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AUTOR DE TIEMPOS PASADOS

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viernes, 11 de julio de 2008

EL CLUB DE LA LUCHA -- 2ª parte -- CHUCK PALAHNIUK

EL CLUB DE LA LUCHA -- 2ª parte -- CHUCK PALAHNIUK
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Quince


Su señoría el presidente de la junta local del sindicato de operarios de cines independientes y del sindicato nacional de operadores de cine, tomó asiento.
En todo cuanto el hombre daba por supuesto ya fuera por dentro, por debajo o por detrás, algo horrible había estado creciendo.
Nada es estático.
Todo se destruye.
Lo sé porque Tyler lo sabe.
Durante tres años Tyler había cortado y montado películas para una cadena de cines. Las películas viajan en seis o siete carretes pequeños guardados en una maleta metálica. El trabajo de Tyler consistía en montar los carretes pequeños en una sola bobina que valiera para los proyectores automáticos y los rebobinadores. Al cabo de tres años de trabajo en siete cines —un mínimo de tres funciones por cine y estrenos todas las semanas—, eran cientos las copias que habían pasado por las manos de Tyler.
Mal asunto, pero, al aumentar el número de proyectores automáticos y rebobinadores, el sindicato ya no necesitaba a Tyler. El señor presidente de la junta local tuvo que llamar a Tyler y charlar con él.
El trabajo era aburrido y la paga era una mierda, y por eso, el presidente de la junta local del sindicato de operarios de cines independientes y del sindicato nacional de operadores de cine le estaba haciendo un favor laboral a Tyler Durden dándole una diplomática patada en el culo.
No consideres esto un despido, sino un reajuste de plantilla.
El señor presidente de la junta local dice en plan jodienda:
—Le agradecemos que haya contribuido a nuestro éxito.
Oh, eso no tenía importancia, dijo Tyler, y sonrió. Siempre y cuando el sindicato siguiera enviándole el cheque él mantendría la boca cerrada.
—Considere esto una jubilación anticipada con derecho a pensión —dijo Tyler.
Por sus manos habían pasado cientos de películas.
Películas que habían vuelto al distribuidor. Películas que habían vuelto a circular en reposiciones: comedias, melodramas, musicales, películas románticas y películas de acción y aventuras.
Sazonadas con los fotogramas pornográficos de Tyler.
Sodomía, felaciones, cunnilingus, sadomasoquismo.
Tyler no tenía nada que perder.
Tyler era un cero a la izquierda, la escoria de todos.
Todo esto me lo hizo memorizar Tyler para que se lo espetara seguidamente al gerente del hotel Pressman.
En el otro trabajo de Tyler, en el hotel Pressman, Tyler les dijo que era un don nadie. A nadie le importaba si moría o vivía, y ¡qué coño!, el sentimiento era mutuo. Todo esto me hizo memorizar Tyler para que lo repitiera en la oficina del gerente del hotel, con los guardias de seguridad sentados fuera, junto a la puerta.
Tyler y yo pasamos la noche contándonos historias cuando todo acabó.
Justo después de que se fuera al sindicato de operadores de cine, Tyler me mandó a enfrentarme con el gerente del hotel Pressman.
Tyler y yo nos parecíamos cada vez más, como gemelos. Los dos teníamos el pómulo hundido y la piel había olvidado cómo recomponerse tras los golpes y colgaba de las mejillas.
Las magulladuras eran del club de lucha; el rostro de Tyler, deformado por los golpes, era obra del presidente del sindicato de operadores de cine. Después de que Tyler saliera arrastrándose de las oficinas del sindicato, fui a ver al gerente del hotel Pressman.
Me senté en la oficina del gerente del hotel Pressman.
Soy la Venganza Descarada de Fulano.
Lo primero que dijo el gerente del hotel fue que tenía tres minutos para hablar. Durante los primeros treinta segundos le conté que me había meado en las sopas y tirado pedos sobre las crémes brülées, y que había estornudado en las endivias rehogadas y que quería que el hotel me mandase un cheque todas las semanas con el equivalente a mi sueldo habitual más las propinas. A cambio, nunca más volvería a trabajar ni acudiría a la prensa o a Sanidad para hacer una confesión llorosa y confusa de lo sucedido.
Los titulares:
«Camarero compungido confiesa haber contaminado la comida de un hotel.»
A buen seguro, iré a la cárcel —me digo—. Podrían colgarme y arrancarme las pelotas y arrastrarme por las calles y despellejarme y quemarme con lejía; pero el hotel Pressman siempre se recordaría como el hotel en que los ricos más ricos del mundo comían pis.
Las palabras de Tyler van saliendo por mi boca. Y yo, que antes era una persona encantadora.
En la oficina del sindicato de operadores de cine, Tyler se echó a reír cuando el presidente del sindicato le arreó un puñetazo. El puñetazo le hizo caer al suelo y Tyler se sentó apoyado en la pared y riéndose:
—Adelante, no puede matarme. —Tyler se reía.
»Gilipollas. Tal vez me saque la piel a tiras, pero no se atreverá a matarme.
Tiene demasiado que perder.
Yo no tengo nada.
Usted lo tiene todo.
Adelante, pégueme en el estómago. Déme otro puñetazo en la cara. Hágame saltar los dientes, pero no deje de pagarme el sueldo. Rómpame las costillas, pero si se olvida una sola vez de pagarme, haré público lo ocurrido y usted y su sindicato se hundirán con los pleitos de todos los dueños de cines, distribuidores de películas y mamaítas cuyos hijos tal vez vieran una erección durante la proyección de Bambi.
—Soy escoria —dijo Tyler—. Para usted y el resto del puto mundo, soy escoria, basura y un loco —le dijo Tyler al presidente del sindicato—. No le importa dónde vivo ni lo que siento, ni lo que como ni si alimento a mis hijos o si le pago al médico cuando me pongo enfermo. Y sí, soy estúpido y pusilánime y estoy aburrido, pero sigo siendo responsabilidad suya.


Sentado en aquella oficina del hotel Pressman, mis labios seguían partidos por diez sitios distintos como consecuencia del club de lucha. El ojete de la mejilla miraba al gerente del hotel Pressman de forma muy convincente.
En esencia, vine a decirle lo mismo que Tyler.
Después de zurrar a Tyler y tirarlo al suelo; después de ver que Tyler no ofrecía resistencia, su señoría el presidente del sindicato —con su corpachón enorme como un Cadillac, excesivo para aquella tarea—, su señoría, coceó a Tyler en las costillas y Tyler se echó a reír. Tyler se hizo un ovillo en el suelo y su señoría le pegó una patada en las costillas; pero Tyler seguía riéndose.
—Desahóguese —dijo Tyler—. Confíe en mí. Se sentirá mucho mejor. Se sentirá estupendamente.
En la oficina del hotel Pressman, le pregunté al gerente del hotel si me dejaba llamar por teléfono. Marqué el número de la redacción del periódico y, mientras el gerente del hotel me observaba, dije:
—Hola, he cometido un crimen horrible contra la humanidad como parte de una campaña de protesta política. Protesto contra la explotación de los trabajadores de la industria de la restauración.
Si iba a la cárcel no sería por haberme convertido en un pobre diablo desequilibrado que se meaba en la ropa. El asunto tendría una dimensión épica.
El camarero Robin Hood defiende la causa de los parias.
Habría muchas más implicaciones que las de un hotel y un camarero.
El gerente del hotel Pressman me quitó con suavidad el auricular de la mano. El gerente dijo que no quería que siguiera trabajando allí; no con el aspecto que tenía.

Estoy de pie, junto a la cabecera del despacho del gerente cuando grito: «¿Cómo?».
¿No le gustaría hacer esto?
Y sin pensármelo dos veces, mirando todavía al gerente, echo el puño hacia atrás y, con toda la fuerza centrífuga del brazo, describo una parábola, y me doy un golpe en el rostro que hace brotar sangre de las costras agrietadas de mi nariz.
Sin razón aparente, ahora recuerdo la noche en que Tyler y yo peleamos por primera vez. «Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.»
Este puñetazo no es tan fuerte como aquél. Me pego otro puñetazo. No está mal toda esa sangre, pero me lanzo hacia atrás contra la pared para hacer un ruido terrible y romper el cuadro que cuelga al fondo.
Los cristales rotos y el marco y el dibujo de flores y la sangre caen conmigo al suelo. Siempre haciendo payasadas. Soy un pobre imbécil. La sangre mancha la alfombra y me arrastro y planto las manos ensangrentadas en el borde de la mesa del gerente del hotel y le digo: «Por favor, ayúdeme», pero empiezo a reírme como un estúpido.
Ayúdeme, por favor.
Por favor, no me vuelva a pegar.
Vuelvo nuevamente al suelo y me arrastro a gatas manchando de sangre la alfombra. Lo primero que voy a decirle es «por favor». Así que mis labios permanecen sellados. El monstruo se arrastra por entre las encantadoras florecillas y las guirnaldas de la alfombra oriental. La sangre mana de mi nariz y se desliza garganta abajo y por la boca: está caliente. El monstruo anda a gatas por la alfombra y recoge por el camino polvo y pelusas que se le quedan pegadas a la sangre de las zarpas. Y se acerca gateando lo suficiente para agarrar al gerente del hotel Pressman por la pernera del pantalón de rayas y decir:
Por favor.
Y decir:
Por favor, un «por favor» que sale con una burbuja de sangre.
Y decir: Por favor.
Y la burbuja revienta manchándolo todo de sangre.
Y así queda Tyler libre para inaugurar todas las noches un club de lucha. Tras esto hubo siete clubes de lucha; después hubo quince clubes de lucha y después veintitrés clubes de lucha; sin embargo, Tyler quería más.
El dinero no dejaba de entrar en Paper Street.
—Por favor, déme el dinero, —le digo al gerente del hotel Pressman. Y vuelvo a soltar aquella risita estúpida. Por favor.
Y por favor no me vuelta a pegar.
Usted tiene tanto y yo no tengo nada. Me encaramo con las manos ensangrentadas por las perneras de rayas del gerente del hotel Pressman y él se echa con fuerza hacia atrás, apoyando las manos en el alféizar a sus espaldas, y hasta sus labios se retrotraen tras los dientes.
El monstruo afianza una zarpa sangrienta en el talle de los pantalones del gerente, y se pone de pie para aferrarse a su impecable camisa almidonada; y con las manos ensangrentadas, lo inmovilizo cogiéndolo por sus delicadas muñecas.
Por favor. Sonrío y es suficiente para que se me abran los labios.
Se produce un forcejeo mientras el gerente chilla e intenta apartarse de mí y de la sangre y de la nariz aplastada y de la porquería pegada a la sangre. Y justo en ese momento tan entrañable, los guardias de seguridad se deciden a entrar.

Dieciséis


Hoy viene en el periódico que unos desconocidos allanaron las oficinas de la Hein Tower entre los pisos décimo y decimoquinto; se descolgaron por las ventanas y pintaron en la cara sur del edificio una máscara sonriente de cinco pisos de altura, y prendieron fuego a las ventanas donde se abrían sus enormes ojos y cada uno de ellos resplandeció en llamas, inmenso, vivo e ineludible, sobre el amanecer de la ciudad.
En la foto de la primera página del periódico, la máscara parece una calabaza enfadada, un demonio japonés o el dragón de la avaricia suspendido en el cielo, y el humo son las cejas de una bruja o los cuernos del demonio. Y la gente grita mientras mira hacia arriba.
¿Por qué habían hecho eso?
Y, ¿quién lo habría hecho? Incluso después de apagar los dos fuegos, la cara seguía allí y era todavía peor. Sus ojos vacíos parecían vigilar a todo el mundo, pero, al mismo tiempo, estaban muertos.
Cada vez aparecen más noticias de este tipo en el periódico.
Por supuesto, en cuanto lees esta crónica, quieres saber de inmediato si forma parte del Proyecto Estragos.
El periódico dice que la policía no tiene pistas seguras. Pandillas de gamberros o extraterrestres, quienquiera que fuese, podía haberse matado gateando por las cornisas y balanceándose desde los alféizares con pulverizadores de pintura negra.
¿Era obra del Comité de Daños o del Comité de Incendios Provocados? Aquella cara gigantesca era seguramente la tarea encomendada la semana pasada.
Tyler lo sabría, pero la primera regla del Proyecto Estragos es que no se hacen preguntas sobre el Proyecto Estragos.
Tyler me cuenta que, en la sesión de esta semana del Comité de Asalto del Proyecto Estragos, enseñó a todos a usar una pistola. Las pistolas se limitan a encauzar la explosión en una sola dirección.
Tyler llevó una pistola y las Páginas amarillas a la última sesión del Comité de Asalto. Se reunieron en el sótano en el que el club de lucha se reúne los sábados por la noche. Cada comité se reúne una noche diferente.
Incendios Provocados se reúne los lunes.
Asalto se reúne los martes.
Daños se reúne los miércoles.
Desinformación se reúne los jueves.
Caos organizado. La Burocracia de la Anarquía. Imagínatelo. Grupos de apoyo y similares.
Así, el martes por la noche, el Comité de Asalto propuso distintas misiones para la semana siguiente, y Tyler leyó las propuestas y asignó las tareas del comité.
Antes de siete días, cada miembro del Comité de Asalto tiene que provocar una pelea de la que no saldrá vencedor. Y no será en el club de lucha. Es más difícil de lo que parece. Un hombre de la calle hará lo que sea para no luchar.
La idea consiste en coger a un tío cualquiera que nunca haya peleado y reclutarlo. Dejad que experimente el sabor de la victoria por primera vez en su vida. Dejad que se desahogue. Dejad que os dé una soberana paliza.
Acéptalo. Si ganas, la habrás jodido.
—Lo que debemos hacer —dijo Tyler al comité— es mostrarles a esos tíos la fuerza que todavía tienen.
La clásica arenga de Tyler. A continuación, desdobló una a una las esquinas plegadas de los papeles que había dentro de una caja de cartón sobre la mesa. Así propone cada comité los acontecimientos de la próxima semana. Escribes la propuesta en el bloc de notas del comité. Arrancas la hoja, la doblas y la metes en la caja. Tyler comprueba las propuestas y desestima las ideas malas.
Por cada propuesta que desestima Tyler pone una hoja en blanco en la caja.
Luego, cada miembro del comité extrae una hoja de la caja. Tal como me explicó Tyler, si alguien saca una hoja en blanco, sólo tiene que ejecutar la tarea semanal.
Si extraes una propuesta, entonces irás ese fin de semana a la fiesta de la cerveza importada y derribarás a un tío sobre un retrete portátil. Te harán un favor extra si te dan una paliza por hacer esto. O tendrás que asistir a un desfile de moda en el atrio de unos grandes almacenes y arrojarás desde el entresuelo gelatina de fresa sobre el público.
Si te arrestan, estás fuera del Comité de Asalto. Si te ríes, estás fuera del comité.
Nadie sabe las propuestas que han extraído los demás y, excepto Tyler, nadie conoce el contenido de las propuestas; ni cuáles se aceptan o cuáles van a la basura. Entrada ya la semana, tal vez leas en el periódico que un hombre sin identificar sacó fuera de un Jaguar descapotable a su conductor y empotró el coche en una fuente del centro de la ciudad.
Te preguntas si ésa es una de esas propuestas del comité que habrías podido extraer.
El siguiente martes por la noche, escrutarás el rostro de los miembros del Comité de Asalto bajo la bombilla solitaria del sótano a oscuras del club de lucha y seguirás preguntándote quién conducía el Jaguar que acabó en la fuente.
¿Quién subió al tejado del museo de arte e hizo de francotirador disparando tubos de pintura contra las esculturas de la sala de recepción?
¿Quién pintó la máscara de un demonio en llamas en la fachada de la Hein Tower?
La noche de la misión en la Hein Tower, te imaginas una cuadrilla de secretarios, contables o mensajeros entrando furtivamente en las oficinas donde trabajaban todos los días. Tal vez estuvieran un poco bebidos a pesar de ir contra las reglas del Proyecto Estragos. Emplearon llaves maestras donde fue posible y pulverizadores de freón para romper en pedazos los cilindros de las cerraduras, y salieron por las ventanas, se balancearon en el vacío y rapelaron por la fachada de ladrillo del edificio con cuerdas de escalada, columpiándose y arriesgándose a sufrir una muerte instantánea en oficinas donde cada día, hora tras hora, sus vidas se iban consumiendo.
A la mañana siguiente, esos mismos oficinistas y contables se mezclaron entre la multitud peinados meticulosamente y mirando hacia arriba, ebrios de sueño pero sobrios, vestidos con corbata, y escucharon cómo la multitud se preguntaba quién lo habría hecho y la policía ordenaba a gritos a la gente que por favor se echara atrás mientras el agua caía por el centro humeante de aquellos ojos enormes.
Tyler me confió que nunca había más de cuatro buenas propuestas por reunión, así que las posibilidades de extraer una propuesta y no un papel en blanco eran de cuatro entre diez. Hay veinticinco tíos en el Comité de Asalto incluyendo a Tyler. A todos se les asigna una tarea: perder una pelea en público; y cada miembro extrae una propuesta.
Esta semana Tyler les ha dicho:
—Comprad una pistola.
Tyler le dio a un tío las Páginas amarillas y le ordenó que arrancara un anuncio. A continuación, le pasó el listín a otro tío. Cada uno debía ir a un lugar diferente a comprar la pistola o a hacer uso de ella.
—Aquí tengo una pistola —dijo Tyler sacando una del bolsillo del abrigo—: dentro de dos semanas cada uno de vosotros deberá tener una pistola de un tamaño similar al de ésta y tendrá que traerla a la reunión.
»Lo mejor será que la paguéis al contado —dice Tyler—. En la siguiente reunión intercambiaréis las pistolas y denunciaréis el robo de la que comprasteis.
Nadie preguntó nada. No hacer preguntas es la primera regla del Proyecto Estragos.
Tyler hizo circular la pistola. Era muy pesada para ser tan pequeña, como si algo gigantesco, una montaña o una estrella, se hubiera hundido y derretido para dar forma a aquel objeto. Los miembros del Comité la cogían con dos dedos. Todos querían preguntar si estaba cargada, pero la segunda regla del Proyecto Estragos es no hacer preguntas.
Tal vez estuviera cargada, tal vez no. Tal vez no nos quedara otro remedio que asumir lo peor.
—Las pistolas —dijo Tyler— son sencillas y perfectas. Sólo hay que apretar el gatillo.
La tercera regla del Proyecto Estragos es no poner excusas.
—El gatillo —dijo Tyler— libera el martillo y el martillo percute encendiendo la pólvora.
La cuarta regla es no mentir.
—La explosión libera la bala por la apertura del casquillo y el cañón de la pistola encauza la pólvora y el impulso de la bala en una sola dirección —continuó Tyler—, igual que el hombre-cañón, igual que el misil saliendo del mortero, igual que tu esperma.
Cuando Tyler inventó el Proyecto Estragos, Tyler decía que al Proyecto Estragos no le concernía lo que le pasara al resto del mundo. A Tyler no le importaba si alguien resultaba herido o no. El objetivo era enseñar a todos y cada uno de los miembros del proyecto que tenían poder para controlar la historia. Cada uno de nosotros puede hacerse con el control del mundo.
Tyler inventó el Proyecto Estragos en el club de lucha.
Una noche, en el club de lucha, localicé a un novato. Era el primer sábado que aquel jovencito con cara de ángel acudía al club de lucha y decidí luchar con él. Así son las reglas; si es tu primera noche en el club de lucha, tienes que pelear. Quise luchar con él porque había vuelto el insomnio y me apetecía destruir algo hermoso.
Como mi cara nunca tiene oportunidad de curarse, nada tengo que perder en lo que a mi aspecto se refiere. El jefe me preguntó qué hacía para que nunca sanase el agujero de la mejilla. Cuando bebo café, le digo, me tapo el agujero con dos dedos para que no salga por allí.
Existe una llave de estrangulamiento que sólo te deja aire suficiente para no caer inconsciente y aquella noche en el club de lucha, golpeé al novato, y le machaqué su hermosa cara de ángel, primero con mis huesudos nudillos, como un molar triturando comida, y con el costado del puño cuando los nudillos quedaron en carne viva al clavarse sus dientes a través de los labios. El chico cayó al suelo como un fardo.
Tyler me dijo más tarde que nunca me había visto destruir algo hasta ese extremo. Aquella noche Tyler supo que o le daba alguna salida al club o tendría que cerrarlo.
Sentado a la mesa, durante el desayuno, Tyler me dijo:
—Parecías un maníaco, un psicópata. ¿Dónde se te fue la cabeza?
Le contesté que estaba hecho una mierda y que no me había relajado en absoluto. Que no había obtenido ningún placer. Tal vez había desarrollado eso: inmunidad a los combates y quizá necesitaba meterme en algo más fuerte.
Aquella mañana Tyler inventó el Proyecto Estragos.
Tyler me preguntó que contra qué luchaba en realidad.
Tyler hablaba de ser la escoria del mundo, los esclavos de la historia, así me sentía. Quería destruir todas las cosas hermosas que nunca tendría. Incendiar las selvas tropicales del Amazonas. Provocar emisiones de cloro-fluorocarbonos que destruyan el ozono. Abre las válvulas de los contenedores de los superpetroleros y vierte directamente al océano el crudo de los pozos petrolíferos. Quería matar todos los peces que no podía permitirme comer, y empantanar las playas francesas que nunca llegaría a ver.
Deseaba que el mundo entero tocara fondo.
Mientras machacaba a aquel chico, lo que en realidad quería era meterle una bala entre ceja y ceja a todos los osos panda en peligro de extinción que no se decidían a follar para salvar su especie, y a las ballenas y delfines que se dejaban morir embarrancando en las playas.
No pienses en términos de extinción. Considéralo una reducción de plantilla.
Durante miles de años el hombre había jodido el planeta; lo había llenado de basura y mierda, y ahora la historia esperaba de mí que limpiara lo que habían dejado los demás. Es mi deber enjuagar las latas de sopa y reciclarlas. Y dar cuenta de todas y cada una de las gotas del aceite del coche.
También tengo que pagar la factura de los residuos nucleares y los tanques de gasolina enterrados y las tierras llenas de residuos tóxicos acumulados por la generación que me precedió.
Retuve el rostro de Cara de Ángel en el pliegue del codo, como un bebé o un balón de rugby, y le golpeé con los nudillos; le golpeé hasta que los dientes se le rompieron bajo los labios. Después le golpeé con el codo hasta que cayó al suelo como un fardo. Hasta que le perforé la piel de los pómulos y se la dejé amoratada.
Deseaba respirar humo.
Los pájaros y los ciervos son un lujo estúpido; todos los peces deberían flotar muertos.
Deseaba incendiar el Louvre; volver a esculpir las esculturas de Fidias del Partenón con una almádena y limpiarme el culo con la Mona Lisa. Así es mi mundo hoy en día.
Mi mundo, el mío, y todos los antepasados están muertos.
Fue aquella mañana, durante el desayuno, cuando Tyler inventó el Proyecto Estragos.
Queríamos arrasar la historia y liberar al mundo de ella.
Mientras desayunábamos en la casa de Paper Street, Tyler me dijo que me imaginara plantando rábanos y patatas sobre el césped del hoyo decimoquinto de un campo de golf abandonado.
Cazarás alces en los bosques húmedos del cañón cercano a las ruinas del Rockefeller Center y encontrarás almejas enterradas junto a los cuarenta y cinco grados de inclinación de la Aguja Espacial. Pintaremos en los rascacielos gigantescas caras totémicas y amuletos antropomórficos con rostros de duendes, y todas las noches, lo que haya quedado de la humanidad se refugiará en los zoos vacíos y se encerrará en las jaulas para protegerse de los osos, pumas y lobos que se pasean de noche mientras les vigilan por entre los barrotes.
—El reciclado y los límites de velocidad son una chorrada —dijo Tyler—. Es como dejar de fumar en el lecho de muerte.
El Proyecto Estragos salvará al mundo. Una glaciación cultural. Una Edad Media provocada. El Proyecto Estragos obligará a la humanidad a hibernar y a entrar en remisión hasta que la Tierra se haya recuperado.
—Justifica la anarquía —dice Tyler—. Imagínatelo.
Igual que el club de lucha hace con oficinistas y leguleyos, el Proyecto Estragos destruirá la civilización para que podamos hacer de la Tierra un mundo mejor.
—Imagínate —dijo Tyler— cazando alces junto a los escaparates de unos grandes almacenes en cuyos pasillos malolientes se pudren en las perchas vestidos y fracs. Llevarás vestiduras de cuero que te durarán toda la vida y escalarás la Sears Tower por enredaderas tan gruesas como tu muñeca. Escalarás la bóveda de un bosque uliginoso donde la atmósfera estará tan limpia que verás figuras diminutas majando maíz y poniendo a secar tiras de carne de venado bajo el sol de agosto en el área de descanso de una autopista abandonada.
Aquél era el objetivo del Proyecto Estragos, dijo Tyler: la destrucción completa e inmediata de la civilización.
El siguiente paso del Proyecto Estragos no lo sabe nadie excepto Tyler. La segunda regla es no hacer preguntas.
—No compréis munición —ordenó Tyler al Comité de Asalto—. Así no os preocuparéis. Sí, mataréis a alguien.
Incendios Provocados. Asaltos. Daños y Desinformación.
Nada de preguntas. Nada de preguntas. Nada de excusas ni mentiras.
La quinta regla del Proyecto Estragos es confiar en Tyler.

