado para retirar la suya al primer indicio de problemas.
Encontró el interruptor y lo pulsó. Una deslumbrante bombilla de techo de 100 vatios iluminó otra estancia amueblada de forma austera y con las paredes y ventanas pintadas de negro. La cama individual que se apoyaba contra la pared no tenía colchón; no era más que una estructura metálica con un somier de muelles. Había una vieja sábana doblada pulcramente bajo la cabecera, pero no se veía almohadón alguno. La sábana mostraba grandes manchas de sudor salpicadas de marcas de óxido.
En el centro de la habitación había una mesa con una lámpara de pantalla que se cernía sobre ella. Mills tiró de la cadenita para encenderla. Sobre la mesa no había nada más.
Retiró la silla de respaldo recto y abrió el cajón central, que tan sólo contenía un ejemplar de la Biblia con tapas de cuero negro. Abrió el cajón superior derecho. Estaba repleto de frascos vacíos de aspirinas, alineados ordenadamente como un batallón. Mills los contó por encima. Había unos treinta frascos.
El siguiente cajón contenía tres cajas de balas de distintas clases, pero todas ellas de nueve milímetros: balas de punta hueca, rellenas de mercurio y recubiertas de teflón.
En la calle, las balas de teflón recibían el nombre de asesinas de policías porque estaban diseñadas para perforar los chalecos antibalas. Mills se tocó el rostro magullado, lamentando no haber echado el guante a aquel mal nacido cuando tuvo la oportunidad.
Reparó en una mesita estrecha que se hallaba en el rincón más alejado de la habitación. Sobre ella había un escenario diminuto que parecía el trabajo manual de un niño, confeccionado con cartón y cartulina de colores. En la pared del fondo se veía un semicírculo de hostias de comunión superpuestas y colocadas de un modo muy artístico. Las hostias formaban el halo de la pieza más importante del cuadro: un tarro de mayonesa que contenía una mano humana flotando en un líquido turbio.
Victor, pensó Mills al tiempo que se frotaba la muñeca de forma inconsciente. Joder...
—Teniente –llamó desde el umbral–. Quiero que vea una cosa.
—Un momento –replicó Somerset, que seguía hablando con el agente.
De pie en el umbral, Mills reparó de repente en algo extraño que procedía del otro extremo del pasillo de paredes negras. Un brillo rojo se filtraba por debajo de una puerta cerrada. Mills se acercó lentamente y sintió náuseas al imaginar lo que podría llegar a encontrar allí... Otras partes de cuerpos: cabezas, pies, dedos, ojos, orejas, órganos genitales. Hizo girar el picaporte y abrió la puerta con sumo cuidado. Era el cuarto de baño y estaba iluminado por una bombilla roja que había sobre el espejo del botiquín. Tiras de película fotográfica pendían de la barra de la cortina de la ducha. Doe había convertido el baño en un cuarto oscuro.
Fotografías ya reveladas cubrían cada centímetro de pared disponible. Mills quedó atónito ante el espectáculo.
Había fotografías de Peter Eubanks, el gordo, aún con vida; de Eli Gould hincándose el cuchillo en la carne; de Victor Dworkin pudriéndose vivo, el rostro vuelto hacia la cámara en una sorda súplica. Asimismo vio fotografías de una rubia despampanante sentada en una cama. No estaba muerta ni herida, pero parecía muy incómoda. También encontró fotografías de partes del cuerpo: primeros planos de bocas y dedos, aunque no amputados. Mientras pasaba de imagen en imagen, Mills se maravillaba por el trabajo y la preparación que Doe había dedicado a sus asesinatos.
De repente reparó en algo que colgaba del soporte para cepillos de dientes que había sobre el lavabo. Era un carné de la Unión Internacional de Prensa, plastificado y colgado de una cadena.
—Maldito hijo de puta...
Escudriñó las paredes de forma apresurada, esperando no descubrir lo que sospechaba. Pero lo descubrió en la pared que se alzaba sobre el inodoro. Fotografías tomadas en el pasillo que conducía al apartamento de Victor Dworkin, instantáneas que mostraban el escenario del crimen desde fuera, fotos de Somerset y Mills saliendo de un coche, fotos de Somerset y Mills entrando en el edificio de Victor, fotos de Somerset y Mills en la escalera mientras vigilaban el escenario del crimen.
Mills asestó un puñetazo al lavabo.
—¡Mierda!
Ese periodista de aspecto ridículo, el tipo que se parecía al granjero de Bugs Bunny. Era él. Lo tenía –pensó Mills con el estómago revuelto–. Lo tenía delante de mis narices, joder, y se me escapó. ¡Maldito hijo de puta! ¡Maldita sea!
De repente sonó un teléfono. Procedía de algún lugar del otro extremo del pasillo. Mills abandonó el baño a toda prisa. Somerset y el agente uniformado acudieron desde el otro lado.
—No sé de dónde viene –dijo Somerset.
—Vaya a la cocina –indicó Mills–, y usted –agregó dirigiéndose al agente– no toque nada a menos que lleve esto.
Se sacó otro par de guantes de látex del bolsillo y se los arrojó al agente.
El teléfono sonó por tercera vez. Mills entró corriendo en el dormitorio. Era un sonido extraño, amortiguado, pero parecía proceder de aquella habitación. Abrió el armario. Estaba lleno de ropa, pero los timbrazos no venían de allí. Se arrodilló para mirar debajo de la cama. Encontró una especie de cúpula metálica con un pomo en su parte superior. Tardó un instante en darse cuenta de que era la tapadera de una sartén china. De ella salía un cable muy delgado. Mills lo estiró y levantó la tapadera, dejando al descubierto un teléfono negro de dial. Estaba colocado sobre una toalla doblada. Había bolitas de algodón encoladas a la parte interior de la tapadera para amortiguar el sonido aún más. El teléfono volvió a sonar. Mills se llevó la mano al bolsillo de la americana en busca de la grabadora y comprobó si le quedaba cinta. Había suficiente. Pulsó el botón rojo de grabación, observó unos instantes la rotación de las ruedecillas y a continuación descolgó, sosteniendo la grabadora junto al auricular.
—¿ Diga ? –empezó.
Silencio. Había alguien en el otro extremo de la línea, pero no dijo nada.
—Diga.
—Los admiro –dijo por fin una voz nasal–. No sé cómo me han encontrado, pero imaginen la sorpresa que me he llevado. Cada día respeto más a los agentes de la ley y el orden, de verdad.
—Muy bien,John–lo atajó Mills–, dígame...
—¡No, no, no! Escúcheme. Tendré que modificar mi programa en vista del pequeño revés de hoy. Sólo llamaba para expresar mi admiración. Siento haber herido a uno de ustedes, pero me temo que no me quedaba otra opción.
Aceptan mis disculpas, ¿verdad?
Mills hervía de indignación, pero guardó silencio.
—Me gustaría contarle más cosas –prosiguió Doe–, pero no quiero estropear la sorpresa.
—¿De qué está hablando, John?
—Hasta la próxima.
—¡John! ¡No cuelgue! Yo...
El sonido de la línea abierta llenó el silencio.
—¡Mierda!
Colgó el auricular y dejó el teléfono en el suelo.
Somerset lo esperaba en el umbral con una expresión grave en el rostro. Señaló las otras habitaciones que había en el pasillo.
—Espere a ver lo que he encontrado.