Diecisiete


El jefe me lleva otro papel a la mesa y lo deja junto a mi codo. Ya no llevo corbata. Como el jefe lleva su corbata azul, tiene que ser jueves. La puerta de su oficina ahora está siempre cerrada; no hemos intercambiado más de dos palabras diarias desde que encontró las reglas del club de lucha en la fotocopiadora. Tal vez le di a entender que lo iba a destripar de un balazo. Siempre haciendo payasadas.
Podría llamar para pedir la conformidad al Departamento de Transporte. El soporte del montaje del asiento delantero no pasó la prueba antichoque antes de ser producido en serie.
Si sabes dónde mirar, hallarás por todas partes cuerpos enterrados.
—Buenas—, le digo.
—Buenas —me contesta.
Junto al codo tengo otro documento importante y privado que Tyler quería que le mecanografiara y fotocopiase. Hace una semana, Tyler midió a pasos el sótano de la casa alquilada en Paper Street. Sesenta y cinco pies de largo y cuarenta de ancho. Tyler pensaba en voz alta. Tyler me preguntó:
—¿Cuánto es seis por siete?
Cuarenta y dos.
—¿Y cuarenta y dos por tres?
Ciento veintiséis.
Tyler me entregó una lista manuscrita con sus notas y dijo que las pasara a máquina e hiciera setenta y dos fotocopias.
¿Por qué tantas?
—Porque es el número de tíos que pueden dormir en el sótano si compramos literas triples en los excedentes del ejército —dijo Tyler.
¿Qué hacemos con sus cosas?
—No traerán nada más que lo que esté en la lista, y debería caber debajo del colchón —dijo Tyler.
La misma lista que el jefe encuentra en la fotocopiadora. El contador de la fotocopiadora todavía marca setenta y dos copias. La lista dice:
«Traer los artículos requeridos no garantiza la admisión en el entrenamiento, si bien ningún aspirante será admitido a menos que llegue equipado con los siguientes artículos y con la cantidad exacta de quinientos dólares en metálico para su entierro.»
Incinerar el cuerpo de un indigente cuesta por lo menos trescientos dólares, dijo Tyler, y ese precio iba en aumento. Todo el que muere sin esta cantidad mínima, termina diseccionado en una clase de anatomía.
El alumno debe llevar siempre el dinero en el zapato, por si resultara muerto. Así, su fallecimiento no será una carga para el Proyecto Estragos.
Por lo demás, el aspirante tiene que personarse con lo siguiente:
Dos camisas negras.
Dos pares de pantalones negros.
Un par de zapatos negros y fuertes.
Dos pares de calcetines negros y dos mudas de ropa interior lisa.
Un abrigo negro y grueso.
Esto incluye la ropa que el aspirante lleve a la espalda:
Una toalla blanca.
Un colchón de los excedentes del ejército.
Una escudilla de plástico blanco.
El jefe sigue todavía aquí, junto a mi mesa; cojo la lista original y le digo: «Gracias». El jefe vuelve a su oficina y me pongo a jugar un solitario en el ordenador.
Al regresar a casa le doy las copias a Tyler, y los días van pasando. Voy a la oficina.
Vuelvo a casa.
Voy a la oficina.
Vuelvo a casa y hay un tipo de pie en el porche. El tipo está delante de la puerta de casa con su otra camisa y los pantalones negros dentro de una bolsa marrón de papel que ha dejado sobre la cancela del porche donde lleva los tres últimos artículos: una toalla blanca, un colchón del ejército y una escudilla de plástico. Desde una ventana del piso de arriba Tyler y yo lo observamos hasta que Tyler me pide que lo despache.
—Es demasiado joven —dice Tyler.
El tipo del porche es Cara de Ángel, el chico a quien intenté destrozar la noche en que Tyler inventó el Proyecto Estragos. Tiene los ojos negros y el pelo rubio cortado al rape. Su hermoso ceño no muestra arrugas ni cicatrices. Si le pones un vestido y le pides que sonría, tendrás una mujer. Cara de Ángel está tan cerca de la puerta que la toca con los dedos de los pies. La mirada al frente, clavada en la madera astillada, los brazos a los lados y vestido con zapatos negros, camisa negra y pantalones negros.
—Deshazte de él —dice Tyler—. Es demasiado joven.
Le pregunto:
—¿Qué edad es demasiado joven?
—No importa —dice Tyler—. Si el aspirante es joven, le diremos que es muy joven. Si está gordo, que es muy gordo. Si es viejo, que es muy viejo. ¿Delgado?, demasiado delgado. ¿Blanco?, demasiado blanco. ¿Negro?, demasiado negro.
Así es como desde hace tropecientos años se han puesto a prueba los aspirantes en los templos budistas. Tyler quiere que le diga al aspirante que se largue y si sus convicciones son tan firmes que se queda en la entrada sin comida, amparo, olvidado durante tres días, entonces y sólo entonces, se le permitirá entrar e iniciar la instrucción.
Así que le digo a Cara de Ángel que es demasiado joven, pero sigue allí a la hora de comer. Después de comer, salgo y pego a Cara de Ángel con una escoba y de una patada le mando el saco a la calle. Desde el piso de arriba, Tyler observa cómo pego al chico con la escoba, por encima de la oreja, y el chico no se mueve; a continuación, de una patada mando el saco a la cuneta y le grito:
—Lárgate —le grito—. ¿No me has oído? Eres demasiado joven. Nunca lo conseguirás —le grito—. Vuelve dentro de un par de años y prueba de nuevo. Ahora vete fuera de mi porche.
Al día siguiente el chico sigue ahí; Tyler sale y le dice:
—Lo siento.
Tyler dice que lamenta haberle hablado de la instrucción pero que realmente es demasiado joven y que por favor se vaya.
El poli bueno. El poli malo.
Vuelvo a gritarle al pobre chico. Seis horas más tarde, Tyler sale y le dice que lo siente, pero que no. Tiene que irse. Tyler dice que llamará a la policía si no se va.
El chico no se mueve.
Su ropa sigue tirada en la cuneta. El viento arrastra la bolsa de papel rasgada.
El chico no se mueve.
Al tercer día, hay otro aspirante frente a la puerta de casa. Cara de Ángel sigue allí; Tyler baja y le dice:
—Pasa. Recoge tus cosas y entra.
Al nuevo tío, Tyler le dice que lo siente, pero que ha habido un error. Es demasiado mayor para la instrucción; que por favor se vaya.
Voy todos los días a la oficina. Vuelvo a casa y siempre hay en el porche uno o dos tipos esperando. Ninguno mira al otro. Cierro la puerta y los dejo en el porche. Durante una temporada esto sucede a diario, y a veces, los aspirantes se marchan, pero en la mayoría de los casos aguantan hasta el tercer día, así que casi están ocupadas las setenta y dos literas que Tyler y yo compramos y montamos en el sótano.
Un día Tyler me da quinientos dólares y me dice que los lleve a todas horas en el zapato. Es el dinero de mi entierro. Es otra costumbre de los antiguos monasterios budistas.
Ahora vuelvo del trabajo y la casa está llena de extraños a los que Tyler ha admitido. Todos trabajan. La planta baja se ha convertido en cocina y fábrica de jabón. El baño siempre está ocupado. Grupos de hombres desaparecen durante días y vuelven cargados con bolsas de caucho rojo llenas de una grasa ligera y acuosa.
Una noche Tyler sube y me encuentra escondido en el dormitorio y me dice:
—No los molestes. Todos conocen su cometido. Forma parte del Proyecto Estragos. Nadie conoce el plan en su totalidad, pero están preparados para desempeñar su tarea a la perfección.
En el Proyecto Estragos la regla es confiar en Tyler.
Entonces, Tyler desaparece.
Los grupos del Proyecto Estragos se pasan el día derritiendo grasa. No duermo. Toda la noche oigo cómo otros grupos mezclan lejía, cortan barras y cuecen pastillas de jabón sobre envoltorios de galletas que luego envuelven en papel de seda y sellan con la etiqueta de la Compañía Jabonera de Paper Street. Todo el mundo, menos yo, parece saber su cometido, y Tyler no está nunca en casa.
Me abrazo a las paredes, soy como un ratón atrapado dentro de una maquinaria de hombres silenciosos con la energía de monos adiestrados, y que cocinan, trabajan y duermen en grupos. Tira de una palanca. Aprieta un botón. Una cuadrilla de monos espaciales prepara comida todo el día; y todo el día grupos de monos espaciales comen en las escudillas que ellos mismos trajeron.
Una mañana, al irme a trabajar, Bob el grandullón está en el porche vestido con zapatos negros, y camisa y pantalones negros. Le pregunto si ha visto a Tyler últimamente. ¿Lo ha enviado Tyler aquí?
—La primera regla del Proyecto Estragos —dice Bob el grandullón con los talones juntos y tieso como un palo— es no hacer preguntas sobre el Proyecto Estragos.
Así pues, ¿qué honrosa y descerebrada tarea le ha asignado Tyler?, le pregunto. Hay tíos cuyo trabajo consiste únicamente en pasarse el día hirviendo arroz, o lavando las escudillas o limpiando el cagadero. Todo el día. ¿Le ha prometido Tyler la iluminación divina si se pasa dieciséis horas diarias empaquetando pastillas de jabón?
Bob el grandullón guarda silencio.
Me voy a trabajar. Vuelvo a casa y sigue en el porche. No duermo en toda la noche y, a la mañana siguiente, Bob el grandullón está cuidando el jardín.
Antes de irme a trabajar, le pregunto a Bob el grandullón quién lo ha dejado entrar. ¿Quién le ha asignado esa tarea? ¿Ha visto a Tyler? ¿Estuvo Tyler aquí anoche?
Bob el grandullón me responde:
—La primera regla del Proyecto Estragos es no hablar...
No le dejo acabar y le digo:
—Sí, sí, sí, sí.
Y mientras estoy en la oficina, los grupos de monos espaciales cavan en el césped fangoso que rodea la casa y echan sales Epsom para reducir la acidez de la tierra, y echan paladas de estiércol de buey sacadas de establos, y bolsas con mechones de pelo traídas de peluquerías para repeler a los topos y a los ratones e incrementar las proteínas del suelo.
A cualquier hora de la noche los monos espaciales vuelven de algún matadero con bolsas de carne aún sangrante para incrementar el hierro del suelo, y harina de huesos para aumentar el nivel de fósforo.
Los grupos de monos espaciales plantan albahaca, tomillo, lechuga, retoños de olmo escocés, de eucalipto, de jeringuilla y de menta, que forman un trazado caleidoscópico. Un rosetón dentro de cada parcela verde. Otros grupos salen de noche a matar babosas y caracoles a la luz de las velas. Otro grupo de monos espaciales recolecta sólo las nebrinas y las hojas más perfectas para hervirlas y obtener un tinte natural. Consuelda, porque es un desinfectante natural. Pétalos de violeta, porque curan el dolor de cabeza; y aspérula, porque le da al jabón olor a hierba recién cortada.
En la cocina hay botellas de vodka de ochenta grados para fabricar jabón de azúcar moreno y también transparente con olor a geranio y jabón de pachulí. Robo una botella de vodka y gasto el dinero de mi entierro en cigarrillos. Marla se presenta en casa y hablamos de las plantas. Marla y yo paseamos bebiendo y fumando por los senderos de grava rastrillados que serpentean por el trazado caleidoscópico del jardín. Hablamos de sus pechos y de cualquier tema menos de Tyler Durden.
Un día aparece en el periódico que un grupo de hombres vestidos de negro irrumpió en un concesionario de coches de lujo de uno de los mejores barrios y empezó a pegar golpes con bates de béisbol a los parachoques delanteros de los coches para que explotaran los airbags y se dispararan las alarmas.
En la Compañía Jabonera de Paper Street, otros grupos recolectan pétalos de rosas, anémonas y lavanda, y guardan las flores en cajas con una pastilla de sebo puro para que absorba el aroma y fabricar así jabón con olor a flores.
Marla me hablaba de las plantas.
La rosa, dice Marla, es un astringente natural.
Algunas de las plantas tienen nombres de esquela necrológica: luisa, rosa, ruda, melisa. Algunas, como la reina de los prados y la vellorita, la caléndula o la eufrasia, parecen nombres de hadas de Shakespeare. La lengua cerval con su olor a vainilla dulce. El olmo escocés, otro astringente natural.
La raíz de lirio, el lirio azul.
Todas las noches Marla y yo paseamos por el jardín hasta que estoy seguro de que Tyler no va a venir esa noche a casa. Justo detrás de nosotros siempre hay un mono espacial que nos sigue para recoger la hebra de toronjil, ruda o menta que Marla ha aplastado y puesto bajo mi nariz. Una colilla de cigarro. El mono espacial rastrilla el sendero tras él para borrar nuestras huellas.
Y una noche, en un parque de la parte alta de la ciudad, otro grupo echó gasolina alrededor de cada uno de los árboles, y también entre ellos, y provocaron un perfecto incendio forestal en miniatura. Apareció en el periódico: las ventanas de las casas de esa calle se derritieron con el fuego; los neumáticos reventaron y los coches aparcados se desplomaron sobre las ruedas pinchadas y derretidas.
La casa alquilada por Tyler en Paper Street es un ser vivo y húmedo debido a toda la gente que respira y suda en su interior. Hay tanto ajetreo de gente que la casa se mueve.
Esta noche Tyler tampoco ha venido a casa. Alguien taladró los cajeros automáticos y los teléfonos públicos, acopló unos encajes en los orificios y llenó hasta rebosar de grasa mecánica o pastel de vainilla los cajeros automáticos y los teléfonos públicos.
Y Tyler nunca estaba en casa, pero al cabo de un mes, unos cuantos monos espaciales llevaban la quemadura del beso de Tyler en el dorso de la mano. Luego, estos monos espaciales también desaparecían, y había nuevos aspirantes en el porche para reemplazarlos.
Y todos los días los grupos llegaban y se iban en coches diferentes. Nunca veías el mismo coche dos veces. Una noche oí a Marla en el porche de entrada gritándole a un mono espacial.
—He venido a ver a Tyler... Tyler Durden. Vive aquí y es amigo mío.
El mono espacial dice:
—Lo siento, pero eres demasiado... —titubea— ...demasiado joven para la instrucción.
—¡Anda y que te follen! —dice Marla.
—Además —prosigue el mono espacial— no has traído los artículos exigidos: dos camisas negras, dos pares de pantalones negros...
—¡Tyler! —chilla Marla.
—Un par de zapatos negros fuertes.
—¡Tyler!
—Dos pares de calcetines negros y dos mudas de ropa interior lisa.
—¡Tyler!
Oigo que la puerta se cierra de un portazo. Marla no se queda a esperar los tres días.
Casi todos los días, después del trabajo vuelvo a casa, y me hago un sandwich de mantequilla de cacahuete.
Al volver a casa, uno de los monos espaciales está leyendo a la asamblea de monos espaciales que están sentados ocupando toda la planta baja:
—«No sois un hermoso copo de nieve individual. Estáis hechos de la misma materia orgánica corrompible que todos los demás, y todos formamos parte del mismo montón de abono.»
El mono espacial continúa:
—«Nuestra civilización nos ha hecho a todos iguales. Ya nadie es totalmente rico, o blanco, o negro. Todos queremos lo mismo. Como individuos no somos nada.»
El conferenciante se detiene cuando entro a prepararme el sandwich, y todos los monos espaciales permanecen sentados en silencio como si me encontrara a solas. Les digo:
—No os preocupéis, ya lo he leído. Yo lo mecanografié.
Hasta es probable que lo haya leído mi jefe.
—Todos somos un montón de basura —les digo. Vamos, seguid con vuestro jueguecito. No os preocupéis por mí.
Los monos espaciales esperan callados mientras me hago el sandwich y cojo otra botella de vodka y subo las escaleras. A mis espaldas oigo:
«No sois un hermoso copo de nieve individual.»
Soy el Corazón Roto de Fulano porque Tyler me abandonó. Porque mi padre me abandonó. ¡Oh! Podría continuar así indefinidamente.
Algunas noches, al salir de la oficina, voy a otro club de lucha en el sótano de un bar o en un garaje y pregunto a todo el mundo si han visto a Tyler Durden.
En todos los clubes nuevos, siempre hay alguien a quien nunca he visto antes —de pie bajo la luz solitaria en el centro de aquella oscuridad, rodeado de hombres—, que recita las reglas de Tyler.
La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Cuando se inician los combates, me llevo aparte al jefe del club y le pregunto si ha visto a Tyler. Vivo con él —le digo— pero hace tiempo que no va por casa.
El tipo abre los ojos como platos y me pregunta si realmente conozco a Tyler Durden.
Esto me sucede en la mayoría de los clubes nuevos. Sí —le digo—. Tyler es mi colega. Entonces, repentinamente, todos quieren estrecharme la mano.
Esos tipos se quedan mirando el ojal de mi mejilla y la tez amoratada de la cara, amarilla y verdosa en los bordes, y me llaman señor. No, señor. Nunca, señor. No conocen a nadie que haya visto nunca a Tyler Durden. Fueron amigos de amigos quienes conocieron a Tyler Durden, y ellos fundaron este club, señor.
Entonces me guiñan un ojo.
No conocen a nadie que haya visto nunca a Tyler Durden.
Señor.
¿Es verdad? —me preguntaron todos—, ¿está Tyler Durden reuniendo un ejército? Eso se rumorea. ¿Duerme Tyler Durden sólo una hora? Se dice que Tyler se ha puesto en marcha y está fundando clubes de lucha por todo el país. Qué ocurrirá ahora, se preguntan todos.
Las reuniones del Proyecto Estragos se han trasladado a un sótano más grande porque cada comité —Incendios Provocados, Asaltos, Daños y Desinformación— va creciendo conforme más y más miembros se van licenciando en los clubes de lucha. Cada comité tiene un jefe y ni siquiera los jefes conocen el paradero de Tyler. Tyler los llama por teléfono todas las semanas.
Todos los miembros del Proyecto Estragos quieren saber cuál será el siguiente paso.
¿A dónde nos dirigimos?
¿Qué es lo que estamos esperando?
En Paper Street, Marla y yo paseamos descalzos de noche por el jardín, despertando a cada paso el aroma a salvia, a verbena y a geranios. Sombras con camisas y pantalones negros se agachan a nuestro alrededor buscando a la luz de una vela bajo las hojas de las plantas para matar un caracol o una babosa. Marla me pregunta qué es lo que está pasando aquí.
Entre los terrones sobresalen mechones de pelo. Pelo y mierda. Carne y harina de huesos. Las plantas crecen más rápido de lo que tardan los monos espaciales en podarlas.
Marla me pregunta:
—¿Qué vas a hacer?
¿Qué piensas?
Entre la porquería brilla un punto dorado; me arrodillo a mirarlo de cerca. ¿Qué va a pasar ahora? No lo sé, le digo a Marla.
Parece que nos han dejado plantados a los dos.
Por el rabillo del ojo veo a los monos espaciales pululando con sus ropas negras y agachados a la luz de las velas. El punto dorado entre la porquería es una muela con una funda de oro. Sobresalen otras dos muelas con empastes plateados. Es una mandíbula.
—No, no puedo decir lo que ocurrirá —le digo. Y hundo las tres muelas, entre el pelo y la mierda y los huesos y la sangre, para que Marla no pueda verlas.

Dieciocho


Este viernes me quedo dormido por la noche sobre el despacho de la oficina.
Cuando me despierto con la cara y los brazos cruzados sobre la mesa, el teléfono está sonando y todos se han ido. En mi sueño sonaba un teléfono, y no tengo claro si la realidad se adentró en el sueño o si el sueño está suplantando a la realidad.
Cojo el teléfono; Convenios y Responsabilidades.
Ese es mi departamento: Convenios y Responsabilidades.
El sol se está poniendo y nubes del tamaño de Wyoming y Japón se amontonan en el horizonte camino de la ciudad. No es que tenga una ventana en la oficina; es que toda la fachada del edificio es de cristal. Todo aquí es de cristal, del techo al suelo. Todo aquí son persianas. Todo aquí son alfombras grises de pelo ralo de las que surgen algunas lápidas diminutas en las que se enchufan los ordenadores a la red. Todo es un laberinto de cubículos cuadriculados con mamparas de madera contra-chapada y tapizada.
En alguna parte se oye el zumbido de un aspirador.
El jefe se ha ido de vacaciones. Me envió un mensaje por correo electrónico y desapareció. Me han ordenado que me prepare para una revisión oficial dentro de dos semanas. Que reserve una sala de conferencias. Que ponga todos los patitos en fila. Que actualice mi curriculum y ese tipo de cosas. Han incoado un expediente contra mí.
Soy la Indiferencia Total de Fulano.
Me he estado portando muy mal.
Cojo el teléfono y es Tyler que dice:
—Sal de la oficina, hay unos tíos esperándote en el aparcamiento.
Le pregunto:
—¿Quiénes son?
—Te están esperando —dice Tyler.
Las manos me huelen a gasolina.
—Espabila; tienen un coche fuera, un Cadillac —continúa Tyler.
Estoy todavía dormido.
No sé si Tyler forma parte de mi sueño.
O si soy un sueño de Tyler.
Las manos me huelen a gasolina. No hay nadie más por aquí; me levanto, salgo y voy al aparcamiento.
Un tío del club de lucha trabaja con coches, así que ha aparcado junto al bordillo de la acera el Corniche negro de alguien y me limito a mirarlo, negro y dorado como una pitillera gigante dispuesta a llevarme a alguna parte. Este mecánico sale del coche y me dice que no me preocupe, que cambió la matrícula con la de un coche aparcado en el aeropuerto.
El mecánico del club de lucha afirma que sabe poner en marcha cualquier cosa. Sacas dos cables de la barra de dirección. Pones en contacto los dos cables, completas el circuito con el solenoide del arranque, y ya tienes coche para dar un paseíto.
O bien, puedes piratear el código de la llave a través del concesionario.
Hay tres monos espaciales sentados en los asientos traseros del coche, vestidos con camisas negras y pantalones negros. No veas nada malo. No oigas nada malo. No digas nada malo.
—¿Dónde está Tyler? —pregunto.
El mecánico del club de lucha aguarda como si fuera un chófer, con la puerta del Cadillac abierta. El mecánico es alto, huesudo y con una espalda que recuerda a un gran poste de teléfonos.
—¿Vamos a ver a Tyler? —pregunto.
En el asiento delantero está esperándome un pastel de cumpleaños con las velitas listas para ser encendidas. Me meto dentro y el coche arranca.
Incluso una semana después del club de lucha, no hay ningún problema si vas dentro de los límites de velocidad. Tal vez durante dos días hayas defecado heces negras por culpa de las heridas internas, pero te sientes de puta madre. Hay otros coches circulando y te acercas demasiado a ellos. Los conductores te hacen gestos con el dedo. Los extraños te odian. No es nada personal. Después del club de lucha te sientes tan relajado que no te importa. Ni siquiera enciendes la radio. Tal vez las costillas te den punzadas cada vez que respiras porque tienes alguna fractura en línea. Los coches que van detrás te dan las luces. El sol se está poniendo, naranja y dorado.
El mecánico sigue conduciendo. El pastel de cumpleaños está en el asiento del medio.
Es acojonante ver en el club de lucha a tíos como el mecánico. Tipos fibrosos que nunca se relajan. Luchan hasta hacerse picadillo. Tipos de piel blanca como esqueletos hundidos en cera amarilla, con tatuajes; tipos oscuros como la cecina. Suelen sentirse muy unidos, igual que los miembros de Alcohólicos Anónimos. Nunca dicen basta. Es como si fueran todo energía; se mueven tan rápido que sus siluetas se difuminan; siempre se están recuperando de algo. Como si la única decisión que les quedara por tomar fuera la forma de morir y quisieran morir luchando.
Tipos como éstos sólo pueden luchar entre sí.
Nadie los retará a luchar ni tampoco retarán a nadie excepto a alguien tan fibroso, huesudo e impetuoso como ellos, puesto que nadie más se atreverá a luchar contra ellos.
Los que miran el combate ni siquiera gritan cuando tíos como el mecánico se lanzan uno contra otro.
Tan sólo oyes la respiración entrecortada de los luchadores; las manos intentando aferrar al contrario; el zumbido y el impacto de unos puños que martillean y martillean las costillas hundidas. Ves los tendones, músculos y venas tensarse bajo la piel de estos tíos. La piel brilla sudorosa, nervuda, húmeda bajo la luz solitaria.
Pasan diez, quince minutos. Su olor, estos tíos sudan y huelen; te recuerda al pollo frito.
Transcurren veinte minutos en el club de lucha; finalmente, uno de los tíos cae al suelo.
Después de un combate, los dos tipos, como drogados, irán a todas partes juntos el resto de la noche, derrengados y sonrientes por haber luchado tan duro.
Desde que se unió al club de lucha, el mecánico siempre está por la casa de Paper Street. Quiere que escuche una canción que ha compuesto. Quiere que vea la casa para aves que ha construido. Me mostró la fotografía de una chica y me preguntó si era bastante guapa como para casarse con ella.
Sentado al volante del Corniche, el tío me dice:
—¿Has visto el pastel que te he hecho?
No es mi cumpleaños.
—El coche perdía aceite —dice el mecánico—, pero se lo cambié y el filtro del aire también. Comprobé las válvulas y la regulación. Se supone que va a llover esta noche, así que también cambié las gomas de los limpia-parabrisas.
—¿Qué ha planeado Tyler? —pregunto.
El mecánico abre el cenicero y empuja hacia adentro el encendedor eléctrico. Y me dice:
—¿Es una prueba? ¿Nos estás probando?
¿Dónde está Tyler?
—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha —dice el mecánico—. Y la última regla del Proyecto Estragos es no hacer preguntas.
Entonces, ¿qué puede contarme este tío?
—Has de entender que tu padre fue tu modelo de Dios —me dice.
Detrás de nosotros, el trabajo y la oficina se van haciendo más y más pequeños, hasta que desaparecen.
Las manos me huelen a gasolina.
El mecánico dice:
—Si eres varón, y eres cristiano y vives en Estados Unidos, tu padre es tu modelo de Dios. Y si nunca conociste a tu padre; o si está en libertad bajo fianza, o se muere o nunca está en casa, ¿qué piensas de Dios?
Es el dogma de Tyler Durden. Garabateado en trozos de papel mientras yo dormía y que me dio para que lo mecanografiara e hiciese fotocopias en la oficina. Lo he leído todo. Incluso es probable que mi jefe lo haya leído.
—Al final, terminas pasándote la vida buscando un padre y un Dios —dice el mecánico.
»Debes tener en cuenta la posibilidad de no caerle bien a Dios. Pudiera ser que Dios nos odiara. No es lo peor que podría ocurrir.
Tyler se dio cuenta de que llamar la atención de Dios