CAPÍTULO 18

Aquella noche, el apartamento de John Doe se convirtió en un hormiguero de técnicos forenses, y había suficientes cosas raras como para que todos ellos trabajaran a tope.
Dos técnicos cubrían el lugar de polvo en busca de huellas, mientras que un tercero examinaba el pequeño templo que Doe había erigido en honor de la mano de Victor. Otro efectuaba un meticuloso inventario de la mesa de Doe. Un dibujante estaba en la cocina con Mills y trabajaba en un boceto de Doe (o granjero de Bugs Bunny, como Mills seguía llamándolo) a partir de los datos que le proporcionaba el detective sobre su encuentro en la escalera del edificio de Victor Dworkin. Pero durante todo aquel rato, Somerset había permanecido encerrado en el segundo dormitorio de apartamento, la biblioteca de John Doe.
Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías. La selección de Doe decía mucho acerca de él, pero nada que sorprendiera a Somerset: Historia de la teologia, Manual de armas defuego, Historia mundial, Municiones de combate, El recetario del anarquista, Summa Theologica, Revisión de la Ley Criminal de los Estados Unidos... Sin embargo, los cuadernos de notas eran harina de otro costal.
Una de las paredes llenas de estanterías estaba dedicada a los cuadernos personales de John Doe, literalmente miles de cuadernos. Cada uno de ellos tenía alrededor de doscientas cincuenta páginas, y cada una de ellas estaba repleta de texto y recortes, desde fotografías originales hasta imágenes extraídas de periódicos y revistas. Mills había desechado los cuadernos afirmando que eran paridas de un chalado cuando Somerset se los había mostrado, pero el teniente discrepaba. A él le parecían horribles y fascinantes a un tiempo. Somerset los hojeaba en busca de pistas y detalles que le ayudasen a confeccionar un retrato psicológico de John Doe. Somerset no había salido de la habitación desde que llevara a Mills a verla varias horas antes. Los escritos de Doe, sus cavilaciones, su filosofía, sus dibujos en miniatura... Todo ello acojonaba a Somerset, pero no porque fuera extraño y grotesco, sino porque, en cierto sentido, Somerset coincidía con Doe.
Doe estaba harto de la falta de humanidad que la gente se veía obligada a afrontar, y Somerset pensaba lo mismo. La única diferencia residía en que Somerset había optado por escapar, mientras que Doe se había decidido por la gran confrontación. A su manera demencial, Doe había tomado el camino más valiente, según creía Somerset. No volvía la espalda a los problemas que veía, sino que intentaba cambiar las cosas de un modo tan espectacular que nadie podía ignorar.
En el momento en que Somerset dejaba un cuaderno en la estantería y cogía otro, Mills entró en la habitación. Llevaba una caja de zapatos.
—Tengo buenas y malas noticias –anunció.
Somerset observó la caja de zapatos con aprensión, recordando la caja llena de muestras que habían encontrado en el apartamento de Victor Dworkin. Se preguntaba qué (o a quién) habría metido Doe allí dentro.
—Empiece por las buenas. No quiero oír más cosas negativas ahora mismo –dijo Somerset.
Mills levantó la tapa de la caja y le mostró el interior.
Para sorpresa de Somerset, estaba llena de dinero en efectivo, fajos sueltos de billetes gastados, en su mayoría de cien y cincuenta dólares.
—El líquido de Doe –comentó Mills–. Si ésta es su única fuente, ahora mismo debe de ir muy apurado.
—Es posible –replicó Somerset con escepticismo.
Doe planeaba las cosas meticulosamente; eso se veía en el modo que estructuraba sus asesinatos. Lo más probable era que tuviera una cuenta de reserva en alguna parte.
—Bueno, ¿cuáles son las malas noticias?
—Todavía no hemos encontrado huellas digitales. Ni una sola. O bien lleva guantes en casa o se las ha borrado con ácido.
—Hay que seguir buscando –dijo Somerset–. ¿Ha conseguido unos cuantos hombres más ?
—He llamado al capitán. Ha dicho que quiere venir y echar un vistazo antes de modificar la dotación de policías.
—Esto es lo único que le hace falta ver –observó Somerset señalando las estanterías de los cuadernos–. Debe de haber unos dos mil, y tenemos que revisarlos todos.
Creo que intenta decirnos algo.
—¿ Escribe algo acerca de los asesinatos?
—No directamente. Al menos que yo sepa hasta ahora.
—Bueno, ¿y qué dice?
Somerset abrió el cuaderno por una página cualquiera y empezó a leer.
—Somos marionetas enfermas, ridículas, y bailamos en un escenario pequeño y repugnante. Lo pasamos tan bien bailando, follando, sin preocupación alguna en el mundo. Sin saber que no somos nada. No somos lo que deberíamos ser. –Somerset pasó unas cuantas páginas–.
Hoy en el metro un hombre se acercó a mí para entablar conversación. Aquel hombre solitario empezó a hablar de cosas sin importancia, del tiempo y otras cosas. Intenté ser amable y agradable, pero me empezó a doler la cabeza a causa de su banalidad. Apenas me di cuenta de lo que sucedía, pero de repente le vomité encima. No le hizo gracia, pero no pude evitar reírme.
—Preferiría leer a Dante –comentó Mills.
Somerset cerró el cuaderno.
—No he encontrado ninguna fecha. Están colocados en la estantería sin orden aparente. Tan sólo son sus pensamientos plasmados en papel. Aunque tuviéramos a cincuenta hombres leyéndolos en turnos de veinticuatro horas, tardaríamos dos meses en revisarlos todos.
Mills recorrió las estanterías con la mirada y meneó la cabeza.
—La obra de su vida.
Somerset sentía la necesidad de leerlo todo personalmente. Las ideas de Doe eran repugnantes, pero al mismo tiempo le intrigaban. A Doe le molestaban algunas de las mismas cosas que molestaban a Somerset. Tal vez leer los pensamientos de Doe le ayudaría a dilucidar los suyos, a descubrir qué lugar ocupaba en esta vida. Sin embargo, no se atrevía a explicárselo a Mills. No lo comprendería. Ni siquiera Somerset estaba seguro de comprenderlo él mismo.
—¿ Ha encontrado algo más ? –inquirió Somerset.
—Sí.
Mills sacó un par de bolsas de pruebas de debajo de la caja de zapatos. La primera contenía una fotografía de una rubia desaliñada de pie en una esquina por la noche. Bajo el maquillaje y el atuendo de puta, lo cierto era que resultaba bastante atractiva.
—Hay fotos de ella colgadas en el baño, junto a las de las víctimas de Doe.
Somerset contempló el rostro de la mujer y suspiró.
Ocupar un lugar en la galería de Doe no era buena señal.
—¿ Sabe alguien quién puede ser? Parece una profesional.
—Sea quien fuere, captó la atención de John Doe –repuso Mills meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.
—Llamemos por radio y consultemos a los de antivicio. A lo mejor ellos saben quién es. Quizá tengamos suerte y la encontremos con vida. ¿ Qué más tiene?
—Esto. Estaba en la mesa de Doe, junto con un montón de facturas y papeles.
Somerset cogió la bolsa de plástico, que contenía un recibo rosado de la tienda de artículos de piel Wild Bill. En él figuraba la cantidad de quinientos dos dólares con sesenta y cuatro centavos. Alguien había escrito Confección a medida–Pagado al contado en la parte delantera del recibo.
Somerset miró el reloj. Eran más de las once. Lo más probable era que Bill Wild hubiera cerrado hasta el día siguiente.
Devolvió el recibo a Mills.
—Mañana lo comprobaremos. De momento, váyase a casa y duerma un poco.
—¿Usted también se va a casa?
Somerset asintió mientras dejaba el cuaderno donde lo había encontrado.
—Pero asegúrese de dormir con el teléfono entre las piernas, Mills. A John Doe lo han ahuyentado y, por desgracia, ahora está en la calle.
Una hora más tarde, Somerset yacía en la cama y escuchaba el tictac del metrónomo mientras contemplaba fijamente la rosa de papel que sostenía en la mano. Sería una mala noche, lo presentía. Sabía que tardaría mucho en conciliar el sueño, y estaba demasiado cansado como para concentrarse en un libro. A menos que fuera uno de los cuadernos de John Doe. No podía dejar de pensar en algunas de las cosas que había leído. Doe era muy coherente a su manera retorcida, pero Somerset no quería que fuese coherente. Quería que Doe fuera un loco de atar. Sin embargo, no lo era. Se trataba de un hombre inteligente y algunas de sus quejas estaban muy justificadas.
El zumbido de un radiocasete en la calle competía con el ritmo constante del metrónomo. El ruido lo estaba distrayendo. Se sintió tentado de salir y hacer añicos el maldito trasto. ¿ Es que aquellos niñatos estúpidos no tenían la menor consideración? Pero Somerset sabía que no la tenían; por lo tanto ¿ de qué le servía siquiera pensar en hacer algo? ¿Cómo se resuelve semejante problema? ¿Destrozándoles el radiocasete? O no, tal vez resultase más efectivo actuar como John Doe: destrozarlos a ellos. Por otro lado, otra opción era hacer lo que Somerset tenía planeado, es decir, escapar y dejar que aquellos animales crecieran y se multiplicaran, dejar que la ciudad se destruyera a sí misma mientras él cultivaba flores en el campo. Frotó la rosa de papel con fuerza, preguntándose si realmente era buena idea mareharse y olvidarlo todo.
El ritmo martilleante del rap se iba extendiendo por su cerebro y le impedía pensar con claridad. Pero si no puedes pensar, entonces no eres humano, y si te arrebatan la humanidad, ¿qué queda? Un largo retroceso en la cadena evolutiva, eso es lo que queda. Maldita sea –pensó mientras se frotaba las sienes, no se puede renunciar–. Hay que afrontar algunas cosas. Si algo va mal, entonces va mal.
Afróntalo. Soluciónalo.
Somerset dejó caer la rosa sobre la mesilla de noche y retiró la ropa de cama. Se dirigió al armario en busca de unos pantalones, resuelto a enseñar modales a aquellos niñatos de mierda. Se subió la cremallera de los pantalones, se puso unos zapatos y, de forma inconsciente, cogió el arma y la pistolera del escritorio y empezó a ponérselas encima de la camiseta. Se detuvo en seco cuando vio su imagen en el espejo. Empezó a respirar con dificultád mientras la frente se le cubría de sudor frío.
Pero ¿qué narices me pasa? –pensó–. ¿ Qué iba a hacer? ¿Dispararles? ¡Por el amor de Dios! ¿ Se estaba convirtiendo acaso en un John Doe?
En aquel momento sonó el teléfono, y Somerset dio un respingo. Se quitó la pistolera a toda prisa y descolgó el auricular a mitad del segundo timbrazo.
—¿ Diga ?
El metrónomo seguía sonando.
—¿ William? Hola, soy Tracy.
Somerset miró el despertador. Era más de medianoche.
—Tracy, ¿ sucede algo ?
—No, no. Todo va bien.
— Dónde está David?
—En la ducha. Siento llamarle a estas horas.
—No importa. Estaba despierto.
Somerset se sentó en el borde de la cama.
—Necesito..., necesito hablar con alguien, William. ¿ Podemos encontrarnos en alguna parte? ¿Quizá mañana por la mañana?
Somerset se cambió el auricular de oreja.
—No lo entiendo, Tracy. Parece preocupada.
—Me siento muy estúpida, pero usted es la única persona a la que conozco aquí. No tengo a nadie más.
—La ayudaré en lo que pueda, Tracy.
No sabía con seguridad adónde quería ir a parar la joven.
—Entonces, ¿puede escaparse un rato mañana? Sólo un ratito, para que podamos hablar.
—No lo sé, Tracy. Este caso nos tiene muy ocupados.
No imaginaba por qué lo habría llamado a él precisamente. ¿ En qué podía él ayudarla?
—Bueno, si puede escaparse, llámeme, por favor. Por favor. David acaba de salir de la ducha. Tengo que colgar.
Buenas noches –se despidió antes de colgar.
Somerset colgó el auricular y se quedó mirando el metrónomo. Seguía sonando. Afuera, el radiocasete no cesaba de retumbar.
La llamada de Tracy lo mantuvo inquieto durante toda la noche, de modo que a la mañana siguiente la llamó y quedó con ella muy temprano en la cafetería Parthenon, a la vuelta de la esquina de la comisaría. Cuando Somerset llegó, el local estaba abarrotado de empleados de oficina que gritaban para que les sirvieran más deprisa y así llegar a tiempo al trabajo. Tracy estaba sentada en un reservado junto al ventanal, y contemplaba con aire triste el vapor que ascendía desde su taza de café. Somerset se sentó frente a ella.
—Buenos días –la saludó.
Tracy alzó la vista y parpadeó, percatándose de repente del lugar donde se hallaba.
—Ah... William. Hola –repuso con una sonrisa forzada.
Somerset llamó por señas a Dolores, la camarera malhumorada que siempre le servía. La mujer ya sabía qué servirle: café y un panecillo con mantequilla.
—¿Y bien? ¿ Qué le sucede, Tracy?
—No... no sé por dónde empezar –murmuró Tracy con un suspiro.
—Bueno, empiece por lo que le ronda por la cabeza ahora mismo. Ya llegará a lo que realmente le preocupa.
Quería mostrarse positivo y comprensivo, pero estaba fingiendo. John Doe era su máxima prioridad, y quería volver a la comisaría lo antes posible. Tenía mucho que hacer.
—Usted conoce esta ciudad –dijo Tracy por fin–.
Lleva mucho tiempo aquí, y yo no.
Somerset asintió con un gesto, en un intento de mostrarse compasivo.
—Puede llegar a ser un lugar muy duro.
—No duermo muy bien desde que nos trasladamos.
No me siento segura. Ni siquiera en casa.
Somerset volvió a asentir. No sabía qué decirle. Tal vez el egoísta de su marido debería haberle consultado su opinión antes de llevarla a la ciudad.
Se produjo un silencio incómodo. Somerset miró el reloj de Tracy. Se estaba haciendo tarde. Tenía que regresar al trabajo.
La camarera llegó con el desayuno. Somerset se concentró en verter la leche y el azúcar en el café, así como en retirar la mantequilla sobrante del panecillo. Estaba esperando a que Tracy fuera al grano, pero ella seguía vacilando, buscando las palabras adecuadas.
—Me siento un poco raro aquí con usted –dijo Somerset por fin–, sin que David lo sepa.
—Lo siento; es que tenía que hablar con...
Se oyó un fuerte golpe en la ventana. Somerset levantó la mirada y vio a dos mocosos que vestían aquellos chaquetones típicos de negros y sudaderas con capucha. Uno de ellos agitaba la lengua, y el otro mantenía la suya apretada contra el vidrio. Somerset los reconoció; formaban parte de la pandilla del radiocasete que siempre se apalancaba delante de su casa. No sabía si lo habían reconocido a él, porque era a Tracy a quien miraban. Sacó la placa y la sostuvo ante la ventana. Los pillos retrocedieron y mascullaron algún insulto.
Uno de ellos le dedicó un gesto obsceno con el dedo y el otro escupió al cristal. Por fin se alejaron, riendo como hienas.
—La juventud urbana –murmuró Somerset asqueado.
Tracy intentó sonreír.
—Un ejemplo perfecto. Ahora ya entiende por qué estoy nerviosa.
—A veces hay que cerrar los ojos, Tracy. Bueno, casi siempre.
Tracy tomó un sorbo de café; le temblaba la mano.
—No sé por qué le he pedido que venga.
Somerset removió el café. Creía saber por qué Tracy lo había llamado.
—Hable con él de ello –le aconsejó–. La entenderá si le cuenta lo que siente.
—No puedo ser una carga, sobre todo ahora –explicó la joven–. Sé que acabaré por acostumbrarme a esto. Supongo que le he llamado porque quería saber qué pensaba alguien que vive aquí. El ambiente de Springfield es completamente distinto. Me falta perspectiva. –Hizo una pausa para beber un poco más de café–. No sé si David se lo ha contado, pero soy maestra de quinto curso... o al menos lo era.
—Sí, me lo dijo.
De repente, Tracy pareció estar a punto de estallar en sollozos; el labio inferior le temblaba.
—He ido a algunas escuelas para buscar trabajo, pero aquí las condiciones son... horribles.
—¿ Lo ha intentado en las escuelas privadas ?
Tracy meneó la cabeza y se enjugó los ojos con una servilleta de papel.
—No sé...
—Tracy... –Esperó hasta que ella lo miró a los ojos–.
¿ Qué es lo que la preocupa realmente ?
El labio empezó a temblarle de nuevo.
—David y yo... vamos a tener un hijo.
Somerset se reclinó en su asiento y lanzó un suspiro de alivio. Había estado convencido de que le diría que iba a divorciarse. Se alegraba por ella, por los dos. Pero después de pensar en ello unos instantes, también sintió tristeza. Traer a un niño al mundo era algo que siempre se había negado a sí mismo. Tal vez habría salvado sus matrimonios, pero no se lo imaginaba, no en la ciudad. La ciudad convertía a los niños en desgraciados y pequeños delincuentes, si no en cosas peores.
—Tracy..., tengo que decirle que... yo no soy la persona adecuada para hablar de ello.
—Odio esta ciudad –prosiguió ella.
Somerset sacó un cigarrillo y estuvo a punto de encenderlo, pero al mirar a Tracy renunció. El embarazo aún no se le notaba, pero el bebé no necesitaba humo de segunda mano. Miró por la ventana, sin dejar de preguntarse por qué Tracy se lo habría contado a él. ¿ Estaría pensando en abortar? ¿ Era ése el problema?
—Tracy, si está pensando en... –Exhaló un profundo suspiro antes de atacar–. He estado casado dos veces –explicó–. Michelle, mi primera esposa, quedó embarazada.
Sucedió hace mucho tiempo. Tomamos la decisión juntos...
sobre lo de quedarnos con el bebé. –Bajó la mirada hacia el café para no encontrarse con los ojos de Tracy–. Bueno, pues una mañana me levanté y salí a trabajar. Habría sido un día como otro cualquiera, de no haber sabido lo del bebé.
Y... de repente me invadió un miedo extraño. Era la primera vez que sentía aquello. Me dije: ¿Cómo voy a criar a un niño rodeado de todo esto? Por Dios, ¿cómo puede crecer un niño aquí? Así que me fui a casa y le dije a Michelle que no quería tener el hijo. Durante las semanas siguientes le comí el coco una y otra vez. La convencí de que era un error tener un hijo aquí. Poco a poco le quité la idea de la cabeza...
—Pero yo quiero tener hijos, William.
A Somerset se le formó un nudo en la garganta.
—Lo único que puedo decirle, Tracy, es que todavía estoy seguro de que tomé la decisión correcta. Lo sé. He visto a demasiados niños destrozados aquí. Sin embargo, no pasa un día sin que desee haber tomado la decisión contraria.
–Alargó la mano por encima de la mesa y tomó la de Tracy– Si... no tiene a su hijo, si decide no tenerlo, entonces no le cuente a David que está embarazada. Se lo digo en serio. Nunca. Le garantizo que si lo hace su relación se marchitará y morirá.
Tracy asintió y los ojos se le inundaron de lágrimas.
—Pero si decide tener el niño –prosiguió Somerset intentando sonreír–, entonces cuénteselo a David tan pronto como esté absolutamente segura. Dígaselo de inmediato, y cuando nazca el niño mímelo en todo momento. –Ella se enjugó los ojos–. Es el único consejo que puedo darle.
—William...
En aquel instante se activó su busca. Lo sacó del bolsillo y leyó el número que indicaba la pantallita digital. Era su número en la comisaría. En realidad, el número de Mills.
—Perdone, ahora vuelvo.
Salió del reservado y encontró un teléfono en la pared que separaba los lavabos de hombres de los de mujeres. Introdujo una moneda de veinticinco centavos en la ranura y marcó el número. Sonó una sola vez.
—Detective Mills –saludó el joven.
—Soy yo. ¿ Acaba de enviarme un mensaje?
—Sí. ¿Dónde coño está? Creía que íbamos a comprobar lo de la tienda de artículos de piel a primera hora.
—Y lo vamos a hacer –repuso mientras consultaba su reloj–. Quedamos allí a las nueve.
—Eh, ¿se encuentra bien? –preguntó Mills–. Tiene una voz rara.
Somerset tosió y se sorbió la nariz –Creo que he pillado un catarro.
–Ah.
–Hasta ahora.
–Vale.
Somerset colgó y regresó a la sala. Tracy le dedicó una sonrisa cuando volvió a sentarse.
–Gracias por escucharme –dijo la joven.
Somerset sacó unos cuantos dólares y los dejó sobre la mesa.
—Tengo que irme corriendo, Tracy. El deber me llama.
Tracy le aferró la mano antes de que pudiera irse.
—Prométame que seguiremos en contacto cuando se haya ido. Por favor.
—Claro, se lo prometo.
Asintió con un gesto, la saludó con la mano y se dirigió hacia la puerta. No pudo decir nada más. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía hablar.