por ser malo era mejor que no recibir ninguna atención. Tal vez porque el odio de Dios sea preferible a su indiferencia.
Si pudieras ser el peor enemigo de Dios o nada, ¿qué elegirías?
Según Tyler Durden, somos los niños medianos de Dios, sin un lugar especial en la historia y sin ser merecedores de especial atención.
A menos que llamemos la atención de Dios, no tenemos esperanza de condena ni redención.
¿Qué es peor, el infierno o nada?
Sólo si nos cogen y nos castigan podemos salvarnos.
—Incendia el Louvre —dice el mecánico— y limpíate el culo con la Mona Lisa. Al menos de esa forma Dios sabrá nuestros nombres.
Cuanto más bajo caigas, más alto volarás. Cuanto más lejos corras, más querrá Dios que vuelvas.
—Si el hijo pródigo nunca se hubiera ido de casa, el ternero cebado seguiría vivo —dice el mecánico.
No es suficiente con ser uno más de los granos de arena de una playa o una más de las estrellas del cielo.
El mecánico conduce el Corniche negro por la vieja autopista de circunvalación sin carril de adelantamiento y dejamos atrás una caravana de camiones que va al límite de la velocidad permitida. El Corniche se llena con la luz de los faros que nos siguen, y allí estamos, hablando y reflejados en el cristal del parabrisas. Conduciendo dentro del límite de velocidad. Tan rápido como lo permite la ley.
Una ley es una ley, como diría Tyler. Conducir demasiado rápido era igual a provocar un incendio igual a poner una bomba igual a matar a un hombre de un tiro.
Un criminal es un criminal es un criminal.
—La semana pasada podríamos haber llenado otros cuatro clubes de lucha —dice el mecánico—. Tal vez Bob el grandullón se ponga al frente del próximo si encontramos un bar.
Así que la semana que viene repasará las reglas con Bob el grandullón y le dará su propio club de lucha.
De ahora en adelante, cuando un jefe funde un club, cuando todos formen un círculo en torno a la luz en el centro del sótano, a la espera, el jefe dará vueltas a su alrededor, oculto en la oscuridad.
—¿Quién ha inventado las nuevas reglas? ¿Ha sido Tyler? —le pregunto.
El mecánico sonríe y me dice:
—Ya sabes quién inventa las reglas.
La nueva regla es que nadie sea el centro del club de lucha, me dice. Nadie será el centro del club de lucha a excepción de los dos hombres que estén peleando. El jefe gritará mientras da vueltas lentamente en torno a la multitud, oculto en la oscuridad. Los hombres del círculo se mirarán a través del centro vacío de la habitación.
Así se hará en todos los clubes de lucha.
No es difícil encontrar un bar o un garaje donde fundar un nuevo club de lucha; en el primer bar, el bar donde sigue reuniéndose el primer club de lucha, ganan el equivalente a la renta del mes con un solo sábado por la noche que se reúna el club de lucha.
Según el mecánico, otra nueva regla del club de lucha es que el club siempre será gratuito. Nunca costará dinero entrar en él. El mecánico grita por la ventanilla a los coches que se acercan y el viento nocturno corre en dirección contraria a la del coche:
—Te queremos a ti, no a tu dinero.
El mecánico grita por la ventanilla:
—Mientras estés en el club de lucha, no importa el dinero que tengas en el banco. No eres tu trabajo. No eres tu familia, y no eres quien te dices que eres.
»No eres tu nombre —grita el mecánico contra el viento.
Uno de los monos espaciales del asiento de atrás coge el hilo del discurso:
—No eres tus problemas.
—No eres tus problemas —chilla el mecánico.
—No eres tu edad —grita un mono espacial.
—No eres tu edad —chilla el mecánico.
El mecánico da un volantazo y se mete en el carril contrario —el coche se llena de luces a través del parabrisas—, sereno, como si estuviera esquivando puñetazos. Un coche y luego otro vienen hacia nosotros tocando la bocina y el mecánico gira bruscamente, justo a tiempo de esquivarlos.
Los faros se aproximan, más y más grandes; las bocinas se desgañitan; el mecánico alarga el cuello hacia delante, entre las luces y los ruidos, y grita:
—No eres tus esperanzas.
Nadie contesta a su grito.
Esta vez, el coche que viene directo hacia nosotros nos esquiva justo a tiempo.
Viene otro coche que hace señales con las luces: largas, cortas, largas, cortas; tocando el claxon y el mecánico grita:
—No te salvarás.
El mecánico no lo esquiva, pero el otro coche sí.
Otro coche, y el mecánico chilla:
—Todos moriremos algún día.
Esta vez, el coche nos esquiva, pero el mecánico, con un volantazo, vuelve a cerrarle el paso. El coche nos esquiva y el mecánico vuelve a girar, frente a frente de nuevo.
En ese instante te deformas e hinchas. Durante ese instante nada importa. Mira a las estrellas y habrás desaparecido. Nada importa; ni tu equipaje ni tu mal aliento. Las ventanillas son oscuras por fuera y las bocinas se desgañitan a tu alrededor. Las luces parpadean cegándote: largas y cortas y largas, y nunca tendrás que volver a trabajar.
Nunca tendrás que volver a cortarte el pelo.
—Rápido —dice el mecánico.
El coche vuelve a esquivarnos y el mecánico se pone otra vez en su camino.
—¿Qué te gustaría haber hecho antes de morir? —me pregunta.
Con el coche derecho hacia nosotros, tocando la bocina, el mecánico está tan sereno que incluso aparta la vista de la carretera para mirarme y decir:
—Diez segundos para el impacto.
»Nueve.
»Ocho.
»Siete.
»Seis.
El trabajo —le digo—. Me gustaría dejar el trabajo.
La bocina sigue sonando mientras el coche nos esquiva y el mecánico no se cruza en su camino.
Más luces se aproximan y el mecánico se gira y les dice a los tres monos que van en el asiento trasero:
—Mirad, monos espaciales —dice—. Ya veis cómo se practica este juego. Espabilaos ahora o moriremos todos.
Un coche nos pasa por la derecha y en el parachoques lleva una pegatina que dice: «Conduzco mejor cuando estoy borracho». El periódico dice que miles de estas pegatinas aparecieron una mañana pegadas en los coches. Otras pegatinas dicen cosas como:
«Hazme puré.»
«Conductores borrachos contra las madres.»
«Reciclad todos los animales.»
Al leer el periódico, supe que el Comité de Desinformación había promovido esto. O el Comité de Daños.
Sentado junto a mí, nuestro sobrio y limpio mecánico del club de lucha me dice que sí, que las pegatinas forman parte del Proyecto Estragos.
Los tres monos espaciales permanecen callados en el asiento trasero.
El Comité de Daños está imprimiendo tarjetas de bolsillo de las líneas aéreas en las que aparecen los pasajeros luchando entre sí por las mascarillas de oxígeno mientras el avión cae envuelto en llamas hacia las rocas a dos mil kilómetros por hora.
Los Comités de Daños y Desinformación luchan por ver quién desarrolla antes un virus informático que maree los cajeros automáticos hasta que vomiten fajos de billetes de diez y veinte dólares.
El encendedor eléctrico salta al rojo vivo y el mecánico me pide que encienda las velas del pastel de cumpleaños.
Enciendo las velas y el pastel parpadea bajo un halo de fuego.
—¿Qué querrías haber hecho antes de morir? —dice el mecánico mientras de un volantazo nos pone en el camino de un camión que avanza hacia nosotros. El camión trompetea; brama una y otra vez y las luces de los faros, como un amanecer, brillan más y más hasta borrar la sonrisa del mecánico—. Pedid un deseo; rápido —le dice al retrovisor donde aparecen los tres monos espaciales sentados en el asiento trasero—. Nos quedan cinco segundos para caer en el olvido.
»Uno —dice.
»Dos.
El camión cubre el horizonte, ruge y emite una luz cegadora.
»Tres.
—Montar a caballo —dice una voz en el asiento trasero.
—Construir una casa —dice otra voz.
—Hacerme un tatuaje.
El mecánico dice:
—Creed en mí y moriréis para siempre.
Demasiado tarde. El camión intenta evitarnos y el mecánico también, pero la parte trasera del Corniche choca contra el extremo del parachoques del camión.
No es que lo supiera en aquel momento; lo que sé es que las luces, los faros del camión parpadean en la oscuridad; y soy lanzado contra la puerta y luego contra el pastel de cumpleaños y el mecánico al volante.
El mecánico está acurrucado contra el volante para mantenerlo recto y las velas de cumpleaños se apagan. Durante un instante perfecto, la luz deja de iluminar el cuerpo negro y cálido del coche y nuestros gritos alcanzan la misma nota profunda, el mismo tono quejumbroso que el claxon del camión; y estamos sin control ni salvación ni dirección ni escapatoria, y estamos muertos.
Querría morirme en este mismo instante. No soy nada comparado con Tyler.
Estoy desamparado.
Soy un estúpido y todo cuanto hago es desear y necesitar cosas.
Mi vida insignificante. Mi insignificante trabajo de mierda. Mis muebles suecos. Nunca, no, nunca le he dicho esto a nadie, pero antes de conocer a Tyler, estaba planeando comprarme un perro y llamarlo Séquito.
Así de mala puede volverse la vida.
Mátame.
Me aferro al volante y giro para volver a meternos en el tráfico.
Ya.
Preparados para evacuar el alma.
Ya.
El mecánico lucha por echarse a la cuneta, y yo lucho por morir de una jodida vez.
Ya. El asombroso milagro de la muerte. Eres un ser vivo que habla y camina y, al minuto siguiente, eres un ser inerte.
No soy nada; incluso menos que nada.
Frío.
Invisible.
Huele a cuero. Siento el cinturón de seguridad retorcido a mi alrededor como una camisa de fuerza, y cuando trato de incorporarme, me golpeo la cabeza contra el volante. Duele más de lo que debería. Mi cabeza descansa sobre el regazo del mecánico y, al mirar hacia arriba, mis ojos enfocan la cara del mecánico allá en lo alto, sonriente; está conduciendo y veo las estrellas más allá de la ventanilla del conductor.
Tengo las manos y la cara pegajosas de algo.
¿Sangre?
Crema de mantequilla escarchada.
El mecánico mira hacia abajo:
—Feliz cumpleaños.
Huelo el humo y me acuerdo del pastel de cumpleaños.
—Casi partes el volante con la cabeza —me dice.
Nada más que el aire nocturno y el olor a humo; las estrellas y el mecánico que me sonríe y conduce; mi cabeza en su regazo. De repente, no quiero incorporarme.
¿Dónde está el pastel?
—En el suelo —dice el mecánico.
Nada más que el aire nocturno y el olor a humo cada vez más intenso.
¿Conseguí mi deseo?
Por encima de mí, perfilándose contra las estrellas más allá de la ventana, su cara me sonríe.
—Las velas de cumpleaños —me dice— son de esas que no se apagan.
A la luz de las estrellas, mis ojos son capaces de percibir el humo que se desprende de los pequeños fuegos que hay esparcidos por la alfombrilla del coche.

Diecinueve


El mecánico del club de lucha tiene el pie sobre el acelerador, permanece enfadado tras el volante, aunque de un modo sereno, y todavía nos queda algo importante por hacer esta noche.
Antes de que se acabe la civilización tendré que aprender a leer las estrellas y a orientarme por ellas. Todo está tranquilo, como si condujéramos un Cadillac por el espacio. Tenemos que haber salido de la autopista. Los tres tíos del asiento trasero se han desmayado o están durmiendo.
—Tuviste una experiencia casi de vida —dice el mecánico.
Levanta una mano del volante y me toca el cardenal donde la frente chocó con el volante. Está lo suficientemente hinchada como para cerrarme los dos ojos y el mecánico recorre la hinchazón con la yema de un dedo frío. El Corniche coge un bache en la carretera y el dolor se cierne sobre mis ojos como la sombra que produce una visera. Los amortiguadores y el parachoques traseros crujen y rechinan en la soledad que rodea a nuestra precipitación por la carretera de noche.
El mecánico me explica que el parachoques trasero del Corniche sólo está sujeto con unos cables y que casi fue arrancado al topar con el lateral del parachoques dentro del camión.
Le pregunto si lo de esta noche forma parte de su misión en el Proyecto Estragos.
—Es parte de ella —me dice—. He tenido que ejecutar cuatro sacrificios humanos y ahora debo recoger un cargamento de grasa.
¿Grasa?
—Para el jabón.
¿Qué está planeando Tyler?
El mecánico habla, y es como el mismísimo Tyler Durden.
—Los hombres más fuertes y listos que jamás hayan existido —su rostro perfilado contra las estrellas que se reflejan en la ventanilla del conductor— y son hombres que trabajan en gasolineras o sirviendo mesas.
La línea de la frente, las cejas, la pendiente de la nariz, las pestañas, la curva de los ojos y el perfil plástico de la boca destacan en negro contra las estrellas mientras habla.
—¡Si consiguiéramos llevar a esos hombres a campamentos de instrucción y terminar de formarlos...!
»Las pistolas se limitan a encauzar la explosión en una sola dirección.
»Hay un tipo de mujeres y de hombres jóvenes y fuertes que quieren dar sus vidas por una causa. La publicidad hace que compren ropas y coches que no necesitan. Generaciones y generaciones han desempeñado trabajos que odiaban para poder comprar cosas que en realidad no necesitan.
«Nuestra generación no ha vivido una gran guerra ni una gran crisis, pero nosotros sí que estamos librando una gran guerra espiritual. Hemos emprendido una gran revolución contra la cultura. La gran crisis está en nuestras vidas. Sufrimos una crisis espiritual.
«Nuestro deber es enseñar a esos hombres y mujeres la libertad a través de la esclavitud; y el coraje a través del miedo.
«Napoleón se jactaba de que podía conseguir que sus hombres dieran la vida por los jirones de una bandera.
«Imagínate cuando convoquemos una huelga y todos se nieguen a trabajar hasta que redistribuyamos la riqueza del mundo.
«Imagínate cazando alces por los bosques húmedos del cañón cercano a las ruinas del Rockefeller Center.
»Lo que dijiste de tu trabajo, ¿lo decías en serio? —dice el mecánico.
Sí, así era.
—Por eso hemos cogido el coche esta noche —dice.
Esto es una partida de caza y vamos a cazar para conseguir grasa.
Nos dirigimos al vertedero de material médico desechable.
Nos dirigimos al incinerador de material médico desechable y allí —entre las gasas quirúrgicas y las vendas ya usadas, y los tumores de diez años de antigüedad y los tubos intravenosos y las agujas desechables y despojos pavorosos, realmente pavorosos, entre las muestras de sangre y los trozos amputados— encontraremos más dinero del que podríamos llevarnos en una sola noche aunque tuviéramos un camión de basura.
Conseguiremos dinero suficiente para hundir con su peso el Corniche hasta el tope de los ejes.
—Grasa —dice el mecánico—. Grasa de liposucciones extraída de los muslos más ricos de América. Los muslos más ricos y orondos del mundo.
Nuestro objetivo son las grandes bolsas llenas de grasas de liposucciones, que acarrearemos hasta Paper Street y derretiremos y mezclaremos con lejía y romero, y se la venderemos a la misma gente que pagó para que se la extrajeran. A veinte pavos la pastilla, son los únicos que se lo pueden permitir.
—La grasa más rica y cremosa del mundo; la grasa del país —dice—. Lo cual hace de ésta una noche similar a las de Robin Hood.
Las velas de cumpleaños chisporrotean en la alfombrilla.
—Se supone que mientras estemos allí también habrá que buscar alguno de esos virus de hepatitis.



Veinte


Ahora sí que iba a llorar de verdad, y un goterón rodó a lo largo del cañón de la pistola, recorrió la anilla del gatillo y se derramó por mi dedo índice. Raymond Hessel cerró los ojos y apreté con tanta fuerza la pistola contra su sien que él ya nunca dejaría de sentir su presión y yo estaba a su lado y era su vida y podía morir en cualquier momento.
No era una pistola barata y me preguntaba si la sal podría joderla.
Todo había ido sobre ruedas, reflexioné. Había hecho todo lo que el mecánico me había dicho. Para esto necesitábamos comprar una pistola. Estaba haciendo mis deberes.
Cada uno de nosotros debía llevarle a Tyler doce carnés de conducir como prueba de que había realizado doce sacrificios humanos.
Esta noche aparqué el coche y esperé en los alrededores del bloque a que Raymond Hessel acabara su turno en el Korner Mart, que abre toda la noche, y hacia las doce Raymond Hessel estaba esperando el autobús nocturno, cuando me acerqué y le saludé.
Raymond Hessel no contestó. Seguramente pensaba que quería su dinero, su salario mínimo; los catorce dólares de la cartera. Oh, Raymond, con tus veintitrés años te echaste a llorar y las lágrimas rodaron por el cañón de la pistola que te encañonaba la sien. No, no se trata de dinero. No siempre se trata de dinero.
Ni siquiera me dijiste «Hola».
No eres tu triste billetera.
Te dije: «Bonita noche; fría pero despejada».
Ni siquiera me dijiste «Hola».
«No eches a correr o tendré que dispararte por la espalda», te dije. Había sacado la pistola y llevaba un guante de látex para que, en el caso de que la pistola se convirtiera en la prueba A, no hubiera nada a excepción de las lágrimas secas de Raymond Hessell, caucasiano, veintitrés años de edad, sin marcas familiares.
Entonces, me prestaste atención. Tus ojos abiertos y espantados mostraban a la luz de la farola un color verde de anticongelante.
Cada vez que la pistola te tocaba la cara retrocedías un poco más como si el cañón estuviera muy caliente o muy frío. Hasta que te dije: «No retrocedas», y dejaste que la pistola te tocara, pero aun así apartabas la cabeza del cañón.
Me entregaste la cartera como te pedí.
Según decía el carné de conducir, te llamabas Raymond K. Hessel. Vives en el apartamento A del 1320 SE Benning. Tenía que ser un apartamento en el sótano. A los apartamentos ubicados en sótanos suelen darles letras en vez de números.
Raymond K. K. K. K. K. K. Hessel; a ti te hablaba.
Apartaste la cabeza del cañón y dijiste «Sí». Sí, dijiste, vivías en un sótano.
También llevabas fotografías en la cartera. Una de tu madre. Aquello era duro para ti; tuviste que abrir los ojos y mirar al mismo tiempo la pistola y la foto de mamá y papá sonriéndote; pero lo hiciste y luego cerraste los ojos y te echaste a llorar.
Te iba a enfriar; el asombroso milagro de la muerte. Eres un ser vivo y, al minuto siguiente, un ser inerte, y tu mamá y papá llamarían al viejo médico de la familia —como quiera que se llame— para recoger tu historial de la clínica dental, pues no iba a quedar mucho de tu cara. Y tu mamá y papá, que siempre habían esperado tantas cosas de ti; y no, la vida no era justa, y encima, ahora esto.
Catorce dólares.
«¿Es ésta tu mamá?», dije.
Sí. Llorabas, gimoteabas, llorabas. Tragaste saliva. Sí.
Llevabas el carné de la biblioteca y un carné de un videoclub. La cartilla de la seguridad social. Catorce dólares. Quería llevarme el pase del autobús, pero el mecánico dijo que cogiera sólo el carné de conducir. Y un carné universitario caducado. Tú antes estudiabas algo.
Como llorabas cada vez más te encañoné con la pistola en la mejilla con más fuerza, y comenzaste a retroceder hasta que te dije: «No te muevas o te mato aquí mismo». Ahora dime qué estudiabas.
¿Dónde?
En la universidad, dije. Llevas un carné de estudiante.
Oh, no lo sabías... Sollozos. Hipo. Gimoteos. Biología.
Escucha, vas a morir esta noche, Raymond K. K. K. Hessel. Tal vez mueras dentro de un segundo, tal vez dentro de una hora; tú decides. Así que miénteme. Dime lo primero que se te pase por la cabeza. Invéntalo. Me importa una mierda. Tengo la pistola.
Por fin me escuchaste y olvidaste la mezquina tragedia que gestabas en tu cabeza.
Rellene el formulario. ¿Qué desea Raymond Hessell ser de mayor?
«Irme a casa —dijiste—, sólo quiero ir a casa, por favor.»
«Déjate de mierdas», dije yo. ¿Cómo deseabas pasar el resto de tu vida? Si es que podías hacer algo en el mundo.
Invéntalo.
No sabías.
«Pues vas a morir ahora mismo —te dije—. Gira la cabeza.»
La muerte empezará dentro de diez segundos, nueve, ocho.
«Veterinario», dijiste. Querías ser veterinario.
Eso va de animales. Hay que ir a la facultad para ser eso.
«La facultad es demasiado para mí», dijiste.
Podrías estar en la universidad dejándote el culo allí, Raymond Hessel, o podrías estar muerto. Tú eliges. Te metí la cartera en el bolsillo trasero de los téjanos. Así que lo que realmente te gustaba era ser médico de animales. Alivié la presión del cañón salado sobre una mejilla y te la puse en la otra. Doctor Raymond K. K. K. K. Hessel, ¿es eso lo que siempre has querido ser?, ¿veterinario?
Sí.
¿No mientes?
No, no, lo decías en serio. Sí; no mentías. Sí.
Vale, te dije, y te incrusté el cañón húmedo de la pistola en el mentón, y luego en la punta de la nariz, y dondequiera que hiciese presión con el cañón, quedaba la huella redonda y húmeda de tus lágrimas.
«Bueno —te dije—, vuelve a la facultad. Cuando te despiertes mañana por la mañana encontrarás un medio de volver a la facultad.»
Te incrusté el cañón húmedo de la pistola en las mejillas, luego en el mentón y finalmente en la frente. «Podrías estar muerto», dije.
Tengo tu carné de conducir.
Sé quién eres. Sé dónde vives. Me quedaré tu carné de conducir y te vigilaré, señor Raymond K. Hessel. Me cercioraré dentro de tres meses, y luego dentro de seis y luego dentro de un año, y si no has vuelto a la facultad a convertirte en veterinario, morirás.
No abriste la boca.
Lárgate y vive tu vida insignificante, pero recuerda que te vigilo, Raymond Hessell, y que preferiría matarte a que siguieras en ese trabajo de mierda ganando únicamente dinero para comprarte queso y ver la televisión.
Ahora me voy a ir, así que no te des la vuelta.
Esto es lo que Tyler quiere que haga.
Son las palabras de Tyler las que salen de mi boca.
Soy la boca de Tyler.
Soy las manos de Tyler.
Todos los miembros del Proyecto Estragos forman parte de Tyler Durden y viceversa.
Raymond K. K. Hessel, la cena te va a saber mejor que nunca y mañana será el día más hermoso de toda tu vida.

Veintiuno


Te despiertas en la terminal internacional del aeropuerto de Sky Harbor.
Retrasa el reloj dos horas.
El puente aéreo me lleva al centro de Phoenix y en todos los bares que entro hay tíos con puntos de sutura en torno a las cuencas de los ojos, donde un buen puñetazo les hizo la cara picadillo. Otros tíos tienen la nariz torcida; pero todos se convierten al instante en mi familia cuando ven mi agujero rugoso en la mejilla.
Tyler no ha pasado por casa desde hace tiempo. Cumplo mis pequeñas tareas. Voy de aeropuerto en aeropuerto para ver los coches en que otros perdieron la vida. La magia de viajar. Una vida diminuta. Jabones diminutos. Asientos diminutos en las líneas aéreas.
A dondequiera que voy pregunto por Tyler.
Por si lo encuentro, llevo en el bolsillo los carnés de conducir de mis doce sacrificios humanos.
En todos los bares que entro, en todos esos jodídos bares, veo tíos con la cara como un mapa. En todos los bares me echan un brazo sobre los hombros y me quieren invitar a una cerveza. Es como si supiera qué bares se convierten en clubes de lucha.
Pregunto si han visto a un tipo llamado Tyler Durden.
Es una estupidez preguntarles por el club de lucha.
La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Pero ¿habéis visto a Tyler Durden?
Nunca hemos oído ese nombre, señor —me contestan.
Pero tal vez lo encuentre en Chicago, señor.
Debe de ser el agujero en la mejilla; todos me llaman señor.
Y hacen un guiño.
Te despiertas en el aeropuerto de O'Hare y tomas el puente aéreo para Chicago.
Adelanta el reloj una hora.
Si te puedes despertar en un lugar distinto.
Si te puedes despertar en un huso horario diferente.
¿Por qué no te puedes despertar siendo otra persona?
En todos los bares a los que vas tíos hechos un Cristo quieren invitarte a una cerveza.
No, señor. Nunca han visto a ese Tyler Durden.
Y hacen un guiño.
Nunca han oído ese nombre antes, señor.
Pregunto por el club de lucha. ¿Hay esta noche club de lucha?
No, señor.
La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Los tipos hechos un Cristo niegan con la cabeza.
Nunca lo hemos oído, señor. Pero tal vez encuentre ese tal club de lucha en Seattle, señor.
Te despiertas en el aeropuerto de Meigs Field y llamas a Marla para ver qué pasa por Paper Street. Marla te cuenta que ahora todos los monos espaciales se rapan el pelo. Las máquinas de afeitar eléctricas se recalientan y toda la casa huele a pelo chamuscado. Los monos espaciales emplean lejía para borrarse las huellas dactilares.
Te despiertas en el aeropuerto de SeaTac.
Retrasa el reloj dos horas.
El puente aéreo te lleva al centro de Seattle y en el primer bar donde entras el camarero lleva puesto un collarín que le echa la cabeza tan atrás que cuando te sonríe te tiene que mirar por encima de la berenjena aplastada y cárdena de su nariz.
El bar está vacío y el camarero dice:
—Bienvenido de nuevo, señor.
Nunca, nunca había estado antes en ese bar.
Le pregunto si conoce a Tyler Durden.
El camarero me sonríe con el mentón sobresaliendo por encima del collarín blanco y me pregunta:
—¿Me está poniendo a prueba?
—Sí —le digo—, es una prueba. ¿Conoce a Tyler Durden?
—La semana pasada estuvo usted aquí, señor Durden —me dice—. ¿No se acuerda?
Tyler estuvo aquí.
—Usted estuvo aquí, señor.
Nunca he estado aquí antes.
—Si usted lo dice, señor —responde el camarero—, pero el jueves por la noche entró aquí para preguntar cuándo planeaba la policía cerrar el club.
El jueves pasado me pasé toda la noche despierto con insomnio preguntándome si estaba despierto o dormido. El viernes por la mañana me desperté tarde, hecho polvo y con la sensación de no haber pegado ojo.
—Sí, señor —dice el camarero—. El jueves por la noche estuvo usted aquí, en ese mismo sitio, y me preguntó por la redada de la policía y luego me preguntó cuántos tíos habíamos rechazado en el club de lucha el miércoles por la noche.
El camarero gira los hombros y el collarín para echar un vistazo al bar vacío y dice:
—Nadie nos escucha, señor Durden. Anoche rechazamos a veintisiete. El bar siempre está vacío la noche después del club de lucha.
En todos los bares en los que he entrado esta semana la gente me ha llamado señor.
En todos los bares en los que entro, esos tíos con las caras hechas un Cristo comienzan a parecerse unos a otros. ¿Cómo puede saber un desconocido quién soy?
—Usted tiene una marca de nacimiento, señor Durden —dice el camarero—. En el pie, con la forma de Australia en rojo oscuro, y con Nueva Zelanda al lado.
Sólo Marla sabe esto. Marla y mi padre. Ni siquiera Tyler lo sabe. Cuando voy a la playa, me siento con el pie escondido debajo de la pierna.
El cáncer que no tengo se ha extendido por todas partes.
—Todos los miembros del Proyecto Estragos lo sabemos, señor Durden.
El camarero levanta la mano con el dorso hacia mí y con la quemadura de un beso.
¿Mi beso?
El beso de Tyler.
—Todo el mundo sabe lo de su marca de nacimiento —dice el camarero—. Forma parte de la leyenda. Se está convirtiendo usted en una verdadera leyenda.
Llamo a Marla desde un motel de Seattle para preguntarle si alguna vez lo hemos hecho. Ya sabes.
Al otro lado de la línea Marla pregunta:
—¿Qué dices?
Que si nos hemos acostado.
-¿Qué?
Ya sabes, ¿alguna vez nos hemos acostado?
—¡Santo Dios!
¿Y bien?
—Y bien, ¿qué? —dice ella.
¿Alguna vez nos hemos acostado?
—Eres un puto cabrón.
¿Nos hemos acostado?
—¡Te mataría!
¿Eso significa sí o no?
—Sabía que pasaría —dice Marla—. Estás chiflado. Me amas. Me desprecias. Me salvas la vida y luego conviertes a mi madre en jabón.
Me doy un pellizco.
Pregunto a Marla cómo nos conocimos.
—En el grupo aquel de cáncer testicular —dice Marla—. Luego me salvaste la vida.
¿Que le salvé la vida?
—Me salvaste la vida.
Tyler le salvó la vida.
—Tú me salvaste la vida.
Meto el dedo a través del agujero de la mejilla y lo muevo. El dolor debería ser suficiente para despertarme.
Marla dice:
—Me salvaste la vida en el hotel Regent cuando accidentalmente intenté suicidarme. ¿Te acuerdas?
¡Oh!
—Aquella noche —dice Marla— te dije que quería tener un aborto tuyo.
Acabamos de perder presión en la cabina.
Pregunto a Marla cómo me llamo.
Vamos a morir todos.
Marla dice:
—Tyler Durden. Te llamas Tyler la escoria humana Durden.
Vives en el número 5123 NE de Paper Street, que en este mismo instante está lleno a rebosar de discípulos tuyos, que se rapan el pelo y se queman la piel con lejía.
Tengo que dormir un rato.
—Tendrás que mover el culo y venirte para aquí —chilla Marla al otro lado del teléfono— antes de que esos espantajos hagan jabón conmigo.
Tengo que encontrar a Tyler.
La cicatriz de la mano, le pregunto, cómo se la hizo.
—Fuiste tú —me responde Marla—. Me besaste la mano.
Tengo que encontrar a Tyler.
Tengo que dormir un rato.
Tengo que dormir.
Tengo que irme a dormir.
Le doy a Marla las buenas noches y su voz chillona suena lejos, lejos, cada vez más lejos cuando me estiro y cuelgo el teléfono.

Veintidós


Paso toda la noche cavilando.
¿Estoy durmiendo? ¿He dormido algo? Así es el insomnio.
Intenta relajarte un poco más al expulsar el aire de los pulmones, pero tu corazón sigue al galope y tus ideas se arremolinan en la cabeza.
Nada funciona. Ni la meditación guiada.
Estás en Irlanda.
Ni contar ovejas.
Cuentas los días, las horas, los minutos desde que te dormiste por última vez. Tu médico se rió. Nadie se ha muerto por falta de sueño. Con la cara como fruta madura y magullada, cualquiera pensaría que estás muerto.
A las tres de la mañana en la cama de un motel de Seattle, es demasiado tarde para encontrar algún grupo de apoyo a enfermos de cáncer. Demasiado tarde para encontrar capsulitas azules de Amital Sodio o Seconals del color del carmín: todo el muestrario de El Valle de las muñecas. Más tarde de las tres de la mañana, no puedes entrar en un club de lucha.
Tienes que encontrar a Tyler.
Tienes que dormir un rato.
Entonces te despiertas y Tyler está de pie, a oscuras junto a la cama.
Te despiertas.
En cuanto te quedaste dormido, Tyler estaba ahí diciendo:
—Despierta. Despierta, hemos resuelto el problema con la policía de Seattle. Despierta.
El jefe de policía quería iniciar una campaña contra lo que él llamaba actividad mafiosa organizada y clubes de boxeo nocturnos.
—Pero no te preocupes —dice Tyler—. El señor jefe de policía ya no es un problema —dice Tyler—. Lo tenemos cogido por los huevos.
Pregunto si Tyler me ha estado siguiendo.
—¡Tiene gracia! —dice Tyler—. Lo mismo te quería preguntar yo. Le has hablado a otras personas de mí, cabrón. Has roto la promesa.
Tyler se estaba preguntando cuándo le descubriría.
—Cada vez que te duermes —dice Tyler— me escapo y hago alguna salvajada, alguna locura, algún disparate.
Tyler se arrodilla junto a la cama y me susurra:
—El jueves pasado te dormiste y cogí un avión a Seattle para echar un vistazo a un club de lucha. Para comprobar el número de personas rechazadas y cosas así. A la búsqueda de nuevos talentos. También tenemos el Proyecto Estragos en Seattle.
Las yemas de los dedos de Tyler recorren mis cejas hinchadas.
—Tenemos el Proyecto Estragos en Los Ángeles y en Detroit; un grupo importante del Proyecto Estragos sigue adelante en Washington D.C., en Nueva York. Tenemos un Proyecto Estragos en Chicago que no te puedes ni imaginar.
»No puedo creer que hayas roto la promesa. La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Estuvo en Seattle la semana pasada y un camarero con collarín le dijo que la policía planeaba una redada contra el club de lucha. El jefe de policía en persona quería que fuera una redada especial.
—Lo cierto es que tenemos miembros de la policía que acuden al club de lucha y les gusta. Tenemos periodistas, agentes judiciales y abogados, y lo sabemos todo antes de que ocurra.
Nos van a cerrar los clubes.
—Por lo menos en Seattle —dice Tyler.
Pregunto qué hizo Tyler al respecto.
—Qué hicimos nosotros —dice Tyler.
Convocamos una reunión del Comité de Asalto.
—Ya no hay un tú y un yo —dice Tyler pellizcándome la punta de la nariz—. Creo que ya te has dado cuenta.
Utilizamos el mismo cuerpo pero en momentos distintos.
—Organizamos una misión especial —dice Tyler—. Les dijimos: «Traednos los testículos aún calientes del honorable jefe de policía de Seattle».
No estoy soñando.
—Sí —dice Tyler—. Estás soñando.
Esta noche hemos reunido un equipo de catorce monos espaciales, y cinco de estos monos espaciales eran policías, y estábamos solos en el parque donde su señoría saca a pasear el perro.
—No te preocupes —dice Tyler—: el perro está bien.
El ataque se realizó en tres minutos menos que nuestra mejor marca anterior. Habíamos calculado doce minutos. Nuestro mejor tiempo era de nueve minutos.
Cinco monos espaciales lo echaron al suelo y lo sujetaron.
Tyler me cuenta eso, pero, no sé cómo, yo ya lo sé.
Tres monos espaciales montaron guardia.
Uno de los monos espaciales se encargó del éter.
Otro de los monos espaciales le bajó sus queridos pantalones.
Es un perro de aguas y no para de ladrar y ladrar.
Ladrar y ladrar.
Ladrar y ladrar.
Uno de los monos espaciales le dio tres vueltas a la tira de goma hasta que quedó bien tensa en torno a su querido escroto.
—Uno de los monos está entre sus piernas con el cuchillo —musita Tyler con la cara agujereada junto a mi oído— mientras yo le susurro al honorable jefe de policía al oído que será mejor que deje la campaña contra los clubes de lucha o le contaremos al mundo entero que su honorable señoría ya no tiene pelotas.
Tyler susurra:
—¿Adonde cree su señoría que llegará?
La tira de goma le ha anulado la sensibilidad allá abajo.
—¿Adonde cree su señoría que llegará en la política si los votantes saben que ya no tiene cojones?
Su señoría ha perdido toda sensibilidad.
Colega, sus cojones están fríos como el hielo.
Si cierra uno solo de los clubes de lucha, enviaremos sus testículos al este y al oeste. Uno al New York Times y el otro a Los Angeles Times. Uno para cada uno, al estilo de los comunicados de prensa.
El mono espacial le quitó el paño con éter de la boca y el jefe de policía dijo que no lo hicieran.
Y Tyler dijo:
—No tenemos nada que perder a excepción del club de lucha.
El jefe de policía lo tenía todo.
Todo lo que nos quedaba era la mierda y la basura del mundo.
Tyler asintió con la cabeza al mono espacial con el cuchillo entre las piernas del jefe de policía.
Tyler dijo:
—Imagínese el resto de su vida con el escroto ondeando como una bolsa vacía.
El jefe de policía dijo que no.
Que no.
Basta.
Por favor.
Oh.
Dios.
Ayuda...
... me
Ayuda...
No.
... me.
Dios.
... me.
Deten...
... los.
Y el mono espacial desliza el cuchillo y corta únicamente la tira de goma.
Seis minutos en total y ya acabamos.
—Recuerde esto —dijo Tyler—: la gente a la que intenta pisar son todas personas de las que depende. Somos quienes le lavamos la ropa y le hacemos la comida y le servimos la cena. Le hacemos la cama. Cuidamos de usted mientras duerme. Conducimos ambulancias. Le pasamos las llamadas. Somos cocineros y taxistas, y lo sabemos todo de usted. Gestionamos sus pólizas del seguro y los cargos en su tarjeta de crédito. Controlamos cada momento de su vida.
»Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios y estrellas de cine y estrellas de rock, pero no es así. Y acabamos de darnos cuenta —dice Tyler—. Así que no intente jodernos.
El mono espacial comprime el paño de éter sobre el rostro sollozante del jefe de policía y lo manda a dormir un rato.
Otra cuadrilla lo vistió y se lo llevó a casa con el perro. Tras esto, guardar el secreto era elección suya. Y no, no esperábamos más campañas contra el club de lucha.
Su señoría volvió a casa atemorizado pero entero.
—Cada vez que cumplimos estas misiones —dice Tyler— los miembros del club de lucha, que nada tienen que perder, se ven un poco más involucrados en el Proyecto Estragos.
Tyler, arrodillado junto a la cama, me dice:
—Cierra los ojos y dame la mano.
Cierro los ojos y Tyler me coge la mano. Siento los labios de Tyler sobre la cicatriz de su beso.
—Te dije que si hablabas de mí a mis espaldas nunca me volverías a ver —dice Tyler—. No somos dos hombres distintos; cuando estás despierto tienes el control y te puedes llamar como quieras, pero en cuanto te duermes, soy yo quien manda y tú te conviertes en Tyler Durden.
Pero si luchamos, le digo, la noche en que inventamos el club de lucha.
—En realidad, no luchabas contra mí —dice Tyler—. Te lo dijiste a ti mismo. Luchabas contra todas las cosas que odias en la vida.
Pero si te veo.
—Estás dormido.
Pero si has alquilado una casa. Tienes un trabajo. Dos trabajos.
—Pídele al banco tus cheques cancelados —dice Ty-ler—. Alquilé la casa a tu nombre. Comprobarás que la caligrafía en tus recibos del alquiler coincide con las de las notas que me has mecanografiado.
Tyler ha estado gastando mi dinero. No me extraña que siempre esté en números rojos.
—Y por lo que respecta a los trabajos, bueno, ¿por qué te crees que estás tan cansado? Tío, no es insomnio. En cuanto te duermes, me adueño de ti y me voy a trabajar o al club de lucha o a cualquier sitio. Tienes suerte de que no cogiera un trabajo de encantador de serpientes.
Le pregunto: ¿Qué pasa con Marla?
—Marla te quiere.
Marla te quiere.
—Marla no conoce la diferencia entre tú y yo. Le diste un nombre falso la noche en que os conocisteis. Nunca has dado tu nombre verdadero en los grupos de apoyo, embustero de mierda. Desde que le salvé la vida, Marla cree que te llamas Tyler Durden.
Bueno, ahora que he descubierto a Tyler Durden, ¿desaparecerá?
—No —dice Tyler mientras me coge la mano—. En primer lugar, no estaría aquí si no me quisieras. Seguiré viviendo mi vida mientras duermes, pero si intentas jugármela, si te encadenas a la cama por las noches o tomas dosis masivas de pastillas para dormir, seré tu enemigo. Y me las pagarás.
No son más que chorradas. Estoy soñando. Tyler es una proyección. Es un trastorno disociativo de la personalidad. Un estado de fuga psicogénica. Tyler Durden es una alucinación.
—¡Y una mierda! —dice Tyler—. Tal vez seas tú mi alucinación esquizofrénica.
Yo estaba aquí primero.
—Sí, sí, sí, veremos quién se quedará aquí el último —dice Tyler.
Esto no es real. Es un sueño y me despertaré.
—Pues despiértate.
Y entonces el teléfono suena y Tyler ha desaparecido.
El sol se filtra por las cortinas.
Es el servicio de despertador telefónico que pedí para las siete de la mañana, y cuando levanto el auricular, la línea se ha cortado.