CAPÍTULO 19

La tienda de artículos de piel Wild Bill se hallaba junto al Hog Shop, el concesionario local de Harley Davidson.
Wild Bill suministraba material a los motoristas. Su abundante mercancía colgaba de las paredes y del techo, con lo que la pequeña tienda ofrecía cierto aire selvático. Había gruesos cinturones y muñequeras de cuero con hileras de tachuelas plateadas; chalecos de cuero con insignias de motoristas en la espalda; cazadoras de motoristas, jarreteras con flecos, abrigos largos de cuero, botas pesadas de puntera cuadrada, gorras puntiagudas y sombreros vaqueros de piel, látigos de cuero e incluso algunas fustas de montar con mango de diamantes falsos y puntas erizadas. El único rasgo agradable del establecimiento de Wild Bill era la fragancia a cuero.
Somerset estaba de pie ante la urna de cristal que protegía la caja registradora, Mills se hallaba junto a él y Wild Bill estaba detrás del mostrador. Wild Bill tenía una barriga enorme que le sobresalía entre los flancos del chaleco de cuero, los dientes rotos, el cabello gris y enmarañado recogido en una cola mal hecha y numerosos tatuajes que le cubrían ambos brazos. Era la clase de tipo que daba mala reputación a los blancos pobres.
—¿Y dice que lo recogió anoche? –preguntó Mills–.
¿ Está seguro ?
—Sí. Esas cosas no se olvidan.
Señaló con la cabeza la fotografía Polaroid que había sobre el mostrador y sonrió enseñando dos hileras de dientes rotos y amarillentos.
Somerset evitó mirar otra vez la fotografía. Le revolvía el estómago. ¿Quién podría imaginar algo tan espantoso?
Lo único en que podía pensar era en que alguien lo utilizara con Tracy. Desde la conversación que había mantenido con ella aquella mañana, lo único en que podía pensar era en que alguien pudiera hacer daño a Tracy, al bebé. Miró a Mills y se sintió raro al pensar que había sabido lo del niño antes que él.
Mills sacó el boceto de John Doe que había hecho el dibujante de la policía.
—¿Es él?
Wild Bill cogió el dibujo y asintió con aire pensativo mientras lo contemplaba.
—Sí, es John Doe –replicó–. Un nombre fácil de recordar. Imaginé que sería uno de esos artistas de performance. Eso es lo que pensé cuando me dijo lo que quería.
Ya sabe, esos tipos que suben al escenario, mean en un vaso y luego se lo beben. Performance. Uno de ésos, vaya.
–Cogió la Polaroid para admirar su obra–. Pero creo que se lo dejé demasiado barato. Esto salió mejor de lo que pensaba. ¿A usted qué le parece?
Sostuvo la foto en alto para que Mills la viera.
Mills la retiró a un lado.
—Déjelo, ¿ quiere ?
—Esto es pura artesanía –exclamó Wild Bill con aire ofendido–. No todo el mundo puede hacer algo así.
—Está orgulloso de ello, ¿verdad? –terció Somerset.
—Pues claro que sí, maldita sea. Ya sé lo que está pensando, pero créame, esto no es lo más raro que me han pedido. He hecho cosas mucho peores. Pero si es lo que quiere el cliente...
Wild Bill se encogió de hombros, como dando a entender que él no podía hacer nada al respecto. Somerset se preguntó si se mostraba tan generoso en el caso de que alguien intentara probar una de sus creaciones con él.
—¿ Le dijo John Doe para qué iba a usar esto ? –inquirió Mills–. ¿Dijo algo relacionado con eso?
—No, no dijo gran cosa...
El aullido de una sirena interrumpió la frase de Wild Bill, y el hombre abrió los ojos de par en par con expresión asustada. Por lo visto había vivido algunas experiencias desagradables con la policía. Un coche patrulla se detuvo junto al bordillo, sin apagar la sirena ni la luz parpadeante.
Un agente uniformado saltó del asiento del acompañante y corrió hacia la puerta. La abrió y se detuvo en el umbral, sobre el picaporte.
—Teniente –empezó mirando a Somerset–, tenemos otro.
Somerset se quedó estupefacto, planchado por la noticia, pero lo cierto era que no le sorprendió. Sabía que volvería a suceder. Arrancó la Polaroid de la mano de Wild Bill y se dirigió hacia la puerta.
—Volveremos para seguir hablando con usted.
—¡Eh, mi foto! Es la única que tengo.
—Pues qué suerte –replicó Somerset mientras salía seguido a escasa distancia por Mills.
—¡Cerdos de mierda! –les gritó Wild Bill.
Toda la fachada de la sauna Hot House estaba pintada de rojo, tanto la puerta principal, los ladrillos, la puerta de emergencia y todo lo demás, pero al estar encajada en una manzana entera de cines porno horteras e iluminados con luces de neón, lo cierto era que no destacaba demasiado.
Había varios coches patrulla aparcados de cualquier modo ante el local, y las luces giratorias parpadeaban. Los policías uniformados hacían lo que podían para mantener el control, pero no se trataba de una tarea fácil.
Una corriente constante de hombres, mujeres y travestidos salían escoltados de la sauna Hot House para entrar en un furgón policial entre los abucheos y gritos de una multitud de vecinos que sacudían los puños y escupían a los policías. La escena recordaba al populacho de la Revolución francesa.
Avanzando de lado, Mills se abrió paso entre la muchedumbre; Somerset le pisaba los talones. En el interior, una taquilla de plexiglás reforzada con barrotes de acero se erigía junto a una puerta metálica roja con una cerradura electrónica que se controlaba desde la taquilla. La puerta estaba abierta de par en par, pero el hombre calvo y gordo que se hallaba en el interior de la jaula de plexiglás no quería salir de ella. Un agente uniformado golpeó el vidrio con la porra, a punto de perder la paciencia con el gordo de cara de rata. Mills se preguntó medio en broma si tendría algún parentesco con Wild Bill. Ambos tenían un aire de roedor.
El policía uniformado volvió a golpear el vidrio.
—¡He dicho que salga de la puta taquilla! ¡Ahora mismo !
—¡Espere! –gruñó el hombre–. ¡Ya saldré! ¡Espere un momento! ¡Saldré cuando lo tengan todo controlado!
Otro agente intentaba obtener una declaración del hombre a través del vidrio.
—Déjeme hablar con él un rato –pidió al agente de la porra mientras bajaba la cabeza hacia los orificios de comunicación–. ¿Ha oído gritos? ¿Ha visto algo? ¿Cualquier cosa que le pareciera extraña?
—No –contestó el hombre.
Permaneció sentado con los brazos cruzados, como una rana gigantesca sobre la hoja de un nenúfar.
—¿Ha visto entrar a alguien con un paquete bajo el brazo ?
—Todo el mundo que entra aquí lleva un paquete debajo del brazo –resopló el hombre–. Algunos tipos traen maletas llenas de cosas. ¿Y dice que si he oído gritos? No paran de gritar allá atrás. Es de lo que va esto, amiguito.
El agente uniformado le lanzó una mirada asesina.
—¿Le gusta su forma de ganarse la vida, amigo? ¿Le gustan las cosas que ve?
—No, no me gusta. Pero así es la vida, ¿ no ? –replicó el gordo con una sonrisa torva.
Mills y Somerset cruzaron la puerta metálica en el momento en que sacaban a un hombre que vestía un corsé de cuero. Si hubiera llevado traje habría tenido aspecto de banquero respetable.
En el interior, el pasillo estaba pintado de rojo y las bombillas desnudas que pendían del techo tornaban el ambiente aún más rojizo. El estruendo ensordecedor del heavy metal azotó los oídos de Mills. Tenía grabado en la memoria el dibujo del infierno de Dante que adornaba su ejemplar de bolsillo.
—¿Detectives ?
Un policía de aspecto aturdido, embutido en una camisa de manga corta empapada en sudor, les hizo señas desde el otro extremo del pasillo.
—Por aquí.
El policía los condujo a través de un laberinto de pasadizos de color rojo deslumbrante hasta una estancia iluminada por un foco que parpadeaba desde el techo. No había ninguna otra luz en la habitación a excepción del brillo rojo que procedía del pasillo. El policía sudoroso se detuvo en el umbral.
—Por fin hemos logrado reducir al sospechoso. Pero no quiero volver a entrar. Me quedaré aquí por si me necesitan.
Mills entró en la estancia con cautela, desorientado por el foco parpadeante. La música retumbaba al mismo volumen en el interior. Dos enfermeros rodeaban al sospechoso, un hombre desnudo de complexión nervuda, cabello gris oscuro y unos cincuenta y cinco años de edad que llevaba una sábana enrollada alrededor de las caderas. Tenía las manos esposadas a la espalda y estaba histérico. Uno de los enfermeros luchaba por mantenerle la cabeza quieta, mientras el otro intentaba alumbrarle los ojos con una linterna.
Sobre la enorme cama que había en el centro de la habitación se veía la silueta contorsionada de un cuerpo bajo una sábana sobre la que destacaba una mancha de sangre del tamaño de una pizza. Una parte del cabello rubio de la víctima sobresalía por el extremo de la sábana. Por alguna razón, a Mills le recordó el cabello de Tracy, y aquel pensamiento lo enfureció. ¿Por qué iba a recordarle cualquier cosa de aquella pocilga a su mujer?
—¡M...me obligó a hacerlo! –tartamudeó el hombre desnudo intentando zafarse de los dos enfermeros.
—¡Tranquilo, amigo! –le indicó el enfermero de la linterna–. Tengo que echarle un vistazo. Es por su propio bien, gilipollas.
En la pared que se alzaba tras la cama, alguien había rascado la pintura roja para escribir la palabra LUJURIA. A Mills le temblaron las manos mientras contemplaba el mensaje. Le entraron ganas de propinar una patada a algo mientras se acercaba a la cama para examinar a la víctima.
—Le aseguro que no le va a apetecer mirar más de una vez –le advirtió el otro enfermero.
—¡Tenía una pistola! –gritó el hombre desnudo–.
¡Me obligó a hacerlo!
Somerset ya había levantado la sábana e hizo una mueca al contemplar el espectáculo. Mills miró por encima de su hombro y quedó desconcertado en el primer momento. La parte superior del tronco de la muerta no mostraba señal alguna, no se apreciaban cortes ni cardenales en el rostro...
Pero entonces se aproximó más y vio su entrepierna y el estómago vuelto del revés. Somerset bajó la sábana.
—Eso es el enchufe –dijo el enfermero de la linterna–.
Ahora eche un vistazo a la clavija.
Retiró la sábana que cubría las caderas del hombre. Llevaba un artilugio muy sofisticado atado a los genitales, un consolador con correas coronado por la hoja de un cuchillo de carnicero. Las puntadas del pene achaparrado de cuero que sujetaban el cuchillo le recordaron a Mills los restos de un miembro amputado. Sobre la hoja se apreciaba sangre seca.
Unas correas anchas de cuero blanco rodeaban la cintura y los muslos del hombre. Estaban atadas con fuerza, hincadas en su carne para evitar que el maldito trasto se soltara.
Somerset sacó la fotografía Polaroid que se había llevado de la tienda de artículos de cuero. Era el mismo consolador asesino, la obra maestra de Wild Bill.
El primer enfermero estaba llenando una jeringa a la luz de la linterna.
—No queremos quitárselo hasta que lleguen los de la oficina del forense. Siempre se cabrean si tocamos las pruebas.
—Quítenmelo –suplicó el hombre desnudo–. ¡Quítenmelo, por favor!
El enfermero de la jeringuilla llamó por señas al policía sudoroso para que le ayudara a sujetar al hombre desnudo mientras le inyectaba un sedante.
—¡Quítenmelo! ¡Diosmío,porfavor! ¡Porfavor!
Mills no lo resistió. A toda prisa se puso unos guantes de látex y se agachó junto al hombre.
—Sujételo –ordenó al policía–. Yo asumo la responsabilidad si los de la oficina del forense dicen algo.
Empezó a desatar las correas, pero estaban tan apretadas que pellizcaron la piel del hombre mientras lo liberaba.
Cuando por fin logró quitarle el artilugio, varios surcos de color rojo intenso señalaban el lugar donde había llevado el artefacto. Mills percibió el peso de aquel horrible objeto en sus manos. Era brutal y pesado; no quería sostenerlo. Lo dejó al pie de la cama, junto a la víctima.
El cuerpo del hombre empezó a relajarse entre los brazos del agente uniformado, pero era evidente que luchaba contra el sedante, pues parpadeaba y movía los labios sin cesar en un intento por seguir hablando.
—Di...dijo... m–m–me preguntó si estaba casado. Llevaba una p–pistola.
Somerset se acercó algo más y se agachó para poder ver el rostro del hombre.
—¿ Dónde estaba la chica ?
—¿ La chica? ¿Q...qué quiere decir?
—¿Dónde estaba la prostituta? ¿Dónde estaba?
—E–e–estaba en la cama. Estaba s–s–sentada en la cama.
—¿ Quién la ató ? –preguntó Somerset–. ¿ Usted o él ?
—¡Tenía una pistola! –chilló el hombre–. ¡Tenía una pistola! El lo provocó. Me obligó a hacerlo. –El hombre prorrumpió en sollozos y se encogió–. Me obligó a ponerme ese... esa cosa. ¡Dios mío! M–m–me obligó a llevarlo y... y me dijo que me la tirara. Me había metido la pistola en la boca. –El hombre se desplomó hacia adelante cuando el policía y el enfermero lo soltaron por fin–. ¡Tenía la pistola metida hasta la garganta, joder! –gritó.
Mills sintió ganas de vomitar. Recordaba el sabor de la pistola de Doe en su boca después de que el asesino le golpeara en la cara en aquel callejón. Apartó la vista y se volvió hacia la cama. La palabra LUJURIA parecía desafiarle. Sacó el cuaderno de notas y pasó las hojas hasta llegar a la que tenía anotados los siete pecados capitales.
Otro más –pensó mientras sus manos temblorosas agitaban el papel–. Otro más que podemos tachar. Sólo quedan tres: envidia, ira y orgullo. ¡Mierda!
Bajó la mirada hacia la mancha de sangre que seguia extendiéndose y el consolador asesino.
¿Y ahora qué pasará? –se preguntó enfurecido y asqueado–. Por el amor de Dios, ¿qué más pasará?

CAPÍTULO 20

Un bar de aficionados a todo tipo de deportes no respondía al concepto que Somerset tenía de un buen local, pero después del día que Mills y él habían pasado, un lugar lleno de policías y actividad se le antojaba más adecuado que los antros tenebrosos que solía frecuentar. El Winner's Cirele Saloon era más grande que un supermercado y estaba repleto de juegos, desde minicanchas de baloncesto y hockey hasta plataformas de bateo, mesas de billar, dardos e incluso una pista de sumo donde los participantes se ponían trajes hinchables y se atacaban hasta que uno caía de espaldas al suelo y ahí se quedaba, indefenso como una tortuga vuelta del revés. Cada centímetro del espacio aparecía decorado con trofeos, placas, lazos y banderolas. Somerset y Mills estaban sentados en la barra, con una jarra de cerveza ante ellos.
Somerset bebió un sorbo de una copa helada.
—Cuando llegaba a casa, mi viejo me contaba historias macabras de crímenes –contó–. Los asesinatos de la calle Morgue, Té verde, de Le Fanu, cosas así. Mi madre lo ponía de vuelta y media porque me tenía despierto hasta las tantas.
—Da la impresión de que su padre quería que usted siguiera sus pasos –comentó Mills, inclinado sobre su cerveza.
De repente, Somerset se preguntó si Mills estaba al corriente de que él sabía lo del embarazo de Tracy. Pero ¿cómo iba a saberlo? Habían estado juntos todo el día, y Tracy no se lo habría contado por teléfono. Mills no podía saberlo.
Somerset dejó la copa sobre la barra.
—Una vez, mi padre me regaló mi primer libro nuevo de tapas duras por mi cumpleaños. Era El siglo del detective, de Jurgen Thorwald. Explicaba la historia de la deducción como ciencia y decidió mi destino porque era real, no ficticio. El hecho de que una gota de sangre o un cabello pudieran resolver un crimen me parecía increíble.
Sirvió más cerveza a Mills y luego se llenó la copa. Percibía que Mills estaba muy tenso por el asunto de John Doe y quería que se relajara, que adquiriera cierta perspectiva antes de que el caso lo volviera loco.
—¿ Sabe? Aquí no habrá un final feliz. Es imposible.
—Si lo atrapamos tendremos un final lo suficientemente feliz –replicó Mills.
—No. Deje de pensar en el caso en términos del bien contra el mal. Las cosas no funcionan así.
—¿ Cómo se atreve a decir eso? ¡Sobre todo después de lo que ha pasado hoy!
—Escuche. Un hombre pega a su mujer hasta dejarla hecha papilla, o una mujer acribilla a su marido a tiros.
Limpiamos la sangre de las paredes y encarcelamos al asesino, pero ¿quién gana en definitiva? Digamelo.
—Pues uno hace su trabajo...
—Pero no hay victoria –insistió Somerset.
Mills cogió su jarra de cerveza.
—Uno observa las leyes y hace lo que puede. Es lo único que se puede hacer.
—Si atrapamos a John Doe y resulta que él es el diablo, que es el mismísimo Satanás, tal vez eso esté a la altura de nuestras expectativas. Pero no es el diablo. No es más que un hombre.
—¿Por qué no cierra el pico un rato? –sugirió Mills lanzándole una mirada fulminante–. No para de refunfuñar y quejarse por todo. Qué, ¿acaso cree que me está preparando para los malos tiempos? Pues no. Se marcha dentro de nada. Yo soy el que se queda aquí para luchar.
Una fotografía de Mohamed Ali cuando era joven captó la atención de Somerset.
—Pero ¿por quién está luchando? La gente ya no quiere adalides. La gente sólo quiere jugar a la lotería y comer hamburguesas con queso.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Convencerme para que deje de trabajar aquí? ¿Quiere que me escape al campo con usted?
Sí, pensó Somerset. Por el bien de su hijo.
—Por el amor de Dios, teniente, es posible que no sea asunto mío, pero ¿cómo narices ha acabado así? ¿ Eh?
Somerset bebió un trago y reflexionó.
—No ha sido una cosa concreta lo que me ha trastocado, por si es eso lo que cree. Es sólo que... no puedo vivir en un lugar donde la apatía se acepta y fomenta como si fuera una virtud. Ya no lo aguanto más.
—Lo cual significa que es usted mejor que todos los demás, ¿no? Porque tiene principios más elevados.
—Se equivoca –negó Somerset–. Mi problema es que comprendo a la perfección la situación de todo el mundo. La comprendo demasiado bien. Pero me niego a aceptar la apatía. Por desgracia, es lo único que funciona de verdad en lugares como éste. Piense en ello. Es mucho más fácil dejarse llevar por las drogas que afrontar la vida; es más fácil robar algo que ganárselo; es más fácil pegar a un niño que educarlo porque realmente cuesta mucho amar y cuidar.
—Está hablando de personas mentalmente enfermas, de personas que...
—No, no es verdad. Estoy hablando de la vida cotidiana, de personas normales que intentan seguir adelante, de personas como usted y como yo. No puede permitirse el lujo de ser tan ingenuo, Mills.
Mills dejó la cerveza sobre la barra con un golpe.
—¡Váyase a la mierda! ¡Escúchese! Me está diciendo que el problema de la gente es que a nadie le importa nada, así que a usted tampoco puede importarle nada. Eso es una parida, tío. No tiene ningún sentido, ¿y quiere saber por qué?
—¿ Y a usted le importan las cosas ? –lo atajó Somerset.
—Pues claro que sí, joder.
—¿ Y usted, David Mills, va a cambiar las cosas ?
Mills se volvió hacia Somerset.
—Sí, aunque a lo mejor a usted le parece una ingenuidad. ¿Y sabe una cosa? No creo que se marche porque crea en las cosas que dice. Tengo la impresión de que quiere creerlas porque así se siente mejor. Se siente justificado.
Quiere que yo esté de acuerdo con usted. Sí, tiene toda la razón del mundo, teniente. Esto es una mierda. Vámonos a vivir a una puta cabaña de troncos en el bosque. Bueno, pues no estoy de acuerdo con usted. No puedo permitírmelo, porque yo me quedo. –Se levantó del taburete y arrojó un par de billetes sobre la barra–. Gracias por la cerveza.
Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta.
Dos tipos blancos con panza de cerveza, sudaderas y gorras de béisbol que estaban al otro extremo de la barra lo siguieron con la mirada. Somerset no era consciente de que habían estado gritando. El camarero también lo observaba fijamente. Somerset sacó un cigarrillo e intentó encenderlo, pero el maldito mechero no prendía. Por fin lo logró, pero la mano le tembló al intentar mantener fija la llama.
¡Maldito cabezota de mierda!, pensó. Mills iba a joderse la vida de mala manera. Y no sólo la suya, sino también la de Tracy y la del bebé. Mills estaba emprendiendo el mismo camino inútil que Somerset ya había recorrido.
Somerset intentó levantar la jarra, pero las manos le seguían temblando. En su interior oía el ritmo constante del metrónomo mientras intentaba calmarse como hacía en su casa. Tic... tic... tic... Pero no le sirvió de nada. En el bar había demasiado ruido, con toda esa gente jugando a todos esos juegos, discutiendo sobre deportes o intentando ligar con mujeres que flirteaban con los hombres, gente engañándose a sí misma, apostando creyendo que iban a ganar.
Cogió la copa y se dirigió a las dianas que había al otro extremo del local. Se las quedó mirando y se concentró en una de ellas, intentando apartar de sí todo pensamiento a excepción del sonido del metrónomo.
Tic... tic... tic...
Tiró a la diana, prestando menos atención a su puntería que al ritmo, acelerando hasta que los golpes coincidieron con el tic de su mente, un tac en la diana por cada tic del metrónomo. Tic, tac... tic, tac..., tic, tac...
Somerset siguió lanzando sin pensar. Tic, tac..., tic, tac..., tic, tac...
—Eh, oiga –lo llamó el camarero.
Estaba inclinado sobre la barra con expresión algo nerviosa.
—¿ Qué ? –replicó Somerset.
Tenía la frente bañada en sudor y no deseaba que lo molestaran en aquel momento.
—¿No cree que podría utilizar dardos en lugar de... ?
–preguntó el camarero señalando la diana con la cabeza.
La navaja de Somerset estaba clavada en el corcho justo debajo del blanco.
¡Dios mío!, pensó mientras la retiraba a toda prisa y se la guardaba. Ni siquiera se había dado cuenta de que la había sacado. Aferró el mango de nácar. Las manos todavía le temblaban.

CAPÍTULO 21

Mills sentía pinchazos en la cabeza cuando llegó a casa aquella noche, pero no a causa de la cerveza. Seguía cabreado con Somerset y su maldito sermón mientras atravesaba el salón con el mayor sigilo posible. Si Somerset tenía todas las putas respuestas, ¿entonces por qué era un desgraciado ? ¿ Qué coño pretendía al decirle a los demás cómo debían vivir su vida, cuando la suya era un completo desastre? ¿Qué clase de persona huye de sus problemas?
Pues la que no puede afrontarlos, eso es. Así que él no era nadie para hablar.
Mills se dirigió a tientas hasta la mesa del comedor, iluminado débilmente por la luz de las farolas. Retiró una de las sillas, se sentó y empezó a sacarse los zapatos. Mojo, el perdiguero dorado, se acercó a su pierna para que le rascara la cabeza. Mills obedeció y le agitó las orejas, pero Mojo no reaccionó meneando la cola, como solía hacer. El perro parecía deprimido, observó Mills. O tal vez sólo cansado.
Mills dejó los zapatos bajo la mesa y se dirigió al dormitorio, avanzando cuidadosamente con sus pies embutidos en los calcetines y deseoso de que los tablones de madera no crujieran tanto. Se desnudó procurando no despertar a Tracy y dejó la ropa sobre una silla. Se despojó de los calzoncillos y les propinó una patada antes de deslizarse entre las sábanas hasta el cuerpo de Tracy, para sentir la calidez de su mujer contra su piel. Se cubrió los hombros con la sábana y avanzó el rostro hasta encontrar el de Tracy; entonces la besó, primero en la frente y luego en la mejilla. No quería despertarla él, sino que se despertara ella misma.
Gracias al cabrón de Somerset se sentía demasiado tenso como para conciliar el sueño. Deslizó el brazo bajo la nuca de Tracy y la abrazó mientras volvía a besarla en la cara.
—Cariño... –murmuró ella medio dormida.
—Chist –la tranquilizó Mills acariciándole la mejilla–. Duérmete.
—¿ Qué pasa ? –preguntó Tracy.
—Nada... –Se quedó mirando la silueta de su perfil–.
Te quiero.
Tracy emitió un gemido y se giró para abrazarlo.
Mills cerró los ojos, diciéndose a sí mismo que nunca acabaría como Somerset porque tenía a Tracy. Si Somerset tuviera a alguien como Tracy, nunca se habría vuelto así.
Podía ser un maldito sabelotodo, pero no tenía a Tracy.
Sólo él, David Mills, tenía a Tracy...
Mills no tardó en quedarse dormido, abrazado con fuerza a su mujer.
El primer timbrazo del teléfono lo golpeó como un martillo gigantesco. Mills se incorporó con el corazón desbocado.
Desde los pies de la cama, Mojo ladró y Lucky gruñó.
Tracy tenía las uñas clavadas en el antebrazo de Mills.
—¡David! ¿ Qué pasa?
Mills alargó el brazo y descolgó el auricular antes de que volviera a sonar.
—¿Diga?
—Lo he vuelto a hacer.
La sangre se le heló en las venas.
Se sentía sucio por el mero hecho de sostener el auricular junto al oído. Conocía aquella voz estridente. Pertenecía a John Doe. tDe dónde coño había sacado su número?
Mills se volvió hacia Tracy. El corazón seguía latiéndole con violencia.
—¿Doe? ¡Doe! ¿Sigue ahí? ¡Hábleme!
—No, no soy Doe, soy yo –dijo Somerset desde el otro extremo de la línea–. Era una grabación.
—Pero ¿qué cojones le pasa, Somerset? –gritó Mills enfurecido antes de mirar el despertador que se hallaba sobre la mesita de Tracy: las 4:38.
—Hace unos veinte minutos he recibido una llamada del agente que está de guardia en el piso de Doe. Doe ha llamado a su propio teléfono y ha dejado ese mensaje. Habíamos intervenido su teléfono por si acaso.
Mills retiró las sábanas y se sujetó la cabeza. Estaba hecho una piltrafa; demasiada cerveza y demasiadas pocas horas de sueño.
—¿ Es lo único que ha dicho ?
—Sí. Y además hemos encontrado otro cadáver. Orgullo.
—Oh, mierda...
Tracy se había incorporado sobre los codos. Parecía inquieta y angustiada.
—Mire, Mills, usted quiere librar la batalla, así que voy a librarla con usted. Muévase y venga de inmediato.
—Eh, oiga, no hace falta que me haga ningún favor, Som...
—Basin Avenue, mil setecientos, apartamento 5G.
—Un momento...
Pero Somerset ya había colgado.
–David –dijo Tracy–, ¿qué es lo que pasa?
Su voz tenía un matiz aterrado.
Mills se dirigió cojeando al cuarto de baño.
–Ojalá lo supiera –masculló–. Ojalá lo supiera.
Cuando Mills llegó al apartamento 5G, de Basin Avenue,1.700, los de la oficina del forense ya habían puesto manos a la obra y se encontró con un hombre que caminaba a gatas sobre la moqueta azul turquesa que cubría todo el salón en busca de cabellos y fibras.
Una especialista se hallaba en el cuarto de baño e inspeccionaba el contenido del botiquín. Mills advirtió que en la bañera había unos cinco centímetros de agua de un matiz rosado, seguramente debido a la sangre.
La encantadora Smudge estaba en la cocina y buscaba huellas en el soporte de los cuchillos.
—Buenos días –la saludó Mills.
—Que le den por culo –replicó la mujer sin levantar la vista.
—¿Dónde está Somerset?
—Que le den...
—No importa. Ya lo encontraré.
Una forma genial de empezar el día, pensó.
Recorrió un pasillo corto y encontró a Somerset en el dormitorio. El doctor O'Neill, el médico forense, se encontraba con él. La estancia estaba decorada como un corazón de San Valentín, todo en rosa y rojo, rematado con encajes.
Lo primero que vio Mills fueron las palabras garabateadas con lápiz de labios escarlata sobre la pared de color rosa intenso contra la que se apoyaba la cama: ORGULLO... y debajo, en letra más pequeña, Yo no la he matado. Ha sido su propia elección.
El cadáver aparecía sentado en la cama, con un cobertor estampado de flores doblado justo debajo de sus pechos.
Vestía una bata blanca de encaje. El rostro estaba vendado de cualquier manera con gasa y esparadrapo, y unos orificios mal cortados dejaban al descubierto los ojos y la boca.
En el centro del rostro se apreciaban manchas de sangre. La cama estaba cubierta por docenas de animales de peluche.
La mujer sostenía un unicornio blanco sobre el regazo.
Mills lo cogió y lo inspeccionó antes de volver a dejarlo en su lugar.
Los brazos de la víctima sobresalían del cobertor. En la mano derecha sostenía un teléfono inalámbrico; en la izquierda, un frasco de medicamentos de plástico marrón.
Dos píldoras rojas habían caído sobre el cobertor.
—Somníferos –explicó Somerset–. Tiene el frasco pegado a la mano. Y el teléfono también. Por lo visto, ha utilizado Super Glue.
El doctor O'Neill se inclinó sobre el cadáver provisto de un par de tijeras quirúrgicas y empezó a cortar con cuidado los vendajes que envolvían la cabeza. Mills se quedó mirando fijamente la cara enmascarada. El corazón le latió con fuerza; temía lo que iba a ver.
Somerset le propinó una palmadita en el hombro.
—He encontrado esto en su bolso.
Mostró a Mills el carné de conducir de la mujer. La fotografía era impresionante: cabello negro y largo, preciosos ojos de color zafiro. Se llamaba Linda Abernathy, de veintiocho años. Tenía aspecto de modelo.
El médico estaba retirando la gasa. Mills hizo una mueca incluso antes de mirar. Se le revolvió el estómago. La nariz de la mujer había desaparecido; trozos de hueso sobresalían por entre el tejido amputado. Mills tuvo que apartar la vista.
—La ha mutilado y luego ha cubierto las heridas –comentó Somerset antes de levantar la mano con el teléfono pegado a ella–. Llama para pedir ayuda y sobrevivirás, debió de decirle. Pero quedarás desfigurada. –Señaló la mano que sostenía el frasco de píldoras–. O si no tienes la opción de acabar con todo.
El doctor O'Neill le levantó la cabeza y retiró el resto de la gasa.
—Le ha cortado la nariz...
—Para destrozarle la cara –terminó Somerset.
—Y no hace mucho que lo ha hecho –agregó el médico–. La sangre de la herida no parece demasiado coagulada.
Mills volvió a mirar aquel rostro, lo cual fue un error.
Los ojos de la mujer parecían estar vivos. Abandonó la habitación a toda prisa, atravesó el salón y salió al rellano.
Necesitaba un poco de aire fresco.
Veinte minutos más tarde, Mills y Somerset volvían a la comisaría en el coche de Mills. El tráfico en el centro era densísimo. Hora punta. Mills estaba nervioso, pero no sólo a causa del tráfico. Había visto cientos de cadáveres a lo largo de su carrera, pero jamás se había mareado, ni siquiera cuando no era más que un novato. Sin embargo, aquel cadáver había sido demasiado para él. Y lo peor era que le había sucedido en presencia de Somerset.
Miró al teniente, que estaba inmerso en sus pensamientos y fumaba un cigarrillo mientras miraba por la ventanilla. Por lo visto, el rostro de Linda Abernathy no le había afectado.
Por supuesto, Somerset era un tipo que había aprendido a que las cosas no le afectaran, pensó Mills. Era el tipo duro que vivía en la ciudad. Nada le afectaba, porque él no lo permitía.
Mills golpeteó el volante con ademán impaciente. El semáforo acababa de ponerse otra vez en rojo. Ya era la tercera vez, y apenas habían avanzado. El coche que le seguía estaba apretando el acelerador. Mills miró por el retrovisor exterior. Era un taxista que hacía el gilipollas. Volvió a mirar a Somerset, que seguía fumando con toda tranquilidad como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—¿ Es que lo que hemos visto no le ha afectado ? –no se resistió a preguntarle.
Somerset se limitó a asentir con un gesto sin dejar de mirar por la ventanilla.
—¿Qué está haciendo? ¿Meditar? ¡Por el amor de Dios diga algo! Yo no sé usted, pero yo estoy muy cabreado.
Esto tiene que acabar. Voy a atrapar a Doe. No me importa de qué modo, pero lo cogeré.
Somerset dio otra larga calada al cigarrillo. No parecía estar escuchando.
—He decidido quedarme hasta que esto termine. Hasta que termine o hasta que sea evidente que nunca va a acabar.
—Ah, pues muy bien –replicó Mills lanzándole una mirada asesina–. ¿ Lo hace por mí ? ¿ Cree que no puedo arreglármelas solo ?
Somerset lo miró de soslayo.
—Una de dos: o cogemos a John Doe, o bien completa su serie de siete y el caso sigue abierto durante años.
—¿Y eso qué tiene que ver con usted y su jubilación?
¿Cree que me hace un gran favor quedándose? Ya le dije anoche que no es así.
El semáforo volvió a ponerse en rojo. A lo sumo habían avanzado el espacio de un coche, y la comisaría se hallaba a la vuelta de la esquina. Mills miró por el retrovisor. Tenía el taxi amarillo pegado al culo, con el motor revolucionado como si eso fuera a arreglar las cosas.
—Le estoy pidiendo que me deje seguir siendo su compañero durante unos días más –dijo Somerset–. Sería usted quien me haría un favor.
Mills se echó a reír, a pesar suyo.
—¿Y qué voy a decirle? ¿ Que no?
—Podría hacerlo.
—Ya, claro.
Mills estaba harto del tráfico. Introdujo la mano debajo del asiento, sacó la luz policial y la colocó sobre el salpicadero. Activó la sirena y encendió la luz antes de acercarse más al coche que iba delante.
—En cuanto esto acabe me voy –prosiguió Somerset.
—Qué sorpresa. No ve el momento de largarse de una puta vez. ¿ Por qué no lo hace ya ?
—No puedo dejar esto a medias... No puedo dejar cabos sueltos.
—Ya, claro.
Mills giró a la derecha con brusquedad y se situó detrás de un autobús que aguardaba en una parada. Activó el aullido urgente de la sirena para azuzar al autobús y lograr que atravesara el cruce en cuanto el semáforo se pusiera en verde. Si el autobús conseguía pasar, Mills podría seguirle de cerca y doblar la esquina. Mantuvo la sirena activada, y el conductor del autobús siguió su indicación y cruzó justo antes de que el semáforo cambiara. Las bocinas sonaron con furia cuando el vehículo bloqueó el tráfico, pero a Mills le quedó espacio suficiente para doblar la esquina. El taxista pelmazo siguió pegado a él y también dobló la esquina.
Habia varios coches patrulla aparcados en semibatería en la calle delante de la comisaría. Mills encontró un hueco y aparcó. El taxista siguió hasta la puerta principal del edificio y se detuvo. Del coche se apeó un tipejo insignificante con los faldones de la camisa fuera del pantalón. Los enojados conductores de los coches que seguían al taxi tocaron el claxon y profirieron insultos, pero Mills no les prestó atención.
Somerset y Mills salieron del coche y subieron la escalinata que conducía a la entrada principal de la comisaría. Mills empujó la puerta y entró en primer lugar. El lugar estaba repleto de agentes uniformados y de paisano que iniciaban el turno de día. Mills se acercó de inmediato al sargento de guardia que se encontraba de pie junto a la mesa grande y destartalada que había junto a la puerta.
—Mills y Somerset entran en la comisaría –le anunció al sargento.
—Pues qué bien –masculló éste.
California estaba detrás de la mesa, junto al sargento, y clasificaba un puñado de mensajes. Separó unos cuantos y se los entregó a Mills.
—Acaba de llamar su mujer –dijo–. A ver si nos hace un favor y se instala un contestador de una vez, Mills.
Capullo, pensó Mills mientras cogía los mensajes. Sin embargo, se mordió la lengua y se dedicó a hojear los mensajes antes de guardárselos en el bolsillo e ir en busca de Somerset, que ya subía la escalera.
—Perdone, detective.
Mills no se detuvo.
—¿Detective ?
La insistencia de la voz hizo que Mills se parara en seco.
Giró sobre sus talones y a punto estuvo de desplomarse.
Era John Doe. El era el enano repugnante que acababa de apearse del taxi. ¡Mierda!
Doe le dedicó una sonrisa tímida, se encogió de hombros y levantó las manos con las palmas hacia arriba, como diciendo: Aquí estoy. Llevaba la camisa y los pantalones empapados en sangre.
—Dios mío...
Aquello era surrealista. Mills no podía dar crédito a sus ojos.
—¡Es él! –gritó de repente California desde detrás de la mesa de guardia al mismo tiempo que sacaba el arma y saltaba por encima del tablero–. ¡Es Doe! –Corrió hacia Doe y le metió el cañón del revólver en la oreja–. ¡Al suelo, cabrón! ¡Extiende los brazos! ¡Muévete!
Entretanto, Mills y algunos otros policías habían sacado sus armas y apuntaban a John Doe, que estaba hincado de rodillas y miraba a Mills con expresión suplicante.
—¡Al suelo! –ordenó Mills–. ¡Tiéndete boca abajo!
California empujó a Doe con el arma.
—¡Ya lo has oído, hijo de puta! ¡Al suelo!
—¡Con cuidado! –gritó Somerset mientras bajaba la escalera.
Doe permaneció tendido de bruces, tal como le habían ordenado, pero Mills no estaba dispuesto a correr ningún riesgo y se situó a horcajadas sobre aquel hijo de puta, apuntándole al centro de la nuca.
—¡Separa las piernas y pon las manos en la nuca!
Doe obedeció sin titubear.
—¡Y ahora no te muevas! –gritó Mills–. ¡No te muevas ni un puto milímetro !
Varios policías rodearon el cuerpo tumbado de Doe.
Uno de ellos lo esposó. Otros dos empezaron a cachearlo.
Somerset se abrió paso entre los agentes y se agachó, apoyándose sobre una rodilla.
—No puedo creerlo –murmuró.
Observó las manos esposadas de Doe, entrelazadas en la parte baja de la espalda.
Todos los dedos ensangrentados estaban envueltos en varias capas de tiritas.
John Doe volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa a Somerset.
—Hola.
—¡Cierra el pico! –gritó California.
Se apoyó en el revólver y aplastó la cara de Doe contra el suelo, torciéndole las gafas.
—Levántenlo y léanle sus derechos –ordenó Somerset.
Dos policías uniformados alzaron a Doe por las axilas, y California empezó a leerle sus derechos en voz alta y clara, a pocos centímetros de su rostro.
—Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a...
—Pero ¿qué es esto? No lo entiendo –susurró Mills a Somerset.
Somerset se limitó a menear la cabeza.
Cuando California terminó de leerle sus derechos, John Doe volvió a mirar a Mills.
—Quiero hablar con mi abogado –dijo.