Veintitrés


Cojo apresurado un avión para estar de vuelta en casa con Marla y la Compañía Jabonera de Paper Street.
Todo sigue desmoronándose.
En casa me siento demasiado asustado para abrir la nevera. Imagínate docenas de bolas de plástico etiquetadas con el nombre de ciudades como Las Vegas, Chicago o Milwaukee, en las que Tyler cumplió su amenaza de proteger las juntas del club de lucha. Cada bolsa contiene un par de bocados escogidos, solidificados y congelados.
En una esquina de la cocina, un mono espacial en cuclillas sobre el linóleo agrietado se estudia en un espejito:
—Soy la mierda más grande que jamás haya pisado la Tierra —le dice el mono espacial al espejo—. Soy un desperdicio tóxico, un subproducto de la creación divina.
Otros monos espaciales deambulan por el jardín recogiendo algunas cosas y matando otras.
Con una mano en la puerta del congelador, respiro hondo y trato de equilibrar mi entidad espiritual iluminada:
Gotas de lluvia sobre rosas, felices animales de Disney; me duelen las partes.
El congelador está unos centímetros abierto cuando Marla echa un vistazo por encima de mi hombro y pregunta:
—¿Qué hay para cenar?
El mono espacial en cuclillas se mira en el espejito.
—Soy una escoria humana, un desperdicio infeccioso de la creación.
Un círculo completo.
Hace un mes más o menos, tenía miedo de que Marla mirara en la nevera. Ahora soy yo quien tiene miedo a mirar.
¡Oh, dios! Tyler.
Marla me quiere. Marla desconoce la diferencia.
—Me alegro de que hayas vuelto —dice Marla—. Tenemos que hablar.
Oh, sí, le digo. Tenemos que hablar.
No tengo valor para abrir el congelador.
Soy la Entrepierna Encogida de Mengano.
Le digo a Marla:
—No toques nada del congelador. Ni siquiera lo abras. Si encuentras algo dentro, no te lo comas ni se lo des a un gato ni nada parecido.
El mono espacial del espejito nos mira por el rabillo del ojo, así que le digo a Marla que nos vayamos. Esta conversación habrá que mantenerla en otra parte.
Abajo, al final de las escaleras del sótano, uno de los monos espaciales les está leyendo a otros monos espaciales «Las tres formas de fabricar napalm»:
—Primera, mezclas a partes iguales gasolina y concentrado de zumo de naranja congelado. Segunda, mezclas a partes iguales gasolina y Coca-Cola light. Tercera, disuelves en gasolina inmundicias de gato desmenuzadas hasta que la mezcla se espese.
—Marla y yo emprendemos el tránsito corporal desde la Compañía Jabonera de Paper Street hasta un reservado en Planet Denny's, el planeta naranja.
Era algo de lo que hablaba Tyler, cómo desde lo de Inglaterra inició sus exploraciones y fundó colonias y trazó mapas, la mayoría de los puntos geográficos tienen esos nombres ingleses de segunda mano. Los ingleses le ponían nombre a todo. O a casi todo.
Como a Irlanda.
New London, Australia.
New London, la India.
New London, Idaho.
New York, New York.
A toda prisa hacia el futuro.
Así, cuando se dé el salto en las exploraciones espaciales, serán con toda probabilidad las compañías mega-tónicas las que descubran todos esos nuevos planetas y tracen sus mapas.
La Esfera Estelar IBM.
La Galaxia Philip Morris.
Planet Denny's.
Todos los planetas tomarán el nombre comercial de la corporación que los haya saqueado primero.
El mundo Budweiser.
El camarero tiene en la frente un enorme huevo de oca y se cuadra entrechocando los tacones:
—¡Señor! —dice el camarero—. ¿Desea pedir ahora, señor? —dice—. Todo lo que pida es gratis, señor.
Puedes imaginarte que las sopas de todos huelen a orina.
Dos cafés, por favor.
Marla me pregunta:
—¿Por qué nos da gratis la comida?
El camarero cree que soy Tyler Durden, le digo.
En ese caso, Marla pide almejas fritas y almejas en salsa, y una cazuelita de pescado y pollo frito, y una patata cocida con todo, y tarta de chocolate.
A través de las puertas transparentes de la cocina, tres cocineros, uno con puntos de sutura en el labio superior, nos observan a Marla y a mí y susurran aproximando sus cabezas magulladas. Le digo al camarero:
—Dadnos la comida bien limpia, por favor. No hagáis porquerías con lo que pidamos.
—En ese caso, señor —dice el camarero— le recomiendo a la señora que no pida las almejas en salsa.
Gracias. Nada de almejas en salsa. Marla me mira y le digo:
—Confía en mí.
El camarero gira sobre sus talones y desfila en dirección a la cocina con nuestro pedido.
A través de la ventana de la cocina los tres cocineros nos saludan levantando el pulgar.
—No están nada mal las ventajas de ser Tyler Durden —dice Marla.
—A partir de ahora —le digo a Marla—, tienes que seguirme dondequiera que vaya por las noches y anotar los sitios adonde voy. A quién veo. Si castro a alguien importante y ese tipo de detalles.
Saco la cartera y le muestro el carné de conducir con mi nombre verdadero.
No el de Tyler Durden.
—Pero si todos saben que eres Tyler Durden —dice Marla.
Todos menos yo.
Nadie me llama Tyler Durden en la oficina. El jefe me llama por mi verdadero nombre.
Mis padres saben quién soy.
—Entonces —pregunta Marla—, ¿por qué eres Tyler Durden para cierta gente y no para todo el mundo?
La primera vez que vi a Tyler, yo estaba dormido.
Estaba cansado, loco y abrumado, y cada vez que cogía un avión quería que se estrellara. Envidiaba a la gente que moría de cáncer. Odiaba mi vida. Estaba cansado y aburrido de mi trabajo y de mis muebles, y no veía la forma de cambiar las cosas.
Sólo de acabar con ellas.
Me sentía atrapado.
Era demasiado completo.
Era demasiado perfecto.
Quería una salida a esa vida minúscula. Ración individual de mantequilla y asientos atestados en las líneas aéreas de todo el mundo.
Muebles suecos.
Arte inteligente.
Me tomé unas vacaciones. Me quedé dormido en la playa y, al despertar, allí estaba Tyler Durden, desnudo y sudoroso, rebozado en arena y con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara.
Tyler estaba sacando del agua troncos a la deriva y los arrastraba hasta la playa.
Tyler había creado la sombra de una mano gigantesca y Tyler estaba sentado sobre la palma de la perfección que él mismo había creado.
Un instante era lo máximo que se podía esperar de la perfección.
Quizá nunca llegué a despertarme en aquella playa.
Tal vez todo esto comenzó cuando meé en la piedra de Blarney.
Cuando me quedo dormido, en realidad, no duermo.
En el resto de las mesas de Planet Denny's cuento uno, dos, tres, cuatro, cinco tíos con los pómulos morados o las narices estropeadas, que me sonríen.
—No —dice Marla—, tú no duermes.
Tyler Durden es una personalidad desdoblada que he creado y ahora amenaza con apoderarse de mi vida real.
—Igual que la madre de Tony Perkins en Psicosis —dice Marla—. Es alucinante. Todo el mundo tiene alguna rareza. Una vez salí con un tío al que nunca le parecían bastantes los body piercings que tenía.
Lo que quiero decir es que me quedo dormido y Tyler se larga con mi cuerpo y mi cara agujereada y comete algún crimen. Al día siguiente, me despierto hecho polvo, apaleado y estoy seguro de no haber dormido nada.
La noche siguiente me voy a la cama más temprano.
Esa noche Tyler está en posesión de mi cuerpo un poco más de tiempo.
Cada noche que me vaya más y más temprano a la cama, Tyler poseerá mi cuerpo más y más tiempo.
—Pero si tú eres Tyler —dice Marla.
No.
No, no lo soy.
Me gusta todo lo referente a Tyler Durden: su valor y sus recursos. Su temple. Tyler es divertido, encantador, enérgico e independiente, y los hombres lo admiran y esperan que cambie el mundo. Tyler es hábil y generoso, y yo no lo soy.
Yo no soy Tyler Durden.
—Sí lo eres —dice Marla.
Tyler y yo compartimos el mismo cuerpo y hasta ahora no lo sabía. Siempre que Tyler hacía el amor con Marla, yo estaba durmiendo. Tyler andaba por ahí y hablaba mientras yo creía estar durmiendo.
Todos los miembros del club de lucha y del Proyecto Estragos me conocen como Tyler Durden.
Y si cada noche me fuera a la cama más temprano y durmiera hasta más tarde al día siguiente, al final desaparecería por completo.
Me echaría a dormir y nunca volvería a despertar.
—Igual que los animales del Centro de Control de Animales —dice Marla.
El valle de los perros. Donde a pesar de que no te matan y de que alguien te quiere lo suficiente como para llevarte a su casa, aun así te castran.
No volvería a despertarme y Tyler se apoderaría de mí.
El camarero trae el café, entrechoca los tacones y se va.
Huelo mi café. Huele a café.
—Entonces —dice Marla—, incluso en el caso de que me crea todo esto, ¿qué quieres de mí?
Para que Tyler no me controle totalmente necesito que Marla me mantenga despierto. Todo el tiempo.
Un círculo cerrado.
La noche en que Tyler le salvó la vida, Marla le pidió que la mantuviese despierta toda la noche.
En cuanto me quedo dormido, Tyler se apodera de mí y sucede algo terrible.
Si me llego a quedar dormido, Marla tiene que seguirle la pista a Tyler. A dónde va. Qué hace. Para que así, quizá, durante el día, pueda correr de un lado para otro a reparar los daños.

Veinticuatro


Se llama Robert Paulson y tiene cuarenta y ocho años. Se llama Robert Paulson y ya siempre tendrá cuarenta y ocho años.
Con un plazo suficientemente largo, las expectativas de vida de cualquier persona se reducen a cero.
Bob el grandullón.
Ese pedazo de pan. El gran oso tenía asignada una misión de congelación y fractura. Así es como entró Tyler en mi apartamento y lo voló con dinamita casera. Coges un bote de pulverizador refrigerante R-12 —si todavía encuentras uno, con la historia esa del agujero de ozono y demás— o R-134a, y rocías el cilindro del cerrojo hasta que el mecanismo se haya congelado.
En una misión de congelación y fractura, se rocía la ranura de un teléfono público, o de un parquímetro o de una máquina de venta de periódicos. Luego, con un martillo y un cincel frío se rompe en pedazos el cilindro congelado del cerrojo.
En una misión de taladro y relleno, se agujerea un teléfono público o un cajero automático, se atornilla una pistola engrasadora en el agujero y se rellenan los orificios de grasa, pastel de vainilla o cemento plástico.
No es que se necesite robar un puñado de dólares para el Proyecto Estragos; la Compañía Jabonera de Paper Street estaba saturada de pedidos. Dios nos asista cuando se acerquen las vacaciones. Estas misiones son para templar tus nervios. Se precisa algo de astucia. Invierte en el Proyecto Estragos.
En vez de un cincel frío, se puede usar una taladradora eléctrica para el cilindro congelado del cerrojo. Funciona igual de bien y hace menos ruido.
Fue una taladradora eléctrica sin cable lo que la policía confundió con una pistola cuando acabó con Bob el grandullón.
No había nada que vinculara a Bob el grandullón con el Proyecto Estragos, ni con los clubes de lucha o el jabón.
En un bolsillo llevaba la cartera con una foto en la que aparecía su enorme cuerpo, desnudo, aunque con un tanga, en un concurso de culturismo. Es una forma estúpida de vivir, decía Bob. Te ves cegado por las luces y sordo por el ruido del sistema de sonido hasta que el juez te ordena que extiendas el cuadríceps derecho, lo flexiones y mantengas la postura.
Ponga las manos donde podamos verlas.
Extienda el brazo izquierdo, flexione el bíceps y mantenga la postura.
Quieto.
Tire el arma.
Era mejor que en la vida real.
En su mano llevaba una cicatriz de mi beso. Del beso de Tyler. El pelo esculpido de Bob el grandullón estaba rapado al cero y le habían quemado las huellas dactilares con lejía. Era mejor que te hirieran que ser arrestado, porque si te arrestaban quedabas fuera del Proyecto Estragos y no te asignaban más misiones.
Por un instante Robert Paulson fue el cálido centro a cuyo alrededor se congregaba el mundo y, un segundo después, Robert Paulson era un ser inerte tras los disparos de la policía, el asombroso milagro de la muerte.
Esta noche, en todos los clubes de lucha, el jefe de la junta se pasea en la oscuridad ante un grupo de hombres que se miran unos a otros a través del centro vacío de todos los clubes de lucha, y su voz grita:
—Se llama Robert Paulson.
Y la multitud grita:
—Se llama Robert Paulson.
El jefe grita:
—Tiene cuarenta y ocho años.
El jefe grita:
—Tiene cuarenta y ocho años.
Tiene cuarenta y ocho años y formaba parte del club de lucha.
Tiene cuarenta y ocho años y formaba parte del Proyecto Estragos.
Sólo muertos tenemos nuestros propios nombres; porque sólo muertos dejamos de formar parte de la lucha. Con la muerte nos convertimos en héroes.
Y la multitud grita: —Robert Paulson.
Y la multitud grita: —Robert Paulson.
Y la multitud grita: —Robert Paulson.
Voy esta noche al club de lucha para cerrarlo. Estoy bajo la luz solitaria en el centro de la habitación y el club me vitorea. Para todo el mundo soy Tyler Durden. Inteligente, fuerte, valiente. Levanto las manos para imponer silencio y sugiero:
—¿Por qué no suspendemos la sesión del club por esta noche? Id a casa y olvidaos del club de lucha.
»Creo que el club ya ha cumplido su propósito, ¿no?
»El Proyecto Estragos queda cancelado.
»He oído que hay un buen partido de fútbol americano en la televisión...
Cien hombres clavan su mirada en mí.
—Un hombre ha muerto —les digo—. El juego se ha acabado. Ya no tiene gracia.
Entonces, procedente de la oscuridad, más allá de la multitud, surge la voz anónima del jefe de la junta:
—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
Grito:
—Iros a casa.
—La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.
—Se disuelve el club de lucha. Se cancela el Proyecto Estragos.
—La tercera regla es dos hombres por combate.
—¡Soy Tyler Durden —grito— y os ordeno que os vayáis!
Nadie me mira. Los hombres se miran unos a otros a través del centro de la habitación.
La voz del jefe de la junta se oye moviéndose con lentitud alrededor de la habitación. Dos hombres por combate, nada de camisas. Nada de zapatos.
—El combate dura lo que haga falta.
Imaginaos esta escena repetida en cien ciudades y en media docena de idiomas.
Se acaban las reglas y yo sigo en el centro de la luz.
—El combate registrado en primer lugar, a la palestra —grita la voz en la oscuridad—. Despejad el centro del club.
No me muevo.
—¡Despejad el centro del club!
No me muevo.
La luz solitaria se refleja en cien pares de ojos, todos clavados en mí, a la espera. Trato de mirarlos como los miraría Tyler. Escoge a los mejores luchadores para entrenarlos en el Proyecto Estragos. ¿A quiénes podría invitar Tyler a trabajar en la Compañía Jabonera de Paper?
—¡Despejad el centro del club!
Es un procedimiento establecido en el club de lucha. Después de tres avisos del jefe de la junta, me expulsarán del club.
Pero soy Tyler Durden. Yo inventé el club de lucha. El club de lucha es mío. Yo escribí esas reglas. Ninguno estaría aquí de no ser por mí. Y digo: ¡Se ha acabado!
—Preparados para expulsar al miembro del club dentro de tres segundos, dos, uno.
El círculo de hombres se echa sobre mí y doscientas manos atenazan cada centímetro de mis brazos y piernas y me alzan abierto en cruz hacia la luz.
Preparado para evacuar el alma dentro de cinco segundo, cuatro, tres, dos, uno.
Me llevan en volandas por encima de sus cabezas, de mano en mano. La multitud se abalanza hacia la puerta. Estoy flotando. Vuelo.
Chillo:
—El club de lucha es mío. El Proyecto Estragos fue idea mía. No podéis expulsarme. Yo tengo el mando. Volved a casa.
La voz del jefe de la junta grita:
—El combate registrado en primer lugar, a la palestra. ¡Ya!
No me iré; no voy a tirar la toalla. Ganaré la partida. Tengo el mando.
—Expulsad al miembro del club de lucha, ¡ya!
Evacuad el alma, ¡ya!
Y vuelo lentamente por la puerta hacia la noche con las estrellas allá en lo alto y el aire frío, y caigo sobre el hormigón del aparcamiento. Las manos desaparecen, una puerta se cierra detrás de mí y se oye el chirrido de un cerrojo. En cien ciudades distintas los clubes de lucha siguen sin mí.