CAPÍTULO 22

Tres cuartos de hora más tarde, Somerset miraba fijamente una de las salas de interrogatorios de la comisaría a través del espejo de una cara. Dentro, John Doe estaba esposado a una mesa fija en el suelo y recorría la estancia con una mirada tranquila, sentado como si esperara el autobús.
Parecía un profesor universitario excéntrico, un físico o algo por el estilo. No desvariaba, no estaba enfadado, no aullaba a la luna; su rostro exhibía una expresión casual, casi perezosa.
Su abogado, Mark Swarr, se encontraba sentado frente a él; por lo visto le estaba haciendo preguntas mientras tomaba notas en una carpeta. El micrófono estaba apagado, de modo que Somerset no podía oír lo que decían. Le habría encantado saber de qué hablaban, pero no podía escuchar. Confidencialidad entre abogado y cliente. Escuchar suponía violar los derechos de Doe, la suerte de tecnicismo que podía hacer que un tribunal desestimara su caso.
Era necesario respetar las leyes, se dijo Somerset. Doe no podía salir absuelto. De ningún modo podía obtener la libertad. Ni por un solo minuto.
Somerset entornó los ojos mientras estudiaba al abogado, preguntándose por qué Doe lo habría escogido a él.
Swar aparentaba unos treinta años; traje oscuro, camisa blanca, cabello oscuro y rizado, mala postura. Había finalizado sus estudios universitarios tan sólo hacía dos años y ya tenía su propio bufete; un chico ambicioso, que quería llegar lejos. Lo que a todas luces le faltaba era el instinto asesino de que estaban dotados los abogados criminalistas veteranos. Swarr había representado a un buen número de traficantes de drogas de poca monta, pero hasta el momento ningún pez gordo había contratado sus servicios.
Somerset dudaba de que algún día consiguiera comprarse trajes caros y convertirse en uno de aquellos piquitos de oro que hacían cualquier pirueta legal por sus clientes criminales y se embolsaban grandes cantidades de dinero por sus hazañas. Pero eso era precisamente lo que Somerset no comprendía. Si Doe podía permitirse el lujo de contratar a un abogado, ¿por qué no llamar a un pico de oro de los grandes? ¿Por qué Swarr? Swarr no era mucho mejor que los abogados gratuitos de oficio.
La puerta se abrió detrás de Somerset y Mills entró en la sala de observación, seguido del capitán. Somerset distinguió su reflejo en el vidrio. Mills se acercó directamente al espejo y clavó su mirada en Doe. El capitán le entregó a Somerset una hoja de huellas digitales, en la que aparecían huellas de tinta negra desparramadas y mezcladas con sangre.
—No sirven para nada –empezó el capitán con un resoplido asqueado–. Por lo visto, Doe se corta la piel de las yemas de los dedos con regularidad. Por eso no hemos encontrado ni una sola huella válida en su apartamento. Ha reconocido que lleva bastante tiempo haciéndolo. Dice que sabe lo que se hace, que se corta la piel antes de que vuelva a crecer la línea papilar.
El capitán cogió la hoja y la rasgó en dos.
—¿Qué hay del seguimiento de su cuenta bancaria?
inquirió Mills–. ¿Y las armas que hemos encontrado en su piso ? El tipo tendrá un pasado. Debe de haber algo que lo relacione con él.
—Hasta ahora no nos hemos topado más que con callejones sin salida –comentó el capitán–. No tiene historial de créditos, ni laboral. Hace sólo cinco años que abrió su cuenta, y todas las operaciones las ha hecho en efectivo. Incluso hemos intentado averiguar de dónde proceden sus muebles, para comprobar si llegó aquí desde algún otro lugar. Por ahora, lo único que sabemos es que tiene dinero, que parece culto y que está completamente loco. Y es posible que nunca lleguemos a descubrir por qué se convirtió en lo que es.
—Es John Doe por elección propia –intervino Somerset contemplándolo a través del vidrio–. Es su propia creación. El doctor Frankenstein y el monstruo en una sola persona.
—¿ Cuándo podremos interrogarlo, capitán ? –preguntó Mills.
—Nunca.
—¿ Qué?
—Porque está confesando, y el caso pasa directamente a la oficina del fiscal.
Mills se mesó los cabellos.
—Este tipo no se entregaría así como así. No tiene sentido. No tiene remordimientos. Basta con echarle un vistazo para darse cuenta.
—A lo mejor no tiene por qué tener sentido –replicó el capitán–. Me rindo. No lo sé.
Somerset encendió un cigarrillo.
—Todavía no ha terminado.
—¿ Qué va a hacer desde la celda? –exclamó el capitán con una carcajada.
Somerset entornó los ojos para evitar que le entrara el humo.
—No lo sé, pero sí sé que todavía no ha terminado. No puede haber terminado.
—Nos está tomando por el pito del sereno, eso es lo que está haciendo –gritó Mills–. ¡Y nosotros se lo aguantamos como gilipollas !
El capitán lo contempló unos instantes.
—¿Quiere un consejo, Mills? Déjelo. Está demasiado histérico. Ahora es asunto de la oficina del fiscal, así que déjelo. Y no se trata de una simple sugerencia. ¿Me entiende?
El capitán tiró la hoja de huellas rasgada a la papelera y se marchó.
Mills apoyó la frente contra el vidrio y oprimió los dedos uno a uno contra la superficie, haciendo crujir los nudillos.
Somerset sabía que el capitán tenía razón. Mills estaba histérico, sin lugar a dudas, pero lo que Somerset no sabía era hasta qué punto. ¿ Hasta dónde llegaría Mills para vengarse de Doe?
Mills empezó a hacer crujir los nudillos de la otra mano.
—Sabe que nos está tomando el pelo –comentó.
Somerset exhaló un largo suspiro.
—Probablemente, por primera vez desde que nos conocemos estamos de acuerdo. Doe no se detendría de esta forma. Hay algo más.
—Pero ¿ qué ?
—Todavía le quedan dos asesinatos para completar su obra maestra. Aún le quedan la envidia y la ira. Pero no me imagino cómo piensa terminar. ¿Y usted?
—A lo mejor ya ha terminado y todavía no hemos encontrado los cadáveres.
—No sé, pero no lo creo. A este tipo le encanta transmitir mensajes. ¿Por qué iba a guardar silencio con los dos últimos ? Deberían ser su gran número final.
—Quizá... –masculló Mills encogiéndose de hombros, con la cabeza aún apoyada contra el vidrio.
Somerset se concentró en la carpeta amarilla del abogado, en Mark Swarr, que garabateaba notas a cien por hora.
—Creo que tendremos que esperar a escuchar la defensa de Doe.
Mills exhaló aire sobre el espejo, y en el vaho escribió IRA y ENVIDIA.
En la sala de interrogatorios, John Doe se había quedado dormido.

CAPÍTULO 23

Poco después de la una de aquella tarde, Somerset y Mills fueron convocados a una reunión en el despacho del capitán. Cuando llegaron, el abogado de John Doe, Mark Swarr, y el fiscal del distrito, Martin Talbot, estaban sentados en las dos sillas que había frente al escritorio del capitán. Este tenía el ceño fruncido, los codos apoyados sobre la mesa y los dedos formando un triángulo sobre los labios.
Parecía hervir de indignación. Por el contrario, los abogados tenían aspecto de abogados... Nada llegaba a afectarles.
No obstante, Somerset advirtió una delgada línea de sudor sobre el labio superior del fiscal. Eso no era propio de Talbot. Por lo general no se inmutaba. Por supuesto, aquel caso era terreno inexplorado para todo el mundo.
Mills y Somerset saludaron con la cabeza a todos los presentes y se acomodaron en la atestada oficina. Mills se apoyó contra la repisa de la ventana. Somerset permaneció de pie y apoyó el codo sobre un archivador muy alto.
El capitán miró a Swarr mientras hacía una seña en dirección a los dos detectives.
—Dígaselo.
Swarr giró en su silla para encararse a ellos.
—Mi cliente me ha comunicado que hay otros dos cadáveres... otras dos víctimas escondidas. Dice que revelará su paradero, pero sólo a los detectives Mills y Somerset, a las seis en punto de esta tarde.
Talbot lanzó una carcajada seca al mismo tiempo que sacaba el pañuelo de seda color burdeos del bolsillo de la pechera y se enjugaba el sudor del labio superior.
—Por Dios...
—¿ Por qué a nosotros ? –preguntó Mills.
—Dice que los admira –replicó Swarr encogiéndose de hombros.
Somerset miró al capitán y meneó la cabeza.
—Esto forma parte de su juego; es evidente.
Podría ser un farol, pensó Somerset. O una trampa. Sin embargo, lo más probable era que los cadáveres existieran.
Doe tenía que terminar su obra maestra, y esos dos cadáveres completarían los siete pecados capitales. Envidia e ira.
—Mi cliente advierte que si los detectives no aceptan su oferta, los cadáveres no aparecerán jamás.
—La verdad, abogado –intervino Talbot mientras volvía a guardarse el pañuelo–, yo me inclino por que esos cadáveres se pudran donde están.
—No hacemos tratos, señor Swarr –añadió el capitán.
—Mire –atajó Mills levantándose de un salto y señalando a Swarr con el dedo–, su cliente ya está en la cola para conseguir una habitación gratis con pensión completa y televisión por cable a cargo del estado, igual que cualquier otro cabrón asesino. Así que, ¿por qué no se larga, amigo ? No nos va a sacar nada más.
—Tranquilícese, Mills –advirtió el capitán.
Pero Mills ya era imparable, y aún no había terminado su discurso.
—¿Cómo puede defender a ese hijo de puta? ¿Está orgulloso de ello ?
—Detective –repuso Swarr sin inmutarse–, como usted sabe, la ley me obliga a servir a mis clientes a mi mejor saber y entender, a defender sus intereses.
—Ya, claro, pues defienda esto –espetó Mills al mismo tiempo que le dedicaba un gesto obsceno y volvía a apoyarse contra la repisa de la ventana.
—¡Se está pasando, Mills! –masculló el capitán.
—No importa, capitán –le aseguró Swarr–. Comprendo que sus hombres han estado bajo una gran presión por este caso.
Mills volvió a incorporarse de un salto.
—¡No quiero que comprenda mi presión, capullo!
—¡Siéntese! –gritó el capitán lanzándole una mirada furiosa.
Swarr se volvió hacia el fiscal del distrito.
—Mi cliente también desea comunicarles que si no aceptan su oferta, alegará demencia en el juicio.
Talbot lanzó otra carcajada seca.
—Que lo intente. –El sudor volvía a cubrirle el labio superior–. Se lo advierto: no permitiré que se me escape esta condena. Ni hablar.
—Mi cliente también me ha comunicado que si aceptan su oferta bajo las condiciones que especifique, firmará una confesión completa y se declarará culpable de todos los asesinatos en el acto.
En el despacho se hizo el silencio. Talbot y el capitán evitaron mirarse a los ojos, pues no querían admitir que Swarr acababa de jugar el as que guardaba en la manga, y que lo había jugado bien.
Mills miró a Somerset, pero éste estaba ocupado sacando un cigarrillo y encendiéndolo. En su opinión, aquel asunto apestaba. Doe había controlado la situación desde un principio, y su oferta no hacía más que seguir confiriéndole control. ¿ Qué más daba si Doe tenía a otras dos víctimas escondidas en alguna parte? Ya estaban muertas.
¿ Por qué no dejar que el tipo le diera unas cuantas vueltas a la cabeza? ¿ Por qué tanta prisa?
Pero Somerset notaba que Mills se moría por resolver el asunto. Su lenguaje corporal lo clamaba a gritos. Craso error. Nunca hay que dejar que el otro advierta hasta qué punto deseas algo. Somerset se sentía decepcionado. A Mills le quedaba mucho que aprender.
—¿ Qué le parece ? –preguntó el capitán a Mills.
—Adelante.
Somerset dio una larga calada al cigarrillo. Nada inteligente, pensó.
Swarr giró en redondo para mirar de frente a Somerset.
—Mi cliente exige que vayan los dos.
Somerset no respondió enseguida.
—Si su cliente tuviera intención de alegar demencia, esta conversación sería admisible. El hecho de chantajearnos con ese alegato podría volverse en su contra.
—Es posible –replicó Swarr–, pero mi cliente quiere recordarles que hay otras dos personas muertas. No hace falta que les diga lo que haría la prensa si descubriera que la policía ha mostrado escaso interés por hallar los cadáveres para que sus seres queridos puedan enterrarlos de forma digna.
—Parece que ya ha preparado el comunicado de prensa, abogado –comentó Somerset.
—Como ya he dicho, detective, me limito a defender los intereses de mi cliente.
Somerset se lo quedó mirando mientras exhalaba el humo por la nariz.
—Todo esto suponiendo que realmente haya otros dos cadáveres, abogado.
Talbot torció el gesto y se llevó la mano al bolsillo para extraer una hoja doblada.
—Hace un rato, recibí un informe preliminar del laboratorio. Han efectuado un análisis de urgencia de la ropa y las uñas de Doe. Han encontrado rastros de su propia sangre, producto de los cortes en las yemas de los dedos. –Se detuvo y lanzó un suspiro–. También han encontrado sangre de Linda Abernathy, la mujer cuyo rostro desfiguró... así como sangre de una tercera persona... no identificada por el momento. –Talbot se volvió para mirar a Somerset–. Escoltarían a un hombre desarmado.
Somerset sintió deseos de escupirle. Talbot se estaba rajando. Somerset no lo había esperado de él.
Mills se dirigió hacia la puerta.
—Vamos, hombre. Acabemos con esto de una vez.
Pero Somerset se mantuvo en sus trece. Se cruzó de brazos y clavó la vista en el suelo, con el cigarrillo humeante entre los dedos. Podía sentir el pedazo de papel pintado de su casa nueva en el bolsillo de la camisa.
—Desde ayer, estoy jubilado oficialmente –anunció–.
Ya no tengo nada que ver con todo esto.
—Pero ¿ qué coño está diciendo ? –gritó Mills, de nuevo enfurecido.
—Mi cliente lo ha expresado con toda claridad –intervino Swarr–. Tienen que ir tanto Mills como Somerset.
No uno de los dos ni algún sustituto.
Todas las miradas permanecían fijas en Somerset.
El capitán se estaba cabreando por momentos. Sabía que todo el procedimiento era muy irregular, pero Swarr los tenía bien cogidos por las pelotas.
La frente de Talbot se estaba cubriendo de sudor. Sin lugar a dudas pensaba en la rueda de prensa, en Swarr contándole al mundo que al fiscal del distrito le importaba un pepino la muerte de dos personas. Las posibilidades de Talbot de presentarse como candidato político se irían al garete si eso sucedía.
Mills se estaba volviendo loco al pensar que no conseguiría resolver aquel asunto. No se daba cuenta de que, en la vida real, casi nunca se obtenía un principio, un desarrollo y un desenlace claros y definidos. Si lo que uno quiere es una conclusión clara, mejor leer una novela.
Por supuesto, Somerset también quería una pequeña conclusión. Deseaba atar al menos los principales cabos sueltos para así poder jubilarse. Si dejaba tras de sí un embrollo impresionante, Mills tendría razón, sería como rendirse.
Somerset dio otra calada al cigarrillo. Aquélla no era forma de hacer las cosas. Entregarle a John Doe el control de la situación constituía un error. En su fuero interno, Somerset lo sabía.
—Bueno, William, ¿qué dice? –preguntó el capitán.
Somerset miró uno a uno los rostros de los presentes.
Mills estaba como una moto, a la espera de que expresara su conformidad con aquella locura. Somerset volvió a palpar la rosa de papel que guardaba en el bolsillo.
—¿ William ?
Somerset clavó la mirada en el suelo y no respondió.
Al cabo de un rato, Somerset y Mills se hallaban de pie ante lavabos contiguos del vestuario de la comisaría. Los dos iban sin camisa y tenían el pecho cubierto de espuma de afeitar. En el borde del lavabo de Mills había un paquete abierto de hojas de afeitar desechables. Mills se miró al espejo, sujetó la hoja de afeitar con firmeza e intentó afinar la puntería. Por fin trazó con sumo cuidado una línea recta con la hoja en el centro de su pecho.
Somerset vaciló un instante con el cigarrillo humeante entre los labios. Seguía sin gustarle aquel montaje en el que John Doe movía todos los hilos. Tampoco le gustaba la actitud de Mills. Estaba demasiado ansioso. Somerset no sabía por qué narices había accedido a participar. Quizá también él estuviera demasiado ansioso.
Su mirada se encontró con la de Mills reflejada en el espejo.
—Si la cabeza de John Doe se abre y sale un ovni, no quiero que se sorprenda. No debe sorprenderse por nada.
Mills intentaba encontrar una posición que le permitiera afeitarse la parte derecha del tórax.
—¿De qué coño está hablando?
—De que será mejor que se espere cualquier cosa, amigo, porque lo reconozca o no, Doe tiene la sartén por el mango. El nos dice adónde tenemos que ir, cuándo y cómo debemos llegar hasta el sitio en cuestión. Si se siente cómodo en esta situación, es que es más gilipollas de lo que creía.
Mills se señaló el pecho a medio afeitar.
—¿ De qué habla? ¿ De la sartén por el mango ? Usted cree que hago esto porque me gusta. Llevaremos micrófonos. California nos seguirá en el helicóptero. Oirá cada palabra que digamos. Si Doe se tira un pedo, California estará ahí y le dará una pinza para que se tape la nariz. Y otra cosa: me importa un bledo lo que pase, pero no le quitaré las esposas a Doe por nada del mundo. Aunque el mismísimo E.T. bajase del cielo para llevarse a ese tipo a casa, no le quitaré las esposas a Doe.
—No se lo tome a la ligera, Mills, se lo advierto.
—No me trate como si fuera su hijo, por el amor de Dios –espetó Mills–. No soy un crío, y éste no es mi primer caso.
Somerset se mordió la lengua al oír aquello. En medio de todo aquel caos había olvidado que Tracy estaba embarazada. Mills aún no lo sabía. ¿Y si algo iba mal? ¿Y si Doe les tendía una trampa ? ¿ Y si le sucedía algo a Mills ? Tracy se quedaría viuda. Tendría que criar a su hijo sin padre.
Somerset arrojó el cigarrillo a uno de los urinarios que había en el extremo opuesto de la estancia. Ahora lo veía claro. Aun en el caso de que Doe lo hubiera permitido, Somerset no podía dejar que el idiota de Mills afrontara aquello solo. Tenía que proteger a Mills. Cogió una hoja y empezó a afeitarse el pecho.
Mills se protegía el pezón con un dedo mientras afeitaba con cuidado la zona circundante.
—Si me cortara un pezón por accidente, ¿lo cubriría el seguro laboral?
—Supongo que sí –repuso Somerset mientras manejaba la hoja con cuidado, afeitando a trazos cortos y arrojando la espuma sobrante con frecuencia al agua que llenaba el lavabo–. Si fuera lo suficientemente hombre como para presentar una reclamación, yo le pagaría uno nuevo de mi propio bolsillo.
Mills sonrió mientras seguía afeitando alrededor del pezón.
—Eso quiere decir que le caigo de maravilla.
Somerset lanzó una mirada fulminante al reflejo de su compañero.
—No se pase, Mills.

CAPÍTULO 24

Mills y Somerset se habían trasladado a la sala de la brigada de Homicidios para ultimar los preparativos. En la pizarra seguían anotados los siete pecados capitales, cinco de los cuales estaban tachados. Habían dispuesto un televisor para poder controlar lo que sucedía en el exterior. El aparato estaba conectado, pero sin sonido.
Somerset observó el aparato mientras se abotonaba la camisa. Se encogió de hombros para intentar familiarizarse con el micrófono que llevaba adherido al pecho. En la pantalla aparecía la fachada de la comisaría y una multitud de periodistas que esperaban que el fiscal del distrito, Martin Talbot, anunciara la captura de John Doe. Pero Talbot no había hecho aún su aparición porque Somerset y Mills no estaban preparados. Avisarían en cuanto lo estuvieran. El fiscal del distrito sería su señuelo.
En cuanto acabó de meterse los faldones de la camisa en el pantalón, Somerset se llevó la mano al bolsillo y extrajo un paquete de caramelos Rolaid. Cogió dos y alargó el rollo a Mills, quien, impaciente por ponerse en marcha, cogió un par y devolvió el rollo a Somerset. Mientras masticaba los caramelos antiácidos de textura harinosa, Somerset se anudó la corbata, se puso un chaleco antibalas de color pardo y se ajustó las bandas de velcro a los hombros para que la prenda quedase firme pero no tirante.
Mills ya se había puesto su chaleco. Estaba de pie junto a la mesa e introducía balas en un cargador. Al terminar, encajó el cargador en su pistola de 9 mm y comprobó un par de veces el seguro.
Somerset llevaba el arma en la pistolera, que colgaba del respaldo de una silla. Se colocó la pistolera, sacó el arma y verificó el cargador con toda meticulosidad. Una vez seguro de que funcionaba a la perfección, se guardó el arma y se puso la americana gris de tweed.
—¿ Preparado? –preguntó a Mills.
—Sí –asintió Mills mientras se alisaba el cuello de la cazadora de cuero.
Somerset echó un vistazo al televisor y luego miró por la ventana. El sol poniente, de un intenso color naranja, estaba empalado sobre la silueta de los rascacielos. Descolgó el teléfono y marcó el número del capitán.
—Vamos a bajar, capitán –dijo–. Denos cinco minutos antes de enviar a Talbot afuera.
En la azotea del cuartel general de la policía, que se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, un helicóptero negro y reluciente esperaba sobre la pista de aterrizaje; el piloto estaba sentado a los mandos en espera de recibir instrucciones. Dos francotiradores de la policía permanecían sentados detrás de la cabina y sostenían en los brazos sus rifles de alta precisión. El viento seco procedente del desierto azotaba el helicóptero y enviaba un susurro amortiguado hacia el interior de la cabina.
Una figura solitaria, ataviada con vestimenta antidisturbios, salió por la puerta de la azotea y corrió hacia el helicóptero; subió y se sentó junto al piloto. Era California.
—Tenemos luz verde –anunció al piloto–. Ponlo en marcha.
El piloto asintió con un gesto y alargó a California un casco idéntico al que llevaba él.
—¿Crees que el viento nos hará la puñeta? –preguntó California antes de ponérselo.
El piloto meneó la cabeza.
—Sólo hará que el viaje sea más divertido.
Puso en marcha el motor. A través del parabrisas, California vio cómo los rotores se ponían en movimiento.
En el garaje subterráneo de la comisaría, Somerset estaba sentado al volante de un coche de policía de color azul metalizado y sin distintivo alguno. Mills estaba sentado con John Doe detrás de la rejilla que separaba el asiento delantero del trasero.
Doe llevaba un mono caqui, cortesía de la brigada de mantenimiento de la comisaría. Llevaba esposas y grilletes, unidos entre sí por otro par de esposas. Un tercer par lo mantenía encadenado a la rejilla. En las axilas del mono se veían manchas circulares de sudor, pero la expresión de su rostro seguía siendo plácida, casi soñadora, a pesar de los artilugios que lo inmovilizaban.
En la parte superior de la rampa, bañado por la luz del sol, había un policía uniformado que sostenía un walkietalkie en la mano. Somerset no lo perdía de vista, pues esperaba la señal para ponerse en marcha. En cuanto el fiscal del distrito iniciara la rueda de prensa, el agente daría la señal por radio.
John Doe empezó a tararear para sí en voz muy baja.
Somerset siguió concentrado en el policía. Al cabo de unos instantes, el hombre les dio la señal.
Al meter la marcha, la mirada de Somerset se encontró con la de Mills por el espejo retrovisor. Ninguno de los dos habló. No hacía falta. Somerset pisó el acelerador y el coche subió la rampa con lentitud. El policía uniformado comprobó si pasaban coches por la calle y a continuación les hizo señas para que salieran. Somerset aceleró y sacó el coche a la luz del sol. Mills bajó la cabeza de Doe para que nadie pudiera verlo desde el exterior.
Somerset giró a la derecha y condujo hasta el final de la manzana, donde volvió a doblar a la derecha en dirección a la autopista. Al atravesar el cruce miró hacia la derecha, donde una multitud de periodistas acribillaban a preguntas al fiscal, agitando grabadoras en el aire, disparándole los flashes de sus cámaras a bocajarro. Somerset no aminoró la marcha. Doe llevaba chaleco antibalas, pero no correrían ningún riesgo. La ciudad entera hervía a causa de aquellos asesinatos. Había muchos ciudadanos furiosos que creían en la justicia rápida y a los que no les importaría pegarle un tiro al monstruo. Somerset no estaba seguro de que él mismo no fuera uno de ellos. A todas luces, John Doe creía en la pena capital; por lo tanto ¿ por qué iba él a ser inmune ?
Cuando las calles del centro dieron paso a avenidas más anchas, Somerset pisó el acelerador. Sabía que se tranquilizaría un poco en cuanto alcanzaran a la autopista y salieran de la ciudad. El sudor le resbalaba por la parte inferior de la espalda. Sabía que el transmisor que llevaba adherido al pecho era impermeable, en teoría, pero de todas formas no le hacía gracia que se mojara, y tenía la impresión de que todavía sudaría mucho antes de que acabara el día.
Cuando atravesaban Lincoln Boulevard, Somerset frunció el ceño de repente. Delante de ellos había un autobús escolar amarillo con los cuatro intermitentes encendidos.
Los niños iban bajando para encontrarse con sus padres, que los aguardaban en la acera. Había tanto madres como padres. Somerset estuvo tentado de no detenerse y rodear el autobús. Había demasiada gente por allí; alguien podía mirar al interior del coche y descubrir a Doe encadenado en el asiento trasero. Cabía la posibilidad de que algún padre iracundo llevara un arma.
Pero ¿y si atropellaba a un niño mientras rodeaba el autobús? Aun cuando sólo lo pasara rozando, se produciría un incidente y se convertían en el centro de atención. Somerset empezó a reducir la velocidad y rezó para que el autobús se pusiera en marcha antes de que él se viera obligado a parar del todo. Pero seguían bajando niños, de modo que Somerset se detuvo a unos veinticinco metros del vehículo y mantuvo la mano sobre el cambio de marchas, preparado para dar marcha atrás y largarse de allí al primer indicio de problemas.
Observó a los padres que se encontraban con sus hijos, los besaban, los abrazaban y cogían sus mochilas y carteras.
Tracy haría lo mismo algún día, y Mills también si era listo.
Mills debía participar en la educación de su hijo lo máximo posible, formar parte de la vida del niño en todos los aspectos posibles. Somerset miró por el retrovisor y vio que Mills seguía manteniendo baja la cabeza de Doe. Lo único que tiene que hacer Mills es sobrevivir al día de hoy, pensó Somerset.
Los intermitentes del autobús se apagaron y por fin el vehículo se puso en marcha. Somerset esperó a que alcanzara la esquina antes de seguirlo. Quería tener espacio para moverse en caso de necesidad. El autobús torció a la izquierda y Somerset volvió a pisar el acelerador. Al cabo de unos minutos puso el intermitente para entrar en el carril de aceleración de la autopista.
En cuanto se sumergió en la corriente de tráfico de la autopista, Somerset exhaló un suspiro de alivio. Mills permitió que Doe se incorporara, y el hombre empezó a canturrear de nuevo con voz apenas audible. Somerset intentó concentrarse en la carretera, pero le resultaba muy difícil. Tener a Doe en el asiento trasero era como tener una comezón en esa parte de la espalda a la que uno no llega. Somerset no podía dejar de observarlo una y otra vez por el retrovisor.
—¿Quién es usted, John? –no se resistió a preguntar–. ¿ Quién es en realidad ?
La expresión plácida de Doe se endureció de repente cuando miró el reflejo de Somerset en el retrovisor.
—¿A qué se refiere?
—Quiero decir que a estas alturas ya no importa si nos cuenta algo acerca de sí mismo.
Doe ladeó la cabeza y su mirada se tornó vacía durante unos instantes mientras reflexionaba sobre el asunto.
—No importa quién yo sea. No importa en absoluto.
–De repente se enderezó–. Tiene que tomar la siguiente salida para coger la carretera que lleva hacia el norte.
Somerset puso el intermitente y cambió al carril derecho.
—¿Adónde vamos? –preguntó Mills.
—Ya lo verá –replicó Doe mirando fijamente la carretera a través de la rejilla.
—No vamos sólo a recoger otros dos cadáveres, ¿verdad, Johnny? –insistió Mills–. Eso no sería..., bueno, no sé... lo bastante espectacular. No para usted. No para los periódicos.
—Si uno quiere que la gente le haga caso, detective, no puede limitarse a propinarles palmaditas en el hombro.
Hay que darle en la cabeza con un martillo. Es así cómo le hacen a uno todo el caso del mundo.
—¿Y qué lo convierte en tan especial para pretender que la gente le haga caso ?
—A mí nada. No soy especial. No soy excepcional en ningún sentido. Pero eso sí, lo que hago sí es especial.
—Pues yo no veo nada especial en estos asesinatos, la verdad –replicó MiIls–. A mi modo de ver, usted no es más que otro psicópata del montón.
—No es verdad –exclamó Doe con una carcajada–.
Usted sabe que no es verdad. Está intentando sacarme de quicio.
Johnny, dentro de dos meses nadie recordará siquiera que esto ha sucedido. En los periódicos aparecerán cosas para que la gente hable de ellas. Reflexione. Hoy mismo podría pasar algo en Washington que le arrebatara la primera página en un santiamén. La semana que viene ya no le importará un bledo a nadie.
Doe cerró los ojos y suspiró.
—Detective, no consigue ver el cuadro completo, la obra completa. Pero cuando esté terminada, será tan... tan...
—Suéltelo, Johnny.
—Será inmaculada. La gente apenas la entenderá, pero no podrá negar su magnitud.
Mills meneó la cabeza con una sonrisa burlona.
—Me muero de impaciencia.
Doe se pasó la lengua por los labios. De repente se dibujó en su rostro una expresión desesperada.
—Será algo que la gente no olvidará jamás. Créame, detective.
—Bueno, estaré a su lado en todo momento, Johnny.
No olvide avisarme cuando empiece el baile. No me quiero perder nada.
—No se preocupe, detective. No se perderá nada.
Las voces se oían con toda nitidez por el auricular que California llevaba debajo del casco. Ambos micrófonos funcionaban a la perfección. Abajo, la autopista se extendía hasta el horizonte como un rollo de papel higiénico al que hubieran dado una patada en pleno desierto. Con ayuda de los prismáticos observó el sedán azul metalizado que se hallaba a casi un kilómetro de distancia y a continuación se volvió hacia los dos francotiradores que se sentaban detrás de la cabina. Sostenían los rifles entre las piernas con el cañón apuntando hacia arriba.
California dio una palmada en el brazo al piloto.
—No te acerques demasiado –le advirtió por el micrófono del casco–. Si Doe oye el helicóptero puede ponerse nervioso.
El piloto asintió con un gesto y aminoró un poco la velocidad.
Doe observaba atentamente a los ocupantes de los demás coches. Empezaba a inquietarse y se mordía el labio inferior como un niño a la espera de algún acontecimiento.
—Bueno, ¿por qué está tan emocionado? –inquirió Somerset intentando captar la mirada de Doe a través del retrovisor.
—Nos estamos acercando –repuso éste–. Ya no queda mucho.
—He estado pensando en una cosa –intervino Mills–.
A lo mejor puede usted arrojar alguna luz sobre el asunto.
¿La gente sabe cuándo está loca? O sea, cuando se va a la cama y está a punto de dormirse, ¿se dice alguna vez a sí mismo: Joder, tío, estás como un cencerro. Estás como una cabra, tío. ¿ Se lo ha dicho alguna vez, Johnny?
Doe no se inmutó.
—Si le apetece calificarme de loco no tengo nada que objetar, detective.
—Me parece un calificativo bastante exacto, Johnny.
—No espero que acepte lo que realmente soy. Pero, por supuesto, yo no lo elegí. Fui elegido.
—Ya, claro.
—No me cabe ninguna duda de que fue usted elegido, John –intervino Somerset–. Pero se le escapa una contradicción flagrante.
Doe se inclinó hacia adelante con el ceño fruncido y clavó la mirada en el retrovisor.
—¿ Qué contradicción ?
—Bueno, si realmente hubiera sido usted elegido..., digamos por una fuerza superior, entonces está usted obligado a hacer lo que hace, ¿ no está de acuerdo ?
—Sí..., tal vez... –repuso Doe con cautela.
—Pero ¿no le parece extraño que le proporcione tanto placer hacer lo que hace si no es más que un instrumento del Señor? –Somerset le sostuvo la mirada a Doe durante todo el tiempo que pudo antes de tener que volver a concentrarse en la carretera–. Usted ha disfrutado torturando a esas personas, John. Y eso no encaja precisamente con el concepto de una misión divina, ¿no le parece?
Doe desvió la mirada cuando su rostro enrojeció. Por primera vez desde que se entregara parecía avergonzado.
—No... no creo que haya disfrutado más de lo que el detective Mills disfrutaría enfrentándose conmigo a solas en una habitación sin ventanas. –Se volvió hacia Mills–.
¿ No es verdad, detective? ¿ Hasta qué punto le gustaría hacerme daño impunemente ?
Mills frunció los labios en un gesto burlón.
—Oh, Johnny, ¿qué le hace pensar que yo haría algo así ? Me cae usted bien. Me cae muy bien.
—No lo haría porque sabe las consecuencias que le acarrearía. Pero lo lleva escrito en la mirada, detective. ¿Qué hay de malo en que un hombre disfrute con su trabajo?
Nada, ¿verdad, detective? –Doe meneó la cabeza con lentitud sin dejar de observar a Mills–. No niego mi deseo personal de volver el pecado contra el pecador. Pero lo único que he hecho es conducir los pecados de esas personas a su conclusión lógica.
—Ha matado a gente inocente para ponerse cachondo –sentenció Mills–. Eso es lo que ha hecho.
—¿Gente inocente? ¿Está de guasa, detective? Piense en la gente a la que he matado. Un obeso, un hombre repugnante que apenas se sostenía en pie de lo gordo que estaba. Si lo viera por la calle se lo señalaría a sus amigos para que todos juntos pudieran burlarse de él. Si lo viera durante la comida sería incapaz de acabarse el plato. Luego está el abogado. Y ustedes dos deben de haberme dado las gracias en su fuero interno por eso, detectives. Se trataba de un hombre que dedicaba su vida a ganar dinero mintiendo a diestro y siniestro para lograr que los violadores, los mafiosos y los asesinos siguieran en la calle.
—¿ Asesinos? –exclamó Mills–. Mira quién habla.
—Una mujer que... –prosiguió Doe sin hacerle caso.
—Quiere decir asesinos como usted, ¿no? –insistió Mills.
—Una mujer tan fea por dentro que se sentía incapaz de seguir viviendo si no podía seguir siendo hermosa por fuera –lo atajó Doe levantando la voz–. Un camello perezoso; un camello perezoso y pederasta, para ser exactos. –Lanzó una risita desdeñosa–. Y no olvidemos a la puta que se dedicaba a extender enfermedades. Sólo en un mundo tan podrido como éste se atrevería a afirmar que eran personas inocentes. He aquí el quid de la cuestión –añadió a gritos–.
Un pecado capital acecha en cada esquina, en cada hogar. Y aun así lo toleramos. Todo el día, de la mañana a la noche.
Bueno, pues se acabó. Lo que hago es sentar un precedente que a partir de ahora será objeto de estudio y se seguirá.
Mills se rió en su cara.
—Delirios de grandeza, amigo mío.
—Debería darme las gracias.
—¿Y eso, Johnny?
—Porque, gracias a mí, ustedes serán recordados. Dense cuenta de que la única razón por la que estoy aquí es porque yo lo he querido así. No me han cogido, sino que he sido yo quien se ha entregado.
Mills torció el gesto.
—Tarde o temprano le habríamos echado el guante.
—¿Ah, sí? Se estaban tomando su tiempo, ¿no? ¿Jugando conmigo? ¿ Es eso? ¿Han dejado morir a cinco personas inocentes mientras esperaban el momento apropiado para tenderme la trampa definitiva? –Doe se inclinó hacia Mills–. Cuénteme entonces qué es lo que me delató.
¿ Cuál fue la prueba concluyente que tenían, la pistola humeante que planeaban utilizar contra mí antes de que lo estropeara todo entrando en la comisaría con las manos en alto ? Dígamelo, detective. Quiero saberlo.
—Me parece recordar que fuimos nosotros quienes llamamos a su puerta, Johnny.
—Y a mí me parece recordar que le arreé un tortazo en la cara con una tabla, detective. Está usted vivo porque yo no lo maté.
—¡Siéntese bien! –ordenó Mills.
—Yo le permití seguir viviendo –prosiguió Doe en un susurro inmutable–. Recuérdelo, detective Mills. Recuérdelo cada vez que se mire al espejo durante el resto de su vida, o quizá debería decir durante el resto de la vida que yo le he permitido vivir.
Mills aferró la pechera del mono y empujó a Doe contra el respaldo del asiento.
—He dicho que se siente bien, chiflado. ¡Siéntese bien!
Se miraron con rabia durante un instante antes de que Doe cerrara los ojos y empezara a respirar profundamente para tranquilizarse. Cuando por fin volvió a abrirlos, Somerset lo miraba fijamente por el retrovisor. En sus labios se dibujó una sonrisa.
—No me pidan que compadeza a esas personas, detectives. No lloro por ellas más de lo que lloro por los millares de personas que murieron en Sodoma y Gomorra.
—¡Hijo de puta! –gritó Mills–. ¿Realmente cree que lo que ha hecho es obra de Dios ?
Doe bajó la cabeza y se oprimió el pulgar contra la frente hasta que la sangre empezó a filtrarse por la yema vendada.
—Los caminos del Señor son insondables, detective.
Cuando Doe levantó la cabeza había una mancha roja en su frente. Sonreía como un santo.