Veinticinco


Durante años he querido dormir. Sentir esa especie de caída, abandono o pérdida que embarga al sueño. En estos momentos dormir es lo último que quiero hacer. Estoy con Marla en la habitación 8G del hotel Regent. Con todos los ancianos y yonquis encerrados en sus habitaciones, mi creciente desesperación parece normal y esperable.
—Oye —dice Marla, sentada con las piernas cruzadas en la cama mientras se esfuerza por sacar media docena de anfetaminas del envase plastificado—. Salí con un tío que tenía unas pesadillas horribles. Él también odiaba dormir.
¿Qué le pasó al tío con el que salías?
—¡Oh! Se murió. Un ataque al corazón. Sobredosis. Demasiadas anfetaminas —dice Marla—. Sólo tenía diecinueve años.
Gracias por contármelo.
Cuando entramos en el hotel, el tío de recepción llevaba la mitad de la cabeza rapada. El cuero cabelludo en carne viva y lleno de costras. Me saludó. Los ancianos que veían la televisión en el vestíbulo se giraron a ver quién era yo para que el tipo de recepción me llamara «señor».
—Buenas tardes, señor.
En este momento me lo imagino llamando al cuartel general del Proyecto Estragos para informarles sobre mi paradero. Deben de tener un mapa de la ciudad donde señalan mis movimientos con alfileres de colores. Me siento acechado como un ganso migratorio en el Reino animal.
Todos me espían, me pisan los talones.
—Tómate si quieres seis pastillas de éstas; no te harán daño al estómago —dice Marla—, pero tienes que metértelas por el culo.
Qué agradable.
Marla dice:
—No lo estoy inventando. Dentro de un rato conseguiremos algo más potente. Alguna droga de verdad: estrellas, bellezas negras, dragones.
No me voy a meter esas pastillas por el culo.
—Entonces tómate sólo dos.
¿A dónde vamos ir?
—A la bolera. Abre toda la noche y no dejarán que te duermas allí.
—A dondequiera que vaya —le digo—, los tíos se creen que soy Tyler Durden.
—¿Por eso el conductor del autobús nos dejó pasar sin pagar?
Sí. Y por eso los dos tíos del autobús nos cedieron sus asientos.
—Y bien; ¿qué te propones?
No creo que sea suficiente con escondernos. Tenemos que hacer algo para desembarazarnos de Tyler.
—Una vez salí con un tío al que le gustaba ponerse mi ropa —dice Marla—. Vestidos. Sombreros con velo y todo eso. ¿Y si te disfrazara para pasar inadvertido?
No me voy a travestir ni me voy a meter pastillas por el culo.
—Peor —dice Marla—. Una vez salí con un tío que quería que fingiera una escena lésbica con su muñeca hinchable.
Me imagino convertido en una de las historias de Marla.
Una vez salí con un tío con desdoblamiento de personalidad.
—También salí con ese otro tío que usaba uno de esos aparatos para alargar el pene.
Le pregunto: ¿Qué hora es?
—Las cuatro de la mañana.
Dentro de tres horas tengo que ir a trabajar.
—Tómate las pastillas —dice Marla—. Siendo Tyler Durden, seguramente nos dejarán jugar gratis en la bolera... ¡Oye! ¿Por qué no vamos de compras antes de deshacernos de Tyler? Podríamos hacernos con un buen coche. Algo de ropa, unos CD. Hay que verle el lado el lado bueno a tanta cosa gratis.
Marla.
—Vale, olvídalo.

Veintiséis


Aquel antiguo refrán de que siempre que se mata lo que más se quiere funciona en ambas direcciones.
Y vaya que si funciona en ambas direcciones.
Esta mañana fui a trabajar y había un cordón policial rodeando el edificio y el aparcamiento, y la policía en las puertas de entrada tomando declaración a mis compañeros de trabajo. Todo el mundo se arremolinaba alrededor.
Ni siquiera me bajé del autobús.
Soy el Sudor Frío de Zutano.
Desde el autobús veo que en el edificio de mi despacho han estallado las ventanas del tercer piso, que llegan desde el suelo hasta el techo, y dentro un bombero con un impermeable amarillo y sucio golpea un panel quemado del falso techo. Una mesa humeante sobresale centímetro a centímetro por la ventana rota empujada por dos bomberos, se inclina, resbala y cae salvando con rapidez los tres pisos hasta la acera, donde aterriza más con un temblor que con ruido.
Se parte y sigue humeando.
Soy la Boca del Estómago de Fulano.
Es mi despacho.
Sé que el jefe ha muerto.
Las tres formas de fabricar napalm. Sabía que Tyler iba a matar a mi jefe. En cuanto olí la gasolina en mis manos; en cuanto dije que quería dejar el trabajo. Le estaba dando permiso. Vía libre.
Mata al jefe.
Oh, Tyler.
Sé que estalló un ordenador.
Lo sé porque Tyler lo sabe.
No quiero saberlo, pero sé que se emplea un berbiquí de joyero para abrir un agujero en la tapa del monitor del ordenador. Todos los monos espaciales lo saben. Yo mecanografié las notas de Tyler. Es una nueva versión de la bombilla-trampa; haces un agujero en una bombilla y la llenas de gasolina. Sellas el agujero con cera o silicona, enroscas de nuevo la bombilla en la lámpara y dejas que alguien entre en la habitación y encienda el interruptor.
El tubo de un ordenador puede contener muchísima más gasolina que una bombilla.
En el caso de un tubo de rayos catódicos, o bien quitas la cubierta de plástico que rodea el tubo, lo cual es bastante fácil, o entras a través de los paneles de ventilación de la parte superior de la cubierta.
Primero hay que desenchufar el monitor de la corriente y del ordenador.
Esto también se puede hacer con un televisor.
Entérate bien: si se produce un chispazo, aunque sólo sea la electricidad estática de la alfombra, habrás muerto; arderás vivo y chillarás hasta morir.
Los tubos de rayos catódicos pueden retener trescientos voltios de electricidad pasiva; por eso, antes que nada, utiliza un destornillador grueso para llegar al condensador del suministro de energía. Si te mueres en este punto, no has utilizado un destornillador aislante.
El interior del tubo de rayos catódicos tiene hecho el vacío, así que en cuanto lo taladras, el tubo succionará aire como si soplaras un silbato.
Escarias el agujero con una broca mayor y luego con otra aún más gruesa, hasta que quepa por el agujero el tubo de un embudo. A continuación, llenas el tubo con el explosivo elegido. Un napalm casero está bien. Gasolina o gasolina mezclada con un concentrado de zumo de naranja congelado o con inmundicias de gato.
Un explosivo interesante es el permanganato potásico mezclado con azúcar en polvo. La idea consiste en mezclar un ingrediente que se queme con rapidez con un segundo ingrediente que aporte oxígeno suficiente para la combustión. Al arder tan rápido se produce la explosión.
Peróxido de bario y polvo de zinc.
Nitrato de amoníaco y aluminio en polvo.
La nouvelle cuisine de la anarquía.
Nitrato de bario con salsa de azufre y guarnición de carbón vegetal. Ya tienes un compuesto de pólvora básica.
Bon appétit.
Vuelve a cerrar el monitor con todo esto y, cuando alguien lo encienda, estos dos o tres kilos de pólvora le estallarán en la cara.
El problema es que apreciaba bastante a mi jefe.
Si eres varón, y eres cristiano y vives en Estados Unidos, tu padre es tu modelo de Dios. A veces, encuentras ese padre en el trabajo.
Pero a Tyler no le gustaba mi jefe.
La policía me estará buscando. Fui la última persona en salir del edificio el viernes por la noche. Me desperté en el despacho, con el aliento condensado sobre la mesa y Tyler al teléfono diciéndome:
—Sal de la oficina. Tenemos un coche.
Tenemos un Cadillac.
Aún tenía gasolina en las manos.
El mecánico del club de lucha me preguntó: «¿Qué querría haber hecho antes de morir?».
Quería dejar el trabajo. Le estaba dando permiso a Tyler. Vía libre. Mata a mi jefe.
Desde la oficina siniestrada el autobús me lleva hasta la rotonda de gravilla al final de la línea. Aquí se acaban las parcelas y se convierten en plazas de aparcamiento o en campos de cultivo. El conductor saca una tartera y un termo y me observa por el retrovisor.
Intento pensar dónde ir que no me busque la poli. Desde el fondo del autobús veo a unas veinte personas sentadas entre el conductor y yo. Cuento las espaldas de veinte cabezas.
Veinte cabezas rapadas.
El conductor se da la vuelta en su asiento y me dice en voz alta:
—Señor Durden, señor, de veras admiro lo que hace.
Nunca lo había visto antes.
—Tendrá que perdonarme por esto —dice el conductor—. El comité afirma que la idea es suya, señor.
Las cabezas rapadas se van girando una tras otra. Luego, uno por uno, se levantan. Uno lleva en la mano un trapo que huele a éter. El más cercano tiene un cuchillo de caza. El del cuchillo es el mecánico del club de lucha.
—Es usted un hombre valiente —dice el conductor del autobús— para convertirse en objetivo de una misión.
El mecánico le dice al conductor:
—Cállate. El centinela no dice una mierda.
Sabes que uno de los monos espaciales lleva una tira de goma para retorcerte los cojones. Entre todos ocupan la parte delantera del autobús.
El mecánico dice:
—Usted conoce la misión, señor Durden. Usted mismo lo ordenó. Dijo que si alguien intentaba cerrar el club, aunque fuera usted, tendríamos que cogerlo por los cojones.
Las gónadas.
Las pelotas.
Los huevos.
Imagínate la mejor parte de tu anatomía congelada dentro de una bolsa en la Compañía Jabonera de Paper Street.
—Ya sabe que es inútil oponer resistencia —dice el mecánico.
El conductor del autobús masca su sandwich y nos observa por el retrovisor.
Una sirena de policía aulla, se acerca. Un tractor traquetea en un campo, a lo lejos. Pájaros. Una de las ventanillas de la parte trasera del autobús está medio abierta. Nubes. Crece la hierba en las cunetas de la rotonda de gravilla. Abejas o moscas zumbando entre la hierba.
—Queremos una garantía adicional —dice el mecánico del club de lucha—. Esta vez no es una amenaza, señor Durden. Esta vez tenemos que cortárselos.
El conductor del autobús anuncia:
—La pasma.
El ruido de la sirena se detiene en alguna parte delante del autobús.
¿Cómo resistirme?
Un coche de la policía se acerca al autobús; las luces rojas y azules lanzan destellos a través del parabrisas del autobús y alguien grita fuera:
—¡Alto!
Estoy salvado.
Eso creo.
Les hablaré a los polis de Tyler. Les contaré todo sobre el club de lucha y quizá vaya a la cárcel. Y entonces serán ellos quienes tengan que resolver el problema del Proyecto Estragos y no tendré que enfrentarme a un cuchillo.
Los polis suben los escalones del autobús y el primer poli dice:
—¿Aún no se los habéis cortado?
El segundo poli dice:
—Hacedlo rápido; hay una orden de detención contra él.
Entonces se quita la gorra y me dice:
—No es nada personal, señor Durden. Es un placer haberlo conocido al fin.
Les digo, estáis cometiendo una equivocación.
El mecánico dice:
—Usted nos advirtió de que seguramente nos diría eso.
No soy Tyler Durden.
—De eso también nos advirtió.
Voy a cambiar las reglas. Podéis conservar el club de lucha, pero no vamos a castrar a nadie más.
—Sí, sí, sí —dice el mecánico. Está a mitad de camino en el pasillo del autobús esgrimiendo el cuchillo—. Usted nos dijo que con toda seguridad nos diría eso.
Está bien. Soy Tyler Durden. Lo soy. Soy Tyler Durden y yo dicto las reglas; así que digo: «Suelta ese cuchillo».
El mecánico les pregunta a los de atrás:
—Hasta la fecha, ¿cuál ha sido el mejor tiempo de una castración?
Alguien grita:
—Cuatro minutos.
El mecánico grita:
—¿Alguien está cronometrando?
Los dos polis han subido al autobús y uno de ellos mira el reloj y dice:
—Un instante. Esperad a que el segundero llegue a las doce.
El poli cuenta:
—Nueve.
»Ocho.
»Siete.
Me tiro por la ventanilla abierta.
Mi estómago choca contra el antepecho metálico de la ventanilla y detrás de mí grita el mecánico del club de lucha:
—¡Señor Durden! Nos va a joder la marca.
Medio colgando de la ventanilla, me agarro al neumático trasero. Me aferró a la llanta para impulsarme fuera. Alguien me coge por los pies y tira hacia sí. Intento llamar la atención del tractor a gritos: «¡Eh, eh!». La cara hinchada por el calor y llena de sangre la cabeza. Estoy colgando boca abajo. Consigo arrastrarme fuera un poco más. Unas manos me cogen por los tobillos y tiran de mí hacia adentro. La corbata cuelga sobre mi rostro; la hebilla del cinturón se engancha en el antepecho de la ventanilla. Tengo la hierba y las abejas a unos centímetros de la cara, y grito: ¡Eh!
Unas manos me atenazan los pantalones por atrás, tiran y tiran de ellos.
Alguien grita dentro del autobús:
—¡Un minuto!
Se me salen los zapatos de los pies.
La hebilla del cinturón se desengancha del antepecho de la ventanilla.
Las manos me juntan las piernas. El antepecho de la ventanilla, calentado por el sol, me abrasa el estómago. La camisa blanca, hinchada por el viento, me cubre la cabeza y los hombros; mis manos siguen aferradas a la llanta y sigo gritando: ¡Eh, eh!
Me mantienen las piernas rectas y juntas. Los pantalones se deslizan por mis piernas y desaparecen. El sol calienta con fuerza mi trasero.
La sangre late con fuerza en la cabeza; los ojos me molestan por la presión; no veo más que la camisa blanca que me tapa la cara. El tractor traquetea en alguna parte. Las abejas zumban. En alguna parte. Todo está a millones de kilómetros de distancia. En alguna parte a millones de kilómetros detrás de mí alguien grita:
—¡Dos minutos!
Y una mano se desliza entre mis piernas y me manosea.
—No le hagáis daño —dice alguien.
Las manos en los tobillos están a millones de kilómetros de distancia. Imagina que están al final de una carretera larguísima. Meditación guiada.
No te imagines el antepecho de la ventanilla como un cuchillo romo y caliente abriéndote en canal.
No te imagines a una cuadrilla de hombres desmembrándote las piernas.
A un millón de kilómetros de distancia, a tropecientos kilómetros de distancia, una mano áspera y caliente te coge por ahí y tú tiras hacia atrás y algo te aprieta, te aprieta, te aprieta.
Una tira de goma.
Estás en Irlanda.
Estás en el club de lucha.
Estás en la oficina.
Estás en cualquier sitio menos aquí.
—¡Tres minutos!
Alguien muy, muy lejos, grita:
—Ya sabe de qué va el rollo, señor Durden. No ande jodiendo al club de lucha.
La mano caliente te coge por debajo. La punta fría del cuchillo. Un brazo te rodea el pecho.
Contacto físico terapéutico.
La hora de los abrazos.
Y el éter te invade la nariz y la boca, con fuerza.
Y luego, nada, menos que nada. El olvido.