CAPÍTULO 25

El cielo se tiñó de púrpura mientras el helicóptero proseguía su camino hacia el norte, siguiendo una carretera de dos carriles que conducía a una serie de anodinos polígonos industriales que se hallaban distribuidos por el margen del desierto. A lo lejos, hacia el oeste, un tren avanzaba como un gusano por el horizonte. A unos cien metros al este de la carretera se alineaban varias torres de alta tensión en dirección a las montañas, como robots gigantescos que montaran guardia en espera de recibir órdenes. El sedán azul metalizado se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, y avanzaba hacia el norte por la carretera industrial.
California meneó la cabeza.
—Aquí no nos van a tender una emboscada –aseguró al piloto por el micrófono del casco–. Aquí no hay nada de nada, joder.
El piloto señaló los postes de alta tensión.
—No puedo aterrizar cerca de esos cables. Lo sabes, ¿ no ?
—Sí –repuso California.
Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos. Al final de la carretera se veían unas fábricas. Doe podía tener cómplices apostados allí. Si descubrían que un helicóptero seguía al coche, se pondrían nerviosos.
—Elévate –le indicó al piloto–. Y mucho, por si hay alguien esperándolos.
El piloto asintió al tiempo que manipulaba los mandos y hacía que el helicóptero ascendiese.
El aparato se ladeó con brusquedad, y a California se le revolvió el estómago cuando se elevaron por encima de los postes de alta tensión. Los dos francotiradores se aferraron a los asideros que se hallaban instalados detrás de la cabina, pero se mantuvieron sentados con los rifles entre las piernas sin apenas variar su postura.
—Pare aquí –ordenó John Doe–. Aquí mismo va bien.
Somerset pisó el freno con suavidad mientras escudriñaba el paisaje. No había nada, absolutamente nada aparte del desierto. La estructura más cercana era un edificio alargado de una sola planta que se hallaba a cien metros de distancia o más.
–¿Aquí mismo? –preguntó Somerset.
–Sí, perfecto.
Somerset detuvo el coche, pero titubeó un instante antes de apagar el motor. Cuando lo hizo, el silencio reinó de repente en el interior del vehículo. El viento constante del desierto mecía el coche ligeramente mientras ráfagas de arena azotaban el parabrisas.
Doe observó a Mills.
—¿ Podemos salir, detective?
Mills y Somerset se estaban mirando por el retrovisor.
Somerset contempló de nuevo el paisaje antes de asentir con un gesto.
—Pero no le quite los grilletes.
Entregó a Mills las llaves de las esposas a través de la rejilla.
Mills abrió las esposas que encadenaban a Doe a la rejilla y las que aseguraban las esposas de las manos a los grilletes. Devolvió las llaves a Somerset y esperó a que éste se apeara y abriera la portezuela trasera. Doe salió en primer lugar, seguido de Mills, quien tuvo que cubrirse el rostro de inmediato para que no le entrara arena en los ojos. Doe estaba de espaldas al coche, y se reía por lo bajo.
—¿ Cuál es el chiste ? –inquirió Mills.
Doe señaló un lugar con las manos esposadas. A unos tres metros de la carretera se veía el cadáver reseco de un perro. Lo que quedaba del pelaje sarnoso se agitaba al viento.
—A ése no me lo he cargado yo –aseguró Doe sin dejar de reír.
—¿Y ahora qué, Johnny? –preguntó Mills con aire impaciente.
Doe señaló con un ademán el polígono industrial que se divisaba más adelante.
—Por ahí.
—¿Por qué no podemos ir en coche? –inquirió Somerset.
Doe adoptó una expresión seria.
—No vamos tan lejos. Podemos ir a pie.
Mills y Somerset intercambiaron una mirada. Resultaba difícil determinar si se trataba de la exigencia demencial de un chiflado o si formaba parte de un plan calculado.
Somerset señaló la carretera con la barbilla, y Mills asintió con un movimiento de cabeza.
—Venga, Johnny. Vamos a dar un paseo.
Mills empezó a guiar a Doe por la carretera en dirección al polígono industrial.
Somerset se quedó algo rezagado, escudriñando el cielo en busca del helicóptero. No lo vio, aunque tampoco lo esperaba. Tenían órdenes de mantener las distancias para que Doe no supiera que estaban allí. Somerset sabía que podían acudir en su ayuda muy deprisa en caso de necesidad, pero no imaginaba qué as se guardaba Doe en la manga. Se encontraban en el culo del mundo. Si alguien intentaba siquiera acercarse a ellos, el helicóptero se abalanzaría sobre quien fuese como un halcón sobre un ratón de campo.
—¿ Qué busca? –oyó que Mills le preguntaba a Doe.
Doe no cesaba de volverse hacia el coche.
—¿Qué hora es ?
—¿ Para qué quiere saberlo? –inquirió Somerset.
Miró el reloj. Eran poco más de las siete.
—Quiero saberlo –insistió Doe–. ¿ Qué hora es ?
—No se preocupe por la hora –replicó Mills obligándolo a mirar al frente–. Limítese a seguir adelante.
Somerset frunció el ceño mientras contemplaba la carretera por la que habían llegado hasta allí. ¿ Qué narices se propondría Doe?, se preguntó.
—Está cerca –dijo Doe mirando por encima del hombro–. ¡Ya viene!
Somerset entornó los ojos para ver mejor. Algo se acercaba a ellos desde el horizonte. Era una furgoneta. Una furgoneta blanca que se dirigía hacia ellos levantando una nube de polvo a su paso.
—¡Mills! –gritó al mismo tiempo que sacaba el arma.
Mills vio la furgoneta y de inmediato sacó el arma y agarró a Doe con más fuerza.
—¡Quédese con él! –ordenó Somerset mientras echaba a correr hacia la furgoneta para cerrarle el paso.
—¡Espere! –gritó Mills.
—No hay tiempo para discutir –replicó Somerset sin detenerse.
Doe empezó a seguir a Somerset.
–Allá va –dijo.
Mills le apuntó al rostro con el arma.
—¡Quieto!
Las interferencias invadieron el auricular de California cuando éste intentaba descifrar lo que decían Mills y Somerset. El piloto había desviado el helicóptero hacia el desierto para evitar que los vieran.
—...Furgoneta de reparto... –decía Somerset–... al sur...
De repente, un estruendo agudo de interferencias hizo dar un respingo a California. Golpeteó el casco para remediar el problema, pero no creyó que sirviera de nada. El problema residía en los postes de alta tensión, que entorpecían la recepción.
En aquel instante oyó de nuevo la voz de Somerset.
—... No sé lo que es...
—¡Mierda! –masculló California al perder el sonido una vez más.
¿ Lo estaba llamando Somerset o no ? Intentó descifrar algo, cualquier cosa, pero lo único que oyó fueron las malditas interferencias.
Mills siguió apuntando a Doe mientras seguía a Somerset con la mirada. Alzó la vista hacia el cielo. ¿Dónde coño está California?, pensó.
Doe permanecía extrañamente tranquilo.
—Me alegro de que tengamos ocasión de conversar un rato, detective.
Empezó a seguir de nuevo a Somerset.
Mills lo asió por el hombro.
—¡Al suelo! ¡De rodillas, Doe!
Le propinó sendas patadas para obligarlo a arrodillarse.
Se situó detrás de él a fin de poder seguir apuntándolo sin dejar de observar a Somerset, que corría por la carretera.
Doe giró la cabeza y alzó la vista hacia Mills con la misma sonrisa de santo.
—¿ Sabe, detective? Le envidio.
Somerset corría ya sin aliento por la carrera, pero pese a ello siguió avanzando hacia la furgoneta blanca de reparto.
Se hallaba a unos cincuenta metros de distancia. Se aflojó la corbata y se desabrochó la camisa para dejar al descubierto el micrófono que llevaba adherido al pecho.
—¡Detenga la furgoneta! –gritó confiando en que California le recibiera–. ¡Detenga la furgoneta!
Pero no había rastro del helicóptero, y la furgoneta no aminoró la velocidad.
Somerset sacó el arma y efectuó un disparo de advertencia al aire.
De repente, el conductor de la furgoneta pisó el freno.
Los neumáticos chirriaron y derraparon sobre la carretera arenosa.
Somerset echó a correr de nuevo con el arma apuntando a la cabina de la furgoneta. Se detuvo a unos diez metros del vehículo, sujetando la pistola con ambas manos a la altura del parabrisas.
No consiguió ver al conductor a causa de los reflejos del vidrio.
—¡Salga! –gritó al viento–. ¡Salga con las manos sobre la cabeza! ¡Ahora!
La portezuela del conductor se abrió y del vehículo salió un hombre con las manos en alto. Era un tipo blanco de constitución mediana, cabello más bien ralo y bigote recortado. Llevaba gafas oscuras de espejo y uniforme marrón oscuro.
—¡Por el amor de Dios, amigo, no me dispare! ¿ Qué es lo que quiere! ¡Dígamelo! Le daré lo que quiera.
—Dése la vuelta –ordenó Somerset–. Las manos sobre la cabeza.
Se acercó más y apuntó a la espalda del hombre.
–¿ Qué coño pasa, tío ?
El hombre estaba cagado de miedo.
—¿ Quién es usted ? ¿ Qué está haciendo aquí ? –inquirió Somerset.
El hombre miró por encima del hombro.
—Estoy... estoy trabajando. He venido a entregar un paquete.
—¿ A quién ?
En el helicóptero, California pugnaba por oír lo que decían.
—Sólo es un paquete para un tipo... Esto... David no sé qué.
—¿David qué más?
—Esto..., un momento, déjeme pensar... David...
Mills. David Mills. Detective David Mills.
—¡Me cago en la leche! –gritó California.
Los francotiradores se habían inclinado hacia la cabina para averiguar qué estaba pasando.
El piloto se volvió hacia California.
—¿ Quieres que baje?
—¡No! Tenemos que esperar a que Somerset nos dé la señal. Dijo que esperásemos su señal, pasara lo que pasase.
Las interferencias aparecían y desaparecían mientras California intentaba descifrar las voces.
Somerset apoyó el arma contra la cabeza del hombre mientras se encaminaban a la parte trasera de la furgoneta de reparto para sacar el paquete.
—Despacio –advirtió cuando el hombre abrió las puertas.
El interior estaba lleno de toda suerte de cajas, paquetes y sobres grandes.
—Es éste –indicó el hombre al tiempo que señalaba una caja de cartón marrón que se hallaba cerca de la cabina–. La que tiene tanta cinta adhesiva. –Era una caja cúbica de unos treinta centímetros y estaba completamente cubierta de cinta adhesiva transparente–. Ese... tipo tan raro me dio quinientos dólares de propina para que la trajera hasta aquí. Me dijo que tenía que ser a las siete en punto. Ya sé que he llegado un poco tarde, pero...
—Cójala y déjela ahí en el suelo –ordenó Somerset–.
Despacio.
—Vale, vale.
El repartidor subió a la furgoneta para sacar el paquete.
Al salir lo dejó sobre el pavimento y a continuación retrocedió unos pasos con las manos aún en alto.
Somerset bajó la mirada hacia la caja sin dejar de apuntar al hombre. Sobre el cartón aparecían unas palabras escritas en rotulador: PARA EL DETECtiVE DAVID MILLS – FRAGIL.
—¡Al suelo ! –ordenó Somerset al hombre–. Tiéndase boca abajo y deje las manos sobre la cabeza.
El hombre obedeció de inmediato. Los brazos descubiertos le temblaban de forma violenta.
Somerset se retiró la camisa y habló directamente al micrófono mientras contemplaba la caja fijamente.
—Tenemos un paquete. Es de John Doe.
—No sé lo que es, pero...
Las interferencias ahogaron de nuevo la voz de Somerset. California se golpeó el casco con exasperación.
—Llama a los artificieros –indicó al piloto–. Y diles que se den prisa.
El piloto asintió.
—¿ Quieres que baje?
—¡Espera! –exclamó California–. No nos ha dado la señal.
Las interferencias disminuyeron por un instante. California oyó de nuevo la voz de Somerset.
—... a abrirlo...
Mills entornó los ojos a causa del viento. A lo lejos, Somerset tiraba del repartidor para ponerlo de pie, cachearlo e inspeccionar el contenido de su cartera. En aquel momento, el hombre echó a correr, pero los gestos de Somerset ponían de manifiesto que había ordenado al hombre que se marchara, que saliera corriendo.
Doe giró la cabeza sobre los hombros. Mills no aflojó la presión.
—Ojalá pudiera haber sido un hombre normal –comentó–. Como usted. Ojalá hubiera podido llevar una vida sencilla.
Mills intentó averiguar qué estaba haciendo Somerset.
Estaba apoyado sobre una rodilla y se inclinaba sobre un objeto colocado en la carretera.
—¿ Qué cojones está pasando ? –masculló.
El viento le silbaba en los oídos.
—He ordenado al repartidor que se marche a pie –dijo Somerset en voz alta con la esperanza de que California pudiera oírlo–. Que vengan a buscarlo. Se dirige hacia el sur por la carretera.
Sacó la navaja y la abrió.
—Voy a abrir el paquete.
Las manos le temblaban mientras cortaba la cinta adhesiva que cubría las costuras superiores de la caja. Retiró las pestañas y rasgó la cinta restante. El objeto que contenía la caja estaba bien envuelto en papel plastificado y acolchado.
De repente le llegó el sonido de los rotores del helicóptero por encima del silbido del viento. Somerset alzó la vista y vio que el helicóptero se acercaba.
—¡No os acerquéis! –gritó por el micrófono–. ¡No os acerquéis! Todavía no sé lo que es.
El helicóptero varió el rumbo, se elevó y luego mantuvo la posición.
Somerset utilizó la navaja para cortar la cinta que sujetaba el papel plastificado en torno al objeto. Tiró del papel.
Era un objeto pesado. Rodó sobre sí mismo cuando Somerset retiró el papel plastificado. Estaba manchado de sangre coagulada. Somerset escudriñó el interior de la caja.
—¡Dios mío!
Retrocedió dando un traspié y cayó al suelo, debilitado de repente, sin querer mirar. Pero no podía apartar los ojos de aquello.
—Dios mío, no...
Se levantó, pero las piernas le temblaban. Retrocedió dando tumbos y se apoyó en la furgoneta. La imagen del autobús escolar amarillo que había visto aquella tarde, con todos los niños bajando de él, le cruzó por la mente. Tenía ganas de vomitar.
—Dios mío, no...
Mills vio a Somerset dar un traspié al apartarse de la caja. Algo andaba mal. Asió a Doe por el hombro.
—¡Arriba! ¡Levántese! ¡Vamos!
Doe se levantó con esfuerzo e intentó caminar, pero no podía avanzar con la suficiente rapidez a causa de los grilletes.
—Lleva una buena vida, detective...
—¡Cierre el pico y camine!
Doe intentó andar al paso de Mills, pero tropezó y cayó al suelo.
Mills lo asió con más fuerza y empezó a tirar de él.
—¡Arriba, cabrón! ¡Camine!
Somerset se enjugó las lágrimas y la saliva. Aspiró profundamente, resuelto a no perder el control. Pero entonces alzó la vista y vio que Mills arrastraba a Doe hacia él.
—Oh, mierda, no... –masculló–. No...
Se dio impulso con la mano que sostenía el arma e inclinó la cabeza hacia el micrófono al mismo tiempo que echaba a andar en dirección a Mills y John Doe.
—Escucha, California..., escúchame. Haga lo que haga, no vengas. ¡No aterrices! Manténte alejado. Oigas lo que oigas, veas lo que veas, ¡no vengas! Doe tiene la sartén por el mango.
El helicóptero se desvió hacia el oeste; Somerset hizo acopio de fuerzas y echó a correr hacia Mills y Doe con toda la rapidez que le permitieron sus piernas.
El sol no era más que una fina línea sobre las montañas y proyectaba largas sombras sobre la arena del desierto.
Mills tiró de Doe. Algo andaba mal. Somerset se hallaba a unos cuarenta metros de distancia y corría hacia ellos.
—¡Vamos! ¡Muévase, maldita sea!
Pero Doe permaneció quieto, observando a Somerset con el rostro completamente sereno.
—Aquí viene.
—¡Somerset! –llamó Mills–. ¿ Qué coño pasa?
Pero Somerset no lo oía a causa del viento.
—Ojalá hubiera podido vivir como usted, detective –dijo Doe.
Somerset se hallaba a treinta metros de ellos.
—¡Suelte el arma, Mills! –gritó–. ¡Tírela!
—¿ Qué?
Mills soltó a Doe y se acercó a Somerset con la pistola de nueve milímetros apuntando hacia el suelo.
—¡Suelte el arma ahora mismo! –repitió Somerset.
—Pero ¿qué dice? –replicó Mills.
Mills oyó la voz de Doe a sus espaldas.
—¿ Me oye, detective? Estoy intentando decirle lo mucho que les admiro a usted y a su preciosa esposa..., Tracy.
Mills giró en redondo para encararse con él.
—¿ Qué ha dicho ?
Doe sonreía.
Somerset alcanzó a Mills sin aliento.
—Suelte el arma, Mills. ¡Es una orden!
—¡Que le den por saco! –fue la respuesta de Mills–.
Está jubilado. No tengo por qué hacerle caso.
—Escúcheme, Mills.
Pero Mills no le escuchaba. Se estaba acercando a Doe y apuntaba inconscientemente al pecho del asesino.
Doe seguía sonriendo.
—Resulta inquietante la facilidad con la que un representante de la prensa puede comprar información de los hombres de su comisaría, detective.
—David..., por favor... –suplicó Somerset mientras luchaba por recuperar el aliento.
—Esta mañana he estado en su casa, detective. Usted no estaba. He intentado jugar a ser marido, saborear la vida de un hombre sencillo... Pero no ha funcionado. Sin embargo, me he llevado un recuerdo.
El rostro de Mills se contrajo de dolor y confusión al volverse hacia Somerset e implorar respuestas con la mirada.
Somerset extendió la mano con los ojos llenos de lágrimas.
—Déme el arma –farfulló con voz ronca.
—Me he llevado algo para poder recordarla –prosiguió Doe–. Su preciosa cabeza.
Mills se llevó las manos al estómago, suplicando a Somerset que le dijera la verdad.
—Me la he llevado porque envidio la vida tan normal que lleva, detective. Por lo visto, la envidia es mi pecado.
Mills se abalanzó sobre Doe, lo asió por la pechera y le apretó el cañón de la pistola contra el ojo.
—¡No es cierto! –chilló–. ¡Dígalo! ¡Diga que no es cierto... !
Un objeto metálico y frío acarició la nuca de Mills. Era el cañón de la automática de Somerset.
—No puedo permitir que haga esto, Mills.
—¡Qué hay en la puta caja, Somerset! ¡Dígamelo!
A Somerset le tembló la mano. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Era incapaz de pronunciar las palabras fatales.
—Se lo acabo de decir, detective –explicó Doe con calma.
—¡No es verdad!
—Oh, sí que es verdad, detective.
—Eso es lo que quiere, Mills –jadeó Somerset–. ¿Es que no lo entiende?
—Venganza, David –instó John Doe.
—¡Cierre el pico! –gritó Mills.
—¡Ira!
—¡Cierre el pico de una puta vez!
Mills le cruzó la cara con un golpe de la pistola, y el asesino cayó de lado.
Doe se incorporó con lentitud, como una tortuga, impasible pese al golpe que había recibido. Se puso de nuevo de rodillas. La sangre le resbalaba por un costado de la cara.
Bajó la cabeza, preparado para el martirio.
—Máteme, detective.
Mills apoyó el arma contra la frente de Doe y la aferró con ambas manos; el pecho le subía y bajaba agitadamente, sollozaba con desesperación, furioso pero presa de la incertidumbre. Quitó el seguro de su pistola.
—Es lo que quiere que haga –intervino Somerset sin dejar de apuntar a Mills–. No entre en su juego.
Mills apretó el arma contra la frente de Doe y le empujó la cabeza hacia atrás.
—Mills, si mata a un sospechoso lo tirará todo por la borda. No voy a permitir que haga eso.
—¡A tomar por culo! –sollozó Mills–. Usted no me entregará. Diremos que intentó escapar y que por eso le he pegado un tiro. Ya habrá tiempo de hablar de los detalles.
–Se quitó el chaleco antibalas, se abrió la camisa de un tirón y se arrancó el micrófono antes de arrojarlo al desiertoNadie tiene por qué saberlo.
Asió el gatillo con más fuerza.
—Lo colgarán por las pelotas, Mills. No les importará quién sea él. ¿ Un policía que mata a un sospechoso indefenso ?
Ni en pintura. Estará acabado, Mills. Lo meterán en la cárcel.
—¡No me importa!
—Si usted no está, Mills, ¿quién luchará?
—¿Luchar por qué, Somerset? ¿Para qué? Usted también se ha rendido, así que no me toque las pelotas con algo que ni usted mismo se cree.
—No le escuche –siseó Doe–. ¡Máteme!
—¡David! Está equivocado –insistió Somerset–.
¿ Quién ocupará mi lugar si usted no está? ¿ Quién?
—Tracy me suplicó que la dejara vivir, detective.
Somerset apretó el arma contra el cuello de Mills.
—Suelte el arma, David.
—Ha sido muy patético, detective. Me suplicó que le perdonara la vida a ella... y al bebé que llevaba en su seno.
Mills frunció el ceño con aire confundido, pero de repente comprendió el horror de aquellas palabras.
—¿ Acaso no lo sabía? –preguntó Doe con sobresalto.
A Mills le temblaban los labios y las manos mientras sostenía el arma contra la frente del asesino.
De repente, una oleada de fatiga se adueñó de Somerset.
Tenía los brazos tan cansados que dejó caer el arma a un lado.
—Si lo mata, él habrá ganado.
Doe cerró los ojos y entrelazó las manos para rezar.
El arma se agitaba entre las manos temblorosas de Mills.
—Muy bien... El gana.
Mills disparó, y la parte superior de la cabeza de Doe salió volando cuando el hombre cayó hacia atrás. Pedazos sangrientos salpicaron la carretera polvorienta. El estallido del disparo retumbó en el desierto y fue desvaneciéndose paulatinamente para dar paso al silbido del viento.
Mills dejó caer su arma sobre el pavimento. Se volvió y echó a andar, pero sólo logró dar unos pasos antes de hincarse de rodillas y sepultar el rostro entre las manos.
Somerset contempló el cadáver con la boca reseca. Un charco de sangre se extendía desde lo que quedaba de la cabeza de Doe por el pavimento, como una mala idea. La sangre se filtró por debajo del arma de Mills, un opaco islote plateado en un lago carmesí. Somerset cerró los ojos. No quería ver más.
Dos horas más tarde, Somerset seguía en aquel tramo de carretera, apoyado contra el parachoques del sedán azul metalizado que lo había conducido hasta allí, con un vaso de café frío en la mano. Un círculo de coches patrulla iluminaba con sus faros el escenario del crimen. El cadáver de Doe se hallaba en una bolsa negra a pocos metros del pavimento manchado de sangre. Dos auxiliares de la oficina del forense recogieron la bolsa como si fuera una maleta pesada, la colocaron sobre una camilla y se la llevaron a la furgoneta.
Había policías de paisano y técnicos forenses repartidos por todo el lugar. El helicóptero descansaba en el desierto, a unos cincuenta metros de la carretera, con los rotores inmóviles. Hacía una hora que se habían llevado a Mills.
Somerset contemplaba pensativo la rosa de papel pintado.
El capitán se aproximó a Somerset.
—Ya ha pasado todo, William. Váyase a casa.
—¿ Qué será de Mills ? –preguntó Somerset.
—Irá a juicio –contestó el capitán encogiéndose de hombros–. El sindicato de la policía le conseguirá un buen abogado. No lo condenarán a la pena máxima por circunstancias atenuantes, pero pasará un tiempo en la cárcel. De eso no cabe ninguna duda.
—¿ Y su carrera ?
—Por la borda –replicó el capitán meneando la cabeza.
—Así que Doe ha ganado al fin y al cabo. Siete por siete... Siete vidas destruidas; ocho, contando a Mills...
Nueve, en realidad, si contamos al... bebé.
A Somerset le costó pronunciar la última palabra.
—Váyase a casa, William –repitió el capitán–. Ahora está jubilado. Deje atrás todo esto.
Somerset meneó la cabeza y estrujó la rosa de papel.
—He cambiado de idea.
—¿ Qué?
—Me quedo. No quiero jubilarme.
—¿ Está seguro ?
—Sí, lo estoy. –Se apartó del coche y se dirigió a la portezuela del conductor–. Hasta el lunes.
Al abrir la portezuela, arrojó el pedazo arrugado de papel pintado al desierto, donde el viento se lo llevó como si de un arbusto muerto se tratara. Sabía que jamás podría marcharse.
Sin Mills, alguien tenía que quedarse para seguir luchando.

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