Veintisiete


El esqueleto del apartamento reventado y reducido a cenizas es un espacio exterior negro y devastado en la noche por encima de las luces de la ciudad. Desaparecidas las ventanas, la cinta amarilla de la policía para la escena del crimen se retuerce y agita al borde del precipicio de quince pisos.
Me desperté en el suelo de hormigón. Una vez hubo aquí un parqué de madera de arce. Antes de la explosión había otras obras de arte en las paredes. Había muebles suecos. Antes de Tyler.
Estoy vestido. Meto la mano en el bolsillo del pantalón y me palpo.
Estoy entero.
Asustado pero entero.
Acércate al borde del apartamento, quince pisos por encima del pavimento y mira las luces de la ciudad y las estrellas, y habrás desaparecido.
Todo está más allá de nosotros.
Aquí arriba, a kilómetros de oscuridad entre las estrellas y la Tierra, me siento como uno de esos animales espaciales.
Perros.
Monos.
Hombres.
Te limitas a hacer tu pequeño trabajo. Tirar de una palanca. Apretar un botón. En realidad, no entiendes nada.
El mundo se está volviendo loco. Mi jefe ha muerto; mi casa ya no existe. No tengo trabajo y soy el responsable de todo.
No ha quedado nada.
Tengo un saldo negativo en el banco.
Salta.
La cinta de la policía se agita ruidosamente entre el olvido y yo.
Salta.
¿Qué más queda?
Salta.
Está Marla.
Salta.
Está Marla, y está en medio de todo y no lo sabe.
Y te quiere.
Quiere a Tyler.
Desconoce la diferencia.
Alguien tiene que decírselo. Vete. Vete. Vete.
Sálvate.
Bajas en el ascensor hasta el vestíbulo, y el portero, a quien nunca le gustaste, ahora te sonríe, con tres dientes saltados, y te dice:
—Buenas noches, señor Durden. ¿Quiere que llame un taxi? ¿Se encuentra bien? ¿Quiere usar el teléfono?
Llamas a Marla al hotel Regent.
El empleado del Regent te dice:
—Enseguida, señor Durden.
Entonces Marla se pone al teléfono.
El portero escucha la conversación por encima de tu hombro. Es probable que el empleado del hotel Regent también esté escuchando. Le dices: Marla, tenemos que hablar.
—¡Y una mierda! —dice Marla.
Le dices que tal vez esté en peligro. Tiene derecho a saber lo que ocurre. Debe verte. Tenéis que hablar.
—¿Dónde?
Debe ir al sitio donde se conocieron. Recuerda; haz memoria.
La bola blanca de luz curativa. El palacio de las siete puertas.
—Ya sé —me dice—. Estaré allí dentro de veinte minutos.
No faltes.
Cuelgas el teléfono y el portero dice:
—Señor Durden, puedo conseguirle un taxi. Un taxi gratis. Vaya donde vaya.
Los chicos del club de lucha te siguen la pista.
—No —dices—. La noche es tan buena que creo que iré caminando.
Es sábado por la noche; cáncer intestinal en el sótano de la iglesia metodista, y Marla está allí cuando llegas.
Marla Singer fumando un cigarrillo. Marla Singer poniendo los ojos en blanco. Marla Singer con un ojo morado.
Os sentáis sobre la alfombra frente a frente en el círculo de meditación e intentas conjurar a tu animal guía mientras Marla te observa con su ojo morado. Cierras los ojos y meditas hasta el palacio de las siete puertas y todavía sientes la mirada de Marla clavada en ti. Acunas el niño que hay en tu interior.
Marla te observa.
Llega la hora de los abrazos.
Abre los ojos.
Todos debemos elegir un compañero.
Marla cruza la habitación en tres zancadas y me abofetea con fuerza.
Entrégate por completo.
—¡Maldito hijo de puta! —dice Marla.
Todo el mundo nos está mirando.
Entonces los puños de Marla descargan golpes sobre mí desde todas las direcciones.
—Has matado a alguien —chilla ella—. He llamado a la policía y llegará de un momento a otro.
La agarro por las muñecas y le digo:
—Tal vez venga la policía, pero lo más probable es que no.
Marla se zafa de mis manos y me dice que la policía se apresurará a prenderme y a llevarme a la silla eléctrica, y que mis ojos se escalfarán hasta salirse de las órbitas, o, cuanto menos, me pondrán una inyección mortal.
Será como la picadura de una abeja.
Una sobredosis de fenobarbital y, luego, el sueño eterno. Al estilo de El valle de los perros.
Marla me dice que hoy me ha visto matar a una persona.
Si se refiere a mi jefe, le digo, sí, sí, sí; lo sé, la policía lo sabe y todos me buscan para ponerme una inyección letal; pero es que fue Tyler quien mató a mi jefe.
Resulta que Tyler y yo tenemos las mismas huellas dactilares, pero eso nadie lo entiende.
—¡Y una mierda! —dice Marla acercándose con su ojo amoratado—. Sólo porque a ti y a tus discípulos os guste pegaros palizas. Si me tocas otra vez, te mato.
»Te he visto matar a un hombre esta noche —dice Marla.
—No, ha sido una bomba —le digo— y ocurrió esta mañana. Tyler hizo un agujero en el monitor del ordenador y lo llenó de gasolina o pólvora negra.
No nos quita ojo ni uno solo de los enfermos con cáncer intestinal de verdad.
—No —dice Marla—. Te seguí al hotel Pressman y eras camarero en una de esas fiestas con asesinato misterioso.
Las fiestas con asesinato misterioso, la gente rica acude al hotel para celebrar fiestas nocturnas y representar una especie de crimen a lo Agatha Christie. En algún momento entre el pastel de salmón marinado y el lomo de venado, las luces se apagan durante un minuto y alguien simula haber sido asesinado. Se supone que es una muerte fingida y jovial.
Durante el resto de la cena, los invitados se emborrachan, toman consomé al Madeira y tratan de descubrir quién es el asesino psicópata.
Marla chilla:
—Mataste al enviado especial del alcalde, a cargo del reciclaje.
Tyler mató al enviado especial del alcalde a cargo de lo que fuera.
Marla dice:
—¡Ni siquiera tienes cáncer!
Sucede así de rápido.
Chasquea los dedos.
Todo el mundo nos mira.
Grito: ¡Tampoco tú tienes cáncer!
—Ha venido aquí durante dos años —grita Marla— y no tiene nada.
—Estoy intentando salvarte la vida.
—¿Cómo? ¿Por qué mi vida necesita ser salvada?
—Porque me has estado siguiendo. Porque me has seguido esta noche; porque viste a Tyler Durden matar a una persona y porque Tyler matará a quienquiera que amenace el Proyecto Estragos.
Todos en la habitación han sido arrancados de sus pequeñas tragedias. Sus cánceres insignificantes. Hasta los que toman analgésicos nos miran con los ojos desorbitados y alerta.
Les digo a los presentes:
—Lo siento. No era mi intención hacer daño a nadie. Será mejor que nos vayamos y hablemos de esto fuera.
Todos gritan:
—¡No, quedaos! ¿Qué más?
—Yo no he matado a nadie —digo—. No soy Tyler Durden. Es el reverso de mi doble personalidad. ¿Alguien ha visto la película Gemelos?
Marla dice:
—Entonces, ¿quién me va a matar?
Tyler.
—¿Tú?
—Tyler —le digo—, pero yo me ocuparé de él. Tienes que evitar a los miembros del Proyecto Estragos. Tal vez Tyler haya dado orden de seguirte, de secuestrarte o de otra cosa.
—¿Por qué he de creerte?
Sucede así de rápido.
—Porque creo que me gustas.
Marla me pregunta:
—¿No me amas?
—Bastante engorroso es esto ya —le digo—. No me lo pongas más difícil.
Todo el mundo sonríe.
—Me tengo que ir. Debo irme de aquí —le digo—. Ten cuidado con los tipos con la cabeza rapada o hechos un Cristo. Ojos morados. Dientes rotos y cosas así.
Marla me pregunta:
—¿A dónde vas?
Tengo que ocuparme de Tyler Durden.

Veintiocho


Se llamaba Patrick Madden, y era enviado especial del alcalde a cargo del reciclaje. Se llamaba Patrick Madden y era enemigo del Proyecto Estragos.
Salgo de la iglesia metodista, me pierdo en la noche y empiezo a recordarlo todo.
Me acuerdo de todas las cosas que sabe Tyler.
Patrick Madden estaba confeccionando una lista de bares en los que había clubes de lucha.
De repente, sé manejar un proyector de películas. Sé romper cerrojos y sé que Tyler alquiló la casa en Paper Street justo antes de aparecérseme en la playa.
Sé la razón de la existencia de Tyler. Tyler amaba a Marla. Desde la primera noche en que la conocí, Tyler, o una parte de mí, necesitaba un medio de estar con Marla.
No es que nada de esto importe. Ya no. Pero todos los detalles acuden a mi memoria mientras me adentro en la noche camino del club de lucha más próximo.
Los sábados por la noche hay un club de lucha en el sótano del bar El Arsenal. Seguramente lo puedes encontrar en la lista que estaba confeccionando Patrick Madden. Pobre Patrick Madden, ya muerto.
Esta noche, voy a El Arsenal y, al entrar, la multitud se abre a mi paso como los dientes de una cremallera. Para todo el mundo soy Tyler Durden, el grande, el poderoso. Dios y padre.
A mi alrededor escucho:
—Buenas noches, señor.
—Bienvenido al club de lucha, señor.
—Gracias por venir, señor.
Mi rostro de monstruo está empezando a curarse. El agujero de la cara sonríe a través de mi mejilla. Una mueca de mi verdadera boca.
Soy Tyler Durden y os podéis ir a tomar por el culo; así que esta noche me apunto a luchar con todos los miembros del club. Cincuenta combates. Un combate cada vez. Nada de zapatos ni camisas.
El combate dura lo que haga falta.
Y si Tyler ama a Marla.
Yo amo a Marla.
Lo que ocurre no se puede explicar con palabras. Deseo empantanar con petróleo todas las playas francesas que jamás veré. Imagínate cazando alces por los bosques frondosos del cañón en torno al Rockefeller Center.
Durante el primer combate, el tipo me hace una llave y me machaca la mejilla, me machaca el pómulo hundido contra el piso de hormigón hasta que se me rompen los dientes y sus raíces melladas se me clavan en la lengua.
Ahora recuerdo a Patrick Madden, muerto en el suelo, la figura menuda de su esposa, tan sólo una muchachita con moño. Su mujer soltó una risita nerviosa e intentó que su marido muerto bebiera un sorbo de champán.
Su mujer dijo que la sangre de mentira era demasiado roja. La esposa de Patrick Madden metió dos dedos en el charco de sangre junto a su marido y se los llevó a la boca.
Los dientes clavados en la lengua. Pruebo la sangre.
La mujer de Patrick Madden probó la sangre.
Recuerdo que en la fiesta del asesinato misterioso yo estaba un poco apartado con los monos espaciales camareros, que montaban guardia a mi alrededor. Marla, con su vestido estampado de papel pintado de rosas oscuras, vigilaba desde el otro lado del salón de baile.
Mi segundo combate, el tipo me pone la rodilla entre los omóplatos. El tipo tira de mis brazos por detrás de la espalda y me aplasta el pecho contra el piso de hormigón. Oigo cómo se quiebra una clavícula.
Esculpiría las estatuas de Fidias del Partenón con una almádena y me limpiaría el culo con la Mona Lisa.
La mujer de Patrick Madden mantiene en alto los dos dedos ensangrentados; tiene sangre entre los intersticios de los dientes, y la sangre le resbala por los dedos, y gotea por la muñeca y la pulsera de diamantes hasta el codo.
Combate número tres, me despierto y es la hora del tercer combate. No hay más nombres en el club de lucha.
No eres tu nombre.
No eres tu familia.
Número tres parece saber lo que necesito y me mantiene la cabeza en la oscuridad y la asfixia. Hay una llave de estrangulamiento que sólo te deja aire suficiente para mantenerte consciente. Número tres me atenaza la cabeza en el pliegue del codo, tal como sostendría a un bebé o una pelota de rugby, en el pliegue del codo, y me martillea al cara con la muela gigantesca de su puño cerrado.
Hasta que los dientes rasgan el interior de la mejilla.
Hasta que el agujero de la mejilla se encuentra con la comisura de la boca, una mueca sanguinolenta abierta desde debajo de la nariz hasta debajo de la oreja.
Número tres me golpea hasta dejarse el puño en carne viva.
Hasta que grito.
Todo lo que alguna vez amaste te rechazará o morirá.
Todo lo que alguna vez creaste será desechado.
Todo aquello de lo que estás orgulloso terminará convertido en basura.
Soy Ozías, rey de reyes.
Un puñetazo más y mis dientes se cierran con un chasquido sobre la lengua. La mitad de mi lengua cae al suelo y desaparece barrida de una patada.
La figura menuda de la mujer de Patrick Madden se arrodilló en el suelo junto al cadáver de su marido mientras la gente rica, la gente que supuestamente era amiga, se tambaleaba borracha a su alrededor riendo.
La mujer dijo:
—¿Patrick?
El charco de sangre se hace más y más grande hasta mojarle la falda.
Ella dice:
—Patrick, ya basta, deja de estar muerto.
La sangre le empapa el dobladillo de la falda, acción capilar y, hebra a hebra, sube por la tela.
A mi alrededor los hombres del Proyecto Estragos gritan.
Entonces la señora de Patrick Madden grita.
Y en el sótano del bar El Arsenal, Tyler Durden resbala hasta el suelo como un amasijo caliente. Tyler Durden el grande, que fue perfecto durante un instante, y que dijo que un instante era lo máximo que se podía esperar de la perfección.
Y el combate continúa y continúa porque quiero morir. Porque sólo muriendo tenemos nombre. Sólo muertos dejamos de formar parte del Proyecto Estragos.

Veintinueve


Tyler está de pie, allí, hermoso como un ángel rubio. Mis ganas de vivir me sorprenden.
Soy una muestra seca de tejido sanguinolento sobre el colchón desnudo de mi habitación en la Compañía Jabonera de Paper Street.
Todo cuanto había en la habitación ha desaparecido.
El espejo con la fotografía de mi pie de cuando tuve cáncer durante diez minutos. Peor que cáncer. El espejo ha desaparecido. La puerta del armario está abierta y las seis camisas blancas, los pantalones negros, la ropa interior, los calcetines y los zapatos han desaparecido.
Tyler dice:
—Levántate.
En todo cuanto daba por supuesto, debajo y detrás y dentro, algo horrible había estado creciendo.
Todo se ha desmoronado.
Los monos espaciales se han largado. Se lo han llevado todo: la grasa de las liposucciones, las literas, el dinero sobre todo, el dinero. Sólo han dejado atrás el jardín y la casa alquilada.
Tyler dice:
—Lo último que nos queda por hacer es tu martirio. Una muerte a lo grande.
No una muerte triste o deprimente; tiene que ser una muerte alegre y deseada.
Oh, Tyler, me duele. Mátame aquí mismo.
—Levántate.
Mátame ya. Mátame. Mátame. Mátame. Mátame.
—Tiene que ser algo grande —dice Tyler—. Imagínatelo: en la cima del edificio más alto del mundo, todo el edificio en poder del Proyecto Estragos. El humo saliendo por las ventanas. Los despachos cayendo sobre la multitud en la calle. Una verdadera ópera de la muerte, eso es lo que vas a tener.
Le digo: No. Ya me has utilizado bastante.
—Si no cooperas, iremos a por Marla.
Le digo: Vamos allá.
—Entonces sal de la jodida cama —dice Tyler— y mete el culo en el jodido coche.
Así que Tyler y yo estamos en la cumbre del edificio Parker-Morris con la pistola metida en mi boca.
Sólo nos quedan diez minutos.
El edificio Parker-Morris no estará aquí dentro de diez minutos.
Lo sé porque Tyler lo sabe.
El cañón de la pistola me presiona en el fondo de la garganta y Tyler me dice:
—En realidad no moriremos.
Desplazo el cañón con la lengua hacia la mejilla y digo: Tyler, estás pensando en vampiros.
Sólo nos quedan ocho minutos.
La pistola es sólo por si los helicópteros de la policía llegan antes de tiempo.
Para Dios es como si hubiera un hombre a solas con una pistola en la boca, pero es Tyler quien empuña el arma y es mi vida.
Coge un concentrado con un noventa y ocho por ciento de ácido nítrico gaseoso y añádele el triple de ácido sulfúrico.
Tendrás nitroglicerina.
Siete minutos.
Mezcla la nitroglicerina con serrín y tendrás un bonito explosivo plástico. Muchos monos espaciales mezclan la nitroglicerina con algodón y le añaden sales Epsom como sulfato. Así también funciona. Algunos monos emplean parafina mezclada con nitroglicerina. A mí, la parafina jamás me ha funcionado.
Cuatro minutos.
Tyler y yo estamos en el borde del tejado, con la pistola en mi boca. Me pregunto si estará limpia.
Tres minutos.
Entonces alguien grita:
—Espera.
Y es Marla que se acerca cruzando el tejado.
Marla se aproxima porque Tyler se ha ido. Marica.
Tyler es una alucinación mía, no suya. Tyler ha desaparecido. Rápido como un truco de magia. Y ahora sólo soy un hombre con una pistola en la boca.
—Te hemos seguido —chilla Marla—, Todos los miembros del grupo de apoyo. No tienes por qué hacerlo. Deja la pistola.
Tras Marla, todos los cánceres intestinales, los parásitos cerebrales; la gente con melanomas y la gente con tuberculosis, se aproximan andando, cojeando o sobre sillas de ruedas.
Y me dicen:
—Espera.
El viento frío me trae sus voces:
—Detente.
—Y podemos ayudarte.
—Déjanos ayudarte.
Llega por el aire el bup, bup, bup de los helicópteros de la policía.
Les grito: Marchaos. Largaos de aquí. El edificio va a explotar.
Marla grita:
—Lo sabemos.
Es como un momento de epifanía total para mí.
—No me mato a mí mismo —grito—. Voy a matar a Tyler.
Soy el Disco Duro de Fulano.
Lo recuerdo todo.
— No es amor ni nada de eso — grita Marla— pero creo que tú también me gustas.
Un minuto.
Marla quiere a Tyler.
—No, te quiero a ti —grita Marla—. Conozco la diferencia.
Y nada.
Nada explota.
Con el cañón de la pistola incrustado en la mejilla sana le digo:
—Tyler, mezclaste la nitroglicerina con parafina, ¿no es así?
La parafina nunca funciona.
Tengo que hacerlo.
Los helicópteros de la policía.
Y aprieto el gatillo.

Treinta


En la casa de mi padre hay muchas moradas.
Por supuesto, cuando apreté el gatillo, me morí. Mentiroso.
Y Tyler murió.
Con los helicópteros de la policía haciendo un ruido atronador al acercarse, y Marla y toda la gente del grupo de apoyo que no podían salvarse a sí mismos, con todos ellos tratando de salvarme, tuve que apretar el gatillo.
Era mejor que la vida real.
Y tu instante perfecto no durará para siempre.
Todo en el cielo es blanco sobre blanco.
Farsante.
Todo en el cielo es silencioso, como unos zapatos con suela de goma.
En el cielo puedo dormir.
La gente me escribe al cielo y me dice que se acuerdan de mí. Que soy su héroe. Que me repondré.
Los ángeles son como los del Antiguo Testamento, con legiones y lugartenientes y con un anfitrión celestial que trabaja por turnos, por días. El camposanto. Te traen la comida en una bandeja y una taza de papel con medicinas. El muestrario de El valle de las muñecas.
He visto a Dios detrás de un largo despacho de nogal con sus títulos colgados en la pared detrás de él. Dios me pregunta:
—¿Porqué?
—¿Por qué hice tanto daño?
¿No me di cuenta de que todos y cada uno de nosotros somos sagrados, copos de nieve individuales de una singularidad especial y única?
¿Acaso no veo que todos somos manifestaciones del amor?
Veo a Dios tras su despacho, tomando notas en un bloc, pero Dios se ha equivocado de parte a parte.
No somos especiales.
Tampoco somos escoria o basura.
Simplemente, somos.
Somos y ya está, y lo que pasa, simplemente pasa.
Y Dios dice:
—No, eso no es cierto.
Sí, vale. Lo que quiera. A Dios no se le puede enseñar nada.
Dios me pregunta si recuerdo algo.
Lo recuerdo todo.
La bala que salió de la pistola de Tyler me rajó la otra mejilla dejándome una sonrisa desigual de oreja a oreja. Sí, como una calabaza de Halloween enfadada. Un demonio japonés. El dragón de la avaricia.
Marla está aún en la Tierra y me escribe. Algún día, dice ella, me llevarán de vuelta.
Y si hubiera teléfono en el cielo, llamaría a Marla
desde el cielo y en cuanto dijera «¿Diga?», no colgaría.
Le diría: «Hola. ¿Cómo te va? Cuéntamelo todo en detalle».
Pero no quiero volver. Todavía no. Porque.
Porque de vez en cuando alguien me trae la bandeja con el almuerzo y las medicinas, y lleva un ojo morado o la frente hinchada con puntos de sutura, y dice:
—Lo echamos de menos, señor Durden.
O pasa alguien con la nariz rota limpiando con una fregona y susurra:
—Todo marcha según el plan.
Susurra:
—Vamos a acabar con la civilización para hacer del mundo algo mejor.
Susurra:
—Estamos impacientes por su vuelta.



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